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La Sociología Histórica

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Revista trimestral publicada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura con la colaboración de la Comisión Española de Cooperación con la U N E S C O y del Centre U N E S C O de Catalunya. Vol. XLIV, núm. 3, 1992 Condiciones de abono en contraportada interior.

Director: Ali Kazancigil Redactor jefe: David Makinson Maquetista: Jacques Carrasco Ilustraciones: Florence Bonjean Realización: Jaume Huch

Corresponsales Bangkok: Yogesh Atal Beijing: Li Xuekun Belgrado: Balsa Spadijer Berlín: Oscar Vogel Budapest: György Enyedi Buenos Aires: Norberto Rodríguez

Bustamante Canberra: Geoffroy Caldwell Caracas: Gonzalo Abad-Ortiz Colonia: Alphons Silbermann Dakar: T. Ngakoutou Delhi: André Béteille Estados Unidos de América: Gene M . Lyons Florencia: Francesco Margiotta Broglio Harare: Chen Chimutengwende Hong Kong: Peter Chen Londres: Chris Caswill Madrid: José E. Rodríguez-Ibáñez México: Pablo Gonzalez Casanova Moscú: Marien Gapotchka Nigeria: Akinsola Akiwowo Ottawa: Paul Lamy Seúl: Chang Dal-joong Singapur: S. H . Alatas Tokyo: Hiroshi Ohta Túnez: A. Bouhdiba

T e m a s de los próximos números América: 1492-1992 L a innovación

ilustraciones: Portada: «On Touch of Nature Makes the Whole World Kin», cuadro de N . R . Omell, 1867. (DR.. colección particular).

A la derecha: Guillermo de Normandia (a la izquierda) agradece a Harold de Inglaterra los servicios prestados y le da las armas que le convertirán en su «vasallo». Detalle del tapiz de la reina Matilde, Bayeux. (D.R.)

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REVISTA INTERNACIONAL DE CIENCIAS SOCIALES

Septiembre 1992

L a sociología histórica 133

Bertrand Badie

Charles Tilly

G u y Hermet

Philip McMichael

Michael Hechter

Pierre Birnbaum

S . N . Eisenstadt

Jean Leca

Editorial

Análisis comparado y sociología histórica

Prisioneros del Estado

Sobre la obstinación histórica

Repensar el análisis comparado en un contexto posdesarrollista

La teoría de la opción racional y la sociología histórica

Nacionalismos: la comparación Francia-Alemania

El marco de las grandes revoluciones: cultura, estructura social, historia e intervención humana

Epílogo: la sociología histórica /regresa a la

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infancia? O «cuando la sociología claudica ante la historia» 429

Paul Ghils

Li Peilin

Tribuna Libre

La sociedad civil internacional: las organizaciones internacionales no gubernamentales en el sistema internacional

China en un período de transformación social

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459

Servicios profesionales y documentales

Calendario de reuniones internacionales

Libros recibidos

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Número aparecidos

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RICS 133/Septiembre 1992

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Editorial

Hace alrededor de veinticinco años, la sociolo­gía y las ciencias políticas redescubrieron la historia, recuperando así una de las mayores tradiciones de su pasado, aquella que recrea­ron antaño M a x Weber y Otto Hintze. Ante­riormente, bajo la influencia del funcionalis­m o y del behaviorismo, esas disciplinas ha­bían desatendido su vocación m á s importante: analizar el cambio social y la transformación histórica de las sociedades. Georges Balandier, en Francia, o Robert Nisbet, en Estados Uni­dos, fueron de los primeros en llamar la aten­ción sobre el empobrecimiento teórico induci­do por tal ahistoricidad. Paulatinamente, dife­rentes corrientes de la sociología y de las ciencias políticas, desde los partidarios del funcionalismo como S . N . Eisenstadt, hasta los neomarxistas como B . Moore, P. Anderson, M . Hechter, T . Skocpol e I. Wallerstein, pa­sando por los weberianos y durkhemianos c o m o R . Bendix y C h . Tilly, restituyeron la historia a un lugar de honor en el marco de sus respectivos ámbitos teóricos.

Este número de la RICS, si bien quisiera subrayar la importancia del reencuentro entre las aproximaciones histórica y comparada, no pretende presentar la situación pormenoriza­da, ni un balance de esta cuestión. En cambio, quiere esbozar las grandes líneas de un debate sobre el método de la sociología histórica, lo que nos parece necesario para que esa discipli­na, después de veinticinco años de madurez y habiendo aportado investigaciones de gran va­lor, pueda dotarse de los medios para progre­sar hacia una mayor operatividad y establecer sus reglas metodológicas; de esta manera, re­ducirá la distancia entre el análisis de procesos concretos, protagonista de las investigaciones fundamentales de la historia, y el análisis c o m ­parado, que pretende poner de relieve las pro­posiciones generales.

Este número de la RICS tiene su origen en una sesión sobre «La sociología comparada: teoría, método y contenido», organizada por quien firma este editorial, en el marco del XII Congreso Mundial de Sociología, que tuvo lu­gar en julio de 1990, en Madrid. Bertrand Badie, en la comunicación que presentó en el Congreso, y que ha sido reproducida en pri­mer lugar de este volumen de la RICS, sin dejar de subrayar que la perspectiva sociohis-tórica no puede ser sustituida en el campo de las ciencias sociales, planteó el problema de la debilidad metodológica de la disciplina y la­mentó la ausencia, con algunas excepciones, de una reflexión en profundidad sobre esta cuestión. E n aquella ocasión, aceptó la pro­puesta de la RICS de dedicar un número a la cuestión y envió su texto a algunos de los principales representantes de la sociología his­tórica, con el fin de suscitar sus respuestas y comprometerles así a un debate sobre metodo­logía. P. Birnbaum, S . N . Eisenstadt, M . Hech­ter, G . Hermet, Ph. McMichael y C h . Tilly aceptaron la propuesta y vertieron sus refle­xiones en los artículos que publicamos a conti­nuación. Finalmente, Jean Leca tuvo la a m a ­bilidad de redactar, en el corto espacio de tiempo entre la recepción de los trabajos y las exigencias del calendario de edición, un epílo­go en donde comenta estos textos y nos ofrece sus propias reflexiones.

La Redacción de la RICS da las gracias a todos los autores que tuvieron a bien partici­par en este número, empezando por Bertrand Badie, cuyas reflexiones metodológicas han sido el origen de este número y que también ha participado activamente en su preparación. Formulamos votos para que el debate iniciado aquí encuentre eco entre los especialistas de la sociología histórica y que éstos lo continúen.

A . K .

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Análisis comparado y sociología histórica

Bertrand Badie

El hecho de que las ciencias sociales en gene­ral, y la ciencia política en particular, vuelvan a descubrir la historia es ya en sí una paradoja: puede sorprender la exclusión de la duración en una ciencia que, por definición, reflexiona sobre el cambio social. Por ello, debemos tra­tar de distinguir las ideologías que hasta hace poco justificaban tal exclusión. Estas pueden clasificarse en tres categorías que ponen de manifiesto la ambigüedad y la conciencia poco tranquila de los sociólogos que arremeten contra Clío.

La primera de esas ideologías pertenece a lo que se ha dado en llamar comúnmente el historicis-m o : la historia queda mar­ginada en nombre de la Historia. C o m o esta últi­m a tiene un sentido cono­cido de antemano y que es­capa al control de los h o m ­bres y al efecto de sus prác­ticas sociales, el historia­dor no tiene gran cosa que enseñarle al sociólogo y puede incluso extraviarlo en el conocimiento de lo detallado y lo accesorio que, en su opi­nión, no pueden m á s que crear interferencias molestas. Esta es la actitud de un sociólogo marxista, en su versión más rudimentaria, pero también la comparten los paradigmas evolucionistas y desarrollistas: conocido de antemano, el polo de la modernidad orienta la dinámica de las estructuras sociales y políti­cas, pero también de las culturas y las creen­cias. En este caso, la historia no introduce un efecto de interferencia, sino que designa, de

Betrand Badie es profesor en el Institu­to de Estudios Políticos, 27 rue Saint-Guillaume, 75341 París Cedex 07, Francia, y autor de varias obras sobre política comparada, entre ellas Sociolo­gie de l'Etat (con P. Birnbaum, 1979), Culture et politique (1986), Les deux Etats ( 1987) y Politique comparée (con Guy Hermet, 1990).

hecho, unas supervivencias tradicionales des­tinadas a desaparecer. Paradójicamente, esta construcción aparece también en las sociolo­gías «hiperculturalistas», en las que cada cul­tura es portadora de una historia, que también se conoce de antemano y escapa al control de los hombres: la representación islamista de la historia o, en general, la que se desprende de todo mesianismo, supone a priori una reali­zación cuya única incógnita es la determina­

ción de su advenimiento. La segunda de esas

ideologías de exclusión asume la postura contra­ria: la sociología y la histo­ria ocupan ámbitos distin­tos y están separadas por fronteras perfectamente delimitadas. La función del sociólogo es asimilable a la del «fotógrafo» que fija un orden social en un m o m e n t o determinado del tiempo que, por consi­guiente, queda excluido en su propia dinámica. La

ideología subyacente es claramente identifica-ble y corresponde a un supuesto ya aplicado por los críticos del behaviorismo: es legítimo analizar el orden tal c o m o es y, por lo tanto, mostrar su capacidad de persistencia y reducir sus posibilidades de descomposición conflicti-va y de transformación.

La tercera de esas ideologías es de factura más reciente y parece m á s desconcertante aún, ya que proclama sencillamente el final de la historia'. El contexto de estos últimos años, en particular las transformaciones ocurridas en

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Europa oriental, ha contribuido a reactivar el mito de una cultura occidental portadora de universalidad y, por ende, productora de un modelo de sociedad, de sistema político, de sistema filosófico y de estética extensibles al resto del m u n d o . La realización completa de este proceso supondría el final de la historia, o más precisamente el triunfo de una historia destinada a unlversalizarse. En tales condicio­nes, el conocimiento de las historias no rebasa­ría el ámbito del folklore y de las superviven­cias. El análisis comparativo no sacaría del conocimiento histórico sino la evidencia de trayectorias muertas o moribundas. La postu­ra es a todas luces ideológica: justifica, bajo el pretexto del universalismo y la razón, la pre­tensión hegemónica del modelo occidental y legitima las estructuras de dependencia que dominan el sistema internacional.

En los últimos años, esas tres posturas se han impugnado enérgicamente. El redescubri­miento de la historia se inició a finales de los años sesenta, a raíz de las críticas formuladas contra el desarrollismo, cuyo fracaso era ya imputable a los efectos nefastos de un univer­salismo ingenuo. Robert Nisbet fue quien tomó la iniciativa cuando exhortó a preferir el estudio de lo concreto singular a la especula­ción sobre lo universal abstracto2). Su plantea­miento, por cierto, había sido anunciado y precedido por el de varios sociólogos, c o m o Balandier, que instaban, desde los años cin­cuenta, a elaborar una sociología de la diferen­cia3). Sin embargo, lo que m á s llama la aten­ción es la reclasificación que marcó el ámbito de la sociología política comparada cuando por entonces ascendía el posdesarrollismo. E n efecto, el recurso a la historia interesó tanto a los defensores de un desarrollismo de inspira­ción funcionalista (Einsenstadt, Apter) c o m o a los herederos más o menos directos de Durk-heim o Weber (Tilly, Bendix), de Parsons (como S. Rokkan) o c o m o a una escuela, que devino así neomarxista, a la que pertenecen Barrington Moore, Perry Anderson, Michael Hechter o Theda Skocpol").

N o hay tradición sociológica que se haya mantenido apartada de esta obra de reconci­liación de la historia y de la comparación y que no haya intentado acabar con esta igno­rancia recíproca. Esta convergencia podría considerarse, de entrada, c o m o una primera prueba de la necesidad de semejante empresa.

Por desgracia, su punto débil es su incapaci­dad de producir una epistemología capaz de organizar, al menos en forma mínima, la in­vestigación que inspira. A pesar de algunas obras demasiado escasas sobre esta cuestión, sobre todo las de T . Skocpol y C . Tilly, el método sociohistórico parece carecer por aho­ra de definición: se sabe que la empresa es necesaria, pero al mismo tiempo se piensa, sin confesarlo, que aún no se ha conseguido su funcionalidad. Esto no es sorprendente. La so­ciología histórica comparada adolece de dos puntos débiles: lo singular es, por esencia, rea­cio al análisis y sobre todo a la comparación; el «desorden macrosociológico» es demasiado pronunciado para poder reconciliarlo con las reglas del método.

I. La búsqueda de la singularidad

La historia se presta mal a la comparación porque es singular por naturaleza. Esta singu­laridad resiste al análisis de dos maneras, por lo menos: en primer lugar, la historia es cultu­ra, o sea, es indisociable de la concepción de la duración propia de cada universo cultural; en segundo lugar, las historias son incomparables por esencia ya que cada una de ellas produce su propio sistema conceptual y sus variables significativas.

1. La pluralidad de las duraciones y de los tiempos históricos vuelve delicada la utiliza­ción de la sociología histórica en análisis c o m ­parativo. Cada cultura es portadora, ante todo, de su representación del tiempo que, por ello mismo, afecta a su propia ciencia política. Resulta evidente que el desarrollismo provie­ne directamente de la concepción lineal del tiempo, sustentada por la cultura occidental y ya realizada a través de los diferentes paradig­mas del evolucionismo. Se podría aplicar la misma observación a las distintas sociologías de influencia organicista que se inspiran en una problemática del crecimiento y desatien­den, por ello, los fenómenos de ruptura y los procesos de cambio cíclico. H a y algo más sig­nificativo todavía: las sociologías de la movili­zación y de la revolución se han reconstituido sistemáticamente, en las ciencias sociales occi­dentales, sobre la base del postulado de la evolución unilineal. Así, H o b s b a w m postula una evolución en los modos de impugnación y

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Buenos Aires celebra la victoria con la C o p a del m u n d o de fútbol. Jorge del Pedregai/imapress

asimila la revuelta del siglo X I X a una prehis­toria de una forma más acabada e institucio­nalizada de impugnación5. El propio Obers-chall, en su empeño comparativo, elabora su tipología de los movimientos sociales a partir de la hipótesis de una transformación de las estructuras comunitarias en estructuras asocia­das y distingue incluso una evolución en los modos de impugnación que lleva al tipo C encontrado frecuentemente en las sociedades occidentales6. En cuanto a Marx , su concep­ción de la revolución se deriva de una concep­ción igualmente lineal de la evolución de las sociedades, según la cual la evolución de las fuerzas productivas crea las condiciones de su incompatibilidad con las relaciones sociales de producción.

Esta concepción de la duración no se puede reducir en absoluto a la que prevalece en otras culturas: se opone categóricamente al tiempo cíclico que se suele encontrar en las sociologías inscritas en la cultura islámica, como lo de­muestra la concepción de la comunidad políti­

ca sustentada por Fârâbi, que se centra en la hipótesis de la entropía (fitna), o la de la asablyya de Ibn Khaldun que describe ciclos en los que alternan el poder de las solidarida­des comunitarias y su descomposición7. Asi­mismo, se sabe que la palabra desarrollo, en su traducción en lenguas extraoccidentales c o m o el swahili, remite a significados totalmente di­ferentes de los de progreso y evolución8. Si se hace el balance de las interpretaciones socio-históricas de las trayectorias correspondientes al m u n d o musulmán, se advierte precisamente que la duración remite a paradigmas entera­mente originales, como por ejemplo, la perma­nencia de la tensión entre el Orden de lo seg­mentario y el Orden de la comunidad política en Gellner9.

Esta diversidad de las representaciones del tiempo vuelve particularmente delicada la identificación de las rupturas. Desde Tonnies y Durkheim, al menos, el paso de la tradición a la modernidad entraña la conversión de las solidaridades comunitarias en solidaridades

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societales y de las solidaridades mecánicas en solidaridades orgánicas. Además , se ha simpli­ficado excesivamente la tensión entre comuni­dad y sociedad, aunque al mi smo tiempo se ha propiciado, por cierto, un mejor conocimiento de las condiciones de edificación de las socie­dades occidentales modernas y de las crisis que dichas condiciones podían suscitar, c o m o lo demuestran elocuentemente los trabajos de Kornhauser sobre la sociedad de masas, de Lederer o de N e u m a n sobre el fascismo y de Deutsch o de Lerner sobre las crisis de desa­rrollo10. Transpuesta a otras culturas, esta rup­tura pierde su sentido: las obras recientes so­bre el Oriente Medio, el Africa del Norte, el Africa Negra o el Lejano Oriente rechazan totalmente esta doble idea de paso y de ruptu­ra eventualmente dramática que lo acompaña: las solidaridades comunitarias se reconstitu­yen en vez de deshacerse y el tiempo no equi­vale ya a una evolución de una forma a otra, sino a una recomposición o reorganización". Postular una concepción única de la duración equivale entonces a interpretar éstos fenóme­nos c o m o supervivencias o retrasos. Además , la ruptura en una historia puede no serlo en otra: la historia del paso al individuo tiene sentido en la trayectoria política occidental, pero probablemente no en otras.

El sociólogo podría superar probablemente estas dificultades si las sociedades extraocci­dentales - c o m o sociedades dependientes- no estuviesen marcadas por la superposición de dos historias y, además, de dos construcciones del tiempo: la suya y la del m u n d o occidental. La dinámica social de las sociedades depen­dientes está profundamente marcada por esa dualidad: la importación de prácticas y m o d e ­los políticos, económicos y sociales equivale, al m i s m o tiempo, a la importación de otra historia y también conduce a la coexistencia de dos historias. Economía informal y econo­mía organizada no corresponden a la misma concepción de la duración y menos aún del cambio o de la ruptura. La economía de asig­nación experimenta, asimismo, un m o d o de estructuración y un ritmo de cambio que difie­ren de los de la agricultura comercial que coe­xiste dentro de la misma sociedad12. Se po­drían formular las mismas observaciones con respecto a la política: la competencia de varios sectores políticos corresponde a historias y rit­mos diferentes, lo cual vuelve especialmente

delicada la conceptualización de una sola tra­yectoria histórica de desarrollo propia de las sociedades dependientes.

El problema se complica cuando se tiene en cuenta la lógica de la apropiación de los m o d e ­los exógenos importados por parte de las élites de la sociedad receptora. Es indudable, en pri­mer lugar, que los modelos y las prácticas endógenas y los de índole exógena no corres­ponden a la misma concepción de la duración: hay una clara diferencia entre las fórmulas de legitimación que parten de la tradición y que, por ello mismo , pertenecen a una historia lar­ga y casi inmemorial y las fórmulas ajenas que pertenecen, por ello, a la historia breve, inclu­so voluble y que pueden sufrir transformacio­nes bruscas. Además , las lógicas de la apropia­ción son, a su vez, complejas y remiten a estrategias de actor que distan mucho de ser uniformes. Esos mecanismos de apropiación se modulan con arreglo a las utilidades de cada quien y producen, así, una pluralidad de dura­ciones en los modos de construcción del Or ­den político: el Estado extraoccidental incluye diferentes componentes que corresponden a ritmos de apropiación deliberadamente distin­tos. El derecho, lo simbólico, lo personal, las políticas públicas, los modos de articulación entre gobernantes y gobernados no remiten a la misma concepción de la duración y se en­cuentran en situación de desincronización. Desde este punto de vista, el ejemplo de los acontecimientos del otoño de 1988 en Argelia resulta m u y significativo: la manera en que las autoridades les hicieron frente revela una ca­pacidad de acción y de transformación a corto plazo limitada a las estructuras políticas m á s exógenas, es decir, a las instituciones constitu­cionales modificadas de inmediato por refe­réndum.

En realidad, esta desmultiplicación de las lógicas de la apropiación, aunada a esa plurali­dad de las duraciones en el interior mismo de las sociedades, reduce al mero estado de ilu­sión las visiones extremadamente ideológicas que proclaman el final de la historia. Estas pueden, a lo sumo, aplicarse a los fenómenos superficiales y a la impresión de occidentaliza-ción que se desprende de algunos procesos de importación. Bajo este barniz, se disimula en realidad un juego complejo de importaciones y de apropiaciones, aunque también de resurgi­mientos de antiquísimos modos populares de

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acción política y de cultura que el comparatis-ta debe tener en cuenta: las trayectorias china, india o japonesa están hechas en igual medida de simples transposiciones, de apropiaciones mesuradas y de actualizaciones de tradiciones culturales milenarias. Así pues, el comparatis-ta se encuentra frente a una doble dificultad: su objeto se inscribe en una pluralidad de du­raciones y éstas no corresponden -tratándose de problemas aparentemente idénticos- a la misma concepción de la duración que la que prevalece en las sociedades occidentales. C o n ­siderar el Estado argelino -entre otros ejem­plos posibles- c o m o la realización paulatina de una concepción de lo universal racional equivale a transponer al actor argelino -profe­sional de la política o n o - una concepción que seguramente le es completamente ajena.

2. Algunas de esas dificultades podrían su­perarse por poco que el sociólogo comparatista las analice detenidamente. Ahora bien, la m a ­yor parte de los trabajos que invocan la socio­logía histórica omiten este análisis. Theda Skocpol, en particular, le presta poca atención en su estudio comparado de las revoluciones, cuando es evidente que la Revolución France­sa, la Revolución Rusa y la Revolución China no corresponden a la misma concepción de la duración, aunque sólo fuera, entre otras cosas, porque la primera, m u y anterior, pudo servir a las otras dos de modelo acabado. La misma crítica podría hacerse a Barrington Moore, ya que la duración de la invención democrática en Francia no es comparable en absoluto a la de Inglaterra. E n cambio, resulta mucho m á s difícil resolver otra dificultad planteada, una vez más , por aquella epistemología de la singu­laridad: si las historias son comparables, ¿en qué nivel lo son? Si la historia es una aventura, ¿no se corre el peligro de destruir su identidad reduciéndola a un juego de variables c o m u ­nes? ¿Las trayectorias históricas están real­mente destinadas a mostrar los sucesivos ava-tares de un m i s m o fenómeno social universal? ¿Es su propósito alimentar y trivializar el aná­lisis multivariado?

Todos estos interrogantes tropiezan con lo esencial: ¿las variables explicativas son acaso independientes de las culturas a las que perte­necen los objetos sometidos al análisis? La mayor parte de los trabajos de sociología his­tórica han respondido, demasiado apresurada­mente, en forma afirmativa, cuando tales va­

riables pertenecen también a una historia, una cultura y una aventura. Someter a todas las historias a un m i s m o juego de variables expli­cativas equivale a traducir las otras historias según el código de una historia elegida. Polan-yi nos había advertido del riesgo que se corría al erigir la variable económica en categoría universal de pensamiento de acción y, por ende, de explicación13. Comparar unas trayec­torias explicando las diferencias con referencia a este tipo de variable plantea, de entrada, un problema. Asimismo, conviene desconfiar de las numerosas ilusiones de universalidad: al explicar las trayectorias revolucionarias con referencia al Estado agrario, Theda Skocpol postula que el Estado absolutista francés, 6el Estado imperial ruso» y «el Estado imperial chino» comparten suficientemente la misma identidad sociopolítica para reproducir, por su colusión con las élites agrarias dominantes, la misma potencialidad revolucionaria14. Por m á s atractiva que sea, esta explicación niega triplemente los principios de la sociología his­tórica: al postular una idea universal del Esta­do (ahora bien, ¿en qué se parecían el empera­dor Tsing y el Rey de Francia?), una idea universal de élite agraria y una idea universal de articulación de lo político con lo social. La misma ambigüedad se encuentra en Perry A n ­derson que basa su explicación de la génesis del Estado en la crisis de la sociedad feudal, sin haber evidenciado previamente la singula­ridad histórica de la variable explicativa y de la variable por explicar15. E n el momen to de elaborar su m a p a conceptual de Europa, Stein Rokkan no tiene más remedio que admitir a priori que la variable religiosa, la variable polí­tico-territorial y la variable económica tienen el mismo efecto en el conjunto de las socieda­des del continente europeo16.

Así el comparatista tiene que elegir: o bien recurre a la historia para explicar, c o m o lo propone T . Skocpol en Vision and Method in Historical Sociology11, y se arriesga entonces a reconstruir implícitamente un sentido univer­sal de la Historia, o bien respeta rigurosamen­te la irreductible singularidad de las historias y no puede entonces concebir la sociología his­tórica más que c o m o instrumento interpretati­vo. En ese caso, el conocimiento de las trayec­torias históricas remite, en efecto, a la descrip­ción de un m o d o de transformación y al intento de comprender en qué consiste su es-

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pecificidad y de interpretar el comportamien­to y la estrategia de los actores sociales. Esa es la actitud de un Geertz o de un Bendix y, por lo tanto, la orientación de trabajos con preten­siones explicativas m á s modestas que, en vez de construir una variable explicativa, asignan en realidad a la sociología histórica una fun­ción descriptiva por yuxtaposición de sistemas de significados distintos.

II. Los efectos del desorden macrosociológico

El recurso sociológico a la historia tiene c o m o efecto singularizar, pero también globalizar, lo cual suscita un desorden en el análisis cuyas consecuencias no se han medido bien todavía. La historia singulariza, porque rompe con lo universal y distingue entre varios modos de desarrollo, pero globaliza al sugerir la existen­cia de trayectorias, por lo tanto de identidades duraderas, y también al destacar la formación social con respecto a la acción social, por con­siguiente al preferir un enfoque estructuro-funcionalista a un enfoque accionalista.

1. El análisis en términos de trayectoria aparece en prácticamente todos los trabajos de sociología histórica, aun si su paternidad pue­de atribuirse a Perry Anderson en su obra Lineages of the Absolutist State: si los m o d o s de desarrollo son plurales, esto se debe a que cada uno de ellos pertenece a una historia; si las sociedades no están sometidas a una ley universal de la evolución y del progreso, son en cambio dependientes de su historia pasada. El postulado es m u y manido: ya Tocqueville veía en la centralización estatal una caracterís­tica permanente de la historia de la sociedad francesa; Anderson explica la expansión de un Estado fuerte y centralizado por los anteceden­tes feudales; A . Brown y J. Gray diferencian a los Estados comunistas según sus respectivos pasados: el marxismo no se aplicó del m i s m o m o d o en la Rusia zarista y en la China impe­rial18. E n seméjate contexto, la ruptura es for­zosamente accesoria, marginal y periférica: se supone que Francia no podrá romper con su tradición estatal y que le resultará imposible instaurar la regionalización; que el Estado siempre será débil en Gran Bretaña; que el sistema político ruso o soviético siempre se caracterizará por un autoritarismo político y

una sociedad civil escasamente autónoma; que las sociedades del m u n d o musulmán vivirán en perpetua tensión entre el monismo islámico y la adopción ilegítima de modelos extranje­ros.

Resulta evidente, ante todo, que el postula­do no puede desmantelarse por completo. R e ­nunciar a la idea de las trayectorias específicas significaría reducir a nada la sociología histó­rica, quitándole no sólo todo valor explicativo sino también todo valor interpretativo. E n el mejor de los casos, este método permitiría esclarecer parcialmente el objeto social, pero sin que esta parte pueda articularse con las demás: de ese m o d o , el discurso del historia­dor saldría nuevamente del ámbito del soció­logo y se restablecería la separación entre a m ­bas disciplinas.

Por consiguiente, es inevitable el uso hipo­tético del concepto de trayectoria y del método resultante. N o obstante, ninguno de los parti­darios de la sociología histórica ha sabido combinarlo con la toma en consideración de las rupturas. ¿ C ó m o se podría combinar, por ejemplo, la construcción de la trayectoria bri­tánica, caracterizada por la debilidad del Esta­do, con la expansión en ese país del welfare Stated La dificultad es tanto mayor cuanto que el sociólogo está supeditado a su elección epis­temológica: o bien opta por una sociología histórica deductiva, y entonces se ve inevita­blemente obligado a recalcar la índole falsa­mente estatal del welfare State británico, o sea todo lo que lo distingue del Estado ideal y prototípico; o bien, por el contrario, opta por una actitud empírica y utiliza los datos de la observación c o m o fuente de ruptura con res­pecto a la representación que se había forma­do inicialmente de la trayectoria de desarrollo y rechaza, por ende, la pertinencia sociológica de los datos de la historia.

Además , la idea de trayectoria presupone de manera m á s o menos marcada la índole endógena del cambio social: c o m o el pasado es portador de futuro, el desarrollo o la transfor­mación de las sociedades sólo pueden expli­carse recurriendo a su propio pasado. Esta pos­tura es insostenible en un contexto que m u e s ­tra que lo interno y lo externo son indisocia-bles y que la estrategias de reactivación del pasado se combinan con las importaciones -deliberadas o derivadas- de bienes y modelos políticos exógenos. La trayectoria inglesa de

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La maternidad: relación biológica, conducta social. Abigail Heyman/Rapho.

desarrollo se vio afectada por la importación -desigual según las coyunturas- de tradiciones estatales francesas. Por su parte, la trayectoria francesa ha recibido constantes influjos de modelos importados de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Las sociedades de Europa oriental viven, en la actualidad, una crisis de transformación alimentada por una interac­ción sumamente compleja entre su trayectoria propia y la imitación de los modelos europeos occidentales. El fenómeno es aún más amplio al tratarse de sociedades dependientes en las que la adopción de los modelos es algo im­puesto y, a la vez, activamente deseado por élites que hacen de ella su sello distintivo. Así, la disociación de lo endógeno y lo exógeno se pierde en arenas cada vez más movedizas. Su búsqueda activa no puede sino convertirse en un mal método que implica la inserción del concepto de trayectoria en una sociología de la acción que permita designar claramente las estrategias de importación y de exportación y mostrar c ó m o se organizan, c ó m o llevan a dis­

tintos modos de apropiación de los bienes y de los modelos importados. El desplazamiento de la idea de trayectoria colectiva hacia la de estrategias individuales resulta algo más que un correctivo: es la condición de una verdade­ra viabilidad de la sociología histórica. La arti­culación acción-trayectoria adquiere el m i s m o estatuto que la articulación acción-cultura aunque con la misma incertidumbre, cuando menos: ¿hasta dónde puede la primera recons­tituir la segunda? Dicho con otras palabras: ¿qué comportamiento debe adoptar el investi­gador, desgarrado entre la designación de un punto fijo (trayectoria, cultura, etc.) que le permite interpretar las estrategias y la renun­cia a todo punto fijo que condena a la sociolo­gía histórica a erigirse en método de análisis de los modos de construcción improvisada, de las trayectorias?

2. En un obra de título evocador, Big Struc­tures, Large Processes, Huge Comparisons*9, Charles Tilly critica severamente la preferen­cia de la sociología histórica por la formación

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social en detrimento de la acción social. El autor muestra m u y acertadamente que la so­ciología histórica, al ser básicamente macroso-ciológica, conduce a descuidar la acción y a atribuir m á s importancia no sólo al sistema con respecto al actor, sino también al orden frente al desorden, a la continuidad frente a la ruptura, a la integración frente al conflicto, a la legitimidad frente a sus m o d o s de impugna­ción, etc. El argumento es sensato: cuanto m á s amplio es el objeto del sociólogo, más impeli­do se ve éste a acogerse, explícitamente o no, a las metáforas del organismo; cuanto más se pone a comparar trayectorias, m á s obligado se ve a reificar el orden social. El cambio m i s m o se interpreta como un "amplio proceso", esto es, no ya c o m o una composición de acciones sino c o m o una misteriosa mecánica del siste­m a : así concibe las revoluciones Barrington Moore, al igual que la construcción resultante de los regímenes de masas; así concibe W a -llerstein, asimismo, la mutación que experi­menta el sistema capitalista internacional; así concibe también Reinhard Bendix el proceso de construcción de la idea y de la práctica de la soberanía20.

Por consiguiente, la aportación comparati­va de la sociología histórica queda triplemente fragilizada: al comparar sistemas, cae en la trampa del sistemo-funcionalismo cuyos ende­bles postulados la debilitan; al considerar "macroobjetos", reduce la comparación a una reconstrucción efectuada a priori por el inves­tigador; al remitir a "variables pesadas", tien­de a "pulir" -de hecho, a unlversalizar- las variables explicativas sin poder proceder a su reconstrucción cultural y produce modos de explicación que no se prestan del todo a la verificación. Todo el problema consiste enton­ces en averiguar si, por un lado, esta deriva macrosociológica es inevitable y si, por otro, puede subsanar sus propios defectos.

Charles Tilly parece haber sido el primero en zanjar el problema exhortando a dirigirse resueltamente hacia las riberas de la historia a fin de precaverse de los riesgos de simplifica­ción sociológica. Esta postura equivale a re­chazar la macrosociología c o m o tal y, por lo tanto, todo proyecto de sociología comparada, pues es imposible establecer cualquier tipo de comparación a partir de la microsociología: comparar sin tener en cuenta la totalidad, el efecto de contexto y el parámetro cultural des­

virtuaría de entrada el análisis. Carecería de sentido comparar dos partidos políticos perte­necientes a dos sociedades distintas sin apoyar esta comparación en los parámetros sociológi­cos circundantes.

Concebir, en cambio, una macrosociología comparada que no sucumba ante tales escollos es mucho m á s problemático. Los trabajos que aspiran a ello adolecen a todas luces de los defectos denunciados por Tilly, especialmente la reificación y, por añadidura, el postulado de la " m a n o invisible" que, sin embargo, han sido denunciados a menudo por las reglas del método sociológico. Para Anderson, la inven­ción del "Estado absolutista" es una solución encontrada misteriosamente por las socieda­des aquejadas por una crisis de la autoridad feudal. Para Immanuel Wallerstein, el Estado moderno responde, c o m o por encanto, a las necesidades de un capitalismo apenas nacien­te. Asimismo, todos los trabajos asociados a la sociología histórica desembocan en la elabora­ción de variables explicativas tan "pesadas" como limitadas en número y universales. Así, Rokkan reduce la construcción de los sistemas políticos europeos al juego de las tres varia­bles: económica, político-territorial y cultural. Así, por ejemplo, la Reforma o la Contrarre­forma tienen, por definición, el mismo efecto, esto es, m á s aún, la misma función en el con­junto de las sociedades del m u n d o europeo. Desaparece la distinción entre alvinismo y lu-teranismo, del mismo m o d o que se ignora el juego divergente de las sectas o el peso de acontecimientos estructurantes, como la revo­lución puritana en Inglaterra. Además , no se precisa cuál es el m o d o de articulación entre esas variables, o, a lo sumo, se da a entender que es idéntico. En consecuencia, no queda más remedio que reconocer que la sociología histórica no ha encontrado el m o d o de sortear tales peligros, señal suplementaria de sus difi­cultades para dotarse de un verdadero méto­do.

3. Todos esos límites se concretan en un problema fundamental que los críticos de la sociología histórica han solido destacar: la im­posibilidad de verificar las hipótesis formula­das. La diferencia con respecto a algunas otras sociologías es manifiesta: la sociología electo­ral, por ejemplo, gracias al análisis multivaria-do y a la cuantificación, ha conseguido estable­cer un inicio - o al menos una presunción

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seria- de verificación. Demostrar, en cambio, el nexo causal que existe entre el cristianismo romano y la invención del Estado occidental, o entre el Estado agrario y la revolución social constituye una empresa m u y aventurada. Es evidente que de nada serviría aplicar el méto­do de las variaciones concomitantes: las varia­bles construidas son demasiado pesadas y compuestas y los objetos analizados son d e m a ­siado extensos para que este recurso tenga sen­tido.

La pertinencia de la crítica obliga a los partidarios de la sociología histórica a abando­nar una gran parte del terreno que creían ha­ber conquistado. A pesar de la contraofensiva de Theda Skocpol, ha quedado prácticamente demostrado que la sociología histórica no pue­de ya pretender ser causal y debe fundar de otro m o d o , y m á s modestamente, su ambición explicativa. Heurística al menos, interpretati­va y extensa a lo sumo, la sociología histórica analiza sociológicamente las historias: compa­rarlas equivale entonces a mostrar su plurali­dad, su m o d o de distinción e indicar, precisa­mente, por qué no son réductibles a las mis­mas variables explicativas.

M á s allá de esta "revisión a la baja" de la pretensión explicativa de la sociología históri­ca, se sigue planteando, de una u otra forma, el problema de la verificación. ¿ C ó m o verificar la pertinencia de los niveles de una compara­ción que aspira a ser descriptiva? ¿ C ó m o veri­ficar, por ejemplo, que el concepto de diferen­ciación constituye un factor de discriminación

útil y pertinente que permite evidenciar dife­rencias en las «trayectorias» o en los m o d o s de desarrollo? ¿Por qué la falta de aparición de una función pública es m á s reveladora de las diferencias de modelos de desarrollo entre Francia e Inglaterra que su historia c o m ú n de edificación de un Welfare State?

Es m u y probable que ése sea el defecto fundamental de metodología de que adolece la sociología histórica. N o es m u y seguro que ésta esté preparada para salvar pronto este obstáculo. Es inquietante la ausencia de refle­xión e incluso de preocupación a este respecto. Tal vez sea necesaria una pausa en la labor de producción para que los especialistas puedan plantearse este tipo de problema y traten de resolverlo. Sin embargo, la magnitud de estas dificultades metodológicas no debería impedir el florecimiento de la perspectiva sociohistóri-ca: su utilización no tiene sustituto en ciencias sociales y no se ha igualado el esclarecimiento comparativo que es capaz de aportar. Sigue siendo vigente la metáfora del hombre que busca un objeto perdido bajo la débil luz de una lámpara de gas: las sombras que se ciernen todavía sobre la sociología histórica no deben interrumpir las labores del investigador, pues son m u y ricas las potencialidades comparati­vas de que es portadora. Quien recurra a ella no debe, empero, ignorar los límites de este enfoque ni la fragilidad de sus hipótesis y de sus conclusiones.

Traducido del francés

Notas

1. Véase por ejemplo, F. Fukuyama, «La fin de l'histoire?», Commentaire, n. 47, otoño de 1989.

2. Véase R . Nisbet, Social Change and History, Nueva York, Oxford University Press, 1969.

3. G . Balandier, Sens et puissance, París, P . U . F . , 1971.

4. Para una presentación de esta corriente, véase B . Badie, Le Développement politique, Paris, Económica, 1988, pág. 139 y siguientes.

5. E . Hobsbawm, Les Primitifs de la révolte, Paris, Fayard, 1966.

6. A . Oberschall, Social Conflicts and social movements. Prentice Hall, Englewood Cliffs, 1973.

7. Véase en particular, A . K . Lambton, State and Government in Medieval Islam, Oxford, Oxford University Press, 1981.

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8. Véase D . C . Martin, Tanzanie: l'invention d'une culture politique, Paris, P .F .N .S .P . , 1988, pág. 244.

9. Véase E . Gellner, Muslim Society, Cambridge, Cambridge University Press, 1979.

10. Véase B . Badie, «Communauté, individualisme et culture», in Birnbaum P., Leca J., ed., Sur l'individualisme, Paris, PFNSP, 1986.

11. «The distinctiveness of the muslim state», in E. Gellner, J.C. Vatin dir., Islam et politique au Maghreb, Paris, C N R S , 1981.

12. G . Hyden, Beyond Ujamaa, Londres, Heineman, 1980.

13. K . Polanyi, La grande transformation, Paris, Gallimard, 1983.

14. T . Skocpol, Etats et révolutions sociales, París, Fayard, 1985.

15. P. Anderson, L'Etat absolutiste, Paris, Maspero, 1978.

16. S. Rokkan, «Cities, states and nations: a dimensional model for the study of contrasts in development», in S. Eisenstadt, S. Rokkan, Building States and Nations, Beverly Hills, Sage, 1973.

17. T . Skocpol, Vision and Method in Historical Sociology, Cambridge, Cambridge University Press, 1984.

18. A . Brown, J. Gray, ed., Political Culture and Political Change in Communist States, Londres, The MacMillan Press, 1977.

19. C . Tilly, Big Structures, Large Processes, Huge Comparisons, Nueva York, Russell Sage fn., 1985.

20. R . Bendix, Kings or People, Berkeley, University of California Press, 1978.

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Prisioneros del Estado

Charles Tilly

Así c o m o los europeos subvierten inconscien­temente el Estado a la vez que afirman su conveniencia, los especialistas en sociología histórica comparada están reduciendo invo­luntariamente el Estado a un papel secunda­rio, mientras afirman su carácter central. Las recientes reivindicaciones independentistas que nos han llegado de Georgia, Estonia o Croacia podrían fortalecer la ilusión de que entramos por fin en la era en que cada pueblo va a disponer de un Estado propio; de que vamos a asistir a la apoteosis del Estado-nación, al fin de la historia. Sin embargo, son muchos los indicadores importantes que muestran que, más allá del torrente actual de reivindicaciones nacionalistas, vamos hacia un hundimiento generali­zado del tipo de Estado grande, consolidado, cen­tralizado, con fronteras ne­tamente definidas, que empezó a extender su do­minio en Europa en el siglo XVIII y se convir­tió en modelo para el m u n d o entero después de la segunda guerra mundial. La fluidez cada vez mayor del capital, el trabajo, las mercan­cías, el dinero y las prácticas culturales va socavando la posibilidad, para todo Estado en concreto, de controlar lo que ocurre en el inte­rior de sus fronteras. La intervención interna­cional concertada en situaciones de conflicto como las de Yugoslavia, Sudáfrica, la antigua Unión Soviética o Irak, han significado el principio del fin para las pautas de soberanía

del Estado tan difícilmente elaboradas después de 1750.

Añádase a esto que los propios europeos están creando una comunidad económica, cuya estructura interna destruirá la capacidad de cualquier Estado miembro de aplicar una política fiscal, de empleo, de asistencia social o militar independiente y que se enfrentan, además, con una enorme presión destinada a obtener la apertura de esta comunidad -con

los consiguientes intercam­bios destructores del Esta­d o - a los miembros de la Asociación Europea de Li­bre Cambio y a sus vecinos de Europa oriental. Segu­ramente, en otras partes del m u n d o , sin exceptuar las regiones de Europa Oriental que no encuen­tran acogida en la Comuni­dad Europea, surgirán uniones económicas no menos opuestas a la estruc­tura estatal independiente.

N o hay que olvidar tampoco que la mayoría de los pequeños na­cionalismos que han surgido con la desintegra­ción de la antigua Unión Soviética están auto-destruyéndose, al provocar, a su vez, nuevas reivindicaciones de autonomía a escala cada vez menor, aún antes de que hayan podido ser satisfechas las reivindicaciones anteriores. Al mismo tiempo, las redes internacionales de capitales, que ponen fácilmente en relación los más diversos centros, los extensos sistemas in­ternacionales de migraciones laborales (tanto «legales» c o m o «ilegales» desde el punto de

Charles Tilly es profesor en la N e w School for Social Research, 66 Univer­sity Place, N e w York 10003-4520, en donde dirige el Centro de Investigacio­nes de Cambios Sociales. Sus obras más recientes son Big Structures, Large Processes, Huge Comparisons (1984), The Contenious French ( 1986), Strikes, Wars and Revolutions (1989, en cola­boración con Leopold Haimson), Coer­cion, Capital and European States AD 990-1990 (1990) y European Révolu­tions 1492-1992 (en prensa).

R1CS 133/Septiembre 1992

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vista de Estados particulares), los mercados transnacionales creados ex profeso con sus co­rrespondientes autoridades, las coaliciones que se forman en los campos de los derechos humanos y la vigilancia del medio ambiente y hasta las Naciones Unidas, ineficaces durante tantos años, se apropian de muchos de esos poderes que los Estados nacionales fueron acu­mulando sin dificultades durante doscientos años y consideraron c o m o prerrogtivas pro­pias. Salvo contadas excepciones, c o m o N o ­ruega e Irlanda, la idea del Estado-nación cul-turalmente homogéneo fue siempre un mito, pero un mito utilizado de m o d o eficaz en Esta­dos heterogéneos c o m o Francia y España para que predominaran en los asuntos nacionales una sola fracción de la nación y una sola pers­pectiva. H o y en día, la posibilidad de que un Estado europeo llegue a controlar de manera efectiva el movimiento de capitales, trabaja­dores, mercancías, dinero, ideas o prácticas culturales a través de sus fronteras, de que un Estado llegue a salvaguardar su homogeneidad cultural, está desapareciendo rápidamente. Y las ideas, pretensiones y prácticas de los sedi­centes Estados-nación van a desaparecer tam­bién. Las naciones, en el sentido de poblacio­nes con determinadas características culturales comunes, podrán sobrevivir, prosperar o hasta volverse a formar de nuevo, pero vivirán inde­pendientemente de una estructura estatal po­derosa.

Mientras tanto, los sociólogos especializa­dos en historia comparada, guiados únicamen­te por el deseo de ampliar su territorio, están saliendo actualmente de la cárcel en que su propio concepto del Estado les mantuvo du­rante mucho tiempo encerrados. Hace diez o quince años, centrar las investigaciones socio­lógicas en el Estado tenía ciertas ventajas: era un m o d o de oponerse al estructuralismo mar-xista, que hacía derivar las características del Estado, de m o d o directo, total y simplista, de las exigencias de la producción; permitía hacer revivir versiones del marxismo más ricas, más historicistas, después del triste intervalo del estructuralismo marxista; representaba un es­tímulo para investigaciones históricas y com­paradas serias; situaba a los Estados contem­poráneos en perspectivas a largo plazo; repre­sentaba un ataque contra las teleologías de la teoría del desarrollo; y obligaba a los macroso-ciólogos a preguntarse de m o d o más pertinen­

te en qué medida, y cómo , el pasado determi­na el presente y el futuro.

Sin embrago, esta aparición del tema del Estado en el campo de la teoría sociológica tuvo consecuencias intelectuales perniciosas, que algunos de los que favorecimos esta evolu­ción esperábamos evitar, o hasta combatir. Permítaseme ocuparme ahora de dos ideas erróneas, relacionadas entre sí, venerables en su origen, que llegaron a extenderse aún m á s con la m o d a de los análisis centrados en el Estado: 1) la idea de que a cada Estado corres­pondía una «sociedad» distinta, coherente y con continuidad, cuya historia se desarrollaba en interacción con la del Estado; 2) el supuesto de que la principal tarea de la sociología c o m ­parada consistía, pues, en comparar las histo­rias divergentes de distintas sociedades. A m ­bas ideas derivaban de la mitología de la nación-Estado y tropezaron con dificultades manifiestas al tener que ocuparse de casos como los de Indonesia, India, Brasil, Sudáfri-ca. Bélgica, Canadá o la Unión Soviética. E n todos estos casos, y en muchos más , el suponer la existencia de una sociedad distinta, cohe­rente y con continuidad que correspondiera al Estado causó casi tanto daño intelectual c o m o la hipótesis conexa de que cada una de ellas era el resultado de un proceso de moderniza­ción lineal y orientado con arreglo a un fin.

Desde luego, no pongo en duda ni un solo momento que los Estados existen y cambian; creo que es perfectamente legítimo intentar explicar sus formas, sus acciones y transforma­ciones y que también es conveniente buscar y poner a prueba esas explicaciones mediante la comparación histórica. Lo erróneo es suponer que vamos a encontrar esa explicación en el estudio de la situación de una sociedad cohe­rente a la que el Estado está vinculado y en la que el Estado desempeña una determinada función. H o y en día casi todos los hombres de Estado creen en dicha teoría y la proponen; la mitología de la nación-Estado hace que parez­ca aún m á s verosímil.

Ahora bien, conscientes de las conexiones transnacionales, la segmentación social y los incesantes conflictos, los que intentan analizar las transformaciones del Estado deberían ser más prudentes que los hombres de Estado..., al menos a este respecto.

Así pues, ¿qué es lo que nos hace creer que los sociólogos especializados en historia c o m -

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Estatuas de un policía, un ingeniero y un obrero, erigidas en los años setenta y fotografiadas en 1991, en Budapest. G Zarand/Rapho

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parada están empezando a poner en tela de juicio los supuestos dañinos de la «sociedad» y de la modernización lineal?

En primer lugar, las manifestaciones de de­sesperación de especialistas tan bien infor­mados como Bertrand Badie, cuando in­tentan elaborar un modelo lógico de c o m ­paración causal para sociedades enteras y para los Estados relacionados con ellas. En segundo lugar, el interés renovado que suscitan los problemas de las estructuras y los agentes, ya sea en el individualismo metodológico elaborado de Margaret Levi o en la reinterpretación del marxismo de Alex Callinicos. El tercer motivo, es la proliferación de m o ­delos c o m o los de Michael M a n n o, aún más claramente, Immanuel Wallerstein, en los que desempeñan un papel causal decisi­vo determinadas conexiones que se sitúan en un plano superior al de cualquier Estado nacional. El cuarto es la maduración de una «sociolo­gía estructural» que es capaz -irónicamen­te- de trabajar sin la postulación a priori de estructuras amplias y autosostenidas c o m o los Estados y las sociedades (véase, por ejemplo, Breiger, 1990; Burt, 1982; Wellman y Berkowitz, 1988). Y , por último, la proliferación de investiga­ciones históricas válidas y con un buen fundamento sociológico que no se sitúan en el marco convencional nación/Estado/ sociedad (véase, por ejemplo, Barfield, 1989; Blockmans y Tilly, 1989; Chase-D u n n , 1989, 1990; Curtin, 1984; McNall, Levine y Fantasia, 1991; Wolf, 1982; Zunz, 1985).

Evidentemente, Bertrand Badie ha presen­tado un punto de vista categóricamente opues­to en este número de la RICS (Badie, 1992). Según él, la sociología histórica comparada ha llegado a un callejón epistemológico sin salida. N o quiero ni mucho menos desentenderme de la preocupación que manifiesta Bertrand Ba­die. Al quedar desacreditados los grandes m o ­delos de desarrollo, los especialistas de la his­toria comparada a gran escala se han encontra­do sin fundamentos sólidos para explicar las variaciones de estructura y los cambios de trascendencia. El problema de c ó m o conciliar

la particularidad histórica y las leyes generales de transformación sigue siendo crítico. D e m a ­nera justificada, Badie hace hincapié en esas dificultades de la comparación histórica a gran escala. Añádase a esto -y este punto Badie no lo menciona- que una parte importante de la producción histórica y en ciencias sociales ha caído en un escepticismo filosófico del que no parece poder escapar (véase, por ejemplo, A c ­ker, 1990; Mitchell, 1990; Scott, 1988, 1989). Los analistas de la historia comparada se aventuran en un terreno disputado.

Sin embargo, como otros que comparten su pesimismo, Badie se equivoca al deducir de esa situación de disputas y confusión que es menester limitar los esfuerzos en el campo de la sociología histórica comparada a un simple ejercicio heurístico sin posibilidad de verifica­ción. El temor de que el carácter variable de las escalas de tiempos y los períodos históricos de las distintas «culturas» pueda falsear de hecho toda comparación, por ejemplo, es una consecuencia directa del supuesto de que las unidades que han de compararse son culturas o sociedades (Badie acaba por identificar a m ­bas cosas) y no procesos, acontecimientos o estructuras. Lo mismo ocurre con la afirma­ción de que: «Renunciar a la idea de las tra­yectorias específicas significaría reducir a nada la sociología histórica, quitándole no sólo todo valor explicativo, sino también todo valor interpretativo» (Badie 1992). Y también con ésta: «Es imposible establecer cualquier tipo de comparación a partir de la microsocio-logía» (Badie, 1992). A fin de cuentas, el argu­mento de Badie es epistemológico: aunque en los procesos históricos pueda existir un orden, la variabilidad de las escalas de tiempos y de los períodos históricos hace que ese orden sea insondable. Badie observa un malestar, pero a partir de ahí llega a conclusiones erróneas. Para él, el investigador que analiza la historia debe renunciar forzosamente a la búsqueda de relaciones causales y contentarse con poner de manifiesto sus diferencias.

La conclusión acertada es totalmente dis­tinta. Toda vida social es histórica en dos sen­tidos: sólo podemos observar lo que ya ha ocurrido y lo que ocurrió antes condiciona de manera importante lo que puede ocurrir hoy; los procesos sociales no sólo se repiten con arreglo a las mismas secuencias, sino que, ade­más suelen no apartarse del camino seguido.

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D e ahí que las trayectorias nacionales no sean ni idénticas ni estrictamente comparables. E n la medida, sin embargo, en que toda vida so­cial es histórica, su condición epistemológica fundamental es la misma; las principales va­riaciones en lo que puede saberse del pasado y del presente dependen de la magnitud de los residuos de esa vida social accesibles a los observadores de hoy en día, de la medida en que es posible hacer nuevas observaciones para poner a prueba lo deducido de observa­ciones anteriores y del grado en que estamos hoy familiarizados con los códigos que infor­m a n esos residuos de vida social pasada.

Cuando admitimos que la vida social no se presenta en forma de «sociedades» con conti­nuidad, tenemos la posibilidad de estudiar procesos, configuraciones, secuencias y rela­ciones sociales de tipo recurrente y también sus conexiones contingentes con sus contextos. En una primera fase, podemos caracterizar épocas y regiones del m u n d o mediante la des­cripción empírica de los procesos que allí pre­valecen y se llevan a cabo -mercantilización, desindustrialización, formación de imperios, etc.- y formular entonces proposiciones c o m ­probables sobre las relaciones de otros cam­bios sociales con dichos procesos predominan­tes; esta etapa nos ahorrará tener que esperar la formulación de proposiciones verdaderas y comprobadas referente a todos los lugares y períodos históricos. En principio, sin embar­go, proposiciones de tipo m u y general pueden permitir explicar situaciones m u y particulares; es algo que los geólogos y biólogos hacen conti­nuamente. Los que se atreven a formular gene­ralizaciones transhistóricas tienen la posibili­dad de ponerlas a prueba en el marco de la historia.

C o m o en el campo de la geología y la biolo­gía, no debemos esperar a encontrar uniformi­dades en grandes secuencias históricas, ni si­quiera la repetición de acontecimientos c o m ­plejos, sino m á s bien en los vínculos entre acontecimientos, procesos y estructuras. Las migraciones a larga distancia nos proporcio­nan una buena analogía: cada modelo de m i ­gración entre Turquía y Berlín, entre Argelia y París, entre Jamaica y Londres, tiene caracte­rísticas únicas y, sin embargo, dichos flujos están sometidos a variaciones de tipo sistemá­tico en la medida en que crean redes de patro­cinio y monopolios de empleo, se mantienen

mediante un aporte continuo de nuevos m i e m ­bros e inciden colectivamente en la vida políti­ca de su lugar de destino (Baily, 1983; Barton, 1975; Bodnar, 1985; Grieco, 1987; Morokva-sic, 1987; Piore, 1979; Reitz, 1980, 1988, 1990; Sturino, 1978). Cada experiencia indivi­dual de la migración es única y, sin embargo, nos encontramos con variantes familiares de patrocinio, ayuda mutua y agrupación en casi todas las vidas de emigrantes. Las regularida­des se encuentran en los vínculos entre patro­cinio y actividad profesional, segregación y solidaridad política, monopolio y prosperidad y no en la repetición mecánica de la secuen­cias.

Los investigadores que llevaban a cabo una labor de comparación histórica a gran escala no sólo centraban -equivocadamente- la c o m ­paración en las «sociedades», sino que además esperaban que las uniformidades se presenta­ran c o m o secuencias recurrentes. Lo que debe­rían haber buscado eran los principios en que se basan las secuencias variables.

¿Qué principios? Disponemos de por lo menos dos métodos clásicos de explicación social que se aplican, sin demasiado esfuerzo, a los procesos y estructuras históricos. U n o consiste en reconstituir las decisiones y sus móviles; la idea de la «opción racional» es su versión actual m á s corriente. El segundo es la reconstitución de relaciones sociales constri-ñentes, un método que ya conocía Simmel, pero que ha vuelto a aparecer con el nombre de «sociología estructural». Voy a explicar ahora por qué creo que la idea de la «opción racional» tiene un valor limitado y por qué, a mi entender, la sociología estructural podría permitirnos mitigar efectivamente el escepti­cismo paralizador de Bertrand Badie.

A su vez ¿constituye la teoría de la opción racional una elección racional para los investi­gadores que se ocupan del análisis histórico? ¿Tiene acaso ventajas específicas que la hacen preferible a otras: funcional, interpretativa o estructural-causal? En toda lógida podríamos suponerlo, si tenemos en cuenta que los indivi­duos son los únicos actores reales que pode­m o s observar, que en una disciplina, la econo­mía, se han obtenido buenos resultados al explicar una gran variedad de estructuras y acciones sociales mediante la elección racio­nal, y que en el modelo intervienen explícita­mente la estructura y los agentes, al presentar-

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se en él procesos de toma de decisiones cons­cientes con limitaciones estructurales (Cole­m a n , 1990; Hechter, 1983; Levi, 1988; Little, 1991 ; Wittman, 1991). En el modelo clásico de la opción racional nos encontramos con solda­dos en casamatas, conscientes y calculadores, que apuntan con mucho cuidado a los objeti­vos que pueden ver a través de la mirilla, pero que están considerablemente limitados por la situación de la casamata, la forma de la miri­lla, las características de sus armas, su aptitud para el combate y las municiones de que dis­ponen. En muchas situaciones sociales, un m o ­delo c o m o éste tiene validez desde un punto de vista intuitivo. Sin embargo, teniendo en cuenta las pretensiones subrepticiamente a m ­biciosas que han anunciado recientemente Ed­gar Kiser y Michael Hechter para la teoría de la opción racional, hay que insistir aquí en que ésta tiene -al menos en su forma corriente-serios defectos si queremos utilizarla c o m o base del análisis histórico a gran escala. Si construimos todo un edificio sobre esos ci­mientos, tenemos buenos motivos para temer un derrumbe.

Empecemos por lo más evidente: la teoría de la opción racional consiste en un conjunto de afirmaciones extremadamente generales so­bre c ó m o los individuos eligen entre las diver­sas acciones posibles, con limitaciones im­puestas por las preferencias y los recursos. En sus formas de teoría de la elección del público, o de teoría de los juegos o de las probabilida­des, se trata de una teoría relativamente cohe­rente, tanto más coherente y profunda cuanto que está estrechamente asociada con la econo­mía neoclásica y también, aunque de m o d o más indirecto, con la economía institucionalis-ta. Se trata de una teoría transhistórica, y has­ta antihistórica, en tres sentidos: primero, por­que no se refiere a ningún proceso histórico identificable; segundo, porque el tiempo no cuenta entre sus conceptos fundamentales; y tercero, porque en ningún momento se dice en ella que las regularidades que observa cambian al pasar de una era histórica a otra. M á s aún, las teorías de la opción racional suelen hacer gala de su antihistoricismo, de ser aplicables con independencia del tiempo y del lugar.

La teoría de la opción racional, para ser satisfactoria, ha de explicar de m o d o adecuado situaciones en las que se dan las siguientes condiciones:

- individuos conscientes y determinados eligen de m o d o deliberado;

- al elegir, seleccionan entre acciones posi­bles de forma que tanto los eventuales observadores c o m o los individuos en cuestión pueden identificar;

- los individuos eligen ateniéndose a reglas de decisión que, o bien son dadas a prio­ri, o pueden de algún m o d o observarse con independencia de la acción que ha de explicarse;

- las decisiones se toman teniendo en cuen­ta limitaciones que pueden ser también evaluadas con independencia de la ac­ción que ha de explicarse;

- por último, los valores de las opciones o de sus resultados pueden tratarse c o m o factores variables, comparables y perma­nentes.

Así pues, el concepto de opción racional tiene validez en todos los casos más o menos aislados en que se encuentran reunidas todas estas condiciones. En el análisis a corto plazo de la acción colectiva popular, por ejemplo, puede ser útil considerar que grupos previa­mente relacionados, que tienen en común inte­reses bien determinados, llevan a cabo una selección de líneas de acción en un repertorio ya establecido por una interacción estratégica previa: manifestar tal día, presentar una peti­ción al día siguiente, etc. (Aya, 1990; Giugni y Kriesi, 1990; Hardin, 1983; McPhail, 1991; Tarrow, 1989).

En casos excepcionales c o m o éste, los in­vestigadores que se ocupan del análisis históri­co encontrarán probablemente que la teoría puede ser útil, no tanto porque explica una decisión particular, sino porque permite un cálculo de los efectos acumulados de numero­sas decisiones. Los biógrafos no suelen necesi­tar modelos de conducta de actores racionales. Debemos entonces identificar también otro elemento: el mecanismo de la acumulación de las decisiones. N o pretendo, claro está, que el que desee llevar a cabo un análisis de un fenó­m e n o histórico desde el punto de vista de la opción racional debe probar primero que se reúnen efectivamente todas esas condiciones. Lo que sí afirmo es que, de ser poco probable la presencia de una de ellas, daría mejor resul­tado otro tipo de explicación. Y añadiré que esas condiciones m u y pocas veces se encuen-

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Soldado croata, Osijek, diciembre de 1991. J r. Bourcan/Rapho.

tran reunidas cuando se analizan problemas históricos importantes; los casos aislados de que hablábamos antes son m u y poco frecuen­tes en la historia. Debemos reservar el análisis efectuado desde el punto de vista de la opción racional a casos especiales.

¿Por qué? Por tres razones de peso y m u ­chas razones secundarias. Primera razón de peso: en los principales procesos de transfor­mación histórica, las limitaciones, los valores y las alternativas posibles cambian continua­

mente (aunque ello no afecte las reglas de deci­sión); esos cambios constituyen ya, en sí mis­mos , buena parte de lo que hemos de explicar. Esto ocurre con todos los procesos de «iza-ción» que estudiamos: capitalización, urbani­zación, industrialización, secularización, m o ­vilización y todas sus consecuencias. Si hemos aprendido algo sobre los cambios de la fecun­didad, por ejemplo, es justamente que las pre­ferencias por lo que atañe al número de hijos varía continuamente en función de la mortali-

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dad infantil (Coale y Watkins, 1986; Dupâ-quier, 1984; Leasure, 1983; Levine, 1987; Weir, 1984). Y la modificación de la fecundi­dad se ajusta en mayor medida que la mayoría de los otros procesos sociales a los requisitos lógicos que supone el análisis de «opción ra­cional».

Segunda razón importante: en buena medi­da, esos cambios no dependen de tomas de decisión conscientes, son consecuencias de in­teracciones mecánicas y residuos no intencio­nales de otras acciones. E n el caso de la migra­ción en cadena, por ejemplo, los trabajadores expatriados suelen enviar una cantidad consi­derable de fondos, bienes e información a fa­miliares del lugar de origen (Bodnar, 1985; MacDonald y MacDonald, 1964; Portes y Manning, 1986). A corto plazo, este conjunto de acciones se presta fácilmente a algún tipo de explicación desde el punto de vista de la opción racional. Sin embargo, la transmisión de fondos, bienes e información transforma la relación misma entre punto de partida y punto de destino, altera la organización social en los dos cabos de la cadena, establece lo que Alland Pred llama un «campo de información defor­mado», en vez del conjunto uniforme de opor­tunidades del que tanto hablan los economis­tas que teorizan sobre las migraciones, contri­buye a determinar quién va a emigrar ulterior­mente y en qué circunstancias, influye en la importancia relativa de las poblaciones vincu­ladas en los puntos de origen y destino, modi­fica el atractivo relativo de los puntos de ori­gen y destino como lugares de residencia definitiva y desempeña un papel decisivo en la creación de una identidad étnica en el punto de destino (Pred, 1980). H e ahí los procesos de transformación social que debemos explicar; y ello, a mi entender, nos aleja del campo de las explicaciones de tipo «opción racional».

La tercera razón impórtate, y la más seria, es ésta: por lo común, el individuo es un punto de partida erróneo para el análisis social. En nuestra propia cultura y en el campo cultural sociológico, nos convencemos fácilmente de que los únicos puntos de partida posibles son el individuo y la sociedad, sea cual fuere el que consideremos prioritario. Tanto los teóricos de la opción racional c o m o los partidnos de la interpretación han abandonado, justificada­mente, el determinismo social de Durkheim o de Parsons; pero han vuelto a un individualis­

m o radical, sin querer considerar otra solución más fecunda: hacer de la interacción social la unidad fundamental de la observación, el aná­lisis y la teoría. Los principales modelos, entre los teóricos clásicos, podrían ser en este caso Simmel, M e a d y Marx, aunque en algunas pá­ginas de Weber -en su análisis de los grupos étnicos, por ejemplo- la interacción desempe­ña un papel importante.

Debemos a analistas de redes y especialis­tas de los procesos económicos, como Harri­son White, Ronald Burt, Mark Granovetter y Viviana Zelizer, los intentos m á s serios reali­zados en estos últimos tiempos de elaboración de un programa coherente de investigaciones desde un punto de vista interaccionista. La aportación de los especialistas de los procesos políticos ha sido más desigual, en parte porque los enfoques interpretativo y hermenéutico han acaparado su atención y también, en cier­ta medida, porque siguen considerando ins­tructivos algunos modelos de interacción es­tratégica - y también, por lo tanto, algunas versiones de la teoría de la opción racional. Creo que, en el futuro, vamos a asistir a una confluencia de las distintas corrientes interac-cionistas en lo relativo a procesos económicos y políticos, a un florecimiento de la teoría interaccionista, a la creación en último térmi­no de un pequeño espacio reservado a los m o ­delos de opción racional en ese marco.

En el plano de las comparaciones mundia­les, se han realizado ya considerables progre­sos en el trabajo de elaboración de una teoría interaccionista. Tras los esbozos de Fernand Braudel, las obras recientes de Janet A b u -Lughod, Robert Cox, Alfred Crosby, Philip Curtin y William McNeill nos muestran que es perfectamente posible examinar conexiones a gran escala de manera comparada y sistemáti­ca sin hacer referencia a sociedades y sin afe­rrarse a la idea de que las unidades observadas han de ser Estados. Además , numerosos inves­tigadores que estudian Estados están efectuan­do comparaciones que tiende a limitar la reifi-cación de los modelos centrados en el desarro­llo político (Alapuro, 1988; Anderson, 1986; Barkey y Parikh, 1991; Bulst y Genet, 1988; Caporaso, 1989; Font, 1990; Gallo, 1991; G e ­net, 1990; Gledhill, Bender y Larsen, 1988; Glodstone, 1991; Gurr, Jaggers y Moore , 1990; Harff y Gurr, 1988; Kirby y W a r d , 1991; Krasner, 1984; Lachmann, 1989; Lee,

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1988; M a n n , 1986, 1988; Modelski y T h o m p ­son, 1988; North, 1990; Poggi, 1990; Rasier y Thompson, 1990; Schutz y Slater, 1990; Thompson, 1988; Thomson , 1989; Tilly, 1990; Zolberg, 1980, 1987). Los analistas par­tidarios de la teoría del sistema mundial no han producido una teoría realmente convin­cente de la formación del Estado, pero han mostrado, desde luego, algunas maneras de situar a los Estados en contextos totalmente distintos del de la sociedad individual (Bos-well, 1989a, 1989b; Boswell y Dixon, 1990; Burke, 1988; Chase-Dunn, 1989, 1990; D u -plessis, 1987; Schaeffer, 1989; Wallerstein, 1974-1988). En todos estos casos, y en muchos

más, lo que realmente importa es encontrar una definición específica y no ideológica de lo que ha de explicarse, buscar mecanismos cau­sales precisos y estudiar seriamente las cone­xiones entre grupos, organizaciones, localida­des y acontecimientos, en vez de buscar se­cuencias típicas o una lógica de los sistemas sociales. Este tipo de análisis nos muestra, a mi entender, cómo elaborar explicaciones po­líticas a gran escala que sobrevivirán tras el hundimiento del sistema de la nación-Estado, que nos ayudarán de hecho a explicar ese hun­dimiento inminente.

Traducido del inglés

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Sobre la obstinación histórica

Guy Hermet

Cuando el director de la Revista Internacional de Ciencias Sociales m e pidió que añadiera mis propias consideraciones sobre la sociolo­gía histórica a las de Bertrand Badie (véase su artículo en este número de la revista), en el primer instante m e desanimé. ¿Qué queda por decir que no sea demasiado pesimista? Las insuficiencias metodológicas de esta rama del análisis político m e parecen tan evidentes que m e daba por vencido de antemano, aunque por prudencia académica nunca hubiera declarado mi dedicación a ese ámbi­to. Lo que equivalía a re­negar de ella al mismo tiempo que la practicaba. Había una circunstancia agravante: además del m a ­lestar que m e representaba el hecho de que la historia m e gustara, se añadía que no creía tampoco en la po­sibilidad de que el sociólo­go aporte la prueba de sus hipótesis. A m i juicio, este reconocimiento de impo­tencia científica valía tanto para el historia­dor-sociólogo c o m o para el sociólogo-histo­riador.

Quiere decirse que he tenido que esforzar­m e mucho para liberarme de mi desánimo inicial. En un primer m o m e n t o conseguí tal cosa acudiendo al recuerdo de mi sorpresa, no tanto por el m o d o de proceder de la escuela del desarrollo político en general, como por los paradigmas -incluidos los m á s refinados- que todavía hoy se aplican a la determinación de los requisitos previos de la democracia. En

efecto, todos los indicadores económicos, so­ciales, educativos e incluso culturales, artísti­camente organizados a tal fin, m e conducían a una sola conclusión: la de la imposibilidad absoluta de la democracia allí donde nació y en la época en que nació. Es decir, en aquella Europa del siglo pasado en la que reinaban la miseria y el analfabetismo y dominaban las masas rurales apáticas, pero al mi smo tiempo con tensiones sociales explosivas en las ciuda­

des, en una época en que la Gran Bretaña seguía carac­terizada por la gran pro­piedad c o m o el Brasil de hoy día, en que Francia se debatía en convulsiones re­volucionarias m u y ajenas a los imperativos del plura­lismo, de la - tolerancia y del espíritu de compromi­so y en que Alemania ha­llaba también su identidad en el nacionalismo germá­nico y no en la universali­dad de los derechos h u m a ­nos. Ninguno de los pará­

metros acostumbrados de los analistas de la mutación democrática se daba entonces en Europa. Así pues, era la ignorancia de la reali­dad lo que confería belleza a los esquemas históricos actuales, no su pertinencia cientí­fica.

Pero dos nimios acontecimientos m u y re­cientes m e han empujado a escribir el artículo solicitado, ocurra lo que ocurra. El primero tuvo lugar durante un examen final celebrado en un prestigioso centro universitario de París. Disertando profusamente y con cantidad de

G u y Hermet es director de investiga­ciones en la Fundación Nacional de Ciencias Políticas y profesor en el Ins­tituto de Estudios Políticos de París. Sus trabajos se centran básicamente en la formación de los regímenes d e m o ­cráticos en Europa y América Latina. Sus obras más recientes son Le peuple contre la démocratie (1985) y Politique comparée (con Bertrand Badie, 1990).

RICS 133/Septiembre 1992

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referencias teóricas sobre la actualidad de los conflictos étnicos o culturales en Yugoslavia, una candidata vino a descubrirme, más bien de paso, que los eslovenos eran cristianos y los serbios musulmanes (!). La palabra ortodoxo no entraba para nada en todo ello; el detalle carecía de interés científico, tanto más cuanto que la candidata se inclinaba por una explica­ción sincrónica en términos de disparidades económicas. Todos sabemos que la historia no tiene importancia, bien -entre los científicos-porqué Karl Popper ha escrito desafiadoramen-te que no tiene sentido1, bien simplemente -entre los demás- porque la ignoran y casi se vanaglorian de ignorarla.

Así, m e reprochaba a mí mismo la erudi­ción fútil que m e llevaba a afirmar con macha­conería que los serbios son ortodoxos y que sobre todo por esa razón, pertenecen a una tradición política m u y distinta de la de los eslovenos, cuando en esos mismos días se pro­dujo el otro pequeño acontecimiento. La pren­sa daba cuenta del éxito de la estrategia de democratización prudente del presidente Ayl-win en Chile y de su popularidad creciente, pero también de las dificultades que para la estabilidad democrática entrañaban las impa­ciencias y el espíritu de desquite de los ultra-demócratas de la izquierda. D e golpe, esto m e llevó a replantearme el problema tantas veces repetido y tan bien expresado por Alexis de Tocqueville de los «amigos excesivos» de la libertad o de la democracia y de los riesgos que representan para ciertos regímenes todavía frágiles, cuya necesidad fundamental consiste en consolidar su autoridad más que en llevar a cabo reformas inmediatas. D e golpe, también, m e entraban ganas de parafrasear a Cari Schmitt y de aplicar a la historia su definición de lo político como «discriminación del amigo y del enemigo»2, pero aplicándola a los amigos y a los enemigos interiores de la democracia y no ya a los del exterior. Se perfilaba así un hilo conductor, un comienzo de hipótesis, casi el esbozo de un elemento de paradigma. Pero, ¿qué hacer con él? Todo esto m e venía de mi afición a la historia. Patricio Aylwin no ha conversado nunca con monsieur Thiers ni con Hipólito Irigoyen, ni siquiera, probablemente, con Rómulo Betancourt. Y si hubiera querido ejercer el espíritu científico, habría tenido que olvidar las complejidades sugestivas de los co­mienzos de la Tercera República en Francia,

los mecanismos del fracaso de la primera de­mocratización en Argentina y el aplastamiento estratégico de la izquierda venezolana en n o m ­bre de la democracia.

U n callejón sin salida

En efecto, no cabe duda de que la macrosocio-logía histórica a la manera de Tocqueville, Barrington Moore, Theda Skocpol, Charles Tilly, Hobsbawn o, aún más , Arnaldo M o m i -gliano3 tiende hacia las grandes metáforas de estilo organicista, que sólo arrojan una luz discutible sobre configuraciones presentes que, de otro m o d o , no puede explicar -en el sentido exacto de la palabra- ningún método, sea el que sea. Tampoco cabe duda de que esa macrosociología subestima con demasiada fre­cuencia la repercusión a veces capital de agen­tes decisivos que especifican las visicitudes de un proceso político haciendo que sea distinto en cada sociedad. En último término, y aun­que el contenido de su obra sea tan rico, Nor­bert Elias puede aparecer sólo como un ensa­yista de talento cuando, en su Dynamique de l'Occident4, basa en la idea de «curialización» -influencia o no de una sociedad de corte- la evolución que conduce al nacimiento de un espíritu de autolimitación -el self-control- en el m u n d o europeo. Y realmente desconcierta cuando, en La société des individus5, afirma que son esas múltiples limitaciones entrecru­zadas de la que es víctima la persona en Euro­pa las que, por reacción, han dado nacimiento al individualismo, c o m o respuesta a una pre­sión comunitaria excesiva. Todo se vuelve del revés, Mannheim ya no está en Mannhe im, Gemeinschaft und Gesellschaft (comunidad y sociedad) debe leerse en sentido contrario, toda vez que la sociedad se vuelve m á s c o m u ­nitaria y la comunidad lo es menos.

Así pues, más vale que volvamos a los es­quemas seguros; por ejemplo, a leer a Roberto D a Mata6 repudiando toda imaginación dia-crónica, para afirmar que las sociedades «ho-listas» -según la expresión de Louis D u m o n t - , como la de Brasil, constituyen un dato sincró­nico totalmente ajeno a la lógica europea de esta época. Y , simétricamente, sería improce­dente aprovechar un artículo de Maurice G o -delier7 sobre los baruya de Nueva Guinea para dar a entender tímidamente que la supresión

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«Desembarco de emigrantes chuanes de la revolución de 1789», cuadro de G . Bourgain, presentado en el Salón de París, 1 9 1 3 . Rogcr-Viollct

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de las guerras tribales, que en esa etnia ha dislocado las jerarquías tradicionales, ejerció un efecto bastante semejante en Gran Bretaña a fines de la Edad Media (en este caso se trataría de las incursiones bélicas de los ingle­ses por el continente). D e este m o d o , basándo­se en la sincronía y en el carácter incompara­ble de los fenómenos, puede uno convertirse en un buen especialista del Tercer M u n d o o de cualquier otra región, en el buen entendido de que tal opción no es exclusiva.

Es más , aunque autores como Barrington Moore, Skocpol, H o b s b a w m , Tilly y algunos otros no sean sospechosos de inclinaciones reaccionarias, el hecho de recurrir a la macro-sociología histórica suscita en general una duda sobre la filantropía y casi diría sobre la moralidad de sus adeptos. El velado reproche no atañe sólo a la atracción indiscutible que ejerce el pasado, sobre ellos, atracción que en definitiva parece ser prueba de una fascina­ción por lo inútil y de un amor excesivo por lo que ha sido y ya no es; en un palabra, de conservadurismo. La idea es en realidad más compleja, más antigua y Marc Abeles la resu­m e m u y bien6. La manzana de la discordia consiste en que el método histórico globaliza-dor se opone al de la filosofía normativa. En efecto, el primero tiende a concebir la política únicamente como una relación de fuerzas per­manente, por consiguiente como una especie de eterno recomenzar. El dicho de Lampedu-sa, «todo debe cambiar para que nada cam­bie», podría ser su divisa, que ilustra particu­larmente Tocqueville en El antiguo régimen y la revolución (donde se hace hincapié en la continuidad centralizadora del Estado a la francesa). Así pues, aunque no sea conserva­dor, el «sociólogo histórico» es cuando menos un pesimista y un escéptico, lo que significa aproximadamente lo mismo . Y sólo puede es­capar a esta forma suave de maldad postulan­do con o como Marx el fin de la historia; dicho de otro m o d o , el advenimiento de una socie­dad y de un hombre nuevos para los que ya no existirán esas relaciones de fuerza, en un uni­verso liberado de la política.

E n cambio, el talante de la filosofía norma­tiva se caracteriza, al menos desde Locke, por el hincapié que hace en la libertad natural u original del hombre y por su postulado de un contrato concertado voluntariamente entre go­bernados y gobernantes. Y aunque parta de un

origen claramente mítico, el del estado de na­turaleza, esta concepción que fundamenta la legitimidad democrática está m u y generaliza­da c o m o presupuesto latente entre quienes tie­nen por oficio analizar la política: los sociólo­gos y politólogos. Hace casi tres siglos, a Filmer y a Bossuet se les reprochaba su afir­mación de que el poder real deriva del patriar­ca. En nuestros días, otros análisis resultan no menos irritantes para quienes admiten por convicción o por comodidad éste o el otro postulado de la legitimidad.

Pero la escapatoria o la alternativa ante esta sospecha existen para la sociología históri­ca. Escapatoria o alternativa cada vez m á s practicadas que consisten en pasar de lo « m a ­cro» a lo «micro», en renunciar a los largos desarrollos y a los vastos panoramas en favor de objetos más limitados en el tiempo y en el espacio y en esquivar así el debate filosófico o normativo sobre la «buena legitimidad» ate­niéndose exclusivamente a los hechos. Se trata ahora de analizar detenidamente una crisis o un cambio fundamental en un único país, de­jando a otros la tarea de yuxtaponer sus estu­dios, supuestamente comparativos, sobre los países vecinos. O bien hay que aprehender la dinámica corta de un cambio de actitud en una localidad, una región, una categoría de población, o descubrir el origen más probable de una orientación actual en un terreno no menos circunscrito. La obra dirigida por G a ­briel A l m o n d , Scott Flanagan y Robert Mundt 9 , ya relativamente antigua, ilustra res­pecto de Europa la mejor manera de proceder en relación con determinadas mutaciones de­cisivas de los sistemas de gobierno. Por su parte, el trabajo aún más antiguo de Paul Bois sobre los Paysans de l'Ouest[0 es un excelente modelo de investigación sobre las fuentes his­tóricas de la sensibilidad política de un medio, en este caso el formado por algunos departa­mentos del oeste de Francia en la época de la sublevación de los chuanes, en la última déca­da del siglo XVIII. Esta reorientación resulta indispensable, habida cuenta del retraso que durante largo tiempo ha tenido la microsocio-logía en relación con la macrosociología histó­rica, cuyos campos de aplicación se han cu­bierto ya ampliamente, pero se enfrenta con un peligro: el de desviarse hacia la historia a secas, que sería preferible reservar a los autén­ticos historiadores.

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La reina de Inglaterra y el principe Felipe contemplan un partido de kamari, un jugo de fútbol japonés tradicional, en el Palacio Imperial de Kyoto, 1975. coim DavCy/imaprcss.

La microsociología histórica se justifica plenamente cuando se construye en torno a una hipótesis en la que el invetigador fija su atención y se basa sobre todo en el acopio de los datos pertinentes a esa perspectiva. E n cambio, pierde su sentido esencial cuando el investigador se deja atrapar en la inmensa m a ­teria que descubre, cuando la pasión del relato se apodera de él y cuando su argumentación científica aparece sólo como un leit-motiv que se salmodia en medio de los dédalos de una cronología. El sociólogo renuncia entonces a su código para adoptar el del historiador, que consiste en una cronología y en la determina­ción de una frecuencia. Pero no por ello se convierte en historiador; simplemente, se con­tenta con imitarle. Para colmo, le es imposible escapar a las cuestiones que le planteaba la macrosociología histórica y de las que sigue sin conseguir desembarazarse. El historicismo. ¿Cuál? ¿Hay que comprenderlo a la manera de

Popper, que postula la imposibilidad de «pre­decir el curso futuro de la historia»"? ¿O con­viene más seguir a Terence Marshall cuando, refiriéndose a Leo Strauss, escribe que «la lógi­ca del historicismo exige que toda idea sea determinada por su época y que ninguna tenga realidad transhistórica»12? La afirmación de Popper no resulta demasiado inquietante, en la medida en que el sentido c o m ú n afirma la imposibilidad de predecir el futuro, y en la medida también en que el autor añade más adelante, a propósito de la historia: «aunque carezca de sentido, podemos darle un signifi­cado»13. En cambio, más inquietantes resultan Marshall y Strauss cuando postulan la incomu­nicabilidad de cada período respecto de los que le siguen y la incapacidad del historiador para aprehender toda lógica pasada... U n his­toriador sólo puede serlo del presente, a condi­ción de que reconozca que sus propios hijos ya no podrán comprenderle.

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La obstinación

Aunque descorazonadora y prácticamente irrefutable, esta conclusión facilita paradójica­mente las razones de mi propia obstinación en utilizar lo que puede conocerse - m a l - de la historia, si no de la sociología histórica, c o m o disciplina de investigación codificable. En pri­mer lugar, nos recuerda que sólo el historiador se enfrenta con el obstáculo insuperable de restituir suficientemente los hechos en su sig­nificación auténtica en el momen to en que se producen. La historia que aquél escribe no es más que esa verdad que sale del tintero. Se trata siempre de un relato contingente alimen­tado con los elementos que el historiador co­noce, tendencioso a causa de los hechos que éste privilegia y empobrecido por los que igno­ra y quiere ignorar. E n cambio, el sociólogo, que no tiene por oficio (oficio no despreciable en general) escribir la historia, escapa a ese obstáculo por lo menos cuando no pretende sustituir al historiador con unas cuantas c o m ­petencias de menos. E n efecto, el uso que pue­de hacer de la historia es diferente; consiste no en fabricarlas con m á s o menos verosimilitud, sino en extraer de ella las ideas o las hipótesis que alimenten su imaginación sociológica. Di­cho m á s exactamente, o bien el sociólogo, ba­sándose en el conocimiento aproximativo que puede obtener del pasado, matiza los concep­tos y las variables que aplica a la interpreta­ción del presente, o bien somete lo que puede percibir del pasado a unos marcos de análisis que hasta ahora acostumbraba a referir al pre­sente, en caso necesario adaptándolos dentro de los límites de su propia subjetividad histó­rica. D e este m o d o , sobre la base del trabajo previo del historiador, la sociología se vuelve interpretación de la historia y la historia inter­pretación de la sociología, en el entendimiento de que la segunda perspectiva parece m á s pru­dente que la primera para el sociólogo. Quizá sea mejor dejar que el historiador se arme de sociología cuando lo consigue en el c a m p o que le es propio.

Este enfoque histórico, modesto porque se orienta hacia la interpretación más que hace la demostración, sólo se justifica, sin embargo, en función de ciertas cautelas que, aunque sin elevarle a la categoría de método, le confieren cuando menos un sentido heurístico. Esas cau­telas atañen, por un lado, al alcance del enfo­

que y, por otro, a lo que podríamos llamar las condiciones del recurso a la historia. Porque no se trata aquí de dar por buenas ese tipo de banalidades que, por ejemplo, establecen sin más un vínculo entre la tradición protestante y la sensibilidad ecologista, entre la influencia de la Revolución francesa y la extensión del sufragio universal o entre los partidos religio­sos y la resistencia a la democracia. Y aún menos se trata de afirmar sucesivamente una cosa y su contraria. Q u e es lo que ocurre cuan­do A d a m Przeworski considera irrelevante la «sociología equiparada macrohistórica», para añadir dos páginas m á s adelante que la cues­tión fundamental relativa al cambio político «exige la identificación de las formas políticas de las sociedades que son estables, habida cuenta de la forma de la organización econó­mica y de las condiciones culturales, sociales y económicas m á s concretas»14. Porque ¿cómo descubrir esos elementos estables sin tomar en consideración la larga duración, es decir, sin recurrir a la historia y sin interpretarla?

En lo que atañe a su alcance heurístico, el recurso a la historia facilita en principio la supresión de este tipo de presupuestos que sería mejor dejar para las conversaciones de sobremesa m á s anodinas. Así, el uso hoy gene­ralizado del término -¿del concepto?- de Esta­do por parte de comentaristas a los que se considera profesionales hace caso omiso de su polisemia en el tiempo y en el espacio. Toda­vía hoy ¿cuántos politólogos europeos, defen­sores de la idea de que los anglosajones son reticentes ante el Estado, tienen en cuenta el hecho de que los australianos adoran tanto la palabra c o m o la cosa, de que los habitantes de Ontario la aprecian igualmente con otros dos nombres -la corona u Ottawa-, mientras que los habitantes de Quebec lo ven de manera diferente pero sin rechazarlo? D e manera si­milar, y siempre en relación con las sociedades industriales, esos politólogos ¿saben sustraerse cuando es necesario a la dicotomía derecha/ izquierda de las diferencias partidistas en Eu­ropa, para acordarse de las huellas todavía presentes de otras divisiones: urbanas-rurales, campesinas-industriales, religiosas o lingüísti­cas, derivadas del ritmo de la alfabetización o de la industrialización? ¿Tienen en cuenta las tradiciones administrativas de cada país, el significado distinto de palabras semejantes (el soberano, el due process, el liberalismo, o el

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radicalismo, la siempre «secularización» o la imperialista «laicidad», a la izquierda con o sin mayúsculas); dicho brevemente, aquello que gracias a la historia tiene más o menos eco? Si no, el trabajo del investigador se ase­meja a la tarea de descifrar un mensaje invisi­ble cuya clave ignora, escrito con tinta simpá­tica en una hoja transparente en la que sólo lee el encabezamiento escrito en una lengua que quizá no es la suya. El investigador desemboca así, y sólo se trata de un caso nimio, en esos estudios sobre la irrupción en América Latina de las sectas «fundamentalistas» protestantes, estudios que no vacilan en hacer tabla rasa del contexto que permitiría aclarar el fenómeno. Las comparaciones con los «integrismos» islá­micos, cristianos o judíos son m á s fáciles de establecer, aunque resulten bastante gratuitas.

Además , el recurso a la historia presenta otro aspecto, que consiste en que esclarece las paradojas de la acción política. Esto se ha dicho ya a propósito del significado extensivo e interno que debe darse a la definición que Carl Schmitt formula del poder y de su ejerci­cio. La curiosidad histórica, incluso la del principiante, puede preservar de las racionali­zaciones ex post factum, permitiendo poner de realce los múltiples ejemplos precedentes en que los efectos perversos de la lucha por la conquista o la conservación del poder han sido los factores determinantes, en que los enemi­gos se han convertido en amigos y viceversa y en que lo inesperado y lo irregular se han producido con tanta frecuencia que casi se han transformado en regla (por desgracia indemos­trable). Así, por ejemplo, al final hemos podi­do ver -es decir, en nuestros días- que el modelo «bismarckiano» del Estado benefactor le había ganado la partida al modelo «Beverid-ge», lo que no ha dejado de irritar al análisis clásico purista. En un sentido m á s amplio, el valor que hoy se concede al enfoque centrado en el individualismo metodológico supone una puesta en perspectiva y unos parámetros de referencia que debe proporcionar el historia­dor. Y , aún m á s generalmente, la historia su­giere conceptos que son sólo imágenes, pero de las que no puede prescindir la ciencia política. Prueba de ello es la manera c o m o Samuel Eisenstadt trata la palabra patrimonialismo. Lo mismo ocurre con el término populismo, cuya riqueza histórica por desgracia suele des­deñarse, o en un nivel de divulgación menos

elevado, con la dicotomía tan esclarecedora de la dinámica política de Francia que Georges Bourdeau establece entre la tendencia «direc­torial» y la tendencia «convencional» en la historia republicana de este país.

Quedan por enumerar por lo menos unas cuantas de las precauciones de utilización cuya necesidad se impone en este momento de reactivación histórica de la imaginación socio­lógica. La primera se refiere a la materia utili-zable. En este punto, la exegesis del pensa­miento político, filosófico o religioso -lo que solía llamarse historia de las ideas- reviste sobre todo el interés de proporcionar algunas indicaciones sobre la naturaleza de un lengua­je en un m o m e n t o dado, y luego, sobre su evolución o la de los temas considerados por los doctrinarios. En cambio, puede resultar engañosa en varios aspectos si se toma más o menos literalmente el corpus estudiado. C o m o es bien sabido, el primer escollo radica en la imposibilidad de que el lector de nuestra épo­ca aprehenda un significado en el contexto de otra época o compare textos cronológicamente bastante simultáneos, pero distantes en el es­pacio. Sin necesidad de remontarnos hasta una fecha demasiado lejana, los tipos de legiti­midad, según M a x Weber, no significaban lo mismo para el intelectual falangista Francisco Javier Conde, en 1942, que para un universi­tario norteamericano de los años cincuenta. Otro ejemplo: en relación con el final de la Edad Media europea, resulta m u y difícil sepa­rar lo explícito de lo no explícito, o lo que corresponde al propósito fundamental y al oportunismo político del Emperador en la obra del teólogo inglés Guillermo de Occam. Por otro lado, la tarea del exégeta, aunque sea perfecto, no se confunde con la del sociólogo. Es m u y grande el desfase entre el cambio de sensibilidad de una población y su traducción en doctrinas que no hacen sino reflejarlo a su debido tiempo o que, por el contrario, se anti­cipan m u c h o a ese cambio. El material del sociólogo se sitúa sobre todo en la realidad del movimiento social y mucho menos en los es­critos de los profesionales del pensamiento. Sólo por comodidad finge a veces que está persuadido de lo contrario, simplemente por­que los escritos son más accesibles y le propor­cionan la ilusión de un comienzo de prueba con documentos en la m a n o .

U n segundo escollo radica en los peligros

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del nominalismo. Éste posee varios rostros que pueden ilustrarse haciendo referencia a la variable religiosa. Por ejemplo, acostumbra­m o s a afirmar que los partidos islamistas con­temporáneos se caracterizan como partidos fundamentalistas y religiosos, mientras que los antiguos partidos de base confesional de la Europa de comienzos de siglo no se nos apare­cen c o m o tales. Sin embargo, al igual que en los países musulmanes de hoy, en la Alemania, los Países Bajos o la Bélgica de hace aproxima­damente un siglo, esos partidos son o eran ante todo portadores de una identidad religio­sa, opuesta a las identidades nacionales, políti­cas y secularizadas. N o cabe la menor duda de que son diferentes pero, aún así, no hasta el punto de que no sea necesaria ninguna refle­xión histórica sobre las trayectorias de la m o ­vilización democrática en medios sociales aún fuertemente sometidos a la idea de una sobe­ranía divina última.

Paralelamente, el nominalismo en estado puro tiende hoy a ocultar una variable de aná­lisis en los países industrializados donde la práctica religiosa ha desaparecido casi por completo. Ahora bien, si siguen existiendo comportamientos diferentes más allá de esa desaparición de la fe observable o explícita, lo más probable es que tal variable continue ac­tuando aun cuando el investigador dude en

seguir aplicándole la misma etiqueta. En resu­midas cuentas, la cuestión primordial no atañe pues al nombre del fenómeno considerado, sino a su complejidad, que es la de todo meca­nismo cultural. Por lo demás, esa complejidad de lo religioso se revelaba de manera ya m u y palpable sobre todo en el caso de los campesi­nos de la Francia occidental, a fines del siglo XVIII, tal c o m o ha mostrado Paul Bois.

E n cuanto al escollo ya señalado de la his­toria, que el sociólogo ávido de territorios m á s favorables adopta como nueva finalidad, sigue siendo el m á s peligroso tanto para el análisis político c o m o para la disciplina histórica. Si tuviera que darse una norma ética en este punto, el sociólogo podría inspirarse en la fór­mula de Benedetto Croce cuando escribía que «toda historia es contemporánea». Y , en efec­to, la historia tiene que abordarla el sociólogo liberándose del complejo de historiador repri­mido, no para disfrazarse sino para alimentar a su manera la creatividad conceptual y la sensibilidad con las paradojas de la realidad que constituyen la razón de ser de la sociolo­gía. Pero, cuando se aplica a la política, la historia que prosigue su camino cada día hace posible el cuestionamiento y la revisión.

Traducido del francés

Notas

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2. Carl Schmitt, La notion de politique. Paris, Calmann-Lévy, 1989. pág. 66.

3. La storiagrafica greca, Torino, Einaudi, 1982.

7. Maurice Godelier, «¿Es Occidente el modelo universal de la humanidad?», en Revista Internacional de ciencias sociales, 128, junio de 1991, págs. 411 -423.

8. Marc Abeles, Anthropologie de l'Etat, París, Armand Colin. 1990, págs. 11-33 en particular.

11. Karl Popper, Misère de l'historicisme, París, Pion. 1956, pág. IV.

12. Terence Marshall, «Leo Strauss, la philosophie et la science politique», en Revue française de science politique, 35 (4), agosto de 1985, pág. 617.

4. Norbert Elias, La dynamique de l'Occident, Paris, Calmann-Lévy, 1975.

5. Id, La société des individus, Paris, Fayard, 1987.

6. Roberto D a Matta, Carnavals, bandits et héros, Paris, Le Seuil, 1983.

9. Gabriel A . Almond, Scott C . Flanagan y Robert J. Mundt (comp.), Crisis, Choice and Change. Historical Studies of Political Development, Boston, Little, Brown and Co, 1973.

10. Paul Bois, Paysans de l'Ouest, París-La Haya, Mouton, 1960.

13. Karl Popper, Op. cit.,

pág. 184.

14. A d a m Przeworski, « C o m o e onde se bloqueiam as transiçoes para a democracia», págs. 20 y 22, en A . Przeworski, y otros, Dilemas da construçao da democracia, Sào Paulo, Paz et Terra, 1989.

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Repensar el análisis comparado en un contexto posdesarrollista

Philip McMichael

Introducción

A juzgar por las preocupaciones contemporá­neas, la sociología histórica pasa por una fase de calma chicha en medio de un mar de in­quietudes metodológicas. Recientemente, se ha hecho un esfuerzo por evaluar el encuentro entre historia y sociología (véase, por ejemplo, Taylor, 1987; Ragin, 1988; Badie, 1992; Sztompka, 1990; Abbott, 1991), sobre todo en relación con la cuestión de la causalidad. C u a n d o A b r a m s (1982) alegaba que la historia y la sociolo­gía compartían la proble­mática de la «estructura­ción» c o m o relación tem­poral entre acción y estruc­tura, hacía hincapié en la pluralidad de los tiempos sociales en una explicación causal. Esto implica que se diferencien los niveles o velocidades de temporali­dad, así c o m o los tiempos sociales en términos suje­to/analista desde un punto de vista cognosciti­vo. Al poner de realce tanto el acceso empírico c o m o la distancia analítica que explican el cambio social, Abrams afirmaba la importan­cia del diálogo entre el campo cognoscitivo tanto del sujeto como del analista. Así, cuando afirmaba que «lejos de hablar por sí misma, la realidad del pasado habla únicamente cuando la interpela el historiador» (Abrams , 1982:332), planteaba la idea de que super­ponemos una «estructura a la historia a fin de averiguar el m o d o c o m o la historia nos su­

perpone una estructura» (Abrams, 1982:335). El método comparado se ha sometido a

examen precisamente porque en la búsqueda de la regularidad causal no ha encontrado, por una u otra razón, el tipo de síntesis que se expresa, por ejemplo, en la visión de Abrams respecto de la sociología histórica. Así, Badie identifica, en este número de la Revista, un problema clave en la contradicción que existe entre las escalas diferenciales del tiempo en

culturas diferentes y la concepción lineal del tiem­po en los supuestos desa-rrollistas que informan la sociología histórica c o m ­parada (1992). Abbott con­sidera que la temporalidad en niveles múltiples de un contexto particular presta a los acontecimientos una significación tal que «no es posible abstraer las causas de su entorno narrativo; la noción de causas analítica­mente similares que pro­ducen resultados diferen­

tes [...] es un espejismo» (1991:228). Y Sztompka identifica el problema de la incon­mensurabilidad en el discurso social y socioló­gico c o m o la falla más importante de la inves­tigación comparada (formal), preguntándose si existen las significaciones transociales y trans­teóricas (1990:50).

En la perspectiva de este balance quisiera analizar otra línea de investigación, siguiendo la sugerencia de Abrams de que la sociología histórica se rige necesariamente por las preo­cupaciones del momento , expresadas en la

Philip McMichael es Profesor Adjunto al departamento de Sociología Rural y del Desarrollo en la Universidad Cor­nell. Sus investigaciones se centran en la sociología histórica y, actualmente, en las relaciones internacionales y los sistemas alimentarios. Su libro Settlers and the Agrarian Question: Founda­tions of Capitalism in Colonial Austra­lia (Cambridge University Press, 1984) mereció el Allan Sharlin Memorial Award, otorgado por la Asociación de Historia de fas Ciencias Sociales. H a publicado artículos en American Socio­logical Review, Theory and Society, So­ciología Ruralis, Capital & Class Re­view, entre otras revistas.

RICS 133/Septiembre 1992

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concepción de estructura que el investigador aporta a su tarea. M i idea es que el método comparado floreció después de la segunda gue­rra mundial, período caracterizado por la teo­ría y la práctica del «desarrollismo»; la certeza y legitimidad del método comparado han dis­minuido.

El orden del m u n d o actual se caracteriza por una unidad contradictoria: una tendencia a la planetarización, por una parte, y otra a la desintegración y el pluralismo. La planetariza­ción se expresa conceptualmente en la teoría de los sistemas mundiales (Wallerstein, 1990) y prácticamente en la exigencia repetida de una mayor «competencia internacional» en la educación superior, mediante la implantación de planes de estudios internacionalizados (Tir-yakian, 1990). La manifiesta tendencia contra­ria hacia el localismo se evidencia en el discur­so antidesarrollista, c o m o ocurre con la «in­vestigación sobre la acción participativa» (Fais Borda, 1990) y en las tendencias a la «indige-nización» o «nativización», que tratan de re­cuperar la «autenticidad» en el discurso y la práctica culturales locales (véase Abaza y Stauth, 1990). Tal vez en un punto intermedio se encuentre el justo equilibrio que rechaza el carácter ahistórico de polaridades como plane-tarismo y localismo, entendiéndolos c o m o á m ­bitos sociales que se condicionan mutuamen­te. En efecto, Sztompka ha sostenido que la planetarización del m u n d o social ha invertido la «situación cognoscitiva», pasando de la de hace un siglo, cuando la heterogeneidad y el aislamiento de las sociedades eran la regla (lo que planteaba el problema de dar con los ele­mentos comunes), a la actual, cuya problemá­tica es «preservar los enclaves de lo que es único en medio de una creciente homogenei­dad y uniformidad». Así pues, desde el punto de vista cognoscitivo, el hincapié que se hace en la investigación comparada «busca lo único dentro de lo uniforme y no la uniformidad dentro de la variedad» (1990:55).

Desde la perspectiva de una sociología del conocimiento puede argüirse, alternativamen­te, que las tendencias planetarizadoras de hace un siglo llevaron al reconocimiento de la va­riedad en un sentido diferente. En esa época, la teoría social, informada por el movimiento nacional emergente, clasificó simultáneamente esa variedad entre las sociedades del «períme­tro» c o m o un continuo evolutivo. Y esto ha

influido en la investigación comparada hasta el período actual en que, a todos los efectos, el movimiento nacional ha seguido su curso y el discurso del desarrollismo está en plena confu­sión (Booth, 1988; Hettne, 1990; Büttel y McMichael, 1991). La unidad nacional se ha vuelto cada vez más problemática en un m u n ­do caracterizado por vastos movimientos de población que zapan el ideal de solidaridad étnico-lingüística (Hobsbawn, 1991:555), por grandes movimientos de capital que resque­brajan la soberanía económica nacional y por la creciente importancia de las instituciones mundiales, todo lo cual trastorna los procedi­mientos formales de la investigación histórica comparada en la medida en que ésta toma la unidad nacional como unidad de análisis.

El lugar de la sociología histórica contemporánea

La sociología histórica contemporánea ha teni­do dos corrientes tributarias que es importante distinguir si se quieren entender los problemas metodológicos actuales de la investigación comparada. La primera fue la del desarrollis­m o de la posguerra, mientras que la segunda marcó la desaparición de ese discurso y se mantiene desde los años setenta hasta hoy. Cada corriente era la expresión de umbrales de la historia moderna que han influido en los especialistas en ciencias sociales y cada una ha contribuido a producir una verdadera riada de investigaciones comparadas. Sin embargo, el hecho de enmarcar estas contribucions en su­puestos teóricos particulares sobre unidades de análisis comparado ha creado serios proble­mas de comparabilidad, respecto de la selec­ción de unidades analíticas y, en consecuencia, de la adecuación de las variables.

En el presente artículo expongo en primer lugar la convergencia de la sociología histórica en la investigación comparada. Examino luego los límites del método comparado, explicando que su formalización produce una separación injustificada entre la teoría y el método que se expresa en supuestos apriorísticos acerca de las unidades de análisis. Estos supuestos se amplifican con la construcción de variables como indicadores de los procesos atribuidos a las unidades de análisis seleccionadas. En otras palabras, las variables (o predicados) en-

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trañan por sí mismas supuestos apriorísticos en términos de significación y alcance. Abogo por una estrategia de investigación que permi­ta un enfoque formativo, y no estructural, de la selección de unidades de análisis y de varia­bles. Esto entraña una relación reflexiva entre teoría y método. En otras palabras, requiere que se reintegre el método comparado (y sus unidades y variables) en la propia investiga­ción histórica y se subordine a ésta.

La separación entre teoría y método surgió en parte porqué en cada forma de sociología histórica comparada se tomaba la configura­ción general c o m o un supuesto histórico bási­co y no c o m o un momento histórico. El pri­mer umbral de la sociología histórica compa­rada fueron las trayectorias profundamente diferentes que tomaron las naciones-Estados en el período de entreguerras. El paradigma desarrollista entendió este hecho c o m o una desviación del rumbo anglosajón. C o m o alter­nativa1, Polanyi (1957) sostuvo que la «gran transformación» implicaba una respuesta dife­rencial al colapso del sistema liberal mundial de los Estados creado bajo la Pax Britannica gracias al patrón oro. Influido por configura­ciones netamente diferentes de las fuerzas so­ciales y políticas dentro de los Estados metro­politanos, el proteccionismo nacional adoptó diversas formas: socialismo nacional, c o m u ­nismo y providencialismo social. Esta inquie­tante cristalización de regímenes políticos au­toritarios, formados contra la democracia so­cial anglonorteamericana, indujo a los sociólo­gos a explorar el origen social de tal variación en los regímenes (véase Moore, 1957; Bendix, 1964; Lipset, 1967). El método empleado era el comparado, que tal vez alcanzó su apogeo en la obra de Moore Social Origins of Dicta­torship and Democracy. A diferencia de Polan­yi, que situaba este variado proceso de trans­formación en un contexto histórico mundial (Goldfrank, 1990), Moore optó por identificar las diferencias con las distintas trayectorias nacionales de los Estados, seleccionados por su tamaño relativo. C o m o han observado otros comentaristas (Skocpol, 1973; Johnson, 1980), el límite de este enfoque radicaba en que las variables escogidas por Moore y sus conclusiones eran desvirtuadas por dos su­puestos: la independencia de los casos y un modelo implícito constituido por el itinerario inglés hacia la modernidad. Esto manifestaba

los supuestos evolutivos en que se fundaba el discurso del «desarrollismo».

La segunda corriente tributaria apareció con la crisis del desarrollismo, asociada al res­quebrajamiento del orden mundial occidental establecido bajo la hegemonía de los Estados Unidos y la particular ideología de la guerra fría. En el m u n d o de la posguerra, el «desarro­llo» o la modernización se concebía sobre la base de un conjunto de universales evolutivos en el que el modelo implícito de modernidad eran los Estados Unidos, o m á s concretamen­te, las «variables del modelo» (Parsons, 1973) que evocaban los principios de la sociedad estadounidense. A medida que ese modelo perdía legitimidad con el debilitamiento del poder económico (el dólar c o m o moneda in­ternacional de reserva) y del poder político (el conflicto indochino) de los Estados Unidos, empezaba la era del «posdesarrollismo». Este tenía dos ramas: ciertas concepciones del «subdesarrollo» en las que los Estados eran los mediadores de las relaciones político-econó­micas del m u n d o ; y una sociología histórica centrada en el Estado que esquivaba el evolu­cionismo. En ambos casos las reformulaciones empezaban con críticas de la particular con­cepción occidental de la modernización, para terminar con una nueva forma de un viejo problema: la reificación de la estructura. Esto era consecuencia del intento de superar el apartado conceptual difuso de las teorías evo­lutivas, en las que el Estado era casi inexisten­te, y de afirmar la centralidad del Estado en el proceso histórico (por ejemplo, Wallerstein, 1974a; Skocpol, 1979).

El rasgo c o m ú n de estas sociologías históri­cas era su convergencia en el análisis compara­do. Para la comparación entre naciones, las unidades nacionales de análisis se considera­ban obvias e independientes respecto de la estrategia estatal de desarrollo, pero lo bastan­te similares c o m o para justificar el análisis de variables comparadas. En cuanto a la perspec­tiva mundial, la unidad de análisis era una economía mundial desigual de Estados defini­dos por sus relaciones mutuas en los que estas relaciones eran constantes sistémicas. Los ana­listas de la dependencia comparaban implíci­tamente el «subdesarrollo» periférico con el «desarrollo» metropolitano y este último era un modelo apriorístico (véase Warren, 1980; Phillips, 1977). Los analistas del sistema m u n -

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dial empleaban la comparación c o m o ilustra­ción para confirmar la universalidad y la desi­gualdad de la particular división mundial del trabajo. En una palabra, en ambas corrientes de la nueva sociología histórica las unidades de análisis comparado eran construcciones apriorísticas y se consideraba que las variables eran universales en cuanto al alcance y a la aplicabilidad. El deductivismo que se mani­fiesta en toda esta variedad de perspectivas resulta sorprendente, y es precisamente esta utilización de universales lo que está poniendo en entredicho la sociología histórica.

La construcción de universales y su utiliza­ción en la investigación comparada resultan problemáticas precisamente porque en la ac­tualidad se está poniendo en tela de juicio el pensamiento universalista. Esto parece para­dójico dada la creciente importancia de las fuerzas mundiales. El planetarismo puede unir a las sociedades según muchas dimensiones, pero al mismo tiempo pone de relieve la diver­sidad cultural (Smith, 1991) de la que dima­nan los movimientos que podrían desafiar el hegemonismo de los universales occidentales (Robertson y Lechner, 1988)2. El planetarismo no es ni m u c h o menos una tendencia lineal, y el aparente agotamiento de los modelos desa-rrollistas occidentales (incluidas las formas de desarrollismo socialista en Europa oriental) corre parejas con la aparición de movimientos alternativos de carácter religioso, político y etnonacional, por una parte (por ejemplo, Skocpol, 1982; Touraine, 1988; A m i n y otros, 1990) y un renacimiento retórico, dirigido por Occidente, de la ficción del mercado autorre­gulador por otra (Bienefeld, 1989). Si bien esa ficción puede albergar pretensiones universa­les, las resistencias se manifiestan en todo el m u n d o : desde los agricultores minifundistas de Europa y Asia Oriental, pasando por los habitantes de las ciudades de América Latina (Walton, 1990), hasta los campesinos de Áfri­ca que practican una retirada silenciosa del Estado y de su desarrollismo dirigido por el F M I (Cheru, 1990). Es precisamente en este discutido crisol mundial donde surge la actual deslegitimación de las categorías planetarias.

Esas categorías son un trasunto de los ras­gos propios de las respuestas locales político-culturales a los procesos planetarios. En las páginas que siguen sostengo que la sociología histórica debe mostrarse m á s flexible respecto

de los orígenes y el empleo del método compa­rado, sobre todo en la época actual de planeta­rismo. En consecuencia, examino los límites de la investigación comparada formal y expon­go una forma alternativa de investigación comparada que procura tener en cuenta las fuerzas sociales situándolas planetariamente, pero tratándolas con una perspectiva local3.

El método de la sociología histórica

La sociología histórica no es sólo comparada (véase, por ejemplo, Abrams, 1982). Sin e m ­bargo, hay una fuerte presunción de que la legitimidad del análisis histórico c o m o parte de una investigación sociológica depende de una perspectiva comparada4. Puede sostenerse que esta presunción tiene dos fuentes princi­pales. En primer lugar, está la posición adopta­da, entre otros, por Skocpol: entre las tres estrategias de investigación de la sociología histórica, es decir, comprobación de teorías, interpretación y explicación de los modelos causales, la última ofrece el método compara­tivo-analítico más riguroso (1984, pág. 376). Para elaborar ese método, emplea ciertas es­trategias lógicas derivada de J.S. Mill, que se aproximan al rigor de la investigación estadís­tica o basada en variables: «el investigador se compromete no con una o varias teorías exis­tentes, sino con el descubrimiento de configu­raciones causales concretas capaces de explicar importantes modelos históricos» (Skocpol, 1984, pág. 375). El supuesto fundamental sub­yacente es que la interpretación de datos de observación entraña tantas dificultades que, «por lo general, conviene disponer de un ter­cer elemento de comparación para decidir si tienen importancia determinadas observacio­nes formuladas en un momen to y un lugar determinados» (Scheuch, 1990, pág. 19).

El enfoque comparativo-analítico surgió c o m o resultado del desarrollismo, cuando el objetivo principal era superar el evolucionis­m o excesivo, dar a conocer mejor los concep­tos sociológicos metateóricos y pasar a una forma posdesarrollista más adecuada de inves­tigación que, sin embargo, exigiera un rigor analítico similar al atribuido a las ciencias naturales (véase Abbott, 1991). La combina­ción explícita y rigurosa de una práctica más antigua de investigación (política) comparada

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(véase Scheuch, 1990) con la investigación his­tórica afianzó aparentemente la legitimidad de la sociología histórica, conforme iban perdien­do importancia el desarrollismo y el funciona­lismo de liberalismo y del marxismo. Sin e m ­bargo, la adopción rigurosa de la investigación comparada heredó su bagaje epistemológico en relación con la diferenciación social: la otra operación legitimadora.

En segundo lugar, se trata de establecer la comparabilidad seleccionando una unidad adecuada de análisis. E n la investigación com­parada, la teoría y los conceptos sólo pueden «generalizarse» y convertirse en invariantes, yuxtaponiendo dos o m á s unidades «particula­res» entendidas c o m o «casos» configuraciona-les (Ragin y Zaret, 1983, pág. 744). Se suponía que las sociedades nacionales eran sistemas autónomos con modelos ontogénicos comu­nes. E n efecto, era precisamente esta caracte­rística de las sociedades nacionales lo que las conectaba conceptualmente con la teoría evo­lutiva (Bock, 1956, pág. 90). En este caso, la «sociedad nacional» aparecía históricamente como una construcción comparativa, categóri­camente distinta de las sociedades tradiciona­les y, en cierto m o d o , de sus vecinas moder­nas, según una trayectoria evolutiva. Nisbet observa a este respecto: «Para el método com­parado y su supuesta validez como cuerpo de pruebas, son fundamentales los preconceptos mismos -en realidad, las conclusiones tam­bién- de la teoría de la evolución social, que supuestamente verifica el método comparado» (1969, pág. 190). Así, en la formalización del método comparado iba implícito el concepto ideal de sociedades nacionales en evolución, cada una de las cuales repite independiente­mente un proceso sistémico común y confirma colectivamente la uniformidad de esas unida­des de comparación (véase Zelditch, 1973, pág. 262).

¿Había un medio de comparación mejor que la sociedad nacional? En el m u n d o de la posguerra existían por lo menos dos tipos de sociedades nacionales; formalmente, se afir­maba la soberanía nacional en un creciente número de países miembros de las Naciones Unidas; y los imperativos institucionales de la economía mundial, c o m o el régimen de ayuda (véase W o o d , 1986), obligaban a los Estados miembros a someterse a ciertos objetivos y principios operativos comunes. Así pues, en la

práctica había sobrada razón para identificar la nación-Estado c o m o marco de referencia comparada. D e hecho, esta conceptualización de la sociedad nacional gobernaba además la teoría del desarrollo, que es un pariente inte­lectual de la sociología histórica por lo que atañe a la sociología del conocimiento. D e la misma manera que la sociología comparada suele identificar la nación-Estado c o m o uni­dad de comparación, los teóricos y los rectores del desarrollo tienden también a identificar la nación-Estado c o m o unidad de desarrollo (véase Büttel y McMichael, 1991).

Mientras se consideraba a la sociedad na­cional c o m o producto de la evolución social y, por consiguiente, c o m o construcción compara­tiva que informaba la teoría de la moderniza­ción, institucionalmente se afirmaba su impor­tancia en el m u n d o de la posguerra, a medida que la teoría del desarrollo adoptaba el «desa­rrollo nacional» c o m o resultado deseado. Dada la vigencia del patrón-oro, esto requería un comercio nacional estable que mantuviera un tipo bajo de interés y, por ende, un entorno favorable al capital (véase Phillips, 1977). A su vez, la estabilidad del comercio dependía del éxito nacional en el mercado mundial. Así, las condiciones ideales de «desarrollo» eran las elaboradas en la nación-Estado sobre la base del sistema estatal. Mientras que el análisis de Polanyi (1957) sobre la organización de la base monetaria del sistema estatal presagiaba esta configuración internacional, Keynes aportaba una teoría de la regulación nacional para hacer frente a este problema. En principio, un desa­rrollo capitalista viable (o incluso un desarro­llo socialista, dadas las circunstancias) depen­día en último término de la nación-Estado.

La extensión del sistema estatal, gracias al movimiento de descolonización de posguerra y a raíz de las condiciones institucionales del sistema de Bretton W o o d s (en el que el dólar norteamericano era la moneda de reserva in­ternacional), fue el medio de que proliferaran ciertas prescripciones, reales e ideales, relati­vas al desarrollo nacional (véase Friedman y McMichael, 1989). Esta combinación de regu­lación nacional e internacional caracteriza lo que Ruggie ha denominado «liberalismo im­plícito», en el que «el multilateralismo se basa­ría en el intervencionismo nacional» (1982, pág. 393) para respaldar a electorados secto­riales del país (como campesinos, trabajado-

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res, industrias clave, etc.). Así, la organización nacional de la economía y la sociedad era la noción básica de la época de posguerra y, por lo tanto, no es de extrañar que el método comparado expresara ese ideal.

Las consecuencias de adoptar el método comparado de la sociología histórica son tanto de carácter teórico como epistemológico. Teó­ricamente, la correspondencia entre los requi­sitos formales del método comparado en rela­ción con casos uniformes e independientes y la estructura «sociedad nacional» ha limitado la gama de procesos sociales observables al ámbi­to nacional. D e otro m o d o , interpreta de m o d o erróneo procesos observados calificán­dolos de nacionales por su origen y sus conse­cuencias. Es decir, dado su supuesto de la «nacionalidad» de los «casos», el método go­bierna la investigación teórica. Así, el estudio comparado de Skocpol sobre Francia, Rusia y China (1979) clasifica las revoluciones sociales aislando su modelo configurativo común y tra­tando a esos tres Estados c o m o casos relativa­mente independientes5 con condiciones y des­tinos comunes. Mientras que un análisis de esas revoluciones, que no se lleve a cabo den­tro de los parámetros de un estudio nacional comparado, puede interpretarlas como ejem­plos de un proceso acumulativo histórico mundial que se manifiesta en contextos nacio­nales, el estudio de Skocpol se ve forzado a centrarse en una generalización más limitada e ideal de las condiciones de aparición del Esta­do burocrático moderno prototipo. A mi pare­cer, esto circunscribe la teoría social impo­niendo un marco nacional a un proceso que podría situarse mejor en un contexto interna­cional. Tal cosa no significa que la nación-Estado no sea importante, sino más bien que es una construcción históricamente contingen­te y, por tanto, mucho más fluida y circunstan­cial de lo que permiten pensar los supuestos formales del método comparativo.

Desde el punto de vista epistemológico, este método, que presupone una relativa uni­formidad de casos, se ve forzado a abstraer los acontecimientos y sus «variables», prescin­diendo de sus contextos de lugar y tiempo, en aras de la generalización comparada. Esto equivale a reformular el sentido del problema de la verificación, según Badie (1990) (es de­cir, ¿qué se va a comparar? ¿Con qué mecanis­m o conceptual, que evite reducir la diferencia

fundamental a una variable común?). La falla del método comparativo no consiste en que no pueda verificar o justificar satisfactoriamente sus dimensiones comparativas (el «impulso comercial» de Moore es tal vez el ejemplo más escandaloso de la variable planetaria común) . Dicho de una manera más precisa, el método comparado, elimina por definición la posibili­dad de reconocer la especificidad local, ya que por su manera de proceder subordina los casos a la condición examinada, lo que lleva a la abstracción tanto de los casos como de las condiciones6. Por consiguiente, impide exami­nar las interpretaciones locales de los procesos que son comunes precisamente por ser plane­tarios, así c o m o las respuestas a los mismos. Puede tratarse de procesos universales (en el marco de referencia del estudio), pero se pro­ducen o expresan de distinta manera dentro de cada contexto local. C o m o escribe Hopkins: «Centrarse en ciertas condiciones aparente­mente similares de distintos lugares en tiem­pos diferentes, abstraer esas condiciones de su contexto de tiempo y lugar, e inquirir de m a ­nera abstracta por las causas o consecuencias de las condiciones es proceder precisamente de la única manera suprimida claramente por la [...] perspectiva mundial histórica del cam­bio social» (1978, pág. 212).

El problema de la verificación no está sim­plemente cargado de relativismo sino que ade­más podría resolverse apelando a una forma alternativa de investigación comparada. En tal investigación, la sociedad nacional no es la base analítica de partida, aunque podría ser una unidad de observación del proceso social que trascienda las barreras nacionales. Dada la realidad mundial contemporánea, la capaci­dad de comprender la «sociedad nacional» como una entidad histórica en movimiento y no como una finalidad natural (o punto de llegada) de la evolución social, es digna de loa. Por consiguiente, un método comparado ade­cuado no supondría a priori su unidad de aná­lisis y procuraría situar los procesos sociales (incluida la formación del Estado) en un movi­miento o coyuntura históricos más amplios.

La comparación integrada

H e sostenido más arriba que un análisis c o m ­parado más satisfactorio reintegraría la teoría

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y el método de manera reflexiva. Esto significa que la comparación sería parte inseparable de la selección del objeto de investigación. N o seguiría dicha selección c o m o instrumento metodológico aparte, destinado a determinar la no variación en las configuraciones de va­riables causales. Es así c o m o funciona el méto­do formal cuasiexperimental, en el que se su­pone que las unidades comparadas no tienen prácticamente relación de tiempo y espacio y, con todo, repiten un proceso universal c o m o el «desarrollo nacional». Supone, a priori, los lí­mites y contornos del cambio social.

D e otro m o d o , si estimamos que el cambio social a nivel nacional adopta formas diversas y no repetibles, sea porque las naciones-Estados surgieron históricamente y de forma relacionada, sea debido al creciente sentido de diversidad entre las naciones-Estados contem­poráneos (véase, por ejemplo, Harris, 1987), necesitamos un orden diferente de análisis comparado. En el caso de trayectorias nacio­nales diversas, en las que las unidades de com­paración no están separadas ni son uniformes, la estrategia comparativa debe abordar tanto los contextos desiguales (mundiales) como las distintas composiciones (locales) de las nacio­nes-Estados. N o puede suponerse que ninguno de esos elementos sea constante y uniforme y ambos están interrelacionados. En una pala­bra, la comparación debe emplearse para ilu­minar procesos históricos que genera y expli­can la diversidad.

U n intento de sortear las trampas del análi­sis comparado formal a nivel nacional es la teoría del sistema mundial, que desafía explí­citamente el objetivo de la generalización comparativa: «Lo que el enfoque del sistema mundial descarta es la eliminación apriorística de lo característico de cada caso, no la reivin­dicación de que hay elementos comparables o similares» (Hopkins, 1978, pág. 213). Esta teo­ría, que tal vez fue el desafío más poderoso al discurso del desarrollismo7, se propone rela­cionar teóricamente los procesos generales y los resultados particulares desde el punto de vista histórico (Hopkins y Wallerstein, 1981). En este caso, el sistema mundial moderno se mueve en una antinomia entre una economía mundial única (con una división axial de la fuerza de trabajo) y una multiplicidad de Esta­dos, estructurados según su posición en la je­rarquía mundial de la fuerza de trabajo que

produce bienes de consumo (Wallerstein, 1974b). Los Estados se forman dentro de la dinámica expansiva y competitiva de la eco­nomía mundial (por ejemplo, la formación de Estados durante la época colonial y poscolo-nial tuvo lugar en el contexto de la competen­cia por los mercados y los recursos entre m e ­trópolis). Por definición, la lógica competitiva de la división jerárquica de la fuerza de traba­jo elimina la repetición de un proceso c o m ú n de desarrollo (nacional) a través de los Estados tomados aisladamente, ya que no son unida­des comparables como tales. Sin embargo, son comparables como unidades sistémicas, ya que encarnan la dinámica sistémica de la compe­tencia jerárquica, es decir, pueden compararse como miembros de zonas sistémicas (centro, periferia, semiperiferia) y c o m o manifestacio­nes de procesos sistémicos.

Ahora bien, aunque esta nueva dimensión de comparabilidad permite la diferenciación entre Estados y descarta todo supuesto de re­petición, reemplaza una unidad a priori de análisis por otra. El «sistema mundial» reem­plaza a la nación-Estado y la diversidad entre Estados se conforma a las exigencias sistémi­cas. El comportamiento funcional de cada una de las partes demuestra esencialmente (y pue­de hacer poco más que demostrar) la existen­cia de «el sistema» (Bonnell, 1980, pág. 165). En esta estrategia, que Tilly denomina «com­paración amplia», las comparaciones «selec­cionan los emplazamientos dentro de una es­tructura o un proceso (amplios) y explican las similitudes o diferencias entre los emplaza­mientos c o m o consecuencias de su relación con el todo» (1984, pág. 123). Adoptar esta estrategia es continuar con el «sistema m u n ­dial» como unidad indiscutible de análisis, cu­yos orígenes siguen siendo completamente a m ­biguos (véase, Brenner, 1976). Por una parte, la «economía mundial capitalista» es un pro­totipo ideal construido para distinguir el siste­m a mundial moderno de imperios mundiales anteriores (Wallerstein, 1974a). Por otra parte, la economía mundial capitalista se entiende c o m o un sistema histórico (Wallerstein, 1974b, 1983) «cuyo futuro se inscribe en su concepción» (Howe y Sica, 1980, pág. 255). Según esto, se supone que la unidad de análisis es a la vez un dato histórico, al menos para la época en que aparece la teoría social. Por con­siguiente, la teoría del cambio social encarna-

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da en la perspectiva del sistema mundial repi­te el deductivismo del desarrollismo suponien­do un todo. D e m o d o análogo, la estrategia comparada sigue siendo parcial, en este caso orientada a la generalización respecto de pro­cesos sociales sistémicos (y no nacionales).

Para resolver este problema propongo que se utilice la comparación de m o d o que se evite reificar las unidades nacionales y las globales (véase McMichael, 1990). Así c o m o la teoría del sistema mundial emplea un todo preconce­bido, los procedimientos formales comparati­vo-analíticos presuponen «casos c o m o un todo, y comparan casos completos entre sí» (Ragin, 1987, pág. 3). Este procedimiento co­m ú n descarta la unidad de análisis del debate teórico, limitando así el alcance y las posibili­dades de la explicación histórica. Tal investi­gación comparada produce una relación «ex­terna» entre el(os) caso(s) de la unidad y la teoría, en la que el todo es históricamente abstracto (sea una configuración constante del sistema mundial, sea naciones-Estados des-contextualizadas). En un método alternativo la comparación se convierte en sustancia, y no en marco, de la investigación. E n otras pala­bras, está integrada en la definición misma del problema que se investiga. Y esto se lleva a cabo de manera reflexiva, de m o d o que los ejemplos comparados son parte integrante, in­dividual e interaccionalmente, de la compren­sión del proceso histórico que se examina, y no simples vehículos de una «condición».

Este método supone un doble condiciona­miento: en primer lugar, garantizar que las unidades de análisis sean conceptos históricos y, por lo tanto, fluidos; y en segundo lugar, utilizar un todo8 emergente y no uno a priori, para establecer el contexto histórico. Las uni­dades de análisis, utilizadas de m o d o compa­rativo, son los elementos de este procedimien­to conceptual. N o son ni «partes» subordina­das de un «todo» preconcebido, ni tampoco entidades independientes. Expresan, constitu­yen y modifican el todo, que aparece en las partes y mediante éstas, sin privilegiar ni a uno ni a otras. En esta operación, la totalidad es un procedimiento conceptual y no una pre­misa conceptual, precisamente porque la con-ceptualización de los ejemplos o unidades comparadas es relacional.

El aspecto relacional de las unidades de análisis en la «comparación integrada» puede

entenderse en términos tanto temporales c o m o espaciales. Si bien el tiempo y el lugar son partes integrantes de toda comparación integrada, ésta puede subdividirse analítica­mente en esos términos, de m o d o que pode­m o s describir una forma diacrónica y una sin­crónica. La forma diacrónica significa compa­rar a través del tiempo múltiples ejemplos de un proceso histórico único. Por ejemplo, po­drían compararse en el tiempo y a través del tiempo los Estados como miembros de una configuración (en continua evolución) del sis­tema de Estados. Ilustra este punto el estudio comparado de Walton sobre la revolución, que reconcibe las revueltas nacionales (los Huks en las Filipinas, los M a u M a u en Kenya y la violencia en Colombia) c o m o «partes inte­grantes de luchas continuas que empezaron a adoptar rasgos definibles a comienzos del siglo (y algunos definitivos en los años veinte) en respuesta a las desigualdades y dislocaciones socioeconómicas, que se produjeron al incor­porar en la economía global sociedades locales y en gran parte precapitalistas» (1984, pág. 169). En este procedimiento comparado varía entre los analistas la selección del «lugar» y el «tiempo mundial», su contenido y su interac­ción. Compárese, por ejemplo, la concepción de Roxborough de la «revolución burguesa» c o m o «proceso continuo en una América Lati­na [dependiente]» (1979, pág. 147), pero va­riable en cuanto a contenido y cumplimiento en cada uno de los Estados, con la concepción de Bendix (1978) de «ciudadanía» c o m o acon­tecimiento cumulativo propio de la historia mundial, difundido a través de culturas parti­culares yuxtapuestas en el tiempo. En ambos casos, el predicado («revolución burguesa», «ciudadanía») se realiza c o m o variante nacio­nal de un proceso internacional.

La forma sincrónica de «comparación inte­grada» entraña la comparación a través del espacio dentro de una única coyuntura históri­ca mundial. En este caso, por ejemplo, los Estados podrían compararse c o m o unidades diferenciadas dentro de una coyuntura m u n ­dial competitiva, en la que la variación existe en el espacio y a través de éste, por una parte, y está incluida en las distintas historias de los Estados, por otro. Es esencialmente una c o m ­paración «trans-seccional» de segmentos de un todo contradictorio, en el que éstos (creencias, sectores económicos, unidades políticas) en-

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carnan «tiempos sociales» distintos e imbrica­dos9. Los segmentos son comparables porque se interrelacionan mediante un proceso c o m ú n competitivo, o contencioso, sea económico, político, cultural o normativo. Es decir, la co­yuntura se define c o m o una yuxtaposición de segmentos históricamente distintos, c o m o el encuentro contradictorio entre la economía campesina y la de mercado, el sistema de es­clavos y el de fuerza de trabajo asalariada, la cultura metropolitana y la colonial. La rela­ción de Tomich (1990) sobre la esclavitud en las plantaciones de la colonia francesa de M a r ­tinica ejemplifica esta estrategia. Sirviéndose de la metáfora de una «matrëshka» rusa, el análisis multiestratigráfico de Tomich de­muestra c ó m o la propia relación del esclavo era el producto de la economía mundial del siglo X I X basada en una fuerza de trabajo metropolitana asalariada y estaba estructurada en torno a la rivalidad entre el colonialismo británico y el francés. A su vez, la relación de los esclavos coadyuvó a determinar el resulta­do de ese conflicto. Tomich afirma lo siguien­te: «Según esto, la historia de la esclavitud en Martinica no puede entenderse solamente c o m o un particularismo local, sino c o m o parte de un proceso global del desarrollo capitalista. Este enfoque revela el carácter histórico m u n ­dial de los procesos locales, dando un conteni­do histórico específico al concepto de econo­mía mundial mediante el análisis concreto de fenómenos particulares» (Tomich, 1990, pág. 6). Así pues, la comparación de estos segmen­tos conectados revela la dinámica contradicto­ria (según las dimensiones parte/parte y parte/ todo) que da una contextura y una interpreta­ción histórica tanto a los segmentos c o m o al todo10.

Mientras que la forma diacrónica de la «comparación integrada» tiene un aspecto principal generalizador (la época) y la forma sincrónica uno particularizante (la conyuntu-ra), esto no excluye la posibilidad de combina­ciones creativas de estas dos estrategias meto­dológicas. Por ejemplo, en The Great Transfor­mation (1957), Polanyi incorpora una compa­ración en ambas formas al puntualizar su crítica de la ideología del liberalismo económi­co. El siglo X I X viene caracterizado coyuntu-ralmente c o m o un intento de institucionalizar el ideal contradictorio de «mercado autorregu­lador», contraponiendo la economía interna­

cional de mercado a los mercados y sectores económicos locales (como las granjas). Al mis­m o tiempo, una comparación, efectuada du­rante toda una época, de la concepción utilita­ria de la «economía» con una concepción sustantivista (precapitalista) sirve de marco a su crítica y a su explicación del crecimiento de la oposición a los mercados no regulados.

En su obra Hierarchical Structure and So­cial Values (1990), Williams considera la con-trucción de las relaciones raciales/étnicas en los Estados Unidos desde un contexto históri­co original y también emplea ambas formas de «comparación integrada». Yuxtapone la entra­da de trabajadores africanos e irlandeses en los Estados Unidos como una comparación de dos procesos distintos, definidos en términos temporales y espaciales del sistema mundial. Las conyunturas históricas de la «entrada» de trabajadores africanos e irlandeses representa­ban relaciones mundiales y necesidades labo­rales en los Estados Unidos bastante diferen­tes. Así, Williams organiza el estudio princi­palmente en torno a dos «momentos» coerciti­vos, particulares durante la formación de la economía mundial (combinando la generación del tráfico de esclavos de África Occidental y el desposeimiento de los campesinos irlande­ses, con períodos del desarrollo estadouniden­se definidos por la necesidad de esclavos y de fuerza de trabajo asalariada). El aspecto prin­cipal del análisis revela que la «ubicación» histórica de los estadounidenses de origen afri­cano y los de origen irlandés dentro de la economía política del países se basaba en un proceso social singular, pero con resultados políticos coyunturales diferentes (por ejemplo, privilegiar a los de origen irlandés), relativos a los diferentes modelos temporales y espaciales. Williams concluye que la actual comprensión de las relaciones raciales y étnicas en los Esta­dos Unidos oblitera esos procesos sociohistóri-cos en la medida en que reifica la dimensión física y la cultural que le es inherente. La combinación de momentos coercitivos en una economía mundial en revolución que culmina en una sociedad estratificada racial y étnica­mente ilustra de m o d o contundente la utilidad de combinar ambas estrategias de compara­ción.

Esos estudios ilustran las diferentes formas en las que puede utilizarse la «comparación integrada», subordinando el análisis compara-

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do al examen de un problema histórico clave. E n este caso, la comparación ya no es un rasgo «externo» (formal) del plan de una investiga­ción, sino que más bien ha sido incorporada como estrategia conceptual «interna» que rela­ciona procesos aparentemente separados (en el tiempo o el espacio) como componentes de un proceso histórico mundial de tipo conectivo". Al mismo tiempo, se elimina la relación exter­na entre teoría y método ya que el investiga­dor renuncia a la generalización que yuxtapo­ne casos expuestos (abstractamente) como uni­dades de comparación manifiestas.

Conclusión

H e sostenido que las fallas de la sociología histórica comparada se originan en los supues­tos apriorísticos del propio método compara­do que son de dos clases. En primer lugar, supone unidades analíticas a priori; y en se­gundo lugar, su principal expresión, en la in­vestigación comparada transnacional, separa la teoría del método. A m b o s supuestos c o m ­prometen la investigación histórica porque imponen a los procesos históricos esquemas uniformes, generalizados y deductivos. Las ca­tegorías sociales, entre ellas las unidades analí­ticas, son históricamente fluidas en cuanto a forma y contenido y son, por tanto, parte inte­grante de la propia investigación; es decir, no son «variables» evidentes, ni independientes, ni repetibles. Afirmo que las tendencias «expe­rimentales» de la investigación comparada medraron gracias a una fácil identificación, en el m u n d o de la posguerra, de la sociedad na­cional como el sitio, la fuente y el objeto del cambio social. Ese «desarrollismo» situaba al modelo anglo-americano de democracia capi­talista comparativamente a la vanguardia de un continuo evolutivo, influyendo en la teoría y la práctica del desarrollo en esa época.

Según esto, al desgastarse el paradigma de-sarrollista, se puso en tela de juicio la propia investigación macrocomparativa. Se ha cues­tionado la pertinencia del método comparati­vo (Wallerstein, 1974a; Hopkins, 1978; Wal­ton, 1984; Taylor, 1987; Burawoy, 1989; McMichael, 1990; Badie, 1990), al tiempo que se planteaban interrogantes sobre la dimen­sión adecuada del cambio social y el evolucio­nismo (y eurocentrismo) del paradigma de de­

sarrollo. Tanto implícitamente c o m o explícita­mente el método comparado se ha sometido a examen desde distintas perspectivas. En pri­mer lugar, en la teoría de la dependencia se puso en entredicho (sobre todo en relación con los Estados del Tercer M u n d o ) la supuesta autonomía de la sociedad nacional; en segun­do lugar, la teoría del sistema mundial sentó la idea de que todos los Estados son subunidades de un sistema histórico más amplio; más re­cientemente, el colapso de los dogmas de la guerra fría y la desintegración (de una concep­ción unificada) del Tercer M u n d o han centra­do la atención en las trayectorias político-económicas m u y diversas y no repetibles de los Estados contemporáneos; y por último, se considera que la nación-Estado está perdiendo relevancia c o m o foro de cuestiones relativas a la soberanía (véase, por ejemplo, Held, 1991) y como la forma institucional clave de la regula­ción económica (véase, por ejemplo, W o o d , 1986, Cox, 1987, McMichael y Myhre, 1991, Friedmann, 1991).

Al mismo tiempo que se ha cuestionado la validez de la nación-Estado c o m o unidad a priori de análisis, se ha sometido a un examen crítico la aplicación transnacional de las cate­gorías mundiales. Están en tela de juicio tanto los procedimientos metodológicos derivados de los supuestos evolutivos del desarrollismo c o m o la legitimidad de ese paradigma. Por lo tanto, no es sorprendente que se planteen se­rios interrogantes sobre la situación epistemo­lógica del método comparado formal emplea­do por los sociólogos de la historia. Esto no significa, sin embargo, que adoptemos la di­versidad y la idiografía por sí mismas. Por el contrario, deberíamos abordar la diversidad utilizando la comparación de m o d o reflexivo para situarla precisamente en el punto de en­cuentro de las fuerzas mundiales y locales. El objetivo es entender cómo se interpretan, ex­presan y realizan localmente los procesos mundiales. Esto permite a su vez una com­prensión aún más concreta (desreificada) y abierta de los procesos mundiales. Se trata de evitar tanto la individualidad c o m o la genera­lidad abstractas.

El condicionamiento mutuo de lo local y lo mundial vuelve más concreto cada uno de esos elementos desde una perspectiva histórica. Tal vez no sea aventurado decir que la mejor for­m a de lograr esto es comprendiendo la unidad

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en la diversidad mediante un análisis compa- histórica sea formativo, y no formal, rado que en su aplicación a la investigación

Traducido del inglés

Notas

1. En realidad, Polanyi impugna esta obsesión con el modelo angloamericano, sugiriendo que el intento de institucionalizar en el plano mundial el ideal (inglés) de «mercado autorreguladora produjo una fuerte reacción contra ese modelo (y sus limitaciones) en los países recientemente industrializados.

2. Quisiera anotar en este punto la tendencia «kenbei» del Japón: el Director General de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores del Japón declaró recientemente que un japonés experimenta «cierta desazón» si un estadounidense le pide que luche y muera por conceptos c o m o «la libertad, la democracia y la economía de mercado», ya que esos valores no están arraigados en ese país y para la mayoría de los japoneses podrían compararse con «un nuevo conjunto de vestidos occidentales». (The N e w York Times, 16 de octubre de 1991).

3. Reconozco que c o m o toda comparación requiere ciertos referentes comunes, hay contextos sociales que no entran (fácilmente) dentro de esos referentes (véase, por ejemplo, Shanin, 1988). Afirmaría, sin embargo, que la subordinación de la comparación a la investigación histórica tiene mayores probabilidades de abordar esos contextos «marginales» que no la comparación formal, que tiende a marginalizarlos, imponiendo precisamente categorías universals a los procesos variables examinados.

4. Es interesante observar que la Sección de la Asociación Estadounidense de Sociología a la que pertenecen los especialistas

que realizan investigación sobre sociología histórica se llama «Sociología comparada e histórica». La Newsletter (2:1) de 1990 presentaba un debate pendiente «sobre las complejas tensiones inherentes a la elección de una metodología híbrida».

5. Digo «relativamente independiente» porque Skocpol incorpora en su estudio la noción de «contextos transnacionales» concebidos c o m o «presiones de modernización» (1979, pág. 286), que interfieren con las tres organizaciones estatales, pero que, a m i juicio, siguen siendo m á s bien abstractas desde un punto de vista histórico, sobre todo por cuanto no hay una dimensión importante ni correctiva ni acumulativa a través de esos «contextos transnacionales».

6. Hopkins describe este procedimiento perfectamente cuando dice: «...casi sin pensar, (el analista) invierte el sujeto y el predicado: se pasa de este «caso» que presenta esta «condición» a esta «condición» que tiene un «caso» c o m o ejemplo. Ahora bien, al hacer esto se ha «abstraído» la condición y se la ha convertido, en su nueva forma categórica, en el centro de atención e investigación (1978, pág. 211-2).

7. La crítica del desarrollismo formulada por Wallerstein comenzó con la distinción entre Estado y sociedad, que surgió en el pensamiento de la Ilustración. Sostenía que, al suponer la legitimidad de los Estados existentes, esta antinomia suponía lógicamente la existencia de «sociedades» que correspondían (aunque imperfectamente) a esos Estados. Esto tenía dos

consecuencias filosóficas: la noción de «universalización», que suponía el paralelismo de todas las «sociedades» (sea c o m o entidades similares [generalización] o c o m o entidades distintas [idiográficas]) y la de «sectorialización», que subdividía las ciencias sociales en disciplinas, con lo que se reforzaba la epistemología desarrollista. Esto tuvo una expresión concreta en la formulación de una historiografía liberal durante la Pax Britannica, que ha venido estructurando el pensamiento social desde entonces: «El legado más profundo que nos dejó ese grupo de pensadores en su lectura de la historia moderna. Las cuestiones que debían explicarse eran: 1) la «supremacía» de Gran Bretaña sobre Francia; 2) la «supremacía» de Gran Bretaña y Francia sobre Alemania e Italia; y 3) la «supremacía» de Occidente y sobre Oriente. La respuesta básica a la primera cuestión era «la revolución industrial», a la segunda «la revolución burguesa» y a la tercera «la

institucionalización de la libertad individual» (Wallerstein, 1984:109).

8. La idea de un «todo» emergente o «autoformado» se refiere a la concepción dialéctica de totalidad según la cual «las partes no sólo interactúan internamente y se interconectan entre sí y con el todo, sino que además el todo no puede anquilosarse en una abstracción superior a los hechos, ya que es precisamente en la interacción de sus partes» (Kosik, 1976, pág. 23).

9. H e intentado esta clase de ejercicio comparado en estudios sobre sectores de exportación de productos agrícolas en el siglo

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X I X : Australia (lana) y el sur de los Estados Unidos (algodón). En ambos casos las luchas políticas de mediados de siglo por la posesión de tierras manifestaban el conflicto entre las fuerzas mercantilistas derivadas del sistema colonial y las fuerzas liberales que se identificaban con la cultura poscolonial del capitalismo industrial y marcaban un profundo cambio en la organización y la dinámica de la economía mundial de ese momento (McMichael, 1984, 1991).

10. Otro ejemplo de esta estrategia es la obra de Cardoso y Faletto sobre «dependencia», en la que el concepto mismo obtiene coherencia (unidad en la diversidad c o m o condición global) mediante la comparación

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11. La noción de crear una «relación interna entre teoría e historia», que subtiende el aspecto epistemológico de este artículo, se refiere a la conceptualización de la historia a partir de las relaciones formativas de los hechos sociales observados. Es un procedimiento dialéctico en el que «la investigación lógica indica dónde empieza la investigación histórica y ésta a su vez complementa y presupone lo lógico» (Kosik, 1976, pág. 29). Esto distingue al método de investigación del método de exposición, en el cual «aquello

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Page 54: La Sociología Histórica

La teoría de la opción racional y la sociología histórica

Michael Hechter

U n espectro, el de la teoría de la opción racio­nal, ha empezado a vagar por la sociología histórica. La opción racional, pese a que es frecuente que los críticos la rechacen por con­siderarla utilitarismo recalentado o conserva­durismo reduccionista, ha hecho progresos lentos pero constantes a lo largo del último decenio en algunos aspectos, c o m o mínimo, de la investigación sociológica histórica. Eviden­temente, buena parte de la investigación histó­rica en sociología es expre­samente descriptiva y, por consiguiente, tiene espe­ciales pretensiones teóri­cas. Destacados especialis­tas en la materia han he­cho recientemente diver­sos manifiestos en los que sostienen que los sociólo­gos históricos deben dis­tanciarse de las teorías ge­nerales de todo tipo (para un debate sobre este tema, véase Kiser y Hechter, 1991).

Ahora bien, si hay algu­na teoría general que goce hasta cierto punto de la estima de los sociólogos históricos, es sin duda la estructuralista. E n este artículo se co­menta la relación entre la opción racional y las explicaciones estructuralistas y se sostiene que estos dos tipos de teoría general no tienen por qué ser irreconciliables, sino que la vía para mejorar la investigación en la sociología histó­rica explicativa consiste en combinar los análi­sis propios de cada una de ellas.

A riesgo de una simplificación algo excesi­va, las investigaciones en sociología histórica

Michael Hechter es profesor de socio­logía en la Universidad de Arizona, Tucson, Arizona 85721, U S A . Es autor de Internal Colonialism: the Celtic Fringe in British National Develop­ment, 1536-1966 (1975) y Principles of Group Solidarity (1987). H a escrito nu­merosos artículos sobre la teoría de la opción racional, la sociología histórica y el nacionalismo. Actualmente, ha centrado sus investigaciones en los de­terminantes sociales de los valores in­dividuales.

tienden a agruparse en uno de dos polos opuestos. E n uno de ellos se encuentran los estudios interpretativos que sitúan las texturas intersubjetivas de la vida social en un espacio y lugar concretos, con detalles novelísticos de los que son buen ejemplo las monografías de Clifford Geertz (1971), que recurren a la «des­cripción densa». Los interpretativistas, que se basan en el método de Verstehen de Weber y en las tradiciones fenomenológicas y herme­

néuticas, sostienen argu­mentos holísticos que in­sisten en la complejidad, singularidad y contingen­cia de los hechos históri­cos. Ahora bien, su interés por la complejidad y su re­chazo de la separación analítica de las partes de los conjuntos no es cohe­rente con el quehacer de la historia comparada, ya que sociedades únicas son in­conmensurables.

E n el otro polo se en­cuentran los estudios expli­

cativos que buscan causas necesarias y sufi­cientes de hechos y situaciones complejas comparando distintas sociedades y sus ele­mentos constituyentes. Este artículo versa ex­clusivamente sobre este último tipo de sociolo­gía histórica.

Lo primero que hay que decir sobre la so­ciología histórica explicativa es algo que suele pasarse por alto y en lo que, por consiguiente, nunca se insistirá bastante. Aunque muchos eminentes especialistas en la materia han adoptado un inductismo entusiasta del que se

RICS 133/Septiembre 1992

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392 Michael Hechter

enorgullecerían los historiadores m á s tradicio­nales y conservadores, este tipo de sociología no puede desarrollar su potecial sin tener en cuenta las teorías generales de uno u otro tipo, esto es, universales, omnitemporales y contin­gentes, en lugar de las teorías lógicamente ne­cesarias. Desde luego, esta clase de teoría se precisa no sólo para este tipo de sociología histórica, sino para toda ciencia social explica­tiva y, según algunos, para toda labor científi­ca. El difunto bioquímico húngaro Albert Szent-Györgyi solía contar una anécdota que explica uno de los motivos por el que los in­vestigadores tienen que basarse en teorías ge­nerales:

U n joven teniente de un pequeño destaca­mento húngaro en los Alpes m a n d ó una patrulla de reconocimiento al páramo hela­do. Inmediatamete empezó a nevar, estuvo nevando durante dos días y el pelotón no regresó. El teniente estaba abatido porque había enviado a su propia gente a la muer­te. Pero al tercer día el pelotón regresó. ¿Dónde habían estado? ¿ C ó m o habían en­contrado el camino? Según explicaron, se habían considerado perdidos y abocados a la muerte, hasta que uno de ellos se encon­tró un mapa en el bolsillo. Ese descubri­miento los tranquilizó. Montaron un cam­pamento, esperaron a que parara la nevada y entonces, gracias al mapa, pudieron orientarse. Y allí estaban. El teniente tomó en sus manos aquel extraordinario m a p a y lo estuvo examinando detenidamente. N o era un mapa de los Alpes, sino de los Piri­neos.

Esta anécdota de Szent-György demuestra c ó m o el empleo de teorías generales contribu­ye a reducir la inevitable ansiedad del investi­gador, ese perpetuo explorador de territorios desconocidos, y remite al famoso argumento de Francis Bacon según el cual la verdad surge con m á s facilidad del error que de la confu­sión.

En un artículo reciente, Edgard Kiser y yo (Kiser y Hechter 1991) presentamos unos principios distintos en relación con la impor­tancia de la teoría general en la sociología histórica explicativa. El éxito de esos estudios depende en última instancia de hasta qué pun­to cumplan los requisitos de un encadena­

miento causal correcto. Esos requisitos son fundamentalmente dos: en primer lugar, tie­nen que convencernos de que nuestras varia­bles independientes predilectas tienen una re­lación causal con el resultado que nos interesa y, en segundo lugar, debe aportar un guión o mecanismo que nos indique c ó m o esas supues­tas causas actúan para producir el resultado observado.

El gran inconveniente de los mecanismos causales en las ciencias sociales es que, por su propia naturaleza, son inobservables. Esto sig­nifica que la investigación sociológica basada exclusivamente en la inducción no puede indi­car ninguno de esos mecanismos. N o podemos echarnos a la calle para recoger los datos y confiar en descubrir así el mecanismo corres­pondiente; ahora bien, es para esto para lo que necesitamos las teorías generales.

Sin embargo, esta afirmación no equivale a sostener que la inducción no tiene nada que hacer en nuestras investigaciones. La induc­ción es fundamental para decidir entre meca­nismos causales antagónicos que producen el mismo resultado en determinadas condicio­nes. C o m o regla general, la plausibilidad, la reducción del lapso de tiempo entre la causa y el efecto y las implicaciones empíricas singula­res de los antagonistas pueden servir para dis­tinguir entre los mejores y los peores mecanis­m o s causales.

Pero, ¿qué teoría general hay que emplear? Sería útil, aunque agotador, enumerar todas las teorías generales que sirven c o m o princi­pios de los mecanismos causales en las cien­cias sociales y que, por tanto, podrían ser can-didatas a la aplicación de los problemas histó­ricos. N o obstante, para bien o para mal son m u y pocas las teorías generales que se han popularizado entre los estudiosos de la socio­logía histórica. El estructuralismo y la opción racional son tal vez las dos orientaciones teóri­cas m á s destacadas en este campo hoy por hoy.

El estructuralismo está bien arraigado en la teoría sociológica y entre sus m á s famosos pro­genitores se encuentran Marx, Durkheim y Simmel. Aunque dentro del estructuralismo hay una variedad sorprendente, en una diser­tación reciente (Wellman 1989:2) sostiene que todas las versiones tienen en común dos carac­terísticas definitorias. El estructuralismo ex­plica la conducta por imposiciones estructura-

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La teoría de la opción racional y la sociología histórica 393

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Espejismo sahariano: el reflejo del azul del cielo provoca la aparición de u n estanque, ID.R., colección particular).

les en la actividad y no en términos de estados internos, y considera que las relaciones entre unidades se caracterizan por sus propios atri­butos c o m o elementales en lugar de estimar que son elementales las propias unidades.

Del m i s m o m o d o que existe toda una di­versidad de estructuralismos, también el uni­verso de la opción racional se encuentra divi­dido en varios campos principales. Para los objetivos de este artículo, hay una división especialmente importante entre los formalis­tas, cuyos modelos de equilibrio general gene­ran pronunciamientos sobre la optimidad so­cial basándose en suposiciones comportamen-talistas no realistas combinadas con el descui­do de las variaciones sociales estructurales, y los informalistas, cuyos modelos verbales in­corporan supuestos comportamentalistas m á s realistas y una apreciación más rica de la es­tructura social, pero cuyas ambiciones norma­tivas se ven reducidas en correspondencia. C o m o estimo que la opción racional informal tiene más que aportar a la sociología histórica,

limitaré mis observaciones a esta rama de la teoría. Contrariamente al estructuralismo, los análisis de la opción racional (Friedman y Hechter 1988) consideran a los individuos (esto es, «unidades caracterizadas por sus atri­butos internos») c o m o las unidades elementa­les de análisis. Se estima que esos individuos son agentes deliberados e intencionales, dota­dos de determinadas preferencias, valores o provechos. Esos individuos actúan para alcan­zar fines coherentes con sus preferencias, valo­res y provechos. Ahora bien, la acción indivi­dual no es únicamente imputable a la inten­ción, sino que está sometida también a las imposiciones derivadas de la escasez de recur­sos (que afectan a los costos de oportunidad del individuo) y de las instituciones sociales existentes (que comprenden las normas socia­les, pero no se limitan a ellas). Así pues, todos los modelos de opción racional explican las variaciones de los resultados por diferencias de preferencia, costos de oportunidad y/o im­posiciones institucionales.

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394 Michael Hecht er

A m i juicio, el intento de dejar estos plan­teamientos aparte c o m o competidores en el conjunto de una gran teoría general es funda­mentalmente erróneo, y no precisamente por­que sean las dos caras de una misma moneda . La opción racional sociológica permite incor­porar íntegramente las relaciones causales que los análisis estructuralistas no cubren y c o m ­plementarlas con mecanismos plausibles obte­nidos en parte de supuestos psicológicos socia­les. T o d o modelo que se base en la opción racional sociológica debe interesarse por las consecuencias de la acción de individuos que están a la vez sometidos a las imposiciones de las estructuras sociales e institucionales (es así c o m o puede incorporar los resultados de los análisis estructurales) y dotados de determina­dos valores, preferencias o provechos (y es aquí donde entra en juego la psicología social). A partir de esta formulación puede verse con claridad que no hay nada inherentemente re­duccionista o individualista en la opción ra­cional sociológica, excepto su estrategia de te­ner en cuenta al individuo m á s que a la relación social duradera c o m o unidad elemen­tal de análisis (véase Tilly 1991:1008).

La utilización de la opción racional tampo­co tiene por qué ocultar necesariamente al analista la existencia del comportamiento irra­cional (la opción racional sirve muchas veces para predecir resultados que son colectivamen­te irracionales o subóptimos, a causa de la libertad de movimientos y otros problemas). Desde luego, c o m o M a x Weber estimaba hace más de setenta años, únicamente podemos es­tar convencidos de la importancia de las moti­vaciones no racionales utilizando los supuestos de la opción racional c o m o punto de partida teórico:

Para los objetivos de un análisis científico tipológico, conviene tratar todos los ele­mentos irracionales, afectivamente deter­minados de la conducta, c o m o factores de desviación de un tipo conceptualmente puro de acción racional... Únicamente de este m o d o es posible evaluar la importan­cia causal de los factores irracionales res­ponsables de las desviaciones de este tipo. E n tales casos, la elaboración de una línea de acción estrictamente racional sirve al sociólogo c o m o tipo (tipo ideal) que tiene la ventaja de ser claramente comprensible

y de carecer de ambigüedad. Por compara­ción con él, es posible comprender de qué manera la acción real está influida por fac­tores irracionales de todo tipo, por ejem­plo, los afectos y los errores, en la medida en que explican la desviación de la línea de conducta que cabía esperar basándose en la hipótesis de que la acción fuera puramente racional (Weber [1922] 1968:6).

Hasta aquí m e he referido al estructuralis-m o c o m o un tipo de explicación que puede integrarse en la opción racional sociológica, pero hay ocasiones, desde luego, en que los análisis estructuralistas son radicalmente dis­tintos de los de la opción racional, cosa que puede suceder, sobre todo, cuando en el análi­sis de la opción racional se postula algo origi­nal sobre los valores (o provechos) de los agen­tes.

H a y al menos tres razones distintas que abonan la elección del individuo y no de la relación social c o m o unidad elemental de aná­lisis.

E n primer lugar, si se considera a los indi­viduos c o m o entidades irreductibles, pueden entenderse en principio las condiciones, tanto estructurales c o m o psicológicas, en las que lle­gan a establecerse o no unas relaciones sociales duraderas. Ahora bien, si se empieza por la relación social duradera c o m o unidad elemen­tal de análisis, nunca podrán explicarse las variaciones de las relaciones sociales a partir de unas premisas teóricamente coherentes.

E n segundo lugar, recurrir a los individuos c o m o unidades elementales de análisis tiene la ventaja suplementaria de permitirnos incorpo­rar a nuestras explicaciones, sin por ello obli­garnos, algunos supuestos psicológicos socia­les. U n principio fundamental del estructura-lismo, que rara vez se menciona en público y que muchos de sus partidarios menos polémi­cos rechazarían probablemente (aunque no Wellman), es que no deja el menor espacio para ese tipo de suposiciones. Al dar por senta­do que la estructura de las relaciones sociales es causa suficiente de los resultados sociales, los estructuralistas presumen en esencia que los distintos individuos reaccionan de m o d o uniforme ante las mismas condiciones estruc­turales. Esta presunción conlleva la premisa de que los individuos deben tener valores y prefe­rencias idénticos (esto es, que no existen varia-

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Elección de Gondebrando, autoproclamado hijo de Clotario I, 582-583. ( D . R . , colección particular).

ciones entre las clasificaciones de provecho de las personas), afirmación m á s que discutible, ya que si fuera cierta, los psicólogos no ten­drían m á s que dedicarse a otra cosa. La teoría de la opción racional, por el contrario, permite introducir algo de psicología en la explicación histórica, incluso si se da por sentado que, utilizada por la mayoría de los especialistas, se trata de una psicología m u y rudimentaria. Ahora bien, incluso los supuestos psicológicos sociales excesivamente simples pueden servir m u c h o mejor para explicar la conducta agre­gada que la conducta individual (Hechter 1987:32).

Por último, muchas veces se critica a los teóricos de la opción racional por tener poco que decir sobre la génesis de los valores y las preferencias que motivan la conducta de los agentes. Estas críticas son justas, pero también están fuera de lugar. Hay que reconocer, por

desgracia, que no existe una explicación gene­ral coherente de la génesis de los valores indi­viduales en la ciencia social actual, ni se ven perspectivas claras de que la haya en un futuro próximo (Hechter, de próxima publicación). Dicho esto, es difícil no coincidir con la con­clusión de M a x Weber según la cual:

«Es un enorme error pensar que un método individualista debe conllevar algo que en cualquier sentido imaginable sea un siste­m a individualista de valores. Es importante evitar este error al igual que otro, relacio­nado con él, por el que se confunde la inevitable tendencia de los conceptos so­ciológicos a dar por supuesto un carácter racionalista con la creencia en el predomi­nio de los motivos racionales o incluso una valoración positiva del racionalismo. In­cluso una economía socialista debería en-

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tenderse desde el punto de vista sociológi­co exactamente en el m i s m o tipo de térmi­nos individualistas, esto es, en términos de la acción de los individuos, los tipos de funcionarios que actúan, como sucedería con un sistema de libre intercambio anali­zado en función de la teoría del provecho marginal o una teoría mejor pero similar en este sentido. La auténtica investigación sociológica empírica empieza preguntándo­se qué motivos determinan y conducen a cada uno de los miembros y participantes individuales de esa comunidad socialista a comportarse de manera que la comunidad exista, en primer lugar, y siga existiendo. Toda forma de análisis funcional que vaya del todo a las partes únicamente podrá efectuar los preparativos de esa investiga­ción, preparativos cuya utilidad y necesi­dad, si se hacen adecuadamente son, a to­das luces, indiscutibles (Weber [1922] 1968:18).

Algunos críticos sostienen que la opción racional no puede explicar la génesis ni la transformación de las instituciones y, por con­siguiente, el cambio social en términos m á s generales. Tal vez lo primero que se pueda objetar c o m o respuesta es que hay alguna lite­ratura prometedora, basada en la opción ra­cional, sobre la aparición de normas y otras instituciones sociales (por ejemplo Hechter, O p p y Wippler, 1990).

Aunque eran antaño m u y raros, existen también hoy en día estudios explícitos basados en la opción racional sobre las causas de las. transformaciones institucionales, por ejemplo, las que se producen en las revoluciones (Tay­lor 1988) y la de la presunción de la custodia paterna en custodia materna de los hijos de padres divorciados en las sociedades occiden­tales (Friedman 1991). Existen análisis de op­ción racional sobre la dinámica del absolutis­m o (Kiser 1987, Root 1987, Levi 1988), sobre la transición del autoritarismo a la democracia en la Europa Oriental contemporánea (Preze-worski 1991) y sobre los obstáculos que se oponen al desarrollo agrícola en el Africa sub-sahariana (Bates 1988). E n varios análisis de la acción colectiva fundamentados en la opción racional se ha tratado de explicar temas tan distintos c o m o la movilización política en Viet N a m (Popkin 1979; véase también Little

1991) y la lucha por los derechos civiles en América (Chong 1990). Por último, la opción racional ha servido para explicar el desarrollo del fascismo en Italia (Brustein 1991) y la persistencia de la estratificación por sexos en el Japón contemporáneo (Brinton, de próxima publicación).

Evidentemente, no todos los mecanismos que proponen esas obras son idénticos. A ve­ces, los especialistas en opción racional ofre­cen explicaciones distintas de esos mismos fe­nómenos. Así, Edgar Kiser (1987) sostiene que cuanto m á s autónomo sea el dirigente de un Estado absolutista mayor será su libertad para dictar la política estatal, en tanto que Hilton Root (1991) señala que la autonomía puede producir el efecto contrario. Los dirigentes au­tónomos no pueden dar credibilidad a las pro­mesas que hacen a sus acreedores y, por tanto, no tienen m á s remedio que recurrir a menos recursos que los que han renunciado a parte de su autonomía en favor de instituciones repre­sentativas. Desde luego, este tipo de debate intelectual es característico de todo buen pro­grama de investigación, pero con demasiada frecuencia los sociólogos, cuando piensan en la opción racional, tienen una imagen de ella hasta cierto punto monolítica.

Ahora bien, resulta que la opción racional puede dar explicaciones del cambio social. Además, c o m o esas explicaciones tienden a utilizar un lapso mínimo de tiempo entre la causa y el efecto, pueden resultar metodológi­camente superiores a las explicaciones estruc-turalistas en este sentido.

Por último, los principios de la opción ra­cional suelen encontrarse inmediatamente de­bajo de la superficie de las investigaciones que practican los auténticos estructuralistas que una y otra vez se declaran adversarios impla­cables del individualismo metodológico. Vea­mos las explicaciones de uno de los más desta­cados sociólogos históricos estructuralistas, Charles Tilly. U n o de los principales temas estudiados en su obra m á s reciente, «Coercion, Capital and European States» (Tilly 1990) es el motivo por el que los dirigentes absolutistas han aceptado instituciones representativas que permitían expresarse a sus principales rivales, la nobleza provinciana. La respuesta de Tilly es la siguiente:

«Los monarcas jugaban el mi smo juego -el juego de la guerra y de la rivalidad por el

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La teoría de la opción racional y la sociología histórica 397

territorio- en condiciones m u y distintas. Cuanto más cara y difícil era la guerra, m á s tenían que negociar para obtener los m e ­dios de llevarla a cabo. La negociación pro­ducía o fortificaba instituciones represen­tativas en forma de Estados, Cortes y, a veces, legislaturas nacionales. La negocia­ción iba desde el nombramiento con privi­legios hasta la represión masiva armada, pero producía acuerdos entre el soberano y sus subditos. Aunque los dirigentes de Es­tados c o m o Francia y Prusia lograron sos­layar durante varios siglos la mayoría de las antiguas instituciones representativas, éstas o sus sucesoras llegaron a adquirir más poder frente a la corona a medida que los impuestos, el crédito y el pago de la deuda nacional iban resultando fundamen­tales para la producción constante de una fuerza armada» (Tilly 1990:188).

Ahora bien, independientemente de cuál sea la pertinencia empírica de esta respuesta, lo interesante de ella es que bien podría haber sido escrita por un defensor acérrimo de la opción racional. Es éste un ejemplo de algo que pasa desapercibido en la investigación so­ciológica americana contemporánea. Al igual

que el famoso personaje del Burgués Gentil­hombre de Molière, que se asombraba al des­cubrir que hablaba en prosa, muchos críticos sociológicos de la opción racional utilizan sin saberlo mecanismos de la opción racional en sus propias explicaciones sociales.

La sociología histórica explicativa debe ba­sarse en teorías generales para proponer los mecanismos causales a los que es imputable la producción de los resultados que hay que ex­plicar. Entre las teorías generales existentes que se han aplicado a la explicación histórica, la de la opción racional es actualmente la fuen­te m á s prometedora de esos mecanismos plau­sibles. La teoría de la opción racional puede incorporar en sus mecanismos casi todo aque­llo que los análisis estructurales pueden reve­lar y, además, puede complementarlos con su­puestos sociales y psicológicos elementales que sirven para motivar la acción individual. Esto significa que las explicaciones estructurales y las de la opción racional son muchas veces complementarias. Cuando estos dos tipos de explicaciones difieren, la mayor riqueza de la opción racional le confiere una ventaja heurís­tica decisiva.

Traducido del inglés

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Pierre Birnbaum

En una sorprendente fórmula, Ernest Gellner postula que el plebiscito cotidiano que, según Renan, constituye el acto fundador de la na­ción, no se realiza quizá con esta regularidad, pero no deja de tener lugar en «cada vuelta a clases»'. Mediante estos términos enunciados en francés en el texto original, el autor consi­dera que el nacionalismo adopta ante todo una forma cultural de creación artificial de una unidad simbólica que es urgente reforzar en la medida en que la moderni­zación económica deja a los individuos sin puntos de referencia colectivos, ante la súbita ausencia de la memoria de antaño car­gada de dimensión religio­sa y de tradiciones. Añade que «sólo el Estado puede cumplir esta función, in­cluso en las sociedades donde la educación depen­de en gran medida del sec­tor privado... el Estado y la cultura deben estar vincu­lados entre sí... Tal es la naturaleza del nacionalismo, y la razón por la cual vivimos en una era de nacionalismo»2. En tales circunstancias, según Gellner, «la presen­cia del Estado es inevitable... pues el problema del nacionalismo no se plantea en las socieda­des sin Estado». Aunque matiza esta afirma­ción observando sin embargo que «se plantea sólo en algunos Estados»3, esta reserva, a decir verdad, no es más que una diacronía evolucio­nista pues supone que se refiere menos a los Estados de las sociedades agrarias que a los de las sociedades industrializadas.

Pierre Birnbaum es profesor de cien­cias políticas en la Universidad de Pa­rís I, 17 rue de la Sorbonne, 75231 París Cedex 05, Francia. H a escrito va­rias obras sobre teoría del Estado y el rol de las élites y actualmente trabaja sobre la presencia de los judíos en las actividades públicas y el rechazo que esta cuestión provocó.

En su afán de oponerse a las teorías del nacionalismo concebido como el despertar de identidades étnicas adormecidas, Gellner fe­cha por lo tanto el momen to del nacionalismo en el advenimiento de una modernidad inevi­tablemente destructora de los antiguos valores comunitarios; a su m o d o de ver, sólo en ese momen to nacen las «comunidades imagina­rias», según la hermosa expresión de Benedict Anderson4, que se alzan dirigidas por el caya­

do vigilante y firme del Es­tado. Esta completa inver­sión de la teoría del nacio­nalismo, por una parte de­masiado evolucionista, tie­ne el mérito de trastocar las difundidas concepcio­nes tradicionales, atentas sobre todo a la búsqueda de una auténtica etnicidad y por lo tanto vueltas úni­camente hacia el pasado. También presenta el inte­rés de situar de entrada el Estado en el núcleo de la teoría del nacionalismo en

la medida en que, contra lo que podría espe­rarse, sería incluso su instigador. N o obstante, tiene un evidente defecto respecto de la socio­logía comparada; dado que no se basa en una tipología del Estado, lleva a un auténtico calle­jón sin salida pues no toma en cuenta la histo­ria propia de cada Estado para estudiar a con­tinuación sus relaciones con la movilización nacionalista. E . Gellner, tomando reiterada­mente -sin decirlo- el caso francés c o m o para­digma del Estado dispensador de la ideología nacionalista, guarda al m i s m o tiempo silencio

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sobre el caso de naciones comparables pero cuyo Estado no otorga doctorados ni controla verdaderamente el aparato escolar, y donde la «vuelta a clases» adopta así las formas más variadas. Q u é decir, por ejemplo, de socieda­des tales como Suiza o los Estados Unidos, cuyos Estados son completamente diferentes; en circunstancias normales, más allá de la ad­hesión a principios comunes, no emana de ellos ninguna veleidad nacionalista interna que pudiera producir una acción colectiva ex­tremista5.

Afirmar además que el Estado produce el nacionalismo es insuficiente e incluso discuti­ble, tanto más cuando Gellner, sin formularlo explícitamente, se refiere al caso francés pues­to que, en una bella expresión, sostiene que «no es la guillotina sino el -justamente deno­minado- doctorado de Estado el mejor instru­mento y el símbolo m á s notable del Estado»6. Este Estado se construye mucho antes del ad­venimiento de la modernidad económica en función de una historia propia, de un feudalis­m o anterior extremo, de un conflicto constan­te con la Iglesia Católica, etc. Es el único que inventa la fórmula del doctorado de Estado que será imitada o, por el contrario, rechazada hasta nuestros días por otros tipos de Estado que no desean ejercer un control tan severo y uniforme sobre el sistema de educación. Esta función de socialización del intelecto es por tanto desempeñada por el tipo de Estado sur­gido en Francia, y el dominio que pretende ejercer sobre sus ciudadanos no tiene nada que ver con el nacionalismo sino con un afán de legitimación del Estado-nación. Preferimos sostener, invirtiendo la perspectiva propuesta por Ernest Gellner, que el nacionalismo no es un producto del Estado sino que, en cambio, se subleva cada vez contra un cierto tipo de Estado en nombre de una identidad colectiva presuntamente atropellada y negada.

Por lo tanto, es menester comparar. Si se considera que el nacionalismo rechaza un cier­to tipo de Estado, resulta indispensable com­parar Estados surgidos de historias disímiles a fin de comprender el surgimiento del naciona­lismo o, por el contrario, su cuasi inexistencia. A fin de limitar las variables explicativas, se­leccionemos ejemplos en el seno de un espacio económico grosso m o d o idéntico, el de las so­ciedades capitalistas occidentales que además comparten, más allá de las diferencias a menu­

do esenciales, una pertenencia cristiana co­m ú n . Por otro lado, se trata más bien de acen­tuar las diferencias que de arrancar ejemplos tan contrastados que la comparación pierde una parte de su función. Por ejemplo, cuando Robert Nisbet compara no los nacionalismos sino los modos de construcción de la ciudada­nía, problemáticas que, según veremos, están estrechamente vinculadas entre sí, lo hace de manera tan macrosociológica que casi inme­diatamente se ve obligado a abandonar esta amplia comparación entre el «Estado en Occi­dente» y el «Estado asiático», el que sería poco propicio al nacimiento de la ciudadanía, para adentrarse a continuación en una compara­ción interna limitada únicamente al m u n d o occidental; según este autor, la concepción de la ciudadanía que aparece con la revolución francesa surge «al m i s m o tiempo que emerge el nacionalismo en su forma moderna»; en cambio, la teoría de la ciudadanía configurada por la revolución americana no favorecería la aparición del nacionalismo, pues estaría m á s orientada hacia la dimensión localista7. V e m o s así que, mediante una comparación -en lo sucesivo más limitada- de la clásica pareja Francia-Estados Unidos, Nisbet confronta las teorías divergentes de la ciudadanía y del na­cionalismo, es decir, como lo hace Gellner, pero esta vez observando las diferencias inter­nas en la relación Estado-nacionalismo. Por lo tanto, se trata claramente de comparar esta configuración integrando el Estado, la ciuda­danía y el nacionalismo, evitando los contras­tes demasiado absolutos, como lo hace por ejemplo John Plamenatz entre el nacionalis­m o , el nacionalismo «occidental» y el naciona­lismo del «Este» que según él se manifiesta tanto en los países eslavos como en Africa, en Asia y en América Latina, con el pretexto que este último sería m á s autoritario que liberal; a tal punto que, a fuerza de manipular compara­ciones tan gigantescas, se llega a guardar silen­cio sobre las comparaciones internas en la con­figuración global que forma el nacionalismo occidental aprehendido uniformemente c o m o la simple realización por el Estado de una cultura común 8 .

C o m o se ve, estas «inmensas comparacio­nes»9 no son siempre íntegramente satisfacto­rias ya que, al acentuar de este m o d o las dife­rencias, pasan también a veces sin detenerse en lo esencial, alejándose de la construcción

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Niñas turcas juegan en Kreuzberg, Alemania, 1986. Jacques Windenbergcr/Rapho

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histórica de lo político propia de cada una de las sociedades del m u n d o occidental, en fun­ción de la cual se trata de aprehender la cues­tión del nacionalismo. N o se trata de hallar en una comparación m á s limitada un deus ex machina que baste por sí m i s m o para evitar cualquier pregunta sobre el método aplicado10. N o sostenemos que este método, aún correcta­mente utilizado, permita llegar a auténticas explicaciones, similares a las derivadas de un análisis multivariado realizado en situación de laboratorio o de control máx imo de los datos; sin embargo, se puede tratar de establecer co­rrelaciones que, aunque queden en este plano en el orden de la casi metáfora, permitan no obstante comprender lo que en el caso presen­te distingue la variable dependiente, a saber, el tipo de nacionalismo, de la variable considera­da independiente, es decir, el tipo de Estado. Es poco probable que se pueda en este ámbito realizar un análisis riguroso en términos de causalidad" pero es posible adherirse a Rein­hard Bendix cuando anota que «los estudios comparados... no pueden sustituir el análisis causal, ya que sólo abarcan un número limita­do de ejemplos y no logran aislar fácilmente las variables (como lo exige el método cau­sal)»12. En este sentido, el método ideal -típico weberiano se impone en el ámbito del análisis comparado, con su cortejo de vacilaciones so­bre las variables seleccionadas que forman un cuadro provisional de la realidad13.

Por consiguiente, ¿qué ocurre con el análi­sis comparativo del nacionalismo? D e manera provisional y deliberada, sostenemos que el nacionalismo constituye una acción colectiva específica constituida en reacción a un tipo particular de Estado; los movimientos nacio­nalistas aparecen así como respuestas diferen­tes pero dignas de comparación, cuyas caracte­rísticas diferentes pueden atribuirse al tipo de Estado al que se encuentran confrontados14. Se trata por lo tanto de comprender el tipo de nacionalismo, su amplia radicalización o su organización, en función del tipo de Estado al que se opone. Sin embargo, esta comparación no puede ser elaborada de manera puramente estática; en toda comparación se deben tomar en cuenta los elementos «prestados» y las in­fluencias, las adaptaciones y las limitaciones, los «trasp'antes» mediante los cuales se ponen en relación las sociedades comparadas15. En este sentido, emprender un análisis compara­

do de los nacionalismos supone la búsqueda de las múltiples influencias que se ejercen, en diferentes momentos, en un sentido o en otro, de una sociedad hacia la otra. Las importacio­nes y las exportaciones no son unidirecciona­les, se cruzan y entrecruzan en diversos m o ­mentos, modificando a veces, hasta cierto punto, el curso de la historia propio de cada sociedad.

En el sentido limitado del término según el cual proponemos concebir el nacionalismo16, su inventor es indiscutiblemente Herder, que propone un enfoque organicista de la nación con un fundamento étnico, rechazando el uni­versalismo individualista de las Luces; opo­niéndose a la influencia francesa, reivindica la legitimación de la cultura propia del Volk ale­m á n . En su panfleto Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, publicado en 1774, defiende una perspectiva holística favo­rable a la reconstitución de una comunidad alemana estructurada por una cultura pro­pia17. Rechazando todas las formas de poder político, considera que la cultura constituye por sí sola la base de la identidad colectiva, patrimonio que se transmite con ayuda de una lengua materna que es su indispensable media­ción y mediante la cual se expresan, en el plano de la emoción, los mitos y- las creencias del pasado. Esta primera versión del naciona­lismo tuvo un gran éxito, convirtiéndose en uno de los capítulos centrales de la historia de las ideas. Sin embargo, presenta un aspecto particular que puede parecer m á s esencial: el punto de vista de Herder, constituye, c o m o hemos dicho, una de las primeras impugnacio­nes del Estado. A su juicio, «esos nombres de padre y de madre, de esposo y de mujer, de hijo y de hermano, de amigo y de hombre, designan otras tantas relaciones naturales en las cuales podemos ser felices. El Estado sólo nos ofrece instrumentos artificiales que, des­graciadamente, pueden sustraernos algo que nos es mucho m á s esencial, pueden sustraer­nos a nosotros mismos»18. Su hostilidad hacia el Estado es absoluta y desea ardientemente su desaparición, combatiendo m u y en particular la burocracia prusiana centralizada. El Estado puede desaparecer sin dificultades mientras el pueblo transmita intacta su propia cultura; debe incluso fundirse en el organismo social, en la comunidad cultural, a fin de que «el espíritu del pueblo» pueda alcanzar natural-

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mente su plenitud19. En este sentido, su obra anuncia el ámbito de un romanticismo políti­co cuyo organicismo será por su parte más explícitamente biológico y cuyo autoritarismo difiere radicalmente de la interpretación uni­versalista de cada cultura postulada por Her­der; éste comparte algunas de sus opiniones pero no acepta idealizar la Edad Media. Pese a estas diferencias, este romanticismo, que flore­ció en varias regiones alemanas c o m o reacción al Estado napoleónico, rechaza también el Es­tado de tipo francés exportado por la fuerza de las armas a tierras alemanas. Sólo la Prusia racionalista y algunos de sus pensadores admi­ran este Estado, en su afán de constituirse a su imagen. E n cambio, la mayor parte de los pensadores alemanes, en nombre del cristia­nismo, se oponen al Estado, identidad funda­dora de la comunidad orgánica que llega preci­samente a quebrar el Estado de tipo francés y su prolongación prusiana. Por ejemplo, según F. Schlegel, el Estado debe, por el contrario, descansar «en la fe», perdiendo su pretensión universalista y convirtiéndose así en un autén­tico Estado cristiano cuyo legítimo teórico será Stahl20. La fusión del romanticismo y del nacionalismo da lugar a una reacción hostil tanto al Estado francés como al prusiano; el retorno a la religión constituye el núcleo de una identidad comunitaria y cultural que se considera pisoteada por la predominancia de un poder político de tendencia racionalista y universalista. Desde su origen, el nacionalismo constituye efectivamente una reacción hostil a un Estado fuerte exportado mediante la vio­lencia o importado por imitación voluntaria. En este sentido, el nacionalismo se combina, c o m o en Herder, con un populismo antiestatal profundamente movilizador21.

Empero, este intercambio no funciona en un solo sentido; en un curioso movimiento compensatorio, el nacionalismo herderiano es a su vez importado en Francia por quienes no ocultan su propio rechazo deliberado de un Estado cada vez más alejado del catolicismo. En este sentido, el Estado francés suscita en Alemania, una vez exportado, una reacción nacionalista, la que exporta a continuación sus propias recetas hacia Francia. D e esta manera se comprende mejor la oposición que se esbo­za entre Herder y el Renan de Qu 'est-ce qu 'une nation?, texto esencial en el que rehusa, al igual que en la Nouvelle Lettre à M . Strauss,

dar crédito a las teorías étnicas de la nación ni a la utilización de una lengua particular, en­tiende que sólo la voluntad común y el consen­timiento pueden ser el fundamento de la na­ción. Sin embargo, cabe destacar que Renan comparte con Herder un rechazo c o m ú n del Estado, aunque en una primera fase sus con­clusiones sean divergentes. Además, se ignora con demostrada frecuencia la ilimitada admi­ración que abiertamente profesa a Herder el otro Renan, el adepto del determinismo que razona en términos de «raza» y de «carácter nacional», el partidario de las teorías aristo­cráticas que considera la democracia indivi­dualista c o m o una «enfermedad». «Renan el germanista» recoge sus tesis y «adopta de ellas, así c o m o de la de Schlegel, los elementos de una psicología de las razas primitivas»22. En sus Souvenirs d'enfance et de jeunesse, ex­clama: «¡Ah!, mi ejemplo sublime, ¿dónde es­tás, m i estrella? Herder, mi soberano pensa­dor, que reina sobre todas las cosas» y añade: «Mis lecturas alemanas cultivaban en m í este pensamiento. Herder era el escritor alemán que yo mejor conocía»23. Por su parte, Mauri­ce Barrés, el príncipe del nacionalismo al esti­lo francés, con el fin de oponerse mejor al pensamiento racionalista de la nación pro­puesto por Renan adhiriéndose al m i s m o tiempo a su determinismo culturalista, retorna lógicamente al nacionalismo romántico ale­m á n y reencuentra implícitamente, a su vez, la reivindicación organicista de un Herder. C o m o este último, el propagandista de la Tie­rra y los muertos atribuye una función esencial a la lengua materna, considerando incluso que sólo ella permite a un francés comprender el espíritu de Racine y hacer suyo el drama de Berenice.

A fin de impugnar el tipo de comunidad cuyo fundamento es ahora esencialmente polí­tico, constituida en Francia debido a la fun­ción predominante del Estado, el movimiento nacionalista francés importa a su vez el ce­mento cultural que da cohesión a la comuni­dad alemana. La cultura propia de la identi­dad francesa debe sustituir el pedestal estatal considerado como mutilador; tal es el conteni­do del mensaje nacionalista que se difunde ahora ampliamente en Francia, como un eco apenas amortiguado del romanticismo nacio­nalista antiestatal alemán. Prolongando el pensamiento de Renan cuando éste deja el

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I M * JÛ13

Alarico II, octavo rey de los visigodos, instituyó el breviario de Alarico de 506, una colección de leyes aplicadas a la población galorromana. ID.R . colección particular )

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ámbito de la voluntad para adoptar, bajo la influencia de Herder, una óptica determinista de la nación en términos de cultura, Barres sólo conserva este aspecto de su obra. C o m o discípulo de Renan, Barres guarda silencio so­bre la dimensión intencional de su teoría de la nación y hace hincapié únicamente en el peso del pasado común; en las antípodas de un E . Gellner, afirma que «con una cátedra docente y un cementerio se tiene lo esencial de una patria», estimando que no corresponde al Es­tado poner en práctica la cultura mediante la educación sino a la propia nación, con su tie­rra y sus muertos. A su entender, «este sentido histórico, este alto sentimiento naturalista, esta aceptación de un determinismo, eso es lo que entendemos por nacionalismo»24. La im­portancia del romanticismo alemán organicis-ta herderiano refuerza el nacionalismo francés en su hostilidad hacia el Estado; m á s allá de este Estado artificial impuesto, se trata de re­tornar a la identidad nacional, de ajustarse nuevamente a un determinismo natural en este caso propio de Francia.

Observamos pues que, en épocas diferen­tes, estos dos tenores del nacionalismo román­tico tienen en común un rechazo del Estado y una ardiente hostilidad hacia una concepción de la ciudadanía que rehusa la cultura propia de los actores integrados en este espacio públi­co que ignora las adhesiones culturales de los individuos en nombre de una lógica normati­va propia del Estado e impuesta por su siste­m a de enseñanza. Este es, ni más ni menos, el sentido de la protesta de los Déracinés. E n nombre de una fidelidad cultural y, en particu­lar, del cristianismo, el nacionalismo se cons­truye cada vez contra el Estado. Simplemente, la comparación de los tipos de Estado aclara la respectiva índole de cada movimiento nacio­nalista. E n Alemania, durante m u c h o tiempo no logra impedir el triunfo del Estado prusia­no que extiende su control al conjunto del Reich sin recurrir verdaderamente a un nacio­nalismo etnocultural25; y sin embargo, toman­do un atajo discutible y demasiado rápido, se puede considerar que el nacionalsocialismo que consigue finalmente erradicar las estructu­ras estatales impuestas por Prusia en nombre de un retorno al Volk constituye la continua­ción lógica del romanticismo nacionalista an­terior; de Herder al nazismo surgen aparente­mente rebeliones idénticas26. La preocupación

esencial del nazismo es liquidar el Estado a fin de reconstruir la comunidad de raza fractura­da tanto por la ciudadanía c o m o por la buro­cracia establecidas por un Estado hegeliano al que se acusa de negar la especificidad cultural del Volk11.

En este sentido, nos hallamos ante el céle­bre problema de la continuidad o la disconti­nuidad de la historia alemana que anima las querellas académicas contemporáneas. N o en­traremos en este complejo debate28, pero nece­sariamente hemos de abordar el problema del excepcionalismo alemán aprehendido, no a la manera de Fritz Stern, a partir de la «Cultura de la desesperación» o de Barrington Moore a partir de una relación de clase específica favo­rable al desarrollo del autoritarismo, sino sim­plemente destacando, en la perspectiva de Stein Rokkan, el carácter decisivo de la impo­sibilidad de construcción de un Estado-nación en esta parte central de Europa. U n a vez m á s la comparación es saludable pues revela la rapidez de la unificación política inglesa, o subraya la realidad de la construcción rápida­mente impuesta del Estado-nación francés; en ambos casos la comparación pone de manifies­to excepcionalismo, lógicas históricas que con­servan durante mucho tiempo su eficacia en la historia.

Así lo prueba la derrota del nacionalismo a la francesa: apoyándose en una larga tradición contrarrevolucionaria que ya rechaza la ascen­sión de un Estado revolucionario así c o m o el tipo de ciudadanía totalmente orientada hacia lo cívico que éste se propone imponer, reforza­do sin cesar por todos los grupos sociales ape­gados a los particularismos regionales, respal­dado durante mucho tiempo por una Iglesia Católica también hostil a la centralización es­tatal que le disputa el control de sus fieles y les inculca otros valores, este movimiento exhibió un considerable vigor y supo encontrar porta­voces brillantes y apasionados, capaces, de Drumont a Maurras, de suscitar el entusiasmo de actores que participaban sin vacilar en in­cesantes acciones colectivas contra los poderes públicos. La invención del nacionalismo en término de tipo-ideal se produce en Francia hacia fines del siglo X I X , c o m o un movimien­to de relegitimación de una identidad colecti­va cultural, el catolicismo, que expresaba al mismo tiempo el alma y el cuerpo de la socie­dad francesa que supuestamente no estaba re-

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presentada por este Estado de los positivistas abocado a imponer, mediante el laicismo, sus propias normas universalistas. Enfrentado a violentas movilizaciones nacionalistas que al­canzaban su punto culminante con motivo de las guerras franco-francesas pero que también tenían lugar fuera de ellas, el Estado consigue imponer su propio orden. E n ocasiones se in­clina pero no se quiebra; el nacionalismo no obtendrá la victoria29. En medio de una agita­ción general opuesta al Estado, la doctrina del nacionalsocialismo es inventada en Francia por un Barres deseoso de reconciliar el pueblo y el Catolicismo, que hizo suyo el lejano m e n ­saje organicista de Herder, radicalizando igualmente el compromiso de los tradicionalis-tas franceses tales c o m o La Tour du Pin, que durante m u c h o tiempo rechazarán cualquier «Ralliement»; sólo en Alemania esta doctrina pudo imponerse eliminando el Estado. Frente a Estados en muchos aspectos idénticos en la medida en que el Estado prusiano es el resulta­do de una imitación del francés, pero que di­fieren absolutamente en cuanto a la fuerza que ejercen así c o m o en cuanto a su propia legiti­midad, la pujanza nacionalista de los años treinta alcanza en Alemania sus fines, en tanto que la desarrollada en Francia en tiempos de las Ligas y de la Acción Francesa, probable­mente m u c h o m á s poderosa, fracasa en su in­tento de desestabilización del Estado.

El hecho de que Alemania sea ante todo una comunidad cultural y Francia una c o m u ­nidad política30 explica por lo tanto el lugar distinto que ocupa el Estado en cada caso y también el tipo de nacionalismo a que da lu­gar, así c o m o su destino, su fracaso o su éxito final. M á s allá de las influencias recíprocas, subsisten lógicas diferentes que la compara­ción pone de manifiesto. Incluso en nuestros días, estos pedestales propiamente culturales o, por el contrario, políticos, suscitan distintas percepciones de la cuestión de los inmigrantes. C o m o portadores de otras culturas, se les su­pone incapaces de integrarse a la cultura ale­m a n a que se transmite de una manera casi biológica; esta es la razón por la cual los inmi­grantes turcos o yugoslavos sólo obtienen la nacionalidad alemana en casos m u y excepcio­nales, incluso después de haber residido en Alemania durante dos generaciones. Desde el siglo X I X , esta aprehensión orgánica, cultural,

lingüística o racial de la nación impide la inte­gración de los inmigrantes ya que presupone la casi imposibilidad de asimilación cultural. In­cluso en la actualidad se evoca de inmediato explícitamente la filosofía culturalista de Her­der cuando se desea hacer comprender la lógi­ca de este rechazo31. En cambio, en Francia, la comunidad política instaurada por el Estado confió durante m u c h o tiempo en las virtudes de la integración para asimilar a los inmigran­tes, reducir su cultura original y hacerles c o m ­partir, gracias a las instituciones públicas, una cultura considerada c o m o únicamente h u m a ­nista y universalista; rechazando la legitimi­dad de las culturas particulares, durante m u ­cho tiempo el Estado-nación de tipo francés restó legitimidad al pluralismo cultural en nombre de normas estatales positivistas y uni­versalistas que, c o m o tales, no constituirían un modelo cultural propio. En este sentido, aún con numerosos obstáculos, la adquisición de la nacionalidad francesa, que supone el ingreso en un Estado-nación y no el acceso a un Volk etnocultural, resulta incomparablemente m á s sencilla32.

¿Se producen todavía en la actualidad y c o m o en el pasado movimientos nacionalistas de distinta amplitud? Sólo en Francia tiene lugar la imponente movilización política y so­cial del Front national que toma el relevo de los movimientos nacionalistas anteriores en nombre de la preservación de la identidad cul­tural católica francesa; en Alemania, los actos de hostilidad para con los inmigrantes son individuales y no han suscitado la creación de una acción colectiva nacionalista organizada, c o m o en Francia, a nivel de toda la sociedad33. C o m o si lógicas distintas siguieran producien­do distintos nacionalismos, la no integración de los inmigrantes en Alemania induciría una movilización incomparablemente m á s débil que la producida entre las dos guerras contra los judíos integrados a la nación alemana, acu­sados por ello de amenazar desde el interior el alma y la cultura del Volk, en tanto que en Francia el acceso más fácil a la nacionalidad, facilitando la integración en el Estado-nación, provocaría en reacción una movilización na­cionalista radical en nombre de una identidad que se considera amenazada.

Traducido del francés

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Notas

1. Ernest Gellner, Culture, Identity and Politics, Cambridge University Press, Cambridge, 1987, pág. 17.

2. Ernest Gellner, Nations and Nationalism, Cornell University Press, Londres, 1983, pág. 38.

3. ídem, págs. 4-5.

4. Benedict Anderson, Imagined Communities, Verso, Londres, 1983.

5. Véase, por ejemplo, Hans Kohn, Nationalism and Liberty. The Swiss example. Allen and Unwin, Londres, 1956; Hans Kohn, American Nationalism. Nueva York, Mcmillan, 1957; Yehoshua Arieli. Individualism and Nationalism in American Ideology, Harvard University Press, Cambridge, 1964; Wilbur Zelinsky, Nation into State. The Shifting Symbolic of American Nationalism, University of North Carolina, Chapell Hill, 1988.

6. Ernest Gellner, Nations and Nationalism, op. cit. pág. 34.

7. Robert Nisbet, «Citizenship: T w o Traditions», Social Research, Invierno de 1974, n ú m . 4, págs. 613-616.

8. John Plamenatz. « T w o Types of Nationalism», en Eugen Kamenka (dir. publ.), Nationalism, the Nature and Evolution of an Idea, Londres; 1976, págs. 23-28.

9. Charles Tilly, Big Structures, Large Processes, Huge Comparisons, Russell Sage Foundation, Nueva York, 1984.

10. Sobre el problema de la legitimidad de la comparación a partir de una crítica específica del trabajo de Theda Skocpol, Etats et révolutions sociales, véase Alexander Moty, «Concepts and Skocpol: Ambiguity and

Vagueness in the Study of Revolution», Journal of Theoretical Politics, enero de 1992, pág. 107. En el mismo sentido, Giovanni Sartori critica violentamente los supuestos del método comparativo, al que acusa de ser incapaz de controlar sus variables y de probar sus afirmaciones de manera estadística y experimental, en «Comparing and Miscomparing», Journal of Theoretical Politics, julio de 1991.

11. Tal es la posición sobre el análisis comparado adoptada por Theda Skocpol en Vision and Method in Historical Sociology, Cambridge, Cambridge University Press, 1984, págs. 375-376. La discusión más reciente y completa de la sociología comparada se halla en la obra de D . A . Rustow y K . P . Erickson (Dirs. de la Publ.), Comparative Political Dynamics: Global Research Perspectives, Nueva York, Harper and R o w , 1991.

12. Reinhard Bendix, King or People, Berkeley, University of California Press, 1978, pág. 15.

13. Charles Ragin y David Zaret, «Theory and Method in Comparative Research: T w o Strategies», Social Forces, 1983, pág. 3. En el mismo sentido, Pierre Birnbaum, States and Collective Action: The European Experience, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, págs. 4 y ss.

14. John Breuilly es uno de los pocos autores que sostiene también, de manera m u y notable, esta orientación; subraya que «el nacionalismo no es la expresión de la nacionalidad... un nacionalismo se constituye cuando resulta políticamente viable representar a la nación contra el Estado... el nacionalismo es particularmente apropiado para ciertas clases de oposición al

Estado moderno». Breuilly demuestra a continuación la manera en que este nacionalismo expresa la cultura «privada» de un grupo dirigido contra el Estado en su dimensión «pública»; según este autor, el movimiento nacionalista se esfuerza entonces por borrar esta distinción público-privado. Nationalism and the State, University of Chicago Press, Chicago, 1992, págs. 383 y ss. Véase también Thomas Hylland Eriksen, «Ethnicity versus Nationalism», Journal of Peace Research, agosto de 1991.

15. Así lo hace explícitamente Reinhard Bendix en su comparación de Alemania y Japón en Nation-Building and Citizenship, University of California Press, Berkeley, 1977, pág. 212. Véase también Bertrand Badie, «Análisis comparado y sociología histórica», en este número de la RICS.

16. Q u e podría aplicarse también a los nacionalismos tercermundistas en su sublevación contra el Estado colonizador acusado de destruir una identidad cultural específica. Sin embargo, a menudo su consecuencia es la creación de un nuevo estatismo que, paradójicamente, se supone en este caso ajustado al código cultural particular. Esto es algo contradictorio con la diferenciación del Estado. Véase James Mayall, Nationalism and International Society, Cambridge, University Press, Cambridge, 1990. Observemos también que este enfoque del nacionalismo puede convenir también para examinar los nacionalismos de izquierda expresados no en el m o d o de irredentismo étnico sino a partir de la legitimación del sentimiento nacional. En este sentido, hay que señalar que los teóricos marxistas que por vez primera reconocieron la permanencia del sentimiento

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nacional conformado también en este caso por la cultura, son los marxistas austríacos c o m o Karl Renner u Otto Bauer. Estos autores teorizaban en el marco particular del imperio austro-húngaro dotado de una burocracia estatal particularmente estructurada, formulando al mismo tiempo no sólo un rechazo del capitalismo sino sobre todo una negación del Estado. Véase George Haupt, Michael Lowy y Claude Weill, Les marxistes et la question nationale, Paris, Maspero, 1974, así c o m o más recientemente, Christian Merlin, «La dynamique nationale en Europe centrale. Les modèles théoriques». Relation Nationales et stratégiques. 1991, N 2.

17. Sobre este punto, véase Isaie Berlin, Vico and Herder. Two Studies in the History of Ideas. Londres, 1976, y Louis Dumont , Essais sur l'individualisme, París, Le Seuil, 1983. cap. 3.

18. Herder, Idées sur la philosophie de l'histoire de l'humanité. Press Pocket, Agora, 1991, pág. 135. Véase Carlton Hayes, «Contributions of Herder to the Doctrine of Nationalism», American Historical Review, 31, 1927. Sobre Herder, el romanticismo alemán y el nacionalismo cultural entendido como religión, véase Carlton Hayes, Nationalism: A Religion, Macmillan, Nueva York, 1960, págs. 66 y ss. Sobre Herder y sus relaciones complejas con los nacionalistas románticos, véase F . M . Barnard, JG. Herder on Social and Political Culture. Cambridge, Cambridge University Press, 1969.

19. Véase F . M . Barnard, Herder's Social and Political Thought. From Enlightenment to Nationalism. Clarendon Press, Oxford, 1965, págs. 62 y ss.

20. Véase Edmond Vermeil, L'Allemagne, du congrès de Vienne à la révolution hitlérienne, Paris. Ed. de Clunny, 1934, págs. 47 y ss.. y sobre todo, Jacques

Droz, Le romantisme allemand et l'Etat, Paris, Payot, 1966.

21. Ronald M a c Rae subraya esta dimensión populista en la teoría nacionalista de Herder en «Populism as an Ideology», en Ghit Ionescu y Ernest Gellner, Populism. Its Meaning and National Characteristics, Weidenfeld y Nicolson, Londres, 1969, pág. 156.

22. Gaston Strauss, La politique de Renan, París, Calmann-Lévy, págs. 46-47.

23. Citado por Gaston Strauss, ibid., pág. 45.

24. Maurice Barres, Scènes et doctrines du nationalisme. Edition du Trident, Paris, 1987, T.l, págs. 52 y 118. Véase, sobre los vínculos Barrés-Renan, Zeev Sternell, Maurice Barrés et le nationalisme français, Bruselas, Complexe, 1985, págs. 285 y ss.. Según Z . Sternell, «los padres intelectuales y los jefes del nuevo nacionalismo -y de su corolario, el socialismo nacional-Déroulède, Barres, Maurras o Sorel, no se equivocan al considerar al autor de la "Réforme intellectuelle et morale" su mentor intelectual», en La droite révolutionnaire, Paris, Le Seuil, 1978, pág. 84. Véase también T . Todorov, Nous et les autres. La reflexion française sur la diversité humaine. Paris, Le Seuil, 1989.

25. Hojo Holborn, A History of Modem Germany 1840-1945, Princenton Uiversity Press, Princenton, 1969, págs. 212-222.

26. Para Eue Kadourie, «los nazis simplificaron y degradaron las ideas implícitas en los escritos de Herder y otros», Nationalism, Hutchinson, Londres, 1961, pág. 72. Véase también G . Iggers, The German Conception of History: the National Tradition of Historical thought from Herder to the Present. Middletown, 1968.

27. Véase Martin Broszat, L'Etat hitlérien, Paris, Fayard, 1984.

Sobre este punto, Pierre Birnbaum, Dimensions du pouvoir, Paris, P U F , 1984, cap. 9.

28. U n análisis reciente se encuentra en David Blackborn y Geoff Eley, The Peculiarities of German History, Oxford, Oxford University Press, 1984.

29. Pierre Birnbaum, «Nationalisme à la française», Pouvoirs, 1991, 57.

30. Véase, por ejemplo, Jean Leca, «Une capacité d'intégration défaillante?», Esprit, junio de 1985. D e manera más sistemática, Louis Dumont , L'idéologie allemande. France-Allemagne et retour, Paris, Gallimard, 1991. Dominique Schnapper compara también los modelos francés y alemán de construcción de la nación, La France de l'intégration, Paris, Gallimard, 1991, págs. 34 y ss.

31. Véase, por ejemplo, Rudolf von Thaden, «Allemagne, France: comparaisons», Le genre humain, febrero de 1989, pág. 64.

32. William Brubaker, «Citizenship and Naturalization: Policies and Politics», en William Brubaker (Dir. de la Publ.), Inmigration and the Politics of Citizenships in Europe and North Africa, United Press of America. Ladham, 1989. Del mismo autor, «Inmigration, citoyenneté et Etat-nation, en France et en Allemagne. U n e analyse historique comparative», Les Temps Modernes, julio-agosto de 1991. En la obra colectiva citada dirigida por William Brubaker, Kay Haibronner defiende la concepción alemana de la asimilación cultural, que considera poco favorable a la adquisición de la nacionalidad alemana por inmigrantes que no comparten la cultura alemana, en «Citizenship and Nationhood in Germany». Sobre la integración de los inmigrantes según el modelo del Estado republicano francés, véase Patrick Weil, La France et ses étrangers, París, Calmann-Lévy, 1991.

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Nacionalismos: la comparación Francia-Alemania 409

33. Abundan los textos sobre este punto. Señalaremos solamente Wolfgang Benz (Dir. de la Publ.),

Rechtsextremismus in der Bundesrepublik, Fisher, Francfort, 1984, así como Thomas Asshever

y Hans Sarkowicz, Rechtsradikale in Deutschland, Beck, Munich, 1990.

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El marco de las grandes revoluciones: cultura, estructura social, historia e intervención humana

S . N . Eisenstadt

I

E n los dos últimos decenios, tras un período de olvido relativo, han resurgido los estudios de sociología histórica comparada. En ellos se han planteado algunas de las cuestiones funda­mentales del análisis macrosociológico, espe­cialmente las de las relaciones entre estructura e historia y entre estructura social, historia y acción h u m a n a , entre cultura y estructuras so­ciales y acerca de los pro­blemas de la validez de las perspectivas evolucionis­tas que predominan en muchos de los estudios clá­sicos y en los centrados en el modernismo y las con­secuencias de las socie­dades industriales que se hicieron en los años cin­cuenta.

L o esencial de este gran debate es resolver si las ac­tividades h u m a n a s y el curso de la historia obede­cen a reglas «profundas» que regulan la actividad h u m a n a , ya se trate de las de la mente h u m a n a (como sostienen los estructuralistas) o de las que rigen las relacio­nes sociales y las formas de producción (como sostienen los marxistas). Si así es, se plantea el interrogante de la creatividad h u m a n a , del in­dividuo c o m o agente autónomo. U n problema estrechamente relacionado con éste es si exis­ten leyes o patrones de cambio que sean c o m u ­nes a todas las sociedades o si las diferentes sociedades o civilizaciones evolucionan cada una a su manera.

M á s recientemente, algunos estudios de las relaciones entre acción h u m a n a y estructura y entre estructura e historia se han centrado en la controversia entre el interés por la estructu­ra profunda frente al orden negociado c o m o la clave para entender la interacción social y la formación institucional.

Esta cuestión surge de las controversias teóricas de la sociología contemporánea, espe­cialmente las que guardan relación con la es­

cuela funcional estructu­ral. Estas controversias han puesto de relieve que no deben darse por senta­dos los perfiles institucio­nales de ningún grupo so­cial ni de ningún marco de interacción social o forma­ción institucional, ni inter­pretarse en función de ne­cesidades sistémicas o gra­dos de diferenciación es­tructural, sino que habría que indagar cuáles son las condiciones y los procesos a partir de los que dichos

perfiles surgen, funcionan, se reproducen y cambian1.

Estas polémicas han dado lugar a dos orientaciones teóricas principales. La primera trata de analizar c ó m o se construyeron dichos marcos, ya sea mediante las actividades de diferentes agentes sociales (mediante algún proceso de negociación, lucha y conflicto entre ellos) o, utilizando el término Anthony Gid­dens, mediante la «estructuración» m á s que la «estructura»2.

El segundo enfoque -que elimina al sujeto

S.N. Eisenstadt es profesor de sociología en la Universidad judía de Jerusalén, Monte Scopus, Jerusalén 91905, Israel, en donde trabaja desde 1946. H a sido profesor visitante e investigador en nu­merosas universidades e instituciones de Estados Unidos y Europa, y es miembro de la Academia de Ciencias de Israel y miembro honorario de la Academia Americana de Ciencias y Humanidades. Entre sus obras más re­cientes, se pueden citar The Early Afri­can State in Perspective (con M . Abital y N . Chazan, 1988), Order and Trans­cendence (1988) y Japanese Models of Conflict Resolution (ed. con E . Ben-Ari, 1990).

RICS 133/Septiembre 1992

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activo- ha prosperado sobre todo entre los estructuralistas, c o m e n z a n d o por Levi-Strauss3, y se ha mantenido en otros plantea­mientos, especialmente los marxistas, c o m o en la obra de Althusser y los autores semióticos y semiólogos. En todos estos planteamientos se insistía en que toda institución o no rma de conducta deben entenderse c o m o manifesta­ción de algún principio de estructura profunda de la mente h u m a n a , de fuerzas productivas o algo parecido.

Estrechamente relacionado con ello, encon­tramos el problema de c ó m o concebir las rela­ciones entre la cultura y la estructura social. Tenía que ver, sobre todo, con el problema clásico del mantenimiento del orden frente a las funciones transformadoras de la cultura y el grado en que la estructura social determina la cultura o viceversa, es decir, el grado de determinación recíproca entre cultura, estruc­tura social y comportamiento social. C o m o afirma Renato Rosaldo (1985)5, se trata de averiguar hasta qué punto la cultura es un mecanismo de retroalimentación cibernética que controla el comportamiento y la estructu­ra social, o si hay posibilidades de elección e inventiva en el uso de los recursos culturales.

También aquí se pueden distinguir dos ten­dencias opuestas: una, m á s frecuente entre los estructuralistas, tiende a insistir en una visión estática y homogénea m u y cerrada de estas relaciones, con gran énfasis en la cultura c o m o factor programador del comportamiento hu­m a n o o de la organización social.

Por otra parte, el reciente discurso de las ciencias sociales ha dado lugar a la opinión contraria, según la cual las relaciones entre cultura y estructura social son un proceso de reconstrucción y reinterpretación casi infinitas de las percepciones culturales y los símbolos de significado, junto con las normas cambian­tes de comportamiento, estructura, poder y otros recursos.

E n su formulación extrema, se puede inter­pretar que esta concepción presenta la cultura de una sociedad - c o m o sugiere, por ejemplo, A n n Swindler- c o m o depósito o caja de herra­mientas de estrategias de acción6 que pueden verse activadas en diferentes situaciones, se­gún los intereses -«materiales» e «ideales»- de los distintos agentes sociales.

E n los años cuarenta y cincuenta surgieron una serie de problemas diferentes, pero estre­

chamente relacionados, arraigados en la pers­pectiva evolucionista de buena parte de la so­ciología clásica y de los estudios de la moder­nización y la emergencia de las sociedades industriales. Aquí, el problema m á s importan­te era decidir si en el desarrollo de las socieda­des hay orientaciones inherentes de cambio, hasta qué punto esas orientaciones pueden ser comunes a todas las sociedades humanas , y qué función cumplen las contingencias históri­cas, las diferentes condiciones ecológicas, las relaciones intersocietales y los agentes h u m a ­nos.

II

Todos estos problemas han informado los es­tudios comparados y de sociología histórica recientes y la mayoría de los trabajos compar­ten muchos temas analíticos comunes, deriva­dos de las principales polémicas teóricas re­cientes, al m i s m o tiempo que se distinguen entre sí en algunos problemas teóricos esencia­les7.

E n primer lugar, ninguno de estos trabajos acepta una visión evolucionista simple, y ésta es una crítica dirigida con frecuencia a los estudios anteriores sobre la modernización y la convergencia de las sociedades industriales, aunque algunos de los problemas planteados por esa concepción (especialmente lo que ca­bría denominar las capacidades de expansión, ya sea en las esferas culturales, políticas o económicas de las sociedades o las civilizacio­nes) se abordan en m u c h o s de ellos. E n segun­do lugar, en la mayoría de estos trabajos no se acepta la visión «sistémica cerrada» de las sociedades en las que tanto hincapié hace la escuela funcional estructuralista. E n tercer lu­gar, en todos ellos se insiste sobremanera en las civilizaciones c o m o campos importantes de análisis macrosociológico y en las relacio­nes intersociales o entre civilizaciones. Esos estudios no tratan solamente de analizar las diferentes sociedades aisladamente, sino que intentan combinar también ese análisis con el de algunas normas principales de la dinámica intersocial en la medida en que las sociedades se interrelacionan a través de movimientos de población, guerras y conquistas, encuentro de pueblos nómadas con otros sedentarios, m i ­graciones, comercio y movimientos culturales

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El marco de las grandes revoluciones: cultura, estructura social, historia e intervención humana 413

U n o s niños contemplan la ciudad desde el Ayuntamiento de Tokyo. Ben simmons/sipa Press.

y religiosos. Además , esos trabajos insisten m u c h o en la importancia de unidades o mar­cos m á s amplios de civilización -el judaismo, el Islam, la Europa medieval-, y no sólo de sociedades (políticas) aparentemente centra­das en sí mismas como campo principal del análisis sociológico comparado. En la mayoría de estos trabajos, la combinación de una acti­tud antievolucionista con un gran énfasis en las perspectivas históricas, institucionales e in-tercivilizaciones se combina con un gran inte­rés por la importancia de diversas tendencias históricas contingentes para explicar la evolu­ción de formaciones institucionales diferentes.

Las principales diferencias teóricas o analí­ticas entre estos trabajos se centran en la rela­ción existente entre cultura y sociedad o, c o m o se ha dicho con frecuencia pero no m u y acer­tadamente, en la «función de las ideas» en la dinámica institucional.

Ill

E n la exposición que sigue, se abordarán estos problemas en su relación con el análisis histó­rico y comparado volviendo a examinar las características y las condiciones de las «gran­des» revoluciones «clásicas», la «Guerra Ci­vil» inglesa, la revolución estadounidense y la Revolución francesa, después la china y la rusa, y también otras c o m o la turca o la viet­namita. Estas revoluciones guardaban estrecha relación con la emergencia del m u n d o moder­no, de la civilización moderna. Desde enton­ces, las ideologías revolucionarias, la imagen y los movimientos revolucionarios se han con­vertido en un componente fundamental de la perspectiva moderna8.

Las revoluciones o el cambio revoluciona­rio, han pasado a ser el compendio del cambio social «real», y el fenómeno revolucionario se ha convertido en tema central, objeto de gran interés y fascinación en el discurso intelectual, ideológico y académico moderno.

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E n gran parte de la literatura sobre las re­voluciones y el cambio social se ha dado por sentado que las revoluciones son el cambio social verdadero, prístino y «real», y otros pro­cesos se consideran o se miden según su proxi­midad a algún tipo ideal de revolución. Así, se ha perdido muchas veces la especificidad de esas «grandes» revoluciones y de otros proce­sos y tipos de cambio.

Por consiguiente, vamos a tratar primero de señalar las características propias de estas revoluciones que las distinguen de otros proce­sos de cambio, especialmente de los cambios drásticos de regímenes políticos. En segundo lugar, abordaremos la sempiterna cuestión de las «causas» de las revoluciones y volveremos a examinar la abundante literatura sobre el tema. E n todo este análisis trataremos de com­prender la especificidad de las revoluciones comparándolas con otros casos, sobre todo con algunos relativamente similares de cambio político y social.

IV

Por supuesto, las revoluciones denotan ante todo un cambio radical del régimen político, m u c h o más allá de la destitución de los gober­nantes o incluso de la sustitución de los grupos en el poder. Ponen de relieve una situación en la que esa destitución y ese cambio -general­mente m u y violentos- dan c o m o resultado una transformación radical de las reglas del juego político y de los símbolos y las bases de legitimación, cambio estrechamente relaciona­do con nuevas concepciones del orden político y social9. Es esta combinación lo que distingue las revoluciones. Dicho de otro m o d o , esas revoluciones tienden a engendrar ciertas «cos­mologías» bien definidas (según la expresión de Said Arjomand) y determinados programas culturales y políticos claramente diferencia­dos10.

La combinación de cambios violentos de régimen junto con una concepción ontológica y política m u y marcada no sólo se han dado en las «grandes» revoluciones. La cristalización del califato de los abasidas, conocida a m e n u ­do c o m o la revolución abasida, es una ilustra­ción m u y importante -pese a su posible par­cialidad- de esa combinación en un período histórico anterior. Lo que caracteriza a las re­

voluciones modernas es la naturaleza de sus ontologías o cosmologías: algunos aspectos centrales del proceso revolucionario que se han desarrollado en su interior y las relaciones entre los cambios y los regímenes y en las principales palestras institucionales de las so­ciedades afectadas".

Las cosmologías promulgadas en estas re­voluciones se caracterizaban en primer lugar por el énfasis en los temas de igualdad, justi­cia, libertad y participación de la comunidad en el centro político. Estos temas se combina­ban con otros «modernos», c o m o la creencia en el progreso, y con las demandas de pleno acceso a los centros políticos y la participación en ellos. En segundo lugar, la novedad era la combinación de todos estos temas con una visión utópica global de la reconstrucción de la sociedad y del orden político, no sólo con vi­siones milenarias de protesta.

En tercer lugar, en todas estas revoluciones la sociedad se consideraba una entidad que se debía remodelar mediante la acción política en función de esas visiones, que conllevaban también la reconstrucción de la sociedad -comprendidos el cambio institucional de gran alcance, la reestructuración radical de las relaciones de clase y condición, la supresión de los criterios tradicionales de estratificación, la destitución o eliminación de las viejas clases y las clases altas y el traspaso de la relativa hegemonía a las clases nuevas, ya se tratara de la burguesía o del proletariado.

En cuarto lugar, estas visiones ponían de relieve la disociación de los antecedentes his­tóricos de las sociedades, el rechazo del pasa­do, la aspiración a un nuevo comienzo y la combinación de esa discontinuidad con la vio­lencia.

La quinta característica importante de esas revoluciones era su visión universalista y mi ­sional. Aunque cada una instituía un nuevo régimen en el país correspondiente, régimen que, sobre todo en sus etapas posteriores, pro­clamaba temas marcadamente patrióticos, y aunque dichos regímenes siempre llevaban una impronta indeleble de nacionalismo, las visiones revolucionarias se proyectaban en di­ferentes grados c o m o universales y, teórica­mente, extrapolables a toda la humanidad. Este mensaje universal llegó a estar s u m a m e n ­te vinculado con un celo misional que recorda­ba, c o m o ha mostrado Maxine Rodinson, la

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expansión del Islam. Al igual que éste, la pro­pagación de esa concepción se apoyaba en ejércitos revolucionarios dispuestos a llevarla al extranjero. C o m o en el caso del Islam, ese celo misional no contribuía necesariamente a una mayor tolerancia o un mayor «liberalis­m o » , pero tenía sin duda un sello inequívoca­mente universalista12.

Los temas revolucionarios específicamente «nacionales», primordiales o patrióticos solían ser secundarios de los m á s generales y univer­salistas, que constituían el núcleo de la visión revolucionaria y de las naciones c o m o porta­doras del mensaje universalista.

V

El cambio institucional central, c o m o señalaba Michael Walzer, consistía en que en las prime­ras revoluciones (la inglesa y la francesa y, en forma diferente y menos personal, la estado­unidense) a los gobernantes no se los expulsa­ba, exiliaba o ejecutaba simplemente, sino que se los destituía mediante un procedimiento legal13. Inclusive si los propios gobernantes no aceptaban su legalidad o legitimidad, el hecho de que ese procedimiento legal se iniciara te­nía ya una significación inmensa e indicaba un intento m u y serio de hallar una nueva base institucional para responsabilizar a los gober­nantes.

La idea en sí no era nueva; formaba parte de las premisas básicas de las civilizaciones axiales, dentro de cuyos marcos ocurrieron esas revoluciones. Pero la idea experimentó enormes transformaciones.

También guardaban estrecha relación las características distintivas del proceso político que surgió de tales revoluciones, entre las que figura en primer lugar, según Eric Hobs-bawn 1 4 , la repercusión directa en la lucha polí­tica central de los levantamientos populares merced a su movimiento centrípeto.

En segundo lugar viene el entrelazamiento constante de diversos tipos de acción política, c o m o las rebeliones, los movimientos de pro­testa y las luchas en el centro, que anterior­mente se daban en muchas sociedades y, a veces, en todas, dentro de algunos marcos co­munes de acción política e ideología c o m ú n , por frágiles e intermitentes que fueran. Esas corrientes dependían de un tipo nuevo de lide-

razgo, que atraía a diferentes sectores de la po­blación.

En tercer lugar, quizá la característica m á s distintiva de los procesos políticos revolucio­narios era la función que cumplían ciertos gru­pos autónomos culturales, religiosos o intelec­tuales, religiosos heterodoxos o seglares, c o m o los puritanos ingleses (y quizá, en mayor medi­da aún, los puritanos estadounidenses y los círculos intelectuales franceses, analizados por A . Cochin y m á s tarde por F. Furet, la intelec­tualidad rusa y similares15).

Éstos constituían el elemento esencial que, en buena medida, dio forma a todo el proceso político revolucionario. Es imposible c o m ­prender estas revoluciones sin tener en cuenta las capacidades ideológicas, propagandísticas y organizativas de esos intelectuales o mino­rías culturales. Sin ellos, probablemente, no habría existido todo el movimiento revolucio­nario tal c o m o cristalizó.

Otro aspecto m á s de este proceso revolu­cionario era la transformación de los aspectos y símbolos liminales, especialmente de los m o ­vimientos periféricos de protesta. E n la m a y o ­ría de casos, el foro político central llegó a ser, por períodos relativamente largos, liminal. El centro mi smo llegó a convertirse, quizá tem­poralmente, en una situación o un foro casi liminales, en una serie de dichas situaciones, o en el foro en que se desplegaba dicha liminali-dad. Lo liminal está estrechamente relaciona­do con la centralidad de la violencia, con su sacralización misma, c o m o se observa en la aparición y la sacralización del terror.

VI

Así, estas revoluciones se caracterizaban no sólo por tres características distintas (sus cos­mologías y sus programas políticos, toda su nueva programación cultural, y todos los pro­cesos políticos que se desarrollaron dentro de ellas), sino quizá sobre todo por su combina­ción, que no se produce, ni siquiera de m o d o incipiente, en todas las transformaciones so­ciales.

Tal vez la mejor manera de ilustrar esto sea examinar brevemente un cambio radical, que se ha comparado muchas veces con las «gran­des» revoluciones, la denominada restaura­ción Meiji de 1868 en Japón16, porque, al igual

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que ellas, dio lugar a vastos procesos de trans­formación social, económica y política y gene­ró un nuevo programa cultural y político que, por todos sus componentes «tradicionalistas», constituía una ruptura radical con respecto al Shogunato Tokugawa anterior.

Sin embargo, la restauración Meiji difería mucho de las «grandes» revoluciones en algu­nos elementos esenciales, especialmente en la ideología revolucionaria y la naturaleza de los procesos políticos que generó.

C o m o antes de las revoluciones, tres tipos de movimiento político -las rebeliones (espe­cialmente campesinas), los movimientos de protesta y la lucha política del centro- abun­daron en el contexto anterior a la restauración, en el proceso que llevó a ella y en los dos primeros decenios del nuevo régimen.

Muchas relaciones unívocas se forjaron na­turalmente entre estos grupos y entre ellos y algunos grupos urbanos y campesinos en rebe­lión, y todos ellos constituyeron antecedentes m u y importantes del derrocamiento del régi­m e n Tokugawa, pero sin ser un componente básico del aspecto político de la restauración.

Sin embargo, no deja de ser significativo que, en el proceso que culminó con el derroca­miento del régimen Tokugawa, no cristaliza­ron nuevas formas de organización política en las que esos grupos se combinaran en una acción política c o m ú n . Tampoco hubo ningún liderazgo político que tratara de movilizar las fuerzas sociales dispares para una lucha políti­ca más central.

La restauración Meiji, a diferencia de las «grandes» revoluciones, se caracterizó por una ausencia casi total de grupos autónomos, reli­giosos o seglares intelectuales diferenciados que participaran activamente en política.

Ante todo, fueron los samurais, algunos de ellos educados en la tradición confuciana y los shishi los que m á s se movieron en la restaura­ción, pero no actuaron c o m o intelectuales au­tónomos con una visión nueva del confucia-nismo, sino c o m o miembros de sus respectivos grupos sociales y políticos con sendas concep­ciones políticas.

Ahora bien, esta visión era m u y distinta de la de las «grandes» revoluciones y fue en cierto m o d o un reflejo de ellas. La restauración se presentó c o m o una renovación de un sistema anterior arcaico, que de hecho nunca existió y no c o m o una revolución destinada a orientar

el orden social y político en una dirección completamente nueva. N o había casi ningún elemento utópico en esta visión. La vuelta misma al emperador podía considerarse, se­gún señala Hershel W e b b , c o m o una «utopía invertida». El mensaje de la restauración Meiji se orientaba a la renovación de la nación japo­nesa y carecía de connotaciones básicas uni­versalistas o misionarías17.

Procesos similares de cambio radical en los tiempos modernos han tenido lugar en la In­dia, Tailandia o Filipinas, y la mayoría de países latinoamericanos han evolucionado de una manera bastante distinta de las revolucio­nes clásicas, y sólo con algunas de las caracte­rísticas distintivas de las «grandes» revolucio­nes.

Vil

¿ C ó m o explicar esta combinación específica de características en las «grandes» revolucio­nes clásicas? Corresponde aquí analizar las causas de la revolución, problema de impor­tancia capital para la sociología histórica y comparada.

E n la literatura se han examinado varios tipos globales de causas. El primer tipo son las condiciones estructurales; el segundo, los re­quisitos sociopsicológicos de las revoluciones; y el tercero, las causas históricas concretas.

Se han determinado varias condiciones es­tructurales. U n a de ellas son los aspectos de las luchas intestinas, c o m o las que se producen entre las principales clases que predominan en las sociedades prerrevolucionarias o las luchas entre minorías, entre componentes de la clase dirigente o alta, c o m o factores que conducen a la revolución18.

U n a subcategoría especial de estos análisis se centra (como la obra de Theda Skocpol y otros investigadores, basada en el trabajo pre­vio de Barrington Moore) en las relaciones m á s generales entre el Estado y los principales estratos sociales, en particular la aristocracia y el campesinado19.

A continuación, y estrechamente relaciona­das con esas explicaciones, están las que recal­can el debilitamiento o la decadencia de los regímenes políticos prerrevolucionarios, por causas internas c o m o las tendencias económi­cas o demográficas o por la repercusión de

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fuerzas internacionales como las tendencias económicas, por las guerras o alguna combina­ción de todos estos factores.

Algunos estudios anteriores se centraron también en la contribución a las situaciones revolucionarias de factores económicos o ten­dencias generales c o m o las fluctuaciones eco­nómicas y la inflación galopante, con el consi­guiente empobrecimiento de amplios sectores de la sociedad, no sólo de las capas más bajas sino también de grandes sectores de la clase media e incluso de las más altas.

En parte de la literatura marxista, esas ex­plicaciones económicas junto con las basadas en la lucha de clases, llegaron a contradiccio­nes ineluctables entre las viejas formas de pro­ducción y las fuerzas de producción emergen­tes.

Estos estudios se han relacionado muchas veces con el tercer tipo de explicación, la so-ciopsicológica. Siguiendo con frecuencia el brillante análisis de Tocqueville, han hecho hincapié en la importancia de la privación y la frustración relativas que surgen en los tiempos difíciles después de épocas de prosperidad, cuando las aspiraciones de amplios sectores de la población se hallaban en alza, generando un descontento generalizado que podría originar sediciones o predisposiciones revolucionarias.

Así las luchas entre clases y entre minorías, la expansión demográfica, la debilidad interna (sobre todo fiscal) e internacional del Estado, los desequilibrios económicos y las frustracio­nes sociopsicológicas relacionadas con el e m ­peoramiento de las condiciones económicas fueron los elementos causales m á s importantes de las revoluciones.

El análisis de c ó m o se combinaron todas esas «causas», su importancia relativa y su verdadera configuración en las diferentes re­voluciones ha de proseguir y proseguirá, pero esos análisis en sí, por importantes que sean, no darán una respuesta suficiente a la pregun­ta por las «causas» de la revolución.

N o es que las respuestas a los interrogantes planteados en esta literatura sean a veces defi­cientes o discutibles, lo que es, por supuesto, inherente a todo trabajo de investigación, sino que lo más importante es que las preguntas planteadas no bastan para analizar algunos de los aspectos más importantes del problema. Por una sencilla razón: esas causas no son específicas de las revoluciones, y las mismas

causas, en diferentes contextos, aparecen en la abundante literatura sobre la decadencia de los imperios.

El hecho de que esas causas puedan darse en todas la sociedades prerrevolucionarias, pero no sólo en ellas, nada tiene de sorpren­dente, puesto que las revoluciones, en definiti­va, son ante todo y sobre todo sinónimo de decadencia o hundimiento de regímenes y de las consecuencias resultantes.

Recientemente, Jack Goldstone ha sinteti­zado de manera m u y acertada la combinación de esos procesos que llevan al derrumbamien­to de los regímenes: «Las cuatro tendencias críticas relacionadas eran las siguientes: 1) Las presiones aumentaron en las finanzas del Esta­do a medida que la inflación iba erosionando sus ingresos y que el crecimiento demográfico hacía aumentar los gastos reales; los Estados trataron de mantenerse aumentando los ingre­sos de diferentes formas, pero esos intentos alienaron a las minorías, los campesinos y los consumidores urbanos, sin lograr impedir el aumento de la deuda y, en últim instancia, la bancarrota. 2) Los conflictos internos de la minoría cobraron m á s importancia a medida que el crecimiento de la familia y la inflación hacían m á s difícil para algunas familias poder mantener su situación, al mismo tiempo que el crecimiento demográfico y el alza de los pre­cios elevó a otras, creando nuevos aspirantes a situaciones privilegiadas. Con la debilidad fis­cal del Estado limitando su capacidad de ocu­parse de todos los que pretendían tales situa­ciones, se produjo un número considerable de cambios y desplazamientos en toda la jerar­quía de la élite, originando facciones a medida que distintos grupos minoritarios trataban de defender o mejorar su posición. Cuando la autoridad central se vino abajo de resultas de la bancarrota o de la guerra, las divisiones entre la élite pasaron al primer plano de las luchas por el poder. 3) La agitación popular aumentó a medida que la competencia por la tierra, la migración a la ciudad, la saturación de los mercados de trabajo, la baja de los salarios reales y el mayor número de jóvenes favorecían el potencial de movilización gene­ral de las masas populares. Se producían dis­turbios en las zonas urbanas y rurales que adoptaron diversas formas: saqueos de ali­mentos, ataques contra terratenientes y agen­tes del Estado y apropiaciones de tierras y

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cereales, según la autonomía de los grupos populares y los recursos de las élites. El mayor potencial de movilización facilitó que las élites que se hallaban en liza introdujeran en sus conflictos la acción popular, aunque muchas veces, debido a su propia motivación y su propio impulso, resultó más fácil de fomentar que de controlar. 4) Las ideologías de rectifica­ción y transformación fueron cobrando cada vez m á s predominio»21.

Estas causas de decadencia y caída de los regímenes, especialmente de los imperiales o de los imperios feudales, son también necesa­riamente causas o requisitos de las revolucio­nes, pero no explican el resultado revoluciona­rio concreto del fracaso de los regímenes. Sin duda, constituyen condiciones necesarias de las revoluciones, pero no son causas suficien­tes en sí mismas, que deben buscarse más allá de la descomposición de los regímenes.

VIII

U n a posible orientación de la búsqueda de tales condiciones suficientes es el desarrollo temporal histórico concreto o los contextos históricos de las revoluciones. Todas ellas (aunque cronológicamente varíen) se han re­ducido al comienzo de las fases modernas de las sociedades, en el marco de autocracias m o ­dernizantes, de regímenes absolutistas moder­nos que crearon los primeros Estados moder­nos territoriales, frecuentemente burocráticos (Poggi) y dieron un fuerte impulso a la moder­nización de la economía, el inicio del mercan­tilismo e incluso el comienzo de las economías industriales capitalistas y el surgimiento de la economía política de mercado.

Fueron las contradicciones internas de los sistemas políticos de comienzos del absolutis­m o , que se sitúan entre las corrientes monár­quicas tradicionales, la legitimación semiaris-tocrática y las nuevas corrientes económicas, culturales e ideológicas que se oponían a esa legitimación, y las contradicciones entre estos grupos y los m á s tradicionales, las que aporta­ron las fuerzas motrices para derribar esos regímenes. Los componentes ideológicos o simbólicos de las revoluciones se alimentaban en buena medida de las contradicciones que existían en la legitimación ideológica de las monarquías absolutistas, sobre todo entre la

legitimación tradicional o semitradicional y los factores de la Ilustración portadores del germen de un nuevo programa cultural22.

Y , con todo, ni siquiera esta combinación no supone el término de la indagación de las causas de las revoluciones. N o todas esas c o m ­binaciones causantes de la decadencia de los regímenes en el marco histórico de los comien­zos de la modernidad han originado revolucio­nes ni han tenido desenlaces revolucionarios. La India o, con ciertas diferencias, Tailandia, y muchas provincias del imperio otomano, con la posible excepción de la propia Turquía, donde la instauración del régimen de Kemal era denominada a veces «revolución» (pese a venir de arriba), y tal vez Argelia, figuran en­tre los ejemplos de desenlaces no revoluciona­rios de situaciones de principios de la moder­nidad. Otra ilustración «negativa» es la que brindan los países latinoamericanos, donde las guerras de independencia no fueron revolucio­narias en el sentido de promulgar un orden sociopolítico totalmente nuevo y donde m u ­chos de los aspectos cruciales del proceso revo­lucionario fueron m u y débiles, especialmente el entrelazamiento continuo entre los agentes políticos y las características liminales de la lucha revolucionaria central23.

Pero quizás el caso más importante sea una vez más el de Japón: la caída del régimen Tokugawa y la Meiji Ishin24.

El régimen Tokugawa se caracterizaba por algunos de los principales rasgos estructurales de principios de la modernidad y de sus con­tradicciones: la aparición de pujantes fuerzas económicas nuevas (comerciantes y campesi­nos), la erosión de las antiguas fuerzas aristo­cráticas «tradicionales» y el derrumbamiento de las políticas económicas reguladoras de los antiguos regímenes. También se caracterizó por una amplísima difusión de la educación, que hizo del Japón la sociedad preindustrial m á s alfabetizada del m u n d o , y por la emergen­cia de un discurso político m u y intenso.

El régimen Tokugawa se vio debilitado por estos procesos internos y por la repercusión de fuerzas externas. También tuvo que afrontar una crisis de legitimación, pero que no se ex­presaba en los términos ideológicos caracterís­ticos de los «antiguos regímenes» prerrevolu-cionarios de Europa y China.

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IX

H a y que tener en cuenta que todas estas expli­caciones no consideran el que probablemente sea el elemento distintivo más importante de los procesos revolucionarios: las nuevas con­cepciones ontológicas o cosmologías y los por­tadores de las mismas: los grupos autónomos culturales o intelectuales que, c o m o se ha vis­to, constituyen una de las m á s importantes canteras de nuevo liderazgo político y nuevas organizaciones que mejor caracterizan las re­voluciones. Ciertamente, en buena parte de la literatura rara vez se han analizado los facto­res ideológicos (las nuevas ideologías, las creencias religiosas, etc.) como causas de la revolución. Generalmente, incluso entre los historiadores no marxistas, con la excepción de Albert Cochin y François Furet25, esos fac­tores se consideran m á s como epifenómenos de procesos sociales «más profundos» o c o m o un telón de fondo general de los procesos revo­lucionarios.

Por lo tanto, puede ser importante indagar en qué condiciones o en qué sociedades dichas ideologías y cosmologías y los grupos que las sostienen, y que a diferencia de las rebeliones, los movimientos de protesta, las luchas de cla­ses y de minorías, no se encuentran en todas las sociedades, llegan a ser tan primordiales. Tienden a darse en civilizaciones m u y concre­tas, las denominadas civilizaciones axiales26. Por «civilizaciones axiales» se entiende las que cristalizaron entre el año 500 a.C. y los primeros siglos de la era cristiana, dentro de las cuales surgieron nuevas visiones ontológi­cas, entre ellas concepciones de tensión básica entre los órdenes trascendente y mundano , que se institucionalizaron en muchas partes del m u n d o : en el antiguo Israel, posteriormen­te en la segunda confederación del judaismo y la cristiandad, en la antigua Grecia, m u y par­cialmente en el Irán de Zoroastro, en la anti­gua China imperial, en el hinduismo y el bu­dismo, y m á s allá de la era axial en sí, en el Islam.

Estas concepciones fueron desarrolladas y articuladas por un elemento social relativa­mente nuevo, las minorías portadoras de m o ­delos de un orden cultural, particularmente las minorías intelectuales, desde los profetas y sa­cerdotes judíos, los filósofos griegos, los litera­tos chinos y los brahmans hindúes, hasta los

sanha budistas o los ulema islámicos. Sus acti­vidades se centraban en la creencia en la crea­ción del m u n d o según alguna visión o alguna orden trascendentes.

La institucionalización de esas concepcio­nes y visiones tuvo c o m o resultado la reestruc­turación interna de esa sociedades y de las interrelaciones entre ellas.

Se desarrollaron así, en primer lugar, un alto grado de diferenciación del centro societal y su percepción c o m o entidades simbólicas y organizativas y una continua interacción entre el centro y la periferia. M á s tarde surgieron colectividades distintas, sobre todo culturales o religiosas, con un enorme componente sim­bólico y cierta estructuración ideológica de las jerarquías sociales.

En tercer lugar, se produjo una vasta rees­tructuración de la relación entre el orden polí­tico y el trascendente, que es el factor más importante para nuestro análisis. El orden po­lítico, c o m o lugar central o marco del orden mundano , solía entenderse como subordinado al orden trascendente, razón por la que tenía que reestructurarse en función de los precep­tos de éste, sobre todo según la percepción de la forma correcta de superar la tensión entre el orden trascendente y el orden m u n d a n o de la «salvación». A los gobernantes solía corres­ponder la estructuración del orden político.

Al m i s m o tiempo, la naturaleza de los go­bernantes experimentó una gran transforma­ción. El rey-dios, encarnación a la vez del or­den cósmico y del terrenal, desapareció, sur­giendo en su lugar un dirigente seglar, respon­sable en principio ante algún orden superior, por lo que existía la posibilidad de pedirle que rindiera cuentas ante una autoridad m á s alta, ya fuera Dios o la ley divina. La primera apari­ción y la más espectacular, de esta concepción se produjo en el antiguo Israel, en los pronun­ciamientos sacerdotales, especialmente profé-ticos. U n a concepción diferente de esa respon-sabilización ante la comunidad y sus leyes se dio en la ribera septentrional del Mediterráneo oriental, en la antigua Grecia. La noción de responsabilización se dio de diferentes mane­ras en todas las civilizaciones. Ocupa el cuarto lugar la aparición de élites primarias y secun­darias relativamente autónomas, en particular culturales, intelectuales y religiosas, que pug­naban continuamente entre sí y con las élites políticas.

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Fueron esas élites en general, las religiosas o las intelectuales sobre todo, muchas de las cuales sostenían visiones sumamente utópicas con orientaciones universalistas, las que cons­tituyeron los elementos m á s decisivos de las diferentes heterodoxias y de las luchas políti­cas y los movimientos de protesta.

X

Estos componentes ideológicos y estructurales propios del proceso político característico de las civilizaciones axiales generaron, dentro de los regímenes en que se desarrollaron, una di­námica política m u y específica en la que se observan numerosos gérmenes de las «grandes revoluciones», pero no originaron revolucio­nes en sí.

Las orientaciones culturales básicas y las premisas de civilización predominantes en ellas inspiraron visiones de órdenes sociales nuevos con orientaciones utópicas y universa­listas m u y marcadas, en tanto que las caracte­rísticas organizativas y estructurales brindaron el marco en el que pudieron institucionalizarse algunos aspectos de tales concepciones. Unas y otras se combinaron en las actividades de las diferentes élites antes analizadas27.

La combinación de todas estas característi­cas originó en estos regímenes, por lo general imperiales o imperio-feudales, un grado relati­vamente m á s alto de aglutinación que en otras civilizaciones de la época axial entre movi­mientos de protesta, establecimiento de insti­tuciones, articulación y niveles idelógicos de lucha política y cambios en el sistema político.

E n algunos casos extremos, por ejemplo, en la transición del período de los omeyas al califa­to abasí, todo ello pudo combinarse en lo que podría parecer una serie de procesos revolu­cionarios; en los estudios modernos, el estable­cimiento del califato abasí se ha calificado a veces de revolución. El califato llegó impulsa­do por un fuerte movimiento sectario y tribal que insistía en el componente universalista de los ideales islámicos y en nombre de esta ideo­logía, junto con los intereses de sectores m á s amplios, derrocó a los gobernantes omeyas. Pero las ideologías de estos movimientos de protesta y levantamiento político no tenían los componentes que caracterizaban a las moder­nas, sino que solían orientarse hacia visiones

pasadas y no a determinados programas pri­mordiales para el futuro. T a m p o c o daban lu­gar a formaciones constitucionales e institu­cionales m u y estables. Las revoluciones de los abasíes pueden verse en muchos sentidos c o m o un punto de los ciclos de Khaldoun de la dinámica política islámica28.

Al m i s m o tiempo, aunque evidentemente con grandes diferencias de detalle, se podrían hallar también aspectos distintivos del proceso político en otras civilizaciones axiales, en comparación con regímenes políticos aparen­temente similares que surgieron en civilizacio­nes no axiales o a veces en su proximidad.

Ahora bien, sólo cuando coincidieron estos componentes ideológicos y estructurales en pe­ríodos de modernidad incipiente, llegaron a generar procesos revolucionarios en el sentido que aquí se le da. Sólo en estos contextos históricos, en los que se dieron las afinidades electivas entre el proceso político que se desa­rrolló en las civilizaciones axiales y las caracte­rísticas ideológicas y organizativas centrales de las revoluciones, los principales componen­tes del cambio en general y del proceso políti­co en particular se transformaron adoptando una orientación revolucionaria.

Esa transformación de los componentes ideológicos y de los temas culturales o simbóli­cos no se produjo, en general, al principio m i s m o de las rebeliones y levantamientos para derrocar a los diversos «antiguos» regímenes, especialmente en las primeras revoluciones, la inglesa, la estadounidense y la francesa. Sólo al intensificarse la dinámica revolucionaria se produjo esa transformación, lo que no signifi­ca, c o m o propone Goldstone, que la ideología cobrara importancia únicamente al final de las revoluciones. La comparación entre la dinámi­ca revolucionaria de las civilizaciones axiales y de las no axiales y entre Japón y China, por un lado, y las revoluciones de la cristiandad, por otro, indica que los elementos ideológicos, combinados con su marco institucional, fue­ron de capital importancia desde fases relati­vamente tempranas en la transformación del proceso ideológico y del político en una direc­ción revolucionaria29.

Algunas de las características de la restau­ración Meiji que la distinguieron de las «gran­des» revoluciones, en particular sus c o m p o ­nentes predominantemente «inversos y utópi­cos», la restricción de la visión Ishin al Japón

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PÓrticO, Peshawar, PaquiStán. Frances Mommer/Rapho.

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y la ausencia de componentes misionales uni­versalistas están, evidentemente, m u y estre­chamente relacionados con algunos aspectos de la experiencia histórica japonesa. Es espe­cialmente notable que, a lo largo de su histo­ria, hayan surgido en Japón formaciones y una dinámica estructurales e institucionales entre las que figuran, por ejemplo, el feudalismo y ciudades m u y fuertes semiautónomas, simila­res a las de Europa oriental, junto con concep­ciones ontológicas básicas no axiales. Por otra parte, no había grupos religiosos e intelectua­les autónomos, ya que los monjes budistas y otros sacerdotes e intelectuales confucianos es­taban integrados en pequeños grupos «familia­res», lo que explica que no actuaran c o m o factor en la restauración Meiji30.

XI

La estrecha afinidad electiva entre el proceso político de muchas de las civilizaciones axiales y las características centrales de las revolucio­nes no significa que, c o m o indican claramente los casos de la India, Asia Meridional o la mayoría de las sociedades islámicas, las revo­luciones se produjeran al empezar la moderni­dad en todas las civilizaciones axiales. ¿ C ó m o puede explicarse esto?

H a y que tener en cuenta dos factores más . U n o , que se aplica especialmente a India y a los países budistas de Asia Meridional, es la naturaleza de las visiones ontológicas básicas, especialmente de la concepción de la salvación en las civilizaciones axiales31. El segundo fac­tor, que se refiere a la mayoría de los países islámicos (e incluso a algunos europeos), pero que también es válido para la India y las socie­dades budistas Theravada, es la naturaleza de sus regímenes políticos y su economía política.

C o n respecto al primer factor, la principal distinción estriba -por utilizar la terminología de W e b e r - entre las concepciones de salvación «en este m u n d o » y «en el otro m u n d o » . En las civilizaciones en que prima la concepción del otro m u n d o , el foro político no constituía un foco básico de salvación, de realización de la visión de la civilización, y las formas propias de la salvación religiosa no eran el centro de la lucha política. Hecho bastante significativo, en la India no se produjo ninguna guerra de religión hasta la época de las civilizaciones de

la edad axial, ni en los países budistas hasta la era contemporánea. Las múltiples sectas y he­terodoxias potenciales de esas civilizaciones no buscaban reconstruir los centros políticos sino m á s bien volver a delimitar las fronteras entre las colectividades básicas atributivas32.

XII

E n esas civilizaciones axiales fue principal­mente donde la ontología básica de la salva­ción se centraba «en este m u n d o » , o bien era una mezcla de orientaciones hacia «este m u n ­do» y hacia el «otro», de manera que los recur­sos libres generados en los sectores sociales podían ser canalizados por las minorías a los foros políticos y económicos de «este m u n d o » . Pero la generación de dichos recursos libres no siempre se lograba naturalmente en esos regí­menes, sino que, con mucha frecuencia, lo impedían las condiciones históricas, políticas y ecológicas, c o m o el relativo aislamiento de los principales mercados internacionales. E n esos casos, tendían a establecerse regímenes m á s patrimoniales (ya se tratara de reinos tri­bales o centralizados).

A veces, los regímenes patrimoniales po­dían llegar hasta regiones distantes, c o m o en el caso del Islam, pero también, c o m o sucedió con la cristiandad, a sociedades relativamente «no diferenciadas» gracias a la expansión mis­m a de una civilización axial.

Así, por lo que respecta al Islam, sólo en el núcleo del Imperio otomano -e incluso en éste hasta cierto punto nada m á s - surgió el germen de una sociedad civil autónoma con su corres­pondiente potencial revolucionario33.

Pero al m i s m o tiempo, dadas las premisas básicas de la tradición islámica, en todo el ámbito del Islam, después del establecimiento de los primeros califatos y, sobre todo, tras la caída del Imperio abasí, se observó una marca­da predisposición a las ideologías revoluciona­rias y al auge de minoría autónomas, frecuen­temente basadas en tradiciones tribales, aun­que esas minoría rara vez lograron organizar un proceso plenamente revolucionario o fun­dar un régimen revolucionario34.

Existe una diferencia m u y importante en­tre las civilizaciones axiales con sistemas polí­ticos y economías políticas patrimoniales, de­bido principalmente a las características bási-

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cas de las minorías y a las concepciones ontológicas que sustentaban, y en las que esas tendencias patrimoniales obedecían ante todo a condiciones históricas, estructurales o ecoló­gicas contingentes.

En el primer caso la estructura y las orien­taciones básicas de las minorías limitaron los movimientos sociales que pretendían recons­truir el foro político, aunque ciertamente no la participación de las minorías religiosas en el foro político patrimonial.

En el segundo tipo de regímenes patrimo­niales había orientaciones m u y marcadas, aun­que durante mucho tiempo sólo latentes, hacia la reconstrucción del foro político, de m o d o que, c o m o en el Islam, pudieron surgir tenden­cias protorrevolucionarias o, como en Rusia o China, prerrevolucionarias.

Así pues, hay una estrecha afinidad electi­va entre las civilizaciones axiales «mundanas» (o con una combinación de lo m u n d a n o y lo extramundano) y los regímenes imperiales e imperiales-feudales. Si bien sólo rara vez los regímenes feudales o feudales-imperiales se convierten en civilizaciones, algunas veces su­cedió así. El ejemplo m á s importante es, una vez más , Japón, donde, c o m o se ha visto, sur­gió un régimen feudal absolutista dentro de una civilización no axial. Ahora bien, a dife­rencia de los regímenes feudales-imperiales de las civilizaciones axiales, sobre todo los regí­menes absolutistas de Europa a comienzos de la edad moderna no había en Japón, c o m o ya se ha dicho, grupos religiosos o intelectuales autónomos que promulgaran una visión utópi­ca universal. Esta es la diferencia primordial entre la restauración Meiji y las «grandes» re­voluciones.

XIII

N o todos los intentos revolucionarios en con­diciones similares a las de las revoluciones llevadas a término se han visto coronados por el éxito. España, Italia y Alemania ofrecen, probablemente, los ejemplos más representati­vos de revoluciones abortadas, junto con Eu­ropa centro-oriental en 1848. ¿ C ó m o pueden explicarse esos fracasos?35).

Algunos investigadores los imputan al pre­dominio de muchos componentes patrimonia­les en los «antiguos regímenes» de España,

Italia y los países de Europa oriental que expli­can la relativa escasez de recursos libres y la debilidad de las minorías autónomas.

Pero esto no lo explica todo, ya que no es aplicable a Alemania. H a y que tener en cuenta al menos dos series m á s de factores para abor­dar las revoluciones «fracasadas». El primero es el mero hecho de que todas las revoluciones son fruto de una guerra civil con múltiples elementos antagónicos y numerosos partici­pantes, y que su éxito depende del comporta­miento coherente o eficiente de los grupos re­volucionarios y de la relativa debilidad de los gobernantes, de que pierdan la sangre fría o la voluntad. Ninguna de estas condiciones se produce naturalmente en una situación revo­lucionaria. En algunos casos, c o m o en Europa orienta] en 1848, donde los gobernantes auto-cráticos daban pruebas de una gran fuerza de voluntad reforzada por las circunstancias in­ternacionales, fracasaron unos intentos revolu­cionarios de tipo «internacional autocrático».

El fracaso fue aún mayor por las divisiones que había entre las fuerzas potencialmente re­volucionarias, sobre todo en Alemania, entre la burguesía en auge y la clase más baja, ya que la primera temía a la segunda tras la experien­cia de la Revolución francesa. Ulteriores divi­siones se produjeron en sectores de la intelec­tualidad o de las minorías culturales que sustentaban visiones diferentes, especialmente entre «liberales» y constitucionalistas, entre diferentes grupos de «patriotas» y nacionalis­tas y socialistas incipientes.

Otro factor que hay que tener presente era que ni Alemania ni Italia eran Estados unifica­dos, sin aspiraciones m u y marcadas a la crea­ción de tal Estado por parte de movimientos nacionales en muchos sectores de la sociedad alemana o la italiana. A diferencia de Inglate­rra, Francia o Rusia, esas entidades nacionales estaban todavía por construir, lo que era in­compatible con todo programa revolucionario. Sobre todo, esas ideas podían ser recogidas, c o m o en el caso de Alemania y en menor grado, de Italia, por algunos grupos y dirigen­tes políticos (como Bismarck) estrechamente aliados con el antiguo régimen.

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XIV

Se cierra así el círculo de este análisis de las causas o condiciones de las revoluciones. C o m o , por definición, las revoluciones equiva­len a la caída de los regímenes, son las causas de las mismas (las diversas luchas entre mino­rías y clases, el auge de nuevos grupos sociales y nuevas fuerzas económicas que no tienen acceso al poder, el debilitamiento de los regí­menes socavados por esas luchas, mediante las alteraciones económicas y la repercusión de fuerzas internacionales) las que constituyen las condiciones necesarias para el desencadena­miento de las revoluciones.

Pero sólo en la medida en que dichos pro­cesos se dan en unas circunstancias históricas concretas y en el marco de determinadas pre­misas de civilización, régimen político y eco­nomías políticas determinadas pueden origi­nar condiciones y resultados revolucionarios.

Las circunstancias históricas específicas son las de principios de la modernidad, cuan­do los regímenes autocráticos modernizantes tuvieron que afrontar las contradicciones in­herentes a su propia legitimización y sus pro­pias políticas y la aparición de nuevos estratos económicos e ideologías «modernas».

Los marcos de civilización son los basados en la concepción «de este m u n d o » o las civili­zaciones axiales con una combinación del en­foque m u n d a n o y extramundano y los regíme­nes imperiales o feudales-imperiales. Si, por diferentes razones históricas, dichos regímenes son derrocados en estos marcos de civiliza­ción, los procesos de cambio tienden a des­viarse de la senda revolucionaria, c o m o suce­dió.

A d e m á s , el resultado concreto de estos pro­cesos depende en gran medida del equilibrio de poder entre fuerzas revolucionarias y con­trarrevolucionarias y de su respectiva cohe­sión.

XV

La combinación de las condiciones de civiliza­ción y estructurales y de las contingencias his­tóricas que generaron las «grandes» revolucio­nes ha sido bastante rara en la historia de la humanidad. C o n toda su dramática importan­cia, esas revoluciones no constituyen cierta­

mente el único tipo de cambio, ni siquiera el principal o el de m á s repercusiones, ya sea en los tiempos premodernos o en los modernos. Allá donde se dan otras combinaciones de fac­tores estructurales e institucionales, por ejem­plo en Japón, India, Asia meridional o Améri­ca Latina, generan otros procesos de cambio y nuevos regímenes políticos. N o se trata de simples revoluciones potenciales que hayan fracasado, ni se pueden medir según los crite­rios de las «grandes» revoluciones, sino que m á s bien representan patrones diferentes de transformación social, igualmente «legítimos» y significativos, y deben analizarse en sus pro­pios términos.

Por consiguiente, este análisis facilita tam­bién algunas indicaciones sobre las relaciones entre cultura y estructura social, historia y es­tructura, acción h u m a n a y estructura, y entre los factores culturales que mantienen el orden establecido y los que favorecen su transforma­ción.

Las ciencias y concepciones culturales son elementos básicos del orden social, de capital importancia en la configuración de su dinámi­ca institucional. Esas creencias o concepciones se convierten en elementos constitutivos por asimilación de su contenido en las premisas básicas de las normas de interacción social, es decir, los conjuntos de principios reguladores que rigen los principales aspectos de las fun­ciones sociales. Éstas fueron clasificadas así por los «padres fundadores de la sociología»: división social del trabajo, establecimiento de la confianza (o de la solidaridad), regulación del poder y elaboración de significado36.

U n o de los procesos m á s importantes de transformación de las creencias o concepcio­nes en esos principios reguladores es la crista­lización de los modelos de orden cultural y social y de códigos. Esto se parece m u c h o al concepto de W e b e r de «ética económica» que especifica c ó m o regular los marcos de organi­zaciones sociales y medios institucionales con­cretos, las normas de conducta y la g a m a de las principales estrategias de acción apropiadas a diferentes foros37.

Esas transformaciones de creencias religio­sas y culturales en «códigos» o «ética» de un orden social se efectúan mediante las activida­des de visionarios, ellos mismos transforma­dos en minorías, que forman entonces coali­ciones y contracoaliciones con otras minorías.

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Esta dinámica no se limita al ejercicio del poder en el sentido político estricto o coerciti­vo. C o m o han recalcado hasta los marxistas menos puros, en especial Gramsci38, esos pro­cesos no son herméticos, sino que incorporan muchos aspectos simbólicos relativamente au­tónomos y representan diferentes combinacio­nes de intereses «ideales» y «materiales». Esas medidas de control y los desacatos a ellas entre las minorías y estratos m á s amplios han confi­gurado las relaciones de clase y los modos de producción.

La institucionalización de esas visiones culturales mediante los procesos y mecanis­m o s sociales de control y su «reproducción» en el espacio y el tiempo genera necesariamen­te tensiones y conflictos, movimientos de pro­testa y procesos de cambio que brindan algu­nas oportunidades para reconstruir las propias premisas.

Así, en principio, los dos aspectos de la cultura de mantenimiento y transformación del orden no son sino las dos caras de una misma moneda. N o sólo no hay contradicción básica entre uno y otro, sino que son parte integrante de las dimensiones simbólicas de la construcción del orden social.

La capacidad de cambio y transformación no es accidental ni exterior al campo de la cultura, sino inherente al entrelazamiento bá­sico de la cultura y la estructura social c o m o elementos gemelos de la construcción del or­den social. Precisamente porque los c o m p o ­nentes simbólicos son inherentes a la construc­ción y al mantenimiento del orden social, llevan también en sí el germen de la transfor­mación social.

Es evidente que ese germen es c o m ú n a todas la sociedades. Sin embargo, las formas efectivas en que actúa, las consultas de situa­ciones liminales, de diferentes orientaciones y movimientos de protesta, de formas de c o m ­portamiento colectivo y su efecto en las socie­dades en que se dan, varían grandemente entre las sociedades y dan origen a dinámicas socia­les y culturales distintas.

Pero las creencias básicas de la religión no engendran «naturalmente» nuevos contextos de civilización y organización social, ya se tra­te de las civilizaciones axiales, las que introdu­jeron el capitalismo en Occidente, o de las grandes revoluciones. Su origen se encuentra m á s bien en una diversidad de tendencias eco­nómicas y políticas y de condiciones ecológi­cas, interrelacionadas todas ellas con premisas de civilización básicas y con instituciones con­cretas.

Muchos cambios históricos generales, so­bre todo la construcción de nuevos órdenes institucionales, se debieron probablemente a los factores que enumeran J .G. March y John Olsen (1984)39. Esos factores son la combina­ción de formas institucionales y normativas básicas, los procesos de aprendizaje y acomo­dación y los tipos de adopción de decisiones por los individuos en los foros correspondien­tes de acción como respuesta a una gran varie­dad de acontecimientos históricos.

C o m o ha señalado Said Arjomand, la cris­talización de cualquier modelo de cambio es resultado de la historia, la estructura y la cul­tura, con la acción del hombre c o m o agente que los reúne40. También es la acción del h o m ­bre, c o m o se manifiesta sobre todo en las acti­vidades de los empresarios institucionales y culturales, y su influencia en diferentes secto­res de la sociedad, lo que configura las forma­ciones institucionales. El potencial de cristali­zación de esas formaciones se debe a ciertas condiciones sociales generales, c o m o los gra­dos de diferenciación estructural o los tipos de economía política, pero se trata sólo de poten­ciales, cuya concreción se produce al interve­nir la acción humana.

Son las agrupaciones o configuraciones rea­les de estos factores las que constituyen los temas principales del análisis y el discurso his-tórico-sociológico comparado.

Traducido del inglés

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Notas

1. Eisenstadt, S . N . y Curelaru, The Form of Sociology: Paradigms and Crises, Nueva York, J. Wiley, 1976.

2. Giddens, A . «Functionalism -après la lutte?», en Studies in Social Political Theory, Londres, Hutchinson, 1979, págs. 96-129.

3. Lévi-Strauss, C . Antropología estructural, Barcelona, Paidós, 1987. ídem, El pensamiento salvaje, México, F C E , 1961. '

4. Véase Rossi, From the Sociology of Symbols to the Sociology of Signs: Towards a Dialectical Sociology, Nueva York, Columbia University Press, 1983.

5. Rosaldo, R . Culture and Truth, Boston, Beacon Press, 1989. ídem, «While Making Other Plans», en Southern California Law Review, 1985, 58:19-28.

6. Swidler, A . «Culture in Action: Symbols and Strategies», en American Sociological Review, 1986, 51:273-286.

7. Para más detalles consúltese Eisenstadt, S . N . «Macro-Sociology and Sociological Theory - Some N e w Directions» en Contemporary Sociology, septiembre de 1987, vol. 16, n u m . 2, págs. 602-609.

8. (6) Eisenstadt, S . N . , Revolutions and the Transformation of Societies, Free Press, Nueva York, 1978. Acerca de la imagen de la revolución en el pensamiento social moderno, se puede consultar: Lasky, M . , «The Birth of a Metaphor: O n the Origins of Utopia and Revolution», en Encounter, 34, n u m . 2 (1970), 35-45 y n u m . 3 (1970), 30-42. Idem, Utopia and Revolution (Chicago), University of Chicago Press, 1976: Marx, K . On Revolution, Ed. Padover, S .K .

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18. La literatura sobre las causas de las revoluciones es demasiado abundante para poder citarla aquí. Se puede tener una buena visión general en las lecturas indicadas en la nota 4 y en L . Stone, «Theories of Revolution», en World Politics, 18, n u m . 2 (1966): 159-176; Kramnick, L . , «Reflections on Revolution: Definition and Explanation in Recent Scholarship», en History and Theory, 11, n u m . 1 (1972):26-63; y K u m a r , K . , Introduction to K u m a r , Revolution, págs. 1-90.

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24. Véanse las referencias de la nota 16.

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Page 90: La Sociología Histórica

428 S.N. Eisenstadt

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Epílogo: la sociología histórica ¿regresa a la infancia? o «cuando la sociología claudica ante la historia»

Jean Leca

«El gran riesgo es que m u y pocos sociólo­gos acepten pasar de la simple recopilación de los estudios históricos ya publicados a un análisis sistemático de los propios mate­riales históricos; así es como los sociólogos consolidan los errores de los historiadores en los que se inspiran» (Tilly 1970, 466).

Érase una vez (en Europa occidental y cen­tral, hace mucho, mucho tiempo) una pequeña familia feliz, aunque sus miembros riñeran con bas­tante frecuencia, c o m o suele suceder en todas las familias. M a m á Durkheim había demostrado de una vez por todas que algunos procesos sociales específi­cos podían ser comprendi­dos sin necesidad de asig­nar al individuo un papel activo preponderante, con intenciones y objetivos, y considerarlo el creador de un orden social artificial, basado en las interacciones de los cálculos de utilidad, y sin que hubiera que recurrir tampoco a una teleología social, basada en una división de la historia universal en etapas o edades (como Augusto Comte). La pareja tradicional de libre albedrío y la provi­dencia, la libertad y la gracia, quedaría susti­tuida por procesos evolutivos de densificación social y moral, desarrollo de la división del trabajo, paso de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica, individualización, etc.. Papá Marx había demostrado, al mismo tiem­po, que era posible entender los procesos sepa­

rados analíticamente, «observables desde afuera», la historia en su integridad, como acumulación constante de esos procesos, que puede comprenderse y dominarse «desde den­tro»; si bien es cierto que «los hombres hacen la historia sin saber qué historia hacen», algu­nos pueden superar esta aporía: aunque los conceptos y teorías del hombre (histórico) es­tán, en principio, sujetos a los límites materia­les y morales que aprisionan su conocimiento

en la caverna, el individuo se encuentra (o puede po­nerse) en la situación (his­tórica) de tener una «vi­sión clara», no sólo de lo ocurrido en una etapa an­terior, sino también de la lógica que rige la etapa si­guiente. Las «fuerzas de producción», las «relacio­nes de producción», el «valor del trabajo», la «ex­plotación» y la «lucha de clases» permiten llegar al primer término de enten­dimiento, mientras que

«los modos de producción» y su sucesión, el «capitalismo», la «revolución» y la «dictadura del proletariado» conducen al segundo.

Desde su cómoda posición conceptual, los hombres de la sociedad burguesa (o, m á s bien, los que eran miembros de la familia) podían examinar los hechos sociales «como cosas», distinguir entre la descripción de las institu­ciones y el análisis de la función que cumplen e indicar, de este m o d o , que el sentido (para los actores) nunca coincide con la función (a ojos del observador). Ello permitía compren-

Jean Leca es profesor de ciencias polí­ticas en el Instituto de Estudios Políti­cos de París y primer vicepresidente de la Asociación Internacional de Cien­cias Políticas. Sus trabajos se centran en la teoría política y la política com­parada en relación con el m u n d o árabe, así c o m o los problemas de pluralismo cultural en Europa. Es autor de Traite de science politique (1985), «Nationali­té et citoyenneté dans l'Europe des im­migrations», en J. Costa-Lacoux y P. Well (ed.), Logiques d'Etat et immigra­tion (1992). Su dirección: Instituto de Estudios Políticos de Paris, 27 rue Saint-Guillaume, 75341 Paris Cedex 07, Francia.

R I C S 133/Septiembre 1992

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der los procesos religiosos y económicos, los comportamientos serenos o apasionados, los suicidios o los matrimonios. Luego podían despojarse de su filtro conceptual, situarse ellos mismos en perspectiva histórica y medir la historicidad de sus conceptos. Así podían evitar la objetividad y considerar a sí mismos c o m o construcciones sociales, sin caer por ello en el relativismo del conocimiento (propiciado por el historicismo y según el cual cualquier concepto, al ser producto de su contexto histó­rico, sólo puede validarse en relación con ese contexto), puesto que la propia historia podía aprehenderse de forma absoluta c o m o aplica­ción de leyes históricas (historicismo en el sen­tido de Karl Popper), perceptibles para quie­nes ocupaban un lugar concreto y desempeña­ban un papel práctico específico en su desarro­llo (la burguesía y sus intelectuales, y más tarde, el proletariado y sus intelectuales). U n hijo natural, llamado Karl Mannhe im, descon­tento con esta limitación que vinculaba el inte­lectual histórico a una clase social determina­da, había inventado «el intelectual sin amarras sociales», capaz de tomar la antorcha de la inteligencia histórica global sin necesidad de responder a la embarazosa pregunta de por qué y c ó m o los hombres históricos pueden, a la vez, tener el punto de vista correcto y justifi-ciar la posición histórica que les permite fun­dar el punto de vista correcto.

Los demás hijos, en su mayoría, no habían seguido el mismo camino y estaban agrupados en dos clanes. Unos , que habían ido a América en busca de fortuna, habían reducido la histo­ria a procesos, cada uno de los cuales admitía una explicación causal o funcional, c o m o dife­renciación, división del trabajo, adaptación, selección, que transformaba la sociología en una «ciencia natural intemporal de la socie­dad» (Tilly 1981, 38). Sobre esta base evalua­ban las sociedades históricas contemporáneas «descendiendo» hacia conceptos m á s próxi­m o s del análisis histórico, c o m o la «individua­lización» o la «secularización», y unían los dos tipos de conceptos mediante teorías de moder­nización y desarrollo político, a la vez que concedían gran importancia a la noción de exigencia funcional para explicar la aparición probable de instituciones y normas. Luego, satisfechos con esta visión que les permitía comprender lo que había producido su socie­dad contemporánea, se limitaron a estudiar el

presente, mostrándose cada vez menos dis­puestos a reconocer la importancia de la histo­ria, bien c o m o conjunto de influencias sobre los procesos sociales contemporáneos, o c o m o ámbito de estudio digno de atención sociológi­ca (Tilly, íbid). La clave de la articulación con la historia era, según Tilly, el concepto de evolución; el cotejo decisivo con los trabajos de los historiadores, m á s que verificar las hi­pótesis evolucionistas, permitía determinar re­gularidades y demostrar la aplicabilidad de los conceptos evolucionistas a casos interesantes. N o se estudiaban las hipótesis de evolución regresiva: el material histórico así utilizado servía para excluir la historia real (Tilly, 1970)1.

Los otros hijos, m á s fieles al padre, y con alguna inclinación por el tío M a x Weber, a quien los hijos legítimos llamaban el «Marx de la burguesía», trataban de explicar «nuestro orden social en transformación» {Studies of our changing social order, subtítulo del famoso libro de Reinhart Bendix, Bendix, 1964). Si­guiendo a Otto Hintze y Norbert Elias, anali­zaban conceptos c o m o Estado, civilidad, ciu­dadanía, nación y «nation building» marcados m á s claramente por la historia, es decir, m á s saturados por la autocomprensión de los pro­tagonistas y su forma de construir socialmente la realidad. Desde allí «ascendían» a concep­tos abstractos lo m á s alejados posible del sen­tido que los actores históricos le conferían en su vocabulario, por ejemplo, los tipos de ac­ciones, la oposición comunalización-sociación de Weber, la oposición de Elias entre «residen­tes» y «extraños» (insiders, outsiders). Así, eran conscientes de la imposibilidad de aislar con facilidad las variables, c o m o exige el m é ­todo causal (Bendix 1978, 15, citado por Pie­rre Birnbaum en este número) y de obtener de manera abstracta una explicación funcional basada en un postulado de «coherencia lógica» atribuida a las sociedades históricas reales (Bendix 1964, 15). N o es que se rechazaran en sí los métodos causales o funcionales, pero se recordaba que la inferencia causal, sin recono­cimiento preciso de los contextos, puede adop­tar un nivel de generalidad inadmisible y que el funcionalismo sólo puede ser una problemá­tica que, desde el principio, se centra en el interés del investigador por la interdependen­cia de los atributos en una estructura social determinada2. E n el mismo sentido, podemos

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Epilogo: la sociología histórica 431

El peso de la historia: D e s m o n d John Villiers Fitz-Gerald, 29.° Caballero de Glin, posa ante el castillo familiar de Glin, en las orillas del Shannon. La familia Fitz-Gerald se instaló en Irlanda en 1171, y vive en Glin desde hace Casi Ochocientos añOS. Shm Aarons/Imapress

observar la crítica de Popper quien, sin afir­mar la imposibilidad de conocer científica­mente totalidades históricas, señalaba por lo menos la fragilidad de las teorías aplicables a conjuntos que no podían identificarse verda­deramente, puesto que toda descripción es se­lectiva (Popper 1961, 23 y 77), había contri­buido a un distanciamiento más o menos discreto del padre Marx, sospechoso ahora de maltratar al mismo tiempo la historia real y a

los primos de América. El tío M a x Weber era m á s presentable; con todo, ni siquiera él podía satisfacer a los historiadores del singular en su estado puro, preconizadores de que «el docu­mento habla por sí mismo» (Elton 1967 y 1991).

D e estas dos ramas derivaban dos estrate­gias comparativas de investigación (Ragin, Za-ret, 1983); una partía de Durkheim, y tendía a precisar elementos regulares transhistóricos

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432 Jean Leca

vinculando variables abstractas, según una ló­gica de la continuidad realista (la causa y el efecto son entidades reales, con nexos perma­nentes y las variaciones en la causa singular producen siempre variaciones en el efecto sin­gular)3. La otra, de origen weberiano, tiende a formular modestas generalizaciones históricas habida cuenta de la diversidad de los casos concretos. Esta estrategia articula la investiga­ción de procesos de causalidad o correlación abstractos aislados de sus contextos históricos (por ejemplo, el debate y la crítica de M a x Weber de la teoría del resentimiento c o m o modelo para vincular las éticas religiosas a determinaciones de clase generales y abstrac­tas (Weber 1958, 270-276), a una lógica de la combinación y la discontinuidad (causas espe­cíficas se combinan para producir efectos es­pecíficos en una constelación histórica deter­minada). Sería demasiado largo detenerse en las versiones refinadas y críticas que han susci­tado estas dos estrategias de investigación. Es obvio que la sociología histórica se sitúa fir­memente en la segunda; la contribución de Charles Tilly es especialmente representtiva en este sentido. Tilly, siguiendo un modelo típico de Weber, articula propuestas m u y ge­nerales (uniformidades esperadas en «los enca­denamientos entre hechos, procesos y estruc­turas») sobre «sus conexiones contingentes a sus contextos». Observemos, de paso, la dis­creta lección que imparte no sólo a los sociólo­gos evolucionistas («la vida social no nos llega empaquetada en «sociedades» continuas»), sino también a los propios historiadores, pues los sociólogos no son los únicos en creer que estudian algo continuo denominado «socie­dad» o «Estado». Pueden distinguirse cuatro tipos de debates: los debates internos de cada una de las dos estrategias, los debates comunes a ambas, los debates que oponen cada una a críticas externas dirigidas a las dos (por ejem­plo, el debate entre la historia y la sociología histórica, el debate entre la sociología de Durkheim y el enfoque económico de la socie­dad) y por último, el debate entre las dos estrategias. Este número de la Revista Interna­cional de Ciencias Sociales está dedicado m á s bien al primer tipo de debates dentro de la sociología histórica, pero c o m o en una contro­versia concreta no siempre es fácil separar los cuatro tipos, conviene abordar brevemente de­terminados problemas de conjunto.

I

El debate m á s conocido se centra en la forma­ción de los conceptos. Desde hace m u c h o , Giovanni Sartori aparece c o m o el paladín de la lucha contra el «conceptual stretching» (Sar­tori 1970). La polisemia de términos c o m o constitución, pluralismo, movilización o ideo­logía lleva a quienes los utilizan sin precaucio­nes a enunciar conceptos contradictorios, es decir, que por abarcar caracteres tan incompa­tibles no permiten nunca una comparación generadora de experiencias demostrables, puesto que la palabra que supuestamente ex­presa el concepto carece de validez heurística (Sartori 1991). También Alexander Motyl ha procedido a un examen riguroso de los con­ceptos utilizados por Theda Skocpol, es decir, estructura, Estado, autonomía potencial, cri­sis, revolución (Motyl 1992). En esta avalan­cha de críticas, destaca la tendencia a absorber causas y efectos en el m i s m o concepto, con lo que éste se transforma en una explicación au-torreferente que hace la demostración irrefuta­ble. Skocpol, al incorporar en su definición la idea de que las revoluciones que debe explicar­se «están acompañadas y se materializan par­cialmente por rebeliones de clases procedentes de abajo» (Skocpol 1979, 4), impone su teoría desde la definición y transforma así una narra­ción en explicación. Su concepto, que toca tres campos semánticos {«Upheaval, change, tur­moil», levantamiento, cambio, agitación) le impide analizar sistemáticamente las relacio­nes entre esos tres términos. El modelo causa-efecto se convierte en el disfraz científico de una narración histórica particular. Tal vez po­dría sostenerse que, c o m o los conceptos deri­van solamente de una experiencia histórica concreta, una precisión excesiva ocultaría la ausencia de comprensión histórica (Goldstone 1991) y que, además, los acontecimientos his­tóricos complejos exigen un planteamiento ho-lístico que no distinga las causas de los efectos (Outhwaite 1983); con todo, en este caso Skoc­pol debería renunciar a su pretensión de for­mular causas históricas y estructurales de las revoluciones y determinarlas mediante com­paraciones en el espacio (cross space)4.

Puede observarse que el debate c o m ú n so­bre la precisión conceptual pone también de relieve la profunda diferencia entre las estrate­gias de investigación, pues si la crítica de Sar-

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Epilogo: la sociología histórica 433

tori a la primera estrategia es prácticamente irrebatible, la crítica de Motyl a la segunda sólo tiene sentido si renuncia a cualquier pre­tensión de explicación causal (e incluso fun­cional) y se vuelve a «conjuntos», «climas», «fenómeos globales» producidos por una m e -tahistoria que produce también al historiador (y que forma parte de una metasociología de la «gran transformación» de la realidad y del m o d o de percibirla), es decir, una revolución en el «discurso», en el sentido de la arqueolo­gía del saber (Foucault 1969) o en la «apercep­ción» en el sentido que le da D u m o n t (Du-mont 1977). Ahora bien, para que esta meta-historia sea válida, debe limitarse a una región homogénea, lo que excluye cualquier compara­ción transcultural. Es, al parecer, el enfoque de Badie en el presente número, que «pone en un aprieto» a Skocpol con una crítica simétrica a la de Motyl; si éste reprochaba la imprecisión de los conceptos, por ser ambiguos, vagos y autoexplicativos, Badie reprocha la excesiva precisión de algunos (por ejemplo, Estado, éli­te agraria), por estar impregnados de la histo­ria europea y haberse extendido arbitraria­mente a otras culturas. Las dos críticas no son incompatibles; según Motyl, para expicar es necesario elaborar conceptos que puedan abar­car los diferentes casos sin ofrecer una preex-plicación ni excluir la refutación; Motyl desea esta operación y acusa a Skopol de no haberla llevado a cabo, mientras que Badie la conside­ra imposible y acusa a Skocpol de haber pre­tendido efectuarla, al tiempo que recomienda reducir la función de la sociología histórica y asignarle solamente un objetivo descriptivo por la yuxtaposición de sistemas de significa­ción diferentes.

II

Cabe preguntarse si la operación deseada por Motyl es realmente incompatible con la socio­logía histórica, y si ésta debe limitarse a mos ­trar la pluralidad de las historias y la forma de distinguirlas, e indicar precisamente por qué no son réductibles a las mismas variables ex­plicativas. Charles Tilly lo niega y señala, a mi juicio acertadamente, que la posición de Badie deriva directamente de la presunción de que las unidades sujetas a comparación son las culturas, más que los procesos, los hechos o las

estructuras. Queda entonces por determinar c ó m o pueden compararse unidades con lími­tes tan vagos, y sobre todo, cuya característica esencial es que tienen en sí mismas las condi­ciones de validez para su autocomprensión (como lo demuestra la identificación perma­nente que realiza Badie entre «duración» y «concepto de la duración», entre «tiempo» y «representación del tiempo» o «historia». La maldición de Wittgenstein, «mi lengua tiene los límites de mi m u n d o » , se abate nuevamen­te con todo su peso, para gran alegría de los relativistas, los desconstruccionistas y otros subjetivistas preconizadores de que el discurso de la ciencia social sólo es una narración de un orden similar al del discurso histórico que, a su vez, se aproxima al del discurso novelesco. Al fin y al cabo, puede ser, siempre que en ese caso se añade que, incluso «la yuxtaposición de sistemas de significación diferentes» resulta imposible, pues la propia diferencia supone que exista una norma de comparación posi­ble5.

A continuación recapitulamos las respuestas habituales que puede oponerse a esta nueva ofensiva del romanticismo de la autenticidad:

1. Las culturas no son estancas y Badie es el primero en reconocerlo cuando critica la no­ción de «trayectoria» que presupondría que «el desarrollo o la transformación de las socie­dades sólo puede explicarse recurriendo a su propio pasado»; aún así, ¿por qué debería in­terpretarse sólo de esta manera? La noción de «estrategias individuales» con la que Badie propone sustituir la de las «trayectorias colec­tivas» (propuesta juiciosa, a condición de que no remita todo a la interacción de estrategias individuales) presupone, al menos, rechazar la tesis de que en algunas culturas la noción de estrategia no tiene ningún sentido y, por el contrario, afirmar que, para comprender m e ­jor los tipos de racionalidad y las estrategias, las culturas deben aprehenderse y objetivarse con independencia de lo que digan sus m i e m ­bros.

2. Así pues, para analizar las condiciones de la producción de las representaciones sin reducirse a un idealismo autorreferente, no se puede hacer caso omiso de las condiciones en que se producen las relaciones materiales entre los que producen o comparten las representa­ciones.

3. La prisión de la historia impide tener

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una visión más sobria de las comparaciones en el tiempo, combinadas con comparaciones en el espacio, que a su vez sirven para controlar­las. Tal vez convendría sustituir la noción de historia por la de tiempo en la vida social; es cierto que en tal caso la historia perdería su potencial imaginario y quedaría reducida a una simple «dimensión temporal», a lo largo de la cual se trataría de observar la variedad de propiedades de unidades (poblaciones, gru­pos, instituciones), observadas en diferentes puntos de una secuencia temporal. Con todo, lo que se perdería con la desaparición de las oposiciones canónicas historia individuante/ ciencia social generalizante, interpretación/ explicación, podría recuperarse combinando la comparación en el tiempo con la compara­ción en el espacio (Bartolini 1991). Tilly aña­diría seguramente que conviene, sin embargo, tener cuidado con la comparación en el espa­cio cuando se presume que las unidades selec­cionadas para recopilar datos significan lo mismo en cualquier contexto; el número de «leyes» promulgadas por un «parlamento», el número de «partidos», incluso el número de «asesinatos» pueden utilizarse prácticamente para cualquier cosa (Tilly 1975 y 1984), lo que demostraría, según Badie, la vanidad de cierta sociología histórica prisionera del sentido atri­buido a los conceptos y las variables por un universo occidental etnocentrista y con pre­tensiones de dominación; el problema es que su posición, al menos a mi entender, no ofrece tampoco ninguna garantía contra el etnocen-trismo.

4. En efecto, cabe preguntarse de qué m a ­nera los principios de Badie contribuirían a obtener las «analogías profundas» que son el fundamento de la sociología histórica (Stinch-combe 1978; Tilly 1981). La «analogía profun­da» es una analogía entre situaciones tomadas de diferentes contextos que, puestas en rela­ción, permiten dilucidar mejor los mecanis­m o s de probabilidad de que, en presencia de determinados «factores», se produzcan otros factores determinados, sin que por ello las se­cuencias históricas globales o los aconteci­mientos complejos se parezcan nunca, ya que las historias singulares resultan de la combina­ción de procesos que pueden estudiarse sepa­radamente c o m o sustancialmente análogos, aunque la combinación de esos procesos no lo sea plenamente jamás6. Tilly alude a estas ana­

logías en su artículo, señalando la regularidad de los encadenamientos entre segregación y solidaridad política, monopolio y prosperidad; son las mismas analogías que utilizan tanto Pierre Birnbaum, en su artículo, c o m o Ernest Gellner, a quien critica, en su esfuerzo por establecer un nexo entre los nacionalismos y los Estados; son también las que están presen­tes en la posición de Philip McMichael, cuan­do enuncia sus «comparaciones incorporadas» en su forma sincrónica o diacrónica. Por otra parte, si se reflexiona al respecto, las ciencias sociales, ya sea dentro o al margen de la socio­logía histórica, sólo pueden funcionar de esta manera, cuando tratan de elaborar un concep­to (como lo hizo Peter Worsley con el concep­to de populismo, Worsley 1969) o de descubrir la lógica de procesos abstractos (Olson 1965, Hirschman 1971, Riker 1986).

Ill

Los únicos problemas que se plantean -aun­que, desde luego, sean considerables- son los de la justificación argumentada de estas analo­gías y de la teoría sociológica o económica en que se fundan, y de ahí la discusión entre Tilly y Hechter sobre las ventajas respectivas de la elección racional y la teoría de los juegos, fren­te a las teorías funcionales o estructúrales-causales; en este caso, el peligro de caer en el etnocentrismo, o de añadir artificialmente un sentido, sigue siendo grande, aunque ya no haya investigadores serios que defiendan una teoría evolucionista global en la que las socie­dades occidentales modernas y «posmoder-nas» constituirían una meta provisionalmente definitiva c o m o sociedades modernas y d e m o ­cráticas7. La sociología histórica, sin embargo, cuenta con medios para controlar mejor las consecuencias de estos intentos de generaliza­ción, o al menos de tener cuidado para no caer en sus trampas, mientras que numerosos histo­riadores no consiguen salir nunca del marco impuesto por sus conceptos o sus teorías, jus­tamente porque no los ven c o m o lo que son, sino c o m o la única presentación adecuada de lo que los documentos les dicen: «La historia propone conceptos que son sólo imágenes, pero de los que la ciencia política no puede prescindió), dice G u y Hermet al confesar, de m o d o subjetivo pero con matices, su interés

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por esa búsqueda obstinada de la historia. La historia, desde luego (se trata al fin y al cabo de la vida social en el tiempo), pero tal vez no los historiadores, y que no son ellos quienes han inventado muchos conceptos que utilizan a veces, c o m o por ejemplo el de patrimonialis-m o y además, precisamente cuando la sociolo­gía histórica vuelve a poner en tela de juicio un concepto polisémico del Estado (punto éste que G u y Hermet, probablemente obnubilado por Skocpol, minimiza, en tanto que para Tilly es el centro de su texto), afirman que «el Esta­do» es la única unidad de análisis central que permita redactar un manual que abarque va­rios siglos de una «sociedad» determinada (El­ton 1991)8. Es lícito considerar que el «Esta­do» no es tanto una unidad como un conjunto de lugares de análisis, con tal de que no salga de allí solapadamente un concepto de Estado que falsee la comparación en vez de aclararla. Es lícito considerar que el «Estado» no es tan­to una unidad como un conjunto de lugares de análisis, con tal de que no salga de allí solapa­damente un concepto de Estado que falsee la comparación en vez de aclararla9.

Si tuviera que presentar aquí una conclu­sión provisional, diría que la sociología histó­rica, en su proyecto inicial, sigue siendo im­prescindible no sólo si queremos hacer una ciencia social mejor, sino también si queremos hacer una historia mejor; no se trata de some­ter ésta a lo que Philip Abrams llamó el «feti­chismo ahistórico de la teoría c o m o sabere, sino de proporcionar a los historiadores que han emprendido una labor de narración(es) singular(es) medios de defenderse contra «el fetichismo antiteórico de la historia como prueba» (Abrams 1982, 333). N o sólo no hay que decir que la sociología no es m á s que un conjunto de modelos sin concepción de la his­toria, o que la historia no es m á s que una sociología frustrada (Tilly 1981, 214, cita estas fórmulas para criticarlas); es menester ahora desentrañar los presupuestos históricos ocul­tos en la sociología (esa teoría de la historia escondida en la raíz misma de la sociología, de la que hablaba Tilly hace más de diez años) y descubrir además los supuestos sociológicos ocultos en los trabajos históricos. N o pretendo que haya actualmente una concepción única de la historia (ya sea c o m o concepto global del m u n d o , disciplina profesional instituida o téc­nica de tratamiento de materiales) entre los

sociólogos (o entre los historiadores), c o m o no hay tampoco una única concepción de las ciencias sociales entre los historiadores. Razón de m á s para emprender la realización de esta doble tarea de la sociología histórica, tanto en el plano epistemológico (crítica de los concep­tos, las teorías y los métodos), c o m o en el plano de las investigaciones empíricas. N o es­toy m u y seguro de que, entendido c o m o pro­yecto positivo, el proyecto de Philips Abrams, que quiere llegar a la «fusión de la historia y la sociología en un discurso único» (Lloyd, 1986, 311), sea realmente factible; y no hay que olvi­dar, además, que las delimitaciones o las fusio­nes entre disciplinas se efectúan de todas for­m a s con arreglo a procesos que sus protagonis­tas distan de dominar, puesto que éstos no controlan sus contextos sociales (asignación de recursos por los mercados o las burocracias, intereses y demanda expresados por públicos distintos), ni tienen la clave del resultado final. Lo que sí sigue siendo, sin embargo, una exi­gencia de actualidad, es el control cruzado de sus planteamientos (prefiero este término «neutro» al de «discurso», que supone a mi entender demasiadas cosas). Y así podrá la sociología histórica no darse por aludida ante la pregunta abrumadora de Peter Laslett: « ¿ C ó m o es posible que en el campo de la sociología histórica intentemos tan a menudo echar a correr antes de saber andar?»10.

IV

Tal vez convenga decir unas palabras, c o m o conclusión, sobre el debate Hechter-Tilly. Los argumentos han quedado claramente expues­tos por ambas partes y nos hacen pensar de algún m o d o en el debate de hace diez años (en Political Theory 1982) entre dos «marxistas analíticos», partidario uno del individualismo metodológico (Jon Elster), funcionalista el otro (G. Cohen), con intervenciones de J. Roe-mer y Ph. Van Parijs y el arbitraje un tanto distanciado de Anthony Giddens (sólo este úl­timo ha sido mencionado en el debate actual, con lo cual mi comparación podrá parecer no del todo pertinente). Aunque estas dos postu­ras sean bastante moderadas en su forma, y hasta conciliadoras (puesto que ninguna de ellas excluye totalmente a la otra), no por ello dejan de oponerse netamente. Los dos prota-

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gonistas se enfrentan con los dos problemas que tan bien conoce el sociólogo que estudia el cambio social: i) ¿cómo discernir, en las inte­racciones interindividuales de cada día (en las que se expresan los cálculos cruzados, las «ju­gadas» y los «juegos») y en las experiencias subjetivas (en las que se originan los motivos, las intenciones y las satisfacciones), los efectos de las macrotransformaciones de los ámbitos técnicos, jurídicos y económicos?, y ii) ¿cómo crear modelos aceptables para explicar o expo­ner c ó m o contribuye la composición de accio­nes individuales a la producción de las macro­transformaciones? A m b o s problemas, y su co­nexión, que siempre se intentó establecer sin obtener nunca un éxito completo, nos remiten a la célebre dualidad del m u n d o social, que obliga a sus miembros y hace de ellos sus «criaturas», pero es al mismo tiempo el pro­ducto de las acciones de los hombres, «creado­res» de ese m u n d o . Así pues, la «sociedad» del sociólogo viene «dada» y objetivada como tal, y es «construida», al mismo tiempo, sin que ellos mismos sepan, por individuos que inten­tan alcanzar sus objetivos propios y [tratan de] «hacer lo que quieren», sin que puedan estar nunca seguros, sin embargo de que «quieren lo qu quieren», puesto que están ellos mismos «socialmente construidos». Hechter busca la solución intentado hacer del individuo la uni­dad elemental de análisis, mientras que Tilly prefiere la interacción social (de la que la inte­racción estratégica constituye únicamente un caso particular), con lo cual logra sustraerse a la dicotomía individuo-sociedad y al dilema individualismo radical-determinismo social. Tal vez hubiéramos deseado que elaborara algo más su posición, y podemos también so­ñar con lo que podrían ser los resultados de un debate imaginario (aunque tal vez no sea tan imaginario) entre sociólogos que, por lo gene­ral, no se han interesado por la sociología his­tórica, como por ejemplo J. Coleman y P . Bourdieu. El «political scientist» va a ser aquí modesto, contentándose con tres observacio­nes «minimalistas».

1. Puesto que las ciencias sociales, por ser ciencias de la cultura, no pueden limitarse al estudio de la physis, por fuerza han de tener en cuenta los distintos modos que tienen los hombres de dar sentido, de orientar sus con­ductas y explicárselas. C o m o las sociedades nunca hablan, ni por lo demás actúan, tendre­

m o s que pasar necesariamente si queremos observarlas, por la mediación de los indivi­duos que hacen que «hable» y «actúe». Esto tiene una ventaja considerable, la de permitir­nos comprobar los límites de la validez de representaciones, demasiado fáciles, de socie­dades completamente comunitarias o comple­tamente individualizadas, completamente es­tructuradas o completamente «desestructura­das» («desarraigo», cuántos crímenes se han cometido en tu nombre... tanto, al menos, c o m o en nombre de las «sociedades sin histo­ria»). Hay, desde luego, estadísticas, c o m o hay mitos, pero lo que registran las estadísticas, producidas por los hombres, es el producto de acciones y comportamientos de individuos; y éstos pueden no ser -por lo general, no lo son-conscientes de los efectos de la agregación y composición de sus actos, como tampoco les preocupa conseguir una explicación científica de las causas de sus motivos e intenciones, ni de las funciones que cumplen sus prácticas. Esto no debe hacernos olvidar, empero, que lo que se agrupa en las ciencias sociales son ante todo individuos, sus productos o las conse­cuencias en ellos de fuerzas que les dominan, por ejemplo las catástrofes naturales, y ello aunque lo que estemos contando sean flujos financieros o los avances de una epidemia. Asimismo, los mitos han sido producidos para individuos concretos (dejamos aquí de lado la cuestión metafísica de saber si han sido produ­cidos por ellos), han sido transmitidos por ellos, los han informado y han sido deforma­dos a su vez por ellos. Por consiguiente, los textos, como las estadísticas, deben remitirse a las prácticas de los individuos. «La tarea del exegeta, por efecto que éste sea, no ha de confundirse con la del sociólogo», afirma m u y atinadamente Hermet. N o quiere esto decir, sin embargo, que el investigador tenga derecho a dar cualquier sentido a los textos y a las prácticas con arreglo a su propia subjetividad, c o m o quisiera hacérnoslo creer la m o d a des-construccionista.

2. Ningún «social scientist», c o m o indivi­duo de carne y hueso, estará dispuesto a admi­tir que no existe c o m o individuo autónomo capaz de efectuar elecciones y de [intentar] justificarlas racionalmente, es decir, explicar­las. Esto supone que, para él mismo, y aunque i) la estructura de sus elecciones sea explicable «desde fuera» y ii) la gama disponible de éstas

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no sea ilimitada, iii) puede, sin embargo, al menos en determinadas situaciones, decidir; por consiguiente, iv) todos los individuos que pertenecen a su clase y que se encuentran en la misma clase de situación no van a efectuar la misma elección. Lo demás es ya asunto de probabilidad estadística y de «probabilidades» de que en determinada situación, y ante deter­minadas «reglas del juego», un individuo de­terminado, localizado socialmente y dotado de un determinado tipo de capital, se conducirá probablemente de un m o d o determinado; la sociología de los «social scientist» no es m á s difícil (ni más fácil) de hacer que la de los militares de carrera o la de los pequeños co­merciantes, pero el «social scientist» considera sin embargo que no por ello es menos autóno­m o en su condición de hombre concreto que formula opciones, cualidad que tendrá tal vez tendencia a negar al militar o al comerciante. Esto le pone sin embargo en una situación un tanto embarazosa, que nos recuerda la entrete­nida paradoja del cretense.

El objeto de su investigación está constitui­do, en efecto, por seres humanos o grupos humanos concretos que no tienen ni su forma­ción, ni tal vez, sus capacidades intelectuales, ni su vocación, ni su condición de clase, ni su cultura cuando trabaja sobre «sociedades dife­rentes», pero que son, en lo esencial, tan hu­manos como él. A partir de aquí, y a menos que se imagine que está solo (con su grupo) en una condición que le permite sustraerse a la combinación de necesidad y de caracteríticas sociales que es propia de todos los hombres en sociedad (se trataría en este caso del intelec­tual fabuloso de que hablaba M a n n h e i m ) " , se encontrará ante... la siguiente alternativa: sea declarar que los demás no son individuos au­tónomos de derecho, que sólo él lo es por elección, como un héroe, un filósofo-rey o un intelectual marxista con la visión clara («un cretense m e ha dicho que todos los cretenses menos él mentían»), sea renunciar a su auto­nomía y a su facultad de decidir y admitir que está enteramente determinado por estructuras; pero, en este último caso, pierde toda legitimi­dad para decir algo desde el punto de vista de la ciencia social, puesto que, por confesión propia, sus enunciados no pertenecen a una clase distinta de la racionalización (o los deli­rios) de los hombres corrientes («un cretense m e ha dicho que todos los cretenses m e n ­

tían»). C o m o ambas posiciones son insosteni­bles, forzoso es admitir la posibilidad de cons­truir una ciencia social a partir de unidades de observación y análisis entendidas c o m o indi­viduos capaces de manifestar su autonomía, es decir, de innovar y elegir, sometidos a diversas limitaciones y en situaciones de mayor o m e ­nor incertidumbre; éste es, precisamente, el punto de vista del individualismo metodológi­co.

3. La política, c o m o actividad concreta, supone con frecuencia, si no siempre, una op­ción entre distintas orientaciones de la acción [consideradas] posibles. Si todo, en cada m o ­mento, está determinado por estructuras que sólo permiten una orientación, la política se convierte en pura ilusión, campo de (peque­ñas) anécdotas, indigna de estudio científico. Si no hay opciones, no hay estrategias, todo depende entonces de las «grandes estructuras» y si se habla todavía de «estrategias», se trata sólo de una metáfora destinada a expresar res­puestas a exigencias funcionales12. A d a m Prze-worski explica así el enfoque escogido para los volúmenes de 1986 sobre la transición hacia la democracia (O'Donell, Schmitter et al. 1986), enfoque que daba especial importancia a las estrategias de los distintos actores y veía en el resultado al que se llegaba la consecuencia de esas estrategias: «tal vez el motivo de la elec­ción de este enfoque haya sido el que muchos de los que participaron en el proyecto partici­paban en las luchas en pro de la democracia y necesitaban comprender las consecuencias de la opción entre distintas acciones posibles» (Przeworski 1991, 97). La perspectiva de la macrosociología histórica era, sencillamente, demasiado determinista c o m o para permitir orientar las actividades de actores políticos, que no podían renunciar a la idea de que el éxito de la democratización podía depender de sus estrategias y de las de sus enemigos, sin haber estado determinado inexorablemente por las condiciones pasadas. «El resultado fue un enfoque microsociológico intuitivo traduci­do en un lenguaje macrosociológico» {ídem 96-97). Przeworski llega a la conclusión de que el análisis de las transiciones supone que se tenga en cuenta «de donde se viene», «a dónde se va» (ya que, en cada momento , los objetivos dependen tanto de lo que es pensable en el universo de los repertorios institucionales dis­ponibles como de las estructuras y las situacio-

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nés que forman aquello «de donde se viene») y, por último, los cálculos que intervienen en los procesos que vinculan el lugar de donde se viene al lugar a donde se va. Para no caer en las trampas del «sentido lineal obligatorio» (un punto de partida, una intención, un punto de llegada), basta con tener siempre presente que no hay nunca una historia natural de los procesos sociales, no sólo porque los hombres [inter] actúan, sino también porque no son sujetos lúcidos con una visión perfectamente clara de un entorno social que podría conside­rarse como algo situado fuera de ellos (tal vez sea eso lo que quiere decir Tilly, cuando toma la interacción c o m o unidad de análisis y es, sin

duda, lo que quiere decir Przeworski cuando observa que el conocimiento de que disponen los protagonistas es siempre únicamente «lo­cal») y en el que no habría nunca combinacio­nes entre toda una variedad de procesos.

H e aquí, a mi entender, un programa de sociología histórica bastante satisfactorio, pero con tal de que ésta no abandone la parti­da y caiga en la tentación de la especificidad, con tal de que se libere del complejo del «his­toriador reprimido» (Guy Hermet) y no deje a los historiadores el uso exclusivo del material histórico primario (Tilly 1970, frase citada c o m o epígrafe).

Traducido del francés

Notas

1. Por consiguiente, no es causal que un libro de texto que ejerció gran influencia durante tanto tiempo situara también este primer clan dentro de la «sociología histórica» (Bottomore 1972, 52 y siguientes), en la que distinguía a los evolucionistas y weberianos, opuestos a los funcionalistas (durkhimenianos), los formalistas (Simmel) y los estructuralistas (Levi Strauss). La diferencia con mi exposición radica en que Bottomore procuraba distinguir métodos y no paradigmas sociológicos (tema de otro capítulo), por lo que en la sociología histórica percibía, antes que nada, los métodos sociológicos para abordar el pasado («la sociología histórica necesita siempre datos que sólo los historiadores pueden facilitar» (íbid., 76). Tilly, por el contrario, estima que la sociología histórica es un paradigma que se aplica también al presente y que la otra sociología (¿ahistórica?) es otro paradigma, que se aplica también al pasado. Lo que sucede es que ésta última se considera m á s eficaz para el presente, pues el pasado aparece en ella c o m o una

cuestión resuelta, que sirve de poco para comprender el presente desde el punto de vista sociológico, económico o psicológico y vehiculiza problemas derivados de distancia cultural y de interpretación que milagrosamente no afectan al presente, en el que naturalmente nos encontramos...

2. En este aspecto se aconseja una nueva lectura íntegra de la excelente introducción de Reinhard Bendix a Nation-Building and Citizenship, punto de partida indispensable para las reflexiones epistemológicas y metodológicas de la sociedad histórica (Bendix 1964, 1-29).

3. Neil Smelser es quien, a m i juicio, ha expuesto de forma m á s articulada esta matriz (Smelser 1976, 152-154). C o n anterioridad, este autor había tratado detalladamente las relaciones entre un modelo causal del cambio social y los procesos históricos reales (Smelser 1967 y 1968). Puede consultarse un análisis reciente y excelente de la

percepción del tiempo en una matriz «durkheimiana» en Bartlini, 1990.

4. Ésta es, a mi juicio, la posición de Roger Chartier que, en su libro m u y moderado (no se cita ni una sola vez a Skocpol ni a ningún otro sociólogo histórico, y sólo se hace referencia a N . Elias y R . Hoggart) no habla en absoluto de causas sino, por ejemplo, de «vínculos que no son directos ni indispensables» entre los procesos materiales y las imágenes y representaciones (Chartier 1991, 104) o de «determinación» de la conciencia mediante una práctica, aunque inmediatamente señala que «detrás de los gestos unánimes aparecen contrastes profundos en la relación con la Iglesia c o m o institución» (ídem, 120). E n una situación de «multicolinearidad histórica» (Bartolini 1990, 560) caracterizada por series temporales asociadas estrechamente entre sí, no es posible aislar variables dependientes e independientes y, desde el m o m e n t o en que se descarta una comparación

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sincrónica en el espacio con otras unidades (que pueden ser macrounidades determinadas por la historia, por ejemplo, Gran Bretaña, o unidades construidas y tomadas de macrounidades, como la condición de los intelectuales, la urbanización, etc..) es normal que, dentro de una unidad singular determinada, un fenómeno de desarrollo general sólo pueda explicarse adecuadamente en términos causales por otros fenómenos de desarrollo general (ídem 562). Por consiguiente, debe impugnarse cualquier relación de causa a efecto entre la Ilustración y la Revolución, en beneficio de «la idea de una dependencia c o m ú n de un fenómeno histórico más vasto, más completo que el suyo propio» (ídem 238, citando a Dupront 1964, 21). Este fenómeno es, para gran sorpresa, «la aparición de una sociedad moderna, es decir, una sociedad sin pasado ni tradición, una sociedad del presente y totalmente orientada hacia el futuro». El estereotipo m á s socorrido de la teoría sociológica, el paso de la tradición a la modernidad es, por consiguiente, la ultima ratio de la historia intelectual. Es la gran revancha para Durkheim, Marion Levy y Talcott Parsons; la generalización sociológica, en lugar de verificarse, se utiliza simplemente c o m o generalización histórica intuitiva aplicada a una sola unidad; al negarse a explicar, se termina explicando demasiado por medio de interpretaciones abusivas.

5. C o m o lo demuestra la posición de un sociólogo histórico, hace más de veinticinco años que, a primera vista, parece un «anticipo» de las críticas de Badie (Eberhard 1968, 16-28): los dos rechazan la idea universal de Estado y de sistema social, los dos critican igualmente la utilización descontrolada del concepto de «sociedad tradicional», en el que todo tiene cabida y del vocabulario de la estratificación social y política

(«no tiene ningún sentido considerar a los granjeros del H o - n a n y a los campesinos del Kan-su como partes de un «sistema social» chino y c o m o miembros de «la clase inferioo> o c o m o «conciudadanos»), y ambos manifiestan el m i s m o recelo hacia las comparaciones sin fundamento serio («por lo menos un "sociólogo histórico" se siente incómodo ante estudios en los que, por ejemplo, se compara el movimiento obrero del Japón del decenio de 1960 con el movimiento obrero de Inglaterra del decenio de 1860, sobre todo si estos estudios llevan a generalizaciones y nuevas teorías. Si la comparación entre las dos series de acontecimientos sólo tiene como objeto situarlos en clases o tipos de secuencias de acontecimientos, no hay ninguna objeción, pero en cuanto los procesos se comparan para descubrir formas generales de comportamientos o actitudes, el asunto cobra gravedad» Eberhard 1968, 25). C o n todo, del contexto surge claramente que Eberhard no se opone a la idea de comparar procesos específicos, o incluso grupos, en el tiempo («cuando los sociólogos recurren a la comparación tienden a reproducir los errores de Levy-Bruhl, es decir, comparan las minorías cultivadas de la sociedad occidental moderna con las clases inferiores de la sociedad tradicional. Si comparasen las clases inferiores en ambos casos, sus resultados serían realmente sorprendentes», íbim 28). Por consiguiente, es necesario que exista siempre una posibilidad de comparación para objetivos determinados, lo que conlleva un «universalismo mínimo» (que tanto molesta a Badie; véase también Badie 1989), pues en sentido estricto lo que es interpretable sólo en sus propios términos es en realidad incomparable.

6. En este número, S . N . Eisenstadt adopta, a mi juicio, una posición en algunos aspectos m á s radical y en otros menos. Por

un lado establece una categoría única de «grandes revoluciones» c o m o tipos de acontecimientos globales, que supera la noción de analogía profunda. Por otro, al mencionar (en la sección X V ) los factores de cambio en las organizaciones enunciadas por March y Olsen, se queda corto, por cuanto esos factores sumamente generales (formas institucionales y normativas; procesos de aprendizaje, diferentes tipos de adopción de decisión) son sólo los ingredientes básicos para construir las situaciones que pueden ser objeto de analogías.

7. La sección X V del artículo de S . N . Einsenstadt es interesante al respecto: este autor, al que Tilly llamaba hace veintidós años (por lo demás, con respeto) neoevolucionista, comparándole en este sentido con Parsons y al que reprochaba que viera en las revoluciones (o en las involuciones) casos de adaptación fracasada (Tilly 1970, 450 y 452-453), nos dice hoy en día, hablando de los otros procesos de cambio en Japón, India, Asia meridional o América Latina: « N o se trata simplemente de supuestas revoluciones que han fallado. N o han de ser medidas con el mismo rasero que las revoluciones; nos remiten a otras pautas de cambio, de transformación de las sociedades, tan legítimas y significativas c o m o ellas, y que han de ser analizadas por derecho propio». Ahora bien, ni siquiera es menester expresar, c o m o G u y Hermet, dudas sobre el sentido ambiguo del adjetivo «legítimo» desde el punto de vista de las exigencias de la filosofía normativa (lo que puede llevar a justificar cualquier tipo de régimen, oponiéndose así al sentido común de los que están sometidos a su poder), para preguntarnos si no se corre entonces el riesgo de volver a caer en la «revisión a la baja de la sociología histórica» deseada (a m i entender, equivocadamente) por Badie, o sea en la

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yuxtaposición de sistemas de significaciones distintos. En este caso, la referencia a los procesos globales que hacen Tilly y sobre todo McMichael, no sólo no constituye una evasión ilusoria hacia unidades de imposible manejo, sino que puede resultar un antídoto útil contra la ponzoña de la especificidad.

8. Bien es verdad que el ilustre historiador de Cambridge tal vez no sea totalmente representativo cuando afirma que el trabajo del historiador consiste en «decir a las ciencias sociales que cierren la boca». Convencido por su parte de que los historiadores incorporan también teorías sociales a sus obras, su compatriota de Princeton sigue mirando, sin embargo, con cierta desconfianza las nociones teóricas de aplicación universal, sin referencia al tiempo y al espacio (Stone 1976), y ha seguido interesándose por una historia narrativa e interpretativa de lo singular (ídem 1976 y 1979). Sin embargo, está de acuerdo con Elton, cuando éste manifiesta su interés por «el Estado c o m o la única característica central... Ni la historia social o económica, ni la historia cultural nos convendrán en este caso» (Times Literary Supplement, 31 de enero de 1992, 3). Este tipo de afirmación es grato al oído del «.political scientist», pero no por ello lo dispensa de examinar con cuidado ese nuevo remedio milagroso: el «Estado» tiene desde luego un carácter más histórico que «la lucha de clases» o la «diferenciación», pero puede llevar a la misma generalidad abstracta.

9. La construcción histórica del concepto de Estado por la sociología histórica (Badie, Birnbaum 1979, Kazancigil 1985) o por la historia intelectual (Skinner 1988) representa indiscutiblemente un punto de partida, con tal de que no se convierta en la única unidad observada (como lo señala aquí Tilly) y que no se excluya lo que no ha sido absorbido por esa forma (véase, al respecto, Bayart 1989).

10. Times Literary Supplement, 28 de febrero, 1992. 15. Lo que sigue es realmente feroz («¿No se tratará simplemente de que nuestros productos, convenientemente aderezados, se introducen m u y fácilmente en los salones del mundo?») y tanto el contexto como el libro criticado (la lujosa edición del último volumen de la Histoire de la vie privée, en su traducción inglesa) muestra que el blanco de la crítica es aquí una «historia social» desprovista de las precauciones de la sociología histórica.

11. Bien es verdad que algunos objetarán que la falta de autonomía del militar o del comerciante es, no ya la de un hombre de carne y hueso, sino la de un miembro del m u n d o social objetivado por el sociólogo, mientras que la autonomía del sociólogo como individuo es la de un miembro del « m u n d o de la vida». C o m o cada uno de ellos es miembro de ambos mundos , el equilibrio se restablece y no es preciso recurrir a la idea del intelectual sin vínculos sociales para afirmar a un tiempo la posibilidad de objetivación y la

experiencia preintelectual de la posibilidad de elección. Buen resultado, pero ahora hay que tender un puente entre la experiencia del m u n d o de la vida y la construcción de las reglas que rigen la comprensión y la explicación del m u n d o objetivado; es éste precisamente el objeto del debate sobre los paradigmas, las teorías y las unidades de análisis.

12. Hay que señalar que la concepción de las elecciones racionales puede llevar al m i s m o resultado: basta con afirmar que un proceso (la guerra y la lucha por el territorio, la comercialización de la agricultura, la lucha por la distribución del excedente, etc..) determina todos los demás, que en ese proceso hay una conducta racional posible y sólo una y que el producto de la multiplicación de esa conducta por otras idénticas dará un resultado y sólo uno. N o pretendo que esa idea sea absurda (de hecho, es la que se suele aceptar con m á s frecuencia porque satisface nuestra experiencia de «sentido común», que nos dice que sólo ha habido una historia), y sé que algunos la utilizan a veces con éxito, en particular los críticos del «rational choice», que utilizan su lenguaje c o m o el señor Jourdain hablaba en prosa sin saberlo, que es lo que Hechter recuerda un tanto maliciosamente a Tilly. M e limito a afirmar que es tan determinista c o m o el planteamiento «sociologista» y «funcionalista», puesto que supone resuelto ya de antemano (y tanto más fácilmente cuanto que se ocupa de cosas del pasado) el problema de los efectos emergentes.

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La sociedad civil internacional: las organizaciones internacionales no gubernamentales en el sistema internacional

Paul Ghils

Introducción

U n a de las consecuencias de la aparición, en las ciencias humanas, de las nociones de c o m ­plejidad e interacción entre los fenómenos ha sido el interés cada vez mayor que suscitan hoy en día en el campo de los estudios de política internacional, como unidades de aná­lisis, los actores que no son Estados u organi­zaciones intergubernamentales.

El retorno a la geopolí­tica mostró ya el interés de los investigadores por una distribución de los factores y los actores que rebasara el marco tradicional de los Estados soberanos territo­riales, y permitió esbozar la imagen de un m u n d o multipolar, en cuya super­ficie coinciden parcial­mente diversas «cuencas de captación», constitui­das por fuerzas sociopolíti-cas en las que predominan el factor económico, étnico o religioso. La concepción geopolítica del m u n d o , sin embargo, sigue situándose en un marco esencialmente espacial y bidimensio-nal; tener en cuenta a los actores transnaciona­les permite superar ese marco, mediante la creación de otro marco que ya sólo es espacial en un sentido puramente metafórico. Esa in­vasión de las relaciones internacionales por las fuerzas transnacionales -esto es, por entidades no estatales de naturaleza social, ecológica, tecnocientífica, ideológica, religiosa o de otra índole- no sólo consiste en una modificación

o traspaso de fronteras, representa la introduc­ción de un método original, esencialmente pluralista.

Sin anunciar la muerte del Estado, c o m o se ha escrito un tanto apresuradamente, esta perspectiva transnacional permite relativi-zar el papel que se suele asignar tradicional-mente a éste, evita la reducción a lo espacial sin negar las realidades territoriales, introduce un punto de vista global sin subestimar los

aportes del método analí­tico.

En el estudio que pre­sentamos aquí sólo vamos a ocuparnos de una de las categorías que componen las fuerzas transnaciona­les, o sea las entidades a las que suele llamarse «organi­zaciones internacionales no gubernamentales» ( O I N G ) o «asociaciones transnacionales». Y nos li­mitaremos, además, a po­ner de manifiesto algunas de las líneas maestras más

significativas de las relaciones internacionales contemporáneas.

El pasado del hecho transnacional

Si bien la comprobación del hecho transnacio­nal es algo relativamente reciente, el hecho en sí es cosa vieja, y hasta anterior a la institución estatal. Por ejemplo, pueden incorporarse a esa categoría transnacional los movimientos religiosos descritos por los historiadores, m o -

Paul Ghils es profesor en el Instituto Superior de Traductores e Intérpretes (Bruselas) y redactor de la revista Asso­ciations transnationales de la Union des Associations Internationales, rue Washington 40, 1050 Bruselas, Bélgica. Es autor de numerosos libros y artícu­los sobre cuestiones de ciencia del len­guaje y relaciones internacionales, c o m o Language and Thought ( 1980) y Language et contradiction (previsto para 1993).

R I C S 133/Septiembre 1992

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vimientos cuya influencia puede durar m u ­chos siglos. Baste con recordar aquí el Tratado de Tordesillas, de 1494, en el que el papa Alejandro VI Borgia concedió a España y Por­tugal los territorios del Nuevo M u n d o situados a cada lado de un meridiano que dividía A m é ­rica del Sur en dos partes, operación geopolíti­ca de la que queda todavía huella en el conti­nente. O esas órdenes religiosas que han sido el nervio mismo de las «fuerzas profundas» de la evolución social en la Edad Media; por ejemplo, el medievalista Léo Moulin conside­ra que la orden cisterciense es «una prefigura­ción casi perfecta de lo que ha de ser una organización transnacional, capaz de durar hasta hoy en día», si bien es verdad que tras haber conocido una fase de apogeo entre los siglos XII y X I V , la orden fue víctima -debi­do, precisamente, a su carácter transnacional-de las consecuencias del nacimiento de los Estados nacionales (Moulin, 1980).

E n otra región del m u n d o , y m á s o menos en la mi sma época, los intercambios intercul­turales que trajo consigo la expansión del Is­lam permitieron, sobre todo en los siglos IX-X I V , la creación de órdenes y cofradías trans­nacionales «no estatales», que representaban un contrapeso frente al poder del príncipe. Ibn Jaldún ha descrito, estudiando sus componen­tes culturales, sociológicos, económicos y polí­ticos, los equilibrios sutiles a que ha dado lugar la constitución de esas redes.

E n el orden económico y social, la anterio­ridad de lo transnacional queda ilustrada por las actividades desplegadas por las compañías comerciales privadas al crearse las primeras colonias de lo que llegó a ser, m á s tarde, el Imperio británico. Al contrario de lo sucedido con las colonias españolas -nacidas del en­cuentro entre un Estado absolutista creado re­cientemente a partir de una sociedad feudal y Estados americanos poderosos, que procedían de un sistema estatal doblemente absolutista-, las colonias inglesas han nacido gracias a ini­ciativas no estatales. Los fines de dichas ini­ciativas fueron a veces lucrativos, c o m o en el caso de la Compañía de las Indias Orientales o de la Compañía de Virginia, pero también podían ser político-religiosos, por ejemplo cuando los colonizadores formaban parte de movimientos nacidos en el seno de una socie­dad civil que se rebelaba contra la moral o el régimen político de la época, c o m o los purita­

nos en Nueva Inglaterra o, más tarde, los cuá­queros en Australia (Lloyd, 1984). L o cual no significa, claro está, que a veces, el estatismo no haya creído también ser instrumento de una misión religiosa e histórica, misión im­pregnada, tras la victoria sobre los moros y la expulsión de los judíos de España, de un espí­ritu de intolerancia, de la creencia en un desti­no nacional, la certidumbre de la verdad abso­luta y la voluntad de extirpar la herejía.

Igualmente podemos ver en la historia de las fundaciones c ó m o el origen de esta otra forma de institución no estatal se sitúa en una época de la Edad Media anterior a la aparición de los Estados, en la que sólo a través de las corporaciones urbanas y la Iglesia católica po­día ejercerse una actividad filantrópica en be­neficio de los m á s desamparados (Hodson, 1986).

Sin embargo, de este pasado histórico del hecho transnacional, que hemos ilustrado aquí con algunos ejemplos, no ha de deducirse una superioridad intrínseca del modelo estatal, c o m o podría suponerse si se adopta una con­cepción lineal y progresista de la historia. La antropología política ha mostrado con creces que las formaciones estatales no representan un elemento constante de la historia de las sociedades humanas, ni son la conclusión ne­cesaria de una evolución unilineal de éstas (Balandier, 1984; Bayart, 1985; H a m e r , 1984; Bratton, 1989).

El que no dispongamos todavía de un para­digma capaz de sustituir la interpretación de las relaciones internacionales, centrada en las relaciones interestatales, no es tampoco moti­vo suficiente para que nos aferremos al m o d e ­lo interestatal (Braillard, 1984). Bien es verdad que hay divergencias entre los modelos expli­cativos, y que la concepción funcionalista de las relaciones internacionales, fundada en la interdependencia y la cooperación internacio­nales y favorable a la multiplicación de estruc­turas de cooperación c o m o las organizaciones intergubernamentales (OIG), permite explicar de m o d o más satisfactorio la aparición de los actores transnacionales que la concepción hobbesiana de un sistema internacional de tipo anárquico, conflictivo y exclusivamente interestatal. Pero el primer paradigma sigue siendo insuficiente, en la medida en que repre­senta una visión esencialmente «armonista» (Dupuy, 1986) de las relaciones entre los acto-

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El rey Felipe Augusto (1165-1223) ordena pavimentar la ciudad de París. Crónica anónima francesa de finales del siglo X I V o principios del X V . Biblioteca Municipal de Besançon. Edimcdia.

res transnacionales, visión que no integra la dimensión antagónica de las relaciones trans­nacionales, aun cuando el conflicto no desem­peñe aquí ese papel decisivo que tiene en la teoría del Estado natural de T h o m a s Hobbes.

En las sociedades contemporáneas, ese pa­pel predominante del Estado no es siempre tan indiscutible c o m o pudiera hacerlo suponer la aceptación que encuentra el modelo. Y a obser­vó Jean-François Bayart (1985) que en la m a ­yor parte de las sociedades africanas y latinoa­mericanas se veía al Estado c o m o algo exterior a la sociedad civil, ya se tratara de un Estado impuesto por la colonización o el producto de un movimiento revolucionario. En estos casos, la sociedad civil lleva a cabo un trabajo de zapa que mina los proyectos de un poder esta­tal, que a veces, le impone la movilización (en muchos casos, contra las redes de asociación tradicionales, como bajo los regímenes africa­

nos de partido único) y, a veces, la lleva a la desmovilización (como en numerosos países de América Latina). A menudo, esa labor de resistencia de las sociedades civiles se apoya en tradiciones culturales, étnicas o religiosas que rebasan las fronteras estatales y nos remi­ten a ese elemento esencial para la compren­sión del fenómeno que es la dimensión imagi­naria de lo político. Mencionemos aquí, entre otros investigadores, a Alain Labrousse (1986) para la América andina, Bernard Badie (1986) para el m u n d o árabe-musulmán, o John H . H a m e r (1984) y Michael Bratton (1989) para África, que han sabido mostrar c ó m o la per­cepción del poder estatal relativiza y particula­riza a éste, hasta el punto que cabe preguntarse si el objeto «Estado» corresponde efectiva­mente a ese concepto claro y distinto cuya universalidad postula la ciencia política.

D e lo que no cabe duda es de que, aunque

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el modelo interestatal siga siendo referencia inexcusable, basta con observar la heterogenei­dad de los flujos transnacionales que recorren la esfera internacional para poner en entredi­cho la validez del modelo; un modelo que excluye algunos actores y olvida los compo­nentes socioculturales del fenómeno, con sus connotaciones imaginarias o hasta míticas, de acuerdo con un planteamiento reduccionista que empobrece considerablemente el objeto estudiado.

Las O N G , sujetos y «factores» de derecho

La situación jurídica de las O I N G puede estu­diarse desde dos puntos de vista: ya sea como sujetos del derecho internacional, ya sea como actores en la formación de dicho derecho, o hasta en la formación de un eventual orden jurídico no estatal.

La multiplicación sin precedentes de las O I N G en todos los continentes -casi 23.000 hoy en día- parece indicar que los Estados y las O I G han sido tolerantes para con ellas. El derecho internacional privado intenta, desde hace ya tiempo, llegar a una forma de recono­cimiento de la personalidad de las O I N G , ya que todavía no se ha determinado para éstas un régimen jurídico digno de ese nombre. Se han alcanzado ya algunos resultados, en parti­cular en el marco de la colaboración de las asociaciones internacionales con los órganos de las Naciones Unidas y con el Consejo de Europa, y también, aunque en menor grado, en otros contextos.

El reconocimiento, por ejemplo, de deter­minadas organizaciones como «entidades con­sultivas», de que se habla en el artículo 71 de la Carta de las Naciones Unidas y que han efectuado también otras organizaciones inter­nacionales gubernamentales, ha sido extendi­do hoy en día por el Consejo Económico y Social ( E C O S O C ) a más de 600 O I N G y O N G con actividades preferentemente internaciona­les; en 1990, 201 de éstas estaban agrupadas en la Conferencia de las O N G reconocidas como entidades consultivas por E C O S O C (CONGO).

H o y en día, la importancia que se reconoce a las O I N G en el plano internacional plantea a éstas problemas de índole contradictoria. Con

actividades que suelen ser, por definición, no territoriales y, en muchos casos, universalistas, han de someterse a arreglos con Estados parti­culares para el establecimiento de su sede, viéndose así enmarcadas en reglamentos y ju­risdicciones nacionales. Éstos pueden ser más limitativos para las O I N G «extranjeras» que para las asociaciones nacionales, como por ejemplo en Francia hasta 1981. Pueden darles también, no obstante, un trato preferente, como por ejemplo en Bélgica, que es el único país, por el momento, que reconoce derechos específicos a una entidad extraterritorial de carácter privado. C o m o señaló Marcel Merle (1983), la ventaja de este reconocimiento uni­lateral es que en cierto m o d o , anuncia una transnacionalidad multilateral, pero sus lími­tes consisten en que no puede garantizar su ejercicio fuera del territorio nacional.

Entre los efectos perversos causados por el reconocimiento de las O N G como «entidades consultivas», cabe mencionar los siguientes:

- la discriminación que se introduce así entre las que han sido reconocidas como tales enti­dades y las demás organizaciones;

- la dependencia cada vez mayor con respecto a las organizaciones internacionales guber­namentales, habida cuenta del poder discre­cional que conservan éstas de reconocerlas (o dejar de reconocerlas) como tales; de ahí que, a veces, se haya acusado a algunas O I N G de ser simples instrumentos de las OIG;

- las sospechas que suscitan algunas O I N G en referencia a los motivos por los que desean ser reconocidas como entidades consultivas, y a las ventajas que esperan sacar de esa si­tuación.

N o hay que olvidar, sin embargo, que el único derecho que tienen las O I N G al ser reco­nocidas como entidades consultivas -además de poder obtener subvenciones en determina­das condiciones- es el de ser (eventualmente) consultadas, sin que pueda hablarse en m o d o alguno de un auténtico régimen jurídico. D e ahí que algunas asociaciones sigan pidiendo que se determine dicho régimen, mientras que otras, que estiman que la eficacia de su acción exige una total independencia, defienden un derecho y un deber de injerencia humanitaria que está en contradicción con la reserva que

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impone su reconocimiento por los Estados. Las reservas de los gobiernos con respecto

a la definición de un régimen jurídico interna­cional de las O I N G es fácil de entender si tenemos en cuenta la voluntad de preservar la soberanía y defender intereses de todo tipo. Hay también otro motivo más profundo, que es la diversidad de las concepciones relativas a la esencia y significado del fenómeno asociati­vo en las diversas sociedades, esto es, en un plano más general, la naturaleza del vínculo entre el Estado y la sociedad civil. Si bien es verdad que la universalidad de ese vínculo parece problemática, el acuerdo tanto de los Estados como de los actores civiles podría ser m á s fácil en el marco de organismos que, c o m o el Consejo de Europa, están fundados en principio en concepciones políticas y sociales convergentes. A decir verdad, los progresos realizados por la organización europea, por lo que hace al reconocimiento del hecho asociati­vo transnacional, son alentadores y han expe­rimentado un salto cualitativo al adoptarse, el 24 de abril de 1986, el convenio relativo al reconocimiento de la personalidad jurídica de las organizaciones no gubernamentales, que ha entrado en vigor el 1 de enero de 19911.

Es interesante observar aquí que el campo de aplicación del convenio podría rebasar los límites del territorio de los veinticuatro Esta­dos miembros, puesto que queda estipulado que el comité de los ministros podría invitar a cualquier Estado no miembro a adherirse al convenio. Sin duda alguna, se trata de elemen­tos que confirman el papel que desempeñan las O N G en el plano internacional, aunque no resuelvan de antemano todos los problemas que podrán plantear su implantación y sus actividades en los Estados participantes en el convenio. Éste, que se atiene a una fórmula flexible y pragmática, deja por el momento de lado el problema del eventual régimen jurídico internacional independiente que sustituiría en este caso a lo estipulado por los derechos na­cionales.

El ámbito de acción de las OING

Las esperanzas que ha creado en la comunidad asociativa internacional la búsqueda de un or­den transnacional humanitario se deben, c o m o observa François Rigaux, a la compro­

bación de las deficiencias de un derecho que no abarca la totalidad de los fenómenos jurídi­cos internacionales (Rigaux, 1989). Y a hemos visto que algunos agentes jurídicos individua­les o agrupados en asociaciones internaciona­les llevan a cabo una labor creadora de dere­cho. A los ejemplos mencionados anterior­mente, podríamos añadir la contribución hu­manitaria de Henri Dunant, y de la Cruz Roja Internacional después, a la aprobación por los Estados de numerosos convenios sobre la pro­tección de los enfermos y heridos en tiempo de guerra o tras catástrofes naturales, y hoy en día, de los refugiados o las personas desplaza­das. O la acción de Amnesty International, que ha llevado a que las Naciones Unidas aprobaran, primero la resolución y luego la Convención contra la Tortura, o la de la C o ­misión Internacional de Juristas que ha contri­buido a la elaboración de un Convenio del Consejo de Europa sobre el mismo asunto.

H e ahí algunas de las intervenciones de asociaciones internacionales que han llevado a la adopción de nuevas normas internacionales.. Sin embargo, la complejidad de los problemas contemporáneos hace que las intervenciones de este tipo no sean nada fáciles. Son más frecuentes las intervenciones de las O I N G que intentan modificar la acción de los gobiernos en un sentido cuyo alcance moral es claramen­te entendido por la opinión pública, o que impugnan la conducta de los Estados cuando no creen en la legitimidad de su acción.

U n segundo tipo de intervención de las O I N G es la acción directa de éstas en el plano transnacional, ya sea a favor de sus miembros (asociaciones económicas y profesionales), ya sea a favor de grupos sociales particulares (de­sarrollo económico y social, ayuda a los refu­giados, investigaciones científicas y técnicas, actividades de divulgación ideológica, cultural y religiosa).

U n a tercera categoría de iniciativas se to­m a n en ámbitos en los que los gobiernos no intervienen o son impotentes. Los grupos aso­ciativos se ven entonces obligados a desafiar abiertamente el orden estatal o interestatal, a veces en forma de movimientos sociales m u y poco estructurados (movimientos estudianti­les, pacifistas, femeninos, etc.) y a veces, en formas encaminadas a modificar las estructu­ras estatales (movimientos reformistas o revo­lucionarios como la Carta 77 en Checoslova-

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quia, Solidaridad en Polonia, la Organización de Liberación de Palestina (OLP), las organi­zaciones religiosas en numerosas regiones del mundo) . En algunos casos, menos frecuentes, los movimientos asociativos lograrán la crea­ción de nuevas estructuras interestatales o lle­garán a influir en la adhesión de determinados Estados (Consejo de Europa, U N E S C O , A C -NUR).

La proliferación de iniciativas no guberna­mentales en cada uno de estos planos2 es tal, que sólo vamos a poder poner de relieve ahora algunos ejemplos significativos, sin que se puedan reseñar todas las formas de acción existentes.

Las OING, «fuerzas creadoras de opinión»

El primer tipo de iniciativa, el único que co­rresponda realmente a la idea de «grupo de presión» o «fuerza creadora de opinión», está relacionado ante todo con campos c o m o el de la educación para el desarrollo, la protección del medio natural y humano, o los derechos humanos y la paz. En muchos casos, estos diversos objetivos coinciden parcialmente, al manifestarse un deseo evidente de integración de las actividades e investigaciones llevadas a cabo por las O N G que se dedican a tal o cual sector; la paz y la protección del medio a m ­biente, por ejemplo, son temas comunes de numerosos movimientos sociales, ya se trate de movimientos no organizados o de movi­mientos estructurados en asociaciones, expre­sándose así tendencias culturales profundas (Westing, 1988); el desarrollo y los derechos humanos se han convertido en temas insepara­bles en las manifestaciones del tercermundis-m o que han suscitado las repercusiones políti­cas de la ayuda suministrada a determinados países asolados por el hambre (la situación en Etiopía desempeñó un papel decisivo al res­pecto). En efecto, tras la expulsión de «Méde­cins sans frontières» (MSF) de Etiopía, en 1985, y la Conferencia internacional de París sobre «derecho y moral humanitaria» de 1986, la relación entre soberanía internacional, ayu­da de emergencia y derechos humanos ha sido planteada con arreglo a nuevos supuestos. La Conferencia de 1986 aprobó, desde este punto de vista, una resolución en la que se proclama­ba «el derecho y el deber de injerencia huma­nitaria», resolución cuyo alcance sólo puede

ser debidamente apreciado si recordamos cuál es el marco jurídico de la acción humanitaria de las O I N G , como el Comité Internacional de la Cruz Roja, al cual los cuatro convenios de Ginebra (1949) sólo autorizan a proponer sus servicios a los Estados en la medida en que, justamente, no constituyen una injerencia.

Estos pocos ejemplos nos permiten ilustrar una vez más la complejidad de los problemas abordados y el carácter multidimensional de las iniciativas que exigen. En el campo de la educación para el desarrollo, que conviene dis­tinguir de los proyectos de desarrollo propia­mente dichos, algunos actores y evaluadores intentan hacer el balance de cuatro decenios de desarrollo a partir de los resultados obteni­dos tanto por los organismos multilaterales c o m o por las O N G . Éstas utilizan estas evalua­ciones para informar a la opinión pública so­bre los problemas de desarrollo, intentar in­fluir en la política de los gobiernos y los organismos multilaterales y justificar al mis­m o tiempo las orientaciones de sus propios proyectos.

En efecto, desde hace algunos años, las O N G han criticado severamente la asistencia oficial bilateral y multilateral; estiman que es demasiado poco flexible, que no se adapta a las necesidades reales de las poblaciones, que se distribuye de m o d o burocratizado y que está supeditada a la integración de las econo­mías locales en el sistema económico mundial; por consiguiente, se trata de una forma de ayuda cuyo balance es, a su entender, global-mente negativo.

El fracaso de la concepción «universalista» que prevaleció entre 1950 y 1970, es decir, de la idea de un desarrollo fundado en un creci­miento económico lineal, había suscitado ya bastantes dudas. Siguieron a éstas la difusión de las tesis del llamado «nuevo desarrollo», que François Perroux resumió en tres grandes criterios: el desarrollo ha de ser global, integra­do y endógeno. Los métodos preconizados desde este punto de vista por las O N G supo­nen una pluralidad de soluciones y, por consi­guiente, distan mucho de constituir una estra­tegia homogénea, transferible y superdetermi-nada por la economía mundial.

Este m o d o de ver se debe también a un fenómeno que ha surgido recientemente en el m u n d o de las asociaciones: la evaluación de los proyectos, en la que el evaluador no puede

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Refugiado en Uganda. Se necesita una enorme ayuda por parte de las organizaciones no gubernamentales. Ruef Nelwork/Rapho.

conformarse con abordar el asunto desde el punto de vista del «proyecto» y utiliza un método más sistémico, capaz de dar cuenta a la vez del proyecto, del sistema agrario en el que se sitúa, de los ecosistemas, del sistema social y de las relaciones mutuas entre todos estos componentes, y no sólo en el espacio sino también en el tiempo. Los especialistas están de acuerdo hoy en día en que, puesto que los proyectos de desarrollo son específicos, hay que adoptar instrumentos de evaluación específicos, que integren los parámetros cuali­tativos y no se limiten al proyecto considerado c o m o sistema cerrado, separado artificialmen­te del m u n d o exterior (de Crombrugghe, 1987; B o w m a n , 1989; Smyke, 1990).

N o cabe duda de que probablemente sería m u y prematuro, c o m o ya hemos señalado en otra ocasión (Ghils, 1985), presentar ahora un balance del movimiento asociativo en este campo. Forzoso es reconocer, sin embargo, que la transformación social que el movimien­

to ha iniciado se lleva a cabo en una situción de desconcierto teórico y práctico sin prece­dentes. En ese contexto, una de las ventajas de las asociaciones consiste, tal vez, no tanto en las respuestas ya preparadas de que dispon­drían -respuestas que, por lo general, no dan-, c o m o en la abundancia misma de las investi­gaciones e interrogantes que suscitan.

H o y en día, las propias O I G comprueban que, pese a algunos progresos realizado en la lucha contra la pobreza en el m u n d o , los resul­tados de las políticas aplicadas desde hace cua­renta años son más bien poco satisfactorios (Associations transnationales, 2/1990). Desde hace unos diez años, en los programas de asis­tencia oficial se da una importancia cada vez mayor a diversas formas de colaboración con las O N G , cuyas ventajas -y desventajas- han sido presentadas en una serie de análisis minu­ciosos (Helmich, 1990). Tanto las Naciones Unidas y sus organismos especializados (Ban­co Mundial, P N U D ) , como la C E E y algunas

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organizaciones intergubernamentales regiona­les, han creado comités de enlace con las O N G . En un informe del Banco Mundial, que es el organismo especializado que desempeña sin duda alguna el papel más importante en materia de desarrollo, se reconocía en 1987 la competencia de las O N G en lo referente a «asuntos tan decisivos como la evaluación de los efectos sobre el medio ambiente, el desa­rrollo comunitario, la deuda del Tercer M u n ­do, las microempresas y el ajuste estructural» (Salmón y Paige, 1989). En 1989, las O N G han aportado una contribución a 202 proyec­tos del Banco, esto es, 5 % del total. La contri­bución pública a las actividades de las O N G , en el conjunto de los paíse de la O C D E , repre­sentó ese mismo año el 4,5 % de la asistencia oficial para el desarrollo, o sea 2.300 millones de dólares de los Estados Unidos (cifra equiva­lente a los compromisos de la O P E P , y apenas inferior a los del difunto C O M E C O N ) .

Sin embargo, el interés que suscitan los proyectos de las O N G no se debe únicamente a esas cifras, sino que refleja además una in­fluencia más profunda en el plano de las meto­dologías, con resultado a veces contradicto­rios. Observamos así, por ejemplo, que en el mismo momento en que los organismos de la Naciones Unidas o la C E E invitan a las O N G a incrementar su grado de participación en los proyectos de desarrollo, en particular en forma de cofinanciación (Dichter, 1989), la concep­ción participativa que preconizan éstas, a peti­ción de las O N G del sur, llevaría más bien a las O N G del norte a limitar su papel de ejecu­ción y a incrementar las funciones de informa­ción, de apoyo logístico y financiero, y de representación ante sus asociados, públicos y privados, del norte. Esta nueva orientación de las modalidades de la cooperación no se limita pues únicamente a los aspectos cuantitativos y económicos, sino que corresponde a una nue­va percepción de los factores cualitativos y culturales.

U n ejemplo m u y reciente de esta evolución nos viene dado por la modificación considera­ble de algunos proyectos del Banco Mundial -en buena medida ante la presión de movi­mientos asociativos locales y transnacionales-para que en esos proyectos se tomen en cuenta de m o d o más adecuado los factores ecológicos y la gestión de los recursos naturales (Aufder-heidey Rich, 1988).

Los problemas relativos a la guerra y la paz figuran también entre los que han suscitado estudios e investigaciones, con frecuencia a iniciativa de las propias O N G , e intervencio­nes encaminadas a modificar el curso de la diplomacia internacional. Aunque se trate de un fenómeno que se ha dejado de lado en los estudios universitarios, el movimiento asocia­tivo transnacional en favor de la paz ha intere­sado a historiadores como Elly Hermon (1985 y 1987), que ha mostrado su evolución frente a la acumulación de amenazas para la paz que llevó la segunda guerra mundial. El Comité de Entendimiento de las Grandes Asociaciones Internacionales desempeñó, entre 1936 y 1939, ante la Organización Técnica de Coope­ración Intelectual de la Sociedad de Naciones un papel análogo al que desempeña hoy en día el Comité Mixto U N E S C O - O N G . Y conviene destacar aquí que la fase de decadencia de la Sociedad de Naciones correspondió a una fase de intensificación considerable de las activida­des del Comité de Entendimiento y al aumen­to de su prestigio y su fuerza moral ante la opinión pública. N o sólo el movimiento trans­nacional en pro de la paz no se desmoronó, sino que logró extender su acción en la medida en que el hundimiento del «orden» interestatal llegó a ser previsible.

El pacifismo volvió a surgir con ímpetu en el escenario político después de la segunda guerra mundial, en formas extremadamente variables, inspirándose en la utopía mundialis-ta, en el socialismo anarquizante, en las aspi­raciones de numerosas sectas e Iglesias o en la objeción de conciencia laica. T o m ó la forma, según las circunstancias, de movimientos so­ciales espontáneos, de campañas estructuradas en el plano nacional (la Campaña para el D e ­sarme Nuclear británica), de posturas adopta­das por partidos políticos (sobre todo de iz­quierdas) o de iniciativas de asociaciones transnacionales (como la Asociación Interna­cional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear I P P N W , que agrupa a 200.000 médicos en 60 países). Según Pierre Hassner (1989), el pacifismo en su punto cul­minante (1981-1983) ha sido uno de los tres movimientos sociales (con M a y o de 1968 y Solidaridad) que han tenido mayor influencia directa en la política de los gobiernos y en las relaciones internacionales. Hasta Chernobil, los pacifistas, en sus esfuerzos por «olvidar

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Yalta», intentaron también llegar a una con­vergencia con los movimientos en pro de los derechos humanos en Europa del este; es lo que se desprende claramente de las reacciones de las O N G en la reunión de la C S C E , en Madrid, en 1980 (García Vilar, 1983).

En un período lleno de incertidumbres c o m o el nuestro, no hay que creer que las asociaciones que obran en pro de la paz se quedan con los brazos cruzados. Son numero­sas las iniciativas, coordinadas por O I G c o m o la «Conferencia permanente de autoridades locales y regionales de Europa» (CPLRE) , o por O I N G c o m o la Federación Mundial de Ciudades Unidas ( F M C U ) , encaminadas a ob­tener la readaptación a actividades civiles de las industrias militares o a continuar el proce­so de desnuclearización de localidades, ciuda­des o regiones enteras: 150 municipios que representan el 60 % de la población sólo en Gran Bretaña y 2.003 localidades o regiones en 16 países, en 1989 (Alger, 1990). A estas iniciativas de asociaciones de autoridades lo­cales hay que añadir otras, cada vez más nu­merosas, de asociaciones internacionales (mé­dicos, ingenieros, científicos, periodistas...) que denuncian determinadas amenazas, ya sean inmediatas c o m o los desequilibrios ecoló­gicos, o bien potenciales, c o m o la guerra nu­clear, que ponen en peligro la vida del planeta (Westing, 1988, Apéndice 4.IV). Es fácil perca­tarse aquí de la influencia de un conjunto de actitudes culturales que tienden a poner en entredicho - a veces, dicho sea de paso, cayen­do en ciertas amalgamas o simplificaciones-las normas de las relaciones sociales, de la difusión de las tecnologías modernas y del ius belli al que sigue aferrándose al poder estatal.

Las OING como actores autónomos

U n a de las causas directas del interés cada vez mayor por las O I N G de los gobiernos y las organizaciones internacionales gubernamenta­les ha de buscarse en esos principios técnicos y metodológicos de la acción asociativa interna­cional en materia de desarrollo que hemos tratado anteriormente. La influencia de las O I G , empero, no sería lo que ha llegado a ser si no intervinieran también otros criterios, c o m o por ejemplo:

- la capacidad de llegar a los sectores m á s desamparados de la población de m o d o m á s

eficaz que los poderes públicos, que han de­mostrado tener las O N G ;

- la fuerte disminución de los recursos públi­cos dedicados a la cooperación, y la corres­pondiente búsquda de soluciones sustituti-vas menos costosas por parte de los gobier­nos;

- el importe de los recursos efectivos obteni­dos por las O N G en el sector privado;

- la profesionalización y los medios de deter­minadas O N G , capaces de llevar a cabo pro­gramas a escala nacional e influir en las polí­ticas e instituciones nacionales;

- la posibilidad que tienen también los gobier­nos de evitar críticas referentes a determina­dos gastos gubernamentales considerados c o m o ineficaces y generadores de despilfa-rros, al ser proporcionados esos recursos sin intervención de la competencia del sector privado (Helmich, 1990).

La descripción y la clasificación de los pro­yectos de las asociaciones pueden efectuarse en función de criterios sumamente numerosos, y los centros de investigación suelen crear en general su propio marco analítico, combinan­do algunos de los criterios que consideran más pertinentes en el marco de sus actividades. Así pues, puede preferirse describir las asociacio­nes y sus actividades en función de su ámbito geográfico, su estructura jurídica, sus dimen­siones, su grado de autonomía, su grado de participación (miembros y personal de direc­ción) en la gestión/decisión/realización/eva­luación. O bien en función de su sector de actividad (agricultura, industria, comercio, transportes, salud, habitat y arquitectura, aho­rro y crédito, recuperación de los productos, investigación pura, tecnología aplicada, pisci­cultura, lingüística descriptiva), del sector de la población (mujeres, hombres, niños, minus-válidos), de su función (realización de proyec­tos, envío de voluntarios, órgano de enlace o de coordinación, apoyo técnico financiero, evaluación, formación, enseñanza, informa­ción) o de sus objetivos y estrategias (partici­patives, directivos, caritativos, morales, socia­les, políticos, científicos, religiosos).

Al parecer, las iniciativas de las O N G no dejan de tener influencia en los gobiernos, o al menos es lo que se desprende de las orientacio­nes de programas c o m o el Plan de Lagos, apro­bado por los gobiernos de la O U A en 1980, en

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el que se reconoce la prioridad de la autosufi­ciencia alimentaria y la integración regional, o el Plan de Lucha contra el Hambre de la C E E (1982), a favor de las estrategias alimentarias nacionales. M á s recientemente, la Carta Afri­cana de Participación Popular en el Desarrollo y la Transformación («Carta de Arusha»), aprobada conjuntamente en 1990 por algunas asociaciones africanas e internacionales, por los gobiernos africanos y los organismos de las Naciones Unidas, ha representado el reconoci­miento y la consagración del papel que han de desempeñar, en el renacimiento de África, las O N G locales, internacionales y transnaciona­les. Digna ya de interés por ese concepto, la Carta lo es también porque en ella se propone un desarrollo que pasa a la vez por la democra­tización de las instituciones africanas y por la participación activa de la sociedad civil, en particular a través de las redes asociativas.

E n términos m á s generales, el acercamien­to entre las organizaciones internacionales gu­bernamentales ( F A O , P N U D , O I T , Banco Asiático de Desarrollo, C E E ) y las O N G ha llevado, por un lado, a las O I G a crear servi­cios adecuados encargados de este nuevo tipo de colaboración, y también por otra parte, a las O N G a federarse y coordinar su acción en los planes nacional e internacional, a fin de incrementar su representatividad y su poder de negociación.

Las tendencias que pone de manifiesto este rápido bosquejo están caracterizadas, según T . W . Dichter (1989), por dos grandes orienta­ciones. Durante los años 1990-2000 van a se­guir funcionando las O N G del norte sectoria­les y de dimensiones medias que hayan sabido confirmar su eficacia operacional; y también, por otro lado, las grandes asociaciones inter­nacionales capaces de llevar a cabo una acción concertada y fecunda, de establecer una pro­gramación a largo plazo e informar a la opi­nión pública y los gobiernos. Las primeras, según este autor, optarán por una actividad en función de proyectos, profesionalizada, a ve­ces no m u y ortodoxa, de tipo experimental o «quirúrgica», y podrán constituir grupos regio­nales; las segundas van a ser polivalentes e intentarán ante todo establecer proyectos y administrarlos, acopiar, organizar y difundir la información, servir de intermediarios entre las instituciones interesadas en mayor o menor grado por el desarrollo.

Las O N G podrán ser instituciones de servi­cios o intentar reestructurar el tejido social; pero, sea c o m o fuere, la importancia del movi­miento asociativo, m á s allá de sus incidencias sobre el desarrollo -relativamente limitadas habida cuenta de los imperativos macroeconó-micos-, va a seguir consistiendo en una labor de estructuración de la sociedad civil y de las relaciones que ésta establezca con el poder po­lítico.

E n el campo de la acción humanitaria, «no basta con decir - c o m o nos lo recuerda Gilbert Jaeger (1982, págs. 171-178)- que el papel de las O N G es importante: a decir verdad, es un papel decisivo.» Y lo es hoy en día m á s que nunca, puesto que, según cifras del propio Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, la importancia y los recursos del sector asociativo (unas 2.000 O N G ) son tal vez superiores actualmente a las del órgano de las Naciones Unidas. Bien es verdad que el presupuesto de la A C N U R está disminuyendo constantemente, y ello en un m o m e n t o en que se espera la llegada de nuevas oleadas de refu­giados de Europa central y oriental en los años noventa. La colaboración entre actores públi­cos y privados es aquí particularmente nota­ble, c o m o nos lo muestra el caso particular de la Cruz Roja Internacional que, aun siendo no gubernamental, está vinculada con los Estados a través de un organismo oficial, la Liga de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, y actúa por mandato de los Esta­dos de acuerdo con los convenios de Ginebra.

Y a hemos señalado que a la intervención de las O N G dedicadas a la ayuda humanitaria le es m u y difícil conservar su carácter de inde­pendencia política, habida cuenta de los vínculos que se establecen directamente entre las O N G y beneficiarios que se convierten así, bruscamente, en actores del escenario interna­cional, aunque el 90 % de los refugiados se encuentren en esa situación debido a conflic­tos armados no internacionales (Smyke, 1990). Los problemas políticos e ideológicos, pero también culturales en un sentido amplio, que plantea la ayuda humanitaria muestran a las claras el carácter poroso de los espacios geopo-líticos, y son buena muestra de los problemas singulares que entraña este tipo de ayuda (Jourdan, 1988).

E n el plano metodológico, y al contrario de lo que ocurre con los proyectos de desarrollo,

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se han efectuado m u y pocas evaluaciones de la ayuda humanitaria que han proporcionado ya hoy en día las O N G locales e internacionales a unos 13 millones de personas. E n una encuesta realizada para el Instituto noruego de asuntos internacionales, R a y m o n d J. Smyke (1990) observa que el papel de las O N G c o m o «defen­soras» o «portavoces» de los refugiados es par­ticularmente difícil, debido a las presiones que ejercen directamente los gobiernos, o hasta de los ataques de grupos armados protegidos por éstos, como en América Latina o en Asia sudo-riental.

E n esas condiciones, la idea de evaluación no parece tener mucho sentido, teniendo en cuenta el carácter de extrema urgencia de las actividades realizadas y las tensiones psicoló­gicas que entrañan para los que se encargan de ellas.

Puede observarse aquí, sin embargo, una relación que es inversa de la que se establece entre O I G y O N G en el campo del desarrollo: en este caso, son los organismos interguberna­mentales los que dependen cada vez más de las O N G , cuya actividad no pueden controlar y que, por lo demás, prefieren no criticar.

Los otros ámbitos de actividad de las O I N G son extremadamente diversos, y aquí sólo podemos dar algunos ejemplos. Sin e m ­bargo, hay un campo en el que pueden verse claramente las grandes tendencias que subya-cen en las relaciones transnacionales, aunque no se suela pensar en él cuando se habla del m u n d o asociativo: el de la «comunidad cientí­fica internacional», campo inseparable por lo demás del de los intercambios y la difusión tecnológicos producidos por los adelantos científicos. La comunidad científica es sin duda alguna la parte más visible de ese con­junto, aunque se haya podido decir de ella que se trata de un «colegio invisible». E n un plano más general, la comunidad científica participa en la génesis de las nuevas ideas y en los flujos de intercambios tecnocientíficos. Sin embar­go, la circulación de la información y de los descubrimientos depende m u y estrechamente de la solidez de las redes en las que se apoyan, y de una correspondencia adecuada entre esas redes y la solidez de los datos que elaboran. El movimiento de las nuevas ideas, teorías y co­nocimientos teje hoy en día una trama que rebasa las esferas científicas y técnicas, inge­nuamente consideradas autónomas.

A las conexiones recíprocas entre forma­ciones sociales que se establecen en torno al hecho científico corresponden grandes proyec­tos de investigación. U n o de lo m á s conocidos es el Programa Internacional sobre la Geosfera y la Biosfera, que permite, por intermedio de la U N E S C O , la participación fundamental de asociaciones m u y diversas agrupadas en el seno del Consejo Internacional de Uniones Científicas (CIUC) y, desde 1986, de asocia­ciones miembros del Consejo Internacional de Ciencias Sociales (CICS), tratándose en ambos casos de organismos no gubernamentales.

Este programa es una de las expresiones m á s enérgicas de la voluntad de comprender las incidencias de las actividades del hombre sobre el sistema planetario en sus interaccio­nes, no sólo en el plano biofísico, sino también desde el punto de vista, más reciente, de la ecología humana y las ciencias sociales. La dimensión transnacional de estas iniciativas es perfectamente clara para sus animadores, ya que para éstos la superación del marco del Estado nacional representa la empresa más importante que han de acometer las ciencias hoy en día (Jakobson y Price, 1990).

Las OING, en competencia con los Estados

La tercera modalidad de acción de las O I N G en el escenario internacional consiste en una impugnación del funcionamiento de las insti­tuciones estatales o interestatales, en propues­tas de modificaciones estructurales o hasta de creación de nuevas instituciones (estatales o no) y hasta, en su versión más radical, en una impugnación directa de los fundamentos y la legitimidad de los Estados y de sus organiza­ciones.

U n a primera forma de crítica, referente al funcionamiento de las O I G , pone en tela de juicio la representatividad de éstas con respec­to a «Nosotros los pueblos...» y a las organiza­ciones de la sociedad civil.

E n 1973, los universitarios canadienses MacDonald, Morris y Johnson propusieron la creación de dos cámaras de las Naciones Uni­das: una, compuesta por un ejecutivo de tec-nócratas provistos de computadoras; y otra, que sería una asamblea en la que estarían re­presentados los grupos sociales desamparados de los países ricos y los movimientos «antiim­perialistas» de los países pobres. La idea fue

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retomada en 1982 por un grupo de asociacio­nes e individuos, reunidos en una Red interna­cional para una segunda asamblea de las N a ­ciones Unidas ( INFUSA). La estructura bica­meral preconizada se establecería en aplica­ción del Artículo 22 de la Carta, que permite a la Asamblea General crear un órgano subsidia­rio sin tener que modificar por ello el conteni­do mismo de la Carta.

U n a propuesta semejante ha sido presenta­da por Marc Nerfin, Secretario General de la Fundación Internacional para Alternativas de Desarrollo (FIPAD), que estima que las N a ­ciones Unidas deberían adoptar una represen­tación tricameral que correspondería al Prínci­pe (gobierno), al Mercader (sociedades multi­nacionales) y al Ciudadano (fuerzas transna­cionales sin ánimo de lucro).

Evidentemente, estas diversas propuestas, cuyo objetivo es en muchos casos la introduc­ción de cuerpos intermedios entre los Estados y los individuos, pueden ser consideradas utó­picas en la situación actual. Algunas iniciati­vas no gubernamentales han desembocado, no obstante, en resultados concretos, permitiendo una cierta interferencia en asuntos que son de la competencia de las organizaciones interesta­tales (OIT) o, de no ser ello posible, favore­ciendo la creación de O I G cuyas metas corres­ponden a objetivos determinados por sus ini­ciadores privados ( U N E S C O , O A C N U R , Consejo de Europa).

El origen de la O I T es sumamente instruc­tivo al respecto. H a de buscarse, en efecto, en los movimientos sindicales transnacionales que, en la Conferecia de Zurich de 1897 sobre la protección de los trabajadores, invitaron a los gobiernos a elaborar una legislación inter­nacional del trabajo y a crear una «oficina internacional sobre la protección obrera». Tras otros congresos en los que participaron representantes sindicales, parlamentarios, in­telectuales y representantes de los gobiernos que aceptaban los objetivos propuestos, se creó la Asociación internacional para la pro­tección legal de los trabajadores (AIPLT). Esta O I N G constituyó el antecedente inmediato de la O I T (creada en 1919 y asociada a las Nacio­nes Unidas en 1946 como organismo especia­lizado). La O I T es, por otra parte, la única organización de las Naciones Unidas que ha oficializado la participación de las O I N G en su administración, ya que su Secretaría (la

Oficina Internacional del Trabajo) es triparti­ta, estando representados por parte iguales los gobiernos, las patronales y los sindicatos (OIT, 1990).

El caso de la U N E S C O , menos espectacu­lar, si embargo es un buen ejemplo del desa­rrollo de una corriente de opinión internacio­nal, a partir de iniciativas tomadas antes de la segunda guerra mundial por algunas O I N G c o m o la Unión de Asociaciones Internaciona­les (UAI), el Comité de Entendimiento de las Grandes Asociaciones Internacionales y algu­nas más .

La A C N U R , creada como órgano subsidia­rio de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1949, es un caso distinto. Su origen es en cierto m o d o parecido al de la O I T , debi­do al papel decisivo desempeñado por las O I N G . N o hay que olvidar que el problema de los refugiados (que, en aquella época, eran sobre todo rusos) fue sometido a la atención de la S d N por una conferencia de O N G direc­tamente interesadas, reunidas a iniciativa del Comité Internacional de la Cruz Roja y de la Liga de Sociedades de la Cruz Roja. Respon­diendo a una invitación de esta conferencia en 1921, el Consejo creó una Oficina del Alto Comisionado para los Refugiados. La A C ­N U R es por consiguiente la heredera en línea directa de la acción asociativa.

En el ámbito europeo, es de todos conocido el papel desempeñado por las iniciativas pri­vadas en la creación del Consejo de Europa. En los años que siguieron al fin de la segunda guerra mundial, las asociaciones de fomento de la idea europea se multiplicaron. Las más importantes crearon en 1947 un Comité inter­nacional de coordinación para la Europa unifi­cada, cuyo Congreso de La Haya, en 1948, pidió en su resolución final la constitución de una «Asamblea parlamentaria europea», pro­puesta presentada en agosto de 1948 ante los Estados miembros de la Unión Occidental. Así pues, la Convención internacional que recogió en 1949 los principios de la Resolución de La Haya representó con la creación del Consejo de Europa, la realización de los objetivos de un movimiento de origen no gubernamental.

El tipo de intervención más radical de las O I N G es sin duda el que está encaminado a negar la legitimidad del poder estatal e interes­tatal. Y a hemos señalado, al respecto, la apari­ción de un «derecho de los pueblos», que re-

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presenta para algunos juristas la posibilidad de la formación de un derecho no estatal. Sin embargo, nos encontramos hoy en día con otra, una categoría de fuerzas transnacionales m u c h o más poderosas, la de los movimientos religiosos, fuerzas institucionalizadas en m a ­yor o menor grado, y que son casi siempre no estatales, aunque no estén por ello desprovis­tas de objetivos políticos. H a y también una convergencia, en determinadas circunstancias, entre los movimientos religiosos y el fenóme­no étnico nacional que hemos mencionado an­teriormente; baste señalar aquí la superdeter-minación religiosa de la oposición entre nacio­nalidades serbia y croata, el papel de la «alter­nativa católica» (Luxmoore y Babiuch, 1990) en la vida polaca a partir de 1978, o la dinámi­ca de la reacción chiíta en Irán. La organiza­ción de algunos Estados nunca tuvo un funda­mento laico: el Pakistán nació a partir de un conflicto de índole religiosa, produciéndose después una escisión en dos entidades ético-religiosas, en 1974. E n el Estado de Israel que­dan pocos rastros del patrimonio laico que aportaron algunos de sus fundadores y, en un período más reciente, una parte de la clase política ha puesto en tela de juicio el funda­mento laico de la India. En el propio Occiden­te, en algunos Estados hay restos de teocracia: el Estado británico y la Iglesia anglicana están íntimamente unidos en diversos planos, y la referencia suprema del Estado laico y d e m o ­crático japonés es el Emperador, que sigue siendo considerado descendiente de las divini­dades fundadoras.

El fenómeno m á s significtivo, en el marco de este estudio, es sin embargo el de las gran­des organizaciones religiosas, sea cual fuere su estructura o su grado de jerarquización. Clan­destinas o reconocidas por los Estados, las instituciones religiosas se ajustan por muchos conceptos a la definición clásica de las O I N G . Poseen sus redes internacionales e intervienen de diversos modos en las relaciones interna­cionales. A diferencia de los Estados, y pese al ámbito geográfico que pueden ocupar, las co­munidades religiosas con pretensiones univer­salistas se niegan a aceptar ese carácter territo­rial y se distinguen así de los Estados, aunque pueda plasmarse en formas geopolíticas (Hero-doto, 1/1990). Las organizaciones religiosas puede tener relaciones con los Estados que se integran en un espacio jurídico estatal, o pue­

de impugnar abiertamente la autoridad de di­chos Estados, pero los objetivos espirituales -y los objetivos políticos derivados- que esas or­ganizaciones se dan, hacen que se encuentren en una situación de antagonismo actual o po­tencial con los Estados, y fundan al mismo tiempo su anterioridad histórica con respecto a ellos.

La competencia entre estos dos tipos de instituciones, en la búsqueda de una legitima­ción de los poderes de que disponen, puede variar desde luego en función de las situacio­nes culturales y sociales. En el ámbito cultural europeo, por ejemplo, la estructuración de la sociedad civil se ha efectuado de m o d o dife­rente en las regiones de cultura católica, pro­testante u ortodoxa. Bernard Badie (1986) ha mostrado m u y claramente -resumimos aquí de m o d o algo simplista su argumentación-que la tradición católica, desde la Edad Media, considera que a los campos espiritual y tempo­ral no pueden corresponder las mismas juris­dicciones, y que ha de existir una esfera estatal autónoma, en la que el príncipe debe su legiti­midad al respeto de una ley natural de índole estrictamente temporal. La Iglesia salvó así su propia autonomía, en el seno de una sociedad civil cuyo proceso de secularización progresiva iba a permitir el nacimiento de movimientos no estatales extremadamete diversos.

El m u n d o político inglés se ha construido de m o d o distinto. Ante todo, es un centro de coordinación y no un espacio propio definido por oposición al poder religioso o a otras fuer­zas. L o político es aquí el punto de articula­ción de la sociedad civil, y no un contrapeso frente a ésta; lo político y lo religioso están en interacción y no son el resultado de una ruptu­ra; en esto consiste la especificidad del m u n d o político británico contemporáneo con respecto al m u n d o político de origen cristiano romano.

En Europa oriental nos encontramos con otro modelo: las relaciones entre lo religioso y lo político se han establecido sobre la base ambigua de dos poderes que pretendían ejer­cer las mismas funciones, aunque ninguno consiguiera la supremacía. Esta forma de teo­cracia representó un obstáculo para la cons­trucción de una sociedad civil, un tradición jurídica autónoma y un sistema de contrapo­deres. La ausencia de distinción clara entre lo público y lo privado que esto trajo consigo obstaculizó -al contrario de lo que ocurrió en

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Occidente- la creación de ese espacio extrapo-lítico que se ha afirmado, y que ha constituido una de las bases de la sociedad civil en la región de cultura cristiana romana. D e ahí la existencia de esa «alternativa católica» de Eu­ropa del este, cuya fuerza se basa precisamente en una separación clara entre lo público y lo civil.

E n el m u n d o judío, la afirmación de un marco político claramente separado de la orto­doxia religiosa sólo se produjo a fines del siglo X I X , desarrollándose plenamente en el sionis­m o político y en la creación del Estado de Israel contemporáneo. Si ese carácter central de la institución estatal en la construcción po­lítica es el fundamento de la nación judía m o ­derna, la alianza entre la religión y el sionismo laico es problemática. La autonomía de lo po­lítico sigue siendo frágil en la medida en que, por un lado, el sionismo religioso no le recono­ce m á s que una legitimidad teológica, y en que, por otra parte, el sionismo lleva ya en sí el riesgo de una afirmación del carácter absoluto del elemento laico, o sea de una reducción exclusiva de la identidad judía a los polos que son el Estado, el territorio y la lengua.

Por contra, el poder doble, público y reli­gioso (o civil) es inconcebible en el Islam: la legitimidad de la comunidad de los creyentes (umma) viene de Dios, mientras que el poder político es sólo algo necesario. C o m o es sim­plemente humano (o civil), el poder temporal no puede ser legítimo, y sigue estando someti­

do a los ulemas (los que saben). Al ser de índole universal y no territorial, la umma tam­poco puede aceptar plenamente la idea de na­ción, aunque la práctica política del m u n d o musulmán acepte de algún m o d o tanto una cierta forma de Estado como una cierta idea de la nación. «Los militantes islamistas no sueñan con volver a la Edad Media, sino más bien con someter a la modernidad -que perci­ben c o m o un conjunto de technai cuyo vínculo con el orden traducido sería puramente con­tingente- al orden trascendental» (Kepel, 1985, pág. 440).

Estas observaciones, que son sin duda algu­na demasiado sucintas, pueden dar una idea del alcance del debate sobre la universalidad del Estado y, por lo tanto, de la sociedad civil y de los movimientos asocitivos que la estruc­turan. La universalidad de las prácticas asocia­tivas, que están hoy en día en vías de transna­cionalización, tal vez la encontremos sobre todo en determinadas respuestas solidarias, más allá de las divergencia culturales, ante problemas semejantes, que suscitan reacciones semejantes de los ciudadanos. Ahora que se ha dejado de creer en el carácter sagrado de la nación o del Estado, la sociedad civil y sus redes asociativas transnacionales va a permitir tal vez dar forma concreta, c o m o lo apunta Jean-Yves Guiomar (1989), a ese Universum que las naciones en competencia no consiguie­ron nunca fundar.

Traducido del francés

Notas

1. Para entrar en vigor, el Convenio tenía que ser ratificado por tres países por lo menos. Tras la firma del Reino Unido y de Grecia, Bélgica ratificó el Convenio el 4 de septiembre de 1990 (seguida poco tiempo después, por Suiza, el 24 de

septiembre), lo cual permitió su entrada en vigor el 1 de enero de 1991.

2. H e m o s adoptado aquí, por su simplicidad, la idea de esta distribución en tres funciones de

Antonio Cassese (1986). Ni que decir tiene que un estudio más pormenorizado exigiría una tipología más fina, c o m o las que esbozaron Marcel Merle (1986 y 1988) y Peter Willetts, cuyo interés ya hemos señalado en otro lugar (Ghils, 1985).

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La sociedad civil internacional: las organizaciones internacionales no gubernamentales en el sistema internacional 457

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China en un período de transformación social*

Li Peilin

Desde Durkheim a Weber, Parsons y Wallers­tein y desde Rostow a Chenery, Lewis y K u z -nets, los sociólogos y los economistas han for­mulado toda clase de teorías sobre la transfor­mación social, tales como la de la transición de la sociedad tradicional a la moderna, de la sociedad preindustrial a la industrial, de los países periféricos y semiperiféricos al centro, de los países pobres (con bajos ingresos) a los países ricos o con ingresos medianos, de los países menos desarrollados a los desarrollados, y así sucesivamente.

Sin embargo, la refor­m a china durante los diez años últimos ha ido en cierto m o d o mucho más allá de esas teorías. El pro­ceso de transformación de China comparte ciertos rasgos con el de otros paí­ses, pero presenta una ca­racterística única: la trans­formación de las estructu­ras sociales se ha llevado a cabo con la transforma­ción del sistema económico, mientras que el proceso entero de transformación social m o s ­traba una tendencia a extenderse de las zonas rurales a las urbanas. La gente acabó por aban­donar el inmovilismo de las ideas en favor de la ruptura económica y modificó sus perspecti­vas sobre el desarrollo social general. Al fin, China comenzó a cambiar pasando de una economía de producción basada en la autosu­ficiencia y en la semiautosuficiencia a una eco­nomía mercantil o de mercancías planificada, de una sociedad agrícola a otra industrial, de

una sociedad rural a otra urbana, de una socie­dad cerrada y semicerrada a una sociedad abierta, de una sociedad homogénea y unitaria a otra heterogénea y diversificada y de una sociedad moral a otra legal. La nueva expe­riencia que representa la transformación social de China ha suscitado el interés de los estudio­sos de diversas disciplinas en todo el m u n d o , especialmente los sociólogos y los economis­tas.

Li Peilin es investigador y director de la Sección de Sociología industrial en el Instituto de Sociología de la Acade­mia china de ciencias sociales, 5 rue Jiangnomennei, Beijing, China. Sus in­vestigaciones se centran en la organiza­ción industrial, problemas del desarro­llo y cambios sociales. Entre sus publi­caciones se pueden citar (en chino) Cambios en los distritos chinos en los últimos diez años (1988), Teorías fun­damentales de la sociología (1990), In­forme sobre el desarrollo social en Chi­na (1991).

El paso de una economía de producción autosuficiente y poco eficaz a una economía mercantil planificada

Antes de la reforma, el de­sarrollo de la economía mercantil en China era m á s bien escaso. La econo­mía china, altamente con­

centrada y planificada, era en gran parte una economía de producción asociada a un bajo nivel de productividad. E n lo esencial, era to­davía una economía natural o una economía natural deformada. La economía urbana y la rural se regían no por los mecanismos del mer­cado, sino por los planes administrativos en todas las cuestiones desde el abastecimiento de materias primas hasta la circulación de los productos. En las zonas rurales, el carácter de la economía natural resultaba más manifiesto. Si se exceptúan los suburbios de algunas zonas

RICS 133/Septiembre 1992

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metropolitanas y unas cuantas regiones coste­ras desarrolladas, la mayoría de las zonas rura­les eran autosuficientes o semiautosufícientes, con una producción de mercancías m u y esca­sa, y la economía rural constituía un sistema económico cerrado en el que la producción se orientaba esencialmente hacia la autosuficien­cia. Tras las reformas, se adoptó la economía mercantil como nuevo factor social, lo que originó enormes cambios en la estructura eco­nómica tradicional. Esos cambios tenían un carácter revolucionario, gracias a lo cual se fueron transformando también los otros aspec­tos de la sociedad.

Las características más notables de la transformación económica en las zonas rurales son: 1) el sistema de responsabilidad familiar hizo que gradualmente los agricultores se con-viertieran en productores de mercancías relati­vamente independientes con autonomía de producción, intercambio, consumo y gestión, lo que les motivó grandemente para intensifi­car sus actividades económicas; 2) la antigua estructura económica de un solo sector desa­pareció como resultado del desarrollo de sec­tores no agrícolas y las industrias no agrícolas (por ejemplo, manufacturas, construcción, transportes, comercio e industrias de servi­cios) experimentaron un rápido crecimiento. La parte de la producción no agrícola en la producción rural total pasó del 31,4 %, en 1978, al 54,9%, en 1989; 3) sobre la base del rápido desarrollo agrícola, el gobierno reformó el sistema de monopolio estatal de la compra y comercialización de los productos agrícolas y derivados, que existía desde 1953, y adoptó un nuevo sistema de compra por contrato y libre comercialización para la producción exceden-taria más allá de los pedidos del Estado. En la comercialización, el gobierno dejó que los pre­cios de la inmensa mayoría de los productos agrícolas y derivados (excepto los granos, el algodón y los aceites comestibles) flotaran li­bremente de acuerdo con la demanda del mer­cado y multiplicó por varios dígitos los precios de compra por el Estado de esos productos; 4) se abrieron plenamente los mercados rurales y hoy prospera la circulación de mercancías en las zonas rurales. El número de mercados rura­les pasó de 33.302 en 1978, a 59.019 en 1989, y el valor de los productos comercializados aumentó de 12.500 millones de yuanes, en 1978, a 125.000 millones, en 1989; 5) la eco­

nomía rural y el consumo de los habitantes de las zonas rurales rompieron el círculo cerrado de la autosuficiencia y de la semiautosuficien-cia. La producción de artículos agrícolas y de­rivados comercializables aumentó del 45,3 % en 1978, al 5 2 % en 1989; la de bienes de consumo, del 50 ,4% en 1980, al 68,6% en 1989, y la de bienes de consumo agrícolas, del 31,1 % en 1980, al 52,3% en 1989. H o y los habitantes de las zonas rurales producen sobre todo para la sociedad en su conjunto más bien que para su propio consumo.

La transformación de la estructura econó­mica en las zonas urbanas presenta dos aspec­tos; uno de ellos es la reforma del sistema de planificación sumamente concentrado, y el otro, la introducción de mecanismos de c o m ­petición, uno y otro aspectos íntimamente re­lacionados entre sí. En las zonas urbanas, la reforma empezó con la delegación de poderes y la transferencia de beneficios a las empresas por el Estado. Tras la adopción de un sistema de impuestos y de varios tipos de sistemas contractuales de gestión, las empresas ya no se limitan «a comer de la gran marmita de arroz», sino que, por el contrario, se han con­vertido en agentes económicos dotados de m a ­yor autonomía de gestión, mientras el Estado rebaja los planes de pedidos para ellas. Si se exceptúan los pocos productos y servicios la­borales esenciales para el desarrollo nacional y para la vida de la población, que siguen toda­vía sometidos a los planes estatales obligato­rios, el resto de la producción se regula por los planes directivos del Estado y por la demanda del mercado: de 1979 a 1989 el número de productos sometidos a los planes estatales ad­ministrados por la Comisión de Planificación del Estado disminuyó de unos 120 a unos 60, y los materiales distribuidos por el Estado dis­minuyeron de 256 a 26. El porcentaje de la producción industrial controlada por el Estado y por los planes obligatorios provinciales ha disminuido del 80 %, en 1984, al 16 % actual­mente, el de los productos sometidos a los planes directivos del Estado ha aumentado hasta el 43 %, y el de los que se rigen por la demanda del mercado se ha incrementado hasta el 41 %.

Mediante la reforma del sistema de planifi­cación altamente concentrado, se creó un sis­tema mercantil socialista. Y con el estableci­miento de este mercado para los bienes de

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China en un período de transformación social 461

Miembros de la minoría M e a u se desplazan a pie por la provincia de Koué-chéau, en dirección a Koangsi. Imaprcss.

consumo, se puso también en marcha un mer­cado para los medios de producción (por ejem­plo, capital, materias primas, tecnología, in­formación y trabajo). En algunas regiones y ciudades se crearon también mercados para las propiedades inmobiliarias y bolsas de valo­res. En 1989, el porcentaje de los materiales de producción concebidos por los planes estatales disminuyó hasta menos del 20 % (menos del 5 % en Shenzhen); el porcentaje de productos vendidos a precios públicos fijos era del 56 % y el de materiales comprados a precios públi­cos también fijos del 65 % aproximadamente.

La transición de una sociedad agrícola a otra industrial

La industrialización es una condición necesa­ria de la modernización. En este sentido, la transformación de una sociedad tradicional en otra moderna consiste esencialmente en la transformación de una sociedad agrícola en otra industrial.

D e acuerdo con la ley general del desarrollo económico en los países en desarrollo, la trans­formación de la estructura económica suele presentar tres factores decisivos. Por orden cronológico son: primero, el factor de la es­tructura del valor de la producción, es decir, que la proporción del valor de la producción agrícola en el producto nacional bruto dismi­nuye hasta menos del 50 %; segundo, el factor

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462 Li Peilin

de la estructura de la población urbana y rural, es decir, que la proporción de la población urbana aumenta hasta representar más del 50 % de la población total; tercero, el factor de la estructura del empleo, es decir, que la pro­porción de la fuerza de trabajo empleada en las industrias no agrícolas aumenta hasta más del 50 %. En China, la transformación de la estructura del valor de la producción se produ­jo en 1956, cuando la parte del valor neto de la producción agrícola en la renta nacional dis­minuyó hasta el 49,8 %. Durante todo el perío­do de 1953 a 1986, el índice de crecimiento anual del valor neto de la producción agrícola fue del 2,9 % y el del valor neto de la produc­ción industrial del 11,1 %. En 1989, el valor neto de la producción industrial alcanzó la cifra de 624.100 millones de yuanes, lo que representaba el 47,6 % de la renta nacional, y la parte del valor neto de la producción agríco­la en la renta nacional disminuyó de nuevo hasta el 32 %. Por su lado, la estructura de la población urbana y rural se está aproximando también al punto decisivo. Después de tener en cuenta los cambios organizativos de la ad­ministración rural y los cambios laborales en la población rural, resulta que el número efec­tivo de habitantes de las ciudades ha experi­mentado todavía un aumento sustancial, de m o d o que esa población representa aproxima­damente el 30 % del total de la población. La transformación de la estructura del empleo ha experimentado también un progreso impor­tante. La proporción de la fuerza de trabajo empleada en las industrias primarias disminu­yó del 70,7 % en 1978, al 60,2 % en 1989. Sin embargo, desde 1985 la proporción de la fuer­za de trabajo agrícola se ha mantenido estable en torno al 60 %.

Las empresas de las zonas rurales y urba­nas han contribuido en gran medida a este proceso de transformación de una sociedad agrícola en otra industrial, que ha tenido lugar en los últimos diez años. En 1978, la parte del valor de la producción agrícola en el valor total de la producción en las zonas rurales era del 68,6 %. Tras el inicio de la reforma, las empresas rurales y urbanas pasaron a ser la fuerza principal del desarrollo de las zonas rurales, convirtiéndose en la columna verte­bral de su economía. En 1987, el valor de la producción total de esas empresas era de 459.200 millones de yuanes, superando el va­

lor de la producción agrícola y representando el 50,8 % del valor de la producción rural to­tal. En 1989, el valor de la producción total de las mencionadas empresas era de 842.280 mi ­llones de yuanes, lo que representaba una cuarta parte del producto nacional bruto y el 58 % del valor de la producción rural total, mientras que el número de empleados de las empresas a que nos referimos era de 93.668, es decir, el 22,9 % del total de la fuerza de trabajo rural. Así pues, es evidente que se ha iniciado la industrialización de una sociedad tradicio-nalmente agrícola.

Otro indicio importante de esta transición de una sociedad agrícola a otra industrial es el desarrollo de las industrias terciarias. Según las normas adoptadas por el Banco Mundial, en una sociedad moderna la parte de las indus­trias terciarias en el producto nacional bruto debe ser superior al 45 %. En los países desa­rrollados, esa proporción alcanza hoy cifras superiores al 60 %, en los países con ingresos medios aproximadamente el 50 % y en los paí­ses con bajos ingresos un promedio aproxima­do del 40 %. En los últimos decenios las indus­trias terciarias de China se han mantenido estables. En realidad, China ni siquiera adoptó hasta 1985 la clasificación de los tres sectores industriales en las estadísticas sobre el valor de la producción. En el decenio de los ochenta, las industrias terciarias del país se desarrolla­ron rápidamente tendiendo por primera vez a superar a las industrias secundarias en cuanto al índice de crecimiento. La parte del valor de la producción de las industrias terciarias en el producto nacional bruto aumentó del 23 % en 1978, al 26,5 % en 1989; el número de emple-dos en esas industrias era en esta última fecha de 99.290.000, y la proporción de esos e m ­pleados en el total nacional aumentó del 11,7% en 1978, al 17,9% en 1989. Quiere decirse que los empleados de las industrias terciarias representaban sólo el 18 % del total nacional; pero, en cambio, producían el 26,5 % del producto nacional bruto. Si inclui­m o s los órganos del gobierno, las organizacio­nes de masa, las fuerzas armadas, los tribuna­les, la policía, las prisiones y otras institucio­nes semejantes entre las industrias terciarias, c o m o hacen muchos países occidentales en sus estadísticas, el porcentaje de las industrias ter­ciarias chinas en el producto nacional bruto es m u y superior al que aparece en lo que atañe al

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China en un periodo de transformación social 463

valor de la producción y al número de emplea­dos. A ú n así, sigue siendo inferior al nivel medio de los países con bajos ingresos. La experiencia mundial en materia de desarrollo muestra que la industrialización y la urbaniza­ción van estrechamente unidas al desarrollo de las industrias terciarias. El potencial de las zonas urbanas y rurales chinas para el desarro­llo de las industrias terciarias es m u y alto y el futuro se presenta brillante.

La transformación de una sociedad rural en otra urbana

La urbanización es un compañero inseparable de la industrialización. A medida que aumen­tan los niveles de división del trabajo y de cooperación, que las relaciones económicas se estrechan y que se generalizan los intercam­bios de mercancías, el mercado, los transpor­tes, la comunicación y otros servicios necesa­rios para la producción y para la vida de la población experimentan un rápido desarrollo. La migración de la población hacia las zonas urbanas y el aumento de la población urbana se convierten en una tendencia natural. La urbanización es también un indicio importan­te de modernización no sólo porque las zonas urbanas gozan de la ventaja de la escala en las actividades económicas, sino también porque son los centros de la vida moderna.

Desde el comienzo de los años ochenta, el proceso de urbanización en China ha sido rá­pido. D e 1952 a 1979, el índice medio de crecimiento de la población urbana fue del 3,4 %. En 1952, la proporción de la población urbana en el total nacional era del 12,5% y hasta 1980 hubo sólo un aumento marginal hasta el 19,4 %. E n cambio, en el período de 1980 a 1989 ese porcentaje saltó, según las estadísticas, del 19,4% al 51,7 %. Si bien esta cifra no representa la proporción efectiva de la población urbana en el total nacional, a causa de los cambios que se han producido en la base, es evidente que se ha producido un rápi­do ascenso en el nivel organizativo. D e acuer­do con los métodos estadísticos utilizados en el cuarto censo nacional, por población urbana se entiende los residentes en los distritos y subdistritos y por población ciudadana los re­sidentes en las ciudades. Así, tomando en con­sideración los cambios en las definiciones ad­

ministrativas, los resultados del censo mues­tran que la parte de la población urbana en el total nacional era del 26,23% en 1990. Sin embargo, si se tiene en cuenta a los habitantes de las zonas rurales que trabajan en ocupacio­nes no agrícolas y a los habitantes de las regio­nes en rápido desarrollo del sur de China, la población urbana efectiva alcanza hoy m u y probablemente la cifra aproximada del 30 %. Dicho de otro m o d o , la sociedad urbana en su conjunto ha sufrido un cambio sustancial.

El rápido crecimiento de la población urba­na es en gran parte resultado de la expansión de las ciudades. Entre las cinco categorías de zonas urbanas (es decir, zonas metropolitanas, grandes ciudades, ciudades medias, pequeñas ciudades y villas), el aumento m á s rápido de la población corresponde a estas últimas.

La acelerada expansión de las ciudades es ante todo resultado del desarrollo de la econo­mía mercantil. Desde la antigüedad no ha existido ni una sola ciudad en la que no se ejercieran actividades de intercambio de mer­cancías. Desde su comienzo, la ciudad fue un centro de distribución de mercancías y de pro­ductos agrícolas o derivados. Desde finales del decenio de los setenta, la reforma iniciada con la introducción del sistema de responsabilidad familiar impulsó el desarrollo de industrias no agrícolas y, a su vez, la especialización, sociali­zación y concentración de esas industrias no agrícolas fomentó la prosperidad y el desarro­llo de las villas. En las vastas zonas rurales, la villa se está convirtiendo en centro para la instalación de las empresas, la circulación de mercancías, las actividades financieras, los transportes, la comunicación y la información, desempeñando c o m o tal un papel clave. Por otra parte, en contraste con el desarrollo de las ciudades, siguen existiendo todavía barreras entre las zonas urbanas y las rurales (por ejem­plo, el registro de la población que limita la movilidad geográfica, el sistema de aprovisio­namiento en granos y productos alimenticios no esenciales, la vivienda, el sistema educati­vo, la asistencia médica, el empleo, la seguri­dad social, la protección del trabajo, etc.), y en ciertos casos las barreras son mayores. La re­forma ha acabado hasta cierto punto con las limitaciones que la anterior estructura econó­mica imponía a la circulación de elementos de producción, la prosperidad misma de la vida urbana exige la circulación de la fuerza de

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trabajo entre las zonas urbanas y las rurales y, especialmente, la transferencia de trabajadores rurales se está convirtiendo en una tendencia irresistible. Además, el desarrollo del comer­cio libre de los productos agrícolas y derivados crea los medios de subsistencia y las condicio­nes mercantiles propicias para que los agricul­tores trabajen y vivan en las zonas urbanas. D e acuerdo con las estadísticas, la transferen­cia de la m a n o de obra rural alcanzó su ritmo más rápido durante el período d 1981 a 1987 (9,9 millones de personas transferidas anual­mente). Sin embargo, después de 1984, el rit­m o de esa transferencia ha disminuido. Desde 1988 se observa una nueva tendencia consis­tente en el abandono de las ciudades por los trabajadores rurales y su vuelta al campo.

La capacidad de acogida de nueva pobla­ción por las ciudades sigue siendo aún consi­derable. Actualmente, la densidad de pobla­ción de las ocho principales ciudades de China es aproximadamente de 1.700 habitantes por kilómetro cuadrado, mientras que en las trein­ta mayores ciudades del planeta con una po­blación de dos millones de habitantes o más , la densidad media de población es de unas 3.300 personas por kilómetro cuadrado, es de­cir, aproximadamente el doble que en China. Dicho de otro m o d o , a medida que mejoran las infraestructuras y los servicios sociales en la ciudad, crece la capacidad de las grandes ciudades para acoger y concentrar a los nuevos habitantes. N o obstante, si tenemos presente que las grandes ciudades chinas soportan una pesada carga de población y que la tierra culti­vable es relativamente escasa, la urbanización en China debería consistir en desarrollar in­tensamente las ciudades medianas y pequeñas.

La transformación de una sociedad cerrada y semicerrada en otra abierta

El carácter cerrado o semicerrado de la socie­dad china en el pasado tiene diversas causas. La economía de los pequeños campesinos, ca­racterizada por la autosuficiencia y la semiau-tosuficiencia, determinaba la naturaleza cerra­da de la sociedad tradicional china. Después de la dinastía Song, el gobierno adoptó una política de puertas cerrada para mantener el declinante poder real. Y desde la prohibición

del comercio marítimo con el extranjero, bajo la dinastía Ming, hasta el sistema de comercio con el extranjero a través de un solo puerto (el de Cantón) bajo la dinastía Qing, esta política de puertas cerradas siguió siendo el principio básico de la nación. Por otro lado, gracias a sus vastos y ricos recursos naturales, China podía mantener un sistema de autosuficiencia moderada. El enfrentamiento con Occidente tras la guerra del opio fortaleció aún m á s la inclinación de la sociedad china a una política de puertas cerradas. Tras la fundación de la República popular, el gobierno hizo un gran esfuerzo por desarrollar el comercio interna­cional, pero durante un período bastante largo China estuvo aislada de Occidente, lo que la obligó con carácter sustitutivo a desarrollar sus relaciones económicas con otros países so­cialistas. Por desgracia, China y la Unión So­viética rompieron sus relaciones amistosas a comienzo de los años sesenta y China se vio forzada, una vez más , a elegir la senda de la autarquía y de la autosuficiencia en su desa­rrollo nacional.

La decisión de abrir el país al m u n d o exte­rior, adoptada por la tercera reunión plenaria del undécimo Congreso Nacional, en 1978, representó un cambio decisivo en la historia de China. Diez años después se adoptó un sistema de apertura general, a todos los niveles y con múltiples canales. 1) La llamada apertu­ra «general» consiste en abrirse no sólo a los países desarrollados del oeste, sino también a los países socialistas, del Asia sudoriental y del Tercer M u n d o , y no sólo en las zonas costeras, sino también en las regiones del interior. 2) La apertura «a todos los niveles» consiste en abrir el país al m u n d o exterior en cuatro planos o niveles y por orden temporal del sur al norte, del este al oeste y de las zonas costeras al interior. El primer nivel de apertura lo forma­ron Shenzhen, Zhuhal, Shantou y Hainan; el segundo nivel las catorce ciudades costeras; el delta del río de las Perlas, el triángulo de Fu-jian meridional, la península de Liaoning, la península de Shandong y las trece zonas eco­nómicas y tecnológicas abiertas constituyeron el tercer nivel; y el cuarto nivel se formó con las regiones del interior. Hasta ahora se han incluido en los tres primeros niveles las dos ciudades con administración estatal (Shanghai y Tianjin), veinticinco ciudades provinciales y 67 distritos con un total de 150 millones de

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China en un período de transformación social 465

Barrio nuevo en Beijing, China. Ph. Lafoni/s>gma

habitantes. 3) La apertura «por múltiples ca­nales» significa que China está desarrollando su comercio internacional, absorbiendo capi­tales extranjeros, introduciendo técnicas y m é ­todos de gestión avanzados, desarrollando los servicios y la cooperación en materia de traba­jo internacional y fomentando el turismo in­ternacional y las comunicaciones en todas sus formas y por todos los canales de relación exterior. Desde el comienzo de la reforma, China ha recibido 18.980 millones de dólares en inversiones extranjeras directas, ha creado m á s de 20.000 empresas extranjeras, ha con­traído créditos en el exterior por un valor de 45.820 millones de dólares y ha realizado in­versiones en 550 proyectos de construcción (entre ellos aeropuertos civiles, ferrocarriles, carreteras, puertos, campos petrolíferos, redes eléctricas y factorías químicas). E n 1989 el número de turistas extranjeros que visitaron China alcanzó la cifra de 24.501.400, es decir,

que se multiplicó aproximadamente por 13 respecto de 1978 (1.809.200).

La apertura al m u n d o exterior estimuló en gran medida el desarrollo del comercio con el extranjero. Durante los tres decenios que van de 1950 a 1979 el valor del comercio exterior representó sólo el 1 0 % de la renta nacional. En cambio, en 1989, la cifra había aumentado al 31,7%. En el decenio de 1978 a 1988, la renta nacional de China se multiplicó por 2,9, mientras que el valor total del comercio exte­rior se multiplicaba por 9,8, pasando de 38.100 millones de dólares en 1980, a 115.400 millones de dólares en 1990, mientras el valor de las exportaciones aumentaba de 18.100 mi­llones de dólares a 62.100 millones de dólares. Por su parte, la composición de las exportacio­nes experimentó también un enorme cambio, pasando la proporción de los productos m a n u ­facturados en el valor total de las exportacio­nes del 49,7 % en 1980 al 74,5 % en 1990.

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466 Li Peilin

La transformación de una sociedad cerrada o semicerrada en una sociedad abierta no se caracteriza solamente por la apertura al m u n ­do exterior, sino también por la apertura a la realidad interna, que se manifiesta en una m a ­yor movilidad social. El nivel de movilidad social es un rasgo importante que distingue a una sociedad cerrada de otra abierta y a una sociedad tradicional de otra moderna. Hasta ahora, la ideología china consideraba la movi­lidad social y la estabilidad como ideas contra­dictorias, tendía a hacer hincapié en la impor­tancia de la estabilidad estructural en la orga­nización y la gestión de la sociedad y se esforzaba por limitar la movilidad social. C o m o resultado de ello, el lugar de nacimien­to, el origen familiar y el desempeño de un puesto determinaban frecuentemente la situa­ción profesional de toda una vida. El afloja­miento de la política gubernamental y la refor­m a del sistema de educación, de empleo y de distribución de la renta han hecho m á s racio­nal la movilidad de la m a n o de obra. Actual­mente existe una población flotante de 20 mi­llones de personas aproximadamente. Sólo en Beijing, esa población alcanza la cifra de un millón. Resulta inadecuado llamar a los cam­pesinos de las ciudades «trabajadores flotantes invisibles» porque, con el desarrollo de la so­ciedad humana, es un rasgo natural de la m o ­vilidad social y de la transferencia de la m a n o de obra el hecho de que los campesinos se trasladen a las ciudades en busca de un e m ­pleo. N o sirve de nada tratar de impedirles que se instalen en las ciudades. El gobierno debería más bien sacar el mejor partido de la situación y tratar de resolver el problema m e ­diante la reforma organizativa, especialmente fomentando el crecimiento de las ciudades y atenuando las diferencias de estructura organi­zativa entre la ciudad y el campo.

La apertura a la realidad interna depende de dos importantes canales de información y comunicación: la circulación de mercancías y los medios de información de masas. En 1989, el valor total del comercio al por menor del país alcanzó la cifra de 810.140 millones de yuanes, cifra más de cuatro veces superior a la de 1978 (155.860 millones de yuanes), siendo aún mayor el aumento del valor del comercio al por menor rural (cifra 4,6 veces superior a la de 1978). El aumento del volumen de la circu­lación de mercancías no es simplemente un

fenómeno económico; dado que las mercan­cías son portadoras de tecnología y de infor­mación, ese incremento contribuye a extender la tecnología moderna, los estilos de vida y los valores sociales.

El desarrollo de los grandes medios de in­formación ha desempeñado también un papel importante en la apertura de la sociedad chi­na. Gracias a ese desarrollo se han abierto al m u n d o exterior las zonas rurales y las ciuda­des que antes vivían de espaldas a él. D e acuerdo con las estadísticas, en 1978 los pro­pietarios de aparatos de radio y de televisión representaban sólo el 7,8 % y el 0,3 % respecti­vamente, de las familias; diez años después eran el 23,9 y el 13,2 respectivamente. En 1989, las radios nacionales cubrían el 70,6% de la población y la televisión el 75,4 %. D e 1978 a 1988, el número de estaciones de tele­visión aumentó de 32 a 422 en toda la nación y el de estaciones de radio, de 93 a 461. Gra­cias a la radio y a la televisión, las vasta zonas rurales antes aisladas han quedado conectadas con todo el mundo . Ello ha originado grandes cambios en la estructura de los conocimientos y en las expectativas sociales de los agriculto­res, mostrándose los jóvenes cada vez m á s descontentos con las limitaciones que pade­cían las zonas rurales.

La transformación de una sociedad homogénea y unitaria en otra heterogénea y diversificada

Este tipo de transformación no es un fenóme­no temporal y transitorio, sino una tendencia natural del desarrollo social y un proceso gra­dual de cambio en la estructura social. Ese proceso debe ir acompañado de un aumento del grado de integración social (en lo esencial, se trata del aumento de la capacidad de asimi­lación social). Desde la reforma, la aceleración de la diferenciación social ha revestido nuevas formas con el desarrollo de la economía nacio­nal.

En relación con la propiedad de los medios de producción, se ha abandonado la vieja idea de que, cuanto más «pura» sea la propiedad pública tanto mejor, y se ha creado una nueva estructura en la que coexisten múltiples tipos de propiedad, siendo la propiedad pública el factor principal. En general, antes de la refor-

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China en un período de transformación social 467

m a existían sólo dos formas de propiedad pú­blica: la propiedad estatal y la colectiva. La reforma acabó con la estructura económica de la propiedad c o m o monopolio público. C o m o resultado de ello se desarrolló rápidamente la propiedad individual y, posteriormente, se ad­mitió la propiedad privada de unidades de producción con m á s de siete empleados. Tras la creación de las zonas económicas especiales y la apertura de las regiones costeras, se crea­ron empresas mixtas y empresas extranjeras independientes. Mientras tanto, la misma pro­piedad pública adoptaba también diversas for­m a s y surgían una serie de organizaciones eco­nómicas en las que se entrecruzaban lo rural y lo urbano, los diversos tipos de propiedad y las distintas regiones y sectores económicos. A c ­tualmente, el nuevo sistema económico está formado por múltiples elementos económicos de propiedad estatal, propiedad colectiva, pro­piedad individual, propiedad privada y pro­piedad conjunta (incluida la propiedad con­junta del Estado y las colectividades del Esta­do y los individuos, de las colectividades y los individuos, de China y de los países extranje­ros, de los chinos de ultramar y los hombres de negocios de H o n g Kong y Macao , y de varias compañías extranjeras). Los cambio en la es­tructura de la propiedad y una mejor división del trabajo han originado cambios en la estruc­tura del empleo, reflejados no sólo en las clasi­ficaciones profesionales, sino también en las formas de vida, la renta, el nivel de educación, los modos de consumo, los contactos interper­sonales y otros aspectos de los distintos grupos profesionales. Se ha modificado la gran h o m o ­geneidad de la estructura profesional anterior a la reforma, orientándose hacia una mayor diversificación. Hasta ahora han surgido las grandes agrupaciones profesionales de obre­ros, cuadros, campesinos, intelectuales, m i e m ­bros de las profesiones liberales, gestores de empresa, agricultores individuales y propieta­rios privados de empresa. Dentro de estos sub-grupos pueden distinguirse, por ejemplo, los que trabajan en empresas estatales, empresas colectivas urbanas, empresas rurales y urbanas y empresas privadas. La diversificación de la estructura del empleo ha traído consigo la di-versificación de las demandas y los intereses de la población. C o m o resultado de ello, son cada vez más abiertos los conflictos de intere­ses entre lo distintos grupos profesionales.

Desde los comienzos de la reforma, los «agricultores» según la definición tradicional han experimentado los cambios m á s notorios. N o cabe duda de que China es una nación agrícola. Pero durante un largo período solía­m o s afirmar que el 80 % de los chinos eran agricultores. Ésta es una afirmación que hay que examinar particularmente. Tal c o m o se utilizaba hasta ahora, la palabra «agricultores» quiere decir «habitantes de las zonas rurales» que no viven del grano facilitado por el Esta­do. Pero, en realidad, los «agricultores» según la definición tradicinal han sufrido un cambio profundo en lo que atañe a la diferenciación profesional. En gran medida, la expresión «ha­bitantes de las zonas rurales» sirve sólo para indicar el registro de la residencia familiar; esos habitantes se clasifican hoy en ocho capas profesionales con intereses diferentes: trabaja­dores agrícolas, obreros rurales (que trabajan en las empresas rurales o villas urbanas), e m ­pleados privados, intelectuales rurales, h o m ­bres de negocios rurales, propietarios de e m ­presas privadas rurales, gestores de empresas rurales y urbanas, y administradores rurales. Actualmente, la distribución de la población activa rural es la siguiente: los agricultores representan aproximadamente el 55-57% del total, los trabajadores de empresas rurales y urbanas aproximadamente el 24 %, los e m ­pleados privados rurales aproximadamente el

4 %, los intelectuales rurales m á s o menos el 1,5-2%, los hombres de negocios rurales un 5 %, los propietarios de empresas privadas ru­rales un 0,1-0,2%, los gestores de empresas rurales y urbanas el 3 %, y los administradores rurales aproximadamente el 6 %.

Paralelamente a la diferenciación estructu­ral de los grupos profesionales, ha cambiado también la estructura organizativa. Antes de la reforma, la estructura organizativa dominante en China se caracterizaba por una gran con­centración de poder en la que se combinaban la dirección del partido y la administración, por un lado, y la administración y la gestión, por otro. D e acuerdo con ese sistema, el Esta­do recurría a los medios administrativos para organizar la producción industrial y agrícola. Después de la reforma, el poder se repartió entre la dirección del partido y la administra­ción y entre la administración y la gestión, y se delegaron a las empresas m á s poderes que an­tes, creándose así un nuevo sistema organizati-

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468 Li Peilin

vo con formas diversificadas y funciones espe­cializadas. El cambio m á s destacado es el que ha sufrido la organización de la empresa, se­gún muestran en las tres características de los siguientes apartados.

1. Transformación estructural de la organización de las empresas

Las empresas estatales pasaron a ser de pro­ductoras de productos a productoras de mer­cancías, de ejecutoras de las órdenes estatales sin autonomía financiera a agentes económi­cos independientes con todos los derechos y responsabilidades correspondientes a sus acti­vidades económicas. C o n la separación entre la propiedad y organización de la producción, se adoptaron varios nuevos sistemas de ges­tión. U n o de ellos es el sistema de contratos, en virtud del cual la masa salarial total fluctúa de acuerdo con el éxito económico de la e m ­presa si paga impuestos públicos y lleva a cabo las transformaciones tecnológicas que se le se­ñalen. El segundo es el sistema de arriendo, todavía a prueba, destinado principalmente a las empresas modestas que realizan beneficios. Actualmente existen todavía una serie de difi­cultades para evaluar las empresas de propie­dad privada. El tercer nuevo sistema de ges­tión es el de la sociedad anónima, todavía en fase de estudio. L o que se intenta práctica­mente con este sistema no es simplemente co­lectar el dinero improductivo del público y de los trabajadores, sino sobre todo hacer que la empresa sea el propietario legal de sus bienes, siendo el Estado el propietario último. Actual­mente, dado que la mayoría de las empresas gozan de autonomía de funcionamiento, plena responsabilidad por los beneficios y las pérdi­das, posibilidad de acumular capital y posibili­dad de autorregularse en diversos grados, la estructura interna de las empresas chinas ha sufrido un cambio profundo.

2. Gran expansión de las organizaciones empresariales

a) Los bancos, las organizaciones de ventas a plazos, las compañías de seguros, las aso­ciaciones de abastecimiento y ventas, y los servicios postales y de telecomunicaciones han abandonado sus antiguos métodos ad­ministrativos y adoptado los sistemas de

gestión empresarial y, por tanto, se están convirtiendo en medios económicos impor­tantes de macrogestion y de regulación.

b) Existen varios tipos de grupos empresaria­les interregionales e interindustriales que participan activamente en las actividades organizativas de la vida económica c o m o agentes de la economía.

c) Algunos periódicos, revistas, editoriales, es­taciones de radio y de televisión, y otras organizaciones con fines no lucrativos, han adoptado también sistemas de gestión e m ­presarial.

3. Expansión de la organización empresarial en las zonas rurales

Esta expansión se manifiesta no sólo en el desarrollo de las empresas de aldea y de villa, sino también en el hecho de que numerosas organizaciones de servicios relacionadas con la producción han adoptado los métodos y los sistemas de gestión empresariales. E n algunas de las regiones sudorientales con un alto nivel de desarrollo económico, la agricultura se ha convertido en una rama de la producción con métodos de organización empresarial.

Los tipos de comunidades están m á s diver­sificados que antes. Junto a los tres sistemas regionales primitivos que existen en las regio­nes orientales, centrales y occidentales de Chi­na, las comunidades se han diferenciado en su estructura interna, las diferencias entre ellas en cuanto a nivel de desarrollo se están agran­dando y los conflictos de intereses que las separan son ahora m á s evidentes. Por lo que se refiere a los modelos de desarrollo, las c o m u ­nidades siguen hoy distintos caminos para de­sarrollar las empresas rurales y urbanas, el comercio, el turismo, el comercio exterior, los puertos, las empresas mixtas, etc.

Transformación de una sociedad moral en otra legal

La moralidad y la legalidad son dos aspectos de la m i s m a cosa: la primera consiste en la autorregulación interna y la segunda en la coerción externa. Pero durante largo tiempo la moralidad fue la característica de la sociedad china. L a gente tendía a juzgar la racionalidad de las acciones por la moralidad de la coopera-

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China en un período de transformación social 469

ción humana y consideraba que la función de la ley era simplemente castigar. N o se distin­guían las normas morales de las leyes privadas o los asuntos públicos de las acciones indivi­duales. Junto a la ley y al contrato, los senti­mientos individuales y el status social desem­peñaban también un papel importante en la asociación de las personas con vistas a la ac­ción pública. La entera estructura social era c o m o un red formada por sentimientos indivi­duales en la que los parientes, los amigos, los compatriotas y los colegas formaban una serie de pequeños círculos de interés mutuo. Este rasgo sigue teniendo una influencia importan­te en la sociedad china. Todavía siguen estan­do m u y generalizados fenómenos anormales c o m o la recomendación, la solicitación, el so­borno y las comisiones. En numerosos distri­tos los gastos por alimentación y alojamiento de los invitados alcanzaban la cifra de casi un millón de yuanes anuales y en gran número de empresas los «gastos para relaciones públicas» solían oscilar entre decenas y centenas de mi ­les de yuanes. Las relaciones interindividuales basadas en los sentimientos personales y en la posición social han originado numerosas con­tradicciones entre la política y la ley y entre la racionalidad y la legalidad.

Sin embargo, esta situación está cambian­do gradualmente. La sociedad china se halla en vías de transformarse de una sociedad m o ­ral en otra legal, lo que en esencia equivale a pasar del imperio personal al imperio de la ley. Desde que se inició la reforma, el gobierno chino ha promulgado un código penal, un có­digo de procedimiento criminal, un código ci­vil, un código de procedimiento civil, una ley de organización del Estado, una ley del contra­to de negocios, una ley de la empresa, una ley de marcas comerciales, una ley de patentes, una ley de empresas mixtas entre China y los países extranjeros, una ley de empresas de ex­portación, una ley de contratos para negocios con extranjeros, una ley del impuesto sobre la renta, una ley de quiebra, una ley de protec­ción del medio ambiente, una ley de bosques, una ley del matrimonio, una ley del servicio militar, una ley de la herencia, una ley de autonomía regional de las nacionalidades mi ­noritarias, una ley de nacionalidad, una ley de educación obligatoria, una ley de procedi­miento administrativo y otras varias leyes im­portantes. D e 1978 a 1990, el Congreso Nacio­

nal y su Comité Permanente aprobaron más de 70 leyes. Durante el mi smo período, el Consejo de Estado promulgó más de 700 leyes y reglamentos administrativos. Además , las provincias, las regiones autónomas y las ciuda­des de administración estatal promulgaron más de 1.000 leyes locales. La ley se ha conver­tido en el criterio al que la gente debe atenerse para juzgar las cuestiones, y se ha modificado de arriba abajo el antiguo sistema de adminis­tración sin leyes. Sin embargo, la existencia de leyes no quiere decir que todas las cuestiones se resuelvan legalmente. D e acuerdo con los estudios y estimaciones realizados, sólo el 50 % aproximadamente de las leyes y regla­mentos promulgados hasta ahora desempeñan un papel en la vida social y sólo un 5 % de las leyes son conocidas de la gente.

En las zonas rurales donde las relaciones de parentesco y geográficas funcionan como vínculos dentro de la red de relaciones socia­les, las relaciones laborales y profesionales se están volviendo cada vez más importantes con el desarrollo de la economía y la apertura de la sociedad. Gran número de campesinos han abandonado sus aldeas y casas para trabajar en las empresas del campo o de las ciudades, o para dedicarse a los negocios o a las industrias del servicio; estas relaciones de trabajo les han puesto en contacto con el m u n d o exterior. Los campesinos han aprendido a realizar negocios mediante contratos, acuerdos, certificados de crédito, letras y otros documentos legales. Se­gún las estadísticas, el número de contratos de negocios protocolizados ante notario alcanzó, después de 1985, la cifra de dos millones anua­les, una gran parte de ellos firmados por habi­tantes de las zonas rurales. En 1987 se proto­colizaron 1.896.752 contratos de negocios, el 30 % aproximadamente de los cuales eran con­tratos de carácter agrícola (relativos al cultivo, la silvicultura, la ganadería, la pesca y otras actividades de producción semejantes).

La popularización de las leyes y los regla­mentos económicos es un indicio esencial de que una sociedad se rige por la ley. Con el desarrollo de la economía de mercado, China ha implantado un orden legal general, regulan­do por medio de varias leyes las responsabili­dades, los derechos y los beneficios de los dis­tintos agentes económicos. Esas leyes son las que regula el crédito mercantil, el crédito ban-cario, el crédito estatal, las acciones de socie-

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dades, los arrendamientos y los contratos, los convenios laborales, etc. A medida que la eco­nomía se socializa cada vez más bajo el impe­rio de la circulación monetaria y del crédito, las leyes se vuelven m á s imperativas. Actual­mente, las leyes desempeñan un papel impor­tante en las esferas de la macrogestion, de la organización de empresas, de la ordenación del mercado, de los contratos, de los títulos y valores, de los impuestos, de las quiebras y de la protección de los consumidores. Desde que la reforma se inició, las normas y reglamentos económicos representan más del 50 % de las leyes nacionales y locales y de los reglamentos administrativos.

E n este proceso de transformación social han cambiado también los valores aceptados por la gente. La concepción tradicional del

gobierno personal, el sentido de separación entre el derecho y la responsabilidad y la des­confianza en los procedimientos judiciales se han debilitado. La gente se ha liberado de las creencias tradicionales, las normas morales, las órdenes administrativas, los deseos de las autoridades y otras formas de «orden casi le­gal» y empiezan a recurrir a las leyes c o m o medios racionales para determinar los dere­chos y las responsabilidades y para mantener el orden social. A medida que avance la m o ­dernización, las leyes acabarán con las ideas tradicionales de «castigar el crimen» y « m a n ­tener el orden» y se convertirán en los princi­pios rectores de la creación y la organización de una nueva sociedad.

Traducido del inglés

*Este texto es parte del Informe sobre el desarrollo social preparado por el Grupo de Investigaciones sobre el Desarrollo Social de la Academia de Ciencias Sociales de China.

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Servicios profesionales y documentales

Calendario de reuniones internacionales La redacción de la Revista no puede ofrecer ninguna información complementaria sobre estas reuniones.

1992

30 agosto-3 sept. Bombay (India)

International Federation on Ageing: 1 .a Conferencia Global Conference Secretariat «Kesari», 568 Narayan Peth, Pune 411 030 (Inde)

30 agosto-5 sept Nueva Delhi Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios y de Biblio­tecas: 58.a Conferencia general (Tema: La biblioteca y las perspectivas de la política informativa) ¡FLA, P . O . Box 95312, 2509 C H La Haye (Pays-Bas)

31 agosto-4 sept Lovaina (Bélgica)

Universidad de Lovaina; Facultad de Letras: 2 . a Conferencia interna­cional sobre la conservación y la pérdida de las lenguas minoritarias. Steunpunt Nederlands ais Tweede Taal, Faculté des lettres. Université de Louvain, Blijde ¡nkomststraat 7, 3000 Louvain (Belgique)

Septiembre París Association française de science politique: Congreso. AFSP, 224 Bid Saint-Germain, 75007 Paris (France)

2-5 sept Pisa (Italia)

G r u p o europeo de administración pública: Conferencia. GEAP c/o USA, rue Defacqs 1, BP 11, 1050, Bruxelles (Belgique)

13-20 sept Jerusalén Fédération international pour l'habitat, l'urbaisme et l 'aménagement des territoires: 4 2 . a Congreso mundial. FIHUAT, 43 Wassenaarseweg, 2596 C G La Haye (Pays-Bas)

16-20 sept Heidelberg Universidad de Heidelberg: 1.a Conferencia internacional de estudios (Alemania) europeos. Prof. A.J.R. Rurheford College, University of Kent, Canter­

bury, CT2 7NX (Great Britain)

14-16 oct Paris European Business Ethics Network; Centre d'éthique de l'entreprise; Asociación profesional de sociólogos: Coloquio internacional (Tema: Las responsabilidades de los agentes económicos en la configuración de las ciudades) Colloque EBEN, Londez Conseil, 116 Av. Gabriel Péri, 93400 Saint-Ouen (France)

R I C S 133/Septiembre 1992

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472 Servicios profesionales y documentales

17-21 oct Toronto (Canadá)

Asociación norteamericana de educación ecológica: Congreso mundial sobre educación v comunicación en medio ambiente sobre el desarrollo. ECO-ED 191 rue Niagara, Toronto M5V 1C9 (Canada)

15-20 nov Nueva York Association for the Advancement of Policy, Research and Development ( E E . U U . ) in the Third World: Conferencia 1992 sobre el nuevo orden mundial.

U n desafío para la dirección internacional. Mekki Mtewa, Assoc, for the Advancement of Pollex, Research and Development in the Third World, P.O. Box 70257. Washington. DC 20024-0257 (USA)

23-27 nov Niamey Programa internacional Geosfera-Biosfera: Conferencia regional de África. IGBP Secretariat, The Roval Swedish Academy of Sciences. P.O. Box 50005. 104 05 Stockholm (Sweden)

1993

Trier (Alemania)

Centro de Estudios Europeos: 2.a Conferencia europea de Ciencias Sociales. Centre d'études européenes. Prof. Bernd Hamm. Universidad de Trier. BP. 3825. D-5000 Trier (Alemania)

Abril Aberdeen Grupo de Estudios Africanos de la Universidad de Aberdeen: Coloquio (Gran Bretaña) sobre los mapas y África. J. Stone, Director, Aberdeen Univ. African

Studies Group. G10 Old Brewery, King's College, Aberdeen, AB9 2UF (Gret Britain)

27 junio-3 julio Okinawa (Japón)

Asociación Científica del Pacífico: 7.° Congreso (Tema: El Pacífico. Encrucijada de cultura y naturaleza). PSA, P.O. Box 17801, Honolulu, HI 96817-0801 (USA)

22-27 agosto Budapest Neue Kriminologische Gesellschaft: 11,° Congreso internacional de cri­minología HJ. Kerner, NKG-Bureau, Corrensstr. 34, D-7400 Tübingen (Alemania)

23-27 agosto Chiba (Japón)

Federación mundial de salud mental: Congreso mundial (Tema: La salud mental en el siglo X X I : tecnología, cultura y calidad de vida) WFMH'93 Japan, c/o Ínter Group Corp., Akasaka Yamajatsu Bldg, 8-5-32, Akasaka, Minato-ku, Tokyo 107 (Japan)

28 agosto-3 sept México 12.° Congreso internacional de ciencias antropológicas y etnológicas: Las dimensiones culturales y biológicas del cambio global Dr. L. Manzanilla, UNAM, Ciudad Universitaria, 04510 México DF (México)

1994

Cuba Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios y de Biblio­tecas: Conferencia general IFLA, P.O. Box 95312, 2509 CH La Haye (Pays-Bas)

20-26 agosto Manchester (Gran Bretaña)

6 Congreso internacional de ecología The Secretary, 6th Internat. Congress of Ecology, Dept. of Environmental Biology, The University, Manchester, MI4 9PL (Great Britain)

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Servicios profesionales y documentales 473

22-26 agosto Praga Unión Geográfica Internacional: Conferencia regional sobre el entorno y la calidad de vida en Europa central Dr. T. Kucera, Seer, of the Organizing Committee, IGC, Albertov 6, 128 43 Praga (Checoslovaquia)

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Libros recibidos

Generalidad, documentación, ciencia y conocimiento

Council for the Development of Eco­nomic and Social Research in Africa / Conseil pour le développement de la recherche économique et sociale en Afrique. Bibliography of Gover­nance / Bibliographie sur la gouver­nance. Dakar, C O D E S R I A , 1992, 46 p.

European Association of Develop­ment Research and Training Institu­tes. Strengthening Cooperation in Documentation for Development / Le renforcement de la coopération en matière de documentation sur l dévelopement. Bergen, Chr. Michel-sen Institute, 1992. 211 p.

International Council of Scientific Unions. Yearbook 1992. Paris, ICSU, 1992. 399 p.

International Development R e ­search Centre; Swedish Agency for Research Coopertion with Develo­ping Countries. Research: Knowled­ge in the Pursuit of Change. Stock­holm, S A R E C ; Ottawa, I D E C , 1991. 79 p.ill.

Psicología, ética

Verdier, Raymond (édité par). Le serment, v.l: Signes et fonctions; v.2: Théories et devenir. Paris, Edi­tions du Centre national de la re­cherche scientifique, 1991. 457 p; 484 p.bibl.index. 500 F. 2 v.

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Ciencias sociales

Diesing, Paul. How Does Social Science Work? Reflections on Prac­tice. Pittsburgh, University of Pitts­

burgh Press, 1991. 414 p.bibl.in-dex.

United Nations Economic and So­cial Commission for Asia and the Pacific. Status of Elderly Women in the Asian and Pacific Region. N e w York, United Nations, 1991. 65 p.figs.

Sociología

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Tinbergen, Jan. Entering the Third Millenium: Some Suggestions. Rot­terdam, P.J. Fijan Publications. 40p. 16.95 Dfl.

Población

United Nations Department of In­ternational Economic and Social Af­fairs. Concise Report on the World Population Situation in 1991 with Special Emphasis on Age Structure. N e w York, United Nations, 1991. 33p.fig.glos.tabl.

- . - . Long-Range World Population Projections: Two Centuries of Popu­lation Growth, 1950-2150. N e w York , United Nations, 1992. 35p.fig.tabl.

Ciencia política

Dikötter, Frank, The Discourse of Race in Modern China. London, Hurst and Co . , 1992. 25 lp.bibl.in­dex. £18.50.

Ciencias económicas

Calagione, John; Francis, Doris; Nugent, Daniel (eds.). Worker's Ex­pressions: Beyond Accommodation and Resistance. Albany, State Uni­versity of N e w York Press, 1992. 233p.ill.bibl.index. $16.95.

Carlsson, Bo; Henriksson, Rolf G . H . (eds). Development Blocks and Industrial Transformation: The Dahménian Approach to Economic Development. Stockholm, Almqvist and Wiksell International /for/ The Industrial Institute for Economic and Social Research, 1991. 154 p.bil. 230 S E K .

Eberts, Randall W . ; Groshen, Erica L . (eds.). Stuctural Changes in U.S. Labour Markets: Causes and Con­sequences. London; Armonk , M . E . Sharpe, 1991. 234p.fig.tabl.bibl.in-dex $39.95.

RICS 133/Septiembre 1992

Page 137: La Sociología Histórica

476 Libros recibidos

Gibbon, Peter; Bangura, Yusuf; Ofs-tad, Arve (eds.). Authoritarianism, Democracy and Adjustment: The Politics of Economic Reform in Afri­ca. Uppsala, Nordiska Afrikainsti-tutet, 1992. 236 p.tabl. (Seminar Proceedings, 26).

Heuzé, Gérard (études réunies par). Travailler en Inde / The Context of Work in India. Paris, Editions de l'Ecole des hautes études en scien­ces sociales, 1992. 361p.ill./carta (Coll. Purusartha, 14). 190 F .

International Labour Office. Tea­chers in Developing Countries: A Survey of Employment Conditions. Geneva ILO, 1991. 167 p.ill.tabl. 22.50 Sw.Fr .

- . - . Workers' Education in Action: Selected Articles from Labour Edu­cation - A Workers' Educational Manual. Geneva, ILO, 1991. 249 p.ill.tabl. 20 Sw.Fr.

Kolberg, Jon Eivind (ed.). Between Work and Social Citizenship. Ar-m o n k : London, M . E . Sharpe, Inc., 1991. 199 p.fig.tabl.index.

Le Grande, Julian; Propper, Carol; Robinson, Ray. The Economics of Social Problems, 3rd ed. London, Macmillan, 1992. 262 p.fig.bibl. in­dex.

Pyke, F.; Sengenberger, W . (eds.). Industrial Districts and Local Eco­nomic Regeneration. Geneva, Inter­national Institute for Labour Stu­dies, 1992. 294 p. 35 Sw.Fr.

United Kingdom. Department of Employment. Institute for Employ­ment Research. The Development of Local Labour Market Typologies: Classifications of Travel-to-Work Areas, by Anne Green, David O w e n and Chris Hasluck. London, D e ­partment of Employment , 1991. 106 p.fig. (Research Paper, 84).

United Nations Cetre on Transna­tional Corporations. The Determi­nants of Foreign Direct Investment: A Survey of the Evidence. N e w York, United Nations, 1992. 82 p.

United Nations Economic and So­cial Commission for Asia and the Pacific. Socio-Economic Aspects of

Youth Unemployment in Asia and the Pacific. N e w York, United N a ­tions, 1991. 60 p.tabl.

United Nations Economic and So­cial Commission for Asia and the Pacific; United Nations Develop­ment Programme. Inter-Organiza­tional Coordination for Human Re­sources Development Policy-Mar­king, Planning and Programming. N e w York, United Nations, 1991. 87 p.fig.tabl.

Derecho

Amnesty International. Inde: Tortu­re, viols et morts en détention. Paris, Les Editions francophones d ' A m -nesty International, mars 1992. 127 p.ill. 35 F.

Kutukdjian, Georges B . ; Papisca, Antonio (eds.). Rights of Peoples/ Diritti dei Popoli/Droits des peu­ples. Padova, Centro di studi e di formazioni sui diritti dell'uomo e dei popoli dell'Universita di Pado­va, 1991. 217p. 29.000 L .

Le Vatican. Conseil pontifical «Jus­tice et Paix». Le droit au développe­ment: Textes conciliaires et pontifi­caux (1960-1990). Cité du Vatican, Conseil pontifical «Justice et Paix», 1991. 117p.

United States Institute of Peace. Biennial Report. 1991. Washington, United States Institute of Peace, 1992, 177 p.ill.

Previsión y acción social

United Nations Economic and So­cial Commission for Asia and the Pacific. Asian and Pacific Ministe­rial Conference on Social Welfare and Social Development, 4th. Mani­la 7-11 octu. 1991.: Proceedings. N e w York, United Nations, 1991. 323p.

- . - . Promotion of Community Awa­reness for the Prevention of Prostitu­tion. N e w York, United Nations, 1991. 102 p.tabl.

- . - . Self-help Organizations of Disa­bled Persons. N e w York, United Nations, 1991. 277 p.ill.tabl.

Educación

Escotet, Miguel; Albornoz, Orlando. Educación y desarrollo desde la perspectiva sociológica. Salamanca, Universidad iberoamericana de postgrado, 1989. 412 p.fig.bibl.

Etnología

Scantamburlo, Luigi. Etnología dos Bijagós da Ilha de Bubaque. Lisboa, Instituto de investigaçao científica tropical; Bissau, Instituto nacional de estudos e pesquisa, 1991. 109 p.ill./car.bibl.

Salud

World Health Organization. Regio­nal Office for Europe. Food and Health Data: Their Use in Nutrition Policy-Making. C o p e n h a g e n , W H O , 1991. 171 p.fig.tabl. ( W H O Regional Publications European Series, 34). 26 Sw.Fr .

- . - . Health Promotion Research: Towards a New Social Epidemio­logy, ed. by B . Badura and Ilona Kickbusch. Copenhagen, W H O , 1991. 496 p.fig.tabl. (European Se­ries, 37). 78 Sw.Fr.

Historia

Ayala, José Antonio. La masonería de obedencia española e Puerto Rico en el siglo XIX. Murcia, Universi­dad de Murcia, 1991. 368 p.index.-bibl.

Guerra Martínez, A n a María. Gue­rre e indefensión: Realidad y utopía en la Antigua Provincia de la Man­cha Alta durante la primera guerra civil española. Murcia, Universidad de Murcia, 1991. 96p.bibl.

Veas Arteseros, María del Carmen. Fiscalidad concejil en la Murcia de fines del medievo. Murcia, Univer­sidad de Murcia, 1991. 227p.

Page 138: La Sociología Histórica

Publicaciones recientes de la U N E S C O (incluidas las auspiciadas por la U N E S C O * )

Anuario estadístico de la UNESCO 1991. París, U N E S C O , 1991. 1092 p. 375 F.

Bibliographie internationale des sciences sociales: Anthropologie / International Bibliography of the Social Sciences: Anthropology, vol. 34, 1988. London; N e w York, R o u -tledge /for/ The British Library of Political and Economic Science; The Internat. Committee for Social Science Inform, and D o c , 1992. 242p. (Diffusion: Offilib, Paris). 1120F.

Bibliographie internationale des sciences sociales: Sciences économi­ques / International Bibliography of the Social Sciences: Economics, vol. 37, 1988. London; N e w York, Rou-tledge /for/ The British Library of Political and Economic Science; The Internat. Committee for Social Science Inform, and D o c , 1992. 520 p. (Diffusion: Offilib, Paris). 1120 F.

Bibliographie internationale des sciences sociales: Science politique / International Bibliography of the Social Sciences: Political Science, vol. 37, 1988. London; N e w York, Routledge /for/ The British Library of Political and Economic Science; The Internat. Committee for Social Science Inform, and D o c , 1992. 322p. (Diffusion: Offilib, Paris). 1120F.

Bibliographie internationale des sciences sociales: Sociologie / Inter­national Bibliography of the Social Sciences: Sociology, vol. 38, 1988. London; N e w York, Routledge /for/ The British Library of Political and Economic Science; The Internat. Committee for Social Science In­

form, and D o c , 1992. 318p. (Diffu­sion: Offilib, Paris). 1120 F .

Comunicación, tecnología y desa­rrollo, por Hamid Mowlana y Lau­rie J. Wilson. París, U N E S C O 1991. 60p. 55 F.

Directory of Social Science Informa­tion Courses, 1st ed. / Répertoire des cours d'information dans les sciences sociales / Repertorio de cur­sos en información en ciencias so­ciales. Paris, U N E S C O ; Oxford, Berg Publishers Ltd, 1988. 167p. (World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'information en sciences sociales / Repertorios mundiales de informa­ción sobre las ciencias sociales). En­cuadernado 100 F .

Educación y desarrollo: Estrategias y decisiones en América Central, por Sylvain Lourié. Paris U N E S ­C O ; Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1991. 247 p.fig.-cuadros. 120 F.

La enseñanza, la reflexión y la in­vestigación filosófica en América Latina y el Caribe. París, U N E S ­C O , Madrid, Tecnos, 1991. 247p. 110F.

Estudios en el extranjero / Study Abroad / Etudes à l'étranger, vol. 27. Paris, U N E S C O , 1991. 1278 p. 92 F.

Index translationum, vol. 38, 1985. Paris, U N E S C O , 1991. 1207p. 350

Informe de la comunicación en el mundo. Paris, U N E S C O , 1990. 54p.bibl.indices. 348 F.

Noves tecnologies i desafiament so­cio-economic / Nuevas tecnologías y desafio socioeconómico / New Tech­nologies and Socioeconomic Cha­llenge / Technologies nouvelles et enjeux socioeconomiques / Nuove tecnología e sfida socioeconómica, ed. por Maria Angels Roque. Barce­lona, Generalität de Catalunya; Ins­titut Cátala d'Estudis Mediterranis, 1991. 525p.fig. (Col. de estudios y simposios).

Políticas sociales integradas: Ele­mentos para un marco conceptual interagencial. Caracas, Unidad Re­gional de Ciencias Humanas y So­ciales para América Latina y el Ca­ribe, 1991, 37p. (Serie estudios y documentos U R S H S L A C , 10).

Qué empleo para los jóvenes? Hacia estrategias innovadoras, por A . Touraine, J. Hartman, F. Hakiki-Talabite, Le Than-Khôi, B . Ly y C . Braslavsky. Paris. U N E S C O ; M a ­drid, Tecnos, 1991. 219p.cuadros 100 F.

Repertorio internacional de organis­mos de juventud, 1990 /Répertoire international des organismes de jeu­nesse / International Directory of Youth Bodies, Paris, U N E S C O , 1990. 477p. index. 140 F .

Selective Inventory of Social Science Information and Documentation Services, 1988, 3rd ed. / Inventaire sélectif des services d'information et de documentation en sciences socia­les / Inventario de servicios de infor­mación y documentación en cien­cias sociales. Paris, U N E S C O ; O x ­ford, Berg, 1988. 680p. (World So­cial Science Information Directo­ries / Répertoires mondiaux d'in­formation en sciences sociales /Re-

Cómo obtener estas publicaciones: a) Las publicaciones de la U N E S C O que lleven precio pueden obtenerse en la Editorial de la U N E S C O , Servicio de Ventas, 7 Place de Fontenoy, 75700 Paris o en los distribuidores nacionales; b) las co-publicaciones de la U N E S C O puede obtenerse en todas aquellas librerías de alguna importacia o en la Editorial de la U N E S C O .

R I C S 133/Septiembre 1992

Page 139: La Sociología Histórica

478 Publicaciones recientes de la UNESCO

pertorios mundiales de informa­ción sobre las ciencias sociales). Encuadernado 150 F.

UNESCO Yearbook on Peace and Conflict Studies, 1988. Paris, U N E S C O ; N e w York, Greenwood Press, 1990. 241p.index. 300 F.

World Directory of Human Rights Teaching and Research Institutions, 1st ed. / Repertoire mondial des ins­titutions de recherche et de forma­tion sur les droits de l'homme / Re­pertorio mundial de instituciones de investigación y de formación en ma­teria de derechos humanos. Paris, U N E S C O ; Oxford, Berg Publishers Ltd, 1988. 216p. (World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'informa­tion en sciences sociales / Reperto­rios mundiales de información so­bre las ciencias sociales). Encuader­nado 125 F.

World Directory of Peace Research and Training Institutions, 7th ed. / Répertoire mondial des institutions de recherche et de formation sur la paix / Repertorio mundial de insti­

tuciones de investigación y de for­mación sobre la paz. Paris, U N E S ­C O , 1991. 354p. World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'informa­tion en sciences sociales / Reperto­rios mundiales de información so­bre las ciencias sociales). 120 F.

World Directory of Social Science Institutions, 1990, 5th ed. / Réper­toire mondial des institutions de sciences sociales / Repertorio mun­dial de instituciones de ciencias so­ciales. Paris, U N E S C O , 1990. 1211p. (World Social Science Infor­mation Directories / Répertoires mondiaux d'information en scien­ces sociales /Repertorios mundiales de información sobre las ciencias sociales). 225 F.

World Directory of Teaching and Research Institutions in Internatio­nal Law, 2nd ed., 1990 / Répertoire mondial des institutions de forma­tion et de recherche en droit interna­tional /Repertorio mundial de insti­tuciones de formación y de investi­gación en derecho internacional. Paris, U N E S C O , 1990. 387 p.

(World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'information en sciences sociales / Repertorios mundiales de informa­ción sobre las ciencias sociales). 90 F.

World List of Social Science Perio­dicals, 1991, 8th ed. / Liste Mondia­le des périodiques spécialisés dans les sciences sociales /Lista mundial de revistas especializadas en cien­cias sociales. Paris, U N E S C O , 1991. 1264p. index. (World Social Science Information Services / Ser­vices mondiaux d'information en sciences sociales / Servicios m u n ­diales de información sobre las ciencias sociales). 150 F.

Como obtener estas publicaciones: a) Las publicaciones de la U N E S ­C O que lleven precio pueden obte­nerse en la Editorial de la U N E S ­C O , Servicio de Ventas, 7 Place de Fontenoy, 75700 París o en los dis­tribuidores nacionales; b) las co-publicaciones de la U N E S C O pue­den obtenerse en todas aquellas librerías de alguna importancia o en la Editorial de la U N E S C O .

Page 140: La Sociología Histórica

Números aparecidos

Desde 1949 hasta 1958, esta Revista se publicó con el título de International Social Science Bulletin/Bulletin international des sciences sociales. Desde 1978 hasta 1984, la RICS se ha publicado regularmente en español y, en 1987, ha reiniciado su edición española con el número 114. Todos los números de la Revista están publicados en francés y en inglés. Los ejemplares anteriores pueden comprarse en la U N E S C O . División de publicaciones periódicas, 7, Place de Fontenoy, 75700 París (Francia). Los microfilms y microfichas pueden adquirirse a través de la University Microfilms Inc., 300 N Zeeb Road, Ann Arbor, M I 48106 (USA), y las reimpresiones en Kraus Reprint Corporation, 16 East 46th Street, Nueva York, N Y 10017 (USA). Las microfichas también están disponibles en la U N E S C O , Division de publicaciones periódicas.

Vol. XI, 1959

N u m . 1 Social aspects of mental health* N u m . 2 Teaching of the social sciences in the U S S R * N u m . 3 The study and practice of planning* N u m . 4 N o m a d s and nomadism in the arid zone*

Vol. XII, 1960

N u m . 1 Citizen participation in political life* N u m . 2 The social sciences and peaceful

co-operation* N u m . 3 Technical change and political decision* N u m . 4 Sociological aspects of leisure*

Vol. XIII, 1961

N u m . 1 Post-war democratization in Japan* N u m . 2 Recent research on racial relations* N u m . 3 The Yugoslav c o m m u n e * N u m . 4 The parliamentary profession*

Vol. XIV, 1962

N u m . 1 Images of w o m e n in society* N u m . 2 Communication and information* N u m . 3 Changes in the family* N u m . 4 Economics of education*

Vol. XV, 1963

N u m . 1 Opinion surveys in developing countries* N u m . 2 Compromise and conflict resolution* N u m . 3 Old age* N u m . 4 Sociology of development in Latin America*

Vol. XVI, 1964

N u m . 1 Data in comparative research* N u m . 2 Leadership and economic growth* N u m . 3 Social aspects of African resource

development* N u m . 4 Problems of surveying the social science

and humanities*

Vol. XVII, 1965

N u m . 1 M a x Weber today/Biological aspects of race* N u m . 2 Population studies* N u m . 3 Peace research* N u m . 4 History and social science*

Vol. XVIII, 1966

Núm Núm Núm

1 H u m a n rights in perspective* 2 M o d e r n methods in criminology* 3 Science and technology as development

factors* N u m . 4 Social science in physical planning*

Vol. XIX, 1967

N u m . 1 Linguistics and communication* N u m . 2 The social science press* N u m . 3 Social functions of education* N u m . 4 Sociology of literary creativity

Vol. XX, 1968

N u m . 1 Theory, training and practice in management*

N u m . 2 Multi-disciplinary problem-focused research* N u m . 3 Motivational patterns for modernization* N u m . 4 The arts in society*

Vol. XXI, 1969

N u m . 1 Innovation in public administration N u m . 2 Approaches to rural problems* N u m . 3 Social science in the Third World* N u m . 4 Futurology*

Vol. XXII, 1970

N u m . 1 Sociology of science* N u m . 2 Towards a policy for social research* N u m . 3 Trends in legal learning* N u m . 4 Controlling the h u m a n environment*

Vol. XXIII, 1971

N u m . 1 Understanding aggression N u m . 2 Computers and documentation in the social

sciences* N u m . 3 Regional variations in nation-building* N u m . 4 Dimensions of the racial situation*

Vol. XXIV, 1972

N u m . 1 Development studies* N u m . 2 Youth: a social force?* N u m . 3 The protection of privacy* N u m . 4 Ethics and institutionalization in social

science*

Page 141: La Sociología Histórica

480 Números aparecidos

Vol. XXV, 1973

N ú m . 1/2 Autobiographical portraits* N ú m . 3 The social assessment of technology* N u m . 4 Psychology and psychiatry at the crossroads

Vol. XXVI, 1974

N u m . 1 Challenged paradigms in international relations*

N u m . 2 Contributions to population policy* N u m . 3 Communicating and diffusing social science* N u m . 4 The sciences of life and of society*

Vol. XXVII, 1975

N u m . 1 Socio-economic indicators: theories and applications*

N u m . 2 The uses of geography N u m . 3 Quantified analyses of social phenomena N u m . 4 Professionalism in flux

Vol. XXVIII, 1976

N u m . 1 Science in policy and policy for science* N u m . 2 The infernal cycle of armament* N u m . 3 Economics of information and information

for economists* N u m . 4 Towards a new international economic

and social order*

Vol. XXIX, 1977

N u m . 1 Approaches to the study of international organizations

N u m . 2 Social dimensions of religion N u m . 3 The health of nations N u m . 4 Facets of interdisciplinarity

Vol. XXX, 1978

N ú m . I La territorialidad: parámetro político N u m . 2 Percepciones de la interdependencia mundial N ú m . 3 Viviendas humanas: de la tradición

al modernismo N ú m . 4 La violencia

Vol. XXXI, 1979

N ú m . 1 La pedagogía de las ciencias sociales: algunas experiencias

N ú m . 2 Articulaciones entre zonas urbanas y rurales N ú m . 3 Modos de socialización del niño N ú m . 4 En busca de una organización racional

Vol. XXXII, 1980

N ú m . 1 Anatomía del turismo N ú m . 2 Dilemas de la comunicación: ¿tecnología

contra comunidades? N ú m . 3 El trabajo N ú m . 4 Acerca del Estado

Vol. XXXIII, 1981

N ú m . 1 La información socioeconómica: sistemas, usos y necesidades

N ú m . 2 En las fronteras de la sociología N ú m . 3 La tecnología y los valores culturales N ú m . 4 La historiografía moderna

Vol. XXXIV, 1982

N ú m . 91 Imágenes de la sociedad mundial N ú m . 92 El deporte N ú m . 93 El hombre en los ecosistemas N ú m . 94 Los componentes de la música

Vol. XXXV, 1983

N ú m . 95 El peso de la militarización N ú m . 96 Dimensiones políticas de la psicología N ú m . 97 La economía mundial: teoría y realidad N ú m . 98 La mujer y las esferas de poder

Vol. XXXVI, ¡984

N ú m . 99 La interacción por medio del lenguaje N ú m . 100 La democracia en el trabajo N ú m . 101 Las migraciones N ú m . 102 Epistemología de las ciencias sociales

Vol. XXXVII, 1985

N ú m . 103 International comparisons N ú m . 104 Social sciences of education N ú m . 105 Food systems N ú m . 106 Youth

Vol. XXXVIII, 1986

N ú m . 107 Time and society N u m . 108 The study of public policy N u m . 109 Environmental awareness N u m . 110 Collective violence and security

Vol. XXXIX, 1987

Num. 111 Ethnic phenomena Num. 112 Regional science N u m . 113 Economic analysis and interdisciplinary N u m . 114 Los procesos de transición

Vol. XL, 1988

N ú m . 115 Las ciencias cognoscitivas N ú m . 116 Tendencias de la antropología N ú m . 117 Las relaciones locales-mundiales N ú m . 118 Modernidad e identidad: un simposio

Vol. XLI, 1989

N ú m . 119 El impacto mundial de la Revolución francesa

N ú m . 120 Políticas de crecimiento económico N ú m . 121 Reconciliar la biosfera y la sociosfera N ú m . 122 El conocimiento y el Estado

Vol. XLII, 1990

N ú m . 123 Actores de las políticas públicas N ú m . 124 El campesinado N ú m . 125 Historias de ciudades N ú m . 126 Evoluciones de la familia

Vol. XLIII, 1991

N ú m . 127 Estudio de los conflictos internacionales N ú m . 128 La hora de la democracia N ú m . 129 Repensar la democracia N ú m . 130 Cambios en el medio ambiente planetario

Vol. XL1V, 1992

N ú m . 131 La integración europea N ú m . 132 Pensar la violencia

•Números agotados

Page 142: La Sociología Histórica

Reis CIS Centro de Investigaciones Sociológicas

Revista Española de Investigaciones Sociológicas

56 Octubre -D ic iembre 1991

Director Joaquín Arango

Secretaria Mercedes Contreras Porta

Cornejo de Redacción Manuel Castells, Ramón Cotarelo, Juan Diez Nicolás, Jesús M. de Miguel, Angeles Valero, Ludolfo Paramio, Alfonso Pérez-Agote, José F. Tezanos

Redacción y suscripciones Centro de Investigaciones Sociológicas Montalbán, a 28014 Madrid (España) Tels. 580 70 00 / 580 76 07

Distribución Siglo XXI de España Editores, S. A. Plaza, 5. 28043 Madrid Apdo. postal 48023 Tels. 759 48 09 / 759 45 57

Precios de suscripción Anual (4 números): 4.000 ptas. (45 $ USA) Número suelto del último ano: 1.200 ptas. (12 $ USA)

José Cazorla y Juan Montabes Resultados electorales y actitudes políticas en Andalucía (1990-1991)

Ander Gurrutxaga El redescubrimiento de la comunidad

Helena Bajar La sociología de Norbert Elias: Las cadenas del miedo

Juan Jose Caballero Romero Etnometodotogla: una explicación de la construcción social de la realidad

Juan José Castillo, Victoria Jiménez y Maximiano Santos Nuevas formas de organización del trabajo y de implicación directa en España

Jordi Capó Elecciones municipales, pero no locales

Jesús de Miguel La investigación en sociología hoy

Manuel García Ferrando y Eduardo López-Aranguren Experiencia de Investigación social en la Universidad española

Josep A. Rodríguez Nuevas tendencias en la investigación sociológica

Joan Bellavista, Carlos Vlladiu, Elena Guardlola, Luis Escribano, Margarita Grabulós y Carlos Iglesias Evaluación de la investigación social

Luis Saavedra Presentación de Gumersindo de Azcárate

Gumersindo de Azcárate Discursos leídos ante la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas el día 7 de mayo de 1891

Miguel Bertrán In Memoriam Alberto Spreafico

Alberto Spreafico Partidos, elecciones y sistemas de partidos en Italia y en España

Crítica de libros

Datos de opinión

Page 143: La Sociología Histórica

EL TRIMESTRE E C O N Ó M I C O C O M I T E O I C T A M I N A D O R : Carlos Bazdresch P., Jorge Cambiaso, Carlos Márquez, José Romero, Lucia Segovia, Rodolfo de la Torre, Martin Werner. C O N S E J O EDITORIAL: E d m a r L. Bacha, José Blanco, Gerardo Bueno, Enrique Cárdenas, Arturo Fernández, Ricardo Ffrench-Davis, Enrique Florescano, Roberto Frenkel, Ricardo Hausmann, Albert O . Hirschman, David Ibarra, Francisco Lopes, Guillermo Maldonado, José A. O c a m p o , Luis Ángel Rojo Duque, Gert Rosenthal, Fernando Rosenzweig (t), Francisco Sagasti, Jaime José Serra, Jesús Silva Herzog Flores, Osvaldo Sunkel, Carlos Tello, Ernesto Zedillo.

Director: Carlos Bazdresch P. Subdirector Rodolfo de la Torre Secretario de Redacción: Guillermo Escalante A .

Vol. LIX (2) México, Abril-Junio de 1992 N ú m . 234

A R T Í C U L O S

Domenlco Mario Nuti

Lester R. Brown, Sandra Postel y Christopher Flavin

Fernando Dall'Acqua

Luis René Cáceres y Óscar A . Núñez-Sandoval

Samuel Alfaro Desentis

Jorge Mejia Montoya, Ménica Grados Agullar y Nelli Meunier González

Socialismo de mercado: El modelo que pudo ser pero no fue

Del crecimiento al desarrollo sostenible

Ajuste estructural y política agrícola en el Brasil: Expe­riencias de los ochenta y perspectivas para los noventa

Influencias internas y externas en la determinación del tipo de cambio en el mercado negro de Guatemala

Efectos reales del endeudamiento público interno: Evidencia empírica para México

La eficiencia del mercado accionario en México

NOTAS Y COMENTARIOS:

El convenio trilateral de libre comercio entre México, los Estados Unidos y el Canadá, Víctor L Urquidi. La economía y la política económica: Algunas tendencias recientes, Eric Roll

DOCUMENTOS:

Informe acerca del desarrollo mundial 1991: Evaluación crítica, José María Fanelli, Roberto Frenkel y Lance Taylor

Personal Universidades, bibliotecas e instituciones

Precio de suscripción por un año, 1991 La suscripción en México cuesta $75,000.00

España, Centro y Sudamérica

(dólares) $25.00

$35.00

Resto del m u n d o (dólares) $35.00

$100.00

Fondo de Cultura Económica - Av. de la Universidad 975 Apartado Postal 44975, México, D . F.

Page 144: La Sociología Histórica

oo estudios sociales

N ° 72 / trimestre 2 / 1992

PRESENTACIÓN Pág. 5

ARTÍCULOS

CONDICIONES DE LA EFICIENCIA DEL

ESTADO DE D E R E C H O ESPECIALMEN­

TE EN LOS PAÍSES EN DESARROLLO

Y E N DESPEGUE. Ulrich Karpen Pag. 9

ECONOMÍA DE M E R C A D O Y D E M O C R A ­

CIA LIBERAL: A PROPOSITO OEL FIN

DE LA HISTORIA. Sergio Micco A. Pág. 29

LA GESTION DE LAS REGIONES EN

EL N U E V O O R D E N INTERNACIONAL:

CUASI-ESTADOS Y CUASI-EMPRESAS.

Sergio Boisier Pág. 47

CRISIS E C O N Ó M I C A Y EXPANSION

TERRITORIAL: LA OCUPACIÓN DE LA

ARAUCAN1A EN LA S E G U N D A MITAD

DEL SIGLO XIX. Jorge Pinto R. Pág. 85

LOS EFECTOS DE LOS MEDIOS DE

COMUNICACIÓN DE MASAS: PER­

FIL DE UN MITO. Edison Otero. Pág. 127

LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN

CHILE. Iván Lavados M. Pág 137

LA PRENSA EN LA TRANSICIÓN

CHILENA. GuillermoSunkei Pág 155

PARTICIPACIÓN SOCIAL EN LA ES­

CUELA: REFLEXIONES SOCIOLÓ­

GICAS PARA LA FORMACIÓN DE

MAESTROS. Rodrigo Larraín Pág. 173

RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

"GESTION ORGANIZACIONAL"

(Darío Rodríguez). Patricio Dooner Pág. 185

D O C U M E N T O S

LA FUNCIÓN DE INTELIGENCIA Y

LOS VALORES DE LA DEMOCRACIA.

Patricio Dooner Pág. 189

SOBRE EL FINANCIAMIENTO DE

ESTUDIOS EN LAS UNIVERSIDADES

CHILENAS: PRE Y POSTGRADO.

Arturo Troncoso U. Pág. 193

EL PENSAMIENTO SOCIAL Y POLI­

TICO DE ORTEGA Y GASSET EN

"ESPAÑA INVERTEBRADA".

Santiago Quer A. Pág. 199

corporación de promoción universitaria

Los artículos publicados en esta revista expresan los puntos de vista de sus autores y no necesariamente representan la posición de la Corporación

Page 145: La Sociología Histórica

Revista de la C E P A L

Santiago de Chile Agosto de 1992 Número 47

Educación y transformación productiva con equidad. Femando Fajnzylber 7

El síndrome del "casillero vacío". Pitou van Dijck 21 La consolidación de la democracia y del desarrollo en Chile.

Osvaldo Sunkel 39 Patrón de desarrollo y medio ambiente en Brasil.

Roberto Guimarâes 49 Fundamentos y opciones para la integración de hoy.

Eugenio Lanera 67 Globalización y convergencia: América Latina frente

a un m u n d o en cambio. Jose Miguel Benavente y Peter J. West 81

El escenario agrícola mundial en los arios noventa. Giovanni Di Girolamo 101

La trayectoria rural de América Latina y el Caribe. Emiliano Ortega 125

Potencialidades y opciones de la agricultura mexicana. Julio López 149

La privatización de la telefonía argentina. Alejandra Herrera 163

Racionalizando la política social: evaluación y viabilidad. Ernesto Cohen y Rolando Franco 177

Economía política del Estado desarrollista en Brasil. José Luis Fiori 187

Orientaciones para los colaboradores de la Revista de la CEPAL 202

Publicaciones recientes de la C E P A L 203

La Revista de la C E P A L se publica en español e inglés, tres veces por año, y cada ejemplar tiene un valor de USS10 (diez dólares o su equivalente en moneda nacional). El valor de la suscripción anual es de US$16 (en español) y de USS18 (en inglés). C o m o todas las publicaciones de la C E P A L y del 1LPES, esta Revista se puede adquirir a través de la Unidad de Distribución de la C E P A L , Casilla 179-D, Santiago de Chile, o de Publicaciones de las Naciones Unidas, Sección Ventas: DC-2-866, Nueva York, 10017, Estados Unidos de América, o Palais des Nations, 1211 Ginebra 10, Suiza.

Page 146: La Sociología Histórica

Estudios interdiscipltnarios sobre Desarrollo y Cooperación Internacional Editor Konrad-Adenaucr-Stlftung Asociación Civil

Centro lnterdisdpllnarlo de Estudios sobre el Desarrollo latinoamericano

Director Hermann Schneider

Colaboradores Judith Bojman, Carlota Jackisch, Carlos Merle, Ornar Ponce, Laura Vlllarruel

Administración y Documentación Carlos Merle, O m a r Ponce

Consejo de Redacción Judith Bojman, Carlota . Jacklscli, Hermann Schneider, Laura Vlllarruel

Secretarla de Redacción Laura Vlllarruel

• Artículos Javier Vlllanueva Ixt experiencia de la Comunidad Europea: posibles lecciones para el MBKCOSUS Ignacio Itaombrto Las relaciones de América latina y la Comunidad EurapeoMna renovada visión en el umbral del siglo XXI

Jose Canas Cambio estructural y costo social- algunas reflexiones Julio H. Cole

Ui falsa ¡maneta del proteccionismo para América Umita II11IJJ. Wclfciu ProMemas económicos y /terspectlvas de la unificación alemana Alejandro Indacochca, Nancy ftulctlc IM privatización en el contexto actual experiencias Internacionales

• Entrevista« Entrevista al Dr. Marcos Agulnls

• Temas Ricardo Combellas Concepto Jurídico y bases teórUxxonstltuclonales del Estado de Derecho. La pers/xctlva latinoamericana Félix K. Loft Estado de Derecho y corrupción Horst Schönbohm Estado de Dereclio, orden Jurídico y desarrollo David Ostcrfcld Corru/tclón y desarrollo

Ulcardo M . Rojal Orden Institucional, derecho de propiedad y corrupción Raúl Granillo Ocampo IM corrupción en el sistema político

• Notas Rudolf Ucrct, Klaus Wcigell Planteamientos de ética política en la doctrina social del Pa/ta Juan Pablo II Anton Rauscher Europa del Este: su reestructuración como desafio a las enseñanzas sociales de la Iglesia

Carlos Forlenza, Claudio Glacomlno Ciencia en América Latina

• Documentos y hechos Comunicado de la reunión de cancilleres de la Comunidad Buropea y el MERCOSUR

Comunicado de la Segunda Reunión Ministerial Institucionalizada entre la Comunidad Europea y el Grupo de Rio

Michel Albert 'Treinta años perdidos... "

• Comentarlos de libros N . Guillermo Mollnclli Presidentes y congresos en Argentina: mitos y realidades, por Alejandra Salinas

Publicación trimestral de la Konrad-Adenaucr-Stlftung A . C . - Centro Interdlsclpllnario de Estudios sobre el Desarrollo Latinoamericano CIEDLA

A ñ o DI - N» 2 (34) Abril-Junio, 1992

Redacción Administración: CIEDLA, Leandro N.AIem 690-20» Piso 1001 Buenos Aires, República Argentina, Teléfonos (00541) 313-3522/3531/3539 • 312-6918 FAX (00541)311-2902 Derechos idquirídos por K O N R A D -A D E N A U E R - S T I F T U N G A . C . Reg. de h Propiedad Intelectual N> 266.319 Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Page 147: La Sociología Histórica

REVISTA MEXICANA DE SOCIOLOGÍA Director: Ricardo Pozas Horcasitas Editora: Sara Gordon Rapoport

Órgano oficial del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, Torre 11 de Humanidades, 7o. piso, Cd.

Universitaria, C.P . 04510

N Ú M . 4 / O C T U B R E - DICIEMBRE / 91

I. I.A C O N S T I T U C I Ó N lili \A M O D E R N I D A D

Las raíces de la modernidad en la Edad Media

H E R B E R T FREY

Ideas de modernidad en la historia de México: democracia e igualdad BEATRIZ URÍAS

Aquella modernidad: sociedad y arte en el siglo xvm novohispano G U I L L E R M O BOILS

MBmasEMMBsm Epistemología y educación: el espacio educativo

HUGO ZEMELMAN

Racionalidad, conciencia y educación MARÍA TERESA Y U R É N

La educación: una problematizaáón epistemológica EMMA LEÓN

Didáctica y formación científica RAMILIO TAMBUTTI Y VÍCTOR CABELLO

La conciencia teórica en el campo curricular B E R T H A O R O Z C O

Saber cotidiano, educación y transformación social M A . EUGENIA T O L E D O

La transmisión del conocimiento y la heterogeneidad cultural GRACIELA HERRERA

ENSEÑANZA SUPERIOR Y SOCIEDAD

El mercado académico de la UNAM G O N Z A L O VÁRELA

IV. S E C C I Ó N 111151.IOC U A N C A

J O R G E A L O N S O a SERGIO SARMIENTO

mmmt Informes y suscripciones: Departamento de Ventas

Teléfono: 623-02-08

Page 148: La Sociología Histórica

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La Revista internacional de ciencias sociales se publica en marzo, junio, septiembre y diciembre.

Precio y condiciones de subscripción en 1992 Países industrializados: 5.000 ptas. o 45 $. Países en desarrollo: 3.000 ptas. o 21 $. Precio del número: 1.500 ptas. o 15 $.

Se ruega dirigir los pedidos de subscripción, compra de un número, así como los pagos y reclamaciones al Centre U N E S C O de Catalunya: Mallorca, 285. 08037 Barcelona

Toda la correspondencia relativa al contenido debe dirigirse al Redactor jefe de la Revue internationale des sciences sociales U N E S C O , 7 place de Fontenoy, 75700 Paris.

Los autores son responsables de la elección y presentación de los hechos que figuran en esta revista, del mismo m o d o las opiniones que expresan no son necesariamente las de la U N E S C O y no comprometen a la Organización.

Edición inglesa: International Social Science Journal (ISSN 0020-8701) Basil Blackwell Ltd. 108 Cowley Road, Oxford O X 4 1JF ( R . U . )

Edición francesa: Revue internationale des sciences sociales (ISSN 0304-3037) Editions Eres 19, rue Gustave-Courbet 31400 Toulouse (Francia)

Edición china: Guoji shehui kexue zazhi Gulouxidajie Jia 158, Beijing (China)

Edición árabe: Al-Majaila Addawlya Hl Ulum al Ijtimaiya U N E S C O Publications Centre 1, Talaat Harb Street, El Cairo (Egipto)

Fotocomposición: Fotoletra, S.A. Aragó, 208-210 08011 Barcelona Impresión: Impremía Orriols Ctra. de Manresa, 23 08660 Balsareny Depósito legal, B . 37.323-1987 Printed in Catalonia ISSN 0379-0762 © Unesco 1991