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Crítica popular Leopoldo Alas Clarín Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Leopoldo Alas Clarín¡sicos en... · rosísimo. Honrosa y tentadora encontré la tarea de apuntar en el papel dos o tres de mis ideas acerca del maestro, para que fuera mi prosa

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Crítica popular

Leopoldo Alas Clarín

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(Semblanza literaria)

«...Fuera dejabayo la marejada de ideas fugaces, de conviccio-nes efímeras, confusas, contradictorias, insípi-das o deletéreas, vaivén inconsciente que lamoda y otras influencias irracionales traen yllevan por los espíritus débiles de tantos y tan-tos que se creen librepensadores, cuando no sonmás que fonógrafos que repiten palabras de queno tienen verdadera conciencia.

»Dejaba fueratambién ese empirismo antipático que cree na-cer de una filosofía y nace de la viciosa vidacorriente, sensual y superficial, en la que no hayuna emoción grande en muchos meses, ni unrasgo de abnegación en muchos años, ni unalágrima de amor en toda la vida; dejaba fuera laenvidia jactanciosa, la ignorancia dogmática... Yaquel espíritu noble y bien educado, clásica-mente cristiano, cristianamente artístico, eracomo un asilo para quien, como yo, flaco dememoria, de voluntad y entendimiento, tiene,

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por tener algo bueno, un entusiasmo histérico,tembloroso, por la virtud y la belleza, por laverdad y la energía, entusiasmo que unas vecesse manifiesta con alabanzas del ingenio y de lafuerza, y otras con reírme a carcajadas, que al-gunos toman por insultos, de la necedad vani-dosa, de la impotencia gárrula y desfachatada,de la envidia mañosa y dañina...».

(Clarín, hablan-do de Menéndez Pelayo.)

Por esas frases, arriba escritas, que siempre mehan parecido sublimes por la salud de alma querevelan, comencé yo a conocer a Clarín. Hastaentonces sabía yo del escritor ingenioso, festivo,satírico y mordaz hasta la crueldad, autor detanto y tanto palique, derroche de gracejo y finaintención; dómine iracundo e implacable, cocoterrible de todos los aprendices de literato, yhasta de algún maestro; escritor con más o me-nos gramática que los otros, pero festivo y lige-ro al fin, superficial y formalista, a quien la plé-yade entregaba las disciplinas por aquello de

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ser sólo tuerto en tierra de ciegos; por ofrecer elmérito singularmente raro y exclusivo de sabersintaxis, en donde tan pocos la conocen...

En cuanto leí esos parrafitos y otras muchascosas por el estilo, varié de opinión; caí en lacuenta de lo mucho que puede el odio de laenvidia; comprendí que si tan mal hablabantodos de Clarín, discutiéndolo con tal rudeza enáspera polémica, sus méritos había de tener, ybien grandes, quien tan desusada polvaredalevantaba, cegando la razón de sus enemigos yapasionando de tal modo hasta a los indiferen-tes. Entonces comprendí, y entonces adiviné enesas líneas que dejo copiadas, el pensamientotriste, la reflexión intensa, la honda meditaciónpesimista de un espíritu delicadísimo en el cualdeben de hacer vibrar con frecuencia hasta losafectos y pasiones más escondidas, la íntima yreal perfidia de los hombres y el sarcasmo, aveces terrible, de las cosas...

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Desde que conocí a Clarín, soy su devoto fervo-rosísimo. Honrosa y tentadora encontré la tareade apuntar en el papel dos o tres de mis ideasacerca del maestro, para que fuera mi prosajunta con la suya en un mismo tomo. No mehubiera atrevido nunca, sin embargo, a llevarlaa cabo, si no fuera porque, obligado por la sin-ceridad de mi propósito al publicar la presenteBiblioteca de vulgarización, creería faltar a su fin,si no diera en cada volumen a su especial pú-blico una noticia clara y sincera de cada uno delos autores que nos han favorecido honrándo-nos con sus trabajos. Ha sido uno de los prime-ros Leopoldo Alas, y a nadie se podía ya enco-mendar la delicada tarea, por apremios detiempo y exigencias de imprenta. He aquí,pues, explicado el motivo de mi difícil situa-ción. A falta de buenos...

Y digo difícil, principalmente, porque se tratade mi autor predilecto, del artista español demis mayores simpatías, y... temo elogiarle más

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de lo justo. Prefiero, pues, confesar desde ahorafrancamente cuánta afición le tengo, declaran-do, para evitar mayores males, que hasta cuan-do yerra..., que hasta cuando se equivoca..., quehasta en sus mismos defectos...

Y no se crea que digo esto exagerando inten-cionadamente por si me vale algo el incienso...Defectos característicos en Clarín -en el sentirde los más- son el apasionamiento ciego, la par-cialidad extremada, y precisamente en esasgrandes crisis del crítico, en los momentos deindignación, de cólera, de desdén y desprecio,es cuando más es de admirar el temple de suespíritu, que sabe colocar tan alta su pasión,apartando del sagrado del Arte todas las pe-queñeces de la vida literaria, tan necesitada dehigiene y salubridad. Leyendo el folleto Mis pla-gios y alguno que otro artículo del Madrid Có-mico, piensa uno que el derecho de la fuerza,derecho bárbaro e injusto, es eterno: ayer era eltiránico poder de la fuerza bruta, material y

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grosera; hoy es otro poder más ideal, pero nomenos despótico, el poder del talento, únicafuerza en lo moderno soberana.

Conste, sí, que todo lo escrito no es más quesinceridad, y sólo sinceridad. Medrado habíade andar Clarín si necesitase que yo ensalzarasus méritos positivos y reconocidos ya hastapor sus mismos enemigos, quienes no han dedejar de comprender que no puede negarse laluz, y menos la luz que hiere los ojos.

Por lo demás, poco ha de conocerme a mí -ynada tendría de particular- quien crea que digotodo esto por ver lo que se saca; y bien poco aClarín, quien juzgue que se vende por elogiomás o menos, por alabanza arriba o abajo.

«Nadie responda más que de sí mismo», hadicho Alas hablando de su Renán, es decir, delRenán inspirado en la lectura de aquella prosaincomparable de FEUILLES DETACHÈES,hecha con toda el alma, con el corazón abierto a los

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efluvios de simpatía que de estas páginas emanancomo un perfume.

Pues bien, así, de ese mismo modo, he leído yocuanto ha escrito Leopoldo Alas; desde sushermosos estudios de alta crítica y honda psico-logía acerca de Baudelaire, Bourget, Zola yDaudet, hasta sus originales e intencionadísi-mos paliques del Madrid Cómico. Por eso mi Alas,no es el de Bonafoux, ni el de Ferrari, ni el deGrilo, ni el de Arimón, ni tampoco el de tanto ytanto académico que tienen que odiarle porrazones particulares; por eso el Clarín que yo tra-to y admiro es otro, a quien todos esos señoresno conocen siquiera todavía, ni conocerán nun-ca, probablemente.

Y de ese otro es de quien yo quiero hablar con eldesengañadísimo lector.

***

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Es Alas indiscutiblemente uno de los pocos aquienes se puede llamar maestros en literaturacontemporánea. Su nombre irá unido al de lospocos españoles que algo hicieron por la vidaintelectual de su patria, trabajando con esfuerzoentusiasta por la obra común de la cultura na-cional. A él debe España en gran parte ese re-nacimiento modernísimo y ese momentáneoadelanto que tan pronto se echa de ver cuandose comparan épocas en la historia de nuestrosdías; la parte que Alas haya podido tener en esegrande movimiento de avance y de progreso,iniciado con el krausismo, que para nuestropobre pueblo ignorante y retrasado ha sidotanto como una regeneración, es imposible dedeterminar, como imposible es distinguir enninguna grande victoria el valor del triunfo decada soldado, ni medir la grandeza del sacrifi-cio de cada héroe anónimo.

Hoy es el escritor que tiene en España másenemigos. ¿Por qué?

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Clarín sabe que nuestro tiempo no es de re-flexión ni de estudio, Clarín sabe que la predi-cación científica es infecunda hoy, porque na-die le hace caso, y se decide por la enseñanzaque nace de la sátira, por esa educación pro-funda, dura, sí, pero provechosa y eficaz, quebrota de la irónica carcajada con que el espíritufuerte se burla de las debilidades del prójimo;por virtud, sin duda, de alguno que otro des-engaño, Alas se ha convencido de que a la masadeben inculcársele las ideas de modo que ladiviertan, de modo que la distraigan, para quepueda tragarlas sin sentir. Y por eso escribe casisiempre en broma; broma sólo aparente y su-perficial, por supuesto, que si en ella se ahonda,suele encontrársele a menudo alguna más filo-sofía que a muchas estupideces respetadas porel vulgo [X] como cosa seria. Por eso su lecciónes siempre la lección de la sátira, tan cruel comola Lección poética de Moratín, pero también be-neficiosa y útil, porque de ella nadie se ríe pordentro, y mucho menos aquel a quien escuece.

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Y claro es que todo esto no quiere decir queClarín no pueda ser critico serio, no ya sólo retó-rico, a la manera de Boileau, sino historiadorcomo Sainte-Beuve, o determinista como Tain, orepresentante insigne como Bourget y Lemaitre-y esta es la fija- de esa crítica neo-idealista,subjetiva y creadora, psicológica y estética, queconvierte la ciencia en arte, de que son frutoestudios tan inspirados, tan humanos, tan sen-tidos como los que escribiera Leopoldo Alaspensando en Renán o acordándose de Zorrilla ode Moreno Nieto o de Fray Ceferino González...

Pero Clarín sabe la falta que hace en estos tiem-pos que se llaman de lucha y no son más quede anarquía mansa, esa crítica ingrata y abando-nada que él llama higiénica y de policía, «particu-larmente en países como el nuestro, donde ladecadencia de toda educación espiritual, delgusto y hasta del juicio, a cada momento nosempuja hacia los abismos de lo ridículo, o de lobárbaro, o de lo bajo y grosero, o simplemente

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de lo tonto». Y por tal razón, a pesar de quejuzga que esta crítica al pormenor, perpetuaavanzada contra el mal gusto, es la de menosbrillo y la más incómoda para quien se empleaen tal oficio, él es el único en España que a ellase dedica casi por entero, perdiendo gloria, yganando odio, sólo por caridad, sólo por ver siconsigue salvar alguna alma de la barbarie quese impone, precisamente por eso, por falta dedefensa contra la ventaja del número... de losnecios.

En este respecto importantísimo, Clarín se mefigura un gladiador literario de otros tiempos,extraviado en una sociedad de polichinelas yperdido entre las frases hechas de nuestra bajay vulgar politiquilla literaria; prosista fecundo,vigoroso y desenfadado, cuyo desgarro nativoatrae y enamora; satírico de grandes alientos,temible controversista, dialéctico, implacable, sibien duro y bronco, casi siempre intemperantey procaz, propenso a abusar de su fuerza con

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frecuencia, como quien tiene excesiva confianzaen ella.

Su mismo aislamiento, su dureza a menudohasta brutal, en medio de esta literatura incolo-ra, débil y desmazalada, le hacen interesante,ora resista, ora provoque.

La índole irascible de su carácter o su geniobatallador, le arrastran a malgastar mucho in-genio en estériles escaramuzas; pero basta enlas más insignificantes, hasta en las más ásperasy virulentas, se halla siempre algo que hacesimpático al autor, algo que sobrevivirá a esasinfecundas riñas de plazuela, y es el vasto sa-ber, el agudo ingenio, el estilo despreocupado yfranco, el hirviente tropel de ideas que en él seadivina y sobre todo el amor entrañable delescritor a la verdad, su pasión fervorosa por elarte.

Clarín no podrá dejar ninguna obra digna de sutalento, ninguna construcción acabada, ningún

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tratado didáctico, sino sólo controversias, ensa-yos, refutaciones, apologías, diatribas, la laborpenosa diaria y meritísima de quien pasó lavida sobre las armas. Claro que esta polémicamenuda, agria y enfadosa, esteriliza en granparte las preciosas dotes de insigne satírico,robando a muchas de sus obras críticas todointerés duradero y universal, [XII] pero esto nopuede decirse a quien ha escrito que en estostiempos, «...cada vez se piensa y se lee y sesiente menos; se vegeta, se olvida la idealidad,se abandona la tribuna y la prensa a los igno-rantes, audaces e inexpertos... y se aplaude lomalo, si intriga; y se crean reputaciones absur-das en pocos días; y es inútil trabajar en serio,ahondar pensando, ofrecer la delicadeza y elsentimiento en el arte. Nadie ve, nadie oye,nadie entiende nada; y los que pudieran ver, oíry entender, se cruzan de brazos, se ríen, comosi fuese baladí todo esto. ¡Baladí, y esa mareaque sube es la de la barbarie!».

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La misma intemperancia de sus controversias,la pobreza y trivialidad de los motivos de mu-chas de ellas, la saña con que persigue a escri-torzuelos adocenados, que ni en bien ni en malpodemos influir en la corriente de las ideas, losrasaos de chocarrería vulgar y descuidada enapariencia con que matiza sus critiquillas, todoeso que en el sentir de muchos denuncia en elautor cierta falta de gusto y de tacto, no repre-senta para quien le conozca a fondo, no signifi-ca para quien le haya estudiado sin prejuicios,sin vanidad y sin envidia, mas que el esfuerzoentusiasta y sincero de quien amando a su pa-tria y amando la propia vocación, «aplica sucrítica a una realidad histórica, que quiere me-jorar y conducir por buen camino».

«Mi afición principal -ha escrito Clarín- está enlas letras, y, desde hace muy cerca de 20 años,burla burlando procuro ir contra la corrienteque nos lleva a la perdición, tal vez dejándomearrastrar a veces, por más no poder, pero vol-

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viendo a luchar siempre que tengo fuerzas.Bien puedo decir que cuando más lucho escuando escribo estos paliques que algunos des-precian, aun apreciándome a mí por otros con-ceptos; estos paliques, que muchos tachan defrívolos, malévolos, inútiles para la literatura».

Si es verdad que la intención salva, y se ha detener en cuenta el animus para juzgar el delito,este amor al arte de Clarín, que en alguna oca-sión se traduce en ese apasionamiento que tan-tas veces le han echado en cara, perjudicial a sucrítica como tal crítica, a pesar de ser justo lamayor parte de las veces, es muy discutible.Alas no es imparcial, aun cuando siempre seasincero; y no es imparcial, porque ve las cosas através de su singular y privilegiado tempera-mento, no con la severa impersonalidad que laEstética vieja y rigorista exige al crítico, sinocon la intensísima emoción del artista, y sólodel artista, con la lucidez de un apóstol delideal: no con sensibilidad ingenua y sencilla,

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sino con amarga y honda ironía, rara vez encu-bierta ni velada... A menudo, por entre las lí-neas con que el escritor deja en el papel la hue-lla de su idea con la de sus tristezas y sus des-alientos, la simpatía del lector descubre que lavoz grave del maestro tiembla... que la miradaserena y perspicaz del gran satírico es anubladapor furtiva lágrima...

Sólo que es tan complejo el espíritu de Alas ytan inaccesible al análisis, que no es fácil tareala de dilucidar hasta dónde llega la sinceridaddel artista, y dónde comienza el artificio conque deslumbra el escritor viejo al cándido lectorde buena fe...

Pero ante todo y sobre todo, es el de LeopoldoAlas un espíritu generalizador, de esos que devez en cuando produce cada literatura para quese encargue de divulgar las altas verdades queel sabio descubre, de una manera atractiva,popular, agradable y al propio tiempo científi-ca: un vulgarizador en la más noble acepción de

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la palabra. En este concepto, Clarín no tieneprecio; para sus estudios de literatura popularno hay premio digno. Los franceses más insig-nes por tal título no han hecho nada tan con-forme con el espíritu de su país, tan oportuno,acertado y útil como lo que a diario pone porobra Alas con sus paliques y revistas.

***

De Clarín en la novela poco puedo decir yo queno lo sepa todo el mundo. Que en este géneroes donde más se le discute y con más pasión ymenos lógica; que pertenece, como la mayoríade los novelistas modernos, a la mal llamadaescuela naturalista, aunque dejándose influir poresa otra hermosa, seria y honda tendencia neo-mística, de vuelta al cristianismo (como hoy sedice, aun cuando esté mal dicho, puesto que deeso, bien entendido, nunca se salió), de que sonrepresentantes insignes Paul Bourget en Franciay León Tolstoy (2) en Rusia, para no citar otros...

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En la moraleja de todas sus novelas, a pesar delo que por ahí digan, siempre se echa de ver elpropósito hondamente moral, docente, el em-peño de corregir, el afán de convertir y de sal-var al que lee, primero, del tedio y del aburri-miento, después, de cosas peores que para lasalmas débiles guarda la vida corriente y vulgar,grosera y sensual. Hasta los más ciegos enemi-gos de Clarín, hasta los que más discuten ycombaten su novela, como novela, no dejan dereconocer que, como sátira social, es incompa-rable. Testigo de mayor excepción, Emilio Bo-badilla, a quien cito, porque lo que es comoenemigo de Clarín, no es de los tibios y vergon-zantes.

Tiene razón Emilio Zola: sólo las obras discuti-das viven y valen; mientras no se acuse a Clarínpor otro delito que por el de plagiar a Flaubert,al gran Flaubert, tranquila puede tener su con-ciencia el autor de La Regenta y de Su único hijo.Porque es lo que dice el propio reo: «robarle a

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Flaubert las primeras (o las últimas) páginas desu obra maestra es como robarle al Papa la mu-la cuando celebra de pontifical y bendice almundo». Nadie se había de enterar.

En los cuentos que a menudo publica Alas co-mo si fueran domingos de su semana literaria,es en donde mejor resplandecen las más singu-lares dotes del escritor: la admirable claridad dela inteligencia, madre fecunda de tanto y tantopensamiento lleno de originalidad y fuerza; lagraciosa soltura y brillantez luminosa del len-guaje, la ternura inefable del artista que apareceen los tipos ideales de su obra, y sobre todoesto, la vida robusta y poderosa de la idea quetan a las claras se muestra en el brío, nervio ycolor de aquel estilo singularísimo, a ratos des-compuesto, irregular, en apariencia incoheren-te, desordenado, cauce que no basta a contenerel torrente de la fantasía y del pensamiento.

Claro está que, a pesar de todo, ese estilo queparece llano y natural, debe de ser trabajado y

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habilidosamente dispuesto, y alguna que otrafrase que parece al lector espontánea y escritasin propósito fijo, debe de ser producto de duralabor, que sólo el ingenio del autor sabe disi-mular y encubrir. Pero ahí está el mérito...

***

Por no hablar de lo tantas veces repetido, omiti-ré todo juicio acerca de Teresa, el hermoso en-sayo con que Clarín ha cumplido, aunque sólopara sí mismo y para algunos pocos, todo loque su talento prometiera, dejando sólo apun-tado que, sea lo que fuere de ese ensayo en elteatro, lo cierto es que ni las obras de Clarín nilas de Galdós, han de poder ser comprendidasnunca por público tan inculto como el nuestrohoy por hoy, ni tasadas en lo que valen porcrítica tan desdichada como la que sufrimos. Sies verdad aquello que dice Víctor Hugo de queen el drama la muchedumbre busca acción, pa-sión las mujeres y caracteres los pensadores...nuestra crítica de oficio todavía no ha pasado

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de muchedumbre bárbara e ignorante, porquefuera del convencionalismo vicioso y rutinario,con ella nada encuentra salvación; basta queaparezca en la escena algo de lo que los reviste-ros al uso no están acostumbrados a ver ni sa-ben sentir, para que le opongan al autor deaquello, sea lo que quiera, su voto en contra,como excomunión pontificia.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

ANTONIO SOTILLO.

Lecturas

Proyecto

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- I -

El propósito que quiero resumir en el títulogeneral de estos artículos se reduce a un ensayode crítica popular: así como hay escritores queconsagran parte de su atención y de su trabajo apopularizar el tecnicismo de las artes o a divul-gar, en forma clara y asequible a todos, losprincipios y los resultados de las ciencias prin-cipales, también se puede, y yo creo que se de-be, popularizar la literatura. Ya se sabe que nose ha de pretender convertir en literatos a todoslos lectores, como nadie pretende tampoco, conobras como las de Flammarion, Figuier y lasque aparecen en las colecciones de Manualesútiles de artes y oficios, convertir en doctores nien maestros a los que leyeren. No podría caermayor calamidad sobre el mundo que el mila-gro de infundir la sabiduría de un bachiller delos ordinarios a todos los habitantes del plane-ta. Yo, que soy bachiller, sin perjuicio de serdoctor también, creo firmemente que la socie-

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dad se acabaría si todos fuésemos bachilleres.No se trata de eso, sino de atemperarse al sen-tido aceptable que tiene el refrán que dice: «elsaber no ocupa lugar».

Un saber desinteresado, sin pretensiones deperfecto, ni siquiera de académico; un saberque sea divinarum atque humanarum rerum noti-tia, noticia de las cosas divinas y humanas, perono scientia, no ciencia, en vez de perjudicar,conviene; y la civilización, que perdería muchocon que todos los ciudadanos fuesen a las Uni-versidades, gana bastante con que el nivel ge-neral de los conocimientos suba, y llegue a no-ticia de todos lo esencial de cuanto constituye elcaudal de la llamada ciencia humana.

Estos conocimientos generales sirven más comoelementos de educación que como otra cosa; ysi esto es verdad respecto de todos los estudios,lo es de un modo evidente en lo que toca a lasletras. Pero como el asunto tratado así en abs-tracto exige muchas disquisiciones, voy a refe-

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rir mis argumentos a las materias a que misensayos se refieren.

La literatura no le importa al pueblo en el mis-mo concepto que al erudito, al preceptista, alcrítico, al artista, al sociólogo, o al filósofo.Hegel no ve en la historia de las letras lo mismoque Spencer [3] o Taine, ni estos, lo mismo queV. Hugo, ni este lo mismo que Sainte-Beuve, nieste lo mismo que Boileau, ni este lo mismoque... Fernández Guerra. El pueblo no necesitaver en las letras ni el aparato de la bibliografía,ni los modelos didácticos de géneros retóricos,ni el material a que ha de aplicar especialesaptitudes del gusto y del juicio, ni ejemplos queseguir o reformar, ni signos de cultura que lesirvan de datos para inducir leyes sociales, nirevelaciones de la psicología humana; no nece-sita ver nada de eso especialmente, sino algo detodo ello, en conjunto, y sobre todo ocasiónpara depurar los propios sentimientos, ejercitar

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sus potencias anímicas todas, y aumentar elcaudal de ideas nobles y desinteresadas.

Esta popularización de las letras podría exten-derse a todos los géneros y a todos sus aspectosy tiempos; pero yo concreto mis ensayos a tresprincipales asuntos generales: las letras clásicas(griegas y romanas), la antigua literatura espa-ñola, y la literatura extranjera. No es que meproponga extender a todo lo que abracen estasmaterias mis artículos; lo que quiero decir esque todos ellos pertenecerán a algunas de estastres grandes: determinaciones.

La literatura contemporánea española no nece-sita especial exposición en forma popular, por-que la crítica ordinariamente trata de los librosy de las comedias de actualidad de maneramuy parecida a la que conviene para que a todaclase de lectores pueda interesar lo que sobreeste asunto se escriba, y pueda ser para todosclaro y útil. Pero ni las letras clásicas, ni las es-pañolas de otros tiempos, ni las extranjeras an-

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tiguas y modernas, gozan de igual privilegio,por diferentes motivos. Autores griegos y lati-nos, españoles de épocas pasadas, y franceses,ingleses, italianos, rusos, alemanes, americanos,etcétera, etc., de todos tiempos, son poco cono-cidos del pueblo español; los libros en que deellos se trata no pueden ser populares, y a talesmaterias conviene principalmente llevar estaforma clara, sencilla, exotérica, dígase así, decrítica y de comentario, en que se prescinde delaparato científico, de los pormenores didácti-cos, de las trascendencias sociológicas y filosó-ficas que exceden de la probable inteligencia delos lectores no preparados para tales estudiosespeciales.

En suma, el propósito es conseguir que tantocomo sabe la generalidad de los lectores de unpoeta o de un dramaturgo contemporáneo es-pañol, de un Zorrilla, de un Galdós, de unEchegaray, pueda llegar a saberlo de otros es-critores que por pertenecer a otros tiempos o a

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otros países no llegan a noticia, o llegan de unamanera muy imperfecta y vaga, de lo que sellama el vulgo, acaso malamente. No he dichobien al decir que se aspira a que se sepa tantode estos autores como de los nuestros actuales,porque esto no sería posible, toda vez quesiempre faltará a la multitud la lectura directade los originales extranjeros, y respecto de losautores españoles de otras épocas, el conoci-miento suficiente de la vida de aquella actuali-dad, único que puede dar inteligencia completade los textos; pero al fin, mucho se habrá con-seguido si se logra generalizar las ideas princi-pales que dan a conocer los caracteres más im-portantes de autores eminentes y de obras no-tables, de su tiempo, raza y clase de cultura,facilitando así la inteligencia de las traduccio-nes, y, sobre todo, abriendo el camino para lapopularidad verdadera y eficaz de nuestrahermosa literatura española de tiempos pasa-dos.

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No necesito decir que no tengo la pretensiónabsurda de haber descubierto ni iniciado estepropósito literario, pues refiriéndose a los mis-mos asuntos y con fines análogos, otros mu-chos, y mucho antes de ahora, han trabajadoeficazmente.

Tampoco pretendo llenar una gran parte deeste programa que abarca tantos puntos, sinouna muy pequeña que pueda dar ejemplo aotros que sepan hacer lo mismo mejor que yo,extendiendo más el cuadro de su exposiciónliteraria popular y valiéndose de mayor habili-dad y de más conocimientos. Yo no pretendoser en tal empresa más que uno de tantos.

Llamo lecturas a esta serie de artículos, porquela forma de que he de valerme será la que mesugiera el pensamiento que sigue a la lectura delos libros que hacen pensar en algo importante.

Según el asunto, según el autor, según la épocade que se trate, unas veces predominará la pura

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reflexión artística, otras la filosofía propiamentedicha, otras el elemento psicológico será el másatendido, en ocasiones el sociológico, a veces elhistórico, muchas el aspecto moral, o el pura-mente sentimental; sin que quepa enumerartodos los puntos de vista que cabe abarcar enesta clase de crítica popular, ni tampoco dar lasfórmulas de las proporciones en que han decombinarse todos estos variados elementos.

Y ahora, antes de comenzar con un estudio sin-gular de cualquiera de las tres clases indicadas,es preciso decir algo de lo que importa tener encuenta para cada una de ellas especialmente.

Comenzaré hablando del provecho que puedaresultar de la lectura de literaturas extranjeras,materia que ha dado ocasión a muchas preocu-paciones; después se examinarán brevementelos rasgos generales por que he de guiarmecuando escriba de autores clásicos (griegos ylatinos); y, por último, se expondrá el modo

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especial cómo aquí hay que entender y exponerla literatura española de otros días.

- II -

Ha dicho madame de Staël, en su famoso libroDe l'Allemagne: «Ningún hombre, por superiorque sea, puede adivinar lo que naturalmente sedesarrolla en el espíritu de quien vive en otrosuelo y respira otro aire; conviene, pues, entodo país acoger los pensamientos extranjeros,porque en este género de hospitalidad la mayorventaja es para el que la otorga».

Estas palabras de la ilustre autora de Corina sonuna verdad profunda; y si todas las literaturaspueden servirles de prueba, tal vez la españolacomo ninguna. En todo tiempo nuestro ingenioespañol, sin dejar de ser quien era, recibió y seasimiló poderosas influencias del arte extranje-

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ro, y ya de Oriente, ya de Grecia, o de Italia ode Francia, en los siglos que llevamos de litera-tura que propiamente pueda llamarse nacional,jamás dejó de asimilarse nuestra patria algo dela vida poética exterior, como si fuera ambientenecesario, alimento insustituible para renovarsus fuerzas. No hace falta insistir en estos luga-res comunes, por más que aquellos tal vez obli-gados a saber mejor que nadie cuáles son losejemplos constantes de tales influencias, son losque más vociferan defendiendo un proteccio-nismo literario absurdo, un aislamiento dispa-ratado, que es a la retórica lo que la balanza decomercio a la Economía.

No hay novedad peligrosa, ni novedad siquie-ra, ni síntomas de decadencia (tales síntomasestán en otra parte), en insistir con ahínco lacrítica en el estudio de las producciones litera-rias extranjeras. No se debe confundir estaatención a lo extraño, cuando es prudente, dis-creta, reflexiva, con el atolondrado entusiasmo

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de cierta parte de la juventud moderna españo-la, que sin conocimiento serio y hondo y bienguiado de nuestras letras, ni menos de las clási-cas (por culpas de los tiempos, y sobre todo dela enseñanza oficial), se entrega a los autoresextranjeros, ávida de impresiones fuertes ynuevas, y no exenta de la disculpable pedante-ría que en ciertos años acompaña siempre a losestudios más o menos fáciles, pero que no estánal alcance del vulgo vulgarísimo que no entien-de más lengua que la suya. Ya D. Quijote decíaen una imprenta de Barcelona que traducir laslenguas fáciles no tenía mérito alguno; pero losjóvenes -y algunos viejos- no recuerdan esto, ygustan con cierta vanidad del placer de pene-trar el pensamiento de italianos, franceses eingleses. Si en la juventud literaria, demasiadoromancista entre nosotros sin duda, hay estosdefectillos, disculpables por mil razones, la crí-tica que se precia de estudiar y respetar antetodo lo español, y aquello en que se funda granparte de lo español, lo clásico, bien puede, pro-

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testando contra confusiones injustas, estudiartambién con atención muy seria, con gran inte-rés, el estado actual de la literatura extranjera,considerando, ante todo, que el pensamientovive fuera de España hoy una vida mucho másfuerte y original que dentro de casa; viendoimparcialmente, aunque sea con tristeza, que lomás actual, lo más necesario para las presentesaspiraciones del espíritu, viene de otras tierras,y que lo urgente no es quejarse en vano, sinoprocurar que esas influencias, que de todosmodos han de entrar y conquistarnos, penetrenmediante nuestra voluntad, con reflexión pro-pia, pasando por el tamiz de la crítica nacionalque puede distinguirlas, ordenarlas y aplicarlascomo se debe a los pocos elementos que que-dan del antiguo vigor espiritual completamentenuestro.

Ejemplo de la importancia de este trabajo de lacrítica lo tenemos en lo que está sucediendo conla importación del llamado naturalismo litera-

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rio. Con excepción de muy pocas personas, eltal naturalismo ha servido los escritores espa-ñoles para demostrar ignorancia, pasión ciega,imprudencia temeraria, pedantería y orgullo.

Pasma leer, v. gr., lo que acerca de Zola ha es-crito el Sr. Cánovas del Castillo; y las lucubra-ciones de este ex-presidente del Consejo deMinistros acerca de las tendencias actuales dela literatura, prueban qué aun en hombres deindudable talento y de erudición reconocida,hay aquí, por lo que respecta a la literatura ex-tranjera actual, tantas preocupaciones, errores yquijotescos desdenes, que urge, para aliviar unpoco el ridículo de semejante situación que es-criban de estas materias los que de ellas sepanlo suficiente, sin entusiasmo ligero y precipita-do, pero también sin prevenciones que nos dancierto aire de semibárbaros, poco halagüeño.

No sólo son los enemigos declarados del natu-ralismo los que disparatan al tratar de él, sinotambién muchos bien intencionados partidarios

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de innovaciones que se hacen peligrosas encuanto son mal comprendidas. Y no sólo enteoría, no sólo en manos de la crítica más o me-nos titulada, sino, lo que es peor, en poder dealgunos novelistas, el tal naturalismo comienzaa ser tomado por las hojas, y van apareciendovolúmenes y volúmenes de insulsas y vulgarí-simas observaciones, poco más que meteoroló-gicas, y estamos amenazados de poseer dentrode pocos años, si esto no cambia, una literaturatan abundante en páginas cómo soporífera.

Para evitar todos estos males, para animar a losescritores buenos, que toman de los extraños loútil, lo necesario, y combatir a los que sin juicio,sin conciencia siquiera, imitan malamente, sindistinguir ni apreciar; para advertir al públicode los peligros ciertos y de las ventajas segurasde esas influencias, ya inevitables, puede servir,y mucho, el trabajo que la crítica se tome deextender el conocimiento de los libros extranje-

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ros modernos, del espíritu a que obedecen y delas circunstancias en que nacen.

Los señores académicos, debieran renunciar asus inútiles lazaretos y cordones sanitarios;higiene literaria, eso es lo que hace falta, y porconsiguiente no hay que pensar en que no en-tren aquí productos extranjeros, sino en ver sientran falsificados o corrompidos, y, sobre to-do, fijémonos en lo de casa, en la podredumbreque puede haber en esos cadáveres literariosque nos empeñamos en tener de cuerpo presen-te años y años, consagrándonos a la idolatríamás repugnante, la idolatría de la carne muerta.Venga el aire de todas partes; abramos las ven-tanas a los cuatro vientos del espíritu; no tema-mos que ellos puedan traernos la peste, porquela descomposición está en casa, y además, comodice perfectamente un gran jurisconsulto ale-mán, Ihering, hablando de otras ideas: «ponerobstáculos a la admisión de las osas que vienende fuera, condenar al organismo a desarrollarse

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de dentro afuera, es matarle. La expansión dedentro afuera sólo empieza con el cadáver».

- III -

Hace poco tiempo se publicó en París un libroque llamó la atención de todos, que provocódiscusiones fogosas, que mereció ser estudiadopor la crítica más seria y dividió en dos camposla opinión del público y de los escritores. Un M.Frary proponía la cuestión del latín, que estenombre se dio a la batalla, y opinaba que lasnuevas generaciones no necesitaban conservarla enseñanza clásica. El elemento que a sí pro-pio se apellida liberal fue el que, por lo común,se inclinó al parecer de M. Frary; los partidariosde cambiar la sociedad cada ocho días; los quepiensan que rompen cadenas ominosas que-brando las ineludibles de la tradición y de laherencia, se afanaban por demostrar que los

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estudios clásicos sobran; que puesto que ya casinadie sabe griego, también se debía olvidar lalengua del Lacio, aquella lengua que, según laCarmenta de Renán (que no contaba con losliberales romancistas), habían de hablar lospueblos bárbaros.

Algunas Revistas positivistas, de esas que creenque el hombre fue tonto hasta que apareció enel mundo la filosofía de los boticarios, se apre-suraron batir palmas y a propagar la proposi-ción de Frary: -¡No más latín! ¡Muera Horacio,muera Virgilio, muera Cicerón! ¡Abajo lashumanidades en nombre de la nueva humanidad!

-Estos Sicambros olvidan que los primeroshumanistas fueron aquellos sabios liberales yprotestantes, que se llamaron los Reuchlin, losHutten, los Erasmo, los Œcolampadio, que sesirvieron de las humanidades para defender lalibertad política y la del pensamiento; comotambién lo hicieron en Holanda -la Grecia delNorte en aquel tiempo, la que dio asilo a otros

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humanistas franceses también liberales-; como lohicieron en Holanda, digo, los Dousa, los Hein-sio, los Grocio, los discípulos insignes de Scalí-gero y Justo Lipsio hasta Perizonio...

-¡Pero qué Perizonio ni qué niño muerto!, oigoque grita, interrumpiéndome, algún crítico desalón. -¿Qué tenemos nosotros con que en Fran-cia discutan si se debe prescindir del latín, de laeducación clásica? En Francia podrán discutireso, aquí no; aquí es ociosa la discusión: lacuestión del latín está resuelta por sí misma. Yanadie sabe latín, y se acabó. Cuando un poetacita un dios griego o romano, como hace Me-néndez Pelayo, se le silba, se dice que no se leentiende, ni falta; «¡qué valiente pedante estáhecho!» y se añade que ha traducido mal aHoracio, aunque no lo haya traducido. Si Vale-ra traduce las pastorales de Longo, se le miracon sorna y se le dice medio en francés: -¿Es,pues, verdad que el señor Valera sabe griego,griego auténtico? ¡Todavía hay quien sabe grie-

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go!- Y el que habla así hace alarde de ignoraresa lengua, que, si no es madre, es tía de lanuestra, siendo hermana de la latina. Déjeseusted, por consiguiente, de resucitar la cuestióndel latín, que podrá ser cuestión en Francia, pe-ro que aquí está resuelta por los hechos.

Esta supuesta interrupción de cualquier críticotemporero me tapa la boca, o por lo menos, mehace cambiar de rumbo.

En efecto; en España, donde algún día la granrevolución humana, la del espíritu, el Renaci-miento, encontró eco poderoso, hoy nos vol-vemos paso a paso a la barbarie disimulada yolvidamos toda nuestra gloriosa tradición clási-ca. El que esto escribe tiene ocasión todos losaños de comprobar con dolorosa experienciaque nuestra juventud no sabe ni siquiera decli-nar en latín. Los jóvenes más estudiosos, los demás talento y curiosidad científica, tropiezan altraducir la más sencilla frase del sintético len-guaje del Derecho Romano.

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Entre nuestros literatos, igual ignorancia. Losmás confiesan sin vergüenza que no entiendenla lengua de Virgilio, y algunos hasta hacenalarde de ello. No falta quien crea que el latín escosa de clérigos, un signo de reacción y obscu-rantismo. Y aun los discretos disimulan apenasesta lamentable deficiencia de su cultura.

Muchas son las causas que contribuyen a tandeplorable decadencia, o, mejor, ruina de losestudios clásicos. Estudiarlas y aun señalarlastodas, fuera trabajo para muchos artículos, yacaso algún día lo emprenda desde el punto devista que en esta serie me he propuesto; hoysólo debo indicar que uno de los principalesmotivos de este abandono está en el escasoatractivo que, dada la cultura general, ofrecenla literatura griega y romana. ¿Por qué no esagradable para los más lo que algunos alabande buena fe, porque lo comprenden de veras?También la determinación de todos los elemen-tos destructores que contribuyen a esta defi-

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ciencia del gusto sería muy larga tarea; pero loprincipal es dejar sentado que no consiste enlos autores clásicos la falta de encanto, y aun deamenidad, que la ignorancia les atribuye; no esel mal aquí objetivo, como se dice, sino subjeti-vo; están los lectores mal preparados para taleslecturas.

Las letras clásicas, entendidas como se debe,son la ocupación más noble en que puede em-plearse el espíritu; ellas fueron alimento exqui-sito de las más sublimes inteligencias durantelos primeros siglos del Renacimiento, y aunantes; pero las letras clásicas abandonadas a lospedantes, a los que sin comprenderlas, sin sen-tirlas, las alaban, a los eruditos [16] materialesque adoran lo viejo por viejo, lo obscuro porobscuro, lo difícil por difícil, son áridas, antipá-ticas, repugnantes y en rigor incomprensibles.Griegos y latinos pasados por el tamiz del dó-mine pedante, del Don Hermógenes de Mora-tín, ya no son ni los latinos ni los griegos que

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conoció la Historia, los de la literatura clásicaprofanada por tantos leguleyos del arte más pu-ro. Los cuales puede decirse que están repre-sentados en aquel ejemplar de Horacio que, amanera de símbolo de tales profanaciones, nosdescribe Menéndez Pelayo diciendo:

En sus hojas do-quier, por vario modo

de diez genera-ciones escolares

a la censoria féru-la sujetas,

vese la clara hue-lla señalada.

. . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

En mal latín sen-tencias manuscritas,

escolios y aposti-llas de pedantes,

lecciones varias,apotegmas, glosas,

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y pasajes sincuento subrayados,

y addenda y expur-ganda y corrigenda.

Todo pintado configuras toscas,

de torpe mano, deinventiva ruda.

Tamañas profanaciones debiéronse en granparte, desde hace ya siglos, a la enseñanza delos jesuitas, que quisieron corregir el espíritu declasicismo arrancándole, hasta donde fueraposible, el elemento pagano, es decir, la vida, yreduciendo el estudio de las humanidades a unmecanismo en que la memoria y la pacienciason las principales palancas. Sin llegar siemprea los absurdos del famoso Gaume, el espírituultramontano en general hizo grave daño, ennuestra tierra especialmente, a las letras clási-cas. Basta para verlo una observación: hoy ellatín se ha refugiado en los Seminarios, y allí esdonde se maneja, sabe Dios cómo, a Virgilio,

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Horacio y Ovidio, con gran desprecio, por su-puesto, de este último y demás escritores debaja latinidad. ¡Horacio y un seminarista! ¿Cómohan de entenderse?

El gusto de la poesía y de la historia clásicavolvería si se convenciese el público de los lec-tores de mediano criterio de que no es lo mis-mo oír lo que dice un pedante de Las Geórgicas,por ejemplo, que leer Las Geórgicas mismas...previa la preparación necesaria. Hay que po-nerse en condiciones de saborear los libros clá-sicos estudiando el ambiente dentro del cual seescribieron. Por fortuna la filología moderna,gigantesco esfuerzo de la inteligencia humana,nos permite a poca costa saber lo suficiente deesta vida antigua para comprender a sus poe-tas.

Sin remontarnos a los Vettori, Ricchiers, Marsi-lio Ficino y Ángel Policiano, no pasando deWolf y Bentley, Heyne y Hermán, y llegando enseguida a Ottfried Muller, a Grote y a Momm-

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sen y a tantos y tantos otros ilustres buzos de lavida clásica, que la han hecho renacer a nuestrosojos; sin olvidar a los arqueólogos que han tra-tado especialmente de esa misma civilizaciónen los pormenores de la existencia ordinaria, enla descripción de plazas, baños, casas, muebles,utensilios, vestidos, etc., etc., como los famososE. Guhl y W. Koner, tenemos sobrada materiapara hacernos por algún tiempo contemporá-neos de romanos y griegos, y la lectura de suslibros célebres adquiere en tal caso relieve sor-prendente, como la realidad misma, y se con-vierten a nuestros ojos en hombres de carne yhueso, los que ordinariamente suelen ser con-siderados como frías representaciones de eda-des muertas, que no es posible resucitar ni antela fantasía siquiera.

No se puede negar que un autor clásico necesi-ta, para ser hoy comprendido medianamente,cierta preparación por parte del lector. Pero niesta es muy difícil, ni en rigor, hay arte que si

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ha de ser gustado concienzudamente (pues tam-bién el gusto tiene conciencia), no pida estudiosprevios, experiencia y reflexión.

La preocupación general es ver en los escritoresgriegos y romanos lo que tienen de antiguos,pero no lo que tienen de humanos. A esto con-tribuye en gran parte la enseñanza vulgar ofi-cial que en España especialmente, está entrega-da, por lo que a letras clásicas se refiere, y fuerade honrosas excepciones, a eruditos y pedantessin gusto ni reflexión, que lo mismo se dedicana la literatura clásica que podían explicar leyhipotecaria o destripar terrones. La literaturaclásica, en lo poco y mal que de ella aquí seestudia, tiene una tirantez escolástica en la cualnada se conserva del gran espíritu del Renaci-miento, y sí todo lo que se les pegó a las Huma-nidades del saber autoritario, abstruso y mecá-nico de la escolástica y del aristotelismo falso dela Edad Media. Así como el Derecho romano,según aparece en nuestros malos libros de Insti-

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tutas glosadas es árido, seco, insufrible, las le-tras griegas y latinas disfrutan de fama pareci-da entre el vulgo, porque se enseñan con méto-dos y tendencias semejantes.

En los superficiales estudios de nuestras Uni-versidades la literatura antigua es una imposi-ción; el profesor la admira y hace admirar bajosu palabra de honor, y los estudiantes hablande Homero y de Virgilio, de Sófocles y de Plau-to, de Luciano y de Juvenal sin saber griego nilatín; y aun en lo que de los autores se les dice,falta verdadero espíritu crítico, y filosofía de lahistoria, y psicología biográfica y hasta ameni-dad anecdótica y, en suma, todo el arte dehacer agradable, interesante, una materia quelo es como la que más en poder de escritores ymaestros artistas y de buen gusto.

Suelen nuestros catedráticos y retóricos llenarsela boca llamando superficiales a los franceses ydiciendo de ellos, en son de censura, que nosengañan con su habilidad para explicar clara y

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ordenadamente, y expresar con arte e interés yelegancia. ¡Ahí es nada! Si nosotros tuviéramosprofesores de literatura clásica (sin subir a losgrandes maestros) como Paul Albert, Martha,Boissier, etc., etc., no habría, de fijo, entre nues-tra juventud literaria esa vergonzosa preocupa-ción que acusa tanta ignorancia, según la que secree de buen tono y muy conforme con el espí-ritu moderno tener en poco a griegos y latinos,o por lo menos prescindir de ellos.

Es eso; es que en nuestras cátedras y en nues-tros libros, Homero, Horacio, Esquilo, Terencio,Aristófanes, Persio, no son hombres como no-sotros, sino representaciones vagas, vaporosas,de idealismos disipados, de dogmas estéticossin vida real.

Hoy no puede estudiarse la literatura, como nopuede estudiarse el derecho, ni nada, sin eseespíritu de resurrección histórica, que no esecléctico precisamente, ni falsamente armónico,sino que consiste en la adaptación de nuestra

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fantasía, en lo posible, al medio desaparecido yque hay que renovar para comprender los fe-nómenos literarios, jurídicos, económicos, filo-sóficos, o lo que sean, que se quiere estudiar.

Si este espíritu histórico es tan difícil en todaslas materias y tan rara vez se encuentra (así, enlo [21] jurídico, por ejemplo, se ve a cada mo-mento juzgar la vida social y política de losantiguos por nuestro criterio moderno y hablarde división de poderes y de relaciones de Igle-sia y Estado, etc., etc., tratándose de los tiemposde Numa o del mismo Agamenón), mucho másdifícil y raro es en la historia literaria, donde, enrigor, el que quiere ser historiador de verasnecesita, además de ser erudito, ser un críticoflexible, educado en la experiencia del juicioliterario, constante y actual, tener el gusto muydepurado, la inteligencia libre de preocupacio-nes y dogmatismos, y el ánimo firme y serenopara entrar y salir en las teorías religiosas, polí-ticas, estéticas, etc., etc., sin perder nada de su

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originalidad y sin dejar de ver nada por culpade prejuicios o complacencias con determina-das ideas.

.Nada menos a propósito para interpretar elsentido de la vida literaria de los clásicos que elescolasticismo, que suele ser maestro, aquí a lomenos, de tales materias. En España, uno de lossíntomas de la revolución artística ha sido paralos más el romancismo, el odio a los griegos ylatinos. Es hoy -como dice el señor Fiscal delSupremo-, y todavía los periodistas se burlande quien sabe mitología y alude a las hermosascreaciones de la plástica fantasía clásica en ver-so o en prosa.

La ignorancia del vulgo no puede sospechartodo lo ridícula que es esa protesta que se haceen [22] nombre de la libertad literaria contra lasletras clásicas. Burlarse de Horacio y de Ovidioes el colmo de lo cursi, aunque no lo adivinennuestros idealistas y naturalistas que piensan que

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el ingenio y la gracia, y la intención y la malicia,son de ayer mañana.

Horacio se parece más a Campoamor, y estámás cerca de ser su contemporáneo, que Quin-tana, por ejemplo. Está más anticuado Bécquerque Ovidio. Pero es claro que el Horacio ver-dadero no es el que se nos ofrece en los versosdel ministro Burgos, como el Ovidio verdaderono es el que nos pintan en las obras de retóricaal uso.

Nuestra época es, en literatura, probablementede decadencia; pues bien, época de decadenciaera la de Ovidio, Propercio, Persio, Tibulo, Ca-tulo, etcétera, etc., y estos autores pueden serhoy mejor comprendidos que lo fueron nunca.Hay más analogía entre Baudelaire y el autorde las Heroidas, que entre el autor de las Floresdel mal y el de las Meditaciones.

Para penetrar bien el valor de las letras clásicases preciso, eso sí, depurar el gusto, aguzar el

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ingenio, leer a los autores clásicos directamentey estudiar el medio en que vivieron en las obrasde filología moderna, que son verdaderas ma-ravillas de adivinación, perspicacia y exactitud.

Mas, aparte de esto, se puede, a poco que lacrítica sensata propague y popularice la litera-tura de griegos y romanos, se puede conseguirque el público respete y admire lo que en todopaís y tiempo cultos se considera como la florde la belleza espiritual, en cuanto es esta pro-ducto del ingenio humano.

- IV -

La historia de la literatura española puede de-cirse, sin ofender a nadie, que no se ha escrito.Hay muchos tratados muy apreciables, algunosde mérito extraordinario, destinados a tan am-bicioso propósito; pero en ninguno de ellos

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aparece de modo suficiente el cuadro de nues-tra literatura desde sus primeros días hasta lospresentes. Verdad es que, en rigor, puede de-cirse que tampoco tenemos una historia generalde España. Y los tiempos no hacen esperar que,por ahora, se presente quien acometa semejantetarea. Nunca la historia fue mejor comprendiday cultivada que en el siglo XIX; pero los autoreseminentes, con pocas excepciones, prefierenconsagrar sus fuerzas a estudios especiales, yen general alcanzan poco crédito los historiado-res universales, los que cargan con toda lahumanidad y se atreven a pesarla. Menos quecoger en peso a la humanidad entera es tomaren hombros a una nación determinada; peroaún es mucho, y los verdaderos sabios de estostiempos no suelen hacerlo. Las historias másfamosas que se han escrito, en el extranjero porsupuesto, en nuestros días, no son universales,ni son muchas tampoco las que comprendengrandes períodos y diversos países y muchosórdenes de actividad. Cierto que un Gervinus

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escribió la historia de todo un siglo, el presente;que Max Duncker la emprendió con toda laantigüedad; que son famosas las historias gene-rales de Grote, de Taylor, de Mommsen y otrospocos, y, por último, que Ranke debe lo más desu fama a un trabajo histórico de plan muy ex-tenso; pero eso no impide que la regla generalsea el especialismo, y que escritores como Can-tú y Laurent, que tanto sirven a polemistas deperiódicos y oradores políticos, apenas se lesvea citados en las notas de los autores que efec-tivamente están creando la historia como cien-cia moderna.

Esta tendencia general, que tiene su explicaciónplausible, es conocida de aquellos pocos, po-quísimos, que en España pudieran emprender,con algunas probabilidades de regular éxito, elatrevido intento de escribir la historia pragmáti-ca de España o su historia literaria; y si tal or-den de consideraciones no bastase para retraer-los, la indiferencia del público, la falta de editor

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bastante rico y temerario, ahogaría en germencualquiera tentativa.

La historia literaria, tal como hoy se ha de en-tender, no podríamos pedírsela a pasados si-glos; sirven y servirán siempre como rico mate-rial los nobles y a veces concienzudos trabajosacumulados por muchos eruditos españolesdesde el tiempo del Renacimiento, y aun algu-nos de antes; pero es claro que ni aun llegandoa los Sarmiento y Mohedanos, Sánchez, Sedano,y tantos y tantos escritores que de cerca o delejos, con mayor o menor extensión, trataronestas materias en tiempos relativamente anti-guos, encontramos la verdad crítica, como aho-ra se entiende, ni siquiera en su aplicación ele-mental a las clasificaciones y a la cronología.Con ser tan dignos de aprecio, no satisfacentampoco la necesidad a que me refiero los tra-bajos especiales de Moratín y Quintana, aunquesean de los que más se acercan, si no en el por-menor técnico, en la originalidad y fuerza del

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criterio, a las exigencias modernas. Y abrevian-do: los que en años aún próximos escribieronhistorias literarias de España menos incomple-tas, valiéndose de tantos ricos caudales acumu-lados antes, si mucho mejoraron esta rama denuestro saber nacional, no hicieron, ni con cienleguas, lo que ya va necesitándose mucho. De-jemos a un lado trabajos apreciables que algu-nos extranjeros como Wolf, Bouterveck, Sis-mondi, Puibusque, etcétera, consagraron a lahistoria de nuestras letras, y recuerdos y juiciosluminosos tan dignos de agradecimiento y es-tudio como los de Schlegel, Hegel y otros ale-manes ilustres, y por ir de prisa lleguemos a losdos más famosos entre nuestros historiadoresde literatura española; Ticknor, extranjero casiespañol en cuanto autor, gracias a su populari-dad y al señor Gayangos, y el querido maestroAmador de los Ríos.

Los cuatro tomos, con muchas notas de Gayan-gos, consagrados por el norteamericano Tick-

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nor a la historia de la literatura española, cons-tituyen la obra más popular de cuantas hayescritas acerca de tan interesante materia. A laspersonas entregadas a estos estudios no haynada que advertirles; pero si al vulgo, a los queleen estos libros por mera afición; hay que ad-vertirles que la historia de Ticknor tiene ungran valor relativo, pero mucho menos absolu-to. Es decir, que considerando las dificultadesde todo género que el ilustre americano tuvoque vencer para escribir su libro, es este mere-cedor de los mayores elogios; pero reconocidoesto, preciso es declarar que la Literatura españo-la de Ticknor deja muchísimo que desear portodos conceptos; Ticknor no es, ante todo, ungran crítico, ni siquiera artista, ni tiene el inge-nio necesario para resucitar hombres, tiempos ycostumbres al calor de sus evocaciones; fáltaleimaginación, grandes propósitos, altas ideas,profundidad, sagacidad, y sobre todo, ese espí-ritu de intuición semicreadora, que ha de brillaren el verdadero historiador. Es, en fin, Ticknor

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una medianía muy aplicada, simpático en susmedias tintas, a veces elocuente en capítulosdeterminados y de fácil exposición; pero nopasa de la categoría de cronista ilustrado, dignosiempre de ser leído, pero no con tanta admira-ción como algunos pretenden.

Por lo demás, los que entienden algo de estascosas, declaran que el trabajo de Ticknor, comoobra técnica de erudición histórica, es defectuo-sísimo; confúndense allí los tiempos, déjansegrandes lagunas y se adoptan precipitadamenteconclusiones temerarias, falsas muchas, sincontar con que el espíritu protestante y algoestrecho del autor le hace parcial a veces, y leobliga a predicar inoportunamente.

Mucho más se podría decir para mostrar la in-suficiencia de la obra de Ticknor; pero comoaquí se trata indirectamente este asunto, parallegar al propio de estos artículos, no insisto entarea tan ingrata.

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Amador de los Ríos fue mi querido maestro, ysi bien he de procurar, al decir algunas palabrasacerca de su historia de la literatura española,olvidar el cariño para conseguir la imparciali-dad, es claro que he de conceder mucho a losfueros del respeto.

Ante todo diré que, tal como son sus siete to-mos de Historia crítica de la literatura española,me parecen lo mejor que tenemos hasta ahoraen tal asunto, y que ellos, con la continuaciónque les prepara Menéndez Pelayo, serán, pro-bablemente por mucho tiempo, el principalmonumento de este orden de estudios.

Amador de los Ríos concibió el proyecto de sugran trabajo crítico al oír al ilustre D. AlbertoLista pregonar desde la cátedra del Ateneo lasexcelencias de nuestra literatura nacional ro-mántica. Puede decirse que la gran empresa deescribir la historia de nuestras letras nació delespíritu romántico, a que obedeció también, engran parte, el renacimiento de nuestro teatro.

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Ya se sabe que el romanticismo se entiende demuchas maneras, y que aun en su historia sepueden estudiar positivas manifestaciones demuy distinta índole. El afán de resucitar, ante laimaginación por lo menos, nuestra vida nacio-nal pasada, especialmente en sus elementosestéticos, obedecía a las teorías que, en Franciaen un sentido y en Alemania en otro, domina-ban entre los reformistas de las artes y aun deotras esferas de la actividad, como, v. gr., la delderecho en Alemania con la escuela históricaque por boca de Savigny proclamaba que elderecho nacía todo él de las entrañas de la na-cionalidad. Se quería reconocer y demostrarbelleza en la vida de los pueblos que nacieronsobre los jirones del Imperio Romano; se queríaprobar con nueva retórica y con nuevos decha-dos de poesía que las naciones bárbaras si debí-an, mediante el Renacimiento, gran parte de sucultura actual al clasicismo, a griegos y latinos,tenían también mucho que admirar y recordary estudiar en su vida propia, en su historia, y

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de aquí la guerra al Derecho romano, en unaesfera, en nombre de los Códigos nacionales, y laguerra al clasicismo en nombre de la tradiciónromántica, en unas partes predominantementearqueológica, lo que podría llamarse el romanti-cismo ojival, y en otras partes con caracteres denovedad revolucionaria.

Sea lo que quiera del juicio que a la posteridadmerezcan estos exclusivismos de escuela, elloes que a veces este apasionamiento intolerablesignifica vigor cierto, y viniendo en tiempooportuno contribuye mucho al progreso. Deaquellas exageraciones vinieron como frutonatural obras tan admirables como algunas deGarcía Gutiérrez (concretándonos a España,que es ahora lo que nos importa), de Hartzen-busch, de Rivas, de Zorrilla, etc., etc., y estudiostan interesantes y ya tan necesarios como los deAmador de los Ríos.

«La religión y la patria», estos dos ideales quebien pueden llamarse románticos, según Ama-

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dor de los Ríos los entiende, son los principiosque sirven de base y dan unidad a la gran obraemprendida por el ilustre erudito; estudiar lainfluencia constante de estos elementos pode-rosos en los productos del ingenio nacional, apartir de los primeros alientos poéticos denuestra Reconquista, es el propósito trascen-dental de la Historia crítica de Amador; y comofuerza estética predominante y elemento técni-co literario, presenta el carácter de nuestro ge-nio artístico repetido en sus naturales manifes-taciones constantemente, a partir ya de lostiempos en que era nuestra lengua la de nues-tros conquistadores y Roma el teatro de nues-tros triunfos literarios.

Como se ve, no falta plan y propósito serio, nofalta unidad de pensamiento a la obra de Ama-dor. Lleva ya en esto incalculable ventaja a lade Ticknor. Pero si merecidamente se llamacrítica la historia literaria de que hablamos, nose puede decir que la crítica de Amador de los

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Ríos sea todo lo que hoy pedimos, pues al fin elespíritu propiamente filosófico, independiente,ha penetrado en nuestra tierra, y lo que hoy seha de exigir al que pretenda explicarnos y co-mentar la vida nacional en su actividad intelec-tual y estética, es mucho más de lo que espon-táneamente puede ofrecernos quien no pasa deerudito, por notable que sea. Además, Amador,a pesar de los siete tomos bien abultados deque consta su Historia crítica, no pudo llegarmás allá de la literatura del Renacimiento ensus comienzos, no cuando dio los resultadosmejores aquel gran movimiento europeo. Delos Reyes Católicos acá nada nos ha dicho elilustre maestro en su monumental trabajo.

Por otra parte, el estilo de Amador, digno, no-ble, pulquérrimo, es poco flexible, nada lacóni-co, tal vez algo teatral en ocasiones; el entu-siasmo lo envuelve en demasiadas palabras, noteme la repetición, y de estos y otros análogosdefectos se engendran tantas y tantas páginas

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de lectura, a veces un tanto difícil. En menosvolúmenes pudo escribir el sabio maestro lomismo que publicó en siete.

Este y algunos otros reparos obligan a declarar,después de repetir que la Historia crítica de laliteratura española es por muchos conceptos ad-mirable, que no es, con todo, el libro que hoy senecesita, y por eso, al comenzar este artículo,decía yo que la historia general de nuestrasletras no se había escrito hasta la fecha.

Ni en obras particulares consagradas a un gé-nero especial, por ejemplo, el teatro, la novela,la elocuencia, etc., encontramos libros españo-les que podamos llamar completos, y aun delos extranjeros que tienen tales propósitoshabría mucho que decir. Biografías, monografí-as, las hay muy apreciables, más cercanas a loque se pide: v. gr., los pocos trabajos que hastaahora ha publicado M. Pelayo tocando estasmaterias; el Alarcón, de D. Luis Fernández-Guerra, en que tal vez hay saludables influen-

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cias de D. Aureliano... pero de todas suertesnuestra crítica no ha estudiado -en general sepuede decir esto- los más profundos e intere-santes aspectos del espíritu y aun de la letra denuestra literatura nacional. Dios quiera que enobras que se anuncian haya todo lo que se pue-de esperar de quien se anima a emprenderlas.Hablemos de esto.

El escritor a quien aludo es Marcelino Menén-dez Pelayo, que conmigo estudió en el aula deAmador de los Ríos y que vino a ser su legítimoinmediato sucesor en la cátedra mediante glo-riosas, inolvidables oposiciones.

Hace años que tengo noticias del proyecto, delgran proyecto de Marcelino: la historia de nues-tra literatura. Cada vez que nos encontrábamospor casualidad en las calles de Madrid o enalgún café (pues los círculos de nuestras rela-ciones tenían pocos puntos comunes o, mejor,eran tangentes, pero no secantes), yo le pregun-taba afanoso por sus trabajos, todos importan-

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tes; y él, con amable interés, me pedía nuevasde mis pobres cuartillas de gacetillero de queyo le hablaba entre dientes y casi avergonzado.Pues en estos diálogos rápidos en la calle, inte-rrumpidos por la turbamulta, le oía yo un día yotro aludir a su obra magna, a la que ha de sertal vez la principal de su vida. Al principiohablaba de una historia completa, que se re-montara a los orígenes, y escrita, si no con elcriterio de Taine, que esto era imposible tratán-dose de un católico, sí con un método análogo ycon miras semejantes por lo que respecta a dargran importancia a los elementos de raza,herencia, medio social y natural, en la historiade las letras, que hasta aquí, por lo que toca aEspaña, siempre se ha estudiado de modo abs-tracto, a lo retórico, sin penetrar de veras en lasmúltiples relaciones de subordinación y coor-dinación en que el arte, como todo, ha de vivirnecesariamente. Representábame yo la famosay admirable Historia de la literatura inglesa, deTaine, y con este recuerdo me ayudaba (aña-

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diendo lo que yo podía figurarme que podíasalir del ingenio crítico de quien había escrito elDiscurso sobre el Arte de la Historia), me ayudabapara poner ante los ojos de mi fantasía, siquieravagamente, la imagen de aquella historia que eljoven e ilustre académico preparaba.

Sucedió por aquel tiempo que Emilia PardoBazán comenzó también a pensar en escribir su«Historia de la literatura española», y por coin-cidencia, que al principio alarmó un poco a lailustre gallega, también su obra iba a parecersea la de Taine en la tendencia indicada antes.Mediaron cartas entre Marcelino y Emilia, car-tas discretísimas, algunas de las cuales tuve elhonor de leer, y después de atinadas cuantomodestas observaciones de M. Pelayo, resultóque ambos convinieron en que lo mejor seríaescribir cada cual su historia a su modo, sinmiedo a las coincidencias y con la seguridad deque el ingenio de cada uno tendría ocasionessobradas de mostrarse sin parecido con nadie.

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Emilia Pardo sigue con su proyecto, y para po-nerlo en práctica viaja todos los años y se encie-rra horas y horas en las bibliotecas de París yotras de varios pueblos donde puede encontrarlo que le importa.

El plan de Marcelino Menéndez, a juzgar porlas últimas noticias que me dio él mismo, pare-ce haber cambiado un poco, o por lo menos, enlas más recientes conversaciones me lo presentódesde otro punto de vista. Por lo pronto, M.Pelayo ya no piensa comenzar por la antigüe-dad remota, sino en el punto, sobre poco más omenos, en que Amador de los Ríos dejó suobra, esto es, según ya se dijo, en los Reyes Ca-tólicos.

Por razones que más adelante expondré, esto esde aplaudir, porque llegaremos más pronto a loque más importa. Además, el insigne catedráticoya no hablaba últimamente de escribir a lo Tai-ne, sino de un libro para la cátedra, de muchostomos, con mucha crítica de pura erudición,

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porque en este punto hay que deshacer muchoserrores y presentar muchas novedades. ¿Quéserá, qué no será? Allá veremos.

De fijo que los motivos que haya tenido Marce-lino para cambiar de plan, si es que hay cambioy [35] no dos aspectos distintos de un mismoobjeto, serán muy razonables; pero de todassuertes yo, con el respeto debido, me atrevo adirigirle algunas observaciones, cuya audaciapuede cohonestarse con la buena intención.

Mucha falta hace, sin duda, que se corrijancuanto antes, y por quien tenga datos y criteriosuficientes para ello, los muchos errores técni-cos de la historia de nuestra literatura. Voy másallá: para dar algún paso firme en el terreno aque yo quiero que se llegue, es indispensablecomenzar por aquí, por dejarlo todo bien me-dido y pesado, todo bien distribuido; en suma,cada cosa en su sitio; pero ¡por Dios!, no olvi-den Menéndez Pelayo ni los que le sigan, quetodo eso, con ser muy importante y lo primero,

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no es lo principal. Esto es lo que suelen olvidar,¿qué digo suelen?, lo que olvidan siemprenuestros eruditos y algunos de los extranjerosque hablan de nuestras cosas; olvidan que loprimero no es necesariamente lo principal. Hayalgo peor que el ingenio agudo y profundo quesin datos suficientes se entremete a tratar asun-tos históricos por medio de intuiciones, hipóte-sis y conjeturas; peor es el ingenio obscuro ynulo que aprovechando las condiciones de untemperamento linfático y las ventajas de unaimaginación dormida, a fuerza de pacienciarecoge miles de documentos, los junta y clasifi-ca a su modo, y ya cree tener hecha la historiade alguna cosa. Es necesario que M. Pelayo conuna obra viva, artística, propiamente filosófica,dé un mentís elocuente a las dos o tres docenasde eruditos mutilados que creen estar tomandoen peso la realidad de nuestra historia literaria,cuando no hacen más que revolver papeles ylevantar polvo.

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El polvo, decía Walter Scott a los que queríanlimpiar el de sus habitaciones, no se mete connadie si no se le hurga; dejadle descansar y ve-réis cómo no os molesta. Más vale dejar el pol-vo en paz, quieto, que soliviantarlo para queforme nube en estancia cerrada y ahogue al quela habita, sin más provecho que el haberlo echa-do de un mueble para que se pose en otro.-Sacudirle el polvo a la historia no es lo mismoque limpiarla y hacerla resplandecer; el eruditoque en la cámara estrecha y cerrada a las milinfluencias del arte, de la ciencia y de la vida,de su mezquino cerebro, sacude el polvo a lospergaminos, ¿qué consigue? Asfixiarse y as-fixiarnos; pasa tiempo, y después de mil enojosel polvo vuelve a descansar sobre la historiaapaleada. Escribir un libro tedioso, o cien librosde este género, para sacar a luz otros libros, talvez tediosos también los más, no es rebuscartesoros en lo pasado, sino echar tierra sobretierra, sueño sobre sueño, olvido sobre olvido.Nada más hermoso y [37] útil que la erudición

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fecundada por el ingenio; nada más inútil quela manía del papel viejo profesada por un espí-ritu opaco, adocenado y estéril.

Sin decir yo, ni mucho menos, que de tan bajaestofa sean las docenas de nuestros eruditos alpormenor, sí sostengo que no hay que atenuarmucho la censura para poder aplicarla a losmás, que hasta la fecha no han hecho saltar antenuestros ojos la hermosura real, viva, rozagantede nuestra gran literatura en algunos de sussiglos. Ha sucedido en esto lo que Ihering diceque pasa, en general, con el Derecho romano:mucho alabarle, mucho pregonar y vociferar susupremacía sin admitir discusión, y nada deprobar en qué consiste esa grandeza, nada deestudiar el Derecho romano en su espíritu, quees el que puede poner de relieve el valor ver-dadero, inmenso sin duda, de ese gran legadode la antigüedad.

Ya va siendo hora de que a las letras españolasno les suceda lo mismo. Fueron grandes, glo-

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riosas, sí, en algún tiempo; pero esto no seprueba con ditirambos y apologías, ni con po-ner delante ediciones de libros antiguos, aun-que sea con variantes; para este viaje no necesi-ta el lector alforjas: toda la grandeza de un pe-ríodo literario, todo su valor, no se puede cono-cer sin más que leer, siendo profano, una y otraobra; si así fuera, sobraría la crítica. Da tristezaleer, por ejemplo, lo que se le ocurre a un hom-bre tan erudito y tan famoso como el Sr. Cáno-vas del Castillo al hablar del Teatro Español enlos años de su mayor gloria. ¿Qué creerán uste-des que dice del gran Lope de Vega y de suépoca, proponiéndose hablar largo y tendidodel asunto (aunque en ocasión en que debierahablar de otra cosa)? Pues no dice absoluta-mente nada. Se acuerda de algunos libros quetiene él, Cánovas, en casa; hace algunas obser-vaciones sobre la criminalidad de aquel tiempo,y, en suma, publica un informe de fiscal o dejefe del negociado de policía a quien, por equi-

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vocación, se le encargase un estudio sintéticosobre el Teatro Español glorioso.

El Sr. Cañete, estudioso, infatigable, discreto aratos, aficionadísimo a las reliquias del TeatroEspañol, ¿qué ha pensado, qué ha descubierto,qué ha hecho sentir, qué ha hecho pensar tra-tando de nuestra literatura dramática? Se ledeben agradecer apuntes útiles para la obrapuramente erudita de la materia, y perdonárse-le, a cambio de esto, un estilo falso, lamido, uningenio hueco, un gusto perturbado por el abu-so de las tisanas.

Menéndez Pelayo es muy otra cosa; sabe más ymejor que esos y otros que no cito, y además esun ingenio fuerte, peregrino, capaz de crearsiendo crítico, y de evocar a nueva vida, mer-ced a los prestigios del arte, las edades muertas,sus ideas, sus sentimientos, sus palabras.

Por lo cual -y seguro yo de que esto es cierto-me atrevo a suplicarle que no olvide la gran

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necesidad de una historia viva, de una reflexiónhonda, de una adivinación feliz y siempre des-pierta, aplicadas a esa historia. Que su libro nosea sólo para estudiantes; que las novedades quepresente el erudito sirvan sólo de andamiospara la gran obra del artista, del crítico poeta,del filósofo historiador.

Capaz de atender a tal necesidad es el hombreen quien se han juntado cualidades que pocasveces se reúnen en un espíritu.

Y para que no se crea que adulo al querido con-discípulo, óigase lo que temo que aún ha defaltar en la Historia de Menéndez Pelayo, aun-que la escriba tal como puede y como arriba sela pido.

Varias veces se ha decretado en España la liber-tad de pensar; pero el público todavía a estashoras (y ya va siendo tarde) no ha sabido apro-vecharse de tamaña franquicia. Por libertad depensar entiende uno hacerse diputado para ir al

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Congreso a vociferar que la Trinidad es unamonserga, lo cual es, además de terriblementesacrílego, absolutamente falso, pues la Trini-dad, sea lo que quiera, no es una monserga, defijo. Otro entiende que libertad de pensar esdecir pestes del clero; y otro, más cruel, que esno pagarle lo que se le debe. Hay que desenga-ñarse; un ciudadano pacífico, librepensador,pero comedido, que piensa libremente, pero nopor eso insulta al prójimo, siquiera el prójimosea católico o ultramontano, un ciudadano así,no debe aspirar hoy por hoy a predicar su doc-trina donde haya mucha gente, porque se ex-pone a ser interrumpido a pedradas. Si el audi-torio es creyente, como se dice, le apedrean porateo, impío, hereje, que es peor para ellos; si elauditorio es aficionado a pensar libremente, leapedrean por reaccionario, por paulino, por sa-cristán, por mestizo... ¡sabe Dios!...

Entre las muchas clases y los mil grados deideas que han entrado en España en lo que va

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de siglo, no podremos encontrar aclimatadostemperamentos ni doctrinas moderadas y deltodo racionales. Lo popular aquí es El Motín oEl Siglo Futuro, Las Dominicales del Libre Pensa-miento o el Padre Gago.

El libre pensamiento verdadero, todavía es cosade muy pocos, y entre estos, los más no sonaficionados a escribir. Salmerón, v. gr., apenasha publicado materia para formar un volumende regular tamaño.

Entre nuestros grandes y medianos (medianosde veras) escritores, pocos se encuentran que seatrevan a decir francamente que no son orto-doxos, y aun muchos que en realidad no lo son,continúan llamándoselo, y no falta quien, congran ingenio, está sacando mucho partido deesta doblez, que no acusa malicia, pero que sí essigno de los tiempos. Dígase lo que se quiera, elpaís podrá no ser ya buen creyente, pero toda-vía no ha soñado con ser librepensador. Deaquí que los más no se atrevan, sobre todo los

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que tienen algo que perder, es decir, fama, po-pularidad, crédito literario, a ser claros con elpúblico. Muchos sprits forts de plazuela sí hay;positivistas al minuto, sangradores y droguerosmaterialistas como un diablo, no faltan. Pero esclaro que no se trata de esos, se trata de los que,al pensar, saben de veras lo que traen entremanos. Veamos en rápida e incompleta reseñalo que pasa. En la poesía, a pesar de ser este ungénero que se presta como ninguno a decir laverdad de lo que se siente, tenemos sólo poetasque se proclaman ortodoxos, y que, a lo sumo,se permiten dudar provisionalmente o contra-decir sin querer, o haciendo como que no quie-ren, el dogma, pero que jamás pueden ser acu-sados por pertinaces. En el teatro, los más atre-vidos consideran como una temeridad ridículacualquier género de franqueza de este orden.Aquí no hay previa censura ahora, si mal norecuerdo, pero es porque no hace falta. El pú-blico sería el que castigaría la menor audacia enel orden espiritual, llevada a la escena. La pren-

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sa, la literaria, nunca dice una palabra más altaque otra, y entre la aristocracia de las letras,novelistas, críticos, articulistas, eruditos, etc.,pocos serán los que se atrevan a declarar queno son católicos.

Y siendo esto así, como es, y podría demostrar-se con nombres propios y más pormenores; ysiendo no menos cierto que cuando se declaraque conviene la libertad de pensar por algoserá, resulta una contradicción entre lo que sepide y lo que se tiene, entre la ley y la vida.Hemos tenido todos los inconvenientes quevienen de escandalizar a un pueblo apegado asus tradiciones de intransigencia religiosa connuevas doctrinas políticas nacidas de un espíri-tu protestante y reformista en lo más hondo delos intereses sociales, y aún no tocamos ningu-na de las ventajas que pueden nacer, y en otraspartes han nacido, del ejercicio de ese examenindependiente. En todos o casi todos los paísesque han acogido la Reforma, y con ella la libre

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investigación, dentro de ciertos límites o com-pleta, ha sido uno de los resultados casi cons-tantes el conocimiento directo y popular delEvangelio. Pues, en este punto, aquí ni siquierahemos llegado a donde los ortodoxos franceses,uno de los cuales, fervoroso defensor de la tra-dición, acaba de publicar el Evangelio traduci-do en forma moderna, con estilo contemporá-neo, para que pueda ser leído como obra popu-lar y amena. Aquí ni siquiera a esto se ha llega-do. El pueblo no suele leer el Evangelio en nin-guna forma. Pocas veces en la historia se habrápensado menos en Dios, en lo Divino, en loAbsoluto, que en nuestra época, en nuestrapatria. Nuestros libros casi nunca se refieren atales asuntos, y los pocos de fuera que se leen, ono hablan de semejantes ideas, o hablan losmás, para negarlas o ponerlas en cuarentena odetrás de un velo impenetrable. En materia demeditación religiosa y de filosofía primera, biense puede decir que reina entre nosotros la pazde Varsovia...

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¿Y a qué viene todo esto?

Recuerde el lector que decía yo más arriba queiba a señalar lo que había de echar de menos enla Historia de la literatura, de Menéndez Pelayo.A esto viene todo lo que antecede. El gran espí-ritu de Menéndez Pelayo, que podrá y sabráencontrar en las entrañas de nuestros librosviejos el espíritu de nuestro pensamiento y denuestro corazón... no ha de penetrar de fijo enlo más esencial de todo corazón y de todo pen-samiento con libre criterio, sino con el criteriobien conocido que la ortodoxia le impone. Noes esto censurar al ilustre crítico. ¿Cómo habríade ser eso? Católico sincero, de los que no jue-gan con sus creencias ni hacen alarde de ellaspara ganar relaciones y ciertas clases de influ-jos, es muy digno de respeto en su doctrinainvariable y nada comunicativa; pero yo aquíno le motejo, ni le sonsaco, ni le juzgo, puesfuera inútil imprudencia; sólo declaro el hecho,no por futuro menos cierto, de que en su Histo-

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ria no se verá originalidad, espontánea perspi-cacia en lo más hondo, más [44] puro, másesencial de la idea literaria. Antes que el interéspuramente científico y artístico de la verdad, severá el interés de la creencia religiosa; y, a losumo, lo que podrá conceder, por vía de tole-rancia, a los que no sean de su comunión, seráuna tendencia prudente y discreta, de frío buengusto, a tratar con lenidad errores, según él,que tiene que abominar; a huir siempre quepueda de cuestiones de trascendencia religiosapara evitar conflictos de ideas y pasiones... Peroestas mismas concesiones, esta tolerancia nega-tiva del silencio, de la preterición y el eufemis-mo, que es hoy lo que priva, como la más ex-quisita, última palabra de la buena educaciónsocial cosmopolita, si serán dignas de agrade-cimiento y alabanza por varios conceptos, serántambién nuevos puntos obscuros, obra muertaque señalará más y más el vacío a que antes merefería.

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El padre Gago y El Motín pueden muy biendiscutir en estos tristes días de crisis terriblepara el pensamiento; pueden discutir, porquecuanto más daño se hagan, más contentos. Es-píritus separados por confesiones, por escuelas,por creencias, y unidos en lazo invisible porigual aspiración desinteresada, ideal, puramen-te religiosa, no pueden hablar unos con otros delo que es para unos y otros lo primero, el amormás querido. Nadie tiene la culpa de esto; esuna fatalidad que por los efectos parece un cri-men, pero no es un crimen, porque no hay nin-gún criminal.

Y sin embargo... ¡sería tan fácil entenderse!...

Para que se comprenda mejor mi pensamientopor lo que respecta a la deficiencia que esperoencontrar en la obra de Menéndez Pelayo, tanllena de excelencias de fijo, pondré un ejemplo.Llegará en su Historia a hablar de Santa Teresa;nos hará penetrar en aquel espíritu enamoradode la Divinidad, nos hará sentir sus deliquios...

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pero no podrá hacernos ver lo más sublime enla Santa, que es, para muchos, para los que noparticipan de la ortodoxia del autor, el valorpura y exclusivamente humano del esfuerzomístico, la grandeza inenarrable de la esponta-neidad natural, desamparada de todo auxiliomilagroso, aunque probablemente en misterio-sa impenetrable relación suprema con lo divi-no.

No es fácil explicarse con claridad en estas ma-terias, por exponerse a herir muy respetablessusceptibilidades. Pero ello es que, para todo elque piense que la independencia del juicio enlos más arduos y principales problemas de lavida es muy importante, no podrá menos de serun anhelo, legítimo anhelo, ver aparecer algúndía un historiador de nuestra vida intelectual ysentimental artística que añada a las condicio-nes de crítico que asisten a Menéndez Pelayo, laque sólo puede tener quien esté desligado decompromisos confesionales al penetrar en la

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filosofía o en la historia para arrancarles sussecretos de verdad, bien y belleza.

***

No cabe ya en esta especie de introducción de-tenerme a considerar las cualidades todas a quese ha de aspirar cuando se escribe en el sentidode vulgarización al principio señalado, de laliteratura española en épocas pasadas; muchohay que decir sobre el particular, a más de loindicado en esta reflexión general sobre el te-ma; pero ya que por torpeza de la pluma no hepodido llegar a este desarrollo del contenido,por ocupar demasiado espacio con los rasgosgenerales, aprovecharé la ocasión para exponermis ideas y observaciones acerca del particular,el día en que trate de algún asunto concreto enesta materia, cuando me refiera a la lectura dealgún autor español de otros tiempos, o a otropunto análogo.

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Lecturas

Zola.- La Terre

- I -

Después de leer la última página de La Tierra,de Zola, quedó mi espíritu, este pobre espíritude que hoy no se atreven a hablar muchos, porvergüenza, dulce y tristemente impresionado.Eso que podría llamarse lo bello doloroso, fe-cundo fermento formado con miles de esperan-zas e ilusiones disueltas, podridas, germen deuna vaga aspiración humilde, en mi sentir cris-tiana, a lo menos cristiana según el cristianismode la agonía sublime de la cruz; esa tristezaestética, eterno dilettantismo de las almas hon-

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damente religiosas, era el último y más fuertearoma que se desprendía de aquel libro, taninsultado por ese terrible término medio de lainteligencia y de la moralidad, que jamás per-donaría a la Magdalena ni jamás dejaría la capaa la mujer de Putifar. Yo creo sinceramente queun alma buena no puede ver, en las libertadesde lenguaje de Zola, la especulación del mise-rable que comercia con la lujuria literaria delmundo. Podrá haber en tal prurito una aberra-ción, algo enfermiza si se quiere, una gran exa-geración romántica, una de esas exaltacionesnerviosas en que la ilusión nos lleva al extremode querer vivir sub specie æternitatis, no someti-dos a las condiciones accidentales de nuestrotiempo, coetáneos sólo de los espíritus nobles,agudos y fuertes; ilusión semejante a la de esossimpáticos soñadores políticos que quierenvivir bajo el imperio de un abstracto derechonatural, tan puro como aéreo, tan imposiblecomo impalpable: lo que yo no creo que hayaen Zola es un sarcasmo sangriento y lucrativo,

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fríamente calculado, mediante el cual demos-trara el escritor que llaman, y a veces se llama,pesimista, que el mundo es efectivamente tanmalo que compre por cientos de millares loslibros que le escandalizan, y a cuyo autor ape-drea con insultos y calumnias. Lo que debe dehaber en esto es lo que acabo de indicar: el afánde escribir para todos los tiempos y para nin-guno, para lectores ideales ante cuyos sentidosy potencias todo en la naturaleza sea santo, porser todo igualmente digno, sea bueno, sea ma-lo, parezca feo o parezca hermoso. Lo cierto esque en los libros de Zola el instinto afrodítico esun deus ex machina, pero no una delectaciónvoluptuosa: se parecen tanto a una tentación delascivia como puede parecerse una clínica deenfermedades secretas. Sin embargo, en estepunto nadie puede responder más que de sípropio: se han visto tales aberraciones en estamateria, que bien puede ser que algunos deesos críticos que tanto se escandalizan se hayansentido sobrexcitados a deshora con las bruta-

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lidades de Buteau o las abominaciones de Na-na; porque es evidente que en los mismos hos-pitales hay casos de repugnante desenfreno, yno faltan ejemplos de actos bochornosos en quefue la víctima un cadáver. De todo hay en lanaturaleza y en las letras contemporáneas (6)...

La última impresión que me dejó La Tierra, de-cía, era de una tristeza que en sí misma llevauna especie de consuelo tenue, pero muy dulcea su modo; sentimiento incompatible con elrecuerdo vivo y excitante de toda sugestiónpornográfica. Se comprende que la abadesa deJouarre y su amante hablen de amor a las puer-tas de la muerte; pero no se comprendería quese deleitasen con obscenidades. Francisca deRímini y Paolo, arrastrados por la buffera infer-nal, siguen amándose en apretado abrazo; perono se dice que gocen con lasciva complacencia.El que vaya a buscar a La Tierra argumento pa-ra deliquios bochornosos, no digo que no pue-da encontrarlos; pero el lector sereno, atento y

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de buenas costumbres, y con un poco de cora-zón y con alguna idea en el cerebro, que inge-nuamente se deje llevar por el autor a la impre-sión final y suprema a que naturalmente con-duce el libro, ese estará, al terminarlo, a cienleguas de todo pensamiento lúbrico...

En todo caso, podrá ser un defecto de Zola,extremado en La Tierra, esa excesiva desnudez,esa franqueza ultraparadisíaca; pero tambiénhay exageración en achacar a esa debilidad tan-ta importancia que se llegue a hablar, como M.Brunetiere, de «la bancarrota, del naturalismo».Lo principal del naturalismo de M. Zola, que esdel que se trata, son sus novelas, y estas gozande perfecta salud y de no menos sano crédito;llevan consigo una virtud que las hace superio-res a todos los ataques de una crítica parcial yestrecha, y a los extravíos del propio espíritusectario: esa virtud es el grandísimo ingenio delnovelista, que sale triunfante de las asechanzas

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de sus enemigos y de las más temibles de suspropias aberraciones.

Hoy se escribe mucho; hoy, muchos autoresnotables, de gran talento, es más, hasta las me-dianías, toman cierto aire de eminencias, gra-cias al adelanto común, a esas ventajas queHæckel llamaría filogénicas, no ontogénicas;perfecciones debidas a la selección, méritos dela masa social, méritos de esa gran casualidad,si lo es, que se llama el progreso. Y distinguirseentre tantos hombres que se distinguen, sereminencia entre tantas eminencias, es algo másque ser el ciprés del clásico, y aún más que elcedro del Líbano: para llegar a tanto hace faltallamarse Washingtonia. Zola ha ido conquistan-do, si no adeptos, admiradores, no por sus teo-rías, sino en gran parte a pesar de sus teorías.No hay gloria mayor. Así ha sido la de VíctorHugo: sus grandes obras han servido de hipo-teca al crédito de sus doctrinas. Entre nosotros,en esta España de Quintana, no se comprende-

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ría siquiera la teoría del verso-prosa si Campoa-mor sólo tuviera en su favor sus luminosas pa-radojas y antítesis, y no sus hermosos poemas.No quiero hablar de lo que ha ido ganando elautor de La Terre en el ánimo de sus enemigosfranceses y de otros países: quiero concretarmea España. Es posible que Cánovas siga aborre-ciéndole o despreciándole sin leerle; pero yo séde muchos críticos que hoy le reconocen unvalor que antes le regateaban. González Serra-no dice de él: «¡Es mucho hombre!», y se quedapensativo recordando muchas bellezas profun-das, grandes de veras. Menéndez y Pelayo yano le trata con tanto desdén como algún día; yaunque insiste, con razón en parte, en negarleel caudal de conocimientos necesarios para serun innovador en arte, no creo que le nieguedotes superiores de novelista... Valera, el maes-tro Valera, cuyas palabras todas yo peso y mi-do, no quedando contento si tengo que seguirpensando como él no piensa; el insigne Valeraya lee a Zola y le ha reconocido implícitamente

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algo de lo mucho que vale, parte de la impor-tancia que tiene, si bien se obstina en ciertaoposición radical a sus doctrinas y procedi-mientos, que yo no acabo de explicarme ennuestro gran crítico artista. Para mí, esta cues-tión del talento de Valera negando el paso aZola, es como para Bossuet la cuestión de lagracia y el libre albedrío, y para mis adentrosresuelvo yo mi problema como Bossuet el suyo:estoy seguro del talento, siempre presente, deValera, y seguro del mérito excepcional de Zolacomo novelista y en parte como crítico o, mejor,como reformista. De todas suertes, Valera ya veen el escritor naturalista mucho más que veíahace años... cuando no lo había leído. HastaCañete, que a última hora se ha enterado de loslibros de crítica de Zola, declara que, en efecto,hay allí mucho que aprender, y le cita comoautoridad a cada paso. Por cierto que este Sr.Cañete, que a lo menos es leal, hace con loshombres a quienes va reconociendo mérito, apesar de tenerlos por inmorales, lo que hizo Dios

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con Adán: lo saca del barro. De barro hizo Diosal primer hombre, y del cieno del lodo de susmetáforas y alegorías palustres saca el buenCañete a Zola y sacó antes a Echegaray (paravolver a zabullirle)... Hacen mal los críticos, ymucho peor los novelistas, que no leen al autorde Germinal (con atención y en francés, por su-puesto), porque todos ellos podrían aprendermucho; por ejemplo, los unos a juzgar y losotros a dejarse juzgar, haciendo más justicia acríticos y autores respectivamente.

Lo digo con entera franqueza: para mí los fran-ceses que no reconocen hoy en Zola un novelis-ta superior, con mucho, a todos los demás quele ponen en parangón, cometen la misma injus-ticia, o, mejor diré, tienen la misma ceguera quecuantos, al hablar de oradores españoles con-temporáneos, mezclan a Castelar con los de-más, lo barajan con ellos. Castelar es un ora-dor... aparte, de otro modo que los demásgrandes oradores de nuestra tierra: Zola es mu-

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cho más novelista, mucho más hombre que Dau-det, Goncourt, Bourget, Maupassant, etc., etcé-tera; es otra cosa.

Por casualidad leía yo, días pasados, una revis-ta francesa del año cincuenta y tantos, y allí sehablaba de una de las primeras obras de EmilioZola. ¡Qué extraño efecto me produjo una pro-fecía sembrada al correr de la pluma, sin que elcrítico le diera importancia, tal vez a guisa detópico encomiástico, de que el tal profeta no seacordará acaso, si vive! Zola está cumpliendotodo lo que allí se anunciaba: la garra del leónasomaba ya entonces, y el crítico la había visto,o por benevolencia la había adivinado. Las cua-lidades que en ese artículo y otros de aquellostiempos que he leído referentes a otros ensayosde Zola, se descubrían en el novel escritor,siempre eran la fuerza, la originalidad, la valen-tía; tres ideas que de un modo u otro se juntancon la idea de creación. La fuerza, esa diosa deSpencer, ese misterio de todas las filosofías na-

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turales, ese modo de llamar al gran impulsodesconocido, tiene tan importante papel en elarte como en cosmología. Sí: los artistas a quie-nes llamamos fuertes son los mejores, los quecrean. Zola es de esta raza: eso que llaman yatodos su fuerza, triunfa de muchas cosas: de susenemigos, de sus abstracciones sistemáticas,verdaderas trabas de su genio, que le han atadoya con ligaduras tan importunas como la famo-sa historia natural y social de una familia bajo elsegundo Imperio.

A Zola, que es un soñador en el fondo, y casipodría decirse un desterrado de lo ideal, si nopareciese rebuscada la frase; a Zola, alma since-ra ante todo, le sorprendió y deslumbró un tan-to la luz de la verdad que arrojó sobre todosnosotros lo que se llama la ciencia moderna, consus tendencias... digámoslas positivas, grossomodo. En Zola, al lado de esa sinceridad y amorserio a lo cierto, no había esa levadura de ger-manismo ni la otra de antiguo humanismo, que es

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acaso lo que Menéndez y Pelayo echa de menoscuando habla de la ignorancia del autor natura-lista. Y, valga la verdad: estas ausencias, si porun lado le libraban de las incertidumbres y delquietismo de un Amiel, de las nebulosidades ypodría decirse hipocresías inconscientes detantos y tantos idealistas trasnochados, y lelibraron, sobre todo, del pedantismo filosóficoy literario, de los miedos ridículos, de los con-vencionales y oficialescos cánones estéticos, porotro lado precipitaron su concepción artística,haciéndole contraer excesiva solidaridad parasu naturalismo con uno de los aspectos menosamplios y eficaces del llamado positivismo. Sí,hay que confesarlo: de esto se resienten princi-palmente sus doctrinas y lo que de ellas, en lofundamental, aprovecha para su obra. Perotambién es verdad que, tanto en la crítica comoen la poesía de Zola, el que quiera ser justo yver claro tiene que distinguir tres elementos: elgenio creador con singulares dotes, con origina-lidad y novedad evidentes; la doctrina propia de

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ese genio en sus rasgos esenciales; y, por últi-mo, la influencia de las teorías positivistas fran-cesas en la obra y en la crítica de este escritorinsigne.

- II -

No es esta ocasión, ni tengo yo ahora tiempo,para emprender estudio semejante: no hagomás que apuntar lo que para él me parece nece-sario, lo que tal vez ensaye algún día, y lo que,sobre todo, en mi opinión, deben tener presentelos que se atrevan con tamaña materia crítica.

Es preciso, por ahora, volver a La Terre y nosalir más, en estas consideraciones, de lo quesugiere este libro.

La tierra de que habla el poeta es la que nos dade comer primero, y nos come después. La no-

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vela o poema, si así quieren llamarlo, comienzapor la sementera y acaba en el cementerio. Elhombre araña la tierra, siembra el grano, recogeel fruto, vive de esta substancia, repite con per-petua monotonía las mismas operaciones unoscuantos años, y al cabo la fatiga le rinde, cae enel surco, para él más hondo, como semilla queno ha de resucitar espigando sobre los camposreverdecidos. Tal vez todo eso es triste; tal vez,mirándolo bien, no lo sea; pero, de todas suer-tes, es así.

Pero antes del último trance hay que lucharpara tener lo que llamamos el derecho de serquien siembra y quien recoge. Además de lapoesía más o menos melancólica, según se mi-re, de esta monótona faena del sembrar y reco-ger para acabar por morir y ser enterrado, hayla prosa, seguramente aburrida, del registro dela propiedad, la hipoteca, la inscripción, el títu-lo, la escritura, el tabelión y el Azzecagarbugli. ¡Elmismo campo que puede ser teatro del idilio y

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la égloga, figura en el empolvado archivo delRegistro, descrito por sus límites y cabida! Y¡qué más!, la misma égloga clásica de Virgiliocomienza inspirándose en motivos de prosapura, cantando agradecida al que aseguró aTitiro su derecho de propiedad sobre los cam-pos en que apacienta su ganado:

...deus nobis hæcotia fecit.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Hic mihi respon-sum primus dedit ille petenti.

«Pascite, ut ante,boves, pueri; submittite tauros».Los que encuentran poco poéticos a los aldea-nos de Zola, recuerden que este mismo Titiro,modelo de pastores ideales, se alegra de habersido abandonado por Galatea porque mientrasfue suyo no tenía libertad... ni dinero:

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...dum me Galateatenebat,

Nec spes libertatiserat, nec cura peculi.

Quamvis multameis exiret vict ma septis.

Pinguis et ingratæpremeretur caseus urbi,

Non unquam gra-vis ære domum mihi dextra redibat.

Dice que en vano de sus establos salían nume-rosas víctimas; en vano para una ingrata ciudadfabricaba los mejores quesos; siempre se volvíaa casa con las manos vacías, sin un cuarto.

Estas y otras realidades se encuentran en laprimera égloga del mantuano; y si leemos elque es tal vez su mejor poema, Las Geórgicas,veremos que la inspiración constante de aquellapoesía tan sincera, notable y sensible es la Natu-raleza útil. Pero Las Geórgicas son un poemacampestre... sin hombres: no hay allí una fábula

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humana a la que sirva de marco o de fondo laverdura de prados y bosques. Por eso acaso esapacible, suave; por eso conforta como unameditación tranquila en las soledades de unretiro. La Terre de Zola es el campo... más elhombre...; la vermine, como él dice tantas veces.La tierra más el gusano, la tierra más la propie-dad: y la propiedad es el drama de la tierra.Estos aldeanos de Zola, estos Fouan, la Grande,Buteau, parecen verdaderos autóctonos: se diríaque tienen todos un aire de familia con el mis-mo terruño pardo. Si en otros siglos serían sier-vos de la gleba por la fuerza, ahora lo son por lacodicia. No basta decir la codicia: es una codiciaque toma tornasoles de amor y de manía; unacodicia vegetativa que acerca las almas de estosseres a la condición sedentaria de las plantas.Son lombrices de tierra; son como esos pobressapos que confundimos con el piso fangoso ynegruzco, de cuya substancia parece que aca-ban de nacer cuando saltan a nuestro paso.

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De amor y tierra, de lo que se hacen los hom-bres, de lo que Dios hizo a Adán, según la her-mosa tradición asiria, hizo Zola esta novela enque, si tal vez el dolor humano calza demasia-do alto coturno para realzar su valor trágico, laverdad de la pena irremediable se revela enayes auténticos, de cuya autenticidad respondeel timbre, que no cabe falsificar, de las entrañasque vibran desgarrándose.

No sabe escribir libros tristes y desconsoladoresel que quiere. Muy fácilmente se logra hastiar,aburrir: es más difícil entristecer. Para que unlector de alma templada medianamente lleguea contagiarse con la melancolía del arte, hayque llegar al dolor metafísico; quiero decir que elartista ha tenido que llorar primero con esaspenas hondas, de valor universal, de las que noconsuela una filosofía... tal vez incompleta.

No es lo mismo arrancar lágrimas que desper-tar el dolor. A las lágrimas se llega, no sólo conel mijo de los espectadores persas, sino con

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otros recursos morales y retóricos. Hace sentirpiedad y lástima un poeta sencillo, candoroso,superficial en sus ideas, que posea el don dereflejar desgracias contingentes de sus persona-jes; pero no llegará este poeta, porque no ve,pensando, los dolores grandes y no contingen-tes de la vida, a teñir de luto las almas reflexi-vas. Si Emilio Zola es uno de los grandes poetasmodernos del dolor, lo debe ante todo a queprimero ha sabido pensar y sentir las grandespenas generales, que son como el horizontevisible de la vida. Esto es lo que da autoridad,seriedad y profundidad a muchos de sus libros.

No es en él lo principal el naturalista, ni el pe-simista, sino el filósofo de la tristeza, el Jeremí-as épico. El naturalista ayuda con su arte mu-cho a los efectos expresivos: el pesimista perju-dica no poco al poeta pensador, que, así comoPitágoras filosofaba en versos de oro (suponién-dolos suyos), filosofa en elegías de prosa épica.En La Terre, las reglas primordiales del natura-

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lismo sirven mucho para el efecto, que el autorse propone, ayudan al asunto; pero el pesimis-mo casi sistemático, por lo menos tenaz y vo-luntario, trae consigo algunas exageraciones yesa falsa composición que tiene que producirsin falta el mal geométrico de los desesperadosen absoluto por vía científica, bajo la ley de unprincipio. Fuera de esto, es La Terre uno de loslibros modernos que más fiel eco han de dejardel más hondo, serio y sentido pensar de nues-tros días. Es más triste que L'Assommoir, y tantocomo Germinal, porque revela y retrata la mise-ria en donde es más doloroso que la haya.

- III -

L'Assommoir, en efecto, pinta la epopeya deldolor ciudadano; nos habla de los horrores demiseria moral y física que producen siempre losemporios de civilización, las grandes aglomera-

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ciones de hombres que parece que renuevaneternamente el mito de Babel, como si la acu-mulación de vida humana diera de sí necesa-riamente, a modo de ambiente eléctrico, unainfluencia diabólica. Aunque es ya triste eso,que muchos hombres juntos produzcamos eldiablo, le queda un consuelo al misántropo enpensar que la mayor parte del mundo está de-sierta, y que aún, en tierra de cultura, lejos delas ciudades, los habitantes del campo vivendiseminados; y parece que ha de ser más tole-rable, menos nocivo, el trato humano, en pe-queñas dosis y mezclado con grandes cantida-des de naturaleza: como si dijéramos, que pue-de tolerarse un hombre si se le encuentra ro-deado de trescientos árboles. Dicho aún de otromodo, es indudable que el campo y su vida seofrecen como una esperanza al alma que abru-man las tristezas de la gran ciudad con todassus miserias inevitables, que vienen a ser, o aparecer a lo menos, como un efecto de químicamoral, un precipitado de dolor y pecado que

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obedece a las leyes invencibles. Consuela elpensar: «Bien, esto es muy triste, pero no esirremediable: queda el recurso de no juntarsetanto los hombres. La vida que L'Assommoirretrata no es forma necesaria de la sociedad.Diseminemos a los hombres: no tocándose tan-to, no se devorarán tanto, ni se mancharán contanta impureza. Babilonia, Antioquía, Roma,París, disuelven y enfrían el hogar, envenenanel amor, matan de hambre al débil; pero quedala aldea: los campesinos serán mejores, porquea menos condensación de humanidad debe decorresponder menos malicia». A esta esperanzaresponde La Terre con un desengaño, que notendría gran valor ni produciría la gran tristezaque produce, si la realidad desmintiese al nove-lista.

¿Quién, a poco que haya vivido, no ha experi-mentado esta amargura de ver que en vanobuscamos en nuevos parajes, en otros climas,en otras costumbres y clases de sociedad, el

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hombre bueno, la hermandad verdadera, laabnegación, la generosidad, la idealidad triun-fante? Hay almas buenas, grandes virtudes,muchas secretas; pero la multitud de los malos,de los espíritus mezquinos, egoístas, materiali-zados, nos da la impresión dominante de des-consuelo y desconfianza que convierte la vida acierta edad, en una decepción melancólica porlo que toca a las esperanzas de la tierra. En me-dio de tanto progreso, ante un visible, innega-ble mejoramiento, debido a fuerzas anónimas eimpulsos impersonales, a leyes de mecánica yfisiología social, nos sorprendemos cien veces,suspirando por dentro con esta exclamación enel alma: «Sí, pero ¡qué escaso papel representala virtud en todo esto! ¡Qué poco caso se haceen el mundo de los que son buenos, y qué po-cos lo son! ¡Cuánto grande hombre y ningúnsanto!».

Y libros como La Terre nos recuerdan estas posi-tivas tristezas del mundo, que no son hijas de la

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hipocondría ni de un sistema de filosofía negra,sino de la observación más sincera, llana y sen-cilla. «La vida del campo no hace mejor alhombre: el hombre es generalmente malo porcausas más hondas que las combinaciones de laforma social. Sí: es malo en París, es malo en laaldea: basta el amor avariento del terruño paracorromperle: lleva consigo su codicia, y encualquier clase de vida encontrará objeto paraella». Aquí ya no hay la esperanza que había enL'Assommoir: «Huyamos de las Babeles». ¿Có-mo se ha de huir del mundo? «El cambiar depostura sólo es cambiar de dolor», dijo Alarcónel poeta: el cambiar de sociedad sólo es cambiarde miserias.

Esta idea de que el campo no es un refugio, esde la misma clase (aunque no tan terrible) quela hipótesis de figurarnos muchos de esos as-tros del infinito espacio poblados por hom-bres... ¡por hombres que pueden ser tan pocoamables como los de la tierra!

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¡No encontrar la felicidad, el prisionero, en elaire libre! ¡No encontrar el bien en las lonta-nanzas vagamente soñadas desde las mazmo-rras de nuestra vida ordinaria, rodeada de ne-cios, malvados, hipócritas y egoístas!

En La Terre, este género de dolores, reales, ge-nuinamente humanos, es el que se despierta, almodo que el arte de la novela épica de nuestrosdías suscita las emociones. El habitante de lahermosa naturaleza la mancilla. No es su ador-no, como en los cuadros de Poussin: es su car-coma, «...la vermine sanguinaire et puante des vi-llages deshonorant la terre». Y además de manci-llar el suelo que le sustenta, profana el amorque le crea y la familia que le perpetúa en laespecie. Sí: el amor y la familia, esos refugiosdel alma desencantada, también aparecen con-taminados: la podredumbre llega a ellos; demodo que ni en el espacio ni en el espíritu que-da un asilo para la sed de bien y de virtudes.

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El amor es más brutal en este libro, que en otroalguno de Zola. Sus extravíos no son los delalambicamiento sensual, sino los que vuelven ala naturaleza, al instinto de la bestia, a ser fuer-za ciega de procreación: este amor busca el pla-cer con vehemente ansia de necesidad fisiológi-ca, con escasa conciencia del placer mismo yfuerte sensación de la ley material a que obede-ce. Y así tenía que ser para que correspondieseesta novela al asunto que trata; y por eso la las-civia de La Terre, con ser más descarada que lade otros libros del naturalismo, es, en mi sentir,menos escandalosa y menos nociva, comoejemplo y sugestión posible. En el primer capí-tulo de esta novela hay un símbolo del amornatural, del ayuntamiento carnal, como tenden-cia fisiológica para la conservación de la espe-cie: es la Coliche, la vaca que Francisca lleva altoro. Ningún crítico de los que han gritado ygesticulado contra el brutal erotismo de La Te-rre, ha querido ver, en esta escena de la Colichefecundada por César, el toro de M. Hourdequin,

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una explicación de todas las caricias torpes deaquellos aldeanos de la Beauce. La concupis-cencia no cabe en la obra puramente animal:toda cópula no es escándalo de lascivia, por-que, según las circunstancias, la unión de lossexos es impureza o no lo es; y, por caminosdistintos, llega hasta la consagración sacramen-tal en el matrimonio cristiano y a la castidad dela naturaleza en los misterios amorosos de losestambres y los pistilos.

- IV -

Si ya no hay un rincón de tierra donde los pue-blos no sean miseria humana, amontonada encalles y plazas o esparcida por campos y mon-tes, habrá un refugio siquiera en ese nido dealmas que se llama el hogar, la familia. Yo co-nozco con alguna intimidad a varios pesimistasy a varios ateos de verdad, que se acogen, como

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a un santuario de asilo, al amor de sus padres,de su mujer, de sus hijos; en el general escepti-cismo (10) desmayado y misantrópico que reinaentre los espíritus que algo piensan y sienten(aunque tal vez no todo lo que debieran), y noson hipócritas, ni egoístas, ni aturdidos, se nota,comúnmente, un respeto incólume, como unúltimo culto: el de los lares, cual si volviera elhombre, desengañado, a la religión primitivade nuestras razas, que le decía: «Ama a los tu-yos». Esta última tabla de salvación para el ca-riño la vemos zozobrar y hundirse en La Terre.La lucha por el terruño tiene por combatientes,no pueblos enemigos, como griegos y troyanos;no familias enemigas, como Capuletos y Mon-tescos, sino herederos contra herederos, her-manos contra hermanos, y, lo que aún es másterrible, successores contra auctores, hijos contrapadres. No se trata ya del heredero que fustigóla musa latina, de aquel que deseaba y hastafacilitaba por modos indirectos la muerte deltestador, pero que al fin, mientras vivía, le

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halagaba para conquistarle: aquí se hereda envida, descaradamente se disputa al antecesor suderecho a conservar lo suyo, se le arranca aFouan, el padre, lo que para él es más que lavida: la tierra. Para él, dejarle vivo sin tierra, espeor que enterrarlo en vida: se le obliga a unsuicidio. Otros se matan por huir de la miseria:a Fouan se le mata todo menos lo suficientepara seguir teniendo la miseria misma a que sequiere arrojarle; pero al fin, como no se le pue-de arrancar el último bocado de pan para ro-bárselo, se le sofoca y se le abrasa. Todo esto eshorroroso; pero el que lea la novela de Zola nopodrá decir, si algo entiende, que deja de serartístico para convertirse en una causa célebre.Así como se engañan los que creen llegar alsublime trágico a fuerza de hecatombes, yhacen consistir el genio en no tener piedad deningún género con los personajes que crea sufantasía, también se equivocan los que piensanque la sangre ahoga la poesía y el fuego laquema. Las grandes tragedias griegas no pier-

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den su grandeza artística, su clásica hermosura,por los crímenes de Egistos y Clitemenestras,Edipos y Yocastas, Orestes, Medeas, Fedras ydemás asesinos e incestuosos. En esas mismasobras, escogidas suelen pasar en familia lasgrandes catástrofes, y la raza de Fouan de Zolano aventaja en picardía y malos procedimientosa la de Layo, según testifica el mismo Racine,que por boca de Yocasta dice en Los hermanosenemigos:

En la raza deLayo, más atroces

crímenes vis-te ya.

Es ridículo, dígase de una vez, fundar la críticaliteraria en el tanto de culpa que puede caber alos personajes; y ese argumentillo joco-serio,tantas veces empleado por el Sr. Cánovas, entreotros, y que consiste en decir: «Para esos horro-res, me voy a la colección de causas célebres o alos archivos de las Audiencias», nada prueba,

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ni siquiera el ingenio de quien lo usa. Es claroque en los anales del crimen hay mucha mate-ria artística; pero es como en las canteras demármol hay templos y estatuas. El crimen noquita ni pone el arte. El Buteau de Zola es unparricida, pero no menos verosímil que Ores-tes, por ser un aldeano. «Es demasiado violentala acción de esta novela -se ha dicho-; hay de-masiados horrores: todo eso es posible, sí; perono se retrata de ese modo el término medio dela vida aldeana: los aldeanos franceses, en ge-neral, no son tan malos». Este argumento ten-dría fuerza si se demostrara que el arte realistaha de ser un término medio estadístico, y queZola había ofrecido en alguna parte representaren su Terre a la mayoría de los habitantes delcampo.

Por de pronto, el término medio en literatura,es absurdo. Recurso matemático de más o me-nos discutible eficacia y valor científico, enasuntos sociológicos es una abstracción, impo-

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sible en poesía. Cualquier autor o cualquiercrítico que hablen de pintar costumbres, pasio-nes, caracteres por términos medios, confundenel arte de Shakespeare y Cervantes con los pro-cedimientos de Quetelet y Assiongaber. Verdades que hay críticos en el día, que más parecenagentes de una sociedad de seguros sobre lavida, que amantes de las letras. Zola no pinta loordinario en las pasiones de los aldeanos, en elsentido de pintar lo excepcional tampoco; puesni en el mundo, tal como por ahora es, ni con elarte, por consiguiente, cabe considerar comoexcepcional el crimen, a no ser que no se en-tienda bien del todo lo que significa excepcional.Hay que fijarse en esto: la Terre dejaría de ser loque pretende si retrase lo excepcional; pero no,escogiendo lo extremado, tan real, y verosímilpor tanto, como todos los extremos de todas lascosas. Los polos de un objeto tan suyos, tannaturales, como todo lo que queda en medio.

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Tropmann, el famoso criminal, no es carácterde un fiscal vulgar, pero puede serle estudiadoy pintado por un artista; y casi lo es en poderde Lombroso, v. gr., que penetra, medianteanálisis fisiológico y psicológico, en el almaenferma de aquel célebre desgraciado. Buteau,en la sentencia de un juez o en la crónica de unredactor de boletines del crimen, sería carne deverdugo simplemente: en manos de Zola estodo un carácter, con todas las cualidades quela belleza exige, sea en el bien, sea en el mal.

***

Lástima que, por motivos ajenos a mi voluntad,no pueda yo detenerme ya a examinar particu-larmente los muchos méritos de este libro que,a pesar de ciertas crudezas y notas exageradas,es uno de los más seriamente importantes delinsigne novelista francés.

Variando, o, mejor, dejando sin cumplir mipropósito, habré de terminar este artículo sin

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completar la materia (después de hablar de laimpresión general que La Terre me produjo) conel examen de sus caracteres, de sus magníficasescenas y descripciones, Fouan, su mujer, todossus hijos, no son personajes que se olvidan tanpronto. Confesando que este trabajo queda in-completo, lo termino por causa de fuerza mayor,pero sin renunciar a la idea de venir como areanudarlo en cualquiera otra ocasión que sepresente de tratar de las últimas obras del grancreador de los Rougon-Macquart, para mí elingenio más poderoso de cuantos hoy tienevivos la literatura.

El teatro y la novela

La mayor parte de los que hoy escriben de críti-ca literaria con algún fundamento, reconocen

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que el teatro decae, y que para volver a su flo-recimiento necesitará transformarse.

La forma de este teatro nuevo, que tanto deseanalgunos, no se ha encontrado; nadie se ha atre-vido a decir cómo ha de ser; se reconoce gene-ralmente que sólo el genio que dé con ella po-drá resucitar el interés puramente artístico delas tablas.

En el teatro hay que distinguir, sobre todo alhablar de su general decadencia, entre el arte yel espectáculo. El teatro, como espectáculo, nodecae; por el contrario, en el movimiento de lacultura popular se nota que esta diversión pene-tra más y más en las necesidades artísticas delpueblo. Pero cómo obra literaria, pocas vecessatisface a los hombres de gusto lo que en estosdías producen los dramaturgos contemporá-neos. Aplaudimos a los poetas dramáticos rela-tivamente, y el entusiasmo que en el vulgo cau-san tales o cuales autores, lo toma quien se cree,por lo menos, aficionado al arte, como señal de la

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común y (pudiera decirse) plebeya ignorancia,entrando, por supuesto, en esta plebe gran par-te de la clase media y otra no exigua del granmundo.

Por esta diferencia entre el espectáculo que elpúblico protege y el arte que ya no satisface alos inteligentes, se explica el buen éxito de mu-chos dramas y comedias cuya lectura es undesencanto, y que, aun representados, dejanfrío al que entiende de literatura, es decir, alque sabe sentir, pero además pensar por cuentapropia y juiciosamente en estas materias. Elespectáculo ha entusiasmado a gran parte delpúblico, a la mayoría, con la cual votan los pe-riodistas amigos del autor y otros gacetillerosbonachones (vulgo hecho literato por medio dela prensa diaria), y el autor puede creerse, tienederecho a creerse un genio, porque así se lollaman cien papeles de la capital y de las pro-vincias. Las causas de que el espectáculo hayaproducido tal efecto, pueden ser muchas; no

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pudiendo enumerarlas todas, citaré algunas delas más frecuentes. Si la obra es de gran aparatoo va acompañada con música sensual, o lleva elatractivo de una actualidad maliciosa, la aplau-de, y hace que viva meses y meses, el públicomás iliterato, el que todos llamamos vulgo. Pe-ro si el autor ha sabido lisonjear la vanidad delvulgacho más insignificante en este respecto,del que se cree inteligente porque lleva camisalimpia y ha visto mucho; si sabe ponerse al nivelde aquellas cabezas que la banalidad (como diceun escritor español que escribe a ratos en fran-cés) ha medido por un rasero, entonces el buenéxito se lo fabrican en palcos y en butacas; ycomo estamos en tiempo de libertad y deigualdad y no se reconoce autoridad ni nada, ala persona de gusto que protesta contra la ova-ción se la llama envidiosa, y la fama del poetavuela, y, si hace falta, se recibe con palio en supueblo natal al autor del portento. Mas como elespectáculo puede durar días y días, pero al finha de dejar el puesto a otro, lo que queda es el

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libro, el drama representable, no representado;y entonces el gran público, el del buen éxito, yase ha disuelto, ya está aplaudiendo a otro geniode moda, y el primor del que anduvo bajo pa-lio, olvidado, porque la crítica verdadera, losaficionados inteligentes, el buen gusto ilustra-do, no había aplaudido, y en el arte el que tienememoria, el que conserva las obras dignas detal honor, es este público: no el otro; el peque-ño, no el grande.

El espectáculo era brillante, y brilló; pero tam-bién era pasajero, y pasó. Cuando las personasque pueden hacerlo, juzgan bueno un drama,queda, pasa a las generaciones siguientes conaureola de gloria, aunque el éxito de su espectá-culo no haya sido una apoteosis, ni nada pare-cido. En cambio, otros dramas con apoteosispor razón de su espectáculo, se olvidan muypronto. Un drama nuevo se representó trece no-ches, a su autor no le levantaron estatuas, y, sinembargo, Un drama nuevo se representa siem-

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pre, y gusta y gustará, no se sabe hasta cuándo.Consuelo tuvo un triunfo que, comparado conotros de ahora, fue una derrota, y, sin embargo,Consuelo se admira más cada día. Pues pregún-tese a los partidarios más ardientes de ciertasmaravillas escénicas recientes, y ellos mismostendrán que confesar que no confían en la du-ración como en el efecto del momento. Lasobras que no admira el público capaz de juzgarrectamente, no duran; las ha aplaudido el sen-timiento, que no tiene memoria. La memoriaestá en el cerebro; es compañera de la inteligen-cia.

Con la novela sucede lo contrario; no tiene es-pectáculo, es todo arte; el gran público, mejor,el público grande, no la lee siquiera, o la lee yno la entiende, (hablo de la novela artística, nodel folletín estupendo, que va reemplazandosin ventaja a los romances de ciego); pero, encambio, las personas de gusto, las que reflexio-nan y saben de estas materias, reconocen que la

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literatura de la actualidad presente, la más pro-pia de la cultura que alcanzamos, es la novela.No tiene espectáculo que brille; la novela másescandalosa no llega a producir el ruido de undrama que se aplaude; pero poco a poco vaabriéndose camino, y cuando ya nadie recuerdani el nombre de la composición teatral que tan-to se aplaudió el mismo día que se publicó...Gloria, por ejemplo, la novela, toda arte y nadamás que arte, sigue deleitando a los inteligen-tes. Pepita Jiménez, El Niño de la bola, La Deshere-dada, Pedro Sánchez, tuvieron por coetáneosdramas que yo no he de nombrar, de los que sehabló en su día (su día... ¡uno!) mucho más quede los libros respectivos de Valera, Alarcón,Galdós y Pereda; y ahora, ¿qué hay de esosdramas? Ni el recuerdo. Si algún cómico deprovincias los resucita, se quejan los abonados.

Todo es verdad. Pero como el artista desea dis-frutar el aplauso que merece su producción,oler el incienso, paladear la alabanza, los nove-

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listas de todos los tiempos han envidiado yenvidian a los poetas del teatro sus triunfosruidosos.

No se resignan a que, siendo su arte más espiri-tual, más alto, más sublime, el propio de nues-tra época, el teatro -por ser arte, más espectácu-lo- se lleve el oropel, los triunfos rimbomban-tes. Hay que perdonar esta debilidad a los no-velistas, artistas al fin.

Balzac, el mayor genio de la novela, se enamoróde sus productos teatrales. Flaubert no contuvosu comezón de brillar en el teatro hasta ser sil-bada, o poco menos, una comedia suya; esteéxito le causó mucha pena. Daudet tiene unteatro abundante, que está eclipsado por susnovelas, pero acaso a él no le agrade esto, yhace poco le han dado un disgusto sus Reyes enel destierro, convertidos en drama. Zola ha con-sagrado la mitad o más de sus excelentes traba-jos críticos a censurar el teatro y a los drama-turgos modernos; anhela la forma nueva del

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drama y fácilmente se adivina que sería para élla mayor gloria encontrarla en su cerebro.Además, muchas de sus novelas han pasado alos escenarios de París con su beneplácito y, aveces, con su colaboración... Todos los novelis-tas miran con envidia los triunfos teatrales.

En España ostensiblemente no se ha emprendi-do nada que anuncie este prurito. Pero yo sé, ylo saben muchos, que Galdós vería con granplacer sus creaciones dramáticas y cómicas ex-presadas en forma representable. Valera dice enalguna parte que el teatro es la más perfectaforma artística, porque reúne todos los mediosde que puede usar el hombre para expresarbelleza, y ha escrito un teatro del bolsillo quecontiene cosas excelentes...

Sí, no cabe duda; a pesar de que el teatro decaey la novela próspera, por ahora los novelistastienen motivo para envidiar, por lo que respec-ta al favor del público; a los poetas dramáticos.

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Pero este fenómeno, cuyas causas muy de prisahe indicado, debe corregirse; debe procurarseque el espectáculo no tenga más valor, para losojos del público, que el arte.

La crítica seria debe trabajar en este sentido. Vasiendo hora de que la forma adecuada de laidea artística contemporánea ocupe el lugar quela pertenece en la atención de los pueblos cul-tos.

¡Qué tristes reflexiones no estarán haciendo aestas horas los autores de Pedro Sánchez y LaTribuna, novelas recientes, de que se habló ape-nas y que contienen tantas bellezas que estu-diar y admirar detenidamente!

Para ellos un suelto displicente, un articulejoanónimo, o el silencio absoluto.

Y la apoteosis, como se dijo ya, para dramasque morirán bien pronto, entre otras razones,porque ni siquiera están escritos en castellano.

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Revista literaria

(2 Abril, 1892.)

Resumen.- El teatro.- Tentativas.- Los cuatroelementos.- Autores (Galdós, Echegaray).- Elpúblico.- La crítica.- Los cómicos.- Realidad y Elhijo de Don Juan, como ensayos de renovacióndramática.

Aunque, por circunstancias que no importaexplicar, estas revistas literarias no pueden or-dinariamente referirse a la vida del teatro na-cional, cuyas novedades aparecen casi exclusi-vamente en Madrid, no he de pretender con-vertir esta deficiencia material, inevitable, ensistemático propósito, ni menos he de achacarlaa cierto desdén, muy en moda, del género dra-mático. Por esto, ahora que por vicisitudes que

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tampoco hay para qué determinar, he podidoasistir a varias representaciones -algunas, es-trenos- en los teatros de la corte, quiero aprove-char la ocasión para decir algo de este géneroliterario, sin duda decadente entre nosotros yen muchas partes, pero que a mi ver no agonizani ha dejado de tener arraigada influencia en elgusto del público. No es el teatro, a no ser enmanos del genio y en pocas socialmente propi-cias, el modo literario que refleja lo más delica-do y profundo del espíritu estético de un país,pero sí el que habla con más claridad y preci-sión de las costumbres, del gusto y de otrasvarias señales de la cultura y del carácter de unpueblo, todas interesantes, no sólo para el críti-co de artes, sino más aún para el historiadorpolítico y para el sociólogo. Así se explica quellamado en cierta ocasión el señor Cánovas delCastillo, estadista sobre todo, a estudiar el tea-tro español del siglo XVII, volviera principal ycasi exclusivamente su atención a considerarlos indicios de vida social que en las ficciones

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de la escena se descubrían para juzgar a losespañoles de aquella centuria por las fábulas desus dramáticos.

El público del teatro es el más fácil de estudiar,el que más se parece a la colectividad política; ypor eso en el hábil dramaturgo que quiere, antetodo, agradar a los espectadores, hay algo delpolítico experto en países democráticos; ciertaductilidad, cierta tolerancia con el convenciona-lismo, una especie de ánimo constante de tran-sigir con las preocupaciones generales, y hastacasi casi con la falsedad. Más difícil es, por locomún, comprender el carácter del público dela novela, y más todavía el del público de laverdadera poesía lírica. Si, así como Hennequinquiso que estudiáramos la crítica literaria porsu reflejo en lo que llaman los alemanes la psi-cología del pueblo o política, es posible tambiénestudiar sociología experimental en los gustosliterarios y en las producciones poéticas de unpaís para juzgar del público por las obras que

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lee o contempla, no cabe duda que tal génerode investigación será más fácil y sencillo tra-tándose de las artes escénicas que de la comple-ja masa de lectores de novelas, poesías líricas,etc., etc. El buen novelista influye también, ymucho, en su pueblo, pero es a la larga, porcomplicadas incidencias; y en este punto vienea ser al autor dramático lo que el poseedor delas ciencias sociales al político práctico, de ac-ción inmediata sobre su país. En estas revistasordinariamente se trata de obras que puedeninfluir en la educación y el destino de nuestropueblo por relaciones lejanas y poco ostensi-bles; pero ya que la ocasión se presenta, debe-mos considerar una vez siquiera ese otro influjomás patente, inmediato, sencillo en su forma,más plástico, del teatro como escuela del gustoy de la reflexión popular. Ni se puede decir enabsoluto que el teatro es género secundariohabiendo sido autores de dramas Esquilo ySófocles, Shakespeare y Molière, Calderón ySchiller, ni aunque se pudiera demostrar la re-

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lativa inferioridad de la escena, sería lícitoprescindir de ella al estudiar la literatura y elpúblico de un país determinado. Hoy en Espa-ña el teatro decae, sí, pero ni muere, ni deja detener gran interés aún para la suerte de los de-más géneros, lo que pasa en las tablas y lo quesienten, piensan y hacen los espectadores.

En esta temporada, me refiero a las semanasúltimas, la monotonía de la languidez con quese arrastraba la existencia de nuestro teatro,vino a interrumpirse con ciertos conatos denovedad, de fuerza espontánea que, sea cual-quiera su final resultado, merecen atención,aunque sólo fuera como cambio de postura ycomo resolución de una voluntad y concienciaque parecían dormidas.

De los cuatro elementos que debían contribuir aestos esfuerzos de novedad, o mejor, de reno-vación, dos a mi juicio han dado pruebas deaptitud para este empeño, aunque no con igualfuerza, ni en la misma medida en todas las oca-

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siones. Sin enigma, creo que los autores quehan hecho algo últimamente por obligar a daralgunos pasos hacia adelante a nuestra literatu-ra dramática han demostrado, en lo esencial,habilidad para tal empeño; y creo que el públi-co, en general, ha comprendido la oportunidady el valor del intento, aunque no siempre con lamisma penetración. En cambio he notado quela crítica y sobre todo quien suele hacer susveces, no ha querido o no ha podido entenderlo que el movimiento iniciado significaba -aunque también en esto es justo señalar excep-ciones-; y por último, cabe afirmar que otro delos factores indispensables para tamaña empre-sa, los cómicos, han estado muy por debajo desu oficio en tal empeño, a pesar de los elogiosque algunos de ellos merezcan por sus esfuer-zos, por las esperanzas que hacen concebir ypor otras circunstancias atenuantes.

***

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Realidad, de Pérez Galdós, y El hijo de Don Juan,de Echegaray, aunque con bien diferente fortu-na, son las obras que sirvieron para ensayaresos conatos de cambio, de renovación, a queme refería. No importa que por faltas de com-posición escénica, fácilmente reparables, El hijode Don Juan haya servido menos para el efectobuscado, ni que aun Realidad, haya producidomenos entusiasmo del que podía esperarse, porculpa de la inexperiencia del autor en achaquesde medir el tiempo del teatro y en otros por-menores. No se trata aquí de procurar inútil-mente reivindicaciones fiambres, ni nada tieneque ver este artículo con la defensa póstuma deeste o el otro resultado teatral. Para analizar lasobras citadas, en cuanto estrenos, es ya tarde;pero no para tomarlas en cuenta en una revistaliteraria mensual en que se procura atender a loque influye de modo digno de estudio en nues-tras letras y en el público. Galdós y Echegarayson dos de los hombres más ilustres que culti-van la literatura española, y el ver a nuestro

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primer novelista y a nuestro primer poeta dra-mático empeñados en la tarea de dar al teatrocierta novedad, de llevar a él más análisis, másreflexión, mayor verdad y la frescura de lo na-tural y la fuerza de las grandes ideas morales,debe hacernos pensar que se trata de algo serioy que, según se dice vulgarmente, en buenasmanos está el pandero. Echegaray, viniendo desu singular teatro, de su romanticismo sui gene-ris, se encuentra en el mismo terreno, por lo queal propósito importa principalmente, a que lle-ga Galdós viniendo de una novela realista yensayando en las tablas el efecto de su sistemaartístico. Estos buenos deseos del novelista ydel dramaturgo se han atribuido por algunos amotivos interesados, menos nobles y puros quelos que yo estimo verdaderos.

Se ha dicho, por ejemplo, que Echegaray ensa-yaba de algún tiempo a esta parte nuevos re-cursos para seguir atrayendo la atención delpúblico que estaba aplaudiéndole desde hace

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casi veinte años, para no pasar de moda, paraadelantarse a posibles rivalidades de la nove-dad y el progreso. También se ha dicho, y estopor persona cuyo voto es de calidad, que Gal-dós pudo obedecer, al ensayar el género dramá-tico, a la necesidad de renovar sus laureles yevitar el cansancio de su público, a quien tantasdocenas de novelas podían tener fatigado. Yocreo que ni Galdós ni Echegaray han pensadoen nada de eso; son ambos artistas verdaderos,concienzudos, reflexivos, y es natural que lesimporte la suerte del arte en su país y procuren,como puedan, su prosperidad y progreso.Echegaray tal vez sacrifica algo de su fama, supropio interés, en estos nuevos géneros en queanda; porque si bien su comedia Un crítico inci-piente ha probado que también sirve el autordel Gran Galeoto para las máscaras alegres; y sibien las tentativas de realismo escénico, abor-tadas en varias de sus últimas obras, han sidofelices en general, el Echegaray poderoso, ven-cedor siempre, con todos sus defectos, es el de

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antes, el impetuoso, el audaz, el singularísimo,el espontáneo... el romántico, en una palabra.Entiéndalo o no así, lo cierto es que D. José,prescindiendo a sabiendas de muchos resortesde efecto seguro de su talento dramático, demuchos recursos que él sabe que habían deservirle y que puede emplear, insiste en ensa-yar nuevas maneras, en ampliar el cuadro de laescena haciendo entrar en él ciertos elementosde naturalidad, de examen ético y de análisisestético que no solían verse en sus obras deantaño, ni en general, en nuestro teatro.

No sólo esto, sino que para ilustrar y educar elgusto del público acude a fuentes extrañas; y élque in illo tempore había traducido, o mejor,arreglado El Gladiador de Rávena de un alemán yse había inspirado en Ebers, el hoy pasado demoda novelista tudesco, el de la novela arqueo-lógica, para escribir El Milagro de Egipto, ahoraestudia al revolucionario Ibsen, cuya fama se haido extendiendo de Noruega y Suecia a Dina-

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marca, Alemania, Italia y Francia, y ensaya na-da menos que una adaptación, una asimilaciónde uno de los dramas más temerarios del poetadel Norte, y se presenta en la escena del teatroEspañol con El Hijo de Don Juan, dispuesto aganar una batalla de guerra a la moderna conlos fusiles de chispa de que se puede disponerusando de la compañía del vetusto coliseo. Si elpúblico no se mostró tan avisado ni tan perspi-caz en el estreno de El Hijo de Don Juan como enel de Realidad, fue acaso porque de su autorfavorito, siempre efectista (en el buen sentido dela palabra) esperaba otra cosa y exigía más re-sortes dramáticos y mejor composición al dis-tribuir las escenas y acumular el interés. Perono cabe decir, como han dicho algunos aficiona-dos de la crítica, que lo que rechazaba el públicoera el género, las nuevas tendencias, el análisisen la escena, la necesidad de fijarse más que decostumbre y atender reflexionando, como seatiende cuando se lee una novela de algunaprofundidad psicológica, o cuando se estudia

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un libro de los llamados serios y que tratanasuntos de historia, de ciencia, de filosofía, etc.,etc.

El público acababa de demostrar que no es unanimal de pura impresión, como se empeñan enafirmar muchos espíritus estacionarios, que noquieren que el teatro progrese; en el estreno deRealidad se pudo observar con qué atención yhasta interés seguían los espectadores de lasgalerías, de los palcos y de las butacas, todos,menos algunos críticos, el hilo de la acción; có-mo procuraban penetrar el sentido del diálogo.

Se ha dicho, y lo han repetido críticos tan inte-ligentes como Bourget, que si la novela es aná-lisis el teatro es síntesis; pero ni las palabrasanálisis y síntesis son exactas en el sentido enque se aplican a estas cosas, ni se puede conver-tir en dogma cerrado y sin distinciones unaafirmación que tomada en cierto sentido vagopuede ser verdad. Lo que sí debe decirse, que elanálisis en la escena no puede tener el mismo

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carácter ni los mismos instrumentos de expre-sión que en la novela. Como indicaba con felizcomparación la Sra. Pardo Bazán poco ha, degénero a género no debe verse la diferencia queva de especie a especie en la naturaleza, segúnlos adversarios del transformismo, sino másbien una posible evolución que no niega la realy actual distinción de género a género, pero queno los separa por abismos. Es verdad, no hayque ver aquí algo como las castas, no hay queviolentar por abstracción la naturaleza de estasdivisiones del arte, que no son convencionales,pero que tampoco representan elementos in-comunicables. Prueba de que se convierte enfalsa ideología la distinción de los géneros encuanto se los aísla, está en la necesidad que hatenido la misma ciencia estética de reconocerlos llamados géneros intermedios, que si hoyson unos cuantos, mañana pueden ser más,merced a nuevas comunicaciones entre los géne-ros capitales.

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El teatro moderno aspira a una transformación;mejor que negar la posibilidad de un teatrorejuvenecido, conforme con las tendencias ac-tuales del gusto y del arte, mejor que condenaresta literatura a una inferioridad metafísica,irredimible, es estudiar los legítimos medios dedarle nueva vida, de llevar a ella nuevos recur-sos que, sin falsear su naturaleza, le den aptitudpara satisfacer las modernas aspiraciones de lavida estética. La naturalidad, la verdad mejorcopiada, la imitación más fiel del mundo, pre-gonan unos, y no sin razón; pero también pue-de ser elemento que dé vigor e interés nuevo alas tablas, al mismo tiempo que contribuye aesa verdad que se pide, la mayor intensidadpsicológica en los personajes escénicos, la pro-fundidad ética, el estudio más detenido y exac-to de los caracteres. Hay que hacer en el dramalo que Wagner, en este mismo respecto, hizocon la ópera; no hay que ver allí un ligero pa-satiempo, sino algo serio, aunque del ordenestético puramente. Si Wagner deja a veces a

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obscuras la sala para que la atención se concen-tre en la escena, debemos ver en esto un símbo-lo de lo que necesita el teatro para renovarse;mucha atención por parte del público, el hábitode reflexionar allí mismo, de elevarse de prontoa las grandes ideas, de conmoverse profunda-mente, de sentir y pensar las grandes cosas a quenos llevan de repente la elocuencia de un Bos-suet, de un Castelar, o un espectáculo sublimede la naturaleza... o la música profunda y sabia.

En el estado de ánimo en que por lo común seempeñan en mantenerse esos espectadores queencuentran el mayor placer del arte en conver-tirse en abogadillos fiscales, no es posible quellegue a las entrañas la profunda poesía, queexige reflexión y recogimiento. A este públicopresuntuoso, preocupado y distraído, que envez de sentir da dictamen o acusa, y acusa porfórmulas de una frase estética aprendida dememoria, lo que le disgusta no es la innova-ción, no es el análisis... es la seriedad, es la pro-

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fundidad, es el gran arte; dadle a Esquilo a estepúblico y le encontrará aburrido, no le resultará,como dice él; este público es capaz de ver mu-cho análisis en Shakespeare o en Sófocles, y di-ce, de seguro, que Racine habla demasiado.

Pero este público no es el grande, el verdadero,el que sabe gustar las bellezas nobles y profun-das -hasta cierto punto- si se le dan en ciertascondiciones de fácil asimilación, que a lo menosno las rechaza por preocupaciones de semi-sabio, ni de clase, ni de escuela..., ni por frivoli-dad ingénita mucho menos. No era el gran pú-blico el que hacía frases y decía mil sublimesnecedades para burlarse de la resignación deOrozco, que no mata a su mujer infiel, según laspragmáticas teatrales, antiguas y modernas.Los que hicieron chistes contra Orozco eranautorcillos silbados, empleados de consumos, ocosa así, disfrazados de gacetilleros en funcio-nes de críticos... y no pocos Orozcos o palos: es

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decir, maridos tolerantes que hacen de la nece-sidad virtud... o granjería.

***

Valor y conciencia de lo que vale, necesitó Gal-dós para atreverse a ensayar la transformaciónde una novela suya en drama representable... yrepresentado. Tenía contra sí, a pesar de lasapariencias floridas, multitud de pasiones ypreocupaciones, -que son pasiones intelectuales-tenía contra sí la necedad, la doblez, la rutina,la propia inexperiencia, la ligereza del pensa-miento vulgar, general, predominante. Los gé-neros no se transforman; lo que es novela no puedeser drama; el novelista no debe aspirar a ser drama-turgo. Estos eran los dogmas filosóficos queperjudicaban a Galdós. También los había his-tóricos: «Balzac no pudo vencer en la escena.Flaubert naufragó con su Candidato... Zola...Goncourt... Daudet». Y sobre todo, había estareflexión filosófico-histórica, que no salía a lasuperficie, que no se oía por ahí, pero que tra-

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bajaba dentro de las almas, que no tienen cristalcomo cierto dios quería: «Y sobre todo, si Gal-dós, que es el primer novelista, resulta poetadramático de primera fuerza, ¿qué nos queda anosotros? Es mucha ambición esa; la ley de ladivisión del trabajo, inventada por la envidia enla economía del arte, se opone a que Galdóstriunfe en la escena, y no triunfará». Y triunfó,triunfó a pesar de estos críticos que, además deser buenos zapateros o corredores de número,quieren ser buenos Sainte-Beuve o buenos Me-néndez y Pelayo, y no consienten que PérezGaldós sea, además de novelista, autor dramá-tico.

Todo lo malo que se dijo de Realidad hubierasido menos malo y menos injusto si se hubieradicho después de reconocer que, en lo princi-pal, el ensayo había dado buen resultado; des-pués de reconocer la oportunidad del intento yla hermosura patente de algunos de los elemen-tos capitales del drama. El que no sea capaz de

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comprender la fuerza y sobriedad hermosísima(no sobriedad en las palabras) del quinto acto;el que no vea algo nuevo y muy bello en aque-lla escena de Orozco y Augusta, no tiene dere-cho a censurar, en conjunto, la obra... comotampoco lo tiene para censurar El hijo de DonJuan el que pretenda hacerlo reflexivamente,como crítico, y censure al par con la mala com-posición del tercer acto el capital pensamientodel mismo, la idea, la intención y la forma deexpresar lo culminante. Y, sin embargo, así seha hecho generalmente. Si El hijo de Don Juancausa fatiga al final, es primeramente... porquelo representan de mala manera (aunque sondignos de elogio los supremos esfuerzos del Sr.Calvo), y además porque Echegaray ha olvida-do también el tiempo del teatro (vicio en él anti-guo) y no ha sabido equilibrar el diálogo niacumular el interés; pero no porque no se deballevar a la escena la locura hereditaria, ni los casospatológicos, ni porque sea fúnebre ni tétrico elargumento, etc., etc.

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A los que digan que Echegaray no ha construi-do bien el último acto de su drama, nada tengoque oponerles, y se me figura que el mismoEchegaray tampoco; a los que busquen defectosmás importantes en la acción, en los caracteres,en la transformación de la idea fundamental deIbsen, podré yo acompañarles, como puedeverse en mi artículo Ibsen y Echegaray, publica-do en La Correspondencia; pero al que vaya másallá, al que anatematice el origen del Hijo de DonJuan y todo su desenvolvimiento, y niegue queallí hay mucha belleza, no sólo en las frases, enlos que llaman ciertos críticos grandes pensa-mientos, sino en lo que podía servir para recons-truir el drama y convertirle en obra muy her-mosa, al que tal haga bien se le puede negarcriterio y gusto suficientes para tratar estas co-sas. El público tiene derecho para abstenerse deaplaudir cuando un tercer acto le fatiga, le mo-lesta, y no se le puede exigir que ande echandoel tanto de culpa que le corresponda al actor...pero la crítica es otra cosa; para ser otra cosa es

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crítica. Y ha sido, a mi entender, ciega la que enel drama de Echegaray inspirado en Ibsen, no havisto más que el fracaso, el desacierto.

Lo ha habido, pero también otras cosas dignasde estudio; sobre todo, hay mucho que estudiaren estos nobles esfuerzos del poeta, de nuestroprimer dramaturgo... uno de los pocos que converdadera alegría celebraba días antes de ser élderrotado (!) el triunfo del novelista que se atre-vía a colocar sobre un frágil tablado el peso dela realidad del mundo sin que esa realidad fue-ra a dar al foso.

No lo dudemos; lo que acaban de hacer Eche-garay y Galdós es algo importante, serio, dignode ser considerado sin la preocupación pasajeradel estreno, del éxito inmediato. Un drama nuevo,que con feliz idea representó Vico hace poco, es,como obra teatral, como composición escénica,infinitamente superior a los dramas en que seencarnó entre nosotros el ensayo de renovacióndramática; y, sin embargo, el Drama nuevo que

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hoy nos hace falta no es el que escribió, hará uncuarto de siglo, Tamayo.

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Y basta de teatro. Volvamos, en las revistassucesivas, a nuestros libres, sordos al tole tole delpúblico de los estrenos. No hablaremos ya de laescena hasta que el tiempo nos diga si estasnobles tentativas de ahora dan fruto o puedenmás la crítica superficial y las preocupacionestradicionales.

La prensa y los cuentos

Sigo siempre con gran atención y mucho interéslos cambios que va experimentando en nuestrapatria la prensa periódica, cuya importancia

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para toda la vida de la cultura nacional es inne-gable, cualquiera que sea la opinión que se ten-ga de su influencia benéfica o nociva. Lejos detodas las exageraciones, lo más prudente esreconocer que el periodismo, y particularmenteel periodismo español, tiene muchos defectos ycausa graves males, así en política como en re-ligión, derecho, arte, literatura, etc., etc.; perosin negarse a la evidencia, no es posible desco-nocer que tales daños están compensados conmuchos bienes, y sobre todo con el incalculablede cumplir un cometido necesario para la vidamoderna, y en el cual es el periódico insustitui-ble.

Por lo que toca las letras, hay épocas en que laprensa española las ayuda mucho, les da casi,casi la poca vida que tienen; esto es natural enun país que lee poco, no estudia apenas nada yes muy aficionado a enterarse de todo sin es-fuerzo; mas por lo mismo, por ese gran poderque el periodismo español tiene en nuestra lite-

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ratura, cuando la prensa se tuerce y olvida omenosprecia su misión literaria, el daño quecausa es grande.

A raíz de la revolución, y aún más, puede de-cirse, en los primeros años de la restauración, elperiódico fue aquí muy literario y sirvió nopoco para los conatos de florecimiento quehubo. Hoy, en general, comienza a decaer laliteratura periodística, por el excesivo afán deseguir los gustos y los vicios del público en vezde guiarle, por culpas de orden económico ypor otras causas que no es del caso explicar. Lacrítica particularmente ha bajado mucho, y po-co a poco van sustituyendo en ella a los verda-deros literatos de vocación, de carrera, los quelo son por incidente, por ocasión, en calidad demedianías.

Por lo mismo que existe esta decadencia, sonmuy de aplaudir los esfuerzos de algunas em-presas periodísticas por conservar y aun au-mentar el tono literario del periódico popular,

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sin perjuicio de conservarle sus caracteres pecu-liares de papel ligero, de pura actualidad y has-ta vulgar, ya que esto parece necesario. Entrelos varios expedientes inventados a este fin,puede señalarse la moda del cuento, que se haextendido por toda la prensa madrileña. Esmuy de alabar esta costumbre, aunque no estáexenta de peligros. Por de pronto, obedece alafán de ahorrar tiempo; si al artículo de fondosustituyen el suelto, la noticia; a la novela largaes natural que sustituya el cuento. Sería de ala-bar que los lectores y lectoras del folletín apel-mazado, judicial y muchas veces justiciable, es-crito en un francés traidor a su patria y a Casti-lla, se fuesen pasando del novelón al cuento;mejorarían en general de gusto estético y per-derían mucho menos tiempo. El mal está enque muchos entienden que de la novela alcuento va lo mismo que del artículo a la noticia:no todos se creen Lorenzanas; pero ¿quién nosabe escribir una noticia? La relación no es lamisma. El cuento no es más ni menos arte que

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la novela: no es más difícil como se ha dicho,pero tampoco menos; es otra cosa: es más difícilpara el que no es cuentista. En general, sabehacer cuentos el que es novelista, de cierto gé-nero, no el que no es artista. Muchos particula-res que hasta ahora jamás se habían creído conaptitudes para inventar fábulas en prosa con elnombre de novelas, han roto a escribir cuentos,como si en la vida hubieran hecho otra cosa.Creen que es más modesto el papel de cuentistay se atreven con él sin miedo. Es una aberra-ción. El que no sea artista, el que no sea poeta,en el lato sentido, no hará un cuento, como nohará una novela. Los alemanes, aun los del día,se precian de cultivar el género del cuento conaptitudes especiales, que explican por causasfisiológicas, climatológicas y sociológicas: PabloHeyse, por ejemplo, es entre ellos tan ilustrecomo el novelista de novelas largas más famo-so, y él se tiene, y hace bien, por tanto como unFreitag, un Raabe, o quien se quiera.- Además,entre nosotros se reduce en rigor la diferencia

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de la novela y del cuento a las dimensiones, yen Alemania no es así, pues como observa bienEduardo de Morsier, El vaso roto, de Merimée,que tiene pocas páginas, es una verdadera no-vela (roman), y La novela de la canonesa, de Hey-se, es una nouvelle y ocupa un volumen. En Es-paña no usamos para todo esto más que dospalabras: cuento, novela, y en otros países, co-mo en Francia, v. gr., tienen roman, conte, nouve-lle u otras equivalentes. Y sin embargo, el cuen-to y la nouvelle no son lo mismo. Pero lo peor noes esto, sino que se cree con aptitud para escri-bir cuentos, porque son cortos, el que reconoceno tenerla para otros empeños artísticos. Elremedio de este espejismo de la vanidad de-pende, en el caso presente, de los directores delos periódicos.

De todas suertes, bueno es que las columnas delos papeles más leídos se llenen con narracionesy desahogos que muchas veces son efectiva-mente literarios, hurtando algún espacio a los

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pelotaris, a las causas célebres, a los toros y alos diputados ordinarios.

¿Y la poesía?

- I -

Hay muchos que juzgan el mundo por lo quesucede en el barrio en que ellos viven.

No falta, por ejemplo, quien dice que el sistemarepresentativo está perdido, inservible, porqueen España no se puede votar sin un botiquín decampaña.

Ya hay críticos que dicen: «¿poesía?, déjese us-ted de eso; se acabó la poesía. Ahora prosa,prosa y nada más que prosa».

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Estos son críticos de barrio. Por lo que pasa enEspaña juzgan el mundo entero.

Sí; hay poesía: y prueba de ello es que, en mu-chos países, a los maestros que se fueron o sevan, reemplazan poco a poco jóvenes de graninspiración llenos de pensamiento y hábiles yabundantes en el empleo de la forma.

Así, no profeticemos tristezas ni años de ham-bre para el mundo entero.

En Francia, en Portugal, en Italia, sin alejarnosde la vecindad, encontramos poetas jóvenes,vigorosos, que piensan y sienten, y que dentroo fuera de escuela literaria o filosófica determi-nada, escriben con arranques de energía espon-tánea; y aunque algunos alambican, retuercen yhasta dislocan el estilo y buscan en la idea y enla pasión la quinta esencia, aun esto lo hacencon fuerza y gracia, sin sugestión extraña.

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En nuestra tierra ya es otra cosa; la poesía decaede tal manera, que amenaza próxima muerte, ylo que es más triste, muerte sin sucesión.

Da mucha pena pensar lo que será la poesíaespañola el día que Campoamor y Núñez deArce, que no son jóvenes, se cansen de producirpoemas.

Ni un solo nombre, ni uno solo, puede hablar-nos de una esperanza.

Campoamor y Núñez de Arce van a ser, no sesabe por cuánto tiempo, los últimos poetas cas-tellanos, dignos, por la idea y por el estro, de talnombre.

Desde ellos se cae en el pozo de la vulgaridadramplona, del nihilismo más desconsolador, dela hojarasca más gárrula y fofa.

¡Y Campoamor tiene sesenta y cinco años y estácansado!

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Y el mismo Núñez de Arce, más joven, se des-anima al verse tan solo, y trabaja poco, y muyde tarde en tarde publica un poema que es unnuevo triunfo para él, pero que no revela nue-vos caminos, ni anuncia más que la gloria, yaconsolidada, de su autor.

Campoamor y Núñez de Arce, que nunca seencuentran ni se buscan, son dos reyes solita-rios sin súbditos. Los dos aspiran a fundar es-cuela, pero a estas horas ya deben de estar con-vencidos de que estaban criando cuervos o gra-jos, a juzgar por las canciones de los discípulos.Al autor de los Pequeños poemas no le costó grantrabajo convencerse de que sus imitadores eranunos majaderos. Al principio hasta les daba decomer y les repartía destinos. Le inundaron lacasa y hubo que barrerlos. Hoy apenas hay yapequeños poetas.

Núñez de Arce, que toma muy en serio la lite-ratura, dio también más importancia a los dis-cípulos, y los apadrinó con entusiasmo. A mí

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me parecía imposible que una noble pasióncegara al insigne poeta hasta el punto de hacer-le esperar algo bueno de aquellos muchachosque no tenían nada en la cabeza, ni en el cora-zón, ni siquiera en el hígado. Se les llenó deldesprecio que como literatos merecían, y ni unode ellos supo escupir un poco de hiel en formade yambo, ni siquiera de endecasílabo escultural,que es el metro que prefieren. El que más, acer-tó a alquilar gacetilleros en los periódicos cursispara echárselos a las pantorrillas a la críticaimplacable y burlona. A ningún discípulo deesos dos notables poetas se les ocurrió teneruna idea, una forma, y menos una pasión suya.Ni siquiera tuvieron esa especie de imaginaciónfría con que muchos hombres de talento vivo yvario consiguen parecerse a los poetas, imagi-nación con que se inventan creencias filosóficasy religiosas, aventuras, llagas del alma y otrasfalsedades, amenas cuando están bien maneja-das.

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Ni un solo ingenio se presentó a imitar con éxi-to mediano las tristezas, las alegrías, las locurassublimes del genio legítimo.

La juventud actual no tiene un solo poeta ver-dadero en España.

De las dos grandes fuerzas ideales que se dis-putan el mundo civilizado, ninguna tiene enEspaña un poeta que pueda decir que es suyo.En este punto, ni Campoamor ni Núñez de Ar-ce, que valen tanto, pueden ser citados. Cam-poamor y Núñez de Arce son católicos; si se lespregunta a la tradición cristiana, a la tradiciónfilosófica y a la tradición social si los quierenpor representantes suyos en la poesía, diránque no, y mil veces lo han dicho, porque Cam-poamor es un católico que pasa la vida dicien-do herejías en versos irreprochables, y Núñezde Arce vacila constantemente entre la duda yla fe, y la ira que demuestra contra lo que lehace dudar, no se convierte jamás en acendradoamor a lo que anhela creer.

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No; no hay en España ahora un poeta que cantela vida antigua, el mundo que se va, el cielo quese obscurece, lo que adoró la España de tantossiglos. La tradición no tiene más poetas que ElSiglo Futuro.

Y a la vida nueva, a la libertad, al pensamientoindependiente, al espíritu reformista, empren-dedor y activo de la sociedad moderna les su-cede lo mismo; no tienen en nuestra poesía re-presentante genuino. Campoamor es paradóji-co, es revolucionario a su modo en la retórica;tal vez el fondo último de sus ideas es de nega-ción de la fe antigua, pero no es revolucionariode los usos, sino de las ideas; podrá no amar elmundo que muere, pero tampoco ama el quenace; es un conservador más verdadero de loque parece; es un escéptico respecto del progre-so; no cree en él, es misántropo si se le apura;piensa en sí mismo, y a veces en Dios, por loque a él mismo le importa. Campoamor no esaltruista en sus versos, aunque tal vez lo sea en

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la vida real, en que positivamente es muy bue-no.

Núñez de Arce, que ha dicho a Voltaire: «Mal-dito seas»; que se ha burlado del transformis-mo, que siente dudar de la fe de sus padres, noes tampoco, ni quiere ser, el poeta del libre exa-men, el que rompe toda relación de dependen-cia con creencias tradicionales y vive en plenalibertad con la musa.

Y no hay más.

Los otros, los que escriben versos sin deberescribirlos, podrán ser muy liberales o muytradicionalistas, pero no son poetas.

Insistiré en esta materia, porque toda verdad esfecunda, aunque sea amarga, y conviene pormuchos conceptos reconocer la pobreza poéticade España en estos días.

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- II -

Sé que muchos jóvenes de los que se dedican aescribir versos piensan que les tengo mala vo-luntad. Otros creen que se trata de hacerse no-tar a costa de ellos, diciendo perrerías de suscanciones, y, por último, no falta quien achaqueesta persecución al propósito del sectario queaborrece la poesía y quiere que no se escribanmás versos en España. No hay nada de eso.

A mí me parece ridículo pretender acabar conla literatura rimada. Cuando aparecen verdade-ros poetas, no hay cosa mejor que sus versos; yno me refiero a esos grandes luminares que sellaman Goëthe, Víctor Hugo, Musset; no, aun-que no valgan tanto, todavía pueden ser dignosde admiración y el mejor ornamento del Parna-so, como diría Cañete. Pero en España, ahora,

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en estos míseros días, no hay más poetas queescriban en español que Núñez de Arce yCampoamor; los demás no son poetas, no sonhombres de ingenio, no tienen intención, nifuerza, ni gusto; Grilo, Velarde, Ferrari y Shaw,que gozan su fama respectiva entre la gentecursi que lee algo, son, los tres primeros, hom-bres vulgarísimos, y el último un niño que sólopromete ser un Grilo de arte mayor.

Esta es la verdad lisa y llana. La generaciónnueva, la que nació a la vida pública bajo laRestauración, no ofrece grandes esperanzas;pero a lo menos en otros ramos de la actividadintelectual tiene representantes que algo valen,y algunos, poquísimos, que valen mucho. Peroen poesía lírica no tiene nada, absolutamentenada.

Lo cual no quita que en el Ateneo y en los pe-riódicos se descubra un Espronceda o un Zorri-lla cada pocos meses.

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Pasma ver cómo aplauden gacetilleros y atene-ístas las más insignes vulgaridades, como sifueran chispazos de inspiración lozana, originaly fuerte. No ha mucho que un poeta de esosleía, y publicaba después en un libro, un poemaque contiene más dislates que palabras, másvulgaridades que dislates, y carece de senti-miento, de idea, de estilo y hasta de gramática.Pues no faltó quien dijera y repitiera en letrasde molde que todo aquello era obra de Benve-nuto Cellini y que aquello era cincelar... ¡Cince-lar, Dios mío, lo que no es más que raspar lapared con un vidrio para dar escalofríos a laspersonas nerviosas!

Es el caso que estos elogios los escribe, por locomún, la misma pluma que el resto de la se-mana se está empleando en delatar alcantarillasrotas, focos de irregularidades y demás inmun-dicias más o menos municipales. ¿Quién man-da a esos ediles, y no curules, meterse donde noles llaman, y llamar poeta y Benvenuto a cual-

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quier señorete que coge y descubre que sabeencontrar consonantes y enjaretar despropósi-tos que coloca en la Edad Media o en la moder-na, o en la eternidad misma, si se le antoja?¿Por qué han de creer, los que no saben nada,que para escribir de materia artística sobra todolo que sea saber algo? ¿Por qué han de pasarpor críticos esos que hacen alarde tosco y rústi-co, digno de los Britos y Blases de Tirso, de ig-norar el griego y el latín, y de creer que nadieconoce tan recónditas clerecías? Porque hay gen-tes así, y porque los tales escriben en periódicosde circulación grande, estamos como estamos, ypuede a muchos parecer atrevimiento y hastaamanerada desfachatez osar decir, como yo oso-y tres más-, que fuera de los autores citados alprincipio, aquí no escribe versos en españolningún verdadero poeta.

Por otros caminos van los pocos jóvenes que enliteratura valen algo; y aunque Menéndez Pela-yo ha escrito entre otros medianos, muchos

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versos bien sentidos, de forma clásica verdade-ramente correcta, tampoco se puede decir queel admirable joven, el pasmo santanderino, seani se tenga por poeta en la acepción en que loson los Hugo, los Zorrilla, etc. Por lo demás,sus poesías valen más, por supuesto, que las deesos ignorantuelos sin gracia, ni delicadeza, nigusto, ni intención, ni vigor, ni sentimiento, queel Ateneo y los gacetilleros elevan a las nubes,mientras se ríen del que ellos llaman traductordetestable de Horacio, y que por cierto no es taltraductor.

Así como decía con mucho tino y juicio Fernan-flor que no tenemos ópera nacional por la sen-cilla razón de que no la tenemos, faltan ennuestra juventud los poetas por la razón senci-llísima de que faltan; y si se puede jurar (que síse puede) que no hay ninguna ópera españoladigna de universal admiración, también sepuede decir que ninguno de los que escriben enverso, entre los jóvenes literatos españoles, es ni

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siquiera artista en la acepción rigorosa de lapalabra.

Pero no se tome esto como signo general de lostiempos. Portugal tiene poetas jóvenes, tieneuno, por lo menos, que vuela con todo el alien-to necesario para llegar al cielo; en Francia,donde tanto habla la crítica de cierto orden deamaneramiento, decadencia y falta de ideal,también hay jóvenes de fantasía brillante, degusto delicado, estilo fuerte y propio, maestrosde la rima y del color, que escriben libros depoesías en que podrá verse, si se quiere, la en-fermedad de un alma, el cansancio de un pue-blo, el abuso de la vida, pero sin que puedanegarse originalidad, sentimiento, idea clara yprofunda, ingenio sutil, no enclenque. En lahistoria de la poesía francesa podrán ser un díaestos poetas los representantes de una deca-dencia; podrá decirse de ellos, en cierto modo,lo que se dijo de la baja latinidad; pero no se lesnegará importancia, ni genio, ni que fuesen la

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expresión fiel en el arte de su tiempo y de sutierra.

Y de nuestros rimadores barbilindos, y a vecesbobalicones, ¿qué se dirá? Nada absolutamente.En sus versos nihilistas no se revela más que lalucha por el consonante; no son creyentes, no sonescépticos, no aman la tradición, no la despre-cian, no la embellecen, no la satirizan, no bus-can nada, nada encuentran, viven en el limbo;por ellos no sabrá nadie lo que la juventud sen-tía en España en el último cuarto del siglo XIX,cuando se nos moría el cuerpo, robusto un día,de la fe, y nacía débil, sietemesino, callado co-mo un muerto, ridículo por la forma, el pensa-miento libre, sin oír en sus sueños reparadoresde la infancia el arrullo de las canciones de unpoeta. ¡Poeta del libre pensamiento! Tal vez hayuno; pero ese habla en el Congreso y le mide lasestrofas el conde de Toreno ¡oh dioses inmorta-les!, con una campanilla.

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El teatro de Zorrilla

Aunque no oso llamarme crítico, en ocasión tanseria y solemne, a lo menos, algo muy pensadoy muy sentido puedo y tengo de decir, no sólodel teatro de Zorrilla, sino de todo lo que fue elgran poeta; pero esto no cabe en improvisacio-nes de tal género; y consagrar al estudio deZorrilla mucha atención y mucha lectura espara mí hasta un deber sagrado, pues en unasúplica cortés, la mayor honra que recibí en mihumilde vida literaria, el maestro inmortal in-dicó el deseo de que yo ¡tan indigno!, hablarade sus cosas; y en carta, que ha de conservar eldoctor Cano, consta esa voluntad del poeta.-Mas antes que yo la cumpla ha de pasar tiem-po, pues para considerarme lo más digno quepueda de tal honor, necesito estudiar, meditar

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mucho, y hasta cierta purificación de espíritu,de modo que yo a mis solas entiendo.- Conste,por lo tanto, que lo que ahora escribo no es unjuicio definitivo, ni total siquiera acerca de Zo-rrilla como poeta dramático. No tengo en lamemoria todas las escenas de sus muchas co-medias; es claro que ni una sola de estas hedejado de leer, pero hay varias que no puedotener presentes y no hay tiempo, en el plazoque me dan, para repasarlas. Y sin embargo unjuicio completo del poeta dramático no puedeformarse sin recordar todas sus obras de estegénero; no quiero hacer como otros que pre-tenden juzgar todo el teatro de Zorrilla toman-do en cuenta tres o cuatro de sus dramas prin-cipales. No está todo Zorrilla dramaturgo enDon Juan Tenorio, Traidor, inconfeso y mártir y Elzapatero y el rey, segunda parte, aunque en esoesté lo mejor de tal Zorrilla.

No pudiendo juzgar su teatro en general, escojopor materia aquella parte de que puedo decir

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algo con más clara conciencia de lo que digo;escojo hablar de las obras de Zorrilla que hevisto representadas. Como indica Fernanflor,tratando de este [115] poeta, no cabe apreciar laobra teatral en todo su valor si no se ve en lastablas. Esto, en general, es cierto, particular-mente respecto del teatro moderno. Yo he vistoDon Juan Tenorio muy bien representado porCalvo y Elisa Boldún; he visto El zapatero y elrey (2.ª parte) representado admirablementepor Vico y Perrín; he visto Traidor, inconfeso ymártir... medianamente representado por ungalán que opinaba, al parecer, que Gabriel Es-pinosa debía de semejarse mucho a D. NicolásSalmerón. He visto también El puñal del godo... amuchos aficionados, y he visto algún otro dra-ma del insigne autor a cómicos medianos, sinconservar claro recuerdo de estos últimos es-pectáculos. Hablaré no más de Don Juan, Trai-dor, etc., y El zapatero y el rey, aunque en las re-miniscencias de otros dramas (v. gr. El eco del

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torrente, Vivir loco y morir más) se fundarán al-gunas de las siguientes observaciones.

***

Zorrilla es ante todo un poeta lírico... mas acondición de dar a la palabra un sentido latoque pueda comprender el elemento épico, peromuy musical, de las leyendas y en general de lavena descriptiva y narrativa, tan abundante,rica y poética en Zorrilla. Para Taine, Zorrilla, sipudiera conocerlo, sería el poeta por excelenciaa juzgar por lo que dice el crítico francés delpoeta inglés antiguo que más lleno de poesía leparece. En nuestro gran romántico hay muchamás imaginación que sentimiento; siente ypiensa pintando y cantando el mundo exterior;hasta lo más hondo en él es en cierto modo ex-terior: su religiosidad patriótica, su patriotismolegendario. La psicología de Zorrilla está comoincorporada a la psicología nacional, como diríaun alemán: es lo más íntimo de Zorrilla un capí-tulo de la psicología estética de España: tal vez,

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como el de Castelar, uno de los más importan-tes en el siglo XIX.

La poesía de Zorrilla es principalmente el amora la patria en su historia, pero en la historiaartísticamente transportada, la historia en loque tiene de leyenda: mas téngase en cuentatambién que la leyenda es historia. Sí, ya se hadicho: la leyenda es parte de la historia de losque forman y creen la leyenda.

Este carácter general, predominante de la poe-sía zorrillesca (mal adjetivo por la terminación),alcanza al teatro. La leyenda es ya un génerointermedio, y sin brusca transición llega Zorri-lla a su drama, también legendario (o leyenda-rio). Sus dramas mejores son leyendas patrióti-cas llevadas con gran maestría, con perfectodesarrollo dramático a la vida real de las tablas.Por ser el teatro de Zorrilla un natural comple-mento de su genio, no se puede decir de estegran lírico lo que se dijo de Gœthe y de VíctorHugo: que sus dramas eran inferiores a su obra

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lírica. No; Don Juan Tenorio no es inferior a na-da. Yo admiro los Cantos del Trovador, yo admi-ro otras muchas poesías de Zorrilla, pero nomás que el Don Juan sugestivo, que se filtra enla celda y en el alma de Doña Inés y que laenamora a orillas del Guadalquivir, y nos ena-mora a todos.

***

Es claro que Don Juan Tenorio es el mejor dramade Zorrilla. El Trovador y Don Juan Tenorio sonlos mejores dramas de todos los españoles delsiglo XIX. Digo que son los mejores, no los másperfectos; eso no, antes los más imperfectosentre los mejores. Yo admiro también el DonÁlvaro, admiro Traidor, inconfeso y mártir y tam-bién el Los Amantes de Teruel encuentro las be-llezas que cualquiera verá; pero hay un génerode hermosura en algunas cosas del Trovador y elDon Juan que no hay en ninguna otra parte delteatro español moderno. Dejaré ahora el Trova-dor, que tuvo menos suerte que Don Juan, pues

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no se trata aquí de García Gutiérrez. Don JuanTenorio es grande, como lo son la mayor partede las creaciones de Shakespeare: de un modomuy desigual y a pesar de la desigualdad. AlTenorio le encuentran defectos hasta los estu-diantes de retórica; de Hamlet se han burladoMoratín y el mundo entero, y en nuestros díasaún Sardou hace poco descubría contradiccio-nes e incongruencias en el ilustre soñador delNorte. En Don Juan, aunque no hay ciertas fal-tas de gramática que han visto el autor y mu-chos gacetilleros, existen multitud de pecadoscapitales que condenan, no las reglas de Aristó-teles, sino las reglas eternas del arte. En la se-gunda parte es mucho más lo malo que lo bue-no, y aunque al público le interesan vivamentelas escenas en que intervienen los difuntos, labelleza grande, lo excepcional queda atrás, enla primera parte. El que se precie de hombre decierto buen gusto necesita ser capaz de admirarcon inocencia y sin cansancio, y admirar la be-lleza donde quiera que esté, aunque, la rodee lo

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absurdo. Una buena prueba de gusto fuerte,original, se puede dar entusiasmándose todoslos años, la noche de ánimas, entre el vulgobonachón y nada crítico, al ver a Don Juan se-ducir a doña Inés y burlarse de todas las leyes.

Parece mentira que sin recurrir a la ternurapiadosa se pueda llegar tan adentro en el almacomo llegan la frescura y el esplendor de laprimera parte del Don Juan. La seducción gra-duada de Doña Inés la siente el espectador, vesu verdad porque la experimenta. Triunfo ex-traño, tratándose del público de los varones,porque por lo común a los hombres nos cuestatrabajo figurarnos lo que las mujeres sienten alenamorarse de los demás. ¿Cómo puede gustarel varón?, se dice el varón constante. Puescuando el arte llega muy arriba vemos el amorde la mujer explicado, porque de cierta maneraanafrodítica nos enamoramos también de loshéroes. Este es el triunfo del Tenorio; que nos

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seduce, y por esta seducción se lo perdonamostodo: pecados morales y pecados estéticos.

***

Traidor, inconfeso y mártir no se ha de comparara Don Juan, si se compara es que no se com-prende qué clase de excepción es el Tenorio; esmás, comprendo que el que compare ambosdramas vea superioridad en el que Zorrilla pre-fería.

En pocas partes se parece menos Zorrilla a símismo que en Traidor, inconfeso y mártir; noporque falten aquí sus facultades poderosísi-mas, sino porque faltan sus defectos, tan suyos;por los que se le reconoce como si fueran unestilo. En punto a forma correcta, noble, eufóni-ca, eurítmica el Traidor es una maravilla, y tra-tándose de su autor maravilla doble. El Traidores a Zorrilla lo que El castigo sin venganza a Lo-pe. Hasta en la composición sabia, ordenada,sobria y atenta al contrapunto dramático, Zorri-

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lla parece otro; y eso que se debe notar que apesar de haber escrito el gran poeta casi todassus obras a la diable, como él mismo declara, elgran instinto dramático que tiene le da hechascasi siempre unas exposiciones, unos primerosactos que son obras maestras de lo que las re-glas clásicas piden en esta materia para desper-tar el interés y atraer con la armonía. Sea ejem-plo este mismo drama, el Traidor, y sea ejemploel primer acto de El zapatero y el rey, primeraparte.

En cuanto al fondo, sería absurdo igualar a Ga-briel Espinosa con Don Juan; el pastelero es unromántico misterioso más, de la clase de los ilus-tres, sí; pero un producto del romanticismo dela época como lo es también Doña Aurora, dig-na compañera de la valiente Doña Mencía deGarcía Gutiérrez y de la Isabel de Hartzen-busch; pero Don Juan y Doña Inés no son ro-mánticos... son clásicos, del clasicismo perdura-ble.

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El zapatero y el rey, segunda parte, yo no puedojuzgarlo serenamente, porque es el libro porque aprendí a leer, y que me hizo de por vidaaficionado a las letras. Lo sé de memoria, ycuando hace un año Vico lo representaba enGijón, pude advertirle, con gran asombro suyo,que se había comido una redondilla en el mo-nólogo del primer acto.

Una de las cosas más tiernas, más naturalmentesentimentales que ha ideado Zorrilla, es laamistad de D. Pedro el Cruel y el zapatero ycapitán Blas Pérez, amistad que comienza en elprimer acto de la primera parte y acaba en elcampo de Montiel, al terminar la segunda. ElDon Pedro de Zorrilla no es ni más ni menoshistórico que el de muchos eruditos, pero en lahistoria poética de España es rigorosamenteclásico.

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También Don Pedro enamora; desde que tengouso de razón, y aun desde antes, yo soy un va-sallo fiel de Don Pedro; y siendo republicano,también desde niño, para darme cuenta de loque podían sentir los monárquicos sinceros,cuando los había, cuando lo eran por la graciadel rey, no por el compromiso constitucional,necesito recordar lo que yo sentía por el her-mano de D. Enrique, por el león acorralado en elcastillo de Montiel.

Y esta impresión viva, natural, fuerte del patosrealista se la debo a Zorrilla. Don Pedro, comoDon Juan, tampoco es romántico a lo misteriosoy fatal como lo son Don Álvaro, el pastelero deMadrigal, etc., etc. Don Pedro es románticocomo lo son los Don Pedro del teatro españolantiguo y otras grandes figuras de Lope, Calde-rón, Tirso, Rojas, etc., etc.

El zapatero y el rey también ofrece en la compo-sición mucho que admirar, arte exquisito, sobretodo en el segundo acto, que es un cuadro,

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cuando se representa bien, digno de Rojas en sumejor inspiración, digno de Lope cuando quiere.Y de ellos parece.

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Y a todos ellos se parece el romanticismo deZorrilla en sus dramas mejores, si no en el mo-do de entender el asunto, en la forma dramáticay en la poética.

Se va el correo y tengo que terminar este articu-lejo; pero si tuviera tiempo me detendría a con-siderar, que si nada hay más anticuado por sermuy de su tiempo exclusivamente, que el ro-manticismo formal de los versos de Zorrillamismo en muchas de sus poesías líricas prime-ras y el de los versos de algunos contemporá-neos suyos, lo que es la forma retórica de losdramas principales de Don José, ni está anti-cuada, ni lo estará ya nunca, porque tienen lafrescura de lo criado para eterno... eterno a lomenos mientras haya castellano. Sí, cabe decir-

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lo, sin declamaciones ni hipérboles: no se con-cibe que muera la forma de Zorrilla, dramáticay lírica, mientras haya quien sepa español. Zo-rrilla es ante todo, en el teatro y fuera, el poetadel idioma; no uno de esos que tienen toda lapoesía en las palabras; no es eso; no es poetaformal en este sentido. Es que el idioma es unverbo, el verbo nacional, y la musa de Zorrilla esel verbo de su patria, el poético.

En la lengua castellana late un genio nacional;este genio encarna principalmente no en aque-llos grandes artistas que serían elocuentes encualquier idioma, sino en los que, como Caste-lar en prosa y Zorrilla en verso, no se concibeque sean poetas más que en castellano.