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REVISTA “Literar” es un compendio de ideas, opiniones y consejos relacionados al ambiente cultural (vasado en el derecho de libre expresión, art 14 de la constitución nacional Argentina), en ningún modo la “Revista” asevera o confirma ningún contenido de la misma, la “Revista Literar” es un panfleto que solo difunde los contenidos culturales como opiniones de sus autores y estos no necesariamente reflejan la opinión de “Literar” o pasan por un proceso de verificación o censura. Las imágenes solo tienen un fin ilustrativo y pueden no corresponder a la realidad. “Literar” NO COBRA por publicidad u otro servicio ni persigue fines de lucro… SEPTIEMBRE 2013 LITERAR R

Literar septiembre 2013

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Revista digital gratuita sobre el ambiente literario y cultura en general.

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REVISTA

“Literar” es un compendio de ideas, opiniones y consejos relacionados al ambiente cultural (vasado en el derecho de libre expresión, art 14 de la constitución nacional Argentina), en ningún modo la “Revista” asevera o confirma ningún contenido de la misma, la “Revista Literar” es un panfleto que solo difunde los contenidos culturales como opiniones de sus autores y estos no necesariamente reflejan la opinión de “Literar” o pasan por

un proceso de verificación o censura. Las imágenes solo tienen un fin ilustrativo y pueden no corresponder a la realidad. “Literar” NO COBRA por publicidad u otro servicio ni persigue fines de lucro…

SEPTIE

MBRE 20

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LITERARR

Crea un mundo a tu medida… Créate un mundo literar

Crea un mundo a tu medida… Créate un mundo literar

PROYECTO LITERAR

Autores celebres Rudyard Kipling-----------------pág. 6

Autores celebres Pedro Antonio de Alarcón-------------pág. 16

La frase del mes --------------------------------------------pág. 22

Reseña “CARTAS A PARACUELLOS”-----------------------pág. 24

J. Alberto Hernández---------------------------------------pág. 26

Reseña “El Millonario”------------------------------------pág. 28

“La Ausencia” por Celina Perez Novoa--------------pág. 30

“La Otra Mirada” por Celina Perez Novoa-------------pág. 31

Reseña “El Verano de los juguetes muertos”-----------pág. 34

Ciencia Ficción con Vicente Hernándiz---------------pág. 36

Índice

R LITERAR

Pag. 6

Autores celebres!! Rudyard Kipling...

La Casa de los Deseos

La nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mien-tras estuvo ella, la señora Ash-croft había hablado con el acento

propio de una cocinera anciana, experimen-tada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por eso ahora es-taba tanto más dispuesta a recuperar su for-ma de hablar de Sussex, que le resultaba más fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que había recorrido cincuenta kiló-metros para verla aquel agradable sábado de marzo. Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no se pudieran ver sino de tarde en tarde.Ambas tenían mucho que decirse, y había muchos cabos sueltos que atar desde la úl-tima vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de aba-jo.-Casi todos se han apeado en Bush Tye para el partido de hoy -explicó-, de manera que me quedé sola la última legua y media. ¡Anda que no hay baches!

-Pero a ti no te pasa nada -dijo su anfitrio-na-. Por ti no pasan los años, Liz.

La señora Fettley sonrió e intentó combinar dos retazos a su gusto.

-Sí., y si no ya me habría roto la columna hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien fuerte. ¿A que no?

La señora Ashcroft negó lentamente con la cabeza -todo lo hacía lentamente- y siguió cosiendo un forro de arpillera en un cesto de paja para herramientas adornado con cintas de algodón. La señora Fettley siguió cosiendo retazos a la luz primaveral que en-traba entre los geranios del alféizar, y ambas se quedaron calladas un rato.

-¿Qué tal es esa nueva visitadora tuya? -pre-guntó la señora Fettley con un gesto hacia la puerta. Como era muy miope, al entrar casi se había tropezado con aquella señora.

La señora Ashcroft suspendió la gran aguja de coser el forro con un gesto tranquilo an-tes de pincharla.

-Salvo que no te cuenta nada de lo que pasa por ahí, no tengo nada especial contra ella.

-La nuestra, la de Keyneslade -dijo la señora Fettley- habla sin parar y es muy compasiva, pero no se para a escuchar. Dale que dale, que no la oyes más que a ella.

-Ésta no habla mucho. Yo creo que quiere hacerse de esas monjas protestantes, o algo así.

-La nuestra está casada, pero dicen que como si nada... -la señora Fettley levantó la barbilla huesuda-. ¡Dios mío! ¡Esos maldi-tos altobuses arman un terremoto!

La casita revestida de azulejo tembló al paso de dos autobuses especiales de cuarenta pla-zas que se dirigían al partido de Bush Tye; detrás de ellos humeaba el autobús «del mercado» de todos los sábados. camino de la capital del condado, y de una de las taber-nas abarrotadas salió un cuarto vehículo a sumarse a la procesión, impidiendo el paso de los coches que iban de excursión en sen-tido opuesto.

Biografía

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Fue un escritor y poeta británico nacido en la India. Autor de relatos, cuentos infantiles, novelista y poeta, se le re-cuerda por sus relatos y poemas sobre los soldados británicos en la India y la defensa del imperialismo occidental, así como por sus cuentos infantiles.Algunas de sus obras más populares son la colección de relatos The Jungle Book (El libro de la selva, 1894), la no-

vela de espionaje Kim (1901), el relato corto The Man Who Would Be King (El hombre que pudo ser rey, 1888), publica-do originalmente en el volumen The Phantom Rickshaw, o los poemas Gunga Din (1892) e If— (traducido al castellano como Si..., 1895). Además varias de sus obras han sido lleva-das al cine.Fue iniciado en la masonería a los veinte años, en la logia «Esperanza y Perseverancia Nº 782» de Lahore, Punjab, In-dia.En su época fue respetado como poeta y se le ofreció el pre-mio nacional de poesía Poet Laureat en 1895 (poeta laurea-do) la Order of Merit y el título de Sir de la Order of the Bri-tish Empire (Caballero de la Orden del Imperio Británico) en tres ocasiones, honores que rechazó. Sin embargo aceptó el Premio Nobel de Literatura de 1907, el primer escritor britá-nico en recibir este galardón,1 y el ganador del premio Nobel de Literatura más joven hasta la fecha.En 2012, en reconocimiento por su interés en las ciencias na-turales, se nombra una nueva especie de cocodrilo prehistó-rico, el Goniopholis kiplingi, por los fósiles descubiertos en el Reino Unido en 2009

Acercamiento a la literaturaLa Gaceta Civil y Militar en Lahore, a la cual Kipling llamaba «Mi primer amante y el amor más verdadero», aparecía seis días por semana durante todo el año, excepto en Navidad y Pascua. Kipling trabajaba mucho y muy duro para el redac-tor, Stephen Wheeler, pero su necesidad de escribir era im-parable. En 1886, él publicó su primera colección de versos, Cantinelas departamentales. Ese año también hubo un cam-

-Sigues teniendo la lengua tan larga como siempre, Liz -observó la señora Ashcroft.

-Sólo cuando estoy contigo. El resto del tiempo soy la típica agüe-lita: tres nietos ya.

Apuesto que ese cesto es para uno de tus nietos, ¿a que sí?

-Es para Arthur, el mayor de mi Jane.

-Pero no trabaja en ninguna parte, ¿verdad?

-No. Es para cuando van de gira.

-Tienes suerte. Mi Willie se pasa la vida pidiéndome dinero para comprar uno de esos arradios que pone la gente en el jardín para oír la música que dan de Londres y todo eso. Y encima se lo doy... ¡Si es que soy tonta!

-Y, ¿a que no te da un beso de gracias después? -la sonrisa de la señora Ashcroft parecía dirigirse a ella misma.

-Y tanto. Los chicos de ahora no se pueden comparar con los de hace cuarenta años. Muchos derechos y nada de obligaciones. ¡Y se lo aguantamos! ¡Si es que somos tontas! ¡Willie me pide tres cheli-nes cada vez!

-Si es que se creen que el dinero crece en los árboles... -dijo la se-ñora Ashcroft.

-Y la semana pasada -siguió la otra- mi hija va y pide un cuarto de libra de tocino al carnicero y va y le dice que se lo corte, que no va ella a molestarse en cortarlo.

-Apuesto que se lo cobró.

-Apuesto que sí. Me dijo que aquella tarde había una sesión de tre-sillos en la asociación de mujeres y que no iba a molestarse ella en picarlo.

-¡Mira que!

La señora Ashcroft dio los últimos toques al cesto. Apenas había terminado cuando llegó corriendo su nieto de dieciséis años, con una de las tantas muchachas que lo seguían a todas partes, recorrió el sendero del jardín preguntando a voces si ya estaba listo el cesto, lo agarró y se marchó sin dar las gracias. La señora Fettley lo con-templó atentamente.

-Van de gira no sé dónde -explicó la señora Ashcroft.

-¡Ah! -dijo la otra entornando los ojos-. Apuesto a que no las deja en paz si le dan una oportunidad. Ahora que lo pienso. ¿a quién demonios me recuerda?

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bio de redactor, pues asumió el cargo Kay Robinson, quién permitió una mayor libertad creativa, y además solicita-ron que Kipling redactara pequeños cuentos, que serían incluidos en el periódico.Mientras tanto, en el verano de 1883, por primera vez Kipling visitó Simla (actual Shimla). Posteriormente la familia de Kipling visitó Simla anualmente, en donde le solicitaron a John Lockwood Kipling pintar un fresco en la Iglesia de Cristo de allí. Por otra parte Rudyard conti-nuó visitando Simla todos los años desde 1885 hasta 1888; aquella ciudad significó mucho en el escritor, pues figura en muchas sus historias escritas para la Gaceta.5De regreso en Lahore, aproximadamente treinta y nue-ve historias aparecieron en la Gaceta entre noviembre de 1886 y el junio de 1887. Una parte importante de esas his-torias fueron incluidas en Cuentos de las colinas, la prime-ra colección de prosa de Kipling, que fue publicada en Cal-cuta en enero de 1888, un mes después de que cumpliera los 22 años. En noviembre de 1887, fue transferido a un periódico hermano de la Gaceta, pero más importante: El Pionero, en Allahabad, en las Provincias Unidas. Pero sus ansias por escribir no fueron saciadas y crecían frenética-mente, y durante el siguiente año publicó seis colecciones de historias cortas: Tres soldados, La historia de Gadsbys, En blanco y negro, Bajo el Deodar, El fantasma Jinrikisha, y Wee Willie Winkie, con un total de 41 cuentos. Además, como corresponsal de El Pionero en la región occidental de Rajputana, escribió muchos bosquejos que más tarde fueron recogidos en Letters of Marque y publicados en De un mar a otro

A principios de 1889, El Pionero relevó a Kipling de su cargo por un conflicto. Por su parte, Kipling había estado pensando cada vez más en su futuro; vendió los derechos de sus seis volúmenes de historias en £200, y Cuentos de las colinas en £50; además, recibió seis meses de sueldo de El Pionero. Decidió utilizar este dinero para volver a Londres, el centro del universo literario en el Imperio Bri-tánico.El 9 de marzo de 1889, Kipling salió de la India, viajando primero a San Francisco vía Yangon, Singapur, Hong Kong y Japón. Viajó a los Estados Unidos escribiendo artículos para El Pionero, que también fueron recogidos en De un mar a otro. Kipling fue un escritor fecundo. Ya en 1890 era considerado como una notabilidad en las letras inglesas.Comenzó su viaje por América en San Francisco, luego fue al norte de Portland (Oregón), también estuvo en Seatt-le, Washington; luego viajó a Canadá, visitando Victoria y Vancouver, volvió a Estados Unidos y visitó el Parque Nacional de Yellowstone; bajó a Salt Lake City, luego ha-cia el este a Omaha, Nebraska y Chicago, Illinois; después se quedó un tiempo en Indian Village, en el río Monon-gahela; y finalmente fue a Elmira, en Nueva York, donde encontró a Mark Twain, tras lo cual cruzó el Atlántico por sentirse intimidado por la presencia de éste, retornando a Liverpool en octubre de 1889. Después de eso, debutó en el mundo literario londinense, que lo acogió con gran aclamación.

-Tienen que apañárselas por su cuenta... igual que nosotras a su edad -dijo la señora Ashcroft empezando a preparar el té.

-Tú sí que te las apañabas bien, Gracie -dijo la señora Fettley.

-¿De qué hablas ahora?

-No sé... Pero de repente me acuerdo de aquella mujer de Rye... no me acuerdo cómo se llamaba... Barnsley, ¿no?

-Quieres decir Batten... Polly Batten.

-Eso es... Polly Batten. Aquel día que se te echó encima con un te-nedor de la paja -era cuando íbamos a la trilla en Smalldene- por quitarle el novio.

-Pero, ¿no me oíste decirle que por mí se lo podía quedar? -la señora Ashcroft tenía la sonrisa y la voz más suaves que nunca.

-Claro, y todos creíamos que te iba a clavar el tenedor en el pecho cuando se lo dijiste.

-No... Polly nunca se pasaba. Era demasiado fuguillas para llegar has-ta el final.

-Pues a mí siempre me pareció -dijo la señora Fettley tras una pau-sa- que lo más tonto del mundo es que dos mujeres se peleen por un hombre. Es como un perro con dos amos.

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Carrera como escritorVarias historias de Kipling habían sido aceptadas por al-gunos editores de revistas londinenses. Kipling encontró un lugar en el que vivió durante los dos años siguientes, durante los cuales publicó la novela La luz que se apaga; y también conoció a Wolcott Balestier, un escritor y editor estadounidense, quien colaboró en la novela Naulahka.4 9 En 1891, por consejo de sus doctores, Kipling emprendió otro viaje por mar a Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda e India. Sin embargo, aplazó sus proyectos para poder pasar la navidad con su familia en la India, pero cuando se enteró de la muerte repentina de su amigo Balestier debido a las fiebres tifoideas, decidió volver inmediatamente a Londres. Antes de su viaje, avisó por telegrama a la hermana de Wol-cott, Caroline.4 Mientras tanto, a finales de 1891, se publicó su colección de cuentos de los Británicos en la India, Life’s Handicap.

-A lo mejor. Pero, ¿por qué te acuerdas ahora de todo eso, Liz?

-La cara del chico y la forma de andar. No lo había visto desde que era rapaz. A tu Jane no le vi nada así, pero este chico... este chico. ¡Pero si es como volver a ver a Jim Batten otra vez! ... ¿Eh?

-A lo mejor. Las hay que lo dicen... claro que ellas son estériles.

-¡Ah! ¡Bueno, bueno! ¡Hay que ver, hay que ver! ... Y ya hace años que murió Jim Batten...

-Veintisiete años -respondió brevemente la señora Ashcroft-. ¿Quie-res servirlo tú, Liz?

La señora Fettley sirvió las tostadas con mantequilla., el pan de higos, el té hervido, amargo como el pecado., conserva casera de peras y una cola de cerdo hervida, fría, para bajar los bollos. Lo elogió todo cumplidamente.

-Sí., a mí no me gusta maltratar la panza -dijo pensativa la señora Ashcroft-. Sólo se vive una vez.

-Pero., ¿no te sientes pesada a veces? -le sugirió su invitada.

-La enfermera dice que es más fácil que me muera de una indigestión que de la pierna -comentó la señora Ashcroft. que tenía desde hace mucho tiempo una úlcera en el tobillo para la que necesitaba la asis-tencia constante de la enfermera del pueblo, que presumía (o dejaba que lo hicieran otros por ella) que desde su toma de posesión le había hecho ya ciento tres curas.

-¡Y con lo dispuesta que has sido siempre! Te ha venido todo demasiado pronto. Mira que te he visto empeorar -dijo la señora Fettley en tono verdaderamente afectuoso.

-A todos nos tiene que dar algo alguna vez. Entodavía me queda el corazón -fue la res-puesta de la señora Ashcroft.

-Siempre has tenido un corazón que vale por tres. Da gusto recordarlo cuando va una apa-gándose.

-Bueno, tú también tienes cosas que recordar -contestó la señora Ashcroft.

-Y tanto. Pero no pienso demasiado en esas cosas salvo cuando estoy contigo, Gra. Para recordar no hay como las amistades.

La señora Fettley, con la boca medio abierta. se quedó mirando el calendario de colores de la tienda de comestibles. La casita volvía a ret-emblar al paso de los automóviles, y el campo de fútbol repleto, al otro lado del jardín, hacía casi tanto ruido como los coches, porque la gente del pueblo estaba entregada a sus diver-siones del sábado.

La señora Fettley llevaba un rato hablando con gran precisión y sin interrumpirse, hasta que se secó los ojos.

-Y entonces -concluyó- me leyeron su esquela en los papeles el mes pasado. Claro que ya no era asunto mío... porque hacía tanto tiempo que no le había puesto la vista encima. Claro que no podía decir ni hacer nada. Y tampo-co tengo derecho a ir a Eastbourne a ver su tumba. Llevo tiempo pensando en ir un día en el altobús, pero en casa me iban a freír a preguntas. De manera que ya no me queda ni eso para consolarme.

-¿Pero has tenido tus satisfacciones?

-¡Y tanto que sí! Los cuatro años que trabajó en el tren cerca de casa. Y los otros maquinis-tas le hicieron un funeral muy güeno.

-Entonces no puedes quejarte. ¿Otra taza de té?

Al ir bajando el sol, la luz y el aire habían ido cambiando, y las dos ancianas cerraron la puerta de la cocina para que no entrase el fresco. Se veía a un par de arrendajos que piaban y revoloteaban en los dos manzanos del jardín. Ahora le tocaba hablar a la seño-ra Ashcroft, que tenía los codos puestos en la mesita del té y la pierna enferma apoyada en un taburete...

-¡Nunca lo hubiera creído! ¿Y qué dijo tu ma-rido de todo eso? -preguntó la señora Fettley cuando cesó el relato hecho en voz grave.

-Dijo que por él podía irme donde me diera la gana. Pero como estaba en cama dije que lo cuidaría. Ya sabía él que no iba a aprove-charme mientras estuviera así de malo. Duró ocho o nueve semanas. Entonces le dio cor-no un ataque y se quedó varios días quieto como una piedra. Entonces un día se levanta en la cama y va y dice: «Reza para que nin-gún hombre te trate como me has tratado tú a mí.» Y yo digo: «¿Y tú?» Porque ya sabes tú, Liz, cómo era él con las mujeres. «Los dos», dice él, «pero yo me estoy muriendo y veo lo que te va a pasar». Se murió un domingo y lo enterramos el jueves... Y mira que lo había querido yo... antes o... no sé.

-No me lo habías dicho nunca -aventuró la señora Fettley.

-Te lo digo por lo que acabas de decirme tú. Cuando se murió escribí para decir que ya estaba libre a aquella señora Marshall de Londres... con la que empecé de pincha de cocina hace... ¡tantos anos, Dios mío! Se ale-gró mucho, porque ellos se estaban haciendo viejos y yo ya sabía sus mañas. ¿Te acuerdas, Liz, que de vez en cuando me ponía a servir hace años... cuando necesitábamos dinero o mi marido... no estaba en casa?

-Es verdad que pasó seis meses en la cárcel de Chichester, ¿no? -murmuró la señora Fettley-. Nunca supimos bien lo que había pasado.

-Podía haber sido más, pero el otro no murió.

-No tuvo que ver contigo, ¿verdad, Gra?

-¡No! Aquella vez fue por la mujer del otro. Y entonces, cuando se murió mi hombre, volví a ponerme a servir con los Marshall, de coci-nera, a comer como los señores y a que todos me llamaran señora Ashcroft. Fue el año que te marchaste tú a Portsmouth.

-A Cosham -corrigió la señora Fettley-. En-tonces estaban construyendo bastante allí. Primero se fue mi marido y alquiló un cuarto, y después me fui yo.

-Bueno, pues me pasé un año o así en Londres y fue como un suspiro, con cuatro comidas al día y una vida de lo más tranquila. Entonces, hacia el otoño, se fueron los dos de viaje, a Francia o algo así, y me dijeron que volvie-ra yo después, porque no podían pasarse sin mí. Puse la casa en orden para la guardesa y después me vine aquí con mi hermana Bessie, con todos los meses pagados y todo el mundo

contento de volver a verme.

-Eso debió ser cuando yo estaba en Cosham -dijo la señora Fettley.

-Te acordarás, Liz, que en aquellos tiempos la gente no andaba con aquellos orgullos ton-tos, igual que no había cines ni campeonatos de tresillos. Fueses hombre o mujer, tomabas cualquier trabajo que te dieran un chelín. ¿No es verdad? Yo estaba agotada después de Lon-dres, y creí que el aire del campo me sentaría. Así que me quedé en Smalldene y echaba una mano cuando había que sacar las patatas tem-pranas o matar gallinas... Todo eso. ¡Anda. que no se hubieran reído de mí en Londres si me hubieran visto con botas de hombre y las enaguas remangadas!

-¿Y te pintó bien? -preguntó la señora Fettley.

-La verdad es que no fui allí por eso. Tú sabes tan bien corno yo que las cosas nunca pasan hasta que han pasado. El corazón no te ad-vierte de nada cuando te va a pasar algo hasta que ya te ha pasado. No nos enteramos de las cosas hasta que ya han pasado.

-¿Quién fue?

-’Arrv Mockler -dijo la señora Ashcroft, al mismo tiempo que hacía una mueca. Le dolía la pierna enferma.

-¿’Arry? ¡El hijo de Bert Mockler! ;Y yo nunca me lo malicié!

La señora Ashcroft asintió:

-Y yo me decía, y me lo creía, que lo que pa-saba era que me gustaba trabajar en el campo.

-¿Y cómo fue?

-Lo de siempre. Al principio, estupendo... y después peor que nada. Debí haberme dado cuenta, porque tuve advertencias de sobra, pero no les hice caso. Porque una vez está-bamos quemando basura, justo cuando es-tábamos empezando a conocernos bien. Era un poco demasiado pronto para quemarla, y se lo dije. «¡No!», va y dice él, «cuanto antes acabemos con esta porquería, mejor», dice. Tenía un gesto muy duro cuando me dijo eso. Entonces me di cuenta. de que me había encontrado con un hombre de verdad, que nunca me había pasado antes. Siempre había mandado yo.

¡Sí, es verdad! O mandas tú o mandan ellos -suspiró la otra-. A mí me gustan las cosas como deben ser.

-A mí no, pero a ‘Arry sí... Por entonces tenía

yo que volverme a Londres. Me resultó im-posible. ¡Lo juro! Conque fui y un lunes por la mañana me eché un chorro de agua hir-viendo en el brazo izquierdo y en la mano. Así me podía quedar allí otros quince días.

-¿Y valió la pena? -preguntó la señora Fett-ley, contemplando la cicatriz blanquecina en el antebrazo arrugado de la señora Ashcroft.

Ésta asintió:

-Y después nos las arreglarnos entre los dos para que él pudiera venir a Londres a buscar trabajo en unas cocheras cerca de donde es-taba yo. Y se lo dieron. Ya me encargué yo. Su madre nunca se malició nada. Él se vino a Londres y ahí vivimos los dos, a menos de un kilómetro de distancia.

-Pero le pagarías el viaje tú... -dijo la señora Fettley, convencida de ello.

La señora Ashcroft volvió a asentir:

-Para él todo me parecía poco. Era mi hom-bre. ¡Ay, Dios mío! ¡Lo que nos reíamos cuando salíamos de paseo por aquellas calles adoquinadas al atardecer, aunque a mí me dolían los callos con aquellas botitas! Nun-ca lo había pasado así de bien. ¡Nunca en mi vida! ¡Y él tampoco!

La señora Fettley echó una risita de solida-ridad.

-¿Y cómo fue que acabaron? -preguntó.

-Cuando me lo devolvió todo, hasta el últi-mo penique. Entonces lo comprendí, pero no quería comprenderlo. «Has sido muy amable conmigo», va y me dice. Y yo le digo: «¡Amable! ¿Me dices eso a mí?» Pero él va y me sigue diciendo lo buena que he sido con él y que nunca en la vida lo va a olvidar. Estuve sin creérmelo dos o tres días, porque no quería creérmelo. Entonces va y me dice que no estaba contento con su trabajo en la cochera, y que los otros están abusando de él, y todas esas mentiras que cuentan los hom-bres cuando van a dejarla a una. Lo dejé que hablara todo lo que quisiera, sin ayudarlo ni discutirle. Cuando acabó de hablar me quité un broche que me había regalado y le digo: «Vale. No te pido nada.» Y me di la güelta y me marché a sufrir a solas. Y él no insistió. Desde entonces no vino a verme ni me escri-bió. Se golvió otra vez a casa con su madre.

-¿Y estuviste mucho tiempo esperando a que volviera? -preguntó implacable la señora Fettley.

-¡Y tanto!... ¡Y tanto! Cuando pasaba por las

calles por las que habíamos ido juntos, me creía que hasta las piedras decían su nombre.

-Sí -dijo la señora Fettley-. Yo creo que eso hace más daño que nada en el mundo. ¿Y no pasó nada más?

-No, nada. Eso es lo más raro de todo, aun-que te parezca mentira, Liz.

-Te creo. Te apuesto que a estas alturas no vas a decir una mentira.

-Y tanto... Y sufrí como no se lo deseo a mi peor enemigo. ¡Dios mío! ¡Aquella primave-ra fue un infierno! Primero fueron los do-lores de cabeza, que nunca había tenido en toda la vida. ¡Imagínate, yo con dolores de cabeza! Pero al final los prefería. Así no po-día pensar...

-Es como el dolor de muelas -comentó la se-ñora Fettley-. Tiene que doler y doler hasta que ya no se puede soportar mas... y enton-ces ya no queda nada.

-A mí me quedó bastante para toda la vida. Todo pasó por la muchacha de la señora de la limpieza. Se llamaba Sophy Ellis. Era todo ojos y codos y siempre tenía hambre. Yo le daba de comer. A veces no le hacía ni caso, y desde luego ni la miraba cuando pasó lo mío con ‘Arry. Pero ya sabes lo que pasa a ve-ces con las rapazas. Me cogió un cariño loco, y todo el tiempo me hacía arrumacos, y yo no tenía coraje para echarla... Una tarde, me acuerdo que era al principio de la primave-ra, su madre la había mandado a ver si podía sacarnos algo de comer. Yo estaba sentada al hado de la chimenea, con el mandil puesto por la cabeza, medio loca del dolor de cabe-za, cuando va y entra la Sophy. Creo que le dije que me dejara en paz. «¡Anda!» va y dice «¿No es más que eso? ¡Eso se lo quito yo en medio minuto!» Le dije que no me pusiera un dedo encima, porque creí que me iba a acariciar la frente... que a mí no me gustan esas cosas. «No la voy a tocar», va y dice, y vuelve a salir. No hacía ni diez minutos que ya se había ido cuando de pronto se me pasa el dolor de cabeza. Conque me puse a la fae-na. Pasa un rato y vuelve la Sophy y se sienta en mi silla, más callada que un muerto. Tenía unas ojeras asina de grandes y la cara toda consumida. Le pregunté qué le pasaba. Y va y dice: «Nada. Ahora lo tengo yo.» «Que tie-nes qué», digo yo. «Su dolor de cabeza», dice ella, toda ronca y apretando los labios. «Se lo he quitado.» Y yo le digo: «Bobadas; se me ha ido solo mientras tú andabas por ahí. Qué-date ahí mientras te hago una taza de té.» «Eso no vale», dice ella. «Tiene que durarme lo mismo que a usted. ¿Cuánto tiempo le du-ran a usted los dolores de cabeza?» «No digas

bobadas», le digo yo, «o mando a buscar al médico», porque parecía que tenía un ataque de anginas. «Ay, señora Ashcroft », dice ella, estirando los bracitos, «la quiero tanto». En-tonces no pude decir nada. Me la senté en el halda y le hice cariños. «¿Se le ha pasado de verdad?», me dice. «Sí, le digo. «y si eres tú la que me lo has quitado, te lo agradezco de verdad». «Claro que he sido yo», dice y me pone la cabeza en la mejilla. «Yo soy la úni-ca que sabe de esas cosas.» Y entomices va y me dice que ha cambiado mi dolor de cabeza por el suyo en una Casa de los Deseos.

-¿Qué? -dijo la señora Fettley, muy extraña-da.

-Una Casa de los Deseos. ¡No! Yo tampo-co había oído hablar de nada por el estilo. Al principio no entendí nada, pero cuando me lo fue explicando vi que una Casa de los Deseos tenía que ser una casa deshabitá, sin naide desde hacía mucho tiempo, para que viniera alguien a habitarla. Dijo que se lo ha-bía dicho una rapaza con la que jugaba en los establos donde trabajaba ‘Arry. Dijo que la chica andaba con unos que venían en una caravana a pasarse los inviernos en Londres. Gitanos, digo yo.

-¡Aaah! Los gitanos saben muchas cosas, pero yo nunca había oído hablar de una Casa de los Deseos, y eso que he oído decir... tan-tas cosas -dijo la señora Fettley.

-Sophy dijo que había una Casa de los De-seos en Wadloes Road, unas manzanas más allá, camino de la tienda de comestibles don-de comprábamos nosotros. No había más que llamar a la puerta y echar el deseo por la raja del buzón. Le pregunté si eran las ha-das. Y va y me dice: «¿Pero no sabe usted que en las Casas de los Deseos no hay hadas? No hay más que un trasgo.»

-¡Díos mío de mi vida! ¿Dónde aprendió esa palabra? -exclamó la señora Fettley, porque en Sussex los trasgos son espíritus de los muertos o, lo que es todavía peor, de los vi-vos.

-Me dijo que se lo había dicho la chica de la caravana. Y, la verdad, Liz, aquello me dio miedo, y como la tenía en brazos, debe ha-berlo sentido, y la apreté fuerte y le digo:

«Eres muy amable de haberme quitado el dolor de cabeza, pero ¿por qué no te deseas-te algo muy bonito para ti?» Y va y me dice: «No dejan. En la Casa de los Deseos lo úni-co que te dejan es desear que si a alguien le pasa algo malo se te pase a ti. Cuando madre me trata bien, le quito los dolores de cabeza, pero es la primera vez que puedo hacer algo

por usted. La quiero tanto, señora Ashcroft.» Y va y sigue diciendo cosas por el estilo. Te aseguro, Liz, que de oírla hablar se me pusie-ron los pelos de punta. Le pregunté lo que era un trasgo y va y me dice: «No sé, pero cuando tocas el timbre oyes que viene corriendo del sótano y sube la escalera hasta la puerta. En-tonces dices lo que deseas y te largas». Y yo digo: «¿El trasgo no te abre la puerta?» «¡Ni hablar!», dice ella. «No oyes más que unas risitas detrás de la puerta. Entonces dices lo que le quieres quitar a alguien al que quieres mucho y te lo pasa a ti», dice. No le pregunté nada más; la rapaza estaba demasiado can-sada y tenía mucha calentura. La estuve ha-ciendo arrumacos hasta que llegó la hora de encender el gas, y poco después se le pasó el dolor de cabeza, que debía de ser el mío, y se puso a jugar con el gato.

-¡Qué cosas! -dijo la señora Fettley-. Y, ¿le volviste a preguntar algo?

-Ella quería seguir hablando de aquello, pero yo no estaba dispuesta a hablar de esas cosas con una niña.

-Y entonces, ¿qué hicistes?

-Cuando me venían los dolores de cabeza me quedaba sentada en mi habitación, detrás de la cocina. Pero no me se olvidó.

-Claro. Y, ¿te volvió a hablar de eso?

-No. Además, no sabía nada más que lo que le había contado la gitanilla, sólo que aquel encantamiento valía. Y después -aquello fue en mayo- me pasé el verano en Londres. Fue-ron semanas y semana’s de mucho calor y con viento, y con las calles que apestaban a boñi-gas secas de caballo que el viento se llevaba de un lado para otro y se amontonaban en las aceras. Ahora ya no pasa eso. Tenía vaca-ciones justo antes de la recogida del lúpulo, y vine aquí a pasarlas con Bessie otra vez. Se dio cuenta que había adelgazado y que tenía ojeras.

-Y, ¿viste a ‘Arry?

La señora Ashcroft asintió:

-Al cuarto... no, al quinto día. Un miérco-les, fue. Yo sabía que había vuelto a trabajar a Smalldene. Le pregunté a su madre en la calle, con todo descaro. No pudo decirme mucho, porque estaba la Bessie y ya sabes lo que habla, y aquel día no paraba. Pero aquel miércoles había yo sacado a uno de los chicos de la Bessie que se me colgaba de las sayas, y cuando íbamos por la trasera de Chanter’s Tot sentí que venía él por el sendero detrás de mí y por la manera de andar sentí que ha-

bía cambiado en algo. Empecé a andar más despacio y sentí que él también. Entonces me paré un rato con el crío, para hacer que se me adelantara él. Y entonces tuvo que pasarme. Y va y no me dice más que: «Buenas», y sigue su camino, tratando de hacer corno si no le pasara nada.

-¿Estaba bebido? -preguntó la señora Fettley.

-¡Ni hablar! Estaba como encogido y páli-do, y le colgaba la ropa como si fuera un es-pantapájaros, y tenía la nuca blanca como el papel. Tuve que agarrarme para no abrir los brazos y llamarle. Pero tuve que tragar saliva hasta volver a casa y dejar a todos los críos en la cama. Y entonces, después de la cena voy y le digo a la Bessie: «¿Qué demonios le ha pasado a ‘Arry Mockler?» Y la Bessie va y me dice que se ha pasado dos meses en el hospital porque se ha cortado el pie con una pala cuando estaba vaciando el estanque de Smalldene. El barro estaba infestado y se le subió la infección por toda la pierna y luego por todo el cuerpo. No llevaba más que quin-ce días de vuelta a su trabajo de carretero en Smalldene. La Bessie me dijo que el doctor había dicho que probablemente no aguan-taría las primeras heladas de noviembre, y que su madre le había dicho que no comía ni dormía bien y que dejaba la cama empapada, aunque durmiera sin mantas. Y que escupía que daba miedo por las mañanas. «Hay que ver», digo yo, «qué pena. Pero a lo mejor con la recogida del lúpulo se pone güeno», y me traigo la costura y voy y enhebro la aguja a la luz de la lámpara, sin hacer ni un gesto. Aquella noche (me había puesto a dormir en el cuarto de la colada) me la pasé llorando. Y ya sabes tú, que me has acompañado en los partos, que para que llore yo tengo que estar muy a las malas.

-Sí, pero un parto no es más que dolor -dijo la señora Fettley.

-Me desperté con el canto del gallo y me puse té frío en los ojos para que no me se notara. Y aquella tarde, cuando salía a poner unas flo-res en la tumba de mi hombre, para que no comentaran, me encontré con ‘Arry donde está ahora el Monumento a los Caídos. Volvía de donde sus caballos, así que no podía ver-me. Le miro de arriba abajo y le digo: «‘Arry, vente a descansar a Londres.» «No pienso», dice, «porque yo no puedo darte nada». Y yo le digo: «No te pido nada. ¡Por Dios que no te pido nada! Sólo que vengas a ver a un médico en Londres.» Y levanta los ojos cargados para mirarme y me dice: «No hay nada que hacer, Gra. No me quedan más que unos meses.» «¡Pero si tú eres mi hombre!», le digo. Y no pude decir nada más. Se me atragantaban las palabras. «Muchas gracias, Gra», dice (pero

nunca me dijo que yo era su mujer), y sigue su camino y su madre, maldita sea, le estaba esperando, y cuando entró él en casa candó la puerta.

La señora Fettley alargó un brazo por encima de la mesa, como para tocar en la muñeca a la señora Ashcroft, pero ésta retiró el brazo.

-Así que seguí hasta el cementerio con mis flores y me acordé de lo que me había dicho mi marido aquella noche. Era verdad que se estaba muriendo y había pasado lo que ha-bía dicho él. Pero cuando estaba poniendo las plantas en su tumba me di cuenta que sí había algo que podía hacer yo por ‘Arry. Diga lo que diga el doctor, pensé que podía inten-tarlo. Y fui y lo intenté. Aquella mañana llegó una cuenta de nuestra tienda de. Londres. La señora Marshall me había dejado dinero para esas cosas, claro, pero yo le dije a la Bessie que era que tenía que ir a abrir la casa. Y me fui en el tren de la tarde.

-¡Ah! Pero, ¿no te daba... no te daba miedo?

-¿Por qué? No me quedaba ya nada más que mi vergüenza y la crueldad de Dios. Ya me había quedado sin ‘Arry para siempre. ¿no? Sabía que iba a seguir ardiendo hasta quedar-me consumida.

-¡Pobrecita! -dijo la señora Fettley, volviendo a alargar el brazo, y esta vez la señora Ash-croft permitió que le tocara la muñeca.

-Pero me alegraba saber que por lo menos podría tratar de hacer algo por él. Y entonces fui y pagué la cuenta de la tienda y me metí el recibo en el bolso y fui a la casa de la señora Ellis, que era la que venía a hacer la limpieza, y le pedí las llaves y fui a abrir la casa. Prime-ro me hice la cama (¡Dios mío! ¡Dormir en mi propia cama!). Después me hice una taza de té y me quedé sentada en la cocina, pen-sando todo el rato hasta el atardecer. Casi era de noche cuando me vestí y salí con el recibo y el bolso, haciendo como que estaba buscan-do unas señas. La casa era el número 14 de Waldoes Road, y era una de esas casitas con la cocina en el sótano, de esas casitas todas pegadas unas a otras con un jardincito delan-te y una valla, y había veinte o treinta iguales. Tenía la pintura de la puerta agrietada y hacía años que no la habían pintado. En la calle no había casi gente; sólo gatos. ¡Y qué calor! Voy a la puerta de lo más natural, subo las esca-leras y voy y toco al timbre. Sonó muy fuer-te, como pasa siempre en las casas vacías... Cuando dejó de sonar oí como si retirasen una silla en la cocina. Después oí unas pisa-das en la escalera de la cocina, como si fue-ra una mujer bien fuerte en zapatillas. Iban subiendo por la escalera hasta llegar al ves-

tíbulo... oí cómo chirriaban los escalones... y se pararon delante de la puerta. Me inclino hacia la raja del buzón y digo: «Que me caiga a mí encima todo lo que le está pasando a mi hombre, ‘Arry Mockler, porque le quiero.» Y entonces, lo que fuese que estaba al otro lado de la puerta dejó escapar el aliento, como si hubiera estado un rato sin respirar para oír mejor.

-Y, ¿no te dijo nada? -preguntó la señora Fettley.

-Nada. No hizo más soltar el aliento, como si dijera: A-ah. Después golvieron a sonar las pisadas que golvían a bajar a la cocina, corno si arrastrase los pies... y sentí que golvían a arrastrar la silla.

-¿Y todo ese tiempo tú estabas en la puerta, Gra?

La señora Ashcroft asintió.

-Entonces me fui y me crucé con un hombre que va y me dice: «¿No sabía usted que esa casa estaba vacía?» «No», le digo yo. «De-ben de haberme dado mal el número.» Y me golví a nuestra casa y me acosté, porque ya no podía más. Hacía tanto calor que casi no se podía dormir, y me estuve dando paseos por la habitación, y durmiendo a ratos, hasta el amanecer. Entonces me fui a la cocina a hacerme el té y me di un golpe justo encima del tobillo con una de las tenazas de la cocina que la señora Ellis había sacado de su sitio la última vez que había ido a limpiar. Y después de eso me puse a esperar hasta que los Mars-hall golvieran de vacaciones.

-¿Tú sola? ¿Y no te daban ya miedo las ca-sas vacías? -preguntó horrorizada la señora Fettley.

-Güeno, la señora Ellis y Sophy empezaron a venir en cuanto que se enteraron que había vuelto yo, y entre las tres golvimos a limpiar la casa de arriba abajo. En todas las casas siempre queda algo que hacer. Y así me pasé todo el otoño y el invierno, allá en Londres.

-¿Y no pasó nada con lo que habías hecho?

La señora Ashcroft sonrió:

-No. Entonces no. En noviembre le mandé diez chelines a la Bessie.

-Siempre has sido muy generosa -interrum-pió la señora Fettley.

-Y recibí lo que esperaba, con todas las de-más noticias. Me decía que con la recogi-da del lúpulo él se había puesto estupendo. Había estado en la recogida seis semanas y ahora estaba otra vez en Smalldene, con los caballos. A mí no me importaba cómo ha-bía sido eso, con tal que estuviera bien. Pero no creas que mis diez chelines sirvieron para tranquilizarme mucho. Si ‘Arry se hubiera muerto, entonces sería mío hasta el Día del Juicio. Pero ‘Arry vivo, seguro que iba a liarse con alguna en cuanto pudiera. Aquello me tenía cabreada. Y cuando llegó la primave-ra me empezó a fastidiar otra cosa. Me ha-bía salido una especie de divieso con mucha pus en la pierna, justo encima de la bota y no se me cerraba nunca. Me daba asco mirarlo. porque yo he sido siempre de piel muy fuer-te. Ya me pueden dar un hachazo, que en se-guida se cierra la herida, como quien cava la tierra. Entonces la señora Marshall hizo que me viniera a ver su propio doctor. El doctor me dijo que tendría que haberle consultado mucho antes, en lugar de llevar meses ven-dándomelo con una media de color. Me dijo que en el trabajo me pasaba demasiado tiem-po de pie, porque el divieso estaba al lado de una vena hinchada, por detrás del tobillo. Y va y me dice: «Va a tardar en quitársele tanto como tardó en ponérsele así. Ponga la pier-na en alto y descánsela», dice, «y pronto se le pasará. Más vale que no cierre en seguida. Tiene usted la pierna muy fuerte, señora As-hcroft». Y va y me pone unas hilas húmedas.

-Hizo bien -dijo convencida la señora Fett-ley-. A las heridas que supuran se les ponen hilas húmedas. Se tragan la pus, igual que la mecha de la lámpara se traga el aceite.

-Es verdad. Y ha señora Marshall se pasaba el rato haciéndome pasar más tiempo sentada y casi se me cerró. Y después me hicieron venir con la Bessie para acabar de curarme, por-que no soy de las que les gusta estar senta-da cuando hay algo que hacer. Entonces era cuando golviste tú al pueblo, Liz.

-Sí. pero la verdad es que no me sospechaba nada.

-Yo no quería que sospecharas nada -sonrió la señora Ashcroft-. Vi a ‘Arry dos o tres ve-ces por la calle y estaba estupendo; había en-gordado y estaba curado del todo. Entonces, un día ya no le vi y su madre me dijo que uno de los caballos le había dado una coz en la ca-dera. Estaba en cama, con muchos dolores. Y la Bessie va y le dice a su madre que era una pena que ‘Arry no estuviera casado para que su mujer se encargara de cuidarle. ¡Cómo

se puso la vieja! Nos dijo que ‘Arry no había mirado a una mujer en toda su vida, y que mientras ella viviera le cuidaría sin parar. Y por eso me di cuenta de que le vigilaría como un perro, y encima sin pedir ni un hueso.

La señora Fettley reía en silencio.

-Aquel día -continuó la señora Ashcroft- es-tuve todo el tiempo sin dormir, y vi cómo iba y venía el doctor porque creían que también le había dado en las costillas. Eso hizo que me se volviera a reventar el grano y me salie-ra toda la pus. Pero resultó que ‘Arry no tenía nada en has costillas, y pasó bien la noche. Cuando me enteré, a la mañana siguiente, me digo: «Todavía no voy a pensar nada. No voy a descansar la pierna en toda la semana, a ver qué pasa.» Aquel día no me dolió, era más bien como si me fuera quedando sin fuerzas, y ‘Arry volvió a pasar bien la noche. Entonces seguí igual, pero no me atreví a pensar nada hasta el fin de semana, que ‘Arry volvió a le-vantarse, casi corno si nada, sin heridas por dentro ni por fuera. Casi me puse de rodillas en el lavadero cuando salió la Bessie a la ca-lle, y digo: «Ahí te tengo, muchacho. Todo lo güeno que te pase hasta que yo me muera te vendrá de mí, aunque tú no lo sepas. ¡Dios mío, haz que viva mucho tiempo, por el bien de ‘Arry!», digo. Y creo que aquello me alivió los dolores.

-¿Para siempre? -preguntó ha señora Fettley.

-Han vuelto muchas veces, pero por fuertes que fueran, yo sabía que era por él. Lo sabía. Fui y me puse a controlar los dolores, igual que se controla una cocina, hasta que apren-dí a tenerlos cuando quería yo. Y aquello también era muy raro, Liz. Había .veces que el grano se encogía y se secaba. Al principio yo hacía todo lo posible para que me golvie-ra, porque me daba miedo dejar a ‘Arry de-masiado tiempo solo por si le pasaba algo. Y después comprendí que aquello era porque estaba bien y así fue cómo me salvé.

-¿Cuánto tiempo? -preguntó la señora Fett-ley, interesadísima.

-A veces me he pasado casi un año sin que se viera más que la punta del granito. Es-taba seco y chiquitísimo. Luego se volvía a inflamar, como un aviso, y me dolía. Cuan-do ya no podía más, porque tenía que se-guir haciendo mi trabajo de Londres, ponía la pierna en una silla hasta que se aliviaba. Pero tardaba su tiempo. Entonces sabía, por aquella sensación, que a ‘Arry le pasaba algo. Y le mandaba cinco chelines a la Bessie, o les

mandaba algo a los niños, para enterarme de si a lo mejor es que le pasaba algo porque yo me había descuidado. ¡Y eso era! Año tras año conseguí cuidar de él, Liz, y todo lo güe-no que le pasó fue gracias a mí... años y años.

-Pero, ¿de qué te valió todo eso a ti, Gra? -casi sollozó la señora Fettley-. ¿Le veías mucho?

-A veces, cuando me venía a pasar aquí las fiestas. Y cuando me vine aquí para siempre, más. Pero nunca me ha hecho caso, ni a mí ni a ninguna otra mujer, más que a su madre. ¡Cómo le vigilaba yo! Y ella también.

-¡Tantos años! -dijo la señora Fettley-. Y, ¿dónde trabaja ahora?

-Hace mucho que dejó lo de los caballos. Ahora trabaja en una de esas casas grandes de tractores, de esas que también hacen ara-dos y algunos camiones. Me han dicho que hay veces que los lleva hasta Gales. Para las fiestas viene a ver a su madre, pero ahora hay veces que me paso semanas sin verle. ¡Me da igual! Con su trabajo, nunca se puede quedar mucho tiempo en el mismo sitio.

-Pero, es un decir, suponte que ‘Arry fuera y se casara -dijo la señora Fettley. La señora Ashcroft dio un respingo entre los dientes, iguales y sin puentes.

-Nunca se me ha ocurrido eso -respondió-. Supongo que se me tendrían en cuenta todos mis dolores. ¿No, Liz?

-Es lo que debería pasar, hija. Es lo que de-bería pasar.

-La verdad es que a veces duele mucho. Ya verás cuando venga la enfermera. Se cree que no me he enterado de lo que es.

La señora Fettley comprendió. La naturaleza humana raras veces se permite pronunciar la palabra «cáncer».

-¿Estás totalmente segura, Gra? -pregunto.

-Ya estaba segura cuando el señor Marshall me mandó a subir a su estudio y me estuvo hablando un rato largo de que había sido una sirvienta muy fiel y les había servido mucho tiempo, pero no el suficiente para que me dieran una pensión. Pero me pasarían una cantidad semanal. Ya sabía yo lo que signifi-caba eso... y ya hace tres anos.

-Eso no demuestra nada, Gra.

-¿Pasarle 15 chelines a la semana a una mu-jer que lógicamente tenía veinte años de vida por delante? ¡Claro que sí!

-¡Te equivocas, te equivocas! -insistió la se-ñora Fettley.

-Liz, no me puedo equivocar cuando los bor-des están todos dados la vuelta, como... como un cuello de camisa arrugado. Ya lo verás. Y además, yo amortajé a Dora Wickwood. A ella le había dado debajo del sobaco.

La señora Fettley se quedó pensativa un rato e inclinó la cabeza como rindiéndose.

-¿Cuánto tiempo crees que te queda a partir de ahora, hija?

-Igual que tardó en venir, tardará en irse. Pero si no te veo antes de la próxima recogida del lúpulo, ésta será nuestra despedida, Liz.

-No sé si podré venir antes, si no tengo un perrito que me guíe. Los niños no quieren molestarse. ¡Ay, Gra! Me estoy quedando cie-ga... ¡Me estoy quedando ciega!

-¡Ah!, ¿por eso no has hecho más que tocar y retocar la colcha todo este rato? Ya me de-cía yo... Pero sí que va a contar el dolor, ¿no crees, Liz? Sí que contará el dolor para que ‘Arry siga... donde quiero yo. Dime que no ha sido todo para nada.

-Estoy segura... segura, hija. Tendrás tu re-compensa.

-Eso es lo único que quiero... Si es que me tienen en cuenta el dolor.

-Seguro, seguro, Gra.

Llamaron a la puerta.

-Es la enfermera. Se ha adelantado -dijo la señora Ashcroft-. Ábrela.

Entró la joven a paso animado, con un bolso lleno de frasquitos tintineantes.

-Buenas tardes, señora Ashcroft saludó-. He venido un poquito más temprano que de cos-tumbre por lo del baile de esta noche en la Institución. ¿Verdad que no le importa?

-No, no. A mí ya se me pasó la edad de bailar -dijo la señora Ashcroft, recuperando su tono de sirvienta discreta-. Aquí mi vieja amiga, la señora Fettley, me ha estado haciendo com-pañía.

-Espero que no la haya fatigado a usted -dijo la enfermera en tono un tanto frío.

-Todo lo contrario. Ha sido un placer. Sólo que... sólo que al final me he sentido un poco cansada.

-Claro, claro -la enfermera ya se había pues-to de rodillas y tenía unas gasas en la mano-. Cuando se reúnen las señoras mayores, ha-blan demasiado. Ya me he dado yo cuenta.

-A lo mejor tiene usted razón -dijo la señora Fettley, poniéndose en pie-. Así que me voy.

-Pero antes, míralo -dijo la señora Ashcroft con voz apagada-. Me gustaría que lo vieras.

La señora Fettley lo miró y sintió un escalo-frío. Después, se inclinó, dio un beso suave a la señora Ashcroft en la frente macilenta y otro en los ojos grises desvaídos.

-Sí que cuenta, ¿verdad? ¿El dolor? -aquellas palabras apenas si traspasaron los labios, que todavía mostraban huellas de su antigua lí-nea.

La señora Fettley se los besó y se fue hacia la puerta.

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Autores celebres!! Pedro Antonio de Alarcón...

El extranjero.

No consiste la fuerza en echar por tierra al enemigo, sino en domar la propia cólera, dice una máxima oriental.

No abuses de la victoria, añade un libro de nuestra religión.

Al culpado que cayere debajo de tu jurisdic-ción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturale-za nuestra, y en todo cuanto estuviere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, mués-tratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia, aconsejó, en fin, don Quijote a Sancho Panza.

Para dar realce a todas estas elevadísimas doctrinas, y cediendo también a un espíritu de equidad, nosotros, que nos complacemos frecuentemente en referir y celebrar los actos heroicos de los españoles durante la Guerra de la Independencia, y en condenar y malde-cir la perfidia y crueldad de los invasores, va-mos a narrar hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica otro

sentimiento no menos sublime y profunda-mente cristiano: el amor a nuestro prójimo; sentimiento que, si por congénita desventura de la humana especie, ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe resplan-decer cuando el enemigo está humillado.

El hecho fue el siguiente, según me lo han contado personas dignas de entera fe que in-tervinieron en él muy de cerca y que todavía andan por el mundo. Oíd sus palabras tex-tuales.

- II --Buenos días, abuelo... -dije yo.

-Dios guarde a usted, señorito... -dijo él.

-¡Muy solo va usted por estos caminos!...

-Sí, señor. Vengo de las minas de Linares, donde he estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi familia. ¿Usted irá...?

-Voy a Almería..., y me he adelantado un

poco a la galera, porque me gusta disfrutar de estas hermosas mañanas de abril. Pero, si no me engaño, usted rezaba cuando yo llegué... Puede usted continuar. Yo seguiré leyendo entre tanto, supuesto que la galera anda tan lentamente que le permite a uno estudiar en mitad de los caminos.

-¡Vamos! Ese libro es alguna historia... Y ¿quién le ha dicho a usted que yo rezaba?

-¡Toma! ¡Yo, que le he visto a usted quitarse el sombrero y santiguarse!

-Pues, ¡qué demonio!, hombre... ¿Por qué he de negarlo? Rezando iba... ¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios!

-Es mucha verdad.

-¿Piensa usted andar largo?

-¿Yo? Hasta la venta...

-En este caso, eche usted por esa vereda y cortaremos camino.

-Con mucho gusto. Esa cañada me parece

Biografía

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Autores celebres!! Pedro Antonio de Alarcón...

deliciosa. Bajemos a ella.

Y, siguiendo al viejo, cerré el libro, dejé el camino y descendí a un pintoresco barranco.

Las verdes tintas y diafanidad del lejano horizonte, así como la inclinación de la montañas, indicaban ya la proximidad del Me-diterráneo.

Anduvimos en silencio unos minutos, hasta que el minero se paró de pronto.

-¡Cabales! -exclamó.

Y volvió a quitarse el sombrero y a santiguarse.

Estábamos bajo unas higueras cubiertas ya de hojas, y a la orilla de un pequeño torrente.

-¡A ver, abuelito!... -dije, sentándome sobre la hierba-. Cuénteme usted lo que ha pasado aquí.

-¡Cómo! ¿Usted sabe? -replicó él, estremeciéndose.

-Yo no sé más... -añadí con suma calma-, sino que aquí ha muerto un hombre... ¡Y de mala muerte, por más señas!

-¡No se equivoca usted, señorito! ¡No se equivoca usted! Pero ¿quién le ha dicho?...

-Me lo dicen sus oraciones de usted.

-¡Es mucha verdad! Por eso rezaba.

Yo miré tenazmente la fisonomía del minero, y comprendí que había sido siempre hombre honrado. Casi lloraba, y su rezo era tranquilo y dulce.

-Siéntese usted aquí, amigo mío...-le dije, alargándole un cigarro de papel.

-Pues verá usted, señorito... -Vaya, ¡muchas gracias! ¡Delgadillo es!...

-Reúna usted dos y resultará uno doble de grueso -añadí, dándole otro cigarro.

-¡Dios se lo pague a usted! Pues, señor... -dijo el viejo, sentándose a mi lado-, hace cuarenta y cinco años que una mañana muy pare-cida a ésta pasaba yo casi a esta hora por este mismo sitio...

Pedro Antonio de Alarcón tuvo una intensa vida ideológica; como sus personajes, evolucio-nó de las ideas liberales y re-volucionarias a posiciones más tradicionalistas. Aunque su fa-milia provenía de hidalgos era más bien humilde, aunque no tanto como para no poder per-mitirse enviarlo a estudiar De-

recho en la Universidad de Granada, carrera que aban-donó pronto para iniciarse en la eclesiástica. Aquello tampoco le satisfizo y abandonó en 1853 para marchar a Cádiz, donde funda El Eco de Occidente, junto a Tor-cuato Tárrago y Mateos, iniciando su carrera periodís-tica en la dirección de este periódico.Alarcón escribía desde su adolescencia, citándose a don Isidro Cepero como el instigador principal de su inquietud literaria. Su primera obra narrativa, El final de Norma, fue compuesta a los 18 años y publicada en 1855. Sus inquietudes le llevaron a integrarse en el gru-po que se llamó la Cuerda granadina.Se trasladó en 1854 a Madrid, molesto con el entorno reaccionario de Granada. Allí crea un periódico satí-rico, El látigo, que también dirige, de cierto éxito, con ideología antimonárquica, republicana y revoluciona-ria. Era un claro heredero de su experiencia en El eco de Occidente.En 1857, escribe El hijo pródigo, drama de gran éxito. También en 1857 empieza a publicar relatos y artículos de viajes en la publicación madrileña El Museo Univer-sal. Más tarde interviene como soldado y periodista en la guerra de África, recogiendo todo lo que acontecía en la campaña y en su vida allí y que luego mandaba a su editor en una serie de artículos, que se recogieron bajo el título de Diario de un testigo de la guerra de África, en 1859; este libro es especialmente apreciado por su gran y prolija descripción de la vida militar.Más adelante cultivó la literatura de viajes, contando en diversos artículos sus viajes por Italia (recogidos en De

-¡Cuarenta y cinco años! -medité yo.

Y la melancolía del tiempo cayó sobre mi alma. ¿Dónde estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco primaveras? ¡Sobre la fren-te del anciano blanqueaba la nieve de setenta inviernos!

Viendo él que yo no decía nada, echó unas yescas, encendió el cigarro, y continuó de este modo:

-¡Flojillo es! Pues, señor, el día que le digo a usted venía yo de Gergal con una carga de barrilla y al llegar al punto en que he-mos dejado el camino para tomar esta vereda me encontré con dos soldados españoles que llevaban prisionero a un polaco. En aquel entonces era cuando estaban aquí los primeros franceses, no los del año 23, sino los otros...

-¡Ya comprendo! Usted habla de la Guerra de la Independencia.

-¡Hombre! ¡Pues entonces no había usted nacido!

-¡Ya lo creo!

-¡Ah, sí! Estará apuntado en ese libro que venía usted leyendo. Pero, ¡ca!, lo mejor de estas guerras no lo rezan los libros. Ahí ponen lo que más acomoda..., y la gente se lo cree a puño ce-rrado. ¡Ya se ve! ¡Es necesario tener tres duros y medio de vida, como yo los tendré en el mes de San Juan, para saber más de cuatro cosas! En fin, el polaco aquél servía a las órdenes de Na-poleón..., del bribonazo que murió ya... Porque ahora dice el se-ñor cura que hay otro... Pero yo creo que ése no vendrá por estas tierras... ¿Qué le parece a usted, señorito?

-¿Qué quiere usted que yo le diga?

-¡Es verdad! Su merced no habrá estudiado todavía de estas co-sas... ¡Oh! El señor cura, que es un sujeto muy instruido, sabe cuándo se acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gá-dor los rusos y moscovitas a quitar la Constitución... ¡Pero en-tonces ya me habré yo muerto!... Conque vuelvo a la historia de mi polaco.

El pobre hombre se había quedado enfermo en Fiñana, mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia Almería. Te-nía calenturas, según supe más tarde... Una vieja lo cuidaba por caridad, sin reparar que era un enemigo... (¡Muchos años de glo-ria llevará ya la viejecita por aquella buena acción!), y a pesar de que aquello la comprometía, guardábalo escondido en su cueva, cerca de la Alcazaba...

Allí fue donde la noche antes dos soldados españoles que iban a reunirse a su batallón, y que por casualidad entraron a encender un cigarro en el candil de aquella solitaria vivienda, descubrie-ron al pobre polaco, el cual, echado en un rincón, profería pala-bras de su idioma en el delirio de la calentura.

-¡Presentémoslo a nuestro jefe! -se dijeron los españoles-. Este bribón será fusilado mañana, y nosotros alcanzaremos un em-pleo.

Iwa, que así se llamaba el polaco, según me contó luego la vieje-cita, llevaba ya seis meses de tercianas, y estaba muy débil, muy delgado, casi hético.

Madrid a Nápoles, 1861) y su Granada natal (La Alpuja-rra, 1873), en los que el realismo de las descripciones con-trasta con la ilusión de una prosa que narra lo cercano y desconocido. Estos artículos rebasan el interés meramente periodístico, constituyendo un ejemplo para toda la litera-tura de viajes posterior.En 1865 se casó con Paulina Contreras Rodríguez en Gra-nada, de cuyo matrimonio nacieron cinco hijos, dos varo-nes y tres mujeres. Los varones fallecieron en Madrid en los años de la contienda civil, al igual que dos de las hijas, casándose la única que sobrevivió, Carmen de Alarcón Contreras, con Miguel Valentín Gamazo, de cuyo matri-monio tuvieron tres hijos: María del Carmen, María del Pilar y Miguel Valentín de Alarcón, que falleció en Madrid el 4 de mayo de 2000, siendo el último descendiente direc-to de Pedro Antonio de Alarcón, pues murió soltero y sin que se sepa que tuviera descendencia.Como integrante de la Unión Liberal ostentó diversos car-gos, siendo el más importante el de consejero de estado con Alfonso XII, en 1875, siendo también diputado, sena-dor y embajador en Noruega y Suecia. Además fue acadé-mico de la Real Academia de la Lengua desde 1877.

Trayectoria literaria

Su primera obra narrativa fue El final de Norma, que no vio publicada hasta 1855. Comenzó a escribir relatos breves de rasgos románticos muy acusados hacia 1852; algunos de ellos, entroncados con el costumbrismo andaluz, revela-ban el influjo de Fernán Caballero, pero otros demuestran la impronta de una atenta lectura de Edgar Allan Poe, de quien introdujo el relato policial con su novela El Clavo, aunque también compuso relatos de terror a semejanza de su modelo. Desde 1860 hasta 1874 agregó a los relatos la redacción de libros de viajes. Estos últimos son Diario de un testigo de la guerra de África (1859), De Madrid a Nápoles (1861) y La Alpujarra (1873), que suponen ya un acercamiento al realismo. En 1874 publicó El sombrero de tres picos, desenfadada visión del tema tradicional del mo-linero de Arcos y su bella esposa perseguida por el corre-gidor. Recogió sus artículos costumbristas en Cosas que fueron (1871) y sus poemas juveniles en Poesías. También intentó el teatro con su drama El hijo pródigo, estrenado en 1875.En el Diario de un testigo de la guerra de África revela su talento descriptivo, presente también en los apuntes del viaje por Francia, Suiza e Italia y en La Alpujarra, donde logra insertar la viva realidad en la historia casi legendaria de las sublevaciones moriscas aproximándose a la novela. Entre 1874 y 1882 aparecieron sus obras más conocidas y famosas: los cuentos y las novelas cortas y extensas. Los relatos breves abarcan las Narraciones inverosímiles, bajo el ya mencionado influjo de Poe a los Cuentos amatorios,

La buena mujer lloró y suplicó, protestando que el extranjero no podía ponerse en camino sin caer muerto a la media hora...

Pero sólo consiguió ser apaleada, por su falta de «patriotismo». ¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra, que antes no había oído pronunciar nunca!

En cuanto al polaco, figuraos cómo miraría aquella escena. Es-taba postrado por la fiebre, y algunas palabras sueltas que salían de sus labios, medio polacas, medio españolas, hacían reír a los dos militares.

-¡Cállate, didón, perro, gabacho! -le decían.

Y a fuerza de golpes lo sacaron del lecho.

Para no cansar a usted, señorito: en aquella disposición, medio desnudo, hambriento..., bamboleándose, muriéndose..., ¡anduvo el infeliz cinco leguas! ¡Cinco leguas, señor!... ¿Sabe usted los pasos que tienen cinco leguas? Pues es desde Fiñana hasta aquí... ¡Y a pie!... ¡Descalzo!... ¡Figúrese usted!... ¡Un hombre fino, un joven hermoso y blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de tercianas!... ¡Y con la terciana en aquel momen-to mismo!...

-¿Cómo pudo resistir?

-¡Ah! ¡No resistió!...

-Pero ¿cómo anduvo cinco leguas?

-¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos!

-Prosiga usted, abuelo... Prosiga usted.

-Yo venía por este barranco, como tengo de costumbre, para ahorrar terreno, y ellos iban por allá arriba, por el camino. De-túveme, pues, aquí mismo, a fin de observar el remate de aquella escena, mientras picaba un cigarro negro que me habían dado en las minas...

Iwa jadeaba como un perro próximo a rabiar... Venía con la ca-beza descubierta, amarillo como un desenterrado, con dos rose-tas encarnadas en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes, pero caídos... ¡hecho, en fin, un Cristo en la calle de la Amargu-ra!...

-¡Mí querer morir! ¡Matar a mí por Dios! -balbuceaba el extran-jero con las manos cruzadas.

Los españoles se reían de aquellos disparates, y le llamaban fran-chute, didón y otras cosas.

Dobláronse al fin las piernas de Iwa, y cayó redondo al suelo.

Yo respiré, porque creí que el pobre había dado el alma a Dios.

Pero un pinchazo que recibió en un hombro le hizo erguirse de nuevo.

Entonces se acercó a este barranco para precipitarse y morir...

Al impedirlo los soldados, pues no les acomodaba que muriera

que se sitúan entre la sensiblería y el misterio policiaco, destacando El clavo y La comendadora. Otra recopilación son sus Historietas nacionales, de honda raigambre popu-lar y que entroncan con obras similares de Fernán Caba-llero y Honoré de Balzac y van desde el tema heroico de la resistencia a los invasores franceses hasta el populismo épico de los bandoleros, pasando por las frecuentes algara-das civiles que al autor le tocó vivir. Destacan El carbonero alcalde, El afrancesado, El asistente y, la que algunos con-sideran la mejor de todas, El libro talonario.En 1875 aparece El escándalo, que une el tema religioso a la crítica social. Ofrece una galería romántica de persona-jes, desde el soñador y enigmático Lázaro hasta el voluble Diego. De entre todos, descuellan el P. Manrique, jesuita consejero de la aristocracia, y el alocado y simpático Fa-bián Conde. El protagonista de la novela, víctima de sus calaveradas de joven, aprende a asumir su pasado bochor-noso mejor que a pretender ocultarlo con mentiras bur-guesas. Prosiguiendo esa vena moralista, el autor siguió la trayectoria iniciada con dos obras más, El niño de la bola (1878) y La Pródiga (1880), un alegato contra la corrup-ción de las costumbres. Poco después publicó El capitán Veneno (1881)Pedro Antonio de Alarcón es ante todo un habilísimo narrador: sabe como nadie interesar con una historia; en sus libros la acción nunca decae y, aunque el cronotopo o marco espaciotemporal de sus novelas suele ser de estilo realista, sus personajes son en el fondo románticos; en el curso de su producción novelística se va convirtiendo en un moralista. Por esta misma razón, Daniel Henri Pageaux considera que “El sombrero de tres picos no es sólo una excepción, sino un milagro (...). Alarcón quiere sumergir a su lector en un doble exotismo, un Antiguo Régimen que remite a Goya o a Ramón de la Cruz, y una Andalu-cía sonriente, buena, espiritual sin ser vulgar, alegre sin ser sensual. Y finalmente la ironía del cuentista hace al lector cómplice de una situación deleitable: la derrota del funcio-nario real, del poder central. ¿Qué más pedir?

su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que, como he dicho, estaba cargado de ba-rrilla.

-¡Eh, camarada! -me dijeron, apuntándome con los fusiles-. ¡Suba usted ese mulo!

Yo obedecí sin rechistar, creyendo hacer un favor al extranjero.

-¿Dónde va usted? -me preguntaron cuando hube subido.

-Voy a Almería -les respondí-. ¡Y eso que ustedes están haciendo es una inhumanidad!

-¡Fuera sermones! -gritó uno de los verdu-gos.

-¡Un arriero afrancesado! -dijo el otro.

-¡Charla mucho... y verás lo que te sucede!

La culata de un fusil cayó sobre mi pecho...

¡Era la primera vez que me pegaba un hom-bre, además de mi padre!

-¡No irritar! ¡No incomodar! -exclamó el po-laco, asiéndose a mis pies, pues había caído de nuevo en tierra.

-¡Descarga la barrilla! -me dijeron los solda-dos.

-¿Para qué?

-Para montar en el mulo a este judío.

-Eso es otra cosa... Lo haré con mucho gusto -dije, y me puse a descargar.

-¡No!... ¡No!... ¡No!... exclamó Iwa-. ¡Tú dejar que me maten!

-¡Yo no quiero que te maten, desgraciado! -exclamé, estrechando las ardientes manos del joven.

-¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a mí por Dios!...

-¿Quieres que yo te mate?

-¡Sí..., sí..., hombre bueno! ¡Sufrir mucho!

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

Volvíme a los soldados, y les dije con tono de voz que hubiera conmovido a una piedra:

-¡Españoles, compatriotas, hermanos! Otro español, que ama tanto como el que más a nuestra patria, es quien os suplica... ¡Dejad-me solo con este hombre!

-¡No digo que es afrancesado! -exclamó uno de ellos.

-¡Arriero del diablo -dijo el otro-, cuidado con lo que dices! ¡Mira que te rompo la cris-ma!

-¡Militar de los demonios -contesté con la misma fuerza-, yo no temo a la muerte! ¡Sois dos infames sin corazón! Sois dos hombres fuertes y armados contra un moribundo inerme... ¡Sois unos cobardes! Dadme uno de esos fusiles y pelearé con vosotros hasta mataros o morir..., pero dejad a este pobre enfermo, que no puede defenderse. ¡Ay! -continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba-, si, como yo, tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra de este infeliz, en la misma situa-ción que él, solos, moribundos, lejos de sus padres; si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España, en que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un rey..., ¡qué diablo!, vosotros lo perdonaríais... ¡Sí, porque voso-tros sois hombres antes que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro! ¿Qué ganará España con la muerte de un ter-cianario? ¡Batíos hasta morir con todos los granaderos de Napoleón; pero que sea en el campo de batalla! Y perdonad al débil; ¡sed generosos con el vencido; sed cristianos, no seáis verdugos!

-¡Basta de letanías! -dijo el que siempre ha-bía llevado la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa a fuerza de bayonetazos, el que quería comprar un empleo al precio de su cadáver.

-Compañero, ¿qué hacemos? -preguntó el otro, medio conmovido con mis palabras.

-¡Es muy sencillo! -repuso el primero-. ¡Mira!

Y sin darme tiempo, no digo de evitar, sino de prever sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del polaco.

Iwa me miró con ternura, no sé si antes o después de morir.

Aquella mirada me prometió el cielo, donde acaso estaba ya el mártir.

En seguida los soldados me dieron una pali-za con las baquetas de los fusiles.

El que había matado al extranjero le cortó una oreja, que guardó en el bolsillo.

¡Era la credencial del empleo que deseaba!

Después desnudó a Iwa, y le robó... hasta cierto medallón (con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al cuello.

Entonces se alejaron hacia Almería.

Yo enterré a Iwa en este barranco..., ahí..., donde está usted sentado..., y me volví a Gér-gal, porque conocí que estaba malo.

Y en efecto, aquel lance me costó una terrible enfermedad, que me puso a las puertas de la muerte.

-¿Y no volvió usted a ver a aquellos solda-dos? ¿No sabe usted cómo se llamaban?

-No, señor; pero por las señas que me dio más tarde la viejecita que cuidó al polaco supe que uno de los dos españoles tenía el apodo de Risas, y que aquél era justamente el que había matado y robado al pobre ex-tranjero...

En esto nos alcanzó la galera: el viejo y yo subimos al camino, nos apretamos la mano y nos despedimos muy contentos el uno del otro.

¡Habíamos llorado juntos!

- III -Tres noches después tomábamos café varios amigos en el precioso casino de Almería.

Cerca de nosotros, y alrededor de otra mesa, se hallaban dos viejos militares retirados, co-mandante el uno y coronel el otro, según dijo alguno que los conocía.

A pesar nuestro, oíamos su conversación, pues hablaban tan alto como suelen los que han mandado mucho.

De pronto hirió mis oídos y llamó mi aten-ción esta frase del coronel:

-El pobre Risas...

-¡Risas! -exclamé para mí.

Y me puse a escuchar de intento.

-El pobre Risas... -decía el coronel- fue he-cho prisionero por los franceses cuando to-maron a Málaga y de depósito en depósito, fue a parar nada menos que a Suecia, donde yo estaba también cautivo, como todos los que no pudimos escaparnos con el Marqués de la Romana. Allí lo conocí, porque intimó con Juan, mi asistente de toda la vida, o de toda mi carrera; y cuando Napoleón tuvo la crueldad de llevar a Rusia, formando parte

de su Grande Ejército, a todos los españoles que estábamos prisioneros en su poder, tomé de ordenanza a Risas. Entonces me enteré de que tenía un miedo cerval a los polacos, o un terror supersticioso a Polonia, pues no hacía más que preguntarnos a Juan y a mí «si ten-dríamos que pasar por aquella tierra para ir a Rusia», estremeciéndose a la idea de que tal llegase a acontecer. Indudablemente, a aquel hombre, cuya cabeza no estaba muy firme, por lo mucho que había abusado de las be-bidas espirituosas, pero que en lo demás era un buen soldado y un mediano cocinero, le había ocurrido algo grave con algún polaco, ora en la guerra de España, ora en su larga peregrinación por otras naciones. Llegados a Varsovia, donde nos detuvimos algunos días, Risas se puso gravemente enfermo, de fiebre cerebral, por resultas del terror pá-nico que le había acometido desde que en-tramos en tierra polonesa, y yo, que le tenía ya cierto cariño, no quise dejarlo allí solo cuando recibimos la orden de marcha, sino que conseguí de mis jefes que Juan se que-dase en Varsovia cuidándolo, sin perjuicio de que, resuelta aquella crisis de un modo o de otro, saliese luego en mi busca con algún convoy de equipajes y víveres, de los muchos que seguirían a la nube de gente en que mi regimiento figuraba a vanguardia. ¡Cuál fue, pues, mi sorpresa cuando el mismo día que nos pusimos en camino, y a las pocas horas de haber echado a andar, se me presentó mi antiguo asistente, lleno de terror, y me dijo lo que acababa de suceder con el pobre Risas! ¡Dígole a usted que el caso es de lo más sin-gular y estupendo que haya ocurrido nunca!

Oígame y verá si hay o no motivo para que yo haya olvidado esta historia en cuaren-ta y dos años. Juan había buscado un buen alojamiento para cuidar a Risas en casa de cierta labradora viuda, con tres hijas casade-ras, que desde que llegamos a Varsovia los españoles no había dejado de preguntarnos a todos, por medio de intérpretes franceses, si sabíamos algo de un hijo suyo llamado Iwa, que vino a la guerra de España en 1808 y de quien hacía tres años no tenía noticia algu-na, cosa que no pasaba a las demás familias que se hallaban en idéntico caso. Como Juan era tan zalamero, halló modo de consolar y esperanzar a aquella triste madre, y de aquí el que, en recompensa, ella se brindara a cui-dar a Risas al verlo caer en su presencia ata-cado de la fiebre cerebral... Llegados a casa de la buena mujer, y estando ésta ayudando a desnudar al enfermo, Juan la vio palidecer de pronto y apoderarse convulsivamente de cierto medallón de plata, con una efigie o re-trato en miniatura, que Risas llevaba siempre al pecho, bajo la ropa, a modo de talismán o conjuro contra los polacos, por creer que representaba a una Virgen o Santa de aquel país.

-¡Iwa! ¡Iwa! -gritó después la viuda de un modo horrible, sacudiendo al enfermo, que nada entendía, aletargado como estaba por la fiebre.

En esto acudieron las hijas, y enteradas del caso, cogieron el medallón, lo pusieron al lado del rostro de su madre, llamando por medio de señas la atención de Juan para que

viese, como vio, que la tal efigie no era más que el retrato de aquella mujer, y encarándo-se entonces con él, visto que su compatriota no podía responderles, comenzaron a inte-rrogarle mil cosas con palabras ininteligibles, bien que con gestos y ademanes que revela-ban claramente la más siniestra furia. Juan se encogió de hombros, dando a entender por señas que él no sabía nada de la procedencia de aquel retrato ni conocía a Risas más que de muy poco tiempo... El noble semblante de mi honradísimo asistente debió de probar a aquellas cuatro leonas encolerizadas que el pobre no era culpable... ¡Además, él no lle-vaba el medallón! Pero el otro... ¡al otro, al pobre Risas, lo mataron a golpes y lo hicie-ron pedazos con las uñas! Es cuanto sé con relación a este drama, pues nunca he podido averiguar por qué tenía Risas aquel retrato.

-Permítame usted que se lo cuente yo... -dije sin poder contenerme.

Y acercándome a la mesa del coronel y del comandante, después de ser presentado a ellos por mis amigos, les referí a todos la es-pantosa narración del minero.

Luego que concluí, el comandante, hombre de más de setenta años, exclamó con la fe sencilla del antiguo militar, con el arranque de un buen español y con toda la autoridad de sus canas:

-¡Vive Dios, señores, que en todo eso hay algo más que una casualidad!

No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es

no saber amar

No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es

no saber amar

Albert Camus 1913-1960

Pag. 24

“CARTAS A PARACUELLOS”, Ed. DE BUENA TINTA

El libro escrito por JESÚS ROMERO SAMPER y editado por DE BUENA TINTA en Abril de 2013 relata los acon-

tecimientos sucedidos en el Cuartel de Conde Duque que se inician con la represión frentepo-pulista, sin sublevación alguna y donde fueron fusilados al menos cuarenta y tres militares. El autor ahonda en aspectos poco o nada estudia-dos de ese dramático episodio.

Hay que destacar el estudio exhausti-vo de los hechos que se vivieron en ese cuartel y demás lugares donde se fueron produciendo los acontecimientos, im-plicaciones y responsabilidades en las ejecuciones, desarrollo de las mismas y armamento empleado, mostrándonos unos testimonios veraces y desgarrado-res.

Uno de los militares asesinado, fue el Teniente Carlos Samper Roure, abuelo del autor, cuyas cartas desde la cárcel

rescata esta obra como testimonio de aquellos sentimientos de angustia, soledad y amor a la familia que precedieron a la inmolación suya y de sus compañeros. La transcripción del con-tenido de estas cartas se acompaña de una in-terpretación, comentarios sobre lo escrito en su momento y situación.

El autor reconstruye los últimos días del teniente Samper Roure y sus compañe-ros del cuartel desde que son confinados

en la cheka del Cuartel de Conde Duque, su

CARTAS A PARACUELLOS

*

posterior ingreso en la Prisión Provincial de Porlier, el traslado a la Prisión de la Modelo y finalmente a Paracuellos, lugar donde son asesinados.

El libro se inicia con la biografía del capitán Carlos Samper Roure, acontecimientos vividos en el cuar-

tel del Conde Duque y detención, poste-riormente transcripción y comentarios a las 20 cartas para narrar a continuación como se van sucediendo los luctuosos hechos con sus antecedentes, situación bélica-política, responsables políticos del momento, documentación relativa a las actas de reuniones del Consejo de la Junta de Defensa, elección de los lugares donde si iban a llevar a cabo los fusilamientos y motivos por los que se eligen, planifica-ción y perpetuación del genocidio, impli-cación soviética y asesoramiento de los mismos y los fusilamientos producidos a partir del 7 de Noviembre hasta el 4 de Diciembre de 1936.

Destaca el meticuloso estudio rea-lizado sobre los diferentes tipos de munición empleados y cali-

bres encontrados así como la variedad de armamento que se utilizó y diversidad de procedencia del mismo; igualmente hay que hacer mención a todos los datos geo-gráficos de la ubicación de las fosas, sus dimensiones y superficies (aproximadas) y los caídos que albergan.

Hacer mención a la escenificación del funcionamiento de los Tribu-nales Populares, que en numerosos casos disponían la libertad de gen-tes que aún no habían sido proce-sadas; ni que sobreseyeran a perso-nas que ya habían sido ejecutadas.

Existe en el libro un capitulo dedica-do a las exhumanciones y análisis forenses de los cadáveres encon-

trados en las fosas de las diferentes loca-lidades, de los estudios realizados e infor-maciones obtenidas se puede constatar el ensañamiento, profanación y hasta sadis-mo realizado con las victimas.

Escrita con un estilo claro, preciso y contundente, el autor nos mues-tra a través de las vicisitudes de su

abuelo unos hechos en la que la barbarie, falta de orden, falsas acusaciones, actua-ciones ilegítimas y sobretodo odio, mu-cho odio y revanchismo llevaron al asesi-nato de inocentes.

Pag. 25

Fuente original

http://universolamaga.com/

CARTAS A PARACUELLOS

*

Autor: de la Reseña F. Javier

www.universolamaga.com

J. Alberto Hernández oriundo de Reforma, Chiapas México, graduado del Ceiba (Centro de Estudios e Investigación de las Bellas Artes) en la Lic. Promotor Cultural en Educación Artística. Su primera lectura fue en la galería de arte “El Jaguar despertado “ en la ciudad de Villahermosa, Tabasco; más tarde participó en el 1er Festival de la Ciudad de Villahermosa, Tabas-co junto con Arbey Rivera, Ulises Rodríguez Guzmán y Rogelio Urrusti.

En el VII encuentro Iberoamericano de Poesía Car-los Pellicer Cámara, por invitación de la directora del CEIBA hace lectura de su obra acompañado por Laura Yuriria Valencia (Compañera Tallerista). Acompaña-dos por la poetiza Aitana Alberti y el profesor Gerar-do Grajeda, en febrero de 2011 en la Ciudad de Villa-hermosa, Tabasco.

Invitado por el Fondo Mendocino para la Cultura y el Arte (AC FOMECA) lee su creación poética en Ciu-dad Mendoza Veracruz en el museo comunitario. En el mes de febrero de 2011.En marzo de 2011 se presenta la plaqueta “No guarde-mos la voz” en colaboración con Laura Yuriria Valen-cia, acompañados por ervey Castillo, Rogelio Urrusti, Ramón Bolívar y Arbey Rivera.

Actualmente forma parte del Proyecto Artístico-Cul-tural Integral “Talleres Artísticos Culturales Aire Li-bre” desarrollando Talleres y Actividades Culturales en su municipio.

Algunos poemas del Autor.

PALABRAS FRONDAS

Voy a desnudar la mentiraque se filtró hasta el disfraz,

el corazón una especie de mancha que acompaña los apuntes de su boca

esos que cuelga minuto a minutoy descuelga caricia con caricia

sólo piensa y dimesi podremos vivir en silencio

destreza desvaneciéndose a melancolía sólo piensa y dime

si quieres remendar heridas,de la piel multiplica los jirones

o mejor recoge todos los vestidos del barrio

en silenciopara el silencio

que verso a verso hacemos poesía, única estructurano regida, no tangible a las manos

entonces desnudémonos para el amordulce paz, dulces palabras frondas

Algunos poemas del Autor.

PALABRAS FRONDAS

Voy a desnudar la mentiraque se filtró hasta el disfraz,

el corazón una especie de mancha que acompaña los apuntes de su boca

esos que cuelga minuto a minutoy descuelga caricia con caricia

sólo piensa y dimesi podremos vivir en silencio

destreza desvaneciéndose a melancolía sólo piensa y dime

si quieres remendar heridas,de la piel multiplica los jirones

o mejor recoge todos los vestidos del barrio

en silenciopara el silencio

que verso a verso hacemos poesía, única estructurano regida, no tangible a las manos

entonces desnudémonos para el amordulce paz, dulces palabras frondas

DESVELADOResplandece una luna en el mar de tus ojos

que va coloreando de apoco la auroraalma de algún beso ó trama del silencio

concha de luz ó palabra en espiral brisa arrójame de prisaal tropel desmemoriado

mágica gota que brotaste de mi sutil como el beso

porque creo la humedad aún no forma la playa y yo desprendiéndome

como cigarra en inviernopero me vuelco a la serenidad

al prototipo conservador donde me veo desvelado

en el brillo del oscuro oleaje sobre tus pechos

“El Millonario”, Ed. BRUGUERA

Les hablare de una novela que el azar trajo a mis manos, les hablo del medianamente exitoso “El Mi-

llonario” de Tommy Jaud, sin lugar a du-das una excelente obra moderna y origi-nal (lo que no es poco decir) en la que el humor se plasma de manera magistral.

Analizamos la novela “El Millona-rio” de Tommy Jaud Básicamen-te es una novela humorística

con un trasfondo contemporáneo que me resulto especialmente divertida más que nada por su humor sencillo donde no está presente groserías o tonos gro-tescos como sucede con algunas novelas actuales que algunos podrían gustarle, después de todo sobre humor no hay nada escrito, mmm… bueno en realidad si pero ese es otro tema.

Abocándonos a la esencia en esta novela de ficción puedo decir-les que a no ser por el final (un

pelín exagerado creo yo) podría perfec-tamente pertenecer a la vivencia real de cualquier ciudadano más o menos que-jumbroso de estos que abundan en las ciudades. En la trama encontramos la historia de Simon Peter un treintañero que tras quedar desempleado vive del seguro social y se dedica a realizar re-clamos a todas las compañías en los que

El Millonario

encuentre un defecto (por pequeño que fuera) en sus productos y es aquí donde el humor comienza.

Simon tiene además del tiempo un ojo excelente para encontrar los defectos A TODO y con ese

gran “talento” acude hacia el ciber de un amigo para redactar las quejas per-tinentes o usa el teléfono para llamar a los números gratuitos de atención al cliente. Jaud centra la historia en estas quejas que cabe decir son increíble-mente divertidas un poco por absur-das y otro poco por la originalidad de las mismas que van siempre en busca de una utópica justicia del consumi-dor. Simon aunque consigue algunas muestras gratis y el recambio del pro-ducto “averiado” en realidad busca proteger aquellos pequeños intere-ses que muchos consumidores por el tiempo o su trabajo no defienden, esta noción brinda al personaje un cierto toque heroico hasta que a nuestro Si-mon se le mete una ideal, él quiere ser millonario.

Como englobante de estos he-chos tenemos la vida del pro-tagonista, esta trascurre por

momentos felices, tristes, eufóricos, vergonzosos, en fin toda una gama de emociones humanas salpicadas por un humor inteligente y bien pensado.

Como toda buena novela nues-tro protagonista tiene, sus amigos y personas que no so-

porta, una de ellas es su nueva vecina que sin adelantar demasiado pone las cosas divertidas y aún más interesan-tes, básicamente Simon es una perso-na común que trascurre un momen-to difícil, por momentos esto te hace pensar bastante pero luego el texto corta saludablemente el toque reflexi-vo con un buen entramado humorís-tico manteniendo así cierto equilibrio. Una genialidad que puedo destacar es el talento del escritor en adentrarnos en la historia de forma vivida, vistosa y divertida claramente una combina-ción encantadora.

Temiendo parecer vendedor por las alabanzas a esta novela solo les diré RECOMENDADO.

Fuente original

www.universolamaga.com

Autor: de la Reseña: Nelson Damian Cabral

He sido testigodel vuelo de los pingüinos

en el agua.He marchado

a la par de los Sufíesdesde mi dimensión

y desde tierras lejanas.He aspirado hondo,

hasta escuchar los susurrosde mi calma.

He sabido buscarteen cualquier parte

imaginando tu existencia mundana.Es hora de partir

y de seguir otras pisadas;de sostenerme en pieaunque la memoria,

la imaginación o las palabras.

Nacida en San Isidro, Buenos Aires el 2 de febre-ro de 1967.

Concreto cursos de narrativa en la “Casa de la Cultura de San Isidro” durante dos años.

En 1993 participo de una antología poética “Los soles y las voces”, obteniendo una mención Al-fonsina Storni otorgada por el Centro Cultural

General San Martín.Con estudios en Análisis de Sistemas informáti-cos realizo una tecnicatura de montaje y repara-

ción de PC y Diseño de Pág. Web.En San Nicolás asistió a cursos de redacción otor-gados por el Sindicato de Prensa de San Nicolás.Durante seis años realizo cursos de redacción en la Casa de la Cultura de Villa Constitución donde recibió menciones en concursos que organizaba

la institución.Actualmente realiza estudios en Comunicación

Social en la UNR.

Autora:

Celina Perez NovoaLA AUSENCIA

www.somosloqueleemos.wix.com/vcPágina web de la autora:

Autora:

Celina Perez Novoa

Rosario tiene la particula-ridad de regresar mi in-manencia a esta localidad que me acuna por adop-ción.

Algo tienen sus calles, su arquitectu-ra su sonido y sus aromas a pocho-clo acaramelado con smog. Algo que me devuelve los paisajes añorados de Buenos Aires y Madrid. De pronto siento una pertenencia a este rincón en el que me refugió la vida.Algo hay de cierto como lo hay de mágico en su gente, en las miradas en-contradas, en los perros callejeros que custodian mis pasos bajo la sombra de un ejército de tilos que ponen límite al ancho de las veredas.Probablemente con los años me estoy convirtiendo en un saco de recuerdos itinerante. Pero es una sensación que desearía compartir con los que más quiero y están distantes. Ese regreso a la existencia misma. Esa búsqueda de intención que no hay.Quisiera poder enmarcar una foto de este instante sublime, sutil y sen-

cillo; por concederme un manojo de sensaciones tan difíciles de expresar. Descubrir en un momento de respiro un intervalo de lo cotidiano, eso que pasamos por alto a pasos acelerados contra reloj. El monumento al amor de rodillas pidiendo limosna en la puerta de un banco, con su bebé en los brazos. El sol filtrando sus rayos entre los intersticios de los edificios que lucen murales de publicidad de-dicados a lo efímero y parecen jugar a los fantasmas con la brisa o el viento acariciándote la cara.Una pareja de la mano detiene su prisa para encontrase en un extenso beso. Un taxista le obsequia unos segundos de su vida a una señora mayor que lo intercepta para subir con sus visibles achaques. Un cartel insólito anuncia “Zona Calma” en medio de la vorá-gine, del gentío, del tránsito, ante la indiferencia de la rutina. Asoman las primeras flores en los románticos bal-cones rosarinos. La primavera instala sus primeras vetas de color en el pai-saje de bandejas de café y persianas de

negocios que se abren chirriando sus quejidos de cadenas, y bandoneón.El misterio de una nota perdida de al-guna radio, se manifiesta en esta tela de retrato que intento describir. Por alguna razón, me movilizan estas sen-saciones. Un mágico querubín busca asilo en mi corazón argentino, y yo lo recibo cálidamente desde mis añoran-zas y desde mis motivos personales de viajes y mudanzas.Momentos como este me recuerdan que aún tengo un corazón infantil que asoma por instantes, con su bicicleta y sus amigos de barrio, con los pesados cuadernos de la escuela y las horas de la siesta jugando a las muñecas o le-yendo el Billiken.Describir Rosario es tomar un inter-valo de mi vida para analizar bajo la lupa. Se torna en recuerdos capri-chosos, escurridizos que me tocan el alma, hasta que algo lo pone en su lu-gar, un semáforo en verde me obliga a seguir camino, de prisa, constante, inconsciente y colectivo. La luz de la rutina me llama a despertar.

LA OTRA MIRADA

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www.literar.wix.com/revista

“Algunas veces por la noche no puedo dormir, cuando hay ruido cierro las ventanas y cuando no prendo la radio, ahora que lo pienso no es el ruido lo que me molesta sino el control que tengo sobre él y me

pregunto ¿será que algunas personas nos molestan solo porque no podemos controlarlas?”

Nelson Damian Cabral (1990).

“El Verano de los juguetes muertos”,Ed. DEBOLSILLO

El Verano de los juguetes muertos (Debolsillo), primera novela de Toni Hill, nos engancha desde el primer

momento por la elegancia de su narración, su agilidad y su facilidad para contar la historia (la trama, aunque complicada, se sigue con facilidad). El realismo y la minu-ciosidad del caracter de sus personajes te engancha y consigue que te identifiques en todo momento con ellos. Es, de hecho, una novela que lees del tirón; apenas puedes descansar en sus 360 páginas. Con la nove-la negra Toni Hill sabe de qué habla y sabe exponer los hechos. Por algo esta novela ha sido traducida a más de 15 idiomas.

El inspector Héctor Salgado acaba de llegar a Barcelona desde Buenos Ai-res (sus superiores decidieron darle

unas semanas de permiso para silenciar un episodio de violencia). De manera extraofi-cial le asignan un caso delicado: el aparen-te suicidio de un jovén de la alta burguesía catalana. Pretenden tranquilizar a la madre del muerto. Su inmediato superior, Savall, le da instrucciones debe ser muy discreto porque son gente importante tanto los pa-dres como el entorno del difunto.

Al margen de éste asunto, el inspec-tor contempla, cada vez más asus-tado, cómo una amenaza se va cer-

niendo sobre él y los suyos. Ocurren cosas extrañas: la pérdida de una maleta, una gra-

El Verano de los juguetes muertos

bación de su exmujer Ruth com-prometedora con su actual pare-ja, la desaparición del maleante al que Héctor Salgado golpeó sin contención… La imposibilidad de contactar tanto con Ruth como con su hijo Guillermo le mantie-nen en constante angustia presin-tiendo una desgracia. La subins-pectora Martina Andreu aprecia y ayuda a éste atípico inspector de ojos soñadores y dolientes, capaz de ternura y torturado por una in-fancia de maltratos.

Junto con la agente Leire Cas-tro comienza la investigación del aparente suicidio y se ve in-

merso en un mundo de personas de alta reputación, irreprochables modelos de unos valores tradi-cionales y puntales en su entor-no. Héctor continúa su labor sin dejarse presionar, ni por su jefe ni por la alta sociedad que rodea el caso y junto con Leire Castro, a la cual deja crecer profesionalmente y respeta como persona, llegan a solucionar el misterio.

No busca un falso prota-gonismo Héctor Salgado. Ya os digo que este ins-

pector solitario enamora a todo el

mundo. Como en las novelas de Patricia Highsmith, la tensión va creciendo a lo largo de la narra-ción. En cada una de sus páginas se presiente una tragedia, y aun-que el entorno y los diálogos sean cotidianos sabes que hay algo que va a desencadenar la hecatombe. Sabes que el mal va creciendo y que envolverá a todos.

El Verano de los juguetes muertosToni Hill consigue con su novela que contem-

ples a fondo la naturaleza humana y especialmente a ese segmento privilegiado de la sociedad (tanto jóvenes como maduros), sin más leyes que las que les marcan sus instintos, con las relaciones socia-les adecuadas que les hace sentirse por encima del bien y del mal. El título de la novela un gran acier-to. Nos encontramos ante el gran narrador de la novela negra medi-terránea y es bienvenido después del cierto tono desangelado de la novela nórdica. Por su minucio-sidad y crudeza la novela de Toni Hill puede semejarse a la gran no-vela negra norteamericana. Es un escritor al que seguiremos los pa-sos y nos dará mucho con lo que disfrutar Esperamos que pronto

salga su nuevo volumen.

Toni Hill (Barcelona, 1966) es licenciado en psicología. Lleva más de diez años de-

dicado a la traducción literaria y a la colaboración editorial en dis-tintos ámbitos. Entre los autores traducidos por él se encuentran David Sedaris, Jonathan Safran Foer, Glenway Wescott, Rosie Ali-son, Peter May, Rabih Alameddi-ne y A. L. Kennedy.

Fuente original

www.universolamaga.com

Breve comentario: Como en muchas ocasiones, buscan-do entre restos de ediciones y a la caza de esa novela o en-

sayo que, con poco dispendio econó-mico, me posibilitara lectura, trope-cé con un publicación de la Editorial Pomaire (1.978) de Don Wilson, que por titulo portaba el de “La Luna, una misteriosa nave espacial”

¿Qué podía haber de cierto en la afir-mación del titulo? o ¿quizá era una pregunta lanzada a quien pudiera responderla? Yo amante de este tipo de cuestiones no dude en adquirirla y tratar de desentrañar cuantos se-cretos pudiera albergar. La publica-ción me iba a descubrir o desmenu-zar una serie de extraños y complejos acontecimientos, que de ser ciertos determinarían, a todas luces, que la

concepción que de La Luna se tiene no es la correcta.

El autor recoge una teoría lanzada por dos reconocidos científicos Ru-sos, Mijail Vasin y Alexandr Sher-bakov. Esta hipótesis, sustentada bá-sicamente en una serie de premisas que van descartando radicalmente otras posibilidades, deja como única eventualidad, según los autores, la de

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Vicente Hernándiz se abre al mundo en el seno de una familia donde el trabajo, la responsabilidad y el entorno familiar son los motores principales de sus valores.

Época complicada de una España en la que a muchos de los nacidos en sus mismas circunstancias se les decía que venían al mundo con un pan bajo el brazo.

Este ambiente de dedicación y parquedad marcó en él ese afán de superación y de logro que ha ido imperando constantemente en su vida.

Vida esta no señalada ni por el fracaso ni por el rotundo éxito, ya que pequeños logros y algunas vicisitudes, con sus correspondientes sacrificios, fueron forjando su con-ciliador talante.

Cursa sus estudios primarios como alumno libre en el Instituto Luis Vives de Valencia, y posteriormente se Li-cencia en Psicología por la Universidad Literaria de Va-lencia. Desde joven fue apasionado lector y gran fan de Asimov, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury.

Este hecho y su afición por escribir, han sido los detonan-tes de “Cuando las estrellas nos llamen” novela escrita tras muchos años de navegar por este terreno con narraciones cortas, donde ha sido galardonado en dos ocasiones.

EL AUTOR

¿LA LUNA ESTA HUECA?¿ES UNA NAVE ESPACIAL?

Ciencia ficción…

ser una construcción de proporciones tales como lo que observamos diaria-mente al mirar nuestra luna. Se des-carta, como posible relación Tierra-Luna, que el satélite sea parte separada del planeta, que se hayan formado ambos a la vez y que en la formación del sistema solar quedaran ambos tal y como están en la actualidad, y por úl-timo que haya podido entrar, en algún momento de la antigüedad, en nues-tro sistema y quedara atrapada por la atracción terrestre. Estos descartes les lleva a dejar como explicación plausi-ble la intervención de una inteligencia, muy avanzada tecnológicamente, ma-nipulando el entorno, pero quizá mi-les o millones de años atrás.

Con este trasfondo o motor argumen-tal Don Wilson, autor del escrito, nos va dando una serie de datos y hechos que de algún modo dan cuerpo y sen-tido a tal posibilidad. No sólo de que alguien dejara intencionada o acci-dentalmente esta factible construc-ción orbitando La Tierra, sino que en la actualidad todavía pueda servir o tener utilidad para alguien. Para ello

nos detalla extrañas luces vista por científicos y astronautas. Construccio-nes en la misma superficie de la luna. Cráteres que no tienen explicación. Movimientos sísmicos sólo posibles si es una estructura y estando hueca por dentro. Rocas pegadas con eda-des altamente dispares o sobre suelos de épocas que no casarían. Conversa-ciones entre astronautas sobre hechos que en teoría no debían de producirse, y un sin fin de toda clase de aportacio-nes que van dándonos, poco a poco, la percepción de que, al menos, hay una serie de enigmas que están gritando, con voces claras y potentes, ser desen-trañados, explicados y divulgados, no con la especulación como trasfondo sino con la sinceridad, la claridad y la investigación científica como platafor-ma de determinación, cosa esta que no creo que nadie se atreva a desarrollar, al menos dentro de la curia del saber oficial, ya que al igual que les paso a Vasin y Sherbakov, correrían el riesgo de ser ridiculizados y condenados al ostracismo académico e intelectual.

Si lo que Don Wilson trata de argu-

mentar a tenor de la teoría de Vasin y Sherbakov es cierto, tendríamos otro motivo más para especular sobre la presencia de inteligencias superiores en nuestro entorno y pasado, sumán-dose a cuanto en el planeta hay de he-chos que, apuntándonos a ello, están también en la misma situación, sólo sacados a la luz por intrépidos investi-gadores o especuladores, no llegando de esta forma a una conclusión vá-lida, ya que no se investiga. Por ello, esta teoría o la que de otros hechos se tiene, dan validez y sustento a lo que como trasfondo argumental propone “Cuando las estrellas nos llamen”

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EL AUTOR

www.cuandolasestrellasnosllamen.com

Ciencia ficción…

Donar sangre es dar vida... no niegues dar lo que podría salvar a otro.

Donar sangre es dar vida... no niegues dar lo que podría salvar a otro.

LITERAR... a tu lado siempreR

LITERAR... a tu lado siempre

LITERAR es una organización con el noble objetivo de difundir la cultura de forma amena y gratuita.

El nombre LITERAR surge de la unión de las pala-bras “Argentina” y “literatura” sin embargo lejos del hu-milde símbolo creador hoy intentamos expandirnos del gran mundo de la literatura hacia el universo de la cul-tura en todas sus facetas, fomentándola y difundiéndola.

Bajo estos términos surge LITERAR que hoy en día cuenta con el valioso aporte intelectual de muchos colaboradores dispuestos a brindarnos contenidos para enriquecer aquel sueño emprendedor de promover elambiente artístico.

Sabemos lo difícil que puede ser para un artista o incluso para un arte en sí mismo difundirse y promocionarse por eso hemos puesto nuestro granito de arena en pos de con-tribuir con un ambiente cultural más diverso y saludable.

Sin más preámbulos esperamos que disfruten de este espacio simbólico que no es más que el compendio de opiniones enmarcado en el entrañable formato revista.

--DIRECTIVA DE LITERAR--