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Las cerezas del cementerio Gabriel Miró Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Las cerezas delcementerio

Gabriel Miró

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I. Preséntanse algunas figuras de estafábula

Desde el primer puente del buque contempla-ba Félix la lenta ascensión de la luna, lunaenorme, ancha y encendida como el llameanteruedo de un horno. Y miraba con tan devotorecogimiento, que todo lo sentía en un santoremanso de silencio, todo quietecito y maravi-llado mientras emergía y se alzaba la roja luna.Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola en elazul, y en las aguas temblaba gozosamentelimpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Félixfragancia de mujer en la inmensidad, y luego ledistrajo un fino rebullicio de risas. Volvióse, ysus ojos recibieron la mirada de dos gentilesviajeras cuyos tules blancos, levísimos, aletea-ban sobre el pálido cielo. Se saludaron, y pronto mantuvieron muy gus-toso coloquio, porque la llaneza de Félix recha-zaba el enfado o cortedad que suele haber entoda primera plática de gente desconocida.

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Cuando se dijeron que iban al mismo punto,Almina, y que en esta misma ciudad moraban,admiróse de no conocerlas, siendo ellas damasde tan grande opulencia y distinción. Es verdadque él era hombre distraído, retirado de corte-sanías y toda vida comunicativa y elegante. -Tampoco nosotras -le repuso la que parecíamás autorizada por edad, siendo entrambas deperegrina hermosura- sabemos de visitas ni depaseos. Yo nunca salgo, y mi hija sólo algunasveces con su padre. Y entonces nombró a su esposo: Lambeth, unnaviero inglés, hombre rico, enjuto de palabra yde carne, rasurado y altísimo. Félix lo recordó fácilmente. Ya tarde, después de la comida, hicieron lostres un apartado grupo; y se asomaron a la no-che para verse caminar sobre las aguas de laluna. La noche era inmensa, clara, de paz santí-sima, de inocencia de creación reciente... -¡Da lástima tener que encerrarnos! -dijo laesposa del naviero.

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-¡No nos acostemos! -le pidió Félix; y su voztemblando de gozo, parecía empañada de tris-teza. Ellas le vieron inmóvil, escultórico, lleno deluna. Y la señora, sonriéndole como a un hijo,murmuró: -¡Cuán impresionable es usted!... ¿Félix? Sellama usted Félix, ¿verdad? ¡Deben de emocio-narle mucho los viajes! -¡Oh, sí! Soy muy nervioso. Siempre creo queva a sucederme algo grande y... no me sucedenada; siempre estoy contento, y contento y to-do... yo no sé qué tengo que siento el latido demi corazón en toda mi carne, y... lloraría. -¡Pero, hombre! -dijo a su espalda una vozmuy recia, seguida de un trueno de risas. Y otra delgada voz añadió: -Estará enfermo, porque si no, ni yo ni nadieentendería eso del latido que dice. Eran esas palabras del capitán del barco y deun pasajero ancho, que traía la gorra torcida, un

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gabán muy ceñido y en la diestra los guantes yun cañón de periódicos. -¡Pero, hombre! -repitió el marino-. ¡A usted lefalta estar a mi lado algún tiempo!... ¿Qué leparece, señor Ripoll? Y se fueron apartando. El jefe del buque era ya conocido y aun algoamigo de Félix, desde otros viajes que éstehiciera de retorno a Barcelona, donde seguía losestudios de ingeniero. Y el señor Ripoll... Lepreguntaron a Félix sus amigos quién era elseñor Ripoll. -Pues un político de Almina, un diputado lu-gareño... ¡Y yo que iba a decir, cuando se acer-caron, que viajar, pensar que viajo, es para míde emoción, de grandeza, de felicidad, de sermuy poderoso!... Y esta noche, por serme uste-des desconocidas y viéndolas entre ese bellomisterio de velos y de luna, me traen la ilusiónde la distancia, de lo remoto: se me figura quevamos muy lejos, muy lejos, sin acordarme deque llegaremos pasado mañana a nuestro pue-

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blo, ni de que aquí cerca está paseando el señorRipoll. Después se despidieron las bellas viajeras. -¿Se marchan ustedes? ¿Serán capaces de acos-tarse como cualquier diputado provincial deAlmina? -Nosotras y usted también, Félix. Toque suscabellos. Empapados de humedad, ¿no eseso¿... De modo que a retirarnos: a su litera,muy callandito, delante de nosotras... De estos donosos mandados de la señora reíay protestaba la hija. Y Félix resignóse como un rapaz castigado. Laobedeció. Y sí que se acostaron, y durmieronmuy ricamente. Abrióse la mañana con la gracia y lozanía deuna flor inmensa. El barco se había acercado ala costa, cándida de humos de nieblas y dehogares, y rubia del sol reciente y bueno... Félix y sus amigas se contemplaron con másdetenimiento que en la pasada noche, y sintié-ronse íntimos, gozosos, comunicados de una

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gloriosa llama de alegría, de la beatitud de lahermosura del cielo y del mar. Princesas de conseja le parecieron al estudian-te las dos mujeres. Vestían de blanco, y bajo susfloridos sombreros de paja, color de miel, des-bordaban las cabelleras, apretadas, doradas,ondulantes como los sembrados maduros. Félixera alto, pálido, y más rubio que ellas; llevabauna azulada boina, y por corbata un pañuelo deseda blanca, ceñido con graciosa lazada de ar-tista o de niño. Hablaron de ellos mismos, de sus casas. Laseñora miraba a Félix con curiosidad y enterne-cimiento. Le dijo su nombre; Beatriz, y el de suhija: Julia. El de la madre dio a Félix sabor y perfume demujer patricia y romántica. Parecíale llena degracia y de misterio, y su palabra más dulce,cálida y sabrosa que los panales recién corta-dos. No le rindió la usada galantería de que lahubiese creído hermana de Julia, sino que lassupuso lo que realmente eran, y que Naturaleza

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había dado que una maravillosa juventud crea-se otra melliza, como dos flores de un mismorosal que, abriéndose en tarde distinta, tienendespués la misma fragancia y hermosura. Beatriz le advirtió con suave ironía: -¡Ay, no siga, que por allí vienen el señor Ri-poll y su amigo el capitán! Pasaron mucho tiempo distraídos contem-plando los faros que aparecían subidos a losabruptos peñascales de los cabos como colum-nas de cuajadas espumas, y algunas surgían dela llanura de la costa humilde, mirándose sose-gadamente en las aguas. Félix, tendiendo su brazo, exclamó: -Ahora me impresionan esas torres blancas ysolitarias lo mismo que me emocionó ayer estebarco, mirado desde el muelle. Me parecía navesagrada, y en sus costados, hechos para misojos de aquel santo y resplandeciente metal deCorinto de que nos hablan las Escrituras, veíayo copiarse el misterio y rareza de las gentes,de las tierras y de los bosques, cuyos mares

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habrá hendido con la negra ala de su proa...Pues ahora es la paz de los faros lo que me ilu-siona y atrae, los faros, que son pedazos dehumanidad desamparada dentro del silencio delos cielos y de las aguas... ¡Miren aquel cabovaporoso, blanco, suave como una ola que sehubiera muerto sin deshacerse, o una nubedormida encima del mar! ¡Y allá, en la tierra,aquella montaña que se levanta desde lo hondodel mundo para coronarse de azul y de sol... ypara mirarnos!... -¡Hombre, por Dios!... ¿Para mirarnos, dice? -le interrumpió el diputado rural. Félix siguió ardientemente: -¡Yo siempre codicio estar donde no estoy!¡Verdaderamente es dichoso el Señor estandoen todas partes!... Pero cuando llego al sitioapetecido, no hallo toda la hermosura deseada,y es que lo que antes miraba lo dejo, lo pierdoacercándome. Esa misma sierra, delgada, purí-sima, cristalina a lo lejos, si caminásemos y fué-

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semos a su cumbre acaso nos desilusionasemostrándose distinta. -¡Es muy natural! -dijo el señor Ripoll. -¡Pero es una lástima!... Estar en todas partes,ya no sé si será tan deleitoso como antes imagi-naba. Beatriz y Julia se miraban oyéndole y le mira-ban conmovidas de su exaltación. Sentía Félix que los ojos de la señora le atraíansin tentaciones de impurezas y le acercabaninfantilmente a ella, y a su hija, encendiéndoleel alegre prurito de decirles todas sus emocio-nes y de fundirlas con las suyas y penetrar en elclaustro de sus almas. De pronto un pedazo de mar centelleó comocuajado de infinitos puñales de sol, como unamalla de oro trémula y ondulante. Y cerca, pa-reció que resplandecían unos alfanjes enormesy siniestros. Explicó el capitán que aquella redmagnífica, dorada y viva, la hacían las agujas,espesadas y huyendo de los atunes que eranesos peces que asomaban sus corvas espaldas.

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Félix, indignado, le dijo a doña Beatriz: -¿No odia usted esos animales tan gordos, tanvoraces, tan feroces? Le repuso el marino que más feroces eran loshombres, pues aprovechándose de la ciegahambre del atún lo matan clavándole garfioscuando está para engullirse aquellos finísimospeces, y más voraces todos nosotros, que luegonos comemos los atunes siendo tan crasos, y loscomemos descansadamente. Y todavía añadió el señor de Ripoll que sin lafuria de los pobres atunes, tan aborrecidos deFélix, no habrían saltado las agujas sobre elmar. Más que de los atunes, maravillóse Félix de laclara lógica del diputado. ¡Ya casi ingeniero, yconfesó que no había atinado a decirse esasverdades! Todo el barco sosegaba. Félix y doña Beatrizcontemplaban la noche. Lejos, las aguas se iban llenando de luna decolor vieja y muy triste.

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Se asomaron sobre la hélice que despedazabaal mar, dejándole un hondo rugido de espumasque parecían hechas de luciérnagas. Félix se estremeció, y Beatriz quitóse su pre-cioso chal para abrigarle. -No, no; ¡si no es frío!... ¡Qué impresión tuve alrecibir la caricia de sus sedas! ¡Creí que era us-ted misma, transfigurada en niebla de la noche! -¡Temblaba usted de frío! -De frío, no. Temblé porque sin apurarme contristezas y melancolías de poeta, que no soy, seme mezclan muy raros pensamientos. En cadafaceta de luz de las aguas miraba o se me pare-cía un rostro, una cabeza de mujer ahogada...No habrá sucedido aquí algún naufragio, ¿ver-dad? ¡Se imagina, ve usted los náufragos tendi-dos entre el mar, mirándonos con ojos devora-dos, mirándonos! Ellos, Félix y Beatriz, fueron los que se mira-ron ahincadamente. Después, al separarse parabajar a su cámara, donde Julia ya estaba reco-gida, balbució:

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-¡Es usted lo mismo que cuando era pequeño! -¡Lo mismo! Pero ¿acaso me conoce usted? -¡Mucho, Félix, mucho!... ¡Y también usted amí! Apagábase la luna. El horizonte de la tierraperdíase en negrura de abismo, y dentro tem-blaba, asustada, la lumbre de un faro. Solo quedó Félix, entregado a sus recuerdos ydiciéndose torpe, sandio, hasta oír pronunciadasu palabra injuriosa como cuenta el señor deMontaigne que le ocurría llamarse. Y es que sentía en los profundos de su ánimala levadura del recuerdo de la silueta y de lavoz de doña Beatriz, que le eran amigas a sucorazón, y no lograba llegar al claro origen deeste sentimiento. Nada más descubría que elatraerse ahora de modo tan efusivo y repentino,sin tropezar en violencia ni sorpresa, vendríade la escondida virtud de esa amistad de anta-ño. Y queriendo excavar en su pasado se les des-vanecía la imagen de la gentil señora y hasta de

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él mismo entre la azulosa y confusa de su ciu-dad de entonces, y de huertos, de un trozo decielo por donde pasaba muy despacio, muydespacio, una línea de aves errantes que se lla-maban grullas, según le dijera tío Guillermo; yvea esfumadamente los aposentos de su casa,sus padres, tía Dulce Nombre, criados viejos,amiguitos muertos; tío Guillermo, su padrino...Tío Guillermo destacaba, resplandecía sobretodas sus memorias. Pero ¿cuándo, en qué ins-tante debía de aparecer Beatriz? Retiróse a su litera. Llegaba, desde muy hon-do, la fragosa palpitación de las entrañas delbuque. La escuchó Félix medrosamente, porquele llevó a seguir, a espiar el recio latido de sussienes, de su oído, de su costado. No lograbadormirse. Se puso la mano encima del corazón,¿Estaría de veras muy enfermo, como habíatemido en Barcelona y le contaban que lo estu-vo siendo muchacho¿... ¡Señor! ¿Se moriría y loecharían al mar, y sus ojos huecos, llenos deluna, en estas noches de tristeza romántica,

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seguirían el espectro de los barcos felices, don-de viajaban beldades como doña Beatriz y Ju-lia¿... ¿Qué pensaba, qué deliraba? Se burló desí mismo, y quiso aquietarse y reposar; y suinfantil angustia degeneró en un sentimientocompasivo. ¡Aunque muriese, no lo sepultaríanen las olas, porque Almina estaba ya cerca!¡Almina, doloroso término de tan peregrinovivir, que hasta le hiciera olvidar de las ternu-ras del hogar! Todavía llevaba la carta de supadre, que, sabedor de losasomos y temores de un antiguo mal cardíaco,le pedía que abandonase la preparación de suúltimo curso de estudios, que todo lo dejase yvolviese. Y la amorosa mano terminaba su es-crito trazando los cuidados y agasajos familia-res y el sosiego campesino en La Olmeda, viejo,grande y rico solar de los Valdivias. Penetraba ya el alba por la redonda lucera dela cámara, a punto que Félix iba adormeciéndo-se.

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Luego comenzaron a difundirse voces de mu-jeres, y el llanto y alborozo de hijos de los pasa-jeros humildes. En el saloncito de lectura, queestaba paredaño del camarote de Félix, sonabancristalinas las risas de las elegantes. Félix despertó; se irguió rápidamente. ¿Sehabrá levantado doña Beatriz? Bañóse la cabeza, compuso su traje y salió. Unmozo del comedor le dijo que la familia delnaviero inglés había subido al puente, y que allíavisaron que les sirvieran el desayuno. Beatriz y Julia departían con otras señoras,rodeadas del capitán y oficiales del barco. Acercóse Félix a sus amigas; las vio con losmismos vestidos, los mismos sombreros y tulesque la tarde de su llegada a bordo. Y este ata-vío, y la visión de las torres y de los árboles deAlmina, que ya empezaba a prorrumpir de lacercana costa, anticiparon a su alma la sensa-ción de la despedida. Bien imaginaba que en Almina era posibleverse, y aun comunicarse con más frecuencia y

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espacio que en el buque; pero temía Félix queen Almina perdiese esta amistad el delicadohechizo que ahora la sublimaba y quedase me-nuda, plebeya, con el hastío y pobres maliciasque suele haber en el seguido trato de buenoslugareños. ... El barco rasgó en silencio las aguas verdes ydormidas de la dársena, en cuya paz se posa-ban y bullían las gaviotas, como hacen los pa-lomos en los ejidos. Se alzó una de aquellasaves, grande, vieja, que recibió en sus alas elprimer oro del sol; pasó gritando fieramentesobre la mirada de Félix, y perdióse en lasmagnas soledades del cielo y del mar. Y Félix la envidió. Su herida, siempre abierta, de ansias de qui-meras y aventuras, tuvo pronto dulce mitiga-ción viendo a su padre, que le saludaba enter-necido y jubiloso desde la orilla del muelle. Apenas estuvo atado y quieto el barco, subióel anciano caballero don Lázaro Valdivia, queabrazó y contempló a su hijo muy amorosa-

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mente. El cual quiso que conociera a sus ami-gas. Y don Lázaro, varón sencillo y reposado,las saludó con desabrida ceremonia. Admirado y pesaroso quedó Félix de tan sin-gular acogimiento. De nuevo se propuso acer-carlos hablando a Beatriz de modo cordialísi-mo, para así manifestar a su padre su deseo deamistad. Creía que por serle desconocidas y porel continente altivo y fastuoso de Beatriz y Ju-lia, había usado don Lázaro de tan secas pala-bras. Dehizo el padre todos los propósitos de suhijo, llevándoselo del brazo luego de otro salu-do breve y frío. -Tu madre y tu tía están padeciendo por tener-te a su lado. Aquí viene Román, que cuidará detu equipaje, y nosotros podemos adelantarnos. -Pero ¿y esas señoras? ¡Yo he de despedirmede ellas! -¡Ya lo hiciste! ¡Ahora quieres entretenerte! Tumadre subió a la azotea para anticiparse con los

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ojos tu llegada... ¡Tía Dulce Nombre lloraba decontenta! Y el señor Valdivia, mesurado hasta en su pa-so, hablaba y caminaba apresuradamente. Albajar la escala volvióse Félix. ¿Le miraría doñaBeatriz? En las manos de Julia aleteaba un pañolitoblanco como un pichón. Beatriz habló allegán-dose mucho a su hija; y las dos se apartaron,perdiéndose en un espeso grupo dominado porla delgada y altísima figura de Lambeth, reciénvenido en un ligero esquife de caoba. ... En casa, durante la familiar comida, contóFélix de sus compañeras de viaje, y las alabóardientemente, ganoso de que prendiera suentusiasmo en sus padres y tía Dulce Nombre. Las mujeres le escuchaban suspirando, y donLázaro distrajo la plática. Este primer día de reposo hogareño pareciólede demasiada lentitud; y, al confesárselo, sereconvenía y exaltaba por su sequedad de cora-zón. ¡Si es que sólo gustaba de hablar y saber

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de doña Beatriz y Julia; estaba hechizado, esta-ba poseído de la fragancia de sus palabras y detoda su hermosura! A la siguiente mañana buscó la casa de susamigas. Pasó trémulo de gozo y de timidez.Una doncella extranjera le hizo aguardar enuna sala clara, vasta, de sencillo ornato. Después salió Beatriz y, tendiéndole su mano,dijo: -¡No le esperaba! -¿Qué no me esperaba? ¡Si yo hubiese venidoapenas nos separamos!

Ella sonrió. Le habló de la ciudad. Parecía dis-traída. Y él no pudo domeñar su altivez, y levantósenervioso, arrebatado de despecho. -¡Pero ¿qué tiene, qué tiene usted, Félix? -¡Que no es usted como en el mar! ¡Y me darabia y lástima! ¡Y me voy! Estremecióse doña Beatriz, inclinó la mirada ydijo dulcemente:

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-¡Es tan violento, tan inquieto, tan criaturacomo su tío Guillermo! -¿Como mi tío Guillermo? ¿Es que también leconoció usted? Entonces la bella señora recordó que tío Gui-llermo fue amigo predilecto de la casa. Muchastardes traía un niño que jugaba y alborotaba enel huerto con Julita, y este niño era él: Félix. -¡Sí, sí...! ¡El huerto de la "madrina". ¿Usted,usted... la madrina? ... Desde esa tarde ya no sufrió rigores de an-tesala. Sumergióse en el delicioso regazo delcariño de doña Beatriz. Merendaba y retozabaen el huerto con su amiguita de antaño. Y lamadre le cuidaba y regalaba, como si todavíafuese aquel rubio rapaz que tío Guillermo lle-vaba de la mano. Nada confesó a sus padres, barruntando laenemiga de entrambas familias. Padecía poraveriguar la razón de ella, y gustaba de aban-donarse a su secreto, cuyas nieblas y las delapartamiento de la vida de Beatriz y Julia, no

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dejaban que su amistad se empobreciese y de-generase en la que suelen tenerse los sosegadosy maldicientes vecinos de un mismo lugar pro-vinciano.

II. La mirada

Rendido, Félix dejó hincado el azadón en latierra. Tenía el cuello y los brazos húmedos ydesnudos, y la cabeza nevada de florecillas caí-das de los frutales. Desenterró los pies, quesacaron enredadas hierbas y raíces rotas y jugo-sas, y brincando, zahondando y cayéndose,llegó a la suave firmeza de un sendero. Desde un sombráculo, hecho de higueras do-madas, hasta ayuntarse redondamente, mirabadoña Beatriz el retorno del joven. -Le avisé que se cansaría pronto; y usted seburlaba, terco y entusiasmado de hacerse la-briego. ¿Todavía no sabe cómo es de tornadizo?

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-¿Que me cansé pronto? ¡Pero si he cavadomedio bancal! Estoy más contento que nunca,¡y llevo en mis ropas y aun dentro de mi carneolor de campo, de honradez, de salud, de vidaprimitiva! -¡Venga, venga aquí, dios campesino! ¡Ay, sisu pobre tía Dulce Nombre le viera tan sudadoy desnudo! Sentóse Félix en un rubio sillón de mimbres ydoña Beatriz alzóse y le enjugó la frente y loscabellos con su primoroso delantal de randas. -¡Su cabeza es una tempestad de oro! -le dijomaternalmente. Y Félix entornaba los ojos bajola caricia del fino lenzuelo y de las manos de lahermosa señora, fragante de primavera, pare-ciéndole recién salida de un baño de zumos defrutas, de flores, de pámpanos y espigas encierne, de acacias y árbol del Paraíso. -¡Doña Beatriz, usted no se perfuma como lasdemás mujeres; usted huele a naturaleza glo-riosa, a mañana y a tarde de los huertos!... ¡Es

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usted mujer pagana y mujer bíblica. Ceres ySulamita!... -¡Cuántas lindezas y locuras sabrá decirle us-ted, algún día, a su elegida! -¡Ya ve que he comenzado diciéndoselas austed! Ella, entristecida, sonrió, y descansó la cabezaen su mano pálida y delgada, y su encendidaboca se contrajo amargamente. Delante del cenador comenzaba una vieja es-calera tupida, pomposa de yedras y jazmines,que llegaba a los primeros balcones del edificioespaciándose en solana; y aquí vieron a Juliacomo una aparición blanca y santísima que losbuscaba mirando entre el follaje. Se apartó Beatriz de Félix, reclinándose en surústica mecedora, un balancín de ramas corte-zosas con respaldar de almohadas, de China. Vino la hija, rápida, infantil. Sus ropas cándi-das y aladas, de pliegues de túnica, daban losinocentes resplandores de un mármol lleno desol.

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-¡Ya estoy libre del alemán! -gritaba aplau-diendo-. ¡Casi nada! He llegado hasta el adjeti-vo... no sé cuántos. Ahora veréis: el sabio DerWeisen; des Weisen; dem Weisen; die..., ¡no!,dem, dem, Weisen... ¡Bueno! Félix reduciéndose, doblándose en su crujienteasiento, la envolvía enteramente con su mirada,riéndose. -¿Te burlas de mí? ¿Qué hiciste tú? A ver tubancal cavado... Y sin dejar de increparle salió la doncella de laumbría de las higueras. El astil de la azada re-lucía en mitad de la tierra de los frutales. -¡Anda, alfeñique, qué pronto te has cansado!¡Pero, Señor, si tienes la camisa empapadita,aquí en la espalda y debajo de los brazos! ¡Séca-te, abrígate! -Ya lo hizo, Julia -deslizó la madre interrum-piendo sus cariñosos advertimientos. Y Félix, volviéndose a ella, pronunció muydespacio:

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-Me cuidaron sus manos, suaves y tibias comodos palomas. Julia los contempló, y luego les dijo: -¿Por qué no os tuteáis? Sintió Beatriz una dulce llama en toda su san-gre. Y arrebatada y graciosa le repuso: -Julia: él, es una criatura, y yo he doblado ya elcabo de la Buena Esperanza de la mujer: lostreinta años. No sé donde he leído que Margari-ta de Navarra cambiaba en las damas de esaedad el dictado de hermosas por el de buenas...¡Reina más cruel...! Julia insistió: -Entonces, mamá, tú eres la que puedes y de-bes tutear a Félix... -¡Por Dios, hija, que eso sería envejecermedemasiado! -y sonrió, adorablemente, de símisma. Julia y Félix la rodearon pidiéndole que acce-diera. -Sí, sí, "madrina", hábleme como a un chiqui-to... Yo gozo tanto queriendo, que... padezco,

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porque exprimo y entrego mi vida. Pues sentirque me quieren, me es tan delicioso que oyén-dolo parece que me duermo y todo, como unrapaz bebiendo del pecho de la madre. Amigosde mi padre, muy graves, desaprueban mi na-tural; dicen que el hombre debe ser tierno unmomento, pero luego fraguarse y endurecerse.Y eso es confundir la humanidad con la arga-masa. ¿Se ha fijado usted en la argamasa, queno cría ni musgo? Julia y Félix quedaron contemplándose. DoñaBeatriz los miró; y, pasando su brazo por lacintura de su hija, la llevó lentamente hastaperderse en la honda bóveda de un viejo parral.Subían las vides retorciéndose a la obedienciade rudos pilares, y en lo alto se buscaban ytrenzaban, cerrándose en ámbito recogido ysilencioso. En medio blanqueaba una cisterna. Quedóse Félix bajo el trecho de olorosashigueras que cernían dulcemente luz, y sin pro-pósito de examen se recreaba comparando lasfiguras del precioso dúo femenino. Se imagina-

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ba un príncipe, puesto por eficacia de brujeríaen este jardín de encanto, gozador de inocentescaricias de hadas buenas, y que luego salía delgustoso cautiverio para mejor comprender es-tas delicias y desear la tarde, que volvía al in-fantil hechizo, Julia era tan alta como la madre,pero más delgada, con palidez mística de novi-cia y donaires y alborozos de rapaza; su carne ysu alma daban la sensación y fragancia de lafruta agraz. Beatriz era la fruta dorada que des-tila la primera lágrima de su miel. Julia amabalas ropas holgadas, claras; parecía sumergidaen nieblas y nubes gozosas de horizontes demañana en el mar. Beatriz prefería los vestidosque la ceñían suavemente, y su cuerpo tentabapor su gentilísima opulencia y contenía el máslascivo pensamiento por sus actitudes de casti-dad y señorío.La palabra, la risa, el andar y el continente de ladoncella eran candorosos y picarescos. La mi-rada de la madre tenía rápidas centellas; suvoz, modulaciones pasionales, y a veces se

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adormecían y cansaban como después de mu-cho amor. Horas de quietud beatísima, de sabrosos colo-quios, de exaltación de toda su alma, solaces,vagar y aturdimientos de muchacho, gozabaFélix, por las tardes en esta casa que parecíaolvidada de todas las gentes, aislada, lejos de laciudad estando dentro de Almina. De tiempoen tiempo llegaba Lambeth, seco, rígido, acia-go, sus ojos como dos chispas de ónix, su bocafría como la muerte. Lambeth se apartaba consu hija por un paseo umbroso de castaños deIndias y macizos de lauredos y adelfas. Era unlugar recogido en silencio y tristeza; entre losnegros verdores surgía la blancura de algunasestatuas mutiladas; y acostado en el musgo,envuelto de paz, parecía dormir todo un pasa-do siglo. Muchas veces el extranjero se marchaba sinhaber saludado a su esposa ni a Félix, que con-versaban dichosamente bajo los follajes ruido-sos del viento y de cigarras, o alborotaban de-

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jando libre el agua de las acequias, que se de-rramaba por los bancales hortolanos. Porquedoña Beatriz había logrado una maravillosaconfusión de estilos y ambientes de jardinería yde campo; y después de una avenida románticay ducal, con sus medallones de céspedes y unabeto solitario y doblado como si esperase lanieve, aparecía la risueña amplitud de la huertalevantina con palmeras y grupos de cipresesque recuerdan los calvarios aldeanos, con fres-cos rumores de norias y regueras y zumbar demoscas y de abejas y un incendio de sol; al ladode cenadores rústicos y floridos, bancos vetus-tos con yedras y sombras de cedros; parralesprofundos, espesura de olmos, fontanas arcai-cas. En los sombráculos, divanes y reposterosde panas y sedas, labradas por las manos de lagentil señora, y en el centrode una plazoleta yerma, un cactus monstruoso,erizado como una araña ferocísima puesta depie, un viejo cactus-cerus, de estupenda rareza,que, según Félix, se parecía a un hombre flaco y

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hosco; y mientras sus amigas se reían de la se-mejanza, él se acordaba de Lambeth. ... El grito de un pavo real le despertó. Cercade las higueras pasó Julia; después, su padreleyendo un periódico muy grande. Saludó aFélix, y la dentadura del inglés brilló como unadaga rota, y sus lentes resplandecieron, y fué sumirada lo mismo que si la hubiese dado el lla-mear del oro y del cristal, sin pupilas. Félix buscó a doña Beatriz. Estaba sola junto ala cisterna. Un haz de sol descendía entre lospámpanos hasta la frente de la mujer. La viomuy pálida, abandonada, contristada... Y Félixperdió la quimera de imaginarse niño y prínci-pe hechizado en la molicie de perfumes y cari-cias, y hallóse fuerte, mayor que ella, custodiode ella... Sonrieron. Y no se atrevieron a mirarse nihablarse; y padecían en el silencio; y para noconfesarse la turbación de sus almas, se asoma-ron a la cisterna. Estaba el agua somera, clara,inmóvil, llena de júbilo del cielo y de las parras.

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Apareció copiada la rubia cabeza de Félix, yluego doña Beatriz asomada a sus hombros. Y¡oh prodigiosa visión del limpio, fresco y delei-toso espejo! Beatriz se veía pálida y aniñadacomo su hija; y la mirada que antes no osarondarse, la recibieron entrambos tan fuerte y se-guida dentro de la guardada agua, que creye-ron rizado y roto el natural espejo, y fueronellos los que se habían conmovido apasiona-damente.

III. Doña Beatriz cuenta de Guillermo.-Pasa el espectro de Koeveld

Pensaba Félix que el entristecimiento, los idea-les, los raptos y ansiedades del héroe, del santo,del sabio, acaso tendría su principio en su des-poseerse de lo presente, en alejarse de sí mismoviéndose entre un humo o vapor luminoso degloria, de infortunio, de infinito, dentro de unpasado remoto, inmenso; envuelto en una ma-

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ñana sin límites, perdido, olvidado o malqueri-do el pobrecito instante de lo actual. La augustaserenidad divina emanaría de no salir nuncadel Hoy eterno. Y seguía diciéndose Félix, queél, tan aturdido y espléndido de alegría cuandola vida se le deslizaba sucesivamente, pasaba auna ansia insaciada y misteriosa, quizá enfer-miza, recordando lo pretérito o fingiéndose lono llegado o desconocido en tiempos, tierras yplaceres. ¿Era esto prender alas a su ánima,ennoblecerse, sublimarse? Pues siéndolo, ¡Se-ñor!, confesaba que, lejos de probar el altísimogoce que viene de pulir nuestro espíritu, el su-yo padecía y se apagaba. ¡Cuánto no sufrirían los héroes, los místicos ygenios! ¿O es que el sufrimiento cerca y penetravorazmente a los que no pertenecen a esas ele-vadas estirpes y lo desean, originándose la cas-ta infortunada de los artistas, infortunada porese perpetuo tránsito del dolor al goce, por esehundirse en lo pasado embriagándose de surara y santa fragancia, y el perderse en lo no

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visto, queriéndolo tener, siendo nada, y no go-zar la realidad viva y sabrosa? Y aquí llegaba Félix en su pensamiento cuan-do le asaltó la risa. Calló. Y volvió a reírse lar-gamente. Apareció doña Beatriz; miró asustada por to-do el gabinete; y al cabo balbució: -¡Qué miedo tuve, loco! -¡Miedo! ¿Pues qué hice, "madrina"¿ -¿Qué hiciste? -sabía que estabas solo, que entodo este piso no había nadie; y, de pronto, so-nó tu risa... ¡Olvidé que Guillermo tenía algu-nas veces tus rarezas...! -¡Mis rarezas!... ¡Guillermo! Siempre me com-para usted con tío Guillermo. En casa también... -¡En tu casa! ¿En tu casa también? -Sí. ¿Tanto me parezco a mi padrino? -¡Mucho, Félix, mucho! Y como doña Beatriz se retiraba diciéndolo,sus palabras se oían veladas y tristísimas. "¡Rarezas!... ¡Pero si me reí de mis pobresideas! ¿A qué venía ese ayer y ese mañana y el

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hoy divino y humano, y aquello del sabio, delsanto, del héroe y del genio, con toda su nieblao vapor azul y luminoso de la gloria y de lo queestá lejos; y entristecerme y desbordar de mímismo¿..." Y todos estos menudos soliloquios quizá se losmotivase el no hallarse en el huerto, subiéndosea las parras, inquietando a los jardineros, a Bea-triz, a los gorriones; entrándose descalzo por laalberca; estas imaginaciones tal vez se le adue-ñaban porque estaba en este aposento perfu-mado, suave como un estuche de joyas, y por-que presenciaba preparativos de un viaje, yhabía oído que se cerrara esta casa, torre demarfil, mansión dorada y placentera de su vi-da... Sí; debía de ser lo romántico y tibio de lasala y la inquietud por la pérdida del gustosoretiro lo que le inducía a fingirse sediento yatormentado de idealidad... De nuevo vino doña Beatriz. De un cofrecitode palosanto sacó encajes y cintas y sedas. Con-sultaba muestrarios y dibujos.

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Doña Beatriz no vestía esa tarde, según suestilo predilecto, de trusa y falda lisas, que re-velaban castamente sus firmes y peregrinoscontornos, sino sus ropas de mañana, blancas ydelgadas como cendales, ropas de indolenciaque piden cuidados exquisitos para traerlasseñorilmente, y, con ellas, hasta una mujerbriosa y fuerte puede suspirar llena de gracia:"¡Estoy tan cansada, tan enferma!" Sus cabellosopulentos, de un apagado oro, los llevaba reco-gidos con sabio artificio de abandono, de tantodonaire que hacía pensar en las rosas que des-mayan y parecen que van a caerse deshojadasdel búcaro; y el olor de zumos de frutas y deflores que su carne exhalaba, creía Félix perci-birlo ahora pasando entre esencias de intimi-dades de armarios y tapices preciosos, como sifuese de una brisa de tarde campesina recibidadesde una estancia abrigada y suntuosa. Todoel ornato de ésta era de blancura: los doseles, laalfombra, los sillones, y espejos. La luz, tami-zada por los bordados

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tules de los vanos, hacía más pálidos los brazos,el cuello y las mejillas de doña Beatriz... -No se afane, no trabaje más, "madrina". Cuén-teme; hábleme de tío Guillermo... -¡Que yo te hable! -y le miró dentro de los ojos. Y Félix se dijo: "Me ha mirado en lo hondo demi vida; estamos cerca, y mi alma no ha pade-cido turbación. Y es ella misma la que sonríe yme cuida y juega conmigo en el huerto. Y unatarde, su mirada llegó a mí desde el frío delagua; y ella me pareció desconocida y los dosnos estremecimos". Beatriz murmuró: -¿Por qué no te hablan tus padres y doña Dul-ce Nombre? ¿Qué te dicen ellos de tío Guiller-mo? -Ni mi madre ni tía Dulce Nombre me cuentanmás de lo que yo recuerdo de la figura y de lavoz de mi padrino. Me comparan con él por loalegre y abandonado. Mi padre sólo me ha di-cho que su hermano murió trágicamente. Debió

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de amarle mucho, porque algunas veces, alnombrarlo, desfallece su palabra, y llora. Estaban sentados en butaquitas de terciopelo,cuyos dorados pies, labrados en filigranas, secopiaban en las losas de mármol. Los separabauna arcaica consola, y entre los candelabros,bajo el muerto reloj de oro, un cáliz de Bohemiaesparcía el delirante aroma de una florida ramade naranjo. Nunca se habían hallado en este recogido apo-sento de tan augusta pureza. Miraba Félix adoña Beatriz, y se imaginaba acompañado deJulia o le parecía que él y la gentil señora retro-cedían al pasado permaneciendo él según ac-tualmente era. Entraba la visión del huerto porlas claras sedas de las cortinas, y se lo figurabamuy remoto, muy hondo y viejo. Hasta se con-templó a sí mismo, y decíase que era él, perodespués de haber gozado y sufrido intensa vi-da; creíase rendido de apurar sus secretos yelegido para empresas de audacia, de grandezay de amor.

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Su alma era como una delgada ánfora llena demelancolías, abierta por una mano invisible, yel encerrado vino de la cepa madre de la ilusiónse vertía, mezclando su ranciedad, fuerte y dul-císima, entre la sangre y los nervios de Félix.Imaginaba lo pasado y el mañana en bella es-fumación de horizonte vago y callado de cua-dro antiguo; y ya no se rió, no hizo burla de suquimera... Y parecióle que tío Guillermo emer-gía de la suave penumbra. Entonces oyó a doña Beatriz que decía: -Era Guillermo alto y delgado como tú, peromás rubio, y sus ojos más verdes que los tuyos.Brotaba en su alma una fuente de alegría siem-pre renovada, bulliciosa, limpia. Pero cuandose reclinaba en una butaca y quedaba silencio-so, inmóvil, soñando, parecía, como tú, entris-tecido, desgraciado, y su palidez de alabastrotransparentaba enajenaciones de místico y deaventurero. Lo mismo que estás, lo mismo quete veo, lo he tenido y he visto muchas veces...¿Qué sois? ¿Qué tenéis de funesto, de glorioso,

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de trágico, de misterioso en vuestras frentes dehostia? Beatriz venció un sollozo. Y Félix creyóse unaestatua, y llegó a sentir el frío hondo y fino desu mármol. ¿Sería el desventurado tío Guiller-mo que se le abrazaba por debajo de la piel y dela carne a sus huesos, a sus entrañas? -... Le conocí en mi viaje de bodas, hace veinteaños; yo tenía entonces diecisiete. También nosencontramos en un buque. Íbamos a Ceilán,para presentarme a los padres de mi esposo.Creí a Guillermo un poeta, un artista rico y glo-rioso que atravesaba el mundo sediento de pa-siones; en su frente, en sus ojos, en su boca te-nía la ingenuidad y el desdén de un Byron.Pronto fue nuestro amigo predilecto, como lofuiste tú cuando regresábamos mi hija y yo deun viaje de placer de Barcelona. Lambeth que-ría que yo aprendiese el inglés en demostraciónde sumiso cariño al hogar británico de sus pa-dres, trasplantado a aquella isla, que yo mefingía cuajada de piedras preciosas. De mis

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lecciones secas, interminables, apiadóse Gui-llermo, y para aliviarme, burlaba y hablabalocuras; y cuando Lambeth se enfurecía, Gui-llermo le trazaba negocios fabulosos, empresaslisonjeras de logro. Era verdaderamente unmayo; era que Guillermo había leído en el cora-zón de Lambeth toda su codicia. Laúltima noche de travesía le conté, como unahermanita desgraciada, la historia de mi casa-miento. Mi padre fue un rico minero de Alme-ría, demasiado sencillo y andaluz. Un directorextranjero de cualquier Sociedad o Compañíade minas, era para él la suma de todas las vir-tudes y grandezas. Apareció Lambeth, terco yaudaz en los negocios. Y mi pobre padre le en-tregó su confianza, su hacienda, ¡y a mí! Yo fuia las bodas con mucha ufanía, y pronto supe miengaño... Y llegué a Ceilán sin conocer apenasinglés. Mi marido se enfadó; y tu padrino se riócomo un muchacho... En Colombo sólo le vi una tarde, vestido deoriental... Pasados diez meses volvimos a en-

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contrarnos en París. Salía yo siempre escoltadapor Lambeth y un holandés, albino y gordocomo una olla de manteca; se decía dueño demucho caudal. Hablaban de asociarse; menta-ban cifras, cargamentos. Subían al coche, deregreso al hotel, embriagados de cerveza; yentre sus frases de logreros, percibía otras queme avergonzaban; mientras Koeveld, que así sellamaba el camarada de mi marido, se reía pro-duciendo un pastoso ruido con la lengua y mi-raba como un truhán mi pecho y mi cintura...Lambeth palidecía estremecido de rabia; peropor cobardía, por tentación de los millones queKoeveld ofreciera para sus empresas, y porfrialdad, Lambeth no reprimió tanta insolenciay bajeza. Y una vez les oí que yo era hermosa ymi cuerpo lleno de tentación, pero que no teníagitanería... Beatriz y Félix se miraron y sintieron vergüen-za. Ella, sonriendo, murmuró:

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-Son muchos los extranjeros que buscan en lasmujeres españolas, singularmente en las anda-luzas, algo yo no sé, algo picaresco y lúbrico,que Lambeth expresaba con esa palabra. Larepetía el holandés babeando; se alzaba dentrodel coche como para hacer alguna danza, mi-rándome, mirándome; pero se derrumbaba enlos almohadones, conmoviéndosele su grosura,y todo el carruaje vacilaba recrujiendo... El co-chero se volvía y me miraba riéndose, torciendola boca con un gesto de rufián... ¿Qué tienes,Félix? Félix le besó las manos. Beatriz lloró calladamente... Después, tranqui-lizada y alentada, contó la aparición de Gui-llermo. fue en el hotel. Viéndolo, perdió el mie-do que le daba Koeveld, cuyos profundos ojoshuroneaban todo su cuerpo como hacía en lamesa al engullir los tasajos. Hasta Lambeth y elholandés parecieron ennoblecidos con la pre-sencia y compañía de Guillermo, el cual, porcompasión a Beatriz, unióse a los propósitos de

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aquellos mercaderes; y los dominó, los fascinócon su palabra de luz. Dieron obediencia a to-dos sus designios; y fundaron un comercio fas-tuoso de lo más preciado y raro que el viejoOriente produce. Allí había maderas labradasde cedro y sándalo, muebles de nácar, ámbar,esmaltes; redomas con agua y peces de ríossagrados; de Arabia y Etiopía los perfumes,gomas y ungüentos de flores, telas brescadas, elmarfil y el ébano; de la India y China, las pielesde zapa, almizcles, cardamomo, galanga, con-chas de tortuga, arneses de caballo; vinos deArmenia; cañas de Tilos. En los crepúsculos dejaban que los hondossalones se alumbrasen con las llamas de losbraseros y chimeneas. Los olorosos humos cer-caban y enloquecían a la muchedumbre de ga-lanes y damas de la aristocracia de la sangre ydel pecado. Guillermo, entonces, llegaba a lasmás grandes audacias y locuras: despedazabatroncos de sándalos y los tiraba a los encendi-dos hogares; volcaba en el fuego de los trípodes

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urnas enteras de perfumes. Lambeth gemíamaldiciéndolo en silencio. El holandés quisouna tarde impedir esa perdición de los almace-nados tesoros, y Guillermo gritó delirantemen-te: "¡Los sándalos o tú!", y lo empujó a las lla-mas. Beatriz le pidió angustiada que lo soltase,y Guillermo lo dejó, murmurando: "¡Es verdad:olería demasiado a sebo!" Koeveld, muy pálido,lento, siniestro, desapareció entre estofas y ar-mas resplandecientes. Acercóse Guillermo aella, y sonriéndole dijo: "¿Ha creído usted quehubiese yo quemado al oso¿" Beatriz le miróansiosa, rendida, poseída por lamirada de aquel hombre. -No sé, aún no sé -exclamó Beatriz cruzandolas manos como si oraselo que para mí era ysignificaba tu tío Guillermo. A ti, Félix, nadamás te he visto en esta vida de ciudad humilde,tan recogido y sencillo; y te imagino en vidaaventurera, y, sin transfigurarte, eres comoGuillermo. ¡De todos los hombres, de todos misrecuerdos de todos los hombres, os ofrecéis

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vosotros como figuras milagrosas de hombresarcángeles!... ¡En vuestras frentes, en vuestrosojos, en vuestros labios, en el andar y erguir lacabeza ladeándola, yo no sé qué tenéis de ex-celsitud y de tristezas divinas!... Cuando memiró Guillermo aquella tarde penetraron susojos en mis entrañas, fervorizó dichosamentemi sangre y latía mi pobre vida según la pulsa-ción de la suya, que transmitía mirando. "Bea-triz, ¿ha creído usted que hubiese yo quemadoal oso¿" Le dije que sí. Y te juro, Félix, que abra-sado Koeveld por Guillermo no me habría pa-recido maldad, sino el sacrificio de una resofrecido por un héroe.Guillermo rió inocentemente como un niño, yañadió: "Matarlo, todavía no. Sería asqueroso.Sólo quiero que la deje, que los deje..." Llegabael instante de iluminarse los salones. Las lucesestaban encerradas en fanales rojos y moradosque hacían centellear siniestramente la pedreríade las armas, de los marfiles y estofas. No vinoel hermoso tránsito de la iluminación, sino el

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angustioso de un incendio... ¡Cuánta ferocidadpresencié! Guillermo nos salvó, y entre las lla-mas sonreía, gritando: "¡Ha sido Koeveld elincendiario!" -¿Murió mi padrino? -exclamó Félix estreme-cido y blanco de ansiedad. -Entonces, no. Humeante, con las manos lla-gadas, perdióse en París buscando al holandés.Nosotros, mi esposo y yo, regresamos a Espa-ña. Y aquí en Almina, con el caudal heredadode mi padre, se estableció Lambeth y alcanzó lafortuna que tenemos. Nada sabíamos de Gui-llermo, y si alguna vez lo nombraba yo, Lam-beth comentaba el recuerdo menospreciándolofríamente. ¡Qué aborrecimiento, Félix, podéishincar vosotros en algunas almas!... La mañanade fiesta santísima para mi vida que le quité aJulita los pañales y le puse sus primeras ropitascortas, presentóse inesperadamente Guillermoen ese mismo huerto que tanto te agrada. Traíaun niño tan rubio y blanco, que de dentro desus cabellos y de su carne parecía exhalar una

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luz de estrellas. Ya te dije que ese niño eras tú,Félix... Guillermo te enseñó a llamarme "madri-na". Muchas tardes os tuve a Julita y a ti juntos,en mi regazo, mientras él me contaba sus an-danzas, su nomadismo genial, sus juegos con lamuerte... Hablaba muchode la muerte siendo él llama de amor y de vida.Como tú, la veía en el reflejo de la luna; dentrode los estanques y del mar, en las nubes de losocasos, en las siluetas de las montañas y de losárboles... ¡Oh Félix, no hables, no la veas máscomo una amada, que se me figura que soispredestinados y tengo miedo de ser yo quienllegue a pensar en tu muerte lo mismo que ima-gino la de Guillermo!... Entonces Félix sintió un apresuramiento hela-do de su sangre y escuchó los pasos de otravida, llegada del misterio, caminando encimade su alma. ¡Señor, él también padecía la visiónde la muerte en los vivos... Niños, viejos, muje-res placenteras, Julia, doña Beatriz, a todos selos representaba muertos, con las manos cruza-

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das sobre el vientre! A su mismo padre lo habíavisto, y se le torcía el corazón de angustia porlibrarse de este mal de espectros. Era un instan-te de intenso padecer. Y ahora las palabras deBeatriz le removían esa ilusión fatídica; y pare-cíale que tío Guillermo se abrazaba a él, deján-dole el alma señalada de frío... Quedó doña Beatriz contemplándole; él lepidió que dijese toda la historia desventurada,y ella, con voz cansada y conmovida, prosiguióde este modo: -Guillermo pasaba temporadas en La Olmeda.Aún la habitaba su hermano Pedro, el Santo,según le llamaban las gentes por su mucha aus-teridad y devoción. Los patricios de Almina,estas buenas familias enriquecidas con salazo-nes, y las gentes humildes, todos murmuraronde mí, creyéndome culpable de amor. Mi mari-do sabía mi pureza; yo, en cambio, estaba ente-rada de sus vicios, y como nunca nos quisimos,aprovechamos gustosos esas pobres malicias ynos separamos también externamente. Lambeth

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se trasladó al edificio de su despacho de navie-ro y almacenista. Le veía cuando visitaba a Ju-lia, y sólo estuvimos juntos durante dos viajes aAlemania. Sospecho que me llevaba por conve-nirle presentarme en otros hogares de banque-ros. Un año permaneció Guillermo en Almina. Tupadre, tía Dulce Nombre, todos los hermanos lesolicitaban que se resignase ya a una vida quie-ta. Negábase él, riendo y trazando nueva pere-grinación. Le auguraban grandes males. Todome lo contaba Guillermo, haciendo cariñosoremedo de los avisos de su hermana DulceNombre, que le decía las mismas palabras quea ti: "¡Ay hijo, esa alegría tuya, ese no meditarnada, no sé, no sé!... ¡Quiera el Buen Ángel!..." Sí; los mismos lamentos y amonestacionesescuchaba Félix. ¡Qué rara y fatal mixtura desencillos agoreos, de místicos febriles, de caba-lleros poetas y vagabundos, de hidalgos mesu-rados y sedentarios, habían sellado espiritual-mente su linaje!

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-... Vino la primavera; y Lambeth decidió quefuesemos a Alemania, a esa magna región delviejo Brocken, que Heine describe en un libroque tú me leíste. Yo, sin perversidad, sin quereravivar las inquietudes, las ansiedades de nó-mada y artista de tu padrino, ¡oh, te lo juro,Félix!, le hablé de nuestro viaje, y Guillermoquiso venir y pisar la cumbre del monte de losabetos, y ver el romántico valle de la princesaIlse... En aquel paisaje sagrado, que prontoquedaría ungido de sangre de un hermanoideal, sólo vi y hablé a Guillermo una mañana.Lambeth no estaba. Nos prometimos excursio-nes atrevidas, solitarias, a los lugares cantadospor Goethe. Después me acompañó hasta losprimeros cedros de nuestro hotelito. Seguí yosola; y junto a los setos que lo cercaban, de losmacizos de lilas apareció un hombre que se mefue acercando muy despacio; sonreía ferozmen-te; sus mandíbulas y toda su cabeza parecía deun solo hueso azulado, brillante, grasiento. Eracomo un hombre

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desollado que se riese. ¡Qué espanto y qué asco!Grité. Me socorrieron los de la casa, y el apare-cido huyó... Beatriz se retorcía las manos y sollozó. Félix lamiraba angustiosamente. -... Por la noche llegó mi esposo. Sirvieron elté, y mientras lo tomaba sonreía como el espan-toso hombre de la mañana. Después pronunciómi nombre; su voz era blanda, fría, húmeda;parecía salir de una ola siniestra que se abriese,y de improviso murmuró: "Los dos están muer-tos; los he visto en la orilla del camino. Gui-llermo tenía el cuello mordido. ¿No le llamá-bais el oso a Koeveld? Pues el oso ha mordido aGuillermo, y el oso también ha muerto; él mis-mo se ha degollado". Félix gritó, enloquecido de rabia y de dolor. Labrocadura de la fiera le desgarraba a él su cos-tado. Beatriz tuvo miedo de la mirada intensade aborrecimiento que le dieron sus ojos. -¡Félix! ¡Félix!... ¡!Así me miras!!

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Temblándole la boca, silbándole el aliento,balbució Félix: -A usted, no; toda mi compasión es para suvida. ¡Mataré a Lambeth! -¡No tiene culpa, no tiene culpa! -gimió la mu-jer desventurada-. Koeveld buscaba también lavida de mi esposo, y acaso la mía. ¡No le odiesinjustamente por ese crimen como... tus padresy toda tu casa me maldicen y aborrecen! Estaba acabándose la tarde. En el huerto serecogían cantando los gorriones. Llenábase elaposento de fragancia de magnolias y acacias. Doña Beatriz avanzó hacia las ventanas pararecibir la felicidad de la luz del crepúsculo, queparecía deshilarse sobre un monte zarco y re-moto. -¿Ha muerto; de veras ha muerto Koeveld? -gritó Félix horriblemente. Ella volvióse y rindió su cabeza. Luego, apa-gándose su palabra, repitió su lamento: -En tu casa me odian, culpándome del marti-rio de Guillermo. ¡Júzgame tú, Félix! Ni fui pe-

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cadora de amor. ¡Oh pecado de amor cometidopor Guillermo! ¡Antes de presentir que pudierainclinarse a quererme, lo mataron! Abrió los cristales y salió el crepúsculo. Y Félixpercibió un grito convulsivo y roto: -¡Koeveld, es Koeveld; míralo! Los recios balaustres se estremecieron por elacometimiento de Félix. Bajo las últimas palme-ras de la silenciosa y ancha calle se alejaba unabella mujer; detrás caminaba un hombre alto,craso, pálido, cabeceando pesadamente.

IV. Hogar de Félix.-Estrado de amor

Hundido en una vieja butaca de cordobán,escuchaba Félix, muy risueño, la menuda yamorosa plática de su padre. Y no pudiendoseguir atado a tan largo silencio y quietud, al-zóse, miró al anciano de modo dulcísimo y consuave ironía le dijo:

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-Lo que hasta aquí me has dicho "son docu-mentos que han de adornar mi ánima"; ahorasepamos los que han de servir para ornato ysalud de mi cuerpo. Don Lázaro amohinóse mucho, y no quisoproseguir. -¡Si es que tu predilección -exclamó el hijo- metrajo el recuerdo de los consejos del señor donQuijote a su criado! ¡Por Dios, no parece sinoque emprendo un viaje a las Indias para necesi-tar de tantos avisos! -¡Todavía son pocos, que eres alborotado ydistraído como no te quisiera! Y dejando debromas, he de repetir que para llegar a La Ol-meda pasarás por Almudeles. -Sí, ya lo sé; he de pernoctar en Almudeles. -Pasarás por Almudeles..., y déjame que acabe.En Almudeles vive mi primo Eduardo. Desdetu regreso ya conoces la petición que me hace:"Mándame a esa criatura y yo te la curtiré en lahacienda, que después no la conozcas de ancha,maciza y sana". Pues ya que no vas a su campo,

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sino al de tía Lutgarda, me parece ingratitud ydescortesía que sólo te detengas en su casa paradormir... -Entonces iré a una fonda. Da lo mismo... -Pero si lo que yo quiero es que te quedes a sulado algunos días, una semana, al menos. -¿Una semana¿... ¡Una noche y gracias! ¿No teparece? -¿Qué ha de parecerme? Volvió Félix a su profundo asiento, movió loshombros y murmuró pasmado: -¡No lo entiendo! ¿Qué maravillas guardaráAlmudeles, ni qué empresas habré de acometeren ese pueblo capaces de interrumpir un viajeque todos queréis precipitar¿... -¡Si no es Almudeles; es tu tío Eduardo! -¿Qué tendrá tío Eduardo? -¡Por Nuestro Señor, Félix! Pues qué, ¿no con-servas recuerdos de él y de tu prima y de doñaConstanza, también algo tía tuya, y de Silvio,su hijo?

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-Yo apenas los conozco... Pasé un verano en suheredad, siendo muchacho; por fuerza he deresultarles un huésped ceremonioso. -¿Huésped ceremonioso, dices? -gritó donLázaro. Y arrebatado de fierísimo enojo dio con supuño tan recio golpe en el vetusto escritorio decaoba, que derribó las plumas del cuenco deplata de la escribanía, donde descansaba, y es-tremeció las vidrieras del aposento, que resona-ron como bordones heridos. Levantóse Félix y lo abrazó riéndose. -¡Todo, todo os lo consentimos, menos reñir yenfurecerse! -y besaba la pálida y alta frente delpadre, cuyos cabellos lacios, de noble blancura,plateaban intensos bajo la encendida lámparade aceite; redondo, ancho y generoso lampiónde refectorio o de hogar de residencia campesi-na, más que de estudio de hombre tan rico yautorizado como don Lázaro Valdivia-. ¡Quéfrente tienes! ¡Augusta como una cúpula, y dejasuavidad y olor de santo, de ala de palomo

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blanco, de árbol grande de ribera!... ¡qué séyo!... Y huele a padre, a ti; es fragancia tuyanada más... -¡Félix, Félix, déjame! -gritaba don Lázaro. -¿Te has fijado en el aroma de tus sombreros,en donde ciñe tu cabeza? Es el mismo de tufrente, ya apagado, ¿verdad? ¡Olerlo da alegríay tranquilidad! ¡Que lo diga, que lo diga mimadre! -y gozosamente la llamaba. Afanábase el señor Valdivia por que no se lefundiera la gravedad de su continente, perodentro de su alma cantaba una inmensa y ben-dita aleluya de amor. Y para reprimir la risa,apretaba las mandíbulas y esclavizaba la mira-da a la espantable labra del león de bronce de laescribanía. -¡Te harás daño si sigues mordiéndote! -le avi-só su hijo. Y entonces sonaron mezcladas las dos risas,grandes, ruidosas, de íntima ventura.

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-¿No te gustan y te remozan estas pendencias,que nos igualan hasta parecer dos muchachos,dos amigos, tú, ¡claro!, mayor que yo? Pasó la madre, seguida de tía Dulce Nombre,para saber la venturosa contienda. -¡Esa tu eterna alegría!..., quiera el Buen Án-gel..., quiera el Buen Ángel... -¡Quiéralo siempre, mi santa tía antañona!Pero ¿qué ha de querer, que nunca lo dices? -¡Yo no sé, no sé -rezongaba doña DulceNombre-; pero esa licencia que hoy estilan loshijos con los padres, siendo aquéllos tan mozos,no sé!... Recuerda, Lázaro, nuestra severa crian-za. Antiguamente... -¡No es licencia! -le interrumpió, alborozado,Félix-. ¡Toda estás llena de augurios y pesa-dumbres! Hace dos siglos también hubierasdicho, amonestando a algún sobrino: "Anti-guamente..." Tú, que siempre has vivido comouna bienaventurada, creíste con demasiadorigor todas las palabras de la Salve: "A ti lla-mamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspi-

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ramos, gimiendo y llorando en este valle delágrimas..." ¡Ea, pues, señora tía, que los verda-deramente afligidos giman y lloren, pero ni túni yo lo somos!... -Félix, Félix, deja en paz a tía Dulce Nombre yno hagas donaire con lo sagrado -dijo don Lá-zaro, y requirió papel y sumergió la pluma enel pocillo de tinta de un talavereño, que el tinte-ro de recio y tallado cristal de la escribaníanunca perdió su original limpieza. Félix tomó las sequizas manos de la piadosaseñora doña Dulce Nombre, y se entretuvo con-tando las encendidas huellas de los sabañonespadecidos. Y murmuraba: -Doce, trece, catorce..., dieciocho... ¡Infinitos,tía! ¡Válgame el Buen Ángel! La madre, delgada, menuda y descoloridaseñora, le reprendía blandamente. Acabó don Lázaro su escrito; fue posando lapluma encima de cada palabra. Luego hizo unadusto visaje y rasgó la hoja. Era el telegrama

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anunciando a tío Eduardo la salida de Félix. Yal saberlo, éste exclamó: -¿Y lo rompes porque te pasaste? Toda la vidaes un padecer, ¿verdad, doña Dulce Nombre? -Lo rompo porque no aproveché las quincepalabras. El señor Valdivia usaba y obedecía cabalmenteel derecho y obligación, que todo es hábito en lavida, y adquiriéndolo en lo grande y en lo me-nudo, es fama que se alcanzan las más altas ycostosas virtudes. Pues el señor Valdivia rehízo el parte y lo le-yó. Las mujeres inclinaron las cabezas, asin-tiendo. Después, don Lázaro y su hermana conversa-ron de La Olmeda, lugar de su infancia. ¡Cuán-tos eran entonces, Señor! Las noches estivalesse les permitía un rato de alborozo en las in-mensas eras, ante la vigilancia de los padres,que se sentaban bajo el ancho soportal, rodea-dos de criados y labriegos. Los gritos de losmuchachos venían repetidos de lo hondo de los

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montes que subían negros y pavorosos detrásde la vieja casona. Entonces, Guillermo les con-taba que sus voces las devolvía el eco y que"Eco -decía con grave daño de la ninfa helénica-era un hombre cubierto de lutos que salta porlos breñales, y transpone los collados, y lleva ensus entrañas la voz de todas las criaturas, y lesresponde siempre; y cuando una muere, sienteel Eco un trozo de muerte, y cuando todas seacaben, él sólo dará una gran voz que no seráoída de nadie y se deshará lo mismo que la nie-bla..." Los hermanitos quedaban pasmados mi-rando los fantasmas de las sierras. Los grandes,sonriendo de burla,lo escuchaban con embelesamiento y miedo... Yde esos seis niños tan unidos, tan felices bajo lasfrondas de los olmos, quedaban ellos, Lázaro yDulce Nombre, aquí, y Lucía, que peregrinabacon su cíngulo de penitencia y caridad por loshospitales de la India. Los demás, ¡cuán distin-tos habían sido en vida y muerte! Pedro, el pri-mogénito, el heredero de La Olmeda, adornado

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de raras virtudes, dejó, al morir, fragancia desantidad. Luis, un químico audaz, hosco y sa-bio, se abrasó los ojos y las manos en su infer-nal estudio. Y Guillermo, el predilecto de todos,corazón aventurero, ascua de ideales, acabóasesinado en misterioso y espantable lance deamor. ¡Nuestra Olmeda! La vieja Olmeda, ¡qué silen-ciosa, qué remota y postrada se les aparecía! Y los dos hermanos quedaron contristados,con la mirada humedecida y levantada, viendoen su memoria el amado y santo paisaje natal.Doña Dulce Nombre balbució: -¡Y Posuna! ¿Te acuerdas de Posuna, el pue-blecito de nuestra iglesia, con su cementeriorodeado de cerezos? -¡Es verdad; Posuna! -gritó Félix-. ¡No lo pen-sé! Haciendo un rodeo en diligencia puedo lle-gar a Posuna, y de aquí a La Olmeda, sin eltemido paso de Almudeles. ¡Es que guardo undesabrido recuerdo de la hermana de tíoEduardo! ¡Acordada la ruta por Posuna!

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-¡Félix, por María Santísima! -exclamó el pa-dre. -¡Félix, Félix! -amonestábale la madre. -¡Válgame el Buen Ángel! ¡Nunca hay sosiego!-gemía doña Dulce Nombre. -¡Yo me arrepiento de mi pecado! -dijo Félix. Y riendo besó aquellas abatidas cabezas, ysalió, mientras la tía Dulce Nombre suspirabacompungidamente. -¡Esa su eterna alegría, no sé..., no sé! Al pasar por la antigua sala, que estaba apa-gada, recibió Félix la visión del mar, quemadode luna grande, redonda. Ardía en las aguas unóvalo de luz rizada, muy pálida. Por el anchocielo viajaba un humo tenue que cerca del astrovislumbraba como el nácar. La noche llevó muyremota la mirada de Félix, y le quitó de su almala ruidosa alegría, dejándole un goce recogidodel silencio y belleza... Atraído por la inmensidad, abandonó las ven-tanas, tomó su sombrero y salió. En el ambienteparecían derretirse los perfumes de hierbas y

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flores de renovadas juncieras; olía también lanoche a mujer hermosa, a doña Beatriz, queFélix se imaginaba más desventurada, más en-tristecida y pálida que nunca. Bajaban hacia el mar, blanco y quieto como unlago nevado, grupos de gentes placeras y rego-cijadas. Otros iban a los huertos del contorno,que, alumbrados de luna, eran todos jardinesde encantamiento o huertos santos como el deGethsemaní, y de día mostraban la pobreza desus tierras sedientas, que llevan cebadas y arve-jas mustias, alguna higuera retorcida, comomaldita, y junto a las balsas verdes, lamosas, ylos aljibes, cegados de piedras y ortigas, sóloflorecen los geranios, gordos, rojos de fuego. Y las gentes, ebrias de la olorosa noche, queellas no contemplaban, cantaban y brincabanmirando sus sombras lo mismo que los chivosenardecidos. Cruzáronse con Félix, que les de-jaba, sin darse cuenta, una sonrisa de dulcelástima de hermano; y las buenas gentes no larecogían y retozaban muy contentas porque

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acaso llevaban cestos con guisos sabrosos, vinoespeso y pan de reciente cochura para cenar enla escollera. De lejos venían brisas de música de un paseocostanero, y allí flotaba dormidamente una nie-bla de luces y de polvo. En los portales de las casas había hombressentados que fumaban y contendían de arbi-trios, y otros bostezaban. Pasó Félix delante dela entornada reja de un despacho humilde, conbutacas raídas, y un facistol que mantenía unlibro enorme de tapas verdes; el escritorio pare-cía una jaula; un niño muy descolorido rendíala cabeza siguiendo el dedo gordo y velludo deun hombre que repetía iracundo: "Si al divi-dendo le quitamos dos cifras...", pero el hombrepronunciaba sifras. Y el niño se distraía miran-do las moscas y mariposas que revolaban gol-peándose sobre la luz de petróleo. La madre,con las ropas arrugadas y desceñidas, dormita-ba en un viejo sillón de paja, y dentro de la ne-

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grura de la entrada una onda de luna mojabade lumbre blanca las losas. Félix huyó angustiadamente. ¡Toda la grannoche olvidada! La contempló, y creyó que lanoche se hacía muy alta, muy solitaria y quetenía la palidez de doña Beatriz... ¡Las pobresgentes, que no alcanzaron la felicidad de una"madrina" como la suya, que lo arrebataba auna alta cumbre desde la cual veía siempre suvida dentro de una noche magna y sagrada deplenilunio! Subió por una calle amplia y orillada de pal-meras. Allí estaba su mansión, blanca, señorial,de saledizo balconaje y torre-miramar en laazotea, que resaltaba sobre las elevadas frondasdel huerto. Ya cerca de sus muros paróse Félix. Lambeth yJulia aparecieron en el rojo peldaño del vestíbu-lo. Luego se alejaron hacia el paseo de la fiesta.Desde el gran balcón, Beatriz contemplaba a suhija. Antes que la señora lo descubriese entróFélix, y una criada lo pasó al comedor. Era la

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rotonda del entresuelo; tenía zócalo y artesona-do de peregrinas y apagadas maderas, como decoro o sala capitular, y las paredes colgadas detapices, copias de Teniers y de Goya. Casi todala luz se recogía en la labrada plata, en la crista-lería y primorosa cerámica de los aparadores;goteaba luz la porcelana y el oro de los centrosy los azafates y frascos de roca; y más que pro-ducirse en la dorada lámpara, semejaba manarde tan grande riqueza. Desde las abiertas ventanas estuvo Félix con-templando el jardín, dormido bajo cendales deluna. Vino doña Beatriz, que había dejado la cenapara cuidar del atavío de Julia y mirarla desdelos balcones. -¿Me perdona, "madrina", esta visita? La luname ha sacado de casa y me ha guiado hastaaquí como a un niñito de cuento que se pierdeen medio de un bosque. Ella le llevó a la mesa, le sentó a su lado y,riéndose, dijo:

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-¡Pues ya verás cómo ese cuento de miedoacaba con el premio a la pobre criatura! Una doncellita, vestida de negro, con puños ycuello de encajes blancos, trajo el helado, quefiguraba dos flores de fresas, servidas en riza-das y finísimas valvas de primorosa orificia. Después, la mismísima "madrina" puso a Félixde un pastel de almendras redundado de almí-bares y vino generoso, y luego frutas de suhuerto, que daban el mismo aroma de las ma-nos de la señora. Notaba Félix esa noche, más que nunca, loexquisito de la magnificencia que rodeaba adoña Beatriz, y que ella tenía y gozaba retraí-damente, ajena a todo vanidoso pensamiento.Y, sin quererlo, comparaba el joven esta casacon la de sus padres. La cual también era rica,hidalga y principal; pero sus aposentos, de mu-cha austeridad, y las criadas, limpias y zahare-ñas, con pañuelos cruzados en el talle, a usanzaaldeana, y las piadosas visitas, y el suspirar detía Dulce Nombre, no alejaban la fantasía más

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allá de los campos de La Olmeda. En cambio, lamansión de doña Beatriz parecía de una reinaen cautiverio fastuoso, y a él lo transfiguraba enhéroe de nuevas y estupendas mitologías... Ensu casa también tomaban helados muy ricos;pero, vamos, no siempre, y además procedíande las vulgares garrafas del Casino, de cuyaJunta directiva participaba el señor de Ripoll;helados servidos en copas regordetas y azules.El helado de doña Beatriz se cuajaba en tubosde aluminio, quedaban empañados resplandores de estrella, y lopresentaban en tembladeras de oro, rizadascomo las conchas. Félix hubiese llegado a un extremado feti-chismo si Beatriz no se lo evitara, diciéndole: -Un amigo de tus padres enteró a otro nuestrode que anticipaban tu viaje a La Olmeda. -Es verdad; saldré mañana, y voy contentoimaginando mi vida campesina, ruda, en unlugar que ha de evocarme aquel raro espíritude mi padrino. Y amándole tanto, yo me hubie-

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se rebelado contra ese viaje si usted se quedaseen esta dorada prisión. ¡No se marche! Todavíaes tiempo. ¡Piense que son cuatro meses los queha de pasar entre esos irresistibles elegantes deplaya! -Lo sé; ¡y mejor que a ese fausto y ruido iría acualquier rinconcito de La Olmeda! Y doña Beatriz ocultó una rebelde sonrisa yevitó el decir más, levantándose para mirar elbello reposo del huerto. Quiso Félix subir al torreón para ver toda lanoche. Ella consintió, y luego fueron. Era elmiramar una pieza amueblada con divanesazules, amplios como lechos; mesita de taracea,y un fanal escarchado. Las ventanas tenían lalínea mística de las ojivas, y rodeaba externa-mente las paredes una voladiza balconada.Desde allí viajaban anchamente sus ojos, pa-sando encima de la ciudad y entrándose en loscampos, donde ahora blanqueaban los casales,de cuyos cercados surgían las negras lanzas delos cipreses y las dobladas copas de las palme-

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ras. Más lejos, las montañas parecían de velosde novicias, o de espesos vahos que pudieranfundirse, disiparse, y se esperaba el descubri-miento de nuevos confines. Hacia Oriente espa-ciábase el mar como una lámina de plata em-pañada, y en lo remoto se deshacían las aguasen el cándido misterio de un desierto polar. Inmóviles, callados, contemplaban Beatriz yFélix la santa noche. Creíanse subidos y aso-mados en la orilla de una estrella. Juzgábanseventurosos, y se sonreían con entristecimiento.Se miraron, y vieron, dentro de sus retinas, lu-na, noche, inmensidad, y temblaron recibiendoel recuerdo de la mirada en el claro y vivo espe-jo de agua de la cisterna. Sobre la helada lumbre del mar apareció lanegra silueta de un vapor. Brillaban en susmástiles dos lucecitas como dos gotas de luna.Y este buque, que sólo parecía llevar la supre-ma ruta de la belleza, conmovió a Félix, abrién-dole en su alma la aflicción por la cercana au-sencia.

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-¡Como ese barco se verá el de ustedes, porqueaún habrá luna grande! Y Beatriz dijo: -¡Tú estarás entonces en tus tierras! Si quieres,nos saludaremos mirando a la misma hora esaestrellita que tiembla junto a la luna. ¡Acuérda-te! -¡Madrina! -y descansó su frente sobre el des-nudo brazo de doña Beatriz, abandonado en lafría balaustrada. Los ojos de la señora recorrieron la doradacabeza del hombre. Y de súbito se conmovió dedichoso y amargo desfallecimiento. Había sen-tido humedad y brasa de labios. Parecióle be-sado todo su cuerpo. Y fue esforzada: suave-mente retiró su brazo de la caricia. Alzó los ojosy balbució: -¡Qué altos, qué cerca del cielo! ¡Como si elcielo fuese un mar que nos sorbiera! Y hablando estremecida y dulce, con acento deniña, muy despacio, apartóse y se refugió en lassombras del recinto.

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Félix miró todo el firmamento. La pureza, elsilencio, la magnitud de la noche, le traspasa-ban hasta lo más escondido de su corazón, quesentía recibir un bautismo de santidad. Volvióse a doña Beatriz, y la vio bañada de loscolores de luna derramada en los divanes. Abrió las vidrieras, y apareció religiosamentela azulada palidez del espacio. Los fastuososcolores que vestían a la mujer se deshicieron, yquedó vestida de luz y blancura nupcial. Entonces los brazos de Félix la ciñeron. Pare-cióle que estaban en el templo solitario de unastro, alumbrado suavemente para ellos. Y tuvola divina sensación de que abrazaba un almadesnuda, alma hecha de luna y de jazmines. Yexclamaba: -¡Mirar al cielo y tenerla abrazada, Dios mío! Extenuados y delirantes, se reclinaron sobrelos amplios asientos de seda. Un rayo lunar losenvolvía... Toda la honda y clara noche fue lámpara yestrado de su amor.

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Después, al levantarse, todavía abrazados,vieron una nube blanca y resplandeciente defigura de Ángel terrible, como el que arrojó aAdán y Eva del Paraíso. Y los dos sollozaron. -¡Madrina mía! ¡Beatriz! Salieron, y se besaron castamente delante detoda la tierra y de todo el cielo, y delante delÁngel que se desvaneció entre nieblas y luna... Las palabras de Maeterlinck resonaron en suscorazones: "Y si mirasteis las estrellas al abrazar a vuestraamada, no la abrazaréis de igual modo que sihubieseis mirado las paredes de vuestro apo-sento".

V. Donde se cuenta el viaje que Félixhizo con el espectro

Comenzaba a removerse un tren mixto, viejo ypesado, de Almina a Los Almudeles cuando

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Félix logró subir al único departamento de pri-mera. Román, antiguo y celoso criado de los Valdi-vias, que se desesperó y rezongó furiosamentemientras Félix estuvo despidiéndose de su "ma-drina", dejó en un asiento el equipaje de su se-ñor; éste lo puso en las mallas del coche, y des-pués sentóse rendido, enjugándose la bañadafrente, y sólo entonces reparó el viajero en otrosdos que le estaban mirando. Apenas pudo sa-ludarlos, impresionado de la visión de una fi-gura crasa, descolorida, de oblicuos y quema-dos ojos y boca torcida por una mueca de es-panto o de mal. ¡Van Koeveld! Sí, Koeveld; pe-ro el seudo Koeveld, que el feroz holandéshabía muerto verdaderamente; y el Koeveld delvagón era el mismo hombre que Beatriz y élvieran una tarde caminando despacio detrás desu esposa. Al lado estaba la bella mujer. Su actitud, supalabra, su blancura y hasta el liso peinado desus cabellos negros y opulentos, la mostraban

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infortunada y medrosa. Contemplaba sumisa-mente al marido; sus pupilas, grandes, oscurasy aterciopeladas, se llenaban de compasión, yluego, sus ojos se apagaban, entristecidos, gas-tados. En fin: toda la faz de la señora recordabalas pálidas y esfumadas efigies de los miniadosesmaltes antiguos. Y este infantil y tímido as-pecto hacía más insinuante y atrevida la líneavaliente de su busto, cuya palpitación se le no-taba por lo delgado del vestido primaveral.Levantóse para ver un pueblecito blanco, quese bañaba en los jugosos verdores de los viñe-dos, y ahora se manifestó la completa y esplén-dida gentileza de su cuerpo. Pero tan graciosaslozanías parecían mustiadas y oprimidas pormiedos y pesares de su espíritu y algunas vecespor la fuerza rechazadora y celosa de los ojosdel marido. Mirábala el falso Koeveld, y todaslas escondidashermosuras de la esposa se reducían humilla-das, en actitud de un plebeyo cansancio, lle-gando a parecer vestida de ropas groseras y

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recias de fámula, de esas telas que aprietan,menoscaban y ahogan toda línea triunfal de lacarne. Pronto recuperaba su donaire, pasaba aembelesamientos tentadores, y de cuando encuando alzaba las manos para enmendar algu-na rebeldía de su sombrero, y entonces resalta-ba el prodigio de su pecho, firme y redondo,como de doncella, adivinábase el delicioso se-creto de sus axilas. Admirábala Félix con mucha limpieza de ima-ginación y aun con mancilla que esos encantosfueran poseídos de Koeveld. Frecuentementehabía de apartar y distraer los ojos, porque losdel holandés celaban a la hermosa señora y alque ya sospechaba ladrón codicioso de su goce.Este avizoramiento llegó a enconarse porqueella asomóse a la portezuela y en su cintura sehizo una preciosa curva. En seguida se retiró. Elhumo de la máquina había herido sus ojos, ypara aliviarse del escozor frotábase con un deli-cado pañolito que humedecía en la punta de sulengua, diminuta y encendida como una fresa.

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No es posible decir cuánta fue la cólera de Koe-veld. Se le encajaban las mandíbulas y, torpe,balbuciente, repitió: -¿Qué se te perdía fue...ra, qué se te perdía? Ella le envolvió en su mirada dulce y humilde. -¿Qué se te perdía..., qué se te perdía...? -¡Si no es nada! -atrevióse a mediar Félix, son-riendo. -Bien; pero ¿para qué, para qué sacar todo elcuerpo? ¿Qué se le perdía? -Koeveld, a usted también le habrá ocurridosin perdérsele nada, ¿verdad? -¡Koeveld! ¿Dice Koeveld? Pero ¿qué ha di-cho? -¡Perdóneme! ¡Si usted es el señor Giner..., elseñor Giner! -Bueno; servidor..., servidor... Y el señor Giner interrogaba a Félix con ojillostorcidos, que aun siendo foscos confesaban to-da la flaqueza de su cráneo enorme y ralo. ¡El señor Giner, el señor Giner!... "Giner y Ri-poll" decía la muestra de un almacén de cerea-

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les y salazones de la plaza de la Colegiata, deAlmina... La madre de Giner, viuda, gorda ysagacísima señora, lince de la usura, fiera guar-da de su hijo, al que casó con una sobrina pobredel difunto Giner, padre; y murmurábase quela imponente viuda ordenaba rigurosa discipli-na hasta en la cámara nupcial de sus hijos... Lamadre Giner la llamaban todas. Una lechuzatenía la querencia en el viejo eucalipto de laplaza, que derramaba su oloroso follaje sobrelas ventanas de la madre Giner... Sí, "Giner yRipoll", el Ripoll diputado... Ahora iba ensartando Félix sus recuerdos... ¡Yqué terco y sandio anduvo creyéndole Koeveld!¡Válgame, ni se asemejarían! Pero la trágicahistoria, tan rica en lances de audacia, de amory de muerte, que le contara la "madrina", habíapuesto color de peligros y espectros hasta en ladesdichada catadura del señor Giner. Y contempló a la viajera, toda solicitud y gra-cia para aquel hombre, que, si no era un facine-

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roso como Koeveld, seguramente le aventajabaen fealdad. ¡Cuánta lástima florecía en el corazón de Félixmirando a la mujer desventurada! Que así lajuzgaba fingiéndose el constante suplicio de labeldad triste y lacia. Y como todo sentimiento,hasta el de la compasión, tenía en Félix algo devoluptuosidad por lo intensísimo, se conmovióde alegría, de la generosa alegría que Adathdice a Lucifer: "El goce de esparcir la alegría, decomunicarla a los otros"; y quiso mitigar, albo-rozar, siquiera en el breve discurso del viaje,esas dos miradas hundidas en el hastío de lanada de emociones. Les habló de gentes, deciudades, de libros; pero todo lo decía con de-masiado apasionamiento, aunque cuidaba demostrarse varón serio, diserto a la manera ripo-llesca. Y no debía de conseguirlo, según le ob-servaba Giner, todo receloso de su vehemencia,y mirando también a su esposa, tan sesgada-mente, que las pupilas se le entraron y desapa-

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recieron entre las blandas pieles de los párpa-dos. Ni respondían a las palabras de Félix. El cualintentó de nuevo deshacer el duro hielo de esoscorazones. Les preguntó afablemente si mar-chaban muy lejos. Giner sólo repuso que llegaban hasta Almude-les... -¡Como yo! También yo voy a Los Almude-les... Y Giner añadió: -Nosotros seguimos a nuestras heredades,cerca de Posuna. En seguida murmuró trabajosamente al oídode su esposa. Ella desplegó un periódico y co-menzó a leérselo muy despacio. Ante la malquerencia o frialdad de Koeveld,se redujo el piadoso propósito de Félix. Ya nose atrevió ni quiso decirles que en los contornosde Posuna residía también él todo el verano. Recogióse en el rincón de su asiento y arrinco-nóse su espíritu. Aquel hombre se negaba a

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admitirle en su amistad. Esquivó a los Koeveld.Entonces sólo doña Beatriz habitó dulcementeen su memoria. Extrajo de su cartera un delga-do papel de seda azul, y de sus íntimos doble-ces un pedacito de pan mordido. Aquella mañana, cuando fue a despedirse deBeatriz, ella y su hija estaban almorzando. Lamirada de Julia le penetró intensamente: él lacontemplaba, oía su vocecita aturdida de pájaroen el alba y padecía torsión dolorosísima paravencerse y no imaginarla entre el cendal deluna que había alumbrado la desnuda y rendi-da belleza de la madre. Y doña Beatriz lehablaba y le miraba como antes, como su "ma-drina", sin que sus ojos, su sonrisa, su palabradescubriesen y recordasen a la mujer poseída, ala amante sabida en todos los deliciosos miste-rios. Y Félix, que, viéndola al lado de la hija,tuvo miedo de creerla descendida, desveladaporque la conociera en su secreto de excelsitudy pecado, comprendió entonces cuán inagota-ble es Amor. Veía a doña Beatriz más deseable

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y hermosa, y envuelta en nuevas brumas queresistían las más fuertes evocaciones. La con-templaba enteramente, y toda la hallaba distin-ta y remota de la acariciada. ¡No; no había go-zado en la intensidad y en lainmensidad de su hermosura y del amor! Y él indiscreto les pidió apasionadamente queno se fueran; él, tampoco se marcharía. Doña Beatriz le reconvino con dulzura. -Tú, por tus padres y porque necesitas deaquella vida campesina; nosotros, porque asíconviene. Lo frío, sin menoscabo de lo cariñoso, hasta lovulgar de este consejo, todavía exaltó más alamante. Se levantó para despedirse. Doña Bea-triz partía con sus dientes un pedacito de pancomo un diminuto terrón de nieves, y Félix,enloquecido, se lo quitó, y volviéndose, lo besó,y aún pudo gustar la humedad dejada por lafresca y encendida boca de la mujer. Beatriz lehabía sonreído con tristeza...

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Ésta era la adorable y gustosa reliquia queahora tocaba con ardimiento y voluptuoso feti-chismo. Y al contemplarla y besarla mucho,notó que sabía a pan viejo, y que la menuda yperfumada huella de los blanquísimos dientesestaba ya seca y rugosa. Y entonces se cumplie-ron en Félix los avisos del abrasado carmelitaJuan de la Cruz, y probó los malos dejos delapetito satisfecho. Mas ¡oh encontrada y move-diza condición de este mozo sensual y místico,que con la boca amarga de las adelfas del librodel santo frailecito no se atrevió a detenerserecordando a doña Beatriz para no padecer...,deseándola en vano! Pesadez de hartura y co-mezón de hambre tejían su mal. En tanto, la bella viajera seguía musitando latrabajosa lección del periódico; Koeveld dormi-taba; de tiempo en tiempo entreabría los pár-pados, y una pupila blanda, untuosa de pezmuerto, se posaba en Félix. Félix, entregado asus pensamientos, miraba distraído el paisaje.El viejo tren aullaba y jadeaba subiendo un

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agrio desmonte, desde cuya altura un cabrerizogritó riéndose y su hato huía espantado comodel lobo. La pupila de Koeveld tornaba a cegar-se y la mujer leía, triste y cansadamente.

VI. En el que aparecen nuevos personajes

Desde la ventanilla reconoció Félix a donEduardo, o tío Eduardo, varón muy bondado-so, grueso y pálido, vestido de negro, corbatade tirilla de seda, sombrero de paja morena yde alas tan recogidas, que tenía hechura ecle-siástica. En sus manos femeninas o de prelado,siempre traía una caña de Indias con puño re-dondo de hueso, rajado de caérsele con fre-cuencia. A su lado estaba Silvio, hijo de suhermana, muy colorado y rollizo, perito electri-cista que ministraba dos molinos harineros yotro de papel de tío Eduardo. Era mozo de re-posado temperamento, hacía maravillas demarquetería y paseaba con graves señores.

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Silvio enrojeció más a su primo. A punto deabrazarle se contuvo y apartóse para que pri-meramente lo hiciera don Eduardo. Hasta la llegada a Los Almudeles sintió Félixla esperanza de que nadie saliese a recibirle,facultándole este descuido para olvidarse de losavisos de su padre y cenar y dormir en cual-quier hospedería y buscar postas que muytemprano le llevasen al retiro de La Olmeda. Se había engañado, y se apesadumbró; y, sinpoderlo evitar, saludólos con escaso afecto. Don Eduardo, enternecido de alegría, le pre-guntaba noticias de todos. El gesto de su boca,sombreada por canos y lacios mostachos, doslargos y mojados vellones, recordaba a Félix laexpresión de su padre. -Pero, criatura; hijo mío, ¿qué tienes? ¿Dóndeestá el bullicio que dicen¿... ¡Para ir al campomohino y mustio, no ir! El viajero trabajaba su voluntad por salir de suesquivez, y esta preocupación aún le reducía ycerraba más su ánimo. Es que notaba que en

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presencia de los felices, de los expansivos, en-tornábase su contento y hasta se le apagaba lapalabra. Ahora no quería hablar, y deseabaquererlo, siquiera por la semejanza con el padrehallada en los labios de tío Eduardo. Y hablóaturdidamente; pero ocurriósele al dulcísimoseñor nombrar a doña Constanza, y al puntoenmudeció Félix, lo mismo que el Roto de lamala figura cuando por la reina Madasina leinterrumpió en su historia el antojadizo hidal-go. Luego se le representó la casa extraña; un ga-binete de familia, quizá con alguna tertulia;doña Constanza, desabrida y burlona... Salieron de la estación y apareció la libertad yhermosura del paisaje. El espíritu de Félix sumióse en el crepúsculoclaro, limpio, pálido, de color de estrella. En-tonces ansió besar el pan mordido por su ma-drina, y hasta tragarlo, comulgarlo y escribirlediciéndoselo y pidiéndole que no fuera a Por-tugal y Francia, sino que viniesen, que tía Lut-

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garda les aposentaría a todos con mucha indul-gencia. -¡Mira, mira ese bancal de avena! -dijo donEduardo cortando las arrebatadas imaginacio-nes del mancebo-. Pues en su margen noshemos tumbado aguardando el tren. Temíamosque llegara y te encontrases solito. ¡Mira cómovamos de hierba y tierra mojada! -y volvió aabrazarle antes de subir a la vetusta tartana. Y entonces recogió Félix verdaderamente laternura de aquel pecho amigo y lo trajo a susbrazos. ¡Olía a campo! ¡Olía a tarde! Y su almapasó a un goce suavísimo. Saltaba y se atollaba el carruaje. El cochero eraun hombrecito seco, buído y moreno como unaastilla. ¿Qué alma encerraría tan ruin argadijo?Veíala también Félix hecha de madera, y seangustió. Y en tanto el hombrecito restallababravamente el látigo para espantar la nubadade chicos que acudía a la zancajera. No se cui-daba de la bestia. El cráneo del hombrecito, depájaro rapaz desplumado, casi perdido en una

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ferocísima gorra de pellejo de liebre, nada máspensaba en alcanzar con la tralla piernas, bra-zos y posaderas de muchachos. Silvio y donEduardo murmuraron de la mala crianza de losrapaces de Almudeles. Félix se hubiera tiradodel coche para correr y gritar por los campos ysubirse también al estribo. El camino era largo y estaba arbolado. Lejos,las anchas copas de los olmos subían y se ce-rraban en bóveda negral. Llegaban las huertashasta las orillas de la calzada, y el manso airellevaba un grato olor de hierba recién regada,de establos calientes y mieses espesas y madu-ras. La quietud y suavidad del crepúsculo, la cam-pesina fragancia, la santa y alada sinfonía delos campanarios que tañían el Angelus, todoemblandeció a Félix, avivándole el generosocontento de amar, y aún le prendió el deseo dehallarse en la temida casa y de hablar como unhermanito con su prima Isabel. Recordaba suscartas, tan llenas de dulzura y de pureza, que le

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parecían escritas en el cáliz de un lirio de jardínmonástico. Miró a don Eduardo, tan quietecito,pálido y sonriente, y recordó también aquellaspalabras de su postrera carta: "¡Mándame a esacriatura y yo te la curtiré en la hacienda queluego no la conozcas de ancha, maciza y sana!"¡Pobre señor don Eduardo, todo blandura ymansedumbre, y pensaba y prometía curtirle aél! Entraron en el pueblo por una calle angosta ytorcida. Las luces de gas sacaban un estrechoespectro de la bestia del carruaje; lo tendían enla tierra y en las paredes, lo doblaban, lo arru-gaban entre las jambas, canales y fenestras, y lohundían en los hoscos portales. El globo verdey panzudo de un escaparate de farmacia tragó-se, como por arte secreta, la fantasma del haca. Hablábale Silvio, preguntábale su tío. En unaluminosa entrada -la del señor alcalde, segúnapresurada noticia que entrambos le dieron-había un labrador y un guardia. Félix se distra-jo mucho mirando el sombrero del collazo, an-

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cho y empinado fieltro, hundido fragosamente.Le recordaba una montaña ocrosa y cavada porfuertes torrenteras, que contemplaba desde eltren y que le había parecido un grandísimosombrero abollado a puñetazos. Cruzaron más calles; después una plaza de-sierta. Los faroles, casi escondidos entre ramasde acacias, producían un suave nimbo, unalluvia de verde frescura. Sonaba el trémulo co-loquio de una fuente. En lo hondo de una rin-conada estaba la casa de tío Eduardo, viejo edi-ficio con rejas saledizas, enorme balcón corridoy zaguán embaldosado. Don Eduardo puso a Félix delante de la porte-ra, mujer añosa, alta, flaca y de rendidas espal-das, que ensartaba rosarios para una piadosaCongregación. Alzóse la mujer muy despacio, asiendo de lapunta de su delantal, en cuyo enfaldo estabanlos trebejos, las cuentas y cruces de su faena. -Aquí la tienes -decía su señor al viajero-; des-de aquel verano que pasaste con nosotros no

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descansa de hablar y preguntar por ti. Yo creoque te quiere como si hubiese sido tu nodriza... -¡Madre santísima! -exclamó ella contemplan-do a Félix y tocando con sus manos de secasraíces las blancas y señoriles del forastero-. ¡Seha hecho un mozo como un pino de oro! Desco-lorido sí que está; pero aún le da eso gracia... Agradecía Félix la salutación, doliéndose a lavez de no haber pensado nunca en esta efusivaalma. Casi no la recordaba. Cerca del asiento de la portera comenzó a re-moverse una tortuga. Félix quiso verla. Y la mujer se la mostró,murmurando: -Es mi compañera. ¡Ella y los señores me que-dan en el mundo! Arriba sonaban puertas y rumor de voces. Don Eduardo llevóse a Félix. Seguíalos el hijode doña Constanza. Subieron los primeros peldaños, y la miradade Félix bajaba enternecida a la buena mujer,que todavía musitaba comentarios y alabanzas,

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y bendecía al Señor. ¡Oh, gustosamente sehubiera quedado con la humilde tortuga y laportera, que parecía una borrosa imagen deparamento! Levantó la cabeza y recibió la son-risa de Isabel. -¡Tu prima, Félix! -dijo tío Eduardo mirándo-los con dulce ufanía. -¿Esta doncella tan linda, tan espigada, es larapacita a quien yo llamaba por los camposcomo a una cordera? ¡Yo que me figuraba queaún podría besarte! -¡Pues bésala, bésala, criatura! -le repuso gozo-samente el padre. Ella, muy encendida y quietecita, levantó sufrente al admirado primo. Y Félix puso un besode hermano en los negros y trenzados cabellosde Isabel. Pasaron a una estancia donde habíaun viejo escritorio, butacas y sillas de velludoencarnado y cuadros de estampas devotas. Tío Eduardo sentó a Félix en lugar de prefe-rencia. Dio luz en las lamparitas eléctricas, ycon grande alegría pronunció:

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-Isabel te recibe llevando su primer vestidolargo. Y una voz delgada y fría como una campanillade estrados dijo, entre los doseles de una puer-ta: -No crea el forastero que vistió de largo la se-ñorita para celebrar su llegada, que no es ésemodo de hacerlo, aunque venga delicado, se-gún dicen... Era doña Constanza, madre de Silvio. Alta,fina; de blancura de viejo marfil; de faccionesgrandes, altivas, borbónicas; el cabello muyabundoso y levantado como un obelisco cubier-to de nieve. Había semejanza en los hermanos;mas don Eduardo tenía la nariz y la boca pe-queñas y femeninas, las mejillas redondas y susojos dulces y apocados, y en la señora estabatodo el continente brioso y austero. Traía siem-pre hábito negro y liso, con cíngulos de correa yescudo de plata en el costado.

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Saludó a Félix; apagó una de las luces, la delescritorio, y sentóse en la butaca que le cediódon Eduardo. Félix miraba el vestido de su prima. Los no-bles pliegues de la graciosa falda se rizaban ycambiaban obedeciendo con docilidad la ner-viosa inquietud de la reciente mujer. PorqueIsabel no sosegaba; golpeaba breve y apresura-damente con sus pies la fresca estera de pita; serecostaba, se erguía, descansaba una mejilla enuna mano, luego en la otra, y en seguida adqui-ría nueva actitud, indicios todos de que le so-bresaltaba el seguido espionaje de Félix. ¿Se leestaría burlando su primo? Algo debió de barruntar y leerle el joven, por-que, de improviso, le dijo: -¡Si supieras cuánto me ha impresionado lo detu vestido largo! -Quedamos -replicó doña Constanza- en queno se lo puso por agasajo al forastero. -Mujer, ¡claro! fue coincidencia. Aquello lo dijeporque..., vamos..., por... ¡claro!...

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Quiso divertir al joven del desabrimiento de laseñora, y muy gozoso le ofreció que despuéstocaría el piano su prima para anticiparle algodel concierto que estaba preparando. -¡Pobrecita! ¿Un concierto? -exclamó el joven. -Lo consideras demasiado lugareño, ¿verdad?Vosotros, los que estudiáis y sabéis tantas co-sas... Pues te advierto que esa fiesta la organizala Buena Prensa. -¿La Buena Prensa? -Sí; la Buena Prensa. Ya recordarás lo de Sevi-lla... -¡No; si yo nunca he estado en Sevilla! Doña Constanza y su hijo se dijeron, mirándo-se, que Félix no sabía palabra de lo de la BuenaPrensa. Y Silvio se lo preguntó. Félix no recordaba, nosabía nada. -¡Pero si eso lo saben los chicos de la doctrina! Prescindió Félix de las ironías y asperezas dela señora y, volviéndose a la doncella, le propu-

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so salir, después de la cena, al solitario caminode los árboles. Don Eduardo, abriendo paternalmente losbrazos, exclamó: -¡Criatura, hijo mío, si debes sentirte rendido!¡Aquello está fosco y muy lejos! -¡Admirable, tío! Ustedes no vengan si noquieren, que yo solo me basto para custodio desu hija. Iremos. ¡Ya verás los viejos y grandesárboles, qué fantásticos sobre fondos de estre-llas, esperando la luna! ¡Iremos como dos her-manitos! ¡Señor, él nunca había tenido hermanas! El padre consintió. -Pero ¡qué han de ir! ¡Por Dios! -No, si yo lo dije..., vamos..., por... -Y ¿por qué no, señora? -También lo saben los chicos del catecismo,señor ingeniero... Isabel, muy calladita, se entretenía pasandopor sus cabellos los anillos de oro de sus dimi-

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nutas tijeras de labor. Su mirada descubría ma-licias de niña. De nuevo contemplábala Félix: veía las trenzasde sus cabellos recogidos, subidos en peinadode señorita; reparaba en su larga falda, por cu-ya fimbria salían descuidadamente dos zapati-tos rubios. Halláronse sus miradas; sorprendióla doncella la fina sonrisa de su primo; exami-nóse toda y recató sus pies. Y ahora vio Félix que asomaba la mujer en losojos de su prima y que se alejaba, se hacía mis-teriosa, y advirtió toda la transfiguración de lacarne y del alma de la amiga de su mocedad. "¡Acaso esta mañana mostraba mi prima laspiernas, y desde que prolongaron su falda lecae una rigurosa honestidad hasta su calzado!" Doña Constanza abrió las cortinas del come-dor, y todos salieron. Acercóse Félix a Isabel y le susurró junto a sussienes:

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-No iremos al camino, ¿verdad? Tu tía no mequiere, y yo me parece que tampoco a ella. ¿Vi-ve con vosotros? -Casi; vive arriba. Pero sí que llegaréis a que-reros. ¡Es que es de mucha seriedad, y comodicen que eres tan atolondrado...! -¡Yo obtuve de mí mismo abrir las puertas dela alegría de sentirme vuestro, y se me ha que-dado el alma "con un disgustillo como quien vaa saltar y le asen por detrás, que parece quecumplió su fuerza y hállase sin efectuar lo queella quería hacer!" -¿Qué le vas murmurando? -preguntó risueñamente don Eduardo. Y Félix siguió: -¿Yo atolondrado? ¡Y le hablo a Isabel con pa-labras de una santa doctora!

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VII. De lo que aconteció en casa de donEduardo

La sala del piano era de mucha sencillez: lasparedes, enlucidas; el suelo, de viejos manises,blancos y lustrosos; la sillería, enfundada delienzo, rígido de almidón; los cuadros teníanmarcos anchos y lisos de palisandro, y vidriosopacos y verdosos como láminas de agua demar, y bajo sus cuajadas ondas se esfumabangrabados idílicos de Berghem y retratos fami-liares. El piano era de un hermoso color de ám-bar que hacía transparencia; y en un rincónprorrumpía, de un orondo cuenco de Talavera,una mata de lirios de paño, obra de monjas. La sala tenía una alcoba muy honda, en la quefue aposentado Félix. No salieron al camino de los olmos y tempra-no quedó en silencio toda la casa. Apenas se recogió Félix, miró cumplidamentelas habitaciones, y creyó entonces hallarse muyremoto de su hogar y de su vida, en casa del

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todo ajena de algún escondido pueblo de Casti-lla, y de Castilla la Vieja; y tampoco de Castillani de España, sino en la casa de algún hidalgoespañol refugiado en Amberes. "¡Válgame elBuen Ángel!" ¡Y qué de quimeras se le sucedíansintiéndose forastero por enojos de doña Cons-tanza! Y desnudándose y aspirando las ropas de laalta cama, olorosas de arca, pensaba: "DonEduardo, o tío Eduardo, tiene grandísimahacienda, según dicen. Es mucho más rico quemi padre. Mi padre es humilde como un aldea-no, y, siéndolo, ha permitido y gustado ennuestra casa de una moderada elegancia, queresulta casi rudeza al lado de la que rodea a mi"madrina"; pero esta casa del pobre tío Eduardoparece puesta o arreglada con sujeción a censu-ra o pragmática suntuaria dada por algún seve-rísimo abad. ¡Oh infortunada prima mía, si túvivieses con Julia y doña Beatriz!" Acostóse y apagó la vela, de cera rizada comode monumento. Y en el hondo silencio percibió,

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sobre el lecho de su dormitorio, el cernidillo deuna moza que asistía a doña Constanza. Delpiano escapóse un crujido, y un bemol se quedólamentando. ¡Qué pensaría, qué sentiría cuando vinieseaquí mi tío Guillermo! Una carcoma audaz y hambrienta comenzó amorder ruidosamente la cornisa de un armario. Dentro de la negrura parecióle a Félix que veíaacercarse la oscuridad de la sala, todavía másdensa, y que al pegarse fríamente a las vidrie-ras de su dormitorio se producía una sonrisa yuna mirada. Y era lo insensato que estaban sinlabios, ni ojos, ni cabeza, ni nadie; solos el mirary la sonrisa, como dos tenues lumbres de fosfo-rescencia. Y después se apagaron, y detrás de esos em-brujados cristales blanqueó un lacio bigote queexpresaba inagotable bondad y entristecimien-to. Félix soñaba a su padrino y a tío Eduardo.

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Del cual diremos, en tanto que todos sosiegan,que tenía blando y reducido ánimo. Y era supesadumbre saberlo y no remediarlo, y todavíamás triste flaqueza el conocer que otra alma sele subía y le trabajaba la suya, como se hace conla tierna masa para darle la forma de pan quese quiere. De pan era don Eduardo, y doñaConstanza las manos que lo heñían, pintaban ycocían. Naturalmente, era la señora celosa y seca, perotambién de mucha prudencia y piedad. Su tem-prana viudez la hizo demasiado desconfiada,temerosa de que su hijo pudiera malograrse. Detodo recelaba y todo la enojaba, bien que sabíavestir el filo de sus intentos con elegante y co-medida palabra, quizá aprendida de una pa-riente suya, prelada del convento de Almude-les. Cuando murió la espléndida y altiva esposade don Eduardo se adueñaron de esa apaciblevoluntad los manijeros de sus heredades, lascriadas y hasta la doblada portera.

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Doña Constanza, que residía en Gandía, supoesa perdición y trasladóse a Los Almudeles,apoderándose a su vez del ánimo baldío delhermano, para remedio suyo y de la casa ame-nazada. Adivinó don Eduardo que le había llegadonuevo dueño y prometióse resistirlo, aunqueadmitiendo tiernamente su compañía. Vació lashabitaciones altas de viejo mueblaje y de la ofi-cina de sus negocios. Y pronto dióse cuenta deque doña Constanza la estaba dando de todo elmando de su hogar y de su vida. Llegó a enfu-recerse de su minoría. Pero tal vez reparó en que la Naturaleza habíadotado a su hermana de facciones de muchafirmeza y arrogancia, y que a él le dejara losrasgos dulces y mujeriles. Y el caballero debióplegar los brazos, alzar los hombros, y se resig-nó. En cambio, tuvo el inefable gozo de sentirsemás fuerte que otra alma: la de su sobrino Sil-vio, entonces pequeño y ya glotón y mazorral,

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siempre medroso bajo la cálida y poderosa alade su madre, que lo empollaba grifándose anteel más leve peligro, como llueca fierísima. A doña Constanza le asistía también su minis-tro, un viejo hermano del que fue su esposo,que ejercía de notario en Almudeles, varónflemático, miope y de anchas y copiosas barbasblancas, que cuando se las movía el viento o lasescarmentaba con sus manos de santo rudo depiedra, aquel haz de lana parecía renovarsesaliéndole constantemente de la boca. Doña Constanza, después de contender y en-mendar alguna empresa o propósito de calza-do, de servicio, de viaje, de hacienda de suhermano, solía avisar al notario, y apenas lle-gaba, prorrumpía la señora: -¡Pásmate, pásmate! ¿Adivinarás lo que pen-saba nuestro Eduardo? Yo no lo apruebo. -Sepamos -decía el señor consejero, resollandoestruendosamente. Don Eduardo levantaba su tímida mirada alos inquisidores y aguardaba.

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En fin, el notario decía su parecer. -En puridad, sí, hay más conveniencia en elcriterio de Constanza... Real y verdaderamen-te... Y don Eduardo murmuraba perplejo: -¡No; pero si yo lo sé; si yo lo dije por..., va-mos...! ¿Comprendes? En seguida le interrumpía su hermana, excla-mando: -¡Me asusta imaginar lo que puede ser el díade mañana si Isabelita se casa sin acierto! Don Eduardo salía por los corredores trope-zando con los muebles y si por acaso hallaba alsobrinito Silvio comiendo azufaifas o madro-ños, a hurto de la madre, le apostrofaba así:"¿Tú crees que debes hacer lo que haces? ¿Tú locrees¿" Silvio se ocultaba la cara con los puñoscerrados y gemía: "¡Ay tío! ¡Ay tío!" DonEduardo, asustado, le replicaba blandamente:"¡No! ¡Si yo te lo decía..., vamos..., por...!" Y lodejaba; la reprensión estaba hecha; la voluntaddel niño había temblado penetrada de la suya.

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Por lo demás, que Silvio comiese azufaifas ymadroños, ¡qué importaba, Señor! Pues cuando Félix estuvo en la heredad dedon Eduardo, sus risas y alboroto y sus rebel-días al duro fuero de doña Constanza asom-braban al hermano, y digamos monda y enterala verdad: le dejaban un escondido contenta-miento de candorosa venganza satisfecha. Doña Constanza malogró del rapaz grandespesadumbres. Silvio creció, se agrandó, y, no obstante sureciedumbre, era plegadizo y humilde. La madre y su ministro le pusieron gerente delos negocios de tío Eduardo. Después la señorahizo que visitase con frecuencia a doña Lutgar-da, la solitaria de La Olmeda, y Silvio acabó porgobernar también esta hacienda. Quedábale adoña Constanza el cumplimiento de su másalto designio. ¿Con quién casaría a su hijo? ¿Y aIsabelita? ¡Oh, si ellos y el Señor quisieran!

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... Dormitando sentía Félix que alguien se leallegaba suspirando como otra tía Dulce Nom-bre, pero varón. Abriéronse los postigos de los balcones y el solpasó locamente, tendiéndose encima de la ca-ma, incendiando la rubia cabeza de Félix. Irguióse sobre los almohadones de lana -noeran de plumas, como los de su casa y los per-fumados de doña Beatriz-, ensanchó los ojos yvio a don Eduardo, que le miraba con amorosacompasión: -¡Hijo, ya dieron las once! ¡Lástima de maña-na! ¡Llevas doce horas durmiendo! -¡Me han parecido un sueño, tío Eduardo! -¡Félix, Félix!... Tu padre ha escrito. Tu padretemía que escapases a La Olmeda sin vernos.Hijo, ¿qué te hicimos para que no nos quieras? Y don Eduardo cuidó menudamente que lasfelpudas toallas y el lavabo estuviesen limpios.Cruzó las manos en la espalda y alejóse deno-tando aflicción. Félix tornó a acostarse y encendió un cigarro.

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"¡Qué diría mi hermana -se preguntaba el cui-tado tío- si supiese las noticias que trae la cartade Lázaro!" A buen seguro que el mal que deFélix se delataba redundaría en provecho desus vaticinios y le serviría de razón y funda-mento para malquererlo. Porque don Lázaro leconfidenciaba a su primo que el viaje de Félix,no sólo se decidiera para salud de su cuerpo,sino también para apartarle y limpiarle de la"amorosa pestilencia" de una mujer, maldiciónde los Valdivias, "cuyos pies descendían a lamuerte y penetraban hasta los infiernos"."¡Gran desdicha!", suspiraba tío Eduardo; yjurándose ocultarla llegó al aposento del viejoescritorio y hallóse con su hermana, que, deimproviso, le salteó el secreto, diciéndole: -¿Tuviste carta del padre de Félix? Isabel co-noció la letra de Lázaro. -Carta, carta tuve, y de Lázaro, de Lázaro... -Pues nada habías dicho. Grave asunto será elsuyo cuando te lo escondes.

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-¡Mujer!, yo no te dije nada por..., vamos...Tómala, tómala... Leyó la señora, y palideció, y sus labios sedoblaron con una sonrisa de tristeza y desdén. -¡Amancebado con la querida de su padrino! -¡Jesús, mujer! No pudo seguir porque recibieron un remotosollozo del piano. ¡Isabel tocaba y Félix todavía no saliera de suhabitación! Doña Constanza quiso fiscalizar y reprimirtanta ligereza. Juntos halló a los dos primos. -Fuera te aguardan, Félix. No le dejó salir Isabel sin que antes bebiese lacopa de leche que ella misma le trajo y temblócon cuidados de enfermera. Don Eduardo, obedeciendo a su hermana,recibió al sobrino como un maestro malhumo-rado. -Pero ¿qué os sucede? ¿La tierra sólo está po-blada de tías Dulce Nombre y de doña Cons-

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tanza? ¡Por Dios, que parece que todos me de-cís aquellas terribles palabras de Jesucristo!:"¡Toma tu cruz y sígueme!" Pero ¡válgame elBuen Ángel!, tío Eduardo, que todo es cargarlos hombros de cruces y no es posible seguir anadie. -¡Félix, Félix! Félix se marchó. A poco vino Silvio, luego doña Constanza. -Ya dejo estudiando a tu hija. Tenía olvidadoel concierto. Y... él, ¿salió? ¡Él! Por momentos se perdía, le alejaban a lapobre criatura de este hogar. ¡Señor, donEduardo le quería, adoleciéndose paternalmen-te de su pecado! Hubiera llorado; mas le contu-vo la suprema, la importante varonía de suhermana. Llamaron a Silvio desde el recibidor. Pronto volvió con graves y estupendas nue-vas; que Félix se marchaba a La Olmeda aquellamisma tarde; y que no comería en casa.

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-¡Señor! -suspiró tío Eduardo, y se oprimía conlas manos su pálida y redonda cabeza. Doña Constanza le miró altivamente. En la entrada, recibió Félix la salutación de laportera. La tortuga, cayéndose y empinándose, terca ylenta, trabajaba por subir el peldaño y marchar-se de vagar en la acera, para llenar su heladaconcha de día cálido y glorioso. Félix, violento por la poquedad y acritud delas almas, cometió la sinrazón de aborrecer alpobre galápago, y hasta lo malsinó, y enfure-cióse consigo mismo, porque tuvo un fugazmovimiento piadoso de darle auxilio para quetrepase... y no pudo querer. Pasando bajo las acacias de la plaza, y viendola pureza del azul entre las celosías del follajetierno y florido, su ánima se conmovió. Dosabejas rasaban los copos de flores de una ramadulcemente doblada. Las abejitas parecía quemiraban al hombre; y luego, trémulas y sono-ras, como notas aladas del manso viento, se

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cernían delicadamente en los blancos racimos.Ya calladas, iban sumergiéndose en el casto yfragante misterio. Las envidió Félix; imaginóse gustando mieldentro de una flor grandísima y blanca que olíaa mujer. Doña Beatriz, Julia, la triste esposa deKoeveld, la casta figura de su prima, se le apa-recieron envolviéndole. De tanta ansia de dicha, sentíase dichoso, co-mo redundado de su deseo. Hubiese queridosalir en seguida de ese pueblo mustio y callado,y hender excelsamente el paisaje con vuelo deave libre y fuerte... Desde el portal de don Eduardo le miraba latortuga. Félix, le vio dos lumbrecillas en losojos. ¿Se burlaría de él? No se reía, no se burlaba de él. La tortuga,muy quietecita, estaba devorando una mosca,que tenía las alas quebradas.

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VIII. Camino de La Olmeda

Era la dorada siesta. Había un hondo silencio,y en él se derramaba una blanda llovizna degrititos de los pájaros ocultos en los follajes, y elfresco estruendo de los caños de la fuente, tanencandecidos de sol que semejaban varas deplata. Félix oyó retumbar sus pasos en todo elámbito de la vieja escalera. Entró en el escritorio. Sólo le aguardaba Silvio,que para divertir la somnolencia golpeaba unglobo de cristal que, al tocarlo, se llenaba inter-namente de una espesa cellisca, y el país debulto de su fondo quedaba nevado, desoladí-simo. Era de grande recreación para Silvio es-tremecer este pisapapeles. Félix también lo mo-vió. Avisóle su primo que en las afueras esperabanlas bestias, y que ya se llevaron su equipaje. -¿Luego no viajaremos encerrados, sino queiremos en postas, mirando libremente los cam-pos?

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-¡En postas! -prorrumpió pasmado Silvio-. Sonjumentos. ¡Qué importaba la humildad de esos animales! ¡Ya Félix sentía bullirle la vida, fuerte y gozo-sa, como el sol se difunde y palpita por la ma-ñana en el mar! Su sangre le dejaba en toda sucarne un generoso riego de alegría. Apiadóse de tío Eduardo, de Isabel, de Silvio,de tía Constanza, de la portera, de la tortuga,del tormentoso y solitario pisapapeles. Losamó. Quiso abrazar a don Eduardo y a su des-jugada hermana. Le dijo Silvio que estaban reposando y que noosaba despertarlos. ¡Qué lástima que las almas no coincidiesen,siquiera un momento, en el amor! -¿Y todos..., todos duermen? -No sé. Me pareció antes que estudiaba Isabel,muy pasito. Félix desapareció en las penumbras de loscorredores. La sala blanca estaba entornada.Llamó. vio a su prima junto al vano del balcón,

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cerrado sólo con puertas de celosía. Pasaba laluz teñida de verde por el ramaje tierno de unaacacia, esparciéndose sobre la cabecita de Isa-bel. -¡Te marchas de veras! -la voz sonó mística enel recogimiento de la estancia. Encima de la repisa de una imagen de NuestraSeñora de Lourdes derretía su perfume unavara de nardos. Félix apiadóse de sí mismo, porque no habíasabido sentir el latido de esta vida, cuyo re-cuerdo aletearía ya siempre sobre su alma. Su-mido en la paz de este aposento, lleno de lafragancia de los nardos, que le suavizaban elcorazón como un ungüento precioso y sagrado,parecióle aspirar la boca y el corazón de la don-cella y aromas de pureza que manaban de todoel recinto; y olvidóse de su viaje. Percibía unaíntima caricia, un blando vientecillo que le re-frescaba, que le mitigaba de la escondida brasade sus pasiones.

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Vino Silvio. Y Félix oprimió las pálidas manosde Isabel, contempló el piano, y dijo enterneci-do: -¡Qué poco te he oído! Ella, sonriendo, contristada, le repuso: -¡Y yo, qué poco te he visto! Creyó Félix que las palabras de su prima des-cendían de lo alto, como una gracia del Señor.Y arrebatado, transido de dicha y de congoja,huyó por no llorar. Bajaba con locura los peldaños. De súbito, suspies hirieron algo recio y vivo que cayó rebo-tando en las losas. -¡Oh la tortuga, la pobre tortuga! Su dueña gritó angustiosamente. Y Félix pen-só un instante si no le acompañaba algún male-ficio. ¡Siempre estaba ansioso de alegría, y entodo dejaba una ráfaga de tristeza, de infortu-nio, que alcanzaba a un ser tan sosegado comola tortuga! La tortuga rodaba sobre su corteza; asomabacon grande ansia su aterrada cabecita, chata, de

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sierpe, y su cuello se retorcía fláccidamente,pareciendo que fuera a salirse y desprenderse,y con las patitas arrugadas, cuya piel le estabaancha y larga, buscaba muy afanosa el suelo. Félix la cogió, la tuvo en sus manos, mirándo-la, mirándola, y después la puso en el regazo dela portera: -¡No se ha hecho nada! -gritó con júbilo dechico. Y salió, y lo doró el sol de la tarde. Delante iba el recuero cuidando de la acémila.Silvio y Félix montaban asnos gordos y dóciles. Dejando el camino real, tomaron el angosto deherradura que va a Posuna, trepando valiente-mente por la serranía. Subidos al puerto deAlmudeles, volvió Félix la mirada al pueblo,que se veía rudo, roto, aplastado. Por la estrazay el blancor de muros, tejados y tapiales aso-maban los macizos de árboles de los paseos dealgún claustro o del huerto de un casón seño-rial. "¿Cuáles serían las acacias que sombreaban

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la residencia de don Eduardo¿" Y se las indicóla mano sudada y morena de Silvio. De los ojos de Félix voló una larga mirada depiedad para su prima, que se marchitaba en laeterna siesta de su encerramiento. Isabel sólotenía la contemplación de la plaza de musgo ysol, por donde transitaría algún mendigo lisia-do que se postra en los portales a devorar unaescudilla de comida fría, o cruza algún cape-llán, cayéndosele el manteo de tan apresuradopor buscar el sosiego umbroso del archivo de laAbadía. Y apagados sus pasos resurgirá el ru-mor de los chorros de la fuente, tan altos y cua-jados de resplandores como las varas del paliode la Custodia. La compasión acuitaba al viajero. Es que ima-ginaba que al otro día viviría lo mismo la don-cella, y siempre. En invierno, las acacias desnu-das, atormentadas, se doblarán por los venda-vales, que hacen temerosos aladros y arrebatanlas serojas, que pudren su oro en las aguas de lapila. Pasará un leñador brumado por la carga

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de enebros recién cortados del monte. Isabelansiará esa cumbre desde donde se goza la vi-sión del mar infinito y pálido de los cielos y detierras desconocidas, remotas y azules. Y ahora, en verano, cuando el sol se va hun-diendo redondo, grande, con hervores de as-cua, y suena algarabía de pájaros que vuelan ala querencia, y las acacias regadas embalsaman,Isabel soñará algo más amplio que la plaza,más dulce que el perfume de la tarde. La puertade la salita blanca se ha abierto, y para poderdar consolación a los escondidos anhelos de esavirgen, viene el señor notario, tía Constanza ySilvio. Y estos mismos penetrarán mañana eneste rigoroso y cristiano gineceo. Y el señor no-tario, doña Constanza y Silvio son las únicasfiguras que pueblan el mundo de aquella alma,siempre trémula como una rosa estremecidapor una seguida brisa. Y entre tanto, el padrevaga por los hondos corredores; la porteradormita o engarza abalorios, fija en el portal,

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como imagen de piedra corroída, y la tortugaatraviesa el blanco desierto de una losa. Todo se lo fingía Félix, angustiándose. Volvióa su corazón el suave recuerdo de la despedi-da... "¡Y yo qué poco te he visto!" Y vio estaspalabras, hechas de rasgos de luz, en toda latarde: sobre el cielo, sobre los montes, dentrode la arboleda, conmoviéndole de contento ygratitud. Despertó a su asno, que tropezaba y se dor-mía. -¡Aquella criatura, Silvio! ¡Pobrecilla! -¿Qué criatura dices? -Isabel. ¿No te da lástima? -¡Pero si hace y tiene cuanto quiere! -No, Silvio, no. Se aburre en su soledad; seaburre, aunque no lo sepa. -¡Lo que tú quieras! -exclamó riéndose su pri-mo. Y le dio un cigarrillo muy estrecho, dicién-dole que se los hacía su madre. -¡Qué rigidez, Silvio, hasta en los cigarros! ¡Esmuy cabal tu buena madre!

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-¡Huy, el talento que tiene! -añadió el arriero,avivando con un soplo la lumbre de la yesca. Transpuesto el collado de Almudeles, ofrecía-se todo el valle de Posuna, ancho, gozoso deabundancia y de luz; en lo más hondo y llano,por tierras pradeñas y almarjales, pasaba unamplio río, de aguas lentas, calladas y resplan-decientes, espejo de chopos y salgueros que, enel confín, se desvanecían entre nieblas azules.El sol se acostaba en la tierna pastura y encimade las frondas, tan frescas, tan viciosas, quedaba deseo de abrazarlas, de apretarlas paraque se fundiesen en jugos olorosos de vida ybeberlos. Estaban las cumbres llenas de clari-dad y parecían nuevas, jovencitas, y que el cielobajase a descansar y reclinarse en los montes. Aunque la senda era ruin, tendíase entoncespor suave lisura de la serranía, y los ojos de losviajeros podían descuidarse deslizando la mi-rada, que se llevaba y expandía el ánimo hastalas alumbradas altitudes o retozaba en lasblandas alfombras de los prados.

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Creíase Félix henchido de inmensidad y quetranspiraba azul y luz de la tarde. Y pensó: "¡Mipobre carne, hecha de barro, qué bien rezumael frescor purísimo y delicioso que va recibien-do el alma! ¡Que somos de arcilla!... ¡Oh huma-na alcarraza, qué llena de goces podrías estar sino te rajasen ni te deshiciesen de seca!" Debajo de una peña salió espantado un lagar-to, cuya escamosa piel tornasoló lujosamente.El recuero lo alcanzó, partiéndolo de un vareta-zo. Murió la alimaña retorciéndose, y el rabo sealzaba vivo, fiero y ensangrentado, hasta queun jumento lo aplastó con la misma indiferen-cia que un hombre. "¡Un lagarto desrabado y muerto! -se dijo Fé-lix-. ¡Y esta desgracia le avino porque pasamosllenando las humanas cántaras de todas esasbienaventuranzas que antes me estaba yo di-ciendo!" Doblado un alcor, todo erizado de renacientescarrascas y aliagas, acogíase el camino a lamontaña. Desde muy alto bajaba apretadamen-

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te el pinar viejo y rumoroso. Y cuando penetra-ron en el espeso bosque parecióles que toda latarde se nublaba. Aquí descansaron. El generoso olor de las ramas y de los grandestroncos, que goteaban la resina, blanda y dora-da; el suelo enmullecido de pinocha, que tejíauna red tostada y resbaladiza; la quietud, lapenumbra, los claros del boscaje, que eran ven-tanitas azules por donde la luz descendía muydespacio y cernida; la perennal sonata, suave yprofunda, del pinar, que parece guardar losrumores de todos los vientos pasados, como laconcha el estruendo de las olas y el hervor delas espumas que la tuvieron anegada; toda larecogida de los árboles y la contemplada bajosu ámbito, sutilizaron y fortalecieron la de Fé-lix. Verdaderamente mantenía con la Naturale-za un íntimo y claro coloquio, semejante al delalma mística con el Señor. Silvio y el trajinante lo contemplaban cansa-dos y admirados de su silencio. Y él, temerosode que fuese el suyo un embelesamiento dema-

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siado egoísta, levantó la cabeza de la raíz delpino en que descansaba y, sentándose en elflagrante alhumajo, les dijo: -Queréis que prosigamos, ¿verdad? Bien; peroantes decidme: ¿no sentís una alegría muy sua-ve, una salud intensa, nueva, como algo vivoque os anda por el corazón? ¿Verdad que pare-ce que respiremos y que comamos pino y es-pliego y de ese trigo aún verde, revuelto de tanvicioso, y que bebamos con los ojos azul, in-mensidad, silencio¿... ¿No os sucede lo mismo? No les sucedía lo mismo. Silvio le repuso: -¡Esto te cansaría, Félix! Y añadió el arriero: -Sí que es verdad, señor Félix. Si recorrieseesto como nosotros, bien se hartaría de comercon los ojos el candeal y todo eso que se le anto-jara. A Félix se le apagó su venturoso ardimiento,como si su ánima también se hubiera entradodebajo de unos árboles espesos.

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Le remedió mirar la sierra, que se tornaba es-quiva, muy abrupta. Se alzaban macizos depeñascales amenazadores, y a su abrigo nacíanjirones de hierbecitas atusadas, como húmedosterciopelos. Pronto se relajaba la ladera, hun-diéndose en fragoso barranco. Hasta el abismobajaban los frutales y la viña. Precipitábasetambién el camino a lo hondo; el suelo estabatierno y alagadizo, y aspirábase una tibiahumedad, un hálito de termas; la umbría erapavorosa, y de súbito brotaba la lumbre azula-da y viva de la tarde de la altitud, copiada enun manso regato. Cerca alborotaba un manan-tial, que caía rompiéndose, doblando zarzas yjunqueras invasoras, inundando la vieja rai-gambre de los chopos que subían muy gentiles,y arriba, sobre el azul, se estremecían jovial-mente las hojas. Otra vez se levantaba el camino, audaz, impe-tuoso; parecía temblar, animado, vivo. A sulado trepaban las cepas; un liño de majuelostiernecitos, recientes, retorcían sus verdes sar-

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mientos en la orilla de la senda. Félix les sonrió,porque antojósele que con los bracitos abiertosy levantados le pedían ayuda para salir y pasaral otro lado subiendo con las cepas madres porlo libre y llano de la montaña. Era más placentera, después de la angostura,la serena y dilatada visión del valle. Ya bajabael sol, y su luz cansada traspasaba la viña ypenetraba en lo recóndito de los pinares doran-do el suelo, y algunos apretados verdores seapagaban hoscamente. El perfil de las sierrasparecía labrado por un cincel finísimo, y junto asus claras cumbres el pedrizal se desgranaba,vertiéndose en lágrimas de oro por las rugosasmejillas de estos buenos colosos de soberanasenectud. Contempló Félix las cimas y se le figuró quebajaba el cielo, dulce y pálido, sobre su frente.Es que veía muy cerca el azul; lo veía profundoy blando; creía penetrarlo. Y el silencio lo en-volvía, lo culminaba todo; el silencio era todo.Félix imaginaba palabras y pronunciaba despa-

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cio: seriedad, buena prensa, porvenir, y se ledeshacían sin dejar huella en el pensamiento.¿Y era posible que en otros sitios del mundo sepensara agobiosamente y hubiera gritos, es-truendo, codicias? ¡Si la vida sólo debía ser estogrande, leve, augusto, callado! Y cuando conmás encendimiento apetecía ser él también in-menso y leve, trocándose en azul, en boscaje, ensilencio, en todo, en nada, y sentía desbordadael alma, cayendo en espacio infinitos, como untorrente despeñado que nunca hallase madre...,el trajinero o Silvio le gritaban "que tuviese cui-dado y mirase a la senda". Es que la senda co-metía una atrocidad retorciéndose rauda y locaencima de otro abismo. "¡Qué modo de gritar el de esa gente!", se de-cía Félix, y hasta los culpaba de la violencia delcamino. -¡Posuna, señor Félix; ahí lo tiene! El pueblo había surgido reposando en un ote-ro, entre negrura de árboles. Las últimas casasestaban enrojecidas de sol poniente; una alta

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ventana era de llama, y al lado, por un muroviejo, desbordaba al alborozo de una parra.Subían blancos y tranquilos los humos de loshogares aldeanos. Llegaban débilmente algu-nos gritos jubilosos de los chicos que salen de laescuela y juegan en la plaza o van al ejido; enlos portales están sentados los abuelos, tenien-do cuenta de los pollitos que andan al amor dela madre, picando los guijarros y las migajas dela merienda de los nietos menudos de la casa,y, mientras, las mujeres encienden fuego desarmientos muy olorosos para cocer la comidacaliente del marido. Toda esa hora del crepúsculo, tan suave, detanta pureza y resignación, en que nuestra vidase sosiega en un santo remanso de sencillez, larecogió Félix puerilizándose su alma hasta ima-ginarse chiquito, como muchas veces le ocurría,y sentir su frente acariciada por la mano buenade su padre, de tío Eduardo, y repentinamentela mano hacíase de luz y de río, y era de tíoGuillermo. Félix pudo vencer este tránsito de la

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paz campesina a la trabajosa ansia de la quime-ra. Se detuvieron para mirar Posuna. En la viejatorre, locamente rodaba una campana. Debía deser pequeña, por lo delgado y rápido de su ta-ñido. A Félix le pareció que tocaba sola, y aun-que le aseguraron, riéndose, los otros que quientocaba era el campanero, él lo veía todo tancallado y recogido en el regazo de la tarde, quese maravillaba de que hubiese ningún pobrehombre braceando para voltear una campana.Y porfió negándolo. De estas peregrinas palabras recibían muchogusto sus acompañantes; pero le observaron yse miraron ellos con grande asombro. -Mañana hay fiesta en la parroquia de Posuna-manifestó el recuero-. Todos los años la hacenen el primer domingo de junio. Y Silvio añadió que esa fiesta religiosa se cele-braba en la capilla familiar de los Valdivias,sufragada por tía Lutgarda.

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Luego le mostró la hermosa heredad de donEduardo, que alteaba en la opuesta ladera, ysus tierras descendían hasta el cementerio. -¿Dónde está el cementerio? -preguntó Félix. -Allí -le repuso Silvio tendiendo su brazo. -¿Allí, dices? ¡Si aquello sólo es arboleda! -Arboleda; sí, señor, que es arboleda. Son ce-rezos, y dentro está el fosal, señor Félix. Lasmejores cerezas del terreno y las más gustosas.¡Ya ve si pueden chupar de toda abundancia!¿Qué le parece? -No te espantes, que no las comerás -le avisósu primo-; aquí nadie las cata; las llevan a Argely a las fábricas de jarabes, y si sobran de la co-secha las dan a los cerdos. Dejaron el camino para seguir el del angostovalle de La Olmeda. Bajaba, ahocinándose, otrorío que iba a dar rendidamente en el río padre ycaudaloso de Posuna. Las nogueras, las hierbasde las acequias y manantiales, que bullían es-condidamente, daban un tierno olor de zumos.Las montañas se acercaban amenazadoras, des-

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tacando fragosos berruecos ceñidos por viejas ymelancólicas coronas de almendras rotas. Atrechos se desgarraba la serranía, apareciendoel júbilo del cielo ilimitado, libre. Ya temblabanalgunas estrellas. Encumbrado, se asomaba al camino un casaltan blanco que parecía reliquia de la nieve olvi-dada por el invierno en la umbría del monte, yentre sus frutales surgió la sombra de una mu-jer; detrás, lentamente, se movía un hombre. -¡Koeveld, es Koeveld! -exclamó Félix. -Es el señor Giner -le dijo Silvio-. Debes deconocerlo; además de esta finca de placer, tieneotras heredades en este contorno. Ya el paisaje quedó en hosca soledad. Penetra-ron los viajeros bajo los olmos bravíos y cente-narios. Latieron feroces dos mastines. Aparecióla foscura de la noble casona. En las eras, tangrandes como plazas de un lugar, había gentescon luces que proyectaban espantosamente sussombras y las fantasmas de los almiares y de unciprés afilado como una aguja gótica de abadía.

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Saltó Félix de su jumento. Tía Lutgarda le es-peraba, y al abrazarla se contuvo; ¡era de tandelgada y mística figura...! Un labriego les acer-có su vieja linterna. Tía Lutgarda puso sus frágiles brazos, bracitosde niña enferma, en los hombros del sobrino.Lo atrajo, y se estremeció toda. -¡Oh hijo!... ¿Qué tenía, qué tenía la señora? Todos se lopreguntaron con grande reverencia. Y ella, mirando al sobrino, balbució: -¡Creí un instante que había resucitado Gui-llermo! Fueron entrando. Cerráronse las ferradaspuertas con recio estruendo. La paz de la nochequedó rota mucho tiempo por el fiero ladrar delos mastines; otros perros lejanos respondían, yun autillo que moraba en la flecha del ciprésvoló medrosamente a los más remotos álamosdel río.

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IX. Tía Lutgarda

Una autorizada criada, redonda, lardosita,encendió la lámpara de bronce de la sala, cuyasrejas se abrían frente a los almiares. Y Félix vio,aterrado, que por las blancas y lisas paredes seprecipitaban las sombras de dos piernas enor-mes unidas en los pies y de un cuerpo colgadoy retorcido. Luego los espectros quedaron fijosen el muro. Volvióse, y halló un Cristo muerto en la Cruz,encima de unas andas. -¿Miras la santa imagen? ¡Es el Cristo de Po-suna, tan milagroso! Pero ven, descansa. Tía Lutgarda lo llevó al estrado, que era depaño rancio muy rico, de color de oliva. Ella sepuso al lado, y Silvio sentóse en la butaca, cercade una mesita vestida con haldas de lo mismodel sofá. La criada trajo en copas de figura de cáliz undelicado refrigerio de naranja. Sin alzar la mi-

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rada, preguntaba menudamente a Félix delviaje, de sus padres, de tía Dulce Nombre. En tanto, la señora movía el azúcar del refres-co, acercaba las servilletas, blanquísimas y ri-zadas como pellas de leche, olorosas de cómo-da o armario de fragantes maderas. Tía Lutgar-da se levantaba para entornar la luz de la lám-para, para cerrar un libro de devoción y dejarloen las andas, para poner en el centro mismo dela mesa un ramo de flores que estaba ladeado.Y tía Lutgarda no producía ruido; parecía des-lizarse descalza. Todo en ella era recogido ysuave. Aunque no llevaba hábito ni tocas mon-jiles, monja semejaba. Traía ropas negras demucha austeridad. Hacía voz delgada y queda,como si al lado hubiese enfermo reposando. Ysiendo tan hacendosa y trajinera que todo lorepasaba y tocaban sus manos lisas, transparen-tes, dejando en las cosas un sello y aroma deperfección, lo hacía tan blanda y calladamenteque acariciaba y adormecía.

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Félix recibió esa dulce virtud que emanaba dela señora. Se hundió en dejadez, y en su ilusiónde que era muy pequeño, muy débil, un niñodormido, y que aquellos pasos silenciosos yaquella habla apagada eran sólo cuidados paraél, para no quitarle de su regalo y adormeci-miento. Miraba a tía Lutgarda, y la frente de la señora,blanca, grande, más ancha que las mejillas se-cas; el cabello partido en bandas grises y lucien-tes, los pómulos enrojecidos, los ojos claros,muy escondidos por la flaccidez de los párpa-dos; la nariz, una línea de hueso; la boca, unalínea de rosa pálida; el busto, rugoso, toda laseñora la veía dentro de un marco, estampadaen lienzo. -Es que no tiene costumbre y está rendido -oyó que musitaba esa rancia y esfumada pintu-ra. -¡Sí que es de veras! ¡El sol, el camino! -murmuraba la criada. Hablaban de él y oía las voces muy remotas.

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-¡Yo, no; yo no estoy cansado! -se escuchó a símismo, también desde muy lejos. Y como las mujeres insistieran, él sostuvo quelo juraría. -Hijo, no jures, no jures, pues estás rendido. Y se lo llevaron al comedor. Y Félix decía: -Lo que me parece que estoy es encantado detan a gusto. -¡Es Guillermo, lo mismo que Guillermo paraagradar! -¡Dulcísimo, que sí que es de veras, señora! ¡Esdon Guillermo, don Guillermo! Entonces Félix emergió de su sueño. Otra vezel nombre de su padrino volvía su alma haciaun hundido pasado de bellezas y lacerias ro-mánticas. Recordó lo que oyera en su hogar detía Lutgarda, cuando la noticia de la muerte deGuillermo llegó a La Olmeda. Tía Lutgarda, antes gentilísima, fina y cándidacomo las azucenas, lloró mucho y enfermó, y suprimorosa belleza fue consumiéndose en labrasa del padecimiento. Amaba y veneraba a su

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esposo, don Pedro, como a un iluminado cuyaalma era morada de Dios y que la hacía meditaren la eterna vida. El hermano, Guillermo, leatraía el pensamiento a vida misteriosa y temi-da de un mundo de pecado, de muerte, perotriunfal y de quiméricas hermosuras. Llegó elfin del esposo, y presintiéndolo, el piadoso va-rón hízose llevar al monasterio de Benferro,protegido siempre cuantiosamente por La Ol-meda, y allí, rodeado de toda la comunidad,asperjado de agua bendita, muy ungido, be-sando santas reliquias y oyendo salmos y de-precaciones, rindió su espíritu al Señor. Bajaronel cuerpo a la iglesia, y sólo entonces pudo ver-lo la esposa y besó los pies del muerto comouna penitente. Las gentes murmuraron que había lloradomás a don Guillermo que a don Pedro. Durante la cena -casi toda de aves, tan pulcray exquisitamente guisadas y servidas que másbien parecían ofrendas de religioso holocausto-hablaron mucho a Félix de su casa, de la de don

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Eduardo y del concierto de la Buena Prensa. Lacriada, que imitaba en la palabra a su señora,tuteaba a Silvio, y cuando mentaba a Isabel nole daba título de señorita, sino que le decía Beli-ta nada más, diminutivo usado por tía Lutgar-da y que ya hizo la santa madre Teresa de Jesúspara nombrar a una predilecta novicia, todavíarapazuela muy graciosa, hermanita del padreJerónimo Gracián. Bueno; pero esto no se diceque lo supiera doña Lutgarda. La criada llamábase también Teresa, y, segúnse ha dicho, era mujer colorada, rolliza, mante-cosa, de cabeza menudita; tenía la boca hundi-da, acaso del mucho besar altares y losas deltemplo, y se pasmaba, se sobresaltaba de cual-quier poquedad. Imaginaba Félix que Teresa sería doncellona,porque no lograba fingírsela sonriendo enamo-rada y placentera a hombre alguno. Le parecíafreila o fámula puesta al servicio y compañía deesta señora-monja.

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Salió Teresa por otra vianda. Preguntó Félix, ysupo que la buena mujer sí que conociera va-rón, y aún más, pues estaba dos veces viuda. "¡Válgame el Buen Ángel! -pensó Félix-. Y¿cómo serían estos hombres¿" El primero, quizá un criado de colegio de reli-giosos, macizo y rasurado, con larga blusa yrecios zapatos heredados de algún padre de lacomunidad. Pero ¿y el segundo marido? Por fuerza debióde ser también fámulo o demandadero de con-vento. No acertó Félix. Sonriendo templada-mente, le dijo tía Lutgarda que entrambos fue-ron mozos de Posuna, hijos de labradores aco-modados. Vino Teresa y callaron todos. Y comono quisieron probar un guiso de pernil queaquélla trajo, se sirvieron compotas y rubiosmelindres bañados en miel y un canastillo decerezas, grandes relucientes, que descansabansobre hojas de su mismo árbol. Toda la mesa pareció regocijarse; en cada frutoencendía la lámpara un rubí húmedo.

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Así como un guante, una cinta o listón, unpañuelo o el perfume predilecto de la mujeramada nos presenta su imagen, según dijo Bi-net -y aunque no lo hubiese dicho-, aquellacolina de jugosa fruta y el verdor del cerezodieron a Félix la visión regaladora del paisaje.Se le atropellaba la ansiedad de contemplarlo ygozarlo. Y dijo: -No descansaré hasta que pueda ver todo estecampo, de tantos recuerdos para vosotros ypara mí de tan santa emoción. Tía Lutgarda suspiró enternecida y quedósemirando sus manos, cruzadas sobre los mante-les. Silvio quiso ponerle cerezas a su primo. Y nolo permitió Félix, pidiéndoles que antes se sir-vieran ellos para después poder entrar sus ma-nos libremente por aquella grana joyante y olo-rosa.

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-Hijo, no merecen estas cerezas tu entusiasmo.Son las más tempranas y las más ruines. Másadelante las tendrás riquísimas. -¡Qué cerezal, tía Lutgarda, el de Posuna! ¡Eldel cementerio ya resulta negro de tan apreta-do! -Come sin recelo, que estas cerezas no son deeste paraje, y están recién cogidas. -A mí me es igual que sean de allí. -¡Dulcísimo! -gimió la criada. -¡Félix, Félix! -exclamaba la señora. -¡No lo digas más! -imploró Silvio. La marchita boca de tía Lutgarda se había do-blado, manifestando repugnancia. Pero de súbi-to dulcificóse su cansada faz, levantó los ojos,siguiendo el vuelo de un recuerdo, y exhaló: -¡Oh Félix, qué impresión tan inefable tuve enRoma cuando tu tío Pedro me dijo que en losjardines del Santo Padre había visto un cerezo! A Félix se le resbalaba entonces por el paladarel agridulce zumo de las cerezas. Y aspirabacon avidez el olor de un grupo de las más gor-

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das y encarnadas. Era dichoso puerilmente, yhasta imaginó suyos los sagrados jardines delVaticano. Doña Lutgarda proseguía: -Nada en la tierra es comparable a la aparicióndel Papa ante los romeros. ¡Oh Félix, si hubie-ras visto a aquel viejecito que, al mover su ma-no para bendecirnos, daba verdaderamente lavida de la gracia! ¡Dios mío! Se nacía otra vez, ycon llanto de un goce nunca sentido. Nosotros,los peregrinos españoles, alcanzamos un donprecioso que jamás se olvida... Doña Lutgarda tenía la mirada en venturosoarrobamiento. Palidecía intensamente. Acercósela copa a sus delgados labios; nada más loshumedeció. Luego dijo: -Tú ya sabes, Félix, que al Sumo Pontífice se lebesa... -Sí; el pie. -No, hijo mío; la sandalia. -Bueno, es igual.

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-¡Qué ha de serlo! ¡No lo digas más! -le re-prendió, sonriendo, su primo. -Pues nosotros le besamos la mano. Hubo au-daces y codiciosos que dieron dos y tres besosen aquella mano que parecía de mármol, de tanblanca, fina y helada. ¡Qué emoción! Besamos aDios mismo. Todos contemplaban a la señora. Entre lasrejas había pasado una luciérnaga; subióse alcestillo de la fruta, dejando en la púrpurahúmeda y jugosa una gota de esmeralda. Fuera sonaron broncos ladridos y un truenoretumbó en toda la noche, trueno blando, hon-do, repetido, que casi quedó sepultado por mu-chas voces recias que gritaban: Salve, Virgen pura, del Cordero madre. Salve, Virgen bella, esperanza nuestra. ¡Salve, salve, salve! Y esta letrilla, compuesta por un curioso can-cionero de Posuna, pareció que la entonaban

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gigantes o las mismas cavernas de las monta-ñas. Doña Lutgarda y la dueña Teresa repetíancompungidamente: "... esperanza nuestra. ¡Sal-ve..., salve..., salve...!" Y suspiraron al signarse. Después se levantaron todos y salieron al ves-tíbulo. Abiertas las ventanas, puertas de fortaleza,claveteadas, gemidoras y enormes, resonó enlas eras el bullicio de la muchedumbre. Relum-braban dos faroles ciriales. Un estandarte decofradía se torcía sobre los hombros de un viejoque aullaba al reírse. Félix, doña Lutgarda y Silvio se recogieron enla sala de las andas. De nuevo cruzó por lasparedes la sombra del Señor. Ya entonces habíavuelto la furia del bombo, y las voces rezaron laletanía, haciendo un temeroso rumor de oleaje. Por mandado de la señora, el viejo cachicán deLa Olmeda abrió las hondas bodegas, y unvaho de humedad, de toneles rancios, de piez-

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gos y de lagares se esparció por todo el ámbitode la inmensa entrada. Tía Lutgarda contaba al admirado Félix queesos rústicos cantores venían las noches de lossábados desde Posuna, y cruzaban los campospidiendo para la fiesta de la Concepción, endiciembre. -¿Y andan con bombo, pendón y ciriales poresa estrecha senda sin descalabrarse? -Hijo, ¿y eso te maravilla? Pues por el mismocaminito llevan y traen estas pesadas andaspara las procesiones de Semana Santa. -¿Y no caen rodando por esas barrancas? -¡Hijo, rodar! ¿Qué quieres que ruede? -¡Toma! Las andas, los hombres, las luces, to-do. -¿La Cruz había de caer y rodar, hijo mío? -¿Dice de Nuestro Señor? ¡Dulcísimo! ¡Calle,calle! -le imploró, espantada, la viuda Teresa. -¡Qué pensamiento, Félix! -murmuró Silvio-.¡No lo tengas ni lo digas más!

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Y todos alzaron los ojos a Nuestro Señormuerto en la Cruz. Doña Lutgarda y Teresa seangustiaron mirando las desolladas rodillas deJesús. La sangre, las llagas, las moraduras, pa-recían recientes, como si la veneranda efigie sehubiese realmente despeñado. Félix estaba arrepentido de la simplicidad desus palabras, que habían resultado sacrilegio.Pero tía Lutgarda no pronunció anatema sobretan distraída alma, como hubiera hecho doñaConstanza. Apiadábase de él, y, temblándole elcorazón, se dijo: "Tiene padres cristianos muyseveros y su alma no es hija de la suya. Lo tuvoPedro a su lado, paseándolo por estas soleda-des, contándole historias de niños mártires, yno recogió los santos fervores y enseñanzas demi esposo. ¡Dios mío, que en todo es Guillermo!¿Vendrá también sobre él la perdición? AmaTeresa me ha dicho que por las noches graznanlas cornejas en los sobrados..." No pudo seguir el soliloquio de la señora, por-que fuera se produjo un alboroto de risadas.

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Ya los cantores habían bebido. Mas siemprelos sábados tenían abundante agasajo de alo-ques y aguardiente, y nunca osaron reír contamaña libertad. ¿Qué pasaba? Félix había salido y contendía iracundo.¡Aquello era una pendencia! Llamó la señora, y el labriego mayor de lahacienda asomóse al quicial, diciendo: -Mire que no sé si pasar u qué... Se lo mandó doña Lutgarda, y, al mirarlo, dioun grito de miedo. Era un viejo roblizo y socarrón; de sus manoscolgaba un animal monstruoso. -¿Qué es eso tan horrendo que traes? ¿Es unpollo muerto? Pero ¡de qué figura, Dios mío!¿Qué le hiciste? -No lo adivinará la señora por mucho quepiense... Detrás apareció una espesura de cabezas cam-pesinas rapadas, barbihechas; al reírse mostra-ban los dientes y encías, que resaltaban muyblancos y feroces.

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-¿No conoce a mi pollastre, aquel que acome-tía más que los mastines? Pues quise criar razacomo ninguna. Y el labriego contó que la soberbia y fierezadel gallo le despertó el pensamiento de ensayaruna transformación de casta, que había denombrarse "pollo del demonio", y le recortó laamplísima cresta que le colgaba y en dos heri-das que le hizo injertó dos espolones arranca-dos a otra ave, agudos lo mismo que dos nava-jas; crecida la carne en las llagas, los espolonesquedaron firmes, erizados como dos cuernos. Ypara que la ilusión fuese cabal, lo desplumó.¡Espantaba, espantaba verlo! Las gallinas lehuían; el pollastre enfermó, y ahora lo hallómuerto, y lo había sacado para pasmo y regoci-jo de los mozos. ¡El diablo se había muerto! ¡Undiablo; lo mismo era! La señora y Teresa ya no osaron mirar lahorrible ave martirizada. Silvio, aunque era de compasiva condición, nopodía reprimir la risa.

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-¿Qué te parece, Félix, este maldito Alonso,qué te parece? Félix se retorcía de dolor. Y padeció más poruna ilusión grotesca y prodigiosa. Y fue la deantojársele que Silvio tenía partida la calzadafrente y le injertaban los pies de Alonso, piesque parecían hechos de tierra de bancal y deraíces quemadas, y los veía en el cráneo de suprimo, y era su frente la que sentía las desga-rraduras. -¡Oh tía Lutgarda, ese hombre es un bárbaro! La señora sonrió a los campesinos y los despi-dió discretamente. -No, Félix, no; no odies al pobre Alonso, comole aborreció Tío Guillermo. Nadie cometecrueldades sabiéndolo. Alonso estuvo nuevenoches sin acostarse por curar un perro lisiadoy sarnoso que recogió en el monte. Silvio cabeceaba sobre el respaldar de la buta-ca. La lucerna de las andas crepitaba, apagán-dose. Un estremecimiento de la noche trajo elsonar de horas de la aldea.

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-Dieron las once, Félix, y estás rendido. Silvio llevó al forastero a su dormitorio, cuyasventanas daban bajo un gollizo de las sierras,negro y siniestro. En los montes, en los sem-brados, en la ribera, temblaba la lira de la me-nuda fauna; era un vibrar apacible, rizado, degrillos y alacranes, parecía subir hasta las estre-llas, que también se estremecían como los dul-ces rumores. Y dentro de esta música agresteresbalaba la canción cristalina de los manantia-les y rugía una acequia lejana. Félix siguió conel oído el sonoro camino del agua, y creía per-cibirla hasta apagarse, rompiéndose sus notasal traspasar las hierbas caedizas de lasmárgenes. De La Olmeda brotó una canción de cantigasde ruiseñores, volcándose, derramándose en lacallada noche, olorosa de madreselvas. Félix se sintió muy solo. Paseó por la estancia. Su blancura, la nobleancianidad del mueblaje; la cama grande, decolumnas y velos; la cruz de palmera bendecidasobre la pilita de loza azul, y luego, el silencio y

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la sensación de grandeza y vejez de toda la casay de la profunda noche de este paisaje, le lleva-ron imaginativamente a remotos tiempos, cuan-do poblaban el solar los Valdivias que decidie-ron su vida; él aún no existía, y ya estaba plas-mada y sellada su alma con herencia de misti-cismos, de miedos, de pesadumbres, de alegríasy apasionamientos delirantes...

X. Anacreóntica

Félix abrió los ojos; ni voz ni ruido le habíandespertado. Largo rato estuvo sintiéndose dor-mido, sabiéndolo placenteramente. Estabanentornados los maderos de las ventanas, trans-parentándose sus nudos de púrpura. Un dedode sol hacía el bello milagro del iris tocando lacopa del agua, y el prisma se deshacía en gotaspor las blandas cortinas del lecho. Contempló cariñosamente el aposento. Notóel silencio, aún más profundo porque se dur-

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mió emblandecido y arrullado por los cánticosde los insectos, y ahora despertaba sumido enquietud de mañana de domingo. Nada más sonaba el enojo de una abeja, quehabía subido hasta la ventana por la escala demieles de un viejo rosal. El zumbido se alejaba,se dormía dentro de las flores; en seguida re-brotaba la terca murmuración. ¡La Olmeda! ¡Señor, qué santidad, qué paz! Vistióse y se asomó a la mañana; y toda laalegría sosegada del campo la sintió él en suíntima vida. Su alma y su carne le palpitabangozosamente, pareciéndole que estaba en unbaño de aquel cielo tan limpio y luminoso. Elaire, que alguna vez se movía, como un pájaroque anda por la sembradura y se levanta y vue-la un poco, y vuelve a posarse; el aire, volabamanso y cálido, y no traía voces ni coplas dehombres de la labranza y de la majada, ni tinti-neos de bestias que faenan. La buena ave delvientecillo estival recogía aún más silencio detierra lejana y de las cumbres... ¡Domingo cam-

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pesino! ¡En todo, calma sagrada, sol, cielo, pai-saje de domingo! Salió por las grandes salas, todas en azuladapenumbra, y aspiraba la misma beatitud defiesta; olía a armarios abiertos y estaban cerra-dos, a ropa limpia y planchada. Encima de al-gunos muebles vio las juncieras, ya olvidadas,secas sus verduras. Y estas rancias redomas, ylas nobles puertas de labrados cuarterones, ylos reposteros, los hilos de realce de las camas yalgún vetusto bargueño, le envolvieron en elpasado, y el silencio le penetró en la hondurade su vida. Llegó al comedor, y sentado a la ancha mesaoía el borbollar de las vasijas puestas a la lum-bre de la patriarcal cocina; y ese hervor tambiénera de domingo. ¡Válgame, y qué encontradasemociones señoreaban al forastero, qué conten-to sentía y qué necesitado estaba de transfun-dirlo, de verlo copiado y gozado en otros! Poreso, cuando presentóse Teresa, trayéndole eldesayuno en plato mancerina, se enterneció y

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vio en esa delgada cerámica los chocolates fa-miliares, y no quiso la soledad. -¿Y tía Lutgarda? -Dentro, en la salita del Santo Cristo. -Pues en su compañía quiero desayunarme. -¡Pero si la señora ya almorzó! ¿No piensa queson las diez? ¡Alma de Dios, y quedóse sin mi-sa! -No importa, sírvame allí... Y mire: usted tuteaa Belita y a Silvio, y yo quiero que a mí tam-bién, ¿sabe? -¡Dulcísimo! Y ¿qué está diciendo? -Bueno; hábleme como se le antoje... ¡Tía Lut-garda! ¡Tía Lutgarda! -y, gritando y corriendo,buscó Félix el cuarto del paso de la Cruz. Seguíale Teresa llevando la humeante mance-rina y una labrada bandeja con frutas de sarténmuy doraditas. Tía Lutgarda acogió tiernamente al sobrino,dándole a besar su mano. -¡Qué bendito sueño el tuyo! Silvio y yo estu-vimos contemplándote. A él le dio lástima des-

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pertarte para decirte adiós; yo tuve que cerrarlas ventanas; estabas entre el sol. ¡Has dormidoa la serena, hijo! -¿Dices que Silvio ya se fue? -Silvio viene todos los sábados y pasa conmi-go los domingos, porque lleva las cuentas demi hacienda. Pero hoy es el concierto que sabes.Muy temprano trajeron esta carta de Bela pi-diéndome que yo también vaya. No es posiblepor lo fatigoso del camino. Y doña Lutgarda le entregó un plieguecitoazul. Ni nombraba a Félix. El cual, mohino,enojado como un chico, murmuró: -¡Yo no quiero ir! -¡Ni cómo habías ya de quererlo! ¡Tampocotienes misa; y hoy que era la de nuestra capi-lla!... No la atendía Félix, entregado como estaba ala dulce memoria de las palabras de Isabel:"¡Yo, qué poco te he visto!" Ahora se le figurabaque las mismas pudo decir a otro, a Silvio, siSilvio hubiera sido el forastero. Pero ¿a otro, a

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Silvio, con aquel acento intensísimo, enamora-do, doliente? Proseguía la señora contándole de la piadosafiesta aldeana, y después le habló del antiguohumilladero de la heredad, cerrado por amena-za de sus muros. Era fuerza reedificarlo; y es-perando las obras, guardaban en este aposentoel milagroso paso de la Crucifixión, que estababajo su patrocinio, que desde antaño ostentabaLa Olmeda dignidad de mayordoma. Ya Félix la escuchaba mirando al Cielo clava-do y muerto. La santa imagen tenía la miradaque le dejó la angustia mortal; la cabellera, den-sa y lisa, se le pegaba a las mejillas, que un pin-tor andariego y poco escrupuloso había barni-zado demasiadamente. El blanco cendal que velaba la cintura lucía unprimoroso bordado de realce. Levantóse la señora y abrió más los postigosde las rejas para que mejor lo viese todo el so-brino. Luego pidió rosas frescas y las puso enlos fanales de las andas con tanta delicadeza y

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puericia, que tía Lutgarda parecía entonces unagraciosa doncellita. Y acabando el florido atavío, dijo, indicando elfinísimo lienzo de Jesús: -Esto fue regalo que hizo al Santo Cristo tupadrino en su último viaje. Nos dijo que lohabía labrado una dama muy hermosa y des-graciada... ¡Y supimos quién era! Félix se conmovió. Junto al Cristo solariego sele aparecía su gentil "madrina". -Mucho vacilamos antes de ceñir el lenzuelo aNuestro Señor. Pedro fue quien lo decidió, re-cordando que Jesús había recibido la ofrendade un ungüento precioso de la Magdalena... ¡Yono sé, yo no sé; pero Guillermo era igualmenteacepto a los que estaban en gracia divina y a loshijos del pecado! ¿Se salvaría? ¡Oh Dios mío! -Sí, tía Lutgarda, y acaso sólo por haber ama-do mucho... Penetraban entre las tablas de la persiana cin-co franjas azules de sol haciendo una lira deluz, y el humo del cigarro de Félix ascendía y se

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mezclaba rizándose, y resucitaba y estremecíael leve cordaje. Vino Teresa, sin ruido de calzar; sólo producíaun manso rumorcito de haldas. Dijo a la señoraque Alonso solicitaba licencia para ir al merca-do de Los Almudeles. Doña Lutgarda hablaba de devoción a Félix, yacabó su plática con estas suavísimas palabras: -En fin: tú, hijo, no eres un descreído seco,irreducible y furioso; antes creo que eres dócil alos consejos, y que todo es abandono de tuspadres, porque te quieren demasiado... Pero¡quién no ha de quererte siendo tan criatura! Yaverás cómo en estos campos sanas de cuerpo yde ánima. Has de hacer práctica religiosa; ven-drás conmigo a misa, rezaremos juntos, y aun-que al principio te canses y te duermas, acabarápor encenderse tu fe. Esta coincidencia que tuvo la señora con Pas-cal maravilló tanto al sobrino, que le removióde su emperezamiento.

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Apareció Alonso, recién rapado y mudado conun traje negro del difunto señor don Pedro. Félix se levantó y le dijo que le esperase, por-que también se marchaba él para ir al concierto. -¡Ahora, Félix! ¿Qué pensamiento te dio? -¡Con este sol que casi hace hervir el río, Dul-císimo! Félix había subido a su cuarto. Recogió susombrero, blando y aludo; y al llegar a la esca-lera desalentóse. ¿Qué le importaba el concier-to, ni Los Almudeles, ni nada? Todos le aguardaban en la entrada. -¡Félix, hijo! ¿Por qué has de ser tan violento,tan aturdido? ¿Osarías presentarte con esasropas campesinas? Mira que el concierto es degrande solemnidad... -¡Concierto! ¿Qué concierto? ¡Si ya no quieroir! Me voy a la sombra de nuestros viejos ol-mos... Y escapó riéndose. -¡Félix, Félix! -¡Dulcísimo!

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Ordenó la señora que Alonso lo siguiera yacompañase. Y a Los Almudeles fue un hijo deun labriego, mozo de mulas de la hacienda. Félix se había alejado. Alonso le gritó: -¡Mire que por ahí se va al Colmenar! El joven se detuvo. -¿Colmenar? ¿Tiene colmenas, pero muchas? -Había cuarenta, me creo, si no pasa. -Yo nunca he visto por dentro una colmena.Lléveme. -¿Ahora quiere, don Félix? -y quedóse miran-do al antojadizo caballero, que no se atrevió apenetrar en su deseo, temeroso de no querertampoco ir a las colmenas. Alonso tornó al casal, y pronto vino y dijo: -Aquí traigo lo que es menester -y le mostrabaun saco, cuyo fondo era hecho de celosía dealambres muy sutiles. La gloriosa pureza del azul, la grande y des-conocida visión de este paisaje, exaltaban a Fé-lix acuciándole a recoger toda la mañana de-

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ntro de sus ojos; y hasta lo más menudo de loscampos fijaba su ánimo. Vislumbraba de telarañas la pingüe y frescatierra de los bancales hortelanos. Y Félix se in-clinaba para admirar esos delgados y curiosostejidos de plata; se entraba por los tiernos yresbaladizos cauces de las regueras; y luego,afanoso de seguir al labriego, corría hundién-dose entre verdura, tropezando en los ramajesesquilmeños de los manzanos, rendidos por laabundancia, y las pomas le caían fragantemen-te, doblándole las alas de su sombrero, rodandopor sus hombros; tomaba de ellas; las mordía, yla piel de la fruta, ya calentada del sol, su aspe-reza con dulces dejos, y el olor de su zumo, lellenaron de sencillez y puericias. Verdaderamente, era Félix, entonces, un rapazque saltaba las cercas de un huerto y se em-briagaba de vida gustándola, sorbiéndola, aspi-rándola en la alegría de los árboles, del sol, delagua y del azul magnífico...

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Alonso tuvo que esperarle, que estaba ya muylejos. Cuando se hallaron juntos desdobló Alonso laharpillera, y con mucha gravedad y cuidado sela puso a Félix, dejándole enfundada toda lacabeza. Y en tanto que cumplía esta ceremonia,que a Félix le representaba la consagración dealgún rito bárbaro y agreste, no dejaba de ad-vertirle "que ya no hablase recio, que las manosse las guardase en las faltriqueras" y otros pru-dentísimos avisos. Para verse insaculado se miró Félix su sombraen el rudo espejo de la tierra soleada. Acomo-dóse la redecilla delante de los ojos; aspiró olorde miel y sudor de castradores, y gritó y saltóde gozo. Le pidió Alonso que no alborotase. Y en silen-cio llegaron a una diminuta aldea de casitasencaladas, puestas al abrigo de un bardal en-crespado de zarzas y aromos. Allí dentro sonaba un ronco fragor como derío que se despeña.

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Estremecióse Félix de emoción sintiéndosecerca de penetrar en el sagrado de vidas vírge-nes. Consideraba ese recinto un monasterio, y alas abejas, religiosas, todas veladas. Acordósetambién de la geórgica de Virgilio, y aún quisodecir algo del poeta divino. Alonso no lo con-sintió. ¡Señor! Alonso estaba transfigurado: yano era el rústico maldiciente, sumiso, flemático.Lo vio gigantesco, heroico, inmóvil, solo, sobrefondo de cielo tachonado de abejas de oro. To-do el ambiente semejaba conmovido de la pu-jante tría. Le llamó; no le escuchaba. Félix ingresó en lablanca callejita del colmenar. Crecía su pasmode ver al campesino cercado de peligros y sindefensa de la celada de saco y alambres. Se loconfesó. Y Alonso, gustando el panal de la va-nagloria, repuso despacio: -No piense en mí. Basta con esto. Y sacó del seno un trozo de cuerda, y acercán-dose a una colmena, la encendió. Después quitólos hatijos, hirvientes de costras de abejas, y de

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lo hondo subió el enjambre fiero, ruidoso.Alonso lo oxeaba con suavidad, perdonandosus rebeldías y amenazas. vio Félix las rubias yesponjosas brescas con sus celdillas desbordan-tes de tostado y espeso licor y otras habitadaspor las velluditas artífices, recelosas, bravascomo aves criadoras. -¡Basta, basta; no miremos más, que todashuyen sufriendo! Pero Alonso no le oía, y entraba la encendidasoga, y se asomaba tercamente a las cálidasentrañas del blanco sagrario, que exhalaba unvaho de cera, de flores de altar de mes de Ma-ría. ¡Señor! ¡Alonso era entonces un genio!¡Hasta sus ojos menuditos y grises daban lum-bres de majestad, y todo él ostentaba bizarría,regocijo, triunfo y dominación! Sus ansiedadesestaban cumplidas. ¡Cuán sereno y fuerte de-lante de las abejas! ¿Tendrían todos los hom-bres, hasta el mismo Alonso, la codiciada aguapara su sed? ¿Qué fuente refrescaría y saciaríalas ansias imprecisas de su alma?

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No pudo seguir elogiándole ni inquiriendootras peregrinas cuestiones, porque del setofrondoso y vivo sonó un grito, y a poco riñas yplañidos de exquisito donaire. ¡Oh, el grito era de garganta femenina! Quitó-se Félix la grosera capilla y saltó afanosamenteel muro de maleza. ¡La mujer de Koeveld! Sí; ella era, que reía y se quejaba mostrandosus manos a una criada campesina. La blancasombrilla de seda rodaba por el camino. A lolejos venía Giner, pesado, cayéndose, trope-zando con un perro flaco y desorejado que seobstinaba en hacerle gracias y zalemas. Y elseñor Giner rechazaba y aborrecía al animalito. Acercóse Félix a la esposa. -¡Ay, lo que me hizo una abeja aquí, en estededo, en el chiquitín! Él le tomó la mano herida y llevósela cerca dela mirada y de su boca, mientras la hermosadama lamentábase blanda y donosamente co-

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mo una niña enfermita, descansando su bustoen el hombro de Félix. La anacreóntica estaba invertida. Venus mis-ma era la llorosa, mordida de "una sierpe pe-queñita y alada". Por el zarzal del seto asomaba la espantadacabeza de Alonso, ya sin majestad, sin lumbresde triunfo ni nada...

XI. Plática

-Yo no sé, Félix, a qué punto llega tu descrei-miento y frialdad en las cosas devotas... -A ninguno, tía Lutgarda. ¿Quieres que lo ju-re? -¡No jures, hijo, no jures! -le pidió la señora,mirándole enternecidamente. Teresa sirvió una sopa dorada y olorosa. Félix miró a la fámula, y entre muchos requie-bros que le dijo, la alabó hasta por llamarseTeresa.

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-¡Ay Dulcísimo! -repetía la viuda, y las grana-das de sus mejillas amenazaban abrirse de lasofocación. -Sigue amonestándome y contando milagros,tía Lutgarda, que oyéndote subiría a ser santo,porque tú no te angustias como la pobre tíaDulce Nombre, que de todo recibe sobresalto,ni eres seca y malhumorada como doña Cons-tanza; tus palabras tienen adorno, dulzura yhasta coquetería de función religiosa de iglesiarica... -¡Pero, Félix! -y ahora fue tía Lutgarda la quepareció ruborizarse-. Déjame que te hable denuestro Santo Cristo, y te pido que creas que esde milagrosa eficacia su patrocinio y advoca-ción... -Lo creeré; lo creo todo... ¿Sabes lo del Cristode Navarra, que sudaba y todo cuando SanFrancisco Javier padecía trabajos en la India?Pues ¿y aquella otra imagen de Jesús que lecrecían los cabellos y las uñas¿... Más te agrada-rán los milagros primorosos, como el de las

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rosas de Santa Casilda y los que sucedierondespués de la muerte de Santa Teresa de Jesús...¡Milagros póstumos, tía Lutgarda! -¡Ay Dios mío, cuéntalos! -y ya no osó hablarlela señora del Cristo aldeano, que antes recibíaplacer oyendo al sobrino. Trajo la criada una fuente de copioso guiso. Tía Lutgarda no lo advirtió, arrobada por eldevoto cuento de Félix, que así continuaba: -... Santa Teresa llamó siempre mariposas asus hijas de religión. Pues yo he leído que,muerta ya la madre, y estando conversando deella algunas carmelitas, se llenó una capa suya,que allí se veneraba como una reliquia, de blan-cas mariposas, lo mismo que cuando rodean unrosal. Y en Ávila, a punto de admitir las monjasa una novicia, a quien la Santa había quitado elhábito, se vio otra mariposa que revoloteabapor el coro, de religiosa en religiosa, y las vol-vió de su parecer de manera que se apartaronde su propósito. -¡Dulcísimo!

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Y siguió Félix diciendo maravillas de santos.La viuda Teresa no se movía del comedor, yotra sirvienta puso en el centro de la mesa, so-bre las bordadas cifras del mantel, una tarimade pichones muy cebados y rellenos, quehumeaba olorosamente. Félix contaba los místicos coloquios y la lim-pia, seráfica amistad de Teresa de Jesús y Juande la Cruz; narró también conversiones tanestupendas y sabidas como las de San Agustíny Raimundo Lulio... ¡Señor, y cuánto sabía esa criatura de cosas depiedad, siendo tan distraída! De todo, lo quemás espantó a la señora fue que Senequita -según cifraba la santa doctora el nombre de suespiritual hermano- se tragase las cartas de éstapara que no diesen en manos enemigas... ¡Ene-migas siendo también frailes! A la fámula leemocionaba mucho aquello de descubrirse loscancerosos pechos la dama perseguida de Rai-mundo. Imaginándolo la viuda, no pudo con-tenerse, y se contempló los suyos, tan rollizos y

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sanos, que se alzaban tumultuosamente; y tam-poco logró vencer un suspiro de complacencia. Decía doña Lutgarda que de ninguna manerapodía ser Félix malo y peligroso sabiendo yhablando de religión tan lindamente. Y quiso laseñora que se pusiera toda la pechuga de unpalomo. Se sabe con certeza que a Félix no le gustabaesa carne; pero se la sirvió. ¡Oh, cualquier cosacomería él para no contrariar a esas ánimas!¡Pobrecitas y chiquitinas almas! El cielo queansiaban tenía puertas con candado y todo;nada sabían de la viuda, fuera de la ropa deplancha, de las cuelgas de frutas, de los puntosde los almíbares y cremas y de no caer en peca-do mortal no pudiendo cometerlo en La Olme-da. ¡Oh almas-mariposas de las que se avivaronen una capa vieja!... Pero ¿acaso no lo son, Diosmío, todas las almas, y mientras algunas sequeman en la llama del Ideal, otras mueren,dejándose antes el oro de sus pobres alas entre

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los gordos dedos de un grave varón que baja laluz de la lámpara? Y Félix dejó cortada la pechuga del ave, sinprobarla... ¡Si no le gustaba! ¿Qué había dehacer? -¡Dulcísimo! ¿que no se la come, dice? -Las palomas -exclamó apasionadamente Fé-lix- sólo son buenas para deslizarse por el cieloy para arrullarse y amarse sobre el trono deestos grandes árboles y contemplar las soleda-des desde las viejas cornisas, empañando gozo-samente sus colas. A mí, una paloma blanca, loconfieso, no me trae el recuerdo del EspírituSanto, como le sucede a tía Dulce Nombre, yquizá a vosotras; una paloma blanca tiene tanfemenino donaire y tanta delicadeza, que espe-ro siempre encontrar en su cabecita el aguijónde oro que le clavara algún viejo hechicero, ycreo que se me ha de volver en una rubia prin-cesa que estaba encantada. -¡Guillermo, eres Guillermo, hijo mío! -balbució tía Lutgarda palideciendo.

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La criada persignóse invocando al Señor. Tristeza y orgullo retorcieron el corazón deFélix. Cuando escuchó de Beatriz su semejanzacon aquel hombre hermoso y desdichado, llegóa creerse de rara y halagadora estirpe. Cuandoentre los advenimientos que recibía en su hogarse le comparaba temerosamente con su padri-no, y él recordaba y se fingía a través de nieblasde leyendas, resignábase, por anticipado, a todapredestinación de desventura, apoyándose enla romántica memoria... Pero ya todos veían enél a Guillermo por andanzas, imaginaciones yhasta gustos humildes y poquedades. ¡Guiller-mo, sin la vida aventurera de amores y de ries-gos difíciles y heroicos! ¡Guillermo, pero atadoa vida sumisa, perdiendo el color de sus alasentre los dedos gordos de no sabía qué rigorososeñor!... ¡Le amaría Beatriz por evocación nadamás! Su asiento quejumbró... Tía Lutgarda, aquietada, suspiró y dijo dul-cemente:

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-¡No quiera Dios que te lloremos como a él!Pero... es que desde que llegaste, desde que tehe visto y te oigo y te conozco, me parece que lavida se desata y vuelve a lo pasado, y que en tiresucita otro hombre. Mira: eso que has dichode los palomos acaso es muy sencillo y sólomuestra tus lástimas o quizá sólo prueba queno te gusta la carne de pichón... Pues nos sobre-salta, Félix, nos inquieta... Es que a Guillermo lesucedía lo mismo, y ¡lo diré, aunque temo caeren pecado! Guillermo llegó a enamorarse deuna paloma blanca. ¡Muchas veces me pregun-to si tendría intervención el Enemigo! VinoGuillermo a nuestro lado cinco meses antes desu aciago viaje a Alemania. Estuvo muy sose-gado y bueno; no nos parecía el arcángel maldi-to, la estrella hundida en el abismo. Paseabaentre los manzanos del huerto o bajo los olmos,siempre con un libro, como un novicio rezandoen su breviario. Por las mañanas sentábase enlas eras, y reclinado en el ciprés gozaba muchomirando los vuelos

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y bullicio que hacían los palomos. Quiso ave-zarlos a que bajasen y comiesen el trigo quederramaba a sus pies y esparcía por sus hom-bros y sus cabellos, como dijo que acudían lospalomos de no sé qué plaza famosa de Venecia,San Marcos, me parece. Pero los palomos de LaOlmeda sólo son buenos, siguiendo tus pala-bras, para volar y amarse... y comerse la semen-tera lo mismo que grajos. Y yo no me explicocómo ocurrió que sin enseñarla, hubo una pa-loma que se acercó dulcemente a Guillermo,con andar y saltitos y mimos de doncellita.Pronto se le subió a los brazos, refugiándose ensu pecho. Conocía su voz desde muy lejos, leseguía en sus paseos, y todas las mañanas,cuando comíamos, entraba por las rejas, y pues-ta sobre los hombros de Guillermo le acariciabalas mejillas, le picaba en los dientes, y... ¡hastale miraba de amor! ¡De veras, Félix, que nosdaba miedo y sonrojo, porque eso era hacersecaricias de enamorados! Supimos por Alonsoque la palomita no quería pareja, y que

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hasta perecía despreciar a los suyos, siendo conellos tan brava y agresiva como tierna y sumisacon Guillermo; y a su lado, oyéndole y sabien-do que él la contemplaba, dejaba abiertas y caí-das sus alas y su cola, ahuecando rizadamentelas plumas del cuello, como hacen las hembrascuando las requiebra y arrulla el palomo. ¡Ésasí que parecía mujer hechizada y reducida afigura de paloma! Todo lo que te cuento es ver-dadero. Guillermo retrasó su marcha por ella.Al fin decidió llevársela. Y un día la Zurita nobajó a las eras, ni vino a la comida para picarlas migas en la boca de tu padrino. Guillermopreguntó por ella; nadie sabía nada. Entristeci-do, violento, muy pálido, salió; le silbó; la lla-maba gritando desesperadamente... PresentóseAlonso, y riéndose, le dijo: "¿Busca a la Zurita?Pues busque, busque. ¡Si no podía ser! ¡Si esta-ba como loca deshaciendo nidos, aplastandohuevos y crías; era como una mala mujer! ¡Y nohubo otro remedio!" Guillermo se había desfi-gurado

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espantosamente. Y cuando el pobre Alonsoconfesó que había degollado a la Zurita, tu pa-drino quiso estrangularlo. ¡Tuvimos que quitár-selo de las manos! ¡Oh hijo, hubiera podidosuceder una gran perdición! -¡Debió matarlo! -gritó Félix. -¡Dulcísimo! -¡Hijo! -¿Y aún tienes a ese hombre feroz, bestial, quesólo comete iniquidades? Asustóse doña Lutgarda viendo el furiosoardimiento del sobrino. -¡No le pican ni las abejas! ¡Degolló a la Zurita!¡Martirizó satánicamente a un pollo! ¡Tía Lut-garda, échalo! -También curó a un perro lisiado y tiñoso. Todo se lo dijo Teresa al viejo labriego. Retiróse la señora a su aposento. La perezosasiesta fue para ella de inquietud y espanto, co-mo noche de vendaval. No lograba reposo,pensando enlazadamente en Félix y Guillermo.

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El silencio y la fresca penumbra la rindieronun instante. En seguida se incorporó asustada,teniendo que llevarse la mano al costado paraaquietar la violencia de su corazón. Es que vioen sueños a Juan de la Cruz engullendo las car-tas de la santa carmelita. Juan tenía las espaldasdesolladas por azotes de frailes enemigos, y asus pies un dornajo con raspas y agalla de ce-cial, y pedía agua el lacerado, ¡y no se la daban,Señor! ¡No era posible! ¡Si no era posible! Tododebió de ser demasiada malicia de Félix. Habíade reconvenirle severamente. Bajó a la entrada. Alonso y la viuda conversaron muy despaciocon la afligida señora. Alonso les contaría maravillas, porque las mu-jeres manifestaban turbación. Al cabo, doña Lutgarda dijo con vocecita degemido: -¿Y dices que le chupó el dedo? ¿Lo viste, loviste tú? ¡Piensa que le acusas de horrible peca-do!

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Repuso Alonso que sí que lo había visto. Y llegando aquí el Cide Hamete de esta senci-lla historia, jura solemnemente que el labriegocometió bellaquería, porque Félix no llegó achuparle ni la uña a la señora de Giner, y lo quehizo Félix fue tomar y acercarse la mano y ca-lentarle con su aliento el dedo herido; y todavíaañade que entonces Alonso recomendó a ladama una medicina compuesta de vilezas, queel historiador no quiere decir y que Félix lo cas-tigó con indignadas y furiosas palabras.

XII. De lo que aconteció a Félix en su pri-mera salida por los campos de Posuna

La primera semana de su llegada la pasó Félixsin salir del agreste estado de La Olmeda. Todolo caminó: hondones frondosos y oscuros yeminencias bravías y yermas, comiendo algu-nas veces con labriegos y pastores. Las mulas,las vacas, las ovejas, los perros y hasta las galli-

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nas y los gorriones de la heredad amaron a esteValdivia que les daba con mucha solicitud zo-quetitos de pan y azúcar y les hablaba como unSan Francisco, aunque de otra manera más pro-fana. Singularmente los cabritillos y recentalesle hacían halagos muy lindos, brincando y ama-gando toparle graciosamente. Y un mastín cor-pulento, siempre jadeante, tenía celos, y no biense recostaba Félix sobre la hierba, iba y le colo-caba encima su cabezota hirsuta, feroz y triste. Vino otro sábado, día de la visita de Silvio;pero éste avisó que le era necesario marcharse aValencia con su madre para esclarecer un pagodel Fisco. A la otra mañana, tía Lutgarda pidióa Félix que le asentase las notas de cargas ymoliendas de la aceituna. De una arquilla deciprés sacó la señora los cuadernos de cuentas;pero después de los fajos de documentos, des-cubrió el sobrino los vislumbres de joyas anti-guas; y los abalorios de ámbar, miniaturas, ani-llos, sartales de filigranas, abanicos, bujetas yaderezos divirtieron a Félix de su trabajo. Todo

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lo iba mostrando tía Lutgarda, y exhalaba unhondo suspiro al abrir los estuches. Dejó para elpostrero uno grande, de concha, y al tomarlomurmuró: -Es joya sagrada y de mucha hermosura. Latrajo un Valdivia que estuvo de oidor en laChancillería de Cartagena de Indias, para undeudo suyo obispo de Murcia. Y vio Félix un fastuoso pectoral de las másricas y claras esmeraldas de Colombia. -Esa cruz parece que esté cuajada de miradasde unos ojos verdes... -¡Oh Félix, qué dijiste!...¡Y parecen tus ojos!... Tía Lutgarda había enrojecido, y apresurada-mente ocultó el pectoral. Por la tarde, cuando Félix pasó frente a El Re-tiro, la casa de placer de Koeveld, lo halló ce-rrado y silencioso. Un perro viejo y desorejadoquedóse ladrándole desde su hondo cubil deadobes. Dejada la fragosa hoz de La Olmeda, aparecióel ancho y jubiloso valle de Posuna. Las cum-

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bres de las montañas estaban inflamadas de sol,y en sus sombrías laderas comenzaba la frescu-ra de los crespos herbazales y sembrados queinvadían el llano. Los senderos, las hazas, el río,todo estaba en quietud, y bajo las arboledas sepresentía un recogimiento muy íntimo, comode recinto histórico o santo. "¿Dónde iba él¿", se preguntaba Félix, cuidan-do de no sepultar los hormigueros abiertos has-ta en la peña y desbordantes de hormigas traji-neras, enloquecidas porque llegaba la gustosamadurez de las cebadas. Y Félix no sabía ni apetecía ningún camino."¡Señor, yo, ahora, no pienso, no siento nada;pues ¿qué tengo, qué soy? ¿Me ocurrirá lo mis-mo que a cualquier lugareño de esa aldea, queno le sucede nada; lo mismo que a un buenhombre de Posuna, que luego de estarse a lasombra de la iglesia, conversando o jugando alos herrones, sale por el ejido y los huertos delcontorno, solo, desmañado y baldíamente, yacaba por confesarse que se aburre en la ansia-

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da tarde del domingo¿... ¿Estaré yo aburrién-dome sin saberlo, y a punto de secárseme elalma, yo, tan enamorado de soledades campe-sinas; yo, tan encendido de vida íntima, mía,como esas cimas de sol¿..." Prosiguió diciéndo-se Félix que sólo lo de acabada perfección eradichoso en la soledad, como el paisaje. Entre lascriaturas, la que más podía recrearse aparta-damente imaginaba que era la mujer bella. Laleyenda de Narciso mirándose en el espejo delas aguas y complaciéndose en sí mismo la di-putada de demasiado inmoral omentirosa, y si acaso, era cierta por la afemina-ción de la figura. La mujer, mirándose, sintien-do su hermosura, se conmueve, traspasada deun dardo de amor que de sí misma brota; ellaes para sí la deseada y superior al que la pose-yere, porque se sabe enteramente. ¡Oh, la bel-dad desnuda es como la creación solitaria!...Los siglos han pasado encima del mundo. Lasciudades resplandecen de acero, de magnifi-cencia, de electricidad; las lenguas de fuego de

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la sabiduría descienden en un Pentecostés ma-ravilloso y terrible... ¡Transcurrirán siglos, mássiglos, y ciencia nueva florecerá en las ruinas dela vieja, y las magnas soledades del mar y delas sierras se dorarán de alegría de sol, recibiránla nevada pureza de la luna, como en el primerinstante de la vida, como en el primer momentode desnudez de la Eva bíblica! ... Y esa impresión de la serenidad, de la ino-cencia de lo primitivo, que da el paisaje, se apo-deraba dulcemente de Félix; y un raro enlacecon la belleza del eterno femenino le abrasaba;y le hacía incompleto y necesitado, aun en lasoledad campesina de que tanto placía. La torre cuadrada y ruda de Posuna subía alcielo, prorrumpiendo de la viciosa pompa delos cerezos, y parecía más vetusta entre los ver-des árboles, y llena de la gracia de la tarde. Félix quiso llegar a Posuna. En seguida pensóque si fuese no vería lo que ahora deseaba porremoto.

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Hallábase en medio del valle; y a la izquierda,en tierras de infiesto, descubrió una casa gran-de de labranza, donde había alborozo de gen-tes. Eran las únicas en toda la tarde; y le atraje-ron. Danzaban mozas muy mudadas, vistosasde basquiñas y pañuelos; en el portal, los an-cianos rodeaban a un grupo de señores. Ya cer-ca de la heredad, todos se aquietaron y le mira-ron calladamente. En la era retozaba bravío,como una res, un hombre astroso y viejo, undios Pan de antes, hogaño un mendigo de loscampos, los más andariegos y miserables; deésos que se cubren con sacos, con zaleas y co-men lagartos y langostas de los rojales, comoJuan el Bautista. Y ese hombre, saltando y au-llando, vino sobre Félix. Tenía un pie doblado ypisaba con una pasta encallecida de dedos; lle-vaba un brazo encogido junto al pecho y la ma-no le colgaba seca; y la otra, enorme y garruda,se tendía suplicante. Su boca se torcía con mue-ca de cadáver siniestro, pero sus ojos húmedosmiraban implorando. Sus

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mejillas estaban exprimidas y angulosas depadecimiento, y una maleza gris, rala y ásperacomo el esparto, le ocultaba la desdentada bo-ca; el cráneo era estrecho, rudo, intonso, conrodales de calva. Daba compasión y miedo.Más que gritar, ladraba, gañía. Y como su ves-tidura, de arrapiezos y piel de cabra, estabadesgarrada, se le veía la trabazón esquelética delas costillas inflándose, reduciéndose por elresultado de la danza y de su quejido de bestia. Un labriego, gordo y risueño, le dijo a Félix: -No tenga susto, que no hace nada. Es que esmudo y bobo. Yo me creo que le toma por otrode porte a lo caballero que lo socorría. Era deLa Olmeda, y le decían don Guillermo. Félix puso algunas monedas en la mano lisia-da del mísero. Entonces el imbécil principió a corcovar frené-tico, al lado de las mozas. Y todos, con las pupi-las relumbrando de codicia y envidia, le decían: -¡Anda, galopo; el señor te dio de plata la li-mosna!

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-Pues el cuñado y la hermana se la beberán enla venta, porque son como son. Esto balbució una voz oscura y vacilante. Volvióse Félix, y halló a Koeveld, a su esposa,siempre entristecida, y, en medio, la crasa yaltiva madre Giner. El recuerdo de la mañana anacreóntica, y suardiente prurito de alegría y amor, deshicieronla cortedad de Félix, y acercóse al portal, gano-so de ser admitido en la confianza de estos po-bres corazones. La mujer de Koeveld hizo un movimiento detimidez y huída, y puso su mirada en el esposo,que devolvió torvamente el saludo del román-tico. La madre le recogió con risica helada yperversa. Contristado, Félix se apartó. Todos le miraban. Internóse por el oleaje de los trigos; los hendíasuavemente, y a su espalda susurraban las es-pigas al cerrarse. Después, cruzó un eriazo se-guido de bancales de viejo olivar; y estaban susfrondas tan calladas, tan quietas, y había tan

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grande calma, que le parecía hallarse en sitiocerrado y hondo. Apareció el suelo de peña, yluego mullido de pastura, y vio los chopos ribe-reños, joviales y trémulos, y encima el azulmagnífico, un cielo de felicidad. Félix se recu-peraba a sí mismo. Le enternecieron los chopos,árboles solitarios aunque los viera entre mu-chos. Llegado al río, se acostó en la margen ybañó su boca en la silenciosa corriente. Quedó-se tendido, sin enjugarse, dejando las manosque acariciasen la intimidad de la hierba. Seescuchaba el pulso de su carne, el latido crista-lino de las aguas, los besos de las hojas; veíaque el cielo subía leve y pálido, y a veces bajabatoda la azulada cúpula cerrándole los párpadosdulcemente. El verde regazo de la ribera le lle-nabade olor; y él imaginaba el de su madrina, el dela esposa de Giner, y las matas que se mezcla-ban con sus cabellos las cambiaba por las ma-nos de su prima y de Julia. Amaba la soledad;

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la habitaría siempre, pero necesitaba, al menos,de la reciente impresión de la mujer. No pudo seguir inquiriéndose. Había sentidoen su mano izquierda una gota de frío intenso ygelatinoso, un ruedo de frío, un beso de fangoespesado que se le adhería, que se le agarrabaviscosamente, esparciéndose. Alzó la mano yvio una masilla blanda, reluciente, oleosa, elcorpezuelo de un caracol, pero desnudo, quita-da la corteza; era una humilde babosa engen-drada en la humedad. Y esa gota de limo palpi-tante se le entregaba. Pues ¿qué resistencia, quédefensa tenía este delgadísimo ser contra undesignio de crueldad o una alma distraída?Juntando y oprimiendo levemente los dedos lofundiría, lo acabaría... Y Félix los puso encimadel pobrecito molusco, y recogió el pulso, lasensación de su vida. Y se contuvo. No sentíapiedad y no mataba. ¿Sería por mandamientode una moral ya hecha carne, fisiológica,transmitida ciegamente y traducida en un pactocallado, y ya ingénito, de las voluntades fuertes

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para consentir la vida de lo débil? Esto de unpacto volitivo y evalagradó mucho a Félix. Y después que lo admi-tió, contempló enternecido la pegajosa y menu-da limaza. ¡Oh, sin sangre, sin huesos, sin ner-vios, la mísera! ¡Si se le figuraba que volvía él acrearla! ¡Y aunque era nada más que un caracoldesnudo y tirante, Félix lo miró sonriendo, lomismo que hizo Dios complaciéndose en Adándesnudo y todavía limpio de pecado! Mucho se recreara en ese actor de amor y ensu criatura, diciéndose que qué sería del hom-bre sin estos venturosos tránsitos de sencillez ypureza por los que parece que volvemos a lasantidad de los primeros instantes de la vida oasistimos a la resurrección o florescencia de lasemilla del bien y sentimos nuestro íntimo en-lace con el alma universal; pero se distrajo detan escondidas filosofías porque oyó un gemi-do. Volvióse hacia toda la tarde, que estabaacabándose. Declinaba el crepúsculo. ¡Oh Se-ñor!, ¿por qué, para sentir estas lástimas y ter-

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nezas, necesitamos darnos enteramente a latierra, a la melancolía de un río y techarnos decielo y sentirnos amados? Cruzó por toda lavera otro canto quejumbroso. Llegaba de lasmontañas; y desde el olivar respondieron másgritos desoladores. Eran los autillos que se lla-maban, y saludaban la noche. Félix pasó las mieses; miró hacia el cielo. Laprimera estrella, muy pálida, muy hundida,apareció sobre su frente. Pronto vislumbró de astros todo el espacio. Detúvose para verse rodeado de la estrelladanoche. Y fue tan penetradora su delectación,que sintió un estremecimiento dulce y frío entoda su espalda. ¡Es que estaba solo; se habíaperdido en el inmenso y oscuro valle, bajo losfantasmas de los olivos! Pensó en Ulises, enDante, y luego se le apareció el Hidalgo de laMancha. Tuvo que reírse, porque ¡Señor, si noera verdad que se hubiese perdido! Caminandoderechamente hallaría la masía de Giner, y ro-

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deándola y subiendo hacia la izquierda, estabala senda de La Olmeda. Y ya caminó con interior reposo y llaneza,como cualquier diputado Ripoll. Repentinamente se detuvo empavorecido; elcorazón, las sienes, los oídos le latían con tantoestruendo, que sintió el vacío del silencio de lanoche. Ladraba un perro feroz, espantado; y unasombra negra de diablo o cabrón, corcovandosobre el fondo de horizonte estrellado, echóse alos hinojos de Félix, y tomándole las manosdejó en su piel un beso, un vaho cansado yhúmedo. Después levantóse y comenzó a saltarmonstruosamente; bajo sus pies crujían que-brándose los rastrojos. Félix gritó, suplicante. Gimieron las puertas de la masía, y una vozdijo: -¡Ah buen señor, no tenga susto, que es el bo-bo! Ahí lo tiene, que de agradecido y contentoaún no se recogió por aguardarle.

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El mendigo jadeaba que daba espanto, y susquijadas convulsionaban con tanto recio tem-blor como si fueran a desgajársele. Félix le tomó del brazo, y subieron por el hos-co y quebrado sendero de La Olmeda. Su manorecibía el sudor y toda la frialdad y flaqueza delmendigo, que andaba retorcidamente, abaján-dose por la pierna encogida, y mirándole, ymirándole, sus ojillos le relucían inquietos yhúmedos. Pasada la huerta de placer de Koeveld, soltóaquel brazo que le había helado su mano; pare-cióle que empuñó un hueso, un resto descarna-do, suelto, roto. Aspiró con avidez la perfumada frescura delos nogales. En la paz de los barrancos y oterosse derramaba y ondulaba la canción de los rui-señores de La Olmeda. Y de súbito, entre los negros montes resonó elgrito de su nombre. Le llamaban; le buscaban.Y Alonso surgió de las tinieblas.

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-¡Ay don Félix, don Félix! Le dijo que la señoraestaba acongojada, que había encendido cirioscomo en las tormentas porque ya le creían per-dido o despeñado. Volvióse y descubrió la figura del lisiado. -¿Y éste fue su guía? ¡Largo! Su risa también la repitieron las montañas. Ycomo Félix confesase que se lo llevaba al casal,Alonso dio un fuerte empellón al pordiosero,que gimió aullando. Alonso inclinóse al camino para coger piedras;y el miserable, que lo sabía como los perros delos campos lo adivinaban, brincó espantosa-mente y huyó. Félix quiso llamarle; le gritaba. Retrocediópara buscarle; y al verlo el mendigo, temió ycorrió más. Esa noche, Félix tuvo un sueño de un hombrehirsuto y cojo aplastado de piedras, de un pollodesplumado y cornudo, y una paloma blancadegollada por un feroz cuchillo de cocina, y

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todo rodeado de la hermosura y alegría de lavida.

XIII. Al lado de Isabel

Don Eduardo no dejó que Félix reposase unmomento. En seguida que vino se lo llevó paramostrarle todo el edificio, que era grande, enca-lado y alegre, con su reloj de sol de relucienteestilo en el hastial, encima de la placa del Sa-grado Corazón de Jesús, que dice: "Reinaré". Los lagares, la almazara y los trojes entusias-maron a Félix. Y su tío, sonriendo beatíficamente, repetía: -¿Qué te parece? ¡No es posible negar que elSeñor ha bendecido esta casa! ¡Yo creo que sisembrases rujillo saldría rubión o candeal! ¿Hasvisto el aceite? Dime si el de Andalucía tienemás transparencia; sabe a manteca fresca. An-da, haz el favor de probarlo; moja el dedo.

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Félix tuvo que hundir el dedo en una relucien-te panilla, y lo chupó. -¿Qué te parece? -Que sí que sabe a manteca fresca de vaca. -¡De vaca, no, hijo mío! ¡De cerdo, de cerdo! Pero lo que alborozaba a Félix no era precisa-mente la abundancia, sino el olor de granja, deferacidad, y la amplitud; hasta los sarmientos ypiñas que se secaban al sol de los corrales leaumentaban, mirándolos y oliéndolos, el delei-te y sensación de lo rústico. Estas tierras suaves, gruesas, que mostrabantodo el regocijo de la luz recibida en su llanuratenían la sencillez y mansedumbre de su due-ño. Parecían nuevas, recién salidas de las ma-nos de Dios, según diría doña Dulce Nombre.Es cierto que más le impresionaba el paisaje deLa Olmeda, cuya fragosidad y la vejez y umbríade sus muros le presentaban tiempos antiguos,y en su grave silencio remansaban sombras,voces, toda la vida de los suyos ya muertos.

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Isabel los buscaba. Vestía de rosa, y estabadorada del aire y sol campesinos; sencilla, fuer-te y hermosa, apenas recordaba a la doncellitadelgada y tímida de la vetusta casa de Almude-les. Félix casi la desconoció; y, contemplándola, ledijo: -Hay en ti rasgos de mujer oriental, de hebrea,de la Virgen María. Estás llena de gracia... Turbóse su prima como si también oyese alarcángel Gabriel. -¡Sí, sí; tú podrás rezarme toda el Avemaría;pero si yo no hubiese venido, caminito llevabasde dejarme sola toda la santa mañana! ¡Y cuán-to habláis los hombres no estando a nuestrolado! -Ahora -le contestó su primo- llévame al sitiopredilecto de tu heredad, que yo hago promesade decirte todos mis pensamientos. Y don Eduardo vio pasmadamente que el de-monio de Félix cogía las manos de Isabel, ysalieron corriendo como dos criaturas. Doña

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Constanza no lo hubiera autorizado; pero él sí,porque..., claro..., vamos..., no sabía por qué. Yenternecido, los miraba alejarse bajo el verdepalio de los cerezos. La carrera estremecía el gracioso busto de ladoncella y le encendía bellamente la faz. Susrizos, negros y espesos, aleteaban como golon-drinas bulliciosas, que ella aquietaba soltandouna mano de las de su primo. -¡Pero, Félix! ¿Dónde quieres ir? -¡Es verdad! ¿Dónde íbamos? Tenía tu manocomo si fuera la de una hermanita... En tu casade Almudeles, delante de doña Constanza, note hubiese mirado tanto, y nuestro parentescono habría pasado de primos... Y ella le repuso, enojada y triste: -¡Sí, muy hermanita; pero aquí estamos mipadre y yo solos más de diez días, y hoy es elprimero que nos vemos! ¿Es eso de buen her-mano? Félix saltó una acequia de agua traviesa y cla-ra, y luego la auxilió para que pasase. Eligió un

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mullido, espeso de hierbecita y rubio de al-humajo, de un pinar cercano y joven, y, mirán-dola en su mirada, dijo: -Yo, Isabel, no te he olvidado... ¿No lo crees?¿A que tú no recuerdas nuestras palabras cuan-do nos despedimos, y yo sí? Te dije: "¡Qué pocote he oído!" Y entonces tú contestaste: "¡Y yo,qué poco te he visto!" Isabel, que parecía distraída jugando con pe-drezuelas dentro del arroyo, removió el aguaaplaudiendo gozosamente. -Sí, es verdad, Félix... ¡Y yo también me acor-daba!... Entonces, ¿por qué no has venido? -¡Si no lo sé! Lo deseaba desde que supe queestabais aquí, y todavía más porque doña Cons-tanza y Silvio no habían vuelto de Valencia. Yesta noche me he despertado muchas vecesdeseando el día para venir. Hoy creo que erestú sola la única mujer en toda la tierra; y todo loque veo está lleno de tu figura y de tu vida.

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Ella había sacado sus manos de la corriente, yse las enjugaba muy despacio en la orilla de sudelantal. -¡No me hablas, ni siquiera me miras, Isabel!Te has mustiado repentinamente, como en pre-sencia de doña Constanza. Alzó Isabel sus ojos, y recogió dentro de suvida la imagen de Félix. Tomaba su mirada lasensación de aquella figura, guardándola en eseíntimo sagrario que está escondido para noso-tros mismos. Aquel hombre tenía transfigura-ciones que la asustaban. Rubio, encendido desol, fuerte, audaz, resplandeciéndole los ojoscomo preciosas esmeraldas de una imagen deoro de ídolo; sonaba su palabra trémula y dul-ce, y sus labios eran de fuego, y prometían de-leitosa frescura... ¡Oh, el hombre de belleza deLucifer, el compadecido de su padre, y notadoy temido de peligroso! Y la doncella se lastima-ba de sí misma, sintiendo que él era el fuerte yella la débil y amenazada. Pero luego Félix,hablando o contemplando en silencio lo remoto

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del paisaje, descaecía y se apagaba; los fastuo-sos ojos de dios parecían de santo mártir, deniño enfermo que presiente, que pregunta, quemira como si hubiese visto el paso de un aciagofantasma o de ángel siniestro; su boca estabacontraída y amarga, ysu frente, muy pálida, muy triste... Y entoncesIsabel recuperaba su fortaleza; era la poderosay se apiadaba de la fragilidad de esa criatura,tan distinta en sus alegrías y en su languidez deinfortunio, de Silvio, de su confesor, de su pa-dre, del señor notario, de todos los hombres. Los rodeaba la mañana campesina en su pleni-tud de sol, azul y silencio. Parecía escucharse yverse el pulso secreto de toda la vida en el aguadel manantial que saltaba gozosa, en la tiernaespesura de la vega, en los pinares, que al reci-bir la lumbre lozaneaban opulentos y jugosos,como después de la lluvia, en las montañas,sumergidas dentro de blancas y finas llamasdel día.

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Recogida humildemente encima de su otero, ala sombra del cerezal, dormía la aldea de Posu-na, y desde el fondo de su silencio subía comouna flecha sonora el bizarro cántico de un gallo,o iban brotando las horas de la torre y se de-rramaban por toda la llanada. Desde el casal les gritaron que fuesen. Ellos semiraron hasta en la hondura de sus corazones. Y de súbito la mirada de Félix llenóse de júbi-lo, y quitándose su blanda americana y desnu-dándose los brazos hundió su cabeza de oro enel manantial. Riéndose, le gritaba a Isabel quele imitase. Ella consintió, y el agua se regocijóen espumas, y prendió de aljófares sus cabellos,lloviéndole por su frente y sus mejillas, quemojadas daban transparencia de nácar. Los dos se secaron en la fina batista del delan-tal; Félix lo aspiró como si fuese un pomo derosas, y con su aliento entibió el frío de lahúmeda tela... ¿Por qué entonces se entristeciósu alma y le desbordó el recuerdo de doña Bea-triz llena de luna, blanca, llorando?

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Cuando se volvieron estaba parado delantedel portal un viejo carro cosario. Bajaban uncofre de piel reluciente de cabra barcina, y ata-dijos y cestos, y después aparecieron doñaConstanza y Silvio. Corrió Isabel a recibirlos. Félix abrió el varase-to de la huerta y perdióse entre macizos de da-lias. Sobre el intenso cielo surgían los tirsos delas malvas reales y los girasoles, que inclinabansus enormes onzas como cabezas pensativas.Oía la hervorosa estridulación de las cigarras, elsonar de las colleras de las mulas, que le mira-ban y entornaban resignadamente los grandesojos, esperando al amo. Arriba, en la solana techada por una vid, pam-panosa y vieja, conversaban y reían. Isabel lellamó, y él, violento, le dijo que se marchaba aLa Olmeda. Tuvieron que bajar su prima y tío Eduardo. Sequejaron; le riñeron tiernamente, no compren-diendo ese antojo. Cuando subieron hízose do-ña Constanza muy pasmada y dijo:

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-¡Por Dios, que este mozo se ha hecho fuerte ymoreno como un labrador! Y Félix casi no le pagó el saludo, porque sedistrajo mirando una hormiga enredada en lassutiles mallas de la albanega de la señora. La cual, terminada la comida, retiróse a sudormitorio. Su hermano, Isabel, Silvio y Félix,después que tomaron un licor de hierbas hechoen la heredad, salieron por un camino orilladode cerezos muy copudos. Llegarían todos aPosuna, y aquí se separarían los dos postrerospara volver a La Olmeda. Pasó una labradora seca, abrasada; las meji-llas, sumidas; los ojos, sepultados; los labios,funcidos; tenía fijo el visaje que da el mirar lacruda luz de los horizontes levantinos, y lacrispación, la mueca que plasma el constantepensamiento en pesadumbres. Sus pechos eranlisos, su vientre, hinchado por abandonos ytrabajos de una maternidad insaciable; y bajo elruin zagalejo asomaban desnudas las piernas,renegridas, leñosas. Llevaba un paraguas viejo,

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enorme, pardo, sin puño. Estos paraguas casinunca tienen puño, y su mutilación dice gran-des miserias. Han estado muchos años en lasfrías cámaras de una casona, entre cueros deaceite desgarrados y arcaces y cedazos rotos;una araña tendió sus nieblas por el varillaje;hasta que un día, una anciana señora, descolo-rida, enlutada, lo recuerda, y dispone que lobajen. Ve el paraguas polvoriento, sin puño;nada más le queda la tuerca y dos agujeros co-mo dos ojos vacíos. Lo aspira; huele a vejez, avida marchita, y lo da a lafamilia labriega. Todo lo imaginó Félix, y luego, mirando a lamujer, dijo: -Estas mujeres campesinas no tienen edad,como su quitasol no tiene puño. Son todas lomismo en estos contornos. -Pues ésta sí que la tiene, y muy poca -le repu-so Belita-. Yo la conozco; aún no llega a lostreinta años y es muy desdichada; su marido estuerto, enfermo y feroz.

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¡Joven aquella mujer tan dura, tostada, pomu-losa, y cuyo recio esqueleto amenazaba aguje-rearle la piel grosera como de tierra de los bar-bechos!... ¡Y fue dotada de sensibilidad para lasternezas y el deleite de las mujeres blancas,fermosas y exquisitas! Estas simples imaginaciones herían a Félix conagudo filo. Se pasmaba; decía que aquello erainjusticia. Sus primos y tío Eduardo le contem-plaban admirados de su admiración; le sonreí-an, pero se sobresaltaban de lo raro de esehumor. -¿Comprendéis vosotros una estrella de figurade tubo y negruzca? ¿Habéis visto, ni aun enanimales inferiores, que se deformen tan angus-tiosamente por el sufrimiento¿... ¡Yo no lo hevisto! -Félix, hijo, ¡y qué le vamos a hacer! ¿Y eso teespanta siendo tan natural? -¡Tío, por Dios, no blasfemes sin querer! -¡No, hijo, si yo lo decía por... claro! Mira, miraesas alfalfas; ocho veces se siegan. Las de La

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Olmeda y todas las de este contorno no pasande seis. Félix no le atendía. Volvióse a su prima; la viovestida de blanco, sencilla y grácil como lasflores; ¡así debieran ser todas las mujeres, fra-gantes, delicadas y dichosas, sin arrugas en laseda de su frente por pensamientos de codicia ode agobios! Quedóse solo delante. Y los demás decíanmuy callando: "¡Es como él! ¡Tiene las mismasquimeras del muerto!" El camino se retorcía, y apareció el río, hondo,encendido, rápido, que allí daba fragor de mar,como si no fuese el mismo río somero y silen-cioso que azuleaba sosegadamente por el llano. Cerca había un molino harinero, con sombrade blancos álamos que semejaban candelabrosde plata movediza. Por encima volaba, rodean-do, un bando de palomos. Quedóse el pueblo a la diestra, apretado, roji-zo y hórrido.

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Cruzaron un puente de arcos ojivales; entresus piedras viejas, morenas de humedad, re-ventaban bravíamente las ortigas; todo se co-piaba, dorado y trémulo, dentro de las aguas,en las que parecía emerger el pasado; y el río, lapuente, las orillas espesas de cañar, de mimbresy carrizos, todo tenía una belleza arcaica y evo-cadora. Por la otra vera subían en gradas los maizales,resaltando el enjalbiego de las masías, con susfrescos y gentiles chopos. Después se extendíael cerezal, envolviendo torrencialmente la al-dea, coronada por los cipreses del Calvario. Cuando se apagaba el trueno del río surgía unhervor de espumas y el antiguo, triste y pesadoruido de las viejas muelas de la aceña. El campo y toda la tarde se abismaban prontoen un infinito silencio que se oía. Dentro de esapaz caminaron juntos Isabel y Félix; ella mirán-dole y no sabiendo que lo miraba; su padre ySilvio conversando de saltos de agua y de susempresas eléctricas. Pero don Eduardo había de

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callarse porque, con frecuencia, Silvio, quedá-base imaginativo y sin decirle palabra. Se distanciaba, se esclarecía la arboleda, y vio-se un sendero y un rudo cercado con puertecitade maderas desclavadas y podridas, y encimauna cruz. Seis cerezos grandes, centenarios,entraban su verdor descansando las ramas enlos muros. Destocóse don Eduardo; Silvio, también. Isa-bel se persignó. Era el cementerio de Posuna; la tierra estabacubierta viciosamente de hinojal y malvas queocultaban las cruces. Había olor de jugos deverdura. En un rincón florecían dos varas deazucenas y una llama de amapolas, rodeando laúnica losa: era la sepultura de una carmelitaque pasando al convento de Almudeles murióen la aldea. Las ramas de los cerezos, ensangrentadas defruta, pasaban doblándose sobre la frente deFélix. Levantó las manos para acercarlas, y tío

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Eduardo le pidió que no lo hiciese, que no co-miese cerezas. -¿Que no las coma? ¡Pero si son gordas y muymaduras, y ya están frías, lo mismo que si ama-neciera! -¡No importa, Félix -añadió Isabel-; mira queson de cementerio! Accedió su primo, y se apartaron por el cami-no del Calvario. Entre los cipreses paseaba el párroco, gordo,velludo, con alpargatas, solideo y sombrilla, yun hacendado de Posuna, hombre seco y alto,antiguo amigo de don Eduardo y de todos losValdivias; el cual apenas los vio llevólos a sucasa para agasajarlos; y de merienda les dioleche, manzanas y rebanadas de pan, moreno ytierno, con cundido de arrope. Era de condiciónpacífica y devota, y dueño de casa grande, demucho olivar y viña. Para que Silvio y Félixllegasen antes y descansadamente a La Olme-da, ofrecióles un jumento y un hermoso caballoblanco, de limpias crines y pomposa cola, lus-

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troso y gallardo como el que pintan en la apari-ción de San Jaime. No lo quiso Silvio, prefirien-do el asno, y la briosa bestia quedó para suprimo. Acaso nadie vio la mirada de entristecimientodel hijo de doña Constanza al sorprender larendida de Isabel ante la sencilla gentileza deFélix, que reía gozoso del ímpetu y fiereza desu cabalgadura. Félix la regía y domeñaba sa-biamente, aguijándola, conteniéndola. Y al finla dejó libre; y caballo y caballero, blancos, lu-minosos del fausto y resplandor del ocaso, seperdieron gloriosamente entre el polvo, el sol yla arboleda del camino. Sosegado como un prior de viaje, seguíaleSilvio. Lejos se reunieron, prosiguiendo juntos, muydespacio y callados. Miró Félix a su primo, y lastimóse de su apo-camiento. La bestezuela y el hombre semejabanmustios por una misma meditación y pesa-dumbre. Y le dijo:

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-¿Es posible, Silvio, que nunca los hombres,aunque caminen juntos, como nosotros vamos,hayan de pensar y sentir igualmente? Lo digoporque cuando yo estoy desamorado, hosco,insufrible, tú andas solícito, tierno y cordial.Ahora que siento comezón de gritar, de reír, deexpansionarme, acaso por los buenos dejos deeste día, sin acordarme de los desabrimientosde tu madre, tú, ni levantas los ojos, postradode no sé qué negras ideas. -Mi madre no te aborrece; es que me quieredemasiado, y se piensa que tú me perjudicas. Yyo, yo no tengo ninguna negrura de ideas... Otra vez siguieron la jornada silenciosos. Y alcabo de un buen trecho fue Silvio quien hablómurmurando como una moscarda: -Viniendo de Benferro a Los Almudeles, su-bimos a un departamento donde había dos se-ñoras que te nombraron mucho... -¿A mí?

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-A ti, a ti... Yo las miré; ellas también se que-daron mirándome; entonces mi madre quisoque nos apartásemos a un rincón... -Pero, ¿cómo eran? -Como no son las de Almudeles ni las de Va-lencia; ya ves, Isabel, que te parece tan hermo-sa, pues... nada, no es nada en su comparanza...Y te nombraron; era a ti. -Silvio, ¿quieres a Isabel, y por eso te enojóque yo hablase tanto con ella? Dímelo... Silvio pretendió reírse, y sólo hizo una muecadesdeñosa. -¿Que si quiero a Isabel¿... ¡La quiere más mimadre! Y volvieron al silencio. Silvio no lograba olvi-dar a las gentiles damas del tren que pronun-ciaron el nombre de su primo, ni la visión delblanco huracán del caballo y Félix, que emocio-nó a la doncella. El despecho y la rudeza de esa alma, siempretan humildosa, afligía al romántico. Volvióse ala dulce memoria de su prima, y parecióle que

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lejos, bajo el cielo constelado, se abría una florllena de fragancia para recibir su pensamiento.Toda su vida y toda la noche estaban purifica-das por la milagrosa presencia de esa virgen.Recordaba hasta las matas de los senderos queella había pisado. Se imaginó viviendo con Isa-bel en estas soledades, amándolo todo en ella...Y el espectro de tío Guillermo se le aparecióinteriormente, conturbándole... ¿Y él era impe-tuoso, delirante como su padrino, y se regalabatrazándose un sosiego aldeano semejante al del"caballero del verde gabán"¿ ¡Nunca, nunca lohubiera apetecido Guillermo, que pasó por lavida, hendiéndola como un águila, como unarcángel trágico! El espectro se le apartaba, sedesvanecía... Lo confesaba: él no era como esehombre genial y desventurado... Y sintiéndoselibre, solo, señor de sí mismo, gozaba de alti-vez... ynublábase de tristeza, queriendo arrancar desus entrañas la compañía del muerto. ¡Qué pa-decer, Señor!

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Cerca ardían los zarzales y gramas de un riba-zo. Las llamas enrojecían la noche, alumbrandosiniestramente la casa de labranza de Giner. Porun muro danzaba y se rompía un horrendofantasma de sombra; y surgió el mendigo lisia-do, que se allegaba para pedir a los caminantes.De pronto huyó gesticulando, bauveando... -Félix, ése te tiene miedo... Salieron gentes; en las habitaciones altas sealumbraron las ventanas, y apareció el matri-monio Koeveld. Doblóse de tristeza el corazón de Félix. ¡Nosólo le huía el vagabundo; también se le aleja-ban esas dos pobres almas, hasta abandonar surecogido huerto de la hoz! Volvióse a mirar la masía. El humo de lashogueras, espeso y blanco, volaba anchamente,esparciendo el rubio maíz de las chispas... Se hundieron en la quebrada de La Olmeda; yal pasar junto a la quinta, que Félix imaginabaen abandono, recibieron la inesperada luz detodos sus balcones. En el portal había dos acé-

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milas brumadas de equipaje. Ladraba feroz-mente el perro desorejado. Dentro, en la casa,resonaba un alegre vocerío...

XIV. Nuevo estrado de amor

En tanto que Félix acababa de vestirse, comen-taba con mucho donaire la blancura de tíoEduardo y la rigidez de doña Constanza. Tía Lutgarda, que le escuchaba con embele-samiento, le dijo: -¡Llegarás a quererla tanto, que no podrás se-pararte de esa señora! Riéndose y ciñéndose el lazo de la chalina,acercóse Félix a la ventana. Llovía delgadamente. Sobre los cónicos almia-res, recién dorados por la mollizna, cruzó eldardo de un halcón. En la fronda, remozada,tierna, olorosa, gritaban escondidos los pájaros. Fueron al comedor, y Félix y Silvio desayuna-ron presididos por tía Lutgarda.

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De repente, encendióse la mañana. La anchamasa patrimonial tornóse rubia, como si en losmanteles se hubiese volcado un tesoro o un hazde mieses maduras. Era el gozoso sol de junio,que había traspasado nubes y boscajes y pene-traba hasta en el alma de Félix. Cuando los dos primos salieron, ya estaba elcielo limpio, joyante, de un azul nuevecito yhúmedo, como el verdor de los árboles quegoteaban la lluvia pasada y retenida. Silvio se marchaba a Los Almudeles para en-tender de los negocios de tío Eduardo, a cuyaheredad regresaría por las tardes. Félix sólo leacompañaba hasta las colmenas. Detrás iba elhijo de Alonso, llevando de la jáquima una bo-rrica, mansa y preñada. Ya cerca de El Retiro, vieron a un rapaz queles preguntó por el señorito de La Olmeda. Fé-lix le indicó a Silvio; el cual, dudando, dijo: -Pero, ¿es a mí o a él? Repuso el muchacho que el recado lo traíapara el de La Olmeda. Y como Félix insistiese

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en su calidad de advenedizo o forastero, ade-lantóse su primo hacia el huerto de Koeveld. Los otros quedaron aguardándolo bajo losálamos del río. A poco, oyó Félix que gritaban su nombredesde la finca. ¿Pues para qué le querrían¿... Nosería el hosco y celoso Giner, que estaba en suhacienda del llano; y recordó, entonces, queviniendo de la aldea hallaron El Retiro muyalumbrado y bullicioso. De nuevo le llamaban. Subió Félix. En la escalera, clara y diminuta,flotaba un tenue perfume que acabó de alejarlela imaginación de Koeveld. Hallóse a Silvio, que bajaba. -¡Era a ti, era a ti! Y cuando pisó el último peldaño, Félix exhalóun grito de suprema felicidad. -¡Madrina..., madrina! Doña Beatriz le abandonó sus manos, son-riéndole calladamente. -¿Y Julia?

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-Aquí la tienes, también... Y se derramó, apasionada y dulce, la risa de ladoncella. Como el goce es siempre bueno y piadoso,Félix recordó enternecido la soledad del hijo dedoña Constanza, y quiso que lo buscasen. Salieron al balcón y le gritaron que viniese. -¡No era a mí nada más, Silvio! Es fiesta paralos dos; comeremos juntos... ¡Ven! Y vino Silvio, aunque reacio y todavía fosco delos celos padecidos. Las bellas forasteras le aco-gieron con tan sencillo agrado, que la cohibidapalabra del señorito lugareño se fue desatando,y su encogimiento y sofocación trocáronse endemasiada campechanía. Beatriz y Félix se apartaron en el saledizo delbalcón. -¿Qué piensas, qué crees viéndonos aquí? -¡Yo, ni siquiera creo que hayáis venido! -¡Qué cortedad tiene la mirada de los hom-bres! Lo digo porque mi viaje estaba decididoantes que tú lo desearas. Nuestra ruta era Va-

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lencia, y luego estos campos. Yo temí que losupieras por la llegada de la madre Giner. Conella hablé y ella concertó con su hijo que nosalquilasen este huerto. -Pero, ¿y Lambeth, lo sabe? -Lambeth deseaba este veraneo, y casi fue élquien lo propuso a Julia. -¿Que él lo deseaba? -exclamó pasmadamenteFélix. Doña Beatriz desvió el diálogo, diciéndole: -Más de un mes hace que nos separamos, ysola una carta me has escrito, nos has escrito,Félix. Prometías muchas, y nos llamabas... -No; la llamaba a usted, nada más que a usted,"madrina mía". Se miraron. Y Félix no vio en sus ojos ni en suboca a la mujer poseída, sino a la dama veladay codiciada. -¡Después, Félix, no llegaron más súplicas! -¡Si no sabía vuestro paradero! -Yo no podía decírtelo, porque... estaba enAlmina, preparándolo todo para nuestro en-

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cuentro... Mira, Félix, no sosegaba de alegría ytemor. Tuve miedo de... morirme, sí, de morir-me antes de llegar. Se contemplaron; y ahora sí que vio él la bocabesada y los ojos besados. -¡Por Dios, basta de coloquio! -les gritó Julia. -¡Pues qué! ¿Vosotros estabais mudos acaso? -le replicó Félix entre risas y enojos. -¿Te supo mal que hablasen tanto? -le dijoBeatriz mirándole intensamente. -¡Madrina!... -y apresuróse a llevarla de la ma-no a su asiento. Fué el almuerzo de mucho primor y júbilo,aunque Félix comió algo callado y poco. Encambio, Silvio, que al principio sentíase violen-to de la presencia de su primo viendo en éste alantiguo y preferido, se animó luego por la ale-gría y llaneza de Julia. Estaba inflamado, des-bordante de regocijo y de manjares. Habló delcampo y de sus gentes. Le preguntaron si habíaparajes de mucha altitud donde hacer agrestesexpediciones. Silvio dijo que lo más hermoso

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era "Cumbrera de Nieve"; él nunca había sub-ido; desde la ventana podían mirarla. Y se le-vantó mondando un ala de gallina y con la ser-villeta atada al macizo cuello. Detrás de las montañas orientales vieron lasierra famosa, lejana, fina y azul, escondiéndo-se, penetrando en el cielo. Servían el dulce cuando vino Alonso, que traíaun recado de urgencia para Silvio. Hiciéronle subir, y antes de hablar estuvo ellabriego avizorándolo todo menudamente y sepasó por su labio, gordo y rasurado, una len-gua pesada, ancha y brutal. Doña Lutgarda preguntaba a Silvio si habíaolvidado el ir a Los Almudeles; y le advertíaque al retorno se quedase aguardando en Po-suna a la familia, pues anunciaron su visita a LaOlmeda. Silvio se puso rojo; inclinó la mirada; todossus rasgos, tan exaltados, se aquietaron. Parecíahallarse delante de la señora-madre. Tartajean-

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do, despidióse, y en su frente, corta y morena,se hizo un recio oleaje de arrugas. Y cuando, más tarde, pasaba, desmañado ca-ballero en su borrica parda y preñada, conmo-vióse de envidia y de vergüenza, recibiendo elsaludo de Félix y sus amigas, que estaban sola-zándose en la umbría de un parral. Después de sabroso coloquio, recordando lastardes en el huerto de Almina, abrió Julia susombrilla de seda, dorada como el heno madu-ro, y alejóse por el sendero de la ribera. Solos Félix y su bella madrina, quedaron si-lenciosos, recogiendo todo el aliento del paisaje,contemplando juntos. -¡Qué distinto eres de Silvio y de todos! Félix la miró inmensamente, y le dijo cerca desus sienes: -¡Déjeme..., no; déjame que sea egoísta; nohablemos sino de nosotros! Toda mi alegría,¡más que alegría!, mi exaltación de sentir, devivir, recibida por tu llegada, comienza ahora acomunicárseme por toda mi sangre... ¡Tenerte

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libremente, y aquí! ¡Qué nuevas hermosurashay en los árboles, en las montañas, en el azul,y hasta en las hierbas humildes de ese caminoque se alborozan bajo la gracia de una gota desol! Y Félix le tomó las pálidas manos, y besó susdedos y sus sortijas, y en una llama amatistapuso un beso muy lento que empañó la joya. -¡Eres mi prelada, madrina mía! Silenciosa y trémula, Beatriz le sonreía conentristecimiento. Félix sacó de su cartera el trocito de pan, tanolvidado, que mordiera en el tren. -¿No lo recuerdas? Te lo quité la mañana quenos despedimos. Durante el viaje, ha sido miviático de amor, y no lo comulgué del todo pa-ra no quedarme sin nada. Ahora, sí, porque tetengo, besa y come también de tu reliquia. Ella quiso rechazarlo. -Sí, sí; tú también. Es una rareza; es como verque te besas a ti misma y es para mí como unatentación contenida, para luego colmarla, go-

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zarla más; ¡tener tu boca y besar y morder estepan seco que pudo hacerse tu carne! -¡Pero, si es una locura mi vi...! -¡Acaba! ¡Sí; tu vida! -¿Quién te dijo que es tuya mi boca? -¡Tu boca y su dulce humedad, y toda tú, ma-drina! La ciñó con sus brazos. Ella le vio dos estrellasverdes dentro de los ojos. Quiso apartarle yresistirle. Estaba muy blanca y medrosa; y ver-daderamente parecía más débil, más pequeñitaque el amado. -¡Por Dios, Félix; estamos encima del camino,y se me figura que hasta las piedras y las matu-jas nos miran! -Pues ven al lado del río. Y bajaron corriendo infantilmente. En la arboleda resonó un aplauso gozoso dealas. -¡Hasta hoy, madrina, he vivido incompleta-mente en estos campos! ¡Y yo que creía ver ysentir sus hermosuras! ¡Los pobres cabreros y

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los campesinos y los sabios que están solos enlas soledades! Había un tronco cortado, tendido, hundiendola felpa viciosa de la hierba, y lo hicieron almo-hada, pasando cruzados sus brazos para recli-nar sus cabezas. Y se acostaron, viendo el cieloentre el follaje blanco y estremecido de un ála-mo... Félix murmuró: -Nuestro amor siempre tiene un trono de blan-cura, de castidad. El primer estrado fue de lu-na, ¿te acuerdas? Mira, esta tarde, el amparo deeste árbol grande y sencillo, árbol de portal demolino; y hay, también, fragancia de inocencia,de simplicidad; y tú eres dorada como el trigo;sencilla y patricia para amar, molinera y prin-cesa. La besó; y apartóse para mirarla, porque todoel precioso cuerpo de la mujer temblaba. Pare-cía adelgazada de tan pálida. Y Félix la quisocon ternuras de compasión. La besaba en los

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ojos, en las sienes, dentro de la boca, diciéndoleanhelosamente: -¡Qué tienes, que pareces desventurada! Y Beatriz, dichosa como nunca, lloró. En elárbol cantaba una avecita. Rendido, Félix descansó su cabeza en el rega-zo de la amada. Las manos de la señora jugaban alisando losrubios cabellos del hombre; y la caricia descen-dió a los labios y se detuvo en la garganta; des-ciñeron el lazo azul de la chalina; y Beatriz seinclinó para contemplarle. -¡Tu cuello es de estatua de mármol de un dioscruel! -y lo besó suavemente. Se separaron porque habían crujido las hojas ygramas del sendero. Entre los árboles llegaba,mirándolos, la hija. Pero Julia desapareció en el boscaje. Subíahacia El Retiro; y al pisar el camino, tuvo queapartarse porque pasaba una familia viajera.Ellas, las mujeres, iban en jamugas de zaleas,sobre mulas, muy gordas, cuyo ronzal llevaban

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campesinos mudados y reverentes. Un caballe-ro anciano hablaba con el hombre que estuvoen El Retiro para llamar a Silvio. Todos la miraron mucho.

XV. Vino dulcísimo en amarga copa

¡Qué aliento, qué alas nos llevan y remontangloriosamente a las más altas cumbres de lavida, y qué mano velluda, gorda y callosa, ma-no de Alonso, nos postra y sepulta en abismos,donde asistimos a nuestro propio acabamiento!Casi con estas palabras se decía Félix su íntimoexamen, y ellas parece que le hicieron acordar-se de las de Stendhal: "Nada es tan dolorosocomo examinarse y dudar cuando se goza". Porque Félix guardaba todavía en sus labios yhasta en sus entrañas la gustosa suavidad delúltimo beso de doña Beatriz, recibido al tomarde la enyesada y florida cantarera la limpiajarra trasudada de frescura.

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Salió de retorno a La Olmeda. Toda la tarde,tan azul, tan infinita, estaba aromada de mujer,como su boca. Pero Félix no saboreaba su delicia, sino que lainquiría, la anatomizaba. ¿Por qué quiso Lambeth que Beatriz y Juliaviniesen? Al separarse le pidió a su "madrina"que se lo dijera. Y ella, entre aturdida y descon-fiada y ruborosa, murmuró: -¡Quién sabe sus propósitos! Lambeth sospe-cha nuestro pecado; pero también me cree, y escierto, Félix, ¡me cree demasiado vieja para ti!, yLambeth sabe la firme riqueza de vuestra casa...Es un mercader que nunca se fatiga de serlo, niaun en sus ternuras de padre. El tuyo habla porAlmina de una Valdivia de mucha hacienda yhermosura como prometida tuya. ¡Es de veras,Félix, o lo dicen sólo para que yo lo sepa.... YLambeth... piensa en su hija. Y la fragancia del beso de doña Beatriz se apa-gó en los labios de Félix mientras repetía: -¡Lambeth sospecha nuestro pecado!

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¿Qué pecado? ¿Es que resultaba un truhán, unadúltero¿... Lambeth "es un mercader". ¡Merca-der! ¡Pecado! Y entonces sintió que le traspasaba la miradade Julia, aquella mirada de la hija, saliendo en-tre los árboles. Llegó a La Olmeda, y, o la sequedad y acritudde su ánimo las veía reflejadas en tía Lutgarday aun en la viuda Teresa, o es que verdadera-mente le acogieron ellas con desabrimiento; yasí la cena y luego la tertulia al amparo del so-portal fueron breves y muy calladas, con algu-nos suspiros de la fámula y miradas atisbado-ras de la señora. Félix subió temprano a su aposento. Y ni lasanta belleza del cielo ni los cantos de los rui-señores, que quizá llegaban desde el álamo queendoseló su amor, le dulcificaron. Sentía undesconocido dolor y enojo de sí mismo, sinmezcla de generosidad, que suele tener el re-mordimiento, Isabel olvidaba, y Julia, mirándo-le tristemente, pasaban delante de la imagen de

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Beatriz, sobre el fondo de la noche, trémulo deestrellas. Mucho tiempo las vio... Y durmióse,pero no como los héroes primorosos de novela,que no duermen o duermen inquietados dequimeras románticas; Félix durmió hasta conpesadez. Tuvo que despertarle tía Lutgarda, y ya el solestaba alto, para entregarle, seria y compungi-da, una carta. En seguida salió y reunióse conTeresa. Las piadosas mujeres suspiraron juntas. Después pronunció la señora: -¡Si al menos fuese ese billete de la hija! Peromucho temo que cartas y amistad sean sólo dela madre. -¿Y es casada? -¡Y cómo si lo es! ¡Claro! -¡dulcísimo! Y se fueron a la sala de las andas. Beatriz llamaba a Félix. Estaba sola en El Reti-ro, porque la esposa de Giner llevóse invitada aJulia.

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Félix vistióse presurosamente y tomó su som-brero. Una hoguera de alegría se había encen-dido en su alma. ¡Qué alientos, qué alas nossuben a las más excelsas cumbres de la vida!Esta nuestra pobre ánima, seca, agrietada, te-rronosa, como un campo sediento, yermo ymaldito, y, de súbito, viene un agua de milagroque parece llevar todas las hermosuras copia-das en su corriente, y nos resucita y llena deflora virgen, fuerte y deliciosa, del Paraíso. Ypues ahora le bañaba y lozaneaba su vida eseventuroso riego, Félix prestó oídos también yobediencia al epicúreo aviso de Henri Beyle: "Ála bonne heure, suivez la route la plus agreable,ayez du plaisir: mais alors ne dogmatisez pas". Y exaltado de júbilo, acordándose de su aba-timiento de la pasada noche lo que de las nubesde antaño, bajó a la estancia de la Cruz. Teresa presentóle el desayuno en la delgadamancerina que tanto le agradaba. Mas sólo lamiró Félix para rechazarla. -Pues, ¿cómo, hijo..., no lo quieres?

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-No, que he de comer muy pronto con mi "ma-drina". -¿Tu madrina, dices? ¿Es ésa, la forastera? ¡Ladel pañete de Nuestro Señor! ¡La de Guillermo! Sentóse Félix, contrito y avergonzado. ¿Quiénhizo resbalar su lengua con óleo maldecidopara decir tan grande deshonestidad? ¡Oh, queno supo lo que hablaba ni hacía! Y con muchasumisión tomó el pocillo del oloroso soconusco. Tía Lutgarda le contemplaba entristecidamen-te y en sus ojos cristalizábase un recuerdo in-efable. Después algo quiso decirle al antojadizo so-brino y no pudo atreverse. Instábala con los ojos la viuda Teresa, y al ca-bo, viendo que Félix se alzaba, murmuró: -Avisaron de la hacienda de tío Eduardo quecomiésemos allí, porque esta tarde pasaba lafamilia al Calvario de la aldea, en cuya ermitasufraga doña Constanza rosario y sermón, enmemoria de su esposo, que hoy se cumple elaniversario de su muerte.

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Hizo una pausa, esperando ofrecimientos deFélix. El cual cogió su cayada de acebo, que lemercó el hijo de Alonso en Almudeles, y sedispuso a salir. Entonces, la señora, dulce ysolícita, le pidió: -Dime, Félix: ¿no quieres ir a la heredad deBelita? Mira que yo no puedo, porque me rindeel camino. ¡Siquiera tú...! -Comer, no; pero te ofrezco ir al Calvario. ¿Es-tás contenta? Tía Lutgarda sonrió resignadamente. ... El Retiro, blanco, luminoso, parecía hecho ycuajado de la claridad de la mañana. ¡Cómo lotransformaba la presencia de doña Beatriz! "¡Lade Guillermo!", había dicho tía Lutgarda... Y elrecuerdo del muerto, que antes mucho le hala-gaba, pisó con frialdad el corazón de Félix. ... Doña Beatriz le abrió un postigo del portal,y se besaron libremente en la entrada, reciénrociada y toda olorosa de matas de albahaca ymurta nuevas que había en el alizar de los cán-taros.

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-Estaremos solos. Las dos criadas se marcha-ron con Julia, y la familia labradora fue a Posu-na; les di licencia y dineros para que feriasen alos muchachos... ¡Cuánto deseé este día!... -... ¿Nunca estuviste aquí con... mi padrino? -¡Nunca pude! -Pero ¿es que le quisiste... como a mí? La voz de Félix era incisiva, delgada y temblo-rosa. -Guillermo se me acercaba y se desvanecíacomo una luz de magia. fue dulcísimo nunciode tu amor. Y, sonriéndole serenamente, cogió sus manosy subieron. Estaban entornados todos los maderos de losbalcones para mitigar el sol sin quitarle purezay frescura al oreo campesino. Juntos fueron a la cocina. Las támaras de ene-bros y de pinos, hechas ascuas, conservadas ensu ceniza, rodeaban las lucientes cacerolas, es-tremecidas por su íntimo hervor.

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Beatriz, ciñéndose con una mano la blancafalda, alzaba con la otra las tapaderas de loscazos y ollas; y Félix alcanzaba de la leja la sal-villa de la sal, los potecitos de las especias; y losdos guisaron, creyéndose hermanos pequeñosque juegan a las comiditas. Isabel y Julia huyeron vencidamente del cora-zón de Félix. Beatriz era la triunfadora; estabaadornada de todas las mieles y gracias de lasdoncellas, y para amar tenía misterio y abnega-ción, ternezas y sabiduría. -¿Verdad que te gusta nuestro trabajo? Hanpodido dejarme un almuerzo de fiambres, otodo ya preparado; pero yo quería una comidarústica. ¿No me dijiste que olía mi cuerpo atarde y a mañana de los huertos? Pues hoy hede darte olor de humo de leña... ¡Y mira cuánhacendosa y limpia: ni una mancha!... Acercósele Félix y, aspirando la garganta de lamujer, le dijo: -No hueles a leña quemada, sino a manzanas ya nardos. ¡Siempre a ti!...

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De una honda alacena tomó Beatriz un ampliodelantal de lienzo blanquísimo y recio, quetrascendía a colada reciente, y se lo puso conmucho donaire. -¡Eres una princesa vestida de cocinera paradar de comer a un pobrecito! La abrazó delirante, y olvidaron la lumbre ylos guisos, y la gran cocina quedó en soledad. Todavía abrazados, entraron al dormitorio.Había dos camas recatadas con nieblas de ga-sas; y, antes de separar los velos de la más an-cha, dijo Beatriz: -Aquélla es la de mi hija. Y sin mirarse se desciñeron y dejaron la estan-cia. En medio de la contigua alzábase otro lechogrande y dorado. -¿Y ésa? -deslizó Félix muy despacito. -Es de Lambeth... -¡De Lambeth..., de tu marido! Se contemplaron pasmadamente, porque élhabía pronunciado por primera vez en todo su

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amor una palabra que los manifestaba culpa-bles... Félix resignó su frente. Entristecido, pareciólea doña Beatriz más hermoso, muy niño y suyo;y de la brasa de su pasión sintió que brotabauna llama de un claro amor de mujer madre. Y purificados, inocentes, volvieron a su traba-jo y juego de guisadores infantiles. ... Pasaba la siesta cuando Félix salió de ElRetiro. Desde la solana volvieron a prometerse elhallarse después en Posuna. Félix era dichoso; creía deslizarse por el azulde la tarde; pero en el vaso de su alma resbala-ba una gota de hiel. ¡Acatado sea divinamente el poeta que supocantar el amargor que nace del seno del placer,amargor escondido hasta en las mismas flores!Del sabio Lucrecio digo.

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XVI. El Calvario

Lícitamente se puede afirmar que los padresdel señor párroco de Posuna no supieron pala-bra de Sócrates. Pues bien: sin conocerlo, siguieron el prudenteaviso del filósofo que recomienda el dar a loshijos nombres significativos y sonoros; y al su-yo, que, andando los años, había de ser cape-llán de su aldea, le pusieron Leonardo. No consta que tuviese eficacia tan grandeacierto y cuidado. Mosén Leonardo era muy buen hombre, gor-do y pobre, según descubría su hábito bisunto yremendado y las viejas alpargatas grises.Hablaba inquietamente, y todo lo decía contemblor y confusión de palabras. Era muy des-graciado, no por motivo de lágrimas, sino pordemasiada risa. Mal de risa era el suyo; no po-día remediarla: se le disparaba, y allá iba estre-pitosa y cuajadita de saliva, sin razón, ni cami-no, ni término. Por la risa, padeció en el Con-

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victorio la de los seminaristas y muchos traba-jos, y por ella estuvo a punto de perder las li-cencias. Este gravísimo lance fue reciente: acon-teció en el último viaje pastoral del señor arzo-bispo de la diocesis. Se angustiaba y trasudabarecordándolo. Habían salido todos los principa-les de Posuna hasta la Cruz, de la carretera deGandía, para recibir a su ilustrísima. Llega laruidosa galera: todos se arrodillan; bendícelosel prelado y él y su séquito salen del carruaje.Avanza el párroco para besarle el anillo, y, eneste trance detan devoto acatamiento, reconoce en un fami-liar a un su antiguo camarada que, recordandola pasión de risa del cura aldeano, hácele visa-jes. ¡Y mosén Leonardo, de hinojos delante delseñor arzobispo, apretábase los ijares para noperecer de la risada! Los pajes de su ilustrísimay las autoridades se holgaban mucho. ... Pues la risa espesa, maciza, desbordada, demosén Leonardo hizo que Félix se volviese amirarle cuando subía la senda del Calvario.

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Venía el cura de Posuna en medio de otros doscapellanes forasteros: eran del camarín de laVirgen de Valencia y estaban de veraneo en sushaciendas comarcanas; llevaban catalejos, bas-tón y sotana de alpaca sedeña, muy rica. El másjoven se inclinaba y cogía gálbulas secas caídasde los cipreses, cuyas raíces se trenzaban casiencima de la tierra, y luego iba dejando esasnueces en los senos del gorro de mosén Leo-nardo, diciéndole: -Sueñecito hay; despabila, Leonardote. Habláronle también de las últimas encíclicas.El señor cura de Posuna acaso no las conocía;pero ellos insistían en preguntarle su parecer. Yaquí estaban cuando se les mezcló Félix. MosénLeonardo hizo la presentación; en seguida ala-bó la piedad de los Valdivias, y ya conversarondel rosario y sermón de aquella tarde. -¿Ha visto, don Félix, la ermita y la Virgen?¿No las ha visto nunca? Pues ¿cómo? ¡Es ima-gen milagrosa!

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Y el gordo párroco contó el santo prodigio deaparecerse Nuestra Señora, que sucedió comotodas las apariciones. La Virgen del Allozo era una imagen pequeñi-ta y morena, toda cargada de un manto pesadí-simo de terciopelo color de azufaifa, con bor-dados de plata muy costosos, de cuatro y seisaltos de realce. En lo antiguo era el vericueto del Calvario unmacizo de verdura y gramas, pasto de un reba-ño de Posuna, y en cuya eminencia se retorcíavalientemente un almendro salvaje. A su um-bría se retiraba el pastorcito, un rapaz manco ymúsico de un rabel de caña, lo mismo que cual-quier Tirsis o Menalcas del poeta siracusano. Una mañana que el pastor quiso coger dosallozas vio en el ramaje a la Santísima Virgen.Al principio figurósele que sería alguna picaza;pero no, no era pájaro, sino una virgencita deleño seco, tostado, y vestida de túnica parda ypobre, y que habló sin abrir los labios. Espan-tado, el chico quiso escapar. Entonces acudie-

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ron las ovejas; le rodearon, alzando las cabezasal almendro. Nuestra Señora le dijo al pastorci-to que fuese a la aldea y avisase su aparición,añadiendo que aquí quería se le hiciese unaresidencia. Muy miedoso, le contestó el rapazque habían de reírsele, tomándole por visiona-rio. Nuestra Señora, siempre recatada en el ra-maje, amonestóle para que obedeciese sus pa-labras, y que no se le importase una higa todaslas vayas y zumbas que le dieran. El zagal notuvo otro remedio sino bajar a la aldea y contar-lo todo. Los buenos aldeanos así le creyeroncomo si oyesen a un juglar. Volvióse el mucha-cho, entre pesaroso y satisfecho de que hubiesesalido verdaderasu predicción. Y entonces la Virgen María hizoun milagro; y fue que puso a su elegido un bra-zo fresco y sano donde le faltaba. Tornó el pas-tor para mostrarles su reciente miembro, y acu-dieron todos los lugareños. Llevaron procesio-nalmente la imagen a la parroquia de Posuna.Pero al otro día amaneció vacío el retablo.

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Nuestra Señora se había subido otra vez al al-mendro. Bien manifiesta estaba la divina volun-tad. Labróse la ermita, que fue más tarde enrique-cida por los Valdivias. Los lugareños hicieronlos nichos para los manises de las Estaciones dela Pasión: abrieron sendero, y a los lados plan-taron los cipreses, que ahora miraba Félix, tanviejos, espesos y aromosos. -La imagen debe de ser una talla de admirablefineza, ¿verdad, mosén Leonardo? -Yo no lo entiendo, don Félix. Parece que elmanto cuesta todo un caudal. La Virgen es me-nudita, algo arrugada y oscura. Es lástima, por-que ya que ha venido milagrosamente del cielo,pudo venir mejor, ¿no le parece? Llegados a la capilla, quiso Félix entrar, por-que tío Eduardo, Isabel, Silvio y su madre yaestaban en sus reclinatorios, según le dijo laermitaña. Pero mosén Leonardo se lo impidió,tomándole de las manos y llevándole a unarinconada de los muros.

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Supuso Félix que el señor párroco quería mos-trarle la belleza de los horizontes, y buscó enlos blancos y retorcidos senderos del valle lasilueta de doña Beatriz. Mas luego quitó los ojos del llano para fijarloscon grande susto en el capellán. Es que mosénLeonardo le pedía que le perdonase. -¿Perdón, dice? ¿De qué, siendo usted un san-to? ¡Si me habla siempre con respeto y come-dimientos que yo no merezco! -¡Oh señor don Félix! Todo se lo merece, por loque sabe y por su nobleza. -Pero ¿por qué me pide perdón? -Lo pido, don Félix, lo pido por la gracia quede usted puedo alcanzar. -¡Ay don Leonardo, me habla usted como a laVirgen Santísima, en un panegírico! Sonó como si fuese hecha de oro la esquila delsantuario, y acucióse el ánima y la palabra delhumilde clérigo. Era el último toque: -Mire: lo que yo quiero es que no entre cuandoyo predique, y, si fuera posible, que retuviese

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por aquí a esos dos sacerdotes, para que tam-poco me oigan. Son hombres de mucho saber yburla, y el sermón es uno que ellos conocen, elde un sueño por comparanza: "El hombre pe-cador está dormido; pues bien: va Jesús y lodespierta, y queda salvo". Y esta tarde ya medijeron: "¿Tendremos sueño? ¡Despabila, Leo-nardote". Imagine el sofoco que padecería,siendo el mismo sermoncico de siempre: el delhombre dormido. ¡Si no es posible otro! Lo buscaba el ermitaño, porque ya estaba co-menzado el Rosario. Era aquél un ermitaño deblusa y alpargatas, cargado de hijos, fumadorde verónica y siempre con manojos de espartodesbordándole del seno para tejer sogas y fel-pudos. A él y a los presbíteros extraños les dio cigarri-llos Félix, y hablando se los llevó a unas pie-dras, grandes y peladas, saledizas, encima de laaldea. Allí se sentaron, oteando el valle y elpoblado. Veíanse el templo y su torre muy ne-gruzcos, descansando sobre las nubes de grana

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del ocaso, que ya empezaba a encenderse, ytodo el caserío de paredes hormas de murosencalados, de tejados pardos; casucas y tapiasse abrían a trechos, cavadas por callejas, pedre-gosas como ramblizos, y pasaban jumentos conseras de verduras o de estiércol, ladrados poralgún perro nómada. Un hombrecito que traíafardel a la espalda iba parándose en los porta-les. En muchos debían de socorrerle, según se leveía acercar su costal. Creyéndole pordiosero, alabó Félix la piadosalargueza de los aldeanos. -Ése que mira que va pidiendo -dijo el de laermita-, no es mendigo, sino el sereno de Posu-na. Y añadió que los jueves salía a pedir porquequitáronle el jornal, y en unas casas le daban unpuño de habichuelas, de lentejas o de trigo; enotras, pedazos de hogaza y quebrantos de cer-do, si hubo matanza. Por las noches iba con-tando las piedras puestas en el rincón de losumbrales, y por ellas sabía la hora de llamar a

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los que salen de labor. Era hombre de bien,hurón de toda la serranía. En las fiestas de sep-tiembre helaba fresco con la nieve arrancada delos pozos, y bajaba de la "Cumbrera" derritién-dosele los terrones por la desnuda espalda. De la capilla salía un zumbar de oraciones. Quedáronse atendiendo los señores clérigos, yel más mozo dijo: -Ya acabaron la letanía. Y el otro: -Pues nuestro Leonardote debe principiarpronto. Entre los últimos cipreses del camino aparecióla figurita cenceña y humilde del sereno. -Ahí lo tiene -murmuró el ermitaño a Félix-;muchas historias podría contarle de cuando elmatute. Félix levantóse para conversar con el hombre-cito. De súbito se volvió. Los capellanes se habíanentrado. Todavía humeaban junto al cancel laspuntas de sus cigarrillos. Y Félix, acordándose

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de las súplicas del párroco, se asomó para en-mendar su descuido. Y quedó aterrado. Todoslos devotos miraban hacia el púlpito. Don Leo-nardo, reclinándose, amparándose en el crucifi-jo, se cubría la faz con las manos, y entre la gro-sura de los dedos escapaban diez flautas derisa, trémula y aguda. Cerca del altar, el lanoso y eminentísimo toca-do de doña Constanza se estremecía y ladeabaamenazadoramente. El cuitado clérigo, retorciéndose de angustia yrisa, mirando suplicante a Jesucristo, balbuciógracias y bendiciones a los señores Valdivia, ycayéndose, derrumbándose, bajó las escalerillasde tablas, que recrujieron siniestramente. Cuando Félix pasó a la sacristía, mosén Leo-nardo se abrazó a sus hombros gimiendo: -¡Ha visto! ¡Lo ha visto! ¡Fueron ellos! Entra-ron al empezar del sueño: "El hombre pecadorestá dormido: Jesús lo despierta". Y tosen losdel Camarín de Valencia; los miro, y ellos incli-nan las cabezas, queriendo decir que dormita-

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ban; luego se entregan los ojos, y tosen otravez... Me dio tanta vergüenza, que... me reí...¡Oh Señor!, lo mismo que delante de su ilustrí-sima... Risum reputavi errorem! ¡Señor! Risum,risum reputavi errorem! Don Eduardo también hubiese querido miti-garle, y no pudo: doña Constanza le estaba mi-rando. Ocurriósele avisar a Félix de que ya semarchaban y tampoco le dejó la señora, y envióa Silvio. Salieron los Valdivias muy despacio ycallados; Isabel delante, golpeando las pedre-zuelas de la senda con el cuento de su sombri-lla; Félix, a su lado, lleno de turbación, pesarosode su culpa de olvido, y a la vez exaltado co-ntra los maleantes camaradas de mosén Leo-nardo, y este asunto sirvióle para vencer el si-lencio. -¿No te indigna la bellaquería de esos clérigosforasteros? Isabel, muy pálida, le contempló sonriendo, ydijo:

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-No, hijo, no fueron los forasteros; quien es-candalizó riéndose fue el del púlpito. La pobretía Constanza dice que ha pasado mucha afren-ta y que quiere quejarse a los superiores. -¡Quejarse! ¡Eso sería una ruindad! -y Félix sedetuvo para esperar a don Eduardo y su her-mana, que venía murmurando. Además, Félix estaba secretamente contentode su enfado, que le apartaba las quejas de Isa-bel por su desvío. Y hosco, altivo, exclamó: -¡No tiene usted razón para tomar esa vengan-za! -¡Félix! ¿Se lo dices a tía Constanza? ¿A tíaConstanza? ¡Jesús! Don Eduardo temblaba y trasudaba como elpárroco en el púlpito. -Félix, ¿qué pensamiento te dio? -dijo Silviotodo arrebatado y cruzada su frente por la lívi-da centella de una vena terrible. Le contuvo su madre, y después volvióse aFélix. -¡Habla, hijo mío; acúsame!

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Formaban un ruedo. Las devotas que regresa-ban de la capilla los miraban muy despacio.singularmente a Félix. Lejos negreaban las si-luetas de los capellanes. La suavidad de doña Constanza todavía en-crespó más el enojo del joven. -Tú encuentras natural que en una función desufragio sucedan burlas. -Si las hubo, no las cometió el cura aldeano. Yacusarlo, según intenta usted, no es caritativoni es justo. -¡Félix, por Nuestro Señor! -gemía don Eduar-do, haciendo ventalle de su delgado sombrerode paja. -¿Qué te ha dado, que estás loco? -exclamabaSilvio. Isabel pretendía llevarse a su primo para paci-ficarle y distraerle. Los ojos de tía Constanza la fiscalizaban, y oyósu voz ondulante y helada: -¡Isabel, Isabel, ya escuchas las injurias que mehacen! ¿Para qué me malquistas con Félix? ¡Y

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en presencia de todos y consintiéndolo mi her-mano!... -¡Mujer, pero si yo!... ¡Sí..., vamos, si todo eschanza!... Don Eduardo estaba acongojado. Llegaron los clérigos. El párroco quitóse elsolideo, y delante de la señora se humilló. Elmás joven de los eclesiásticos de Valencia dába-le en las espaldas palmaditas protectoras; elotro también; y entrambos dijeron alborozada-mente: -¡Este Leonardote, este don Leonardo necesita-rá un exorcista que le arranque el demonio dela risa! -¡Demonio, debe de ser demonio lo que metiene poseído! -¡Ay, no lo diga! -y doña Constanza le besó lamano. Alentóse el ánima de don Eduardo, y propusoque todos fuesen un domingo a su heredadpara comer a la sombra de los plátanos.

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Los tres sacerdotes se apartaron efusivos yjubilosos. Doña Constanza y Silvio murmura-ban de Félix. Tío Eduardo mirábale compade-cido de sus violencias. Félix estaba arrepentido de la fiereza de suintervención sandia, baldía. ¡Para qué, Señor!¡Qué le importaba! Acercósele su prima. Doña Constanza volvió-se hacia su hijo y avanzó imperativamente sucabeza de soberana sin diadema. Silvio obede-ció y se puso al lado de Isabel. Dejaron la aldea, internándose por el cerezal, yya junto al cercado del cementerio oyeron vo-ces, y, de pronto, Belita y tía Constanza quedá-ronse pasmadas viendo a dos damas de muchahermosura que estaban alcanzando y comiendocerezas de los árboles sagrados, la última fruta,la más grande y sabrosa. Las desconocidas, ajenas al entredicho quepara todos tenían esos frutales, arrancaban ce-rezas con infantil donaire y complacencia, y al

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ver a Silvio y Félix los llamaron pidiéndolosayuda. Doña Constanza, toda alborotada, convulsa yblanca, llamó a Silvio. El hijo no acudía. Y don Eduardo regocijóse deesta rebelión. Fueron alejándose. Félix subióse de las piedras caídas de los mu-ros al torcido tronco de un cerezo, penetrandoen la fresca y perfumada fronda. Y entonces Isabel le gritó que viniese. -Te llaman, Félix. ¿Es ésa tu prima? -dijo Bea-triz. -Sí; la pobrecita me ha pedido que nunca comafruta de estos árboles. ¡Les tiene mucho respetode santidad o de asco a la muerte! -y bajó, dán-dole a su madrina una rama cuajada del dulcecoral de sus guindas. Ella buscó y ofrecióle la más redonda y encen-dida. Isabel los miraba. Félix adivinó su angustia, yvaciló. ¡Pero es que hasta lo menudito había de

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inquietarle y torcer su espíritu! ¡Una cereza lellenaba de vacilaciones! Y la comió... Doña Constanza llamaba a su hijo. Y Silvioacudió con aturdimiento y rabia. Había vistoque su madre se acercaba terriblemente. Separóse Isabel, y caminó sola. Se contenía ysellaba su alma. "¡Madrina, madrina dice que lallama!" -¿No estará muy ociosa esa criatura? -repetíadon Eduardo sin que los demás le respondie-sen. Esa noche, terminada la cena, don Eduardoescribió con mucha detención y gravedad a suprimo don Lázaro. Adolecíase de las exaltacio-nes, de los enojos, de la indiferencia de Félix,que algunas veces parecía tan distraído, tanextraviado como si fuese víctima de bebedizos,según contaba Alonso el de La Olmeda. Acaba-ba preguntando si doña Beatriz era en verdadla temida mujer que tanto daño había traídosobre Guillermo.

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La carta conturbó hondamente el hogar dedon Lázaro. La esposa y doña Dulce Nombrelloraron mucho. El señor Valdivia, con airadasvoces, maldijo a la infame que perseguía y de-voraba su linaje. -¡Esa criatura... no quiere, no quiere el BuenÁngel librárnosla! -¡Oh nuestra cruz! -gimió la madre. Y después dijo: -Lázaro, ¿no serás tú el culpable? ¿Por qué loenviaste a La Olmeda? Aquí nuestra presencialo contenía. ¡El viaje ha producido más escán-dalo que provecho! -¡Que nosotros le conteníamos! ¿Que yo tengola culpa? -¡Qué sabemos, qué sabemos! -plañía doñaDulce Nombre. -¡Pero que yo tengo la culpa! ¿Podía yo imagi-nar que la enemiga había de seguirle hastanuestro sagrario? -¡Qué sabemos!

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-¡Yo lo envié no sólo para salud de su cuerpo,sino porque Eduardo y todos hablábamos deIsabel y Félix, y creí que Isabel sanaría tambiénsu alma! Muchos y contrarios designios se trazaronpara remediar la perdición de Félix. Disciplinarigurosa, dulces bálsamos, decretos de regreso,buscarle... Se acostaron. La más desolada era la simplicísima señoradoña Dulce Nombre, que todavía veía en Félixla criatura blanda, afeminada y dócil que elladesnudaba y acostaba, y, después de arroparle,le persignaba con mucho cuidado. Y el sobrinosolía pedirle: "¡Anda, reza por mí; yo tengosueño!" Y se dormía arrullado por la jaculatoria fami-liar: Santo, santo centurión, guardad el cuerpo demis papás, de tía Dulce Nombre y el mío como guardaste el de Nuestro

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Señor.

XVII. Beatriz y Lambeth

Una mañana, doña Beatriz se dijo que, aman-do inmensamente a su hija, sentía celos de ella.Y luego de confesárselo, se avergonzó y dudó,porque los celos inducen a malquerer a quienlos motiva; engendran el deseo de su daño, deque no sea hermoso o perfecto, si es la belleza,la inocencia o venustidad lo que atrae el amorcodiciado. Doña Beatriz deleitábase en la gentileza y do-nosura de Julia; sabiéndose lozana, adornadade gracias peregrinas, no le pesaba que la hijamereciese y aun le quitase miradas y rendi-miento, como dicen que les lastima a algunasmadres todavía abrasadas de fuego de juven-tud. No temía que aquella florescencia mustiarael pomposo y dulce rosal de su cuerpo; antes

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bien, le halagaba el cuidado de ese huerto naci-do de su carne y de su alma. Tampoco imitaba los donaires y candores delas doncellitas como Julia ni engañaba su edadcon mudas, afeites y otros embelecos y maliciasde tocador. Quizá no era todo sencillez de áni-mo o no manifestaba sacrificio, porque la seño-ra estaba en la cumbre de la juventud y hermo-sura. Sin pensamiento de pecado, hubiese reci-bido el requiebro de un gallardo yerno, de-seándolo poseído de amor por Julia. La con-templaba embelesadamente; la veía adorable yagradecía a Dios la merced abundosa de encan-tos que sobre ella derramara; y si en aquel ins-tante, y por acaso, algún espejo le mostraba laespléndida línea de su figura, la lumbre de susojos, el oro opulentísimo de sus cabellos, dabaotra vez gracias al Señor, sin compararse a lahija ni pensar en los diecisiete años que las ale-jaban. Y doña Beatriz tuvo que confesarse que pade-cía la inquietud, la torsión, la tristeza de los

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celos; mal de recia ferocidad que la atarazabahacía mucho tiempo sin querer nombrarlo deesa manera. Y tanto amaba a Julia, que nunca laseñaló por origen de su tristeza. Procedería laculpa de las afines mocedades de la doncella yFélix, de la exquisita belleza de la hija, y el cul-pable sólo era Félix, que la miraba, que la lla-maba y le decía pensamientos infantiles, que leacariciaba los cabellos y la subía a las gárgolasde la casa de Almina y a los árboles de El Retiropara que asomase a un nidal o alcanzase unafruta... ¿Llegaría a aborrecerlo, como hacen al-gunas mujeres que, en sus delirios, desean has-ta la muerte del amado? Toda su alma le dijoque no se puede aborrecer la luminosa quimerade un caballero ideal. Y eso era Félix. No le amaba por eficacia yderivación de la memoria de Guillermo. Amá-bale por él mismo. Conoció a Guillermo apenasllegada bajo el árbol de la vida. En presencia deaquel hombre la conturbó un sagrado pasmo.fue su coloquio muy efímero y maravilloso.

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Más tarde vino Félix a ella siendo ya sabedorade la amarga ciencia del Bien y del Mal, y hun-diéndose en las sombras grises del hastío. Félixvino a su alma envuelto por nieblas de román-tico misterio; y esas nieblas que cegaban o em-bellecían la visión de lo vulgar, no se alzabanen la lejanía, sino que prorrumpían de la mismatierra que ella pisaba, a su lado, dormidas sobrelo magnífico y lo sencillo. El héroe de amor nose divinizaba por grandeza arcaica, y luego porla trágica muerte, como en Guillermo; el héroe,era casi niño, familiarizado con su vida, sin quellegase a caer la gota espesa y ardiente de lalámpara de Psiquis, que consume, que deshacela quimera... Y el amor de Félix, del hombreideálico,pero vivo y gozado, apagó en Beatriz el cultodel hombre divinizado y ya muerto... Y esa inquietud celosa que retorcía y espanta-ba el ánimo de la señora solía acallarse y modi-ficarse por la triaca de otros celos que le inferíaIsabel; pero eran de menos raíz y dolor. Aun-

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que se cumpliese el propósito del padre de Fé-lix casando a su hijo con tan rica y gentil donce-lla, no le parecía que enteramente le quitaban elamado. Mas se los mitigaba sorprender en su hija ySilvio una constante solicitud, un deseo de ver-se, de hablarse, de pronunciar sus nombres,indicios todos de quererse, y que Félix lo adivi-nase sin queja ni entristecimiento. Silvio seríaejemplo cabal de esposo: enamorado y dócil ysujeto a todas las ordinarias disciplinas de unatemplada vida, la ofrecería dichosa y sosegadaa Julia... Además poseía mediana hacienda, quedoña Constanza aumentaba con su gobierno.No; Silvio no se desbordaría en apasionamien-tos y deliquios, origen de peligros. Silvio era el esposo. Un hombre como Félixjamás podría llevarla a la felicidad; un Giner, lerepugnaba; un Lambeth, ¡nunca!... Y la pronun-ciación íntima de esta palabra le hizo mirar lacerrada puerta del dormitorio del naviero.

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Lambeth había llegado, al abrirse el día, en unpotro negro, de ojos llameantes, de cola rapaday orejas menudas y erizadas; una bestia briosay diablesca. Angustióse Beatriz. Imaginó y temió que al-gún quebranto en sus empresas o que algunaaudaz y logrera los obligase a marchar lejana-mente. Nada le preguntó. Julia salió tempranocon la mujer de Koeveld, para traer del huertode la casa-abadía de Posuna varas de rosalesque injertar en sus macetas. Y Lambeth retirósea su aposento, siempre callado y despidiéndosede Beatriz con una sonrisa que descubrió la fríamagnificencia del oro y pedrería de su boca. Sola quedóse Beatriz, mirando desde su ven-tana el lujuriante macizo de arboleda donde seabismaba el viejo casón de los Valdivias; y decuando en cuando volvíase asustadamentehacia la estancia del esposo. Muchos años lle-vaban sin vivir tan cerca. En Almina se halla-ban alguna tarde en aquel huerto primoroso desu residencia, donde, como una enclaustrada,

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tenía toda su recreación y libertad. Lambethhabitaba el mismo edificio de sus oficinas yalmacenes, frontero al mar. Verdaderamente estaban divorciados, sin con-tienda ni fallo de ninguna curia. En la ciudadtodos acusaban de liviana arrepentida a doñaBeatriz, siquiera nadie creyese que Lambethhubiera roto su hogar sólo por el pecado deamor de la esposa. Sin él, el naviero se compor-taba igualmente. Flaco, silencioso, siempre soli-tario, vestido como un lord o de esa maneraelegante que recuerda la de un mayordomo decasa opulenta, podía juzgársele un profesor demucha sabiduría; y parece que fue muy enten-dido y refinado en vinos y manjares, y solicita-do de madres celestiales que le esperaban en lassombras de un cantón para ofrecerle doncellascontrahechas, de apariencia rústica y zahareña,que así las prefería su lascivia. Lascivia y avari-cia eran sus pecados capitales. Pero en las no-ches de fiesta, de sarao o teatro, que acompa-ñaba a su hija, Lambeth se dignificaba; su porte

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era severo y prócer, y su frente tenía la mismapureza que la inmaculada pechera de su cami-sa, donderesplandecían las estrellas de dos clarísimossolitarios. Pulcro, recién bañado y rasurado, vestido unterno gris de sencilla elegancia y acariciando losguantes de seda, apareció Lambeth y saludó asu esposa con una breve y graciosa mesura. Apartóse Beatriz de la ventana; no sabía dón-de descansar la mirada, sintiendo la de su ma-rido encima de ella. Para distraer su violencia,nada más imaginó componer su tocado, y alzólos brazos cercando gentilmente su cabeza. Lambeth la contempló en esa bella y perezosaactitud, inocente y tentadora. Pero Beatriz no quería motivar, entonces, ni elmás leve y natural agrado. Y vedándoselo a símisma, se miró, y complacióse del admirableescorzo de su figura. Fijóse rápidamente enLambeth, y halló que sus ojillos, encendidoscomo el vidrio tierno, la recorrían toda. Maldijo

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su impensada coquetería; y para enmendarlacon penitencia se echó en una butaca esforzán-dose en que resultase su cuerpo lacio, desma-ñado, borroso. Y de nuevo se miró, y tambiénera hermosa. Llegó a sentir angustia y repugnancia de sugentileza. Toda la casa y los contornos estaban en silen-cio y soledad. Lo pensó, y tuvo miedo. Quisolibrarse de no sabía o no osaba decirse qué pe-ligros, y levantóse y murmuró, fingiéndoseserena: -Siento que Julia se marchara. Ha ido a Posunapara traer rosales; y es que ha creído que nosaldrían tan pronto. Quiero mirar si ya vuelve. Lambeth la detuvo. -Mejor es -repuso el extranjeroque Julia no estéaquí, porque de ella hablaremos. -¿De Julia? -y luego la señora padeció el re-cuerdo de la mirada de su hija saliendo entrelos árboles del río. -Julia me ha escrito.

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-Lo sé; me ha leído sus cartas. -Yo las esperaba de más entusiasmo, ¿no teparece? Aun de ese amigo vuestro, de Félix,dice muy poco... Lambeth encendió un cigarrillo, y se distrajoexhalando anillos de humo. Doña Beatriz volvióse hacia la montaña. En lacumbre de un monte frontero comenzó a mo-verse un ganado, destacando limpiamente so-bre el azul. La voz delgada del esposo dijo: -¿No te parece que debieras dejarme a Julia?Beatriz le miró con soberanía desdeñosa. -¡Dejarte a Julia! Lo mismo lo has dicho que sipidieses mil libras a un negociante. -Ya sé que un marido español lo hubiera dichocon gemidos o con ferocidad... Yo ni siquierapido. Sólo lo pregunto. ¿Te parece? Beatriz nada contestó. El rebaño se iba derramando por los peñasca-les; y en la cima se movía la silueta del cabrero.Después surgió otra figura. Lambeth había to-

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mado unos preciosos gemelos y recorría todo elpaisaje. -Te llaman, Beatriz; te están saludando. ¿Noserá tu "ahijado"¿ -y sonriendo le ofreció losanteojos. Ella no los quiso, dejándolos sobre susrodillas, y permaneció inmóvil y callada. Lambeth tornó a hablar de la hija. Dentro de laironía y de la frialdad de sus palabras pasabaun estremecimiento de ternura. -A todos conviene que Julia esté conmigo al-gún tiempo... Beatriz, tú la has tenido ya mu-cho. ¿Te parece? Si has leído todas sus cartas,recuerda que sólo habla de un hombre que noes Félix. ¿Quién es Silvio? Después el esposo hizo otra gentil reverencia,y se retiró a su aposento. Doña Beatriz vio solitaria la vecina cumbre. De pronto regocijóse el camino con el lujosocolor de dos sombrillas, y luego aparecieronJulia y la mujer de Koeveld. El perro desorejadode la heredad comenzó a ladrar gozosamente,pidiendo que lo soltasen para poder recibirlas y

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agasajarlas lamiéndolas y jugando como unperrito limpio y fino de cojín y estrado. Pues no quisieron desatarlo. Acaso no le vie-ron las bellas mujeres, que venían hablandorisueñas y ruborosas. Ya se querían mucho;siempre caminaban juntas, y solas, lo mismoque si fuesen amiguitas de antaño, entrambasdoncellas, o dos casadas recientes que todo selo dicen y cuentan, seguidas de sus maridos,que también fuesen grandes amigos. Pero nadamás podía acompañarlas el señor Giner, recelo-so, enfermo y gordo. Julia decía: -¡Yo no sé cómo te dejan sola conmigo! ¡Másque casada, pareces viuda joven, puesta bajo lavigilancia de un tío suyo! -¡Oh, no, por Dios! -¿Que no? ¡Claro que no descansará pregun-tándote para saber lo que decimos! ¡Si me figu-ro que hasta te mira dentro de la garganta y enlos oídos para adivinar lo que hablaste y oíste,

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por si queda rumor de algún nombre! A estashoras ya sabe lo que te cuento de Silvio... -¿De Silvio? ¡Pobre Silvio, ni se acuerda de él!¡Si dijeras de Félix! La frente y las mejillas de Julia le ardierontanto que volvióse para encubrirlo a su amiga. Por la senda encendida de sol, se acercabaKoeveld, balanceándose lento y enorme. Subió Julia y puso en el regazo de su madreflores y ramas de rosal. Y luego le mostró lasmanos arañadas de espinas. Beatriz se las besó delirantemente; y la hija leoyó un sollozo que se le quebraba en lo pro-fundo del pecho. -¿Llorando? -dijo Julia en bromas, pero conansiedad en sus ojos-. ¿Llorando? ¡Señor, quétiene el campo que os ablanda y os llena depesadumbre! ¡Mi padre me mira y me besa co-mo no me miraba ni me besaba en Almina! Y acariciándola, se levantaron y fueron al co-medor.

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-¡Ah! Me avisó Silvio que vendría tempranode Los Almudeles. A Félix le vi subiendo esosmontes; dice que lo hace preparándose al can-sancio, para subir después a la "Cumbrera". Almorzaron solas porque Lambeth se hizoservir en el mismo dormitorio por su criado, unlevantino gigantesco, que ya tenía talante ex-tranjero, silencioso y sagaz, vestido de negro yenguantado. Era un copero de extremada ele-gancia y discreción; los vinos escanciados porsus manos sabían más generosamente; y aun-que sirviese mucho, lo hacía con gesto tan pa-tricio, tan insinuante y sencillo, que se apurabatodo creyendo cumplir una empresa de muchagravedad y delicia. Lambeth levantaba la copa, contemplándola altrasluz; la aspiraba; y bebía reposadamenteelevando los ojos. Terminada la comida, abría el señor sus bra-zos; el copero los pasaba por sus hombros ycasi arrastrado llevábalo a su ancha cama.

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Julia había salido a la solana, Beatriz quedósesola, inquieta por sus pensamientos. Lambethla miraba y besaba a la hija de distinto modoque en Almina. Lambeth le había hablado, y suvoz parecía empañada y dulcificada de ternura.¡Se habría redimido de todas sus codicias yvilezas, de toda su abyección! Y doña Beatriz, que era de sensibilidad puliday exaltada, apiadóse de aquel hombre, y siendoella la víctima tuvo remordimientos que le acer-caron al esposo; y asomóse a su estancia...¡Nunca en la ciudad hubiera osado y descendi-do tanto! Lambeth yacía casi desnudo, crispando lasbordadas ropas; resollaba y gemía angustiosa-mente en su letargo alcohólico. Distinguió lapálida figura femenina, y convulsionó y pudoerguirse sobre los cabezales. -Julia, tú vendrás, Julia... -No es tu hija; soy yo, Lambeth. -¡Beatriz, dámela! Beatriz, estoy cansado, estoyenfermo...

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Sollozó tan ruidosamente que la afligida mu-jer, llena de espanto y lástima, gritó creyéndoleatacado de súbita muerte. Derribóse Lambethentre los almohadones; se cerraron sus ojos,babearon sus labios y comenzó a roncar. Había acudido el copero; y grave y humildemurmuró: -Le ocurre siempre. Después que duerme sehunde tres dedos en la garganta para arrojar; seenjuaga y queda ya bien.

XVIII. En la "Cumbrera"

La manta dobladita; el cestillo de la comida,muy lleno, limpio y oloroso; los anteojos, suje-tos a la cayada de cuento afilado; la linterna yunas viejas polainas; todo lo puso tía Lutgarda,la primorosa estanciera de Félix, encima de lamesa, mientras el sobrino dormía. Además ledejó escritos muchos avisos maternales y lasúplica de que viniese pronto.

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Estos cuidados conmovieron a Félix; pero, enseguida, le violentaron, llegando a entristecerle.¡Jamás los quiso tío Guillermo en sus audacesaventuras! Obermann los despreciaría. Ober-mann abandona en su hospedería los dineros,el reloj, todo lo que pueda recordarle la pobrevida regalada de ciudad, y trepa solo por losAlpes; hambriento, cegado por la nieve, sepierde y se abandona a un alud que cae contrueno de castigo bíblico sobre un torrente... Félix decidió no llevarse los gemelos. Es que lecansaba encerrar la mirada en esos tubos tannegros y le agobiaba el despedazar las perspec-tivas. Todavía de noche vino su guía, que era el se-reno de Posuna. Guardó el hombrecito las pro-visiones en sus bizazas de cuero; y encendidaslas linternas, dejaron el casal. A la izquierda del camino subía la sierra hoscay siniestra; al otro lado estaba el abismo, uninfinito pavoroso del que surgían peñascalesque negreaban espesamente sobre la negrura.

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En un recodo de la senda desapareció el guía.La inmensidad devoraba su voz. Félix se incli-naba para mirar los precipicios. Lejos, descen-dían los cielos, y hasta en lo hondo se veía tem-blar las estrellas. Félix se imaginaba extraviadoen la orilla del mundo. Dentro del silencio de la fragosa soledad, searrastraba el lamento de aves agoreras, y en lasaguas remansadas de los barrancos sonaban,como si goteasen su canción, las dulces ocari-nas de los sapos... Traspasada una cumbre,hallóse Félix en un llano, y más sierras anchas,ondulantes sobre el claror del alba, se abraza-ban remotamente. El sendero no estaba hendi-do en el roquedal; era blando, terrizo, fresco, ypasaba entre bancales paniegos, verdes y rui-dosos del airecito del amanecer. Surgían de lossembrados las alondras, y desde el cielo des-granaban su cantiga. ¡Eso era un valle alejado,subido a los montes! Félix perdió la sensaciónde la altura.

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Atravesado el terrazgo, presentóse la abruptainmensidad de las montañas, en cuyos hondo-nes húmedos todavía habitaba la noche. Félix tocaba gozosamente los romeros, al-hucemas, sabinas y tomillos, llenos de rocío yde flores; y luego se pasaba las manos por sufrente, por sus cabellos, por sus mejillas; ten-díase encima de las mantas, y al levantarsequedaba incensado de sierra, de alegría, defortaleza, y antes que sus ropas y su carne per-diesen esa honrada fragancia la recogía de otrasplantas nuevas. Todas, todas le tentaban; y aca-bó padeciendo insanamente, porque codiciabatenerlas, exprimirlas y gozarlas todas, y se anti-cipaba el hastío de su delicia... ... Ya recibían las cumbres una tranquila colo-ración del sol, de ese sol reciente que al llegar alas sierras parece que descansa de su primerajornada y que allí se acuesta en silencio; y comove que es buena su obra, sigue descendiendo. Si el sol de la tarde dejaba en Félix resignacióny tristezas acendradas, haciéndole imaginar

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países umbrosos y lejanos, salas desiertas, mú-sicas apagadas, almas desvanecidas, todo elpasado; el sol nuevo era como un goce de huer-tos frescos y alumbrados, del azul que le pene-traba hasta en su alma, de posesión de mujer,de renovados ideales, de respirar de vivir. ¡Oh,en estos primeros instantes del nuevo sol, la luzes sencilla, leve, y se vierte sobre el silencio ypaz; después, su lumbre es ruda, anegadora, yparece llevar el estruendo de las ciudades. Todas las eminencias se perfilaban encendi-das, regocijadas. Un monte lejano parecía laestatua yacente de un gigante, y su peña colorde rosa, como si fuese tierna, de piel, permitíaimaginar enteramente el enorme esqueleto. El guía le dijo a Félix que comiese, pues cercabrotaba una fuentecita. No había indicio de agua. Los rodeaban masasrocosas, cenicientas y raídas. Félix creía masti-car la sequedad del paraje, la misma piedra. Ydesde que aquel hombre nombró el agua, tuvosed.

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Ya no había caminado. Andaban librementesobre espaldas de montañas, que eran raíces denuevos macizos de sierras. Por una torrentera descendía un hombre. Erael guarda de los pozos de nieve, que bajaba abeber; el cañón de su carabina se veía como unabarra candente. Pronto se juntaron; y encima del peñascal, sinverdor, sin abrigo de arboleda, sola, desnudita,desamparada, palpitante, luminosa, encontróFélix el agua. El guarda la estaba sorbiendodespacio, del recio vaso de sus manos. Acostósea su lado el caballero, y bebió con ansiedad,conmoviéndose al deshacer las hondas y bur-bujas heladas, nuevas, recién nacidas de lasgenerosas entrañas de la sierra. Y contemplan-do el claro y ancho venero, alabó entusiasmadola madre agua. Mirábale el guarda reposadamente; eran susojos claros, quietos; parecían adormecidos en lavisión de la eterna paz de las montañas.

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¿Es que no amaba esa agua delgada, fría, fuer-te? -¡Fuerte y bien fuerte! -dijo con pesar el rústi-co. Y señalaba su boca tumefacta, desgarradapor heridas profundas-. Una pierna de corderoque eche dentro, la descarna en un instante:¡qué no hará con nosotros, secos ya de estosaires, y de comer melva y melva, que de calien-te se pasan meses sin catarlo! Y plegaba los brazos; meneaba la cabeza, y sereía horriblemente, en silencio. De tan helado que era el manantial, dijo elguarda que no podían recogerse diez guijas delfondo, teniendo la mano sumergida. Pues Félix quiso averiguarlo. Ya tenía seis. Resistiría hasta coger todas lasapostadas. Pero vaciló piadosamente. Fingíaflaqueza para no vencer a esa pobre ánima,para no herirla en esa creencia del poderío delagua, dogma agreste, heredado de sus abuelos,también guardadores de la serranía.

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Y quejóse del frío; y a la vez un irresistibleprurito de muchacho le hizo tomar otra piedra.Llegó a la octava; y comenzó a sentir que lefaltaba la mano, que se le caía, que se le rompíasin dolor, blandamente, como si fuese de panmojado. Entonces, Félix miró con miedo y rabiaesa ferocísima agua, tan mansa y diáfana. Los espantosos labios del guarda le colgabansangrientos al reírse. Y Félix se confesó su vencimiento, sin habersido generoso. Dos pedrezuelas menos quetomara, y hubiese creído en su sacrificio. ... Comenzaron lo postrero de la jornada. Su-bían la vertiente de la "Cumbrera", larga ceni-cienta, invasora, como un trozo de mar petrifi-cado. Trepaban bestialmente, arrastrándose por elcantizal corredizo y agudo. Las rodillas, las manos, los pies de Félix pene-traban dentro de la montaña, empedrándose,desollándose. El viento poderoso y libre de lainmensidad le envolvía como en un manto de

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frío y le cuajaba el sudor de su espalda. Sihablaba, el jadear le rompía la palabra; en susoídos, el pulso producía un chasquido metálico,y el corazón se le hinchaba, le subía a la gargan-ta, y creía que al respirar se lo tragaba... Observábale el guía tercamente. -¿Me mira porque sudo mucho? ¡Aún resisto! -No; le miro porque a mí me arde la cara de lafatiga, y usted está blanco como un muerto. Félix vio la cumbre todavía alejada, fiera; pa-recía una mole de estaño ardiente. Se angustiócon tristeza de enfermo. ¿Es que no podría su-bir a la eminencia; se moriría hundido entrepiedras, bajo la mirada de ese hombre en esasoledad enemiga? Desfallecía; se ahogaba... -¡Arriba! -le gritaba el guía, egoísta y brutal. Resonó un estruendo de alas; y una nube vivay negra oscureció la acerada relumbre de lasrocas; era una espesura de cuervos que se pre-cipitaban en el azul, gañendo desgarradora-mente; pasaron tan cerca, que Félix sintió el

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cálido viento de sus plumas y la bravía miradade sus ojos redondos de fuego. Lejos, el bandose deshacía, se apretaba cerniéndose sobre laquerencia de los muladares de los barrancos... -¡Arriba! ¡Es lo último, don Félix! Los guijarros se desgajaban, rodando atrona-dores. ¡Arriba!... Y al hollar la cumbre quedó Félixpostrado, sobrecogido, transido por un besoinfinito y voraz que le exprimía la vida. Le sor-bía el cielo, las lejanías anegadas de nieblas, losabismos, toda la tierra, que temblaba bajo unvaho azul; sentía deshacerse, fundirse con lasinmensidades. Los berruecos, oteros y gargantas de los cer-canos montes hacían umbrías, y su misteriobajaba torvamente sumiendo el principio de losllanos. El riego de sol penetraba en el humo delas nieblas, y bajo la quieta blancura producíaseun alborozo de oro que resucitaba el verdor delos árboles y prados; muy remota, brillaba ten-dida la grandiosa espada del mar.

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Félix comenzó a estremecerse de humildad yde alegría. Ese magno horizonte le hacía llorarde inocencia, de bienaventuranza... El sol lecontentaba como a un hombre primitivo. Se lefiguraba que no caía su luz agotadora y cruda,como se ve desde lo hondo del poblado, sinoque se esparcía aladamente como un vientoluminoso. ¡Oh alegría de la luz, de la blancura,del espacio! Dentro de sus venas resplandecíauna vía láctea, bañándole en una purísima albade dicha... El confín opuesto era todo de montañas, fosco,crespo, despedazado. Las cimas surgían cóni-cas, algunas pasadas de blancos cejos que sederretían y se deshilaban muy despacio conmudanzas fantásticas. Viajaban los ojos de Félix sin saciarse nunca;su alma desbordaba la recibida emoción; peroeste raudal trenzado de dulzura y dolor se per-día estérilmente. Su alma no era de la soledad;estaba necesitada de otra alma que le diera ensu vaso la miel y apurada esencia de lo sentido;

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ansiaba ojos que le ofrecieran en su mirada eldesierto de las cumbres, el azul del espacio, lagloria del sol, el reposo y palidez de las nieblas,la humedad de una lágrima hecha y nacida detoda la vida pasada, evocado en este yermo ytrono de las montañas. ¡Oh divino deleite quese alza y magnifica sobre todos los deleites! ¡Serel centro sensible de un ruedo inmenso de crea-ción; creerse cerca del azul, envuelto de azul,inmediato al sol y saberse contemplado porojos amados; porque eso era sentirse amado enlas tinieblas y en los abismos y en cada instantey latido de la luz y en el centro del ámbito delcielo!... ¡Oh mujer! El mismo Manfredo, reflejoclarísimo del trabajado espíritu de Byron,maldito, siniestro como los pinos descortezadosy rígidos que viera en los Alpes, grita delirantede esperanza al encarnarse el séptimo genio enhechura de hermosa mujer: "¡Si no eres unaquimera o una burla, aún puedo ser el más ven-turoso! ¡Quiero abrazarte!"

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"Pero ¡válgame el Buen Ángel!; ¿soy yo acasoManfredo¿" No; no era. Nada más estaba arrepentido de haber desde-ñado la dulce compañía de su "madrina" y Ju-lia, que también pudieran subir en pintoresca ybulliciosa cabalgata, siguiendo otro camino máslento y suave, que rodeaba la serranía. Félix quiso la soledad de las altitudes, paraapartarse y mitigarse de las inquietudes de susamores imprecisos, que iban perdiendo susvelos, quedando en las crudezas de todas laspasiones. ¿Qué mujer era la deseada en las inmensida-des? Al lado de la figura de Beatriz, surgía laestrecha y ruin del marido, que le miraba iróni-co señalándole a un muerto, y que lloraba porembriaguez y ternuras de padre. Junto a la hijaaparecía Silvio, y entrambos se contemplabandichosamente. La sombra enorme de Gineragobiaba la sacrificada belleza de su esposa.

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Isabel, ni siquiera emergía de las brumas delvalle de Posuna. No; Félix no las codiciaba, y le atraían, quitán-dole el goce de las altitudes. Y aturdido pro-nunció sus nombres, que se desvanecieron en elespacio como un humo. El guía se le acercaba; mirábale despacio ymuy pasmado; y apartábase buscando nidalesde gavilán en las hiendas de los peñascos. Abrigado con la manta, reclinóse Félix sobre laruda pilastra del índice geodésico. Gustaba de sentirse ceñido blanda y caliente-mente, y recibir en sus sienes el frío del venda-val. Se había aquietado su pobre ánima; la no-taba detenida, parada y dichosa, redundada delsosiego y dicha de su carne. Se le deslizaba lavida como una corriente por llanura; era unsentimiento de la vida de tanta levedad y lenti-tud que hacía presentir la muerte... ¡Qué sensa-ción tan clara, tan intensa, del olvido! De los valles y mesetas del horizonte monta-ñoso subieron enjambres de pájaros negros,

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rápidos y gritadores; se elevaban rectos comoflechas, desaparecían entre el azul y el sol; re-pentinamente bajaban enloquecidos, y sus girosy quejumbres sonaban como veletas oxidadas. Cuando Félix se fijó en su plumaje y conocióque eran golondrinas, recibió grandísimo enojoy sorpresa. ¿Qué hacían allí estas avecitas tanremontadas y altivas? Él, siempre las viera ra-sar el suelo, muy humildes, y amigas de loshuertos, cuando florecen las acacias. Dentro del silencio brotó un blando zumbido,y las manos de Félix se estremecieron como siotros dedos fríos y leves hubiesen tocado supiel. ¿Moscas? ¿Moscas allí? Las oxeaba exalta-do, frenético de odio; su alma se deprimía, ro-daba de la altitud a las angostas callejas de ciu-dad, polvorientas, abrasantes, por donde vauna rapaza alta, flaca, despeinada, pobre, quelleva en sus brazos a la hermanita, y le cantapara que se duerma, mientras las moscas acu-den a las lágrimas; y cruza un abuelo tosiendoy aburrido, en cuyas cejas lacias se le pegan las

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moscas; y luego pasa un señorito lugareño gor-do, sudado, un Silvio; el cuello le gotea, y, alenjugarse, las moscas resuenan tenaces, enfure-cidas; y en las casas las moscas rebrillan y zum-ban entre las hebras del sol que se tienden des-de las ventanas y alumbran el olvido de losviejos muebles; y las moscas suben golpeándo-se por las vidrieras y algunas pisan y aleteanruidosas encima de las que han muerto en lasorillas de loscristales y muestran el palpo torcido, las patasdobladitas y los vientres blancos, secos, rígidos. Félix había perdido la sensación de la grande-za de las cumbres. Pero cometía injusticia cul-pando a las moscas. Las pobrecitas moscas na-da más representaban lo externo de esa vidaagobiosa de contentos y dolores rudos, cuyamemoria revuelve su poso y empaña nuestraalma cuando más alta y pulida se considera. Llegaba la hora meridiana. Era el sol comoinmensa pupila del cielo, y su mirada ardíasobre la frente de Félix. El fuego le traspasaba

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el cráneo. Levantóse para hacer sombra y ten-dal de su manta, colgándola de las grietas de lapilastra. Pero le asaltaron escrúpulos y remor-dimientos de querer techarse, y siguió acosta-do, prefiriendo estar inmediatamente bajo elazul, bajo la mañana infinita y luminosa. El guía le pidió que quisiera retirarse a lasumbrías. Asomados a un tajo, le pareció a Félixque temblaban las laderas, en una ondulaciónparda. Y supo que la hacían los copiosos reba-ños, que trashumaban de toda la marina. Bajaron por un gollizo en cuyas quiebras seretorcían intrépidamente sobre el abismo dosviejos cabrahigos; sus raigambres saledizas seenroscaban enfurecidas imitando una luchaespantosa de sierpes centenarias. La luz azula-da de la eminencia pasaba las hojas, que se veí-an como gotas de agua, cuajadas y enormes. La imagen de la cumbre dejada envolvía ydominaba a Félix. Ya no pisaría nunca ese ex-celso paraje; y acaso lo había abandonado coníntima sequedad, sin haber sabido recoger toda

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la emoción de sus soledades. Sobresaltóse du-dando de sí mismo. Y de pronto, retrocedió. El guía vio espantado que Félix trepaba porlos roquedales. Y Félix subió y besó la yermacima, en cuya desolación tuvo la compañía,encontró la confianza de su alma. Le conmovió,como si la viese después de muchos años. Lacontempló supremamente y despidióse de ellaantes que el cansancio o las mudanzas de susentimiento le agotasen su ternura... No lle-guemos a los umbrales del hastío en lo placen-tero y amado, y su recuerdo nos traerá una fra-gancia suave de tristeza, de dicha, de santidadde una flor que nunca ha de secarse. Ya cerca de los nómadas pastores, hallaron lasneveras. Quitó el guía los felpudos de espinosque tapaban una de las pozancas, y cayó el solen la escondida blancura, haciendo gloriososresplandores. La nieve, resucitada en mañanaestival, trajo a Félix la visión de ese magno yfragoso paisaje desolado, blanco por la nevada.

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Llegaron al resistero, blando y verde de pastoajado por los rebaños que se derramaban hastalejanamente. Apretábanse las ovejas bajo lospeñascales, y las más apartadas de la umbría seestaban muy quietas acarrándose, rindiendo elcuello a la sombra del vientre de la cercana. Cocían los pastores la sopa en calderas de tré-bedes; crepitaba la lumbre al recibir malezatierna; los perros, tendidos, jadeaban, dejandola llama de su lengua sobre la frescura del her-bazal; hacían gesto de risa socarrona viendo losbrincos torcidos de los recentales cándidos ygraciosos, pero risa de fatigados. No, no se mo-verían por mucho que retozasen y aunque lestopasen los corderos, que, aburridos de la im-pasibilidad de los mastines, se entraban bajo laspatas de la madre. Y la borrega quedábase mi-rando pasmadamente las inmensidades; y al-gunas veces, había de abatir la testa, estremeci-da por el rumiar, porque la cría tiraba dema-siado de la rosada y opulenta ubre.

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Daban las ollas un profundo rumor, y el humoesparcía un hálito caliente y oloroso. Estaban enruedos los pastores, y sus torsos se veían lim-piamente labrados sobre el azul. El llano y las sierras lejanas se transparenta-ban bajo el movedizo cristal de la calina. Si unares se movía, luego sonoreaba la risa de su es-quila o el aviso del cencerro de un morueco, yun grave y templado balar ordenando quietud. Allegóse Félix, y partió sus viandas con losrústicos. Ellos le dieron de su sopada, sentán-dole en una limpia piedra que tenían para ma-jar el esparto de sus hondas y de sus rudassandalias. Félix prefirió un dornajo, y parecióleque alzaba una ideal figura mostrando un puñode bellotas a los hermanos cabreros... ¡Oh pode-roso ingenio aquel que supo trazar la vida contanta sencillez y verdad, que, cuando noshallamos en momentos que tienen semejanza alos del peregrino libro, acudimos al sabrosorecuerdo de sus páginas para sentir mejor lahermosura que vemos!

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Durante el yantar estuvo Félix muy callado;pero no sosegaba de decirse que si la rusticidadde que participaba tenía siempre la gracia, laalegría y nobleza que allí había, por fuerza re-sultaba la "Cumbrera" una bienaventurada Ar-cadia. ¡Y sí que lo sería! Estos hombres se ali-mentaban de leche recién ordeñada, crasa, blan-quísima, que no parecía sino hecha de pedazosde nubes. Emblandecían el pan dentro de esascelestiales espumas. Los rodeaban miles decorderos, blancura viva y donosa; los hondospozos les deparaban la cuajada y deliciosa pu-reza de la nieve. No estaban de tránsito o ex-cursión en la montaña, sino que moraban sose-gadamente en las soledades; y desde las emi-nencias y desde sus majadas, sin prisas ni re-cuerdos pecheros de la vida lugareña, podíancontemplar las abiertas lontananzas, gozosas ymagníficas de sol bañadas de luna, que irá de-jando prendido en las laderas un vaho miste-rioso de torrente. Estos hombres respiran losaires vírgenes recién llegados del

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infinito, llenos del germen de la virtud y delolor de las mantas de la sierra... ¡Oh hermanospastores, sanos, empapados de alegría, de ino-cencia, pujantes, bruscos, ásperos como los ro-quedales; pero, lo mismo que la peña, tendránsus vetas, que dan jugo a las plantas y dulzuraal arroyo que destila!... Pues los hermanos pastores, después que sa-ciaron su vientre con toda aquella blancura tanalabada de Félix, ya avezados a su presencia,comenzaron a menudear chanzas y malicias.Hasta sus visajes más eran de plazuela y figónque de cumbre. Destacaba un mozo ancho, ma-cizo, cuyas venas, que tenían reciedumbre desarmientos, parecían delgadas para contener laenorme sangre que debía de rodarle. MirábaleFélix, y lo veía por dentro inundado todo desangre espesa y gorda, inflado, rojo, como unodre de sangre. Se reía de las zumbas que ledaban, y sus mandíbulas hacían pavor. Habíapasado la noche en Posuna, y allí estaba la mu-jer. Contó todos los lances y momentos de sa-

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ciar su lujuria. Ahora se lo decían a Félix, queveía desnuda a la pobre mujer delante de lavoracidad de esos hombres. Las risas se hicie-ron tabernarias; las voces, rugidos. De súbitodos perros corpulentos se arrufaron siniestra-mente, disputándose las roeduras y los papelespringosos del almuerzo de Félix. Seacometieron levantándose y abrazándose comodos hombres; aullaban de dolor al clavarse lospinchos de las carlancas. Los pastores los enar-decían azuzándolos, los golpeaban con guija-rros. Ladraban broncamente los otros mastines;se oía el crujir de quijadas; plañían los ganados,y la montaña semejaba trepidar. Félix se maldecía sorprendiéndose gustoso yconmovido de esa lucha. Les pidió que la aca-basen. Entonces, aquel mozallón rijoso precipi-tóse rebramando sobre los mastines; sus zarpasagarraron la cabezota del más bravo; se la acer-có; y abrióse la boca del hombre, profunda yhorrenda como una cueva; sus dientes mordie-

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ron en las fauces y encías de la bestia y la levan-tó zamarreándola espantosamente del morro. Acudieron para arrancársela. Los labios y labarba del pastor manaban sangre de perro. Retraído de todos estaba un viejo comiendomendrugos de hogaza y terrones de nieve go-teante. Ni la vocería truhanesca ni el estruendode la feroz contienda perturbaron la ruda sere-nidad de su perfil. Después incorporóse; movió su diestra muydespacio, despidiéndose, y parecía bendecir lacúpula del cielo. Del peñascal fueron saliendolas ovejas, reposadas, dóciles, mirándolo todo;y el aire se pobló de tierna y rústica armonía; ycuando el rebaño se esparció bajando la ladera,esquilas y cencerros resonaron como un enor-me y lejano salterio. Dijéronle a Félix los demás pastores que elprodigio de esa música fue obra y merced quehizo don Guillermo, el de La Olmeda, al buenviejo. Lo protegió mucho viéndole solitario, sininterrumpir el pastoreo con estadas en el villaje,

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desde que la mujer se le ahorcó, enloquecidaporque, una tarde, halló muerto al hijo muychiquitito que tenían; dos pavas flacas y viejaspicaban la lengua y los ojos del cadáver. Cuan-do don Guillermo iba a La Olmeda, buscaba elmalaventurado viudo para socorrerle y andaren su compañía por las montañas. Y le trajoesquilas y campanicas; y horadándolas conarte, las entonó de modo que cuando el ganadocaminaba hacía un raro y dulcísimo concento. ¡El temido y amado aspecto de su padrinollegaba hasta las cumbres! ... Apartóse otro rebaño. Después salieronotros buscando los rediles. Quedaron solos Fé-lix y su guía. Por encima pasaron croajando loscuervos, lentos, solemnes. Distantes, ya perdi-dos, aún se oía su clamor, que fue deshaciéndo-se en la tristeza de la tarde. Las quebradas y ondulaciones de las sierras seespesaban y ahondaban; parecían sumergirseen las sombras proyectadas por monstruosasalas invisibles. Las cumbres recogían el último

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sol, que entonces tiene el oro gastado de mone-das y de lámparas viejas de templo; era su luztibia y humilde. La altitud destelló en una ale-gría de lumbre súbita y roja. Una peña persistióencendida fuertemente. Quedaron apagadas lasladeras. En la infinita paz, el más leve crujidode una mata, el zumbar de un insecto, la voz, elcencerro del ganado remoto, rodaba claro ydespacio mucho tiempo. Toda la emoción de la tarde entraba en el almade Félix tan excelsamente, que creía no necesi-tar de la rudeza de sus sentidos. Regresaban. Se sepultaron entre montes. Y aldoblar un collado percibieron gritos de desgra-cia que estremecieron la soledad. Las montañasrepitieron el plañido, roncas, angustiosas; loarrastraban por sus gargantas y barrancos, ysonaban pavorosamente como baladros y que-jumbres de las ánimas en pena de las consejas. Precipitóse el guía por una cañada; Félix co-rrió hacia un puerto para escrutar otros hori-zontes: allí sólo estaba la calma del crepúsculo.

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Volvió. Lejos negreaba la silueta del guía, quegritaba algo en valenciano. ¡Una sierpe había matado a una vieja! -¿Está ahí la muerta? -voceó Félix con exalta-ción. -¡Aquí, en lo hondo; acaba de morderla y ya sehincha que espanta!... Félix avanzó raudamente. No es que se regoci-jara: él no quiso la muerte de la vieja; ¡claro!, nise le había ocurrido; pero, sucedida la desgra-cia, la acogía con avidez de contemplarla, quizátan sólo por la grandeza y desolación del para-je. -¿Cómo esa vieja podía caminar a estas horaspor los abismos? -¿Cuál vieja? -dijo espantado el guía. -¡La muerta! -¿Qué muerta? ¡Si no hay ninguna vieja! ¡Esuna ovella, una ovella!... ¡Adónde huye nuestra piedad! Le recorríaheladamente la sangre. Se lastimaba de la cor-dera y odiaba la vieja. Se lo confesó: ¡hubiera

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preferido que la emponzoñada fuese la vieja!Señor: ¿es que duerme siempre en nuestrasentrañas una hez abyecta de crueldad? ¿Quétorcedura hizo de las raíces de toda su vidapara extraer una gota de lástima, que resbalasey enterneciese su alma, para mover siquiera elretoñar del remordimiento? ¡Y, nada! ¡Estabaseco y árido, como hecho de cal! ¿Qué le impor-taba ya el compadecerse de la fingida víctima,si era piedad no destilada de su corazón, sinoque la exprimía del árbol de la ética, duro yrígido como la encina? Creía que el Bien asílogrado era otro quien lo realizaba, distinto desí mismo. En la hondonada vieron al pastor solitario,siempre roído por la desventura. Estaba pos-trado, como una talla cincelada en la peña. Laoveja muerta tenía los brazuelos recogidos en-cima de su cuerpo monstruoso, y la testa, muyfina, muy delgada, prorrumpiendo de la hin-chazón, vuelta y alzada por la angustia y en sus

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abiertos ojos se congelaban dos gotas de la úl-tima claridad de la tarde... Se difundía la noche. Todo el rebaño posábaseesparcido entre breñales, resignándose al yer-mo, lejos de la olorosa tibieza del aprisco. Unaesquilita quedó tembloreando en la paz. -¡Por fin! ¡Bendito sea mi Dios que te ha traídosalvo! -y tía Lutgarda acercóse afanosamente aFélix mirándole, mirándole-. ¿Qué tienes paravenir tan mustio, tan amarillo? ¡Yo no sé qué teveo! -¡Dulcísimo! Y ¿cómo ha de estar sino rendi-do? Félix miró a la criada. Estaban sus ropas lisas;sus senos, rotundos; meneaba la cabeza. Laodió. La señora, viendo que Félix se alejaba, le dijo: -Si subes, avisa a Silvio que le aguardamospara el Rosario. Sabía Félix que esas palabras le llevaban a él lasúplica de que rezase. Y volvióse y repuso es-quivamente:

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-¡Yo no puedo rezar! Tía Lutgarda suspiró. Teresa y toda la familialabradora también suspiraron. Félix salió a la ventana de su cuarto. La nochelo recibió blandamente. Olía a árboles y huertosregados. Sonaba el latidito fino, de plata, de losgrillos, el cántico de los sapos de los aguazales,dulce y claro, como campanillas; y en lo hondodel paisaje, se arrastraba el bauvear de un pe-rro. Sintió Félix que entraba borbotando en su san-gre el perdido caudal de lástima y amores ge-nerosos. Un contento suavísimo y bueno le re-galaba el corazón. Y lo amó todo. Teresa decíaverdad: él estaba rendido siempre que ella lodecía; tía Lutgarda y Silvio, ¡cuán humildes!¡Qué admirable firmeza de dama en doñaConstanza! ¡Oh la viejecita y la cordera mordi-das por la sierpe! ¿Y él había anhelado la muer-te de la pobre mujer? En seguida se contradijo.¡Si no hubo vieja muerta ni viva por aquellos

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abismos! Pero Félix, vieja veía extraviada en lamontaña, retorciéndose hinchada. Difundíase un rumor de oraciones. ¿Por qué no había él de bajar y rezar todocuando le pluguiese? ¡Hagamos felicidad en lasalmas; no desperdiciemos la ternura y la fe deestos momentos tan sencillos! Y bajó saltando; y los viejos peldaños de ca-rrasca retumbaron por todo el grande ámbitodel vestíbulo. Doña Lutgarda, Silvio, Teresa, los labriegos,salieron presurosos y espantados. -¡No temáis! ¡Es que también quiero yo rezarcon vosotros! -gritó Félix alborozadamente. Volvieron a la sala de las andas. Tía Lutgardaalzó sus conmovidos ojos al Señor de la Cruz. -¡Oh mi Dios!... -y luego, con dulce vocecita,dijo-: ¡Félix, hijo mío; que te oigamos todos! -yprosiguió-: "... Torre de David, Torre de marfil,Casa de oro, Arca de la Fe...". Y los demás contestaban: -¡Ruega por nosotros! ¡Ruega por nosotros!

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Y este susurro parecía subir a las vigas comoun sahumerio. Félix se imaginaba arrullado por una enormecigarra. Acabada la letanía, rezaron una Salve al Sa-grado Corazón de María. Félix empezó a ver figuradamente toda la ple-garia. Escuchaba sollozos de hombres y muje-res; sobresalía el gemir de los niños infortuna-dos. Era un valle angosto, pero sin confines,poblado por la Humanidad que lloraba. Todaestaba llorando. Envuelta en el manto infinitodel cielo, asomaba la Virgen su pálida cabeza, yvolvía a nosotros sus ojos, dulces y tristes, ymiraba todo el paisaje inundado, hondo y oscu-ro. Félix se resbalaba, se caía por una vereda dela falda del monte; se sumergía en las aguas delágrimas. Una mano le contuvo. ¡Oh milagro deNuestra Señora! Y vio que era la gordezuela mano de la criada.¡Es que se estaba cayendo de la butaca! -¡Cene, cene y acuéstese, pues está rendido!

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-¡Mentira! -gritó Félix iracundo. -¡Qué lástima! ¡Qué lástima! -y tía Lutgardamiró desoladamente al Señor de la Cruz.

XIX. Reaparece el espectro de Koeveld

Despertóse Félix; abrió las ventanas, y se acos-tó de nuevo teniendo delante la magnificenciadel día. Sobre el azul viajaba una nube comouna montaña de espumas. Y Félix sintió que sellenaba de su blancura gloriosa, que se sumíaen ella deslizándose. El cansancio de sus jorna-das por la "Cumbrera" le emblandecía y ahon-daba en una pereza mezclada de dolor y deli-cia. Notaba muy delgadamente los rumores, laquietud, la color, la sensación de todo cuanto lecercaba y veía; y su cuerpo estaba tan sutiliza-do, tan leve, que perdía el sentirse a sí mismo,pareciéndole hecho de lo demás, de silencio, declaridad y grandeza de la mañana.

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Tía Lutgarda le había traído un tazón de lechey quedóse mucho rato acompañándole, mirán-dole, sin hablar. Le separó los cabellos de lafrente. Y los dedos de la señora fueron tan sua-vísimos, que Félix volvió a dormirse. Ya muy tarde, después que doña Lutgardaterminara sus rezos y el reloj de pesas de unaalta estancia, cerrada siempre, diera las doce,tornó a subir y pasar inquieta y tímida al dor-mitorio del sobrino. Tranquilizóse viendo que fumaba, aunqueacostado todavía. -¿No quieres comer conmigo, Félix? No vinoSilvio, y estoy sola. Y, dime: ¿qué tenéis, queapenas os veo juntos? Y, sin embargo, él siem-pre está aquí; otros veranos prefirió la heredadde tío Eduardo. Ahora no deja de venir un día ylo hace muy extrañamente; llega tarde a lascomidas; habla poco, y de nada se ocupa. Félix lastimóse de las fáciles inquietudes de tíaLutgarda. Quiso aliviarla; y dijo que se levanta-ría. Ella retiróse, volviendo honestamente los

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ojos para no ver los desnudos hombros del jo-ven. ... Comieron muy callados; y aún se hallaban ala mesa cuando un labriego entregó una carta ala señora. Era de Isabel, pidiéndole que pasasecon ellos el siguiente domingo, que celebraba elpadre su cumpleaños. Luego de la firma, decía: "No he nombrado aFélix porque tengo miedo de que ni siquiera merecuerde. Tía Lutgarda: ¿por qué Félix no nosquiere¿" -¿Que yo no los quiero? ¿Que yo no quiero aIsabel? -gritaba Félix aborreciendo una íntimavoz que le acusaba de haberla olvidado. Y la casta y gentil figura de la doncella pasóremontada sobre su alma, y sintió la aromosafrescura de su vuelo, lo mismo que una palomaal cruzar encima de nuestra frente parece quedeja en el azul una inefable estela de idealidady pureza. -¡Hijo! ¿qué haces, qué quieres?

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-Marcharme. Me voy a la masía del tío Eduar-do. -¿Ahora? -He de ir en seguida; lo necesito. Teresa, que pasaba entonces, se detuvo pas-mada de la vertiginosa salida de Félix. -¡Dulcísimo! Pues ¿qué sucede, señora? ¡Mireque hay vegadas que yo lo tomo por un apare-cido! ¿Qué tendrá? Volvióse a doña Lutgarda. La pobre señora estaba llorando. -¿Verdad que siente mucha compasión? -y serestregaba los párpados buscando sus lágrimas. La señora suspiró desde los profundos de susentrañas. ¡Sí; apiadábase grandemente del ex-traviado sobrino, pero más se adolecía de aquelhogar de Almina, siempre en sufrimiento; ytambién mucho de Belita! -¿De Belita, dice la señora? ¿Pues qué mal tie-ne mi reina? -¡Miedo tengo que sea mal de amor! -¡De amor por don Félix!

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Enmudecieron estas sencillas mujeres; y susojos lumbreaban atravesando, desde la anchareja, el dilatado muro de los olmos que ocultabaEl Retiro. -Y a esa diabla, ¿por qué se la consiente queesté ahí escondida? -¡Nada podemos! Pidamos nosotras a la Pro-videncia... Recuerda lo que mi don Pedro decía:"¡El Señor es el que anda a tu derecha manopara defenderte!" -¡Es verdad que así hablaba! -... "Y trajo a su pueblo con el cuidado quetraería un padre a su hijo chiquito". "Lo llevósobre sus alas, como hace el águila con sus po-lluelos...". Ya ves que si eso hizo por tanta gen-te, ¿no lo hará por una sola criatura? -¡Señora, ya no hay temor, ya no hay temor! -yholgábase mucho la dueña Teresa pensandoque encima de la divina águila podría ir caba-llero muy ricamente don Félix, y aun ella, quequizá se distraía con el roblizo hijo de Alonso.

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Pero doña Lutgarda, que pronunciara las con-soladoras citas, acuitóse después más porque sedijo: "Una sola criatura era Guillermo; y... ¡ay,Dios mío!, ¿no permitiste que se perdiese¿" ... Alonso y su hijo, que estaban avenando elriego de una almáciga, se maravillaron de ver aFélix saltar locamente por las hazas sin cuidarsede veredas ni lindes, hasta perderse en un re-cuesto, bajo la fronda. Los olmos parecían hervir y estremecerse de laintensa estridulación de las cigarras. Y Félix ibadejando un camino de silencio en los árboles. No siguió mucho. Había recibido un gustoso,escondido y súbito mandamiento de volverse yacercarse a Alonso, que se había alzado de lasregueras para saludarle, y él pasó sin mirarle. Decíase que, en esta mañana, lo que no fueseventurosa ternura degeneraba en crueldad. Esque sentíase atraído y embebido por todo, co-mo si todo estuviese sediento y fuese él gota delluvia. Y regresó.

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-¿Qué le pasa, señor don Félix, que le veo tanpajizo y flaco? -le gritó el manijero. Su hijo cargaba de mazorcas los serones de sujumento, que roznaba una caña de panizoarrancada vorazmente. La piel de las ancas ydel cuello del animal se estiraba temblorosapara librarse de los tábanos. Félix se los oxeó con su cayada. Vino Alonso, y, ladeando su manaza, rápida-mente cogió un vivo, que aleteó zumbandoentre sus uñas. -Yo todos los mato así -dijo riéndose; y arran-cóle las patas, y el lisiado tábano voló, refu-giándose en un plantel de coles. -¡Está vivo aún! -murmuró Félix. -Vivo, vivoestá; pero como no tiene patas y no tiene paraagarrarse, si va a un árbol o quiere chupar dealguna bestia, pues se resbala y se cae, y así vamuriéndose despacio, despacio... Félix apartóse de este hombre sin cumplir elcristiano propósito que le trajo a su lado.

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Sin proponérselo, y hasta sin desearlo, buscóla senda que ceñía los altos bancales de la resi-dencia de Beatriz. No entraría, que nada mássaliera por Isabel, y ardía su corazón en las dul-ces llamas de la piedad de hermano. Las azules ventanas estaban cerradas. Toda laquinta reposaba. Pero de pronto se detuvo y se retorció su vidacomo una zarza ardiente. A la sombra de la terraza, Julia y Silvio esta-ban hablando como enamorados. Ella, teníainclinada afligidamente la cabeza. Cuando vio aFélix quiso retraerse. Y Félix se esforzó por lla-marlos con familiar alegría, y su palabra sonóseca y rota. -Te esperábamos para comer, Silvio. -Pues ya miras la razón de mi tardanza; de lade hoy y de siempre. ¿Te ocurre algo? La risa y la voz de Silvio crujían y golpeabancomo la honda y la piedra. Félix bajó a las verdes márgenes del río, y lue-go salió de la angostura. Pero la mañana del

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valle ancho y pomposo no le admitió en su in-menso brazo de luz y de paz... Las hormigas que recorrían los troncos de losfrutales, los pájaros que saltaban de las cepas yrastrojeras, los insectos que pasaban ruidosos,enloquecidos, con los palpos llenos de miel, yhasta las hierbecitas recién nacidas en una migade tierra, todo lo veía participar gozosamentede la serenidad y hermosura de la mañana... Yél, en medio del paisaje, sentíase interiormentedormido y seco. Junto a un ribazo halló dos rapaces hermani-tos que se estaban escupiendo, peleándose poruna vara de regaliz. Los sosegó; les repartió la mata. Los chicos sequedaron mirándole, burlones y medrosos.Después volvieron a escupirse. Félix internóse en la llanura. Otra ancha nube peregrina, baja y blanquísi-ma, como la que viera antes acostado, se desli-zaba sobre la heredad de Isabel, y la dejabaapagada entre tierras fastuosas de sol.

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Pensó Félix que con alas de ángel aún podríaofrecer a su prima los últimos resplandores delllamear que, al salir, envolvía toda su alma...¡Con pobre pies de hombre, la tardanza fatiga yentibia! Es que Félix caminaba demasiado des-pacio, y acaso el corazón es el que prende lasalas, y no es vuelo lo que produce y mantiene elíntimo ardimiento. Le gritaban; volvióse y vio a Silvio; y ése síque se le acercaba como una ave feroz queapeona. -Te busco para hablar contigo -le dijo entrecor-tadamente-. ¿Me das tiempo, o lo necesitas paratus galanteos con la que tengas de turno? ¿Isa-bel o la de Giner? Hablaba Silvio riéndose, fingiendo tosecilla ysin mirar a su primo. La negrura de sus pupilasse hizo tan densa, que semejaron tiznadas. Félix sintió un desconsuelo infinito; y todassus entrañas se anegaron en hieles. -¡Qué dices de turno, de Isabel, de la de Giner!¿En qué vilezas nos hundes?

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-¡Pobrete! ¡Te he injuriado!, ¿verdad? ¡Los se-ñoritos de pueblo somos muy rudos! Debo dehaberte parecido ridículo al lado de Julia. Puesquiero decirte que yo, tan mastuerzo como meves, soy más digno que tú. ¿Lo oyes? ¡Muchomás que tú! ¡Y que me casaré con Julia!... ¿Losabes? Y no quiero, ¡es que no quiero que ellapadezca no llore más por lo que ve en su madrepor culpa tuya! ¡Y yo!... No pudo seguir; se ahogaba de furia y de sali-va. -¿Julia sufre, Julia ha llorado por mí? -¡No, don Juan, no tanto! Por ti, no; por sumadre... -¿No, don Juan, no tanto? Pero ¡qué dices, quésupones, bárbaro! ¡Si no son ellas para mí, sinoyo para ellas; soy yo el que ama, el que se las-tima!... ¡Oh, por Dios, que no se case contigo lapobre Julia! Tembló Silvio de desprecio, de rabia bestial,que le desfiguró todo, y recrujieron sus brazosy sus mandíbulas.

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Cuando Félix quiso mirarle, lo vio lejos, inmó-vil. Sus puños se alzaron terribles. -¡No habrá más escándalo donde sabes; noirás! ¡Y esto nadie ha de saberlo! Y le volvió la espalda. Félix se fue apartando. Sus labios sonreíandoblándose con amargura, y su ánima sollozó.¡Ideales y ansias se manifestaban en escándaloy truhanería! Trágica, patricia y llena de miste-rio había sido la ruta de Guillermo. La suyasólo dejaba tristezas y desconfianza plebeyas. Alzó la mirada y hallóse junto a las bardas dela masía de Giner. Entre macizos de dondiegos y geranios, laesposa paseaba la pompa estéril y triste de suhermosura. El marido cuidaba tórtolas y galli-nas dentro de un grande y rudo alcahaz dealambres erizados. Ella vio al intruso y pretendió evitarle y huir.Entonces Félix apiadóse de la mujer y de símismo, y acercóse más, llamándola para pedir-le que no lo esquivase creyéndole, como el po-

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bre Silvio, aventurero y salteador de amores,llamándola para decirle que él la quería, no porhermosa, sino por criatura desventurada. Giner lo descubrió a través de las rejas delgallinero; atropellóse por salir para guardar asu mujer, y tropezó en una vieja colodra delaverío y cayó entre aleteos y estrépito de made-ras, despedazando varales, aplastando un gan-so que estaba lisiado y hundiendo la cabeza enel mantillo, bajo tiestos, plumajes y masa desalvado. Su esposa y Félix se precipitaron para soco-rrerle. Los ojillos de Giner, torcidos de enfurecimien-to, se hincaron en los del romántico, y sus ma-nos y piernas se agitaban brutalmente pararechazarlo. Félix lo perdonaba, y se inclinó hablándolecon dulzura de hermano bueno. Y alentábale laesposa, que lo veía redimido de toda mácula ysospecha de rufián.

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El peso y la violencia del caído lo derribaron.Félix dio un grito inmenso y angustioso. -¡Koeveld! Una zarpa de fuego torcía su corazón; un pu-ñal de dolor le desgarraba desde el hombrohasta el codo izquierdo, y la boca de un oso lemordió apretadamente en la garganta... Se aho-gaba. Quedó tendido bajo las rodillas de Giner. Es-taba muy blando, siniestro, con livores en lanariz y en los labios. El sudor y el estiércol lepegaban los dorados cabellos a las sienes.

XX. En los nidos de antaño, no hay pája-ros hogaño...

El Señor había escuchado las plegarias de tíaLutgarda. Y cuando don Lázaro, su esposa ydoña Dulce Nombre llegaban a los portales dela casa, Félix pudo asomarse a lo último de laancha escalera para recibirlos.

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Quisieron que en seguida se acostase el en-fermo, creyendo que sólo por mitigarles su an-siedad había salido. Pero Félix les pidió tantoque le dejasen asistir a la comida, que se lo con-sintieron. Es cierto que el día era de los máslimpios y templados del otoño, y que un médi-co de Almudeles, hombre rico y viejo y antiguoamigo de la casa, que vino y alojaba en La Ol-meda desde la tarde del mal de Félix, les dijoque éste podía quedar levantado, pero que na-da más tomase leche de oveja. Las hondas y humeantes fuentes que sacabaTeresa las devolvía colmadas a la cocina, pueslos señores apenas las cataban. Sólo el doctorengullía de todos los guisos y loaba con entu-siasmo sus primores. En cambio, todos habla-ban mucho y nerviosamente. Don Lázaro co-mentó la ausencia de don Eduardo y Silvio. -No viéndolos en Almudeles, esperaba que dela heredad hubiesen acudido aquí para recibir-nos.

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Dijo doña Lutgarda que Isabel y su padre es-tuvieron en la pasada tarde para enterarse delaccidente de Félix y traerles el telegrama de lallegada de ellos. Después don Lázaro le pidió al médico quecuando reposasen el café le acompañara por lascercanías, cuyos árboles eran claros capítulosde su vida de antaño. El hijo le sonrió, diciendo: -Si lo que buscas es saber de mi enfermedad,yo, delante del médico, te digo que ya estoybien. Si brusca fue la acometida de la muerte,rápida ha venido la salud. Yo sentí que unamano toda hecha de angustia me apretaba elcorazón y me abría este hombro y este brazo, yluego subió a la garganta para estrangularme.En seguida me desvanecí. Ahora nada mássiento mucha fatiga; pero mañana he de ser yoquien salga contigo por estos campos. Su voz lenta, postrada, y el mirar apagado desus ojos les ofrecía el lacerador recuerdo deaquel Félix encanecido de alegría.

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Levantóse el enfermo. Le afligía que le con-templasen tan emocionadamente. Sus padres,tía Dulce Nombre y tía Lutgarda le mirabancomo a los muertos, y él se vio muerto, lo mis-mo que imaginaba a los demás muchas veces:muy largo, las manos plegadas y duras encimadel vientre; una venda le bajaba por las mejillaspara cerrarle la boca, y a través de los párpadosse le adivinaban las pupilas fijas, elevadas,blandas y ciegas, ciegas. Tía Lutgarda alzóse también para llevarle a lasala del Cristo de la Cruz. -¡No; allí, no! Quédate, que quiero acostarmevestido, en mi cuarto. Se volvieron al médico, y les indicó que lodejasen. Entonces don Lázaro quiso que le con-tase todo lo de Félix. La mirada de doña Lutgarda perdióse en elsereno azul, que parecía pasar por las ventanas.Y, suspirando, dijo la señora:

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-La primera palabra que Félix pronunció cuan-do lo trajeron, después del desmayo, fue elnombre de Guillermo. Tía Dulce Nombre se conmovió de miedo y decongoja. -¿El de Guillermo? ¡Válgame el Buen Ángel!¡Pensad que ella está cerca! -¡Calla, Dulce Nombre! -le mandó Lázaro. La señora prosiguió: -Me vio Félix, y, oprimiéndome las manos,dijo: "¡Como Guillermo! ¡Me mataban como ami padrino! ¡Qué garra de dolor en el costado,y en el cuello, la mordedura del oso!... ¿No de-cís que soy lo mismo que él? ¡Pues lo mismomuero!" ¡Estaba rendido! Después que sosegó,rióse mucho. Yo me asusté de su risa, y me lla-mó: "¡Ya vivo, tía Lutgarda, sin antojos, sin nie-blas en el entendimiento! Nadie me mataba, niKoeveld me mordió; fue sólo un síncope lo quetuve. La única víctima ha sido una pobre oca,que quedó aplastada debajo de Giner, el gigan-te amarillo, enfermo y celoso". En seguida me

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preguntó por Silvio. Y ya no me lo ha mentadomás. Todos la escuchaban con grande ansiedad. En el silencio se oía el latir de sus corazones.La oración estremeció levemente las marchitasbocas de las tres mujeres. Don Lázaro y el médico salieron. Al abrigo de los almiares se amontonaba lahojarasca de los olmos. -¡Háblame de mi hijo! Humedecióse la mirada del viejo doctor, to-davía enrojecida por la copiosa comida, y ex-clamó exaltado: -¿Te acuerdas de mi casa, Lázaro? ¿Te acuer-das de mi mesa? ¡Era una eterna Navidad! Seishijos tuve; los seis murieron; después, la madre.Y mi fortaleza, mi salud, creciendo, creciendoen medio de la muerte, creciendo aun en misoledad... -Pero ¿y Félix? ¿Lo ves amenazado? ¿Morirá?

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La voz del amigo se apagó un instante. Doshojas de oro crujieron deshaciéndose bajo susrecios zapatos. -El mal de tu hijo es el terrible angor pectoris.Todos los síntomas los ha dicho antes él mismocon una llaneza que daba frío de espanto: lamano de angustia en el pecho; el dolor que ledesgarraba hondamente la carne, desde el hom-bro hasta el codo izquierdo; apretamiento delcuello; un aura, una impresión intuitiva de lamuerte; el término del acceso tan repentino, tanbrusco como su aparición. Ahí tienes trazadauna angina de pecho, leve, porque..., porque noha matado. Pero ni yo ni nadie puede predecircuándo aparecerá la grave, o si no vendrá nun-ca. Tu hijo es cardíaco. Yo he querido saber sien este retiro ha padecido alguna emoción vio-lenta, y nada me ha dicho. Le pregunté tambiénsi hizo excursiones a la montaña de mucha fati-ga; me contestó que había subido a la "Cumbre-ra". Quizá entre todos llegaríamos al origen ycausa del mal. Ahora no hablemos; deja esto.

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Cuando Félix se fortalezca, llévatelo a Almina.No te apures, y espera. Veo la muerte de misseis hijos y demi mujer. ¡Son siete muertos, Lázaro! Se meretuercen las entrañas, lloro, y..., sin embargo,¡querrás creer que comería de nuevo! ¿No ten-go motivo para aborrecerme y despreciarme? Un sarmiento del rosal subía su única rosa,grande y pálida, hasta la ventana. Félix contemplaba la tarde, que se iba dur-miendo bajo las nieblas del río. Lejos, las aguastenían el rojo centelleo de una nube ensangren-tada del ocaso. Tan distante, breve y aciagocomo ese último alborozo del día vio resplan-decer pasiones y júbilos de la apagada corrientede su vida; y aquellas lumbres bañaban unafigura que estuvo cerca de su corazón, y de laque no supo recoger su esencia; era como lapobre flor del viejo rosal. Y Félix tomó la rama,la dobló suavemente y puso un beso inmensoen lo más escondido de la rosa. ¡Por qué nohabía querido a Isabel!

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Los nombres de otras dos mujeres golpearonen su alma. El de Beatriz le llenaba de la grati-tud de sus delicias y de remordimientos de sustristezas. El recuerdo de Julia le hizo sentir ver-güenza de sus celos. ¿A quién había querido? ¡Oh pobre vida suya! ¿Era trasunto de las in-quietudes y concupiscencias del apocamiento,de la fatalidad y misticismo de toda una razaque generó en lo pasado todos los motivos desus ansiedades, de sus andanzas sentimentalesy hasta de sus gustos y actos más humildes?¿Es que verdaderamente llevaba la pesadumbrede una espiritual herencia de aquel hombre quepudo manumitirse de las ataduras de timidecesy recelos y se abrasó en el pecado? Félix postróse en la butaca y sonrió. Habíaflorecido dentro de su alma ese aromo que pin-cha y deja perfume de resignación, y se llamaIronía. ¡Oh pobre padrino, deshecho en un osariodesconocido y remoto, y desenterrado por lasgentes para hacerlo imagen y pretexto de las

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exaltaciones de su mocedad enfermiza, y sosténde terrores y augurios, y guía y camino de per-dición! ¡Válgame el Buen Ángel! ¡Solo y señero de su ánima hallábase Félix; losnidos de quimera quedaban vacíos de los en-gañosos pájaros de antaño; y ya no tenía calorpara llenarlos de águilas ideálicas y suyas!...¡Rastro y apagamiento de desgracia fue dejan-do en todos los corazones, y el suyo, ardiente yluminoso, sentíalo también frío y oscuro! Le besaban en los cabellos y suspiraban enci-ma de sus sienes. El nombre y sensación deBeatriz se le difundieron dulcemente. Era su madre, humilde, callada y entristecida.Sentóse a su lado, y sus nobles manos de marfildescansaron, cruzadas, en las rodillas. Tenía losojos húmedos de amor y piedad por el hijo fa-talmente extraviado y siempre menesteroso desu regazo. Penetró la noche en el aposento. Fé-lix se angustiaba. Creía que le tocaban unosdedos flacos y helados.

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La madre llamó, y vinieron todos para bajarloa la sala del Señor de la Cruz; pero él les pidiósonriendo que lo acostasen. La madre y tía Dulce Nombre quedaron juntoa las almohadas, contemplándole y mirándose. Un fanal azul mitigaba la lucecita de aceite. La infinita paz quedó rota y llena de cánticos yde ladridos, y en lo profundo de este bullicio seoía el golpear de un viejo tambor. Los faroles-ciriales cruzaban por las eras; vislumbraba elestandarte de la Cofradía de Posuna, y la voz yla risa del mosén Leonardo resonaron incansa-blemente. Salió don Lázaro para recibir la santa emocióndel pasado. Seguíale el médico comiendo cirue-las confitadas. Y a poco asomóse doña DulceNombre. Pasó el párroco riéndose y mirándose el hábitomanchado de cazcarrias. -Disimulen que así me presente -y les enseña-ba las manos, también encortezadas de blandocieno-. ¡Me caí por un azarbe!... ¡Cuánto se hol-

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garon estos mozos! Recójanme de esta faltri-quera una carta de don Eduardo, que yo nopuedo, para no enfangarla. ¡Son malas nuevas! Teresa sacó el papel y doña Lutgarda la abrióy leyó muy despacio. La vieron afligirse y elevar los ojos a la Cruz. ¿Qué tenía, qué tenía la señora? -¡Malas noticias, ya lo sé! ¡Doña Constanzaestá para que le cueste!... -¡Qué pena tan grande! -murmuró doña Lut-garda-. ¡Qué pena! ¡Y qué vergüenza! Silvio seha escapado con la hija de la forastera de ElRetiro. -¡Ay Buen Ángel! -¡Dulcísimo! Don Lázaro levantó los brazos, y sólo pudogritar: -¡!Raza de víboras!! Y el médico deslizó en el oído del clérigo: -¡Oh, si mis hijos pudiesen marcharse condoncellas y hasta con viudas placenteras!

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Horrorizóse mosén Leonardo. Y de súbitotrazó su vientre un oleaje de grasa, onduló sutórax hasta la garganta, apretóse las ijadas, seinflamaron sus carrillos, salió huyendo y dispa-ró su risa en el amplio vestíbulo. Se produjo una inmensa alarida de júbilo. -¡Perdón, perdón! -balbució el párroco, vol-viendo a la sala-. ¡Perdón, y vengan, que escurioso!... ¡Si don Félix lo viese, qué pendenciahabría!... Todos salieron. La madre del enfermo bajabainquieta de tan recio alboroto, pidiendo quecallasen porque el hijo descansaba. Los campesinos y los aldeanos rodeaban aAlonso, que había cogido un murciélago vivo yquería quemarle las alas para verlo morir chi-llando blasfemias. -¡Mirad que es obra del demonio, o quizá elanimalito es el demonio mismo! -les advirtió,amedrentada, doña Dulce Nombre. ¡El Enemigo, el Enemigo es! -gritaron los la-briegos muy gozosos.

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El hijo de Alonso trajo con las tenazas un as-cua de leña. Las señoras se pusieron las manos en los oídospara no percibir las malas palabras de la vícti-ma. Y el murciélago se dobló retorciéndose: susalas crepitaron blandas y humeantes como dostelitas de goma, y todo el vello de la cabezaquedó prendido de chispas. Nada más chilló de dolor. Y las mujeres setranquilizaron. Cuando subieron estaba Félix recostado, des-nudo, sobre los almohadones. Una de sus ma-nos se hundía en las sábanas, y la diestra secrispaba encima del pecho. La luz sacaba unasombra de garra enorme y negra. -¡La mano de angustia que dice! -murmuró tíaLutgarda. El padre la tomó para quitársela, y estaba su-dada, muy fría, casi rígida... Félix había muerto.

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XXI. Las cerezas del Cementerio

La madre Giner y los hijos llegaron a la here-dad del valle de Posuna cuando la abundanciadoblaba el ramaje de los cerezos y trenzaba yrendía los panes. La bendición del Señor, que bajaba a las tierrasde don Eduardo, solía beneficiar también loscampos de toda la llanada. Pero ese año la divina merced era copiosísima. Amos y labradores se hallaban en el portalconversando de cosechas. Estaba tan contentoGiner, que se reía sin saberlo, descubriendo sulengua temblorosa y su dentadura amarillentay afilada. Mirábale la esposa beatíficamente; y su carne,que de la opulencia había pasado a la crasitud,se le desbordaba movediza por todo el anchoasiento.

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La madre volvióse a los criados y, señalandocon su rollizo índice hacia el matrimonio, lesdijo: -¡Yo no encuentro más felicidad! Una labriega viejecita le repuso: -¡No les falta sino un crío! -¡Cállese de críos! -¿Y no piensa que sí que lo querrán ellos? -¡No lo permita Dios! -exclamó la nuera. Ysiguió mirando al señor Giner, que ya dormita-ba. ¡Ay, no; no apetecía más felicidad! Y este ve-rano, ella y su esposo respiraban libres de sus-tos. Pudiendo pasear hasta por la misma Ol-meda, residencia de monjitas desde la muertede doña Lutgarda! Aquel pobre sobrino de laseñora, ¡cuántas rarezas hizo, y qué empeño,Señor, en decirla y creerla desdichada! Y conmucha ternura quitóle al marido las moscasque le chupaban en los lagrimales. Luego hablóde Félix con la madre Giner, que de todo hizoglosa y resumen, murmurando:

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-¡Al cabo, por recuerdo de él nos mercaron ElRetiro en trescientos cuarenta y dos mil reales,y había costado doscientas veinticinco onzas acarta de gracia! -¿De veras? -¡Justo! -Mire allí. ¿No son las que cruzan por el oli-var, todas de negro? -¡Pobrete inglés, y qué luto te llevan! ¡A buenseguro que la viuda más se lo pone por el otro! -¿Y es posible? -¡Pues claro!... Y este año, que no haya amistadcon la Julia, como la hubo antes. Ya sabes suafrenta. No conviene pasar del saludo. -¡Jesús, mil veces no! Ni el saludo apetecerían las enlutadas segúnse cuidaron de apartarse de la heredad. Y nisiquiera se volvieron a mirarla. Caminaban por un arenoso sendero de la ribe-ra; y sus sombrillas y sus rubias cabezas se co-piaban dentro del sosegado río.

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La palidez, la negrura de las ropas y hasta elsilencio de las damas, imprimían en su bellezaun sello espiritual de meditación y de infortu-nio. ... Doña Beatriz había dejado la ciudad desdeel fallecimiento de Lambeth, que expiró en losbrazos de su copero. La viuda puso en la casa yen sus jardines, llenos para sus ojos de la figurade Félix, honradísimos custodios, y ella mismatambién atendía amorosamente esos lugares,haciendo rápidos viajes a Almina. Elegido El Retiro para su perpetua residencia,lo compró, lo amplió, lo ennobleció; y la huertade Giner transformóse en espejo de la eleganciay melancolía de doña Beatriz, cuya largueza ydulzura le abrieron la voluntad de las monjascarmelitas, dueñas del antiguo solar de los Val-divias. El blanco álamo, estrado de su perdido amor,era por la tarde su predilecto asilo y locutoriode sus recuerdos.

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Y allí, donde la mirada de Julia los sorprendióy les hizo descender de la excelsitud al recono-cimiento de la culpa, allí recibió otra mirada dela hija, llena de lágrimas. Y recogió todo sucuerpo, lo puso sobre sus rodillas y le descansóla atribulada cabecita en su seno, besándoladelirantemente. Julia venía repudiada de Silvio. Se habían ca-sado en Valencia, sin el perdón de doña Cons-tanza; pero don Eduardo y Beatriz los protegie-ron para que fundasen hogar. Silvio era un marido torvo, erizado de sospe-chas, inquisidor meticuloso de las palabras, delos pensamientos y hasta del cuerpo de la espo-sa. Julia lloró mucho la muerte de Félix, que elbuen don Eduardo les comunicó después dedos meses. Silvio llegó a prohibirle enfureci-damente esas lágrimas. Cuando, algunas veces,pronunciaba la esposa el nombre del muerto,Silvio sentía que le mordían en los profundos

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del corazón, y siempre dedicaba un comentariosoez a las románticas aventuras de su primo. -¿Qué te parece si resucitase o te saliese algúnFélix por estas calles? Una mañana vino carta de doña Beatriz, y enella lo nombraba, dándoles noticias emociona-doras de lo postrero de su vida. El marido espió la lectura. ¡Oh, Julia leía conmás detenimiento y complacencia que nunca! Y su boca hirvió en maldiciones para Félix yen palabras de oprobio para doña Beatriz. La hija revolvióse, defendiéndolos. Y el celosorugió, riéndose y salivando. -¡Eres de la misma sangre y harás lo mismoque ella, si no lo has hecho ya con otro más omenos Félix! -¡Yo!... Y Julia se contuvo, porque la queja y la protes-ta inflamaban a la madre. Después, recuperada, altiva y serena, le dijo: -¡Quiero ser como ella, nobilísima como ella,que, pecadora o no, nunca se ha envilecido!

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... Beatriz besó las lágrimas de su hija y abatiósu frente, enrojecida por el recuerdo de la ma-ñana en que, enajenada de celos, había codicia-do esas bodas. .................................. Se asomaron al santo cercado. Después la ma-dre siguió sola sobre el fresco y blando herba-zal, penetrado de sol, que se esparcía como unriego de luz quietecita, remansada dentro de lasamapolas. El ramaje de los cerezos ocultaba a doña Bea-triz, techándola dulcemente. En la umbría de un rincón vio una losa tendi-da, grande, afelpada de hierba. Una mano había esculpido, segando briznasde verdura, las letras del nombre de Félix. Doña Beatriz besó esa palabra. Temblaba un gorjeo de los pájaros, que acudí-an a la querencia de estos árboles y de estosmuros, envueltos siempre en la quietud de to-dos los silencios.

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Pendía una rama cuajada de las primeras ce-rezas. Alzóse la señora y las entibió con el fra-gante aliento de toda su vida; y después ellatomó del olor y dulzura del árbol. ¡Pero no des-fallecía de la emoción ansiada! Sólo era fruta,con el mismo sabor que antes de morir Félix. Crujió otra rama, doblándose bajo otras ma-nos. Y apareció Isabel. Y vio Beatriz que los ojos de la doncella llora-ban y que sus labios sonreían celestialmente. Isabel nunca había comido de esos árboles; yahora sorbía y comulgaba la esencia del amadocon las cerezas del cementerio.

Alicante, 1909.