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Las armas y las letras La reinvención de la legitimidad del orden monárquico en la Tierra Firme durante el momento absolutista, 1814-1819 Alexander Chaparro Silva Universidad Nacional de Colombia Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Historia Bogotá, Colombia 2017

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Las armas y las letras

La reinvención de la legitimidad del orden monárquico en la

Tierra Firme durante el momento absolutista, 1814-1819

Alexander Chaparro Silva

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Historia

Bogotá, Colombia

2017

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Las armas y las letras

La reinvención de la legitimidad del orden monárquico en la

Tierra Firme durante el momento absolutista, 1814-1819

Alexander Chaparro Silva

Tesis de investigación presentada como requisito parcial para optar al título de:

Magíster en Historia

Director: PhD., Francisco A. Ortega Martínez.

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Historia

Bogotá, Colombia

2017

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Resumen

La restauración monárquica en la Tierra Firme (1814-1819) a menudo ha sido

comprendida por las historiografías nacionales como una empresa eminente militar y ha

sido explicada a partir de la violencia ejercida por el gobierno del rey. A contracorriente de

estas aproximaciones, esta investigación analiza la restauración monárquica como una

respuesta creativa a una tremenda crisis de legitimidad sobre el origen y los derroteros de

la comunidad política. Me interesa evidenciar el proceso de construcción de significado

político durante este periodo y la manera en que los realistas hicieron de “las armas y las

letras” las fuerzas primeras para reconstruir el orden y responder a los amplios

cuestionamientos de los republicanos. Para comprender este proceso analizo tres espacios

fundamentales desde la perspectiva de la historia conceptual. Primero, la elaboración del

tiempo histórico, las formas de entender la temporalidad y la escritura de la historia por

parte de los monárquicos. Segundo, los diferentes contenidos semánticos y los usos

políticos de algunos conceptos políticos fundamentales. Tercero, las principales formas de

publicidad política encargadas de elaborar la obediencia al rey y recrear la unidad de los

dos hemisferios españoles. De este modo, evidencio cómo la construcción de la

legitimidad del orden monárquico puede ser rastreada en la expresión de una nueva

conciencia de historicidad, en las disputas semánticas del periodo y en las superficies de

acción social donde estas ocurren.

Palabras clave: restauración monárquica, legitimidad política, cultura política, historia

conceptual, historicidad, conceptos políticos fundamentales, publicidad política.

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Abstract

The monarchical restoration in Tierra Firme (1814-1819) is typically framed by national

historiographies as an eminently military enterprise focused on the violence engaged by

the king's government. Countering this approach, this research analyzes the monarchical

restoration as a creative response to an immense crisis of legitimacy regarding the origin

and purposes of the political community. Of particular concern is the process of making

political meaning during this period and how royalists employed "weapons and letters" as

the main forces to rebuild political order while simultaneously responding to republican

criticisms. To better understand this process, three fundamental spaces are analyzed from

the perspective of conceptual history. The first examines the construction of historical

time, the ways of understanding temporality and the writing of history by the monarchists.

The second explores the different semantic contents and political uses of some

fundamental political concepts. The third studies the main forms of political publicity used

to engender obedience to the king and restore the unity of the two Spanish hemispheres.

Through this analysis, I show how the construction of the legitimacy of the monarchical

order can be traced in the expression of a new consciousness of historicity, in the semantic

disputes of the period and in the surfaces of social action where these occur.

Keywords: monarchical restoration, political legitimacy, political culture, conceptual

history, historicity, fundamental political concepts, political publicity.

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Tabla de contenido

Introducción ..................................................................................................................................... 1

I. Palimpsestus .......................................................................................................................... 1

II. “El árbol de la libertad está regado con sangre”. La escritura histórica de la restauración

monárquica ............................................................................................................................... 11

III. Sobre lenguajes políticos, conceptos fundamentales y publicidad monárquica ................. 18

IV. Estructura de este trabajo y fuentes primarias ................................................................... 25

Capítulo 1. “Todas las cosas tienen su tiempo”. Tiempo e historia durante la restauración

monárquica ..................................................................................................................................... 27

2.1. El (des)orden del tiempo y los sentidos de la temporalidad .............................................. 30

2.2 Escribir el tiempo histórico en clave monárquica: la historia de la nación española ......... 42

Capítulo 2. El realismo: un discurso de réplica. La disputa conceptual durante la

restauración monárquica .............................................................................................................. 56

2.1 El rey y sus vasallos: el “buen orden” de la monarquía hispánica ..................................... 62

2.2 El nuevo soberano: la opinión pública (monárquica) ......................................................... 74

2.3 ¿Nación, patria, colonia? El lugar de la Tierra Firme en la monarquía hispánica ............. 83

2.4 La “antigua libertad” y las contradicciones del libertinaje................................................. 92

2.5 “La democracia en los labios y la aristocracia en el corazón”: la imposible igualdad

republicana ............................................................................................................................. 100

Capítulo 3. “Porque la fidelidad es el todo del sistema social”. La elaboración de la

obediencia durante la restauración monárquica ....................................................................... 110

3.1 La prensa, los impresos y los usos oficiales de la imprenta ............................................. 115

3.2 El fasto monárquico: las celebraciones de fidelidad ........................................................ 122

3.3 El orden de Dios. La fidelidad en el púlpito católico ....................................................... 129

3.4 Los hombres del rey: el Ejército realista enseña la obediencia ........................................ 138

3.5 El terror como lenguaje (político) .................................................................................... 145

Conclusiones ................................................................................................................................. 157

Bibliografía ................................................................................................................................... 165

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Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia

de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está por averiguar, según son las razones que

cada una de su parte alega. Y, entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrían

sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen

debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar

sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las

ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de cosarios, y, finalmente, si por ellas no

fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían

sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar

de sus previlegios y de sus fuerzas…

Miguel de Cervantes Saavedra. El Quijote de la Mancha, Cap. XXXVIII (1605).

Las armas y las letras son los brazos firmes y constantes con que el sabio y justo gobierno español

sostiene el orden y seguridad pública; con que consolidará el sistema legítimo de la monarquía; con

que protegerá los altos designios del Altísimo en la extensión de la única y verdadera religión; con

que castigará á los traidores de la iglesia y el estado; y también con que sabrá coronar las grandes

hazañas de los hijos de Marte y, las científicas especulaciones de los alumnos de Minerva…

Domingo Maestri. Ilustre Auditorio (1815).

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Introducción

Las armas y las letras: el problema, la historia y la búsqueda

Para afianzar a la nación española en uno y otro hemisferio…

Cabildo Eclesiástico de Santafé de Bogotá. Representación al rey (1817).

La legitimidad, este sagrado principio fuera del cual no se encuentra sino caos y confusión.

Santiago Jonama. Cartas al Sr. Abate de Pradt (1819).

I. Palimpsestus

1816. El año feliz para el realismo neogranadino y venezolano. Desde las riberas del

Orinoco hasta los confines de Quito tremola victorioso el estandarte monárquico. Las

armas de Fernando VII, en una campaña militar extraordinaria, consiguen pacificar casi

toda la Tierra Firme. Las “repúblicas aéreas”, en la famosa expresión de Simón Bolívar,

entran ya en franca retirada. Las esperanzas de restaurar la unidad perdida del mundo

hispánico renacen con fuerza entre los realistas, peninsulares y americanos, mientras las

loas del gabinete de Madrid recaen sin demora sobre la cabeza visible del nuevo orden:

Pablo Morillo, General en Jefe del Ejército Expedicionario de Costa Firme, es

condecorado en abril de 1816 con la Gran Cruz de la Real y Americana Orden de Isabel la

Católica por la toma de Cartagena de Indias. Poco tiempo después, para conmemorar sus

gestas militares y celebrar las gracias reales recién concedidas, es retratado por Pedro José

Figueroa, el principal pincel neogranadino del momento.1

El Retrato del General Pablo Morillo es una composición en el sentido exacto del término.

Antes que presentar una imagen más o menos fiel a las características del retratado –

realmente esta no es una de las preocupaciones centrales de este tipo de obras–, Figueroa

se encarga de enaltecer su figura frente a los espectadores desplegando todos los artificios

de su arte; se perfila una voluntad de heroizar a Morillo con el objetivo de legitimar el

régimen que sostiene. La calidad plástica del lienzo pone de manifiesto la jerarquía del

general ibérico, intenta acreditar su dignitas militar. Se trata de la representación del poder

real en toda la Tierra Firme. Aunque cada uno de los atributos del retrato desempeña un

papel concreto en este sentido, el cuadro es más que la suma de sus partes: es un símbolo

totalizante del poderío militar y de la magnificencia monárquica, de una temporalidad

diferente que irrumpe para trenzar los destinos de una comunidad política fragmentada.2

1 Para todo el proceso de la concesión de la Real Orden a Morillo véase Rodríguez Villa (3:45-46, 255-256;

4: 112-113; 377-378). 2 Sobre este retrato, considerado como el cuadro mejor logrado de Figueroa, véanse Giraldo Jaramillo (1954,

1982), Barney (1970), Londoño Vélez (2001), Chicangana (2012), Rincón (2012), González Aranda (2013),

Páramo (2014).

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Fig. 1. Pedro José Figueroa. Retrato del General Pablo Morillo (Ca. 1816).

Morillo, representado, siguiendo las convenciones establecidas, luce un gran uniforme de

gala y porta orgulloso las insignias correspondientes de la Real Orden, cuidadosamente

figuradas por el pintor santafereño.3 La figura del general ibérico, un tanto rígida, devuelve

la mirada con distancia, quizá para recalcar su condición superior. Las facultades de

mando están presentes en la bengala, que evidencia la primacía de su autoridad en toda la

Tierra Firme, y en la espada de ceñir, que manifiesta firmeza en el gobierno y valor en la

defensa del territorio. Por su parte, la mesa hace referencia a las actividades oficiales, se 3 La Real Orden, una de las más importantes distinciones a las que podían aspirar los vasallos del rey, fue

instituida en marzo de 1815 por el mismo Fernando VII con el objetivo de premiar la “lealtad acrisolada y

[el] mérito contraído en favor de la defensa y conservación de aquellos dominios” de América. Un año

después, Morillo fue condecorado con esta distinción junto a Pascual Enrile, segundo del Ejército

expedicionario, y Francisco de Montalvo, entonces capitán general del Nuevo Reino de Granada

(Constituciones 1836: 5).

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encuentra vinculada a los atributos de justicia y prudencia regias, y se levanta a modo de

pedestal alegórico para sostener el tricornio, que simboliza bien el talante militar del nuevo

régimen –con frecuencia, en los retratos de los monarcas, sobre el cojín descansa la corona

real, trasposición que permite a Morillo ocupar simbólicamente el espacio del rey y de las

primeras autoridades–. Finalmente, la Real Orden, además de aludir a la unión de los dos

hemisferios españoles y de hacer apología de la Conquista de América y del imperio

ultramarino, simboliza la más acendrada fidelidad al monarca español, representa la

“acrisolada lealtad, el zelo y patriotismo, desprendimientos, valor y otras virtudes” del

general ibérico (Fernando VII 1836: 4).4 De este modo, distintos motivos se entrelazaron

para fabricar una imagen virtuosa de Morillo, con el objeto de reforzar su poder y dar

lustre a su nombre, al tiempo que ofrecer un ejemplo de fidelidad a los vasallos americanos

para renovar sus propios votos en favor de la Corona.

No obstante, tras la victoria bolivariana en Boyacá cambiará radicalmente la manera de

leer el cuadro. Se trata ya de un objeto diferente. Morillo es otro en la mirada republicana

que cimentará la nueva comunidad política. Según nos advierte la inscripción que

acompaña el cuadro, agregada posteriormente, los ciudadanos colombianos no debían

olvidar nunca los estragos de la tiranía española. La presentación del general ibérico es

contundente en este sentido:

Comenzo desde una clase bien inferior, a lidiar por un monarca ilejítimo, absoluto,

ingrato y [tr]aidor a una nación cuya causa era la sola que debía defender un militar

valiente. Por un golpe de política de aquel gabinete suspicaz, fue enviado a estos países

como pacificador. Levantó por todas partes cadalzos, segó las cabezas más ilustres,

dilapidó los caudales públicos y de particulares, así como los preciosos objetos del

observatorio [y de la Expedición Botánica y a los] infelices [que no alcanzó] la feroz

cuchilla, hambrientos y desnudos, [los puso a servir] en los trabajos más penosos.

Ultrajó al clero y esportó alas persona[s] más venerables de él, cargadas de prisiones,

hasta la península. La lección que recibió de un pueblo libre es la que no deben olvidar

los ti[ranos] “Cor pravum dabit tristitiam & homo peritus resistet illi. Cap.36

Ecclesiastici. v.22”.

En efecto, la leyenda republicana describe el accionar de Morillo como esencialmente

arbitrario, sangriento y contrario a la justicia y la razón. El general ibérico es el hacedor

del régimen: levantó la feroz cuchilla por estos países, elevó cadalsos, segó cabezas,

dilapidó caudales y bienes, forzó trabajos penosos, ultrajó al clero y decretó destierros; las

mismas imágenes y casi las mismas fórmulas se repiten una y otra vez en la literatura

patriótica hasta nuestros días. La Tierra Firme bajo su mandato, –algunos dirán

4 Sobre los llamados “retratos de Estado” o “retratos de aparato” en la América hispánica y la centralidad de

la emblemática para el periodo véanse Burke (2003), Rodríguez Moya (2003), León Mariscal (2011).

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socarronamente, echando mano de la metáfora monárquica, que bajo su “reinado”– se

constituyó en el teatro de lo absurdo y de lo abominable. Morillo es aquí una metonimia

del extinguido imperio; condensa bien en su persona todos los reputados vicios del

despotismo hispánico. Con seguridad, esta inscripción opone punto por punto aquello que

quería transmitir el cuadro en su momento. No es casualidad que la inscripción comience

descalificando su origen social, sus calidades y rangos, en un retrato que intentaba

precisamente resaltar sus privilegios y prerrogativas. El cuadro pretende enseñar ahora

sobre las necesarias virtudes de un pueblo libre. No en vano la última parte de la

inscripción, que se convierte en fórmula contra la tiranía, corresponde a un pasaje bíblico

tomado de un conjunto de enseñanzas dirigidas al pueblo de Dios: “El corazón depravado

causará tristeza, y el hombre experimentado le resistirá” (Eclo. 36, 22) (1846, 4, 383).

Sin embargo, si nos detenemos con cuidado en el lienzo, en este mismo epígrafe es posible

advertir la presencia de unos pocos fragmentos de la inscripción original que acompañaba

el retrato, la cual fue reescrita deliberadamente para dar lugar a la que ahora existe, a la

manera de un palimpsesto, en el cual las dos escrituras compiten, se niegan y se afirman

mutuamente. Un texto nuevo se superpone, no sin dificultad, a un texto antiguo para

producir un tercer sentido, diferente. Las palabras mutiladas, que apenas alcanzan a

irrumpir en la superficie, nos descubren una semblanza laudatoria del general ibérico:

[...] logrando por eso las insignias onores [...] como en Xefe [...] la Costa [...] firme a

establecer el buen orden trastornado por Napoleón y sus secuaces, que habitaban en esta

parte de las Américas: y como tal entro en esta Ciudad el día 2 [...] de mayo de 1816.

Permaneció en Stafé [...] lo caracterisa [...] Memoria in benedictione sit.

La cartela primera destaca los logros militares y los títulos más significativos del retratado.

Se enfatizan sus principales servicios a la monarquía y sus acciones en Santafé de Bogotá,

lugar de producción del cuadro. Morillo encarna la figura del buen vasallo; funge como el

principal arquitecto de la restauración absolutista. La imagen del gran militar de las

guerras napoleónicas que continúa su lucha contra las huestes del emperador francés en

América permite ver la reconquista militar de la Tierra Firme como una continuación

natural de la guerra de Independencia española, pues finalmente se trataba de la misma

comunidad política: España, compuesta por un conjunto de reinos peninsulares y

ultramarinos. Quedan bien plasmados en el lienzo el mito del héroe gallardo, imbatible y

destinado a domar las fuerzas del mal y del desorden y su papel como protector de la

Corona frente a los revolucionarios. Este retrato debía dar lugar a su presencia permanente

en la capital virreinal y perpetuar de este modo su memoria en los tiempos venideros. La

fórmula final, tomada de la literatura litúrgica, así lo atestigua: “bendita sea su memoria”.

El poder real había retornado para quedarse en toda la América.

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De este modo, ambos epígrafes se empeñan en posicionar a los espectadores frente al

cuadro, les asignan un lugar en el tiempo, les enseñan una lección sobre la historia, sobre

el bien y el mal. Su función más importante es ordenar la mirada del público, guiar la

lectura correcta del retrato –sin duda, ninguno de los términos de estas cartelas es dejado al

más mínimo azar–. Morillo es reducido, así, a dos inscripciones antagónicas que se

entretejen y se confunden. No obstante, esta copresencia es solo aparente. Más que una

relación de simultaneidad, que impida su completa diferenciación, las une una relación de

sucesividad en el tiempo, que garantiza la jerarquización de las verdades en disputa. La

inscripción más reciente marca un antes y un después, recontextualiza la obra y abre una

fisura interpretativa para que los espectadores introduzcan su propia historicidad y

reafirmen su patriotismo, para que se reconozcan como parte de una nueva comunidad

política diferente de la monarquía hispánica: somos porque vencimos. Finalmente, a la

hora del leer este cuadro, la lección republicana, la del pueblo libre, se impuso sobre la

fórmula regia: memoria in benedictione sit. Incluso, apurando un poco los términos,

podemos señalar que, en realidad, invirtió el sentido más probable de esta última, la situó

en un umbral diferente: recordar el gobierno monárquico no era otra cosa que encumbrar a

los republicanos en lo más alto de la imaginería nacional, mantener vivas las gestas de los

padres de la patria.

Ahora bien, al igual que ha sucedido con este retrato, la historicidad propia de la

restauración absolutista ha sido a menudo diferida situando en primer plano el registro

republicano y desestimando el registro monárquico: el juego de la escritura de la historia

ha hecho de este momento el episodio fundamental de los metarrelatos nacionales, siempre

escrito a partir de la sangre de sus héroes y mártires. De allí que esta idea del cuadro de

Morillo como un palimpsesto se perfile como una magnífica metáfora para captar una

dimensión significativa de mi trabajo, pues da cuenta de los esfuerzos realistas por

intervenir un cierto orden de cosas y de los modos de institución de la memoria patriótica

ya en la era republicana. Según una de las primeras definiciones de “palimpsesto” dada por

un diccionario español, este era un “pergamino que se raspaba para escribir en él de nuevo.

Muchos fragmentos de autores antiguos se han encontrado, haciendo revivir la escritura de

los palimpsestos” (Gaspar y Roig 2: 738). Ese es el propósito de este trabajo. Hacer

revivir, desde una perspectiva crítica, el discurso político de los realistas; raspar las

diferentes capas del pergamino para comprender sus lógicas particulares y sus modos de

funcionamiento; contribuir a contar la historia compleja que apenas podemos intuir en el

retrato de Morillo, la historia de los múltiples esfuerzos por mantener un orden político

cuyo final, tan solo unos años antes, además de improbable, parecía inimaginable. Esta

investigación estudia la reinvención de la legitimidad política del orden monárquico en el

Nuevo Reino de Granada y Venezuela durante el momento absolutista, entre 1814 y 1819.

¿Cuáles fueron los horizontes argumentativos y los recursos intelectuales que respaldaron

estos esfuerzos realistas? ¿Qué tipo de estrategias políticas se pusieron en marcha para

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contrarrestar las diferentes elaboraciones republicanas? ¿Cómo se reconfiguró el orden

simbólico durante este periodo?, son las cuestiones que orientan esta investigación.

Estas preguntas que indagan por la legitimidad, por la construcción de comunidad política

y por el orden simbólico no son otra cosa que preguntas por el entramado de problemáticas

políticas del momento, para las cuales no había soluciones dadas de antemano, y por las

respuestas que fueron ensayadas por los realistas desde múltiples espacios: la escritura de

la historia, las celebraciones monárquicas y el accionar del clero católico, por citar algunos

ejemplos significativos. Por supuesto, no podemos desatender el hecho fundamental de

que durante el interregno monárquico la coyuntura militar condicionará no poco la

coyuntura política, pues de aquella dependerá la existencia misma del gobierno real en la

Tierra Firme. Pero el problema de la legitimidad monárquica no comienza ni acaba allí.

Esta cuestión fue expuesta con claridad por los mismos realistas cuando se plantearon el

problema de la necesaria elaboración de la obediencia, que resultaba capital para instaurar

cualquier tipo de orden político, más aún, en un gobierno que se quería legítimo por

disposición divina, respaldado por el orden natural y avalado por la historia y la

experiencia reciente, “en donde los hombres obedecen por el convencimiento de la

legitimidad de la autoridad que los manda, por el noble y justísimo habito de obedecer, y

por el que de esta obediencia resulta á la sociedad” (Gaceta de Caracas Nº106:11-XII-

1816:833).

En este sentido, los realistas de la Tierra Firme no se enfrentaron a la misma disyuntiva

que la generación cervantina sobre la primacía de las armas o las letras, o por lo menos, no

lo hicieron en los mismos términos. Por supuesto, en toda la monarquía hispánica se

discutieron las medidas a seguir con las provincias rebeldes en América, se formularon un

sinfín de planes de acción desde todos los espectros políticos y se pusieron en marcha un

amplio abanico de políticas que apelaban sin ningún afán de coherencia a la primacía de

las armas o de las letras en la empresa de reconstruir la unidad hispánica y socavar

definitivamente los proyectos republicanos. Sin embargo, en términos generales, para los

realistas, la tarea de reconstruir la legitimidad del orden monárquico exigía en la misma

medida de las armas y las letras, así en algunas ocasiones se hiciera más énfasis en unas o

en otras, pues de su compleja articulación resultaría el triunfo de la “justa causa”, como en

su momento afirmó Domingo Maestri, cura de San Antonio de Los Altos, las “armas y las

letras son los brazos firmes y constantes con que el sabio y justo gobierno español sostiene

el orden y seguridad pública; [y] con que consolidará el sistema legítimo de la monarquía”

(Gaceta de Caracas Nº44:8-XI-1815:347-349). Incluso, puede afirmarse que a menudo la

discusión trascenderá este planteamiento dilemático para considerar que las armas y las

letras eran solo una expresión de algo más esencial y poderoso que convenía trenzar con

acierto en aras de cimentar el “buen orden” y conseguir el “bien común”: la política. Según

dirá el entonces capitán general de Venezuela, Salvador Moxó, en su Reglamento general

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de policía, sancionado en agosto de 1815: para que se “despeje al cabo el horizonte

político, y puedan al fin conocerse y amarse la legitimidad y beneficencia de un gobierno

verdaderamente paternal” se necesitaba de un complejo armazón de medidas políticas que

garantizara el imperio de la ley y la existencia del orden, pues por sí sola, “no basta la

fuerza militar para asegurar y establecer la paz y quietud en los pueblos que han llegado a

perderlas; [así como] no bastan tampoco aquellas armas que se llaman morales, y que

debiendo obrar en el entendimiento y el corazón por la persuasión y los beneficios, poca o

ninguna impresión causan en hombres todavía accidentados y animados de las pasiones”

(Gaceta de Caracas Nº32:23-VIII-1815:258).

En efecto, el régimen restaurador deberá reconstruir la potencia de este orden simbólico

parcialmente hollado presentando y representando públicamente su propia visión de la

política y de los acontecimientos. Precisamente, la manifestación explícita de tales

principios implicará para los realistas el reconocimiento del mundo político como un

campo de acción dependiente de la acción humana, así a menudo se asiente sobre un fuerte

sustrato providencialista. De este modo, la expresión momento absolutista empleada en el

título de este trabajo denota uno de los problemas capitales de esta investigación y la

utilizo aquí con el propósito de conceptualizar el proceso por medio del cual la monarquía

hispánica, imaginada aún como una comunidad política natural, se verá confrontada con su

propia finitud temporal, con su precariedad como construcción humana situada en el

espacio y en el tiempo.5 Me interesa dar cuenta aquí de la alteración definitiva de las

coordenadas de enunciación de los discursos políticos realistas gracias a la huella indeleble

dejada por la crisis monárquica, el constitucionalismo gaditano y las primeras repúblicas

en los diferentes espacios públicos locales. Este es el contexto conceptual que delimita las

problemáticas del interregno monárquico. En este sentido, apelar a la autocomprensión del

lenguaje que usaron los contemporáneos para entender la figuración de tales problemas, el

significado de los acontecimientos y la manera en que otorgaron sentido a sus acciones,

me permitirá cartografiar el campo de las posibilidades políticas del periodo y los modos

de interrogación del orden político elaborados por los monárquicos en la Tierra Firme.

Este trabajo no es una historia sobre el funcionamiento institucional, burocrático o militar

del régimen restaurador en la Tierra Firme. Tampoco es una interesada en trazar las

peripecias de lo que “verdaderamente ocurrió” durante el momento absolutista o enlistar

un conjunto de causas y consecuencias para explicar los acontecimientos y los procesos

históricos ocurridos durante este periodo. Es una historia sobre la construcción de

significado político. Se trata aquí de analizar las condiciones y los mecanismos de

recomposición y resimbolización del orden político, las formas de hacer inteligible la

legitimidad del principio monárquico a través de las “armas” y las “letras”, no solo como

un tipo específico de gobierno sino como el principio organizador de todo orden político

5 Por supuesto, la referencia obligada en este punto es Pocock (2002).

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posible en estas tierras. Para comprender este proceso de reelaboración de la comunidad

política y los cambios en las coordenadas de enunciación de la legitimidad monárquica

analizaré tres dimensiones fundamentales. Primero, la experiencia temporal de los realistas

en tanto que basamento de lo político, pues la manera en que se concibe y organiza el

tiempo condiciona la construcción de significados alrededor del orden político. Segundo,

cierto rango semántico de algunos conceptos políticos fundamentales que producen y

responden a esta misma temporalidad en diferentes entramados sociales. Tercero, las

principales formas de publicidad política donde ocurren estas elaboraciones conceptuales y

tienen lugar las preguntas planteadas por los realistas sobre el orden político y los sentidos

de la unidad hispánica. De este modo, pondré de presente cómo las transformaciones

conceptuales en la construcción y el ejercicio de la legitimidad del orden monárquico

pueden ser rastreadas en la expresión de una nueva conciencia de historicidad, en las

disputas semánticas del periodo y en las superficies de acción social donde estas ocurren.

Finalmente, este trabajo habrá cumplido su objetivo si consigue poner de presente el

carácter problemático y contingente, no necesario ni mucho menos inevitable, del orden

político; si consigue insistir en todo aquello que estaba en disputa en este momento, antes

de que la emancipación de España y la república fundada en la soberanía del pueblo se

convirtieran definitivamente en el espacio natural de la política. En última instancia, es

esta una apuesta por recuperar la historicidad constitutiva del mundo político, por volver

legible el proceso de institución de las comunidades políticas que una vez fuimos y de las

que somos herederos, y también por entender cómo llegamos a ser y cómo podemos ser de

otro modo, porque si algo nos enseña la experiencia del momento absolutista es que el

orden simbólico de las representaciones y del lenguaje, ese cuya potencia descansa en la

naturalización de sus presupuestos y de sus efectos, puede ser afectado de manera

fundamental por el cambio histórico, por el accionar y la imaginación humanos.

***

Antes de seguir adelante me gustaría hacer algunas aclaraciones importantes. En primer

lugar, este trabajo explora el Nuevo Reino de Granada y Venezuela entendidos como un

todo político, como la denominada Tierra Firme –también mencionada en los documentos

como Costafirme o Costa Firme–. No solo porque desenmarcarse de los cuadros

nacionales resulta fundamental para poder enfrentar la impronta teleológica que atraviesa

la escritura de la historia en y sobre el siglo XIX iberoamericano sino porque los discursos,

las representaciones y las prácticas políticas aquí analizadas son resultado efectivo de una

elaboración conjunta en ambas riberas del Atlántico y en el área grancolombiana.

Considero que debemos llevar a cabo acercamientos que pongan en evidencia la novedad y

la arbitrariedad de esos órdenes nacionales y reconocer el carácter diferente de esas

fronteras, incluso la poca pertinencia de esa noción para territorios que cambian de

dominio según los ritmos que marca la guerra. En los casos neogranadino y venezolano

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9

resulta aún más apremiante renunciar al esquema nacional para este momento si se tiene en

cuenta el vigor de los circuitos de comunicación, la misma rotación de la burocracia

monárquica y de los ejércitos armados, los proyectos de unidad política formulados ya

durante las primeras repúblicas y el hecho mismo de que la empresa de pacificación

liderada por Morillo fuera diseñada para la denominada Tierra Firme como una totalidad.

Según podemos leer en las instrucciones dadas al general ibérico por la corte de Madrid en

noviembre de 1814, sus objetivos eran “restablecer el orden en la Costafirme hasta el

Darién”; garantizar la “tranquilidad de Caracas, la ocupación de Cartagena de Indias y el

auxiliar al Gefe que mande en el Nuevo Reyno de Granada” (en Rodríguez Villa 2: 437-

438).

En este sentido, cientos de testimonios del periodo respaldan la pertinencia de analizar en

conjunto los acontecimientos de la Tierra Firme. Mientras que la Gazeta de Santafé se

propuso “describir los sucesos ocurridos, con este motivo, en el Nuevo Reyno de Granada,

y Provincias de Venezuela, durante los seis años que han llamado de transformación

política” (Nº1:13-VI-1816:3), las memorias del presbítero José Antonio Torres y Peña se

titulaban Memorias sobre la revolución y sucesos de Santafé de Bogotá, en el trastorno de

la Nueva Granada y Venezuela (27). El mismo Morillo, después de haberse “enterado de

los recursos de Venezuela, de los de este virreinato, de la influencia de aquellas provincias

con respecto á éstas, y del conjunto de todas con respecto á la América”, llegó a

recomendar al rey consolidar la unión de la Tierra Firme “por el interés que debe tener el

que aquí mande de mantener el orden en aquellos países, por su propia seguridad, debe

interinamente dar el Virrey situado á Caracas, y si S. M. lo cree mejor, que dependa en lo

militar de esta superior autoridad de Santafé” (en Rodríguez Villa 3: 229). Así, siempre

que me refiera a la Tierra Firme debe entenderse por esta los territorios que en términos

generales corresponden a las actuales Colombia, Venezuela y Panamá, mientras que

cuando hable de Colombia deberá entenderse los territorios de la unión grancolombiana y

no únicamente la nación contemporánea.

Por otra parte, a menudo empleo el término “restauración monárquica” en este trabajo

frente al más usual de “reconquista española” con dos propósitos. Primero, cuestionar la

supuesta adscripción nacional “española” de los esfuerzos monárquicos –entendida

siempre en contraste con la “causa americana” y no como un nosotros inclusivo de

peninsulares y ultramarinos– que se encarga de presentar esta empresa como un asunto

completamente ajeno a los habitantes de la Tierra Firme, como si se tratara de una invasión

extranjera, cuando este era precisamente uno de los puntos candentes de disputa entre

monárquicos y republicanos. Segundo, y quizá más importante, poner el acento en el

proceso de institución de la comunidad política monárquica que propiamente implicó,

antes que en las campañas militares y los elementos coercitivos que tiende a privilegiar

más la noción de reconquista y que ciertamente no agotan el espectro de problemáticas que

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10

conllevó este proceso político. Por supuesto, se puede discutir si hubo o no hubo

restauración monárquica en estas tierras y en qué medida la hubo. En términos generales,

podemos decir que esta restauración sí ocurrió de manera efectiva, aunque haya sido breve

y su intensidad y estabilidad varíe dependiendo de los territorios concretos que

examinemos. Mi ánimo con la elección de este término tiene que ver únicamente con la

búsqueda de criterios plurales que nos permitan volver sobre el periodo con una mirada

fresca para atisbar más allá de los horizontes consagrados por las historiografías

nacionales. Además, es preciso notar que “restauración” fue un término ampliamente

utilizado por los monárquicos para dotar de inteligibilidad este momento histórico. Según

podemos leer, a manera de ejemplo, en la Gaceta de Caracas: los “pueblos de Venezuela

son testigos de la restauración del orden y de la paz en Santafé por aquellos medios que

son peculiares al valor, actividad y firmeza de su ilustre pacificador” (Nº150:17-IX-

1817:1167).

Por último, cuando hablo de “restauración absolutista” o de “momento absolutista”, debe

entenderse tal absolutismo, antes que como una realidad política efectiva donde el poder

del monarca era absoluto y no estaba limitado por nada ni por nadie, como un ideal de

gobierno basado en la supremacía incontestable del poder soberano –aunque este

efectivamente tramite su legitimidad a través de todo tipo de transacciones políticas entre

todos los integrantes del cuerpo político– y como un proyecto de sociedad fundado en la

necesaria unión de las dos Españas bajo la corona de Fernando VII. Un orden que se

quiere absolutista porque la soberanía real no podía aparecer como inferior a la soberanía

absoluta de la nación proclamada durante las primeras repúblicas. Si bien, como veremos

más adelante, la potestad del monarca para gobernar y la capacidad de abrogar, derogar y

hacer cumplir las leyes se encontraba anclada en el derecho divino de los reyes, el ejercicio

de la soberanía se hallaba circunscrito a la ley natural y a las leyes fundamentales del

Reino: la constitución tradicional del cuerpo político determinaba la naturaleza y los

atributos constitutivos del poder del rey –antes que fijar desde fuera límites a su voluntad–,

al tiempo que daba forma a este orden de jerarquías y subordinaciones. Es precisamente en

los intersticios de esta formulación que existirá el juego político durante la restauración

monárquica: las concepciones absolutistas, el derecho divino de los reyes y las ideas sobre

la constitución tradicional del cuerpo político se entrecruzan sin ningún afán de coherencia

para legitimar diferentes ideas sobre el deber ser político de la sociedad española de ambos

mundos. La restauración monárquica será un proyecto político muchas veces difuso y

contradictorio, que combinaba con desenvoltura la cultura jurídica antigua y ciertas

prácticas políticas inéditas en la monarquía hispánica antes de la crisis borbónica.

Asimismo, no está de más recordar que los realistas que modelaron este proyecto político

estaban lejos de ser un grupo homogéneo en términos de ideas políticas y visiones de

mundo, experiencias y expectativas, identidad generacional, origen social y racial, y

pertenencia a redes burocráticas, familiares y clientelares. La lucha política que ocurre en

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el discurso realista pugna por apuntalar un orden resquebrajado, no por cumplir con los

criterios de coherencia de los historiadores contemporáneos. Ahora sí, manos a la obra.

II. “El árbol de la libertad está regado con sangre”. La escritura histórica de la

restauración monárquica

El 11 de septiembre de 1819, en pleno fragor de las guerras de independencia, José María

Salazar, una de las figuras más fascinantes y desconocidas de las revoluciones americanas,

publicaba en el Correo del Orinoco la primera de un conjunto de reseñas biográficas sobre

los “mártires generosos de la Libertad Colombiana”. Las pretensiones de la disertación

respondían bien a las dinámicas políticas del momento: “voy á tratar de algunos de mis

compatriotas sacrificados inhumanamente por la crueldad del Gobierno Español para

prestar á su memoria el tributo que le es debido” y “excitar un odio eterno á los feroces

agentes de la tiranía”. Por cerca de seis meses, de manera intermitente, los lectores de la

publicación encontraron en sus páginas las vidas de los neogranadinos más preclaros y sus

muertes infamantes a manos del régimen restaurador. La retórica dicotómica dominada de

manera implacable por la dupla amigo/enemigo, el discurso justificatorio frente a la

Independencia y el socavamiento de la legitimidad del gobierno monárquico en América

configuraron los elementos principales del relato de Salazar. Los americanos debían

recordar siempre que el “árbol de la Libertad es[tá] regado con sangre” (Correo del

Orinoco Nº39:11-IX-1819:s.n.).6

Sin duda, la “Memoria Biográfica de la Nueva Granada” se convertirá en uno de los

primeros espacios con pretensiones históricas en participar de la gran enunciación de la

restauración absolutista en la Tierra Firme como una empresa particularmente –y casi que

únicamente– sangrienta, como el escenario de la crueldad y la barbarie, de “todos los

horrores que ha inventado el género del mal” (Correo del Orinoco Nº55:18-III-1820:s.n.).

Los topos plasmados con esfuerzo por Salazar serán recreados una y otra vez en relatos

que invocaban la autoridad de la historia con el objetivo primero de formar verdaderos

ciudadanos republicanos y cimentar el amor a la patria. Las tensiones y los presupuestos

propios de las guerras de independencia serán trasladados en términos generales al

discurso historiográfico oficial y mantendrán más o menos su vigencia en la conciencia

histórica de nuestros países hasta hoy. Desde las historias patrias y los compendios

escolares hasta la prensa y las memorias de los propios contemporáneos, pasando por los

escritos de las academias nacionales y regionales de historia y los más recientes manuales

bicentenarios, todos estos escritos afirman en lo fundamental la misma matriz discursiva

en lo que respecta al interregno monárquico. Aunque sean evidentes las fisuras en su

6 La “Memoria Biográfica de la Nueva Granada” puede verse en el Correo del Orinoco (Nº39:11-IX-

1819:s.n.) (Nº40:2-X-1819:s.n.) (Nº42:30-X-1819:s.n.) (Nº44:20-XI-1819:s.n.) (Nº46:11-XII-1819:s.n.)

(Nº48:1-I-1819:s.n.) (Nº50:29-I-1820:s.n.) (Nº55:18-III-1820:s.n.). Sobre Salazar y su labor periodística

véase Vergara y Vergara (1867: 308-309, 395-397, 487-489).

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manera de entender la historia, en la misma trama de los acontecimientos –algunos autores

privilegian algunos episodios y personajes o hacen uso de una retórica más o menos

ampulosa–, en su posición política o en sus objetivos más inmediatos, su caracterización

de la empresa pacificadora, de la monarquía española y de los realistas se mantendrá

prácticamente imperturbable. En efecto, salvo excepciones harto notables, durante el siglo

XIX y buena parte del siglo XX, la historia del momento absolutista se encontrará escrita

desde una perspectiva moral, teleológica y vencedora.7

En primer lugar, se trata de una historia moral porque articula una sucesión de imágenes

construidas alrededor de imperativos morales. Con frecuencia, la explicación pivota entre

la imagen arquetípica del enfrentamiento entre el bien y el mal y la coyuntura específica de

las disputas entre los agentes de una monarquía decadente y tiránica y los defensores de

unas colonias vejadas que ansían encontrar su verdadera libertad. La restauración

absolutista aparece, entonces, como el lugar de la narración de la virtud republicana y la

iniquidad realista, como el escenario de luchas sangrientas entre americanos ilustres y

malvados españoles. Según el antioqueño José Manuel Restrepo, “destruir y matar en

América había sido un gran placer para los españoles en la guerra de la independencia”.

Estos habían llegado solo “para difundir el horror y el espanto en los ángulos más remotos

de la Nueva Granada”. Así, la Independencia podía ser presentada en términos históricos

como un acto de justeza contra el oprobio del despotismo español. A la ya manida fórmula

de los “trescientos años de esclavitud colonial” debía sumarse, y no en último lugar, el

“feroz reinado de Morillo y de Enrile” en la Tierra Firme (Restrepo 1: 462, 429). Incluso

para los más afectos a la labor colonizadora española, que no hacían eco de aquella

fórmula, era en las páginas dedicadas a la restauración absolutista –que explicaban y

justificaban la separación de la metrópoli– donde la historia se podía desplegar con más

éxito como un discurso y una práctica de pedagogía moral, como una escuela de

verdaderas virtudes republicanas para el presente. Según escribía el bogotano José Manuel

Groot:

En los cuadros que hemos desarrollado, á vista de lector, desde el año de 1810 hasta el

de 1819, no se ha visto otra cosa que sacrificios generosos de vidas y fortunas por la

patria; sufrimientos, riesgos y, por último, los granadinos atados á la rueda del

tormento, bajo el zable de unos conquistadores españoles más bárbaros y crueles que

los del siglo de la conquista de los indios. Los que hoy viven y que no pasaron, que no

sufrieron ni experimentaron todo lo que ha costado esto que llamamos patria,

reflexionen y reconozcan que tantos sufrimientos y sacrificios merecen otra

consideración porque este campo desmontado a tanta costa y en cuyas labores han

7 Las siguientes reflexiones se refieren a las siguientes obras históricas fundamentales: Yanes (1943 [1821]),

Restrepo (2009 [1827]), Baralt y Díaz (1841), de Austria (1855), Groot (1869-1871), (Blanco 1960 [1870]),

Páez (1871), O'Leary (1879-1884), Blanco (1883), Franco Vargas (1885), Urdaneta (1888), Henao y Arrubla

(1911), Duarte Level (1917), Mercado (1919), Hernández de Alba (1935), Cuervo (1950), Muñoz (1987).

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entrado sin que les cueste nada, no es para que lo arruinen y lo talen las pasiones

egoístas del individualismo (2: 477).

En segundo lugar, se trata de una historia teleológica porque las independencias aparecen

con frecuencia como el resultado necesario de la crisis monárquica y como el desenlace

esperable de unas naciones largamente maduradas, que reclaman, finalmente, los derechos

soberanos que les corresponden por naturaleza. No solo el proceso revolucionario se

solapa con el momento fundacional de los nuevos países, sino que la adopción del sistema

político republicano aparece como su corolario histórico obligado. Como si la idea de la

independencia de España estuviera presente desde mucho tiempo antes de la vacancia real,

y solo impidiera su plena realización las circunstancias, la incapacidad de los actores para

llevarla a cabo, o la fuerza de la costumbre y de las armas. Incluso, en algunos casos, se la

supone ya plenamente figurada en las alegadas rencillas burocráticas entre peninsulares y

americanos y en los alzamientos populares de la segunda mitad del siglo XVIII, o más allá,

en los pleitos de los encomenderos y los conquistadores con la Corona en los albores de la

dominación ibérica. De este modo, en 1841, Rafael María Baralt y Ramón Díaz

formularán en el Resumen de la historia de Venezuela la siguiente pregunta a sus lectores:

“¿qué fue lo que impidió por siglos una revolución reformadora en América?”:

La despoblación, efecto de una industria escasa y del comercio esclusivo; la falta de

comunicaciones interiores que aisla las comarcas; la ignorancia que las embrutece y

amolda para el yugo perpetuo; la división del pueblo en clases que diversifican las

costumbres y los intereses; el hábito morboso de la servidumbre, cimentado en la

ignorancia y en la supersticion religiosa, ausiliares indispensables y fieles del

despotismo; la catedra del Evangelio y los confesionarios convertidos en tribunas de

doctrinas serviles; los peninsulares revestidos con los primeros y más importantes

cargos de la república; los americanos escluidos de ellos, no por las leyes, sino por la

política mezquina del gobierno. Política por cierto menos hábil de lo que generalmente

se ha creido: que se reducía al principio cómodo y fácil de no producir para no tener

que cuidar; y cuyo resultado fue prolongar la dependencia para hacer más larga y

sangrienta la separación (Baralt y Díaz 1: 2).

En tercer lugar, se trata de una historia perfilada desde una perspectiva vencedora,

empeñada en asir únicamente las ideas y las realizaciones de los republicanos y que

condena al ostracismo histórico, cuando no anatematiza, a quienes optaron por apoyar

decididamente el estandarte monárquico. La historia de nuestros países se escribe de la

mano de los padres de la patria, no con las voces de sus contradictores, pues estos con

frecuencia no son dignos de crédito, mienten o exageran en sus papeles –por supuesto, no

se trata de afirmar que esto no haya ocurrido, solo que conviene recordar que ninguna

posición política implica el monopolio de la verdad–. De allí que con frecuencia se

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ofrezcan lecturas guiadas de sus escritos. En este sentido, resulta paradigmática la primera

reimpresión de los Recuerdos sobre la rebelión de Caracas de José Domingo Díaz,

preparada en 1961 por la Academia Nacional de la Historia de Venezuela y prologada por

Ángel Francisco Brice. Antes que analizar la obra, el historiador zuliano se dedica a

consagrar la plétora de epítetos insultantes dirigidos contra Díaz hasta entonces y pretende

“demostrar que este escritor no acató la principal regla de la Historia: la verdad”. En

consecuencia, se dedica sistemáticamente a “rectificar” sus asertos en forma de extensas

notas al pie y a sancionar el escaso valor historiográfico de este escrito: no es un libro de

historia ni una fuente para la historia, es un “libelo infamatorio”, una “obra del

encarnizamiento que en todo momento demostró contra los libertadores y contra la lucha

misma por la Independencia” (15-40).8 Así, en términos generales, esta historiografía ha

privilegiado poco la comprensión del registro monárquico en sus propios términos, y en las

pocas ocasiones que ha aventurado un esfuerzo de entendimiento, los realistas aparecen en

escena como meros antagonistas de los republicanos, apátridas y hacedores de mártires.

Por supuesto, no se trata aquí de evaluar estas historias, inscritas en otras coordenadas

conceptuales, con nuestros raseros académicos actuales. Por el contrario, sostener que

muchos de estos relatos se encuentran escritos en clave moral, teleológica y vencedora no

es más que un esfuerzo por arriesgar una caracterización –bastante simple, por cierto– que

permita avanzar en su comprensión, en su utilización y en su citación como hitos

interpretativos propios de su tiempo y no como verdades trascendentes carentes de un

lugar empírico de enunciación. Aunque buena parte de la historiografía sobre las

independencias escrita hasta la segunda mitad del siglo XX se configure como una historia

heroizante, de grandes personajes y batallas, ocupada en celebrar la epifanía de las nuevas

naciones y en cimentar la condena de los monárquicos, urge trascender la censura fácil y

examinar críticamente las condiciones de posibilidad de estos relatos, desde su fabricación

hasta su posterior recepción, y examinar los supuestos teóricos y políticos que hicieron

posible que su lectura de las revoluciones americanas fuera considerada la única plausible

y posible en la Tierra Firme –labor que, por supuesto, excede los objetivos de este modesto

recuento historiográfico y se encuentra aún pendiente–.

En medio del panorama anterior, de manera tímida pero decidida, comenzaron a surgir en

nuestros países los primeros esfuerzos por dar voz a los realistas y por atisbar mejor sus

motivaciones y sus proyectos. Rufino Blanco Fombona, Mario Briceño Iragorry y Germán

Carrera Damas, para el caso venezolano, y Guillermo Hernández de Alba, Juan Friede y

Oswaldo Díaz Díaz, para el caso neogranadino, pusieron sobre la mesa, desde diferentes

perspectivas y con diferentes énfasis, la necesidad de abordar los procesos de

8 Por fortuna, esta obra ha sido reeditada recientemente en dos oportunidades y sus respectivas prologuistas,

Inés Quintero y Marianela Tovar Núñez, ponen el acento en su carácter fundamental para historizar los

procesos de independencia en la región. Al respecto Quintero (2011: 11-50), Tovar Núñez (2012: IX-LV).

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independencia más allá del horizonte republicano. De este modo, contamos con trabajos

importantes sobre realistas de primera línea como el marqués de Casa León Antonio

Fernández de León, el regente José Francisco de Heredia, José Tomás Boves, Agustín de

Agualongo y algunas historias generales sobre el accionar del régimen restaurador en toda

la Tierra Firme.9 De manera paralela, comenzaron a publicarse importantes compilaciones

de fuentes primarias acompañadas de algunos análisis preliminares. En Caracas, vieron la

luz la obra de Díaz ya mencionada, algunos relatos de corte autobiográfico escritos por la

primera plana del realismo venezolano, dos tomos de las causas de infidencia seguidas a

los republicanos y los fundamentales Materiales para el estudio de la ideología realista de

la independencia –la mayor compilación de fuentes que se ha hecho en nuestros países–,

mientras que en Bogotá fueron publicadas compilaciones de documentos monárquicos

relacionados con la derrota en Boyacá, los papeles de las campañas militares realistas y las

Memorias del presbítero José Antonio Torres y Peña.10

La importancia de dichos trabajos radica en buena medida en que señalaron la ausencia

fundamental del ideario realista a la hora de historizar los procesos de independencia en la

Tierra Firme y marcaron nuevos derroteros para la historiografía del periodo incorporando

con frecuencia la situación de la Península para explicar los acontecimientos americanos.

La mayoría de estos y otros estudios se encuentran anclados en el establecimiento de las

causas económicas, políticas y militares de los procesos de independencia y en la

explicación del accionar de sus principales protagonistas como producto de condiciones

objetivas de talante económico-social. Como bien señaló el siempre pionero Juan Friede

en su momento, “no tenemos todavía una obra histórica que abarque la época de la

Independencia por todos sus aspectos”, basada en el “estudio del abundante material

conservado en los archivos históricos” y capaz de “resaltar el papel que cumplieron las

fuerzas sociales actuantes, la constelación política nacional e internacional y las causas

económicas, sociales y espirituales que motivaron, fortalecieron y llevaron a feliz término

el movimiento independentista” (Friede 1969: 12). No debe sorprender, entonces, que

cuando se ocupan propiamente del terreno político, estas obras se interesen en el

esclarecimiento de los acontecimientos políticos y militares –en dar cuenta de lo que

“realmente ocurrió”– y en dilucidar los orígenes y contenidos ideológicos de los discursos

monárquicos, aferrados al tradicionalismo y la reacción y en oposición siempre a la

vanguardia liberal de los republicanos. De este modo, más allá de sus indiscutibles aportes,

sus esfuerzos por establecer una estrecha correlación entre las condiciones económico-

sociales, la filiación política y las influencias ideológicas de los actores históricos, revela

la existencia de un enfoque teleológico subyacente en estos trabajos, más interesados en

explicar por qué determinados grupos se decantaron por tales o cuales ideas –cuyos

9 Blanco-Fombona (1916, 1981), Briceño Iragorry (1946, 1947), Carrera Damas (2009 [1964], 1983 [1971]),

Díaz Díaz (1965), Friede (1972), Ortiz (1974), Ocampo López (2010 [1974]). 10

Heredia (1916), Coll y Prat (1960 [reedit. 2010]), Torres y Peña (1960), Cajigal (1960), VV.AA. (1960,

1969), Friede (1969), Lee López (1989), Morillo (1985), Bonilla (2011).

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sentidos parecen ser del todo claros y ya estaban dados– que en explicar sus mismas

posibilidades. Según el influyente trabajo de Carrera Damas:

Globalmente puede decirse que la “ideología” de la reacción realista –poco estudiada

por la historiografía venezolana– carece de otra formulación que no sea la muy general

de retorno al viejo orden de cosas. Mientras los republicanos se esfuerzan por definirse

positivamente componiendo una teoría de la acción, la reacción realista lo hace

negativamente oponiéndose al cambio, arguyendo su no necesidad, demostrando su

inutilidad, etc., pero sobre todo presentándolo como prueba de las ambiciones

desbocadas de los criollos (1983: 92).

Por su parte, en las últimas tres décadas, numerosos trabajos han revisado críticamente el

cariz moralizante de la escritura de la historia de las independencias en nuestros países y

han cuestionado la premisa absoluta de la preexistencia de las naciones americanas,

destacándose como pioneros los trabajos de Germán Colmenares y de François-Xavier

Guerra.11

Aunque de manera un poco menos sostenida, también han surgido importantes

aportes que se han preocupado por explorar el pensamiento realista y la restauración

absolutista como un conjunto de problemáticas plenamente históricas. Entre los análisis

recientes se destacan, además de los estudios biográficos, los temas vinculados al

funcionamiento de la institucionalidad monárquica, el accionar del Ejército realista, el

papel de las “castas” y los sectores populares, la política regional y los trabajos escritos en

la Península Ibérica sobre el partido realista, el sexenio absolutista y el pensamiento

reaccionario –término ya muy instalado en la historiografía española–. Estos estudios

ciertamente comienzan a ofrecernos una visión diferente del interregno monárquico,

poniendo en evidencia los diferentes esfuerzos sostenidos para mantener la soberanía del

solio real en América, la heterogeneidad de las políticas diseñadas para conseguirlo y los

recursos intelectuales empleados, amén de subrayar las disensiones internas del realismo

en toda la monarquía hispánica.12

En este sentido, merecen mención aparte dos trabajos recientes. Por un lado, La voz de los

vencidos. Ideas del partido realista de Caracas, 1810-1821, de Tomás Straka. Sin duda,

una de las obras históricas más juiciosas que se ha hecho hasta el momento sobre el

pensamiento realista en toda la Tierra Firme. Según muestra Straka, los realistas echaron

mano de nociones como “buen orden”, “justa causa” y “justa guerra” con dos objetivos

fundamentales: afirmar la soberanía de Fernando VII en América y deslegitimar las ideas

11

Colmenares (1986a, 1983b), Guerra (1993). 12

Woodward (1968), Stoan (1974), Hamnett (1976), Costeloe (2010 [1986]), Anna (1986), Soriano (1988),

Palacios (1989), Albi (1990), Semprún y Bullón (1992), Uribe Urán (1995), Ramos (1996), Pino Iturrieta

(1998), Earle (2014 [2001]), Gutiérrez Ramos (2003), Saether (2003), Thibaud (2003), Quintero Saravia

(2005), Lovera (2007), Neira Sánchez (2007), Echeverri (2009, 2011), Páramo (2010, 2014), Meza (2012).

En la historiografía española sobre el periodo resultan fundamentales, Herrero (1971), Artola (2008 [1973]),

Fontana (1983 [1979]), Portillo (2000, 2006), Rivera García (2006, 2007), López Alós (2011).

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republicanas de libertad, igualdad y democracia. Escrita a caballo entre la antigua tradición

de la historia de las ideas, centrada en torno a los orígenes ideológicos de las revoluciones

de independencia, y la nueva historia político-conceptual, esta obra nos muestra el

complejo universo político realista, sus sustratos doctrinales y sus formas de

argumentación y ciertamente contribuye en la comprensión renovada del papel que

desempeñaron las tradiciones discursivas en las guerras de independencia. Sin embargo, al

mismo tiempo que echa luces sobre estos aspectos fundamentales, el libro de Straka da

cuenta de cómo el prisma tradición-modernidad sigue imponiéndose en nuestros medios

académicos limitando la comprensión del complejo horizonte de posibilidades abierto por

las revoluciones hispánicas, pues las ideas políticas son definidas más allá de sus múltiples

usos y referidas a un sustrato ideológico inalterable: los realistas son tradicionalistas y los

republicanos son modernos. La independencia aparece, entonces, principalmente como un

“conflicto ideológico” entre dos “sistemas de pensamiento”: un pensamiento moderno de

cuño republicano y un pensamiento tradicional respaldado fundamentalmente por la

filosofía escolástica de raigambre medieval, “un sistema de ideas bien integrado,

primorosamente argumentado, fieramente defendido” (Straka 2007 [2000]: 16).

Por otro lado, El retorno del rey: el restablecimiento del régimen colonial en Cartagena

de Indias (1815-1821), de Justo Cuño Bonito, analiza detalladamente el accionar y el

funcionamiento del régimen restaurador en el Caribe neogranadino, desde la toma de

Cartagena de Indias por los ejércitos del rey en diciembre de 1815 hasta la rendición de las

autoridades peninsulares en octubre de 1821. Basado en un formidable trabajo de archivo,

Cuño aborda diferentes escenarios de la política monárquica en la Tierra Firme, muchos de

ellos inexplorados hasta el momento: la campaña militar de reconquista, la difícil

reorganización política, administrativa y fiscal de la provincia, las disputas ideológicas y

burocráticas entre los partidos absolutista y liberal y la proclamación final de la

Constitución de Cádiz en 1820. Si bien la obra ofrece un cuadro complejo de la cambiante

realidad política del momento, incluyendo la visión que de este proceso tuvieron algunos

sectores populares, sus esfuerzos en ocasiones se ven marrados por cierta perspectiva

presentista y evaluativa que privilegia los supuestos yerros y deficiencias de los actores

históricos, las estrategias represivas implementadas por el régimen restaurador –represión

judicial y fiscal, depredación militar y un estricto control social– y la polaridad liberal-

tradicional como una evidencia perfectamente racional y consistente para leer el periodo:

la “reconstrucción del régimen colonial enfrentó dos modelos políticos y económicos,

resultado de dos tendencias opuestas que coexistían en el propio seno de la sociedad

colonial: la liberal y la absolutista” (Cuño 2008: 16). Perspectiva que también se perfila

desde el mismo prólogo de la obra, donde Juan Marchena y Manuel Chust califican el

interregno monárquico como un “intento desesperado a la vez que sangriento e inútil” y a

sus principales modeladores como “paquidermos de otro tiempo sin duda ya pasado y

gastado”, que “no hicieron sino comportarse como inhábiles administradores, prepotentes

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rectores políticos e ignorantes agentes sociales” (en Cuño 2008: 14, 15). Así, al tiempo que

conocemos al detalle la superposición de estructuras militares y civiles, y la tenaz

competencia entre los realistas, nos quedamos sin saber cuáles son los fundamentos de sus

argumentaciones y cómo los marcos institucionales, antes que ser el resultado del

antagonismo político, son espacios donde este se constituye y despliega.

Sin duda, estos dos trabajos, originales, informados y de grandes alcances, representan

sendos esfuerzos por repensar la restauración monárquica y ponen sobre la mesa nuevas

cuestiones útiles para escudriñar los desafíos enfrentados por los realistas y los diversos

recursos desplegados para solventarlas. Si bien estamos lejos aún de avizorar horizontes

historiográficos sólidos en este sentido las perspectivas recientes, como puede verse, son

halagüeñas.13

Por supuesto, es necesario seguir transitando los caminos abiertos por estas

obras fundamentales al tiempo que ensayamos nuevas formas de comprensión. Aunque el

enfoque aquí adoptado retoma lo esencial de dichas contribuciones, también toma

distancia en un sentido que tiene que ver con la manera en que han sido conceptualizadas

en sus páginas las relaciones entre el lenguaje y la legitimidad y el uso indiscriminado de

díadas antinómicas para pensar el pasado. Este trabajo hace parte de un esfuerzo mucho

más amplio por someter a examen las premisas usuales con que han sido conceptualizados

los procesos históricos de las independencias americanas. En este caso, apelar en primer

lugar a las fuentes primarias quizá nos permita discernir un poco mejor las voces de los

realistas y restituirles algo de su potencia; voces que fueron obliteradas por los éxitos de

las armas republicanas y por la violencia infligida por el mismo régimen restaurador y que

terminaron por opacar las otras respuestas ensayadas por los realistas ante las

problemáticas del momento. Dar cuenta de algunas de ellas es el propósito fundamental de

este trabajo.

III. Sobre lenguajes políticos, conceptos fundamentales y publicidad monárquica

Este esfuerzo por historizar los modos de comprensión del mundo político por parte de los

realistas parte de un conjunto de principios teórico-metodológicos comunes a las más

recientes investigaciones sobre la historia político-intelectual del siglo XIX

iberoamericano. Como bien afirma Elías Palti (2005: 467-494), la labor histórica, para

renovar nuestra compresión del pasado, implica un doble trabajo. Por un lado, un trabajo

sobre la teoría, que permita formular nuevas preguntas, desarrollar nuevos enfoques de la

historia y no limitarse a reproducir el saber ya establecido. Por otro lado, un trabajo sobre

13

Una vez concluida la escritura de este trabajo, a finales de 2016, fue publicado el libro La restauración en

la Nueva Granada (1815-1819), escrito por Daniel Gutiérrez Ardila. De manera similar a esta tesis, el autor

propone entender el interregno monárquico como una restauración y no como una reconquista y prefiere

examinar los experimentos exitosos de pacificación antes que centrarse en la narrativa tradicional del terror.

Si bien, por cuestiones de tiempo, no fue posible integrar esta obra en la discusión, algunos de los apartes

aparecidos previamente fueron considerados durante la elaboración de este trabajo. Al respecto, véanse,

Gutiérrez Ardila (2013, 2014).

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la historia, que solo se produce cuando los hallazgos históricos y la confrontación con las

fuentes primarias nos obligan a enriquecer o a reconsiderar nuestros marcos conceptuales.

Se trata aquí, entonces, de hacer una historia del discurso político desde una perspectiva

crítica, apartándose de cualquier esquema totalizante y suprateórico que pretenda que la

cuestión de la legitimidad política y los usos del lenguaje puede ser establecida del todo o

capturada de manera terminante. No es esta una historia de las ideas o una historia del

pensamiento político, interesada en trazar las peripecias de las ideas para ajustarse a una

realidad siempre escurridiza. El tipo de lectura que aquí hago, apoyado en estos

presupuestos, no asume una correspondencia directa entre las palabras y las cosas,

tampoco busca la resolución de las reputadas contradicciones del discurso político

iberoamericano ni señalar, una vez más, su presunta incompletitud. Lo que pretendo es

entender cómo los actores históricos hacían uso del lenguaje para reconstruir el orden

simbólico y responder a los crecientes desafíos que la vida política les planteaba. Para ello,

echaré mano de un conjunto de recursos provistos por importantes tradiciones intelectuales

que aunque ampliamente coincidentes en sus formas de entender el mundo político no por

ello se encuentran exentas de ciertas tensiones que, espero, resultarán productivas para este

trabajo.

En primer lugar, esta investigación se plantea como una aproximación de corte

genealógico a los discursos monárquicos durante el momento absolutista. Un análisis

histórico que renuncia a la búsqueda absoluta de un origen, que no busca “antecedentes”

en cada discurso ni una finalidad intrínseca a los procesos históricos. La perspectiva

genealógica intenta restituir una dispersión de enunciados; aboga por la eventualización de

la historia, por la consideración de la singularidad de los eventos y de aquello que los

define en cuanto tales: su carácter contingente e irrepetible. Es una mirada comprensiva

que intenta problematizar una cuestión resituándola en sus condiciones concretas de

emergencia. El sentido genealógico no descansa sobre ningún absoluto y restituye el

carácter histórico de las cosas para rescatar la unicidad de los sucesos, hilados sin causa

final, dependientes de una compleja red de fuerzas entretejida por el azar de la lucha. Así,

mientras que otros tipos de historia construyen continuidades, hitos fundacionales y

homogeneidad, la genealogía encuentra dispersión, perspectivas y movimiento. No en

vano se nos dirá que la genealogía requiere de “erudición”, de paciencia y meticulosidad

(Foucault 1970; 1992: 9). Se trata, con la genealogía, de dar respuesta a un conjunto de

problemas históricos situados en un momento y en un espacio determinados, de establecer

las intricadas relaciones entre los discursos realistas, las prácticas políticas y la

reconstrucción del orden monárquico en la Tierra Firme. No se trata del estudio de un

periodo histórico. Según Michel Foucault, historiar un periodo implica atribuirse un objeto

e intentar resolver los problemas que pueda plantear, además de un tratamiento exhaustivo

del material y la obligación, quimérica, por demás, de decirlo todo al respecto. Por el

contrario, el tratamiento de un problema histórico determina a partir de sí mismo el ámbito

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del objeto que hay que recorrer para resolverlo; selecciona y recorta sus fuentes en función

de los datos del problema y establece cierto tipo de relaciones que permiten su solución,

situación que permite no decir todo sobre un objeto o un periodo determinados. De esta

manera, la genealogía es una historia en perspectiva: mira desde un ángulo determinado

para comprender el mundo; no niega el lugar de enunciación de sus planteamientos

(Foucault 1982: 42-43).

Precisamente, esta concepción más genealógica que teleológica de la historia es la piedra

de toque de la historia conceptual de lo político, que sirve de base a este trabajo. Según

Pierre Rosanvallon, se trata de una historia que tiene como función restituir problemas más

que describir modelos, que se esfuerza por recobrar la ambigüedad conceptual y la

conflictividad como dimensiones inherentes al mundo político (29). Desde esta

perspectiva, lo político aparece como un campo de acción y de luchas concretas, de aporías

y de antagonismos; como el lugar donde se articulan lo social y su representación. Lo

político comprende todas aquellas actividades en las que el poder y la comunidad se ven

implicados y se refiere fundamentalmente a los procesos de su auto-institución. Es

precisamente la instancia por la que se configura una forma dada de existencia comunal y

un trabajo de reflexión de la sociedad sobre sí misma alrededor de cuestiones como la

acción colectiva y la imaginación de un pasado y de un provenir comunes (15-16). En este

sentido, para alumbrar las tensiones y los diferentes tanteos de lo político en el momento

absolutista, resulta fundamental reconstruir el modo como los actores históricos elaboraron

las situaciones y las dotaron de inteligibilidad, entender cómo pensaron su acción y las

posibilidades que organizaron sus horizontes. Para ello es necesario revisitar los lenguajes

que emplearon para aprehender el mundo político.

Según John Pocock, un lenguaje político está constituido por los “idiomas, retóricas,

vocabularios especializados y gramáticas, todas aquellas modalidades de discurso o formas

de hablar de la política creadas, difundidas y, lo que es más importante, utilizadas en el

discurso político” en el marco de una comunidad de discurso única, aunque esencialmente

diversa (2011a: 103). El lenguaje no es un medio más o menos neutral para transmitir y

representar ideas sobre el mundo político, ni un modo de expresión pasivo y esencialmente

invisible. Por el contrario, el lenguaje se encuentra atravesado por una fuerte impronta

productiva, es por definición compartido y condiciona el rango de lo decible y de lo

pensable en un momento dado; organiza los modos en que ideas, percepciones y acciones

son legibles para los contemporáneos y las formas mismas de significación y

argumentación que subyacen a esa comprensión. Así, antes que entenderse como unidades

contrapuestas, lenguaje y realidad –textos y contextos, discursos y prácticas–, son

dimensiones inescindibles: el lenguaje es parte esencial de la realidad, y la realidad sólo

puede ser articulada, construida y entendida en el lenguaje (2011a: 101-118).

Precisamente, tratar de desentrañar los sentidos profundos de los discursos de los actores

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históricos nos remite a su reconocimiento como un conjunto de actos de habla incrustados

en contextos específicos de enunciación, esto es, como intercambios comunicativos

dotados de una dimensión simbólica, de estructuras retóricas y de una pragmática

particulares. Desde esta perspectiva, los lenguajes políticos aparecen como espacios

estructurantes de la experiencia social y se encuentran, a su vez, sostenidos y atravesados

por el conjunto de estructuras y fuerzas que organizan la sociedad y los modos de

pensamiento y acción en un momento dado. De allí que su análisis juicioso implique

siempre la cuidadosa reconstrucción de las situaciones comunicativas en que se producen

dichos actos de habla –quién dice qué, dónde, cómo y para qué– y requiera analizar cómo

esas condiciones de enunciación vienen a inscribirse en los propios textos y pasan a formar

parte integral de su sentido (Skinner 2007a: 185-222) (Palti 2005: 23-44; 2007: 21-56).

Así, entender los discursos realistas en términos de lenguajes políticos es asumir que son

hechos políticos singulares, crisoles en los que ocurren un conjunto variopinto de hechos

que modifican los contextos y estructuras con las que entran en contacto (Pocock 2011b:

119-131).

En nuestro caso, además de la reconstrucción de estas instancias de disputa argumental,

debemos escudriñar el plano de los contenidos semánticos de los textos y su proyección en

el tiempo. Se trata de comprender, de manera simultánea, la inevitable dimensión retórica

de la política sin perder de vista la profundidad temporal interna de las nociones usadas

por los actores históricos. De combinar el análisis sincrónico con un adecuado examen del

devenir diacrónico de los lenguajes estudiados. Según la historia conceptual desarrollada

por Reinhart Koselleck, los conceptos articulan múltiples redes de significado y condensan

experiencias históricas particulares, aspecto que les confiere un carácter polivalente,

generalizante y cambiante; son estructuras de orden semántico que operan siempre en

tensión entre el “espacio de experiencia” precedente y el “horizonte de expectativas”

generado por sus usos públicos –por eso fungen, de manera simultánea, como índices de

los contextos que engloban y factores de luchas sociopolíticas– (1992a: 333-357). De este

modo, puede decirse que el cambio semántico no es más que una plasmación de la lucha

social que siempre implica una contienda en el discurso. La acción política de los realistas

puede leerse, así, como un conjunto de batallas por la percepción del mundo a través de los

conceptos, que se vuelven, al mismo tiempo, objetos de estrategias de enunciación

antagónicas, concentrados de experiencia histórica y dispositivos de construcción del

futuro y de proyección de las experiencias posibles (Koselleck 1992b: 117).

De esta manera, una atención especial a los diversos usos de los lenguajes políticos del

período me permitirá estar atento frente a lo que Joan Scott ha denominado la “evidencia

de la experiencia”, aquella que muy a menudo conduce a reconocerse en tal o cual aspecto

del pasado del que no conocemos las configuraciones de conjunto y que apuntala una

lectura anacrónica y ahistórica de aquello que precisamente debería ser explicado de

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manera crítica: los puntos de partida de los discursos públicos, los significados

contradictorios de los conceptos y la construcción de identidades políticas, por citar solo

algunos ejemplos. Según Scott, negar el origen discursivo de aquello que “encontramos”

en los documentos, de la experiencia escrita por los contemporáneos, es esencializar las

posibilidades políticas que concita, renunciar a entender los lenguajes allí empleados como

contextuales, disputados y contingentes. Así, la experiencia de los actores históricos se

convierte, no en el origen primero de la explicación, no en la evidencia definitiva que

fundamenta lo conocido, sino más bien en aquello sobre lo cual se produce el

conocimiento, aquello que se debe volver inteligible por medio de la comprensión

histórica (773-797).

Como corolario de lo anterior, se desprende la necesaria búsqueda de nuevos criterios que

nos permitan explicar los intricados procesos de transformación ocurridos en nuestras

sociedades con las revoluciones hispánicas; la búsqueda de nuevas perspectivas, más allá

del prisma tradición y modernidad, que sean sensibles a la combinación de múltiples

lenguajes políticos y se encuentren alejadas del lastre normativo que impregna la mayoría

de estudios interesados en establecer las fronteras entre el “pensamiento tradicional” y el

“pensamiento moderno” en los discursos del periodo. Como ya se apuntó, en este esquema

simplificador, aunque tremendamente efectivo, las independencias americanas han sido

presentadas como una lucha entre dos visiones de mundo radicalmente opuestas,

encarnadas en los principios de tradición y modernidad –o sus equivalentes estructurales–,

y representadas respectivamente por contrarrevolucionarios y revolucionarios, realistas y

republicanos.14

El ideario realista es visto, así, como expresión decantada del arcaísmo

político y el tradicionalismo social. Sin embargo, en nuestro caso, es evidente cómo la

misma “tradición”, siempre recubierta en el discurso de un carácter sagrado y anclada en la

ley natural, puesta en un nuevo horizonte discursivo, adquiere una dinámica diferente de la

que tenía en el orden antiguo; cómo en algunos casos se invocan y construyen supuestas

tradiciones para legitimar nuevas realidades políticas, y quizá más importante, cómo no

existe un acuerdo fundamental sobre lo qué es la tradición y sobre cuál es el sentido

verdadero de la historia –más allá de algunos formulismos, la disputa por el sentido que

todo esto adquirió durante la restauración absolutista es lo que debe interesarnos–.

En abierto contraste con lo dicho, las fuentes del periodo registran una profusión de

argumentos políticos y de recursos retóricos provenientes de todo tipo de doctrinas y

estilos de pensamiento cuya principal preocupación es la reconstrucción del orden

simbólico. Estos elementos pretendidamente antagónicos, antes que ser realidades

objetivas, conviven en una constelación discursiva constantemente redefinida en el

ejercicio de la escritura misma: los escritos bíblicos y los clásicos grecolatinos, el

14

Para una crítica a los tipos ideales en la historia política del siglo XIX véanse, Fernández Sebastián (2005:

165-181), Palti (2007: 21-56).

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neoescolasticismo, el regalismo borbónico, el jansenismo, el republicanismo neoclásico, el

pensamiento ilustrado, y también la crítica al “filosofismo” –que no puede ser leída como

mero irracionalismo o como una posición general en contra de la Ilustración como

movimiento intelectual–, hacen parte, entre otros, del amplio catálogo de lecturas de las

que se servirán los realistas para legitimar sus posiciones y para mover a los vasallos del

rey en favor de la “justa causa”. El conjunto de indeterminaciones y ambigüedades

doctrinales, conceptuales y políticas que atraviesan estos discursos poco o nada tiene que

ver con su presunta falta de coherencia sino con su carácter inherentemente histórico, esto

es, contingente, que solo resulta accesible una vez renunciamos a los marcos

normativistas, formalistas y teleológicos propios de la historia de la ideas.15

Según

veremos más adelante, la permanente invocación de la opinión pública como instancia de

legitimidad en un gobierno cimentado todavía en el derecho divino de los reyes, es quizá el

rasgo más visible pero no el único de esta cohabitación no exenta de tensiones de diversos

modos de entender la comunidad política.

En efecto, la reinstitución formal de los antiguos montajes de legitimidad monárquica no

puede ocultar la mutación previa de los lenguajes y de los valores políticos, así como

tampoco la aparición de nuevas prácticas en el seno de la monarquía restaurada. Para

conseguir sus objetivos los realistas reasumirán, de manera deliberada o no, las

elaboraciones políticas proclamadas por las primeras repúblicas y por la monarquía

gaditana. La restauración absolutista se perfila, entonces, no solo como un momento de

intensa reapropiación y reelaboración de la cultura política antigua y de la “tradición”, sino

también como una experiencia histórica modelada sobre su cimiento constitucionalista

anterior, dando cuenta de la riqueza y variedad de las posibilidades políticas del momento.

De este modo, para el área grancolombiana, el tránsito del antiguo régimen a la república

no seguirá una evolución limpia de formas monárquicas a formas republicanas, como a

veces pareciera sugerir cierta historiografía empeñada en obviar la incidencia de la

restauración monárquica en los ciclos revolucionarios locales, y poder establecer sin más

una línea de continuidad entre las primeras repúblicas y los gobiernos surgidos después de

la victoria bolivariana en Boyacá. Sin duda, la comprensión renovada del momento

absolutista nos permitirá entender mejor las complejas recomposiciones de discursos y

prácticas políticas entre las formas monárquicas y las formas del nuevo orden republicano

y reconocer la difícil transición entre estos dos órdenes políticos como un proceso

dinámico –si es que puede denominarse transición, a sabiendas de que no se trata de un

tránsito acabado de un universo conceptual a otro radicalmente diferente–.

Como puede verse, este trabajo no analiza otra cosa diferente al conjunto de elementos que

componen el complejo mundo de la cultura política: el modo de lectura de los discursos, la

presencia poderosa de las imágenes, la impronta de los ritos, la historia de las

15

Sobre la “mitología de la coherencia” véase, Skinner (2007:109-164).

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representaciones de la vida en común. Por ello resulta fundamental tener en cuenta la

variopinta geografía del discurso político del momento, aguzar la conciencia sobre la gran

variedad de espacios y situaciones en los que tienen lugar los lenguajes políticos. Conviene

también no comprenderlos de manera separada, como si se tratase de una realidad

compartimentada, sino tratar de pensarlos en su totalidad, como el lugar de acción de la

sociedad sobre sí misma. De allí la importancia analítica de una categoría como publicidad

para este trabajo. En términos generales, entiendo por esta una forma fundamental de

trabajo político que implica unos medios, unos espacios y unos actos concretos para hacer

que algo adquiera el estatuto de público –trabajo político que “se hace a vista de todos” y

que abarcaría desde el conjunto de medios para divulgar hasta el acto mismo de

divulgación– (Ortega y Chaparro, 15-23). Sin duda, la publicidad puede leerse como una

poderosa fábrica de discursos, imágenes y emociones que interpelan de manera simultánea

la razón, las creencias y los sentidos de los sujetos.

Ciertamente, una vez cuestionado el fundamento de legitimidad del poder monárquico por

parte de los republicanos, este necesitaría recomponerse a partir de su representación

continuada y de la puesta en marcha de diversas formas de publicidad profundamente

imbricadas entre sí; formas de publicidad que antes que ser entendidas como

justificaciones simbólicas de un determinado orden político, o antes que ser interpretadas

en términos de propaganda oficial o de meras estratagemas de persuasión de las gentes,

deben ser asumidas como constitutivas de ese mismo orden, pues es precisamente en sus

contornos donde ocurre la reinstitución de la comunidad política, la cual se llevó a cabo en

ese periodo no solo desde elementos coercitivos como la fuerza armada o el lenguaje del

terror, aunque sin duda los privilegie de manera importante. Se trata de una comunidad

política que, en cierto modo, se piensa y se constituye a sí misma permanentemente a

través de estas diferentes publicidades y de estos discursos y arreglos institucionales.

Precisamente, este conjunto de publicidades buscará atajar la tenaz incertidumbre que

introducían, entre otras, las dinámicas de la guerra, y hacer de la fidelidad regia la fuerza

primera para reconstruir el orden político. Ya lo afirmaba la misma Gaceta de Caracas:

“uno es el medio, ó más bien el fundamento de esta suspirada é indispensable restauración:

uno, muy fácil y muy necesario y debido: Amor al rey; obediencia al gobierno” (Nº7:15-

III-1815:53).

Finalmente, a estas alturas, debe resultar notoria la necesidad de abordar de manera más

juiciosa el estudio histórico de los conceptos y de los lenguajes políticos del pasado para

los casos neogranadino y venezolano. Este trabajo intenta hacer un aporte concreto en este

sentido, seguir el fértil camino abierto por otras investigaciones pioneras. No obstante,

también quiere llamar la atención sobre el lenguaje que usamos como historiadores para

construir nuestras propias conceptualizaciones, más aún en una disciplina poco dada a la

reflexión terminológica y al cuestionamiento de sus propios estatutos epistemológicos. La

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historia, como práctica generadora de conocimiento, debe ser crítica sobre la manera en

que describe sus objetos de estudio y sobre la forma en que explica e interpreta sus

estructuras y procesos. No está de más recordar que la historia es lenguaje, un modo

particular de hablar sobre el pasado, de convertirlo en histórico. Debemos empezar,

entonces, por subrayar la radical historicidad del conocimiento, por reconocer que todas

nuestras interpretaciones sobre el pasado son inevitablemente provisionales. Precisamente,

ese carácter condicionado y relativo de nuestros trabajos promueve el debate

historiográfico y alienta la búsqueda de nuevas maneras de conceptualizar y de escribir la

historia. Hace que valga la pena, en cierto sentido, decir algo más sobre el pasado. Al igual

que los hombres y mujeres del siglo XIX, nosotros tampoco podemos escapar de la

historia y de la temporalidad ni de las posibilidades que nos ofrecen los lenguajes con los

que pretendemos informar de color esos futuros pasados que ya fueron, o que pudieron

haber sido, y que todavía están en nosotros.

IV. Estructura de este trabajo y fuentes primarias

Esta investigación está compuesta, además de esta introducción general, por tres capítulos

y unas reflexiones finales a manera de conclusiones. En el primer apartado, “„Todas las

cosas tienen su tiempo‟. Tiempo e historia durante la restauración monárquica”, examinaré

la elaboración del tiempo histórico por parte de los realistas, la cohabitación de diversos

sentidos de la temporalidad y las complejas relaciones entre experiencias y expectativas en

el momento absolutista. Asimismo, analizaré brevemente la escritura de la historia

monárquica como expresión discursiva de esta conciencia de temporalidad a partir de dos

ejemplos puntuales: los primeros ensayos de una historia de la crisis de la monarquía

hispánica en la Tierra Firme y el debate sobre el significado de la conquista de América.

En el segundo capítulo, “El realismo: un discurso de réplica. La disputa conceptual durante

la restauración monárquica”, analizaré los diferentes contenidos semánticos y los usos

políticos de los conceptos de “buen orden”, “opinión pública”, “nación”, “libertad” e

“igualdad” en el marco de la tenaz pugna política por la fijación de sus verdaderos

sentidos. Si bien muchos realistas acusarán la creciente inestabilidad semántica de estos

términos otrora considerados transparentes y unívocos, pondré de presente cómo los

mismos monárquicos, al tiempo que fungieron como paladines de la ortodoxia conceptual,

contribuyeron en no pocas oportunidades a la continua “confusión de las voces”. El

capítulo propone entender el discurso realista como un discurso de réplica, pues en buena

medida este responde a los señalamientos hechos por los republicanos tiempo atrás y a las

innovaciones conceptuales y políticas puestas en marcha por el constitucionalismo

gaditano y las primeras repúblicas americanas.

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En el tercer acápite, “„Porque la fidelidad es el todo del sistema social‟. La elaboración de

la fidelidad durante la restauración monárquica”, analizaré cinco formas de publicidad

política encaminadas a elaborar la obediencia y fijar la opinión pública en favor del

monarca durante el momento absolutista: los impresos, las celebraciones monárquicas, la

liturgia católica, el accionar del Ejército y el terror político. En este capítulo, prestaré

particular atención a las premisas y consecuencias tanto conceptuales como prácticas de

esta intervención de los realistas en los diferentes espacios públicos y daré cuenta de las

intricadas relaciones entre la reinvención de la legitimidad monárquica, las formas de

publicidad oficiales y los espacios de sociabilidad que suponen.

Finalmente, una palabra sobre las fuentes primarias. En este trabajo he privilegiado una

pluralidad de registros documentales y de soportes archivísticos con el objetivo de ofrecer

una mirada plural sobre el periodo: manuscritos, impresos y folletos de todo tipo, papeles

periódicos, documentos legales y representaciones, correspondencia, historiografía del

periodo, memorias autobiográficas y un amplio repertorio de compilaciones documentales

editadas a lo largo del tiempo y que recogen infinidad de documentos monárquicos. La

mayoría de estos archivos fueron consultados en diferentes repositorios documentales y

bibliotecas especializadas en España, Colombia y Venezuela. Me gustaría mencionar

especialmente el Archivo General de Indias, en Sevilla; la Real Academia de la Historia de

España, en Madrid; la Biblioteca Nacional de Colombia, la Biblioteca Luis Ángel Arango

y el Archivo General de la Nación de Colombia, en Bogotá; y el Archivo General de la

Nación de Venezuela y Academia Nacional de la Historia de Venezuela, en Caracas.

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Capítulo 1. “Todas las cosas tienen su tiempo”. Tiempo e historia

durante la restauración monárquica

Los hechos, la historia y la naturaleza están por nosotros.

Salvador Ximénez de Enciso, Carta Pastoral (1819).

Todas las cosas, Señor, tienen su tiempo: hay tiempo de hablar, y tiempo de callar; y el que para obrar no observa

las circunstancias del tiempo, es inútil en la Iglesia de Dios que no envio su hijo primogénito para enseñar los

secretos de la Divinidad, y unir a los pueblos de la tierra bajo una sola creencia, sino en su tiempo; perjudicial en

el Estado, cuya destrucción o conservación dependen del tiempo; inepto para los negocios públicos, e inepto para

los domésticos, porque unos y otros no se regulan sino por el tiempo. Solo la Ley del Señor es eterna; y la

majestad de todas las cosas humanas se pierde cuando no son conformes al tiempo. ¿Qué fuera hoy, Señor, de

vuestras provincias de Venezuela, si no me hubiese yo ligado a estas circunstancias, bajo el mando de los

insurgentes, como bajo los que administraron aquellos países bajo el Real nombre de V.M.? La historia

conservadora y reproducidora del tiempo, lo dirá algún día.

Narciso Coll y Prat, Exposición de 1818 (1818).

El 23 de junio de 1818, Narciso Coll y Prat, arzobispo de Caracas, representaba al monarca

una memoria expositiva sobre los acontecimientos ocurridos durante su permanencia en la

Tierra Firme. La Exposición comprendía la “historia de casi siete años”, desde julio de

1810, cuando arribó al puerto de La Guaira, hasta diciembre de 1816, cuando se embarcó

hacia la Península para responder ante los señalamientos hechos por Morillo sobre su

activa participación en el bando republicano durante las revoluciones (382). Las mismas

reflexiones históricas que había hecho en su momento al general ibérico para gobernar con

acierto –pues “procuré imponerle del estado pasado, presente, y aun futuro bajo que debía

considerar a las provincias; de las verdaderas causas y progresos de las revoluciones; [y]

de la conducta pública y privada que yo había observado para impedir sus fatales

consecuencias”–, eran ahora presentadas al rey con el objetivo de probar su inocencia y su

calidad de “constante y fiel vasallo” (312, 385).

La representación de Coll y Prat hacía la “enarración del origen, fundamentos, progresos y

estado actual” de la crisis monárquica en Venezuela. Se trataba de una “narración

verdadera de los acontecimientos” que retrataba el “real y no fingido espíritu de las cosas”

(88, 383). Según el arzobispo, no solo contaba como testigos de su historia a todos los

venezolanos, sino que “nada digo que no sea notorio, que no comprueben los periódicos de

Europa o América. O que no salga ahora a la luz con los documentos que alego” (386).

Coll y Prat dividió su Exposición, y de paso periodizó la crisis monárquica en Venezuela,

en siete “épocas”, cada una dotada de una textura particular dependiendo de “las pasiones

y de las opiniones” reinantes, de “los días ya amargos y de luto, ya de gozo y alegría, y

siempre de fatigas y trabajos que corrieron”: dos repúblicas, una independencia, una

contrarrevolución, dos pacificaciones y, finalmente, una restauración que parecía ya

definitiva (383). Para el arzobispo, como quedaba en evidencia con su periodización, no

resultaba fácil asir los sucesos ocurridos, pues la brecha entre las experiencias disponibles

y las realidades cambiantes del mundo político no paraba de crecer. El presente se

encontraba signado por un movimiento incesante de los tiempos. Eran, en definitiva,

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tiempos “calamitosos”, tiempos de “tan diversas opiniones”, tiempos de “oscilación

política” (89, 317, 316).

No es casualidad que Coll y Prat, para defender “mi comportación en medio de los

extraños e irregulares acontecimientos en que la Providencia se sirvió colocarme”, se

propusiera hacer de su Exposición un examen detallado y explicativo de los sucesos

recientes (386). Las reflexiones sobre el tiempo, o mejor, sobre los tiempos –pasado,

presente, futuro–, sobre su tesitura y su forma, serán moneda corriente en cientos de

intervenciones monárquicas durante la restauración del poder real en toda la Tierra Firme.

Apelar al tiempo histórico permitía, no solo invocar o hablar en nombre del pasado, sino

también leer el momento presente y esbozar un amplio abanico de expectativas sobre el

porvenir. La misma Gaceta de Caracas, que tantas veces dio voz a Coll y Prat, en uno de

sus primeros números durante el gobierno restaurado, no contenta con señalar el carácter

excepcional de los tiempos que corrían, reseñaba con entusiasmo el talante extraordinario

del gobierno del rey, depositario de un cierto saber sobre los tiempos que le permitía leer

su verdadera textura y trenzar con destreza los acontecimientos. De hecho, la figura del

monarca parecía condensar en su persona todos los tiempos. Educado en la política por la

experiencia, antes que por los libros de historia, trabajador incansable del presente y

hacedor de un futuro de prosperidad y felicidad para todos, Fernando VII apuntalaba una

nueva época para la monarquía hispánica. Según dirá José Domingo Díaz, redactor de la

publicación:

La imaginación se encanta al considerar que nuestra suerte está en manos de un Rey

educado en la persecución é ilustrado en la adversidad: que á la fogosidad de la más

lozana juventud une la constancia de la edad viril, y la circunspección de la ancianidad,

y que conoce las necesidades del hombre porque las ha sufrido, sus debilidades porque

las ha visto, y sus crímenes porque ha sido víctima de ellos. Cada día de su asombroso

reynado, es un día de gloria y de felicidad para sus afortunados pueblos; y cada

momento de este día un nuevo exemplo de lo que es un gran Rey. Hay solamente diez

meses que está á la cabeza de su querida nación, y han sido ya tantas sus providencias y

decretos de utilidad pública, quantas pueden tomarse en el dilatado gobierno de un buen

Rey (Gaceta de Caracas Nº15:10-V-1815:125-126).

Como puede verse, para los actores del momento, el orden temporal no aparece como una

instancia vacía ni homogénea sino plenamente histórica, interpelada por los mismos

acontecimientos y construida, hasta cierto punto, por el accionar humano. Las reflexiones

sobre la historia, sobre el tiempo que se hace lenguaje, nos remiten, así, a las diversas

maneras de institución de la comunidad política. Antes que constituirse en un sustrato

mecánico de distribución de la experiencia o en una taxonomía natural mensurable, el

tiempo corresponde al dominio político: todo discurso es un trabajo político sobre

determinada experiencia temporal y la manera en que se concibe y organiza el tiempo

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29

condiciona la construcción de significados alrededor de la comunidad política.16

En este

sentido, la posición de los sujetos en el devenir y sus posibilidades de intervención en el

porvenir aparecerán como los problemas fundamentales a resolver para los realistas y

también para los republicanos.

Es preciso advertir que no se trata aquí de develar la concepción de tiempo o la noción de

historia que sostenían los monárquicos, como si existiera un significado completamente

articulado del tiempo histórico que utilizaban y compartían de manera consciente todos los

actores del momento. Ninguno de los realistas manejaba de manera consistente una idea

sobre la naturaleza de la historia y la aceleración de los tiempos, el papel de la Providencia

en el mundo o la existencia de un progreso temporal sin resquicios. Si bien estos discursos

se encuentran atravesados por un amplio abanico de ideas comunes alrededor de estas

cuestiones, priman la diversidad argumental y la pluralidad de registros documentales. A

veces se trata de exposiciones de gran calado y sólidas en términos documentales, otras

veces se trata de comentarios oblicuos que simplemente se refieren al pasado para

explicarlo de manera breve en términos de alegatos legales y morales. Aunque unos y

otros con frecuencia se pliegan a las necesidades estratégicas del discurso, siempre

reclaman para sí la autoridad de la historia. De allí que antes que interesarme por examinar

estas representaciones del pasado en términos de verdad o falsedad de los argumentos,

privilegie la comprensión de los modos en que estas invocaron la autoridad de cierto saber

sobre los tiempos con el objetivo de modelar la legitimidad del orden monárquico.

De este modo, en este capítulo analizaré el lenguaje del tiempo en la Tierra Firme durante

la restauración absolutista con el objetivo de poner en evidencia cómo la reinvención de la

legitimidad del orden monárquico implicó la existencia de un régimen de temporalidades y

de historicidades particulares donde se inscribieron las transformaciones conceptuales del

periodo y se modelaron los escenarios donde estas tuvieron lugar. En un primer momento,

daré cuenta de la cohabitación de diversos sentidos de la temporalidad, en particular, del

agudo sentido de aceleración manifestado por los contemporáneos, y de las complejas

relaciones entre experiencias y expectativas en este periodo. En segundo lugar, discutiré la

escritura del tiempo histórico a partir de dos ejemplos concretos: los primeros ensayos de

una historia de la crisis de la monarquía hispánica en la Tierra Firme y el debate sobre el

significado de la conquista de América, pues, después de todo, la disputa de la

emancipación es necesariamente una disputa por la interpretación histórica de la conquista

americana y por los legados de la colonización hispana.

16

Al respecto, resultan fundamentales Koselleck (1993, 2004, 2012), White (1992, 2003), Rosanvallon

(2003), de Certau (2006), Hartog (2007), Chartier (2007), Fernández y Capellán de Miguel (2011).

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30

2.1. El (des)orden del tiempo y los sentidos de la temporalidad

Las reflexiones sobre el orden temporal se ubicarán en el centro de la política monárquica

durante el momento absolutista. Desde la vindicación entusiasta de la “historia del tiempo

y con especialidad en la del continente americano que nos alimenta” (Urquinaona 27),

hasta el díctum de Coll y Prat sobre la “historia conservadora y reproducidora del tiempo”

(112), los discursos monárquicos se encuentran atravesados por una radical conciencia de

historicidad expresada en términos de tiempo histórico. Se trata de una temporalidad

inmanentemente generada, siempre situada en el espacio, vinculada a unidades políticas y

sociales de acción y a un conjunto concreto de sujetos, generaciones y pueblos que viven

en la historia. Se trata de un tiempo específicamente histórico porque, más allá de todo tipo

de comparaciones con la historia bíblica y con la historia de las diferentes “naciones”, se

encuentra anclado en la unicidad de los decursos históricos y en el carácter diferenciado de

los tiempos, susceptibles de ser organizados en épocas, periodos o eras. Se trata, en

definitiva, de un tiempo histórico cuyo sentido es construido a partir de la lectura de los

propios acontecimientos, situado más allá del tiempo físico, del curso de los astros, de las

fechas cronológicas y también de la sucesión dinástica, que ahora solo legitimaba la

soberanía de Fernando VII en América, pero no gobernaba más los embates del tiempo.

En términos generales, la restauración del gobierno real en la Tierra Firme será vista por

los monárquicos de dos formas diferentes. Por un lado, será presentada como el desenlace

necesario y esperable de la marejada revolucionaria, como un movimiento natural de los

tiempos gracias al cual toda la región volvía a su estado anterior a la crisis monárquica y

“se reduce a sus deberes y al orden, como los ríos a su cauce, después de las inchadas

crecientes” (Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:4). La idea de retorno del pasado,

necesaria a la de restauración o reconquista, se hará manifiesta, así, en múltiples

escenarios. Desde la Real Orden que restauraba en términos formales el virreinato

neogranadino –declarado en 1812, durante el proceso revolucionario, como capitanía

general–, hasta las celebraciones monárquicas en pueblos y ciudades, todos proclamaban

sus expectativas de continuidad, su deseo de “restablecer las cosas al estado y orden que

tenían anteriormente” (Gazeta de Santafé Nº20:24-X-1816:210). Según dirá el virrey

Francisco de Montalvo, con la restauración monárquica “todo ha vuelto o debe volver

naturalmente, por un retroceso uniforme a su antiguo estado”; “tal es el orden de los

sucesos políticos” (en Colmenares 3: 222). Para los realistas, el retorno al antiguo régimen

no era otra cosa que la restauración del tiempo de la “antigua libertad”, del “deseado

Gobierno del soberano, en que habían vivido tan felices” (Boletín del Exército

Expedicionario Nº28:31-V-1816:s.n.). De allí que con el regreso del monarca muchos

reclamaran una llana identidad temporal con los trescientos años de dominio ibérico en

América: “bolbieron, sí, bolvieron esos días de gloria y alegría, en que unidos al derredor

del Trono podemos manifestar pública y libremente las efusiones de nuestro corazón”

(Gazeta de Santafé Nº19:17-X-1816:203-204).

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Por otro lado, la restauración monárquica será concebida como el momento inaugural de

una nueva época, el momento definitivo para la superación del pasado reciente y para el

señalamiento de nuevos derroteros para los españoles de ambos mundos. Era el tiempo de

la “regeneración tan feliz de la Monarquía hispánica”, la “hora de la resurrección política”

neogranadina, el “momento de la creación de Venezuela”: la “parte militar llevada á su

mayor grado de perfección y poder; la parte política restablecida; aun la física cambiada de

un modo que no había podido ser la obra de 300 años” (Gazeta de Santafé Nº2:20-VI-

1816:12; Nº8:1-VIII-1816:60) (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1763). Se trataba de

un nuevo comienzo, de un nuevo punto cero de la historia para toda la Tierra Firme. Un

futuro abierto expresado en términos de la “voluntad del Rey”, la cual “semejante á la luz

del sol, se estiende con igual rapidez por todos los ángulos de Venezuela, y la sombra de la

revolución debe desaparecer”: “S.M. quiere que todos los sucesos de siete años de

estravíos se precipiten en el caos, y se dé principio á una nueva época, como si aquella

jamas hubiese existido” (Gaceta de Caracas Nº151:24-IX-1817:1175). El régimen

restaurador era, entonces, el hacedor de la voluntad rey en la Tierra Firme: “si hasta aquí

pudieron durar los males, necesariamente producidos por los trastornos del tiempo

anterior, ha llegado, sin duda, su término en los momentos de abrirse una nueva época a

Venezuela”, “época que habrá de formarla el imperio de la ley, la rectitud del gobierno y el

unánime acuerdo de todas las autoridades superiores entre sí” (Pardo 1817: s.n.).

Contrario a lo que podría pensarse, ambas visiones sobre la textura temporal del momento

absolutista convivirán sin mayores tensiones aparentes. Dependiendo de las necesidades

del discurso, el retorno del gobierno real podía ser presentado como una vuelta al pasado o

como el comienzo feliz de una nueva era. La nación española podía perder sus orígenes en

la historia, pero aparecer, al mismo tiempo, como radicalmente nueva. Se trataba de una

temporalidad que a veces aparece como nunca experimentada y construida bajo premisas

nuevas, y otras veces es registrada como una mera continuidad de un tiempo anterior y

más antiguo. En cualquier caso, para los monárquicos, lo más importante era poder

mostrar la continuidad de la monarquía hispánica como comunidad política natural. En

efecto, las reflexiones de los realistas sobre el tiempo y la historia apuntaban a la

construcción de un mismo régimen de historicidad para los dos hemisferios españoles:

buscaban reanimar la existencia común, organizar los diversos sentidos de la comunidad

política alrededor del gobierno del rey y hacer frente a la fragmentación, la incertidumbre

y la arritmia temporales.17

Los esfuerzos de los monárquicos pueden entenderse

precisamente como una apuesta por sincronizar y homogenizar la experiencia temporal de

la nación española; por organizar una sucesión de acontecimientos que se realizaban en el

tiempo y en el espacio de manera simultánea como destino común. Una misma

temporalidad y una misma conciencia de coetaneidad debían distribuir una misma política

en esa territorialidad discontinua que era la monarquía hispánica para configurar un mismo

17

Por supuesto, la expresión es de Hartog (2007).

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sujeto político. Ya había ocurrido en 1809, cuando “llegó a sentirse en Venezuela el golpe

eléctrico de la execración que conmovió la Península; y por un movimiento libre y

simultáneo se halló” “proclamado Fernando é identificados los intereses de la Monarquía

en ambos hemisferios” (Urquinaona 10). También había ocurrido en 1812, cuando “una

nube de liberales” “corrompieron el espíritu público, dando desde aquella metrópoli el

tono que quisieron á las demás provincias de la monarquía” y proclamaron la Constitución

gaditana uniformando los destinos de las dos Españas (Gaceta de Caracas Nº10:5-IV-

1815:77-78). Ahora, en el momento presente, los monárquicos proclamaban con fuerza la

identidad de experiencias y expectativas entre América y la Península, gracias a que las

leyes, como vectores privilegiados del orden perdido, comenzaban paulatinamente a

recuperar su imperio:

Fernando VII nada ha mirado con más preferencia desde su feliz advenimiento al

Trono, que el restituir en España y sus dominios de Ultramar á su vigor primitivo, los

establecimientos y Leyes de sus gloriosos progenitores, que por tanto tiempo labraron y

afirmaron la felicidad de la nación, y que fueron alteradas, más o menos, en uno y otro

Emisferio por el delirio de las pasadas circunstancias (Gazeta de Santafé Nº43:3-IV-

1816:415-418).

Ahora bien, más allá de énfasis particulares, todos los actores coincidirán en el carácter

excepcional, es decir, nunca experimentado, de los tiempos que vivían. Los discursos

realistas se encuentran atravesados por cientos de alusiones a las profundas novedades

ocurridas con la crisis monárquica en todos los ámbitos de la vida social y política y por la

sensación generalizada de incertidumbre. El tiempo era un eterno sucederse de

acontecimientos extraordinarios, a más recientes más excepcionales y de mayor

trascendencia para el porvenir. Por ejemplo, el cura santafereño José Antonio Torres y

Peña no dudó en calificar la espontánea unión de las provincias de España con motivo de

la invasión napoleónica como “un suceso tan ajeno de las disposiciones de las causas que

lo motivan, tan imprevisto, tan extraordinario y tan opuesto a las prevenciones que le han

precedido para que resultase lo contrario de lo que hemos visto y experimentamos” (172).

El virrey Montalvo, una vez impuesto de las novedades de la Santa Alianza, oficiará al

gobierno insurgente en Cartagena llamando a la reconciliación y alegando que “tan nuevos

e inauditos acontecimientos, cuyos importantes resultados deben refluir hasta el último

punto del globo, demandan imperiosamente de los que, como V.S. dirigen la opinión de

los pueblos, un nuevo modo de pensar y de obrar” (en Colmenares 3: 222). Era tal la

radical novedad de los sucesos que los límites entre la realidad y la fantasía, entre lo

probable, posible y pensable, parecían haberse trastocado para siempre: “¿no os parece,

mis amados, que estoy refiriendo un sueño? Pues sabed que es la historia fiel de vuestra

revolución” (Valenzuela 18). Las palabras disponibles parecían insuficientes para

aprehender completamente los sucesos recientes, su extraño ir y venir, la incertidumbre

que los informaba desde adentro: “llegó el rey al territorio español por uno de aquellos

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prodigios que ocupan la admiración de la Europa. La pluma no es bastante para explicar

las circunstancias de este imprevisto acontecimiento, que no entraba en el cálculo de los

políticos” (Gaceta de Caracas Nº10:5-IV-1815:79).

En este sentido, para muchos monárquicos, buena parte de la novedad de los tiempos tenía

que ver con la inédita aceleración de su cadencia, esto en dos sentidos complementarios:

como acortamiento del tiempo y como incremento de su velocidad. Esta aceleración

siempre figurada como una constatación innegable articulaba indistintamente los temores y

las esperanzas de los actores. Para algunos realistas, la aceleración de los tiempos

implicaba necesariamente el trastorno social. Los americanos habían experimentado ya la

“rapidez asombrosa de estos sucesos desgraciados, mayor todavía que la de los prósperos

del año anterior” (Urquinaona 160), y en consecuencia, resultaba imposible negar, el

“último y total exterminio á que velozmente caminaban las Américas con el monstruoso, y

perjudicial sistema de un Gobierno Republicano” (de León 3). En la medida que el tiempo

de la historia era concebido, hasta cierto punto, como un tiempo axiológico, sus bríos

desbocados dejaban tras de sí toda una estela de destrucción moral. En este sentido, pocas

horas podían obrar con contundencia sobre varios siglos:

Así fue que á manera de un imprevisto rayo, todo desapareció á un solo golpe de vista,

porque estos pueblos embriagados, y freneticos con el Idolo de su falsa libertad, y

engañados por los caudillos de la sedición, nos despojaron de nuestros antiguos bienes,

y en pocas horas rompieron las preciosas tablas de la Ley, y con ellas aquella paz

inestimable, que por más de trescientos años había reunido, baxo de una misma sombra,

al Lobo y al Cordero, y hecho que paciesen juntos en una misma pradera el Tigre y el

Cabrito (de León 36).

Para otros realistas, la velocidad de los tiempos, cuando era piloteada por el gobierno del

rey, era motivo de esperanza. La misma restauración monárquica era presentada como uno

de sus más preciados productos. Por fortuna, los tiempos habían corrido presurosamente y

el “estado del mundo es otro del que ha sido durante los últimos siete años” (Gazeta de

Santafé Nº3:27-VI-1816:19). Según advertía el obispo de Popayán, Salvador Ximénez de

Enciso, gracias al retorno del rey, “empezaron todas las cosas a variar repentinamente de

aspecto” (121). La misma campaña pacificadora será presentada, en múltiples

oportunidades, como una empresa caracterizada por su inusitada rapidez, “se suceden sin

interrupción los acontecimientos felices” (Valenzuela 13). Incluso, cuando se echaba mano

del recurso sagrado, la comparación entre la historia bíblica y la historia americana no

dejaba lugar a dudas sobre la aceleración de los tiempos, favorable a los monárquicos. El

cautiverio del pueblo de Israel en Egipto, referenciado a menudo para comparar la

resistencia realista contra la dominación republicana, daba cuenta de ello. Si por un lado

resultaba evidente la “total identidad” de la “triste y dura esclavitud de los Hebreos por los

Gitanos, con la de los Realistas por los insurgentes”, por otro lado, era menester reconocer

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que la libertad “de los Israëlitas se verificó á los 143 años de la muerte de José, y la de los

Americanos á los 6 años de la revolución” (de León 53).

Esta sensación ampliamente compartida por los contemporáneos sobre la aceleración del

tiempo tendrá consecuencias directas sobre la percepción del mundo político. En primer

lugar, la densidad, y como proceso la densificación, de los tiempos aparecerá como

correlato necesario de la creciente celeridad. La historia semejará, entonces, un conjunto

de series temporales superpuestas a más reciente más densa: “vea aquí Venezuela

conseguido en poco tiempo [todo el progreso económico] que no había podido ser

naturalmente obra de trescientos años” (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1765). En

segundo lugar, la aceleración será presentada como efecto, en buena medida, del accionar

humano. Las ideas serán mentadas como el principal factor de celeridad temporal. El

ascenso del tribunal de la opinión pública figura como uno de los principales resortes del

cambio, pues habría abierto las puertas al movimiento de los tiempos y al aguzamiento de

cierta conciencia de historicidad entre los contemporáneos: “vosotros mismos visteis, que

el deseo de saber de FERNANDO, y de hablar de FERNANDO hacia que á tropel

buscasen las gazetas y otros papeles públicos aquellos mismos que en lo anterior no habían

cuidado de saber más que lo que pasaba en su casa” (Bestard 26). En tercer lugar, se

agudizará el proceso de inestabilidad semántica abierto por las revoluciones atlánticas.

Como veremos más adelante, si bien muchos realistas pondrán en evidencia los cambios

artificiosos de términos otrora considerados transparentes, también es cierto que el

lenguaje monárquico no permanecerá idéntico a sí mismo. Así, mientras los papeles

oficiales a menudo reclamaban para el monarca el poder de la voluntad general, el cura

santafereño Nicolás de Valenzuela y Moya (6) saludaba el día de la entrada del Ejército

pacificador en la ciudad como el “día en que los Derechos legítimos del hombre

desfigurados, y casi destruidos, van á vindicarse, y recobrar su antigua forma” (Gazeta de

Santafé Nº7:25-VII-1816:50).

La idea de la aceleración continua del tiempo y la novedad experimentada como

característica constitutiva del presente no son otra cosa que índices y factores de la

temporalización de la historia, en el sentido en que esta se convierte en una “actualidad

incesante” y siempre en disputa.18

En los discursos monárquicos, el tiempo adquiere una

connotación dinámica, se convierte en una fuerza inmanente de la propia historia y se

proyecta como un agente histórico con pleno derecho a través de fórmulas como las

“circunstancias del tiempo”, el “imperio del tiempo” o el “espíritu del siglo”. El orden

temporal siempre aparece como un imperio dotado de una textura particular. No es fácil

encontrar una referencia al tiempo que no esté acompañada de algún adjetivo que lo

califique o describa: el tiempo es “bueno”, “malo”, “feliz” o “calamitoso”. De este modo,

el tiempo histórico, como expresión privilegiada de esa conciencia de historicidad,

18

Sobre la temporalización de la historia resultan esclarecedoras las reflexiones de Koselleck (1993, 2004,

2012), Chignola (2009).

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comienza a ser entendido como la fuerza motriz del proceso político y como un espacio de

enunciación fundamental para interpretar de manera autorizada el pasado y esbozar el

programa de gobierno del futuro. Para el cura Antonio de León, por ejemplo, la

conservación de la religión católica y la felicidad y unión de los pueblos solo eran posibles

y esperables bajo el mandato del rey. Una mezcla bien calculada de experiencias y

expectativas hará las veces de garante de sus argumentos: “todos [estos bienes] se nos van

á restituir por medio de nuestra reunión á la Católica Monarquía, si la obediencia de estos

Pueblos fuere en lo sucesivo tal, qual yo me prometo de la experiencia de lo pasado, y de

previsión de lo futuro” (29). No en vano para muchos contemporáneos, el arte de la

política, o en algunos casos, la ciencia de la política, no era otra cosa que saber intervenir

los hilos del tiempo, saber leer su verdadera textura para obrar en consecuencia:

…nada en materias de política es absolutamente bueno ó malo. Es necesario referir las

cosas á los tiempos y á las circunstancias para saber si aquellas han sido buenas ó

malas, y si al presente lo son ó no... Pero la desgracia quiere que ni los gobiernos, ni los

pueblos estén suficientemente persuadidos de estas máximas: que es necesario

modificar las instituciones según los tiempos y las circunstancias; que cada siglo y cada

situación exigen leyes é instituciones diferentes; y que es tan imposible imaginar una

institución política apropiada á todas las circunstancias, como sería encontrar un vestido

que se ajustase á todos los hombres, ó un remedio que curase todas las enfermedades…

(Jonama 53-56).

La política monárquica se perfila, entonces, de manera simultánea, como el gobierno

prudente de las diversas temporalidades en juego y como un saber sobre el tiempo en tanto

que fuerza inmanente que potenciaba el desarrollo de ciertos acontecimientos. Según

escribió Pascual Enrile en su momento, el gobierno de los dos hemisferios españoles debía

hacerse siempre obrando en consecuencia con las “dos épocas de todas las sociedades, la

de tranquilidad y la de convulsión marcadas desde los tiempos más remotos” (en

Rodríguez Villa 3: 323). De este modo, el buen gobierno de la monarquía hispánica

dependía sobremanera de que las leyes y las instituciones fueran capaces de lidiar con

tiempos diferenciados y fueran capaces de responder al curso natural del tiempo: “¿Qué

concepto se formará de la ley fundamental de la Monarquía si se difunde la opinión de que

es un sistema de circunstancias bueno para tiempos tranquilos, inútil para los turbulentos, é

ineficaz para introducir y consolidar el orden? (Urquinaona 112). Como afirmaba una Real

Orden que anunciaba la eventual convocatoria a Cortes bajo la égida del monarca –

llamado que nunca ocurrió–, siguiendo lo establecido en el famoso decreto de su

restauración del 4 de mayo de 1814, este contenía las “sólidas bases sobre las quales ha de

fundarse la Monarquía moderada, única conforme á las naturales inclinaciones de S.M. y

que es el solo Gobierno compatible con las luces del siglo, con las presentes costumbres, y

con la elevación de alma y carácter noble de los Españoles” (Gazeta de Santafé Nº6:18-

VII-1816:44). En este sentido, la historia de las “contrarias situaciones de estas provincias

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baxo los diversos gobiernos que se han sucedido, los unos para destruirlas, y los otros para

restablecerlas” daba cuenta de que la monarquía hispánica gobernaba los tiempos con

acierto. Según dirá Díaz, “esta es una verdad que no borrará la fuerza del tiempo”:

¿Qual fue el estado de Caracas en las primeras turbaciones? Desaparecer las inmensas

riquezas que una sabía y justa economía tenía acumuladas para bien de ella misma:

sucederse el destructor papel moneda, y con él todos los males. ¡Qual fue la miseria!

¡Hasta qué punto llegaron las calamidades públicas!

¿Qué fue de Caracas en el primer restablecimiento del gobierno del Rey? Destruida por

un terremoto; paralizada por los acontecimientos de aquella época, sin embargo todo

renacía, y estas mismas calles presentaron objetos que debían avergonzar á los

perturbadores. Quatrocientas, setenta y quatro fábricas existían en ellas el 3 de agosto

de 1813 quando se abandonó por el gobierno.

¿Qué fue de su suerte en los once meses de dominación del Tirano? Vosotros lo sabeis:

no es necesario repetirlo. El asesinato, el robo y la violencia… Todo caminó á su ruina:

familias enteras desaparecieron: el comercio y la agricultura llegaron á su sepulcro, y

Venezuela presentó el aspecto que tenía en el siglo XVIII… la anarquía, la confusión,

el desorden reynaron en aquella época

¿Qué es ahora? Decidlo todos. La vista no puede engañarse. La agricultura, el

comercio, esa multitud de edificios públicos y privados que se construyen con tanta

celeridad: lo que vemos y sentimos no puede engañarnos.

Esta es la verdadera felicidad de los pueblos, y el resultado de la justicia de los

gobiernos (Gaceta de Caracas Nº77:29-V-1816:592-594).

Ciertamente, para los monárquicos, la catástrofe de los tiempos había ocurrido con el

ascenso de las repúblicas en toda la Tierra Firme. Estas habían alterado el tiempo natural

de la comunidad política y habían establecido un tiempo disruptivo de todo orden posible.

La espiral del progreso y de la felicidad pública había sido remplazada por el caos

temporal. Según detallará José González Llorente en una carta escrita desde Kingston en

abril de 1815 sobre la entrada del Congreso neogranadino a Santafé de Bogotá: “es

sensible el estado funesto y terrible a que se ven reducidos aquellas en otro tiempo bellas

Provincias. Todo camina rápidamente á la destrucción, y parece que los revolucionarios

están condenados por la Divina Providencia á no dar un paso acertado” (AGI, Santafé,

leg.747, s.f.). En un sentido similar se expresó el regente Heredia sobre la catástrofe

temporal que había significado la revolución en Venezuela: “aquel país delicioso era, bajo

la que llamaron esclavitud, la mansión de la paz y la abundancia, y cada año progresaba

sensiblemente su riqueza, hasta que la funesta libertad, plantando el árbol de la discordia,

le trajo la guerra y la desolación, y á poco tiempo lo hizo retroceder el espacio de un siglo

entero” (47). El tiempo republicano podía entenderse como un no-tiempo, un tiempo

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replegado en sí mismo, y signado por un eterno no-porvenir que no admitía otra alternativa

que el gobierno de la monarquía, el único gobierno perfecto, cuya legitimidad era de

naturaleza histórica, no política, como ya la experiencia vivida lo había demostrado:

La provincia de Venezuela destinada por la naturaleza para ser quizá el país más

delicioso, rico y feliz del universo, iba con pasos acelerados acercándose á su destino,

cuando una insensata rebelión detuvo su carrera. No es necesario recordar otra vez esos

días de luto y de vergüenza que hicieron desaparecer, según las espresiones de Simón

Bolívar, tres siglos de cultura, de ilustración y de industria. La fortuna de nuestra patria

retrocedió muchos años; y no quedaron sino tristes restos de aquella hermosa juventud

que formaba sus delicias, y de aquella agricultura y comercio en que consistía su

opulencia. Todo se desvaneció junto con nuestras esperanzas, y la obra de nuestros

abuelos fue destruida por sus nietos (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1761-1762).

En este sentido, la idea de la restauración monárquica como una “nueva edad de oro”, que

en sí misma encerraba de manera radical la imagen de simultaneidad de experiencias y

expectativas –la promesa de un futuro nuevo y extraordinario que convive con el pasado

mítico de la nación y que combinaba con éxito los horizontes de predecesores,

contemporáneos y sucesores–, se convertirá en un lugar común en la literatura política del

periodo. Como en un juego de espejos múltiples, la lectura del momento presente mirará al

pasado para proyectarse al futuro. La restauración absolutista será pensada como un “viejo

nuevo” momento histórico. Los reinos americanos y peninsulares estaban escribiendo una

nueva página dorada en los anales del mundo: “un nuevo siglo de oro empieza, y muy

especialmente para toda la Española Monarquía” (Gazeta de Santafé s.n.:25-VI-1818:10).

La recuperación parcial de la experiencia ya vivida aparecía, así, como la garantía probada

de un venturoso porvenir, y el presente como el augurio de un grandioso comienzo:

El gozo general de esta Ciudad: la más amable armonía entre todas las clases de la

sociedad: el órden y la paz que se han notado, nos anuncia se restituirán establemente

aquellos días felices que solo pudo haber turbado el delirio de las pasadas

circunstancias. Los augustos amables Monarcas Fernando é Isabel, volverán ácia

nosotros sus ojos compasivos: su autoridad suprema, sus corazones sensibles, sus

manos generosas, se extenderán sobre sus queridos hijos del N. Reyno, y él gozará bajo

tan Dulce Cétro un nuevo siglo de oro (Gazeta de Santafé Nº52:5-VI-1817:499).

Esta “nueva y preciosa edad de oro”, tantas veces proclamada en la publicidad del periodo,

permitirá a los realistas, de manera simultánea, refrendar la experiencia vivida de los

trescientos años de dominio ibérico en América como una era de felicidad común, la

mentada pax hispanica –una carta con la que los revolucionarios locales no podrán contar

ampliamente, salvo en negativo, para verter sus propias críticas contra la monarquía, en la

medida en que su propia dominación había sido ciertamente efímera–, al tiempo que se

apropiaban con destreza del futuro que llamaba a la prosperidad pública. Como bien

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38

escribió el entusiasta gobernador de Popayán, Pedro Domínguez, después de señalar que

“con el reynado del mejor de los Monarcas empieza un nuevo siglo de oro para sus

pueblos”: “al delirio de las pasadas circunstancias debe suceder el órden, la tranquilidad, y

la abundancia, y todos los bienes de la Santa Paz” (Domínguez 1818). Sin duda, ese deber

ser provenía más que de una realización efectiva de la historia, de una carga creciente de

expectativas frente al futuro. Esta nueva edad de oro, acelerada por el accionar del

gobierno real y de los buenos vasallos de ambos mundos, capaces de acortar el tiempo

revolucionario con la venia de la Providencia, garantizaba que esta espiral de felicidad

pública continuara en los tiempos venideros, en ese mañana ya anticipado. Así, la

“decadente situación en que han encontrado estos países” los principales del régimen

restaurador, será siempre contrapuesta a las “providencias y medidas benéficas, para

sacarle del estado de abjecion y de muerte á que le iban conduciendo rápidamente los

Corifeos revolucionarios” (Gazeta de Santafé Nº23:14-XI-1816:236-238). Para los

realistas, la única manera de superar la decadencia y el atraso legados por los republicanos

era la anticipación del futuro por un gobierno enérgico que movía los hilos del tiempo en

aras de la felicidad pública:

Venezolanos: que la suerte de Cartagena y la infame conducta de la gavilla no se olvide

jamás. Venezuela revive y prospera á pasos inexplicables: vosotros lo veis. Ella volverá

a ser lo que fue y lo que la quitaron esos malvados, si teniendo presente su conducta

permanecéis para siempre como ahora lo sois. Al gobierno debéis este estado de

prosperidad y abundancia que principia: él sabrá conservarlo y exterminar de raíz

aquella clase de malvados (Gaceta de Caracas Nº54: 10-I-1816: 429).

Esta nueva disposición de los tiempos, en un mundo que comenzaba a ser dominado de

manera creciente por la técnica y por los “saberes útiles”, apuntaba a la ampliación del

horizonte de expectativas. Si bien el sentido de la historia descansaba todavía en una

finalidad trascedente, la salvación divina, resulta evidente la progresiva mundanización de

las expectativas de la Iglesia. La Providencia y la apropiación del futuro por la voluntad

humana estaban lejos de ser instancias antagónicas para los contemporáneos. La

monarquía, como metáfora de la Ciudad de Dios, del “Pueblo feliz” y de la “Ciudad fiel”

(Valenzuela 39), atravesaba las diversas temporalidades en juego y temporalizaba la utopía

del progreso económico, la paz sempiterna y la fidelidad al rey. Se habla de reformas en el

comercio, la industria, la agricultura y la minería muy en sintonía con la crítica reformista

ensayada por la Ilustración en ambos hemisferios españoles durante la pasada centuria. Sin

embargo, las promesas de esta nueva Jerusalén se habían de llevar a cabo en el tiempo

mismo. La vida comunitaria será racionalizada, de manera simultánea y en abierta tensión,

como un orden natural, heredado y digno de ser continuado, y como un proyecto abierto a

realizar en el tiempo. El futuro, a veces imaginado como un largo presente, en términos de

conservación y prolongación de sus condiciones, ya había comenzado:

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39

En la época pasada del que se dijo Gobierno Republicano, se linsogeaba y engañaba al

vulgo con la felicidad de nuestros quintos nietos, quando nada vimos que se pusiese en

planta para conseguirla. Si hoy queremos aprobecharnos de los deseos y exfuerzos que

hacen los Xefes en nuestro favor, la generación presente, el Reyno todo, probarán

inmediatamente grandes ventajas. La ocacion ha venido á las manos y no se exíge otra

cosa que la cooperación activa (Gazeta de Santafé Nº15:3-X-1816:151).

Así pues, si bien el presente seguirá mirando al pasado como modelo de referencia durante

el momento absolutista –sin tal proyección toda idea de restauración sería francamente

impensable–, tras lo acaecido con las experiencias constitucionales en toda la monarquía,

el pasado, aunque no había perdido su carácter ejemplarizante, ya había dejado de ser per

se el mejor de los escenarios posibles. La mengua del campo de experiencia parecía

evidente: el pasado iba quedando cada vez más atrás, sus luces de certidumbre se iban

apagando frente a un futuro cada vez más abierto: “esta observación de lo pasado, aunque

verificada después en tiempos muy posteriores, no es á la verdad una regla segura para lo

venidero” (Gazeta de Santafé Nº4:31-VIII-1816:26). La misma restauración monárquica

será entendida, “en el orden de los sucesos políticos y de la conducta del género humano”,

como un momento extraordinario y sin antecedentes en las experiencias más inmediatas,

donde habían quedado “burlados los cálculos del hombre que solo cuenta con

acontecimientos comunes” (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1762). En todo caso, el

futuro no se encontraba signado por la total incertidumbre, pues este no había roto del todo

sus amarras con el pasado y siempre pivotaría entre los extremos opuestos de la catástrofe

republicana y la “Ciudad de Dios” de la monarquía. Los realistas, incluso si lo pensaban en

su fuero interno, no podían reconocer públicamente la radical contingencia del tiempo,

pues eran los dueños del presente y los garantes del largo plazo. Así, cuando el tiempo no

marchaba según lo previsto, los monárquicos preferían apelar a dos motivos de claras

resonancias escatológicas y propios de la temporalidad cristiana: el Apocalipsis y el fin del

mundo.19

Por un lado, el Apocalipsis ofrecía a los realistas todo un repertorio de imágenes y

metáforas contundentes para leer el pasado reciente y “hacer entender” las revoluciones:

“nada ciertamente le ha causado mayores males á todo el Reyno, como el aspecto feróz de

aquel horrible Dragon de siete Cabezas que vió San Juan en su Apocalípsi, y que apareció

en el Orizonte de la Nueva Granada, con el nombre del primer cuerpo de la Nación, ó del

Soberano Congreso de las Provincias Unidas” (de León 43). Por otro lado, los temores

milenaristas por la supuesta irrupción del Anticristo –mote fácilmente intercambiable entre

Bonaparte y Bolívar–, y el acortamiento del tiempo producto de la intervención divina,

anunciaban el fin de la historia. Los progresos de las revoluciones y el triunfo del imperio

anticristiano eran un designio más de los señalados en la Revelación. Si los republicanos

eran “aquellos hombres de los últimos días anunciados por San Pablo en su Carta á

19

Sobre la centralidad del Apocalipsis en los escritos contrarrevolucionarios véase López Alós (2011).

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Timoteo, cuya necedad resonará por todas partes para desprecio y ludibrio de los siglos”

(Valenzuela 32), el fidelismo irrestricto de los realistas semejaba “aquel ángel que se nos

expresa en el Capitulo catorce del Apocalipsis, volando por la mitad del cielo, con el

evangelio eterno en sus manos, para anunciarlo a todos los habitantes de la tierra” (Torres

y Peña 167). Con frecuencia, cuando las expectativas apocalípticas y el final de los

tiempos se traían a colación, los realistas intentaban hacer un diagnóstico casi siempre

pesimista de su propia época y señalar la necesidad de la fidelidad al rey, único capaz de

preparar a la nación española para la segunda venida de Cristo: “estos mismos apotecmas

os instruyen en que no debeis obedecer, sino á la ley, y á los Xefes que os manden según

ella. Que el temor á la divinidad es la primera regla de nuestra rectitud” y “que el vasallo

fiel á Dios y á su Rey será protexido de un poder invisible é inviolable á sus enemigos”

(Valenzuela 33).

Esta apelación a las expectativas apocalípticas pone de presente de manera fundamental

que la concepción de un tiempo específicamente histórico no implicaba para el periodo, en

ningún caso, la idea de un tiempo secularizado. Por el contrario, toda una teología histórica

se despliega en las páginas de estos discursos. Para los realistas, la historia de la

humanidad pertenecía al orden de la sucesión de los tiempos, desde la Creación hasta el

Juicio Final, cuyo dador era el mismo Dios. La historia implicaba, entonces, una

superposición continua de las diversas edades del mundo, un fluir ininterrumpido hacia el

final de los tiempos. Se trataba de una visión teleológica fundada en las Sagradas

Escrituras: el tiempo y el devenir humano eran concebidos como parte del plan divino y

tenían un sentido y un fin concretos: la vuelta a la gracia divina. Para los realistas, la

Providencia instituía la conexión interna de todos los tiempos y dotaba de finalidad los

acontecimientos. La historia se encontraba orientada hacia la consecución de ciertos fines

impuestos por la Providencia. Según afirmó Torres y Peña en su versión de la teodicea

universal: “yo no pretendo, Señores, apelar a milagros, ni demostrarlos sin necesidad. Pero

vosotros sabéis que el Dios verdadero a quien adoramos, es dueño absoluto de todos los

tiempos y los sucesos: y que no necesita de sacar las cosas del curso del orden regular para

la ejecución de los designios más grandes de su providencia” (171). Nada se encontraba

por fuera de la historia, ni era exterior a los designios divinos. Incluso esta “revolucion tan

extraña”, con sus “fatales acontecimientos” y sus “sucesos tan inesperados”, se encontraba

en los planes divinos para la Tierra Firme, pues Dios siempre estaba al frente del

“gobierno de las cosas humanas”. Como bien afirmó el misionero capuchino Nicolás de

Vich en su sentido Elogio fúnebre de 1818, escrito con motivo del ajusticiamiento de 34

religiosos catalanes en Guayana por parte de los republicanos: “nada, nada hay casual con

respecto á la providencia de Dios, cuya esfera de actividad abraza todos los tiempos y

lugares”. Las “inescrutables disposiciones de la Providencia”, “por más que el espíritu

humano juzgando solo por las apariencias, se desconcierte y escandalize”, “han sido y

serán siempre el exacto cumplimiento de sus eternos designios, y cuyos designios no son

otros que los de su mayor gloria, y felicidad de las criaturas” (11-13).

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En efecto, para los realistas, la historia era una teofanía, un continuo revelarse de Dios en

el mundo. La intervención divina en los destinos de toda la monarquía hispánica, la

monarquía católica por antonomasia, era indiscutible. Desde los pequeños

acontecimientos, como la terminación de un camino provincial, hasta los grandes

momentos de la historia, como la restitución de Fernando VII en el trono, estaban signados

por la mano del Creador: “Dios se ha compadecido de los Pueblos y restituyendo á su

trono por una providencia extraordinaria al Sr. D. Fernando VII, con él nos ha enviado una

multitud de bienes, que agradece la edad presente, y no olvidará la más remota posteridad”

(Gazeta de Santafé Nº22:7-XI-1816:228). No es casualidad que el epígrafe permanente de

la Gazeta de Santafé durante su segundo periodo de publicación, tomada de la famosa

Égloga IV de Virgilio, interpretada tradicionalmente como una profecía sobre el

nacimiento de Jesucristo, fuera retomada por García Tejada para saludar con innegable

impronta mesiánica el reinado fernandino como una nueva era de paz y felicidad: “En él

comenzarán con luz más pura/ los bien hadados meses su carrera/ y el mal fenescerá, si

alguno dura”. Sin embargo, en este providencialismo monárquico, la humanidad no se

encontraba presa de un fatalismo irredimible en manos de Dios. El libre albedrío permitía

a la humanidad participar en la historia impulsando su curso en búsqueda de justicia. La

voluntad humana, la capacidad de elegir entre el bien y el mal, se compaginaba siempre

con los preceptos de la ley eterna. Así, en la negación de Dios por la humanidad y en la

elección deliberada por el mal se encontraba el origen de las revoluciones. Para los

realistas, la crisis de la monarquía hispánica había sido permitida por Dios como una

manera de expiar los pecados de los peninsulares y americanos. Se trataba de una teología

de la historia basada en la lógica caída-redención: “si la rebelión de las Américas há sido

un efecto de la justicia de Dios irritado por nuestras culpas; su pazificacion, y reconquista

lo es de su misericordia, condolido de nuestros padecimientos” (de León 9-10).

Sin duda, señalar la proximidad del fin de los tiempos, reclamar un llano retorno al pasado

o proclamar el inicio de una nueva era de prosperidad se constituían en esfuerzos

deliberados por contrarrestar la tenaz incertidumbre que informaba el orden temporal, por

detener, con más política, la politización de los tiempos. Según podemos leer en la relación

de la pomposa entrada del Sello Real en la Audiencia de Santafé, el 27 de marzo de 1817,

fueron declamados sáficos, sonetos y décimas ante las entusiastas multitudes. Las

expectativas de la musa realista apuntaban a la clausura definitiva del tiempo, al

pronunciamiento final de la historia: “haz que risueña la sonora Clío/ Oyga mis votos, y

mis voz anime/ Pulsando alegre con su plectro de oro,/La blanda Lyra”; “Corran los años,

y los siglos corran/, sinque del tiempo la Guadaña fiera/, la gloria y brillo de tan fausto día/

alterar pueda”; “Entrando ya el Sello Real/ Con la pompa y alegría,/ Queda sellada este

día/ Nuestra fortuna total” (Gazeta de Santafé Nº43:3-IV-1817:419-20). Si el tiempo de la

política era en esencia cambiante por ser un tiempo humano –“¿Puede Dios acaso mudarse

con el tiempo, ó ser variable como el hombre?” (Valenzuela 34)–, solo restaba copar ese

mismo tiempo con la verdad de la unión hispánica, imaginada como no política, como

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sostuvo Coll y Prat en su Pastoral de despedida del pueblo venezolano firmada en

noviembre de 1816: “Temed á Dios, honrad al Rey: en esto consiste vuestra felicidad para

el tiempo y para la eternidad” (Gaceta de Caracas Nº104:27-XI-1816:819). En cualquier

caso, el tan temido Apocalipsis, pero en forma de república, comenzó a tomar forma

pronto con la sucesión de triunfos republicanos. La España americana parecía

experimentar un tiempo distinto al de la España europea y constituir una unidad moral

diferente. La temporalización diferenciada del espacio se perfila en cientos de documentos

del periodo, al lado de los diagnósticos sobre la naturaleza de las circunstancias y los

pronósticos sobre un porvenir cada vez más esquivo. Según dirá el gobernador de

Cartagena, Gabriel de Torres y Velasco, en carta reservada al Secretario de Ultramar en

septiembre de 1820:

La suerte de las Américas Septentrional y Meridional y tal vez de las Islas, no puede

dejar de ser común, y un paso de debilidad que se dé en el extremo de este Nuevo

Mundo, se propagará con la velocidad del rayo al opuesto. Esto, Señor Excelentísimo,

es un axioma político en que solo podrá dudar el que no conozca estos payses, el que

nos los haya visto en rebolucion, y el que no haya observado las ideas que se han

desarrollado con una uniformidad las más admirable y constante en ambas Américas

(AGI, Santafé, leg. 1017, s.f.).

De este modo, la monarquía hispánica, imaginada aún como una comunidad política

natural, se verá confrontada con su propia finitud temporal. La radical irrupción de la

temporalidad en el discurso monárquico no es otra cosa que el reconocimiento abierto de

que el orden político ya no se realiza más sino por la propia voluntad de sus miembros. Ya

lo enunciaba Coll y Prat cuando sostenía de manera radical que la “majestad de todas las

cosas humanas se pierde cuando no son conformes al tiempo”, incluida la del Estado, cuya

“destrucción o conservación dependen del tiempo” (316). Mientras tanto podemos afirmar

que durante la restauración absolutista el lapidario adagio esgrimido por Valenzuela y

Moya en su encendido discurso nos permite situar bien las coordenadas argumentales de

los realistas con respecto al tiempo, o por lo menos, dimensionar su textura política: “es

hombre estúpido, semejante a las bestias, el que no sabe lo que emprende, ni prevee los

futuros de lo que hace” (32).

2.2 Escribir el tiempo histórico en clave monárquica: la historia de la nación española

Esta aguda conciencia de historicidad encontró en la escritura del pasado su modo

privilegiado para dotar estos acontecimientos de un mínimo de inteligibilidad y de conjurar

la desorientación de los tiempos, esto es, de asir simbólicamente su movimiento y

disminuir la brecha creciente entre pasado, presente y futuro.20

Los papeles realistas a

20

Sobre la conciencia de historicidad, la cultura histórica y los modos de escritura de la historia durante la

crisis monárquica en la Tierra Firme véanse Colmenares (1986 a-b), Carrera Damas (1996), Quintero (1996),

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menudo harán suya la pretensión de enunciar la “historia concisa de la revolución de la

Nueva Granada” y la “verdadera historia de los sucesos de Venezuela” (Gazeta de Santafé

Nº8:1-VIII-1816:62) (Jonama 129), hasta el punto que algunos monárquicos, como el

regente José Francisco Heredia, no dejarán de notar lo que ya se perfilaba como la

“infausta manía de ocuparse siempre del pasado, que ha dirigido los pasos de los

pacificadores” –asunto que no fue óbice para que él mismo escribiera sus propias

memorias–. La molestia de Heredia radicaba en que una vez el recién nombrado capitán

general de Venezuela, Juan Manuel Cagigal, entró a Caracas, en abril de 1815, su primera

medida de gobierno consistió en publicar en el periódico local la “historia sucinta de los

sucesos anteriores” (296). Según proclamó en su momento Cagigal a los venezolanos, “no

quisiera afligiros con la memoria de los males pasados; pero para asegurar la paz es

forzoso hagáis un ligero recuerdo de ellos, á fin de no dexar ir los bienes presentes. Forme

la desgraciada experiencia el convencimiento á que no alcanza el discurso y la reflexión”

(Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:98). De manera similar, Morillo, una vez arribó a la

capital neogranadina, ordenó al editor de la Gazeta de Santafé escribir en sus páginas un

“resumen histórico de las convulsiones pasadas”, que al tiempo que desenvolviera los

“principios sobre los que se formó la revolución, y la marcha desastrosa que ha seguido”,

mostrara la “felicidad del Nuevo Reyno de Granada baxo la legítima dominación de sus

Soberanos”. Así, García Tejada desde la primera línea del periódico convidó a sus lectores

a “desenrollar el quadro de la historia” para dar cuenta del “carácter de cada uno de los

pueblos” y de las ideas que “dominando generalmente, mudan el aspecto del universo, y

marcan las edades, mejor que las fechas cronológicas”. Después de una somera reflexión

sobre el medioevo europeo, de calificar el siglo XVIII como “siglo de paradojas” y de

hacer un recuento de las aventuras napoleónicas, se detuvo en el examen del pasado

reciente de la Tierra Firme:

Difícil es describir los sucesos ocurridos, con este motivo, en el N.R. de Granada, y

Provincias de Venezuela, durante los seis años que han llamado de transformación

política. Sin conocimiento alguno, y solo por espíritu de imitación, se adopta el más

incongruente sistema. Se copian y alteran á cada paso mil Constituciones. Se acaloran

los ánimos, se encienden los partidos. El fuego de la discordia civil abrasa las

Provincias. El sistema de rentas se arruina, suceden las concusiones y rapiñas, y en

medio de la vergonzosa puerilidad é ignorancia que se nota en el manejo, se abre por

todas partes un teatro de sangre, de confusión y de horror (Gazeta de Santafé Nº1:13-

VI-1816:3).

Cuando García Tejada invitaba a sus lectores a desenrollar este “quadro de la historia”

utilizaba el término historia como un sustantivo colectivo singular para englobar la

pluralidad de las historias y de este modo aludía a la idea de la historia como gran

Mejía Macía (2007), del Molino (2007), Fernández Sebastián (2009), Gutiérrez Ardila (2010, 2013),

Vanegas (2013). Para otros casos de la región Maravall (1991), Zermeño (2002), Wasserman (2008).

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escenario de la experiencia humana. Ya habían coincidido aquí, en una misma palabra, la

historia como acontecer y la historia como representación de sucesos. Aunque el término

en plural seguirá designando por mucho tiempo más el conjunto de relatos sobre el pasado,

con frecuencia la historia operará en los discursos monárquicos como una historia única

que otorgaba sentido a todas las historias y que se enunciaba a sí misma apelando a la idea

del supremo tribunal de la realidad. Para los realistas, la justicia era el resorte de la historia

y se realizaba de manera efectiva a lo largo del tiempo conforme a los designios divinos.

De allí que el obispo de Popayán afirmara de manera categórica que la restauración del

orden monárquico se constituía en una evidencia innegable de que los “hechos, la historia

y la naturaleza están por nosotros” (47). La historia será elevada, así, al lugar de juez

implacable de todos los asuntos humanos, en una exigencia de justicia efectiva que se

compaginaba bien con el carácter justiciero de la monarquía borbónica en general y del

régimen restaurador en particular. Si hemos de creer a Rafael Sevilla en sus Memorias, así

ocurrió en una discusión entre Morillo y Francisco Tomás Morales en abril de 1815, en los

inicios de la campaña militar en la isla de Margarita, cuando este último sugirió al general

ibérico una política de mano dura para con los revolucionarios. Morillo se decantó por el

perdón para los republicanos ante las aciagas palabras de Morales: “desde ahora le predigo

que fracasará usted en su expedición”, “tal vez la historia, al consignar en sus páginas el

fracaso de la grande expedición de Morillo, consagre una línea á explicar que hubo un

español íntegro, conocedor del país y de sus habitantes, que desde el principio señaló

lealmente á su general los peligros á que una mal entendida lenidad le exponía”. “El

tiempo, mi general, el tiempo y la historia dirán cuál de los dos se equivoca”. Años

después, cuando estos acontecimientos ya eran cosa del pasado, Sevilla, como vicario del

tribunal de la historia, no se privó de dictaminar: el “tiempo y la historia, en efecto, dieron

la razón al brigadier Morales”; “si aquella isla hubiera quedado destruida por los

cimientos, parece lo más probable que había expirado para siempre el genio del mal” (36-

37).

La historia será concebida por los realistas como un espacio moral. Por un lado, la

escritura de la historia estaba atravesada por imperativos morales y se constituía en un

discurso y una práctica de pedagogía moral –de allí que aún siguiera siendo pensada como

maestra de vida–. Por otro lado, la historia como acontecer, a su vez, daba cuenta del

sempiterno enfrentamiento entre el bien y el mal, entre las fuerzas del orden y del

desorden: la “historia de todos los siglos, si nos pone presentes las acciones heroicas y las

virtudes de unos pocos hombres escogidos, está siempre llena de los delitos de la mayor

parte de los mortales. Lean algunas los que sin saber qué cosa es historia, o afectando

ignorancia de las demás, sólo se fijan en las de las conquistas de América, y se

convencerán de lo que ha sido y es el mundo” (Torres y Peña 33). El dictamen definitivo

de la historia, siempre anclado en la razón, y el poder moralizante de la posteridad, que

fijaba la gloria o el oprobio de la humanidad, se constituían en los elementos principales de

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esta poderosa imagen. La historia, convertida en terreno privilegiado de disputa, no podía

ser otra cosa que una historia significada en términos morales:

Si la historia tiene que prevenir tristes colores para pintar algún día los estragos de las

pasiones, y escenas de horror que se han presentado en la Nueva Granada, y Provincias

de Venezuela, durante los pasados 6 años de Anarquía; también tendrá que consagrar

rasgos brillantes, al mérito de algunos pueblos y particulares, constantes y fieles en

sostener la causa y derechos de un Rey, dado especialmente por Dios, para ser las

delicias y felicidad de sus Vasallos (Gazeta de Santafé Nº4:4-VII-1816:31).

Sin duda, para el momento de la restauración absolutista, las historias escritas seguían

funcionando como un depósito de experiencias útiles para el presente. En términos

generales, la experiencia, aunque ya no infalible, seguía siendo aún buena “maestra en

todas las materias” (Gazeta de Santafé Nº10:15-VIII-1816:84). No es casualidad que el

capitán general de Venezuela, Salvador Moxó, en su Reglamento general de policía

prescriba que en las escuelas de primeras letras y en la Universidad caraqueña se

“promuevan por todos los medios posibles el conocimiento de la historia de España”, pues

resultaba indispensable y “necesario que los españoles de ambos hemisferios conozcan

todos desde la infancia la dignidad, virtudes y ventajas de la Nación y Gobierno á que

dichosamente pertenecen” (Gaceta de Caracas Nº41:18-10-1815:328). No obstante lo

anterior, es necesario subrayar que para buena parte de los actores del momento, los

sucesos recientes tenían un carácter esencialmente más aleccionador que las historias

clásicas, indianas e ilustradas, así se remitieran a sus discursos con relativa frecuencia

como fuente de autoridad indisputable y modelo retórico de primera mano. Las relaciones

entre experiencias y expectativas, marcadas por su creciente distanciamiento y por la

mengua del campo de la primera y la extensión del horizonte de la segunda, permitirán

reputar los acontecimientos más inmediatos como capaces de guiar en toda su complejidad

la experiencia humana: “Mas, ¿para qué transportarnos á tiempos remotos? ¿Qué

experiencias pueden ser más convincentes que las de nosotros mismos? Nosotros no

podemos negar el testimonio de nuestros ojos”; “recorred con meditación la historia de

vuestras miserias y su origen. Hallareis en cada suceso un escarmiento, en cada escena un

desengaño, en cada catástrofe, una doctrina, y en toda la tragedia un golpe de la justicia

eterna, sobre un Pueblo que mereció sus iras [de Dios], y al fin vio sus misericordias”

(Gaceta de Caracas Nº255:30-V-1819:1974) (Valenzuela 29).

En este sentido, la gran toma de la palabra por parte de amplios sectores sociales durante la

crisis monárquica, magistralmente descrita por François Xavier Guerra (2002a), puede

leerse en buena medida como una toma de la palabra sobre la historia vivida. No solo los

individuos y los pueblos serán ahora considerados hacedores de la historia, sino que el

hecho mismo de compartir un mismo tiempo los autorizará para enunciarla con mayor

legitimidad. La reconstrucción de la manera en que la vida de los contemporáneos se

entretejió con el devenir de los acontecimientos se constituyó en la forma privilegiada de

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dotar la historia de significado. De allí que estas representaciones del pasado reciente a

menudo sean más descriptivas que analíticas, apelen a la memoria antes que a la reflexión

y se caractericen por una sucesión de imágenes antes que por una explicación totalizante –

en buena medida porque este pasado reciente se extiende hasta el presente–. La historia de

la monarquía hispánica no era otra que la historia de los vasallos del rey, de sus glorias y

de sus sacrificios, de sus esfuerzos por mantener el orden de cosas frente a los embates

sucesivos de los afrancesados, de los liberales gaditanos, de los republicanos de la Tierra

Firme y de otros monárquicos también. Estas historias se configuran, entonces, como

poderosas estrategias de justificación del accionar personal; pruebas irrefutables de la

fidelidad mantenida al rey en tiempos adversos –una fidelidad que, por supuesto, esperaba

recompensa– y lúcidas defensas de la propia concepción del deber ser de la política. La

experiencia propia, de los sujetos y de las generaciones que participaron en estos sucesos,

se perfila como punto de origen de los relatos y es concebida en términos plenamente

históricos: “tenemos la satisfacción de que vamos a hablar, no a una larga distancia de

tiempos ó de países, en donde es fácil desfigurar los hechos: hablamos muy cerca de

nuestra diócesis, y a muy corto tiempo de haber pasado y sucedido quanto les vamos a

decir, sin temor de ser desmentidos” (Ximénez 119).

Esta historia anclada en el orden del día era concebida como un acontecer y un saber

propios; una “historia nuestra”, siempre disponible y grabada de manera indeleble en la

memoria. Esta historia presente era imaginada por sus cultores como una historia moderna,

una historia contemporánea, diferente cualitativamente de las historias más antiguas,

situadas más atrás en el tiempo, pues la historia se organizaba de manera diferenciada

“desde la más remota antiguedad hasta la edad más moderna” (Torres y Peña 42). Era una

historia vivida, diferente de la historia recibida. La acusada densidad del pasado reciente y

la omnipresencia del presente parecían diluir a veces los tiempos más pretéritos y exigir la

elaboración y reelaboración del pasado más cercano. La creciente presión por la escritura

inmediata de los sucesos del presente, por la historización de la memoria, se hace evidente,

así, en la revisión continua de la periodización de la crisis monárquica, pues el presente

anticipa al futuro que se escribe en estas narraciones y exige la continua reorganización de

todo el proceso en su conjunto. Si, como vimos, Coll y Prat propuso siete épocas para el

caso venezolano, el obispo de Popayán distinguirá entre dos ciclos revolucionarios

neogranadinos, el de la Primera República y el que estaba ocurriendo una vez conseguida

la restauración monárquica en las principales ciudades virreinales, por ello resultaba

fundamental diferenciar “quanto estos malvados han dicho y hecho, tanto en las

convulsiones pasadas, como en la revolución actual” (Ximénez 126). Ciertamente, el

tiempo presente envejecía rápidamente, sucesos ocurridos hace unas horas ya podían ser

declarados históricos. Por ejemplo, los diarios militares que registraban el acontecer del

ejército monárquico eran llamados “diarios históricos” y para su elaboración se prescribía

un “método de redactar” y se recomendaba observar “una narración sencilla y ordenada

respecto de las épocas de todos los acaecimientos en el periodo de que se trata” (La

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Rocque). Era tal la importancia de estos papeles que Sevilla se detendrá en su relato para

contar cómo fue comisionado para escribir la “historia del batallón de Cachirí,

autorizándome para citar á todos los jefes, oficiales y soldados que pudiesen esclarecer los

puntos dudosos, y para pedir á las oficinas cuantos datos juzgase pertinentes” (267).

Esta exigencia de verdad en la escritura de la historia permitirá su comprensión como un

diagnóstico acertado de la textura de los tiempos y un plan para la acción inmediata. Como

bien escribía el fiscal de la Real Audiencia de Santafé, Agustín de Lopetedi: la “verdad

será la guía de esta relación en que se empleará la sencillez de un historiador más bien que

el estilo de quien acusa, porque no trata de hacer imputaciones, sino únicamente de dar

idea del mal, para que se aplique el remedio conveniente (AGI, Santafé, leg.665, s.f.). Al

mismo tiempo que los monárquicos reivindican la autoridad de la experiencia vivida,

subrayan con fuerza el papel de los documentos como garantías incontrovertibles de la

verdad de los hechos –los documentos hablaban por sí mismos–. Como afirmaba el

gobernador de Cartagena, los documentos servían para demostrar la verdad e

imparcialidad de la historia, para dar cuenta del origen y del antes y el después; un

“resumen histórico” sin los “documentos de su comprobación” no conseguía dar cuenta

fielmente de los “sucesos ocurridos” (Torres y Velasco 1820a: 1,7). El testimonio que se

extraía de los papeles, a manera de prueba, se sometía al régimen de lo verdadero y lo

falso, de lo comprobable y lo refutable, para plegarlo a las exigencias de la memoria. Las

citas, las referencias, los comentarios al margen, además de convocar el pasado y

garantizar la continuidad narrativa de los tiempos, configuraban la autoridad del relato,

validaban el talante realmente histórico de los recuerdos –sin tal validación la memoria se

constituye meramente en un desfogue de pasiones personales–. Según dirá Morillo el

objetivo principal de su famoso Manifiesto a la nación española era “manifestar la verdad

de los sucesos”, esto es, presentarlos “á todos como son y han sido en sí”, y “borrar con

testimonios auténticos las dudas que puede haber formado en muchos la insolente

malignidad de uno solo”: “no quiero que se me crea bajo mi palabra”, “piezas las más

justificativas responderán de mis aserciones. Mi lenguage será franco é ingénuo” (1821: 4-

5).

Las reflexiones de los realistas sobre el pasado reciente pretendían afirmar el viejo-nuevo

orden de cosas y reforzar el precario equilibrio de la política del momento sembrando el

espíritu de conformidad entre los vasallos americanos. Historizar la crisis monárquica

permitía actualizar la ficción unitaria de las “dos Españas”, más allá de las desavenencias

domésticas, y refundar la unidad moral de la monarquía hispánica en la Tierra Firme. La

experiencia de la nación española en ambos hemisferios se constituye, así, en el espectro

que guía la modalidad, la temporalidad y la estructura narrativa de todas estas historias. El

tiempo histórico aquí está dado por la cronología política, que se produce y que se

experimenta colectivamente y de manera simultánea en la Península y en la Tierra Firme,

así con frecuencia se privilegie la descripción de los acontecimientos en esta última por ser

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conocidos más de primera mano. Su estructura se desarrolla de manera escalonada y toma

formas canónicas –la ordenación cronológica de estos eventos implica una explicación en

sí misma–: la invasión napoleónica de la Península; la formación de juntas de gobierno; las

declaraciones de independencia; las disputas intestinas entre federalistas y centralistas y

entre monárquicos y republicanos; el final de las repúblicas; la campaña de reconquista y

la restauración monárquica; la creciente fuerza de los ejércitos bolivarianos, y finalmente,

la derrota realista. Todos estos periodos se abrían a la historia a partir de grandes

acontecimientos desencadenantes que marcaban de manera indeleble el sentido y la

velocidad de los tiempos afectando la vida de toda la comunidad política.21

Así, cuando

Morillo escribió al gabinete de Madrid dando cuenta de la victoria bolivariana en Boyacá

señaló que con ese acontecimiento comenzaba el principio del fin de España en la Tierra

Firme: la suerte de Venezuela y Nueva Granada “no puede ser dudosa”, “bastará sólo

conocer un poco la historia de la revolución de este país y la sangre que en ella se ha

derramado, para persuadirse de tan conocidas verdades” (Morillo, en Rodríguez Villa 4:

53-55). En un sentido similar escribirá el gobernador Torres al rey en octubre de 1819:

Los acontecimientos ocurridos en el Nuevo Reino de Granada desde el principio de

agosto son de la mayor magnitud, tienen una trascendencia de demasiada extensión y

deben llegar a los reales pies de Vuestra Majestad como ellos han sido, sin disimular de

modo alguno ni las causas que les han originado, ni las consecuencias que han

producido y pueden producir en lo sucesivo (AGI, Santafé, leg.748, s.f.).

En efecto, para los monárquicos, la historia, en tanto expresión y reflejo de la razón divina,

se regía por un conjunto de relaciones causa-efecto que eran necesarias y universales. Los

hechos históricos tenían precedentes concretos y las causas estaban seguidas de

consecuencias. Las historias escritas necesitaban establecer “lo que verdaderamente

ocurrió” y explicar las causas y los efectos de los acontecimientos para ser consideradas

útiles para el presente. En este sentido, los orígenes en el tiempo de las revoluciones de la

Tierra Firme eran múltiples. Para algunos, se encontraban en la invasión napoleónica y en

la formación de juntas americanas de gobierno: el “tiempo corrió hasta que llegó el infeliz

día en que la América faltando á la fidelidad se puso en movimiento, y en esta Provincia

[de Antioquia] formaron junta para gobernar á su modo” (Llamas, AGI, Santafé, leg. 749,

s.f.). Para otros, era necesario escudriñar más atrás, en las últimas décadas del siglo XVIII:

las causas judiciales abiertas a Antonio Nariño por la impresión de Los derechos del

hombre y la posterior aparición de unos pasquines sediciosos en Santafé en 1794 y la

conspiración de Manuel Gual y José María España en 1797 en Venezuela. En cualquier

caso, la causa eficiente estaba fuera de discusión: las revoluciones habían sido obra del

filosofismo incrédulo que se había enseñoreado del mundo atlántico y que pronto había

anidado en la corte de Madrid y en los círculos virreinales americanos. Los libros y gacetas

extranjeros que habían dado forma a la república estadounidense y a la Revolución

21

La expresión es de Reamud (2009).

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francesa habían corrompido la fidelidad irrestricta de los vasallos de la Tierra Firme y

dado pábulo a una gran “metamorfosis moral”. Según dirá Valenzuela y Moya:

Hízose moda lisongera la lección de los libros más impíos y detestables. Bastaba

hallarse escrita en idioma Gálico la obra de un pedante francés para que se leyese con

más misterios y respetos que el Alcorán de Constantinopla. Un autorcillo obscuro, cuyo

nombre había perecido en el mismo día que vio la luz, era citado como oráculo más

autorizado que Ambrosio y Agustino. Así se llenó la República de hombres ignorantes

y fanáticos, vacíos de sabiduría, y llenos de vanidad y de error. Así se concibió el odio

y desprecio de una Religion Sta. que sujeta al hombre á la razón, y doma los furores de

las pasiones; así la abominación a los tronos; así el sistema de Independencia, Libertad

é Igualdad que se verán establecidos quando Voltayre y sus sectarios hallen y

conquisten los países de la Luna (11-12).

Para los realistas, las repúblicas eran en y por sus hombres. La historia de aquellas no era

más que la historia de estos. Los hacedores de las revoluciones eran unos mandones

incapaces de administrar los destinos de la comunidad política y de sostener con decoro

cualquier tipo de autoridad. Los republicanos eran enemigos declarados del buen orden,

del “Altar y el Trono”, del bien común y la utilidad pública. Se encontraban impelidos por

intereses particulares y miras privadas y eran títeres de las pasiones más abominables: el

odio, la ingratitud, la ambición, la mentira y la venganza. En este sentido, la crítica

lapidaria del orden republicano encontrará en la crítica de sus hombres, en particular de la

figura de Bolívar, una mayor definición. El caraqueño funcionará como una metonimia de

la república en toda la Tierra Firme, pues parecía sintetizar bien las ideas, el accionar, las

pasiones y los vicios de todos los revolucionarios. De allí que el redactor de la Gaceta de

Caracas, haciendo gala de su gran pluma satírica, sugiriera a sus lectores la elaboración de

un proyecto historiográfico de gran alcance sobre Bolívar, con sus respectivos tomos y

capítulos –asunto que más allá del giro irónico, da cuenta de la importancia de esta

historiomanía que se había apoderado de los contemporáneos–. Las obras bolivarianas que

no podían faltar en las bibliotecas de todos eran: la “historia de su ignorancia militar”, la

“historia de sus bárbaras atrocidades”, la “historia de sus descaradas mentiras”, la “historia

de sus placeres” y la “historia de su adolescencia y pubertad”. Estas historias debían

acompañarse de “algunos tratados” para mayor comprensión del público: “1. Simón

Bolívar, supremo Magistrado civil de Venezuela. 2. Simón Bolívar, religioso. 3. Simón

Bolívar, político” (Gaceta de Caracas Nº20:14-V-1815:169-176). Historias todas que de

una u otra manera Díaz trazó años después en sus Recuerdos cuando hizo de Bolívar la

personificación misma de la revolución: “solo debo seguir al Sedicioso en todas partes, y

dar una línea de los acontecimientos principales, y de las batallas generales” (1829:59).

Por otra parte, la historia de los efectos de las revoluciones, aunque siempre registrados

bajo la figura de una constatación evidente –“no se necesitaba mucho para prever estos

acontecimientos: bastaba conocer el carácter de la revolución y el de los revolucionarios”

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(Gaceta de Caracas Nº105:4-XII-1816:826)– se constituye en la parte fundamental de

estas historias, pues permitía establecer un diagnóstico del presente y lanzar una fuerte

advertencia para el futuro. Según afirmó la Gaceta del Gobierno de Cartagena de Indias

(Nº1:10-VIII-1816:1), en su recuento histórico titulado “quadro revolucionario y estado

actual de la provincia de Cartagena”, “nuestros males necesitan ser analizados, sondeados

y hechos manifiestos para el mejor acierto en la aplicación de los remedios” y para que

funcionen como “un saludable escarmiento para lo venidero”. La historia de las

revoluciones debía escribirse, entonces, para concluir cómo las repúblicas solo existían “en

el papel para engañar y conducir al precipicio á los incautos habitantes de la América” y se

constituían en “sistemas políticos, del todo contrarios al bien común, a la venerable

antigüedad, a la opinión de los verdaderos sabios y á los testimonios de la historia”

(Gazeta de Santafé Nº21:31-X-1816:219). En efecto, para los monárquicos, la retórica

republicana de la soberanía popular había implicado fundamentalmente la erosión de toda

noción de autoridad entre los pueblos, la irrupción de la discordia y la insubordinación en

el mundo político y la confusión del mundo moral, pues no solo la “sana ilustración” había

perdido su imperio en la Tierra Firme sino que la Iglesia católica, como institución, y el

catolicismo, como seña de identidad de la monarquía hispánica y como argamasa de la

sociedad, se encontraban seriamente amenazados por el filosofismo republicano. La

cuidadosa filigrana de jerarquías y subordinaciones de la monarquía hispánica había

saltado en pedazos y había sido reemplazada por los estragos de las guerras civiles y la

decadencia económica –esta última aparece con frecuencia como producto de los

insaciables apetitos burocráticos de los republicanos, las malas decisiones fiscales, el

descuido de la agricultura, la minería y el comercio y la creciente despoblación–. En

definitiva, hacer la historia de las primeras repúblicas era hacer la historia del “cúmulo de

males que se han sucedido rápidamente, en siete años de furor y desorden” por causa de la

soberanía de los pueblos:

¿La experiencia no lo ha demostrado lo bastantemente en los días del delirio de la

Nueva Granada? ¿Qué cosa ha habido en su lugar? ¡Qué absurdos! ¿Qué

contradicciones! ¡Qué inconseqüencias! ¡Qué injusticias! ¡Qué crueldades! ¡Qué errores

tan groseros! Hoy se ordenaba una cosa, y mañana se disponía otra. El antojo de la

multitud en su insubordinación, era la ley, y el gobierno que la representaba, un esclavo

imbécil de sus caprichos. He aquí las consequencias del sistema, que tanto aprecia la

infidelidad, y á quien consagra tantas, y tan desmedidas alabanzas. He aquí lo que

produce la rebelión, a pesar de las promesas de hermandad, de orden, y de felicidad

común, con que deslumbran los Republicanos á los Pueblos inocentes (Gruesso 5, 16).

Ahora bien, esta historia de las revoluciones nunca estaba completa si no se ponía en

relación con los tiempos de la dominación ibérica en la Tierra Firme. La comparación

entre el pasado lejano y el pasado más inmediato organizaba de manera estratégica muchos

de estos relatos con múltiples objetivos: legitimar el presente del gobierno del rey en la

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Tierra Firme a partir de la autoridad de la historia; validar la experiencia de los trescientos

años de unidad hispánica como prueba irrefutable de la necesidad del retorno del orden

monárquico; y no menos importante, salvar el buen nombre de España frente a la pléyade

de agravios vertidos en contra de la dominación ibérica por parte de los republicanos,

quienes en muchos sentidos harán suyos algunos argumentos de la leyenda negra española

que circulaba profusamente en Europa para legitimar la emancipación: el “indisoluble

argumento, el poderoso Aquiles de que se valen, es decirnos que la Corona de España no

ha tenido derecho alguno para la Conquista de las Américas, y que por consiguiente ha

sido una injusta, y violenta usurpación” (de León 12). Los mismos monárquicos eran

conscientes de que se trataba de una historia politizada, “ya de muy antiguo tema favorito

del humanísimo filosofismo” para dar “pabulo a la filantropía europea” y evitar hablar de

la violencia cometida por otros poderes imperiales como Francia e Inglaterra. Así las

cosas, si los republicanos, basados en sus lecturas extranjeras, principalmente de William

Robertson y el abate Raynal, habían cuestionado severamente la legitimidad de la

soberanía española en América, no restaba más que poner entredicho tales

argumentaciones y la capacidad de los revolucionarios y los extranjeros para escribir la

historia del gobierno español en América, pues “tales narrativas enunciadas bajo la sola

palabra del narrador” y que “predicando ardientemente sobre tan lejanas crueldades, sin

tomarse siquiera el trabajo de documentarlas” no merecían ningún crédito: “exigir en sus

relatos la verdad, la buena fe, los hechos testificados é intergiversables, sería exigir un

imposible en el orden moral. El entusiasmo de la libertad desreglada se alimenta con

ficciones: la rebelión con calumnias y groseras imposturas; y la rabia, el furor y el encono

fueron siempre las armas favoritas de los paises sublevados” (Gaceta de Caracas

Nº235:17-II-1819:1799).

Sin embargo, los monárquicos no harán una defensa a ultranza y sin matices de la

conquista de América. El argumento en este sentido es complejo y nunca está exento de

contradicciones. Al tiempo que en nombre de la “verdad de la historia” se desempolvan los

derechos de justa conquista, se afirma que más que la guerra, era la paz de tres siglos la

que conjuraba cualquier señalamiento de ilegitimidad. Al tiempo que se defienden la

reputación y el buen nombre de los primeros conquistadores, se reconocen y se censuran

algunos de sus excesos, aunque siempre se afirma que fueron menores a los denunciados

por los enemigos de España. Al tiempo que se esgrime la bula de donación papal conferida

por Alejandro VI en 1493, se reconoce que antes que una prerrogativa para gobernar, esta

se constituye en una bendición papal a la empresa colonizadora –y aquí los realistas se

revelan sabedores de la escasa legitimidad de tal documento en Europa–. En este punto,

más que la bula papal, era la “mano de Dios”, que “se vio visiblemente en esas conquistas

á favor de los Reyes de España”, el argumento más esgrimido. La extensión de la nación

española en América era parte de los designios divinos para expandir la religión verdadera

y garantizar la salvación de millones de almas perdidas: “Dios, que de mil modos todos

admirables sabe mostrar los decretos de su admirable providencia, fue quien, sin dexar

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lugar a duda, mostró que endonaba á nuestros Reyes el dominio de las Américas” (Bestard

36-37). En cualquier caso, el argumento monárquico, ya aceitado por la intensidad de los

debates historicistas del siglo XVIII, siempre vendrá respaldado por argumentos de corte

jurídico.22

Según sostuvo el catalán Santiago Jonama en sus famosas Cartas al Sr. Abate

de Pradt, traducidas por Díaz en Caracas en 1819, la historia de la conquista de cada

provincia americana daba cuenta de que España contaba en su haber con todos los

derechos conocidos por legítimos: “títulos de justa conquista, de cesión y de primer

ocupante, de donación solemne, de voluntaria unión, de pacífico establecimiento, de

prescripción, de gratitud y de beneficencia”. La corona estaba del lado correcto de la

historia cuando había declarado la soberanía sobre América: “habla la historia, la historia

verdadera de aquellos países. En ella verá la Europa consignados los derechos de la

Corona de Castilla” (Jonama, s.p.).

En este sentido, aludir al pasado indígena prehispánico resultaba fundamental. A veces los

nativos de la Tierra Firme eran presentados al momento de la conquista como una horda de

tribus bárbaras y salvajes necesitadas de la luz de la civilización europea, pues las visiones

“demasiado gloriosas” del pasado indígena local implicaban necesariamente una crítica al

régimen hispánico en razón de la penosa situación actual de los vencidos. En otras

ocasiones, aquellos eran presentados como grupos humanos dotados de cierta sofisticación

social, política y militar con el objetivo de realzar el talante heroico y esforzado de los

primeros conquistadores –la representación de los nativos americanos como pueblos

débiles y cobardes era la estrategia más socorrida por aquellos que pretendían escamotear

las glorias de España en América–. Si bien las historias sobre el pasado precolombino de la

Tierra Firme se encontraban entretejidas con las “tradiciones y conjeturas imperfectas que

pudieron recogerse y hacerse en la época de su descubrimiento”, lo que sí resultaba

evidente para muchos era que los nativos de esta parte de América no habían alcanzado la

grandeza, el grado de civilización y la duración en el tiempo de los imperios mexica e inca.

La razón venía bien a los motivos polémicos del presente: mientras que estos últimos

estaban gobernados por monarquías, los indígenas de la Tierra Firme estaban organizados

en una “multitud de pobres, pequeñas y miserables repúblicas, separadas é independientes

unas de otras” (Gaceta de Caracas Nº258:21-VII-1819:1998-1999).

De este modo, la conquista de la Tierra Firme antes que deberse a la superioridad militar

de España –en realidad, aquí no había habido grandes batallas ni “choque de

civilizaciones”– era resultado de los talentos políticos de los primeros conquistadores, que

“obraron más como libertadores que como conquistadores; y si hicieron alguna conquista

verdadera fue la de los corazones”, pues habían puesto fin a las sendas disputas intestinas

entre los nativos y habían hecho frente a la tiranía de los gobernantes y sacerdotes

indígenas cuyos caprichos y excesos oprimían a los pueblos. La explicación del éxito de

los conquistadores en América era, así, completamente contemporánea, pues radicaba en el

22

Sobre la escritura de la historia de América en el siglo XVIII véanse Gerbi (1982), Cañizares (2001).

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poder imperioso de la “opinión pública, sin la cual no hay verdadera fuerza”: “ha sido

porque [aquellos] tenían á su favor la opinión general de los americanos: porque obraban

por el pueblo y con el pueblo”; fue el “efecto de la conviccion y no el de la violencia: fue

en fin el resultado de su superioridad moral y no de la física” (Jonama 101). No de otra

manera se explicaba la acrisolada fidelidad de los indígenas durante los tres siglos de

dominación ibérica y durante la crisis monárquica. Si España no tuviera justos títulos sobre

América, cosa que los realistas nunca consideraron, los únicos con derecho a proclamar la

independencia serían los nativos y estos, todos lo sabían, estaban de lado del rey:

Los mismos Indios, que sin disputa pudieran presentar un derecho más aparente á las

Américas que los insurgentes, jamas han pretendido alzarse con el mando, ni rebelarse

contra los Reyes de España. Los han mirado siempre con una particular predilección,

como que en ellos han encontrado en todo tiempo la mas singular proteccion: y esto por

el largo espacio de trescientos años (Bestard 38).

Así las cosas, la crisis de la monarquía hispánica abría la posibilidad de poner de presente

los orígenes históricos del orden legítimo: la conquista representó para muchos realistas el

principio de un orden justo regido por una constitución modelada por la historia –la

constitución no escrita– y construido por los españoles de ambos mundos bajo la égida de

la Corona española. Los monarcas españoles no solo habían intervenido siempre en favor

de los indígenas para poner freno a los irremediables abusos de los conquistadores –los

actos brutales de algunos sujetos ávidos de aventura y fortuna no eran representativos del

comportamiento de la nación en su conjunto–, sino que habían civilizado la Tierra Firme

en todo el sentido de la palabra: habían introducido con prudencia leyes justas y humanas

para todos los vasallos del rey y habían compartido el celo evangélico de la Iglesia católica

por avanzar en la conquista espiritual de los nativos ampliando el mundo cristiano. De este

modo, la historia de los “trescientos años de despotismo y esclavitud” tantas veces

mentada por los republicanos, se convirtió por obra del discurso monárquico, en la historia

de la labor civilizatoria de España en la Tierra Firme –una historia que comenzó a urdirse

desde el momento mismo de la conquista y que resurgirá con fuerza en los debates sobre el

hispanismo a mitad de siglo XIX–.23

Durante este “pequeño espacio de tres siglos” los

americanos habían conocido todos los bienes de la religión católica y de la “sana razón”, el

avance de las ciencias y las artes, el progreso material y la prosperidad económica, además

de las mieles de la paz –paz perturbada únicamente de manera esporádica por algunos

ataques aislados de piratas, levantamientos populares de poco calado y desastres naturales–

. Eran, en definitiva, los tiempos “en que todo podía esperarse y emprenderse porque había

para todo” (Gaceta de Caracas Nº230:20-I-1819:1761-1762). La conclusión solo podía ser

una: los beneficios de la civilización hispánica compensaban con mucho las crueldades de

la conquista. La sociedad americana era obra de España y de sus reyes:

23

Sobre la fórmula de los “trescientos años de opresión” y el indígena como símbolo de la libertad durante

las primeras repúblicas véase König (1994). Sobre el debate del hispanismo en el siglo XIX, Padilla (2008).

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El Rey Fernando y sus augustos predecesores son los que han formado esta sociedad;

los que establecieron estos pueblos; los que plantaron esta religión; los que erigieron

estas Catedrales y parroquias. Los Reyes de España son los que fundaron las

Audiencias Reales para amparo de los oprimidos, las milicias para mantener el orden,

las Universidades para derramar sabiduría, los Seminarios y Colegios para mejora de la

juventud, los hospitales para el socorro de los enfermos desamparados. Los Reyes de

España son los que han desterrado de estos países la idolatría, el abuso espantoso de los

sacrificios humanos, la crueldad de comerse los unos á otros vivos y palpitantes los

hombres. Los Reyes de España son los que abrieron el comercio social y recíproco de

unos pueblos con otros, de unas con otras provincias, y los que trageron todo cuanto

hay de utilidad, de gusto, de conveniencia para la vida civil, los caballos, las yeguas, los

mulos, las vacas, los cerdos, los granos, las plantas, la agricultura, y finalmente los

hombres. ¿Cuál de los Corifeos de la revolución, hizo jamás otro tanto? (Rodríguez

Carillo 1819a: 5).

Precisamente, para los monárquicos, esta historia se convertirá en uno de los espacios

privilegiados para escribir la nación española en América como un ser político hilvanado

en el tiempo capaz de intervenir y cambiar el curso de su propia historia –y con esto queda

de presente, una vez más, que la disputa de la emancipación americana no fue solamente

de talante filosófico, sino que también tuvo una profunda dimensión historicista–. A

contracorriente del argumento republicano que hacía tabula rasa con el pasado hispánico y

situaba la epifanía de las nuevas comunidades políticas en las revoluciones, los

monárquicos situarán los orígenes de la identidad española-americana en el momento de la

conquista. La historia se escribía para fijar los rasgos de esta identidad colectiva anclada

en las “tradiciones” y las “costumbres” de tres siglos –nociones que se encuentran dotadas

de una evidente carga de temporalidad y son asumidas como experiencia efectiva y

espacios de consenso social–. La defensa de los derechos de España sobre América era, en

realidad, la defensa de la gran patria hispánica. Los habitantes de la Tierra Firme no tenían

otra historia que el glorioso pasado español, el hecho europeo en el Nuevo Mundo: sus

mitos fundadores se confundían con las figuras de los Reyes Católicos, los viajes de

Colón, las aventuras de sus padres conquistadores –entendidas como muestra del valor y el

heroísmo de la nación española–, las labores evangelizadoras de la Iglesia católica y la

fundación de las primeras ciudades y pueblos. Este imaginario histórico sobre la conquista

y sobre el régimen hispánico funcionó como un depósito alegórico para legitimar el

presente y llamar a la unión de los dos hemisferios españoles –hasta los nombres del rey

Fernando y de su segunda esposa, Isabel de Braganza, invitaban a establecer el paralelo

con aquellos días de gloria española–. El pasado mítico del imperio comprendía todas las

promesas del nuevo orden. Se trataba de un esfuerzo patriótico por conferir al pasado sus

cartas de nobleza, por legitimar el origen de la sociedad monárquica en la Tierra Firme. El

señalamiento de la continuidad misma de la comunidad política, de su extraordinaria

cohesión política y de su duración en el tiempo, permitía a los realistas presentar la historia

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común como el principio articulador de las “dos Españas” durante los trescientos años de

la pax hispanica:

¿Y quién á vista del generoso entusiasmo que el día 11 de Septiembre del año de 1808

solemnemente jurasteis, y proclamasteis por Rey á vuestro cautivo, y amado Fernando,

no se habría persuadido, que estabais animados de unos mismos sentimientos con

vuestros hermanos de la Península? ¿Qué habias de conservar con ellas una misma

fidelidad, una misma firmeza, y una misma obediencia? Con vuestros hermanos de la

Península, digo, con quien haceis un mismo cuerpo, una misma Nación, y una misma

causa: con aquellos, cuya sangre corre por vuestras venas, alimenta vuestros

movimientos, y vivifica vuestro ser, y de quienes como de una copiosa fuente habéis

recibido todos los bienes juntos, la Religión, las Leyes, la Sociedad, el buen orden, la

Paz y todo quanto pueden anhelar los Pueblos racionales, y políticos… en una palabra,

todo quanto sois, y pudierais haber deseado en el orden moral, y político (de León 21-

22).

Sin embargo, esa historia común se fue haciendo una historia sin futuro. Por más razones

que aventuraran los monárquicos para explicar lo sucedido en el pasado lejano y en el

pasado más inmediato, no resultaba fácil comprender el sentido del derrumbe paulatino de

la monarquía hispánica en la Tierra Firme. No debe sorprender, entonces, que en algunas

oportunidades, los realistas, ora presos de un fatalismo irredimible, ora convencidos de que

estos sucesos se encontraban ya más allá de la voluntad humana, acudan a una fórmula

trascedente para explicar lo sucedido: el fin de la dominación hispánica en estas tierras

había sido obra de un “hado funesto”, de “una fortuna tan ciega como indebida y no

esperada” (Díaz 1829: 253). La misma fortuna que había sido siempre el numen tutelar de

la nación española por trescientos años, daba ahora la espalda a sus hijos de ambos

mundos y presagiaba la impronta providencial del fin del imperio. No restaba más que

entregar los destinos de la Tierra Firme en las manos del “Supremo Hacedor” de la historia

que marcaba el movimiento de los tiempos y los tranzaba según su voluntad (Torres y

Velasco 1820b: s.n.). No restaba más que esperar para ver “si la Providencia que protege

las miras justas y benéficas de Vuestra Magestad detiene el curso de los acontecimientos”

(Lopetedi, AGI, Santafé, leg.665, s.f.). No restaba más, dirá Coll y Prat (102), que “jurar y

obedecer esperando el tiempo en que el árbitro Supremo de los acontecimientos se sirva

presentarlos más prósperos y favorables”, pues, “solo la Ley del Señor es eterna; y la

majestad de todas las cosas humanas se pierde cuando no son conformes al tiempo”.

Precisamente, para poner de presente que el momento absolutista estaba en completa

conformidad con las tesituras de los nuevos tiempos, los monárquicos, ya plenamente

conscientes de ser parte de un mundo político en eterno devenir, emprenderán una tenaz

lucha de sentido en el orden semántico. La legitimidad de la monarquía hispánica también

se jugó en la disputa conceptual del periodo, como veremos en el próximo capítulo.

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56

Capítulo 2. El realismo: un discurso de réplica. La disputa conceptual

durante la restauración monárquica

¡Tan recatada y prudente ha sido la generosa empresa de los que quisieron libertar a su patria del reposo,

sosiego y tranquilidad de trescientos años de esclavitud! Creyeron que la repetición fastidiosa de esta

cantinela era bastante para contestar a todo; y en efecto alucinaron bastante con la novedad de las voces y

términos de que los surtía el sistema de la nueva caballería andante; y los derechos imprescriptibles, la

soberanía del pueblo, la constitución liberal, la libertad, la independencia, la emancipación política en vez

de las aventuras de los romances, entretuvieron demasiado tiempo la credulidad y la ignorancia. En lugar

de encantadores, gigantes y malandrines, se propusieron estos nuestros Quijotes hacer pasar a los reyes,

príncipes, jefes y magistrados por déspotas, tiranos, sátrapas, visires y bajaes; hasta que desengañados los

pueblos con la más dolorosa experiencia, han venido a concebir desprecio y a hacer irrisión de esta loca

manía; aunque nuestros libertadores la tienen aferrada como un broquel impenetrable, que los pone a

cubierto de todos los golpes, por más que canse la repetición de cosa tan insulsa…

José Antonio Torres y Peña. Memorias sobre la Revolución (1814).

Sus papeles públicos ultrajaban la dignidad Real: la presentaban con los colores más abominables: la

hacían el origen exclusivo de todos los males. Fernando era injuriado con las calumnias más atroces é

indecentes. Se prodigaban ofrecimientos ridículos pero pomposos, se daban esperanzas capaces de

seducir á los que no los conocían, se cambiaron los nombres de las cosas, y se sustituyeron en su lugar

aquellos que por tantos tiempos habían significado las contrarias. A la dignidad real se la llamó

despotismo; á la licencia desenfrenada, libertad; á la honesta y sumisa obediencia, esclavitud; á la

inmoralidad, sabiduría; á la anarquía, republicanismo; á la insolencia, ilustración; al trastorno de todos

los principios establecidos, regeneración; felicidad á la miseria; pueblo á la facción...

José Domingo Díaz. Gaceta de Caracas (Nº10:5-IV-1815:83-84).

El 15 de febrero de 1819, Simón Bolívar pronunció su conocido Discurso de Angostura y

sancionó formalmente la instalación del segundo Congreso nacional de Venezuela en la

capital guayanesa. Sin duda, este documento se constituye en una de las defensas más

brillantes del gobierno republicano y de los verdaderos y legítimos fundamentos del poder

político: la soberanía popular, la división de poderes, las libertades civiles y la igualdad

formal entre los integrantes del cuerpo político –en contraposición a los falsos e

impolíticos principios de la despótica dominación hispánica–. En su discurso, Bolívar

proclamó la ciudadanía como la piedra fundante del nuevo orden, la representación como

la garantía de la voz del nuevo soberano y como el “acto generativo de la libertad o de la

esclavitud de un pueblo,” y la dimensión moral de la República como su condición de

posibilidad –“moral y luces son los polos de una República, moral y luces son nuestras

primeras necesidades”–. Para Bolívar, el trabajo que esperaba a los congresistas

venezolanos era arduo, pues radicaba precisamente en constitucionalizar la república:

“constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del error” en ciudadanos virtuosos y

fundar una nueva comunidad política sobre las cenizas del “triple yugo de la ignorancia, de

la tiranía y del vicio”. No era otra cosa que la “creación de un cuerpo político y aun se

podría decir la creación de una sociedad entera”. Se trataba de un nuevo orden acrisolado

por la guerra contra la monarquía hispánica y sancionado de manera irrevocable por la

voluntad general de los pueblos, pues la “reunión de la Nueva Granada y Venezuela en un

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grande estado ha sido el voto uniforme de los pueblos y gobiernos de estas Repúblicas”.

Finalmente, ante un concurso numeroso y entusiasta, el caraqueño instó a los legisladores

a conceder al país “un gobierno que haga triunfar bajo el imperio de leyes inexorables, la

igualdad y la libertad”, y procedió a instalar el Congreso anunciando que “en él reside

desde este momento la Soberanía Nacional: mi espada (empuñándola) y las de mis ínclitos

compañeros de armas están siempre prontas a sostener su Augusta Autoridad. ¡Viva el

Congreso de Venezuela!” (Bolívar 1820 [1819]) (Acta de Instalación, 1819: 4).

Unas pocas semanas después de este hecho fundamental, José Domingo Díaz, redactor de

la Gaceta de Caracas, y uno de los más fervientes realistas de la Tierra Firme, dio a la

imprenta el famoso Manifiesto de las provincias de Venezuela a todas las naciones

civilizadas de Europa para señalar la ilegitimidad del Congreso de Angostura. Se trata de

una de especie de síntesis doctrinal del ideario monárquico, expuesta con rigor argumental

y confeccionada para conseguir una circulación extraordinaria. Escrito originalmente en

tres idiomas –español, francés e inglés–, y publicado también por entregas en el periódico

caraqueño, y posteriormente como apéndice de la obra de Santiago Jonama que rebatía los

argumentos del abate Pradt, fue remitido al instante a diferentes lugares de América y

Europa. Morillo había encargado especialmente su reimpresión para que “circule por las

cortes extranjeras á fin de que patentizando el verdadero estado de las cosas en Caracas y

Nueva Granada desistan los aventureros” de pasar a la Tierra Firme. Así, en la Península,

el Manifiesto fue reimpreso en 1820 siguiendo el dictamen del juez de imprentas de

Madrid, que lo consideró como “muy útil a la causa pública” y a propósito para la

“confusión de los perversos” (Martín, en AGI, Estado 64, N 44, s.f.). El documento

también fue publicado en Estados Unidos, entre otros, por Mateo de La Serna, cónsul

general de España en Filadelfia, quien según escribió al general ibérico, ya se había

convertido en todo un éxito editorial, pues “ha causado bastante sensación en el partido

fogoso que favorece en estos Estados la insurrección de nuestras Américas habiendo

empezado las Gacetas de él á proferir improperios y acusaciones y á llamar falsarios á los

publicadores del Manifiesto”. Sin embargo, esto no parecía inquietar mucho al diplomático

español, por el contrario, lo registraba como una victoria política para la “justa causa”,

pues “se puede decir, como cosa cierta, que cuando esta especie de papeles públicos se

extiende en desvergüenzas, nuestras cosas no se hallan en estado de decadencia” (en

Rodríguez Villa 4:115).

El Manifiesto no era otra cosa que la historia de la voluntad general de los pueblos de

Venezuela, que siempre se había expresado de manera unánime e inequívoca en favor del

gobierno del rey y en contra de los proyectos revolucionarios. Así había sido durante los

“tres siglos de paz, justicia y libertad”, la injuria napoleónica a los reyes españoles, la

formación de juntas de gobierno y la inacabable sucesión de gobiernos republicanos y

realistas en la Tierra Firme. Los pueblos siempre habían expresado su “voto y voluntad”

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por medio de “tantos actos positivos” de entusiasmo a la hora de “huir de esa detestable

república, y buscar el gobierno de su rey”. La historia del “voto libre y general de

Venezuela” era, entonces, la historia de su anulación por parte de los gobiernos

republicanos y de su validación por las armas del rey. La “farsa de Angostura”, “cuyos

miembros elegidos al intento dijeron lo que el que los nombró quiso que dijesen”, era otro

episodio notable de esta sistemática negación de la voluntad general, un esfuerzo más por

disfrazar de interés general lo que solo eran espurios intereses particulares. Los

autoproclamados congresistas reunidos en Guayana “habían concurrido á la formación de

aquella ilegítima y monstruosa corporación” apropiándose de manera abusiva de la voz de

los pueblos. La soberanía popular que proclamaban para legitimar el orden republicano era

el resultado de intrigas indecentes y del terror del despotismo ministerial, cuando no era la

expresión de la voz de una facción militar corrompida y en constante pugna por el poder

político. La república ilegítima solo existía en el papel y estaba reducida a la “despoblada

provincia de Guayana, á la insignificante isla de la Margarita, á los desiertos orientales de

Cumaná, y á aquellas inmensas llanuras que existen entre el Arauca y el Meta solo pisadas

por tribus de indios salvages” (Díaz 1819: 1-27). Los republicanos se cubrían, entonces,

con el manto de una voluntad popular tan falsa como inexistente, pues esta no se

representaba más que por las legislaciones antiguas, las diputaciones municipales y las

costumbres de la nación. La voluntad general, así entendida, solo podía legitimar el orden

labrado por la monarquía hispánica durante trescientos años en la Tierra Firme.

En efecto, Díaz había sido comisionado para escribir el Manifiesto por cerca de cincuenta

y siete ayuntamientos municipales y cabildos de pueblos de indios, “compuestos de 435

personas elegidas ó nombradas mucho tiempo antes con toda la imparcialidad y

circunspeccion prevenida por las leyes de aquellos dominios”, y “que há 300 años

representan legítimamente á todos los pueblos de Venezuela”. El objetivo principal del

documento era poner en evidencia que la representación legítima de la voz de los pueblos

descansaba en los cuerpos tradicionales, únicos administradores del bien común y garantes

del buen orden, y que esta voz ya se había pronunciado de manera irrevocable en favor del

gobierno del rey, pues estos mismos pueblos “estan muy distantes de incurrir en el horrible

crimen de separarse de una obediencia que tan solemnemente juraron”, y están resueltos “á

esterminar á sus enemigos, y á morir con honor antes que vivir con infamia” (Díaz 1819:

1-27). Por ejemplo, según afirmó la diputación de Puerto Cabello, una de las firmantes del

Manifiesto: “esta diputación por sí y por todo el distrito político, cuya representación

reasume” se había manifestado siempre “á favor del más apetecible, suave y moderado

gobierno” del rey y rechazaba “separarse de esta respetable y grande masa total de

representación política y poder”. Así, los representantes legítimos de Puerto Cabello

afirmaban su amor “al Soberano que tan felizmente gobierna la vasta monarquía española”

y “su mayor deseo de que jamás falte en ella la íntegra unidad de sus estensos dominios

bajo su única religión católica romana”, y sostenían al final de su intervención, como para

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que no quedará duda de su voluntad irrevocable: “esta fue la voz de cuantos componen

esta junta, afirmando que la misma sería la de cuantos habitan este territorio, si pudiese ser

oída en este mismo acto” (Gaceta de Caracas Nº275:3-XI-1819:2122-2124).

Sin duda, el Manifiesto se encuentra atravesado por una tensión política irresoluble:

legitimar un gobierno basado en el derecho divino de los reyes a partir del poder de la

indivisible voluntad general de los pueblos. A Díaz no se le escapaba el sentido último de

esta aparente contradicción. Si bien en algún momento sostiene “que aun en el caso de

existir ese voto general de estos pueblos, el pretendido Congreso [de Angostura] seria tan

nulo é ilegítimo como lo es sin aquella circunstancia”, y a renglón seguido rebate la

existencia del “derecho de rebelión en los pueblos”, todos sus esfuerzos estarán

encaminados a demostrar cómo el Manifiesto verdaderamente “contiene la voluntad

general de aquellos pueblos; y si esta espresada legal, franca y libremente puede dar un

derecho legítimo de soberanía, nuestros Soberanos de un modo cual pocas veces se ha

presentado, lo tienen sobre todos los pueblos de las seis provincias de Venezuela” (Díaz

1819: 16-27). Poco importa que el caraqueño intente bajarle el relieve al poder

vindicatorio de la voluntad general o que este quede supeditado en su discurso al mandato

divino de la majestad monárquica. Este documento, así como muchos otros, pone en

evidencia cómo las coordenadas de enunciación de los discursos públicos durante el

momento absolutista ya eran otras muy diferentes de aquellas que habían regido durante

los tres siglos de gobierno ibérico, así como otras eran las preguntas planteadas en la

interrogación del orden político por parte de los monárquicos y otros los espacios de

legitimación que habían emergido durante la crisis monárquica, como la misma voluntad

general y la opinión pública.

Precisamente, en este capítulo, me interesa evidenciar la reconfiguración interna del orden

simbólico que se refiere a la trascendencia, la irrupción de nuevos horizontes conceptuales

en el seno de los antiguos lenguajes y su continua superposición en los contenidos del

discurso monárquico. Con frecuencia, los realistas, con el objetivo de responder a los

cuestionamientos hechos por los republicanos y ante las exigencias del tribunal de la

opinión pública, deberán desnudar las premisas del orden político que defienden, las

formas de su constitución, los fundamentos de su legitimidad y la clase de sujeto político

que pretenden modelar, abocándose así al problema de su autoinstitución. Como bien

afirmó Jonama en su momento: “como en materia de opiniones cada uno tiene la suya, es

indispensable examinarlo todo, si se trata de persuadir á todo el mundo” (82). Sin

embargo, antes que entender estas disputas conceptuales en el marco de un antagonismo

irreductible entre realistas y republicanos, o en el escenario de una evolución semántica de

carácter teleológico, me propongo reconocer más bien la pluralidad de las experiencias de

los monárquicos en la Tierra Firme y poner el énfasis en las tensiones, simultaneidades y

ambigüedades de los significados y los usos conceptuales. De este modo, antes que señalar

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la persistencia de ciertas ideas ancladas en tradiciones políticas antiguas o advertir la

presencia de ciertas novedades intelectuales durante el interregno monárquico –mi tarea

aquí no será situar los discursos realistas en algún lugar del espectro que va de la

“tradición” a la “modernidad”, o determinar las trazas de pensamiento neoescolástico,

regalismo borbónico o republicanismo neoclásico que contienen–, procuraré comprender

la racionalidad política que las articula y los usos efectivos de estas por parte de los

realistas.

He caracterizado el discurso monárquico durante el momento absolutista como un discurso

de réplica, diseñado en buena medida como una respuesta a las revoluciones de la Tierra

Firme que habían puesto en entredicho el orden simbólico, las percepciones del mundo y

las representaciones políticas hasta entonces consideradas legítimas. Este conjunto de

razonamientos heterogéneos se encuentra regido por una exigencia polémica y una

voluntad legitimadora. Quizá por ello, los realistas, al tiempo que reiterar en términos

generales los credos antiguos referidos al orden de la trascendencia e incorporar en su

discurso ciertas novedades conceptuales, enfilarán baterías en refutar los principios y las

propuestas de los republicanos. Se trata de un discurso que acude a todo tipo de estrategias

argumentales para conseguir sus objetivos y tremendamente rico en el cultivo de metáforas

políticas –sobre la familia, la naturaleza, las máquinas, el cuerpo político, etc.–. El

discurso monárquico a menudo se legitimaba a partir de su presunta capacidad para leer

mejor la textura de los tiempos y se quería en completa correspondencia con la realidad

objetiva de las cosas y la experiencia acumulada durante siglos. Si apelamos a la

autocomprensión que hicieron los monárquicos de su propio lenguaje encontramos que

con frecuencia este es definido como el “lenguaje de la verdad”, un lenguaje, que como

esta, no necesitaba de florituras para persuadir de su certeza definitiva, pues la verdad era

connatural a la humanidad y de fácil aprehensión por parte del público. Como afirmó el

guayaquileño Carlos Lagomarsino en su Proclama a los pueblos de la América española,

“con sola la esperanza de que desistireis de un proyecto desconcertado, sin fundamento, é

inverificable, y que aun verificado no os proporcionaría las ventajas, que os representa

vuestra acalorada imaginación, voy a explicarme natural, y sencillamente, para que todos,

grandes y pequeños, ricos y pobres, se hagan capaces de mis principios á común

desengaño”. De allí que con frecuencia los realistas imaginen su propia retórica más bien

como una antirretórica capaz de distinguir las cosas “como son en sí”, una antirretórica de

principios “que sin frases pomposas, ideas abstractas, y engañosos sofismas, claramente

dicta una sana filosofía á común beneficio” (1, 3). Según el arzobispo de Santafé de

Bogotá, Juan Bautista Sacristán, la república era un proyecto falso, basado únicamente en

la forma, divorciado completamente de las realidades concretas de la Tierra Firme. Los

republicanos eran unos novadores, unos proyectistas: “jamas se ha escrito tanto de

Filosofía moral; jamas se ha hablado tanto de reformas de costumbres; nunca se han

inventado tantas cosas nuevas; y nunca se ha pensado tanto en mejorarlo todo; pero cotejad

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lo fabricado y mejorado, con lo deteriorado y arruinado, aun sin salir de entre vosotros, y

veréis el resultado” (1816:3).

Esta tenaz pugna por la fijación del verdadero sentido de los principales conceptos

políticos registrada durante la crisis de la monarquía hispánica se inscribe en todo un

campo de fuerzas que establece posibilidades y límites a la comprensión de lo político. En

este sentido, Reinhart Koselleck ha señalado persuasivamente que los cambios semánticos

pueden leerse como una plasmación de la lucha social que siempre implica una contienda

en el discurso. Los conceptos se configuran, entonces, como objetos de estrategias de

enunciación antagónicas que legitiman acciones y potencian prácticas sociales, y que

permiten la construcción de visiones de mundo y la proyección de las experiencias

posibles (1992:117).24

De la magnitud de esta lucha semántica en la Tierra Firme da

cuenta la creciente inestabilidad conceptual y la falta de correspondencia entre las palabras

y las cosas denunciada por los realistas –como lo evidencian los epígrafes de este capítulo–

, pero también señalada en su momento por los mismos republicanos. Si en 1814 el

periódico santafereño El Anteojo de Larga Vista afirmaba que “nada hay que empañe tanto

los lentes de nuestro anteojo intelectual, como la acepción equívoca de las palabras; por

desgracia es tal el trastorno que ahora se observa en esta materia, que corremos riesgo de

experimentar la misma catastrophe que sufrieron los fabricantes de la torre de Babel”

(Nº2:s.f.:1814), durante el momento absolutista los realistas no se cansarán de denunciar

cómo “más de una vez se vieron sindicados de esos escritorcillos de moda, de esos

perturbadores del sosiego público, amigos decididos del desorden, que contrariando la

significación del dialecto nos llamaban enemigos del nuevo orden de cosas” (Gaceta de

Caracas Nº10:5-IV-1815:78). Sin embargo, como veremos, al tiempo que los realistas se

propusieron dar cuenta de cómo los revolucionarios habían invertido múltiples registros

semánticos –“ya al fin habréis conocido que la Independencia, la Libertad, é Igualdad eran

los Duendes de la Política, que todos oían; pero nadie veía. Ya habréis formado la idea del

Gobierno Poliarchico ó Republicano, lisongero á la imaginación, horrible y detestable en

la realidad” (Valenzuela 21-22)–, contribuyeron en no pocas oportunidades al desbarajuste

conceptual, aspecto poco subrayado por los estudiosos del periodo que simplemente

anotan a los realistas como conservadores y paladines de la ortodoxia y de la tradición

semántica.

De este modo, en este capítulo intentaré dar cuenta de la recomposición profunda de las

condiciones de enunciación de los discursos políticos durante el momento absolutista a

partir del análisis de un repertorio particularmente rico y complejo de conceptos

fundamentales, conceptos que producen y responden al régimen de temporalidades que

24

Sobre la historia conceptual tal y como se entiende en este trabajo, además de los trabajos seminales de

Koselleck (1992, 2012), véanse Fernández Sebastián (2004), Guilhaumou (2004), Palti (2005, 2007),

Fernández y Fuentes (2006).

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acabamos de analizar en el capítulo anterior y que se constituyen al mismo tiempo en

índices de la erosión parcial de las modalidades de legitimidad previamente aceptables y

factores activos de reelaboración de la comunidad política. Así, antes que intentar

reconstruir de manera tozuda el verdadero sentido de estos conceptos o intentar dar cuenta

de la totalidad del campo semántico definido alrededor de estos términos, mi énfasis estará

puesto en señalar tres aspectos: los sentidos de la disputa conceptual que tuvo lugar

durante el momento absolutista; el terreno de las problemáticas abiertas por la

interrogación del orden político por parte de los monárquicos y la manera en que la

enunciación de estos conceptos implicó en forma directa la acción de legitimar el orden

hispánico. En primer lugar, revisaré la noción fundamental de “buen orden” incardinada en

el derecho divino de los reyes, el renovado culto a la figura del monarca y el papel

desempeñado por el nuevo sujeto político monárquico. A renglón seguido, señalaré la

importancia de la irrupción del sintagma “opinión pública” en el discurso monárquico para

dar cuenta de las fracturas impensadas de ese “buen orden”. Finalmente, examinaré los

sentidos de “nación”, “libertad” e “igualdad” que se dibujan en estos escritos.

2.1 El rey y sus vasallos: el “buen orden” de la monarquía hispánica

Una vez comenzó la empresa restauradora todos los realistas, sin excepción, proclamaron

la defensa y el retorno del “buen orden”, del “orden antiguo”. Las mismas instrucciones

dadas a Morillo por la corte de Madrid en noviembre de 1814 afirmaban que el primer

objetivo de la pacificación era “restablecer el orden en la Costafirme hasta el Darién” y

“restablecer el orden entre sus vasallos de aquellas provincias” (en Rodríguez Villa 2: 437-

438). El virrey Montalvo, tan solo unos días después de la toma de Cartagena por las

armas reales, anunció a sus habitantes que los “Tribunales, [y] la Administración pública

en todos sus ramos va á ser restablecida al orden antiguo [y] todo tomará su curso

legítimo” (1815). En ciudades como Neiva, por ejemplo, el corregidor Anastasio Ladrón

de Guevara, “a quien el gobierno rebelde depuso de su empleo quando desobedecieron á

las legitimas autoridades, y trastornaron el orden antiguo del gobierno”, se encargaría

ahora del “buen orden y tranquilidad de esa Provincia, para que sus habitantes vuelvan á

gozar la paz que disfrutaban bajo la dominación de su legítimo monarca” (AGI, Santafé

748, s.f.). En un sentido similar, el entonces capitán general de Venezuela, Juan Bautista

Pardo, proclamó en su Instrucción de 1817 que “se halla restablecido el antiguo orden de

gobierno de las provincias de Venezuela”, mientras que el entrante gobernador de Quito,

Juan Ramírez de Orozco, dirá ese mismo año que “todos los habitantes de Quito

cooperarán conmigo al mismo fin, que no es ni jamás será otro, que conservar el orden”.

Finalmente, el alcalde de Simití, en la provincia de Cartagena, Felipe de Alcocer, escribirá

al rey, a finales de agosto de 1819, después del triunfo republicano en Boyacá, para

reafirmar “que este vecindario siempre se ha sostenido y sostiene en el buen orden de

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subordinación” y se mantiene “obediente a Nuestro Católico Monarca con toda la sumisión

y vasallaje que es debido” (AGI, Papeles de Cuba 744, s.f.).

En términos generales, poco importa que este extraordinario consenso alrededor del “buen

orden” con frecuencia opaque sendas disputas en torno al deber ser de este, o que los

monárquicos invoquen realidades que se encontraban por fuera de la historia para reclamar

una continuidad con el orden antiguo que en rigor no podía establecerse debido al carácter

siempre polémico del orden a restaurar. Las expectativas de la restauración del orden

monárquico, como ya vimos, se encontraban afincadas tanto en la recuperación parcial y

selectiva de experiencias ya conocidas en el pasado y en la proyección de un amplio

abanico de futuros posibles. Por ejemplo, Morillo dirá que una vez entró a Santafé, en

mayo de 1816, el “dia y la noche fueron consagrados al restablecimiento de lo perdido”,

“volvió á su antiguo estado el órden civil y político” y “se restablecieron los tribunales y

autoridades determinadas por las leyes”, al tiempo que denunció cómo toda su arquitectura

del “orden antiguo” había sido destruida después por Montalvo, pues “todo cuanto yo dejé

establecido en la Nueva Granada, ha sufrido alteración desde el momento que salí de ella”,

tanto así que el gobierno virreinal parecía ahora más una continuidad del gobierno rebelde

(1821:24-25) (en Rodríguez Villa 3: 472, 618). A su vez, Montalvo, en su relación de

mando, denunció cómo Morillo había usurpado sus facultades y las de la Real Audiencia

para establecer un orden político completamente inédito en la Tierra Firme –cajas reales,

tribunales de cuentas y de justicia, juntas de secuestros y confiscaciones– y afirmó que su

principal derrotero había sido “restablecer las leyes a su ejercicio y el sistema de Gobierno

a su antiguo estado”, pues “este Reino no está para proyectos nuevos”, solo está para que

se “restituya todos sus ramos de administración y gobierno al estado que tenían antes de la

revolución”, pues “proponerse a un tiempo restablecer y reformar, es no hacer cosa de

provecho” (en Colmenares 3: 193-336, 288-289).

En cualquier caso, más allá de estas y otras diferencias notables en torno a la disposición

política y la armazón institucional del buen orden, para los monárquicos era necesario

restablecerlo porque este había sido trastocado, cuando no despedazado, por los

revolucionarios. La sociedad española de ambos mundos, tal y como había sido conocida

hasta ese momento, había sido disuelta por ellos mismos cuando trataron “de desunir los

unos de los otros, de trastornar todo el orden y concierto de la Monarquía” y “todos los

vínculos que formaban su conexión” (Torres y Peña 171). Los republicanos de la Tierra

Firme querían fundar una nueva sociedad y habían establecido una evidente discontinuidad

entre el orden natural y el orden político, volviendo oscuros los principios eternos que

regían la comunidad política y entronizando en su lugar la anarquía y el despotismo. Según

el arzobispo de Santafé, los revolucionarios eran los “principales causantes de la inversión

del orden”, “un corto número de hombres ambiciosos”, “que con promesas lisongeras, é

inventados supuestos, os seduxeron para separaros de la obediencia del Rey, y

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subordinación á las legitimas autoridades que le representaban” (Sacristán 1816: 2). El

buen orden, ese que los revolucionarios habían invertido, era, entonces, el orden de la

monarquía hispánica en la Tierra Firme, un orden armado a partir de un complejo nudo

teológico-político, sacralizado por un patrimonio histórico de tres siglos y que se quería

siempre acorde con las costumbres y los usos de los pueblos americanos.25

Para los realistas, el “buen orden” era un orden natural, dado por Dios y en completa

correspondencia con sus designios. El orden de la sociedad era derivado del orden divino

de la creación y no era ni podía ser el resultado de las acciones humanas. La ley divina, la

ley natural y la ley positiva tenían una relación de identidad, semejanza y dependencia

entre sí. Se trataba de un orden por definición inmutable, eterno y armónico, siempre

asumido como ya existente, y que en cualquier caso debía ser mantenido y respetado como

mandato divino objetivado en los libros de autoridad religiosa –la Biblia y los textos

normativos del derecho canónico–, y garantizado por la tradición jurídica de la nación,

producto de la unión del rey y sus vasallos, “depósito de la sabiduría de todos los siglos”:

las “leyes del Reyno, las leyes sagradas de nuestros mayores, y las que desde el Trono

augusto de las Españas dicta el más benigno y justo de los Monarcas” (Montalvo 1815).

Este buen orden abarcaba todo lo existente asignando a cada una de las cosas una posición

y una finalidad concretas. El gobierno monárquico existía para mantener la correcta

disposición de las cosas, para procurar el orden y orientar hacia este último las acciones de

todos los integrantes del cuerpo político. A su vez, los fines últimos del buen orden eran la

plenitud moral de la humanidad y la salvación de todas las almas. No debe sorprender,

entonces, que sea la religión católica la que ofrezca buena parte de los fundamentos de la

legitimidad de este orden enquistado en las disposiciones de la voluntad divina y que

funcione como su primer y último horizonte. Según dirá el cura Torres y Peña, la

“verdadera religión” “es la que conserva la monarquía católica y asegura el éxito feliz de

sus empresas”, “es la que ha conservado y conserva la Corona a nuestro Augusto

Soberano” y al mismo tiempo “asegura la fidelidad de sus pueblos”, pues “su religión les

enseña que toda potestad legitima viene de Dios, y el que resiste a la potestad, resiste al

orden que Dios tiene establecido. Este orden precioso, es la base de su fidelidad” (168,

169, 173-174).

Se trataba de un orden unitario que, como surgido de la unidad absoluta de Dios, era

sagrado, al igual que sus imágenes primarias y esenciales: la Iglesia, la Corona y el rey. La

unidad era entendida como perfección, como el principio de muchos bienes, contrario a la

división que era asumida como caos. El orden configuraba la unidad del cuerpo político a

partir de la correcta disposición de sus partes y de la reproducción de su estructura en

25

Sobre la noción de orden y sus complejas relaciones con las ideas de ley, de justicia y de moral, véanse:

Maravall (1997), Tau Anzoátegui (1999), Garriga (2004), Garrido (2005), Straka (2005, 2007) Fernández

Sebastián (2014:6), Bellingeri (2010), Calderón y Thibaud (2010), Leal Curiel (2010).

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todos sus diferentes niveles. Según el cura Antonio de León, la ley suprema “ha designado

á todos los Pueblos de la tierra el Gobierno Monárquico, como el único que se deriva de la

divina autoridad, y se asemeja más al simplísimo ser de un Dios, Único y Supremo Rey, y

Señor de todas las cosas criadas, y como él, único sobre todo que puede hacer

humanamente felices a los pueblos manteniendo los derechos de la justicia, de la

tranquilidad, y del buen orden” (4). Según dirá, Coll y Prat en su Pastoral de despedida del

pueblo venezolano firmada en noviembre de 1816: “tenemos un Dios, un Rey, y una

nación; pues nuestras ideas, nuestras empresas y nuestros esfuerzos deben ser unos

mismos, y á la causa común, posponerse todas las particulares” (Gaceta de Caracas

Nº104:27-XI-1816:819). Este orden unitario estaba estructurado por dos principios

fundamentales: la subordinación y la jerarquía. La monarquía hispánica, como encarnación

del “buen orden”, implicaba de manera natural relaciones de mando y obediencia,

relaciones de asimetría y desigualdad públicamente reconocidas, pues, la “subordinación

produce el órden” (Gaceta de Caracas Nº152:1-X-1817:1183). De allí la obligación de

sujetarse a este orden divino y de respetar las autoridades establecidas y la cuidadosa

disposición de rangos y posiciones que lo organizaban. Un gobierno que no conservaba la

subordinación y la jerarquía del orden natural carecía de legitimidad, engendraba violencia

y estaba condenado a devenir en tiranía debido a su arbitrariedad. Por eso los principios de

subordinación y jerarquía eran imaginados como las talanqueras del buen orden, como el

orden en sí mismo. Para los monárquicos, la paz, la prosperidad, la abundancia y toda

clase de bienes sociales eran posibles únicamente por la observancia de estos principios.

Según afirmó, fray Nicolás de Vich, en su discurso de 1818 sobre los capuchinos

ajusticiados por los republicanos:

[La humanidad] no puede ya contener por si misma sus desordenados movimientos;

necesita una fuerza superior que le contenga en el propio orden y en la esfera de sus

deberes. El ignorante necesita del sabio que le instrúya; el débil del fuerte que le

defienda; el pobre del rico que le socorra; y todos de un superior que les gobierne: este

es el único medio para conservar su unión, su paz, su fortuna. El mismo Ser-Supremo

que crió el hombre comprobó esta verdad en la serie de los siglos, eligiendo y

confirmando los superiores y príncipes de que nos hablan los libros sagrados: asi lo

confirma por su Apóstol, mandando á toda alma sujetarse rendida á las sublimes

potestades. Se ha visto siempre en toda republica y sociedad, que destruida la

dependencia de sus potestades legítimas ha sido luego el juguete de las pasiones

viniendo á la desolacion y al último de los estragos (15).

En la medida en que este orden implicaba el respeto de los principios de jerarquía y

subordinación, era un orden justo, pues conservaba el equilibrio social a través de una

concepción distributiva de la justicia que concede “a cada quien lo que le corresponde”,

mantiene a cada uno en su derecho y opera a través de toda una economía de prerrogativas

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y cargas en toda la estructura de la monarquía. Según los diccionarios de la época, el

“orden” consistía en la “colocación que tienen las cosas que están puestas por su serie y en

el lugar que corresponde a cada una”, y también podía entenderse como “concierto y

buena disposición de las cosas” y “relación o respeto de una cosa a la otra” (Rae 1803:

602). El “buen orden”, entonces, tiene que ver con la correcta disposición y relación de las

cosas en el mundo, que para los realistas no era otra cosa que la realización efectiva de la

idea de justicia. Así, el “buen orden” era justo porque se correspondía bien con el orden

social dado. No es casualidad que Pardo proclamara en septiembre de 1817 que en

Venezuela “amaneció ya el día del orden” gracias al imperio del “virtuoso código de sus

leyes” que “desconoce de un todo lo arbitrario y lo injusto”, mientras que el gobernador de

Popayán José Solís, en febrero del mismo año, reivindique el poder de las “leyes de

nuestros sabios, humanos y religiosos códigos”, las cuales, a través de “los medios más

naturales y mejor adaptados á la razón, á la política, á la moral y justicia” se dirigen “á la

conservación del Estado en un perfecto equilibrio y armonía” y a “mantener, en fin, el

orden, la paz, el sociego y la abundancia”. En un sentido similar se expresará el cura

Nicolás Valenzuela y Moya, congratulándose porque la restauración monárquica había

implicado la restauración del “bien de la justicia y el Gobierno, con nuestros antiguos

Jueces y leyes, que en tres siglos nos conservaron los Derechos de la razón y el orden

social” (7).

Precisamente, este argumento sobre los “tres siglos de paz” será fundamental para la

noción de buen orden, pues para los realistas, la misma duración en el tiempo de la

monarquía hispánica demostraba no solo el carácter sagrado de las tradiciones políticas y

las jerarquías sociales, sino cómo su estricta observación había implicado y seguía

implicando toda clase de bienes sociales para la Tierra Firme, en contraposición a los

escasos frutos de las repúblicas: “trahed á la memoria la felicidad de los días de vuestros

Padres. Comparad los días de la rebelión, con los días de la fidelidad; los bienes de los

unos, con los males de los otros, y decidid en favor del sistema en que fuisteis felices, y en

el que todavía lo sereis, si convencidos de vuestra obligación, amais al Soberano”

(Gruesso 17). Los oficiales monárquicos eran los avezados administradores del buen

orden, los conocedores de la “esencia de los pueblos” y los poseedores del arcano y del

misterio del poder real, un saber político inaccesible al resto de mortales y fundamental

para la consecución del bien común, asunto que ratificaba la perfección del gobierno

monárquico, probado en los avatares de la historia y único capaz de solventar la crisis

hispánica, y que al mismo tiempo evidenciaba la inexperiencia, pero aún más, la

incapacidad de los republicanos para bien gobernar: “si la ciencia del gobierno es insegura,

y se esconde al estudio, y á la misma profesión, como que se versa sobre acciones libres

del hombre que ha de ser gobernado, ¿cómo es posible que qualquiera del pueblo tenga

esta capacidad? (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:102). Así, el desconocimiento y la

impugnación de los principios del buen orden solo podía traer caos y desorden: el

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“estúpido Congreso [neogranadino] ignoraba que uno de los elementos principales de la

política es conocer á fondo el carácter, genio, costumbres, educación, y demás

circunstancias de los pueblos, y mas quando estos han nacido de un Gobierno suave, y una

Religión que detesta la perfidia, y revolución” (Valenzuela 6).

La monarquía hispánica, entonces, será presentada como una comunidad política natural y

perfecta, una comunidad de pueblos, reinos y cuerpos unida por vínculos morales,

religiosos, jurídicos, históricos y de sangre, un orden sagrado de subordinación y

jerarquías vertebrado alrededor de la religión católica y la fidelidad al rey. De hecho, el

mismo monarca será imaginado como encarnación y garante del buen orden. De allí que la

defensa de su gobierno se constituya en la defensa de todo orden posible en la Tierra

Firme, en contra del artificio de los republicanos, quienes “atacando la Suprema potestad

de los Reyes, solo tratan de destruir todo el orden social, y moral de los Pueblos para que

vengan á caer en la anarquía, que es el mayor de todos los males”, olvidando que esta

misma potestad monárquica, “és tan conforme á la naturaleza, y conveniente á la razón que

tiene por término a Dios Soberano, Autor y Legislador del Universo” (de León 16-17).

Así, con frecuencia, el monarca será presentado como el centro simbólico del universo

hispánico y el fundamento ordenador de la sociedad. El rey encarnaba el principio de

autoridad porque había sido autorizado por la ley divina: era el vicario de Dios en la

Tierra, su representante en toda la vasta monarquía hispánica: los “reyes son los ungidos

del Señor, y padres universales de los pueblos”. “las potestades supremas de la tierra”, “los

dioses é hijos del Altísimo”, “pues que ellos son los vicarios de la divina y eterna

magestad, é imágenes visibles de su sabiduría y poder” (Ximénez 41).

Para los monárquicos, como puede verse, el principio del derecho divino de los reyes

aparece como un hecho político incontrovertible, sancionado por la ley eterna, el orden

natural y las leyes fundamentales del Reino. En todos los casos, por ejemplo, el derecho de

rebelión por parte de los vasallos será censurado, incluso en los casos de evidente tiranía, y

será considerado como una afrenta irracional a la potestad divina que instituye la

comunidad política. Sin embargo, el origen divino del poder real, producto de tanto

consenso en la medida en que obligaba a la obediencia y honraba a la majestad real, no

ofrecía una interpretación unívoca a los monárquicos, por lo menos en lo que atañe a la

posición de la figura del soberano en el marco de ese orden. Por un lado, en algunas

ocasiones, la soberanía del rey aparece en una situación de completa trascendencia en

relación a la comunidad política. La potestad del monarca se distinguía de toda otra esfera

de poder por su naturaleza y por su origen, ya que no era el efecto de ningún “pacto social”

ni brotaba de la misma comunidad política, sino que se encontraba constituida previa e

independientemente de cualquier pacto y estaba en plena correspondencia con la ley eterna

y la ley natural, las cuales determinaban la naturaleza y los atributos constitutivos del

poder del rey –antes que fijar desde fuera límites a su voluntad–, al tiempo que señalaban

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los fines para los que fue instituido su gobierno: la impartición de justicia entre sus

vasallos. La soberanía real aparece, entonces, como voluntad incondicionada y sin límites

en el ámbito de la comunidad política y como obediencia irrenunciable por parte de sus

vasallos, pues “todas las leyes emanan del Soberano, y faltar a ellas es faltar á su voluntad

expresa, y a su debida obediencia” (Gaceta de Caracas Nº7:15-III-1815:50). Como

afirmaba el obispo de Popayán, se trataba de una potestad sublime, “colocada en el último

puesto”, la “más sobresaliente”, “que tiene una autoridad universal, en la que reside el

poder soberano y la independencia de qualquier otro gobierno”, potestad sublime que “no

viene de los pueblos, sino de la ordenación y disposición de Dios mismo, como regulador

y Señor universal de todas las cosas”. Por eso la supuesta retroversión de la soberanía a los

pueblos de América con motivo de la vacancia real, tan defendida por los republicanos,

solo podía ser una falacia: “nunca se verificará la traslación de la soberanía, pues que esta

no depende del pueblo, ni de los gobiernos”, “esta potestad viene de Dios” y “el que la

resiste se opone al orden, y á la sabia economia” divina (Ximénez 57-71).

Por otro lado, en otras ocasiones, el poder del monarca aparecerá atado con la misma

fuerza tanto al orden divino y natural como al orden superior de las leyes, y será concebido

menos como reflejo directo de la voluntad de Dios y más como producto de la constitución

tradicional de la sociedad, a manera de un pacto entre partes con derechos y obligaciones

mutuas –aunque nunca se ponga en entredicho su origen divino–. La soberanía real, a

pesar del aumento evidente de sus regalías y derechos, se encontraba circunscrita a la

constitución histórica del Reino porque el rey compartía la misma condición humana de

sus vasallos, necesitaba del conjunto de cuerpos que conformaban la monarquía hispánica

para gobernar con acierto y su poder estaba ordenado a servir a la comunidad política.

Según dirá Lagomarsino, toda nación “debe tener un gefe, que le presida para la dirección

de todo asunto; que este jefe sea quien se fuere, no es más que un hombre, que destinado á

obrar en justicia, debe ser sostenido en razón natural obligatoriamente en sus derechos

concedidos y dados baxo de la misma confianza con que como Soberano los recibió”

(Lagomarsino 4, 5). Según dirá el mismo monarca en el decreto que proclamaba su

restauración en el trono hispánico en mayo de 1814, “aborrezco y detesto el despotismo: ni

las luces y cultura de las Naciones de Europa lo sufren ya; ni en España fueron déspotas

jamás sus Reyes, ni sus buenas Leyes y Constitución lo han autorizado”. De allí que

prometiera defender los “derechos y prerogativas de mi soberanía, establecidas por la

Constitución y las leyes en que de largo tiempo la Nacion ha vivido” y convocar a las

Cortes legítimas “conservando el decoro de la dignidad Real y sus derechos, pues los tiene

de suyo, y los que pertenecen á los pueblos, que son igualmente inviolables” (Gaceta de

Madrid Nº70:12-V-1814:519-520). En todo caso, si bien en algunas ocasiones se

reconocía que los poderes del rey surgían de la misma constitución de la comunidad

política –de allí la importancia del juramento monárquico como prueba de consentimiento

de sus vasallos–, esto no significaba que fueran producto de una cesión por parte del

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pueblo porque sus fundamentos se encontraban en la divinidad, no en el consenso social.

La soberanía del rey era la soberanía por antonomasia. La soberanía del pueblo, en

depósito o en pleno ejercicio, era un imposible teórico: “¡Soberanía de los Pueblos! ¡Idolo

engañoso, que derramas sobre la tierra la sangre y el exterminio, el llanto y la

desolación!”. “¡Nuestros Pueblos Soberanos! Entonces adiós quietud, adiós leyes, adiós

seguridad individual. Todo se trastornaría, y todo en un momento representaría la imagen

del cahos, y de la nada primitiva” (Gruesso 16).

En cualquier caso, más allá de estas diferencias conceptuales, las fuentes del periodo

registran una profusión inusitada de imágenes asociadas al monarca, todas dotadas de una

extraordinaria riqueza semántica y vindicadas para reclamar la fidelidad de los americanos

y su retorno a la monarquía hispánica. Fernando VII era recreado como “un Rey Católico,

un Padre de su Pueblo, una columna de la Religión, un Manantial de la Justicia, un genio

tutelar de la virtud y el buen orden, una fuente perenne de los bienes públicos; un

Fernando VII” (Valenzuela 7). De hecho, es posible afirmar que con la restauración

monárquica se evidencia una ampliación progresiva de los atributos del monarca –como

dispensador supremo de justicia, estratega militar, administrador de sus reinos y legislador

sin par, modelador de la grandeza española y agente de la prosperidad de sus vasallos y

mecenas del arte y de los saberes útiles, etc.–, y una creciente sacralización de su poder

como reacción a los límites impuestos a este por las Cortes de Cádiz y de su negación

radical por parte de las repúblicas americanas. El monarca era la encarnación de la

comunidad política toda y proporcionaba coherencia y continuidad a una sociedad

heterogénea y fragmentada en términos geográficos, sociales y raciales. El nombre del rey

fungía, entonces, como una expresión de la fidelidad y del amor “tan particular, tan

unánime, tan universal, tan constante y por todos rumbos tan extraordinario” de sus

pueblos (Bestard 26). No en vano con alguna frecuencia los impresos del gobierno se

encontraban encabezados por fórmulas tales como “Viva el Rey” o “Viva Fernando

Séptimo/Rey de ambas Españas”, recursos de fácil lectura, instituidos como espacios de

memoria y demandas de fidelidad personal e integridad territorial. Asimismo, las imágenes

del rey como padre de la gran familia hispánica y como cabeza del cuerpo político

campean en la publicidad del periodo con el objetivo de naturalizar las relaciones de

subordinación y de indivisibilidad de la autoridad que vinculaban al rey con sus vasallos

de ambos mundos: “sois una gran familia bajo la dirección del Padre común de todas las

Españas, el grande, el alto, el poderoso, el virtuoso y amado de los pueblos y protegido de

Dios el Señor D. Fernando VII” (Rodríguez Carrillo 1819b:1).

Precisamente, esta idea del rey como encarnación misma de la virtud, quizá más que

ninguna otra, se impondrá de manera imperiosa y recurrente en la publicidad del periodo.

Para los monárquicos, la virtud permitía al monarca conservar el poder, cumplir con su

mandato divino, engrandecer la nación y garantizar la obediencia. Fernando VII, como rey

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virtuoso, se presentaba como un modelo a seguir por sus vasallos, pues la virtud verdadera,

como todo en este orden de jerarquías, debía comunicarse verticalmente –y aquí, sin duda,

encontramos ciertos ecos de la importancia de la virtud para el gobierno de la república

consagrada por las revoluciones hispánicas–. Según podemos leer en la Gazeta de Santafé:

“FERNANDO como Astro de primera magnitud, derrama benignas influencias sobre la

vasta extensión de su Monarquía. Conociendo que lo que hace á los Reyes no es tanto la

pompa y la magestad como la grande y suprema virtud, al mismo tiempo que padre, es

modelo y exemplar de sus pueblos” (s.n.:25-VI-1818:10-11). El valor ejemplar de la

virtud del rey, además, no solo era producto de su reinado providencial, sino que se

encontraba templada por los avatares de su propia experiencia en el arte de la política: “no

puede oírse sin lágrimas de ternura el nombre de Fernando, y la historia de sus

ocupaciones y virtudes”, “educado con exemplos con que jamas lo fue Rey alguno:

educado en medio de persecuciones y de un pérfido cautiverio, ha aprendido la ciencia del

mundo, y conocido las debilidades y necesidades del hombre. Así, por estos principios ha

subido al augusto trono de sus mayores” (Gaceta de Caracas Nº15:10-V-1815:125; Nº2:8-

II-1815:16). Las virtudes del monarca, entonces, llevarían a cabo la regeneración moral de

la monarquía hispánica, pues con el retorno del gobierno del rey no solo había retornado el

“buen orden” sino que el bien común, el beneficio público y la verdadera sabiduría habían

recuperado su señorío en la Tierra Firme, pues Fernando VII era un “verdadero filósofo

cristiano”. De allí que los monárquicos proclamen al unísono el primer día de su reinado

como el día de “nuestra regeneración y existencia” verdadera: “sí, es verdad. Llegó el gran

día, no solo de la regeneración política sino también moral y religiosa” (Gazeta de Santafé

Nº52:5-VI-1817:501; Nº8:1-VIII-1816:61) (Valenzuela 7).26

Por supuesto, este “buen orden” no solo se refería al rey, sino que también implicaba

necesariamente a su reino, al conjunto de sus vasallos, “sin excluir del número de vasallos

á los extraviados de aquellas vastas regiones de América”, como sentenciaban las

instrucciones dadas a Morillo para la pacificación de la Tierra Firme (en Rodríguez Villa

2: 437-438). Los continuos requerimientos de las autoridades monárquicas exigiendo a los

vasallos el cumplimiento de sus obligaciones y el cúmulo de representaciones por parte de

estos reclamando por sus privilegios y narrando los pormenores de sus desventuras durante

la crisis monárquica configuran lo que podríamos denominar la retórica del vasallaje

durante el momento absolutista. En estos papeles, la noción de “vasallo” convive con las

de “súbdito” y “vecino”, e incluso, en algunos casos, con los usos antiguos del término

“ciudadano”, que aunque mucho menos frecuente que en las postrimerías de la dominación

hispánica debido a sus usos recientes en clave de soberanía nacional, no desapareció por

completo durante la restauración monárquica. Así, mientras que términos como “vecino” y

“ciudadano” estaban más vinculados a localidades concretas –ciudades, villas y pueblos– y

26

Sobre la figura del monarca español durante el antiguo régimen y la crisis de la monarquía hispánica

véanse: Maravall (1997), Guerra (1998), Lempérière (2013 [2005]), Vanegas (2016a).

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eran con frecuencia más empleados en representaciones dirigidas a las autoridades,

“vasallo”, y en menor medida, “súbdito”, atraviesan toda la documentación del periodo.27

Según podemos leer en el Diccionario de la lengua castellana, el “vasallo” era el “súbdito

de algún soberano o señor”, también era “qualquiera que está rendido, ó reconoce á otro

superior, ó que tiene dependencia de él”. El diccionario también registraba el término en

femenino “vasalla” como “súbdita ó sujeta á algún soberano ó señor” y refiere al “mal

vasallo” como “el demasiadamente libre ó sin sujeción á quien la debía tener” (1803: 875).

Sin duda, a despecho de los esfuerzos realizados por parte de los republicanos para “hacer

odioso el vasallaje” (Gruesso 15), el término, así concebido, gozaba de connotaciones

positivas para los monárquicos. Según podemos leer en una carta que pone en evidencia el

día a día de la batalla semántica, enviada por el comandante militar Remigio Fernández a

José Antonio Páez, en respuesta a sus propuestas para que abandonara las armas del rey y

se uniera a la República, en marzo de 1816:

Somos de contraria opinión. V. detesta al Rey y yo le adoro. Tendré por mucha gloria el

derramar la última gota de sangre en defensa de los derechos del Rey; aquel que

reconocieron mis padres y que V. volverá á reconocer, no dilatará mucho tiempo.

Agráviese V. si quiere, pero esté entendido de que tengo el honor de servir al Soberano,

no por seducción de españoles, sino porque conozco la razón y la justicia; y si V. tiene

por padres á los indios, yo fundo mi gloria en tener por padres á los españoles. Tratar

por menor de los derechos del Rey es un asunto que ni V. ni yo entendemos por

palabra. Solo sé que es mi Rey: que quando no hubo traidores fue esta provincia feliz; y

que si premia generosamente los servicios de los buenos vasallos, también castiga con

rigor los delitos de los malos (Gaceta de Caracas Nº86:24-VII-1816:669-670).

Los vasallos participaban de la comunidad política ejerciendo sus derechos y privilegios y

cumpliendo con sus cargas y obligaciones en completa correspondencia con su posición en

el orden estamental, corporativo y socioracial de la monarquía hispánica. La figura del

vasallo era definida fundamentalmente por su obligación de fidelidad al rey, de respeto por

las leyes de la monarquía y por sus pertenencias corporativas. Esta relación implicaba un

compromiso inquebrantable de carácter personal con el monarca y era formalizado por

medio de la fórmula del juramento de fidelidad al rey, como queda en evidencia, por

ejemplo, en las actas elaboradas con este motivo en Caracas en octubre de 1817 –

juramento al que acudieron vecinos de todas partes de la Tierra Firme, como Buga,

Pamplona, Cumaná y La Guaira–. Allí cada uno de los presentes juró ser un verdadero

vasallo de Fernando VII, “ser fiel al Rey y derramar en caso necesario hasta la última gota

en defensa de la Corona y los Reales Derechos, vivir subordinado a las Leyes y obedecer a

las autoridades puestas por el Soberano” (Cabildo de Caracas, RAH, Sig. 9/7652, leg. 9,

27

Para la politización y los usos de las nociones de “vasallo”, “vecino”, “súbdito” y “ciudadano” durante el

antiguo régimen: Maravall (1997), Herzog (2006), Echeverri (2009, 2011), Ortega (2013).

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e), ff. 152-161). Si bien, en principio, los vasallos de la Tierra Firme eran vasallos del rey,

se perfila también de manera inédita una creciente obligación de fidelidad para con la

nación española y con un conjunto de disposiciones legales y una concepción abstracta de

comunidad política. Los vasallos de la Tierra Firme, por el simple hecho de serlo, tenían la

obligación moral de luchar por la “justa causa” de la nación española en América en la

medida en que esta obligación irrenunciable implicaba la existencia misma del cuerpo

político y la vida en sociedad. Según dirá el arzobispo de Caracas, Narciso Coll y Prat, en

su Memorial de 1818: su resolución había sido “hacerme el amparo de los vasallos de

V.M.; decidirme por el orden; volverle a las cosas en cuanto ha estado de mi parte; en una

palabra mantener el ser de Obispo, sin dejar de ser jamás constante, fiel y leal a la augusta

Persona de V. M., y a toda la gloriosa Nación sobre que el Cielo le ha establecido” (89).

Por supuesto, los vasallos debían conocer sus obligaciones para obedecer en conciencia y

cooperar con el poder monárquico, pues esta obediencia era el cimiento del “buen orden”,

el origen de todos los bienes sociales y el lazo que vinculaba a todos los vasallos del rey

entre sí. Para los realistas, el virtuosismo de la comunidad política descansaba en el hecho

fundamental de que los vasallos cumplieran cabalmente con sus respectivas obligaciones.

Sin embargo, los vasallos de Fernando VII no se constituían únicamente en sujetos de

obediencia, obligaciones y deberes. Si bien la sumisión de aquellos al rey era imaginada

como absoluta e ilimitada, y, como vimos, ni siquiera se encontraba disponible la

posibilidad de limitar su potestad en caso de tiranía –solo podían oponer mansedumbre,

lágrimas y oraciones ante la adversidad que representaba un mal monarca–, los vasallos

del rey no eran ni podían ser concebidos como sujetos sobre los que se ejercía un mero

dominio de hecho. La figura del vasallo se encuentra atravesada por una idea de

obediencia activa y eficaz que se constituye en el resorte fundamental de la política

durante el momento absolutista en la medida en que habilitó diferentes formas de

participación en lo político y de implicación en lo social. Como bien encargó a sus

diocesanos, el obispo Lasso de la Vega en su Pastoral de marzo de 1819: “fidelidad y

reconocimiento á nuestro Rey. No mudo, sino activo y vivo en expresiones repetidas de

obediencia y sumisión y eficaz en las obras” (Gaceta de Caracas Nº249:26-V-1819:1916).

Los vasallos también eran los hacedores del “buen orden”; de hecho, el significado de su

propia existencia como vasallos del rey encontraba sentido en esa implicación. Desde las

armas, el atrio católico, los espacios públicos, los talentos políticos y los saberes útiles,

todos los vasallos del rey debían procurar el bien común y la utilidad pública, el ejercicio

de la virtud, la felicidad general y el adelantamiento de la nación. Como dijo García

Tejada en su momento para justificar su labor editorial en la Gazeta de Santafé: “sé

también que un Editor se pone en expectáculo á la crítica universal, pero nada de esto me

arredra, pues aunque soy persuadido de la escazes de mis luces, también lo estoy de que

todos debemos obedecer, y contribuir con lo que alcanzemos al común probecho” (s.n.:25-

VI-1818: 13).

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De este modo, el sujeto político monárquico modelado y exigido por este “buen orden”

era, un vasallo católico, virtuoso y útil, caracterizado por su fidelidad al rey y por su

devoción por el bien común, y, por supuesto, no menos implicado en el sostenimiento de la

unidad de la monarquía hispánica. El horizonte de acción del vasallo estaba dado, por un

lado, por la obediencia debida al monarca, y por otro, por cierto despliegue de capacidad

política y participación activa en los asuntos de la comunidad política –que aunque no

tiene nada que ver con la noción de libertad política que enarbolarán los republicanos, son

innegables aquí algunos ecos de la figura del ciudadano–. En cualquier caso, como este

“buen orden” no era otra cosa que correcta administración de justicia, y como la “virtud

espera el premio”, estos “buenos vasallos” esperaban como contraparte por su obediencia

no solo el mantenimiento del orden político, sino el reconocimiento de su fidelidad y de su

fama de “Realistas Ilustres, generación heroica, explendor de la Patria, decoro de la virtud,

apoyo del estado, gloria de la Nación, crédito de la humanidad y honra de la Religión”, en

forma de toda clase de premios, gracias y privilegios reales (Valenzuela 3, 4). No en vano,

el peninsular José de Llamas, fundidor de oros de las Reales Cajas de Medellín, solicitaba

al monarca, en nombre de su fidelidad irrestricta y de sus padecimientos sin nombre, la

confirmación de su nuevo empleo, el nombramiento de sus dos hijos en la burocracia

virreinal y que “se digne concedernos alguna señal que nos distinga: medalla, cinta o lo

que V.M. guste” “que manifieste su fidelidad y adicción al Rey” (AGI, Santafé, leg. 749,

s.f.). No en vano la payanesa María Manuela de Ángulo, en medio de un altercado con un

oficial realista, ponía de presente su “constante fidelidad al soberano y servicios hechos en

defensa de su justa causa” y demandaba antes las autoridades locales, además del castigo

del militar, el reconocimiento de todos sus trabajos en nombre del rey y de su “hidalguía, y

el goce de los fueros y derechos que por tal la corresponden” (AGI, Santafé, leg. 631, s.f.).

Al mismo tiempo, para dar cuenta de cómo el “Soberano distribuye los premios, sin

distinguir en sus amados Vasallos al Peninsular del ultramarino, fixando solamente los

ojos en la virtud y verdadero mérito”, la Gazeta de Santafé publicaba las gracias

concedidas al “Leal Vasallo” Antonio Núñez, Cacique de Mamatoco, en la provincia de

Santa Marta, en razón de su “mérito, fidelidad y servicios”: el grado y sueldo de Capitán

en el ejército real, una medalla de oro con el busto del monarca y la Real Orden Americana

de Isabel la Católica, “declarando a su hijo D. Juan José Núñez la sucesión al empleo de

cacique y la misma medalla” (Nº21:31-X-1816:219). La Gaceta de Caracas también

destacaba los “servicios patrióticos en obsequio de la justa causa” y “el esfuerzo varonil

que mostró en la defensa de los derechos del Rey” de María del Carmen Zamorán, vecina

de Puerto Cabello. El monarca no solo concedió cargos oficiales para sus tres hijos, sino

que otorgó a Zamorán una medalla propia para las mujeres, “de oro orleada y coronada

con el real busto, y á su reverso una inscripción que dice: El premio de la fidelidad de las

americanas”. La razón esgrimida por la Real Orden para dicha condecoración resulta

capital para comprender los cambios operados en el orden político con las revoluciones

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hispánicas: “considerando además S.M. lo mucho que importa reanimar y sostener el

espíritu público, distinguiendo a todos los que como la Doña María del Carmen Zamorán

se han decidido tan abiertamente en cooperar á la defensa de los derechos de su legítimo

Soberano, ha tenido á bien concederla la medalla” (Nº266:1-IX-1819:2053-2054). Así, el

“buen orden” implicaba tanto la obediencia de los vasallos como la protección del

monarca, pero también implicaba ahora algo completamente inédito: la elaboración del

espíritu público por parte de las autoridades, la entronización de la opinión pública.

2.2 El nuevo soberano: la opinión pública (monárquica)

Este “buen orden” modelado por los monárquicos pronto será puesto a prueba por los usos

políticos del concepto de opinión pública. En un contexto signado por la tradición unitaria

y jerárquica del orden político, la guerra contra los republicanos y los temores declarados

frente a la división social y la multiplicación del desgobierno, la tarea de las autoridades

monárquicas para apuntalar su dominio político era doblemente compleja: no solo debían

promover entre los vasallos de la Tierra firme un sentimiento de fidelidad al rey y de

pertenencia hacia las “dos Españas” sino que debían contravenir toda la argumentación

republicana. La opinión pública se convertirá en el espacio fundamental para sembrar el

espíritu de conformidad alrededor del proyecto monárquico, vincular las existencias de los

vasallos del rey al destino común de la monarquía hispánica y lograr la “más firme, sólida

y completa reunión de los dos mundos á una sola familia y un mismo interés” (Gaceta de

Madrid Nº136:8-X-1814:2024). La misma fórmula de “fijar la opinión pública”, tan

socorrida por los contemporáneos, expresaba el talante unanimista del discurso realista,

pues “fijar” consistía, entre otras cosas, en “determinar las ideas acerca de un objeto, que

antes no estaban generalmente determinadas o estaban expuestas á la controversia” y

“establecer y quitar la variedad que puede haber en alguna cosa no material, arreglándose á

la opinión que parece más segura” (Rae 1803: 407). Este ideal unitario de la opinión

pública se constituirá en condición necesaria para la construcción de todo orden político

estable. Por ello, fijar la opinión pública aparecerá siempre como la respuesta ante todo

tipo de desafíos: la avanzada de las armas republicanas, el descontento de los pueblos, la

incertidumbre de la guerra. Como afirmaba Jonama, cualquier esfuerzo por restaurar el

orden monárquico en la Tierra Firme debía contar con la “opinion pública, sin la cual no

hay verdadera fuerza”, pues como ya lo había demostrado la experiencia estadounidense,

el éxito de los revolucionarios había radicado en buena medida en haber “hallado en su

apoyo una opinion pública ya formada y uniforme con un largo hábito” (101, 10).28

28

La bibliografía sobre el concepto de opinión pública en el siglo XIX iberoamericano es amplia. Sin

embargo, para una mirada de conjunto, más allá de las fronteras nacionales, resultan fundamentales:

Bushnell (1950), Tovar Pinzón (1996), Guerra y Lempérière (1998), Uribe Urán (2000), Guerra (2002a-c),

Alonso (2004), Fernández y Chassin (2004), Palti (2007), Loaiza (2010), Fernández y Fuentes (2006),

Goldman (2008), Fernández Sebastián (2009), Piccato (2010), Ortega y Chaparro (2012). Para los usos del

concepto por parte de los monárquicos de la Tierra Firme: Straka (2012) Chaparro (2012, 2014).

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No debe sorprender el esfuerzo de la oficialidad por constituirse en el principal portavoz

de la opinión pública, por dirigir su formación y transmisión, por situar sus mandatos en el

único espacio trascedente capaz de vaciar su radical incertidumbre: el lugar de la verdad.

Como bien dirá el capitán general de Venezuela, Salvador Moxó, en su Reglamento

general de policía sancionado en agosto de 1815: el “gobierno debe conocer a sus súbditos

baxo todos los aspectos, acordar los principios de la sana moral con los de la buena

política, é impedir la concurrencia de otros extraños y contrarios, que dividan la opinión y

los intereses”, entre otras, por medio de “aquellas armas que llaman morales”, que obran

“en el entendimiento y el corazón por la persuasión y los beneficios” (Gaceta de Caracas

Nº32:23-VIII-1815:258-259). Para los realistas, resultaba innegable que la “ignorancia de

los acontecimientos políticos ha tenido una gran parte en el extravío de muchos” y que los

republicanos “han visto como uno de los medios principales de conseguir sus proyectos el

de mantener los pueblos en esta ignorancia, falsificando, desfigurando y alterando los

hechos por medio de las gacetas y demás papeles públicos”. De allí que “siendo

igualmente una de las primeras obligaciones del Gobierno proporcionar á sus súbditos

todos quanto sea capaz de ilustrarles en sus deberes, instruirles en la verdad de las cosas, é

imponerles en las órdenes, decretos y disposiciones á que deben dar cumplimiento”, el

régimen restaurador se proponga ahora gobernar la opinión y apueste por persuadir a los

habitantes de la Tierra Firme (Gaceta de Caracas Nº56:17-I-1816:439-440).

En este sentido, la preocupación por “fijar la opinión”, su contenido y sentido, tenderá a

identificarse principalmente con el imperativo de la fidelidad monárquica y con “calmar

los espíritus, conciliar el amor á un REY tan benéfico como el Señor Don FERNANDO

VII, que nos gobierna, y ganar las voluntades de todos” (Indulto 1817). Según afirmó el

obispo de Cartagena, era necesario “reformar la opinión pública cuyo extravío es el origen

de tantos malos, afanándose todos en esta grande obra” (Rodríguez 1819a:9). Sin embargo,

como ya lo advertía un esclarecido escritor durante las primeras repúblicas, fijar la opinión

pública no era una labor nada fácil, por el contrario, resultaba una tarea“demasiado árdua

en un tiempo en que parece que todos tienen por empeño disfrazarse con esta máscara

patriótica” (El Folleto, 7). En la medida en que todos debían cubrir sus propios puntos de

vista con el mágico velo de la opinión pública para poder participar con alguna legitimidad

en la arena política, los esfuerzos por fijar su significado se multiplicarán y sus usos

políticos estarán lejos de ser sistemáticos. En efecto, la “opinión pública” se solapó

durante todo este periodo con términos como “voz pública”, “opinión general”, “espíritu

público”, “opinión de los pueblos”, “opinión del Público” e incluso “voluntad general”, los

cuales, en términos generales, fungieron como sus equivalentes estructurales. Asimismo,

los significados del concepto oscilaron entre concepciones de cuño antiguo, relacionadas

con la fama y la honra, y registros de corte más reciente vinculados con el control del

gobierno y el influjo del público sobre las disposiciones oficiales. De esta manera, en los

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escritos monárquicos, la opinión pública funcionó como un contenedor de múltiples y

variadas experiencias, pues, dependiendo del contexto, podía aludir a situaciones bien

disímiles: la fama pública de un individuo entre la comunidad política; la fiscalización por

parte del público de los asuntos oficiales; la razón y la virtud de los ilustrados –que no la

de los así llamados proyectistas, caracterizados por la extravagancia de sus opiniones–; los

sentimientos compartidos de manera unánime por el conjunto de la sociedad; la expresión

de la tradición y las costumbres heredadas; la conformidad con el orden monárquico y la

voluntad del rey entendida como el deber ser de la comunidad política. No obstante estas

múltiples posibilidades conceptuales, en las fuentes del periodo se perfilan con fuerza dos

acepciones fundamentales: como fuerza imperiosa fundamental para gobernar de manera

legítima y como un espacio de transparencia entre el gobierno del rey y sus vasallos.

Por un lado, la opinión pública aparece como una “fuerza moral” fundamental para

garantizar la existencia misma de la comunidad política. El virrey Montalvo hablará en su

relación de mando de cómo la “balanza de la opinión pública, que era la que entonces

decidía del poder”, había autorizado su gobierno durante el momento absolutista (en

Colmenares 3: 220), mientras que el entonces capitán general de Venezuela, Juan Manuel

Cagigal, con motivo de su entrada triunfal en Caracas en abril de 1815, designará el

sostenimiento de la “buena opinión” como el principal empeño del gobierno del rey y de

sus vasallos: “es concluida la guerra”, “falta solo fixar la opinión alterada, y esta ha de ser

mas bien obra vuestra, contando con mi posibilidad, con mis esfuerzos, con mis propios

sacrificios” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:98). La opinión pública remite, así, a la

capacidad para mantener la unidad del cuerpo político y para relegar las opiniones

contrarias al círculo del error y la falsa filosofía. No en vano para las autoridades

monárquicas el estado firme o espurio de la opinión pública se constituirá en objeto

privilegiado de gobierno y en indicador del grado de cohesión de la comunidad política. La

“perspicacia para conocer la opinión pública” resultaba fundamental en unos pueblos

donde los republicanos se habían enseñoreado para “destruir la opinión pública, adormecer

á los advertidos, seducir á los incautos, y alucinar á los ignorantes” (Gaceta de Caracas

Nº10:5-IV-1815:83-84). El mismo alcalde de Simití en sus informes al rey sobre el “buen

orden” que imperaba en esta ciudad después de la derrota de Barreiro en Boyacá adjuntará

algunos testimonios de ciertos “vecinos de idoneidad y conducta” sobre la “opinión

pública de este vecindario”. Así, mientras que el peninsular Antonio Carballido afirmó que

“a pesar de que ha oído algunas noticias adversas” “contra nuestras tropas reales diciendo

que las habían derrotado los insurgentes con el nombre de jacobinos”, nadie había

“manifestado demostración contraria á la buena opinión”, mientras que el cura vicario Luis

José Serrano sostuvo que “he visto y notado en estos vecinos, mis feligreses, la mayor

sumisión y obediencia al Monarca de España que nos gobierna, rindiéndole sus obsequios

y vasallaje en quanto lo han podido manifestar”, “confirmado con la docilidad con que

oyen y atienden á mis frequentes exhortaciones, que como su pastor les dirijo á efecto de

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que guarden en todo el buen orden”. Precisamente, estos y otros testimonios le permitieron

a Alcocer “acreditar la fidelidad de este vecindario al Rey N. S.” y el “buen concepto en

que se halla” la “opinión de inocencia de este Pueblo” (AGI, Papeles de Cuba 744, s.f.).

Esta concepción de la opinión pública como patrimonio necesario para gobernar con

legitimidad, como “fuerza moral de los estados sin la qual es muy precaria su existencia”

(Gaceta de Caracas Nº5:29-II-1815:34), permitirá deslegitimar la dominación

republicana, pues, según dirán los realistas, durante las primeras repúblicas la opinión

pública con frecuencia se había manifestado en favor del rey. Según la Gazeta de Santafé,

en la correspondencia republicana publicada en sus páginas se evidenciaba la inexistencia

del “espíritu público” republicano y la “opinión general de los pueblos en aquella fecha”,

cuando “en casi todos se mostraba una dócil tendencia y propensión para volver á la

obediencia de nuestro legítimo Soberano, sin que pudiese sofocar estos buenos

sentimientos la presencia ó proximidad de la misma fuerza insurgente” (Nº6:18-VII-

1816:47; Nº3:27-VI-1816:20-21). En este sentido, no es casualidad que Pedro de

Urquinaona publique en 1820 su Relación documentada del origen y progresos del

trastorno de las provincias de Venezuela como una historia sucesiva del “estado de la

opinión pública” con el objetivo de comprobar dos hechos capitales. Primero, “que la

sedición realizada en Caracas á 19 de Abril de 1810 jamás llegó a penetrar el corazón de

los pueblos”, pues en “aquella época estaba decidida la opinión de los venezuelanos por

amar á V. M.”. Segundo, que la caída de la Primera República venezolana no era obra de

Domingo Monteverde, pues “á nadie más que al espíritu público se debió la pacificación

de 1812”; por el contrario, los mandatos de aquel, movidos por un espíritu de venganza,

discordia y terrorismo, fueron “incapaces de sostener este espíritu público” y solo habían

conseguido “extraviar la opinión favorable al gobierno, promover facciones [y] conciliarse

el odio y la abominación” con los resultados ya conocidos por todos: el triunfo de Bolívar

en agosto de 1813 (2, 45).

Sin embargo, tan importante como evidenciar que en el pasado la opinión pública había

estado de manera indisputable del lado del rey, resultaba dar cuenta de la vindicación

entusiasta por parte del público del presente de la restauración monárquica. De allí que los

realistas a menudo privilegien ciertos usos de la opinión pública que apelaban al respaldo

de las mayorías al proyecto monárquico. Si bien el sujeto de la opinión pública seguirá

siendo encarnado fundamentalmente por los hombres ilustrados, aquellos que tenían las

luces necesarias y la instrucción adecuada para hacer uso público de su razón –con

frecuencia se pone de presente que la fidelidad irrestricta de los “hombres principales” era

resultado de la reflexión reposada: “aquí fue cuando aquellos letrados mostrando aquel

grado de sensibilidad que se debe á la ilustración, pensaron en publicar con la mas solemne

autenticidad sus votos de amor, de reconocimiento y de gratitud” (Gaceta de Caracas

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Nº152:01-X-1817:1187)–, no es menos cierto que en múltiples oportunidades la opinión

pública será asimilada a la opinión popular sin más.

Por un lado, la verdadera opinión pública debía ser auscultada en diferentes espacios

públicos para gobernar con acierto, más allá de los círculos oficiales y de los salones de

corte. Según dirá la Gaceta de Caracas, “S.M. anhela saber la opinión pública, y para

conseguirlo por sí mismo, y sin que la mentira y la intriga cambien la realidad de las cosas,

muchas noches en compañía de su augusto hermano entra en los cafés, fondas, y demás

lugares públicos en trage de verdaderos incognitos. Allí lo ve todo: lo oye todo: y se

proporciona de los conocimientos que desea adquirir” (Nº15:10-V-1815:126). Por otro

lado, las opiniones, las aspiraciones y los sentimientos populares serán considerados como

criterio seguro de anuencia y pruebas incontestables del estado de la opinión pública. Por

ejemplo, muchos realistas querrán ver en la amplia participación de las gentes en las

celebraciones monárquicas la expresión de la verdadera opinión pública, de las “pruebas

mas convincentes del entusiasmo y placer con que los Pueblos se apresuraban á manifestar

su regocijo” por el gobierno del rey (Boletín del Exército Expedicionario Nº28:31-V-

1816:s.n.). Según informaba el marqués de Mijares, teniente justicia mayor del pueblo del

Valle, cerca de Caracas, después de dar cuenta de casi una semana de celebraciones

ininterrumpidas por la toma de Cartagena de Indias: “este pueblo ha manifestado á mi ver

un verdadero contento por la buena noticia”, mientras que en los demás pueblos cercanos

“se ha practicado todo y la han recibido con placer y alegría, según me han informado mis

comisionados” (Gaceta de Caracas Nº56:17-I-1816:439). Así, esta opinión pública

popular, leída con frecuencia en términos de un clamor monárquico sin fisuras, se

convertirá en índice y fuente insoslayable de legitimidad, pues permitirá al gobierno real,

una vez derogada la obra constitucional en toda la monarquía hispánica, cubrirse con un

manto de respaldo popular tan inédito como necesario, y de paso, mover a la obediencia a

los sectores más tibios o simplemente indiferentes.

Por otro lado, la opinión pública aparecerá como un espacio de transparencia fundamental

entre el gobierno del rey y sus vasallos. Si bien los periódicos oficiales serán concebidos

como instancias importantes para la elaboración de la conformidad monárquica, es

importante señalar que no se trataba solamente de la publicación de las determinaciones

del gobierno con el objetivo de informar a los vasallos de sus respectivas obligaciones, de

difundir la opinión oficial o de poner en circulación ciertos “monumentos de fidelidad”

para fijar la opinión pública. Para los monárquicos, el régimen restaurador debía estar

sometido al poder de la opinión mediante la publicidad de sus determinaciones y el

eventual escrutinio por parte del público que esta implicaba. La misma exposición pública

pondría límite a eventuales arbitrariedades, pues esta fungía como base de un gobierno

justo y garantizaba la rectitud moral del ejercicio del poder político. Los impresos oficiales

ahora también debían dar cuenta del accionar político de los representantes del rey ante el

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público. Según afirmó el segundo al mando del Ejército expedicionario, Pascual Enrile,

“cuanto el General [Morillo] ordenó y consiguió lo puso en la Gaceta para que el público

se enterase y lo tachase, evitando el secreto que solo guardaba para las operaciones

militares” (en Rodríguez Villa 3: 301). Para Morillo, en la difícil situación de guerra del

momento era “difícil dejarse oír la voz de la verdad y de la imparcialidad”, de allí que

quisiera “evitar aun los menores motivos de fraudes y depredaciones haciendo publicar lo

que cada uno donaba o prestaba” –nótense las trazas inéditas de cierta desconfianza frente

a la oficialidad, formulación impensable durante el antiguo régimen– (1821: 23). Se

trataba de un esfuerzo denodado por construir cierto nivel de consenso mediante el recurso

a la publicidad de ciertos asuntos oficiales, apelando, al mismo tiempo, a la opinión de los

vasallos, sometiendo a su reflexión nuevos campos de acción política, en un

reconocimiento explícito por parte de la Corona de la necesidad de explicar y disuadir

permanentemente al público, de obtener su favor, su adhesión definitiva. Según podemos

leer en la Gaceta de Caracas: la “dignidad del gobierno español y la parsimonia con que

trata de proceder en una materia cuya importancia solo es desconocida á las miras de un

poder tiránico, exigen que examine el asunto –el presunto asesinato de unos “vasallos

fieles” en Lima– hasta llevarlo á un grado de evidencia que justifique sus medidas

suscesivas ante la opinión universal” (Nº278:17-XI-1819:1144).

La opinión pública aparecía, así, como una instancia superior de juicio público, que

permitía la discusión limitada sobre asuntos de interés general y la fiscalización de los

asuntos oficiales. Incluso, en algunas ocasiones, los mismos papeles oficiales perfilarán un

férreo sentido autocrítico completamente inédito en el gobierno monárquico durante el

antiguo régimen. El misterio del poder regio, el arcana imperii, será convertido en un

saber público accesible a todos los vasallos de ambos mundos: “demos las autoridades

exemplo de exactitud en nuestros respectivos deberes; no traspasemos los extensos, pero

precisos límites que nos están señalados; respetemonos mutuamente, y no queramos

construir cada una nuestro imperio en la ruina de las otras”. “Si el superior se exime á su

placer de las leyes, los súbditos toman esta lección, y siempre encuentran pretestos para

eximirse de ellas, para faltar á los mandatos” Gaceta de Caracas Nº7:15-III-1815:50-51).

Con base en este principio de publicidad, los monárquicos a menudo ofrecerán acceso

franco a los archivos oficiales, publicarán sus determinaciones por medio de la imprenta y

prometerán ampliar el horizonte de visibilidad de sus labores. Según dirá Díaz, el régimen

restaurador había dispuesto que todo se diera a la luz “para que tenga la publicidad

debida”, “advertidos de que si alguno dudase de la verdad de algún documento, sea de la

clase que se fuese, puede ocurrir libremente á la secretaría del gobierno en donde se verá el

original y lo examinará”, asunto que si hemos de creer a su propio testimonio, ocurrió con

unos papeles republicanos publicados en la Gaceta de Caracas en noviembre de 1818: “

yo he tenido la delicadeza de invitar al público para que examinase esta verdad, y el placer

de ver á muchos hacer este examen. No han podido negarla; conocían las letras de los

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documentos presentados; comprobaban los originales con los impresos; y la admiración, el

horror, y el aborrecimiento á los malvados, eran el resultado de sus comparaciones”

(Nº197:1-VII-1818:1514; Nº1:1-II-1815:1; Nº208:16-IX-1818:1597). Así, en la voluntad

de publicidad del gobierno real se perfila un profundo sentido justificatorio, una presión

sostenida por dar cuenta de los actos del gobierno, por aclarar ciertas decisiones políticas

tomadas en el fragor de la guerra. Según afirmará García Tejada con respecto a la

publicación de algunas cartas interceptadas a los republicanos cerca del Socorro en mayo

de 1817:

Esta correspondencia interceptada se publica de orden Superior y su publicación debe

producir dos provechosos efectos. 1º hacer ver á los buenos y fieles vasallos amantes de

la tranquilidad y del orden, quan menguadas son las cabezas y miserables los recursos

con que pretenden trastornarlo. 2º justificar de antemano el dulce y suave Gobierno, que

después de tan desecha tormenta, gozamos en el dia, en caso que se vea violentado

contra sus sentimientos humanos, á empuñar la vara del rigor y la severidad (Gazeta de

Santafé Nº48:8-V-1817:461).

La instauración de este principio de visibilidad entre el gobierno real y sus gobernados,

interesado, estratégico, nunca absoluto, como lo había sido durante las primeras repúblicas

y lo será a lo largo de todo el siglo XIX, se constituye en un índice contundente del

profundo grado de politización de los espacios públicos de la Tierra Firme tras la crisis

monárquica, pues se oponía radicalmente al carácter secreto del ejercicio del poder

monárquico imperante durante el antiguo régimen –misterio político denunciado de

manera incansable por las publicaciones republicanas como “uno de los motivos en que

legítimamente se fundó nuestra separación política”, un “bárbaro sistema, que sagazmente

habían adoptado para hacer más eterno nuestro oprobio, y esclavitud, qual era el

ocultarnos quanto pasaba” (Década: Miscelánea de Cartagena Prospecto:29-IX-1814:1)–.

En efecto, en el antiguo régimen, la “opinión pública” no se constituía en un referente

central del discurso político toda vez que los agentes del poder real, como prolongación de

la potestad soberana, eran los únicos autorizados para modelar la felicidad pública y la

prosperidad común. Según sostuvo Joaquín de Finestrad en el Vasallo Instruido, escrito en

1789 con motivo del alzamiento comunero en el Nuevo Reino de Granada:

Al vasallo no le toca examinar la justicia y derechos del Rey, sino venerar u obedecer

ciegamente sus reales disposiciones. Su regia potestad no está en opiniones sino en

tradiciones; como igualmente la de sus Ministros regios… Al vasallo no le es

facultativo pesar ni presentar a examen, aun en caso dudoso, la justicia de los preceptos

del Rey. Debe suponer que todas sus órdenes son justas y de la mayor equidad. Le será

permitida la humilde representación a fin de que mejor informado el Soberano revoque

y modere su real voluntad (185).

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Como bien afirmaba Finestrad, los vasallos del rey contaban, en cualquier caso, con la

posibilidad de escribir representaciones ante las autoridades regias. No obstante, es preciso

recordar que estas eran documentos jurídicos de carácter privado, de allí que no implicaran

necesariamente un espacio de transparencia entre el monarca y sus súbditos –así circularan

en algunos casos por diferentes espacios públicos–, ni mucho menos que la legitimidad del

gobierno resultara de la anuencia del público –la opinión a la que se refiere Finestrad–.

Asimismo, en el caso de los periódicos puestos en circulación antes de la crisis

monárquica, aquello que podríamos denominar de manera amplia como sus “políticas

editoriales”, estuvieron más encaminadas desde la Revolución francesa hacia un ejercicio

más “preventivo” que “afirmativo” de lo público –carácter preventivo que no

desaparecería del todo de la arena política durante el siglo XIX–, y se encuentran más

cercanos al terreno de la información que al de la opinión, pues además de cultivar los

saberes útiles y propender por la fidelidad al rey, debían constituirse en expresiones

acabadas de lo que el Redactor Americano denominó en su prospecto como las “sagradas

leyes de la urbanidad y buena harmonia civil” (Nº1:6-XII-1806:3). De allí que estas

publicaciones no hayan comportado un espacio abierto para el debate político ni para la

fiscalización del poder virreinal, pues se insertan en otras coordenadas de enunciación, no

solo porque el sintagma de opinión pública aún no había sido acuñado –de hecho, el

término comenzaría a circular con relativa frecuencia solo hacia 1808, una vez abierta la

coyuntura de crisis–, sino porque las realidades a las que esta noción aludiría en su

momento no preexisten a su denominación. La opinión pública aún no había emergido ni

como expresión de la voluntad de los pueblos o como manifestación de la verdad o de

consenso, ni como resorte de legitimidad y objeto de gobierno privilegiado por parte de las

autoridades.29

En abierto contraste con lo anterior, durante el momento absolutista, la opinión pública se

convirtió en un espacio indispensable de legitimación del poder monárquico; una voz que

había que escuchar, un tribunal que había que convencer y cuyos fallos había que atender

para gobernar de manera legítima. Así, por ejemplo, cuando Díaz afirmó que la Gaceta de

Caracas se orientaba por la “eterna verdad de que nuestro gobierno no necesita de

mentiras para establecer su opinión”, estaba reconociendo, además de la importancia de la

credibilidad de los papeles oficiales, la imperiosa necesidad del gobierno de establecer su

propia opinión ante el público (Nº289:9-II-1820:2236). La política de publicidad oficial,

más allá de sus intereses inmediatos, permitirá, entonces, la consolidación parcial de una

esfera pública, que aunque dependiente del gobierno, se perfilará capaz de orientar sus

actos y criticar sus mandatos. En este sentido, las elaboraciones políticas de las primeras

repúblicas americanas y del constitucionalismo gaditano habían dejado una huella

indeleble en los diferentes espacios públicos; habían entronizado la opinión pública como

29

Para entender el carácter “preventivo” de las políticas editoriales durante el antiguo régimen, véanse Silva

(1988, 1993, 2003), Rosas (2006). Para el concepto de representación en este periodo Chaparro (2012b).

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instancia incuestionable de legitimidad. Una vez derribadas aquellas autoridades, los

monárquicos no podían obviar el ascenso de esta, la necesidad de tratarla como objeto

privilegiado de gobierno y de edificarla en los pueblos. Los representantes regios debían

sembrar la “buena opinión y confianza” de la monarquía hispánica entre sus gobernados, y

al mismo tiempo dar cuenta del respaldo de esa misma opinión, como si una parte de la

legitimidad del gobierno resultara de la anuencia del público (Gazeta de Santafé Nº1:13-

VI-1816:4-5). Se trataba, entonces, a través de la propagación de la voz de la verdad, de

“satisfacer á nuestro Soberano, y al público” (Gazeta de Santafé Nº29:26-XII-1816:292).

De esta manera, los monárquicos, quizá sin calcular de antemano los efectos para el orden

monárquico, erigirán al público como una instancia de legitimación y consagración

simultánea a la de la Corona, profundizando el proceso de politización de los espacios

públicos de la Tierra Firme. La explicación ofrecida por el ministro de Ultramar, el

novohispano Miguel de Lardizábal, a los vasallos americanos sobre el decreto de

restauración de Fernando VII y la anulación de la Constitución de Cádiz se constituye en

una de sus manifestaciones más notables: “S.M. en no admitirla se ha conformado con la

opinión general que ha conocido por sí mismo en el largo viaje que ha precedido á su

llegada á la Capital” (Gaceta de Caracas Nº2:21-VIII-1814:10). En un sentido similar se

expresó José Santacruz, gobernador de Portobelo, al virrey Sámano en junio de 1819: “este

Gobierno, ganado á balazos, me será una carga incomoda si no acierto á dirigirlo según las

ideas de V.E., y si mi conducta en él, no influye para ganar su opinión, que es el objeto de

mis deseos” (Gazeta de Santafé s.n.:15-VI-1819:382).

Finalmente, no debe sorprender, que el ocaso del gobierno monárquico en la Tierra Firme

comience a explicarse de manera privilegiada por parte de los mismos realistas a partir del

ascenso de la opinión pública republicana y del declive de la “opinión de los pueblos” en

favor del rey. El 12 de septiembre de 1819, un mes después de la entrada de los hombres

de Bolívar en Santafé, Morillo escribió al ministro de guerra español explicando lo

sucedido en la otrora capital virreinal. Para el general ibérico, la suerte de la Nueva

Granada y Venezuela ya estaba resuelta debido a que el numen tutelar de la opinión

pública se encontraba ahora del lado republicano: “Bolívar en un solo día acaba con el

fruto de cinco años de campaña, y en una sola batalla reconquista lo que las tropas del Rey

ganaron en muchos combates, por la disposición, sentimientos y opinión general de los

habitantes”; “ahora no serán suficientes ocho mil hombres para reconquistar lo que hemos

perdido en opinión y en terrenos” (en Rodríguez Villa 4: 49-55). Tan solo un mes después,

Gabriel de Torres y Velasco, gobernador de Cartagena, escribió al Secretario de Estado y

del Despacho Universal en idéntico sentido: “todo el territorio comprendido desde el

Chocó hasta Santafé ha sido otra vez ocupado por los rebeldes y los mismos pueblos han

hecho conocer cuantas desventajas trae el no radicar en ellos la opinión pública, en que

consiste su fuerza moral”. El panorama no resultaba, entonces, muy alentador, pues se

encontraba la “fuerza moral de los pueblos destruida”; solo restaba, como única

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posibilidad, intentar restaurar su imperio: el “único medio de hacer leales es el de hacer ver

a los pueblos que bajo el paternal gobierno de Vuestra Majestad son más felices que bajo

el de los rebeldes” (AGI, Audiencia de Santafé, leg.748, s.f.). Así, el problema del origen

del poder del rey que tanto ocupó a los teóricos del “buen orden” fue eclipsado durante el

momento absolutista por la pregunta sobre las condiciones que cimentaban la legitimidad

de los gobiernos y garantizaban la obediencia; por el problema de la opinión pública como

fuerza política fundamental para gobernar. La opinión pública era ahora más soberana que

el soberano. Y ya nunca dejará de serlo.

2.3 ¿Nación, patria, colonia? El lugar de la Tierra Firme en la monarquía hispánica

El carácter unanimista de la opinión pública modelada por los monárquicos responde a una

exigencia fundamental: la necesidad de escribir una comunidad política propia que

apuntalara la unión de los dos hemisferios españoles en cabeza del rey y al mismo tiempo

se afirmara como un sujeto político único en términos de una identidad de principios y

proyectos compartidos. Así, desde diferentes perspectivas, los realistas reflexionarán sobre

el lugar de la Tierra Firme en el conjunto de la monarquía hispánica y sobre la naturaleza

de este vínculo en el marco del orden político que defendían. “Nación”, “patria” y

“colonia”, términos con una innegable vocación polisémica, se constituyeron en conceptos

fundamentales para pensar las señas de identidad y las complejas relaciones entre las “dos

Españas”. Por supuesto, la pregunta por el tipo de comunidad política que conformaban los

dos hemisferios españoles estuvo servida desde el mismo momento de la Conquista. Sin

embargo, será durante el siglo XVIII, con ocasión del reformismo borbónico, que esta se

tornará especialmente relevante y generará todo tipo de respuestas en ambos lados del

Atlántico. En términos generales, estas elaboraciones políticas iban desde una nítida

distinción entre la España europea, entendida como la nación española, y América,

comprendida como parte fundamental de la monarquía hispánica, pero no como parte de la

nación, hasta una concepción más unitaria y homogénea de la nación española, compuesta

por sus dos pilares, europeo y ultramarino. El liberalismo gaditano se esforzará por

reforzar esta última visión y por hacer coincidir la nación española con la monarquía

hispánica, mientras que los republicanos americanos se escindirán de esta para fundar

nuevas comunidades políticas al margen del proceso peninsular. De este modo, las

reflexiones sobre la naturaleza de la nación española, sobre su misma existencia y sobre

sus formas de expresión, acompañaron toda la crisis de la monarquía hispánica en la Tierra

Firme.30

30

Sobre los usos de los conceptos de “nación”, “patria” y “colonia” durante la crisis de la monarquía

hispánica véanse: Monguió (1978), Vilar (1982), Maravall (1986), Álvarez de Miranda (1992), Garrido

(1993), König (1994), Portillo (2000, 2006), Cañizares-Esguerra (2001), Guerra (2002b), Quijada (2003),

Lempérière (2004), Chiaramonte (2004), Straka (2005),Garriga (2006), Goldman (2008), Fernández

Sebastián (2009, 2014: 8), Elliott (2010), Gutiérrez Ardila (2010), Ortega Martínez (2011, 2012), Villamizar

(2012).

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Durante el momento absolutista, siguiendo los usos establecidos en el pasado, los realistas

emplearon el concepto de “nación” en diferentes sentidos. En primer lugar, para referirse

al lugar de nacimiento: la “descubrieron los portugueses, y señaladamente Juan de Nova,

de la misma nación, el dia de Santa Elena á 21 de mayo de 1502” (Gaceta de Caracas

Nº46:22-XI-1815:363). En segundo lugar, para designar una población caracterizada por

un mismo conjunto de rasgos étnicos o culturales, en especial, para hablar de las

comunidades ibéricas que habitaban las provincias americanas –“nación vasca”, “nación

catalana”–, y de los pueblos indígenas que estaban bajo la tutela del rey y de los “pueblos

gentiles” y “tribus salvajes” que se encontraban por fuera de la mano evangelizadora. Así,

el capuchino Vich en su Elogio fúnebre insertará una “noticia del estado actual” de las

“naciones de indios” que estaban bajo el cuidado de los capuchinos catalanes en Guayana:

“nación de indios Guayanos o Pariagotos”, “nación de indios Caribes”, “nación de indios

Guaycas” (1818: 33). En tercer lugar, “nación” aludía a las poblaciones o territorios que

compartían unas mismas leyes y obedecían un mismo poder político: la “nación británica”,

la “nación inglesa”, la “nación francesa” (en Rodríguez Villa 3: 2, 90, 655).

Asimismo, durante el momento absolutista, los monárquicos hablarán a menudo de la

unidad de los dos hemisferios españoles en términos de “nación española”. En algunas

oportunidades, esta era imaginada como la totalidad de los vasallos de Fernando VII, sin

distinciones de origen y nacimiento. Así, la nación española era el conjunto de “individuos

de esta gran familia destinada por la naturaleza para formar la primera monarquía de la

tierra” (Gaceta de Caracas Nº228:6-I-1819:1750). En otras oportunidades, la nación

española denotaba un conjunto más restringido, las élites blancas de origen español, los

españoles americanos y los españoles peninsulares. Según afirmó el presbítero Mariano de

Talavera en septiembre de 1817 ante las multitudes caraqueñas: “desaparezcan esas

distinciones odiosas de origen: Español y Americano, sean en adelante nombres

sinónimos, nombres de unión y amistad. No haya sino una sola opinión, un solo

sentimiento, una sola familia, pues que todos pertenecemos á la nación del heroísmo, la

gran Nación Española” (7). A veces esta designaba el conjunto plural de los reinos,

provincias, ciudades y pueblos de los dos continentes que conformaban la “gran

Monarquía Española” “en Méjico, en Lima, en este Nuevo Reino y en todas las Indias

Filipinas y en los otros reinos del Imperio de las Españas”, “en la Corte, y en todos los

pueblos y ciudades de España” (Torres y Peña 173). En este sentido, si bien es cierto que

el carácter plural de la monarquía hispánica era a menudo reconocido, no es menos cierto

que siempre se afirmaba la existencia de una única nación española, como queda en

evidencia, por ejemplo, en la Real Cédula de 23 de febrero de 1816 que suprimía el

Ministerio Universal de Indias y que subrayaba la “conveniencia de uniformar el despacho

de los negocios de Indias con el de España como partes integrantes de una misma Nación”

–esta retórica sobre la afirmación de unas mismas leyes y unas mismas instituciones para

toda la monarquía hispánica da cuenta de cómo el anhelo por unificar la legislación de

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ambos hemisferios, fundamental para el experimento gaditano, había sido apropiado

incluso por los realistas de la Tierra Firme– (Gazeta de Santafé Nº29:26-XII-1816:290).

En cualquier caso, nación de vasallos o nación de reinos y provincias, el denominador

fundamental de la nación española era su obediencia al mismo rey y su respeto por las

mismas leyes. Fernando VII y las “leyes fundamentales de Reino” eran la condición de

posibilidad de la comunidad política y la informaban de una identidad constitucional

propia –de allí que la “nación española” se solape sin problema con términos como

“Estado” o “monarquía española”–. Según podemos leer en la Pastoral de Bestard:

“vasallos somos todos de un mismo Rey, de Fernando VII el amado, y Americanos y

Españoles, somos todos individuos de una misma nación. Tantos motivos, que nos impelen

á la unidad, son otras tantas barreras, que es preciso saltar, para que haya entre nosotros

cismas y divisiones” (19). Aunque para definir la nación española el lazo entre el rey y sus

vasallos resultaba esencial, en los documentos del periodo también se esbozan con

frecuencia una serie de señas de identidad características de este común y “acendrado

españolismo” (Sevilla 90). Además de una historia y un porvenir comunes y de un mismo

régimen de historicidad, como ya vimos en el capítulo anterior, los realistas harán de la

religión católica el sustrato nutriente y el elemento constitutivo de la nación española.

Según García Tejada, la “Española Monarquía” era la “nación Católica por excelencia”,

una nación de católicos (Gazeta de Santafé s.n.:25-V-1818:10). Para el cura Torres y Peña:

“sola la religión verdadera, es la que produce y la que causa esta común unión de

voluntades y de afectos” que hacían de las dos Españas una nación (173). Asimismo, con

fuerza creciente, los monárquicos apelarán a una identidad colectiva de carácter político y

cultural cifrada en este concepto de nación y basada en referentes como el origen común,

la lengua, la religión católica, la unidad de las voluntades y de los valores, los usos

establecidos y las costumbres vernáculas de los pueblos. Según afirmó el obispo de

Cartagena a los pueblos de la provincia de Cartagena en agosto de 1819:

¡Ó Españoles, Españoles! ¿en qué pensáis? ¿No contempláis estas cosas? ¿No meditais

esos engaños? ¿No palpais esas tinieblas?... Ahora, ahora es tiempo de remediarlo todo;

la sangre, las leyes, las costumbres, el idioma, las tradiciones, los entretenimientos, la

religión, todo, todo os liga y estrecha con vuestros hermanos de la Peninsula; no

pertenecéis á otra nación, y ninguna os ha dado la existencia natural y civil que gozáis;

de ninguna podréis esperar iguales ventajas (1819a:7).

Esta definición de las “dos Españas” como un sujeto histórico único, un cuerpo político

con forma de nación y una sola sociedad tuvo por lo menos dos consecuencias importantes

en la manera de entender la relación de la Tierra Firme con el resto de la monarquía

hispánica. Por un lado, esta nación española, al tiempo que clamaba por la unión de todos

sus vasallos, distinguía de manera radical entre los fieles vasallos y los infidentes traidores,

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hasta el punto que la fidelidad al rey llegó a constituirse en condición fundamental para

participar de la comunidad política y de la calidad de español entendido como “buen

vasallo”: “tiempo que es ya de que todos manifestemos al mundo que somos españoles, y

que somos dignos de serlo. No incurráis en la grosera contradicción de teneros por leales,

y de no obedecer ciegamente los decretos del Gobierno” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-

1815:107). Por ejemplo, para el gallego Antonio Cayón, capitán de milicias de Santa

Marta, los “deberes de fiel vasallo de V.M. y honrado español” radicaban en sostener la

justa causa de la nación española en la Tierra Firme, mientras que el ya mencionado

Ladrón de Guevara será elogiado por Morillo por “haberse mantenido durante las

convulsiones pasadas con la fidelidad y obediencia al soberano de un buen Español” (AGI,

Santafé 749, s.f.) (AGI, Santafé 748, s.f.). En este sentido, el redactor de la Gaceta de

Caracas será graduado por el gobierno como “pacífico, honrado y fiel español” y “no solo

[como] acrehedor al amor y reconocimiento de todo español digno de este nombre, sino á

que la posteridad lo distinga quando se trate de los servicios que ha prodigado á su

verdadera patria”. Él mismo, en razón de su fidelidad a toda prueba, se definirá como

“español” y criticará la “extravagante claúsula de los independientes de la América

Española; porque es incapaz de en ninguna situación llamar independientes á los vasallos

del Rey, ni de incurrir en la grosera contradicción de decir independientes y españoles”

(Gaceta de Caracas Nº18:31-V-1815:156-159; Nº148:10-IX-1817:1158). En un sentido

equivalente, los indultos concedidos por el régimen restaurador serán considerados como

espacios para “hacer españoles”. Según dirá Morillo, con ocasión del indulto sancionado

en septiembre de 1817 en Venezuela, el objetivo no era otro que abrir una “nueva época”

en toda la Tierra Firme y reunir a todos los vasallos del rey, “estrecharlos por nuevos

vínculos de amor á su Madre Patria”, como ya había pasado en la Nueva España, donde

“aquellos que la suerte había separado de los leales, vuelven al seno de sus familias,

deponen los resentimientos pasados, y ya allí no hay más que españoles” (Gaceta de

Caracas Nº151:24-IX-1817:1180).

Por otro lado, esta afirmación de la nación española implicó la imposibilidad de reconocer

la existencia de otras naciones en su seno: ninguna de las divisiones administrativas de la

monarquía hispánica se constituía en sí misma en una nación, pues estas eran únicamente

reinos o provincias, incapaces para, dado el caso, arrogarse la soberanía del monarca y

reclamar derechos distintos a los del conjunto de la nación, como “sucede en la rebelión de

la Nueva Granada, pues que este pequeño reyno, es solo una mínima parte de la nación,

que no puede ni debe separarse del modo general con que ella piensa estando toda sujeta y

sumisa a su legítimo soberano” (Ximénez 77). Para los realistas, el derecho de rebelión de

los pueblos no existía, pues “no son los particulares los que tienen derecho sobre un pais:

es el Soberano” y afirmar lo contrario no era otra cosa que sancionar como derecho

legítimo la anarquía y la arbitrariedad pues, entonces, “cada provincia, cada pueblo, cada

aldea pretendería gobernarse como soberano” y los “nacidos en la capital de Caracas que

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por él se gobernasen como soberanos, no podrían sin una injusticia atroz impedir que

hiciesen lo mismo los del inmediato pueblo de Petare; resultando el monstruoso conjunto

de tantas soberanías independientes, cuantas ciudades, pueblos, villas y aldeas existiesen”

(Díaz, en Jonama 87-88). Así, los enfrentamientos entre republicanos y realistas no se

constituían en una guerra nacional, pues antes que una guerra entre dos cuerpos políticos

diferentes, como querían verlo muchos, sobre todo a partir de la declaración bolivariana de

la guerra a muerte hecha en Trujillo en junio de 1813, se trataba de una guerra civil entre

hermanos, hijos todos de un mismo rey-padre. Según la circular de Lardizábal de mayo de

1814, para remediar esta situación “S.M. conocida la verdad, se colocará en medio de sus

hijos de Europa y de América, y hará cesar la discordia, que nunca se hubiera verificado

entre hermanos sin la ausencia y cautiverio del Padre” (Gaceta de Caracas Nº2:21-VIII-

1814:1). No en vano el regente Heredia dirá en sus Memorias sobre los enfrentamientos

entre Caracas y Coro con motivo del reconocimiento del Consejo de Regencia: “ya

principiaba la guerra, y guerra civil”, “guerra civil entre hermanos” (13, 59).

Además de señalar la inexistencia de cualquier derecho de soberanía nacional, con el

objetivo de defender la superioridad moral de la idea de nación española, los realistas se

empeñarán en poner sobre la mesa la incapacidad de los habitantes de la Tierra Firme para

autogobernarse de manera independiente, pues como afirmaba un manifiesto rioplatense

que circuló en la Gaceta de Caracas: “¿Qué juicio formará la Europa de unos países

sublevados, que en siete años no han acertado á forjarse bien o mal una constitución?

Parece que mis paisanos han querido sancionar con su egemplo aquel axioma europeo tan

contradecido por los criollos: „que las Américas españolas no han llegado al estado de

virilidad y madurez política que fuera precisa para emanciparse ó sustraerse de la tutela de

un gobierno paternal‟” (Nº235:17-II-1819:1800). A su vez, los realistas afirmarán la

misma identidad española para ambos hemisferios de la monarquía hispánica y la

inexistencia de características objetivas diferentes entre los españoles de ambos mundos:

los neogranadinos y los venezolanos no eran ni podían ser esencialmente diferentes de los

castellanos y los andaluces. De allí que en una de sus pastorales el obispo de Cartagena

llame a “todos los habitantes de la Nueva Granada” como “españoles del Reino”

(Rodríguez Carrillo 1819b: 1), mientras que el intendente del Ejército expedicionario,

nacido en Santo Domingo, José Domingo Duarte, en su proclama a los Americanos del

Nuevo Reino de Granada, antes de comenzar el bloqueo de Cartagena en julio de 1815, se

permita escribir:

Sois españoles, y una concurrencia desgraciada de acontecimientos, os ha presentado al

mundo, observador de vuestra conducta, como degenerados de esta apreciable qualidad,

que miran con entusiasmo y admiración las naciones cultas de la Europa… Es una

quimera de la ambición, y una blasfemia del orgullo, querer convertir de repente en

enemigos y ribales unos pueblos que tienen un mismo origen, una misma religión, unas

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mismas leyes y un mismo idioma; haced alarde de ser españoles, que pueblos de mas

poder y población que el vuestro, desean serlo; y tal vez envidian la suerte que reusais.

No tenéis mas derecho á los terrenos y distritos que ocupáis, que el que habéis heredado

de vuestros padres, aquellos ilustres españoles que hicieron tantos y tan señalados

sacrificios, para agregar estos paises á la corona de Castilla, y radicar sus generaciones

en ellos. Sois herederos de sus virtudes y servicios, y poseedores de los beneficios que

os han proporcionado… Vosotros habéis nacido lo mismo que yo en América, no por

elección vuestra: procedéis de generaciones españolas, sin haber escogido padres:

apreciad estos dones como venidos del cielo…

No debe sorprender, entonces, que los realistas se esfuercen, al mismo tiempo, por

resemantizar el término patria, estandarte del que se habían apropiado los republicanos

para llevar a cabo sus designios. El “gobierno insurgente, llamado abusivamente de la

Patria”, estampó Pardo en su Instrucción (1817:10). El mismo Duarte dirá a los

neogranadinos: “no, amados compatriotas; no oigáis mas á los infames seductores que os

han alucinado, confundiendo el esencial constitutivo de esta voz Patria, que no es el

terreno en que nacemos, y sí aquel hasta donde llega el imperio de las leyes y el poder del

Soberano que hemos jurado y han jurado nuestros mayores”. En efecto, los realistas

tratarán de hacer coincidir la patria con el conjunto de la nación española, de entenderla al

mismo tiempo como una noción de pertenencia suprema y como un patrimonio de valores

comunes a las dos partes de la monarquía hispánica. No es raro encontrar en los

documentos del periodo definiciones como esta: soy “Americano español, y no menos

amante de la América donde nací que de la España, á la que me glorio de pertenecer, [y]

tomo la pluma en obsequio de entrambas” (Gaceta de Caracas Nº233:10-II-1819:1788).

Se trataba de volcar sobre esta noción de patria española todo el contenido emotivo que los

republicanos habían vertido en su momento sobre sus propias patrias. En cierto sentido, se

trataba de desterritorializar la patria –pues los particularismos locales impedían la primacía

del “bien común”–, y de circunscribirla a un ámbito más amplio, manteniendo la fidelidad

al rey y a la misma nación como la premisa de su articulación. Según dirá Lagomarsino,

autoproclamado como “un individuo comerciante lleno de patriotismo, y deseoso de la

felicidad de todo pueblo Americano”: “por Patria á mi parecer, y de todo hombre de

mediano discurso debemos entender nuestro Soberano, sus Magistrados, los Ministros del

Altar, nuestros Padres, nuestros Parientes, nuestros Sirvientes, nuestros Amigos, y quantos

habitan el Pays o Lugar que llamamos Patria, los quales todos cada uno en la parte que les

cupo, según circunstancias, Estado, Condición, Oficio, y relaciones han procurado

contribuir en lo posible con recta intención en nuestro bien” (7). El amor a la patria así

entendida, el “verdadero patriotismo”, esta constante disposición a trabajar por el bien de

la patria y de los compatriotas, no podía sino oponerse al espíritu de independencia. Según

el comerciante guayaquileño:

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La independencia encubre en sí una pasión antipática, y el patriotismo descubre á

primera vista un afecto simpático: aquella encierra un vicio, y este patentiza una virtud;

aquella profesa Egoismo, y misantropía, y este respira hermandad, y filantropía; y por

tanto una y otro manifiestan una indistinguible tendencia natural á la oposición, á la

lucha y al contraste, ó sea á una continua guerra entre ambos, incapaces de gobierno

duradero. No se necesita de mucha filosofía para entenderlo así (Lagomarsino 1).

En todo caso, la patria seguirá remitiendo por mucho tiempo más a un complejo juego de

círculos concéntricos referidos al lugar de nacimiento, entendido este de manera elástica

como pueblo, ciudad, provincia, reino, América y toda la monarquía hispánica en su

conjunto. Para algunos realistas, el sentimiento de “patria chica”, cuando se encontraba

enmarcado en el amor a la patria común española era legítimo, funcionaba como motor

para el adelantamiento general y la felicidad pública, e incluso llamaba a fortalecer aún

más el vínculo de vasallaje con el monarca, pues como bien explicaba el obispo de

Cartagena en una de sus pastorales: la “patria del hombre, como hombre es el universo: del

Español, Americano ó Europeo, todos los Reinos, Provincias, Islas, Ciudades y Pueblos

del Rey de España, y como hombre particular es decir como Pedro, como Juan, como

Antonio, es Santafé, ó Caracas, ó Cartagena, ó Madrid, ó Sevilla, ó Lima, ó México, donde

hubiere nacido” (1819b: 17). Aunque de vez en cuando se deslicen términos como el

“gobierno de la patria”, la “patria” o “patriotas” para hablar del gobierno insurgente o para

describir a los republicanos, los realistas buscarán presentarlos a menudo como “enemigos

de la patria” cuyos únicos resortes eran las pasiones más bajas y los intereses particulares.

Según podemos leer en una Proclama á los habitantes de Apure y Arauca: la “patria

querida que [los republicanos] han llenado de luto y desolación ha prestado su nombre

para tanto sacrilegio”. “No es la defensa de la patria su objeto; ella era muy feliz sin su

feroz auxilio, y quieren solo dominar, destruiros y adornarse de nombres orgullosos que no

merecen” (Morillo 1819). Así, los americanos debían tener siempre presente que patria

española y nación española eran términos intercambiables, como bien lo hacía entender

una circular de Morillo fechada en agosto de 1818:

Generalmente se abusa de la palabra Patriota para designar los hombres afectos al

sistema revolucionario, que prolongan la injusta y desastrosa guerra de estos países.

Cuando llegó á ellos el Ejército expedicionario, se prohibió en Cumaná por la orden

general del Ejército, semejante denominación; y sin embargo, la fuerza de la costumbre

ha arrastrado casi siempre á señalar los facciosos con un adjetivo, cuyo sentido califica

las virtudes que ellos desconocen. Los verdaderos patriotas son los fieles y leales

vasallos del Rey nuestro señor, amantes de su Patria, del Gobierno y de las Leyes, que

respetan y obedecen como propias á formar la felicidad de su país, de cuyos bienes

gozaron bajo su dulce Imperio. Los que separados de estos principios han fomentado la

discordia, la guerra civil, asolado estos países y llenado de luto las familias haciendo un

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vasto cementerio del fértil suelo que los vio nacer, no son ni pueden ser patriotas, ni

este sagrado nombre debe envilecerse, apropiándolo injustamente. El Rey y la Patria es

la, divisa de los buenos españoles de ambos mundos, y la que les recuerda sus

obligaciones y la heroica nación á que pertenecen. En lo sucesivo se prohibe

absolutamente llamar á los desleales por semejante nombre, y se usará de los que

únicamente los dan á conocer en su verdadera clase, cuales son insurgentes, rebeldes,

facciosos ú otros semejantes (Gaceta de Caracas Nº209:23-IX-1818:1608-1609).

Sin embargo, reivindicar de manera entusiasta la pertenencia a las “dos Españas” no

implicaba aceptar una relación de “sujeción colonial” basada en la subordinación directa

de América a los intereses económicos metropolitanos como fuente de recursos naturales y

materias primas y como meros mercados de consumo de productos peninsulares –

“sujeción colonial” que se expresaba, para sus más fervientes críticos, en términos de

monopolios y prohibiciones en los ramos de comercio, agricultura, industria y educación–.

Salvo la excepción notable de la obra de Jonama que comprendía las provincias

americanas en términos de “colonias españolas de carácter mixto”, establecidas en función

de la prosperidad y el poderío de la metrópoli y donde la “población originaria de España”

convivía con los indígenas vencidos y con los africanos esclavizados y conformaban

“muchos pueblos reunidos” (1-3, 123), en términos generales, los realistas esgrimirán su

identidad española para afirmar la igualdad de derechos entre los españoles de ambos

mundos y para esto resultaba fundamental controvertir el estatuto “colonial” de América y

la afirmación de sus plenas facultades políticas. Todavía resonaban con fuerza en la Tierra

Firme las declaraciones de la Junta Suprema hechas con motivo de la convocatoria a los

americanos para conformar la “representación nacional” en enero de 1809: los “vastos y

preciosos dominios que la España posee en las Indias no son propiamente colonias o

factorías como los de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía

española” (en Almarza y Martínez Garnica 2008: 51-52), así como también resonaban aún

las denuncias republicanas sobre la “degradante servidumbre en que siempre ha existido

[la América] baxo el sistema colonial, o más bien baxo los principios de oprimir que

poseía la España en tan alto grado”, “males de todo género, que nacían como de su fuente

del venal ministerio y corrompida Corte de Madrid”, “haciendo girar el sistema de su

política colonial sobre estos dos exes principales, el terrorismo y la ignorancia” (El

Mensagero de Cartagena de Indias Nº6:18-III-1814:31; Nº33:12-VIII-1814:141).

De este modo, los realistas evitarán usar los términos “colonia” y “colonial” para describir

las relaciones entre los dos hemisferios españoles y se esforzarán por vaciar de contenido

los usos altamente politizados puestos en circulación durante los interregnos republicanos.

Por ejemplo, según dirá García Tejada, los revolucionarios “recargan todo el defecto

contra el benefico Gobierno Español, pronuncian enfáticamente las voces de sistema

Colonial; ponderan trabas é impedimentos que no existieron jamás” y acusan “de dura una

legislación que bien meditada solo propende á la felicidad de nuestros pueblos”. Para

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subrayar su argumento, el santafereño citará algunos textos del “bien conocido en este

Reyno”, el famoso revolucionario y reputado como enemigo del “sistema colonial”, Pedro

Fermín de Vargas, que afirmaban, además del tenaz desconocimiento de la legislación

española, sus méritos en la promoción de la minería, la industria y la agricultura (Gazeta

de Santafé Nº10:15-VIII-1816:85). Por su parte, la Gaceta de Caracas, después de enlistar

las virtudes del gobierno del rey en América y de afirmar la igualdad entre los españoles

de ambos mundos preguntará a sus lectores: “¿Qué otra metrópoli trató así á sus colonias?

Pues desde otras metrópolis han salido y salen todavía los gritos incendiarios contra la

tiranía del gobierno español con los americanos; y los míseros americanos han aprendido

su lenguage, y decorado todas sus frases? ¿Hasta cuando ciegos mis paisanos amarán la

vanidad y la mentira?” (Nº239:17-III-1819:1837-1838). Morillo será uno de los principales

portavoces de este discurso que sostenía que las relaciones entre América y la Península no

eran de mera exterioridad política, guiadas por el mercantilismo y la explotación

económica y legitimadas únicamente por el derecho de conquista y por la fuerza. Las

provincias de la Tierra Firme participaban plenamente de la comunalidad de la nación

española, eran objeto de gobierno antes que de administración, y estaban cobijadas con

igual fuerza por las leyes fundamentales de la monarquía hispánica. Según podemos leer

en su conocida proclama de despedida a los Habitantes de la Nueva Granada en

noviembre de 1816:

Muchos de vosotros han estado en las colonias extrangeras, decid, ¿dónde habeis visto

refinar el azúcar, ni manufacturar el algodon? ¿Dónde se permite manufacturar ninguna

produccion del país? Todo ha de ir á la metrópoli. Preguntadles, ¿cuántos ministros,

generales y magistrados se encuentran en la metrópoli que hayan nacido en las

colonias? ¿Qué universidades y colegios hay en ellas? ¿Qué sucederia á vuestras

provincias si el algodon se obligase á llevar á España, vuestro azúcar, vuestros cueros, y

tuvieseis que recibir las telas y los zapatos de la Península? ¿Qué nombre dariais

entonces al gobierno español? ¿Qué seria de las provincias del Socorro y Quito? Pues á

estas naciones extrangeras se refieren vuestros revoltosos mandatarios, contándoos mil

cuentos y patrañas sobre sus colonias: intentando por último entregaros con las manos

atadas á una potencia extrangera que forma su dominio sobre las virtudes y no sobre el

crímen como aquellos. Vosotros no sois colonos, no estais gobernados como colonias,

sois en un todo iguales á los españoles de Europa, y el supremo Consejo de Indias es

inexorable regulador en este artículo (1816a).

En algunas pocas ocasiones los monárquicos harán uso del término “colonia”,

despojándolo de su carga semántica negativa, para referirse a la Tierra Firme en el sentido

clásico de asentamientos ultramarinos y como sinónimo de “reino” o de conjunto de

provincias –el término también será utilizado en otros contextos para referir sin más las

posesiones británicas, holandesas y francesas en el Caribe–. Según exhortó Valenzuela a

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su audiencia en Neiva en septiembre de 1816: “¡O afortunada Colonia! Ya volvisteis al

ilustre seno de aquella generosa Madre: que quizá no mereceis, aquella España

esclarecida”, “¡O Colonos felizes! Ya volvisteis como el prodigo á la casa de vuestro

augusto Padre, de vuestro Rey el mejor de las Soberanos” (37, 38). Asimismo, el término

“dominios” será aplicado para designar a todas las provincias de la monarquía hispánica,

no únicamente para aludir a América: los “dominios españoles de Europa” y los “de

España ultramarinos” (Gaceta de Caracas Nº296:29-III-1820:2293). Así, durante el

momento absolutista, la nación española se afirmó como la noción de pertenencia suprema

para los vasallos del rey, coincidió con la idea de una patria común española y negó la

asimetría entre los dos hemisferios o cualquier tipo de relación “colonial” entre la

Península y América. En cualquier caso, los usos de estos términos referidos a la

comunidad política así imaginada siempre implicarán subrayar el nexo indisoluble del rey

con sus vasallos y de América con el conjunto de la monarquía hispánica. Más allá del

debate semántico, para los realistas, la única opción disponible para los habitantes de la

Tierra Firme era seguir siendo españoles, pues como afirmó el gobernador de Girón,

Valentín Capmani, en enero de 1816, ante la entrada inminente del Ejército

expedicionario: “siendo españoles, gironeses, fueron felices vuestros padres: vosotros

mismos los fuiste; y lo seriais aun si no hubieseis corrido como insensatos tras la sombra

fugaz de una libertad ruinosa, cuya idea aun no ha podido entrar en vuestras cabezas, y

cuya posesión en el sentido que le dais, está muy lejos de vuestros derechos”.

2.4 La “antigua libertad” y las contradicciones del libertinaje

La libertad de los republicanos, esa “libertad ruinosa” invocada por el gobernador de

Girón, tan ajena a los vasallos del rey y tan contraria a sus derechos, será confrontada por

los monárquicos con la “antigua libertad”, la “verdadera libertad”. No es del todo exacto

asumir que los realistas eran “enemigos de la libertad”, como habían consagrado los

republicanos al autoproclamarse como “verdaderos Patriotas y amadores de la libertad” y

hacer de la suya la “causa de la libertad”, en contra de la “iniqua facción de los adictos al

sistema Colonial” (Gazeta Ministerial de Cundinamarca Nº205:19-I-1815:1005; Nº10:2-

XI-1815:41). Los realistas no rechazarán la libertad en general; tan solo impugnarán los

nuevos sentidos y afirmarán sus propias convicciones al respecto. La reivindicación de la

“verdadera libertad” y de su perfecta compaginación con el gobierno de la monarquía

hispánica será una constante durante el momento absolutista. Así, el retorno del gobierno

del rey a la Tierra Firme será comprendido como la restauración de la “antigua libertad”:

“recobrando estos pueblos su verdadera libertad y derechos que habían perdido en la

penosa esclavitud pasada” (de León 1817: s.p.). No pocas veces los realistas se

proclamarán como portavoces de la “verdadera libertad” y se verán a sí mismos como

“libertadores”. El general Sebastián de la Calzada, con motivo de su entrada en Santafé en

mayo de 1816, invocará la protección de la Virgen de Chiquinquirá para “nuestros

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soldados libertadores”, mientras que Sevilla contará cómo la entrada de los mismos

ejércitos en Guayana en abril de 1817 había significado un “día de inmenso júbilo”: “sus

fieles habitantes nos tomaron por libertadores y todo se volvió gritos patrióticos y

manifestaciones de alegría” (Gaceta de Caracas Nº88:7-VIII-1816:687-688) (Sevilla 167-

168).

Sin duda, “libertad” será uno de los conceptos fundamentales más socorridos por los

monárquicos.31

A menudo la libertad aparece cargada de connotaciones positivas cuando

se encuentra vinculada con la monarquía, mientras que la negatividad política será

reservada para las repúblicas. Entre los usos más generalizados del concepto se encuentran

aquellos referidos a la libertad como opuesta a la servidumbre absoluta y que en la Tierra

Firme distinguía a los hombres y mujeres libres de los esclavizados de origen africano.

Según dirá el regente Heredia en sus Memorias sobre la democratización del término entre

los esclavos venezolanos gracias a los esfuerzos de los monárquicos: “hasta Miranda se

asombró de oir entre estas gentes la voz de libertad, que tan halagüeña es para unos y tan

temible para otros” (71-72). La libertad también se entenderá como “libertad nacional”,

como la no sujeción a un dominio extranjero. Así, será utilizado para describir la “Guerra

Nacional contra la Francia” y se asociará con la defensa de la patria y la religión y con la

“obligación que tiene el Pueblo de concurrir con todos los auxilios del verdadero

Patriotismo á favor de la Madre España” (Valenzuela 37). En un sentido similar, los

realistas hablarán de los territorios ganados a las repúblicas como “todos los puntos que se

hallan en libertad” y animarán a sus ejércitos para seguir “dando la libertad” a todos los

pueblos de la nación española: “mirad ahora á vuestros compañeros, los soldados que me

han seguido, el contento que les asiste por haber libertado su patria de traidores y asesinos”

(Boletín del Exército Expedicionario Nº28:31-V-1816:s.n.) (en Rodríguez Villa 3: 51-52).

En otro contexto, los realistas pondrán sobre la mesa el tema de la “libertad absoluta de

industria” –salvo en el ramo del tabaco– para contrarrestar los esfuerzos de los enemigos

del rey que llamaban “opresivo un gobierno lleno de libertad en la industria y muy distinto

del de su república”, y también hablarán de la “libertad de comercio” para intentar

conciliar la “mayor prosperidad de las colonias con los justos derechos de las metrópolis”

(Gaceta de Caracas Nº289:9-II-1820:2235) (Jonama 72). Finalmente, los monárquicos

con frecuencia usarán el término “libertad” en solitario o el “sistema de la libertad” como

una metonimia de las primeras repúblicas, de su sistema de gobierno y de su historia, con

el objetivo de señalar sus terribles consecuencias sobre la Tierra Firme, como “quando la

Libertad paseaba libremente sus Estandartes desde Venezuela, hasta una Provincia

poderosa de el Eqüador” (Gruesso 12).

31

Sobre el concepto de libertad durante la crisis de la monarquía hispánica véanse los siguientes trabajos

fundamentales: Álvarez de Miranda (1992), Rivera García (2004), Straka (2005, 2007), Fernández y Fuentes

(2006), Fernández Sebastián (2014:5), Blanco (2010), Chacón Delgado (2011), López Alós (2011).

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La libertad también será entendida por los realistas, siguiendo los usos antiguos, como el

reconocimiento de las exenciones, los privilegios y los fueros otorgados por la Corona a

los vasallos, las corporaciones y los pueblos. En este sentido, la libertad, sobre todo

cuando es usada en plural, aparece como consideración social, como respeto y ejercicio de

la dignitas de cada cual y como administración eficaz de justicia y continuidad de las

tradiciones. Según afirmó Torres y Peña, refiriéndose al levantamiento comunero del

Socorro, las medidas del fiscal Gutiérrez de Piñeres habían violado la “constitución no

escrita” de la monarquía y “desde el año de 1781 se había visto un ensayo de lo que

influye en la opinión de los pueblos el deseo de conservar sus libertades ilesas de toda

opresión injusta” (66). De este modo, vivir con libertad significaba vivir bajo un gobierno

capaz de asegurar el complejo equilibrio interno de las fuerzas políticas y las posiciones

sociales. Para los monárquicos, el gobierno del rey aseguraba la “libertad natural”

entendida como la libertad personal de todos los vasallos para disponer de sus personas, de

sus acciones y de sus bienes y de contar con su “seguridad individual” conforme a las

leyes que estatuían los fueros propios de los integrantes de la asociación política (Coll y

Prat 247). Esta libertad personal no era anterior ni a la sociedad ni al poder político, sino

que estaba inserta en la disposición del orden político salvaguardado por las leyes

fundamentales.

Además de esta idea fundamental del conjunto de las “libertades civiles” posibles gracias

al gobierno del rey, será la noción de libre albedrío la que de manera fundamental

delimitará el alcance y condicionará los usos de concepto de libertad en las fuentes del

periodo. Para los realistas, la libertad se constituía en expresión diáfana del libre albedrío,

de la “facultad natural” para evitar el pecado y “que tiene cada uno para hacer, o decir lo

que quisiere; menos lo que está prohibido, ó por fuerza, ó por derecho” (Rae 1791:529). La

libertad entendida como libre albedrío no era un principio moral, era una condición

connatural a la humanidad para optar por el bien o por el mal, para obedecer o desobedecer

los dictados de la ley natural. En principio, hombres y mujeres se encontrarían facultados

para guiar su conducta por los preceptos de la ley natural, pues estos fueron inscritos por

Dios en sus corazones y obligaban en conciencia a toda la humanidad. La libertad

consistía, entonces, en el ejercicio del libre albedrío como emanación de la voluntad

divina. Dios había conferido a la humanidad la razón para conocer el bien, la conciencia

para amarlo y la libertad para elegirlo. Desde esta perspectiva, la libertad no era tanto una

facultad de hacer cualquier cosa sino el deber de todo buen cristiano de obedecer los

designios de la Providencia y querer obrar el bien por elección –de allí que para los

monárquicos resulte impensable la idea de autonomía moral y de autolimitación

individual, pues tras la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, la humanidad caída

necesitaba guía espiritual y tutelaje político–. Según dirá el obispo de Popayán, el ejercicio

del libre albedrío no consistía, por ejemplo, en elegir libremente entre la monarquía y la

república, “pues si lo fuese podríamos abrazar de los extremos opuestos con seguridad de

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conciencia el que quisiésemos, lo que es falso” (57), sino en vivir conforme a la razón y la

verdad, en armonía con los preceptos de la ley suprema: “el que los pueblos se deban

conservar en la sumisión y obediencia del rey nuestro señor, no es una opinión política, es,

sí, una verdad indubitable apoyada en la razón, y mucho más en las sagradas escrituras”

(55).

La libertad de los realistas era, entonces, una libertad dependiente de los dictados de las

leyes –divinas, naturales y humanas– y que no establecía una moral autónoma frente al

sentido trascendente de la existencia humana: el horizonte del juicio final y de la salvación

eterna. Así, la “verdadera libertad” no podía ser una libertad absoluta, pues esta no

consistía en realizar la voluntad humana sin cortapisas, sino más bien, como afirmó en su

momento Cagigal, la “verdadera libertad del hombre en la sociedad consiste en ser

gobernado y protegido por leyes justas bien administradas” (Gaceta de Caracas Nº12:19-

IV-1815:101). Esta libertad, consolidada por los siglos, no entraba en contradicción alguna

con la obediencia al monarca y la sujeción a las leyes –siempre imaginadas como justas,

como conformes a la ley suprema–, por el contrario, las suponía de manera fundamental.

Esta teoría de la libertad como obediencia subordinaba la libertad personal a la libertad

común basada en las leyes fundamentales del Reino y salvaguardada por un gobierno

legítimo, instituido legalmente y validado por la historia. La libertad se encontraba,

entonces, supeditada a la conservación del “buen orden”, al conjunto de relaciones

derivadas de la naturaleza y garantes de la existencia de la comunidad política, por eso el

gobierno del rey antes que destruir, potenciaba la verdadera libertad, pues vivir conforme a

las leyes no era servidumbre sino vivir con libertad. Según podemos leer en el discurso del

caraqueño Nicolás Ascanio, escrito en julio de 1814, en los estertores de la segunda

república venezolana, y publicado casi un año después en la Gaceta de Caracas:

Sabed que el hombre que quiere ser libre y se precia de serlo, es el que más pronto y

más voluntariamente se somete á la ley, y el que más procura por el bien de su patria,

pues que sin esta no le es posible asegurar su existencia, ni su comodidad. Ningún

pueblo es libre mientras no está sujeto á las leyes que habéis abandonado: ellas son la

fianza de la pública libertad, y los individuos son libres desde aquel mismo instante que

las guardan y observan; porque prohibiéndose la ley emprender cosa alguna contra

libertad de mis conciudadanos, asegura la mia con la misma prohibición que me intima.

Vosotros habéis experimentando que no está muy lejos la esclavitud quando la libertad

desenfrenada degenera en licencia… No olvidéis, pues, la máxima generalmente

aprobada, de que las leyes son el más sólido fundamento de la libertad, de la paz, y de

la felicidad pública: que una nación se tiene por libre, floreciente y dichosa quando los

individuos que la componen hacen á la ley y al bien común, que es el término y objeto

de esta, sacrificios de sus intereses y de sus caprichos; y que por el contrario un estado

está perdido, ó próximo á su ruina quando las leyes son despreciadas; quando á nadie

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contienen; quando se pueden violar impunemente; y quando la infraccion no infama.

Porque todo lo que se dirige á envilecer las leyes, á debilitar su autoridad, á hacerlas

perder el respeto y la confianza de los pueblos, es un azote público que destruye la

libertad (Nº9:29-III-1815:73-74).

Si la libertad definida en estos términos era asumida como natural y santificada por el

orden divino, cualquier innovación al respecto no podía ser más que un artificio humano,

una convención precaria. La comprensión de la libertad esencialmente como una facultad

de hacer y de intervenir el orden político y el orden moral; la distinción entre una libertad

propia del estado natural –imaginada como ilimitada– y una libertad civil restringida por

las leyes; y la proclamación de la “libertad política” entendida como la participación activa

de la comunidad política en la formación de las leyes, la capacidad de autogobierno en

clave de soberanía nacional y la obediencia a la nueva legitimidad surgida de las

revoluciones serán ampliamente combatidas desde el discurso monárquico. Estos nuevos

sentidos, referidos por los realistas como la “falsa libertad” o como la “libertad mal

entendida”, siempre serán contrapuestos con la “verdadera libertad” identificada con la

“justa causa”. En este sentido, aquellos nunca se cansarán de repetir que la libertad no era

esa “licencia desenfrenada que quiere disfrazarse con el nombre de libertad civil”; era en

cambio, un “justo estado”, “aquel en que el hombre debe poseer solo lo que legítimamente

le pertenece: en que las adquisiciones se hacen por la justicia de las leyes: en que cada uno

debe obrar con arreglo á lo que ellas le prescriben”. De allí que el gobierno del rey siempre

vindique su propósito de que “todos gocen de aquella libertad que les es debida, sin que

esta llegue á degenerar en una licencia perniciosa al buen orden y seguridad pública y

particular” (Gaceta de Caracas Nº105:4-XII-1816:826; Nº242:7-IV-1819:8162).

En efecto, para los monárquicos, la libertad de los republicanos era una libertad falsa

porque era una libertad en esencia voluntarista, estaba reducida a una decisión caprichosa

del pueblo y estaba sometida a los vaivenes de la impredecible soberanía popular. Además,

no implicaba una verdadera sujeción porque, al ser una libertad dependiente del mandato

popular y de leyes arbitrarias, no obligaba en conciencia ni de manera permanente, como sí

lo hacían las leyes de la monarquía hispánica en tanto que expresiones de una instancia

trascendente como la ley suprema. Según dirá Cagigal en su Proclama a los Pueblos de

Venezuela en abril de 1815: la “verdadera libertad del hombre en la sociedad consiste en

ser gobernado y protegido por leyes justas bien administradas. Toda otra clase de libertad

es depender de la que absolutamente se abroga el primero, el mismo gefe ó gobierno que

os llama independientes y libres, de su arbitrariedad, despotismo y tiranía. Esta es

realmente la esclavitud, la que sufristeis en las dos revoluciones pasadas” (Gaceta de

Caracas Nº12:19-IV-1815:101). De allí que la libertad republicana no implicara nada

diferente a la anarquía y el despotismo, a la ruptura de la armonía social y del “buen

orden”, pues desataba las más temibles pasiones humanas, inducía toda clase de rebeliones

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y sediciones y sembraba el caos y la confusión. La “libertad política” proclamada por los

republicanos significaba su correlato negativo: una “esclavitud política” y una licencia

moral. Para Torres y Peña, los planes de los revolucionarios no eran otros que “establecer

una bárbara y absoluta libertad, que sin eximir a los pueblos de ninguna carga, ni servicio

personal al estado, los deje recargados y oprimidos, aunque con la impunidad de

muchísimos delitos. En vez del yugo suave que antes los contenía en su deber los quieren

esclavizar en lo político, brindándoles toda suerte de licencia en lo moral” (67-68).

Los republicanos, “aquellos tiranos, que se arrogaban el nombre de libertadores de su

patria”, no eran más que unos “mentidos libertadores”, unos “libertinos ociosos,

insurgentes antifrailescos” (Vich 28) y seguidores ciegos de la “impia secta de los

Francmazones con sus Patriarcas Wiclef, Wolter, Reynald, Callostro, Rusó, y los demás

hermanos terribles, como ellos los llaman” (Torres y Peña 111) (Montalvo 1815) (de León

17). Si los republicanos eran considerados unos libertinos y enemigos de la religión

católica era porque la libertad que enarbolaban era imaginada como libertinaje, pues

encarnaba aquella “licencia exorbitante, desenvoltura y desvergüenza de los que abusan de

la verdadera libertad” (Rae 1791:529). Sin duda, uno de los lugares comunes del momento

absolutista será la comprensión de la libertad republicana como libertinaje, en el sentido de

corrupción moral, desenfreno de costumbres y exceso nocivo de libertad en contravía de lo

sancionado por Dios: “substituyendo los malvados el libertinaje, á la libertad justísima que

gozabáis bajo el Gobierno español, el desoro, al pudor con que vivíais y os educaron

vuestros mayores, y todos los vicios, á las virtudes que forman la solidez y fortuna de las

sociedades (Gaceta de Caracas Nº130:7-V-1817:1014). Los apóstoles aplicados de

Voltaire y Rousseau en la Tierra Firme buscaban la destrucción de la monarquía y la

iglesia católica, las dos únicas instituciones capaces de hacer frente a sus sueños de

instaurar una república anárquica y un señorío del libertinaje, pues resultaba irrebatible

que “con la transformación política del gobierno insurgente se iban apresuradamente á

desquiciar los fundamentos de la Religión, sostituyendose la impiedad, el libertinage, y el

herror”, ya que “asi como hay una [idolatría] moral contra el Ser supremo adorando falsos

ídolos, también hay otra política contra las Potestades ordenadas por Dios, quales son los

Reyes, adorando los falsos ídolos de la independencia y libertad” (de León 57, 54).

Esta “idolatría política” no era más que un conjunto de desaciertos, de “vanas teorías”, “de

paradojas, y de contradicciones” sobre la libertad. Según dirá García Tejada, “por todas

partes se há oído resonar un grito penetrante de libertad, y al mismo tiempo se ha visto

entronizada la verdadera opresión y tiranía. Se han proclamado los derechos del hombre,

quando muchos han gemido en la esclavitud más espantosa, sin hallar un rastro de

justicia”. (Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:1-2). En este sentido, la lista de presuntas

contradicciones será confeccionada por los realistas de manera entusiasta. Primero, había

una contradicción fundamental entre los medios y los fines para realizar la libertad en la

Tierra Firme, ocasionada por un laxismo moral radical por parte de los republicanos: la

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guerra civil como medio para establecer una “república filantrópica”. Según dirá Ascanio

en su discurso “¿no sería un delirio creer que, porque convienen al intento, se podían

adoptar igualmente los medios injustos, que los injustos? ¿La causa mejor no se echaría á

perder quando la razón no aprobase aquellos?” (Gaceta de Caracas Nº6:8-III-1815:42).

Para el capuchino Vich, por ejemplo, “que por primera vez [los republicanos] hagan

resonar en aquellos paises, la voz de libertad, derechos del hombre; en el acto mismo que

escandalosamente los violan y atropellan” demostraba que la libertad republicana “como

un árbol malo, no puede producir sino pésimos frutos; así es inconcebible que la libertad y

felicidad verdadera, puedan ser efectos de tanto crimen” (16-17). Segundo, los

republicanos pocas veces habían respetado las libertades civiles consagradas en sus obras

constitucionales, por el contrario, una vez proclamadas estas, su imperio había sido

efímero en la Tierra Firme, entre otras razones, porque aquellos a menudo gobernaron

acudiendo a figuras excepcionales como la dictadura y suspendieron las libertades

individuales recién proclamadas –durante las repúblicas había desaparecido el imperio de

la seguridad individual: no se habían respetado el carácter secreto de la correspondencia, la

inviolabilidad de las moradas y el debido proceso de embargo de las propiedades–. Así

había ocurrido con la libertad de imprenta y de opinión, una de las libertades más caras

para los republicanos, pues una vez sancionada, aquellos no habían hecho otra cosa que

poner barreras insuperables para su ejercicio. Según afirmó Torres y Peña en sus

Memorias escritas en 1814, “al mismo tiempo que se proclama libertad, no la hay para lo

único que es apetecible y que debe haberla, que es para hablar la verdad y defender la

justicia. El que no habla al gusto del sistema que han adaptado, el que no se conforma con

las expresiones que hacen resonar por todas partes, aunque éstas sean falsas y llenas de

injusticia, se halla condenado como traidor a la patria. ¡Oh tiempo peligroso e infeliz!”

(30).

Tercero, el gobierno de la libertad era un gobierno en sí mismo inaplicable en la Tierra

Firme, pues para los realistas los nuevos sentidos de la libertad se encontraban más allá de

la historia o se levantaban contra la experiencia misma. Se trataba de una libertad

abstracta, propuesta para estos países sin tener en cuenta las experiencias y las expectativas

de los pueblos: los “bellos planes que quieren arreglarlo todo a los términos de la más

rigorosa libertad y seguridad personal de cada uno de los individuos” eran “buenos

sistemas para el Siglo de Oro, muy fáciles para estamparse en el papel, pero muy

dificultosos y casi imposibles para reducirse a la práctica” (Torres y Peña 38). En este

sentido, una de las estrategias más socorridas por los realistas será la de hacer suyas las

palabras de los republicanos para ponderar la imposibilidad del “sistema de la libertad” en

la Tierra Firme. El mismo Bolívar en su célebre Discurso de Angostura había señalado la

necesidad de un poder moral fuerte para la formación de ciudadanos republicanos

virtuosos, advirtiendo a los nuevos legisladores que la libertad “es un alimento suculento

pero de difícil digestión. Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer su

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espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad”, pues

“¡ángeles, no hombres pueden únicamente existir libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo

todos la potestad soberana!”. “Solo la democracia, en mi concepto, es susceptible de una

absoluta libertad; pero, ¿cuál es el gobierno democrático que ha reunido a un tiempo,

poder, prosperidad y permanencia?” (1820: 3, 5, 18, 6). Palabras que serán retomadas una

a una por el editor de la Gaceta de Caracas para señalar la imposibilidad de realizar “este

imaginario gobierno” y la “contradicción de poder nuestros compatriotas digerir algún día

el alimento de la libertad, y no poder la democracia existir sino entre los ángeles”. Para

Díaz, “que esta persuasión sea publicada por sus mismos labios” daba cuenta de que el

“primer Rey de Angostura está persuadido de la quimera de la democracia”. No era fácil,

pues, “meditar y comprender una libertad que causaba tantos males”, no era fácil entender

cómo “mientras que esclavizaban y destrozaban bárbaramente una parte de la nación, no se

oia en sus labios sino el nombre de libertad”, en definitiva, no era fácil conciliar

“promesas de suma felicidad, y existir solo la miseria, la sangre, el crimen, y todos los

males de que es capaz la perversidad humana”. Según Díaz, el problema del gobierno de la

libertad radicaba en “esa democracia tan funesta como impracticable”, pues en esta forma

de gobierno no había libertad posible porque ni en su origen estaba la libertad ni tampoco

entre sus más preciosos frutos, “era un gobierno por su naturaleza insubsistente”:

Primero: porque estando la soberanía en las manos de una multitud por lo común

ignorante, sus resoluciones ó sanciones no son animadas ni dictadas sino por su

ignorancia. Segundo: porque aun cuando esta soberanía esté reducida al derecho de las

elecciones, estas son casi siempre la obra de la intriga, del dinero y del crédito

adquiridos por medios reprobados y casi nunca por el de la honradez, el mérito y la

virtud. Tercero: porque no es el interés del país sino el particular el que dirige las

operaciones de personas que adquieren el mando y la administración por medios

semejantes. Cuarto: porque la multitud, que juzga sin conocimientos de sus intereses, ó

por el que le dan los de un particular maligno ó ambicioso, es arrastrada siempre por

aquella versatilidad que es propia de sus escasos conocimientos. Quinto porque esta es

la verdad que ha confirmado la experiencia de todos los siglos (Nº255:30-VI-

1819:1967-1976).

Finalmente, y no menos importante, los republicanos habían confundido las “voces vagas

y mal entendidas de libertad, [y] de independencia”, olvidando que “ningun hombre en

sociedad puede ser independiente” y que todos nacen en subordinación al orden, pues

“depender es lo mismo que necesitar, y el hombre en sociedad necesita de leyes que

arreglen las disenciones de los individuos; necesita de un gobierno que haga executar estas

leyes” (Gaceta de Caracas Nº9:29-III-1815:74). Sin embargo, como bien recordaba el

obispo de Cartagena, “no es la libertad y la independencia la que se controvierte, sino la

desmesurada ambición de un hombre sin freno, sin temor y sin ley”: “que no se crea que

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un tirano, que no tiene camisa puede aspirar al trono de estos países” (Rodríguez Carrillo

1819b: 10). No estaba de más recordar que la libertad y la independencia verdaderas ya

habían sido conocidas por los habitantes de la Tierra Firme desde tiempos inmemoriales

gracias al gobierno de la monarquía hispánica. Según preguntó el obispo Ximénez a sus

feligreses en su sentida Pastoral: “¿Cada americano honrado no era un señor, un rey, un

potentado, con respecto a sus domésticos, a sus colonos, y á quantos de él dependían? ¿No

se disfrutaba en estas hermosas provincias de una libertad y aun independencia que jamas

disfrutaron los pueblos de España? ¿No rebosaban los mas en la opulencia? ¿No

disfrutaban con seguridad de todas las ventajas de la sociedad? (14). De este modo, la

libertad de los republicanos era “una falsa libertad con que se lisongea a los pueblos” para

legitimar un dominio injusto y nacido únicamente de la ambición de mando de unos pocos.

Al mismo tiempo era una libertad “injusta por quanto por ella se creen autorizados a tratar

al rey más legítimo, como al más indigno y mayor malhechor de sus vasallos, y es también

funesta, pues que rompe todos los vínculos de la sociedad, olvida los juramentos que hizo

ayer y mañana olvidará los que hace hoy, reduciéndolo todo a la anarquía y al desorden”

(99). Si esta libertad rompía “todos los vínculos de la sociedad” era porque atacaba todo un

orden de jerarquías y subordinaciones para remplazarlo por un régimen político imposible.

Como bien dijo el mismo Ximénez, más allá de cualesquiera otros estandartes, la

“igualdad y la libertad han sido los medios que han servido para divertir al pueblo en

todas las revoluciones, cuyas voces y nombres especiosos, se le ponen a la vista para

sugetarle a la dominación, y librándole de un yugo, le sugetan a otro”. Precisamente,

demostrar que la “igualdad de derechos es un fantasma imaginario, que no ha existido, ni

existirá jamás” se constituirá en uno de los objetivos fundamentales de este discurso de

réplica que era el discurso monárquico (50).

2.5 “La democracia en los labios y la aristocracia en el corazón”: la imposible

igualdad republicana

Si para los realistas la igualdad de derechos resultaba un “fantasma imaginario” era porque

esta contradecía punto por punto sus concepciones sobre la desigualdad humana como

principio fundante del orden político. Para aquellos, la desigualdad humana derivada de

este orden trascendente se presentaba como un hecho esencial, sustancial a la vida en

sociedad. Según el obispo de Popayán, la “desigualdad de condiciones esta en la misma

naturaleza”, pues si bien la humanidad constituía una “misma especie”, “su modo de ser es

diferente, y estas diferencias hacen el fundamento de una superioridad antecedente a todo

contrato” (Ximénez 47). Las diferencias que cobijaban a toda la humanidad venían dadas

en primera instancia por el nacimiento, de donde provenían las “diferencias de condición,

de orden y de poder que constituyen el primer género de desigualdad natural independiente

de todas las instituciones humanas”. A esta desigualdad fundamental, derivada de los

designios divinos, venían endosadas otras asimetrías importantes de fortuna, riquezas,

cuerpos, méritos, espíritu –pues “no todos tienen una misma dósis de espiritu, de razon y

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101

de talentos”– y privilegio de gobierno –“pues no todos tienen derecho de gobernar y de ser

soberanos”– (Ximénez 46-52). El origen de esta desigualdad humana era situado a menudo

en la expulsión del Paraíso. Una vez consumada esta, y dada la naturaleza caída de la

humanidad, era necesaria la instauración de un orden jerárquico capaz de armonizar las

relaciones humanas y cuyo equilibrio no podía ser sino precario. Esta desigualdad, situada

más allá de cualquier posibilidad humana, prescribía la subordinación a las autoridades

legítimas emanadas de ese mismo orden natural y la mutua dependencia, la subordinación

y la reciprocidad para la conservación de la sociedad y la consecución del bien común,

porque “segun la constitucion esencial del género humano”, “jamas han vivido los

hombres sin autoridades, sin gefes, y sin propiedades” (Ximénez 50).32

La implicación entre desigualdad y subordinación era la esencia del “buen orden”, un

orden sacro que, como vimos, tenía a Dios por cabeza y que jerárquicamente llegaba a

toda la humanidad, que potenciaba la unidad orgánica del cuerpo político y la

conservación de una cuidadosa filigrana de rangos y calidades sellada por la obediencia al

rey. Si bien la desigualdad humana existía y debía existir para garantizar el buen orden, su

potencia iba más allá, pues garantizaba la existencia de cualquier orden posible, la

existencia de la sociedad misma y la paz y la felicidad de todos sus miembros. Según la

Instrucción del capitán Pardo, las “calidades, clases y gerarquias deben ser respetadas, y

sus privilegios y excepciones guardados y distinguidos como que por este orden de

graduación subsisten los Estados” (1817:11). Las jerarquías y las subordinaciones debían

ser respetadas porque eran naturales, anteriores a la sociedad misma y estaban presentes en

todos los pueblos del mundo: las “virtudes políticas y morales tienen el premio en las

distinciones civiles: son forzosamente reconocidas en los pueblos incivilizados y bárbaros,

y hasta los brutos mismos conocen entre sí y rinden homenage á la superioridad” (Pardo

1817:11). En este sentido, la monarquía hispánica era imaginada como una comunidad

política heterogénea, sabiamente desigual, enmarcada en un complejo entramado de

privilegios, estratificaciones raciales y condiciones jurídicas y en donde no se verificaba en

ningún caso una igualdad o una desigualdad absolutas. El rey debía gobernar un orden

previamente dispuesto por voluntad divina y los vasallos debían plegarse ante la evidencia

natural de la pluralidad de cuerpos e intereses sociales y la complejidad de una sociedad

atravesada por relaciones asimétricas de poder, fuerza y riqueza: el “gobierno mas propio

para hacer dichoso a un pueblo debe por consecuencia ser aquel que colocado en el medio,

admita las desigualdades que nacen de la naturaleza y de la fortuna; proscriba la libertad

que se equivoca con la licencia; prohíba á los hombres ser lo que no sean capaces de ser; y

ponga á cada uno en aptitud de gozar todo lo que puede útilmente gozar” (Nº257:14-VII-

1819:1991).

32

Sobre las nociones de igualdad, desigualdad y el papel de las “castas” durante la crisis de la monarquía

hispánica, véanse: Anna (1982), Helg (2004), Lasso (2007), Echeverri (2009, 2011), Castellano y Caballero

(2010), Gargarella (2010), López Alós (2011) Vanegas (2016b).

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102

Aunque la desigualdad humana aparecerá siempre como la piedra de toque del orden

político, los monárquicos afirmarán la existencia de la igualdad humana en dos instancias

fundamentales. Por un lado, ante Dios, pues hombres y mujeres eran descendientes de

unos mismos padres, Adán y Eva, tenían un mismo origen en la Creación, “formados de un

mismo barro”, “tienen un alma y son seres racionales”, y participaban sin distinción de la

gracia divina y del pecado original y esto constituía su común humanidad (Ximénez 48).

Por otro lado, ante la justicia del rey, que resguardaba los derechos de todos los vasallos en

armonía con sus calidades a cambio de su obediencia irrestricta y que exigía una

aplicación indistinta. La igualdad ante la ley era un elemento constitutivo de la idea de

justicia para los realistas. La misma sujeción para todos los vasallos, la misma justicia que

igualaba ante el rey y que distribuía premios y castigos con base en méritos y delitos.

Según podemos leer en la Gaceta de Caracas “sois iguales ante las leyes: el noble y el

plebeyo, el pobre y el rico, el sabio y el ignorante, el blanco, el pardo, el indio, y el negro

tienen por sus virtudes y sus vicios una misma consideración para con ellas. Esta es la

igualdad que forma la tranquilidad pública” (Nº12:19-IV-1815:106). Esta comprensión

monárquica de la igualdad humana, “todos los hombres son iguales a los ojos de Dios, de

la justicia, de la religión y de la ley”, permitía derivar una consecuencia capital para el

ejercicio del buen gobierno, para evitar caer en los excesos del despotismo: “en la

administracion de la justicia, de la religion y de la ley, no deben admitirse estas

distinciones” civiles por irrelevantes, porque los “que estan constituidos para gobernar en

lo espiritual, ó en lo civil, deben la justicia a los pequeños, como a los grandes, a los

pobres, como a los ricos, sin dexarse ofuscar en los juicios por el brillo de las distinciones

y desigualdades” (Ximénez 50).

De este modo, la igualdad cristiana y la igualdad ante la justicia eran la sustancia de la

igualdad verdadera, la única posible en la Tierra Firme y conciliable con el dominio

hispánico y las costumbres de los pueblos. Esta verdadera igualdad no se encontraba en

oposición a la desigualdad civil, por el contrario, su intricada conjunción garantizaba la

existencia de la comunidad política, pues el rey, como máximo dispensador de justicia,

armonizaba las relaciones entre las diferentes partes del cuerpo político y ayudaba a la

consecución de sus fines atendiendo a los privilegios y los deberes constituidos por el

orden jurídico. El principio de la soberanía del monarca era el horizonte que daba sentido a

este complejo entramado. Según dirá el capitán Cayón en su representación al rey, a su

“augusta y equitativa soberanía”, fechada en marzo de 1818: “es el corazón de los

Monarcas el templo de la Justicia, y ningunos vasallos en el mundo tienen más pruebas de

la realidad de esta aserción que los Españoles durante el glorioso mando de V.M. Así lo

comprueban todas vuestras reales disposiciones, cuyo principal objeto se dirige

únicamente á conservar en perfecta igualdad los derechos de cada quien” (AGI, Santafé

749, s.f.). La garantía de los “derechos de cada quien” como evidencia de la igualdad de

todos los vasallos ante el solio real iba desde las “clases primeras” hasta las “esclavitudes”

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103

y a menudo se especificaba en bandos, instrucciones de gobierno y reglamentos de policía.

Por ejemplo, en la Instrucción de Pardo, se disponía que la “honrada clase de pardos y

morenos libres, será bien tratada y protegida de los jueces y gefes del Gobierno, atendidos

sus derechos y apreciada y distinguida su buena conducta y fidelidad”, y se advertía que

“cualquier juez o autoridad que procediese quebrantando este órden y preciso precepto,

caerá en desagrado, y esperimentará la justicia de los superiores”. Al mismo tiempo, se

ordenaba que “por su derecho de servidumbre” las “esclavitudes seran quietas y pacíficas

y subordinadas, obedientes y respetuosas a sus amos, administradores o mayordomos”,

mientras que las “faltas de estos [últimos] en los puntos de su deber, [serán] oidas

competentemente por la autoridad judicial” (1817:10). De este modo, remataba la

Instrucción, que estaba diseñada para la “dirección y el buen orden de los pueblos”: la

“verdadera igualdad consiste en ser cada uno de los súbditos de una sociedad mantenido en

su estado y amparado en su clase, y protegido y atendido en sus derechos, sin distinguirse

ante la ley” (1817:10).

La afirmación de esta comprensión de la igualdad se hará una y otra vez en cientos de

documentos del periodo en buena medida con el objetivo de responder al entusiasmo

generado entre las gentes por la proclamación del principio de igualdad política durante los

experimentos constitucionales. Según podemos leer en la Proclama del capitán Cagigal de

abril de 1815: la “verdadera igualdad en los estados consiste en ser cada qual conservado y

protegido en su clase, tener expeditos y respetados sus derechos, y atendidos en justicia,

esto es, ser iguales ante la ley, mas no en la consideración personal; pues se destruiría el

Estado donde no hubieses súbditos y superiores, distinciones en el mérito y la virtud,

diferencias de clases, y establecimiento de jerarquías” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-

1815:101-102). No debe sorprender, entonces, que la igualdad republicana aparezca ante

los ojos de los realistas como una igualdad imposible, como “una igualdad mal entendida”

(Pardo 1817:10). En efecto, durante las primeras repúblicas, la igualdad formal entre los

integrantes del cuerpo político fue constitucionalizada como cimiento de las nuevas

comunidades. Por ejemplo, la Constitución Federal para los Estados de Venezuela,

sancionada el 21 de diciembre de 1811, afirmaba que la igualdad era un “derecho del

hombre en sociedad”, que “consiste en que la ley sea una misma para todos los

Ciudadanos, sea que castigue o que proteja. Ella no reconoce distinción de nacimiento, ni

herencia de poderes” y por esa razón “todos los ciudadanos tienen derecho indistintamente

á los empleos públicos del modo, y en las formas y con las condiciones prescriptas por la

ley” (26-27), mientras que la Constitución de la República de Tunja, proclamada tan solo

dos días después, calificaba la “igualdad legal” como un derecho dado por Dios, “natural,

esencial é imprescriptible”, y que “consiste en que siendo la ley una misma para todos los

hombres, todos son iguales delante de la ley, la qual premiando ó castigando atiende solo á

la virtud ó al delito y jamás á la clase y condición del virtusoso ó deliqüente” (4-5).

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104

En términos generales, para los republicanos, en la medida en que la igualdad humana era

derivada del orden natural, la igualdad ante la ley era un grito de la justicia y un deber ser

político. Esta igualdad formal cristalizó de manera privilegiada alrededor de la figura del

ciudadano y de su participación igualitaria en la soberanía nacional, que sancionaba en

contraprestación unas mismas garantías para todos. No se trataba de una igualdad social o

de una igualdad económica –que no eran consideradas como derechos naturales en estricto

sentido–, sino únicamente de una identidad de derechos civiles y jurídicos vindicados en

nombre de la común humanidad de los nuevos ciudadanos. Esta proclamación de la

igualdad republicana estuvo acompañada de sendos esfuerzos por desnaturalizar y

controvertir en el discurso el orden de jerarquías y la política de cuerpos y estamentos

modelados durante los tres siglos de dominación hispánica en la Tierra Firme. Según la

Constitución del Estado de Cartagena de Indias, sancionada en junio de 1812: “de la

esencia y constitutivo de la sociedad se deduce” que “es absurda y contra naturaleza la

idea de un hombre privilegiado hereditariamente ó por nacimiento, y exacta, justa y natural

la de idea de la igualdad legal; es decir de la igualdad de dependencia y sumisión á la ley

de todo ciudadano, é igualdad de protección de la ley á todos ellos” (7-8). Si bien esta

comprensión de la igualdad se inscribió en un horizonte de largo plazo y modeló todo el

pensamiento constitucional posterior, es necesario advertir que durante las primeras

repúblicas este entusiasmo por la igualdad fue temperado rápidamente y expresado a

menudo con cautela. Según El Patriota de Venezuela, periódico de la Sociedad Patriótica

de Caracas: la “igualdad tiene sus límites, y el mantenimiento mismo de la sociedad exige

en lo político un orden jerárquico de ciudadanos. No es el general igual al soldado, ni el

Magistrado, ejerciendo sus funciones, igual a un simple ciudadano. Las leyes

fundamentales de la república les conceden ciertas prerrogativas que es preciso respetar en

obedecimiento de las leyes” (Nº3:s.f.:1811). A su vez, el Argos de la Nueva Granada

criticaba en los estertores del orden republicano la “manía de una igualdad absoluta y

universal (confundiendo igualdad física, y moral que es un absurdo impracticable; pues las

riquezas, la industria y el talento no pueden ser iguales jamas en todos los individuos)”

(Nº98:5-XI-1815:594-595).

Estas cortapisas fueron obviadas por los monárquicos en sus esfuerzos por presentar la

igualdad republicana como disolvente de todo orden posible y por afirmar la desigualdad

natural de la humanidad como principio político incuestionable. La “igualdad fantástica

con la que engañan a los pueblos” no era más que una convención nacida de la voluntad

humana y en contradicción con las jerarquías dispuestas por la razón divina y el orden

natural de la sociedad (Ximénez 45). Según dirá el obispo de Cartagena en su Pastoral de

noviembre de 1819: “yo os digo que jamas ni por un solo instante hubo hombres libres,

hombres iguales, hombres independientes. Adán obedeció á Dios, sus hijos a Adán, sus

nietos y descendientes á sus padres primitivos; hubo Reyes, hubo republicas, mandaron los

primeros, mandaron los gefes de las segundas; el pueblo obedeció constantemente á unos y

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á otros sin esa libertad quimérica; hubo clases, hubo ordenes, hubo distinciones que no

alcanzaron para todos” (1819b:19). La igualdad republicana era sinónimo de muerte

“física, civil, moral” y solo engendraba desenfreno, caos y destrucción: el “árbol de la

libertad no produce sino regado con sangre los frutos de la igualdad” (Rodríguez Carrillo

1819b: 5) (Coll y Prat 168). Se trataba de una igualdad nunca realizada en los anales de la

humanidad ni en orden político alguno. Por el contrario, la experiencia del mundo solo

verificaba la desigualdad y la primacía de las jerarquías en la historia, pues según dirá el

obispo Ximénez: “si hubiera existido la igualdad se trataría de ella como de un hecho que

se hallaría en la historia y sucede lo contrario; porque todos los hechos y todas las historias

demuestran la desigualdad” (46-47). Para los realistas, era un hecho palmario el “éxito

funestísimo que siempre tuvieron los pueblos y los hombres que corrieron ciegamente por

abrazar la igualdad”. Por ejemplo, las “democracias de la Grecia pasaron los pocos años de

su existencia política en continuas y escandalosas turbaciones”, al tiempo que “Roma fue

invencible mientras compuesta por gerarquias formaban todas una máquina organizada y

un impulso irresistible” y cuando “no fue la desigualdad tan severa como lo había sido,

Roma voló á su ruina” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:105-106).

Sin embargo, no era necesario remontarse tan atrás en los fastos de la historia. La misma

experiencia de la Tierra Firme, ese argumento favorito de los monárquicos, contribuirá a

arreciar sus críticas contra la igualdad republicana. La cacareada igualdad no había tenido

traducción real en las vidas concretas de los nuevos ciudadanos, y no por los esfuerzos de

los realistas en este sentido, que habían sido nulos, sino por la escasa voluntad de los

republicanos para cumplir sus promesas. Los frutos de la igualdad republicana eran

resumidos por García Tejada así: “muchos códigos inadaptables, decretos de honor no

merecidos. Almácigos de empleados y Generales devoradores de la substancia pública.

Uniformes lujosos para el Gobierno General, Vanderas, Escarapelas tricolores. Medallas

caprichosas. Frases patrióticas: Garulla: Jarana” (Gazeta de Santafé Nº10:15-VIII-

1816:85). Para el obispo de Popayán los gestos de los revolucionarios se habían reducido a

quitarse “el Don para engañar y alucinar a los bobos é incautos, haciéndoles creer que ya

todos son iguales en la nueva república, y en seguida se llenan de títulos pomposos hasta

saciar su vanidad, para que los ciudadanos vivan impuestos de la desigualdad que hay

entre ellos mismos” (Ximénez 45). Si a menudo los realistas presentaron las revoluciones

de la Tierra Firme como una treta de los criollos para monopolizar el mando y la

burocracia, la igualdad formal resultaba ser en el mejor de los casos una igualdad entre

estos que servía a la formación de una nueva jerarquía opresora de las castas, los indígenas

y las esclavitudes, pues como bien preguntaba el obispo Rodríguez a los neogranadinos: “y

en esa vuestra república, quién manda? Los intrigantes, los embusteros, los trapacistas; y

sois iguales con ellos?, y os sentais á su mesa?, y llevais sus brocados?, y asistís á sus

consejos?, y se ha casado alguno con vuestras hijas, ó vuestros hijos con las hijas de ellos?

Luego no os reconocen como iguales, luego quieren cierta superioridad, luego quieren el

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mando, y si alguno se lo disputa, luego le matan como [Bolívar] mató a Piar. No los

obedezcáis, veréis la libertad é igualdad por que derramais vuestra sangre” (1819b:19).

En efecto, para los realistas, los republicanos de la primera hora no habían consumado la

igualdad que habían anunciado para atraerse el favor del pueblo y fomentar el odio al

gobierno del rey. Si en sus documentos constitucionales habían abolido las distinciones

monárquicas era solo con el objetivo de instaurar una nueva aristocracia de facto, al

establecer otra clase de distinciones sociales basadas en los servicios prestados a la “causa

de la patria” y que siempre terminaban en manos de los amigos de los gobernantes de

turno, al igual que los puestos oficiales prometidos al mérito y a la virtud. Según dirá el

redactor de la Gaceta de Caracas: “veía proclamarse del mismo modo una igualdad que

también me era inconcebible; porque aunque habían desaparecido las dignidades y

distinciones de la monarquía, existían otras nuevas que se llamaban republicanas; pero que

en sí eran dignidades y distinciones que destruían la igualdad. Veía elevarse los unos sobre

los otros; tener aquellos consideraciones que faltaban a estos; y no haber en sustancia más

que variación de palabras y de personas” (Nº255:30-VI-1819:1969). De este modo, los

principales valedores de la igualdad republicana se constituían en sus primeros enemigos,

pues “vuestros insensatos mandatarios no se han considerado jamás iguales a la multitud, y

vosotros mismos que los habéis observado, decid si en su conducta no habéis visto una

diferencia sensible, una desigualdad necesaria”, con lo que la igualdad formal decretada

quedaba en una igualdad ante la justicia, igualdad que las leyes fundamentales de la

monarquía hispánica ya salvaguardaba: “si la igualdad que os han prometido es la igualdad

ante las leyes, con la muerte se castiga por las nuestras del mismo modo al noble que al

plebeyo, sin que la forma varíe la esencia de la pena” (Díaz 1829:366). Según el mismo

Díaz, Bolívar era el principal malqueriente de la igualdad republicana en la Tierra Firme:

¡Quantos millares de víctimas se han sacrificado á esa Deidad ilusoria, sin que haya de

ello quedado sino un dolorosísimo recuerdo! El mismo que la prometía era el que más

se burlaba de la necia credulidad: hacia correr a los ilusos tras de una sombra para

llevarlos á los lugares de sus sacrificios; los alhagaba con palabras ó con hechos

insignificantes, y los despreciaba en su corazón, y en las cosas que tenían realidad: se

consideraba como una divinidad y los consideraba como entes nacidos para servirle:

llamaba ciudadanos á todos, pero exigia que se le llamase excelencia; elogiaba la

democracia, y denominaba tal a su bárbara tiranía, y decía continuamente á sus amigos:

la democracia en los labios, y la aristocracia en el corazón: conocía los gravísimos

defectos de aquel gobierno, siempre extravagante, siempre turbulento y peligroso, y lo

prometia quando lo detestaba. Tal fue el hombre que á muchos alucinó con ese

fantasma para atraerlos á sus perversos designios… Prometía la igualdad, y establecía

clases honorificas que traían consigo la desigualdad, y doblemente estúpido ó insensato

negaba estas distinciones á las clases que consideraba inferiores, prodigándolas á las

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que creía sus iguales, ó se aproximaban á serlo. Fue esta la suerte de su ridícula Orden

de Libertadores (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-1815:105).

En cualquier caso, más allá de evidenciar las supuestas realidades de la igualdad

republicana en la Tierra Firme, los realistas deberán responder también ante las

acusaciones vertidas durante las revoluciones que hacían de la insufrible desigualdad entre

americanos y peninsulares uno de los principales argumentos para legitimar la ruptura con

España. El entendimiento de la nación española como compuesta por dos hemisferios

iguales implicará hablar de la igualdad de los vasallos de ambos mundos en términos de

identidad de condiciones en la participación de la burocracia oficial, y en menor medida,

en la igualdad de oportunidades de educación y de libertad comercial, pues como dirá

Jonama resultaba indiscutible que los “insurgentes de la América española han gritado

mucho mas sobre la igualdad en los empleos que sobre la libertad del comercio” (63). En

efecto, la creciente desamericanización de la burocracia monárquica y la desigualdad entre

americanos y peninsulares en el acceso a los empleos oficiales eran quejas de muy larga

data en la Tierra Firme y fueron denunciadas de manera sentida durante toda la crisis

monárquica y en especial durante los interregnos republicanos.33

Si en noviembre de 1809

el payanés Camilo Torres afirmó en su famosa Representación del Cabildo de Santafé

dirigida a la Junta Central que “España ha creído que deben estar cerradas las puertas de

todos los honores y empleos para los americanos”, y propuso como salida a la crisis la

afirmación de la “perpetua igualdad” entre peninsulares y americanos: “que el español no

entienda que tienen un derecho exclusivo para mandar a las Américas, y que los hijos de

éstas comprendan que pueden aspirar a los mismos premios y honores que aquellos”, en

septiembre de 1815, Bolívar, en su célebre Carta de Jamaica, denunciará amargamente la

“nula existencia política de los americanos” y el desconocimiento de los rudimentos de

“cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del estado. Jamás éramos

virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas

veces; diplomáticos nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios

reales; no éramos, en fin, ni magistrados, ni financistas y casi ni aun comerciantes: todo en

contravención directa de nuestras instituciones” (2009:75).

Así, los realistas tendrán que rebatir uno a uno los argumentos republicanos al respecto: la

“postergación que estos [americanos] sufren en todos los empleos y carreras; la escasa

ilustración que el Gobierno de España les proporciona; y finalmente, su oprecion y la falta

de rectitud de los ministros que les envía” (Gazeta de Santafé s.n.:25-XI-1818:214-215).

Se trataba, entonces, de mostrar la falta de fundamento de estos alegatos. Como afirmó

Morillo, si los republicanos afirmaban “que no participabais de los empleos de la

Monarquía”, solo faltaba ver la “larga lista de los Obispos, Generales, Consejeros y

empleados de todas clases” para convencerse de que muchos cargos se encontraban “en

33

Al respecto véanse los trabajos de Phelan (1972, 1978), Uribe Urán (2008), Garavaglia y Pro (2013).

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manos de españoles de Ultramar” (1816a). Más allá del giro retórico, los realistas se dieron

a la tarea de confeccionar los registros de la burocracia americana en diferentes espacios

de la monarquía hispánica para mostrar cómo el rey “fiaba á americanos los virreinatos,

capitanías generales, presidencias, magistraturas, obispados y arzobispados” hasta el punto

que los europeos acusaban al gobierno de Fernando VII “por su facilidad en promover

americanos” y por su “largueza notoria y visible predilección” por “los naturales de

América” (Jonama 97-98) (Gaceta de Caracas Nº86:24-VII-1816:668-671; Nº239:17-III-

1819:1833-1840). Según dirá Díaz, en el caso de las instancias de justicia en la Tierra

Firme, cerca de la mitad de los puestos eran ocupados por los americanos, en contra de los

consejos de la “sana razón”, que ponían en evidencia que las “relaciones de amistad,

interés y parentesco hacían peligrosa la administración de justicia” (en Jonama 97). Esto

sin tener en cuenta la burocracia americana en la Península, donde se encontraban

colocados “tantos Americanos Españoles, como Españoles Europeos podréis encontrar en

la América del Sur”, en posiciones que iban desde la servidumbre más inmediata al

monarca hasta sus consejos, cámaras y secretarías (Rodríguez Carrillo 1819a: 11).

Asimismo, los realistas se esforzarán por poner de presente cómo el gobierno del rey

afirmaba en el día a día la igualdad entre americanos y peninsulares, más allá del mundo

de la burocracia. Fernando VII se había esforzado por igualar en todas las instancias a sus

vasallos de ambos hemisferios: concedía becas para que los americanos se educarán en las

universidades y los colegios de la Península en las mismas condiciones que los europeos;

restauraba el esplendor de las universidades y colegios de la Tierra Firme (Gaceta de

Caracas Nº81:26-VI-1816:628-630) (Gazeta de Santafé Nº52:5-VI-1817:501; s.n.:25-VI-

1818:12,15); premiaba con toda clase de gracias reales a los americanos y tomaba medidas

para evitar que la dispensa de distinciones y condecoraciones se convirtiera en un negocio

de favores y valimientos para los funcionarios más cercanos a la corte de Madrid en contra

de los intereses americanos (Gazeta de Santafé Nº21:31-X-1816:219; s.n.:15-VII-

1818:28). Por otra parte, el argumento sobre la ineptitud y la tiranía de los ministros

enviados a la Tierra Firme será respondido señalando la “delicadeza y pulso con que

procedían nuestros Monarcas para mandar virreyes á América”, los trabajos del Consejo

de Indias para proveer toda suerte de “empleos eclesiásticos, magistraturas y demás plazas

pertenecientes al ramo de justicia” y los castigos infligidos por el rey a los “infieles

ministros” que habían abusado de la confianza de los pueblos (Gaceta de Caracas

Nº239:17-III-1819:1833-1840) (Gazeta de Santafé s.n.:25-XI-1818:216). Según dirá

Morillo, después de revisar los archivos santafereños, “no falta en la colección de

providencias ni una sola para ayudar á vuestra industria y agricultura, como debía

esperarse de las reales Audiencias y virreyes que las han dictado”, así, “sois vosotros los

agentes de vuestros propios males, que los malvados atribuyen al Gobierno más paternal é

igual que se halla entre todas las naciones del mundo en punto á establecimientos

ultramarinos” (1816a). La conclusión, entonces, solo podía ser una: los argumentos

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republicanos sobre la desigualdad entre los españoles de ambos mundos eran meros

pretextos “insignificantes, insubstanciales y falsos”, ante los cuales solo cabía recordar que

los “vasallos de un Rey, los individuos de una nación, cualquiera que sea el lugar de su

nacimiento son dignos por sus virtudes y sus talentos de las consideraciones de su

Monarca” (Díaz, en Jonama 64) (Rodríguez Carillo 1819a: 10-11).

Finalmente, en este caso de la igualdad, así como en aquellos otros aquí examinados, el

recurso de los realistas para zanjar estas disputas conceptuales a menudo invocaba como

única salida el desengaño definitivo sobre el verdadero significado de las voces políticas

empleadas por los republicanos: “desengañémonos: la ambición, la codicia y el orgullo son

los principales agentes de todas las rebeliones: y las voces de patria, libertad é

independencia el anzuelo en que caen de ordinario los incautos y los necios”; “toda la

América queda bien advertida de que quando se dice que en las repúblicas de nuevo cuño

pueden todos figurar, esto se entiende solo por los intrigantes y facciosos” (Gazeta de

Santafé s.n.:25-XI-1818:214-215; Nº21:31-X-1816:219). Así, los monárquicos, después de

analizar una y otra vez las revoluciones de la Tierra Firme, de volver sin descanso sobre

sus causas, sus efectos y sus realizaciones, y confiados, como siempre estuvieron, de ser

los portavoces indiscutibles de los sentidos auténticos de las palabras, esgrimieron que no

sabían cambiar el nombre de las cosas. Al mismo tiempo, como veremos en el próximo

capítulo, llevaron a cabo una intervención inusitada en los diferentes espacios públicos de

la Tierra Firme para legitimar el gobierno del rey y para afirmar esta comprensión del

mundo político que acabamos de analizar. Los nombres de las cosas y las cosas mismas se

fundieron en la publicidad del periodo. Según dijo el redactor de la Gaceta de Caracas:

Yo no sé cambiar los nombres de las cosas: aquellos nombres que el uso comun, los

maestros del idioma, y la sucesion de muchos años han establecido para significarlas.

Asi: yo no se llamar libertad a la licencia y al desenfreno: felicidad a la miseria efectiva

y a la vana posesion de nombres aereos e insignificantes: república a una turba de

hombres perdidos en que el mas astuto y perverso esclaviza barbaramente a los demas:

fanatismo a la virtud pura y severa: derechos imprescriptibles del hombre a la

insubordinación y a la rebelion: ilustración a la pedanteria: filosofía a un conjunto de

maximas y principios de subversion y de ideas siempre funestas y peligrosas a la

tranquilidad de los pueblos: política al doblez, a la mentira y a la perfidia: patriotismo

al furor revolucionario y al deseo del trastorno del orden establecido: igualdad a la

confusion de situaciones cuya diferencia han senalado la naturaleza y la fortuna:

pueblos a los holgazanes, a los perdidos y a aquellos que no tienen lazos ni intereses

algunos para con la sociedad: fortaleza de espíritu a la impiedad; y otros muchos de que

puede dar a V. una larga lista el Sr. Zea, quien la ha recibido de buenos maestros

(Nº251:9-VI-1819:1933).

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110

Capítulo 3. “Porque la fidelidad es el todo del sistema social”.

La elaboración de la obediencia durante la restauración monárquica

¡Que hermosa que es la fidelidad! ¡Y que bien que merece que el hombre haga toda suerte de

sacrificios, para no mancillar su belleza, y para conservarla pura en el mejor lugar de su corazón!

Porque la fidelidad, es el todo del sistema social: es la base que sostiene el edificio inmenso de una

Monarquía, y la que aumenta su duración, y conserva su grandeza. Por la fidelidad, se adelanta la

industria, se vigoriza el comercio, se multiplican las riquezas, y se engrandecen los Pueblos. Por la

fidelidad, se mantiene el orden, se evitan las desgracias, se alejan las discordias, se economiza la

sangre, se respetan las propiedades, y se disfruta la seguridad individual. Por la fidelidad, los hombres

son felices. La fidelidad les enseña á respetar á su Soberano á desearle toda suerte de prosperidades, á

interesarse por su gloria, á defender el honor de su corona, á interponerse entre su trono, y sus

enemigos, para sostenerlo, y afirmarlo, aunque sea con la efusión de toda su sangre, y nada más

necesitan, para coronarse con laureles, vivir tranquilos y ser afortunados. Ved, pues si será hermosa la

fidelidad, y si será digna de los homenages de los hombres, aunque sean necesarios mil, y mil

sacrificios, para mantener viva, entre los pueblos, su llama celestial.

José María Gruesso, Oración Fúnebre (1817).

Vosotros, hijos míos muy amados, acreditad del modo mas heroyco vuestra fidelidad. No haya, ni

siquiera uno entre vosotros que no se declare abiertamente por nuestro Rey y Señor: acreditad vuestra

fidelidad en el púlpito: acreditadla en el confesionario: acreditadla en vuestras conversaciones

familiares aun las más confidenciales: acreditadla en vuestras cartas: y los que tienen luces para ello,

acredítenla también en sus escritos é impresos. Desengañad á quantos podáis: haced que todos los

pueblos se declaren por el Soberano: que proporcionen al gobierno todas las noticias y todos los

auxilios convenientes: y que no encuentren en ellos los rebeldes ninguna acogida. Tenga yo el placer

de saber que mis hijos han contribuido con todo esfuerzo á solidar la mutua unión entre Américanos y

Europeos, y la debida subordinación de todos los pueblos á nuestro iselito Soberano.

Juan Buenaventura Bestard. Pastoral del Comisario General de Indias a sus súbditos (1816).

El 11 de abril de 1815, La Asunción, capital de la isla de Margarita, en Venezuela, se

convirtió en la primera ciudad en toda la Tierra Firme en jurar fidelidad y vasallaje al

gobierno restaurado de Fernando VII a instancias del Ejército expedicionario. En el marco

de una ciudad agotada por las guerras, y después de la rendición a discreción de los

republicanos, Morillo ordenó la puesta en marcha de la ceremonia monárquica. La alta

oficialidad militar, los miembros más ilustres del ayuntamiento, los curas párrocos y todos

los padres de familia que no habían emigrado se dieron cita en la Plaza mayor para jurar en

“debida forma” al monarca español. Los asuntinos reconocieron el dominio regio y

afirmaron sus obligaciones con la Corona, al tiempo que el monarca, por medio de sus

ministros, prometió la felicidad y la prosperidad de sus vasallos obedientes. Durante la

ceremonia, Morillo proclamó la piedad del rey, declaró traidores a los prófugos, condecoró

a algunos indios guaiqueríes por su fidelidad y ordenó la quema, por mano de verdugo, de

los papeles de los gobiernos republicanos. Antes de partir para Caracas, el general ibérico

dio a la imprenta una proclama celebrando la reconquista de la isla “sin el menor

derramamiento de sangre” y requiriendo a los margariteños para “que en lo subcesivo os

comportareis con la misma fidelidad que en los tiempos anteriores hasta el año de 1809”.

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Empezaba solemnemente la restauración del poder regio en esta parte del mundo hispánico

(Morillo, en Rodríguez Villa 2: 448-9; 461-462) (Rodríguez Villa 1: 127-135).

La Asunción no fue la única ciudad en jurar al monarca ibérico. Una tras otra se

sucedieron las juras reales en toda la Tierra Firme durante la restauración monárquica.

Desde Medellín hasta Caracas, pasando por Popayán y Maracaibo, todas las ciudades se

convirtieron en los teatros del fascinante espectáculo monárquico, de conformidad con lo

dispuesto en las instrucciones dadas a Morillo para llevar a cabo con éxito la empresa

pacificadora: “tan luego como sea posible se volverá á hacer jurar fidelidad á la Augusta

Persona de S. M. D. Fernando el séptimo, con aquella pompa que jamas se resiente de las

circunstancias desgraciadas”. La premisa de la corte de Madrid no era otra que “como los

actos exteriores tienen una influencia tan inmediata en aquellos países” resultaba

fundamental restablecer “tan pronto como pueda, todo el ceremonial que mandan las

leyes” (Ministerio Universal de las Indias, en Rodríguez 2: 446-447). En Santafé de

Bogotá, por ejemplo, con motivo de la jura de fidelidad y vasallaje ocurrida el 30 de mayo

de 1816, tuvo lugar una “ceremonia imponente” (Sevilla 93). La celebración estuvo

precedida por la publicación en la mañana de un indulto impreso y una vistosa parada

militar en la Plaza mayor. A renglón seguido, “con la pompa y aparato debido”, se llevaron

a cabo un tedeum en la catedral, con su respectiva exhortación pastoral, y el juramento en

el palacio virreinal. El mismo Morillo, “con ayre apacible y magestuoso”, pronunció la

“sagrada y enérgica fórmula del juramento”, seguido de los jefes y prelados de las

corporaciones. Durante todo el día hubo diferentes “diversiones”: luces y músicas, corridas

de toros, un banquete ofrecido por el cabildo santafereño y un “magnifico bayle” de salón

“concurrido por las personas de más distinción”. Así, la celebración del día de San

Fernando, la “más completa que esta Ciudad ha visto, desde que se trastornó el antiguo

Gobierno”, se constituyó en una muestra indisputable del “sentimiento unánime” de la

fidelidad de la ciudad al monarca (Santafé).

Todos estos discursos, prácticas y representaciones monárquicos pueden entenderse como

formas de publicidad, como formas fundamentales de trabajo político que implican unos

medios, unos espacios y unos actos concretos para hacer que algo adquiera la “calidad de

las cosas públicas”, pues el estatuto de “público” no se encuentra dado de antemano ni

debe ser tomado como una mera constatación sin importancia. Se trata de un trabajo

político que “se hace a vista de todos” y que abarca el conjunto de medios para divulgar, el

acto mismo de divulgación y el lugar donde las cosas se convierten en “públicas”

(Lempérière 54-79) (Ortega y Chaparro 15-23) (Chaparro 2014: 70-95).34

La publicidad

monárquica funcionaba como una parte integral de la realidad política fabricada por el

34

Según la definición del Diccionario de la lengua castellana (1803: 694), el sustantivo “publicidad” se

refiere a 1-“El estado o calidad de las cosas públicas”; 2- “La forma ó modo de executar alguna acción sin

reserva, ni temor de que la sepan todos”; 3- “El sitio, o parage donde concurre mucha gente, de suerte que lo

que allí se hace es preciso que sea público”.

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gobierno del rey y por sus vasallos; fungía como una instancia fundamental de elaboración

de significado y de imaginarios políticos, de creación de relaciones y estructuras sociales.

Ciertamente, una vez cuestionada la legitimidad de la monarquía hispánica en la Tierra

Firme, esta necesitaría recomponerse a partir de su representación continuada.

Celebraciones monárquicas, todo tipo de impresos, intervenciones desde el púlpito

católico, el accionar del ejército y el terror político se esforzarán por copar todos los

espacios posibles con su narrativa de fidelidad. No en vano todas estas publicidades serán

entendidas como partes de un mismo continuum político capaz de garantizar la

reconstrucción simbólica de la autoridad monárquica y de fijar la “opinión que todos

debemos tener de la paternal bondad que caracteriza á nuestro Monarca y á sus dignos

Ministros” (Gazeta de Santafé Nº7:25-VII-1816:49). Los realistas comprenderán estas

publicidades como espacios para restablecer los consensos antiguos entorno a la

monarquía, sanear las relaciones sociales fragmentadas por las guerras de independencia y

hacer públicos la alegría del vasallaje y el regocijo fidelista. Como afirmó en su momento

la Gazeta de Santafé con respecto a las celebraciones monárquicas: “ya se renuevan

aquellas solemnidades augustas sabiamente instituidas por nuestros padres, que lejos de ser

una vana ceremonia, son por el contrario lecciones necesarias para los pueblos, [y]

testimonios del amor y respeto debido al Monarca” (Nº19:17-X-1816:203-4).

Sin duda, no puede disociarse la idea de la monarquía hispánica como comunidad política

de estas publicidades. Esta renace a la existencia y se hace nuevamente imaginable de

manera colectiva como la comunión de los dos hemisferios españoles en estos espacios. La

unidad hispánica buscará instalarse como signo colectivo en la Tierra Firme con el

objetivo de hacer de múltiples pueblos atravesados por vínculos religiosos, políticos,

jurídicos y de sangre un único pueblo-cuerpo, unánime y entusiasta de fidelidad. Se trataba

de refundar la propia existencia política mediante la puesta en escena de los lazos

imaginarios de fidelidad que unían a la comunidad política, esto en diferentes niveles

profundamente imbricados entre sí: entre ciudades, provincias, reinos y toda la monarquía;

entre los vasallos, las corporaciones y el rey; entre gobernantes y gobernados. Este

discurso instituirá la fidelidad pública y continuada al monarca como el único garante del

“buen orden”, toda vez que las lealtades políticas y militares, tan primordiales como

volátiles, se encontraban permanentemente amenazadas por el infortunio de la derrota. La

fidelidad al rey será la piedra de toque alrededor de la cual se desplieguen estas

publicidades, pues como bien lo señaló Gruesso en su Oración, la “fidelidad, es el todo del

sistema social: es la base que sostiene el edificio inmenso de una Monarquía, y la que

aumenta su duración, y conserva su grandeza” (13-14). Para los realistas, gracias a estas

publicidades, los vasallos del rey “renacían de entre los padecimientos á la sociedad, al

orden, y á los bienes del dulce y deseado Gobierno del amado Fernando” (Santafé). Era

aquí donde la sociedad buscaba encontrar su forma legítima y tomaba los rasgos de una

verdadera comunidad política; donde una simple “compañía entre racionales” (Rae 1803:

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800), como era aún definida la sociedad, aparecía ante los ojos de sus miembros como una

totalidad provista de sentido y como producto de una historia y un porvenir comunes.

En todo caso, estas publicidades también serán vistas por algunos contemporáneos como

puestas en escena que buscaban velar las realidades políticas de la Tierra Firme y como

refinadas estrategias para engañar a los pueblos y para congraciarse con las autoridades.

Para el redactor del Correo del Orinoco, por ejemplo, las gacetas realistas, “como todas las

de los Españoles de Fernando, no llevan otro objeto que mantener los pueblos en la ilusión

y en el error, haciendo muy poco caso de la opinión del Mundo con tal que la verdad no

alcanze á penetrar en los países” (Nº28:24-IV-1819:109). Para José Manuel Restrepo,

primer historiador de las repúblicas grancolombianas, los pomposos recibimientos de los

santafereños al Ejército expedicionario no eran más que meras tretas políticas “para

interesar en su favor a los vencedores” y dulcificar “algún tanto la acrimonia de estos

jefes” (1:424). En algunas ocasiones, las mismas celebraciones monárquicas serán puestas

bajo sospecha por los propios realistas. Según informó la Gaceta de Caracas, la “provincia

del Socorro, o por el terror de la proximidad de las armas vencedoras, ó por un

convencimiento del estravío había proclamado solemnemente al Señor D. Fernando VII”

(Nº1:1-II-1815:3), mientras que Morillo consideró que su recibimiento en la capital

virreinal era producto del “miedo y de la servil adulación”: “un general español no puede

asociarse á la alegría, fingida ó verdadera, de una capital, en cuyas calles temía yo que

resbalase mi caballo en la sangre fresca aún de los soldados de S.M.” (Sevilla 88, 90). En

un sentido similar, las celebraciones republicanas serán consideradas por los realistas

como “farsas tan indecentes y ridículas que manifiestan a un mismo tiempo la

insubstancia, baxa y pueril opinión de los que las daban, y el orgullo insensato de quien tan

sin vergüenza las recibía”. Según dirá José Domingo Díaz, el “Rebelde [Bolívar] traxo á

nuestro país la miseria y la desolación por mantener un fausto ridículo, indecente y teatral”

y que ciertamente contrastaba con las fiestas monárquicas donde eran evidentes “aquellos

transportes de sinceridad y alegría que jamas tuvo [la república] y que es peculiar á los

momentos en que se consiguen grandes fortunas” (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-

1815:97; Nº15:10-V-1815:128).

Por supuesto, no se trata aquí de afirmar que no haya podido haber algo o mucho de esto.

Los mismos contemporáneos eran plenamente conscientes de las múltiples funciones que

cumplía la publicidad monárquica, dentro las cuales “hacer ver”, “hacer creer”, “hacer

entender” y “hacer actuar” destacaban por su importancia. De allí su reconocida capacidad

para educar en la fidelidad y para mover a los americanos en favor de la causa del rey. Sin

duda, toda esta publicidad puede leerse como una poderosa fábrica de discursos, prácticas

y representaciones que interpelaba de manera simultánea la razón, las emociones y los

sentidos del público. Sin embargo, antes que analizar esta publicidad en términos de mera

ideología política o de estrategias de dominación de la población –como si en el fondo

hubiera algo falso y se apelara al engaño o la manipulación en contraposición a lo “real” o

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“auténtico” del mundo político–, antes que invocar las intenciones supuestas o manifiestas

de sus hacedores/espectadores, me parece más importante considerar las posibilidades

políticas que esta publicidad implicó en su momento, pues es precisamente en sus

contornos donde ocurrió de manera privilegiada la reinstitución de la comunidad política

monárquica y se construyó toda una semántica política alrededor de la necesaria unión de

las dos Españas. Esta premisa nos permitirá comprender cómo toda esta publicidad se

constituyó en el poder mismo y no en su mero reflejo externo o en su complicado

mecanismo de expresión. No está de más recordar que los impresos oficiales, al igual que

las celebraciones y los retratos reales, se constituían en poderosas formas de “hacer

presente” el poder del rey para convocar alrededor suyo a todos sus vasallos. Ya lo

reconocía el mismo García Tejada cuando sostuvo que la “multitud, que por lo regular

aprende más por los ojos que por el oído, no pudo menos que formar una alta idea de la

magestad á cuyo nombre se hacía esta ceremonia” (Gazeta de Santafé Nº43:3-IV-

1817:418). Esta idea de la majestad real como “superioridad y autoridad sobre otros” y

como “grandeza, autoridad, decoro, magnificencia y suntuosidad” (Rae 1791:542) tomará

forma concreta a través de estas publicidades, pues como bien sancionaban Las Siete

Partidas: la “imagen del rey, como su seello en que está su figura, et la señal que trae

otrosi en sus armas, et en su moneda, et en su carta en que se emienta su nombre, que todas

estas cosas deven ser mucho honradas, porque son en su remembranza do él non está”

(1807: 2: 117). Así pues, estas publicidades tenían la capacidad de hacer existir el poder

del rey –como sucedía con la hostia consagrada, según la doctrina católica de la

transubstanciación–. Según podemos leer en la Gazeta de Santafé, Fernando VII, “como

Astro de primera magnitud, derrama benignas influencias sobre la vasta extensión de su

Monarquía”. “¿Pero acaso nosotros, á pesar de la distancia, somos menos favorecidos?

¿Nuestra Capital, el Nuevo Reyno entero, no ha experimentado su real clemencia, y las

emanaciones vivificantes que salen del centro de su Grandeza?” (s.n.:25-VI-1818:10-11).35

Finalmente, esta pregunta por la publicidad monárquica es también una pregunta por el

público, por este nuevo árbitro supremo del mundo político que los realistas habían

contribuido a apuntalar con su invocación permanente a la opinión pública. “Para el

público”, “estimación del público”, “dirigir al público”, “hacer público”, “publicar para

poner en conocimiento de todos” y, por supuesto, “fijar la opinión pública” son algunas de

las fórmulas que atraviesan los múltiples sentidos de estas publicidades. El “público” en

ocasiones no era otro que la comunidad de la razón, los sujetos ilustrados, situados más

allá de las pasiones y de los intereses particulares, “todo el que quiera sugerir proyectos o

consejos útiles en favor de la humanidad” (Gazeta de Santafé Nº3:27-VI-1816:24). En

otras oportunidades, el “público” funcionaba como una categoría más sociológica, como el

agregado de todos los vasallos del rey, de las corporaciones y de los grupos sociales que

conformaban la comunidad política: “ilustres, y católicos Pueblos de América”,

35

Al respecto, véanse Bell (1992), Balandier (1994), Geertz (2000), Burke (2003), Rosanvallon (2003),

Backzo (2005). Sobre la imagen real y la teoría de la transubstanciación véanse Marin (1981, 2009).

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“generosos, y nobles descendientes de la inmortal, y gloriosa sangre Española” y

“Pacíficos Indios”; “vecinos y habitantes de las ciudades, villas, sitios y lugares de mi

mando” (de León, 3) (Sánchez Lima). A veces, el público también podía ser la multitud de

las gentes, las masas anónimas, como en las celebraciones monárquicas y las paradas

militares: “asistió toda la ciudad, si se permite esta expresión” (Gaceta de Caracas

Nº152:01-X-1817:1181). Todos estos públicos variopintos, según sus rangos y facultades,

desempeñaban un papel activo y creador en estas publicidades, al tiempo que se

diferenciaban y se jerarquizaban en los espacios públicos. Como veremos, no se trata aquí

del mero desarrollo de un guion escrito de antemano, donde las autoridades políticas y las

élites son los actores principales y el resto de la población funge como mera receptora del

mensaje de fidelidad monárquica.

De este modo, en este capítulo analizaré cinco formas fundamentales de publicidad

monárquica, los espacios de sociabilidad que suponen y los elementos conceptuales y

simbólicos que las fundan. Sin duda, esta publicidad responde al cambio operado en el

régimen de historicidad durante la crisis de la monarquía hispánica y se constituye en la

superficie privilegiada donde tienen lugar las elaboraciones conceptuales del periodo y las

preguntas planteadas por los realistas sobre el origen y los fines del orden político y los

sentidos de la unidad hispánica. Así, me interesa particularmente poner de presente cómo

estas publicidades se encuentran inscritas de manera inédita entre dos legitimidades

superpuestas, el monarca y la opinión pública; cómo, al tiempo que se encargan de

elaborar la obediencia debida al rey y de resacralizar su figura, erigen la opinión pública

como instancia simultánea de legitimación a la de la Corona, minando desde dentro los

cimientos políticos del antiguo régimen. Así, primero, reseñaré la importancia del mundo

de la imprenta en la Tierra Firme. A renglón seguido, centraré mi atención en las

celebraciones monárquicas. Un tercer apartado estará dedicado al análisis de la labor

política del clero realista. En cuarto lugar, estudiaré el accionar de los ejércitos del rey en

relación con la construcción de la fidelidad. En último lugar, examinaré el terror como

lenguaje político.

3.1 La prensa, los impresos y los usos oficiales de la imprenta

El 4 de mayo de 1814, Fernando VII declaró la nulidad de toda la obra constitucional

adelantada en sus dominios y en consecuencia la libertad de imprenta sancionada en

ambos hemisferios españoles fue revocada y reemplazada por una “justa libertad”. Los

vasallos del rey ahora podrían “comunicar por medio de la imprenta sus ideas y

pensamientos, dentro, á saber, de aquellos límites que la sana razón soberana é

independientemente prescribe á todos para que no degenere en licencia”: “el respeto que se

debe á la religión y al gobierno, y el que los hombres mutuamente deben guardar entre sí”

(Gaceta de Madrid Nº70:12-V-1814:519-520). En toda la Tierra Firme esto implicó,

además de una cierta desaceleración de la dinámica impresa, que los privilegios reales de

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edición y censura y los sistemas de permiso previo y licencias necesarias fueron

restablecidos parcialmente y encargados a diferentes instancias: los notarios mayores de

las ciudades, los fiscales de las Reales Audiencias, los gobernadores provinciales, el

capitán general de Caracas, el virrey de Santafé, las principales cabezas del Ejército

expedicionario y el examinador de la mitra –o en su defecto el titular de la cátedra de

teología moral de los Colegios mayores–. La publicación de impresos quedó sujeta a dos

exigencias fundamentales, íntimamente relacionadas con los principios de legitimidad del

gobierno real. Por un lado, “como requisito indispensablemente necesario”, los escritos

debían reconocer la supremacía de la autoridad regia y respetar los principios fundantes

del orden político. Las distintas obras no debían oponerse de ninguna manera, “al buen

Gobierno, á las buenas costumbres, ni á las Regalías de Su Magestad”, ni podían contener

“personalidades ni otros vicios opuestos á la religión, á las leyes, ni á las buenas

costumbres” (Gutiérrez 3-6) (Torres y Peña 1817: 3-5) (Prospecto). Por otro lado, solo

serían dados a la imprenta escritos caracterizados por su sentido manifiesto de utilidad

pública. Los impresos debían difundir los saberes útiles y la fidelidad regia. La voluntad

del régimen era “promover las luces, instruir al publico de los sucesos que deben llegar a

su noticia, propender á que los fieles vasallos suministren proyectos y consejos útiles á

beneficio del Reyno, y que se escriban discursos propios para establecer el buen órden”

(Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:4).

El régimen restaurador se encargará, entonces, de gobernar la opinión. No en vano el 25 de

abril de 1815 Fernando VII proscribió la impresión y circulación, “dentro y fuera de la

corte”, de periódicos y folletos no oficiales debido al ostensible “menoscabo del prudente

uso que debe hacerse de la imprenta” registrado en toda la monarquía hispánica (Gaceta de

Madrid Nº51:27-IV-1815:438). La publicidad de la verdadera opinión pública se constituía

en manifestación de la “verdadera libertad” de imprenta, entendida como el imperio de la

ley y el respeto absoluto a las “barreras y términos que había establecido la sabiduría de

nuestros padres” (Gazeta de Santafé Nº28:19-XII-1816:281). Así, la “satisfacción de

publicar libremente monumentos tan preciosos” se oponía radicalmente a la libertad de

imprenta proclamada años atrás, una libertad “subversiva, sediciosa y destructora del

orden público”, diseñada para “destruir la Monarquía Española” y “como espumosas olas

de un mar tempestuoso, derramar la confusión y el desorden” (Gazeta de Santafé Nº7:25-

VII-1816:50; Nº28:19-XII-1816:281). Para los realistas, se trataba de una libertad

despojada de sus atributos fundamentales, del imperio del libertinaje y la arbitrariedad,

“efecto preciso, y legitima consequencia de toda revolución, para que con la diversidad de

opiniones, y división de partidos se encienda el fuego de la guerra civil” (de León 57). Era

preciso, por tanto impedir la pluralización sin control de las opiniones. Según afirmó Díaz:

La ignorancia, la malignidad, ó la equivocación hacen constantemente en las

revoluciones desfigurar los sucesos, abultar, ó disminuir los hechos, y aun suponer los

que no han existido para dar lugar á la venganza, y á todos los tiros del resentimiento y

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el interés personal; tiempo es ya de que no se oiga sino la voz de la justicia y de la

verdad, como el único medio de que todos conozcan sus verdaderos intereses, y á la

fuerza de las armas añadan esta fuerza moral de los estados, sin la qual es muy precaria

su existencia (Gaceta de Caracas Nº7:15-III-1815:51).

Los impresos oficiales se constituían en la “voz de la justicia y de la verdad” en la Tierra

Firme. Representaban la voluntad del monarca y de sus ministros y permitían forjar el

ansiado círculo de unión y conformidad política en y por el gobierno. Para los realistas, los

impresos debían “unir á los pueblos en una sólida paz, y sujetar á los hombres, al imperio

de la razón” (Valenzuela 23). De allí la importancia dada a las imprentas para garantizar la

reconstrucción del “buen orden”, pues estas eran “uno de los vehículos más eficaces y á

propósito para llevar al cabo unas ideas tan benéficas y extensas”: “cimentar la confianza

que en el [rey] deben tener los pueblos recientemente libertados del despotismo” y

“pacificar las Américas y restablecer el sosiego y la prosperidad que habían huido de ellas”

(Prospecto). El régimen restaurador contó por lo menos con seis imprentas en diferentes

ciudades: Caracas, Santafé, Cartagena, Popayán, Medellín y la “Imprenta Expedicionaria”

que acompañó a Morillo durante toda la campaña pacificadora. Durante el momento

absolutista, fueron publicados, además de cientos de impresos de todo tipo, tres papeles

periódicos de envergadura importante y dos boletines militares de circulación regular: la

Gaceta de Caracas (1815-1821), la Gazeta de Santafé (1816-1819), la Gaceta del

Gobierno de Cartagena de Indias (1816-1817), el Boletín del Exército Expedicionario

(1815-1816) y el Boletín del Egército Pacificador (1819).36

Las gacetas oficiales

comunicaban decretos y órdenes reales, partes militares, noticias sobre los sucesos

políticos del mundo atlántico y asuntos comerciales locales, donativos voluntarios,

discursos políticos y artículos remitidos por los lectores –desde disquisiciones “teóricas”

sobre la fidelidad debida al monarca hasta versos poéticos y canciones populares–.

Estas publicaciones, además de sostener un intenso diálogo entre sí, discutían con otros

periódicos de la monarquía hispánica, particularmente de la Península, con algunos de sus

contradictores más enconados, como el Correo del Orinoco, y con semanarios europeos,

particularmente con aquellos editados en los territorios de la monarquía británica, todo con

el objetivo de educar en la causa monárquica y socavar la legitimidad de sus principales

contradictores.37

Estas gacetas contaban entre sus principales suscriptores a la alta

burocracia monárquica, la oficialidad militar, algunos comerciantes ilustrados,

hacendados, clérigos, conventos religiosos, y algunos pueblos, ciudades y cabildos

provinciales. Según ordenó el capitán general de Venezuela Salvador Moxó en enero de

1816, “que todos los comandantes militares, y tenientes justicias mayores de esta provincia

36

Al respecto véanse Pérez Vila (1960), Grases (1960), Pino Iturrieta (1998), Straka (2012), Chaparro

(2012). 37

Sobre la importancia de las traducciones de las gacetas inglesas para el gobierno real véase la

correspondencia del virrey Sámano con el Secretario de Estado (AGI, Estado 53, Números. 45-46).

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118

se suscriban a la Gaceta del gobierno” y “que los demás empleados así eclesiásticos como

civiles y de hacienda, y las corporaciones constituidas sean invitadas por sus respectivos

gefes para esta subscripcion” (Gaceta de Caracas Nº56:17-I-1816:440). La Gazeta de

Santafé, por ejemplo, contaba con cerca de 170 abonados ubicados a lo largo y ancho de la

Tierra Firme, una cifra nada desdeñable para el momento y que sugiere un círculo de

lectores relativamente amplio, pues con frecuencia un mismo periódico pasaba por

diferentes manos y el número de ejemplares impresos era mayor al número de suscriptores

para cubrir un eventual aumento de la demanda por la venta al menudeo en los lugares

autorizados.38

A finales de junio de 1818, el virrey Sámano ofició a las principales

autoridades políticas y militares del virreinato, desde Quito hasta Santa Marta, pasando por

Pasto y Panamá, con el objetivo de conseguir suscriptores para la publicación en los

siguientes términos: “disponga V. que ese Ayuntamiento, los Pueblos principales de su

distrito, y personas de comodidad, contribuyan con las subscripciones posibles, á fin de

sostener este papel, que considero conveniente” (Sámano, AGNC, Historia: SAA-I. 17, 24,

Doc.14, s.f). Asimismo, estos periódicos serán leídos, además de en toda la Tierra Firme,

en la cuenca caribeña, en otras partes de la América hispánica y en la Península. Morillo

en no pocas oportunidades adjuntará gacetas y boletines en sus comunicaciones con las

autoridades metropolitanas, al tiempo que la Gaceta de Madrid reimprimirá partes

militares, proclamas, bandos, extractos de correspondencia y algunas notas de los

periódicos locales.39

Si bien como ha señalado (quizá demasiado) persuasivamente cierta historiografía sobre la

prensa y la opinión pública en Iberoamérica, los impresos no se constituyeron en la

principal fuente de información durante el periodo debido a la ausencia de un verdadero

mercado literario en la región y de un verdadero capitalismo de imprenta –argumento

basado siempre en las exiguas cifras de circulación de la prensa para la primera mitad del

siglo XIX, el analfabetismo rampante en la región y las enormes dificultades técnicas y

económicas relacionadas con la imprenta y el papel– (Earle 1997) (Myers), es necesario

matizar aquello del limitado impacto de las publicaciones periódicas durante la crisis

monárquica. En el caso del momento absolutista, si apelamos a la autocomprensión de los

contemporáneos, los impresos aparecen como espacios efectivos de creación del discurso

monárquico; como instancias fundamentales para construir identidades políticas; como

armas de agitación de la contienda pública y lugares de ilustración del pueblo. Según dirá

Morillo, estas publicaciones debían “rectificar las ideas del público” y “sembrar la buena

opinión y confianza que han de tener las legítimas autoridades y aquella unión de

38

El listado de suscriptores de la Gazeta de Santafé durante su primer año de circulación puede verse en:

Gazeta de Santafé (Nº1:13-VI-1816:7-8; Nº2:20-VI-1816:16; Nº3:27-VI-1816:24; Nº5:11-VII-1816:40; Nº6:

17-VII-1816:51; Nº8:1-VIII-1816:68; Nº14:12-IX-1816:122; Nº22:7-XI-1816:235). 39

Sobre la correspondencia de Morillo y los impresos véase Rodríguez Vila (3: 13; 32; 124-126; 197-198;

239-241; 663; 683). Sobre algunas reimpresiones de papeles de la Tierra Firme en Madrid véanse a manera

de ejemplo, Gaceta de Madrid (Nº10:23-I-1817:93-100; Nº64:29-V-1817:548-551; Nº76:28-VI-1817:665-

672; Nº4:8-I-1818:27-31; Nº30:10-III-1818:252-253; Nº57:12-V-1818:472; Nº148:02-XII-1819:1236-1239).

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sentimientos que debe estrechar a todos los Españoles de América y de Europa alrededor

del Trono de S.M.” (Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:4-5). Para los realistas, los papeles

públicos eran la forma “más eficaz” para “hacer trascendental al público” el deber ser de la

política en la Tierra Firme y al mismo tiempo responder al argumento revolucionario: “os

han repetido que las leyes del Rey eran tiránicas, que os prohibía el comercio, la industria

y la agricultura. Creo que estaréis ya convencidos de que es todo lo contrario, y en las

gazetas del Gobierno lo habéis visto con más extensión” (Morillo 1816a). El virrey

Montalvo, por ejemplo, puso en circulación el semanario cartagenero convencido de que

“una empresa de esta naturaleza producirá incalculables beneficios y adquirirá un utilísimo

incremento” “si se tiene acierto en la elección de los medios, y concurren los buenos

vasallos del Rey a su fomento y progresos” (Prospecto).

Sin duda, las estrategias de circulación de estos impresos resultaban fundamentales para el

régimen restaurador. Bandos, decretos, proclamas, partes de guerra, indultos, periódicos,

sermones y manifiestos trascenderán por mucho los círculos restringidos del taller de

impresión y del despacho oficial para copar los diferentes espacios públicos, como lo pone

en evidencia la recurrencia en estos papeles de términos como “publicar”, “comunicar”,

“pregonar”, “leer”, “fijar” o “circular”, además del interés del gobierno en reparar los

caminos para facilitar las comunicaciones. A menudo estos impresos debían circular

primero en las instancias oficiales, en “todas las corporaciones Políticas, Militares y

Eclesiásticas, para los fines que en ellos se previenen” (Gazeta de Santafé Nº6:18-VII-

1816:45). A renglón seguido, dependiendo de su formato, eran fijados en las plazas y en

las principales esquinas de las ciudades mientras que, de manera simultánea, eran

divulgados públicamente a través del pregonero oficial: “para que llegue á noticia de todos

y que nadie alegue ignorancia, que le egsima del debido cumplimiento, publíquese y fíxese

con las formalidades correspondientes y en los parages acostumbrados” (Warleta). En

algunas ocasiones, la misma proclamación de estos impresos se constituía en un evento

solemne, en una muestra indisputable de regocijo monárquico: “salió a dicho bando la

música con toda la compañía de Granaderos, á caballo, el Alguacil mayor, un recetor y un

Escribano de cámara Dr. Aguilar, que fue el que pregonó el bando” (Caballero 235). No

debe sorprender, entonces, que la correspondencia oficial se encuentre cargada de

alusiones a los impresos, a los modos y circuitos de información locales. Los impresos se

adjuntaban en las comunicaciones epistolares con diferentes motivos: informar a las

diferentes autoridades monárquicas de los sucesos oficiales; ampliar su circuito de lectura

y solicitar su difusión pública en todas las provincias y “lo más internado del Reino”; para

comunicar de manera oficial a los republicanos las intenciones de Fernando VII; como

“prueba” de verdad sobre la iniquidad de aquellos y la justeza de los realistas, pues “en

aquellos papeles se verá el espíritu, las ideas y la marcha de la rebelión, cosa imposible de

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conocer, no estando aquí, sino por aquel medio”.40

No es casualidad que el virrey Benito

Pérez, instalado en Panamá, tuviera entre sus principales funciones, ya desde septiembre

de 1812, “remitir quantos impresos y manuscritos que de todas clases se hayan publicado

en este Reyno, desde los primeros movimientos que turbaron el orden” (AGI, Santafé, leg.

580, s.f.).

Por supuesto, la lectura de estos impresos excedía con mucho la restringida geografía de la

república de letras. No podemos simplemente asimilar el público lector a la población

alfabeta y con capacidad económica. Los testimonios sobre la lectura en voz alta de los

impresos por parte de los sectores plebeyos, aunque escasos, o simplemente asumidos por

la historiografía del periodo que se ha esforzado poco por documentarlos, permiten señalar

los esfuerzos del gobierno monárquico por garantizar que la información llegara a todos

los sectores sociales –asunto que cuestiona de manera contundente las divisiones entre la

cultura de élite y la cultura popular para dar paso a una visión más compleja de las

realidades de la imprenta y de los rasgos de las comunidades de lectores en la Tierra

Firme–. En efecto, con cierta frecuencia estos impresos estipulaban su lectura comunal:

“mando a los Xefes de los Cuerpos, comuniquen desde luego en ellos con toda solemnidad

esta mi resolución, repitiendo su lectura con freqüencia aun á los que se hallen en los

Hospitales, para que no aleguen ignorancia, y recaiga justamente en los infractores”

(Morillo 1818 [1815]). Asimismo, los impresos oficiales debían trascender con mucho las

ciudades y los pueblos: “las Justicias territoriales, cuidarán de que este [reglamento de

Policía] se publique en los días festivos, para que llegué á noticia de todos haciendo

entender á los que habiten los campos, y en sus haciendas, que también son

comprehendidos en los artículos que van expresados” (Morillo 1816b). En no pocas

oportunidades la oficialidad aprovechó la misma estructura jerárquica del orden

institucional para garantizar la circulación de novedades. Por ejemplo, pocos días antes de

la victoria bolivariana en Boyacá, el gobernador de Cartagena, por orden del virrey

Sámano, imprimió y circuló los últimos partes victoriosos de las armas reales en los

siguientes términos: todo queda “hecho trascendental á los fieles habitantes de esta

provincia” y “queda circulado á los Xefes de los Cuerpos de esta guarnición,

corporaciones de esta ciudad y cabeceras de partido con el número de exemplares

respectivos á los lugares de su comprehencion” (Torres, AGI, Papeles de Cuba 774, s.f.).

Sin duda, todo este régimen de publicidad impresa responde a diferentes exigencias, más

allá de la afirmación de la legitimidad del gobierno real –que también–. Primero, indica el

crecimiento de la demanda de opinión por parte de diferentes sectores sociales, interesados

en tomar posición frente a los sucesos y las discusiones políticas del momento. Los

habitantes de la Tierra Firme ya se encontraban más que familiarizados con ciertos hábitos

de lectura y sociabilidad alrededor de los papeles periódicos. Por ejemplo, los mismos

40

Al respecto véanse a manera de ejemplos: Gaceta de Caracas (Nº57:24-I-1816:445-448) (Rodríguez Vila

3: 30- 33, 197-198, 299).

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vasallos del rey con cierta frecuencia solicitaban espacio en las gacetas oficiales esperando

que se les concediera la “gracia de que así se publique en la gaceta de esta capital como

único medio de que llegue á noticia de todos” (Gaceta de Caracas Nº73:1-V-1816:566).

Segundo, da cuenta de los esfuerzos oficiales en contra de otras formas de publicidad oral

más extendidas, con frecuencia asociadas a la subversión del orden y la perturbación de la

tranquilidad pública: “un asunto tan de poca consideración pasado de boca en boca, y

alterado con el tránsito, hace necesario que el público se instruya en la verdad de los

acontecimientos” (Gaceta de Caracas Nº106:11-XII-1816:831). Para los realistas,

resultaba imperativo contravenir la opinión fabricada fuera del círculo monárquico, las

“voces sordas”, la información extraoficial y los rumores, “resortes de que comúnmente se

valen los agitadores para llegar a sus fines”, “armas bien miserables y propias de los que

viven sobre el engaño de los Pueblos”, “más en un Pueblo central, donde las noticias

llegan tarde, y son sabidas antes de darse a la imprenta” (Boletín del Exército

Expedicionario Nº1:22-VIII-1815:s.n.) (Gazeta de Santafé s.n.:25-VI-1818:13). Tercero,

pone en evidencia que uno de los principales objetivos del esquema de publicidad oficial

era conseguir adentrarse en zonas enemigas. Los republicanos debían ser hollados en sus

intenciones o ganados para la “justa causa”. Los impresos regios debían buscar su retorno

al seno de la comunidad política –el éxito de esta estrategia puede medirse en la cantidad

de veces que estos impresos aparecen citados en la correspondencia de los republicanos o

en sus papeles periódicos–. Los indultos, por ejemplo, debían publicarse en los “puntos en

que haya insurgentes, ó prófugos para que le hagan trascendental á la mayor brevedad” y

“para que llegue á noticia de los emigrados en Colonias extranjeras” (Indulto General). No

en vano Morillo siempre dirá que se habían empleado todas las “armas morales” para con

los pueblos de la Tierra Firme: “proclamas sobre proclamas, indultos, exhortos, nada dejó

de tocarse desde que la Expedición llegó á América” (Morillo 1816a).

No obstante, el estricto control de las imprentas locales por parte de las autoridades no era

suficiente para garantizar la “seguridad del orden político”. De allí el carácter policivo de

las medidas emprendidas por el régimen restaurador para garantizar la unidad de la

opinión pública: la vigilancia militar de costas, puertos, ríos, caminos, centros de correo y

hospedajes; el control de las autoridades locales sobre los habitantes de las diferentes

poblaciones, los extranjeros y los viajeros, instaurando, en otras medidas, pasaportes

interiores y licencias militares; la recolección de “todas las proclamas, boletines, libros,

Constituciones, y todo género de escritos impresos por los rebeldes y publicados con su

permiso”; y la persecución y aprehensión de “todos aquellos que traten de seducir,

corromper, y alarmar los lugares en contra de los derechos del Rey” (Morillo 1816b). En

este sentido, la Inquisición desempeñó un papel de cierto relieve en la persecución del

ideario republicano en la Tierra Firme –antes que en la censura previa de los impresos–. El

Santo Oficio fue restablecido por Fernando VII el 21 de julio de 1814 para hacer frente a

las “opiniones perniciosas” y, de esta manera, preservar a los españoles de ambos mundos

de las “disensiones intestinas, y mantenerlos en sosiego y tranquilidad” (Gaceta de Madrid

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122

Nº102:23-VII-1814:839-840). Los inquisidores locales declararon una cruzada impresa

contra los “enemigos de la Santa Fe”, y de cuando en cuando procedieron a la quema de

“muchas obras extrangeras, abominables en materia de Religión y de Estado (que se

habían introducido á favor del pasado desorden) y de infinitos papeluchos, y libretes

escandalosos que hormigueaban por todas partes” (Gazeta de Santafé Nº28:19-XII-

1816:281).

De este modo, apelando al poder de la opinión y controlando los circuitos de

comunicación, el régimen restaurador modeló un espacio público signado por la búsqueda

afanosa de unanimidad política, aunque no por ello univoco y exento de contradicciones.

Se trataba de ordenar de manera definitiva la mirada de la comunidad política. Si bien,

como vimos, ahora el escrutinio del público se cernía sobre las autoridades, la legitimidad

del gobierno del rey y la obediencia debida a sus magistrados no eran opinables y eso

debía quedar claro para todos. Ya lo afirmaba el gobernador de Popayán José Solís en

febrero de 1817: para “desvanecer las causas del desorden, turbación e inseguridad”

resultaba imperativo proscribir todas las “proposiciones sediciosas, insurreccionales y

contrarias á la legitima autoridad del Trono, á la sumisión y respeto debido al Soberano

que lo ocupa, á sus sagrados derechos, á su justa causa, y á los Magistrados que le

representan”.

3.2 El fasto monárquico: las celebraciones de fidelidad

Durante el momento absolutista, las ciudades de la Tierra Firme encontraron en las

coloridas y fastuosas celebraciones monárquicas la oportunidad perfecta para reafirmar la

fidelidad del hemisferio americano a la causa del rey. Se trataba de celebraciones

completamente ritualizadas, sancionadas por la ley y la tradición, y que giraban en torno a

los dos grandes pilares del mundo político hispánico: la monarquía y la Iglesia católica.

Las celebraciones relacionadas directamente con la figura real respondían a una amplia

variedad de motivos: juras de fidelidad y vasallaje; onomásticos y cumpleaños del rey,

fechas no siempre coincidentes; bodas reales, embarazos y nacimientos de infantes;

recibimientos de los sellos reales; importantes victorias militares contra los republicanos y

entradas triunfales de las tropas monárquicas y de las principales cabezas del gobierno.

Estas celebraciones siempre tenían lugar en el teatro natural de la política: en las ciudades

y los pueblos. La ciudad encarnaba la comunidad política toda; abrazaba la autoridad, la

jurisdicción y el gobierno de todos los demás cuerpos que conformaban la monarquía. Se

constituía en el espacio público por excelencia en tanto que ordenamiento natural que

permitía a los sujetos relacionarse políticamente y alcanzar el bien común y la salvación

eterna. En términos generales, estas fiestas comprendían diversos actos políticos,

religiosos y militares. Estaban precedidas por varios días de iluminación pública en las

calles, las oficinas de gobierno y las casas de particulares. Iniciaban con una misa solemne,

cuyos actos centrales eran el tedeum y la exhortación pastoral, y seguían con una nutrida

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procesión de gentes hacia las plazas mayores, donde ocurrían los eventos centrales como

proclamaciones, juras y paradas militares. Las tardes transcurrían en medio de bailes,

músicas, obras de teatro y toros, actividades todas agrupadas bajo el nombre genérico de

“diversiones”. En las horas de la noche, el cielo se adornaba con fuegos artificiales, que

ardían en medio de la algazara del pueblo, mientras los vasallos “principales” se daban cita

en bailes de gala ofrecidos en honor al rey. La mayoría de estos actos estaba acompañada

por banquetes públicos sufragados por los cabildos, las élites y el gobierno. 41

Todos los vasallos del rey debían participar del universo simbólico de la monarquía en la

medida en que todos se encontraban igualados en un mismo deber de fidelidad: los

religiosos –exhortando a la fidelidad desde el atrio, haciendo procesiones públicas y

recogiendo fondos para la guerra–; el pueblo –limpiando e iluminando las calles y las

casas, participando en los toros, en el teatro y vitoreando en las plazas y también como

artesanos–; las “personas principales” –dando banquetes y bailes, organizando la simbólica

real y las paradas cívicas–; el estamento militar –garantizando el orden público,

orquestando la música y haciendo el despliegue de habilidades y formaciones castrenses–.

Todo lo anterior sin olvidar que con frecuencia serán los oficiales monárquicos y las

corporaciones, con ayuda de los donativos del pueblo, los que financiarán buena parte de

estas celebraciones debido a la incapacidad del erario público para cubrir estos gastos. Así,

todos los vasallos eran hacedores de la fiesta real. Las mujeres, por ejemplo, participaban

de manera transversal en todos los eventos. Según relató José María Caballero en su

Diario el día del ingreso del Ejército expedicionario en Santafé en mayo de 1816:

Las mujeres era cosa de ver cómo salieron como locas por las calles con banderitas y

ramos blancos, gritando vivas a Fernando VII, entraron en tumulto al palacio y

cubrieron los balcones, y a las once que entraron los curros, ellas desde el balcón les

echaban vítores con mucha alegría y algazara. La plaza se llenó de gente, con ser que

más de media ciudad había emigrado (212-213).

Sin embargo, antes que espacios de intercambio horizontal, como podría sugerir un énfasis

demasiado sostenido en el carácter colectivo e integrador de la fiesta, estas celebraciones

se constituían en espacios para recrear el “buen orden”. En estos eventos, el principio

estamental y la idea de una sociedad corporativa intentaban restablecerse después de la

proclamación de la soberanía del pueblo y de la igualdad formal entre los integrantes del

cuerpo político. Las celebraciones monárquicas se ofrecían, así, como un escenario idóneo

para afianzar la naturalización de las diferencias y ensalzar la sociedad jerárquica como

ideal social. Su función era presentar una cuidadosa filigrana de orden y majestad que

41

Sobre las celebraciones monárquicas véanse: Ruiz (2002), Cañeque (2004), Mínguez (2004), García

Bernal (2006), Osorio (2008), Ortemberg (2014). Para la Tierra Firme en particular: Leal Curiel (1990),

González Pérez (1997), Fajardo de Rueda (1999), Salvador (2001), Straka (2007), Rodríguez y Mínguez

(2012), Cuño Bonito (2013), Chaparro (2016). Sobre las “diversiones” coloniales véase López Cantos

(1992). Para el papel político de las ciudades durante la crisis monárquica Guerra (1993).

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diera cuenta de la totalidad de la monarquía hispánica y fomentara la obediencia. La

detallada descripción ofrecida por los papeles realistas sobre el “número, calidad y

representación de los concurrentes” a estas fiestas nos ofrece una idea del tipo de sociedad

modelada por el absolutismo: una monarquía cimentada en las pretendidas diferencias

naturales entre los individuos, respetuosa de los fueros y privilegios particulares:

El Señor Gobernador y algunos Oficiales de su acompañamiento montaban caballos

ricamente enjaezados. Los individuos del Tribunal de cuentas. Oficiales de las Reales

Caxas. Los Doctores de la Regia y Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino.

Alumnos de Ambos Colegios &c. &c. Se veian adornados con el traje de Gala y

ceremonia propio del instituto de cada uno. El muy Ilustre Cabildo de esta Ciudad

uniformado igualmente, marchaba en ordenanza precediendo el Sello, y sus dos

Alcaldes ordinarios traian por la brida el Caballo que le conducia (Gazeta de Santafé

Nº43:3-IV-1817:417).

De este modo, como ha sostenido Roger Chartier (1995:19-36), las celebraciones políticas

se constituyen en un observatorio fundamental para captar, por medio de la reiteración, las

reglas del funcionamiento social. Del profundo arraigo de tales reglas en la Tierra Firme

da cuenta que el mismo Caballero consignara sin falta la ubicación relativamente detallada

de los principales asistentes a las misas catedralicias: “este día hubo asistencia del General

Morillo y toda la oficialidad á La Catedral; se sentó donde se sentaba el Virrey, junto con

el Mariscal de campo Latorre, el Cabildo y del lado de los Oidores el Coronel Calzada que

había venido de 2° General” (215). Las posiciones ocupadas por cada uno de los

representantes del monarca en la Iglesia debían estar en absoluta correspondencia con su

situación social y su reputación pública –de allí que Morillo se encuentre ocupando el

asiento virreinal–. La distribución de los asistentes debía dar cuenta públicamente de la

estructura jerárquica del orden político y reforzar las relaciones de poder vigentes en la

sociedad de entonces. Las fiestas monárquicas eran espacios propicios para instituir la

unidad de la comunidad política a partir de una lógica del reconocimiento de las

diferencias y de las complementariedades entre sus miembros. Para los realistas, el modelo

ideal de sociabilidad era la misma sociedad gobernada por el monarca, unida por vínculos

de sujeción política y jerarquía social, orientada hacia la consecución del bien común y en

guardia permanente contra las pasiones y los intereses particulares. Estas celebraciones

contribuían, así, en el reaprendizaje de esta vida en común. Los espacios y las formas de

sociabilidad tan variopintos que implicaban hacían posible la transmisión de cierto saber

sobre lo político, sobre cómo debía funcionar la comunidad política y sobre cómo un estar

en sociedad era también un estar en el mundo.42

42

Sobre la importancia de la identidad corporativa en estos actos y la centralidad de las posiciones ocupadas

en el espacio físico como espacio simbólico véanse Leal Carole (1990), Cañeque (2004).

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Al mismo tiempo, estas celebraciones se encontrarán signadas por una espectacularidad sin

precedentes. Si hemos de creer a las diferentes relaciones sobre estos eventos, se

impusieron la abundancia y el fasto por doquier: “una función cuya grandeza y seriedad

apenas se habría visto en esta capital”; “un espectáculo que jamás ha visto Venezuela”

(Gaceta de Caracas Nº152:01-X-1817:1188; Nº16:17-V-1815:134). Si bien puede haber

mucho de pirotecnia retórica en estas afirmaciones, lo cierto es que incluso para los

mismos detractores del régimen restaurador resultaba evidente que la pompa y la brillantez

se habían tomado con renovados bríos los espacios públicos (Caballero 215, 234). No les

faltaba razón. Durante estas fiestas, las ciudades americanas se verán engalanadas con un

amplio repertorio de arquitectura efímera: arcos del triunfo, columnas coronadas de flores,

escenografías pintadas, templetes y entablados y coloridas cortinas. Plazas, calles, iglesias

y edificaciones se verán adornadas con objetos de altísimo valor simbólico como alegorías,

banderas, retratos, estandartes y tapices multicolores. Incluso la naturaleza, instrumento

privilegiado de la Providencia, parecía expresar su anuencia para con el nuevo orden de

cosas: “amanecio el dia claro, brillante y despejado, aunque los anteriores habian sido

nebulosos y de llubia importuna” (Gazeta de Santafé Nº19:17-X-1816:204).

Todo este fasto tenía una función claramente política. La grandiosidad del espectáculo

debía empequeñecer a los vasallos del rey para hacerlos conscientes del poder real, para

dejar una impresión de obediencia, respeto y grandeza. Ya lo observaba el mismo

Caballero: “toda esta ostentación se me asimila a mí que es para hacer ver la grandeza del

rey de España y su poderío, y para más hacerse temer y que no volvamos a hacer otra

revolución” (234). Las fiestas reales buscaban dejar una huella indeleble en la memoria,

impresionar –para ponerlo en términos de la época– los cinco sentidos y la inteligencia a

través de complejos juegos de luces y fuegos artificiales, intensos perfumes y fragancias,

abundante comida y refresco e imponentes revistas musicales y salvas de artillería. Son

evidentes la agitación y la estimulación de los sentidos para cimentar la fidelidad regia: la

“vista se recreaba en la variedad, en tapicerías, balcones y ventanas, y en el numeroso

concurso que las llenaba, y el oído con la acorde música de los Cuerpos Militares”, “se ha

visto grabado el placer sobre los semblantes de un inmenso concurso hasta los pueblos

vecinos” (Gazeta de Santafé s.n.:25-VIII-1818:54) (Gaceta de Caracas Nº12:19-IV-

1815:97). Ciertamente, en las relaciones de estos eventos abundan las referencias a un

mundo alegre y colorido, dominado por una estética de la abundancia y la prodigalidad: la

recreación del paraíso terrenal en la Tierra Firme. Así, para celebrar el cumpleaños del

monarca, se llevó a cabo en Santafé, entre otros eventos, un baile de gala, donde “estaban

preparadas con diestras pinturas y decoraciones del mejor gusto, magnificas salas”:

La mesa de refrescos estubo cubierta con explendor y abundancia en todo el discurso de

la noche para quantas personas quisieron llegar á ella. Sirvióse finalmente á la una, en

otro salón espacioso y adornado, un Ambigú, en que lisongeaban el paladar mas

delicado, diversidad de manjares de esquisito gusto, cubriéndose la mesa por quatro

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veces consecutivas, y reluciendo siempre en todo el mejor orden, urbanidad y amable

franqueza. La pieza resonó con repetidos vivas y brindis en obsequio del digno objeto

de esta alegre función, y de los concurrentes (Gazeta de Santafé Nº19:17-X-1816:206).

Se trataba, entonces, de afirmar la existencia de la comunidad política a partir de un

conjunto de lenguajes rituales y emblemáticos ampliamente compartidos y basados en la

lógica de la correspondencia. No es otra cosa que lo que algunos autores han denominado

la teatralidad del poder estatal: el inevitable uso de símbolos, imágenes y ritos para

expresar el orden social y el deber ser de la política –y también su no deber ser asociado

con el caos–.43

Así, las ciudades americanas debían revelarse como teatros del poder

soberano. Desde la plaza mayor hasta los confines de los cuatro puntos cardinales, la

simbólica monárquica decretaba la victoria de la unión hispánica. En este sentido, la

instalación de más de treinta arcos triunfales para dar la bienvenida al Ejército

expedicionario en Santafé, arcos “todos diferentes y con banderitas, y en ellos vítores y

versos al rey de España”, manifiesta cómo se reafirmaban los fundamentos del orden

monárquico a través de la espectacularidad. Según escribió el oficial Rafael Sevilla en sus

Memorias sobre la entrada de Morillo a la ciudad: “á la entrada de la ciudad y en la calle

que había de recorrer para llegar á su habitación, [Morillo] encontró multitud de arcos

triunfales y carros con comparsas, y banderas españolas, y flores, y cortinas de damasco en

todos los edificios, y señales del mayor entusiasmo y acendrado españolismo”. Sin duda,

concluye, “se intentaba recibirle con una ovación sin precedente en los fastos de la historia

de aquel virreinato” (90, 88). El mismo recibimiento triunfal a las tropas y el apoyo en la

consecución de recursos eran un indicador de la fidelidad de los pueblos y del “buen

estado de la opinión pública”. Según informaba el oficial Juan Francisco Capdevila en

junio de 1816 sobre el pueblo de Natagaima: la “masa general de los pueblos, ha recibido

con el mayor entusiasmo los valientes soldados de mi mando, y todos acreditan la

adhesión que tienen por la justa causa de su Soberano; habiéndose reunido á mi tropa esta

mañana, el Padre Cura, y los SS Alcaldes dándome noticias que me sirven de mucho”

(Boletín de Exército Expedicionario Nº30:23-V-1816: s.n.).

Esta repetición de la simbólica monárquica permitía señalar la continuidad misma de la

comunidad política y proveía a los realistas de una genealogía histórica sobre la grandeza

de la “España americana” durante los trescientos años de la pax hispanica. Se trataba de

escenificar públicamente un tiempo litúrgico para traer a colación un pasado fundacional,

grandioso y aleccionador. Así, la celebración de la restitución de las funciones del Santo

Oficio de la Inquisición en Santafé por orden de Fernando VII, “que a imitación de su

glorioso predecesor el Señor Don Felipe Segundo, estima más que su propia grandeza el

honor y la gloria de Dios”, se llevó a cabo “con toda la solemnidad que prescribe el

Ceremonial del paseo del Estandarte de la Santa Fe, por las calles y lugares

43

Para los lenguajes emblemáticos: Sebastián López (1990), de la Flor (2002). Sobre la teatralidad del poder

Balandier (1994), Geertz (2000).

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127

acostumbrados”, “á imitación de lo que se practicó en esta Capital en la última publicación

que se hizo el año de 1656” (Gazeta de Santafé s.n.:25-VIII-1818: 55-56). De este modo,

las celebraciones monárquicas afirmaban ciertas imágenes colectivas de las ciudades, de su

origen, constitución y devenir como comunidades políticas perfectas, amén de dotar de

unidad, coherencia y sentido los acontecimientos del pasado, el presente y el futuro bajo el

común denominador de la dominación ibérica. De allí que muchos realistas, a partir de las

celebraciones monárquicas, se imaginen a sí mismos como hacedores de la historia que se

urde en el presente, que abarca y atraviesa todo desde la lógica del espectáculo.

En este sentido, conviene destacar aquí el papel desempeñado por las imágenes del rey en

forma de retratos, emblemas, estandartes, bustos, monedas y medallas que se distribuían

entre las gentes y se enseñaban en diferentes espacios públicos, pues quizá más que ningún

otro elemento, estos invitaban a la unión hispánica.44

Según los realistas, “es muy raro en

toda la vasta extensión de las Américas, entrando aun en este número las Monjas más

Recoletas, el que no tenga un retrato ó busto de FERNANDO; y no se presente al público

con la insignia del vasallaje a FERNANDO” (Bestard 25). El monarca era amado,

aclamado y temido –y también odiado– por sus vasallos a través de estas representaciones

que, además de funcionar como un espejo de sus virtudes, congregaban a su alrededor a

toda la comunidad política: “se había adornado la Ciudad con porción de arcos de triunfo,

y colocación pública de muchos retratos de nuestro amado Rey el Señor Don Fernando

VII, emblema nada equívoco del regocijo y placer conque se ven restaurados sus

habitantes a su antigua libertad” (Boletín del Exército Expedicionario Nº28:31-V-

1816:s.n.). Los retratos del rey no solo eran exhibidos, sino que eran paseados en

procesión y reverenciados de manera ritual. Según dirá Francisco Warleta a Morillo sobre

su entrada triunfal a Medellín en abril de 1816, después de “renovar a las autoridades

civiles, empleados y demás corporaciones el juramento de fidelidad á nuestro Augusto

Soberano”, “con la mayor pompa y brillante aparato”, “se trasladó en procesión el retrato

de nuestro Rey a la Iglesia Mayor, en la que con solemne misa, sermón y Te Deum se

tributaron gracias al todo poderoso” (RAH, sig. 9/7658, leg. 15, c, ff. 53-54). La exaltación

de la grandeza y munificencia del rey a través de estas representaciones, y también de su

ingente número, contribuía en el dictado de obediencia que promulgaba la monarquía. La

exposición pública del monarca representado permitía hacer verdadero el pacto entre este y

sus vasallos, disminuyendo la distancia simbólica entre ambas partes; hacía posible la

concreción de una obligación mutua y demostraba que el monarca era cercano y accesible

para sus hijos de la Tierra Firme. Así, según podemos leer en la Gaceta de Caracas, el

Consejo de Indias había remitido a la ciudad un conjunto de láminas reales para ser

repartidas entre las diferentes corporaciones. La celebración de su descubrimiento público

no se hizo esperar:

44

Sobre el poder de los retratos reales véanse Marin (1981, 2009). Para los usos de estos retratos durante las

primeras repúblicas, Gutiérrez Ardila (2014).

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128

El ocho de Septiembre en que se celebra la Natividad de Ntra. Señora, debía destinarse

para tan sagrado espectáculo. En efecto, desde su víspera por la noche se hizo en la casa

del Sr. Capitán General, abogado honorífico del mismo Colegio, una lúcida y primorosa

iluminación, en que no solo brillaba la lámina [una imagen de Fernando VII]

guarnecida de esquisitos adornos, sino también varios símbolos y geroglíficos alusivos

al poder, á la justicia, y demás atribuciones de la Soberanía. Una armónica orquesta en

la sala de aquel Gefe, reunió tanto en lo interior, como por fuera, un concurso numeroso

de los habitantes de esta ciudad. Tal fue el lucido aparato que precedió á tan festivo día

(Nº152:01-X-1817:1187-1188).

La autoridad absoluta del monarca no se expresaba, entonces, en términos de una entidad

abstracta, como para los realistas lo hacía la de las repúblicas, sino encarnada en toda esta

simbólica ritual necesaria para actualizar los vínculos de vasallaje. No de otra manera

podemos entender los efectos de la revelación de las láminas reales en Caracas: “sintieron

los individuos de aquel cuerpo tan viva emoción, como si hubiesen visto, y participado del

acto el más grandioso, y satisfactorio para los pueblos y para un Monarca que quiere tener

el tierno y honroso título de Padre” (Nº152:01-X-1817:1187). En cualquier caso, esta

saturación de los espacios públicos por la imaginería y los valores monárquicos registra el

vigor renovado del lenguaje de la majestad, la jerarquía y el universo corporativo en las

sociedades americanas, al tiempo que da cuenta de su consideración por los mismos

realistas como recursos fundamentales para llevar a cabo la reconstrucción de la

legitimidad del gobierno del rey. Según la Gazeta de Santafé, “como no puede haber jamás

para los pueblos un bien más precioso que la paz y el orden, tampoco pueden gozar un

placer más grato, que el repetir los testimonios de fidelidad y sumisión al Principe y á las

Santas leyes, que le proporcionan aquel bien inestimable” (s.n.:25-VIII-1818:53). En este

sentido, para los realistas, estas celebraciones se constituían en lecciones en dos sentidos

complementarios. Por un lado, se trataba de “lecciones necesarias para los pueblos”, actos

profundamente pedagógicos diseñados para reafirmar las instituciones y costumbres

monárquicas. Por otro lado, las celebraciones fidelistas eran lecciones “del amor y respeto

debido al Monarca”, se constituían en espacios para que los mismos pueblos expresaran su

obediencia y elevaran un tributo de fidelidad al rey (Gazeta de Santafé Nº19:17-X-

1816:203-204). Como afirmaba el Cabildo de Santafé de Antioquia, gracias a los indultos

librados al calor de las fiestas reales, “vuestra augusta persona va á ser sagrada en estos

Payces, no solo por el respeto, sino también por el amor” (AGI, Santafé, leg. 668).

El fasto debía servir para sanar las heridas abiertas por las revoluciones, debía cimentar la

unión entre españoles peninsulares y españoles americanos y reunir en un campo de

conformidad a las diferentes provincias de la Tierra Firme. De allí que, acorde con la

tradición justiciera de la monarquía hispánica, en estas celebraciones se concedan indultos

y se liberen presos como un modo de formar la opinión pública en el pueblo y atender los

requerimientos del reputado tribunal de la razón y el bien común. Ya lo decía el virrey

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Montalvo con respecto a la amnistía decretada por el monarca y celebrada en Antioquia:

“captando corazones por medio de suaves providencias, desterrando inveterados

resentimientos, é inspirando en todo confianza en el Gobierno, es como se asegura la

tranquilidad de los pueblos reducidos á la obediencia del Rey” (AGI, Santafé, leg. 631,

s.f.). Por supuesto, la publicación de indultos y la expedición de perdones reales en sí

mismas no garantizaban la fidelidad al monarca, pero, para los realistas, sí permitían

presentar públicamente la reconstitución de la comunidad política y acercar a los

americanos “por nuevos vínculos de amor á su Madre Patria”. No en vano la proclamación

de un indulto real en Caracas, cuya “publicación fue hecha con una solemnidad rara vez

vista”, fue contemplada como el “medio radical de restituir á estas provincias los bienes

que las turbaciones han hecho desaparecer” y como la oportunidad ideal para que

“consolidemos todos el edificio de la paz con la unión, la obediencia y todas las virtudes”

(Gaceta de Caracas Nº151:24-IX-1817:1179-80; Nº152:01-X-1817:1181-84).

Finalmente, si bien todo este esfuerzo por la ostentación y la abundancia se encontraba

directamente relacionado con la dignitas de la persona real, con su carácter trascendente,

es importante señalar también que las ciudades americanas debían responder a su posición

en el cuerpo político hispánico. Dependiendo del rango y la fama de la ciudad, mayor y

más fastuosas debían ser sus celebraciones, lo que a su vez le permitía solicitar y esperar

nuevas gracias o distinciones –como afirmar su dominación sobre otras ciudades menores

y escalar en la estructura jerárquica de ciudades, pueblos y villas–. Sin duda, la

publicación de impresos dando cuenta de manera pormenorizada de la grandeza de las

celebraciones hacía parte fundamental de la economía de gracias que regulaba las

relaciones sociales y políticas de la monarquía hispánica. Se constituía en uno de los

modos apropiados de cultivar la fama fidelista de la ciudad y de atraer el favor y el perdón

del monarca sobre la comunidad política, las diferentes corporaciones y los vecinos

principales. No es casualidad que en estas relaciones festivas campeen las referencias a

todo tipo de contribuciones e iniciativas particulares, pues, como servicios prestados a la

Corona, eran susceptibles de recompensa. Así, las celebraciones de fidelidad enfatizaban el

valor cultural de la unión hispánica, al tiempo que daban cuenta de cómo el “justo y suave

gobierno [del rey] se consolida en las Américas” (Gaceta de Caracas Nº54:10-I-

1816:430).

3.3 El orden de Dios. La fidelidad en el púlpito católico

La monarquía hispánica, imaginada por los realistas como la campeona de la cristiandad

en el mundo, encontró en el clero católico uno de sus principales bastiones de legitimidad

en la Tierra Firme. El nudo teológico-político que organizaba el armazón del orden

hispánico implicó que la reconstrucción de la legitimidad del gobierno real pasara

necesariamente por la intervención de los eclesiásticos en los diferentes espacios públicos,

pues “estos sujetos fijan la opinión de los pueblos, inspiran confianza á los habitantes,

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saben hacerlos amar el Gobierno del Rey, y reúnen las voluntades de todos” (Morillo, en

Rodríguez 3: 482). Según dirá el capuchino catalán Nicolás de Vich, los religiosos no solo

estaban en la Tierra Firme para las “miras religiosas” y los “progresos evangelicos”, pues

“sirven tambien á la República y al Estado para extender sus dominios á costa de

sacrificios los mas extraordinarios”, y lo más importante, “sirven para formar nuevos

vasallos y nuevos pueblos á favor del Soberano; sirven para inspirar en ambos hemisferios,

hasta á costa de su sangre, odio eterno contra la anarquía” (28). Para el virrey Montalvo, la

importancia de los religiosos radicaba en “que por su ministerio están obligados á

persuadir á los pueblos a la obediencia de su legítimo Monarca, y reprender y encaminar

bien con sus discursos y exemplo á los que se extravían del camino que les conviene”

(Gaceta de Caracas Nº42:25-X-1815:334). En efecto, los eclesiásticos serán considerados

como los principales artífices de la opinión monárquica debido a su enorme influjo sobre

las gentes. Para Morillo, en la medida en que la “Religión y la política van unidas para la

tranquilidad de estos países”, nada podían adelantar las armas del rey sin el respaldo del

clero: “con las tropas del Rey venceré en toda la América, pero el convencimiento y la

obediencia al Soberano es obra de los eclesiásticos, gobernados por buenos Prelados”.

Según dirá el mismo general ibérico, los republicanos habían utilizado de manera

estratégica la política y la religión para consolidar su dominio y “han manejado estas dos

armas cuanto han podido; por lo mismo nosotros debemos oponer los propios medios para

hacer abortar sus planes y dificultar cada vez más el que se realicen” (en Rodríguez Villa

3: 196, 167).

Para los realistas, la experiencia, esa autoridad tantas veces esgrimida en sus escritos,

demostraba que durante las primeras repúblicas y la campaña de reconquista militar la

geografía de la opinión en la Tierra Firme había estado condicionada por la filiación

política del clero en sus respectivos pueblos. La relación de subordinación que alimentaba

el vínculo de los eclesiásticos con las comunidades implicaba en muchos casos la

obediencia, aunque esta no siempre tuviera un carácter absoluto o mecánico. En todo caso,

resultaba innegable para muchos que “donde el cura ha sido bueno, el pueblo lo ha

imitado” (Morillo, en Rodríguez Villa 3: 167). Prueba de lo anterior era la extraordinaria

fidelidad demostrada por los pueblos del nororiente neogranadino, “en especial los pueblos

de Bucaramanga y Girón, los cuales han logrado tener un buen cura como el doctor D.

Eloy Valenzuela”, “que ha conservado una entereza sin igual contra los facciosos,

dirigiendo la opinión del pueblo en todo tiempo, hacia la persona del Rey” (Morillo, en

Rodríguez Vila 3: 165, 143). El mismo arzobispo de Caracas dirá que las provincias de

Venezuela se habían conservado fieles al monarca gracias a sus buenos oficios y que era

imposible hacer la “exacta enumeración de todos los resortes que he movido para salvar

aquellos países” (Coll y Prat 21). El testimonio fidelista de Popayán también era

contundente en este sentido. Según escribió el general Calzada al obispo Ximénez: “no es

poca fortuna para un pueblo tenerlo a usted como cabeza”, “sin esto quizá los malvados

hubieran aprovechado algo de las presentes circunstancias y corrompido la buena opinión

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de los pueblos”, “no temo decir que es a usted solo a quien se debe la quietud de esta

provincia y el apoyo que encuentra en ella esta división” (AGI, Papeles de Cuba, leg.744,

s.f.).

No debe sorprender, entonces, que las principales cabezas del régimen restaurador

soliciten continuamente a Madrid el envío de religiosos, pues “harían más efecto en la

opinión pública, y contribuirían más a la pacificación de estos países que una buena

división de tropas escogidas” (Morillo, en Rodríguez Vila 3: 608). Todavía a finales de

1818, Morillo seguía escribiendo a la Península para “que se envíen á estas provincias

religiosos misioneros y eclesiásticos de conocido celo y entusiasmo por la propagación de

nuestra santa fe y por el sostenimiento de la justa causa de S. M.”, pues “estas gentes solo

son dóciles á las voces y consejos de un buen sacerdote, ó de su cura párroco, únicos que

influyen con decisión en la buena ó mala opinión de todos ellos” (en Rodríguez Vila 3:

612). Sin embargo, no todos los eclesiásticos eran bienvenidos, pues también resultaba

innegable que “los más de los curas han sido los fomentadores de las nuevas ideas”. Para

el general ibérico, por ejemplo, resultaba fundamental, “para ayudar al fomento de este

virreinato y á darle la tendencia hacia la obediencia al Soberano”, “enviar muchos

religiosos franciscanos y capuchinos, disminuyendo los de las demás Órdenes, y

haciéndoles ocupar los curatos y misiones”; mientras que “convendría que por lo menos á

los de las órdenes de Santo Domingo y agustinos, se les llevase á la Península para que,

diseminados en los claustros de allí, rectificasen su doctrina para que no entorpezcan las

medidas que los verdaderos religiosos tomen” (en Rodríguez Villa 3: 167, 203, 196-197).

En el caso particular de la Compañía de Jesús, Fernando VII ordenó su restablecimiento en

la Península en mayo de 1815, y en sus demás dominios tres meses después, convencido

de que los los jesuitas “pueden ser para la tranquilidad de sus países el remedio más pronto

y poderoso de cuantos se han empleado al logro de este intento” (Decretos 615). El mismo

cabildo de Santafé, en junio de 1817, una vez conocida la noticia en la Tierra Firme,

solicitó al monarca el envío de misiones de jesuitas al virreinato en los siguientes términos

–solicitud que fue apoyada sin reservas por el cabildo eclesiástico de la ciudad–:

Los Jesuitas con su freqüencia en el púlpito, con su asiduidad en el confesionario, con

sus esqüelas y con sus excursiones apostólicas mantenían el buen orden y todo este

Nuevo Reyno pacato y dócil estaba en una racional, gustosa y justa subordinación, á la

qual se subrogó después una loca, y mal entendida libertad. Este ayuntamiento está

persuadido, y se atreve á asegurarlo á V.M., que para que las costumbres florezcan; y

para que la sana doctrina tome el asiento de que la despojó el error, es de suma

importancia en un Pueblo un colegio de Jesuitas (AGI, Santafé, leg. 580, s.f.).45

45

Para una visión general sobre la participación del clero durante la crisis de la monarquía hispánica en la

Tierra Firme pueden resultar útiles: Figuera (1960), Tormo y Gonzalbo (1963), Suriá (1967), Tisnés (1971),

Hamnett (1976), VV.AA. (2002), Egido (2004), Alejos (2008), Toro (2008), Plata (2009). Con frecuencia,

los estudios recientes privilegian ciertas figuras importantes. En el caso neogranadino quizá la más estudiada

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De este modo, la selección del clero con base en su presunta adscripción partidista será un

factor fundamental en las consideraciones políticas del régimen restaurador sobre el

gobierno de la opinión en la Tierra Firme. El virrey Sámano, como vicepatrono real, debió

lidiar en diferentes oportunidades con la provisión de curatos en el virreinato “evitando así

que sean dados por empeño a personas sospechosas y habiéndose buscado para que los

sirvan hasta dicho tiempo sujetos buenos o menos malos” (RAH, sig. 9/7665, leg.22, ff.62-

64). Todo esto en el marco de la imperiosa “necesidad de que los nuevos pastores vengan

pronto á cuidar de sus rebaños, y que centenares de religiosos se encarguen de los curatos

de Santafé y Venezuela” cuyas sillas arzobispales permanecieron vacantes por algún

tiempo (Morillo, en Rodríguez 3: 167; 4: 34-35). Para los realistas, la unidad misma del

clero secular y regular en torno a la idea monárquica debía constituirse en expresión

diáfana de la verdad de la legitimidad del reinado de Fernando VII. El mismo Papa Pío

VII, en una bula rubricada el 30 de enero de 1816 –la encíclica Etsi longissimo terrarum,

“Aunque inmensas tierras”–, que circuló extensamente en toda la Tierra Firme, hizo un

llamado al todo el clero para reeducar a los americanos en la fidelidad al rey y “desarraigar

y destruir completamente la funesta zizaña de alborotos y sediciones, que el hombre

enemigo sembró en esos países”.46

En un sentido similar, el obispo de Cartagena, Gregorio

Rodríguez Carillo, hizo un llamado a “sus hijos en Cristo” para que se comportaran

siempre como “buenos Curas, buenos Pastores, buenos Sacerdotes, buenos Eclesiásticos, y

buenos Súbditos y vasallos del más humano, compasivo y cariñoso de todos los Reyes”

(1818:2). No en vano Morillo se encargó, no sin polémica y no sin agravio, de desterrar de

toda la Tierra Firme a los principales eclesiásticos implicados en las revoluciones para

evitar el “contagio rebelde” –la respuesta del clero implicado, acusado de participar en

elecciones populares, propagar la opinión en favor del nuevo orden y proclamar la

independencia, fue contundente denunciando al general ibérico– (AGI, Santafé, legs. 973,

974), al tiempo que las imprentas oficiales daban a luz retractaciones de religiosos

infidentes con el objetivo de hacer “ver las cosas en su verdadero punto de vista”, y de

paso, prevenir el enrolamiento de más eclesiásticos en las filas de la república, denunciado

hasta el final por los realistas. Según el testimonio de Tadeo Romo, cura del pueblo de

Machachí, en Quito, publicado en la Gazeta de Santafé –y meses después reimpreso en la

Gaceta de Caracas (Nº130:7-V-1817:1012)–:

Declaro que detesto, y abomino la revolución, en que me compliqué, después que la

encontré ya establecida. Si yo me hallase en estado de poder satisfacer á nuestro

Soberano, y al público, haría resonar mi voz en todas estas Provincias y acreditaría

con mi exemplo, quan ageno muero de tan pernicioso sistema. Por tanto es mi

sea la del cura cartagenero Juan Fernández de Sotomayor y el obispo de Popayán Salvador Ximénez de

Enciso. Para el caso venezolano, Narciso Coll y Prat y Rafael Lasso de la Vega son las figuras más

analizadas. Al respecto pueden verse: Pérez Vila (1960), García-Herrera (1961), Carrillo (1973), Rojas

Muñoz (2001), Virtuoso (2001), Medina y Mora (2002), Peña Rojas (2008), Ocampo López (2010). 46

La bula papal fue ampliamente comentada en su momento por el obispo de Popayán y por el obispo de

Maracaibo. Al respecto véanse, (Ximénez, 102-158) (Gaceta de Caracas Nº130:7-V-1817:1013-1015).

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voluntad, que esta mi retractación circule por cuantas partes se pueda, para satisfacer

del modo posible el mal exemplo que he causado, sosteniendo dicha revolución

(Nº29:26-XII-1816:292).

En efecto, el testimonio de vida fidelista de los mismos religiosos debía convertirse en un

espejo de virtudes para sus fieles, en una “escuela práctica para todos”, en un sermón

eterno de rectitud y de justicia”. La publicidad de sus actos y de sus opiniones debía hacer

posible la distinción entre la justeza realista y la iniquidad republicana, pues los apóstoles

de Dios eran la “luz del mundo” (Rodríguez Carillo 1818: 1-3). Para el arzobispo de

Santafé de Bogotá, Juan Bautista Sacristán, “no hay cosa que más instruya, y mueva la

piedad, que la vida exemplar de los Eclesiásticos”, de allí que ordenara al clero

neogranadino: “seamos exemplo de buenas obras en doctrina, en integridad, y gravedad”

(1816:3). Según afirmó el cura Gruesso, con respecto al párroco del pueblo de La Cruz,

José María Morcillo, presuntamente asesinado por las armas republicanas en el Tambo:

“llegado el momento de hacer los mayores sacrificios para defender la causa del Soberano,

corrió, voló de un extremo á otro de su Curato, y logró inflamar á sus feligreses, con el

santo, y hermoso fuego de la fidelidad. El animaba á los unos, exortaba á los otros,

levantaba á estos, y no desmayaba con aquellos” (13). En un sentido similar dirá Morillo

sobre el gobernador del Arzobispado de Caracas, Manuel Vicente de Maya, “que en todos

tiempos y en todas circunstancias, ha sido modelo de fidelidad y constancia en favor de la

justa causa del Rey” (en Rodríguez 3: 611). Así, los religiosos, movidos por la fidelidad al

rey, contribuían en donativos voluntarios para sufragar los gastos de la guerra; socorrían y

ocultaban a los monárquicos perseguidos por los republicanos; cuidaban con esmero a los

soldados del rey heridos en combate; lideraban las celebraciones monárquicas en las

diferentes provincias; mediaban entre los bandos enfrentados y predicaban la santidad de

la “justa causa” por medio de sendos discursos. Los eclesiásticos debían promover entre

los vasallos del rey un sentimiento de fidelidad y de pertenencia hacia las “dos Españas” y

persuadir de matar y morir en nombre del rey –asunto que con el transcurrir de la guerra,

las pérdidas en las filas realistas y el aumento de las deserciones se irá haciendo más

acuciante–. Según dirá el obispo de Maracaibo, Rafael Lasso de la Vega: los “sacerdotes,

dice Santo Tomás, deben ser los primeros en la guerra para exhortar”, “la guerra que le

debemos hacer [a la insurrección] es absolutamente necesaria y esta no se hace sin gente”,

“de cuantos males libraríais á vuestros mismos pueblos, si los que son aptos para tomar las

armas por vuestras eshortaciones se presentasen voluntarios” (Gaceta de Caracas

Nº281:8-XII-1819:2163). No en vano la sentida prédica del obispo de Cartagena a todos

sus diocesanos para que hicieran de la fidelidad al rey su divisa pública:

Mandamos además á todos los dichos, y á los demás Sacerdotes seculares y regulares,

confesores y predicadores á quienes está encargada la administración de los santos

sacramentos, y el ministerio de la predicación y de la palabra, procuren con todos sus

talentos en el púlpito, en el confesionario, en las conversaciones privadas, en los

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consejos particulares reformar la opinión pública cuyo extravío es el origen de tantos

males; afanándose todos en esta grande obra, y en beneficio de las almas, tanto como se

afanan los incrédulos ministros de la impiedad en extraviarlas, en perderlas, en

condenarlas (Rodríguez Carrillo 1819a: 8-9).

Precisamente, para “acreditar la fidelidad” y anudar la unión hispánica, los religiosos

emprendieron continuas visitas pastorales en los diferentes pueblos de su jurisdicción.

Estas visitas pastorales, que llevaban a cabo desde los arzobispos hasta los curas párrocos,

siempre de común acuerdo con las autoridades civiles y militares, serán consideradas

como el mayor “servicio a la religión y al estado” de parte de los eclesiásticos. Según dirá

Moxó aprobando la visita de Lasso de la Vega por la jurisdicción de Coro en febrero de

1816: “póngase en gaceta este decreto y la pastoral con que ha emprendido este zeloso y

vigilante pastor una de sus más privilegiadas funciones, consultando la mayor gloria de

Dios, bien del estado, edificación de las almas y reforma de costumbres tan precisa para

consolidar el gobierno y exterminar las rebeliones” (Gaceta de Caracas Nº62:28-II-

1816:485-486). Las visitas pastorales, además de permitir el disciplinamiento del clero y

de los fieles, funcionaban como un buen termómetro para evaluar el avance de las “buenas

ideas" y recabar la información y la desinformación que circulaban entre los pueblos. Los

eclesiásticos fungieron como fuentes de información confiable para la Corona, pues como

depositarios de cierto saber sobre la opinión de los pueblos, elaboraron sendas reseñas

sobre las “chispas” y las murmuraciones que rodaban por doquier. Según informó el

obispo de Cartagena al virrey Sámano en junio de 1819:

…aseguro a V.E. para su inteligencia y gobierno, que en muchos pueblos del partido de

Sabanas que he corrido en esta mi primera salida, he hallado alguna tal cual familia

dementada con los síntomas mortales de la independencia, familias que convendría

reprimir con alguna poquita de severidad, por el peligro en que ponen la tranquilidad

pública. En los pueblos donde no hay este linaje de gentes refractarias, me han recibido

y despedido con los aplausos encantadores de "viva el rey", como pudieran recibir a

vuestra excelencia. Saben es mi placer vitorear a su majestad y así lo tengo mandado a

los curas para que lo hagan los días festivos cuando los pueblos entran y salen de la

iglesia… (AGI, Papeles de Cuba, leg.708, s.f.).

Asimismo, los eclesiásticos se constituyeron en vectores privilegiados de las mismas

novedades que el gobierno real quería propagar entre los pueblos. La estructura jerárquica

de la Iglesia católica era fundamental para el correcto funcionamiento de los circuitos de

información del régimen restaurador. De esta manera, después de la victoria bolivariana en

Boyacá, el obispo de Popayán escribirá al cura de Cali para que publicara una circular de

su autoría en la cual recordaba a los párrocos provinciales la fidelidad debida al monarca al

tiempo que daba cuenta de la urgencia de comunicar algunas novedades a sus feligreses

relacionadas con el Ejército real comandado por el general Calzada –su pronto arribo y su

elevado número–. Las instrucciones eran precisas: “luego que usted reciba el adjunto

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exhorto lo publicará y hará entender á todos los habitantes de esa ciudad, y sacando copia

de él, lo remitirá al cura más inmediato para que también lo publique, y de este modo se

haga circular por todo el Valle” (AGI, Papeles de Cuba, leg.744, s.f.). La efectividad de las

redes eclesiásticas se constituía en baluarte de primer orden para las armas reales. Según

escribirá el mismo prelado a Calzada:

Inmediatamente que recibí la carta de usted se propagó por todo el pueblo la noticia y

mi palacio se llenó de toda clase de gente que con una uniformidad sustanciosa y llenas

sus semblanzas de una alegría que no engaña, todos á una voz gritaron: “Viva el general

Calzada. Viva Nuestro libertador”. Esta agradable noticia que se difundió por todo el

Valle con la velocidad del rayo por los buenos y por los malos, apagará el fuego

subterráneo que ya se iba inflamando con el soplo de cuatro malvados, pues no creo que

la masa general esté corrompida, y he procurado sostener la buena opinión por medio

de mis curas a quienes he dirigido el oficio circular que en copia acompaño a usted

(AGI, Papeles de Cuba, leg.744, s.f.).

En cualquier caso, serán las encendidas exhortaciones desde los atrios y el

pronunciamiento de sermones ante las expectantes multitudes, las estrategias privilegiadas

por parte del clero realista para restaurar el sentimiento de unanimidad regia entre los

pueblos.47

El discurso católico, a través de la autoridad, la elocuencia y el virtuosismo –

pero también del despliegue de determinada corporeidad y gestica durante las

exhortaciones fidelistas–, debía sustentar la unidad de la nación española. Se trataba de

“discursos llenos de elocuencia, de sabiduría, de pensamientos delicados, de verdades

igualmente morales que políticas” (Gaceta de Caracas Nº152:1-X-1817:1188). La

reputada eficacia de la oratoria religiosa descansaba en su capacidad para apelar de manera

sistemática a la conciencia de sus oyentes y de sus lectores. Según dirá el padre Mariano

de Talavera a su auditorio en Caracas: “estos sentimientos son los que yo quiero

imprimiros en este breve rato”, “abramos un momento los ojos y demos oídos á las voces

insinuantes de la naturaleza y de la razón” (2,3). Si bien la mayoría de sermones

pronunciados durante la restauración absolutista no fueron a la imprenta, aquellos que lo

hicieron tendrían siempre un objetivo fundamental: “que estas letras giren”, que el mensaje

de fidelidad “llegue á noticia de todos nuestros súbditos” (Bestard 3, 49). En este sentido,

las anotaciones con respecto a su recepción por parte del público serán moneda frecuente.

La Gazeta de Santafé, por ejemplo, no ahorrará detalle alguno sobre el sermón

pronunciado en la catedral de la ciudad con motivo del cumpleaños del rey en octubre de

1816:

La Cátedra Evangélica jamás estuvo tan dignamente ocupada como en este día. Un

concurso numeroso guardando el más profundo silencio, estuvo pendiente de los labios

47

Para la importancia de los sermones en el marco de la crisis de la monarquía hispánica en la Tierra Firme

véanse Garrido (2004), Cortés Guerrero (2010), Arce (2011). Para el caso mexicano puede verse Herrejón

Peredo (2003). Para España véase, López Alós (2011).

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del Orador, que haciendo una paráfrasis en forma de homilía de los Versos 11, 12, 13 y

14 del Cap. X de la Sabiduría, manifestó el triunfo que por ella ha conseguido el

Augusto Fernando contra sus enemigos, en uno y otro Emisferio. Para hacer solo el

análisis de este bello discurso era necesaria toda la eloquencia y delicadeza del que lo

produxo: baste solo decir que la acertada disposicion de pruebas y argumentos; el estilo

varonil y florido, la elección exquisita de figuras, un lenguaje puro, castiso y limado;

acción animada; una voz firme y sostenida, formaron un todo admirable en el desarrollo

de aquella idea sencilla, y al mismo tiempo sublime. Si es grande la gloria de España el

haber producido guerreros formidables, apoyos de su trono y defensores de su libertad;

no lo es menos el producir oradores como el Señor Racionero de esta Sta. Iglesia

Catedral Dr. D. Francisco Xavier Guerra y Mier, que eternizando su memoria, la

llevarán por su eloquencia, como en una especie de triunfo hasta la más remota

posteridad (Nº19:17-X-1816:206).

En términos generales, esta oratoria sagrada privilegia el discurso directo y el registro de

alegorías, alusiones y símiles afincados en la historia sagrada, la tradición antigua clásica y

la historia reciente. Sin duda, estos discursos se encuentran dominados por una idea de

pragmatismo comunicativo que toma distancia de la retórica barroca dieciochesca. Según

escribió el cura José Antonio Torres y Peña: “no usaré de más adorno que el que

naturalmente trajese consigo la sustancia de los hechos; ni me dirigiré por otro motivo que

el de indicar los sagrados desvelos de la verdad y la justicia. Por eso no se busquen [aquí]

las bellas frases o los agrados del estilo” (11). El objetivo principal de estos exhortos era

legitimar el gobierno de Fernando VII en las Américas y dar cuenta de los derechos

indisputables de su soberanía, en franca contraposición con la ilegitimidad del gobierno

republicano. Se trataba de hacer coincidir el imperio de la verdad eterna con los principios

del reinado fernandino; de sacralizar nuevamente la figura del rey. La defensa de la

monarquía hispánica era la defensa del orden sagrado: la “causa de los Reyes, está

íntimamente unida con la de la religión, y que atacada la una, se ataca también la otra en

uno de sus primeros preceptos, qual es el de la obediencia, y respeto, que se les debe, por

recibir su poder de las mismas manos de la divinidad” (Gruesso 13). Estos sermones, en

tanto que discursos sagrados anclados en determinadas tradiciones escriturarias –en el

sentido del conocimiento de las Sagradas Escrituras– no buscaban únicamente persuadir al

público de las bondades de la monarquía, sino enseñar de manera diáfana la verdad,

situarla más allá del terreno de lo discutible. No sorprende, entonces, que los eclesiásticos

realistas concibieran sus sermones como mensajes de afirmación de la fe monárquica y

como espacios de conversión para los díscolos republicanos –aunque solo algunos, los

menos alucinados, pudieran ser convertidos–. Según escribió el obispo de Cartagena al

rey: “predico con frecuencia, desenvolviendo las causas y motivos de esta revolución y

convenciéndolos que todo cuanto se alega es una falsedad, una impostura nacida de la

ambición de un hombre inmoral y soberbio [se refiere a Bolívar] que quiere reinar sobre la

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sangre de los inocentes pueblos. Algunos se desengañan, otros siguen en su obstinación, y

yo procuro sacar de cada uno la ventaja que puedo” (AGI, Santafé, leg.1171, s.f.).

Justamente, afirmar ese carácter de verdad trascendente, permitió a los eclesiásticos

valerse de otras armas para fijar definitivamente la opinión en favor de la causa regia: la

quema de papeles sediciosos, las censuras eclesiásticas, la no administración de los

sacramentos a los rebeldes, la excomunión y la expulsión de la Iglesia, y el abandono de

las parroquias con cientos de emigrados ante la entrada triunfante de los republicanos.

Según afirmó en su momento el obispo de Popayán: para “atajar de todos modos los

progresos de una revolución, la más funesta, impusimos excomunión mayor contra todos

los que directa ó indirectamente tuviesen parte en ella, peleando, auxiliando, aconsejando,

ó predicando la insubordinación a nuestro legítimo soberano” (Ximénez 33-34). A juzgar

por los resultados obtenidos en su cruzada contra el error, las sanciones habrían

funcionado, pues todos los testimonios coincidían en que las censuras “habían fixado la

opinión en favor de la justa causa del rey nuestro señor, en toda nuestra diócesis y

principalmente en Popayán” (Ximénez 52). Incluso, el obispo Lasso de la Vega, con ayuda

de sus feligreses, y ante el avance de las armas republicanas en los pueblos de la

jurisdicción de su diócesis, impulsó la creación de tres nuevas parroquias eclesiásticas en

La Cañada, Cabimas y Valera –se construyeron casas, calles y plazas– con el objetivo de

apartar a la población de los republicanos y concentrar a las gentes fieles que vagaban sin

rumbo por los campos, al tiempo que favorecer la defensa militar de la ciudad de

Maracaibo (Medina y Mora 2002).

De este modo, el clero se constituyó en un factor fundamental en la construcción de la

política monárquica. Si bien el estandarte regio fue desterrado en poco tiempo de la Tierra

Firme, la premisa que cimentó las políticas del régimen restaurador en torno al gobierno de

la opinión por parte del clero estará llamada a tener larga vida en la nueva nación

colombiana. Si Morillo había afirmado en su momento que los americanos “siendo buenos

cristianos, sin duda, serán buenos vasallos, obedientes al rey y a sus ministros, amantes y

agradecidos a la nación” (en Rodríguez 4: 34), Santander, una vez instalado el gobierno en

Bogotá, en noviembre de 1819, ordenó a todos los curas del país enseñar la santidad de la

causa de la independencia americana. La opinión pública en favor de las nuevas

autoridades debía pasar por el púlpito, como ya lo había enseñado el momento absolutista.

Según escribió el ministro del interior y de justicia, Estanislao Vergara, al vicepresidente

Santander un mes después:

Vuestra excelencia conoce muy bien el influjo que tienen los eclesiásticos en los

pueblos que les están encargados, y era conveniente valerse de él, en obsequio de la

independencia. Con este objeto y para que por boca de los ministros del culto, se

instruyan todos en sus derechos y deberes, vuestra excelencia ha decretado rogativas y

mandado a los curas que prediquen a sus feligreses, que la causa de la libertad tiene una

íntima conexión con la doctrina de JESUCRISTO; y que los amigos de la

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independencia, no son herejes, ni opuestos al catolicismo. Estas exhortaciones deben

tener felices resultados, así como lo tuvieron las de los sacerdotes portugueses, cuando

su nación se independizó de la dominación castellana (Gazeta de la Ciudad de Bogotá

Nº33: 12-III-1820:125).

3.4 Los hombres del rey: el Ejército realista enseña la obediencia

Los ejércitos del rey se constituyeron en una parte esencial del complejo engranaje de

fidelidad durante el momento absolutista. Más allá del imperativo evidente de ganar la

guerra, y aquí conviene recordar que la existencia del gobierno real en la Tierra Firme

dependió en grado sumo de la coyuntura militar, los hombres del rey, ora “llevando la

oliva de la paz”, ora entrando “en guerrero y conquistador”, debían ser los agentes

primeros de la “feliz reconciliación que fixará para siempre la fraternidad de uno y otro

Emisferio español” (Duarte 1815).48

Según dirá el obispo de Santa Marta, el rey había

mandado al Ejército expedicionario a la Tierra Firme con el objetivo de acabar la

“confusión, el desorden y la violencia” y volver a la vida en sociedad: “para defender su

Real Trono, para volver la Paz á todos, para que cada uno se aplique á su Labor, á su

Taller, á educar su familia, y á vivir sosegados en sus casas” (Redondo y Gómez). En

efecto, para los realistas, las tropas debían restablecer el “buen orden”, “reparar los males

que han causado los enemigos del Rey en estos Pueblos” y “asegurar á todos en la

confianza que deben tener en el pacífico y paternal gobierno de S.M.” (Gazeta de Santafé

Nº33:23-I-1817:323-324). En palabras de Morillo, su misión como cabeza de las armas

reales no era otra que “velar sobre la seguridad del orden político”, “reparar el trastorno

que han padecido las rentas reales con la dilapidación de todos sus fondos”, “cortar de raiz

los malos hábitos que la desgraciada época de cinco años había impreso en casi todos los

habitantes” y “fijar el norte del régimen y policía que persuade el bien general” (Morillo

1821: 25).

Sin duda, el advenimiento del régimen restaurador trajo consigo un encuadramiento social

más estricto y consolidó la militarización del poder monárquico, asunto que se tradujo en

la preponderancia del elemento castrense en los espacios públicos. Durante el momento

absolutista, las ciudades de la Tierra Firme se convertirán en una exposición abierta de

ciencia militar, de la guerra mostrada como espectáculo. Se trataba de mostrar el poderío

de las armas del rey, la “brillantez y disciplina de los cuerpos” y “aquel esterior que

precede y anuncia la victoria, y que se ha hecho inseparable de soldados ya acostumbrados

a vencer” –ciertamente, estas imágenes de fastuosidad y grandeza contrastaban con la

escasez crónica de hombres, suministros, vestuarios y dinero denunciada hasta el

48

Sobre los ejércitos del rey antes y durante las guerras de independencia véanse: Woodward (1968), Stoan

(1974), Hamnett (1976), Marchena (1983, 1992), Costeloe (2010 [1986]), Anna (1986), Miller (1986), Albi

(1990), Semprún y Bullón (1992), Kuethe (1993), Uribe Urán (1995), Ramos (1996), Earle (2014 [2001]),

Saether (2003), Thibaud (2003), Kuethe y Marchena (2005), Kuethe y Andrien (2014).

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cansancio en la correspondencia militar de los oficiales monárquicos– (Gaceta de Caracas

Nº234:15-II-1819:1793). Paradas militares que deslumbraban con uniformes, banderas,

músicas marciales, muestras de habilidades militares, salvas de artillería y fusilería

tuvieron espacio en calles y plazas con el objetivo de glorificar la nación española, al

tiempo que aumentar los partidarios del monarca en los campos de batalla –si hemos de

creer a las relaciones de las fiestas monárquicas, las paradas militares eran los eventos más

populares de estas celebraciones, augurando la primacía de la casta militar durante el siglo

XIX grancolombiano–. Según podemos leer en la Gaceta de Caracas:

Parte de la caballería del regimiento que lleva el nombre de nuestro amado Monarca el

Sr. Don Fernando VII hizo el manejo del sable con el mayor primor. La infantería hizo

el manejo y suplemento del arma con la música y caxas, y maniobró con tanta destreza,

que causó á los expectadores la mayor admiración; pudiendo asegurarse no habrán

jamás visto tropas de igual instrucción, habiendo sido todas estas tropas por su singular

disciplina bien admitidos y obsequiados en todos los pueblos donde han estado (Gaceta

de Caracas Nº151:24-IX-1817:1180).

Las armas del rey debían ganar los corazones de las gentes de la Tierra Firme y “sembrar

la buena opinión, atraer al Pueblo por convencimiento y desengaño propio, á jurar de

nuevo la fidelidad debida á su Real persona” (Morillo, en Rodríguez 3:34). Los ejércitos

del rey se constituyeron en importantes portavoces del discurso de fidelidad a través de

cientos de escritos públicos, de su participación en todo tipo de celebraciones, de su

contacto cotidiano con los lugareños y de su accionar propiamente militar. El Ejército

debía reeducar a los habitantes de la Tierra Firme en el respeto por las leyes de la

monarquía, el amor al rey y a la nación española y la defensa de la religión católica –la

“protección al oprimido, el amor al Rey y la defensa de la Religión sea vuestra divisa

como hasta aquí” (Morillo 1816c)–. Por ejemplo, según dirá el Cabildo de Caracas, el

mismo capitán general de Venezuela, Juan Bautista Pardo, con motivo de los rumores

falsos sobre la muerte de Morillo en Calabozo que circularon en febrero de 1818, y que

hicieron que una parte importante de la población se trasladara atropelladamente a La

Guaira ante la previsible entrada de los republicanos a la ciudad, había salido “en persona

a exhortar por las calles y barrios la confianza que debían tener los habitantes en las

operaciones del egército y del digno gefe que estaba a la cabeza”, “persuadiendo siempre

lo increíble de los sucesos que se le comunicaban, y procurando conservar el espíritu

público, el amor al Soberano, y el órden y la tranquilidad general” (Gaceta de Caracas

Nº174:25-II-1818:1354). En un sentido similar, Morillo se expresará del capitán Moxó

destacando sus talentos militares y su arte político, el “ascendiente que, por su justificación

y virtudes, ha tomado sobre los habitantes de aquellos dominios, constituyen también una

parte considerable de la obra de la pacificación, y han restablecido el orden y concepto

público hasta el punto más decidido” (en Rodríguez Villa 3: 215). Asimismo, los

improvisados cuarteles monárquicos sirvieron de escenario para promover el unanimismo

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alrededor de la “justa causa” y el intercambio de opiniones políticas. Los mismos

comandantes militares debían enseñar la “buena opinión” entre sus hombres

“instruyéndolos sobre la marcha en los dias de descanso, horas de lista, ó segun lo crea

conveniente”. La lectura en voz alta de pliegos, ordenanzas, oficios y papeles de todo tipo

dirigidos a sembrar la “buena opinión” y disciplinar las tropas debía generar entre aquellas

la “complacencia de saber que donde se halla qualquier parte de sus fuerzas, se halla el

valor, el entusiasmo, la fidelidad y el sosten del mas amádo de los Reyes” (Morillo 1821:

35) (Boletín de Exército Expedicionario Nº36:14-IX-1816:s.n.). Incluso, en la misma

guerra debía quedar expresada la opinión decidida por la justa causa: “sobre los campos de

batalla la sangre de millares de fieles vasallos de S.M. les ha manifestado su opinión en

combates multiplicados; y á cada instante, cada día, cada mes que han corrido, se han

aumentado progresiva y proporcionalmente la adhesión á la casusa del Rey, y el odio a sus

enemigos” (Gaceta de Caracas Nº287:26-I-1819:2217-2218).

En este sentido, los bandos de policía dirigidos a los habitantes de la Tierra Firme y las

instrucciones dadas a los militares nos permiten comprender las estrategias concretas para

el gobierno de la opinión pública y la cimentación de la fidelidad monárquica. Los

hombres del rey debían persuadir a la deserción de las tropas republicanas, tratar “á los

pueblos con dulzura”, establecer un “sistema de espionaje” efectivo y difundir con

prontitud los impresos oficiales, pues las “proclamas en que se presente la verdad y la

dulzura acabarán la obra principiada” (Tolrá) (Morillo, en Rodríguez Villa 2: 567-570). En

algunos casos, las ordenes relacionadas con el tratamiento que los ejércitos debían dar a

los pueblos podían ser muy específicas. Por ejemplo, en el caso de la reconquista militar

de Guayana, “único apoyo y depósito de la opinión y progresos de Bolívar”, un texto

anónimo escrito después de 1817, consideraba fundamental para conseguir la victoria

“atraer la voluntad de los indios, á quienes conviene tratarlos con dulzura y cariño,

respetando principalmente sus mugeres, y en quanto permitan las circunstancias sus

hogares y propiedades, inspirándoles la piedad y cariño de nuestro Soberano para con

ellos, y el horror de los procedimientos de los insurgentes” (en Rodríguez Villa 2: 559). Al

mismo tiempo, los oficiales debían recoger “todas las proclamas, boletines, libros,

constituciones y todo género de escritos impresos por los rebeldes y publicados con su

permiso” y evitar que soldado “alguno tenga disputas ni conversaciones perjudiciales

sobre la buena opinión que debe reinar generalmente á favor de la causa del Rey” (Morillo

1821: 26, 35).

En estos documentos se dibujan las expectativas de una sociedad de control absoluto

garantizado por los hombres del rey. Se prescriben las visitas a los pueblos para “averiguar

la conducta y ocupación de sus vecinos” e identificar al “que propaga noticia en favor de la

causa de los insurgentes, al que con invectivas seduce los ánimos de los incautos, y

finalmente á todo hombre díscolo dado á la crápula” (Morillo, en Rodríguez Villa 3: 293).

También era urgente perseguir a aquellos que daban asilo en sus casas a los “enemigos del

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Rey y de la Patria” y vigilar de cerca a todo “forastero ú extranjero, de qualquiera

condición y sexo”, a los mercaderes, tenderos y buhoneros y proscribir a vagabundos,

limosneros y prostitutas (Solís). Al mismo tiempo, si los republicanos encargaban espías

para que fueran “de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda, y de casa en casa”

predicando la causa de la soberanía del pueblo, los monárquicos no se quedarían atrás y

procurarán, en contrapartida, “introducirse por sí, ó por medio de personas de su

satisfacción en las casas y tertulias, para saber por este medio si hay reuniones de gente

sospechosa, si tienen armas, y si entre sus vecinos hay alguno ó algunos que pique de

leguleyos, ó expertos militares, ó consumados políticos” (Morillo, en Rodríguez Villa 3:

294). Se trataba, en definitiva, de ordenar todos los espacios públicos y también los

privados, percibidos como espacios demasiado móviles y permeables. De allí que “el que

insultase á otro con la voz Godo ú otro mote equivalente, que indique menosprecio y

aborrecimeinto al partido de la justa causa del Rey y su gobierno legítimo” o “todo aquel

que insultase á otro con la voz Insurgente, Patriota, ú otro apodo semejante” debía ser

castigado. El objetivo no era otro que “todos se interesen y cooperen, por el bien general,

en la abolición de cualquier facción ó partido; y que ninguno produzca acción o palabra

que induzca á la división, sino a consolidar la paz que tanto se necesita” (Pardo, 11-12).

En el caso del comportamiento de los ejércitos realistas, el respeto de las leyes y la

disciplina observada en los pueblos y en los campos de batalla –y la publicidad de esa

misma disciplina– será considerada por los principales del régimen restaurador como una

estrategia fundamental para ganarse la “buena opinión” de las gentes, pues “destruís así las

ideas perversas de los que, no atreviéndose a buscaros en el campo, emplean las armas del

embuste para denigrar vuestra honradez y generosidad” (Morillo 1816c). Según dirá

Morillo, el “buen comportamiento de la tropa” resultaba “tan indispensable para acreditar

y sostener que pertenecen á la heroica Nación Española, y son soldados de un gran rey”,

como “para que las tropas consigan toda la consideración que la justicia y gratitud nacional

deben dispensarles” y “para que la nación pueda recoger el fruto de sus muchos

sacrificios” (Morillo 1821: 36; en Rodríguez Villa 3: 98). Las ordenes en este sentido eran

perentorias: se debían conseguir provisiones siempre de acuerdo con los alcaldes y las

justicias de los pueblos; se debía moderar la conducta arrogante y abrasiva de las tropas

para con los pueblos y eliminar los robos, los saqueos, los actos de embriaguez y la

indisciplina: “conducíos, pues, como soldados de un gran Monarca. Acordaos que el Rey

es clemente con el que reconoce su error, y severo con el perverso. La sed del oro no os

condujo á estos países: probadlo de nuevo al mundo entero” (Morillo 1816c). La respuesta

de Morillo ante los excesos de las tropas, denunciados ampliamente por las poblaciones,

fue la amenaza de pena capital a los que incurrieran en tales faltas y la administración de

justicia expedita por medio de juicios verbales (Morillo 1821: 34-36; en Rodríguez 3: 98-

101). De allí que aquel en su famoso Manifiesto alegara ante el público: “quise impedir

aun el menor fraude, la menor violencia, la menor incomodidad y vejacion en los pueblos,

y mandé severamente observar el reglamento que dispuse para el caso, y que comprendía

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cuanto era preciso para contener excesos, y restablecer en esta parte la disciplina del

ejército”; “si acaso se cometieron algunos desórdenes particulares”, “fueron consecuencias

inevitables de la guerra y de las privaciones” (1821:25). De esta manera, para los realistas,

la guerra emprendida en la Tierra Firme dejaba una enseñanza y señalaba la evidencia: la

justeza de las pretensiones de Fernando VII apuntaladas por el correcto accionar de sus

tropas.

En este sentido, la narración de la guerra se constituyó en una estrategia de indisputados

títulos para “formar la opinión” por parte de los hombres del rey. Narrar la guerra era tan

importante como vencer en el campo de batalla. Esta retórica estaba diseñada para

persuadir el reclutamiento, desacreditar a las tropas republicanas y mantener la moral

propia ante la creciente disminución de los ejércitos monárquicos por enfermedades como

fiebres tropicales y viruelas y por la deserción de los soldados. Los relatos pronto se tornan

esquemáticos. Mientras que el escenario natural de la guerra siempre será descrito como

hostil y difícil, el ejército pacificador será presentado como auxiliado por la Providencia,

insuflado de amor a la patria y con frecuencia numéricamente inferior a sus adversarios.

Sin duda, la religión católica dotó a los cuerpos del rey de elementos importantes para

configurar su propia identidad militar y legitimar su accionar en la guerra. Los realistas

vencían porque su causa era justa y se encontraba de acuerdo con los principios divinos:

“Dios protege visiblemente nuestra santa causa y el Gobierno legítimo de nuestro amado

Soberano, pues no puede permitir que unos hombres sin religión, sin buena moral y sin

sentimiento alguno de humanidad y justicia, dominen este desgraciado suelo” (Morillo en

Rodríguez Villa 3: 652). Las imágenes de los ejércitos del rey pivotarán, así, entre la

victoria aplastante de las unidades invencibles, privilegiada sobre todo al inicio de la

guerra –la “conducta de los héroes Morillo y Enrile, surcan los mares, atraviesan desiertos

y montañas inacesibles [sic]; atropellan todos los obstáculos de la naturaleza, disipan solo

con su presencia las fuerzas que se oponen; toman posesión de casi todo el inmenso País;

calma la tempestad, y el Exército Pacificador se dexa ver como un Iris de consolacion y de

Paz” (Gazeta de Santafé Nº1:13-VI-1816:4)– y la cada vez más frecuente imagen de la

derrota sufrida con gallardía en nombre de la fidelidad al rey –“algunos bizarros militares

derramaron su sangre sobre los laureles que los coronaban. El heroico y noble entusiasmo

fue el alma de los esfuerzos de todas las clases. La muerte honrosa en el campo y las

heridas gravísima alcanzaron del mismo modo al General en jefe y á los oficiales

generales, que al oficial y al soldado” (Gaceta de Caracas Nº228:6-I-1819:1745)–.

Esta narrativa de la guerra se encontraba confeccionada, de manera previsible, a partir de

un esquema de oposiciones binarias dominado por las duplas amigo/enemigo,

nosotros/ellos, buenos/malos, realista/republicano. Hablar de los hombres del rey

implicaba necesariamente hablar de las filas revolucionarias. Así, una estrategia recurrente

de deslegitimación del ejército republicano será negarle tal estatus. En este sentido, la

devaluación de sus prácticas militares resultaba efectiva. No eran más que una “gavilla

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rebelde” dada al saqueo y la huida, “una horda de asesinos, y hombres perdidos” que no

podían compararse con los “valientes que sirven á un Gobierno, y a una Nación”

verdaderos (Boletín de Exército Expedicionario Nº15:1-XI-1815:s.n.) (Noticias). Al

mismo tiempo, los realistas se esforzarán por acentuar el carácter “extranjero” de las ideas

y de los hombres que constituían las tropas de la república. El efecto buscado no era otro

que recrear la ficción unitaria frente a la intromisión de los foráneos, subrayar la idea de la

guerra civil entre españoles atizadas por la envidia de otras naciones europeas y reforzar el

credo realista: la monarquía era el único sistema político que traería paz y felicidad a los

habitantes de la Tierra Firme. De esta manera, el gobernador de Portobelo, el coronel José

Santacruz, en una proclama a sus habitantes con motivo de la expulsión de los británicos

que se habían tomado la ciudad, afirmaba: “acabaron ya vuestros males: Las benignas

Leyes de vuestro Soberano subcederán al despotismo, al robo, y al saqueo de esos ladrones

extrangeros. La firme resolución de morir ó vencer, si volvemos á ser atacados, formará

vuestra verdadera tranquilidad” (Gazeta de Santafé s.n.:15-VI-1819:382). De hecho, la

presentación, en un primer momento, de las guerras de independencia en la Tierra Firme

como una continuación natural de la guerra de independencia española contra las fuerzas

de Bonaparte en el continente, y la idea misma del Ejército expedicionario como

continuador de la labor de las fuerzas peninsulares, permitirán afirmar la existencia de una

única identidad española en ambos hemisferios y la superioridad moral de España en el

continente europeo y también en América:

Después de haber sostenido el Trono de su Rey. Después de haber domado el orgullo de

la fiera, terror de la Europa, y asombrado al antiguo mundo con hazañas inauditas, se

abre para ellas en el nuevo, un nuevo teatro de gloria. Batallones formidables, Europa

ha visto en ellos los dignos emuladores de los tercios criados en la escuela de los Albas,

Córdovas, Leyvas, y Pescaras, y superiores por muchas circunstancias á los Corteces y

Pizarros... ¡Gloria perpetua á los que renuevan y deben perpetuar la progenie de los

Héroes Españoles! (Gazeta de Santafé Nº7:25-VII-1816:51).

De este modo, como ha señalado con acierto Clément Thibaud, la violencia de los ejércitos

durante las guerras de independencia asumió un papel de catalizador de identidades. En el

caso de las tropas republicanas estudiado por el autor, la “guerra a muerte”, declarada por

Bolívar en Trujillo en junio de 1813, buscaba crear una división en la antigua nación

española con el fin de instituir la identidad de los dos beligerantes y forjar un nuevo cuerpo

político en términos de nación, negando abiertamente el talante de guerra civil del

conflicto (2003:74-104). En el caso de los monárquicos, poco explorado en este sentido

pese a la extensa bibliografía sobre los ejércitos del rey, la guerra se ofreció como un lugar

fundamental para refundar la nación española en ambos hemisferios. Las tropas realistas,

compuestas por hombres de diversos orígenes geográficos, sociales y raciales, fungieron

como un crisol para restaurar la unidad pérdida del mundo hispánico y recrear la

comunidad política como un todo, esto en varios sentidos complementarios. Primero, el

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Ejército permitía figurar la unidad entre peninsulares y americanos como un todo armónico

y unido por un propósito común. Según escribió el entonces coronel Francisco Tomás

Morales en una Proclama a los venezolanos firmada desde Ocaña en abril de 1816, los

“soldados europeos han contraído tal unión con los americanos, que no se ha visto siquiera

una riña entre ellos, guardando la mejor armonía; imitad, pues, su conducta, seguid su

ejemplo” (en Rodríguez Villa 3: 51-52). Segundo, ya entre los americanos, la “interesante”

rotación de los soldados “venezolanos al Nuevo Reino de Granada, y [de] los reinosos á

estas provincias [de Venezuela]”, además de afianzar la disciplina y la organización de las

tropas y ahorrar el envío de refuerzos desde la Península, modelaba ese sentimiento de

pertenencia común a la monarquía hispánica, y no solo a la patria chica, al tiempo que

evitaba el “contagio revolucionario” y la participación politizada de los hombres del rey en

los asuntos locales (Morillo, en Rodríguez Villa 3: 566). Tercero, los miembros de las

castas manifestaban su adhesión al orden político, empuñando sin demora las armas de la

nación española. Según dirá el Boletín del Exército Expedicionario, en la Tierra Firme

“todos han corrido á las armas, para defender el deseado y benéfico dominio del Rey”, “no

siendo menos fieles los negros á quienes el bandido Bolívar concedió la libertad”

(Nº36:14-IX-1816:s.n.). En idéntico sentido se manifestará el redactor de la Gaceta de

Caracas comentando la obra de Jonama: las “castas puras de indios y negros han estado y

están por el [partido] del Rey una asombrosa generalidad. Su constancia, su inalterable

adhesión y fidelidad, y sus públicas demostraciones de horror á la rebelión, exigen de

justicia que el mundo las sepa y sirvan de confusión á la casta pura de blancos que la

hicieron y la mantienen” (3).

Finalmente, el Ejército también funcionó como una metáfora de la sociedad española de

ambos mundos en diferentes sentidos. En primer lugar, fungió como ideal de la sociedad

piramidal querida por el absolutismo. El sujeto político monárquico, modelado por la

obediencia y la subordinación activas, coincidía con frecuencia con el del soldado-vasallo.

A menudo los realistas se mofaron de los hombres de Bolívar señalando la ambición de

sus líderes y su talante presuntamente más igualitario. Según escribió Díaz al redactor del

Correo del Orinoco: “hay en los cuerpos de los egércitos republicanos más oficiales que

soldados”, “¡Felices ustedes que tienen un almacigo inagotable de generales, coroneles y

oficiales! Y, ¡miserables nosotros que tenemos tan pocos!” (Gaceta de Caracas Nº260:4-

IX-1819:2016). En segundo lugar, el Ejército real permitía figurar el lazo horizontal entre

los vasallos del rey, unidos en su deber de fidelidad e igualados por la justicia monárquica.

Los soldados eran “compañeros” de los pueblos, “amigos y hermanos” de los habitantes de

la Tierra Firme, “protectores del desvalido y vasallos del mismo Rey Fernando VII”,

“hijos” de “vuestro Padre” Morillo (Morales, en Rodríguez Villa 3: 51) (Duarte) (Morillo

1816c) (Calzada 1816). Se trataba de identificar los intereses y las expectativas de los

vasallos y de los soldados del rey, de mostrar su relación simbiótica y su aparente cercanía.

Según afirmó el gobernador de Girón Valentín Capmani a los habitantes de la ciudad ante

la entrada del Ejército expedicionario en enero de 1816: “reunios a enlazar vuestros brazos

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con vuestros hermanos de Europa, que no están sedientos de vuestra sangre; que vienen

dispuestos á conducirse generosamente con los dóciles; y que saben, valientes y firmes,

pulverizar los enemigos de su Rey”.

En tercer lugar, el Ejército ejemplificaba de manera capital cómo el mérito y la virtud eran

los motores de la monarquía hispánica, más allá de los privilegios de sangre y nobleza, y

permitían el ascenso social en una sociedad tremendamente jerarquizada. Los factores

militares como fuentes de dignidad y movilidad alcanzaron una dimensión nunca antes

vista en la monarquía hispánica, aunque su trascendencia no diera al traste con los patrones

sociorraciales imperantes. Así, con motivo de la acción conocida como la Toma de las

Flecheras, cerca de San Fernando de Apure, que tuvo lugar el 6 de febrero de 1818 y que

terminó con el triunfo de los ejércitos de Páez, el mismo ministro de la guerra, Francisco

de Eguía, envió a Morillo una circular pública donde se relataba lo sucedido y se

recompensaba a los oficiales con nuevos grados militares, gracias reales y pensiones

vitalicias “y si por parte de su calidad hubiese algún obstáculo para disfrutar de estas

gracias queda removido, declarándole, como se le declara, la nobleza personal

trascendental á sus descendientes por línea masculina”. La circular terminaba justificando

su necesaria publicidad en estos términos: “es la voluntad del Rey que estas gracias se

publiquen en la gaceta y en la órden general del Egército de ambos mundos, para que al

mismo tiempo que causen confusión á los cobardes, sirvan de estímulo, seguridad y

confianza á los amantes de su Real Persona” (en Rodríguez Villa 3: 691). Para los

monárquicos, estos premios públicos para las “virtudes” de los militares “redoblan su

actividad, afianzan su constancia, y trasmitidos su entusiasmo á sus compañeros y

familias, y á toda la nación” “llegan á constituir por un mismo interés de amor y

reconocimiento, y con honrada confianza el mas firme apoyo del trono y de los intereses

del Estado” (Salazar y Ballesteros). Eso eran los hombres del rey: el “más firme apoyo del

trono y de los intereses del Estado”.

3.5 El terror como lenguaje (político)

El 22 de septiembre de 1822, el gobernador de Cartagena escribía a las autoridades

liberales una serie de recomendaciones para mantener el dominio hispánico en la Tierra

Firme, al tiempo que denunciaba con impotencia la calculada estrategia de aquellos que

“aspiraban solo a exterminar quanto lleva el signo de español por el odio más envejecido,

[y] que no desean más que su emancipación absoluta”. Según Torres y Velasco, los

republicanos esperaban que “se les trate con la mayor dulzura y consideración al mismo

tiempo que ellos degüellan sin piedad a cuantos españoles europeos caen en su poder” y

“hacen resonar hasta en los ángulos del Trono, las exageradas relaciones de las justicias

que ellos llaman crueldades y asesinatos de los generales españoles destinados á estos

Dominios, [y] tienen un interés en ocultar, y ocultan su conducta” (AGI, Santafé, leg.

1017, s.f.). Sin duda, la narrativa de los vencedores resultó exitosa. Desde la misma prensa

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republicana del periodo hasta los más recientes manuales bicentenarios, hablar de la

restauración monárquica con frecuencia implicó hablar (solo) del terror, hasta el punto que

el “terror” y el “régimen del terror” se convirtieron en los epítetos preferidos por muchos

para designar este interregno monárquico.

Esta identidad entre el terror y el régimen restaurador contrasta con la relativa escasez de

testimonios públicos realistas al respecto. La mayoría son documentos legales, testimonios

epistolares de escasa circulación pública o breves comentarios en la publicidad impresa del

periodo. A menudo, se imponen ciertos silencios sobre los documentos y se evita elaborar

una narrativa más abarcadora –o quizá, para los monárquicos, el espectáculo del terror se

bastaba a sí mismo–. El terror siempre ha sido una excusa para hablar de otra cosa; “otra

cosa” exterior a sí misma, construida sin tener en cuenta la forma en que fue decretada,

racionalizada, legitimada e incluso censurada por los mismos realistas. Así, antes que

ofrecer una explicación totalizante alrededor del funcionamiento de la maquinaria del

terror aceitada en los consejos de guerra, tribunales de purificación y juntas de secuestros

de diferentes ciudades –no existen estudios exhaustivos sobre los juicios seguidos por

infidencia durante el momento absolutista ni sobre las formas de legalización y

teatralización de estas violencias oficiales, pues ni siquiera los principales del gobierno

estaban seguros sobre el número de personas llevadas al cadalso, que para el caso

neogranadino oscilarían entre 90 y 7000 según los mismos realistas (Enrile, en Rodríguez

Villa 3: 317; Montalvo en Colmenares 3: 293)–, me interesa aquí desentrañar las múltiples

retóricas del terror monárquico, aunque los realistas nunca utilizarán ese vocablo para

describir las ejecuciones de los republicanos.49

En primer lugar, es importante subrayar que entre los realistas no existió nunca una

postura unánime sobre cómo castigar a los insurgentes; si se debían llevar a cabo

ejecuciones en plazas públicas, encarcelamientos en masa o “hacer olvido de lo pasado” y

simplemente decretar indultos y llevar a cabo sanciones pecuniarias; ni siquiera hubo

consenso sobre qué constituía exactamente el delito de infidencia, pues cada comunicación

metropolitana o cada indulto concedido por el rey o por las autoridades de la Tierra Firme

cambiaba los términos y absolvía unos comportamientos y condenaba otros, no sin entrar

en grandes contradicciones. Las desavenencias entre el virrey Montalvo y Morillo, entre

este y casi todos los capitanes generales de Venezuela y entre el virrey Sámano y el

gobernador de Cartagena sobre el papel desempeñado por el terror en la pacificación de la

Tierra Firme siempre estarán a la orden del día. Las sendas disputas entre Sámano y la

Audiencia de Santafé, que se tradujeron en una ingente cantidad de representaciones,

49

Sobre los relatos republicanos y el terror véase la introducción de este trabajo. Para el terror en el antiguo

régimen y la Revolución francesa: Foucault (2005 [1975]), Furet (1980), Furet y Ozouf (1989), Baker

(1994), Bates (2002), Gough (2010). Sobre el terror en la Tierra Firme: VV.AA. (1960), Díaz Díaz (1965),

Artola (2008 [1973]), Stoan (1974), Hamnett (1976), Uribe Urán (1995), Earle (2014 [1997]), Thibaud

(2003), Quintero Saravia (2005), Straka (2007), Cuño (2008), Páramo (2010, 2014).

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quejas y pleitos elevados ante la corte de Madrid, resultan ilustrativas en este sentido. Para

los togados, Sámano, primero como gobernador militar de Santafé y jefe de la tercera

división del Ejército y luego como virrey, había usurpado las funciones propias del ente

colegiado con beneplácito de Morillo y seguía juzgando el delito de infidencia a partir de

juicios verbales y consejos de guerra donde se imponía la arbitrariedad. Según dirá la Real

Audiencia, Sámano inspirado “por el terrorismo [que] lo devora, y negado a las artes de

ganar el corazón humano, solamente emplea el rigor, y la aspereza, que causan la

desesperación, en lugar de la afición y confianza en el gobierno” y por su causa se

renuevan las “escenas de sangre, y de terror, con que el General Morillo desterró la paz de

este desolado Reyno, durante, al menos, la presente generación”. La impronta del terror,

sus efectos sobre la opinión pública y su escasa contribución en la forja de la fidelidad

monárquica, anunciaban el desastre, pues el terror “ha cubierto de luto á este Reyno, ha

dexado heridas muy profundas en los corazones de estos habitantes, difíciles de curarse, y

por lo mismo [será] más difícil y ardua la empresa de su pacificación” (AGI, Santafé, leg.

665, s.f.).

En todo caso, más allá de estos desacuerdos entre los realistas, lo más importante es que

ahora el terror debía ser justificado por el mismo gobierno del rey. Esta es una de las más

notables diferencias con la filosofía del castigo propia del antiguo régimen: aunque el

terror del momento absolutista retoma en lo esencial las formas de violencia propias del

pasado, ahora necesitará ser elaborado ante el público. Según escribió Morillo al ministro

de la guerra en noviembre de 1816, después de tomar toda la Tierra Firme, después de

haber agotado todos los medios conocidos para reconciliar a los republicanos con el rey y

publicar en las gacetas del gobierno la correspondencia con los rebeldes “quedó resuelto el

problema de que era preciso esgrimir la espada de la justicia” (en Rodríguez 3: 227). Estas

justificaciones pasarán de necesidad por dos argumentos fundamentales: la fabricación de

la unidad hispánica y la necesaria administración de justicia por parte del rey.

Por un lado, uno de los principales objetivos del terror era conseguir una completa

identificación entre el poder real y los vasallos americanos; construir una comunidad

política perfectamente legible en su unidad. La fidelidad debida al rey no podía

fragmentarse ni vacilar sin convertirse en una afrenta a la soberanía y al cuerpo político.

La sociedad debía coincidir con la política monárquica. La opinión pública debía replicar

los mandatos de la justicia del rey. La unidad hispánica instituida por la violencia se

constituía en un fin en sí misma y en objeto de continuo cuidado y gobierno ante el

precario equilibrio de la política monárquica y las continuas amenazas republicanas. El

régimen restaurador tenía como mandato primero restaurar el orden político en una

sociedad cuyas talanqueras habían sido rotas por las revoluciones y que ahora estaba

caracterizada por un intrínseco desorden y una constante división. Así, la exacerbación de

la idea de “buen orden” que atravesó el escenario político durante el momento absolutista

apuntaló sin remedio la idea de que los republicanos debían quedar por fuera de facto del

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nosotros hispánico e implicó un exceso de identidad de la Corona con el terror, pues a los

no reconciliados con la idea de la unidad hispánica solo les restaba la conformidad o la

muerte. El discurso sobre la fidelidad al rey como pilar de la sociedad encontró su

fundamento último en la definición de los “malos” que se oponían a los “buenos”. Este

discurso permitió, a través de una especie de pánico moral, decretar prisiones y alimentar

el cadalso. Se trataba de consumar la exclusión de los republicanos, considerados como

traidores, pero también como vasallos del rey, y en cuanto tales, parte integrante de la

comunidad política que debían ser sacrificados en su propio favor, a través de espectáculos

cuya economía simbólica garantizaba la hegemonía pública de la simbólica hispánica y

presentaba una sociedad regenerada por la violencia, expurgada de la cizaña. Según dirá el

cura Valenzuela y Moya, la “gran piedad del Rey se contenta con separar del Cuerpo Civil

los principales miembros gangrenados de un modo el mas ordinario y sencillo, para bien y

salud del cuerpo mismo”, “porque faltando el Prototipo, y estímulo al delito, al fin la

virtud ocupará su lugar. Los partidarios de la facción, serán la victima que acabe de

aplacar al numen ofendido” (7, 26).

Por otro lado, el terror se constituye en la expresión más acabada de la justicia del rey, en

la encarnación más extrema y más concreta del poder del soberano sobre la vida y la

muerte de sus vasallos. Según podemos leer en la Gaceta de Caracas, con el derecho de

castigar “no es el capricho, ni la insolente arbitrariedad de un bárbaro usurpador la que

dispone de vuestra suerte, ni regla vuestra conducta y operaciones: es la ley, la justicia

inalterable. Es la voluntad augusta del mejor de todos los Reyes, que ve á esta ley como el

apoyo de sus amados vasallos. Es la execución de esta ley por el gobierno que os rige, y

para el qual nada hay capaz de hacerla variar” (Nº77:29-V-1816:591-592). El terror

aparece entonces como una reafirmación simbólica de la Corona en la Tierra Firme, pues

el recurso al cadalso, además de un acto legitimidad perdurable, se constituye en un acto

de justicia inherente a la soberanía real. Según escribió el coronel Blas de la Mota a

Madrid en agosto de 1816, solicitando un mejor empleo en nombre de la fidelidad al rey

mostrada durante los “desórdenes de Santafé”: la pacificación de la Tierra Firme dependía

de la correcta administración de premios y castigos, “que si los insurgentes quedan sin

castigo, y los leales vasallos sin premios, para aquellos sería una especie ventajosa para

sublevarse de tiempo en tiempo” (AGI, Santafé, leg. 747, s.f.). En este sentido, la justicia

del rey era una expresión del orden querido por Dios, de allí que el terror se nutra de

manera importante de una retórica religiosa. El terror, como solemne afirmación de una

garantía providencial, tenía como derrotero asegurar el reinado de la virtud y hacer

coincidir la Ciudad de Dios con la comunidad política, reconciliar el cielo y la tierra. Al

ser portador de un mandato divino e irrenunciable, el gobierno del rey era el encargado de

mantener el “buen orden” y de hacer justicia, de dar a cada uno su lugar, pues si faltaba la

justicia, la legitimidad del poder político era nula. La sangre vertida en justa expiación por

los impíos reforzaba la obediencia social y la conformidad religiosa distintiva de la

monarquía católica:

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Los soberbios que se creían nacidos fuera de los desastres de la fortuna, y á todos

abatían con su orgullo, ahora se ven humillados hasta el polvo, infames para siempre

con el suplicio de sus Padres o deudos. Otros desnudos y arrojados del Paraiso de su

fortuna, ó por los robos y saqueos de la revolución; ó por los justos seqüestros de la

justicia comen humildes un pan duro con el Alfarero. En una palabra: la revolución

civil y su castigo de una Republica es el teatro en que todos han de tragar la hiel y sufrir

la pena según el orden de la justicia eterna, que no solo castiga a los grandes

fascinerosos, sino también á los pecadores descuidados… Abrid los libros santos y

hallareis que no hay sacrificio mas eficaz para aplacar á Dios que el de la justicia; que

la sangre de los impíos derramada es la semilla de la felicidad pública, y el bálsamo de

su salud; que los cadáveres pendientes en los patíbulos son los trofeos de la victoria de

Dios, sobre la iniquidad entonces es quando Dios bendice los exércitos, llena de

abundancia los pueblos y las dulzuras de su bondad se derraman sobre la tierra

(Valenzuela 33-34).

Con frecuencia, esta retórica justiciera del terror combinaba saludos a la reconciliación

modelada por un ideal supremo de felicidad pública y amenazas de derramamiento de

sangre por medio de la implacable espada del rey. La proclama de Morillo a los

neogranadinos antes de partir para Caracas en noviembre de 1816 entretejía bien ambos

lenguajes, pues después de afirmar la igualdad entre peninsulares y americanos y de

señalar los progresos del virreinato en el breve gobierno del rey, “por lo que se ha

conseguido en cuatro meses, conoceréis á lo que podréis aspirar si cultiváis y sois

industriosos”, no dudará en sentenciar que la “sangre que se ha vertido por la espada de la

justicia, era impura y dispuesta á corromper la vuestra”; “no olviden los que no aman al

Rey que su poder alcanza á todas partes, como lo habéis experimentado, y que siendo el

español el más leal á su Soberano, acudirá adonde haya uno de sus descendientes que se

infame con el delito de traición” (Morillo 1816a). En este sentido, el terror desempeñó dos

papeles importantes en relación con la justicia del rey. Primero, una función preventiva

consistente en inocular el miedo sobre la comunidad política ante un posible castigo. La

amenaza del cadalso tan frecuente por aquellos días debía fungir como factor de unidad y

contener la avanzada de las armas republicanas. Se trataba de enviar un mensaje clarísimo

a los infidentes y al pueblo todo, acerca de las terribles consecuencias que implicaba la

rebelión. Por eso el terror siempre se llevaba a cabo “para escarmiento general”. Segundo,

una función más de corte represivo encarnada en el castigo mismo de los enemigos de la

monarquía. El terror aquí no es más que una herramienta para fortalecer las

determinaciones del gobierno, mover a los tibios y profundizar la asimetría entre los dos

partidos en contienda. Los republicanos, ofrecidos en sacrificio público en nombre de la

unidad hispánica, eran traidores a su patria española, traidores que siempre habían sido

cobijados con privilegios y honores, y que ahora alucinados por las ideas revolucionarias

habían sembrado la confusión con un solo resultado cierto: su propia ruina. En uno de los

pocos fusilamientos que fueron registrados por la Gazeta de Santafé, referido a Frutos

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Joaquín Gutiérrez –cuyo retrato de colegial de San Bartolomé ardió en llamas en plena

plaza pública en Santafé (Caballero 222)–, y que fue llevado a cabo en Pore por orden del

coronel Matías de Escuté, podemos leer un relato que se vuelve canónico:

Este hombre dotado á la verdad de un feliz talento, de luces en ambos derechos y

literatura Eclesiástica, obtuvo siempre baxo el suave Gobierno español la consideración

de los primeros Xefes, y Real Audiencia del Reyno. El Señor Virrey Don Antonio

Amar, le dispensó una confianza verdaderamente amigable, y por el camino del honor,

hubiera logrado las más preciosas ventajas. Pero inebriado, como otros, con quiméricos

sistemas, corriendo en pos de la funesta sombra de la libertad que ha llenado el universo

de sangre y llanto, no solamente fue traidor á su Rey, y al Xefe que le favorecía, sino

que también cabó para sí la hoya en que triste, pero justamente ha perecido para general

escarmiento (Nº22:7-XI-1816:235).

Al mismo tiempo, la apelación a la justicia impartida por el terror oscilaba entre una

retórica de carácter abstracto que castigaba cualquier acto “contra la soberanía del rey”

como un crimen de infidencia y la proliferación de leyes penales circunstanciales que

especificaban innumerables actos de traición contra la “justa causa” y que designaban

como culpables a todos aquellos que por sus palabras y por sus obras habían contribuido a

erosionar la fidelidad al rey. En uno de los documentos más completos sobre el terror

dados a la luz por la imprenta monárquica titulado Relación de los principales cabezas de

la rebelión de este Nuevo Reyno de Granada se especificaban fechas de muerte, nombres,

títulos, delitos y formas que tomó la pena capital de los ajusticiados decretada “después de

formados sus procesos y vistos detenidamente”. Los actos atentatorios contra la soberanía

del rey iban desde la proclamación de la independencia, tomar parte en las instituciones

civiles y militares republicanas y llamar a los pueblos a las armas, hasta tumultuar a los

vecinos, “contribuir al asesinato de españoles”, escribir papeles subversivos “contra la

autoridad del Rey, de la Nación y de sus mismos paisanos” y la quema de retratos del

monarca. La parábola moralizante del terror no era otra que la afirmación del buen orden.

Según podemos leer en la Gaceta de Caracas sobre los casos de Juan José Sarmiento y

Gabriel Díaz, connotados comandantes militares en Guayana que habían sufrido la pena de

horca en la plaza mayor de Caracas y “sus cabezas y otras partes de sus cuerpos han sido

colocados en varios lugares públicos para escarmiento de los malvados”, aquellos habían

muerto “arrepentidos de sus crímenes”, pues con acierto “manifestaron al pueblo inmenso

que era expectador de su castigo, el tardío pero íntimo desengaño con que morían,

suplicando que si alguno aun deliraba con el error porque eran justamente castigados, le

detestase” (Nº77:29-V-1816:591).

En cualquier caso, para los monárquicos, el terror en la Tierra Firme había comenzado

mucho tiempo antes de la llegada del Ejército expedicionario a las costas americanas. Sus

orígenes, aunque como recurso esporádico y discontinuo, se remontaban a la misma

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formación de juntas de gobierno y a los primeros experimentos republicanos. Sin embargo,

la consagración del terror sistemático como arma de guerra solo había ocurrido gracias a la

guerra a muerte decretada por Bolívar, punto cero de la “guerra de exterminio contra los

españoles” y “ley fundamental del Estado” que sancionó “por primera vez en el mundo

declararse el origen por delito capital”, pues la “sangre española se derramaba

indignamente por todas partes, y la guerra se presentaba muy desigual” (Gaceta de

Caracas 220:18-XI-1818:1665-1666). Según dirá en abril de 1815, el entonces capitán

general de Venezuela, Juan Manuel Cagigal, la misma declaratoria bolivariana había sido

el origen del terror monárquico, pues “á pretexto de vengar agravios y violencias que no

existían, declaran una guerra á muerte, proscriben al solo nombre español, y sacrifican

furiosos quantas inocentes víctimas pudieron traer á sus manos. ¿Y por qué había de

quedar impune este monstruoso atentado, indigno de la humanidad? Aquí teneis el origen

de la conducta más o menos rigurosa de los exércitos leales, hijos del mismo país” (Gaceta

de Caracas Nº12:19-IV-1815:99). En un sentido similar, para los monárquicos

neogranadinos, la entrada de Bolívar en Santafé en diciembre de 1814 había significado el

advenimiento de la guerra a muerte en el virreinato. Según detallará José González

Llorente en una carta dirigida a su amigo Diego de Frías y escrita desde Kingston en abril

de 1815, los “proyectos exterminadores de los españoles” habían incluido “enormes

contribuciones, derrames, embargos, confiscaciones, saqueos, persecuciones, prisiones y

asesinatos, y en el reynado de la libertad que han proclamado se ve entronizado un

terrorismo y una esclavitud la mas horrible”. Así, mientras que los gobiernos de las

provincias “se invitaban uno á otro para el exterminio de los españoles, en los papeles

públicos tuvieron la impudencia de imprimir sus oficios sanguinarios. Semejantes

acontecimientos llenaron de espanto á los pocos Españoles que quedábamos en Santafé.

Ninguno se atrevía a salir á la calle ni aun para ir misa en los días de precepto, vivíamos

prófugos de nuestras casas y en una consternación tal que no puede describirse” (AGI,

Santafé, leg.747, s.f.).

En lo que respecta al terror monárquico este será presentado inicialmente como producto

de los “incidentes de la guerra” y como parte de una filosofía del escarmiento –quizá el

término más empleado en los escritos que lo refieren–. Inicialmente este tomó la forma de

castigo excepcional y más bien ejemplar dirigido contra los “cabecillas de la revolución” y

los principales jefes de los ejércitos y las guerrillas republicanas. Según dirá el “indio”

Reyes Vargas en comunicación oficial al gobernador de Maracaibo, después de haber

capturado a varios rebeldes, incluidas cerca de setenta mujeres: el “escarmiento de esta

canalla ha sido serio: varias cabezas he fixado en los principales parages del camino, y la

de Torres quedará en Betijoque, expiando de este modo los horrendos crímenes y males

que atraxo su depravada conducta, vengándose al mismo tiempo la sangre que ha hecho

derramar” (Gaceta de Caracas Nº57:24-I-1816:445-446). El “momento Boves” (Thibaud

2003:105-152) (Carrera Damas 1964), será el primer gran momento de terror monárquico

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en la Tierra Firme. La consideración de su accionar por los principales del régimen

restaurador pivotará siempre entre la censura moderada de sus violencias –su ascendiente

sobre las castas y los llaneros será motivo al mismo tiempo de fascinación y de

preocupación–, y su entendimiento como un “mal necesario” ya superado gracias a la

llegada de la expedición pacificadora. Coll y Prat dirá de él que “era un héroe para

destruir, no era un hombre para edificar”, que había garantizado el triunfo de las armas del

rey al tiempo que había sembrado “un cierto espíritu que no podía llamarse sino de vértigo

hasta en aquellos que no parecían dispuestos a él” (306-307). El redactor de la Gaceta de

Caracas considerará a Boves como el reverso de la guerra a muerte bolivariana, pues “solo

el ejército de Boves le había correspondido de un modo, que si cubrió de cadáveres los

campos y los pueblos, le llenó de terror, y aniquiló la sedición”. Al mismo tiempo, Boves

significaba el uso de la fuerza por fuera de la ley, que aunque por una causa justa, podía

amenazar la jerarquía y la subordinación queridas por la Corona. Según dirá el mismo

Díaz, el “ejército expedicionario, tan valiente como generoso, vio con horror aquella

guerra escandalosa [liderada por Boves] contraria a su conducta, principios y religión, [y]

observó constantemente en todas partes y en todas situaciones el derecho de la guerra”

(1829:243).

En efecto, como lo sugiere Díaz, resulta innegable que con el arribo de la expedición

pacificadora, el terror monárquico, como producto de los cambios en la misma guerra,

pasó de ser ejercido en forma más de represalia y de venganza ilegal a ser llevado a cabo

de manera sistemática y legalizada. Con frecuencia, la sangre vertida por los republicanos

después de la llegada de Morillo a la Tierra Firme será justificada como una anticipación

de la victoria definitiva, como un recurso necesario para sentar definitivamente las bases

del “buen orden” y como una respuesta terminante a los “terrores” que desde el inicio de la

revolución habían sembrado los republicanos y que se habían agravado con el continuo

levantamiento de los otrora reconciliados con el rey, aquellos que a la primera oportunidad

pisotearon los juramentos de fidelidad elevados al cielo en medio de lágrimas y súplicas.

En este sentido, la temprana sublevación de Juan Bautista Arismendi en la isla de

Margarita marcó un punto inflexión en la política de Morillo, pues aquel, acusado de

quemar vivos cientos de españoles en Caracas, fue perdonado por el general ibérico a

despecho de lo sugerido por el general Francisco Tomás Morales, quien según Sevilla en

sus Memorias, le advirtió en su momento que todo se trataba de una treta por parte del

venezolano: la “política bondadosa y suave está buena para los tiempos de paz; en los de

guerra se traduce siempre por debilidad y da aliento á los indecisos” (35-38). Arismendi se

rebeló a las primeras de cambio, decretó la muerte de los realistas y mantuvo el dominio

republicano en La Asunción hasta el final (Morillo 1821: 7-8, 28-33) (en Rodríguez Villa

3: 32-33, 36-37). El comentario de Sevilla en esta dirección es contundente y apunta a la

diversidad de políticas sobre el terror que existieron durante todo el momento absolutista:

las “ideas del general Morales eran terribles, por cierto; y aunque estamos muy distantes

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de complacernos con las escenas sangrientas, tal vez hubiera sido más útil á la misma

humanidad que se hubieran llevado á efecto sin alteración. La amputación de un brazo

muchas veces salva á todo el cuerpo de la muerte” (35-38). De este modo, el presente,

cuando era favorable para los realistas, será visto como el momento oportuno para ajustar

cuentas con el pasado de la guerra a muerte y extinguir el fuego de la infidencia y la

traición: “se acerca el momento de la espiacion. Venezuela clama por la venganza; y la

sangre de los sacrificados, mezclada con los gemidos de las viudas y de los huérfanos, se

eleva como un vapor hasta el cielo y allí pide tu castigo” (Gaceta de Caracas Nº163:10-

XII-1817:1270).

El régimen restaurador, no sin desacuerdo entre sus miembros, se decantó, entonces, por el

espectáculo sangriento de la destrucción de cuerpos y pueblos infidentes, por la

teatralización de la violencia y de la justicia del rey. Fusilamientos, ahorcamientos,

descuartizamientos, paseos infamantes, prisiones en masa, intimidaciones y amenazas de

muerte estuvieron a la orden del día en las ciudades de la Tierra Firme. La

autocomprensión del terror incluye la misma legitimación del poder de castigar del

gobierno real, el reforzamiento de su propia autoridad, la apelación al “estado de

necesidad” y la “fuerza de las circunstancias” y su entendimiento como un “mal necesario”

y como una vía extraordinaria de actuar en conciencia, aunque legalmente, en aras de un

bien superior y de la utilidad de la comunidad política. Las proclamas de Morillo se

encuentran atravesadas por una retórica del castigo efectivo dominada por frases tipo

como: “pagarán éstos [cabecillas] en el cadalso los males que os han causado. Ellos se han

cegado y, despreciando la clemencia del Rey, pagan sus delitos en los suplicios” (Morillo,

en Rodríguez Villa 3: 10, 55, 109). En junio de 1816, por ejemplo, Sámano solicitará

desde Popayán la aprobación del presidente de Quito para “hacer morir en un suplicio al

cura de La Plata”, “pues aunque la política y justicia exigían que fuere esta la más pronta,

las circunstancias y la experiencia de lo mucho que se obra en favor de los criminales”

hacía necesaria su muerte en el cadalso (Signatura: Sig. 9/7665, leg. 22, a), f. 25). El

mismo virrey Montalvo dirá sobre la ejecución de los republicanos de Cartagena que las

“leyes acompañan al deliqüente al cadalso y la “autoridad los envía a servir de público

escarmiento para las novedades de esta naturaleza”: la “notoriedad de sus crímenes, el

derecho de la guerra, y la gravedad de sus atentados me autorizaban para haberles hecho

morir antes, sin dar lugar a tantas formalidades, si no hubiese querido imitar la real

clemencia del más benigno de los Soberanos” (1816).

Al mismo tiempo, se impone la idea de un terror organizado y terapéutico justificado con

firmeza como práctica política en contra de los “cabecillas de la rebelión”, en nombre de la

soberanía del rey mancillada y del imperio de la justicia y el “bien común”, e incluso

mostrado como una inaplazable demanda popular y como un mandato de la misma opinión

pública. En junio de 1817, Enrile escribirá a Madrid que en Santafé “se han castigado lo

más noventa personas, se ha procedido contra ellos después de agotados los recursos de la

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clemencia, cuando ni se habla del Perú ni de Méjico, en donde se ahorcan á centenares en

el árbol más próximo adonde se aprehenden. Se publica en la Gaceta y se aplaude; siendo

la verdadera causa de esta contradicción la de que los castigados por el General Morillo no

son los pobres seducidos, sino los seductores, y son de las familias primeras de aquellos

países que aspiraban á más altos destinos” (en Rodríguez Villa 3: 317). En idéntico sentido

escribió Sevilla en sus Memorias contrastando la dura actitud de Morillo para con las “más

de cincuenta damas” “de las primeras familias de la capital”, quienes sin resultado rogaron

perdón para sus familiares, y la liberación, pocas horas después, y sin que mediara proceso

judicial alguno, de los “menos favorecidos por la fortuna”, de la “gente rústica, indios y

negros, que ni se daban cuenta por qué se habían batido contra España”. Según dirá el

cronista, “aquella acción fué altamente política, pues causó muy buen efecto en las masas”.

Las actitudes de Morillo, según Sevilla, serán justificadas apelando, en el primer caso, a

“la salud de la patria”, pues “si [en Margarita] en vez de perdón hubiera yo fusilado á

veinte cabecillas, no pesarian sobre mi conciencia los remordimientos que hoy me acosan”

y, en el segundo caso, por las simpatías populares del general ibérico: los recién liberados

eran los “hijos del pueblo, explotados por aquellos ambiciosos que no he querido indultar,

á pesar de tantas súplicas. No tiene culpa el brazo que hiere, sino la cabeza que manda”

(93-96). El mismo Caballero dará cuenta en su Diario de la saña del régimen restaurador

en contra de las “primeras familias”, aunque el primer fusilado por las nuevas autoridades

había sido un miembro de las castas: “arcabucearon a un negrito que se llamaba Manuel

María, por haber tenido una pendencia con un español y haber dicho que era patriota”.

Mientras que cuando comenzaron los fusilamientos, en junio de 1816, el santafereño

escribió, “ya comenzaron a decapitar a los principales y según preludios no quedará

ninguno que no vaya al palo”, cerca de seis meses después de registrar cada una de las

muertes de los “principales” ratificó sus pronósticos: “no hay familia que no tenga que

llorar; no se encuentra un solo hombre que no haya padecido, aun de los afectos a ellos y

que más se han preciado de fieles realistas” (214, 216, 224). Según podemos leer sobre la

ejecución de José María Carbonell, uno de los protagonistas de los sucesos del 20 de julio

de 1810:

Llegó a la Plazuela de Jaime, donde se ejecutó el cruel martirio de este joven. Hizo al

pie del suplicio una plática que enterneció a toda criatura, menos a sus enemigos. Dijo

que guardasen los mandamientos; que temiesen a la justicia divina; que no pensasen

que aquel día era infeliz para él sino el más dichoso de toda su vida, por haberle Dios

concedido el arrepentimiento de sus pecados; exhortó a la obediencia de las potestades

legítimas y que escarmentasen en él, con otras cosas dignas de grabarse en láminas de

bronce y mármol; pidió perdón y perdonó a todos, y cuando el verdugo le pidió perdón,

dijo: “Yo te perdono de corazón, que tú no tienes la culpa”. En fin, dio muchas

muestras de su salvación. Lo soltó el verdugo y lo dejó penar, que fue menester que un

soldado le tirase un balazo (216-217).

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Tiempo después de estos hechos, Morillo debió responder ante las imputaciones que

Antonio Nariño, bajo el seudónimo de Enrique Somoyar, hizo ante la opinión pública

gaditana señalándolo como el principal responsable del terror monárquico en la Tierra

Firme –que sintetizarán bien las críticas de españoles y americanos, realistas y

republicanos, hacia el dominio del general ibérico y que tendrán tanta fortuna en la

historiografía de las independencias americanas, como ya vimos–. Según el santafereño,

los asesinatos judiciales y los destierros masivos decretados por la impolítica de Morillo

solo habían conseguido “hacer más patriotas”: “en la capital se hicieron morir a todos los

vecinos ilustres en distintos puntos de ella por espacio de nueve meses, para que toda la

ciudad quedase regada con sangre de rebeldes” (Correo del Orinoco Nº79:9-IX-

1820:s.n). La virulencia del ataque de Nariño fue de tal trascendencia que Morillo, todavía

en Venezuela, escribió al ministro de guerra pidiendo, una vez más, su relevo del mando, y

publicó su conocido Manifiesto, donde se esforzó por justificar sus determinaciones con

respecto al terror: de las ejecuciones y de los castigos impuestos a los rebeldes; de los

indultos otorgados a cientos de americanos; de las contribuciones económicas impuestas a

las “primeras familias” y de la administración de esos recursos. Al mismo tiempo hizo

énfasis en todos los medios de reconciliación que había empleado con los insurgentes

antes de apelar al cadalso y en los cuidadosos procedimientos legales una vez en los

juicios y en las ejecuciones. La justificación del terror monárquico quedaba servida. La

ley, no ningún hombre, había segado la vida de los rebeldes. Los magistrados, ya no tanto

como prolongación del poder del rey sino como agentes de la ley inexorable, habían

administrado justicia: la “sangre inocente de tantos que habían sacrificado á su ambición y

á sus pasiones, pedía venganza; sus horrendos crímenes pedian justicia, y la ley los

condenó: la ley aplicada por un tribunal legalmente constituido. Ahí existen sus causas:

ellas dirán si yo engaño á la nación” (1821: 20-21) (en Rodríguez Villa 4: 211-213, 235-

242).

En cualquier caso, los monárquicos, acusados hasta al final por la prensa republicana de

sembrar la barbarie y la crueldad en la Tierra Firme, responderán subestimando tales

acusaciones y haciendo del terror algo esencialmente republicano. Si estos, como se

quejaba el gobernador Torres, “nada dicen de la quema de hombres vivos en La Guaira;

callan los horrorosos asesinatos de Margarita, en justo agradecimiento al perdón absoluto

concedido por el Gral. Morillo; corren un espeso velo sobre el de la Inquisición de esta

plaza; y últimamente encubren cuál ha sido el destino de los desgraciados gefes de la 3ª

División, prisioneros de la batalla de Boyacá” los monárquicos tomarán sin demora la

palabra para ilustrar al público (AGI, Santafé, leg. 1017, s.f.). Así, una vez los ejércitos

bolivarianos entraron en Santafé en agosto de 1819, la Gaceta de Caracas informará a sus

lectores que los “coroneles Barreiro y Gimenez, los tenientes coroneles Plá y Figueroa, y

un gran número de oficiales, la mayor parte americanos, y de paisanos adictos á la causa

del Rey, eclesiásticos, abogados y de todas clases han sido sucesivamente degollados por

órden de Simón Bolívar, habiendo día de 40 ejecuciones” (Nº287:26-I-1819:2217).

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Aunque hoy en día sabemos que fueron en total 39 ajusticiados, que no había eclesiásticos

y que la orden fue dada por Santander, el entonces vicepresidente de Cundinamarca, debió

justificar la legitimidad de aquellos fusilamientos.

Este episodio de terror republicano, tan sustancial cuanto más ejemplarizante, consagraba

la ruptura definitiva de las amarras del otrora Nuevo Reino de Granada con España. Según

dirá Santander, frente a un gobierno antiguo como la monarquía hispánica, cimentado por

lazos de sangre y por una historia común, y cuya “solidez la ha recibido del tiempo”, un

gobierno nuevo como la república “necesita de la mayor vigilancia, de una actividad

infatigable, y sobre todo necesita mucho de hacerse temer”, pues “no hay sistema alguno

tan generalmente reconocido, que no tenga en contra envegecidos errores, intereses

particulares, y mil relaciones, que se formaron entre Pueblos, que por largos siglos

formaron una sola Nación”. El sacrificio ritual de los enemigos de la república debía

“hacer que el Gobierno inspirase confianza á los amigos, temor á sus contrarios y respeto á

todo el Mundo” (1820: 6). La justificación de este episodio sangriento, antes que apelar la

venganza por los excesos de los monárquicos, que Santander no se privará de enumerar, no

era otra que aquella que hará carrera hasta nuestros días: la “salud del Estado” y “el

imperio de la necesidad, y no una inconciderada precipitación, la virtud, y no las pasiones,

fueron quienes pusieron en mis manos la espada de la justicia para castigar estos

criminales y prevenir el efecto de sus maquinaciones” (1820:7). Así, mientras que el terror

monárquico pretendía anunciar la victoria de las armas del rey, este episodio en el centro

simbólico de la Tierra Firme precedía su completa derrota y aceleraba el advenimiento de

la república. Ante un pueblo aún vacilante, el castigo ejemplarizante de “los españoles” –

aunque cerca de la mitad eran americanos–, si hemos de creer a Santander, cimentó la

opinión pública en favor de las nuevas autoridades y, lo más importante, sí consagró la

victoria que prometía:

La existencia de la República, su seguridad, era incompatible con la existencia de tales

hombres: era menester, que muriesen, ó que el Estado quedase espuesto á un transtorno

inevitable: el menor riesgo hubiera justificado este hecho á la vista de todo hombre

sensato: aquí los peligros eran evidentes. ¡Qué diferencia no se notó generalmente en el

Pueblo de Cundinamarca después de esta egecucion! Todos los buenos patriotas

respiraron al verse libres de estos hombres, como si hubiesen sido aliviados de una

enorme carga. El espíritu público se reanimó visiblemente; hombres, que estaban

retirados en sus casas sin querer tomar parte en las cosas públicas, se les vió salir a

ofrecer sus servicios, y sus intereses, á formar una sola causa con sus conciudadanos

(1820:6).

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Conclusiones

El sol ya no brilla en el imperio…

Nuestra España que se gloriaba de ser un imperio en que jamás moría el sol…

Juan Manuel García Tejada del Castillo. Representación al Rey (1825).

Ellos no quieren ser españoles, así lo han dicho altamente desde que proclamaron la independencia, así lo

han sostenido sin desmentir jamás su opinión en ninguna circunstancia ni vicisitud de la Península, esto

repiten ahora sin dejar las armas de la mano, lo repetirán siempre, y sea cual fuere nuestra conducta y

nuestro Gobierno, la absoluta independencia ó la guerra es el solo arbitrio que nos dejan á escoger.

Pablo Morillo. Representación al Ministro de la Gobernación de Ultramar (1820).

En el verano de 1825, Juan Manuel García Tejada del Castillo, desde su exilio en Madrid,

escribió al monarca un conjunto entusiasta de planes para “recobrar los inmensos y ricos

territorios de la Costa Firme”. Como ya era usual en esta clase de relaciones, el clérigo

santafereño comenzaba con un breve repaso de la historia de la cada vez más dilatada

crisis de la monarquía hispánica en la Tierra Firme, desde la invasión napoleónica hasta

los fastos de la recién fundada República de Colombia. A renglón seguido, enlistaba un

conjunto de medidas políticas, económicas y militares fundamentales para llevar a cabo

esta nueva pacificación, ponía de relieve la importancia de mantener el dominio hispánico

en Cuba para garantizar el éxito de sus proyectos y denunciaba con encono la “reprobada

conducta política” de los monárquicos liberales, encabezados por el gobernador de

Cartagena, Gabriel de Torres y Velasco. García Tejada estaba convencido de la

infalibilidad de sus planes, pues alegaba conocer la verdadera “opinión de los pueblos del

continente americano meridional” y la mentira de la “majestuosa marcha del sistema de

independencia colombiana”. A sus ojos, resultaba indudable que “nosotros tenemos en

favor de nuestra demanda la Justicia de la causa del Rey”, la “cooperacion de una gran

parte de los habitantes de aquellos países” y la “influencia que en ellos tiene la religion, el

lenguaje y las españolas costumbres en que han sido educados”. Así pues, era el momento

oportuno para intervenir, resultaba evidente ya la erosión de la unión grancolombiana

producto de la “divergencia de partidos en que se hallan empeñados”, los “vicios que

degradan á sus funcionarios”, la “repugnancia con que sufren los Peruanos la dominacion

de Colombia”, el “terror que inspiran á los blancos en Venezuela, los negros zambos y

mulatos” y el “tono y maneras despoticas que usan los extranjeros, especialmente ingleses

que sirven á sueldo de aquella república” (AGI, Estado 19, Número 122, s.f.).

Los papeles enviados por García Tejada a la corte madrileña ponen sobre la mesa dos

aspectos fundamentales para los propósitos de estas reflexiones finales. Por un lado, el

vigor renovado de las expectativas de los monárquicos por una nueva restauración del

orden hispánico con motivo del eminente colapso colombiano. No podemos afirmar que

estas perspectivas fueran producto de mera tozudez política pues esta clase de documentos

a menudo se constituyen en auténticos proyectos políticos, que además de incluir todo tipo

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de diagnósticos y planes de acción para mantener la unión hispánica, revelan un

conocimiento juicioso de la geopolítica del momento. Por otro lado, este tipo de papeles

evidencian los esfuerzos por historizar el momento absolutista y por comenzar a explicar

el ocaso del dominio hispánico en América. En este sentido, García Tejada no se privará

de enumerar los “errores impolíticos” cometidos por el régimen restaurador en la Tierra

Firme. Las “sabias y benéficas prevenciones” del rey habían sido desatendidas por los

principales hombres del gobierno, “adoptaronse por el contrario medidas dictadas por el

espíritu de imprudencia y de error”. Por una parte, el accionar de Morillo había

desconocido los esfuerzos llevados a cabo por los realistas durante las primeras repúblicas

con el objetivo de fijar la opinión pública en favor del gobierno del rey y había alterado el

precario equilibrio político conseguido antes de su arribo a las costas venezolanas: las

tropas existentes “fueron disueltas y tratadas con el mayor desprecio”; se decretaron

“odiosos sequestros” y todo tipo cargas y pechos sobre los pueblos, mientras “que el

Egercito se detuvo 106 dias en el sitio de Cartagena, entrada al Reino, y casi seis meses en

los procesos y execuciones sangrientas en Santafé”. Como si fuera poco, el virrey Sámano

“cobarde y precipitadamente” se dio a la huida “solo a la noticia de haber sido dispersada

nuestra tercera division en Boyacá”, al tiempo que el gobernador de Cartagena se hizo al

mando de manera ilegítima, proclamó la Constitución gaditana y comenzó una política de

persecución en contra de los “verdaderos realistas”. De este modo, para el clérigo

santafereño, el derrumbe de la autoridad real en la Tierra Firme había sido obra en buena

medida de los mismos realistas, de su incapacidad para fijar la opinión pública en favor del

gobierno del rey, de ganar los corazones para España: “cuan duro és que el mismo remedio

preparado por una mano paternal para curar los males del Estado, haya servido para

agravarlos de modo tan sensible” (AGI, Estado 19, N 122, s.f.).

Por supuesto, García Tejada no fue el único en aventurar un diagnóstico sobre lo sucedido.

Para los realistas, especialmente para los más afectos al proyecto absolutista, además de

los desatinos del gobierno del rey, dos factores serán fundamentales para explicar el fin de

la unión hispánica. Por un lado, la proclamación de la Constitución de Cádiz en enero de

1820 y la orden impartida por el nuevo gobierno liberal de comenzar la negociación de un

armisticio con los republicanos habían dejado sin legitimidad los esfuerzos llevados a cabo

hasta el momento por el régimen restaurador. Los principios políticos tantas veces

anatematizados durante el momento absolutista ahora eran enarbolados por el gobierno

constitucional. Según dirá José Domingo Díaz en sus Recuerdos de la rebelión de

Caracas, “aquel funesto gobierno perdió a mi patria, y nos envolvió en sus ruinas”, pues

“hizo desaparecer todos los principios del orden” y “de aquel gobierno que la experiencia

de tres siglos había enseñado ser el solo capaz de conservarlos en paz y hacerlos felices”

(1829: 240-241). Por otro lado, para algunos realistas, para los más “desengañados por la

experiencia”, resultaba evidente, aunque difícil de precisar, la existencia de una

“nacionalidad americana” construida en oposición a España y fraguada durante las guerras,

que si bien no prefiguraba la unión grancolombiana o avalaba necesariamente la existencia

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de una nación neogranadina o de una nación venezolana escindidas de la nación española,

sí había sido fundamental en el devenir de los acontecimientos. Según escribió Pablo

Morillo al ministro de la Gobernación de Ultramar en julio de 1820: “es un delirio, á mi

entender, persuadirse que esta parte de la América quiera unirse á ese hemisferio”, pues la

“guerra sostenida en estos países contra el Gobierno español, no ha tenido por objeto

mejorar su sistema, ni reclamar los principios liberales que ahora nos dirigen, sino la

emancipación y absoluta independencia, llevando el odio y el encono tanto a la nación

como al Gobierno, hasta el extremo de quitar las denominaciones castellanas por subsistir

nombres indios, como llamar Cundinamarca al Nuevo Reino de Granada; Bogotá á Santa

Fe, y otros semejantes” (en Rodríguez Villa 4: 205-208).

Al igual que estos y otros realistas en su momento, los historiadores contemporáneos han

intentado explicar el fin de la empresa restauradora en la Tierra Firme a partir de una

compleja aritmética política. El catálogo de explicaciones siempre ha sido amplio y

polémico. Según Juan Friede, uno de los primeros que se esforzó por comprender las

independencias americanas desde la perspectiva de los monárquicos, la difícil situación de

la Península en términos políticos, sociales y económicos; las sendas disputas internas

entre los realistas sobre cómo llevar a cabo la empresa restauradora, en muchos casos

motivadas por diferencias ideológicas y animosidades personales; y un contexto

internacional favorable a las emancipaciones americanas maduraron el fin del dominio

hispánico en la Tierra Firme (1979 [1972]: 11-25). Diez años después que Friede, el

profesor Timothy Anna dirá que la “disfunción sistemática” del gobierno hispánico,

primero absolutista y luego liberal, impidió la restauración monárquica en América, pues

“dejaron de funcionar los mecanismos gubernamentales, las decisiones políticas, la

transmisión de informaciones y la creación de un consenso en el Estado español”, así, “en

estas circunstancias, una política universal aplicable a América, concebida lógicamente y

aplicada en forma coherente, vino a ser una absoluta imposibilidad” (1986 [1983]: 9-16).

En un sentido similar se expresará la historiadora Rebecca Earle en su análisis más

reciente sobre el caso neogranadino: la “incoherencia ideológica” de los realistas, la

incapacidad para reconstruir la economía sin acudir a grandes cargas tributarias sobre los

pueblos y los altos costos de la guerra, sumados a la ausencia de “estrategias coherentes”,

la imposición de “políticas contradictorias” y la falta de voluntad política por parte de la

metrópoli se constituyen “en sí en una ilustración del fracaso de España como poder

colonial” (2014 [2001]).

La diferencia fundamental entre las aproximaciones de García Tejada y otros realistas y las

de los historiadores contemporáneos quizá estriba en que para los primeros el fin del

gobierno del rey en la Tierra Firme era un revés momentáneo, no era historia ya

consumada, mientras que para los segundos, se trataba de un proyecto político condenado

de antemano al fracaso y en efecto fracasado, pues ya todos conocemos lo sucedido

después de que estos acontecimientos se convirtieron en historia fundante de las nuevas

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naciones. Las elaboraciones políticas de los monárquicos, los esfuerzos para salvaguardar

la unión hispánica y todo el momento absolutista son explicados en retrospectiva y son

perfilados a partir de la inevitabilidad de las independencias americanas, la supuesta

tendencia histórica efectiva hacia la emancipación y la adopción de regímenes

republicanos en la región. La historia del gobierno del rey durante el momento absolutista

no es más que el relato de una seguidilla de errores en el ejercicio del poder político, de

malos entendidos institucionales y de imprecisiones conceptuales, siempre contrastados

con un deber ser sobre la política y sobre el desarrollo de los acontecimientos que marra

las posibilidades de comprensión. Se trata de una perspectiva normativa que sitúa a los

historiadores contemporáneos en el lugar de la verdad, pues estos parecen ser los únicos

conocedores de las claves necesarias para evitar el naufragio del régimen restaurador en la

Tierra Firme. Esta mirada se encuentra tan presente en los estudios sobre el periodo que el

mismo Anna no tiene ningún empacho en afirmar que su estudio sobre el “fracaso de

España” “podría llevar el subtítulo de “Lecciones acerca de cómo se pierde un Imperio”

(1986 [1983]:15).

Estos estudios parten, así, de un supuesto nunca explicitado, pero omnipresente en sus

páginas: la posibilidad de la completa correspondencia entre los modelos teóricos, los

marcos institucionales y las maneras de entender y ejercer la política por parte de los

actores históricos. El problema de la legitimidad del orden monárquico remite en estos

trabajos, entonces, a un plano netamente empírico, a las condiciones fácticas de su

imposible resolución o al desfase entre las ideas y las realidades de la Tierra Firme. Por

supuesto, no se trata de negar que los factores analizados por estas y otras obras

fundamentales desempeñaron un papel fundamental a la hora de definir la suerte del

gobierno real en estas tierras. Sin embargo, esta investigación ha querido poner el énfasis

en los “factores internos” que condicionaron la reinvención de la legitimidad monárquica

durante el periodo. El proyecto absolutista, como todo proyecto político, era un proyecto

precario, en el sentido en que estaba atravesado desde dentro por una tenaz incertidumbre

con respecto a las expectativas de futuro. La imperiosa necesidad de reconstruir la

legitimidad del orden monárquico; las dinámicas inciertas de la guerra y la posterior

supremacía incontestable de las armas rebeldes en los campos de batalla; y quizá más

importante, la robustez política de los proyectos de sociedad que fueron capaces de

competir con más éxito por la legitimidad, y que hicieron de la república la forma de

comprensión más adecuada de las realidades americanas, signaron la precariedad de la

restauración monárquica. Sin embargo, una vez reconocida esta precariedad manifiesta, así

entendida por los mismos contemporáneos, es necesario poner entre paréntesis nuestras

certezas presentes sobre el fin del gobierno real en la Tierra Firme, trascender la cuestión

de la factibilidad del régimen restaurador y dislocar estas visiones marcadamente

teleológicas para comprender la cuestión de la reinvención de la legitimidad del orden

monárquico durante el momento absolutista.

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Este trabajo ha procurado poner de presente la potencia de los esfuerzos monárquicos por

reconstruir la legitimidad del gobierno del rey durante el momento absolutista, por

mostrarlos como elaboraciones políticas que no estaban condenadas de antemano al

fracaso y que por el contrario se abrían a múltiples posibilidades de futuro con pleno

derecho. He tratado de entender cómo el resquebrajado edificio de la legitimidad

monárquica intenta rehacer sus cimientos conceptuales, pero también cómo intenta, al

mismo tiempo, responder ante los amplios cuestionamientos de los republicanos sobre el

origen, los fines y los modos del ejercicio del poder monárquico durante los trescientos

años de dominación ibérica. No es otra cosa que un esfuerzo de comprensión de cómo los

realistas imaginaron su pertenencia a la comunidad política y su lugar en la sociedad y en

la historia, al tiempo que hicieron de la fidelidad al rey, por medio de las armas y las letras,

la fuerza primera para reconstruir el orden político. He tratado de reconstruir la lógica

interna de los principios políticos esgrimidos por los monárquicos y de mostrar la

versatilidad de los discursos y prácticas con los que pretendió legitimarse la dominación

hispánica en la Tierra Firme. La restauración monárquica no puede seguir siendo leída

únicamente a partir de la violencia ejercida por el régimen restaurador, pues también fue

una respuesta creativa a una crisis de legitimidad de dimensiones colosales. El énfasis

exclusivo en la violencia ha eclipsado todo lo que esta empresa tuvo de imaginación

política y la manera en que se intentó responder a un conjunto de problemáticas que se

habían ido reformulando durante toda la crisis monárquica sobre el origen de la autoridad

pública, la organización de la comunidad política, el lugar de los sujetos en el orden

político, las formas de ejercicio del poder y los derroteros de la asociación comunal.

Al mismo tiempo, esta investigación ha privilegiado una exploración conceptual que da

cuenta de cómo las problemáticas enfrentadas por el gobierno del rey en la Tierra Firme

van más allá de la cuestión del medio material en que se despliegan y se incardinan en el

mismo plano conceptual que condiciona su desarrollo. Precisamente, es en los intersticios

de las “incoherencias” políticas, de las “disfunciones” institucionales y en el espacio del

disenso que existirá el juego propiamente político durante la restauración monárquica. Si

queremos recuperar la historicidad propia de este momento histórico debemos empezar por

reconocer que las ambigüedades conceptuales participaron de la esencia del gobierno del

rey y que antes que constituirse en su mera circunstancia externa, en una mera anomalía a

solucionar, fueron una dimensión constitutiva suya. El proceso de construcción de

significado político llevado a cabo por los realistas implicó un desplazamiento

fundamental con respecto a las coordenadas de enunciación de los discursos públicos

durante el momento absolutista. El gobierno del rey, para apuntalar su dominio político,

necesitaba presentar y representar públicamente el deber ser de la política y también su no

deber ser y defenderlo en el terreno de la opinión pública. En términos generales, en esta

defensa la legitimidad del orden monárquico aparece atada a las evidencias de la

trascendencia, a las referencias absolutas e inmutables de Dios y la ley natural, y quizá

más importante, a la experiencia histórica de trescientos años de unidad hispánica. Se

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trataba de un orden corporativo investido de sacralidad, fundado en el derecho divino de

los reyes, en el poder de las leyes fundamentales del reino y en los principios de

subordinación y jerarquía. La monarquía hispánica era imaginada como una comunidad

política natural y perfecta, una comunidad de pueblos, reinos y cuerpos unida por vínculos

morales, religiosos, jurídicos, históricos y de sangre, vertebrada alrededor de la religión

católica y la fidelidad al rey. El origen de las “dos Españas” se remitía a la conquista de los

nativos americanos y a la labor evangelizadora y civilizadora de los peninsulares en

América, mientras que los sujetos de esta historia de tres siglos no eran otros que el rey y

sus vasallos de ambos mundos: la nación española asentada en un mismo régimen de

historicidad. Así, los monárquicos se esforzarán por demostrar, hasta cierto punto, la

continuidad entre el pasado de unidad hispánica y el momento absolutista con el objetivo

de mostrar algún tipo de permanencia de lo ya conocido en medio de desgarradoras

rupturas, ofrecer algunas certezas sobre el futuro y mantener reflotada la identidad

erosionada del nosotros hispánico. Esta presentación permitió no solo la afirmación de las

maneras antiguas de entender el mundo político y la reelaboración de la tradición sino

también la introducción de novedades intelectuales ajenas al universo anterior a la crisis de

la monarquía hispánica en la Tierra Firme.

En efecto, este complejo nudo teológico-político puesto en un nuevo horizonte discursivo

durante el momento absolutista adquirió una dinámica diferente de la que tenía en el orden

antiguo y se verá minado en sus propios cimientos conceptuales, pues el reconocimiento

por parte de los monárquicos del poder de la opinión pública para gobernar con acierto,

operará un debilitamiento de la figura real como encarnación de la unidad del cuerpo

político. La anuencia de los pueblos, que ya era un elemento fundamental para actualizar el

pacto entre el rey y sus vasallos por medio del juramento real, ahora zanjaba la cuestión de

la legitimidad del orden monárquico. El gobierno del rey, que se quería un mandato

trascendente para la época, debía legitimarse, al igual que los gobiernos republicanos, a

partir de la opinión, un imperio político, siempre en disputa. Las premisas de la soberanía

del rey, que ahora aparecía como un constructo colectivo que ya no podía estar dado de

antemano, eran disputables. El funcionamiento del régimen restaurador presupone la

opinión pública como principio político, como medio estratégico y como capital simbólico

para gobernar con legitimidad. Ahora esta debía procurar la obediencia al monarca al

tiempo que mantener las certidumbres trascendentes del orden monárquico con respecto al

origen, los fines y los modos de representación del poder del rey, certidumbres que no

hacen otra cosa más que diluirse cada vez que son puestas en discusión en el debate

público autorizado por la misma opinión pública. El orden monárquico quedó, así,

atravesado por una singular ambigüedad: se trataba de un orden trascendente incapaz de

garantizar sus propias certezas y condenado a buscar la promesa de la estabilidad por

medios inmanentes y finitos. La comunidad política cada vez necesitaba menos del rey y

más de la opinión pública para imaginarse como una comunidad moral, al tiempo que esta

ya no aparece más como clausurada en sí misma sino como capaz de redefinir sus

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derroteros en el marco de un inmenso campo de posibilidades y en medio de una

cohabitación inestable y conflictiva de imágenes y discursos sobre la forma concreta de

organizar el gobierno, legitimar el dominio político y captar la adhesión de los integrantes

del cuerpo político.

La restauración monárquica es un momento histórico en que los arreglos político-jurídicos

y los esquemas de legitimidad de la sociedad se desgajan y se ven abocados a un profundo

reordenamiento. La manifestación explícita de tales principios, el enfrentamiento de las

propias aporías de la política monárquica, implicará para los realistas el reconocimiento

del mundo político como un campo de acción en buena medida dependiente de la voluntad

humana, así a menudo se asiente sobre un fuerte sustrato providencialista. Los realistas y

los republicanos vivían en un mundo que había sufrido cambios políticos fundamentales;

habían perdido ya todas las garantías trascendentes de su accionar después de la ruptura

formal con el antiguo régimen y la construcción de nuevos órdenes políticos en la región.

Las nuevas temporalidades en pugna, las innovaciones conceptuales y las

transformaciones en las superficies de elaboración de la comunidad política se constituyen

en síntomas y experiencias de la erosión de las antiguas modalidades de dominio y de las

formas de legitimidad previamente aceptables. Así pues, el régimen restaurador fue capaz

de restablecer la autoridad del gobierno del rey en la Tierra Firme pero no pudo detener el

desquiciamiento de los fundamentos de la legitimidad del orden monárquico. El momento

absolutista da cuenta de la creciente fuerza del torrente de la opinión pública como nueva

instancia suprema, como escenario natural de la política. No es casualidad que los

Tratados de Trujillo, suscritos en noviembre de 1820 por los gobiernos de España y

Colombia para regularizar la guerra “conforme a las leyes de las naciones cultas”,

señalaran como origen del conflicto las disputas de opinión: “originándose esta guerra de

la diferencia de opiniones” (Gaceta de Caracas Nº19:6-XII-1820:97). La disputa de la

emancipación es entonces una disputa por erigirse en el sujeto de la opinión pública,

piedra de toque de todo orden posible en la Tierra Firme. Los Tratados de Trujillo, al igual

que muchos otros documentos del periodo, reconocerán la entronización del público como

nuevo titular de la política y la pérdida del único referente de legitimidad trascendente en

la política americana, la figura real.

De este modo, la monarquía hispánica, imaginada aún como una comunidad política

natural, se verá confrontada con su propia finitud temporal, con la erosión definitiva de sus

fundamentos de legitimidad, arrastrada por las cada vez más ciertas perspectivas del

gobierno republicano. Los derroteros de una sociedad que no pudo ser más, que prometían

un nuevo siglo de oro y un nuevo país de Cucaña para toda la monarquía hispánica, se

trocaron en pronósticos pesimistas que si bien apuntaban a los problemas fundamentales

que debieron enfrentar los republicanos a lo largo de todo el siglo no por ello resultaban

exentos de un fatalismo irredimible: la fundación de una república de ciudadanos virtuosos

sobre las cenizas de un reino de vasallos; el relevo definitivo del monarca español como

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detentador de la soberanía y la construcción de un pueblo a partir de “muchos pueblos

reunidos” para que ocupe su lugar; el gobierno de un territorio inmenso apenas habitado y

apenas conocido y caracterizado por una extraordinaria heterogeneidad racial y por la

existencia de clases diversas dominadas por intereses contradictorios. Para los realistas, al

abrir las puertas de la política, los republicanos habían desatado las furias de los abismos

que habrían de refundir para siempre las certezas del mundo político, frustrando así la

posibilidad de construir cualquier arreglo político duradero en la Tierra Firme, pues como

afirmó Díaz desde su exilio madrileño en 1829, “no era posible romper los lazos de la

naturaleza y de la sociedad, sin arrastrar tras de sí la ruina de todos”. Ante el inminente

desplome de Colombia, los republicanos ahora comprobaban en carne propia que separar

los dos hemisferios españoles no era otra cosa que entrar en un mundo de opacidades:

“arrojar á la nada” la historia y las tradiciones de tres siglos; “separar los padres de los

hijos, y los hermanos de los hermanos”; “destruir el equilibrio que una fuerza moral

conservaba entre las diversas razas” y “condenarlo á la anarquía y á su destrucción: abrir,

en fin, el abismo”. Los pueblos de la Tierra Firme se encontraban al borde de la disolución

última, solo quedaban “reliquias de lo que fueron en medio del incendio universal” y la

“guerra de colores” amenazaba con destruirlo todo, pues “reunir los criollos á su causa á

los indígenas, á los negros, á los mulatos y á los mestizos es mas dificil de lo que se

piensa” (en Jonama, 221, 8). Así, azuzando el fantasma del caos sempiterno y de la guerra

fratricida, de la división y de la discordia que habrían de sobrevivir a las revoluciones

hispánicas, terminaba el momento absolutista. Como afirmó García Tejada, con la

impugnación del principio monárquico como modo legítimo para organizar la comunidad

política y con la proclamación de la independencia absoluta de España, el sol dejaba de

brillar en el conjunto de la monarquía hispánica; ahora alumbraba el curso incierto de la

política de las nuevas repúblicas independientes, arrojada, como estaba, al imperio del

disenso, de la vasta infinitud de los argumentos.

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