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Una audaz novela de detectives narrada en tono de comedia. El protagonista, Guido Fleitas, es un detective privado novato que se inicia en el negocio de las investigaciones con mucho entusiasmo. Sin embargo, su inocencia le jugará malas pasadas y pronto se ganará el apodo de Chico, el Chico Fleitas.
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Primera edición, noviembre de 2012
Las aventuras del Chico Fleitas
© Josué Aguirre Alvarado
Diseño de cubierta: Angel Hoyos Calderón
Derechos reservados.
© Caramanduca Editores
De Josué Aguirre Alvarado
Av. Los Cocos 421
Piura -Perú
Ruc:10425249971
facebook.com/caramanduca
Cel: (51) 993 830486
E-Mail: [email protected]
Hecho el Depósito Legal
Biblioteca Nacional Del Perú N° 2012-14221
ISBN N° 978-612-46267-3-9
El tarro de Dorchester
Me atraen los misterios sin resolver; y
más si llevan décadas o siglos
inconclusos. Un día en la universidad me
obsesioné con un libro que trataba sobre
objetos fuera de lugar, dígase, hallazgos
que no pueden clasificarse en ninguna era
conocida. Uno de los que consideré más
interesantes fue el mecanismo de
Anticitera, que puede describirse como un
tipo de reloj de engranajes epicicloidales
que calculaba la posición del sol, la luna
y los planetas. Según los descubridores,
esta máquina fue construida un siglo
antes de Cristo, en la antigua Grecia; lo
que resulta extraño, pues la tecnología
que emplea aquel mecanismo recién
apareció en el siglo XIX de nuestra era;
es decir, dos mil años después.
Pero ni el mecanismo de Anticitera ni el
resto de la lista detallada de artefactos
fuera de lugar, me llamó tanto la atención
como el tarro de Dorchester; no sólo por
lo que pudo representar, sino por su
posterior y misteriosa desaparición.
Hoy ha llegado a mi oficina una mujer
llamada Nora. Tiene unos 65 años,
calculo. Viene acompañada de su hijo
Antonio, un hombre como de mi edad, de
gestos verticales y sonrisa difícil. Ella está
afligida. Él está incómodo.
–…A ver, déjeme ver si entendí, su
marido está desaparecido y quiere que yo
lo busque.
–No, señor Fleitas, no queremos que lo
busque, queremos que lo encuentre –
solloza la mujer.
–Mira, Fleitas… –interrumpe Antonio de
muy mala gana– A mí no me interesa si lo
encuentras vivo o muerto con tal de que lo
encuentres…
Nora empieza a llorar de forma
descontrolada.
–¡Disculpa, mamá, pero hay que ser
realistas! Si el viejo ha estado
desaparecido todo un mes, lo más sensato
es que esperemos recuperar su cuerpo para
cobrar el seguro de vida.
–¡Cómo dices eso, hijo!
–A ver… ¡Tranquilos, tranquilos! –intento
calmar–. Voy a poner mi grabadora y
quiero que me cuenten todo lo que debo
saber sobre el señor… ¿Cómo me dijo
que se llamaba el señor?
–¡De Cárdenas! ¡Ernesto de Cárdenas! –
interrumpe Nora– Es conocidísimo. ¿No
habrá oído hablar de él? Es arquitecto.
–No, temo que no.
–¡Cómo que no! –me ataca Antonio–
¡Pero si él construyó este edificio!
–¿La Riviera? –pregunto yo.
–¡Así es!… Tú tienes una oficina aquí y
no sabes ni si quiera quién la construyó.
¿Qué clase de detective eres? –Entonces
Antonio vuelve sobre Nora– ¡Vámonos,
mamá! Mejor busquemos a otro detective
más despierto.
–No, hijo… El señor Fleitas parece de
confianza. Seguro que puede ser tan audaz
como simpático.
–¿Eres audaz, Fleitas? –me reta Antonio.
–¡Lo soy!
–¿Muy audaz, señor Fleitas? –replica
Nora.
–¡Audacísimo!
Nora y Antonio se miran a los ojos y
hacen una aprobación que me resulta
telepática.
–Mira, Fleitas. Recurrimos a ti porque
necesitamos efectividad. Ya sabes cómo
trabaja la policía. Uno piensa que
despliegan toda una red de inteligencia
para buscar personas. Pero nada de eso.
Sólo se contentan con visitar la morgue y,
cuando encuentran algún cadáver que se
ajuste a las descripciones, nos llaman para
verlo. Desde que reportamos la
desaparición ya hemos visto a una docena
de muertos. Mira a mi mamá, Fleitas. ¿Tú
crees que a ella le gusta ver cadáveres?
–Pues, no.
–Entonces, te ruego que hagas un buen
trabajo. Somos de buena familia y te
aseguro que pagaremos bien.
De pronto se me escapa una sonrisa boba
que se me hace muy evidente. Lo veo en
los ojos de Nora, mientras se seca las
lágrimas. Intento cambiar de expresión.
Pienso que mi actitud es poco profesional.
Saco la grabadora, presiono rec y le pido
que me cuente todo acerca de su marido.
–Mi marido se llama Ernesto de Cárdenas
y es arquitecto de profesión. Cumplió 66
años la semana pasada. Ya estaba
pensando en el retiro, pobre. Ha trabajado
en un sinfín de proyectos en esta ciudad y
en otros países. Se le consideraba
vanguardista…
–¡Eso es! ¡Vanguardista! –interrumpe
Antonio–. ¿Conoces La casa oval? ¿El
rascacielos Gaigax? ¿El Museo de
Ciencias Naturales?
–Mismamente.
–¡Pues los construyó el viejo! –reniega.
–Señor Fleitas, a lo mejor ha leído la
noticia de su desaparición en los diarios.
Aquí le traje uno. Mire, desapareció justo
el 5 de este mes. La policía encontró su
auto carbonizado en el bosque, pero no
había rastro de él.
–¿El señor de Cárdenas tiene algún
enemigo conocido? –Pregunto.
–Ninguno –me responde Nora–. Él
siempre se ha llevado bien con todos, es
un hombre de sociedad.
Entonces miro mi grabadora y me
inquieto. Antonio busca algo en su
maletín. Es un CD. Me dice que es una
recopilación de fotos y videos del
arquitecto que me van a servir para la
búsqueda.
–…Ernesto estudió en Las praderas, un
buen colegio. Fue promoción del año
63… –continúa la mujer sin detenerse.
–Bien, pero… –interrumpo.
–…Luego ingresó a la Universidad
Científica. Fue primero en su clase por
cinco años consecutivos; excepto el
último, que se distrajo por estar trabajando
en obras públicas. ¿Se imagina? Aún no se
graduaba y ya estaba trabajando en
proyectos de envergadura.
–Sí, me imagino… pero, señora, tengo
que decirle…
–…Entonces estaba mejorando la red de
alcantarillados de una pequeña provincia –
continúa Nora–. Ahí fue cuando lo conocí.
Yo estaba trabajando como asistente de un
ingeniero civil y siempre conversábamos
con Ernesto. Nos impresionaban sus ideas
innovadoras…
En ese momento le pongo stop a la
grabadora ante el asombro de Nora y
Antonio. Yo sonrío tontamente. Nota
mental: Antes de usar la grabadora,
verificar que haya un casete adentro.
***
El tarro de Dorchester es (o fue) un vaso
de zinc tallado con motivos florales. Fue
hallado en 1851 en Massachusetts,
Estados Unidos, petrificado en una roca
sedimentaria que se encontraba a 5
metros bajo tierra. En la zona se estaba
realizando una excavación para sentar los
cimientos de un edificio. Mientras se
detonaban las rocas en el subsuelo, una
gran piedra se partió en dos. Dentro de
ella se encontró el artefacto.
Inmediatamente éste fue objeto de estudio.
Sin embargo, nunca se supo a qué
civilización perteneció. Su fabricación se
dató en 100 mil años de antigüedad. Y,
como es bien sabido, en ese periodo no se
puede hablar siquiera de la existencia del
hombre como un ser pensante.
Puesto que este caso no luce tan
complicado (o, por lo menos, no tan
peligroso), he concluido que no le pediré
ayuda a nadie. Ha llegado la hora de hacer
las cosas por mi cuenta, con orgullo,
capacidad y decisión.
Reviso las imágenes de Ernesto de
Cárdenas. Es un sujeto de mirada molesta.
Sin embargo, en sus ojos se ve una pizca
de manía. Tiene unos bigotes gruesos y
duros como los de Stalin. Una cosa rara:
en ninguna de las fotos, incluyendo las de
los eventos de gala, al arquitecto se le ve
usando corbata; lo cual me deja ver que
hay algo de espontaneidad dentro en su
naturaleza.
He pasado un día entero recopilando toda
la información disponible sobre de
Cárdenas. Y ahora mismo, tengo que
decir, me ha llamado la atención un
artículo publicado en internet que trata
sobre signos extraños encontrados dentro
de los acabados de las edificaciones del
arquitecto, detalles a los que la mayor
parte de sus clientes no le encuentran
significado. Por ejemplo, me parece
interesante lo que se dice de La casa oval.
Construida en los 60, la residencia es una
estructura circular que cuenta con un
poderoso motor en el sótano que hace que
ésta gire de acuerdo a la posición del sol.
Según el artículo, en el jardín central se
hallaba una fuente adornada por un ángel
mirando hacia el cielo con un gesto de
desamparo. El cliente, que era el
embajador de la República de Turquía, le
preguntó a de Cárdenas en repetidas
ocasiones por el significado de la
estatuilla. Pero como el arquitecto se negó
a dar explicaciones y la figura no encajaba
con el credo del diplomático, el ángel fue
retirado tiempo después.
El edificio Gaigax, una estructura futurista
de fines de los 70, llamó la atención
porque en el techo de Cárdenas había
dispuesto la colocación de una serie de
luces láser que dibujaba sobre las nubes la
antigua constelación de Antínoo. Se dice
que en el piso 30, el arquitecto diseñó un
extraño mosaico de un submarino, en
cuyo interior residía un hombre en actitud
de plegaria. Tal como ocurrió con La casa
oval, de Cárdenas nunca explicó el
significado de la obra.
Ya me distraje. En lugar de plantear la
estrategia para la investigación, me
entretengo revisando todos los rincones
accesibles del edificio La Riviera en busca
del signo misterioso de de Cárdenas. En el
artículo no se mencionaba esta
edificación. Y creo saber por qué. La
Riviera es una de las obras menores del
arquitecto. El edificio es más bien
funcional y utilitario; lo cual, no obstante,
redobla mi curiosidad. Si de Cárdenas se
ha tomado el tiempo de poner su marca
aún en esta obra, los signos no son
causales y, por tanto, deben tener una
correlación.
Recorro cada uno de los quince pisos del
edificio. Y, así, rendido, aterrizo en el
zaguán sin éxito, con sudor en la frente y
la camisa zafada. Ahora, el viejo portero
me mira con curiosidad. Yo aprovecho la
ocasión. Le pregunto si sabe de alguna
figura o pintura simbolista que haya
servido como ornamento cuando se
inauguró el edificio. Sin embrago, él no
sabe nada. A pesar de su edad, no lleva
mucho trabajando en La Riviera. Por lo
tanto me ofrece llamar al dueño del
edificio; cosa a la que rehúyo, pues tengo
pendiente ya un mes de renta.
De pronto, adosado a la pared del
recibidor, diviso un panel de vidrio
esmerilado que llama mi atención. Como
sé que esta tendencia decorativa es más o
menos actual, deduzco que no ha sido
obra de de Cárdenas e intuyo que el cristal
ha sido colocado posteriormente para
cubrir algo. Reviso el espacio entre el
vidrio y la pared. Apenas entra una mano.
Pero se puede ver algo. Es un trazo en
altorrelieve. Le pregunto al portero por
aquello y entonces él recuerda: “Ah, sí,
sí… era un garabato horrible. Como al
dueño no le gustaba, lo mandó a cubrir”.
De inmediato, traigo mi cámara infrarroja
y saco unas fotografías a través del vidrio.
Cuando las veo en mi computadora se me
hacen conocidas. Es un gráfico
precolombino de estilo Maya.
***
Aunque no tiene mayor lógica, creo que
los signos misteriosos en las obras de de
Cárdenas pueden dar luz sobre la
desaparición del arquitecto. Es verdad que
de repente me estoy distrayendo, puesto
que sólo me baso en un presentimiento.
Pero también es cierto que no puedo trazar
un plan de ataque si es que antes no
descarto el mayor número de incógnitas,
por más improbables e irracionales que
parezcan.
A la mañana siguiente voy a la residencia
de los de Cárdenas, que es un palacete
afrancesado estilo siglo XVIII. En la
puerta me presento como el detective
Fleitas y pido hablar con el hijo del
arquitecto. En su lugar, se asoma a la
puerta una muchacha de sonrisa coqueta,
que me saca la lengua: “¡Perdón, pensé
que era para mí!”, se disculpa mientras sus
mejillas se ponen coloradas. “No te
preocupes… yo estoy buscando al señor
Antonio o a la señora Nora”, le contesto.
Ella me mira con sus ojos gatunos
maquillados por una línea negra que se
riza hacia los lados. “Mi hermano no
tarda. Pasa”. De ese modo, en un
momento me hallo siguiéndola a través de
un salón espléndido, con pinturas barrocas
y ventanales gigantes; todo un lujo que,
sin embargo, no me atrae más que la
sensualidad de los pasos de mi anfitriona.
Está casi descubierta por la espalda y se le
ve un tatuaje tribal. “Acompáñame”, me
repite, como si se hubiera percatado de mi
impresión.
Me lleva hasta la mesa del comedor, la
cual es larguísima y tiene más sillas que
cualquier restaurante que frecuento. En el
centro, hay una pila de libros antiguos y
varias hojas arrugadas. Ella me conduce
hasta allí, donde veo que ha estado
ocupada dibujando laberintos
complejísimos. Me muestra uno y me reta
a que lo resuelva antes de que regrese su
hermano. Sin embargo, me veo obligado a
declinar, puesto que considero poco
oportuno que alguien contratado por la
familia se preste para aquellas
interacciones.
–¡Ah, vamos! –insiste con desagrado–
¿No eres detective?
–¡Lo soy! –respondo avergonzado.
–¡Entonces resuelve el laberinto! Quiero
ver qué tan rápido lo puede hacer un
profesional.
–¿Es una orden?
Tomo el papel y le doy unas cuantas
vueltas. Trazo unas líneas tímidas. Ella me
mira con impaciencia. Yo intento
distraerla. Intuyo que me va a llevar
mucho tiempo terminar el laberinto.
Mientras tanto, no se me ocurre nada más
ingenioso que preguntarle sobre los
símbolos misteriosos en las obras de su
padre. Se los empiezo a nombrar. Sin
embargo, ella me detiene. “Nosotros
siempre le preguntamos por eso y él
siempre se hace el loco. Pero, yo tengo
una teoría”, me dice con una voz traviesa.
“Él estaba obsesionado con eso de los
visitantes de otros mundos”, se echa a reír.
Y me contagia. “¡Extraterrestres!”, le
repito mientras sigo con mi laberinto.
“¿Te causa gracia lo que dije?”, me reta.
“¡No, nada de eso!, es sólo que me
pregunto, qué tendría que ver, por
ejemplo, el ángel de La casa oval con
extraterrestres”. “Ah, esa es fácil”, me
desdeña. “Es una persona mirando al
cielo, buscando a sus creadores en las
estrellas”. Me detengo en el laberinto.
–¿Es en serio? –le pregunto con asombro.
–Supongo.
–¿Y el hombre dentro del submarino en el
edificio Gaigax?
–Bueno, eso lo relaciono con algo que vi
en la televisión, en un programa llamado
Alienígenas ancestrales. Ahí hablaban de
Jonás, el de la Biblia.
–Pero a Jonás se lo tragó una ballena, no
un submarino –repongo.
–Es que no es un submarino. Es una nave
extraterrestre sumergible. En el programa
decían que lo de la ballena era algo
simbólico.
Nuevamente me quedo detenido sobre el
papel. No logro entender si es que lo que
me dice la muchacha es muy inteligente o
muy descabellado.
–¿En verdad crees en eso?
–Sí, soy fanática de las teorías de
conspiración. ¿Ves? –Me señala sus
libros–. Me gusta leer sobre cosas
misteriosas y buscarles respuesta.
–¡En eso nos parecemos! –le digo con
caché–. He terminado con el laberinto.
Ella se queda analizando mi solución del
laberinto con cierta desazón. Pasan
algunos segundos. Y como el momento se
hace vacío, se me ocurre mostrarle las
imágenes infrarrojas que tomé en La
Riviera y, sin hacer mayor advertencia, le
pregunto si sabe de qué se trata. Entonces
ella se sorprende y deja el papel de lado.
“Yo sé”, me dice y se pone a revisar uno
de sus libros. Asoma su lengua entre los
labios y pasa una a una las páginas hasta
que da con una enorme ilustración. Como
lo supuse al principio, se trata de un
dibujo Maya. Es el Sarcófago de Pacal, el
cual lleva tallada una imagen que, se
especula, representa a un hombre dentro
de una nave espacial. “¿Sabes qué es lo
que creo?”, me comenta con alarma.
“¿Qué cosa?”, le pregunto con inquietud.
“Que a mi papá lo raptaron los
extraterrestres”. Ahora ninguno de los dos
nos reímos.
Más bien, permanecemos en silencio.
–¡Karen! –grita Antonio. La muchacha,
sintiéndose descubierta, recoge con
rapidez sus libros y se despide diciéndome
que pronto nos veremos otra vez– ¡Deja
de estar atormentando al señor Fleitas con
tus estupideces!
El hijo de de Cárdenas se acerca a la
mesa, disgustado. Me saluda de mala gana
y me invita a pasar a la sala. No me deja
hablar.
–¿Y tú? ¿Qué cosas conversas con mi
hermana? –Me riñe.
–Disculpe si he cometido una
impertinencia. Sólo estaba recabando
datos –me defiendo.
–Te gusta mi hermana. ¿No es cierto,
Fleitas?
–No, por favor. No me obligue a
responder –contesto con una vergüenza
infinita.
–¡Pues sí te obligo! Si tú estás trabajando
para mí, yo no espero que vengas a
coquetear con mi hermana.
–Bueno… –hago una pausa larguísima–.
Es una muchacha muy… amable.
–¿Es todo?
–Lo juro.
–¡Qué bueno, porque sólo tiene 15 años!
Cuando escucho eso, siento que en mi
rostro se exprimen todos los nervios.
Felizmente me alivia el sonido de unos
zapatos de tacón que golpean a lo lejos.
La esposa de de Cárdenas ha entrado a la
sala. Antonio me deja en paz y ayuda a su
madre a sentarse en uno los sillones. La
mujer se hunde en la espesura del
acolchado.
–Señor Fleitas ¿Qué lo trae por aquí? ¿Ya
tiene alguna pista sobre Ernesto? –me
pregunta con inquietud.
–Lo siento, aún no –le respondo con
timidez.
–El señor Fleitas ha venido por otros
asuntos –interrumpe Antonio, con malicia.
–¿Y de qué se trata? –continúa Nora.
–Bueno, yo… en realidad… tenía que
consultar… –vacilo, pensando que ya
estaba de más preguntar por las figuras
extrañas en las obras el arquitecto. Sin
embargo, se me ocurre una gran salida
digna de un detective–. Quería saber si es
que tienen algún contacto con la policía
que me pueda facilitar alguna pista hallada
en el lugar donde fue encontrado el auto
del señor de Cárdenas.
–¡Faltaba más! –Exclama la mujer con
agrado, como si entendiera que mi
pregunta refleja un gran progreso en la
investigación–. Vaya a la división de
investigaciones de la policía en el centro
de la ciudad. Pregunte por el teniente
Gavilano. Él le ayudará.
***
Salgo de la casa de los de Cárdenas con
cierta satisfacción. Pienso que puedo ir
inmediatamente a la división de
investigaciones de la policía. Sin
embargo, cuando busco mi motocicleta en
el estacionamiento, me encuentro con
Karen. Me espera con el dibujo del
laberinto que le resolví.
–¡Ése no era el camino! –me reclama.
–Pero lo solucioné –le contesto.
–Sí, pero no era el camino que había
planeado. Te aprovechaste de un error en
mi diseño y lo resolviste como se te dio la
gana.
–Bueno… no me di cuenta. Disculpa.
–¡No te disculpes, tonto! Has cogido un
camino más difícil que el mío e igual
llegaste al final –se ríe.
–A veces los problemas no sólo tienen una
solución. Es mi filosofía de vida.
–Esto dice mucho de ti. Hay personas que
ni si quiera encuentran la solución más
simple. En cambio tú, que no encontraste
el camino correcto, buscaste uno diferente
que dio el mismo resultado. ¡Es increíble!
Karen me sonríe con admiración. Yo la
veo y pienso que es terriblemente hermosa
y madura para su edad. Maldita sea,
pienso, ya he leído a Navokov y sé en qué
acaban estas cosas. Así que le sonrío de
vuelta e intento despedirme.
–¿A dónde vas? –Me pregunta con
desesperación.
–A la policía. Tengo trabajo que avanzar.
–¡Llévame contigo!
–No, no se puede. ¡Adiós! –arranco la
moto y la dejo atrás. Ella me persigue
unos pasos y me grita.
–¡Esto no se va a quedar así, Fleitas!
Me reúno con Gavilano, en la división de
investigaciones. Gavilano es un policía de
esos que visten de civil con una placa
brillante en el pecho. En principio es un
sujeto muy amable y colaborador.
Conversamos un rato. Me pone al tanto de
las limitaciones de la policía para buscar
personas y felicita la idea de mi
contratación para resolver el caso.
Gavilano me comenta, además, que en el
lugar de la desaparición, lo único que se
encontró fue un porta planos con los
trazos de una antigua construcción del
arquitecto. Me conduce a un depósito y
me muestra el auto de de Cárdenas, que
está calcinado. Según el informe de los
forenses, no hay sangre ni restos
orgánicos. Tampoco han hallado pistas
que prueben que viajaba acompañado por
alguien. Luego Gavilano me ofrece
llevarme al lugar del incidente.
Dice que lo hace de favor, porque le tiene
en estima a la familia, aunque yo sospecho
que de por medio hay algún tipo de
incentivo. Conducimos casi una hora
afuera de la ciudad. Entonces, el teniente
se orilla y me invita a bajar. Caminamos
unos metros adentro del bosque. Mientras,
él me narra lo que cree que ha sucedido.
–El auto volteó repentinamente por acá.
Luego, se descarriló y avanzó todo este
tramo hasta chocar con aquel árbol.
Entonces se incendió.
Yo reviso el tronco rápidamente y no
encuentro huellas de choque.
–¿Se estrelló? –cuestiono con
incredulidad.
–Es lo que deducimos. El auto lo
encontramos al pie de este árbol.
Intento recrear el suceso en mi mente,
pero me resulta difícil; más aún cuando
veo que hay un arbusto intacto que corta
la trayectoria que me indicó Gavilano.
–¿Y por qué tendría que desviarse? –
Pregunto.
–A lo mejor se le atravesó algún animal o
se quedó dormido… qué se yo.
Conozco este bosque. Sé que en él no hay
animales lo suficientemente grandes para
atravesarse por la carretera y causar
accidentes. Por otro lado, pienso en la
hora de lo ocurrido. De Cárdenas
manejaba a medio día e iba a supervisar la
construcción de un puente. Me resulta
difícil creer que se haya quedado dormido
en ese momento. Pero lo marco como algo
posible, aunque poco probable.
Entonces regreso con Gavilano al auto.
Me fijo bien en la carretera. No veo
rastros de los neumáticos en el asfalto.
–Le voy a decir lo que pienso, teniente.
Aquí no ha habido un accidente.
–Entonces, señor detective, ¿qué ocurrió?
–Me pregunta él en son de burla.
***
Gavilano me entrega una copia de los
planos hallados en el auto del arquitecto.
Y como de momento es la única pista que
tengo, paso toda la tarde tratando de
averiguar a qué obra pertenecen.
De momento puedo ver que los dibujos
son de los años 60 y que corresponden a
los primeros trabajos de de Cárdenas. Para
saber más al respecto llamo a la oficina de
registros públicos y les doy el número de
predio. Con eso me responden que se
trata de una vieja casa de dos pisos que
pertenece a un barrio residencial. Como
aún queda luz de día, me pongo en marcha
hacia allá.
No he podido llegar más a tiempo. La
vivienda está siendo demolida. Con ello
queda explicado, en primera instancia, por
qué de Cárdenas portaba los planos: es
posible que los propietarios se los hayan
pedido para poder estudiar las conexiones
con el alcantarillado o los cimientos. Nada
fuera de lo común.
Sin embargo, cuando me voy retirando del
lugar, una vieja curiosidad aviva mi
propósito en aquel barrio: los extraños
símbolos en los acabados de las
construcciones de de Cárdenas.
–¡Un momento, por favor! –me acerco
gritando al que parece ser el capataz de la
tropa de demolición.
–¿Qué quiere usted? –me grita él de muy
mal humor.
–Necesito revisar unos detalles dentro de
la casa –le explico.
–¡No se puede!
–¿Por qué no? Me demoraré sólo un
momento.
–Los revisará cuando hayamos terminado
–concluye y me da la espalda.
De pronto, se escucha taladros neumáticos
a todo motor; poderosos golpes de
martillo sobre cinceles y rugidos de júbilo
de los obreros. Es una orgía de polvo y
piedras que vuelan por el aire. Una pared
cae violentamente a pocos metros de
donde estoy y se levanta una espesa
polvareda. Es mi oportunidad. Enciendo
mi cámara de fotos e ingreso
violentamente a la casa sin que el jefe de
la demolición lo note.
Disparo a discreción. La luz del flash
sobre la atmósfera caótica me hace sentir
como protagonista de una mala película de
acción. Imagino que tengo una
ametralladora grandota en mis manos y
que he entrado a exterminar a todo un
pelotón. Sin embargo, la idea me dura
poco. He divisado a dos obreros atrás de
mí, levantando sus inmensos martillos.
“¡Un intruso!”, alertan. Desesperado, subo
por la escalera y me refugio en el segundo
nivel. No alcanzo a tomar ni dos fotos del
lugar hasta que uno de los trabajadores,
quizá el más fuerte de todos, me encuentra
y me pone a correr. Atravieso todas las
habitaciones de la casa, hasta que por fin
me encuentro en un callejón sin salida. El
demoledor me lanza al suelo, me despoja
de la cámara y, por fin, me arrastra de los
pelos hasta afuera. He sido derrotado.
Bajo la venia del capataz, los dos obreros
del martillo destruyen mi costosa cámara
de fotos. Luego, el jefe, partiéndose de
risa, recoge los pedazos, los mete en una
bolsita negra y me la entrega.
***
Tras su descubrimiento, el tarro de
Dorchester fue fotografiado por varias
revistas científicas y dio la vuelta al
mundo en innumerables exposiciones y
museos. Su aparición causó un sinnúmero
de contradicciones y dudas por parte de
quienes creían que se trataba de un
fraude, puesto que se asemejaba mucho a
un tipo de jarrón hindú de la época. Sin
embargo, las interrogantes no podían ser
ignoradas. De ser un timo ¿Quién tenía la
capacidad de colocar el artefacto dentro
de una roca sedentaria sin partirla? Y si
esto fuese remotamente posible ¿Con qué
finalidad se hizo?
Cuando se pretendió realizar una
investigación profunda para despejar las
dudas, el tarro de Dorchester desapareció
misteriosamente. Sin rastros, el reporte
policial de la época se archivó señalando
que no había ninguna prueba que pudiera
si quiera sugerir que se había perpetrado
un robo.
He regresado a la oficina. Abro la bolsa
negra que contiene los restos de mi
cámara de fotos. Desparramo los
fragmentos sobre la mesa. Guardo una
leve esperanza que se hace realidad: la
memoria SD está intacta, con lo cual aún
puedo cargar las imágenes en mi
computadora.
Está visto que nunca seré un buen
fotógrafo y eso me preocupa porque en mi
trabajo necesito disparar bien aún en las
circunstancias más apremiantes. Más de la
mitad de las fotos son inservibles. Apenas
se ve la luz del flash rebotando sobre el
polvo. Otras imágenes están movidas. Por
último, las pocas fotos buenas son trozos
de paredes que no tienen nada de especial.
Está bien. Tomaré esto como una lección.
Debo ponerme a pensar más bien en las
pistas claves de la desaparición de de
Cárdenas. Vamos a ver: ya he visto que es
poco probable que el arquitecto haya
tenido un accidente. Y, como el cuerpo
aún no aparece, podría deducir que ha sido
secuestrado. ¿Pero qué sentido tiene? Ha
pasado casi un mes desde su desaparición
y nunca se pidió un rescate.
El timbre suena. Como estoy ocupado,
prefiero hablar por el intercomunicador.
–¿Qué desea?
–Guido, soy yo, Karen
¡La pucha…!
–Karen, estoy ocupado, por favor… –le
explico de mala gana, para que me deje en
paz.
–Guido, no me molestes. Déjame entrar.
Necesito hablar contigo.
–No, Karen, mejor no. Tengo que analizar
unas cosas.
–No me importa. Quiéralo o no, estás
trabajando también para mí.
La hago pasar. Karen está bebiendo algo
con un sorbete en un vaso de cartón. No
puedo decir nada más de ella. Sólo
confirmo que le gusta andar ligera de
ropa, lo que está a las antípodas de mí,
que siempre visto camisa y corbata.
Karen se sienta en uno de mis sillones y
cruza las piernas. “No me puedo demorar.
Le he dicho a mi chofer que se estacione
en el centro comercial y piensa que estoy
comprando ropa”, me comenta. A mí se
me ocurre, muy por el contrario, que si esa
es su excusa, el conductor ya se ha hecho
la idea de esperar ahí toda la noche.
“¿Qué has averiguado?”, me pregunta
Karen y le da un sorbo a su bebida.
Entonces, le hago un breve resumen de lo
que he analizado y finalizo diciendo que
creo que el señor de Cárdenas está vivo en
algún sitio.
–¡Ay, Guido! Eres tan lento que deberías
trabajar cuidando tortugas. ¡No, por Dios!
Mejor no. Seguro que se te escapan –
exclama con disgusto.
–Bueno, en la investigación hay que ir
paso a paso para no cometer errores.
–¡Eres irrecuperable! –entonces busca
algo en su bolso y me muestra un recorte
de periódico. Yo lo leo detenidamente
mientras ella me dice “te lo dije” con la
mirada. Se trata de una noticia de un
avistamiento de ovnis el día de la
desaparición del arquitecto.
–¿Y de qué forma me sirve esto?
–¿Me tienes vacilada, no? Ya te dije qué
pasó… ¡A mi padre se lo llevaron los
extraterrestres!
–Extraterrestres… –repito con cansancio.
Suena el timbre nuevamente. Y lo que me
temía: es Antonio y la señora Nora. ¿Qué
hago contigo, Karen? Me vas a meter en
un problema mayúsculo. “Guido,
escóndeme, si se dan cuenta de que me
vine sola me matarán”, me suplica.
“¡Pronto!, métete al baño”, le ordeno.
Ella, por supuesto se queja: “¡Ay…! ¿No
tienes un mejor lugar?” “No, y hazlo
pronto, porque no quiero que esto se
preste para malas interpretaciones”. Ella
se ríe desvergonzadamente. Sin embrago
obedece. Yo abro la puerta.
–Señor Fleitas, ¿cómo está? –Me saluda la
señora Nora con un rostro de
incertidumbre que no cambia.
–Bien, progresando de a pocos –le
contesto.
–Espero que tengas buenas noticias,
Fleitas. Mi madre está tan impaciente que
me rogó que viniéramos a ver los avances
–me comenta Antonio.
–Lamentablemente –y miro
involuntariamente a la puerta del baño–,
no he podido avanzar mucho. Yo hubiera
preferido tener algo en concreto antes de
comunicarme con ustedes –aclaro.
–No importa, señor Fleitas, dígame lo que
tenga, cualquier cosa sirve –me consuela
la mujer.
–Vamos a ver… –me dejo caer sobre el
sillón–. He revisado la escena en la que se
encontró el auto del señor de Cárdenas y
casi he llegado a la conclusión de que no
se trata de ningún accidente. De hecho,
hasta me animaría a decir que el
arquitecto se encuentra vivo en algún
lugar.
Entonces veo que a la señora Nora le
brillan los ojos con ilusión. Esa es una de
las recompensas que gratifican mi trabajo
como detective privado. La otra cara de la
moneda es el rostro de Antonio; un gesto
de eterno fastidio.
–Entonces… ¿Dónde diablos está? –me
pregunta él.
–Bueno… la verdad… no sé… recién
estoy empezando a unir las piezas. He
estado investigando acerca de las obras
del señor de Cárdenas y hay un
paralelismo que me intriga –me animo a
decir entusiasmado por la mirada de la
mujer.
–¿Cuál? –me pregunta Antonio,
abruptamente.
–Sí… bueno… todavía no puedo
comentar nada… son cosas que aún tengo
que investigar más…
–¿Ves? Te lo dije, mamá –interrumpe
Antonio–. Éste no sabe nada aún. Mejor
regresemos a casa y hablemos con
Gavilano.
–Está bien, señor Fleitas. Lo dejaremos
trabajar –se despide la señora Nora–. Pero
antes… ¿Me permite usar el baño?
Entonces miro nuevamente la puerta del
baño e imagino a Karen adentro. Debe
tener las manos cubriendo una risa
delatora. Me apresuro en decir “no, no se
puede” y me pongo a pensar en alguna
excusa contundente. El tiempo se vuelve
muy relativo. Si tuviese un reloj de pared
escucharía un tic tac. Nota mental:
necesito un reloj de pared, uno de esos
grandes que tienen péndulo. Le haría bien
al look de mi oficina…
–¿Por qué no se puede, Fleitas? –me
insiste Antonio.
–Es que el wáter está atorado. Lo siento –
atino a decir accidentadamente.
–¿Atorado? –Me pregunta la mujer como
si no comprendiera el significado de la
palabra.
–¿Qué pasa, Fleitas? ¿Has cagado mucho
y atoraste el wáter? –me reta Antonio,
mientras da unos pasos hacia la puerta del
baño.
–¡Muchísimo! –Contesto con miedo–
¿Conocen la marisquería que queda en la
plaza del malecón? ¡Nunca coman ahí!
Asustados, Antonio y Nora retroceden y
se despiden incómodos. Cierro la puerta y
espero unos minutos. Cuando creo que es
conveniente, abro el baño y Karen salta
encima de mí. “¡Gracias, gracias,
gracias!”, celebra prendida de mi cuello.
Luego me da un beso en la mejilla y se va.
Cierro lentamente la puerta. En el
ambiente, ha quedado un fuerte olor de
perfume de albaricoque.
***
Vuelvo sobre las fotografías de las
paredes; es decir, sólo grietas y pintura
descascarada. Las voy borrando una tras
otra hasta que llego a la última, que es una
jardinera decorada con un mosaico de
mayólicas pequeñitas en forma de tablero
de ajedrez desordenado. Observo un
momento la imagen. No le encuentro
sentido. La borro también. En esta
residencia no hay, pues, un ángel mirando
al cielo, un hombre en un submarino o un
grabado Maya que simbolice algo
sobrenatural. “¡He aquí un camino sin
salida en este laberinto!”, exclamo como
respuesta a las tontas teorías de Karen.
Ahora vamos por lo objetivo.
Se me ocurre hacer una lista de las
ciudades que de Cárdenas suele visitar por
trabajo o placer. Luego, enumero los
hoteles más importantes de cada localidad
y busco sus números de teléfono. Llamaré
a cada uno de ellos, confiando en que
alguno me dé una pista sobre el arquitecto.
Son muchas llamadas. Pero a mal tiempo
buena cara. Por lo menos no tengo que
telefonear al extranjero. Un contacto en
migraciones me ha informado que de
Cárdenas nunca salió del país.
Tres horas después acabo con las llamadas
sin ninguna respuesta positiva. Me siento
como un vendedor de seguros. Y lo que es
peor de todo: aún no puedo concluir nada,
sólo que tendré que hacer otra lista, aún
más extensa que la primera, con las
ciudades que de Cárdenas no frecuenta y
sus hoteles. Calculo que el número de
llamadas fácilmente superará las mil.
Me he despertado de madrugada. Mi lista
de las mil llamadas está a medias y yo
estoy tendido en el sillón del recibidor. La
luz se ha quedado encendida y mis ojos
poco a poco se van adaptando a la
claridad. Frente a mí aparece el vaso de la
bebida que Karen dejó a medio terminar.
Bajo la marca del refresco veo un código
QR que me recuerda a la jardinera de la
casa demolida de de Cárdenas. Me parece
curioso. Pienso que no podría ser posible,
a pesar de la notable semejanza. La casa
fue terminada en la década de los 60 y
entonces apenas estaban disponibles los
escáner de códigos de barra. Por las
dudas, lo he revisado en mi diccionario
enciclopédico.
De todas formas, vuelvo a descargar de mi
cámara la imagen de la jardinera. Sin
mucha fe cargo la fotografía en un
software que reconoce códigos QR. Y,
para sorpresa mía, en el primer intento,
éste me deriva a una dirección en internet
que contiene una serie de números y letras
que no puedo entender a priori.
Entre los edificios veo salir el sol. A la
par, mi cafetera ha empezado a escurrir las
gotas del primer café caliente de la
mañana. Sobre la mesa de mi escritorio las
ideas empiezan a fluir como si hubieran
estado dormidas en mi cabeza mientras yo
funcionaba en modo automático. Tenía
hace un buen tiempo separadas las letras
de los números, pero no es hasta que veo
todo con la luz del día que se me ocurre
que “EWNS” es la abreviatura de Este,
Oeste, Norte y Sur en inglés; con lo que
deduzco que toda la serie refiere a una
posición geográfica.
Busco las coordenadas en un mapa y éstas
me llevan hasta un pequeño pueblo
llamado “Tierra encantada”, un paraje
desértico cerca de la frontera. En internet
busco más información al respecto y
descubro que, supuestamente, en aquel
lugar un ovni chocó con la tierra a
mediados de los años 60. Desde entonces
se han registrado un sinnúmero de
avistamientos en la zona.
¿Cómo relaciono esto con la desaparición
de de Cárdenas? Pues bien, el último
avistamiento importante en aquel pueblo
se produjo el mismo día de la desaparición
del arquitecto. Ya me lo había dicho
Karen.
***
¿Qué es el tarro de Dorchester,
finalmente? Es decir, ¿Para qué pudo
servir este artefacto en una antigüedad
tan remota de 100 mil años? ¿Existía
entonces alguna civilización que lo
emplee como vaso ceremonial, artículo de
decoración o como un simple depósito?
Eso es lo que más me intriga. Si fuese un
fraude, al menos el embaucador se
hubiera tomado la molestia de decir cuál
era su utilidad. Así hubiera hecho su
historia más contundente. Pero nada. Yo
le he dado mil vueltas a la figura del tarro
y, a pesar de los años que llevo
estudiándolo, no veo que sirva para nada
en concreto. Juro que no le encuentro
razón de ser.
Empaco y, sin ningún contratiempo, me
embarco en el primer bus que sale hacia la
frontera, pasando por Tierra encantada. Es
un viaje de unas 14 horas y el tiempo me
sobra para pensar; pensar qué estoy
haciendo, por ejemplo. No puedo evitar
relacionar el caso del arquitecto de
Cárdenas con el tarro de Dorchester; un
objeto enigmático, imposible, en torno al
cual surgen opiniones encontradas. ¿Pero
de qué valen las opiniones si éstas se
opacan con la pregunta cómo y a dónde
fueron a parar?
Bajo del bus en Tierra encantada y
contemplo el pueblo por primera vez. Es
uno de esos lugares que empiezan con una
estación de gasolina y terminan con un
restaurante de carretera. Entre los cactus
se agrupa una docena de casas en la arena
anaranjada. Es como el escenario de una
película de vaqueros; con un almacén, un
bar y un hospedaje; pero también con una
plataforma deportiva, una tienda de
suvenires y un gran cartel que dice:
“Tierra encantada, ciudad estelar”.
En la gasolinera converso con el chico que
atiende. Su nombre es Camino. Yo intento
ser simpático. En broma le pregunto si es
que le pusieron así por nacer al lado de la
carretera. Él se enoja un poco. Me
responde que sus padres son católicos
fervientes y que su nombre refiere a las
enseñanzas de Cristo, las cuales son el
camino a la salvación. Avergonzado,
procedo con lo que vine. Le muestro una
foto que imprimí de de Cárdenas y le
pregunto si lo ha visto por ahí. Camino ve
la foto y cree reconocer a alguien, pero no
está completamente seguro. Entonces me
sugiere que pregunte en el hospedaje, que
ahí me pueden dar más razón. Yo me
despido. Sin embargo, él se apura a sacar
algo entre sus cosas y me muestra un
objeto que se asemeja a un platillo volador
con un grillo barnizado. “¿No quiere
comprar un recuerdo de Tierra
encantada?”. “No, no. Yo sólo vengo por
trabajo”, le aclaro. Él me mira con
desilusión. “Pero este recuerdo es
especial”, insiste. “¡Es el grillo sideral!”.
Cargando mi nuevo “Grillo sideral” entro
al hospedaje y vuelvo a preguntar si es
que han visto a de Cárdenas en el pueblo.
La recepcionista, una mujer anciana y
cansada, no le presta atención a mi
pregunta. “¿Va a rentar una habitación?”.
“No, no, soy detective y vengo por
trabajo”, le contesto. “¡Tenemos un cuarto
disponible con agua caliente!”, persiste.
Yo me pongo de mal humor y saco una
foto del arquitecto. “Sólo quiero saber si
has visto a este sujeto. Está desaparecido
desde hace un mes”. La recepcionista se
queda pensativa. Dice que no puede
decirme con certeza si ha visto a de
Cárdenas, porque en todo ese tiempo ha
atendido a muchas personas. Sin embargo,
me propone que hable con su jefe, a quien
llama a gritos.
El gerente está en el baño y, tras los
alaridos, se asoma con temor, como si
hubiera llegado un puñado de asaltantes.
Entonces me mira. No le parezco gran
cosa. Ahora intenta reponer su autoridad a
la fuerza: “¡Qué quiere usted, que estoy
ocupado!”. La recepcionista no me da
tiempo para contestar: “Este chico viene
preguntando si es que se ha hospedado
aquí un tal de Cárdenas”. El hombre me
mira ahora con maldad. “Perfecto,
Francisca, revisa los archivos mientras yo
le hago un tour por el pueblo”, propone.
Yo le reclamo: “Oiga, pero yo no vengo
de turista, vengo a trabajar”. “Usted va a
tomar su tour y le costará 50 billetes”,
remata.
El gerente me hace montar en su
cuatrimoto. Luego, me da una vuelta por
el pueblo y, cuando parece que ya no hay
nada más que ver, me lleva unos
kilómetros hacia las dunas, al lugar donde
habría impactado el ovni en la década de
los 60. “La nave era Etnoniana y vino de
la galaxia X, que queda a 300 años luz de
nuestro sistema solar. En el planeta Etnión
habitan seres de luz que tienen una
inteligencia 12 veces mayor que la de los
seres humanos”, me advierte y después
me lleva a un cerro y me indica que en
aquel lugar se producen los avistamientos.
“Mire el cielo. Ésta es una carretera de
ovnis. Por aquí los viajeros cósmicos
transitan todas las noches en sus viajes
intergalácticos. Por un módico precio lo
puedo traer otra vez por la noche para que
vea el espectáculo y pueda captar la
energía estelar que desprenden las naves”.
Dada mi incómoda situación, yo decido
permanecer en silencio. Entonces, él me
muestra una piedra que guardaba en su
bolsillo. “Mire usted, éste es un trozo de la
nave espacial que se estrelló en el desierto
hace cincuenta años, ¿no es maravilloso?”
“Maravilloso”, repito con ironía. “...Y va
a ser suyo sólo por 30 billetes”, me
propone (es decir, me compromete). Yo
me disculpo: “Le agradezco, pero no creo
ser la persona indicada para poseer esa
pieza”. “Nada de eso. Si a usted le interesa
la información que solicitó en el
hospedaje, entonces le interesa esta
pieza”, concluye.
De regreso al hospedaje, cansado y con
una insolación del demonio, me
reencuentro con la recepcionista, quien me
da la noticia que estaba esperando: “Sí se
ha registrado un señor de Cárdenas aquí
entre las fechas que me preguntó. Pero
sólo estaba de paso. De repente en la
tienda de recuerdos le pueden decir más.
Parece que allá hizo un amigo”.
Voy por fin a la tienda de suvenires con la
idea de estar enfrascado en toda una
gestión burocrática. Ahí me atiende un
chico de overol rojo. “Buenas tardes,
señor, ¿viene por un recuerdo?”, me
saluda. “No, sólo vengo a hacer unas
preguntas”, le respondo secamente.
Entonces, el muchacho saca un artefacto
extraño de abajo del exhibidor. “¡Mire lo
que tengo aquí!”, me señala con emoción
a donde yo sólo veo un plato roto. “Es una
réplica a escala del ovni que se estrelló en
los 60 y está baratísimo”, continúa. “¡No
vengo a comprar nada, carajo! ¡Sólo
quiero saber si has visto al sujeto de esta
foto!”, le grito con el resentimiento
contenido por todos los habitantes del
pueblo. El chico del overol rojo, entonces,
se queda en silencio y baja la cabeza.
Luce abatido. Me apena. “Está bien, está
bien, ¿Cuánto es?”, repongo. De pronto, él
cambia de ánimo súbitamente, mete el
plato en una bolsa y me comenta que sí
conversó con de Cárdenas: “Él es un gran
aficionado a los ovnis, tuvimos una
agradable charla el día que vino, después
se fue a la frontera. Es todo lo que sé”, me
comenta mientras me cobra el importe.
Así, con mi insolación, mi platillo roto, mi
pedazo de ovni y mi grillo sideral me paro
al costado de la carretera y me dispongo a
tomar el próximo bus hacia la frontera.
***
Nunca había estado antes en la frontera.
Pero trato de reunir el valor para no
dejarme intimidar con sus movimientos.
Lo primero que hago es llamar a los de
Cárdenas para reportar mi avance. Que
vean que estoy trabajando. Antonio no
responde mis llamadas. Entonces, decido
telefonear al número de la casa. Grave
error. Me contesta Karen.
–¡Fleitas! ¿Dónde estás?
–Estoy en la frontera, Karen. Necesito que
le dejes un recado a tu mamá…
–¿Y qué haces allá?
–Bueno… yo… –y pienso en que lo más
sensato es decir la verdad–. Estoy
siguiendo una pista para dar con tu padre.
–¿Pero cómo? ¿Qué has descubierto?
–Nada, Karen, sólo dile a tu mamá que
estoy…
–Espera, no me puedes vacilar de esa
forma. ¡Exijo que me digas qué has
descubierto! –me ordena.
–Está bien. He llegado hasta aquí porque
descubrí una extraña conexión entre los
mensajes ocultos de las obras de tu papá,
las que te comenté y los avistamientos de
ovnis…
–¡Lo sabía! ¡Sabía que yo tenía razón! –
festeja la muchacha.
–Espera Karen, no le comentes nada de
esto ni a tu mamá ni a tu hermano ¡Por
favor! Ellos sólo deben saber que estoy
siguiendo una pista en la frontera y que
mañana los llamaré a esta misma hora.
–Está bien, renegón –me dice entre risas y
cuelga de golpe, lo cual me deja
preocupado.
Mis temores, se materializan en menos de
una hora. Para ese entonces, me había
detenido en un café para analizar una guía
de sitios de interés que podría haber
visitado el arquitecto. Antonio me está
llamando.
–¿Qué demonios haces en la frontera,
Fleitas? ¿Es verdad lo que me dice Karen?
¿Estás persiguiendo marcianos?
–No, Antonio, lo que estoy haciendo…
–¿Y por qué llamas a mi hermana? –Me
interrumpe–. ¿Por qué evitas hablar
conmigo? Me tienes miedo, ¿no es cierto?
–¡No, Antonio! yo quería comunicarme
con usted… lo llamé…
–¡No quiero escuchar tus explicaciones!
Se ve que no tienes ni la más puta idea de
qué va este caso.
–Antonio, escúcheme…
–¡No me interrumpas! ¡Se acabó, Fleitas!
Estás despedido. Eres el detective más
ineficaz del mundo. Piérdete ¡Adiós!
Mi café se enfría. Ha pasado media hora
desde que hablé con Antonio. Junto a mi
lista de sitios de interés, mi mano empieza
a temblar de coraje. Un momento. Cada
persona tiene un límite de paciencia. Y
creo que el hijo de de Cárdenas acaba de
sobrepasar ese límite. Es hora de poner
orden aquí. Busco un teléfono público y
llamo a Antonio, esperando que no
reconozca el número y no me evite.
–¿Aló?
–¡Escúchame, putito malcriado! Puedo ser
joven, puedo equivocarme y puedo decir
cosas que no suenan coherentes; pero
nunca he dejado de lado un problema y no
voy a empezar a hacerlo por un
engreimiento tuyo. Así que, te guste o no,
voy a encontrar a tu papá. Y, aunque no
me pagues la otra mitad de lo pactado, me
encargaré de hacerme presente con mis
conclusiones sólo por el placer de verte
tragar tus pequeñas y basurientas palabras.
Y cuelgo sin esperar que me responda. Me
siento liberado. Ha nacido un nuevo
Guido Fleitas, un detective privado
valeroso, con el temple necesario para
poner en su lugar a cualquier
aprovechado. ¡Soy el jefe de la situación!
Sin embargo, mi súper yo se va
desinflando cuando pienso en la señora
Nora y lo mal que le debe caer la noticia
de mi arrebato. A lo mejor no debí decirle
nada a Antonio; después de todo, quien
estaba contando conmigo era ella y no su
hijo. Pienso en esto un rato y casi me dan
ganas de llamar y pedir disculpas. Sin
embargo, me detiene otro pensamiento:
quizá deba esperar a tener noticias sobre
de Cárdenas. Esa será la mejor manera de
reconciliarme con Nora.
***
Karen me ha estado llamando toda la
mañana. Yo no he querido responderle
para evitar problemas. He preferido
dedicar el día a visitar todos los sitios de
interés que estaban en mi lista. Pero no he
tenido éxito. En ninguno de esos lugares
han visto al arquitecto.
Estoy casi convencido de que de Cárdenas
está en la ciudad. Todas las pistas apuntan
a eso, aunque no encuentro ni una pizca
de lógica en el caso. Es como si en un
viaje decidiera tomar tantos atajos como
me fuese posible; de modo que, llegando a
mi destino, no podría explicar cómo
llegué hasta ahí, pues del camino principal
quedarían muchos tramos vacíos, espacios
misteriosos que, de momento, sólo puedo
cubrir con hipótesis.
Primera hipótesis: de Cárdenas ha
decidido desaparecer por voluntad propia.
¿Y con qué motivo? Supongamos que de
Cárdenas ha querido escapar de algo. Si es
así ¿lo vendría planeando durante tantas
décadas como para dejar pistas en sus
obras?
Segunda hipótesis: hagámosle caso al
buen Gavilano. De cárdenas tuvo un
accidente en su auto. Pero de ser así ¿por
qué su cuerpo no se encontró en el auto?
Supongamos que el arquitecto hubiese
sobrevivido al accidente y que esté vivo.
De ser así ¿por qué no se quedó al costado
de la carretera para pedir ayuda? Y si
hubiera muerto afuera del auto a causa del
accidente ¿por qué tengo el testimonio de
las personas que lo vieron en Tierra
encantada?
Veo las llamadas perdidas de Karen en mi
celular y recuerdo su juego del laberinto,
cuando llegué a la meta por un camino
distinto al que ella había trazado. Pienso
que algo parecido ha ocurrido aquí. Si no
hubiera tomado una dirección alternativa,
creyendo que hay una relación
sobrenatural entre los mensajes de las
obras y el actual paradero del arquitecto,
no tendría una salida frente a mí. Esa es la
clave. En realidad, en un laberinto no
importa qué camino tomes, importa que
llegues a la meta.
Animado por esta idea, desarrollo un
nuevo plan. Me paro en un punto
estratégico de cada vía principal de la
ciudad y vigilo a la gente durante horas.
Entre avenida y avenida contemplo las
faenas completas que realiza cada tipo de
persona. Así, desde un punto muerto en
una calle veo gente que entra en el banco,
va de compras y toma un taxi con un
destino desconocido. Frente a la iglesia de
la Plaza Mayor las cosas son distintas. Las
personas salen de misa, compran un
periódico o algún confite y se sientan en
las bancas a leer o a conversar durante
varios minutos. Con el tiempo, empiezo a
ver más de una vez a las mismas personas
pero en diferentes avenidas. Yo les pongo
nombres para diferenciarlos; Teresa,
Manuel, Mariana, Carlos… Después,
imagino sus vidas y empiezo a inventarles
historias; como la de una tal Irene, una
mujer de cincuenta años que necesita ir al
salón de belleza porque esta noche va a
encontrarse con su joven amante; como la
de Ricardo, que compra un puro y lo fuma
desconsolado, pensando que el negocio
familiar que él maneja se está yendo a la
quiebra.
Poco a poco voy conociendo la ciudad por
los movimientos de su gente. Y, en unos
cuantos días, ya tengo más o menos
agrupados a sus habitantes. Sé quiénes son
los oficinistas, las amas de casa, los
ancianos de los cafés, los jóvenes artistas,
los intelectuales, los obreros, los
estudiantes y otros. Sé, también, qué sitios
frecuentan. De esa forma, si consigo
encajar el perfil de de Cárdenas en uno de
esos grupos, tendré una lista corta de
lugares en los que lo puedo encontrar.
Así, pues, una noche llego a la puerta del
bar Bohemia. Y ahí, por fin lo veo con
mis propios ojos. Resulta inconfundible su
porte de intelectual antiguo y sus bigotes
de Stalin. Cruzamos miradas. Entonces sé
que no hay error. Yo lo reconozco y él
también parece reconocerme de una forma
que no puede explicar. Lo sigo a la barra.
Me pregunta: “¿No eres de por acá,
verdad?” “No, igual que usted”, le
respondo. De Cárdenas se pone pálido.
Miro al cantinero y le hago una señal. Dos
cervezas, por favor.
***
–Me llamo Guido Fleitas. Soy el detective
privado que su familia contrató para
buscarlo –me presento.
De Cárdenas se siente fastidiado,
descubierto. Me mira con desconfianza.
Tiene un tic que no podía imaginar. Es
como un giño en el ojo izquierdo, como si
se le hubiera metido una basurita.
–¿Y qué sabes de mí? –me dice mientras
le da un sorbo a su cerveza. La espuma
burbujea en sus bigotes.
–Sé que está aquí.
–¿Pero cómo? ¿Cómo has llegado hasta
aquí? Es imposible que alguien sepa de
este lugar en esta ciudad… –se irrita.
–Seguí las pistas que usted dejó en sus
obras.
–No te entiendo, chico. ¡Háblame claro!
–Sus obras tienen mensajes ocultos. Junté
todas esas referencias, incluyendo el
código QR de la jardinera de la casa que
se demolió la semana pasada. Eso me dio
una coordenada y di con Tierra encantada.
¡Ahí todos me hablaron de usted!
–¿Qué código QR? ¿De qué me hablas?
–Ay, no se haga el tonto, ¡el código que
estaba oculto en la jardinera! Usted lo
dejó adrede.
–Fleitas, te juro que no sé de puta me
hablas.
Nos quedamos callados un momento. Me
termino mi primer vaso de cerveza y pido
otro.
–Para ser sincero, yo tampoco sé muy bien
de qué hablo –me disculpo–. Pero sea
como sea, ya di con su paradero. Ahora
me va a acompañar a la capital. Su familia
lo espera.
–No, no… no puedo regresar.
–Salvo que me dé una buena excusa, sólo
me basta hacer una llamada para que su
familia tome el primer avión a esta ciudad.
De Cárdenas respira profundamente.
Puedo adivinar que se siente acorralado.
Su ojo izquierdo empieza a parpadear y
apura otro trago.
–Estoy en la quiebra, ¡En la maldita
quiebra!
–¿Y cómo es posible?
–¡Coño, no sabes nada! ¿Cómo has
llegado hasta acá sin saberlo?
–No sé, la verdad. Creo que tomé otro
camino.
De Cárdenas se echa a reír.
–¡Igual que yo! Mira, te lo voy a contar
todo. Pero tendrás que hacer uso de tu
secreto profesional.
–Adelante –respondo pensando en que ha
llegado el momento de poner luz a toda la
oscuridad por donde caminé.
–Hace algunos años conocí a una bailarina
con la cual mantuve una relación. No me
preguntes por qué ni cosas sin sentido.
Los matrimonios se oxidan. Es algo
normal. En fin… la bailarina me prometió
muchas cosas; que escape con ella a otro
país, que empecemos una nueva vida en el
anonimato. Así que empezamos a tramar
nuestra huida. El plan era muy simple. Un
día, camino al trabajo, iba a descarrilar mi
auto a propósito. Le prendería fuego para
despistar a la policía y así hacerles creer
que morí en un accidente.
–Ése fue el día del avistamiento de los
ovnis.
–Así es. Y como soy ufólogo, no pude
evitar pasar por Tierra encantada, que es
uno de esos sitios que me gusta visitar
secretamente. Ahí pasé una noche antes de
venir para acá, a la frontera. La bailarina
me estaba esperando para cruzar al otro
lado.
–¿Y qué ocurrió luego? ¿Le robaron?
–Sí, pero no. Es decir, me robaron, pero
antes de lo que creí. Como sabía que me
iban a buscar, temía que me encuentren
tan pronto hiciera un retiro del banco. Así
que antes de mi desaparición, le hice una
transferencia bancaria a la bailarina. Y ahí
es donde se fastidió todo. Llegué aquí y
no la encontré. La busqué, la llamé y
nunca más supe de ella. Desapareció con
mi dinero.
–Entiendo.
–¡Y, coño, fue perfecto! Porque en mi
situación no puedo ponerle ninguna
denuncia sin obligarme a descubrir mi
infidelidad. Me jodió, Fleitas, me jodió…
–¿Y por qué dejó el rastro en sus obras?
–¡Ah! Yo no sé por qué insistes tanto con
eso. Desde joven he creído que existe vida
en otros mundos. Y de ahí no es muy
difícil entusiasmarse con la evidencia que
nos dejaron los extraterrestres en la
antigüedad. Eso lo quise plasmar en mis
obras, como algo lúdico. Pero nada más.
Nunca se me ocurrió que eso podría
acabar siendo una pista para dar con mi
paradero.
–Entonces se puede decir que lo encontré
de casualidad.
–Por pura casualidad. Porque no se me
ocurrió que se tomaría la molestia de
investigar el código de la jardinera.
Porque pensé que esa casa la demolerían
antes. Porque pasé por Tierra encantada
sin haberlo planeado. Usted se aprovecho
de todas esas incidencias y tomó un atajo.
Eso es raro porque otro detective quizá se
hubiera puesto a investigar mis cuentas
bancarias y de repente por ahí hubiera
intentado deducir algo. Pero ese era el
camino más obvio y, por tanto, en el que
más pensé. Lo felicito.
–¿Por qué? ¿Por aprovecharme de una
casualidad?
–Por encontrarme. Sinceramente, en lo
que va de este mes pensé que ya nadie
nunca me ubicaría y que debía resignarme
a empezar una nueva vida acá. Pero usted
ha cambiado todo el panorama.
–¿Ah sí? –Digo sin entender.
–Sí porque, ahora que lo pienso, el modo
en el que usted ha resuelto este caso me
resulta muy conveniente para ocultar mi
infidelidad.
–¿Ah, sí? –Repito.
–Sí. Usted va a ser mi cómplice y validará
mi versión. Entonces, yo podré regresar a
casa, mi familia estará contenta, usted
cobrará lo que le deben y caso cerrado.
–¿Ah, sí? –Repito.
–Diremos que he sido abducido. ¡Así todo
tendrá lógica! –me dice de Cárdenas con
emoción.
–¡Oiga, no me tome el pelo! –protesto.
–No se lo estoy tomando Fleitas. Piénselo,
toda su investigación apunta a eso, aunque
no sea verdad. Pero a nadie le importará
porque, a pesar de todo, ha conseguido
encontrarme. Además, así podríamos
justificar todos esos mensajes que puse en
mis obras y éstas se revalorarán. ¡Usted es
un genio, Fleitas!
Por mi bien decido permanecer callado.
De Cárdenas, al contrario, ensaya una risa
malévola que combina a la perfección con
sus gruesos bigotes. Entre trago y trago, se
va poniendo cada vez más colorado. Al
verlo risueño y feliz, concluyo que
colaboraré. De todas formas mi honor ya
está lo suficientemente manchado como
para preocuparme por pequeñeces.
–Quién sabe, chico. Quizá más adelante lo
contrate para que busque a la bailarina y
me devuelva mi dinero –me propone con
astucia.
***
Y así es cómo un objeto fuera de lugar se
hace un espacio.
El tarro de Dorchester ahora sólo es una
idea. Si acaso alguien puede dar fe de él,
es como mito o leyenda; algo tan cierto y
probable como el Arca de la Alianza o el
Santo Grial. No es objeto de estudio
científico. No más. Desaparecido el
cuerpo del delito, no hay verdades; sólo
misterio y especulaciones.
Lo mismo ocurrió con el caso De
Cárdenas. En su ausencia teníamos las
conjeturas, las especulaciones, las
hipótesis; en su presencia, sólo la
realidad pura y dura. Pero si este caso
hubiera sido un laberinto que empezamos
al revés, desde la meta hacia la partida,
¿No tendría el que lo resuelve el derecho
de reescribir las leyes que le dan solución
al problema?
De Cárdenas y yo hemos regresado a la
capital. Él ha preferido llegar de sorpresa
y explicarle a su familia lo que según él
ocurrió. “Iba conduciendo al trabajo
cuando una fuerte luz me cegó y perdí la
conciencia. Cuando desperté estaba en un
laboratorio donde me examinaban seres de
otro mundo”, cuenta. Para mi fortuna, me
deja como un héroe. Supuestamente, yo lo
encontré semanas después, desnudo en el
desierto. Me muerdo la lengua mientras
escucho aquella distorsionada versión de
los hechos. Contemplo a la señora Nora.
Estoy seguro de que le importa un comino
que su marido le hable de extraterrestres.
Sin embargo, le sonríe. Se ve que no cabe
en su alegría. Por otro lado, Karen mastica
un chicle y me coquetea con la mirada.
Antonio me observa con disgusto e
incomodidad.
De Cárdenas le pide a su mujer la
chequera y con gusto me firma un cheque
por una suma que me dará la tranquilidad
de no trabajar por todo un año. Antonio se
queja. Dice que es demasiado. Entonces
les recuerda a todos que me he portado
mal con él y que me había despedido.
–¡Con mayor razón! –exclama De
Cárdenas–. Si no ha trabajado por dinero y
lo ha hecho sólo por vocación, merece
doble pago.
–¡Recuerda que ese dinero es de mamá! –
insiste Antonio.
Yo recibo el cheque y estrecho las manos
de todos los presentes. No me detengo a
pensar en lo absurdo del caso. Quiero
creer que todo está bien, que al final la
familia lo merece. A lo mejor un error del
arquitecto no amerita ni los reclamos ni el
sufrimiento. A lo mejor él ya aprendió su
lección. Qué se yo. Como detective no
debo meterme en los asuntos personales
de mis clientes. Como Robert me decía:
“Un mecánico no se pregunta por qué
debe arreglar un auto, sólo lo repara”.
Mi trabajo ha terminado. Salgo de la casa
de los de Cárdenas y veo que el sol brilla
radiante entre las enredaderas del jardín.
Afuera me espera un auto. La familia ha
dispuesto de un chofer para que me lleve
de regreso a mi oficina. Entro por la
puerta de atrás. El conductor enciende el
motor. En ese mismo momento, la puerta
del otro lado se abre y entra Karen. Sin
decir nada, cierra la ventana que comunica
el habitáculo con el asiento del chofer y,
en esa confusión, me da un tierno y
apasionado beso.
Esta es una de las 4 historias que componen
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