Las Salamancas de Lorenza - Judith Farberman

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Captulo I

Las salamancas de Lorenza. Magia, hechicera y curanderismo en el Tucumn colonial

Judith Farberman

NDICE

Agradecimientos

Introduccin

Captulo I. El mundo de Lorenza

El ro y el monte

La ciudad y los pueblos

Feudatarios y tributarios

Caciques, alcaldes, pobleros y curas

Una vasta familia

Vecindad, intrusin y mestizajes

Captulo II. Jueces legos y seores de indios

La justa desigualdad

La hechicera como delito

Justicia capitular, poder local e imperio de la costumbre

Tiempo de hechiceros: justicia capitular y control social

Retrato colectivo de los notables santiagueos

Pensamiento mgico y naturalista. Fiscales y defensores en los procesos contra hechiceras

Sentencias

Captulo III. De enfermedades y muertes mgicas

Ocho ejemplos breves a modo de introduccin

Quines son los hechiceros?

Vctimas prximas y vctimas remotas. Vctimas negadas y vctimas confesas

De sntomas, enfermedades y accidentes extraordinarios

Los adivinos y curanderos como intermediarios

Hechicera y alteridad

Captulo IV. Las salamancas de Lorenza

Las hechiceras de Tuama

El demonio ingresa a la escena

Zupay en la salamanca

Salamancas que navegan en tres mares

Rituales colectivos

El monte demonizado

Entre los Andes y el Chaco

Las salamancas mestizas

Captulo V. Mdicos del monte

Marcos Azuela y sus mujeres

Francisca la Sampedrina y Pascuala Asogasta

Hechicera y medicina

El saber y la gracia

Los "accidentes naturales" entre la medicina indgena y la medicina tradicional

Nuevamente el dao (y otros accidentes extraordinarios)

Eplogo

SIGLAS

AGP. Archivo General de la Provincia de Santiago del Estero

AGN. Archivo General de la Nacin. Buenos Aires.

ANB. Archivo Nacional de Bolivia.

ARSI. Archivo Societatis Iesu. Roma

AHT. Archivo Histrico de Tucumn

A Roberto, con profundo amor

Agradecimientos

Aunque comenc a investigar sobre la hechicera colonial en 1998, este libro es tributario de un trabajo mayor, cuyos resultados condensa mi tesis doctoral defendida en Italia en 1995. Me corresponde pues agradecer en primer lugar a quienes tuvieron que ver con aquel proyecto de largo aliento: Juan Carlos Garavaglia, mi maestro, y Jos Carlos Chiaramonte, director del Instituto Ravignani, un lugar de trabajo que fue mi segunda casa entre 1987 y 1991.

Mi regreso a la Argentina me permiti reanudar y consolidar los vnculos con otros colegas y amigos que no puedo dejar de mencionar. Jorge Gelman, Ral Fradkin, Silvia Ratto, Ral Mandrini y Susana Bianchi se encuentran entre ellos, brindndome siempre su apoyo y acompaamiento. De la misma manera Anah Ballent, Patricia Berrotarn, Lila Caimari (a quien todava extrao), Nancy Calvo y Gustavo Zarrilli, mis queridos compaeros de la Universidad Nacional de Quilmes, le han aportado a este libro, y no slo en el aspecto acadmico. Compartir con todos ellos el trabajo (y tambin algunos momentos de ocio...) embellece mi vida cada da.

Para la escritura de algunos captulos acud a la ayuda de especialistas. Los comentarios de Estela Noli me resultaron muy valiosos para mejorar el primer captulo; Gastn Gabriel Doucet, Jaqueline Vassallo y Vctor Tau Anzotegui leyeron y comentaron el segundo desde su formacin en Historia del Derecho, y Mara Silvia Di Liscia, conocedora de temas mdicos, el ltimo. Guillermo Wilde me aport su sagaz lectura antropolgica del tercero y cuarto captulo, cuyas versiones preliminares discut tambin con Ana Mara Lorandi y Silvia Palomeque, dos referentes en cuestiones indgenas. Agradezco a Fabin Campagne, colega erudito como pocos, sus excelentes sugerencias y el apoyo que siempre me ha prestado. Tambin a Jos Antonio Prez Golln que le dio el visto bueno al captulo IV, el ms complejo de todos. Por su parte, mis buenas amigas Mara Bjerg, Raquel Gil Montero y Roxana Boixads leyeron integralmente la versin preliminar de este libro, subrayando sus aciertos colaborando con sus crticas. Tambin de ellas soy deudora.

Por ser la que se narra en este libro una historia santiaguea, quiero expresarles mi reconocimiento a Alberto Tasso, a Amalia Gramajo de Martnez Moreno y a Peti Tenti. Ellos siempre me han recibido afectuosamente y han colaborado conmigo en todo a lo largo de muchos aos. Llevar siempre en mi corazn a Elida Castro, que me hosped en su casa durante mi primera estada, y a Patricia Carabajal que hace cuatro aos me condujo a Salavina, como dice la chacarera, "en un viaje angelical". Tambin quiero incluir en esta lista (aunque tal vez le sorprenda) a Marcelina Jarma, que generosamente me regal, de otra manera inconseguible, la seccin santiaguea de su biblioteca.

Un reconocimiento especial le debo a dos queridas amigas que gustosamente me acompaaron en mis itinerarios por Santiago y el noroeste. Con Gabriela Farrn y Raquel Gil Montero compartimos breves pero densas experiencias de viaje, que nunca se borrarn de mi memoria. Espero que ambas puedan reconocer alguna huella de esos hermosos das en este libro.

Por fin, vaya mi gratitud hacia cuatro personas a las que siento particularmente cercanas. A mi madre, Vilma Torregiani por su apoyo incondicional en cualquier tarea que emprenda (y en particular la escritura de este libro), por su fortaleza y su generosidad a toda prueba. A mi amado compaero de dos dcadas, Roberto Di Stefano, y a Silvio, nuestra mejor obra. A Roxana Boixads, mi amiga antroploga que sigui desde el primer momento el proceso de escritura de este libro. Ella me ayud a pensarlo, convers conmigo muchas de las ideas que en l aparecen y, entre mate y mate, me gui generosamente por senderos ms familiares para los antroplogos que para los historiadores. Su ayuda fue preciosa y fundamental en todo sentido y me permiti acercarme efectivamente al ms declamado que real trabajo interdisciplinario.

Me resta decir que no habra podido encarar esta investigacin sin la ayuda material de diferentes instituciones. Agradezco al CONICET y a la Universidad Nacional de Quilmes por haberle prestado un marco institucional a los sucesivos proyectos de investigacin a partir de los cuales fue creciendo este libro. Y a la Fundacin Antorchas que, en plena crisis de 2002, me otorg un subsidio de emergencia para encarar la publicacin de este trabajo.

Esta perversa canalla [de los hechiceros]fue siempre muy vlida entre las naciones de esta gobernacin del Tucumn y an con estar hoy casi todos estinguidos, no obstante quedan vestigios de lo que sera en la gentilidad, pues hay todava no pocos que despus de haber abrazado la ley de Cristo profesan estrecha familiaridad con el demonio, con cuyo magisterio salen eminentes en el arte mgico; unos para transformarse en varias fieras, para vengarse en tal figura de su enemigo, otros para acometer enormes maleficios en despiques de su odio rabioso; y don se sabe cundir ms este contagio es en los pueblos de Santiago del Estero, cuyo teniente general don Alonso de Alfaro no ha muchos aos que persigui a muchos y conden a varios al bracero para que las llamas abrasasen esta peste y se purificase el aire de tan fatal contagio

Pedro Lozano, Historia de la conquista del Paraguay, Ro de la Plata y Tucumn. Buenos Aires, 1874, p. 430. [1754-55]

Introduccin

Una noche de enero de 1729, Francisco de Milla y Andrs de Zurita salieron de paseo por el campo. Tenan la intencin de dar msica juntos pero la repentina desaparicin de Andrs dio por tierra con los planes para aquella velada. Al da siguiente, Zurita se justific frente a su amigo. Se haba apartado por miedo, me ha pasado un caso grande, le explic. Por curiosidad, haba ingresado al rancho donde la india Luisa viva con su hija Antuca, en el pueblo santiagueo de Pitambal. Era ya muy tarde y sin embargo no hall en la casa sino las camas tendidas y la ausencia de las dos mujeres. Se escondi entonces en un rincn, dispuesto a esperarlas pero fue slo al cuarto del alba que las vio regresar. Ambas estaban desnudas y lo nico que Zurita alcanz a or fue un reproche que la hija le dirigi a la madre: que para qu iban todas las noches tan lejos a cansarse. Esas palabras consiguieron que Andrs de Zurita huyera del rancho con la velocidad del viento.

Al parecer, no slo nuestro curioso msico se dedicaba a espiar a las dos indias. Don Joseph Landriel, vecino de Atamisqui, tambin haba escuchado inquietantes conversaciones privadas entre Luisa y Antuca. Por hacer dao a la seora Clara, hemos de matar a su marido, le haba odo decir a la madre. A las pocas horas, vio a las dos mujeres desnudarse y partir hacia el ro hasta que debajo de la barranca se metieron. Landriel se decidi a seguirlas pero tambin en l el miedo pudo ms y opt por el regreso a su casa.

Por qu dos mujeres solas despertaban tanto temor? Dnde se supona que pasaban sus noches? Que relacin guardaba su desaparicin tras las barrancas, la desnudez y la muerte anunciada del vecino? Entre los campesinos santiagueos la celebracin de cnclaves nocturnos en el corazn del monte pareca ser un secreto a voces. Pero ni Zurita ni Landriel osaron ponerle un nombre a aquellas reuniones

***

La historia de Luisa de Pitambal surge de un proceso judicial iniciado contra ella en 1729. No fue necesario para los testigos proporcionar ms referencias que las mencionadas sobre el lugar o las actividades que convocaban a Luisa y a Antuca porque todos saban de qu se trataba. Y era justamente por eso que les teman tanto. Por aprender el arte, madre e hija desafiaban la espesura del monte y la oscuridad de la noche: en la salamanca las estaban esperando. Ese arte consista en hacer dao aunque tambin all era posible aprender a repararlo. En una misma escuela y con los mismos maestros, habran de formarse hechiceros y mdicos.

Este libro se ocupa de la magia y de sus usos hechiceriles y teraputicos en Santiago del Estero (y de manera subordinada en San Miguel de Tucumn) en tiempos coloniales. Ms precisamente, estarn en el centro de nuestra atencin los sujetos sospechosos de producir dao, conducidos por ello a los estrados judiciales. As entonces, nuestro acceso al reino de la magia y de sus practicantes se debe a la judicializacin de ciertos episodios que, como el de Luisa de Pitambal, nos han llegado en un relato escrito a varias voces.

Seguramente, el enlace entre hechicera y fuente judicial le evoca al lector los ya innumerables estudios existentes sobre la Inquisicin y sus perseguidos. Hace muchos aos que la historiografa europea ha renovado su abordaje sobre aquellos viejos expedientes: ya no se limita a preguntarse por los inquisidores, ms bien aguza su mirada etnogrfica y se dispone a escuchar a los acusados con el mismo espritu y la misma atencin que el antroplogo le dedica a sus informantes. En este sentido, Carlo Ginzburg es uno de los autores ms representativos del nuevo paradigma en el estudio histrico de la brujera. Con admirable maestra, el historiador italiano consigui demostrar que las creencias mgicas populares se mantuvieron durante mucho tiempo como una cultura de algn modo alternativa frente a la ortodoxia religiosa. Ese mundo folclrico, verdadera alteridad para el inquisidor, poda ser descubierto con el auxilio de aquellas confesiones que por su contenido inverosmil haban sido antes dejadas de lado por la investigacin histrica. Sin embargo, resultaba insoslayable que los reos no podan sustraerse ni a las presiones fsicas y psicolgicas ejercidas por los inquisidores para obtener sus testimonios, ni a la fuerza y coherencia de su demonologa. Desde esta perspectiva, se comprende que Ginzburg reconozca en el estereotipo del sabbat europeo, componente central de las cazas de brujas de los siglos XVI y XVII, una formacin cultural de compromiso: el hbrido resultado de un conflicto entre cultura folklrica y cultura docta.

La clave de lectura aportada por Carlo Ginzburg no pas desapercibida para quienes se ocuparon de la bastarda hija americana de la Inquisicin europea. En este sentido, Pierre Duviols encontr en el bello estudio de Ginzburg sobre los benandanti friulanos un adecuado modelo terico y metodolgico para abordar los procesos andinos de extirpacin de idolatras del siglo XVII. Objeto de I benandanti era reconstruir el proceso de demonizacin de un ancestral complejo de creencias y rituales campesinos ligados a la fertilidad de la tierra. La descripcin de tales ritos agrarios, que originariamente suponan la lucha entre dos bandos, el de los brujos y el de los benandanti, haba sido gradualmente alojada en el estereotipo del sabbat. Tan rotundo haba sido el xito de los inquisidores que hasta los mismos benandanti terminaron por apropiarse del sabbat y confesaron su participacin en los diablicos cnclaves. De manera anloga, en Amrica tambin haba tenido lugar un proceso de demonizacin de las religiones nativas y la actividad de los extirpadores tena que ver en ello. Por un lado, los clrigos catlicos llegaban a estas costas cargando con sus propias coordenadas teolgicas; por el otro, su misin era erradicar aquellos residuos de las antiguas creencias que se obstinaban en perdurar en las comunidades indgenas, protegidas por la accin mancomunada de caciques, chamanes y campesinos. El objeto del clero era extirpar la idolatra, vale decir el pecado de rendirle culto a una criatura como si fuese Dios. La idea de que el pacto diablico presida esas acciones cultuales y la identificacin del idlatra con el hechicero hicieron que la persecucin religiosa de los indios y la inquisitorial fueran, con todas sus diferencias, comparables.

Por fin, del mismo modo que los procesos de extirpacin, tambin los inquisidores de los tres tribunales del Santo Oficio abiertos en Amrica tuvieron que prestarse a un singular duelo de imaginarios en sus intentos de juzgar la hechicera. Aunque desde muy temprano se les priv de jurisdiccin sobre la poblacin indgena, lo cierto es que los indios siempre aparecen entreverados en los relatos de hombres y mujeres, espaoles y de castas, involucrados en episodios de maleficio, magia amorosa o curanderismo. As es que la alteridad cultural se abre paso tambin en el ms especializado de los tribunales religiosos: lo hace irrumpiendo con sus recetas y con sus hierbas, con sus conjuros, su materia mdica y sus aproximaciones peculiares a lo sagrado y a lo diablico.

Aunque extremadamente escueto, este rodeo historiogrfico nos ha alejado un poco de la santiaguea Luisa y de sus salamancas. Es hora de que regresemos a ella, puntualizando las principales diferencias que separan a nuestra hechicera y a sus jueces de los sujetos recin evocados.

En primer lugar, divide las aguas el tipo de tribunal que se ocup de los reos de Santiago del Estero y San Miguel de Tucumn. Fue la justicia capitular, civil y lega, la que recogi denuncias, promovi sumarias generales y recepcion las eventuales querellas de los vecinos. Por ese mismo motivo, los jueces privilegiaron una faceta del delito de hechicera que no era la que ms preocupaba al Santo Oficio o a la Extirpacin y que concerna a los aspectos estrictamente criminales de las causas. En este sentido, la enfermedad o la muerte de una persona atribuida a accidente extraordinario, lo cual justificaba la clasificacin del expediente como proceso por hechicera, era un delito fronterizo con el homicidio.

En segundo lugar, tuvo consecuencias relevantes la relativa lejana de nuestras cabeceras capitulares respecto de las principales capitales virreinales. Esta situacin perifrica hizo posible una administracin de justicia que goz de extraordinaria autonoma y que se gui ms por el sentido comn de sus agentes que por los corpus legales en vigencia. De este modo, procedimientos como la tortura legales y permitidos pero raramente utilizados por la justicia inquisitorial o civil de otras jurisdicciones (y tanto menos por la Extirpacin)-, sentencias tan poco frecuentes como la pena capital y alegatos del todo inconsultos son normales en estas fronteras del imperio colonial espaol.

Por ltimo, sobresale en algunos de los procesos judiciales que hemos de utilizar un estereotipo particular, al que habremos de prestarle especial atencin: se trata de la ya mencionada salamanca. En trabajos referidos a otras regiones hemos hallado descripciones que presentan llamativas semejanzas con las que atesoran nuestros procesos. Sin embargo, dos cuestiones destacan a las salamancas de Santiago: la pluricentenaria perduracin de la creencia hasta nuestros das y su configuracin mestiza. El primer sealamiento nos invita a realizar un anlisis del estereotipo en la larga duracin, atento a las sucesivas resignificaciones que a lo largo de siglos lo fueron vaciando de algunos de sus componentes originarios y en particular de su contenido tnico. En cuanto a la segunda dimensin del anlisis, la referencia es a una problemtica estrictamente colonial -la de los procesos de mestizaje- y exige un profundo conocimiento del contexto local.

***

Adems de la asistencia a salamancas, a Luisa de Pitambal se le achacaban la muerte de dos criadas mulatas con las que haba reido poco tiempo antes- y la enfermedad de los hijos de su amo. Segn los testigos, si estos ltimos haban logrado escapar a una muerte segura, haba sido gracias a las oportunas amenazas del padre, que forzaron a la hechicera a reparar prestamente el dao. Tambin una tercera mujer presa del mesmo mal de hechizos fue considerada vctima de Luisa. Frente a la mirada atnita de algunos pobladores, la maleficiada haba echado por la boca una misteriosa bolsita. Se trataba de un dispositivo mgico (encanto) que llevaba la firma de Luisa: en efecto, la talega haba sido cerrada con una cinta negra que la india, desafiando la repugnancia de los asistentes, haba hurtado en un velorio.

Esta breve narracin resume bien algunos elementos recurrentes en las cosmovisiones que reconocen un orden mgico de causalidad. El resentimiento y el enojo como motor del dao, la capacidad del hechicero para repararlo, la utilizacin de encantos que se introducen en el organismo de la vctima, la transmisin hereditaria de los poderes y saberes mgicos, el consenso acerca de la eficacia de la magia son todos elementos que responden a una lgica en buena medida universal. En otras palabras, la magia configura una estructura de pensamiento y, en el interior del pensamiento mgico, la hechicera o la brujera pueden ser consideradas causas socialmente relevantes para explicar el infortunio o el fracaso personal o colectivo.

Este mismo carcter estructural de la magia nos sirve como pretexto para acometer la aventura de navegar entre pasado y presente. Mencionamos ya la vigencia que mantiene el estereotipo de la salamanca; pues bien, tambin el modo peculiar de concebir salud y enfermedad tiene profundas races mgicas en nuestra regin. De aqu que, aunque el ncleo de nuestro anlisis abarque el siglo XVIII, debamos remontarnos al perodo prehispnico y alcanzar los umbrales de nuestro presente para ofrecer explicaciones ms completas y satisfactorias. En congruencia con lo dicho, nuestro corpus documental principal consiste en un conjunto de veinte procesos contra hechiceros juzgados en Santiago del Estero y San Miguel de Tucumn, pero tambin sern contempladas crnicas tempranas del siglo XVI y material etnogrfico, sobresaliendo en este sentido el aportado por la Encuesta Nacional de Folclore de 1921. Somos conscientes de que estos ltimos registros nos estn hablando de la cultura campesina del siglo pasado, y que sta es conservadora pero no inmvil. No obstante, creemos que vale la pena el desafo de su confrontacin con los histricos, no para proyectar datos del presente hacia el pasado ni para cubrir con ellos vacos documentales, sino para que ambos se iluminen mutuamente.

El nfasis en las continuidades que acabamos de sealar no le quita especificidad a la hechicera colonial, corazn de nuestro estudio. Es obvio que una insalvable distancia separa al prestigioso especialista religioso de la comunidad indgena prehispnica de la hechicera que ejercita su arte diablico en la sociedad colonial y a sta del "estudiante" salamanquero de nuestros das. En todo caso, una de las facetas ms interesantes que el tramo colonial de nuestra historia nos invita a reconstruir es aquel proceso de mestizaje o hibridacin cultural, que afect tambin las actividades mgicas, y lo hizo en buena medida de abajo hacia arriba. Esta dinmica singular gener no pocas paradojas ya que la magia es capaz de unir, aunque ms no sea temporalmente, a sujetos de jerarquas sociotnicas contrapuestas, en un marco en el que pocos descrean de su eficacia. Para bien o para mal, el espaol que acuda a la hechicera indgena o al curandero negro deba someterse a su voluntad: una temporaria reversin de las relaciones de poder tiene lugar en el acto de curacin, adivinacin o dao a terceros. La situacin del proceso judicial, por el contrario, volva a poner las cosas en su lugar y los jueces notables locales- decidan la suerte de la hechicera y retomaban el poder sobre ella.

Como contrapartida de la universalidad de las prcticas mgicas, este libro busca tambin incorporar la mirada local, en otras palabras, deliberadamente atiende a la "variante" tucumano santiaguea. En efecto, qu puede comprenderse de los episodios de persecucin de hechiceros si se ignora el entramado social en el que stos estallaron, el mundo en el que aquellos sujetos desarrollaron su existencia? Como veremos, las prcticas hechiceriles y teraputicas que emergen de los procesos estn permeadas de referencias que slo resultan inteligibles desde un adecuado conocimiento del contexto. Intentar desentraarlas a partir de la extrapolacin mecnica de fenmenos como la brujomana europea de los siglos XVI y XVII y an de la extirpacin de idolatras andina, slo puede acercarnos muy parcialmente al mundo de los hechiceros (o mejor dicho de las hechiceras, que son la abrumadora mayora entre los reos) que pueblan nuestros procesos. Desprovistas de su escenario, las atractivas (y a menudo truculentas) historias contenidas en los expedientes judiciales podran haber transcurrido casi en cualquier parte ya que, como hemos dicho, la hechicera es un componente estructural de mltiples sociedades. Por el contrario, acercarse a las brujas desde su mundo, que obviamente no se limitaba a la magia sino que abarcaba la vida material, las relaciones con los vecinos, las pequeas cosas de todos los das, contribuye a enriquecer desde una disposicin nueva y diferente nuestra experiencia de ese mundo. En otras palabras, el conflicto que se plantea sobre estas hechiceras nos abre una suerte de ventana desde la cual observar su contexto desde una perspectiva microhistrica.

***Esta obra est estructurada en cinco captulos. Acompaante y gua del lector en cada uno de ellos ser la india Lorenza, rea principal del ms fascinante de los procesos de nuestro corpus y que nos pareci un acto de justicia invocar tambin en el ttulo del libro. El captulo I es contextual y propone un recorrido por el territorio que cobijara a nuestras hechiceras coloniales. Est concebido no slo como un itinerario geogrfico sino tambin como una exploracin de la cartografa social de la campaa de Santiago, y en particular de sus pueblos de indios, comunidades de la que provienen la mayor parte de las reas procesadas por hechicera.

El captulo II est dedicado a los jueces, promotores fiscales y defensores que actuaron en las causas. La situacin de dilogo de los procesos nos impone preguntarnos por ambos interlocutores. De aqu que creyramos imprescindible reconstruir el perfil y las trayectorias de quienes modelaron, ajustaron y tambin escucharon y creyeron en las respuestas de acusados y testigos. Ninguno de estos sujetos, como veremos, era portador de una cultura docta; se trataba de jueces legos, de encomenderos y comerciantes que conocen sumariamente los rudimentos del derecho de forma y la vulgata de la teologa y demonologa catlicas. Esperamos demostrar que, a la postre, la cultura de esta lite poco letrada se encontraba profundamente permeada por la multiforme cultura popular. En definitiva, los jueces y los testigos espaoles que declararon frente a ellos temieron como todos los dems el poder de hechiceros y salamancas.

A partir del captulo III ingresamos en la parte ms especficamente mgica del libro. Comenzamos con una presentacin del corpus y un anlisis que busca rescatar el perfil del reo juzgado por hechicera y de sus vctimas, las dinmicas de los episodios judiciales, la intervencin de adivinos y curanderos colaborando con las autoridades capitulares. En otras palabras, en el tercer captulo se enfocan las regularidades y denominadores comunes que atraviesan la muestra, adems de proponer una tipologa que contempla diferencias y matices dependientes de variables tales como el carcter individual o colectivo de las actividades mgicas, las relaciones cercanas o distantes entre sospechoso y vctima, el contexto rural o urbano que sirve de escenario a los episodios, el "humor" de los cabildos locales, ms o menos incrdulos o sensibles a la acumulacin de accidentes extraordinarios y a sus consecuencias.

En complementariedad con el enfoque del captulo III, los dos ltimos se refieren a los usos ms especficos de la magia. En el IV, nos ocupamos del arte del maleficio pero sobre todo de su escuela: la ya citada salamanca. De tal manera, habremos de concentrarnos especialmente sobre dos procesos - sustanciados en 1715 y 1761- en los que el estereotipo de la escuela de brujera aparece descripto en todos sus detalles. Concebidas actualmente como espacios mgicos donde el iniciado aprende el arte que le interesa siguiendo las lecciones del Zupay, a las salamancas se les ha reconocido generalmente origen hispano en razn de su similitud con las tradiciones populares ibricas, que autores de la talla de Cervantes y Juan Ruiz de Alarcn volcaron a la literatura en el siglo XVII. Nuestra hiptesis, fundada sobre el examen de los expedientes judiciales del siglo XVIII, es que si bien no faltan en el estereotipo algunos clsicos motivos demonolgicos europeos, las salamancas son un producto mestizo, en el cual dicha demonologa tiene un papel visible pero subordinado. Intentaremos demostrar que las salamancas representan la resignificacin de rituales ligados a una cosmovisin indgena antigua, cuyos atributos originarios conocemos slo aproximadamente. En fin, las salamancas conformaban un exponente ms de una cultura hbrida que se expresaba tambin en otras manifestaciones como el vestido, las pautas de consumo y un idioma que rein durante siglos en las reas rurales, el quichua santiagueo, pletrico de palabras mixtas, mitad quichua, mitad espaolas.

Por ltimo, el captulo V se extiende sobre los presuntos antagonistas de los hechiceros, los curanderos. Presuntos antagonistas porque sus prcticas suelen ser a menudo confundidas con la de los primeros, en la conviccin de que quien goza de poder para hacer dao goza tambin de la facultad de deshacerlo Por eso es que el mdico o la mdica pueden estar en el lugar del reo pero tambin en el del colaborador de la justicia, corroborando en este ltimo caso el origen preternatural de la dolencia de la vctima e identificando al culpable del hechizo. Al igual que las salamancas, el arte de estos especialistas, por lo general itinerantes y forasteros, tambin cristaliza en un producto hbrido, capaz de reunir y sumar sin contradicciones materia mdica, tcnicas diagnsticas y teraputicas de las ms diversas procedencias. Los mdicos del monte forman un variopinto cortejo, no existe por cierto una ortodoxia en materia de medicina y sin embargo comparten una serie de principios que le otorgan a su "ciencia" una lgica a su modo coherente y que, creyendo en un orden de causalidad natural, no desdea por ello la causalidad mgica. Finalmente, y tambin del mismo modo que las salamancas, este sistema mdico ha logrado perdurar en la llamada medicina tradicional o folclrica. De aqu que los materiales etnogrficos hayan de completar en este captulo los procedentes de los expedientes judiciales.

Todos los captulos, y especialmente los dos ltimos, incluyen extensas y pormenorizadas descripciones. Es una estrategia narrativa deliberada, que se propone transmitirle al lector aquella sensacin del todo particular que Arlette Farge denomin "la atraccin del archivo". Y es que por cierto son los fondos judiciales los que con mayor inmediatez nos acercan el color, las sombras, el movimiento y la diversidad de matices del paisaje social del pasado que anhelamos reconstruir. Son a la vez los expedientes que mejor dan cuenta de la especificidad, de las diferencias de este complejo mundo campesino respecto de otros que, descriptos con trazos gruesos, enfrentaban la vida acudiendo a estrategias muy similares. No nos transmite acaso una impactante sensacin de cercana el legajo judicial y el testimonio folclrico? Comunicar esa vivencia al lector (y esto conlleva la difcil tarea de deslindar aquello que es relevante no slo para el autor, en constante riesgo de perderse en los vericuetos de las historias de sus personajes, sino tambin para el lector) es parte de nuestra exploracin.

Captulo 1. El mundo de Lorenza

En 1761 la india Lorenza fue acusada de quebrantar la salud de una de sus vecinas por medio de la hechicera. Un veloz proceso judicial, que comprometi a una decena de mujeres y a un hombre, se inici en la ciudad de Santiago del Estero, convocando a una multitud de declarantes y curiosos. En las pginas que siguen nos detendremos largamente sobre este proceso y sus alcances; por ahora, queremos acercar al lector al contexto en el que Lorenza transcurri sus das.

El contexto remite, en primer lugar, a un espacio geogrfico socialmente construido. En este sentido, el mundo de Lorenza tiene una dimensin territorial considerable, ms all de que el escenario inmediato de su historia sea el pequeo pueblo de indios de Tuama. Dado que la movilidad es algo cotidiano para ella, la ciudad de Santiago del Estero, el ro Salado, las sierras de Sumampa y Guasayn, las planicies de San Miguel de Tucumn - lugares algunos a varias leguas de camino- integran tambin su geografa. No estara de ms recordar tambin que la jurisdiccin santiaguea formaba parte de una dilatada gobernacin la del Tucumn-, que coincida aproximadamente con el conjunto de todas las actuales provincias del noroeste argentino. Y que a su vez, el Tucumn colonial articulaba su economa a aqulla mucho ms dinmica que giraba en torno de las minas argentferas de Potos. Recin a fines del siglo XVIII, al calor de las reformas borbnicas y del dinamismo creciente del litoral bonaerense, se generara un nuevo polo de atraccin y un incipiente espacio econmico alternativo para las provincias interiores.

Por contexto entendemos tambin un entramado de relaciones, un tejido social. Y aqu se impone recordar dos supuestos basilares. El primero, es que Lorenza vive en el mundo corporativo y jerrquico de las sociedades americanas de Antiguo Rgimen. En ese contexto, el peso de los individuos es dbil frente al de los colectivos sociales, llmense stos doctrinas, grupos de parentesco, ciudades, cabildos o pueblos de indios. Estos actores colectivos, adems, se relacionan en un orden querido por Dios y de consecuencia justo- en el que cada cual ocupa el lugar que le corresponde de acuerdo con un rango natural. En segundo lugar, como en todas las sociedades coloniales hispanas, las hebras de ese tejido social fuertemente jerarquizado tienen los colores de las castas. Es sabido que este sistema clasificatorio tuvo un impacto muy fuerte en el imaginario colonial y fij jerarquas, sirviendo de freno a la movilidad social. Sin embargo, en la prctica, tambin otros factores como el acceso a la tierra, la extensin de la red de parentesco y la militarizacin de la frontera intervinieron en los procesos de conformacin y diferenciacin de esta sociedad rural. Ese contexto, que requiere un abordaje microanaltico para ser explorado, es el que presentamos en la segunda parte del captulo. Una mirada ms atenta le hemos dedicado a los pueblos de indios, no casualmente una corporacin, por provenir de ese mundo peculiar la mayor parte de las sospechosas de practicar la hechicera.

En uno y otro sentido, el contexto que presentamos se fue modificando histricamente. Cremos necesario retrotraernos hasta el momento de la conquista para desarrollar algunas cuestiones, evaluando a grandes rasgos los procesos de cambio. Nuestra frontera temporal es 1780 aproximadamente, el momento en que los juicios contra hechiceras desaparecen, al menos de los archivosdel noroeste. Slo eventualmente, y para completar nuestros datos, habremos de valernos de evidencia posterior.

El ro y el monte

La planicie santiaguea est surcada por dos ros que viajeros y cronistas parangonaron con el Nilo por la furia de sus desbordes y el regalo del riego. Prcticamente paralelos, en el siglo XVI el Dulce y el Salado enhebraban en sus orillas, de una y otra banda, numerosas aldeas indgenas, a la manera de las cuentas de un rosario. No conocemos con certeza la envergadura que esta poblacin tena para entonces, pero los recin llegados la encontraron significativa y bien provista de medios de subsistencia. En palabras de Diego Fernndez, participante de la entrada de Diego de Rojas, a lo largo del Dulce los asentamientos se sucedan a media legua unos de otros, mientras que otro cronista temprano, Pedro Sotelo de Narvez, nos dej la misma imagen abigarrada del rea del Salado, donde comenzaban los pueblos que sirven a Santiago desde un pueblo que se llama Xocaleguala hasta otro que se dice Colosaca y Calabalax y hay otros muchos en medio de estos. Este patrn de asentamiento ribereo y predominantemente rural perdur por lo menos tres siglos, hasta que los canales y las acequias expandieron el rea bajo riego y la ciudad atrajo una poblacin ms consistente.

El ro es una referencia indispensable para los pobladores de Santiago, en varios sentidos. En primer lugar, porque seal el rumbo del poblamiento, confinndolo a las cercanas de sus cauces. En ausencia de canales de riego y bajo el rigor de lluvias exiguas y casi exclusivamente estivales, los rastrojos cultivables se limitaban a las estrechas franjas de tierra favorecidas por la inundacin. Entre noviembre y diciembre, las crecientes avanzaban sobre el terreno y los baados y se mantenan aproximadamente durante un mes. Una vez que las aguas se retiraban, los pobladores procedan a sembrar las angostas lonjas perpendiculares al ro y la aridez invernal se trocaba en un vergel. Adems del maz, del zapallo y despus de la ocupacin hispana del trigo, los esteros provean a los pobladores de pescado y atraan a las aves acuticas y a los sedientos animales del monte, improvisando un transitorio territorio de caza. La abundancia de los aos buenos, sin embargo, no soslaya la fragilidad de este ecosistema, caracterizado adems por la muy acentuada estacionalidad de los recursos.

La agricultura era azarosa y casi itinerante, esclava de las crecientes o de las lluvias en las zonas de secano. Al mudar continuamente la localizacin de las islas frtiles, como dijera un vecino santiagueo del siglo XVIII, el ro da y el ro quita y no siempre con ecuanimidad. Y en todo caso, stas eran las consecuencias ms leves, ya que la ira fluvial poda llevarse consigo a un pueblo entero. Los lechos abandonados (paleocauces), los vestigios de antiguos asentamientos arrasados por el ro, son los mudos testimonios de esa historia marcada por el xodo. Algunas crecientes fueron decididamente memorables, como la que provocara la destruccin parcial de la ciudad de Santiago del Estero en 1673, la que uni los dos cursos entre 1760 y 1770 achicando la planicie entrerriana o la que forz el desvo del cauce del ro Dulce en 1822, postrando durante aos los distritos cerealeros de Loreto, Atamisqui y Salavina, otrora el corazn frtil de la regin. Por fin, otra consecuencia notable de la agricultura de baados -que sobrevivi al perodo colonial y fue relevante a lo largo del todo el siglo XIX- es el estmulo de mantener indivisas las tierras beneficiadas por la inundacin. La propiedad mancomunada, que se materializaba en un abigarrado conjunto de parientes y dependientes compartiendo (y a veces disputndose) cosechas y trabajo, es otro rasgo tpico de este paisaje social y recordaba la estructura patrimonial de la comunidad indgena santiaguea y andina.

La diagonal fluvial deline tambin el trazado de los caminos, autorizando o impidiendo estacionalmente su transitabilidad. La arteria ms importante era el camino de la Costa, que corra a lo largo del ro Dulce, uniendo las ciudades de Santiago del Estero y San Miguel de Tucumn. Solamente en dos tramos se apartaba el camino del ro: al atravesar la ruta del Palomar -doce leguas prcticamente despobladas- y en la travesa de Ambargasta, desierto salino que se iniciaba en Ayuncha para concluir treinta leguas ms adelante, en El Remanso. Por el contrario, entre Oratorio, en el extremo sur, y la ciudad, se encontraban, gracias al beneficio de los baados, muchas poblaciones y la costa de este Ro por una banda y otra es poblado hasta Santiago. Aunque menos transitados, dos caminos bordeaban tambin las costas del Salado, sobre ambas orillas. Podemos imaginar esta red de caminos en los aos de Lorenza recorrida por mieleros y mercaderes, aquellos visitantes de las poblaciones de la frontera todava populosas y relativamente dinmicas.

Cada ro est ceido por sus caminos. A la vez, el paso de los caminantes depende estrechamente de la buena voluntad de los ros. Pocos viajeros habran osado partir en verano, con el calor insoportable, las lluvias y los dilatados esteros que impiden el paso. Durante el invierno los desafos no son menos duros: la aridez y escasez de pastos, las represas vacas, poca agua y extremadamente salobre. Recin en marzo y abril podan marchar trajinantes y carretas para emprender en mejores condiciones sus prolongadas travesas.

Una ltima nota acerca de los ros. No obstante su relativa cercana, stos demarcaron territorios, fronteras culturales que la dominacin colonial tendi a acentuar. Las distinciones y los lmites de las mismas venan de muy lejos. En las riberas del ro de Soconcho -el primer nombre que los cronistas espaoles asignaron al Dulce- los nativos haban sido percibidos por los conquistadores como gente de alguna razn, lo que es igual a decir ms andina. Sobre ese mismo ro, se levant adems la ciudad cabecera y se anudaron las rutas que conducan al Tucumn y al Per. Los importantes depsitos de alimentos, que abastecieron a las huestes espaolas en el proceso de conquista, y la disposicin inicialmente amistosa de la poblacin nativa, favorecieron una ocupacin ms rpida y slida del rea del Dulce desde Santiago del Estero hacia el sur.

En contraste, el ro Salado le abra las puertas a un mundo salvaje e inquietante. Si, como deca el padre Alonso de Barzana, los indios que sirven a Santiago del Estero y a San Miguel (...) andan vestidos como la gente del Pir, aqullos que trabajaban para los seores de la precaria ciudad de Esteco en el profundo Chaco andan cubiertos con unos plumeros de avestruces (...) y ellas con unos pequeos lienzos de poco ms de un palmo, as en tiempo de calor como de fro. Y no slo vestan las ropas del salvaje, tambin hablaban otras lenguas, extraas e incomprensibles, y no eran labradores, o al menos no se destacaban como tales. Para profundizar las diferencias, a fines del siglo XVII el Chaco emergi como frontera blica y convirti a los pueblos del ro Salado en precarias murallas de contencin. La centuria siguiente dej como legado la militarizacin de los hombres de esa zona (extendida luego a toda la jurisdiccin), la frustrante experiencia jesuita de reducir a abipones y mocoves y una serie de entradas exploratorias que no lograron de todos modos poner fin a las incursiones de los brbaros. Al mismo tiempo, los pobladores de una banda y de otra tejieron relaciones no menos ambiguas, que oscilaban entre la paz y la guerra y que, como veremos en los captulos sucesivos, tocaban tambin el mundo de las prcticas mgicas.

Ros, sal, crecientes, caminos y fronteras son referencias esenciales en el mundo de Lorenza. En cuanto al monte, era su paisaje habitual porque para entonces cubra la mayor parte de la superficie de la actual provincia de Santiago del Estero. Quebracho, algarrobo, chaar, mistol y brea son algunas de las especies ms relevantes del bosque chaqueo tpico. All donde el agua escaseaba crecan el atamisqui y el chaguar y cactceas como el quimil y el cardn, mientras que el jume abundaba en los estriles salitrales. De todas estas especies se sirvieron secularmente los pobladores de Santiago ya fuera para construir sus viviendas, alimentarse, curarse u obtener algn dinero a travs del mercadeo. En este cuadro, es fcil imaginar las consecuencias de la degradacin del bosque, ocasionada por la actividad obrajera de los siglos XIX y XX. Todo un abanico de recursos y actividades econmicas, vitales para la subsistencia de la poblacin campesina, desapareci con ella.

Volveremos al monte y a sus connotaciones mgico religiosas ms de una vez a lo largo de este libro. Ahora quisiramos rescatar otros significados, arraigados en la vida material de los pobladores de Santiago. Corresponde apuntar que la recoleccin era la actividad econmica fundamental de las comunidades mesopotmicas antes de la llegada de los espaoles, tanto por la abundancia de las especies vegetales como por el carcter extremadamente aleatorio de la agricultura aluvional. Este nfasis en la recoleccin redobl su importancia durante el perodo colonial, compensando la apropiacin encomendil de la produccin y del trabajo indgenas. Sin dudas, la algarroba era el ms importante de los dones del monte, al punto que las ordenanzas de Abreu y de Alfaro reglamentaban su recojo, desinteresndose de la condena que funcionarios y eclesisticos hicieron de las borracheras de aloja, indisolublemente asociadas al tiempo de la recoleccin. La relevancia de la algarroba en la dieta indgena sigui aumentando durante los siglos XVIII y XIX, al tiempo que su consumo se generalizaba al conjunto de la poblacin rural. Entre diciembre y enero, durante el trrido verano, pequeos grupos de hombres y mujeres se internaban en el monte para recoger las nutritivas vainas, y permanecan all reunidos durante varios das.

Adems de la aloja, la algarroba poda consumirse cruda y entera o bajo la forma de harina, por lo general amasada como patai, una especie de panecillo dulce y duro. Una ventaja adicional del fruto era que poda almacenarse durante varios meses en las pirvas campesinas, alejando el fantasma del hambre cuando las cosechas eran insuficientes. De aqu que la algarroba fuera juzgada por algunos observadores como el alimento de los ms pobres (o de los indolentes) que por tener a su alcance este man del cielo no necesitaban sudar en los rastrojos.

Pero no slo de maz, pescado y algarroba vivan los pobladores rurales en los tiempos de Lorenza. Los dos primeros apenas si permitan la subsistencia de la familia mientras que la ltima careca de valor mercantil y se destinaba exclusivamente al autoconsumo. Para hacerse de algunos reales, los campesinos podan vender su trabajo como peones y carreteros y otros tres productos del monte: la miel, la cera y la cochinilla. Eran bienes que los comerciantes codiciaban y que resultaban especialmente valiosos en tiempos en que el azcar era difcil de conseguir, la iluminacin y la piedad consuman grandes cantidades de velas y los ponchos y frazadas se tean con colorantes naturales. Slo era necesario esperar la estacin oportuna y juntar el coraje para internarse en el monte, donde los recursos solan disputarse con los hostiles indios del Chaco. Tambin ellos apreciaban la miel y la cera y, al igual que los cristianos, la mercadeaban.

Cinco variedades de miel y dos de cera se recogan en la estacin de las lluvias. Los mieleros se internaban en el monte en pequeos grupos, a pie o a caballo, establecan su real o fijaban un lugar de reunin en un sitio ya conocido. All pernoctaran varias noches, por lo que era necesario cargar con algunos vveres: charqui, harina y agua potable. Por la maana, los mieleros emprendan la marcha por separado, munidos de sus chifles, sus odres de cuero y sus hachas. La experiencia les sealaba los rboles ms indicados y de ellos, hiriendo profundamente los troncos, extraan el dulce nctar o las preciadas libras de cera blanca o negra. Miel y cera eran abundantes en tiempos de lluvia, mientras que la cochinilla se recoga en perodos de sequa, se apisonaba en un plato y se la modelaba como un pan. Luego se secaba al sol y se venda a los mercaderes que circulaban por los pueblos o bien se empleaba en la textilera domstica. Resta decir que los mieleros podan trabajar para s o bien conchabarse con comerciantes; en este sentido, nuestras fuentes sorprenden por lo variado del contingente que se internaba en el monte y que sola incluir a los mismos abipones chaqueos, "brbaros enemigos y montaraces expertos.

Una segunda nocin importante se desprende de esta rpida descripcin: hasta tanto no se organiz la explotacin mercantil de la madera, el monte era uno de los pocos lugares de indiscutible uso comn. No conoca an propietarios ni dueos y tambin por eso era el refugio de aqullos que escapaban de la vida en polica, morando como los indios del Chaco "sin tierras ni aguas". Espacio venerado y temido, territorio violento pero indudablemente cotidiano, el monte ser el lugar privilegiado de la salamanca colonial como en otro tiempo lo haba sido de los rituales prehispnicos. Pero sobre la identidad del monte, sagrada para algunos, infernal para otros, volveremos extensamente ms adelante.

La ciudad y los pueblos

Entre los ros y el monte se hallaban diseminadas a mediados del siglo XVI ms de cuarenta aldeas indgenas. A partir de 1553, y despus de dos tentativas frustradas, la ciudad de Santiago del Estero se sum a aquellas poblaciones originarias y, tanto desde la una como desde las otras, se poblaron las chacras, las estancias, las haciendas y los potreros que conformaron el mundo agrario de los espaoles. La poblacin progresivamente ms exigua, la densa vegetacin del monte y la extrema aridez del secano pusieron freno al avance hispano en la regin, a la vez que incentivaron el poblamiento de otras cabeceras cercanas como Crdoba y San Miguel de Tucumn. Por fin, la presin de las etnias chaqueas sobre la frontera del Salado termin de delimitar un territorio cuyos confines fueron las dos reducciones jesuticas para abipones y mocoves, los pueblos de indios fronterizos y, desde fines del perodo colonial, los precarios fortines surgidos de aqullos.

Todas las poblaciones enumeradas fueron organizadas administrativamente en curatos y doctrinas de indios, jurisdicciones superpuestas con funciones a la vez civiles y eclesisticas. A mediados del siglo XVIII y bordeando el Ro Dulce, se distinguan de norte a sur los curatos Rectoral (la ciudad y sus alrededores), de Tuama, de Soconcho y de Salavina, mientras que la frontera comprenda otros dos, el Salado y Guaagasta. Por ltimo, parte de la sierra del sur de Santiago (complejos de Sumampa y Guasayn) conformaba el curato de Sumampa. Eran todas jurisdicciones dilatadas (Soconcho, la ms pequea, ocupaba ocho leguas cuadradas), desiertas en amplios tramos, salpicadas de pueblos de indios y de estancias de espaoles.

El censo de Carlos III de 1778 puede proveernos una idea ms precisa de las dimensiones, la estructura sociotnica y la distribucin de la poblacin de Santiago. En principio, vivan en la jurisdiccin unas 15.500 almas en nmeros redondos, una poblacin algo menor que la de San Miguel de Tucumn (20.000) pero muy distante de aqulla de la docta Crdoba (40.000). De la comparacin con las dems cabeceras tucumanas sobresalen otros dos rasgos diferenciales: la abrumadora mayora de poblacin rural (apenas el 11% viva en la ciudad) y el consistente porcentaje de naturales (casi un tercio y slo superado por Jujuy y La Rioja, en trminos absolutos y relativos).

La distribucin demogrfica favoreca con claridad a los curatos del ro Dulce, que concentraban prcticamente las tres cuartas partes de la poblacin. Tal reparto desigual en especial entre los curatos del Dulce y del Salado- tena fundamentos ms histricos que geogrficos, dado que las condiciones ecolgicas de la frontera chaquea eran semejantes a las de la regin baada por el ro Dulce. Otras evidentes disparidades marcaban el reparto sociotnico. Siguiendo los datos del censo, ms del 60% de los indios moraban en los pinges curatos de Soconcho y en los del Salado; en tanto que las castas tenan un peso relevante en Tuama y Guaagasta (casi la mitad de la poblacin) y dominaban decididamente en Salavina y en el distrito serrano de Sumampa (casi el 90%). En el extremo del espectro, los considerados espaoles slo tenan un peso demogrfico significativo en la ciudad (donde constituan un cuarto de la poblacin) y en los curatos de Tuama y del Salado (23 y 42% respectivamente).

Por supuesto que no podemos considerar literalmente la rgida clasificacin del censo de 1778. No obstante, esta informacin puede acercarnos a la percepcin de los actores (quines eran vistos como indios? y quines como espaoles?) y a sus estrategias. En este sentido, el Salado se revela, como todas las fronteras, un espacio propicio para la aventura del blanqueamiento social, un canal de ascenso posible, eventualmente acompaado de progreso econmico, en esta sociedad pigmentocrtica. La militarizacin de la zona contribua a la movilidad, pero a la vez los espaoles del curato del Salado entraban en la categora inferior de la gente fronteriza que la grilla censal no rescata, como s lo hacen otras fuentes. Lo mismo puede decirse de las abultadas castas, ese dudoso continente en el que se filtraban los indios libres, los esclavos liberados o fugitivos y todos los sujetos de incierta clasificacin tnica.

Los censos o los padrones de indios nos muestran una grilla; otras fuentes, como los procesos judiciales, nos permiten imaginar el movimiento de los sujetos cautivos en ella, complicando la taxonoma colonial. Aparecen, por ejemplo, una diversidad de indios, ahora comprendidos en nuevas categoras que han reemplazado las tnico-lingsticas del pasado y que diferencian a los tributarios de los libres, a ambos de los brbaros o salvajes y a todos ellos de otros sujetos de filiacin andina como los collas. Sale a la luz la complejidad del mundo espaol, en un contexto de expansin de su sector ms pobre, casi obligado a mestizarse y juntarse con gentes de inferior calidad tnica. Se vislumbran relaciones verticales que se reproducen en diferentes niveles, entre el encomendero y los indios, entre los cabos militares y los soldados, entre propietarios y agregados o criados, entre protectores y su gente de servicio. Y son tambin estas fuentes las que nos franquean el acceso al mundo de las relaciones horizontales, entretejidas en la misma trama y que tienen en las redes de parentesco su estructura ms visible.

El movimiento que imprime la vida cotidiana hace confluir a espaoles, indios, negros y castas en los mismos espacios: las plazas pblicas, las iglesias, las pulperas, las casas particulares y las atahonas. Las relaciones entre estos actores alternan la familiaridad paternalista con la violencia, especialmente en la ciudad, donde esta amalgama es ms evidente. Intentemos por un momento imaginarla en los tiempos de Lorenza. Por su poblacin, Santiago del Estero es poco ms grande que una aldea; recordemos que en 1778 apenas si reuna 1776 habitantes, quinientos de los cuales orgullosos espaoles, pero no ms de un veintena vecinos sobresalientes. Tiene la planta en damero de las ciudades hispanas y, como es habitual, sobre la plaza central asoman la iglesia matriz -varias veces reconstruida despus de atravesar catstrofes de agua y de fuego- y el Cabildo, sedes del poder religioso y temporal y de la poltica locales. Poco distantes, se hallan los conventos de franciscanos, dominicos y mercedarios, las casas de los vecinos principales y el colegio jesuita.

Una modesta red de acequias provee de agua a esta ciudad que arde en verano y muere de sed en invierno. Su mantenimiento, a cargo de los indios que cumplen mita, es una de las cuestiones que ms preocupa a los cabildantes y un argumento reiterativo en numerosas actas capitulares. En ella llenan sus cntaros a diario las esclavas y las indias de servicio y se surten las chacras inmediatas. Los trabajos diarios, como en todas las ciudades barrocas, acompaan y pautan una rutina apoyada en los tiempos de la Iglesia, que organiza las estaciones segn los perodos del ao litrgico (adviento, cuaresma, pascua) y las semanas y los das de acuerdo al calendario de las funciones religiosas. Esta monotona apenas si se rompe en ocasin de algunas fiestas y celebraciones extraordinarias, como la navidad, el da del Santo Patrono o la jura y proclamacin de un nuevo monarca, capaz sta ltima de ameritar cinco corridas de toros y tres comedias de bastidores con dos mutaciones en cada una de ellas. La fiesta no deja de prever dar refresco para todo el vecindario noble las tres noches de comedias e incluso prestar a quienes no les fuera posible por sus cortos medios la indumentaria elegante que la celebracin exige.

Transitados los espacios pblicos urbanos, ingresemos ahora en la intimidad de los hogares santiagueos. Las viviendas principales son de teja y ladrillo, tienen por lo menos dos patios y ocupan los solares cercanos a la plaza. En sus ambientes las familias espaolas conviven con una multitud de gentes de servicio, indias y criadas libres, y tambin algunos esclavos domsticos. En rigor, los esclavos son una rareza fuera de la ciudad. En 1778 medio millar (el 75% del total) est registrado en Santiago del Estero, aunque es dable suponer que la mayor parte de ellos viva en las rancheras anexas a los conventos (sobre las que tendremos ocasin de regresar cuando ingresemos en la parte especficamente mgica de este libro). Las familias importantes ocupan sobre todo a las indias y a los muchachos que sustraen de sus encomiendas o que ms y menos libremente se ponen bajo su proteccin, y los alojan en su casa y compaa. Este personal domstico no est confinado a la cocina: acompaa a las seoras a la misa y a rezar el rosario, mantiene con ellas conversaciones que involucran a todo el pueblo chico y, tratndose de mujeres, teje sus ponchos o sus fajas en beneficio de la duea de casa. Por supuesto que no todas son rosas y, como lo recuerdan las visitas de desagravio hechas a los indios encomendados, el trato familiar incluye golpes y castigos ejemplares.

Otras personas de servicio viven por su cuenta, en las afueras de la ciudad. Este el mundo de los artesanos, de los dependientes de pulperas, de los que comercian alimentos en sus propias casas y abastecen a los regatones que compran para vender. En los arrabales se extienden tambin las chacras en las que crecen la parra, los rboles frutales, el algodn e incluso algo de trigo, todo favorecido con el riego de la acequia. Algunas vacas lecheras, un par de bueyes y el infaltable rebao de cabras u ovejas completan la economa domstica de esta plebe entre rural y urbana.

Todos estos habitantes ms estables son frecuentados adems por numerosos transentes. Santiago es de hecho una ciudad importante en la ruta a Potos, destino o paso de fleteros y carretas, de mercaderes y misioneros que abultan el trfico estacional. Los negocios de los encomenderos y las mitas indgenas promueven un constante flujo de personas de los pueblos de indios a la ciudad y tambin los tratos y conchabos de la poblacin campesina: el movimiento es incesante, tratndose de estos circuitos ms acotados. Por ltimo, la ciudad recibe tambin a algunos itinerantes especializados como los mdicos, curanderos y adivinos que tendrn ms adelante una parte destacada en nuestro relato.

Dejemos ahora la ciudad, los arrabales, las chacras y prosigamos hacia el sur, bordeando el camino que acompaa el ro Dulce. Estamos en 1761 y a unas cinco leguas de Santiago encontramos el primer pueblo de indios: Tuama. Como una rplica en miniatura de la ciudad, la capilla y la plaza organizan el espacio recreado por la poltica alfariana de reducciones indgenas. Ambas son el lugar privilegiado de la sociabilidad: all se renen los indios reducidos y los moradores de las aldeas y parajes vecinos para compartir el ocio y las funciones religiosas. Los domingos y los das de fiesta concurren a su iglesia matriz los tributarios de Manogasta, Sumamao, Alagastine, Tilingo y Pitambal, cuyas capillas son visitadas ms espordicamente por los doctrineros mantenidos por los feudatarios. Y sin duda, asisten tambin a la misa los muchos indios libres y mestizos de todas las castas que habitan los alrededores. En esas ocasiones, algunos juegos estrictamente masculinos como las carreras de caballos y las partidas de naipes se acompaan de apuestas, chanzas y libaciones de aloja. Por ltimo, la plaza es tambin el espacio de la autoridad. Podemos suponer que el cabildo de indios, que hasta donde sabemos se rene exclusivamente para designar los nuevos alcaldes, sesiona en este espacio pblico. Del mismo modo, el rollo que se alza en el centro de la plaza recuerda a los moradores de Tuama la justicia que, por mano del alcalde, del mismo encomendero o de su sirviente, les toca a los transgresores.

El pueblo de Tuama, al igual que casi todos los dems, est circundado por el monte. Los ranchos de los tributarios (en este caso, poco menos de un centenar) se encuentran dispersos en la campaa, protegidos por algarrobos, chaares y mistoles. Podemos imaginarlos muy similares a los que todava hoy se siguen construyendo en las zonas rurales: paredes de embarrado, puertas de tabla o cuero y mobiliario mnimo. Qu ms se necesita cuando la vida entera transcurre fuera de la casa? En efecto, la preparacin de los alimentos, las comidas diarias y an el sueo durante los veranos interminables y abrasadores tienen lugar a cielo abierto. Tambin la ocupacin domstica por excelencia, el hilado y la produccin de ponchos y frazadas, se hace en el exterior, bajo las ramadas que protegen del sol a las tejedoras. Como ya veremos, la tejedura domstica es profesin universal en Santiago, tanto entre las espaolas como en los pueblos de indios, y son hbiles en ella las mujeres de todas las edades. De aqu que los rebaos de ovejas, los telares de palo, los peines y palas de tejer, los hilos de algodn y la lana estn siempre presentes en los inventarios post mortem de aquellas pocas mujeres que pudieron permitirse el lujo de distribuir sus bienes siguiendo las formalidades legales.

Adems de los ranchos, slo algunos claros interrumpen el paisaje boscoso: son los rastrojos y los cercos situados en las cercanas del ro, en los que se cultiva el maz, el zapallo y el trigo. Poco despus del proceso contra Lorenza, en 1765, el capricho de las crecientes del Dulce ha convertido a las antiguas sementeras de Tuama en un arenal fuerte y estril. Pero desde mucho antes el maz se siembra en tierras litigiosas, las de Vilistompo, que pertenecieron a una comunidad ya extinguida, y que un vecino reclama con prepotencia, invadiendo las chacras que estaban cuasi en estado de rendir frutos con toda especie de ganados. Conflictos como ste no son infrecuentes, ya que los pueblos de indios se hallan literalmente rodeados por las propiedades espaolas. Aunque la legislacin local prohiba su vecindad inmediata con chacras y estancias, el hambre de tierras, especialmente donde se dependa tan estrechamente del riego, sola ganarle a la ley. Como resultado, algunos conflictos entre indios y vecinos son seculares y terminan por dirimirse ante la justicia, como ocurri con el mencionado conflicto por la estancia de Vilistompo, que impuls a los curacas de Tuama a elevar sus reclamos a la misma Audiencia de Charcas.

Alejmonos de Tuama y visitemos ahora las estancias de las inmediaciones. A escasa distancia, en el paraje de Santa Rosa, se encuentran las tierras de los Concha y las de los Castillo. Estas familias residen en la zona por lo menos desde el siglo XVII y, a juzgar por la profusin de detalles que aportarn algunos de sus miembros en el proceso contra Lorenza, tienen estrecha comunicacin con los indios del pueblo. Qu encontraramos en las estancias de los Castillo o de los Concha? Probablemente, viviendas, instalaciones y cultivos poco diferentes de los de Tuama o cualquier otro pueblo de indios del Dulce. Un modesto conjunto de testamentos acompaados de inventarios de bienes nos permiten imaginar este escenario rural con mayor precisin. En todos ellos fueron listados rastrojos de trigo, semillas, morteros, atahonas y muy pocos animales, excepcin hecha de las ovejas. Las parcelas, cuando estn en propiedad privada, son pequeas y rara vez superan la legua cuadrada. Y entre las instalaciones principales se destacan los percheles para el trigo y las pirvas o depsitos de algarroba.

Tambin en otras cosas comienzan a parecerse en el siglo XVIII el mundo agrario indgena y el espaol en la costa del ro Dulce. Con seguridad en las campaas se escucha hablar casi exclusivamente el quichua. Tampoco la dependencia es una condicin privativa de los indios de encomienda porque tambin son dependientes los criados y agregados que por todas partes se arriman a los propietarios espaoles o mestizos. Y del mismo modo, como en breve veremos, en ambas estructuras agrarias, las relaciones de parentesco organizan el trabajo de los miembros y las formas de convivencia.

Las fiestas y el trabajo tambin son mbitos de confluencia en los que provisoriamente se derrumban las fronteras imaginarias de la repblica de los indios. Ya nos referimos a las celebraciones que tienen lugar en la plaza de la iglesia; otras fiestas similares se ofrecen en las casas particulares, por lo general celebrando algn santo. La bulla suele prolongarse hasta entrada la noche y rene una gran junta de gente de campo, de las condiciones ms diversas. En estos fandangos rurales se comienza por cantar las letanas para dejar lugar de inmediato al baile y al canto acompaados de arpa y guitarra, los mismos instrumentos empleados en las misas (y en las salamancas...). Un tercer tipo de fiesta de campo es la que culmina las mingas, prestaciones de trabajo solidario para la realizacin de alguna actividad extraordinaria (la construccin de un cerco, por ejemplo), retribuidas con un convite regado, al igual que los fandangos, con abundante aloja.

Sigamos nuestro itinerario hacia el sur, siempre costeando el ro Dulce. Otros pueblos de indios, mucho ms pequeos que el de Tuama Manogasta, Pitambal, Sumamao, Alagastine, Tilingo, Tipiro- se alternan con parajes de nombre espaol o mixto que casi nos ahorran la descripcin del paisaje -Barrancas, Pozo Verde, Jumi Pozo-. Y dirigindonos hacia el oriente, la zona de antiguos derrames del ro Dulce, comienza a confundirse con la llanura aluvional del Salado. All tambin el paisaje se disimula en el monte, cobijando otros pueblos de indios Matar, Guaagasta, Lasco, Yuquiliguala, Mopa- y algunas estancias. Pero las distancias que separan estas poblaciones son mayores, al igual que la dimensin de los campos para el ganado, algunos pertenecientes a propietarios ausentistas, que suelen albergar varios cientos de animales. Ms lejos de la ciudad y de las rutas principales y ms cerca de la frontera de guerra, el Salado se recorta como una zona de transicin entre el Tucumn ya sometido y el Chaco rebelde y agreste.

En esta frontera, los vnculos de dependencia no pasan tanto por las dificultades de acceso a la tierra como por la necesidad de proteccin que impone la dura vida militar. Los censos de esta subregin son mapas elocuentes de ambas cosas. El desahogo que supone una poblacin ms reducida se advierte en la ausencia de agregados extraparentales, que reducen las dimensiones del grupo domstico: la militarizacin, en las altas relaciones de masculinidad y en la condicin de soldado de la mayora de los habitantes. Un ejemplo rpido nos lo proporciona un padrn del curato de Guaagasta pueblo de indios y doctrina, ms tarde devenido en fortn- de 1805. Lo primero que impacta es la decidida mayora masculina, que alcanza al 70%. En segundo lugar, el cura que realiz el censo clasific a la poblacin en tres grupos: indios naturales, espaoles y soldados. Y el tercero tiene un peso aplastante, ya que de los 356 varones, nada menos que 326 son registrados en la categora de soldado.

Sin embargo, no obstante los contrastes que sealamos entre la costa del Dulce y la frontera del Salado, los medios de vida de los habitantes pobres de la campaa santiaguea, indios o no, son sustancialmente los mismos. Los curas de Guaagasta y de Asingasta (cerca de Salavina, sobre el ro Dulce) nos dejaron sus descripciones y vale la pena -con la cautela que imponen los comentarios siempre pesimistas de un clero que invariablemente juzga escasa su congrua- reproducir algunos pasajes. Para el primero, dentro de las cortas las facultades de estos individuos sobresalen las labranzas del maz (...) que siendo el ao favorable regularmente cosechan, siendo ste el sustento y mantenimiento de sus familias. Entre febrero y julio, prosigue el cura de Guaagasta, sus feligreses se ocupan de recoger cera y miel, desafiando mil peligros. Pero esta actividad no la realizan con el mismo provecho

todos los individuos de este padrn, sino aquellos pudientes que tienen mediana conveniencia de cabalgar y hacer sus conchabos de peones, por ser unas distancias muy desmedidas y riesgo del Brbaro infiel (...) no obstante con este peligro y riesgo de la vida, se arrojan en bosques escondidos a su trabajo de melear por ser ste un medio til y necesario para vestirse, vestir a sus familias y mantener decentementeQu sucede en el ms poblado ro Dulce, siguiendo el testimonio del prroco de Asingasta? Por empezar, segn el padrn por l levantado, una cuarta parte de los hogares del curato recogan dependientes, agregados en su mayor parte. Sin embargo, como hemos afirmado en otra parte, la acumulacin de agregados y criados no se traduce necesariamente en holgura material. En efecto, el eclesistico anot que

a excepcin de tres o cuatro individuos que mantienen haciendas de animales de alguna consideracin, lo dems de esta feligresa es gente pobre, que se mantiene de las cosechas de trigo y maz, que siembran con escasez, como para el sustento de sus familias en el ao y de la de algarroba, que suelen producir algo abundante estos lugares

Para ultimar nuestra comparacin, mencionemos que las muchas mujeres de Asingasta y las escasas de Guaagasta se ocupan de idnticas tareas. Para el prroco del Dulce, los textiles constituyen el primer rubro de comercio del curato, seguido de las mulas y la grana; en palabras del cura de Guaagasta el mujero de ambos estados (...) se entretiene con sus maniobras, como son ponchos y sobrecamas que stas hacen, en sus empeos con los mercaderes de afuera.

Nuestra descripcin geogrfica no quedara completa de no hacer referencia al distrito serrano de la jurisdiccin. En rigor, las sierras de Sumampa, Ambargasta y Guasayn conforman una zona con ecologa especfica y un paisaje social en muchos aspectos diferente del que conocimos hasta aqu. Sumampa y Ambargasta son estribaciones del sistema serrano cordobs mientras que Guasayn es parte de un cordn independiente y ms alto. La zona comprendida entre Guasayn y Sumampa es la ms rida de Santiago: adems de la ausencia de lluvias, los niveles de evaporacin son extremadamente altos. Slo el flanco oriental de las sierras presenta un tapiz vegetal ms tupido y es capaz de concentrar una mayor humedad. En cuanto a la vegetacin, no difiere demasiado de la que cubre las planicies: quebrachos y algarrobos conviven con guayacales, cebiles y yuchanes, jumes, jarillas y cactus, como en otras zonas del bosque chaqueo.

A pesar de las limitaciones ecolgicas la poblacin indgena de la sierra no es irrelevante, al menos hasta principios del siglo XVII. El ejemplo mejor conocido es el de la encomienda de Maquijata, en plena sierra de Guasayn, que en su momento de auge llega a aportarle a su feudatario una amplsima variedad de bienes: textiles de todo tipo, miel, maz, cebil, trigo, brea, ail. Sin embargo, a fines de ese mismo siglo, slo se registraban en el nico curato serrano estancias de espaoles, que todas ellas sern catorce. Ningn pueblo de indios haba sobrevivido como estructura y la escasa evidencia que poseemos para esta zona marginal nos hace pensar en una mayor difusin del yanaconazgo y de las relaciones serviles, que asimilara el paisaje social al de las serranas catamarqueas y cordobesas. La persistencia plurisecular de la agregadura asociada en este caso a la gran propiedad (a diferencia del patrn dominante en la zona del ro Dulce), podra ser una herencia en el largo plazo de esta situacin.

Procuremos concluir nuestro itinerario con una primera sntesis. Si en el primer apartado describimos un paisaje geogrfico dilatado y agreste en el que el monte y los ros, a la vez que constituyen las principales fuentes de recursos, separan y alejan a los hombres, en las ltimas pginas reconstruimos una cartografa social que presenta una apariencia abigarrada. En el Dulce, una red de familias, parientes y agregados se apia en los menudos rastrojos cultivables; en el Salado, la presin por el acceso a la tierra es menor pero, en compensacin, la atraccin de los recursos del monte moviliza una consistente circulacin de mieleros y comerciantes dispuestos a recorrer largas distancias para apropiarse de las valiosas cera, miel, algarroba y cochinilla. Entre la trama horizontal del parentesco y la vertical de la dependencia militarizada o solidaria- vive este campesinado multicolor en el siglo XVIII. Por ltimo, las sierras del sur de Santiago se nos aparecen como un espacio lbilmente controlado por las autoridades locales, mestizado socialmente y por cierto marginal en el contexto que presentamos.

Empuemos ahora la lupa para ingresar de lleno en el mundo de los pueblos de indios, estructura de la que procede la mayor parte de los supuestos hechiceros. Cuatro problemas sern el foco de nuestra atencin: los cambios que en el marco de las encomiendas se producen en la vinculacin indios / feudatarios, el sistema de gobierno tnico, las estructuras familiares y la relacin de los miembros del pueblo con vecinos y transentes.Feudatarios y tributarios

Comparten los mismos medios de vida, hablan quichua como casi todos los pobladores rurales, andan descalzos y con ropa de indio como otros muchos en la campaa Qu distingue a la gente de casta tributaria del resto de sus vecinos plebeyos? A mediados del siglo XVIII, la diferencia esencial entre unos y otros sigue siendo la adscripcin a una encomienda. En otras palabras, los indios de Tuama, Soconcho, Pitambal y otros pueblos que mencionamos tienen un amo a quien por cesin real le deben un tributo y algunos servicios. Esta relacin formal de dependencia, con un feudatario o con un administrador que recauda en nombre de la Corona, es uno entre los componentes que hacen del pueblo de indios una corporacin especfica. Pero cul es el contenido concreto del vnculo a mediados del siglo XVIII y desde una perspectiva local? Es necesario hacer algo de historia para poder apreciar las transformaciones que fueron modificando las relaciones entre los indios y sus seores.

La distribucin de encomiendas comienza junto con la fundacin de Santiago del Estero. Algunas de ellas cobran merecida fama por su abultada poblacin, como Soconcho y Manogasta, repartimientos tan apetecibles que sirven de recompensa a los primeros gobernadores del Tucumn. Por ser ms tardo el proceso de conquista de estas lejanas fronteras, la institucin de la encomienda se impone en su estilo ms brutal en el mismo momento en que es cuestionada en el Per, dejando lugar a formas alternativas de apropiacin de la energa indgena. En efecto, los indgenas de las encomiendas tucumanenses entregan al feudatario su servicio personal, vale decir trabajo.

A fines del siglo XVI el trabajo de los indios repartidos se traduce en un amplio abanico de bienes. Por ejemplo, en Soconcho y Manogasta el gobernador Gonzalo de Abreu obtiene de sus encomendados ropa y lienzos de algodn, alpargatas, calcetas, costales de chaguar, trigo, maz, gallinas, perdices, palomas, tocino, manteca, velas, miel y pescado en los das de cuaresma. Y todo ello sin contar los fletes, el servicio domstico y la mita que se sustancia en trabajos pblicos en la ciudad y que implica la participacin de todos los miembros del grupo encomendado. La prctica de este sistema de explotacin se acompaa de crueles maltratos, denunciados enrgicamente por algunos eclesisticos piadosos. Entre los principales responsables, sealan ellos a los pobleros, agentes del encomendero e intermediarios entre el mundo indgena y el espaol. Estos personajes, sobre los que volveremos en breve, suelen vivir en las aldeas indgenas y cometen contra sus habitantes todo tipo de tropelas y vejaciones, entre las que abundan los azotes, las violaciones, la falta de respeto a la dignidad de los caciques y la explotacin descarnada del trabajo de hombres, mujeres, nios y ancianos.

Recin en el siglo XVII el visitador Alfaro procurar, con xito dispar, cambiar este estado de cosas y suprimir el servicio personal. Segn lo demuestran investigaciones puntuales, los resultados de la aplicacin de sus ordenanzas dependieron estrechamente de la capacidad y las posibilidades con que contaron los grupos encomendados para hacerlas valer. En este sentido, el Tucumn colonial considerado como conjunto ofrece inmensos contrastes y el caso de Santiago del Estero se destaca por la relativa perduracin del sistema de pueblos de indios. En efecto, algunas de estas reducciones mantuvieron una base demogrfica ms o menos consistente, conservaron su patrimonio territorial y sus autoridades y hasta consiguieron mejorar, siempre en trminos relativos, sus condiciones de vida en el contexto colonial. Tales progresos se expresan en la flexibilizacin de las relaciones con los feudatarios, mucho menos evidente en otras jurisdicciones del Tucumn.

La visita que el oidor Antonio Martnez Lujn de Vargas realiz entre 1692 y 1693 a las encomiendas de la gobernacin nos advierte sobre estos cambios. Lo hace adems en un doble registro, que recoge la voz colectiva de los indios y la individual de los encomenderos. A pesar de su frialdad administrativa, la visita nos acerca la perspectiva de los actores como pocas otras fuentes; al fin de cuentas, supona una oportunidad excepcional para la poblacin bajo encomienda y al mismo tiempo una amenaza que se cerna sobre los feudatarios menos escrupulosos, para quienes slo quedaba la posibilidad del descargo... En trminos ms concretos, Lujn de Vargas deba garantizar que a su partida las cuentas entre encomenderos e indios se encontraran saldadas, que los eventuales abusos fueran castigados y que se asegurara la atencin religiosa de los tributarios y sus familias a travs del mantenimiento de capilla y doctrinero.

As pues, el da 20 de setiembre de 1693 el anciano oidor se ha instalado en Soconcho con la orden de recibir a los indios de las diferentes encomiendas de Santiago y, de ser necesario, desagraviarlos. A modo de ejemplo, acompaemos a Lujn de Vargas en sus conversaciones con los tributarios de Tuama, llegados hasta Soconcho para cumplir con la visita. La encomienda es en aquellos tiempos una de las ms nutridas pese a que el padrn slo registra a unas cuarenta familias. Segn el feudatario don Josep de Casares, Tuama es el fruto de sus mritos personales pues fue l quien cre un pueblo donde antes haba diez o doce indios y estos metidos en el monte sin forma de reduccin y con la iglesia sin alhajar e invirti dinero en recoger a los indios de su encomienda dispersos en San Miguel de Tucumn. Sin embargo, lejos de agradecer al feudatario, los hombres de Tuama han concurrido a Soconcho para quejarse y reclamar toda suerte de deudas. Los cargos son muy precisos y, en rigor, no se encuentran entre los ms graves que Lujn de Vargas ha tenido que escuchar en su esforzado recorrido. Segn los indios, el encomendero se habra servido de tres mujeres y de dos muchachos en su casa de Santiago, no habra compartido la mitad de la cosecha de las tierras de comunidad y, sobre todo, habra empleado a los tributarios en fletes y cosechas, alquilndolos a otros vecinos. Estos ltimos servicios, segn reconocan los indios, haban sido pagados pero no por ello dejaban de ser contra la voluntad de los declarantes.

Josep de Casares protest airadamente frente al visitador, refrendando sus dichos a travs de la comparencia de testigos. Sin embargo, sus afirmaciones ms que contradecir complementaban las de los declarantes indgenas. Si no haba compartido la cosecha obtenida en las sementeras del pueblo argument Casares- era porque en el trabajo de sembrar descontaban sus indios el tributo. En cuanto los fletes, por qu razones se quejaban sus tributarios de arrear los ganados de su amigo Ledesma cuando todos los aos los indios del pueblo ayudaban desde all hasta esta dha ciudad a los que venan con tropa y en esto tenan sus conveniencias y vacas? En otras palabras, si en algo coincidieron feudatarios y tributarios en sus declaraciones pletricas de verdades a medias, fue en la vigencia efectiva del tributo sustanciado en el trabajo agrario en sementeras del pueblo- y en la existencia de un pago suplementario, que retribua servicios que escapaban a su esfera el caso de los fletes y el trabajo agrario en campos de otros vecinos-. Qu reclamaban entonces los indios? El haber servido contra su voluntad, coercitivamente, a los amigos del encomendero cuando otros vecinos estaban dispuestos a pagar mejor por los mismos servicios.

Algo similar est ocurriendo con los bienes que se producen en los pueblos de encomienda. Aunque los feudatarios paguen por la miel y la cera que se recogen en el Salado o por la demasa del hilado, Lujn escuchar de los indios que tienen por violencia estas compras y deber intervenir para asegurar la libertad de sus tratos con mercaderes que les ofrecen el doble y ms. Y finalmente, tambin puede encuadrarse en esta tendencia negociadora de los tributarios la gestin del patrimonio territorial del pueblo de indios, expresada en ventas, arrendamientos o prstamos de las sementeras comunitarias. Todas estas prcticas, que los espaoles calificaron propias de gente ladina (en el sentido de astuta), no enriquecieron ni mucho menos a los moradores de los pueblos pero apuntalaron las estructuras comunitarias y explican buena medida su prolongada perduracin.

La visita, como ya dijimos, es de fines del siglo XVII. Las tendencias que en ella podemos advertir - de una parte una clase encomendil cada vez ms esculida (algunas encomiendas son francamente nfimas), de la otra, una adaptacin relativamente exitosa de los indios a los mercados de bienes y mano de obra- se robustecen a lo largo del siglo XVIII. Esto no significa que los encomenderos carezcan de poder a nivel local siguen ocupando los cargos ms importantes en el cabildo, son comerciantes de algn peso-, son los vnculos entre feudatarios y tributarios los que se han aflojado en beneficio de los segundos. Sin embargo, no todos los miembros del pueblo de indios se han favorecido por igual. Son los varones adultos los que gozan de la nueva situacin, aqullos que segn las ordenanzas deben tributar. En contraste, las mujeres solas y los ms jvenes (muchachos) siguen sometidos a un dominio seorial ms directo.

Vayamos nuevamente a Tuama, ahora en tiempos del proceso contra Lorenza para aclarar la cuestin. En 1761 la encomienda pertenece a doa Josefa Corbaln, viuda de don Josep Lpez de Velasco, miembro de un influyente y aejo linaje santiagueo. Don Josep es evocado varias veces en las declaraciones de los indios, como tambin Roque Lpez de Velasco, su hermano. Los Lpez de Velasco posean en comn la estancia de San Jos, en Ambargasta, donde viven tambin algunos de los pobladores de Tuama, sustrados de la encomienda. De quines se trata? No casualmente de dos mujeres emparentadas, Gabriela y Josefa (ya las conoceremos mejor ms adelante), que han pasado all unos cuantos aos, y su prole. Es notable que, de todas formas, a pesar de que se trata de una distancia considerable, las indias no han perdido el contacto con su pueblo de origen: Josefa acompaa a sus hijos a la doctrina cada semana mientras que Gabriela acaba de regresar a Tuama para residir all, tal vez en coincidencia con la muerte de Velasco. Aunque el juicio se produce precisamente en el momento en que la encomienda cambia de manos, es de destacar que Josefa Corbaln -o en su lugar un administrador o el hermano e hijos del difunto- prcticamente no interviene ni es mencionada en las declaraciones. Solamente en una ocasin aparece la encomendera: enviando a travs del alcalde indgena un remedio casero para la india supuestamente daada por Lorenza, cumpliendo a la letra su funcin de buena feudataria.

Resumiendo: a mediados del siglo XVIII la autoridad y el control parecen no estar ya depositadas en encomenderos o pobleros. Salvo en el caso de las mujeres solteras o viudas y de los muchachos sustrados de las encomiendas, los pueblos parecen gobernarse con relativa autonoma. Qu papel jugaron las autoridades indgenas un segundo elemento que diferencia a los indios de los pueblos del resto de los moradores de la campaa de Santiago- en la gestin comunitaria? Y qu hay de los espaoles con atribuciones y autoridad que residen en los pueblos de indios? Estas cuestiones sern objeto de anlisis del siguiente apartado.

Caciques, alcaldes, pobleros y curas Tienen caciques, aunque mal obedecidos, es gente de poca razn y obediencia a sus caciques. He aqu la imagen que los conquistadores del siglo XVI se formaron de los sistemas polticos de las comunidades mesopotmicas. Las concibieron como behetras, agrupaciones inestables, anmicas y fragmentarias. Como otras muchas, tal representacin se forj a partir del cotejo de las modestas comunidades tucumanenses con los poderosos seoros andinos. La estructura de poder laxa que prevaleci en todo el noroeste argentino-, era por cierto una configuracin que alejaba a estos grupos fronterizos de los peruanos, y fue interpretada en trminos de inferioridad cultural, casi de salvajismo, por los recin llegados.

En verdad ms all de que la discusin contine abierta- en las tierras tucumanas estuvieron ausentes los grandes seoros territoriales que exigan una considerable concentracin del poder en la figura de los curacas. Las comunidades eran numerosas pero la entidad demogrfica de cada una fue generalmente pequea y la funcin principal de los caciques locales se limitaba a fraguar alianzas con otros grupos y mediar en casos de conflicto. De consecuencia, los conquistadores espaoles no encontraron en ellos un interlocutor vlido durante la primera ocupacin colonial y encararon brutalmente y con escasas mediaciones la explotacin de los indios.

Como articuladores intertnicos el papel de los caciques fue irrelevante y marginal y por ende no tuvo compensacin alguna. Pobres como los dems en un universo en el que las diferencias sociales tendan a ser mnimas y la poblacin viva al borde de la subsistencia, los nicos privilegios de que gozaron los curacas tucumanos fueron el ttulo de don y la exencin de tributo, slo transmisible al primognito. La debilidad del sistema de autoridades se transform adems en un ptimo pretexto para legitimar la sobreexplotacin de los grupos indgenas. Cmo puede reemplazarse el servicio personal por un tributo le cuestionaban los vecinos de Santiago al visitador Francisco de Alfaro en 1612- si no existe el orden para tributar que slo un cacique poderoso lograra hacer respetar entre su gente? Si los curacas no eran capaces de sujetar a sus indios, de mantenerlos unidos en comunidad (la huida a los montes es un leit motiv de los documentos de principios del siglo XVII), tanto menos lo seran para recaudar tributos y para obligar al trabajo a sus subordinados. El servicio personal significaba una exaccin inmediata - y por lo tanto segura- que no dejaba margen para la negociacin de quienes estaban sometidos a l.

Sin embargo, el visitador Alfaro sigui adelante con la prohibicin del servicio personal, replicando como marco jurdico para el Tucumn el introducido por el virrey Toledo en los pueblos de indios peruanos. En este sentido, las ordenanzas apuntan a la instauracin, tambin en las fronteras del imperio, de un sistema colonial indirecto, con sus nuevas autoridades indgenas -los alcaldes y los regidores-. Al igual que en el Per, tambin en la legislacin regional estos caciques, que tal como dijimos difcilmente podan ser calificados de tiranos como lo haban sido sus homlogos andinos, quedan relegados en el papel de intermediarios intertnicos. Es significativo que slo se los mencione en tres ordenanzas, dos veces encargndolos de distribuir la mita y una vez colaborando con los alcaldes en la tarea de supervisar que tengan particular cuidado que toda la comunidad salga a matar la langosta. Por lo dems, en la ordenanza 72 se especifica que el gobierno de los pueblos de los indios est a cargo de los alcaldes y regidores de indios en cuanto a lo universal, dejando a los caciques el repartimiento de mitas y respeto que se les ha de tener. En contraste, ocho ordenanzas estn dedicadas a los alcaldes y tres de ellas hacen referencia al cabildo indgena, que ellos integraban junto a los regidores. En este nuevo esquema, el alcalde se ocupara de que los indios vayan entrando en pulica, ejerciendo atribuciones de justicia y de gobierno. Al igual que los caciques, los alcaldes gozaban de la exencin de tributo (con la diferencia de que, en este caso, ello rega mientras ejercieran el cargo) y eran elegidos por el cabildo de indios en presencia del cura.

Hasta aqu la legislacin. Qu sabemos acerca de la puesta en prctica del sistema colonial indirecto en nuestra regin? Al parecer los cabildos indgenas se limitaron a la eleccin de los alcaldes, una operacin que se demuestra a menudo manipulada por doctrineros y feudatarios. De todos modos, - an con sus autoridades dbiles o slo formales- los pueblos santiagueos siguen siendo por su autonoma relativamente excepcionales en el contexto tucumano. Basta pensar en Crdoba, Catamarca, Salta y amplias zonas de La Rioja donde ya a fines del siglo XVII alcaldes y caciques brillaban por su ausencia, como tambin la estructura de los pueblos de indios que deban gobernar.

Decamos entonces que en los pueblos de indios de Santiago del Estero s se designaron alcaldes, incluso hasta el siglo XIX, y eran uno o dos de acuerdo a la entidad demogrfica de la casta tributaria. Aunque de manera ambigua, estos funcionarios apuntalaron una estructura poltica porque a diferencia de los caciques lograban ser obedecidos- que tendi a simplificarse con el paso del tiempo. En qu consiste la simplificacin? No es privativa de Santiago y se la puede advertir de manera evidente en la disminucin del nmero de seores tnicos entre los siglos XVI y XVIII. En los padrones tempranos figuran encomiendas de numerosos efectivos, que cuentan con ms de una decena de caciques. Esto no revela necesariamente una mayor complejidad poltica ya que, como dijimos antes, algunas encomiendas resultaban de la unin de varios grupos o parcialidades, fusiones que podan ser meramente administrativas y decididas desde afuera. De todos modos, existe una tendencia irreversible cual es la del pasaje del cacicazgo mltiple a la aceptacin de la legitimidad de un nico cacique o, en su ausencia por extincin de la lnea de descendencia directa, de un nico mandn. Como resultado, a fines del siglo XVIII, tan slo los consistentes pueblos de indios de Soconcho y Matar seguan conservando ms de un curaca.

Los alcaldes indgenas, entonces, tienden a desplazar a los caciques en las prcticas relativas a la persuasin. Hay tres funciones en las que esto aparece ms o menos claramente. La primera, que detectamos en las encomiendas tempranas, es la aparicin de alcaldes pobleros encargados del control (a veces represivo) y el disciplinamiento de la mano de obra. La segunda corresponde a la recaudacin del tributo, en la que no pocos caciques sostuvieron ser ineficaces, delegando progresivamente en manos de los alcaldes el ingrato trabajo. Por ltimo, y en consonancia con lo que dictaban las ordenanzas de Alfaro, los alcaldes tendran atribuciones judiciales y seran los encargados de controlar la concurrencia de los indios a la doctrina y a las funciones religiosas, actividades estas ltimas que daban sentido al vivir en comunidad.

Los pobleros indgenas estn presentes desde los inicios del sistema de encomienda en la regin. As, en los repartimientos reales de Soconcho y Manogasta uno o dos tributarios colaboran con los administradores en hacer trabajar a los indios a cambio de participar de los aprovechamientos de la encomienda. Y un siglo despus, el ya mencionado visitador Lujn de Vargas se encuentra con un panorama similar en algunos pueblos del ro Salado. Con un agregado: son los alcaldes quienes se desempean oficiando de guardianes en la siembra de las se