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Líderes y lideresasdel Caribe afrocontinental e insular
colombiano narran sus vidas
EditoraClaudia Mosquera Rosero-Labbé
Líderes y lideresasdel Caribe afrocontinental e insular
colombiano narran sus vidas
EditoraClaudia Mosquera Rosero-Labbé
Preparación editorialClaudia Mosquera Rosero-Labbé, Coordinación EditorialKilka Diseño Gráfico, MaquetaciónAna Virginia Caviedes Alfonso, Corrección de estilo
Bogotá, 2019
Impreso en ColombiaProhibida la reproducción total o parcial por cualquier medio,sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.
Líderes y lideresas del Caribe afrocontinental e insular colombiano narran sus vidas
Primera edición, mayo de 2019ISBN impreso: 978-958-48-6498-7ISBN digital: 978-958-48-6503-8
© Claudia Mosquera Rosero-Labbé, editora académica
© Elvis Martínez BermúdezAugusto Otero HerazoMohamed Osman DíazJ. J. JunielesSandra Guerrero BarrigaPaola Benjumea BritoVilma JaySantiago Burgos Bolaño
Contenido
5 Introducción
6 Eloína San Juan
14 Felipa Escorcia
22 Thomas De La Hoz
30 Benjamín Molinares
40 Hermanas Molinares
49 Yefri García
58 César Cervantes
65 Dioselina Collantes
72 Minerva Palomino
80 Feliciano Pérez
87 Gervasio Barrios
94 María del Pilar Zurita
102 Las Barbosa
110 Ledis Sarmiento
118 Neri Beatriz Rosado
126 Ana Elvia Gazcón
133 Carelis Pérez
140 William Herrera
148 Jerónimo Alvarino
156 Juana Viveros
166 Leonor Murillo
175 Julián Barrios
184 Miguel Santos
193 Regina Santos
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IntroducciónEn mis andares, cambembes y pensares por el Caribe rural colombiano
encontré que mucha gente se siente naturalmente orgullosa de ser una
persona negra, afrocolombiana, afrodescendiente, raizal o palenquera,
y que cuando se indaga qué alimenta este autorreconocimiento la res-
puesta se repite: estar en relación directa y de proximidad con personas
corraciales, que inspiran por su trabajo, su excepcional ejemplo de vida,
sus valores sociales, familiares, espirituales y comunitarios. Muchos
habitantes rurales tienen muy poco contacto con las organizaciones que
realizan la defensa y promoción de las llamadas comunidades negras.
En este Caribe pocas veces se encontrará un afiche con el rostro
de Nelson Mandela, Beyoncé, Kofi Annan, Malcom X, Steve Biko o Angela
Davis. Pero se hablará con orgullo de la vecina o el vecino, la hermana o
el hermano, la señora o el señor que vive por allá, la amiga o el amigo de
una amiga, cuyas vidas inspiran en las veredas, pueblos, corregimientos
y caseríos.
Las personas que aquí aparecen fueron seleccionadas por otras
que participaron en las numerosas charlas sostenidas con pobladores
del Caribe negro, y que fueron parte de la investigación “Representacio-
nes raciales de personas negras habitantes de áreas rurales de difícil
acceso en el Caribe colombiano”, la cual se desarrolló entre los años
2016-2018 financiada por la Fundación Ford.
Quisimos honrar estas vidas y presentarlas a un público más
amplio. Espero que disfruten estas crónicas que hablan de la forma
como la gente de ascendencia africana habita y recrea sus espacios
territoriales, sus parentelas, sus culturas locales impregnadas de las
memorias dolorosas y gozosas de África en el Caribe.
Agradezco al comunicador social Augusto Otero Herazo por la
coordinación del trabajo de campo como a cada uno de las y los cronis-
tas aquí participantes.
Claudia Mosquera Rosero-LabbéDirectora Grupo de Investigación sobre Igualdad Racial, Diferencia Cultural,
Conflictos Ambientales y Racismos en las Américas Negras (Idcarán)
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Eloína San Juan, la voz de San José de Saco
Eloína San Juan es la líder del coro de la iglesia de San José de Saco y también una destacada emprendedora que en-seña música a los niños y niñas del pueblo. A sus 62 años sigue trabajando en causas comunitarias y soñando con una vida mejor para sus coterráneos.
Por Elvis Martínez Bermúdez
Durante los últimos 30 años, Eloína Ester San Juan Ruíz, de 62 años, ha
sido la voz oficial de la iglesia católica de San José de Saco, un corre-
gimiento del municipio de Juan de Acosta, ubicado a unos 50 minutos
de Barranquilla.
A sus 62 años, Eloína permanece muy activa
en la vida social de San José de Saco.
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Su voz es reconocida en todo el pueblo por el sentimiento que le
imprime a cada una de las canciones y alabanzas que interpreta, sea
para darle gracias a su dios, o para despedir a un familiar, amigo o
vecino.
“Todos la buscan por su entrega a la iglesia, a la música y, claro,
por la calidad de su voz. Hace las entradas, el ofertorio, el aleluya, la
comunión, entre otras”, comenta Isabela Jiménez, vecina de Eloína y
compañera del grupo de apoyo de la iglesia.
La pasión de doña Eloína por la música, en especial por la sacra,
nació cuando estudiaba primaria en la comunidad religiosa de Santa
Teresita del Niño Jesús, en Galerazamba, un poblado costero cercano a
San José del Saco, pero ubicado en el departamento de Bolívar. Allá no
solo conoció la mayoría de los cantos y alabanzas que interpreta en los
distintos eventos, funerales y misas, sino que también aprendió otros
oficios.
“Cuando yo era una niña, San José de Saco no tenía muchos servi-
cios básicos, así que para poder estudiar primaria tuve que irme hasta
a Galerazamba estudiar con las monjas. Allí aprendí a cantar, a tejer, a
tener una disciplina y responsabilidad”, cuenta doña Eloína.
En el pasado, San José de Saco fue considerado como la despensa
de Barranquilla y el Atlántico. Allí se cultivaba toda clase de vegetales
y tubérculos. Pero la gran estrella de las fincas de la zona era el maíz,
en especial el millo, muy usado en toda la región para hacer la famosa
alegría, un dulce preparado principalmente por las comunidades negras
y palenqueras de la región Caribe colombiana; se prepara a fuego lento
y es a base de ese cereal, coco, azúcar y especias aromáticas.
Gracias al millo que se cultivaba en San José de Saco, por ejemplo,
Juan de Acosta es reconocida en el país por el Festival Folclórico y el
Reinado del Millo, que atrae a propios y turistas. A finales de enero del
2018, se celebraron los 50 años de haberse elegido la primera reina,
Eloína Molina Arrieta, quien sigue vinculada a estas festividades que los
saqueros reclaman como suyas.
El panorama del pueblo hoy es bien distinto. Casi nadie cultiva, y
los pocos que lo hacen cosechan prácticamente para sobrevivir. Bue-
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na parte de estos campesinos son adultos mayores a los que se les
suele ver por las calles cargando con pequeñas pilas de yuca. Vienen
de regreso de arduas jornadas de trabajo en las rosas (así les llaman
a las pequeñas áreas donde cultivan) que alquilan por unos pesos a
finqueros de la zona, los cuales dedican sus tierras a la ganadería. Esa
misma actividad les permite a los más jóvenes ganarse algún dinero
como corraleros.
En el 2012, según registros del diario El Heraldo y de la Agencia
Nacional para la Superación de la Pobreza Extrema, el 83% de los 1.490
habitantes que tenía el corregimiento de San José de Saco era pobre.
Hoy, el número de habitantes se estima en 2.000 personas, distribuidas
en unas 500 familias.
En el territorio de Juan de Acosta tiene asiento la población afro;
sin embargo, en el Censo del 2005 solo se reconocieron como afrodes-
cendientes 251 personas, la mayor parte de ellas en San José. De allí
que el Plan de Desarrollo 2016-2019 del municipio incluya un enfoque
diferencial dirigido a la población afro de San José; en él se recogen
acciones transversales de saneamiento medioambiental y desarrollo
sostenible, planes de vivienda, gestión educativa y de emprendimiento
e infraestructura tecnológica, entre otros.
Un manual de buenas intenciones. De hecho, en el plan de desa-
rrollo también se puede leer sobre las bajas coberturas de acueducto
en la zona rural, el alcantarillado no existe y el manejo de basuras es
otra calamidad. San José tiene solo una institución educativa con más
de 800 estudiantes, un centro de salud y se abastece de agua gracias a
los pozos profundos que hay en la zona. Para colmo, el corregimiento
ha sido golpeado en los últimos años por las inundaciones, que, además
de enfermedades, lo dejan incomunicado.
Entre la familia y el cantoCon dos hijos y cuatro nietos, Eloína Ester San Juan Ruíz reparte su
tiempo entre la familia, el canto y su trabajo comunitario con el grupo de
apoyo de la iglesia. Eloína casi siempre viste de jeans, lleva una camiseta
blanca con la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro estampada en
el pecho y en la espalda un lema que, dice ella, identifica a todas las
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mujeres que integran el grupo: “Servir a Cristo y a su Iglesia”. Con esa
consigna, ella y sus amigas lograron levantar la edificación donde hoy
funciona el templo.
“Hicimos una ‘templatón’ en el 2013 y, con mucho esfuerzo y tra-
bajo comunitario, recogimos 32 millones de pesos y unimos al pueblo
en torno a una meta. Todavía no somos parroquia, pero vamos en ese
camino”, cuenta Eloína frente a la puerta vino tinto de la iglesia que
enfrente tiene una pequeña plaza rodeada de árboles.
Eloína aprovecha su charla en la
puerta para cantar. Se acomoda sus len-
tes de montura verde pardo, pasa las ma-
nos por su cabello cenizo, cierra los ojos
como si estuviera en una ceremonia re-
ligiosa y empieza interpretar uno de sus
temas favoritos:
Yo siento gozo en mi alma
gozo en mi alma
Gozo en mi alma
y en mí ser
aleluya, Gloria a Dios
Son como ríos de agua viva
ríos de agua viva
Ríos de agua viva en mi ser
Vamos cantando con todo su poder
Dar Gloria a Dios, Gloria es
Vamos cantando con todo su poder.
La mujer asegura que todos sus cantos son para el “Señor” y que,
si bien todos la llaman para que haga lo que más le gusta en actos reli-
giosos y fúnebres, también sabe que no “somos eternos en este mundo,
y que más tarde que temprano partiremos”.
Por eso, junto con otras compañeras que hacen los coros y cantan
con ella, lidera un proyecto para vincular a niños, niñas y jóvenes al
canto litúrgico para que la tradición no se pierda.
Asegura:
La pasión de Eloína por la música sacra nació cuando estudiaba primaria en la comunidad religiosa de Santa Teresita del Niño Jesús, en Galerazamba, un poblado costero cercano a San José del Saco. Ya cumple 30 años ininterrumpidos cantando en el coro.
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Vamos a trabajar por esa meta. No podemos dejar que la ju-
ventud esté por ahí desocupada, sin hacer nada, y la música
es uno de los mejores planes para invertir el tiempo en algo
productivo. A mí lo que más me gusta son los cantos de co-
munión y darle alegría a la misa. Siempre animamos los actos
con micrófono para que la voz sea oída en toda la iglesia.
Eloína dice que, además de servir a la iglesia, cantar le alivia el
pesar que lleva en el corazón desde hace seis años, cuando murió su
hermana Minerva. Desde el día que eso ocurrió, asegura, no es la mis-
ma, vive nerviosa, al punto que ha tenido que consultar al médico varias
veces.
A la tristeza, dice, “súmele que tengo problemas de gastritis y los
médicos de por aquí solo están lunes y miércoles. Y esos, como en todo
el país, le mandan la misma pastilla a todo el mundo, sin saber si sirve”,
se queja mientras camina por las polvorientas calles de San José, que
tiene pavimentado un número muy bajo de sus vías.
Pese a que aún canta en la iglesia, sus interpretaciones y las de sus
amigas del grupo de apoyo cada vez son menos frecuentes. La razón: el
nuevo párroco, Marcos Serrano, contrató al coro de Juan de Acosta y a
un maestro de Baranoa (Atlántico) para que les den clases a los niños y
jóvenes interesados en participar en las ceremonias cantando y tocando
instrumentos. Eloína recuerda orgullosa:
Lo importante es que sirvamos a Dios. Cada vez que pode-
mos, cantamos. El otro día los del coro llegaron tarde por un
contratiempo y la misa no podía esperar más, así que ese día
arrancamos nosotras con el canto, y como nos sabemos todo
el repertorio, las cosas salieron muy bien.
En opinión del sacerdote Marcos Serrano, Eloína y su grupo de
apoyo, conformado por 17 mujeres y dos hombres, son el motor de la
iglesia. El padre Serrano comentó:
Ellas son como mis madres, las quiero mucho. Movilizan al
pueblo y especialmente a los jóvenes. Eloína es una gran líder
y trabaja muy duro con sus compañeras en la organización de
las actividades que definimos, como el bingo que tendremos el
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Sábado de Gloria para recoger
fondos y embellecer la capilla.
El religioso habla de la feria gastro-
nómica y el bingo que el grupo de mujeres
se idearon para conseguir los recursos
que la parroquia necesita para mandar
a hacer los vitrales y dos nichos donde
reposarán los patronos del pueblo: San
José y la Virgen del Perpetuo Socorro.
Doña Eloína subraya:
Estamos trabajando duro en
este nuevo proyecto. Ya por fin
tenemos al Santísimo, que lo
consiguió el padre Marcos con
un señor que lo donó generosa-
mente. Lo más difícil es orga-
nizar los tiempos de todas las
integrantes del grupo, que como
su mismo lema lo dice, siempre
tiene un corazón grande y un
ánimo decidido.
En plena cuaresma, Eloína y su grupo trabajan a toda marcha para
cumplir con el compromiso de sacar adelante el evento que se desa-
rrollará en la escuela del pueblo, ubicada frente a la iglesia. Al mismo
tiempo también afinan detalles para el desarrollo de la Semana Santa,
que es especial para la gente de San José.
Eloína explica que para que todo funcione como un relojito están
organizando los tiempos de todo el personal para que nadie tenga ex-
cusas. Dice con meticulosidad:
Hemos venido empujando para coordinar todo lo que tiene que
ver con la representación del viacrucis, lo que debemos fijar,
los sitios dónde estarán las estaciones y quiénes serán los
responsables de cada una de ellas. Este año hemos definido
Eloína y sus compañeros del coro caminan rumbo a la iglesia.
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que esta actividad arrancará a las 7 de la mañana y que el
lavatorio de los pies será con niños.
El Sábado de Gloria tiene un significado especial para Eloína, ya
que durante la Semana Santa ese día se
convierte en toda una fiesta en la que no
solo celebran la resurrección de Jesús
Cristo, de acuerdo con su creencia, sino
que es toda una explosión de cantos, ala-
banzas y ritmos de tambora que suenan
como música de fondo. Así canta con de-
voción la mujer de 62 años al recordar
que pronto llegará ese día tan especial:
Jesús está pasando por aquí
Jesús está pasando por aquí
Y cuando él pasa todo se transforma
Se va la tristeza
llega la alegría
Y cuando él pasa todo se transforma
llega la alegría
para ti y para mí.
Después de que culminen las actividades de Semana Santa, Eloí-
na, el grupo de apoyo y el padre Marcos Serrano muy seguramente se
embarcarán en un nuevo proyecto: trabajar por la tercera edad de San
José de Saco, que, según el mismo cura, está siendo abandonada por
sus familias y por el Estado.
Por las calles es muy fácil identificarlos, están por todas partes.
La mayoría dice no tener familia y otros aún intentan trabajar la tierra
para tener algo de comer, así sea un pedazo de yuca sancochado a leña.
El padre Marcos Serrano cuenta que:
La situación de la tercera edad en el pueblo es muy difícil. Yo
mismo tengo hospedado temporalmente a un abuelito en la
casa cural, y me da temor de que le pase algo porque la edifi-
cación es muy vieja y se está cayendo. Ahora no tiene familia,
pero sé que si le pasa algo aparecerán enseguida. Por eso es
Con dos hijos y cuatro nietos, Eloína reparte su tiempo entre la familia, el canto y su trabajo comunitario con el grupo de apoyo de la iglesia. Casi siempre viste de jeans y una camiseta blanca estampada con la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, que identifica a las mujeres que integran el grupo.
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urgente trabajar para ayudar a esta población que es muy
vulnerable.
Por ahora, Eloína Ester San Juan Ruíz dice que seguirá orando y
trabajando con su grupo de apoyo por los más necesitados, liderando
proyectos que no solo beneficien a su iglesia, sino a toda la población,
especialmente a los adultos mayores. Estos son la memoria de un po-
blado que se ha acostumbrado a sobrevivir en medio del abandono es-
tatal al que están condenados la mayoría de los corregimientos o áreas
rurales de los municipios de Colombia.
Así mismo, trabaja con empeño para que los más jóvenes se inte-
resen por el coro, pues sabe que su retiro está cerca y la tradición no
puede morir con sus portadores.
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La seño Felipita, la última maestra de banquito de San José de Saco
En San José del Saco, Atlántico, vive Felipa Escorcia Jimé-nez, una maestra empírica de 83 años que enseñó a leer, es-cribir y sumar a más de cuatro generaciones de jóvenes en su escuela de banquito, pese a solo haber estudiado hasta quinto de primaria. Felipita, como la llaman de cariño en el pueblo, es viuda, vive de un subsidio del Estado que le llega cada dos meses y que apenas le alcanza para comprar le-che fresca cada mañana a donde un compadre.
Por Elvis Martínez Bermúdez
La seño Felipita se mantiene activa,
es una mujer conversadora y de
buen humor.
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Es viernes en la mañana y sobre la Serranía de Piojó, al noroccidente
del país, en la Costa Caribe colombiana, una delgada y pertinaz lluvia
alcanza a mojar un par de gallinas que se asoman por la carretera que,
del municipio de Juan de Acosta (Atlántico), conduce al corregimiento
de San José de Saco. Sin importar el agua, por la orilla de la vía, algu-
nos campesinos caminan a paso firme rumbo a parcelas ajenas para
cultivar yuca y a arrear ganado en fincas de familias adineradas que
viven en Barranquilla.
San José de Saco, otrora despensa agrícola del Atlántico porque
de allí salía todo el maíz, el millo, el frijol, el guandú, la yuca, el melón
y la patilla que se comían en toda Barranquilla y el Departamento, fue
noticia años atrás por la ola invernal que afectó al país y que lo puso en
la agenda nacional por un par de días, generando unas cuantas accio-
nes gubernamentales que apenas maquillaron los problemas sociales
de fondo.
En el 2012, según registros de la Agencia Nacional para la Supe-
ración de la Pobreza Extrema, el 83% de los 1.490 habitantes que tenía
el corregimiento de San José de Saco, para la fecha, era pobre. Hoy,
el número de habitantes se estima en 2.000 personas, distribuidas en
unas 500 familias.
La última gran inversión del Estado que recuerdan los saqueros,
como se les llama a los nacidos en este poblado, fue la construcción y
entrega de 63 casas en la urbanización Nuevo Silencio. Los beneficiados
fueron familias que lo perdieron todo en la ola invernal del año 2011 y
víctimas del conflicto armado colombiano. La inversión, según datos de
la Gobernación del Atlántico, fue de 4.146 millones de pesos. Las vivien-
das se levantaron en un lote donado por la Fundación Santo Domingo.
En el pueblo, los jóvenes dicen no tener mayores oportunidades
de progreso; unos ven pasar los días escuchando champeta con dan-
cehall en las esquinas, otros se los ganan como mototaxistas y muchos
más piensan desplazarse a urbes cercanas para rebuscarse. Los que
apuestan por la educación esperan una oportunidad de clasificar en una
universidad pública, hacer una carrera y salir adelante. Así lo hicieron
cuatro generaciones de saqueros, muchos de ellos hoy profesionales,
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quienes dicen debérselo a las enseñanzas de la seño Felipita, la última
maestra de banquito de San José de Saco. Ella los puso a leer, a escri-
bir con el “Libro de Coquito” y, pese a haber cursado solo hasta quinto
de primaria, se convirtió en la maestra más querida y respetada de la
población.
Luis Ángel Jiménez, de 24 años, es de la última generación de
jóvenes que pasó por la escuela de la seño Felipa Escorcia de Jiménez.
Con ella aprendió el abecedario, los fonemas, a coger el lápiz, a sumar,
restar y multiplicar. Asegura que gracias a ella nunca perdió un año en
el colegio. Luis Ángel, hoy estudiante de Biología y Química de la Uni-
versidad del Atlántico, comenta:
La seño Felipita prácticamente nos daba una educación per-
sonalizada. Te dedicaba el ciento por ciento de su tiempo para
que aprendieras con una disciplina que hoy pocos maestros
tienen. Era recia y todo mundo la respetaba. Era un amor con
sus estudiantes. Nos hacía cocadas de leche y nos las rega-
laba.
Es tanto el respeto y el cariño que tiene el pueblo por la maestra,
que hasta refrán le sacaron. “Quien no fue a donde la Seño Felipita, no
tuvo infancia”, cuenta Luis Ángel y lo reafirma Ana María Saltarín, otra
de sus estudiantes tres décadas atrás. En la puerta de la Institución
Educativa San José de Saco, donde cada mediodía recoge a su pequeña
hija, Saltarín recuerda:
Ella incidió mucho en mi educación. Nos enseñó de todo. No
solo a leer, sumar o multiplicar. Nos enseñaba a respetar, a
no decir malas palabras. Antes de ingresar al colegio, como la
mayoría, pasábamos por la escuela de la Seño y llegábamos
bien preparados. Íbamos de lunes a viernes a su casa, con el
banquito al hombro. Lo dejábamos de lunes a viernes en su
casa y el fin de semana nos los llevábamos para la nuestra y
así hacer sus tareas.
El presente de Felipa EscorciaFelipa Escorcia tiene hoy 83 años. Nació y se crio en la calle Media Tapa
de San José de Saco, hoy calle Porvenir. Pero vive en su casa de casada,
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ubicada en la calle Nueva, en el corregimiento. La misma en la que tuvo
su escuela. Hace 11 años quedó viuda, cuando su esposo Wilfrido Jimé-
nez falleció. De esa relación de más de 65 años quedaron dos hijos, Yo-
maira y Fredy. Este último todavía vive con ella y es quien la acompaña.
Su casa es la número 5-23. Su fa-
chada es azul, las ventanas y la puerta
son de madera, como el marco que sos-
tiene su tejado. Sobre el marco de la en-
trada está la nomenclatura donde rezan
los apellidos de su familia (Jiménez Es-
corcia) y las figuras de dos tiburones que
rodean el escudo del equipo de fútbol Ju-
nior de Barranquilla. “Antes la casa era
de palma y barro, pero ahí poco a poco
con mi esposo la fuimos arreglando hasta
como la ve hoy día. Con el dinero de su
trabajo y el mío”, recalca.
— Me casé a los 18 años y a los 22 me convertí en maestra —, dice
Felipita en la pequeña sala de recibo de su casa.
— Todavía no sé por qué me casé a los 18. Era muy pelá’—, se res-
ponde, mientras se mueve al vaivén de la mecedora de madera.
— ¿Por qué no hizo el bachillerato? —, pregunto.
— En esa época no había carretera, ni carros, solo mulos y caballos.
El bachillerato se hacía en Juan de Acosta, que ahora dicen que es cerca,
pero que a mí me sigue pareciendo lejos —, asegura la maestra, quien
viste casi siempre de luto.
Hoy, por ejemplo, usa una blusa blanca con pequeños encajes y una
falda negra larga, con estampados de flores blancas y sandalias viole-
tas. Luce su cabello blanco recogido y aún se pone su anillo de casada.
A la seño Felipita no le gusta salir de San José de Saco. Y menos
si es a Juan de Acosta, pues solo va allá obligada a visitar al médico. La
seño relata:
Últimamente me dan mareos y una vez me quedé sin ver. En
el hospital de Juan de Acosta no me hicieron nada. Con decirte
Felipa Escorcia vive de un subsidio que el Gobierno les otorga a los adultos mayores. Cada dos meses le llegan 130 mil pesos con los que compra leche de vaca a un vecino, granos y el café que le gusta hacer en su cocina de leña.
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que ni me inyectaron. Solo me echaron en una camilla. Y al
final mijo, lo mismo que le mandan a todo el mundo: acetami-
nofén y en mi caso encímale omeprazol.
— ¿Por qué se convirtió en maestra? —.
— Me gustaba enseñar y fui muy buena alumna. Los padres nece-
sitaban que sus hijos aprendieran. Así que aquí, en este mismo lugar
donde hablamos, puse la escuelita. Cada niño llegaba muy puntual, con
una sonrisa en la cara y su banquito al hombro — cuenta.
— Ahora hay mucho ‘pelao’ desobediente. ¿Cómo hacía usted en
esa época para ‘ajuiciarlos’?
— Mira, alcancé a tener a 35 pelaos al tiempo en este espacio que
ves aquí. Aquí no se veía esa bulla de hoy. Aquí todos respetaban. Yo no
solo les enseñaba a leer y escribir o a contar. Les enseñaba a no ser
malcriados: aprendían a respetar a sus mayores, a decir buenos días,
buenas tardes, buenas noches. Ahora cómo que eso no está en las es-
cuelas —, expresa.
— Entonces, ¿qué hacer para tener una juventud con buen com-
portamiento ciudadano? —.
—Haciendo equipo entre maestros y padres. Hay que rescatar el
respeto por el maestro, que es casi un padre o una madre en el colegio.
Eso se perdió y hay que recuperarlo —, dice.
La escuela de la seño Felipa funcionaba de lunes a viernes, desde
febrero a noviembre. El horario de clase era 7 a.m. a 11 a.m. y de 2 p.m.
a 4 p.m. Entre 11 y 1 de la tarde, los niños iban a su casa a almorzar y
regresaban en la tarde a continuar con sus estudios. Era casi una jorna-
da continua, como la que el Gobierno nacional implantó recientemente
en el sistema educativo, solo que los niños almuerzan en la misma
institución. Recuerda:
Yo me arrodillaba para supervisar el trabajo de cada niño. El
que tenía dificultades se quedaba después de la jornada con-
migo, para reforzar, especialmente la escritura. Hasta que no
cogía bien el lápiz y empezaba a escribir sus primeras oracio-
nes, no se iba para la casa.
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La labor de Felipita es resaltada por
la mayoría de los habitantes de Saco. Para
ellos, la maestra es una leyenda viviente
de la historia de pueblo, pero también de
lo que realmente es tener vocación.
“Sin duda la Seño Felipita es un
ejemplo para todos no solo en el pueblo
sino en todo el Atlántico, porque logró for-
mar personas de bien y con un alto nivel
de aprendizaje para la época”, asegura
Eloína San Juan, integrante del grupo de
apoyo de la iglesia de San José de Saco.
Sin pensión por su laborFelipa Escorcia vive hoy de un subsidio
que el Gobierno da a los adultos mayo-
res. Cada dos meses, dice, le llegan 130
mil pesos. Con ese dinero compra leche
de vaca a un vecino, granos y el café que
le gusta hacer en la cocina de leña. Esta
fue construida con bareque y barro, y está
ubicada en medio del gigantesco patio de su casa por el que corren un
par de gallinas. La seño comenta con sorna:
Por mi labor como maestra no recibí nada del Estado. Solo
lo que me pagaban los papás por traer a sus hijos a mi casa.
Ahora que ya no puedo trabajar estoy en cero. Cuando mi ma-
rido murió, él llevaba seis años como celador. Pregúntame si
nos quedó algo de esa pensión o fuerzas para pelearla. A este
ritmo no me voy a chupar ni un bombón de esa plata.
La pensión de Felipa está tan embolatada, que ni siquiera ella hace
parte de ese grupo de 538.000 colombianos que, según datos de Colpen-
siones, alguna vez cotizaron al Sistema General de Pensiones, llegaron a
la edad de jubilación, pero que no alcanzaron a tener su pensión porque
no lograron cumplir con alguno de los requisitos que exige la ley.
La seño Felipita, acompañada de su vecina Lourdes Jiménez, camina todos
los días por las calles del pueblo.
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Pese a la difícil situación, Felipa Escorcia dice sentirse contenta
porque aún va a la tienda sola a comprar el café, a donde el compadre,
a comprar leche fresca y hasta barre el patio y lava los ‘chismes’ (platos)
en la cocina, que está ubicada en el patio de la casa. Cuenta con cara
de satisfacción:
Después de barrer el patio, me hago mi café Sello Rojo, aun-
que te confieso que el médico me lo prohibió. Hacer todavía
eso me hace feliz, así como el cariño de la gente del pueblo a
la que le enseñé a leer y a escribir. La mayoría está fuera de
San José de Saco. El otro día vino una de esas niñas a las que
le di clases, que ya es una señora y vive en el extranjero. Me
trajo un regalito, y así vienen muchos a expresarme su cariño.
Yo los recibo con los brazos abiertos.
Cuando aún tenía su escuela activa —recuerda— recibía muchos
presentes de sus alumnos, en especial de aquellos que no vivían en el
pueblo, sino en fincas alejadas.
“Ellos venían sagradamente a sus
clases y me traían de todo, gajos de plá-
tanos, yuca, ñame, frutas, verduras, todo
lo que se daba en el campo. Hasta arte-
sanías venían cargando. Eran otros tiem-
pos, ahora la modernidad ha cambiado a
la gente”.
— ¿Por eso ya no ve televisión ni le
gustan las cámaras? —, la interrumpo.
— No. Lo de la televisión es porque
ese poco de noticias me dan nervios. Esos
terremotos y los huracanes que van destruyendo todo. Me da tristeza por
lo que le hacemos al planeta. Y temor también porque cada vez que re-
lampaguea o truena por aquí, como hoy, se me alborotan los nervios —,
advierte y mira con recelo hacia el televisor de tubos ubicado en su
pequeña sala con plantilla vino tinto desgastada, cortinas cortas de flo-
res que rozan la ventana de madera que da hacia la calle y cables de
energía sobre las paredes.
Es tanto el respeto y el cariño que tiene el pueblo por la maestra, que hasta refrán le sacaron: “Quien no fue a donde la Seño Felipita, no tuvo infancia”.
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La profesora habla del terremoto que azotó a Ciudad de México el
19 de septiembre del 2017 y de la temporada de huracanes que arrasó
con buena parte de la isla de Puerto Rico el mismo año.
La seño Felipita es reacia a las fotos, dice que no le gustan las
cámaras porque un día… “una cachaca vino a entrevistarme y me sacó
por TeleCaribe. De todos lados del pueblo salieron corriendo a avisarme
que había salido en la tv. Prendí el aparato ese que usted ve a mi lado y
cuando me veo dije: Dios mío salí como un monicongo”, ríe a carcajadas.
Más allá de la anécdota de la tv y de la pensión, que asegura nunca
llegará, Felipa Escorcia, viuda de Jiménez, como se presenta, dice que
para ella no hay mejor recompensa por su labor de más de 30 años que
el cariño que le tienen en el pueblo. Sentencia la seño, la última maestra
de banquito de San José de Saco:
Así no lleguen tortas en cada cumpleaños, para mí es suficien-
te la ola de felicitaciones que llegan de todos lados. La verdad
eso me da mucha alegría porque demuestra que uno dejó una
huella con su trabajo en cada una de las personas que educó
y formó para que se convirtieran en ciudadanos de bien, con
buenos modales y con amor por los demás.
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El maestro de Piojó que lucha por la titulación colectiva
Además de enseñar, el maestro Thomas José De La Hoz Vi-llanueva dedica parte de su tiempo a fortalecer el autorreco-nocimiento étnico de la población de Piojó, y a conseguir que el Estado los reconozca como Consejo Comunitario.
Por Elvis Martínez Bermúdez
En la vereda Los Olivos, del municipio de Piojó, Atlántico, el profesor
Thomas José De La Hoz Villanueva, de 37 años, realiza una labor incan-
sable por la promoción y defensa de los derechos de las comunidades
étnicas.
23
En su trabajo pedagógico en la Institución Educativa San Antonio,
sede Los Olivos, De La Hoz hace talleres y ejercicios para fortalecer el
autorreconocimiento étnico de sus estudiantes, padres de familia y po-
blación en general, la mayoría mestizos, indígenas y afrocolombianos.
Según el Censo 2005, el 2,1% de la población de Piojó se reconoce
como indígena y el 2,0% como raizal, palenquero, negro, mulato, afro-
colombiano o afrodescendiente.
Y es, precisamente, a esta última población a la que De La Hoz,
con su trabajo, viene llegando desde hace más de cinco años, cuando
empezó a explicarles la necesidad de autorreconocerse para fortalecer
el tejido social, protegerse y lograr visibilizarse ante el Estado, que por
estas tierras hace poca presencia institucional.
El municipio de donde es oriundo está ubicado en la Serranía de
Piojó, a 514 metros sobre nivel del mar, con una temperatura media de
26º C y con una riqueza natural e histórica poco explorada. Tal vez, por
la poca atención que ha tenido de los gobiernos de turno, ha mantenido
casi intactos sus recursos hídricos, como arroyos, manantiales y po-
zos, como los mameyales, y playas como Punta Astilleros y la Boca de
la Barra, en límites con el Departamento de Bolívar, en cercanías a la
Ciénaga del Totumo.
“[…] De colinas un cerro te guarda / la neblina se ve aparecer /
mar azul se divisa y no alcanza a arrullarte en tu loco vaivén”, se oye en
uno de los apartes del himno de Piojó que describe al pueblo y que fue
compuesto por la docente Casta Leonor Utria de Tejera.
“Piojó vive de milagro”, comenta De La Hoz, quien ironiza un poco
sobre la situación económica de este municipio que se basa en el co-
mercio de tiendas, pequeños cultivos de pancoger, palma amarga, ex-
tracción de piedra laja, y el tradicional rebusque informal representando
principalmente en el mototaxismo.
“Hace parte de estos municipios que no tienen tanta interacción
con la capital. No es un secreto que Atlántico es Barranquilla. Más allá
de algunas pocas iniciativas medianas, este, como otros pueblos del
Atlántico, viven de cultivos de pancoger, pequeña ganadería bovina y
porcina”, cuenta el periodista barranquillero Rainiero Patiño, quien fue
24
editor del diario El Heraldo hasta hace poco y dedicó gran parte de su
trabajo a recorrer los municipios de su departamento.
Para él, es irónico que estos municipios estén tan poco atendidos
en un departamento donde las distancias son cortas en comparación
a otros como Bolívar, Magdalena o La Guajira. “El que más lejos está
de Barranquilla es Santa Lucía y no toma más de una hora llegar. Piojó
tiene una característica especial, es el de la geografía más quebrada,
el de mayores alturas montañosas y fue territorio indígena Mokaná”,
comenta Patiño.
De acuerdo con los relatos de los historiadores del pueblo, Piojó fue
constituido en 1533 por Francisco Cesar, hombre de confianza de Pedro
de Heredia, fundador de Cartagena y quien lo envió a colonizar otras
tierras. En lo que hoy es Piojó se encontró con esta comunidad indígena
liderada por el cacique Phion y, luego de muchos conflictos violentos,
los españoles terminaron ganando. Aún hoy, por las calles de Piojó, esa
herencia indígena se ve en los rostros de una buena parte de los habi-
tantes, al igual que una gran comunidad de afrocolombianos asentada
y que se resalta por su cultura y por sus manifestaciones musicales y
gastronómicas. El profesor De La Hoz cuenta:
Este trabajo de entender la importancia de autorreconocerse
no ha sido fácil, pero hemos ido poco a poco avanzando desde
la práctica y las costumbres. La gente ha podido entender que
existen unos derechos, unos deberes y unos beneficios que
otorga la ley a las comunidades negras, como titulación co-
lectiva de tierras y acceso a la educación superior, entre otras.
De La Hoz Villanueva quiso ser primero ingeniero mecánico, pero
terminó como docente cuando comenzó a trabajar con su hermana en
un colegio en el que él la asistía. “Me enamoré de la docencia, de esa
responsabilidad que tenemos todos los profesores con los niños de for-
marlos y ayudarles en su proceso de conocimiento. La mejor recompen-
sa es verlos sonreír”, comenta.
Por eso se fue a Barranquilla a estudiar Ciencias Básicas, donde se
graduó del programa de Biología. En la actualidad tiene 35 estudiantes
de la vereda Los Olivos. La mayoría son hijos de campesinos a los que
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no solo les enseña la asignatura de Ciencias Naturales, sino que les
recuerda la importancia de autorreconocerse. Relata:
Sin duda, la gente siente miedo de autorreconocerse porque
es evidente que aún existe una discriminación en toda la so-
ciedad colombiana. La gente al principio pareciera no sentirse
a gusto diciendo que es negra o indígena, pero luego de que
uno les explica la importancia de hacerlo, lo entienden y lo
ponen en práctica en su día a día.
— ¿Alguna vez ha sido víctima de discriminación? —, pregunto.
— Realmente no, pero no es necesario ser víctima para asumir esta
bandera. Hay que seguir trabajando con la comunidad estudiantil y en el
municipio en general. Los que me dicen negro, me lo dicen por cariño,
son gente que me aprecia y que yo aprecio, y que valoran lo que hago
— ¿Qué actividades tiene proyectadas para desarrollar este año en
materia de autorreconocimiento?
— Vamos a iniciar una investigación con varios docentes para do-
cumentar y rescatar los juegos autóctonos y ancestrales de la pobla-
ción para incentivar a los niños a que conozcan, rescaten y mantengan
vivas todas estas tradicionales. También
queremos rescatar el uso de vestimentas,
turbantes y peinados como las trenzas.
Además del trabajo comunitario y
docente, el profesor De La Hoz tiene sus
propias luchas. Recientemente tuvo muy
enferma a su madre, quien debido a un
quebranto estuvo varias semanas en cui-
dados intensivos. Luego de eso, el jueves
de la pasada Semana Santa, cuando se movilizaba con un sobrino en
una motocicleta, un vehículo los embistió.
“Milagrosamente yo salí ileso, con un par de rasguños y golpes me-
nores, pero mi sobrino se fracturó la tibia y el peroné. Así que me tocó
volver al hospital una semana después de que mi madre se recuperara”,
cuenta el maestro.
“La gente siente miedo de autorreconocerse porque es evidente que aún existe una discriminación en toda la sociedad colombiana”.
26
El ‘profe’ De La Hoz también libra una lucha jurídica con su eps
para que esta le autorice una terapia aba a su hijo de seis años, quien
nació con autismo y requiere de una serie de tratamientos.
“Ahora estamos interponiendo una acción de tutela para que nos
autoricen la terapia. Hasta ahora hemos recibido apoyo parcial de la eps,
pero no ha sido sencillo”, explica.
Las terapias aba ayudan a los niños
con autismo a aprender y desarrollar ha-
bilidades básicas como el lenguaje, la co-
municación, sostener el contacto visual,
imitar o jugar, así como habilidades com-
plejas como conversación, anticipación,
empatía y la comprensión de la perspec-
tiva de los otros, explica en su sitio web
la Asociación para Vencer el Autismo y
Trastornos del Desarrollo.
Para llevar otros ingresos a su hogar que le permitan solventar
todas estas situaciones, el maestro de Piojó utiliza sus tiempos libres y
sus conocimientos como técnico en mantenimiento de computadores
para, como el mismo dice, “rebuscarse”. Refiere:
Unos años atrás, esos conocimientos técnicos, previos a mi
carrera universitaria, me sirvieron para capacitarme en la ins-
talación de paneles solares. Trabajé entonces en un proyec-
to en el que instalamos 95 paneles en Piojó. Así que, de ese
proyecto, que se extendió por varios municipios del Atlántico,
me quedó esa experiencia y sabiduría que hoy me sirve para
ganarme unos pesos extras para mi hogar.
Titulación colectivaEn medio de todas esas situaciones, el profe Thomas José ha sido uno
de los líderes de la creación del Consejo Comunitario de Piojó (Afropio-
jó). Actualmente, es representante de Afropiojó, creado en el 2013. En
agosto del 2014, tras cumplir con todos los pasos que exige el Gobierno
para reconocer este tipo de organizaciones, se presentaron al Ministerio
“No hemos recibido la primera visita de la Agencia Nacional de Tierras para ver los terrenos”.
27
del Interior para que los admitieran como
tal, cosa que no han podido lograr hasta
ahora. El docente explica:
En el Ministerio no nos recono-
cen porque, primero el Incoder,
hoy Agencia Nacional de Tie-
rras, debe hacernos los títulos
colectivos, cosa que no hemos
conseguido. Hay un señor que
está dispuesto a vender 52
hectáreas de tierra a un precio
muy cómodo. Con este terreno
se beneficiarían 70 familias de
Piojó. Allí queremos desarrollar
actividades multipropósito en
beneficio de toda la comunidad.
Entre ellas, están las agrícolas,
ecoturísticas y de protección del
medio ambiente, con un área de resguardo forestal.
Para el representante legal de Afropiojó deberían ser las mismas
comunidades las que se encargaran de darle el reconocimiento a los
consejos comunitarios y no el Ministerio. Y recuerda que el espíritu de
la Ley 70 de 1993 es la cultura afro y la propiedad colectiva de la tierra.
La Ley 70 también busca
establecer mecanismos para la protección de la identidad
cultural y de los derechos de las comunidades negras de
Colombia como grupo étnico, y el fomento de su desarrollo
económico y social, con el fin de garantizar que estas comu-
nidades obtengan condiciones reales de igualdad de oportu-
nidades frente al resto de la sociedad colombiana.
Sin embargo, la puesta en marcha de esta ley y su aplicabilidad no
ha sido fácil. En el 2017, una investigación del Observatorio de Territo-
rios Étnicos y Campesinos (otec) de la Universidad Javeriana, titulada
“derechos territoriales de las comunidades negras”, visibiliza la existen-
28
cia de 271 comunidades negras que han solicitado al Estado colombia-
no el reconocimiento de tierras tradicionales, sin que hasta la fecha lo
hayan podido lograr, entre ellas, la de Piojó.
Según el informe, estas comunidades no solo no han podido lograr
el reconocimiento del Gobierno nacional, sino que “están amenazadas
por actividades agroindustriales y extractivas en 18 departamentos y
103 municipios del país”. Y advierte que muchas de las solicitudes de
titulación colectiva llevan más de una década sin ninguna respuesta.
En el informe del otec se lee:
De los 271 casos revisados, el 29% no cuenta con ningún tipo
de información frente al estado de la solicitud y el 39% siguen
detenidos por falta de documentos. Sólo el 13% ha tenido auto
de aceptación, auto de notificación o visita técnica del Incoder,
hoy Agencia Nacional de Tierras. Entre los hallazgos, se pudo
establecer que en 148 consejos comunitarios sin titulación
colectiva 25% tienen afectaciones por proyectos agroindus-
triales en sus territorios; el 23% por hidrocarburos, el 6% por
oleoductos y el 7% por proyectos de infraestructura, que evi-
dencian las situaciones de vulnerabilidad que amenazan con-
siderablemente las formas de vida colectiva.
“En el Consejo nos seguimos reuniendo cada tres meses, en busca
de lograr pronto que nos reconozcan en el Ministerio y así seguir con
todo lo que hemos proyectado para el beneficio sostenible y sustentable
de nuestro territorio”, comenta el profesor.
Según el oficio radicado N.° 20142147509 del 20 de junio del 2014,
el Ministerio le solicitó completar al Consejo Comunitario “la documen-
tación correspondiente al artículo 20 del decreto 1745 de 1995”, para
continuar con el proceso que ya tiene cuatro años. Sin embargo, la co-
munidad requiere que la Agencia Nacional de Tierras precise qué se
debe corregir o darse para continuar con el proceso para efectos de dar
o no viabilidad al proceso de titulación colectiva.
Los integrantes del Afropiojó explican que, hasta el momento, des-
de que comenzó todo el proceso, no han recibido la primera visita de la
Agencia Nacional de Tierras para ver los terrenos. La única presencia
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de una autoridad involucrada fue del Mi-
nisterio del Interior, hace tres años.
La titulación y el reconocimien-
to ante el Estado, como decimos
aquí en la costa, lo vemos em-
bolatada. Ya ha pasado mucho
tiempo y nada. Uno de los seño-
res que está dispuesto a vender
a un bajo precio y el Gobierno
nada que se manifiesta. Hace unos meses nos dijo que las
venderá al mejor postor. Es tanta la voluntad de vender, que
bajó el precio por hectárea para nosotros de 4 millones a 2
millones 500 mil de pesos.
Lo anterior lo dice el profesor al recalcar que, pese a las adver-
sidades en el proceso, seguirá, junto con sus compañeros del consejo,
insistiendo en hacer valer sus derechos como comunidad étnica. La
esperanza es lo único que se pierde, dice, y él esperanza tiene de sobra.
“No es necesario ser víctima de discriminación para asumir la bandera del autorreconocimiento étnico”.
30
Benyi Molinares vive en la parcela
que heredó de su papá Manuel
María Molinares. La propiedad la comparte
con el resto de sus hermanos.
La voz cantante de Berruguita
‘Benji’ Molinares, un campesino, comerciante y cantautor, es la persona que le escribe versos al paisaje y a la gente de la vereda Berruguita, en la Alta Montaña de Montes de María. Benjamín es también una voz que se escucha fuerte en el Consejo Comunitario y otros espacios de incidencia de esta comunidad afro.
Por Augusto Otero Herazo
Hace poco más de un año, Benjamín Molinares Barón descubrió que
tenía un talento especial. Desde que tiene memoria, se la ha pasado
trabajando la tierra y negociando frutas que compra en fincas y veredas
de la Alta Montaña de los Montes de María, para luego venderlas en mu-
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nicipios cercanos como Toluviejo, Colosó, Sincelejo o San Onofre (Sucre).
En medio de esas jornadas de trabajo, Benjamín compone canciones.
Canciones vallenatas, para ser más precisos.
Si bien desde chico también le gustaban la salsa, los corridos o
los boleros de Daniel Santos, el vallenato es su pasión verdadera, la
música que lo inspira. El vallenato, y Diomedes Díaz, su ídolo. Como ese
no nacerá otro en la tierra, asegura.
El propio Benjamín considera que su caso es un poco raro porque
no nació en un ambiente musical, no toca ningún instrumento y, como
reconoce con crudeza, “esta no es una tierra donde se pueda progresar
siendo músico”.
Como cualquier otro niño, cantaba en el colegio, incluso lo hizo en
la iglesia adventista que fundó su padre Manuel María Molinares. En lo
que sí se distinguía, recuerda, era en su capacidad de memorizar todas y
cada una de las canciones de su ídolo vallenato. Disco de Diomedes que
saliera al mercado era disco completo que Benjamín se aprendía rigu-
rosamente, incluyendo los saludos y los “dichos” propios de los cantos
vallenatos. No era poca cosa, cada “Larga Duración”, como se llamaban
las producciones de la época, contenía entre 10 y 12 canciones.
“Es cierto que empecé tarde, pero ya tengo 27 canciones. He lle-
gado a componer hasta tres temas en un día. Nada más el mes pasado
hice tres: ‘Nada conmigo’, ‘Nací para esperar’ y ‘La celadera’, tres can-
ciones muy buenas”, cuenta Benjamín, quien me recibió para esta entre-
vista en la parcela “La mano de Dios”, herencia familiar que comparte
con sus 9 hermanos, algunos de ellos sus vecinos.
“Ahora que hicimos el lanzamiento aquí en Berruguita presenté ‘La
celadera’ y eso fue una locura. La lanzamos en un baile, fue un lleno to-
tal, claro que era gratis pero la gente se emocionó”, dice y suelta la risa.
Benjamín tiene 51 años, es de estatura mediana, piel oscura y
siempre lleva una gorra puesta con la que se protege del sol y oculta
una incipiente calvicie. Cuando habla suele terminar sus frases con hu-
mor y una sonrisa que puede convertirse en carcajada si considera que
lo que dijo tiene suficiente gracia.
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A pesar del poco tiempo que lleva cantando y componiendo, ya
tiene nombre artístico: ‘Benyi Molinares’. Un nombre curioso, le comento.
¿De dónde salió? Celebrando la ocurrencia con una risa, dice:
En esta vereda hacemos muchas reuniones comunitarias, y
a una de ellas vinieron unos gringos que me dijeron que mi
nombre en inglés es Benjamin, igual que en español, pero
suena como una ye. Me decían Benyi, y la verdad me gustaba.
Entonces pensé ¿por qué no me quedo así?, Benyi Molinares,
y así me quedé.
Cara AA ‘Benyi’ ya lo identifican como el cantante de Berruguita, el campesino
y comerciante que le canta a todo lo que pasa a su alrededor, el hombre
que compone en cualquier parte del camino, bien en la sombra de un ár-
bol mientras se toma un descanso, o mientras espera que lo atiendan en
una emisora para promocionar sus canciones, como le ocurrió hace poco.
Yo hago diferentes cosas al tiempo, pero con la composición
sucede un fenómeno increíble, la mayoría de mis canciones
las he hecho cuando voy en la moto y encuentro un tramo
de camino donde no hay comunicación con nadie. Ahí paro
y escribo. Por ejemplo, en estos días estaba en San Onofre,
esperando a un locutor que nunca llegó, y entonces me puse
a pensar: caramba, verdaderamente que yo nací fue para es-
perar, y de ahí surgió la canción. Cuando venía en el camino
avancé y antes de llegar a la casa ya la había terminado.
“Se llama así, ‘Nací para esperar’, y me quedó muy buena”. Benyi
no lo duda y empieza a cantar:
He comprendido que nací para esperar
Aunque no todos tienen el mismo destino (Bis)
Yo analizaba que se me alargó el camino
Ya mi paciencia les tuve que prolongar (Bis)
Y que las personas que he querido
Tarde o temprano ellas me pagan mal (Bis)
La misma vida se ha ensañao conmigo
Y esa es mi suerte y a ´onde´ iré a parar (Bis)
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En ese momento de detiene, se endereza en el taburete en el que
está sentado, coge aire, y canta el coro:
Yo que he rapartio cariño y he sido ingenuo como un niño
Y todo lo que les pido ¡ay, hombe! es ser bien correspondido.
“Más o menos así compongo todas mis canciones”, dice con su
habitual sonrisa. En adelante la conversación con ‘Benyi’ transcurre en-
tre explicaciones sobre su canto y su vida, y abruptas entradas en las
que se suelta a cantar espontáneamente. “Los músicos somos así, no
hablamos, cantamos”, me dice.
Le pregunto entonces a qué otras cosas les compone.
A mi entorno, al campo, al amor, a las mujeres y a las cosas
curiosas que pasan por aquí, que son muchas. Por ejemplo,
tengo una que se llama ‘Mis canciones’, que ya la grabé en
Sincelejo, en la que hablo de la vida campesina, del trabajo, de
cómo disfruto lo que hago. Es muy linda, de verdad, muy pare-
cida la que le hice a mi raza negra. Hay una estrofa que dice:
Vivo cantando por allá en la serranía,
cultivo la tierra, sembrador tradicional (Bis)
Yo agricultor como la gente mía,
Y a veces canto en medio de mi rosal (Bis)
Y también yo me tomo mi tiempo y me pongo a negociar
Y así exploto mi talento y entonces me pongo a cantar
Y con mis canciones, con mis canciones, con mis canciones
Yo curo mi mal… con mis canciones, con mis canciones
Por el número de canciones compuestas y la capacidad para poner
música a sus letras, su talento no parece “recogido del suelo”, como
dicen en la zona. Teniendo en cuenta que compone desde hace apenas
un año, le pregunto si el intuía ese talento o lo expresaba de manera
inconsciente. De nuevo se ríe ante mi incredulidad, y me responde:
Te voy a decir una cosa, creo que desperdicié mucho tiempo
porque a veces cuando estaba solo componía cosas que des-
pués se me olvidaban. Seguro que he compuesto más cosas
pero como no las recuerdo bien y no las grabé, no existen.
Ahora hago lo contrario, estoy componiendo una canción y de
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una vez la voy metiendo en el celular, así no se me olvida la
letra ni la música.
¿Precisamente, cómo haces con la música, si no tocas ningún ins-
trumento?, le pregunto. Y relata:
Como nunca he tenido acordeón ni se tocarla, cuando grabé
las primeras canciones me dio mucho trabajo, pero ahí voy
cogiendo experiencia. Los compositores siempre tienen su
guitarrita, yo lo que tengo es el silbido. Voy silbando y grabo
esa melodía en el celular.
Esa experiencia y la confianza en su talento lo llevaron a aventu-
rarse en Sincelejo a grabar algunas de sus composiciones. Fue hace
unos 10 meses, en uno de sus muchos viajes a la capital de Sucre,
donde vivió como desplazado hace ya más de 15 años, tras el despla-
zamiento forzado de casi toda Berruguita, ocurrido en el 2000.
Ante el dueño del estudio, lo presentó un primo que se mueve como
pez en el agua en el mundo de la champeta en Sincelejo. “Me acuerdo
que llegué así, ‘acampesinado’, y la vaina, y el dueño del estudio se me
quedó mirando sin mucho optimismo”, recuerda.
— Este primo canta, tiene canciones buenas, tiene su estilo, óigalo
para que vea —, dijo el primo, dirigiéndose al dueño del estudio.
— La música no es para todo el mundo, te advierto —, replicó con
incredulidad el empresario.
— Pero el primo es bueno, compone y no canta mal, óigalo —, in-
sistió.
“Con su actitud, el hombre lo que me estaba diciendo es que yo no
tenía ‘pelaje’ ni nada de eso”, reconoce Benji.
Mientras tanto, el primo insistía con su cantaleta. Benjamín estaba
un poco fastidiado porque sintió que estaba perdiendo el tiempo con
el empresario, y entonces le dijo: “hombre, ya estoy aquí, escúchela y
decida si sirve para algo, pero rápido”.
— Cántala, pues —, le dijo el hombre. Y Benyi se soltó.
En ese momento del relato, de su cara seria empieza a salir una
sonrisa, recordando la cara del dueño del estudio después de oírlo.
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“El tipo abrió los ojos, se paró, me
felicitó y me dijo: hombre, usted tiene un
estilo propio, no tiene una gran voz, pero
un estilo personal, y eso la gente lo va-
lora”. Y grabó. Grabó un sencillo de tres
canciones: “La excelente”, “Mi reinita” y “El
tonto”. Meses después regresó al estudio
y grabó “Diciembre a otro lao”. Los discos
los carga en su mochila para venderlos en
festivales, parrandas y presentaciones en
los pueblos vecinos, y como no es ajeno al
mundo digital, están alojados en el canal
de YouTube “BenyiMolinares”.
Cara BEl día a día de Benjamín Molinares no son
solo canciones, estudios y una que otra
presentación en fiestas patronales de la
región. Antes que nada es un campesino
con mucho arraigo en su territorio, que
cultiva ñame, yuca, zapote, achiote y algu-
nas matas de cacao, y que para aumentar
sus ingresos compra cosechas de frutas que comercializa en Sucre.
Este departamento está muy presente en la vida del pueblo, ya
que, a pesar de que Berruguita es una de las ocho veredas de Macayepo,
corregimiento de El Carmen de Bolívar, las relaciones comerciales y los
vínculos sociales y culturales con ese municipio son más bien pocos.
Los separa una cadena de cerros, montañas y arroyos por los que hoy
se puede transitar gracias a una nueva vía (la transversal de los Montes
de María). Por otro lado, el conflicto armado cesó hace ya unos años en
la región.
Si bien los Molinares Barón no están entre los primeros poblado-
res de Berruguita, cuya formación se remonta a mediados del siglo xix,
con la llegada de campesinos provenientes de San Onofre, Sucre, la
familia es muy valorada en la vereda. Incluso, al patriarca Manuel María
Benjamín se define como un campesino comprometido con
su territorio. Además de cultivar, comercia frutas y compone canciones.
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Molinares se le atribuye la fundación de una de las primeras iglesias
adventistas de la zona, que hoy continúa abierta en terrenos donados
por el viejo Molinares.
En algún momento, el propio Benjamín la lideró. “Todos aquí hemos
sido religiosos, ahora estoy en la música, pero la familia y el pueblo en
general siempre han sido religiosos”, afirma.
Cuando se conversa con gente de la zona, la propaganda oficial que
destaca inversiones y avances en la garantía de derechos como el acce-
so a la salud, la educación o el agua potable, queda en eso, en discurso.
En Berruguita no hay puesto de salud, las emergencias son atendidas
en Toluviejo o Sincelejo; el agua, que tanto abunda en la zona, no llega
a las casas por la falta de acueducto, y la escuela es solo hasta quinto
grado. Los niños y niñas que aspiran al bachillerato deben desplazarse
hasta a Macayepo, para lo cual deben recorrer 4 kilómetros y pasar dos
veces un arroyo que, en invierno, se convierte prácticamente en un río.
Macayepo a veces tiene primeros auxilios, porque el puesto de sa-
lud no permanece abierto. A pesar de todas esas dificultades, la gente
de Berruguita echa para adelante, trabaja, y Benjamín la considera como
una de las tierras más tranquilas de la Alta Montaña, a pesar de que
sufrió el azote la violencia.
Desde el año 2012 la comunidad se ha organizado alrededor del
Consejo Comunitario de Comunidades Negras de Berruguita, uno de los
de más reciente creación entre la población afro rural de Bolívar. Aun-
que lleva cinco años de creado, solo cuanta con la resolución municipal
de El Carmen de Bolívar, y no es reconocido en el Ministerio del Interior.
Su caso no es la excepción. Actualmente en Bolívar hay 53 consejos
comunitarios y, a marzo del 2018 únicamente, 10 aparecen inscritos en
la Dirección de Asuntos para Comunidades Negras, Afrocolombianas,
Raizales y Palenqueras del Mininterior, como se puede constatar en su
página web.
Una funcionaria del Ministerio Público que conoce de cerca este
y otro procesos explicó que comunidades como la de Berruguita y, en
general, las de la Alta Montaña, proceden de procesos campesinos de
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lucha por la tierra y que el tema del autorreconocimiento étnico apenas
empieza a abordarse de manera sistemática.
En Berruguita hay cierto grado de convivencia interétnica ya que en
la periferia del pueblo está asentado el cabildo indígena zenú Kunaipa,
a medio camino entre la vereda y Macayepo.
Actualmente al consejo están vinculadas más de 60 familias y la
junta es presidida por Nayib Tapias, un líder reconocido en la región por
su trabajo comunitario. Benjamín es su tesorero y uno de los más acti-
vos representantes, gracias a su facilidad para comunicar y a su soltura
para hablar en público.
“Como consejo hemos arañado algunas cosas con otras organi-
zaciones, pero el proceso de titulación colectiva ha sido muy lento. Con
los títulos podemos trabajar mejor y proteger nuestro territorio”, explica
Benjamín, quien subraya que la mayoría de las familias no tienen lega-
lizados sus predios.
Benyi confirma la percepción que hay en el Ministerio Público so-
bre la forma en que la gente entiende la titulación, lo cual les genera
desconfianza. “Algunas veces no se comprende con claridad lo que sig-
nifica”, puntualiza Benjamín. Incluso, al comienzo, muchos creían que
tener su propiedad bajo la figura de título colectivo implicaba perder
poder sobre la misma y, peor aún, que las autoridades del consejo ten-
drían derechos sobre ellos.
***
Benjamín habla del autorreconocimiento como un tema proble-
mático, debido a la persistencia del racismo y la discriminación, y lo
explica así:
Aquí el color ha sido un poco problemático, usted sabe que
lo negro siempre ha sido estigmatizado y alguna gente no le
gusta que le digan que es negra, es como ofenderla. En los
últimos años hemos estudiado nuestro origen, nuestra cultu-
ra y eso ha hecho que la gente empiece a sentirse orgullosa.
Una de las cosas que vimos en los talleres que hicimos con la
Universidad Nacional es cómo se ha dado todo esto en el país.
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Esa situación inspiró una de sus últimas canciones, sobre la que
habla, canta y con la que cierra esta conversación:
Yo he ido a Cali, Bogotá, Quibdó y resulta que la gente casi
siempre se ha sentido incómoda por el color, pero eso ha ido
cambiando, aunque al mismo estado no le interesa que las
personas negras se autorreconozcan. En Colombia nosotros
somos mayoría pero en el censo aparecemos al contrario,
como minoría.
“Lo hice pensando en eso, somos más de los que dicen, y ser negro
no es una mancha”.
En ese momento carraspea, prepara su garganta y canta “Los ne-
gros somos más”.
Estoy feliz porque ahora hice una canción
Para mi gente como bien yo lo quería (Bis)
La mayoría de ellos son agricultor,
pero versados en la ganadería (Bis)
Es esa gente que con su sudor se gana el pan de cada día (Bis)
Esa mi gente de piel morena, que aquí en Colombia somos ma-
yoría (Bis)
Coro:
Señor Presidente, digo la verdad, los negro en Colombia, mire,
somos más
Y ahora yo le canto como bien quería,
los afro en Colombia somos mayoría (Bis)
Nos herraron, nos trataron como esclavos
A niños, hombres y mujeres los trataron con furor (Bis)
Pues de mis negros nadie tuvo compasión
De cimarrones todo el tiempo los llamaron (Bis)
Su trabajo nunca le pagaron, por ser negro, ese fue su error
Coro:
Señor Presidente, digo la verdad, los negro en Colombia, mire,
somos más
Y ahora yo le canto como bien quería,
los afro en Colombia somos mayoría (Bis)
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Hicieron un censo en una forma amañada, y por poquito que nos
borran de Colombia (Bis)
Es que mi gente casi toda fue engañada
Le hicieron creer que ser negro eso es deshonra (Bis)
Y que las curules no pueden ser ocupadas
Por esos negros brutos que no están de moda (Bis)
Esa gente si ha estado engañada
Porque talento tenemos de sobra (bis)
Coro:
Señor Presidente, digo la verdad, los negro en Colombia, mire,
somos más
Y ahora yo le canto como bien quería,
los afro en Colombia somos mayoría (Bis)
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La vida noble de las hermanas Molinares
Por Augusto Otero Herazo
En Berruguita, una de las ocho veredas del corregimiento Macayepo, en
la Alta Montaña de los Montes de María, casi todos sus habitantes se
conocen. Se podría pensar que es porque son pocos (su población no
supera los 460 habitantes), pero también es porque muchos son familia,
o la amistad que los une es de tantos años que se tratan como parientes.
En el propio Macayepo, ubicado a 35 kilómetros de El Carmen de
Bolívar, y a 4 de Berruguita, pregunto por la familia Molinares Barón y
rápidamente dan razón de ella. “¿A cuál de ellos necesita?, me pregunta
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la dueña de una tienda a la salida de Macayepo, en donde además de
víveres y refrescos, venden minutos para llamar a teléfonos móviles.
“Voy para donde Diocélita y Asunción, pero no conozco su casa
y necesito llamarlas para que me orienten”, le respondo a la tendera,
quien me pasa un viejo teléfono Nokia que, en esta geografía montañosa,
tiene fama de ser el mejor o el único con buena señal.
Marqué el número telefónico que me habían dado de Diocélita
y para mi sorpresa ya aparecía registrado en la memoria del celular,
además, con la ortografía correcta. En mi libreta de apuntes, Diocélita
estaba escrito con s en lugar de c y sin tilde.
Luego de varios intentos, la comunicación fue posible. La mujer al
otro lado de la línea me indicó que debía seguir una vía en la que encon-
traría dos pasos de un mismo arroyo, que siguiera derecho y, en cuanto
divisara una bonga a mano izquierda del camino, entrara por la puerta
de madera y alambres que está a pocos metros del árbol. Luego debía
atravesar una parcela por un camino de herradura y al fondo estaba su
casa. “Eso está ahí mismito, no tiene pérdida, usted no se preocupe. Si
se extravía, pregunte, que cualquiera le dice dónde es”, me animó.
No tuve que salir de Macayepo para extraviarme, por suerte la
primera persona a la que pregunté se ofreció a guiarme a cambio de
acercarlo a su destino, que también era Berruguita.
“¿Los Molinares? A esos los conocen todos por aquí, es más, por
ahí iba ahora mismo en su moto Benjamín, el hermano de Diocélita”, me
dijo el campesino que vestía camisa de cuadros con las mangas recogi-
das, pantalón oscuro, habarcas y un sombrero para protegerse del sol.
El arroyo que debía pasar dos veces se llama Palenquillo y su cau-
dal parece el de un río. En este marzo caluroso está casi seco, lo que
permite que carros, motos, animales y personas lo crucen sin mayor
dificultad. En invierno es otra cosa, y te lo advierten apenas terminas
de subir el barranco del segundo paso. En efecto, a un costado de la
vía se puede leer en una tablilla que estamos en una zona de riesgo de
inundación, que esto que ahora es un hilo de agua, cuando embravece,
se desborda y deja incomunicada a la población.
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Muy cerca de ese segundo paso está la bonga, enseguida la puerta
de madera y a la distancia la casa que busco. Mientras señala hacia la
vivienda, el acompañante me dice: “hasta aquí llegamos. Usted entra
por ahí y en la casa que está al fondo encuentra a la gente, cuidao con
los perros”.
***
La vivienda de Diocélita es una de las primeras de la vereda. Además
de la sala, los cuartos y la cocina, que está en un rancho aparte, la casa
tiene un salón y una enramada donde funciona el hogar comunitario que
acoge a 13 niños y niñas de los alrededores. Allí vive con Sergio Banquet
Simanca, su marido, y con Moisés y Diocelina, sus hijos.
Diocélita es la sexta de 10 hermanos. Nació en 1959 en la finca la
Mano de Dios, un terreno de más de 20 hectáreas que era de su abuelo
y del que su papá pudo salvar tres hectáreas y media de las garras de
un banco que tenía embargado el predio.
Allí crecieron ella y siete de sus hermanos, nacidos del matrimonio
de Manuel María Molinares con Isadora Barón. Los otros dos los tuvo su
padre con otra pareja.
Diocélita me recibió en la enramada del hogar comunitario. Un
perro custodiaba la entrada pero muy pronto entendí que la advertencia
del guía era una broma, ya que el animal apenas si me miró. Lo prime-
ro que me llamó la atención de esta mujer es su estampa. Es alta, de
manos grandes y una apariencia fuerte que suaviza el uniforme fucsia
que lleva puesto y que combina con un gorro rasta color azul turquí.
Cuando sonríe, el rostro se le ilumina y adquiere un brillo especial, una
expresión apacible que genera tranquilidad.
Mientras conversamos, algunos niños y niñas juegan y corretean,
y otros esperan con cierta impaciencia a que sus padres vengan por
ellos. Son las 3 p.m. y falta poco para que la jornada termine y todos
vuelvan a casa.
“Imagínese, en estas llevo 17 años, cuidando esta muchachera”,
dice. En este tiempo no tiene idea de cuántos niños de la vereda ha
cuidado, lo único que atina a responder al respecto es que se siente or-
gullosa de poder ayudarlos porque sabe que la situación de las familias
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en la zona es dura y en el hogar los chicos se alimentan bien, se recrean
y adquieren habilidades que luego les sirven para el colegio.
Diocélita es madre comunitaria desde el año 2002, cuando retornó
a Berruguita con su marido, luego de haberse desplazado un año antes
junto con casi todo el pueblo. Fueron los momentos más duros de su
vida y, en general, los de toda una población que llevaba años viviendo
en medio de la disputa de actores armados. El detonante fue la masacre
en el corregimiento vecino de Macayepo, ocurrida el 16 de octubre del
2000, en la que fueron asesinadas brutalmente 12 personas, y que pro-
vocó el éxodo de más de 800 familias. Entre ellas iban los Molinares, que
encontraron refugio en Sincelejo, donde fueron acogidos por algunos
parientes mientras se superaba la crisis humanitaria.
Para la mayoría de estos campesinos la crisis duró cuatro años,
hasta cuando el Estado pudo garantizar algunas condiciones para que
regresaran a sus parcelas y empezaran a reconstruir sus vidas. Diocé-
lita y su marido Sergio no esperaron tanto tiempo y al año de estar en
Sincelejo pasando trabajo decidieron regresar por sus propios medios y
resistir. Era eso, o vivir de la caridad en una casa ajena y en una ciudad
a la que cada vez llegaban más campesinos en busca de refugio.
“Recuerdo que nos regresamos y al poco tiempo el Gobierno abrió
el programa aquí (madres comunitarias) y gracias a un pariente que
me avisó pude vincularme”, expresa con agradecimiento porque, con
los años, el oficio que tanto temor le causó al comienzo terminó ena-
morándola.
***
Diocélita tuvo un hijo biológico que murió cuando apenas tenía 29 me-
ses. Se llamaba Eduardo Manuel y había nacido enfermo. La pareja in-
tentó sin éxito tener otro hijo, de allí que decidieran abrirle los brazos
a niños del pueblo que necesitaran una familia o un poco de cuidado y
atención en un hogar.
Criar a un niño de otra familia es un gesto muy noble, pero criar
ocho tiene tintes heroicos. ¿Cómo lo hizo, por qué?, le pregunto.
“Más de 8, creo, pero solo dos, Moisés y Diocelina, llevan los apelli-
dos Banquet Molinares. Los otros ya tenían sus apellidos o simplemen-
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te no quisieron llevaros. Los cogía de uno o dos años, otros eran más
grandecitos, de 8 o 9”.
En ese momento de la conversación empieza a nombrarlos. “A ver,
las mujeres son Mónica, Isaura, Marla, Diocelina y Ana Milena; cuatro
están casadas y una es soltera, Isaura, que vive en Madrid, España. Los
hombres son Álvaro, que murió en un accidente, Moisés y Rodrigo”.
Diocélita dice con orgullo que ninguno de ellos dejó la casa hasta
que eran hombres y mujeres correctos y podían ganarse la vida, y que
todos han sido muy agradecidos con ella y con su marido.
La historia de la crianza de sus hijos es interrumpida por el lla-
mado de dos mamás que llegan a recoger a sus niños para llevarlos de
vuelta a casa.
— ¿Te la vas a llevar? —, le pregunta Diocélita a una mujer de ras-
gos indígenas que llegó en silencio y pidió tímidamente permiso para
cargar a su hija.
— No te la lleves así, déjame y te la arreglo un poco —, le dice a
la mujer mientras llama a su hija que a esa hora prepara un café en la
cocina.
— “Dioce, Dioce, párate para que me atiendas a esta niña aquí, que
se va, arréglala un poco. Ven mami, que estoy ocupada.
Diocélita decide no esperar y se para de la silla, toma a la niña
del brazo y con una rapidez asombrosa le arregla el pelo, le hace una
cola de caballo, le acomoda la ropa y con un trapo húmedo le limpia los
mocos. Con precisión le calza las sandalias y le pasa otro trapo por las
rodillas sucias de polvo. Lista, quedó hecha una muñeca.
Al fondo se oye el llanto de otra niña que no quiere irse con la
mamá y dejar a medias el juego con sus compañeros.
“Se me está durmiendo otro. Vamos a acostarte, mami, ven”, dice
y mete a una de las niñas en uno de los chinchorros que tiene colgados
en el salón.
En esas se la pasa todo día, toda la semana, con jornadas que a
veces se extienden hasta las 5 p.m., por cuenta de algún padre ocupado
o desconsiderado que llega a recoger tarde a su hijo.
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El único día que tiene libre es el do-
mingo y lo dedica a vender mercancías
(ropa, cosméticos, accesorios) por las
veredas cercanas, donde la conocen, le
compran y le pagan a la semana siguien-
te. “Soy una vendedora ambulante y me
gusta porque además camino”, dice son-
riente, mientras despide al último niño.
Diocélita está en el negocio des-
de mucho antes de vivir desplazada en
Sincelejo, que fue cuando más tiempo le
dedicó. Lo hizo para ayudar en la casa y
le quedó gustando. Tanto allá, como en
Berruguita la acompaña Asunción, su in-
separable hermana, a quien vamos a co-
nocer ahora.
***
Asunción tiene 64 años y también nació
en “La Mano de Dios”, donde tiene su casa y comparte vecindario con
otros hermanos y parientes. Su vivienda está a menos de un kilómetro
de la de su hermana, y para llegar hay que salirse de la vía que comu-
nica a Berruguita con Chinulito (Sucre) y caminar un trayecto lleno de
árboles frutales, especialmente de mango, guayaba y aguacate.
Ella es la cuarta de la familia y se casó muy joven con Santiago
Bello, con quien alcanzó a tener 5 hijos antes de separarse: Loida, de 49
años; Arelis, de 47; Nidian Esther, de 45; Omaira, de 43; y Santiago, de 40.
“De alguna forma”, dice, “fui una madre soltera. Cuando mi marido
murió ya teníamos más de 25 años de separados y prácticamente a mis
hijos los crie sin papá y nunca les puse padrastro, por eso me acostum-
bré a trabajar desde muy joven y hoy lo sigo haciendo”.
Para sostenerlo, afirma que se levanta a las 4 de la mañana, ba-
rre, cocina, lava los “chismes” y, cuando termina, se va para el arroyo a
buscar agua.
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“Hago de todo, hasta oficios de hombre porque yo soy sola, recojo
leña, siembro, busco comida...”, dice refunfuñando pero al final de su
defensa deja escapar una sonrisa.
Asunción no es tan alta como Diocélita pero se parece a su herma-
na en la corpulencia, en la imponencia de sus manos de mujer campe-
sina, y en un detalle que parece menor: ambas llevan cubierto su pelo
afro con un gorro.
A las hermanas Molinares las aprecian en Berruguita por lo que
Asunción llama su “don de gentes”. Son mujeres generosas, trabaja-
doras y solidarias, dispuestas a ayudar a los suyos y, en general, a su
comunidad.
Asunción cree que ese ejemplo les viene principalmente del viejo
Manuel María Molinares, ya fallecido, a quien describe como un buen
padre, un hombre de palabra al que todo el mundo respetaba por ser una
persona correcta en su proceder y muy generosa. Don Manuel María no
solo fundó la primera iglesia adventista de la vereda, sino que donó el
lote para construir el templo, una casa sencilla donde los fieles se reúnen
dos veces a la semana a compartir y orar.
“Los adventistas somos muy colaboradores, serviciales y solida-
rios. En la iglesia recogemos plata para personas que se enferman y no
tienen para las medicinas, en general para el que está pasando nece-
sidades”, afirma.
Del viejo Manuel María también heredaron la piel oscura, aunque
Asunción dice que su madre, Isadora Barón, era más negra que su papá,
y que el más negro de todos era el abuelo paterno Jacinto Barón, uno de
los primeros pobladores del caserío.
Asunción reafirma permanentemente su rol de mujer trabajadora
y en sus palabras siempre hay reclamos y reproches al Estado, y una
marcada nostalgia por los que llama “los mejores tiempos de Berrugui-
ta”, que no son otros que los años previos a la violencia. Para ser más
precisos, se trata de los años que precedieron el periodo más intenso
de la guerra en la región, a finales de la década de 1990 y principios
del 2000. La precisión es necesaria porque, en general, la región de
Montes de María tuvo presencia de grupos armados por lo menos des-
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de la década de 1970, y los conflictos han tenido diversos motivos y
protagonistas, como lo han documentado numerosas investigaciones
sobre el tema.
“Antes de la violencia éramos campesinos y comerciantes, de eso
vivíamos, pero lo tuvimos que dejar. Con la guerra perdimos mucho.
Por ejemplo, después del desplazamiento los cultivos nunca se han re-
cuperado y los campesinos no tienen plata para producir y comprar“,
lamenta Asunción.
A pesar de ese mal clima, todos los domingos, desde muy tempra-
no, sale con Diocélita a repartir mercancía en Macayepo o en cualquier
otro pueblo vecino, como Cacique, Cauca, Tierra Santa, Floral, Jojancito,
Limón o Los Deseos.
Los reclamos de Asunción los respalda su cuñado Plinio Banquet
Simancas, quien acompaña nuestra conversación, y quien recuerda que
antes del desplazamiento, ocurrido en el año 2000, “el más pobre de
esta vereda tenía su vaquita, pero después de la violencia lo que quedó
fue el monte”.
***
La primera parte de la conversación con Asunción transcurrió en el pa-
tio de la casa de su hermano Benjamín y caminando en los alrededores
del templo, acompañados de su cuñado Plinio y la presencia silenciosa
y distante de su hijo Santiago, quien la acompaña en su casa junto con
María Fernanda Basilia Bello, hija adoptiva de Asunción, y Marciana Ba-
rón Castillo, una tía de 80 años cuyo cuidado asumió hace ya varios años.
La de Marciana es una historia aparte que también le cambió la
vida a Asunción porque le enseñó uno de los oficios por lo que es cono-
cida en la vereda: ser comadrona.
“Es mi segunda mamá, ella no tuvo hijos y cuando perdió al mari-
do yo la fui a buscar a Palmira, San Onofre, y me la traje para acá para
cuidarla”, cuenta Asunción.
Marciana se trajo sus secretos y conocimientos como partera que,
además, están certificados por el hospital del municipio de San Onofre,
Sucre, donde trabajó asistiendo partos en la década de 1990.
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“Todavía no me considero partera, soy más bien su auxiliar y la
apoyo porque la edad ya la está molestando”, relata Asunción mientras
me muestra los equipos que usan para atender los partos.
“Muchas preñadas por aquí están bajo control médico, pero a ve-
ces se les pierde un papel (examen) o se les adelanta el muchachito y
el parto se las coge aquí en el monte, y ahí estamos nosotras”, explica.
Según sus cuentas, la tía Marciana ha traído al mundo más de 400
muchachos, y ella en su papel de auxiliar ha asistido 20 nacimientos,
entre ellos los de dos biznietos.
La tarde empieza a caer y la amenaza de lluvia en esta zona siem-
pre está presente, por lo que es momento de pensar en dejar Berruguita.
Hay dos opciones para salir del pueblo: una, regresar por la transversal
de los Montes de María hasta el Carmen de Bolívar, recorriendo casi 40
kilómetros y atravesando dos veces el arroyo Palenquillo; otra, recorrer
15 kilómetros de la misma vía hasta Chinulito, corregimiento de Colosó,
Sucre, y pasar seis veces el casi omnipresente Palenquillo.
Asunción me despide deseándome buena suerte en el camino, no
sin antes reclamar que ojalá su voz se oiga por fuera de Berruguita; que
le lleve “razón” al Gobierno de que ya estuvo bueno de olvido, que, si no
estuvo presente en los mejores años de Berruguita, ni apareció cuando
los desterraron, por lo menos que aparezca ahora, cuando las cosas es-
tán más tranquilas y el arroyo Palenquillo los deja entrar, porque cuando
empiece a llover por aquí no pasa nadie.
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Yefri García muestra uno de los caminos
para llegar hasta Camarón, para lo cual
hay que atravesar el embalse de Playón y
luego internarse en un arroyo que atraviesa
la vereda.
Entre el campo,las comunicaciones y el liderazgo comunitario
Por Augusto Otero Herazo
En su perfil de la red social Facebook, Yefri José García González se
presenta como un “joven campesino”, nacido el 23 de diciembre de 1994
en El Carmen de Bolívar. Un joven campesino que estudió su bachillerato
en la Institución Educativa San José de Playón, que hizo varios cursos
en el sena y que actualmente estudia una carrera técnica de análisis
y programación de computadores. Un joven campesino que desde el
2015 empezó a trabajar como fotógrafo y que a sus 24 años tiene la
50
convicción de que, si pudiera volver a nacer, sería de nuevo un hombre
del campo.
Las imágenes que tiene expuestas en Instagram, otra red social de
la que es usuario, lo sitúan a medio camino entre ese mundo bucólico
del que habla con romanticismo, la tecnología y el trabajo comunitario
en el que está involucrado desde hace unos cuatro años. No faltan en
el álbum las escenas juveniles, los memes burlones y las selfis que
muestran el perfil más vanidoso del personaje.
“Me siento un campesino con conocimiento del campo y de otras
actividades: cultivo, hago radio, fotografía… cosas distintas, pero en el
fondo soy un campesino común y corriente”, me cuenta mientras ca-
minamos entre su casa, que es la misma de sus padres, y la escuela
de la vereda Camarón, una institución alrededor de la cual gira la vida
comunitaria del pueblo.
Yefri tiene 24 años, pero parece de menos edad, quizá por las hue-
llas del acné juvenil que marcan los contornos de su cara. Es delgado,
de estatura mediana y piel oscura. La primera vez que nos vimos en la
parcela de Camarón vestía jean, camiseta amarilla y llevaba un cuidado
corte de pelo en el que contrastaban el rape de los costados con un
bucle alto y engominado que reafirmaba su apariencia de joven urbano,
pero de modos campesinos.
De hecho, tras conversar un rato con él queda claro que “tiene
su ombligo enterrado” en estos cerros verdes cubiertos de caracolíes,
hobos, robles y matarratón; en los arroyos que bajan hasta la represa
de Playón, el imponente embalse que hace parte del distrito de riego
de Marialabaja.
Yefri nació en San José de Playón, corregimiento de Marialabaja.
Hasta allí viajaron sus padres Fernando Rafael García y Zoila González
en busca de un médico que atendiera el parto. Al final fue una coma-
drona quien lo recibió, lo colgó de los pies y le dio la primera nalgada.
Eso fue el 23 de diciembre de 1994. Ocho días después, la familia estaba
recibiendo el nuevo año en Camarón, donde vive actualmente rodeado
de una familia más amplia, ya que hace un año y medio convive con
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Sonia Ochoa, una joven de la vereda de Mesitas con la que tiene un hijo
de 10 meses.
Paraíso en la montañaCamarón es vereda del corregimiento de Guamanga y hace parte de la
zona conocida como Alta Montaña de El Carmen de Bolívar, un territorio
que aglutina a 13 corregimientos y 54 veredas de la zona alta y media
de ese importante municipio.
Para llegar a Camarón desde Cartagena hay que recorrer 89 ki-
lómetros en varios medios de transporte. Lo primero es tomar un bus
intermunicipal hasta Marialabaja, más tarde subirse a una moto hasta
San José de Playón y en ese punto abordar una lancha que, luego de
atravesar el embalse, se interna en un arroyo sinuoso por el que el
viajero navega una media hora antes de desembarcar en un barranco
y caminar medio kilómetro hasta la escuela de la vereda. El recorrido
puede tomar dos horas y ser fatigoso, pero la exuberancia del paisaje,
en el que se mezclan planicie y montaña, y una fauna muy diversa, es
una generosa recompensa frente al esfuerzo.
En el tramo entre Marialabaja y San José de Playón se puede apre-
ciar la radical transformación de la vocación productiva de la región. Los
miles de hectáreas que en el pasado reciente se dedicaban a la siembra
de arroz, maíz, yuca, plátano o ñame, dieron paso a la palma de aceite, al
punto que hoy se estima que más de 12.000 hectáreas están ocupadas
por este cultivo.
En San José de Playón, al pie del embalse, se aprecia el contraste
entre el espejo de agua y las montañas de donde bajan 14 arroyos que
tributan a la represa. Al borde de esta los lancheros ofrecen sus servi-
cios para destinos como Camarón, Puerto Mesitas, Guamanga, Paraíso,
Santo Domingo de Meza y Palma de Vino.
Según los datos que ha podido recopilar la profesora Angelina Gon-
zález, uno de los personajes más influyentes de Camarón, las primeras
familias que poblaron la vereda llegaron a mediados del siglo xix, pro-
cedentes de El Carmen de Bolívar. En 1948, en plena violencia partidista,
el caserío fue incendiado y las familias huyeron. La historia se repitió en
años más recientes (entre finales de la década de 1990 y primeros años
52
del 2000), cuando un grupo paramilitar quemó varias casas del pueblo
y provocó su desplazamiento.
Aunque llegó a tener más de 600 habitantes, un censo realizado en
el 2016 por la Junta de Acción Comunal encontró que en la vereda viven
65 familias y una población aproximada de 400 personas.
Buena parte de esa población es de origen afro y conserva rasgos
culturales que refuerzan esa identidad. La profesora Angelina resalta
que:
En principio, nos sentimos identificados por el color de la piel,
porque la mayoría somos negros, pero también por la alimen-
tación, la música… nos encanta el bullerengue, la champeta. En
la montaña hubo muchos palenques, algunos desaparecieron,
otros se dispersaron, pero quedó la cultura.
Muestra de ello son sus lazos con poblaciones como Palenque,
Marialabaja o Malagana, a donde los camaroneros acuden a fiestas y
festivales.
“Nuestra relación predominante es con Marialabaja, San Cristóbal,
Paraíso, San José de Playón, Palo Alto, en donde toda su gente es afro.
Nos identificamos con el bullerengue, la música folclórica, la champeta,
las gaitas y las comidas típicas”, subraya Angelina, quien agrega que
en Camarón se hacen celebraciones paralelas a las fiestas de Indepen-
dencia de Cartagena. Además de bailes con picó, la gente se disfraza
(el disfraz altera sus roles tradicionales), se echa pintura, agua y, más
recientemente, espuma.
Crecer en medio del conflictoLa experiencia de liderazgo social de Yefri está muy marcada por el
conflicto armado. Él, su familia, su comunidad, como toda la región de
Montes de María, sufrieron el peso de la guerra. Además de las caren-
cias y la zozobra diaria que impuso el conflicto, se limitaron derechos
como la salud o la educación.
Yefri relata lo que significó estudiar un año sí y el otro no, lo cual
tuvo como consecuencia que terminara el bachillerato a los 19 años.
Hice la primeria en la escuela de la seño Angelina, pero como
el bachillerato era en Playón nos tocaba salir después de las
53
balaceras. La violencia fue muy
fuerte. Los grupos armados te
señalaban: los guerrilleros de-
cían que éramos paramilitares,
los paramilitares que éramos
guerrilleros. El ejército del Es-
tado también nos señalaba.
Siempre estuvimos en la mitad,
sin embargo, no les corrimos,
nuestros padres siempre die-
ron la cara y así permitieron que
termináramos el bachillerato.
El confinamiento al que muchas
veces fueron sometidos impedía que las
lanchas, que en este territorio les llaman
Johnson, cruzaran el embalse y dejaran
a los estudiantes en la escuela. En el año
2002, uno de los más duros, los paramili-
tares que en ese momento dominaban la
zona quemaron siete de los 10 Johnson
que transportaban a la gente. Yefri relata:
La alternativa entonces era irse en canoas a remo, pero eran
muy pequeñas, cualquier brisa hacía una ola que nos llena-
ba el bote de agua y nos mojaba los útiles, el uniforme, todo.
Aprendimos a nadar por pura supervivencia. El bachillerato lo
hice en 8 años, lo terminé en 2013. Con tantos problemas, en-
tré de 11 años y perdí los dos primeros, me asustaba mucho.
Quería salirme del colegio pero mi papá nunca me dio esa vía.
Entre finales de la década de 1990 y primeros años del 2000 la
violencia se recrudeció en la Alta Montaña. Según informes periodísticos
de la época y relatos de los pobladores, en una incursión para controlar
el territorio el bloque Héroes de los Montes de María entró en febrero
del 2002 a las veredas de Mesitas y Camarón, quemaron los Johnson,
robaron ganado, reclutaron pobladores y asesinaron a cinco personas, lo
Yefri García en compañía de su tía, la profesora Angelina González, una de las personas más importantes de la
comunidad.
54
que provocó el desplazamiento de una parte de la población. El 2 de ju-
nio de ese mismo año volvieron y quemaron viviendas en varias veredas,
entre ellas Camarón, generando una segunda oleada de desplazamiento.
Esa vez solo quedaron 15 familias, entre ellas Angelina. La profesora
Angelina dice casi como una sentencia:
La primera vez dos helicópteros bombardearon la zona y los
que sufrimos fuimos nosotros que no sabíamos qué era eso.
La segunda vez llegaron los paramilitares buscando a dos per-
sonas de la comunidad y reclutando gente por el camino. A
eso le siguieron combates entre guerrilla y paras. Suficiente
para salir corriendo hasta Playón y de allí para Marialabaja o
Cartagena. Conmigo se quedaron otras 15 familias que decían
que si yo salía ellos también se iban. Siempre dije que si salía
era muerta, porque creo que el campesino es como un pez,
que fuera del agua se asfixia. El campesino cuando sale de su
tierra empieza a morir.
En esa ocasión los padres y abuelos de Yefri se fueron a Mariala-
baja y otros familiares se trasladaron a Cartagena.
Tras la derrota militar de la guerrilla y el desarme de los parami-
litares, los pobladores de la Alta Montaña, entre ellos las familias de
Camarón, regresaron poco a poco a sus tierras en donde encontraron
más ruina de la que dejaron.
Los medios y el liderazgoGracias a la larga tradición de lucha y resistencia de estas comunida-
des, empezó la reconstrucción de la vida cotidiana y de los procesos
comunitarios y campesinos, en algunos casos apoyados por el Estado,
que llegó a las zonas que salían del conflicto con una estrategia llamada
Colombia Responde. Yefri se acercó a algunos de los proyectos que llevó
el Gobierno, especialmente a la oferta de cursos y talleres de fotografía
y radio comunitaria. Explica que:
Tenía claro que yo no era ni soy en estos momentos un líder
que pueda gestionar cosas fuera del territorio, sino que podía
desarrollar algunas ideas desde adentro. Por ejemplo, con un
grupo de 15 personas empezamos a hacer radio, a producir
55
mensajes sobre el cuidado del medioambiente, a investigar
sobre sus nuestros derechos, a darle a conocer a la gente
esos temas.
El Gobierno les entregó grabadoras y unos altoparlantes a través
de los que difundían mensajes e información que llegaban a su comu-
nidad, a Puerto Mesitas y al cerro de Camarón, donde viven algunas
familias.
Yefri también aprendió a fotografiar y a documentar la cotidianidad
de su territorio y a multiplicar ese conocimiento entre más jóvenes,
que luego aportaron su experiencia a la construcción del informe de
memoria de la Alta Montaña, con el acompañamiento del Centro Nacio-
nal de Memoria Histórica. El informe fue publicado recientemente (Un
bosque de memoria viva, desde la Alta Montaña de El Carmen de Bolívar)
y los nombres de una veintena de jóvenes aparecen en los créditos
como documentadores locales, reporteros y reportaras audiovisuales
o auxiliares técnicos.
Jóvenes provocadores de pazEl crecimiento personal y la influencia de Yefri García en su comunidad
no se puede explicar sin su participación en uno de los procesos más
llamativos de su región, los Jóvenes Provocadores de Paz.
Ser un joven campesino, es ser un joven luchador. Nacimos
en pleno conflicto, un conflicto que limitó nuestra educación,
que nos cerró oportunidades. Nuestras comunidades no tienen
energía, agua potable, educación, salud, vías… empezamos a
pensar en esos temas siendo muy jóvenes y en eso trabajamos.
La reflexión es de Naun Álvarez González, primo de Yefri que ha
sido una especie de mentor para él.
Naun estudia trabajo social en Sincelejo y es uno de los jóvenes
aventajados de su vereda. Explica que el proceso pacífico de la Alta
Montaña nació en el 2012 con el objetivo de recuperar espacios como
las Juntas de Acción Comunal y trabajar por la integración y la recon-
ciliación de una comunidad que fue fracturada por el conflicto. Ha sido
un proceso largo que en el 2013 tuvo un momento cumbre que fue una
caminata pacífica en la que miles de campesinos reclamaron sus de-
56
rechos, haciendo énfasis en que cualquier proceso de reparación a las
víctimas tenía que ser un proceso transformador.
Los jóvenes estuvieron en el movimiento, trabajaron hombro a
hombro y luego crearon su propio espacio, al que llamaron “Jóvenes
Provocadores de Paz”. Naun relata:
El espacio se planteó como una forma de organización juvenil
para promover y defender nuestros derechos. Recuerdo que
yo tenía 18 años y Yefri unos 14. Él se motivó mucho y empezó
a reunir a los jóvenes de Camarón, mientras yo coordinaba el
espacio junto a otra compañera.
El movimiento tiene presencia hoy en 36 veredas, con más de 300
jóvenes que poco a poco han copado espacios reservados para los ma-
yores y los hombres.
Y es que en la estructura del movimiento, hombres y mujeres tie-
nen igualdad en la representación. Por ejemplo, su comité coordinador
está integrado por 10 representantes, 5 de los cuales son mujeres.
“Mantener un proceso de estos no es sencillo. Hemos trabajado en
clave de construcción de paz y con enfoque de género y eso lo hemos
tomado muy en serio”, explica Naun.
El proceso ya tiene logros en materia de participación. Antes no
había un solo joven en las Juntas de Acción Comunal, hoy en todas hay
al menos dos muchachos que además hacen parte de la junta directiva.
En el 2017 había seis jóvenes como presidentes de Juntas, entre ellos
dos mujeres.
De este proceso, Yefri dice que ha aprendido a querer más a su
tierra, comprender mejor sus problemas y el potencial que tienen los
jóvenes para afrontarlos. Afirma que:
Actualmente, con la ayuda de la comunidad estamos refores-
tando, limpiando los arroyos, haciendo campañas educativas,
comunicando. Hoy conozco la historia de la Alta Montaña y eso
me ha servido para querer las cosas que me rodean. Los ár-
boles no solo nos dan agua, sino que protegieron a muchos de
nuestros campesinos que se escondieron allí para que no los
mataran. También me siento orgulloso de estar en esta tierra
57
tan rica, tener el privilegio de llevar productos a la ciudad, ser
una despensa.
El futuroAcabamos nuestra conversación hablando del futuro, de lo que sue-
ña ser, de lo que espera para su gente. “Estoy estudiando, quiero ser
un profesional en medios audiovisuales. Sobre todo, quiero estar aquí,
mostrando lo que otros no muestran”.
Yefri tiene ahora nuevas motivaciones. La comunidad es una de
ellas, pero también su hijo:
Él necesita crecer en condiciones que nosotros no hemos teni-
do, eso me obliga a seguir en estos procesos, para que tenga
una vida digna. Nos sentimos orgulloso de nuestra vida, pero
no queremos que la violencia se repita en ellos, que se que-
den sin estudiar o se les haga difícil, como a la mayoría de los
camaroneros.
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Su infaltable frasco y su silla, en la que
atiende en el patio de su casa.
César Cervantes,el último curandero de Saloa
En Saloa, tierra de la tambora o el baile cantao, vive César Cervantes, un anciano curador y sobador que ha ganado re-nombre en la región por sus dones sanadores. Una solución para una comunidad con serias deficiencias en el sistema de salud.
Por Mohamed Osman Díaz
En Saloa vive un hombre que con un brebaje llamado “Ron Contra”, he-
cho a base de plantas medicinales y chirrinchi o bola de gancho, cura la
mordedura de culebra, araña y otros animales; alivia el dolor de barriga,
los golpes y otras dolencias del cuerpo; quita el mal de ojo y corrige
luxaciones de brazos, piernas y cuerdas encaramadas.
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Se trata de César Cervantes López, el curador y sobador de la tie-
rra de La Tambora o el ‘baile cantao’, que a sus 88 años come pescado
como cualquier muchacho, sin atragantarse con las finas espinas del
bocachico que se pesca en la ciénaga de Zapatosa.
Saloa es un corregimiento pesquero del municipio de Chimichagua,
bañado por la ciénaga donde desemboca un brazo del río Cesar y donde
hace nueve años se celebra el Festival del Bocachico, en el que, además
de actividades relacionadas con la pesca, los visitantes disfrutan de
concursos música vallenata y piquería.
Pero por esta peculiar fiesta no fue que Augusto Díaz viajó tres
horas y media desde Valledupar hasta aquí. Lo hizo porque le recomen-
daron a un señor que curaba la culebrilla con un brebaje y estaba preo-
cupado porque la que él tenía le iba cruzar el cuerpo. Dicen las creencias
de los moradores de la región que si eso ocurre la persona puede morir.
Era sábado por la mañana y el señor César estaba en el patio de su
casa sentado en un taburete junto a una mesa de madera, precisamente
desayunando un par de bocachicos, cuando tocaron de forma brusca a
la puerta.
Danielito, uno de los bisnietos de Cervantes, corrió a abrirla, mien-
tras del otro lado alguien preguntaba con urgencia por César.
— ¿Quién es? —, gritó don César con voz exaltada.
Era Augusto Díaz, un comerciante de Valledupar que lo necesitaba,
pues escuchó que este hombre era muy famoso por sanar la culebrilla
(así le llaman popularmente a algunos tipos de herpes) y él tenía una
que lo agobiaba desde hace dos semanas y no había conseguido médico
que lo aliviara.
César miró al hombre angustiado y le dijo que se sentara en el
patio, que en unos minutos lo atendería. En efecto, al cabo de un rato
apareció Danielito con un frasco de vidrio en la mano que contenía el
brebaje curativo al que el anciano llama “Ron Contra”.
Cervantes sacó del bolsillo de su pantalón un pedazo de algodón,
lo manoseó suavemente y lo humedeció con un poco de la contra. Luego
comenzó a sobarlo por donde la culebrilla le caminaba a su paciente,
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al tiempo que le recitaba en voz baja una oración secreta que le enseñó
su maestro Mariano Hernández.
El hombre se marchó con el compromiso de volver al día siguiente
para el segundo de los cinco rezos con los que se cura la temible cule-
brilla. Ni uno más, ni uno menos, le advirtió el curandero.
Una herencia ajenaCésar Cervantes nació en 1930 en el seno de una familia campesina y
pesquera de Saloa. Aunque su mirada luce un poco cansada, producto
de alguna afección ocular, a sus 88 años don César se ve saludable,
conservado y de buen ánimo. Es alto y su piel oscura hace resaltar las
canas que poblan su cabeza y que bajan por las cejas y la barba.
A los 18 años, el señor César se fue a prestar el servicio militar
en el Batallón de Infantería Número 21 Vargas, de Villavicencio, donde
estuvo 24 meses. Luego, regresó a su pueblo, donde lo esperaba lo que
para él sería una herencia que marcaría su vida: los conocimientos de
un viejo curador y sobador llamado Mariano Hernández.
“Ese señor era el mejor, no había quien lo rebajara, era de aquí
de Saloa y tenía un hijo, al que me dijo que no le dijera nada, porque
él sabía, pero no curaba, si no que mataba”, cuenta con voz baja, como
quien revela un secreto.
Cuando terminó de atender al comerciante de Valledupar, don Cé-
sar recordó la primera vez que curó a un paciente que fue mordido por
una peligrosa serpiente, la “Boca Dorada”.
Contó que el hombre había llegado desde el municipio de Ocaña,
Norte de Santander, acompañado de su esposa, quien se veía más pre-
ocupada que su marido.
Un día el maestro me mandó a llamar, nunca había ido a su
casa, me insistió y fuí. Estando allá me dijo que curara a un
enfermo porque a la edad que él tenía ya no podía. Yo apenas
estaba aprendiendo, no sabía bien qué hacer porque resulta
que el hombre tenía mordida era la gaita.
De inmediato, al fondo se escuchó una carcajada. Era de Nulfa Gu-
tiérrez, esposa de César, quien, aún risueña, me explicó que el hombre
resultó mordido por la serpiente mientras se estaba bañando.
61
“Así empecé con las curaciones, un
poco por azar. Luego me venían a buscar
de cualquier lado: Sabanalarga, Valledu-
par, Ocaña, Aguachica, de muchas par-
tes”, comenta el viejo Cervantes. Eran los
tiempos en que los puestos de salud y los
sueros antiofídicos eran un lujo.
“He curado mordedura de culebra
cascabel, patoco, arañas y hay un gusa-
no que pone a rabiar fuerte a la gente, es
más, aquí se murió uno por ese animal”,
recuerda.
El curador y sobador de SaloaDon César vive en una de las primeras casas en la entrada al pueblo.
Todos lo conocen, por eso quien llega y pregunta por él lo encuentra
rápidamente.
Su esposa Nulfa, una saloera de 81 años, con la que tuvo 15 hijos,
es su compañera inseparable, especialmente porque hay momentos
en los que al viejo curador y sobador se le nubla la memoria y olvida
algunas cosas.
La historia de amor de la pareja comenzó en un baile, y 66 años
después siguen juntos, compartiendo en los mejores términos, según
nos cuenta el propio César.
“En el año 1952 regresé a Saloa después de trabajar por allá en
los Llanos Orientales. La conocí en un baile y ahí nos quedamos juntos,
ella se fue conmigo para una finca, y mírela, aquí está tranquila a mi
lado todavía, el intranquilo soy yo ahora por la edad”, cuenta medio en
broma medio en serio.
Desde hace varios meses a César lo aqueja un dolor en la rodilla
derecha. Él es consciente de que con su medicamento hecho a base
de diversas hierbas y licor artesanal no puede rejuvenecer sus articu-
laciones desgastadas por el tiempo. Pero sentado en su taburete dice
seguir sanando a personas que están a punto de perder una extremidad
La mirada de César Cervantes luce cansada, debido a una afección ocular que padece, sin embargo, a sus 88 años se ve saludable, conservado y de buen ámino. Es alto y su piel oscura hace resaltar las canas que poblan su cabeza y que bajan por las cejas y la barba.
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o incluso de morir, y que no encuentran médicos o puestos de salud en
su vereda o en la cabecera municipal de Chimichagua.
Y es que, al igual que muchas zonas del Cesar, Chimichagua y su
zona rural tienen déficits considerables en infraestructura y cobertura
del sistema de salud, lo que impide el acceso de la gente que en muchos
casos recurre a la medicina tradicional.
De hecho, el Plan de Desarrollo del municipio reconoce que “la
situación en salud está manifiestamente afectada por problemas bá-
sicos, cuya solución exige planes de acción inmediatos que mejoren la
oportunidad y calidad de la atención a los usuarios de manera integral”.
La Red prestadora de servicios está conformada por el Hospital
Inmaculada Concepción y los centros de salud de Saloa, Sempegua,
Candelaria y Mandinguilla, lo mismo que algunos puestos de salud como
Las Vegas, La Mata e Higo Amarillo.
Por cuenta de esa situación es tan importante don Cásar y por eso
lo valoran tanto en la zona, donde se le conoce como un hombre gene-
roso que no le niega sus servicios a ningún enfermo.
“Ayuda divina”En su oración, el anciano curador y sobador pide permiso a un “ser
divino” para ser el vencedor de los males que aquejan a las personas
mordidas por algún animal ponzoñoso, que padecen alguna enfermedad
o están agobiadas por algún extraño padecimiento.
“En estos pueblos no habían curanderos, en cambio siempre han
sido muchas las personas que resultaban mordidas por cascabeles y
otras serpientes, había unos que no curaban, sino que hacían morir a la
gente”, cuenta con sentido autocrítico.
La fama del Ron Contra que prepara se ha extendido a ciudades del
interior, el Caribe e, incluso, a Venezuela, de donde han venido a comprar
sus frascos curativos.
Tras conversar largo rato con don César se pone en duda el proble-
ma de pérdida de memoria que dice tener. Hablar con él es escucharlo
contar con detalle y precisión la historia de las personas que ha sanado
con su ron y sus rezos secretos.
63
Antes de morir, su maestro Mariano
Hernández le dejó un libro con las oracio-
nes secretas, que fue alimento de unos
invasores de su casa. Los ratones acaba-
ron con su tesoro y lo salvó justamente su
buena memoria.
Afortunadamente, resalta César, él
se había aprendido cada letra de ese libro.
Asegura que los “secretos” permanecen
intactos en su memoria, la misma que a
veces le traiciona, pero afirma que solo
basta con ver a quien lo necesita para
saber lo que debe hacer y a qué santo
invocar.
Como en cualquier consultorio mé-
dico tradicional, César cobra por las con-
sultas. Dice que “no es carero”, pero sabe
que, si una persona lo buscó a él y no a un
doctor, es porque la medicina no la pudo
curar del mal que padecía y que solo sus
rezos pueden poner fin a su mal. Y, como
es natural, eso cuesta.
De alumno a maestro Sentado en un taburete en el patio de su casa, preparando los frascos
de Ron Contra, alimentando con maíz a los gallos y gallinas, y contando
historias a sus nietos y bisnietos, César pasa sus días buscando jubi-
larse del oficio que heredó de un anciano con el que solo compartía el
vínculo de ser paisanos.
Es fundamental ser una persona de buen corazón para ser curador
y sanador, de lo contrario, esos secretos podrían hacer daño a los demás
y, tal vez por eso, Mariano Hernández le heredó tan importante legado,
explica don César con su voz baja de rezandero.
Él sabe que el tiempo pasa volando, por lo que ahora se dedica a
enseñarle a uno de sus hijos los secretos que un día le transfirió gene-
El viejo curandero todavía se mete a la cocina, bien sea a sancochar plátanos
para comer bocachico o a preparar algunos de sus remedios.
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rosamente su maestro. Con eso cree que
garantiza un legado y, de paso, le hereda
una fuente de sustento a uno de sus hijos.
“Desde hace ya siete años mi papá
me viene transmitiendo sus conocimien-
tos, incluso hemos hecho curaciones jun-
tos. Ahora por los cambios en el clima se
da mucho la culebrilla o el herpes, tam-
bién las mordeduras de araña, ciempiés
y alacrán”, explica José Cervantes, el hijo
de don César escogido como depositario
de sus recetas sanadoras.
José es también de los que cree que
esos secretos no deben ser legados a cualquier persona, porque hay
quienes los usarían para hacer el mal. Por eso se siente orgulloso de
haber sido elegido por su padre para reemplazarlo y se prepara para
no defraudarlo. Sostiene que:
Uno se da cuenta de las actuaciones de la otra gente, él no
le podía dar a todos sus hijos estos conocimientos, pero me
escogió a mí. Lo que pasa es que hay personas que aprenden
cosas que no deberían. Aquí vivió un señor que regresaba la
mordedura de culebra a quien no le pagaba las curaciones y
hacía un mal para que solo él pudiera sanarlo, todo eso con
con el fin de que le dieran el dinero que exigía, y esas cosas
no deben ser así.
Don César no recuerda el número de personas a las que ha salvado
de morir por la mordedura de serpientes, arañas o cualquier otro animal
venenoso. Dejó de contarlas cuando se percató que tenía un don y que
no importaba la cantidad, sino hacer el bien a los demás. Por eso, su
nombre es reconocido en la llanura de la ciénaga de zapatosa y en la
mayoría de los pueblos de los departamentos del Cesar y el Magdalena,
donde lo conocen como el último curador de Saloa.
A César lo acompaña siempre su esposa Nulfa, una saloera de 81 años, con la que tuvo 15 hijos. Ella siempre está a su lado porque hay momentos en los que al viejo curador y sobador se le nubla la memoria y olvida algunas cosas.
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La profe Diose, como le dicen en el pueblo,
está jubilada y les imparte clases a los niños gratuitamente.
La “profe” que se niega a dejar la escuela
Dioselina Collantes Carrasquero ha sido maestra toda su vida. Aunque hoy está pensionada, sigue siendo la profe de niños y niñas de Último Caso, en Chimichagua (Cesar). Esta es la historia de una maestra con vocación de servir a su gente.
Por Mohamed Osman Díaz
A Dioselina Collantes Carrasquero el corazón no le ha dado permiso
para mandar al retiro los libros que durante los últimos 40 años le sir-
vieron para enseñar a leer y escribir a varias generaciones de familias
del corregimiento de Último Caso, en Chimichagua, centro del Cesar.
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Aunque oficialmente se quitó el overol de maestra de primaria en
el 2016, para esta mujer afrodescendiente la vocación sigue intacta. A
sus 67 años continúa en la labor de educar a los niños de esa población
y de otras cercanas.
Viajamos hasta Último Caso para conocer su historia, que es la de
muchos pioneros de las escuelas rurales que, movidos por la vocación,
acaban prestando un servicio que el Estado no garantiza.
Llegar al pueblo no es sencillo. Desde Valledupar se viaja a Las
Vegas, corregimiento de Chimichagua, en un recorrido que en bus tarda
2 horas y 30 minutos, aproximadamente. Luego, el pasajero se sube a
una moto o a un carro colectivo otros 20 minutos, en los que atraviesa
las veredas Mata de Güillín y El Trébol.
En el camino el viajero se encuentra una ‘Ye’, cuyos brazos con-
ducen, uno al corregimiento de Saloa y otro a La Mata. En ese cruce se
debe tomar el camino hacia La Mata y luego recorrer kilómetro y medio
de vía destapada; entonces sí se ha llegado a Último Caso.
Para quien va por primera vez, el trayecto se hace eterno, especial-
mente si viaja al mediodía, cuando el sol y la humead parecen derretir
el asfalto. Al llegar al pueblo lo primero que se encuentra es una tienda,
que es lo más parecido a un oasis en el que se puede calmar un poco la
sofocación y la sed que provocan las altas temperaturas en esta zona.
El corregimiento no abarca más de dos manzanas y sus calles son
polvorientas. Aquí viven alrededor de 300 personas y predominan los
apellidos Collantes, Daza, Carrasquera y Méndez, de allí que encontrar
a la profesora Dioselina haya sido más fácil que llegar al pueblo.
Último Caso es uno de los 21 corregimientos de Chimichagua, mu-
nicipio del centro del Cesar que en el 2016 contaba con 32.657 habi-
tantes, según las proyecciones del Censo 2005. En ese mismo Censo,
el 9,3% de la población dijo pertenecer a grupos afrodescendientes,
raizales o palenqueros. Un dato relevante es que la mayor parte de la
población del municipio habita en sus corregimientos (19.549 personas,
según cifras recogidas en el Plan de Desarrollo 2016-2019), donde se
asienta una porción significativa de esos ciudadanos que se autorreco-
nocen como afros.
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Pionera de la educación Dioselina Collantes Carrasquero nació el 21 de noviembre de 1951, en
una casa de paredes de caña cubiertas de barro y techo de palma. La
profesora ‘Diose’, como la conoce todo el mundo, vive hoy en la calle
principal del poblado, en una vivienda de material que tiene al frente
el aula donde dio sus primeras lecciones,
luego de ser nombrada docente por el Mi-
nisterio de Educación. Recuerda que:
Hace 50 años no todo el mundo
podía estudiar, yo lo hice en El
Banco, Magdalena. Allí cursé el
bachillerato y luego me gradué
como licenciada en básica pri-
maria. Me preparé aún más en
Manaure, Cesar, en bachillerato
pedagógico y duré trabajando
40 años, desde 1976 hasta el
2016, cuando me jubilé.
A pesar de su retiro oficial, su vocación y la insistencia de padres
y estudiantes no le han permitido dejar el oficio. Con frecuencia, niños y
niñas la buscan para que les dé clases de refuerzo o los oriente con las
tareas que les dejan los profesores que hoy la remplazan.
En un portarretrato sobre un mueble de madera en la sala de su
casa, Dioselina conserva con orgullo el retrato de su padre, fundador de
Último Caso. La maestra relata:
Mi papá, Francisco Collantes, llamó al pueblo así por un sitio
en donde él trabajó en Tamalameque (Cesar). Fue el primero
en llegar e hizo una casita. Poco a poco se fue poblando el
lugar. De aquí le tocó huir por culpa de ‘los chusmeros’. Temía
ser asesinado y se escondió en Buenos Aires, un pueblito cer-
ca de Gamarra. Cuando pasó todo, regresó.
Dioselina afirma que su pueblo tuvo la fortuna de no ser golpeado
por las desgracias del conflicto armado en el Cesar; sin embargo, fue
hogar para los que sí sufrieron ese flagelo. Dice con fe:
Dioselina Collantes se quitó el overol de maestra de primaria en el 2016, pero su vocación sigue intacta. A sus 67 años continúa en la labor de educar a los niños de Último Caso, Chimichagua.
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Gracias a Dios no tuve problemas con la guerra, en mi vida
personal sí tuve persecuciones de algunas personas, porque
uno no es moneda de oro para caerle bien a todo el mundo.
Había quienes sentían cierta envidia de mí porque me veían
trabajar y progresar. Fui incluso amenazada, pero nada rela-
cionado con el conflicto armado. En el Cesar pasaron muchas
cosas, pero este pueblo es un rinconcito que está protegido
por el Señor.
Vocación de enseñar La vocación de enseñar es algo que nació con Dioselina, por eso, cuando
terminó el bachillerato comercial en el colegio Santa Teresa de Jesús
en El Banco, Magdalena, volvió a Último Caso y allí tuvo la fortuna de
encontrar una vacante del Gobierno. Fue todo muy rápido, viajó a Va-
lledupar, donde se posesionó en el cargo y regresó a su pueblo para
enseñar. Recuerda que:
La docencia me gustó desde niña, cuando venía de vacaciones
buscaba a los niños para enseñarles, es algo que amo hacer y
lo que uno ama lo hace con todas las ganas. Lo que aprendía
en el colegio lo aplicaba con los niños, así comencé en la do-
cencia, casi como un juego.
Las enseñanzas de Dioselina sirvieron de base para muchos niños
que crecieron y tuvieron la oportunidad de acceder a la educación su-
perior. Cuenta orgullosa:
Tuve varios alumnos que siguieron y se formaron en la uni-
versidad, recuerdo uno que salió a recorrer varios países para
continuar sus estudios y recibió varios títulos, viajó a Perú,
Bolivia, Venezuela, Chile, como jefe de compañías de grupos
de rescates. Mi hijo, que también hizo toda la primaria aquí,
se fue para Venezuela a estudiar bachillerato, pero se regresó
a Pailitas (Cesar) para terminarlo, de ahí se fue a Cartagena
donde estudió Medicina.
Con el paso de los años, Dioselina vio ir y venir a la mayoría de sus
estudiantes. Los que han regresado a Último Caso como profesionales y
con hijos se sorprenden al verla. Dicen que a ella el tiempo “no le pasa”
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y especulan diciendo que tiene el elixir de
la eterna juventud. Su secreto, dice, no es
ninguna pócima ni nada parecido, está a
la vista de todos. Cuenta que:
Me dicen: “Dioselina, qué tomas
que no te acabas, estás con-
servada”. Yo les digo que es la
tranquilidad del pueblo, aquí no
se maneja estrés a pesar de que
no es fácil trabajar con niños; y
también por comer pescado
fresco de la ciénaga todos los
días.
Quienes exaltan su “eterna juven-
tud” tienen razón. Dioselina luce fuerte,
radiante, especialmente cuando está con
los niños. En su cabello rizado, que siem-
pre lleva recogido, asoman algunas canas
que lleva muy bien puestas. Irradia felici-
dad, sabiduría.
Los alumnos de hoyA Dioselina la respetan, admiran y aprecian, en especial los niños a los
que aún enseña a leer y escribir en el único salón de clases del pueblo.
“Es una señora que ha dedicado su vida al servicio de la comunidad
por medio de su profesión, y como persona es excelente. Me parece que
su trabajo ha sido el mejor y sigue abanderando el tema en la comu-
nidad”, comenta Carlos Andrés Carrasquero Romero, quien fue uno de
sus alumnos.
“Se ha ganado el cariño de todos porque ha hecho una buena labor
educando a los niños, por eso estamos muy agradecidos”, expresa Luis
Fernando Vásquez Gómez, otro exalumno.
Por estar jubilada tiene más tiempo libre. Cuando no está dando
clases de refuerzo a los niños y niñas, se dedica a cultivar yuca, ñame
y algunas hortalizas en el patio de su casa. Con esos ingredientes se
A menudo, niños y niñas la buscan para que les dé clases de refuerzo
o los oriente con las tareas que les dejan los profesores que hoy la
remplazan.
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come las mojarras y bocachicos frescos
que sus amigos los pescadores le llevan
casi a diario. Se pregunta:
Sigo en la docencia porque hay niños que
estudian en Saloa, Las vegas y La Mata,
incluso aquí mismo. Ellos me preguntan y
yo les ayudo. Me gusta trabajar con ellos
porque respetan más que los grandes,
aunque debería ser lo contrario, o no sé
si es que yo tengo más empatía con los
niños.
Los métodos para enseñar han evo-
lucionado, pero Dioselina siente que lo
esencial se mantiene. Asegura que “en
su época” se aprendía más, había mayor disciplina y respeto hacia los
profesores:
En la educación de mi época todo era mecánico, había que
memorizar las lecciones. Por ejemplo, de Cristóbal Colón se
decía la lección completa y los alumnos se dedicaban más a
memorizar. Hoy en día no se aprenden ni las tablas de mul-
tiplicar. Todo eso es debido a la tecnología; los niños ahora
investigan en el computador, cosa que en esa época no existía.
“¿Aplicó el viejo método de que la letra entra con sangre?”, le pre-
gunto. Subraya:
Yo no compartía eso, de pronto sí era ‘tesa’ y de vez en cuando
daba un reglazo, pero pienso que a un niño entre más se le
castigue, más reprimido será, se asusta y se llena de nervios.
Antes los niños obedecían más por el carácter del profesor
y el padre apoyaba al docente, hoy eso ha cambiado mucho.
Con un tono de preocupación en su voz, la seño Dioselina lamenta
que se haya perdido la educación con disciplina y carácter con la que
ella aprendió y enseñó a varias generaciones de familias de Último Caso.
Hoy [a] los gobernantes y directivos de la educación les da
igual si el niño estudia o no. En mi época sí se perdían los
“La docencia me gustó desde niña, cuando venía de vacaciones buscaba a los niños para enseñarles, es algo que amo hacer y lo que uno ama lo hace con todas las ganas. Lo que aprendía en el colegio lo aplicaba con los niños, así comencé en la docencia, casi como un juego”, afirma la seño Dioselina.
71
años, no sé si ahora se pierde, pero los que se quedan son muy
pocos. El Gobierno también tiene la culpa de que los niños de
hoy no respeten a los profesores. Hay a quienes se les va a
reprender y te amenazan con denunciarte porque conocen sus
derechos, y eso está muy bien, pero se les olvidan sus deberes.
Otro motivo de preocupación de la maestra es la baja calidad edu-
cativa en la cabezera y zonas rurales, lo mismo que la cobertura. En el
2015 en todo Chimichagua solo había 16 Instituciones Educativas Oficia-
les, y la cobertura neta en el nivel de transición era del 62%. Esos niños
le preocupan y algunos van a su casa a que les enseñe. Incluso todavía
hay una gran cantidad de personas analfabetas que en Último Caso no
están plenamente identificados porque habitan en el propio pueblo o
algunas de sus tres veredas (Las Candelillas, La Floresta y El Mohan).
El amor por la familiaDespués de su profesión, para Dioselina Collantes, sus hijos Lilibeth,
Liliana y Manuel son su mayor orgullo. Los crio sola y también les dio
clases y les aplicó la misma disciplina que a los demás alumnos.
“Fueron mis alumnos hasta quinto de primaria, el bachillerato lo
hicieron por fuera. Las reglas eran iguales para todos, y es que la ley y
el ejemplo entran por casa”, advierte la maestra.
“A mi mamá la respetaban mucho los niños, que aún la siguen
buscando a pesar de que se pensionó. Ella tiene una manera especial
de enseñar y los pequeños le hacen caso. Ella se mantiene activa y
ayudando”, comenta su hija Lilibeth.
En efecto, a pesar de haber alcanzado la pensión en una de las
profesiones menos agradecidas y peor remuneradas del país, Dioselina
se siente orgullosa de ser maestra y sostiene que en Último Caso aún le
falta mucho para llegar a dar su última clase.
“Yo nací aquí y no me quiero ir por ahora. Son la tranquilidad y la
paz lo que me mantiene aquí, aunque hubo un momento en que pensé
en irme por la falta de luz, agua y demás servicios, pero por fortuna ya
tenemos todas esas cosas”, concluye la profe Diose, la docente más
querida de Último Caso.
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A sus 86 años, Minerva conserva una
sonrisa espléndida. Dice que se siente
orgullosa de su arte y de poder transmitirlo
a su familia.
La última guardiana de la tambora
A sus 86 años, Minerva Palomino aún tiene fuerzas para mantener viva la tradición de la tambora en el corregimiento de Saloa, Cesar. Enseña a sus nietos y bisnietos todo lo que aprendió de sus ancestros. Es considerada la última canta-dora y bailadora del pueblo.
Por Mohamed Osman Díaz
El canto de un gallo cobrizo en la mañana de sábado, a orillas de la cié-
naga de Zapatosa, anuncia a los pobladores de Saloa la llegada de los
primeros rayos de sol que se meten por entre las rendijas de las puertas
y ventanas de las casas.
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Saloa es un corregimiento de Chimichagua, tiene cerca de cuatro
mil habitantes y está situado a orillas de un brazo del río Cesar que baña
la ciénaga del mismo nombre. Su conexión con la cabecera municipal
es por vía fluvial, a través de la ciénaga; con sus vecinos de Último Caso
y Las Vegas se conecta por un camino de herradura; y por carretera
se comunica con los municipios de Curumaní, Tamalameque, Pailitas
y Pelaya.
La pesca artesanal prevalece como la principal actividad econó-
mica de Saloa, aunque también algunas familias explotan la ganadería,
la agricultura y unos menos viven de la artesanía. Según el Plan de
Desarrollo 2016 – 2019 de Chimichagua, aproximadamente 200 familias
están organizadas en seis asociaciones (Asoarchi, Asaruchi, Amocades),
en las que además de Saloa participan las veredas de Mandinguilla y
Candelaria.
Pesca y músicaCuentan en el pueblo que años atrás los saloeros pescaban al son de La
tambora, un ‘baile cantao’ que con los años se ha venido marchitando
en la región. La tambora remplazó el canto de gaita llamado “saloero”,
que reinó en proximidades de la ciénaga de Zapatosa y que, como su
nombre lo indica, nació en esa población. Incluso, algunos investigado-
res musicales de la región concuerdan en que este género fue antecesor
del paseo vallenato.
Justamente con los años el vallenato, la champeta y el reguetón
barrieron con las músicas y bailes tradicionales, algo que acepta con
cierta amargura Minerva Palomino Beleño, una de las pocas cantadoras
y bailadoras que quedan en la zona, y a la que muchos consideran la
última guardiana de la tambora en Chimichagua. Este municipio cesa-
rense de 32.657 habitantes, de los cuales un 9,3% se reconoce como
afrodescendiente, según el censo del dane.
A la mayoría de los jóvenes en el pueblo ahora les gusta el regue-
tón y la champeta; lo más parecido que escuchan a la tambora es el
vallenato, dicen los mayores, molestos por la dictadura de lo que llaman
ritmos foráneos que están acabando con la tradición y ponen en riesgo
la diversidad y la riqueza cultural de esta zona.
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Quizá por eso uno de los patrimonios de esta expresión, doña Mi-
nerva Palomino, no se reserva palabras para hablar de una tradición cu-
yos orígenes los investigadores sitúan en el municipio de Tamalameque,
y que se difundió desde hace siglos por pueblos y veredas bordeados
por el río Magdalena.
Una dinastía de tambora Sentada en un taburete, bajo la sombra de un kiosco de palma, y to-
mando el primer pocillo de café del día, encontramos un sábado por
la mañana a doña Minerva, quien a sus 86 años vive en la misma casa
donde nació, en el barrio El Centro.
En ese mismo kiosco la señora Minerva enseña a cantar, tocar y
bailar la tambora a sus nietos, bisnietos y a cuanto vecino se acerque
por la casa. Ella lo aprendió muy joven de su abuela y su papá, y desde
hace varios años brega por mantener viva la tradición.
Édgar Toloza Palomino, uno de sus nietos, explica que desde pe-
queño se crió con su abuela y siempre lo emocionó seguir su legado y
divulgarlo. “Me enamoró lo que hacía y su cultura la he mantenido en
mi corazón. Esto ha sido una tradición en la familia, ellos me enseñaron
que, en la alegría o la tristeza, una tambora desahoga y lleva calma a
tu espíritu”.
Las manos de Julio César Toloza Palomino, hijo de doña Minerva,
son grandes y pesadas, y a sus palmas las cubre una capa áspera de ca-
llos que las hacen ver más grandes y expresivas. “No es nada especial”,
me dice, así son las manos de un tamborero, moldeadas por el estallido
diario contra el cuero de chivo o de vaca del tambor.
Julio es consciente de que la tambora se ha descuidado por quie-
nes algún día lo aprendieron de sus padres, al no lo transmitirla con
rigor y con más entusiasmo a los más jóvenes. Comenta que:
Esto es pura dinastía, yo toco y bailo la tambora desde los 15
años, pero por el descuido de uno mismo se ha ido acabando.
Debimos enseñarles a los hijos esta tradición, ellos la llevan
en la sangre, pero no los hemos sabido guiar para que no se
pierda. Sin embargo, soy de los que cree que aún se puede
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rescatar porque en la familia Palomino, por ejemplo, la tam-
bora es como una dinastía.
Mientras conversamos, doña Miner-
va nos recuerda quiénes la iniciaron en
el folclor, cuando apenas era una niña de
14 años que todavía jugaba con muñecas.
“Mi papá, Elías Palomino, y mi abuela, Ma-
rina Palomino Pontón, fueron mis grandes
tutores”, recuerda.
Para Minerva, cualquier día es mo-
tivo para cantar versos de tambora, pero
en Saloa, el día especial es el 5 de abril,
cuando se rinde tributo a San Vicente Fe-
rrer, patrono de los saloeros. Ese día la
gente se toma la plaza principal y se re-
únen alrededor del templo, uno de los si-
tios de visita obligados en el pueblo. Doña
Minerva rememora:
Antes habían muchas señoras que les gustaba la tambora,
entonces no salíamos del pueblo. En las fiestas del cinco de
abril, por nuestro patrono San Vicente, ponían una tambora
en la plaza, también lo hacían los seis de enero, un Domingo
Resucitado y el 31 de diciembre. Esas eran las fechas en la
que nosotros nos vanagloriábamos con la tambora.
Al recordar sus vivencias en el ‘baile cantao’, llamó a sus nietos
y les dijo: “Vayan y busquen la tambora, que vamos a cantar, vamos a
mostrar nuestro arte”.
La señora Minerva es reacia a salir de Saloa, dice que aquí nació y
aquí desea que la entierren. Hace trece años enviudó. Un cáncer se llevó
al hombre con el que convivió por más de 40 años.
“Él presentó problemas de próstata, pero eso no fue lo que lo mató,
lo que pasa es que se encaprichó porque estaba enfermo. Decía que
estaba útil y al salir enfermo decayó anímicamente, duró cerca de tres
Minerva fue una compositora prolija, que se inspiraba en sus momentos tristes o alegres, que le cantaba a la naturaleza, al río, a la ciénaga, a los pájaros, a la cotidianidad de Saloa. Llegó a tener más de 50 composiciones, pero por su deficiente ortografía le daba pena escribirlas.
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meses en los que no comía, hasta que un día nos dejó”, recuerda con
tristeza.
Justo cuando recordaba al padre de sus 14 hijos, un vehículo des-
tartalado que cargaba a cuestas un potente equipo de sonido interrum-
pió su relato. ‘A todo timbal’, como se dice por estas tierras, sonaba un
reguetón que amenazaba con tirar al piso las puertas de las viviendas
cercanas.
Minerva guardó silencio, miró hacia arriba y suspiró con lamento,
pues a eso se refería cuando dijo que la tambora estaba opacada por la
“música moderna”, que, de paso, se llevaba las tradiciones de las viejas
cantadoras y bailadoras, entre ellas, las de su abuela Marina Palomino.
“La tradición de la tambora se ha perdido por la misma civilización,
¿o no lo crees así?”, pregunta, y ella misma se responde:
“Antes no había tanta civilización y teníamos de todo, éramos uni-
dos y felices. ¿Qué tenía usted en su casa, que no tuviera yo en la mía?
Todos nos queríamos, éramos como hermanos, una sola familia que
compartía la misma creencia y hoy en día eso no es así”, lamenta.
Minerva no tuvo educación, su maestra fue la vida. Perdió a su
mamá cuando era muy joven, por lo que le tocó criar a sus cuatro her-
manos menores con el apoyo de su padre y de su abuela. Explica:
No tuve colegio, lamentablemente, todo lo aprendí practicando
con la tambora. No fui a la escuela porque tuve la mala suer-
te de que mi mamá murió y me dejó pequeña con mis otros
hermanos, criándolos. Mi papá no quiso que fuera al colegio
porque debía atender a los niños, por eso todo lo que sé lo
aprendí de ahí.
Además de tocar la tambora, doña Minerva aprendió de su abuela
muchos oficios, entre ellos ser partera, una actuvidad que ejerció por
algún tiempo, hasta que hicieron el puesto de salud en el pueblo, en una
fecha que busca sin éxito en su memoria.
Una experiencia de la vidaMinerva Palomino fue una compositora prolija que se inspiraba en sus
momentos tristes o alegres, que le cantaba a la naturaleza, al río, a la
ciénaga, a los pájaros, a la cotidianidad de Saloa en general. Cuenta que
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llegó a tener más de 50 composiciones y
que, por su deficiente ortografía, le daba
pena escribirlas. Mucho más sonrojo le
daba mostrarlas. Hoy lamenta que con el
paso de los años las ha olvidado y aven-
tura a decir que si acaso recuerda unas
diez.
Los cantos de tambora se compo-
nen de los momentos vividos del autor,
“es como el acordeonero o el compositor,
así se sacan los versos en la tambora”,
intenta explicar.
— Si no tuvo estudios, ¿cómo hizo
para hacer los versos de una tambora? —,
le pregunto.
— Con la mentalidad y la capacidad
que Dios me dio para hacerlo. Uno mis-
mo hace los versos con el diario vivir —,
responde.
Los versos de sus canciones reco-
gen las experiencias que tuvo en su juventud. Sin embargo, agrega, no
le gusta escribirlos porque no tiene buena ortografía. “Sé leer, escribo
mi nombre claro, pero cuando uno no practica las cosas, se le olvidan”,
sentencia.
Casi al final de la conversación llegan al kiosco sus nietos. Vienen
cargando la tambora que les había pedido. Son dos niños que no pasan
de los 10 años. Con dificultad pero con mucha alegría cargan el instru-
mento. También llevan un sonador. Otras tres nietas se unen con largos
y coloridos vestidos para bailar un currulao al ritmo del tamboreo.
Todos se hicieron bajo el kiosco y empezaron a tocar, el retumbar
de la tambora fue como una luz para la mente de Minerva, quien recordó
los versos de una de sus canciones favoritas, en la que habla de una
mujer a la que su hombre la quería abandonar.
Yo la vi llorando, ¡anda vete si te vai
Su hijo Julio César (derecha) aprendió de su madre y aspira a que sus hijos
sigan la tradición.
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arrímate para allá, dame un lado de tu cama
que te quiero decir adiós que me voy por la mañana.
Moreno color de clavo, color de clavo y canela
si quieres que otra te goce, espere a que yo me muera.
Yo la vi llorando, yo la vi llorando a ella
yo la vi llorando con las manos en la cabeza.
(Yo la vi llorando – coro) y enprestame tus ojitos
(coro) para yo tener dos pares
(coro) porque con los míos no puedo
(coro) llorar tantas soledades.
Terminó su canto con una sonrisa y las mejillas ruborizadas, pues
en realidad era una canción que le recordaba un momento especial de
su juventud, un desamor que la hizo llorar. Se repone del esfuerzo y
cantando dice que también la lloraron.
Hombre por quién llora, te diré por quien
A ti no te da vergüenza llorar por esa mujer.
Hace casi 70 años, un muchacho del corregimiento de San Roque,
jurisdicción de Curumaní, a 40 minutos de Saloa, le envió una canción
inspirada en el presidente de ese entonces. Minerva recuerda a los po-
líticos del siglo pasado como “hombres que hicieron más por Colombia
que los últimos que se han posesionado”. Canta:
Al doctor Laureano Gómez, presidente de Colombia, en San Ro-
que las mujeres, lo prefieren y lo nombran.
Que viva Colombia, que viva Laureano, que viva el buen jefe del
doctor Laureano.
Si Laureano va a la silla, respira el trabajador, que viva Laureano
Gómez, su bandera tricolor
Que viva Colombia que viva Mariano, que viva el buen jefe el doc-
tor Mariano.
Colombia se está muriendo, necesita medicina, ella vuelve y re-
sucita, si sube Mariano Ospina.
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Minerva termina su canto con me-
lancolía e insiste en su preocupación por
la modernización y el futuro de la tambo-
ra en su querido Saloa.
“Hoy [a] la juventud no le da por
nada, solo quieren es la fiesta y el beber.
Admiro otros lugares en los que no se ha
acabado la tambora, al contrario, la están
fortaleciendo. Se puede rescatar, después
que tenga ayuda, me apoyen y animen, ahí
estaré para recuperarla”, insiste la última
guardiana de la tambora de Saloa.
El vallenato, la champeta y el reguetón han irrumpido con tanta fuerza que han opacado a las músicas y bailes tradicionales. Minerva lo acepta con cierta amargura pero no se resigna. Espera que, al menos en su familia, la tradición siga viva.
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“Hacer el bien es bueno, tanto para el que lo hace, como para el que lo recibe”
Con apenas 19 años, Feliciano Pérez fue el primer alcalde de San Antero. Primero lo nombró a dedo el gobernador de la época, y luego fue electo para dos periodos. Además del re-conocimiento por su trabajo político, Feliciano es admirado en su pueblo porque ayudó a muchos profesionales a culmi-nar sus carreras.
Por J. J. Junieles
Don Feliciano Pérez García dice que nació en 1890, es decir que tiene
128 años. Al escuchar eso, su hijo, Silverio, reacciona alterado: “¡¿Pero
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papá, como va a decir usted eso?!, esa no es su edad…”. “¿Me estás di-
ciendo que ya no me acuerdo de cuándo nací?”, responde Don Feliciano,
“eso es como si ya estuviera muerto en vida, ¿cómo se te ocurre decir
eso?, ¡yo tengo 88 años!”. Y su hijo contesta, “si usted tiene 88 años, eso
significa que no nació en 1890, sino en 1930, y eso me parece más creí-
ble”. “¿Y la cédula qué dice?”, pregunto yo, y el hijo responde que la cé-
dula está perdida, desde hace varios días, y no han podido encontrarla.
Don Feliciano nació en San Antero, municipio del departamento de
Córdoba, en una familia muy pobre y con dificultades para sobrevivir.
Tuve que dejar el colegio en cuarto de primaria, pero no dejé
los libros, siempre me gustó leer, nunca supe en realidad por
qué, y son los libros los que me salvaron la vida, porque de
otra manera no hubiera aprendido tantas cosas, en mi casa no
había dinero para eso, unos libros me los regalaban algunos
amigos, otros me los fui comprando. Cuando podía me ponía
a leer cualquier cosa, si no estaba leyendo sentía que estaba
perdiendo el tiempo, siempre me gustó tener libros cerca.
Cuando regresaba de la escuela, iba en un burro a buscar agua,
leña, alimentos y yerbas para alimentar a su familia. Ese burro era el
único animal que tenían. No había acueducto, entonces pasaba mucho
tiempo buscando agua en los arroyos y los estanques. Al final tuvo que
abandonar la escuela para ayudar a sobrevivir a su familia. El destino,
no obstante, tenía preparado otros caminos.
Un día, cuando tenía 15 años, no recuerdo muy bien, andaba
por la calle y me enteré que estaban reclutando para la Infan-
tería de Marina. Me fui hasta allí con un amigo y nos acepta-
ron. Nos raparon el pelo, nos entregaron los uniformes y nos
fuimos. Avisé a la casa cuando ya estaba en otro lado. En la
Infantería aprendí matemáticas, español y muchas cosas más
que ayudaron a superarme. Estuve allí cinco años y tuve que
salir indemnizado cuando me diagnosticaron diabetes.
Don Feliciano se devolvió a San Antero y con el dinero de la indem-
nización —3.000 pesos, que era mucho dinero para la época— se puso
a comercializar arroz en la región. Cuenta que:
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Fue una época muy fructífera, de bonanza, muy agradable acá
en la boca del Sinú, porque desde que era noviembre la gente
empezaba a cultivar arroz, y para marzo ya se veían los bene-
ficios. Nuestra región tenía esta gran ventaja, el mar entraba
a la tierra, mataba todo el sucio que había, se formaba cieno,
se fertilizaba la tierra y de esa forma el terreno quedaba listo
para que creciera mucho y fácil el arroz. Quien no sembraba
arroz, lo comercializaba. Todos ganaban. No había monopolios.
Recuperó su inversión en el arroz, con mucho trabajo, lo vendió
todo en cinco meses y duplicó el dinero. A partir de ahí, empezó a re-
lacionarse con los demás cultivadores y ganaderos de la región, sin
perder el contacto con el pueblo. Entre las personas que conoció, estaba
Enrique Galloso, un español que tenía una finca ganadera, a quien re-
cuerda con mucha gratitud y afecto.
“Cualquier día le dije, don Enrique, necesito que usted me venda dos
novillas”. Así empezó en la ganadería, con el apoyo de ese señor. Enton-
ces no tenía finca donde tener los animales. Solo muchos años después,
en 1960, pudo comprarse un terreno y empezar a cuidar sus reses.
Luego se casó y tuvo cuatro hijos, hoy todos profesionales, que le
han dado cinco nietos. Siguió trabajando en su finca, que al principio
parecía un muladar lleno de monte malo y rastrojos difíciles de manejar.
Poco a poco le fue mejorando los pastos y comprando animales, cada
vez que podía, y así fue multiplicando su inversión.
La cosa políticaUn gobernador de Córdoba, de apellido Jiménez, estaba buscando una
persona confiable, a quien la gente respetara y quisiera, para ser Alcalde
de San Antero. Eran los tiempos en que los gobernadores nombraban
alcaldes a dedo. Al preguntar a diferentes personas por un ciudadano ho-
nesto, trabajador, que tuviera arraigo y amor por el pueblo, le señalaron
a don Feliciano. Jiménez lo llamó y le propuso ser alcalde de San Antero.
Varias veces fue alcalde por decreto:
Yo creo que tuve mucha suerte, porque en aquel entonces per-
tenecía al grupo político de Germán Bula Hoyos, de Sahagún.
Mientras tanto, el grupo político contrario era el Libardismo,
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representado por Libardo López Gómez, uno de los gestores
de la creación del departamento de Córdoba.
Recuerda que:
Se presentaban muchos conflictos políticos, entonces siempre
buscaban una decisión salomónica, escogiendo alguien que a
pesar de su filiación política mereciera la confianza del pueblo,
ahí estaba yo, todos me conocían y sabían que a mí lo que me
gustaba era servirles a todos. Así fue que a pesar de las peleas
políticas me nombraron varias veces alcalde, en busca de paz
y tranquilidad para poder gobernar.
Don Feliciano dice que le parece que duró más o menos 10 años
como alcalde, contando las dos ocasiones en que fue elegido por voto
popular. Durante esos años, cuando no ejercía como alcalde, fue nom-
brado juez de la República, casi por accidente.
Resulta que un muchacho barranquillero, abogado, uno de
esos hijos de papi y mami, fue nombrado como juez en San
Antero, se vino al pueblo, en su segundo día de estadía se
metió al baño dispuesto a bañarse, cuando alguien en la casa
donde estaba hospedado gritó: “¡mira, muchacha, métele un
par de baldes de agua al doctor, para que pueda bañarse!”.
Él se dio cuenta de que aquí no había acueducto, eso lo sor-
prendió y se asustó mucho, ¡se le vino el mundo encima!, ese
mismo día renunció a ser juez, tomó sus maletas, y se devolvió
enseguida para Barranquilla.
Así las cosas, el puesto de juez quedó acéfalo. Alguien allá a
Montería informó que en San Antero no había abogado, tam-
bién dijo que aquí vivía un muchacho que podía hacer un buen
trabajo en ese cargo, no era profesional, sin embargo, tenía
mucha cultura general, y también era muy querido por el pue-
blo. Así fue como me nombraron sin ser abogado, sin diploma
de bachiller, y sin haber terminado la primaria.
“A él le gustó la política porque se dio cuenta que era una forma im-
portante de ayudar a mucha gente”, dice Silverio, el hijo de Don Feliciano,
quien siempre lo acompaña para atenderlo en los achaques propios de
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la edad, y afirma: “Pregunte usted a cualquiera en el pueblo y le dirán
que él ayudó a muchas personas a salir adelante. A muchos profesores
que hoy dan clases, él les ayudó de muchas formas”.
“Me acuerdo que Feliciano educó a muchas personas desde la pri-
maria hasta convertirlos en profesionales”, dice Domingo Hernández
Díaz, un pescador y músico nacido en San Antero, que conoce desde
joven al exalcalde, y con quien conversa todas las tardes, comentando
todo lo que pasa desde la terraza de su casa.
Lo hizo con sus recursos, algo que nació de su voluntad, no
estaba obligado a hacerlo -interviene Silverio: -me acuerdo de
Franklin Vélez, que hoy es contador público; José Luis Teherán,
administrador de empresas; Carlos Andrés Pérez, abogado,
Auro Morales, que es un buen ingeniero; y por supuesto Cam-
po Elías Teherán, quien fue periodista deportivo y alcalde de
Cartagena, recibió apoyo de mi papá para que estudiara perio-
dismo en Medellín; y muuuchas más personas. Mis hermanos
y yo lo queremos mucho, ha sido un gran padre. Mi mamá
tiene cuatro años de muerta y mi hermana Gabriela y yo nos
turnamos, para que no quede solo en casa.
Uno de los profesionales que don Feliciano ayudó a formar, apo-
yándolo financieramente, y haciendo seguimiento a su progreso, es
Hugo Segundo Teherán Padilla, quien cuenta su experiencia:
Soy profesional gracias a Don Feliciano, Chano, mi abuelo de
crianza, quien también ayudó mucho a mi mamá, Emma Pa-
dilla Camacho. Yo aprendí mucho observándolo, viendo cómo
hacía sus cosas, sobre todo su organización en la parte admi-
nistrativa. Con ánimo de parecerme a él, quise estudiar en la
universidad. Entonces cuando me ayudó, económicamente me
decidí a estudiar administración de empresas. Ya la terminé
en la Universidad del Sinú. Siempre ha estado velando porque
yo siga adelante.
Manos a la obraDon Feliciano dice que el político que no se gana la voluntad y el cariño
de la gente es un político fracasado, porque la política se hace con la
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gente y ese cariño se consigue ayudando a resolver sus problemas, sin
distinción de partido. Gracias a esa vocación de servicio, él logró pavi-
mentar la primera calle en San Antero, hace muchos años, la vía prin-
cipal del centro que conduce a la iglesia, y muchas vías más. Todo eso
lograba hacerlo con ayuda de la comunidad, que ponía la mano de obra.
Y al parecer ese afecto sigue vigente, porque todo el que pasa al
frente de su pequeña finca no deja de alzar el brazo y saludarlo desde
lejos, con un grito de adiós y otros avisando que más tarde llegarán
a visitarlo. “No entiendo los políticos de hoy día, no les da vergüenza
que la gente los mire de lejos con rabia, sabiendo que son ladrones sin
escrúpulos, y con ganas de gritarles ladrones”, comenta don Feliciano,
mientras espanta unas moscas que se acercan.
Algunas personas han llegado, atraídas por la visita, intervienen al
mismo tiempo, dicen que recuerdan que Don Feliciano se llevaba comida
y garrafones de Ron Tres Esquinas para la calle que iban a pavimentar.
Así él podía garantizar la mano de obra de la misma gente que se bene-
ficiaba con el pavimentado. “Tenía que hacer eso”, dice Feliciano, “porque
muchas veces no alcanzaban los recursos para todas las necesidades,
los materiales eran muy costosos en aquel entonces, porque muchas
cosas, como el cemento, solo podían comprarse en Montería y el trans-
porte encarecía todas las cosas”.
Algo que también hacía era darles participación a muchas familias
en la contratación de algunas obras menores. Por ejemplo, para pintar
el colegio de bachillerato, le daba el contrato a 10 o 12 familias, para
que todos tuvieran oportunidad de ganarse la vida. Asegura que nunca
nombró familiares en su administración. Le parecía un abuso de poder,
“algo que en estos tiempos es ilegal, pero lo hacen muchos corruptos”.
Un avance importante que llevó al pueblo fue la luz eléctrica, re-
cuerda don Feliciano:
Vivíamos en la oscuridad, solo con velas y chumecas, eran los
tiempos de los cuentos del jinete sin cabeza, cuando las brujas
todavía llegaban a descansar en los techos de las casas, los
borrachos podían dormirse en la plaza del pueblo o en las
terrazas de las casas, y al día siguiente se despertaban con la
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cartera en el bolsillo y el reloj en la muñeca, en aquella época
hasta los ladrones respetaban.
Así fue como don Feliciano consiguió el primer trasformador eléc-
trico y lo instaló en el mercado popular, de tal manera que ayudara a
conservar los alimentos y mejoraran las condiciones de trabajo de los
comerciantes, también, por supuesto, en beneficio de los compradores.
Su propuesta para poder integrar a la gente consistió en que la alcal-
día aportaba el trasformador y los cables eléctricos, mientras que los
habitantes ponían los postes de madera para la instalación, de esta
manera y progresivamente, a través de varios años, se fue llevando la
luz a todos los barrios.
En cuanto al acueducto del pueblo, gestionó los recursos y orga-
nizó el proyecto con el apoyo de ingenieros civiles de Montería. Durante
muchos meses se cavaron redes de zanjas desde Lorica, para meter las
tuberías y permitir la llegada del líquido hasta San Antero. “Me acuerdo
que fue por los años setenta, aunque no alcanzo a precisar el año”, se
queda en silencio, se lleva una mano a la cabeza, como quien busca
despertar su memoria dormida, y continúa contando: “no olvido la cara
de felicidad de toda esa gente, sabiendo que muchos de ellos ya no ten-
drían que caminar o andar en burros muchas horas, en busca de agua,
esas caras de felicidad siempre las tengo presente”.
Hoy la vida de don Feliciano transcurre entre su casa, leyendo has-
ta donde sus cansados ojos lo dejan, escuchando radio, conversando con
sus viejos amigos aquí en la terraza de su pequeña finca, en las afueras
de pueblo, y asistiendo a controles médicos en Montería o Cartagena,
donde vive su hija y pasa algunas temporadas.
“No importa que no te agradezcan lo que haces por la gente”, dijo
Don Feliciano en un momento de conversación, “tampoco si te reco-
nocen o recompensan de alguna manera por lo bueno que hagas en
la vida. Realmente lo que importa es sentirse útil, eso ayuda mucho a
sentirte vivo, porque hacer el bien es bueno, tanto para el que lo hace,
como para el que lo recibe”.
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Gervasio enseña uno de los bisturíes que
utiliza para abrir las heridas que dejan las
serpientes.
“Hay cosas aquí que no son de este mundo”
Gervasio Barrios es portador de un saber que poco a poco se extingue en los territorios del Caribe: es curandero de mordeduras de serpiente. Aprendió de su padre y, a sus 98 años, todavía les enseña a sus hijos. Es una autoridad de la medicina tradicional reconocida en Los Córdobas y sus alrededores.
Por J. J. Junieles
En 1919 nació la cantante Chavela Vargas, el actor y cantante mexicano
Antonio Aguilar, el juglar de música vallenata Alejandro Durán y el cu-
randero experto en medicina tradicional, Gervasio Barrios Bravo, quien
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tiene 98 años, vive en el municipio de Los Córdobas y dice que “la vida
es un burro en el que todos estamos montados”.
Barrios nació en Puerto Escondido, municipio de Córdoba. Dice que
su infancia y juventud fueron “regulares”, porque nació en una familia
humilde, con muchas dificultades: “A veces había más piedras que arroz
en los platos”. Tuvo que trabajar mucho en esa época para poder sub-
sistir, sobre todo pescando y vendiendo mangles, ceibas y otros tipos de
maderas a los comerciantes de la región.
En Los Córdobas su nombre es muy popular entre los mayores, por
eso no fue difícil localizarlo y hablar con él. Gervasio vive en una modes-
ta casa del Barrio Nuevo. Durante la entrevista permaneció sentado, sin
camisa y de espaldas a la pared, con un bastón a su lado.
“¿Qué recuerda de su familia?”, le pregunto, a lo que responde que
compartió innumerables experiencias con su padre, quien le enseñó
muchas cosas, sobre todo a curar las mordeduras de víboras, espe-
cialmente el Patoco, una serpiente que abunda en la región y que es
peligrosísima: “Todos los días se sabe de casos sobre mordeduras de
estas serpientes, que son mortales, si no se tratan a tiempo”.
Patoco le llaman al Nasutum —nombre científico—, viene del latín
nasutus, que significa “nariz larga”, término que se refiere al hocico, el
cual está fuertemente elevado hacia arriba, convirtiéndolo en un apén-
dice nasal. Se alimenta de lagartijas, aves, ranas, roedores pequeños y
lombrices de tierra. Puede llegar a medir 60 centímetros y anda, sobre
todo por las noches, enroscada entre la hojarasca de la selva, entre raí-
ces de árboles o en pequeñas madrigueras de otros animales.
“Dios no hizo nada incompleto”, dice don Gervasio,
Lo que pasa es que [a] uno no le alcanza el tiempo para co-
nocerlo y saberlo todo. En mi caso aprendí algo de plantas
que sirven para curar la mordedura de culebras. Me enseñó
mi padre, quien también aprendió de otra gente, y yo estoy
enseñándole a dos de mis hijos, Eleazar y Eder.
Manifiesta no recordarManifiesta no recordar la primera vez que ayudó a alguien y tampoco
cuántas personas han pasado por su casa en busca de ayuda. “Hace
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media hora salió un muchacho de aquí, de
San Rafael, mordido de culebra”. “¿Y cómo
es el procedimiento para curarlo?”, pre-
gunto. Se queda pensando unos segun-
dos, se rasca la cabeza y responde que
lo primero es ver con detalle la zona en
que el animal mordió. “Los orificios don-
de los colmillos entraron normalmente se
cierran enseguida, pero esas heridas hay
que abrirlas, porque muchas veces los
colmillos de la serpiente quedan enterra-
dos y hay que extraerlos”.
Don Gervasio se levanta de la silla,
se ajusta el pantalón ancho que lleva
puesto y se mete en una de las habita-
ciones de la casa de paredes de ladrillo
desnudo. La casa es austera, los muebles
son pocos y básicos. En una mesa hay unos recipientes de plástico y un
búho de yeso como adorno. La ventana tiene barrotes de hierro oxidado
y el viento hace volar una cortina de colores que, en otros tiempos, fue
de carnaval. Una casa pobre, limpia, en una calle sin pavimentar que
tiene los charcos de una lluvia reciente.
Regresa con una mochila de tela, se sienta de nuevo, saca un cu-
chillo muy pequeño que tiene un garfio en la punta. Narra:
Yo con este cuchillo escarbo en la herida. A veces tengo que
cortar para poder sacar los colmillos del animal, porque en
ocasiones quedan muy profundos. Ya me tiembla mucho el
pulso, por la edad, entonces tengo que pedirle ayuda a mi hijo
y a mi yerna para poder curar a las personas. Después de
sacar los colmillos, pongo en la herida la cura que preparo y
espero a que haga efecto la medicina.
Don Gervasio dice que la hierba que más usa, junto a otras que
también maneja, pero que no puede revelarme, es la ‘Capitana’, que da
unas flores muy bonitas que sirven para hacer algunas de sus pócimas.
“Dios no hizo nada incompleto”, dice don Gervasio. “Lo que pasa es que [a] uno no le alcanza el tiempo para conocerlo y saberlo todo. En mi caso aprendí algo de plantas que sirven para curar la mordedura de culebras. Me enseñó mi padre, quien también aprendió de otra gente. Yo estoy enseñándole a dos de mis hijos”.
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Su raíz le sirve para preparar ungüentos especiales. También saca de su
mochila un rallador que le sirve para hacer polvo de maderas curativas,
que tienen propiedades para sanar diferentes dolencias.
Gervasio vive hace más de 50 años junto a su esposa Lucila Martí-
nez Ríos, en Los Córdobas, municipio situado a 57 kilómetros de la ca-
pital departamental, Montería. La población de Los Córdobas es cercana
los 26.000 habitantes, residentes en la cabecera municipal y los corregi-
mientos de Morindó, Santa Ana, La Aponderancia, El Ébano, Buenavista,
Santa Rosa de la Caña, Nuevo Nariño, El Guaimaro, Puerto Rey y Jalisco.
Según el Censo 2005 del Departamento Administrativo Nacional
de Estadística (dane), el 28,6% de su población se autorreconoce como
negro, mulato, afrocolombiano o afrodescendiente. Las familias se de-
dican a la ganadería, la agricultura y la pesca, aunque en los últimos
años se aprecia un crecimiento de la actividad turística, atraída por sus
playas y por el nuevo Muelle Turístico que tiene sobre la costa del mar
Caribe. Los fundadores y primeros pobladores del pueblo eran de ori-
gen chocoano, comerciantes que recorrían la costa desde Urabá hasta
Cartagena, y que por razones del destino se quedaron allí y crearon el
asentamiento que se convertiría en municipio en 1963.
Gervasio y Lucila tuvieron seis hijos, cuatro mujeres y dos hom-
bres, y a la familia se suman más de diez nietos y varios bisnietos. Al-
gunos de los hijos están en Cartagena, Montería y Venezuela, otros viven
aquí en Córdoba. Tienen un nieto que vive en Bogotá: “Allá está jugando
fútbol, es arquero, se llama Keyver Martínez Ladeu”. Sobre sus hábitos
de vida, dice que no hacen nada especial: comen mucha yuca, plátano y
se acuesta muy temprano.
Nadie se las sabe todasUn hombre, trabajador campesino, llega a la puerta de la casa, que
siempre está abierta, se quita el sombrero y saluda. Don Gervasio dice
que es uno de sus pacientes, a quien que le mordió una víbora, Patoco,
hace ocho días. Se llama Guillermo Guerrero. Se alza la bota del pan-
talón y puede verse su pie derecho hinchado, con un tono oscuro en la
piel y una herida en el tobillo. Cuenta que:
91
Soy labriego. Me gano la vida
trabajando cultivos por aquí en
la zona. No sé cuándo me mor-
dió la víbora. Creí que me había
abierto el pie por alguna torce-
dura, porque empecé a sentirlo
pesado, como dormido. Me vine
entonces para acá, porque don
Gervasio sabe mucho de estas
cosas y ayuda a la gente como
yo, aunque no tenga plata.
Su caso fue un poco complicado
porque tuvieron que sacarle los colmillos,
para luego extraerle el veneno con un par-
che especial, mojado con una crema he-
cha con ‘Ñipi Ñipi’, un arbusto grande de la
región. Tras la “cirugía” se está haciendo
unos baños con plantas recetadas y guar-
da reposo por varios días para poder recu-
perarse. Agradece la revisión de Gervasio
y se despide: “mañana vengo y les traigo una encomienda”. Se pone el
sombrero para continuar, cojeando, su camino bajo el violento sol.
Don Gervasio también prepara unas bebidas que conserva en
botellas, y que da de tomar a sus pacientes para curarles diferentes
afecciones. Un ron compuesto por varias maderas, yerbas, semillas y
piedras, que tiene múltiples propiedades para curar y aliviar muchos
traumas del cuerpo y el alma, dice, mientras levanta el dedo señalando
el cielo. Sostiene:
Nadie se las sabe todas. Yo conozco el tratamiento de mor-
deduras de serpiente, y puedo decirle algo con seguridad: no
se me ha muerto nadie por un caso de esos. Si llega a tiempo
donde estoy, puedo salvarlo. Pero si no, la curación puede ser
más difícil.
Por su parte, Lucila, la esposa de Gervasio, recuerda:
Gervasio tiene más de 50 años de casado con Lucila Martínez Ríos.
Viven en una modesta casa del Barrio Nuevo, de Los Córdobas.
92
Me acuerdo de un señor, apellido Andrade, quien vino mordido
y se hinchó hasta el pecho. Yo creí que ese hombre se iba a
morir aquí mismo, se le daban las tomas y las vomitaba ense-
guida. Tuvo que quedarse como una semana aquí, en un cuarto
especial que tenemos para las personas que llegan buscando
ayuda. Poco a poco fue recuperándose, logró salvarse y salió
de aquí caminando.
Gervasio rebusca en sus recuerdos y trae a la conversación el caso
de un muchacho llamado Daniel García, oriundo de Canalete, quien vino
desde el hospital de Montería porque allá no le encontraban curación a
una mordedura de víbora que sufrió en uno de sus brazos. Así relata el
curandero, quien resalta que este ha sido uno de los casos más difíciles
que le han tocado:
Por culpa del veneno se le empezó a caer la piel, los músculos
y hasta los tendones. Olía muy a maluco y tenía dolores que
lo hacían gritar. Allá en Montería le iban a
cortar el brazo, pero su familia no quiso
que lo operaran. Se lo trajeron para acá
y se tomó unas pócimas que tengo, tam-
bién se le hicieron unos baños, que poco
a poco lo compusieron.
Su mujer dice:
Daniel viene por ahí a visitar de vez en
cuando. ¡Está gordísimo! Por eso es im-
portante que Gervasio esté enseñándole
todo lo que sabe a uno de sus hijos y a
una yerna. Aquí también han traído a ni-
ños de brazos, enfermos, de familias que
no tienen con qué transportarse y pagar
un médico, a ellos se le dan remedios ca-
seros para sus males.
Por todos esos años curando, salvando pacientes que no confían
o no son cubiertos por el precario sistema de salud del municipio y de
toda la zona, don Gervasio es reconocido en Los Córdobas y sus alrede-
Los fundadores y primeros pobladores de Los Córdobas eran de origen chocoano, comerciantes que recorrían la costa desde Urabá hasta Cartagena, y que por razones del destino se quedaron allí y crearon el asentamiento que se convertiría en municipio en 1963.
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dores. Lo respetan, es una autoridad en medicina tradicional, la misma
que sabe que poco a poco se extingue porque quedan pocos portadores
del conocimiento y muy pocos esfuerzos por documentar y poner al
servicio de la gente toda esa sabiduría ancestral.
“Aquí regresan muchas de las personas que se han curado”, con-
tinúa, “se presentan hasta con gallinas y regalos, agradecidos porque
pudieron salvarse de esos males y picaduras. Cuando Gervasio cumple
años, el 24 de diciembre, varias personas mandan pavos y gallinas de
regalo”, relata doña Lucila.
Cuando era joven, me pasó algo extraño— Usted sabe que la ciencia ha avanzado mucho —, le digo a Gervasio, —
surgen nuevas curas contra enfermedades, nuevos medicamentos, má-
quinas modernas y mucha tecnología que apoya los tratamientos en los
hospitales. Todo eso hace que las personas duren más años, se aumente
la expectativa de vida. ¿Usted qué piensa de eso, ya que trabaja con
remedios antiguos, que no usan los médicos profesionales?
— Mire, todo eso es bueno, pero sepa que hay cosas que no son de
este mundo, están lejos de aquí, y solo Dios sabe de esas cosas. A mí en
Puerto Escondido, cuando era joven, empezando yo la vida, me pasó algo
muy extraño. Una vez salí a pescar y me salió una aparición, una mujer,
que era de piel clara, con un pelo agajado. Eso me sorprendió tanto que
nunca pude olvidarlo, y creo incluso que eso me cambió la vida. Mejor
no le sigo contando las cosas extrañas que me han ocurrido—, dijo mis-
teriosamente y le dio un giro a la conversación.
“¿Y qué consejo le daría a alguien que empieza la vida?”, le pregun-
to. Don Gervasio se queda en silencio, se queda mirando el suelo, levanta
la cabeza y echa el brazo hacia atrás para agarrar con las manos los
barrotes de las ventanas. Ahora mira el aire, se rasca el cuello y dice que
no se atreve a recomendar nada, porque la vida es como un burro en el
que todos estamos montados. Solo quien está montado sabe cómo es
ese burro y hacia dónde va.
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Medio siglo trayendo niños al mundo y educándolos
En tiempos en que no había médicos ni escuelas públicas, María del Pilar Zurita Macías atendía partos, curaba con plantas medicinales y educaba a sus vecinos en una escuela improvisada en el patio de su casa. Hoy tiene 104 años y un legado que todo el pueblo le reconoce.
Por J. J. Junieles
A sus 104 años, María del Pilar Zurita Macías tiene una cabellera larga
y blanca que parece una nube recogida en dos trenzas que caen en sus
hombros, sobre un vestido de flores estampadas que tienen el color de
su espíritu despierto.
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Aunque está sentada en una silla de ruedas, su familia dice que
todavía puede caminar; sin embargo, tratan de que no lo haga, para
evitarse el susto de una caída. Por supuesto, a su edad cualquier cosa
—hasta una pared— es un bastón. Sus ojos solo sufren de algunas ca-
taratas visibles, que seguramente impiden su visión, pero es imposible
no sorprenderse con la vivacidad que conserva su mirada.
Estamos en el municipio de San Antero, ubicado a 80 kilómetros de
la ciudad de Montería, capital del departamento de Córdoba. El pueblo
tiene 31.365 habitantes, según el Censo 2015, cuya economía gira en
torno a la agricultura, pesca, ganadería y una industria turística que se
fortalece cada vez más, debido a las visitas permanentes que desean
ver las playas de la bahía de Cispatá, también los delfines rosados y
grises, centenares de caimanes de aguja que pueden verse en una re-
serva forestal muy cercana y dos volcanes de lodo muy atractivos por
sus propiedades medicinales.
Nos encontramos con doña María del Pilar en la terraza de su
casa en el barrio Central Arriba. Al frente está una de sus hijas, Judith
Garcés. A su lado, Faneth Murillo, una de sus nietas. Un niño de ape-
nas un año, que gatea a su alrededor, no deja de intentar subirse a las
piernas de la anciana: es su tataranieto y hace parte de una larga lista
de descendientes.
“¿Y quién le enseñó todo lo que sabe, señora Zurita?”, pregunto.
Responde que su maestra
se llamaba Asunción Guerrero, oriunda del municipio de Tolú,
con quien aprendió a leer, también el arte del bordado, y todo
lo que tiene que ver con los partos. Nosotros nos queríamos
mucho. Siempre queríamos estar juntas. No sé qué habría sido
de mí, si no me hubiera enseñado tantas cosas.
“¿Y cómo aprendió?”, pregunto. “Yo le dije que me llamara cada vez
que se presentara algún parto”, cuenta ella, “porque quería ver cómo
hacía para atender a las personas en ese estado. Yo siempre he sido
muy curiosa. Y así empezamos. Me mandaba a llamar con alguien y yo
salía corriendo y me ponía a colaborarle en todo lo que pudiera”. Con-
tinúa relatando:
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Mi maestra, Asunción, atendía a las embarazadas en una pieza
especial en su casa. Yo me quedaba observando, preparando
sábanas, calentando agua, haciendo todo lo que ella me pe-
día. Así aprendí a tomar la presión arterial, poner inyecciones,
cortar cordones con las tijeras, coger puntos en las heridas y
desinfectarlas. Me acuerdo que a los niños que nacían con pro-
blemas para respirar, había que jalarles la nariz y hundirles el
pecho, les untaba aceite en el ombligo cortado para que no se
pegara a la piel, también polvos, y muchas cosas más, aprendí.
La cédula de María del Pilar Zurita Macías dice que nació el 12 de
octubre de 1923. Sin embargo, su hija dice que fue en 1914: fue mucho
después que hicieron los trámites legales de registro. Tuvo seis hijos,
de los cuales han fallecido tres, muy jóvenes, por problemas cardiacos.
“Eso fue algo que le dio muy duro a ella, tener [que] sepultar [a]
sus hijos. No fue fácil superarlo, pero lo hizo”, cuenta su nieta Faneth,
quien vive en Bogotá y periódicamente viene hasta San Antero a pasar
tiempo con la familia.
Mi abuela trabajó desde muy niña. Hacía trabajos domésticos,
lavaba ropa para otras personas, pilaba arroz, fue agricultora
y también artesana. No fueron fáciles sus comienzos, tocaba
hacer cualquier cosa para ayudar a mantener su familia, hacía
vestidos de matrimonio, organizaba eventos. Y por supuesto, la
buscaban mucho para que las atendiera con sus conocimientos
de las enfermedades, y tratamientos con yerbas medicinales.
Toda su vida se ha mantenido aquí, dice su nieta, siempre en estos
predios. Es una de las nativas de la región y fundadora de San Antero.
Me dicen que la gente del pueblo venía para que ella los atendiera, por-
que en aquella época aquí no había médicos, ni centros de salud, así que
por muchas décadas fue la médica del pueblo, respondía por la salud de
todos. Incluso venía gente de lugares lejanos que carecían de personas
que pudieran ayudarles en sus emergencias.
Entre yerbas y males de ojoA su edad matusalénica, María del Pilar Zurita no sufre de nada. Sus
familiares no recuerdan que haya enfermado en alguna oportunidad.
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Ahora solo tiene achaques naturales de la edad, como la presión arterial
y las cataratas en sus ojos. Controla sus esfínteres, reconoce a la gente,
camina todavía, y hasta hace pocos años salía a la calle para hacer di-
ligencias. “Es mejor no ponerla en peligro, porque la gente a su edad se
vuelve de vidrio”, dice una vecina que la visita con frecuencia.
Cuando se le pregunta cuál es su secreto para una larga y salu-
dable vida, la tatarabuela contesta por momentos con voz fuerte, luego
guarda silencio, y de un momento a otro vuelve a hablar con energía:
“Me gusta la chicha de arroz, el ñame, la yuca y los plátanos, también
las sopas de pescado, porque son muy ricas, y peto de maíz endulzado
con panela de caña”.
“Hay que tener presente”, dice su nieta, “que aquí solo en los últi-
mos 15 años se viene cocinando con gas, porque lo normal era cocinar
en fogones de leña”.
Antes se practicaba mucho la medicina natural, dice la hija de Ma-
ría del Pilar:
Por ejemplo, mi mamá usaba orégano y verbena contra las
enfermedades respiratorias, cocinaba muchas plantas, y luego
las ponía al sereno de la noche. Ella trataba de aprender cosas
de cualquiera que supiera, incluso de su marido, mi papá, José
Isabel Garcés, quien no solo era músico, también sabía otras
cosas.
María del Pilar recuerda que:
Acá a esas personas que tienen conocimientos de enferme-
dades, plantas, rezos y contras para los maleficios, los llaman
‘curiosos’, es decir, alguien que sabe cosas, pero no puede
revelarlas porque después no funcionan. Mi papá era así, él
conocía oraciones secretas y tratamientos efectivos para com-
batir enfermedades.
Mucho se habla en San Antero y la región sobre esas personas a
las que se atribuye el don de la curación. Antes de la ciencia, los saberes
ancestrales ofrecían soluciones y todavía sus técnicas a veces llegan a
donde la ciencia no puede. No son milagros, dice doña María del Pilar,
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“es la tierra que sabe más que todos nosotros, de allá venimos y para
allá vamos, esto no tiene que ver con iglesias ni santos”.
“¿Y para las inflamaciones tenía algún tratamiento especial?”, le
pregunto. Dice que para eso ella buscaba un sapo grande, pasaba la
barriga blanca del animal sobre la parte del cuerpo inflamada, mientras
hacía oraciones. Cuando terminaba el procedimiento, la barriga del sapo
ya estaba muy roja, porque había chupado toda la sangre mala que ha-
bía, entonces la inflamación bajaba y también la fiebre.
También aprendió a reconocer a un niño enfermo con mal de ojo.
A identificar aquellas personas que tenían tanta fuerza en los ojos, que,
con solo mirar a un recién nacido, una planta, o un animal, podían enfer-
marles. Aquí en la región llaman “afición” a la fuerza que tiene alguna
gente en la mirada. No son personas que quieran hacer daño, solo es
algo que no pueden controlar.
También hay casos de envidia, comenta: gente que mira y produ-
ce malestares, sobre todo en los niños. “Por eso es mejor alejarlos de
esa gente. En esos casos, hay que coger siete palmitas de bicho (una
planta local) que se pasa sobre la cabeza del niño, para que empiece a
sudar todo lo que tiene adentro, mientras se hacen algunas oraciones
especiales”.
La humildad y actividad altruista de doña María del Pilar es reco-
nocida por todos en San Antero. Ella dice que lo que sabe son regalos
recibidos y ella debe usarlos para hacer el bien, usarlos para curar y
sanar a la gente, por lo tanto, no puede cobrar por sus servicios a nadie,
tal vez solo esperar algún regalo o donación. Sin embargo, como la ma-
yoría de los curanderos, guarda con especial celo las fórmulas secretas
de sus medicamentos y tratamientos, “esas cosas no las puede saber
todo el mundo, porque lo que sirve para hacer el bien, también puede
servir para hacer el mal”.
En el colegio de las banquitasUna de las cosas por la que María del Pilar Zurita es muy recordada en
la región es por su trabajo como profesora en la escuela que se inventó
en la sala de su casa. Muchos de aquellos a quienes la señora Zurita
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ayudó a nacer, después también aprendieron con ella sus primeras le-
tras, números, y canciones.
Siempre lo llamó “El colegio de Banquitas”, porque los niños, todos
los días, llegaban hasta su casa con sus sillas y bancos de madera al
hombro, para sentarse y poder recibir las clases. Desde las 8 de la ma-
ñana, hasta las 5 de la tarde, durante más de 50 años, impartió clases,
muchas veces a la sombra de un árbol de olivo, hoy desaparecido, pero
cuyo tronco aún conservan como una reliquia en una esquina del patio.
“Aquí tenemos”, dice su nieta Faneth, “nuestro barrio vecino, el Polo
Norte. Mi abuela dice que ayudó a nacer y le dio clases a todo ese ba-
rrio. Por lo que cuenta la gente, hay que creerle. En 104 años se hacen
muchas cosas”.
San Antero, ubicado en la desembocadura del río Sinú, es una re-
gión rica en agricultura, ganadería, pesca y turismo; pero todos esos
sectores están cubiertos por empresas cuyos beneficios no repercuten
en la mayoría de la población. La región siempre ha vivido dificultades
económicas que impiden a muchas familias pensar en algo distinto que
buscar su comida diaria y sobrevivir. Por esas condiciones, durante dé-
cadas, a las familias no les interesó que sus hijos estudiaran.
“La gente no estudiaba ni quería aprender, dice una de sus hijas,
muchas veces mi mamá tenía que ir a las casas, a preguntar
por los niños, asustada porque les hubiera pasado algo: “¿us-
ted por qué no ha ido más al colegio”, preguntaba; “venga y
tráigame la cartilla de Nacho Lee”, y se ponía a darles clases
en sus casas.
Su nieta advierte que María del Pilar nunca cobró a las familias por
enseñarles a los niños. Explica:
Usted ve esta casa de material, muy bonita, pero al principio
no fue así. Tuve que irme a trabajar lejos para poder darle a mi
familia una vivienda digna, porque mi mamá y mi abuela vivían
en una casa de palma, todavía con piso de tierra pisada, y en
muy malas condiciones. El agua se metía por algunas zonas y
todo se mojaba. Durante el invierno, mi abuela tenía que poner
100
ladrillos y piedras en el suelo para que los niños no recibieran
clases en el barro.
Domingo Hernández, un pescador y músico sananterano de 77
años, fue alumno de la profesora María del Pilar. Piensa que ser su
estudiante fue una de las cosas más importantes que le pudo pasar en
la vida. Relata:
Ella y su esposo, que fue un gran músico, hicieron mucho por
la gente de San Antero. Muchos músicos de Pelayo, San Antero
y la región se beneficiaron de los estudios de primaria aquí en
esta casa y de la cultura musical de José Isabel.
“Y en cuanto a su trabajo como partera, ¿se imagina cuánta gente
trajo al mundo si hoy tiene más de cien años?, eso fue una bendición
para esta región”, agrega don Domingo,
Que yo recuerde aquí en la zona hay tres tipos de curanderos:
el yerbero, la partera y el sobador. Yo creo que ella tiene un
poquito de todos ellos, por eso y su trabajo como profesora es
muy reconocida aquí en San Antero, también como amiga, por-
que mucha gente venía aquí a pedir consejos cuando tenían
algún problema que nos los dejaba dormir, ella fue el paño de
lágrimas de muchos.
“Y ahora que hablan de mi abuelo, le cuento algo”, interviene su
nieta:
Él era tan querido en el pueblo, que a un barrio sus propios
habitantes le pusieron su nombre: Barrio José Isabel Garcés.
Sin embargo, una de las administraciones recientes le qui-
tó el nombre hace algunos años y los habitantes protestaron
porque les pareció un atrevimiento que ofendía su memoria.
Hoy día, San Antero no solo tiene colegios privados, también pú-
blicos, y estos últimos solo hasta hace algunos años dejaron de cobrar
la educación. Faneth se duele, diciendo:
A mí me parece que a mi abuela, aquí en San Antero, no le han
hecho el reconocimiento que se merece. Eso refleja la poca
importancia que le dan los funcionarios públicos a quienes co-
rresponde valorar esta clase de comportamientos, mostrarlos
101
como ejemplo de servicio comunitario, para que tal vez alguno
sepa que no todo en la vida es hacer plata, mientras somos
egoístas con aquellos que comparten una misma tierra.
Hoy María del Pilar Zurita Macías, con más de un siglo de vida, y
tras muchas décadas dedicada a prestar servicios y ayudar a su comu-
nidad, no tiene una pensión, ni siquiera algún tipo de subsidio que la
ayude a sobrellevar sus días. No hay un colegio en San Antero que lleve
su nombre, como reconocimiento a su trabajo pionero en la educación,
algo que sería no solo un homenaje, sino también una oportunidad de
que su legado se mantenga siempre presente. Hasta el día de hoy, el
único símbolo de gratitud que ha recibido es un diploma que está colga-
do en la pared, y que, para ella y su familia, no tiene ningún significado
o utilidad.
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Este es el restaurante que debió reubicar la familia y del que
depende parte de sus ingresos.
Las guajiras que se enfrentaron a una poderosa multinacional del carbón
Eneida Barbosa y su hija, del mismo nombre, son dos muje-res afrodescedientes que lograron ganarle en los tribunales una batalla jurídica a la multinacional Cerrejón y la obliga-ron a reconocer derechos que habían sido vulnerados. Esta es su historia.
Por Sandra Guerrero Barriga
El premio a la resistencia en La Guajira es para Eneida Barbosa Díaz y
su mamá Eneida Díaz de Barbosa, quienes se han mantenido firmes y
no se han dejado arrebatar sus tierras por la minería del carbón.
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Ellas son mujeres afrodescendientes, guerreras y líderes de un
grupo de familias del municipio de Barrancas, en el sur del departamen-
to, que han sido reubicadas, expropiadas y han negociado con la mul-
tinacional Cerrejón, debido a la expansión de la explotación de carbón.
Se sienten insatisfechas con la vida que llevan después de haber salido
de sus territorios ancestrales.
Hace tres décadas, cuando Eneida hija llegaba a este mundo, co-
menzaba la operación extractiva en La Guajira. Las ilusiones de muchos
se activaron, pensaron que sus vidas cambiarían y vislumbraron un fu-
turo casi perfecto.
Así pensó su mamá y muchos otros habitantes de comunidades
como Caracolí, El Espinal, Manantial y Tabaco, las cuales ya no existen,
porque sus habitantes fueron reasentados, expropiados o terminaron
por vender sus propiedades.
Según la investigación “Minería, Conflictos Agrarios y Ambientales
en el sur de La Guajira”, de Cinep/Programa por la Paz, desde 1982
comenzó la compraventa de predios con antecedentes baldíos a través
de diversos métodos como remate, expropiación, declaración de utilidad
pública, transferencia de dominio por solución o pago efectivo, compra-
ventas y englobes.
Eneida Díaz recuerda que muchos moradores salieron casi obliga-
dos al ver que a otros les expropiaban sus tierras y sentían temor de lo
que les pudiera pasar.
Poco a poco fue estrechándose el cerco y se fue dando el aisla-
miento de las comunidades. Les cerraron los caminos de acceso, les
cortaron los servicios públicos, les aplicaron restricciones y sintieron
presiones tan fuertes que muchas familias terminaron vendiendo sus
predios a precios muy por debajo de lo que costaban.
A pesar de todo esto, estas líderes se han mantenido firmes junto a
unos pocos, como Alexis de Armas y Tomás Ustate, quienes también han
resistido y se han negado a dejar lo que tanto tiempo les costó construir.
Eneida de Barbosa es una mujer alta, de piel negra, con una vocación
comercial y de personalidad fuerte, pero amable y atenta con sus amigos
y allegados. Su hija, un poco más menuda, pero igual de fuerte, heredó
104
sus cualidades y es la vocera de lo que las dos han tenido que sufrir por
su lucha en contra de la minería, específicamente contra Cerrejón.
En estos momentos cuentan con el apoyo de al menos unas 50
familias que negociaron, vendieron y fueron reasentadas, porque están
arrepentidas de lo que hicieron, pero, cuando se surtía ese proceso,
les tocó enfrentar el rechazo de quienes por mucho tiempo fueron sus
vecinos y también de varios familiares.
Todo esto sucedía por la negativa de ellas a aceptar lo que les pro-
ponía la multinacional y querer quedarse en la tierra donde tenían sus
animales, su restaurante y prácticamente toda su vida.
Varios de los que ahora las apoyan, las acusaron de querer dañar
el “negocio” y de causar solo perjuicios a quienes creían que iban a
estar mejor con todo lo que recibirían por parte de Cerrejón, empresa
que el año pasado exportó 32.4 millones de toneladas de carbón y que
en todo el tiempo de su operación en La Guajira ha enviado al exterior
650 millones de toneladas.
En ese momento fueron prácticamente aisladas, rechazadas y
hasta señaladas. Ellas explican que la mayoría de las familias que han
aceptado lo propuesto por la empresa lo han hecho por desconocimien-
to de las leyes y de sus derechos, aunque aseguran que la presión ejer-
cida de diversas maneras es lo que más hizo efecto.
“Desunieron a las familias, porque aquí todos tenemos alguna cla-
se de relación familiar, hubo mucho rencor, mucha rabia que provocaron
enfrentamientos y esa fue su táctica”, dice Eneida.
Sin embargo, todo esto las hizo más fuertes, más decididas y, sobre
todo, más resistentes. “Nunca creímos que nos iban a tratar así”, mani-
festó Eneida delante de esas mismas personas que hace poco cambia-
ron de opinión e incluso firmaron una comunicación en la que se les da
reconocimiento como habitantes permanentes de la comunidad.
Antes esa condición les había sido negada porque durante un año
Eneida Barbosa se había ido a estudiar enfermería a Bogotá y, por lo
tanto, sostuvieron que su residencia estaba allá.
Inicialmente las Barbosa estaban en la comunidad de Roche, donde
habitaban unas 180 familias afrodescendientes e indígenas. Ellas expli-
105
can que allí llegó la empresa y compró las
tierras de manera individual a cada uno
de los propietarios, hasta que solo que-
daron 15 familias con las que se negoció
un reasentamiento en viviendas, hoy ubi-
cadas en el casco urbano de Barrancas.
Como ahí quedó resistiendo la fami-
lia Ustate, en febrero del 2016 por orden
de un juez se produjo el desalojo, el cual
fue violento y con la presencia del Esmad.
Destruyeron su vivienda, se llevaron los animales, varios de ellos resul-
taron heridos y prácticamente no les quedó nada de sus enseres.
El señor Tomás Ustate se reubicó, pero ahora está en la comunidad
de Chancleta donde hay cinco casas, tres de las cuales están habitadas
por compañeros de lucha.
Eneida de Barbosa y su hija ya se habían ubicado cerca de allí,
en Patilla, donde comenzaron una nueva etapa, hasta que también les
llegó el turno de ser expropiadas. Esto sucedió en septiembre del 2016,
cuando tuvieron que salir de ese terreno y ubicar el restaurante frente
a Caipa, otra empresa minera que se encuentra en la zona.
Durante ese año la tensión e incertidumbre dominó sus vidas, hasta
el punto de que la pequeña hija de Eneida, quien tiene ahora cinco años,
no fue matriculada en el colegio porque no se sabía qué podría pasar.
El día del desalojo se perdieron muchos de los animales que tenían
allí, dice Eneida de Barbosa frente a tres cerdos que quedaron en un
corral y a los que trata con mucho cariño, como si fueran sus hijos. “Los
chivos, el ganado, los cerdos, todos me conocían, se alegraban cuando
me veían llegar”, explica mientras los acaricia.
Las dos líderes siguen luchando y resistiéndose. En el 2015 tu-
vieron su primer triunfo ante la justicia. Ganaron una tutela. La Corte
Constitucional se pronunció a través de la Sentencia T-256 de 2015 y
les concedió el amparo de los derechos al ambiente sano, la vida, salud
y el agua potable; a la consulta y el consentimiento previo, libre e infor-
mado, sobre las medidas de reasentamiento de las familias a las que
Eneida Díaz recuerda que muchos moradores salieron casi obligados al ver que a otros les expropiaban sus tierras y sentían temor de lo que les pudiera pasar.
106
pertenecen los accionantes y al reconocimiento y subsistencia como
pueblo ancestral de la Comunidad de Negros Afrodescendientes de los
corregimientos de Patilla y Chancleta del municipio de Barrancas.
Pese al pronunciamiento de la justicia, Eneida hija afirma que nada
mejoró. Relata que cuando por fin se hizo el proceso de consulta previa
se llevaron una gran sorpresa, pues las familias fueron “clasificadas”
en varias categorías. “Las que estaban en la A, recibieron más benefi-
cios, las que quedaron en la B, algo menos, en la C mucho menos y así
sucesivamente”, explica.
Por este motivo presentaron ante el Juzgado Promiscuo Munici-
pal de Barrancas, una “Solicitud de protección y garantía a derechos
fundamentales en inminente vulneración reconocidos en la sentencia
T-256 de 2015”.
En esta petición explican que esta categorización no se vislum-
bra en el contenido del pronunciamiento de la Corte Constitucional y
que esta inconformidad fue expresada en un documento entregado a
la multinacional.
Señalan que este fue un trato desigual, discriminatorio y de revic-
timización a causa de la posición dominante de la empresa, ya que, al
hacer este tipo de ejercicio, no solo los irrespetó, sino que desconoció
por completo el espíritu de lo ordenado por el alto tribunal.
Según Cerrejón, dentro de los acuerdos pactados está la reali-
zación individual del reasentamiento para el Consejo Comunitario de
Negros Afrodescendientes de Patilla y Chancleta, la financiación a la
comunidad de los servicios de asesoría del Consejo Comunitario de Pa-
lenque para la elaboración del plan de vida de cada familia y la elabo-
ración conjunta de los criterios para definir los impactos.
Sin embargo, Eneida afirma que nada de esto se ha llevado a cabo
cabalmente, porque si les preguntan a las familias cuál es su plan de
vida, casi ninguna puede responder con propiedad de qué se trata.
La multinacional también asegura que financió el estudio de las
condiciones y estado de salud de todas las familias de la comunidad
con la Fundación Neumológica Colombiana. Este estudio contempla
exámenes médicos y especializados y un examen de seguimiento un
107
año después. Por su parte, en materia de
compensaciones, se ha logrado el cum-
plimiento del 93% de lo pactado, según
la empresa.
Nuevamente y con firmeza, Eneida
refuta los resultados de los exámenes
médicos, los cuales salieron positivos.
“Es evidente los efectos que el carbón ha
dejado en la salud de muchas personas
de la comunidad”, afirma, mientras toce
de manera persistente por lo que ella
considera son efectos de la explotación
de carbón en la zona.
Ella dice que lo único que solicitan
es la correcta implementación de lo or-
denado en el fallo de tutela de la Corte
Constitucional y afirma que seguirán re-
sistiéndose hasta que eso suceda.
Piden que se ordene la revisión y
verificación de lo pactado, constituyendo
una matriz de consulta previa, concertación, consentimiento libre y re-
sarcimiento de los derechos fundamentales que consideran vulnerados
por un acuerdo no menor al máximo aprobado por Cerrejón.
Quizás para ellas este sea un sueño difícil de cumplir, porque la
empresa carbonífera ha expresado que todo el tiempo cumplió con las
leyes, pero, sobre todo, porque las líderes afrodescendientes piensan
que el poder que tiene la multinacional es grande y abarca no solo el
ámbito local, sino también el nacional e internacional.
Sin embargo, ahora no solo luchan por ellas, sino por todas esas
familias reubicadas que ya no tienen oportunidad de sembrar los produc-
tos para el consumo o para la venta, que tampoco tienen agua potable
y, lo que consideran más grave, que sufrieron la ruptura del tejido social
comunitario con la desaparición de las comunidades que allí existían.
Madre e hija en el patio de su casa donde tienen animales domésticos.
108
Eneida Barbosa está dedicada por
completo a este propósito y a su hija que
ya tiene una estabilidad educativa, porque
se ha instalado en Barrancas. Su mamá
atiende el restaurante y la acompaña en
todo lo que sea necesario para lograr lo
que se han propuesto: ganar la lucha por
su comunidad.
Una de esas primeras luchas ga-
nadas se logró a finales del 2017. En no-
viembre de ese año, la joven madre logró
que la administración municipal de Ba-
rrancas permitiera el registro del Consejo
Comunitario de Negros Afrodescendien-
tes de Chancleta y Patilla.
La certificación fue expedida por el
secretario de Gobierno y Gestión Adminis-
trativa Azael Alfonso Mindiola Ortiz y en
esta se indica cómo quedó conformada la
junta directiva de dicho consejo.
Sus integrantes son Eneida Barbo-
sa Díaz como presidenta, Elkin Mendoza
como vicepresidente, Luz Mery Castro como secretaria, José María Oje-
da como tesorero y Maritza Esella De la Cruz como fiscal.
Para la líder y sus protegidos, esto es un gran logro porque desde
este nuevo escenario podrán moverse más rápidamente para hacer va-
ler sus derechos ante la multinacional y la institucionalidad, tanto local
como nacional.
Sobre este caso Cerrejón informó que, sobre las medidas de rea-
sentamiento a 48 familias accionantes de la tutela, incluidas dos wayuu
ubicadas en Patilla y Chancleta, ha cumplido con lo ordenado por la
Corte Constitucional.
Explica que, en el marco del proceso de consulta, el día 14 de di-
ciembre del 2016 se llevó a cabo la etapa de protocolización de acuer-
En el 2015 las Barbosa tuvieron su primer triunfo ante la justicia. La Corte Constitucional amparó sus derechos al ambiente sano, la vida, la salud, el agua potable y a la consulta y el consentimiento previo, libre e informado sobre las medidas de reasentamiento de las familias. Así mismo, al reconocimiento y subsistencia como pueblo ancestral de la Comunidad de Negros Afrodescendientes de los corregimientos de Patilla y Chancleta.
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dos y a la fecha se han cumplido 5 de los 6 acuerdos alcanzados. La
empresa, al ser consultada sobre el tema, aseguró que:
Dicho proceso de consulta se ha llevado a cabo con la coor-
dinación de la Dirección de Consulta Previa del Ministerio
del Interior. Asimismo, con acompañamiento de la Autoridad
Nacional de Licencias Ambientales, Defensoría del Pueblo,
Procuraduría Regional de La Guajira, Alcaldía Municipal de
Barrancas, Ministerio de Vivienda, Ciudad y Territorio, Corpo-
guajira y Gobernación de La Guajira.
[…] de igual manera, y dando complimiento a esta Directiva,
los miembros del Consejo Comunitario amparados en el fallo
de tutela, en ejercicio del derecho constitucional a la libre de-
terminación y autonomía de las comunidades étnicas, tuvieron
espacios de reflexión interna, entrenamientos, reconocimiento
de experiencias con otros consejos comunitarios y asesorías
en referentes legislativos afro, y actividades en las que Cerre-
jón proporcionó los recursos necesarios para su desarrollo.
110
La convivencia intercultural es un
gran logro de los docentes, padres de
familia y estudiantes.
La docente guajira que logró que afros e indígenas se dieran la mano
Para convertirse en docente, Ledis Beatriz Sarmiento Gue-rra tuvo que pedalear de pueblo en pueblo para lograr sus sueños de trabajar por los niños y niñas de La Guajira.
Por Sandra Guerrero Barriga
Para convertirse en licenciada y ejercer la docencia, la seño Ledis Bea-
triz Sarmiento Guerra tuvo que pedalear y pedalear en una bicicleta a
la que llamaba “La Burra”, por el gran tamaño que tenía su “caballito de
acero”. En él se movilizaba de un pueblo a otro por La Guajira para poder
recibir las clases que más tarde la convertirían en toda una profesional.
111
Fue una larga carrera de cinco años y muchas etapas diarias entre
la vereda Puerto Colombia, en el corregimiento Las Palmas, y Tomarra-
zón, en el área rural de Riohacha. En ese trayecto, Sarmiento Guerra
pedaleaba cinco kilómetros de ida y otros cinco de vuelta. La carretera
era destapada y casi intransitable en temporada de lluvia.
“Me tocaba cargar ‘La Burra’ y montármela al hombro por un largo
tramo si quería llegar a tiempo”, recuerda hoy con nostalgia la actual
rectora de la Institución Etnoeducativa Sierra Nevada de La Guajira. Des-
de esa época hasta la fecha —cuenta— ha logrado mucho, “siento una
enorme satisfacción”.
Recuerda que su grado de bachiller fue en la institución educativa
de la capital guajira Divina Pastora y desde que estudiaba allí sus últimos
años de secundaria —resalta— supo que iba a ser profesora. De inme-
diato comenzó un curso de pedagogía en la Normal de Varones de Santa
Marta y, luego, sí pasó a la licenciatura con la Universidad de Corozal
(Sucre), la cual era semipresencial. Por eso —afirma— le tocaba trasla-
darse hasta Tomarrazón, lugar donde los tutores prestaban sus servicios.
Al terminar sus estudios ya estaba casada y con su primer hijo.
Sin embargo, al iniciar su vida laboral nunca se imaginó que le tocaría,
además de ser docente, fungir como mamá de otros niños, consejera,
conciliadora, investigadora, entre otros muchos papeles que ha tenido
que asumir por amor a sus estudiantes y, sobre todo, a esta profesión.
Un mérito de la rectora Ledis es haber ayudado a que la población
afrodescendiente de toda la zona comprendida por los corregimien-
tos de Tomarrazón, Juan y Medio y Las Palmas pudiera reconocerse
como tal, pero, además, lograr avances en la convivencia intercultural,
dejando atrás conflictos y barreras que afectaban a los habitantes de
estos pueblos.
Gracias a su persistencia, dedicación y gran paciencia, así como
su poder de convocatoria, ha podido unir en los mismos escenarios a
las comunidades wiwa, kogui, wayuu y afrodescendientes, sin que haya
discriminación, ni rechazo por alguna de ellas.
Desde el inicio de su vida laboral —explica— comenzó a generar
cambios entre sus alumnos y el entorno en que se movían.
112
Fue en 1990 cuando la designaron para dar clases desde prees-
colar hasta quinto de primaria en la pequeña escuela de la vereda Las
Casitas. “Allí me tocó trabajar con las uñas, porque los niños no tenían
nada, ya que sus padres eran muy pobres”, afirma.
Ledis relata que las familias creían que, como vivían en el monte,
podían estar prácticamente como animales. Por eso —señala— le tocó
hacer un trabajo pedagógico sobre la importancia del aseo personal y a
los niños les enseñó a estar arreglados para recibir las clases.
Asegura que fue un proceso largo. Tenía que reunirse con los pa-
dres, explicarles que, aunque vivieran en esa zona rural, debían cuidarse
y, sobre todo, cuidar a los niños.
“Fue duro porque me ganaba unos 60 mil pesos y de ahí debía
sacar para comprar ropa, zapatos, cepillos de dientes, crema dental y
muchas otras cosas”, recuerda la rectora.
Una gran pérdida Fue solo hasta 1995 cuando recibió el nombramiento del Gobierno como
docente en propiedad y pudo devengar otro salario, tener seguridad
social y mejorar su situación económica.
En el 2002 fue nombrada directora y lideró la unificación de su
pequeña escuela rural con otras, para convertirse en centro educativo,
toda una labor que la llenó de satisfacción. Sin embargo, ese mismo
año tuvo que afrontar la pérdida de su hijo mayor, que para la época
tenía 14 años. El chico se fue a pasar vacaciones de la vereda Puerto
Colombia a Riohacha. Estando en la capital de La Guajira, con un amigo,
recibió un disparo que acabó con su vida. Hasta la fecha, el caso nunca
fue aclarado por las autoridades.
Esta experiencia partió su vida en dos, un golpe terrible que ha
ido superando a través de los años y gracias al amor de sus otros cinco
hijos, todos ya independientes.
Pero el trabajo de Ledis no se detuvo. En el 2009 hizo la solicitud a
la Secretaría Departamental de Educación para que el centro donde ve-
nía trabajando hasta el momento pasara a institución etnoeducativa, ya
que allí se atendía población indígena y afrodescendiente. Además mu-
chos estudiantes no podían seguir la secundaria y debían ir a estudiar a
113
otras poblaciones o simplemente abando-
naban los estudios en esa instancia.
“Fue un trabajo en equipo con los
docentes, directivos y líderes, quienes lo-
gramos esto”, afirma Ledis, quien explica
que ahora la institución está conformada
por 13 sedes en los corregimientos de
Tomarrazón, Juan y Medio y Las Palmas,
con 641 estudiantes.
Algunas son netamente indígenas,
donde hay solo niños wayuu, a otras asiste solamente población wiwa
y en varias se atiende a los afrodescendientes. Todas las sedes —afir-
ma— se han convertido en escenarios multiculturales, todo un reto para
el personal docente.
“Cuando esto inició había un desconocimiento total de nuestros
orígenes, algunos decíamos que veníamos de España, del interior del
país, de Bolívar y hasta de Holanda, pero ninguno nos reconocíamos
como afros”, explica la profesora.
Por este motivo —añade—, desde el año 2003 se inició un proyecto
de investigación, junto a la docente de Ética y Valores Irina Sarmiento
y un padre de familia, para conocer quiénes habían sido los primeros
pobladores de esas comunidades donde había sedes de la institución.
No fue tanta la sorpresa al descubrir que eran afrodescendientes
y que sus antepasados llegaron a estas tierras huyendo de la violencia.
“En Las Palmas se ubicaron porque era una meseta, cerca de Juan y
Medio se protegieron del otro lado del río para poder llevar a cabo sus
labores”, indica Ledis.
Hasta ahí todo iba bien, pero lo que venía después sí se convirtió
en un reto más grande: la socialización y la posterior labor de sensi-
bilización sobre el tema del autorreconocimiento. Afirma que para esa
labor llegó a la región una comisión pedagógica conformada por líde-
res, miembros de la Asociación de Educadores de La Guajira, Asodegua,
quienes presentaron otros estudios que se habían realizado y hallazgos
Gracias al trabajo de la seño Ledis, niños de diferentes etnias hoy conviven y se aceptan con sus diferencias y particularidades.
114
de otros investigadores, que comprobaban realmente que los primeros
pobladores eran afrodescendientes.
Esto cambió totalmente el panorama en la Institución Etnoeducati-
va Sierra Nevada que dirige la docente Ledis, quien se puso al frente de
la reestructuración del Plan de Estudios, en el que se incluyó la cátedra
de estudios afrocolombianos.
Pero además incluyó el estudio de la lengua Damana de los wi-
was y el Wayuunaiki de la etnia wayuu, para que el colegio fuera más
incluyente.
“Nos dimos a la tarea de hacer reuniones mensuales en las dife-
rentes sedes. Nos reuníamos con las autoridades tradicionales wayuu
y los mamos wiwa”, explicó.
Eran encuentros extraordinarios, según relata la rectora, porque
aprendió mucho de cada una de las culturas, entre las cuales comenzó
a gestarse una gran integración, que le permitiría tener una real convi-
vencia en la institución. Ledis relata:
Les preguntábamos a los padres cómo querían que sus hijos
recibieran las clases, cómo querían ir vestidos al colegio y por
qué, qué significado tenía el sombrero en los adolescentes
wiwa, por ejemplo, y los colores vivos en los afros, entre otras
cosas maravillosas que íbamos descubriendo.
Igualmente fueron develándose muchas más evidencias del pasa-
do afro en la región, como los términos palenqueros, las costumbres, la
forma de hablar y el gusto por los turbantes y muchos otros detalles.
“Casimba, ñango, bololó, eran palabras que usábamos pero que
no sabíamos que hacían parte de la cultura africana de nuestros ante-
pasados”, indicó.
AutorreconocimientoLa rectora afirma que, cuando empezaron a autorreconocerse, también
se iniciaron las conmemoraciones de fechas especiales, como por ejem-
plo la semana de la afrocolombianidad y el día de la no discriminación,
en el mes de marzo.
Para esto no había presupuesto, sin embargo, volvió a salir a flote
la tenacidad y persistencia de los docentes y, en su caso, logró llegar a
115
Riohacha con una comitiva para tomarse
el tradicional Parque Almirante Padilla,
donde revivieron las danzas, expresiones
y representaciones afro.
El apoyo fue llegando poco a poco,
haciendo alianzas, gestiones y vinculan-
do a muchos más líderes y estudiosos,
hasta que conformaron la Asociación
Afroguajira.
Al interior de la institución fue un
proceso más complicado, por la presencia
de indígenas, que eran rechazados por los
afros y viceversa.
“Unos no se querían juntar con los
otros, por la vestimenta, los wiwa eran
más solitarios y callados”, contó la pro-
fesora.
Fue otro trabajo arduo y lento que
tuvo como resultado que ahora los niños
de las diferentes etnias puedan convivir
tranquilamente y aceptarse con sus dife-
rencias y particularidades.
Hubo que reestructurar el manual de convivencia, socializarlo,
no solo con los estudiantes, sino con los padres de familia y toda la
comunidad.
“Al principio fue un caos y hemos encontrado resistencia. Es un
proceso difícil. Ya sabes, buscamos que convivan cuatro culturas dife-
rentes”, expresa la rectora. Sin embargo, —señala— trabajó duro junto
a su equipo de docentes para generar el cambio y establecer una con-
vivencia en paz.
Hoy se siente muy satisfecha al ver que los niños juegan juntos, se
abrazan, se ayudan y, sobre todo, se aceptan.
“Es muy lindo ver a un alumno wiwa o wayuu bailando mapalé,
champeta o cualquier otro ritmo afro y también a los afros bailando
Niños y niñas indígenas y afro han desarrollado una gran relación
mediada por la escuela.
116
la yonna, que es el baile típico wayuu, es un espectáculo maravilloso”,
destaca la docente.
En medio del proceso se conformó un comité de convivencia inte-
grado por autoridades tradicionales, mamos y ancianos, la trabajadora
social, la psicorientadora y algunos docentes, para tratar las situaciones
específicas que se presentaran y afianzar los lazos de hermandad que
hoy existen en la institución.
Como la profesora Ledis pensaba que
no era suficiente, quiso involucrar a toda la
comunidad y por eso las semanas cultu-
rales del colegio salieron de la edificación
escolar y se convirtieron en unas grandes
exposiciones, en las que se daban a conocer
los usos y costumbres, la comida típica y la
cosmovisión de cada cultura.
En el 2011 tuvo la oportunidad de ir a
Bogotá con varios docentes y estudiantes a
un foro educativo en el que se habló de los
aportes del almirante guajiro José Pruden-
cio Padilla a la Independencia de Colombia.
“Allí pudimos exponer todos los aportes que han hecho los afros al
periodismo, la gastronomía, la música, la danza, la literatura, para que
todos conocieran que hemos sido importantes en la historia de nuestro
país”, explica.
El trabajo de la rectora Ledis es permanente y cada día vive pen-
sando en qué puede hacer para mejorar la calidad de la educación en
la institución de la que es rectora y también la vida de sus estudiantes.
Su tarea sigue estando enfocada en visibilizar a la población afro-
descendiente de La Guajira, ya que en el imaginario de la mayoría de los
colombianos, en este departamento solo hay indígenas wayuu.
De esta manera, espera contribuir a que haya en esta región una
memoria que recoja la tradición histórica, social y cultural de los afro-
descendientes, ya que la última estadística que se tiene es del Censo
Su tarea sigue estando enfocada en visibilizar a la población afrodescendiente de La Guajira, ya que, en el imaginario de la mayoría de los colombianos, en este departamento solo hay indígenas wayuu.
117
2005, en el que se autorreconocieron 91.773 afrodescendientes, es decir
el 14,8 % de la población.
Al momento de la entrevista estaba pendiente de la solicitud hecha
al sena para hacer una alianza y lograr que los estudiantes del grado
décimo puedan iniciar un curso en esta institución.
“Aquí estaré hasta que Dios me de vida, ayudando a mis estudian-
tes, trabajando para que cada día sean mejores y luchando para que
siga mejorando la convivencia intercultural en este territorio guajiro”.
118
Neri es profesora y administradora del
hostal Villa Delia, uno de los más populares
en Palomino.
Una docente al rescate de Palomino
Neri Beatriz Berty Rosado es una digna representante de la población negra de Palomino, La Guajira. Desde que se le-vanta hasta que se acuesta, esta psicóloga y docente, traba-ja por sacar adelante a su pueblo con acciones que parecen de superhéroe.
Por Sandra Guerrero Barriga
El azul verdoso del mar, la arena blanca y las palmeras que se mueven
con la brisa, son el cuadro perfecto de unas vacaciones inolvidables para
los centenares de turistas nacionales y extranjeros que cada año llegan
al corregimiento de Palomino, en el municipio de Dibulla, La Guajira.
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Ese cuadro bucólico contrasta con la situación de su población
nativa y raizal (el 80% es afrodescendiente), que afronta dificultades
sociales y económicas raras veces percibidas los visitantes durante su
estadía. Problemas de tenencia de la tierra, de explotación sexual y con-
sumo de drogas, hacen parte del día a día de los habitantes de Palomino.
Una de las personas que mejor conoce y está al tanto de la situa-
ción es Neri Beatriz Berty Rosado, representante de la población negra
de Palomino. Tiene 47 años, es psicóloga, especialista en gerencia social
y se desempeña como docente de ciencias sociales en la Institución
Educativa Isabel María Cuesta González, de Riohacha.
Neri dedica gran parte de su tiempo en solucionar algunas de estas
problemáticas, en atender otras y en alertar a las autoridades sobre
posibles problemas que se puedan presentar.
Entre sus oficios también administra el hostal Villa Delia, uno de
los pocos que pertenece a propietarios nativos, ya que, de los casi 100
que hay, unos 70 son de extranjeros o de personas del interior del país,
que han llegado en los últimos años para quedarse.
Ella relata que todos esos terrenos eran propiedad de su padre
Donaires Berty, quien los fue vendiendo, sin sospechar que Palomino se
convertiría en lo que es hoy, un destino muy apetecido por los turistas.
Hace solo cuatro años, la familia de Neri decidió incursionar en el
negocio turístico y poco a poco construyó un hostal frente al mar que
hoy tiene capacidad para alojar a unas 160 personas. Allí se generan
diez empleos directos; en temporadas bajas y en épocas de descanso o
vacaciones este número se duplica.
La profesora Neri piensa que así como ha crecido significativamen-
te el negocio del turismo, así mismo se han incrementado los problemas
sociales, con un fuerte impacto sobre niños, niñas y adolescentes.
Por este motivo, ellos son su principal objetivo en cada actividad
que planea y desarrolla. “Para nadie es un secreto que muchos extran-
jeros vienen a consumir drogas y eso es muy peligroso para nuestra
población joven”, dice desde la terraza del hostal que da a las playas
del balneario.
120
Las horas de cada día las distribuye entre las clases que dicta en
Riohacha, su familia y el hostal, pero el tiempo que más disfruta es el
que dedica a la cultura, para evitar que los niños y jóvenes de Palomino
se dejen arrastrar a caminos inciertos de los que no se puedan devolver.
Hace poco conformó el grupo Danza Afrodescendiente, integrado
por 24 parejas de niños, que serán el semillero para el futuro. Ante-
riormente había tenido uno que se desintegró porque las niñas fueron
creciendo, se fueron a estudiar fuera del pueblo y otras se casaron,
según explica.
A los integrantes del grupo, una profesora les enseña los bailes de
la región Caribe, como el mapalé, la cumbia, el bullerengue y la puya,
entre otros, pero, además, Neri quiere que aprendan todo lo concernien-
te a la cultura afro.
“Queremos que aprendan el significado de las trenzas, de nuestros
peinados y los turbantes”, indicó.
Ella quiere evitar que las niñas, por ejemplo, se dejen deslumbrar
por quienes llegan a la población en busca de turismo sexual, que sean
libres de escoger un mejor futuro y que conozcan cómo lograron ser
libres sus antepasados diseñando esos caminos de escape con las tren-
zas que se hacían las mujeres en sus cabezas.
En el tiempo que practican los pequeños bailarines, Neri les dedica
una media hora a trabajar la parte psicosocial, a enseñarles valores y
brindarles una formación integral. “específicamente les enseño a decir
no a todo lo malo que les ofrezcan”, aseguró.
Sin embargo, este no es el único objetivo de la docente con este
grupo de danza. Ella afirma que con la llegada a Palomino de tanto
personal de muchos países, de diferentes razas y costumbres, se está
presentando una “translocación” de la memoria cultural del pueblo y
son los jóvenes quienes más se afectan con este fenómeno que califica
como muy fuerte.
El trabajo que realiza es para evitar que esto siga sucediendo y
haya una preservación de la identidad, no solo de la cultura, sino de
los valores. “Queremos impactar a la población infantil, la que viene
creciendo”, indicó.
121
Para lograr este objetivo, Neri tomó una trascendental decisión
con la que evitó que Palomino quedara sin el espacio cultural que les
ha servido a los gestores y cultores del corregimiento.
Hace poco se despojó de diez millones de pesos para comprar el
lote donde está la Casa de la Cultura y así evitar que la administración
municipal dispusiera de este para construir una estación de Policía.
El terreno perteneció a su padre, quien decidió hace 50 años que
este sería destinado al fortalecimiento cultural de la población, por eso
la profesora y psicóloga hizo todas las
gestiones para evitar que esto sucediera.
“No era justo que Palomino se que-
dara sin casa de cultura, porque un pue-
blo debe tener cómo y dónde divulgar su
cultura y sus costumbres”, manifestó Neri,
algo molesta por este episodio.
El lote ya está en proceso de escri-
turación y, por lo tanto, los habitantes de
Palomino seguirán contando con este es-
pacio para sus manifestaciones cultura-
les y artísticas.
Los esfuerzos de la profesora no se quedan allí, ya que también ha
pensado en el desarrollo deportivo y, por eso, creó una escuela de fútbol
a la que le puso como nombre “El poder del deporte”. Esta escuela de
fútbol está a punto de ser legalizada para que sus integrantes puedan
participar en torneos, no solo departamentales, sino nacionales.
Son 120 niños los beneficiados. Ya cuentan con todos los imple-
mentos necesarios para practicar fútbol, así como los uniformes. Y “con
esto también mantenemos a los niños y jovencitos ocupados y los ale-
jamos de las drogas”, manifiesta.
El día para la docente parece tener al menos unas 30 horas, porque
también hace gestiones para un gran proyecto de vivienda a través del
cual se beneficien unas 160 familias afrodescendientes, de las más po-
bres y entre las que están también madres que sostienen a sus hogares
y desplazados por la violencia.
Así como ha crecido significativamente el negocio del turismo, en Palomino aumentan los problemas sociales, con un fuerte impacto sobre niños, niñas y adolescentes.
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Su familia ya donó el lote en el que estarán estas casas, con las
que espera darles una vida digna a estas familias. Se llamará “Altos de
Donaires”, en honor a su padre.
Dice que todo lo que hace es en honor a este pueblo que la vio
nacer y porque cree que la vida sin servir no tiene sentido.
Un paraíso turístico con muchas carenciasDesafortunadamente, en Palomino lo que faltan son soluciones. Es un
corregimiento que, a pesar de conquistar a los turistas internacionales,
tiene graves problemas en los servicios de agua potable y alcantarillado,
pero además los cortes de energía son constantes.
Por eso es explicable que los dueños de hostales hayan tenido que
construir pozos profundos, tanques elevados y cada uno tenga varias
plantas eléctricas, para poder prestar un buen servicio a los huéspedes.
“Esto es una limitante para que el pueblo avance, no podemos ha-
cerlo sin agua y sin luz, por eso necesitamos ayuda urgente”, expresa
Neri, quien recuerda que Palomino no cuenta con acueducto ni tienen
alcantarillado.
Su preocupación va más allá, porque dice que, al no contar con el
recurso hídrico y haberse cavado tantos pozos, algunos muy cerca de
las pozas sépticas, podría haber un colapso en estos terrenos, lo que
podría causar una gran tragedia ambiental.
En medio de todas sus ocupaciones y proyectos, Neri ha tenido
tiempo para advertirles a las autoridades, tanto municipales, como de-
partamentales, de esta situación, sobre todo porque cada día hay más
construcciones y cada una va construyendo su pozo.
La líder afrodescendiente de Palomino también quiere buscar ayu-
da para las casi 100 familias de pescadores que se han visto afectadas
por la construcción de un puerto multipropósito llamado “Puerto Brisa”.
Según explica, el puerto, que está en el corregimiento vecino de
Mingueo, ha afectado en un 80% la pesca artesanal, ya que por el dra-
gado hay una gran franja marítima que no está disponible para los pes-
cadores, quienes tendrían que llevar a cabo su faena en altamar.
123
“Para eso se necesita una embarca-
ción más grande y un motor de alto cilin-
draje, elementos con los que no cuentan
estos pequeños pescadores”, asegura.
Muchos de ellos han dejado de
pescar, otros han optado por dedicarse
a cultivar y algunos se han vuelto guías
turísticos; sin embargo, también hay quie-
nes se dedican al “rebusque” para poder
sostener a sus familias.
Son cuatro organizaciones pesque-
ras las que hay en Palomino, que también
están en los planes de ella, porque dice
que “hay que ayudar a todos por igual”,
refiriéndose específicamente a que tam-
bién hay pescadores que son indígenas de
la etnia wayuu.
Nery Berty recuerda que no es de
un tiempo para acá que realiza su labor
social y recuerda que hace varios años
gestionó la construcción de la Casa Indí-
gena de Palomino. Esta sirve a otro grupo
étnico que también habita en esta población, en los territorios que posee
en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta.
Ellos son los wiwa, quienes bajan a comprar sus víveres o a cum-
plir alguna cita médica y no alcanzan a devolverse a sus hogares, por-
que son muchas las horas que deben recorrer. “Por ellos fue construida
esa casa”, afirma Neri.
Ella afirma que con los cambios que ha tenido Palomino en los
últimos años, ha intensificado su interés en ayudar a la población, y es
ahora, cuando sus tres hijos ya están mayores y profesionales, cuando
más puede dedicarse a todos los proyectos que ha asumido, además
de su labor como docente y problemas de seguridad que enfrentó su
familia, entre ellos, el secuestro de uno de sus hijos.
Instalaciones del hostal Villa Delia, uno de los pocos que son propiedad de los nativos. Con los años son los
extranjeros los que han copado el negocio del turismo.
124
Neri sufrió en el 2017 el secuestro de su hijo Arnovis Barros, quien
estuvo privado de su libertad durante seis meses junto a su novia Nai-
libeth Martínez. Ambos fueron rescatados por el Gaula de la Policía y el
Ejército en enero del 2018, después de un operativo, del cual la líder se
enteró el mismo día que lo llevaron a cabo.
Con este terrible hecho, para la re-
presentante de los afrodescendientes en
el corregimiento de Palomino quedó claro
que la lucha que ha mantenido tiene que
seguir, solo que ahora deberá cuidar más
su seguridad y la de su grupo familiar, ya
que el secuestro ocurrió en la vía que lleva
a Riohacha, precisamente cuando la pareja
de novios regresaba de la población.
“Fueron seis meses llorando y orando,
pero gracias a Dios porque me devolvió a mi
hijo sano y salvo, para mí no hubo Navidad
hasta que lo volví a ver, fue el mejor regalo
que pude haber recibido”, manifestó poco
después de que fueran rescatados muy lejos de allí, en el municipio de
La Jagua del Pilar, al sur del departamento de La Guajira.
Durante el tiempo que duró el secuestro de Arnovis y Nailibeth, los
habitantes de Palomino se solidarizaron con Neri, la apoyaron en todo
momento, le brindaron su ayuda incondicional e incluso realizaron una
marcha para pedir por la libertad de los plagiados, en la que recono-
cieron su liderazgo y la labor que ha llevado a cabo por el bienestar de
este pequeño rincón de La Guajira.
Para ella esto fue un gran aliciente, un pequeño alivio en medio del
gran sufrimiento que la aquejaba. Los planes de esta profesora y líder
del corregimiento son seguir luchando por evitar que la cultura de su
pueblo siga siendo afectada por la intervención extranjera, que los niños
y jóvenes no cedan a los planes de algunos visitantes y que Palomino
pueda contar con unos buenos servicios públicos para el bienestar de
toda su población.
Parte del tiempo que le queda de sus clases y sus negocios personales, Neri lo dedica a trabajar con los niños y jóvenes de Palomino, donde tiene una escuela de danza y otra de fútbol. Cree que de allí saldrán nuevos líderes.
125
Ella no está sola en este trabajo; sus hijos y toda su familia la apo-
yan, así como otros líderes afrodescendientes que tienen los mismos
propósitos.
Mientras sigue soñando con que todo esto suceda en un futuro
cercano, Neri planea otra actividad porque no se puede quedar mucho
tiempo quieta.
Desde octubre está buscando los regalos de Navidad para unos
300 niños de los sectores más vulnerables de Palomino, además planea
brindarles una gran cena el 24 de diciembre. Es algo que hace desde
hace varios años para alegrarles el corazón en las fiestas de fin año,
según cuenta.
Neri no solo aspira a seguir trabajando con y para la gente de
Palomino, sino a que surjan nuevos liderazgos, y está segura de que en
eso la escuela, la cultura y el deporte juegan un papel irremplazable.
Esa es su gran apuesta.
126
Santa Ana tiene 26.584 habitantes,
está a orillas del río Magdalena, en lo que
se conoce como el brazo de Mompox.
Ana Elvia Gazcón, la maestra al frente del Consejo Comunitario de Santa Ana
Por Paola Benjumea Brito
La casa está sin terminar y el piso es de tierra: adentro hay cuatro
hileras de sillas de plástico blancas, un parlante, un ventilador encima
de una silla, un atril y un pendón colgado de la pared con un mensaje
titulado: Quejas de Dios.
Son las 8 de la mañana del domingo. Ana Elvia Gazcón Rangel se
prepara para recibir en una hora a las personas que asistirán a la escue-
la dominical de la iglesia Ministerio Apostólico Cristo, que lidera su hijo
el pastor Elías Alfonso Ospino Gazcón. Está en el barrio San Martín, de
127
Santa Ana, municipio del sur del Magdalena, a 335 kilómetros de Santa
Marta. Mientras llegan los primeros fieles, Ana Elvia recuerda cómo
empezó a trabajar por la población afro de Santa Ana.
A comienzos del 2012, siendo presidenta de la junta de acción co-
munal del barrio San Martín, asistió a las mesas de concertación para
la elaboración del Plan de Desarrollo del entonces gobernador del Mag-
dalena, Luis Miguel Cotes Habeych. Entrando al colegio Antonio Brugés
Carmona, una muchacha le sugirió meterse en la mesa de afros porque
había pocas personas y, sin dudarlo, lo hizo. En la mesa estaban Odorico
Guerra, descendiente de San Basilio de Palenque, y un hombre oriundo
de El Banco, Magdalena. Empezaron a escribir las necesidades de esta
población y al poco rato se acercó la profesora Candelaria Rubio, quien
había conformado una asociación afro, para pedirle asesoría a Odorico
sobre cómo legalizarla.
Desde ese día, Ana Elvia se interesó en la asociación y empezó a
frecuentar a Candelaria para ayudarla en su legalización. Cuando Can-
delaria decidió no seguir, Ana Elvia asumió las riendas del proceso. Has-
ta entonces nunca se había reconocido como afro y se puso a indagar
sobre sus ancestros. “Mi mamá es negrita, tiene el cabello bastante
malo [crespo] y comencé a preguntarle de dónde era mi papá. Ella me
dijo que mi papá tenía ascendencia española y que ella era hija de Mi-
guel Rangel, de Santa Marta”, cuenta. Su piel es morena, usa gafas de
aumento, está vestida con camisa y falda blanca, sandalias planas y
tiene el cabello negro y lacio recogido en un moño.
Nació el 31 de enero de 1963 en Codazzi, municipio del vecino
Cesar, a donde sus padres llegaron a vivir desde Santa Ana. Es hija de
Catalina Victoria Rangel Zambrano, una enfermera que nunca ejerció su
profesión, y de Pedro Manuel Gazcón Méndez, un chofer de camión que
hacía trasteos y transportaba algodón. Es la cuarta de los cinco hijos
de la pareja.
Estudió hasta octavo de bachillerato en el colegio Nacional Agustín
Codazzi, en su pueblo natal. A los 19 años, durante unas vacaciones
de diciembre en Santa Ana, conoció al campesino Elías Alfonso Ospina
Mesa, se enamoraron y al año siguiente se fueron a vivir juntos en ese
128
municipio. De esa unión nacieron cuatro hijos. Luego de parir el último,
decidió terminar el bachillerato en la jornada nocturna del colegio María
Auxiliadora. Después estudió en la Escuela Normal Superior de Corozal,
que daba clases en Santa Ana.
Trabajó como archivadora en el Concejo Municipal, fue promotora
municipal en el centro zonal del Instituto Colombiano de Bienestar Fa-
miliar en Santa Ana y entre el 2001 y el 2010 fue docente de preescolar
y primaria en el corregimiento Santa Rosa y la vereda La Concepción,
conocida como Rancho Boyero, en zona rural de Santa Ana. Esas plazas
se ofertaron y participó en el concurso docente, pero no ganó y se retiró
de la docencia.
Luego incursionó en la política. “En las campañas políticas me
gustaba pelear mucho. Iba y me paraba en una tarima, hablaba por
el candidato e incitaba a la gente para que votara”, recuerda. Eso y el
reconocimiento que tenía como líder comunal de su barrio hicieron que
se animara a aspirar al Concejo de Santa Ana en dos ocasiones. La
primera fue en las elecciones del 2007 por el partido Conservador, pero
no ganó. Obtuvo 82 votos.
Cuatro años después, volvió a aspirar por el partido Liberal. Estaba
apoyando al candidato a la Alcaldía Federico Lopera, y lo hizo compro-
meterse con que si ganaba la iba a ayudar a conformar el Consejo Co-
munitario de la población afrodescendiente. Ella no alcanzó una curul en
el Concejo —solo sacó 45 votos—, pero Lopera sí llegó a la Alcaldía, así
que Ana Elvia empezó a insistirle para que cumpliera su promesa. Logró
que, a través del decreto 90 del 21 de agosto de 2012, se conformara el
Consejo Comunitario de Comunidades Negras de Santa Ana ‘Emmanuel’,
que significa Dios con nosotros. Odorico viajó al municipio para ser el
garante. La mesa directiva del Consejo quedó integrada por Fénix Alfaro,
presidente; William Hernández, vicepresidente; Miriam Ruidíaz, tesorera;
Denis Bolaño, secretaria; y Katina Canedo y Javier Arrieta, vocales. Lenin
Alfaro fue elegido fiscal.
La creación del Consejo Comunitario fue solo el comienzo de una
lucha para conseguir que el municipio cumpla con sus obligaciones con
la población afro. La Alcaldía envió copia del decreto al Ministerio del
129
Interior y a la Oficina de Afros de la Gobernación del Magdalena, pero
no se volvió a interesar por el Consejo.
“Teníamos que llevar los estatutos a Santa Marta, pero no lo hi-
cimos. Quizás fue falta de interés de nosotros, pero sí aparecemos
reconocidos porque en el Ministerio del Interior siempre nos mandan
citaciones para reuniones. He ido a reuniones en Santa Marta, Cartagena
y Valledupar”, dice Ana Elvia. Asegura que el Consejo Comunitario no ha
avanzado mucho porque desconocían la existencia de la Ley 70 de 1993
y su reglamentación en el Decreto 1745 de 1995.
Esta Ley se enfoca en la titulación de territorios colectivos para
las comunidades negras, bajo la figura de los Consejos Comunitarios, y
también en establecer mecanismos para la protección de la identidad
cultural y los derechos de esta población y el fomento de su desarrollo
económico y social.
En diciembre del 2016, el Consejo Comunitario realizó un censo
en la cabecera y los corregimientos por solicitud de la Secretaría de
Salud del Departamento para saber si la población afro estaba afiliada
al sistema de salud y se inscribieron unas 400 familias que se recono-
cieron como afro.
El primero de octubre del 2017, después de recibir una capacita-
ción sobre autorreconocimiento dictada por la Universidad Nacional,
hicieron una asamblea para reestructurar el Consejo Comunitario, a la
que asistieron personas de la zona urbana y rural que se reconocen
como afros. La secretaria renunció y fue reemplazada por Diana López
Morales y los vocales estaban ausentes y fueron cambiados por Luis
Eduardo Mejía Rocha, del corregimiento de San Fernando, y Juan David
Álvarez Atencio, del corregimiento de Barro Blanco.
El 10 del mismo mes le enviaron una solicitud a la alcaldesa de
Santa Ana, Lourdes del Rosario Chicre, para que expidiera la resolución
de la reestructuración del Consejo y así continuar los trámites ante el
Ministerio del Interior y Justicia para su aprobación. Con esto esperan
acceder a los programas y políticas que el Estado tiene para la población
afro. Ana Elvia, quien está replicando los talleres de autorreconocimien-
130
to en el corregimiento de Barro Blanco y luego lo hará en San Fernando,
Germania, Jaraba y Santa Rosa, dice:
A la fecha no hemos logrado nada, ahora con la reestructura-
ción es que vamos a lograr muchas cosas. No hemos tenido
apoyo de la Alcaldía ni de la misma comunidad porque había
mucho desconocimiento y pues ya la gente está tomando con-
ciencia de que sí somos afros.
***
Santa Ana se encuentra a orillas del río Magdalena, en lo que se conoce
como el brazo de Mompox. Este municipio fue fundado el 26 de julio de
1750 por el español José Fernando de Mier y Guerra, a quien le enco-
mendaron controlar las actuaciones de los indígenas Chimilas frente a
los pobladores blancos asentados en las riberas del Magdalena y evitar
los ataques que les causaban a las embarcaciones que subían y bajaban
por el afluente.
De acuerdo con el libro El hombre y su río, del sociólogo Edgar Rey
Sinning, los negros fueron traídos por los españoles a las poblaciones
ribereñas para que reemplazaran a los indígenas en la actividad más
dura y humillante de la época: la boga por el río Magdalena. Esto como
consecuencia del exterminio rápido de los aborígenes que se dedicaban
a esta actividad.
La utilización de la mano de obra negra comenzó a tener presencia
fuerte en el río después de 1610 y, hasta la mitad del siglo xx, fueron
los motores de las canoas y champanes que recorrían el Magdalena de
norte a sur del país.
Pese al sometimiento de los españoles, los negros crearon meca-
nismos para preservar sus costumbres y tradiciones. Algunos comenza-
ron a fugarse —a los fugitivos les llamaban cimarrones— y así lograron
conservar sus cantos, instrumentos musicales, danzas, religión y otros
aspectos, que hoy hacen parte de los aportes culturales de los africanos
a la región Caribe.
En Santa Ana la herencia afro se refleja en manifestaciones cul-
turales como la música de tambora y la zafra, que tiene sus orígenes
en los cantos generados por los esclavos dedicados al corte de la caña
131
de azúcar, que con el tiempo se fueron
reproduciendo en otras actividades agrí-
colas. En este municipio, la zafra hace
parte de su tradición oral, sin embargo,
actualmente son muy pocos los portado-
res de dichos conocimientos. La mayoría
son personas de la tercera edad que viven
en el corregimiento de Jaraba y que se
dedican a la agricultura y la pesca.
***
Santa Ana era conocido como ‘la Atenas
del Magdalena’ o ‘la Perla del sur del Mag-
dalena’, porque fue un importante puerto
fluvial y de desarrollo cultural. En 1918
fue elevado a la categoría de municipio,
a través de Ordenanza. Sus principales
actividades económicas son la ganadería
y la agricultura.
Tiene 26.584 habitantes y por sus
calles circulan motos y motocarros que
son el principal medio de transporte del
municipio. En la calle principal del sector
de Los Tubos se concentra la actividad co-
mercial. Hay almacenes de ropa, panaderías, droguerías, restaurantes
y empresas de transporte intermunicipal.
En la arquitectura colonial de algunas casas se observa el paso de
los españoles por este territorio. “Nosotros como tal no somos una raza
pura, sino que tenemos una mezcla de cuando vinieron los españoles y
trajeron a sus esclavos. De ahí viene que nosotros tenemos raíces afro”,
dice Ana Elvia.
Pese a este mestizaje, muchos santaneros desconocen que son
descendientes de africanos. Según datos de la Alcaldía solo el 0,5%,
correspondiente a 1.252 personas residentes en Santa Ana, se auto-
rreconoce como negros, mulatos o afrodescendientes. Por eso, en los
Santa Ana fue fundada el 26 de julio de 1750 por el español José Fernando
de Mier y Guerra. Era conocida como ‘la Atenas del Magdalena’ o ‘la Perla
del sur del Magdalena’, porque fue un importante puerto fluvial y de
desarrollo cultural.
132
talleres que se dictan en los corregimientos, les pide a los participan-
tes que hagan un árbol genealógico e investiguen sobre sus ancestros,
porque, aunque tengan la piel clara, sus abuelos o bisabuelos pueden
ser afrocolombianos.
Con el Consejo Comunitario buscan presentar proyectos que bene-
ficien a la población afro, sobre todo en materia de vivienda y acceso a
tierras porque muchos no tienen casa propia ni tierras dónde trabajar.
Ana Elvia reside con su esposo Elías Alfonso en la casa de una cu-
ñada, donde no pagan arriendo, pero sí los servicios públicos. Su marido
siembra yuca, maíz, patilla, frijol, ají, tomate y habichuela en una parcela
que le prestan en la vereda Villa Ruth porque no tienen tierras y viven
de lo que producen. Por eso su anhelo es tener un pedazo de tierra para
cultivar. Ella se dedica a las labores del hogar y los miércoles, viernes
y domingos asiste a la iglesia. Comenzó a buscar lo que llama “los ca-
minos de Dios” porque su tercer hijo, quien fue soldado en el Ejército y
ahora es pastor, era adicto a las drogas y el alcohol. Tuvo que ir a Carepa
(Antioquia) a pedir que le dieran la baja porque era muy indisciplinado y
tenía problemas con sus superiores y cuando se lo trajo para Santa Ana
siguió en el vicio. Empezó a ir a la iglesia cristiana El Redentor “para ver
si una mano divina” sacaba a su hijo del abismo y se le hizo el milagro.
Ahora espera que Dios también le eche una mano para consolidar el
trabajo con el Consejo Comunitario y ayudar a los campesinos sin tierra.
En la vereda Gallo Solo, un grupo de afros tiene unos predios sin legali-
zar y a través del Consejo buscan que obtengan los títulos de propiedad.
También quiere ayudar a los jóvenes que necesitan una certifica-
ción para estudiar una carrera en la universidad porque sus cuatro hijos
no pudieron ser profesionales por falta de recursos. “De pronto haciendo
el esfuerzo muchos jóvenes puedan lograr algo, muchos están perdidos
en la droga porque no tienen oportunidades”, dice.
Ana Elvia sabe que en algún momento tendrá que dejar de lide-
rar el Consejo Comunitario, pero antes de hacerlo quiere conseguir un
proyecto para que los afros se den cuenta que sí se puede. “Ese es mi
anhelo y sé que Dios hasta ahora me está ayudando en esto porque me
está abriendo muchas puertas”.
133
Carelis Pérez, la cara de los afros en Santa Bárbara de Pinto
Por Paola Benjumea Brito
Carelis Patricia Pérez Fontalvo tenía 10 años cuando descubrió el baile.
Estaba en quinto de primaria y, al salir del colegio, se quedaba mirando
a los niños y jóvenes que movían las caderas al son de instrumentos de
percusión en la Casa de la Cultura Aníbal Díaz, en Santa Bárbara de Pinto,
sur del Magdalena. El cuerpo le pedía sumarse al grupo de danza, así que
un día se animó a decirle al instructor que la dejara ingresar y él aceptó.
El problema era que su mamá, Zenaida Fontalvo Bolívar, no quería
que bailara porque le parecía que eso solo traía “cosas malas” y, cada
134
vez que se enteraba de que había estado ensayando, la regañaba y le
pegaba. La prohibición, en lugar de hacerla desistir, avivó su instinto y
la empujó hacia sus raíces afrocolombianas.
Carelis lleva el ritmo en la sangre. Sus tías paternas Irene, María y
Francisca Pérez bailaban cumbia en El Banco, Magdalena; y las tías de
su mamá, Carmelina y Delfida Fontalvo, eran cantadoras y bailadoras de
Chandé, una danza cantada y alegre que fusiona instrumentos indígenas
y africanos como el tambor, la tambora, el guache, la maraca y la flauta
de millo, que se acompaña por las palmas de los bailarines.
“Yo soy negra aunque mi color no sea tan oscuro, soy negra por-
que esa es mi ascendencia, porque mi abuela paterna (Pascuala Ca-
margo) es negrita, pelo crespo y tengo familia de piel oscura. De ahí
viene que seamos morenitos”, dice. Sus labios son delgados y la nariz
un poco achatada. Es delgada, su cabello es negro y largo y habla con
desparpajo y seguridad.
Está sentada en una silla de plástico, viste una camiseta blanca con
estampados de colores, un pantalón rojo ajustado y alpargatas negras
con una rosa roja en el centro. A sus espaldas hay camisas, pantalones
y vestidos de distintas tallas y colores colgados en ganchos de las pare-
des. Es el almacén de calzado y ropa que está en la parte delantera de
la casa, situada en la calle central de Santa Bárbara de Pinto, municipio
a 350 kilómetros de Santa Marta.
Con el grupo de danza se presentó en festivales de municipios
vecinos como el Carnaval del Río en Santa Ana y Talaigua Nuevo; inclu-
so, estuvo en el Carnaval de Barranquilla, hasta que, a los 17 años, sus
padres, Miguel Ángel Pérez Camargo y Zenaida, la enviaron para Carta-
gena de Indias a terminar el bachillerato porque en el municipio siempre
faltaban profesores. Volvía a Santa Bárbara de Pinto en carnavales o
para la fiesta de la Virgen del Carmen. Entonces armaba comparsas
con sus amigos, escogían reina y salían a bailar. Ya no baila, pero sigue
patrocinando comparsas y reinas.
***
Carelis Pérez nació el 6 de abril de 1991 en Santa Bárbara de Pinto, un
municipio flagelado por las inundaciones y la pobreza, donde solo hay
135
cinco instituciones educativas en la cabecera y los corregimientos. Allí
solo se ofrece educación hasta el bachillerato. Los jóvenes que quieren
seguir una carrera técnica o universitaria tienen que irse para la capital
más cercana.
Ella se graduó de bachiller en la Institución Educativa Ambiental
de Cartagena y en el 2009 empezó a estudiar inglés, pero la muerte de
su hermano Yairthon José —un cáncer de pulmón lo mató en julio del
2010— la hizo regresar a su pueblo y los estudios quedaron aplazados.
Estando en Santa Bárbara de Pinto la contrataron como auxiliar en
la Secretaría de Salud Municipal. A comienzos del 2011 volvió a Cartage-
na con la intención de terminar sus estudios de inglés y luego ingresar
a Comunicación Social, carrera por la que se sentía atraída desde los 14
años, cuando un parapsicólogo la escuchó hablando con una amiga en la
calle y le propuso grabar cuñas, hacer entrevistas y leer el horóscopo en
un programa de fines de semana en la emisora Fidelidad del municipio.
Finalmente, no hizo ni lo primero ni lo segundo.
Estuvo yendo y viniendo entre la capital de Bolívar y Santa Bárbara
de Pinto hasta que en el 2013 ingresó a la Fundación Universitaria Tec-
nológico Comfenalco a estudiar la tecnología en gestión logística. Cursó
hasta cuarto semestre. A mediados del 2015 regresó de vacaciones a
su pueblo y terminó trabajando en una campaña política. La candidata
a la Alcaldía de Santa Bárbara de Pinto, Jacit Turizo, la contrató como
su asistente.
Lo que pensó como vacaciones se transformó en un año de trabajo.
Volvió a la radio a grabar las cuñas políticas y presentaba los eventos de
la candidata. También grababa los comerciales del candidato opositor,
Ricardo Andrade. Así que su voz sonaba en ambas campañas, que, al
final, serían una sola, pues los candidatos se unieron. Andrade ganó las
elecciones y al posesionarse nombró a Carelis coordinadora de Juven-
tudes del Municipio, un cargo que empezó a ganarse desde la campaña
de Turizo, cuando conformó un comité juvenil. Recuerda que:
Al principio la gente se reía y decía: “esos pelaos no votan”.
Pero claro que votan. No todos, pero sí los que tienen mayoría
de edad. Los uniformé con camisetas azules y gorras fucsia
136
y naranja y cuando iba a un evento llegaba con mi mancha
azul. Eran colores encendidos para que la gente nos notara.
Los jóvenes pegaban los afiches. Después de eso las otras
campañas crearon sus grupos juveniles.
Estando en la alcaldía creó el grupo Juventud Activa y empezó a
trabajar por los jóvenes. Y al poco tiempo también se interesó por la
población afro, que, pese a ser mayoría en el municipio, no gozaba de
ningún beneficio. Un día, hablando con Olmedo López Medina, un aboga-
do de 28 años que trabaja como asesor en la oficina jurídica de la alcal-
día, decidieron indagar sobre los afro. La información del Ministerio del
Interior les reveló la importancia del autorreconocimiento como negro,
afrocolombiano, raizal o palenquero y las medidas para garantizar de-
rechos reflejados en infraestructura y recursos para educación, vivienda
y otros proyectos.
Decidieron conformar un comité y convocaron a reuniones en el
auditorio del municipio. A las primeras asistió poca gente, así que cam-
biaron la estrategia de presentación: cuando les dijeron que a través de
la certificación como afros podían obtener descuentos en las universi-
dades públicas empezaron a llegar más. Carelis aprovechaba cualquier
espacio para convencerlos de la importancia de autorreconocerse como
afros. Iba a las reuniones de Familias en Acción y les decía a las mamás
que sus hijos podían obtener beneficios para ingresar a la universidad,
que no importaba que estuvieran pequeños, que eso les iba a servir para
toda la vida. También visitaba los barrios y los corregimientos.
En una de las reuniones conoció a Olmedo Martínez España, presi-
dente de la Junta de Acción Comunal del barrio Nuevo Horizonte, quien
se vinculó al comité. “Hemos trabajado por el bien de todos. Carelis es
una líder que se esfuerza para que las cosas se hagan como deben
hacerse. Eso sí, con ella las cosas tienen que ser al 100%, pero a veces
usted gana si saca el 80% también”, dice.
Pese a que muchos pinteños tienen ancestros afro, no se recono-
cen como negros porque consideran que es algo negativo e incluso se
ofenden si les dicen que son de esa etnia. Carelis logró que cambiaran
esa forma de pensar. “El que usted se reconozca como afro no lo hace
137
menos, por el contrario, lo hace más por-
que las personas de color fuimos los que
le dimos la libertad al pueblo”, les decía.
Y le funcionó.
El 30 de marzo del 2017 se confor-
mó el Comité Afrocolombiano de San-
ta Bárbara de Pinto y escogieron a sus
miembros: el presidente es Olmedo López
Medina, el vicepresidente es Olmedo Mar-
tínez España, el secretario es José Grego-
rio Rodríguez Acuña, la tesorera es Nolfi
Esther Pérez Fontalvo, el fiscal es José
Mario Andrade García, y los vocales son
Jackelin Vides Pérez y Luz María Cera Vi-
llar. Carelis no ocupa ningún cargo, pero
es la encargada de liderar todo el proce-
so. “Nos hemos enfocado en la educación
porque lo que más me preocupa es la
problemática que tienen los jóvenes. Muchos de ellos no tienen trabajo
ni cómo irse a estudiar. Y son pelaos muy buenos”, dice.
En Santa Bárbara de Pinto la mayor parte de la población obtiene
su sustento de la ganadería, la agricultura o la pesca artesanal. Las
fuentes de empleo son escasas y los profesionales trabajan en la al-
caldía, el hospital municipal, la Comisaría de Familia o el colegio. Desde
la Coordinación de Juventud, Carelis le presentó al alcalde un plan de
acción que incluye a los jóvenes, los afros y la comunidad lgbt, y está
orientado a la generación de empleo. Logró que el sena dictara cur-
sos sobre emprendimiento y reforestación en el municipio y en el 2016
crearon un vivero en el corregimiento de San Pedro con la intención de
venderles árboles frutales a los ganaderos y dueños de finca de la re-
gión. En el 2017 estaba a la espera de que le enviaran un instructor para
dictar el programa técnico en manejo ambiental. Dice Olmedo López:
Ella nos ha ayudado a llevar el reconocimiento afro mucho
más allá. Hemos conseguido que el Departamento del Magda-
138
lena se fije en este municipio apartado de la capital y gracias a
ella han venido funcionarios al Municipio que quieren trabajar
y están trabajando por las comunidades afrocolombianas.
***
Santa Bárbara de Pinto fue fundada en 1741 por el español José Fer-
nando de Mier y Guerra. Antes de ser erigido municipio, a través de la
ordenanza número 003 del 23 de junio del 2000, sancionada por el en-
tonces gobernador del Magdalena, Juan Carlos Vives Menotti, fue corre-
gimiento de Tenerife y después de Santa Ana. Tiene 12.935 habitantes
y está a orillas del brazo Mompox del Río Magdalena. El área urbana
está dividida por los antiguos corregimientos de Pinto y Pinto Nuevo,
hoy separados por un pequeño puente. En Pinto estaba asentada toda
la población y el resto del pueblo era monte antes que las inundaciones
les empujaran a poblar la parte más alta, conocida como Pinto Nuevo
o ‘Zorra’, porque había muchos de esos animales (zarigüeyas). La zona
rural está compuesta por cinco corregimientos: Veladero, San Pedro,
Cundinamarca, Cienagueta y Carretal.
Los primeros pobladores de este territorio fueron los indígenas
chimilas, malibúes y pintaos, de los que se cree proviene el nombre de
Santa Bárbara de Pinto. Luego, los conquistadores españoles trajeron
a los negros esclavos para incorporarlos a las jornadas laborales de la
región, de los que son descendientes familias como los Martínez, Fon-
talvo, García y Larios.
Hasta octubre del 2017, el Comité había registrado 1.000 afros y
certificado a cerca de 200 jóvenes que han ingresado a las universida-
des. Ahora están en el proceso de conformar un consejo y una asocia-
ción para presentar proyectos y beneficiar a más personas. Además,
esperan que la alcaldía decrete la mesa de afros para que tenga su
propio plan de acción y le destinen recursos. “La idea es que en cada
espacio y cada dependencia de Pinto haya un afro. Eso va a generar más
oportunidades de empleo y que esta población sea más visible”, dice
Carelis. Mientras habla se le acerca su pequeña hija Valentina, nacida el
22 de octubre del 2016.
139
Esas son sus metas en el corto plazo, porque admite que no se
quedará quieta hasta que logre conformar el consejo y la asociación.
Además, sabe que tiene que aprovechar que cuenta con el respaldo del
actual gobierno y está trabajando en la administración para allanar ese
camino. Asegura que no le interesa la política y que su única motiva-
ción es ayudar a los jóvenes de Santa Bárbara de Pinto para que sigan
estudiando y no se queden estancados. Por eso, los motiva para que
hagan el bachillerato. Muchos prefieren trabajar como ordeñadores en
las fincas o mototaxistas que estar en el colegio. A los desempleados
los mantiene ocupados en actividades como sembrar árboles o hacer
deporte. Ha creado varios equipos de fútbol.
De lunes a viernes, Carelis se levanta temprano para atender a
su hija Valentina, a quien deja bajo el cuidado de su mamá para irse a
cumplir con sus labores en la alcaldía. También colabora con la Secre-
taría de Salud, de la cual depende su oficina. Ella es la responsable de
la mesa de infancia y adolescencia. En los Consejos de Política Social,
que se realizan trimestralmente, presenta los avances de su gestión.
Ha aplazado mudarse a Barranquilla con Carlos de la Ossa, papá
de su hija, quien trabaja allá en una empresa de telecomunicaciones.
Se conocieron cuando viajaban en una chalupa entre Magangué y Santa
Bárbara de Pinto. Al principio le cayó mal, pero al poco tiempo se hicie-
ron novios. Durante su noviazgo se veían los fines de semana, ella via-
jaba a Barranquilla o él venía a Santa Bárbara de Pinto, pero desde que
nació Valentina la distancia se convirtió en un problema para la pareja.
Él quiere que se vayan a vivir juntos en la capital del Atlántico, pero Ca-
relis siente que no puede irse sin antes dejar conformada la mesa afro
y crear una unidad productiva para la cría de cerdos, pollos y caprinos,
que beneficie a más de 150 familias, para lo cual está a la espera de los
instructores del sena. Dice:
Aquí hay buenos líderes juveniles y estoy formando nuevos
líderes para que cuando yo me vaya eso quede listo. Si eso
desaparece todo el trabajo se va a perder. La gente va a volver
atrás y los niños no van a saber qué es ser afro y no se van a
identificar. Hay que romper esa brecha.
140
El testimonio del líderWilliam Herrera Hernández.
“Muchos se sienten marginados si son afros, pero es bonito reconocerse”
Por Paola Benjumea Brito
La historia familiar de William Daniel Herrera Hernández comenzó a fi-
nales del siglo xv, en la época de la Conquista y Colonización de América
por los españoles. Sus ancestros fueron traídos como esclavos desde
África para trabajar en la construcción de las murallas de Cartagena,
ciudad que se constituyó en el principal puerto de entrada de esclavos
africanos al territorio colombiano.
141
Algunos se trasladaron a la isla de Barú, donde nació su bisabuelo
materno, Ventura Hernández Padilla, quien siendo muy joven fue llevado
por su padre a Magangué, Bolívar, a orillas del río Magdalena. En ese
pueblo caluroso conoció a su esposa Eugenia, con quien tiempo después
se fue a poblar tierras baldías en el municipio de Santa Ana, Magdalena.
Ventura Hernández era un negro alto y muy educado. Transcribía
las cartas de las personas que no sabían leer ni escribir, y escribía poe-
mas. Era conocido como el ‘poeta de La Floresta’, como se llamaba el
sector donde se radicó en el pueblo. Se dedicaba al comercio, compraba
y vendía madera que traían en los barcos, y llegó a ser muy influyente
económicamente.
William recuerda que desde niño, su bisabuelo, quien murió a los
105 años, le hablaba sobre sus raíces y reconocerse como afrodescen-
diente fue algo natural: se crio en medio de tradiciones africanas, como
pilar el maíz para hacer chicha, mazamorra y arepas, y preparar dulces
de los frutos de la región. También creció escuchando el bullerengue que
cantaba su abuela Celina Bastidas mientras lavaba la ropa y cocinaba.
Tiene la piel clara, el cabello negro con corte bajito y un bigote inci-
piente. Es delgado y está vestido con camisa blanca con las mangas re-
mangadas y pantalón caqui sujetado con un cinturón de cuero. “No solo
es afro aquella persona que sea negra y de labios gruesos, ni aquella
persona que se considere afro. Tiene que buscar sus raíces, preguntarle
a sus papás y sus abuelos”, dice sentado en el vestíbulo de un hotel de
Santa Ana, municipio del sur del Magdalena, a 335 kilómetros de Santa
Marta, durante un receso de su trabajo como mototaxista.
El motocarro en el que transporta a diario pasajeros en el casco
urbano de Santa Ana —e incluso en las zonas rurales—, y que aún no ha
terminado de pagar, está estacionado en la entrada del hotel.
Desde hace cinco años es vicepresidente del Consejo Comunitario
de Comunidades Negras de Santa Ana, creado a través del decreto 90
del 21 de agosto del 2012.Se vinculó para trabajar por el rescate de
la cultura y las tradiciones de los afrodescendientes y luchar por la
defensa de los derechos que, según él, han sido desconocidos por las
administraciones municipales.
142
Durante el periodo del exalcalde de Santa Ana, Federico Lopera,
se logró la creación del Consejo Comunitario, pero esa fue la única ini-
ciativa en favor de los afrodescendientes. La actual alcaldesa, Lourdes
del Rosario Chicre tampoco le ha dado importancia al tema, pese a que
algunos de los 11 integrantes del Consejo trabajan en la Administración.
“Si nos quisieran apoyar nos podrían dar un empujón, pero no lo han
hecho. Falta voluntad política”, dice.
Precisamente esa falta de apoyo de la alcaldía, según William, no
ha permitido que haya mayores avances en el Consejo Comunitario.
Pese a esto, los miembros del Consejo renovaron sus ganas de trabajar
por la población afro del municipio a partir de agosto del 2017, después
de asistir al mini curso “Afrodescendientes en el Caribe: ¡Somos Más”,
dictado por el grupo de investigación sobre Igualdad Racial, Diferencia
Cultural, Conflictos Ambientales y Racismos en las Américas Negras,
del Centro de Estudios Sociales de la Universidad Nacional de Colombia,
sobre la historia y otros aspectos de la población negra, afrocolombiana,
raizal y palenquera en la región Caribe. Dice William:
No hemos tenido un avance grande porque no teníamos ase-
soría. Esto lo hemos hecho a la fuerza, a los empujones, por
el entusiasmo que tenemos de salir adelante, pero nos faltaba
asesoría. La idea es que el Estado nos reconozca a nosotros y
que vengan las ayudas a los municipios.
Están en proceso de crear una fundación para presentar proyectos
de vivienda y de educación que beneficien a la población afro del munici-
pio que, según un censo que hizo el Consejo Comunitario, supera las 126
personas. También están luchando para que unos terrenos baldíos que
están en el sector de Las Palmitas sean reconocidos por el municipio
como propiedad de la población afro para poder ejecutar proyectos de
agricultura o ganadería.
Santa Ana fue fundada el 26 de julio de 1750, por el español Fer-
nando de Mier y Guerra. En ese entonces estaba poblado por los indíge-
nas Chimila, que permanentemente realizaban asaltos y emboscadas
a las personas que transitaban por la ribera del Magdalena, por lo que
fueron desplazados de la zona. Los negros llegaron como esclavos des-
143
de Mompox y participaron en la construcción de viviendas coloniales
que aún están en pie en el centro del municipio. Por eso, los actuales
pobladores son producto del mestizaje de españoles y negros.
“Muchos se sienten marginados si son afros, pero es bonito re-
conocerse. Para mí es un orgullo ser afro. Tenemos fortalezas, somos
de una piel resistente al sol, somos pujantes, gente alegre y eso se lo
agradecemos a la mezcla con los afros”, dice.
***
William Herrera nació el 8 de junio de 1986 en Plato, Magdalena. A los
dos meses sus padres Jaime Herrera Nájera, agricultor, y Martina Her-
nández Puello, ama de casa, lo llevaron a vivir a Santa Ana. Es el menor
de cuatro hermanos (una mujer y tres hombres).
Su infancia estuvo llena de carencias. Su papá los abandonó cuan-
do apenas era un bebé y su mamá tuvo que sacarlos adelante a él y sus
hermanos vendiendo chance, rifas y ropa de segunda y trabajando como
aseadora en los colegios públicos.
Para ayudar a su familia, empezó a trabajar desde los 14 años
como mototaxista, pero sin abandonar sus estudios de bachillerato. En
undécimo grado ingresó a la Institución Educativa Técnica Departamen-
tal Rafael Jiménez Altahona, sede La Clínica, donde mostró su liderazgo
tras ser elegido personero estudiantil.
Era la primera vez que estudiaba en ese colegio y se enfrentó a
otra estudiante que había cursado todo su bachillerato en el plantel. Sus
propuestas, que incluían realizar campeonatos deportivos, arreglar los
ventiladores y sillas dañadas y dotar los salones con botiquines, logra-
ron convencer tanto a estudiantes como profesores. Obtuvo 586 votos
frente a 96 de su rival. “Ese programa de gobierno lo pude ejecutar, hice
recolección de plata con los alumnos, organizaba eventos culturales
(teatro, danza, música) y recaudaba fondos”, recuerda.
Cuando se graduó dio el salto a la política. Algunos profesores lo
invitaron a una reunión con el entonces senador de la República por
el Polo Democrático, Gustavo Petro, con quien tuvo gran empatía, y lo
incluyeron en la lista de este partido al Concejo de Santa Ana. “Era de
relleno, pero me gustó la cosa”, dice.
144
En las elecciones regionales del 2008, el Polo Democrático no sacó
ninguna curul en el Concejo de Santa Ana y William solo obtuvo 22 vo-
tos. Sin embargo, sus dotes como orador y su liderazgo con los jóvenes
hicieron que los políticos del municipio le propusieran volver a aspirar.
En las regionales del 2011, se inscribió como candidato al Concejo,
esta vez por el Partido Conservador, pero tampoco tuvo suerte. Solo sacó
77 votos. Pese a los malos resultados lo intentó por tercera vez en el
2015, por el partido Centro Democrático, y obtuvo únicamente 96 votos.
Sus tres intentos por llegar al Concejo Municipal, con partidos
distintos, tenían como motivación lograr que en Santa Ana se abriera
una sede del Servicio Nacional de Aprendizaje (sena) porque muchos
bachilleres se quedan estancados al no contar con recursos para ir a la
universidad, contribuir para que a los afrodescendientes les reconozcan
sus derechos y mejorar las condiciones de trabajo del gremio de moto-
taxistas. Sin embargo, se desencantó de la política y decidió no volver a
aspirar. “Aquí la política es demasiado corrupta y no sirve una persona
correcta. Yo como soy demasiado correcto no sirvo para eso, por eso
decidí retirarme, pero no de mis proyectos”, asegura.
En el 2017 conformó con 30 socios la Cooperativa Multiactiva y de
Transporte de Santa Ana (Coomultrasan), de la cual es presidente, con el
propósito de mejorar la calidad de vida de los mototaxistas —que ejercen
una actividad ilegal y no cuentan con ningún tipo de seguridad social— a
través de préstamos y facilidades para la compra y venta de vehículos.
Como es “multiactiva” también incluyeron proyectos de agricultura,
vivienda, educación y turismo, para dinamizar la economía local por-
que en el municipio hay mucho desempleo, pero la cooperativa todavía
no cuenta con la aprobación de la alcaldía. “La idea es no quedarnos
simplemente como mototaxistas, sino crecer y ayudar a la gente, es-
tablecernos como empresa y prestarle servicios a la comunidad con
responsabilidad”, dice.
El mototaxista Walberto Merlano, quien conoce a William desde
hace cinco años, asegura que es una persona seria y que cuando dice
algo lo cumple. “En todas las cosas que se desempeña hace una buena
labor y estamos bien respaldados por él. Es un líder porque es una
145
persona inteligente y sabe llegar a las
personas”, dice.
***
William conoció a Greidys Acuña Tapias,
su esposa, cuando estaban en el colegio.
Ella es menor que él siete años, pero eso
no fue impedimento para que se enamo-
raran. Desde el 2007 se fueron a vivir jun-
tos en unión libre y una década después
se casaron por lo civil porque ambos son
cristianos. De su unión nacieron dos hijos:
Marco Daniel, de ocho años, y Nicole Da-
nela, de tres años, quienes tienen la piel
blanca y el cabello rubio, pero les han mo-
tivado para que se reconozcan como afros.
Su rutina laboral comienza a las
4:30 de la mañana. A esa hora sale a re-
correr las calles en busca de pasajeros o
a recoger a los viajeros que llegan desde muy temprano en los buses
desde Santa Marta para llevarlos a algún sitio en el pueblo, Mompox o
Bodegas, en la vía a Magangué, Bolívar. Luego regresa a su casa para
llevar a su esposa a su trabajo en una miscelánea y por la tarde a los
niños al colegio. A las 7 de la noche termina su jornada.
En los recorridos en motocarro, William aprovecha, en ocasiones,
para contarles a los pasajeros que llegan de otros municipios sobre
los atractivos naturales de Santa Ana, como Playa Afuera, una ciénaga
ubicada a dos kilómetros de la cabecera municipal, donde se pueden
observar a los pescadores en sus faenas, y los “barrancos”, accidentes
geográficos formados a través de los años por el paso del río Magdale-
na, que son mencionados en el himno del municipio.
En una época trabajó atendiendo una estación de gasolina y como
vendedor en un almacén. Hizo dos cursos en el sena, uno de reciclaje
y otro de reforestación. Vive con su familia en la urbanización 29 de
146
Noviembre, un proyecto de vivienda para desplazados, donde cuida una
casa ajena y solo paga los servicios públicos.
“Mis aspiraciones son darle una buena educación a mis hijos y
sacarlos adelante. Espero que mis hijos no vayan a quedar manejando
una motocarro, sino que tengan una estabilidad laboral y que sean pro-
fesionales”, dice.
También es cantante y compositor. Su gusto por la música viene
desde niño. Lo heredó de su bisabuelo Ventura Hernández, quien fue
compositor y cantaba poemas a los que les ponía ritmo.
Empezó a componer a los ocho años canciones de champeta, un
ritmo de origen africano. Asegura que compuso más de 100. A los 14
años se escapó de su casa y se fue para Cartagena para grabar la cham-
peta “Busco un amor”, que le compuso a una compañera del colegio,
rubia y de ojos verdes, de la que se enamoró y quien lo traicionó con
otro muchacho.
Busco un amor, busco un corazón que me quiera
Que sea sincero, que no me tome como un juego
Ay amor, ay amor, ven a mí, ven a mí
Corazón, corazón, ven a mí, ven a mí, ven a mí
Qué triste es encontrar espinas, cuando se busca una flor
Pero más tristeza da encontrar desprecio, cuando se busca un
amor (bis).
En Cartagena le cerraron las puertas porque no era un cantante
conocido, pero logró que la canción fuera grabada por Maicol Plata, uno
de los pioneros de la champeta en la costa Caribe, quien estaba radicado
en Santa Ana. Sin embargo, el tema no sonó en las emisoras.
William tiene una explicación para ese fracaso musical: “Una cosa
era que yo la cantara y le colocara el ritmo sentimental y otra lo que
Plata quería. Él a las champetas que cantaba le metía mucho ritmo, era
demasiado explosiva, no era romántica”.
También ha compuesto baladas, merengues y vallenatos y se pre-
sentaba en tarimas populares en el municipio, lo cual lo llevó a una vida
desordenada de trasnochos y consumo de alcohol. Hace tres años eso
hace parte del pasado porque empezó a asistir a una iglesia cristiana y
147
ahora solo compone canciones para alabar a Dios. Una de ellas es “Por-
que tú transformas”, en ritmo vallenato.
La religión es otro capítulo importante en la vida de William. En
su infancia asistía a la iglesia católica y quería ser sacerdote porque
le gustaba ayudar a la gente, pero al convertirse en adulto empezó a
congregarse en una iglesia cristiana después de tener lo que él llama
“una revelación en sueños”.
Soñó que un meteorito cayó entre la casa cural y la iglesia, des-
truyendo todo a su alrededor. El piso del parque se abrió y uno de sus
hermanos se fue para el infierno, mientras él lloraba desconsolado. Se
despertó sofocado y empezó a buscarle explicaciones a ese sueño. De-
clara que las encontró en la Biblia.
Ahora sus sueños están centrados en ayudar a los afrodescendien-
tes y mototaxistas y espera que se hagan realidad a través del Consejo
Comunitario y la cooperativa Coomultrasan para que esta población deje
de ser un “cero a la izquierda” en Santa Ana.
148
Jerónimo Alvarino hace parte del cuerpo
de salvavidas de la Defensa Civil de San
Andrés.
“Me sacas de San Andrés y me muero”. Jerónimo, el caminante del mar
Jerónimo Miguel Alvarino siente que si lo sacan de San An-drés le pasaría lo mismo que a un pez al sacarlo del agua. Esta tierra le recibió cuando tenía 10 años y no lo despidió nunca. Al menos no lo ha hecho en los 55 años que lleva viviendo en la isla. Es, quizá, un pacto: permanecer junto al mar que tanto adora y le ha dado tantas dichas y logros.
Por Vilma Jay
El mar del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina es
conocido por los turistas como el “mar de los siete colores”. Para Je-
149
rónimo, un salvavidas de profesión nacido en Montería (Córdoba), es el
paraíso con el que su mamá lo premió al decidir venir a explorar nuevas
tierras junto a sus dos hermanos.
Llegaron a la isla siguiendo la recomendación de un vecino sanan-
dresano que tenían en su ciudad natal, que no perdía oportunidad para
hablar bellezas de San Andrés y su gente.
“Mi madre vino a trabajar y nos trajo. No he vuelto más por allá.
Yo pregunto si por allá hay brisas, si hay esos colores del mar”. Se ríe:
“Entonces digo: déjame aquí”.
Echó raíces en este pequeño territorio, que a veces parece distante
del continente colombiano. Aquí siente que puede ser y hacer lo que más
le gusta: nadar y explorar las profundidades del mar que más conoce.
No es el único mar. Recuerda que, cuando era niño, pedía desespera-
damente que lo llevaran a conocer el mar de Cartagena. Que le hayan
cumplido ese deseo también marcó el rumbo de su vida.
En medio de la conversación que trascurre a la orilla de la playa de
Spratt Bight, frente el hotel El Isleño, Jerónimo responde a la pregunta:
“¿Es cierto que le temes a los aviones y por eso no conoces ninguna otra
ciudad de nuestro país?”.
Responde sin titubear: “Solo he ido a Providencia, no me dan miedo
los aviones. He viajado en catamarán, en barco, viajaba en el Betty B, un
barquito de madera que nos llevaba a Providencia. Viajar ahí era como
morir. A mí no me da miedo el avión. De hecho, iba a hacer un curso con
la Armada —fuera de la isla— y yo era uno de los que más quería ir, pero
no se dio ese curso”.
¿Qué siente por San Andrés?
“A mí me sacan de San Andrés y me muero. Yo amo mucho esta
isla. Demasiado”. Recuerda la primera vez que montó en avión y divisó
la majestuosidad del mar de la isla, bordeada por una gran vegetación,
de la que asegura queda muy poco.
Cuando yo llegué a San Andrés vi un mapa verde y había una
liniecita, así de este color [toma un pedazo de rama que había
en la arena]: era la pista. La pista era de tierra, no había pavi-
mento y todo el resto era verde. Como hace años que no viajo
150
no he visto, pero en foto sí la veo, ¡Y no, eso es un crimen!, a
San Andrés la asesinaron, asesinaron los árboles, el subsuelo
también, por eso no hay coco.
De pintor de carros a salvavidasEn la isla, la vida de Jerónimo ha dado muchas vueltas. Terminó sus
estudios de bachillerato en el colegio Antonio Nariño, que quedaba al
lado del antiguo hospital Santander, y de ahí saltó a explorar el medio
de la mecánica automotriz, donde se formó de manera empírica como
pintor de carros.
“Me puse a trabajar en un taller y me convertí en pintor de automó-
viles. Me fue bien en esa profesión”, expresa, sugiriendo con el tono que
pintar carros no era lo que quería hacer por el resto de su vida.
Buscando reinventarse, apareció la oportunidad de hacer un curso
de salvamento con la Defensa Civil. Este sería el primero de 24 cursos
tomados con diferentes instituciones como la Armada, la Cruz Roja y
el Servicio Nacional de Aprendizaje (sena). Toda una carrera de cursos
cortos y largos que le han permitido sortear la vida dura en la isla.
Entre esos cursos estaba el de Combatista de Socorro, que fue
el que más me llamó la atención. Lo hice con la Armada. Exige
mucho cuidado y técnica, mucha concentración en lo que es
rescatar heridos en un combate. Donde haya una guerra me
toca ingresar, sea por agua o por tierra, a rescatar una vida y
darle los primeros auxilios. ¡Un curso hermosísimo!.
Con una gran trayectoria en salvamento, ingresó a la Defensa Civil
a hacer parte del grupo de salvavidas de las playas de la isla, labor
que ha desempeñado sin parar durante los últimos diez años. Aquí ha
perfeccionado las técnicas aprendidas y ha vivido momentos de gran
satisfacción personal por salvar la vida de otros.
Un 31 de diciembre, allá afuera de ese boyado, una persona
embriagada se quedó sin fuerzas y me tocó ir a rescatarla. Ha
sido el rescate más largo que he tenido porque él estaba bien
lejos, pero yo ‘prendí mi motor’ y llegué. Ocurrió 15 minutos
antes de entregar el turno. Fue una experiencia hermosísima,
ese día no dormí de la alegría.
151
Como los delfinesMientras hablamos, Jerónimo está de pie bajo la sombra de las pal-
meras y acompañado de 10 jóvenes voluntarios de la Defensa Civil. De
fondo suena una mezcla de canciones en el parlante de unos turistas,
que se confunde con la voz de una mujer que promociona diferentes
tours por la isla con un megáfono.
Este hombre sinuano con crianza isleña defiende aquí la convicción
de que los conocimientos que ha adquirido solo cobrarán sentido si los
comparte con los demás.
“Él sabe bastante”, exclama Jeffry Rincón, un joven voluntario de
la Defensa Civil que estaba a la espera de la clase en el mar. Una vez
Jeffry se animó a resaltar las habilidades
de Jerónimo, se sumaron los demás jóve-
nes: “Es el único que se ha interesado por
nosotros. Es una persona muy colabora-
dora”, dice Juan Camilo Zapata, aprendiz
de la clase de natación y apnea.
El resto de jóvenes miden sus fuer-
zas jugando a tumbar al compañero en
la arena, algo que hace que Jerónimo les
llame la atención haciendo sonar varias
veces su pito: “Cuidado con los señores,
por favor”, y señala a una pareja de turis-
tas que estaban bronceándose. “El silen-
cio es sabiduría”, exclama.
“El profe es súper pero súper tranquilo y es paciente con nosotros.
Es capaz de repetir las cosas varias veces para que uno entienda y ten-
ga las cosas claras, ya que la apnea es de mucha concentración”, contó
César Barretos un joven de 20 años que asiste a la clase.
“¿Cuál es el legado que le gustaría dejar en la isla?”, le pregunté.
A lo cual respondió:
Un legado enriquecedor, lo único que enriquece al ser humano
es ser útil a la sociedad. Nunca mirar la plata, que esa plata
es lo que tiene al pueblo asfixiado. Todo lo quieren hacer por
“El profe es súper, pero súper tranquilo y es paciente con nosotros, es capaz de repetirnos las cosas varias veces para que uno entienda y tenga las cosas claras, ya que la apnea es de mucha concentración”.
152
dinero. Eso es lo que no deja enriquecer el espíritu. Yo me
comparo con los delfines. Los delfines no usan dinero y vi-
ven más felices. “Mira la casa que tienen ellos”, dice mientras
apunta su dedo hacia el mar. “Nadie puede comprar una casa
como la que tienen los delfines, ellos viven felices. ¿Y cuál es
el objetivo del delfín? Ayudar. Tienen el don de ayudar y yo
tengo por naturaleza esa mismo intención. Tengo espíritu de
delfín, y eso es sinónimo de amor: si tú amas a tu prójimo, lo
vas a ayudar. El legado más enriquecedor entonces es amar.
El primer mandamiento que el maestro dijo fue “amaos los
unos a los otros como yo los amé a ustedes”. Pero el hombre
no está consciente que tiene que amar, he allí un problema.
El caminante del mar“Yo soy el único hombre en el planeta que camina en el fondo del mar”.
— ¿Cómo se logra caminar en el fondo del mar? —, se pregunta.
— Eso se logra, primero, sintiéndose seguro de que no vas a sufrir
una crisis y practicando. Das un paso hoy, mañana das tres pasos más.
Yo comencé dando tan solo tres pasos. Me nació inconscientemente.
Luego marqué cinco más y al día siguiente marqué siete e iba aumen-
tando hasta que llegué a caminar 21 pasos bajo el agua, fue incrible en
ese momento. Soy famoso, conocido como el caminante del mar.
Esta es la descripción de su introducción a la apnea, práctica de-
portiva en la que se mide la capacidad de estar bajo el agua o la profun-
didad a la que se puede bajar en el agua a pulmón libre.
El primer día fue a nadar a la zona conocida como Nirvana, al sur
de San Andrés. “No tengo nada que hacer, solo trabajar y trabajar. Voy
a bajar [sumergirse en el mar]”, se dijo. Entonces no llamaba apnea a
esta disciplina acuática. Solo decía: “voy a bajar”. Lo asumió como una
práctica emocionante que lo retaba a salir de su tranquilidad habitual.
Han pasado 30 años de práctica desde ese entonces.
Jerónimo se enamoró de la profundidad del mar. Sabía que debía
cumplir con ciertos requisitos como la disciplina, concentración y buen
estado físico para seguir conquistando cada vez más metros de profun-
didad. Cuenta lleno de emoción:
153
Antes de hacer apnea, tú tie-
nes que hacerte un análisis
psicofísico, para saber si tie-
nes las condiciones básicas
para aguantar. Y psicológico,
para sentirte seguro. Psicología
acuática, tienes que tener una
psicología acuática de que no te
va a pasar nada. Tus prácticas
te dan rendimiento para ejer-
cer tus actividades. Yo he tenido
instructores de Argentina que
me han enseñado cómo rendir
en la apnea
Jerónimo le apuesta a dejar sem-
brada una semilla en las nuevas genera-
ciones. Por eso lo hace sin ningún costo,
con la intención de producir y extender la
disciplina y el compromiso en los niños y
jóvenes de la isla. Por eso es tan querido y
apreciado en la isla, donde lo ven como un
líder, alguien que a pesar de venir de lejos
está dejando huella. Jenny Valencia, una de sus compañeras de trabajo
en el cuerpo de rescate, expresó:
El señor Jerónimo es uno de los líderes más activos que te-
nemos en la Defensa Civil. Es uno de nuestros salvavidas es-
trella. Nos apoya mucho en las capacitaciones con la parte de
salvamento y natación con los muchachos. Y tiene un proyec-
to para los más pequeñitos. Es una persona muy inteligente,
siempre tiene una reflexión para todos los del grupo.
— ¿Cómo vinculó la apnea con los ejercicios de yoga? —, le pre-
guntamos.
— Fue gracias a un curso que hice con los chinos, hace varios años.
Esto era un paraíso antes. Ellos vinieron y practicaban kungfú, pero aquí
En sus tiempos libres, Jerónimo se dedica a la apnea y practica el yoga. Ambas disciplinas las
transmite gratuitamente a las nuevas generaciones.
154
no los apreciaron mucho y se tuvieron que ir. Recién llegaron abrieron
un curso de yoga con la comunidad y practicábamos aquí —, señala
el casino del hotel El Isleño, donde muchos años atrás funcionaba un
coliseo. — El yoga me enriqueció, entonces cuando conocí la apnea fue
fácil porque ya tenía bases de respiración—, relata.
Los chicos empiezan a desesperarse
por la clase, así que los reúne y les pide que
hagan un círculo sentados en la arena. Paso
seguido les explica que empezará con una
clase de yoga: la posición de Loto, una de
las posturas más conocidas, que consiste
en sentarse con las piernas cruzadas, cada
pie sobre el muslo opuesto. Simboliza un
triángulo o pirámide que controla y regula
la energía de la vida: conocimiento, voluntad
y acción. Es la primera lección.
Algunos empiezan a encorvarse por lo
que ‘el profe’, como le llaman los volunta-
rios de la Defensa Civil, pasa por su puesto
y los endereza. Tienen que mantener la espalda recta, les indica.
“Cierren los ojos para que ahorren energía. Vamos a hacer silencio,
la concentración es muy importante, respiren suave. Hablar es repetir
lo que ya sabes, pero escuchar es posiblemente escuchar algo nuevo”,
le dice al grupo.
Transcurren entre 10 y 15 minutos en esta posición hasta que ‘el
profe’ Jerónimo les ordena abrir los ojos y levantarse. Algunos mani-
fiestan que les dio sueño y se sienten relajados.
Una vez funciona el ejercicio de yoga, se cambian para entrar al
mar. Jerónimo toma su máscara y sus aletas. Les sigue el paso. Ya en
el mar, hacen un círculo para escuchar atentamente cada instrucción.
Jerónimo empieza a flotar boca abajo y sorprende a los muchachos
permaneciendo más de un minuto así. Un poco sorprendidos se miran
uno al otro preguntándose cómo lo hace.
“Lo único que enriquece al ser humano es ser útil a la sociedad. Nunca mirar la plata, que esa plata es lo que tiene al pueblo asfixiado. Todo lo quieren hacer por dinero. Eso es lo que no deja enriquecer el espíritu”.
155
Es el turno de los chicos. Al sonar el pito se sumergen. Dejan ver
sus cabezas antes de los 20 segundos. Vuelven a sumergirse, se levan-
tan rápidamente y se ríen, algunos a carcajadas.
Segundo ejercicio: Jerónimo se adentra más en el mar para que
los jóvenes lleguen hasta él. El objetivo se cumple rápidamente. Estos
niños y jóvenes isleños se mueven como pez en el agua.
Hans Schoonewolf, un aprendiz de 16 años, toma un descanso
y habla de la clase: “Me gustó bastante la práctica que tuvimos de la
apnea, porque me dio mucho conocimiento y mucha motivación para
seguir avanzando, esto es paso a paso, como dice el profe”.
Llegará la próxima mañana de sábado. Jerónimo y los aprendices
de la Defensa Civil, u otra persona independiente que quiera aprender
a nadar, se darán cita en la playa de Spratt Bight, donde en medio de
turistas y sonidos propios de la playa crece un semillero de talento en
prácticas acuáticas. Crecerán más seguros, fortalecidos en su espíritu y
con el don de ayudar a los demás, como su ‘profe’, el caminante del mar.
156
“Aquí todo el que vieneregresa”. Juanita Viveros y sus muchachos
Por J. J. Junieles
Muchas veces los amores aprendidos, productos del tiempo y el des-
cubrimiento, de los errores y el perdón, son más reales que aquellos
productos de la casualidad de la vida y los caprichos personales. En San
Andrés, esta isla de solo 26 km, a donde muchos vienen por vacaciones,
pero quieren quedarse para siempre, hay muchos casos en que alguien
no nacido en la isla termina amando tanto a la gente y su cultura, que
termina haciendo sacrificios impensables para otros, actos de amor que
incluso ponen en riesgo la vida.
157
Así es el caso de Juana Viveros, quien nació en Cali y luego estudió
en la Universidad de Popayán, donde conoció a su esposo, un muchacho
raizal con quien llegó a la isla en 1992. “San Andrés me adoptó a mí y yo
adopté a San Andrés, y los hijos adoptivos, he sido testigo de eso con los
chicos con quien trabajo, son muy agradecidos”, nos dice Juanita, como
la llama todo el mundo.
Yo estudié diseño gráfico en la Universidad del Cauca, luego
hice una maestría en Artes Plásticas; allá en Popayán conocí
a mi esposo, que es raizal de San Andrés, y entonces tocó
venirme para acá. He sido siempre muy citadina, allá en Cali
trabajaba en un muy buen empleo, y al llegar aquí pensé que
estaba dando pasos hacia atrás, estaba recién graduada y con
muchas posibilidades en diferentes espacios.
Cuando llegó todo fue muy irreal, pintoresco y hermoso, como lo
ve cualquier turista de tránsito; luego, con el paso del tiempo, cuando
se fue involucrando con la gente de los barrios, fueron haciéndose visi-
bles los problemas y dificultades que existen en un paraíso como este,
algunos notorios a la vista de todos, y otros ocultos, todo eso hizo parte
de los obstáculos a los que todavía hace frente.
Juana vive en el barrio San Luis. Uno de los lugares más tradi-
cionales de San Andrés, donde se encuentran todavía algunos descen-
dientes directos de los primeros puritanos ingleses que llegaron a la
Isla en 1629, en calidad de colonizadores permanentes, y que al llegar
se encontraron muchos aventureros y corsarios holandeses. Dice ella:
Yo vengo de Cali, donde la música, la cuentería y el baile son
importantes. Todo eso como que te hace crecer, te prepara para
seguir descubriendo cosas más allá del vecindario. Tienes algo
de donde partir y a donde siempre puedes volver. Saber que no
empiezas de cero, que perteneces a algo, te da mucha seguri-
dad y ayuda a que todo lo demás parezca posible, y eso es lo
quiero que vivan y comprendas mis muchachos.
Al principio no fue fácilPara muchos que llegan por primera vez a la isla, el choque con el idio-
ma es lo más difícil, y así fue para Juana, “porque acá en los barrios po-
158
pulares se habla mucho el creole o inglés criollo, con palabras inglesas,
castellanas y africanas, entonces me puse a aprenderlo, por supuesto,
y fue muy bonito, porque fue como nacer de nuevo”.
Si le interesaba ser parte real de ese nuevo mundo, tenía que
aprender el idioma, empezó a escuchar reggae, calypso y soca, ritmos
de canciones que escucha su esposo, amigos y todo el barrio. Música
que había escuchado de paso, pero que de pronto cobró un nuevo sen-
tido para ella. “Al cambiar también se aprende”, eso lo vino a descubrir
en San Andrés, “hoy escucho una canción de salsa, me remonta a mi
infancia, por supuesto, a la vida de mi barrio en Cali, pero en realidad
me la paso cantando y bailando reggae, soka y calipso, esa es la banda
sonora de mis días”.
Juana camina por una de las avenidas principales de la isla, con-
vierte el andén en pasarela, y ella es la reina de la calle. Se saluda con
una policía de tránsito, un vendedor de loterías le lanza un piropo, y
comenta cosas al paso de más. Vamos al encuentro de los chicos con
quienes trabaja desde hace varios años. Una pequeña sala en un edifi-
cio de pocos pisos, en el centro de la isla, es uno de los lugares donde
se reúnan, gracias al apoyo de particulares que conocen el trabajo de
Juana. Allí se hacen talleres, se dictan cursos y se practican toda clase
de actividades.
En el pequeño salón un espejo cubre toda una pared. Más de veinte
muchachos ya la estaban esperando. Chicas y chicos, adolescentes de
todos los aspectos, negros, mestizos, pelirrojos, que reciben clases de
modelaje, vestuario y protocolo. Después de saludarse con ellos, mien-
tras se organiza, Juana recuerda,
yo empecé por lo que me gusta y estudié, la moda, el dise-
ño, eso es estética y empresa, porque quiero es que ellos se
conviertan en emprendedores productivos para ellos y sus fa-
milias. Primero fueron las niñas, que empezaron a hacer mo-
delaje, y diseño también, luego llegaron los chicos, y ahí están.
Keanu MacGowan, estudia Comunicación Social, y desde hace va-
rios años hace parte del grupo. ¿Y de dónde viene ese nombre?, respon-
de que de un actor gringo de películas que anda por ahí.
159
Soy doscientos por ciento raizal, hice amistad con Juanita y a
los muchachos, así empecé a ser parte de la agencia, donde he
aprendido muchas cosas, no tanto como algo académico, sino
como el manejo del tiempo, la forma de expresarme, y cómo
relacionarme con las personas para logar sacar adelante mis
proyectos. Todo eso me ha servido mucho.
El problema de los jóvenes sanandresanos, según la experiencia de
Juana, después de más de diez años de trabajo social con ellos, es que se
sienten presos de su presente, no creen que pueda existir una vida más
allá, donde ellos puedan ser lo que sueñan. Todos ellos vienen de familias
humildes, allí prima la cultura del sálvese quien pueda, y los oficios son
hereditarios: si eres pescador, comerciante, o lo que sea, tu destino es
continuar esa tradición, no hay escapatoria, y donde hay frustración crece
la rabia y el odio. “No puedo permitir que eso pase con ellos.”
¡Profesionales de aire acondicionado, no de ventilador!Juana empezó a trabajar con niñas del barrio El Cocal, Santa Ana, y mu-
chos más, con Fubetacaribe (Fundación de belleza y talento del caribe
- Agencia de modelaje), la organización sin ánimo de lucro que creó para
darle mayor organización a una actividad que venía haciendo de manera
informal y particular. En el desarrollo de ese trabajo se dio cuenta de
toda esa problemática que sufren los jóvenes. “Me llegaban niñas y ni-
ños golpeados. Que mira, Juanita, es que mi padrastro me pegó, que mi
hermano y mi tío me maltrataron. Tragedias y abusos de puertas para
dentro, que de otra manera nunca se hubieran descubierto”.
En varias ocasiones, los padres han contactado a Juana, y le re-
claman.
“Por qué le está metiendo ideas en la cabeza a mi hija, para
que estudie en la universidad, si, apenas termine el bachi-
llerato, ella sabe que se va a trabajar como recepcionista o
aseadora en un hotel, donde ya la están esperando”, me dicen,
como si eso fuera la gran oportunidad de su vida y se ganaran
el cielo con eso”.
Actitudes como esas, comprometen más a Juana con los chicos,
y la estimulan a seguir adelante. “Si a los muchachos les va mal en el
160
colegio, no los acepto, ese es un compromiso que tienen conmigo y
ellos mismos”.
Varias veces se ha tenido que enfrentar con los novios de las mu-
chachas, que ejercen mucho control y dominio sobre ellas, quienes, al no
tener educación, ni apoyo real de su familia, terminan embarazadas muy
jóvenes, esclavizadas por el resto de su vida, sin posibilidades de que
estudien y se inventen una vida. “Si a los 18 años veo que una de mis ni-
ñas no ha quedado embarazada, siento que ya la he salvado”, dice Juana.
A las chicas, Juana les dice que tienen que soñar con ser profesio-
nales y ejecutivas de aire acondicionado, no de ventilador.
Ellas son muchachas lindas, exóticas, ya sabes que el mo-
delaje tiene muchos prejuicios, pero es una profesión, como
cualquier otra, implica maquillaje, peluquería, danza, pasarela,
un oficio que ayuda a vender productos, nada tiene que ver con
la prostitución, aunque no falta gente ignorante y prejuiciosa
que se equivoque al respecto.
Hoy catorce muchachos sanandresanos están estudiando en
universidades de Bogotá, Medellín, Bucaramanga, gracias al apoyo y
el acompañamiento de la fundación. Hicieron rifas, bazares, cursos de
bailes tradicionales para turistas, fiestas de integración para recaudar
recursos, tocaron las puertas de las iglesias y familias, acudieron a em-
presas —por ejemplo, “Super Giros San Andrés y Almacén Super Jacky
nos colaboran mucho”—, también a donantes nacionales e internacio-
nales; todo eso para que fuera posible que ellos se fueran a estudiar, y
otras actividades que se hacen constantemente.
Nosotros tal vez somos la fundación más pobre que hay aquí
en la isla. No recibimos apoyo de nadie. Quiero que ellos
aprendan a formar empresas desde la nada, que sean em-
prendedores, mira, es algo tan simple como que ahora esta-
mos haciendo unas galletas, el proyecto se llama galletas por
la paz, yo compré un horno, ellos hacen las galletas, y luego
salen a venderlas en la calle; son sus propios jefes.
Hay un caso curioso, de un muchacho que se fue a estudiar medi-
cina a Rusia, hace seis meses:
161
Él empezó a estudiar conmigo
acá, desde los catorce años, se
llama Reyner Blanco Castilla, un
niño súper adorable, que tenía
algunas dificultades, entonces
le empecé a enseñar cómo
comportarse, todas esas cosas
de la vida cotidiana que hacen
la diferencia, cosas de cultura
general y convivencia que ya no
enseñan ni en los colegios ni en
las casas.
Reyner, desde la Universidad Esta-
tal de Ulianovsk, en Rusia, donde estudia
Medicina nos cuenta que para él fue muy
importante la experiencia en la fundación.
Juanita me dio mucho apoyo
moral. Vengo de un barrio po-
pular, El Cliff, con muchos problemas sociales y de violencia.
Soy de una familia pobre, por lo cual se discrimina mucho en
San Andrés, sobre todo si eres de ese barrio, tan caliente y pe-
sado. Mi mamá es de San Andrés y mi papá de Cartagena. Yo
era muy tímido, empecé a compartir con Juana y los mucha-
chos desde los catorce años, andaba estudiando en el colegio
y después en el sena. Juana es muy buena buscando recursos
para los proyectos sociales y apoyos personales. Gracias a mi
familia, a mi mamá, sobre todo, estoy acá en Rusia, también
a la mamá de un amigo que estudia acá, y por supuesto agra-
dezco mucho el apoyo espiritual que me dieron en la Agencia
de Modelaje que dirige Juana.
Dejar de vernos el ombligo, pensar más en los demásLa fundación también hace obras sociales:
Ahora mismo estamos trabajando con las madres cabeza de
hogar, con el apoyo de la Policía, que nos lleva a los barrios
162
en sus radiopatrullas, para darles clases de aeróbicos a las
madres. Muchas de ellas no tienen oportunidades de recrea-
ción, algo que les permita un instante de diversión en medio
de la vida de trabajo y sacrificio que llevan, eso mejora sus
estados de ánimo, es increíble cómo les gusta esa actividad y
las pone felices.
Hay un tema laboral aquí por tener en cuenta, ya que afecta
muchas familias. Aquí los padres están todo el día por fuera de
casa, no existe legalmente el recurso de los turnos en los co-
mercios de trabajo. Tú entras en la mañana al almacén, sales
al medio día corriendo a hacer el almuerzo, cocinas y vuelves
a salir, y a trabajar hasta las diez de la noche. Son jornadas
laborales muy extensas, generan un problema social inmenso,
los chicos pasan gran parte del día sin compañía, crecen solos,
sin recibir el cariño y la atención que necesitan. Una mamá,
que llega cansada y estresada a su casa en la noche, no quiere
que su hijo le hable y eso es natural, los niños no encuentran
el apoyo que necesitan. Un tema aparte son los hoteles que
sí manejan los turnos. Si yo tuviera poder para crear una ley,
establecería turnos obligatorios, en los negocios de la isla.
Todo el año tenemos actividades. Algunas alusivas a la identi-
dad afrocolombiana, ya que tengo tantos chicos afro, y que no
saben nada de su historia, para que sepan que sobran razones
para que se sientan orgullosos de lo que son. Por eso traba-
jamos con cnoa la Conferencia Nacional de Organizaciones
Afrodescendientes, quienes me apoyan con talleristas que vie-
nen a charlar sobre el enfoque cultural. Ahora estoy pensan-
do en dirigir esfuerzos hacia los problemas de tránsito en la
isla, aquí todos manejan motos, hasta los que no saben, y eso
está generando cantidad de accidentes. El sueño de muchos
jóvenes es buscarse una moto así sea vieja y salir a la calle a
manejar sin ningún conocimiento y medidas de seguridad, eso
está causando muchas víctimas, entonces nosotros hacemos
163
campañas en las calles para enseñarles a los chicos las nor-
mas de tránsito y a tener cuidado.
Ahora están preparando un evento que se llama High School,
una convocatoria de talentos; recorren los colegios de la isla
en busca de niños y jóvenes interesados en desarrollar sus
vocaciones, música, danza, modelaje y mucho más. Ángelo me
ayuda mucho en eso.
Se llama Ángelo Muñoz y nos cuenta que conoció a Juana en el
2015, en el Día Mundial de la Danza:
me vio bailar y me propuso que nos uniéramos y creáramos
un espacio de manifestaciones urbanas para jóvenes, yo le
dije, ¡hagámosle!, y así fue como empezamos. Yo era un chico
muy normal, con una vida muy rutinaria de escuela, casa y
pocas cosas más, en verdad no sabía qué hacer con mi vida,
pero cuando llegué aquí, y conociendo la vida de mis compa-
ñeros, viendo cómo me resultaba fácil ayudarlos, descubrí
que mi vocación era enseñar. Empecé a dejarme de ver el
ombligo y pensar en las demás personas. Creo que lo más
importante de este grupo es que encontré el camino correcto,
es decir, mi camino.
Los jóvenes se desmotivan muy rápido, siguen el ritmo de su curio-
sidad, son hiperactivos por naturaleza, por eso desde la fundación tratan
de mantenerlos animados, que participen en talleres y actividades de
integración, pero es muy común que se desaparezcan, sin decir nada.
Entonces, dice Ángelo, “los buscamos para hablar con ellos, saber que
les pasa, y tratamos de que sepan que aquí siempre están las puertas
abiertas, que pueden contar con nosotros, que no los juzgaremos”.
A Juana y los muchachos, les gustaría hacer muchas más cosas,
por ejemplo, el teatro, “aquí no hay nada de teatro”, dice uno de los mu-
chachos. “También hemos hecho campañas ecológicas de todo tipo”. Hay
barrios, como San Luis, un sector muy popular, en el que no hay un par-
que infantil, tampoco tienen un centro cultural, tampoco biblioteca, o un
gimnasio público para hacer deportes. Hace poco organizaron el festival
de cometas, en el que participaron cientos de niños con sus familias.
164
Hacemos muchas cosas recreativas, es increíble cómo a los
jóvenes les encanta por naturaleza ayudar a la comunidad, tie-
nen el don y la voluntad de servicio, esa vocación de solidari-
dad que luego se pierde, esa inocencia de los jóvenes de la que
muchos adultos se aprovechan para engañarlos y enredarlos.
Un día antes del encuentro con los chicos, Juana me acompañó
en un paseo por la avenida frente al mar, se encontró con un par de
chicas, se quedó hablando con ellas un rato, regresó, y dijo, “muchos de
ellos prefieren estar en la calle y no en su casa, así evitan problemas,
se salvan de las peleas con sus padres, y muchas cosas más que los
hacen sentir mal”.
Aquí hay conflictos y rivalidades que surgen por asuntos muy ton-
tos. Si los chicos están en una fiesta y surge un malentendido, empie-
zan las peleas y eso termina afectándolos. “Si le dan una puñalada a
tu hermano, entonces al mes siguiente vas y te vengas apuñalando a
quien lo hizo. También he tenido muchos niños metidos en la droga que,
afortunadamente, los ves ahora y son otra persona”.
San Andrés tiene un deterioro social muy grande y va en aumento.
“Tengo jóvenes que intentan suicidarse a cada rato, me llaman en la
noche o madrugada desde el hospital para que vaya a verlos, algunos
son niños o niñas que son gays y que son maltratados”, Juana se lleva la
mano a cabeza, se peina el pelo con fuerza, en un gesto que parece de
angustia e impotencia, “yo les digo que no tienen por qué suicidarse, que
eso es absurdo. Necesitan compañía y confianza, para que se acepten
como son, asuman su identidad de la forma más sana posible”.
Una de las profesionales que donan su tiempo para ayudar a Juana
y los muchachos es la psicóloga Roxi Elena Montero Prens, quien nos
cuenta que conoció a Juana
en un taller que yo estaba dictando sobre cultura y desarrollo.
Ella me contó sobre el trabajo que hacía con los jóvenes, me
invitó a conocerlos y así ocurrió. Muchos de los chicos sufren
situaciones difíciles, hay un problema muy grave de descom-
posición familiar en San Andrés; por muchos factores, las
familias tradicionales ya no son vigentes. Hay una práctica cul-
165
tural muy habitual, la de los hogares homoparentales (aquella
donde una pareja de hombres o de mujeres se convierten en
progenitores de uno o más niños), que no son la excepción,
sino la regla, eso hace que los chicos crezcan en un entorno
en el que no tienen muy en claro en quién confiar, y están
desprovistos de la confianza básica, y por eso ellos siempre
están buscando un espacio al cual pertenecer. Tal vez por eso
encuentran en la fundación un espacio donde pueden ser ellos
mismos. Yo me reúno con ellos, grupal e individualmente, cada
vez que puedo y trabajo con ellos desarrollo humano, sobre
todo la toma de conciencia de que solo con disciplina, trabajo
y objetivos claros pueden cumplir sus proyectos y sueños.
Juana piensa que lo que diferencia a los jóvenes es que se entre-
gan al 100%, todo depende de hacia dónde se les oriente,
si tú los llevas hacia el mal, te darán todo de ellos, y si los
llevas hacia el bien, también lo harán. Vivimos en un mundo
donde lastimosamente son los adultos los que en gran medi-
da tienen el poder para hacer propuestas, en las que muchas
veces no tienen en cuenta la opinión y las necesidades de los
jóvenes, lo que ellos sueñan, los ideales que tienen. Si el Es-
tado, los funcionarios públicos, los políticos, se dieran cuenta
del potencial que los jóvenes tienen, Dios mío, seríamos una
potencia en el mundo.
Nadie que camine estas calles en plan de turistas podría creer
que existan tantos problemas frente a ese mar que llaman de los siete
colores. Dice Juana:
Tanta tranquilidad y paz que disfrutan muchos, todos menos
los que viven aquí desde hace cuatrocientos años, y eso es lo
que me parece injusto, sobre todo con los jóvenes, que son
tan creativos, que andan en busca de su identidad. ¿En diez
o quince años quienes van a estar a cargo? Pues los jóvenes,
son ellos quienes van a empujar la carreta, y tomarán la di-
rección de hacia dónde iremos todos. Yo sé que ellos pueden
tener algo más de aquello que la vida les está ofreciendo hoy.
166
“La Profe Leo”: tres lenguas y una sola pasión
Por J. J. Junieles
“Beautiful San Andrés” se llama una de las muchas canciones con la que
Leonor Murillo enseña creole e inglés a los niños del colegio Sagrada
Familia desde hace más de treinta años. Para enseñarlas usa la guita-
rra o la quijada de un caballo que golpea con la palma de la mano para
hacer vibrar los dientes y frotando también la dentadura con un palillo
de madera, para que suene como una “carrasca”.
Algunas líneas de la canción dicen:
llévame de vuelta a mis San Andrés
para la onda y los arrecifes de coral
167
en el que cambia los colores del mar día y noche
Las chicas altas marrones, los chicos fuertes
las olas y la luz de la luna brillante
es como un paraíso
con los cocoteros y las luciérnagas
debajo del cielo azul brillante…
Los estudiantes de la profesora Murillo siguen cantando “Beautiful
San Andrés”, el himno oficial de la isla —que normalmente suena en
ritmo de calypso y reggae—, mientras la profe toca su guitarra, acom-
pañada también de un improvisado tambor. Los niños cantan y bailan,
moviendo el cuerpo como las olas del mar, y acompañan el canto tocan-
do con ritmo las palmas de sus manos. Todo el salón de clases parece
un mar vivo y feliz en medio de cuatro paredes.
Con canciones como esta, explica ella, los niños que saben español
aprenden creole e inglés, mientras que los niños raizales no olvidan la
lengua de sus abuelos, la misma que enseñarán a sus hijos para que
siga perdurando en las generaciones que vendrán. “No solo cantan las
canciones, también los pongo a que escriban sus letras, así voy jugando
con ellos en una lengua que muchos no conocen, pero que la escuchan
a diario en la gente de sus barrios”.
“Qué instrumento tan extraño esa quijada de caballo”, le digo, y
me comenta que, según la historia, la quijada no era un instrumento
para tocar.
Según cuentan algunos y luego leí en alguna parte, hubo un
señor que tenía su caballo, lo llevó para el monte, y allí su
caballo se perdió. Durante una semana lo estuvo buscando
cuando finalmente encontró una quijada de caballo. Al verla
dedujo que era la de su caballo. Se la llevó a su casa y la guar-
dó como un recuerdo.
Un día, este señor —el que conservaba la quijada de su caba-
llo— estaba en la puerta de su casa viendo pasar la caravana
de gente y los grupos musicales. Entonces, sacó la quijada de
caballo y le dio unos golpecitos. Los músicos la escucharon y
juzgaron que como sonaba bien sería bueno incluirla dentro
168
de la tradición nuestra de la música isleña. Y es así como la
quijada se convierte en instrumento musical. ¿Sabes cómo
volvemos la quijada un instrumento? La quijada del burro o
caballo se hierve y es secada, también puesta en un nido de
hormigas para que quede libre de residuos y para que los mo-
lares se aflojen y produzcan el castañeteo.
Ser raizal no es llevar un apellido inglés“¿Y cómo alguien como usted termina viviendo en una isla a dos horas
en avión desde Bogotá y 775 km de la costa colombiana?”, le pregunto.
La profe, como la llaman sus muchachos, responde:
Yo llegué a San Andrés en 1976, antes vivía en Bogotá. Mis es-
tudios los realicé en la Universidad Gran Colombia y luego en
la Tadeo Lozano, pero mis amigos del alma estaban en la Uni-
versidad Nacional, así que me la pasaba allá metida con ellos.
Hacía parte del grupo de cantos y danzas folclóricas del Chocó
de la Universidad, en donde conocí al gran maestro Guillermo
Abadía Morales, nuestro maestro y amigo; era el valecita de
nosotros, tal vez el mayor investigador musical que ha existido
en Colombia. Nos ayudaba mucho, no solo como educador,
también como amigo y consejero, nos tenía mucha paciencia.
Además de la música, yo jugaba en el equipo de basquetbol de
allá, por lo que son muchos los buenos recuerdos de la Nacho.
Allí en medio de todo ese gran movimiento vital y cultural, Leonor
Murillo conoció al músico sanadresano Gustavo Bush Gallardo, también
conocido hoy como ‘Prophet Negus’, un músico que estudió filosofía y
hoy es uno de los iconos del reggae de la isla raizal, que además es
investigador y gestor cultural promotor de la cultura isleña.
“Fue una época muy bonita”, continúa la profe Leo, “nos enamo-
ramos y nos vinimos a casar aquí a San Andrés, donde nos quedamos
a vivir, hace ya cuarenta y un años de eso”, suspira, alza los brazos y
se acomoda el turbante de arabescos azules que cubre su cabeza, “y
entonces tuvimos dos hijos, DJ Buxxi, cuyo verdadero nombre es Jacob
Bush, y Shungu, que en realidad es Joseph Bush”.
169
¿Has escuchado esa canción? “como tú no hay dos, como tú
no hay dos”, que dice: “y yo te quiero solo a ti solo a ti como
nadie más / te quiere y no sabes lo que siento cuando te hago
sonreír”. Esa canción es un éxito en muchas partes, en España
Cristiano Ronaldo y los jugadores del real Madrid salieron en
un twitter cantándola, es muy pegajosa.
“A mí me gusta la música”, la interrumpe Juan Miguel Anaya, uno
de sus estudiantes, “quiero ser como DJ Buxxi, el hijo de la profesora
Leo, hacer mi propia música y poner a bailar a todo el mundo”.
Al llegar a San Andrés, Murillo llegó a vivir con la familia de su
marido, gente raizal sanadresana, habitantes de la isla desde hace más
de trescientos años. “Y ya tú sabes”, comenta, “a la tierra que fueres haz
lo que vieres”. Empieza entonces a revelarse para ella aquella nueva
forma de vida; se fue apropiando de la música, comida, costumbres, y,
cuando se involucró, en la docencia, en 1981, como profesora de folclor
y danzas en colegios, empezó a trabajar tanto el folclor raizal de la isla
como el del Pacífico y la Costa Atlántica, para que los niños abrieran su
mente a cosas nuevas.
Sin embargo, se dio cuenta paulatinamente de que la cultura rai-
zal estaba amenazada de muchas formas, desde las niñas que se ali-
san el pelo, para verse como las actrices de televisión, hasta los nietos
que ya no entienden a sus abuelos cuando los viejos les hablan en
creole o inglés.
Aparte de eso, aquí las dos terceras partes de la gente son
personas migrantes, llegados de otros lugares, con más re-
cursos económicos, y los raizales cada vez son más pocos, en-
tonces muchos se marchan a buscar oportunidades en otros
lados, todo eso aleja la gente de su propia gente, y también por
supuesto va matando las expresiones culturales.
Solo era cuestión de tiempo para la desaparición de todo eso, con-
cluyó Leonor Murillo; en aquella década del ochenta, había que hacer
algo, y para eso no podía esperar ayudas estatales, de gobernadores
o congresistas. Trabajar ya en el colegio y el barrio era lo importan-
te, “porque de otra manera no hubiera logrado todo lo que conseguido
170
con los muchachos. Yo no tengo apoyo de nadie”, dice Murillo, sin tono
quejumbroso, como una realidad asumida, “los vestidos, instrumentos
musicales, y a veces hasta la comida de los muchachos, los asumo yo,
mi familia y algunas pocas personas de buen corazón; ellos como yo
sabemos que no hay que esperar milagros para que las cosas pasen”.
La población nativa raizal con la que convive y trabaja Leonor Mu-
rillo logró el reconocimiento de su identidad y derechos fundamentales
en la Constitución de Colombia de 1991. Su lengua, el inglés criollo sa-
nandresano, kríol o creole english, se reconoce desde entonces como
oficial en el archipiélago. También se estableció la libertad e igualdad
religiosa; sin embargo, la pérdida de tierras de los campesinos isleños,
el agotamiento de los pozos de agua, el saqueo de la pesca por grandes
buques de Estados Unidos y el daño ecológico en las áreas marinas
cercanas a la playa constituyen una gran problemática aún sin repa-
rar, especialmente si se tiene en cuenta que no todas las disposiciones
constitucionales están operando.
Dice la profe, en tono misterioso, rodeada de niños curiosos:
¿Sabes lo que me parece más extraño? Que la cultura here-
dada por los ingleses se mantuvo fiel a lo aprendido. Aquí ve-
mos danzas iguales a las que se bailaban hace cuatrocientos
y quinientos años, lo cual no ocurre en Chocó y otros lugares
de la tierra firme, por ejemplo, esas expresiones se fueron
ligando a otras formas, se fusionaron en un mestizaje que las
fue trasformando. Tal vez eso, la fidelidad de la cultura raizal
a sus orígenes tenga que ver con las limitaciones físicas, por-
que acá en la isla estamos encerrados por el mar, pero allá en
tierra firme había más posibilidades de circulación, el negro
continental adaptó todas esas manifestaciones a su forma de
ser, a su territorio, a las demás formas de vida que comparten
con él, y así a veces se gana tanto como se pierde.
Sobre el tema de la raizalidad y el trabajo de la profe Murillo, con-
sultamos a Helena Partenina, también docente del Colegio Sagrada Fa-
milia, quien nos dice:
171
Yo llegué de Cartagena a San
Andrés hace 36 años y son los
mismos que vengo relacionán-
dome con la profe Leonor. A ella
le llamamos de cariño “choco-
san”, porque es mitad chocoana
y mitad sanandresana. Tiene
mucho carisma y eso le ayuda
mucho con los niños. Me pare-
ce valioso el trabajo que hace
ella para rescatar y resaltar la
cultura isleña. Mira, ser raizal
no es llevar un apellido inglés,
Archbold, Livingston o Pomares,
como las antiguas familias de la
isla, para mí, y estoy segura de
que también lo siente así la pro-
fe Leo, es haber descubierto el
valor de la cultura sanandresana y amarla.
El mundo es suyo, muchachosAhora toda la clase está en las afueras del salón. Sentados en una larga
terraza, sombreada por almendros, mientras que comen su refrigerio.
Algunos, después, se ponen a dibujar, otros intentan sacarle tonos a una
flauta, aplicarle la clave a un tambor, más allá un grupo intenta sincroni-
zar una coreografía. Murillo le comenta algo sobre perspectiva al chico
que dibuja un rostro, truena los dedos recordándole la clave al aprendiz
de tamborero, y luego le corrige la postura a una de las bailadoras.
Al sentarnos, bajo la sombra de un olivo, varios niños se nos unen,
parecen polluelos detrás de su madre, curiosos de cualquier cosa que
podamos decir, y atentos a salir en las fotos. Sus hijos, Buxxi y Shungu,
hoy artistas y empresarios creativos, hicieron parte de la primera ge-
neración de niños que empezó a educar en 1981. “Mis hijos empezaron
conmigo en el coro, junto a los demás, porque yo inicialmente tenía solo
172
un coro en el colegio, ahí cantaban ellos desde muy pequeños, hoy son
artistas como quisiera que fueran todos aquellos que quieran serlo”.
A todos les enseña a cantar en creole, inglés y español, a través
de rondas infantiles, canciones y juegos en los que deben usar las tres
lenguas.
Lo más importante son las ganas, que los niños tengan el de-
seo de hacer las cosas, si no se sienten a gusto, mejor esperar,
así poco a poco van descubriendo que sentirse bien también
depende de cada uno, no pueden dejarse afectar por las pe-
leas en casa, las dudas e inseguridades que tengan. Mejor es
no forzar las cosas, ya ellos regresarán por pura curiosidad,
cuando vean que sus compañeros se interesen en algo, inten-
tarán de nuevo tocar un instrumento, cantar, bailar, pintar, o
lo que quieran hacer.
De acuerdo con su concepción del mundo, Murillo no busca que
todos los niños se conviertan en profesionales en artes, sino que sientan
que pueden hacer cualquier cosa que se propongan.
Además, cuando están acá conmigo, en el colegio o en la sala
y el patio de mi casa, jugando, bailando, haciendo teatro, están
distraídos y alejados de los problemas y las peleas en casa,
que los hacen buscar la calle, donde las pandillas y las drogas
están en cada esquina. Todo el mundo es un salón de clases,
se aprende todo lo bueno y lo malo, por eso me pareció insu-
ficiente lo que hacía en el colegio y creé la Fundación Ebony.
“La profe Leo nos deja hacer muchos trabajos libres, no es canso-
na, yo llego acá y se me quita todo”, dice Natalia Díaz, una de sus estu-
diantes, “a mí me gusta mucho el baile, mover el esqueleto, aunque lo
que quiero es estudiar ingeniería”.
Una casa de madera y balcón grande en el centro de la isla, donde
vive Leonor Murillo con su familia, se convierte en lugar de peregrina-
ción diaria para los más de cincuenta niños y jóvenes que frecuentan
el lugar, en busca de música, baile, canciones y todo aquello que los
distraiga de la rutina.
173
Allí sus hijos tienen un muy pequeño y modesto estudio musical,
un cuartico acondicionado con espumas, para hacer grabaciones, por
el que han pasado algunos de los más importantes artistas urbanos de
hoy. Actualmente tienen otro estudio en Bogotá, “con todas las de la ley”,
dice DJ Buxxi, pero el de San Andrés, con todas sus carencias, tiene el
valor de la nostalgia. Buxxi dice:
estoy muy orgulloso de mi mamá, Leonor, es cantante de fol-
clor —es parte del famoso grupo chocoano La Contundencia
y miembro de la dinastía Murillo; es hermana de Zuly, que
grabó con ChocQuibTown—. Lo de mi papá, Gustavo Bush, es
el reggae (ha sido cultor en varios grupos y hasta integró los
conocidos The Rebelds). Crecí bajo esas dos influencias. A
los 6 años toqué guitarra, luego entré a la orquesta Batuta y
estuve estudiando en Boston. Mi hermano, Shungu, también
es músico; él hace una fusión de ritmos sanandresanos y el
género urbano.
Algunos de los que llegan hasta aquí son estudiantes de la profe
Leo, y otros viven cerca del lugar, o son hijos de amigos. Todos hacen
parte de las actividades de la Fundación Ebony, creada y dirigida por
Murillo, una organización sin ánimo de lucro dedicada a la promoción
de la cultura raizal y afrocolombiana. Aquí hacen talleres de música,
artesanías, cocina ancestral, peinados típicos, cineforos, y todos los 21
de mayo se toman las calles con desfiles y festivales para celebrar el
Día de la Afrocolombianidad.
Anderson Castaño fue estudiante de la profesora Leo en los pri-
meros años del bachillerato, ahora está en último año de bachillerato, a
punto de salir del colegio; “aunque nací aquí no soy raizal”, lo dice con un
tono de confesión y la melancolía. Su familia llegó en los años cincuenta,
en busca de oportunidades, y aquí se quedaron. Dice Anderson
Lo raizal es para mí algo muy especial, no sé cómo decirlo,
es difícil, tienes que vivirlo, tal vez los turistas lo valoran más,
porque no lo ven todos los días, cuando por ejemplo les parece
increíble que alguien, con solo sus manos, sea capaz de trepar
una palmera altísima para buscar cocos. Me encanta la comi-
174
da, cocinan muy bien, tienen muy buena sazón, me encanta el
rondón con pescado, colita de cerdo, caracol, papa, plátano y
agua de coco.
Anderson está a pocos meses de salir del colegio, “estoy pensando
ir a la universidad, tal vez, pero pase lo que pase voy a seguir viniendo
a donde la profe Leo”.
En varias oportunidades, en el transcurso de este encuentro, la
profe Leo les ha repetido a varios muchachos que “el mundo es tuyo,
niño, no te lo dejes quitar”, luego nos sigue contando un poco las cosas
que piensa.
Quiero que crean más en ellos mismos, solo así serán más
felices. Sentirse bien consigo mismo transforma sus familias,
mejora su relación con los amigos, y se supera el miedo, que
para muchos es como una cárcel que les impide seguir ade-
lante. Ahí voy, vamos, sin prisa, pero sin pausa.
175
Julián Barrios Zurita nunca ha vivido fuera
de Coveñas y dice que ya no lo hará. En esta casa que construyó el mismo, nacieron sus
hijos.
Julián Barrios Zurita, guayabalero, no coveñero
Por Santiago Burgos Bolaño
Julián Barrios Zurita no pierde la esperanza de tener la casa de material.
“Estoy viejo, pero no tan acabado”, dice. Allí nacieron sus tres hijas y sus
tres hijos, con uno de los cuales todavía cohabita. Aquí murió su esposa,
Sol María, víctima de un tumor en el pulmón. Y aquí morirá él, anuncia.
Todavía no. Cuando termine la casa y el bachillerato. Y un tiempo des-
pués de que consiga su propia parcela.
Todavía, esta casa de aquí en Guayabal, al fondo de Coveñas —si se
considera que la parte de adelante del municipio es la que está frente al
mar—, es de bareque. Ya el techo no es de palma. Logró cambiarlo por
176
uno de láminas de zinc hace unos años. Esta casa está en Guayabal, una
vereda integrada como barrio a Coveñas desde que este se transformó
en municipio, a principios de este siglo. Queda hacia el sur, por una de las
dos calles que conectan toda la cabecera municipal. No es por La calle
de los tramposos, por la otra, la que no tiene o no se le reconoce nombre.
Cuando Julián Barrios nació, esto era monte, zona rural donde la
mayoría de la gente se dedicaba a la agricultura y a la pesca. Esto no era
Coveñas en pleno, sino todavía Guayabal, una vereda del corregimiento
poblada por gente que había llegado principalmente de Bayunca, Purí-
sima, Los Palmitos y Momil. Era 1943. Era 19 de mayo.
Esto no era, ni se acercaba a ser, el Coveñas que es ahora. Pero
la familia de Julián ya estaba aquí. Su padre, Martín Barrios, llegó años
antes precisamente desde Bayunca, para trabajar en “la empresa”. Para
los nativos más viejos, “La empresa”, así, como categórico, es la South
American Gulf Oil Company (Sagoc). Es una empresa estadounidense
que, en asociación con la Empresa Colombiana de Petróleos, instaló en
1939 el Terminal Marítimo de Coveñas. Este se proyectó como el prin-
cipal puerto de movimiento de hidrocarburos en Colombia. Aunque era
una asociación, en la memoria colectiva de los habitantes, todo el espa-
cio lo ocupa la Sagoc, “La empresa”, que operó la terminal hasta 1974.
Como muchas partes del litoral Caribe colombiano, este es un te-
rritorio marcado por el comercio de esclavos durante la Conquista y la
Colonia, incluyendo la presencia de población afrodescendiente y las
condiciones desiguales que presentan. Fue el principal uso de la Ha-
cienda Santa Bárbara de Cobeña, de cuya variación resultó el título de
esta población. Esto es parte del Golfo de Morrosquillo, descubierto y
conquistado cuatro siglos antes por los españoles, para ser gestionado
luego desde La Villa de Santiago de Tolú, fundada en 1535. De hecho, Co-
veñas fue corregimiento de Santiago de Tolú hasta que en el 2002 con-
siguieron declararlo municipio, sea para hacer mejor uso de las regalías
por hidrocarburos o para cambiar a los beneficiados por su manejo
irregular, dependiendo de a quién se le pregunte opinión. Teniendo en
cuenta que los cinco alcaldes electos desde el 2002 han estado presos,
la segunda opinión parece tener más sustento.
177
Hasta la llegada de La empresa, esto era territorio de agricultores
y pescadores. La madre de Julián, Rita Zurita, llegó con su familia para
comerciar pescado. Venían precisamente de Momil (Córdoba). La historia
de amor familiar se resume con contundencia: “Se enamoró con mi papá
y de allí salimos nosotros”. El nosotros del que habla son los 12 hijos de
la pareja. Él es el número 11 y uno de los tres que quedan con vida.
Padre y madre llegaron, entonces,
a Guayabal, “un pueblecito antes de Co-
veñas”. Julián advierte: “somos guaya-
baleros, no coveñeros”. Desde Guayabal,
Martín Barrios, el padre, iba hasta la sede
de la Sagoc a trabajar como fogonero.
Aquí fogonero no responde al auxilio del
maquinista de un ferrocarril: “Aquí se ca-
lentaban los tornillos para hacer los tan-
ques donde se almacena el petróleo. Ahí
era donde trabajaba la gente”. Entre 1939
y 1940, fueron construidos 10 tanques de
almacenamiento para 100.000 barriles
cada uno, registra Ecopetrol en sus me-
morias. Muchos guayabaleros o coveñe-
ros se instalaron aquí para desempeñar
oficios para la Sagoc. “Esa fue la empresa que fundamentó a Coveñas”,
sentencia Julián. El recorrido histórico expuesto en la Casa de la Cultura,
el material disponible en línea y muchas de las publicaciones sobre la
historia de Coveñas que puedan recopilarse, sustentan la afirmación.
Entre la Sagoc, la terminal marítima y Coveñas la historia está amarrada
desde 1939.
Pero esto no era Coveñas. Era Guayabal, pueblo de pescadores y
agricultores. Julián es agricultor, “como la mayoría de la gente de aquí.
Agricultor y pescador”. Incluso cuando su historia se cruzó con la de la
Sagoc, ejerció su oficio: “La empresa a veces contrataba para trabajos
temporales en rocería —limpiar el campo—”.
Cuando Julián Barrios nació, el lugar donde vive era monte, zona rural donde la mayoría de la gente se dedicaba a la agricultura y a la pesca. Guayabal era una vereda del corregimiento de Coveñas poblada por gente que llegó de Bayunca, Purísima, Los Palmitos y Momil.
178
Julián también es constructor con palma y bareque. Por fortuna
para su historia, aprendió a hacer quioscos. En ese ejercicio tuvo que ir
en la década de 1960 a Mahates (Bolívar). “Me aguanté por allá seis me-
ses”, recuerda. Durante ese tiempo conoció a Sol María Cortina, madre
de cinco de sus hijos. Su historia de amor también es muy resumida y
contundente: “Me la conseguí y me la traje”.
Para entonces ya se había separado de su primera pareja, Marga-
rita, con quien tuvo a su primera hija, hoy instalada en Caracas (Vene-
zuela), a quien busca en las imágenes del televisor de la sala cuando
el informativo del canal TVAgro muestra los informes de la crisis del
vecino país. “Yo le digo que, si la cosa se pone muy maluca, se venga
hasta Maicao —La Guajira— que yo la voy a buscar allá”. Margarita le
dice que “tranquilo”, que “en Caracas no los están tratando mal”, que “si
a nosotros nos llegan a botar, lo primero que hacemos es irnos para
Coveñas”, le repite. De todas maneras, hace años que no puede venir de
visita por la dificultad en el transporte hacia Colombia. Por eso Julián
solo conoce a cinco de sus 12 nietos venezolanos. Aquí tiene cinco nietos
y cuatro bisnietos, que le llenan la casa cada 31 de diciembre.
Julián nunca ha vivido fuera de Coveñas y dice que ya no lo hará.
“He trabajado durante meses por fuera, pero eso no es vivir. Uno vive
donde tiene casa”. En 1963, cuando “se trajo” a Sol María, todavía no
estaba la casa de bareque y palma. Vivía en la casa de la madre, pero
“cuando uno tiene hijos debe buscar su propio bareque”. La levantó lue-
go él mismo, bastante separada de sus vecinos más cercanos. El lote
le costó 3.500 pesos en 1970. Para no estar cambiándole horcones le
fue agregando otros materiales. Todavía es un popurrí de épocas del
que —dice— ya va sintiendo pena frente al edificio que está al lado. Se
refiere a la Casa de la Cultura Humberto Hernández Sánchez, que tiene
encima 2.441 millones de pesos provenientes de regalías. O no tanta
pena: “La verdad eso vivimos bien. No nos mojamos, principalmente,
pero debemos buscar la forma de ir progresando”.
Desde 1970 el pueblo y la familia fueron creciendo. “Esto es un
pueblo de migrantes. Como era una vereda, todo el que llegó fue con-
siguiendo su pedacito hasta que se normalizó el pueblecito”. En Punta
179
Seca, Torrente y las otras veredas que el
crecimiento y la formalidad de convertir
a Coveñas en municipio integraron como
barrios, pasó lo mismo. Primero se co-
nectaron Punta Seca y Guayabal. Luego
se pegaron a Coveñas. Torrente todavía
está separado. Justo allá está la parce-
la que Julián madruga a trabajar. Esas
tierras —relata— “eran de Alejo García”,
hacendado de la zona que las vendió al
desaparecido Instituto Colombiano para
la Reforma Agraria, que las parceló a in-
tegrantes de la Asociación Nacional de
Usuarios Campesinos (Anuc), parte de las
victorias que el movimiento alcanzó antes
de ser machacado por la violencia.
Sucre fue el escenario más impor-
tante de la movilización campesina en la
década de 1970. La Anuc, creada por Ley
en 1967, se había masificado y transfor-
mado en movimiento social organizado,
gracias a la construcción de comités ve-
redales y municipales que resultaban de
las discusiones y talleres realizados en varias partes del país rural,
integrados a un movimiento de académicos y promotores de la reforma
agraria también desde las ciudades. Muchos de los primeros esfuerzos
tuvieron lugar en Sucre, a donde se trasladaron los primeros formado-
res. También muchas de las violentas represalias de la persecución se
sufrieron aquí. En 1972 mataron al líder campesino Anselmo Mendoza,
primera víctima de muchas que han tenido que ser incluidas en los
relatos de la violencia contra campesinos recogidos para la memoria
histórica del conflicto armado en Colombia.
Entre lo ganado y lo perdido, solo algunos de los aspirantes consi-
guieron ser titulados con parcelas. Todavía el año pasado el presidente
En este pueblo de agricultores, muchos carecen de tierra. El mismo
Julián debe arrendar una parcela por la que paga 200.000 pesos al
año. Está esperando tener la suya, mientras tanto cultiva árboles frutales
en su casa.
180
de Anuc en Sucre, Héctor Conde Ibáñez, advertía a la prensa que hay
más de 8.000 familias campesinas organizadas aspirantes a una unidad
agrícola familiar (uaf), que posibilita el acceso del campesino a la tierra
y limita la concentración de la propiedad rural. En las cuentas debería
estar Julián Barrios Zurita. “Estamos esperando para ver si el Gobierno
nos consigue un pedacito de tierra, porque quedamos afuera de las
primeras. Somos un grupo de 200 (en Coveñas) esperando”.
Durante estas cuatro décadas ha pagado arriendo por parcelas.
Funciona así: hay alguien que tiene la tierra, pero no la trabaja, o no al-
canza a trabajarla toda, sino que alquila parcelas. Julián paga el alquiler.
Son unos 200.000 pesos por año durante cuatro años, en el acuerdo
actual. “Todavía no he sido propietario. Trabajamos en la tierra que con-
sigamos. El presidente actual (de la Anuc) nos dice que del Gobierno le
contestan que no hay plata”.
A la parcela que arriende, sale todos los días a las 4 de la mañana
y regresa a casa entre las 9 y las 10 a.m., a arreglar las cosas que están
en el patio o lo que sea que le pidan como trabajo extra. “Solo dejo de
ir al monte cuando otro trabajo me lo impide. Trato de ir todos los días
porque siempre es bueno darle la vuelta”. Allá cultiva yuca, ñame, maíz
o cualquier cosa que pueda recogerse en ciclos menores a un año, por
si hay que devolver la parcela y dejar lo que no se haya recogido. Cuan-
do tenga la suya, podrá pensar en cultivos
más largos. Si la tiene, “porque siempre nos
están cortando todo”.
Lo sabe por la ausencia de tierra pro-
pia, pero también por las peleas que ha
tenido que dar como representante de los
ancianos en el Consejo Territorial. “Allí es
donde yo hago mi sociedad comunitaria.
Represento a mis compañeros y los ayudo
en todo lo que puedo jalonar para que los
ayuden”. Así consiguió el pago del salario
social para adultos mayores, lo mismo que
En asocio con Ecopetrol, la South American Gulf Oil Company (Sagoc) instaló en 1939 el Terminal Marítimo, que cambió para siempre la vida de Coveñas. La segunda transformación de este territorio corrió por cuenta del turismo a finales de siglo xx.
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el almuerzo caliente que les dan en el ancianato, recuerda su hijo, Julián,
el menor con el que todavía vive.
Los muchachos [esa manera de referirse a las personas de
su generación] van a comer allí de 7 de la mañana a 2 de la
tarde. Eso lo conseguí yo para que lo hicieran. Teníamos una
casita de palma y logramos que la alcaldía la reformara. Hizo
una casa de dos pisos y nos gustó mucho que invirtiera en eso.
Yo voy de cuando en cuando, porque tengo mucha ocupación.
A veces me voy para el monte y luego llego allá.
Después de 8 años al frente, el entrante entregará la representa-
ción de la que rinde exposición en reuniones cada dos meses. No hace
mucho énfasis en lo conseguido, pese a que reconoce su importancia;
y a que su hijo lo cree muy valioso en ese ejercicio. Julián se sabe y se
sentencia agricultor, como todos los nativos —“aquí todos somos agri-
cultores o pescadores”—, al menos en la mayoría del tiempo —el 83,9%
de los hogares rurales censados en el 2005 manifestó vínculo con la
actividad agropecuaria—.
No niega la importancia eventual del mercado del turismo. Él mis-
mo, dos de sus hijas y su hijo se integran temporalmente “para ganarse
unos pesitos”. Los hijos a trabajos en los hoteles. Él a la construcción
con palma. Luego, y siempre, regresa a la parcela. Cada tarde durante la
temporada y todas las mañanas cuando la manada de turistas se ha ido.
El turismo y la transformación de CoveñasSi la Sagoc “fundamentó a Coveñas”, el turismo la reinventó. En 1977
Ecopetrol recibió el Terminal Marítimo, después de que terminara el con-
trato de “La empresa”. El turismo en el Caribe Colombiano entró en auge
la década siguiente, y para finales de siglo xx y principios del actual, la
llegada de los gringos vinculados al puerto se transformó en flujo de
“cachacos” (forma de referirse a la gente del interior del país). Aquí no
ha dejado de llegar gente, advierte Julián. “Aquí, el que llega se queda.
Porque aquí consiguen su bienestar. Y el que no migra, lo traen”. El censo
de hogares, aunque caduco, demuestra la dimensión del flujo entrado el
siglo. Entonces, el 60% de la población había nacido en otro municipio.
182
Sin líos: “Con los turistas no tenemos problemas porque aquí se
trabaja mucho en temporada”. Con excepciones: “la vida aquí en Coveñas
es pasible. La única violencia de aquí ha sido de los de afuera. Vienen
con sus deudas y aquí se las cancelan. El coveñero propio no tiene pro-
blemas con ninguno”.
El flujo ha transformado también la dimensión étnica. En el 2005,
el 28% de la población se reconoció raizal, palenquero, negro, afrodes-
cendiente o afrocolombiano. Aunque Julián no se convenza del todo:
“Aquí todo el mundo es negro. Aquí no hay blancos. Hasta los amarillos,
son negros porque vienen de negros. Es probable que si la mamá es
blanca sale clarito, pero verse más clarito no te deja decir que eres de
los españoles”. Luego, duda y corrige:
Bueno, aquí todos éramos negros. Ahora con la migración es
que se ven los claritos. Uno puede ver en una esquina a medio-
día una cuadrilla de personas blancas, pero seguro vienen de
Medellín. Ya son coveñeros, son vivientes de aquí, pero fueron
los padres que los trajeron en la barriga. Son hijos de cacha-
cos. No puede discutirse que son de aquí, pero sus padres
vienen de fuera.
No en muchas partes sienten la diferencia, pero sí en los hoteles.
“Ya el negro, cuando está esa cachaquera allí, no puede pasar. Pero ellos
acá por fuera, no se dan ese porte”. La gente nativa, entonces, prefiere
permanecer donde no siente esa diferencia. “Como somos tan pruden-
tes, sabemos que no debemos meternos donde no debemos. No hay
diferencia porque uno es prudente. Yo enseñé a mis hijos a no meterse
donde están los cachacos. Uno mismo enseña al hijo. Eso es lo que he-
mos hecho todos aquí. Mantener la diferencia”.
Hacia los hoteles, entonces, van a los trabajos temporales. La ma-
yoría del tiempo a los de la agricultura, en el costado opuesto del pueblo.
Y luego a la casa, al patio también de cultivos necesitado de atención,
a la cría de conejos y a la sala, esta sala llena de retratos colgados que
expresan casi un siglo de historia familiar. Allí están los padres y los
suegros. Allá los hijos, allí los nietos y bisnietos. Y acá la imagen de la
difunta Sol María.
183
“Murió porque nos descuidamos. Porque me metieron en la cabeza
que estos curiosos [curanderos tradicionales] ayudan”, se lamenta. El
hijo no participa en esta conversación. Todo el relato viene del padre,
el esposo de Sol. Ella sentía dolor en la columna. En el puesto de salud
lo diagnosticaron como “un aire”, esa explicación general para los dolo-
res musculares en la espalda. “Los curiosos, brujos o curanderos, me
dijeron que la curaban”. Pagó 50.000 pesos por el remedio, pero a Sol
el dolor le aumentaba y le crecía una “bola” en la espalda. Cuando fue
a Sincelejo a recibir otra atención médica, ya era tarde. Alcanzaron a
cumplir 40 años juntos. Murió en el 2003.
Desde entonces no busca pareja. La mujer de hoy es distinta y no
se aguanta las limitaciones de esta vida, sugiere: “Aquí los trabajos son
poquitos. Y si usted no tiene en una temporada como la que se viene
para la ropa, ni para las cosas, no se aguantan”.
A morir sin pareja se resignó. A morir sin terminar el bachillerato,
no. Justo ahora está terminando el segundo curso del bachillerato en la
escuela sabatina. Cuando estaba joven no había oportunidad de estu-
diarlo. Luego, adulto, le daba pena. “Ya uno grande qué va a ir al colegio”.
Apenas vio a muchos adultos vinculados al programa de validación se
animó. “El año pasado terminé la primaria. Tenía como 60 años que no
cogía un libro y ahora se me ha metido la idea de terminar el bachille-
rato”. Y la casa. Y tener una parcela propia que cultivar.
184
A Miguel Santos lo reconocen por su trabajo como
agricultor, por conocedor de plantas
y por ser exbeisbolista. El prefiere que lo
recuerden como un pelotero.
“El beisbol me dio fama”.Miguel Santos Mercado
Por Santiago Burgos
Se ha escrito poco sobre el beisbol en Sucre. Si la historia del deporte en
este departamento estuviese más y mejor contada, quizá Miguel Ángel
Santos Mercado tendría su atribución. Quizá, si incluyera un capítulo
de Coveñas. Tiene 77 años de haber nacido aquí. En este municipio de
Sucre ha vivido toda la vida, salvo meses de contratos temporales en
otros pueblos de la región Caribe. En la hoja de vida que le ha armado
el habla colectiva del pueblo se escucha que es conocedor de plantas
medicinales, agricultor y exbeisbolista.
185
En efecto, ha sido agricultor toda la vida. Sigue siendo agricultor.
Pero eso equivale a decir que es un coveñero mayor de 50 años: “Aquí to-
dos éramos agricultores”. Mucho antes del petróleo, del turismo y de que
estas dos calles profundas de casas se convirtieran en municipio, todos
eran agricultores y pescadores. Y, sí, conoce las plantas, pero sin enten-
der sus usos medicinales. “Yo reconozco las plantas. Si alguien necesita
una yo puedo conseguírsela. La reconozco, la busco, se la traigo y se la
doy. Pero no es que trabaje con ellas. No puedo saber para qué sirven”.
Pero del beisbol saca pecho, habla sostenido, rompe más fácil la
respuesta monosilábica, se explaya. Allí acumuló 15 años de historia,
desde que arrancó en segunda categoría, torneo que jugaba en Sincele-
jo. Se lo llevaron a reforzar el equipo 4522, sin registro en Google, pero
importante en su memoria. Claro que antes de su llegada a segunda
categoría está toda la prehistoria de partidos de barrio, en los patios,
en lotes improvisados, “en los potreros de la finca de Alejandro García”;
tardes memorables en que ponchó a los amigos. Todo es incluso menos
conocido que su historia en segunda categoría, pero también vigente en
sus recuerdos.
Eso, considera, es lo que mejor le representa. Es cierto, insiste, que
ha sido agricultor, como muchos de los 22 hijos que tuvo su padre, Julián
Santos Murillo, quien se jubiló de la South American Gulf Oil Company
(Sagoc), después de años de múltiples oficios: “Comenzó trabajando de
jardinero en la casa de un jefe de la empresa, un señor apellido Larsen”.
Era una de las casas con aires de suburbio anglosajón trasplantada a
estas zonas del Caribe colombiano por ingenieros extranjeros, de las
que ahora quedan más retratos para exposición histórica, en el Centro
Cultural del pueblo, que evidencias físicas.
“Los ejecutivos venían a vivir acá por mucho tiempo”, dice Miguel.
En 1938, cuando comenzaron a llegar los apellidos Larsen y demás
vinculados al puerto petrolero, el viejo Julián tenía 17 años.
La Sagoc se instaló sobre el fracaso del que se apostaba como un
gran negocio frigorífico del país: el Packing House de Coveñas, cons-
truido por la Colombia Products Company. Esta última fue una fusión
de empresas, una anglosajona y otra colombiana que, en medio de la
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formalización de la industria ganadera nacional, aspiraron a sacarle
jugo a la posición estratégica del Golfo de Morrosquillo.
Era el sitio perfecto para sacar del país el ganado de las regiones
nutridas por los ríos Sinú, San Jorge y parte del Magdalena. Se insta-
laron primero en 30 hectáreas compradas al hacendado Julián Patrón.
Luego, se extendieron a 2.500 que le compraron al mismo terrateniente.
Los primeros años implicaron movimientos ingentes de personal para
levantar el complejo requerido para llevar carne al mercado extranjero.
La alcaldía de Coveñas publica en su página de Internet que este pro-
yecto empleó a unas 500 personas.
Pese a sus pretensiones y las ambiciones, desde 1920 hasta 1937
el proyecto frigorífico se congeló. En 1925 ya estaba quebrado, impo-
sibilitado para competir con las exportaciones de carne de argentina.
En 1938, cuando la Sagoc llegó a comprar los terrenos, la Colombia
Products Company apenas pudo recuperar parte de la inversión que
había hecho en las tierras.
Lo que la fracasada empresa de carnes quiso aprovechar de Co-
veñas, la Sagoc y su socia nacional, la Colombian Petroleum Company
(Colpet), lo hicieron con el impulso del petróleo desde este puerto de
embarque. Y lo que quiso hacer con el complejo también funcionó mejor
para la nueva industria. Bodegas, el muelle, barrios para ejecutivos y
otros para empleados, y conexión con la red vial nacional, todo se ma-
terializó en los primeros años de la década de 1940.
“Ahora acaba de cumplir 97”, dice Miguel, advirtiendo que su padre
todavía vive, ahora en San José, una de las zonas aledañas al puer-
to marítimo. Desde su primer oficio hasta su jubilación, el viejo Julián
ejerció en las cuadrillas “tirando machete”, de celador, de trabajador en
el casino (la cafetería), en el comisariato y de mecánico: “Salió siendo
mecánico de la empresa”. Toda una vida laboral en la Sagoc.
Entre el beisbol y el campoMiguel le siguió los pasos, solo por momentos y en lo suyo. Después de
su corta participación en 4522 regresó a Coveñas a jugar en el equipo
de la Sagoc. Vivía del beisbol, pero como parte de una cadena de inter-
cambios. Una ecuación que puede expresarse así: le daban trabajo a
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cambio de que jugara en el equipo y le pagaban por el trabajo. Arreglan-
do patios y entrenando. Limpiando los tanques de petróleo y pitchando.
Tirando machete en los jardines y ganando partidos. “Cuando no había
trabajo uno hablaba con el mánager y él iba a la caja menor y nos daba
cualquier propina”.
En 1968 parecía que su carrera terminaría en otra ciudad. Ese año
lo llevaron a Montería a jugar en lo que
parecía un equipo prometedor, ahogado a
los seis meses por las deudas adquiridas
por el dueño: “Quebró pagando a muchos
que no eran de Montería”. Esa mudanza
temporal lo dejó por fuera de la única foto
del equipo de la Sagoc que está disponi-
ble en línea.
Regresó a Coveñas y siguió jugando
y trabajando en la Sagoc, mientras su al-
ter ego agricultor, el que tienen todos los
coveñeros mayores de 50, aspiraba a una
parcela en medio de las movilizaciones
campesinas de la década de 1970. Consiguió la parcela años más tarde.
Aunque suspendía para priorizar el deporte, siempre volvió a cultivar la
tierra, como casi todos sus hermanos.
Pero, sobre todas las cosas, fue un buen pitcher, el único de los
nueve hijos que tuvo su madre (su padre tuvo 22, pero solo nueve en
pareja con ella), María Mercado Garcés, ama de casa, como casi todas
las coveñeras de su generación. Vivían en Punta Seca, entonces vereda,
hoy barrio vinculado al municipio de Coveñas. Era la casa de los abuelos
maternos. Esto era apenas un cúmulo de veredas vinculadas a un co-
rregimiento de Tolú. Coveñas se hizo municipio en el 2002, mejorando,
a juicio de Miguel, el alcantarillado y la energía eléctrica.
Cuando su padre y madre se mudaron, él se quedó allí en Punta
Seca, siguiendo los pasos de su abuelo Francisco Mercado. Con él apren-
dió a reconocer las plantas. “Yo andaba detrás de él. Por donde iba él, iba
yo”. Sobre esta capacidad de reconocimiento y clasificación de plantas le
Por el beisbol dejó la escuela. Estudió hasta quinto de primaria y quedó en ese porcentaje de la población local que —hasta el censo anterior— apenas alcanzó ese nivel escolar: 37%.
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han levantado su título de curandero, cosa que él ni reconoce ni acepta.
Para no entrar en detalles, vuelve a lo simple: “Si alguien necesita una
yo puedo conseguírsela. La reconozco, la busco, se la traigo y se las doy.
Pero no sé para qué sirve”. Vuelve la palabra monosilábica y el tedio.
Para que se rompa, debe volver el beisbol como tema: “Yo me hice
fama local jugando al beisbol. Los partidos los transmitían en la emisora
de las ciudades cercanas”. Era bueno, confirma su hermana Regina, aun-
que no sabe cuánto. Él no lo aclara. Sugiere que los buenos jugadores
nunca se autoproclaman. “Yo soy incapaz de decir que era bueno. Eso
se lo dicen a uno los demás”.
Por el beisbol dejó la escuela. Estudió hasta quinto de primaria y
quedó en ese porcentaje de la población local que —hasta el censo an-
terior— apenas alcanzó ese nivel escolar: 37%. Había ingresado a los 7
años. A los 19 solo pensaba en el deporte. En el beisbol y en Candelaria
Barbosa, su mujer.
Ella murió en el 29 de noviembre de 1970, pariendo al último de
siete hijos que tuvieron: Roger Santos. “Tenía 30 años. Me dejó la cria-
tura de una hora de nacida. Ella se me murió en los brazos”, dice. Antes
nacieron Gilber, Inelda, Humberto, Odalis, Rosaura y Chorli. Su madre,
María Mercado, le acompañó en la crianza de Roger.
“Dos de mis hijos son carpinteros. El que vive aquí donde está la
tablilla”, señala una casa diagonal, “se dedica al comercio: vende queso.
Terminó su bachillerato. Las otras son amas de casa y la que vive en
Cartagena, Inelda, es secretaria, trabaja en la cooperativa de los pen-
sionados de Álcalis”. La jubilación fue un privilegio que saltó del viejo
Julián a Inelda. Nadie más lo ha conseguido. Quizá uno de sus 17 nietos
o uno de sus seis bisnietos.
Una década después de la muerte de Candelaria, comenzó a vivir
con Nelly. Dos hijas más nacieron de esa unión. Esta casa donde hace
memoria de sus 15 años de beisbolista quedará oculta por la vivienda
que pronto levantará una de ellas, de oficio enfermera.
Quedará oculta, si queda algo. Desde hace 20 años Miguel ha mor-
dido los frutos del beisbol, el trabajo en la Sagoc y la agricultura, para
atender emergencias médicas, transformadas en necesidades econó-
189
micas. El agricultor que ha sido siempre,
aunque no sea lo que más lo represen-
ta, tiene una parcela en Torrente, zona
agrícola vinculada al municipio. Le fue
adjudicada por el Instituto Colombiano de
Reforma Agraria (Incora), consecuencia
tardía de la movilización de la Asociación
Nacional Campesina, de fuerte réplica en
Sucre.
Son las mismas tierras donde im-
provisó diamantes de beisbol en su
infancia: “Había un señor, llamado Ale-
jandro García, de Ovejas (Sucre), que te-
nía aquí una tierra de 1.800 hectáreas. Se
la vendió al Incora y esta nos la repartió
a nosotros”. De las tres hectáreas que le
adjudicaron hace 25 años, ahora le queda
media. “En una primera crisis vendí me-
dia para salvarle la vida a la persona con
la que vivo. Después otra media. El resto
la he vendido por lotes: gente que no tiene
tierra y, como yo ando apurado, nos sirve
a ambos”.
La primera crisis fue por una neumonía de Nelly —la pareja—,
quien apenas alcanza a confirmar la historia antes de salir apurada
hasta la terminal de transportes para viajar a Cartagena. Va a revisiones
médicas periódicas para verificar que el tumor que le extirparon del pul-
món —la segunda crisis— no dejó secuelas. La primera crisis, entonces,
fue una neumonía que le implicó casi tres meses de hospitalización en
Sincelejo (capital de Sucre).
Antes de que Nelly partiera a Cartagena, Miguel regresa de la par-
cela. La hora del viaje coincide con el final de la jornada del agricultor.
“Me acuesto a las 9 de la noche y me levanto a las 4 de la madrugada.
Hago café y espero que sean las 6 de la mañana para irme”. Regresa a
En la zona donde vive Miguel comienza la zona de Coveñas
obviada por el turismo. La actividad de los coveñeros de su generación se desarrolla hacia el lado opuesto
al mar, en los polos agrícolas del municipio.
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las 11 de la mañana, caminando o en moto, “si es que tengo cualquier
peso en el bolsillo. A pie es una hora de camino con cualquier bulto que
pueda recoger. Esta mañana recogí popocho [plátano]”.
Todo lo que recogió esta mañana se va con Nelly para Cartagena:
“Para que tenga algo más para comer y entregue algo al familiar donde
se queda”. Este es su negocio desde que no hay beisbol ni Sagoc: “Culti-
vo ñame y yuca. Es para comer y para negociar y poder sostenerme yo
mismo”. Un negocio que no alcanza para imprevistos ni emergencias.
Con cada una, se reduce el patrimonio.
En el 2010 la población de Coveñas con necesidades básicas insa-
tisfechas superaba el 50%. A partir de entonces, la medida alternativa
a la pobreza monetaria cambió. Ahora en Colombia se aplica el Índice
Multidimensional de Pobreza, que mide acceso a salud, educación, em-
pleo, atención a la niñez y adolescencia y condiciones de habitabilidad;
pero no desagrega por municipios y corregimientos. Para el 2010, en
todo Sucre, fue estimado en 63,1% y para el 2017 en 41%. Por lo que
el Departamento Nacional de Planeación ha expuesto repetidamente,
la subregión de La Mojana y la del Golfo de Morrosquillo, justo donde
está Coveñas, son las dos en peor condición en el departamento. Por el
recuento de sus condiciones, Miguel entra en muchas cifras de preca-
riedad: “Ando apurado, repite”.
La media hectárea que le queda está
en el fondo de Coveñas. Torrente es una
parte alejada de la playa y el turismo. Allí
casi se fosiliza el pasado agrícola del mu-
nicipio, después de todo un siglo a lomo de
pretensiones comerciales, exportadoras y
turísticas. Y, por lo que cuenta Miguel y se
hila en la ausencia de registros históricos
sobre Coveñas, también se fosiliza allí la
historia popular y negra del pueblo.
Con la infraestructura y la dinámica
comercial de la Packing House y de la Sa-
goc, vinieron apellidos del interior del país y
Miguel ha sido agricultor toda la vida y eso equivale a decir que es un coveñero mayor de 50 años: “Aquí todos éramos agricultores, mucho antes del petróleo, del turismo y de que estas dos calles profundas de casas se convirtieran en municipio, todos eran agricultores y pescadores”.
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del exterior que armaron proyectos en otras dimensiones del mercado
y a lo largo de las costas y playas. Fue una segunda oleada de apelli-
dos bogotanos, aclara Miguel. Su apellido Santos, de presidente, viene
de Bogotá también, como el apellido que comparten otros campesinos
pobres locales con dirigentes nacionales tipo Pinzón, tipo López. “Mi
abuelo era bogotano. Se llamaba Miguel Ángel Santos. Se emparejó con
una nativa: mi padre estaba mezclado. Se vinieron a Coveñas durante la
Guerra de los Mil Días”.
También apellidos anglosajones quedaron de herencia del comple-
jo frigorífico y —después— petrolero: “Aquí quedaron un poco de hijos
de gringos con las costeñas. El mismo jefe de mi papá dejó un poco de
hijos. Hay Austin, hay Ward […]”.
En la década de 1970, cuando la Sagoc salía de Coveñas, el tu-
rismo tomaba el impulso que convirtió a este municipio del Caribe en
escenario vacacional, expresado institucionalmente en la resolución de
la Corporación Nacional de Turismo que lo declaró Recurso Turístico.
Con los cambios locales, la vida de Miguel se alejó cada vez más
de esa costa ocupada. “Lo del turismo se ha disparado ciento por ciento
y no tenemos problemas con eso, pero yo nunca he vivido de ese oficio.
Prefiero cierta independencia. Eso [el turismo] implica estar en las ca-
bañas y vendiendo allí al pie”. No hay problema ni encuentro: “Aquí no
lo sentimos”. Tampoco el racismo se siente, dice. Expresa lo que parece
ser un acuerdo general: “Aquí todos somos negros. El que es blanco no
es nativo, sino que viene del interior del país. Aquí hay una cantidad de
cachacos, pero cada quien anda en lo suyo”.
De todas formas, su oficio vigente lo encamina todos los días hacia
el otro lado, hacia Torrente, donde tiene la parcela y la única experiencia
en liderazgo comunitario. Una experiencia corta. Aunque en la hoja de
vida que le ha construido el habla popular aparece como líder comuni-
tario, dice que su fugaz paso por la militancia terminó en pelea con los
otros representantes. “Dejé de participar. Si yo soy líder de la comunidad
debo es ayudar. Y muchos trabajan es para…”. Complementa el enuncia-
do con el movimiento de los dedos que representa contar dinero. A las
respuestas sobre ese tiempo responde con monosílabas y de mala gana.
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Poco siente el turismo y ya poco el mar. Todavía siente el beisbol,
que conecta con el Caribe. Las ligas mayores, la nacional, la liga mun-
dial. Y sí, las ligas infantiles que ahora se juegan en otras condiciones.
De acuerdo con el Plan de Desarrollo vigente, hay 134 deportistas afi-
liados a la escuela de formación deportiva en beisbol. “Ahora la gente
puede vivir del beisbol. Aquí en San Antero hay peloteros que están en
juego profesional”.
Su tercer hijo, Humberto Santos, lo hizo. Representó a Sucre en el
nacional de 1985, participando, de hecho, después de ganarle el partido
final a Bolívar. “Ahora enseña a los pelados a jugar en el campo en Punta
Seca. Allí tiene una escuelita”. Gancho para hablar del beisbol de nuevo.
Eso requiere escenario. Salta los huecos de la obra y va por la gorra de
la escuela deportiva. Habla ahora del hijo que le siguió los pasos: “Mi hijo
fue campeón departamental. Yo jugué en segunda categoría”.
También tiró machete en los campos de la Sagoc, arregló los patios
de los ejecutivos, lavó tanques de petróleo. También le consigue plantas
a quien se las pida, sin saber para qué sirven: las reconoce, las busca,
las recoge y las entrega. Y también es y ha sido siempre agricultor, con
tierra, aunque cada vez más pequeña. Todas las mañanas ejerce en la
parcela que le queda. Pero lo suyo es el beisbol. Eso es lo que mejor lo
representa y lo que le dio fama.
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Regina Santos Mercado es rezandera de niños. Su “secreto”
les ayuda a superar el mal de ojo y el
mal de la lombriz. No recuerda cuántos
niños ha curado, pero es un oficio que
ejercer desde hace 42 años.
El secreto de Regina Santos Mercado
Por Santiago Burgos
No sabe cuántos niños y niñas han pasado por sus oraciones: “Bastan-
tes”. No recuerda cuál fue el primero: “Fue hace rato”. Regina Santos
Mercado es rezandera de niños. Su labor es reconocida en Coveñas.
Tanto, que un par de exalcaldes fueron traídos por sus madres a tratarse
con ella. No les quitó las mañas que tendrían en un futuro, por lo que
han estado o están presos como todos los alcaldes que ha tenido este
municipio de Sucre desde que ostenta esa categoría, a principios de
este siglo. Pero sí les curó el mal de ojo y el mal de la lombriz, que era
lo urgente en ese momento.
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Regina vive en Punta Seca, vereda, corregimiento o barrio de Co-
veñas: cuando alguien ha vivido toda su vida aquí, y tanta vida, como lo
ha hecho ella, esa etiqueta no importa y no hace diferencia. Punta Seca
aparece como zona rural, sea como vereda de Guayabal, este sí corre-
gimiento de Coveñas (así, en unos documentos, como el Plan de Gestión
Ambiental), o directamente como corregimiento de Coveñas (en el Plan
de Desarrollo vigente).
Rezar niños es un trabajo que se ejerce desde casa. Esta, la casa
y lugar de trabajo de Regina, está a un costado del camino que conectó
desde el principio estas comunidades, antes de las etiquetas adminis-
trativas oficiales. Es el camino que permite seguir la huella de la vida
rural vigente en este municipio que esconde casi toda esta historia de-
trás de flujos de regalías y mercado turístico.
Hacia el mar están las candilejas, las luces de la parte frontal de
esta apuesta turística y comercial que Coveñas representa en la mayor
parte de país y para el resto que sigue llegando aquí, de la que subraya
constantemente su historia. Hacia el costado opuesto, hacia el sur, todo
el pasado y presente agricultor, rural, oral, tradicional, campesino, el del
23% de la población que se reconoce indígena y el 28% que se reconoce
afrodescendiente.
Si se sigue este camino al sur, se encuentra la zona rural de To-
rrente, donde casi todos los hombres mayores de 50 años han tenido o
esperan tener una parcela para cultivar. Los que no tienen la alquilan.
También el Torrente indígena, una zona de asentamiento de la etnia Zenú.
En esta casa y en este cuarto donde duerme con Luis Ernesto Ber-
tel Polo, su esposo desde hace 52 años, Regina recibe a los pacientes.
Los valora. Los encuentra espantados, asustados, con los ojos llenos
de lagañas, tienen fiebre y dolor de cabeza; lloran y lloran. La madre le
explica que no quieren y no pueden dormir. Regina los mira de cerca y
lo detecta: mal de ojo.
Por fortuna para los chicos, aprendió a tratarlo hace 42 años. He-
redó el rezo de una tía con la que creció. Aprendió “la palabra”, dice, la
que debería heredarle a alguien más, aunque todavía no hay aspirantes.
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Punta Seca, Coveñas y el secretoAquí estaban, dicen los viejos —entre los que ahora está Regina—, unas
pocas casas repartidas en grandes distancias. Vivió en esta, una de esas
casas, con sus 10 hermanos, los 11 hijos de la pareja de Julián Santos
Murillo y María Mercado Garcés. Ella fue la tercera en nacer. Julián tuvo
más hijos, pero Regina no los incluye ahora en el conteo. Tiene más,
cuenta su hermano Miguel, el mayor, por quien es más fácil enterarse
que el viejo Julián tuvo 22 hijos en todo Coveñas.
Como muchos en el municipio, el viejo Julián es un jubilado de
la South American Gulf Oil Company (Sagoc). Casi centenario, vive to-
davía en San José, cerca del puerto ma-
rítimo donde trabajó en más de cinco
oficios distintos —el último trabajo fue
como mecánico— y que abrió la puerta
al Coveñas que más se reconoce hoy. La
Sagoc es omnipresente en la historia de
la construcción de esa Coveñas. “La fun-
damentó”, dice Regina, como si hubiese
escuchado a todos los que hablaron an-
teriormente con quien ahora le pregunta.
La empresa anglosajona aterrizó a finales la década de 1930 sobre
el fracaso de la Packing House de Coveñas, industria frigorífica. Esta
última fue construida por la Colombia Products Company 15 años antes,
esperando que fuese uno de los mayores exportadores de carnes del
continente, a lomo de un auge ganadero en el Caribe colombiano y en el
Bolívar Grande al que estas tierras todavía pertenecían. De la expectati-
va quedaron unos lotes gigantescos, una infraestructura y unas máqui-
nas que la Sagoc, en asocio con la Empresa Colombiana de Petróleos,
pudo reciclar para embarcar desde aquí gran parte de los hidrocarburos
que venían —y vienen todavía— canalizados desde el Catatumbo.
Mucho antes, estas aguas del Golfo de Morrosquillo habían servido
al comercio de esclavos, lo que posicionó a la Hacienda Santa Bárba-
ra de Cobeña, que en distintos documentos fechan a partir del siglo
xvi. Casi todos esos documentos se remiten al trabajo de Gabriel Moré
Heredó el rezo de su tía Josefa Mercado. Debería heredarle a alguien más, aunque todavía no hay aspirantes.
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Sierra, quien ha encontrado las conexiones de la hacienda, desde esta
fundación esclavista hasta la bonanza ganadera de principios del siglo
pasado. Después de dos siglos de fundación, la hacienda se convirtió
en propiedad de una familia española que llegó a finales del siglo xviii.
Venían desde Italia, en pleno esfuerzo por construir o reconstruir esta-
tus, como muchos de los hacendados españoles que vinieron a parar al
continente. “[La hacienda] Cobeña la integraban 24 caballerías de tierra,
algo más de 10.000 hectáreas”, recoge Moré.
Descendiente de esa familia fue Julián Patrón Airearte. Y heredero
de esas tierras, a las que anexó muchas más, “convirtiéndose en el hom-
bre más rico de la región”. Antes de que esas tierras se convirtieran en
un frigorífico, luego en escenario de industria petrolera y, finalmente, en
una base militar, también fueron espacio para el comercio internacional
de cocos. Por aquí pasó todo lo que ha sido Coveñas para sus nativos y
para el mercado nacional e internacional. O casi todo.
Tiene que ver con Regina por la relación del padre con la Sagoc,
el padre descendiente de cundinamarqueses que vinieron a la costa a
refugiarse de la Guerra de los Mil Días. Tiene que ver con su madre y otra
parte de la familia, de ascendencia afro, cuya historia en Coveñas conecta
con la historia del comercio de esclavos en el Caribe. Y tiene que ver con
esta tierra donde está Regina, justo ahora, entre dos de sus nietas, su
nuera y la presencia intermitente de su esposo que pasa cada tanto por
esta primera parte del patio donde Regina trata de contar, sin revelar de
más, cómo las palabras curan el mal de la lombriz y el mal de ojo.
“El rezo de la lombriz también es para los niños. Porque a veces hay
unos que los atropella la lombriz, se ponen con convulsión y se les ponen
las manitos y los pies fríos. Entonces, ¡ya: esa es la lombriz! Y yo le rezo
también”. Le pone la mano en la panza, la mueve y le susurra. Lo cura,
allí, en uno de los dos cuartos de esta casa, al frente de esta primera
parte del lote que ella reconoce como parte de la historia de la Hacienda
Santa Bárbara, y que se completa con una sala-comedor y una cocina.
“Ellos traen sus niñitos, me dan las ordenes: ‘aquí te traigo este
paciente’, me dicen. ‘Anoche tenía esto y esto’. Entonces yo le pregunto el
nombre del muchachito y le pongo el secreto con su nombre”. Le susurra,
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repite. Le susurra y se entiende que ha he-
cho de ese su volumen y tono de voz. Que
no lo levanta y que no cambia, como no
cambia su postura en las conversaciones.
El susurro va bien con su cuerpo
menudo. Estas piernas siempre juntas,
como juntas las rodillas hasta las que
llega la falda de telas de flores que com-
bina con la blusa blanca de botones y
manga corta. Una mano sobre la falda y
otra sobre una toalla que siempre lleva
para espantar el calor. El pelo, entrama-
do de canas y los que quedan del color
castaño de nacimiento, está agarrado con
una cola posterior y algunas pinzas para
mantenerlo fijo y lejos de la cara. Apenas
si levanta la voz para pedir un ventilador
para aplacar el calor.
Del rezo no se viveRegina no cambia la posición ni cambia el
tono de voz para contar que tres de sus
hijos murieron siendo bebés. Julieta murió al año y medio, de una com-
plicación gastrointestinal. El mismo mal que mató a Orieta a los tres
meses. Juan —o así le llamaron para las honras fúnebres— murió a los
dos meses por complicaciones respiratorias, antes de ser bautizado: “yo
le iba a poner otro nombre”. Viven dos hijas: Vidal del Carmen y Marieta
de Jesús, las mayores; y dos hijos: Raomir y Dowal, nacidos después de
las tres muertes prematuras.
Ambos hijos varones se dedican al mototaxismo, uno de los tantos
empleos informales que sostiene a gran parte de la población ocupada:
el Gobierno actual se atrevió a publicar en su plan de desarrollo que
equivale al 98% de la población ocupada. El empleo formal, apenas el
2% del total, si es que tal proporción fuese cierta, se ofrece en esta-
ciones de gasolina, las instituciones de salud públicas y privadas, las
En esta casa de Punta Seca, en la que ha estado toda su vida, vive con su esposo Luis Ernesto, dos hijos, una
nuera y dos nietas.
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escuelas, la brigada de Infantería de Marina, la alcaldía, las empresas
de servicios domiciliarios y los contratistas operadores del complejo
industrial petrolero.
Aunque no se atreve con cifras exactas, el Gobierno municipal ha-
bla entonces de “miles de personas dedicándose a mototaxismo”. De
ser cierto, serían “miles” en un municipio de apenas miles: Coveñas
tiene una población cercana a los 14.000 habitantes. Cuantos fueren,
allí cuentan Raomir y Dowal. Gracias a eso es que Raomir, el hijo que
cohabita con Regina, trajo los pescados que pronto saldrán bien fritos
de la cocina. Hace unos años los traía Luis Ernesto, el esposo, agricultor
y pescador. Hace unos años, cuando estaba más lúcido y el mal que lo
hace andar lento por el patio no lo afectaba tanto.
Luis no trabaja hace como cuatro años. Está como perdiendo
el sentido y se le olvida todo. Ya eso no lo deja pescar. Él tenía
también una parcela por aquí, llegando a Torrente, pero des-
pués la vendió para rehacer la casita esta. Tenía otra cerca y la
vendió después. Terminó trabajando en segunda tierra.
Esas tierras las había adquirido poco
después de venirse a vivir a Coveñas.
Luis Ernesto es de San Antero, el veci-
no municipio en el departamento de Córdo-
ba. Vino hace más de 40 años al novenario
de una de sus abuelas coveñeras. Allí cono-
ció a Regina. Allí decidió quedarse. Ambos
tenían 20 años cuando se casaron. En ese
entonces, Regina asumió el cuidado y las
labores domésticas y Luis Ernesto ejercía
la agricultura y la pesca.
Pasaron 10 años hasta que Regina co-
menzó a atender niños del mal de ojo. Su
tía, Josefa Mercado, antes de quedar ciega,
le pasó el secreto escrito en un papel. Eran tiempos de más confianza
en el rezo, en el secreto y la palabra para curar. “Otros dos tíos, apellido
“El rezo de la lombriz también es para los niños. Porque a veces hay unos que los atropella la lombriz, se ponen con convulsión y se le ponen las manitos y los pies fríos. Entonces, ¡ya: esa es la lombriz! Y yo le rezo también”.
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Zúñiga, se dedicaban a eso. Y una señora de por allá abajo que también
rezaba”, recuerda.
Eran varios con la palabra para el mal de ojo, pero pocos con el
secreto para la lombriz. Un señor del Chocó, del que no quedó nombre
en el registro del pueblo, lo vendió a la madre de Regina. La vieja María
Mercado pagó 30 pesos, consciente de que el secreto le serviría a su
hija: “Mi mamá no sabía leer y como sabía que a mí me gustaba rezar,
me lo dio”.
Cuando llegó el rezo inédito desde el Pacífico, había ejercido y me-
jorado durante un par de años con el secreto del mal de ojo. Comenzó
con sus hijos, pues todos habían nacido cuando arrancó con el oficio.
Demostrada la eficiencia, comenzaron a llegar desde Coveñas, Guayabal,
Torrente, el Mamey, el Reparo, incluso desde la Base Naval. “De San An-
tero no viene ni vino gente, porque allá hay bastantes que rezan”, aclara.
El rezo es un escrito corto que se aprende de memoria. “Que no me
oigan, en silencio”, explica Regina, inclinándose un poco. A veces, sobre
todo cuando es para tratar la lombriz puede sugerir algún remedio ca-
sero posterior.
No sé qué día vino una muchacha a preguntarme que cómo se
hacía un purgante para la lombriz, entonces yo le dije que hay
una matica de esas que hay por ahí, esa que hiede, hierbasan-
ta, se cocina y se envasa y cuando ya está fría se mete en la
nevera y se le da de ahí. O le decía que hicieran un caldito con
cebolla, ajo, limoncito y también se lo den a beber al niño. Le
sirve para la lombriz. Ellas me preguntan y yo les digo y ellas
lo hacen en su casa. Aquí yo solo rezo.
El rezo ayuda a los demás y satisface, por eso lo ejerce. Como
trabajo, ha sido la vocación de Regina. Pero en términos de retorno, no
ha sido garantía:
Yo no cobro. Si alguien me pregunta cuánto cuesta, yo respon-
do que lo que me puedan dar. Entonces alguien que tiene me
puede dar 5 [mil], 3, 2, 1. Hay otros que no tienen y me dan 500
o hasta 400 pesos. Y unos que no traen nada y yo también se
los rezo. Porque el que no traigan nada no me importa.
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Todo ha cambiado. ¿Quedará el secreto?Después de 40 años todavía vienen pacientes, aunque en menor medida.
El cambio en la dinámica del ahora municipio ha convertido la práctica
en la alternativa. Enmarcado en su pretensión, en Coveñas curar el mal
de ojo y la lombriz con rezos quedó en la trastienda. Queda todavía
Regina, quien hizo parte de un programa de madres comunitarias, sin
que eso haga gran mella en la lectura que hace de sí misma: “Participé
ahí, pero no es que haya trabajado. Hice el cursito de eso, pero no salí a
trabajar. A las madres les encargaban unos 15 niñitos. Pero mi trabajo
siempre ha sido ama de casa y el rezo. Por eso es que me conocen más”.
Vienen menos pacientes, pero es que todo ha cambiado. Los pue-
blos que conoció separados ahora son un solo municipio, no siempre
más agradable. “Esto antes era una callecita destapada, bastantes ár-
boles. Tenía unas cuantas casitas, uno de aquí se iba a pie para allá para
la bomba. Pero no daba sol porque había bastantes árboles. Uno iba y
venía a pie, sabrosito”.
“Ahora ya hay carretera, hay motos, hay carros. Las calles están
pavimentadas, hay bastantes edificios, hay supermercados. Eso por
aquí no lo había”. Hay un paseo lineal a lo largo de la playa, obra que
todavía no conoce porque no le atrae el mar. “Me da miedo. Siento que
me va a morder un pescado”, advierte. Cambios, no todos positivos:
“Antes para mí era muy bueno, porque era sanito. Ahora matan mucha
gente. Antes no se veía eso. Los muchachos se emborrachaban y po-
dían dormir en el corredor, ¿ahora, cuándo hacen eso? Y casi todos los
alcaldes van presos”.
El turismo y el comercio cambiaron el pueblo. “Es mucha gente que
no es de por aquí. ¡Bastante gente!”, insiste. Luego, aquello que recono-
cían como ser negro o de una etnia, también ha cambiado. “Éramos más
bien puros morenos. No veía tampoco indígenas, pero ahora ya veo a
todos mezclados. Ya hay hasta italianos en Coveñas, para las parcelas,
por todo eso hay cachacos, de Venezuela, por todas partes hay ahora”.
Y las prácticas de su familia han cambiado. Sus seis nietos van a
la escuela. El séptimo, a punto de nacer, también estudiará, dice, desde
la cocina, su nuera, Liseth, la embarazada pareja de Raomir. Regina
201
cursó hasta tercero de primaria, cuando ya había cumplido 16 años.
Sus hijos casi coronan el bachillerato, pero decidieron abandonarlo
para ponerse a trabajar.
Así que, entregados a otras obligaciones y actividades, en su fa-
milia no hay todavía herederos del oficio ni del rezo. A Luis Ernesto no
le interesó ni le molestó. A sus hijos no les ha llamado la atención. “El
que quiera por ahí, pero todavía no. Lo dejaré por escrito a alguno de
mis hijos. Seguro que no lo vendo”, sentencia con el mismo tono de voz.
Este libro se terminó de imprimir
en mayo de 2019