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Ashley Freeman, una estudiante de historia del arte en Boston, tiene unarelación de una noche con un desconocido llamado Michael O’Connell. Alprincipio parece tratarse simplemente de un admirador insistente, pero pocoa poco O’Connell, un ingenioso hacker, va entrando en la vida no solo deAshley sino también de su padre, un serio profesor universitario, y de sumadre, una prestigiosa abogada, demostrando ser un psicópata obsesionadopor controlar la vida de Ashley. Todo se convierte en una pesadilla. No hayposibilidad de disuadirlo: ni los sobornos ni las amenazas lo detienen. Ycuando el investigador asignado al caso aparece muerto, la familia enteraentiende que se enfrenta a algo mucho más serio de lo que han imaginado.

John KatzenbachEl hombre equivocado

Para los sospechosos habituales:esposa, hijos y perro.

—¿Te gustaría escuchar una historia? ¿Una historia poco corriente?—Desde luego.—Bien, pero primero tienes que prometerme una cosa: nunca le dirás a nadie

dónde la escuchaste. Y si alguna vez vuelves a contarla, en cualquiercircunstancia, situación o formato, ocultarás los detalles para que no puedanrelacionarla conmigo ni con las personas de las que voy a hablarte. Nadie sabránunca si es verdad o no. Nadie podrá descubrir su fuente exacta. Y todo el mundocreerá que es otra de las historias que tú cuentas: inventada. Pura ficción.

—Eso suena un poco exagerado. ¿De qué trata esa historia?—De un asesinato. Se cometió hace unos años. O tal vez nunca, claro.

¿Quieres escucharla?—Adelante.—Entonces dame tu palabra —pidió con recelo.—Muy bien. Tienes mi palabra.Ella se inclinó hacia delante y tomó aliento para comenzar.—Supongo que podríamos decir que empezó en el momento en que él

encontró aquella carta de amor.

1El profesor de Historia y las dos mujeres

Cuando Scott Freeman leyó por primera vez la carta que encontró en uncajón de la cómoda de su hija, dos semanas después de la última visita de esta asu casa, arrugada y oculta tras unos viejos calcetines blancos, tuvo la súbitacerteza de que alguien iba a morir.

No fue una sensación clara y definida, pero lo embargó con la intensidad deuna amenaza inminente. Cuando logró sosegarse un poco, se quedó inmóvil yrepasó una y otra vez las palabras escritas en el papel.

Nadie puede amarte como yo lo hago. Nadie lo hará jamás. Estamoshechos el uno para el otro, y nada lo impedirá. Estaremos juntos parasiempre. De un modo u otro.

(Sin firma)

Estaba impresa en papel corriente y con letra cursiva, lo que le daba un aireanticuado. No pudo encontrar el sobre donde venía, así que no había ningúnremite, ni siquiera un matasellos que él pudiera comprobar. La colocó sobre lacómoda y trató de alisar las arrugas que le daban un aspecto apremiante. Su hijadebía de haberla estrujado antes de meterla en el fondo del cajón. Observó denuevo las palabras y trató de creer que eran inofensivas. Un vehementerequerimiento de amor, un arrebato pasional de algún compañero de estudios deAshley, tal vez una mera aventura que ella le había ocultado por pruritosrománticos.

Pero nada de lo que pensó pudo borrar aquella sensación inquietante.Scott Freeman no se consideraba un hombre receloso, ni proclive a la cólera

o a tomar decisiones precipitadas. Le gustaba considerar detenidamentecualquier elección, examinar cada aspecto de su vida como si fuera la arista deun diamante puesto al microscopio. Era metódico por trabajo y por naturaleza,pese a que llevaba el pelo largo y desordenado para recordarse sus años dejuventud a finales de los sesenta. Le gustaba vestir vaqueros y una chaqueta depana gastada con parches de cuero en los codos. Usaba unas gafas para leer yotras para conducir, y siempre llevaba ambas encima. Se mantenía en formahaciendo ejercicio a diario, corriendo cuando el clima lo permitía o en una cintasin fin durante los largos inviernos de Nueva Inglaterra. En parte lo hacía paracompensar las ocasiones en que bebía demasiado, acompañando a veces elwhisky con un porro. Scott se enorgullecía de sus clases, que le permitían ciertosalardes de vanidad cuando se enfrentaba a un aula repleta. Le encantaba suespecialidad, la historia, y esperaba cada septiembre con entusiasmo, sin elcinismo que aquejaba a muchos de sus colegas de facultad. No obstante, pensaba

que llevaba una vida demasiado apacible, así que ocasionalmente se permitíaalguna conducta alocada; por ejemplo, un Porsche 911 de hacía diez años queconducía hasta la época de las nevadas, con rock and roll a toda pastilla en laradio. Reservaba la vieja furgoneta para los inviernos. Tenía algún ligueocasional, pero solo con mujeres de más o menos su edad, más realistas en susexpectativas, y reservaba sus pasiones para los Red Sox, los Patriots, los Celtics,los Bruins y todos los equipos deportivos de la facultad.

Se consideraba un hombre rutinario, y a veces pensaba que solo había tenidotres aventuras de verdad en su vida adulta. Una, cuando recorría en kayak larocosa costa de Maine y una fuerte corriente y una niebla súbita lo apartaron desus compañeros, dejándolo durante horas en medio de una gris bruma detranquilidad, rodeado únicamente por el sonido de las olas que lamían el kay ak yel ocasional chapoteo de una foca o una marsopa. El frío y la humedad loenvolvían y empañaban su visión. Comprendió que estaba en grave peligro, peroconservó la calma y esperó hasta que una embarcación de la Guardia Costerasurgió de la húmeda bruma que lo rodeaba. El oficial le dijo que se encontrabamuy cerca de una corriente traicionera que con toda seguridad lo habríaarrastrado mar adentro, y por eso se asustó mucho más después de ser rescatadoque cuando estaba en peligro.

Esa fue una de sus aventuras. Las otras dos duraron más. En 1968, cuandoScott tenía dieciocho años y acababa de ingresar en la universidad, rechazó unrecurso para prorrogar el reclutamiento porque le parecía inmoral permitir queotros se jugasen la vida mientras él estudiaba, a salvo de todo. Este romanticismotrasnochado le pareció muy ético en su momento, pero lo dejó sin aliento cuandorecibió la carta de alistamiento. En un santiamén se encontró convertido ensoldado y camino de una unidad de apoyo en Vietnam. Durante seis meses sirvióen una unidad de artillería. Su trabajo consistía en transmitir las coordenadas querecibía por radio al comandante del asentamiento artillero, quien ajustaba lapuntería de los cañones y luego ordenaba hacer fuego. Las sucesivas descargasproducían un estruendo más ensordecedor que cualquier trueno. Más tarde, tuvopesadillas por haber tomado parte en una matanza invisible, más allá de su vista ysu oído, y en mitad de la noche se preguntaba si había matado a docenas o tal vezcientos de personas, o tal vez a ninguna. Lo devolvieron a casa un año después,sin haber disparado nunca contra un enemigo visible.

Después del servicio militar, evitó la protesta política que sacudía la nación yse dedicó a sus estudios con una tenacidad que lo sorprendió incluso a él. Despuésde ver la guerra, o al menos una parte de ella, la historia era algo que loreconfortaba: sus decisiones y a estaban tomadas, sus intereses se remontaban alos tiempos pasados. No hablaba de su estancia en el ejército, y ahora, maduro ycon una cátedra, dudaba que ninguno de sus colegas supiera que había luchado enVietnam. A veces incluso le parecía que había sido un mal sueño, tal vez una

pesadilla, y llegaba a pensar que su año en el frente apenas había existido.Su tercera aventura era Ashley.Scott Freeman se quedó con la carta en la mano y se sentó en el borde de la

cama de su hija. Tenía tres almohadas, una de ellas bordada con un corazón queél le había regalado por su cumpleaños hacía más de diez años. También habíados ositos de peluche, llamados Alphonse y Gaston, y una colcha ajada que lehabían regalado al nacer. Scott contempló la colcha y recordó que había sido unepisodio divertido: en las semanas anteriores al nacimiento de Ashley, sus dosfuturas abuelas le regalaron sendas colchas. La otra, lo sabía, estaba en una camasimilar en la casa de la madre de Ashley.

Contempló el resto de la habitación. Fotografías de Ashley y sus amistadespegadas en una pared; baratijas; notas escritas a mano con la letra florida yampulosa de las adolescentes. Pósters de atletas y poetas, y el poema enmarcadode William Butler Yeats que terminaba con « Anhelo ese beso tuyo que he deposeer, y que echaré de menos cuando crezcas» ; él se lo había regalado por suquinto cumpleaños, y a menudo se lo susurraba mientras ella se dormía. Tambiénhabía fotografías de sus diversos equipos de fútbol y softball, y una fotoenmarcada del baile de graduación, tomada en ese momento exacto deperfección adolescente, cuando su vestido silueteaba cada curva recién hallada,el cabello le caía perfectamente sobre los hombros desnudos y su pielresplandecía. Scott reparó en que estaba contemplando una colección derecuerdos: la infancia documentada de manera típica, probablemente no muydistinta de la habitación de cualquier otra joven, pero única a su modo. Unaarqueología del crecimiento.

Había una foto de los tres, tomada cuando Ashley tenía seis años, quizás unmes antes de que Sally lo abandonara. Estaban de vacaciones familiares en lacosta, y le parecía que las sonrisas que todos esbozaban tenían cierto matiz defatalidad, pues apenas enmascaraban la tensión que había dominado sus vidas.Ashley había construido un castillo de arena con su madre aquel día, pero lamarea y las olas lastraron sus esfuerzos, derribando cada estructura, aunque nocejaban en cavar fosos y levantar murallas de arena.

Escrutó las paredes y la mesa, sin ver ningún rastro de algo fuera de lonormal. Esto lo preocupó aún más.

Scott echó otro vistazo a la carta. « Nadie puede amarte como y o lo hago» .Sacudió la cabeza. Eso no era cierto, pensó. Todo el mundo amaba a Ashley.

Lo que le asustaba era que el remitente pudiera tomarse en serio aquelsentimiento exagerado. Por un instante, trató de convencerse de que estabasiendo demasiado protector. Ashley ya no era una adolescente, ni siquiera unaestudiante universitaria. Estaba a punto de iniciar un curso para posgraduados deHistoria del Arte en Boston, y tenía su propia vida.

No traía firma. Eso significaba que ella conocía al remitente. El anonimato

era una firma tan clara como cualquier nombre escrito.Junto a la cama había un teléfono rosa. Lo cogió y marcó el número del

móvil de Ashley.Ella respondió al segundo tono.—¡Hola, papá! ¿Qué tal? —Su voz irradiaba juventud, entusiasmo y

confianza.Él suspiró lentamente, aliviado.—¿Cómo estás? —repuso—. Solo quería oír tu voz.Una vacilación momentánea.A Scott no le gustó.—Sin novedad. La facultad está bien y el trabajo, bueno, es trabajo. Pero eso

y a lo sabes. La verdad es que nada ha cambiado desde que estuve en casa laúltima vez.

Él tomó aire.—Apenas te vi. Y no tuvimos muchas ocasiones de hablar. Solo quería

asegurarme de que todo va bien. ¿Ningún problema con tus profesores? ¿Has oídoalgo del curso en que te has matriculado?

Otra pausa.—No. Aún no.Él se aclaró la garganta.—¿Y los chicos? Los hombres, quiero decir. ¿Algo que y o debiera saber?Ella no contestó.—¿Ashley?—No —dijo rápidamente—. Nada, de verdad. Nada especial. Nada que no

pueda manejar.Scott esperó, pero ella no dijo más.—¿Hay algo que quieras contarme?—No, de verdad que no. Papá, ¿a qué viene este tercer grado? —preguntó

con tono de broma forzado.—Solo intento no perderte de vista. Tu vida pasa de largo, y a veces necesito

seguirte los pasos.Ella rio, también de manera algo forzada.—Bueno, ese viejo coche tuyo es bastante rápido.—¿Algo de lo que tengamos que hablar? —insistió él, aunque sabía que ella

advertiría la insistencia.—Ya te he dicho que no. ¿Por qué lo preguntas? ¿Todo bien por tu parte?—Sí, sí, estoy bien.—¿Y mamá? ¿Y Hope? Están bien, ¿no?Scott contuvo la respiración. La familiaridad con que ella mencionaba el

nombre de la compañera de su madre siempre lo aturullaba, aunque no deberíasorprenderse después de tantos años.

—Las dos están bien, supongo.—Entonces, ¿te preocupa otra cosa?Él miró la carta.—No, en absoluto. Nada concreto. Solo que los padres siempre nos

preocupamos por nada. Solemos imaginar lo peor. Cosas ominosas,desesperación y dificultades acechando en cada esquina. Es lo que nos convierteen las personas terriblemente aburridas y pesadas que somos.

La oyó reír, cosa que lo alivió un poco.—Mira, tengo que ir al museo y voy a llegar tarde. Ya hablaremos, ¿vale?—Claro. Te quiero.—Yo también, papá. Adiós.Scott colgó y pensó que a veces lo que no oyes es tan importante como lo que

oy es. Y en esta ocasión no había oído un montón de problemas.

Hope Frazier observó a la centrocampista del equipo contrario. La joven teníatendencia a avanzar demasiado, dejando sola a la defensora que tenía detrás. Lajugadora de Hope, marcándola de cerca, no acababa de ver que en esemomento podía lanzar un contraataque. Hope se paseó por la banda, pensó enhacer un cambio, pero luego se arrepintió. Sacó una libretita del bolsillo trasero ehizo una rápida anotación. « Lo mencionaré en el entrenamiento» , pensó. Trasella, oyó un murmullo entre las chicas del banquillo; estaban acostumbradas averla emplear la libreta. A veces esto suponía alabanzas, pero otras se convertíaen dar varias vueltas alrededor del campo después del entrenamiento del díasiguiente. Hope se volvió hacia las muchachas.

—¿Alguien ve lo que yo veo?Hubo un momento de vacilación. « Estudiantes —pensó—. En un instante, son

todo bravatas. Al siguiente, todo timidez» . Una chica alzó la mano.—Muy bien, Molly. ¿Qué?Molly se levantó y señaló a la centrocampista rival.—Nos está causando problemas por la derecha, pero podemos aprovechar su

adelantamiento…Hope dio una palmada.—¡En efecto! —dijo. Vio sonreír a las otras chicas. Mañana no habría vueltas

extra—. Muy bien, Molly, empieza a calentar. Sustituirás a Sarah en el centro.Controla el balón y contraataca desde ahí.

Hope fue a sentarse en el sitio dejado por Molly en el banquillo.—Mirad el terreno de juego, chicas —dijo—. Vedlo en su conjunto. El juego

no es siempre la pelota que tenéis a los pies: trata del espacio, el tiempo, lapaciencia y la pasión. Es como el ajedrez. Hay que convertir las desventajasen…

Alzó la cabeza al oír una exclamación del público. Se había producido unencontronazo en la otra banda, y varios espectadores exigían al árbitro quesacara una tarjeta amarilla. Un padre airado corría por la banda y agitaba losbrazos. Hope se levantó y se acercó a la banda, intentando ver qué había pasado.

—Entrenadora…Se volvió y vio que el juez de línea la llamaba.—Creo que la necesitan.El entrenador del equipo contrario había echado a correr, así que

rápidamente cogió una botella de Gatorade y el maletín de primeros auxilios.Mientras iba hacia allí, pasó junto a Molly.

—Molly, me lo he perdido. ¿Qué ha pasado?—Han chocado con la cabeza, entrenadora. Creo que Vicki se ha quedado

grogui, pero la otra chica se ha llevado la peor parte.Cuando llegó al lugar, su jugadora se estaba incorporando ya, pero la del

equipo contrario estaba tendida en el suelo. Hope oyó unos sollozos entrecortados.Se dirigió a su jugadora.

—¿Estás bien, Vicki?La chica asintió con expresión de miedo. Todavía jadeaba en busca de aire.—¿Te duele algo en particular?Vicki negó con la cabeza. Algunas jugadoras se habían acercado, pero Hope

las hizo retroceder.—¿Crees que podrás ponerte en pie?Vicki asintió de nuevo, y Hope la cogió por el brazo y la ayudó a levantarse.—Vamos a sentarnos un momento en el banquillo —dijo. Vicki empezó a

negar con la cabeza, pero Hope la llevó del brazo.En la banda cercana, el padre exaltado estaba enzarzado en una fuerte

discusión con el otro entrenador. No había empezado todavía con las juramentos,pero Hope sabía que no tardaría mucho. Se volvió hacia él.

—Conservemos la calma —le dijo—. Ya conoce las reglas sobre lasprotestas.

El padre airado se giró para mirarla. Abrió la boca como para soltar unimproperio, pero se contuvo. Miró a Hope con el rostro enrojecido antes de darsela vuelta. El otro entrenador se encogió de hombros y Hope lo oy ó mascullar« Idiota» . Hope se llevó a Vicki, que seguía tambaleándose.

—Es que mi padre se cabrea demasiado —dijo la chica, con tanta sencillez ytanto dolor, que Hope comprendió que no solo se refería al incidente en el terrenode juego.

—Tal vez deberías hablar conmigo después de los entrenamientos de estasemana. O visitarme en la tutoría cuando tengas una hora libre.

Vicki negó con la cabeza.—Lo siento, entrenadora. No puedo. Él no me deja.

Y eso fue todo.Hope le apretó el brazo.—Ya lo haremos en otra ocasión.Esperaba que fuera cierto. Mientras sentaba a Vicki en el banquillo y enviaba

una nueva jugadora al campo, pensó que en la vida nada era justo, nada eraequitativo, nada era bueno. Miró hacia donde se hallaba el padre de Vicki, unpoco apartado de los demás padres, cruzado de brazos y con gesto avinagrado,como si estuviera contando los segundos que su hija estaba fuera del partido.Hope pensó que ella era más fuerte, más rápida, probablemente mejor educaday sin duda mucho más experimentada en el juego que aquel hombre. Habíaconseguido todos los títulos de entrenadora, asistido a muchos seminarios deformación, y con una pelota en los pies podría haber avergonzado a aquel padreprotestón, mareándolo con sus fintas y sus cambios de ritmo. Podría haber hechogala de sus propias habilidades, junto con los trofeos de los campeonatos y sucertificado de la Federación Americana, pero nada de eso habría importado unpimiento. Hope sintió un arrebato de ira frustrada, que se guardó para sí junto contodos los demás. Mientras pensaba estas cosas, una de sus jugadoras escapó porla banda derecha y con elegante habilidad marcó un gol a la portera rival. Hopecomprendió, mientras el equipo saltaba y aplaudía el tanto, todo sonrisas, abrazosy palmadas, que ganar era quizá lo único que la mantenía a salvo.

Sally Freeman-Richards se quedó en su despacho, esperando a la luzmortecina de octubre, después de que sus dos socios se marcharan a casa. Enotoño, el sol se ponía tras las blancas torres de la iglesia episcopaliana que estabacerca del campus, e inundaba las ventanas de las oficinas adyacentes con unresplandor cegador. Era un momento inquietante. El resplandor tiene unacualidad desapacible y peligrosa; en varias ocasiones, estudiantes que volvían acasa después de las últimas clases de la tarde habían sido atropellados al cruzar lacalle por conductores cuya visión era defectuosa por la luz reflejada en elparabrisas. A lo largo de los años, ella había observado este fenómeno desdeambos lados: una vez defendiendo a un conductor desafortunado y, la otra,demandando a una compañía de seguros en representación de un estudiante quehabía acabado con las dos piernas rotas.

Sally vio la luz del sol colarse por el bufete, dibujar sombras, proyectar en lasparedes extrañas figuras. Saboreó el momento. Extraño, pensó, que una luz queparecía tan benigna pudiera albergar semejante peligro. La clave era noencontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Suspiró y pensó que su observación, en cierto modo, definía lo que era la ley.Contempló su escritorio e hizo una mueca ante el montón de sobres ydocumentos legales que cubrían una esquina. Había al menos media docena

apilados, mero papeleo legal. El cierre de un contrato inmobiliario, un caso decompensación laboral, un pequeño pleito entre vecinos por unas tierras endisputa. En otro rincón, en un archivador separado, tenía los casos que más leinteresaban, los concernientes a su especialidad. Implicaban a otras lesbianas detodo el valle. Desde adopciones a disoluciones matrimoniales, pasando por unaacusación de homicidio por negligencia. Manejaba sus casos con experiencia,cobrando honorarios razonables, sonriendo y estrechando manos, y seconsideraba la abogada de las emociones desatadas. Sabía que en ello había algode retribución o de deuda, pero no le gustaba reflexionar demasiado sobre suvida; le bastaba con hacerlo profesionalmente sobre la de los demás.

Cogió un lápiz y abrió uno de los expedientes aburridos, pero al poco lo apartóa un lado. Dejó caer el lápiz en una taza con la inscripción « La mejor mamá delmundo» . Dudaba de la exactitud de esa frase.

Sally se levantó y pensó que no había nada realmente urgente que la obligaraa trabajar hasta tarde. Se estaba preguntando si Hope ya habría llegado a casa yqué iba a preparar para cenar, cuando sonó el teléfono.

—Freeman-Richards.—Hola, Sally, soy Scott.Ella se sorprendió un poco.—Hola, Scott. Estaba a punto de marcharme…Él se imaginó el despacho de su ex mujer. Seguramente organizado y

ordenado, pensó, todo lo contrario del caos que caracterizaba al suyo. Se relamiólos labios un instante, recordando cuánto detestaba que ella hubiera conservado suapellido (adujo que sería más sencillo para Ashley cuando creciera), perocompuesto con el de soltera.

—¿Tienes un momento?—Pareces preocupado.—No sé. Tal vez debería estarlo. Tal vez no.—¿Cuál es el problema?—Ashley.Sally contuvo la respiración. Con su ex marido solía mantener conversaciones

directas y al grano, por lo general sobre cuestiones menores procedentes de losdetritos del divorcio. A medida que fueron pasando los años tras la separación,Ashley se convirtió en lo único que los mantenía en contacto, y por eso sus temasse ceñían principalmente a asuntos de transporte entre una casa y otra y al pagode las facturas. A lo largo de los años habían alcanzado una especie de pacto deno agresión, y trataban estos asuntos de manera eficiente y superficial. Hablabanpoco o nada sobre en qué se había convertido cada uno y por qué; era, pensabaella, como si en los recuerdos y percepciones de ambos sus vidas se hubierancongelado en el momento del divorcio.

—¿Qué ocurre?

Scott vaciló. No estaba seguro de cómo expresarlo con palabras.—He encontrado una carta preocupante entre sus cosas —dijo.Sally vaciló también.—¿Por qué estabas husmeando entre sus cosas? —preguntó.—Eso es irrelevante. El caso es que la he encontrado.—No creo que sea irrelevante. Deberías respetar su intimidad.Él se enfadó, pero decidió contenerse.—Se dejó fuera unos calcetines y unas braguitas. Los estaba guardando en el

cajón y entonces vi la carta. La leí y me preocupó. Supongo que no deberíahaberla leído, pero lo hice. ¿En qué me convierte eso, Sally?

Ella no respondió, aunque se le ocurrieron varias respuestas.—¿Qué clase de carta es? —preguntó en cambio.Scott se aclaró la garganta, una maniobra habitual para ganar un poco de

tiempo, y dijo simplemente:—Escucha.Y le leyó la carta.Cuando terminó, el silencio se prolongó.—No parece tan malo —dijo Sally finalmente—. Tiene un admirador

secreto.—Admirador secreto. Suena a expresión victoriana.Ella ignoró el sarcasmo y guardó silencio.Scott esperó un instante.—Según tu experiencia profesional —preguntó luego—, ¿no crees que tiene

cierto tono de obsesión? ¿De compulsión tal vez? ¿Qué clase de persona escribeuna carta así?

Sally tomó aire y se preguntó lo mismo.—¿Te ha mencionado ella algo? ¿Algo sobre esto? —insistió Scott.—No.—Eres su madre. ¿No acudiría a ti si tuviera algún problema con los

hombres?La expresión « problema con los hombres» quedó suspendida entre ambos,

reverberando con furia.—Sí, supongo que sí. Pero no lo ha hecho.—Bueno, cuando fue a visitarte, ¿no te dijo nada? ¿No advertiste nada en su

conducta?—No. ¿Y tú? Pasó un par de días en tu casa.—Tampoco. Apenas la vi. Estuvo saliendo con algunas amigas del instituto. Ya

sabes, se marchaba a cenar y regresaba a las dos de la madrugada, dormía hastamediodía y luego se entretenía por la casa hasta la hora de marcharse otra vez.

Sally Freeman-Richards inspiró hondo.—Bueno, Scott —dijo muy despacio—, no estoy segura de que se trate de

algo para preocuparse. Si Ashley tiene algún problema, tarde o temprano lohablará con alguno de nosotros. Tal vez deberíamos darle tiempo. Y no creo quetenga sentido dar por sentado que hay un problema antes de oírlo directamentede su boca. Creo que estás exagerando.

« Una respuesta muy razonable» , pensó Scott. Muy reveladora. Muy liberal.Muy en sintonía con quiénes eran y dónde vivían. Y completamente equivocada.

*

Ella se levantó y se acercó a un mueble antiguo en un rincón del salón, setomó un momento para ajustar un plato chino expuesto en una balda y dio unpaso atrás para examinarlo con ceño. En la distancia, oí a algunos niños jugandobulliciosamente, pero en la sala donde estábamos no había más que un tictac detensión.

—¿Cómo supo Scott que algo iba mal? —preguntó ella por segunda vez.—Exacto. La carta, tal como tú la citas, podría haber significado cualquier

cosa. Su ex esposa fue lista al no precipitarse a ninguna conclusión.—Muy propio de los abogados, ¿no?—Sí lo entendemos como cautela, sí.—¿Y te parece que fue inteligente? —preguntó. Agitó una mano al aire, como

descartando mis preocupaciones—. Él lo sabía por una corazonada, porque sí.Supongo que podríamos llamarlo instinto, aunque suene simplista. Es un poco elresiduo animal que acecha en alguna parte de todos nosotros: cuando tienes lasensación, sabes que algo no va bien.

—Eso suena un poco traído por los pelos.—¿Sí? ¿Has visto alguno de esos documentales sobre la llanura del Serengeti

en África? ¿Cuántas veces la cámara capta una gacela alzando la cabeza,aprensiva de repente? No puede ver al depredador que acecha, pero…

—De acuerdo, pero sigo sin ver cómo…—Bueno —interrumpió ella—. Tal vez si conocieras al hombre en cuestión…—Sí, supongo que eso podría ayudar. Después de todo, ¿no era ese el mismo

problema al que se enfrentaba Scott?—Lo fue. Naturalmente, al principio no sabía nada. No tenía ningún nombre,

ni dirección, edad, descripción, carnet de conducir, número de la seguridadsocial, información laboral. Nada. Solo tenía un sentimiento extremo expresadoen una página y una sensación de preocupación arraigada en lo más hondo.

—Miedo.—Sí, miedo. Y no completamente racional, como bien señalas. Estaba solo

con su miedo. La clase más dura de ansiedad: peligro indefinido y desconocido.Una encrucijada difícil, ¿no?

—Sí —dije—. La mayoría de la gente no habría hecho nada.

—Al parecer Scott no era como la mayoría.No respondí, y ella inspiró profundamente antes de añadir:—Pero si entonces, al principio, hubiera sabido contra quién se enfrentaba, se

habría sentido… —Se interrumpió.—¿Cómo?—Perdido.

2Un hombre de ira inusitada

La aguja del tatuador zumbaba con una urgencia similar a un moscardón querevoloteara sobre su cabeza. El hombre de la aguja era un tipo grueso ymusculoso, decorado con dibujos multicolores que se extendían comoenredaderas por sus brazos, subían hasta sus hombros y se enroscaban en sucuello, para terminar en los colmillos de una serpiente bajo la oreja izquierda. Seagachó como si fuera a rezar, aguja en mano, para iniciar la tarea, pero vaciló ypreguntó:

—¿Está seguro de que quiere esto?—Estoy seguro —respondió Michael O’Connell.—Nunca he hecho un tatuaje así.—Alguna vez tiene que ser la primera.—Espero que sepa lo que está haciendo. Le va a doler un par de días.—Siempre sé lo que estoy haciendo —respondió O’Connell. Apretó los

dientes para soportar el dolor y se acomodó en el sillón.El grueso hombretón empezó a trabajar en el dibujo. Michael O’Connell

había escogido un corazón escarlata atravesado por una flecha que goteabalágrimas de sangre. En el centro, el tatuaje tendría las iniciales AF; lo novedosodel tatuaje era su emplazamiento. Vio al artista esforzarse un poco. Le resultabamás difícil perfilar el corazón y las iniciales en la planta del pie de O’Connell quea este mantener el pie en alto y firme. La aguja iba marcando la piel de aquelsitio sensible. Allí podías hacerle cosquillas a un niño, o acariciar a una amante. Outilizarlo para aplastar un bicho. Era el sitio más adecuado para la multiplicidadde sus sentimientos, pensó.

Michael O’Connell era un hombre con pocas relaciones exteriores, perogruesas cuerdas, alambres de espino y sólidos candados lo constreñían pordentro. Medía casi un metro ochenta y tenía una densa mata de pelo oscuro yrizado. Ancho de hombros, resultado de muchas horas levantando pesas en elinstituto, y estrecho de cintura, sabía que era guapo. Tenía magnetismo en suforma de alzar las cejas y en la manera en que abordaba cualquier situación.Afectaba cierto descuido en su vestimenta que lo hacía parecer familiar yamistoso; prefería la pana al cuero para encajar mejor con la poblaciónestudiantil, y evitaba llevar nada que sugiriese dónde había crecido, comovaqueros demasiado ajustados o camisetas estrechas. Ahora caminaba porBoy lston Street hacia Fenway. La brisa matinal producía pequeños remolinos conlas hojas caídas y la basura de la calle. Percibía algo de New Hampshire en elaire, una nitidez que le recordaba su juventud.

Le dolía el pie, pero era un dolor agradable.El tatuador le había dado un par de Ty lenol y había protegido con gasa y

esparadrapo el dibujo, pero le había advertido que caminar podría ser duro. Noimportaba, a pesar de lo mal que pudiera sentirse durante unos días.

No se encontraba lejos del campus de la Universidad de Boston, y conocía unbar que abría a primera hora para recibir a los noctámbulos que todavíamerodeaban cerca de los dormitorios del centro. Caminó cojeando, se desvió poruna calle lateral, algo encorvado, tratando con cada paso de medir las descargasde dolor eléctrico que le trepaban por la pantorrilla. Era como un juego, pensó.« Este paso sentiré el dolor hasta el tobillo. Este otro, hasta la pantorrilla. ¿Llegaréa sentirlo hasta la rodilla o más arriba?» . Entró en el bar y se detuvo un momentopara acostumbrar los ojos al interior oscuro y lleno de humo.

Había un par de hombres mayores en la barra, sentados con los hombrosencogidos mientras acariciaban su copa. « Clientes asiduos» , pensó. Hombrescon necesidades enmarcadas en un dólar y un trago.

O’Connell se dirigió a la barra, dejó un par de pavos en el mostrador y llamóal camarero.

—Cerveza y whisky —dijo.El barman gruñó, llenó con destreza un vaso de cerveza con un dedo de

espuma y llenó de whisky un vasito de cristal. O’Connell apuró el licor, que lequemó bruscamente la garganta, y lo acompañó de un sorbo de cerveza. Señalóel vasito.

—Otro —dijo.—Veamos el dinero primero —replicó el hombre.O’Connell señaló el vaso y repitió:—Otro.El barman no se movió.O’Connell pensó en media docena de cosas que podía decir, todas las cuales

podrían conducir a una pelea. Sintió la adrenalina empezando a bombear en susoídos. Era uno de esos momentos en que no importaba si perdía o ganaba, sinosolo el alivio que sentiría al descargar los puñetazos. Había algo en la sensaciónde su puño golpeando a otro hombre, algo mucho más embriagador que el licor;sabía que borraría el dolor lacerante de su pie y lo llenaría de energía. Miró albarman. Era bastante más mayor que O’Connell, pálido y barrigudo. No seríauna gran pelea, pensó, y los músculos se le tensaron, suplicando ser liberados. Elbarman lo miró con recelo: años detrás de la barra le permitían anticipar lo queun cliente estaba a punto de hacer.

—¿Cree que no tengo el dinero? —preguntó O’Connell.—Tengo que verlo —replicó el otro dando un paso atrás.O’Connell advirtió que los otros parroquianos se apartaban con disimulo.

También ellos eran veteranos en esa clase de trifulcas.Miró de nuevo al barman. Era demasiado viejo y tenía mucha experiencia en

ese mundo de oscuros rincones para dejarse sorprender. Y, en ese segundo,

O’Connell comprendió que el tipo tendría algún recurso a mano. Un bate, o talvez una porra. Incluso algo más sustancioso, como una pistola de cromo plateadoo una escopeta. No, pensó, escopeta no; demasiado pesada para manipularla.Algo más práctico, como un revólver del 38, con el seguro quitado, cargado conbalas marcadas para ampliar al máximo el daño al cliente y reducir al mínimolos daños a la propiedad. Estaría situado fuera de la vista, fácil de alcanzar. Y élno podría sacar la navaja lo bastante rápido antes de que el barman cogiera elarma.

Se encogió de hombros y miró al hombre tras la barra.—¿Qué miras, viejo cabrón? —le espetó.El tipo le sostuvo la mirada.—¿Quiere otro trago o no? —preguntó.O’Connell y a no podía verle las manos.—En una pocilga como esta, no —dijo.Y se levantó y salió del bar mientras todos lo observaban en silencio. Anotó

mentalmente volver algún día y sintió un arrebato de satisfacción. No había nadatan placentero como acercarte al borde del abismo y balancearte de un lado aotro. La furia era como una droga: lo colocaba. Pero de vez en cuando eranecesario dejarla correr, perderse en ella. Consultó su reloj : poco más de la horadel almuerzo. A veces a Ashley le gustaba tomarse un bocadillo bajo un árbolcon algunos de sus compañeros de clase. Era un lugar donde podía observarla sinser visto.

Michael O’Connell había conocido a Ashley Freeman por casualidad, unosseis meses atrás. Estaba trabajando a tiempo parcial en un taller situado a lasalida de la carretera de Massachusetts, iba a clases de informática en su tiempolibre, sacaba algunos dólares como camarero en un garito de estudiantes cercade la universidad. Ella volvía de esquiar con sus compañeras de habitacióncuando un neumático trasero del coche reventó tras comerse uno de losproverbiales baches de Boston, algo frecuente en invierno. La compañera deAshley llevó el coche al taller, y O’Connell cambió el neumático. Cuando lastarjetas de todas, agotadas por los excesos del fin de semana, fueron rechazadas, O’Connell usó la suya propia para pagar el neumático, un acto de aparente buensamaritanismo que sorprendió a las cuatro chicas. No sabían que la tarjeta que élusaba era robada, y le dieron sin problemas sus direcciones y números deteléfono, prometiendo devolverle el dinero a mediados de semana. El nuevoneumático y la mano de obra sumaban 221 dólares. Ninguna de las chicasimaginó lo irónicamente pequeña que era esa cantidad por permitir que Michael O’Connell entrara en sus vidas.

Además de su buen físico, O’Connell había nacido con una vista

excepcionalmente aguda. No le resultó difícil localizar la silueta de Ashley desdeuna manzana de distancia, y se apoyó contra un roble para vigilarla con disimulo.Sabía que nadie repararía en él; estaba demasiado lejos, había bastante gentepaseando y coches circulando en aquel despejado día de octubre. También sabíade sus habilidades camaleónicas para mezclarse con el paisaje. A veces pensabaque debería haber sido una estrella de cine por su capacidad de parecer siempreotra persona.

En un bar de mala muerte, lleno de alcohólicos y rateros, podía ser un tipoduro. Y luego, con la misma facilidad, mezclado con la enorme poblaciónestudiantil de Boston podía pasar por un universitario más. La mochila, llena detextos de informática, ayudaba a dar esa imagen. Michael se enorgullecía de sucapacidad para pasar de un mundo a otro, confiando siempre en que la gente nodedicaba más de un segundo a mirarlo.

« Si lo hicieran —pensó—, se asustarían» .Observó el pelo dorado roj izo de Ashley. Había media docena de jóvenes

sentados en círculo informal, almorzando, riendo, contando chistes. Si hubierasido el séptimo miembro de ese grupo, se habría quedado callado. Era bueno enmentir e inventar ficciones convincentes sobre quién era, de dónde procedía yqué hacía, pero en grupo siempre temía pasarse de la ray a, decir algo raro eimprobable, y perder credibilidad. Cara a cara con alguien como Ashley, notenía ningún problema para mostrarse seductor y crear empatía.

Michael siguió espiando a la chica, mientras la furia crecía en su interior.Era una sensación familiar, una sensación que agradecía y odiaba. Era

diferente de la furia que sentía cuando quería pelear, o cuando discutía con sujefe de turno o su casero, o con la vieja que vivía en la puerta contigua a sudiminuto apartamento y que lo molestaba con sus gatos y sus miradas acuosas.Podía discutir con cualquiera, incluso llegar a los puños, y para él no significabanada. Pero sus sentimientos hacia Ashley eran muy diferentes.

La amaba.Al observarla desde aquella distancia segura, al amparo del anonimato, se iba

enardeciendo. Trató de relajarse, pero no pudo. Se dio la vuelta, porque mirarlaera demasiado doloroso, mas, con la misma rapidez, se giró de nuevo, porque eldolor de no verla era aún peor. Cada risa de ella echando la cabeza atrás,agitando seductoramente el cabello, o cada vez que se inclinaba para escuchar auno de sus acompañantes, era una agonía. Cada vez que extendía los brazos, eincluso en los movimientos más inadvertidos, cuando su mano rozaba la de otrapersona, todas esas cosas eran como punzones de hielo que se clavaban en elpecho de Michael O’Connell.

La contempló y durante casi un minuto le costó respirar.Ella constreñía su mismo pensamiento.En un bolsillo del pantalón llevaba una navaja, no la típica multiuso del

ejército suizo que se podía encontrar en cientos de mochilas de universitarios,sino una de hoja larga, robada en una tienda de artículos de acampada enSomerset. Pesaba. La empuñó sin sacarla del bolsillo y apretó con fuerza, tantoque le dolió. Un poco de dolor extra, pensó, lo ay udaría a despejar la cabeza.

Le gustaba llevar aquella navaja, pero le hacía parecer peligroso.A veces creía que vivía en un mundo de futuribles. Los estudiantes, como

Ashley, estaban todos en el proceso de convertirse en algo distinto de lo que eran.La facultad de Derecho para los futuribles abogados. Y la de Medicina. Y laacademia de arte, los cursos de filosofía, los estudios de lengua, las clases decine. Todo el mundo era parte del proceso de convertirse en otra cosa.

A veces deseaba haberse alistado en el ejército. Le gustaba creer que sustalentos habrían encajado bien en el ámbito militar, si hubiesen tolerado sudificultad a la hora de aceptar órdenes. « Tal vez debería haberlo intentado en laCIA» , pensó. Habría sido un espía excelente, o un asesino a sueldo. Le habríagustado eso. Estilo James Bond. Habría sido el mejor. En cambio, se dijo, estabadestinado a convertirse en un criminal. Lo que le gustaba estudiar era el peligro.

Vio que el grupo empezaba a moverse. Se pusieron de pie casi a la vez, sesacudieron la ropa, ajenos a todo lo que no fuera su propio entorno de risas ycharla feliz.

Él echó a andar, siguiéndolos lentamente, sin reducir distancias, mezclándosecon los peatones, hasta que Ashley y los demás subieron una escalinata yentraron en un edificio.

Sabía que su última clase terminaba a las 16.30. Luego iría al museo atrabajar dos horas. Se preguntó si ella tendría planes para esa noche.

Se preguntó. Siempre se preguntaba.

*

—Pero hay algo que no entiendo del todo…—¿Qué? —respondió con paciencia, como una maestra con un niño

retrasado.—Si ese tipo…—Michael. Michael O’Connell. Un bonito nombre irlandés. Un nombre de

Boston. Debe de haber mil nombres iguales desde Brockton hasta Somerville.Evoca a monaguillos agitando incienso y cantando en el coro, o bomberos conkilts tocando la gaita el día de San Patricio.

—Ese no es su verdadero nombre, ¿no? Es parte del rompecabezas, ¿verdad?—Puede que sí. O que no.—Estás complicando todo esto más de lo necesario.—¿De veras? ¿Quién soy y o para juzgarlo? Tal vez espero que en cierto

momento dejarás de hacerme preguntas y continuarás tú solo, porque querrás

saber la verdad. Ya sabes suficiente, al menos para arrancar. Empezarás acomparar lo que te he contado con lo que averigües. Ese es el sentido decontártelo. Y ponértelo un poco difícil, claro. Lo has llamado rompecabezas.Buena definición. —Si pretendía ser burlona, no se notaba en su tono.

—Muy bien —dije—. Continuemos. Si ese Michael se encaminaba hacia unavida marginal, hacia el pozo de la delincuencia menor, ¿dónde encaja Ashley?Quiero decir, ella habría podido calarlo en cinco segundos, ¿no? Tenía buenaeducación. Debe de haber asistido a clases o charlas sobre acosadores y esaclase de perturbados. Demonios, incluso hay un capítulo dedicado a ellos en losmanuales de salud de la secundaria. Suele venir detrás de las enfermedades detransmisión sexual. Ella tendría que haberlo calado al momento. Y luego hacer loposible por quitárselo de encima. Estás sugiriendo una especie de amor obsesivo.Pero ese tipo, O’Connell, parece un psicópata, y…

—Un psicópata en proceso. Un psicópata naciente. Un futuro psicópata…—Eso ya lo veo, pero ¿de dónde salía su obsesión?—Buena pregunta —respondió ella—. Y se merece una respuesta. Pero no

sería inteligente pensar que Ashley, a pesar de sus muchas cualidades, estabapreparada para tratar con los problemas que presentaba Michael O’Connell.

—Cierto. Pero ¿en qué pensaba que se estaba metiendo?—Teatro —respondió ella—. Pero no sabía qué clase de producción era.

3Una joven de ignorancia común

A dos mesas de distancia de donde Ashley Freeman estaba sentada con tresamigos, media docena de miembros del equipo de béisbol de la UniversidadNortheastern discutían acaloradamente sobre las virtudes de los Yankees y losRed Sox, enzarzados en una defensa vocinglera y a menudo mal hablada de cadaequipo. A Ashley podría haberle molestado el ruido, pero tras haber pasadomuchas horas en bares para estudiantes en sus cuatro años en Boston, era undebate que había oído numerosas veces. De vez en cuando terminaba con algúnempujón o un breve intercambio de puñetazos, pero con frecuencia solo acababaen un torrente de obscenidades. A menudo había suposiciones bastanteimaginativas sobre las extrañas prácticas sexuales a que los jugadores de losYankees o los Red Sox se dedicaban en sus horas libres. Los animales de corralsolían destacar en estas actividades lúdicas.

Ante ella, sus tres amigos discutían apasionadamente por su cuenta. El temaera una exposición de los famosos bocetos de Goy a « Los horrores de laguerra» . Un grupo de estudiantes había cruzado toda la ciudad para verla, yluego contemplaron, inquietos, los dibujos en blanco y negro dedesmembramientos, torturas, asesinatos y agonía. Una cosa que llamó laatención de Ashley fue que, aunque siempre se distinguía a los civiles de lossoldados, no había ningún anonimato en cada rol. Ni ninguna seguridad. « Lamuerte —pensó— tiene una forma de igualar las cosas. Aplasta el espíritu sinconsideración a la política. Es implacable» .

Se agitó en su asiento, algo incómoda. Las imágenes, sobre todo las deviolencia explícita, la perturbaban profundamente desde niña. Permanecíandesagradables en su memoria, bien fueran Salomé admirando la cabeza de Juanel Bautista en un horrible cuadro renacentista, o la madre de Bambi tratando dehuir de los cazadores que la perseguían. Incluso las exageradísimas muertes deKill Bill, la película de Tarantino, la inquietaban.

Su cita para esta velada era un estudiante graduado de psicología, desgarbadoy de pelo largo, llamado Will, quien estaba sentado al otro lado de la mesa,argumentando, mientras trataba de acortar la distancia entre su hombro y elbrazo de ella. Los pequeños contactos eran importantes a la hora del cortejo,pensó. La mínima sensación compartida podía conducir a algo más intenso. Ellatenía sus dudas sobre él. Se veía que era inteligente, y parecía reflexivo. Habíaaparecido antes en su apartamento con media docena de rosas que, dijo, eran elequivalente psicológico a un permiso para salir de la cárcel. Una docena derosas, dijo, habrían sido demasiadas y ella probablemente lo habría consideradoafectado, pero solo media docena sugería cierta promesa además de un toque demisterio. A ella le pareció gracioso el razonamiento, y probablemente acertado

también, y por eso el chico le gustó al principio, aunque no pasó mucho tiempoantes de advertir que él tal vez estaba demasiado pagado de sí mismo y tendíamenos a escuchar que a pontificar, cosa que no le agradó nada.

Ashley se apartó el pelo de la cara y trató de prestar atención.—Goy a pretendía molestar. Quería arrojar toda la miseria de la guerra a la

cara de los políticos y aristócratas que la idealizaban. Algo que fuera imposiblede negar…

Las últimas palabras de su defensa se perdieron en un estallido de la mesa deal lado.

—Yo te diré en qué es bueno Derek Jeter. Es bueno agachándose y…Ella tuvo que sonreír. Era un poco como estar en una versión bostoniana de

Dimensión desconocida, atrapada entre lo pretencioso y lo vulgar.Ella se agitó en su asiento, manteniendo una distancia neutral que ni animaba

ni disuadía a Will, y pensó en su proverbial mala suerte en el amor. Se preguntó sisería algo pasajero, como tantas otras cosas de su adolescencia, o si era, encambio, una anticipación de su futuro. Tenía la sensación de que estaba cerca dealgo, pero no sabía de qué.

—Sí, la pega que tiene escandalizar y mostrar la naturaleza de la guerra através del arte es que nunca detiene la guerra, pero se celebra como arte.Corremos a ver el Guernica y nos extasiamos en la profundidad de su visión,pero ¿llegamos a sentir algo por los campesinos vascos bombardeados? Fueronreales. Sus muertes fueron de verdad, pero su verdad queda subordinada al arte.

Era Will. Ashley consideró que era una observación inteligente, pero podríanhaberla hecho un millón de universitarios políticamente correctos. Miró a losjugadores de baloncesto. Incluso borrachos, había una exuberancia en sudiscusión que le agradaba. Sintió una punzada de dilema. Le gustaba sentarse enFenway con una cerveza y le encantaba visitar el Museo de Bellas Artes.Durante un largo instante se preguntó a cuál de las dos discusiones pertenecía ellarealmente.

Miró de reojo a Will. Seguramente suponía que la manera más rápida deseducirla era con enrevesadas argumentaciones intelectuales. Era el pensamientouniversitario típico. Decidió confundirlo un poco.

Echó bruscamente la silla hacia atrás y se levantó.—¡Eh! —llamó—. Tíos, ¿de dónde sois? ¿CB? ¿UB? ¿Northeastern?Los jugadores de béisbol enmudecieron al instante. Cuando una chica guapa

le grita a un puñado de jóvenes, siempre recibe su atención.—Northeastern —respondió uno, haciendo una pequeña reverencia en su

dirección.—Bueno, ser de los Yankees es como ser de la General Motors, de IBM o el

Partido Republicano. Ser fan de los Red Sox es pura poesía. En un momentocrucial, todo el mundo debe decidir en la vida. He dicho.

Los deportistas de la mesa estallaron en risas y burlas.Will se echó hacia atrás, sonriendo.—Eso sí que ha sido conciso —dijo.Ashley sonrió y se dijo que tal vez no era un tonto, después de todo.

Cuando era más joven, pensaba que lo mejor sería no llamar la atención. Laschicas discretas pueden esconderse.

Había atravesado una dramática fase de oposición a todo al principio de suadolescencia: berrinches con su madre, su padre, sus profesores y sus amigas,vestía ropas anchas color arpillera, teñía en su pelo una vibrante veta roja junto auna negra, escuchaba rock-grunge, bebía café solo a lo bestia, fumaba y queríahacerse tatuajes y piercings. Esta etapa solo duró unos meses, suficientes paraque entrara en conflicto con todas sus actividades en el colegio, tanto en clasecomo en el campo deportivo. Además, le costó algunos amigos e hizo que losrestantes se pusieran en guardia.

Para sorpresa de Ashley, la única persona adulta con la que pudo hablar demanera civilizada durante ese período fue la compañera de su madre, Hope. Estola sorprendió, porque en el fondo culpaba a Hope de la separación de sus padresy a menudo les comentaba a sus amigas que la odiaba por ello. Esta mentira lamolestaba, en parte porque creía que se debía a que era lo que sus amigasquerían oír. Después del grunge y la moda gótica, pasó por la fase del caqui y loscuadros, luego por los pantalones estrechos, y durante un par de semanas se hizovegetariana y le dio por comer tofu y hamburguesas vegetales. Se metió en ungrupo de teatro y representó a una pasable Marian, la bibliotecaria en The MusicMan, escribió montones de apasionadas entradas en su diario, imitando a EmilyDickinson, Eleanor Roosevelt y Carrie Nation, con una pizca de Gloria Steinem yMia Hamm. Había trabajado en la construcción de una casa para Hábitats parala Humanidad, y una vez acompañó al mayor camello del instituto en unaaterradora visita a una ciudad cercana para recoger un cargamento de cocaína,hecho que quedó registrado en las cámaras de vigilancia de la policía y provocóuna llamada de un detective a su madre. Sally Freeman-Richards se puso furiosa,la castigó durante semanas, le espetó que había tenido una suerte extraordinariade que no la hubieran arrestado, y que le costaría trabajo recuperar su confianza.Por separado, Hope y su padre llegaron a conclusiones más benignas, y hablaronde rebeldía adolescente y conceptos similares, y él recordó algunas tonterías quehabía hecho en sus tiempos, cosa que a ella la hizo reír, pero sobre todo latranquilizó. Ashley no creía que tuviera una predisposición inconsciente a hacercosas peligrosas en su vida, pero de vez en cuando le gustaba correr un poco deriesgo, y agradecía la suerte de haber evitado las consecuencias hasta elmomento. A menudo pensaba que era como la arcilla de un alfarero, girando

constantemente, tomando forma, esperando el calor del horno que la terminarade cocer.

Se sentía a la deriva. No le gustaba demasiado su trabajo a tiempo parcial enel museo, ayudando a confeccionar catálogos de exposiciones. Tenía que aislarseen una sala al fondo, delante de un ordenador. No las tenía todas consigo enHistoria del Arte, y a veces pensaba que se dedicaba a esa actividad solo porqueera diestra con la pluma y el pincel. Esto la preocupaba, porque, como muchosjóvenes, creía que solo debería hacer aquello que la apasionaba, pero aún notenía claro qué era.

Salieron del bar, y Ashley se arrebujó en su abrigo para protegerse del fríonocturno. Se dijo que debería prestar un poco de atención a Will. Era guapo,atento, y quizás hasta tuviera sentido del humor. Tenía una peculiar manera decaminar a su lado que la desarmaba y, probablemente, en conjunto, era alguieninteresante. Advirtió que llevaban caminando casi dos manzanas y solo faltabancincuenta metros para llegar a la puerta de su apartamento, y él aún no le habíaformulado la pregunta.

Decidió poner en práctica un jueguecito. Si él le preguntaba algo interesante,le concedería una segunda cita. Si le preguntaba la previsible « ¿Puedo subir a tucasa?» , entonces no volvería a verlo.

—¿Tú qué opinas? —dijo él de repente—. Cuando los tipos de un bar discutende béisbol, ¿lo hacen porque les gusta el juego o porque les gusta discutir? Quierodecir que en el fondo no hay verdades inapelables en sus comentarios, solo setrata de lealtad al equipo. Y la lealtad ciega no se presta realmente al debate, ¿no?

Ashley sonrió. Allí estaba su segunda cita.—Por cierto —añadió él—, el amor a los Red Sox es un buen punto para

plantear en mi seminario avanzado de psicología patológica.Ella se echó a reír. Decididamente, otra cita.—Aquí, es mi casa —dijo—. Me lo he pasado muy bien esta noche.Will la miró.—¿Tal vez podríamos repetir alguna tarde tranquila? —propuso—. Puede que

sea más fácil conocernos si no tenemos que competir con voces a gritos yespeculaciones descabelladas sobre las predilecciones de Derek Jeter por loslátigos de cuero, los juguetes sexuales tamaño gigante y los usos que se puede dara los diversos orificios del cuerpo…

—Me gustaría —respondió Ashley—. ¿Me llamarás?—Hecho.Ella dio un paso hacia el primer escalón de su edificio y advirtió que aún iban

cogidos de la mano. Se volvió y le dio un beso. Un beso parcialmente casto, consolo una leve sensación de lengua entre los labios. Un beso de promesa para losdías venideros, aunque no una invitación para esa noche. Él pareciócomprenderlo, cosa que la animó, pues retrocedió medio paso, hizo una

elaborada reverencia y, como un cortesano dieciochesco, le besó el dorso de lamano.

—Buenas noches —dijo ella—. De verdad que me lo he pasado muy bien.Ashley subió los escalones. Entre las dos puertas de cristal, miró hacia atrás.

Un pequeño cono de luz se proyectaba desde el foco de la puerta exterior, y Willestaba al otro lado del débil círculo amarillo, que se disolvía rápidamente en laoscura noche de Nueva Inglaterra. Una sombra arrugó su rostro, como unaflecha de oscuridad que lo cruzara. Pero ella no lo advirtió y le dirigió un brevesaludo. Luego se encaminó hacia su apartamento sintiendo una alegría natural,contenta por no haber pensado en un rollo de una noche, costumbre más quehabitual en los círculos universitarios que estaba a punto de abandonar. Sacudió lacabeza. La última vez que había cedido a esa tentación había sido horrible. Lahabía recordado antes, cuando su padre la llamó de improviso. Pero, con lamisma rapidez, mientras buscaba la llave de la puerta, desechó todos lospensamientos acerca de noches pasadas, y dejó que el modesto brillo de esanoche la embargara.

Se preguntó cuánto tiempo tardaría Will primera cita en llamarla yconvertirse en Will segunda cita.

Will Goodwin esperó un instante en la oscuridad después de que Ashleydesapareciera tras la segunda puerta. Sintió un arrebato de entusiasmo, unapunzada de emoción por aquel día y por los venideros.

Se sentía un poco abrumado. La novia de un amigo, la que le había pasado elteléfono de Ashley, le había informado de que era bonita, inteligente y un pocoenigmática, pero ella había superado sus expectativas en todos los aspectos. Yademás, él había conseguido escapar de la etiqueta de tío aburrido, o al menos selo parecía.

Encogido contra la fría brisa, se metió las manos en la cazadora y echó aandar. El aire tenía una cualidad antigua, como si cada escalofrío que provocabatransmitiera exactamente lo mismo, con el mismo frío de octubre, que habíatransmitido a las sucesivas generaciones que habían recorrido las calles deBoston. Las mejillas empezaban a ruborizársele por el frío, y se apresuró hacia laparada del metro. Cubrió rápidamente la distancia con sus largas zancadas. Ellatambién era alta, pensó. Casi metro setenta y cinco, supuso, con una figura demodelo que ni siquiera los vaqueros y el jersey ancho de algodón habían logradoocultar. Mientras esquivaba el tráfico al cruzar la calle con el semáforo en rojo,pensó cómo era que no tenía decenas de pretendientes. Probablemente se debía aalguna relación fallida u otra mala experiencia. Decidió no especular, solo dargracias a la buena estrella que lo había puesto en contacto con Ashley. En susestudios todo trataba de probabilidad y predicción. No estaba seguro de que las

estadísticas que registraban el trabajo clínico con las cobayas pudieran ser útilespara conocer a alguien como Ashley.

Sonrió para sí y bajó a saltos las escaleras del metro.El metro de Boston, como el de muchas ciudades, provoca una extraña

sensación, como de otra dimensión, cuando uno atraviesa los torniquetes y bajaal mundo del tráfico subterráneo. Las luces se reflejan en muros de azulejosblancos, las sombras encuentran espacio entre columnas de acero. Hay un ruidoconstante de trenes que vienen y van. El mundo cotidiano es sustituido por unaespecie de universo desmembrado, donde el viento, la lluvia, la nieve e incluso lacálida luz del sol parecen pertenecer a otro lugar y otro tiempo.

El convoy frenó rechinando agudamente, y Will subió junto con docenas depersonas más. Las luces del tren le daban a todo el mundo un aspecto onírico yenfermizo. Especuló sobre los otros pasajeros, todos enfrascados en un periódico,o un libro, o con la mirada perdida. Echó atrás la cabeza y cerró los ojos unmomento, dejando que la velocidad y el traqueteo del tren lo mecieran como aun niño en brazos de su madre. La llamaría mañana, decidió. Le pediría salir ytrataría de entretenerla un rato al teléfono. Repasó temas de conversación y tratóde encontrar alguno original. Se preguntó adónde iba a llevarla. ¿A cenar y alcine? Predecible. Ashley era el tipo de mujer que quiere ver algo especial. ¿Unaobra de teatro, tal vez? ¿Un club de comedia? Seguido de una cena tardía en unsitio algo mejor que el habitual garito donde tomar hamburguesas y cerveza.Pero no demasiado esnob, pensó. Y tranquilo. Bien, risas y luego algo romántico.Tal vez no era el mejor de los planes, pero resultaba estimulante.

En su parada, bajó al andén, moviéndose con rapidez pero un poco errantemientras salía a la calle. La luz de Porter Square acuchillaba la oscuridad, dandouna sensación de actividad donde había poca. Se encogió para protegerse de unaráfaga glacial y salió de la plaza por una calle lateral. Su apartamento quedaba acuatro manzanas de distancia. Mientras andaba, trató de decidir el restauranteadecuado adonde llevarla.

Aminoró el paso al oír ladrar un perro con súbita alarma. En la distancia, lasirena de una ambulancia rompía la noche. Algunos apartamentos de la manzanatenían las ventanas iluminadas por el resplandor de los televisores, pero lamay oría estaba a oscuras.

A su derecha, en un callejón entre dos edificios, le pareció oír un roce y sevolvió. De repente vio una figura negra abalanzarse hacia él. Sorprendido,retrocedió un paso y alzó el brazo para protegerse. Alcanzó a pensar que debíagritar pidiendo ayuda, pero las cosas sucedieron muy rápido. Solo tuvo uninstante de lucidez y miedo, porque intuyó que algo se le venía encimainexorablemente. Era una tubería de plomo que, cortando el aire con un siseo deespada, cay ó de lleno sobre su frente.

*

Tardé casi siete horas de un día largo y agotador en encontrar el nombre deWill Goodwin en el Boston Globe. Venía en una reseña titulada « La policía buscaal asaltante de un posgraduado» , en la sección local, casi al pie de la página. Soloocupaba cuatro párrafos, e incluía escasa información sobre lo sucedido, solo quelas heridas sufridas por el estudiante de veinticuatro años eran graves y se hallabaen estado crítico en el Hospital General de Massachusetts. Reseñaba que unpeatón lo había encontrado por la mañana, tirado y ensangrentado detrás de loscontenedores de basura de un callejón. La policía pedía ayuda a toda persona delbarrio de Somerville que pudiera haber visto u oído algo sospechoso.

Eso era todo.Ningún otro artículo al día siguiente, ni en semanas posteriores. Solo otro

episodio de violencia urbana, adecuadamente anotado y registrado y luegoignorado, engullido por la constante aparición de nuevas noticias.

Tardé dos días al teléfono en encontrar la dirección de Will. El registro de laUniversidad de Boston dijo que nunca había terminado el programa en queestaba matriculado y dio una dirección en el barrio de Concord. El número deteléfono no estaba incluido.

Concord es un lugar bonito de las afueras, lleno de casas que rezumanhistoria. Tiene un parque central con una biblioteca pública impresionante, y uncentro coqueto lleno de tiendas de moda. Cuando y o era más joven, llevaba amis hijos a pasear por los escenarios de batallas cercanos y recitaba el famosopoema de Longfellow. Por desgracia, la ciudad ha dejado, como tantas otraspartes de Massachusetts, que la historia sea menos importante que el desarrollourbanístico. Pero la casa del joven que yo había llegado a conocer como WillGoodwin era un edificio de arquitectura colonial, menos ostentoso que las casasmás nuevas, apartado unos cincuenta metros tras un camino de grava. En la partedelantera, alguien se dedicaba a plantar flores en el jardín. Vi una placa pequeña,fechada en 1789, en la impoluta pared blanca. Había una puerta lateral con unarampa de madera para sillas de ruedas. Me acerqué y pude oler los hibiscos.Llamé torpemente.

Una mujer delgada y canosa abrió la puerta.—Sí, ¿en qué puedo ay udarle? —preguntó.Me presenté y pedí disculpas por aparecer sin anunciarme previamente, y a

que el número no aparecía en la guía. Le dije que era escritor y estabainvestigando algunos crímenes cometidos hacía unos años en las zonas deCambridge, Newton y Somerville, y pregunté si podría hablar un momento conWill.

Ella se sorprendió, pero no me cerró la puerta en la cara.

—No creo que sea posible —dijo amablemente.—Lamento molestarlos, pero solo serán unas pocas preguntas.Ella negó con la cabeza.—Él no… —empezó, pero se detuvo y me miró. Pude ver que su labio

inferior empezaba a temblar, y un atisbo de lágrimas asomó a sus ojos—. Hasido… —Entonces una voz desde atrás la interrumpió.

—¿Mamá? ¿Quién es?La mujer vaciló, como si no supiera qué decir. Detrás de ella, un joven en

una silla de ruedas salió de una habitación lateral. Tenía un aspecto pálido yabotargado, y su cabello castaño era una masa descuidada que le caía hasta loshombros. Tenía una cicatriz roj iza en forma de Z en un lado de la frente; lellegaba casi hasta la ceja. Sus brazos parecían musculosos, pero su pecho estabahundido, casi consumido. Sus manos grandes y elegantes permitían percibirreminiscencias de quien había sido una vez. Avanzó con la silla de ruedas.

La madre me miró.—Ha sido muy duro —dijo en voz baja, con repentina intimidad.La silla chirrió al detenerse.—Hola —saludó con gesto amable.Le dije mi nombre y expliqué concisamente que estaba investigando el

crimen que lo había dejado lisiado.—¿Mi crimen? —repuso él, y añadió—: Nada del otro mundo. Un asalto

corriente. De todos modos, no puedo contarle gran cosa. Pasé dos meses encoma. Y luego esto… —Señaló la silla de ruedas.

—¿Hizo la policía alguna detención?—No. Cuando desperté, me temo que no fui de mucha ayuda. No recuerdo

nada de aquella noche. Absolutamente nada. Es como pulsar una tecla de tuordenador y ver cómo todas las palabras de un trabajo escrito desaparecen.Sabes que probablemente están en algún lugar del disco duro, pero no puedesencontrarlas. Las han borrado.

—¿Regresabas a casa después de una cita?—Sí. Nunca volvimos a contactar. No me extraña. Estaba hecho una piltrafa.

Todavía lo estoy. —Soltó una risita y sonrió amargamente.Asentí.—La policía nunca encontró nada, ¿verdad?—Bueno, un par de cosas curiosas.—¿Cuáles?—Encontraron a unos chicos de Roxbury tratando de usar mi tarjeta Visa.

Pensaron que eran mis agresores, pero resultó que no. Al parecer los chicosencontraron la tarjeta en un cubo de basura.

—De acuerdo, pero ¿por qué…?—Pues porque al final encontraron mis demás documentos intactos en

Dorchester… y a sabe, carnet de conducir, carnet del comedor de la facultad,seguridad social, seguro médico, todas esas cosas. A kilómetros de distancia delvertedero donde los chicos encontraron la tarjeta de crédito. Y las demás tarjetasfueron encontradas por todo Boston.

—¿Qué estás haciendo ahora? —pregunté.—¿Ahora? —Will miró a su madre—. Ahora estoy esperando.—Esperando qué.—No lo sé. Sesiones de rehabilitación en el Centro de Traumatismos

Craneales. El día que pueda levantarme de esta silla. No puedo hacer muchomás.

Me despedí, y su madre empezó a cerrar la puerta.—¡Eh! —dijo Will—. ¿Cree que encontrarán alguna vez al tipo que me hizo

esto?—No lo sé —respondí—. Pero si descubro algo, te lo haré saber.—No me importaría tener un nombre y una dirección —dijo—. Preferiría

encargarme yo mismo de ciertas cosas, y a me entiende.

4Una conversación que significó más que palabras

Michael O’Connell pensaba que el crimen trata de conexiones.« Si uno no quiere que lo capturen —razonaba—, debe eliminar todas las

conexiones obvias. O al menos oscurecerlas para que no resulten rápidamentevisibles para un detective tozudo» .

Sonrió para sí y cerró los ojos para dejarse arrullar por el traqueteo delmetro. Todavía sentía un arrebato de energía recorrerle el cuerpo. Golpear a unhombre le producía una sensación estimulante, desde que sentía tensarse susmúsculos. Se preguntó si la violencia física iba a resultarle siempre tan seductora.

A sus pies había una mochila de lona azul, la correa rodeando su brazo.Contenía unos guantes de cuero y otros de cirujano, un trozo de tubo de fontanerode medio metro y la cartera de Will Goodwin, aunque todavía no había tenidotiempo de descubrir el nombre.

Cinco cosas, pensó O’Connell, significaban cinco paradas del metro.Sabía que estaba exagerando su cautela, pero en realidad no estaba de más.

Sin duda el tubo estaría manchado con la sangre del tipo al que había atizado.Igual que los guantes de cuero. Sus ropas también tendrían restos, así como suszapatillas de deporte, pero a media mañana lo habría pasado todo por variosciclos de lavado caliente en la lavandería automática. Así se acabarían lasconexiones microscópicas entre aquel hombre y él. La mochila estaba destinadaa un vertedero en Brockton, la tubería a una obra en el centro. La cartera,después de quitarle el dinero, sería abandonada en un contenedor de basura anteuna parada de metro en Dorchester, y las tarjetas de crédito serían esparcidaspor varias calles en Roxbury, donde esperaba que algunos chicos negros lasencontraran y utilizaran. Sabía que Boston seguía dividida por las razas, eimaginaba que culparían a aquellos chicos de lo que él había hecho.

Los guantes de cirujano, que se había puesto debajo de los de cuero, podríatirarlos en alguna papelera no lejos del Hospital General de Massachusetts, o elde Brigham y el Femenino, donde, si los encontraban, no atraerían ningunaatención especial.

Se preguntó si habría matado al hombre que había besado a Ashley. Era muyposible, pensó. El primer golpe lo alcanzó en la sien, y había oído el huesoromperse. Se había desplomado como un saco, chocando contra un árbol, lo cualfue una suerte, porque eso apagó el sonido. Aunque alguien se hubiera asomado ala ventana, tanto él como el hombre que había besado a Ashley quedaban ocultospor el tronco del árbol y varios coches aparcados. Arrastrarlo a las sombras delcallejón fue cosa fácil. Las patadas y puñetazos solo llevaron unos segundos. Unestallido de furia, casi como un climax sexual, implacable, explosivo, y despuésse acabó. Luego, mientras arrojaba el cuerpo inconsciente tras los contenedores

de metal, le quitó la cartera, guardó su arma improvisada en la mochila y,moviéndose con rapidez, se dirigió de regreso a la estación de metro de PorterSquare.

O’Connell pensaba que había sido increíblemente fácil. Repentino. Anónimo.Con ensañamiento.

Se preguntó quién sería aquel hombre y se encogió de hombros. En realidadno le importaba. Ni siquiera necesitaba saber su nombre. En una hora o dos, loúnico que podría relacionarlo con aquel tipo, Ashley, estaría dormida en suapartamento, ajena a lo sucedido esa noche. Cuando ella se enterara de loocurrido, tal vez acudiera a la policía. Lo dudaba, pero la posibilidad, aunqueleve, existía. Mas ¿qué podría decirles? O’Connell conservaba el resguardo de unaentrada de cine. No era una gran coartada, pero cubría el tiempo transcurridodesde el beso hasta la agresión en el callejón. Supuso que eso sería suficientepara que ningún policía la creyese, sobre todo teniendo en cuenta que la carteray las tarjetas del hombre aparecerían por toda la ciudad.

Echó atrás la cabeza, escuchando el sonido del metro, una curiosa músicaoculta en el brutal ruido de metal contra metal.

Eran algo menos de las cinco de la madrugada cuando Michael hizo supenúltima parada. Escogió una estación más o menos al azar y cuando faltabapoco para el amanecer salió cerca de Chinatown, no muy lejos del céntricodistrito financiero. Las tiendas estaban cerradas y las aceras vacías. No tardómucho en encontrar una cabina que funcionara. Se puso la capucha de susudadera, lo cual le dio aspecto de monje. No quería que un coche patrulla quehiciera la última ronda por las estrechas calles lo detuviera para hacerlepreguntas.

O’Connell depositó cincuenta centavos y marcó el número de Ashley.El teléfono sonó cinco veces antes de que ella contestara con voz adormilada.—¿Sí?Él le dio un par de segundos para despertarse del todo.—¿Sí, quién es? —preguntó ella.Él recordó el teléfono blanco que había junto a su cama. No tenía

identificador de llamada, aunque tampoco habría importado.—Sabes quién soy —susurró.Ella no respondió.—Ya te lo he dicho. Te quiero, Ashley. Estamos hechos el uno para el otro.

Nadie puede interponerse entre nosotros.—Michael, deja de llamarme —repuso ella—. Quiero que me dejes en paz.—No necesito llamarte. Siempre estoy contigo.Y colgó sin darle oportunidad de replicar. La amenaza más efectiva no se

decía, se hacía imaginar, pensó.

Ya amanecía cuando llegó por fin a su apartamento.Una media docena de gatos de la vecina rondaba la puerta, maullando y

haciendo otros sonidos molestos. Uno de ellos siseó al verlo acercarse. La viejaque vivía frente a su puerta tenía más de una docena de gatos, quizás hasta veinte,los llamaba por diversos nombres y dejaba fuera platos para el ocasional gatocallejero que pasara por allí. Los gatos parecían ir y venir a su antojo. Ellaincluso había puesto una caja de arena extra en un rincón del pasillo para susnecesidades, llenando el pasillo de un horrible olor acre. Los gatos conocían aMichael O’Connell y él conocía a los gatos, y no se llevaba con ellos mejor quecon su dueña. Los consideraba bichos callejeros, apenas un peldaño por encimade las alimañas. Le hacían estornudar, llorar los ojos, y siempre lo observabancon su cautela felina cuando entraba en el edificio. Y a Michael no le gustaba quenada ni nadie prestara atención a sus idas y venidas.

Soltó una patada a un gato a rayas que estaba a su alcance, pero falló. « Mevuelvo torpe» , se dijo. El resultado de una noche larga pero excitante.

El gato a rayas y los demás se dispersaron mientras abría la puerta de suapartamento. Vio que uno, un gato blanco y negro con una veta anaranjada, seentretenía junto al plato de comida. Debía de ser nuevo, pensó, o estúpido, parano alejarse con los demás, que mantenían sus distancias con él. La vieja no selevantaría hasta dentro de una hora, quizá más, y sabía que estaba medio sorda.Estudió el pasillo un instante. Ningún inquilino parecía estar despierto. Él noentendía por qué los otros inquilinos no se quejaban de los gatos, y los odiaba porello. Había una pareja de ancianos, de Costa Rica, que hablaba muy mal inglés.Y un puertorriqueño que, según sospechaba O’Connell, complementaba sutrabajo de operario con algún robo ocasional. Arriba había un par de estudiantesgraduados que de vez en cuando llenaban el pasillo con el punzante olor de lamarihuana, y un vendedor canoso y de rostro chupado que pasaba sus horaslibres lloriqueando e inmerso en una botella. Aparte de quejarse de los gatos alcasero (un hombre mayor con uñas cubiertas por años de suciedad, que hablabacon acento indescifrable y detestaba que lo molestaran con pamplinas), O’Connell tenía poco que hacer. Se preguntó si algún inquilino sabía siquiera sunombre. Era tan solo un sitio apartado, cutre, poco llamativo y frío, bien un finalo una parada intermedia, y tenía un aire de provisionalidad que le gustaba. Miróhacia abajo mientras abría la puerta, y se preguntó si la vieja llevaría la cuentade sus gatos. Dudaba que fuera exacta.

O que echara de menos a uno.Se agachó rápidamente y agarró al gato blanco y negro bruscamente por el

lomo. El gato maulló y lo arañó.

O’Connell contempló el súbito arañazo rojo en el dorso de su mano. Aquelhilo de sangre le facilitaría hacer lo que tenía en mente.

Ashley Freeman permaneció acostada en la cama.—Tengo problemas —susurró para sí.Y se quedó sin apenas moverse hasta que el sol asomó a su ventana,

perfilando las sombras suaves que daban a su habitación aspecto de cuarto deniña pequeña. Un ray o de luz se movía lentamente por la pared. Algunas de suspropias obras estaban colgadas allí, dibujos a carboncillo hechos en una clase deAnatomía, una del torso de un hombre que le gustaba, otra de la espalda de unamujer que se curvaba sensualmente a lo largo de la página blanca. Habíatambién un original autorretrato: solo había dibujado con detalle la mitad de sucara, dejando el resto en la penumbra.

—Esto no puede estar sucediendo —dijo.Naturalmente, pensó, todavía no sabía qué era « esto» .

*

La llamé más tarde ese mismo día. No me molesté con amabilidades nitonterías, sino que fui directo a la primera pregunta.

—¿De dónde vino exactamente la obsesión de Michael O’Connell?Ella suspiró.—Es algo que tienes que descubrir por ti mismo. ¿Ya no recuerdas lo que es

ser joven y encontrarte de repente con un arrebatador momento de pasión? Laaventura de una sola noche, el encuentro casual. ¿Te has vuelto tan may or que note acuerdas de cuando las cosas eran todo posibilidad?

—De acuerdo, sí —dije—. Quizá me he vuelto may or demasiado aprisa.—Solo había un problema. Todas esas experiencias son más o menos

benignas, como mucho embarazosas. Errores que te hacen ruborizar, omomentos que guardas para ti mismo y nunca mencionas a nadie. Pero no fueeste caso. Ashley, en un momento de debilidad, resbaló una vez y entonces,bruscamente, se encontró inmersa en un camino de barro. Un camino de barrono es necesariamente letal, pero Michael O’Connell lo era.

Hubo una pausa y luego dije:—Encontré a Will Goodwin. No se llama Goodwin.Ella vaciló, y en las palabras que llegaron lentamente a través de la línea

telefónica se notó una leve sorpresa.—Bien. Probablemente has descubierto algo importante. Al menos, tu

comprensión del… hum… potencial de Michael O’Connell debería haberaumentado. Pero no es ahí donde empezó todo y probablemente tampoco es

donde termina. No sé. Eres tú quien ha de averiguarlo.—De acuerdo, pero…—Tengo que irme. Ahora te hallas en el mismo punto que Scott Freeman,

antes de que las cosas empezaran a volverse… bueno, no estoy segura de lapalabra adecuada. ¿Tensas? ¿Difíciles? Él sabía algunas cosas, pero no muchas.Lo que tenía principalmente era carencia de información. Creía que Ashleypodía estar en peligro, pero no sabía cómo, ni exactamente dónde o cuándo, nininguna de esas cosas que nos preguntamos cuando percibimos una amenaza.Scott Freeman solo tenía unas pocas cosas de qué preocuparse. Sabía que no erael principio y sabía que no era el final. Era como un científico, lanzado en mediode una ecuación, tratando de averiguar qué camino seguir para encontrar unarespuesta…

Ella hizo una pausa, y por primera vez sentí un atisbo del mismo escalofrío.—Debo irme —dijo—. Volveremos a hablar.—Pero… —empecé. Ella me interrumpió.—Indecisión —dijo—. Es una palabra sencilla. Pero conduce a cosas feas,

¿no? Naturalmente, lo mismo puede pasar siendo alocado a la hora de decidir.Ese es más o menos el dilema. Actuar o no actuar. Una cuestión intrigante, ¿nocrees?

5Anónimo

Cuando Hope entró por la puerta de su casa, por instinto batió dos veces laspalmas. Oyó a su perro correr a su encuentro desde el salón, donde pasaba lamay or parte del tiempo asomado al ventanal, esperando su regreso. Los sonidosle resultaron familiares; primero el golpe, cuando saltaba del sofá donde lepermitían encaramarse, luego el repiqueteo de las uñas contra el parquet, elresbalón sobre la alfombra oriental, y finalmente el galope urgente cuando seabalanzaba hacia el vestíbulo. Ella sabía que tenía que soltar la compra o losperiódicos y prepararse para el recibimiento.

« No hay nada que supere emocionalmente al recibimiento de un perro» ,pensó. Se arrodilló y dejó que le lameteara el rostro, mientras su cola marcabaun fuerte ritmo contra la pared. « Es algo que saben quienes tienen perros —pensó Hope—: a pesar de que todo lo demás vaya mal, el perro siempre sacudela cola cuando entras en casa» . Su perro era un cruce extraño. El veterinario lehabía dicho que era el resultado de un retriever dorado y un pitbull, lo cual ledaba un pelaje corto y rubio, un hocico chato y una lealtad feroz einquebrantable, menos la desagradable agresividad, y un grado de inteligenciaque a veces le sorprendía incluso a ella. Lo había comprado en un refugio dondelo habían entregado cuando era un cachorrito. Preguntó por su nombre alencargado y este le dijo que aún no estaba bautizado, por así decir. Así que, en unarrebato de creatividad levemente maliciosa, lo bautizó como Anónimo.

Cuando era un perro joven, ella le enseñó a recuperar los balones perdidos enlos entrenamientos, un espectáculo que nunca dejaba de divertir a las chicas delos equipos que entrenaban. Anónimo esperaba pacientemente junto al banquillo,con una expresión tonta, hasta que ella le hacía una señal con la mano. Entoncescruzaba el césped, rodeaba la pelota y, empujándola con el hocico y las patas,corría hacia donde ella esperaba con una bolsa de red. Les decía a las chicas que,cuando aprendiesen a conducir el balón como Anónimo, entonces seríancampeonas.

Ahora era demasiado viejo, no veía ni oía demasiado bien, y tenía un poco deartritis. Recoger una docena de pelotas era probablemente más de lo que podíapedírsele, así que ella lo llevaba cada vez menos a los entrenamientos. No legustaba pensar en su fin: había estado con ella casi tanto tiempo como SallyFreeman.

A menudo pensaba que, si no hubiera sido por Anónimo, ella no habría tenidoéxito en su relación con Sally. Había sido el perro quien las había obligado aAshley y a ella a encontrar un territorio común. Los perros conseguían esa clasede cosas sin esfuerzo. En los días posteriores al divorcio, cuando Sally y Ashleyse fueron a vivir con ella, Hope recibió toda la frialdad que una hosca niña de

siete años era capaz de acumular. Toda la furia y el dolor que Ashley sentíafueron ignorados por Anónimo, que se volvió loco de alegría con la llegada de laniña, sobre todo tratándose de una con la energía de Ashley. Así que Hope reclutóa Ashley para sacar a pasear al cachorro con ella y adiestrarlo, cosa quehicieron con resultados dispares: era bueno recogiendo cosas, pero no hacía casocuando se trataba de hurgar en los muebles. Y así, hablando de los éxitos yfracasos del perro, llegaron por fin a un acuerdo, luego a una comprensión, yfinalmente a una sensación de fraternidad que había roto muchas de las otrasbarreras que las separaban.

Hope acarició a Anónimo tras las orejas. Le debía más de lo que él le debía aella, pensó.

—¿Tienes hambre? ¿Quieres comer?Anónimo ladró una vez. Era una pregunta tonta para un perro, pensó ella, pero

le gustaba oírla. Fue a la cocina y recogió el cuenco del suelo, mientrasempezaba a pensar en qué le prepararía a Sally para cenar. Algo interesante,decidió. Un trozo de salmón con salsa de crema de hinojo y arroz. Era unacocinera excelente, y se enorgullecía de lo que preparaba. Anónimo se sentó,expectante, golpeando el suelo con la cola.

—Tú y yo somos iguales —le dijo ella—. Los dos esperamos algo. Ladiferencia es que tú sabes que es la cena, y yo no estoy segura de lo que espero.

Scott Freeman miró alrededor y pensó en los momentos de la vida en que lasoledad aparece inesperadamente.

Se había tumbado en un viejo sillón Reina Ana y contemplaba, más allá de laventana, la oscuridad que cubría el postrero follaje de octubre. Tenía algunostrabajos que corregir, una clase que preparar, unas lecturas que hacer: UniversityPress le había mandado ese mismo día el manuscrito de un colega para hacerleuna reseña, y había al menos media docena de solicitudes de licenciados enHistoria que tenía que seleccionar.

También estaba atascado en mitad de un trabajo propio, un ensay o sobre lacuriosa naturaleza del combate en la guerra de la Independencia, donde unmomento se teñía de un salvaj ismo brutal y el siguiente con una especie decaballerosidad medieval, como cuando Washington le devolvió a un generalinglés su perro perdido en mitad de la batalla de Princeton.

« Demasiadas cosas que hacer» , pensó. En voz alta, se dijo:—Tienes la agenda repleta, tío.Pero en ese momento nada importaba. Incluso sus reflexiones podrían no

importar nada.Dependía de lo que hiciera a continuación.Apartó la mirada del atardecer y sus ojos buscaron la carta encontrada en la

cómoda de Ashley. Leyó cada palabra por enésima vez y se sintió tan atrapadocomo cuando la descubrió. Repasó mentalmente cada palabra, cada inflexión,cada tono, y todo lo que ella le había dicho durante la llamada telefónica.

Echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Lo que tenía que hacer era ponerse enla situación de Ashley. « Conoces a tu propia hija —se dijo—. ¿Qué estápasando?» .

La pregunta resonó en su imaginación.Lo primero, insistió, era descubrir quién había escrito la carta. Entonces

podría evaluar a la persona, sin entrometerse en la vida de su hija. Si era hábil,pensó, podría llegar a una conclusión sobre el individuo sin tener que implicar anadie… o al menos sin implicar a nadie que le dijera a Ashley que estabahusmeando en su vida privada. Cuando descubriera, como esperaba, que la cartasolo era inquietante e inadecuada, podría relajarse y dejar que Ashley se librasea su manera de aquel amor no deseado y continuase con su vida. De hecho,pensó, probablemente podría conseguir todo eso sin tener que involucrar a lamadre de Ashley ni a su compañera, que era lo que prefería.

La cuestión era por dónde empezar.Una de las grandes ventajas de estudiar Historia, se recordó, está en los

modelos de acción que han emprendido los grandes hombres a lo largo de lossiglos. Scott sabía que en el fondo tenía una silenciosa vena romántica que amabala idea de combatir contra todo pronóstico, de alzarse en ocasiones desesperadas.Sus preferencias cinematográficas y literarias se decantaban por esa temática.Sabía que había cierta inocencia romántica en esas historias, que contradecían labarbarie total del presente. Los historiadores son pragmáticos. « Fríos ycalculadores» , pensó. Decir « Narices» en Bastogne era algo que recordabanmejor los novelistas y los cineastas. Los historiadores prestaban más atención alos charcos de sangre que se congelaban en el suelo, a la desesperanza y ladesesperación.

Creía haber transmitido gran parte de este loco romanticismo a Ashley, queadoraba sus narraciones y pasó muchas horas leyendo La casa de la pradera ylas novelas de Jane Austen. En parte, se preguntó si todo eso no habría cimentadosu carácter demasiado confiado.

Sintió una ligera acidez en la boca, como si hubiera tomado una bebidaamarga. Detestaba haberle enseñado a ser confiada e independiente, y ahora,por ser ella así, él se sentía muy preocupado.

Scott sacudió la cabeza.—Te estás adelantando —se dijo en voz alta—. No sabes nada con seguridad,

y de hecho casi no sabes nada de nada… Empieza por lo simple —añadió—.Consigue un nombre.

Pero ¿cómo hacerlo sin que su hija se enterara? Tenía que entrometerse sinque lo pillaran.

Sintiéndose un poco como un criminal, subió la escalera de su pequeña casade madera en dirección a la antigua habitación de Ashley. Haría un registro másconcienzudo, a ver si encontraba algo que lo llevara más allá de la carta. Sintióuna punzada de culpa cuando entró, y se preguntó por qué tenía que violar lahabitación de su hija para conocerla un poco mejor.

Sally Freeman-Richards levantó la cabeza del plato y dijo con aire casual:—¿Sabes? Esta tarde he recibido una llamada muy rara de Scott.Hope gruñó y tendió la mano hacia el pan integral. Ya conocía la manera en

que a Sally le gustaba iniciar ciertas conversaciones, dando un rodeo. A vecespensaba que, incluso después de tantos años, Sally seguía siendo un enigma paraella; podía ser resuelta y agresiva en un tribunal, y luego, en la tranquilidad de lacasa que compartían, casi tímida. Desde luego había muchas contradicciones ensus vidas. Y las contradicciones crean tensión.

—Parece preocupado… —añadió Sally.—Preocupado por qué.—Por Ashley.Hope soltó el cuchillo sobre el plato.—¿Ashley? ¿Y eso?Sally vaciló un momento.—Parece que entre sus cosas encontró una carta preocupante.—¿Qué hacía rebuscando entre sus cosas?Sally sonrió.—Esa fue también mi primera pregunta. Las grandes mentes piensan igual.—¿Y bien?—Bueno, en realidad no me contestó. Quería hablar de la carta.Hope se encogió de hombros.—Vale, ¿qué pasa con la carta?—Bueno, y a sabes, quiero decir… Cuando estabas en el instituto o la facultad,

¿recibiste alguna vez una carta de amor, ya sabes, expresando amor y pasióneterna, entrega absoluta, declaraciones del tipo « no puedo vivir sin ti» ?

—No, nunca. ¿Es eso lo que encontró?—Sí, pero más perentorio. Una especie de requerimiento de amor.—¿Por qué crees que lo entendió así?—Algo en el tono o el lenguaje, supongo.—¿Y qué ponía exactamente? —dijo Hope, algo exasperada y a.Sally consideró la respuesta antes de darla, la cautela típica de una abogada.—Parecía, no sé, una carta posesiva. Y tal vez un poco maníaca. Ya sabes,

del tipo « si no puedo tenerte, no te tendrá nadie» . También cabe que laimaginación de Scott se haya disparado sin fundamento real.

Hope asintió. Eligió sus palabras con cuidado.—Probablemente tienes razón. Pero… —añadió lentamente— ¿no sería un

error de juicio aún may or subestimar una carta así?—¿Crees que Scott hizo bien en preocuparse?—No he dicho eso. He dicho que ignorar algo no suele ser una respuesta

adecuada.Sally sonrió.—Ahora pareces una consejera vocacional.—Me dedico a eso. Así que probablemente no sea tan malo que en una

ocasión como esta hable como tal.Sally hizo una pausa.—No pretendía que esto fuera un motivo de discusión.Hope asintió.—Ya.—A veces parece que cada vez que surge el nombre de Scott acabamos

discutiendo por una cosa u otra —dijo Sally —. Incluso después de tantos años.Hope sacudió la cabeza.—Bien, pues no hablemos de Scott. Quiero decir, después de todo, no ha sido

parte importante de nuestra relación, ¿no? Pero sigue siendo una parte importantede la vida de Ashley, así que deberíamos tratar con él en ese contexto. De todasmaneras, aunque Scott y y o no nos caigamos demasiado bien, eso no significaque y o lo considere necesariamente un chalado.

—Me parece justo —respondió Sally —. Pero la carta…—¿Has visto a Ashley distraída o distante o algo fuera de lo habitual

últimamente?—Lo sabes tan bien como yo. La respuesta es no. ¿Tú has notado algo?—No soy buena reconociendo tensiones emocionales en las mujeres jóvenes

—dijo Hope, aunque sabía que sí lo era.—¿Y qué te hace pensar que yo lo soy ? —repuso Sally.Hope se encogió de hombros. Toda la conversación estaba saliendo mal, y no

sabía si era culpa suy a. Miró a Sally, sentada al otro lado de la mesa, y pensó queentre ellas había una tensión indefinida. Era como ver jeroglíficos tallados enpiedra. Hablaban un lenguaje que debería ser claro, pero se les escapaba de lasmanos.

—La última vez que Ashley estuvo aquí, ¿notaste algo diferente?Mientras Hope esperaba que Sally contestara, repasó la última visita de

Ashley : había traído su habitual alegría y confianza, y un millón de planes a lavez. Hope pensaba que a veces estar junto a ella era como intentar agarrar unahoja en medio de un huracán. Para ella simplemente tenía una velocidad natural.

Sally sacudió la cabeza y sonrió.—No lo sé —dijo—. Hizo esto y aquello y se reunió con unos y otros. Amigas

del instituto a quienes no veía desde hacía años. Me pareció que no tenía ni unmomento para su aburrida y vieja madre. Ni para la aburrida y viejacompañera de su madre. Ni, supongo, para su aburrido y viejo padre.

Hope asintió.Sally se levantó de la mesa.—Bien, ya veremos qué ocurre. Si Ashley tiene un problema, acabará por

llamar y pedir consejo o ayuda o lo que sea. No hagamos de esto un mundo. Locierto es que lamento haber sacado el tema. Si Scott no hubiera estado tantrastornado… Bueno, trastornado no. Preocupado. Creo que se está volviendo unpoco paranoico con la vejez. Demonios, nos pasa a todos, ¿no? Y Ashley, bueno,tiene toda esa energía. Lo mejor es hacerse a un lado y dejarla encontrar supropio camino.

Hope asintió.—Hablas como una madre sabia —dijo. Empezó a retirar los platos, pero

cuando fue a coger una delicada copa de vino, el cristal se le rompió en la mano,y un trozo de la base se hizo añicos contra el suelo. Se miró la mano: la yema delíndice le sangraba. Durante un instante vio la sangre acumularse y luego gotearlepor la palma, cada gota aflorando por el corte, sincronizada con los latidos de sucorazón.

Vieron un poco la tele, y luego Sally dijo que iba a acostarse. Fue un anuncio,no una invitación, ni siquiera acompañada por el habitual beso en la mejilla.Hope apenas levantó la cabeza del trabajo que estaba corrigiendo, pero lepreguntó si podía asistir a un partido o dos en las semanas venideras. Sally no dijonada mientras subía las escaleras hacia el dormitorio que compartían en laprimera planta.

Hope se acomodó en un lado del sofá, vio cómo Anónimo se le acercaba, yluego, al oír el agua corriendo en el lavabo del dormitorio, dio un par degolpecitos con la mano en el asiento junto a ella, invitando al chucho a tumbarsea su lado. Nunca hacía esto delante de Sally, quien desaprobaba las confianzas deAnónimo con los sillones. A Sally le gustaba que los roles de todo el mundoestuvieran bien definidos: los perros en el suelo, las personas en los asientos. Elmenor desorden posible. Era la abogada que habitaba en ella. Su trabajo consistíaen solucionar las confusiones y el desorden e imponer la razón y el orden.Formular reglas y parámetros, fijar rumbos de acción y definir las cosas.

Hope no estaba tan segura de que organización significara libertad.Le gustaba cierta improvisación en la vida, y tenía lo que consideraba una

vena ligeramente rebelde.Acarició a Anónimo, que sacudió la cola poniendo los ojos en blanco. Hope

oy ó a Sally arriba y luego vio que la sombra proyectada por la luz del dormitorio

desaparecía del hueco de la escalera.Echó la cabeza atrás y pensó que era posible que su relación estuviera

atravesando una etapa más baja de lo que imaginaba, aunque no sabíaexactamente por qué. Durante gran parte del último año había observado queSally parecía estar con la mente en otra parte, todo el tiempo. ¿Se podía dejar deestar enamorada tan rápidamente como se llegaba al enamoramiento? Resoplódespacio y cambió los temores que le despertaba su compañera por los temoresque despertaba Ashley.

No conocía bien a Scott y solo había hablado con él media docena de vecesen casi quince años, cosa que, admitió, era poco corriente. Sus impresiones sedebían principalmente a Sally y Ashley, pero no le parecía la clase de hombreque se obsesiona por algo, sobre todo por algo tan trivial como una carta de amoranónima. En su trabajo, tanto como entrenadora como consejera estudiantil deuna escuela privada, Hope había visto muchas relaciones extrañamentepeligrosas, así que tenía tendencia a la cautela.

Volvió a acariciar a Anónimo, que esta vez apenas se movió.Era una tontería, pensó, que alguien con su capacidad de persuasión recelara

de todos los hombres. Pero, por otro lado, era consciente del daño que podíanhacer las emociones desbocadas, sobre todo a los jóvenes.

Miró el techo, como si pudiera ver a través de la madera y la escayola ysaber qué estaba pensando Sally en la cama. Sabía que su compañera teníaproblemas para conciliar el sueño. Y cuando lo conseguía, se agitaba, dabavueltas y parecía preocupada en sueños.

Se preguntó si Ashley tendría los mismos problemas para dormir.Probablemente era conveniente averiguarlo. Pero cómo averiguar las causas sele escapaba. Hope ignoraba que más o menos el mismo dilema manteníadespierto a Scott en ese preciso momento.

*

Boston tiene una singular cualidad camaleónica que la diferencia de otrasciudades. En las brillantes mañanas de verano parece estallar de energía e ideas.Respira cultura y educación, constancia, historia. Una sensación intensa quepromete muchas posibilidades. Pero cuando cae la niebla procedente de la bahíao cuando hay un regusto a escarcha en el aire o el sucio residuo de la nievemancha las calles, Boston se convierte entonces en un sitio frío e inhóspito, conuna afilada dureza propia de un lugar mucho más sombrío.

Contemplaba las sombras de la tarde arrastrarse lentamente por la calleDartmouth, y sentía el aire caliente que salía del Charles. No podía ver el ríodesde donde me encontraba, pero sabía que estaba a pocas manzanas dedistancia. Newbury Street, con sus tiendas y galerías elegantes, estaba cerca.

Igual que la Escuela Berklee de Música, que llenaba las aceras adyacentes deaspirantes a músico de todas las variedades: rockeros punks, cantantes folks,concertistas de piano. Pelo largo, pelo de punta, pelo teñido. Incluso unvagabundo, canturreando para sí y meciéndose de un lado a otro, apoy ado contrala pared de un callejón, medio oculto por las sombras. Puede que estuvieraoyendo voces o tuviera el mono, difícil saberlo. En una calle cercana, un BMWtocó el claxon a varios estudiantes que cruzaban con el semáforo en rojo, y luegoaceleró con un chirrido de neumáticos.

Me detuve un momento, pensando que lo que hacía único a Boston era lahabilidad de acomodar al mismo tiempo tantas corrientes diferentes. Con tantasidentidades para elegir, no era extraño que Michael O’Connell hubieraencontrado un hogar allí.

Todavía no conocía bien a ese hombre, pero empezaba a tener una leve idea.Naturalmente, Ashley se enfrentaba a ese mismo misterio.

6Un anticipo de lo que vendría

Esperó hasta mediodía, incapaz de levantarse de la cama, hasta que el solentró a raudales por las ventanas y las calles más allá de su apartamentoresonaron tranquilizadoras. Pasó unos instantes asomada a una ventana, comopara convencerse de que, con el ir y venir normal de otro día, nada podía serdiferente. Dejó que su mirada siguiera primero a una persona, luego a otra,mientras recorrían la acera y entraban en su campo de visión. No reconocía anadie, y sin embargo todo el mundo le era familiar. Todos encajaban en tiposfácilmente identificables. El hombre de negocios, el estudiante, la camarera.Parecía haber un mundo con sentido más allá de su alcance. La gente se movíacon decisión y destino.

Ashley se sentía como una isla entre ellos. Ojalá tuviera una compañera dehabitación o una amiga íntima. Alguien en quien confiar, que se sentara al otrolado de la cama con una taza de té, dispuesta a reírse o llorar o comentar susproblemas con franqueza. Conocía a muchas personas en Boston, pero a nadie aquien pudiera confiar una carga, y desde luego no la carga de Michael O’Connell. Tenía un centenar de conocidos, pero ningún amigo de verdad. Se volvió haciasu mesa, repleta de trabajos a medio terminar, textos de arte, un ordenadorportátil y algunos cedes. Rebuscó entre ellos un papel con unos númerosanotados.

Y entonces, tras tomar aire, Ashley marcó el número de teléfono de Michael O’Connell.

Sonó dos veces antes de que él respondiera.—¿Sí?—Michael, soy Ashley… —Deseó haber anotado lo que iba a decir con

frases resueltas e inequívocas. Pero, en cambio, dejó que las emociones laembargaran—. ¡No quiero que vuelvas a llamarme!

Él no dijo nada.—Cuando llamaste esta madrugada, estaba dormida. Me diste un susto de

muerte… —Esperó una disculpa. Una excusa, tal vez, o una explicación. No hubonada de eso—. Por favor, Michael —añadió. Pareció que le estaba pidiendo unfavor.

Él siguió en silencio.Ella continuó, tartamudeando.—Mira, fue solo una noche. Eso fue todo. Nos divertimos y bebimos, y las

cosas fueron más lejos de lo que debían, aunque no lo lamento, no me refiero aeso. Lamento que malinterpretaras mis sentimientos. ¿No podemos separarnoscomo amigos? ¿Seguir cada uno su camino?

Podía oír su respiración al otro lado de la línea.

—Bien —continuó, consciente de que todo lo que decía sonaba cada vez másdébil, más patético—. No me envíes más cartas, sobre todo como la de lasemana pasada. Fuiste tú, ¿verdad? Sé que tienes muchas cosas que hacer y quepensar, y yo estoy liada con mi trabajo y tratando de conseguir ese diploma deposgraduada, y ahora mismo no tengo tiempo para una relación seria. Sé que locomprenderás. Necesito mi espacio. Quiero decir que los dos estamosinvolucrados en muchas cosas. No es el momento adecuado para mí, y apuesto aque tampoco para ti. Lo comprendes, ¿verdad?

Dejó que la pregunta flotara rodeada por el silencio de él. Tragó saliva ante lafalta de respuesta, como si fuera aquiescencia por su parte.

—Te agradezco que me escuches, Michael. Y te deseo lo mejor, de veras. Talvez en el futuro podamos ser buenos amigos. Pero ahora mismo no, ¿vale?Lamento decepcionarte, pero si realmente estás enamorado de mí, como dices,entonces comprenderás que necesito estar sola y no puedo comprometerme anada. Nunca se sabe qué nos deparará el futuro, pero ahora, en el presente, nopuedo implicarme, ¿vale? Me gustaría acabar esto como amigos, ¿de acuerdo?

La respiración al otro lado de la línea seguía. Regular, serena.—Mira —dijo, la exasperación y un poco de desesperación asomando a sus

palabras—. En realidad no nos conocemos. Fue solo una vez y los dos estábamosun poco borrachos, ¿vale? ¿Cómo puedes decir que me amas? ¿Cómo puedesdecir esas cosas tan tremendistas? ¿Quién te ha dicho que somos perfectos el unopara el otro? Es una locura. ¿Cómo que no puedes vivir sin mí? Eso es absurdo.Solo quiero que me dejes en paz, ¿de acuerdo? Mira, encontrarás otra mujer, unaadecuada para ti, lo sé. Pero no soy yo. Por favor, Michael, déjame en paz. ¿Lohas entendido?

Michael O’Connell no dijo ni una palabra. Simplemente se rio. Su carcajadareverberó en la línea como un sonido incongruente y lejano, pues nada de lo queella había dicho era gracioso ni irónico. Se quedó helada.

Y entonces él colgó.Ella siguió de pie, mirando el auricular que sostenía, preguntándose si aquella

llamada había sucedido en la realidad. Durante un momento ni siquiera estuvosegura de que él hubiera estado al otro lado de la línea, pero entonces recordó suúnica palabra, y le resultó inconfundible, aunque él fuera casi un desconocido.Colgó con cuidado y miró alrededor con los ojos desorbitados, como si temieseque alguien le saltara encima. Oyó los sonidos apagados del tráfico, pero eso noalivió la sensación de soledad absoluta que se apoderaba de ella.

Se derrumbó en el borde de la cama, súbitamente exhausta, las lágrimasaflorando a sus ojos. Se sentía increíblemente indefensa.

No comprendió la situación, aparte de presentir que algo empezaba a cobrarvelocidad peligrosamente… todavía no fuera de control, pero a punto. Se frotó losojos y se dijo que debía coger las riendas de sus emociones. Trató de levantar

una barrera de dureza y determinación sobre el residuo de indefensión.Sacudió la cabeza.—Tendrías que haber planeado lo que ibas a decir —dijo en voz alta. Oír su

propia voz en el estrecho espacio de su apartamento la sobresaltó. Pensó quehabía intentado parecer resuelta (al menos eso buscaba) pero en cambio pareciódébil, suplicante, llorosa, todas las cosas que creía no ser. Se obligó a levantarsede la cama—. Que se vaya al infierno —murmuró, y añadió—: Qué puñeterolío, joder.

Siguió con un torrente de obscenidades, escupiendo al aire todas las palabrasduras y desagradables que pudo recordar, una furiosa cascada de frustración.Luego trató de serenarse.

—No es más que una rata de alcantarilla —dijo en voz alta—. He conocido aotras ratas antes.

Ashley sabía que en el fondo eso no era cierto. Sin embargo, se sintió mejoral oírse hablar con determinación y ferocidad. Buscó alrededor, encontró unatoalla y se dirigió con decisión al pequeño cuarto de baño. En cuestión desegundos, abrió el agua caliente de la ducha y se desnudó. Mientras se colocababajo el chorro de agua, pensó que la conversación con el maldito Michael O’Connell la había hecho sentirse sucia, y se frotó la piel hasta hacerla enrojecer,como si intentara eliminar un olor desagradable, o una mancha que se resistía apesar de sus esfuerzos.

Cuando salió de la ducha, limpió parte del vaho acumulado en el espejo paramirarse a los ojos. « Traza un plan —se dijo—. Si la ignoras, al final la rata semarchará» . Hizo una mueca y flexionó los brazos. Se fijó en su cuerpo, comosopesando la curva de sus pechos, su estómago plano, sus piernas bronceadas.Era esbelta y atractiva, pensó. Se consideraba fuerte.

Regresó al dormitorio y se vistió. Tuvo un impulso apremiante de ponersealgo nuevo, algo diferente, algo que no le resultara familiar. Metió el ordenadorportátil en la mochila y comprobó si tenía dinero en la cartera. Su plan para el díaera más o menos el de siempre: dirigirse al ala del museo donde estaba labiblioteca y estudiar un poco entre las estanterías de historia del arte, antes de ir asu trabajo. Tenía más de un ejercicio que necesitaba pulir, y pensaba quesumirse en textos y reproducciones de grandes cuadros la ayudaría a desterrarde su mente a Michael O’Connell.

Cogió las llaves y abrió la puerta que daba al pasillo. Entonces se detuvo,presa de un súbito y horrible escalofrío: enfrente de la puerta, apoy adas contra lapared, había una docena de rosas.

Rosas muertas. Marchitas y decrépitas.En ese momento un pétalo rojo sangre, casi ennegrecido ya, se desprendió y

cayó al suelo, como impulsado no por una ráfaga de viento, sino por la mirada deAshley. Quedó absorta en aquella agorera imagen.

Sentado a su escritorio en el pequeño despacho de la facultad, Scottjugueteaba con el lápiz que tenía en la mano derecha y reflexionaba sobre cómoindagar en la vida de su hija casi adulta sin que se notase. Si Ashley fuera todavíauna adolescente, o una niña, podría haberle exigido que le contara lo que quería,aunque provocara lágrimas y la clásica dinámica negativa padre-hijo. Ashleyestaba justo entre la juventud y la edad adulta, y él no sabía cómo actuar. A cadasegundo de indecisión, su preocupación aumentaba.

Tenía que ser sutil pero eficaz.A su alrededor había estanterías repletas de libros de historia y una

reproducción enmarcada de la Declaración de Independencia. Había fotografíasde Ashley que asomaban en el rincón de la mesa y en la pared frente alescritorio. La más sorprendente la mostraba en un partido de baloncesto en elinstituto, el rostro concentrado, la coleta dorado-roj iza ondeando mientras saltabapara arrebatar el balón a dos adversarias. Scott también tenía una foto guardadaen el cajón superior del escritorio. Era una foto suy a de cuando tenía veinte años,apenas un poco más joven que su hija ahora. Estaba sentado en una caja demuniciones, junto a un brillante montón de balas, justo detrás de un cañón de 125mm. Con el casco a los pies, fumaba un cigarrillo, lo cual, dada la proximidad detantos explosivos no parecía una buena idea. Tenía una expresión vacía yagotada. A veces pensaba que aquella foto era probablemente su único recuerdoreal de su paso por la guerra. La había mandado enmarcar, pero nunca la habíacolgado. Nunca se la había mostrado a Sally, ni siquiera cuando estabanesperando a Ashley y creían estar enamorados. ¿Alguna vez Sally le habíapreguntado por su experiencia en la guerra? Scott se agitó en el asiento. Pensar ensu propio pasado lo ponía nervioso. Le gustaba considerar la historia de losdemás, no la suy a.

Se meció adelante y atrás.Empezó a repasar mentalmente las palabras de aquella carta. Al hacerlo,

tuvo una idea.Una de sus cualidades buenas y malas era su incapacidad para deshacerse de

tarjetas de visita y papeles con nombres y números de teléfono. Una pequeñaobsesión como otra cualquiera. Pasó casi media hora rebuscando en los cajonesdel escritorio y los archivadores, pero por fin encontró lo que buscaba. Rogó queel teléfono móvil siguiera operativo.

A la tercera señal, una voz ligeramente familiar contestó:—¿Sí?—¿Susan Fletcher?—Sí. ¿Quién lo pregunta?—Susan, soy Scott Freeman, el padre de Ashley… ¿La recuerdas de tus dos

primeros años…?

Hubo una breve vacilación al otro lado, y luego:—El señor Freeman, claro. Ha pasado un par de años…—El tiempo pasa deprisa, ¿verdad?—Y que lo diga. Cielos, ¿cómo está Ashley? Hace meses que no la veo…—La verdad es que llamaba por eso.—¿Hay algún problema?Scott vaciló.—Podría haberlo.

Susan Fletcher era un torbellino de mujer, siempre con media docena deideas y proy ectos entre su cabeza, su mesa y su ordenador. Era pequeña,morena, concentrada hasta lo indecible e infinitamente enérgica. En cuanto segraduó, el First Boston Bank se puso en contacto con ella y actualmente trabajabaen la división de planificación financiera.

Ahora se encontraba delante de la ventana de su cubículo, viendo cómo unavión tras otro aterrizaba en el aeropuerto Logan. La conversación con ScottFreeman la había inquietado un poco, y no estaba completamente segura decómo actuar, aunque le había dicho que se haría cargo de la situación.

Susan apreciaba a Ashley, aunque habían pasado casi dos años desde laúltima vez que hablaron. Les tocó compartir habitación en su primer año en launiversidad, un poco sorprendidas por lo distintas que eran, pero luego sesorprendieron aún más cuando descubrieron que se llevaban bastante bien.Estuvieron juntas un segundo año y luego las dos se fueron a vivir fuera delcampus. Esto las distanció bastante, aunque en sus esporádicos encuentros sesentían cómodas y no les costaba sincerarse. Ahora tenían poco en común: situviera que rellenar el test de la novia, ¿habría invitado a Ashley a su boda? Larespuesta era no. Pero sentía un gran afecto por su ex compañera de habitación.Al menos, eso pensaba.

Miró el teléfono.Por algún motivo, se sentía incómoda con la petición del padre de Ashley. Al

nivel más sencillo, le parecía que iba a ser como espiar. Por otro lado, podía noser más que una exagerada preocupación paterna. Podía hacer una llamada,cerciorarse, volver a llamar al señor Freeman y asunto concluido. Además,tendría ocasión de ponerse en contacto con una amiga, lo que nunca era unamala idea.

Si había alguna situación tensa, imaginó que sería entre Ashley y su padre.Así que, con un leve resquemor, cogió el teléfono, contempló una vez más lasprimeras vetas de oscuridad deslizándose por la bahía, y marcó el número deAshley.

Sonó cinco veces antes de que lo cogieran, cuando Susan y a creía que tendría

que dejar un mensaje.—¿Sí?La voz de su amiga sonó cortante, cosa que sorprendió a Susan.—Eh, chica-libre, ¿cómo te va?Era el apodo de Ashley en el primer año de universidad. El único curso que

habían compartido fue un seminario sobre la mujer en el siglo XX, y una nocheacordaron, después de un par de cervezas, que su apellido free-man, hombrelibre, era machista e inadecuado, pero que free-woman o mujer libre sonabapretencioso, mientras que aquello de chica-libre encajaba bastante bien.

Ashley esperaba en la calle ante el restaurante Yunque y Martillo, el cuellode la chaqueta subido contra el viento, el frío de la acera traspasando los zapatos.Sabía que llegaba un par de minutos antes de la hora fijada. Susan nunca llegabatarde; no entraba en su naturaleza retrasarse. Ashley miró el reloj y en esemomento oyó un claxon a unos metros de ella.

La radiante sonrisa de Susan Fletcher penetró la noche que ya caía cuandobajó la ventanilla.

—¡Eh, chica-libre! —exclamó con entusiasmo—. No pensarías que iba ahacerte esperar, ¿no? Entra y coge una mesa. Voy a aparcar.

Ashley asintió y vio cómo Susan continuaba calle arriba. « Un bonito cochenuevo» , pensó. Rojo. La vio entrar en un aparcamiento a una manzana dedistancia y entonces se encaminó al restaurante.

Susan subió hasta la tercera planta, donde había menos coches, y dejó el Audinuevo en un espacio donde era improbable que nadie aparcara al lado y leabollara la puerta. El coche solo tenía dos semanas, medio regalo de susorgullosos padres, medio regalo a sí misma, y desde luego no iba a dejar que eljaleo del centro de Boston le produjera el menor daño.

Conectó la alarma y luego se dirigió al restaurante. Se movió con rapidez,bajó por las escaleras en vez de esperar el ascensor y en unos minutos estuvo enel Yunque y Martillo. Se quitó el abrigo y se acercó a la mesa donde Ashley laesperaba con dos altos vasos de cerveza.

Se abrazaron.—Eh, compi —dijo Susan—. Nos hacemos viejas.—Te he pedido una cerveza, pero ahora que eres toda una ejecutiva y

ciudadana de Wall Street, tal vez sería más adecuado un whisky con hielo o unmartini seco —bromeó Ashley.

—Bah, esta es la noche de las cervezas. Ash, tienes muy buen aspecto.—¿De veras? No lo creo.—¿Te preocupa algo?Ashley vaciló, se encogió de hombros y contempló el restaurante. Luces

elegantes, espejos. Brindis en una mesa cercana, intimidad de una pareja en otra.Un sereno murmullo de voces. Todo aquello le hizo sentir que el desagradableepisodio de aquella mañana había ocurrido en un extraño universo paralelo. Enese momento se encontraba en un relajado ámbito libre de toda preocupación.

Suspiró.—Ah, Susie, he conocido a un tío raro. Eso es todo. Me asustó un poco. Pero

nada más.—¿Te asustó? ¿Qué hizo?—Bueno, en realidad no ha hecho nada, es más bien lo que da a entender.

Dice que me ama, que soy su chica. Y de nadie más. Que no puede vivir sin mí.Si no puede tenerme, nadie me tendrá. Esa clase de chorradas, y a sabes. Solo nosenrollarnos una vez, y admito que fue un error. Le telefoneé para cortaramablemente, le dije « gracias, pero no» . Esperé que eso fuera todo, pero hoy alsalir de casa me he encontrado unas flores ante la puerta.

—Bueno, parece un gesto casi caballeroso.—Flores muertas.Susan arrugó el entrecejo.—Eso no tiene gracia. ¿Cómo sabes que fue él?—¿Quién más podría ser?—¿Qué vas a hacer?—¿Hacer? Ignorar a esa rata. Acabará aburriéndose. Siempre lo hacen, tarde

o temprano.—Un plan muy sesudo, chica-libre. Veo que te has quemado un par de

neuronas pensándolo.Ashley soltó una risita nada alegre.—Ya se me ocurrirá algo.Susan hizo una mueca.—Me recuerdas aquel curso de cálculo que seguiste en primero. Eso mismo

dij iste a mitad de trimestre, y también cuando suspendiste la prueba final.—Nunca se me dieron bien las matemáticas en el instituto. Mi madre me

empujó a ese error. Supongo que aprendió la lección: fue la última vez que mepreguntó qué asignaturas iba a seguir…

Ambas rieron con aire de complicidad. Hay pocas cosas tan tranquilizadorasen el mundo, pensó Ashley, como ver a una vieja amiga, una amiga que estabaahora en un mundo desconocido para ella, pero que todavía recordaba las viejasanécdotas, no importaba cuánto hubiesen cambiado ambas.

—Ah, ya basta de hablar de esa ruta. Conocí a otro tipo que parecía prometer.Espero que vuelva a llamarme.

Susan sonrió.—Ah, cuando vivía contigo lo primero que aprendí fue que los chicos siempre

vuelven a llamar.

No preguntó más, ni siquiera por el nombre de aquel acosador en ciernes. Encierto modo, pensó, ya había oído suficiente. O casi. Flores muertas.

En la acera, delante del Yunque y Martillo, tras mucho comer y beber y unbuen repaso a las anécdotas comunes, Ashley dio a su amiga un largo abrazo.

—Ha sido magnífico, Susie. Deberíamos vernos más a menudo.—Cuando termines con la graduación, llámame. Tal vez un encuentro

regular, una vez por semana, para que tú puedas hablarme de tus sensibilidadesartísticas y yo quejarme de jefes estúpidos y negocios aburridos.

—Me gustaría —dijo Ashley, y por un momento contempló la noche deNueva Inglaterra. El cielo estaba despejado y un dosel de estrellas pespunteabala oscuridad.

—Una cosa —dijo Susan, mientras rebuscaba las llaves en su bolso—. Mepreocupa un poco ese imbécil de las flores…

—¿Michael? Michael O’Rata… —bromeó Ashley, fingiendo despreocupación—. Me desharé de él sin problema, Susie. Esa clase de tipos necesitan un nogrande y tajante. Luego se quejan y lloriquean un par de días, hasta que se ponenmorados de cerveza con los amigotes y todos coinciden en que las mujeres sonunas zorras irrecuperables y que no hay más que hablar.

—Espero que tengas razón. De todas maneras, puedes llamarme en cualquiermomento, de día o de noche, si ese tipejo no desaparece.

—Gracias, Susie. Pero no te preocupes.—Preocuparme ha sido siempre mi mejor cualidad, chica-libre.Las dos rieron y volvieron a abrazarse. Luego, Ashley se encaminó calle

abajo, iluminada por los rótulos de neón de las tiendas y restaurantes. Susan laobservó un momento, antes de volverse. Nunca estaba segura de qué pensarsobre Ashley. Mezclaba ingenuidad con sofisticación de un modo misterioso. Noera extraño que los chicos se sintieran atraídos hacia ella, pero, en realidad,siempre se mostraba aislada y elusiva. Incluso la forma en que se movía,deslizándose entre las sombras, parecía casi evanescente. Susan inspiró hondo elfrío aire nocturno y saboreó la escarcha en sus labios. Se sentía un pocoincómoda por no haberle contado la verdad a su amiga, que aquel reencuentro noera fruto de la casualidad. Apretó los labios y lamentó no haber sidocompletamente sincera. Tampoco había averiguado mucho para el señorFreeman. « Solo Michael O’Rata» , pensó. Y flores muertas.

O no era nada o era algo aterrador, y Susan no supo qué carta quedarse.Tampoco supo de cuál de esos polos opuestos debía informar a Scott Freeman.

Contrariada, resopló y echó a andar hacia el aparcamiento, a manzana ymedia de distancia. Llevaba las llaves en la mano, el dedo índice en el pequeñoespray incluido en el llavero. Susan no era asustadiza, pero un poco de

prevención nunca estaba de más. Deseó haberse puesto zapatos más cómodos.Sus pasos resonaban en la acera, mezclándose con los ruidos de la calle. Sinembargo, se sintió abrumada por una sensación de soledad, como si fuera laúltima persona que quedaba en la calle, en el centro de la ciudad, quizás en laciudad misma. Vaciló y miró en derredor. Las aceras estaban vacías. Se detuvopara mirar en un restaurante, pero la ventana tenía cortinas. Respiró hondo y sevolvió.

Nadie. La calle estaba vacía.Sacudió la cabeza. Se dijo que hablar y pensar acerca de aquel tipo raro la

habían inquietado. Inhaló lentamente, dejando que sus pulmones se llenaran deaire frío. « Flores muertas» . Algo en esa lúgubre expresión le resultabadisonante. Su vacilación aumentaba a cada paso. Se detuvo otra vez, sobresaltada.Sintiendo el frío que calaba, se arrebujó en el abrigo y volvió a andar, esta vezcon más rapidez.

Miraba a uno y otro lado sin ver a nadie, pero de pronto tuvo la sensación deque la seguían. Se dijo que eran imaginaciones suyas, pero eso no la tranquilizó,así que apretó el paso.

Unos metros más allá sintió la certeza intuitiva de que la estaban observando.Vaciló de nuevo y escrutó las ventanas de los edificios de oficinas, buscando losojos que la espiaban, pero no vio nada que justificara el ominoso nerviosismo quese estaba apoderando de ella.

« Sé razonable» , se ordenó. Y de nuevo echó a andar, ahora casi corriendo.Había hecho algo mal, seguro, había desatendido sus reglas personales deseguridad, se había permitido distraerse, y ahora estaba en una situaciónvulnerable. Solo que no podía reconocer ninguna amenaza inmediata, lo cual nohacía sino acrecentar su desasosiego.

De pronto trastabilló y resbaló. Se recuperó, pero dejó caer el bolso. Recogióel pintalabios, un bolígrafo, una agenda y su cartera, desperdigados por la acera.Lo metió todo en el bolso y se lo echó al hombro.

La entrada del aparcamiento ya estaba a pocos metros. Casi echó a correrhacia la puerta de cristal, resoplando con fuerza. Al otro lado de la gruesa paredde hormigón estaba la cabina donde el encargado cobraba el tique de salida. ¿Laoiría si ella lo llamaba? Lo dudaba. Y dudaba que, en caso de ocurrir algo, elhombre hiciera nada por ayudarla.

Se reprendió a sí misma: « Domínate. Busca tu coche. Sigue adelante. Dejade comportarte como una niña» .

Contempló la escalera llena de sombras. Nada fiable, desde luego.Pulsó el botón del ascensor y esperó. Mantuvo los ojos en las lucecitas que

indicaban el descenso del ascensor. Tercera planta. Segunda. Primera. Plantabaja. Las puertas se abrieron con una sacudida.

Ella fue a entrar, pero se quedó clavada.

Un hombre con chaquetón y gorro de lana, hurtando la cara a su mirada,bajó y casi la derribó de un empellón con el hombro. Susan jadeó y serecompuso.

Alzó la mano, como para protegerse de una agresión, pero el hombre y asubía las escaleras y desapareció tan rápidamente que ella apenas tuvo tiempo deobservarlo. Llevaba vaqueros, el gorro de lana era negro y el chaquetón azulmarino. Eso fue todo lo que retuvo. No alcanzó a fijarse en si era alto o bajo,fornido o delgado, joven o viejo, blanco o negro.

—Por Dios —murmuró—. Menudo susto.Aguzó el oído, pero no oyó nada. Aquel bruto se había marchado, y ella,

incongruentemente, se sintió aún más sola e indefensa.—Por Dios —repitió, y sintió la adrenalina bombeando en sus sienes. El

miedo pareció anularle la capacidad de raciocinio y el control sobre su cuerpo.Respiró hondo y trató de dominarse. Ordenó responder a cada uno de susmiembros. Piernas. Brazos. Manos. Inspiró despacio para sosegar laspalpitaciones del corazón y guardó silencio.

Las puertas del ascensor empezaron a cerrarse, y Susan extendió el brazobruscamente para impedirlo. Entró en el ascensor y pulsó el 3. Experimentó unleve alivio cuando las puertas se cerraron.

El ascensor chirrió y pasó la primera planta. Luego, tras la segunda, redujovelocidad y se detuvo. Las puertas se abrieron con un leve estremecimiento de lacabina.

Susan dio un respingo y quiso gritar, pero no logró articular sonido alguno.Aquel hombre estaba ante la puerta. Los mismos vaqueros, el mismo

chaquetón, pero ahora el gorro de lana le cubría el rostro como una máscara.Susan solo pudo verle los ojos, clavados en ella. Retrocedió hacia el fondo delascensor, encogiéndose, a punto de caer doblegada ante las ondas de energía queirradiaba aquel hombre. Era como una corriente de miedo que amenazaba conahogarla. Quiso golpearlo, defenderse, pero su sensación de indefensión eraabsoluta. Era como si aquellos ojos lanzaran un rayo paralizante. Balbuceópalabras incongruentes y quiso gritar pidiendo ayuda, pero no pudo.

El hombre no se movió. Simplemente se la quedó mirando.Susan se acurrucó en el rincón, extendió débilmente una mano ante su rostro

y supo que le había llegado el fin.Pero él siguió sin hacer nada. Tan solo la miraba, como memorizando su

cara, su ropa, el pánico de sus ojos. Entonces susurró:—Ahora te conozco.Y entonces, con la misma brusquedad, las puertas del ascensor se cerraron.

*

Esta vez, cuando la llamé, no hubo ninguna urgencia. Ella parecíacuriosamente distendida, como si ya hubiera repasado mentalmente mispreguntas y sus respuestas y y o me ciñera a un guión.

—Me cuesta entender la conducta de O’Connell. Cuando creo que empiezo apillarle el truco, entonces…

—¿Hace algo que no esperabas?—Sí. Las flores muertas es un mensaje obvio, pero…—A veces lo que más asusta no es lo desconocido, sino lo previsible y

comprensible.Eso era cierto. Ella hizo una pausa y agregó:—Pero Michael no seguía las pautas más previsibles. Dosificaba el modo en

que instilaba miedo.—Bueno, sí, pero…—Susan se sintió completamente indefensa y aterrorizada en un instante, y al

siguiente vio desaparecer toda amenaza…—¿Cómo puedo estar seguro de que era Michael O’Connell? —pregunté.—No puedes. Pero si el hombre del aparcamiento hubiera querido violar o

robar, ¿qué se lo habría impedido? Las circunstancias eran perfectas para esosdos crímenes. Pero alguien con un plan diferente se comporta de maneraimpredecible.

Como tardé en contestar, ella vaciló, como si considerara sus propiaspalabras.

—Tal vez deberías examinar no solo lo que sucedió, sino el impacto que tuvo.—De acuerdo. Pero guíame en la dirección adecuada.—Susan Fletcher era una joven capaz y decidida. Lista, cautelosa y experta

en muchas cosas. Pero quedó profundamente herida por su miedo. El residuo delpánico es igual de lacerante que el propio pánico. Ese momento en el ascensor lahizo sentirse vulnerable e indefensa como nunca antes. Y por eso, toda ay uda quepudiera haberle prestado a Ashley en los días siguientes quedó anulada.

—Ya.—Una persona con habilidad y decisión que podría haber ayudado a Ashley

resultó anulada instantáneamente por una especie de inyección paralizante.Sencillo. Eficaz. Aterrador.

—Sí…—Pero, piensa, ¿qué era lo realmente peligroso que estaba ocurriendo en

aquel momento? ¿Qué podía ser más aterrador que todo lo que Michael hubierahecho hasta entonces?

Pensé un instante y aventuré:—¿Que él estaba aprendiendo?Ella me miró. Pude imaginarla cogiendo el auricular con una mano,

extendiendo la otra para conservar el equilibrio, mientras se enfrentaba a algo

que yo aún no comprendía. Cuando finalmente respondió, fue casi un susurro,como si las palabras le supusieran un gran esfuerzo.

—Sí, así es. Estaba aprendiendo. Pero todavía no sabes lo que le sucedió aSusan.

7Cuando las cosas empiezan a aclararse

Scott Freeman no tuvo noticias de Susan Fletcher durante dos días, pero,cuando las recibió, casi deseó no haberlas tenido.

Había dedicado el tiempo a sus tareas académicas: repasar el temario para elsemestre de primavera, preparar varias clases, ponerse al día en lacorrespondencia con asociaciones históricas y grupos de investigación…Tampoco esperaba una respuesta rápida por parte de Susan Fletcher. Sabía que lehabía pedido algo embarazoso, y en parte casi temía una llamada airada deAshley, del tipo « ¿por qué estás metiendo las narices en mi vida privada?» ; enrealidad no tenía ninguna respuesta clara para esa pregunta.

Así que intentó pasar las horas sin sentirse demasiado ansioso. « No se gananada con ponerse nervioso» , se recordaba cada vez que sus ojos se volvían haciael teléfono negro que había en una esquina de su escritorio.

Cuando finalmente sonó, se sobresaltó. Al principio no reconoció la voz deSusan Fletcher.

—¿Profesor Freeman?—¿Sí?—Soy Susan… Susan Fletcher. Me llamó usted el otro día por lo de Ashley.—Por supuesto, eres Susan. Vaya, no esperaba que me llamaras tan pronto.

—No era cierto, claro.Ella vaciló y se aclaró la garganta.—¿Algo va mal? —preguntó él, y su propia voz lo traicionó levemente.—No lo sé. Tal vez. No estoy segura, pero…—¿Ashley está bien? —Soltó Scott con ansiedad, y de inmediato lamentó su

salida de tono.—Ella está bien —dijo Susan lentamente—. Al menos, parece estarlo, pero

tiene un problema con un tipo, como usted se temía. Al menos, eso creo. Enrealidad ella no quería hablar del tema.

Las palabras sonaban temerosas, como si ella pensara que alguien podíaescucharla.

—Pareces insegura —dijo Scott.—He pasado un par de días difíciles. De hecho desde que vi a Ashley. Esa fue

la última cosa buena que me ocurrió. Verla.—Pero ¿qué ha pasado?—No lo sé. Nada. Todo. No puedo precisarlo.—No comprendo. ¿Qué quieres decir?—Tuve un accidente.—Oh, Dios mío. ¿Te encuentras bien?—Sí. Solo un poco aturdida. Mi coche quedó hecho una birria, pero no tengo

ningún hueso roto. Tal vez una pequeña contusión, y un gran cardenal en elpecho. Siento como si tuviera rotas las costillas. Pero, aparte de dolorida ydesorientada, estoy bien, supongo.

—Pero ¿qué…?—El neumático delantero derecho reventó. Iba casi a cien… no, tal vez un

poco más, ciento veinte. El coche empezó a dar bandazos y la parte delantera atemblar, así que pisé el freno. Estaba reduciendo velocidad cuando de repente elneumático se soltó. Entonces sí perdí el control del vehículo.

—Dios mío…—Todo daba vueltas y oía un ruido como si alguien me estuviera gritando.

Fue horrible, pero tuve mucha suerte. Choqué contra una de esas vallasamortiguadoras, ya sabe, las que absorben parte del impacto.

—¿Dices que la rueda se soltó?—Sí. Eso me dijo la policía. La encontraron a medio kilómetro carretera

abajo.—Qué extraño. Nunca había oído de un caso así…—Sí. La policía tampoco, y menos en un Audi casi nuevo.Hubo un momento de silencio.—¿Crees…? —empezó Scott.—La verdad, no sé qué creer.Otro silencio, y al cabo ella dijo en voz baja:—Iba tan rápido porque estaba asustada…Las alarmas de Scott se dispararon. Escuchó con toda atención mientras ella

le contaba el encuentro con Ashley. No hizo ninguna pregunta, ni siquiera cuandooy ó el nombre « Michael O’Rata» . Las cosas se confundían en la memoria deSusan, y más de una vez él percibió frustración en su voz, cuando se esforzabapor ordenar los detalles. Supuso que era debido a la leve contusión sufrida. Sutono era de disculpa.

Susan no sabía si algo de lo sucedido estaba relacionado de algún modo conAshley. Todo lo que sabía era que había ido a verla y que desde entonces leocurrían cosas espantosas. Tenía suerte de seguir con vida.

—¿Crees que ese tal Michael tuvo que ver con todo lo que te ha pasado? —preguntó Scott, sin querer creerlo así, pero imbuido de malos presentimientos.

—No lo sé. De verdad que no. Probablemente es solo coincidencia. Perocreo… —parecía a punto de llorar— creo que no volveré a llamar a Ashley. Nohasta que me recupere. Lo siento.

Scott colgó y se puso a pensar qué opciones tenía. Ninguna. Imaginó lo peor.« Estamos hechos el uno para el otro» .Tragó saliva con la boca reseca.

Ashley caminaba con rapidez, como si su avance por la acera pudieraequipararse a los pensamientos que bullían en su cabeza. Aún no había llegado apensar en serio que la estaban siguiendo, pero tenía una sensación perturbadora.Llevaba una pequeña bolsa de la compra y su mochila llena de libros de arte, asíque se sentía un poco incómoda cada vez que se detenía para escrutar la calle,tratando de discernir qué la inquietaba tanto. Nada parecía fuera de lugar.

« La ciudad es así» , pensó. En su casa del oeste de Massachusetts, las cosaseran menos abigarradas, y por eso, cuando algo no estaba en orden, se notabamás. Pero Boston, con su constante flujo y energía, desafiaba su capacidad decaptar si algo había cambiado. Sintió una vaharada de calor, como si latemperatura hubiera aumentado, aunque en realidad ocurría lo contrario.

Escudriñó la calle. Coches, autobuses, peatones. La misma visión de siempre.Aguzó el oído. El mismo rumor continuo y el habitual latido de la vida diaria. Nohabía motivo para la indefinida ansiedad que sentía.

Así pues, reanudó la marcha con paso firme y se desvió por la calleja dondeestaba su apartamento, a mitad de la manzana.

En Boston se distingue claramente entre los apartamentos para estudiantes ylos apartamentos para la gente que trabaja. Ashley seguía en el mundoestudiantil. En la calle había un descuido aceptable, un poco de suciedad de másque a sus jóvenes ojos parecía infundirle carácter, pero que quienes habíandejado atrás esa etapa consideraban mera provisionalidad. Los árboles plantadosen pequeños parterres circulares parecían un poco torcidos, como si norecibieran suficiente sol. Era una calle indecisa, como mucha de la gente quevivía allí.

Ashley subió hasta su casa, sostuvo la bolsa de la compra con la rodilla yabrió la puerta. Sintió un súbito agotamiento al cerrar la puerta y echar la llave.

Miró alrededor, agradecida de no haber encontrado una nueva remesa deflores muertas.

Tardó menos de cinco minutos en guardar los cereales, el y ogur, el aguamineral y la lechuga en el pequeño frigorífico. Abrió una lata de cerveza y bebióun largo sorbo. Luego se dirigió al salón, y sintió alivio al ver que no había ningúnmensaje en el contestador. Dio otro sorbo y se dijo que se estaba comportandocomo una tonta, porque había varias personas de las que quería recibir noticias.Desde luego, esperaba que Susan volviera a llamarla para cenar. Y que Will lallamara para una segunda cita. De hecho, mientras hacía una lista mental, pensóque no permitiría que aquel cabrón de Michael la aislara. Había sido muy claracon él el otro día, tal vez aquello habría puesto punto final. Cuanto más repasabala conversación, más adquiría una eficacia probablemente exagerada.

Se quitó los zapatos, se sentó al escritorio, encendió el ordenador y tarareó

mientras conectaba. Para su sorpresa, había más de cincuenta nuevos mensajesen el correo electrónico. Vio que procedían de prácticamente todos lasdirecciones que tenía en la agenda del ordenador. Abrió el primero, enviado poruna colaboradora del museo, una chica llamada Anne Armstrong. Ashley seinclinó hacia delante para leerlo. Pero el mensaje no era de Anne Armstrong.

Hola, Ashley. Te he echado de menos más de lo que puedas imaginar.Pero pronto estaremos juntos para siempre y eso será magnífico. Comoves, hay 55 e-mails después de este. No los borres. Contienen un mensajeimportante que te será muy útil.

Hoy te amo más que ayer. Y mañana te amaré más que hoy.Tuy o para siempre,

MICHAEL

Ashley quiso gritar, pero de su garganta no salió ningún sonido.

*

Al principio, el dueño del taller no pareció muy dispuesto a colaborar.—Ya —dijo, frotándose las manos manchadas de grasa en un trapo

igualmente sucio—. Quiere saber algo sobre Michael O’Connell. Bien, pero antesha de decirme por qué.

—Soy escritor —respondí—. O’Connell aparece en un libro en el que estoytrabajando.

—¿O’Connell? ¿En un libro? —La pregunta fue seguida por una risita deescepticismo—. Debe de ser una chapuza de libro.

—Así es. Más o menos. Agradecería su colaboración…—Aquí cobramos cincuenta pavos la hora por arreglarle el coche. ¿Cuánto

tiempo va a necesitar?—Eso depende de cuánto pueda decirme.Hizo una mueca.—Bueno, eso depende de lo que quiera saber. Trabajé codo con codo con

O’Connell todo el tiempo que estuvo empleado aquí. Eso fue hace un par de años,y desde entonces no lo he visto. Menos mal. Pero, demonios, y o fui quien le dioel trabajo, así que podría contarle algunas cosas. Pero, claro, también podríaarreglarle la transmisión del Chevy, si entiende lo que quiero decir.

Pensé que de seguir así no llegaría a ninguna parte. Así pues, saqué la carteray dejé cien dólares encima del mostrador.

—Solo la verdad —dije—. Y nada que no sea de primera mano.El mecánico observó el dinero y fue a cogerlo, pero, como uno de esos

personajes duros que aparecen en las películas de serie B, coloqué la mía sobre

el dinero. El mecánico sonrió, mostrando una dentadura bastante estropeada.—Quiero su conformidad —le dije.—Primero una pregunta —repuso—. ¿Sabe dónde está ahora ese bastardo?—No. Pero lo encontraré. ¿Por qué?—No es el tipo de individuo que uno quisiera enfadar. No me gustaría que

luego venga a echarme en cara haber hablado con usted. ¿Entiende?—Esta conversación será confidencial —dije.—Esas palabras son muy bonitas. Pero ¿cómo sé, señor escritor, que hará lo

que dice?—Me temo que es un riesgo que tendrá que correr.Él sacudió la cabeza, pero al mismo tiempo miró el dinero.—Mal asunto —dijo—. No es aconsejable enemistarse con ese cabrón. Y

menos por cien pavos piojosos. —Esperó un momento y yo agregué otroscincuenta dólares—. Qué demonios —masculló, y se encogió de hombros—.Michael O’Connell. Trabajó aquí durante cosa de un año, y desde el primer díame aseguré de no perderlo nunca de vista. No quería que me robara a misespaldas. Es el hijoputa más listo que ha cambiado bujías aquí, eso seguro. Ymuy seguro, también, a la hora de robar dinero. Duro y simpático al mismotiempo. Ni te dabas cuenta de cuándo te la pegaba. Aquí suelo emplear auniversitarios que necesitan un poco de dinero extra, o tipos que no aprueban loscursos de mecánica que exigen en los grandes talleres. Suelen ser demasiadojóvenes o son demasiado tontos para robar. ¿Entiende?

Asentí. Probablemente era más o menos de mi edad, pero y a se le habíanformado arrugas alrededor de los ojos y la comisura de la boca. Encendió uncigarrillo, ignorando su propio cartel de « Prohibido fumar» que ocupaba unlugar destacado en la pared del fondo. Tenía una curiosa forma de hablarmirando a los ojos pero volviendo ligeramente la cabeza, lo que le daba aspectode conspirador.

—Así que empezó a trabajar aquí…—Sí. Trabajó aquí, pero en realidad su trabajo no estaba aquí, si entiende a lo

que me refiero.—No, no lo entiendo.El dueño del taller puso los ojos en blanco.—O. C. cumplía un horario, pero arreglar coches viejos y hacer revisiones no

era lo suy o. Su futuro no era exactamente esto.—¿Qué era?—Bueno, por ejemplo, sustituir una bomba de gasolina perfectamente buena

por otra reparada, para luego vender la buena y quedarse con la diferencia. Ocobrarle veinte pavos de más a alguien para que su viejo cacharro pasara la ITV.O cargarse algunas piezas a martillazos para luego decirle al propietario que elcoche necesitaba un nuevo juego de frenos y una nueva alineación.

—¿Quiere decir que era un timador?El mecánico sonrió.—Lo era. Pero no solo eso.—Muy bien, ¿qué más?—Iba a clases de informática por la noche, y era capaz de hacer cualquier

cosa con un chisme de esos. El cabroncete era todo un experto. Fraude contarjetas de crédito, falsa identidad, facturas dobles, estafas telefónicas… Y en sutiempo libre revisaba páginas web, periódicos, revistas, lo que fuera, buscandonuevas formas de estafar. Llevaba unos archivadores con recortes, paramantenerse al día. ¿Sabe qué solía decir?

—¿Qué?—No hay que matar a alguien para matarlo. Pero si quieres hacerlo de

verdad, puedes. Y si realmente sabes lo que estás haciendo, nadie va a pillarte.Nunca.

Anoté eso.Cuando el dueño del taller me vio escribir en la libreta sonrió y retiró el

dinero del mostrador.—¿Sabe qué era lo más gracioso?—¿Qué?—Se podría pensar que un tipo así busca un golpe grande. Un modo de

hacerse rico. Pero no era el caso de O’Connell.—¿Qué era, entonces?—Quería ser perfecto. Era como si quisiera ser grande, pero también

anónimo.—¿Poca ambición?—No, no es eso. Sabía que iba a ser grande y la ambición lo cegaba. Estaba

enganchado a ella, como si fuera una especie de droga. ¿Sabe lo que es tenercerca a un tipo que es como un adicto, pero no se mete cocaína por la nariz ni laheroína recorre sus venas? Estaba colocado todo el tiempo con sus proyectos.Siempre se estaba preparando para lo grande. Como si el éxito lo estuvieraesperando ahí fuera. Trabajar aquí era solo una forma de pasar el tiempo, dellenar los huecos por el camino. Pero no estaba interesado exactamente en eldinero ni en la fama. Era otra cosa.

—¿Acabaron mal?—Sí. No me daba buena espina. Algún día iba a meterse en un lío gordo. Ya

sabe eso de que el fin justifica los medios… Así era O’Connell. Como le decía, elmuy malnacido se emborrachaba con sus grandes proyectos.

—Pero usted sabe si…—No sé nada. Pero lo que vi me bastó para asustarme.Miré al mecánico. Estar asustado no parecía tener cabida en su carácter.—No lo entiendo —dije—. ¿Él lo asustaba?

Dio una larga calada al cigarrillo y dejó que el humo se elevara alrededor desu cabeza.

—¿Ha conocido alguna vez a alguien que esté haciendo siempre algodiferente de lo que aparenta estar haciendo? No sé, tal vez suena absurdo, peroasí era O’Connell. Y cuando le llamabas la atención por algo, te miraba como siestuviera anotando algo sobre ti para algún día cobrarse revancha.

—¿Contra usted?—Sí. Es preferible no cruzarse en el camino de esa clase de hombres, ya me

entiende.—¿Era violento?—Era lo que hiciera falta. Tal vez eso era lo que daba más miedo. —Dio otra

larga calada y luego añadió—: Mire, señor escritor, voy a contarle una historia.Hace unos diez años, yo estaba trabajando a altas horas, las dos o las tres de lamadrugada, y entran dos chicos y cuando me doy cuenta tengo una pistola denueve milímetros delante de la cara. Y uno de ellos no para de gritarme« cabrón» e « hijoputa» y « voy a pegarte un tiro en la cara, viejo» , ese tipo decosas. Pensé que me había llegado la hora mientras veía cómo el otro limpiaba lacaja. No soy demasiado religioso, pero me puse a murmurar padrenuestros yavemarías, ya sabe, porque era el fin. Pero, mire usted, los dos chicos selargaron sin decir ni una palabra más. Me dejaron tirado en el suelo detrás delmostrador y necesitado de una muda de calzoncillos. ¿Ve la situación?

Asentí.—Nada agradable.—No, señor, nada agradable. —Sonrió y sacudió la cabeza.—¿Pero qué relación tiene O’Connell con ese episodio?El hombre meneó lentamente la cabeza y resopló.—Nada —dijo—. Absolutamente nada. Excepto esto: cada vez que le hablaba

a O’Connell y él no me contestaba y se quedaba mirándome de aquella manera,me recordaba a cuando tuve delante de la cara el agujero negro de la pistola deaquel chico. La misma sensación. Siempre que hablaba con él me preguntaba sieso me valdría una muerte violenta.

8Un principio de pánico

Ashley se inclinó hacia la pantalla del ordenador, estudiando cada palabraque parpadeaba ante ella. Llevaba en esa postura más de una hora y la espaldaempezaba a dolerle. Los músculos de las pantorrillas le temblaban un poco, comosi hubiera corrido más de lo habitual un día de ejercicio.

Los mensajes eran un batiburrillo de notas de amor, corazones y globosgenerados electrónicamente, poemas malos escritos por O’Connell y poemasbuenos birlados a Shakespeare, Andrew Marvell y Rod McKuen. Todo resultabaempalagosamente trillado e infantil, y sin embargo daba miedo.

Ella iba anotando diferentes combinaciones de palabras y frases extraídas delos distintos e-mails para deducir cuál era el misterioso mensaje. No había nadaen cursiva o negrita que le facilitara la tarea. Después de casi dos horas deconcentración, finalmente arrojó el bolígrafo, frustrada. Se sentía estúpida, comosi le pasara por alto algo que hubiera resultado obvio para cualquier aficionado alos acrósticos y crucigramas. Odiaba los juegos.

—¿Qué es, cabrón? —le espetó a la pantalla—. ¿Qué intentas decirme?¡Maldito loco!

Volvió atrás y empezó por el principio, pasando rápidamente todos losmensajes.

—¿Qué? ¿Qué? —gritaba mientras desfilaban ante sus ojos.Y de pronto lo comprendió.El mensaje de Michael O’Connell no estaba contenido en los e-mails que

había enviado. El mensaje era que había podido enviarlos.Cada uno de ellos procedía de un nombre incluido en su lista de direcciones.

Todos eran suyos. El hecho de que contuviesen poemas almibarados e infantilesdeclaraciones de amor eterno era irrelevante. Lo único importante era que aquelchalado hubiese podido introducirse en su ordenador. Y luego, gracias a un astutotexto inicial, había conseguido que ella ley era todos los mensajes. Además, eraprobable que al abrirlos hubiera dado entrada también a Michael O’Connell.Aquel tipo era como un virus, y ahora estaba tan cerca de ella que bien podíahaber estado sentado a su lado.

Con un pequeño gemido, Ashley se reclinó en la silla con brusquedad y casiperdió el equilibrio. Sintió una especie de mareo, como si la habitación girara a sualrededor. Se agarró a los brazos de la silla con firmeza e inspiró hondo variasveces para sosegarse.

Se dio la vuelta despacio y contempló el pequeño mundo de su apartamento.Michael O’Connell había pasado solo una noche allí, una noche truncada. Ellacreía que ambos estaban borrachos y lo había invitado. Ahora intentó repasar quéhabía sucedido de verdad aquella noche aciaga. No logró recordar cuánto había

bebido él. ¿Una copa? ¿Cinco? ¿Se había contenido mientras ella bebía? Larespuesta se había perdido en su propio exceso aquella noche. Habíaexperimentado una desagradable sensación de libertad, un tono de abandono queno cuadraba con ella. Se habían desnudado torpemente y luego habían copuladofrenéticamente. Fue rápido, nervioso, sin mucha ternura. Acabó en pocosminutos. Si hubo algún afecto real en el acto, no podía recordarlo. Para ella habíasido una liberación explosiva y rebelde, justo en una época en que solía tomarmalas decisiones. La resaca de una ruidosa y fea ruptura con su novio de tercercurso, relación que había durado hasta el último año a pesar de algunas peleas yuna sensación general de insatisfacción. La graduación y la incertidumbre laasaltaban a cada paso. Una sensación de aislamiento de sus padres y de susamigos. Todo en su vida le parecía forzado, un poco torcido, desenfocado ydesafinado. Y en aquel torbellino se produjo aquella única desafortunada nochecon O’Connell. Era guapo, seductor, diferente a los estudiantes con que habíasalido en la facultad, y ella había pasado por alto aquella manera rara que teníade mirarla desde el otro lado de la mesa, como tratando de memorizar cadacentímetro de su piel, y no de una manera romántica.

Sacudió la cabeza.Los dos se derrumbaron en el colchón al terminar. Ella agarró una almohada

y, con la habitación dándole vueltas y un sabor amargo en la boca, se quedódormida al momento. « ¿Qué hizo él? —se preguntó ahora—. Encendió uncigarrillo» . Por la mañana, ella se levantó, sin propiciar un segundo revolcón, ylo despertó aduciendo que tenía una entrevista importante. No lo invitó adesay unar ni lo besó, tan solo se metió en la ducha y se frotó con frenesí bajo elagua caliente, restregando cada centímetro de piel como si estuviera cubierta deun olor asqueroso. Quería que aquel tipo se marchara de inmediato, pero él no lohizo.

El rato que se quedó estuvo lleno de falsedades, mientras ella se distanciaba yse mostraba fría y evasiva, hasta que por fin él la miró durante un silencioincómodamente largo, sonrió asintiendo y se marchó sin más.

« Y ahora no para de hablar de amor —pensó Ashley—. ¿De dónde ha salidoun bicho así?» .

Lo recordó marchándose con una expresión de frialdad. Eso la hizo agitarseincómoda.

Los demás hombres con los que había intimado, aunque fuera brevemente, sehabrían marchado enfadados, esperanzados o solo con arrogancia por haberconseguido echar un polvo. Pero O’Connell fue diferente. Simplemente la habíadejado helada con su silencio antes de marcharse con un gesto que sugería queinexorablemente volverían a verse pronto.

Entonces reparó en que ella se había dormido, y luego había estado un ratobajo la ducha. ¿Había dejado el ordenador encendido? ¿Qué cosas había

esparcidas en su mesa? ¿Sus recibos bancarios? ¿Qué números? ¿Qué claves?¿Qué había tenido él tiempo de robar?

¿Qué se había llevado?Era la pregunta obvia, pero no quería responderla.Por un instante, la habitación volvió a girar. Entonces Ashley se levantó y

corrió al pequeño cuarto de baño. Se agachó ante la taza del inodoro y vomitóviolentamente.

Después de lavarse, Ashley se envolvió en una manta y se sentó en el bordede la cama, considerando qué debería hacer. Se sentía como la superviviente deun naufragio después de varios días a la deriva en el mar.

Pero, cuanto más tiempo permanecía allí sentada, más se enfurecía.Michael O’Connell no tenía ningún derecho sobre ella. No tenía derecho a

acosarla. Sus reclamos de amor eterno eran una soberana idiotez.En general, Ashley era comprensiva, no le gustaban los enfrentamientos y

evitaba la lucha casi a cualquier precio. Pero esa locura (no se le ocurría otrapalabra) resultante de una noche insensata había ido demasiado lejos.

Se despojó de la manta y se levantó.—Maldición —dijo—. Esto se va a acabar. Hoy mismo. Ya basta de

chorradas.Se acercó a la mesa y cogió el teléfono móvil. Sin pensar lo que iba a decir,

marcó el número de O’Connell.Él respondió casi de inmediato.—Hola, amor —dijo casi alegremente, con una familiaridad que la

enfureció.—No soy tu amor.Él no respondió.—Mira, Michael. Esto tiene que acabar.Silencio.—¿De acuerdo?Silencio.—¿Michael?—Estoy aquí —dijo fríamente.—Se acabó.—No te creo.—He dicho que se acabó, ¡maldita sea!Otro silencio, y luego él dijo:—No lo creo.Ashley no pensaba rendirse, pero entonces él colgó sin más.—¡Maldito hijo de puta! —exclamó, y volvió a marcar el número.

—Eres obstinada, ¿eh? —respondió él.Ella tomó aire.—De acuerdo —dijo, envarada—. Si no quieres aceptarlo por las buenas,

será por las malas.Él rio.—De acuerdo —dijo ella—. Reúnete conmigo para almorzar.—¿Dónde? —preguntó él bruscamente.Ella trató de pensar en el sitio adecuado. Tenía que ser un lugar familiar,

público, un lugar donde ella fuese conocida y él no, un lugar donde estuvierarodeada de aliados. Ese escenario le daría la fuerza necesaria para librarse deaquel capullo de una vez para siempre, pensó.

—El restaurante del museo de arte —dijo—. A la una. ¿De acuerdo?Se lo imaginó sonriendo al otro lado de la línea. Eso la hizo estremecerse,

como si una ráfaga helada se hubiera colado por la ventana. La propuesta debíade haberle resultado aceptable, comprendió Ashley, porque él había colgado.

*

—Supongo que en cierto modo todo se reduce a un problema dereconocimiento —dije—. Se trataba de lograr entender qué estaba pasando.

—Ya —respondió ella—. Fácil de decir. Difícil de hacer.—¿Lo es?—Sí. Sabes que nos gusta presumir de que sabemos reconocer el peligro

cuando aparece en el horizonte. Cualquiera puede evitar el peligro que tienecampanas, silbatos, luces rojas y sirenas. Pero es más difícil cuando no sabesexactamente con qué estás tratando. —Pensó un instante y luego se llevó a loslabios el vaso de té frío.

—Ashley lo sabía —dije.Ella negó con la cabeza.—No. Estaba asustada y rabiosa. Y su rabia ocultaba el carácter desesperado

de su situación. En realidad, ¿qué sabía de Michael O’Connell? Nada. En cambioél sí sabía mucho de ella. Curiosamente, aunque a distancia, Scott estaba máscerca de comprender la verdadera naturaleza de aquello a lo que se enfrentaban,porque actuaba más por instinto, sobre todo al principio.

—¿Y Sally ? ¿Y su compañera, Hope?—Todavía no conocían el miedo. Pero no por mucho tiempo.—¿Y O’Connell?Ella vaciló.—No podían verlo. No todavía, al menos.—¿Ver qué?—Que estaba empezando a disfrutar.

9Dos encuentros diferentes

Cuando Scott no pudo localizar a su hija ni en el teléfono fijo ni en el móvil, laansiedad se apoderó de él, pero se dijo que estaba exagerando. Era mediodía, yprobablemente ella había salido. En más de una ocasión dejaba el móvilcargando en su apartamento.

Así que, tras dejarle un breve mensaje (« Solo quería saber cómo van lascosas» ), se sentó y se preocupó por si debería estar preocupado. Después deunos minutos sintiendo el pulso acelerado, se levantó y se paseó por el pequeñodespacho. Luego se sentó y se puso a responder los e-mails de algunosestudiantes. También imprimió un par de trabajos. Estaba intentando perder eltiempo en un momento en que no estaba seguro de tener tiempo que perder.

No pasó mucho antes de que volviera a reclinarse en el sillón de su escritorio,meciéndose suavemente adelante y atrás, mientras evocaba imágenes delpasado. Una vez, cuando Ashley tenía poco más de un año, contrajo una fuertebronquitis, y la temperatura le subió de golpe y no podía dejar de toser. Él laacunó en brazos toda la noche, tratando de arrullarla y calmarle la tos. Respirabacada vez con mayor dificultad. A las ocho de la mañana llamó a la consulta delpediatra y le dijeron que fuera de inmediato. El médico examinó a Ashley, leauscultó el pecho, y luego exigió saber fríamente por qué no la habían llevadoantes a urgencias.

—¿Pensaban que abrazándola toda la noche iba a ponerse mejor? —le dijo.Scott no respondió, pero, sí, había pensado que abrazándola se recuperaría.Naturalmente, los antibióticos fueron una solución mejor.Cuando Ashley empezó a repartir su tiempo entre las casas de sus padres,

Scott permanecía despierto en su cuarto, caminando de un lado a otro, incapaz deno imaginarse lo peor: accidentes de tráfico, atracos, drogas, alcohol, sexo…todos los desagradables inconvenientes de crecer. Sabía que Sally estaba dormidaen su cama aquellas noches en que la adolescente Ashley andaba por ahírebelándose contra Dios sabe qué. Sally siempre tenía problemas paraenfrentarse al agotamiento que provoca la preocupación. Parecía creer quedurmiendo lograría anular la tensión y su causa, como si nunca hubiera existido.

Odiaba esa actitud de su ex mujer. Siempre se había sentido solo, inclusoantes de divorciarse.

Jugueteó con un lápiz entre los dedos, hasta que por fin lo partió por la mitad.Inspiró hondo. « ¿Pensaban que abrazándola toda la noche iba a ponersemejor?» .

Scott se dijo que angustiarse pasivamente era inútil. Tenía que hacer algo,aunque se equivocara por completo.

Ashley llegó a su trabajo unos diez minutos antes de lo normal, impulsada porla furia, su habitual caminar tranquilo sustituido por un paso ligero, la mandíbulaapretada, preocupada por O’Connell. Observó un momento las enormescolumnas dóricas que señalaban la entrada al museo y luego se volvió paracontemplar la calle. El sitio donde trabajaba pertenecía a su mundo, no al deMichael O’Connell. Se sentía cómoda entre las obras de arte, las comprendía,percibía la energía tras cada pincelada. Los lienzos, como el museo, eranenormes y ocupaban grandes zonas de pared. Intimidaban a muchos visitantes,empequeñeciendo a todo aquel que se detenía ante ellos.

Sintió un atisbo de satisfacción. Era el lugar perfecto para librarse de losgrotescos reclamos amorosos de Michael O’Connell. Aquí todo era de ella. Nadaera de él. El museo haría parecer ridículo y patético a aquel obseso. Esperabaque su reunión fuera rápida y relativamente indolora para ambos.

Repasó mentalmente la actitud que pensaba mostrar: educada pero inflexible,afable pero fuerte. Nada de quejas con voz partida. Nada de gimoteantes « porfavor» y « déjame en paz» . Directa y al grano. Fin de la historia. Se acabó.

Ningún debate sobre el amor. Ninguna discusión sobre expectativas futuras.Nada sobre aquella noche. Nada sobre los e-mails. Nada sobre las flores muertas.Nada que ampliase las pocas cosas que los relacionaban. Nada que él pudieratomar como una crítica. Sería una ruptura limpia y sin complicaciones. Solo: losiento, pero se acabó, adiós para siempre.

Incluso se permitió imaginar que, cuando terminara ese desagradableencuentro, quizá Will Goodwin la llamaría. La sorprendía que aún no lo hubierahecho. Ashley no estaba acostumbrada a que los chicos no volvieran a llamarla,así que se sentía un poco insegura al respecto. Pensó un poco en Will mientras sedirigía a las oficinas del museo, saludando con la cabeza a la gente que conocía yrespirando la benigna normalidad del día.

A la hora del almuerzo, se encaminó a la cafetería, se sentó a una mesa ypidió un botellín de agua con gas, pero nada de comer. Se había colocado deforma que pudiera ver a O’Connell cuando subiera por las escalinatas del museoy cruzara las grandes puertas de cristal de la entrada. Miró la hora, la una enpunto, y se preparó, sabiendo que él sería puntual.

Sintió un pequeño temblor en las manos y un leve sudor en las axilas. Serecordó: nada de besos en la mejilla ni apretones de manos. Ningún contactofísico. « Solo señálale el asiento de enfrente y compórtate con sencillanormalidad. No te desvíes» .

Sacó un billete de cinco dólares para pagar el importe del agua y se lo guardóen el bolsillo, donde pudiera sacarlo rápidamente. Si tenía que levantarse ymarcharse, pagaría su consumición. Se felicitó por tomar esa precaución. Noquería deberle ni una botella de agua.

« ¿Algo más?» , se preguntó. Ningún cabo suelto. Se sentía nerviosa pero

segura. Miró por los ventanales, esperando verlo. Aparecieron un par de parejas,luego una familia, los jóvenes padres arrastrando a un majadero crío de cinco oseis años. Una extraña pareja de hombres may ores subía lentamente lasescalinatas, haciendo altos para descansar. Ashley observó la acera y la calle alfondo. Ni rastro de Michael O’Connell.

A la una y diez empezó a preocuparse.A la una y cuarto el camarero se acercó y con firme amabilidad le preguntó

si iba a pedir algo más.A la una y media supo que él no iba a venir. De todas maneras, esperó.A las dos dejó los cinco dólares sobre la mesa y salió del restaurante.Echó una última mirada alrededor, en vano. Sintiendo un sombrío vacío en su

interior, volvió al trabajo. Cuando llegó a su mesa, cogió el teléfono, pensandollamarlo para pedirle una explicación.

Sus dedos vacilaron.Por un instante se le ocurrió que tal vez él se había acobardado. ¿Acaso por

fin había aceptado que no tenía nada que hacer? « Tal vez y a ha salido de mi vidapara siempre» , pensó con una súbita sensación de triunfo. En ese caso, lallamada era innecesaria, y de hecho estropearía el éxito obtenido.

No creía que pudiera tener tanta suerte, pero desde luego era una posibilidad.Sintió un delicioso y reparador alivio.

Así pues, volvió al trabajo, tratando de ocupar su cabeza con la monotonía dela rutina.

Ashley trabajó hasta tarde, bastante más de lo necesario.Llovía cuando salió del museo. Era una fría lluvia que hacía resonar un

tamborileo de soledad en la acera. Ashley se puso una gorra de lana y se cerró elabrigo al salir, la cabeza gacha. Bajó con cuidado la resbaladiza escalinata yechó a andar por la calle cuando sus ojos captaron un reflejo de neón rojo en unatienda frente a ella. Las luces parecieron mezclarse con los faros de un automóvilque pasó de largo. Ashley no estuvo segura de por qué sus ojos se dirigieronhacia allí, pero vio una figura fantasmal.

Inclinado, mitad en la luz y mitad en las sombras, Michael O’Connellesperaba.

Ella se detuvo bruscamente.Sus ojos se encontraron.Él llevaba una gorra oscura y una cazadora verde estilo militar. Parecía

anónimo y oculto, pero al mismo tiempo llamaba la atención con una extrañaintensidad.

Ashley sintió un retortijón en el estómago y jadeó en busca de aire.Él no hizo ningún gesto. Nada que indicara que la reconocía, aparte de su

mirada fija.Ashley dio un paso atrás y el corazón se le aceleró, pero no supo qué hacer.

En la calle ante ella, un coche dio un volantazo para evitar un taxi, proy ectandouna mancha de luz en su camino. Hubo un súbito sonar de claxons y chirriar deneumáticos sobre el pavimento mojado. Ella se distrajo un segundo y cuandovolvió a mirar O’Connell y a no estaba allí.

Retrocedió otro paso.Miró arriba y abajo, pero él había desaparecido. Por un momento dudó sobre

qué había visto exactamente. Tal vez no había sido más que una alucinación.El primer paso adelante de Ashley fue inestable, pero no como un borracho

en una fiesta o una viuda desconsolada en un funeral. Fue un paso lleno de duda.Giró de nuevo, tratando de divisar a O’Connell, pero no lo logró. La abrumó lasensación de que estaba justo detrás de ella y se volvió bruscamente, pero casi sedio de bruces con un hombre de negocios que cruzaba presuroso la calle. Cuandose apartó hacia un lado, casi chocó con una pareja de jóvenes.

—¡Eh! ¡Mira por dónde vas! —le dijeron.Ashley los siguió, pisando charcos, avanzando tan rápidamente como podía.

No paraba de mover la cabeza a izquierda y derecha. Estaba demasiado asustadapara mirar atrás. Continuó su camino casi corriendo.

Unos segundos después llegó a la estación de metro. Pasó por el torniquete yse sintió aliviada por la multitud y las luces fuertes del andén.

Estiró el cuello, intentando divisar a O’Connell entre la gente que esperaba eltren. Nada. Se volvió y miró a la gente que subía las escaleras, pero tampoco lovio. Sin embargo, no estaba segura de que no estuviese escondido en algunaparte. No podía ver entre todos los grupos de personas, y había pósters ycolumnas que obstaculizaban la visión. Se volvió, deseando que llegara el tren. Enese momento solo quería marcharse. Se consoló diciéndose que no podíasucederle nada en una estación abarrotada y, mientras se decía que estaba asalvo, sintió un empujón por detrás. Por un horrible segundo pensó que iba aperder el equilibrio y caer a las vías. Jadeó y dio un salto atrás.

Tragó saliva y sacudió la cabeza. Se abrazó el cuerpo, tensando los músculoscomo un atleta que anticipa el golpe, como si Michael O’Connell estuviera a suespalda dispuesto a empujarla. Prestó atención al sonido de una respiración cercade su oreja, demasiado desesperada para volverse a mirar. De pronto un convoyirrumpió en el andén con un estrépito rechinante. Ashley soltó un suspiro de aliviocuando el tren se detuvo y las puertas se abrieron con un sonido sibilante.

Dejó que la arrastrara la marea de viajeros y tomó asiento, para quedarinmediatamente apretujada entre una mujer may or y un estudiante que apestabaa tabaco. Delante de ella, media docena de pasajeros se agarraron a las barrasde metal y los asideros.

Ashley miró a izquierda y derecha, inspeccionando cada rostro.

No lo vio.Con otro resoplido, las puertas se cerraron. El tren se estremeció al arrancar.Cuando el convoy empezó a moverse, Ashley se giró en su asiento y echó

una última ojeada al andén. Lo que vio la hizo atragantarse, y eso fue todo lo quepudo hacer para no gritar de miedo: O’Connell estaba de pie, justo en el mismositio donde ella había estado unos segundos antes. No se movió. Impasible comouna estatua, sus ojos se clavaron una vez más en los de ella mientras el trenaceleraba. Enseguida desapareció junto con la estación.

Ashley sintió el rítmico traqueteo de aquel tren que la alejaba de superseguidor. Pero no importaba lo rápido que fuera: Ashley comprendió que ladistancia que los separaba era irrisoria y, probablemente, inexistente.

*

El campus de la Universidad de Massachusetts-Boston está situado junto a labahía. Sus edificios son tan feos y recios como una fortificación medieval. En losdías calurosos de principios de verano, las paredes de ladrillo marrón y las acerasde asfalto gris parecen absorber el calor. Es una especie de facultad sustituta.Atiende a muchos estudiantes que quieren una segunda oportunidad, consensibilidad de infantería: no es bonita, pero es crucialmente importante cuandomás la necesitas.

Me perdí una vez en ese mar de cemento y tuve que preguntar antes deencontrar la escalera correcta que desciende a un vestíbulo pelado y unacafetería. Vacilé un momento, y luego divisé al profesor Corcovan, que mesaludaba desde un rincón tranquilo.

Las presentaciones fueron rápidas, un apretón de manos y unas frases sobreel excesivo calor.

—Bien —dijo el profesor, y dio un sorbo a su agua mineral—. ¿En qué puedoay udarle exactamente?

—Michael O’Connell —respondí—. Asistió a dos cursos suyos de informáticahace unos años. ¿Lo recuerda?

Corcoran asintió.—Lo recuerdo, en efecto. Quiero decir que en realidad no debería, pero lo

recuerdo, lo que ya significa algo en sí mismo.—¿A qué se refiere?—Cientos de estudiantes han pasado por esos dos mismos cursos en los

últimos años. Montones de exámenes, montones de trabajos finales, montones derostros. Con el tiempo, todos acaban conformando un estudiante tipo que vistevaqueros, se pone al revés las gorras de béisbol y trabaja en dos sitios diferentespara costearse una segunda oportunidad en su educación.

—Entiendo. ¿Y O’Connell…?

—Bien, digamos que no me sorprende que aparezca alguien haciendopreguntas sobre él.

El profesor era un hombre delgado y menudo, de escaso pelo rubio. Usababifocales y llevaba bolígrafos y lápices en el bolsillo de la camisa, y portaba unraído maletín repleto.

—Ajá —dije—. ¿Por qué no le sorprende?—La verdad es que siempre pensé que algún día aparecería un detective

preguntando por él. O el FBI o un ay udante del fiscal. ¿Sabe quiénes asisten a lasclases que imparto? Estudiantes que creen que las cosas que aprendan mejoraránconsiderablemente su situación económica. El problema es: cuanto más aptos sevuelven los estudiantes, más claro les resulta cómo se puede usar mal lainformación.

—¿Usar mal?—Un eufemismo para suavizar la verdad —dijo—. Uno de los temas que

estudiamos es el delito informático, pero aun así… Mire, la mayoría de los chicosque eligen, digamos, el « lado equivocado» —sonrió—, bueno, son lo que cabríaesperar. Cretinos y perdedores. Normalmente solo crean problemas pirateandovideojuegos, archivos musicales o películas de Hollywood antes de que seaneditadas en DVD, esa clase de cosas. Pero O’Connell era diferente.

—¿En qué sentido?—Era mucho más peligroso. Veía los ordenadores exactamente como lo que

son: una herramienta. ¿Qué herramientas necesita un tipo malo? ¿Una navaja?¿Una pistola? Depende del delito que tengas en mente, ¿no? Un ordenador puedeser tan eficaz como una nueve milímetros en las manos equivocadas, y las suyas,créame, eran las manos equivocadas.

—¿Cuándo se dio cuenta?—Desde el primer momento. No miraba el mundo a su alrededor de esa

manera turbia y asombrada que tienen tantos estudiantes. Tenía, no sé, un aireresuelto. Era atractivo. Pero rezumaba una especie de peligrosidad. Como si solole importara lo que tenía en mente. Y cuando lo mirabas con atención, laexpresión de sus ojos era verdaderamente inquietante. Una expresión queadvertía: no te interpongas en mi camino.

» ¿Sabe? Una vez me entregó un trabajo un par de días tarde, así que hice loque hago siempre, y que anuncio el primer día de clase: le resté un punto porcada día de retraso. Él me dijo que era injusto. Como puede suponer, no era laprimera vez que un estudiante venía a quejarse por una nota. Pero con O’Connellla conversación fue diferente, de algún modo. No estoy seguro de cómo lo logró,pero de pronto me encontré en la postura de justificarme, no al revés. Y cuantomás le explicaba que no era injusto, más entornaba él los ojos. Sabía mirarte deuna manera que equivalía a un puñetazo. El impacto era el mismo: sabías que noquerías estar en el otro extremo de esa mirada. Nunca amenazaba directamente,

nunca decía ni hacía nada a las claras. Pero, cuando hablamos, comprendíexactamente lo que pretendía: me estaba haciendo una advertencia.

—Le impresionó.—Me mantuvo despierto toda la noche, si vamos a eso. Mi esposa no cesaba

de preguntarme qué me pasaba, y yo tuve que mentirle diciéndole que nada.Tenía la sensación de haber evitado por los pelos algo verdaderamentedesagradable.

—¿Llegó a hacerle algo?—Bueno, un día me hizo saber, de pasada, que había averiguado dónde vivía.—¿Y?—Y ahí fue donde terminó.—¿Cómo?—Me humillé hasta lo indecible. Un completo fracaso por mi parte. Lo llamé

después de clase, le dije que reconocía mi error, que él tenía razón en todo, y lepuse un sobresaliente en el trabajo y otro en el semestre.

No dije nada.—Bueno —añadió el profesor Corcoran mientras recogía sus cosas—. ¿A

quién ha matado?

10Un pobre comienzo

Hope estaba en la cocina peleándose con una receta nueva, mientrasesperaba a Sally. Probó la salsa, que le quemó la lengua, y maldijo entre dientes.No sabía bien, pensó, y temió que le estropeara la cena. Por un instante, sintióuna indefensión incongruente con un mero fracaso culinario, y los ojos se lehumedecieron.

No sabía exactamente por qué Sally y ella estaban pasando por un períodotan difícil.

Cuando lo analizaba a nivel superficial, no encontraba ningún motivo para suslargos silencios y sus momentos de incomodidad. No había ninguna causa realpara sentir ansiedad, ni en el bufete de Sally ni en el colegio de Hope. De hecho,les iba bien económicamente, y tenían dinero para tomarse unas vacaciones enun lugar exótico, comprarse un coche nuevo o incluso reamueblar la cocina.Pero cada vez que uno de esos pequeños caprichos había aparecido en laconversación, lo descartaban. Empezaban a enumerar razones por las que nodeberían hacer una cosa o la otra. Quien más obstáculos ponía para entorpecercualquier plan era Sally, y esto preocupaba profundamente a Hope.

Parecía haber pasado mucho tiempo desde la última vez que habíancompartido algo.

Incluso hacer el amor, que antes era algo tierno y placentero, se había torcidoúltimamente. Había adquirido una dinámica rutinaria, y las ocasiones depracticarlo se espaciaban cada vez más.

En cierto modo, se dijo, la falta de pasión sugería que tal vez Sally estababuscando afecto en otra parte. La idea de que su compañera tuviera una aventurale resultaba, por un lado, totalmente ridícula, y por otro, completamenterazonable. Apretó los labios y se dijo que fantasear sobre desastres emocionalesera convocarlos, y entretenerse pensando en una sospecha u otra solo era fuentede nerviosismo. Odiaba la inseguridad. No era propio de ella.

Miró el reloj de pared, y tuvo unas súbitas ganas de apagar la cocina, ponersesus zapatillas de deporte y salir a correr. Todavía había algo de luz diurna, y pensóque, aunque estuviera agotada por la jornada en el colegio y por elentrenamiento de fútbol, tres o cuatro kilómetros a toda marcha la relajarían.Cuando era jugadora, al final del partido siempre tenía más energía que susoponentes. Creía que guardaba relación con alguna capacidad emocional innata,algo que la impulsaba para que al final, cuando las demás se sentían exhaustas,ella contara aún con fuerzas. Una reserva que le permitía correr cuando lasdemás jadeaban, como si pudiera posponer el cansancio hasta después delpartido.

Apagó la cocina y subió en tres zancadas al dormitorio. Solo tardó unos

segundos en ponerse unos pantalones cortos, una vieja sudadera roja delManchester United y las zapatillas. Quería salir de casa antes de que volvieraSally, para no tener que dar explicaciones sobre por qué le apetecía correr, a unahora en que solía estar preparando la cena.

Anónimo estaba al pie de las escaleras, meneando la cola. Reconoció la ropade correr pero sabía que ahora rara vez lo incluían. Hubo una época en que sehabría colocado al instante a su lado, loco de contento, pero ahora se limitaba aescoltarla hasta la puerta y luego sentarse a esperar su regreso, lo cual, pensabaHope, parecía la manera en que Anónimo interpretaba sus responsabilidadescaninas.

Sonó el teléfono. Ahora solo quería librarse por un rato de todos losproblemas. Supuso que la llamada sería de Sally, tal vez para anunciar que iba allegar tarde. Ya nunca llamaba para decir que llegaría temprano. Hope no queríaoír esto, y su primer impulso fue ignorar la llamada.

El teléfono seguía sonando.Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y volvió. Cogió el teléfono.—Diga —dijo secamente.—¿Hope?Hope no solo oyó la voz de Ashley, sino un mundo de problemas.—Hola, killer —respondió, utilizando el mote que solo ellas dos conocían—.

¿Algo va mal? —añadió con un tono distendido que contrariaba no solo su propiasituación, sino el nudo que de pronto sintió en el estómago.

—Oh, Hope —gimió Ashley, y la otra percibió las lágrimas—. Creo quetengo un problema.

Sally estaba escuchando la emisora local de rock alternativo cuando empezóa sonar Poor, poor pitiful me, de Warren Zevon, y, por un motivo que no pudocomprender, se sintió obligada a pararse en el arcén, donde escuchó la cancióncompleta, tamborileando con los dedos en el volante.

Luego se miró las manos. Las venas del dorso destacaban, azuladas como lascarreteras en un plano. Sus dedos estaban tensos, tal vez un poco artríticos. Losfrotó, tratando de recuperar parte de la flexibilidad perdida. En su juventud,muchas cosas hermosas destacaban en ella: su piel, sus ojos, las curvas de sucuerpo, pero lo que más le gustaba eran sus manos, que parecían contener notasen su interior. En su adolescencia tocaba el violoncelo y pensaba presentarse a laspruebas para Juilliard o Berklee, pero al final había seguido una educación másnormal que, de algún modo, había desembocado en un marido, una hija, unaaventura con otra mujer, un divorcio, una licenciatura en derecho, su trabajoactual y su vida actual.

Ya no tocaba el violoncelo. No lograba que sonara tan puro y sutil como

antes, y prefería no escuchar sus errores. Sally no soportaba ser torpe.La canción llegaba a su fin, y Sally se vio los ojos en el retrovisor. Lo ajustó

para echarse un vistazo. Estaba a punto de cumplir los cincuenta; algunos laconsideraban una fecha clave, pero ella la temía. Aborrecía los cambios en sucuerpo, desde los sofocos hasta el dolor en las articulaciones. Detestaba lasarrugas que se formaban en las comisuras de los ojos. Y la piel floja de labarbilla y los glúteos. Sin decírselo a Hope, se había apuntado a un gimnasiolocal, y corría en la cinta sinfín y en las máquinas de marcha cuantas vecespodía.

Había empezado a leer publicidad sobre cirugía plástica, e incluso habíapensado en escapar a un spa de moda, aduciendo un viaje de trabajo. No sabíapor qué escondía estas cosas a su compañera, pero reconocía lo que en sí mismosignificaba.

Inspiró hondo y apagó la radio.Por un momento pensó que le habían robado la juventud. Sintió un sabor

amargo en la lengua, como si todo en su vida fuera predecible, establecido yfijado. Incluso su relación sentimental, que en algunas partes del país habríaprovocado habladurías y reprobación, en el oeste de Massachusetts era una rutinatan habitual como la llegada de las estaciones. Sally ni siquiera era una proscritapor sus preferencias sexuales.

Aferró el volante y dejó escapar un grito breve y furioso. No un grito, sinomás bien un aullido de dolor. Luego miró alrededor, para asegurarse de queningún peatón la había oído.

Puso el coche en marcha.« ¿Y ahora qué me espera? —se preguntó mientras se incorporaba al tráfico,

consciente de que una vez más llegaba tarde para cenar—. ¿Alguna enfermedadhorrible? ¿Tal vez cáncer de mama, osteoporosis, anemia?» . Fuera lo que fuese,no sería peor que la furia sin control, la frustración y la locura que sentía latir ensu interior y que no era capaz de dominar.

*

—Entonces, ¿las dos mujeres tenían problemas?—Sí, supongo que puede decirse así. Pero eso no abarca todo lo que significó

la entrada de O’Connell en sus vidas, y cómo su mera presencia redefinió granparte de lo que estaba sucediendo.

—Comprendo.—¿De verdad? No lo parece.Estábamos en un pequeño restaurante, cerca del ventanal, y ella contemplaba

la calle principal de la pequeña ciudad universitaria donde vivíamos. Sonrió y sevolvió hacia mí.

—Lo damos todo por hecho en nuestras bonitas y seguras vidas de ciudadanosde clase media, ¿verdad? —Y añadió—: Los problemas a veces ocurren no solocuando menos los esperamos, sino cuando estamos menos preparados parahacerles frente. —Había una pizca de nerviosismo en su voz que parecía fuera delugar en aquella hermosa y casi perezosa tarde.

—De acuerdo —suspiré—. Así que la vida de Scott no era lo que se diceperfecta, aunque, en conjunto, no estaba tan mal. Tenía un buen trabajo, ciertoprestigio y un sueldo más que aceptable, que debería haber compensado por almenos parte de su soledad. Y Sally y Hope estaban pasando por un momentodifícil, pero aun así tenían recursos. Recursos significativos. Y Ashley, a pesar deser educada y atractiva, afrontaba también una etapa escabrosa. Así es la vida,¿no? ¿Cómo…?

Ella me interrumpió, alzando la mano como un guardia de tráfico, mientrascon la otra cogía su vaso de té. Bebió antes de responder.

—Necesitas perspectiva. De lo contrario, la historia no tendrá sentido.No respondí.—Morir es algo muy simple —prosiguió—. Pero hay que aprender que todos

los minutos que llevan a ese desenlace, y todos los minutos posteriores, sonterriblemente complicados.

11La primera respuesta

A Sally le extrañó que la puerta estuviera abierta. Anónimo estaba tendidojunto a la entrada, medio dormido medio montando guardia. Alzó la cabeza, yagitó la cola al verla. Sally lo rascó entre las orejas, que era más o menos hastadonde llegaba su relación con el perro. Sospechaba que si Jack el Destripadorhubiera aparecido con una galleta en una mano y un cuchillo ensangrentado en laotra, Anónimo se habría abalanzado hacia la galleta.

Alcanzó a oír el final de una conversación mientras dejaba el maletín en elpequeño vestíbulo.

—Sí… sí. De acuerdo, comprendo. Volveremos a llamarte esta noche. No tepreocupes, todo saldrá bien. Sí. Hasta luego.

Sally oyó el auricular volver a su horquilla, y luego a Hope resoplar y añadir:—Dios mío…—¿Qué ocurre? —preguntó Sally.Hope se volvió.—No te he oído entrar…—La puerta estaba abierta. —Sally observó su atuendo deportivo y añadió—:

¿Salías o entrabas?Hope ignoró la pregunta y el tono.—Era Ashley —dijo—. Está muy preocupada. Resulta que es verdad que

tuvo relación con un tipo de Boston, y ahora se siente asustada.Sally vaciló un instante.—¿Qué significa « tuvo relación» ?—Tendrías que preguntárselo a ella. Yo he entendido que tuvo un rollo de una

noche y ahora el tipo no la deja en paz.—¿El mismo que escribió la famosa carta?—Así parece. No deja de insistir en « estamos hechos el uno para el otro» ,

pero será mejor que Ashley te lo explique. Parecerá, no sé, más real, si se looyes a ella.

—Bueno, supongo que la niña está haciendo una montaña de un grano dearena, pero…

Hope la interrumpió.—No me lo pareció. Desde luego que puede ser melodramática cuando se lo

propone, pero la oí asustada de verdad. Creo que deberías llamarla ahora mismo.Le hará bien hablar con su madre. Para tranquilizarse, y a sabes.

—¿Ese tipo le ha pegado? ¿O amenazado?—No exactamente. Sí y no. Es difícil de decir.—¿Qué quieres decir con « no exactamente» ? —repuso Sally con rudeza.Hope sacudió la cabeza.

—Quiero decir que « voy a matarte» es una amenaza clara, pero « siempreestaremos juntos» también podría serlo, aunque más sutil. Es difícil de decirhasta que oigas las palabras por ti misma. —Sally se mostró irritantementetranquila al respecto. Esto sorprendió a Hope—. Llama a Ashley —repitió.

—De acuerdo —cedió Sally, y se dirigió al teléfono.

Scott intentó llamar a Ashley al teléfono fijo, pero la línea comunicaba y portercera vez esa tarde le saltó el contestador automático. Ya lo había intentado enel móvil, pero también le había contestado el buzón de voz. Se sintió más quefrustrado. Se preguntó para qué sirven exactamente todas estas modernas formasde comunicación, si no se llega a ninguna parte con mayor eficacia. En el sigloXVIII, pensó, cuando alguien recibía una carta de un lugar lejano, significabaalgo. Actualmente, al estar conectados de manera permanente, pensó, todoparecía mucho más lejos y carente de significado.

Antes de que su frustración aumentara, sonó el teléfono.—¿Ashley ? —preguntó con precipitación.—No, Scott, soy yo —dijo Sally.—Sally… ¿Algo va mal?Ella vaciló, creando el suficiente espacio oscuro para que su estómago se

tensara.—La última vez que hablamos —dijo ella con su tono de abogada ecuánime

—, expresaste cierta preocupación por una carta recibida por Ashley. Pues bien,puede que tu reacción estuviera justificada.

Scott hizo una pausa para evitar gritarle a aquel tono razonable y profesional.—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Ashley?—Está bien. Pero puede que en efecto tenga un problema.

Michael O’Connell entró en una pequeña tienda de artículos de arte antes devolver a casa. Se estaba quedando sin carboncillos, y se guardó una caja en elbolsillo del chaquetón. Escogió una libreta de bocetos de tamaño medio y la llevóal mostrador. Una joven de aspecto aburrido que lucía piercings faciales y el peloveteado de negro y rojo, leía tras la caja registradora una novela de vampiros deAnne Rice. Vestía una camiseta negra con la leyenda « Libertad para los tres deWest Memphis» en grandes letras góticas. O’Connell se reprochó no haberarramblado con más artículos, dada la nula atención que la chica prestaba a lasidas y venidas de los clientes. Anotó mentalmente regresar al cabo de unos días ytendió un par de dólares gastados por la libreta. A aquella dependienta nunca se leocurriría examinar los bolsillos de alguien dispuesto a pagar por algo.

« Maniobras de diversión» , pensó. Recordó cuando jugaba al fútbol

americano en el instituto. Sus jugadas favoritas eran aquellas basadas en elengaño. Hacer que el rival creyera una cosa cuando en realidad estabasucediendo otra. El pase de pantalla, el doble giro atrás. Era la clave de granparte de su vida, y la aprovechaba a cada oportunidad. Hacer creer que sucedíauna cosa, cuando en realidad estaba en juego otra muy distinta.

Era el juego lo que hacía que todo mereciera la pena.La chica le entregó unas monedas de vuelta.—¿Quiénes son los tres de West Memphis? —preguntó él.Ella lo miró como si el simple acto de comunicarse fuera doloroso. Suspiró.—Tres chicos condenados por haber asesinado a otro chico, pero no lo

hicieron. Los condenaron por su aspecto. A los meapilas de allí no les gustó laforma en que vestían y hablaban de cosas góticas y de Satanás. Ahora estáncondenados a muerte y eso es una gran injusticia. Ser diferente no te haceculpable.

Michael O’Connell asintió.—Cierto —dijo—. Pero facilita que los polis te busquen. Cuando eres

diferente, no puedes librarte de todo. Pero, si eres igual, puedes hacer lo quequieras.

Salió. Mientras caminaba por la calle, hizo una modesta reflexión basada enlo que acababa de oír. « Hay un pequeño margen en la sociedad —se dijo—donde uno puede moverse con relativa impunidad. Apártate de los grandesalmacenes con guardias de seguridad. Evita robar en un Dairy Mart o un 7-Eleven, porque en esos sitios roban continuamente y puede que hay a un polivigilando con una escopeta del 12 detrás de un espejo falso. Haz siempre loinesperado, ya que de ese modo mantienes a la gente confundida pero no alerta.Y nunca confíes en los demás» .

Para él todo eso era natural.Recorrió la calle hasta su edificio y subió las escaleras. Como de costumbre,

el pasillo estaba lleno de maullidos de gato. Como siempre, su vecina les habíapuesto cuencos con agua y comida. Varios mininos se apartaron de su camino.Eran los listos, pensó, porque reconocían una amenaza, aunque no supieranidentificarla. Los otros permanecieron cerca. Abrió la puerta con sigilo y aguzóel oído para escuchar a alguien en los otros apartamentos, sobre todo a la vieja.Luego se arrodilló y extendió la mano, hasta que uno de los gatos menosrecelosos se acercó lo suficiente para acariciarle la cabeza. Entonces, con unrápido y hábil movimiento lo agarró por el pescuezo y lo metió en suapartamento.

El gato se debatió un instante, pero O’Connell lo sostuvo con firmeza. Fue a lacocina y cogió una bolsa hermética grande. Este se reuniría con los demás en elcongelador. Cuando llegara a la media docena, se dijo, los arrojaría a algúnvertedero lejano. Y luego empezaría otra vez. Dudaba que la vieja llevase la

cuenta de sus bichos. Después de todo, él le había pedido amablemente un par deveces que limitara su número. No haber seguido su sugerencia, sobre todocuando la había expresado con cortesía, era en realidad lo que estaba matando alos gatos. Él no era más que el agente de la muerte.

Scott escuchó hablar a su ex esposa, más furioso a cada segundo que pasaba.No era que ella hubiera ignorado su corazonada, ni que él no hubiera tenido

razón todo el tiempo. Era aquel tono calmado lo que lo enfurecía. Pero discutircon Sally no iba a mejorar las cosas.

—Bien —dijo—, y o creo, y Ashley también, que lo mejor sería que fueras aBoston y la trajeras a casa por el fin de semana, para que pueda calibrar quéclase de problemas puede causarle ese joven.

—De acuerdo. Iré mañana.—Un poco de distancia suele dar perspectiva.—Bien lo sabes tú —replicó Scott—. ¿Cuál es tu perspectiva?Sally quiso responder con igual sarcasmo, pero se abstuvo.—Bien, Scott, ¿tú recogerás a Ashley ? Yo iría, pero…—No; iré y o. Probablemente tendrás una vista en los tribunales o algo

impostergable.—La verdad es que sí.—Durante el trayecto podré sondearla —dijo Scott—. Luego podremos trazar

un plan o lo que sea. O al menos tomar alguna medida más efectiva que traerla acasa por el fin de semana. Tal vez sea necesario que yo tenga una charla con esetipo.

—Antes de entrometernos deberíamos darle a Ashley una oportunidad deresolverlo sola. Es parte de la maduración de la persona, ya sabes…

—Esa es la clase de enfoque razonable y sensato que odio con toda mi alma—replicó Scott.

Ella no respondió. No quería que la conversación siguiera deteriorándose.Desde luego Scott tenía motivos para estar enfadado. Pero ya debería sabercómo funcionaba su mente, la de ella, haciendo que cada palabra pareciera luzreflejada a través de un prisma donde un ray o concreto era importante. Esto laconvertía en una abogada excelente y en ocasiones en una persona difícil.

—Tal vez debería ir esta noche —dijo Scott.—No. Eso sugeriría una alarma desmedida. Actuemos con calma.Hubo un breve silencio.—Oy e —preguntó Scott bruscamente—, ¿tienes alguna experiencia con esta

clase de cosas? —Se refería a experiencia legal, pero ella lo interpretó de unmodo distinto.

—Pues no. El único hombre que dijo que me amaría eternamente fuiste tú.

*

En el periódico local había aparecido un artículo que había sobrecogido a loshabitantes del valle donde yo vivía. Un niño de trece años, dejado en custodia enel décimo de una serie de hogares adoptivos, había muerto en extrañascircunstancias. La policía y la oficina del fiscal de distrito local estabaninvestigando, igual que todos los periodistas de kilómetros a la redonda. El niñohabía muerto de un disparo de escopeta a bocajarro. Los padres adoptivos decíanque el chico había encontrado la escopeta del padre, y estaba jugando con ellacuando se disparó accidentalmente. O tal vez no estaba jugando, sino que sesuicidó. O tal vez los moratones recientes en brazos y torso revelados por laautopsia sugerían que le habían propinado una tremenda paliza, o lo habíansujetado mientras algo más terrible tenía lugar. O tal vez niño y adultoforcejearon por la escopeta, y esta se disparó por accidente. O, aún peor, setrataba de un asesinato. Un asesinato provocado por la furia, por la frustración,por el deseo o simplemente por los malos naipes que la vida reparte a veces aaquellos peor preparados para ir de farol y no meterse en problemas.

Me parecía que la verdad es a veces indeciblemente evasiva.Cada día durante una semana, la foto en blanco y negro del niño muerto me

miró desde las páginas del periódico. Tenía una sonrisa bellamente irónica, casitímida, bajo unos ojos que parecían sugerir muchas cosas. Tal vez eso había dadomayor interés a la noticia, antes de que fuera tragada y desapareciera en laconstante marcha de los acontecimientos; había algo deshonesto en la muerte.Alguien era engañado.

A nadie le importaba el niño. Al menos, no lo suficiente.Supongo que y o no era muy distinto de todos los que ley eron la historia, o la

escucharon en las noticias, o la discutieron a la hora del café. Hacía pensar en lofrágil que es la vida y lo endeble que es nuestro asidero a eso que pasa porfelicidad. Supuse que, a su modo, esto es lo que quedó claro para Scott, Sally yHope.

12El primer plan

Scott cogió el coche a la mañana siguiente, tan temprano que el sol oblicuoreflejado en el embalse cerca de Gardner cegó momentáneamente el parabrisascon su resplandor. Normalmente cuando conducía el Porsche por la carretera 2,con sus tramos largos y vacíos a través de algunos de los paisajes menosatractivos de Nueva Inglaterra, pisaba el acelerador. Una vez lo multó unpatrullero con cara de pocos amigos por ir a más de ciento cincuenta kilómetrospor hora, y le endilgó el proverbial sermón sobre la seguridad vial. Cuandoconducía solo y rápido, que era tan frecuentemente como podía, a veces pensabaque era el único momento en que no se comportaba según los cánones de suedad. El resto de su vida estaba dedicada a ser responsable y adulto. Sabía que laintrepidez que exhibía en la carretera se debía a algo que lo roía por dentro.

El Porsche empezó a zumbar con su peculiar tono, un recordatorio tipo« puedo ir más rápido si me dejas» , y él se concentró en la conducción,pensando en la breve conversación mantenida con Ashley la noche anterior.

No había habido discusión sobre el motivo de ir a recogerla. Él habíaempezado con un par de preguntas, pero ella ya había hablado con Hope y consu madre, así que era probable que ya hubiera respondido esas mismaspreguntas. Así que todo se redujo a « estaré allí temprano» y « no te molestes enaparcar, haz sonar el claxon y yo bajaré corriendo» .

Scott suponía que, una vez en el coche, ella se sinceraría, al menos losuficiente para hacer una valoración de las cosas.

Hasta ahora no sabía qué pensar. Constatar que su sombrío presentimiento trasleer la carta había acertado no le producía ninguna satisfacción.

Tampoco sabía hasta qué punto debería sentirse preocupado. En cierto sentidolevemente egoísta, anhelaba ayudarla porque dudaba de tener muchas másoportunidades para actuar verdaderamente como un padre. Ella era casi unamujer adulta, y pronto dejaría de necesitar a sus padres como cuando era niña.

Scott se colocó las gafas de sol. « ¿Qué necesita Ashley ahora?» , se preguntó.Un poco de dinero extra. Tal vez una boda, en el futuro. ¿Consejo?Probablemente no.

Pisó el acelerador y el coche se tragó la carretera.Era agradable que le necesitaran, pensó, pero dudaba que volviera a pasarle

alguna vez. Al menos, no al estilo padre con hijo pequeño. Ashley estabacapacitada para salir ella sola del problema. De hecho, él intuía que ella así lodejaría claro. Tal vez él tendría que limitarse a aplaudir desde la banda delterreno de juego y hacer un par de modestas sugerencias.

Cuando había encontrado aquella carta, lo habían asaltado los sentimientosprotectores que solía experimentar durante la infancia de su hija. Ahora,

mientras iba a buscarla, se daba cuenta de que su papel iba a ser secundario, a losumo de apoyo logístico, y que lo mejor sería guardar sus sentimientos para sí.Con todo, mientras los bosques que todavía conservaban sus colores otoñales ibanquedando atrás, una parte de él se sentía entusiasmada por participar en la vidade su hija de una manera que no fuese meramente periférica. Scott sonrió.

Ashley oyó el claxon sonar dos veces, se asomó a la ventana y vio a su padreen el Porsche negro. Él la saludó con la mano, un gesto que era a la vez saludo yprisa, porque estaba bloqueando la estrecha calle y en Boston los conductores nose andan con chiquitas a la hora de encararse con los infractores de las normasde tráfico. A los bostonianos les encanta tocar el claxon y gritar improperiosinjuriosos. En Miami o Houston, ese tipo de incidente puede terminar con pistolas,pero en Boston se considera más o menos habla protegida.

Ashley cogió una maleta pequeña y cerró con llave su apartamento. Ya habíadesenchufado el contestador y apagado el móvil y el ordenador.

« Nada de mensajes. Nada de e-mails. Ningún contacto» , pensó mientrasbajaba las escaleras.

—Hola, cariño —dijo Scott al verla aparecer.—Hola, papá —sonrió Ashley—. ¿Vas a dejarme conducir?—Tal vez la próxima vez.Era un chiste entre ellos. Scott nunca dejaba a nadie conducir su Porsche.

Decía que era por cosa del seguro, pero Ashley sabía que el motivo era otro.—¿Eso es todo lo que vas a necesitar? —preguntó él, señalando la maletita.—Sí. Ya tengo suficientes cosas allí, en tu casa o en la de mamá.Scott sacudió la cabeza y sonrió mientras la abrazaba.—Hubo una época —dijo con tono afectado—, por cierto no muy lejana, en

que tenía que cargar con baúles y maletas y mochilas y enormes petatesmilitares, todos repletos de ropa innecesaria, solo para satisfacer tu capricho decambiarte al menos media docena de veces al día.

Ella sonrió y rodeó el coche.—Vámonos de aquí antes de que algún repartidor aparezca y decida aplastar

tu cochecito fruto de la crisis de los cuarenta —bromeó.Ashley se acomodó y cerró los ojos, experimentando por primera vez en

horas una sensación de seguridad. Resopló lentamente, notando que se relajaba.—Gracias por venir, papá —dijo sinceramente.El deportivo se puso en marcha. Naturalmente, Scott no habría reconocido la

figura que se deslizó hacia la sombra de un árbol cuando pasaron, pero ella lohabría hecho si hubiera tenido los ojos abiertos y hubiera estado más alerta.

Michael O’Connell la miró, tomando nota del coche, el conductor y lamatrícula.

*

—¿Escuchas alguna vez canciones de amor? —me preguntó ella sin queviniese a cuento.

Vacilé un momento antes de repetir:—¿Canciones de amor?—Exacto. Canciones de amor. Ya sabes, « Dubi dubi dubi, me molas

cantidubi» , o « Helen, mi vida se llama Helen» .—Pues en realidad no. Quiero decir, supongo que lo hace todo el mundo,

hasta cierto punto. ¿No tratan de amor el noventa y nueve por ciento de lascanciones pop, rock, country, lo que sea, incluso punk? Amor perdido, amor nocorrespondido, amor bueno, amor malo… Pero ¿qué relación tiene con lo queestamos hablando…?

Me sentía un poco exasperado. Lo que quería era averiguar el siguiente pasode Ashley. Y desde luego quería saber más de Michael O’Connell.

—La mayoría de las canciones de amor no tratan del amor, sino de otrascosas relacionadas. Sobre todo de frustración, lujuria, deseo, necesidad,decepción. Rara vez tratan de lo que es realmente al amor. Si lo despojas de todoslos aspectos vinculados, el amor no es más que dependencia mutua. El problemaes que cuesta verlo, porque nos obsesionamos con alguno de los otros aspectos dela lista y supeditamos todas las emociones a eso.

—De acuerdo —dije—. ¿Y Michael O’Connell?—Para él, el amor era furia. Ira.Guardé silencio.—Y le resultaba tan imprescindible como el aire que respiraba.

13El más modesto de los objetivos

El ronroneo del Porsche hizo que Ashley se quedara dormida al instante. Nose movió durante casi una hora, hasta que abrió bruscamente los ojos y se irguiócon un pequeño jadeo, desorientada. Miró alrededor con los ojos como platos ehizo ademán de protegerse con las manos antes de desplomarse en el asiento. Acontinuación se frotó la cara con las manos.

—Vaya. —Suspiró—. ¿Me he quedado dormida?Scott no respondió.—¿Cansada?—Supongo. Más bien, relajada por primera vez en horas. Es más fuerte que

yo. Algo raro. No raro bueno, pero tampoco raro malo. Solo raro raro.—¿Deberíamos hablar de eso ahora?Ashley pareció un poco vacilante, como si con cada kilómetro que se alejaba

de Boston, su preocupación se hiciera más pequeña y lejana.—Tal vez deberías informarme de lo que le contaste a tu madre y su

compañera —dijo Scott con suavidad, consciente de que concedía un aire deformalidad a la relación de Sally y Hope—. Al menos de esa manera todosestaremos al corriente. Sería bueno que todos colaborásemos en algún planrazonable para afrontar la situación. —No estaba seguro de que su hija volviera acasa con idea de elaborar un plan, pero pensó que ella esperaría que él lopropusiera.

Ashley se estremeció y luego dijo:—Flores muertas. Flores muertas colocadas ante mi puerta. Y luego, en vez

de reunirse conmigo en el restaurante que habíamos quedado, donde yo iba alibrarme de él para siempre, me siguió solapadamente, como si yo fuese unaespecie de animal y él un cazador al acecho… —Miró por la ventanilla, comointentando ordenar sus ideas para que tuvieran sentido, y luego dijo con unsuspiro—: Empezaré por el principio, para que puedas comprenderlo…

Scott redujo la velocidad y se pasó al carril derecho, por donde no iba casinunca, y escuchó.

Cuando llegaron a la pequeña ciudad universitaria donde vivía Scott, Ashleyya le había contado todo sobre su relación con Michael O’Connell, si se podíadignificar con esa palabra. Había resumido al máximo la noche del encuentro,pues le incomodaba hablar de sus borracheras y su vida sexual con su padre, asíque usó eufemismos como « enrollarse» y « achisparse» .

Scott sabía exactamente de qué estaba hablando ella, pero se abstuvo depreguntas indiscretas. Suponía que era mejor para su paz espiritual no enterarse

de ciertos detalles.Cuando dejaron la autovía, circularon por carreteras comarcales. Ashley

había vuelto a guardar silencio y miraba por la ventanilla. El día se había vueltosoleado y el cielo estaba celeste.

—Es agradable volver a casa —dijo ella—. Te olvidas de lo bien que conocesun sitio cuando tienes otras cosas en la cabeza. Pero es verdad. Los mismosparques de siempre, el ayuntamiento, los restaurantes, las cafeterías, los niñosjugando con sus frisbees en el césped. Te hace pensar que aquí nada podría salirmal. —De pronto resopló—. Bueno, papá, ya lo sabes. ¿Qué opinas?

Scott trató de forzar una sonrisa que enmascarara el torbellino que lo sacudía.—Creo que deberíamos buscar un modo de desalentar al señor O’Connell sin

que haya complicaciones —respondió, nada seguro de lo que decía, aunqueimpostó un tono de absoluta confianza—. Tal vez haga falta que tenga una charlacon él. O poner distancia, aunque esto podría retrasar tus estudios de posgrado.Pero así es la vida, un poco liosa. No obstante, estoy seguro de que podremosresolverlo. No parece ser lo que me temí al principio.

Ashley pareció sentirse algo aliviada.—¿Tú crees?—Sí. Apuesto a que tu madre piensa lo mismo que yo. Ya sabes, en su

profesión ha visto a muchos tipos duros, en los casos de divorcio o de delitos depoca monta. Conoce muy bien las relaciones abusivas, aunque ese no esexactamente tu problema, y es muy competente para resolver esta clase deembrollos.

Ashley asintió.—No te habrá pegado, ¿verdad? —Scott hizo la pregunta aunque su hija ya le

había dado la respuesta.—Ya te he dicho que no. Solo insiste en que estamos hechos el uno para el

otro.—Sí, bueno, no sé a él, pero sé quién te hizo a ti, y dudo que estés hecha para

ese tipo.Una sonrisa asomó al rostro de Ashley.—Y confía en mí —añadió su padre, tratando de hacer una broma que

distendiera el ambiente—, no parece un problema grave que un prestigiosohistoriador no pueda resolver. Un poco de investigación. Tal vez algunosdocumentos originales o declaraciones de testigos. Fuentes primarias. Un poco detrabajo de campo. Y nos pondremos en marcha.

Ashley consiguió soltar una risita.—Papá, no estamos hablando de un trabajo de investigación…—¿Ah, no?Esto la hizo sonreír de nuevo. Scott captó la sonrisa, que le recordó muchos

momentos de felicidad y le pareció lo más valioso de su vida.

El sábado era día de partido en el colegio privado de Hope, así que se sintiódividida entre ir al campus o esperar la llegada de Ashley. Por experiencia, sabíaque el sol de la mañana ayudaba a secar el campo, pero no del todo, así que elpartido de la tarde se jugaría en medio de un fangal. Una generación atrás,probablemente, la idea de que unas chicas jugaran en el barro hubiese resultadotan inapropiada que el partido se habría suspendido. Ahora estaba segura de quelas muchachas del equipo anhelaban el campo sucio y resbaloso. Estarmanchada de tierra y sudorosa se consideraba algo positivo. « El progresodefinido por la aceptación del barro» , pensó con ironía.

Hope estaba en la cocina, medio vigilando el reloj de la pared, medioasomada a la ventana, atenta al inconfundible sonido del Porsche cuandoapareciera en la esquina. Anónimo estaba sentado junto a la puerta. Demasiadoviejo para mostrar impaciencia, pero dispuesto a no perderse nada. Conocía lafrase « ¿Quieres ir a un partido de fútbol?» y, cuando ella la pronunciaba, pasabade su estado casi comatoso a otro de alegría desatada.

La ventana estaba entreabierta y Hope oía los sonidos de las casas vecinas,tan típicos del sábado por la mañana que eran casi clichés: las toses y carraspeosde una segadora de césped; el zumbido de un aspirador de hojas; agudas voces deniños que jugaban en un patio cercano. Era difícil imaginar que pudiese existir lamenor amenaza al ordenado discurrir de sus vidas. Hope no podía saber queAshley había pensado lo mismo hacía unos instantes.

De pronto vio a Sally en la puerta de la cocina.—Llegarás tarde —dijo esta—. ¿A qué hora es el partido?—Tengo tiempo —respondió Hope.—¿Es un partido importante?—Todos lo son. Algunos un poco más. Estaremos bien. —Vaciló un instante y

añadió—: Deben de estar al llegar. ¿No dijo Scott que saldría temprano?Sally también hizo una pausa antes de responder.—Creo que deberíamos decirle a Scott que se quede. Tiene derecho a

participar en cualquier decisión que tomemos.—Ajá —dijo Hope.Todo lo relacionado con Scott la ponía en lo que antes solía llamarse « una

situación embarazosa» , pero era algo más profundo y complejo. Hope creía queScott la odiaba. Al menos, odiaba verla. O tal vez odiaba lo que ella representaba.O lo que había hecho para atraer a Sally, o lo que había sucedido entre ellas.Fuera lo que fuese, albergaba furia acumulada contra ella, y Hope creíaimposible que eso cambiase alguna vez.

—Me pregunto si será conveniente que estés aquí cuando él llegue —añadióSally.

« Conque era eso» , pensó Hope, y se enfadó. Le pareció injusto: habían

pasado suficientes años para que se guiaran por una conducta civilizada, aunquepor debajo hubiera tensiones. Le dolió que Sally, de algún modo, quisierasatisfacer los sentimientos de Scott a costa de pisar los suyos. Hope habíadedicado años a criar a Ashley y, aunque no podía decir que fuera de su mismasangre, sentía que tenía tanto derecho a preocuparse por ella como susprogenitores.

Se mordió el labio antes de contestar. « Sé prudente» , se advirtió.—Bueno, no creo que sea justo, pero, si piensas que es importante, bueno, me

inclino ante tu conocimiento superior en estos asuntos.Lo último pudo ser sincero o sarcástico. Sally no supo qué decidir. Se sentía un

poco sorprendida por haberle pedido a Hope que se retirara cuando llegara su exmarido. « ¿Qué me pasa?» .

—No es… —empezó, pero la interrumpió el sonido del coche de Scott—. Hanllegado.

—De acuerdo —dijo Hope, envarada—. Entonces me quedaré aquí.Anónimo dio un salto al reconocer el sonido del Porsche. Las dos se dirigieron

a la puerta, y el perro se abrió paso entre sus piernas justo cuando el cocheenfilaba el camino de acceso. Ashley se apeó casi tan rápidamente como salió elperro, y se agachó para hacerle carantoñas y recibir sus lametones. Scott bajósin saber muy bien qué iba a pasar. Medio saludó a Sally e hizo un gesto a Hopecon la cabeza.

—Aquí la tenemos, sana y salva —dijo.Sally cruzó el césped y abrazó a su hija.—¿No crees que deberías entrar, para ver si se nos ocurre algún plan? —le

dijo a su ex.Ashley miró a sus padres, esperando. Fue consciente en ese instante de las

pocas veces que estaban tan cerca el uno del otro. Una distancia bien definidamarcaba siempre sus encuentros.

—Es cosa de Ashley —dijo él—. Puede que no quiera abordar el tema ahoramismo. Tal vez necesite almorzar y un rato para despejarse.

Los dos miraron a Ashley, que asintió, aunque tuvo la sensación de que secomportaba como una cobarde.

—Muy bien —dijo Sally con su tono de abogada, siempre dispuesta a hacersecargo—. Esta tarde, entonces. ¿A las cuatro o cuatro y media?

Scott asintió y señaló la casa.—¿Aquí?—¿Por qué no? —dijo Sally.A Scott se le ocurrían una docena de motivos, pero se contuvo.—Bien, a las cuatro y media, pues. Podemos tomar té. Eso sería muy

civilizado.Sally no respondió al sarcasmo. Se volvió hacia su hija.

—¿Esto es todo lo que has traído? —dijo, señalando la maleta.—Es todo.Hope, que observaba y escuchaba a un lado, pensó que en realidad Ashley

había traído mucho más. Pero no era tan obvio.

Ashley se abrió paso a saltitos por el borde del campo embarrado y ocupó unsitio desde donde podía ver a Hope dirigir a sus chicas. Anónimo estaba amarradoa un extremo del banquillo, pero al divisarla agitó la cola, antes de echarse. Almirarlo, Ashley pensó en leones. A menudo dormían hasta veinte horas al día enun día africano. Anónimo parecía acercarse a ese baremo, aunque su actitud noera muy leonesca. A veces Ashley se preguntaba si alguna de ellas tres habríasobrevivido de no ser por él. Siempre le decepcionaba que su madre noreconociera la importancia de Anónimo. « Un perro de rescate —pensó—. Unperro oteador. Un perro guardián» . Anónimo había realizado metafóricamentecada una de esas funciones, y ahora era viejo y estaba casi retirado, pero seguíasiendo como un hermano.

Dirigió sus ojos a las lejanas colinas. Los lugareños decían que las Holy okeeran montañas, pero exageraban. « Las Rocosas sí son montañas» , pensó. Lascolinas locales recibían una grandiosidad no merecida, aunque las buenas tardesde otoño compensaban su falta de altura con generosas vetas de rojo, marrón ymagenta.

Se volvió para ver el partido. No le resultó difícil imaginarse unos cinco añosatrás, cuando ella misma habría estado allí abajo vestida de blanco y azul,corriendo por la banda izquierda. Siempre había sido una buena jugadora, aunqueno como Hope. Esta jugaba con una especie de intrépido desparpajo, y Ashleyse contenía.

Sintió una curiosa emoción cuando la chica que jugaba en su antiguo puestomarcó el gol de la victoria. Esperó a que terminaran los vítores y aplausos. Vio aHope soltar a Anónimo y lanzar un balón al centro del campo. Solo uno, advirtió,y no tan lejos como antes. Observó cómo el perro recogía el balón y lo llevabade vuelta hacia Hope empujándolo con el hocico y las patas, rebosante de alegríacanina.

Mientras Hope recogía el balón y lo guardaba en la bolsa de red, vio queAshley estaba allí a su lado.

—Hola, killer. ¿Qué te ha parecido?Oír el apodo que Hope le había puesto en su primer año de equipo la hizo

sonreír. A Hope se le había ocurrido el nombre porque Ashley era demasiadoreticente en el campo, demasiado tímida con las jugadoras may ores. Así que sela llevó aparte y le dijo que cuando jugaba tenía que dejar de ser la Ashley que

se preocupaba por los sentimientos de las personas y transformarse en una killer,una exterminadora. Debía jugar duro, sin dar cuartel ni esperar recibirlo, y hacerlo que hiciera falta para, al final del partido, saber que se había dejado la piel.Las dos habían mantenido esta personalidad secundaria en secreto, sinmencionarla a Sally ni a Scott, ni a nadie. Ashley al principio lo consideró unatontería, pero al final acabó por apreciarlo.

—Se las ve bien. Fuertes.—¿No ha venido Sally?Ashley negó con la cabeza.—Es un equipo demasiado joven. Le falta experiencia —respondió Hope, sin

ocultar su decepción por la ausencia de su compañera—. Pero si no nos dejamosintimidar, somos capaces de hacerlo bien.

Ashley asintió. Se preguntó si lo mismo podría decirse de su situación.

Scott estaba sentado en el centro del salón, algo incómodo, flanqueado porespacios vacíos. Las tres mujeres ocupaban sillas distintas, frente a él. Lasituación tenía una extraña formalidad, e imaginó que era como estar sentadoante un gran jurado.

—Bueno —dijo con buen ánimo—. Supongo que lo primero es qué sabemosde este tipo que está molestando a Ashley. Quiero decir, ¿qué clase de personaes? ¿De dónde procede? Lo básico…

Miró a Ashley, que parecía estar sentada en un borde afilado.—Ya os he dicho lo que sé —dijo—, que no es gran cosa.Esperó fríamente que uno de los otros tres añadiera algo como « bueno,

supiste lo suficiente para dejarlo entrar en tu casa para un polvo rápido» , peronadie lo dijo.

—Me gustaría saber —añadió Scott— si ese O’Connell responderá a un toquede atención nuestro. Puede que sí y puede que no, pero una muestra de firmezapor nuestra parte tal vez…

—Ya lo he intentado —dijo Ashley.—Sí, lo sé. Hiciste lo adecuado. Pero ahora sugiero un poco más de fuerza.

¿No creéis que el primer paso es no sobredimensionar el problema? Tal vez loque haga falta sea una bravata. Ya sabéis, un papá enfurecido.

Sally asintió.—Tal vez podamos influir en dos sentidos. Scott, tú puedes decirle que la deje

en paz y al mismo tiempo endulzarlo ofreciéndole un poco de dinero. Algosustancioso, cinco de los grandes o así. Eso será más que suficiente para alguienque trabaja en un taller de coches e intenta aprender informática.

—¿Un soborno para que se aleje de Ashley? —replicó Scott—. ¿Funcionará?—En muchas disputas familiares, divorcios y casos de custodia, mi

experiencia indica que un acuerdo monetario llega muy lejos.—Acepto tu palabra —dijo Scott. No la creía. También tenía sus dudas de que

hablar con O’Connell fuera a servir de nada. Pero sabía que lo primero eraintentar el camino más sencillo—. Pero supongo…

Sally alzó una mano.—No nos adelantemos. Ese tipo se ha comportado de manera rara. Pero, tal

como lo veo, aún no ha quebrantado ninguna ley. Quiero decir que más adelantepodemos hablar de detectives privados, recurrir a la policía, conseguir una ordende alejamiento…

—Seguro que eso lo solucionará todo —ironizó Scott, pero Sally lo ignoró.—O examinar otros medios legales. Incluso podríamos hacer que Ashley se

marchara de Boston. Sería un contratiempo, sin duda, pero siempre es unaposibilidad. Aunque creo que primero hemos de probar con lo más sencillo.

—De acuerdo —zanjó Scott—. ¿Qué estrategia seguimos?—Ashley llama al tipo. Arregla otro encuentro. Lleva dinero y la acompaña

su padre. Lo hace en público. Una conversación breve y sin tonterías. Si haysuerte, será el final de la historia.

Scott fue a sacudir la cabeza, pero se detuvo. Bien mirado, tenía sentido. Almenos, lo suficiente para intentarlo. Así pues, decidió seguir el plan de Sally, conalguna variante propia.

Hope había permanecido en silencio durante toda la conversación. Sally sevolvió hacia ella.

—¿Qué te parece? —preguntó.—Creo que es una estrategia adecuada —dijo, aunque no lo creía.A Scott de pronto le molestó que se le diera a Hope la oportunidad de hablar.

Quiso decir que no tenía nada que hacer allí, que debería marcharse a otrahabitación. « Sé razonable —se ordenó—. Aunque esta mujer sea irritante» .

—Bien, lo haremos así. Al menos para empezar.Sally asintió.—Bien. Scott, ¿querías de verdad té o era una de tus bromas?

*

—Me cuesta trabajo creer… —empecé, pero decidí probar una estrategiadiferente—. Quiero decir que deberían tener alguna idea…

—¿De a lo que se enfrentaban? —preguntó ella—. Aún no sabían nada delataque al chico. Ni nada del, digamos, accidente que la amiga de Ashley tuvodespués de la cena. Y tampoco de la reputación de Michael O’Connell, ni de lasimpresiones que había causado en sus compañeros de trabajo, profesores ydemás. La información crítica que podría haberlos guiado en una direccióndistinta. Todo lo que sabían era que… ¿qué palabra usaba Ashley ? Que era una

« rata» . Una palabra muy inocente.—Pero ¿hablar con él? ¿Ofrecerle dinero? ¿Cómo se les ocurrió pensar

siquiera que eso funcionaría?—¿Por qué no? Con la gente normal siempre funciona.—Sí, pero…—La gente siempre busca soluciones a sus problemas. ¿Qué alternativas

tenían, si no?—Bueno, podrían haber sido un poco más agresivos…—¡No lo sabían! —Su voz se elevó de pronto con vehemencia. Se inclinó

hacia mí con los ojos entornados de frustración e ira—. ¿Por qué resulta tandifícil comprender lo poderosa que es la capacidad de negación que tenemostodos? ¡Nunca queremos creer lo peor!

Se detuvo y tomó aire. Yo empecé a hablar, pero ella alzó una mano.—No pongas excusas —dijo—. Incluso tú te negarías a verlo, aunque tuvieras

delante lo más peligroso del mundo. —Inspiró de nuevo—. Pero Hope lo vio. O almenos tuvo una leve intuición. Sin embargo, por un motivo u otro, todosequivocados y estúpidos, se abstuvo de mencionarlo. Al menos en aquelmomento inicial…

14Necedad

Scott se sentía incómodo en aquella barra. Acarició su botella de cerveza ytrató de mantener un ojo en la puerta del restaurante y el otro en Ashley, queestaba sentada sola en un reservado. Ella no paraba de alzar la cabeza,jugueteando con los cubiertos, tamborileando nerviosa los dedos mientrasesperaba.

Su padre la había instruido respecto a qué decirle a O’Connell cuando lollamó, así como a qué hacer cuando él llegara. Scott tenía un sobre con cinco mildólares en billetes de cien en el bolsillo de la chaqueta. El sobre estaba repleto eimpresionaría cuando lo arrojara sobre la mesa; contaba con causar un impactomay or que la suma real. Al pensar en el dinero, sintió el sudor corriéndole por laespalda. Se aclaró la garganta y tomó otro sorbo de cerveza. Flexionó losmúsculos y se recordó por enésima vez que un cobarde acosador probablementese acobardara al enfrentarse a un hombre que pudiera plantarle cara incluso conlos puños. Scott había pasado muchos años tratando con estudiantes no muydistintos de Michael O’Connell, y les había parado los pies a varios de ellos. Pidióal camarero otra cerveza.

Ashley, por su parte, no sentía más que frío hielo y tensión en su interior.Cuando había telefoneado a O’Connell se había mostrado cautelosa y ceñido

al sencillo guión que habían elaborado con su padre en el camino de vuelta aBoston. No debía mostrarse belicosa, pero tampoco dar pie a ninguna ilusión. Loprincipal, se recordó, era hablar con él cara a cara, para que si fuera necesariosu padre pudiese intervenir.

—Michael, soy Ashley… —le había dicho.—¿Dónde has estado?—Fuera de la ciudad por unos asuntos.—¿Qué clase de asuntos?—De los que tenemos que hablar. ¿Por qué no asististe a nuestra cita en el

museo el otro día?—Era una encerrona. Y no quería oír lo que querías decirme. Ashley, de

verdad creo que entre nosotros hay algo bueno…—Si de verdad lo crees, entonces cenemos esta noche. En el mismo sitio de

nuestra primera y única cita. ¿De acuerdo?—Solo si me prometes que no va a ser la gran despedida —dijo él—. Te

necesito, Ashley. Y tú me necesitas a mí. Lo sé. —Parecía débil, casi infantil,incluso confundido.

Ella vaciló un instante.—De acuerdo, prometido —dijo.—Bien. Tenemos muchas cosas de que hablar. Por ejemplo, de nuestro

futuro.—Así pues, a las ocho —dijo ella. Colgó sin comentar sus últimas palabras y

sin mencionar lo mucho que se había asustado cuando él la siguió bajo la lluviahasta el metro. Ni una palabra sobre las flores muertas. Ni sobre nada.

Ahora hizo un esfuerzo para no mirar a su padre en la barra y centrarse en lapuerta, consciente de que eran casi las ocho. Ojalá no volviera a repetirse lo delotro día. El plan urdido con su padre era sencillo: llegar temprano al restaurante,sentarse en un reservado para que O’Connell entrara y estuviese atrapado en suasiento cuando se acercara Scott, de modo que tuviera que oír lo que él tenía quedecirle. Los dos actuarían como un equipo que obligaría a O’Connell a dejarla enpaz. Contaban con la ventaja del número y del lugar público. Psicológicamente,había insistido su padre, eran más que fuertes para enfrentarse a él, e iban acontrolar la situación de principio a fin. « Sé fuerte, firme, explícita. No dejesespacio para la duda» . Scott había sido muy claro al describir su ventaja:« Recuerda: nosotros somos dos y somos más listos. Tenemos mejor educación ymayores recursos financieros. Fin de la historia» . Ashley bebió un sorbo deagua. Tenía los labios secos y agrietados. De repente se sintió a la deriva en unapequeña balsa.

Mientras dejaba el vaso sobre la mesa, vio a O’Connell entrar. Se levantó amedias en el asiento y lo saludó. Lo vio recorrer rápidamente el local con lamirada, pero no estuvo segura de que viera a Scott. Ashley dirigió una rápidamirada a su padre, que se había envarado de modo ostensible.

Inspiró hondo y se dijo: « Muy bien, Ashley. Arriba el telón. Empieza elespectáculo» .

O’Connell cruzó rápidamente entre las mesas y se sentó frente a ella en elreservado.

—Hola, Ashley —dijo animosamente—. Joder, es magnífico verte.Ella no fue capaz de controlarse.—¿Por qué me plantaste en el museo? —le reprochó—. Y luego, cuando me

seguiste…—¿Te asusté? —repuso él, como si la estuviera escuchando contar un chiste.—Sí. Si dices que me amas, ¿por qué haces una cosa así?Él simplemente sonrió y a Ashley se le ocurrió que tal vez sería mejor no

saber la respuesta a esa pregunta. Michael O’Connell echó la cabeza atrás yluego se inclinó hacia delante. Extendió una mano sobre la mesa para coger la deella, pero Ashley se la llevó rápidamente al regazo. No quería que la tocara. Élhizo una mueca como si fuese a echarse a reír, y se reclinó en el asiento.

—Bueno, supongo que esto no es realmente una cena romántica, ¿verdad?—No.—Y supongo que mentiste al decir que no sería la gran despedida, ¿eh?—Michael, y o…

—No me gusta que la mujer que amo me engañe. Me pone furioso.—He estado intentando…—Creo que no me comprendes bien, Ashley —repuso él tranquilamente, sin

elevar la voz—. ¿Crees que no tengo sentimientos yo también?« No, no lo creo» , fue la respuesta que le pasó a ella por la cabeza.—Mira, Michael —dijo en cambio—, ¿por qué haces que esto sea más difícil

de lo que ya es?Él volvió a sonreír.—Creo que no es nada difícil. Es de lo más sencillo. Te quiero, Ashley. Y tú

me quieres, aunque no lo sepas todavía. Descuida, pronto lo sabrás.—No, no te quiero. —En cuanto habló, supo que había metido la pata. Estaba

siendo concreta, pero hablando del tema equivocado, el amor.—¿No crees en el amor a primera vista? —preguntó él, casi juguetón.—Michael, por favor. Debes dejarme en paz.Él vaciló con una sonrisita. Ashley tuvo un horrible pensamiento: « Está

disfrutando con esto…» .—Me parece que tendré que demostrarte mi amor —dijo, aún sonriendo.—No tienes que demostrarme nada.—Te equivocas. Te equivocas por completo. Incuso diría que te equivocas

mortalmente, pero no quiero darte una falsa impresión.Ashley inspiró hondo. Nada iba a salir como esperaba. Entonces se llevó la

mano derecha al pelo, apartándolo dos veces de la cara. Era la señal para queinterviniera su padre. Con el rabillo del ojo, lo vio levantarse de la barra y cruzarel pequeño local. Como habían planeado, se plantó ante la mesa, impidiendo que O’Connell saliese del asiento.

—Creo que debería escuchar lo que ella le dice —le espetó Scott con calma,pero con el tono frío y duro que empleaba con los estudiantes reacios.

O’Connell mantuvo los ojos fijos en Ashley.—¿Así que creíste que necesitarías ayuda?Ella asintió.O’Connell se volvió lentamente en el asiento y miró a Scott, como

midiéndolo.—Hola, profesor —le dijo—. ¿No quiere sentarse?

Hope observó en silencio a Sally mientras rellenaba el crucigrama del NewYork Times del domingo anterior. Se daba golpecitos con el bolígrafo en los dienteshasta que lograba rellenar las casillas. Los ahora habituales silencios, pensó Hope,se hacían cada vez más frecuentes. Miró a Sally y se preguntó qué la hacía taninfeliz, y entonces se dio cuenta de que no estaba segura de querer oír larespuesta. En cambio, hizo otra:

—Sally, ¿no crees que deberíamos hablar de ese tipo que molesta a Ashley ?Sally alzó la cabeza. Estaba a punto de escribir la respuesta del 7 horizontal,

cuatro letras, donde la pista era « Pay aso asesino» . Vaciló.—No sé de qué hay que hablar. Scott sabrá manejar esto con Ashley. Espero

que llame a lo largo de la tarde y diga que todo está resuelto. Finito. Kaput.Pasemos a otra cosa. Nos hemos quedado sin cinco de los grandes.

—¿No temes que ese tipo pueda ser peor de lo que pensamos?Sally se encogió de hombros.—Me parece un tío desagradable, sí. Pero Scott es muy capaz de enfrentarse

a estudiantes universitarios, así que supongo que saldrá bien parado.Hope planteó la siguiente pregunta con tacto:—En tu experiencia con casos de divorcio y disputas familiares, ¿se compra a

la gente tan fácilmente?Sabía que la respuesta era negativa y en más de una ocasión había escuchado

a Sally rabiar en la mesa, o incluso en la cama más tarde, por la tozudez de susclientes y sus familias.

—Bueno —dijo Sally —, creo que deberíamos esperar a ver. No tiene sentidoprepararnos para un problema que no sabemos si existe.

—Eso es lo más estúpido que he oído en mucho tiempo —replicó, sacudiendola cabeza—. No sabemos si va a haber tormenta, ¿por qué comprar entoncesvelas, pilas y comida extra? No sabemos si vamos a pillar la gripe, ¿por quévacunarnos entonces?

Sally dejó a un lado el crucigrama.—Muy bien —dijo con leve irritación—. ¿Qué tipo de pilas quieres comprar

exactamente? ¿Qué clase de vacunas hay disponibles?Hope miró a su compañera de tantos años y pensó lo poco que sabía

realmente de Sally y de sí misma. Vivían en un mundo que a veces podía ser uncampo minado.

—No puedo responderte, lo sabes —dijo despacio—. Pero creo quedeberíamos estar haciendo algo, y no permanecer aquí sentadas esperando a queScott nos llame y nos diga que todo se ha resuelto. No creo que vay amos arecibir esa llamada. Ni, si vamos a eso, que la merezcamos.

—¿Merecerla?—Piénsalo mientras terminas tu crucigrama. Yo voy a leer un poco. —

Inspiró hondo, pensando que había acertijos mucho más importantes que Sallypodría intentar descifrar.

Esta asintió y volvió a enfrascarse en el crucigrama. Quiso decirle algo aHope, algo tranquilizador y afectuoso, algo que descargara parte de la tensión,pero en cambio vio que el 3 vertical era « Lo que cantó la musa» y recordó queel principio de La litada era « Canta, oh, Musa, la cólera de Aquiles…» . Habíaseis espacios en blanco, y la última letra tenía que ser una a, así que no fue difícil

deducir que se trataba de « cólera» .

Scott se sentó en el reservado, empujando a O’Connell hacia el rincón, comotenía planeado. Estaban apretados en el mismo asiento. La camarera tardó unmomento en acercarse, menú en mano.

—Denos un par de minutos —le dijo Scott.—Tráigame una cerveza —pidió O’Connell, y se volvió hacia Scott—.

Supongo que usted paga esta ronda.Hubo un momento de silencio, y el joven miró a Ashley.—Hoy no dejas de sorprenderme. ¿No crees que esto tendría que ser entre tú

y y o?—He intentado decírtelo, pero no quieres escuchar…—Y se te ocurrió traer a tu padre. —Se giró hacia Scott—. Bueno, de

acuerdo. ¿Qué se supone que va a hacer exactamente? —La pregunta iba dirigidaa Ashley, pero fue Scott quien contestó.

—Estoy aquí para ay udarle a comprender que, si ella dice que se haacabado, es que se ha acabado.

Michael O’Connell se tomó su tiempo para medir a Scott.—No piensa utilizar solo fuerza bruta. Tampoco solo persuasión. Bien,

profesor, ¿cuál es su propuesta? ¿Qué tiene en mente?—Creo que es hora de que deje a Ashley en paz. Siga con su vida, para que

ella pueda seguir con la suya. Está muy ocupada. Trabaja y asiste a clases deposgrado. No tiene tiempo para una relación a largo plazo. Desde luego, no la queusted parece buscar. Estoy aquí para hacérselo entender.

O’Connell no pareció afectado en lo más mínimo.—¿Por qué cree que esto es asunto suyo?—Su negativa a escuchar a mi hija ha hecho que sea asunto mío.El joven sonrió.—Tal vez sí. Tal vez no.La camarera le trajo la cerveza. Él bebió un largo trago y volvió a sonreír.—¿Qué pasa, profesor, quiere convencerme de que no ame a Ashley? ¿Cómo

sabe que no somos el uno para el otro? ¿Qué sabe de mí? Voy a decírselo: nada.Tal vez no soy lo que quería para ella, y desde luego no soy el joven ejecutivoque conduce un BMW y tiene un título de Harvard, pero soy un tipo muy capazen muchas cosas. Que no encaje en su perfil no significa que sea un inepto.

Scott no supo qué responder. O’Connell había llevado la conversación a unterreno distinto del previsto.

—No quiero conocerle —dijo Scott—. Lo único que quiero es que deje a mihija en paz. Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para que usted locomprenda.

O’Connell hizo una pausa.—Lo dudo —dijo—. ¿Lo que sea necesario? No lo creo.—Ponga un precio —respondió Scott fríamente.—¿Un precio?—Sabe a qué me refiero. Ponga un precio.—¿Quiere poner un precio a mis sentimientos por Ashley?—Deje de fastidiar —repuso Scott. La sonrisa y la aparente calma de

O’Connell eran más que irritantes.—Ni hablar —dijo—. Y no quiero su dinero.Scott sacó el sobre con los cinco mil dólares.—¿Qué es eso? —preguntó O’Connell.—Cinco de los grandes. A cambio de su palabra de que no volverá a

acercarse a mi hija.—¿Quiere comprarme?—Exactamente.—Nunca he pedido dinero, ¿no?—No.—Así que este dinero no es porque yo lo haya exigido, ¿eh?—No. Todo lo que quiero es su palabra.O’Connell se volvió hacia Ashley.—Nunca te he pedido dinero, ¿verdad?Ella negó con la cabeza.—No te oigo —dijo O’Connell.—No, nunca me has pedido dinero.El joven extendió la mano y recogió el dinero.—Si lo acepto, sería un regalo, ¿correcto?—A cambio de una promesa.O’Connell sonrió.—Muy bien. No quiero el dinero. Pero le haré la promesa. Lo prometo. —

Sostuvo el dinero en la mano.—¿Va a dejarla en paz? ¿Se va a mantener apartado de su vida? ¿Nunca

volverá a molestarla?—Eso es lo que usted quiere, ¿verdad?—Así es.O’Connell pensó un instante y dijo:—De esta manera todo el mundo obtiene lo que quiere, ¿no?—Así es.—Excepto y o.Lanzó a Ashley una dura mirada acompañada de una sonrisa ambigua. A

Ashley le pareció una de las cosas más escalofriantes que había visto jamás.—¿Esto hace que su viaje mereciera la pena, profesor?

Scott no respondió. Casi estaba esperando que O’Connell arrojara el dinerosobre la mesa, o a su cara, y tensó los músculos, manteniendo un rígido controlsobre sus emociones.

En cambio, O’Connell se volvió una vez hacia Ashley, dejando que sus ojos seclavaran en ella, tan intensamente que la chica se agitó en su asiento.

—¿Sabes qué cantaban los Beatles, allá en la época de tu padre?Ella negó con la cabeza.—« No me importa el dinero. El dinero no puede comprar amor…» . —Y sin

apartar los ojos, se guardó el dinero en su chaqueta, confundiéndolos a los dos.Luego, todavía mirándola, añadió—: Muy bien, profesor, he de irme. Creo queno me quedaré a cenar, después de todo. Pero gracias por la cerveza.

Scott se levantó y se quedó al lado de la mesa mientras O’Connell,moviéndose con sorprendente agilidad, se deslizaba y levantaba. Por un segundose quedó allí, la mirada fija en Ashley. Entonces, con una sonrisita, se dio lavuelta y se marchó sin mirar atrás.

Padre e hija permanecieron en silencio casi un minuto.—¿Qué ha sido todo esto? —preguntó ella.Scott no respondió. No estaba seguro.La camarera regresó.—Entonces, ¿solo serán dos para cenar? —preguntó, mientras les entregaba

los menús.

Ante el apartamento de Ashley la noche mostraba las sombras y lucesdispersas de las farolas que apenas se imponían a la creciente oscuridad otoñal.No había sitio para aparcar, así que Scott paró el Porsche delante de una boca deriego. No apagó el motor y miró a su hija.

—Tal vez deberías venirte conmigo un par de días. Hasta que estemos segurosde que ese tipo cumple lo acordado. Quédate un par de días en mi casa y luegoalgún tiempo con tu madre. Que el tiempo y la distancia actúen a tu favor.

—No debería ser yo quien corra a esconderse. Tengo clases y un trabajo…—Lo sé, pero toda precaución es poca.—Odio esa expresión. La odio.—Vale, cariño, no es más que un lugar común.Ashley suspiró y se volvió hacia su padre. Sonrió.—Me ha dado un poco de miedo, ¿sabes?, pero se me pasará. En el fondo, los

tipos como él son unos cobardes. Estaba alardeando, pero el dinero lo dejó sinhabla. Se marchará, me insultará cuando esté bebiendo con sus amigos, y al finalse dedicará a otra cosa. No me hace mucha gracia que hay áis tenido que darleese dinero…

—Lo más raro es que dijo que no lo quería y luego se lo guardó en el bolsillo.

Era casi como si estuviera grabando la conversación. Decía una cosa y hacíaotra.

—Ojalá todo haya terminado.—Sí. No obstante, al menor rastro de él, llámanos. Localiza inmediatamente a

tu madre o a Hope, o a mí. A cualquier hora del día o la noche, ¿de acuerdo?Ante la mínima sospecha de que te siga, te llame o te acose, o incluso te observe,llámanos. Si tienes un mal presentimiento, también llama, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Mira, papá, no pretendo hacerme la heroína. Solo quiero quemi vida vuelva a la normalidad…

Volvió a suspirar, se soltó el cinturón de seguridad, cogió el bolso y sacó lasllaves del apartamento.

—¿Quieres que te acompañe hasta arriba?—No. Pero espera a que entre, si no te importa.—Descuida, cariño. Solo quiero que seas feliz. Y me gustaría olvidar todo este

incidente, y a ese O’Connell, y verte conseguir un máster o un doctorado enHistoria del Arte y llevar una vida maravillosa. Eso es lo que quiero yo, y tumadre también. Y es lo que va a suceder. Confía en mí. Antes de que pasemucho tiempo conocerás a alguien especial, y todo esto será solo un malrecuerdo. Nunca volverás a pensar en ello.

—Un recuerdo de pesadilla. —Se inclinó y lo besó en la mejilla—. Gracias,papá. Gracias por ayudarme y, no sé, por ser como eres.

Él se sintió en las nubes, pero sacudió la cabeza.—Te lo mereces todo —dijo.Ella se apeó, y Scott le señaló el edificio.—Ahora descansa bien y llámanos mañana para informarnos.Ashley asintió. Él tuvo un pensamiento curioso que pareció surgir de algún

punto oscuro de su mente, y preguntó:—Hija, hay una cosa que me preocupa.Ella estaba a punto de cerrar la puerta, pero se detuvo y se asomó.—¿Qué es?—¿Le dij iste algo de mí a O’Connell? ¿O de tu madre?—No… —contestó ella, vacilante.—En aquella primera y única cita, ¿hablaste de nosotros?Ella negó con la cabeza.—¿Por qué lo preguntas?Él sonrió.—Por nada. Venga, sube. Y llama mañana.Ashley se apartó el pelo de los ojos y asintió. Su padre volvió a sonreírle.—Solo tardaré cinco minutos en llegar a casa a esta hora de la noche —

bromeó Scott—. Todos los polis tienen la noche libre…—No crezcas nunca, papá. Me decepcionarías —sonrió Ashley.

Entonces cerró la puerta y subió los escalones de su edificio. Solo tardó unossegundos en abrir el portal, entrar en el zaguán y luego abrir la segunda puerta.Se dio la vuelta y saludó a Scott, quien siguió esperando hasta que la vio subir lasescaleras. Luego inició el camino de regreso, preguntándose cómo O’Connellhabía sabido que él era profesor.

*

—Entonces, ¿se sintieron a salvo?—Sí. No del todo, pero bastante bien. Todavía tenían dudas y preocupaciones.

Algo de ansiedad residual. Pero, en general, se sentían seguros.—Pero se equivocaban, ¿verdad?—Claro. De lo contrario no te lo estaría contando. Los cinco mil dólares no

fueron el final de nada.—Ya.—Ya te lo dije. Esta historia no tiene final feliz.Como yo no respondí, ella alzó la cabeza y miró por la ventana. La luz del sol

pareció prender en su rostro, iluminando su perfil.—¿No te preguntas a veces cómo las cosas pueden torcerse tan fácilmente?

—dijo—. Quiero decir, ¿qué nos protege? Supongo que los fundamentalistasreligiosos dirían que la fe. Los académicos, que el conocimiento. Los médicos,que la ciencia. El policía, que una pistola de nueve milímetros. El político, que laley. Pero en realidad, ¿qué nos protege?

—No esperarás que y o responda a semejante pregunta, ¿verdad?Ella echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.—No —dijo—. En absoluto. Al menos todavía no. Ashley tampoco podía

hacerlo.

15Tres denuncias

Cada uno a su manera, los tres se sintieron intranquilos los días siguientes,como si una densa niebla gris se hubiera aposentado sobre sus vidas. Cuando Scottrepasaba una y otra vez el encuentro con O’Connell, había momentos en que leparecía curiosamente inconcluso, y extrañamente definitivo al siguiente.

Le dijo a Ashley que quería tener noticias suyas a diario, solo paraasegurarse de que las cosas iban bien, y por eso se telefoneaban cada noche.Ella, pese a su carácter independiente, no puso objeciones. Scott no sabía que suex mujer también la llamaba cada día.

Por su parte, Sally descubrió de repente que nada en su vida parecía enorden. Era como si se hubiera soltado de todos los anclajes de su existencia, salvode Ashley, e incluso este era tenue. Llegó a comprender que con sus llamadasdiarias a su hija intentaba recuperar parte de su asidero, además de comprobarque Ashley se encontraba bien. Después de todo, se dijo, el incidente con O’Connell pertenecía a la clase de incordio que todos los jóvenes experimentanen un momento u otro.

Más preocupante resultaba su bajo rendimiento en el bufete, y la tensióncreciente entre ella y Hope. Estaba claro que algo iba mal, pero no podíaconcentrarse en ello. En cambio, se lanzaba a sus diversos casos de modoerrático y distraído, dedicando demasiado tiempo a detalles nimios de algún caso,ignorando problemas gordos que demandaban su atención en otros.

Hope siguió soportando cada día, sin saber qué estaba pasando. Sally no lainformaba realmente, no podía llamar a Scott, y por primera vez en todosaquellos años le parecía inadecuado llamar a Ashley. Se volcó en el equipo, quese disputaba las eliminatorias, y en su trabajo de tutoría con los estudiantes. Perole parecía andar sobre añicos de cristales.

Cuando Hope recibió un mensaje urgente del decano del colegio, la pilló porsorpresa. La orden era críptica: « En mi oficina a las dos en punto» .

Jirones de finas nubes cruzaban un cielo pizarra cuando Hope cruzó el campoa toda prisa para llegar a tiempo a la reunión. Sintió un súbito aviso del frío delinminente invierno en el aire. El despacho del decano estaba situado en el edificiode administración, una blanca casa victoriana remodelada, con amplias puertasde madera y una chimenea con un tronco ardiendo en la zona de recepción.Ninguno de los estudiantes entraba nunca allí, a menos que tuvieran problemasgraves.

Saludó a algunos empleados y subió a la primera planta, donde el decanotenía su despacho. Era un veterano del colegio y seguía dando clases de latín ygriego, aferrándose a unos clásicos que cada vez eran menos populares.

—¿Decano Mitchell? —llamó Hope, asomando la cabeza por la puerta—.

¿Quería verme?En el tiempo que llevaba en el colegio, había hablado con Stephen Mitchell

una docena de veces, tal vez menos. En años anteriores habían trabajado juntosen una o dos comisiones, y Hope sabía que él había asistido a un partido delequipo femenino que ella entrenaba, aunque sus preferencias se decantaban porel equipo de fútbol masculino. Siempre lo había considerado simpático, unaespecie de Mr. Chips algo gruñón, y no le consideraba demasiado prejuicioso. Sila gente podía aceptar quién era ella, entonces ella estaba dispuesta a aceptarlos.Su relación con Sally era considerada « un estilo de vida alternativo» , la odiosaexpresión con que se designaban las relaciones fuera de lo corriente, y que elladespreciaba porque sonaba como algo frío y carente de amor.

—Ah, Hope, sí, por favor, pase.Mitchell hablaba con un precioso sentido de las palabras, casi de anticuario.

No usaba giros modernos ni atajos verbales. Se sabía que escribía comentarioscomo « a menudo desespero ante el futuro intelectual de la raza humana» en lostrabajos de los estudiantes. Indicó el sillón de cuero rojo que había delante de suescritorio. Era el tipo de asiento que te tragaba, por lo que Hope se sintióridículamente pequeña.

—Recibí su mensaje —dijo—. ¿En qué puedo ay udarle, Stephen?El decano se entretuvo un momento, se dio la vuelta y miró por la ventana,

como preparándose para decir algo embarazoso. Ella no tuvo que esperarmucho.

—Hope, creo que tenemos un problema.—¿Un problema?—Así es. Alguien ha presentado una denuncia extremadamente seria contra

usted.—¿Una denuncia? ¿Qué tipo de denuncia?Mitchell vaciló, como si le incomodara mucho lo que tenía que decir. Se atusó

el pelo escaso y gris y se ajustó las gafas. Luego habló con tono sentido, comocuando se comunica a alguien una muerte en la familia.

—Encajaría en el desagradable apartado del acoso sexual.Casi al mismo tiempo que Hope se sentaba frente al decano Mitchell y

escuchaba las palabras que había temido casi toda su vida adulta, Scott estabaterminando una sesión con un estudiante de último curso de su seminario sobre« Lecturas de la guerra de la Independencia» . El estudiante se esforzaba.

—¿No ves cautela en las palabras del general Washington? —preguntó—. ¿Yal mismo tiempo una sensación de férrea determinación?

El estudiante asintió.—Aun así me sigue pareciendo demasiado abstracto —dijo.Scott sonrió.—¿Sabes? Esta noche la temperatura va a bajar. Se espera helada, y tal vez

incluso una leve nevada. ¿Por qué no te llevas al patio algunas cartas deWashington y las lees a la luz de una linterna o una vela a eso de medianoche? Talvez así te resulten menos abstractas…

El estudiante sonrió.—¿En serio? —preguntó—. ¿Ahí fuera en la oscuridad?—Por supuesto. Y suponiendo que no pilles una neumonía, porque solo has de

llevar una manta para mantenerte en calor y zapatos con las suelas agujereadas,podemos continuar esta discusión, digamos, a mediados de semana. ¿Deacuerdo?

El teléfono de su mesa sonó y lo atendió cuando el estudiante desaparecía porla puerta.

—¿Sí? —dijo—. Al habla Scott Freeman.—Scott, soy William Burris, de Yale.—Hola, profesor. Qué sorpresa.Scott se envaró en su asiento. En el ámbito docente de la historia

norteamericana, recibir una llamada de William Burris era algo parecido arecibir una llamada del cielo. Ganador del premio Pulitzer, autor superventas,catedrático de una de las principales instituciones del país y consejero, enocasiones, de presidentes y otros jefes de Estado, Burris era un hombre decredenciales impecables que solía vestir trajes de dos mil dólares de HarleyStreet que encargaba a medida cuando dictaba conferencias en Oxford oCambridge, o en cualquier sitio que pudiera permitirse sus honorarios de seiscifras.

—Sí, Scott, ha pasado mucho tiempo. ¿Cuándo nos vimos por última vez? ¿Enuna reunión de la Sociedad Histórica o algo por el estilo?

Burris se refería a una de las muchas sociedades históricas de las que Scottera miembro, todas las cuales matarían por tener el nombre de Burris en susfilas.

—Hace un par de años, supongo. ¿Cómo está, profesor?—Bien, bien —respondió él. Scott se lo imaginó canoso e imperioso, sentado

en un despacho similar al suyo, aunque bastante más grande, con una secretariaque recibía los mensajes de agentes, productores, editores, políticos, rey es yprimeros ministros, y espantaba a los estudiantes—. Aunque al borde de ladesesperación por los resultados del equipo de fútbol ante los imperios del mal dePrinceton y Harvard y el horrible horizonte que se presenta este año.

—¿Tal vez el departamento de admisiones pueda encontrar un buen defensapara el año que viene?

—Es de esperar. Bien, Scott, ese no es el motivo de mi llamada.—Ya lo imaginaba. ¿Qué puedo hacer por usted, profesor?—¿Recuerda un artículo que nos escribió para la Revista de Historia

Norteamericana hace unos tres años? ¿Uno sobre los movimientos militares en los

días posteriores a las batallas de Trenton y Princeton, cuando Washington tomótantas decisiones clave y, me atrevo a decir, prescientes?

—Por supuesto, profesor —Scott no publicaba mucho, y este ensayo habíasido particularmente valioso a la hora de influir a su propio departamento paraque no recortara los cursos de historia norteamericana.

—Un buen trabajo, Scott —comentó Burris—. Evocador y provocador.—Gracias. Pero no comprendo qué…—¿Tuvo usted alguna ay uda externa al redactar el texto y sacar sus

conclusiones?—No estoy seguro de comprenderlo, profesor.—¿La redacción fue toda suya? ¿Y la investigación también?—Sí. Un par de estudiantes del último curso me ay udaron a recopilar las

citas. Pero la redacción y las conclusiones fueron mías propias…—Ha habido una desafortunada denuncia referida a ese artículo.—¿Una denuncia?—Sí. Una acusación de fraude académico.—¿Qué?—Plagio, Scott. Lamento decirlo.—¡Pero eso es absurdo!—La alegación presentada cita preocupantes similitudes entre su artículo y un

estudio escrito en un seminario de graduación en otra institución.Scott tomó aire y la visión se le nubló. Se agarró al borde de la mesa para no

perder el equilibrio.—¿Quién la ha presentado? —preguntó.—Ahí está el problema. Me llegó por Internet. Es una denuncia anónima.—¿Anónima?—Aun así, no podemos ignorarla. No en el actual ambiente académico. Y

desde luego no ante la opinión pública. Los periódicos son voraces cuando se tratade tropezones o errores académicos. Tienden a llegar a conclusiones erróneas, demodo embarazoso y muy perjudicial. Me parece que lo mejor es cortar por losano. Suponiendo, naturalmente, que usted pueda encontrar sus notas y repasarcada línea, capítulo y cita, para que la revista se convenza de que la denuncia esinfundada.

—Por supuesto, pero… —Scott vaciló. Estaba azorado.—Me temo que, en estos tiempos de rampantes deducciones y temibles

análisis microscópicos, debemos parecer más puros que la esposa de Lot.—Lo sé, pero…—Le enviaré la denuncia y todo lo demás por mensajero. Y luego

deberíamos volver a hablar.—Sí, sí, por supuesto.—Y por cierto, Scott —la voz del profesor sonó átona, súbitamente fría y casi

carente de inflexión—, espero que podamos resolver esto en privado. Pero nosubestime su amenaza implícita. Se lo digo como amigo y colega historiador. Hevisto carreras prometedoras destruidas por menos. Mucho menos.

Scott asintió. « Amigo» no era la palabra que él habría empleado, porque,cuando la noticia se extendiera entre los círculos académicos, era probable queno le quedara ninguno.

Sally estaba contemplando por la ventana la tenue luz del atardecer. Sehallaba en ese extraño estado en que tenía muchas cosas en mente y, sinembargo, no pensaba específicamente en nada. Llamaron a la puerta abierta yse giró. Era una secretaria, con un gran sobre blanco en la mano.

—Acaban de enviar esto por mensajero —dijo—. Me preguntaba si seríaimportante…

Sally no recordó ninguna alegación ni ningún otro documento que esperara demodo urgente, pero asintió y preguntó:

—¿De quién es?—Del Colegio de Abogados del Estado.Sally cogió el sobre y lo miró con extrañeza, volviéndolo. No recordaba

haber recibido nunca nada del Colegio, aparte de las solicitudes rutinarias einvitaciones a cenas, seminarios y discursos a los que nunca asistía. Nada deaquello llegaba por mensajería urgente, con acuse de recibo.

Abrió el sobre y sacó una carta del interior. Iba dirigida a ella y era delpresidente del Colegio de Abogados, un hombre al que solo conocía por sureputación, miembro destacado de un gran bufete de Boston, activo en loscírculos del Partido Demócrata y frecuente invitado en los debates de televisióny las páginas de ecos sociales de los periódicos.

Ley ó con cuidado la breve misiva. Con cada segundo, la habitación parecíaoscurecerse a su alrededor.

Estimada señora Freeman-Richards:Por la presente la informo de una denuncia recibida por el Colegio de

Abogados del Estado referida a su manejo del dinero de las cuentas de sucliente en el pendiente litigio de Johnson contra Johnson, en estosmomentos ante el juez V. Martinson del Tribunal de Apelaciones.

La denuncia afirma que los fondos asociados con este asunto han sidodesviados a una cuenta privada a su nombre. Se trataría de una violaciónde la ley 302, sección 43, y también un delito tipificado en la ley 112,sección 11.

El Colegio de Abogados necesitará esta misma semana unadeclaración jurada en la que usted explique este enojoso asunto, o será

remitido a la oficina del fiscal del condado de Hampshire y al fiscal delDistrito Occidental de Massachusetts para su resolución.

A Sally le pareció que cada palabra se le atascaba en la garganta,ahogándola.

—Imposible —dijo en voz alta—. Completamente imposible, joder.La palabrota resonó en la habitación. Sally resopló y fue a su ordenador. Tras

teclear rápidamente, recuperó el juicio de divorcio citado en la carta. Johnsoncontra Johnson no era uno de sus casos más complicados, aunque estabamarcado por una clara animosidad entre su cliente —la esposa— y su hostilmarido. Él era un cirujano oftalmólogo local, padre de dos hijos preadolescentes,un sinvergüenza redomado, a quien Sally había pillado a punto de desviar dinerode una cuenta conjunta a otra en un banco de las Bahamas. Lo había hecho demanera muy torpe, sacando grandes cantidades de la cuenta común, y luegocargando billetes de avión a las Bahamas a su tarjeta Visa para conseguir bonosde viaje extra. Sally había conseguido que el juez inmovilizara las cantidades ylas reenviase a la cuenta de su patrocinada hasta la disolución del matrimonio,que tendría lugar poco después de Navidad. Según sus cálculos, la cuenta de sucliente debería tener algo más de cuatrocientos mil dólares.

No los tenía.La pantalla se lo confirmó.—No puede ser —dijo.Al borde del pánico, repasó todas las transacciones de la cuenta. En los

últimos días habían extraído más de un cuarto de millón de dólares por medioselectrónicos, y los habían transferido a casi una docena de otras cuentas. No pudoacceder a esa docena de cuentas por ordenador, ya que estaban puestas a unaserie de nombres distintos, tanto de individuos a quienes ella no reconocía como adudosas corporaciones. También vio, para su creciente ansiedad, que la últimatransferencia de la cuenta de su cliente había sido hecha directamente a su propiacuenta corriente. Eran quince mil dólares, y de ello hacía apenas veinticuatrohoras.

—No puede ser —repitió—. ¿Cómo…?Se detuvo porque la respuesta a esa pregunta probablemente sería

complicada, y además no tenía ninguna explicación a mano. Lo que sí tuvo clarofue que era más que probable que estuviese metida en un buen lío.

*

—Hay algo que no entiendo…—¿Qué? —preguntó ella pacientemente.—El motivo del amor de Michael O’Connell. Quiero decir, no paraba de decir

que la amaba, pero ¿qué provocó que entendiera sus propias pulsiones con elamor?

—Difícil saberlo.—Creo que en su mente había algo muy distinto.—Puede que tengas razón —respondió ella, tan distante y seductora como

siempre.Vaciló, y, como hacía a menudo, pareció detenerse para organizar sus ideas.

Tuve la sensación de que quería controlar la historia, pero de un modo que y o nopudiera ver del todo. Eso me produjo incomodidad. Sentía que me estabanutilizando.

—Creo que debería darte el nombre de un hombre que podría ay udarte eneste aspecto —dijo—. Un psicólogo experto en el amor obsesivo. —Hizo unapausa—. Por supuesto, lo llamamos así, pero tiene poco que ver con el conceptocorriente del amor. La palabra amor nos recuerda a rosas el día de San Valentín,tarjetas con frases rebosantes de sentimiento, bombones en cajas con forma decorazón, cupidos con alitas y arcos y flechas, los romances de las películas. Peroel amor guarda poca relación con todo eso. El amor está más cerca de las cosasoscuras que ocultamos en nuestro interior.

—Te veo cínica —dije—. Y resentida.Ella sonrió.—Supongo que lo parezco. Digamos que conocer a alguien como Michael

O’Connell puede darte una perspectiva diferente de lo que constituy eexactamente la felicidad. Como he dicho, redefinió las cosas para todos ellos.

Sacudió la cabeza. Se acercó a la mesa y abrió un cajón, de donde cogiópapel y lápiz.

—Ten —dijo mientras anotaba un nombre—. Habla con este hombre. Dileque vas de mi parte. —Soltó una risita, aunque no había nada gracioso—. Y dileque renuncio a cualquier privilegio sobre conflicto de intereses médico-cliente.No, mejor todavía, lo haré y o misma.

Y anotó rápidamente algo en el papel.

16Nudos gordianos

Ashley se apartó con cautela de la ventana, como había hecho todos los díasde las dos últimas semanas.

No era consciente de lo que les estaba sucediendo a las tres personas queconstituían su familia, estaba absorta en la sensación casi constante de que lavigilaban. El problema era que, cada vez que la sensación amenazaba conabrumarla, no lograba encontrar ninguna prueba concreta de ello. Si se volvíasúbitamente mientras iba a clase o al trabajo en el museo, solo veía un peatónsorprendido por su brusco gesto. Se acostumbró a correr para coger el metrojusto cuando las puertas estaban cerrando, y luego observaba a todos los otrospasajeros, como si la anciana que leía el Herald o el obrero con la vieja gorra delos Red Sox pudiera ser O’Connell disfrazado. En casa, se acercaba a un lado dela ventana y escrutaba la calle arriba y abajo. Pegaba el oído a la puerta enbusca de algún sonido delator antes de salir. Empezó a variar su ruta cuando salía,aunque solo fuera para ir al almacén o la farmacia. Compró un teléfono fijo conidentificador de llamada, y añadió el mismo servicio a su móvil. Preguntaba asus vecinos si alguno había visto algo fuera de lo corriente o, en concreto, a unhombre que encajara con la descripción de Michael cerca de la entrada, o en laesquina o al fondo de la calle. Nadie recordaba haber visto a alguien así ni queactuara de manera sospechosa.

Pero cuanto más se obligaba a imaginar que Michael y a no la rondaba, másal acecho parecía él.

No tenía nada concreto para decir en voz alta « es él» , pero había docenas dedetalles, indicios delatores, que le decían que aquel hombre no había salido de suvida, que en realidad andaba por allí cerca. Un día llegó a su apartamento ydescubrió que alguien había marcado una gran X en la puerta, usandoprobablemente algo tan vulgar como una navaj ita o una llave. En otra ocasión lehabían abierto el buzón, y un puñado de facturas y publicidad se esparció por elsuelo del vestíbulo.

En el museo descubrió que los artículos de su mesa se movían continuamente.Un día el teléfono estaba a la derecha y, al siguiente, a la izquierda. Un día llegóy encontró el cajón superior cerrado con llave, cosa que ella nunca hacía, puesno guardaba dentro nada valioso.

Tanto en el trabajo como en casa el teléfono solía sonar una o dos veces, yluego enmudecía. Cuando contestaba, solo oía el tono de llamada. Y cuandocomprobaba la identificación de llamada, aparecía « número desconocido» .Varias veces intentó usar la opción de rellamada, pero siempre encontraba señalde ocupado o interferencia electrónica.

No estaba segura de qué hacer. En sus llamadas diarias a sus padres,

comentaba algunas de estas cosas, pero no todas, porque algunas parecíandemasiado extrañas para ser ciertas. Otras parecían los incordios habituales de lavida moderna, como cuando uno de sus profesores no pudo acceder a sustrabajos por e-mail, y los ordenadores de la facultad no lograron solucionarloporque encontraron bloqueados sus archivos. Los eliminaron, pero solo despuésde considerables esfuerzos.

Mientras se mecía en su sillón a solas en su apartamento, contemplando caerla noche, pensó que todo era por culpa de O’Connell y nada por culpa de O’Connell, y no supo qué hacer. Y esa incertidumbre le producía una sensaciónde frustración y rabia.

Después de todo, él había dado su palabra. Se lo repetía, aunque en realidadno se lo creía. Y cuanto más lo pensaba, menos se lo creía.

Scott pasó una noche inquieta esperando que llegara por mensajero elpaquete enviado desde Yale por el profesor Burris. Hay pocas cosas máspeligrosas para una carrera académica que una acusación de plagio. Scott teníaque actuar con rapidez y eficacia. El primer paso que dio fue buscar en el sótanola caja donde había almacenado todas sus notas para el artículo de la Revista deHistoria Norteamericana. Luego envió mensajes electrónicos a los dos estudiantesque había reclutado tres años antes para que lo ayudaran con las citas y lainvestigación. Tenía suerte, pensó, de disponer de direcciones de contacto deambos. Cuando les escribió, no especificó exactamente de qué lo acusaban. Solodijo que un colega historiador había hecho algunas preguntas sobre el artículo ypodrían serle útiles sus recuerdos del trabajo. Fue un intento de ponerlossobreaviso, mientras esperaba a que el material en disputa llegara a su puerta.

Era todo lo que podía hacer.Se sentó a su escritorio en la facultad cuando el repartidor le entregó un sobre

grande. Lo firmó rápidamente, y empezaba a abrirlo cuando sonó el teléfono.—¿Profesor Freeman?—Sí.—Soy Ted Morris, del periódico de la facultad.Scott vaciló un momento.—¿Asiste usted a alguna de mis clases, señor Morris? Si es así…—No, señor. No asisto.—Estoy muy ocupado —dijo Scott—. Pero, dígame, ¿en qué puedo

ay udarle?Sintió cierta reluctancia en la pausa que hizo el estudiante antes de responder.—Hemos recibido una filtración, una acusación en realidad, y lo estoy

investigando.—¿Una filtración?

—Sí, eso es.—No entiendo —dijo Scott, pero era mentira: lo entendía perfectamente.—Lo han acusado de estar implicado en, bueno, a falta de mejor expresión,

un asunto de integridad académica. —Ted Morris escogía sus palabras concuidado.

—¿Quién le ha dicho eso?—¿Es relevante, señor?—Bueno, podría serlo.—Al parecer procede de un estudiante descontento. De una universidad del

Sur. Es todo lo que puedo decirle.—No conozco a ningún estudiante de ninguna facultad del Sur —repuso Scott

con falsa serenidad—. Pero « descontento» es un adjetivo aplicable a cualquierestudiante en un momento u otro, ¿no le parece, Ted? —Dejó a un lado el formal« señor Morris» para recalcar sus roles respectivos. Él tenía autoridad y poder, oal menos quería que Ted Morris, del periódico del campus, lo crey era.

Ted hizo una pausa y no se dejó distraer.—Pero la cuestión es muy simple. ¿Ha sido usted acusado…?—Nadie me ha acusado de nada. Al menos que y o sepa —replicó Scott

rápidamente—. Nada que no sea rutinario en los círculos académicos… —Inspiró hondo. Seguramente Ted Morris estaba anotando cada palabra.

—Comprendo, profesor. Rutina. Pero sigo pensando que debería hablar conusted en persona.

—Estoy muy ocupado. No obstante, tengo horas de tutoría el viernes. Pásesepor aquí entonces…

Eso le daría varios días.—Tenemos cierta premura, profesor…—Lo siento. Las cosas hechas deprisa son inevitablemente confusas o, peor,

erróneas. —Era un farol, pero tenía que librarse de aquel impertinente.—Muy bien, el viernes. Y, profesor, una cosa más.—¿Qué, Ted? —repuso con su voz más condescendiente.—Debería saber que colaboro con el Globe y el Times.Scott tragó con dificultad.—Me alegro —dijo, afectando todo el entusiasmo que le fue posible—. Hay

muchas historias en este campus que podrían interesar a esos periódicos. Bien,nos vemos el viernes, pues —concluyó, rogando que el estudiante esperara alviernes antes de llamar al redactor jefe de esos periódicos para dinamitar toda sucarrera.

Colgó. Nunca había creído que estaría tan asustado, no, tan aterrado, por lavoz de un estudiante. Se dedicó a estudiar rápidamente el material enviado por elprofesor Burris, más ansioso a cada frase que leía.

Hope entró en el servicio contiguo a la oficina de admisiones, sabiendo queprobablemente era el único sitio del colegio donde podría estar a solas unosmomentos. Apenas la puerta se cerró tras ella, estalló en un sollozo profundo ydesesperado.

La acusación había llegado al decano a través de un e-mail anónimo. Decíaque Hope había acosado a una estudiante de quince años en las duchas delvestuario femenino, cuando la chica estaba sola después de una sesión deentrenamiento. Describía cómo Hope le había acariciado los pechos y tocado laentrepierna, mientras le susurraba las ventajas de probar el sexo con una mujer.Como la adolescente se resistió, continuaba la acusación, Hope la amenazó conmanipular sus notas si alguna vez comentaba el episodio a las autoridades o a suspadres. El e-mail terminaba instando a los administradores a tomar « las medidasque fueran necesarias» para evitar un pleito y tal vez una acusación penal.Usaba palabras como « depredadora» y « violación de la confianza» junto con« reclutamiento homosexual» para describir la supuesta conducta de Hope.

Ni una sola palabra era cierta. Nada de aquello, descrito con detalle casipornográfico, había sucedido jamás. Pero Hope dudaba que la verdad la ay udaraa salir bien parada de aquella encerrona.

Aquel catálogo de mentiras concluía con una serie de suposicionesdisparatadas, pintando a Hope poco menos que como un monstruo corruptor demenores.

Que los hechos nunca hubieran sucedido, que ella no supiera quién eraaquella joven, que nunca hubiera entrado en el vestuario femenino sin otromiembro del claustro presente para evitar precisamente ningún malentendido,que se comportara con recato de monja cada vez que algo de naturalezavagamente sexual se producía en el colegio, y que hubiera tenido cuidado de noexhibir nunca su relación con Sally … de repente nada de eso valía para nada.

Que la denuncia fuera anónima tampoco significaba nada. Las habladuríascorrerían por todo el colegio, y los rumores se centrarían en adivinar a quién lehabía ocurrido, no si había ocurrido de verdad. En un instituto o una escuelaprivada, nada es tan explosivo como una acusación de conducta sexual ilícita.Nunca habría una valoración razonada y fundada de los cargos contra ella, Hopelo sabía. También le preocupaba la reacción en la comunidad que Sally y ellaconsideraban su hogar. Otras mujeres en su misma situación probablementesaldrían en su defensa. Imaginó sentadas y proclamas, artículos en la prensa ymanifestaciones delante del colegio. Muchas mujeres como Hope odiaban serestigmatizadas y clamarían por justicia. Esto era inevitable. Y eso mismodesvirtuaría cualquier posibilidad de librarse del asunto sin llamar la atención. Osea, estaba condenada.

Se acercó al lavabo y se mojó la cara una y otra vez, como si de esa manera

pudiera librarse de lo que se le venía encima. No quería ser adalid de ningunacausa y tampoco perder la confianza de las estudiantes, que tanto le habíacostado conseguir.

—Nada de eso ha sucedido nunca —le había dicho al decano—. Nada. Pero¿cómo puedo demostrar mi inocencia sin nombres, fechas, horas, etcétera?

Él estuvo de acuerdo y accedió, por el momento, a no dar curso a ladenuncia, aunque tendría que discutirlo con la dirección del colegio y tal vezincluso informar al presidente del consejo. Hope sabía que los rumores eraninevitables. El decano le sugirió que continuara con su actividad normal hasta quehubiera más información.

—Siga entrenando a las chicas, Hope —dijo Wilson—. Gane el campeonato.Mantenga todas sus citas de tutoría con las estudiantes, pero… —Vaciló.

—¿Pero qué? —preguntó Hope.—No haga nada equívoco.Mientras se miraba a los ojos enrojecidos en el espejo del lavabo, Hope

nunca se había sentido más vulnerable. Salió del cuarto de baño, comprendiendoque el mundo donde se había creído relativamente a salvo se había vuelto muypeligroso.

Sally se esforzó por encontrar sentido a aquellos documentos mientras,acalorada, sudaba como en un entrenamiento.

Alguien había conseguido acceder a su clave electrónica y había creado elcaos en la cuenta de su cliente. Estaba furiosa por no haber creado una clave másdifícil de descifrar. Como el caso en cuestión era un divorcio, había elaborado laclave « Divley» . Tras contactar con los encargados de seguridad de losdiferentes bancos que habían recibido los depósitos de la supuestamenteinviolable cuenta de su cliente, había podido devolver gran parte del dinero, o almenos congelarlo para que nadie pudiera tocarlo. Los bancos habían accedido acolocar trampas electrónicas en algunos de esos fondos, de modo que todo aquelque intentara retirar cualquiera cantidad, bien a través del ordenador o enpersona, sería localizado. Pero no tuvo un éxito completo al manipular el dinero.Varias transacciones habían sido colocadas a través de una mareante serie dedepósitos y extracciones, hasta desaparecer finalmente en una cuenta extranjeraen la que Sally no pudo entrar, y cuando llamó a los bancos, no mostraron tantacomprensión hacia su historia del robo de identidad como habría esperado.

Su instinto le decía que contratara a su propio abogado, pero lo pospuso por elmomento. En cambio, sacó todo el dinero del seguro de la casa que compartíacon Hope y lo depositó en la cuenta del cliente, compensando el desequilibrio, alprecio de cargarse ella misma, junto con su desprevenida compañera, con unadeuda importante. Tardaría meses en ganar lo suficiente para reparar aquel daño

económico, pero esperaba estar a salvo.Redactó una declaración jurada para el Colegio de Abogados. Comentó

algunas de las transacciones, y dijo que habían sido realizadas por alguiendesconocido, pero que ella había restaurado la cuenta de su cliente con suspropios fondos y, de acuerdo con el banco, la había puesto a salvo de nuevasmanipulaciones electrónicas. Esperaba que esa declaración detuviera cualquieracción judicial, al menos hasta que se supiera quién le había hecho esto. Pensó ensolicitar información sobre quién había presentado la denuncia ante el colegio deabogados, pero sabía que de momento no iban a revelarle nada. Así que estabadestinada a permanecer a oscuras durante algún tiempo.

Sally nunca se había considerado una abogada particularmente dura. Su puntofuerte era la mediación, o conseguir acuerdos entre partes contrarias. Odiaba loscasos en que el compromiso ya no era posible.

Pero cuando se giró en el sillón de su despacho y contempló las hojasimpresas de transacciones bancarias que cubrían su mesa, solo sintiódesesperación. « Quienquiera que haya hecho esto —pensó— debe de odiarmecon toda su alma» .

Eso la obligaba a una pregunta incómoda, porque ningún abogado consiguelabrarse una carrera, sobre todo encargándose de divorcios, casos de custodia ypequeñas acciones penales, sin ganarse algunos enemigos. La mayoría de estossimplemente se enfadaba y se quejaba. Algunos daban un paso más.

« Pero ¿quiénes?» , se preguntó.Habían pasado meses desde la última vez que alguien airado la había

amenazado. La idea de que pudiera haber alguien con paciencia y habilidad paraplanear una venganza contra ella la hizo morderse el labio inferior.

Sally pensó que iba a tener que contarle a Hope lo sucedido. Había bastantetensión entre ellas y ahora, de repente, se encontraban en apuros económicos.

Se le ocurrió llamar a la policía. Al fin y al cabo, se había cometido un robo.Pero esto iba contra su norma, como es el caso de tantos abogados. Mientras nose supiera más, o lograse dilucidar quién y por qué lo había hecho, no quería aningún detective hurgando en sus casos.

« Resuélvelo —se dijo—. Resuélvelo tú sola» .Cogió su maletín, guardó en él tantos papeles como pudo y recogió el abrigo.

Las oficinas estaban y a vacías y cerró con llave. Bajó rápidamente las escalerasy salió a la calle.

El aire frío pareció confundirla y se llevó la mano a la frente, como si derepente se sintiera mareada. No pudo recordar siquiera dónde había aparcado elcoche. Todo daba vueltas a su alrededor y tuvo que inhalar hondo una vez, comosi estuviera sufriendo un ataque de pánico. Apretó los puños y notó una súbitapunzada de dolor. El corazón le palpitaba y las sienes latían. Tuvo que apoy arseen una pared para no caerse.

« Domínate» , se ordenó.Su coche estaba donde siempre, en el aparcamiento. Se abotonó el abrigo y

sosegó la respiración, sintiendo que la presión en el pecho y la boca del estómagodisminuía. Pero, al recuperar el autodominio, le pareció de pronto que ya noestaba sola. Se dio la vuelta, pero la acera estaba vacía, a excepción de algunosestudiantes que entraban y salían de una cafetería cercana. El tráfico de la calleprincipal de la ciudad discurría con normalidad. Un autobús bufó al detenerse enla parada al otro lado de la calle, delante de un viejo cine. Todo lo que vio eranormal. « Todo está en su sitio» , pensó.

O no.Tomó aire de nuevo y echó a andar hacia el garaje. Una parte de ella quería

correr, mientras la oscuridad se deslizaba sobre ella y la tenue luz de las farolas ymarquesinas levantaba pequeños refugios contra la creciente noche.

*

—¿Sabe? Incluso con esta dispensa firmada me siento un poco incómodohablando de cosas que me han sido comunicadas de manera confidencial.

—Esa es su prerrogativa —dije, lleno de falsa comprensión—. Comprendo supostura.

—¿Lo comprende?El psicólogo era pequeño y ladino, con un pelo rizado veteado de gris que le

caía alrededor del cuello, como si estuviera conectado a extrañas y conflictivasideas en su cuero cabelludo. Llevaba gafas que le daban una ligera apariencia deinsecto, y tenía un curioso tic: expresaba una idea y a continuación agitaba lamano para recalcar las palabras ya dichas.

—Después de todo —continuó—, no estoy seguro de que la influencia queMichael O’Connell ejerció sobre esas personas haya sido aún comprendida deltodo.

—¿Qué quiere decir?Suspiró.—Creo que se cruzó en sus vidas más o menos como un accidente de tráfico.

Un puntual momento de pérdida, de miedo, de conflicto, como quiera verlo. Perosus secuelas duran años, quizás incluso para siempre. Vidas que ya no vuelven aser lo que eran. Cenizas y agonía durante mucho tiempo. Eso es lo que sucede enestos casos.

—Pero…—No sé si puedo hablar al respecto —dijo bruscamente—. Algunas cosas que

se han dicho en esta consulta son inviolables, aunque me agrada que usted quieracontar la historia en un libro. Desde luego detestaría revelarle algo y luego recibiruna citación judicial, o tener que abrir mi puerta a un par de detectives al estilo

Colombo. Lo siento.Suspiré, sin saber si frustrado o respetuoso. Él esbozó una amplia sonrisa y se

encogió de hombros.—Bien —dije—. Para que mi viaje hasta aquí no haya sido una completa

pérdida de tiempo, ¿puede explicarme al menos las características del amorobsesivo de O’Connell por Ashley …?

El psicólogo hizo una mueca.—Amor. ¡Amor! Dios mío, no tiene nada que ver con el amor. El entramado

psicológico de Michael O’Connell tiene que ver con la posesión.—Sí, lo comprendo. Pero ¿qué conseguía? No era por dinero. No era deseo.

No era pasión. Sin embargo, en cierto modo, por lo que sé hasta ahora, pareceque era todas esas cosas al mismo tiempo…

Él se recostó en su asiento, y de pronto se inclinó bruscamente hacia delante.—Está siendo demasiado literal —dijo—. Un robo a un banco dice algo

concreto. También un trapicheo de drogas, o matar a tiros al encargado de unatienda abierta de madrugada. O los asesinatos en serie y las violaciones repetidas.Esa clase de crímenes puede definirse fácilmente. Este no. El proclamado amorde Michael O’Connell era un crimen de identidad. Y así, se convirtió en algo másgrande, más profundo. Más devastador.

Asentí y fui a añadir algo, pero él agitó la mano, silenciándome.—Otra cosa que ha de tener en cuenta —dijo—: Michael O’Connell era… —

inspiró hondo— implacable.

17Un mundo de confusión

Por primera vez en su relativamente corta vida, Ashley sintió que su mundoera no solo increíblemente pequeño, sino que estaba definido por tan pocas cosasque carecía de un sitio donde ocultarse, que no había ningún lugar adondeescapar para tomarse un respiro y recuperarse.

Los pequeños indicios de que la estaban vigilando aumentaron. Su teléfono sehabía convertido en un pozo de miedo, lleno de silencios o respiracionesentrecortadas. Tampoco se fiaba ya de su ordenador. Se negaba a revisar el e-mail, porque no podía saber quién enviaba los mensajes.

Le dijo a su casero que había perdido las llaves de su apartamento, y este leenvió un cerrajero para poner cerraduras nuevas, aunque Ashley dudaba quesirviera para algo. El cerrajero le comentó que las nuevas cerraduras eran muyseguras, pero no inviolables para un entendido. A Ashley no le resultó difícilimaginar que O’Connell entraba en la categoría de entendido.

En el museo algunos compañeros de trabajo se quejaron de estar recibiendoextrañas llamadas y e-mails anónimos que sugerían que Ashley estabamaquinando a sus espaldas o criticándolos ante la dirección. Ashley les explicóque todo eso era falso, solo actos insensatos de un pretendiente despechado, perole pareció que no la creían.

Inesperadamente, una compañera lesbiana le echó en cara ser homófoba. Laacusación fue tan ridícula que Ashley se quedó desconcertada, incapaz deresponder. Un par de días más tarde, una compañera negra la miró con recelo yse negó a almorzar con ella ese día. Ashley le preguntó qué sucedía y ella leespetó: « Tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Déjame en paz» .

Después de su clase nocturna de Impresionistas Modernos Europeos, laprofesora la llamó a su despacho y le dijo que corría el riesgo de suspender si noasistía a las clases con regularidad.

Ashley se quedó anonadada. Abrió la boca y miró a la mujer, que apenasalzó la cabeza de los papeles, diapositivas y voluminosos libros de arte quecubrían su mesa. Ashley trató de encontrar algo donde enfocar la mirada eimpedir la sensación de mareo que la embargó.

—Pero nunca he faltado a ninguna clase… —logró decir—. En las hojas deasistencia ha de constar mi nombre.

—Por favor, no me venga con excusas —repuso la profesora, envarada.—Pero si no…—Uno de mis ayudantes las repasa y las introduce en el sistema informático

del departamento. De las clases semanales y las presentaciones de diapositivasadicionales, de las que hemos tenido más de veinte hasta ahora, solo consta sunombre en dos ocasiones. Y una de ellas es la de esta noche.

—Pero he asistido a todas —insistió Ashley —. No comprendo. Déjememostrarle mis apuntes…

—Cualquiera puede hacer que le copien los apuntes o se los presten.—Pero he estado en todas las clases. De verdad. Alguien ha cometido un

error.—Claro. Ahora resulta que es culpa nuestra.—Profesora, creo que alguien está saboteando mi registro de asistencias…La profesora vaciló.—Pero ¿qué dice? ¿Qué sentido tendría que alguien…?—Un ex novio despechado —dijo Ashley.—Repito, señorita Freeman: ¿qué sentido tendría?—Quiere vengarse…La profesora vaciló.—Bien —dijo lentamente—. ¿Puede demostrar esta acusación?Ashley tomó aire muy despacio.—No sé cómo —admitió.—Ya. Bien, como recordará, en la primera clase dejé bien claro que la

asistencia es obligatoria. No soy inflexible, señorita Freeman. Si alguien tiene queperderse una clase o dos por motivos personales, lo comprendo. Pero asistir aclase y estudiar el temario es su responsabilidad. No creo que pueda ustedaprobar este curso…

—Hágame un examen. Mándeme un trabajo. Algo que me permitademostrar que he asimilado toda la enseñanza impartida…

—No encargo trabajos especiales ni concedo tratamientos especiales —replicó la profesora, hosca—. Si lo hiciera, tendría que hacer lo mismo con cadaestudiante perezoso o poco dedicado que se siente donde está usted sentada,señorita Freeman, para aducir una excusa u otra, incluyendo las típicas de miperro se comió mi trabajo o mi abuelita ha muerto. Las abuelas parecen morirseen mis clases con deprimente frecuencia y regularidad, y a menudo más de unavez. Así que, señorita Freeman, empiece a asistir a clase y consiga una excelentenota en el último examen. Tal vez así consiga aprobar… ¿Ha consideradodedicarse a otra cosa? Quiero decir, quizás el arte y los estudios de posgrado noson lo suyo.

—El arte ha sido siempre…La profesora la interrumpió alzando una mano.—¿De veras? Bien, buena suerte, señorita Freeman. La necesitará.Ashley salió del despacho a un pasillo que resonaba de vacío. En algún lugar,

en una escalera u otra planta, oyó una risa lejana, casi fantasmal. Se quedóinmóvil. Él estaba allí, vigilándola. Giró lentamente, como si él estuviera a unpaso, como una sombra que la siguiera a todas partes. Prestó atención a cualquiersonido, una respiración, un susurro, cualquier cosa que le confirmara que

O’Connell estaba realmente allí, pero no oyó nada.Los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas. No tenía duda de que de algún

modo era aquel demente quien había conseguido borrar su nombre de las listasde asistencia. Se apoyó contra una pared, respirando con dificultad. Todas lasclases a las que había asistido, toda la atención que había prestado, las notastomadas, la información, el conocimiento, la apreciación de las formas, estilos ybelleza de los artistas estudiados, en aquel momento no valían nada. Era como sitodo aquello existiera en una dimensión diferente donde la Ashley que creía sercontinuaba con su vida, dispuesta a convertirse en la persona que quería ser.

« Me está haciendo desaparecer» , se dijo con súbita lucidez. La furia y ladesesperación la embargaron. Se apartó de la pared. « Esto tiene que acabarse» ,decidió con inaudita determinación.

Scott estaba sentado a su mesa, anonadado por lo que acababa de leer. Sesentía como si algo en su interior se hubiera marchitado. Las líneas de las páginasque tenía delante rielaban, como las ondas de calor sobre una carretera, y unramalazo de pánico cruzó su pecho.

El profesor Burris le había enviado un ejemplar de su artículo publicado enQuarterly y una copia de la tesis doctoral de un tal Louis Smith, de la Universidadde Carolina del Sur. La tesis había sido defendida ante el departamento deHistoria de esa facultad unos ocho meses antes del artículo de Scott, y era unanálisis del mismo material. Las similitudes eran evidentes, y ambos trabajos sehabían basado en las mismas fuentes.

Pero eso no era lo peor. Resultaba que media docena de párrafos claveaparecían palabra por palabra en ambos. El profesor Burris los había marcadocon amarillo fluorescente.

En un artículo largo para una revista de prestigio y en una tesis doctoral deciento sesenta páginas, dichos párrafos constituían un mínimo porcentaje. Y lasobservaciones que hacían no eran de una importancia académica capaz desacudir los cimientos del tema tratado. Pero Scott sabía que esos aspectos no eranlo significativo. Eran idénticos, y eso era lo único que se tendría en cuenta a lahora de juzgarlo como plagiador.

Recordó de pronto a la Reina Roja de Alicia en el País de las Maravillas.« ¡Primero la ejecución, luego celebraremos el juicio!» .

Scott no tenía duda de que en efecto había escrito aquellas frases. Las pocasesperanzas que hubiera podido tener de que uno de sus dos ay udantes las hubieraescrito en una nota y que él las hubiese utilizado sin comprobarlo a concienciahabían desaparecido.

Se rebulló en el asiento.El profesor Burris no había mencionado la fuente de la denuncia. Scott supuso

que procedía del estudiante de doctorado, o de algún miembro del claustro de laUniversidad de Carolina del Sur. Cabía la posibilidad de que la hubiera hechoalgún resentido (de los que había miles por todo Estados Unidos) con loshistoriadores.

Hasta mediodía, Scott (sin afeitar, con los ojos hinchados, y por su cuarta tazade café) no pudo localizar por fin al decano del departamento de Historia de laUCS. El hombre se mostró amable y dispuesto a ayudar, y no parecía que eltrabajo de Scott le hubiera provocado ninguna duda.

—Lo cierto es que recuerdo esa tesis —dijo—. Recibió notas muy altas porparte de todo el tribunal. Era una buena investigación, bien redactada, y creo queva a publicarse en alguna parte. Su autor era un magnífico estudiante, y muybuena persona, imagino que tiene una carrera excelente por delante. Pero ¿diceque hay algunas dudas sobre la tesis? Me cuesta imaginarlo…

—Solo quiero examinar algunas similitudes. Después de todo, trabajamos enel mismo campo.

—Por supuesto —dijo el decano—. Aunque no me gustaría comprobar queuno de nuestros estudiantes ha hecho algo indecoroso…

Scott vaciló. Le había dado a su interlocutor la falsa impresión de que elacusado de fraude era el estudiante.

—¿Sabe? Si pudiera hablar con ese joven podría aclarar las cosas —dijo.—Por supuesto. Déjeme comprobar…Scott tuvo que esperar varios tensos minutos. Permaneció inmóvil en la silla,

esperando para continuar con aquella conferencia que podría costarle todo lo quehabía tardado años en construir.

—Bien, profesor Freeman, lamento haberle hecho esperar. Es un poco difícillocalizar a Louis. Tras recibir su doctorado se unió a Maestros por América.Desde luego, no es lo habitual en la mayoría de nuestros estudiantes. El número yla dirección que tengo de él son de un sitio al norte de Lander, Wyoming, en unareserva india. Apunte…

Scott llamó a Wy oming, donde le dijeron que en ese momento Louis Smithestaba impartiendo clase a niños de octavo curso. Dejó su nombre y explicó queera urgente. Cuando por fin sonó el teléfono, contestó con ansia.

—¿Sí?—¿Profesor Freeman? Soy Louis Smith…—Gracias por llamar.El joven parecía excitado.—Me siento muy honrado por su llamada, profesor Freeman. He leído todo lo

que ha publicado, en particular lo referido al inicio de la guerra deIndependencia. Esa es también mi especialidad. Las maniobras militares, lasintrigas políticas, las expectativas. Tantas lecciones que deberíamos tener encuenta hoy en día… Quiero decir que puede imaginarse qué distinto se ven en

una reserva india los conceptos de historia que nosotros damos por sentado… —El joven hablaba rápidamente, sin parar. De pronto se detuvo, tomó aliento ypidió disculpas—. Lo siento. Estoy divagando. Por favor, profesor, ¿a qué debo elhonor de su llamada?

Scott vaciló. La energía del joven maestro no era lo que esperaba.—He leído su tesis doctoral…—¡Dios mío! Oh, cuánto me alegra, quiero decir. ¿Le gustó? ¿Cree que hecho

una buena interpretación?—Excelente —dijo Scott, un poco aturdido—. Y sus conclusiones son

acertadas.—Gracias, profesor. No se imagina cuánto significan sus palabras para mí. Ya

sabe, uno hace un trabajo así y sueña con verlo publicado en una editorialespecializada, pero en realidad solo su tribunal y tal vez su novia lo leen. Saberque usted lo ha leído…

—Hay algo que me gustaría preguntarle —dijo Scott, envarado—. Encuentroalgunas similitudes entre su tesis y un artículo que escribí meses más tarde…

—Sí —dijo el joven—. En la Revista de Historia Norteamericana. Lo leí conatención, porque tratamos el mismo material. Pero ¿similitudes? ¿A qué serefiere?

Scott tomó aire.—Me han acusado de plagiar algunos párrafos suy os. No lo he hecho, pero

me han acusado…Se detuvo y esperó. Louis Smith tardó un par de segundos en recuperarse.—Pero eso es una locura —dijo—. ¿Quién lo ha acusado?—No lo sé. Pensé que podría ser usted.—¿Yo?—Pues sí.—Absolutamente no. Imposible.Scott se sintió mareado. No sabía qué pensar.—Pero tengo aquí delante una copia de su tesis, y hay párrafos que son

iguales palabra por palabra. No sé cómo ha sucedido, pero…—Imposible —repitió Louis Smith—. Su artículo fue publicado meses después

de que escribiera mi tesis, pero usted debió de hacer su investigación y redactarlomás o menos al mismo tiempo. Y hubo retrasos en incorporar mi tesis a Internet.De hecho, aparte de la página web de la universidad, que enlaza con algunaswebs de historia, es muy difícil encontrarla. Suponer que usted lo consiguiera ytomase algunos párrafos… bueno, no lo entiendo. ¿Puede leerme esos párrafos, sino le importa?

Scott miró las palabras resaltadas en amarillo.—Sí —dijo—. En mi artículo, en la página treinta y tres, escribí… —Scott

leyó ambos.

Louis Smith respondió lentamente.—Vaya, es muy curioso. El párrafo que usted me lee y que supuestamente

aparece en ambos trabajos no es del mío. Es decir, y o no lo escribí. No está enmi tesis. Quiero decir, los argumentos son similares, pero no la redacción.

—Pero —repuso Scott— estoy leyendo de una copia por impresora de sutesis.

—No puedo asegurarlo, profesor, pero me da que pensar que alguien hamanipulado la copia de mi trabajo que le han enviado… ¿Quién podría hacer unacosa así y para qué?

El viento arreciaba y la luz del sol se difuminaba hacia el oeste, dando almundo una cualidad gris y confusa. Hope reunió al equipo tras terminar elentrenamiento. Las chicas estaban sudorosas. Las había hecho trabajar duro,quizá más que de ordinario cuando se acercaba el final de la temporada, perohabía corrido al tiempo que ellas, como si el esfuerzo físico y el aire frío fuesenlo único que podía distraerla.

—Buen trabajo —jadeó—. Faltan dos semanas para las eliminatorias. Serádifícil venceros. Muy difícil. Eso es bueno. Pero hay otros equipos que puedenestar preparándose igual de bien. Ahora interviene algo más que el estado físico.Ahora se trata de una cuestión de voluntad. ¿Cómo queréis que se recuerde esteaño, esta temporada, este equipo?

Contempló los brillantes rostros de aquellas jovencitas que habían aprendidoque el trabajo duro y la dedicación dan sus frutos. « Primero surge un destello ensus ojos —pensó Hope—, y luego se les extiende a la piel, tan intenso quedesprende una especie de calor» .

Les sonrió, aun sintiendo un profundo desasosiego.—Mirad —dijo—. Para ganar, todas tenemos que arrimar el hombro y sudar

la camiseta. ¿Alguna quiere decir algo? ¿Alguna duda o sugerencia?Las chicas se miraron unas a otras. Algunas negaron con la cabeza.Hope no sabía si ya circulaban algunos rumores. Pero le costaba imaginar

que no fuera así. « No hay secretos en un colegio» , pensó.Las chicas parecieron encogerse colectivamente de hombros. Hope quiso

interpretarlo como un gesto de solidaridad.—Muy bien —dijo—. Pero si hay alguien que se sienta incómoda por algo,

cualquier cosa, puede ir a mi despacho. Mi puerta está siempre abierta. Y si noqueréis hablar conmigo, hacedlo con la directora deportiva… —No podía creerque estuviera diciendo eso. Atinó a cambiar de tema—. Nunca os había visto tancalladas, así que voy a suponer que os habéis quedado sin voz por habertrabajado tan duro. Por tanto, se cancela la carrera final. Daros una palmadita enla espalda, y luego recoged vuestras bolsas y a casa.

Esto produjo una salva de aplausos. Exonerarlas de un par de vueltas extraalrededor del campo siempre funcionaba. « Están preparadas» , pensó. Y sepreguntó si lo estaba ella.

Las chicas empezaron a despejar el campo, en pequeños grupos, y Hope oy ósus risas. Las vio marchar y luego se sentó en el banquillo.

El viento había aumentado. Pensó que ser parte de algo, como la escuela y elequipo, era parte de la imagen que tenía de sí misma, y ahora esa imagen estabaen peligro. Las sombras del atardecer avanzaban sobre el verde césped, haciendoque pareciera negro. « Hay pocas cosas tan terribles como una acusación falsa» ,pensó. La ira se apoderó de ella. Quiso encontrar a la persona que le había hechoeso y darle de puñetazos.

Pero fuera quien fuese, parecía no tener más sustancia que la crecienteoscuridad que la rodeaba, y Hope, a pesar de lo furiosa que estaba, prorrumpióen sollozos incontrolados.

*

—¿Ashley ? ¿Ashley Freeman? Hace tiempo que no la veo. Meses. Tal vezincluso más de un año. ¿Sigue viviendo en la ciudad?

No respondí a esa pregunta.—¿Trabajaba usted aquí con ella? —pregunté.—Sí. Éramos varios posgraduados trabajando aquí a tiempo parcial.Yo estaba en el vestíbulo del museo, no lejos del restaurante donde Ashley

había esperado infructuosamente una tarde a Michael O’Connell. La jovenrecepcionista llevaba el pelo muy corto y con una cresta en lo alto, lo que le dabaaspecto de gallo, y tenía media docena de piercings en una oreja y un único arobrillante y naranja en la otra. Me dedicó una sonrisa y se atrevió por fin a hacerla pregunta obvia.

—¿Por qué le interesa Ashley? ¿Algo va mal?Negué con la cabeza.—Me interesa un caso legal en el que ella estuvo relacionada. Estoy haciendo

un trabajo de investigación. Solo quería ver dónde trabajaba. Entonces, ¿laconoció usted cuando estaba aquí?

—No muy bien… —Vaciló.—¿Qué ocurre?—No creo que la conociera mucha gente. Ni que la apreciaran demasiado.—¿Sabe el motivo?—Bueno, oí decir que Ashley era un poco rara, o algo así. Se habló y

especuló mucho cuando se marchó.—¿Por qué?—Se rumoreaba que encontraron en su ordenador algo que la metió en

problemas.—¿Algo?—Algo raro. ¿Vuelve a tener problemas?—No exactamente —respondí—. Problemas tal vez no sea la palabra

adecuada.

18Cuando las cosas empeoran

Michael O’Connell consideraba que su may or virtud era la paciencia.No era solo una cuestión de ocupar el tiempo, o de sentarse mano sobre

mano. Esperar de verdad requería preparativos y planes, para que cuandollegara el momento él fuera por delante de todos los demás. Se consideraba undirector de cine, la persona que tiene una visión de la historia completa, acto aacto, escena a escena, hasta el final. Era un hombre, se decía, que conocía todoslos finales, ya que los diseñaba él mismo.

Estaba en calzoncillos, el cuerpo sudoroso. Un par de años antes, mientrascurioseaba en una tienda de libros de segunda mano, había encontrado un libro deejercicios muy curioso. Pertenecía al manual de preparación física de las RealesFuerzas Aéreas Canadienses y estaba lleno de antiguos dibujos de hombres encalzón haciendo flexiones con una sola mano y la barbilla levantada. Era todo locontrario de los manidos ejercicios abdominales de seis minutos que saturabanlos canales de televisión a todas horas. Había aprendido los ejercicios de lasRFAC, y bajo sus ropas sueltas de estudiante ocultaba el físico de un luchadorprofesional. Nada de asistir a gimnasios selectos, que eran nidos de vanidad, ni depenosas carreras en solitario por los paseos de la ciudad. Prefería tonificar susmúsculos a solas, en su habitación, escuchando a veces con auriculares algúngrupo de rock pretendidamente satánico, como Black Sabbath o AC/DC.

Se tumbó en el suelo, alzó las piernas por encima de la cabeza y luego lasbajó despacio, deteniéndose para mantener la postura tres veces antes deinmovilizar los talones a escasos centímetros del parquet. Repitió este ejercicioveinticinco veces, pero en la última repetición mantuvo la postura de suspensióninmóvil, los brazos planos a los costados. Sabía que superados los tres minutosempezaría a sentir incomodidad, y a los cinco, inquietud. Después de seisminutos, sentiría dolor.

O’Connell se dijo que el asunto no era ya desarrollar los músculos. Ahora setrataba de superarse.

Cerró los ojos, y no hizo caso a la quemazón del estómago, sustituyéndola poruna imagen de Ashley. En su mente trazó lentamente cada detalle, con toda lapaciencia de un artista dedicado. « Empieza por los pies, el dibujo de sus dedos, elarco, la tensión del talón. Luego sube por la pierna, recorriendo pantorrilla, rodillay muslo» .

Rechinó los dientes y sonrió. Normalmente podía mantener la posición hastallegar a los pechos de Ashley, después de entretenerse largo rato en su ingle, eincluso a veces llegaba a la larga y sensual curva del cuello. Entonces se veíaobligado a desistir. Pero a medida que se hacía más fuerte, sabía que algún díacompletaría la imagen mental con los rasgos del rostro y el cabello. Anhelaba

desarrollar esa fuerza. Con un jadeo, se relajó y sus talones chocaron contra elsuelo. Permaneció tendido unos segundos, sintiendo el sudor correrle por pecho yespalda.

« Ella llamará —pensó—. Hoy. Tal vez mañana» . Era predecible. Él habíapuesto en juego fuerzas que la atraerían. « Estará molesta —se dijo—. Furiosa» .Le espetaría una serie de reproches y exigencias, ninguno de los cualessignificaría nada para él. « Y esta vez acudirá sola. Desquiciada y vulnerable» ,pensó.

Tomó aire. Durante un instante le pareció sentir a Ashley a su lado, cálida ysuave. Cerró los ojos y se dejó envolver por esa sensación. Cuando sedesvaneció, sonrió.

Siguió tendido en el suelo, mirando el techo blanco y la bombilla desnuda decien vatios. Una vez había leído que ciertos monjes de una orden olvidada de lossiglos XI y XII permanecían en esa postura durante horas, en completo silencio,ignorando el calor, el frío, el hambre, la sed y el dolor, experimentando visionesy contemplando los inmutables cielos y la inexorable palabra de Dios. Para éltenía todo el sentido del mundo.

Lo que preocupaba a Sally era una cuenta extranjera que había recibidovarias transferencias de la cuenta de su cliente. La suma en cuestión rondaba loscincuenta mil dólares, una escasa parte del total robado. Pero eran las únicastransferencias enviadas a un sistema bancario que denegaba el acceso porInternet.

Cuando llamó al banco en Gran Bahama, se mostraron corteses y le dijeronque necesitaría autorización de su propio banco, algo muy difícil de obtenerincluso para los investigadores del fisco, y probablemente imposible para unaabogada que careciese de una orden judicial o el apoyo del Departamento deEstado.

Lo que Sally no podía imaginar era por qué alguien capaz de acceder a lacuenta de su cliente solo había robado una quinta parte de la cantidad depositada.Las otras sumas, dispuestas en una serie mareante de transferencias a través debancos de toda la nación, podían seguirse y probablemente recuperarse. Habíaconseguido congelar las cuentas en casi una docena de instituciones, dondepermanecían intactas bajo nombres diferentes, todos falsos. ¿Por qué no habíantransferido todo el dinero a cuentas en el extranjero, donde era muy probableque fuera irrecuperable?, se preguntó. La mayoría del dinero estabasimplemente flotando allí, no robado, sino esperando a que ella se tomara laengorrosa molestia de recuperarlo. Eso la preocupaba. No podía identificar conprecisión qué clase de delito se había cometido. Lo único que sabía era que sureputación profesional recibiría un buen golpe, como mínimo, y lo más probable

es que quedara afectada para siempre.Tampoco estaba segura de quién la había hecho objeto de aquel robo

informático.Su primera sospecha recayó en la parte contraria del caso de divorcio. Pero

no comprendía por qué haría algo así: tan solo retrasaría el asunto y complicaríalas cosas, además de llamar la atención del tribunal, lo que la pondría en unaposición desventajosa. La gente se comportaba de modo irracional en losdivorcios, eso lo sabía muy bien, pero esto la desconcertaba. La gente semostraba vociferante e intratable cuando buscaba crear problemas, nunca hacíagala de una sutileza como la que suponía aquel robo.

Así pues, sus sospechas se dirigieron a otros casos. Debía de ser alguien aquien hubiera derrotado en el pasado.

Esto la inquietó aún más. La idea de que alguien mantuviese intacta su sed devenganza durante meses o años era muy inquietante, algo salido directamente deEl Padrino.

Se había marchado temprano de su despacho y se encontraba en unrestaurante céntrico que tenía nombre irlandés y un bar tranquilo, donde bebía susegundo escocés con agua. Al fondo, los Grateful Dead cantaban Friend of theDevil.

« ¿Quién me odia?» , se preguntó.Fuera quien fuese, tenía que contárselo a Hope. Con toda la tensión que había

entre ambas, eso era lo último que necesitaban. Bebió un largo sorbo de whisky.« Ahí fuera hay alguien que me odia y soy una cobarde» , pensó. Contempló elvaso, decidió que no había, suficiente alcohol en el mundo para aliviar lo mal quese sentía, lo apartó y, con la poca firmeza que le quedaba, regresó a casa.

Scott terminó su carta al profesor Burris y la reley ó con atención. La palabraque había elegido para describir lo sucedido era « engaño» : presentó la alegacióncomo si todos hubieran sido objeto de una elaborada y retorcida bromaestudiantil.

Solo que Scott no se reía.La única parte de la carta con la que se sentía cómodo era el párrafo en que

recomendaba a Burris que tuviera en cuenta los logros académicos de LouisSmith. De ese modo tal vez podría darle al joven un empujoncito en su carrera.

Firmó el e-mail y lo envió. Luego volvió a su casa y se sentó en su viejo yajado sillón de orejas y se preguntó qué significaba todo aquello. No se creía quela carta que acababa de enviar lo librase de todos los problemas. Todavía teníaque verse con aquel periodista del campus a finales de semana. La habitación seensombreció a su alrededor, mientras el día moría, y Scott supo que en algúnmomento del futuro tendría que defenderse. Que la acusación no tuviera

fundamento era más o menos irrelevante. Alguien, en alguna parte, se la creería.Todo aquello lo enfurecía. Permaneció allí sentado con los puños apretados, la

cabeza dolorida, preguntándose quién le había hecho aquella vileza. Ignoraba quela misma pregunta acosaba a Sally y a Hope, y que si todos hubieran conocidolos problemas de los demás, el origen de estos les habría resultado obvio. Pero,por las circunstancias y la mala suerte, todos estaban separados.

Ashley estaba recogiendo sus cosas para marcharse del museo cuando alzó lacabeza y vio que el subdirector la estaba esperando, incómodo, a unos pasos dedistancia.

—Ashley —dijo, recorriendo con la mirada la habitación—, me gustaríahablar con usted.

Ella soltó la pequeña mochila y lo siguió diligentemente a su despacho. Elsilencioso museo pareció de pronto una cripta donde resonaban sus pasos. Lassombras parecían afectar a los cuadros de las paredes, desdibujando las formasy mezclando los colores.

El subdirector le indicó una silla y él se sentó a su escritorio. Se ajustó lacorbata, suspiró y la miró a los ojos. Tenía la costumbre de frotarse las manos enmomentos tensos.

—Ashley, tenemos algunas quejas sobre usted.—¿Quejas? ¿Qué clase de quejas?Él no respondió.—¿Ha tenido dificultades últimamente?La respuesta era sí, pero no quería que el subdirector supiera más de lo

necesario de su vida privada. Lo consideraba un hombre pueril y metomentodo.Tenía dos hijos pequeños y una casa en Somerville, detalles que rara vez leimpedían tirarles los tejos a las nuevas empleadas jóvenes.

—Nada fuera de lo normal —mintió—. ¿Por qué lo pregunta?—Entonces, ¿diría que las cosas son normales en su vida? ¿Nada nuevo?—No estoy segura de adonde quiere ir a parar.—Sus puntos de vista sobre, hum, la vida en general, ¿no han cambiado

recientemente de forma abrupta?—Mis puntos de vista son mis puntos de vista —respondió ella.Él volvió a vacilar.—Me lo temía. No la conozco bien, Ashley, así que supongo que nada debería

sorprenderme. Pero tengo que decir… Lo expresaré de esta forma: sabe que eneste museo tratamos de ser tolerantes con los puntos de vista y opiniones de losdemás, así como con sus, por decirlo así, estilos de vida. No nos gusta tenerprejuicios. Pero hay ciertas líneas que no pueden cruzarse, ¿de acuerdo?

Ella no tenía ni idea, pero asintió.

—Por supuesto —dijo—. Ciertas líneas, claro.El subdirector pareció a la vez triste y enfadado. Se inclinó hacia delante.—¿De verdad cree que el Holocausto no sucedió?Ashley parpadeó.—¿Qué?—¿Que el asesinato de seis millones de judíos fue simple propaganda y nunca

ocurrió?—No entiendo…—¿Son los negros una raza inferior? ¿Poco más que animales salvajes?Ella no respondió, muda de sorpresa.—¿Que los judíos controlan el FBI y la CIA? ¿Y que la pureza de raza es el

asunto más importante al que se enfrenta hoy nuestra nación?—No sé qué preten…Él alzó una mano, la cara enrojecida. Señaló su ordenador.—Venga aquí y entre con su contraseña —ordenó con aspereza.—No entiendo…—No me tome por tonto —la cortó él.Ashley se acercó a la mesa e hizo lo que le pedían. El ordenador emitió un

sonido familiar, y una imagen del museo llenó la pantalla, seguida de unapantalla que rezaba: « Bienvenida, Ashley. Tienes mensajes no leídos en tubuzón» .

—Muy bien —dijo Ashley, incorporándose.El subdirector se apoderó del teclado.—Aquí —dijo—. Búsquedas recientes.Pulsó una serie de teclas. La imagen del museo fue sustituida por una pantalla

negra y roja y una música marcial llenó los altavoces. Una gran esvásticaapareció de repente, seguida por otra música. Ashley no reconoció la canciónHorst Wessel, pero captó su naturaleza. Abrió la boca asombrada y trató dehablar, pero sus ojos estaban clavados en el ordenador, que mostraba antiguasfotografías en blanco y negro de un grupo de personas alzando el brazo con elsaludo nazi mientras Sieg Heil! se repetía media docena de veces. Reconocióimágenes de El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl, que fueron sustituidaspor un « Bienvenido a la página web de la Nación Aria» . Al instante aparecióuna segunda pantalla, que proclamaba: « Bienvenida, soldado de asalto AshleyFreeman. Por favor, introduzca su clave de acceso» .

—¿Tenemos que continuar? —preguntó el subdirector.—Esto es una locura —dijo Ashley—. No es mío. No sé cómo…—¿No es suy o?—No. No sé cómo, pero…El subdirector señaló la pantalla.—Bien —dijo—. Teclee su clave del museo.

—Pero…—Hágalo —dijo él fríamente.Ella se inclinó y tecleó. Sonó otra fanfarria musical, algo de Wagner.—No comprendo…—Ya.—Alguien lo ha manipulado —dijo Ashley—. Un ex novio. No sé cómo, pero

es muy bueno con los ordenadores y debe de…El subdirector alzó una mano.—Pero acaba de decirme que no hay nada raro en su vida. « Nada fuera de

lo normal» . Un ex novio que la inscribe en una página web de neonazis, bueno,y o lo consideraría fuera de lo normal.

—Es que él…El subdirector sacudió la cabeza.—Por favor, no me ofenda con más excusas tontas. Este es su último día aquí,

Ashley. Aunque su excusa sea verdad, bueno, no podemos tolerar esto. Noviodespechado o creencia auténtica, da igual. Ambas cosas resultan inaceptables enla atmósfera de tolerancia que promovemos aquí. Esto es pornografía del odio.No lo permitiré. Y, para ser sincero, no estoy seguro de creerla. Le enviaremospor correo su última nómina. Buenas noches, señorita Freeman. Por favor, novuelva. Y por favor —añadió mientras señalaba la puerta—, no solicitereferencias.

De regreso a su apartamento, Ashley pasaba de las lágrimas de frustración ala furia absoluta. A cada paso se enfurecía más, tanto que apenas veía lassombras y la oscuridad que la rodeaban. Marchaba con precisión militar por lascalles, tratando de saber qué hacer, pero cegada por la cólera. Nadie en su sanojuicio permitiría que alguien le fastidiara la vida de esa manera, así que decidióque aquello iba a acabarse esa misma noche.

Una vez llegó a casa, arrojó la chaqueta y la mochila sobre la cama y fuedirecta al teléfono. Marcó el número de Michael O’Connell.

La voz de él sonó soñolienta.—¿Sí? ¿Quién es?—Sabes jodidamente bien quién es —le espetó Ashley.—¡Ashley ! Sabía que llamarías…—¡Hijo de puta! ¡Has arruinado mis estudios y mi trabajo! ¡¿Qué clase de

gusano eres?!Él guardó silencio.—¡Déjame en paz de una vez! ¡¿Me has oído, asqueroso bastardo?!Él continuó en silencio.Ella se embaló.

—¡Te odio con toda mi alma! ¡Maldito seas mil veces, Michael O’Connell!¡Te dije que se había acabado y se acabó! No quiero verte ni en pesadillas. Nopuedo creer que me hay as hecho esto. ¿Y dices que me amas? Eres una personaenferma y malvada. ¡Desaparece de mi vida! ¡Para siempre! ¿Lo entiendes,cabrón de mierda?

Él siguió sin responder.—¿Me oy es, cabronazo? ¡Se acabó! Aléjate de mí o te arrepentirás. ¿Has

comprendido?Esperó una respuesta, pero no obtuvo ninguna. El silencio la envolvió como

una enredadera.—¿Sigues ahí? —preguntó. De repente pensó que había colgado y que sus

palabras desaparecían en el vacío electrónico—. ¿Lo entiendes? Se acabó…Más silencio.Le pareció oír su respiración.—Por favor —dijo, serenándose—, esto tiene que acabar.Cuando él habló por fin, la desconcertó.—Ashley —respondió casi con alegría—, es maravilloso oír tu voz. Cuento los

días que faltan para que volvamos a estar juntos. —Hizo una pausa y luegoañadió—: Para siempre.

Y colgó.

*

—¿Pero sucedió algo? —pregunté.—Sí —respondió ella—. Muchas cosas, en realidad.La miré a la cara y vi que se debatía con los detalles de lo que quería decir.

Se vestía de reluctancia igual que algunos se ponen un jersey grueso en invierno,en previsión del frío y un empeoramiento del clima.

—Bueno —dije, un poco molesto por sus reticencias—, ¿cuál es aquí elcontexto? Me metes en esta historia diciendo que yo debía encontrarle sentido.De momento no estoy seguro de haberlo hecho. Puedo ver los juegos quepreparaba Michael O’Connell. Pero ¿con qué fin? Puedo ver que el crimen vatomando forma… pero ¿de qué crimen estamos hablando?

Ella levantó una mano.—Quieres que las cosas sean simples, ¿no? Pero el crimen no es tan simple.

Cuando lo examinas, intervienen muchos elementos. A veces creo que todosayudamos a crear la atmósfera psicológica y emocional necesaria para que lascosas malas y terribles echen raíces y luego florezcan. Nosotros mismos somosuna especie de invernadero para el mal. ¿No te parece a veces?

No respondí. Me limité a observarla contemplar su taza de café, como si estapudiera decirle algo.

—¿No te parece que vivimos vidas increíblemente difusas, inconexas? Enotros tiempos crecías y te quedabas en tu lugar natal. Probablemente comprabasuna casa enfrente de la de tus padres y ayudabas a llevar el negocio familiar. Asítodos permanecíamos relacionados, en la misma órbita. Tiempos ingenuos. LosHoneymooners y Papá lo sabe todo en la televisión. Qué idea tan extraña: papá losabe todo. Ahora nos educan y nos marchamos. —Hizo una pausa—. ¿Qué haríastú si alguien decidiera arruinarte la vida? —preguntó, y añadió—: Desde nuestraperspectiva, mirando lo ocurrido desde nuestro lugar seguro, es fácil ver quehabía un tipo tratando de destruir sus vidas. Pero ellos no podían verlo…

—¿Por qué no?—Porque no es una idea lógica. No tenía motivo ni sentido. ¿Por qué

O’Connell querría hacerles eso?—Muy bien, ¿por qué?—Eso tienes que averiguarlo por tu cuenta. Pero algo está claro: Michael

O’Connell, que no les llegaba ni a la suela del zapato en educación, experiencia,prestigio y poder, era dos veces más listo que todos ellos, porque ellos eran comotodas las personas normales, y él no. Allí estaban, atrapados en las redes de todasu maldad, sin poder verlo. ¿Qué habrías hecho tú? Han pasado cosas horribles,¿pero tú habrías sabido reaccionar a tiempo?

No respondí directamente.—Pero ¿cambió algo?—Sí. Hubo un momento de lucidez.—¿Y cómo fue?Ella sonrió.—Fue gracias a una frase afortunada en una situación muy desafortunada.

19Un cambio de estrategia

Al principio, Ashley se dejó llevar por la furia.Segundos después de colgar, arrojó el teléfono móvil al otro extremo de la

habitación, donde resonó contra la pared como un disparo. Se dobló por lacintura, con los puños apretados, la cara desencajada en una mueca, enrojecida,rechinando los dientes. Cogió un libro de texto y también lo estampó contra lamisma pared. Fue a su dormitorio, cogió un coj ín de la cama y empezó aaporrearlo como un boxeador en el último asalto, lanzando puñetazos a diestro ysiniestro. Agarró la almohada y la desgarró; trozos de relleno sintéticorevolotearon a su alrededor, posándose en el suelo y en sus ropas. Tenía los ojosanegados en lágrimas y finalmente dejó escapar un gemido de desesperación,hundida en la más sombría depresión.

Se arrojó sobre la cama, adoptó una posición fetal y lloró lastimeramente,cediendo a toda su desdicha. Su cuerpo se agitaba de frustración,estremeciéndose, como si la frustración sacudiera todas las fibras de su cuerpo,como una infección errante.

Cuando se le agotaron las lágrimas, se dio media vuelta y contempló el techo,sujetando contra el pecho la almohada hecha j irones. Inspiró hondo. Sabía quelas lágrimas no resuelven ningún problema, pero de cualquier forma se sintió unpoco mejor. Cuando los latidos de su corazón recobraron un ritmo normal, sesentó en la cama.

—Muy bien —se dijo en voz alta—. Contrólate, chica.Miró el móvil destrozado y decidió que su arrebato de furia era una

bendición. Tendría que comprar un teléfono nuevo y, con él, un nuevo número.Un número, se prometió, que no tendría Michael O’Connell. Se volvió hacia lamesa, donde estaba el teléfono fijo. « Dalo de baja» , se ordenó.

Junto al teléfono estaba su ordenador portátil.—Muy bien —dijo, hablando consigo misma como con una niña pequeña—.

Cambia de servidor y de cuenta de correo. Cancela todos los pagos domiciliados.Empieza de nuevo.

Entonces contempló el apartamento.« Si tienes que mudarte, pues múdate» , se dijo.Resopló. Podía ir al registro de la universidad por la mañana y hacer que

corrigieran sus datos. Sabía que sería un engorro, pero en alguna parte teníacopias de sus calificaciones en papel, y fuera cual fuese el truquito que Michael O’Connell utilizara, podría contrarrestarlo. Tal vez fuera imposible arreglaraquellas ausencias inexistentes, pero era solo una asignatura, no sería tandesastroso.

Su despido era un problema mayor. No tenía ninguna confianza en que el

subdirector no fuera a ser un obstáculo en el futuro. Era un rígido diletante y unmachista encubierto, y Ashley odiaba tener que tratar de nuevo con él. Decidióque el mejor curso de acción sería conseguir que uno de sus profesores de lafacultad le escribiera una carta diciéndole que seguramente se había confundidoen sus apreciaciones sobre ella, y que repasara su historial de empleos. Seguroque podría conseguir a alguien que lo hiciese, cuando explicara lascircunstancias. Tal vez no recuperase su puesto de trabajo, pero al menosminimizaría los daños colaterales.

Después de todo, se dijo, no es que el trabajo en el museo fuera el único delmundo. Tenía que haber muchos otros relacionados con el arte, que era lo que aella le interesaba.

Cuanto más planeaba, mejor se sentía. Cuanto más decidía, más se sentía ellamisma, fuerte y decidida. Tras unos instantes, se levantó y fue al cuarto de baño.

Se miró en el espejo y sacudió la cabeza; tenía los ojos hinchados yenrojecidos.

—Muy bien —dijo, mientras llenaba el lavabo con agua caliente para lavarsela cara—. Se acabaron las malditas lágrimas por culpa de ese hijo de puta.

Se acabó el estar asustada. Se acabó la ansiedad. Se acabó el apretar losdientes y la frustración nerviosa. Iba a continuar con su vida, maldito fueraMichael O’Connell.

De repente sintió hambre y, tras haberse desprendido de tanta tristeza, sedirigió a la cocina. Encontró una tarrina de helado Ben and Jerry ’s en elcongelador y se zampó una buena cucharada. Una vez el dulce sabor mejoró suestado de ánimo, se dirigió al teléfono que le quedaba para llamar a su padre.Mientras cruzaba el apartamento, comiendo el helado directamente de la tarrina,vaciló junto a la ventana y contempló la noche con una súbita punzada deincertidumbre. « Se acabó mirar las sombras» . Se dio la vuelta, cogió el teléfonofijo y empezó a marcar, sin saber que un par de ojos escrutaban la tenue luz dela ventana de su casa en busca de un atisbo de su silueta, a la vez satisfecho einsatisfecho con la mera sugerencia de su presencia, completamente tranquilo enla oscuridad, excitado ahora por lo cerca que la sentía. Era algo que ella nuncaentendería, pensó. Cada paso que ella daba para intentar separarse solo loexcitaba más y más. Se subió el cuello del abrigo y se internó en las sombras.Allí podía sentirse cálido toda la noche si era necesario.

Hope se sorprendió al encontrar a Sally esperándola cuando llegó a casa esanoche. Habían caído en la más envarada de las pautas, marcada por largossilencios.

Miró a su compañera de tantos años y de repente sintió un arrebato decansancio e inquietud. « Ya está —pensó—. Ahora es cuando nos decimos

adiós» . Una tristeza difusa la embargó mientras miraba nerviosa a Sally.—Vuelves un poco pronto esta noche —dijo con el tono más neutro posible—.

¿Tienes hambre? Puedo preparar algo rápido, pero no será gran cosa…Sally apenas se movió. Tenía otro whisky en la mano.—No tengo hambre —dijo con voz algo pastosa—. Pero tenemos que hablar.

Tenemos un problema.—Sí. Tal vez yo debería servirme una copa. —Fue a la cocina.Mientras Hope se servía un vaso de vino blanco, Sally trató de decidir

exactamente por dónde iba a empezar y qué problemas debería presentarprimero. En su mente había una extraña confusión que unía el robo en la cuentade su cliente y la amenaza a su carrera con la inquietante frialdad que sentíahacia Hope.

« ¿Quién soy?» , se preguntó Sally.Se sentía como en los días antes de separarse de Scott. Una especie de

sombra negra y gris teñía sus pensamientos. Le hizo falta mucha fuerza devoluntad para permanecer sentada. Quería levantarse y correr. Para ser unaabogada acostumbrada a resolver conflictos, se sentía bruscamenteincompetente.

Cuando alzó la cabeza, Hope estaba de pie en el umbral.—Tengo que contarte lo que ha pasado —dijo Sally.—¿Te has enamorado de otra persona?—No, no…—¿Un hombre?—No.—¿Otra mujer, entonces?—No.—¿Ya no me quieres?—No sé qué quiero —respondió Sally—. Siento, no sé, como si me estuviera

desvaneciendo, como si fuese una foto antigua.Hope pensó que eso sonaba demasiado indulgente y romántico. Le sentó

como un puñetazo e hizo todo lo que pudo, dada la tensión a la que había estadosometida, por no estallar.

—¿Sabes, Sally? —dijo con una frialdad que la sorprendió—. No quierodiscutir los vaivenes de tu estado emocional. Las cosas no son perfectas. ¿Qué eslo que quieres hacer? Odio vivir en este campo de minas que tenemos por casa.Me parece que o bien nos separamos o… no sé, ¿qué? ¿Qué sugieres? Pero desdeluego odio esta montaña rusa psicológica…

Sally negó con la cabeza.—No lo había pensado.—Y una mierda que no. —Hope sentía remordimientos por lo bien que le

sentaba estar furiosa.

Sally empezó a decir algo, pero se detuvo.—Hay otro problema —dijo—. Uno que nos afecta a las dos, a cómo

vivimos…Sally la informó de la denuncia del Colegio de Abogados y de la dura

realidad de que una buena parte de sus ahorros, al menos por el momento, habíavolado, y que tardaría algún tiempo en localizar el dinero y realizar los trámitesnecesarios para recuperarlo.

Hope escuchó asombrada.—Estás bromeando, ¿no?—Ojalá.—Pero no era tu dinero, era nuestro dinero. Tendrías que haberme consultado

primero…—Tuve que actuar con rapidez para impedir una investigación por parte del

Colegio de Abogados.—Eso es una excusa. Pero no explica por qué no cogiste el maldito teléfono

para decirme lo que estaba pasando.Sally no respondió.—¿Así que no solo estamos al borde del divorcio, sino que de pronto nos

quedamos sin blanca?Sally asintió.—Bueno, no del todo, pero hasta que las cosas se resuelvan…—¡Magnífico! ¡De maravilla! ¿Qué demonios vamos a hacer ahora? —Hope

se levantó para pasearse por la habitación. Estaba tan enfadada que le parecíaque las luces de la habitación parpadeaban.

Antes de que Sally pudiera responder « No lo sé» , sonó el teléfono.Hope lo miró como si el aparato tuviera la culpa de todas las desgracias y

cruzó la habitación para atenderlo. Murmuraba obscenidades para sí a cada paso.—¿Sí? —dijo con rudeza—. ¿Quién es?Desde el sillón, entristecida por el caos en que parecía estar sumida su vida,

Sally vio que el rostro de Hope se tensaba de repente.—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Algo va mal?Hope vaciló, escuchando a su interlocutor. Al final asintió.—Madre de Dios. Espera, te la paso. —Se volvió hacia Sally —. Sí. No. Toma.

Cógelo. Es Scott. El gusano ha vuelto a la vida de Ashley. A lo grande.

Scott llegó a la casa una hora más tarde. Llamó al timbre, oy ó a Anónimoladrar y cuando alzó la cabeza vio que era Hope quien había abierto la puerta.Tuvieron su habitual momento de embarazoso silencio, y luego ella dijo:

—Hola, Scott. Pasa.A él le sorprendió ver que Hope había estado llorando, porque siempre había

supuesto que ella era la dura en la relación con Sally : su ex esposa siempre era lamitad pasiva de cualquier relación.

Se saltó los saludos cuando llegó al salón.—¿Has hablado con Ashley ?Sally asintió.—Mientras venías para aquí. Me ha informado de lo que te ha contado. Ahora

está sin trabajo y metida en un lío en sus estudios —suspiró—. Supongo quehemos subestimado a ese O’Connell.

Scott alzó las cejas.—Eso sería quedarnos cortos. Fue un error probablemente inevitable. Pero

ahora tenemos que ay udar a Ashley a salir de la encrucijada.—Creí que habías ido a Boston para eso —dijo Sally fríamente, mirándolo

con las cejas arqueadas—. Junto con cinco mil dólares en efectivo.—Sí —replicó Scott con la misma frialdad—. Supongo que nuestra oferta de

soborno no funcionó. Bien, ¿cuál es el siguiente paso?Todos guardaron silencio, hasta que Hope estalló.—Ashley tiene problemas graves. Está claro que necesita ay uda, pero

¿cómo? ¿Qué podemos hacer?—Tiene que haber ley es que la protejan —dijo Scott.—Las hay, pero ¿cómo las aplicamos? —observó Hope—. Y hasta ahora,

¿qué ley pensamos que ha quebrantado ese tipo? No la ha atacado. No la hagolpeado. No la ha amenazado. Le ha dicho que la ama. Y la ha seguido. Y luegolo que ha hecho es joderle la vida con el ordenador. Malicia, principalmente…

—Hay ley es contra eso —dijo Sally.—¿Contra la malicia con el ordenador? —repuso él—. No lo creo.—Acoso anónimo —dijo Sally.Scott se echó hacia atrás en su asiento.—He tenido un problema peliagudo esta última semana, generado

anónimamente por ordenador. Creo que está resuelto, pero…—Yo también —dijo Hope.Sally alzó la cabeza, sorprendida. Pero antes de que pudiera decir nada, Hope

la señaló directamente.—Y tú también. —Y se levantó—. Creo que vamos a necesitar una copa —

dijo, y se marchó en busca de otra botella de vino—. Tal vez más de una —exclamó por encima del hombro, mientras Scott y Sally se miraban el uno alotro, sumidos en la duda.

*

El detective de la policía estatal de Massachusetts sentado frente a mí parecíaun tipo bastante agradable, sin ese aspecto endurecido y cansino de los policías de

las novelas. De estatura y constitución medias, llevaba una chaqueta cruzada azuly pantalones caquis baratos, y tenía un cabello corto tirando a pelirrojo y undesarmante bigote hirsuto en el labio superior. De no ser por la negra pistolaGlock de 9 mm que llevaba en una sobaquera, habría parecido más bien unvendedor de seguros o un profesor de instituto.

Se reclinó en su silla, ignorando el teléfono que sonaba.—Así que quiere saber un poco sobre el acoso, ¿eh?—Sí. Estoy haciendo un trabajo de investigación —respondí.—¿Para un libro? ¿O un artículo? ¿No porque tenga interés personal en el

tema?—Creo que no comprendo…El detective sonrió.—Bueno, usted parece el tipo que va a ver al médico y dice: « Tengo un

amigo que quiere saber cuáles son los síntomas de una enfermedad como lasífilis o la gonorrea. Y cómo él, mi amigo, puede haberla pillado, porque le dueleun montón…» .

Negué con la cabeza.—¿Cree que me están acosando y quiero…?Él sonrió con aire calculador.—O tal vez quiere acosar a alguien y está reuniendo información para evitar

ser arrestado. Suena a locura, pero un acosador realmente decidido lo intentaría.Es un grave error subestimar a los acosadores de verdad.

Se acomodó en su silla.—Un acosador decidido convierte en una ciencia su obsesión. En una ciencia

y en un arte.—¿Cómo es eso?—No solo estudia a su víctima, sino también su mundo. Familia, amigos,

trabajo, estudios. Dónde le gusta cenar, a qué cine va, dónde repara su coche ocompra la lotería. Dónde saca a pasear al perro. Usa todo tipo de recursos,legales e ilegales, para acumular información. No deja de medir, calibrar,prever. Dedica todos sus pensamientos a su objetivo… tanto que a menudo piensapor adelantado, casi como si leyese la mente de su víctima. Llega a conocerlacasi mejor de lo que se conocen ella misma…

—¿Qué impulsa todo esto?—Los psicólogos no están seguros. La conducta obsesiva es siempre un

misterio. ¿Un pasado con aristas o flecos sueltos?—Probablemente más que eso, ¿no?—Sí, probablemente. Si se rasca un poco la superficie, se encuentran cosas

muy desagradables en la infancia. Abusos, violencia y todo lo demás. —Sacudióla cabeza—. Son tipos peligrosos. No son criminales corrientes, en modo alguno.Ya seas la cajera del supermercado local acosada por su ex novio motero, o una

estrella de Holywood acosada por un fan, corres mucho peligro, porque, noimporta lo que hagas: si se lo proponen, llegarán hasta ti. Y la policía, incluso conórdenes de alejamiento temporal y leyes anti acoso cibernético solo puedeintervenir a posteriori, no puede impedir un acoso eventual. Los acosadores losaben. Y lo más terrible es que a menudo no les importa. Ni pizca. Son inmunes alas sanciones habituales. La vergüenza, la ruina económica, la cárcel, incluso lamuerte, son cosas que no los asustan necesariamente. Lo que temen es perder devista su objetivo. Eso es lo único que les preocupa, y la persecución se convierteen su única razón para vivir.

—¿Qué puede hacer una víctima?Buscó en su mesa y sacó un folleto titulado ¿Se siente víctima de acoso?

Consejos de la policía estatal de Massachusetts.—Les damos material para leer.—¿Ya está?—Hasta que se comete un delito. Pero entonces suele ser demasiado tarde.—¿Y los grupos de defensa y …?—Bueno, pueden ay udar a algunas personas. Hay casas francas, lugares

seguros, grupos de apoyo, lo que quiera. Pueden proporcionar ayuda en algunoscasos. Yo nunca le diría a nadie que no contacte con ellos, pero hay que sercauteloso, porque puedes provocar una confrontación que realmente no quieres.De todas formas siempre suele ser demasiado tarde. ¿Sabe qué es lo másabsurdo?

Negué con la cabeza.—Nuestra Asamblea Legislativa siempre está dispuesta a aprobar leyes para

proteger a la gente, pero el acosador obstinado es capaz de sortearlas. Y, aúnpeor, cuando intervienen las autoridades, cuando cursas la denuncia y el casoqueda registrado y obtienes la orden judicial de alejamiento, eso es precisamentelo que puede provocar el desastre. De esa manera se fuerza la jugada del malo.Haces que actúe de manera precipitada. Carga toda su munición y anuncia: « Sino puedo tenerte, nadie podrá…» .

—¿Y?—Use su imaginación, señor escritor. Ya sabe lo que pasa cuando un tipo

aparece en una oficina, o una vivienda, o donde sea, vestido como Rambo, conun fusil de asalto, dos pistolas y suficiente munición para repeler a un equipo delos SWAT durante horas. Ha visto esas historias.

Guardé silencio. Lo había visto. El detective volvió a sonreír.—Por lo que podemos decir, tanto los policías como los psicólogos forenses,

el perfil más parecido de un acosador obsesivo es muy similar al de un asesinoen serie. —Se reclinó en su asiento—. Da que pensar, ¿eh?

20Acciones, buenas y malas

—¿Tenemos alguna idea real de a qué nos enfrentamos?La pregunta de Sally quedó flotando en el aire.—Quiero decir, aparte de lo que Ashley nos ha contado, que no es mucho,

¿qué sabemos de ese tipo que le está fastidiando la vida?Se volvió hacia su ex marido. Todavía sostenía el vaso de whisky, sin beberlo;

estaba demasiado nerviosa para perder la sobriedad.—Scott, tú eres el único, aparte de Ashley, claro está, que ha visto a ese tipo.

Imagino que extraj iste algunas conclusiones. Te daría alguna impresión. Tal vezpodamos empezar por ahí…

Él vaciló. Estaba acostumbrado a dirigir la conversación en una clase y quede repente le pidieran su opinión lo pilló un poco desprevenido.

—No me pareció alguien con quien ninguno de nosotros pudiera sentirsecómodo —dijo lentamente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sally.—Bueno, es fornido, atractivo y obviamente bastante listo, pero también duro,

más o menos lo que cabe esperar de un tipo que tal vez monta en moto, trabajade peón en alguna parte y asiste a clases nocturnas para adultos. Mi impresión esque procede de un entorno bastante pobre… no es el tipo que suele encontrarseen mi facultad, ni en el colegio de Hope. Y tampoco encaja con el tipo de jovenque Ashley conoce, le profesa amor eterno y rompe cuatro semanas más tarde.Esos siempre parecen del tipo artista: delgados, melenudos y nerviosos. O’Connell es duro y resabiado. Tal vez te hayas encontrado con algunos como élen tu profesión, pero creo que estás a otro nivel.

—Y ese tipo está…—Por debajo de los círculos en que te mueves. Pero puede que eso no sea

una desventaja.Sally arrugó el entrecejo.—Pero, Dios santo, ¿cómo demonios Ashley se lio con un tipo así?—Cometió un error —dijo Hope. Había permanecido sentada en silencio, con

una mano en el lomo de Anónimo, rebullendo por dentro. Al principio no supo sile correspondía participar en la conversación, y decidió que sí, qué demonios. Nocomprendía cómo Sally parecía tan distante. Era como si estuviese fuera de loque estaba sucediendo… incluyendo sus propias finanzas jodidas—. Todo elmundo se equivoca alguna vez. Cosas que luego lamentamos. La diferencia esque continuamos adelante. Este tipo no deja que Ashley lo haga. —Miró a Scott,luego a Sally—. Tal vez Scott fue tu error, o tal vez lo soy yo. O tal vez huboalguien más que has mantenido en secreto durante años. Pero no importa, hasseguido adelante. Este O’Connell es otra clase de persona.

—De acuerdo —dijo Sally con cautela, tras un silencio incómodo—. ¿Cómoseguimos?

—Bueno, para empezar, tenemos que sacar a Ashley de allí —decidió Scott.—Pero ella estudia en Boston. Allí está su vida. ¿Crees que debemos traerla

aquí, como a una excursionista que vuelve añorante a casa después de pasar suprimera noche fuera?

—Sí. Exactamente.—¿Creéis que vendrá? —intervino Hope.—¿Tenemos ese derecho? —preguntó Sally —. Es una mujer adulta. Ya no es

una niña…—Ya lo sé —replicó Scott, picado—. Pero si somos razonables…—¿Es que algo de esto es razonable? —preguntó Hope bruscamente—.

Quiero decir, ¿por qué debería regresar a casa al primer signo de problemas?Tiene derecho a vivir donde quiera, y tiene derecho a vivir su propia vida,incluyendo sus errores. Ese O’Connell no tiene ningún derecho a obligarla a huir.

—Cierto. Pero no estamos hablando de derechos. Estamos hablando derealidades.

—Bien —dijo Sally—. La realidad es que tendremos que hacer lo que Sallyquiera, y no sabemos qué es.

—Es mi hija. Si le pido que haga algo, lo hará —replicó Scott, envarado ytenso.

—Eres su padre, no su dueño —precisó Sally.Hubo un silencio incómodo.—Deberíamos saber qué quiere Ashley.—No es momento de ñoñerías políticamente correctas —replicó Scott—.

Tenemos que ser más agresivos. Al menos hasta que comprendamos de verdad aqué nos enfrentamos.

Otro silencio.—Estoy con Scott —dijo Hope de pronto. Sally la miró con expresión de

sorpresa—. No podemos quedarnos cruzados de brazos. Hemos de actuar. Almenos de manera modesta.

—¿Qué sugerís?—Deberíamos averiguar algo sobre O’Connell —dijo Scott—, al tiempo que

apartamos a Ashley de su alcance. Tal vez uno de nosotros debería empezar ainvestigarlo…

Sally levantó una mano.—Propongo contratar a un profesional. Conozco a un detective privado que

hace esa clase de trabajos. Su precio es razonable, además.—De acuerdo —dijo Scott—. Contrata a alguien y veamos qué encuentra.

Mientras tanto, tenemos que alejar a Ashley físicamente de O’Connell…—¿Y traerla a casa? Eso parecerá una muestra de debilidad —dijo Sally.

—También parece sensato. Tal vez lo que necesita ahora mismo es alguienque la cuide.

Scott y Sally se miraron, recordando algún momento de su pasado en común.—Mi madre —interrumpió Hope.—¿Tu madre qué?—Ashley siempre se ha llevado bien con ella, y vive en ese tipo de ciudad

pequeñita donde un desconocido que llega haciendo preguntas nunca pasainadvertido. Será difícil para O’Connell seguirla allí. Queda bastante cerca, perolo suficientemente lejos. Y dudo que pueda descubrir dónde está.

—Pero sus clases… —insistió Sally.—Siempre puede recuperar un semestre perdido —dijo Hope.—Estoy de acuerdo —asintió Scott—. Muy bien, tenemos un plan. Ahora solo

tenemos que incluir en él a Ashley.

Michael O’Connell escuchaba a los Rolling Stones en su iPod. Mientras MickJagger cantaba All your love is just sweet addiction, iba medio bailando por lacalle, ajeno a las miradas de los peatones, marcando con los pies el ritmo. Erapoco antes de medianoche, pero la música proy ectaba destellos de luz en sucamino. Dejaba que los sonidos guiaran sus pensamientos, imaginando un ritmopara el que sería su siguiente paso con Ashley. Algo que ella no se esperaba,pensó, algo que le dejara claro lo absoluta que era su presencia.

Le parecía que ella no lo comprendía del todo. Todavía no.Había esperado ante su apartamento hasta que vio apagarse las luces y supo

que se había ido a la cama. Ashley no sabía, pensó, cuánto más fácil es ver en laoscuridad. Una luz solo marca una zona específica. Era mucho mejor aprender adetectar sombras y movimientos en la noche. « Los mejores depredadorestrabajan de noche, se recordó O’Connell» .

La canción terminó, y él se detuvo en la acera. Al otro lado de la calle habíaun cine pequeño donde proyectaban una película francesa, Nid de Guêpes. Sedeslizó entre las sombras y vio a la gente salir del local. Como esperaba, lamayoría eran parejas jóvenes. Parecían llenas de energía, no con esa expresiónsombría de « acabo de ver algo trascendente» de los espectadores de lo que O’Connell llamaba despectivamente « cine artístico» . Se fijó en una parejajoven que iba cogida del brazo, riendo.

Lo irritaron de inmediato. Su corazón se aceleró levemente y los observó conatención cuando pasaron por delante de un cartel de neón en la acera deenfrente. Apretó la mandíbula y notó un sabor ácido en la lengua.

No había nada notable en la pareja, y sin embargo le resultabaninsoportables. La joven se apoyaba en el chico cogida del brazo, de modo quecaminaban como una sola persona, sus pisadas al unísono, un momento de

intimidad pública. Él se puso en marcha, moviéndose en paralelo a la pareja,calibrándolos más directamente, mientras una extraña furia crecía en su interior.

Se rozaban los hombros mientras caminaban, levemente encorvados el unohacia el otro. O’Connell advirtió que alternaban risas y breves frases.

Seguramente no llevaban mucho tiempo juntos. Su lenguaje corporaltransmitía novedad y entusiasmo, era una relación que estaba echando raíces, yambos todavía se hallaban en el proceso de conocerse mutuamente. La chicaagarraba con fuerza el brazo del muchacho, y O’Connell supuso queprobablemente ya se habían acostado, pero solo una vez. Cada contacto, cadacaricia, aún tenía el arrebato de la aventura y una mareante expectativailusionada.

Los odió con más ahínco.No le costó trabajo imaginar qué harían el resto de la noche. Era tarde, así

que decidirían no ir a un Starbucks para tomar café o a un Baskin-Robbins paratomar un helado, aunque se detendrían ante cada uno de esos sitios y simularíansopesar la decisión, cuando lo que querían en realidad era devorarsemutuamente. El chico hablaría de películas, de libros, de las clases en la facultad,mientras la muchacha escucharía, intercalando algún que otro comentario,ambos pendientes del otro. El chico no necesitaría más ánimos que la presión delbrazo de ella. Luego llegarían al apartamento riendo. Y, una vez dentro, solopasarían segundos antes de que encontraran la cama y se quitaran las ropas, todocansancio desaparecido al instante, superado por la frescura del amor.

O’Connell respiraba entrecortadamente, pero en silencio.« Eso es lo que ellos creen que pasará. Eso es lo que supuestamente va a

pasar. Eso es lo que está marcado que pase. —Sonrió—. Pero no esta noche» .Avivando el paso, caminó al ritmo de la pareja, vigilando su avance por la

acera contraria. Los adelantó y en la siguiente esquina, cuando el semáforo sepuso verde, cruzó rápidamente la acera y se dirigió de frente hacia ellos, loshombros encogidos, cabizbajo. De modo que semejaron un par de barcos en uncanal, destinados a cruzarse. O’Connell midió la distancia, advirtiendo que ellosseguían conversando y no prestaban atención al entorno.

Justo cuando se cruzaban, O’Connell de pronto se desvió hacia un lado y suhombro chocó con el del muchacho. Entonces se irguió y, sin detenerse, le espetórudamente:

—¡Eh! ¿Qué demonios te pasa? ¡Mira por dónde vas!La pareja medio se volvió hacia O’Connell.—Oy e, lo siento —dijo el chico—. Ha sido culpa mía. Lo siento.Continuaron su camino tras dirigir una fugaz mirada a O’Connell.—¡Gilipollas! —dijo O’Connell, lo bastante fuerte para que lo oyeran, y se

detuvo.El chico se giró, todavía cogido al brazo de la muchacha, pensando en

replicar, pero se lo pensó mejor. No quería estropear aquella noche maravillosa,así que siguieron su camino. O’Connell contó lentamente hasta tres, dando a lapareja tiempo para poner más distancia entre ellos, y luego empezó a seguirlos.Un súbito claxon hizo que la chica mirara por encima del hombro y lo viera. O’Connell reconoció una pequeña expresión de alarma en su rostro.

« Eso es —pensó—. Camina unos pasos más, calibrando el peligro,imaginando lo peor» .

Al ver que la chica hablaba rápidamente con el muchacho, O’Connell seescondió tras una valla en sombras, desapareciendo de su línea de visión. Tuvoganas de reírse. De nuevo, contó para sí.

« Uno, dos, tres…» .Tiempo suficiente para que el chico oy era lo que la chica le decía y se

detuviera.« Cuatro, cinco, seis…» .Para girarse y escrutar entre las sombras y las luces de neón.« Siete, ocho, nueve…» .Para tratar de divisarlo en la oscuridad y la noche, en vano.« Diez, once, doce…» .Para volverse hacia la chica.« Trece, catorce, quince…» .Para un segundo vistazo, solo para asegurarse de que él, O’Connell, se había

ido.« Dieciséis, diecisiete, dieciocho…» .Para echar a andar de nuevo.« Diecinueve, veinte…» .Y para una última mirada por encima del hombro para cerciorarse de que la

amenaza había pasado.O’Connell salió de las sombras y vio que la pareja había avivado el paso. Ya

estaban a media manzana. Los siguió con rapidez, cruzando a la otra acera, demodo que una vez más quedó en paralelo a ellos, y aceleró hasta adelantarlos.

Una vez más, fue la chica quien lo divisó primero. O’Connell imaginó lapunzada de ansiedad que la reconcomía.

La chica trastabilló y bajó la cabeza un instante. Entonces O’Connell clavó sumirada en ella, de modo que cuando la chica volvió a mirarlo se encontró con susojos, de una acera a otra.

El chico lo miró también, pero O’Connell lo había previsto y echó a correrbruscamente hacia el final de la manzana, por delante de la pareja. Esa conductarepentina y errática le encantaba. No era algo que nadie esperara, y O’Connellsabía que los llenaba de confusión.

Tras él, el chico y la chica no sabrían qué hacer: continuar en dirección a suapartamento o darse la vuelta y buscar una ruta distinta. Una vez más, se ocultó

entre las sombras y esperó. Echó una rápida ojeada alrededor y vio que la callelateral que tenía detrás era de pequeños edificios de apartamentos, no muydistintos del de Ashley, donde las ramas de los árboles se extendían y provocabansombras de aspecto fantasmagórico. Había coches aparcados en todos los huecosdisponibles, y una luz tenue emergía de los portales.

Recorrió rápidamente tres cuartas partes de la calle, hasta situarse en otrolugar oscuro, esperando. Había una farola al principio y supuso que ellos pasaríanpor debajo al acercarse a su apartamento.

O’Connell tenía razón. Vio a la pareja aparecer por la esquina, detenerse unmomento y luego avanzar con rapidez.

« Asustados —pensó—. Inseguros de hallarse de verdad a salvo. Peroempezando a relajarse» .

Salió de su escondite y avanzó con decisión, cabizbajo. Cruzó la calle endiagonal para interceptarlos.

Ellos lo vieron casi simultáneamente. La chica jadeó, y el chico,naturalmente caballeroso, la colocó detrás de él y se plantó ante O’Connell.Adelantó los puños y se colocó como un púgil a la espera de que suene lacampana.

—¡Atrás! —ordenó con falsa firmeza. La chica jadeaba a su espalda—. ¿Quéquieres?

O’Connell se detuvo y lo miró.—¿Qué te pasa, tío? —le preguntó.—¡Márchate! —le espetó el chico.—Tranqui, colega. ¿Cuál es el problema?—¿Por qué nos has seguido? —terció la chica con voz de pánico.—¿Seguiros? ¿De qué demonios me hablas?El chico mantuvo los puños en alto, pero pareció sorprendido y aún más

confuso.—Estáis chalados —dijo O’Connell. Y siguió andando—. Como cabras.—¡Déjanos en paz! —le gritó el muchacho.« No muy convincente» , pensó O’Connell. Cuando estaba a unos diez metros

de distancia, se detuvo y se dio la vuelta. Como esperaba, ambos seguían a ladefensiva, mirándolo.

—Tenéis suerte —les dijo.Ellos lo miraron sin entender.—¿Sabéis lo cerca que habéis estado de morir esta noche?Entonces, sin darles tiempo a contestar, se dio la vuelta y se movió lo más

rápidamente que pudo sin correr, de sombra en sombra, alejándose de ladesconcertada pareja. Recordarían su miedo de esa noche mucho más que lafelicidad con que la habían empezado.

*

—Necesito saber más sobre Sally y Scott, y sobre Hope también, claro.—¿Y sobre Ashley no?—Ashley parece joven. Una personalidad aún por terminar.Ella frunció el ceño.—Cierto. Pero ¿qué te hace pensar que O’Connell no terminó con ella?No supe qué responder, pero me estremecí.—Me dij iste que alguien moría. ¿Acaso Ashley…?Mi pregunta quedó suspendida entre ambos.—Ella fue quien corrió mayor riesgo —dijo ella finalmente.—Sí, pero…Me interrumpió.—Y supongo que crees que ya comprendes a Michael O’Connell.—No, no del todo. No lo suficiente. Pero estoy investigando y me preguntaba

por ellos tres.Ella jugueteó con su vaso de té frío, y de nuevo volvió la cabeza para mirar

por la ventana.—Pienso en ellos a menudo —dijo—. No puedo evitarlo.Cogió una caja de pañuelos de papel. Había lágrimas en la comisura de sus

ojos, pero esbozó una pequeña sonrisa. Inspiró hondo.—¿Has pensado alguna vez por qué el crimen puede llegar a ser tan

devastador? —preguntó bruscamente.Él sabía que ella misma se respondería.—Porque es inesperado. Queda fuera de las rutinas normales de la vida.

Siempre nos pilla por sorpresa y nos arremete en nuestra más secreta intimidad.—Sí, cierto.Me miró.—Un profesor de Historia de una selecta facultad. Una abogada de una

ciudad pequeña, especializada en divorcios normales y modestas transaccionesfinancieras. Una consejera vocacional y entrenadora de fútbol. Y una jovenestudiante de arte con pájaros en la cabeza. ¿Cómo crees que se defendieron desemejante agresión?

—Buena pregunta. ¿Cómo?—Tienes que comprender no solo el plan que urdieron y lo que hicieron, sino

de dónde sacaron la inteligencia y la fuerza para llevarlo adelante.—De acuerdo —dije lentamente, en un susurro.—Pero al final pagaron un alto precio.No dije nada.—En retrospectiva —prosiguió ella—, siempre parece muy sencillo. Pero,

cuando está sucediendo, nunca es tan claro. Y nunca tan limpio y ordenado comodebería ser…

21Una serie de posibles errores

Cuanto más leía Scott, más se asustaba.Inmediatamente, a la mañana siguiente, después de la menos que

satisfactoria reunión con Sally y Hope, como cualquier académico, se enfrascóen el estudio del fenómeno representado por Michael O’Connell. Tras acercarsea la biblioteca local, empezó a investigar las conductas compulsivas y obsesivas.Libros, revistas y periódicos abarrotaban su mesa en un rincón de la sala delectura. Un silencio opresivo y cargado llenaba el recinto, y Scott de pronto sintióque le faltaba el aire.

Alzó la cabeza, casi dominado por el pánico, el corazón palpitándole.Lo que absorbió esa mañana fue una letanía de desesperación.La muerte le había rodeado. Una y otra vez, había leído sobre una mujer aquí

y otra allá, jóvenes, de mediana edad, incluso mayores, que habían sido objetode la obsesión de algún hombre. Todas habían sufrido. La mayoría habían sidoasesinadas. Incluso las sobrevivientes habían quedado traumatizadas parasiempre.

Parecía no haber diferencia respecto al lugar donde se encontraran lasmujeres. En el norte o en el sur, en Estados Unidos o en el extranjero. Algunaseran jóvenes, estudiantes como Ashley. Otras eran may ores. Ricas, pobres,educadas o indigentes, todo era irrelevante. Algunas estaban casadas con susacosadores, o eran compañeras de trabajo o de estudios, incluso ex novias. Todashabían intentado las más diversas tácticas, habían recurrido a la ley, confiado ensus familias, en sus amistades, cualquier fuente posible de ay uda para intentarescapar de la atención obsesiva, implacable, no deseada. Ley ó: « deseoinquebrantable» .

Buscar ay uda había sido inútil para todas.Las disparaban, las apuñalaban, las golpeaban. Algunas conseguían sobrevivir.

Muchas no lo hacían.A veces morían niños junto con ellas, o compañeros de trabajo o vecinos, el

daño colateral de la furia.Scott se rebulló bajo aquel alud de información. Cuando empezó a vislumbrar

la trampa en que estaba atrapada Ashley, se sintió mareado. En todos los artículosy libros que trataban los casos de acoso el único común denominador era el« amor» .

Naturalmente, no era amor real, sino algo salvajemente perverso que surgíade la parte más oscura de la mente y el corazón de un hombre. Era algo quemerecía un lugar en los textos de psiquiatría forense, no tarjetas de cariño. Peroel tipo de amor sobre el que leía parecía haber encontrado asidero en cada caso,y esto lo asustó aún más.

Scott empezó a revisar libro tras libro, buscando el que le dijera lo que teníaque hacer, el que le diese una respuesta. Sus ojos corrían sobre las frases, pasabalas páginas en rápida sucesión, soltaba un volumen y cogía otro al azar,impulsado por una ansiedad cada vez más apremiante. Como historiador, comoacadémico, creía que la respuesta tenía que estar escrita en alguna parte, en unpárrafo, en alguna página. Vivía en un mundo de razón, de argumentosestructurados. Algo de su mundo tenía que poder ayudarle.

Pero cuanto más se lo decía, más sabía lo infructuosa que sería aquellainvestigación académica.

Se levantó tan bruscamente que la pesada silla de roble cay ó al suelo,causando un estampido en la quietud de la biblioteca. Y al punto supo que todoslos ojos de la sala estaban clavados en su espalda. Se apartó de la mesa mareado,llevándose las manos al pecho. En ese momento solo sentía pánico. Gesticuló deimpotencia, se volvió y abandonó todos los libros y revistas. Corrió por el pasillo,dejando atrás aquel templo del saber bibliófilo. Los bibliotecarios lo observabanperplejos, pues nunca habían visto a un hombre tan asustado por la palabraimpresa. Uno trató de detenerlo, pero Scott salió corriendo a la nublada tarde denoviembre, el aire menos helado que su corazón, con la idea fija de que tenía quesacar a Ashley del atolladero mortal en que estaba, y rápido. No sabía cómoconseguirlo exactamente, solo sabía que tenía que actuar, y cuanto antes.

Sally también había empezado el día repleta de decisiones que considerabaobviamente razonables.

Le pareció que lo primero era calibrar objetivamente qué clase de individuose había cruzado en la vida de su hija y, por extensión, en la de la familia. Estabaclaro que había jugado con ellos y que era listo con los ordenadores. Descartó laidea de acudir con la información fragmentaria que poseía a la policía; todavíano estaba segura de que pudieran hacer algo más que oír su denuncia. Implicar ala policía sería una mala idea en esos momentos.

Lo que la preocupaba era que O’Connell, suponiendo que hubiera sido él, cosade la que no estaba segura al cien por ciento, parecía tener una peligrosahabilidad para la sutileza. Parecía saber cómo hacer daño a alguien sin recurrir aun golpe o un disparo, sino empleando algo más elusivo, y esto la asustaba deverdad. Que ese hombre supiera cómo convertir sus vidas en un caos era unpeligro real.

Con todo, se recordó, O’Connell no era rival para ellos. O más exactamente,pensó, no era rival para ella. No estaba tan segura de Scott. Años de trabajar enla parte amable de la sociedad, en una pequeña y selecta facultad liberal habíanborrado aquel nervio vibrante que tanto la atraía cuando se casaron. Entonces, élera un veterano de guerra en una época en que era impopular serlo, y había

abordado su formación y las clases con una determinación admirable. Despuésde doctorarse, y de casarse, tener a Ashley y de que ella decidiera estudiarderecho, fue consciente de que Scott se estaba ablandando. Como si la inminentellegada de la madurez afectara algo más que su cintura: también su actitud.

—Muy bien, señor O’Connell —dijo—. Te has liado con la familiaequivocada. Prepárate para recibir un par de sorpresitas.

Se sentó en su sillón y cogió el teléfono. Encontró el número que buscaba enla agenda de mesa, y lo marcó rápidamente. Hizo acopio de paciencia cuandouna secretaria la hizo esperar. Por fin oy ó la voz al otro extremo de la línea.

—Murphy al habla. ¿Qué puedo hacer por usted, abogada?—Hola, Matthew —dijo Sally —. Tengo un problema.—Bueno, señora Freeman-Richards, ese es el único motivo en el mundo por

el que la gente llama a este teléfono. ¿Por qué si no hablar con un investigadorprivado? ¿De qué se trata en esta ocasión? ¿Un caso de divorcio en esa bonitaciudad suya? ¿Algo que se ha vuelto más desagradable de lo previsto, quizás?

Sally pudo imaginar a Matthew Murphy ante su mesa. Su oficina estabasituada en un edificio corriente y ligeramente deteriorado en Springfield, a un parde manzanas del tribunal federal, cerca de una zona bastante venida a menos. AMurphy, suponía, le gustaba el anonimato que proporcionaba aquel lugar. Nadaque llamara la atención.

—No, no es un divorcio, Matthew…Ella podía haber recurrido a unos investigadores bastante más caros. Pero

Murphy tenía una gran experiencia y trabajaba con máxima seriedad. Además,contratar a alguien de fuera de la ciudad era menos probable que provocararumores en el tribunal del condado.

—Vay a, abogada. ¿Quizás algo más, digamos, espinoso?—¿Cómo están sus conexiones en la zona de Boston? —preguntó Sally.—Todavía tengo algunos amigos allí.—¿Qué clase de amigos?Él rio antes de responder.—Bueno, amigos en las dos aceras de la calle, abogada. Algunos tipos

desagradables que buscan siempre anotarse un tanto fácil, y algunos tipos quepretenden arrestarlos.

Murphy había sido detective de Homicidios durante veinte años antes deretirarse y abrir luego su propia oficina. Los rumores decían que el finiquito quehabía recibido era parte de un acuerdo para mantener la boca cerrada respecto alas actividades de una brigada de Narcóticos de Worcester que había descubiertodurante la investigación de un par de asesinatos relacionados con las drogas. Unasunto cuestionable, Sally lo sabía, aunque solo fuera por reputación, y Murphyse había retirado con un reloj de oro y su correspondiente ceremonia, cuando laalternativa podría haber sido el calabozo o incluso una mala noche en el extremo

de la automática de un Latin King.—¿Puede investigar algo en la zona de Boston?—Estoy bastante ocupado con un par de casos. ¿De qué se trata?Sally tomó aire.—Es un asunto personal. Implica a un miembro de mi familia.Él vaciló antes de responder.—Bien, abogada, eso explica por qué llama a un viejo caballo de batalla en

vez de a uno de esos jóvenes y elegantes tipos ex FBI o CIA que frecuentan losambientes donde usted trabaja. ¿De qué se trata?

—Mi hija se relacionó con un joven de Boston.—Y a usted no le hace mucha gracia.—Eso es decirlo muy suavemente. No para de acosarla. Hizo algún truco con

el ordenador y logró que la despidieran del trabajo. También fastidió sus clasesde posgrado. Probablemente la esté siguiendo ahora mismo. Y tal vez nos hayacausado problemas a mí, a mi ex y a una amiga.

—¿Qué tipo de problemas?—Logró entrar en mis cuentas por Internet. Hizo algunas denuncias

anónimas. En resumen, fastidió bastantes cosas. —Sally pensó que estabaminimizando el daño que O’Connell probablemente había hecho.

—Así que es un chico habilidoso este… ¿cómo lo llaman?, ¿ex novio?—Podría decirse así, aunque de hecho solo tuvieron una cita.—¿Hizo todo eso por… un rollo de una noche?—Eso parece.Murphy vaciló, y la confianza de Sally decay ó levemente.—Muy bien. Acepto el encargo. Ese tipo parece un mal bicho.—¿Tiene experiencia con casos así? Un tipo obsesivo…Matthew Murphy hizo otra pausa, y ella sintió cierta inquietud.—Sí, abogada, la tengo —dijo al cabo—. Me he topado con un par de tipos

más o menos como el que me describe. Cuando estaba en Homicidios.A Sally se le secó la garganta al oír esa palabra.

La madre de Hope acababa de terminar de rastrillar hojas cuando sonó elteléfono. Por el identificador de llamadas vio que era su hija. Como decostumbre, lo atendió con una punzada de inseguridad.

—Hola, querida —dijo Catherine Frazier—. Qué sorpresa. Han pasadosemanas desde la última vez que hablamos.

—Hola, mamá —respondió Hope, sintiéndose un poco culpable—. He estadoocupada con el colegio y el equipo, y se me ha pasado el tiempo. ¿Cómo estás?

—Bueno, bastante bien. Preparándome para el invierno. Se dice que va a serlargo.

Hope tomó aire. La relación con su madre estaba marcada por una tensiónsubyacente. Aunque civilizada en apariencia, era como un nudo que sujetara unavela hinchada por un viento creciente. Catherine Frazier, que había vivido toda suvida en Vermont, era en extremo liberal en sus opiniones políticas, pero al mismotiempo era una colaboradora activa de la iglesia católica local de la pequeñaciudad de Putney, vecina de Brattleboro, antaño poblada por hippies y centroagrario de la zona. Había sufrido la muerte prematura de su esposo y nuncahabía pensado en volver a casarse, y ahora disfrutaba viviendo sola cerca delbosque. Todavía albergaba considerables dudas sobre la relación de su hija conSally, pero se las guardaba para sí, y a que vivía en un estado que no poníaobjeciones a las uniones civiles entre mujeres. Sin embargo, los domingos rezabafervientemente por lograr comprender aquello que había endurecido la relaciónentre ellas. A veces, en el pasado, había llevado esas dudas al confesionario, perose había cansado de rezar avemarías y padrenuestros en vano.

Hope pensaba que su fracaso en ser « normal» y proporcionarle nietos erade algún modo la raíz de la tensión, que crecía cuando hablaban, y cuando no lohablaban, pues el verdadero tema que deberían haber tratado siempre sepostergaba.

—Necesito un favor —dijo Hope.—Lo que quieras, querida.Hope sabía que eso era mentira. Había muchos favores que podría haberle

pedido y que su madre no le concedería.—Tiene que ver con Ashley —dijo—. Necesita estar fuera de Boston una

temporada.—Pero ¿qué sucede? No estará enferma, ¿verdad? ¿Ha habido un accidente?—No, no exactamente, pero…—¿Necesita dinero? Yo podría ay udarla…—No, mamá. Déjame explicar.—Pero ¿qué pasará con sus estudios…?—Pueden esperar.—Querida, todo esto es muy raro. ¿Cuál es el problema?Hope tomó aire y resopló.—Se trata de un hombre.

Cuando Scott llamó al móvil de Ashley esa noche, una grabación le informóde que ese número no estaba operativo. Asustado, de inmediato marcó el númerode su teléfono fijo. Cuando ella contestó, sintió un arrebato de ansiedad, pero seesforzó por ocultarla.

—Hola, Ash —dijo animosamente—. ¿Cómo van las cosas?Ella no estaba segura de qué responder a esa pregunta. No podía

desprenderse de la sensación de que la vigilaban, la seguían, de que escuchabancada palabra que decía. Debía tener cautela cuando salía de su apartamento,cuando caminaba por la calle, atenta a cada sombra, a cada esquina, a cadacallejón oscuro. Los sonidos corrientes de la ciudad ahora le parecían silbidosagudos, casi dolorosos. Pero decidió mentir en parte. No quería inquietar a supadre.

—Estoy bien —dijo—, aunque las cosas son un poco liosas.—¿Has vuelto a tener noticias de O’Connell?Ella no respondió exactamente.—Papá, he tenido que tomar algunas medidas…—Sí —dijo él con demasiada rapidez—. Sí, por supuesto.—He cancelado el móvil…—Sí, y cancela también esta línea —aconsejó Scott—. De hecho, tendrás que

hacer más cosas de lo que habíamos previsto.—Tengo que mudarme —dijo ella—. Me gusta este lugar, pero…—Creo que tienes que hacer algo más que mudarte —sondeó Scott.Ashley no respondió inmediatamente.—¿Qué quieres decir? —repuso al cabo.Scott tomó aire y adoptó su tono más razonable, más neutral y académico,

como si estuviera analizando un trabajo de clase.—He investigado un poco y no quiero precipitarme en mis conclusiones, pero

pienso que cabe la posibilidad de que O’Connell se vuelva, digamos, másagresivo.

—¿Agresivo? Eso es un eufemismo. ¿Piensas que podría hacerme daño?—Otras, en circunstancias similares, han resultado heridas. Solo estoy

diciendo que deberíamos tomar precauciones.Otro silencio, antes de que ella respondiera:—¿Qué sugieres?—Creo que deberías desaparecer por una temporada. Es decir, dejar Boston,

ir a un sitio seguro durante un tiempo. Retomarás tu vida normal cuando O’Connell se hay a marchado por fin.

—¿Qué te hace pensar que se marchará?—Tenemos recursos, Ashley. Si tienes que dejar Boston para siempre,

mudarte a Los Angeles, Chicago o Miami, bueno, puede hacerse. Todavía eresjoven. Tienes todo el tiempo del mundo para hacer lo que quieras. Pero ahoranecesitamos tomar medidas drásticas para que O’Connell no pueda encontrarte.

Ashley tuvo un arrebato de cólera.—Él no tiene derecho a hacerme esto —replicó alzando la voz—. ¿Por qué

y o? ¿Qué he hecho mal? ¿Por qué quiere fastidiarme la vida?Scott dejó que su hija se desahogara antes de responder. Hacía mucho tiempo

que había aprendido que dejarla gritar y quejarse la calmaba, y que al final

atendía, si no a razones, a algo parecido.—Desde luego que no tiene derecho —dijo al fin—, pero tiene habilidad para

algunas cosas. Así que haremos algunos movimientos que no pueda prever. Elprimero es alejarte de él.

Scott percibió que su hija lo sopesaba. No sabía que muchas de esas cosas y ase le habían ocurrido a ella. No obstante, Ashley pareció desanimarse y, sin quesu padre lo supiera, los ojos se le llenaron de lágrimas. Nada era justo. Cuandohabló, lo hizo con resignación.

—Muy bien, papá —dijo—. Es hora de que Ashley desaparezca.

*

—Entonces, ¿contrataron a un detective privado?—Sí. Un tipo muy competente y con mucha experiencia.—Parece la acción razonable que emprendería cualquier pareja

moderadamente educada y con recursos financieros. Es como introducir a unexperto. Creo que debería hablar con él. Debe de haber preparado alguna clasede informe para Sally. Es lo que acaban haciendo siempre los detectivesprivados.

—Sí, tienes razón. Hubo un informe. Uno inicial. Tengo la copia que leenviaron a Sally.

—¿Me la dejarás leer?—¿Por qué no hablas con Matthew Murphy antes? Luego te la daré, si sigues

pensando que la necesitas.—Podrías ahorrarme la molestia.—Tal vez —respondió ella—. No estoy muy segura de que ahorrarte tiempo

y esfuerzo sea exactamente mi tarea en este proceso. Y además, creo que visitaral investigador privado será… ¿cómo decirlo? Educativo.

Sonrió sin humor, y tuve la impresión de que me estaba retando con algo. Meencogí de hombros y me levanté para marcharme. Ella suspiró, comodesanimada por mi gesto.

—A veces se trata de impresiones —dijo—. Aprendes algo, oyes algo, vesalgo, y deja una huella en tu mente. Es lo que pasó con Scott, Sally, Hope yAshley. Una serie de acontecimientos se acumularon para configurar una visiónbastante acertada acerca de su futuro. Ve a ver al detective privado —insistió contono desabrido—. Eso aumentará bastante tu comprensión del caso. Y luego y averemos si te hace falta su informe.

22Desaparecer

« Basura» fue la primera palabra que le vino a la cabeza.Matthew Murphy estaba estudiando los antecedentes policiales de O’Connell,

que revelaban una vida de pequeños encontronazos con la ley. Entre otros, algúnfraude con tarjetas de crédito seguramente robadas, un robo de coche en suadolescencia, agresiones y riñas de bar. Ninguno de aquellos delitos menoreshabía sido castigado más que con libertad condicional, aunque en una ocasiónhabía pasado cinco meses en la cárcel del condado cuando no pudo pagar unamodesta fianza. El abogado de oficio tardó lo suyo en conseguir rebajar un cargode asalto con agresión al de simple asalto. Una multa, el tiempo cumplido enprisión y seis meses de libertad vigilada, leyó Murphy. Se recordó que tenía quellamar al oficial de libertad condicional, aunque dudaba que fuera de muchaayuda. Los oficiales de libertad condicional solían dedicar su tiempo a criminalesmás importantes, y, por lo que Murphy podía ver, Michael O’Connell no era nadaimportante… al menos a ojos del sistema legal.

Naturalmente, pensó, había otra forma de ver su historial: O’Connell quizáshabía cometido muchos delitos graves, pero no lo habían pillado.

Murphy sacudió la cabeza. No era precisamente un experto en criminología,pensó.

Contempló el montón de papeles que tenía en el regazo. Cinco meses en lacárcel del condado. No era tiempo suficiente para un escarmiento de verdad.Solo la oportunidad para aprender varias habilidades de los reclusos másexperimentados, si mantenías los ojos y oídos bien abiertos y conseguías no servíctima de los tipos duros de la prisión. El crimen, como cualquier especialidad,necesitaba tiempo de estudio.

Había dos fotos en blanco y negro de O’Connell, una de frente y otra deperfil. « ¿Así es como empezaste tu carrera delictiva?» , le preguntómentalmente. Lo dudaba. Esos cinco meses a la sombra solo habían sido uncursillo de posgrado. Sospechaba que O’Connell ya había aprendido mucho antesde pasar por la prisión.

El oficial de la policía estatal que le había facilitado la ficha no había podidoacceder a los antecedentes de O’Connell durante su minoría de edad. No se podíasaber qué podía haber allí. Con todo, mientras examinaba las páginas, vio solopequeñas muestras de violencia, y eso lo tranquilizó un poco. « A lo mejor soloeres un bravucón —pensó—. No un psicópata con una 9 mm» .

No obstante, obtuvo más información del expediente policial. O’Connell eraun chico de la costa de New Hampshire, criado cerca de un camping decaravanas. Probablemente había tenido una infancia dura. Ninguna casita deparedes blancas con una tarta de manzana cocinándose en el horno y niños

jugando al fútbol en el patio delantero. Notas bastante buenas en el instituto…cuando asistía. Había algunas lagunas. « ¿Una temporada en un correccionaljuvenil?» , se preguntó Murphy. Consiguió graduarse en el instituto. « Apuesto aque les diste algún que otro quebradero de cabeza a tus tutores» . Suficientementelisto para ingresar en la facultad local. Lo dejó. Volvió. No terminó. Se mudó aUMass-Boston. Bueno en trabajos manuales: mecánico con cierta experiencia.Obviamente, había empleado otras capacidades para aprender informática.Había bastante donde investigar, pensó, si eso era lo que Sally Freeman-Richardsquería. Intuía más o menos lo que iba a encontrar. Un padre abusivo y una madreborracha. O tal vez un padre ausente y una madre casquivana. Divorcio, trabajosdomésticos o trabajos basura y violencia los sábados por la noche, provocada pordemasiada bebida.

Matthew Murphy estaba aparcado delante del cutre apartamento de Michael O’Connell. Era una tarde soleada y prometedora. Rendijas de brillante cieloasomaban entre los ajados edificios de apartamentos, y desde la esquina sedistinguía en la distancia el cartel de CITGO colgado sobre Fenway Park. Miró lamanzana de arriba abajo y se encogió de hombros. Era como muchas calles deBoston, advirtió. Lleno de jóvenes en ascenso hacia algo mejor y viejos endescenso de algo mejor. Y unos cuantos, como O’Connell, que la usaban comoparada en el camino para algo peor.

Había sido fácil que un amigo de la policía le consiguiera la documentaciónsobre O’Connell que tenía en el regazo. Ahora quería echarle un buen vistazo alsujeto. Tenía a su lado una moderna cámara digital con teleobjetivo, la principalherramienta del detective privado.

Murphy era cincuentón, justo en esa edad previa a la ansiedad de hacerseviejo. Estaba divorciado, no tenía hijos, y lo que más echaba de menos eran losdías de agente uniformado, cuando era joven y salía de la comisaría al volantede un coche patrulla. También echaba de menos su época en Homicidios,aunque, con los enemigos que se había ganado, jubilarse allí habría sidoproblemático. Sonrió para sí. Toda su vida había tenido la habilidad de salir bienparado de los problemas en que se metía, un paso por delante del martillo quecaía rozándole la espalda. Un año después de alistarse en la policía, cuando seestrelló con su coche patrulla en una persecución, había salido solo con un par derasguños, mientras que los niños ricos y borrachos del BMW de papá queperseguía eran atendidos infructuosamente por una UVI móvil. En un tiroteo conunos traficantes, una noche le dispararon el cargador entero de una 9 mm, solopara estampar cada bala en la pared que tenía detrás, y él había disparado unúnico tiro con los ojos cerrados, acertando al pecho del otro tipo. Había salido detantas situaciones apuradas que ya le costaba recordarlas todas, incluyendo unenfrentamiento con un asesino en serie que esgrimía un cuchillo de carnicero enuna mano y retenía a una niña de nueve años con la otra, con el cuerpo de su ex

esposa a los pies y su suegra en el suelo de la cocina en un charco de sangre.Murphy recibió una recomendación por ese arresto. Una recomendación y unaamenaza del asesino, que juró convertirlo en una de sus próximas víctimas sialguna vez salía libre, cosa bastante improbable. Matthew Murphy consideraba elnúmero de amenazas que había acumulado el baremo más adecuado de suslogros. Tenía demasiadas que contar.

Cogió los papeles del asiento del pasajero. En el historial de Murphy, aquel O’Connell apenas representaba una leve molestia. Tomó aire y repasó losdocumentos una vez más, buscando alguna advertencia de que no se pudieraintimidar a O’Connell por motivos médicos o de otro tipo. No encontró ninguna.Esa era la primera medida que había sugerido a la abogada. Una visita nocturnaacompañado por un par de policías fuera de servicio. Una visita informal, perocon toda la amenaza que pudieran transmitir, que era bastante. Le apretarían unpoco las tuercas y le enseñarían una amañada orden de alejamiento firmada porun juez. El objetivo era hacerle pensar que acosar a aquella chica no le merecíala pena. Y asegurarse de que comprendiera que, si no se atenía a razones, lasconsecuencias para él serían terribles.

Sonrió. Sin duda funcionaría, pensó.En su trayectoria había lidiado con algunos acosadores bastante chiflados,

tipos que no retrocedían ante las amenazas, la ley ni las armas: psicópatascapaces de atravesar una tormenta de fuego para llegar a la persona que lesobsesionaba, pero O’Connell parecía solo un baboso de poca monta. Murphyconocía muy bien esa clase de basura social. Lo que no entendía, por mucho queley era sobre O’Connell, era por qué esa pequeña rata creía que podía fastidiar agente como Sally Freeman-Richards y su hija. Sacudió la cabeza. Habíaintervenido en más de un homicidio en que un marido o un novio abandonadodescargaban su furia contra una pobre mujer que intentaba continuar con su vida.Murphy tenía una afinidad natural con cualquiera que intentase escapar de unarelación abusiva. Lo que no comprendía era de dónde procedía la obsesión. Enlos casos que había visto a lo largo de los años, le parecía que el amor era tal vezla razón más estúpida para perder la libertad, el futuro y en algunos casos la vida.

Echó otro vistazo al portal del apartamento.—Vamos, chico —masculló en voz baja—. Sal para que pueda verte. No me

hagas perder más tiempo.Como obedeciendo a sus palabras, vio movimiento en el portal, y O’Connell

salió. Lo reconoció inmediatamente por las fotos de las fichas de hacía tres años.Cogió la cámara. Para su sorpresa, O’Connell se entretuvo un momento, casi

volviéndose en su dirección. Murphy disparó rápidamente media docena defotos.

—Te tengo, cabroncete —musitó—. No has sido difícil de detectar.Lo que Murphy no sabía en ese momento era que lo mismo sucedía en su

caso.

Scott podía hacer una llamada, aunque no estaba seguro de que sirviera paraalgo. El entrenador de fútbol americano estaba en su oficina, revisando lasestrategias de juego con su coordinador de defensa. De pronto sonó el teléfono.

—¿Entrenador Warner? Soy Scott Freeman…—¡Scott! Me alegro de oírle. —Se conocían de haberse visto en actos sociales

y en los partidos—. Pero ahora mismo estoy muy liado…—¿Elucubrando alguna táctica defensiva infalible, diseñada para maniatar al

rival y reducirlo a la máxima impotencia? —bromeó Scott.El entrenador soltó una carcajada.—Sí, desde luego. No aceptaremos menos que una rendición incondicional

del enemigo. Pero no me habrá llamado para eso, ¿eh?—Necesito un pequeño favor. Algo de músculo.—Tenemos músculos en abundancia, pero también clases y entrenamientos.

Los chicos están muy ocupados…—¿Qué tal el domingo? Necesito a dos o tres chicos. Un pequeño ejercicio

muscular. Desde luego bien retribuido en efectivo.—¿El domingo? Bien. ¿Qué tiene pensado?—Mi hija se muda de su apartamento en Boston y hay que recoger sus cosas.

Deprisa.—No hay problema. Muy bien. Pediré un par de voluntarios después del

entrenamiento y se los enviaré mañana.Los tres jóvenes que se presentaron a la puerta del despacho de Scott a la

mañana siguiente parecían ansiosos por ganar unos dólares extras. Scott lesexplicó rápidamente que debían recoger una furgoneta de alquiler el domingopor la mañana, ir a Boston, embalar todo lo que había en el apartamento y luegollevarlo a un guardamuebles en las afueras de la ciudad, cosa que y a habíacontratado.

—Necesito que se haga sin retraso alguno —dijo Scott.—¿Cuál es la prisa? —preguntó uno de los chicos.Scott no quería que se supiera la verdad, desde luego.—Mi hija es estudiante de posgrado en Boston. Hace algún tiempo solicitó una

beca para estudiar en el extranjero. Y de pronto le llegó el otro día. Así que semarcha a Florencia a estudiar arte renacentista de seis a nueve meses. Tiene elvuelo en los próximos días, y y o no quiero pagar el alquiler de un apartamentovacío. Ya tengo bastante con perder el depósito de fianza. Pero qué remedio —suspiró afectando resignación—, si te gustan todos esos cuadros de santosmártires y profetas decapitados, supongo que hay que ir a Italia. Aunque no creoque las palabras « empleo» y « carrera» tengan mucho que ver con la manera

en que mi hija lleva su vida…Esto provocó sonrisas en los jóvenes, ya que era algo con lo que podían

identificarse. Tomaron nota de los detalles y quedaron en reunirse el domingo porla mañana.

Mientras la puerta se cerraba, Scott pensó: « Si alguien les pregunta,contestarán que Ashley se marchó al extranjero. Suena creíble. Florencia. Sí, lorecordarán» . Habría una persona que, si veía a los tres chicos haciendo lamudanza, estaría muy interesada en la historia que Scott había urdidoingeniosamente.

Ashley se sentía un poco ridícula.Había metido ropa para una semana en una bolsa de lona negra, y para una

segunda en una maleta pequeña con ruedas. El día antes, el repartidor de FederalExpress le había entregado un paquete enviado por su padre. Incluía dos guías deciudades de Italia, un diccionario inglés-italiano y tres libros sobre arterenacentista. De los tres, ella ya tenía dos. También había una guía publicada porla facultad de Scott titulada Guía para estudiar en el extranjero.

Valiéndose del ordenador, le había escrito una breve carta encabezada por elrimbombante membrete de un supuesto « Instituto para el Estudio del ArteRenacentista» , dándole la bienvenida al curso y añadiendo el nombre de sucontacto en Roma. El contacto era real: se trataba de un profesor de laUniversidad de Bolonia que Scott había conocido en un congreso y que en esemomento estaba impartiendo clases en África durante un año sabático. No creíaque O’Connell fuera capaz de encontrarlo nunca. Y si lo hacía, Scott suponía quemezclar algo ficticio con algo real lo confundiría. La estrategia le parecía muyastuta.

Ashley tenía que dejar la carta en la mesa del apartamento, como olvidadapor descuido. Las indicaciones de su padre para todo lo que ella tenía que hacereran detalladas. A Ashley le parecían un poco exageradas, aunque nada erademasiado descabellado y todo tenía sentido. A fin de cuentas, se trataba deelaborar un engaño.

Una de las guías tenía que ir colocada en un bolsillo exterior de la bolsa, unpoco asomada, para que quien la viera no pudiera dejar de reparar en su título.Los otros libros se quedarían en el apartamento supuestamente para serempaquetados, bien visibles encima del escritorio o la mesilla de noche.

La penúltima llamada que ella debía hacer, antes de llamar a la compañíatelefónica para cancelar la línea fija, sería a una compañía de taxis.

Cuando llegara el taxi, ella cerraría el apartamento y dejaría la llave en eldintel de la puerta exterior, donde los estudiantes encargados de la mudanzapudieran encontrarla con facilidad.

Ashley contempló el lugar que había llegado a considerar su hogar. Lospósters en las paredes, las plantas en sus tiestos, la chillona cortina naranja de laducha… todo era suyo, lo primero que tenía, y se sorprendió de lo emotiva quede pronto se sentía ante cosas tan sencillas. A veces pensaba que todavía noestaba segura de quién era y en quién iba a convertirse, pero aquel apartamentohabía sido un primer paso en esa dirección.

—¡Maldito seas, Michael O’Connell! —masculló.Miró la nota escrita por su padre. « Muy bien —se dijo—. Habrá que

intentarlo» .Cogió el teléfono y pidió un taxi. Luego llamó a la compañía telefónica.Después esperó nerviosa dentro del portal la llegada del taxi. Siguiendo las

instrucciones de su padre, llevaba gafas oscuras y una gorra de lana que le cubríael pelo, el cuello del abrigo vuelto hacia arriba. « Como alguien que no quiere serreconocido, que está huyendo» , había indicado Scott. Ella no estaba segura deestar actuando o, por el contrario, comportándose conforme a lo que sentía enese momento. Cuando el taxi se detuvo ante el edificio, dejó la llave en el dintel yluego, con la cabeza gacha, sin mirar a izquierda ni a derecha, salió y cruzó laacera tan rápida y furtivamente como pudo, suponiendo que O’Connell estabavigilándola desde algún lugar. Era temprano por la tarde y el brillo del solenvolvía el aire frío, proyectando extrañas sombras en los callejones. Metió lapequeña maleta y la mochila en el asiento trasero y subió.

—Al aeropuerto Logan —dijo—. Terminal de salidas internacionales. —Ybajó la cabeza, encogiéndose en el asiento como si se escondiera.

En el aeropuerto, le dio al conductor una propina modesta y comentó comode pasada:

—Me voy a Italia a estudiar.Fue hasta los mostradores de facturación de equipaje, oy endo el constante

rugido de los aviones que despegaban sobre las aguas de la bahía. Había ciertonerviosismo en las colas de gente que facturaba. Se oía un constante murmullo deconversación en diversos idiomas. Miró hacia las puertas de salida, y luego se diola vuelta y se dirigió a la derecha, a los ascensores. Se acercó a un grupo reciéndesembarcado de un vuelo de Aer Lingus procedente de Escocia, todos pelirrojosy de piel clara, hablando con marcado acento y vestidos con los jerseys verdes yblancos a rayas del Celtic de Glasgow, que se dirigían a una gran reunión familiaren el sur de Boston.

Ashley encontró sitio al fondo del ascensor y abrió rápidamente la mochila.Guardó la gorra y la chaqueta de lana y las gafas de sol, sacó una gorra marrónde béisbol de la Universidad de Boston y una chaqueta de cuero marrón, y secambió rápidamente, agradecida de que a los escoceses no les resultara extraño.

Bajó en la segunda planta y se dirigió a las plantas de aparcamiento. Estabaoscuro, olía a gasolina y se oía el chirriar de las ruedas en las rampas circulares.

Enfiló la salida hacia la estación de metro.Solo había media docena de personas en el vagón, y ninguna era Michael

O’Connell. No había posibilidad alguna, pensó, de que estuvieran siguiéndola. Yano. Empezó a notar una liberadora excitación y una mareante sensación delibertad. Su pulso aumentó y sonrió por primera vez en muchos días.

Con todo, decidió seguir las instrucciones de su padre al pie de la letra. « Demomento está funcionando» , pensó. Se bajó del metro en Congress Street y,arrastrando la maleta, recorrió las pocas manzanas que la separaban del Museode los Niños. Dejó las maletas en la consigna y compró una entrada. Luego entróen el laberinto del museo, deambulando de una sala de Lego a una exposicióncientífica, rodeada por risueños grupos de niños, maestros y padres. En medio deaquel infantil ambiente feliz y entusiasta comprendió la lógica del plan de supadre: Michael O’Connell no habría podido seguirla solapadamente hasta allí, y aque habría quedado en evidencia, por completo fuera de lugar. En cambio,Ashley no se diferenciaba de las maestras de preescolar o madres jóvenes quecirculaban por las atestadas y bulliciosas salas.

Miró la hora. A las cuatro en punto recuperó sus maletas y salió directamentea uno de los taxis que esperaban fuera. Esta vez escudriñó la calle con atención.El museo estaba en una antigua zona de almacenes, y la amplia calle estabadespejada en ambas direcciones. Reconoció la agudeza de su padre al elegiraquel lugar: no había sitio para esconderse, ni callejones, ni árboles, ni vallas,porches o mobiliario urbano donde parapetarse.

Ashley sonrió y le pidió al taxista que la llevara a la terminal de autobusesPeter Pan. El hombre gruñó, porque quedaba muy cerca, pero a ella no leimportó: por primera vez en días había perdido la sensación de estar sometida avigilancia. Incluso canturreó un poco mientras el taxi se internaba por las callesdel centro de Boston.

Compró un billete para Montreal en un autobús que salía al cabo de diezminutos. Tenía parada en Brattleboro (Vermont) antes de continuar hacia Canadá;ella se bajaría allí. Ya tenía ganas de ver a Catherine.

El olor a gasolina y combustión la asaltó mientras cruzaba la plataforma endirección al autobús. Ya había oscurecido y las luces de neón hacían brillar laforma plateada del vehículo. Encontró un asiento de ventanilla al fondo.Contempló la noche que caía y, en vez de sentirse insegura e inquieta, se sintiócasi libre. Cuando el conductor cerró la puerta y maniobró marcha atrás, cerrólos ojos y oyó el zumbido del motor.

El vehículo recorrió las calles del centro en dirección a la autovía del norte.Aunque todavía era temprano, Ashley se sumió en un profundo sueño.

*

Lucía un sol implacable. Era uno de esos calurosos días en que el aire pareceestancado entre las montañas. Aparqué a unas manzanas de la oficina deMatthew Murphy.

En muchas ciudades de Nueva Inglaterra es fácil ver hasta dónde ha llegadoel dinero para obras nuevas, antes de que los políticos locales estimaran que noconseguirían más votos aunque siguiesen invirtiendo. En una o dos manzanas,edificios nuevos y edificios decrépitos se tocan sin solución de continuidad. No esprecisamente deterioro, como un diente se pudre de dentro hacia fuera, sino másbien una especie de resignación.

La manzana donde esperaba encontrar la oficina de Murphy parecía un pocomás deteriorada que las demás. En una esquina, un bar oscuro y cavernosoanunciaba « Topless las 24 horas» bajo un brillante rótulo de neón de cervezaBudweiser. Enfrente había un pequeño mercado con puestos de verdura, frutas,bebidas y latas de conservas; una bandera hondureña ondeaba en la entrada. Elresto de los edificios era del ubicuo ladrillo roj izo de casi todas las ciudades. Uncoche de la policía pasó por mi lado.

Encontré el edificio de Murphy en mitad de la manzana. Tenía un únicoascensor junto a un directorio que indicaba cuatro oficinas en dos plantas.

La de Murphy estaba frente a una agencia de servicios sociales. Junto a lapuerta había una placa nagra en la que, bajo su nombre, se leía « Investigacionesconfidenciales» en letras doradas.

Accioné el pomo para entrar en la oficina, pero la puerta estaba cerrada. Lointenté un par de veces y luego llamé con los nudillos.

No hubo respuesta.Volví a llamar y maldije entre dientes.Cuando me volví, sacudiendo la cabeza y pensando que había perdido todo el

día, la puerta de la agencia de servicios sociales se abrió, y salió una mujer demediana edad cargando con un montón de clasificadores. Me ofrecí a ayudarla.

—Ahí ya no hay nadie —me informó.—¿Se han mudado?—Más o menos. Salió en la prensa.Enarqué las cejas, y ella frunció el ceño.—¿Tiene usted relación con Murphy ?—Tengo algunas preguntas que hacerle.—Ya —dijo ella—. Si quiere puedo darle su nueva dirección. Queda a media

docena de manzanas de aquí.—Gracias. ¿Dónde es?Ella se encogió de hombros.—El cementerio de River View.

23Furia

Se recordó que tenía que conservar la calma.Esto era difícil para Michael O’Connell. Funcionaba mejor al borde de la ira,

cuando ramalazos de furia le embotaban el juicio y lo conducían a situaciones enque se sentía cómodo. Una pelea. Un insulto. Una obscenidad. Esos eran losmomentos en que disfrutaba casi tanto como cuando urdía planes. Había pocascosas, pensó, más satisfactorias que predecir lo que iba a hacer la gente y luegover cómo lo hacían.

Había visto a Ashley subir a aquel taxi y había anotado la compañía y elnúmero identificador. No le sorprendía que ella huyera. Esa reacción era naturalen gente como Ashley y su familia, un hatajo de cobardes.

Había llamado a la centralita de los taxis. Después de dar los datos delvehículo, dijo que había encontrado una funda con unas gafas graduadas que alparecer la joven pasajera había dejado caer en la acera al subir al taxi. ¿Habíaalgún modo de devolvérselas?

El operador vaciló un momento y luego consultó su archivo de llamadas.—Pues me temo que no, amigo —dijo.—¿Por qué? —preguntó O’Connell.—Ese servicio fue hasta salidas internacionales de Logan. Ya puede tirarlas.

O entregarlas en uno de esos buzones de caridad.—Ajá —dijo O’Connell, y se permitió bromear—: La chica no verá muchas

vistas donde hay a ido de vacaciones.—Mala suerte para ella.Eso era quedarse corto, pensó Michael O’Connell.Ahora estaba apostado a media manzana del edificio de Ashley, viendo cómo

tres jóvenes sacaban cajas del apartamento de la chica.Tenían una furgoneta aparcada en doble fila en la calle, y trabajaban deprisa.

Una vez más, O’Connell se ordenó conservar la calma. Encogió los hombros ytrató de aflojar la tensión acumulada en el cuello, apretó los puños media docenade veces. Luego echó a andar lentamente en dirección al edificio.

Uno de los muchachos cargaba dos cajas de libros, con una lámpara puestaprecariamente encima cuando O’Connell llegó al portal. El chico iba un pocodesequilibrado.

—Eh, ¿entras o sales? —preguntó O’Connell.—Estamos de mudanza —resopló el muchacho.—Deja que te eche una mano —dijo O’Connell, y cogió la tambaleante

lámpara. Sintió un cosquilleo al aferrar la base metálica, como si el merocontacto con las pertenencias de Ashley equivaliera a acariciar su piel. Recordóexactamente dónde estaba situada en el apartamento y visualizó la luz

proyectada sobre el cuerpo de la chica, silueteando curvas y formas. Surespiración se aceleró y casi se notó mareado al entregársela al muchacho de lamudanza.

—Gracias —respondió el chico y la metió sin ceremonias en la furgoneta—.Solo faltan la maldita mesa, la cama y un par de alfombras.

O’Connell tragó saliva y señaló una colcha rosa. Recordó la noche que lahabía abierto, antes de inclinarse sobre Ashley.

—¿Te estás mudando? —preguntó.—Qué va —respondió el muchacho, estirando la espalda—. Estamos

trasladando las cosas de la hija de un profesor. Nos paga bien.—Vaya —dijo O’Connell, esforzándose en no revelar ninguna curiosidad

especial—. Debe de ser la chica que vive en el primer piso, ¿no? Yo vivo ahíabajo. —Señaló otro edificio—. ¿La chica se marcha de la ciudad?

—Se va a Florencia, Italia, nos han dicho. Consiguió una beca de estudios.—Muy afortunada.—Desde luego.—Bien, buena suerte con la mudanza. —O’Connell saludó y continuó su

camino. Cruzó la calle y encontró un árbol donde apoyarse, fuera de la vista delos chicos.

Inspiró hondo mientras una compulsión helada se asentaba en su interior. Violos muebles de Ashley desaparecer en la parte trasera de la furgoneta y sepreguntó si aquello estaba sucediendo de verdad. Era como estar viendo unapelícula, donde todo parece real pero no lo es. Un taxista con una carrera hasta elaeropuerto internacional Logan, tres estudiantes universitarios haciendo unamudanza un domingo por la mañana, un detective privado con oficina enSpringfield sacándole fotos desde un coche frente a su propio apartamento. Todoaquello significaba algo, pero todavía no estaba seguro de exactamente qué. Sinembargo, sí estaba seguro de una cosa: si los padres de Ashley creían quecomprarle un billete de avión la alejaría de él, estaban muy equivocados. Soloconseguirían que las cosas fueran más interesantes para él. La encontraría,aunque tuviera que volar a Italia.

—Nadie puede robarme —susurró para sí—. Nadie puede quitarme lo que esmío.

Catherine Frazier se ciñó un poco más el chaquetón de lana y vio cómo sualiento formaba un halo de vaho ante ella. El aire nocturno presagiaba el tiempopor venir. « Vermont es así —pensó—, siempre te avisa con antelación, solo hasde prestarle atención» . Un frío regusto a noche en los labios, una sensacióncortante en las mejillas, la sacudida de las ramas de un árbol, una fina capa dehielo en los estanques por la mañana. Habría nevadas en los próximos días. Anotó

mentalmente comprobar su provisión de leña apilada tras la casa. Ojalá supieraleer en las personas con la misma precisión con que leía el tiempo.

El autobús de Boston llegaba un poco tarde, y en vez de esperar dentro de labolera y restaurante donde hacía su parada antes de proseguir a Burlington yMontreal, Catherine había salido al exterior. Las luces brillantes la poníanextrañamente nerviosa: se sentía más cómoda en las sombras y la niebla.

Ansiaba ver a Ashley, aunque, como siempre, tenía sus dudas sobre cómotratarla exactamente durante su estancia. Ashley no era su nieta ni su sobrina. Noera pariente suya por adopción, aunque eso era lo más parecido. La gente deVermont, por norma, rara vez se mete en los asuntos de los demás, pues tienenesa sensibilidad yanqui de que, cuanto menos se diga, mejor. Pero Catherinesabía que las otras mujeres de su iglesia, así como los dependientes de las tiendasdonde era conocida, se harían preguntas. En aquella región todos poseían finosradares para detectar cualquier pequeño acto que sugiriera hipocresía. Y habíaalgo incongruente en recibir en su casa a la hija de la compañera de su hija, unarelación que ella condenaba en silencio aunque de manera evidente.

Catherine observó el cielo. Se preguntó si podían tenerse tantos sentimientosen conflicto como estrellas había allá en lo alto.

Ashley era una niña cuando Catherine la conoció. Recordó su primerencuentro con ella y sonrió. « Yo llevaba demasiada ropa —recordó—. Pese alcalor que hacía, me había puesto una falda de lana y un jersey grueso. Quétonta. A la niña debí de parecerle una vieja de cien años» .

Catherine se había mostrado envarada, casi estirada, tontamente formal,cuando le presentaron a la niña de once años y ella le estrechó la mano. PeroAshley la desarmó enseguida, y por eso, en algunos aspectos, la tregua quemantenía Catherine con su propia hija, y la relación cortés que mantenía depuertas para afuera con su compañera (Catherine odiaba esa palabra, pues hacíaque su relación pareciera un negocio) se benefició de su afecto hacia Ashley.Había asistido a ruidosas fiestas de cumpleaños y partidos de fútbol furibundos,había visto a Ashley hacer de Julieta en una representación teatral en el institutoaunque odiaba cuando el personaje se moría en escena. Se había sentado en elborde de la cama de Ashley una noche, cuando la chica, ya con quince años,lloraba inconsolable tras la ruptura con su primer novio. Había ido a la casa deHope y Sally para sacarle fotos a Ashley engalanada con su vestido para la fiestade graduación. La había cuidado durante un brote de gripe, porque Sally estabaabsorbida en un juicio, y había dormido en el suelo junto a ella, escuchando surespiración toda la noche. Le había dado alojamiento la vez que se habíapresentado en su puerta con una mochila de acampada y un par de amigas de lafacultad camino de las Green Mountains. Y la había invitado a cenar en Bostonun par de felices ocasiones y habían pasado un día inolvidable en las gradas delestadio de Fenway, cuando Catherine encontró una excusa para ir a la ciudad y

se presentó como por casualidad, aunque el verdadero motivo del viaje era ver aAshley.

Se paseó por la grava del aparcamiento, esperando el autobús, y pensó que lavida no le había dado los nietos que había esperado, pero en cambio el destino lehabía traído a Ashley. Desde el primer momento en que la había visto y la niñahabía preguntado tímidamente « ¿Quieres ver mi habitación y que leamos unlibro juntas?» , Catherine había entrado en un reino completamente diferente,donde Ashley quedaba exenta de todas las decepciones y dificultades queexperimentaba con su hija, Hope.

—Por Dios —masculló Catherine—. ¿Cuánto puede retrasarse un autobús?En ese momento oyó los resoplidos del motor diesel, aminorando para tomar

la curva, y los faros hendieron la oscuridad del aparcamiento. Avanzórápidamente, agitando ya los brazos por encima de la cabeza a modo de saludo.

La secretaria de Sally la llamó por el intercomunicador.—Tengo a un tal señor Murphy al teléfono. Dice tener información para

usted…—Pásamelo —dijo la abogada—. Hola, señor Murphy. ¿Qué tiene para mí?—Bueno, todavía no demasiado, pero supuse que querría estar al corriente

enseguida, dada la, hum, naturaleza personal de esta investigación.—Correcto. Cuénteme lo que sepa.—Bueno, creo que no hay motivo para preocuparse demasiado. Es un

problema, sí, pero los he visto peores.Sally respiró con alivio.—Muy bien. Adelante.—El chico tiene un historial. No muy largo y sin muchas banderas rojas, si

me entiende, pero suficiente para tomar precauciones.—¿Violencia?—No demasiada. Peleas, riñas de bar, esa clase de cosas. Siempre a puñetazo

limpio. Eso es buena señal, aunque también puede significar que simplemente nolo han pillado con un arma… Parece un mal tipo, desde luego, pero no creo quesea más que un peso ligero. Quiero decir que he visto su perfil mil veces, y conun poco de presión se doblan como una vara. Puedo hacerle una pequeña visitacon un par de amigos, para meterle miedo en el cuerpo y dejarle claro que llevalas de perder. Tal vez le ay ude a comprender que otra clase de vida sería mássana para él…

—¿Se refiere a amenazarlo?—No, abogada. No soy partidario de la violencia en ningún caso… —Murphy

hizo una pausa para que Sally entendiese que era partidario de todo lo contrario—. Además, como abogada, usted nunca me contrataría para que hiciera daño a

nadie. Eso lo comprendo. Lo que estoy diciendo es que se le puede, digamos,intimidar. Todo dentro de la ley, y a me entiende.

—Es un paso que deberíamos considerar.—Por supuesto. Tampoco incrementará mucho mis honorarios. Solo las

habituales dietas por desplazamiento y un pequeño extra para mis socios, yasabe.

—Ya —dijo Sally —. Aunque no estoy segura de querer implicar a nadiemás. Incluso socios de cuya discreción pueda usted responder. Desde luego,ningún policía fuera de servicio que después pudiera ser llamado a declarar en untribunal bajo juramento. Solo intento ser precavida, anticipar futuros imprevistos.Hay que cubrir todas las bazas, por así decirlo.

Murphy pensó que los abogados eran incapaces de comprender la diferenciaentre la realidad tal como se vivía en la calle y la versión coherente y sensataque luego se daba de ella en un juicio. « Hay distinciones que nunca entenderán—se dijo—. A veces malditas distinciones» . Suspiró, pero no dejó que se notaraen su voz.

—Tiene usted razón, abogada. No obstante, creo que podría encargarmepersonalmente de esta parte del encargo, sin implicar a nadie relacionado con lapolicía.

—Sería aconsejable.—¿Continúo, pues?—Prepare un plan de acción, señor Murphy, y luego lo comentamos.—De acuerdo. La llamaré. —Y colgó.Sally permaneció sentada, sintiéndose inquieta a la vez que aliviada, lo cual

era una contradicción.

*

Era un típico cementerio urbano situado en una zona poco frecuentada de lapequeña ciudad, rodeado por una verja de hierro negro. Mis ojos repasaron lasfilas de lápidas grises. Crecían en altura a medida que ascendían por la pendientede la colina. Simples losas de granito daban paso a estructuras y formas máselaboradas. Las palabras talladas en las lápidas también se volvían máselaboradas, no solo nombre y fechas. Por lo que sabía de él, pensé que no eraprobable que Murphy estuviera enterrado bajo querubines tocando trompetas.

Me adentré entre las hileras, sintiendo que la camisa se me pegaba a laespalda y el sudor me perlaba la frente. Al fondo vi una sencilla y modestalápida con el nombre « Matthew Thomas Murphy » y las fechas de rigor. Nadamás.

Anoté las fechas y me quedé allí un instante.—¿Qué ocurrió? —pregunté en voz alta.

Ni siquiera un soplo de brisa o una visión espectral contestaron. Entonces, conleve irritación, pensé en quién podría tener la respuesta a esa pregunta.

A un par de manzanas del cementerio había una gasolinera con una cabinatelefónica. Inserté unas monedas y marqué el número.

—Me mentiste —le reproché cuando ella contestó.Ella inspiró hondo.—¿A qué viene eso? —repuso—. Mentir es una palabra muy fuerte.—Me dij iste que fuera a ver a Murphy. Y lo he encontrado en un cementerio.

¿Eso no es mentir? Yo creo que sí. ¿De qué va todo esto?Ella vaciló.—Pero ¿qué viste? —preguntó.—Vi una tumba y una lápida barata.—Entonces no has visto suficiente.—¿Qué más había que ver, demonios?Su respuesta sonó fría y profesional:—Mira con más atención. Con mucha más atención. ¿Te habría enviado allí

sin un motivo? Tú ves una losa de granito con un nombre y unas fechas. Yo veouna historia. —Y colgó.

24Intimidación

Estimó que dedicar un día más a Michael O’Connell sería más que suficiente.Matthew Murphy tenía encargos más importantes que demandaban su

atención. Tomar fotografías comprometedoras, pruebas de evasión de impuestos,gente a la que seguir, gente a la que enfrentarse, gente que interrogar. SallyFreeman-Richards no era una abogada de éxito: no tenía un BMW ni unMercedes, y sabía que la modesta minuta que iba a enviarle incluiría algúndescuento de cortesía. Tal vez solo la oportunidad de asustar a aquel gusano valíaun descuento del diez por ciento. Ya no tenía muchas oportunidades de ejercerpresión sobre gentuza como aquel O’Connell, y lo echaba en falta. « No hay nadacomo hacerse el duro para que el corazón bombee y la adrenalina fluya» , sedijo.

Metió el coche en un aparcamiento a dos manzanas de la casa de O’Connell.Subió varios niveles hasta asegurarse de estar solo, aparcó y abrió el maletero.Allí guardaba discretamente su artillería: una larga funda roja contenía un fusilColt AR-15 automático con un cargador de veintidós disparos; lo consideraba suarma « para resolver rápidamente problemas gordos» , porque tenía potenciapara volar por los aires cualquier cosa. En una funda más pequeña, amarilla,tenía una automática calibre 380 en una sobaquera. En una funda negra, unMagnum 357 con un tambor de seis balas llamadas « matapolis» , porquepenetraban los chalecos antibalas que usaban la mayoría de las fuerzas policiales.

Para este caso, pensó que la 380 sería suficiente. Seguramente le bastaría conque O’Connell supiera que la llevaba encima, cosa que se conseguía con unachaqueta sin abrochar. Murphy tenía experiencia en toda clase de intimidación.

Se colocó la sobaquera, sacó un par de finos guantes negros de cuero y, comoacostumbraba, desenfundó rápidamente un par de veces. Una vez comprobó quesus viejas habilidades seguían casi intactas, se puso en marcha.

La brisa hizo revolotear hojarasca y desechos alrededor de sus pies mientrasavanzaba por la acera. Quedaba suficiente luz natural para encontrar una sombraconveniente frente al edificio de O’Connell. Una vez apostado contra una paredde ladrillo, vio encenderse las farolas de la calle. Esperaba no tener que montarguardia demasiado tiempo, pero era un hombre paciente que conocía el arte dela espera.

Scott sintió orgullo y satisfacción.Ya había recibido en su contestador un mensaje de Ashley, que había seguido

con éxito su laberinto de instrucciones y había enlazado con Catherine enVermont. Estaba encantado con la manera en que iban saliendo las cosas hasta el

momento.Los estudiantes habían vuelto tras descargar las pertenencias de Ashley en un

guardamuebles de Medford. Scott se había enterado de que, tal comosospechaba, un tipo que encajaba con la descripción de O’Connell había hechoalgunas preguntas a uno de los chicos. Pero se había quedado con aire entre lasmanos, pensó Scott, agarrando un fantasma. La información que había obtenidono llevaba a ninguna parte.

—Esta no pudiste preverla, ¿eh, cabrón? —dijo en voz alta.Se hallaba en la sala de su casa, y empezó a bailar en la gastada alfombra

oriental. De inmediato cogió el mando del equipo de música y fue pulsandobotones hasta que Purple Haze, de Jimi Hendrix, atronó por los altavoces.

Cuando Ashley era pequeña, le había enseñado la vieja expresión de los añosveinte « cortar una alfombra» para bailar, de modo que ella se le acercabacuando estaba trabajando y le decía « ¿Podemos cortar una alfombra?» , y losdos ponían su vieja música de los años sesenta y él le enseñaba el frug y el swime incluso el freddy, que eran, para su mente adulta, la serie de movimientos másridícula que jamás había sido creada. Ella se reía y lo imitaba hasta queterminaba ahogada de risa. Pero, incluso entonces, Ashley poseía una especie degracia de movimientos que lo sorprendía. Nunca había nada torpe ni vacilante enlos pasos que su hija daba; y a él siempre le parecía un ballet. Sabía que no eraimparcial, como suele pasarles a los padres con sus hijas, pero se esforzaba enser objetivo, y su conclusión era siempre la misma: nada podría ser jamás tanhermoso como su propia hija.

Scott resopló. O’Connell nunca averiguaría que ella estaba en Vermont. Ahoraera simplemente cuestión de que el tiempo pasara y de buscar otros estudios deposgrado en una ciudad diferente. Luego Ashley decidiría. Un contratiempo, sí,un retraso de seis meses, pero que evitaría problemas mayores.

Contempló el salón.De pronto se sintió solo y deseó tener a alguien con quien compartir su júbilo.

Ninguna de las personas con las que salía a cenar o tenía ocasionales encuentrossexuales eran amigos de confianza. Sus amistades en la facultad eran denaturaleza profesional, y dudaba que alguna de ellas comprendiera ni por asomoaquella situación.

Frunció el ceño. La única persona con la que realmente había compartidoalgo era Sally. Y no estaba dispuesto a llamarla. No en ese momento.

Una ola de oscuro resentimiento lo envolvió.Ella lo había dejado para irse con Hope. De la manera más brusca: las

maletas hechas esperando en el pasillo mientras él trataba de encontrar algoadecuado que decir, sabiendo que no había nada. Sabía que ella no era feliz, queno se sentía realizada y que estaba llena de dudas. Pero había supuesto que sedebía a su carrera, o tal vez al modo en que la madurez se vuelve aterradora, o

incluso al hastío del complaciente mundo académico y liberal en que vivían.Todo eso podía aceptarlo, discutirlo, analizarlo, entenderlo. Lo que no podíaentender era cómo todo lo que habían compartido podía de repente ser mentira.

Se imaginó a Sally en la cama con Hope. « ¿Qué puede ella darle que no lediera yo?» , se preguntó, y al punto advirtió que la pregunta era muy peligrosa.No quería saber esa respuesta concreta.

Sacudió la cabeza. « El matrimonio es una mentira» , pensó. Los « sí quiero»y los « te amo» y los « vivamos juntos para siempre» habían sido un colosalembuste. Lo único verdadero que había surgido de todo aquello era Ashley, y nisiquiera estaba seguro de eso. « Cuando la concebimos, ¿ella me amaba? Cuandola tuvo en su vientre, ¿me amaba? Cuando nació, ¿sabía ya que todo era mentira?¿Lo comprendió de repente o fue algo que supo todo el tiempo, pero prefiriómentirse a sí misma?» . Agachó un instante la cabeza, recordando. Ashleyjugando a la orilla del mar. Ashley yendo al jardín de infancia. Ashley haciendouna tarjeta con flores dibujadas para el día del Padre; la había pegado a la paredde su despacho. « ¿Lo sabía Sally durante todos esos momentos? ¿En Navidad yen los cumpleaños? ¿En las fiestas de Halloween y las búsquedas de huevos depascua?» . Imposible asegurarlo, pero comprendía que el armisticio entre ellostras el divorcio también era una farsa, aunque importante para proteger a Ashley.Ella siempre había sido la verdadera perjudicada, la que tenía algo que perder. Alo largo de todos aquellos meses y años juntos, Scott y Sally y a habían perdido loque tenían que perder.

« Ella está a salvo ahora» , se dijo para salir de aquellos sombríospensamientos.

Fue al mueble bar y sacó la botella de whisky. Se sirvió un vaso, bebió unsorbo, dejó que el líquido ámbar le bajara lentamente por la garganta y luegoalzó el vaso en un irónico brindis solitario.

—Por nosotros —dijo—. Por todos nosotros. Signifique eso lo que demoniossignifique.

Michael también estaba pensando en el amor. Se encontraba en un barbebiendo boilermaker, whisky con cerveza, una bebida diseñada para embotar lossentidos. Rebullía por dentro y era consciente de que ninguna droga o bebidasería suficiente para mitigar la tensión que lo reconcomía. No importaba cuántobebiera, estaba resignado a una desagradable sobriedad.

Miró la jarra que tenía delante, cerró los ojos, y permitió que la irareverberara en su corazón y en su mente. No le gustaba que lo burlaran, ycastigar a quien lo había hecho se convirtió en su prioridad inmediata. Estabaenfadado consigo mismo por creer que los problemas que les había causado conInternet bastarían. La familia de Ashley, se dijo, necesitaba lecciones más duras.

Le habían arrebatado algo que le pertenecía.Cuanto más se enfadaba, más pensaba en Ashley. Imaginó su pelo cayendo

en mechones rubio-roj izos sobre sus hombros, perfectos, suaves. Visualizó en sumente cada detalle de su rostro, dándole sombra como un artista, encontrandouna sonrisa para él en los labios, una invitación en los ojos. Sus pensamientosresbalaron por su cuerpo, midiendo cada curva, la sensualidad de sus pechos, elsutil arco de sus caderas. Imaginó sus piernas extendidas junto a él y, cuando alzóla cabeza en la penumbra del bar, sintió que se excitaba. Se movió en el taburetey pensó que Ashley era ideal, excepto que no lo era porque había orquestadoaquel doloroso bofetón. Un golpe a su corazón. Y mientras el licor aflojaba sussentimientos, supo cuál sería su respuesta: nada de caricias, nada de suavessondeos. La lastimaría tal como ella lo había lastimado a él. Era la única formade hacerle comprender de una vez cuánto la amaba.

De nuevo se removió en su asiento, ya completamente excitado.Una vez había leído en una novela que los guerreros de ciertas tribus

africanas se enardecían sexualmente en los momentos previos a la batalla. Con elescudo en una mano, la lanza en la otra y una turgente erección entre las piernas,atacaban a sus enemigos.

Eso estaba muy bien.Sin molestarse en esconder el bulto en su entrepierna, Michael O’Connell

apartó su jarra vacía y se levantó. Esperó un momento por si alguien lo mirabamal o hacía algún comentario. Más que nada, en ese instante quería pelear.

Nadie lo hizo. Decepcionado, cruzó el local y salió a la calle. La noche habíacaído y el frío le asaeteó la cara, pero no aplacó su imaginación. Se imaginó a símismo tendido sobre Ashley, embistiéndola, penetrándola, obteniendo placer decada centímetro de su cuerpo. Podía oírla responder, y para él había pocadiferencia entre los gemidos de deseo y los sollozos de dolor. « Amor y dolor —pensó—. Una caricia y un golpe. Todo es lo mismo» .

A pesar del frío, se abrió la chaqueta y la camisa para sentir el aire heladomientras caminaba cabizbajo y respirando hondo. El frío no logró calmar suardor. « El amor es una enfermedad» , pensó. Ashley era un virus que corría porsus venas. Y que nunca lo dejaría en paz, ni un segundo durante el resto de suvida. Pensó que la única forma de controlar su amor por Ashley era controlar aAshley. Nada le había parecido tan claro antes.

Torció en la esquina de su apartamento, la mente repleta de imágenes delujuria y sangre, todo mezclado en un confuso batiburrillo, y por eso se dejósorprender por una voz a su espalda:

—Tenemos que hablar un par de cosas, O’Connell.Y una tenaza de hierro le retorció un brazo a la espalda.

Matthew Murphy había divisado a O’Connell cuando este pasaba bajo unafarola. Entonces salió de las sombras y se le acercó por detrás. Murphy estababien entrenado en esos menesteres, y sus instintos de más de veinticinco años depolicía le decían que O’Connell era un novato, poco más que un cabroncete.

—¿Quién demonios eres tú? —balbuceó el joven, aturullado, pero Murphy leimpidió volverse para verle la cara.

—Soy tu peor pesadilla, gilipollas de mierda. Ahora abre la puta puerta, quevamos a mantener una amable charla en tu casa. Quiero explicarte cómofuncionan las cosas sin tener que partirte la cara o las piernas. No quieres eso,¿verdad, O’Connell? ¿Cómo te llaman tus amigos? ¿OC? ¿Mickey?

O’Connell intentó zafarse, pero la presión de aquella garra aumentó. Murphyprosiguió:

—Tal vez Michael O’Connell no tiene ningún amigo, así que tampoco tieneningún apodo. Bueno, Mickey, lo inventaremos sobre la marcha. Porque, confíaen mí, quieres que sea tu amigo. Lo quieres más de lo que has querido nada eneste mundo. Ahora mismo, Mickey, esa es tu prioridad número uno: asegurartede que y o siga siendo tu amigo. ¿Lo entiendes?

O’Connell gruñó, tratando de volverse para mirar a Murphy, pero el ex policíapermaneció tras él, susurrando amenazadoramente sin aflojar la presión yempujándolo hacia delante.

—Vamos, fantoche, subamos a tu casa. Nuestra pequeña charla será enprivado.

Obligado, O’Connell cruzó la entrada y subió a la primera planta, conducidopor la presión de Murphy, que no cejaba en sus hirientes sarcasmos. Le retorcióel brazo un poco más cuando llegaron a la puerta y O’Connell se retorció dedolor.

—Esta es otra ventaja de ser amigos, Mickey : no querrás que me enfade nique pierda los nervios. No me obligarás a hacer algo que lamentes más tarde,estoy seguro. ¿Lo entiendes, cabronazo? Y ahora abre despacio la puerta de tuasquerosa madriguera.

Mientras O’Connell sacaba trabajosamente la llave del bolsillo y acertaba a lacerradura, Murphy escudriñó el pasillo y vio el catálogo de gatos de la viejavecina alejándose. Uno incluso arqueó el lomo y siseó en dirección a O’Connell.

—No eres demasiado popular entre los vecinos, ¿eh, Mickey ? —dijo Murphy,retorciéndole el brazo—. ¿Tienes algo contra los gatos? ¿Tienen ellos algo contrati?

—No nos llevamos bien —gruñó O’Connell.—No me sorprende —dijo Murphy, y le dio un empellón que lo hizo entrar

dando tumbos.

O’Connell tropezó con la raída alfombra, cayó hacia delante y se golpeócontra una pared. Se volvió para intentar ver por primera vez a Murphy.

Pero el detective se le echó encima con desconcertante rapidez, tratándose deun hombre maduro, y se alzó sobre el joven como una gárgola de iglesiamedieval, la cara demudada en una burlona mueca colérica. O’Connell consiguióquedar medio sentado y lo miró a los ojos.

—No estás acostumbrado a que te acosen, ¿eh, Mickey ?O’Connell no respondió. Estaba calibrando la situación y sabía que lo mejor

era mantener la boca cerrada.Murphy se abrió lentamente la chaqueta, enseñando la sobaquera.—He traído a una amiga, Mickey.El joven volvió a gruñir, mirando el arma y luego al investigador privado.

Murphy desenfundó rápidamente la automática. No pensaba hacerlo, pero algoen la mirada desafiante de O’Connell le dijo que acelerara el proceso. Con unrápido movimiento, la amartilló y apoy ó el pulgar contra el seguro. Luego laacercó despacio a O’Connell, hasta apoy arle el cañón contra la frente,directamente entre los ojos.

—Que te follen —le espetó O’Connell.Murphy le golpeó la nariz con el cañón del arma. Lo suficiente para que

doliera, no para romperla.—Deberías mejorar tu vocabulario —dijo. Con la mano izquierda, le sujetó

las mejillas y las apretó con fuerza—. Y yo que pensaba que íbamos a seramigos.

O’Connell continuó mirando al ex policía, y Murphy le golpeó bruscamente lacabeza contra la pared.

—Un poco de amabilidad —pidió fríamente—. ¿Sabes?, la educación haceque todo vaya mejor.

Entonces lo cogió por la chaqueta y lo levantó rudamente, manteniendo lapistola plantada en su frente. Lo dirigió hacia una butaca y lo sentó de unempellón, de modo que O’Connell cayó hacia atrás y el mueble se alzó sobre suspatas traseras y cayó pesadamente.

—Todavía no he sido malo, Mickey. Ni una pizca. Todavía nos estamosconociendo.

—No eres un poli, ¿verdad?—Conoces a los polis, ¿eh, Mickey ? Te las has visto con ellos unas cuantas

veces, ¿no?O’Connell asintió.—Bien, has acertado —dijo Murphy, sonriendo. Sabía que iba a hacerle esa

pregunta—. Deberías desear que fuera un poli. Quiero decir, deberías estarrezando al Dios que creas que pueda oírte. « Por favor, Señor, que sea un poli» .Porque los polis tienen reglas, Mickey, reglas y regulaciones. Yo no. Yo soy más

problemático. Peor, mucho peor que un poli. Soy investigador privado.O’Connell hizo una mueca, y Murphy lo abofeteó con fuerza. El sonido de su

palma contra la mejilla resonó en el pequeño apartamento.Murphy sonrió.—No tendría que explicarte estas cosas, no a alguien como tú, que piensa que

se las sabe todas, Mickey. Pero, para no perdernos, te explicaré un par de cosasmás. Una, fui policía. Pasé más de veinte años tratando con tipos duros deverdad. La mayoría de ellos ahora están a la sombra, maldiciendo mi nombre. Omuertos, y no piensan mucho en mí porque probablemente tendrán problemasmás acuciantes en el otro barrio. Dos, tengo licencia estatal y federal para llevaresta arma. ¿Sabes qué suman esas dos cosas?

El joven no respondió, y Murphy volvió a abofetearlo.—¡Mierda! —masculló O’Connell.—Cuando te haga una pregunta, Mickey, por favor, responde.Hizo ademán de abofetearlo otra vez.—No lo sé —dijo O’Connell—. ¿Qué suman?Murphy sonrió.—Pues significan que tengo amigos… Amigos de verdad, no como nosotros

esta noche, Mickey, amigos de verdad que me deben muchos favores de verdad,a quienes salvé el culo más de una vez a lo largo de los años. Están más quedispuestos a hacer cualquier puñetera cosa por mí, y si hace falta van a creertodo lo que y o diga sobre nuestro amable encuentro aquí esta noche. Lesimportan un carajo los gusanos como tú. Y cuando les diga que me atacaste conla navaja que dejaré en tu mano muerta y que me obligaste a volarte lo sesos,me van a creer. De hecho, Mickey, me felicitarán por limpiar un poco estemundo de mierda. Esa es la situación en que te encuentras ahora mismo, Mickey.En otras palabras, puedo hacer lo que me salga de las narices, y tú no puedeshacer nada, ¿entiendes?

O’Connell vaciló, pero asintió cuando vio que Murphy lo amenazaba con otrobofetón.

—Bien. Como dicen, la comprensión es el camino de la iluminación.O’Connell percibió el sabor de la sangre en los labios.—Lo repetiré para que quede claro: soy libre de hacer lo que me parezca

adecuado, incluyendo enviar tu puta vida al reino de los cielos, o másprobablemente al infierno. ¿Lo entiendes, Mickey ?

—Lo entiendo.Murphy empezó a rodear la silla, sin apartar la automática, golpeando de vez

en cuando la cabeza de aquel cretino, o hincándola en la zona blanda entre sucuello y los hombros.

—Vay a mierda de casa que tienes aquí, Mickey. Qué pocilga. Sucia… —Murphy contempló la habitación, vio un ordenador portátil en una mesa y anotó

mentalmente llevarse un puñado de discos. Hasta ahora, las cosas iban saliendomás o menos como había previsto. O’Connell era tan predecible como esperaba.Podía sentir la incomodidad del joven, sabía que el arma contra su cabeza estabaprovocando indecisión y duda. En todos los momentos de confrontación hay unpunto en que el interrogador hábil simplemente se apodera de la identidad delsujeto, controlando, guiándolo a un estado de obediencia. « Vamos por buencamino» , se dijo. « Estamos haciendo progresos» —. No es una gran vida, ¿eh,Mickey? Quiero decir que no veo mucho futuro aquí.

—A mí me gusta.—Ya. Pero ¿qué te hace pensar que Ashley Freeman querría ser parte de

todo esto?O’Connell guardó silencio, y Murphy lo golpeó desde atrás con la mano libre.—Responde, gilipollas.—Que la amo. Y ella me ama a mí.Murphy volvió a abofetearlo.—Eso no te lo crees ni tú, pedazo de capullo.Una fina línea de sangre se dibujó bajo la oreja de O’Connell.—Ella tiene clase, Mickey. Al contrario que tú, tiene posibilidades. Es de

buena familia, tiene buena educación y sus posibilidades son infinitas. Tú, por elcontrario, vienes de la mierda… —remarcó las últimas palabras golpeando aljoven— y a la mierda volverás. ¿Cómo lo conseguirás? ¿Tal vez yendo al trullo?¿O lograrás librarte para que te maten en algún callejón?

—Estoy tranquilo. No he quebrantado ninguna ley.Los bofetones repetidos estaban surtiendo efecto: la voz de O’Connell se

quebró levemente y reveló un temblor tras las palabras.—¿De verdad? ¿Quieres que te investigue con más atención?Murphy terminó de dar la vuelta, y una vez más le golpeó la nariz con el

cañón, exigiendo una respuesta.—No.—Eso pensaba.Lo cogió por la barbilla y la retorció dolorosamente. Pudo ver lágrimas en la

comisura de los ojos del joven.—Pero, Mickey, ¿no crees que deberías pedirme más amablemente que salga

de tu vida?—Por favor, sal de mi vida —dijo O’Connell lenta y suavemente.—Bueno, me gustaría. De verdad que sí. Mirándolo desde un punto de vista

objetivo, ¿no crees que sería bueno, bueno de verdad, que te aseguraras de novolver a verme en tu vida? ¿Que este pequeño encuentro, amistoso como es, seala última vez que tú y y o nos veamos…? ¿Qué me contestas? ¿De acuerdo?

—De acuerdo. —O’Connell no sabía qué pregunta contestar, pero sí sabía queno quería que volvieran a golpearlo. Y aunque no creía que aquel animal fuera a

dispararle, no estaba completamente seguro.—Tienes que convencerme, ¿no crees?—Sí.Murphy sonrió y le palmeó la cabeza.—Para que nos comprendamos de verdad, lo que estamos haciendo aquí es

una negociación privada, especial, cara a cara, nuestra orden de alejamientotemporal. Como si estuviéramos en un tribunal. Excepto que la nuestra esjodidamente permanente, ¿entiendes? Seguro que sabes lo que significapermanecer alejados. Sin contacto. Pero nuestra orden es peor que las demás,porque es especial, solo entre tú y yo, Mickey. Porque no se basa en un puñadode papeles firmados por un viejo juez al que no vas a hacer ni puto caso. Lanuestra incluy e una garantía… ¡auténtica!

Y con la última palabra, le descargó un puñetazo contra la mejilla,derribándolo al suelo. Se lanzó sobre él, pistola en mano, antes de que el joventuviera tiempo de reaccionar siquiera.

—Tal vez debería dejarme de hacer el tonto y acabar con esto ahora mismo—dijo, y de repente soltó el seguro del arma. Alzó la mano izquierda como paraprotegerse de la inminente lluvia de sesos y sangre—. Dame un motivo —masculló—. El que sea, Mickey. Pero dame un motivo para tomar una decisión.

O’Connell trató de esquivar el cañón de la pistola, pero el peso del ex policíalo mantuvo inmovilizado.

—Por favor… —suplicó al fin—. Por favor, me mantendré alejado, loprometo. La dejaré en paz…

—Buen principio, gilipollas. Continúa.—Nunca tendré ningún otro contacto con ella. Me mantendré fuera de su vida

para siempre, lo juro… ¿Qué más quieres que diga? —O’Connell casi sollozaba.Cada frase parecía más penosa que la anterior.

—Tendré que pensarlo, Mickey. —Bajó la mano con que se protegía y retiróel arma de la cara de O’Connell—. No te muevas. Solo echaré un vistazo.

Se acercó a la mesa barata donde estaba el ordenador. Había un puñado deCD regrabables dispersos. Los cogió y se los guardó en el bolsillo. Luego sevolvió hacia el joven, aún en el suelo.

—¿Es aquí donde guardas tus archivos sobre Ashley? ¿Es con esto con lo quejodes a gente que es mucho mejor que tú?

O’Connell simplemente asintió, y Murphy sonrió.—No te creo —dijo bruscamente—. Ya no. —Entonces golpeó el teclado con

la culata de la pistola—. Jop, jop —dijo mientras el plástico se rompía. Dosgolpes más y la pantalla y el ratón saltaron en pedazos.

O’Connell simplemente se quedó mirando, sin decir nada. Con el cañón delarma, Murphy hurgó en el ordenador roto.

—Creo que estamos a punto de terminar. —Cruzó la habitación y se alzó

sobre O’Connell—. Quiero que recuerdes algo.—¿Qué cosa? —Sus ojos estaban anegados en lágrimas, como Murphy

esperaba.—Siempre podré encontrarte. Siempre podré saber dónde te escondes, no

importa en qué pequeña ratonera te metas.El joven asintió.Murphy lo miró con dureza, buscando en su cara algún signo de desafío,

signos de cualquier cosa que no fuera obediencia. Cuando se convenció de que nohabía ninguno, sonrió.

—Bien. Has aprendido mucho esta noche, Mickey. Una auténtica educación.Y no ha sido tan malo, ¿verdad? He disfrutado mucho de nuestro encuentro. Hasido divertido, ¿no crees? No, probablemente no lo crees. Ah, y una últimacosa…

Se hincó de rodillas, inmovilizando una vez más a O’Connell contra el suelo.Con el mismo movimiento, le metió bruscamente el cañón de la automática en laboca, sintiéndola chocar contra sus dientes. Vio el terror reflejado en los ojos deljoven, exactamente lo que pretendía.

—Bang —dijo tranquilamente.A continuación le sacó el arma de la boca, se levantó, le dedicó una sonrisa,

se dio la vuelta y se marchó.

El frío aire nocturno lo refrescó y tuvo ganas de soltar una carcajada.Enfundó la pistola, se ajustó la chaqueta para quedar presentable y echó a andarpor la calle, moviéndose con rapidez pero sin prisa, disfrutando de la oscuridad, laciudad y la sensación de triunfo. Ya estaba calculando cuánto tardaría enregresar a Springfield y se preguntaba si llegaría a tiempo de cenar en algún sitio.Dio unos cuantos pasos y empezó a tararear para sí. « No ha estado tan mal,¿eh?» , pensó. Desde luego se había equivocado: la oportunidad de tratar con unabasura como O’Connell merecía el diez por ciento de descuento que iba a hacerlea Sally Freeman-Richards. Le encantó comprobar que sus viejas habilidades semantenían intactas, y se sintió decididamente más joven. Lo primero que iba ahacer por la mañana, pensó, sería escribir un pequeño informe (sin mencionar ladestacada intervención de la automática) y enviárselo a la abogada, acompañadode su minuta y de la garantía de que nunca más tendría que preocuparse porMichael O’Connell. Murphy se enorgullecía de saber exactamente qué teclapulsar para causar pánico a las personas débiles.

La oreja de O’Connell latía y la mejilla le picaba. Supuso que había perdidouno o más dientes, porque saboreaba la sangre en su boca. Estaba un poco

entumecido cuando se levantó del suelo, pero se dirigió a la ventana y consiguióver a aquel poli cabrón cuando doblaba la esquina. Se pasó la mano por la cara ypensó: « No ha estado tan mal, ¿eh?» . Sabía que la forma más sencilla deconseguir que un poli te creyese era aceptar siempre la paliza. A veces eradoloroso, a veces embarazoso, sobre todo si se trataba de un tipo viejo al quepodías vencer fácilmente si no llevaba un arma. Sonrió, se relamió y dejó que elsabor salado lo llenara. Había aprendido mucho esa noche, se dijo, tal como lehabía dicho Matthew Murphy. Pero sobre todo había comprobado que Ashley noestaba en ningún país extranjero. Si estaba en Italia, a miles de kilómetros dedistancia, ¿por qué enviaba su familia a un ex poli bocazas para intimidarlo? Esono tenía sentido, a menos que ella estuviera cerca. Mucho más cerca de lo quehabía imaginado. ¿A su alcance? Eso creía. Inhaló hondo por la nariz. No sabíadónde estaba, pero lo descubriría pronto, porque el tiempo ya no significaba nadapara él. Solo Ashley significaba algo.

*

El edificio del News-Republican estaba situado en una engañosa zona delcentro, junto a la estación de ferrocarril. Tenía una deprimente vista de lacarretera interestatal, solares vacíos y otros lugares llenos de desechos. Era unode esos sitios no exactamente deteriorado, sino simplemente ignorado, o quizásagotado. Montones de verjas, basura revoloteando al viento y pasos subterráneosdecorados con pintadas. La sede del periódico era un edificio rectangular decuatro plantas, un bloque de cemento y ladrillo. Parecía más una armería oincluso una fortaleza que un periódico. Dentro, lo que una vez se llamósucintamente « la Morgue» era ahora una sala pequeña con ordenadores.

Una vez una servicial joven me enseñó cómo acceder a los archivos, no tardéen encontrar la noticia del último día de Matthew Murphy. O tal vez sería máscorrecto decir de sus últimos momentos.

El titular de primera plana rezaba: « Investigador privado y ex policíaasesinado» . Había otros dos titulares más pequeños: « El cadáver fue encontradoen un callejón» y « La policía lo considera una venganza» .

Llené varias páginas de mi bloc con detalles de los artículos aparecidos esedía, y de los siguientes. La lista de sospechosos parecía interminable. Murphyhabía intervenido en muchos casos importantes durante sus años de servicio, y alretirarse había continuado granjeándose enemigos con regularidad mientrastrabajaba como investigador privado. No me cabía duda de que los detectives deSpringfield que trabajaban en el caso habían dado prioridad a su muerte, ytambién Homicidios de la policía estatal. El fiscal de distrito habría presionado:los asesinatos de policías son casos importantes que pueden marcar carrerasjudiciales, para bien o para mal. Matar a un policía era como matar un poco de

cada uno.No obstante, los artículos iban enfriándose y no apareció lo que debería haber

aparecido. Los detalles empezaron a repetirse. No se practicó ninguna detención.No se nombró ningún gran jurado a bombo y platillo. No se preparó ningúnjuicio. Era una historia donde el esperado gran final dramático se evaporaba enla nada.

Me aparté del ordenador, contemplando el parpadeante « no hay másentradas» que respondió a mi última petición.

Alguien había asesinado brutalmente a Murphy y tan espantoso hecho teníaque estar relacionado con el caso de Ashley. De algún modo.

Pero yo no lograba verlo.

25Seguridad

La secretaria llamó con los nudillos a la puerta abierta del despacho de Sally.Traía un sobre en la mano.

—Acaba de llegar esto para usted —dijo—. No estoy segura del remitente.¿Quiere que lo devuelva?

—No. Sé lo que es.Sally le dio las gracias, cogió el sobre y cerró la puerta. Sonrió. Murphy era

un hombre muy cauteloso, pensó. Supuso que tenía un apartado de correos parala correspondencia de naturaleza reservada. Encabezados prominentes y remiteseran a menudo inconvenientes para la gente que se dedicaba a su trabajo.

La había llamado desde la carretera, al volver de Boston varias noches antes.—Creo que su problema desaparecerá a partir de ahora, abogada.Sally estaba en casa, sentada frente a Hope. Las dos estaban leyendo, Hope

inmersa en Historia de dos ciudades de Dickens, mientras ella repasaba seccionesdesgajadas del dominical del New York Times.

—Me encanta oírlo, señor Murphy. Pero dígame: ¿cómo ha llegadoexactamente a esa conclusión? —preguntó, adoptando su tono de abogada.

—Bueno, no sé hasta qué punto quiere que sea preciso. Pero nuestro mutuoamigo… —Se rio de la palabra—. Bueno, él y yo tuvimos una charla. Unainteresante charla. Un análisis en profundidad de los pros y los contra de su…conducta. Y al final el señor O’Connell reconoció que podía representarlemuchas desventajas continuar acosando a su hija. Vio la luz de la razón con unpoco de ay uda y declaró formalmente que se alejaría de Ashley a partir de esemomento.

—¿Lo cree usted?—Tengo buenos motivos para creerlo, señora Freeman-Richards. Su

sinceridad fue evidente.Sally hizo una pausa, leyendo entrelineas.—¿Nadie resultó herido? —preguntó.—No permanentemente. A menos que el señor O’Connell tenga ahora el

corazón roto, pero lo dudo. Sin embargo, quedó muy impresionado respecto a lodesaconsejable de continuar su curso de acción y llegó a una clara conclusión,después de que yo le hiciera ver ciertas realidades. No estoy seguro de quequiera usted conocer más detalles, abogada. Podría sentirse incómoda.

Sally reparó en que la conversación tenía un extraño tono afable; como si ellafuese incapaz de oír ciertas cosas sin palidecer o incluso desmayarse. Tenía unasensibilidad victoriana, y Murphy lo sabía.

—No, prefiero no saberlo.—Muy bien. Le enviaré un informe pasado mañana o así. Y si tiene alguna

duda o ve algo sospechoso, por favor, llámeme y yo me encargaré. Quierodecir, siempre existe la leve posibilidad de que el señor O’Connell cambie deopinión una vez más. Pero lo dudo. Parece una persona débil, señora Freeman-Richards. Muy poquita cosa, y no me refiero a su estatura. Como sea, creo queno volverá a molestar a nadie de su familia. Bien, si necesita que investigue algomás en el futuro, sabe dónde encontrarme.

Sally se sorprendió un poco de la descripción que Murphy hacía de O’Connell. No encajaba exactamente con sus conclusiones. Pero oírlo la tranquilizó, y poreso no hizo caso a ninguna duda que pudiera albergar.

—Naturalmente, señor Murphy. Parece que ha solucionado usted el asunto dela mejor manera posible. No imagina cuánto me satisface oírlo.

—Ha sido un placer, señora.Ella colgó y se volvió hacia Hope.—Bueno, y a está.—¿Ya está qué?—Envié a un investigador privado a explicarle las verdades de la vida a ese

gusano. Como era de esperar, cuando se enfrentó a alguien fuerte, duro yexperimentado, se derrumbó como un castillo de naipes. Los tipos como él sonunos cobardes en el fondo. Se les hace saber que no te dejas intimidar, ydesaparecen con el rabo entre las piernas.

—¿Eso crees? —respondió Hope—. No sé. Mi impresión es que ese tipo es decuidado, aunque no sé decir por qué. Mira el lío en que nos ha metido con unpequeño acceso informático.

—Hope, intentamos negociar de manera justa con él. Intentamos darle unaoportunidad para que se marchara, ¿no? Incluso le pagamos una importantesuma. ¿No crees que fuimos justos y comprensivos?

—Sí, pero…—Fuimos sinceros, ¿no?—Supongo.—Y él no cedió, ¿recuerdas? No quiso hacer las cosas más fáciles para nadie.

Bien, pues ahora ha recibido una pequeña lección sobre lo duros que podemosser. Y se acabó.

Hope no sacudió la cabeza, pero tenía sus dudas. Sally lo notó en sus ojos yfue a decir algo, pero se lo pensó mejor y dejó que el silencio volviera ainstalarse entre ambas.

—Bueno, se acabó —dijo, un poco irritada porque Hope no hubiera mostradomás apoyo.

Sally cogió el sobre de Murphy y se sentó a su escritorio, recordando laconversación con Hope. Tuvo la curiosa impresión de que las cosas eran al revés:debería haber sido Hope, que era más joven y a menudo más testaruda, quientendría que haberse dado por satisfecha, no ella.

Abrió el sobre y desparramó el contenido sobre la mesa. Había una carta,unos papeles grapados, varias fotos y unos disquetes.

Las fotos eran de O’Connell, tomadas ante su apartamento. Los papelescontenían su modesto historial policial y los datos laborales y de estudios queMurphy había desenterrado, junto con algo de información familiar, incluy endonombres y dirección de sus padres. Una nota ponía que su madre había muerto.Otra nota, esta pegada a los CD-Rom, advertía: « Están encriptados. Uninformático podrá abrirlos sin problema. Quizá contengan información sobre suhija, incluso fotos. Los cogí del apartamento de OC, pero supongo que tendrácopias ocultas en alguna parte. El ordenador que él usaba resultó destruido poraccidente durante nuestra entrevista, así que la información del disco duro sehabrá perdido» .

La carta de Murphy describía la reunión con O’Connell en su apartamento,pero no daba detalles reales sobre su « conversación» . Al final venía la minuta,que incluía un descuento de cortesía.

Sally cogió un talonario de cheques y rellenó uno para Murphy. Lo metió enun sobre sencillo con una nota que decía simplemente: « Gracias por su ay uda.Lo llamaremos si vuelve a ser necesario» .

Metió todo el material, incluyendo los disquetes, en un sobre marrón, lo rotulócomo « Gusano de Ashley» con grandes letras y, con alivio, se acercó al enormearchivador y lo metió en el fondo del cajón inferior, donde esperaba quepermaneciera durante años.

Hay una curiosa claridad en la luz de la tarde en la falda de las GreenMountains, como si las cosas se volvieran más nítidas, más definidas a medidaque el día se convierte en noche en las últimas semanas del otoño. Catherineestaba junto a la ventana de la cocina, que daba al oeste, mirando a Ashley. Lajoven estaba fuera, enfundada en un brillante abrigo amarillo, sentada en el lindedel patio. Tras ella había un prado que conducía al bosque. El día anterior habíanido a Brattleboro y comprado cartulina, un caballete y acuarelas, y Ashleyestaba ahora pintando sola, tratando de captar los últimos tonos del día mientrasdescendían sobre las montañas y se entretenían en la copa de los pinos. Catherinetrató de leer el lenguaje corporal de Ashley ; parecía contener frustración yentusiasmo al mismo tiempo. Estaba relajada, disfrutando del momento con el

pincel en la mano y los colores desplegados ante ella. Tuvo la impresión de quela joven y el cuadro eran lo mismo: ambos estaban en proceso de ser diseñados.

La noche que llegó Ashley habían pasado largas horas bebiendo té yhablando de lo sucedido. Catherine escuchó con asombro y una crecienteinquietud.

Volvió a mirar por la ventana y la vio pintar una larga franja de cielo celesteen la cartulina que tenía apoyada en el caballete.

—No está bien —musitó.Temió que Ashley, de algún modo (no estaba segura de por qué), estuviera

« infectada» por Michael O’Connell. Temió que se volviera contra todos loshombres a causa de las acciones de uno solo.

Se agarró al borde del fregadero para sostenerse. Le daba miedo afrontar suspropios pensamientos. No quería pensar: « No quiero que Ashley se vuelva comoHope» . Y de inmediato sintió una punzada de culpabilidad, pues amaba a su hija.Hope era lista, hermosa y simpática. Hope inspiraba a los demás, sacaba lomejor de los chicos con los que trabajaba y las chicas a las que entrenaba. Hopeera todo lo que una madre podía querer en una hija, excepto una cosa, y esa erala montaña que Catherine no podía escalar. Y mientras contemplaba a su… ¿qué?—¿sobrina?, ¿nieta adoptiva?— se sintió atrapada por difusos temores. Elproblema, aunque Catherine no lo reconoció en ese momento, era que se tratabade temores infundados.

*

—¿Cómo murió Murphy ? —pregunté.—¿Cómo? —repitió ella—. Seguro que puedes imaginarlo. Balas. Navajas.

Golpes. Lo que prefieras.—…—Es el porqué lo que nos preocupa. Dime, ¿llegaron a detener a alguien por

el asesinato de Murphy ?—No, que y o sepa.—Bueno, me parece que tu búsqueda de respuestas se ha dirigido a la

dirección equivocada. No se arrestó a nadie. Eso te dice algo, ¿no? ¿Quieres quey o, o un detective o un fiscal, diga: « Bueno, Murphy fue asesinado por X, perono tenemos suficientes pruebas para hacer un arresto» ? Eso sería agradable,ordenado y claro. —Vaciló—. Pero nunca he dicho que fuera una historiasencilla.

Lo que decía era cierto.—¿Puedes pensar como Murphy, Sally, Hope y Ashley ?—Sí —contesté.—Bien —resopló ella—. Fácil de decir, difícil de hacer…

No respondí.—Pero, dime, ¿puedes hacer lo mismo con Michael O’Connell?

26El primer allanamiento

Desde el centro del puente de Longfellow podía ver el Charles hastaCambridge. Hacía frío por la mañana temprano, pero había tripulacionesremando en el centro del río, golpeando al unísono con sus remos las negrasaguas y marcando pequeños remolinos en la serena superficie. Había una pátinaen el agua, mientras la luz del amanecer la coloreaba. Oy ó a las tripulacionesgruñendo a la vez, con el ritmo marcado por la firme voz del timonel,habitualmente el tripulante más pequeño. Le gustaba ver cómo el más débilfísicamente del equipo ordenaba a hombres corpulentos y fuertes. El másmenudo era el más importante: era el único que podía ver y controlar el rumbo.A O’Connell le gustaba pensar que, aunque era lo bastante fuerte para tirar de unremo, también era lo bastante listo para sentarse en popa con el timón.

El paso de peatones del puente era un lugar al que solía ir a pensar cuandonecesitaba resolver un problema complicado. El tráfico se movía veloz por lacalzada. Los peatones mantenían su paso vivo. Allá abajo, el agua fluía hacia elmar, y en la distancia los convoyes del metro pasaban llenos de trabajadores. A O’Connell le parecía ser el único que estaba quieto. El ajetreo corriente de laciudad debería haberlo distraído, pero allí donde se encontraba lograbaconcentrarse plenamente en cualquier dilema que tuviera entre manos.

« Tengo dos —pensó—: Ashley y Murphy, el ex policía» .Tenía claro que el camino hacia Ashley pasaba por Scott o Sally. Era

simplemente cuestión de encontrarlos, y confiaba en lograrlo. El obstáculo, sinembargo, era el ex madero, un hueso duro de roer. Se relamió, saboreandotodavía la sangre, sintiendo la hinchazón donde le había abofeteado. Pero elenrojecimiento y los cardenales se desvanecerían mucho más rápido que sumemoria. En cuanto O’Connell se acercara a los padres, le soltarían al sabueso.Y aquel ex poli tenía pinta de peligroso. « Quizás algo menos de lo que alardeó» ,pensó. Se recordó un hecho crucial: en todos sus tratos con Ashley y su familiasiempre había ostentado el poder. Si tenía que haber violencia, debía estar bajo sucontrol. Pero la presencia de Murphy cambiaba ese equilibrio, y no le gustaba.

Se agarró al murete de hormigón con ambas manos. La furia era como unadroga que venía en oleadas, convirtiendo todo lo que veía en un calidoscopio deemociones. Durante un instante contempló el oscuro río que discurría bajo suspies y dudó que incluso su temperatura casi helada pudiera enfriarlo. Resoplódespacio, controlando su ira. La furia era su amiga, pero no podía dejar queactuara en su contra. « Concéntrate» , se ordenó.

Lo primero era poner a Murphy fuera de la circulación.No sería demasiado difícil. Arriesgado sí, pero no imposible. No tan fácil

como Scott, Sally y Hope, que con unos cuantos trucos de ordenador habían

temblado como varas al viento. Pero tampoco fuera de su alcance.Contempló el agua y vio que una de las tripulaciones descansaba. El bote se

deslizaba por el agua, impulsado todavía por la inercia, mientras los remerosrecuperaban fuerzas inclinados sobre los remos, arrastrando las palas a ras desuperficie. Le gustó la forma en que el bote continuaba, impelido por nada másque la memoria del músculo. Era como una cuchilla cortando la superficie delrío, y pensó que él era igual.

Pasó gran parte del día y la primera parte de la noche vigilando el edificiodonde Murphy tenía su oficina. O’Connell se sintió encantado desde el primermomento en que lo vio; el edificio estaba destartalado y venido a menos, ycarecía de muchos de los artilugios modernos de seguridad que podrían haberdificultado lo que tenía en mente. Sonrió para sí; si esta no era su primera regla,debería serlo: « Usa siempre sus debilidades y conviértelas en tus fuerzas» .

Había usado tres sitios diferentes para vigilar. Su coche, aparcado a mediamanzana; un almacén hispano en la esquina, y una sala de lectura de laCienciología casi directamente frente al edificio. Se llevó un susto cuando salió desu último emplazamiento y Murphy eligió ese instante para salir a la calle.

Como cualquier detective entrenado, se volvió a derecha e izquierda,escrutando la calle arriba y abajo. O’Connell sintió un retortijón de miedo, la fríasensación de que iba a reconocerlo. En ese instante supo que si se daba la vuelta,si se metía en un edificio, si se detenía y trataba de esconderse, Murphy lodistinguiría en el acto.

Así que se alzó el cuello de la chaqueta y siguió caminando tranquilamentepor la acera, sin hacer nada por ocultarse, dirigiéndose hacia la tienda de laesquina, los hombros erguidos, ladeando la cabeza un poco para que su perfil noresultara obvio, sin mirar atrás ni una sola vez. Llegó a la Bodega y, apenas entró,se asomó a la ventana para ver qué hacía Murphy.

Entonces se rio quedamente. El detective continuaba su camino. Como si notuviera ninguna preocupación en el mundo, pensó mientras veía a undespreocupado Murphy dirigirse a un aparcamiento. « O tal vez solo pasea con laarrogancia del que se sabe intocable» , pensó.

O’Connell pensó que el reconocimiento depende del contexto. « Cuandoesperas ver a alguien, lo verás. Cuando no, no. Se vuelve invisible» .

Murphy nunca imaginaría que O’Connell había localizado fácilmente suoficina y que en su bolsillo tenía la dirección de su casa y su número de teléfono.Y menos imaginaría que, después de la paliza, O’Connell lo había seguido hasta eloeste de Massachusetts. Todas estas cosas no entraban en sus esquemas mentales,pensó O’Connell. « Y por eso no ha podido verme, aunque estaba a menos deveinte metros de él. Creyó que había acabado conmigo, el muy imbécil» .

Volvió a su coche, donde esperó y observó, tomándose su tiempo para anotarcuándo salían del edificio las personas de las demás oficinas. Una de aquellasmujeres era seguramente la secretaria de Murphy, pensó. Vio a una encaminarseen la misma dirección que Murphy antes, hacia el aparcamiento. « No está biendejar que la mano de obra esclava cierre por las noches —se dijo—. Sobre todocuando no sabe asegurar verdaderamente las puertas» . Tras un momento,arrancó su coche lentamente, siguiendo el paso de ella.

Cuarenta y ocho horas más tarde, Michael O’Connell consideraba que habíaadquirido suficiente información para dar el siguiente paso, que sabía que iba aacercarlo mucho más a la libertad para perseguir a Ashley.

Ahora sabía a ciencia cierta cuándo cerraba cada una de las otras oficinas deledificio de Murphy. Sabía que la última persona en marcharse cada día era eldirector de la asesoría situada frente a la oficina de Murphy, quien simplementecerraba la puerta principal con una sola llave. El abogado que ocupaba la plantabaja solo tenía una ayudante. O’Connell sospechaba que el tipo estaba engañandoa su esposa, porque él y la ayudante salían juntos, con ese aire inconfundible delas parejas ilícitas. A O’Connell le gustaba imaginarse que practicaban el sexo enel suelo, revolcándose en alguna alfombra raída. Fantasear sobre los lugares, lasposturas e incluso la pasión le ayudaba a pasar el tiempo.

No sabía mucho sobre la secretaria de Murphy, pero descubrió varias cosassobre ella. Tenía más de sesenta años, viuda, vivía sola, una mujer anodina conuna vida anodina, acompañada solo por dos perritos falderos, Mister Big yBeauty. Era una devota de los perros.

O’Connell la había seguido hasta un supermercado Stop and Shop, donde no lecostó entablar conversación con ella cuando se detuvo delante de la estantería decomida para perros. « Disculpe, señora, me preguntaba si podría ayudarme… Minovia acaba de comprarse un cachorro, y quisiera llevarle una comida especial,pero hay tantas marcas para elegir… ¿Sabe usted mucho de perros?» . Supusoque, cuando ella se marchó, unos minutos más tarde, iba pensando: « Qué joventan amable y educado» .

Michael O’Connell había aparcado a dos manzanas del edificio de Murphy, endirección opuesta al aparcamiento que parecía utilizar toda la gente quetrabajaba allí. Eran las cinco menos cuarto, y tenía todo lo necesario en una bolsade lona en el maletero. Respiraba con rapidez, como un nadador que se dispone azambullirse.

« Este es el momento espinoso —se dijo—. Luego el resto debería ser fácil» .Salió del coche, comprobó dos veces que el parquímetro del lugar donde

había aparcado funcionaba bien, y luego se dirigió rápidamente hacia suobjetivo.

Al final de la manzana se detuvo, dejando que las primeras sombras lorodearan. La noche de Nueva Inglaterra cae bruscamente los primeros días de

noviembre, parece que se pasa del día a la medianoche en cosa de minutos. Esuna hora escurridiza, el momento en que él se sentía más cómodo.

Era solo cuestión de entrar sin ser visto, sobre todo por Murphy o susecretaria. Inspiró hondo una vez más, colocó a Ashley en su mente, se recordóque ella estaría mucho más cerca cuando terminara la noche, y recorrió veloz lacalle. Una farola parpadeó tras él. Se consideraba el hombre invisible: nadiesabía, esperaba o imaginaba que estaría allí.

Cuando llegó al portal, O’Connell vio que el pequeño pasillo interior estabavacío. Un segundo después se hallaba dentro.

Oyó un sonido de succión, y el ascensor empezó a bajar hacia él. Corrióhasta la salida de emergencia y cerró la puerta a sus espaldas justo cuandollegaba el ascensor. Se apretujó contra una pared, aguzando el oído. Le parecióoír voces. Mientras el sudor le perlaba la frente, imaginó el tono inconfundible deMurphy, luego el de su secretaria.

« Hay que darles de comer a esos chuchos —se dijo—. Hora demarcharse» .

Oyó cerrarse la puerta principal.Consultó su reloj . « Vamos —susurró—. La jornada ha terminado. Director

de la asesoría, es tu turno. Mueve el culo» .Se apretó contra la pared y esperó. El hueco de la escalera no era un sitio

especialmente cómodo para esconderse. Pero sabía que esa noche serviría a suspropósitos. Solo otra señal, pensó, de que estaba destinado a estar con Ashley. Eracomo si ella lo estuviera ay udando a encontrarla. « Estamos hechos el uno parael otro» . Moderó su respiración entrecortada y cerró los ojos, dejando que lapaciente obsesión se apoderara de él, la mente en blanco excepto para losrecuerdos de Ashley.

En su vida, Michael O’Connell había allanado varias tiendas vacías y algunascasas. Confiaba en su experiencia mientras esperaba sentado en las fríasescaleras. Ni siquiera se había tomado la molestia de preparar alguna historiadescabellada por si alguien lo encontraba allí. Sabía que estaba a salvo, pues elamor lo protegía.

Eran casi las siete cuando oy ó el último cruj ido del ascensor. Ladeó la cabezahacia el sonido, y de repente el mundo se sumió en la oscuridad. El director de laoficina había apagado la llave general junto al ascensor. Oyó la puerta principalabrirse, cerrarse y luego el chasquido del único cerrojo. Miró el relojfluorescente.

Esperó otros quince minutos antes de volver al vestíbulo. Casi le sorprendía losencillo que estaba resultando todo. Espió con cuidado a través de la puerta decristal, escrutando la calle arriba y abajo. Luego descorrió rápidamente el único

cerrojo y salió.Moviéndose con rapidez, caminó las dos manzanas hasta su coche, abrió el

maletero y sacó la bolsa. Solo tardó unos minutos en regresar al edificio deoficinas.

Abrió la bolsa y sacó varios pares de guantes quirúrgicos. Se los puso, unoencima de otro, un doble grosor de protección. Sacó un spray de desinfectantecon base de amoníaco y roció generosamente el picaporte que había tocado.Luego echó el cerrojo de la puerta y repitió la operación con los demás sitios quepudiera haber tocado. A continuación, subió las escaleras hasta el primer piso,iluminándose con una pequeña linterna que había medio cubierto con cinta roja,reduciendo el haz a la mitad y evitando así que lo vieran desde fuera a través dealguna ventana. En el pasillo buscó alguna alarma o cámara de seguridad, perono encontró nada. Sacudió la cabeza, incrédulo. Había supuesto que Murphytendría uno o varios dispositivos de seguridad en su oficina. Pero, claro, lascámaras infrarrojas y los sistemas de vigilancia por vídeo costaban dinero. Loque el edificio ofrecía era probablemente un alquiler baj ísimo, y ahí radicaba suatractivo.

Sonrió para sí. Además, ¿qué había que robar? Seguramente no habría dinero,ni joyas, ni cuadros, ni valiosos ordenadores.

Cualquier ladrón mínimamente experimentado habría encontrado un mejorbotín en cualquier otra parte. Demonios, pensó O’Connell, incluso la Bodega de laesquina tendría probablemente mil dólares en una caja de seguridad o en laregistradora. Sería un objetivo mucho más productivo.

Pero atracar una tienda al estilo yonqui no era lo que tenía en mente. O’Connell miró alrededor. ¿Qué tenía este edificio que fuera valioso? Sonrió denuevo. « Información» . Una información que nadie pensaría en proteger demiradas extrañas.

Se tomó su tiempo para abrir la puerta de la oficina de Murphy. Cuando porfin entró, con un fino pasamontañas cubriéndole cabeza y cara, se concentró endescubrir algún sistema de seguridad secundario, como un detector demovimiento o una cámara oculta. Apretó los dientes, casi esperando oír sonaruna alarma.

Cuando lo saludó el silencio, sonrió satisfecho.Moviéndose con cautela por la oficina, dedicó un instante a examinar qué

había allí. Una vez más, tuvo ganas de echarse a reír.Había una sala de espera cutre, con una mesa para la secretaria, un sofá

barato y una butaca raída. Una puerta con doble cerradura seguramente daba aldespacho de Murphy.

O’Connell extendió la mano hacia el pomo de la puerta y se detuvo. « Seguroque el muy cabrón tiene los sistemas de seguridad ahí dentro» , pensó.

Miró la mesa de la secretaria. Tenía su propio ordenador. Se sentó y lo

encendió. Apareció una pantalla de bienvenida, seguida por la demanda de unaclave de acceso.

Inspiró hondo y tecleó el nombre de cada uno de sus perros. Luego intentóunas combinaciones de los dos, sin éxito. Consideró las posibilidades un momento,y luego sonrió al teclear « queridosperros» .

La máquina zumbó y mostró lo que O’Connell supuso eran la mayoría de losarchivos de Murphy. Movió el cursor y encontró « Ashley Freeman» . Se contuvode abrirlo al instante, para así aumentar el placer. Luego empezó a repasar losdemás archivos, deteniéndose en las provocativas fotos digitales adjuntadas aalgunos casos. Con cuidado, empezó a copiarlo todo en algunos discosregrabables que había llevado. No creía estar llevándose todo lo que el ex policíaalmacenaba en su ordenador. Sin duda, pensó, Murphy tenía que sersuficientemente listo para ocultar algún material en un sitio al que solo él pudieraacceder. Pero, para sus propósitos, tenía más que suficiente.

Tardó un par de horas en terminar. Algo entumecido, se levantó de la mesa dela secretaria para estirarse. Se tumbó en el suelo e hizo rápidamente una docenade flexiones. Luego se acercó a la puerta del despacho de Murphy y sacó unapalanqueta de la bolsa de lona. Hizo un par de intentos, rascando la superficie,encajándola entre la hoja y el marco, antes de renunciar. Volvió a la mesa de lasecretaria, abrió los cajones y los volcó en el suelo. Encontró un retratoenmarcado de los dos perritos falderos; lo dejó caer, rompiendo el cristal. Encuanto consideró que había creado suficiente caos, salió al pasillo, cerrando lapuerta tras él. Con la palanqueta hurgó un poco el marco de la puerta,diseminando astillas de madera por el suelo, hizo saltar la cerradura y dejó lapuerta entreabierta.

A continuación se dirigió a la asesoría y entró usando la misma técnica delbutrón. Una vez dentro, revolvió cajones y archivadores, esparciendo tantospapeles como pudo. Minutos después, volvió al pasillo y repitió la mismaoperación.

Después hizo lo mismo en el despacho del abogado. Abrió los archivadores yesparció papeles por el suelo. Forzó el escritorio, donde encontró unos cientos dedólares que se embolsó. Estaba a punto de marcharse cuando decidió echarlesuna ojeada a los cajones de la ayudante. Probablemente se sentiría discriminadasi no saqueaba también lo suyo, sonrió. Pero se detuvo al ver lo que había alfondo del último cajón.

—¿Qué hace con una de estas una buena chica como tú? —susurró.Era una pistola del calibre 25. Pequeña y cómoda de ocultar, hacía muy poco

ruido al disparar, y era fácil acoplarle un silenciador. Cuando se le cargabanbalas de cabeza expansiva, era más que eficaz. Un arma para señoritas, a menos

que estuviera en manos de un experto.—Será mejor que me la lleve, encanto, o podría hacerte daño —susurró—.

Apuesto a que no tienes permiso de armas ni la has registrado. Una bonita pistolailegal, ¿eh?

La guardó en la bolsa. « Una noche muy productiva» , pensó mientras seincorporaba y miraba el caos que había causado.

Por la mañana, los de la asesoría llamarían a la policía. Un oficial vendría yles tomaría declaración. Les diría que repasaran sus cosas y comprobaran quéfaltaba. Luego decidiría que algún yonqui medio pirado había buscado un golpefácil y, frustrado por lo poco que había para robar, había provocado un estropicioen un arrebato de ira. Todos dedicarían la jornada a ordenar y limpiar, llamaríana un par de carpinteros para reparar las puertas rotas y a un cerrajero queinstalara cerraduras nuevas. Sería una molestia para todo el mundo, incluyendoal abogado y su amante, que se cuidaría mucho de denunciar la pérdida de unarma ilegal.

Todo el mundo, excepto Matthew Murphy, que supondría que sus cerrojosextras y su pesada puerta habían salvado su despacho. Al principio secongratularía, pensaría que no se habían llevado nada, y probablemente nisiquiera llamaría a los del seguro. Lo único que haría sería comprarle a susecretaria un marco nuevo para las fotos de sus chuchos. « Un marco barato,además» , pensó mientras salía a la noche.

*

El investigador jefe de la fiscalía del distrito de Hampden era un hombredelgado de poco más de cuarenta años, con gafas de carey y un pelo rubio yescaso sorprendentemente largo. Apoy ó los tacones en la mesa y se reclinó en elsillón de cuero rojo, mirándome con intensidad. Tenía un estilo casual queparecía a la vez amistoso y tenso.

—¿Así que ha venido aquí por la muerte del señor Murphy y nuestrafracasada investigación?

—Así es —dije—. Supongo que varios departamentos examinaron el caso,pero, si alguien estuvo cerca de realizar un arresto, habría sido cosa suya llevarloa la práctica.

—Correcto. Y no acusamos a nadie.—Pero ¿tenían un sospechoso?Él sacudió la cabeza.—Sospechosos. Ese fue el problema.—¿Y eso?—Murphy tenía demasiados enemigos. Gente que no solo se beneficiaría de

su muerte, sino que se sentiría verdaderamente encantada. Murphy fue asesinado

y arrojaron su cuerpo a un callejón, y en este estado hubo más de un vaso quebrindó celebrándolo.

—Pero supongo que habrán logrado reducir la lista de sospechosos…—Sí. Hasta cierto punto. No es que los principales sospechosos tengan una

predisposición natural para ayudar a la policía. Seguimos esperando que alguien,en alguna parte, tal vez en una cárcel o en un bar, deje escapar algo que nospermita centrarnos en un par de individuos. Pero hasta que se dé esacircunstancia, el caso está estancado.

—Pero deben de tener algunas pistas sólidas…El investigador suspiró, quitó los pies de la mesa y se giró.—¿Conoció usted al señor Murphy ?—No.—No era un tipo particularmente agradable —dijo—. Solía moverse por la

línea divisoria entre la ley y el delito. No podemos estar seguros de qué ladocay ó este asesinato, hasta que alguien nos dé una pista cierta. Su cadáver no nosdijo mucho.

—Pero ¿fue algo?—El asesino tiene pinta de profesional… —Se levantó, se colocó detrás de mí

y apoyó el dedo índice en mi nuca—. Bang, bang. Dos disparos en la cabeza.Una pistola del veinticinco, probablemente con silenciador. Ambas balas eran depunta blanda y quedaron significativamente deformadas tras la extracción, lo quehizo imposible cotejarlas. Luego arrastró el cadáver hasta un callejón y lo dejódetrás de unos contenedores de basura. Permaneció allí hasta que el camión derecogida llegó a la mañana siguiente. Sin duda, un asesino con experiencia, capazde pillar a Murphy desprevenido. Dejó muy poco para los forenses, ni siquieraun casquillo. Además, la noche del crimen llovió bastante, lo cual estropeó aúnmás la escena. No hubo testigos ni pistas obvias. Un caso muy difícil, desde elprincipio.

Volvió a su mesa y sonrió con una leve expresión de barracuda.—¿Qué fue este asesinato? ¿Venganza? ¿Desquite por algo? Tal vez fue un

simple robo. Le limpiaron la cartera, pero dejaron las tarjetas de crédito.Curioso, ¿no? —Se detuvo, y entonces preguntó—: ¿Y a qué se debe su interés eneste caso?

—Murphy tenía relación tangencial con un caso que estoy investigando.—Un investigador habló con todos sus clientes. Alguien le echó un vistazo a

todos los casos en que trabajaba y había trabajado. ¿Cuál le interesa?—Ashley Freeman —dije con cautela.El investigador jefe sacudió la cabeza.—Interesante. No pensaba que hubiera gran cosa ahí. Fue uno de sus trabajos

menos importantes. Un par de días, no más. Y resuelto, creo, poco antes delasesinato. No; el asesino de Murphy está relacionado con uno de los grupos de

traficantes de drogas que ayudó a desbaratar cuando era policía, o con alguno delos mafiosos a los que investigaba. O tal vez con algún agente de policía enredadoen un divorcio peliagudo. Todos esos son mejores sospechosos.

Asentí.—¿Sabe qué es lo que más me intriga de este caso?—¿Qué? —pregunté.—Cuando empezamos a interrogar a gente, parecía que todos nos estaban

esperando.—¿Esperándolos? ¿Por qué debería ser eso raro?El investigador volvió a sonreír.—Murphy llevaba sus asuntos con la máxima discreción. Se lo guardaba todo

para sí. No informaba a nadie de lo que hacía. La única persona que tenía ciertaidea de lo que hacía era su secretaria. Se encargaba de escribir sus informes,pasar sus minutas y archivar los casos.

—¿No pudo ayudarlos?—En nada. Pero ese no es el tema. —Hizo una pausa y me miró con atención

antes de continuar—. ¿Cómo es que toda esa gente sabía que Murphy los estabainvestigando? Vale, unos pocos podían haber deducido de un modo u otro queMurphy estaba husmeando en sus vidas. Sin embargo, no fue así. Repito: todos losabían. Todos tenían preparadas sólidas coartadas. Eso no es normal. Y ahí está laverdadera cuestión, ¿entiende?

Me levanté.—¿Quiere una verdadera historia de misterio, señor escritor? —dijo él

mientras me estrechaba la mano—. Bien, respóndame a esa pregunta.Mantuve la boca cerrada. Pero, en ese momento, supe la respuesta.

27El segundo allanamiento

Hope odiaba el silencio.Se encontraba en el campus, asistiendo a los últimos entrenamientos de la

temporada, preparándose para el invierno, sumida en un estado de ansiedad.Estaba al borde del ataque de nervios, pero era incapaz de dominarse. Caminabapor los senderos como con prisa, sin tenerla. De repente sentía un nudo en lagarganta, los labios secos, y tenía que beber agua. En medio de una conversaciónse daba cuenta de que no había escuchado nada de lo que le decían. El miedo ladistraía, y a medida que pasaban los días imaginaba que algo horrible estabasucediendo en alguna parte.

En ningún momento creyó que Michael O’Connell había desistido.Scott se había volcado de nuevo en sus clases. Sally había vuelto a sus juicios

de divorcio y sus contratos inmobiliarios, con cierta satisfacción distante porquecreía haber resuelto las cosas a su manera. Y la relación de Hope y Sally habíavuelto una vez más al status quo de la guerra fría. Incluso los más pequeñosafectos se habían disipado. Nunca había una caricia, un cumplido, una risa o unainvitación al sexo. Era casi como si se hubieran vuelto monjas: vivían bajo elmismo techo y dormían en la misma cama, casadas con algún ideal superior.Hope se preguntaba si los últimos meses de Sally con Scott habrían sido igual. ¿Oella había mantenido las apariencias, haciendo el amor, fingiendo pasión,preparando las comidas, limpiando, hablando normalmente, mientras seescabullía a horas dispersas para reunirse con Hope y decirle que la amaba?

En la distancia, Hope podía oír voces en los campos de juego. « Época deeliminatorias» , pensó. Un partido más. Dos para las semifinales. Tres para lafinal. Apenas podía concentrarse en los partidos, atrapada en un fangal desentimientos hacia Ashley, O’Connell, su madre y especialmente Sally,mezclados en un potaje imposible.

Mientras caminaba, recordó cómo había conocido a Sally. « El amor —pensó—, debería ser siempre así de sencillo» . Se conocieron en la inauguración de unagalería de arte. Charlaron, bromearon y se oyeron reír. Decidieron tomar unacopa. Luego cenar. Después otro encuentro, esta vez durante el día. Y finalmenteaquella suave caricia en el dorso de la mano, un susurro, una mirada, y todoencajó, tal como Hope había sabido desde el primer momento.

« Amor» , pensó. Esa era la palabra que O’Connell usaba una y otra vez, unapalabra que Hope no usaba desde hacía semanas. Ashley le había dicho: « Éldice que me ama» . Hope sabía que nada de lo que él había hecho guardabarelación con el amor.

Inspiró hondo.« Se ha ido —intentó convencerse—. Sally dice que se ha ido. Scott dice que

se ha ido. Ashley dice que se ha ido» .Ella no lo creía.Y por la misma razón tampoco podía ver ningún indicio concreto de que

hubiera regresado.Vio a las chicas de su equipo, charlando reunidas en el centro del terreno.

Cogió el silbato que llevaba colgado de un cordón, pero decidió dejar que ladiversión continuara unos minutos. La juventud pasa tan rápida que deberíadisfrutarse cada momento, pero no estaba en la naturaleza de los jóvenescomprenderlo.

Suspiró, tocó el silbato y decidió que hablaría con su madre y con Ashleytodos los días, solo para asegurarse de que todo iba bien. Se preguntó por quéSally y Scott no lo hacían.

Sally leyó el titular del periódico vespertino y palideció. Devoró cada palabradel artículo y luego lo releyó, pasmada. « Ex policía encontrado muerto en uncallejón» . Cuando soltó el periódico tenía las manos manchadas de tinta. Lasmiró, sorprendida, y entonces cay ó en la cuenta de que las palmas le habíansudado tanto que la tinta de impresión se le había quedado en los dedos.

« La policía lo considera un ajuste de cuentas» . Las palabras parecíanseguirla, exigiendo atención. « La policía apunta al crimen organizado» .

« Esto no tiene nada que ver con Ashley» , quiso creer. Se echó hacia atrás,como si alguien la hubiera golpeado en el estómago. « Tiene todo que ver conAshley» , admitió.

Su primer instinto fue llamar a alguien. Conocía a varios colegas quetrabajaban en la fiscalía del condado. Sin duda alguno tendría más detalles,información interna que le dijera lo que necesitaba saber. Cogió la agenda conuna mano y el teléfono con la otra, pero se detuvo. « ¿Qué estás haciendo?» .

Respiró hondo. « No invites a nadie a investigar tu vida» . Cualquier fiscalincluso vagamente conectado con el caso de Murphy le haría más preguntas querespuestas podría proporcionarle. Al hacer esa llamada, se involucraría a símisma y sus problemas.

Se aclaró la garganta. Había enviado a Murphy a « tratar» con Michael O’Connell. Él la había informado de su éxito. Problema resuelto. Todo el mundo asalvo. Ashley podía continuar con su vida. Y luego, poco después, Murphyaparecía muerto. Hasta un ciego ataría cabos. Era como ver a un matemáticofamoso escribir 2 + 2 = 5 en una pizarra y no oír alzarse ninguna voz que locorrigiera.

Cogió el periódico y releyó el artículo por tercera vez.Nada sugería que Michael O’Connell hubiera tenido algo que ver. Al parecer,

había sido cosa de profesionales, tipos realmente malvados que se habían cruzado

en el camino de Murphy. Era un asesinato que superaba la capacidad de unmecánico chiflado por los ordenadores, estudiante universitario ocasional ydelincuente de poca monta como Michael O’Connell, se dijo.

No tenía nada que ver con ellos, de verdad, y suponer lo contrario era unerror. Se reclinó en su sillón y trató de calmarse.

« Todos estamos a salvo. Solo ha sido una coincidencia» , se repitió. Despuésde todo, ella había acudido a Murphy porque él solía sortear olímpicamente lastrabas de la ley. Y sin duda habría hecho cosas mucho peores, creándoseenemigos allá adonde fuera, Y al final uno se había desquitado. Tenía que habersido eso.

Resopló lentamente. Lo preocupante era que las amenazas que Murphy lehabía hecho a O’Connell para mantenerlo a ray a y a no surtirían efecto. Ese erael may or peligro al que se enfrentaban. Si Michael O’Connell se había enteradodel asesinato de Murphy, vería la oportunidad de volver a las andadas. Volvió acoger el teléfono.

Detestó hacerlo, detestó quedar como una inepta, pero tuvo que admitir queseguía necesitando a su ex marido. Marcó el número de Scott y advirtió queestaba sudando de nuevo.

—¿Has visto el periódico? —preguntó Sally bruscamente.Al oír la voz de su ex esposa, la primera reacción de Scott fue de irritación.—¿El New York Times? —replicó, sabiendo que no se refería a ese periódico.

Era el tipo de respuesta fastidiosa que hacía que Sally quisiera estrangularlo.—No. El periódico local.—Pues no lo he leído.—La primera plana está ocupada por el asesinato de un ex policía de

Springfield…—Ya. ¿Y bien?—Es el investigador privado que envié a ver a Michael O’Connell cuando tú te

ocupabas de sacar a Ashley de Boston. Hizo su trabajo en esos días.—¿Su trabajo…?—No hice demasiadas preguntas. Y él no explicó demasiado. Por razones

obvias.Scott vaciló antes de preguntar:—¿Y qué tiene esto que ver con nosotros y Ashley ?—Probablemente nada. Probablemente sea una mera coincidencia.

Probablemente no haya ninguna conexión. El detective me informó de que sehabía reunido con O’Connell y que no habría más problemas. Y luego va y lomatan. Me ha sorprendido un poco, la verdad. Pensé que deberías saberlo.Quiero decir, probablemente su muerte cambie algo las cosas.

—¿Estás sugiriendo que podríamos tener un problema? Maldición, creí quehabíamos resuelto todo esto. Creí que nos habíamos librado de ese hijo de puta

para siempre.—No puedo asegurarlo —admitió Sally —. Solo intentaba informarte de un

detalle que podría ser relevante.—Bueno, mira, de momento Ashley está en Vermont sana y salva, con la

madre de Hope. Nuestro próximo paso debería ser conseguirle un curso deposgrado en Nueva York, o tal vez al otro lado del país, en San Francisco, encualquier sitio nuevo. Sé que ella le tiene afecto a Boston, pero hemos acordadoque empezar de cero es la idea adecuada. Así que mientras tanto ella se quedaráen Vermont, viendo las hojas caer y llegar la nieve, hasta el inicio del segundosemestre. Fin de la historia. Deberíamos ceñirnos a ese guión y no desquiciarnospor cada cosa que pase.

Sally apretó los dientes. Odiaba que le dieran lecciones.—Una quimera —dijo.—¿Cómo?—Era una bestia mitológica de proporciones aterradoras que en realidad no

existía.—Sí, lo sé. ¿Y?—Es una forma de verlo. Una forma académica —añadió Sally para irritar a

Scott, sin poder evitarlo. Las relaciones que fracasan tienen ciertas adicciones, yesta era una de ellas para los dos.

—Bueno, tal vez, pero volvamos a lo nuestro. Tenemos que reunir todos losantecedentes académicos de Ashley para que pueda solicitar el ingreso en uncurso de posgrado. Será mejor que lo hagamos tú o y o, no ella. Que nos losmanden por correo a nosotros y no a Vermont.

—Yo me encargaré. Daré la dirección del bufete.Colgó, más irritada que antes. Conocía muy bien a su ex marido. No había

cambiado con los años, ni siquiera tras todo lo sucedido desde entonces. Era tanpredecible como siempre.

Sentada ante su escritorio, se volvió y vio que la oscuridad había vencido a laluz del día.

Desde su puesto de observación, Michael O’Connell vio las mismas sombrasextenderse bajo un ancho roble a menos de media manzana de la casa de Sally yHope. El pulso se le aceleró, como si notara cuánto más cerca se hallaba deAshley. Las luces de la manzana empezaban a encenderse. De vez en cuando uncoche pasaba iluminando los jardines con sus faros. Se veía actividad en lascocinas, sin duda preparando las cenas, y el brillo azulado de los televisores alencenderse.

« Tengo poco tiempo» . Pero no creía que fuera a necesitar mucho.Sally y Hope vivían en una calle antigua y serpenteante. Presentaba una

extraña mezcla de arquitecturas, algunas casas nuevas estilo rancho, mezcladascon rancias mansiones victorianas de principios del siglo XX. Era un barriocurioso, muy buscado por sus calles arboladas y su elegante apariencia de clasemedia. Médicos, abogados, profesores en su mayoría, vivían allí. Césped, setos,pequeños jardines y fiestas de Halloween. No era el tipo de barrio donde la gentese proponía dotarse de sistemas de seguridad y protección de alta tecnología.

O’Connell recorrió rápidamente la manzana. Sabía que Sally solía quedarsehasta tarde en su despacho y Hope tenía entrenamiento hasta el anochecer.

Fue pasando de árbol en árbol, y sin vacilar se deslizó hasta los espaciososcuros ady acentes a la casa. Tras una vieja cerca de madera había un senderode acceso que conducía al patio trasero. Se detuvo cuando las luces de la cocinase encendieron en la casa contigua, apretujándose de nuevo contra la vallaexterior.

La casa se erigía en un pequeño promontorio, de modo que la zona principalde la vivienda quedaba por encima de su cabeza. Pero, como muchas casasantiguas, tenía un gran sótano al que se accedía por una vieja trampilla demadera deteriorada que rara vez se usaba. Tardó menos de diez segundos enabrirla y colarse dentro.

Sacó la linterna medio cubierta en cinta roja. Inspiró hondo al intuir que enalguna parte, muy cerca del lugar húmedo y polvoriento donde se hallaba,encontraría información sobre dónde estaba Ashley exactamente. Un sobre conun remite. Una factura de teléfono o el extracto de una tarjeta de crédito. Unpapel con su nombre pegado a la puerta del frigorífico. Se lamió los labios,excitado, las manos casi temblando de expectación. Allanar la oficina de Murphyhabía sido un trabajo rutinario, simplemente una pieza más de aquel puzle quellevaría al paradero de Ashley, y lo había manejado con profesionalidad.

Esto era diferente. Era una obra de amor.Tardó un segundo en respirar el denso aire del sótano. « Si ella viera lo que

tengo que hacer para encontrarla, para volver a estar juntos —pensó—, entoncestal vez comprendería que estamos hechos el uno para el otro» . Algún día,fantaseó, podría decirle que había soportado palizas, infringido ley es, arriesgadosu integridad física, todo por ella.

Y entonces se dijo: « Si ella no puede amarme, entonces no se merece amara nadie» .

Sintió un espasmo muscular recorriéndole el cuerpo, y tuvo que luchar pordominarse. Oyó su propia respiración entrecortada, jadeante. Durante unsegundo visualizó a Sally, Hope y Scott. Y se sintió abrumado por la ira. Ya nopodía separar los sentimientos entremezclados de amor y odio. Cuando consiguiócalmarse, avanzó torpemente por el sótano, hacia la vieja escalera que lo llevaríaa la vivienda. No sabía qué estaba buscando exactamente, pero, fuera lo quefuese, estaba a su alcance.

Abrió la puerta, que daba a una despensa junto a la cocina. Debía apagar lalinterna cuanto antes, pues su brillo roj izo podía llamar la atención de algúnvecino. Localizó unos interruptores en la pared y pulsó el primero, que encendióla cocina. O’Connell sonrió y apagó la linterna.

« Apártate de las ventanas y empieza a buscar —se dijo—. Lo que necesitassaber está aquí, en alguna parte. Puedes sentirlo. Ya voy, Ashley» .

Avanzó un paso más, antes de que un gruñido furioso le llegara desde lapenumbra del vestíbulo.

*

Supongo que, como la mayoría de la gente, mi sentido del miedo lo defineHollywood, que gusta de proporcionar dosis constantes de alienígenas, fantasmas,vampiros, monstruos y asesinos en serie; o esos momentos imprevisibles de lavida, cuando el otro coche se salta un semáforo en rojo y tienes que frenar presadel pánico. Pero los miedos reales, los que te debilitan, vienen de laincertidumbre. Roen tus defensas, sin desaparecer jamás. Mientras estabasentado frente a la joven, pude ver las arrugas que el miedo había tallado en sucara, envejeciéndola, los tics que le había originado: sus manos, que se frotabanerviosa; sus ojos, que parpadeaban más de la cuenta; los temblores de su voz,más significativos que las palabras que musitaba.

—No tendría que haber aceptado reunirme con usted —dijo.A veces, no es tanto el miedo a morir como el miedo a seguir viviendo.Cogió la taza de té caliente con ambas manos y se la llevó lentamente a los

labios. Fuera hacía un calor terrible, y en aquella pequeña cafetería todos bebíanrefrescos helados, pero ella parecía ajena al calor.

—Se lo agradezco —respondí—. Seré breve. Solo quiero confirmar algo.—Tengo que irme —dijo ella—. No puedo quedarme. No pueden verme

hablando con usted. Mi hermana está con los niños, y no puedo dejarlos con ellademasiado tiempo. La semana que viene nos mudamos a… —Sacudió la cabeza—. No, no voy a decirle adónde vamos. Me entiende, ¿verdad?

Se inclinó hacia delante y vi una cicatriz larga y muy fina cerca de su cuerocabelludo.

—Por supuesto —dije—. Bien, su marido era inspector de policía, y ustedcontrató a Matthew Murphy durante su divorcio, ¿no es así?

—Sí. Mi ex marido ocultaba sus ingresos y nos los escamoteaba a mí y a lostres críos. Yo quería que Murphy averiguara dónde tenía el dinero. Mi abogadodijo que Murphy era bueno para esas cosas.

—Su ex fue sospechoso en el asesinato de Murphy, ¿correcto?—Sí. La policía estatal lo interrogó varias veces. También hablaron conmigo.

—Sacudió la cabeza y añadió—: Fui su coartada.

—¿Y eso?—La noche que mataron a Murphy mi ex apareció en mi casa temprano.

Había estado bebiendo. Estuvo insistente. Insistió en entrar, en ver a los niños…No logré hacerlo desistir.

—¿No tenía usted una orden judicial…?—Sí, de alejamiento. Cien metros en todo momento. Eso decía la orden del

juez, pero sirvió de poco. Mi ex mide metro noventa y pesa ciento veinte kilos, yconoce a todos los policías de la zona. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Pelear con él?¿Llamar pidiendo ayuda? Él siempre se salía con la suy a.

—Lo siento. La coartada…—Él empezó a beber y luego le dio por pegarme. Se ensañó largamente,

hasta que perdió el conocimiento de tanto alcohol que había bebido. Se despertópor la mañana y pidió disculpas. Dijo que nunca volvería a suceder. Y nosucedió, al menos durante el resto de la semana.

—¿Le contó esto a la policía?—No. Ojalá hubiera tenido valor para decirles: « Claro que él mató a

Murphy. Me dijo que lo hizo…» . Tal vez de ese modo me hubiera librado de él.Pero no tuve valor.

Vacilé.—Lo que me interesa es…Ella me interrumpió.—Sé lo que le interesa. —Se tocó la frente, pasando el dedo por el borde de la

cicatriz—. Cuando me golpeó, su anillo de clase del colegio estatal Fitchburg (allíes donde nos conocimos) me hizo este corte. Me lo hizo para que lo recordara.Quiere saber cómo se enteró de lo de Murphy, ¿verdad?

Asentí.—Me lo espetó durante una discusión. Me gritó: « ¿Así que creíste que no iba

a enterarme de que has contratado a un detective privado?» .Vi lágrimas en sus ojos.—Recibió una carta anónima. El sobre incluía una copia de todo lo que

Murphy había descubierto sobre él. Todas las cosas confidenciales que se suponíasolo sabíamos mi abogado y yo. La enviaron desde Worcester. Ni siquieraconozco a nadie en esa ciudad. Pero me costó dos dientes cuando mi ex megolpeó. A Murphy quizá le costó la vida. Eso era lo que yo quería, que mi ex lohubiese matado. Eso habría facilitado las cosas para mí.

Se levantó de la mesa.—Tengo que irme —dijo. Miró alrededor, nerviosa, y luego se dio la vuelta,

cabizbaja, los hombros encogidos. Salió de la cafetería y cruzó corriendo elcentro comercial, esquivando a la gente con gesto temeroso.

La observé y pensé que acababa de ver cómo habría podido ser el futuro deAshley.

28Un trayecto rápido

Hope se hallaba en el corto sendero de ladrillo rojo que conducía a la puertaprincipal de la casa cuando los faros del coche de Sally barrieron el césped.Esperó, un poco insegura de qué hacer. Hubo una época en que habríaretrocedido hasta el coche para darle un abrazo después de un día de trabajo,pero ahora no sabía siquiera si esperarla para entrar juntas. Contempló el barriooscuro y pensó que las dos se habían acostumbrado a volver a casa cada vez mástarde, tal vez para que la incomunicación que las aquejaba durante la nochetuviera menos peso.

—Hola —dijo, mientras oía la puerta del coche cerrarse.—Hola —respondió Sally.—¿Un día duro?Sally recorrió lentamente el césped hacia ella.—Sí —dijo—. Entremos y te lo cuento.Hope asintió y encajó la llave en la cerradura.El interior estaba oscuro y pareció que la noche las seguía al interior de la

casa, como una corriente oscura y peligrosa. Hope se detuvo en el vestíbulo y alinstante supo que algo no iba bien. Tomó aire.

—¡Anónimo! —llamó.Sally encendió la lámpara del techo.—¡Anónimo! —repitió Hope.—Oh, Dios mío…Hope dejó caer la mochila al suelo y avanzó un paso, muerta de miedo y

sintiendo sensaciones contradictorias: frío, calor, una vaharada de humedad.—¡Anónimo! —llamó de nuevo. Pudo oír el pánico en su propia voz. Tras ella,

Sally encendía las luces del salón, el pasillo, la salita del televisor. Y finalmente lacocina.

El perro estaba tendido en el suelo, inmóvil.Hope soltó un desgarrador gemido y se precipitó hacia el animal. Le palpó el

cuerpo y luego acercó la cabeza al pecho, tratando de escuchar el corazón. Trasella, Sally se quedó de pie en la puerta, petrificada.

—¿Está…?Hope dejó escapar otro gemido, los ojos ya anegados en lágrimas, pero al

mismo tiempo alzó al perro en brazos. Se volvió hacia Sally y, sin hablar, las doscorrieron hacia el coche.

Sally condujo rápidamente, más de lo que podía recordar, mientras sedirigían por la interestatal al hospital para animales de Springfield. Mientras ibasorteando coches, a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, oy ó a Hopedecir quedamente:

—No importa, Sally. Puedes reducir la velocidad.Solo tardaron unos minutos en recorrer los últimos kilómetros. Cuando se

internaron en las hoscas calles de la ciudad, Sally aún no había podido decir nada,pero oír los sollozos entrecortados de Hope en el asiento trasero era como serapuñalada.

Siguió los carteles indicadores y detuvo el coche con un chirriante frenazodelante de la entrada de Urgencias. Antes de que Hope hubiera transportado aAnónimo más de un par de pasos, una enfermera la ayudó a colocar al inerteperro en una camilla.

Para cuando Sally terminó de aparcar el coche y entró, Hope ya estabasentada en la sala de espera, la cabeza entre las manos. Apenas la miró cuandose sentó a su lado.

—Hope, ¿está…? —empezó Sally, pero se detuvo.—Está muerto. Lo sé. Estaba muy viejo… No deberíamos haber venido

corriendo. Son cosas que pasan, ya sabes, te haces viejo y es lo que pasa.Sally no respondió. Consultó su reloj y pensó que el veterinario de guardia

saldría enseguida para confirmar las palabras de Hope. Pero pasaron cincominutos, luego diez. A los veinte, seguían esperando. A la media hora, salió unjoven moreno y alto, vestido con una bata blanca sobre el uniforme verde delhospital. Miró a Hope.

—¿Sí? —La voz de Hope tembló.—Lo siento. Hemos hecho todo lo posible, pero ya estaba muerto cuando

llegaron.—Lo sé —respondió Hope—. Pero tenía que intentarlo…—No se podía hacer nada más —dijo el veterinario.—Sí. Lo sé. Gracias… —Hope tenía helado el corazón.—Ya no era un perro joven —dijo el veterinario.—Quince años.Él asintió.—¿Cómo lo encontraron? —preguntó.—Cuando volvimos a casa estaba en la cocina, tumbado en el suelo…—¿Quiere entrar para darle un último adiós? Hay algo que me gustaría

mostrarle.—De acuerdo —dijo Hope, sin poder contener las lágrimas—. Me gustaría

verlo una vez más.Siguió al veterinario a través de unas puertas oscilantes, Sally un par de pasos

por detrás.La sala, iluminada por brillantes tubos fluorescentes, era como cualquier sala

de urgencias, con monitores para las constantes vitales, aparatos diversos ymuebles de instrumental. Sobre una mesa de metal que reflejabaimplacablemente la luz estaba tendido Anónimo, su claro pelaje ya sin brillo.

Hope le acarició el costado. Pensó que su fiel mascota parecía en paz,simplemente dormido.

El veterinario guardó silencio un instante, dejando que Hope se despidiera delperro. Luego dijo:

—¿Había algo extraño en la casa esta noche, cuando volvieron ustedes?Hope se volvió.—¿Algo extraño?—¿Qué quiere decir? —dijo Sally.—¿Vieron indicios de que alguien hubiera entrado por la fuerza? —preguntó el

veterinario.Hope pareció confundida.—Creo que no entiendo…—Lamento parecer brusco, pero hemos encontrado ciertas cosas que dan

para sospechar.—¿A qué se refiere? —preguntó Hope.El veterinario extendió la mano y apartó el pelaje de la garganta de Anónimo.—¿Ve las marcas rojas? Son magulladuras, probablemente de

estrangulamiento. Y aquí, mire —separó los labios de Anónimo, descubriendo susdientes—. Esto parece un resto de carne. Y hay algo de sangre también. Tambiénencontramos j irones de ropa ensangrentada en las uñas de las patas.

Hope miró al veterinario, sin entender.—Cuando lleguen a casa, revisen las puertas y ventanas en busca de indicios

de allanamiento —aconsejó él, y sonrió sin alegría—. Está claro que el pobreanimal se enfrentó a un intruso —añadió—. No puedo estar seguro sin unaautopsia, pero me parece que Anónimo murió peleando.

*

—¿Quién asesinó a Murphy? —pregunté—. ¿Crees que fue O’Connell?Ella me miró con extrañeza, como si la pregunta estuviera fuera de lugar.

Estábamos en su casa, y mientras ella vacilaba me distraje y paseé la miradapor la habitación. De pronto reparé en que no había ninguna fotografía.

Sonrió.—Creo que deberías preguntarte si O’Connell necesitaba matar a Murphy.

Puede que quisiera hacerlo. Tenía un arma y tenía un móvil, sí, pero ¿necesitabaapretar el gatillo personalmente? ¿No había hecho y a suficiente enviando porcorreo información confidencial a diversas personas para conseguirprecisamente ese fin? ¿Acaso no podía confiar en que alguien, de esa lista depersonas, reaccionaría de manera violenta contra Murphy? Ese era el estilo de O’Connell: actuar oblicuamente, crear acontecimientos y situaciones, manipularel entorno. Necesitaba sacar de la circulación a Murphy, quien procedía de un

mundo que O’Connell conocía muy bien. Era bien consciente de la amenaza quesuponía. Murphy no era muy distinto de O’Connell: ambos confiaban en laviolencia para conseguir resultados. Tenía que quitar a Murphy del terreno dejuego. Y es lo que sucedió, ¿no?

Me miró, y bajó la voz casi hasta un susurro.—¿Cómo actuamos los humanos? No es difícil saber qué hacer cuando el

enemigo te apunta con un arma. Pero a menudo somos nuestros may oresenemigos, porque no queremos creer lo que nos dicen nuestros ojos. Cuando seavecina la tormenta, ¿no pensamos a veces que no habrá truenos? Estamosseguros de que la riada no reventará la presa, ¿verdad? Y por eso nos pilla.

Respiró hondo y se volvió para mirar por la ventana.—Y cuando nos pilla, ¿podemos salvarnos o nos ahogamos?

29Una escopeta en el regazo

« Hola, Michael. Te echo de menos. Te quiero. Ven a salvarme» .Podía oír la voz de Ashley hablándole, casi como si estuviera sentada a su

lado en el coche. Repasaba una y otra vez las palabras en su mente, dándoleinflexiones distintas, una vez suplicante y desesperada, otra vez sexy e insinuante.Las palabras eran como caricias.

O’Connell se imaginaba a sí mismo en una misión. Como un soldadozigzagueando por un terreno sembrado de minas o un nadador al rescate en aguasturbulentas, se dirigía al norte, más allá de Vermont, atraído inexorablementehacia Ashley.

Se pasó los dedos por las heridas que tenía en el dorso de la mano y elantebrazo. Había conseguido detener la hemorragia causada por el mordisco enla pantorrilla con el kit de primeros auxilios que llevaba en la guantera. Habíatenido mucha suerte de que el perro no le hubiera destrozado el tendón deAquiles, pensó. Tenía los vaqueros desgarrados y probablemente manchados desangre seca. Debería cambiárselos por la mañana. Pero, en resumen, habíasalido victorioso.

Encendió la luz de cortesía del coche.Miró el mapa y trató de calcular mentalmente. Estaba a menos de noventa

minutos de Ashley. Podía equivocarse una o dos veces al intentar tomar elcamino rural que conducía a la casa de Catherine Frazier, pero no más.

Sonrió y de nuevo oyó a Ashley llamarlo. « Hola, Michael. Te echo demenos. Te quiero. Ven a salvarme» . Él la conocía mejor de lo que ella seconocía a sí misma.

Abrió un poco la ventanilla y dejó entrar el aire helado para despejarse. O’Connell creía que había dos Ashleys. La primera era la que había intentadolibrarse de él, la que se había mostrado tan enfadada, asustada y evasiva. Esa erala Ashley que pertenecía a sus padres y a aquella tía rara, Hope. Frunció el ceñoal pensar en ellos. Había algo verdaderamente repugnante y malsano en surelación. Desde luego, Ashley estaría mucho mejor cuando él la rescatara deesos pervertidos.

La verdadera Ashley era la que estaba sentada a la mesa frente a él,bebiendo y riendo con sus chistes, pero hipnotizante mientras se insinuaba. Laverdadera Ashley había conectado con él, física y emocionalmente, de un modoincreíblemente profundo. La verdadera Ashley lo había invitado a entrar en suvida, y el deber de Michael era volver a encontrar a esa persona.

La liberaría.O’Connell sabía que la Ashley que sus padres y su madrastra lesbiana veían

era una sombra de la verdadera. La Ashley estudiante, artista, empleada del

museo era pura ficción, creada por un puñado de inútiles liberales de clase mediaque no valían nada y solo querían que fuese como ellos, que creciera y tuviera lamisma vida estúpidamente insignificante que ellos. La verdadera Ashley estabaesperando que él llegara como un príncipe azul para mostrarle una vida distinta.Era la Ashley que ansiaba la aventura, una existencia intensa. La Bonnie de suCly de, una Ashley que viviría con él fuera de las frustrantes reglas sociales.Desde luego, entendía que ella se mostrara reacia, temerosa de la libertad que élrepresentaba. La excitación que él encarnaba debía de ser aterradora, pensó.

Debía tener paciencia. Era solo cuestión de enseñársela.Sonrió para sí, confiado. Puede que no fuera fácil, antes bien, bastante

complicado. Pero ella acabaría por captarlo.Con renovado entusiasmo, O’Connell se adentró en la interestatal. Pisó a

fondo y sintió el acelerón. En cuestión de segundos alcanzó el carril de laizquierda. Sabía que era invisible. Sabía que estaba a salvo. Sabía que no habríanadie para detenerlo. No esa noche.

« No falta mucho —pensó—. Solo el último esfuerzo» .

Hope dejó que la noche la abrazara, envolviendo su tristeza en sombras,mientras Sally conducía de vuelta a casa. El silencio de Hope parecíafantasmagórico, como una parte espectral de sí misma.

Sally tuvo el buen sentido de limitarse a conducir y dejarla a solas con sudolor. Se sentía un poco culpable por no sentirse tan mal como debería. Pero nodejaba de pensar. Por horrible que fuera la pérdida de Anónimo, era másimportante cómo había muerto y lo que significaba. Necesitaba emprenderalguna acción, y trató de ordenar lo sucedido.

El coche se detuvo en el camino de acceso.—Lo siento mucho, Hope —fueron las primeras palabras de Sally desde que

salieran del hospital—. Sé cuánto significaba para ti.A Hope le pareció que era la primera frase amable que oía de su compañera

en meses. Inspiró hondo y sin decir nada se apeó. Recorrió el jardín, mientras lahojarasca revoloteaba a sus pies. Se detuvo ante la puerta y la contempló unsegundo antes de volverse hacia Sally.

—Por aquí no entró —dijo con un profundo suspiro—. Habría necesitadoutilizar una ganzúa y habrían quedado marcas.

Sally se acercó a ella.—Por detrás —dijo—. Por el sótano. O tal vez por una de las ventanas

laterales.Hope asintió.—Miraré la parte de atrás. Comprueba tú las ventanas, sobre todo las de la

biblioteca.

Hope no tardó en encontrar la trampilla del sótano forzada. Se quedó inmóvilun momento, mirando las astillas de madera diseminadas por los escalones decemento del sótano.

—¡Sally, aquí abajo!Solo había una bombilla pelada en el techo, que proyectaba extrañas sombras

en los rincones del viejo sótano. Hope recordó que, cuando Ashley era una niña,siempre le daba miedo bajar sola a hacer la colada, como si temiera que losrincones y las telarañas ocultaran monstruos o fantasmas. Anónimo laacompañaba en esas ocasiones. Incluso en su adolescencia, cuando Ashley y a nocreía en esas cosas, cogía sus vaqueros ceñidos y la diminuta ropa interior que noquería que descubriera su madre, una galleta para perros, y dejaba la puerta delsótano abierta para Anónimo. Entonces el chucho bajaba ansiosamente laescalera, haciendo suficiente ruido para espantar a cualquier demoniopersistente, y esperaba a Ashley, sentado y con la cola barriendo el polvorientosuelo.

Hope se volvió cuando Sally bajó por la escalera.—Entró por aquí —dijo.Sally miró las astillas y asintió.—Luego entró en la cocina…—Ahí es donde Anónimo debió de oírlo u olerlo —dijo Sally.Hope tomó aliento.—Le gustaba esperarnos en el vestíbulo, así que tuvo que reaccionar, y supo

que no éramos nosotras ni Ashley que volvía a casa.Hope escrutó la cocina.—Aquí es donde le hizo frente —dijo en voz baja. « Su último acto de

lealtad» , pensó. Se lo imaginó con el pelaje gris erizado, enseñando los colmillos.Defendiendo su casa y su familia, aunque su visión era débil y casi estuvierasordo. Hope contuvo las lágrimas y se agachó para examinar el suelo conatención.

—Mira aquí —dijo tras unos segundos.Sally miró.—¿Qué es?—Sangre. Al menos eso parece. Y probablemente no es de Anónimo.—Tienes razón —dijo Sally, y añadió en voz baja—: Buen perro.—¿Quién pudo ser?Esta vez fue Sally quien inhaló bruscamente.—Fue él —dijo.—¿Él? ¿Te refieres a…?—A O’Connell.—Pero creía… dij iste que se había olvidado de Ashley. El detective privado

te dijo…

—El detective privado está muerto. Asesinado. Ay er.Hope abrió los ojos como platos.—Iba a decírtelo cuando llegué a casa…Sally no necesitó continuar.—¿Asesinado? ¿Cómo? ¿Dónde?—En una calle de Springfield. Estilo ejecución, o eso pone el periódico.—¿Qué demonios significa « estilo ejecución» ?—Significa que alguien se le acercó por detrás y le metió dos balas en la

nuca. —La voz de Sally sonó fría y profesional.—¿Crees que fue él? ¿Por qué?—No lo sé con seguridad. Muchas personas odiaban a Murphy. Cualquiera de

ellos…—Pero crees que fue O’Connell. —Hope contempló las manchas de sangre

en el suelo.—¿Quién si no?—Bueno, pudo ser un ladrón.—No es corriente en este barrio. Cuando ocurre algo así, suelen ser chavales

que se llevan un par de cosas. ¿Ves que hay an robado algo?—No. Si fue O’Connell, eso significa…—Que vuelve a ir tras Ashley.—Pero ¿por qué vino aquí?Sally se estremeció.—Seguramente buscaba información.—Pero creí que Scott había inventado esa historia sobre Italia y O’Connell se

la había creído.Sally sacudió la cabeza.—No lo sabemos —dijo—. No tenemos ni idea de lo que cree o no cree

O’Connell, ni de lo que ha averiguado. Ni de lo que ha hecho. Solo sabemos quehan matado a Murphy y ahora a Anónimo. ¿Ambos hechos están relacionados?—Suspiró, apretó los puños y se dio unos golpecitos en la cabeza con gesto defrustración—. No sabemos nada con certeza.

Hope miró el suelo y le pareció ver más gotas de sangre junto a la puerta quedaba al resto de la casa.

—Ven, echemos un vistazo —dijo.Sally cerró los ojos y se apoy ó un momento contra la pared. Dejó escapar un

suspiro largo y lento.—Al menos aquí no hay nada que indique dónde está Ashley. Me encargué

de eso. —Abrió los ojos y continuó—. Y Anónimo, al atacarlo con fiereza, bastóprobablemente para ahuyentarlo.

Hope asintió, pero no estaba tan segura.—Echemos un vistazo —insistió.

Había otra mancha de sangre en el pasillo que conducía a la biblioteca y lasalita.

Hope lo observó todo con atención, buscando algún signo que indicara que O’Connell había estado allí. Cuando sus ojos se posaron en el teléfono, jadeó ymusitó:

—Sally, mira aquí.Había varias manchas de sangre escarlata en el teléfono.—Pero es solo el teléfono… —empezó Sally. Entonces vio que el piloto rojo

del contestador estaba parpadeando. Pulsó reproducción.La alegre voz de Ashley llenó la habitación.« Hola, mamá y Hope. Os echo de menos, pero me lo estoy pasando la mar

de bien con Catherine. Creo que me pasaré a veros dentro de un par de días. Esque necesito ropa de abrigo. Vermont es precioso durante el día, pero de nochehace mucho frío. Me va a hacer falta un abrigo y tal vez unas botas. Iré en elcoche de Catherine. Hablaré con vosotros más tarde. Os quiero» .

—Oh, Dios mío —farfulló Sally —. Oh, no.—Lo sabe —dijo Hope.Sally retrocedió, tenía la cara desencajada.—Eso no es todo —musitó Hope. Sally siguió su mirada.La segunda balda de una estantería estaba llena de fotos familiares: de Hope

y Sally, de Anónimo, y de todos ellos con Ashley. También había una elegantefoto de Ashley, de perfil, haciendo senderismo por las Green Mountains duranteuna puesta de sol, una foto afortunada que la mostraba justo en esa maravillosatransición de niña a mujer, de los correctores dentales y las rodillas huesudas a lagracia y la belleza.

La foto solía ocupar el centro del estante. Pero y a no estaba allí.Sally sollozó y corrió al teléfono. Marcó el número de Catherine, que sonó

una y otra vez, sin que nadie respondiese.

Esa noche Scott había ido a una facultad cercana para asistir a unaconferencia de un catedrático de Harvard que estaba haciendo una gira. El temaera la historia y la evolución del derecho procesal. Había sido muy interesante, yse sentía de excelente ánimo. Cuando se detuvo en el camino de vuelta a casapara comprar un poco de pollo agridulce y ternera con setas en un restaurantechino, se sentía con ganas de sentarse a su escritorio para seguir corrigiendo lostrabajos de sus estudiantes.

Se recordó que tenía que llamar a Ashley para comprobar cómo estaba y versi necesitaba algo de dinero. No le agradaba que la madre de Hope tuviera quepagar la estancia de Ashley. Le parecía que deberían buscar algún acuerdoeconómico equitativo, sobre todo porque no sabía cuánto tiempo tendría Ashley

que pasar allí. No mucho más, tal vez. Pero aun así era una carga imprevistapara la anciana. No conocía la situación financiera de Catherine. Solo la habíavisto un par de veces, en momentos breves y amables. Sabía que apreciaba aAshley, lo cual la convertía básicamente en buena gente.

El pollo agridulce ya goteaba cuando entró en la casa y oyó sonar el teléfono.Lo dejó en la encimera de la cocina y contestó.

—¿Sí?—Scott, soy Sally. Ha estado aquí. Mató a Anónimo y ahora sabe dónde está

Ashley. Y en Vermont nadie contesta el teléfono…La voz de su ex mujer sonó como un estallido en sus oídos.—Sally, por favor, cálmate. Cada cosa a su tiempo. —Oyó su propia voz.

Calmada y razonable. Sin embargo, por dentro oyó su corazón, su respiración, sucabeza, todo girando y acelerando, como de pronto barrido por un vendavalimplacable.

Ashley y Catherine caminaban lentamente por Brattleboro, de vuelta alcoche con dos vasos de café, viendo los talleres de artesanía, las tiendas, lostenderetes al aire libre y las librerías. A Ashley le recordaba la ciudaduniversitaria donde había crecido, un lugar definido por las estaciones y su ritmotranquilo. Era difícil sentirse incómoda, o incluso amenazada, en una ciudad queaceptaba apaciblemente los más diversos estilos de vida.

Había veinte minutos de trayecto desde la ciudad hasta la casa de Catherine,entre colinas y prados, aislada de los vecinos. La anciana dejó que Ashleycondujera, quejándose de que por la noche su vista ya no era la de antes, aunquela chica supuso que en realidad quería tomar en paz su café. A Ashley le gustabaoírla hablar: había una férrea determinación en Catherine. No estaba dispuesta apermitir que las molestias y achaques de la edad limitaran su vida y suscostumbres.

Catherine señaló la carretera.—Ten cuidado, no vay as a atropellar a un ciervo —dijo—. Es malo para

ellos, malo para el coche y malo para nosotras.Ashley redujo la velocidad y echó un vistazo por el retrovisor. Unos faros se

acercaban velozmente.—Parece que alguien tiene prisa —comentó.Pisó ligeramente el freno para que el coche de detrás viera las luces.—¡Dios mío! —exclamó de pronto.El coche se les había pegado por detrás y las seguía apenas a unos

centímetros de distancia.—¿Qué demonios pretende? —gritó Ashley—. ¡Eh, atrás!—Tranquila —dijo Catherine, pero había clavado las uñas en el asiento.

—¡Guarda la distancia de seguridad, cretino! —gritó Ashley cuando el cochede atrás encendió las luces largas, inundando el interior del vehículo—. Malditasea, ¡qué cabrón!

No podía ver al conductor del otro coche, ni distinguir la marca ni el modelo.Aferró con fuerza el volante mientras avanzaban por la solitaria carreteracomarcal.

—Déjalo pasar —sugirió Catherine con la mayor calma posible. Se volviópara mirar atrás, pero la cegaban los faros, y el cinturón de seguridad dificultabasus movimientos—. Hazte a un lado en el primer sitio que veas. La carretera seensancha ahí delante…

Intentaba aparentar calma mientras su cabeza calculaba rápidamente.Catherine conocía bien las carreteras de su comunidad y quería anticipar cuántoespacio tendrían para abrirse.

Ashley quiso acelerar para ganar algo de separación, pero la carretera erademasiado estrecha y serpenteante. El coche de atrás no se despegó ni uncentímetro. Ashley empezó a aminorar.

—¡Menudo imbécil! —volvió a gritar.—No pares —dijo Catherine—. Hagas lo que hagas, no pares. ¡Hijo de puta!

—le gritó al de atrás, medio volviéndose.—¿Y si nos embiste? —Se asustó Ashley.—Aminora lo suficiente para que nos pase. Si nos golpea, aguanta. La

carretera se bifurca a la derecha dentro de un kilómetro y medio. Por allípodremos volver a la ciudad e ir a la policía.

Ashley asintió.Catherine no mencionó que la cercana Brattleboro tenía policía local,

ambulancia y bomberos solo hasta las diez de la noche. Pasada esa hora habíaque llamar a la policía estatal o a emergencias. Quiso mirar el reloj , pero teníamiedo de soltarse de los posamanos.

—¡Ahí, a la derecha! —exclamó Catherine. Medio kilómetro delante había unpequeño recodo para que los autobuses escolares pudiesen girar en redondo—.¡Tira hacia allí!

Ashley asintió y pisó el acelerador una vez más. El coche de detrás no sedespegó, acercándose cuando Ashley vio el pequeño espacio despejado junto ala carretera. Trató de hacer una maniobra suficientemente súbita para que superseguidor tuviera que pasar de largo.

Pero no lo hizo.—¡Aguanta! —gritó Catherine.Ambas se prepararon para el impacto, y Ashley pisó el freno. Los

neumáticos rechinaron contra el asfalto y el coche quedó envuelto en una nubede tierra y polvo. La grava repiqueteaba con estrépito contra los bajos.

Catherine alzó una mano para protegerse la cara, y Ashley se echó atrás en

el asiento mientras el coche derrapaba fuera de control. Giró el volante haciadonde giraba el coche, tal como le había enseñado su padre. El vehículo coleteóunos instantes, pero Ashley pudo dominarlo, luchando con el volante, hasta que sedetuvo. Catherine se golpeó contra la ventanilla, y Ashley alzó la cabeza,esperando ver pasar de largo el coche que las seguía, pero no vio nada. Sepreparó para una inminente colisión.

—¡Aguanta! —gimió la anciana, esperando el impacto.Pero solo recibieron silencio.

Scott telefoneó varias veces, pero nadie contestó.Intentó no inquietarse demasiado. Probablemente habían salido a cenar y

todavía no habían vuelto. Ashley era una noctámbula empedernida, se recordó, yera más que probable que hubiera convencido a Catherine para ir a la últimasesión de una película, o a tomar un café en un bar. Había numerosos motivospara que aún no estuvieran en casa. « No te dejes arrastrar por el pánico» , sedijo. Ponerse histérico no ayudaría en nada ni a nadie y solo conseguiría irritar aAshley cuando finalmente la localizara. Y a Catherine también, pensó, porque nole gustaba ser considerada una incompetente.

Tomó aire y llamó a su ex esposa.—¿Sally? Sigue sin haber respuesta.—Creo que está en peligro, Scott. Lo creo de verdad.—¿Por qué?La cabeza de Sally se llenó de una perversa ecuación: « Perro muerto más

detective muerto dividido por puerta forzada, multiplicado por fotografía robada,igual a…» . En cambio, dijo:

—Han pasado varias cosas. Ahora no puedo explicártelo, pero…—¿Por qué no puedes explicármelo? —repuso Scott, tan insufrible como

siempre.—Porque cada segundo de retraso podría provocar…No terminó. Los dos guardaron silencio, el abismo entre ambos

ensanchándose.—Déjame hablar con Hope —dijo Scott bruscamente. Esto sorprendió a

Sally.—Está aquí, pero…—Pásamela.Hubo unos ruidos en el auricular antes de que Hope lo cogiera.—¿Scott?—Tu madre no responde a mis llamadas. Ni siquiera salta el contestador.—Mi madre no tiene contestador. Dice que si la gente tiene interés ya volverá

a llamar.

—¿Crees…?—Sí, lo creo.—¿Deberíamos llamar a la policía?Hope hizo una pausa.—Lo haré y o —dijo—. Conozco a la may oría de los polis de por allí.

Demonios, un par de ellos fueron compañeros míos en el instituto. Puedo hacerque alguno se acerque a comprobar que todo está en orden.

—¿Puedes conseguirlo sin provocar alarma?—Sí. Diré que no puedo contactar con mi madre. Todos la conocen, no habrá

ningún problema.—Muy bien, hazlo. Y dile a Sally que voy para allá. Si hablas con Catherine,

dile que llegaré tarde. Pero necesito la dirección.Mientras hablaba, Hope vio que Sally había palidecido y las manos le

temblaban. Nunca la había visto tan asustada, y esto la inquietó casi tanto como lanoche abominable que las había engullido.

Catherine fue la primera en hablar.—¿Estás bien?Ashley asintió, tenía los labios secos y la garganta casi cerrada. Sintió que su

desbocado corazón recuperaba poco a poco el ritmo normal.—Sí, estoy bien. ¿Y tú?—Solo me he dado un golpe en la cabeza. Nada del otro mundo.—¿Vamos a un hospital?—No; estoy bien. Aunque parece que me he derramado encima mi café. —

Se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta—. Necesito un poco deaire.

Ashley apagó el contacto y también se apeó.—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Quiero decir, ¿qué crees que pretendía ese

tipo?Catherine escrutó la carretera en ambos sentidos.—¿Lo viste adelantarnos?—No.—Pues yo tampoco. Me pregunto dónde demonios ha ido. Ojalá se hay a

empotrado contra los árboles, o despeñado por algún barranco.Ashley sacudió la cabeza, desolada.—Lo hiciste bastante bien —la tranquilizó Catherine—. Nadie podría haberlo

hecho mejor, Ashley. Te viste en un aprieto y lo resolviste con suma eficiencia.Seguimos enteras, y mi bonito coche nuevo casi no tiene abolladuras.

Ashley sonrió, a pesar de la ansiedad que la embargaba.—Mi padre solía llevarme a Lime Rock, en Connecticut, para que condujera

su viejo Porsche por una carretera poco frecuentada. Me enseñó todos los trucosdel buen conductor.

—Bueno, pues no es exactamente el paseo típico padre-hija, pero haresultado útil.

Ashley inspiró hondo.—Catherine, ¿alguna vez te ha pasado algo así?La anciana seguía al borde de la carretera, escrutando la oscuridad.—No —respondió—. Quiero decir que a veces cuando vas por estas

carreteras estrechas y serpenteantes algún chaval se impacienta y te adelantaimprudentemente. Pero ese tipo parecía tener otra cosa en mente.

Volvieron al coche y se abrocharon los cinturones. Ashley vaciló antes dedecir:

—Me pregunto si… bueno, si aquel tipejo que me estaba acosando…Catherine se reclinó en su asiento.—¿Piensas que ha sido el joven que te obligó a marcharte de Boston?—No lo sé.Catherine hizo una mueca.—Ashley, querida, él no sabe que estás aquí, y tampoco dónde vivo, un sitio

por lo demás difícil de encontrar. Si vas por la vida mirando por encima delhombro y atribuyendo todas las cosas malas a ese O’Connell, entonces no tequedará tiempo para vivir.

Ashley asintió. Quería dejarse convencer, pero le costó lo suyo.—Además, ese joven te profesa amor, querida. Y no me parece que

pretender echarnos de la carretera tenga relación con el amor, ¿no crees?La chica no respondió, aunque creía conocer la respuesta a esa pregunta.Hicieron el resto del viaje en relativo silencio. Un largo sendero de tierra y

grava conducía hasta la casa de Catherine, una mujer que protegía su privacidadcelosamente mientras se inmiscuía en la vida de todo el mundo en la comunidad.Ashley contempló la casa. En el siglo XIX había sido una granja, y a Catherinele gustaba bromear diciendo que había mejorado el sistema de fontanería y lacocina, pero no los fantasmas. Ashley deseó haberse acordado de dejar un parde luces encendidas.

Catherine, sin embargo, estaba acostumbrada a llegar a su casa a oscuras ybajó rápidamente del coche.

—Maldición —dijo con brusquedad—. Está sonando el teléfono.Sin preocuparse por aquella oscuridad familiar, se adelantó presurosa. Nunca

cerraba las puertas con llave, así que entró, encendió las luces y se dirigió alviejo teléfono de disco que había en el salón.

—¿Sí? ¿Quién es?—¿Mamá?—¡Hope! Qué alegría. ¿Cómo llamas tan tarde…?

—Mamá, ¿estás bien?—Sí, sí. ¿Porqué…?—¿Está Ashley contigo? ¿Está bien?—Por supuesto, querida. Está aquí mismo. ¿Qué pasa?—O’Connell sabe que está ahí. Puede que vaya de camino hacia allá.Catherine inspiró bruscamente, pero mantuvo la calma.—Tranquila, no creo que haya problemas.Mientras lo decía, se volvió hacia Ashley, que se había quedado en el umbral

como hipnotizada. Hope empezó a hablar, pero su madre apenas la oyó. Porprimera vez pudo ver pánico en los ojos de Ashley.

Scott aceleró a fondo y en menos de un minuto el coche superó casi sinesfuerzo los ciento cincuenta kilómetros por hora. El motor rugía, mientras lanoche pasaba veloz un borrón de sombras, recios pinos y negras montañaslejanas. El trayecto desde su casa hasta la de Catherine duraba cerca de doshoras, pero esperaba hacerlo en la mitad de tiempo. No estaba seguro de que esobastara, ni de qué estaba sucediendo, ni de las intenciones de aquel maldito O’Connell. Y tampoco estaba seguro de lo que le esperaba. Solo sabía que seenfrentaban a un peligro extraño y retorcido, y estaba decidido a interponerseentre ese peligro y su hija.

Mientras conducía, las manos aferradas al volante, casi se sintió abrumadopor imágenes del pasado. Todos los recuerdos del crecimiento de su hijaacudieron a su mente. Sintió un frío paralizador en el pecho, mientras iba dejandokilómetros atrás, y aun así tuvo la sensación de que iba un kilómetro por hora máslento de lo requerido por la situación, que lo que estaba a punto de suceder iba aperdérselo por segundos. Entonces pisó más el pedal, ajeno a todo excepto a lanecesidad de acelerar, quizá más de lo que nunca había acelerado.

Catherine colgó y se volvió hacia Ashley. Se dijo que debía mantener la vozbaja, firme y tranquila. Escogió las palabras con cuidado, palabras de inusualformalidad. Concentrarse en las palabras la ayudaba a combatir el pánico. Tomóaire despacio, y se recordó que procedía de una generación que había libradobatallas mucho más terribles que la que presentaba ese O’Connell. Así pues,imbuyó a sus palabras una determinación rooseveltiana.

—Ashley, querida. Parece que ese joven que se siente insanamente atraídohacia ti ha descubierto que no te encuentras en Europa, sino aquí, conmigo.

Ashley asintió, incapaz de responder.—Creo que lo más aconsejable sería que subieras a tu dormitorio y cerraras

la puerta con llave. Ten el teléfono al alcance de la mano. Hope me informa de

que tu padre viene de camino, y también tiene previsto llamar a la policía local.La joven dio un paso hacia las escaleras, pero se detuvo.—Catherine, ¿qué vas a hacer? ¿No deberíamos marcharnos de aquí?La anciana sonrió.—Bueno, dudo que sea sensato darle a ese tipo otra oportunidad de echarnos

de la carretera. Ya lo ha intentado una vez esta noche. No, esta es mi casa. Ytambién la tuya. Si ese joven pretende causarte algún daño, será mejor que nosenfrentemos a él aquí, en nuestro territorio.

—Entonces no te dejaré sola —dijo Ashley con fingida confianza—. Nossentaremos las dos y esperaremos juntas.

Catherine negó con la cabeza.—Ah, Ashley, querida, eres muy amable. Pero creo que estaré más tranquila

si sé que estás arriba en tu habitación. Además, las autoridades llegarán dentro depoco, así que seamos cautas y sensatas. Y ser sensata, ahora mismo, significaque hagas lo que te pido.

La joven fue a protestar, pero Catherine agitó la mano.—Ashley, permíteme defender mi hogar del modo que considere más

adecuado.Era una frase educada pero tajante. Ashley asintió.—De acuerdo. Estaré arriba. Pero, si oigo algo que no me guste, bajaré en un

segundo. —Desde luego, no estaba segura de qué quería decir con « algo que nome guste» .

Catherine la vio subir la escalera. Esperó hasta oír que cerraba la puerta ypasaba la llave. Entonces fue a la alacena para la leña, construida en la paredjunto a la gran chimenea. Escondida entre los troncos estaba la vieja escopeta desu difunto esposo. No la había sacado ni limpiado en años, y no sabía si la mediadocena de balas que había al fondo de la funda aún detonarían. Catherine supusoque existía una buena posibilidad de que le explotara en las manos si tenía queapretar el gatillo. Con todo, era un arma intimidatoria, con un buen cañón, y rogóque con eso bastara.

Se sentó en un sillón junto a la chimenea, metió las seis balas en la recámaray se dedicó a esperar, la escopeta cruzada sobre el regazo. No sabía mucho dearmas, aunque sí lo suficiente para quitar el seguro.

Se preparó cuando, poco después, oyó movimiento acercándose a la puerta.

*

Seguía mirando por la ventana, supuse que rumiando sus pensamientos. Depronto se volvió hacia mí y preguntó:

—¿Has pensado alguna vez si serías capaz de matar a alguien?Como vacilé, ella sacudió la cabeza y añadió:

—Tal vez sería mejor preguntar cómo imaginamos la muerte violenta.—No estoy seguro de a qué te refieres —dije.—Piensa en todas las formas en que nos expresamos a través de la violencia.

En la televisión y en el cine, en los videojuegos. Piensa en todos esos estudios quedemuestran que el niño medio crece siendo testigo de miles de muertes. Pero laverdad es que, a pesar de ello, cuando nos enfrentamos con la clase de ira quepuede ser mortal, rara vez sabemos cómo responder.

No respondí. Ella se apartó de la ventana y cruzó la habitación para volver asentarse en su sillón.

—Nos gusta imaginar que siempre sabemos qué hacer en las situacionesdifíciles —dijo—. Pero en realidad no lo sabemos. Cometemos errores, erroresde cálculo. Todos nuestros fallos nos abruman. Creemos que podemos hacer algoy en el momento de la verdad no podemos. Lo que necesitamos hacer parasalvarnos queda fuera de nuestro alcance.

—¿Ashley?Ella negó con la cabeza.—¿No crees que el miedo nos paraliza?

30Una conversación sobre el amor

Catherine tomó aire y apoyó la culata contra el hombro, atenta al sonido delexterior. Contó los pasos. Desde una esquina de la casa, dejando atrás las macetasdispuestas en una ordenada hilera, hasta la puerta principal. « Primero probarácon la puerta» , se dijo. Aunque le parecía tener la lengua atascada, dijo confuerza:

—Pase, señor O’Connell.No tuvo que añadir: « Le estoy esperando» .Hubo un momento de silencio, y Catherine oyó su propia respiración

entrecortada, casi ahogada por los latidos del corazón. Mantuvo la escopeta confirmeza y trató de calmarse mientras apuntaba. Nunca le había disparado anadie. De hecho, nunca había disparado un arma, ni siquiera como práctica. Supadre era médico. Su esposo había crecido en una granja, pero había servido enlos marines durante la guerra de Corea. No por primera vez, deseó tenerlo a sulado. Después de un par de segundos, oyó abrirse la puerta y pasos en el pasillo.

—Aquí, señor O’Connell —espetó roncamente.No había nada vacilante en los pasos, y O’Connell se plantó en la puerta.

Catherine le apuntó al pecho.—¡Manos arriba! —dijo. No se le ocurrió otra cosa que decir—. Quieto, ahí

donde está.O’Connell no se quedó completamente quieto ni levantó las manos. Dio un

breve paso y señaló el arma.—¿Pretende dispararme?—Si tengo que hacerlo —respondió Catherine.—Ya —dijo él, mirándola con atención, antes de escudriñar la habitación,

como memorizando cada forma, color y ángulo—. ¿Qué la obligaría a hacerlo?—Hablaba como si todo fuese una broma.

—Probablemente no querrá que le responda a eso.O’Connell sacudió la cabeza.—En eso se equivoca —dijo lentamente, acercándose un paso más—. Eso es

exactamente lo que necesito saber —sonrió—. ¿Va a dispararme si digo algo conlo que esté en desacuerdo? ¿Si me acerco? ¿O si doy un paso atrás? ¿Qué la haráapretar el gatillo?

—¿Quiere una respuesta? Quizá la obtenga en carne viva.O’Connell avanzó otro paso.—Deténgase —ordenó la anciana—. Y por favor levante las manos. —Se lo

dijo con calma, queriendo parecer implacable, pero se sentía endeble y débil. Yquizá, por primera vez, vieja.

O’Connell parecía estar midiendo la distancia entre ellos.

—Catherine, ¿verdad? Catherine Frazier. Es la madre de Hope, ¿correcto?Ella asintió.—¿Puedo llamarla Catherine? ¿O prefiere señora Frazier? Quiero ser

educado.—Puede llamarme como quiera, porque no va a quedarse mucho.—Bien, Catherine…Ella lo interrumpió.—Que sea señora Frazier.Él asintió.—Bien, señora Frazier —dijo, poniendo énfasis en el nombre—. No me

quedaré mucho, pero me gustaría hablar con Ashley.—No está aquí.Él sonrió.—Estoy seguro, señora Frazier, que fue usted educada en una familia digna y

que luego enseñó a su propia hija que mentir está mal. Mentirle en la cara a otrapersona hace que esa persona se enfade. Y las personas enfadadas, bueno, hacencosas terribles, ¿no?

Catherine siguió apuntándolo. Hizo un esfuerzo por controlar su respiración ytragó saliva.

—¿Es usted capaz de cosas terribles, señor O’Connell? Porque, si es así, tal vezdebería dispararle ahora mismo y acabar esta noche con una nota amarga.Amarga para usted, claro.

Catherine no tenía ni idea de si estaba tirándose un farol. Se concentró en elhombre que tenía delante. Sentía el sudor corriéndole por la espalda y sepreguntó por qué O’Connell no se mostraba nada nervioso, como si fuese inmuneal cañón del arma. ¿Acaso aquel chalado estaba disfrutando con todo aquello?

—De qué soy capaz yo, de qué es capaz usted… Esas son las verdaderaspreguntas, ¿verdad, señora Frazier?

Catherine respiró hondo y entornó los ojos como si fuera a disparar. O’Connell continuó moviéndose por la habitación, como familiarizándose con elentorno, despreocupado en apariencia.

—Interesantes preguntas, señor O’Connell. Pero es hora de que se marche.Mientras todavía pueda hacerlo. Márchese y no vuelva jamás. Y, sobre todo,deje a Ashley en paz.

O’Connell sonrió, pero sin dejar de escudriñar la habitación. Tras su sonrisahabía algo más oscuro, más turbio de lo que Catherine había imaginado.

Cuando habló, lo hizo en voz baja.—Ashley está cerca, ¿verdad? Lo noto. Muy cerca.Catherine no respondió.—Creo que usted no entiende algo, señora Frazier.—¿De veras?

—Yo amo a Ashley. Ella y yo estamos hechos el uno para el otro.—Se confunde, señor O’Connell.—Somos una pareja. Un equipo, señora Frazier.—No lo creo, señor O’Connell.—Haré lo que haga falta, señora Frazier.—Le creo. Yo podría decir lo mismo. —Eso fue lo más valiente que fue

capaz de decir.Él se detuvo, mirándola. Ella lo supuso fuerte, musculoso, con rapidez de

atleta. « Tan rápido como Hope —pensó—, y mucho más fuerte» . Había pocoentre ellos que pudiera detenerlo si se decidía a atacarla. Ella estaba sentada,vulnerable, solo con aquella vieja escopeta para impedírselo. De repente se sintiódesesperadamente vieja, corta de vista y con el oído débil, su capacidad dereacción en extremo mermada. Él tenía todas las ventajas, menos una, el arma.También cabía que él llevara un arma bajo la chaqueta, en el bolsillo. ¿Unapistola? ¿Una navaja? Inspiró profundamente.

—Creo que no lo entiende, señora Frazier. Siempre amaré a Ashley. Y la ideade que usted o sus padres, o cualquiera, puedan impedirme estar a su lado essimplemente risible.

—Bueno, esta noche no. En mi casa no. Esta noche usted va a marcharse. Otendrán que sacarlo con los pies por delante.

Él se detuvo de nuevo, todavía sonriendo.—Esa es una vieja escopeta para cazar pájaros. Dispara balas de risa, poco

más dolorosas que un perdigón.—¿Le gustaría probarlo?—No, creo que no.Ella guardó silencio mientras O’Connell parecía pensar algo.—Dígame una cosa, señora Frazier, ya que estamos manteniendo esta

conversación amistosa, ¿por qué no me considera adecuado para Ashley ? ¿Nosoy lo bastante guapo? ¿Lo bastante listo? ¿Lo bastante bueno? ¿Por qué se meprohíbe amarla? ¿Qué saben ustedes realmente sobre mí? ¿Quién creen quepodría amarla más que yo? ¿No es posible que yo sea lo mejor que le hasucedido a ella?

—Lo dudo, señor O’Connell.—¿No cree usted en el amor a primera vista, señora Frazier? ¿Por qué un tipo

de amor es aceptable, pero otro no?Catherine mantuvo la boca cerrada.O’Connell hizo una pausa y de pronto gritó:—¡Ashley ! ¡Ashley ! ¡Sé que me oyes! ¡Te amo! ¡Siempre te amaré!

¡Siempre estaré aquí para ti!Las palabras resonaron por la casa.Se volvió hacia Catherine.

—¿Ha llamado a la policía, señora Frazier?Ella no respondió.—Creo que lo ha hecho. Pero ¿qué ley he quebrantado esta noche? Puedo

decírselo: ninguna.Señaló la escopeta.—Naturalmente, no se puede decir lo mismo de usted.Ella ajustó el apoyo de la culata y apretó el dedo sobre el gatillo. « No vaciles

—se dijo—. No sientas pánico» . Era como si la sala de su propia casa, dondeestaba rodeada de sus fotos y recuerdos, se hubiera vuelto súbitamente extraña.Quiso decir algo que le recordara la normalidad. « ¡Dispárale! —le advirtió unavoz interior—. ¡Mátalo antes de que os mate a todos!» .

—No es tan fácil matar a una persona, ¿verdad? —susurró O’Connell en esesegundo de indecisión—. Una cosa es decir: « Si da otro paso le disparo» y otramuy distinta hacerlo. Ya puede pensar en eso. Buenas noches, señora Frazier.Volveremos a vernos.

« ¡Dispárale! ¡Dispárale!» . Mientras ella solo oía su voz interior, O’Connell sevolvió y desapareció bruscamente de su vista. Catherine boqueó. Como unfantasma: en un segundo estaba delante de ella, al siguiente había desaparecido.Oyó sus pasos por el pasillo y luego la puerta principal al abrirse y cerrarse.

Resopló lentamente y se apoy ó en el respaldo. Sus dedos parecíanagarrotados, y tuvo que esforzarse para lograr retirarlos del arma. La colocósobre su regazo. De pronto se sintió exhausta de una manera que no habíaexperimentado en años. Las manos le temblaban, tenía los ojos humedecidos y lecostaba respirar. Recordó un momento similar en el hospital años atrás, cuando lamano de su esposo resbaló de la suy a y, así de sencillo, expiró. La mismasensación de indefensión se había adueñado de ella entonces.

Quiso llamar a Ashley, pero no pudo. Quiso levantarse y echar la llave a lapuerta delantera, pero estaba entumecida.

Permaneció sentada varios minutos. Tan solo se recuperó un poco cuando lasluces rojas y azules de un coche patrulla destellaron en las ventanas.

Los pensamientos la recorrían como descargas eléctricas.Había permanecido agazapada tras la puerta cerrada del dormitorio,

consciente de que Catherine y Michael estaban hablando, pero incapaz dedistinguir las palabras, excepto aquellas que Michael había gritado, provocándoleun miedo atroz. Cuando oyó cerrarse la puerta principal se quedó inmóvil en elsuelo, junto a la cama, abrazada a una almohada, como si intentara impedirseoír, ver e incluso respirar. La funda de la almohada estaba húmeda donde habíahincado los dientes para no gritar. Las lágrimas le corrían por las mejillas yestaba aterrada. Y aterrada de estar aterrada. Le avergonzaba haber dejado a

Catherine enfrentarse sola a aquel psicópata. Ahora sabía muy bien que estabaperdida en un pantano mucho más grande del que había imaginado.

—¡Ashley ! —La voz de Catherine atravesó las paredes y sus temores.—Sí… —se atragantó.—La policía está aquí. Puedes bajar.En lo alto de la escalera, miró hacia abajo y vio a Catherine en el pasillo con

un agente de mediana edad que llevaba un sombrero de ranger. Sostenía unalibreta y un bolígrafo, y sacudía la cabeza.

—Comprendo, señora Frazier. —Hablaba despacio, con ciertacondescendencia, y Ashley vio que eso enfurecía a Catherine—. Pero no puedocursar una orden de busca y captura de alguien a quien usted invitó a su casasimplemente porque esté demasiado enamorado de la señorita Freeman…Buenas noches, señorita, si quiere bajar…

Ashley lo hizo.—¿Ese hombre la golpeó o amenazó?Catherine hizo una mueca.—Todo lo que dijo era una amenaza, sargento Connors —terció la anciana—.

No en las palabras que dijo, sino en cómo las dijo.El policía miró a Ashley.—¿Estaba usted arriba, señorita? Entonces, ¿no fue testigo de nada?La joven asintió.—Entonces, aparte de su presencia, ¿no le hizo nada, señorita?—No —confirmó Ashley con impotencia.Él sacudió la cabeza, cerró la libreta y dijo:—Lo que debería haber dicho, señora Frazier, es que la golpeó y la hizo sentir

miedo por su vida. Que hubo algún contacto físico. Eso nos permitiría tomarcartas en el asunto. Podría haber dicho que empuñaba un arma. Incluso que entrósin permiso. Pero no podemos arrestar a nadie por decirle que ama a la señoritaFreeman. —Sonrió con resignación—. Además, supongo que todos los chicos seenamoran de la señorita Freeman.

Catherine dio una patada en el suelo.—Esto es inútil —dijo—. ¿Dice que no puede ayudarnos?—A menos que tengamos la certeza razonable de que se ha cometido un

delito.—¿Y el acoso? ¡Eso es un delito!—Sí. Pero al parecer eso no ha sucedido aquí esta noche. Aunque si puede

demostrar una pauta de conducta, bueno, entonces debería hacer que la señoritaFreeman acudiera a un juez y consiguiera una orden de alejamiento. Después, siel tipo se acerca a cien metros de ella, podremos detenerlo. Nos daría munición,como si dijéramos. Pero aparte de eso… —Miró a Ashley —. ¿No tenía unaorden así en Boston?

Ella negó con la cabeza.—Bien, pues debería tenerlo en cuenta. No obstante…—No obstante, ¿qué? —exigió Catherine.—Bueno, no me gusta especular…—¿Qué?—Hay que tener cuidado. No vayan a promover una conducta realmente

desagradable. A veces una orden de alejamiento hace más mal que bien. Hablecon un profesional, señorita Freeman.

—¡Estamos hablando con un profesional! —Se enfadó Catherine.—Quiero decir un abogado especializado en esta clase de casos.Catherine sacudió la cabeza, pero se contuvo de replicar. No serviría de nada

descargar su rabia contra aquel policía.—Si vuelve, señora Frazier, llame a la comisaría y enviaremos a alguien. Es

lo menos que podemos hacer. Si el tipo sabe que estamos al corriente, nointentará nada.

Se guardó el bolígrafo y la libreta en el bolsillo de la camisa y se volvió haciala puerta.

—Tenemos las manos atadas —añadió como excusándose—. Redactaré uninforme, por si quiere solicitar esa orden.

Catherine volvió a hacer una mueca.—Menudo consuelo —replicó—. Es como decir que tenemos que esperar a

que se queme la casa antes de llamar a los bomberos.—Ojalá pudiera ser más útil. De verdad, señora Frazier. Entiendo que estas

situaciones son difíciles. Llámenos si vuelve a aparecer. Estaremos aquí en unsantiamén y … —Se interrumpió con súbita alarma: había oído algo—. Joder —dijo ceñudo—. Alguien se cree Fitipaldi…

Catherine y Ashley se inclinaron hacia delante y escucharon un distantemotor a toda velocidad. Ashley lo reconoció al instante. Se hizo cada vez máscercano, hasta que vieron los faros entre los árboles.

—Es mi padre —dijo Ashley. Pensó que debería sentirse aliviada y a salvo,porque él sabría qué hacer. Pero esos sentimientos la eludieron.

*

—Me he convertido en una estudiosa del miedo —dijo—. Reaccionespsicológicas, estrés, alteraciones de la conducta. Leo textos de psiquiatría ytratados de ciencias sociales. Leo libros sobre cómo responde la gente a todaclase de situaciones difíciles. Tomo notas y asisto a conferencias. Todo eso solopara intentar comprenderlo mejor.

Se volvió hacia la ventana y contempló el benigno mundo suburbano quehabía más allá del cristal.

—Esto no parece una clínica —dije—. Las cosas parecen tranquilas yseguras por aquí.

Ella sacudió la cabeza.—Todo ilusión —respondió—. El miedo adopta distintas formas en lugares

distintos. Todo se basa en lo que esperamos que ocurra y lo que realmenteocurre.

—¿O’Connell?Una sonrisa triste cruzó su rostro.—¿Te has preguntado por qué algunas personas saben de manera innata cómo

provocar terror? El pistolero, el psicópata sexual, el fanático religioso, elterrorista. Para ellos es algo natural. Él era uno de esos tipos. Da la impresión deque no estuvieran unidos a la vida de la misma forma que tú y y o, o Ashley y sufamilia. Los lazos emocionales corrientes y las contenciones que todos tenemos,de algún modo, estaban ausentes en O’Connell. Y las sustituía algo terrible.

—¿Qué?—Le encantaba ser quien era.

31Huyendo de algo invisible

Catherine contemplaba el estrellado cielo de medianoche sobre su casa.Hacía suficiente frío para ver el vaho del aliento, pero se sentía mucho máshelada por lo que acababa de ocurrir. El único lugar donde esperaba sentirse asalvo era su casa, donde cada árbol, cada matorral, casa brisa entre las hojas,hablaban de algún recuerdo. Era lo que se suponía que debía ser sólido en la vida.Pero esa noche, la seguridad de su hogar había menguado, desde que había oídounas palabras: « Volveremos a vernos» .

Catherine se giró hacia la puerta. De repente hacía demasiado frío para estarfuera y trató de decidir qué hacer. A menudo contemplaba el cielo de Vermont yconsideraba muchas cuestiones. Pero esa noche el cielo negro no proporcionabaclaridad, solo un frío que le llegaba hasta el tuétano. Se estremeció y tuvo lafugaz idea de que Michael O’Connell no sentiría el frío: su obsesión lo mantendríacaliente.

Miró la hilera de árboles que marcaba el borde de la propiedad, más allá deuna extensión de hierba alrededor de la casa, donde su marido había alisado unasección con un tractor prestado y luego había plantado gramón y erigido unaportería, como regalo para Hope por su undécimo cumpleaños. Normalmente,aquella visión le traía recuerdos felices y la reconfortaba. Pero esa noche susojos fueron más allá del ajado armazón blanco de la portería. Imaginó que O’Connell estaba allí fuera, oculto, observando.

Apretó los dientes y volvió a la casa, pero no antes de hacer un gesto obscenohacia la oscura línea de árboles. « Por si acaso» , se dijo. Pasaba de lamedianoche, pero todavía había que hacer las maletas. La suya estabapreparada, pero Ashley, aún conmocionada, tardaba lo suy o.

Scott estaba sentado en la cocina, bebiendo café solo, con la vieja escopetasobre la mesa. Pasó un dedo por el cañón y pensó que todo se habría arreglado siCatherine hubiera apretado el gatillo. Podrían haber pasado el resto de la nochetratando con la policía local y un forense, y contratando a un abogado, aunquesuponía que Catherine ni siquiera habría sido arrestada. Si le hubiera disparado alcabrón de O’Connell, pensó, él, Scott, habría llegado a tiempo de ayudar aresolver las cosas. Y la vida habría vuelto a la normalidad en pocos días.

Oy ó a Catherine entrar por la puerta de la cocina.—Creo que tomaré un café también —dijo mientras se servía una taza.—Va a ser una noche larga.—Ya lo es.—¿Ashley está lista?—Lo estará en un minuto. Está recogiendo sus cosas.—Aún está muy nerviosa.

Catherine asintió.—No me extraña. Yo todavía lo estoy también.—Pues lo oculta mejor —dijo Scott.—Más experiencia.—Ojalá usted… —empezó él, pero se detuvo.Catherine sonrió sin alegría.—Lo sé —dijo.—Ojalá lo hubiera enviado al infierno de un tiro.Ella asintió.—Yo también lo pienso. En retrospectiva.Ninguno dijo lo que estaban pensando: tener a O’Connell al otro lado de una

escopeta era una oportunidad que difícilmente volvería a presentárseles. Alpunto, Scott desechó este pensamiento. Su parte educada y racional le recordó:« La violencia nunca es la respuesta» . Y con la misma rapidez, la contestación:« ¿Por qué no?» .

Ashley bajó y se detuvo en el umbral.—Estoy lista —anunció. Miró a su padre y a Catherine—. ¿Estáis seguros de

que marcharnos es lo correcto?—Aquí estamos aislados, Ashley, querida —dijo Catherine—. Y parece muy

difícil predecir lo que hará a continuación el señor O’Connell.—No es justo. No es justo para mí ni para vosotros, ni para nadie…—Creo que ya no se trata de ser justos —dijo su padre.—Lo primero es estar a salvo —intervino Catherine con tono afable—. Así

que será mejor que pequemos por exceso y no por defecto.Ashley apretó los dientes.—Vamos —dijo Scott—. Mira, al menos esto hará que tu madre se sienta

mucho mejor. Y Hope también. Y seguro que Catherine no quiere tenerte aquísola, con la amenaza de ese bastardo.

—La próxima vez —dijo Catherine, estirada— no me molestaré en darleconversación.

Señaló la escopeta, cosa que hizo que Scott y Ashley sonrieran.—Catherine —dijo Ashley, enjugándose los ojos—, serías una magnífica

asesina profesional.Ella sonrió.—Gracias, querida. Lo tomaré como un cumplido.Scott se supo en pie.—¿Habéis comprendido bien cómo vamos a hacerlo?Ashley y Catherine asintieron.—Parece retorcido —dijo Catherine.—Más vale retorcido que lamentarlo luego. Lo mejor es asumir que está

vigilando la casa y que puede seguirnos. Y no sabemos qué puede intentar

hacernos. Ya os ha echado de la carretera esta noche.—Si fue él —dijo Ashley—. No lo entiendo. ¿Por qué intentaría matarnos y al

poco vendría aquí a proclamar que me ama?Scott sacudió la cabeza. Tampoco para él tenía sentido.—Bueno, si está vigilando, le daremos algo en que pensar.Recogió las maletas y las colocó junto a la puerta principal. Tras él, Catherine

apagaba todas las luces de la casa. Dejando a las dos mujeres en el pasillo, Scottsalió a la noche. Escrutó la oscuridad, recordando cuando tenía la edad deAshley, en Vietnam, y escrutaba la jungla con los binoculares, con la batería decañones a su espalda, silenciosos por una vez, el olor rancio y húmedo de lossacos terreros en que se apoyaba, preguntándose si los observaban desde laretorcida maraña de la jungla.

Scott dio marcha atrás con el Porsche hasta colocarse junto al pequeñotodoterreno de Catherine. Dejó el motor en marcha y salió después de subir lacapota. Subió al otro vehículo y lo encendió también. Luego se dirigió a laderecha de cada vehículo, abrió la puerta y bajó el asiento del pasajero lomáximo posible.

Después entró en la casa, recogió las maletas y volvió a salir.Colocó la maleta de Catherine en su propio coche, y la de Ashley en el de

Catherine. Cerró los maleteros, pero dejó las cuatro puertas abiertas.Regresó a la puerta principal.—¿Listas?Ellas asintieron.—Entonces vamos. Rápido.Los tres se movieron juntos, una única silueta oscura. Ashley se deslizó en el

Porsche, y Catherine al volante de su propio coche. Ashley se agachóinmediatamente para que nadie pudiera verla. Se había recogido el pelo dentrode un gorro negro.

Scott cerró todas las puertas antes de ponerse al volante del Porsche. Le hizo aCatherine una señal con el pulgar y ella aceleró; sus ruedas escupieron grava.Scott la siguió a escasos centímetros de distancia. « Rápido ahora» , pensó. PeroCatherine estaba ya pisando a fondo. Ambos vehículos se dirigieron velozmentehacia el camino, en caravana.

Scott escrutó por el retrovisor, buscando faros, pero las curvas le dificultabanla visión. Había luna llena. « Si yo persiguiera a alguien, conduciría sin luces» ,pensó. Ashley permanecía agachada. Él aceleró para no despegarse deCatherine.

Ella se dirigía a un punto que conocía, justo antes de la autovía interestatal.Era una zona de descanso con un pequeño aparcamiento al fondo. Cuando divisóla entrada, esperó al último segundo para girar bruscamente. Los neumáticoschirriaron. Se dirigió al fondo, donde no había luces. El Porsche la imitó.

Catherine se detuvo y tomó aliento.Scott aparcó a su lado, se apeó rápidamente y corrió hacia la entrada del

aparcamiento.Un único coche pasó por la carretera, luego otro. No distinguió a los

conductores, pero ninguno redujo la velocidad y desaparecieron carretera abajo,sin girar hacia la interestatal. Scott esperó a que pasara otro coche, cosa que tardócasi un minuto. Luego regresó a donde esperaban las dos mujeres.

—Muy bien, cambiemos —dijo—. Ni rastro de él.Ashley, cubriéndose con una manta de lana, se deslizó desde el Porsche al

todoterreno. Catherine puso el coche en marcha y se dirigió a la rampa deentrada a la autovía en dirección sur.

Scott la siguió, pero en vez de tomar la misma rampa, hacia su destino, sedetuvo en la carretera. Vio desaparecer las luces traseras del todoterreno. Esperó,atento a cualquier coche que se dirigiera tras Catherine, pero no pasó ninguno. Nohabía nadie en los alrededores. Después de contar hasta treinta, pisó el aceleradory, con los neumáticos chirriando, enfiló la rampa de salida al norte. Cuando llegóal final de la rampa, y a iba casi a cien. Un tráiler avanzaba por el carril derecho,pisó a fondo y lo adelantó temerariamente. La bocina del tráiler atronó en lanoche tras él y el camionero le lanzó destellos con las luces largas. Scott loignoró, atento al ilegal giro de ciento ochenta grados que haría. Rogó que ningúncoche de policía estuviera por allí. Los faros iluminaron un cartel de « Solovehículos autorizados» . Entonces pisó el freno y apagó todas las luces.

El Porsche dio un brinco y derrapó un poco mientras cambiaba de direcciónnorte a sur. Una rápida ojeada le dijo que la carretera estaba vacía, y aceleró sinvacilar, encendiendo de nuevo las luces.

Tomó aire. « Intenta seguirme ahora, cabrón» , pensó. Calculó que tardaríamenos de diez minutos en alcanzar a Catherine y a Ashley, mientras escrutabacada coche que adelantaba. Luego las escoltaría el resto del camino a casa.

Apretó los labios.« Y aún me sé unos cuantos trucos más» , pensó con satisfacción. El motor

zumbaba plácidamente, y por primera vez esa noche Scott sintió que tenía unpoco de control sobre la situación. No obstante, se dijo que era improbable queesa sensación durase mucho tiempo.

El cansancio y el sueño después de tanta tensión los hicieron dormir hastatarde. Luego, Ashley estalló en sollozos al enterarse de los detalles de la muertede Anónimo, y lloró amargamente en la cama antes de sumirse en un sueñoinquieto, asaltado por horribles imágenes de muerte. En más de una ocasión gritó,haciendo que Sally o Hope corrieran a su puerta para comprobar qué le pasaba,como si todavía fuera una niña pequeña.

Scott había vuelto a la universidad. Echó una cabezada en el sillón de sudespacho, antes de despertarse sintiendo que de algún modo el día estaba

distorsionado. En el lavabo de hombres, al asearse, se contempló largamente enel espejo. « La historia es el estudio de hombres y mujeres que se elevan de lamedia para hacer cosas extraordinarias. Es un examen de la valentía de uno, lacobardía de otro, la presciencia de un tercero, los fracasos de un cuarto. Esemoción y psicología, representada en un campo de acción» , pensó. Se preguntósi se había pasado toda su vida adulta estudiando lo que hacían otros sin haceralgo él mismo.

O’Connell se había cruzado circunstancialmente en la historia personal deScott, y según cómo actuara en los próximos días, lo definiría para siempre, sedijo.

Sally hervía de furia.Le parecía que habían fracasado en todo. Habían tratado de ser razonables.

Habían tratado de mostrarse fuertes. Habían intentado el soborno. Habíanprobado la intimidación. Y finalmente la huida. Todo en vano. Sus vidas habíansido zarandeadas y empujadas a un torbellino, sus carreras y su intimidadamenazadas, sus existencias trastornadas y empujadas a una situaciónimpensable un mes atrás.

« El miedo se ha instalado en nosotros, quizá para siempre» , pensó.Estaba sentada en el salón, sola. Sacudió la cabeza y agitó las manos en el

aire, gesticulando con el ceño fruncido, como si estuviera en medio de unaencendida discusión.

Arriba, Ashley dormía todavía, pero Sally pretendía despertarla pronto. Hopey Catherine habían salido a dar un paseo y comprar algo de comida.Probablemente estarían hablando sobre la que les había caído encima. Ella sehabía quedado de guardia.

Sintió su pulso acelerado. Se encontraban en una encrucijada, pero aún noestaba segura qué caminos había disponibles.

Echó atrás la cabeza y cerró los ojos. « Lo he fastidiado todo —pensó—. Hemetido la pata hasta el fondo» .

Suspiró, se puso en pie y fue a un escritorio donde guardaban álbumes derecortes y fotos antiguas, recuerdos demasiado valiosos para tirarlos, pero no lobastante significativos para enmarcarlos. Una foto de sus padres. Los dos habíanmuerto demasiado jóvenes, uno en un accidente de tráfico, el otro de un infarto.Sally no estaba segura de por qué necesitaba verlos, pero quería ver sus ojosmirándola, tranquilizándola. La habían dejado sola y ella había elegido a Scottcreyendo que él sería « consistente» . Fue probablemente la misma sensaciónque la llevó a la facultad de Derecho, determinada a nunca más ser víctima delos acontecimientos. Sacudió la cabeza ante la ingenuidad de esa idea. Cualquierapuede convertirse en víctima. En cualquier momento.

Oy ó a Ashley en el piso de arriba.Inspiró hondo. « Hay una única certeza —pensó—: lo que está dispuesta a

hacer una madre por proteger a sus hijos» .—¡Ashley ! ¿Eres tú? ¿Estás levantada?Hubo una pausa y luego una respuesta, precedida por un gruñido.—Sí. Hola, mamá. Bajaré en cuanto termine de cepillarme los dientes…En ese momento sonó el teléfono, sobresaltándola. Comprobó la

identificación de llamada, pero ponía « número privado» . Sally se mordió ellabio y cogió el auricular.

—¿Sí? —dijo con tono de abogada.No hubo respuesta.—¿Quién es? —exigió bruscamente.Silencio. Ni siquiera se oía una respiración.—¡Maldita sea, déjenos en paz! —masculló con aspereza, y colgó.—¿Quién era? —preguntó Ashley desde arriba. Sally distinguió un fugaz

temblor en la voz de su hija.—Nada —respondió—. Solo un maldito servicio de suscripción de revistas. —

Se preguntó por qué no decía la verdad—. ¿Bajas?—Ahora mismo.Sally oyó cerrarse la puerta del dormitorio. Cogió el teléfono y pidió

información sobre la llamada que acababa de recibir. Una voz grabada lecontestó:

« El número 413-555-0987 es una cabina telefónica de Greenfield,Massachusetts» .

« Cerca —pensó—. A menos de una hora en coche» .Cuando Michael O’Connell colgó en la cabina, su primer impulso fue dirigirse

al sur, donde sabía que Ashley le esperaba, y tratar de aprovechar el elementosorpresa. La voz de Sally le había revelado lo débil que era. Cerró los ojos,imaginando a la madre de Ashley. Sintió la sangre correr por su cuerpo, casicomo si cada arteria y cada vena tuviesen electricidad. Respiró despacio, poco apoco, como un corredor hiperventilando antes del pistoletazo de salida, y se dijoque seguirla hasta la casa de su madre era exactamente lo que ellos esperarían.

« Se estarán preparando —pensó—. Pergeñando algún plan para impedir queme acerque a Ashley, diseñando una defensa, levantando murallas. Pero nopodrán derrotarme» . Era la más simple, la más obvia y la más absoluta verdad.De nuevo respiró hondo. Ellos estaban seguros de que él iría allí. « Deja que sepreocupen, que pierdan el sueño, que se sobresalten con cada ruido nocturno. Ycuando sus defensas se debiliten por el agotamiento, la tensión y la duda,entonces sí iré. Cuando menos se lo esperen» .

Dio una patadita contra la acera.« Estoy allí, a su lado, atormentándolos, incluso cuando no estoy allí» , se dijo.

Decidió que no había ninguna prisa. Su amor por Ashley podía serenormemente paciente.

*

Esta vez me pidió que me reuniera con ella en las urgencias de un hospital deSpringfield. Cuando le pregunté por qué a medianoche, dijo que trabajaba comovoluntaria en el hospital dos noches por semana, y que esa hora de brujas eracuando tenía un descanso.

—¿Voluntaria para qué? —pregunté.—Como consejera. Esposas maltratadas, niños golpeados, may ores

abandonados. Alguien tiene que conducirlos por los canales adecuados paraobtener ay uda del estado. Lo que hago es reunir el papeleo que ha de acompañara los dientes rotos, los ojos morados, los cortes y las costillas fracturadas.

Me esperaba en el aparcamiento, fumando un cigarrillo.—No sabía que fumaras —le dije cuando me apeé del coche.—No fumo —respondió, y dio otra calada—. Excepto aquí. Dos veces por

semana, un cigarrillo en el descanso de medianoche. Nada más. Cuando vuelvo acasa, tiro el paquete. Compro un paquete nuevo cada semana. —Sonrió, la caraparcialmente en sombras—. Fumar parece un pecado menor, comparado con loque veo aquí. Un niño con los dedos fracturados sistemáticamente por un padreadicto al crack. O una madre embarazada de ocho meses golpeada sincontemplaciones. Todo muy rutinario y muy cruel. ¿No es notable lo crueles quepodemos ser unos con otros?

—Ya.—Bueno, ¿qué más necesitas saber?—Scott, Sally y Hope no estaban dispuestos a quedarse de brazos cruzados,

¿verdad?Ella asintió. La aguda sirena de una ambulancia cortó la noche. Las

emergencias se producen cuando menos se esperan.

32El primer y único plan

Cuando se reunieron esa tarde, había una sensación de indefensión en el aire.Ashley parecía superada por los acontecimientos. Estaba acurrucada en un sillón,tapada con una manta, los pies recogidos y abrazada a un viejo oso de pelucheque Anónimo había desgarrado en parte. Tenía la clara impresión de que lavigilaban. Era como estar en un escenario representando un papel, conscientetodo el tiempo de que más allá de las candilejas, entre el público a oscuras,estaba siendo observada.

Ashley contempló la sala y pensó que era ella quien había causado el lío enque se encontraba, pero no comprendía exactamente qué había hecho para llegara este punto. La única noche de alcohol que la había hecho acabar en la camacon Michael O’Connell estaba olvidada y muy lejana. Incluso más distanteestaba la conversación donde ella había accedido a salir con él aquella vez,pensando que O’Connell era distinto a los chicos universitarios que conocía.

Ahora no hacía más que considerar que había sido una ingenua y unaestúpida. Y no tenía la menor idea de lo que iba a hacer. Cuando sus ojos seposaron en Catherine y Hope y sus padres, uno tras otro, se dio cuenta de que loshabía puesto a todos en peligro, de maneras distintas, ciertamente, pero enpeligro. Quiso pedir disculpas.

—Todo esto es culpa mía —dijo—. Yo soy la responsable.—No, no lo eres —respondió Sally—. Y castigarte a ti misma no nos va a

hacer ningún bien.—Pero es que si no hubiera…—Cometiste un error —intervino Scott—. Ya hemos hablado de esto antes.

Todos intentamos recomponer ese error pensando que tratábamos con unapersona razonable. Pero O’Connell logró engañarnos a nosotros también y, portanto, todos somos culpables de haberlo subestimado. La recriminación y la culpason caminos estúpidos que no podemos seguir ahora. Tu madre tiene razón: loúnico que importa es qué vamos a hacer a continuación.

—Creo que ese no es el tema, Scott —dijo Hope.Él se volvió para mirarla.—¿Entonces?—El tema es hasta dónde estamos dispuestos a llegar.Eso los hizo guardar silencio.—Porque —continuó Hope con voz átona pero reflejando autoridad— solo

tenemos una idea muy vaga de lo que O’Connell está dispuesto a hacer. Haymuchos indicios de que es capaz de cualquier cosa. Pero ¿cuáles son sus límites?¿Los tiene? Creo que no sería inteligente por nuestra parte pensar que secontendrá.

—Ojalá le… —empezó Catherine, pero se contuvo—. Scott sabe qué hubieradeseado hacer.

—Lo supongo —dijo Sally—. Ahora nos toca llamar a las autoridades.—Bueno, eso es lo que el policía me dijo después de mi pequeño encuentro

con el señor O’Connell —murmuró Catherine.—Parece que no te gusta mucho la idea —dijo Hope.—No, no me gusta. ¿Cuándo demonios han ay udado alguna vez las

autoridades a alguien? —respondió la anciana.—Sally, tú eres la abogada —terció Scott—. Estoy seguro de que has tenido

algún caso parecido. ¿Qué supondría el proceso? ¿Qué podemos esperar?Ella hizo memoria antes de hablar.—Ashley tendría que acudir a un juez. Yo podría encargarme del trabajo

legal, pero es más aconsejable contratar a alguien de fuera. Ella tendría quedeclarar que está siendo acosada, que tiene miedo por su integridad. Puede que lepidan que lo demuestre, pero los jueces suelen ser comprensivos y no exigendemasiadas pruebas. Luego se dictaría una orden de alejamiento que permitiría ala policía arrestar a O’Connell si se acerca a menos de cien metros.Probablemente le prohibirán mantener ningún contacto con ella, ni por correo,teléfono o Internet. Esas órdenes suelen ser efectivas, aunque cabe un gran « si»condicional…

—¿Qué quieres decir?—Si él acata la orden.—¿Y si no lo hace?—Entonces interviene la policía. Teóricamente, lo encarcelarían por violación

de la orden. La sentencia estándar es de hasta seis meses. Sin embargo, losjueces son reacios a meter en la cárcel a alguien por lo que a menudo suponenque es solo una disputa de pareja. —Respiró hondo—. Así es como funciona. Elmundo real nunca es tan claro como la letra de la ley.

Observó a los demás.—Ashley hace una denuncia y testifica. Pero ¿qué prueba real tenemos? No

de que hayan despedido a Ashley por su culpa. No de que fuera él quien noscausara esos problemas informáticos. No de que entrara aquí por la fuerza. Node que matara a Murphy, aunque tal vez lo haya hecho…

Volvió a tomar aliento. Los demás permanecían en silencio absoluto.—He estado pensando en la vía legal —dijo—, pero no será fácil resolver

eficazmente el problema en ese ámbito. Apuesto a que O’Connell tieneexperiencia con órdenes de alejamiento y sabe sortearlas. En otras palabras,creo que él sabe lo que podemos y no podemos lograr. Para ir más allá de esasimple orden de alejamiento, para acusarlo de un delito, Ashley tendría quedemostrar que él está detrás de todo lo sucedido. Tendría que convencer a untribunal, y someterse al interrogatorio de unos abogados. Eso también la pondría

al alcance de O’Connell. Cuando acusas a alguien de un delito, aunque sea acoso,se crea una intimidad secundaria. Quedas implicado con esa persona, aunquehaya una orden que lo mantenga a raya. Tendría que enfrentarse a él en unjuicio, lo cual, supongo, alimentaría su obsesión, puede que incluso disfrutara. Encualquier caso, ambos quedarían relacionados para siempre. Y eso significa queAshley tendría que estar mirando eternamente por encima del hombro, a menosque huy a a algún lugar y se convierta en alguien diferente. Y aun así, no haygarantías absolutas. Si él decidiera dedicar su vida a encontrarla…

Sally estaba lanzada, la voz tensa.—Estar asustada y demostrar ante un tribunal que hay una base real para ese

miedo son cosas distintas. Y luego hay una segunda consideración a tener encuenta…

—¿Cuál? —preguntó Scott.—¿Qué hará él si Ashley consigue la orden? ¿Hasta qué punto se enfadará?

¿Se dejará llevar por la ira? ¿Y qué hará entonces? Tal vez quiera castigarla. O anosotros. Tal vez decida que es hora de hacer algo drástico. « Si no puedo tenerte,nadie te tendrá» . ¿Qué opináis?

Todos guardaron silencio hasta que Ashley habló.—Sé lo que haría.Ninguno quiso preguntarle lo que todos comprendían. Pero Ashley lo dijo de

todas formas, la voz temblando.—Intentaría matarme.—No, Ashley, no digas eso —saltó Scott—. Eso no lo sabemos… —Se

interrumpió en seco y pensó que había dicho una tontería. Por un instante se sintiómareado, como si todo lo que parecía una locura (« este tipo podría matar aAshley» ) fuese real, y todo lo razonable se diluy era en bruma. Sintió unescalofrío y tuvo que levantarse de la silla—. Si vuelve a acercarse… —Estaamenaza sonó tan hueca como lo anterior.

—¿Qué? —Saltó Ashley—. ¿Qué harás? ¿Le arrojarás a la cabeza libros dehistoria? ¿Le darás una clase hasta matarlo?

—No, yo…—¿Qué? ¿Qué harás? ¿Y cómo lo harás? ¿Vas a custodiarme las veinticuatro

horas del día?Sally trató de mantener la calma.—Ashley —dijo—, no te enfades…—¿Por qué no? —estalló ella—. ¿Por qué no debería enfadarme? ¿Qué

derecho tiene ese gusano a arruinarme la vida?La respuesta, naturalmente, era obvia pero estéril.—¿Qué tengo que hacer entonces? —dijo, y la emoción teñía cada palabra—.

Supongo que tendré que marcharme. Empezar desde cero. Irme muy lejos.Esconderme durante años, hasta que suceda algo y pueda salir. Será como un

juego del escondite gigantesco, ¿eh? Ashley se esconde y Michael la busca.¿Cómo sabré cuándo dejarme ver?

—No será fácil —dijo Sally—. A menos que…—¿A menos que qué? —preguntó Scott.Ella eligió las palabras con cuidado.—Podemos urdir otro plan.—¿Qué quieres decir? —la urgió Scott.—Que tenemos dos opciones. Una es mantenernos dentro del sistema legal.

Puede que no sea perfecto, pero es lo que hay. Ha funcionado para algunaspersonas, pero no para otras. La ley puede salvar a una persona y matar a otra.La ley no garantiza nada.

Scott se inclinó hacia delante.—¿Y la otra opción?Sally estaba casi anonadada por lo que iba a proponer.—Salimos de la senda legal.—¿Y eso qué significaría? —preguntó Scott.—Tal vez no quieras saber la respuesta todavía —dijo Sally fríamente.Todos se quedaron boquiabiertos.Scott miró fijamente a su ex mujer. Nunca la había oído hablar con tanta

sangre fría.—¿Por qué no lo invitamos a cenar y a los postres le pegamos un tiro? —

estalló Catherine—. ¡Bang! Yo me ofrezco voluntaria para limpiar el estropiciode sangre.

Cada uno de ellos sintió cierto atractivo por la descabellada propuesta, peroSally volvió a su tono pragmático y profesional:

—Eso eliminaría un problema, Michael O’Connell, pero nos causaría un sinfínde nuevos problemas.

Scott asintió.—Continúa —dijo.—Invitarlo a cenar para matarlo es asesinato en primer grado, aunque se lo

merezca. En este estado se castiga con entre veinticinco años y cadena perpetua,sin libertad condicional. Y el simple hecho de que todos lo hayamos discutido, nosconvierte en cómplices, así que ninguno se libraría, incluy endo a Ashley.Siempre se podría recurrir a artimañas legales y solicitar atenuantes, pero aun asínuestra vida quedaría destrozada para siempre.

—Sí —asintió Scott—. Nuestras carreras, quiénes somos, todo desaparecería.Y nos convertiríamos en carnaza para los programas de televisión y el NationalEnquirer. Cada detalle de nuestras vidas sería expuesto públicamente. Y aunquehiciéramos esto y consiguiéramos aislar a Ashley del hecho, tendría que pasar elresto de su vida visitándonos a la cárcel y rechazando entrevistas de la prensasensacionalista, o viendo cómo convierten su vida en una película truculenta.

—Todo eso significaría que O’Connell habría ganado —intervino Hope—.Aunque estuviese muerto, nos habría arruinado y el « si no puedo tenerla» secumpliría de una manera perversa. Ashley quedaría marcada para siempre.

Catherine apretó los labios; ella ya sabía todo eso. Dio una palmada y dijo:—Bien, debe de haber algún modo de eliminar a O’Connell de la vida de

Ashley antes de que suceda algo peor.La palabra « eliminar» disparó la mente de Scott.—Creo que tengo una idea —dijo.Las cuatro mujeres lo miraron. Él se levantó y dio unos pasos.—Para empezar, deberíamos devolverle su propia medicina.—¿A qué te refieres? —preguntó Sally.—Me refiero a acosar al acosador. Averigüemos todo, y quiero decir todo, lo

que podamos sobre ese cabrón.—¿Para qué? —preguntó Hope.—Debe tener algún punto vulnerable. Lo golpearemos ahí.Catherine asintió. En todos ellos debía de haber una vena implacable: era solo

cuestión de encontrarla y emplearla.—Muy bien —respondió Sally —, pero ¿cómo lo golpearemos?Scott midió sus palabras.—No podemos matarlo —dijo—, pero debemos eliminarlo. Y hay alguien

que puede hacerlo por nosotros de un modo en el que todos, sobre todo Ashley,salgamos intactos, sin un solo arañazo.

—No sé a quién te refieres —respondió Sally.—Tú misma lo has dicho, Sally. ¿Quién puede eliminar a alguien de la

sociedad durante cinco, diez, veinte años o toda la vida?—El estado de Massachusetts.Scott asintió.—Es solo cuestión de encontrar un modo de hacer que el estado elimine a

Michael O’Connell. Todo lo que tenemos que hacer es proporcionarle un motivo.—¿Cuál? —preguntó Ashley.—El crimen adecuado.

*

—¿No ves la genialidad en el plan de Scott? —preguntó ella.—Yo no emplearía esa palabra —respondí—. « Estupidez» y « temeridad»

me parecen más adecuadas.Ella reflexionó.—Muy bien, cierto a primera vista. Pero eso es lo que resulta único en el

pensamiento de Scott: va completamente contra la lógica. ¿Cuántos catedráticosde historia de una pequeña facultad liberal y prestigiosa se convierten en

delincuentes?No respondí.—¿O una consejera estudiantil y entrenadora? ¿Una abogada de provincias?

¿Y una estudiante de arte? ¿Qué podría ser más insensato que ese peculiar grupodecidiera cometer un delito? ¿Y elegir a alguien que pudiera recurrir a laviolencia?

—Sigo sin saber…—¿Quién mejor para salirse del marco de la ley? Sabían lo que hacían

gracias a Sally y su experiencia jurídica. Y Scott estaba muy bien preparadopara convertirse en un criminal gracias a su época de Vietnam. Su may orproblema era el tabú moral contra el delito inherente a su estatus social.

—Yo pensaba que habrían llamado a la policía.—¿Qué garantía tenían de que el sistema legal funcionaría para ellos?

¿Cuántas veces has abierto el periódico y leído sobre alguna tragedia motivadapor un amor obsesivo? ¿Cuántas veces has oído a la policía quejarse: « Nopodíamos intervenir…» ?

—Aun así…—Las palabras que sin duda no quieres que tallen en tu tumba son « Si solo

hubiera…» .—Ya, pero…—No puede decirse que su situación fuera única. Las estrellas de cine y los

famosos de la tele saben lo que es el acoso, pero también las secretarias de lasgrandes empresas e incluso las madres que llevan a sus pequeños al parque. Laobsesión puede cruzar todo tipo de barreras económicas y sociales. Pero surespuesta sí fue única. Su objetivo era salvar a Ashley. ¿Podía haber un motivomás noble? Ponte por un instante en su piel. ¿Qué habrías hecho tú?

Esa fue su pregunta más simple y, al mismo tiempo, más difícil de responder.Ella inspiró hondo.—Lo único que importaba era si podrían salirse con la suya.

33Algunas decisiones difíciles

Scott se sentía rebosante de energía. Miró a las mujeres a su alrededor yfebrilmente empezó a imaginar planes, todos impulsados por la ira que abrigabahacia Michael O’Connell. Sally se agitaba incómoda, y él supuso que la abogadaque había en ella se disponía a sopesar sus propuestas, a analizarlo todo con lupa.« Verá todos los peligros implícitos en mi propuesta» , pensó. Ojalá comprendieraque serían peligros menores comparados con la amenaza que pendía sobreAshley.

Pero, para su sorpresa, Sally asintió con la cabeza.—Lo que haga falta —dijo con frialdad—. Deberíamos estar dispuestos a lo

que haga falta. —Se volvió hacia Catherine y Hope—. Creo que estamos a puntode cruzar una línea, y quizá queráis reconsiderar si implicaros o no. Después detodo, Ashley es hija de Scott y mía, y es nuestra responsabilidad. Hope, has sidosu segunda madre, y Catherine su única abuela real, pero aun así no sois de susangre y …

—Sally, cierra tu puñetero pico —le espetó Hope.La habitación quedó en silencio. Hope se levantó y se colocó junto a Scott.—He estado implicada en la vida de Ashley, para bien o para mal, desde el

día en que tú y yo nos conocimos —dijo—. Y aunque últimamente no estemosnada bien y nuestro futuro sea dudoso, eso no afecta a mis sentimientos haciaAshley. Así que vete al infierno. Yo decidiré lo que estoy dispuesta a hacer sinnecesidad de que tú me sometas a interrogatorio.

—Y yo también —añadió Catherine.Sally se hundió en su asiento. « Lo he fastidiado todo. ¿Qué demonios me

pasa?» , pensó.—¿Es que no entiendes nada del amor? —le espetó Hope.La pregunta quedó flotando en el aire. Hope miró a Scott.—Muy bien —le dijo—, explícanos exactamente qué tienes en mente.Él dio un paso al frente.—Sally tiene razón —dijo—. Estamos a punto de cruzar una línea. Las cosas

van a volverse muy peligrosas a partir de ahora… —De pronto veía riesgo entodo, y eso le hizo vacilar—. Una cosa es hablar de hacer algo ilegal. Otra muydistinta es correr ese riesgo. —Miró a Ashley —. Cariño, este es el momento enque te levantas y sales de la habitación. Me gustaría que fueras arriba yesperaras a que mamá o yo te llamemos.

—Pero ¿qué dices? —Saltó Ashley—. Esto tiene que ver conmigo. Es miproblema. ¿Y ahora, cuando estáis pensando en hacer algo para ayudarme,esperas que os deje a solas? Menuda tontería. No pienso irme. Estamos hablandode mi vida.

De nuevo el silencio se apoderó de todos, hasta que Sally habló.—Sí, lo vas a hacer. Ashley, cariño, escucha: es necesario que estés aislada

legalmente de lo que decidamos hacer. Así que no puedes ser parte de laplanificación. Probablemente te tocará hacer algo, no lo sé, pero desde luego noformar parte de una conspiración criminal. Tienes que estar protegida. Tanto de O’Connell como de las autoridades si lo que hagamos nos estalla en la cara. —Sally usó su voz tajante de abogada—. Así que obedece a tu padre. Sube y tenpaciencia. Luego harás lo que te pidamos, sin preguntar.

—¡Me estáis tratando como a una niña! —estalló Ashley.—Exactamente —respondió Sally con calma.—No lo toleraré.—Sí lo harás. Porque es la única forma en que seguiré adelante.—¡No podéis hacerme esto!—¿A qué te refieres? —insistió Sally—. No sabes lo que vamos a hacer.

¿Sugieres que no tenemos derecho a actuar unilateralmente para proteger anuestra hija? ¿Te quejas de que tomemos decisiones para ayudarte?

—¡Solo estoy diciendo que se trata de mi vida!—Ya —asintió Sally—. Lo has dicho y lo hemos oído. Y por eso

precisamente tu padre te ha pedido que salgas de la habitación.Ashley miró a sus padres, los ojos anegados en lágrimas. Se sentía inútil e

impotente. Fue a negarse otra vez cuando Hope intervino:—Mamá, me gustaría que subieras con Ashley.—Pero bueno —se envaró la anciana—. No seas ridícula. No soy una niña a

la que puedas dar órdenes…—No te estoy dando órdenes, mamá —repuso Hope, e hizo una pausa—. O

quizá sí. Pero te diría lo mismo que Scott y Sally acaban de decirle a Ashley. Sete pedirá que hagas algo, pero no quiero estar preocupada por ti todo el tiempo.¿Entiendes?

—Bueno, eres muy amable al preocuparte, querida, pero soy demasiadovieja y obstinada para dejar que mi propia hija se convierta en mi tutora. Puedotomar mis propias decisiones y…

—Eso es lo que me preocupa —la cortó Hope, y la miró con ceño—. Si tengoque preocuparme por ti, igual que Sally y Scott por Ashley, nos sentiremos demanos atadas. ¿Tan egocéntrica eres que no puedes comprenderlo?

La pregunta enmudeció la réplica de Catherine. Pensó que durante años suhija la había puesto entre la espada y la pared. Cada vez, ella había claudicado,incluso cuando Hope no era consciente de ello. Hizo una mueca y se cruzó debrazos, enfurruñada. Reflexionó un momento y luego se levantó del sillón.

—Creo que te equivocas conmigo —dijo—. Y tú —miró a Sally— tal vez teequivocas con Ashley. —Sacudió la cabeza—. Las dos somos perfectamentecapaces de asumir cualquier riesgo. Pero este es solo el primer paso, y si

necesitáis que nos ausentemos en este momento, lo haremos. Pero no serásiempre así. —Se volvió hacia Ashley—. Vamos, querida, subamos al piso dearriba y confiemos en que estos comprendan la tontería que es excluirnos.

Extendió la mano y cogió a Ashley, que medio se había levantado de suasiento.

—No me gusta esto —refunfuñó—. No creo que sea justo. Ni adecuado.Pero siguió a Catherine escaleras arriba.Los otros permanecieron en silencio viéndolas marchar.—Gracias, Hope —dijo Sally—. Ha sido un movimiento muy inteligente.—Esto no es el ajedrez —respondió Hope.—Sí que lo es —dijo Scott—. O al menos está a punto de serlo.

Tardaron un poco en repartir las tareas iniciales. A partir de los datos básicoscontenidos en el informe redactado por Murphy, Scott tendría que indagar en elpasado de O’Connell. Ver su casa, investigar dónde había crecido, descubrir loque pudiera sobre su familia, su historial laboral y su educación. A él lecorrespondería, pues, evaluar a quién se enfrentaban realmente. Sally dedicaríael fin de semana a examinar el caso con un enfoque jurídico. Todavía no sabíanqué delito querían achacarle a Michael O’Connell, aunque desde luego tendríaque ser grave. Evitaron la palabra « asesinato» durante la conversación, peroacechaba en todo lo que hablaron.

Crear un delito a partir de la nada requiere planificación, y esa era tarea deSally. Tenía que asegurarse no solo de que fuera grave, sino también fácil dedemostrar para un fiscal. Y que llevara eficazmente a la detención de O’Connelly fuera difícil de negociar con la fiscalía. Tenía que ser un delito del que nopudiera librarse ofreciendo su colaboración denunciando a otros culpables. Debíacometerlo absolutamente solo. Y Sally tenía que decidir qué pruebas necesitaríael estado para obtener una sentencia de culpabilidad más allá de toda dudarazonable.

A Hope, la única de los tres a quien O’Connell tal vez no reconocería aprimera vista, se le asignó la misión de encontrarlo y vigilarlo. Tenía que recabarinformación sobre su vida diaria.

Era difícil ver quién se enfrentaba al peligro may or. Probablemente Hope,pensó Sally, porque estaría físicamente cerca de O’Connell. Pero Sally sabía que,en cuanto abriera sus libros de leyes, sería culpable de simulación de un delito. YScott iba a dedicarse a lo más incierto, porque no había manera de saber quéencontraría cuando mencionara el nombre de Michael O’Connell en su ciudadnatal.

Finalmente, se decidió que Catherine y Ashley se quedarían en la casa.Catherine, que todavía lamentaba no haberle disparado a O’Connell cuando tuvo

la oportunidad, se encargaría de diseñar algún tipo de sistema protector, por si O’Connell volvía a presentarse.

Ese era el mayor temor de Sally : que antes de que ellos tuvieran unaoportunidad de actuar, lo hiciera él. No mencionó a Hope y a Scott que enrealidad se trataba de una carrera contra el tiempo; simplemente dio por sentadoque ellos también lo estaban pensando.

*

Ella me miró como si esperase que dijera algo, pero, como permanecícallado, preguntó:

—¿Has pensando mucho en el « crimen perfecto» ? Últimamente y o hededicado tiempo a considerar algunas preguntas. ¿Qué está bien, qué está mal?¿Qué es justo, qué injusto? Y he llegado a considerar que el crimen perfecto, elverdaderamente perfecto, no es solo aquel del que uno se libra, sino el queproduce algún cambio psicológico profundo. Una experiencia que altera la vida.

—¿Robar un Rembrandt del Louvre no cuenta?—No. Eso simplemente te hace rico. Y no te convierte en otra cosa que en un

ladrón de arte. No es muy distinto de quien empuña una pistola para atracar unatienda. El crimen perfecto, quizás el crimen ideal, es algo que existe en más deun plano moral. Endereza algún error y hace justicia. Da una oportunidad deenmendar algo.

Me acomodé en el asiento. Tenía docenas de preguntas, pero preferí dejarlahablar.

—Y algo más —añadió fríamente.—¿Qué?—El crimen devuelve la inocencia.—Ashley, ¿verdad?Ella sonrió.—Por supuesto.

34La mujer que amaba los gatos

El partido de semifinales se decidiría con una tanda de penales.« El deporte diseña finales crueles —pensó Hope—, pero este es uno de los

más duros» . Su equipo había sido vapuleado, pero había sacado fuerzas deflaqueza para aguantar. Las chicas estaban agotadas. Todas estaban empapadasde sudor y tierra, y más de una tenía las rodillas ensangrentadas. La porteracaminaba nerviosa de un lado a otro, separada de las demás. Hope pensó enacercarse para darle algunas indicaciones, pero sabía que en aquel momento sujugadora tenía que estar sola, y que si ella no había sabido prepararla bien en losentrenamientos previos, entonces nada de lo que pudiera añadir ahora serviría.

La suerte no la acompañó. La quinta jugadora encargada de lanzar el penalti,la capitana, toda fuerza y tesón, que nunca había fallado una falta máxima encuatro años de juego, lanzó el balón contra el poste, y así finalizó la temporadadel equipo. Tan fulminantemente como un ataque de corazón. Las chicas del otroequipo saltaron de alegría y corrieron a abrazar a su portera, que no había tocadoni una vez el balón durante la tanda de penaltis. Hope vio que su jugadora caía derodillas al campo embarrado, se llevaba las manos a la cara y rompía a llorar.Las otras chicas estaban igualmente aturdidas. Hope también flaqueó, peroconsiguió decirles:

—No la dejéis sola. Se gana como equipo y se pierde como equipo. Id yrecordádselo.

Las chicas echaron a correr —a saber de dónde sacaban la energía— haciasu capitana. Hope se sintió muy orgullosa de todas ellas. « Ganar saca lafelicidad, pero perder saca el carácter» , pensó. Las vio reunirse como una piñay recordó que le esperaba librar otra batalla en los días venideros. Se estremecióde frío; el invierno ya había llegado. Aquel partido había acabado. Ahora llegabael momento de jugar otro.

Aunque no lo sabía, el sitio donde Hope aparcó era el mismo que Murphyhabía elegido para vigilar el edificio de O’Connell. Se reclinó en el asiento y seencasquetó un poco más el gorro de lana. Luego se ajustó unas gafas de sol.Hope no estaba segura de que O’Connell no la hubiera visto nunca; antes bien,creía que los había vigilado a todos ellos, lo mismo que ella estaba haciendo enese momento. Llevaba vaqueros y una vieja sudadera. Hope podía sacarlequince años a la mayoría de los estudiantes de la zona, pero podía parecer lobastante joven para ser una de ellos. Había escogido la ropa con la idea defundirse con las calles de Boston, como un camaleón que adopta el tono y colordel entorno, y volverse invisible.

Dedujo que, si se quedaba quieta en el coche, después de unos minutos él lalocalizaría.

« Da por hecho que lo sabe todo —se recordó—. Da por hecho que sabe quéaspecto tienes y ha memorizado cada detalle de tu vieja furgoneta, incluida lamatrícula» .

Hope permaneció quieta en el asiento, hasta que imaginó que parecía tanobvia que llevar gafas sería irrelevante. Miró el informe de Murphy y echó otrolargo vistazo a la foto adjunta de O’Connell, preguntándose si lograríareconocerlo. Sin saber qué más hacer, decidió apearse.

Dirigió una mirada a hurtadillas hacia el edificio de O’Connell, deseando queoscureciera lo suficiente para verlo encender la luz de su apartamento, y depronto pensó que él podía estar observándola en ese mismo instante. Se dio lavuelta y caminó rápidamente hacia el final de la manzana, imaginando un par deojos clavados en su espalda. Giró en la esquina y se detuvo. Su misión era vigilarsu apartamento, ¿y lo primero que hacía era alejarse de allí?

Inspiró hondo y se sintió una inepta.« No te comportes como una chavala asustadiza —se dijo—. Vuelve,

encuentra un sitio en un callejón o detrás de un árbol y espera a que salga. Tentanta paciencia como tiene él» .

Sacudió la cabeza y regresó, escrutando la manzana en busca de un sitiodonde ocultarse, cuando vio a O’Connell salir del edificio. Parecía despreocupadoy sonriente, rezumando una felicidad y una maldad que la enfureció. ¿Acaso seestaba burlando de ella? Pero no podía saber que ella se encontraba allí. Se pusocontra una pared, evitando el contacto visual. Entonces vio a una ancianacaminar manzana abajo, por la misma acera que O’Connell. En cuanto la divisó,él arrugó el entrecejo. La expresión de su rostro asustó a Hope; era como si O’Connell se hubiera transformado en una fracción de segundo, pasando deaquella despreocupación descarada a una furia repentina.

La anciana parecía la encarnación de la más absoluta indefensión. Se movíacon achacosa lentitud. Era baja, rechoncha y llevaba una raída rebeca negra yun sombrerito de lana multicolor. Cargaba con bolsas repletas de unsupermercado. Sin embargo, los ojos de la anciana destellaron al divisar a O’Connell, y vaciló intentando cerrarle el paso.

Hope se escudó tras un árbol de la estrecha calle para ver cómo O’Connell yla anciana se enfrentaban.

La mujer alzó una mano trabajosamente, sujetando la bolsa de la compra, yagitó un dedo en su dirección.

—¡Te conozco! —le espetó—. ¡Sé lo que estás haciendo!—No sabe una mierda sobre mí —replicó él, alzando también la voz.—Sé que te metes con mis gatos —continuó la anciana—. Sé que me los

robas. ¡O algo peor! ¡Eres un joven malvado y desagradable, y deberíadenunciarte a la policía!

—No les he hecho nada a sus malditos gatos. Tal vez han encontrado a otra

vieja loca que les dé de comer. Seguro que no les gusta la comida que usted lesdeja. O han encontrado mejor alojamiento en otro sitio, vieja bruja. Ahoradéjeme en paz y tenga cuidado no vaya a ser que llame al ay untamiento, porqueseguro que cogerán a todos esos malditos gatos y los matarán.

—Eres cruel y despiadado —dijo la anciana, envarada.—Apártese de mi camino y muérase —le espetó O’Connell, mientras la

empujaba y continuaba calle abajo.—¡Sé lo que haces! —repitió la anciana, gritando a su espalda.O’Connell se volvió.—¿De veras? —respondió fríamente—. Bueno, sea lo que sea que crea que

hago, tiene suerte de que no decida hacérselo a usted.Hope vio que la anciana se quedaba boquiabierta y daba un paso atrás, como

espantada. O’Connell volvió a sonreír, satisfecho, giró sobre los talones y echó aandar calle abajo. Hope no sabía adónde se dirigía, pero sí que debía seguirlo.Cuando miró a la anciana, todavía inmóvil en la acera, tuvo una idea. Vio cómo O’Connell doblaba la esquina y corrió hacia la mujer.

—Perdón, señora —dijo con tono amable.La mujer se volvió hacia ella.—¿Sí? —dijo con cautela.—Lo siento. Estaba al otro lado de la calle y no pude evitar oír las palabras

que tuvo con ese joven… Me pareció muy desagradable e irrespetuoso.La anciana se encogió de hombros, todavía recelosa de Hope.Esta respiró hondo y dijo:—Mi gato. Un animal de colores preciosos, con las patas delanteras blancas…

Se llama Calcetines, ¿sabe?, y desapareció hace un par de días. Se ha perdido yno sé qué hacer. Vivo a un par de manzanas de aquí… —Señaló hacia el centrode Boston—. ¿No lo habrá visto por casualidad?

En realidad, a Hope no le gustaban los gatos. La hacían estornudar y no leagradaba la forma en que la miraban.

—Es una monería, y no es propio de él estar fuera tanto tiempo —añadió. Lasmentiras le salían con naturalidad.

—No lo sé —dijo la vieja—. Hay un par de gatos multicolores entre los míos,pero no recuerdo a ninguno nuevo. Pero claro… —Desvió la mirada hacia laesquina donde había girado O’Connell. Siseó, casi igual que un felino—. No puedoestar segura de que él no haya hecho algo malo.

Hope adoptó una expresión dolida.—¿No le gustan los gatos? ¿Qué clase de persona…?No necesitó terminar. La anciana dio un paso atrás y miró a Hope de arriba a

abajo, midiéndola.—¿Le apetece pasar a tomar una taza de té y conocer a mis niños?Hope asintió y extendió la mano para ayudarla con las bolsas. « Perfecto» ,

pensó. Era como ser invitada a apostarse junto a la guarida del dragón.

Scott suspiró y contempló la desvaída escuela de ladrillo y cemento. Supusoque la misma persona que la había diseñado probablemente diseñaba tambiénprisiones. Una fila de autobuses escolares amarillos aparcados delante, con losmotores en marcha, llenaban el aire de olor a gasoil. La gastada banderaamericana se había enroscado en torno al mástil, enredándose con la bandera delestado de New Hampshire. Ambas se agitaban grotescamente con la cortantebrisa. A un lado había una verja oxidada. Un cartel anunciaba: « ¡Adelante,Warriors!» y « Exámenes de selectibidad. Apúntate ahora» . Nadie parecíahaber advertido la falta de ortografía.

También Scott llevaba una copia del informe de Murphy. Tan solo esbozabalas líneas maestras del pasado de O’Connell, y Scott estaba decidido a darsustancia a aquellos pocos datos. El instituto al que O’Connell había asistido era unbuen lugar para empezar.

Había pasado una mañana deprimente observando el barrio donde habíacrecido O’Connell. La zona costera de New Hampshire es un lugar decontradicciones; el océano Atlántico le proporciona gran belleza, pero debido alas industrias instaladas junto a la desembocadura del río Merrimack eramonótona y sin alma, todo chimeneas humeantes y líneas férreas, almacenes yfábricas apestosas que trabajaban contrarreloj . Era como mirar a una strippervieja desnudándose en un club de mala muerte a mediodía.

Gran parte de la zona estaba destinada a astilleros de grandes barcos.Enormes grúas capaces de trasladar toneladas de acero se recortaban contra elcielo gris. Era el tipo de lugar donde la gente lleva todo el día casco, mono ybotas gruesas.

Gélido en invierno y caluroso en verano, en aquel lugar los trabajadores eranrecios y fuertes, tan esenciales como el pesado equipo que manejaban. Era untrabajo en que la dureza se valoraba por encima de todo.

Scott se sentía fuera de lugar. Sentado en su coche, viendo a los enjambres deescolares salir de clase, le pareció que procedía de otro país. Vivía en un mundodonde su trabajo era empujar a los estudiantes hacia todas las trampas del éxitoque tanto se promocionan en Norteamérica: grandes coches, grandes cuentasbancarias, grandes casas. Aquellos adolescentes a los que veía dirigirse a losautobuses tenían sueños menos ambiciosos, y lo más probable era que acabaranen una fábrica, trabajando largas horas y fichando en un reloj .

« Si y o viviera aquí, haría cualquier cosa por salir» , pensó.Cuando los autobuses empezaron a marcharse, se apeó y se dirigió a la

entrada del colegio. Un guardia de seguridad le indicó la oficina principal. Habíavarias secretarias tras un mostrador. Más allá vio al director regañando a una

estudiante de pelo de punta teñido de púrpura, chaqueta de cuero negro y aros enorejas y cejas.

—¿Puedo ay udarle? —preguntó una joven.—Eso espero. Me llamo Johnson. Trabajo para Ray theon, ya sabe, de la zona

de Boston. Se trata de un joven que ha solicitado un puesto en nuestra empresa.Su curriculum dice que se graduó en este instituto hace diez años. Verá, tenemosalgunos contratos gubernamentales, así que hemos de comprobar las cosas.

La secretaria se volvió hacia el ordenador.—¿El nombre?—Michael O’Connell.Pulsó algunas teclas.—Graduado, curso de mil novecientos noventa y cinco.—¿Algún dato más que pueda ampliarnos su perfil?—No puedo proporcionar notas ni otros archivos sin autorización.—Entiendo —dijo Scott—. Bien, gracias.Mientras la joven cerraba el archivo consultado, Scott advirtió que una mujer

mayor, que acababa de salir del despacho del subdirector justo cuando élpronunciaba el nombre de O’Connell, lo miraba. Pareció vacilar, hasta que alfinal se acercó a él.

—Yo lo conozco —dijo—. ¿Qué trabajo piensan darle?—Programación informática, bases de datos. Esa clase de cosas. No es un

puesto de confianza, pero, como parte de la información está conectada concontratos del Pentágono, tenemos que hacer comprobaciones rutinarias sobre lossolicitantes.

Ella sacudió la cabeza, sorprendida.—Me alegra oír que se ha enderezado. Ray theon. Es una gran corporación.—¿Acaso estaba… torcido? —preguntó Scott.La mujer sonrió.—Podría decirse así.—Bueno, y a sabe, todo el mundo ha tenido algún problema en el instituto. No

damos mucha importancia a las cosas de adolescentes. Pero tenemos que estaratentos por si se trata de algo más serio.

La mujer volvió a asentir.—Sí. Cosas sin importancia. —Vaciló—. No sé qué decir. Sobre todo si se ha

enmendado. No quisiera arruinar sus posibilidades.—Sería una ay uda, la verdad.La mujer se decidió.—Era mala persona cuando estuvo aquí.—¿Y eso?—Era mucho más listo que la may oría, pero problemático. Siempre pensé

que era un chico muy raro. Ya sabe, reservado pero como planeando algo. Había

algo inquietante en él. Si se le metía en la cabeza que eras un problema o teinterponías en su camino, o si él quería algo contra viento y marea… Si seinteresaba en una asignatura, entonces sacaba sobresaliente. Si no le caía bien unprofesor, entonces pasaban cosas extrañas. Cosas malas. Como el coche delprofesor lleno de abolladuras. O su archivo de notas que se perdía. O un falsoinforme policial sugiriendo algún tipo de conducta ilegal por parte del profesor.Siempre parecía relacionado de algún modo, pero nunca estaba lo bastante cercapara que nadie pudiera demostrar nada. Me sentí liberada cuando dejó esteinstituto.

Scott asintió.—¿Por qué…? —empezó a preguntar, pero la mujer añadió:—Si usted hubiera crecido en esa familia, también le pasaría algo raro.—¿Dónde…?—No debería —dijo ella, y cogió un papel y anotó una dirección—. No sé si

siguen viviendo allí.Scott cogió el papel.—¿Cómo es que lo recuerda tanto? —preguntó—. Han pasado diez años.Ella sonrió.—Llevo todo este tiempo esperando que alguien viniera a hacer preguntas

sobre Michael O’Connell. Nunca pensé que fuera para ofrecerle un trabajo.Calculaba que sería la policía.

—Parece muy segura.La mujer sonrió.—Fui profesora suy a. Lengua Inglesa en undécimo curso. Y dejó su huella. A

lo largo de los años, ha habido una docena que nunca se olvidan. La mitad porbuenos motivos, la otra mitad por malos. ¿Trabajará en una oficina con mujeresjóvenes?

—Sí. ¿Por qué?—Siempre lograba que las chicas se sintieran incómodas, y al mismo tiempo

atraídas por él. Nunca comprendí la razón. ¿Por qué sentirte atraída por alguienque sabes que te causará problemas?

—No lo sé. ¿Tal vez debería hablar con alguna de ellas?—Claro. Pero, después de todo este tiempo, ¿quién sabe dónde encontrarlas?

De todas maneras, dudo que pueda dar con mucha gente dispuesta a hablar sobreMichael O’Connell. Como dije, dejó su huella.

—¿Su familia?—Esa es su dirección. No sé si su padre todavía vive allí. Puede comprobarlo.—¿Madre?—Desapareció hace años. Nunca me enteré de la historia completa, pero…—Pero ¿qué?La mujer se enderezó bruscamente.

—Tengo entendido que murió cuando él era pequeño, de diez o trece años.Creo que y a he dicho demasiado. No necesita mi nombre, ¿verdad?

Scott negó con la cabeza. Había oído lo que necesitaba.

—¿Earl Grey, querida? ¿Con un poco de leche?—Eso estaría bien —respondió Hope—. Gracias, señora Abramowicz.—Por favor, querida, llámame Hilda.—Bien, Hilda, es usted muy amable.—Vuelvo en un minuto —dijo la anciana al oír silbar la tetera.Hope miró alrededor. Había un crucifijo en la pared, junto a un colorido

cuadro de la Ultima Cena rodeado de viejas fotos en blanco y negro: hombrescon cuello duro y mujeres con encajes, un paisaje de calles empedradas y unaiglesia con una torre puntiaguda. Hope pensó: viejos parientes en un país europeono visitado desde hacía décadas. Era como empapelar las paredes confantasmas. Siguió investigando la historia de la anciana: pintura descascarilladacerca del alféizar, diversos envases de medicinas, montones de revistas yperiódicos, un televisor de al menos quince años de antigüedad delante de unraído sillón tapizado de rojo. Todo hablaba de soledad.

Había un único dormitorio. Junto al sillón vio una cesta con agujas de punto.El apartamento olía a rancio y a gatos. Había ocho o más encarados al sillón, elalféizar y junto al radiador. Más de uno acudió a frotarse contra Hope. Supusoque había más en el dormitorio.

Inspiró hondo y se preguntó cómo la gente podía acabar tan sola.La señora Abramowicz regresó con dos tazas de humeante té. Sonrió al

colectivo gatuno, cuy os miembros empezaron a frotarse contra ella.—Todavía no es la cena, encantos. Dentro de un minuto. Dejad que mamá

charle un poquito con su visita. —Se volvió hacia Hope—. No ve a su Calcetines,¿verdad?

—No —respondió ella impostando un tono triste—. Y tampoco lo vi en elpasillo.

—Intento mantener a mis pequeños fuera del pasillo. No puedo estar encimatodo el tiempo, porque les gusta ir y venir, así son los gatos, ya sabe, querida.Pero creo que él les está haciendo algo muy malo.

—¿Qué le hace pensar…?—Él no lo sabe, pero los reconozco a todos. Y cada pocos días echo en falta

uno. Me gustaría llamar a la policía, pero él tiene razón. Probablemente se losllevarían a todos, y y o no podría soportarlo. Es un hombre malo; ojalá semudara. Nunca debería…

Se detuvo, y Hope se inclinó hacia delante. La anciana suspiró, y miróalrededor.

—Me temo, querida, que si su pequeño Calcetines vino de visita, entonces esehombre malvado puede haberlo cogido. O lastimado.

Hope asintió.—Parece terrible.—Lo es —dijo la señora Abramowicz—. Me da miedo y normalmente no

hablo con él, excepto cuando discutimos, como hoy. Creo que también le damiedo a la otra gente que vive aquí, pero no dicen nada. ¿Qué podríamos hacer?Paga el alquiler puntualmente, no arma jaleo y no trae gente extraña al edificio,y eso es lo único que preocupa a los propietarios.

Hope sorbió el té dulzón.—Ojalá pudiera estar segura —dijo—. Sobre Calcetines, me refiero.La señora Abramowicz se echó hacia atrás.—Hay una manera de que pueda estarlo —dijo lentamente—. Y podría

ayudar a responder a alguna de mis preguntas también. Soy vieja y he perdidofuerzas. Y me da miedo, pero no tengo ningún otro sitio al que ir. Pero usted,querida, parece mucho más fuerte que yo. Más fuerte de lo que yo era cuandotenía su edad. Y apuesto a que no se asusta de nada.

—Sí —dijo Hope.La anciana sonrió de nuevo, casi con timidez.—En vida de mi marido nuestro apartamento era más grande. De hecho,

incluía el espacio que ahora ocupa ese O’Connell. Teníamos dos dormitorios yuna salita, un estudio y un comedor formal, todo este extremo del edificio. Perodespués de que mi Alfred muriera lo dividieron. Convirtieron nuestro granapartamento en tres. Pero fueron perezosos.

—¿Perezosos?La señora Abramowicz bebió otro sorbo de infusión. Hope vio sus ojos

destellar con ira inesperada.—Sí. Perezosos. ¿No cree que es de perezosos no molestarse en cambiar la

cerradura de las puertas de los nuevos apartamentos? Los apartamentos que unavez fueron mi apartamento.

Hope asintió, súbitamente tensa.—Quiero saber qué les ha hecho a mis gatos ese malnacido —añadió la

anciana con voz grave. Y entornó los ojos. Hope advirtió que había algo deformidable en la anciana—. E imagino que usted quiere saber lo que le ha pasadoa Calcetines. Solo hay una manera de asegurarse, y es echar un vistazo ahídentro.

Se inclinó y acercó el rostro a un palmo del de Hope.—Él no lo sabe —susurró—, pero tengo la llave de su puerta.

*

—Bien —dijo ella mientras una sombra se deslizaba sobre su rostro—. ¿Vesahora lo que estaba en juego?

Cualquier periodista sabe que hay una seducción necesaria entreentrevistador y entrevistado. O tal vez es saber instintivamente cómo sonsacar auna fuente la historia más difícil. De todas formas, yo sabía que ella llevaba labatuta, lo había hecho desde el principio. Nuestras reuniones eran una entregasecreta de información, pero al contar la historia yo la utilizaría a ella tanto comoella me utilizaba a mí.

Hizo una pausa antes de decir:—¿Cuántas veces oyes entre tus amigos de mediana edad el deseo de

cambiar las cosas? ¿De ser algo distinto de lo que son? Quieren que suceda algoque vuelva sus vidas patas arriba, para no tener que enfrentarse a las aburridas ymortales rutinas cotidianas.

—Bastante a menudo —respondí.—Pero la mayoría de la gente miente cuando dice que quiere un cambio,

porque el cambio es demasiado aterrador. Lo que realmente quieren esrecuperar la juventud. Cuando se es joven, todas las decisiones son aventuras.Solo cuando llegamos a la madurez empezamos a dudar de nuestras decisiones.Nos fijamos un camino, así que tenemos que recorrerlo, ¿no? Y todo se vuelveproblemático: no ganamos la lotería. En cambio, el jefe nos llama paraentregarnos el finiquito. Tras veinte años de matrimonio, él o ella anuncia: « Heconocido a una nueva persona y te dejo» . El médico mira los resultados de losanálisis con ceño y dice: « Estos porcentajes me dan mala espina. Haremos unaspruebas adicionales» .

—¿Scott y Sally ?—Para ellos, O’Connell había creado ese momento. O tal vez ese momento

se acercaba rápidamente. ¿Podrían proteger a Ashley?De repente se llevó la mano a los labios y soltó un largo suspiro. Tardó un

segundo en recuperar la compostura.—Aunque nadie lo había expresado todavía, todos sabían que lo que

esperaban conseguir tendría un precio muy alto.

35Una sola bota

Nerviosa, Hope estaba ante la puerta de O’Connell llave en mano. Tras ella,la señora Abramowicz estaba asomada a su propia puerta, con los gatosarremolinados en torno a sus pies. Gesticuló ansiosamente para que Hopecontinuara.

—Yo vigilaré. No pasará nada. Pero dese prisa —susurró la anciana.Hope inspiró hondo y encajó la llave en la cerradura. No estaba segura de lo

que hacía ni de qué buscaba, y tampoco sabía exactamente qué esperabadescubrir. Pero mientras giraba la llave con un leve chasquido, imaginó a O’Connell regresando a su apartamento. Pudo sentir su aliento tras la oreja,imaginó el siseo de su voz. Apretó los dientes y se dijo que lucharía con fuerza,llegado el caso.

—Rápido, querida —la apremió la señora Abramowicz—. Descubra qué lesha hecho a mis gatos.

Hope abrió la puerta y entró.No supo si cerrarla o dejarla entornada. « ¿Y ahora qué? —pensó—. Si

vuelve, estaré atrapada aquí. No hay puerta trasera ni escalera de incendios. Nohay forma de huir» . Cerró la puerta casi del todo. Al menos contaba con que laseñora Abramowicz la advirtiera si veía entrar a O’Connell, si la anciana eracapaz de advertirla.

Observó el apartamento. Todo estaba sucio y descuidado. A O’Connell no leimportaba su entorno inmediato. No había pósters en las paredes, ni plantas en laventana, ni una alfombra de colores vivos. Tampoco había televisor ni aparato demúsica. Solo algunos libros de informática en un rincón. El apartamento eradecrépito y austero: el refugio de un monje. Esto inquietó a Hope; la constataciónde que toda la vida de Michael O’Connell discurría en su mente perversa. Vivíaen un lugar diferente de donde dormía.

Hizo acopio de valor y se dijo: « Memoriza y recuérdalo todo» .Sacó un papel y cogió un bolígrafo. Dibujó un burdo esbozo del apartamento

y luego se volvió hacia la mesa. Era de madera barata y estaba apoyada en dosarchivadores de metal negros. Había una única silla, colocada delante de unordenador portátil. El ambiente tenía una simplicidad total: pudo imaginar a O’Connell sentado ante la pantalla, su frío resplandor bañándole el rostroconcentrado. El ordenador parecía nuevo. Estaba abierto y el piloto ámbarencendido.

Hope prestó atención a algún sonido procedente del pasillo y luego se sentódelante del ordenador. Anotó la marca y el modelo. Luego contempló la pantallanegra. Como un operario que busca un cable expuesto, tocó el ratón. La máquinazumbó y la pantalla destelló al cobrar vida.

Hope se quedó de una pieza: el salvapantallas era una foto de Ashley.Estaba un poco desenfocada, y parecía tomada deprisa a pocos metros de

distancia. La mostraba en el acto de girarse con gesto de sorpresa. Su expresiónreflejaba miedo.

Hope la contempló y oyó su propia respiración entrecortada. Aquella foto ledijo varias cosas, ninguna de ellas buena. Le dijo que O’Connell adoraba esemomento en que Ashley, pillada desprevenida, mostraba miedo.

Era amor, pensó. De la peor clase.Mordiéndose el labio, movió el cursor hasta « Mis documentos» e hizo clic.

Había cuatro carpetas: « Ashley amor» , « Ashley odio» , « Ashley familia» y« Ashley futuro» .

Hizo clic en la primera y salió un recuadro: « Introducir contraseña» . Abrió« Ashley odio» . Igual que la anterior.

Sacudió la cabeza. Pensó que podría encontrar la contraseña si seconcentraba, pero le preocupaba el tiempo que llevaba allí. Cerró todo y dejó elordenador tal como estaba. Luego abrió los archivadores, que estaban vacíosaparte de algunos lápices y papeles de impresora.

Cuando se levantó, se sintió un poco mareada. « Deprisa —se dijo—. Estásforzando tu suerte» . Miró alrededor y decidió echar un vistazo al dormitorio.

La habitación olía a sudor y descuido. Rebuscó un poco en una cómodadesvencijada. Había un colchón en un somier, con un revoltijo de sábanas ymantas encima. Se agachó y miró bajo la cama. Nada. Se volvió hacia elarmario. Contenía unas chaquetas y camisas, una única chaqueta negra cruzada,dos corbatas, una camisa de vestir y unos pantalones grises. Nada fuera de locomún. Estaba a punto de volverse cuando vio en un rincón una única bota detrabajo, con un calcetín de deporte gris manchado de tierra encima. Estabaparcialmente cubierta por un montón de prendas sudadas.

Una única bota.Buscó la pareja, sin éxito.Se quedó inmóvil, mirando la bota como si pudiera decirle algo. Luego se

inclinó, extendió la mano hasta el fondo y apartó las ropas para apoderarse de labota. Era pesada y pensó que tenía algo dentro. Como un cirujano que retira untrozo de piel, quitó el calcetín y echó un vistazo al interior.

Gimió.Dentro de la bota había una pistola.Fue a cogerla, pero se dijo: « No la toques» . No supo por qué.Una parte de ella quiso cogerla, robarla, quitársela a O’Connell. « ¿Es esta la

pistola que usará para matar a Ashley?» .Se sintió atrapada, como si la retuvieran bajo el agua. Sabía que si cogía el

arma O’Connell sabría que uno de ellos había estado allí. Y reaccionaría, tal vezde manera violenta. Tal vez tenía otra arma en alguna parte. Tal vez, tal vez.

Dudas y cuestiones se debatían en su interior. Deseó que hubiera algún modo devolver estéril el arma, como quitarle el percutor. Lo había leído una vez en unanovela policíaca, pero no sabía cómo hacerlo. Y llevarse las balas sería inútil. Élsabría que alguien había estado allí, y simplemente las sustituiría.

Miró la pistola. En un lado del cañón vio la marca y el calibre: 25.Sin saber si era lo adecuado, devolvió la bota al rincón del armario y luego

puso las ropas exactamente como estaban antes.Quiso correr. ¿Cuánto tiempo llevaba en el apartamento? ¿Cinco minutos?

¿Media hora? Le pareció oír pasos, voces. « ¡Márchate y a!» , se ordenó.Se incorporó, dejó atrás el cuarto de baño y fue a la pequeña cocina. « Los

gatos» , recordó. La señora Abramowicz esperaba esa información.No había mesa, solo un frigorífico, una cocina pequeña de cuatro

quemadores y un par de estantes llenos de sopas en lata y preparados. No habíacomida para gatos, ni raticida para mezclar en una comida letal. Abrió elfrigorífico. Algunos embutidos y un par de cervezas eran todo lo que O’Connellguardaba dentro. Cerró la puerta y entonces, casi por instinto, abrió elcongelador, esperando ver un par de pizzas congeladas.

Lo que vio fue un mazazo y apenas pudo sofocar un grito.Los cadáveres congelados de varios gatos la miraron sin verla. Uno de ellos

tenía los dientes expuestos, como una gárgola, en una mueca aterradora.El pánico se apoderó de Hope. Dio un paso atrás, la mano sobre la boca, el

corazón desbocado, sintiendo náuseas y mareo. Necesitaba gritar, pero tenía lagarganta atenazada. Cada fibra de su ser le decía que huyera, que saliera de allípara no regresar nunca. Trató de calmarse, pero era una batalla perdida. Cerró elcongelador con mano temblorosa.

En el pasillo oyó de pronto un siseo.—¡Rápido, querida! ¡Alguien sube en el ascensor!Hope corrió hacia la puerta.—¡Aprisa! —susurraba la señora Abramowicz—. ¡Aprisa!La anciana estaba en la puerta de su apartamento cuando Hope salió al

pasillo. Vio el indicador del ascensor que empezaba a subir, y cerró la puerta de O’Connell. Tanteó con la llave y estuvo a punto de dejarla caer al tratar deencajarla en la cerradura.

La señora Abramowicz retrocedió para dejarle espacio. Los gatos a sus piesse movían inquietos, como si hubieran captado el miedo en la voz de la anciana.

—¡Deprisa, deprisa!La anciana había desaparecido en su apartamento, dejando la puerta apenas

entornada. La llave por fin giró y Hope se volvió hacia el ascensor. Lo vio llegara la planta.

Se quedó petrificada.El ascensor pareció detenerse, pero siguió hacia arriba.

Los oídos le zumbaban y cada sonido parecía lejano, como un eco en undesfiladero. Se evaluó el corazón, los pulmones y la mente, tratando de ver quéfuncionaba todavía y qué estaba paralizado por el miedo.

La señora Abramowicz abrió un poco más la puerta y asomó la cabeza alpasillo.

—Falsa alarma, querida —suspiró—. ¿Has averiguado qué les pasó a misgatos?

Hope inhaló hondo para calmarse.—No —mintió—. Ni rastro de ellos. —Vio decepción en los ojos de la

anciana—. Creo que debería marcharme ya —añadió, y se guardó la llave delapartamento de O’Connell en el bolsillo de la chaqueta mientras se volvíarápidamente hacia las escaleras. Esperar el ascensor requeriría una sangre fríaque y a no tenía.

Hope bajó corriendo, con un nudo en la boca del estómago. Necesitaba salirde allí. De pronto vio una silueta en el portal, acechando en la oscuridad ante ella.Casi se quedó petrificada de terror, pero eran dos inquilinos que entraban. Pasóentre ellos, salió a la fría noche y agradeció la oscuridad.

—¡Eh! —protestó uno de ellos, pero ella prosiguió sin mirar atrás.Casi tropezó al bajar los escalones y finalmente se dirigió a su coche, las

llaves temblándole en las manos. Subió bruscamente y una voz interior le gritó:« ¡Huy e! ¡Escapa ahora!» . Estaba a punto de arrancar cuando de nuevo sequedó petrificada.

Michael O’Connell venía por la acera opuesta.Lo observó detenerse ante el edificio, sacar las llaves del bolsillo y, sin mirar

en su dirección, subir los escalones y entrar. Hope esperó y unos instantesdespués vio encenderse las luces en el apartamento.

Temió que de algún modo él supiera que ella había estado allí. Que hubieramovido algo, dejado alguna cosa fuera de su sitio. Puso el coche en marcha y sinmirar atrás condujo hasta la esquina, luego giró y continuó por una amplia calle alo largo de varias manzanas, hasta que vio un sitio a la izquierda donde aparcar.Lo hizo y pensó: « ¿Cuánto ha sido? ¿Tres minutos? ¿Cuatro? ¿Cinco?» . ¿Cuántosminutos habían transcurrido entre su salida y el regreso de O’Connell?

El estómago se le tensó, y la náusea del miedo finalmente la venció. Abrió lapuerta y vomitó en la acera todo el té Earl Grey de la señora Abramowicz.

Scott empezó temprano a la mañana siguiente. Se despertó en su hotel baratoantes del amanecer, y condujo bajo la mortecina luz de noviembre hasta unlugar frente a la casa donde había crecido Michael O’Connell. Apagó el motor ypermaneció en el coche, esperando, sintiendo los primeros atisbos del inviernocolarse en el interior. Era una calle triste, un poco mejor que un camping de

caravanas, pero no demasiado. Todas las casas ofrecían un aspecto paupérrimo ynecesitaban reparación. La pintura se desconchaba y los canalillos se habíansoltado de los tejados, había juguetes rotos, coches abandonados y vehículos parala nieve desmantelados ensuciando más de un patio. Las puertas mosquiteras seagitaban con el viento. Más de una ventana estaba remendada con láminas deplástico grueso. Parecía un lugar dejado de la mano de Dios. Un sitio para whiskybarato y latas de cerveza, billetes de lotería y sueños moteros, tatuajes yborracheras de sábado por la noche.

Los adolescentes se preocupaban probablemente por los embarazos y elhockey a partes iguales, y las personas may ores se consumirían preguntándose sisus pequeñas pensiones los salvarían de la beneficencia. Era uno de los lugaresmenos acogedores que había visto Scott.

Como en el instituto la tarde anterior, se sabía completamente fuera de lugar.Permaneció en el coche, viendo la corriente matutina de niños hacia los

autobuses escolares y hombres y mujeres al trabajo con la fiambrera bajo elbrazo. Cuando las cosas se calmaron, se apeó. Tenía un fajo de billetes de veintedólares en el bolsillo y calculó que iba a gastar unos pocos esa mañana.

Volviendo la espalda a la casa de O’Connell, Scott se dirigió a la de enfrente.Llamó con los nudillos e ignoró los frenéticos ladridos de un perro. Tras unos

segundos, una voz de mujer le ordenó al perro que se callase, y la puerta seabrió.

—¿Sí? —Tenía más de treinta años y un cigarrillo le colgaba de los labios;vestía una bata rosa con el logotipo de unos grandes almacenes. En una manosujetaba una taza de café y con la otra retenía al perro por el collar—. Lo siento—dijo—. Es muy bueno, pero se asusta de la gente y les salta encima. Mi maridome dice que tengo que adiestrarlo mejor, pero… —Se encogió de hombros.

—No importa —dijo Scott, hablando a través de la mosquitera exterior.—¿En qué puedo ay udarle?—Pertenezco al departamento de libertad condicional de Massachusetts.

Estamos haciendo una comprobación previa a la sentencia sobre alguien acusadopor primera vez. Un tal Michael O’Connell. Solía vivir aquí. ¿Lo conoció usted?

La mujer asintió.—Un poco. No lo he visto desde hace un par de años. ¿Qué ha hecho?Scott lo pensó un segundo antes de contestar.—Es una acusación por robo.—Ha robado algo, ¿eh?« Exacto» , pensó Scott, y dijo:—Eso parece.La mujer hizo una mueca.—Y lo han pillado por tonto, ¿eh? Siempre pensé que haría algo más

inteligente.

—Un tipo listo, ¿eh?—Se hacía el listo. No estoy segura de que lo sea.Él sonrió.—En realidad lo que nos interesa es su historial. Todavía tengo que entrevistar

a su padre, pero, ya sabe, a veces los vecinos…La mujer asintió vigorosamente.—No sé gran cosa. Solo llevamos aquí un par de años. Pero el viejo… bueno,

lleva aquí desde la Edad de Piedra. Y no es demasiado popular.—¿Cómo es eso?—Vive de una pensión. Trabajaba en el astillero de Portsmouth. Tuvo un

accidente hará unos diez años. Dice que se lastimó la espalda. Recibe trescheques todos los meses: de la compañía, del estado y de los federales también.Pero, para ser un tipo incapacitado, parece en buena forma. Hace chapuzasarreglando tejados. Mi marido dice que cobra en negro. Siempre supuse quealgún tipo de Hacienda acabaría por aparecer haciendo preguntas.

—¿Solo por eso tiene mala fama?—Es un borracho cabrón. Y cuando se emborracha, arma jaleo. Grita a viva

voz en mitad de la noche, aunque no tiene a nadie a quien gritarle. A veces sale ydispara una escopeta que guarda en esa leonera que llama casa. Hay chiquilloscerca, pero no le importa. Una vez le pegó un tiro al perro de unos vecinos. No almío, por suerte. Disparó sin ningún motivo, solo porque podía. Es un mal bicho.

—¿Y el hijo?—A ese apenas lo conocí. Pero y a sabe, de tal palo tal astilla.—¿Qué hay de la madre?—Murió hará unos ocho o diez años. Yo no la conocí. Fue un accidente, o eso

dicen. Algunos piensan que se quitó la vida. Otros le echan la culpa al viejo. Lapolicía lo investigó a fondo, pero luego la cosa se enfrió. Tal vez haya algo en losperiódicos de entonces, no lo sé. Sucedió antes de que y o llegara aquí.

El perro ladró una vez más, y Scott retrocedió.—Gracias por su ay uda —dijo—. Y, por favor, que esto sea confidencial. Si

la gente empieza a hablar, puede estropear nuestra investigación…—Ah, claro —dijo la mujer. Empujó al perro con el pie, y le dio una calada

al cigarrillo—. Oiga, ¿no pueden ustedes meter al viejo entre rejas junto con elhijo? Seguro que la vida sería más tranquila por aquí.

Scott pasó el resto de la mañana en el barrio, fingiendo ser distintosinvestigadores. Solo una vez le pidieron que se identificara, pero se libró de esaentrevista rápidamente. No descubrió gran cosa. Parecía que la familia O’Connell era anterior a la may oría de los actuales habitantes, y la malaimpresión que había causado limitaba su contacto con los vecinos. Su falta depopularidad ayudó a Scott en un sentido: la gente estaba dispuesta a hablar. Perosus palabras simplemente reforzaban lo que Scott y a había oído, o suponía.

El viejo O’Connell no salió de su casa en ningún momento. Al lado había unapequeña furgoneta Dodge negra y Scott supuso que era el vehículo del viejo.Sabía que tendría que llamar a esa puerta, pero todavía no estaba seguro de porquién hacerse pasar. Decidió ir a la biblioteca local para indagar sobre la muertede la señora O’Connell.

La biblioteca, en contraste con los cascados edificios y el camping decaravanas, era un edificio de dos plantas de ladrillo y cristal, adjunto a unacomisaría de policía nueva y un complejo de oficinas.

Scott se acercó al mostrador y una mujer delgada y pequeña, tal vez diezaños mayor que Ashley, dejó de colocar tarjetas en los libros y le preguntó:

—¿Puedo ayudarlo?—Sí —dijo él—. ¿Tienen ustedes archivados los anuarios del instituto? ¿Y

podría ver los microfilms de la prensa local?—Claro. La sala de microfilms está ahí mismo —dijo la mujer, señalando

una habitación lateral—. ¿Necesita ay uda con la máquina?Scott negó con la cabeza.—Podré arreglármelas. ¿Y los anuarios?—En la sección de consulta. ¿Qué año busca?—Lincoln High, curso de mil novecientos noventa y cinco.La joven hizo un gesto de sorpresa y luego sonrió con tristeza.—Mi clase. Tal vez pueda ayudarlo.—¿Conoció usted a Michael O’Connell?Ella se quedó inmóvil.—¿Qué ha hecho? —susurró por fin.

Sally revisaba textos legales y artículos de revistas buscando algo, pero noestaba segura de qué exactamente. Cuanto más leía, calibraba y analizaba, peorse sentía. Una cosa era indagar en el aspecto intelectual del delito, se dijo, dondelas acciones se veían en el mundo abstracto de los tribunales, con alegatos ypruebas, investigaciones e interrogatorios, confesiones y forenses. El sistema dejusticia penal estaba diseñado para sangrar a la humanidad de sus acciones.Neutralizaba la realidad de un delito, convirtiéndolo en algo teatral. Y en eseproceso ella se sentía cómoda y familiarizada. Pero ahora estaba dando un pasoen una dirección muy distinta.

Elegir un delito.Luego pergeñar cómo hacérselo cometer a O’Connell.Después meterlo en la cárcel por una larga temporada.Y finalmente retomar sus vidas normales.Parecía sencillo. El entusiasmo de Scott había sido contagioso, hasta que ella

se sentó y se puso a estudiar las diversas posibilidades.

Lo mejor que había encontrado hasta ahora era fraude y extorsión. Seríadifícil, pero probablemente podrían reunir todos los actos de O’Connell hastaentonces y lograr que parecieran un plan para chantajearles a ella y a Scott acambio de dinero. Sí, podría conseguir que todo lo que había hecho O’Connell(sobre todo su acoso a Ashley ) apareciera como un plan perverso ypremeditado. Lo único que tendría que idear era alguna amenaza clara einequívoca, del tipo « si no me pagas tanto dinero, os destruiré a ti y a tufamilia» . Por un lado, Scott podría declarar bajo juramento que le habíaentregado cinco mil dólares en Boston, que O’Connell había exigido más y que lohabía presionado con amenazas. Podrían incluso justificar por qué no habíanllamado a la policía antes, alegando que tenían miedo de la reacción de O’Connell.

El problema (« o el primer problema de una larga lista» , pensó Sally contristeza) era lo que Scott dijo después de entregarle los cinco mil dólares: suimpresión de que O’Connell llevaba un micrófono oculto que grabó toda laconversación. Si eso era cierto, serían considerados perjuros. O’Connell saldríalibre, ellos podrían enfrentarse a una acusación, y su trabajo y el de Scott podríancorrer peligro. Volverían a punto cero, estarían metidos en problemas y no habríanada que se interpusiera entre Ashley y la ira de O’Connell.

Y aunque tuvieran éxito, no había ninguna garantía de que O’Connell noconsiguiera una sentencia reducida. ¿Un par de años? ¿Cuánto tiempo entre rejasharía falta para que Ashley se liberase de su obsesión? ¿Tres años? ¿Cinco? ¿Diez?¿Podría estar alguna vez completamente segura de que O’Connell no iba aaparecer en su puerta?

Sally se reclinó en el asiento.« Mátalo» , se dijo. Dejó escapar un gemido. No podía creer lo que su propia

mente le estaba sugiriendo. « ¿Qué tiene de especial tu vida como para que nopueda ser sacrificada?» .

Aquella pregunta en principio descabellada tenía cierto sentido. Sally noamaba su trabajo y tenía serias dudas respecto a su relación con Hope. Habíanpasado meses desde la última vez que experimentara alegría por ser quien era.¿El significado de la vida? Quiso echarse a reír, pero no pudo. Era una abogadade una ciudad pequeña que se hacía vieja y veía las arrugas de la preocupacióngrabarse en su cara cada día. Le parecía que la única marca que dejaría de supaso por la vida era Ashley. Su hija podría haber sido el resultado de una mentirade amor, pero era lo mejor que Sally y Scott habían conseguido en su brevetiempo de convivencia.

« Merece la pena morir por su futuro» .De nuevo Sally se sorprendió a sí misma. « Estoy pensando locuras» . Pero

locuras que tenían sentido.« Mátalo» , se repitió.

Y luego tuvo otro pensamiento aún más extraño: « O haz que él te mate a ti. Yluego pague por ello» .

Se echó hacia atrás y contempló los libros y textos que la rodeaban.Alguien tenía que morir. De pronto estuvo segura de ello.

*

Tuve pesadillas por primera vez desde que me había involucrado en aquellahistoria.

Llegaron de improviso y me hicieron dar vueltas en la cama, empapado desudor en el sueño. Me desperté en mitad de la noche, fui dando tumbos al cuartode baño para beber agua y me miré en el espejo. Luego recorrí el pasilloalfombrado y fui a mirar a mis hijos, para asegurarme de que su sueño eraapacible.

—¿Todo va bien? —murmuró mi esposa cuando regresé a la cama, pero sequedó dormida de nuevo antes de que pudiera responderle.

Apoyé la cabeza en la almohada y contemplé los infinitos filos de laoscuridad.

Al día siguiente, la llamé por teléfono.—Necesito hablar con los protagonistas de este pequeño drama —dije

ásperamente—. Lo he estado retrasando demasiado tiempo.—Sí. Esperaba que tarde o temprano lo pidieras. No estoy segura de que

estén dispuestos a hablar contigo en este momento.—¿Están dispuestos a que se cuente su historia, pero no a hablar conmigo? —

repuse incrédulo.Cuando ella habló, percibí una lejana pugna en su interior; algunos

acontecimientos de la historia se volvían más críticos. Me estaba acercando.—Tengo miedo —dijo.—¿Miedo de qué?—Hay muchas cosas en equilibrio. Una vida equilibra una muerte. La

oportunidad se equilibra con la desesperación. Hay mucho en juego.—Puedo encontrarlos —dije bruscamente—. No tengo que jugar a este juego

del gato y el ratón contigo. Podría buscar en listas de universidades. En bases dedatos legales. Ir a páginas web de estudiantes. Webs de mujeres gays. Chats depsicópatas. No sé. Alguno de ellos tendrá suficiente información para que puedaasignar nombres reales, lugares reales y verdades a lo que me has contado.

—¿Crees que no te he contado la verdad?—No. Solo estoy diciendo que sé suficiente para poder continuar por mi

cuenta.—Podrías hacerlo, pero entonces yo dejaría de responder a tus llamadas. Y

tal vez nunca sabrías lo que sucedió en realidad. Puede que conozcas algunos

hechos, o que logres reunir los detalles para tener la epidermis de la historia. Perono los órganos vitales bajo la superficie, los que te dicen el porqué. ¿Lo quieresasí?

—No —respondí.—Eso pensaba.—Jugaré según tus reglas, pero no mucho tiempo más. Estoy llegando al final

de la cuerda.—Sí, lo noto en tu voz —dijo ella, pero no parecía que eso la afectara en

absoluto.Y, sin más, colgó.

36Las piezas sobre el tablero

Ashley seguía molesta por haber sido excluida de la decisión más crucial desu vida. Catherine, menos airada, se pasó una hora al teléfono, haciendo llamadasen voz baja, antes de decirle a Ashley :

—Hay algo que tú y yo tenemos que hacer.La chica estaba en la cocina con una taza de café, mirando el rincón donde se

hallaba el cuenco de Anónimo, ahora vacío. Se sentía atada a un poste mientras asu alrededor sucedían cosas que la afectaban directamente pero que no podía ver.

—¿Qué?—Bueno —dijo Catherine en voz baja—, nunca me ha gustado ser una mera

espectadora.—Ni a mí.—Creo que deberíamos movernos un poco en una dirección que no creo que

alguien de esta familia haya considerado. —Cogió las llaves del coche—. Vamos.—¿Adónde?—A ver a un hombre —respondió Catherine alegremente—. Un tipo bastante

antipático, creo.Ashley debió de parecer ligeramente sorprendida, porque la anciana sonrió.—Es lo que necesitamos. Alguien desagradable.Se dio media vuelta y, seguida por Ashley, se dirigió a su coche.—No diremos nada de esta misión a tus padres ni a Hope —dijo, y arrancó.Ashley guardó silencio mientras Catherine aceleraba, mirando varias veces

por el retrovisor para asegurarse de que no las seguían.—Necesitamos la ayuda de alguien de otro mundo. Con valores diferentes.

Por suerte —suspiró—, conozco a unas personas cerca de mi casa que a su vezconocen a alguien que encaja en ese perfil.

Ashley tenía varias preguntas que hacer, pero no las hizo, pues supuso quemuy pronto se enteraría del plan de Catherine. Alzó las cejas cuando el cocheenfiló calles secundarias, un amplio bulevar, y luego la rampa de entrada de lainterestatal, volviendo en la dirección de la que habían huido hacía solo unos días.

—¿Adónde vamos?—A un sitio a tres cuartos de hora en dirección norte. Quizás a doscientos

metros de la línea que separa la comunidad de Massachusetts del gran estado deVermont.

—¿Y qué encontraremos allí?Catherine sonrió.—A un hombre, ya te lo he dicho. La clase de hombre que dudo hay amos

conocido antes. —Su sonrisa se desvaneció—. Y tal vez algo de seguridad.No dijo más, ni Ashley preguntó, aunque la joven dudaba que la

« seguridad» fuera tan fácil de encontrar.

Scott salió de la biblioteca.Había oído una historia inquietante, una historia de la América profunda que

mezclaba rumores, insinuaciones, celos y exageraciones junto con verdades,hechos y posibilidades. Las historias como aquella tienen una especie deradiactividad: puede que no queden claras a la vista, pero generan un efectocontagioso.

« Lo que necesita usted saber —le había dicho la bibliotecaria— es lo turbiaque fue la muerte de la madre de Michael O’Connell» .

« Turbia» , para Scott, apenas describía la situación.Hay algunas relaciones volátiles por naturaleza que nunca deberían formarse,

pero, por algún motivo infernal, echan raíces y crean un ballet mortal. Tal era elhogar donde había nacido O’Connell: un padre alcohólico y abusón que manteníauna casa sujeta con clavos de furia; y una madre que había sido la mejorestudiante del instituto pero había arrojado por la borda su prometedor futuro porel hombre que la sedujo en su primer año en el colegio universitario local. Subuen porte a lo Elvis, su pelo negro, el cuerpo musculoso y un buen trabajo en losastilleros, un coche veloz y una risa fácil habían ocultado su lado más duro.

Las visitas de la policía a casa de los O’Connell habían sido frecuentes lossábados por la noche. Un brazo roto, un diente saltado, moratones, asistentessociales y viajes a urgencias fueron sus regalos de boda. A cambio, él recibió unanariz rota que estropeaba su guapo rostro cuando se enfadaba, y más de una veztuvo que ver cómo su mujer lo atacaba con un cuchillo de cocina. Era unaconocida pauta de abusos, violencia y perdón que habría continuadoeternamente, excepto por dos cosas: el padre se lesionó y la madre enfermó.

O’Connell padre cayó desde diez metros de altura sobre una viga de acero.Debería haber muerto, pero en cambio pasó seis meses en el hospital,recuperándose de un par de vértebras rotas, y consiguió ganar una adicción a losanalgésicos, un sustancial seguro y una paga permanente, la mayoría de la cualse gastó pagando rondas en el local de los veteranos de guerra y siendo víctimade un par de embaucadores que le hicieron creer que podría ganar dinero fácil.Mientras tanto, la madre de O’Connell descubrió que tenía cáncer de útero. Unaoperación y su propia dependencia de los analgésicos la condujeron a una vidallena de incertidumbres aún may ores.

O’Connell tenía trece años la noche en que murió su madre, un día después desu cumpleaños.

Lo que Scott había descubierto gracias a la bibliotecaria y los archivos de losperiódicos locales era a la vez preocupante y confuso. Ambos padres habíanestado bebiendo y peleando; duró un buen rato, según algunos vecinos, pero eso

era corriente y no alcanzó el nivel de violencia capaz de hacerles llamar al 911.Pero justo después de que oscureciera, hubo un súbito estallido de gritos seguidosde dos disparos.

Los disparos eran la parte dudosa de la historia. Algunos vecinos recordabanun silencio significativo entre uno y otro: treinta segundos, quizás un minuto oincluso más.

El propio padre de O’Connell llamó a la policía.Llegaron y encontraron a la madre muerta en el suelo, con un disparo a

bocajarro en el pecho, una segunda bala en el techo, el chico adolescenteacurrucado en un rincón y el padre, con la cara surcada de arañazos, empuñandouna pistola del calibre 38. La historia que contó este fue la siguiente: habíanbebido y luego peleado, como de costumbre, solo que esta vez ella sacó elrevólver que él guardaba bajo llave en un cajón de la cómoda. No sabía cómo sehabía hecho con la llave. Amenazó con matarlo. Dijo que y a la había maltratadodemasiado y que ahora pagaría por ello. Él se había abalanzado contra ella comoun toro furioso, gritándole, retándola a disparar. Forcejearon y el primer disparofue a parar al techo. El segundo, al pecho de ella.

Alcohol, pelea, un arma, un accidente.Eso le había contado la bibliotecaria a Scott, sacudiendo la cabeza mientras lo

hacía.Naturalmente, él comprendió que la policía debió de preguntarse si quien

empuñó el arma había sido el padre de O’Connell y la madre quien luchó por suvida. Más de un detective analizó las fotos de la escena del crimen y consideróprobable que ella hubiera rechazado sus avances de borracho y agarrado elcañón de la pistola para impedir que le disparara. El disparo del techo vinodespués, convenientemente orquestado para que la versión de O’Connell padresonara convincente.

Y en esa confusión, con dos historias igualmente posibles, una de defensapropia, la otra de un cruel asesinato de borracho, la respuesta solo podíaproporcionarla el adolescente.

Podía decir una verdad, y enviar a su padre a la cárcel y a sí mismo a unorfanato. O podía decir otra, y la vida que conocía continuaría más o menosigual, pese a la ausencia de la madre.

Scott pensó que ese era el único momento en que sentiría compasión por O’Connell. Y fue una compasión retroactiva, porque se remontaba casi quinceaños en el tiempo. Se preguntó qué habría hecho él en una situación así. Desdeluego, el diablo conocido es mejor que el diablo por conocer. Así que el joven O’Connell había corroborado la historia de su padre.

¿Tenía pesadillas con su madre muerta?, se preguntó Scott. ¿La veía luchandopor su vida? ¿Cuando despertaba cada mañana y veía la manera en que su padrelo miraba con recelo, se decía alguna mentira terrible?

Cruzó la ciudad y aparcó delante del camping de caravanas, muy cerca de lacasa de O’Connell. « Está todo aquí —pensó—. Todos los ingredientes paraconvertirse en un asesino» .

Scott no sabía mucho de psicología, aunque como historiador comprendía quea veces los grandes acontecimientos se basan en las emociones. Pero cualquierFreud de pacotilla hubiese visto que el pasado de O’Connell lo abocaba a unfuturo trágico. Y estaba claro que lo único que había en la vida de O’Connell eraAshley.

« ¿Matará a Ashley con la misma facilidad que su padre mató a su madre?» ,se preguntó con un estremecimiento.

Alzó la cabeza y se concentró en la casa donde había crecido O’Connell.Mientras miraba, no advirtió la sombra que surgió de un árbol cercano, de modoque, cuando unos nudillos llamaron de pronto a la ventanilla, se giró dando unbrusco respingo.

—¡Salga del coche!Scott, confundido, vio la cara de un hombre con la nariz pegada al cristal. En

una mano empuñaba un bate de béisbol.—¡Salga! —repitió.El primer instinto de Scott, dominado por el pánico, fue encender el coche y

pisar el acelerador, pero no lo hizo. El hombre echó atrás el bate comodisponiéndose a hacer añicos la ventanilla. Scott tomó aliento, soltó el cinturón deseguridad y abrió la puerta.

El hombre lo miró ceñudo, todavía blandiendo el bate.—¿Es usted quien está haciendo todas esas preguntas? —le espetó—. ¿Quién

demonios es? ¿Y por qué no me dice qué carajo quiere antes de que le parta lacabeza?

Sally comprendió que lo que había estado a punto de hacer erapotencialmente incriminador. Buscó en un cajón de su escritorio y sacó una viejalibreta pautada. Abrir un archivo informático con los detalles de un delito aún sincometer sería un error. Se recordó que tenía que reconstruir hacia atrás, más omenos como hace un detective. Un papel puede destruirse.

Se mordió el labio y cogió un bolígrafo.En el primer renglón escribió: « Móvil» . Luego, más abajo: « Medios» . Y

finalmente: « Oportunidad» .Observó las palabras. Formaban la Santísima Trinidad del trabajo policial.

« Rellena esos espacios en blanco —pensó—, y nueve veces de cada diez sabrása quién arrestar y acusar. E igualmente quién puede ser condenado en untribunal» . Como abogada defensora, su trabajo era sencillo: atacar e inutilizaruno de esos elementos. Al igual que un taburete de tres patas, sí se cortaba una,

todo se derrumbaba. Ahora estaba planeando un delito y tratando de prevercómo sería investigado. Seguía usando eufemismos en su mente: « delito» o« incidente» o « hecho» . Se apartaba de la palabra « asesinato» .

Escribió una cuarta categoría: « Forenses» .En eso podía trabajar, pensó. Empezó a hacer la lista de las diversas formas

en que podían meter la pata. Muestras de ADN (eso significaba pelo, piel,sangre) que había que evitar. Balística: si necesitaban usar un arma, tenían queencontrar una no rastreable, o bien deshacerse de ella de una manera que nuncapudiera ser encontrada, pero esto era difícil de conseguir. Y luego había otrascosas. Fibra de las ropas, huellas dactilares, huellas en tierra blanda, marcas deneumáticos. Testigos que pudieran ver algo. Cámaras de seguridad. Tampocopodía estar segura de que, sentados en una silla incómoda bajo una luz potente yante un par de detectives (uno haciendo de poli bueno y el otro de poli malo),Scott, Ashley, Hope o Catherine no se traicionarían involuntariamente. Podríanintentar ceñirse al guión, pero con una simple contradicción (los policías siemprelas pillaban) todos estarían hundidos. Naturalmente, si alguno de ellos acabarasentado en una sala de interrogatorios, todo se habría perdido.

Tenían que hacerlo de manera completamente anónima. Tenía que parecer,incluso para el investigador más obstinado, que el hecho no tenía la menorrelación con Ashley.

Cuanto más lo consideraba, más difícil le parecía y más se desesperabaconsigo misma. Percibía que las cosas se derrumbaban a su alrededor; nosolamente su trabajo en el bufete, que descuidaba, sino también su relación conHope y, en definitiva, toda su vida. Era como si la incertidumbre por la seguridadde Ashley hiciera imposible todo lo demás.

Sacudió la cabeza. Miró la libreta y de pronto recordó los exámenes en lafacultad de Derecho. En cierto modo, esto era igual. La única diferencia era queesta vez el fracaso no se traducía en una nota, sino en su futuro.

Anotó: « Comprar una caja de guantes quirúrgicos» . Eso limitaría al menosla exposición al ADN y las huellas dactilares, cuando decidieran qué iban ahacer. Añadió: « Comprar ropas y zapatos en la tienda del Ejército deSalvación» .

Sally asintió. « Puedes hacerlo —se dijo—. Sea lo que sea, lo harás» .

El hombre desagradable con el que Catherine y Ashley iban a reunirse estabajunto a su cascada furgoneta, fumando un cigarrillo y arañando la gravilla delaparcamiento con el pie derecho, como un caballo impaciente. Catherine divisósu chaleco de caza rojo y negro, y las pegatinas de la Asociación Nacional delRifle que adornaban la trasera del vehículo. Era un tipo bajo, de pelo escaso,barrigudo, el clásico bebedor de cerveza y whisky, pensó Catherine. Seguramente

había trabajado en una fábrica o una planta envasadora, pero había descubiertouna fuente de ingresos más rentable.

Aparcó a su lado.—Quédate aquí y no te dejes ver demasiado —le dijo a Ashley —. Si te

necesito, te haré una señal.La chica no estaba segura de cómo interpretar aquello. Asintió.Catherine bajó del todoterreno.—¿El señor Johnson?—Así es. Usted debe de ser la señora Frazier.—En efecto.—No suelo trabajar así. Prefiero hacer mis negocios en ferias autorizadas.Catherine asintió sin entender, pero formaba parte de la charada.—Agradezco que me dedique su tiempo —dijo—. No le habría llamado si la

situación no fuera delicada.—¿Uso personal? ¿Protección personal?—Sí. Por supuesto.—Verá, y o soy coleccionista, no vendedor. Y normalmente solo vendo y

cambio en ferias de armas autorizadas. De otro modo, tendría un permisofederal, y a entiende.

Ella asintió. El hombre hablaba en una especie de código para cubrirse lasespaldas.

—Una vez más, se lo agradezco.—Verá —continuó él—, un vendedor de armas corriente tiene que rellenar un

ingente papeleo para los federales. Y luego hay un período de espera de tres días.Pero un coleccionista de armas puede cambiar y comerciar sin esos requisitos.Naturalmente, tengo que preguntarlo: ¿no piensa hacer nada ilegal con estaarma?

—Por supuesto que no. Es para protección. Hoy en día no puedes estar seguraen ninguna parte. Bien, ¿qué tiene para mí?

El vendedor de armas abrió la puerta trasera de la furgoneta. Dentro habíauna maleta de acero con combinación que abrió rápidamente. En un lecho decorcho sintético negro había una muestra de armas. Catherine las miró sinenterarse de casi nada.

—No soy experta en armas —dijo.Johnson asintió.—El cuarenta y cinco y la nueve milímetros son probablemente más de lo

que necesita. Son estas dos las que tiene que considerar: la automática delveinticinco y el revólver del treinta y dos. El cañón corto del treinta y dos quizáses lo que mejor le irá. Poco pesado para una mujer, seis balas en la recámara.Solo ha de apuntar y disparar. Muy fiable, pequeño, cualquiera puede usarlo.Cabe en el bolso. Un arma muy popular entre las damas. La pega es que no tiene

mordiente, ¿entiende? Cuando más grande la pistola, más grande el disparo. Estono significa que un disparo de un treinta y dos no vaya a matarte. Lo hará. Pero¿entiende lo que le digo?

—Claro —dijo Catherine—. Creo que me llevaré el treinta y dos.Johnson sonrió.—Buena elección. Ahora, la ley me exige que le pregunte si piensa sacarlo

del estado…—Por supuesto que no —mintió Catherine.—O transferirlo a otra persona.—Desde luego que no.—No intentará usarlo con ningún fin ilegal, ¿verdad?—Verdad.Él asintió.—Bien, señora. —Miró a Catherine—. Si alguien, como un agente del

Departamento de Justicia, viene haciendo preguntas, no me hará graciaproporcionárselas, pero tendré que hacerlo. De lo contrario me fastidiarían elnegocio. ¿Entiende lo que le digo? Si tiene un marido y quiere matarlo, bueno, esasunto suyo. Solo estoy diciendo que…

Catherine alzó una mano.—Mi marido falleció hace años. Por favor, señor Johnson, no se preocupe. El

arma solo dará protección a una mujer mayor que vive sola en el campo.Él sonrió.—Cuatrocientos dólares. En metálico. Y le pondré una caja extra de balas.

Encuentre algún sitio donde practicar, si sabe a lo que me refiero.Cogió el arma y la metió en una barata funda de cuero.—Cortesía de la casa —dijo, mientras se la tendía y ella le entregaba el

dinero—. Una cosa más: cuando decida apretar el gatillo, utilice ambas manospara reafirmarse, asuma una postura cómoda, tome aire y…

—¿Sí?—Vacíelo. Las seis balas. Si decide dispararle a algo, o a alguien, señora

Frazier, bueno, no lo haga a medias, y a me entiende. Solo en Holly wood el buenopuede arrancarle la pistola al malo de un tiro o herirlo en el hombro. En la vidareal, no. Si decide hacerlo, apunte al pecho y no vacile. Debe disparar a matar,¿entiende?

Catherine asintió.—Sabio consejo —dijo.

*

La decana del departamento de Historia del Arte solo tenía unos minutos,según me dijo. Eran sus horas de oficina, y normalmente había una cola de

estudiantes ante su puerta. Sonrió mientras resumía la serie de excusas, quejas,solicitudes y críticas que le esperaban ese día.

—Bien —dijo, sentándose—. ¿Qué lo trae por aquí?Expliqué, en los términos más vagos que pude, qué era lo que me interesaba.—¿Ashley ? Sí, la recuerdo. Hace unos años, ¿no? Un caso muy curioso.—¿Cómo fue?—Notas excelentes, una sólida vena artística, trabajadora infatigable, un

puesto excelente en el museo… y de pronto todo se vino abajo. Siempresospeché que tuvo algún problema con un chico. Suele pasar cuando las jóvenesprometedoras tienen un desengaño. En la mayoría de los casos, esos problemasse resuelven con Kleenex y café solo. En su caso, sin embargo, hubocomentarios, rumores más bien, sobre cómo la habían despedido y sobre lahonradez de su trabajo académico. Pero no me gusta hablar de estas cosas sinuna autorización expresa. No tendrá por casualidad un documento que lo permita,¿verdad?

—No —respondí.La decana se encogió de hombros, con una sonrisa triste en los labios.—Estoy limitada, pues —se excusó.—Entiendo. —Me levanté para marcharme—. De todos modos, gracias por

su tiempo.—Dígame, ¿sabe usted qué ha sido de ella? Parece que se la ha tragado la

tierra.Vacilé, sin saber cómo responder, y eso hizo que la decana arrugara el

entrecejo, preocupada.—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó.—Sí —dije—. Supongo que podríamos decir que le ocurrió algo.

37Una conversación reveladora

Scott salió lentamente del coche, sin dejar de mirar al hombre que conocíacomo el padre de O’Connell. Empuñaba el bate de forma amenazadora. Scott seapartó de su alcance y tomó aire, sin saber por qué se sentía tan tranquilo.

—Tal vez no quiera amenazarme con eso, señor O’Connell.El hombre gruñó.—Ha estado usted recorriendo el barrio haciendo preguntas sobre mí. Así que

lo soltaré cuando me diga quién es.Scott lo miró fijamente y entornó los ojos, con cara de póquer, hasta que el

hombre dijo:—Estoy esperando una respuesta.—Sé quién es usted —dijo Scott—. Y me estoy preguntando qué clase de

respuesta preferiría recibir.Esto confundió a O’Connell, que dio un paso atrás, luego hacia delante,

alzando el bate mientras repetía:—¿Quién es usted?Scott siguió mirándolo, calibrándolo de arriba abajo, como si no tuviera nada

que temer del bate que apuntaba a su cabeza. La constitución del hombre era a lavez blanda y dura: barriga cervecera sobresaliendo de unos vaquerosmanchados, gruesos brazos con diversos tatuajes entrelazados. Solo llevaba unacamiseta negra con el logo de Harley Davidson, aparentemente inmune al fríode noviembre. Su pelo oscuro estaba veteado de gris, y lo llevaba muy corto. Enel antebrazo lucía un tatuaje con el nombre « Lucy» , y tal vez era lo único quequedaba de su matrimonio, aparte de su hijo y la modesta casa. Scott pensó quehabía estado bebiendo, pero sus palabras no eran pastosas, ni su paso inestable.Probablemente había bebido solo lo suficiente para perder las inhibiciones ynublar su pensamiento, lo cual quizá fuese buena cosa. Scott se cruzó de brazos ysacudió la cabeza, para recalcar que estaba al mando de la situación.

—Podría ser más problemático de lo que cree. Y me refiero a problemasgordos, señor O’Connell. Pero también podría significar una oportunidad paraganar dinero para usted. ¿Qué va a ser?

El bate se retiró un poco.—Siga.Scott negó con la cabeza. Estaba improvisando sobre la marcha.—No negocio en la calle, señor O’Connell. Y el hombre al que represento no

querrá que vaya por ahí mencionando sus asuntos en un sitio donde cualquierapodría enterarse.

—¿De qué demonios está hablando?—Entremos en su casa y tengamos una conversación privada. De lo

contrario, volveré a mi coche y me iré para siempre. Pero puede que le visiteotra persona. Y le aseguro que esa persona, incluso ese par de personas, señor O’Connell, no serán tan razonables como yo. Sus argumentos serán distintos delos míos.

Scott pensó que O’Connell probablemente había pasado gran parte de su vidahaciendo amenazas o recibiéndolas, y sin duda entendía aquel lenguaje salpicadode eufemismos.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó O’Connell.—No lo he dicho. Y no es probable que lo diga.O’Connell vaciló, alejando más el bate.—¿De qué va todo esto? —preguntó con cierto interés.—Una deuda. De momento es todo lo que voy a decir. Ganar algún dinero o

no es decisión suya.—¿Por qué iba usted a pagarme nada?—Porque siempre es más fácil pagar a alguien que la alternativa. —Scott

dejó que O’Connell se imaginara « la alternativa» .El hombre bajó el bate a un lado.—Muy bien —dijo—. No voy a tragarme nada de esta mierda. Pero puede

pasar. Dígame de qué va y haga su oferta, sea cual sea.Y con el bate señaló la casa al otro lado de la calle.

En los bosques más allá del camino que corre paralelo al río Westfield, bajoun sitio llamado el barranco de Chesterfield, hay un lugar donde cada ribera delrío queda protegida por paredes de roca de veinte metros de altura, talladas poralgún seísmo prehistórico, que es frecuentado en los meses fríos por loscazadores y en épocas cálidas por los pescadores. En los días más calurosos delverano, Ashley y sus amigas subían hasta el río y se bañaban desnudas en lasfrescas aguas.

—Deberías usar las dos manos —dijo Catherine severamente—. Agarra elarma con la derecha, sujétalas ambas con la izquierda, apunta y aprieta elgatillo…

Ashley separó un poco los pies, colocó la mano izquierda bajo la derecha ytensó los músculos, palpando el gatillo con el dedo índice.

—Vamos allá —murmuró.Apretó el gatillo y el arma le brincó en la mano. El disparo resonó en el

bosque, y la corteza del roble al que apuntaba se astilló.—Uau —dijo—. Me cosquillea hasta el antebrazo.Catherine asintió.—Lo que debes hacer, querida, es apretar el gatillo seis veces, mientras

sujetas el revólver con fuerza, para que los seis tiros vayan juntos. ¿Puedes

hacerlo?—El arma parece querer saltar. Como si estuviera viva.—Supongo que podríamos decir que tiene una personalidad propia.Ashley asintió.—Y no especialmente agradable —añadió Catherine.—Déjame intentarlo otra vez.De nuevo Ashley adoptó la postura y esta vez tensó la presa de la mano

izquierda para reafirmarse.—Vamos allá…Disparó las cinco balas restantes. Tres acertaron al roble, distanciadas dos o

tres palmos. Las otras dos se perdieron en el bosque. Pudo oírlas silbar hacia elolvido, quebrando ramas y las pocas hojas que todavía colgaban bajas. Ladetonación reverberó y llenó sus oídos. Ashley dejó escapar un largo silbido.

—No cierres los ojos —dijo Catherine.—Probaré otra vez.Ashley abrió el tambor y dejó caer los casquillos al suelo de agujas de pino.

Lentamente sacó otra media docena de balas y las cargó en el arma.—Solo voy a usar este trasto una vez.—Ya —dijo Catherine—. Y solo si tienes que hacerlo.—Eso es —dijo Ashley mientras se volvía y apuntaba de nuevo al tronco—.

Solo si tengo que hacerlo.—Si no tienes más remedio.—Si no tengo más remedio.Ambas tenían mucho que decir al respecto, pero no querían pronunciar las

palabras en voz alta, ni siquiera en el silencioso anonimato del bosque.

Scott recorrió lentamente el sendero de grava y tierra que conducía a la casade O’Connell, unos treinta metros desde la silenciosa calle. Era grande y blanca,con una vieja antena de televisión colgando del tejado como el ala rota de unpájaro, junto a una parabólica más moderna. En el patio delantero había un viejoToyota rojo al que le faltaba una puerta, con una rueda apoy ada en un bloque decemento; grandes manchas de óxido lo salpicaban. También había una furgonetanegra más nueva, aparcada junto a una puerta lateral bajo un tejado planoconstruido con láminas de plástico corrugado. Bajo el tejado había un quitanievesrojo y un vehículo para la nieve al que le faltaba la oruga. Al pasar junto a lafurgoneta, Scott vio una escalera de aluminio, una caja de herramientas ymateriales para reparar tejados diseminados por el suelo. O’Connell señaló lapuerta lateral, y Scott dudó que la entrada principal se usara mucho.

—Por aquí. No se preocupe por el desorden. No esperaba visitas —masculló O’Connell.

La puerta de aluminio daba a una cocina pequeña. « Desordenada» era unadescripción adecuada. Cajas de pizza, bandejas de precocinados, latas de cervezay una botella de Johnny Walker en la mesa.

—Pasemos a la sala. Podremos sentarnos, señor… vale, señor como sellame. ¿Cómo debo llamarlo?

—Smith —dijo Scott—. Y si tiene problemas para pronunciarlo, Jones valdrátambién.

O’Connell dejó escapar una risita.—Vale, señor Smith-Jones. Ahora que le he invitado a entrar, ¿por qué no se

sienta aquí mismo donde pueda echarle un ojo y se explica rapidito y bien, paraque mi bate se quede tranquilo? Y más vale que llegue pronto a la parte en quegano dinero. ¿Quiere una cerveza?

Scott entró en la sala. Había un sofá pelado, un sillón reclinable con unanevera roja y blanca al lado que servía como mesa, frente a un televisor. Habíaperiódicos y revistas pornográficas por el suelo, junto con propaganda desupermercados y catálogos de tiendas de caza. En una pared había una cabeza deciervo disecada que miraba con sus ojos de cristal. Una camiseta colgaba de unade sus astas. Scott trató de imaginarse el lugar cuando O’Connell crecía allí, ypudo intuir cierta normalidad: quita la basura del patio, limpia el desorden dedentro, arregla el sofá, sustituye las sillas, dale una mano de pintura y cuelga unpar de pósters, y habría sido casi aceptable. La basura desperdigada decía muchodel padre y poco del hijo; el padre probablemente había sustituido a su esposamuerta y su hijo ausente por parte del desorden reinante.

Scott se sentó en una silla que cruj ió y amenazó con ceder y se volvió hacia O’Connell.

—He estado haciendo preguntas porque su hijo tiene algo que pertenece a mijefe. Y le gustaría recuperarlo.

—¿Es usted un maldito picapleitos?Scott se encogió de hombros.O’Connell se sentó en el sillón, con el bate en el regazo.—¿Quién puede ser ese jefe suy o? —preguntó.Scott negó con la cabeza.—Los nombres son irrelevantes.—Vale, señor Smith. Dígame entonces con qué se gana la vida.Scott sonrió, una sonrisa tan maligna como fue capaz de mostrar.—Mi jefe gana mucho dinero y es generoso.—¿Legal o ilegalmente?—No creo que deba responder a esa pregunta, señor O’Connell. De todos

modos, le mentiría. —Scott se escuchaba, sorprendido por la facilidad con que seinventaba un personaje y una situación, y embaucaba al viejo. « La avaricia esuna droga poderosa» , pensó.

O’Connell sonrió.—Así que le gustaría hablar con mi hijo descarriado, ¿eh? ¿No lo puede

encontrar en la ciudad?—No. Parece que ha desaparecido.—Y viene a fisgonear por aquí…—Es mi trabajo.—A mi hijo no le gusta esto…Scott alzó la mano, interrumpiéndolo.—Vay amos al grano —dijo, cortante—. ¿Puede ay udarnos a encontrar a su

hijo?—¿Cuánto?—¿Cuánto puede ay udar?—No estoy seguro. No hablamos mucho él y y o.—¿Cuándo lo vio por última vez?—Hará un par de años. No nos llevamos demasiado bien.—¿Y en vacaciones?O’Connell meneó la cabeza.—Ya le digo que no nos llevamos demasiado bien. ¿Qué ha cogido?Scott sonrió.—Una vez más, señor O’Connell, se trata de información que le pondría en

una situación, digamos, incómoda. ¿Sabe lo que significa eso?—No soy estúpido. ¿Cuánto de incómoda?—Bastante.—¿En qué se ha metido? ¿La clase de problemas que te buscan una paliza? ¿O

la clase que te mata?Scott tomó aliento, preguntándose hasta dónde seguir con la patraña.—Digamos que aún puede reparar el daño que ha causado. Pero eso

requerirá cooperación. Es un asunto delicado, señor O’Connell. Y más retrasospodrían agravar las cosas. —Scott no se podía creer sus dotes de fabulador.

—Drogas, ¿eh? ¿Le ha robado drogas a alguien? ¿O se trata de dinero?Scott sonrió.—Señor O’Connell, se lo diré de esta forma: si su hijo se pone en contacto con

usted, y usted nos avisara de ello, habría una jugosa recompensa.—¿Cuánto de jugosa?—Eso y a lo ha preguntado —repuso Scott y se levantó de la silla; había un

estrecho pasillo que conducía a los dormitorios. Era un lugar estrecho, pensó, queno permitiría muchas maniobras—. Digamos que sería un bonito regalo decumpleaños.

—Entonces, si puedo encontrar al chico, ¿cómo lo localizo a usted? ¿Tiene unteléfono?

Scott adoptó la voz más pomposa que fue capaz.

—Señor O’Connell, no me gustan los teléfonos. Dejan huellas y se los puederastrear. —Señaló el viejo ordenador que había en la mesa—. ¿Sabe usar elcorreo electrónico?

—¿Quién no? —repuso O’Connell—. Pero tiene que prometerme una cosa,puñetero señor Jones-Smith: que mi hijo no va a morir por esto.

—De acuerdo —asintió Scott—. Cuando tenga noticias de su hijo, envíe un e-mail a esta dirección…

En la mesa había una factura de teléfonos y un trozo de lápiz. Inventó unadirección falsa y la anotó. Le tendió el papel a O’Connell.

—No lo pierda —le dijo—. Deme su número de teléfono.El padre recitó de carrerilla el número mientras leía la dirección.—Muy bien —asintió—. ¿Algo más?Scott sonrió.—No volveremos a vernos —dijo—. Y si alguien le pregunta, esta pequeña

reunión nunca tuvo lugar. Y si ese alguien es su hijo, bueno, entonces nunca tuvolugar por partida doble. ¿Nos entendemos?

O’Connell miró la dirección por segunda vez, sonrió y se encogió de hombros.—Por mí, vale —respondió.—Bien. No se levante. Puedo encontrar la salida.El corazón se le disparó mientras se dirigía hacia la puerta. Sabía que en algún

lugar tras él estaba no solo aquel bate, sino el arma que le habían mencionado losvecinos, y probablemente un rifle también: el ciervo de ojos de cristal de lapared así lo atestiguaba. Confiaba en que el padre de O’Connell no hubiera caídoen anotar su matrícula, aunque dudaba que no fuera capaz de reconocer el viejoPorsche si volvía a verlo. Intentó fijarse en cada detalle mientras salía: tal veztendría que regresar y quería recordar la disposición de los muebles. Advirtió losendebles cerrojos de la puerta, y luego salió. La avaricia era algo horrible, yalguien que vendía a su propio hijo no podía ser más que un peligroso desalmado.Sintió una súbita náusea y se apresuró hacia su coche. En el horizonte seperfilaban nubes grises.

Michael O’Connell pensaba que había estado demasiado silencioso y ausenteen los últimos días.

La clave para obligar a Ashley a comprender que nadie más que él podríaprotegerla se encontraba en minar la vulnerabilidad de todo el mundo. Lo que leimpedía a ella reconocer la profundidad de su amor y la necesidad que tenía deestar a su lado era la burbuja que sus padres habían creado a su alrededor. Ycuando pensaba en Catherine, la boca se le llenaba de un sabor a bilis. Era vieja,era frágil, estaba allí sola, y él había tenido la oportunidad de eliminarla de laecuación, pero había fracasado, incluso teniéndola a su alcance. Decidió que no

volvería a cometer un error así.Estaba sentado ante su ordenador nuevo, jugueteando con el cursor, ajeno al

silencio que lo rodeaba. Lo había comprado después de que Murphy destrozara elviejo. Miró la pantalla un momento más y apagó el aparato con un par de rápidosclics.

Tenía ganas de hacer algo impredecible, algo que llamara la atención deAshley, algo que ella no pudiera ignorar y que le hiciera saber que era inútil huirde él.

Se levantó y se desperezó, alzando los brazos por encima de la cabeza,imitando inconscientemente a los gatos del pasillo. Experimentó un súbitoarrebato de confianza. Era hora de volver a visitar a Ashley, aunque solo fuerapara recordarle que estaba todavía allí y seguía esperando. Cogió el abrigo y lasllaves del coche. La familia de Ashley no sabía lo cercanos que corren el amor yla muerte. Sonrió, y pensó que ellos no comprendían que en todo esto elromántico era él. Pero el amor no siempre se expresa con rosas, diamantes otarjetas Hallmark. Era hora de hacerles saber que su devoción no habíadisminuido. Su mente rebosaba de ideas.

Cuando Scott regresó a casa, el teléfono estaba sonando.Era Sally.—¿Scott?—Sí.—Pareces sin aliento.—Estaba fuera. Acabo de llegar a casa. ¿Todo va bien?—Sí —respondió ella—. Más o menos.—¿Qué quieres decir?—Bueno, no ha sucedido nada. Ashley y Catherine se han pasado el día

haciendo algo, pero no quieren decir qué. He estado en mi despacho tratando dever cómo salir de este lío, y Hope apenas ha dicho una palabra desde que volvióde Boston, excepto que tenemos que volver a hablar todos. ¿Puedes venir?

—¿Ha dicho por qué?—Ya te he dicho que no. ¿Es que no me escuchas? Pero tiene que ver con

algo que descubrió en Boston mientras vigilaba a O’Connell. Parece muyinquieta. Nunca la he visto tan hosca. Está sentada en la otra habitación con lamirada ausente, y lo único que dice es que tenemos que hablar ahora mismo.

Scott pensó qué podría haber vuelto tan meditabunda a Hope, actitud impropiade ella. Trató de no reaccionar al tono casi frenético de Sally. Estaba demasiadotensa, pensó. Le recordó sus últimos meses juntos, antes de que él se enterara desu lío con Hope, pero cuando, a un nivel profundo e instintivo, sabía que todo ibamal entre ellos.

—Muy bien —dijo—. He descubierto más cosas sobre O’Connell. Nadacrucial, pero… —Hizo otra pausa. Una vaga idea empezó a formarse en sumente—. No estoy seguro de cómo usarlo, pero… Mira, voy para allá. ¿Cómoestá Ashley?

—Parece abstraída, casi distante. Supongo que un psicólogo diría que es elprincipio de una depresión importante. Tener a ese tipo en su vida es como teneruna enfermedad grave. Como el cáncer.

—No deberías decir eso.—¿No debería ser realista? —replicó Sally —. ¿Debería ser más optimista?Scott hizo una pausa. Sally podía ser dura, pensó, y enloquecedoramente

directa. Pero ahora, con la situación de su hija, lo asustaba. No sabía qué actitudera la adecuada, la suy a propia de « podemos salir de esta» o el « tenemosgrandes problemas y todo está empeorando» de Sally. Quiso gritar. En cambio,apretó los dientes y dijo:

—Voy para allá. Dile a Ashley… —Notó a Sally respirar con fuerza.—¿Decirle qué? ¿Que todo va a salir bien? —repuso ella amargamente—. Y,

Scott… —añadió tras una breve vacilación—, intenta traer decidido nuestropróximo paso. O bien una pizza.

*

—Siguen reacios —dijo ella.—Comprendo —respondí, aunque en realidad no estaba seguro—. Pero, de

todas formas, necesito hablar al menos con uno de ellos. De lo contrario, lahistoria no estará completa.

—Te entiendo —dijo ella lentamente, pensando sus palabras antes depronunciarlas—. Uno está dispuesto, de hecho está ansioso por contarte lo quesaben. Pero dudo que estés preparado para esa entrevista.

—Eso no tiene sentido. Uno quiere hablar, pero ¿los demás lo impiden paraprotegerse? ¿O estás tú protegiéndolos a ellos?

—No están seguros de que comprendas correctamente su situación.—No digas tonterías. He hablado con mucha gente, lo he repasado todo.

Estaban en una situación sin salida, lo sé. Lo que hayan hecho para salir sin dudaestará justificado…

—¿De verdad? ¿Eso crees? ¿El fin justifica los medios?—¿He dicho eso?—Sí.—Bueno, lo que quería decir era…Ella alzó una mano, interrumpiéndome, y contempló el patio, la calle más

allá de los árboles. Suspiró hondo.—Estaban en una encrucijada. Había que tomar una decisión. Como muchas

de las decisiones que la gente, la gente corriente, se ve obligada a tomar, tuvoprofundas consecuencias personales. Eso es lo que tienes que comprender.

—Pero ¿qué elección tenían?—Buena pregunta —replicó ella con una risita forzada—. Contéstala por mí.

38Medida de males

Scott recorrió el camino de acceso a la casa de Sally debatiéndose entredudas e incertidumbres. Cuando llegó a la puerta, fue a pulsar el timbre, perovaciló. Se volvió y contempló la oscura calle. Estaba seguro de que Michael O’Connell merodeaba por allí. Se preguntó si aquel psicópata lo estudiaba con elmismo esmero que él. Dudaba que fuera posible adelantarse a sus movimientos,ganar ventaja. Intuía que en algún lugar de aquella manzana, allí mismo, en eseinstante, O’Connell estaba oculto en la oscuridad, vigilándolo. Scott sintió unarrebato de ira y quiso gritar en voz alta. Pensó que todo lo que había descubiertoen su viaje, lo que había creído tan impredecible, era en realidad previsto yanticipado por aquel hombre. No podía desprenderse de la idea de que, de algúnmodo, O’Connell se había enterado de todo lo que él había hecho.

Un gemido de rabia escapó de sus labios. Se apartó de la puerta, furioso,queriendo enfrentarse al hombre que creía estaba vigilando.

Entonces la puerta se abrió tras él. Era Sally.Ella siguió la mirada de Scott. En ese segundo, comprendió lo que él estaba

buscando.—¿Crees que está ahí fuera? —preguntó.—Sí —dijo Scott—. Y no.—¿Te decides?—Creo que o bien está ahí mismo, en las sombras, vigilando todos nuestros

movimientos, o bien no está. Pero no podemos saber la diferencia, así queestamos jodidos, de un modo u otro.

Sally le tocó un hombro, un acto de sorprendente ternura, y a ella misma lepareció extraño al darse cuenta de que hacía años que no tocaba al hombre conel que había compartido una vez su vida.

—Pasa —dijo—. Estaremos igual de jodidos dentro, pero más caldeados.Hope bebía una cerveza y cada poco se apoyaba la fría botella contra la

frente, como si ardiera de fiebre. Ashley y Catherine estaban en la cocina,preparando algo de comer, o al menos eso les había pedido Sally para tenerlasfuera de la habitación mientras ellos hablaban. Scott aún sentía tensión, como si lasensación experimentada en la entrada al contemplar la noche le hubieraacompañado adentro. Sally, por su parte, se mostraba serena. Se volvió haciaScott y señaló a Hope.

—Apenas ha dicho una palabra desde que ha vuelto. Pero creo que hadescubierto algo…

Antes de que Scott pudiera abrir la boca, Hope dejó con fuerza la cervezasobre la mesa.

—Creo que es peor de lo que habíamos imaginado —dijo, rompiendo por fin

su silencio.—¿Peor? ¿Cómo demonios puede ser peor? —repuso Sally.Hope recordó de repente la sonriente máscara de la muerte de un gato

congelado.—Es un tipo enfermo y retorcido. Le gusta torturar y matar animales…—¿Cómo lo sabes?—Lo vi.—¡Joder! —exclamó Scott.—¿Un sádico? —aventuró Sally.—Tal vez. Eso parece, desde luego. Pero eso es solo parte de su personalidad.

Además, tiene un arma.—¿La viste también? —preguntó Scott.—Sí. Me colé en su apartamento mientras estaba fuera.—¿Cómo conseguiste…?—¿Qué más da? Lo hice. Entablé amistad con una vecina que casualmente

tenía una llave. Y lo que vi me convenció de que las cosas van a empeorar. Es untipo malo de verdad. ¿Hasta qué punto? No lo sé. ¿Lo bastante malo para matar aAshley? No vi nada que pudiera sugerir que no. Tiene archivos codificados sobreella. Uno llamado « Ashley amor» y otro « Ashley odio» . Y no acaba ahí:también tiene algo sobre nosotros. No pude abrir esos archivos, pero el solo hechode que los tenga muestra el grado de su obsesión malsana. Así pues, estáenfermo, es decidido y está obsesionado. ¿Qué suma todo eso?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sally.—Que todo lo que vi sugiere una tragedia inevitable. Y ya sabéis lo que

significa eso. —Le costaba apartar de su mente las imágenes de aquelapartamento: gatos congelados, una pistola en una bota, paredes peladas ymonacales, un sitio sucio y descuidado dedicado a un solo propósito: Ashley. Sehundió en la butaca, pensando lo difícil que era expresar la idea más simple: O’Connell no tenía otra cosa en la vida que esa persecución.

Sally se volvió hacia Scott.—¿Y tu viaje? ¿Descubriste algo?—Mucho. Pero nada que contradiga lo que Hope acaba de decir. Vi el sitio

donde creció y hablé con su padre. Sería difícil encontrar un hijo de perra másdesagradable, ruin y depravado.

Todos reflexionaron un momento. Había mucho que decir, pero los tressabían que no ampliaría nada que ya no supieran.

Fue Sally quien rompió el silencio.—Tenemos que… —Se detuvo, sintiendo un frío interior. Pensó que si

estuvieran midiendo su corazón, daría una línea plana—. ¿Es un asesino? —preguntó bruscamente—. ¿Estamos seguros?

—¿Qué es un asesino? Quiero decir, ¿cómo podemos saberlo con seguridad?

—respondió Scott—. Todo lo que he descubierto me dice que la respuesta es sí.Pero hasta que haga algo…

—Puede que hay a matado a Murphy.—Puede que haya matado también a Jimmy Hoffa y JFK, por lo que

sabemos —ironizó Scott—. Tenemos que concentrarnos en lo que sabemos concerteza.

—Sí, bueno, pero certezas no es algo que tengamos en abundancia —respondió Sally—. De hecho, es lo que menos tenemos. No sabemos nada,excepto que es malvado y que está ahí fuera, en alguna parte. Y que puedehacerle daño a Ashley. Puede hacer cualquier cosa.

De nuevo todos guardaron silencio. Hope pensó que estaban atrapados en unlaberinto y no importaba qué camino siguieran: no había salida.

Sally habló en un susurro.—Alguien tiene que morir —dijo.La palabra congeló la habitación.Scott habló primero, como afónico, mirando a su ex.—El plan era encontrar un delito y achacárselo. Eso es lo que tenías que

preparar…—La única forma de hacer algo con certeza… maldición, odio emplear esa

palabra, es crear algo complejo, que tal vez no tengamos tiempo de inventar, ohacer que Ashley mienta. Quiero decir, podríamos darle una paliza a nuestra hijay luego denunciar que lo hizo O’Connell. Eso sería asalto y probablemente lollevaría una temporada a la cárcel. Naturalmente, uno de nosotros tendría queencargarse de hacerle los moratones, partirle los dientes y romperle costillaspara que constituya un delito grave. ¿Os gusta esta propuesta? Y si flaqueamoscuando algún detective se aplique en el interrogatorio…

—Muy bien, pero ¿qué…?—Pues otra opción es acudir al juez y conseguir una orden de alejamiento.

¿Alguien piensa que un papel la protegerá?—No.—Basándonos en lo que sabemos de O’Connell, ¿creéis que violaría la orden

de alejamiento sin lastimar a Ashley? Si lo hace, solo sería sometido a juicio, unproceso largo durante el cual saldría bajo fianza, y él seguramente lo sabe.

—Maldición —masculló Scott.Sally lo miró.—¿Cómo es su padre?—Más cabrón que él.Sally asintió.—¿Y su relación con el hijo?—Odia a su hijo, y este lo odia a él. Hace años que no se ven.—¿Qué sabes de ese odio?

—Fue un padre abusivo, tanto con su hijo como con su esposa. El tipo deindividuo que bebe demasiado y recurre a los puños fácilmente. Nadie lo apreciaen el barrio.

Sally tomó aire, tratando de imponer razón a las palabras que iba a decir,porque sabía que había cierta locura en ellas.

—¿Dirías… —preguntó con cautela— dirías que ese hombre fue el motivo,psicológicamente hablando, de que Michael O’Connell sea como es?

Scott asintió.—Desde luego. Quiero decir, cualquier psicoanalista lo confirmaría.—Ya. La violencia engendra violencia —asintió Sally—. Así pues, Ashley

está amenazada porque ese hombre creó hace años en su propio hijo unanecesidad insana, probablemente obsesiva y asesina, de poseer a otra persona, nosé, de arruinar o quedar arruinado, no sé cómo expresarlo…

—Esa fue mi impresión —coincidió Scott—. Y hay algo más… La madre,que tampoco era ninguna santa, murió en circunstancias dudosas. Puede que él lamatara, pero no pudieron acusarlo…

—Así que además de crear un asesino, ¿tal vez lo sea también? —preguntóSally.

—Sí. Supongo que se podría decir eso.—Por tanto —continuó Sally, sopesando sus palabras—, estarás de acuerdo en

que la amenaza que Michael O’Connell representa actualmente para nuestraAshley fue creada en su mente por su padre, ¿verdad?

—Pues sí.—Bien —dijo Sally bruscamente—. Entonces es sencillo.—¿Qué es sencillo? —preguntó Hope.—En vez de matar a Michael O’Connell, matamos al padre. Y encontramos

un modo de inculpar al hijo.Un silencio estupefacto se adueñó de la habitación.—Tiene sentido —añadió Sally —. El hijo odia al padre. El padre odia al hijo.

Así que, si estuvieran juntos, la muerte resolvería la ecuación, ¿no?Scott asintió muy despacio.—¿No constituy en los dos una amenaza para Ashley? —Esta vez Sally se

volvió hacia Hope, que también asintió—. Pero ¿podemos convertirnos enasesinos? —preguntó—. ¿Podemos asesinar a alguien, aunque sea por el mejormotivo, y luego despertar al día siguiente y retomar nuestra vida normal como sino hubiera sucedido nada?

Hope miró a Scott. « Tampoco para él la respuesta es fácil» , pensó.Sally continuó, implacable:—El asesinato es una medida extrema. Pero su objetivo es devolver la vida

de Ashley a su estatus anterior a Michael O’Connell. Probablemente podamosconseguirlo si ella no se entera de nada, lo cual no será fácil de conseguir. Pero

nosotros somos los conspiradores en esto. Nos cambiará profundamente, inclusodesde esta conversación. Hasta ahora hemos sido los buenos, tratando de protegera nuestra hija del mal. Pero de repente somos los malos. A Michael O’Connell loimpulsan fuerzas psicológicas reconocibles: su mal deriva de su educación, de supasado, de lo que sea. Probablemente no tiene la culpa de haberse convertido enel tipo malvado que es. Es el producto inconsciente de la depravación y el dolor.Así que, lo que sea que nos hay a hecho, y lo que pudiera hacerle a Ashley, tiene,como mínimo, una base emocional. Tal vez todo su mal tenga una explicacióncientífica. Sin embargo nosotros, bueno, lo que estoy diciendo es que tenemosque conservar la sangre fría, ser egoístas y no esperar ningún aspecto redentor.Salvo quizás uno…

Tanto Hope como Scott escuchaban con atención. Sally se había retorcido enel asiento, como torturada por cada palabra pronunciada.

—¿Cuál? —preguntó Hope.—Salvaremos a Ashley.De nuevo guardaron silencio.—Es decir, dando por sentado un detalle crucial… —añadió Sally casi en un

susurro.—¿Qué detalle? —preguntó Scott.—Que logremos salirnos con la nuestra.

*

Había caído la noche y estábamos sentados en sendas sillas de madera en elpatio de piedra. Asientos duros para pensamientos duros. Yo rebosaba depreguntas, e insistía en hablar con los protagonistas de la historia o, al menos, conuno de ellos que pudiera informarme del momento en que pasaron de servíctimas a conspiradores. Pero ella no estaba dispuesta a ceder, cosa que meenfurecía. En cambio, contemplaba la húmeda oscuridad del verano.

—Es notable, ¿verdad?, a lo que puede llegarse cuando se está presionado allímite —dijo.

—Bueno —repliqué con cautela—, si uno está contra la pared…Ella soltó una risita sin alegría.—Pero es justo eso —dijo con brusquedad—. Ellos creían estar contra la

proverbial pared. Pero ¿cómo puedes estar tan seguro?—Tenían miedos legítimos. La amenaza que O’Connell suponía era obvia. Y

por eso se hicieron cargo de sus propias circunstancias.Ella volvió a sonreír.—Haces que parezca fácil y convincente. ¿Por qué no le das la vuelta?—¿Cómo?—Bueno, míralo desde el punto de vista legal. Tienes a un joven que se ha

enamorado y persigue a la chica de sus sueños. Sucede continuamente. Tú y yosabemos que se trata de una obsesión, pero ¿qué podría demostrar la policía? ¿Nocrees que Michael O’Connell ocultó perfectamente su acoso informático paraque no pudieran rastrearlo? ¿Y qué hicieron ellos? Trataron de sobornarlo.Trataron de amenazarlo. Mandaron que le dieran una paliza. Si fueras policía, ¿aquién te sería más fácil acusar? Scott, Sally y Hope y a habían violado la ley.Incluso Ashley, con esa arma que se había buscado. Y ahora conspiraban paracometer un asesinato. De un hombre inocente. Tal vez no era inocente de unmodo psicológico o moral, pero legalmente… ¿Qué defensa tendrían desde unpunto de vista ético?

No respondí.Mi mente daba vueltas a una pregunta: ¿cómo lo consiguieron?—¿Recuerdas quién dijo que decir y hacer son cosas distintas? ¿Quién señaló

lo difícil que es apretar un gatillo?Sonreí.—Sí. Fue O’Connell.Ella rio amargamente.—Eso le dijo a la más dura de todos ellos, a la que tenía menos que perder

disparándole aquella escopeta en el pecho, a una mujer que ya había vivido casitodo su tiempo y habría arriesgado menos al disparar. En aquel momento crucialella fracasó, ¿no? —Hizo una pausa y contempló la oscuridad—. Pero alguientendría que ser lo bastante valiente.

39El principio de un crimen imperfecto

Fue Sally quien habló primero.—Tendremos que identificar y distribuir las responsabilidades —dijo—. Hay

que trazar un plan. Y luego debemos ceñirnos a él. Religiosamente.Se sorprendió de sus propias palabras. Eran tan duras y calculadoras que bien

podía habérselas dicho a dos desconocidos. Ellos tres parecían los menosindicados para convertirse en asesinos, pensó. Tenía serias dudas sobre siconseguirían llevar a buen término el plan.

Hope alzó la cabeza.—En esto soy una neófita. Ni siquiera me han puesto nunca una multa por

exceso de velocidad. No leo novelas de misterio o intriga, excepto en la facultad,que leí Crimen y castigo en un curso y A sangre fría en otro…

Scott se rio, algo incómodo.—Magnífico —dijo—. En la primera, el asesino casi se vuelve loco por la

culpa y finalmente confiesa, y en la segunda atrapan a los malos porque sonmedio tontos y luego los condenan a muerte. Tal vez no deberíamos tomar esoslibros como modelo. —Aquello pretendía sonar divertido, pero ninguna sonrió.

Sally agitó una mano al aire.—Será mejor que lo olvidemos —dijo con frustración—. No somos asesinos.

Ni siquiera deberíamos estar pensando en esto.Fue Scott quien rompió el silencio momentáneo.—Así pues, ¿nos sentamos a esperar a que suceda algo y rogamos que no sea

una tragedia?—No. Sí. No estoy segura. —Sally se sentía confundida—. Tal vez no les

estamos dando suficiente credibilidad a los canales legales. Tal vez deberíamosconseguir esa orden de alejamiento. A veces funcionan.

—No veo cómo puede eso ser una solución —replicó Scott—. No resuelvenada. Nos dejaría, sobre todo a Ashley, en un perpetuo estado de temor. ¿Cómopodríamos vivir así? Y aunque realmente le pare los pies a O’Connell, cada díaque pase con normalidad nos provocará más y más incertidumbre sobre elsiguiente. ¡Esa clase de medida no resuelve nada! Crea una ilusión de seguridad.E incluso si creara auténtica seguridad, ¿cómo lo sabríamos con certeza?

Sally suspiró.—Eres muy bueno discutiendo, Scott, pero, dime, ¿estás dispuesto a matar a

alguien?—En esta situación, sí —farfulló él.—Una respuesta rápida y fácil. Habla la pasión, no el sentido común. ¿Y tú,

Hope? ¿Matarías a alguien, un desconocido, por salvar a Ashley, o tal vez en elmomento crucial vacilarías?: « ¿Qué estoy haciendo? No es hija mía…» .

—No. Por supuesto que no vacilaría…—Otra respuesta rápida.Scott sintió un arrebato de frustración.—Bien, abogada del diablo, ¿y tú? ¿Lo harás?Sally frunció el ceño.—Sí. No. No lo sé.Él se reclinó en su sillón.—Déjame preguntarte una cosa. Cuando Ashley era pequeña y se ponía

enferma, ¿recuerdas haber suplicado alguna vez « Que sea y o quien enferme,que ella se ponga bien» ?

Sally asintió.—Supongo que toda madre ha sentido lo mismo.—¿Darías la vida por tu hija?Sally tragó saliva y asintió.—Puedo hacerlo —dijo, muy despacio—. Puedo diseñar un crimen, sé lo

suficiente para ello, y tal vez funcione. Pero aunque vay amos todos a la cárcel,al menos habremos intentado defender a Ashley. Y eso es algo.

—Sí, pero no suficiente —repuso Scott, envarado—. Cuéntame qué estáspensando.

Sally se agitó y dijo:—¿Cuál es la mayor debilidad de O’Connell?—Debe de tener que ver con su padre —respondió Scott.—En efecto —continuó Sally—. Su mala relación. Ese tipo de odio es algo

que O’Connell no podrá controlar.Scott y Hope guardaron silencio.—Es ahí donde parece vulnerable. Igual que él explotó nuestros puntos

débiles, le pagaremos con la misma moneda. Incluso él mismo nos ha enseñadoel camino. Descubrió dónde éramos más débiles, y luego golpeó. E hizo lomismo con Ashley. Lo vuelve todo patas arriba para controlar las cosas. ¿Por quéestamos aquí? Porque pensamos que va a hacerle daño a nuestra hija. Puede queincluso matarla, si su frustración se dispara. Así que nosotros lo imitaremos:crearemos un caos en su vida sin dejar huella.

Los otros dos siguieron en silencio, pero la propuesta de Sally parecía lógica.Scott y Hope miraron a la mujer que una vez amaron o continuaban amando,

y vieron a alguien a quien apenas reconocían.—Lo crucial es reunir a padre e hijo. Tienen que enfrentarse con saña y

dejar pruebas de la pelea. La policía tiene que comprobar que se reunieron y sepelearon a muerte. Y en medio de esa furia intervenimos nosotros, sin dejarninguna huella. Nadie nos verá, excepto el hombre al que matemos.

Sally alzó los ojos al techo y su voz adquirió un tono casi especulativo.—Sí, se odian y desconfían uno del otro. Hay una historia de violencia entre

ambos, asuntos pendientes… Tendría más sentido que el hijo matara al padre enun arrebato de ira.

—Es cierto —asintió Scott—. Un sentido de la justicia propio de las tragediasgriegas. Pero hace años que no se hablan. ¿Cómo los…?

Sally alzó una mano y musitó:—Si O’Connell creyera que Ashley está en la casa del viejo…—¿Pretendes usarla como cebo? —estalló Scott.—¿Qué otro cebo tenemos? —repuso su ex con frialdad.—Habíamos acordado que Ashley quedaría fuera de todo esto —le recordó

Hope.Sally se encogió de hombros.—Ashley podría hacer una llamada sin saber por qué la hace. Podríamos

darle un guión…Hope se inclinó hacia delante.—Vale, suponiendo que podamos reunirlos, ¿qué pasará luego? ¿Cómo lo

matamos? —Se horrorizó de su propia pregunta.Sally hizo una pausa y pensó.—No somos lo bastante fuertes… —dijo, pero de pronto enarcó las cejas—.

¿Dij iste que Michael O’Connell tiene un arma?—Sí. Escondida en su apartamento.—Pues tenemos que usar esa arma. No otra del mismo modelo, sino esa. Su

arma. La que tiene sus huellas y tal vez su ADN.—¿Cómo la conseguimos? —preguntó Scott.Hope rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una llave. La del

apartamento de O’Connell.Los otros se la quedaron mirando. Y en ese momento, aunque ni Scott ni Sally

dijeron nada, ambos pensaron lo mismo: « Puede hacerse» .

Sally se quedó sola, mientras los demás iban a tomar la cena que Catherine yAshley habían preparado. Pensó que debería sentirse fatal, pero no era así. Unagran parte de ella se sentía llena de energía, casi excitada por la perspectiva delasesinato.

Quiso reír por la ironía de todo aquello. « Haremos algo que nos cambiarápara siempre con el único fin de no tener que cambiar para siempre» . Oyó lavoz de Hope en la cocina e imaginó que la única ruta de regreso al lugaremocional en que se habían amado pasaba por Michael O’Connell y su padre.« ¿Puede la muerte crear vida? —se preguntó—. Sin duda que sí» . Los soldados,los bomberos, los especialistas en rescate, los policías… todos sabían que podríanenfrentarse un día a esa opción. Sacrificarse para que otros pudieran sobrevivir.¿Estaban haciendo ellos algo diferente?

Cogió una libreta y un bolígrafo.Empezó por una lista de las cosas que necesitarían, así como de los detalles

que crearían una escena del crimen convincente para la policía. Y mientrasescribía se dijo que lo crucial no era tanto el hecho de apretar el gatillo, sinocómo sería percibido después. Se inclinó como un estudiante ansioso que en unexamen de pronto recuerda las respuestas.

« Inventa un asesinato» , se dijo.Se detuvo. « Estamos a punto de convertirnos en todo lo que siempre hemos

aborrecido» , pensó. Y apretó lentamente el puño, como si de repente rodease elcuello de O’Connell, estrangulándolo lentamente.

*

Era tarde y vacilé en la puerta.Oyes algo. Alguien te cuenta una historia. Palabras pronunciadas entre

susurros. Y de repente parece que hay muchas más preguntas que respuestas.Ella debió de notarlo, porque me dijo:

—¿Comprendes ahora de dónde surge su reticencia a hablar contigo?—Sí, por supuesto. Quieren evitar ser acusados. No hay prescripción para el

asesinato.Ella hizo una mueca.—Eso es obvio. Ha sido obvio desde el principio. Trata de mirar más allá del

aspecto práctico de todo esto.—Muy bien —repliqué—. Porque tienen miedo de las traiciones implícitas en

la historia.Ella inspiró bruscamente, casi como si temiera algo.—¿Y cuáles crees que fueron esas traiciones?Pensé un momento.—Sally era abogada y debería haber tenido más confianza en la ley …—Sí, sí —asintió ella—. Solo veía los defectos de la ley, no su fuerza.

Continúa.—Y Scott, bueno, un catedrático de historia. Tal vez más que los demás,

debería haber advertido los peligros de actuar unilateralmente. Era quien tenía elsentido de la justicia social…

—Un hombre que despreciaba la violencia y de pronto la abrazó —precisóella.

—Sí. Su participación en Vietnam fue más un acto político, un acto decompromiso, una especie de patriotismo entusiasta, que mantuvo sus manos, si noexactamente limpias, al menos no exactamente sucias. Pero Hope…

—¿Qué pasa con Hope? —preguntó ella bruscamente.—Parece la menos indicada para verse envuelta en una conspiración

criminal. Después de todo, su relación con todos los implicados era menosprofunda…

—¿Lo era? ¿No se había arriesgado más que nadie? Una mujer que amaba aotra mujer, con toda la sanción social que eso acarrea, que corre el may or riesgoen el amor y que, según parece, había renunciado a fundar una familia propia, apresentar una cara « normal» al mundo, e incluso había adoptado a Ashleycomo propia. ¿Y qué veía cuando miraba a Ashley ? ¿Una parte de sí misma?¿Una vida que podría haber escogido? ¿La envidiaba, la amaba, sentía algún tipode conexión interna distinta de lo habitual en una madre o un padre? Además,atleta como era, tenía una disposición natural para las acciones, más que para lasespeculaciones.

Su copioso razonamiento me envolvió tan rápidamente como la oscuridad dela noche.

—Sí —dije—. Entiendo lo que me dices.—Toda la vida de Hope se basaba en correr riesgos y seguir sus instintos. Era

lo que la hacía tan bella persona.—No lo había considerado de esa forma…—¿No crees que Hope era, en ciertos aspectos, la clave de todo?Sacudí la cabeza levemente.—Sí y no.—¿Cómo es eso? —preguntó ella.—Ashley seguía siendo la clave.

40Una carrera a través de las sombras

Ashley apoyó los pies contra la cabecera de su cama y empujó, sintiendo suspiernas tensarse hasta que empezaron a temblarle de cansancio. Era lo que hacíade adolescente, cuando la afectaba el estirón de la edad y le parecía que sushuesos y a no encajaban en su piel. Los deportes y correr por las tardes bajo lasupervisión de Hope habían ayudado, pero hubo muchas noches en que adoptabaesa postura del revés en la cama, esperando a que su cuerpo creciera en quienfuera que iba a convertirse.

Era temprano y en la casa aún se oían los sonidos ocasionales del sueño.Catherine, en la habitación de al lado, roncaba con fuerza. No había ningún ruidoen la habitación de Sally y Hope, aunque por la noche las había oído hablar hastatarde; suponía que sobre algo relacionado con ella. No oía sonidos apagados deafecto desde hacía algún tiempo, y eso la preocupaba. Quería que su madrecontinuara con Hope, pero Sally se había vuelto tan distante que no sabía qué ibaa suceder. A veces pensaba que no saldría ilesa de los residuos emocionales deotro divorcio, aunque fuera amistoso: sabía por experiencia que eso no reduce eldolor interno.

Ashley prestó atención y luego, lentamente, dejó que unas lágrimasasomaran a sus ojos. Anónimo había dormido siempre al fondo del pasillo en unavieja estera delante del dormitorio principal, para estar cerca de Hope. Pero amenudo, cuando Ashley era adolescente, el perro intuía cuándo la preocupabaalgo y venía sin que lo llamaran, se asomaba a su cuarto y con sigilo se tendía enla alfombra junto a su escritorio. La miraba hasta que ella le contaba suspreocupaciones. Y al tranquilizar al perro, se tranquilizaba a sí misma.

Ashley se mordió el labio. « Sería capaz de pegarle un tiro solo por lo que lehizo a Anónimo» , pensó.

Se levantó de la cama y contempló las cosas familiares de su infancia. Enuna pared, rodeando un tablón de corcho, docenas de dibujos propios. Tambiénfotos de sus amigas, de ella misma disfrazada para Halloween, del campo defútbol y de la fiesta de graduación. Y una colorida bandera con la palabra « Paz»en el centro sobre una paloma blanca bordada, y una botella de champán con dosflores de papel dentro que recordaban aquella noche de su primer año en lafacultad cuando perdió la virginidad, un hecho que había contado en secreto aHope, pero no a sus padres. Dejó escapar un suspiro y pensó que todas aquellascosas eran símbolos de quién había sido, pero lo que necesitaba saber era en quéiba a convertirse. Se acercó a la mochila que colgaba del armario, rebuscó ysacó el revólver.

Lo sopesó en la mano, se dio la vuelta y adoptó la posición de tiro apuntando ala cama. Lentamente, con un ojo cerrado, giró, encañonando la ventana. « Vacía

el tambor —se recordó—. Apunta al pecho y que no te tiemble el pulso» .Temía parecer ridícula.« Él no se estará quieto» , pensó. Podría abalanzarse sobre ella, reducir la

distancia que lo separaba de la muerte. Ashley volvió a la posición de tiro,separando los pies y agachándose unos centímetros. Midió mentalmente. ¿Quéaltura tenía O’Connell? ¿Qué fuerza tenía? ¿Con qué rapidez podía moverse?¿Suplicaría por su vida? ¿Prometería dejarla en paz? « Dispárale en el malditocorazón, si es que lo tiene» , se dijo.

—Bang —susurró—. Bang. Bang. Bang. Bang. Bang. —Bajó el revólver—.Estás muerto y y o estoy viva. Y mi vida continúa —musitó—. No importa lodesgraciada que sea, siempre será mejor que esto.

Todavía con el arma en la mano, se acercó a la ventana. Oculta tras lacortina, escrutó la calle arriba y abajo. Era poco más del amanecer y una débilluz revelaba lentamente los contornos y formas de la manzana. « Un día gélido» ,pensó. Habría escarcha en los jardines. Demasiado frío para que O’Connellhubiera pasado la noche allí fuera, vigilando.

Volvió a guardar el revólver en la mochila. Luego se puso medias, un jerseyde cuello alto negro, una sudadera con capucha y unas zapatillas de deporte. Enlos siguientes días no tendría muchos momentos para estar a solas, pero ese no lodesaprovecharía. Mientras salía de puntillas de la habitación, no le agradó dejarel arma. Pero no podía correr con un revólver en la cintura, pensó. Demasiadopesado. Demasiado absurdo.

Una ola de frío polar asolaba Vermont. Cerró en silencio la puerta principal,se puso un gorro y echó a trotar calle arriba, deseando alejarse de la casa antesde que nadie advirtiese su ausencia. Fuera cual fuese el riesgo, rápidamente lodesechó de su mente y aceleró el paso, obligando a su sangre a calentarle elcuerpo.

Corrió con ganas, de un modo que parecía estimular sus pensamientos. Dejóque el sonido de sus zancadas convirtiera su furia en una especie de liberaciónpoética. Estaba tan harta de verse constreñida por su familia y sus temores queestaba dispuesta a asumir cualquier riesgo. « Naturalmente —se dijo—, no seastan estúpida como para ponérselo fácil» . Así que corrió siguiendo un rumboerrático, en zigzag. Lo que quería, pensó, era comportarse con osadía, sentirselibre.

Tres kilómetros se convirtieron en cuatro, luego en cinco, y el titubeanteamanecer se disolvió en una mañana normal que sin duda la protegería con surealidad cotidiana. El viento ya no era frío y el sudor le corría por cuello yespalda. Cuando dio la vuelta para regresar a casa estaba cansada, pero no losuficiente para reducir el ritmo. Un calor inquieto la escaldaba por dentro.Escrutó el camino y de repente vio movimiento. Casi la abrumó la sensación deque ya no estaba sola. Sacudió la cabeza y siguió avanzando.

A ocho manzanas de su casa, un coche se acercó peligrosamente. Ashleyjadeó y quiso gritarle alguna imprecación, pero siguió corriendo.

A seis manzanas, una voz gritó un nombre cuando ella pasaba. No supo si erael suyo y no se volvió a mirar, pero apretó el paso.

A cuatro manzanas, un claxon sonó muy cerca, dándole un buen susto yhaciéndola acelerar la marcha.

A dos manzanas, unos neumáticos chirriaron tras ella. Jadeó y, sin volverse amirar, saltó de la calzada a la irregular acera, rota por las raíces de los árboles.La acera parecía tirarle de los talones, y sus pies se quejaban. Corrió más rápido.Quiso cerrar los ojos y dejar de oír todos los sonidos. Como era imposible,empezó a tararear para sí. Mantuvo la mirada al frente, sin volverse en ningunadirección, como un caballo de carreras con anteojeras, corriendo tan rápidocomo podía hacia su casa. Cruzó un lecho de flores y atravesó el césped y casichocó contra la puerta principal. Entonces se detuvo jadeando y se volvió muydespacio.

Escudriñó la calle arriba y abajo. Un hombre sacaba su coche marcha atráspor el camino de acceso. Unos niños sobrecargados de mochilas reían camino dela parada del autobús escolar. Una mujer con un largo abrigo verde sobre la batasalía a recoger el periódico.

Ni rastro de O’Connell. Al menos en ningún lugar visible.Echó la cabeza atrás y respiró hondo. Se embebió de la normalidad matutina

y tuvo que contener un sollozo. En ese momento comprendió que O’Connell yano necesitaba estar presente para seguir perturbando su vida.

Un poco más abajo de la calle, Michael O’Connell se regocijó con la visiónde una Ashley vacilante en el porche de su madre. Sorbía un vaso de café,agazapado al volante de su coche. Si ella supiera dónde mirar podría verlo, perono se molestaba en ocultarse. Simplemente esperaba.

Había considerado salirle al paso mientras corría, pero se lo había pensadomejor. Ella se habría llevado un susto de muerte y habría huido sin atender arazones. Además, conocía las calles laterales y patios traseros del barrio, y porrápido que fuera él, no la habría alcanzado. Y, aún peor, ella habría gritado,llamado la atención de los vecinos, y alguien hubiese llamado a la policía. Esohubiera sido una catástrofe. Lo que menos quería era tener que dar explicacionesa un poli desconfiado.

Tenía que encontrar el momento adecuado. No este, en la calle donde ellahabía crecido. Aquel entorno simbolizaba su pasado. Él era su futuro.

Era más prudente contentarse con su visión. Le gustaban particularmente suspiernas. Eran largas y esbeltas, y deseó haberles prestado más atención aquellaúnica noche que yacieron juntos. Con todo, las imaginó desnudas, tersas y bien

torneadas, lo que lo excitó súbitamente. Deseó que Ashley se quitara el gorropara verle el pelo, y cuando ella lo hizo, sonrió y se preguntó si entre ellosfuncionaría la telepatía. Eso le bastó para confirmar el nexo indisoluble que losunía.

Michael O’Connell rio en voz alta.Podía mirar a Ashley desde lejos y absorber el calor de su cuerpo, como si

ella lo llenara de energía. Incapaz de quedarse sentado más tiempo, abrió lapuerta.

A poca distancia, Ashley se dio la vuelta en ese mismo momento y sin verlo,sumida en su propia desesperación, entró en la casa.

O’Connell se incorporó junto al coche y contempló el porche vacío. En suimaginación, todavía podía verla.

« Llévatela» , se dijo, y le pareció sencillo. Sonrió. Era solo cuestión detenerla a solas. No a solas exactamente, pensó, sino sola en su mundo, no en el deella. « Soy invisible» , pensó mientras volvía a meterse en el coche y lo ponía enmarcha.

En eso se equivocaba. Desde la ventana del dormitorio de arriba, Sally estabaobservando. Se sujetó al marco de la ventana, los nudillos blancos. Era la primeravez que veía en persona a Michael O’Connell. Cuando lo divisó al volante deaquel coche, trató de decirse que no era él, pero, al mismo tiempo, supo que sí loera. No podía ser otro. Estaba tan cerca como siempre, justo más allá de sualcance, siguiendo cada paso de Ashley. Incluso cuando ella no podía verlo,estaba allí. Sally se sintió mareada, enfurecida y casi abrumada por la ansiedad.« El amor es odio —pensó—. El amor es malo. El amor es un error» .

Vio el coche desaparecer calle abajo.« El amor es muerte» , pensó finalmente.Respirando con dificultad, se apartó de la ventana. Decidió no decirle a nadie

que había visto a O’Connell en su calle, a solo unos metros de la puerta, espiandoa Ashley. Todos montarían en cólera, pensó. Y las personas coléricas secomportan erráticamente. « Tenemos que estar tranquilos. Mostrarnosinteligentes y organizados. Poner manos a la obra. Poner manos a la obra. Ponermanos a la obra» . Cogió la libreta de sus anotaciones. Notas para preparar unasesinato. Sin embargo, cuando cogió el bolígrafo, su mano apenas temblaba.

A última hora de la tarde, Sally salió a comprar los artículos que considerabaesenciales para su tarea. No volvió hasta casi el anochecer. Subió a ver Ashley,que parecía extrañamente aburrida, tendida en su cama leyendo, luego sepreguntó dónde estaría Hope y oyó a Catherine en la cocina. Finalmentetelefoneó a Scott.

—¿Sí?—Soy Sally.—¿Todo bien?

—Sí. Ha sido un día normal —mintió, sin mencionar el episodio de la mañana—. Aunque tengo mis dudas sobre cuánto durará.

—Entiendo.—Bien, eso espero. Porque debes venir ahora mismo.—¿Ahora…? —vaciló él.—Es hora de actuar. —Sally soltó una risita sin humor, como dominada por

un frío cinismo—. Me parece que hemos estado de acuerdo más veces en estasúltimas semanas que cuando estábamos casados.

También Scott rio tristemente.—Es una extraña manera de ver las cosas. Pero cuando estábamos juntos,

bueno, hubo momentos en que no estuvo tan mal.—Tú no vivías en una mentira como vivía yo.—« Mentira» es una palabra fuerte.—Mira, Scott, no quiero librar de nuevo batallas pasadas, no tiene sentido.Hubo un silencio.—Nos estamos distrayendo —añadió Sally—. No se trata de dónde

estábamos, sino de adónde podemos ir o incluso de quiénes somos. Y, lo másimportante, se trata de Ashley.

—De acuerdo —dijo él, percibiendo los enormes pantanos emocionales quelos separaban y de los que nunca hablarían.

—Tengo un plan —informó Sally.—Me alegro —respondió él tras inspirar profundamente. No estaba seguro de

decirlo en serio.—No sé si es bueno, ni si funcionará…—Oigámoslo.—No deberíamos hablarlo por teléfono. Al menos por esta línea.—Por supuesto que no —asintió él sin estar seguro—. Salgo para ahí ahora

mismo.Colgó y pensó que había algo horrible en las rutinas de la vida. Al dictar

clases, al vivir en soledad con todos los fantasmas de estadistas, militares ypolíticos que poblaban sus cursos, su propia existencia era completamentepredecible. Comprendió que eso iba a cambiar.

Hope regresó a casa antes de que llegara Scott. Había salido a dar un paseo yreflexionar sobre lo que estaba pasando. Encontró a Sally en el salón, repasandounas hojas, bolígrafo en mano.

—Tengo un plan —dijo mirando a Hope—. No estoy segura de que funcione.Scott viene de camino y podemos repasarlo juntos.

—¿Dónde están Ashley y mi madre?—Arriba, enfurruñadas. No les hace gracia ser excluidas de las sesiones.

—A mi madre no le hace gracia que la excluyan de nada, lo cual resultacurioso para tratarse de alguien que se ha pasado años viviendo sola en losbosques de Vermont, pero ahí la tienes. Así es como es… —Hope vaciló.

—¿Qué ocurre?Hope meneó la cabeza.—No lo sé exactamente. Ella está haciendo lo que le pedimos, ¿no? Pues ese

no es su estilo. Siempre ha sido una especie de lobo solitario, la clase de persona ala que le importa un pimiento lo que piensen los demás. Y ahora esta aparentedocilidad… bueno, no sé si podemos confiar en que haga exactamente lo que lepedimos. Es una mujer impredecible y testaruda. Es lo que mi padre amaba deella, y y o también, excepto que en ocasiones, en mi adolescencia, me ponía lascosas muy difíciles.

Sally sonrió.—No me parece que seáis tan diferentes.Hope se encogió de hombros y soltó una risita.—Supongo que no.—¿Y no crees que yo también me sentí atraída por esas cualidades?—No pensaba que « testaruda» e « impredecible» fueran mis mejores

atributos.—Bueno, eso demuestra lo que sabes —dijo Sally. Consiguió esbozar una

sonrisita y se inclinó de nuevo sobre los papeles que tenía en el regazo.Las dos mujeres guardaron silencio. Extrañamente, pensó Hope, era la

primera cosa afectuosa que Sally decía desde hacía semanas.Llamaron a la puerta.—Debe de ser Scott —dijo Sally, y recogió los papeles mientras Hope iba a

abrir. En esos segundos a solas, echó atrás la cabeza y tomó aire. « Cuandoempieces a mover esto, no habrá marcha atrás» , pensó.

Catherine rebullía por dentro. Miró a la joven, hasta que por fin Ashley dejócaer el libro al suelo después de leer la misma página por tercera vez.

—No sé si podré seguir soportando esto mucho más —protestó—. Me tratancomo si tuviera seis años. Me envían a mi cuarto. Me dicen que me entretengamientras deciden mi futuro. ¡Maldición, Catherine, no soy un bebé! Puedo lucharpor mí misma.

—Estoy de acuerdo, querida.—¿Sabes? Debería coger ese maldito revólver y resolver este problema de

una vez por todas.—Creo, querida Ashley, que eso es precisamente lo que tus padres tratan de

evitar. Y no te conseguí esa arma para que vay as por ahí disparando al tuntún,solo porque estás fastidiada. La conseguí para que te protejas si O’Connell viene

por ti.Ashley echó atrás la cabeza.—Lo ha hecho, ¿sabes?—¿El qué?—Ha venido por mí. Probablemente está ahí fuera ahora mismo. Esperando.—¿Esperando qué?—El momento adecuado. Está loco, loco de amor, loco de obsesión, loco de

no sé qué. ¡Pero está ahí! Solo tiene algo importante en su vida, y ese algo soyyo.

La anciana asintió y se inclinó hacia delante.—¿Podrás hacerlo? —preguntó.Ashley abrió los ojos y miró al frente, primero fijándose en Catherine, luego

en la mochila que contenía el arma.—¿Podrás hacerlo? —repitió Catherine.—Sí —respondió Ashley, envarada—. Podré. Sé que podré.—Yo no pude. Debí dispararle cuando lo tenía justo delante, pero no pude.

¿Serás más fuerte que yo, querida? ¿Más decidida? ¿Eres más valiente?—No lo sé, pero sí. Eso creo.—Necesito saberlo…—¿Cómo puede saberlo nadie antes de que llegue el momento? —replicó

Ashley—. Quiero decir que estoy muy enfadada y muy asustada. Pero¿conseguiré apretar el gatillo? Yo espero que sí.

—Supongo que lo harás —dijo Catherine—. Al menos lo intentarás. Estáoscuro ahí fuera. ¿Estás segura de que está ahí?

—Sí.—Pues podrías acabar con todo esto metiéndote la pistola en el bolsillo del

abrigo y saliendo conmigo a dar un paseo a eso de medianoche. Y cuando élintente detenernos, ¡pum! Puede que diga que solo quiere hablar contigo, es loque siempre dice. Pero, en vez de hablar, le disparas. Allí mismo y en esemomento. La policía te detendrá y luego tu madre se encargará de sacarte.Arriésgate en un tribunal en lugar de en la calle. No puede decirse que estacomunidad, donde viven tu madre y Hope, esté demasiado predispuesta a darlesa los hombres, sobre todo a hombres que han acosado a una joven, muchocrédito. Ni, y a puestos, el beneficio de la duda…

—¿Crees…?—Puedes hacerlo si estás dispuesta a pagar el precio.—¿La cárcel?—Tal vez. Y también la fama. Serás la chica ideal de cada persona que tenga

un problema similar al tuy o. Podría merecer la pena, ¿no crees?Ashley echó la cabeza hacia atrás.—No podré soportar esto mucho más. En un momento estoy aterrorizada y al

siguiente furiosa. Me siento a salvo un segundo, y amenazada al siguiente.—¿Por qué no podemos ser violentos antes de que sean violentos con

nosotros? —dijo Catherine con determinación—. ¿Por qué todo es tancondenadamente injusto? ¿Por qué tenemos que esperar a ser víctimas?

—Yo no esperaré.—Bien. Así pues, consideremos qué nos conviene hacer.Ashley asintió.

Scott observó los montones de cosas apiladas en el salón.—Has ido de compras.—En efecto —dijo Sally.—¿Quieres explicárnoslo? —pidió Scott. Cogió una caja de toallitas

limpiadoras—. Esto, por ejemplo.Sally explicó con voz tranquila:—Si alguien teme haber dejado una muestra de ADN en un lugar

comprometido, se puede borrar con estas toallitas de amoníaco, eliminando todorastro.

Scott silbó. « Toallitas limpiadoras —pensó—. Parte del arma de un crimen» .Sally miró a su ex marido y notó que vacilaba. Continuó con firmeza.—Hemos acordado reunir a O’Connell con su padre y lo haremos. Scott, sin

saberlo, nos ha allanado el camino. Luego debemos robar la pistola de O’Connell,usarla contra su padre y devolverla a su sitio antes de que la eche en falta…

—¿Por qué no dejarla en la escena del crimen? —propuso Scott.—Lo he pensado. Pero será la prueba crucial. A la policía y la acusación les

encantará buscar y encontrar el arma del asesinato. Diseñarán su acusación entorno a ella. Será la prueba incontrovertible que condenará a O’Connell. Paraasegurarnos, debe ser descubierta oculta en su casa.

—¿Qué son estas otras cosas? —preguntó Hope.Sally se volvió hacia la compra. Había varios teléfonos móviles, un tubo de

pegamento instantáneo, un ordenador portátil, un mono de hombre de tallapequeña, dos cajas de guantes quirúrgicos, varios pares de zapatillas quirúrgicaspara colocarse sobre los zapatos, dos pasamontañas negros y una navaja delejército suizo.

—Son lo que necesitamos, según creo. Hay otras cosas que serán útilestambién, como pelo recogido de un peine en el apartamento de O’Connell.Todavía estoy encajando las piezas.

—¿Para qué es el ordenador? —preguntó Scott.Sally suspiró. Se volvió hacia Hope.—Es el mismo modelo que viste en el apartamento de O’Connell, ¿verdad?Hope examinó la máquina.

—Sí. Al menos así lo recuerdo.—Bien —dijo Sally—. Dij iste que su ordenador contiene material encriptado

sobre Ashley y nosotros. Este no.Hope asintió.—Creo que comprendo…—La policía le confiscará el ordenador. Prefiero que sea uno que hay amos

preparado para la ocasión.—¿Vamos a cambiarlos?—Correcto. Borrará todo nexo entre nosotros y él. Probablemente tenga

copias de seguridad en alguna parte, pero aun así… El tiempo será un factorcrucial.

Les tendió a cada uno una hoja. En la parte superior había escrito una serie dehorarios.

Hope contempló el papel. Sally había esbozado tareas, acontecimientos yacciones, y los había marcado A, B y C.

—No has asignado las funciones —dijo—. Tres personas haciendo cosasinterrelacionadas, pero no has dicho aún quién hace qué.

Sally se arrellanó en su sillón.—He intentado ponerme en la piel de un policía sagaz —dijo—. Hay que

considerar lo que van a encontrar y cómo lo interpretarán. Los crímenes giransiempre en torno a cierta lógica. Una cosa debe guiarlos a la siguiente. Tienentécnicas modernas, como análisis de ADN, análisis balísticos, estudios forensesde armas y diversos adelantos que solo conocemos por encima. He intentadohacerme una idea y recordar qué entorpece las investigaciones. El fuego, porejemplo, lo emborrona todo, pero no necesariamente destruye las pruebasforenses. El agua estropea las heridas y el ADN, así como las huellas dactilares.Nuestro problema es que queremos cometer un crimen violento y dejar unapista. No una pista perfecta, pero sí suficiente para guiarlos en la dirección quequeremos. Si somos astutos, la policía hará el resto y no será necesaria ningunaconfesión por parte de O’Connell.

—¿Y si él guía a la policía en nuestra dirección?—Tenemos que estar preparados para eso. Sobre todo, debemos hacer que

parezca un crimen irracional, y eso es lo difícil. Pero debemos conseguir que lapolicía no crea nada de lo que O’Connell alegue. La policía querrá respuestassencillas a preguntas sencillas. Y debemos proporcionárselas.

Sally hizo una pausa y los miró.—Pero no creo que lo haga —dijo.—¿Hacer qué?—Guiar a la policía hacia nosotros. Si lo hacemos bien, O’Connell no sabrá

que hemos organizado todo el tinglado.Scott asintió.

—Pero y o estuve en su barrio haciendo preguntas. Es probable que alguienme recuerde…

—Por eso en cierto momento clave tendrás que estar a kilómetros dedistancia y en presencia de alguien que luego corrobore tu coartada. Porejemplo, usando una tarjeta de crédito y formulando una queja en un lugardonde haya una cámara de vídeo. Sin embargo, probablemente sea importanteque estés también cerca.

Scott se reclinó en su asiento.—Lo comprendo, pero…—Lo mismo tienen que hacer Ashley y Catherine. Aunque tengan que

interpretar un papel.Los otros dos permanecieron en silencio.Sally tomó aliento.—Lo cual nos lleva a la cuestión crucial: el crimen en sí. He pensado al

respecto, y creo que tendré que ocuparme yo.—Yo conseguiré el arma —dijo Hope—. Soy la que sabe dónde está y tengo

la llave.—Sí, pero ya has estado allí antes. Tendrás el mismo problema que Scott. No;

otra persona tendrá que coger el arma. Puedes decirme dónde está.Hope asintió, pero Scott negó con la cabeza.—Eso será, claro, suponiendo que sigue donde la viste. Lo cual es mucho

suponer.Sally se aclaró la garganta.—Sí, pero en ese caso podemos esperar y elaborar un plan B para hacernos

con el arma.—De acuerdo. Si robamos la pistola y luego te la damos, ¿sabrás manejarla?

¿En estas circunstancias?—Tendré que hacerlo. Es mi deber, creo.Hope sacudió la cabeza.—No sé, me parece que es demasiado peligroso… Al igual que tú, Sally,

intento pensar como un policía. Si tú cometes el crimen, un poli podría hallarlemucho sentido: una madre protege a su hija. Pero dudo que ningún poli pienseque lo hiciera la compañera de la madre. En otras palabras, el hecho de queAshley no sea mi hija, no sea de mi sangre, me protege de las sospechas, ¿nocrees? Y soy más joven, más rápida y más fuerte, por si hay que acabarcorriendo.

Scott y Sally la miraron. Ambos adivinaron lo que estaba a punto de decir,pero ninguno fue capaz de impedirlo.

Hope trató de sonreír entre las nubes de sus propias dudas.—Está claro —dijo lentamente—. Debo ser y o quien apriete el gatillo.

*

Esta vez oí la emoción en su voz.—¿Te has preguntado alguna vez cuánto puede cambiar la vida en un

segundo? Tantas cosas parecen pequeñas, y de repente se convierten engrandes…

Era casi medianoche y me había sorprendido con su llamada.—¿Crees que tomamos mejores decisiones en la oscuridad, solos, cuando

estamos acostados y tratamos de resolver nuestras preocupaciones? ¿O es mássabio esperar a la mañana, cuando hay luz y claridad? Me pregunto qué tipo dedecisión tomaron —dijo lentamente—. ¿Decisiones nocturnas? ¿Decisionesdiurnas? Dime.

No respondí. Pensé que en realidad no esperaba ninguna respuesta, peroinsistió.

—Quiero decir, ¿cómo lo explicarías? Tú eres el escritor. ¿Fue inteligente?¿Estaban dando pasos difíciles pero necesarios? ¿O actuaban impulsivamente?¿Cuáles eran las posibilidades de éxito o de fracaso? Eran personas muyrazonables dispuestas a embarcarse en la menos razonable de las travesías.

No dije nada, y ella contuvo un sollozo.—Tengo un nombre para ti —dijo, sorprendiéndome—. Creo que te acercará

un poco más al meollo.Esperé, el bolígrafo preparado, sin decir nada, imaginándolo todo.—El fin —dijo—. ¿Puedes verlo? Déjame expresarlo de esta forma: ¿crees

que estaban preparados para lo inesperado?—No. ¿Quién lo está?Ella rio, pero el sonido pareció un sollozo. Era difícil distinguirlo a través del

teléfono.

41Despliegue

Sally miró a Hope. Estaban en su dormitorio, y solo la lámpara de la mesillade noche proyectaba una tenue luz amarilla en la habitación.

—No puedo permitir que lo hagas —dijo Sally.—No tienes elección —contestó Hope encogiéndose de hombros—. Creo que

la decisión está tomada. De todas maneras, probablemente es lo menos peligrosode esta empresa. —Eso no era así, pero Hope no sabía hasta qué punto.

—¿Empresa?—A falta de mejor palabra.Sally sacudió la cabeza.—Una bomba estalla en un mercado y hablamos de « daños colaterales» .

Una operación quirúrgica sale mal y hablamos de « complicaciones» . Matan aun soldado y se convierte en una « baja» . Vivimos a base de eufemismos.

—¿Y nosotras? —preguntó Hope—. ¿Qué palabra elegirías para tú y yo?Sally frunció el ceño y se acercó a un espejo. En otra época había sido

hermosa y vibrante. Ahora, apenas reconoció a la persona que le devolvía lamirada desde el cristal.

—Supongo que no sabemos qué nos deparará el día. Incertidumbre. Esa es lapalabra.

Hope sintió un arrebato de emoción.—Podrías decir que me amabas.—Te amo —respondió Sally—. Es a mí a quien y a no amo.Guardaron silencio mientras Sally observaba sus papeles.—Cuando hagamos esto todo será diferente. Lo sabes, ¿verdad?—Creí que el objetivo era hacer que todo volviera a ser como antes.—Las dos cosas —dijo Sally, envarada—. Será las dos cosas.Cogió una serie de papeles manuscritos.—Esto es lo que harán Ashley y Catherine. ¿Quieres acompañarme a hablar

con ellas? Mejor no, ¿eh? Si no estás presente, no podrán hacerte ningunapregunta.

—Te esperaré aquí —dijo Hope. Se tumbó en la cama, se metió bajo eledredón, y sintió un escalofrío en la espalda.

Sally las encontró en la habitación de su hija.—¿Podréis hacer las cosas aquí anotadas sin hacer preguntas? —las interpeló

—. No es mucho. Tengo que saberlo.Catherine cogió la lista, la leyó rápidamente y se la entregó a Ashley.—Creo que sí —dijo.—El guión está escrito ahí. Voy a entregarte un teléfono móvil que perderás

después de hablar con él —dijo Sally—. Puedes improvisar, claro, pero tienes

que dejar claros los puntos principales. ¿Lo entiendes?Ashley leyó el papel y asintió.—¿Podré…?—Parece el principio de una pregunta —la interrumpió Sally con una sonrisa

triste—. El tema es que debes, repito, debes convencer a O’Connell. Tiene quecreérselo. Nos parece que la furia, los celos y una pizca de indecisión son lamezcla que lo animará. Si puedes encontrar una forma mejor de expresarlo,adelante. Pero el resultado debe ser exactamente el mismo. ¿Entendido? Hope, tupadre y yo contamos con eso. ¿Podrás hacer tu parte, Ashley, cariño? Muchodependerá de tu capacidad de persuasión.

—¿Mucho de qué?—Ah, otra pregunta. De momento no tendrás respuesta. Mira ahí abajo.

Números de teléfono. Espero que los memorices, porque al final del día estepapel, y todo lo demás, será destruido. Es todo por ahora.

—¿Ya está? —preguntó Ashley.—Se te pide que hagas una parte, tal como pediste. Pero no sabrás el objetivo

final. Además, no correrás casi ningún riesgo. Digamos que tu exposición alpeligro será muy limitada. Catherine, cuento con que lo comprendas. Y quecumplas con todo lo indicado en la lista.

—No sé si me gusta —dijo Catherine—. No sé si me gusta actuar a ciegas.—Bueno, todos estamos en territorio inexplorado. Pero necesito estar segura

al cien por cien de nuestras funciones.—Lo haremos, vale, aunque no veo…—Exacto: no ves. —Sally se detuvo en la puerta y las miró—. Me pregunto si

comprendes cuánto te queremos —dijo—. Y lo que estamos dispuestos a hacerpor ti.

Ashley asintió con la cabeza.—Lo mismo podría decirse de Michael O’Connell —intervino Catherine—, y

por eso estamos aquí.Desde el Porsche, Scott llamó al padre de O’Connell por el móvil que Sally le

había proporcionado. Sonó tres veces antes de que el viejo respondiera.—¿Señor O’Connell? —dijo Scott con tono profesional.—¿Quién es? —Palabras pastosas, tras tres o más cervezas.—Soy Smith.—¿Quién?—Jones, si lo prefiere.O’Connell soltó una carcajada.—Oh, sí, claro. Eh, ese e-mail que me dio no funciona. Lo intenté y me vino

de vuelta.—Un ligero cambio en los procedimientos motivado por cuestiones de

seguridad. No se preocupe. —Scott suponía que O’Connell tenía un ordenador

solo para acceder a las páginas web pornográficas—. Anote este número demóvil. —Leyó el número.

—Vale, lo tengo. Pero no he sabido nada de mi chico, y no espero saberlo.—Señor O’Connell, me consta que las cosas podrían cambiar. Creo que tendrá

noticias de él en breve. Cuando ocurra, llame a este número inmediatamente. Elinterés de mi jefe por hablar con su hijo ha aumentado en los últimos días. Sunecesidad se ha vuelto, digamos, más urgente. Por tanto, como podrácomprender, cuando usted haga esa llamada él se mostrará bastante másgeneroso de lo previsto. ¿Entiende lo que estoy diciendo?

O’Connell vaciló.—Sí —dijo—. Si el chico aparece las cosas saldrán mejor para mí, lo

entiendo. Pero, como le digo, no he sabido nada de él y …—Tenga paciencia. Por el bien de todos —dijo Scott, y cortó la

comunicación.Echó atrás la cabeza y bajó la ventanilla. Sentía que se ahogaba. La náusea

casi se había apoderado de él, pero, cuando intentó vomitar, solo pudo toser enseco.

Tomó aire y miró la hoja que le había dado Sally, con su lista de tareas. Habíaalgo terrible en su habilidad para organizar, para pensar con precisiónmatemática algo tan difícil como lo que se disponían a acometer. Scott se sintiófebril y la boca le sabía a bilis.

Creía que toda su vida había girado en una periferia secundaria. Había ido ala guerra, porque sabía que le correspondía a su generación, pero luego dio unpaso atrás y se mantuvo a salvo. Las enseñanzas que impartía ay udaban a losestudiantes, pero no a sí mismo. Su matrimonio había sido un desastre humillante,salvo por Ashley. Y ahora, ya en la madurez, por primera vez se le pedía quehiciera algo verdaderamente excepcional, algo que rompía los cuidadosos límitesque había impuesto en su vida. Una cosa era actuar como un padre colérico ydecir « Voy a matar a ese cabrón» como simple desahogo. Y otra muy distintaera dar los pasos necesarios para matarlo efectivamente. Entonces vaciló y sepreguntó si podría hacer algo más que decir algunas mentiras al padre de O’Connell.

« Mentir —pensó—. En eso soy bueno. Tengo mucha experiencia» .Miró de nuevo la lista. Sabía que las palabras no iban a ser suficientes. Puso el

coche en marcha y se dirigió a la primera ferretería que encontró. Tarde, tal veza medianoche, tenía que hacer un viaje hasta el aeropuerto. No esperaba dormirmucho en las horas siguientes.

Era media mañana, y en la casa solo quedaban Catherine y Ashley. Sally sehabía marchado vestida como para ir al despacho, con otras ropas guardadas en

el maletín. Hope también había salido como si no sucediera nada fuera de locorriente, con la mochila al hombro. Ninguna de las dos les había dicho nadasobre lo que les depararía el día. Y tanto Catherine como Ashley habían visto unaexpresión furtiva en sus ojos.

Si Sally y Hope habían dormido bien la noche anterior, no se notó en susgestos tensos y palabras cortantes. Se habían movido con una disciplina militarque sorprendió a Ashley. Nunca las había visto comportarse con aquellosmovimientos resueltos y aquellas miradas de acero.

Catherine entró resoplando.—Algo se está cociendo, querida —dijo. Traía en la mano el papel de Sally.—Eso es expresarlo suavemente —respondió Ashley—. Maldita sea. No

puedo quedarme fuera como una espectadora.—Tenemos que seguir el plan. Sea cual sea.—¿Cuándo ha funcionado un plan elaborado por mis padres? —repuso

Ashley, aunque advirtió que sonaba como una quinceañera petulante.—Eso no lo sé, pero Hope suele hacer exactamente lo que dice que va a

hacer. Es sólida como una roca.Ashley asintió.—Firme como un ladrillo —dijo—. Después del divorcio, mi padre solía

ponerme esa canción de Jethro Tull en su aparato de música y bailábamos portodo el salón. Era difícil encontrar cosas comunes, así que empezaba a ponermetodo el rock and roll de los sesenta que tenía. Rolling Stones, Grateful Dead, losWho, Janis Joplin. Me enseñó el baile drug, el watusi y el freddy. —Miró por laventana, sin saber que su padre había recordado lo mismo días antes—. Mepregunto si él y y o volveremos a bailar alguna vez. Siempre pensé que loharíamos cuando me casara, delante de todos los invitados. Me sacaría ydaríamos unas vueltas por la pista y todo el mundo aplaudiría. Yo con un largovestido blanco, él con esmoquin. Cuando era pequeña lo único que quería eraenamorarme. No una relación triste y enojosa como la de mis padres, sino algomás parecido a Hope y mi madre, excepto que sería un chico guapo, guapo deverdad. Y cuando le contaba esto a Hope, ¿sabes?, siempre me decía que seríamagnífico. Nos reíamos e imaginábamos vestidos de novia y flores y todas esascosas de chicas. —Dio un paso atrás—. Y mira, el primer hombre que me diceen serio que me ama, resulta una pesadilla.

—La vida es extraña —dijo Catherine—. Tenemos que confiar en que sepanlo que hacen.

—¿Crees que lo saben? —Ashley empuñó el revólver y dijo—: Si tengo laoportunidad… —Entonces apuntó a la lista—. Muy bien. Acto primero, escenaprimera. Entran por la derecha Ashley y Catherine. ¿Cuál es nuestra, primeraintervención?

Catherine miró su lista.

—Lo primero es lo más difícil. Tenemos que asegurarnos de que O’Connellno está aquí. Supongo que daremos un paseo para comprobarlo.

—¿Y luego qué?La anciana miró el papel.—Luego viene tu gran momento. Tu madre ha subrayado tres veces el

párrafo. ¿Preparada?Ashley no contestó. No estaba segura.Se pusieron los abrigos y salieron por la puerta principal. Se detuvieron en el

escalón superior, escrutando la manzana arriba y abajo. Todo estaba tranquilo,como de costumbre. Ashley mantuvo empuñado el revólver, oculto en el bolsillodel abrigo, frotando nerviosamente el dedo índice contra la guarda del gatillo. Lesorprendía la manera en que su miedo hacia O’Connell la hacía ver el mundocomo un lugar lleno de amenazas. La calle donde había pasado gran parte de suinfancia jugando debería haberle resultado tan familiar como el dormitorio delpiso de arriba. Pero no. O’Connell había conseguido convertirla en un algodiferente. Aquel malnacido había destruido su mundo: sus estudios, suapartamento en Boston, su empleo, y ahora el lugar donde había crecido. Sepreguntó si él sabía realmente cuánta maldad había en su conducta.

Tocó el cañón del arma. « Mátalo. Porque te está matando» , se dijo.Sin dejar de escrutarlo todo, ambas echaron a andar lentamente por la acera.

Ashley quería obligarlo a mostrarse, si es que estaba allí. A media manzana, apesar de la lluvia, se quitó el gorro de lana. Sacudió la cabeza, dejando que elpelo le cay era sobre los hombros antes de volver a encasquetárselo. Por primeravez en meses, quiso resultar irresistible.

—Sigue andando —dijo Catherine—. Si está aquí, se dejará ver.Prosiguieron y detrás oyeron un coche ponerse en marcha. Ashley tanteó el

gatillo del arma y se preparó, con el corazón palpitando. Contuvo la respiracióncuando el sonido aumentó.

Cuando le pareció que el coche las alcanzaba, giró bruscamente, sacando elarma y separando los pies, adoptando la postura que había practicado en suhabitación. Su pulgar resbaló sobre el seguro y luego sobre el percutor. Exhalóbruscamente, casi un gruñido del esfuerzo, y luego un silbido de tensión.

El coche, con un hombre de mediana edad al volante, pasó de largo. Elconductor ni siquiera la vio: iba buscando alguna dirección al otro lado de la calle.

Ashley gruñó, pero Catherine mantuvo la calma.—Guarda el arma —dijo tranquilamente—. Antes de que te vea algún ama

de casa.—¿Dónde demonios está?Catherine no respondió.Las dos continuaron caminando despacio. Ashley se sentía tranquila, decidida

a acabar con todo de una vez. « ¿Es esto lo que se siente al estar preparada para

matar a alguien?» . Pero el verdadero O’Connell, al contrario que el O’Connellfantasmal que la acechaba a sol y sombra, no se veía por ninguna parte.

Cuando giraron para volver a la casa, Catherine murmuró:—Muy bien, no está aquí. ¿Estás preparada para dar el siguiente paso?Ashley dudaba que pudiera saber la respuesta a eso hasta que lo intentaran.

Michael O’Connell estaba en su mesa, la habitación a oscuras, bañado por elbrillo de la pantalla del ordenador. Trabajaba en una pequeña sorpresa para lafamilia de Ashley. En calzoncillos, el pelo hacia atrás después de una ducha,tecleaba al compás de la música tecno que sonaba por los altavoces. Lascanciones que escuchaba eran rápidas, casi desquiciadas.

Le regocijaba haber usado parte del dinero que le había dado el patéticopadre de Ashley para reponer el ordenador que había destrozado Murphy. Yahora se aplicaba a fondo en una serie de trucos electrónicos que iban a crearproblemas importantes a aquellos cretinos.

Lo primero era un anónimo a Hacienda denunciando que Sally exigía el pagode sus honorarios mitad en cheque y mitad en negro. « Lo que más odian losinspectores de Hacienda —pensó— es que alguien intente esconder ingresossustanciosos» . Se mostrarían implacables cuando revisaran su contabilidad.

Esto le hizo reír.Lo segundo era otro anónimo a las oficinas de Nueva Inglaterra de la

Agencia Federal Antidroga alegando que Catherine cultivaba grandes cantidadesde marihuana en su granja, en un invernadero oculto dentro del granero.Esperaba que eso fuera suficiente para que un juez expidiera una orden deregistro. Y aunque no encontraran nada, como en el fondo sabía que ocurriría,sospechaba que la nerviosa mano de la DEA estropearía sus preciosasantigüedades y recuerdos. Pudo imaginar la casa hecha un estropicio.

Lo tercero era una sorpresa especial para Scott. Navegando por la red con laclave « Histprof» había descubierto una página web danesa que ofrecía lapornografía más virulenta con niños y preadolescentes en todo tipo de poses. Elsiguiente paso era conseguir un número falso de tarjeta de crédito y hacer queenviaran una selección de fotografías a casa de Scott. Luego sería muy sencillodarle el soplo a la policía local. De hecho, pensó, tal vez ni siquiera tendría quehacerlo. La policía probablemente recibiría una llamada del servicio de Aduanas,que se mostraba muy celoso con ese tipo de importaciones.

Rio para sí al imaginar las explicaciones que la familia de Ashley tendría quedar cuando se encontrara inmersa en todo ese lío, sentados ante una mesa en unasala de interrogatorios delante de un agente de la DEA o del fisco, o de un oficialde policía que no sentiría más que desprecio por esa clase de gente.

Ellos podrían intentar culparlo a él, pero lo dudaba. Sin embargo, no podía

estar seguro, y eso lo refrenaba. Sabía que pulsar las teclas adecuadas en sus tresentradas dejaría una huella electrónica que podría conducir a su propioordenador. Lo que necesitaba hacer, pensó, era colarse en la casa de Scott unamañana mientras estaba dando clases y enviar la petición a Dinamarca desde suordenador. También era importante crear una ruta electrónica ilocalizable paralas otras denuncias. Suspiró. Eso requeriría ir al sur de Vermont y al este deMassachusetts. Inventar identidades falsas no era un problema. Y podía mandarlas denuncias desde ordenadores de cibercafés o bibliotecas locales.

Se reclinó en su asiento y soltó otra risotada. No por primera vez, se preguntócómo eran tan insensatos para creer que podían derrotarlo.

Mientras sonreía, pensando en las desagradables sorpresas para los padres yla familia de Ashley, el teléfono móvil sonó.

Dio un respingo. No tenía amigos que pudieran llamar. Había renunciado a sutrabajo de mecánico, y nadie en el colegio donde de vez en cuando asistía aclases tenía su número.

Miró el visor que identificaba la llamada y leyó un nombre que le paró elcorazón: « Ashley» .

*

Antes de darme el nombre del detective, ella me había hecho prometer quesería discreto.

—No dirás nada. Nada que lo ponga en alerta. Promételo o no te daré sunombre.

—Seré cauteloso. Lo prometo.Ahora, en la sala de espera de la comisaría, sentado en un sofá gastado,

estaba menos seguro de mi discreción. A mi derecha se abrió una puerta por laque salió un hombre de aproximadamente mi edad. De pelo canoso y con unachillona corbata gris, exhibía un estómago prominente y una sonrisa tranquila.Me tendió la mano y nos presentamos. Me indicó su mesa.

—Bien, ¿en qué puedo ayudarle?Repetí el nombre que le había dado en una anterior llamada telefónica.

Asintió.—No tenemos demasiados homicidios por aquí. Y cuando los tenemos, suelen

ser novio-novia, marido-esposa. Este fue un poco diferente. Pero ¿cuál es suinterés en el caso?

—Algunas personas me sugirieron que podría ser una buena historia para unlibro.

El detective se encogió de hombros.—Ya. Bueno, la escena del crimen era un caos, un auténtico caos. La

investigación fue engorrosa. No somos exactamente la brigada de Homicidios de

Hollywood —dijo, señalando alrededor. Era un sitio modesto, donde todo,incluyendo los hombres y mujeres que trabajaban allí, mostraba el deterioro dela edad—. Pero, aunque la gente piense que somos tontos como borregos, al finallo resolvimos todo…

—No lo creo —dije—. Que sean tontos como borregos, me refiero.—Bueno, usted es la excepción que confirma la regla. Normalmente la gente

se ríe hasta que está sentada y esposada frente a nosotros, los acusamosformalmente y se enfrentan a un sentencia seria. —Hizo una pausa,sopesándome—. No trabajará para el abogado defensor, ¿eh? ¿Uno de esos quese cuelan en un caso y tratan de encontrar algún error al que agarrarse en untribunal de apelaciones?

—No. Solo busco una historia para un libro, ya se lo he dicho.Él asintió, pero no supe si me creía del todo.—Si usted lo dice… —repuso—. Podría ser una historia, sí, pero es antigua.

Muy bien, aquí tiene.Metió la mano bajo la mesa, sacó un archivador estilo acordeón y lo abrió

sobre su mesa. Contenía unas brillantes fotos en color que extendió encima detodos los papeles. Me incliné hacia delante y vi que las fotos mostraban basura ydesorden. Y un cadáver.

—Un caos —murmuró el detective—. Como le he dicho.

42El arma en la bota

Casi al mismo tiempo que Catherine y Ashley rodeaban la manzanapreguntándose dónde andaría Michael O’Connell, Scott estaba aparcado al fondode un área de descanso arbolada en la carretera 2. El sitio quedaba oculto a lacarretera por árboles y matorrales. Por eso, en parte, habían elegido esacarretera como ruta a Boston. No era tan rápida como la autopista, pero habíamenos tráfico y coches patrulla. Estaba en su vieja furgoneta; el Porsche habíaquedado en casa.

Oía su respiración entrecortada. Se dijo que era una locura, que por grandeque fuese la tensión en ese momento, sin duda sería mucho peor al final del día.Su paciencia fue recompensada unos minutos más tarde cuando vio un FordTaurus blanco último modelo aparcar en la zona de descanso. Se detuvo a seismetros de él. Hope iba al volante.

Scott cogió del asiento del pasajero una pequeña bolsa de deporte roja. Sonó ametálico. Se apeó y cruzó rápidamente el aparcamiento.

Hope bajó la ventanilla.—Vigila —dijo él sin más—. Si ves que llega alguien, avísame.Ella asintió.—¿Dónde las…?—Anoche. Después de medianoche. Fui hasta el aparcamiento del aeropuerto

de Hartford.—Buena idea —dijo ella—. Pero ¿no tienen cámaras de seguridad en el

aparcamiento?—Fui a la zona exterior. Esto solo durará un segundo. ¿Es alquilado?—Sí. Es más seguro así.Scott abrió la bolsa roja y se dirigió a la parte trasera del coche.Solo tardó cinco minutos en cambiar las matrículas de Massachusetts por las

de Rhode Island cogidas de un coche la noche anterior. En la bolsa también habíauna pequeña llave de rosca y unos alicates. Guardó las matrículas reales delcoche en la bolsa y se la tendió a Hope.

—No olvides reponerlas cuando devuelvas el vehículo.Hope asintió. Ya parecía pálida.—Mira, llámame si tienes algún problema. Estaré bastante cerca y …—¿Crees que si hay algún problema tendré tiempo de hacer una llamada?—No, claro que no. Muy bien, me guiaré… —Calló. Demasiado que decir.

No había palabras suficientes.Scott dio un paso atrás.—Sally debe de estar de camino por la autopista.—Entonces me marcho —dijo Hope. Colocó la bolsa de deporte en el asiento

del pasajero.—No superes el límite de velocidad —le advirtió él—. Te veré dentro de un

rato.Pensó que debería decir « buena suerte» o « ten cuidado» , o darle ánimos de

alguna manera. Pero no lo hizo. Vio cómo Hope salía del aparcamiento yconsultó el reloj , tratando de calcular dónde estaría Sally. Seguía una rutaparalela hacia el este. Parecía un detalle tonto, cambiar las matrículas por un día,pero comprendía que, cuando Sally les había dicho que prestaran atención a losdetalles pequeños y aparentemente insignificantes, había mucha verdad en esaadvertencia. Todo lo que había aprendido hasta ese momento, de poco le serviríaen las actuales circunstancias.

Al borde de una súbita cobardía, Scott volvió a su furgoneta y se preparó paradirigirse hacia el este y la incertidumbre.

Hope condujo hacia el cruce donde la interestatal se bifurcaba hacia elnoreste. Siguió las indicaciones de Sally, sin superar nunca el límite de velocidad,y se dirigió al punto de reunión establecido por Sally. Decidió que lo mejor eracompartimentarlo todo. Pensó en lo que se disponía a hacer como merasentradas de una lista de tareas, y pasaba rápidamente de una a otra.

Trató de pensar analítica y fríamente sobre las tres últimas.« Cometer el crimen. No dejar ninguna huella. Escapar y reunirse con

Sally » .Deseó ser matemática para poder ver todo aquello como una serie de

números y probabilidades y poder imaginar vidas y futuros como una fríaestadística.

Eso era imposible. Así que intentó provocarse una especie de justa furiacontra Michael O’Connell, y se repitió que aquella solución era la única que él,sin saberlo, les había dejado. Si lograba enfurecerse lo suficiente, la ira laimpulsaría a cumplir con su cometido.

« Alguien tiene que morir para que Ashley viva» , se dijo. Lo repitió una yotra vez, como un mantra perverso, a lo largo de varios kilómetros de carretera.

Recordaba partidos donde todo pendía de un hilo hasta el silbato final. En esassituaciones era fundamental reunir el último soplo de energía y hacer un esfuerzosupremo.

Como entrenadora, siempre había instado a las jugadoras a visualizar esemomento en que el triunfo o la derrota se equilibraban en la balanza, de modoque cuando llegara estuvieran psicológicamente preparadas para actuar sinvacilación.

Imaginaba que esta experiencia sería igual.Y así, mordiéndose el labio, empezó a ver las cosas tal como las había

imaginado Sally, con la ayuda de la descripción que Scott había hecho del lugar.Imaginó la casa decrépita y descuidada, el coche quemado en el patio delantero,aquella especie de cobertizo lleno de basura y componentes de motor. Creyósaber lo que habría dentro: periódicos y revistas, botellas de cerveza y comidapara llevar, un rancio aroma de dejadez. Y él estaría allí. El hombre que habíacreado al hombre que había creado aquella amenaza contra todos ellos. Cuandose enfrentara a él, tendría que visualizar a Michael O’Connell.

Se vio a sí misma esperando.Se vio entrar.Se vio ante el hombre al que habían elegido matar.Siguió conduciendo hacia el este, deseando poder comportarse como si ese

viaje no se saliera de la rutina cotidiana.

A media tarde, Sally había llegado a Boston y aparcó frente al edificio deMichael O’Connell, desde donde podía ver la entrada. Llevaba la llave que lehabía dado Hope.

Permaneció sentada al volante, tratando de parecer lo menos sospechosaposible, pero no podía dejar de pensar que todo el mundo en la manzana la habíavisto ya, había memorizado su rostro y anotado su matrícula. Eran miedosinfundados, pero estaban allí, rondándole la mente, amenazando con apoderarsede sus actos y emociones. Sally hacía todo lo posible por dominarlos.

Deseó tener la cómoda familiaridad de O’Connell con la oscuridad. Laayudaría (y a Scott y Hope también) a cumplir con su objetivo.

Una vez más, meneó la cabeza. Su único acto de rebelión, de salirse de lasestructuras rutinarias de la sociedad, había sido su relación con Hope. Tuvo ganasde reírse de sí misma. Una abogada madura de clase media, insegura de surelación con su compañera, no era precisamente una outsider.

Y desde luego no era una asesina.Cogió su hoja de instrucciones y trató de imaginar dónde estaban los otros.

Hope la estaría esperando; Scott, en su puesto; Ashley, en casa con Catherine. YMichael O’Connell estaría en su apartamento… o eso esperaba.

« ¿Qué te hizo pensar que podrías planear esto y que saldría bien?» , sepreguntó de repente.

« Esto» . No era una buena definición. « Llámalo por lo que es: un asesinatopremeditado. Asesinato en primer grado. En algunos estados te enviaría a la sillaeléctrica o la cámara de gas» . Incluso con circunstancias atenuantes, su penaoscilaba entre veinticinco años y cadena perpetua.

« No para Ashley» , pensó. Su hija permanecería a salvo.Y entonces, con la misma brusquedad, tomó conciencia de lo que había en

juego. Si fracasaban, la vida de todos ellos quedaría arruinada. Excepto la de

O’Connell. La suya continuaría como antes, y habría poco que se interpusiera ensu persecución de Ashley o, si lo elegía, de alguna otra Ashley.

No quedaría nadie para defenderla. « Haz que salga bien» .Alzó la cabeza y vio que las sombras empezaban a arrastrarse por los tejados

de los edificios, y se dijo: « No puedes fallar» .

Cogió el móvil y sintió un arrebato de excitación, pero se dominó hasta queoy ó la familiar voz.

—¿Michael?Él inspiró bruscamente.—Hola, Ashley.—Hola, Michael.Hubo un breve silencio. Ella aprovechó el momento para repasar los papeles

que su madre le había preparado. Un guión, con las frases clave subray adas tresveces. Pero las páginas se le aparecían borrosas, confusas. Por su parte, él semeció en su asiento. Aquella llamada era maravillosa. Significaba que estabaganando. Apenas pudo contener la sonrisa que ensanchó su cara. Su piernaderecha empezó a agitarse, como para marcar un ritmo.

—Es maravilloso oír tu voz —dijo al fin—. Parece que cierta gente estáintentando separarnos, pero eso nunca sucederá. No lo permitiré. —Soltó unarisita—. No les sirve de nada tratar de esconderte. Lo has visto, ¿verdad? No hayningún sitio donde no pueda encontrarte.

Ashley cerró los ojos. Aquellas palabras eran como agujas en su piel.—Michael —dijo—, te he pedido una y otra vez que me dejes en paz. Lo he

intentado todo para que entiendas que nunca vamos a estar juntos. No quiero queinsistas más. —Todo aquello y a lo había dicho antes, sin ningún resultado. Noesperaba que cambiara esta vez. Michael O’Connell vivía en un mundo de locura,y nada iba a cambiarlo.

—Sé que no lo dices en serio —contestó él con súbita frialdad—. Sé que teobligan a decirlo. Toda esa gente quiere que seas lo que no eres, y te dictan todolo que dices. Por eso no hago caso.

Ashley dio un respingo al oír « te dictan» . ¿Y si de algún modo él lo habíaadivinado todo?

—No, Michael, te equivocas. No es así. Te has equivocado desde el principio.Yo no te quiero.

—Es el destino, Ashley. Nos ha unido para siempre.—¿Cómo puedes creer eso?—Tú no entiendes el amor. El verdadero amor. El amor no termina nunca —

explicó fríamente, dejando que cada palabra resonara en la línea telefónica—. Elamor nunca para. El amor nunca se va. Siempre está dentro. Deberías saberlo.

Te consideras una artista pero no comprendes lo más sencillo. ¿Qué pasa contigo,Ashley ?

—Conmigo no pasa nada —repuso ella bruscamente.—Sí, sí que pasa. —O’Connell se meció en su silla—. A veces creo que estás

realmente enferma. Alguien que no puede comprender la verdad, que se niega aescuchar su corazón, tiene que estar enfermo. Pero no deberías preocuparte,Ashley, porque puedo arreglarlo. Voy a estar a tu lado para lo que necesites. Noimporta lo que ocurra, no importa qué cosas malas sucedan, siempre estaré a tulado.

Ashley sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Se sintiócompletamente indefensa.

—Por favor, Michael…—No tengas miedo de nada —dijo él, con una oscura furia subyacente a las

palabras—. Yo te protegeré.Ella pensó que todo lo que decía significaba exactamente lo contrario.

Proteger significaba lastimar. No tener miedo significaba tener miedo de todo.La desesperanza casi pudo con ella. Sintió una oleada de náusea y un súbito

calor en la frente. Cerró los ojos y se apoyó contra la pared, como para impedirque la habitación diera vueltas a su alrededor. « Dios mío —pensó—, esto noacabará nunca» .

Ashley abrió los ojos y miró con desesperación a Catherine, quien solo podíaoír una mitad de la conversación, pero sabía que estaba saliendo mal. Señaló coninsistencia el guión con el dedo índice.

« ¡Dilo! ¡Dilo!» , articuló con los labios.Ashley se enjugó las lágrimas y respiró hondo. No sabía qué estaba poniendo

en marcha, pero sí que se trataba de algo horrible.—Michael —dijo por fin—. Lo he intentado, de veras que sí. He intentado

decir que no de todas las maneras posibles. No sé por qué no lo aceptas. Deverdad que no lo sé. Dentro de ti hay algo que nunca comprenderé. Así que voya hablar con la única persona que tal vez pueda hacerte entrar en razones.Alguien que podrá explicarme cómo he de decírtelo para que lo comprendas.Alguien que sabrá qué he de hacer para que no me molestes más. Alguien queme ay udará a librarme de ti.

Todo lo que decía estaba diseñado para provocar la expectativa y la ira de O’Connell.

Él no respondió, y Ashley pensó que tal vez por primera vez estabaescuchándola.

—Solo hay una persona en el mundo a la que creo que temes. Así que voy averlo esta noche.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó O’Connell bruscamente—. ¿De quién estáshablando? ¿Alguien que pueda ay udarte? Nadie puede ayudarte, Ashley. Nadie

excepto y o.—Te equivocas. Hay un hombre.—¿Quién? —El grito de O’Connell resonó a través de la línea.—¿Sabes dónde estoy, Michael?—No.—Estoy cerca de tu casa. No tu apartamento, sino el hogar donde creciste.

Estoy a punto de ver a tu padre. —Ashley mintió tan fríamente como pudo—. Élpodrá ay udarme.

Entonces colgó. Y cuando al punto el móvil empezó a sonar, lo ignoró.

Sally sintió una corriente eléctrica por todo el cuerpo. Michael O’Connellhabía salido precipitadamente del edificio. Recorrió la acera casi al trote. Sallycogió el cronómetro que había llevado. Lo pulsó cuando vio a O’Connell subir asu propio coche y arrancar de estampida, haciendo chirriar los neumáticos, aunos veinte metros de ella.

Cogió el móvil.—Va de camino —dijo cuando Scott contestó, y colgó.Scott pondría en marcha su propio cronómetro.Sally no podía vacilar. Disponía de muy poco tiempo. Cogió la mochila, se

apeó y cruzó la calle hacia el apartamento de O’Connell. Mantuvo la cabezagacha, y el gorro de lana lo más baja posible. Iba vestida con ropas del Ejércitode Salvación: vaqueros gastados y una cazadora de hombre. Llevaba guantes decuero sobre un ceñido par de guantes de látex.

No había ningún plan B si el arma no estaba allí. Solo abortarían todo yvolverían a casa para inventar algo nuevo. Cabía la posibilidad de que O’Connellhubiera cogido el arma para visitar a su padre. Su súbita rabia era una variableque no había previsto. En cierto modo, lo más lógico era que se hubiese llevado lapistola. Tal vez la utilizaría como esperaban hacerlo ellos y cometería él mismoel crimen que resolvería sus problemas. Incluso podría usarla contra sí mismo. Ocontra Ashley.

« Si algo falla solo nos quedará la huida y el pánico» , pensó apretando losdientes.

Sally hizo el mismo camino de Hope días antes. En pocos segundos llegó a lapuerta. Estaba sola, llave en mano.

No había vecinos. Los únicos ojos que la miraban pertenecían al puñado degatos que deambulaban por el pasillo. « ¿Ha matado a alguno de vosotros hoy ?» ,preguntó mentalmente. Introdujo la llave en la cerradura y entró con el may orsigilo.

Se obligó a no mirar alrededor, a no examinar el lugar donde vivía Michael O’Connell, porque sabía que tan solo acrecentaría sus temores. Y la rapidez era

un elemento esencial del plan. « Coge la pistola y lárgate» , se repitió.Encontró el armario. Encontró el rincón. Encontró la bota con el calcetín

sucio remetido.« Que esté aquí» , rogó.Retiró el calcetín, memorizando cómo estaba colocado. Luego hurgó dentro

de la bota. Cuando sus dedos enguantados tocaron el frío acero dejó escapar ungemido.

Torpemente, sacó el arma.Vaciló un segundo. « Ya está —pensé—. Continúa o échate atrás» . Estaba

muerta de miedo. Coger la pistola la aterrorizaba, dejarla, también.Como si alguien le guiara la mano, introdujo el arma en una bolsa de plástico

que llevaba en la mochila. Dejó el calcetín en el suelo.Se dirigió rápidamente al pequeño salón y miró la desvencijada mesa donde

O’Connell tenía el ordenador portátil. Estaba conectado. Había creado un montónde problemas para ellos sentado ante esa mesa, pensó. Y ahora le tocaba a elladevolverle la jugada. Por asustada que estuviera, este siguiente paso leproporcionó una perversa sensación de satisfacción. Sacó el modelo similar deordenador de la mochila y lo sustituyó. No sabía si él notaría inmediatamente ladiferencia, pero lo haría tarde o temprano. Esto era algo que la satisfacía. El díaanterior había pasado varias horas descargando material pornográfico y sitiosweb de contenido neonazi, así como un pavoroso rock satánico. Cuando consideróque el ordenador tenía suficientes elementos incriminatorios, usó uno de losarchivos de texto para redactar a medias una carta airada que empezaba con« Querido papá hijoputa» y luego decía que nunca tendría que haber mentido ala policía para salvarlo del asesinato de su madre, y que ahora se disponía arectificar el mayor error de su vida. Su única misión en la vida era hacerle pagarpor la muerte de su madre. La investigación de Scott sobre la historia familiar de O’Connell le había proporcionado las claves.

Sally le había hecho algo más al ordenador. Había destornillado la tapaposterior y aflojado la conexión del cable principal, de modo que no arrancara.Luego había vuelto a colocar la tapa con un detalle adicional: dos gotas decemento instantáneo que soldaron uno de los tornillos que lo sujetaban todo. O’Connell tal vez supiera cómo arreglar la máquina, pero no podría quitar la tapa.Un técnico de la policía sí podría.

Se apresuró en dejar todo tal como estaba inicialmente. Luego guardó elordenador de O’Connell en la mochila, junto a la pistola. Miró el cronómetro.Once minutos.

« Demasiado lenta, demasiado lenta» , se reprochó mientras se echaba lamochila al hombro. Pudo sentir el peso del arma contra su espalda. Tomó aliento.Debía marcharse ya mismo.

El móvil que descansaba en el asiento sonó. Scott no confiaba en recibir esta

llamada, pero la consideraba muy posible, así que estaba preparado cuando oy óla voz al otro extremo.

—Eh, ¿señor Jones?El padre de O’Connell parecía acalorado.—Soy Smith —respondió Scott.—Sí, vale. Señor Smith. Bien. Eh, soy …—Sé quién es, señor O’Connell.—Pues vay a si no tenía usted razón. Acabo de recibir una llamada de mi hijo,

como usted dijo. Viene para acá ahora.—¿Ahora?—Sí. Son unas dos horas en coche desde Boston, pero él conduce rápido, así

que tal vez un poco menos.—Ya me encargo. Gracias.—El chico gritaba algo sobre una tía. Parecía muy molesto. Casi enloquecido.

¿Esto tiene algo que ver con una tía, señor Jones?—No. Tiene que ver con dinero. Una deuda.—Pues no es eso lo que él piensa.—Lo que él piense es irrelevante para nuestro negocio, señor O’Connell.

¿Entiende?—Sí. Supongo que sí. ¿Qué debo hacer?Scott no vaciló. Esperaba esta pregunta.—Espérelo ahí y escuche lo que él tenga que decir, sea lo que sea.—¿Qué van a hacer ustedes?—Tomaremos las medidas oportunas, señor O’Connell. Y usted recibirá su

recompensa.—¿Qué hago si decide largarse?A Scott se le secó la garganta y sintió un espasmo en el pecho.—Déjelo ir.

Hope tomaba un café solo mientras esperaba a Sally. El sabor amargo lequemaba la lengua.

Había aparcado en un pequeño centro comercial, a unos cien metros de unsupermercado.

Había bastante movimiento, pero ella estaba suficientemente apartada.Cuando divisó a Sally en su coche alquilado avanzando despacio por las calles

del aparcamiento, dejó el vaso de café en el posavasos y bajó la ventanilla parahacerle una breve señal. Esperó a que aparcara dos calles más allá y luego sedirigió hacia ella. Sally miraba nerviosa alrededor y parecía pálida.

—No puedo permitir que tú te encargues de esto… —le soltó sin más—.Debería hacerlo y o…

—Ya lo hemos decidido así —replicó Hope—. Y el plan ya está en marcha.Hacer un cambio ahora podría estropearlo todo.

—Es que no puedo —insistió Sally.Hope tomó aire. Su compañera le estaba dando una oportunidad, pensó. Podía

retirarse, negarse a seguir, dar un paso atrás y preguntarse: « ¿En qué demoniosme estoy metiendo?» .

—Puedes. Y lo harás —dijo Hope—. Es el único modo de salvar a Ashley yprobablemente de salvarnos todos. Cada uno debe cumplir con su cometido. Túmisma diseñaste el plan y distribuiste las tareas.

—¿No tienes miedo?—No.—Deberíamos dejarlo ahora mismo —se obstinó Sally —. Creo que nos

hemos vuelto locos.« Sí, probablemente» , pensó Hope.—Si no lo hacemos y luego a Ashley le sucede lo peor, nunca nos lo

perdonaremos. Creo que podré perdonarme por lo que estoy a punto de hacer,pero nunca me perdonaría si algo terrible le sucede a Ashley por culpa de micobardía. —Tomó aire—. Si nosotros no actuamos y él lo hace, nuncavolveremos a tener paz.

—Lo sé —dijo Sally, sacudiendo la cabeza.—¿El arma está en la mochila?—Sí.—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Hope.Sally miró su cronómetro.—Creo que estás a unos quince minutos de él —informó—. Scott debe de

estar ya en su posición.Hope sonrió y sacudió la cabeza.—¿Sabes? Cuando era pequeña jugué muchos partidos contrarreloj . El tiempo

es siempre un factor crucial. Bien, he de irme ahora mismo. Si vamos a jugareste partido, perderlo por llegar con retraso sería imperdonable. Márchate, Sally.Haz tu parte y y o haré la mía, y tal vez al final del día todo habrá salido bien.

Sally podía haber replicado muchas cosas, pero no lo hizo. Extendió la manoy apretó la de Hope, tratando de reprimir las lágrimas. Hope sonrió.

—Vamos allá —dijo—. No hay tiempo. Se acabó la cháchara. Es hora depasar a la acción.

Sally asintió y vio cómo Hope se alejaba con la mochila, subía a su coche,saludaba y salía del aparcamiento.

Solo había medio kilómetro hasta la entrada de la interestatal. Hope tenía quepisar el acelerador para cubrir la diferencia de tiempo que había entre ella yMichael O’Connell. Decidió no mirar por el retrovisor hasta alejarse del centrocomercial, porque no quería ver a Sally sola y triste allí detrás.

Scott estacionó la furgoneta en el aparcamiento de estudiantes de un colegiomayor situado a unos quince kilómetros de la decrépita casa donde había crecidoMichael O’Connell. La furgoneta quedó camuflada entre un mar de vehículos.

Después de cerciorarse de que no había nadie cerca, se quitó la ropa y sepuso unos vaqueros viejos, una camiseta, una cazadora azul gastada y zapatillasde deporte. Se encasquetó un gorra y, aunque se estaba poniendo el sol, se colocóunas gafas de sol. Cogió la mochila, metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta ybajó de la furgoneta.

El cronómetro le dijo que Michael O’Connell llevaba viajando unos noventaminutos. Iría a toda velocidad, se recordó, y no se detendría por ningún motivo, amenos que lo parara la policía, lo cual no perjudicaría el plan.

Encogió los hombros y cruzó el aparcamiento. Un autobús que pasaba cercade la entrada del colegio lo llevaría a un kilómetro de la casa de O’Connell. Habíamemorizado el horario y tenía las monedas para el viaje de ida en el bolsilloderecho, y para la vuelta en el izquierdo.

Había media docena de estudiantes esperando bajo la marquesina de laparada. Se mezcló entre ellos: en una universidad comunitaria podías serestudiante a los diecinueve años o a los cincuenta. No miró a nadie a los ojos y seobligó a pensar en cosas anodinas; tal vez eso le ayudaría a parecer invisible.

Cuando llegó el autobús, se sentó al fondo, solo. Contempló el paisaje otoñaldurante todo el tray ecto.

Fue el único pasajero que bajó en aquella parada. Se quedó un momento enel arcén de la carretera, mientras el autobús desaparecía en la penumbra de latarde. Luego echó a andar, preguntándose hacia dónde se dirigía realmente, perosabiendo que el tiempo era esencial.

*

Las fotografías de escenas de crimen tienen una cualidad especial. Es comover una película fotograma a fotograma, en vez de en acción continua. Veinte porquince, brillantes, a todo color, son piezas de un gran puzzle.

Traté de imbuirme de cada instantánea, observándolas como si fueran laspáginas de un libro.

El detective estaba sentado frente a mí, estudiando mi reacción.—Trato de visualizar la escena —dije—. Para comprender mejor lo que

sucedió.—Las fotos deben mirarse como líneas de un mapa. Todas las escenas de

crimen acaban por revelarnos un orden, un sentido —dijo él—. Aunque, desdeluego, esta no fue ningún picnic. —Señaló una foto—. Mire aquí. —Mostraba unmueble ennegrecido y chamuscado—. A veces es solo cuestión de experiencia.

Aprendes a mirar más allá del desorden, y eso te dice algo.Miré, tratando de ver con sus ojos.—¿Exactamente qué? —pregunté.—Hubo una pelea infernal —dijo—. Verdaderamente infernal.

43La puerta abierta

Haber vigilado el barrio varios días atrás le había enseñado a Scott dóndeapostarse.

Sabía que no tenía que llamar la atención; si alguien lo veía y relacionaba lafigura vestida de oscuro que vigilaba la casa de O’Connell desde las sombras conel hombre de traje y corbata que había estado haciendo preguntas, crearía unproblema importante. Pero necesitaba ver la parte delantera de la casa, sobretodo el camino de tierra. Necesitaba hacerlo sin alertar a ningún perro ni ningúnvecino. Estaba apostado junto a un ruinoso cobertizo con medio techo hundido.Desde allí podía ver la entrada a la casa. Contaba con que Michael O’Connellcondujera rápido e hiciera rechinar los neumáticos cuando doblara la últimacurva, salpicando grava y tierra cuando hiciera chirriar los frenos delante de suantiguo hogar. « Mete todo el estrépito que puedas —le pidió mentalmente—.Asegúrate de que alguien te vea llegar» .

Había luces encendidas en las casas y caravanas ady acentes. Scott inhaló elaire frío. De vez en cuando veía alguna silueta pasar ante una ventana y el ubicuoresplandor de los televisores.

Sostuvo la mano ante los ojos para comprobar si temblaba. Sí, temblaba unpoco, pero no lo suficiente para obstaculizar su misión.

« Esta noche habrá muchas respuestas» , se dijo. Cualquier duda que aúnpudiera albergar sobre quién era él en el fondo, o quién era Sally o incluso Hope,obtendría respuesta. Pensó en Hope un instante y tragó saliva. « En realidad no laconozco —pensó—. Solo tengo una leve idea de quién es» . Pero todo en su vidagiraba de pronto en torno al desempeño de Hope.

Scott tomó aire y se preguntó qué les hacía pensar que podrían conseguir algotan monstruosamente ajeno a sus vidas. En ese breve segundo de duda, oy ó uncoche que se acercaba velozmente.

Para entonces, Sally ya había regresado a la zona de Boston. Se dirigió a unfrecuentado distrito comercial de Brookline. Su primera parada fue en un cajeroautomático delante de una galería comercial, donde extrajo cien dólares con sutarjeta de crédito. Cuando recogió el dinero, alzó la cabeza para que la cámarade seguridad grabara nítidamente su rostro. Se entretuvo guardando en el bolsilloel resguardo, donde aparecía marcada la hora.

Luego entró en la galería y se dirigió a una tienda de lencería.Anduvo entre los estantes de sedas y encajes hasta que divisó a una joven

dependienta, probablemente no mayor que Ashley. Sally se le acercó.—¿Podrías ayudarme con algo? —pidió.—Naturalmente —respondió la joven—. ¿Qué está buscando?—Bueno, quería algo para mi hija, que tiene más o menos tu talla. Algo

especial, porque la pobre está atravesando un bache. Rompió con su novio, yasabes cómo son esas cosas, y quiero regalarle algo que la haga sentirse sexy yhermosa, y a que ese cretino la ha hecho sentirse justo lo contrario.

—Entiendo —asintió la chica—. Es todo un detalle por su parte.—Bueno, para eso estamos las madres. Y me gustaría también algo bonito

para regalar a una amiga especial. Alguien con quien no he sido, bueno, muyamable últimamente. ¿Tal vez un pijama de seda?

—No hay problema. ¿Sabe la talla?—Oh, claro que sí. Compartimos mucho juntas, ¿sabes?, allá en el oeste de

Massachusetts, donde vivimos. Las cosas han estado algo tirantes últimamente yme gustaría compensarla. Las flores siempre están bien, pero, cuando tienes unarelación especial, a veces es mejor un regalo especial, ¿no crees?

La dependienta sonrió.—Desde luego.Sally pensó que la mención del oeste de Massachusetts, con su reputación de

ser el lugar preferido por las lesbianas, subrayaría la clase de regalo quepretendía hacer. Siguió a la joven hasta la sección de lencería fina, pensando queya había explicado suficientes cosas como para que, llegado el caso, la chica larecordase. Sally utilizó también la tarjeta de crédito, porque eso la situaría en esatienda ese día y a esa hora. Pensó en hablar con la encargada de la tienda parafelicitarla por la eficiencia de sus dependientas; la clase de comentarios quesiempre se recuerda más tarde.

Sally pensó que estaba en un escenario interpretando un papel inventado porla desesperación.

—Aquí tiene algunas de nuestras prendas más bonitas —dijo la chica.Sally sonrió, como si aquello fuera lo más natural del mundo.—Oh, sí. Desde luego.

Más o menos en el mismo momento, Catherine y Ashley estaban en unsupermercado de Whole Foods, a menos de un kilómetro y medio de casa,empujando un carrito lleno de chucherías y comida. Las dos habían guardadosilencio durante toda la expedición de compras.

Cuando recorrían un pasillo cerca de la parte delantera de la tienda, Ashleyvio una gran pirámide de calabazas decorada con espigas de maíz. Era el típicoadorno con vistas a Acción de Gracias, con un puñado de nueces y grosellas y unpavo de papel en el centro. Se la enseñó a Catherine con una mirada significativa,que asintió.

Las dos se acercaron, pero de pronto Catherine exclamó:—¡Maldición, hemos olvidado las latas de judías!Y giró el carro de forma que chocó contra la pata de la mesa en que se

apoy aban las calabazas. La pirámide se tambaleó peligrosamente, amenazandocon derrumbarse. Ashley soltó un gritito y se abalanzó como para impedir eldesastre, pero en realidad empujó una de las calabazas grandes de la base paraque todo se viniera abajo, como en efecto ocurrió estrepitosamente.

Catherine chilló.—¡Oh, Dios mío! ¡Qué he hecho!Al instante aparecieron un par de dependientes y el encargado. Los

dependientes se pusieron a arreglar el desaguisado, mientras Catherine y Ashleypedían disculpas y se ofrecían a pagar cualquier daño causado. El encargadodesde luego rehusó, pero Catherine insistía en darle un billete de cincuentadólares.

—Tenga —le decía—, al menos para compensar a estos amables jóvenes queestán recogiendo el desaguisado que Ashley y una servidora, Catherine, hemosprovocado.

—No, señora, por favor —negaba el encargado con una sonrisa—. De verdadque no es necesario.

—Insisto.—Yo también —dijo Ashley.Al final, el encargado tuvo que aceptar el dinero. A espaldas del jefe, los

dependientes suspiraron con alivio.Entonces ambas se pusieron en la cola, y Catherine sacó una tarjeta de

crédito para pagar. Se aseguraron de mirar directamente a las cámaras deseguridad. Tenían pocas dudas de que serían recordadas esa noche en concreto.Esa era la última instrucción de Sally para ellas: « Aseguraos de hacer algo enpúblico que deje constancia de vuestra presencia cerca de casa» .

Habían cumplido su parte. No sabían qué estaba sucediendo en algún otrolugar de Nueva Inglaterra en ese momento, pero imaginaban que era algo muypeligroso.

Los faros del coche de Michael O’Connell iluminaron la fachada de suantiguo hogar. Las luces se reflejaron en la camioneta de su padre. Una puerta secerró con estrépito y Scott vio a O’Connell dirigirse con premura hacia la entradade la cocina.

La furia de O’Connell era fundamental, pensó Scott. Las personas enfurecidasno advierten los detalles que más tarde resultan importantes.

Lo vio entrar. No lo había observado más que unos segundos, pero le habíanbastado para saber que, fuera lo que fuese lo que Ashley le había dicho, lo habíasacado de quicio.

Inspirando hondo, Scott cruzó la calle, tratando de mantenerse en las sombras.Corrió lo más rápido que pudo hasta el coche de O’Connell. Se agachó, sacó de la

mochila unos guantes de látex y se los puso. Luego sacó un martillo de cabeza degoma y una caja de clavos galvanizados para tejados. Dirigió una mirada haciala casa, tomó aire y hundió un clavo en un neumático trasero. Oy ó el silbido delaire al escapar.

Cogió varios clavos y los esparció al azar por el camino.Moviéndose con sigilo, Scott se dirigió a la camioneta de O’Connell padre.

Dejó la caja de clavos y la maza entre las herramientas que había en el vehículoy alrededor.

Terminada su primera tarea, Scott regresó a su escondite. Al cruzar la calle,oy ó las primeras voces en la casa, cargadas de furia. Quiso esperar, distinguir laspalabras exactas, pero sabía que no podía hacerlo.

Cuando llegó al decrépito cobertizo, cogió el móvil y marcó. Sonó dos vecesantes de que Hope respondiera.

—¿Estás cerca? —preguntó.—A menos de diez minutos.—Está sucediendo ahora —dijo Scott—. Llámame cuando pares.Hope cortó la comunicación sin responder. Pisó el acelerador. Habían

calculado al menos veinte minutos entre la llegada de Michael O’Connell y lasuy a propia. Estaban cumpliendo bastante bien los tiempos previstos. Eso no latranquilizó demasiado.

Michael y su padre apenas estaban separados por unos metros, los dos de pieen la desordenada sala.

—¿Dónde está? —gritó el hijo, con los puños apretados—. ¿Dónde está?—¿Dónde está quién? —replicó el padre.—¡Ashley, maldita sea! ¡Ashley ! —Miró en derredor como un poseso.El padre soltó una risita burlona.—Vay a, qué cojonudo. Qué cojonudo…Michael se volvió hacia el viejo.—¿Está escondida? ¿Dónde la has metido?Su padre negó con la cabeza.—Sigo sin saber de qué coño estás hablando. ¿Y quién puñetas es Ashley ?

¿Alguna putilla?—Sabes bien de quién estoy hablando. Te llamó. Se suponía que estaba aquí.

Dijo que venía de camino. Deja de burlarte o juro que…Michael O’Connell alzó el puño en dirección a su padre.—¿O qué? —repuso el viejo con desdén, y se tomó su tiempo para beber una

cerveza, calibrando a su hijo con los ojos entornados. Luego se sentó en su sillón,bebió otro largo sorbo y se encogió de hombros—. No sé qué pretendes, chaval.No sé nada de esa Ashley. De repente me llamas después de años de silencio,

empiezas a lloriquear por un coño como si fueras un recién salido del instituto, yhaces preguntas de las que no tengo ni puñetera idea. Y de repente apareces aquícomo si el mundo estuviera ardiendo, exigiendo esto y lo otro. Pues bien, sigo sintener ni puta idea. ¿Por qué no coges una cerveza y te calmas y dejas decomportarte como un majadero?

—No quiero beber. No quiero nada de ti. Nunca lo he querido. Solo dimedónde está Ashley.

El padre volvió a encogerse de hombros y extendió los brazos.—No tengo ni puñetera idea de quién estás hablando.Michael O’Connell, hirviendo de furia, lo señaló con el dedo.—Quédate ahí, viejo. Sigue sentado y no te muevas. Voy a echar un vistazo.—No pensaba ir a ninguna parte. ¿Quieres echar un vistazo? Adelante. No ha

cambiado mucho desde que te fuiste.El hijo sacudió la cabeza.—Sí que ha cambiado —dijo mientras apartaba a patadas unos periódicos—.

Te has vuelto mucho más viejo y borracho, y este lugar está hecho una mierda.El padre no se movió de su sitio cuando el joven entró en las habitaciones del

fondo.Entró primero en la que había sido la suya. Su vieja cama seguía en un

rincón, y algunos de sus viejos pósters de AC/DC y Slayer todavía colgabandonde los había dejado. Un par de trofeos deportivos baratos, una vieja camisetade fútbol americano clavada a la pared, algunos libros del instituto y una fotoenmarcada de un Chevrolet Corvette ocupaban el espacio restante. Abrió elarmario, casi esperando encontrar a Ashley escondida dentro. Pero estaba vacío,excepto por un par de viejas chaquetas que olían a polvo y humedad y unascajas de antiguos videojuegos. Les dio una patada, esparciendo su contenido porel suelo.

Todo en la habitación le recordaba algo que odiaba: quién era y de dóndevenía. Su padre simplemente había arrojado las cosas viejas de su madre sobrela cama: vestidos, pantalones, botas, una caja llena de bisutería barata y untríptico de fotos donde aparecían los tres durante unas inusuales vacaciones en uncamping de Maine. La foto le despertó recuerdos terribles. Demasiada bebida ydemasiadas peleas y un regreso a casa con caras de perro. Era como si su padrehubiera metido allí todo lo que le recordaba a su esposa muerta y a su hijoausente, para que acumulara polvo y los olores del tiempo.

—¡Ashley ! —llamó—. ¿Dónde demonios estás?Desde su sillón en la sala, su padre respondió:—No vas a encontrar ninguna Ashley. Pero sigue buscando, si eso te hace

feliz. —Y soltó una risa forzada que provocó aún más furia a su hijo.Michael apretó los dientes y abrió la puerta del baño. Apartó la mohosa

cortina de la ducha. Un frasco de pastillas cay ó del lavabo, esparciendo píldoras

por el suelo. Michael se agachó y recogió el frasco de plástico, vio que era untratamiento para el corazón y se echó a reír.

—Así que ese negro corazón te está dando problemas, ¿eh? —dijo.—Deja mis cosas en paz —repuso su padre.—Vete al infierno —masculló Michael—. Espero que te duela bastante antes

de matarte.Arrojo el frasco al suelo, lo aplastó junto con las píldoras esparcidas y se

dirigió al otro dormitorio.La cama estaba sin hacer, las sábanas sucias. La habitación olía a tabaco,

cerveza y ropa sucia. Había un cesto de plástico para la ropa en un rincón,repleto de camisetas y calzoncillos. La mesilla de noche estaba cubierta por másfrascos de píldoras, botellas de licor medio llenas y un despertador roto. Vaciótodos los frascos en su mano y se guardó las píldoras en el bolsillo. « Te llevarásuna sorpresa cuando las necesites» , pensó.

Abrió el armario. La mitad del mueble (la mitad que usaba su madre) estabavacía. El resto estaba lleno con la ropa de su padre: todos los pantalones, camisasde vestir, chaquetas y corbatas que ya nunca se ponía.

Dejó las puertas abiertas y se dirigió a la puerta corredera que conducía alpatio trasero. Abrió la puerta y salió, ignorando el grito de su padre tras él.

—¿Qué demonios estás haciendo ahora?Michael miró a izquierda y derecha. Allí no había ningún sitio donde

esconderse.Se dio la vuelta y entró.—Voy a mirar en el sótano —anunció—. Si quieres ahorrarme la molestia,

dime dónde está, viejo. O voy a tener que sacártelo por las malas.—Adelante. Comprueba en el sótano. ¿Sabes una cosa, Mickey? No me

asustas. Nunca lo hiciste.« Eso y a lo veremos» , pensó Michael.Se acercó a la puerta que conducía al sótano. Era un sitio oscuro y cerrado,

lleno de telarañas y polvo. Una vez, cuando tenía nueve años, su padre lo habíaencerrado allí bajo llave. Su madre estaba fuera y él había hecho algo quecabreó al viejo. Después de pegarle en la cabeza, arrojó al niño escaleras abajoy lo dejó en la oscuridad durante una hora. Michael se detuvo en lo alto de lasescaleras y pensó que lo que más odiaba de sus padres era que no importabacuántas veces se gritaran y chillaran e intercambiaran golpes, pues eso soloparecía unirlos más. Todo lo que debería haberlos separado había cimentado surelación.

—¡Ashley ! —llamó—. ¿Estás ahí abajo?Una única bombilla en el techo proy ectaba un poco de luz en los rincones.

Escrutó cada sombra, buscándola.El sótano estaba vacío.

La furia se acumuló en su pecho, el calor le corrió por los brazos hasta lospuños apretados. Volvió a la sala donde lo esperaba su padre.

—Ha estado aquí, ¿verdad? —le espetó Michael—. Ha venido para hablarcontigo. No llegué a tiempo y te ha dicho que me mintieras, ¿no es así?

El viejo se encogió de hombros.—Sigues diciendo tonterías.—Dime la verdad.—Te la estoy diciendo. No tengo ni idea de lo que dices.—Si no me cuentas qué ha pasado, qué te ha dicho ella cuando ha venido,

adónde se ha ido, te arrepentirás, viejo. No bromeo. Puedo hacerlo y lo haré, yte va a doler. Así que dime, cuando te ha llamado, ¿qué le has dicho?

—Estás más loco o eres más estúpido de lo que recordaba —repuso el viejo.Se llevó la botella a los labios y se reclinó en el asiento.

Michael dio un paso y de un violento manotazo le arrancó la botella de lamano. Chocó contra la pared y se hizo añicos. El padre apenas reaccionó, aunquesus ojos se detuvieron en los vidrios esparcidos antes de mirar a su hijo.

—Esta fue siempre la cuestión, ¿eh? ¿Cuál de nosotros iba a ser el más duro?—Vete al infierno, viejo. Y dime lo que quiero saber.—Primero tráeme otra cerveza.Repentinamente, Michael lo zarandeó por la camisa. El padre se volvió y

logró cogerlo por el cuello del jersey, retorciéndolo de forma que medio loahogó. Sus caras quedaron a unos centímetros de distancia, los ojos de uno fijosen los del otro. Michael se desasió y lo empujó hacia atrás violentamente.

Se dirigió al televisor y lo miró un instante.—¿Así es como pasas las noches? ¿Emborrachándote y viendo la tele?El padre no respondió.—Pegarse mucho a la caja tonta es malo. ¿No lo sabías?Esperó un segundo, para que su burla calara, y luego descargó una patada de

karate contra el televisor, que cay ó al suelo, con la pantalla destrozada.—¡Cabrón de mierda! —aulló el viejo—. ¡Vas a pagármelo!—¿Ah, sí? ¿Qué más tengo que romper para que me digas qué te ha dicho

ella? ¿Cuánto tiempo ha estado aquí? ¿Qué te ha prometido? ¿Qué le has dicho queharías?

Antes de que su padre pudiera responder, se acercó a una estantería y lanzóal suelo una balda de recuerdos y fotografías.

—Son tonterías de tu madre. No significan nada para mí —se jactó el viejo.—¿Quieres que busque algo que sí te importe? ¿Qué te ha dicho?—Basta —dijo el viejo y apretó los dientes—. No sé qué significa esto para ti.

Tampoco sé en qué te has metido. ¿Tienes problemas? ¿Cosas de dinero?Michael O’Connell miró a su padre.—¿De qué estás hablando?

—¿Quién te está buscando? Creo que van a encontrarte pronto, y no seráagradable para ti. Pero eso tal vez y a lo sabes.

—Muy bien —dijo Michael lentamente—. La última oportunidad antes deque vaya para allá y te haga pagar todas las veces que me pegaste cuando eraniño. ¿Te ha llamado hoy una chica llamada Ashley ? ¿Ha dicho que quería que laayudaras a romper conmigo? ¿Ha dicho que venía de camino para hablarcontigo?

El viejo continuó mirando a su hijo con los ojos entornados. Pero a través dela película de ira que parecía a punto de estallar, logró contenerse y le espetó:

—¡No y no, maldita sea! Ninguna Ashley. Ninguna chica. Nada de lo que hasdicho, lo quieras creer o no.

—Mientes, viejo hijoputa.El padre sacudió la cabeza y se echó a reír, cosa que enfureció a Michael aún

más. Le parecía estar al borde de un precipicio, tratando de mantener elequilibrio. Se moría de ganas de aplastarle la cara a puñetazos. Sin embargo,tomó aliento y se dijo que primero necesitaba saber qué estaba pasando. Lohabían hecho ir allí por un motivo, pero ¿cuál?

—Ella ha dicho…—No sé lo que ha dicho. Pero esa fulana no ha llamado ni ha aparecido ante

esta puerta.Michael dio un paso atrás.—Pero… —empezó. La mente le daba vueltas. No acertaba a comprender

por qué Ashley lo había impulsado a venir a casa de su padre. ¿Qué tramabaAshley?

—¿Con quién tienes problemas? —preguntó el viejo.—Con nadie —le espetó Michael, furioso porque había interrumpido sus

pensamientos.—¿Qué es? ¿Drogas? ¿Diste algún golpe y luego timaste a tu jefe? ¿Qué has

hecho para que te vaya detrás un pez gordo? ¿Le robaste algo?—¿De qué coño hablas? —repuso Michael, confundido. De pronto pensó que

el viejo debería estar mucho más enfadado por el televisor roto. « Y no estáenfadado porque sabe que pronto tendrá uno nuevo» , pensó.

—¿A quién has estado jodiendo, chico? Hay gente muy descontenta contigo,¿sabes?

—¿Quién te ha dicho eso?El viejo se encogió de hombros.—No te lo voy a decir. Tan solo lo sé.Michael O’Connell se irguió. « Nada tiene sentido —pensó—. O tal vez sí…» .—Viejo, me obligas a darte una paliza. ¡A menos que me expliques ahora

mismo de qué coño estás hablando! —gritó. Dio dos rápidas zancadas hacia supadre, quien permaneció sentado en su sillón, sonriendo, preguntándose si había

conseguido entretener a su hijo lo suficiente para que el dadivoso señor Smithtomara las medidas adecuadas, fueran cuales fuesen.

A unos doscientos metros de la casa de los O’Connell, Hope vio varios cochesviejos y camionetas con pegatinas de Harley Davidson, todos a un lado de lacarretera, aparcados al azar. En una casa vieja y desvencijada, estilo rancho,algo apartada de la calle, se oía bullicio de voces y rock duro. Estaban celebrandouna fiesta. Cerveza y pizza, supuso, con anfetaminas como postre. Detuvo sucoche alquilado detrás de uno de los coches aparcados, para parecer otrajuerguista.

A continuación se enfundó el mono negro que había comprado Sally. Se metióen el bolsillo el pasamontañas azul marino. Luego se puso unos guantes de látex yotros de cuero encima. Se envolvió muñecas y talones con varias vueltas de cintanegra aislante, para que no quedara ninguna piel expuesta.

Se echó al hombro la mochila con la pistola y echó a correr en dirección a lacasa de los O’Connell; su atuendo la confundía con la noche. Llevaba el móvil enla mano y llamó a Scott.

—Muy bien —dijo—. Estoy aquí. A unos cientos de metros. ¿Qué tengo quebuscar?

—Nuestro hombre tiene un Toyota rojo de hace cinco años y el padre unafurgoneta negra que está aparcada en una especie de cobertizo, bajo un toldo. Laúnica luz exterior es la de la puerta lateral. Ese es tu punto de entrada.

—¿Están…?—Sí, he oído romperse algunas cosas ahí dentro.—¿Hay alguien más?—No que y o haya visto.—¿Dónde debería…?—Junto al coche aparcado. A la derecha. Todo está lleno de herramientas y

piezas de motor. Podrás verlos pero ellos no te verán.—De acuerdo —dijo Hope—. Permanece alerta. Hablaré contigo luego.Scott colgó. Se apoy ó contra el viejo cobertizo y observó. Había muy poca

luz, pensó. No había farolas en esa zona rural. Mientras Hope se protegiera en lassombras, estaría bien. Dio un respingo. La idea de que Hope estuviera bien eraabsurda. Ninguno de ellos iba a estar bien, se dijo, excepto tal vez Ashley, elúnico motivo para hacer aquello.

Si él se sentía tan afectado y asustado, pensó Scott, ¿cómo conseguía Hope, laactriz principal en el escenario que los tres habían creado, controlar sus dudas?

Corriendo agachada, más como una criatura salvaje que como la atleta quefuera en otros tiempos, Hope cruzó el patio y se apretó contra la pared trasera delimprovisado cobertizo. Se tumbó en el suelo y dedicó un momento a escudriñar

las inmediaciones. Las casas más cercanas estaban a treinta o cuarenta metrosde distancia, al otro lado de la calle.

Apoyó el mentón en el suelo y cerró los ojos un momento. Trató de haceruna especie de inventario de sus emociones, como si buscara una que le dierasuficiente presencia de ánimo para los minutos siguientes. Visualizó a Anónimomuerto entre sus brazos, y luego lo sustituyó por Ashley.

Esto la reconfortó un poco. Luego consiguió fortalecer su determinación alpensar que O’Connell iría también por Catherine. Sí, su madre se defendería conuñas y dientes, pero era una pelea perdida de antemano. Añadió las demásamenazas que se cernían sobre sus vidas, e hizo la ecuación. Trató de restar laduda y la incertidumbre. Todo lo que había parecido tan diáfano y obvio cuandolos tres estaban sentados en su cómodo salón, ahora parecía perverso, equivocadoe imposible de todo punto. Sudaba copiosamente y las manos le temblaban.

« ¿Quién soy?» , se preguntó de pronto.Hubo una época, poco después de la muerte de su padre, en que se había

sentido muy asustada. No era tanto el miedo por la pérdida, sino por no podermostrarle lo que consiguiera en la vida. Trató de imaginar que su padre querríaque estuviese exactamente en esta situación, corriendo un grave riesgo en aras deproteger a los demás. Él siempre quería que ella se hiciera cargo, para bien opara mal. « Eres la capitana» , solía decirle.

Hope pensó que estaba verdaderamente al borde de la locura.« Despeja tu mente y céntrate» , se ordenó.Se puso el pasamontañas. Buscó en la mochila y sacó la pistola de la bolsa de

plástico.Rodeó el gatillo con el dedo. Era la primera vez que empuñaba un arma de

fuego. Deseó tener más experiencia, pero la sorprendió sentir una especie decosquilleo que le transmitía aquel objeto de acero, un poder desconocido y casiembriagador.

Se arrastró hasta el borde del cobertizo y escuchó las voces furiosas queprocedían de la casa. Ahora tenía que esperar el momento adecuado y luegoactuar sin vacilaciones.

—¡Joder, necesito saber qué cojones está pasando! —estalló Michael O’Connell. Cada palabra que pronunciaba estaba cargada con años de odio haciael hombre que se mecía despectivamente en su sillón ante él, y con todo el pesode su amor por Ashley. Tenía el corazón desbocado y la furia casi lo cegaba.

—¿Qué está pasando? Estás aquí, lloriqueando por un coño, cuando deberíasestar preocupado por quienquiera que te hayas ganado como enemigo —refunfuñó su padre agitando una mano en el aire.

—¡No sé de qué hablas! ¡No he jodido a nadie!

El viejo se encogió de hombros, un gesto que enfureció aún más a su hijo.Michael dio un paso hacia delante, con los puños apretados, y el padre se levantóde su asiento, sacando pecho ante su hijo.

—¿Crees que ya eres lo bastante mayor y fuerte para medirte conmigo?—No creo que quieras escuchar la respuesta. Estás gordo y fondón. Esa falsa

incapacidad tuya puede que acabe siendo de verdad. Solo servías para golpear amujeres y niños, y eso fue hace mucho tiempo. Ya no soy un niño. Piénsatelobien.

Su gélida voz hizo que el hombre mayor se detuviera. Resopló y sacudió lacabeza.

—Nunca tuve problemas para manejarte entonces. Puede que ya hayascrecido, pero sigo siendo más duro de lo que crees. Todavía puedo aplastartecomo a una cucaracha.

—Eras débil entonces y eres débil ahora —le espetó el hijo—. Mamá eracapaz de mantenerte a raya. De hecho, si aquella noche no hubiera estadoborracha ni siquiera habrías logrado golpearla. Así es como pasó, ¿no? Estabademasiado borracha para defenderse y viste tu oportunidad. Por eso la mataste.

El viejo soltó un rugido.—Nunca tendría que haber mentido por ti —prosiguió Michael—. Tendría que

haberle dicho la verdad a la policía.—No te pases —replicó el padre con frialdad—. No te metas en lo que no

sabes.Ambos se acercaron el uno al otro, como perros antes de que los gruñidos se

conviertan en pelea.—¿Crees que podrías matarme y salirte de rositas, como hiciste con ella? Yo

creo que no, viejo.El padre se abalanzó y lo golpeó en la cara. El puñetazo resonó en la pequeña

sala.Michael esbozó una mueca salvaje. Lanzó el brazo derecho y agarró a su

padre por la garganta. Cerrar la mano en torno a la laringe del viejo leproporcionó una satisfacción instantánea. Mientras sentía los músculos contraersey los tendones aplastarse bajo su presa, experimentó una locura casiabrumadora. Asustado, el viejo se revolvió y le clavó las uñas en la muñeca,tratando de liberarse, mientras se quedaba rápidamente sin aire. Cuando el rostrode su padre se volvió morado, Michael lo empujó hacia atrás, soltándolo. El viejochocó contra una mesa baja, volcando su contenido. Se agarró al brazo del sillónmientras caía al suelo, lo derribó y quedó tendido de espaldas, jadeando, con losojos abiertos por la sorpresa. Su hijo se echó a reír y le escupió.

—Quédate ahí, escoria. Quédate ahí para siempre. Pero escucha una cosa: sialguna vez te llama Ashley, o alguien relacionado con ella, y prometes ayudarlode alguna manera, vendré aquí y te mataré. ¿Lo entiendes? Me gustaría matar

todo mi pasado. Eso me haría sentirme mucho mejor. Y qué mejor que empezarcontigo.

El padre permaneció en el suelo, inmóvil. El hijo vio el miedo en sus ojos ypor primera vez pensó que el viaje hasta allí había merecido la pena.

—Más vale que reces por no volver a verme, viejo patético —le espetó—.Porque la próxima vez acabarás en una caja de pino, que es donde tenías queestar desde hace años.

Se dio la vuelta y, sin mirar atrás, salió por la puerta lateral.El frío aire nocturno lo golpeó como un mal recuerdo, pero solo podía pensar

en qué se traía Ashley entre manos y por qué había pensado que su padre laayudaría. Alguien había estado mintiendo.

Se sentó al volante de su coche, puso el motor en marcha y decidió ir enbusca de las respuestas.

Hope había escuchado la discusión y el estrépito de una pelea breve. Agarrócon fuerza la automática, conteniendo la respiración, cuando vio salir a Michael O’Connell y dirigirse hacia su coche, a pocos metros de donde ella estabaescondida. Esperó a que saliera del camino de acceso y acelerara rápidamentehacia la noche.

El momento siguiente era crucial.« No te retrases ni un segundo —le había dicho Sally—. Debes entrar apenas

él se vaya» .Se levantó.Hope podía oír la voz de Sally en su mente: « No vaciles. No esperes. Entra

directamente. No digas una palabra. Solo aprieta el gatillo, vuélvete ymárchate» .

Hope inspiró hondo y se dirigió sigilosamente hacia el pequeño arco de luzque filtraba la puerta lateral. Giró el picaporte y entró en la casa.

Estaba en la cocina, pero podía ver la sala al fondo del pasillo, tal como Scotthabía descrito. Se quedó allí, casi petrificada, y vio que el padre de O’Connellempezaba a levantarse del suelo.

De pronto la vio, pero no pareció sorprendido.—¿Le envía el señor Jones? —preguntó mientras se sacudía el polvo—. Esa

basura de hijo mío se ha marchado hace menos de un minuto en su coche.Hope alzó el arma y apuntó.El viejo O’Connell parecía confundido.—¡Eh! —dijo bruscamente—. Es al puñetero chico a quien quieren, no a mí.Todo se había vuelto súbitamente grotesco: cada color más brillante, cada

sonido más fuerte, cada olor más penetrante. La propia respiración de Hoperesonaba en sus oídos atropelladamente. Trató de no pensar.

Apuntó directamente al corazón del viejo y apretó el gatillo.Y no pasó nada.

*

El detective trajo una caja grande atada con una cinta roja y la dejó sobre sumesa. La abrió. Luego se inclinó hacia delante y me preguntó con una sonrisa:

—¿Sabe cómo se portan los niños la mañana de Navidad, cuando se quedanmirando todos esos paquetes envueltos bajo el árbol?

—Claro. Pero ¿qué…?—Recoger pruebas es un poco como eso. Los niños siempre piensan que el

regalo más grande será el mejor, pero a menudo no lo es. Es la caja menosllamativa la que a veces contiene el regalo más valioso. En cierto modo, esotambién nos pasa a nosotros. El detalle más pequeño puede convertirse en el másgrande cuando se llega a juicio. Así que cuando estás en la escena del crimen yrecoges esto y lo otro, o cuando cumples una orden de registro, hay que tener encuenta todas las piezas.

—¿Y en este caso?El detective sonrió. Sacó una pistola dentro de una bolsa de plástico sellada.

Me tendió el arma y la miré a través del plástico. Vi residuos de polvorecogehuellas en la culata y el cañón.

—Tenga cuidado —dijo—. No creo que esté cargada, pero el seguro está enla culata, así que… —sonrió—. Le sorprendería saber cuántos accidentes tienenlugar en las salas de pruebas cuando la gente empieza a mover armas que sesuponen descargadas.

Alcé el arma con cautela.—No parece gran cosa —dije.El detective asintió.—Una mierda de arma —dijo sacudiendo la cabeza—. De las más baratas

que se pueden encontrar. Fabricada por una compañía de Ohio que crea loscomponentes por separado y luego los ensambla, los mete en una caja y losenvía a armerías de poca monta. Una buena armería nunca vendería una basuracomo esta. Y ningún profesional auténtico la emplearía.

—Pero funciona, ¿no?—Más o menos. Es una automática del veinticinco. Un calibre pequeño. Pesa

poco. Los asesinos profesionales (y por aquí no tenemos tantos) nunca utilizaríanun arma de usar y tirar como esta. Poco fiable. No es fácil de manejar, el seguroy el percutor se encasquillan y, a menos que se dispare desde muy cerca, no esmuy precisa. Y tampoco tiene mucha potencia. No detendría a un pitbull detamaño medio ni a un violador, a menos que consigas darles en la cabeza con elprimer tiro.

Volvió a sonreír mientras yo examinaba el arma.—O la dispararas desde muy cerca. Por ejemplo, un enamorado a su pareja.

—Sonrió de nuevo.

—Pero, hablando en general, no es aconsejable acercarte tanto a la personaque intentas matar.

Asentí, y el detective se dejó caer en su asiento.—¿Ve? —añadió—. Se aprende algo nuevo cada día.Levanté de nuevo el arma, colocándola a la luz, como si pudiera decirme

algo.—Claro, ahora que le he dicho lo mala que es el arma, he de agregar que en

este caso cumplió con su cometido —dijo el detective—. Más o menos.

44Eligiendo

Hope advirtió al instante que había cometido un error.Mientras su mente sopesaba las más descabelladas posibilidades, con el

pulgar empujó el seguro hacia abajo, asegurándose de que estuviera en posiciónde disparo. Alzó la mano enguantada y tiró del percutor para meter una bala enla recámara… algo que debería haber hecho antes de entrar en la casa. El armase amartilló con un chasquido. Tuvo la terrible idea de que ni ella ni Sally sehabían molestado en comprobar si el arma funcionaba correctamente.

Vaciló un instante.Y O’Connell, que empezaba a levantar las manos en gesto de rendición, de

pronto dejó escapar un aullido y se abalanzó contra ella. Hope apretaba ya elgatillo cuando el hombre se le venía encima.

Se produjo una detonación y la pistola medio se le escurrió. Giró hacia atrásy chocó contra la mesa de la cocina, volcándola con estrépito y enviando botellasvacías contra paredes y muebles. Cayó al suelo casi sin respiración. El padre de O’Connell, emitiendo gruñidos viscerales, cayó sobre ella. Le lanzaba manotazosal pasamontañas, tratando de cogerla por el cuello.

Hope no sabía si el primer disparo lo había alcanzado. Tratódesesperadamente de volver a dispararle, pero la mano de O’Connell de repenteaferró la suya y trató de apartar el arma.

Hope le dio un rodillazo en la entrepierna y lo oyó jadear de dolor, pero notanto como para soltarle la mano. Era más fuerte que ella y trataba de girar lapistola hacia atrás, para que encañonara a Hope. Al mismo tiempo, continuabagolpeándola con la mano libre. Falló la mayoría de los manotazos, pero laalcanzaron los suficientes para hacerle ver relámpagos de dolor rojo.

Hope soltó una patada y esta vez la fuerza de su pierna los lanzó a los doshacia atrás, derribando más cosas en la habitación. Una papelera se volcó,esparciendo posos de café y cascaras de huevo por el suelo. Oyó más cristalesrompiéndose.

O’Connell padre era un veterano de peleas de bar y sabía que la mayoría seganan en los primeros golpes. Estaba herido, pero logró ignorar el dolor y pelearcon fuerza. Mucho más que Hope, sentía que esa pelea contra un enemigoanónimo y encapuchado era la más importante de su vida. Si perdía, moriría.Empujó más el arma, tratando de colocarla contra el cuerpo de su atacante.Muchos años antes había hecho casi exactamente lo mismo, cuando su esposaborracha acabó muerta.

Hope estaba más allá del pánico. Nunca en su vida había sentido aquella clasede fuerza masculina avasalladora. La adrenalina le pulsaba en las sienes y agitóuna mano tratando de encontrar fuerzas. Con un esfuerzo inmenso, golpeó de

lado a O’Connell y los dos rodaron contra la encimera. Platos y cubiertoscayeron en cascada alrededor. El movimiento pareció conseguir algo: el hombregritó de dolor y Hope atisbo una mancha de sangre en el armario blanco. Elprimer disparo lo había alcanzado en el hombro, pero aun así él luchaba tratandode sobreponerse al dolor.

O’Connell agarró el arma con ambas manos y Hope de repente lo golpeó conel brazo libre, haciéndole chocar la cabeza contra el armario del fregadero. Pudover su rostro convertido en una máscara de furia y terror. Alzó la rodilla de nuevoy volvió a darle en la entrepierna. Lo empujó y le golpeó la mandíbula. O’Connell retrocedió, conmocionado por el furioso ataque, pero siguióreteniéndola bajo su peso.

Ella lo golpeó con la mano izquierda, manteniendo con la derecha una fierapresa sobre el arma para impedir que la apuntara. Y en ese momento sintió queél aflojaba la presión sobre la pistola. Hope supuso que O’Connell cedía, peroentonces una súbita punzada de lacerante dolor le recorrió el cuerpo. Puso losojos en blanco y estuvo a punto de desmayarse. La negrura que amenazaba conengullirla giraba mareante a su alrededor.

O’Connell había cogido un cuchillo de cocina de entre el caos que los rodeabay se lo había clavado en el costado, buscándole el corazón. Hope sintió la puntade la hoja hincándose. Su único pensamiento fue: « Es ahora. Vive o muere» .

Forcejeó con la pistola y logró volverla hacia la cara de O’Connell mientrasse retorcía en una combinación de dolor y furia. La llevó bajo la barbilla delhombre justo cuando la hoja del cuchillo parecía buscarle el alma, y apretó elgatillo.

Scott quiso mirar la esfera fluorescente de su reloj , pero no se atrevía aapartar los ojos del cobertizo y la puerta lateral de la casa. Entre dientes, contabalos segundos pasados desde que había visto la oscura figura de Hope desapareceren el interior de la casa.

Estaba tardando demasiado.Se apartó un paso de su escondite, pero luego retrocedió, inseguro de qué

hacer. Una parte de él le gritaba que todo había salido mal, que todo era un lío,que huyese por piernas antes de ser absorbido aún más en un desastroso remolinode acontecimientos nefastos. El miedo, como una ola, amenazaba con ahogarlo.

Tenía la garganta seca y los labios agrietados. La noche parecía estarcongelándolo y se subió el cuello alto del jersey. Se ordenó marcharse. Fuera loque fuese lo que había sucedido, debía largarse de allí.

Pero no lo hizo. Sus ojos escrutaron la oscuridad y sus oídos se aguzaron. Miróa derecha e izquierda y no vio a nadie.

Hay momentos en que uno sabe que tiene que hacer algo, pero todas las

opciones parecen más peligrosas que la anterior, y cada elección parece auguraralgo malo. Pasara lo que pasase, Scott sabía que de algún modo la vida de Ashleypodía depender de lo que él hiciera en los siguientes segundos.

Tal vez las vidas de todos ellos.Y a pesar del pánico que crecía en su interior, tomó aliento y, tratando de

desechar cualquier pensamiento, consideración, posibilidad u opción, echó acorrer hacia la casa.

Hope quiso gritar, pero apenas logró emitir un gemido débil y entrecortado.El segundo disparo había alcanzado a O’Connell directamente bajo la barbilla,

se había abierto paso a través de la boca, rompiendo dientes y destrozando lenguay encías, y finalmente se había alojado en su cerebro, matándolo de manera casiinstantánea. El impulso del disparo lo empujó hacia atrás, casi quitándoselo deencima, pero luego volvió a caer sobre ella, de modo que quedó bajo su cuerpo,casi asfixiada por su peso.

O’Connell todavía aferraba el cuchillo, pero la fuerza que lo impulsaba habíadesaparecido. Hope casi perdió el conocimiento, cegada por un súbito arrebatode dolor que envió rayos de fuego por todo su costado, hasta sus pulmones y sucorazón, y rayos de negra agonía a su cabeza. Se sintió bruscamente exhausta, yuna parte de ella pareció querer abandonarse, cerrar los ojos y dormirse allímismo. Pero la fuerza de voluntad le dio fuerzas para intentar quitarse de encimael cadáver. Probó una vez y otra, hasta que el cuerpo pareció retroceder unoscentímetros. Empujo por enésima vez. Era como intentar mover un peñasco.

Oy ó abrirse la puerta, pero no pudo ver quién era. Luchó contra eldesvanecimiento, jadeando en busca de aire.

—¡Dios mío!La voz le sonó familiar y Hope gimió.De repente, como por arte de magia, el peso del cadáver desapareció y Hope

pudo respirar. En ese momento, el cadáver cay ó sobre el suelo de linóleo junto aella.

—¡Hope! ¡Hope!Ella oy ó que susurraban su nombre y se volvió hacia el sonido. A pesar del

dolor, consiguió esbozar una sonrisa.—Hola, Scott —dijo—. He tenido algunos problemas.—Tenemos que sacarte de aquí.Ella asintió y se esforzó por sentarse en el suelo. El cuchillo todavía sobresalía

en su costado. Scott intentó cogerlo, pero ella negó con la cabeza.—No lo toques —advirtió.—Vale, tranquila.La ayudó a incorporarse y Hope logró ponerse en pie. Por un momento su

mareo aumentó, pero logró recuperarse. Apretando los dientes y apoy ándose enScott, pasó por encima del cadáver del padre de O’Connell.

—Necesito aire —dijo. Pasó un brazo por su hombro y él la guio hasta lapuerta—. La pistola… —susurró—. La pistola, no podemos dejarla aquí.

Scott miró alrededor y vio el arma en el suelo. La recogió y la metió en lamochila de Hope, que se echó al hombro.

—Salgamos —dijo.Salieron fuera y Scott la ay udó a apoy arse contra la pared.—Tengo que pensar —dijo él.Ella asintió, respirando el aire fresco. Eso la ay udó a despejar la cabeza de la

bruma que la envolvía. Se enderezó un poco.—Puedo moverme —dijo.Scott estaba dividido entre el pánico y la determinación. Sabía que tenía que

pensar con claridad y eficacia. Le quitó el pasamontañas y de pronto vio por quéSally se había enamorado de ella. Era como si el dolor de lo que había hecho sehubiera marcado en su cara con las más valientes pinceladas. En ese instantepensó que Hope se había sacrificado tanto por Ashley como por Sally y él.

—Debo de haber sangrado en el suelo… —dijo ella—. Si la policía…Scott asintió y reflexionó un momento.—Espera aquí. ¿Podrás hacerlo?—Estoy bien —mintió ella—. Estoy lastimada, no lesionada —dijo, usando un

viejo tópico de los deportistas. Si solo estás lastimada, puedes seguir jugando. Siestás lesionada, no.

—Ahora mismo vuelvo —dijo Scott.Rodeó la esquina de la casa y se agachó para observar el caos de piezas de

motor, herramientas, latas de pintura oxidadas y trozos de tejado. Sabía que allíestaba lo que necesitaba, pero dudaba de localizarlo en la penumbra.

Rogó que la suerte acudiera en su ay uda. Y de pronto vio lo que necesitaba:un bidón de plástico rojo. « Por favor —suplicó mentalmente—. No estés vacío» .

Cogió el bidón, lo sacudió y notó que un tercio estaba lleno de líquido. Abrió latapa y aspiró el inconfundible olor de la gasolina rancia.

Volvió sobre sus pasos con sigilo y entró en la casa.Sintió unas súbitas náuseas, pero las contuvo. Antes había estado

completamente concentrado en Hope y en sacarla de allí, pero esta vez estabasolo con el cadáver y, por primera vez, vio el ensangrentado rostro hecho unabominable amasijo. Boqueó y se ordenó conservar el temple, en vano. Elcorazón se le desbocó, y todo a su alrededor cobró una súbita intensidad. Eldesorden provocado por la lucha parecía brillar como pintado con coloresvibrantes. Pensó que la muerte violenta lo volvía todo más brillante, no másoscuro.

Se tambaleó un poco y miró hacia donde Hope había estado atrapada bajo el

cuerpo de O’Connell, en busca de rastros de sangre, y vio gotas rojas por el suelo.Derramó gasolina sobre ese sitio y luego roció la camisa y los pantalones delmuerto. Miró alrededor y vio una pequeña toalla. La frotó en la mezcla de sangrey gasolina del pecho del cadáver y se la guardó en el bolsillo.

Lo asaltó otra oleada de náuseas, pero se sobrepuso: cada segundo quesiguiera allí aumentaba la probabilidad de dejar alguna pista delatora. Fuedejando charcos de gasolina por el suelo hasta la cocina. Había cerillas en laencimera.

Encendió la cajetilla entera, y la lanzó hacia el pecho del padre de O’Connell.La gasolina estalló en llamas. Durante un segundo observó el fuego

expandirse, y a continuación se dio la vuelta y regresó a la noche.Encontró a Hope en el mismo sitio. Con la mano enguantada sujetaba el

mango del cuchillo, que aún asomaba de su costado.—¿Puedes moverte? —le preguntó.—Creo que sí… —respondió ella.Al amparo de las sombras, avanzaron lentamente hasta la calle. Scott la

rodeaba con un brazo para que se apoyase en él, y prosiguieron por la oscuridad.Ella lo guio hacia su coche. Ninguno de los dos miró hacia atrás. Scott rogó que elincendio tardara en propagarse y pasaran varios minutos antes de que algúnvecino reparase en las llamas.

—¿Estás bien? —susurró.—Puedo conseguirlo —respondió ella, apoy ándose contra él. El aire de la

noche la había despejado un poco y estaba controlando el dolor, aunque cadapaso que daba le provocaba una punzada. Alternaba entre la confianza y ladeterminación, y la desesperación y la flaqueza. Sabía que no importaba cómohubiera planeado Sally el resto del plan, no iba a suceder como estaba previsto.La sangre que sentía agolparse en la herida se lo decía.

—Vamos, un último esfuerzo —la animó Scott.—Solo somos una pareja que sale a dar un paseo nocturno —bromeó Hope a

pesar del dolor—. A la izquierda en la esquina; el coche está a media calle.Cada paso parecía más lento que el anterior. Scott no sabía qué haría si se

acercaba un coche, o si alguien salía y los veía. A lo lejos oy ó perros ladrando.Mientras rodeaban tambaleándose la esquina, como si fueran una parejaachispada, vio el coche. La fiesta de la casa cercana estaba en su apogeo.

Reuniendo fuerzas de flaqueza, Hope consiguió enderezarse con un esfuerzosupremo.

—Ponme al volante —dijo con decisión.—No puedes conducir —dijo Scott—. Necesitas ir a un hospital.—Sí, pero no aquí —respondió ella.Hope estaba calculando, tratando de conservar la cabeza despejada, aunque

el dolor lo hacía difícil.

—Las malditas matrículas —masculló—. Vuelve a cambiarlas.Eso confundió a Scott. No entendía a qué venía eso, cuando llevarla a

urgencias parecía lo único importante.—Pero… —repuso.—¡Hazlo!La ayudó a sentarse al volante, como ella había pedido. Luego cogió la bolsa

con las matrículas y, respirando hondo y tras dirigir una mirada a la casa dondese celebraba la fiesta, las cambió tan rápidamente como pudo. Cogió las robadasy las metió en la mochila junto con la pistola y la pequeña toalla manchada degasolina y sangre, ambas en una bolsa de plástico.

Volvió al lado del conductor. Hope, que había metido la llave en el contacto,se demudó de dolor al quitarse la cinta de tobillos y muñecas y los dos pares deguantes. Se lo entregó todo a Scott. Él se quedó sin saber qué hacer, mientras ellase arrancaba el cuchillo de un tirón.

—¡Dios! —gimió. Echó atrás la cabeza y estuvo a punto de desmayarse, perouna segunda oleada de dolor la mantuvo consciente. Inhaló bruscamente.

—Tengo que llevarte a un hospital —repitió Scott.—Iré sola —repuso Hope—. Tú tienes demasiadas cosas que hacer. —Señaló

el cuchillo—. Me lo quedaré y o —dijo, y lo dejó caer al suelo del coche y con elpie lo empujó bajo el asiento.

—Yo podría deshacerme de él.A Hope le costaba pensar, pero negó con la cabeza.—Deshazte de esas cosas, y de las matrículas, en algún sitio donde no las

relacionen con este coche —dijo. Intentaba recordarlo todo, organizarse, pero eldolor le nublaba el raciocinio. Ojalá Sally estuviera allí, pues no le pasaría poralto ningún detalle. Era buena en eso, pensó Hope. Se volvió hacia Scott, y tratóde verlo como si fuera parte de Sally, cosa que, imaginó, había sido en el pasado—. Muy bien —prosiguió—. Seguiremos con el plan. Estoy bien para conducir.Haz lo que tengas que hacer… —Señaló la mochila con la pistola.

—No puedo dejarte —contestó él—. Sally nunca me perdonaría.—No tendrá oportunidad de perdonarte si no te marchas. Ya vamos con

retraso. Lo que tienes que hacer ahora es crucial.—¿Estás segura?—Sí —dijo Hope, aunque no estaba segura de nada—. Vete. Vete ahora.—¿Qué le digo a Sally?Una docena de pensamientos cruzaron la mente de Hope.—Dile que estaré bien. La llamaré más tarde.—¿Estás segura? —Miró la herida de su costado y el negro mono de

mecánico manchado de sangre.—No es tan malo como parece —mintió ella—. Vete, antes de que lo

estropeemos todo.

La idea de que, después de todo lo que había hecho, pudieran fracasar lamartirizaba. Agitó la mano hacia Scott.

—Vete.—De acuerdo —respondió él, y se irguió dando un paso atrás.—Oh, Scott —añadió ella.—¿Sí?—Gracias por acudir en mi ayuda.Él asintió.—Tú hiciste el trabajo difícil —dijo. Cerró la puerta y vio cómo Hope se

inclinaba y ponía el coche en marcha.Se retiró mientras ella arrancaba y contempló cómo el coche se perdía calle

abajo, solo en la oscuridad hasta que las luces traseras desaparecieron. Entoncesse echó la mochila a la espalda y corrió hacia la parada del autobús. Sabía queiba con retraso y podía ser desastroso, pero aún tenía que cumplir con el resto desu misión. No estaba seguro de lo que iba a hacer Hope el resto de la noche, perola suerte de todos la acompañaría, aunque en realidad esa noche hacía faltasuerte también en otros sitios.

Sally estaba aparcada en un centro comercial, esperando a Scott. Consultó sureloj y comprobó el cronómetro. Cogió el móvil y pensó si llamar o no, perodecidió abstenerse. Estaba a tres cuartos de hora de Boston, cerca de lainterestatal, un lugar elegido por los mismos motivos que el lugar donde se reuniócon Hope para entregarle la pistola, pero diferente, pues proporcionaría a Scottacceso fácil para volver al oeste de Massachusetts.

Se apoy ó en el reposacabezas y cerró los ojos. No se permitiría torturarserepasando todos los posibles desastres que podían haber ocurrido esa noche. Eranneófitos en el arte de matar, pensó. Puede que cada uno tuviera la experienciaque hizo que la planificación, la organización y la concepción de la muerteparecieran manejables y factibles, pero, en lo referente a la ejecución del plan,eran novatos absolutos. Ningún profesional lo habría hecho así. El plan erademasiado errático, azaroso y dependiente de que cada uno realizaraeficazmente ciertas tareas. Esa era la base de todo, pensó.

Las personas responsables y educadas no harían algo así. Solo los drogadictoso los violentos podían ascender los peldaños de la criminalidad hasta el asesinato.

Cerró los ojos con fuerza.Tal vez su convicción de que podrían llevar a buen puerto un asesinato no era

más que una fantasía. Imaginó a Scott y a Hope esposados, rodeados de policías.El padre de O’Connell estaría haciendo una declaración, y ella sería la siguiente,en cuanto Scott o Hope se derrumbaran durante el interrogatorio.

Y Ashley, incluso con Catherine a su lado, se enfrentaría sola a un horroroso

futuro con Michael O’Connell.Abrió los ojos y escrutó el aparcamiento teñido de luz verde.Ni rastro de Scott.Hope debería estar camino de casa.Michael O’Connell estaría en algún arcén, tratando de reparar el pinchazo o

esperando una grúa. Estaría furioso y se preguntaría qué demonios estabapasando. Lo único que no esperaba era quedar atrapado en una representacióndonde él era un actor importante. Sally sonrió. Pensó que el papel que se habíainterpretado sin saltarse una línea ni dar un paso en falso había sido el de O’Connell, y él ni siquiera lo sabía. Lo estaban ahogando y ni siquiera eraconsciente de ello.

Apretó el puño y pensó: « Te tenemos, hijo de puta» . Resopló lentamente.« O tal vez no» .

Scott debería llegar de un momento a otro.Golpeó el volante con frustración y desesperación.—¿Dónde demonios estás? —susurró escrutando la zona—. Vamos, Scott.

¡Llega ya!Extendió la mano hacia el móvil de nuevo, pero lo soltó. Esperar,

comprendió, era lo segundo más difícil. Lo más difícil era confiar en alguien aquien una vez había dicho que amaba, y a quien luego había abandonado yengañado, antes de divorciarse. En realidad, lo único que mantenía cierto tonocordial entre ella y su ex era Ashley. Tal vez eso fuese suficiente para que ambossobrevivieran a esa noche.

Entonces sus pensamientos se volvieron hacia Hope. Sacudió la cabeza ysintió lágrimas en los ojos. Sabía que podía confiar en ella, aunque había hechomuy poco en los últimos meses para merecer esa confianza por su parte. Sesentía como flotando en una nube de incertidumbre.

—¡Vamos! —susurró de nuevo, como si las palabras pudieran conjurar loshechos.

Había un gran contenedor de basura en un rincón del aparcamiento dondeScott había dejado su furgoneta. Para su alivio, estaba casi lleno, no solo de bolsasde plástico negras, sino también de botellas, latas y basura sin recoger. Cogió unabolsa medio vacía, la abrió y metió las matrículas robadas, los restos de cinta ylos guantes. Luego volvió a atarla y la colocó en medio de la pila de basura. Elcontenedor sería vaciado pronto, probablemente al día siguiente.

Volvió rápidamente a la furgoneta y esperó a arrancar hasta que no huboningún coche en movimiento por las inmediaciones.

Scott volvió a cambiarse de ropa, chaqueta y corbata. Sabía que tenía quedarse prisa, pero también evitar llamar la atención. Deseó poder acelerar, pero

permaneció dentro de los límites de velocidad. Incluso en la interestatal semantuvo en el carril central mientras se dirigía a su encuentro con Sally.

No sabía qué iba a decirle cuando la viera.Tratar de transmitirle con palabras lo que había ocurrido esa noche parecía

imposible. Si no le decía nada, ella lo odiaría. Si se lo contaba todo, ella sehorrorizaría, y también lo odiaría. Querría acudir de inmediato al lado de Hope yolvidarse del plan.

Todo podía fracasar.Condujo sabiendo que iba a mentir. Tal vez no mucho, pero lo suficiente. Eso

lo enfurecía y entristecía, pero sobre todo le hacía sentirse incompetente y falso.Cuando llegó al aparcamiento tras salir de la autopista, divisó a Sally. No tardó

en colocarse a su lado. Cogió la mochila y salió del coche.Sally permaneció al volante, pero encendió el motor.—Llegas tarde —dijo—. No sé si me queda tiempo. ¿Ha salido según lo

previsto?—No exactamente. No ha sido tan sencillo como pensábamos.—¿Qué quieres decir? —preguntó Sally con su cortante tono de abogada.—Ha habido una pequeña pelea, pero Hope ha cumplido con su misión… —

vaciló—. Puede que resultara un poco herida en la confrontación. Ahora vacamino de casa. Por lo demás, para asegurarme de no dejar ninguna huella denuestra presencia provoqué un pequeño incendio.

—¡Dios! —exclamó Sally —. ¡Eso no estaba en el guión!—El escenario de los hechos… bueno, pensé que podría levantar sospechas

en la policía. ¿No es lo que nos dij iste?Ella asintió.—Sí, sí. Vale. No creo que haya problemas…—Hay una pequeña toalla en la mochila. Está mojada con gasolina, que

limpiará el cañón del arma. Deshazte de ella después.Sally volvió a asentir.—Ha sido una precaución inteligente por tu parte. Pero Hope, ¿qué estabas

diciendo de Hope?Scott se preguntó dónde se le notaba la mentira en la cara.—Ahora está cumpliendo con lo previsto —dijo—. Acaba con tu parte y

hablaremos más tarde.—¿Qué le ha pasado exactamente a Hope? —exigió Sally.—Ahora no hay tiempo de hablar. Tienes que volver a Boston ahora mismo.

El tiempo es crucial. No sabemos lo que hará O’Connell…—¿Qué le ha pasado a Hope? —repitió Sally con furia en la voz.—Ya te lo he dicho, ha tenido que pelear. Se ha cortado con un cuchillo.

Cuando la he dejado, me ha dicho que te dijera que estaba bien. ¿Entendido? Esoes exactamente lo que ha dicho. « Dile a Sally que estoy bien» . Ahora debes

terminar el trabajo. Tenemos que hacerlo todos. Hope ha hecho su parte y y o hehecho la mía. Ahora haz tú la tuya. Es lo último, y…

—¿Se ha cortado con un cuchillo? —repitió Sally—. ¿Qué quieres decir? Y nome mientas.

—Te estoy diciendo la verdad —se envaró Scott—. Se ha hecho un corte. Estodo. Ahora vete.

Sally imaginó cien posibles réplicas en ese instante, pero se contuvo. Porfuriosa que estuviera, sabía que una vez, años antes, ella le había mentido, y queahora él le estaba mintiendo, y que así eran las cosas. Asintió, cogió la mochila yarrancó sin decir palabra.

Una vez más, Scott se quedó solo, contemplando las luces del cochedesaparecer en la oscuridad.

*

El detective señaló las fotos de la escena del crimen.—El fuego lo revolvió todo. Y peor aún que el fuego, la maldita agua con que

los bomberos lo rociaron. Naturalmente, no se les puede pedir que no lo hagan —dijo con una sonrisa amarga—. Tuvimos suerte de que no ardiera la casa entera.El incendio se circunscribió a la zona de la cocina. ¿Ve esa pared del fondo, todacalcinada? El especialista en incendios dijo que quien lo provocó no tenía ni ideade lo que hacía, así que en vez de extenderse por la habitación, el fuego subió porla pared y el techo, y por eso lo vieron los vecinos. Así que al final tuvimos suertede poder recomponer las piezas.

—¿Ha trabajado en muchos homicidios? —pregunté.—¿Aquí? Esto no es como Boston o Nueva York. Somos un departamento

bastante modesto. Pero el equipo de forenses estatales es bastante bueno, y elequipo de expertos vale la pena, así que, cuando se produce un asesinato, lomanejamos bastante bien. La mayoría de los homicidios que vemos son disputasdomésticas que se tuercen, o bien trapicheos de drogas que salen mal. En lamayoría de los casos el culpable no huye, o al menos no lo hace su compañero,así que alguien nos dice a quién debemos pillar.

—Pero este no fue el caso, ¿verdad?—Qué va. Al principio hubo algunas preguntas que nos dejaron sin habla. Y

mucha gente que no derramó una lágrima por la muerte del viejo O’Connell. Fueun mal marido, un mal padre y un mal vecino, además de un desalmado.Demonios, si hubiera tenido un perro lo habría dejado morir de hambre y lehabría dado de patadas cada mañana solo para dejar las cosas claras, ¿entiende?De todas maneras, en la casa y la escena del crimen quedó suficiente para unainvestigación.

Asentí.

—Pero ¿qué los puso en la dirección adecuada?—Dos cosas. Quiero decir, teníamos un incendio y un cadáver parcialmente

quemado y, tontos como somos, al principio pensamos que el viejo O’Connell,borracho perdido, había conseguido incendiar la casa consigo dentro. Ya sabe, sequeda dormido con un cigarrillo y una botella de whisky en la mano.Naturalmente, lo más probable es que eso hubiera sido sentado en un sillón de lasala, o en la cama, no en el suelo de la cocina. Pero cuando el forense retiró lacarne chamuscada, vio la herida del disparo y encontró una bala de calibreveinticinco en el cerebro y otra en el hombro, bueno, eso dio un vuelco a lainvestigación. Así que volvimos a aquel caos empapado, buscando alguna pista,ya sabe. Pero el doctor también encontró trozos de piel bajo las uñas del tipo, asíque tuvimos un ADN muy interesante, y de repente el caos de la casa era elresultado de una pelea mortal. Y cuando interrogamos a los vecinos, uno de ellosrecordó haber visto un coche con matrícula de Massachusetts que salió pitando deallí poco antes de que empezara el humo. Eso y los resultados del ADN nosconsiguieron una orden de registro. Y entonces, ¿qué cree que encontramos?

Sonreía, y dejó escapar una risita. La satisfacción del policía al comprobarque a veces el mundo funciona como debe ser.

Yo estaba menos seguro de que hubiera llegado a la misma conclusión.

45Una llamada sin respuesta

Hope condujo hacia el norte y cruzó el peaje de la frontera con Maine,dirigiéndose a un punto cerca de la costa que recordaba de unas vacaciones deverano, muchos años atrás, poco después de que Sally y ella se hubieranenamorado. Habían llevado a la pequeña Ashley en su primer viaje juntos. Eraun sitio agreste, donde un crecido parque de árboles oscuros y matorralesretorcidos llegaba hasta el borde mismo del agua, y la costa rocosa capturaba lasolas que llegaban desde el Atlántico, lanzando al aire chorros de espuma salada.En el verano era mágico: las focas jugando entre las rocas, diversas especies deaves marinas graznando en la brisa. Ahora, pensó, sería un sitio solitario, lobastante tranquilo para pensar qué hacer exactamente.

Mantenía el codo contra la herida, presionando para reducir la hemorragia.La herida en sí le provocaba un dolor pulsante y constante. En más de unaocasión pensó que iba a desmayarse, pero luego, mientras el coche ibadevorando kilómetros, hizo acopio de fuerzas y, con los dientes apretados, creyóque podría realizar el viaje sin paradas.

Trató de imaginar lo sucedido en su interior. Visualizó diferentes órganos(estómago, bazo, hígado, intestinos) y, como si fuese un juego infantil, intentóadivinar cuáles eran los cortados o perforados por el cuchillo.

El paisaje parecía aún más oscuro que la noche que la envolvía. Grandesgrupos de pinos negros, como testigos junto a la carretera, parecían vigilar suavance. Cuando salió de la autopista, gimió de dolor al girar el volante paraenfilar la rampa y luego internarse por carreteras secundarias que le recordaronel hogar de su infancia. Trató de controlar su respiración.

Se permitió imaginar que estaba realmente en la carretera que conducía a lacasa de su infancia. Pudo visualizar a su madre en aquella época, el pelorecogido, en el jardín, arreglando las flores, mientras su padre estaba en elcampo de fútbol que le había trazado, tratando de hacer filigranas con un balón.Oyó su voz llamándola para que se pusiera las botas y saliera a jugar. Su padrehablaba con fuerza, no como después, cuando la enfermedad lo acosó en elhospital.

« Ahora mismo voy» , pensó.Había pequeños carteles marrones cada pocos kilómetros que indicaban la

dirección del parque, y ahora ya olió el salitre en el aire. Recordó que había unaparcamiento apartado y supo que estaría vacío esa fría noche de noviembre. Uncamino de unos cien metros cubierto de hojarasca serpenteaba entre los árbolesy matojos, atravesando una zona de picnics, y luego otro de un kilómetro y picohasta el océano. Alzó los ojos y vio la luna llena. Sabía que podría necesitar sudébil luz. « Luna de cazadores» , pensó, e imaginó que las primeras nieves y el

hielo no estaban y a muy lejos. Dudaba que viniera nadie; no sabría qué decir silo hicieran. No le quedaban fuerzas para mentir ni siquiera al guardabosques.

Vio otro cartel, el fondo azul y una gran H blanca en el centro.Era una tentación injusta, pensó. No se había acordado de que el parque

estaba solo a un par de kilómetros de un hospital.Por un momento pensó en tomar esa dirección. Habría una gran mancha de

luz brillante, y un cartel de neón rojo: « Entrada de Urgencias» . Probablementeun par de ambulancias aparcadas por allí, en la entrada circular. Dentro habríauna enfermera tras un mostrador. Se la imaginó: una mujer gruesa, de medianaedad, a quien no asustaría la sangre ni el peligro. Le echaría un vistazo a la heridade Hope, y luego la llevarían a la sala de reconocimiento, donde ella oiría losmurmullos de médicos y enfermeras que se afanarían en salvarle la vida.

« ¿Quién le ha hecho esto?» , preguntaría alguien, libreta y lápiz en mano.« Me lo hice yo misma» .« No, de verdad, ¿quién se lo hizo? La policía viene de camino y querrá

saberlo. Díganoslo ahora…» .« No puedo decirlo» .« Necesitamos respuestas. ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué tan lejos de su

casa? ¿Qué ha hecho esta noche?» .« No voy a decirlo» .« Eso no es lo mismo que no poder decirlo. Tenemos muchas dudas. Si

sobrevive a esta noche, tendremos muchas más preguntas» .« No voy a responder» .« Sí que lo hará. Tarde o temprano, lo hará. Y díganos: ¿por qué hay sangre

de otra persona en su mono? ¿Cómo ha llegado ahí?» . Hope apretó los dientes ysiguió conduciendo.

Sally aparcó casi en el mismo sitio de antes frente al apartamento de MichaelO’Connell. La calle estaba vacía, a excepción de los coches aparcados por toda lamanzana. La negrura de la noche fundía las sombras, luchando contra elresplandor que llegaba de los barrios más concurridos.

Sally miró el reloj , luego el cronómetro, que indicaba los avances de todo eldía. Inspiró lentamente. El tiempo se movía muy despacio.

Contempló el edificio de O’Connell. Las ventanas de su apartamentocontinuaban a oscuras. Mientras escrutaba la calle arriba y abajo, sintió que elcalor se acumulaba en su interior. ¿A qué distancia estaba él ya? ¿A dos minutos?¿A veinte? ¿Venía hacia aquí?

Sacudió la cabeza. Una planificación adecuada, se dijo, habría dispuesto quealguien lo siguiera desde la casa de su padre, para que cada paso que diera esedía estuviera controlado. Se mordió el labio inferior. Pero eso habría supuesto un

mayor peligro, pues ese alguien habría tenido que estar demasiado cerca de O’Connell. Por eso había dejado una laguna de tiempo entre su salida y suregreso. Pero Scott había tardado demasiado en llevarle el arma, y ahora ellaignoraba dónde podía estar O’Connell. ¿Se había deshinchado el neumático comohabía prometido Scott? ¿Se había retrasado lo suficiente en cambiar la rueda? Losimponderables le gritaban como una sinfonía de instrumentos desafinados.

Miró de reojo la mochila que contenía la pistola y se contuvo de arrojarla alcontenedor de basura tras el edificio. Habría bastantes posibilidades de que lospolicías la encontraran allí. Pero no tenía la certeza necesaria, y en una nochellena de dudas no podía arriesgarse.

Jugueteó con el teléfono móvil. Su mente no dejaba de girar en torno a Hope.« ¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien?» .

Le temblaban las manos. No sabía si por miedo a que O’Connell la pillara o sitemía por Hope. Pensó en su compañera, trató de imaginar qué le habíasucedido, de leer entre líneas lo que le había dicho Scott, pero eso la asustó aúnmás.

O’Connell venía de camino, más cerca cada minuto, podía sentirlo. Sabía quetenía que actuar sin retrasos. Sin embargo, maniatada por la incertidumbre,vaciló.

Hope estaba en alguna parte, herida, lo sentía también. Y no podía hacer nadaal respecto.

Dejó escapar un lento gemido.Y entonces, con una inaudita fuerza de voluntad, cogió la mochila y salió del

coche. Rogó que la noche la ocultara mientras, cabizbaja, cruzaba rápidamentela calle. Si alguien las veía y las relacionaba a ella y la mochila con O’Connell ysu apartamento, todo podría descubrirse. No tenía que correr, sino caminar connormalidad. El contacto visual con cualquier persona sería fatal, lo mismo quehablar con alguien. Sería fatal cualquier cosa que llamara la atención sobre ella;y lo sería no solo para ella, sino para todos.

Ese era el momento más peligroso. El momento en que todo lo que habíasucedido esa noche pendía de un hilo. Un fallo por su parte los condenaría atodos, y posiblemente también a Ashley. Tenía el arma del crimen en su poder.Era un momento de absoluta vulnerabilidad.

« Continúa» , se ordenó.Al entrar en el vestíbulo del edificio, oyó voces en el ascensor, así que decidió

subir por la escalera, dos escalones a cada paso.Se detuvo junto a la sólida puerta de incendios de la segunda planta, trató de

escuchar a través de ella, y luego recorrió con paso firme el pasillo hasta elapartamento de O’Connell. Tenía en la mano la llave de la vecina, igual que unashoras antes. Durante un terrible segundo imaginó que él estaba dentro, tendido enla cama, con las luces apagadas. Debía tenerlo en cuenta. ¿Y si estaba dentro? ¿Y

si aparecía antes de que terminara su tarea? ¿Y si la veía en el pasillo o en elascensor o al salir del edificio, en la calle? ¿Qué iba a decir? ¿Le haría frente?¿Trataría de esconderse? ¿La reconocería él?

La mano le temblaba cuando abrió la puerta.Entró rápidamente y cerró tras de sí.Prestó atención al sonido de respiraciones, pasos, una cisterna, el teclado del

ordenador, cualquier cosa que le indicara que no estaba sola, pero solo oy ó eltorturado sonido de su propia respiración, que parecía crecer a cada segundo quepasaba.

« ¡Hazlo! ¡Hazlo ahora! ¡No hay tiempo!» .Cruzó el recibidor sin encender ninguna luz, y se maldijo cuando chocó

contra una pared. La tenue luz de la calle entraba por las ventanas del dormitorio,proporcionándole iluminación suficiente. Se vio de soslayo en un espejo y casisoltó un grito.

Se apresuró hacia el armario mientras abría la mochila y sacaba el arma.Notó el fuerte olor a gasolina, tal como le había advertido Scott. Metió la pistolaen la bota y remetió el calcetín para sofocar el olor. Tras dejarlo todo en su sitio,esperando que exactamente igual que estaba, se incorporó.

Se ordenó moverse con calma y eficacia, sopesando cada paso, pero no loconsiguió. Cogió la bolsa ahora vacía, echó una rápida ojeada alrededor, pensóque todo parecía igual que antes y se dispuso a marcharse.

Cegada una vez más por la oscuridad, tropezó.Tratando de controlar su corazón desbocado, se ordenó ir paso a paso. No

quería chocar contra nada ni correr el riesgo de derribar algo. No tenía que haberningún signo de que ese día alguien había entrado dos veces en el apartamento.Eso era lo más importante, se dijo, mientras esperaba que su corazón se calmara.

El acto de retrasar la salida fue casi doloroso.Cuando llegó por fin a la puerta, se dejó llevar por el pánico. « Él está aquí» ,

pensó. Imaginó oír su llave en la cerradura, voces, pisadas.Trató de ignorar las malas pasadas que le jugaba el miedo y salió al pasillo.

Miró a derecha e izquierda y comprobó que estaba vacío. Con todo, las manos letemblaban y le pareció oír sonidos amenazadores acercándose desde todas lasdirecciones. Se repitió que debía controlarse.

Tal como había hecho antes, cerró la puerta con llave y echó a andar por elpasillo. De nuevo, eligió las escaleras. De nuevo, cruzó el vestíbulo y salió a lacalle. De repente se sintió exultante: lo había logrado. Cruzó la calzada,sumiéndose en el anonimato nocturno.

Había una alcantarilla justo delante de su coche. Deslizó la llave de la vecinaentre los intersticios y la oy ó caer a las aguas residuales del fondo.

Hasta que entró en el coche, cerró la puerta y echó atrás la cabeza no sintiólas lágrimas que se acumulaban en su interior. Por un segundo crey ó que todo

funcionaría, y se dijo: « Está a salvo. Lo hemos conseguido. Ashley está asalvo» .

Y entonces recordó a Hope y un nuevo pánico la atenazó, un pánico quepareció surgir de un negro espacio interior, avanzando inexorable, amenazandocon envolverla en un miedo informe. Dejó escapar un fuerte gemido y contuvola respiración. Cogió el móvil y marcó el número de su compañera.

Scott experimentó alivio al enfilar su camino de acceso particular. Dejó lafurgoneta tras la casa, en su lugar de costumbre, donde era difícil verla desde lacalle, e incluso desde las casas vecinas. Cogió las prendas utilizadas en su misión,subió al Porsche y volvió a salir a la calle. Aceleró, asegurándose de hacersuficiente ruido para que quien estuviera aún despierto, viendo la tele o leyendo,lo advirtiera.

En el centro de la ciudad había una pizzería frecuentada por estudiantes. Tantarde (era cerca de medianoche), la presencia de un profesor no pasaríainadvertida. No era extraño que los profesores, cuando corregían exámenes,salieran un rato por la noche para despejarse la cabeza. Era un lugar tan buenocomo cualquier otro para dejarse ver.

Aparcó directamente delante, y el coche deportivo llamó la atención dealgunos jóvenes sentados junto a la ventana. Su Porsche siempre atraía miradas,pensó Scott.

Pidió una porción de pizza cuatro estaciones y pagó con su tarjeta de débito.Si lo interrogaban, no tendría coartada para el resto de la noche (« En casa,corrigiendo exámenes —diría—. Y no, no contesto al teléfono cuando corrijo» ),pero no le habría sido materialmente posible conducir desde la casa del padre de O’Connell hasta Boston y luego hasta el oeste de Massachusetts en el lapso detiempo correspondiente a la muerte de O’Connell padre. « ¿Matar a alguien yluego comprar una porción de pizza? Detective, eso es absurdo» . No era lamejor coartada, pero al menos era algo. Dependía de que Sally devolviese elarma. Tantas cosas se basaban en que se descubriera aquella pistola que Scottcasi se atragantó por la tensión.

Llevó su porción de pizza a un lugar vacío junto a la barra y comió despacio.Trató de no pensar en ese día, de no repasar mentalmente cada escena. Pero laimagen del hombre asesinado asomó a su conciencia, mientras miraba la pizza.Cuando le pareció notar el olor de la gasolina y luego el hedor igualmenterepulsivo de la carne quemada, casi vomitó. « Acabas de estar de nuevo en laguerra» , se dijo. Tomó aire, continuó comiendo y se concentró en el resto de sutarea. Tenía que deshacerse de toda la ropa que había llevado en la casa delpadre de O’Connell, echarla al sumidero del Ejército de Salvación local, dondedesaparecería en las fauces de la caridad. Se recordó no olvidarse de los zapatos.

Podían tener sangre en las suelas, igual que todos ellos podrían tener sangre en elalma.

Miró la pizza y se la llevó a la boca con mano temblorosa.« ¿Qué he hecho, Dios mío?» .Se negó a contestar y trató de pensar en Hope. Cuando más recordaba la

situación de ella, más comprendía que había un largo camino por recorrer antesde que él pudiera volver a respirar con tranquilidad.

Scott contempló el restaurante, los otros clientes, casi todos absortos en símismos, con los ojos fijos al frente, mirando por la ventana o a la pared. Por unmomento pensó que todos podrían ver la verdad en él, que de algún modo llevabaencima la culpa como una mancha de pintura escarlata.

« Todo acabará mal —pensó—. Iremos todos a la cárcel» .Excepto Ashley. Trató de visualizarla, de mantener su imagen en la cabeza,

como vía de escape de aquella abrumadora desesperación que amenazaba conahogarlo en ese mismo momento.

De pronto la pizza le supo a tiza. Tenía la garganta reseca. Deseó estar a solas,y al mismo tiempo no estarlo.

Apartó el plato de papel y pensó que todo lo que habían hecho con el fin dedevolver la seguridad a la vida de Ashley los había arrojado a un agujero negrode incertidumbre.

Salió lentamente de la pizzería, volvió a su coche y se preguntó si podríavolver a dormir en paz alguna vez. No lo creía.

Hope seguía sentada en su coche alquilado, con el motor y las luces apagadosy la cabeza apoyada en el volante. Había aparcado al fondo del parque, lejos dela carretera principal, en la zona menos visible.

Se sentía mareada y exhausta, y se preguntó si tendría fuerzas para terminarla noche. Respiraba entrecortadamente.

A su lado yacía el cuchillo que tanto daño le había causado, un bolígrafo y unpapel. Rebuscó en su mente, tratando de averiguar si había alguna otra cosa quepudiera comprometerla. Se dijo que tenía que deshacerse del móvil, pero sonócuando extendía la mano para cogerlo.

Sabía que era Sally.Se lo llevó al oído y cerró los ojos.—¿Hope? —La voz de su compañera sonó ronca de ansiedad—. ¿Hope?No contestó.—¿Estás ahí?Tampoco contestó.—¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien?Hope pensó que podía decir muchas cosas, pero ninguna de ellas salió de sus

labios. Respiró hondo.—Por favor, Hope, dime dónde estás.Sacudió la cabeza, pero no dijo nada.—¿Estás herida? ¿Es grave?« Sí» .—Por favor, Hope, respóndeme… Necesito saber que estás bien. ¿Vas para

casa? ¿Vas a un hospital? ¿Dónde estás? Iré a buscarte y te ay udaré. Dime quétengo que hacer…

« No hay nada que puedas hacer. Solo sigue hablando. Es maravilloso oír tuvoz. ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos? Nuestros dedos se rozaron cuandonos estrechamos la mano, y pensé que íbamos a salir ardiendo, allí mismo, en lagalería, delante de todo el mundo» .

—¿No puedes hablar? —insistió Sally—. ¿Hay alguien cerca?« No; estoy sola, aunque en realidad no: tú estás aquí conmigo ahora. Ashley

está conmigo. Catherine y mi padre también. Y oigo a Anónimo ladrar para quelo lleve al campo de fútbol. Mis recuerdos me rodean» .

Sally no quería dar rienda suelta al pánico que la embargaba, pero consiguióaferrarse a algo en su interior y contener sus temores.

—Hope, sé que me estás escuchando. Hablaré. Si puedes decir algo, porfavor, hazlo. Dime adónde tengo que ir, e iré. Por favor.

« Estoy en un sitio que recuerdas muy bien. Te hará sonreír y llorar cuando locomprendas» .

—Hope, se acabó. Lo hemos logrado. Ashley va a estar a salvo, lo sé. Todovolverá a ser como antes. Ella recuperará su vida, y tú y y o recuperaremos lanuestra, y Scott volverá a sus clases y todo será como cuando éramos felices. Hesido tan tonta… y sé que ha sido duro para ti. Pero juntas continuaremos adelantea partir de ahora, tú y yo. Por favor, no me dejes. Ahora no. No cuando tenemosotra oportunidad…

« Esta es nuestra única oportunidad» .—Por favor, Hope, por favor. Háblame.« Si te hablo no podré hacer lo que debo. Me convencerás de lo contrario. Te

conozco, Sally. Serás persuasiva y seductora y simpática, todo a la vez, comosolías serlo; es lo que he amado de ti desde el principio. Y si permito que mehables, no podré discutir los argumentos que usarás para disuadirme» .

Sally escuchó el silencio. No podía expresar con palabras lo que estabapasando, todo era demasiado sombrío y pesadillesco. Solo sabía que tenía queencontrar alguna frase que pudiera cambiar lo que se temía.

—Mira, Hope, amor, por favor, déjame ayudarte.« Estás ayudando. Sigue hablando. Me hace más fuerte» .—No importa lo que hay a pasado, podremos salir de esta. Confía en mí. Me

dedico a resolver los problemas de la gente. Ese es mi trabajo. No hay problema

demasiado grande del que no podamos salir si trabajamos en equipo. ¿No lohemos aprendido esta noche?

Hope cogió el papel y el bolígrafo. Sujetó el teléfono entre el hombro y laoreja para continuar escuchando.

—Hope, juntas podemos conseguirlo. Lo sé. Dime que tú también lo sabes.« Esto no podemos hacerlo juntas. He de hacerlo sola. Es el único modo de

que todos estemos a salvo» .Sally guardó silencio y Hope escribió: « Hay demasiada tristeza en mi vida» .

Sacudió la cabeza. « La primera de muchas mentiras» , pensó. Continuóescribiendo: « Me han acusado injustamente en el colegio que más quiero» .

—Hope, por favor —susurró Sally —. Sé que estás ahí. Dime qué ocurre.Dime qué tengo que hacer. Te lo suplico.

« Y la mujer a la que amo y a no me quiere» , añadió en el papel. Meneólevemente la cabeza mientras escribía estas palabras. Se mordió el labio inferior.Tenía que encontrar algún modo de decirlo para que solo Sally supiera la verdad,no el guardabosques que encontraría la nota ni el detective que la leería.

« Así que he venido a este lugar que una vez amamos, para recordar cómofue el pasado, y cómo sería el futuro si y o fuera más fuerte» .

Sally, las lágrimas corriéndole por la cara, experimentó algo más allá delterror: la sensación de lo inevitable. « Hope quiere protegernos» , pensó.

—Hope, amor mío, por favor… —gimió desesperada—. Déjame estarcontigo. Desde el principio confiamos la una en la otra. Nos hemos hecho bienmutuamente. Déjame volver a hacerlo, por favor.

« Pero Sally, ya lo haces» , pensó, y escribió: « Traté de clavarme uncuchillo, pero solo conseguí mancharlo todo de sangre, y lo siento. Quiseapuñalarme en el corazón, pero fallé. Así que elegí otra forma» . Eso le parecióbien. Sally lo entendería. « La única salida que me queda. Os amo a todos, yconfío en que me recordaréis de la misma manera» . Estaba agotada.

La voz de Sally se había convertido en un susurro.—Mira, Hope, mi amor, por favor, no importa lo malherida que estés,

podemos decir que te lo hice y o. Scott dice que te cortaste. Bueno, le diremos a lapolicía que lo hice yo. Nos creerán. No tienes que dejarme. Podemos superarlojuntas.

Hope volvió a sonreír. Era una proposición muy atractiva, pensó. Mentir paralibrarse de todas las preguntas. Y tal vez funcionaría, pero probablemente no.« Solo hay un modo de asegurarse» .

Quiso decir adiós, quiso decir todas las cosas que los amantes se susurran enla intimidad, quiso decir algo sobre su madre y Ashley y todo lo sucedido esanoche, pero no lo hizo. En cambio, pulsó la tecla roja del teléfono y cortó lacomunicación.

En su coche, todavía aparcado en la calle de Michael O’Connell, Sally cedió a

todas las emociones que la embargaban y sollozó incontrolablemente. Le parecíaestar menguando, como si de pronto se hiciera más pequeña, más débil, solo lasombra de la persona que era por la mañana. Ya no estaba segura de que su planmereciese el precio que estaba pagando. Se inclinó hacia delante, pataleó ygolpeó el volante con los puños, agitando los brazos. Entonces se detuvo y gimió,como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Cerró los ojos y se mecióadelante y atrás, hundiéndose en su asiento, en total agonía, ajena al detalle deque Michael O’Connell, maldiciendo y furioso, ciego a su entorno, pasaba delargo a unos metros de distancia, en dirección a su casa.

Epílogo

Así que, ¿quieres oír una historia?—De modo que conseguiste reunirte con el detective que investigó el caso —

dijo ella.—Sí —respondí—. Fue muy revelador.—Pero has vuelto, porque aún tienes más preguntas, ¿correcto?—Sí. Sigo pensando que hay otras personas con las que necesito hablar.Ella asintió, pero no respondió enseguida. Noté que calculaba con cuidado,

tratando de sopesar detalles contra recuerdos.—Hablar con Sally o Scott, ¿verdad?—Sí.Negó con la cabeza.—No creo que quieran hablar contigo. Pero además, ¿qué esperas que te

digan?—Quiero saber cómo se resolvió todo.Ella rio sin humor.—¿Resolverse? Una palabra inadecuada para describir lo que hicieron y

cómo pudo influir en sus vidas.—Bueno, ya sabes a qué me refiero. Una valoración…—¿Y crees que te dirían la verdad? ¿No crees que cuando llamaras a su

puerta y dijeras « Quisiera hacerles unas preguntas sobre el hombre al quemataron» te mirarían como a un loco y te cerrarían la puerta en las narices? Yaunque te invitaran a pasar y tú les preguntaras « ¿Cómo les ha ido la vida desdeque se libraron del asesinato?» , ¿qué motivo tendrían para decirte la verdad? ¿Noves lo ridículo que sería?

—Pero ¿sabes tú las respuestas a esas preguntas?—Por supuesto.Era temprano por la tarde, el crepúsculo de una tarde de verano, ese

momento entre el día y la noche, cuando el mundo adquiere un aspecto desvaído.Había abierto las ventanas de su casa, dejando entrar los sonidos perdidos a losque yo me había acostumbrado en muchas visitas: voces de niños, algún cocheocasional. El final de otro día benigno en las afueras. Me acerqué a la ventana yaspiré una bocanada de aire puro.

—Nunca considerarás que este es tu hogar, ¿verdad? —pregunté.—No, por supuesto que no. Es un sitio terrible de tan normal.—Te mudaste, ¿verdad? Después de que ocurrieran todos esos

acontecimientos.Ella asintió.—Muy perspicaz por tu parte.—¿Porqué?

—Ya no me consideraba a salvo en la soledad de la que me había rodeadodurante años. Demasiados fantasmas y recuerdos. Temí volverme loca. —Sonrió, y añadió—: Bien, ¿qué te dijo el policía?

—Que lo que Sally predijo se cumplió. Bueno, no llegó a decirlo: es lo que yointerpreté. Cuando los detectives fueron al apartamento de Michael O’Connellencontraron el arma del crimen oculta en la bota. Bajo las uñas de su padreasesinado hallaron su ADN. Al principio admitió haber estado allí y habersepeleado con el viejo, pero negó haberlo matado. Naturalmente, alguien quemachaca sádicamente bajo su zapato la medicación para el corazón de su padrecarece de credibilidad, y por eso no le creyeron. Ni por un segundo. No, lotenían, incluso sin una confesión completa, y cuando recuperaron el ordenador,que él había llevado a reparar, y encontraron esa carta llena de ira dirigida a supadre… Bueno, lo reunieron todo: móvil, medio, oportunidad. La SantísimaTrinidad del trabajo policial. ¿No lo llamó así Sally cuando diseñó el plan?

—Sí. Es lo que supuse que te diría. Pero ¿no te contó nada más?—O’Connell trató de acusar a Ashley, y a Scott y Sally y Hope, pero…—Una conspiración que requeriría reunir pruebas imposibles, ¿verdad? Una,

robar el arma del crimen, dársela a otra persona, pasar por tres manos antes dedevolverla al apartamento de O’Connell, y un incendio… Desde luego es difícilde creer, ¿no?

—Así es. Sobre todo cuando se une al suicidio de Hope y la nota que dejó. Eldetective me dijo que para creer a O’Connell habría que dar por sentado que unamujer suicida paró por el camino para asesinar a un hombre a quien no habíavisto jamás, en un lugar donde no había estado nunca, luego condujo de vuelta aBoston para dejar el arma en el armario de su propietario y luego viajó hastaMaine para arrojarse al océano después de dejar una nota donde olvidómencionar todo esto. También se podría pensar que Sally fue la asesina, peroestaba en Boston comprando lencería más o menos a la hora del crimen. Y Scott,bueno, tal vez fue él, pero no tuvo tiempo de hacerlo y luego volver a Boston yregresar a Massachusetts para tomarse una pizza. Una vez más, no tiene cabidaen el reino de lo probable…

Mientras yo hablaba, vi lágrimas en sus ojos. Pareció erguirse en su silla,como si mis palabras tensaran el nudo y sacaran algún recuerdo nuevo de suinterior.

—¿Y entonces? —preguntó con un hilo de voz.—Y entonces, el plan trazado por Sally se cumplió. Michael O’Connell fue

condenado por asesinato en segundo grado. Al parecer, continuó alegandoinocencia hasta el último minuto. Pero, cuando la policía le dijo que el armautilizada en el asesinato de su padre era la misma que había matado al detectiveprivado Murphy, y que tal vez le colgarían también ese crimen, escogió la salidafácil. Naturalmente, fue un farol de la policía. Los disparos que acabaron con la

vida de Murphy produjeron fragmentos de bala demasiado deformes paracotejarlos. El policía me lo dijo. Pero fue una amenaza útil. De veinte años acadena perpetua. Podrá solicitar su primera vista para la libertad condicionaldespués de dieciocho años.

—Sí, sí —dijo ella—. Eso lo sabemos.—Así que ellos consiguieron lo que querían.—¿Eso crees?—Se salieron con la suya…—¿De veras?—Bueno, si he de creer lo que me has contado, pues sí.Se levantó, se dirigió al mueble bar y se sirvió una copa.—Supongo que ya es tarde —dijo. Había lágrimas formándose en las

comisuras de sus ojos.Permanecí callado, observándola.—¿Salirse con la suy a has dicho? ¿Crees de verdad que ocurrió así?—No van a ser acusados en ningún tribunal.—Pero ¿no crees que hay otros tribunales dentro de nosotros, donde la

culpabilidad y la inocencia están siempre en equilibrio? ¿Se sale alguna vez con lasuya gente como Scott y Sally?

No respondí. Supuse que ella tenía razón.—¿Crees que Sally no pasa las noches llorando mientras pasan las horas,

sintiendo el vacío en el lado de la cama que ocupaba Hope? ¿Qué ha ganado? Yel peso que Scott carga ahora… los acontecimientos de esos días seguramente lodespiertan cada poco. ¿Nota aquel olor a carne quemada y muerte con cadaráfaga de brisa? ¿Puede enfrentarse a todos sus jóvenes estudiantes sabiendo lamentira que oculta en su interior?

Hizo una pausa.—¿Quieres que continúe?Negué con la cabeza.—Piénsalo —añadió—. Ellos seguirán pagando un precio por lo que hicieron

el resto de su vida.—Debería hablar con ellos —insistí.Ella suspiró.—Lo digo en serio —me obstiné—. Debería entrevistar a Sally y a Scott.

Aunque ellos no quieran hablar conmigo, debería intentarlo.—¿No crees que deberían quedarse a solas con sus pesadillas?—Deberían ser libres.—Libres de una duda. Pero ¿lo son de verdad?No supe qué decir.Ella dio un largo sorbo a su bebida.—Bien, nos acercamos al final, ¿no? Te he contado una historia. ¿Qué dije al

comienzo de todo esto? ¿La historia de un asesinato? ¿La historia de una muerte?—Sí, eso me dij iste.Sonrió tras las lágrimas.—Pero me equivocaba. O, para ser más precisos, no te dije la verdad. No, en

absoluto. Es una historia de amor.Debí de parecer sorprendido, pero ella lo ignoró y se acercó a un mueble.

Abrió un cajón.—Eso es lo que fue. Una historia de amor. Siempre ha sido una historia de

amor. ¿Habría sucedido todo eso si alguien hubiera amado de verdad a Michael O’Connell cuando era niño, de modo que hubiese aprendido la diferencia entreamor y obsesión? ¿Y no amaban Sally y Scott lo suficiente a su hija para hacercualquier cosa que la protegiera de todo daño, sin importar el precio que tuviesenque pagar? Y Hope, ¿no amaba también a Ashley de un modo más especial de loque había advertido nadie? Y amaba también a Sally, más profundamente de loque esta sabía, así que el regalo que les dio a todos fue una clase de libertad, ¿no?Y realmente, cuando examinas sus acciones, los hechos, las cosas que pasarondesde que Michael O’Connell entró en sus vidas, ¿no fue en verdad por amor?Demasiado amor o insuficiente amor. Pero, en cualquier caso, amor.

Permanecí en silencio.Mientras ella hablaba, sacó un papel de un cajón y escribió algo.—Tienes que hacer un par de cosas más para comprender realmente todo

esto —dijo—. Hay una entrevista importante que debes realizar. Unainformación crucial que necesitas adquirir y, bueno, transmitir. Cuento contigo.

—¿Qué es esto? —pregunté mientras me entregaba el papel.—Después de que hayas hecho lo necesario, ve a este sitio a esta hora y lo

comprenderás.Cogí el papel, lo miré y me lo guardé en el bolsillo.—Tengo unas fotografías —dijo—. Ahora las guardo en los cajones. Cuando

las saco, lloro con desconsuelo, y eso no es bueno, ¿verdad? Pero deberías ver unpar de ellas…

Se volvió hacia el mueble, abrió un cajón, rebuscó y finalmente sacó unafoto. La miró con ternura.

—Toma —dijo, con la voz algo quebrada—. Esta es tan buena comocualquier otra. La hicieron después del campeonato estatal, poco antes de queella cumpliera dieciocho años.

Había dos personas en la foto. Una adolescente sonriente y perdida de barro,alzando un trofeo dorado por encima de la cabeza, mientras un hombretón calvo,claramente su padre, la cogía en brazos. Sus rostros brillaban con esainconfundible alegría de la victoria tras el sacrificio. La foto parecía estar viva, ydurante un instante casi pude imaginar los vítores y las voces entusiastas y laslágrimas de felicidad que debieron de acompañar ese momento.

—Yo hice esa foto —dijo ella—. Y la verdad es que me gustaría salirtambién. —De nuevo inspiró profundamente—. Nunca recuperaron su cuerpo,¿sabes? Pasaron varios días antes de que alguien encontrara su coche y hallara lanota en el salpicadero. Y hubo una gran tormenta al día siguiente, una de esastormentas propias de finales de otoño, lo que impidió su búsqueda con equipos debuceo. Las olas fueron muy fuertes por toda la costa aquel noviembre, ydebieron de arrastrarla kilómetros mar adentro. Al principio casi no pudesoportarlo, pero a medida que pasó el tiempo comprendí que quizá fue lo mejor.Eso me permitió recordarla en momentos mejores. Me preguntaste por qué te hecontado esta historia, ¿verdad?

—Así es.—Por dos motivos. El primero, porque ella fue más valiente de lo que nadie

podía esperar, y quiero que se sepa. —Catherine sonrió tras las lágrimas y señalóel bolsillo donde me había guardado el papel.

—¿Y el segundo motivo?—Te quedará claro muy pronto —dijo.Los dos guardamos silencio y ella sonrió.—Una historia de amor —repitió—. Una historia de amor alrededor de la

muerte.

El decorado difiere, dependiendo de la antigüedad de la prisión, y cuántodinero esté dispuesto el estado a invertir en tecnología penal moderna. Pero,quitando las luces, los detectores de movimiento, los ojos electrónicos y losmonitores de vídeo, una prisión sigue siendo lo mismo de siempre: cerrojos.

Me cachearon en una antesala, primero con una vara electrónica y luego a lamanera clásica. Me pidieron que firmara una declaración de que si por algúnmotivo me tomaban como rehén renunciaba a que el estado adoptara medidasextraordinarias para rescatarme. Inspeccionaron mi maletín. Examinaron todoslos bolígrafos que llevaba, así como las hojas de mi cuaderno de notas, paraasegurarse de que no intentaba colar algo entre las páginas. Luego mecondujeron por un largo pasillo, a través de puertas de cierre electrónico. Elguardia me condujo hasta una sala pequeña, al lado de la biblioteca de la prisión.Normalmente, se usaba para los encuentros entre los reclusos y sus abogados,pero un escritor en busca de una historia merecía el mismo trato.

Había brillantes luces en el techo y una sola ventana que daba a una cerca dealambre de espino y un trozo de cielo azul. Una recia mesa de metal y sillasplegables eran el único mobiliario. El guardia me indicó que me sentara y luegoseñaló una puerta lateral.

—Vendrá dentro de un minuto. Recuerde, puede darle un paquete decigarrillos, si lo ha traído, pero nada más. ¿De acuerdo? Puede estrecharle la

mano, pero ese será todo el contacto físico. Según las reglas fijadas por elTribunal Supremo del estado, no se nos permite escuchar su conversación, peroesa cámara de ahí arriba en el rincón —señaló el otro extremo de la sala—,bueno, grabará todo el encuentro. Incluyéndome a mí dándole este aviso.¿Entendido?

—Claro.—Podría ser peor —dijo—. Somos más amables que en otros estados.

Imagine cómo lo tratarían en Georgia, Texas o Alabama.Asentí.—¿Sabe?, el monitor es también para su protección —añadió—. Tenemos a

algunos tipos aquí dentro que probablemente le rajarían la garganta si dice algoque no debe. Así que vigilamos de cerca esta clase de entrevistas.

—Lo tendré en cuenta.—Pero no tiene que preocuparse. En este lugar, O’Connell se comporta como

todo un caballero. Lo único que hace es insistir en su inocencia.—¿Eso dice?El guardia sonrió mientras la puerta se abría y Michael O’Connell, esposado,

con una camisa azul y vaqueros oscuros, era escoltado al interior de lahabitación.

—Es lo que dicen todos —observó el guardia, y se acercó a quitarle lasesposas.

Nos estrechamos la mano y nos sentamos uno frente al otro en la mesa. Él sehabía dejado barba y cortado el pelo al cepillo. Había algunas arrugas alrededorde sus ojos que supuse no existían unos años atrás. Coloqué la libreta delante demí, y jugueteé con un lápiz mientras él encendía un cigarrillo.

—Mal hábito —comentó—. Empecé aquí.—Puede matarlo —respondí.Él se encogió de hombros.—En este sitio muchas cosas pueden matarte. Miras mal a un tipo, y te mata.

Dígame, ¿a qué ha venido?—He estado examinando el crimen por el que cumple condena —dije con

cautela.Él alzó las cejas.—¿De veras? ¿Quién lo envía?—No me envía nadie. Estoy interesado.—¿Y cómo se interesó?No supe muy bien qué responder. Sabía que iba a hacerme esta pregunta,

pero no había preparado ninguna respuesta. Me eché un poco hacia atrás, y dije:—Oí algo en una fiesta, y me picó la curiosidad. Investigué un poco y decidí

hablar con usted.—Yo no lo hice, ¿sabe? Soy inocente.

Asentí con la cabeza, esperando que continuara. Él estudió mi reacción,dando una larga calada al cigarrillo, y exhaló un poco de humo en mi dirección.

—Le han enviado ellos, ¿verdad? —preguntó.—¿A quién se refiere?—Los padres de Ashley, y sobre todo ella misma. ¿Le han enviado para

asegurarse de que sigo aquí, entre rejas?—No. No me envía nadie. He venido por cuenta propia. Nunca he hablado

con esas personas.—Claro, seguro que no —repuso él, y soltó una risotada—. ¿Cuánto le pagan?—Nadie me paga.—Ya. Y hace esto gratis… Malditos puñeteros hijos de puta —masculló—.

Creí que me dejarían en paz.—Puede creer lo que quiera.Él pareció reflexionar un momento, luego se inclinó hacia mí.—Dígame —dijo despacio—. Cuando se reunió con ellos, ¿qué dijo Ashley?—No me he reunido con nadie —mentí, y supe que él lo sabía.—Descríbamela —pidió. De nuevo se inclinó hacia delante, como impulsado

por la fuerza de sus preguntas, con una súbita ansiedad en cada palabra—. ¿Quéllevaba puesto? ¿Se ha cortado el pelo? Hábleme de sus manos. Tiene dedoslargos y delicados. ¿Y sus piernas? Largas y bien torneadas, ¿eh? No se hacortado el pelo, ¿verdad? Ni teñido. Espero que no.

Su respiración se había acelerado y pensé que podía estar excitado.—No puedo decírselo. Nunca la he visto. No sé quién es.Él dejó escapar un largo suspiro.—¿Por qué me hace perder el tiempo con mentiras? —replicó. Entonces

ignoró su propia pregunta y dijo—: Bueno, cuando la conozca, verá exactamentede qué estoy hablando. Exactamente.

—¿Ver qué?—Por qué nunca la olvidaré.—Incluso aquí dentro. ¿Durante años?Él sonrió.—Incluso aquí dentro. Durante años. Todavía puedo visualizarla de cuando

estuvimos juntos. Es como si siempre estuviera conmigo. Incluso puedo sentir suscaricias.

Asentí.—¿Y los otros nombres que ha mencionado?Sonrió de nuevo, pero esta vez con malicia.—No los olvidaré tampoco. —Torció la boca en una especie de mueca—. Lo

hicieron ellos, ¿sabe? No sé cómo, pero lo hicieron. Ellos me metieron en esteagujero. No tenga dudas. Cada día pienso en ellos. Cada hora. Cada minuto.Nunca olvidaré lo que consiguieron hacerme.

—Pero usted se declaró culpable —respondí—. En un tribunal. Delante de unjuez, juró decir la verdad y declaró que había cometido el crimen.

—Eso fue cuestión de conveniencia. No tuve más remedio. Si me hubierancondenado por homicidio en primer grado, me habrían caído entre veinticincoaños y la perpetua. Al declararme culpable, recorté siete años o más y tengoopción de solicitar la libertad bajo fianza. Cumpliré mi sentencia. Y luego saldréde aquí y arreglaré las cosas. —Volvió a sonreír—. ¿No es lo que esperaba oír?

—No tenía ninguna expectativa.—Estábamos hechos para estar juntos —dijo—. Ashley y yo. Nada ha

cambiado. El hecho de que tenga que pasarme unos años aquí dentro no cambialas cosas. Es solo tiempo, y el tiempo pasa. Luego sucederá lo inevitable.Llámelo destino, llámelo sino, pero es como es. Puedo ser paciente. Y luego laencontraré.

Asentí. Lo creía. Él se acomodó en su asiento y miró la cámara de seguridad,aplastó el cigarrillo, sacó un paquete arrugado del bolsillo de la camisa yencendió otro.

—Es una adicción —dijo, mientras el humo resbalaba entre sus labios—. Escasi imposible dejarlo, o eso dicen. Peor que la heroína o incluso la cocaína o elcrack. —Soltó una risita—. Supongo que soy una especie de drogadicto.

Entonces me miró fijamente.—¿Ha sido adicto a algo? ¿O a alguien?No respondí.—¿Quiere saber si maté a mi padre? Pues no, no lo maté —dijo, envarado—.

Condenaron al hombre equivocado.

« Una información que tenía que transmitir» .Eso me había dicho ella, estaba seguro. No tardé en comprender a qué se

refería.Aparqué en el camino de acceso y salí del coche. El calor del día había

aumentado. Imaginé que empujar las ruedas de aquella silla una tarde calurosade verano sería particularmente difícil.

Llamé a la puerta de Will Goodwin y esperé. El jardín que había vistosemanas antes había florecido en hileras ordenadas y coloridas, como unaparada militar. Oí la silla rozando el suelo de madera, y entonces la puerta seabrió.

—¿Señor Goodwin? No sé si me recuerda. Estuve aquí hace unas semanas…Él sonrió.—Claro. El escritor. No creí que fuera a volver a verlo. ¿Tiene más preguntas

que hacerme?Goodwin sonreía. Advertí algunos cambios en él desde la anterior vez: el pelo

más largo, y la hendedura de su frente, donde lo había golpeado el tubo, parecíahaberse suavizado un poco y quedaba más oculta por la maraña de rizos.También se había dejado barba, de modo que su mandíbula transmitía ciertadeterminación.

—¿Cómo está? —pregunté.Él hizo un gesto con la mano, señalando la silla.—La verdad, señor escritor, he dado algunos pasos. Mi memoria va

recuperándose, gracias por preguntar. No recuerdo nada de la agresión, claro.Eso está perdido, y dudo que vuelva jamás. Pero las clases, los estudios, los librosleídos, algo va volviendo cada día. Así que al menos estoy en moderado ascenso,por así decirlo. Tal vez pueda hacer algo en el futuro…

—Me alegro.Sonrió, giró un poco la silla, equilibrándose, y se inclinó hacia mí.—Pero ese no es el motivo por el que está aquí, ¿verdad?—Pues no.—¿Ha descubierto algo? ¿Sobre mi atraco?Asentí. Sus modales tranquilos y afables cambiaron de inmediato.—¿Qué? Dígame. ¿Qué ha descubierto?Vacilé. Sabía lo que debía hacer. Me pregunté si esto era lo que pasaba por la

mente de un juez cuando oía el veredicto del jurado. Culpable. Hora depronunciar la sentencia.

—Sé quién lo hirió —respondí. Lo observé en busca de una reacción. Notardó en producirse. Fue como si una sombra hubiera caído sobre sus ojos,aumentando el espacio que nos separaba. Negra oscuridad y rancio odio. Sumano tembló y apretó los labios.

—¿Ha descubierto quién me hizo esto?—Sí. El problema es que lo que he averiguado no es útil para la policía, no es

la clase de información con la que se puede crear un caso, y desde luego nollegaría a ningún tribunal…

—Pero… ¿lo sabe? ¿Lo sabe con seguridad?—Sí. Estoy absolutamente seguro, más allá de la duda razonable. Pero, repito,

no le servirá de nada a la policía.—Dígame —susurró con toda la rabia que acumulaba—. ¿Quién me hizo

esto?Busqué en mi maletín y saqué una fotocopia de las fotos de la ficha de

Michael O’Connell y se la entregué. « Dos motivos» , me había dicho Catherine.Y este era el segundo.

—¿Este hombre?—Sí.—¿Dónde está?Le tendí otro papel.

—En prisión. Aquí tiene la dirección, su número de identificación comorecluso, datos sobre la sentencia que cumple, y la fecha en que podrá solicitar lalibertad condicional. Es dentro de muchos años, pero ahí la tiene, junto con unnúmero de teléfono donde puede conseguir más información, si quiere.

—¿Y está seguro? —volvió a preguntar.—Sí. Al ciento por ciento.—¿Por qué me lo cuenta?—Supongo que tiene derecho a saberlo.—¿Cómo lo ha averiguado?—Por favor, no me pregunte eso.Hizo una pausa, luego asintió.—Vale. Está bien. —Will Goodwin miró primero la foto y luego el papel—.

Un sitio duro esta prisión, ¿eh?—Sí. Eso dicen.—Ahí dentro puede pasar cualquier cosa, ¿verdad?—Así es. Pueden matarte por un paquete de cigarrillos. Él mismo me lo dijo.Asintió.—Ya. Imagino que así es. —Me miró sin verme un segundo, y añadió—: Da

que pensar.Di un paso atrás, dispuesto a marcharme, pero de pronto me pregunté qué

acababa de hacer.Vi que Will Goodwin estaba rígido, y que sus brazos aferraban la silla

cargados de tensión.—Gracias —empezó lentamente, y pronunció cada palabra con el peso de la

crueldad de lo que O’Connell le había hecho—. Gracias por acordarse de mí.Gracias por darme esto.

—He de irme —dije, pero lo que estaba dejando allí no se iría nunca.—Solo una pregunta más —dijo él.—Claro.—¿Sabe por qué me hizo esto?Tomé aliento.—Sí, lo sé.Una vez más, su rostro se demudó y su labio inferior tembló.—Bien… ¿por qué? —Apenas pudo pronunciar las palabras.—Porque besó usted a la chica equivocada.Él pareció respirar con dificultad, como si se hubiera quedado sin aire. Pude

verlo asimilar la información.—Porque besé…—Sí. Solo una vez. Un solo beso.Vaciló, como si de repente hubiera docenas de preguntas que quisiera

formular. Pero no lo hizo. Se limitó a sacudir la cabeza. Su mano se había tensado

sobre la rueda de la silla, con los nudillos blancos, y en su interior estabaarraigando la ira más fría que jamás había visto.

El papel que Catherine me había dado me condujo a una calle, delante de ungran museo de arte en una ciudad que no era Boston ni Nueva York. Eran más delas cinco de la tarde, el tráfico abarrotaba las calles y las aceras estaban repletasde gente que volvía a casa. El sol empezaba a ocultarse tras los edificios deoficinas y ya se oían los primeros acordes de la sinfonía de cada tarde en la vidaurbana. Cláxones de coches, motores de autobuses y el apresurado murmullo devoces. Me detuve al pie de unas amplias escalinatas y la marea de gente sedispersó a mi alrededor, como si yo fuera una roca en medio de la corriente y elagua pasara a cada lado. Mantuve la mirada fija al frente, observando lasescalinatas, inseguro de lograr reconocerla. Pero cuando la vi, no tuve ningunaduda; la verdad, no sé por qué lo supe con aquella certeza. Había muchas jóvenesque salían del museo a esa hora, y todas tenían ese aspecto típico del final de lajornada, con bolsas o mochilas al hombro. Todas eran sorprendentes, todasatractivas, mágicas. Pero Ashley parecía destacar en todo. La rodeaban variasjóvenes que salían también, hablando ansiosamente. La observé mientras bajabahacia mí. Pareció como si la luz del ocaso y la suave brisa le alborotaran el peloy la hicieran reír. Cuando pasó flotando junto a mí, quise susurrar su nombre ypreguntarle si lo que veía ante sí merecía la pena después de lo que habíaocurrido, pero supe que era la pregunta más injusta, porque la respuesta sehallaba en algún lugar del futuro.

Así que no dije nada y me limité a contemplarla. No creo que se fijara enmí.

Traté de percibir algo en su voz, en su paso, que me revelara lo quenecesitaba saber. Pensé que tal vez lo había visto, pero no estaba seguro. Ymientras la miraba, Ashley fue engullida por la multitud de peatones,desapareciendo hacia su propia vida.

Si realmente era Ashley. Podría haber sido Megan, o Sue, o Katie, o Molly, oSarah. No estuve seguro de que hubiera ninguna diferencia.

JOHN KATZENBACH. Nació en Estados Unidos en 1950. Es hijo del conocidoabogado estadounidense Nicholas Katzenbach. Fue periodista hasta 1987, cuandodecidió dedicarse por completo a la tarea de escritor. Ha trabajado como cronistapara The Miami Herald y Miami News y ha sido colaborador, entre otras, depublicaciones periódicas como The New York Times, The Washington Post y ThePhiladelphia Enquirer.

Ha publicado once novelas, todas grandes éxitos de venta, y algunas han sidoadaptadas al cine con igual éxito (tanto por parte del público como de la crítica,pues han merecido dos nominaciones a los premios Edgar): Juicio final,protagonizada por Sean Connery y Lawrence Fishburne; Al calor del verano,estrenada como Llamada a un reportero, con la participación de Kurt Russell yAndy Garcia; y La guerra de Hart, que contó nada menos que con Bruce Willis yColin Farrell en la primera línea del reparto.

Su novela El psicoanalista, publicada en 2002, es su libro más popular, aunquetodas sus obras se han instalado como referentes del thriller psicológico, entreellas Juicio final, Retrato en sangre, La sombra, Un asunto pendiente y Juegos deingenio.

Según el propio autor, solo lo externo lo define como un hombre normal: le gustala vida en familia, tiene dos hijos, un perro y le gusta pescar. Pero su paisajeinterior está repleto de aventuras y conflictos.