167
LOS BUSCADORES DE TESOROS Washington Irving Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Los buscadores de tesoros - ataun.eus¡sicos en... · dos los climas y de todos los países de la tierra, tropezando con los tranquilosmijnheers,ven-diendo su extraño botín por

  • Upload
    others

  • View
    6

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

LOS BUSCADORESDE TESOROS

Washington Irving

Obr

a re

prod

ucid

a si

n re

spon

sabi

lidad

edi

toria

l

Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que nonos responsabilizamos de la fidelidad delcontenido del mismo.

1) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

LAS PUERTAS DEL INFIERNO

A unos diez kilómetros de la célebre ciudadde Manhattoes, en aquel brazo de mar quequeda entre el continente y Nassau o Long Is-land, se encuentra una angostura donde la co-rriente queda violentamente comprimida entrelos promontorios que se proyectan hacia el mary las rocas que forman numerosos peñascales.En el mejor de los casos, por ser una corrienteviolenta e impetuosa, ataca estos obstáculos conpoderosa rabia: hirviendo en torbellinos conruido ensordecedor y deshaciéndose en olas;rabiando y rugiendo en fuerte oleaje; en unapalabra, cayendo en un paroxismo equivocado.En esas ocasiones, ¡ay de la desgraciada embar-cación que se aventurase entre sus garras! Sin embargo, este humor malvado prevaleceen ciertos momentos de la marea. Cuando elagua está baja, por ejemplo, es tan pacífico queda gusto verlo; pero tan pronto sube aquélla,empieza a enojarse; a media marca ruje poten-

temente, como un marinero que pide más alco-hol, y cuando la marea ha llegado a su alturamáxima, duerme tan tranquilamente como unalcalde después de la comida. Puede comparár-sele con una persona dada a la bebida que secomporta pacíficamente mientras no bebe o noha tomado todavía lo suficiente, pero que separece al mismo diablo cuando ha terminado elviaje. Este pequeño estrecho, tan poderoso, tangritón, tan bebedor, capaz de sacar a uno de suscasillas, era un lugar de gran peligro para losantiguos navegantes holandeses, puesto quesacudía sus barcas en forma de bañera, dete-niéndolas en remolinos capaces de marear acualquiera que no fuera un holandés, o, lo queocurría con frecuencia, colocándolas sobre ro-cas y restingas. Es lo que hizo con la célebreescuadra de Oloffre «El Soñador», cuando bus-caba un lugar para fundar la ciudad de Man-hattoes, con lo que, de puro avergonzados, de-cidieron llamar al lugar Helle-Gat (Puerta del

Infierno), encomendándolo solemnemente aldiablo. Desde entonces esa denominación hapasado al inglés con el nombre correcto de Hell-Gate, que significa lo mismo, aunque algunos,que no saben inglés ni holandés, lo traducenpor Hurl-Gate (Puerta o estrecho de los rizos).¡Que San Nicolás los confunda! En mi niñez el estrecho de Hell-Gate era unlugar que nos infundía mucho miedo, y en elcual emprendíamos peligrosas aventuras, puestengo algo de marinero. En esos pequeños ma-res corrí más de una vez el riesgo de naufragary ahogarme, en el curso de ciertos viajes a loscuales era muy aficionado, junto con otros chi-quillos holandeses. En parte por el nombre y en parte por dife-rentes circunstancias que se relacionaban con ellugar, éste tenía para los ojos de mis compañe-ros y los míos, quizá porque íbamos por allícuando faltábamos a la escuela, un aspecto másterrorífico que el que presentaba Escila y Ca-ribdis de los tiempos de Maricastaña.

En medio del estrecho, cerca de un grupo derocas llamadas Las Gallinas y Los Pollos, seencontraba el casco de una embarcación que,atrapada por los remolinos, había encalladoallí. Se contaba una terrible historia, según lacual era el resto de una embarcación pirata quese había dedicado a sangrientas empresas. Nopuedo recordar ahora en sus detalles ese relatoque nos inducía a considerarla con gran terror,y mantenernos alejados de ella durante nues-tras excursiones.*** El desolado aspecto del casco abandonado yel terrible lugar donde acababa de pudrirse,eran suficientes para provocar las más extrañasideas. Una parte del maderamen ennegrecidopor el tiempo destacábase por encima de lasuperficie del agua en la alta marea; en la baja,quedaba al aire libre una parte considerable delcasco mostrando el maderamen que carecía delas planchas de unión, pero que estaba cubiertode algas, por lo que parecía el esqueleto de

algún monstruo marino. Todavía se manteníaerguido un pedazo de alguno de los mástiles,del cual colgaban algunas vergas y motones,que bailaban zamarreados por el viento,haciendo un ruido al que acompañaban losalbatros, que giraban y gritaban alrededor delmelancólico esqueleto. Tengo un vago recuerdode un cuento, relatado por marineros, acerca defantasmas que aparecían de noche en el casco,con el cráneo desnudo y fosforescencias azulesen sus órbitas, pero he olvidado todos los deta-lles. De hecho, toda esta región, como el estrechoya citado de los tiempos de Maricastaña, era unlugar de fábula y encantamiento para mí. Des-de el Estrecho hasta Manhattoes, las costas deaquel brazo de mar eran sumamente irregula-res, llenas de rocas, entre las cuales crecían losárboles, que le daban un aspecto desolado yromántico. Durante mi niñez se relataban nu-merosas tradiciones acerca de piratas, fantas-mas, contrabandistas y dinero enterrado, todo

lo cual tenía un efecto maravilloso sobre lasjóvenes mentes de mis compañeros y la míapropia. Cuando llegué a la edad madura, efectuédiligentes investigaciones acerca de la veraci-dad de estos extraños relatos, pues siempre hetenido mucha curiosidad por averiguar el fun-damento de las valiosas aunque obscuras tradi-ciones de la provincia donde nací. Encontréinfinitas dificultades para llegar a cualquierdato preciso. Es increíble el número de fábulasque hallé al tratar de establecer la verdad de unsolo hecho. Nada diré de las Piedras del Diablo-sobre las cuales el archienemigo del génerohumano se retiró desde Connecticut hasta LongIsland, a través del estrecho- en vista de queesta materia será tratada como merece por uncontemporáneo con cuya amistad me honro,historiador al cual he suministrado todos losdetalles. Tampoco diré nada del hombre negrocon el sombrero de tres picos, sentado al timónde un bote y que aparecía en Hell-Gate durante

el tiempo tormentoso; se llamaba el spooke (1); sedice que el gobernador Stuyvesaent (2) disparóuna vez con una bala de plata. Nada puedoopinar sobre esto por no haber encontrado nin-guna persona de confianza que afirmase haber-lo visto, a no ser la viuda de Manus Conklen, elherrero de Frogasnesk, pero la pobre mujer eraun poco cegatona, por lo que es probable que seequivocara, aunque decían que en la obscuri-dad veía más lejos que la mayoría de la gente. Sin embargo, todo esto era muy poco satis-factorio en lo que respecta a la leyenda de pira-tas y sus tesoros enterrados, acerca de lo cualyo tenía la mayor curiosidad. Lo que sigue, eslo único que he podido oír y que tiene ciertosvisos de autenticidad.

Kidd el pirata Hace muchos años, poco tiempo después dehaber tenido que entregar su Muy PoderosaMajestad el Señor Protector de los Estados Ge-nerales de Flandes el territorio de la NuevaHolanda al rey Carlos II de Inglaterra, mientrasel territorio se encontraba todavía en un estadode general inquietud, esta provincia era el refu-gio de numerosos aventureros, gente de vidadudosa y de toda clase de caballeros de indus-tria y de sujetos que miran con disgusto laslimitaciones antiguas, impuestas por la ley y losdiez mandamientos. Los más notables entreaquéllos eran los bucaneros, hienas del mar quetal vez en tiempo de guerra se habían educadoen la escuela del corso, pero que habiendo sen-tido una vez la dulzura del saqueo, habían con-servado para siempre la inclinación por ello.Hay muy poca distancia entre el marino quehace el corso y el pirata.

Ambos luchan por amor del saqueo, sóloque el último es el más bravo, pues afronta alenemigo y a la horca. Sea como quiera, en cualquier escuela que sehubieran educado, los bucaneros que rondabanpor las colonias inglesas eran gentes audacesque aun en tiempos de paz causaban enormesperjuicios a las colonias y a los barcos mercan-tes españoles. Todo contribuía a convertir aque-lla región en el punto de cita de los piratas,donde podían vender el botín y concertar nue-vas maldades: el fácil acceso de la bahía deManhattoes, el gran número de abras de suscostas y la poca vigilancia que ejercía un go-bierno apenas organizado. Mientras trajeroncon ellos ricos y variados cargamentos, todo ellujo de los trópicos, y el suntuoso botín de lasprovincias españolas, vendiéndolo con la des-preocupación característica de todos los filibus-teros, fueron siempre bienvenidos para los avi-sados comerciantes de Manhattoes. En plenodía se podía ver por las calles de la pequeña

ciudad a estos desesperados, renegados de to-dos los climas y de todos los países de la tierra,tropezando con los tranquilos mijnheers, ven-diendo su extraño botín por la mitad o un cuar-to del precio a los inteligentes comerciantes,para gastarlo después en las tabernas, bebien-do, jugando, cantando, jurando, gritando y es-candalizando a la vecindad con peleas de me-dia noche y diversiones de rufianes. Finalmente estos excesos llegaron a talesextremos que se convirtieron en un escándalo ypedían a gritos que interviniera el gobierno. Deacuerdo con esto se tomaron medidas para ata-jar el mal que ya había tomado considerableincremento y exterminar esta gusanería de lacolonia. Entre los agentes empleados para llevar acabo este propósito se encontraba el tristementefamoso Capitán Kidd (3). Era un carácter equí-voco, uno de esos indescriptibles animales delocéano que no vuelan y que no son ni carne nipescado. Tenía algo de comerciante, un poco

más de contrabandista y ribetes de redomadopícaro. Durante muchos años había comerciadocon los piratas en una embarcación muy velozy de poco tonelaje, que podía entrar en todaclase de aguas. Conocía todos los puntos dondese ocultaban los piratas; se encontraba siempreefectuando un viaje misterioso, tan ocupadocomo polluelos en una tormenta. Este obscuropersonaje fue elegido por el gobierno para darcaza a los piratas, de acuerdo con el viejo pro-verbio según el cual lo mejor para deshacersede un perro es echarle otro. Kidd salió de Nueva York en 1695, en unbarco llamado «La Galera de la Aventura», bienarmado y debidamente provisto de su patentede corso. Al llegar a uno de sus numerosos re-fugios, estableció nuevas condiciones para sutripulación, incorporó algunos de sus viejoscamaradas, gente de armas tomar, y se dirigióal Oriente. En lugar de perseguir a los piratas sedirigió a la isla de Madera, Bonavista (4) y Ma-dagascar, llegando hasta la entrada del Mar

Rojo. Aquí, entre otras muchas fechorías, cap-turó una embarcación ricamente cargada, cuyatripulación era árabe, pero su capitán erainglés. Kidd era muy capaz de hacer pasar estopor una hazaña, puesto que se trataba de unaespecie de cruzada contra los infieles, pero elgobierno había perdido ya hacía mucho tiempotodo entusiasmo por esos triunfos cristianos.Después de haber recorrido todos los mares,vendiendo el producto de sus robos y cam-biando varias veces de barco, Kidd tuvo la au-dacia de volver a Boston, cargado de botín, conuna tripulación atrevida que le pisaba los talo-nes. Sin embargo, los tiempos habían cambiado.Los bucaneros ya no podían impunementemostrar sus barbas en las colonias. El nuevogobernador, lord Bellamont (5), se había distin-guido por su celo en extirparlos; tenía mayorrazón en estar enojado con Kidd por haber con-tribuido al nombramiento de éste para que per-siguiera a los piratas; en cuanto apareció en

Boston se dio la alarma y se tomaron medidaspara arrestarlo. Sin embargo, el carácter audazde Kidd y los esfuerzos desesperados de loscompañeros, que le seguían como perros depresa, condujeron a que el arresto no fuera in-mediato. Se dice que se aprovechó de estetiempo para enterrar gran parte de sus tesoros,y se paseaba después con la cabeza alta por lascalles de Boston. Cuando se le arrestó intentódefenderse, pero fue desarmado y llevado a laprisión junto con sus compañeros. Era tan for-midable la fama de estos piratas y su tripula-ción, que se creyó aconsejable despachar unafragata para llevar a él y sus compañeros a In-glaterra. En vano se hicieron esfuerzos paraarrancarle de las manos de la justicia; él y suscompañeros fueron juzgados, condenados yahorcados en Londres. Kidd tardó en morir,pues la cuerda que rodeaba su cuello se rompióbajo su peso. Se le ató por segunda vez de unamanera más efectiva. Sin duda de ahí proviene

la leyenda según la cual Kidd tenía la vida en-cantada, y se le había ahorcado dos veces. Tales son los hechos principales de la vidadel Capitán Kidd, que han dado origen a unagran maraña de tradiciones. La noticia de quehabía enterrado grandes tesoros de oro y joyasantes de ser arrestado, puso en conmoción atodos los buenos habitantes de la costa. Se oíanrumores y más rumores, según los cuales sehabían encontrado grandes sumas de dinero enmonedas con inscripciones moriscas, sin dudabotín de sus fechorías en Oriente, pero que elcomún de la gente consideraba con un terrorsupersticioso, tomando las letras árabes porcaracteres diabólicos o mágicos. Algunos decían que el tesoro había sido en-terrado en varios lugares solitarios y deshabi-tados cerca de Plymouth y el Cabo Cod, perogradualmente se empezó a citar otros lugaresdel país, no sólo en la costa oriental, sino tam-bién a lo largo del brazo de mar, llegando atejer una leyenda áurea referente a Manhattoes

y Long Island. De hecho, las rigurosas medidasde lord Bellamont produjeron una repentinazozobra entre los bucaneros que se encontrabanen aquel momento repartidos por toda la pro-vincia. Ocultaron su dinero y sus joyas en luga-res apartados, a lo largo de las costas deshabi-tadas de los ríos y del mar, dispersándose ellosmismos por todo el territorio. La acción de lajusticia impidió que muchos de ellos volvieranalguna vez a desenterrar lo que habían oculta-do, meta desde entonces de los buscadores detesoros. Este es el origen de los frecuentes relatosacerca de rocas o árboles que llevan extrañossignos, que se supone indican el lugar dondehay enterrado dinero; muchos han buscado ypocos encontrado el botín de los piratas. Entodas las historias, referentes a estas empresas,el diablo desempeñaba un gran papel. O seganaba su amistad mediante diversas ceremo-nias e invocaciones, o se celebraba con él algúnpacto solemne. De todas maneras, siempre se

inclinaba a jugar alguna mala partida a los bus-cadores de tesoros. Algunos cavaban hasta lle-gar a un cofre de hierro, cuando, casi invaria-blemente, ocurría algo extraño e imprevisto. Derepente la tierra se desplomaría llenando laexcavación, o los buscadores de tesoros huiríanaterrorizados ante algún extraño ruido o algu-na aparición; algunas veces aparecía el mismodiablo, para llevarse el botín que parecía estarfinalmente al alcance de los buscadores, que,sin embargo, al día siguiente no encontrarían elmenor rastro de sus trabajos de la noche ante-rior. No obstante, todos estos rumores eran ex-tremadamente vagos y excitaban mi curiosidadsin satisfacerla. Nada hay en este mundo tandifícil de alcanzar como la verdad, y no haynada en el mundo que me interese fuera de ella.Entre los viejos habitantes de la provincia, eranparticularmente las viejas holandesas de lamisma mi fuente favorita de informaciónauténtica. Pero aunque me enorgullezco de

saber más que ningún otra persona acerca delfolklore de mi provincia natal, durante muchotiempo mis investigaciones no condujeron aningún resultado substancial. Finalmente, ocurrió que un día el azar medeparó un interesante hallazgo. Era al fin delverano, cuando me encontraba descansando dela fatiga mental producida por algunos intensosestudios, dedicado a la pesca en uno de aque-llos ríos que habían sido el lugar predilecto demi juventud, en compañía de varios notablesburgers de mi ciudad natal, entre los cuales hab-ía más de un ilustre miembro de esa corpora-ción, cuyo nombre, si yo me atreviera a citarlo,honraría estas pobres páginas. Nuestro deportenos era indiferente. Los peces estaban empeña-dos por lo visto en no morder el anzuelo, yaunque cambiamos varias veces de lugar, notuvimos mejor suerte. Al fin anclamos cerca deuna fila de rocas, sobre la costa oriental de laisla de Manhattan. Era un día cálido y sin vien-to. El río corría sin oleaje y sin formar torbelli-

nos; todo estaba tan tranquilo y quieto, que casinos asombraba cuando algún pájaro abandona-ba el árbol donde se encontraba, hendía des-pués el aire y se precipitaba al agua para buscarsu presa. Mientras cabeceábamos en nuestrobote, semiadormecidos por la cálida tranquili-dad del día y la forzada ociosidad de nuestrodeporte, uno de los notables, concejal de la ciu-dad, mientras le dominaba el sueño, dejó que sehundiera su caña de pescar. Al despertarse, lepareció que había pescado algo gordo, a juzgarpor el peso. Al subirlo a la superficie encontra-mos, con gran sorpresa nuestra, que era unapistola, de modelo muy extraño y curioso, quepor la herrumbre que la cubría y por estar car-comida la culata y cubierta de conchas, debíaencontrarse en el agua desde hacía muchotiempo. La inesperada aparición de aquel ins-trumento de lucha fue motivo de amplias espe-culaciones entre mis pacíficos compañeros. Unosupuso que había caído al agua durante la gue-rra de la Independencia; otro, de la forma pecu-

liar del arma, dedujo que provenía de los pri-meros viajeros que visitaron la colonia, tal vezel famoso Adrián Block (6), que exploró el brazode mar y descubrió la isla que lleva su nombre,tan famosa ahora por sus quesos. Pero un terce-ro, después de observarla durante algún tiem-po, afirmó que era de origen español. «Asegu-raría -dijo- que si esa pistola pudiera hablar,nos contaría extrañas historias de encarnizadasluchas con los caballeros españoles. No tengo lamenor duda que es una reliquia de los viejostiempos de los bucaneros. ¿Quién sabe si noperteneció al mismo Kidd?» «Ah, ese Kidd era un hombre audaz -exclamó un ballenero del Cabo Cod, de enérgi-cas facciones-. Conozco una vieja canción acer-ca de él:

Mi nombre es capitán KiddCuando yo recorría los maresCuando yo recorría los mares.

»Y sigue refiriendo cómo ganó el favor deldiablo enterrando la Biblia:

Tenía la Biblia en la mano,Cuando yo recorría los mares,Y la enterré en la arena,Cuando yo recorría los mares.

»A propósito, recuerdo una historia de unhombre que una vez desenterró un tesoro delCapitán Kidd; la escribió un vecino mío y yo laaprendí de memoria. Como los peces no pican,se la contaré a ustedes ahora, para pasar eltiempo». -Y diciendo esto nos relató la siguientehistoria.

El diablo y Tomás Walker En Massachusetts, a unos pocos kilómetrosde Boston, el mar penetra a gran distancia tierraadentro, partiendo de la Bahía de Charles, hastaterminar en un pantano, muy poblado de árbo-les. A un lado de esta ría se encuentra un her-moso bosquecillo, mientras que del otro la costase levanta abruptamente, formando una altacolina, sobre la cual crecían algunos árboles degran edad y no menor tamaño. De acuerdo conviejas leyendas, debajo de uno de estos gigan-tescos árboles se encontraba enterrada una par-te de los tesoros del Capitán Kidd, el pirata. Laría permitía llevar secretamente el tesoro en unbote, durante la noche, hasta el mismo pie de lacolina; la altura del lugar dejaba, además, reali-zar la labor, observando al mismo tiempo queno andaba nadie por las cercanías, y los corpu-lentos árboles reconocer fácilmente el lugar.Además, según viejas leyendas, el mismísimodiablo presidió el enterramiento del tesoro y lotomó bajo su custodia; se sabe que siempre

hace esto con el dinero enterrado, particular-mente cuando ha sido mal habido. Sea comoquiera, Kidd nunca volvió a buscarlo, pues fuedetenido poco después en Boston, enviado aInglaterra y ahorcado allí por piratería. Por el año 1727, cuando los terremotos seproducían con cierta frecuencia en la NuevaInglaterra, y hacían caer de rodillas a muchosorgullosos pecadores, vivía cerca de este lugarun hombre flaco y miserable, que se llamabaTomás Walker. Estaba casado con una mujertan miserable como él: ambos lo eran tanto, quetrataban de estafarse mutuamente. La mujertrataba de ocultar cualquier cosa sobre la queponía las manos; en cuanto cacareaba una ga-llina, ya estaba ella al quién vive, para asegu-rarse el huevo recién puesto. El marido ronda-ba continuamente, buscando los escondrijossecretos de su mujer; abundaban los conflictosruidosos acerca de cosas que debían ser pro-piedad común. Vivían en una casa, dejada de lamano de Dios, que tenía un aspecto como si se

estuviera muriendo de hambre. De su chime-nea no salía humo; ningún viajero se detenía asu puerta; llamaban suyo un miserable caballe-jo, cuyas costillas eran tan visibles como loshierros de una reja. El pobre animal se desliza-ba por el campo, cubierto de un pasto corto, delcual sobresalían rugosas piedras, que si bienexcitaba el hambre del animal no llegaba a cal-marla; muchas veces sacaba la cabeza fuera dela empalizada, echando una mirada triste sobrecualquiera que pasase por allí, como si pidieraque le sacase de aquella tierra de hambre. Tantola casa como sus moradores tenían mala fama.La mujer de Tomás era alta, de malísima inten-ción, de un temperamento fiero, de larga len-gua y fuertes brazos. Se oía a menudo su voz enuna continua guerra de palabras con su marido:su cara demostraba que esas disputas no selimitaban a simples dimes y diretes. Sin embar-go, nadie se atrevía a interponerse entre ellos.El solitario viajero se encerraba en sí mismo aloír aquel escándalo y rechinar de dientes, ob-

servaba a una cierta distancia aquel refugio demalas bestias y se apresuraba a seguir su cami-no, alegrándose, si era soltero, de no estar casa-do. Un día, Tomás Walker, que había tenido quedirigirse a un lugar distante, cortó camino, cre-yendo ahorrarlo, a través del pantano. Comotodos los atajos, estaba mal elegido. Los árbolescrecían muy cerca los unos de los otros, alcan-zando algunos los treinta metros de altura, de-bido a lo cual, en pleno día, debajo de ellos pa-recía de noche, y todas las lechuzas de la vecin-dad se refugiaban allí. Todo el terreno estaballeno de baches, en parte cubiertos de bejucos ymusgo, por lo que a menudo el viajero caía enun pozo de barro negro y pegadizo; se encon-traban también charcos de aguas obscuras yestancadas, donde se refugiaban las ranas, lossapos y las serpientes acuáticas, y donde sepudrían los troncos de los árboles semisumer-gidos, que parecían caimanes tomando el sol.

Tomás seguía eligiendo cuidadosamente sucamino a través de aquel bosque traicionero;saltando de un montón de troncos y raíces aotro, apoyando los pies en cualquier precariopero firme montón de tierra; otras veces semovía sigilosamente como un gato, a lo largode troncos de árboles que yacían por tierra; decuando en cuando le asustaban los gritos de lospatos silvestres, que volaban sobre algún char-co solitario. Finalmente llegó a tierra firme, a unpedazo de tierra que tenía la forma de unapenínsula, que se internaba profundamente enel pantano. Allí se habían hecho fuertes los in-dios durante las guerras con los primeros colo-nos. Allí habían construido una especie de fuer-te, que ellos consideraron inexpugnable y queutilizaron como refugio para sus mujeres ehijos. Nada quedaba de él, sino una parte de laempalizada, que gradualmente se hundía en elsuelo, hasta quedar a su mismo nivel, en partecubierto ya por los árboles del bosque, cuyo

follaje claro se distinguía nítidamente del otromás oscuro de los del pantano. Ya estaba bastante avanzada la tarde, cuan-do Tomás Walker llegó al viejo fuerte, donde sedetuvo para descansar un rato. Cualquier otrapersona hubiera sentido una cierta aversión adescansar allí, pues el común de las gentes ten-ía muy mala opinión del lugar, la que proveníade historias de los tiempos de las guerras conlos indios; se aseguraba que los salvajes aparec-ían por allí y hacían sacrificios al Espíritu Malo. Sin embargo, Tomás Walker no era hombreque se preocupara de relatos de esa clase. Du-rante algún tiempo se acostó en el tronco de unárbol caído, escuchó los cantos de los pájaros ycon su bastón se dedicó a formar montones debarro. Mientras inconscientemente revolvía latierra, su bastón tropezó con algo duro. Lo sacóde entre la tierra vegetal y observó con sorpresaque era un cráneo, en el cual estaba firmementeclavada un hacha india. El estado de arma de-mostraba que había pasado mucho tiempo des-

de que había recibido aquel golpe mortal. Eraun triste recuerdo de las luchas feroces de quehabía sido testigo aquel último refugio de losaborígenes. -Vaya -dijo Tomás Walker, mientras de unpuntapié trataba de desprender del cráneo losúltimos restos de tierra. -Deje ese cráneo -oyó que le decía una vozgruesa. Tomás levantó la mirada y vio a unhombre negro, de gran estatura, sentado enfrente de él, en el tronco de otro árbol. Se sor-prendió muchísimo, pues no había oído ni es-cuchado acercarse a nadie; pero más seasombró al observar atentamente a su interlo-cutor, tanto como lo permitía la poca luz, ycomprender que no era negro ni indio. Es ciertoque su vestido recordaba el de los aborígenes yque tenía alrededor del cuerpo un cinturónrojo, pero el color de su rostro no era ni negroni cobrizo, sino sucio obscuro, y manchado dehollín, como si estuviera acostumbrado a andarentro el fuego y las fraguas. Un mechón de pelo

hirsuto se agitaba sobre su cabeza en todas di-recciones; llevaba un hacha sobre los hombros. Durante un momento observó a Tomás consus grandes ojos rojos. -¿Qué hace usted en mis terrenos? -preguntóel hombre tiznado, con una voz ronca y caver-nosa. -¡Sus terrenos! - exclamó burlonamenteTomásSon tan suyos como míos; pertenecen al diáco-no Peabody. -Maldito sea el diácono Peabody -dijo el ex-traño individuo-; ya me he prometido que asíserá, si no se fija un poco más en sus propiospecados y menos en los del vecino. Mire haciaallí y verá cómo le va al diácono Peabody. Tomás miró en la dirección que indicabaaquel extraño individuo y observó uno de losgrandes árboles, bien cubierto de hojas, por suparte exterior, pero cuyo tronco estaba entera-mente carcomido, tanto que debía estar ente-ramente hueco, por lo que lo derribaría el pri-

mer viento fuerte. Sobre la corteza del árbolestaba grabado el nombre del diácono Peabody,un personaje eminente, que se había enriqueci-do mediante ventajosos negocios con los indios.Tomás echó una mirada alrededor y notó que lamayoría de los altos árboles estaban marcadoscon el nombre de algún encumbrado personajede la colonia y que todos ellos estaban próxi-mos a caer. El tronco sobre el cual estaba senta-do parecía haber sido derribado hacía muy po-co tiempo; llevaba el nombre de Grownins-hield; Tomás recordó que era un poderoso co-lono, que hacía gran ostentación de sus rique-zas, de las cuales se decía que habían sido ad-quiridas mediante actos de piratería. -Está pronto para el fuego -dijo el hombrenegro, con aire de triunfo-. Como usted ve, es-toy bien provisto de leña para el invierno. -¿Pero qué derecho tiene usted a cortar árbo-les en las tierras del diácono Peabody? -preguntó Tomás asombrado.

-El derecho que proviene de haber ocupadoanteriormente estas tierras -respondió el otro-.Me pertenecían antes de que ningún hombreblanco pusiera el pie en esta región. -¿Quién es usted, si se puede saber? -preguntó Tomás. -Me conocen por diferentes nombres. Enalgunos países soy el cazador furtivo; en otros,el minero negro. En esta región me llaman elleñador negro. Soy aquel a quien los hombresde bronce consagraron este lugar, y en honordel cual alguna que otra vez asaron un hombreblanco, puesto que gusto del olor de los sacrifi-cios. Desde que los indios han sido extermina-dos por vosotros, los salvajes blancos, me di-vierto presidiendo las persecuciones de cuá-queros y anabaptistas. Soy el protector de losnegreros y Gran Maestre de las brujas de Sa-lem. -En pocas palabras, si no estoy equivocado -dijo Tomás audazmente-, usted es el mismísi-mo demonio, como se le llama corrientemente.

-El mismo, a sus órdenes -respondió el hom-bre negro, con una inclinación de cabeza quequería ser cortés. Así empezó esta conversación de acuerdocon la antigua leyenda, aunque parece dema-siado pacífica para que podamos creerla. Unose siente tentado a pensar que un encuentro contal personaje, en un lugar tan desolado y lejosde toda habitación humana, era para hacer sal-tar los nervios de cualquier hombre, peroTomás era de temple férreo, no se asustabafácilmente, y había vivido tanto tiempo con unaharpía, que ya no temía ni al mismo diablo. Se cuenta que después de estas palabras ini-ciales, mientras Tomás seguía su camino haciasu casa, ambos personajes mantuvieron unalarga y seria conferencia. El hombre negro lehabló de grandes sumas de dinero, enterradaspor Kidd el pirata bajo los árboles de la colina,no lejos del pantano. Todos estos tesoros esta-ban a disposición del hombre negro, quien loshabía puesto bajo su custodia. Ofreció dárselos

a Tomás, por sentir una cierta inclinación haciaél, pero sólo en determinadas condiciones. Es fácil imaginarse qué condiciones eranéstas, aunque Tomás nunca se las confesó anadie. Deben haber sido muy duras, pues pidiótiempo para pensarlas, aunque no era hombreque se detuviera en niñerías tratándose de di-nero. Cuando llegaron al límite del pantano, elextraño individuo se detuvo. -¿Qué prueba tengo yo de que usted me hadicho la verdad? -dijo Tomás. -Aquí está mi firma -repuso el hombre ne-gro, poniendo uno de sus dedos sobre la frentede Tomás. Dicho esto dio vuelta, dirigiose a laparte más espesa del bosque y pareció, por lomenos así lo contaba Tomás, como si se hun-diera en la tierra, hasta que no se vio más quelos hombros y la cabeza, desapareciendo final-mente. Cuando llegó a su casa, encontró que eldedo del extraño hombre parecía haberle que-mado la frente, de manera que nada podía bo-rrar su señal.

La primera noticia que le dio su mujer fueacerca de la repentina muerte de AbsalónCrowninshield, el rico bucanero. Los periódicoslo anunciaban con los acostumbrados elogios.Tomás se acordó del árbol que su negro amigoacababa de derribar y que estaba pronto paraarder. «Que ese filibustero se tueste bien -dijoTomás-. ¿A quién puede preocuparle eso?»Estaba ahora convencido de que no era ningu-na ilusión todo lo que había oído y visto. No era hombre inclinado a confiar en sumujer, pero, como éste era un secreto malvado,estaba pronto a compartirlo con ella. Toda laavaricia de su mujer se despertó al oír hablardel oro enterrado; urgió a su marido a cumplirlas condiciones del hombre negro y asegurarseun tesoro que los haría ricos para toda la vida.Por muy dispuesto que hubiera estado Tomás avender su alma al diablo, estaba determinado ano hacerlo para complacer a su mujer, por loque se negó rotundamente por simple espíritude contradicción. Fueron numerosas y graves

las discusiones violentas entre ambos espososacerca de esta materia, pero cuanto más habla-ba ella, tanto más se decidía Tomás a no conde-narse por hacerle el gusto a su mujer. Finalmente ella se decidió a hacer el negociopor su cuenta, y si lograba éxito, a guardarsetodo el dinero. Como tenía tan pocos escrúpu-los como su marido, una tarde de verano sedirigió al viejo fortín indio. Estuvo ausente mu-chas horas. Cuando volvió no gastó muchaspalabras. Contó algunas cosas acerca de unhombre negro, a quien había encontrado, a me-dia luz, dedicado a derribar árboles a hachazos.Sin embargo se mantuvo bastante reservada,sin acceder a contar más; debía volver otra vezcon una oferta propiciatoria, pero se negó adecir lo que era. Al otro día, a la misma hora, se dirigió alpantano, llevando fuertemente cargado el de-lantal. Tomás la esperó muchas horas en vano;llegó la medianoche, pero no apareció; llegó lamañana, el mediodía, y nuevamente la noche,

pero ella no volvía. Tomás empezó a tranquili-zarse, especialmente cuando observó que sehabía llevado consigo un juego de té de plata ytodo artículo portátil de valor. Pasó otra nochey otro día, y su mujer seguía sin aparecer. Enuna palabra, nunca más volvió a oírse hablar deella. Son tantos los que aseguran saber lo que leocurrió que, en resumidas cuentas, nadie sabenada. Es uno de los tantos hechos que aparecenconfusos por la enorme variedad de opinionesde los historiadores que se han ocupado de ello.Algunos aseguran que se perdió en el pantano,y que dando vueltas vino a caer en un pozo;otros, menos caritativos, suponen que huyó conel botín y se dirigió a alguna provincia; segúnotros, el enemigo malo la atrajo a una trampa,en la cual se la encontró después. Esta últimahipótesis se confirma por la observación dealgunos pobladores del lugar, según los cualesaquella misma tarde se vio a un hombre negro,con un hacha, que salía del pantano, llevando

un atadillo formado por un delantal, y con elaspecto de un altivo triunfador. La versión más corriente afirma, sin embar-go, que Tomás se puso tan nervioso por el des-tino de su mujer, que finalmente se decidió abuscarla en las cercanías del fortín indio. Per-maneció toda una larga tarde de verano enaquel tétrico lugar, sin poder encontrarla. Mu-chas veces la llamó por su nombre, sin obtenerninguna respuesta. Sólo los pájaros y las ranasrespondían a sus gritos. Finalmente, en la horadel crepúsculo, cuando empezaban a salir laslechuzas y los murciélagos, el vuelo de los ca-ranchos le llamó la atención. Miró hacia arribay observó un objeto, en parte envuelto en undelantal y que colgaba de las ramas de unárbol. Un carancho revoloteaba cerca, como sivigilara su presa. Tomás se alegró, por recono-cer el delantal de su mujer y suponer que con-tuviera todos los objetos valiosos que se habíallevado.

«Recupere yo lo mío -dijo, tratando de con-solarse-, y ya veré cómo me las arreglo sin mimujer». Al subir por el árbol, el carancho extendiólas alas y huyó a refugiarse en lo más sombríodel bosque. Tomás se apoderó del delantal, pero, congran desesperación suya, sólo encontró dentrode él un hígado y un corazón. Según las más auténticas historias, eso estodo lo que se encontró de la mujer de Tomás.Probablemente intentó proceder con el diablocomo estaba acostumbrada a hacerlo con sumarido; pero, aunque una harpía se considerageneralmente como un buen enemigo del dia-blo, en este caso parece que la mujer de Tomásllevó la peor parte. Debió haber muerto con lasbotas puestas, pues Tomás notó numerosashuellas de pies desnudos, alrededor del árbol,como si alguien hubiera tenido que afirmarsebien; encontró además un montón de negros ehirsutos cabellos, que indudablemente proced-

ían del leñador. Tomás conocía por experienciala habilidad de su mujer para el combate. Seencogió de hombros al observar señales de ga-rras. «Por Dios -se dijo-, hasta él ha debido pa-sar trabajos por ella». Como era un hombre estoico, Tomás se con-soló de la pérdida de sus objetos de plata, conla de su mujer. Hasta sintió un poco de gratitudpor el leñador negro, considerando que le habíafavorecido. En consecuencia, trató de seguircultivando su amistad, aunque durante algúntiempo sin éxito; el hombre negro parecía sufrirahora de timidez, pues, aunque la gente pienselo contrario, no aparece en cuanto se le llama:sabe cómo jugar sus cartas cuando está segurode tener los triunfos. Finalmente, se cuenta quecuando la inútil búsqueda había cansado aTomás, hasta el punto de estar dispuesto a ac-ceder a cualquier cosa antes que renunciar altesoro, una tarde encontró al hombre negro,vestido como siempre de leñador, con el hachaal hombro, recorriendo el pantano y silbando

una melodía. Pareció recibir los saludos deTomás con gran indiferencia, dando cortas res-puestas y prosiguiendo con su música. Poco a poco, sin embargo, Tomás llevó laconversación adonde le interesaba, empezandoen seguida a discutir las condiciones dentro delas cuales Tomás obtendría el tesoro del pirata.Había una condición, que no es necesario men-cionar, pues se sobreentiende generalmente entodos los casos en los que el diablo hace unfavor; a ella se agregaban otras, en las que elhombre negro insistía tercamente, aunque fue-ran de menor importancia. Pretendía que eldinero encontrado con su auxilio se empleaseen su servicio. En consecuencia, propuso aTomás que lo dedicara al tráfico de esclavos, esdecir, que fletara un barco dedicado a ese nego-cio. Sin embargo, Tomás se negó resueltamentea ello: su conciencia era bastante elástica, peroni el mismo diablo podía inducirle a dedicarseal tráfico del ébano humano. El hombre negro,al ver que Tomás estaba tan decidido en este

punto, no insistió, proponiendo en su lugar quese dedicara a prestar dinero, pues el diablo tie-ne gran interés en que aumente el número deusureros, considerándolos muy particularmen-te como hijos suyos. Tomás no hizo a esto ninguna objeción, yaque, por el contrario, era una proposición muyde su gusto. -El mes próximo usted abrirá sus oficinas enBoston -dijo el hombre negro. -Lo haré mañana mismo, si usted lo desea -repuso Tomás. -Usted prestará dinero al dos por cientomensual. -Como que hay Dios, que cobraré cuatro -replicó Tomás. -Usted se hará extender pagarés, liquidaráhipotecas y llevará los comerciantes a la quie-bra. -Los mandaré... al d... o -gritó Tomás, entu-siasmado.

-Usted será usurero con mi dinero -añadió elhombre negro, agradablemente sorprendido-.¿Cuándo quiere usted el dinero? -Esta misma noche. -Trato hecho -dijo el diablo. -Trato hecho -asintió Tomás. Se estrecharon las manos y quedó finiquita-do el negocio. Pocos días después, Tomás se encontrabasentado detrás de su escritorio, en una casa debanca, en Boston. Pronto se esparció su reputa-ción de prestamista, que entregaba dinero porpura consideración. Todos se acuerdan de lostiempos del gobernador Belcher (7)

, cuando el dinero era particularmente escaso.Eran los tiempos de los asignados. Todo el paísestaba sumergido bajo un diluvio de papel mo-neda: se había fundado el Banco Hipotecario yproducido una loca fiebre de especulación; lagente desvariaba con planes de colonización ycon la construcción de ciudades en la selva. Losespeculadores recorrían las casas con mapas de

concesiones, de ciudades que iban a ser funda-das y de algún El Dorado, situado nadie sabíadónde, pero que todos querían comprar. Enuna palabra, la fiebre de la especulación, queaparece de vez en cuando en nuestra patria,había creado una situación alarmante; todossoñaban con hacer su fortuna de la nada. Comoocurre siempre, la epidemia había cedido; elsueño se había disipado, y con él las fortunasimaginarias; los pacientes se encontraban en unpeligroso estado de convalecencia y por todo elpaís se oía a la gente quejarse de los «malostiempos». En estos propicios momentos de calamidadpública se estableció Tomás como usurero enBoston. Pronto a su puerta se agolparon lossolicitantes. El necesitado y el aventurero, elespeculador, que consideraba los negocios co-mo un juego de baraja; el comerciante sin fon-dos, o aquel cuyo crédito había desaparecido,en una palabra, todo el que debía buscar por

medios desesperados y por sacrificios terribles,acudía a Tomás. Éste era el amigo universal de los necesita-dos, sin perjuicio de exigir siempre buen pago ybuenas seguridades. Su dureza estaba en rela-ción directa con el grado de dificultad de sucliente. Acumulaba pagarés e hipotecas, es-quilmaba gradualmente a sus clientes, hastadejarlos a su puerta corno una fruta seca. De esta manera hizo dinero como la espumay se convirtió en un hombre rico y poderoso.Como es costumbre en esta clase de gentes,comenzó a edificar una vasta casa, pero de pu-ro miserable no acabó ni de construirla ni deamueblarla. En el colmo de su vanidad rompiócoche, aunque dejaba morir de hambre a loscaballos que tiraban de él; los ejes de aquelvehículo no llegaron nunca a saber lo que era elsebo y chirriaban de tal modo que cualquieraestaría tentado a tomar ese ruido por los lamen-tos de la pobre clientela de Tomás.

A medida que pasaban los años empezó areflexionar. Después de haberse asegurado to-das las buenas cosas de este mundo comenzó apreocuparse del otro. Lamentaba el trato quehabía hecho con su amigo negro y se dedicó abuscar el modo y la manera de engañarle. Enconsecuencia, de repente se convirtió en asiduovisitante de la iglesia. Rezaba en voz muy alta yponiendo toda su fuerza en ello, como si sepudiera ganar el cielo a fuerza de pulmones.Del elevado tono de sus oraciones dominicales,podía deducirse la gravedad de sus pecadosdurante la semana. Los otros fieles, que modes-ta y continuamente habían dirigido sus pasospor los senderos de la rectitud, se llenaban a símismos de reproches al ver la rapidez con queeste recién convertido los sobrepasaba a todos.Tomás mostrábase tan rígido en cuestiones dereligión como de dinero; era un estricto vigilan-te y censor de sus vecinos y parecía creer quetodo pecado que ellos cometieran era una par-tida a su favor. Llegó a hablar de la necesidad

de reiniciar la persecución de los cuáqueros ylos anabaptistas. En una palabra, el celo religio-so de Tomás era tan notorio como sus riquezas. A pesar de todos sus ahincados esfuerzos enpro de lo contrario, Tomás temía que al fin eldiablo se saliera con la suya. Se dice que paraque no lo agarrara desprevenido, llevaba siem-pre una pequeña biblia en uno de los bolsillosde su levitón. Además, tenía otra de gran for-mato encima de su escritorio; los que le visita-ban le encontraban a menudo leyéndola. Enesas ocasiones, ponía sus lentes entre las pági-nas del libro, para marcar el lugar y se dirigíadespués a su visitante para llevar a cabo algunaoperación usuraria. Cuentan algunos que a medida que envejec-ía, Tomás empezó a ponerse chocho y que su-poniendo que su fin estaba cercano, hizo ente-rrar uno de sus caballos, con herraduras nuevasy completamente ensillado, pero con las pataspara arriba, puesto que suponía que el día delJuicio Final todo iba a estar al revés, con lo cual

tendría una cabalgadura lista para montar,pues estaba decidido, si ocurría lo peor, a quesu amigo corriera un poco si quería llevarse sualma. Sin embargo, esto es probablemente sóloun cuento de viejas. Si realmente tomó esa precaución, fue com-pletamente inútil, por lo menos así lo afirma laleyenda auténtica, que termina esta historia dela siguiente manera: Una tarde calurosa, en la canícula, cuando seanunciaba una terrible tormenta, Tomás se en-contraba en su escritorio, vestido con una batamañanera. Estaba a punto de desahuciar unahipoteca, con lo que acabaría de arruinar a undesgraciado especulador en tierras, por el quehabía sentido gran amistad. El pobre hombre pedía un par de meses derespiro. Tomás se impacientó y se negó a con-cederle ni un día más. -Eso significa la ruina de mi familia, quequedará en la miseria -decía el especulador.

-La caridad bien entendida empieza por casa-objetó Tomás-. Debo preocuparme por mímismo, en estos tiempos duros. -Usted ha ganado mucho dinero conmigo -dijo el especulador. Tomás perdió su paciencia y su piedad. -Que el d....o me lleve si he ganado un ocha-vo. En aquel momento se oyeron tres golpesdados en la puerta. Tomás salió a ver quién era.En la puerta, un hombre negro mantenía por labrida a un caballo del mismo color, que bufabay golpeaba el suelo con impaciencia. -Tomás, ven conmigo -dijo el hombre negrosecamente. Tomás retrocedió, pero era dema-siado tarde. Su Biblia pequeña estaba en el le-vitón y la grande debajo de la hipoteca, queestaba a punto de liquidar; ningún pecador fuetomado más desprevenido. El hombre le pusoen la silla, como si fuera un niño, fustigó al ca-ballo y se alejó a galope tendido con Tomásdetrás de él en medio de la tormenta que aca-baba de desencadenarse. Sus empleados se pu-

sieron la pluma detrás de la oreja y a través delas ventanas le vieron alejarse. Así desaparecióTomás Walker a través de las calles, flotando alaire su traje mañanero, mientras su caballo acada salto hacía brotar chispas del suelo. Cuan-do los empleados volvieron la cabeza para ob-servar al hombre negro, éste había desapareci-do. Tomás nunca volvió a liquidar la hipoteca.Una persona que vivía en el límite del pantanocontó que en el momento de desencadenarse latormenta oyó ruido de herraduras y aullidos, ycuando se asomó a la ventana vio una figuracomo la descripta, montada en un caballo quegalopaba como desbocado, a través de camposy colinas, hacia el oscuro pantano, en direcciónal derruido fuerte indio; poco después de pasarpor delante de su casa cayó en aquel sitio unrayo que pareció incendiar todo el bosque. Las buenas gentes sacudieron la cabeza y seencogieron de hombros, pero estaban tan acos-tumbradas a las brujas, los encantamientos y

toda clase de triquiñuelas del diablo, que no sehorrorizaron tanto como hubiera debido espe-rarse. Se encargó a un grupo de personas queadministraran las propiedades de Tomás. Nadahabía que administrar, sin embargo. Al revisarsus cofres, se encontró que todos sus pagarés ehipotecas estaban reducidos a cenizas. En lugarde oro y plata, su caja de hierro sólo conteníapiedras; en vez de dos caballos, medio muertosde hambre en sus caballerizas, se encontraronsólo dos esqueletos. Al día siguiente su casaardió hasta los cimientos. Este fue el fin de Tomás Walker y de sus malhabidas riquezas. Que todas las personas exce-sivamente amantes del dinero se miren en esteespejo. Es imposible dudar de la veracidad deesta historia. Todavía puede verse el pozo, bajolos árboles de donde Tomás desenterró el orodel capitán Kidd; en las noches tormentosasalrededor del pantano y del viejo fortín indio,aparece una figura a caballo vestida con untraje mañanero, que sin duda es el alma del

usurero. De hecho, la historia ha dado origen aun proverbio, a ese dicho tan popular en laNueva Inglaterra, acerca de «El Diablo y TomásWalker». En cuanto puedo acordarme, esta es la esen-cia del relato del ballenero del Cabo Cod. Esta-ba adornado de diversos detalles triviales quehe omitido, pero los cuales nos sirvieron dealegre esparcimiento toda la mañana, hastadejar pasar la hora más favorable para la pesca,por lo que se propuso que volviéramos a tierray permaneciéramos bajo los árboles, hasta quecediera el calor del mediodía. Conformes con esto, tomamos tierra en unaagradable parte de la costa de la isla de Man-hattoes, llena de árboles y que antiguamenteperteneció a los dominios de la familia Har-denbroocks. Era un lugar que conocía bien porlas excursiones de mi mocedad. Cerca del sitiode nuestro desembarco se encontraba un anti-guo sepulcro holandés, que inspiró gran terror

y dio pábulo a numerosas fábulas entre miscompañeros de colegio. Durante uno de nuestros viajes costeros hab-íamos entrado a verlo, encontrando féretrosrecargados de adornos y muchos huesos; perolo que lo hacía más interesante a nuestros ojoses que existía una cierta relación con el cascodel barco pirata, que se pudría entre las rocasde Hell-Gate. También se decía que tenía mu-cho que ver con los contrabandistas, lo quedebía ser cierto cuando este apartado lugarpertenecía a uno de los notables burgers, un talProvost, al que se le conocía por el sobrenom-bre de «el aventurero del dinero pronto» y delque se murmuraba que tenía numerosos y mis-teriosos negocios de ultramar. Sin embargo,todas estas cosas habían formado un buen re-voltillo en nuestras juveniles cabezas, de esamisma vaga manera como tales temas se entre-lazan en los cuentos de la mocedad. Mientras yo reflexionaba sobre estas cosas,mis compañeros habían extendido un almuerzo

sobre el suelo, sacándolo de una canasta muybien provista, y colocando todo bajo los árboles,cerca del agua. Allí pasamos las horas calurosasdel mediodía. Mientras me encontraba tiradosobre la hierba, entregado a esa ensoñación quetanto me gusta, pasé revista a los débiles re-cuerdos de mi mocedad, y se los relaté a miscompañeros como me venían a la memoria:incompletos recuerdos de un sueño, que divir-tió a mis acompañantes. Cuando terminé, unode los burgers, hombre de edad avanzada, lla-mado Juan José Vandermoere, rompió el silen-cio y nos observó que él también recordaba unahistoria acerca de un tesoro, suceso que habíaocurrido en su vecindario y que podía explicaralgunas de las cosas que había oído en mi mo-cedad. Como sabíamos que era uno de los másveraces hombres de la provincia, le rogamosque nos contara esa historia, lo que hizo demuy buena gana, mientras fumábamos nues-tras pipas.

Wolfert Webber o los sueños dorados En el año de gracia de mil setecientos y..., nome acuerdo la fecha exacta, aunque estoy segu-ro de que era a principios del siglo XVIII, vivíaen la notable ciudad de Manhattoes un burger,Wolfert Webber de nombre. Descendía del viejoCobus Webber, nativo de Brille, en Holanda,uno de los primeros colonizadores, cuya famaproviene de haber introducido la col en las co-lonias y que llegó a esta provincia durante elprotectorado de Oloffe Van Kortlandt, conoci-do también por el nombre de «el soñador». El campo en el cual Cobus Webber se instalójunto con sus coles permaneció siempre en ma-nos de la familia, que continuó la misma clasede actividad, con esa perseverancia, digna deelogio, por la cual se distinguen los burgersholandeses. Durante varias generaciones, todoel genio de la familia se aplicó al estudio y de-sarrollo de ese noble vegetal; a esa concentra-ción intelectual se debe, sin duda, el prodigioso

tamaño y la fama que alcanzaban las coles delos Webber. Esta dinastía continuó sin interrupción;ningún linaje dio pruebas más indiscutibles delegitimidad. El hijo mayor heredaba tanto laapariencia como los terrenos de su progenitor;si se hubieran tomado los retratos de esta fami-lia de tranquilos potentados, hubieran presen-tado una línea de cabezas de un parecido ma-ravilloso, tanto en la forma como en el tamañocon los vegetales que cultivaban. El asiento de su gobierno continuaba inva-riablemente en el solar de la familia, una casaconstruida en estilo holandés, cuyo techo ter-minaba en punta, sobre la cual se erguía elacostumbrado gallo de hierro, que indicaba ladirección del viento. Todo el edificio tenía unaire de seguridad y tranquilidad largamentegozada. Muchos pájaros habían hecho su nidoallí; todos saben que los volátiles traen suerte aledificio en el cual se refugian. En una mañanade sol de cualquier día a principios de verano,

se oían sus alegres cantos, mientras hendían elaire, como si proclamaran la grandeza y pros-peridad de los Webber. De esta manera tranquila y en medio de co-modidades vegetaba esta excelente familia, bajola sombra de los árboles que rodeaban la casa.Poco a poco empezaron a extenderse en tornode ella los suburbios de la ciudad. Las nuevasconstrucciones interceptaban la visión; las pra-deras que rodeaban la propiedad empezaban amostrar el tráfago y las multitudes propias deuna ciudad; en una palabra, viviendo de acuer-do con todas las costumbres de la vida rústica,comenzaron a darse cuenta de que eran habi-tantes de una ciudad. Sin embargo, siguieronmanteniendo su carácter y sus tierras, ambosrecibidos por herencia, con la tenacidad conque un principillo alemán defendería sus pre-tendidos derechos ante el Emperador del SacroImperio Romano Germánico. Wolfert era elúltimo de su estirpe; heredó el banco patriarcal,cerca de la puerta, debajo del árbol familiar,

desde donde manejaba el cetro de sus padres,como un potentado rural en el centro de unametrópoli. Para compartir las cargas y las dulzuras desu soberanía, eligió una compañera, de esa ex-celente clase de mujeres, llamadas de su casa,que están tanto más ocupadas cuanto menoshay que hacer. Sin embargo, su actividad tomóuna dirección particular: toda su vida parecíaestar dedicada a hacer calceta, en casa o fuerade ella, de pie o sentada; continuamente esta-ban sus agujas en movimiento; se afirma que suconstante diligencia proporcionaba casi toda laropa de esta clase que se necesitara en su casa,durante todo el año. Dios había bendecido la unión de estas bue-nas gentes con una hija, que criaron con granternura y cariño, habiéndose tomado todo eltrabajo posible para completar su educación,por lo que sabía un poco de todas las activida-des propias de su sexo, incluso preparar la másvariada clase de conservas y bordar su propio

nombre en un cañamazo. En el jardín familiarse observaba también la influencia de sus gus-tos, pues aparecía mezclado lo útil con lo agra-dable: hileras enteras de flores rodeaban a lascoles y los girasoles asomaban sus flores por laempalizada, como si saludaran afectuosamentea los que pasaban. Así, en paz y contento consigo mismo y conel mundo, reinaba Wolfert Webber sobre lastierras heredadas de sus padres. Como todoslos otros soberanos, no carecía su vida de pre-ocupaciones y disgustos. Le molestaba algunasveces el crecimiento de su ciudad natal. Poco apoco, su pequeño territorio quedó encerradoentre calles y casas, que interceptaban el aire yla luz del sol. Tenía que sufrir las invasiones delas poblaciones fronterizas, que infestaban lossuburbios de la metrópoli, las cuales, favoreci-das por la oscuridad de la noche, entraban ensus dominios y se llevaban como prisioneroslíneas enteras de coles, sus más nobles súbditos.Los cerdos vagabundos aprovechaban para sus

incursiones cualquier descuido, una puertaabierta, por ejemplo, dejando un campo de de-solación detrás de ellos; los chicos mal educa-dos arrancaban las flores de los girasoles, lagloria del jardín. Sin embargo, todas estas eranpequeñas molestias, que de vez en cuando lehacían arrugar el entrecejo, exactamente comouna brisa de verano forma olas en la superficiede un pantano dedicado a la cría de truchas,pero no podían afectar aquella tranquilidad tanprofundamente asentada en su alma. Le bastaba echar mano de un robustobastón, que guardaba detrás de la puerta, salircorriendo, santiguar con él las espaldas del in-truso, así fuera un muchacho o un cerdo, y vol-ver a colocarlo en su sitio, para sentirse otra vezmaravillosamente fresco y tranquilo. Sin embargo, la causa principal de la pre-ocupación del honrado Wolfert era la prosperi-dad creciente de la ciudad. Los gastos aumen-tan al doble y al triple, aunque a él le era impo-sible aumentar en la misma proporción el ta-

maño de sus coles, como tampoco impedir elcreciente número de competidores, ni que seelevasen los precios, por lo que, mientras a sualrededor todos se enriquecían, él se empobrec-ía, siendo imposible, por más que se devanaralos sesos, hallar modo de remediarlo. Esta preocupación, que aumentaba día a día,ejercía un efecto gradual sobre nuestro notableburger, tanto que llegó a producirle arrugas enla cara, cosa completamente desconocida ante-riormente en la familia Webber y que parecíadar una expresión de ansiedad, incluso a lasmismas alas de su sombrero, completamenteopuesta a la beatífica de sus antepasados. Talvez ni aun esto hubiera alterado la serenidad desu alma, si hubiera de preocuparse sólo por élmismo y por su mujer, pero allí estaba su hija,que llegaba a la pubertad por sus pasos conta-dos. Todos saben que cuando las muchachasllegan a esta edad necesitan más cuidados quecualquier otro fruto o flor. No tengo talentopara descubrir los encantos femeninos, de lo

contrario detallaría los progresos de esta pe-queña belleza holandesa; cómo se tornaba cadavez más profundo el azul de sus ojos, y se colo-reaban más y más sus mejillas y cómo se re-dondeaban sus formas al alcanzar las dieciséisprimaveras, hasta que al cumplir diecisiete pa-recía pronta a estallar, saliéndose de sus vesti-dos, como un capullo que está por abrirse. ¡Qué lástima que yo no pueda mostrarlacomo era ella entonces, en su vestido domin-guero, heredado de sus antepasados, pues conél se casó su abuela, y que ahora estaba conve-nientemente modernizado, con muchos ador-nos, que también provenían de aquella venera-ble fuente! Su pelo era castaño claro, recogidoen trenzas que formaban moños a cada lado dela cabeza, gracias al uso de manteca de vaca;llevaba al cuello una cadena de oro puro de lacual colgaba una cruz que descansaba precisa-mente a la entrada del valle de las delicias, co-mo si quisiera santificar el lugar, y..., pero¿quién me mete a mí, a mi avanzada edad, a

describir los encantos femeninos? Baste decirque Ema había llegado a los diecisiete años.Hacía mucho tiempo que se entretenía en bor-dar pares de corazones, atravesados por pun-tiagudas flechas, con verdaderos lazos amoro-sos, todo ello muy lindamente trabajado enseda azul; era evidente que empezaba a langui-decer, por faltarle alguna ocupación más inte-resante que criar girasoles o preparar salsifíesen conserva. En este período crítico de la vida femenina,cuando el corazón de una damisela, como elque dije que cuelga de su cuello y que es suemblema, se inclina a aceptar una imagen úni-ca, empezó a frecuentar un nuevo visitante lacasa de Wolfert Webber. Era éste Dirk (8) Wal-dron, hijo único de una pobre viuda, pero quepodía enorgullecerse de tener más padres queningún otro muchacho de la provincia, pues sumadre había enviudado cuatro veces, y habíatenido este único retoño en su último matrimo-nio, por lo que con todo derecho podía asegu-

rar que era el tardío fruto de un largo períodode cultivo. Este hijo de cuatro padres unía losméritos y el vigor de sus cuatro progenitores. Si no tenía una gran familia que le precedie-ra, era probable que le siguiera una bastantenumerosa, pues bastaba verle para comprenderque estaba destinado a ser el fundador de unaraza de gigantes. Poco a poco este visitante llegó a ser uníntimo de la familia. Hablaba muy poco, perose pasaba sentado mucho tiempo. Llenaba lapipa del viejo Webber, cuando estaba vacía,recogía las agujas o la lana de la madre, cuandose habían caído, y llenaba la tetera para la hijacon el contenido de la caldera de cobre que sil-baba encima del fuego. Todas estas pequeñasmuestras de habilidad parecen carecer de im-portancia, pero cuando se traduce el amor alflamenco o al holandés, se expresa entonces laelocuencia misma. La familia Webber no dejóde notarlo. El joven encontró maravilloso favora los ojos de la madre; la caldera de cobre pa-

recía silbar una agradable nota de bienvenidaen cuanto él se acercaba; y si pudiésemos leerlas modestas miradas de la hija, mientras estabasentada cosiendo al lado de su madre, no ob-servaríamos un ápice menos de buena voluntadque en la autora de sus días o en la caldera. Sólo Wolfert no comprendía lo que pasaba;profundamente absorto en sus meditacionesacerca del crecimiento de la ciudad y de suscoles, miraba el fuego y fumaba, en silencio, supipa. Una noche, cuando la dulce Ema, deacuerdo con la costumbre, acompañó a su pre-tendiente hasta la puerta, éste se despidió deella haciendo tal ruido, que aun el distraídoWolfert hubo de darse cuenta. Una nueva an-siedad se agregaba a las que ya tenía. Nunca sele había ocurrido que aquella niña, que hacíatan poco tiempo se le subía por las rodillas yjugaba con muñecas, pudiera de repente pensaren amoríos y en matrimonio. Se restregó losojos, examinó los hechos y halló realmente que,mientras él soñaba, la niña se había convertido

en mujer, y, lo que era peor, se había enamora-do. Así el pobre Wolfert tuvo una preocupaciónmás. Era un padre bondadoso y además unhombre prudente. El muchacho era sano y tra-bajador, pero no tenía tierras ni dinero. Todaslas ideas de Wolfert seguían el mismo camino:en caso de matrimonio, no veía otra alternativaque entregar a la joven pareja una parte de suhuerta de coles, aunque toda ella no manteníasino escasamente a su familia. Como padre prudente que era, se decidió aahogar esta pasión en sus comienzos, por loque prohibió al joven que siguiera frecuentan-do la casa, aunque le costó bastante tomar esadecisión, que provocó en su hija más de unasilenciosa lágrima. Demostró ésta ser, sin em-bargo, un dechado de obediencia y piedad fi-lial. No gritó, no se rebeló contra la autoridadpaterna, ni le dio por el histerismo, como loharía más de una damisela romántica, de esasque leen novelas. Aseguro al lector interesadoque no tenía un heroico temperamento, incli-

nado por la rebeldía. Por el contrario, se portócomo hija obediente, y dio a su pretendientecon la puerta en las narices; si alguna vez vol-vió a verse con él, fue en la ventana de la cocinao en la empalizada. La tarde de un domingo, mientras se dirigíaa una taberna rural, situada a unos tres kilóme-tros de su tierras, Wolfert reflexionaba profun-damente en todas estas cosas, arrugando seve-ramente el entrecejo. Era el punto de reuniónpreferido de la colonia holandesa, por haberpasado de padres a hijos, quedando siempre enpoder de una familia de esa nacionalidad, quele daba el aire y la apariencia de los viejos ybuenos tiempos. Era una casa de estiloholandés, que probablemente había sido la re-sidencia campestre de algún notable burger delos primeros días de la colonia. Se encontrabapróximo a un lugar llamado Corlears Hook,cerca del brazo de mar, en una entrada de lacosta donde la marea subía y bajaba con extra-ordinaria rapidez. Aquella casa venerable se

distinguía desde lejos por los árboles que larodeaban, que parecían invitar al que pasaba,mientras que algunos sauces llorones evocabanla frescura de un bosquecillo, lo que hacía muyagradable el lugar durante el calor del verano.Acudían allí muchos de los antiguos habitantesdel lugar, a jugar, a fumar sus pipas o discutirlos negocios públicos. Una tarde de otoño, Wolfert se dirigió a laantigua taberna. Las hojas empezaban a caersede los árboles y, arrastradas por el viento, for-maban remolinos en los campos. El frío prema-turo de aquellos días había obligado a los pa-rroquianos a refugiarse dentro de la taberna.Como era la tarde de un domingo, los habitua-les clientes celebraban sesión. La mayoría de lospresentes eran buenos burgers holandeses, aun-que no faltaban personas de diferente carácter yorigen, como es natural en un país de poblacióntan mezclada. Sentado ante el fuego, en un sillón de cuero,estaba el dictador de aquel mundillo, el vene-

rable Ramm, o para llamarlo con su nombrecompleto, Ramm Rapelye. Era de origen fla-menco, ilustre por lo antiguo de su familia,pues su bisabuela fue la primera criatura naci-da de padres blancos en la colonia. Pero era aunmás ilustre por su riqueza y dignidad; habíasido mucho tiempo concejal y el mismo gober-nador se quitaba respetuosamente el sombrerodelante de él. Desde tiempo inmemorial le per-tenecía aquel sillón de cuero; mientras formóparte del gobierno de la ciudad, fue aumentan-do en volumen, hasta que, al cabo de los años,llenaba todo el sillón. Su palabra era ley entrelos que dependían de él, pues siendo un hom-bre tan rico nadie esperaba que diera algúnargumento para defender sus opiniones. Eltabernero le atendía con un esmero particular,no porque pagara mejor que los otros parro-quianos, sino porque la moneda del rico parecesiempre más aceptable. El tabernero teníasiempre una palabra amable y una broma paradejarla caer en los oídos del augusto Ramm. Es

cierto que éste nunca se reía y que mantenía elaire grave y altivo de un perro de presa, aun-que alguna vez premiaba al dueño de casa conalgún signo de aprobación, que aunque no eramás que un gruñido, divertía al tabernero másque la carcajada de un pobre. -Esta noche será mala para los buscadores detesoros -dijo el tabernero, cuando un golpe deviento hizo temblar las ventanas de la casa. -¡Cómo! -exclamó un capitán inglés, a mediapaga, al que le quedaba sólo un ojo, y que eraun asiduo visitante de la taberna-. ¿Trabajanotra vez? -Así es -respondió el tabernero-. En estosúltimos tiempos han tenido suerte. Se dice quehan encontrado una olla grande de dinero,detrás de la granja de Stuyvesant. La genteafirma que lo enterró el mismo gobernadorStuyvesant. -¡Qué disparate! -exclamó el capitán tuerto,agregando un poco de agua a su vaso de bran-dy.

-Usted puede creerlo o no, como le plazca -dijo el tabernero, algo amoscado-. Pero todo elmundo sabe que el viejo gobernador enterróuna gran parte de su dinero cuando los casacasrojas ingleses (9) se apoderaron de la provincia.También se dice que el viejo caballero aparecepor las noches, en el mismo atavío que lleva enel cuadro que conserva la familia, -¡Qué disparate! -repitió el oficial a mediapaga. -Si usted lo dice, será un disparate. PeroCornelio Van Zandt le vio a medianoche, pase-ando por su huerto, con su pata de palo y laespada desnuda en la mano, que parecía echarrayos y centellas. ¿Por qué había de aparecerpor allí, sino porque las gentes han estado hur-gando por el lugar donde él enterró su dinero? El tabernero fue interrumpido por variossonidos guturales que procedían del lugardonde estaba sentado Ramm Rapelye y quedemostraban que éste se encontraba en la situa-ción completamente extraña para él de elaborar

una idea. Como era un hombre demasiado im-portante para que le molestase un tabernero,éste respetuosamente prefirió dejar que aquelimportante personaje la produjera él mismo. Elobeso corpachón de aquel notable burger mos-traba ahora todos los síntomas de un volcán, apunto de iniciar una erupción. Primero letembló el abdomen, lo que pareció un terremo-to; después salió del cráter, digo de la boca, unabocanada de humo; luego se produjo en sugarganta una especie de silbido, como si la ideatratase de abrirse camino a través de la lava;aparecieron a poco varios dislocados miembrosde una frase, que terminaron en un ataque detos, y finalmente se impuso su voz, con el tonolento pero absoluto de un hombre que, si nosiente el valor de sus ideas, comprende la mag-nitud de su bolsa. A cada dos o tres palabrasexpelía una bocanada de humo. -¿Quién dice que Pedro Stuyvesant aparecepor las noches? -una bocanada de humo-. ¿Notiene la gente ya respeto por las personas? -otra

bocanada de humo-. Pedro Stuyvesant sabíamuy bien lo que tenía que hacer con su dinero,para enterrarlo -otra bocanada de humo-. Co-nozco a los Stuyvesant -otra bocanada dehumo-. A todos ellos -otra bocanada de humo-.No hay familia más respetable en toda la pro-vincia -otra bocanada de humo-. De los prime-ros colonizadores, gente de su casa -otra boca-nada de humo-. No son de esos recién venidosque quieren hacerse importantes -otra bocana-da de humo-. No me vengan a decir que PedroStuyvesant se aparece por la noche -más boca-nadas de humo. Después de decir esto el notable Rammarrugó el entrecejo, cerró la boca hasta que se leformaron arrugas en las comisuras de los labiosy siguió fumando con tal intensidad que muypronto la niebla ocultó su cabeza, así como elhumo envuelve la cúspide terrible del monteEtna. Un silencio general siguió a esta severa ad-vertencia de aquel hombre tan rico. Sin embar-

go, el asunto era demasiado interesante paraabandonarlo tan fácilmente. Muy pronto, Pee-chy Prauw Van Hook, el cronista de la taberna,uno de esos viejos charlatanes cuya verborragiaparece aumentar con la edad, reinició la con-versación sobre el mismo tema. Peechy podía contar en una tarde tantas his-torias como sus oyentes pudieran digerir en unmes. Afirmó que por lo que él sabía, se habíaencontrado varias veces dinero en diversas par-tes de la isla. Las felices personas que lo habíandescubierto habían soñado previamente tresveces con el tesoro, y, lo que era más notable,sólo los descendientes de las viejas familiasholandesas lo habían encontrado, lo que de-mostraba claramente que el dinero había sidoenterrado por gentes de esa misma nacionali-dad. -Todo eso no es más que un conjunto de dis-parates -exclamó el oficial a media paga-. Nadatienen que ver los holandeses con ello. Todos

esos tesoros fueron enterrados por el capitánKidd y su tripulación. Al oír esto todos los circunstantes se asom-braron. En aquellos tiempos, el nombre del ca-pitán Kidd era como un talismán, al cual seasociaban mil historias maravillosas. El oficial amedia paga abrió el fuego y sus relatos acumu-laron sobre el capitán Kidd todos los saqueos yhazañas de Morgan (10), de Barbanegra y de to-dos los sangrientos bucaneros. El oficial era hombre cuya palabra pesabamucho entre los pacíficos asistentes de la taber-na, debido a su carácter de soldado y a sus rela-tos, llenos del humo de la pólvora. Sin embar-go, todas sus doradas historias acerca del ca-pitán Kidd y de los tesoros que había enterradose estrellaban ante la oposición de PeechyPrauw, quien antes que aguantar que sus pro-genitores holandeses fueran eclipsados por unfilibustero extranjero, llenó todos los campos dela vecindad con las ocultas riquezas de PedroStuyvesant y sus contemporáneos.

Wolfert Webber no perdió una palabra deesa discusión. Volvió pensativo a casa, lleno demagníficas ideas. Le parecía que el suelo de suisla natal se había convertido en polvo de oro yque todo el campo estaba lleno de tesoros. Ard-ía su cabeza al pensar cuántas veces deberíahaber pasado sin darse cuenta por lugares enlos cuales sólo la tierra vegetal encubría innu-merables tesoros. Su mente se agitaba ante estetorbellino de nuevas ideas. Cuando llegó a verla venerable mansión de sus antepasados, y lapequeña propiedad donde su raza había flore-cido durante tanto tiempo, sintió la amargurade su estrecho destino. -¡Infeliz de mí! -exclamó-. Otros pueden irsea la cama y soñar con montones de dinero; lesbasta agarrar, a la mañana, una pala y sacardoblones, como si fueran patatas, pero tú so-ñarás con tus dificultades y te levantarás pobre.Todo el año has de cavar en tus campos y nun-ca sacas sino coles.

Wolfert Webber se fue a acostar bastanteapesadumbrado; pasó mucho tiempo antes queaquellas visiones doradas que le habían calen-tado los cascos le permitieran dormirse. Sinembargo, esas mismas visiones aparecieron ensus sueños, tomando un aspecto más definido.Soñó que había descubierto un inmenso tesoroen el centro de su huerta. A cada movimientode la pala sacaba un lingote del codiciado me-tal; cruces de diamantes caían entre el barro ylas talegas de oro se rompían por su propiopeso, hinchadas con piezas de a ocho y venera-bles doblones. Cajones llenos de monedas deoro danzaban delante de sus asombrados ojos,arrojando su áureo contenido. Cuando Wolfert se levantó era un hombretan pobre como siempre. No tenía entusiasmopara dedicarse a sus obligaciones diarias, queparecían tan desagradables e inútiles. Todo eldía permaneció sentado en un rincón cerca delfuego, imaginando que las llamas eran lingotesde oro.

Su sueño se repitió la noche siguiente. Seveía nuevamente en su huerta, desenterrandoenormes riquezas. Había algo muy extraño enesta repetición. Pasó otro día entregado a susensueños; aunque era día de limpieza general yla casa, como ocurre en tales ocasiones en lasfamilias holandesas, era un verdadero pan-demónium, no se movió de su sitio, mientrasalrededor de él todo estaba patas arriba. A la tercera noche se fue a la cama con elcorazón palpitante. Se puso, al revés su rojogorro de dormir, para que le trajera suerte.Hacía ya tiempo que había pasado la mediano-che, cuando venciendo las preocupaciones y laansiedad pudo conciliar el sueño. Volvió a so-ñar con oro: una vez más vio su huerta llena delingotes del precioso metal y de talegas reple-tas. Wolfert se levantó completamente trastor-nado. Un sueño que se repite tres veces, nuncaengaña; si era así, su fortuna era cosa hecha.Estaba tan agitado que se puso el chaleco al

revés, lo que era una nueva prueba de su buenasuerte. Ya no dudaba que en sus tierras se en-contraba un gran tesoro escondido, que espera-ba tan sólo que alguien lo descubriera. Se arre-pintió de haber cavado tanto tiempo la superfi-cie de su huerta, en lugar de haber hurgado lasentrañas de la tierra. Se sentó a la mesa paradesayunarse, con la cabeza llena de esas re-flexiones; pidió a su hija que le pusiera más oroen el té y al pasar una de las fuentes a su mujer,le dijo que tomara uno o varios doblones. Su principal preocupación consistía ahora enobtener su enorme tesoro sin que nadie se ente-rara. En lugar de trabajar regularmente, duran-te el día, en su huerta, se levantaba de la cama,a altas horas de la noche, y provisto de un picoy una pala se dedicaba a cavar profundos pozosen toda su huerta. Al poco tiempo, sus tierras,que tenían un aspecto tan ordenado y regular,con sus falanges de coles que parecían un ejér-cito vegetal en orden de batalla, quedaron re-ducidas a una escena de devastación. Wolfert

proseguía su obra destructora, provisto de ungorro de dormir, una linterna, un pico y unapala. Recorría sus aniquiladas hileras de coles,como un ángel del Apocalipsis de su propiomundo vegetal. Cada mañana aparecía un nuevo testimoniode los destrozos de la noche anterior: coles detoda edad y condición, desde los tiernos reto-ños hasta las que habían llegado a la madurez,aparecían arrancadas de la tierra, abandonadaspara que se pudrieran. En vano se quejaba lamujer de Wolfert; en vano lloraba su hija porsus destrozados canteros de flores. «Tendrásmucho oro -gritaba Wolfert, acariciándola-.Tendrás un collar de ducados para casarte, hijamía». Su familia empezó a pensar que el pobrehombre estaba loco. Mientras dormía, hablabaacerca de tesoros escondidos, perlas y diaman-tes y barras de oro. Durante el día estaba dis-traído y daba vueltas por sus tierras, como siestuviera en trance espiritista. La señora Web-

ber mantuvo varios conciliábulos con todas lascomadres de la vecindad. A cualquier hora deldía se reunían en la casa, mientras la pobre mu-jer de Wolfert recitaba alguna fórmula contralas brujerías. Su hija intentaba consolarse me-diante entrevistas cada vez más frecuentes consu pretendiente Dirk Waldron. Ya no se oían enla casa aquellas agradables canciones holande-sas que ella acostumbraba cantar. Se olvidabade sus bordados y observaba ansiosamente a supadre, cuando éste se pasaba las horas sentadodelante del fuego. Una vez Wolfert se dio cuen-ta de que su hija le miraba con atención y porun momento abandonó sus dorados sueños: -Alégrate, hija mía -exclamó lleno de entu-siasmo-. ¿Por qué estás triste? Algún día te co-dearás con los Brinkerhoff, los Schermerhorn,los Van Horne y los Van Dam. ¡Por San Nicolás,que hasta el mismo santo se alegrará entoncesde tenerte por hija!

Su mujer sacudió la cabeza ante tan tontavanagloria y más que nunca quedó convencidade que su marido había perdido la chaveta. Entretanto, Wolfert seguía cavando, perocomo sus tierras eran extensas y en sus sueñosno se indicaba ningún lugar preciso, tenía quecavar al acaso, esta noche en un lugar, lapróxima en otro. Se inició el invierno antes deque hubiera podido explorar un décimo de sustierras. El suelo helado era enormemente duro,y las noches demasiado frías para trabajar conpico y pala. Tan pronto como llegó la primave-ra y subió la temperatura ablandándose el sue-lo, Wolfert reinició sus labores, con renovadocelo. Como siempre, invertía el horario de tra-bajo. En lugar de dedicarse a sus labores duran-te el día, plantando y trasplantando sus coles,permanecía ocioso durante las horas de sol,hasta que la llegada de la noche le impulsaba areiniciar sus secretos trabajos. De esta maneracontinuó cavando todas las noches, durantevarias semanas y aun durante varios meses, sin

encontrar un ochavo. Cuanto más cavaba, ma-yor era su pobreza. Desaparecía el rico suelo desus tierras, reemplazado por la arena, la gravay las piedras, que desenterraba buscando eltesoro, hasta que su propiedad parecía un de-sierto. Mientras tanto, seguía el curso de las esta-ciones. Los árboles florecieron y dieron fruto;volvieron las aves de paso y se fueron otra vez. Gradualmente, Wolfert despertó de un sue-ño de riquezas. No había sembrado nada parael invierno. Éste fue largo y severo, tanto quepor primera vez la familia empezó a sentir es-trechez. Poco a poco, las ideas de Wolfert toma-ron otro camino obligadas por la dura realidad.Comprendió que podía llegar el momento enque él y los suyos pasarían realmente necesi-dad. Se consideraba a sí mismo como uno delos más desdichados hombres de la provincia,por no haber podido descubrir un tesoro tancuantioso; después que aquellos miles de libras

habían escapado a sus investigaciones, era su-mamente duro ponerse a buscar chelines. Su rostro expresaba una profunda preocupa-ción; recorría la ciudad con el aire de un hom-bre que anda buscando dinero; iba con los ojosbajos, como si buscase dinero perdido en elsuelo; metía las manos en los bolsillos, comohacen los hombres que no tienen otra cosa queponer en ellos. No podía pasar por el asilo depobres de su ciudad natal sin una mirada dearrepentimiento, como si se imaginase que hab-ía de ser su futuro refugio. Lo extraño de suconducta y de sus maneras no dejó de provocarmuchos comentarios. Durante largo tiempo sesospechó que estuviera loco, y todos teníancompasión de él; finalmente, se creyó que habíaperdido su fortuna, y entonces todos se aleja-ban de él. Los ricos burgers, amigos suyos de otrostiempos, le recibían en la puerta de la calle,cuando iba a visitarlos, le apretaban calurosa-mente la mano al partir y sacudían la cabeza

cuando se alejaba diciendo con expresión com-pasiva: «¡Pobre Wolfert!». Cuando le veían ve-nir por la calle se alejaban en dirección contra-ria. Hasta el barbero, el zapatero remendón y elsastre de una calle cercana, tres de sus compa-ñeros de taberna, los más pobres pero los másalegres, le observaban con aquella abundanciade simpatía que generalmente acompaña a lacarencia de dinero; sin duda, en caso de necesi-dad, el contenido de sus bolsillos hubiera esta-do a disposición de Wolfert, sólo que se encon-traban completamente vacíos. Todos se apartaban de la casa de Wolfert,como si la pobreza, lo mismo que la peste, fueracontagiosa; todos, excepto Dirk Waldron, queseguía visitando, a hurtadillas, a la hija deWebber y cuyo amor parecía crecer a medidaque desaparecían los medios de la elegida de sucorazón. Pasaron muchos meses después de la visitade Wolfert a la taberna. Un domingo de tarde,cuando se encontraba paseando solo, reflexio-

nando sobre sus necesidades y desilusiones,sus pasos se dirigieron instintivamente en ladirección acostumbrada, y, cuando se despertóde sus sueños, se encontró a la puerta de la ta-berna. Durante algún tiempo dudó en entrar,pero ansiaba compañía, y ¿dónde puede unhombre arruinado encontrarla mejor que enuna taberna, donde no existe ningún ejemplo niningún consejo sensato para sacarle de sus casi-llas? Wolfert encontró a varios de los viejos pa-rroquianos sentados en su lugar habitual. Sólofaltaba el augusto Ramm Rapelye, que durantetantos años había ocupado el sitio de honor: elsillón de cuero; se sentaba allí ahora un hombrecompletamente desconocido, que, sin embargo,parecía sentirse a sus anchas en aquel lugar. Eramás bien bajo, pero ancho de espaldas y muymusculoso. Todo su cuerpo demostraba quetenía una fuerza atlética. El color de su tez eraobscuro y tostado por el sol; su nariz estabacruzada por una profunda cicatriz que parecía

hecha por un cuchillo de abordaje, herida queterminaba en el labio superior, mostrando partede la dentadura, lo que le hacía asemejarse a unperro de presa. Un mechón de pelo blanco ledaba un cierto parecido con un oso gris, her-moseando su rostro, al que favorecía su mismaexpresión de dureza. Su traje tenía mucho delde un marinero, aunque no faltaban detallesque demostraban que hacía tiempo residía entierra. Daba órdenes a todo el mundo con aireautoritario, y hablaba con una voz enérgica;mandó varias veces al d...o al tabernero y suscriados, con perfecta impunidad; prueba de elloes que se le servía con mayor obsequiosidadque la que se hubiera demostrado nunca almismo poderoso Ramm Rapelye. Se despertó la curiosidad de Wolfert porsaber quién era aquel intruso que así usurpabael cetro de este antiguo dominio. Peechy Prauwle llevó a un rincón, donde, en voz baja, y to-mando muchas precauciones, le contó todo loque sabía acerca de aquel hombre. Varios me-

ses antes, en una noche de tormenta, el taberne-ro y sus ayudantes se habían despertado al oírunos gritos que parecían aullidos de lobo. Pro-venían de la costa y finalmente aquellas buenasgentes entendieron que alguien gritaba. «¡Ahde la casa!», como hubiera dicho: «¡Ah del bar-co!», en alta mar. El tabernero salió corriendocon toda su gente. Al acercarse al lugar dedonde provenían los gritos, encontraron aaquel personaje de aspecto anfibio, sentado enun gran cajón de madera, como los que usan losmarineros. Nadie podía decir cómo había lle-gado hasta allí: si había viajado en un bote ohabía venido flotando en su baúl; de todas ma-neras, no parecía muy dispuesto a responder alo que se le preguntase; por otra parte, algo ensu expresión y en sus maneras parecía inducir ano hacerle ninguna pregunta. Baste decir quetomó posesión de un cuarto de la taberna, hastael cual arrastraron trabajosamente su pesadocajón. Allí permanecía desde entonces, sin ale-jarse de ella o de sus cercanías, aunque es cierto

que algunas veces desaparecía por uno, dos yhasta tres días, sin avisar previamente o darninguna explicación acerca de sus andanzas.Parecía tener siempre dinero en abundancia,aunque en general eran monedas extranjeras demuy raro dibujo; pagaba regularmente sus gas-tos diarios, antes de ir a acostarse. Arregló sucuarto de acuerdo con sus propios gustos, subs-tituyendo la cama por una hamaca, como se usaen los barcos, decorando los muros conherrumbradas pistolas y cuchillos de abordajede procedencia extranjera. Pasaba la mayorparte de su tiempo sentado frente a la ventanade su habitación, que le permitía observar unagran parte del brazo de mar; fumaba entoncesuna pipa corta de muy antiguo modelo, tenien-do a su lado un vaso de ron, y en la mano unanteojo de larga vista, con el cual estudiabatoda embarcación que aparecía en aquellasaguas. Todo esto hubiera pasado inadvertido, pues-to que en aquellos tiempos la provincia era el

refugio de aventureros de toda clase y origen,por lo que cualquier peculiaridad del vestido ode la conducta no llamaba mayormente la aten-ción. En muy poco tiempo, sin embargo, esteextraño lobo de mar, que de manera tan rarahabía encallado en tierra, empezó a chocar con-tra las antiguas costumbres y los parroquianosde la taberna y a entrometerse, de una maneradictatorial, en todos los asuntos de ella hastaque finalmente llegó a dominarla por completo.Era inútil tratar de resistirse a su autoridad. Noera precisamente un buscapleitos, sino mandóny perentorio, como alguien que está acostum-brado a ser el tirano del entrepuente; todo loque decía y hacía tenía un aire de audaciadiabólica, que inspiraba respeto a los que lerodeaban. Pronto redujo a silencio al oficial amedia paga, que había sido durante tantotiempo el héroe indiscutido de la taberna; lostranquilos burgers se quedaron con la bocaabierta al ver cómo aquel capitán, tan inflama-ble, se callaba rápidamente. Además, los relatos

de aquel hombre extraño eran para poner lospelos de punta a aquellas pacíficas gentes. Nohabía ninguna aventura de piratería o filibuste-rismo de los últimos veinte años en la que él nopareciera estar perfectamente versado. Le di-vertía contar las hazañas de los bucaneros enlas Indias Occidentales y en la persecución delcorreo español. ¡Cómo brillaban sus ojos al des-cribir el ataque a un barco cargado de oro, ladesesperada lucha, costado a costado, el abor-daje y el apresamiento de los ricos galeonesespañoles! ¡Con qué satisfacción refería el ata-que a alguna rica colonia española, el saqueo deuna iglesia o de un convento! Uno se imaginabaestar oyendo a un goloso deleitarse con la pre-paración de un sabroso pato para la fiesta deSan Miguel cuando describía cómo quemaron aun caballero español, para que indicase dóndeocultaba sus riquezas; lo hacía con tal lujo dedetalles que todos los ricos burgers presentes semovían incómodos en sus asientos. Todo estolo contaba con infinita satisfacción, como si

fuera una broma excelente, echando luego unamirada tan maligna sobre el vecino más próxi-mo, que el pobre hombre se echaba a reír depuro asustado. Sin embargo, si alguien pre-tendía contradecirle en alguna de sus historias,echaba en seguida rayos y centellas. Hasta sumismo sombrero parecía adquirir una fierezamomentánea y enojarse ante aquella oposición.«¡Por todos los diablos!, ¿cómo ha de saberlousted tan bien como yo? Le digo a usted quefue como acabo de contarlo». Agregaba en seguida una andanada de rayosy centellas, mezclada con juramentos de mari-nero, tales que nunca se habían oído entreaquellos pacíficos muros. Los buenos burgers empezaron a entreverque él conocía aquellas historias por algo másque por habérselas oído relatar a otros. Día adía, sus sospechas acerca de aquel hombre sehacían más terribles. El modo extraño cómohabía llegado, lo raro de su conducta, el miste-rio que le rodeaba, todo contribuía a que fuera

incomprensible a sus ojos. Para ellos, era unmonstruo surgido de las profundidades mari-nas, medio hombre, medio pez: era Behemoth,era Leviatán; en una palabra, no sabían quiénera. El espíritu dominador de este hijo de lasaguas pronto se hizo intolerable. No respetabaa nadie; contradecía, sin vacilar un instante, alos más ricos burgers; se apoderó del sagradosillón, que desde tiempo inmemorial había sidoel trono del ilustre Ramm Rapelye; llegó a tantosu audacia que palmeó la espalda de este nota-ble burger, se bebió un ron y le hizo una guiña-da, algo enteramente increíble. Desde aquel día,Ramm Rapelye no apareció más por la taberna,y siguieron su ejemplo varios de los más emi-nentes parroquianos, demasiado ricos parapermitir que se les contradijera o para que tu-vieran que reírse de las bromas de otro hombre.El tabernero estaba desesperado, pero no sabíacómo deshacerse de aquel monstruo marino yde su cajón, pues parecía que ambos habían

echado raíces en la taberna. Esto fue todo loque Peechy Prauw murmuró al oído de Wol-fert, mientras le tiraba de los botones de la cha-queta, después de haberse refugiado ambos enun rincón. Durante todo el tiempo que duró surelato, miraba de cuando en cuando hacia lapuerta, cuidando de que no le oyera el terriblehéroe de su historia. Sin decir una palabra, Wolfert se sentó en unrincón, profundamente impresionado por aqueldesconocido, tan versado en la historia de lapiratería. Para él era un ejemplo de las revolu-ciones que sacuden poderosos imperios obser-var cómo el venerable Ramm Rapelye habíasido arrojado de su trono para ser sustituidopor aquel rudo marinero, que todavía olía aalquitrán y que desde su mismo asiento pre-tendía gobernar aquellos pacíficos patriarcas,llenando los tranquilos muros con escándalos ybravuconadas. Aquella tarde el extranjero estaba más co-municativo que de costumbre, y narró un cierto

número de asombrosas historias de piratería enalta mar. Se detenía en ellas con particular de-lectación, acentuando lo que había de espeluz-nante en los detalles, en proporción al efectoque causaban en su pacífico auditorio. Dio unarelación detallada del apresamiento de un bar-co mercante español. La embarcación se encon-traba detenida por una calma tropical, frente alas costas de una isla, que era uno de los refu-gios de los piratas. Con sus anteojos de largavista, los piratas reconocieron desde la costa sucarácter y sus fuerzas. Esa misma noche, una tripulación escogidade audaces aventureros se acercó al barco enuna ballenera. Mientras la embarcación perma-necía inmóvil, con las velas semiplegadas, porla carencia de viento, los piratas se acercaron ensu bote, cuyos remos habían sido cubiertos depaja, para que no se oyera ni ese ruido. Estabanmuy cerca de la popa cuando la guardia advir-tió el peligro. Se dio la alarma; los piratas ini-ciaron el ataque y subieron al barco, con la es-

pada en la mano. La tripulación inició la defen-sa, pero en gran confusión; algunos de susmiembros fueron muertos inmediatamente,otros fueron arrojados por la borda y se ahoga-ron, mientras que el resto disputaba valiente-mente el terreno a los piratas. Se encontraban abordo, con sus esposas, tres caballeros españo-les que ofrecieron la más desesperada resisten-cia. Mataron a muchos de los asaltantes, lu-chando como demonios, pues los azuzaban losgritos de terror de sus esposas, que se habíanrefugiado en la cámara. Uno de los caballerosera viejo: los piratas dieron pronto cuenta de él.Los otros se defendían valientemente, auncuando el mismo capitán de los bucaneros seencontraba entre sus asaltantes. En aquel mo-mento se oyó un grito de triunfo en el puente:«¡El barco es nuestro!». Uno de los caballerosespañoles, al oír esto, dejó caer al instante suespada y se entregó; el otro, un joven de ardien-te temperamento, recién casado, tiró una cuchi-

llada a la cara del jefe de los piratas, abriéndo-sela al medio. El capitán de los filibusteros pudo todavíagritar: «¡No hay cuartel!» -¿Qué hicieron con los prisioneros? -preguntó Peechy Prauw con curiosidad. -Los arrojaron a todos por la borda -contestóel extranjero. Un silencio de muerte siguió a esta respues-ta. Peechy Prauw se apartó silenciosamente,como un hombre que distraídamente ha pisadola cola de un león dormido. Los honrados bur-gers observaron horrorizados la profunda cica-triz que cruzaba la cara del extranjero y movie-ron un poco sus sillas para alejarse de él. Sinembargo, el marino siguió fumando sin que secontrajera un músculo de su rostro, como si nopercibiera o no notara el desfavorable efectoque había producido en sus oyentes. El oficial a media paga fue el primero enromper el silencio, pues se sentía continuamen-te tentado a contradecir, sin ningún resultado

positivo, a aquel tirano de los mares y recon-quistar con ello el perdido favor de sus anti-guos compañeros. Intentó contrarrestar el efec-to de aquellos cuentos, que olían a pólvora,mediante otros igualmente tremebundos. Co-mo era costumbre en él, Kidd era su héroe,acerca del cual había recogido muchas de lastradiciones que circulaban en la provincia. Elmarino había mostrado siempre una cierta an-tipatía contra aquel guerrero tuerto. En estaocasión escuchó con impaciencia particular. Estaba sentado, con las piernas cruzadas,tamborileando con un pie en el suelo, y echaba,de cuando en cuando, una mirada de basiliscoa aquel guerrero hablador. Este, finalmente,dijo que Kidd había subido por el río Hudson,con parte de su tripulación, para enterrar sustesoros. -¡Que Kidd remontó el Hudson río arriba! -estalló el marino, con un juramento terrible-.Kidd nunca hizo eso.

-Pues yo le digo a usted que sí -afirmó elotro-. Se dice que enterró una parte de sus teso-ros en una planicie que da al río y que todavíase llama El tesoro del Diablo. -Eso lo dice usted -gruñó el marinero-. Yo ledigo a usted que Kidd nunca subió por el Hud-son. ¿Qué diablo sabe usted de Kidd o de loslugares donde se ocultaba? -¿Qué sé yo acerca de eso? -respondiódébilmente el oficial a media paga-. ¡Vamos! Yome encontraba en Londres cuando fue juzgadoy tuve el placer de ver cómo lo ajusticiaban. -Entonces, señor, permítame que le diga queusted vio colgar al mejor hombre que ha pisadola tierra. -Y acercando su cara a la del oficial,prosiguió-: Más de una de esas ratas de tierraadentro que vieron cómo le ahorcaban, hubierahecho mejor papel que él bailando en el extre-mo de una cuerda. Así quedó reducido a silencio el oficial amedia paga, pero la indignación que se oculta-ba en su pecho salía a relucir en su único ojo,

que ardía como una brasa. Peechy Prauw, queperdía toda oportunidad de quedarse callado,hizo notar que ciertamente el caballero extran-jero tenía razón. Kidd nunca enterró dinero enel Hudson, ni en ninguna parte de la provincia,aunque muchos así lo aseguraban. Allí habíanenterrado tesoros Bradisch y otros bucaneros,algunos decían que en la bahía de la Tortuga,otros en Long Island, y finalmente otros afir-maban que en Hell-Gate. «Me acuerdo -prosiguió Peechy Prauw- de una aventura deSamuel, el negro pescador, que le ocurrió hacebastantes años y que muchos creen que tienealgo que ver con los bucaneros. Como somostodos amigos aquí, se la contaré. Hace muchosaños, Samuel volvía una noche de pescar enHell-Gate...» Antes de que pudiera proseguir, el descono-cido le interrumpió mediante un movimientorepentino, golpeando con su puño de hierrosobre la mesa, con una fuerza tranquila, quehizo cimbrar a las mismas tablas del mueble, y

gritó, con la rabia de un oso enfurecido, mo-viendo la cabeza: -Señor vecino: ¡váyase usted al diablo! Serámejor que deje usted tranquilos a los bucanerosy sus tesoros. No son para que los busquen losvejestorios. Los filibusteros lucharon duramen-te para conseguir su dinero, dieron el cuerpo yel alma por él; en cualquier parte que esté ente-rrado, créamelo usted, sólo quien tenga pactocon el demonio podrá conseguirlo. A esta explosión repentina sucedió un silen-cio sepulcral en todo el cuarto; Peechy Prauwse reconcentró en sí mismo y hasta el oficialtuerto palideció. Wolfert, que había escuchadocon mucho interés desde su rincón toda estaconversación acerca de tesoros enterrados, ob-servaba con una mezcla de terror y reverenciaal viejo bucanero, pues sospechaba que lo era.En todas las historias acerca del correo españolhabía un cierto retintín de monedas, de oro,que daba valor a cada una de las palabras pro-nunciadas. Wolfert hubiera dado cualquier cosa

por examinar el cajón del marinero, que él ima-ginaba lleno de cálices de oro, de crucifijos y detalegas hinchadas de doblones. El silencio sepulcral que había seguido a laspalabras del marinero fue interrumpido poréste mismo, quien sacó de su bolsillo un relojprodigioso, de diseño curioso y antiguo, quepara Wolfert era decididamente de origen es-pañol. Al tocar un resorte dio las diez; el mari-nero pidió su cuenta, la pagó con monedas ex-tranjeras, bebió el resto que quedaba en su vasoy, sin despedirse de nadie, salió del cuarto,hablando solo, mientras subía pesadamente lasescaleras. Pasó algún tiempo antes de que las personasallí reunidas pudieran reponerse de la sorpresaen que habían caído. Hasta los mismos pasosdel desconocido, que recorría a grandes zanca-das su cuarto, y se oían en el salón de la taber-na, inspiraban terror. Sin embargo, el tema erademasiado interesante para abandonarlo enseguida. Mientras charlaban no se habían dado

cuenta de la proximidad de una tormenta queahora se descargaba y que impedía que ningu-no se fuera a casa hasta que cesara. Se acerca-ron mutuamente y pidieron a Peechy Prauwque continuara su relato interrumpido tan des-cortésmente. Éste accedió fácilmente, contándo-lo sin embargo en un tono muy bajo, inaudiblea veces por el fragor del trueno; a menudo sedetenía para escuchar con visible terror los pe-sados pasos del desconocido. He aquí, pocomás o menos, lo que contó:

La aventura del negro pescador Todos conocen al negro Samuel, el viejo pes-cador, o como se le llama comúnmente, SamuelBarro, que durante medio siglo se ha dedicadoa pescar en el brazo de mar. Hace ya muchosaños, Samuel, que era un negro trabajador co-mo el que más en la provincia, que cumplía suslabores en la hacienda de Killian Suydam, enLong Island, habiendo terminado la faena deaquel día a hora temprana, se dedicó a pescarcerca de Hell-Gate. Ocupaba una embarcación muy ligera y,como conocía todas las corrientes y remolinos,cambiaba de lugar con frecuencia; tan distraídoestaba con su ocupación que no se dio cuentade que la marea bajaba rápidamente, hasta queel ruido de las corrientes de agua se lo advirtió;le fue muy difícil arrancar su bote de los remo-linos y las rompientes y llevarlo hasta cerca dela costa de la isla de Blackwell. Aquí echó elancla, esperando que al subir la marea pudierallegar a casa. La noche era nublada y soplaban

ráfagas de viento. Por occidente se cernían ne-gros nubarrones; de cuando en cuando unrelámpago anunciaba la proximidad de unatormenta de verano. En consecuencia, Samuelse dirigió a la isla de Manhattan, donde ase-guró su bote a un tronco de árbol que se encon-traba cerca de unas rocas a flor de agua. Exten-dió unas mantas sobre el bote, mientras empe-zaba a desencadenarse la tormenta. El vientoarrancaba blanca espuma de las aguas; la lluviaazotaba las hojas de los árboles; retumbaba eltrueno y los rayos iluminaban la escena, peroSamuel, refugiado bajo sus mantas, se durmióprofundamente. Cuando se despertó había renacido la calma.Ya no soplaba el viento y sólo algún débil des-tello de un rayo indicaba hacia oriente la direc-ción que había seguido la tormenta. La nocheera obscura y sin luna; por la altura de la ma-rea, Samuel calculó que debían ser cerca de las12 de la noche. Estaba a punto de soltar su botey tomar el camino de su casa, cuando observó

una luz que brillaba a una cierta distancia sobreel agua y que se acercaba rápidamente. Prontocomprendió que procedía de la linterna de unbote que, protegido por las sombras de la no-che, se acercaba a la costa. Se dirigía a una pe-queña ensenada muy cerca de donde él se en-contraba. Un hombre saltó a tierra y buscando ala luz de la linterna exclamó: «Éste es el lugar;aquí está el anillo de hierro». Aseguraron en-tonces el bote; el hombre volvió a él, dondeayudó a sus compañeros a bajar a tierra uncajón pesado. A la luz de su propia linterna,Samuel vio que eran cinco hombres que lleva-ban gorros rojos, y que su jefe usaba un som-brero de tres picos; todos ellos estaban armadoscon largos cuchillos y pistolas. Hablaban entresí en voz baja, a veces en un idioma extraño queSamuel no podía comprender. Al desembarcar avanzaron por entre losárboles, turnándose para llevar el pesado cajón.Samuel sentía ahora una enorme curiosidad;abandonando su bote se ocultó entre unos ar-

bustos, que permitían vigilar la dirección queseguían aquellas extrañas gentes. Se detuvieronun momento para descansar, mientras su jefeobservaba los alrededores con su linterna.«¿Habéis traído las palas?», dijo uno de ellos.«Aquí están», respondió el que las llevaba.«Debemos cavar muy hondo, para no correr elriesgo de que alguien lo descubra», dijo un ter-cero. Samuel sintió un terror pánico. Se imaginóque se trataba de una cáfila de criminales queiban a enterrar a su víctima. Temblaba tantoque le chocaban las rodillas. Su agitación era talque sacudió una de las ramas del árbol bajo elcual se refugiaba. «¿Qué es eso?», gritó uno delos desconocidos. «Alguien se oculta detrás deesos árboles». La luz de la linterna se proyectóen aquella dirección. Uno de aquellos hombres,tocados con gorros rojos, amartilló la pistola yla apuntó hacia el mismo lugar donde se ocul-taba Samuel. Éste se quedó quieto, sin moverun músculo, sin respirar, creyendo que el

próximo momento sería el último de su vida.Afortunadamente lo oscuro de su color le favo-reció, puesto que no se distinguía de la negrurade la noche. «No hay nadie», dijo el hombreque llevaba la linterna. «Serías capaz de dispa-rar tu pistola y alarmar a toda la región». Nuevamente levantaron el cajón, que habíandejado en el suelo, y prosiguieron su camino.Samuel seguía observándolos; sólo cuando es-tuvieron fuera de su vista se atrevió a respirarlibremente. Decidió volver a su bote y escaparde la presencia de tan peligrosos vecinos, perola curiosidad era más fuerte que él. Finalmenteoptó por quedarse. Pronto oyó el ruido de laspalas. «Están cavando la fosa», pensó, y un su-dor frío le corrió por todo el cuerpo. Cada gol-pe de pala le llegaba al corazón; era evidenteque hacían el menor ruido posible; todo teníaun aire escalofriante, de misterio y secreto. Sa-muel se inclinaba por lo terrible: un asesinatoejercía una gran fascinación sobre él, que era unasiduo concurrente de todas las ejecuciones. A

pesar del peligro, no pudo resistir a la tentaciónde acercarse más a la escena y de vigilar decerca a aquellos caballeros nocturnos. Cuidado-samente se arrastró hacia adelante, evitando lashojas secas, para que el ruido no le traicionara.Llegó hasta un punto donde sólo una roca seinterponía entre él y aquellos hombres; podíaobservar la luz de la linterna que se reflejaba enlos árboles detrás de él. Samuel levantó un pocola cabeza por encima de la roca, observó aaquellos villanos debajo de él, tan cerca que,aunque temía ser descubierto, no se atrevía aretirarse por temor de que el ruido le delatase.En esta postura permaneció mucho tiempo,sobresaliendo su negra y redonda cara por en-cima de las rocas, como el sol sobre el horizon-te. Los gorros rojos habían terminado ya sutrabajo; rellenaban otra vez la zanja; reempla-zaban cuidadosamente el pasto y las hojas secasde la superficie, para que no se notara nada.

«Ahora -dijo el jefe- desafío al mismo diablo aque encuentre el lugar». -¡Asesinos! -exclamó Samuel involuntaria-mente. Los cinco hombres se dieron vuelta, ymirando hacia arriba observaron la negra yredonda cabeza de Samuel encima de ellos: losojos casi salidos de las órbitas, castañeteandolos dientes, y toda su cara brillosa de un sudor frío. -¡Nos han descubierto! -gritó uno. -¡Matadle! -exclamó otro. Samuel oyó martillar una pistola, pero noesperó a ver lo que ocurría después. Echó acorrer a través de las rocas y los arbustos, rodócomo una pelota, y saltó por encima de otrosobstáculos como un gato montés. En todas di-recciones oía a alguno de los de los gorros rojosdetrás de él. Finalmente llegó hasta una rocaque, elevándose como un muro, parecía cortar-le la retirada hacia el río. Afortunadamente,observó una rama que alcanzaba hasta la mitadde la altura. Saltó hacia ella con la fuerza de un

hombre desesperado, la agarró con ambas ma-nos y logró subir hasta la parte superior de laroca. Allí se puso de pie, destacándose su figu-ra ampliamente contra el cielo. Uno de aquelloshombres disparó su pistola: la bala silbó al pa-sar muy cerca de la cabeza de Samuel. Por unade esas ocurrencias felices que le vienen a unocuando está en dificultades, gritó y arrojose alsuelo, lo que desprendió un pedazo de roca quefue a parar al río con gran estrépito. «Eso yaestá arreglado -dijo uno a otro de sus compañe-ros que llegaba corriendo-. No se lo contará anadie, excepto a los peces.» Samuel se deslizó silenciosamente hacia elagua, desató su bote y se dejó llevar por larápida corriente, que pronto lo alejó de aquellugar. Sólo cuando se encontraba a gran distan-cia se aventuró a usar los remos; hizo correrentonces su bote como una flecha por el estre-cho, sin preocuparse del peligro de las rocas;sólo se sintió completamente seguro cuando se

hubo refugiado en su cama, en la antiguahacienda de los Suydams. Aquí Peechy Prauw hizo una pausa paratomar un bocado y beber del vaso que estabadestinado al charlatán de la reunión. Los oyen-tes se quedaron con la boca abierta y el cuelloextendido como gallinas que esperan más maíz. -¿Es eso todo? -exclamó el oficial a mediapaga. -Esa es toda la historia -afirmó PeechyPrauw. -¿Nunca se preocupó Samuel de averiguar loque habían enterrado los gorros rojos? -preguntó Wolfert, siempre preocupado porlingotes de oro y doblones. -Que yo sepa, no -dijo Peechy Prauw-. Sutrabajo no le dejaba tiempo, y, a decir verdad,no le gustaba la perspectiva de otra carrera en-tre las rocas. Además, ¿cómo podría acordarsedel lugar? Todo tendría un aspecto diferente ala luz del día. ¿Qué utilidad tendría buscar un

cadáver cuando no había ninguna posibilidadde colgar a los asesinos? -¿Está usted seguro de que enterraron uncadáver? -exclamó Wolfert. -Claro -dijo Peechy Prauw, muy seguro de símismo-. ¿No aparece su espíritu todas las no-ches cerca de allí? -¿Así que aparece en ese lugar? -exclamaronvarios de los oyentes, abriendo más los ojos yacercando sus sillas. -Claro que sí -repitió Peechy-. ¿No ha oídoninguno de ustedes hablar del viejo Gorro Rojo,que aparece en la casa, cerca de Hell-Gate, queardió hace tantos años? -Sí, he oído contar algo de eso, pero creí queeran simplemente cuentos de viejas. -Sea así o no -dijo Peechy Prauw-, lo cierto esque esa casa está muy cerca del lugar. Se en-cuentra en un sitio muy solitario de la costa, ydesde tiempo inmemorial está desocupada. Losque pescan en su vecindad han oído a menudoextraños ruidos, y de noche han visto luces que

aparecen en diferentes puntos del bosque. Másde una vez se ha visto por allí a un hombre vie-jo con gorro rojo, que se asoma a las ventanasde la casa, y que se supone sea el espíritu delsujeto que fue enterrado allí. Una noche, tressoldados se alojaron en el edificio y lo recorrie-ron desde la bohardilla hasta el sótano. Encon-traron al viejo Gorro Rojo en el sótano, junto aun barril de sidra, con una garrafa en una manoy un vaso en la otra. Les ofreció de beber de suvaso, pero cuando uno de los soldados se lollevó a los labios, un río de fuego pasó por todoel sótano, cegando a los tres durante algunosminutos, y cuando recuperaron la vista, habíadesaparecido la garrafa, el vaso y Gorro Rojo,quedando sólo el barril de sidra completamentevacío. El oficial a media paga, que empezaba adormirse y a cabecear sobre su vaso de licor,estalló como una centella: -Todo eso es un disparate -dijo cuando Pee-chy hubo terminado su historia.

-Bueno, yo no soy fiador de su veracidad -repuso Peechy-, aunque todos saben que ocurrealgo extraño con esa propiedad. En lo que res-pecta a la historia de Samuel Barro, la creo co-mo si me hubiera ocurrido a mí mismo. El profundo interés con que todos los pre-sentes escuchaban esa historia les había impe-dido darse cuenta de la intensidad de la tor-menta que rugía afuera. Repentinamente losdespertó un terrible trueno, al cual siguió ins-tantáneamente un temblor que pareció sacudirel edificio hasta los cimientos. Todos se levan-taron de sus asientos, imaginándose que era unterremoto o que el mismísimo Gorro Rojo veníaa visitarlos. Escucharon un momento, pero sólooyeron la lluvia que golpeaba las ventanas y elviento que aullaba entre los árboles. Prontoapareció un negro viejo, que en un dialecto casiininteligible explicó que el rayo había caído enla chimenea de la cocina. Se produjo un silencio momentáneo, a causade una pausa transitoria de la tormenta. En ese

momento se oyó un disparo de arma de fuego yun grito, provenientes ambos de la costa. Todosse acercaron a la ventanas. Se oyó otro disparoy otro grito, esta vez mezclados con el ruido delviento, cuya fuerza aumentaba nuevamente.Parecía como si el grito proviniera de las pro-fundidades de las aguas; pero aunque los con-tinuos rayos iluminaban la costa, no se veía anadie. Repentinamente se abrió la ventana delcuarto que quedaba encima del salón de la ta-berna, y se oyó al misterioso extranjero gritaralgo. Se cambiaron diferentes gritos entre am-bas partes, pero en un lenguaje que ninguno delos presentes podía entender; sintieron que elextranjero cerraba la ventana y diversos ruidosen su cuarto, como si cambiaran de sitio todoslos muebles. Oyéronle llamar al viejo sirvientenegro, que poco después ayudaba al veterano abajar su misterioso cajón. El tabernero estaba profundamente asom-brado:

-¡Cómo! ¿Va usted a embarcarse con estatormenta? -¿Tormenta? -dijo el otro rabiosamente-.¿Llama usted a esto una tormenta? -Usted se mojará hasta los huesos y pescaráuna pulmonía mortal -dijo cariñosamente Pee-chy Prauw. -¡Rayos y centellas! -exclamó el marino-. Nohaga usted pronósticos sobre el tiempo a unhombre que ha cruzado los mares durante untornado. El obsequioso Peechy volvió a callarse. Seoyó una vez más en un tono de impaciencia lavoz que provenía del mar. Los circunstantesobservaron con terror a este hijo de las tormen-tas que parecía haber venido de las profundi-dades, que le llamaban nuevamente. Con laayuda del negro llevaba lentamente su pesadocajón hacia la costa, mientras los parroquianosde la taberna le observaban con sentimientosupersticioso, creyendo que iba a embarcarse

en su mismo cajón y desaparecer con él. Le si-guieron a corta distancia con una linterna. -¡Apaguen esa luz! -gritó una voz ronca des-de la costa-. Nadie la necesita aquí. -¡Rayos y truenos! -exclamó el veterano, vol-viéndose hacia ellos-. ¡Vayan inmediatamente ala casa! Wolfert y sus compañeros retrocedierondesanimados. Sin embargo, su curiosidad noles permitió volverse enteramente. Un rayo lesmostró ahora un bote, lleno de hombres, que seelevaba y descendía con el fuerte oleaje. Semantenía con dificultad mediante un bichero,pues la poderosa corriente tendía a arrastrarlomar afuera. El veterano trató de alzar el cajónpor uno de los extremos dentro del bote, cuan-do la corriente le arrastró lejos de la costa; elcajón se hundió en el agua, arrastrando consigoal veterano. Todos los que se encontraban en lacosta gritaron desesperados y los del bote echa-ron una sarta de maldiciones, mientras la em-barcación y el veterano eran arrastrados mar

afuera por la corriente. La oscuridad se hizoprofunda. Wolfert Webber creyó oír un grito deauxilio y distinguir a un hombre que se ahoga-ba, pero cuando otro rayo iluminó la escena, lasuperficie del mar estaba vacía: no se veía ni alhombre ni al bote, sino sólo las olas que des-aparecían velozmente, reemplazándose lasunas a las otras. Todos volvieron a la taberna a esperar quecesara la tormenta. Se sentaron de nuevo y seobservaron mutuamente desilusionados. Todoello no había necesitado ni cinco minutos y nose había cambiado más de una docena de pala-bras. Cuando vieron el sillón de brazos, lescostó comprender que aquel extraño ser que lohabía ocupado, lleno de vigor, o más bien dehercúleas fuerzas, era ahora un cadáver. Allíestaba todavía el vaso en el cual había bebido, ylas cenizas de su pipa, como si fueran su últimosuspiro. Mientras aquellos notables burgers reflexio-naban sobre estas cosas, sentían la terrible con-

vicción de que la existencia es algo sumamenteincierto, y cada uno de ellos creyó que aquelejemplo quitaba estabilidad al mismo suelo quepisaban. Sin embargo, como cada uno de ellosposeía esa valiosa filosofía que permite a mu-chos hombres soportar con paciencia las des-gracias de sus vecinos, pronto se consolaron deltrágico fin del veterano. Particularmente el ta-bernero se felicitaba de que el pobre muertohubiera pagado su cuenta antes de irse; hastahizo un discurso de circunstancias: -Llegó durante una tormenta, se fue en unatormenta; llegó una noche y se fue una noche;vino nadie sabe de dónde y se fue nadie sabeadónde. Por lo que sé, se ha ido al mar en sucajón. ¡Que vaya a molestar a otras gentes alotro lado del mundo! Aunque es gran lástimaque no haya dejado su cajón aquí... -¡Su cajón! ¡San Nicolás bendito nos protejade todo mal! -exclamó Peechy Prauw-. Notendría en mi casa ese cajón ni por todo el orodel mundo.

Estoy seguro de que su espíritu se apareceríatodas las noches en busca de él. En lo que res-pecta a su viaje por mar montado en un cajón,me acuerdo de lo que le pasó al barco del ca-pitán Onderdonk, en su travesía desde Ams-terdam. Murió el contramaestre durante unatormenta, por lo que lo envolvieron con su coy,lo metieron en su propio cajón y lo arrojaronpor la borda; pero tenían tanta prisa que se ol-vidaron de rezar las oraciones del servicio dedifuntos; la tormenta se hizo más violenta ydurante ella vieron al muerto sentado en sucajón utilizando su coy como vela, persiguien-do de muy cerca al barco, mientras el mar serompía a su alrededor en olas que parecían defuego. Así siguieron durante días corriendo latormenta, con el contramaestre muerto detrásde ellos, esperando hundirse de un momento aotro. Todas las noches veían al contramaestreque parecía mandar hacia ellos olas enormes dela altura de una montaña, que se hubieran tra-gado al barco, si no fuera por las velas de los

difuntos; así siguieron hasta que le perdieronde vista en las nieblas de Terranova, dondeellos creen que cambió de rumbo, y se dirigió ala isla de Los Hombres Muertos (11). Todo esoocurre por no rezar las oraciones de los difun-tos cuando se tira un muerto al mar. Había cesado la tormenta que impidió quelos parroquianos abandonaran la taberna. Elreloj dio las doce; todos se apresuraron a partir,pues rara vez aquellos tranquilos burgers sequedaban hasta tan tarde fuera de sus casas. Alsalir vieron que el cielo estaba otra vez sereno.La tormenta que lo había oscurecido ya noexistía, mejor dicho, se encontraba amontonadaen el horizonte, en masas lanosas, iluminadaspor la luna, que parecía una lámpara de platacolgada en un palacio de nubes. Los tétricos hechos de la noche, así como lasfúnebres narraciones con que se habían entre-tenido, dejaron en cada uno de ellos un senti-miento supersticioso. Echaron una mirada me-drosa al lugar donde había desaparecido el

bucanero, como si esperaran verle navegar ensu cajón a la fría luz de la luna. Los rayos de luzacariciaban la superficie de las plácidas aguas,y la corriente seguía fluyendo sobre el lugardonde se había hundido. Todos los parroquia-nos se agruparon para dirigirse a sus casas,particularmente cuando pasaron por un camposolitario donde había sido asesinado un hom-bre. Hasta el enterrador, que debería estar acos-tumbrado a aparecidos y espíritus y que debíaseguir solo durante un trecho del camino, diouna vuelta antes que pasar por su propio ce-menterio. Wolfert Webber llevaba a su casa varias his-torias nuevas para rumiarlas. Estos informesacerca de dinero escondido y de tesoros espa-ñoles enterrados aquí y allá y en todas partespor las rocas y bahías de aquella costa solitaria,le volvían loco. «¡San Nicolás bendito!», ex-clamó a media voz. «¿No es posible encontraruno de estos tesoros y hacerse rico en menosque canta un gallo? Debo cavar durante un día

y otro para ganar un pedazo de pan, cuandocon un feliz golpe de pala podría tener cochepara el resto de mi vida». Mientras daba vueltas en su caletre a todo loque se le había contado de la singular aventuradel negro pescador, su imaginación empezó aatribuir a la historia un sentido totalmente dis-tinto. No veía en aquellos gorros rojos sino unatripulación de piratas que enterraba el produc-to de sus saqueos; la posibilidad de hallar lashuellas de esta atractiva riqueza, despertó unavez más sus ansias de oro. Su calenturientafantasía daba a todo el color amarillento de esemetal. Se sentía como el avaro habitante deBagdad, cuyos ojos habían sido frotados con elungüento mágico del derviche, que le permitíaver toda la riqueza de la tierra. Los cajones dejoyas, los montones de oro y las talegas de ex-trañas monedas parecían cortejarle desde loslugares en que estaban ocultos y suplicarle quelos librara de su encierro.

Sus investigaciones acerca de las tierrasdonde aparecía el viejo Gorro Rojo, le confir-maron en sus suposiciones. Se enteró de que lashabían visitado diferentes veces varios experi-mentados buscadores de tesoros, que habíanoído la historia del negro Samuel, pero ningunode ellos había tenido éxito; por el contrario,siempre habían fracasado por una u otra difi-cultad que Wolfert atribuía a que no habíantrabajado en tiempo propicio y con el ceremo-nial adecuado. La última tentativa era la deCobus Kuackenbos, que cavó durante toda unanoche, con increíbles dificultades, pues encuanto arrojaba una palada de aquella tierrafuera del pozo, manos invisibles arrojaban dos.Sin embargo, llegó a descubrir un cofre de hie-rro; en aquel momento innumerables figuras seagruparon alrededor de la excavación, que conaullidos y golpes dados por palos invisibles, learrojaron de aquel lugar prohibido. Así lo de-claró Cobus Kuackenbos en su lecho de muerte,por lo que no puede dudarse de ello. Era un

hombre que había dedicado muchos años de suvida a la búsqueda de tesoros, por lo que todoscreen que finalmente hubiera tenido éxito, si nohubiese muerto de una fiebre cerebral en elasilo de pobres. Wolfert Webber se encontraba ahora en unestado de suma impaciencia, pues temía quealgún aventurero rival se enterase del tesoroenterrado. Determinó buscar privadamente alnegro pescador y pedir que le guiase hasta ellugar donde había sido testigo de tan extrañosacontecimientos. Era fácil encontrar a Samuel,puesto que se trataba de uno de esos seres queviven en una región hasta que se aseguran unlugar entre los monumentos públicos, y se con-vierten en tipos raros conocidos de todos.Ningún chiquillo de la ciudad, por muy infelizque fuera, ignoraba la existencia de Samuel, ycreía carecer de derecho para jugar una malapasada al viejo negro. Durante más de mediosiglo, Samuel había llevado una vida anfibia enlas costas de la bahía y los bancos de pesca del

brazo de mar. Pasaba la mayor parte de sutiempo en el agua cerca de Hell-Gate; en maltiempo se le podía tomar por uno de los espec-tros que aparecían por aquellos lugares. Se leveía a todas horas y en toda clase de tiempo;algunas veces anclaba su bote entre remolinos odando vueltas alrededor de los restos de algúnnaufragio donde se cree que los peces son másabundantes. A veces permanecía durante horasenteras sentado en una roca, como un avecarnívora que vigilara su presa. Sabía al dedillotodos los rincones del brazo de mar, de un ex-tremo a otro; hasta se afirmaba que conocíatodos los peces del río por su nombre particu-lar. Wolfert le encontró en su choza, la cual noera mayor que una perrera mediana. Estabaconstruida sobre rocas al pie del viejo fuerte,con los restos de naufragio y maderas que hab-ían dejado en la playa las corrientes marinas.Todo el lugar olía a viejo y a pescado. Contralos muros del fuerte se apoyaban remos y cañas

de pescar; sobre la arena, para que secara, esta-ba tendida una red; el bote yacía en seco sobrela playa; en la puerta de su choza se hallaba elmismo Samuel Barro, entregado al verdaderolujo negro de dormir al sol. Habían pasado muchos años desde la aven-tura de Samuel. Las nieves de muchos invier-nos habían puesto un color gris en la motudalana de su cabello. Recordaba perfectamente lascircunstancias, puesto que a menudo se le habíapedido que la relatara, aunque su versión difer-ía en muchos puntos de la de Peechy Prauw, loque ocurre con frecuencia en el caso de los his-toriadores veraces. En cuanto a las investiga-ciones de los buscadores de tesoros, Samuelignoraba por completo ese aspecto de la cues-tión; el precavido Wolfert se cuidó mucho dedespertar sospechas; su único deseo era asegu-rarse los servicios del viejo Samuel para que leguiara, lo que consiguió fácilmente. El tiempotranscurrido desde la aventura nocturna deSamuel, había borrado de la mente de éste todo

el terror que le causaba el lugar; bastó la pro-mesa de una pequeña recompensa para quedespertase en seguida y dejara de tomar el sol. No podían hacer el viaje por agua, pues ten-ían la marea en contra. Wolfert estaba dema-siado impaciente por llegar a la tierra prometi-da, por lo que siguieron a pie. Una caminata deunos siete u ocho kilómetros los llevó al extre-mo de un bosque que en aquel tiempo cubría lamayor parte del lado oriental de la isla. Era unpoco más allá de la bella región de Bloomenda-el. Allí tomaron por una amplia pradera, en lacual crecía toda clase de malas hierbas. Si Wol-fert Webber hubiera creído en leyendas román-ticas, hubiera supuesto que entraba en una tie-rra prohibida sometida al encanto de los gno-mos o que las plantas eran algunos de losguardianes que vigilaban el tesoro enterrado.La soledad del lugar y las extrañas historiasrelacionadas con él tenían un efecto definidosobre la mente.

Al alcanzar el extremo de la pradera, se en-contraron cerca de la costa de brazo de mar, enuna especie de anfiteatro rodeado de árboles. Ellugar había estado dedicado anteriormente a lacría de ganado, pero ahora crecían en él las ma-las hierbas. En el otro extremo, sobre la costadel río, se encontraba un edificio en estadocompletamente ruinoso, del cual se elevabantan sólo las chimeneas como solitarias torres; lacorriente del brazo de mar corría rumorosa a lolargo del edificio; los árboles sumergían sushojas en sus aguas. Wolfert no dudaba que esta era la casa en-cantada de Gorro Rojo, y recordó la historia dePeechy Prauw. Empezaba a hacerse de noche yla luz que se filtraba en aquellos lugares bosco-sos daba un tinte melancólico al lugar, muyindicado para fomentar cualquier sentimientode terror o superstición. El halcón que describíaamplios círculos en las altas regiones del aire,emitía su grito peculiar. El pájaro carpinteroatacaba de cuando en cuando a un árbol hueco.

Wolfert y Samuel llegaron a una empalizada delo que en un tiempo había sido un jardín. Ya noera más que un conjunto de maleza, en mediode la cual aparecía algún rosal o un ciruelo. Enel extremo más bajo del jardín pasaron por unedificio poco alto, cuyo frente daba al mar. Lapuerta, aunque mostraba la inclemencia deltiempo, era todavía fuerte y parecía haber sidorecientemente arreglada. Wolfert la abrió. Re-chinaron con estridencia los goznes y parecióchocar con algo así como una caja de la quecayó un cráneo al suelo. Wolfert retrocedió ate-rrorizado, pero se calmó cuando el negro le dijoque era un sepulcro familiar perteneciente a lafamilia holandesa propietaria de los terrenos,afirmación que quedaba corroborada por variosféretros de distinto tamaño. En su niñez, Sa-muel se había acostumbrado a estas escenas,por lo que comprendió que no se encontrabanmuy lejos del lugar que buscaban. Se dirigieron ahora hacia la costa, teniendoque seguir a lo largo de ella; era muy difícil

mantener la dirección, pues tenían que evitarlos árboles y arbustos que crecían en la mismaorilla, para no caer en la rápida corriente. Fi-nalmente, llegaron a una pequeña bahía, prote-gida por rocas verticales y rodeadas por árbolesque crecían juntos, tanto que casi ocultaban ellugar. La corriente evitaba entrar en aquellabahía y corría oscura y profunda por los puntosextremos de ella. El negro se detuvo; quitose los restos delsombrero que llevaba en la cabeza y se rascósus motas grises; golpeó las manos y se dirigiócon ímpetu hacia adelante indicando un largoanillo de hierro empotrado en la roca, justa-mente donde una ancha piedra proporcionabaun cómodo lugar para asegurar un bote. Alláhabían desembarcado los gorros rojos. Los añoshabían alternado los aspectos de la escena queestaban sometidos a los cambios de la estación;pero la roca y el hierro ceden sólo lentamente ala influencia del tiempo. Observando más aten-tamente, Wolfert descubrió tres cruces marca-

das en la roca, más arriba del anillo, lo que sinduda tenía algún significado misterioso. El viejo Samuel reconoció en seguida la roca,a la cual había afirmado su bote durante aque-lla tormenta. Era mucho más difícil encontrar elcamino que habían seguido los gorros rojosaquella noche. Samuel se había preocupadomás de observar las personas que los lugares;además, un mismo paisaje tiene un aspectoenteramente distinto de día y de noche. Des-pués de dar muchas vueltas, llegaron a un clarodel bosque, que Samuel tuvo por el lugar don-de los gorros rojos habían procedido al ente-rramiento. En uno de los lados se alzaba unaroca vertical como una muralla que Samuelcreyó era la enorme peña desde la cual los hab-ía observado. Wolfert la examinó atentamente,descubriendo finalmente tres cruces idénticas alas que aparecían sobre el anillo de hierro. Estasseñales estaban profundamente marcadas en lasuperficie de la roca, pero era muy difícil notar-las por haber igualado el musgo toda la piedra.

El corazón de Wolfert latía de júbilo, pues nodudaba ya que eran inscripciones peculiares delos bucaneros. Todo lo que quedaba por hacerera determinar el lugar exacto donde se hallabael tesoro enterrado, pues de lo contrario tendríaque cavar al azar cerca de las tres cruces, sinmucha probabilidad de descubrirlo, y ya estabaharto de cavar sin encontrar nada. El viejo ne-gro no podía ayudarle en esta tarea, pues porser sus recuerdos sumamente confusos, le eraimposible indicar el sitio con certeza y sí varioscon aproximación dudosa. Una vez afirmó quedebía ser al pie de un árbol, en seguida declaróque estaba equivocado y que era al lado de unagran piedra blanca; después aseguró que era allado de un arbusto, a poca distancia de la pie-dra vertical; finalmente Wolfert quedó tan con-fundido como él mismo. Las sombras de la noche empezaban a ex-tenderse sobre la región: se confundían las ro-cas y los árboles. Era demasiado tarde paraproseguir sus búsquedas; además, Wolfert no

había traído ni pico ni pala. Satisfecho porhaber determinado aproximadamente el lugar,se limitó a anotar cuidadosamente todas lasmarcas que podían servirle para identificar elsitio y decidió volver a casa, resuelto a prose-guir sin demora su dorada empresa. Mientras cruzaba aquella región encantada,la ansiedad que le había dominado hasta en-tonces se calmó un tanto, por lo que la fantasíapudo empezar a pintarle mil formas y quimerasdistintas. Cada árbol parecía tener colgado unpirata; casi esperaba ver aparecer algún caballe-ro español, degollado de oreja a oreja, sacu-diendo el contenido de una talega llena de mo-nedas de oro. Prosiguieron su camino a través del desola-do jardín; los nervios de Wolfert habían llegadoa un estado tal de tensión que el vuelo de pája-ro, una hoja que temblaba movida por el vien-to, la caída de una baya eran causas suficientespara hacerlos saltar. Al salir del jardín, observa-ron a cierta distancia una figura que avanzaba

lentamente por uno de los caminos, llevando acuestas un gran peso. Samuel y Wolfert se de-tuvieron y examinaron atentamente al desco-nocido. Por lo que parecía, llevaba un gorro delana y lo que era más alarmante: el gorro era deun rojo sanguinolento. La figura se movía len-tamente y se detuvo delante de la misma puer-ta de la cripta sepulcral. Antes de entrar, echóuna mirada alrededor. Wolfert se aterrorizóhasta el máximo, pues reconoció al bucaneroque se había ahogado la noche anterior. Se leescapó una exclamación de horror. La apariciónlevantó lentamente su puño de hierro y lo sa-cudió en señal de amenaza. Wolfert no se preocupó de ver más: echó acorrer tan rápidamente como lo permitieron suspiernas; en cuanto a Samuel, le seguía tan decerca como se lo admitía su edad y su miedo,pues todo el terror de aquella noche se habíadespertado nuevamente en él. Corrieron através de campos y bosques y sólo se sintieron

relativamente seguros cuando llegaron al ca-mino real que conducía a la ciudad. Pasaron varios días antes de que Wolfertpudiera reunir el valor suficiente para prose-guir su empresa, tanto le había acobardado laaparición del terrible bucanero, vivo o muerto.Entretanto, ¡qué fuerzas contradictorias lucha-ban en su alma! Se despreocupó de todos susasuntos, estuvo intranquilo todo el día, perdióel apetito, no sabía lo que pensaba y lo que de-cía y cometía numerosísimas distracciones.Había desaparecido su tranquilidad; hastacuando dormía la pesadilla del oro le oprimíael pecho. Hablaba de incontables sumas de di-nero; se imaginaba estar entregado a labúsqueda de tesoros; tiraba las mantas a dere-cha e izquierda, creyendo que estaba cavandotierra; se metía debajo de la cama, buscandoescondidos tesoros, y de allí salía con lo que élcreía ser un puchero de barro lleno de monedasde oro.

Su esposa y su hija se desesperaban ante loque tenían por los primeros síntomas de locura.Las mujeres holandesas consultan los oráculoscuando se encuentran en dificultades: el dómi-ne y el médico. En este caso se dirigieron alúltimo. En aquella época se encontraba en laciudad un físico, pequeño de cuerpo, oscuro decolor, de edad avanzada e ideas anticuadas,famoso entre todas las mujeres de la ciudad, nosólo por su habilidad en el arte de curar, sinoen materias más extrañas y misteriosas. Se lla-maba doctor Knipperhausen, aunque se le co-nocía más comúnmente por el doctor alemán.Aquellas dos pobres mujeres se dirigieron a élen demanda de consejo y asistencia por lasdesviaciones mentales de Wolfert. Encontraron al galeno sentado en su peque-ño consultorio, con su bata de estudioso y sugorra de terciopelo negro, a la manera de Boer-haave (12), Van Helmont (13) y otros sabios médi-cos de fama; tenía puestos un par de anteojosverdes, montados en cuerno negro; leía un libro

alemán que reflejaba el color oscuro de su tez.El médico escuchó con profunda atención ladescripción de los síntomas de la enfermedadde Wolfert, pero cuando se mencionó su maníade buscar dinero enterrado, aquel hombrecillodemostró aún mayor interés y aguzó el oído.Las pobres mujeres no sabían qué clase de ayu-da habían ido a buscar. Durante más de la mitad de su vida el doctorKnipperhausen se había dedicado a buscar elcamino más corto para hacer fortuna, en cuyainvestigación se gasta más de una vida. Habíavivido varios años en las montañas de Harz (14),en Alemania; había obtenido muy valiosos in-formes de los mineros acerca de la mejor mane-ra de buscar tesoros enterrados. Prosiguió susestudios con un sabio ambulante que unía losmisterios de la medicina con los de la magia ylos juegos de manos. En consecuencia, la mentedel doctor estaba llena de toda clase de cono-cimientos teúrgicos y abstrusos; era muy afi-cionado a la astrología, la alquimia y la adivi-

nación; sabía encontrar el dinero robado y des-cubrir las fuentes de agua; en una palabra, suoculta sabiduría justificaba el nombre de doctoralemán, que aproximadamente equivale a ni-gromante. El médico había oído con frecuencia los ru-mores acerca de tesoros enterrados en diferen-tes partes del país; hacía mucho tiempo que élmismo los andaba buscando. Tan pronto comose enteró del estado anómalo de Wolfert, com-prendió que se daban todos los síntomas deuna obsesión de hallar dinero oculto; no perdiótiempo en comprobar su hipótesis hasta lasúltimas consecuencias. Wolfert había sentidodesde hacía mucho tiempo la opresión de susecreto; como un médico de familia es una es-pecie de padre confesor, se alegró de tener unaoportunidad de descargar su alma. Lejos decurarle, el médico se contagió de la enfermedadde su paciente. Las circunstancias que Wolfertle reveló despertaron su ansia de riquezas; nipor un momento dudó que el dinero estaba

enterrado en algún punto cerca de las cruces yse ofreció a ayudar a Wolfert en sus investiga-ciones. Le informó que era necesario guardar elmayor secreto y tomar numerosas precaucionesen empresas de esta clase, que el dinero sólopuede desenterrarse de noche, observando cier-tas formas y ceremonias: quemar plantasaromáticas, repetir ciertas palabras místicas, y,ante todo, los buscadores de tales riquezasocultas deben estar provistos de una varillaadivinatoria que tiene la maravillosa propiedadde indicar el lugar exacto donde está enterradoel tesoro. Como el médico había estudiado afondo estas cuestiones, quedó encargado detodos los preparativos pertinentes, y como laluna se acercaba a una posición favorable,prometió tener pronta la varilla para una nochedeterminada. El corazón de Wolfert saltaba de júbilo porhaber encontrado una persona cuya coopera-ción era tan valiosa. Todo se hizo secretamente,pero con gran rapidez. El médico mantuvo

numerosas consultas con su paciente; las bue-nas mujeres alababan el efecto tranquilizadorde sus visitas. Entretanto, quedó pronta la ma-ravillosa varilla adivinatoria, la clave de todoslos secretos de la naturaleza. El doctor habíaconsultado apresuradamente todos los librosque pudieran serle de utilidad para la ocasión;el negro pescador se comprometió a llevarlospor mar hasta el lugar de sus investigaciones, atrabajar con pico y pala para desenterrar el te-soro y a cargar en su barco los pesados frutosde su empresa que estaban seguros de encon-trar. Finalmente, llegó la noche fijada para supeligrosa tentativa. Antes de salir de su casa,Wolfert aconsejó a su mujer y a su hija que seacostasen y que no se alarmaran si él no volvíadurante la noche. Como todas las mujeres sen-satas, en cuanto oyeron que no debían alarmar-se, se sintieron poseídas de un pánico mortal.Por los gestos de Wolfert comprendieron queocurría algo extraordinario; sintieron con una

intensidad diez veces mayor todos sus temoresacerca de la salud mental de su esposo y padre;se abrazaron a él, rogándole que no se expusie-ra al frío de la noche, pero todo fue en vano.Cuando Wolfert había montado en su burro,era difícil hacerle bajar de él. Era una nocheclara y estrellada. Wolfert abandonó su casa;llevaba un sombrero de anchas alas; tanto suhija como su mujer habían contribuido a prote-gerle del frío, la una con una bufanda, la otracon una capa. La diligente ama de llaves del doctor, FrauIlsy (15), había armado y protegido al doctor demanera igualmente efectiva. Salió de su casa,con su gorro de terciopelo debajo del sombrero,un libro debajo del brazo y un canasto de hier-bas secas en una mano y en la otra la maravillo-sa varilla adivinatoria. El reloj de la iglesia daba las diez cuando eldoctor y Wolfert pasaron por el cementerio,mientras el sereno, con voz aguardentosa, ex-clamaba estirando mucho las vocales: «¡Las

diez han dado y sereno!» Un profundo sueño sehabía apoderado de la pequeña villa. Nadainterrumpía el terrible silencio, excepto decuando en cuando los ladridos de algún perrovagabundo y de vida desarreglada o la serenatade amor de algún gato romántico. Cierto es que Wolfert creyó oír más de unavez pasos furtivos que se mantenían a una cier-ta distancia de ellos, pero se consoló pensandoque era el eco de los propios. Una vez le parecíaobservar una figura alta, que los seguía conmuchas precauciones para que no la vieran yque se detenía en cuanto lo hacían ellos, y queproseguía en cuanto se ponían otra vez en mo-vimiento; pero la luz del alumbrado público eratan débil e insegura que todo ello no era proba-blemente más que una mera ilusión. Encontraron al viejo pescador esperándolos,fumando su pipa. En el fondo del bote se en-contraba ya un pico y una pala, una linternasorda y una botija, que contenía una buena do-sis de coraje holandés, en la cual el honrado

Samuel ponía más confianza que el doctorKnipperhausen en sus drogas. Así se embarcaron aquellos tres valientes enuna cáscara de nuez, emprendiendo su expedi-ción nocturna con una visión y valor difícil-mente igualados en empresas de este género.Subía la marea y corría rápidamente hacia elbrazo de mar. La corriente los llevaba sin quecasi hiciera falta usar los remos. La ciudad es-taba completamente envuelta en la obscuridad.Aquí y allá aparecía una débil lucecilla queprovenía del cuarto de un enfermo o del castillode algún barco, anclado en el río. Ninguna nu-be obscurecía el claro cielo estrellado; las lucesde los astros se reflejaban en las tranquilasaguas del río; una estrella fugaz recorrió loscielos en la misma dirección hacia la cual ellosavanzaban, lo que el doctor interpretó como debuen augurio. Poco tiempo después pasaron frente a Cor-lear's Hook, donde estaba la taberna que habíasido escenario de aquellas aventuras nocturnas.

No aparecía ninguna luz en la casa. Wolfert seestremeció al pasar por el sitio donde se habíaahogado el bucanero. Se lo indicó al doctorKnipperhausen. Mientras lo observaban, creyeron ver unbote que recorría el mismo lugar; pero como lacosta producía una sombra tan intensa sobre lasaguas, nada pudieron distinguir. Un poco másadelante les pareció oír ruido de remos, como sialguien los manejara cuidadosamente, para queno quebrasen el silencio. Samuel empezó a mo-ver los suyos con redoblada intensidad y comoconocía todos los remolinos y corrientes dellugar, pronto pudo sacar gran ventaja a susperseguidores, si realmente alguien trataba deseguirlos. Finalmente, el negro llegó a la pe-queña ensenada y aseguró el bote el anillo dehierro. Desembarcaron, encendieron la linterna,reunieron sus herramientas y se dirigieron len-tamente a través del bosquecillo. Cualquierruido los hacía salir de sus casillas; hasta el ru-

mor de sus propios pasos sobre las hojas secaso el de una lechuza que se dirigía a su nido enla chimenea de las ruinas cercanas, les helaba lasangre en las venas. A pesar de todas las precauciones de Wolfertpara encontrar rápidamente las cruces, pasóalgún tiempo antes de que pudieran hallar elclaro del bosque donde suponían que estabaenterrado el tesoro. Finalmente, llegaron a laroca en forma de muralla; al examinar su su-perficie con la linterna, Wolfert reconoció lasmísticas cruces. Sus corazones latieron apresu-radamente, pues había llegado el momento deprueba que convertiría en realidad todas susesperanzas. Wolfert mantenía la linterna, mientras eldoctor utilizaba la varita adivinatoria. Era unarama que se bifurcaba en dos brazos; el doctorla mantenía firmemente por su doble extremo,uno en cada mano. Recorrió el lugar con ella, pero durantealgún tiempo no se registró ningún efecto. Wol-

fert mantenía la luz de la linterna sobre ella,mientras la vigilaba con el más intenso interés.Finalmente, empezó a moverse. El doctor laapretó con mayor intensidad; le temblaban lasmanos, de puro agitado. La varilla continuómoviéndose gradualmente hasta invertir ente-ramente su posición, indicando perpendicu-larmente hacia abajo, y permaneció en esa posi-ción hacia un punto del claro, como la agujaindica el polo. -Éste es el lugar -dijo el doctor con voz casiinaudible. A Wolfert se le subió el corazón a la boca. -¿Quieren ustedes que empiece a cavar? -preguntó el negro, agarrando el pico. -¡Potztausend! (16) ¡No! -respondió el doctorci-llo apresuradamente. Ordenó a sus compañerosque se mantuvieran cerca de él y que no pro-nunciaran una palabra. Debían tomarse algu-nas precauciones y llevar a cabo ciertas cere-monias, para impedir que los espíritus malig-

nos, que guardan los tesoros escondidos, leshicieran algún daño. Trazó un círculo alrededor del lugar, lo sufi-cientemente grande para incluir a los tres. Re-cogió ramas y hojas secas y encendió un fuego,al cual arrojó ciertas drogas y hierbas que habíatraído en el canasto. Se produjo una humaredaespesa, que tenía un olor penetrante, con ungusto maravilloso a azufre y asafétida, que pormuy grato que pudiese ser a los nervios olfato-rios de los espíritus, casi ahogó al pobre Wol-fert y le produjo un ataque de tos y de estornu-dos que resonó por todo el claro. El doctorabrió entonces el libro que había tenido siem-pre debajo del brazo, impreso en dos colores:rojo y negro y en idioma alemán. Mientras Wol-fert mantenía la linterna, el médico, provisto desus lentes, leía varios conjuros en latín yalemán. Después ordenó a Samuel que asierapico y pala y empezara a cavar. El suelo eramuy duro, lo que demostraba que no habíaconocido herramienta humana, nunca, o desde

hacía muchos años. Después de atravesar unaprimera capa de tierra vegetal, Samuel llegó aun estrato de arena y grava, que arrojó, a dere-cha e izquierda, con la pala. -¡Ojo! -exclamó Wolfert, a quien le parecióhaber oído ruido de pisadas sobre las hojassecas y como si alguien se deslizara entre losarbustos. Samuel se detuvo un momento y to-dos escucharon con atención: no se oía nada.Un murciélago pasó silenciosamente al lado deellos; un pájaro salió de un árbol, asustado porla luz de la linterna, que se reflejaba en las hojasde los árboles. En el profundo silencio del bos-que podían oír la corriente que pasaba a lo lar-go de la costa rocosa, así como el murmullodistante de Hell Gate. El negro seguía trabajando y había cavadoya un pozo bastante profundo; el doctor leíasus fórmulas o arrojaba más drogas y hierbas alfuego; Wolfert se inclinaba ansiosamente sobrela excavación vigilando cada movimiento de lapala. Cualquiera que hubiera presenciado esta

escena iluminada por la luz de la linterna sor-da, hubiera creído que el doctorcillo era algúnnigromante, ocupado en algún encantamiento,y el negro de cabellos grises algún espíritu queobedecía sus órdenes. Finalmente, la pala del pescador chocó conalgo que sonaba a hueco; la vibración del soni-do llegó hasta el corazón de Wolfert. «¡Es uncajón!», dijo Samuel. «¡Lleno de oro!, ¡estoyseguro!», gritó Wolfert, aplaudiendo entusias-mado. Apenas acababa de pronunciar estas pala-bras, cuando un ruido que provenía de másarriba llegó hasta sus oídos. Levantó la miraday a la luz del fuego que se extinguía encima dela roca, donde muchos años antes había obser-vado Samuel a los gorros rojos, le pareció veralgo que se parecía enormemente a la cara delahogado bucanero, cuya expresión era más queamenazadora. Wolfert gritó asustado y dejó caer la linterna.Su pánico se comunicó a sus compañeros. El

negro salió velozmente del agujero, el doctordejó caer el libro y el canasto y empezó a rezaren alemán. Todo era horror y confusión. El fue-go se apagó; la linterna ya no alumbraba más.En su prisa, chocaron los unos con los otros y seconfundieron. Imagináronse que tenían quevérselas con una legión de espíritus y que veíanextrañas figuras con gorros rojos que tratabande cazarlos. El doctor huyó por un lado, el ne-gro por otro, y Wolfert se dirigió hacia la costa.Mientras corría a través del bosquecillo oyó quealguien le perseguía. Las pisadas de su enemi-go se acercaban cada vez más. Sintió que al-guien lo agarraba por el cuello, cuando su ata-cante fue atacado a su vez. Se produjo una lu-cha desesperada. Se oyó un disparo que duran-te un segundo iluminó las rocas y los arbustosy mostró dos figuras que luchaban ferozmente;después todo quedó aún más obscuro. Conti-nuaba la lucha, los combatientes seguían pele-ando, entre gritos; una vez rodaron abrazadospor el suelo. El jadeo de ambos fue interrumpi-

do varias veces por maldiciones, en las cualesWolfert creyó reconocer la voz del bucanero.Hubiera huido, pero se encontraba al borde deun precipicio y no podía proseguir. Ambosluchadores se levantaron y siguieron el comba-te de pie. Finalmente uno de ellos fue arrojadopor el precipicio hacia el agua, hacia el profun-do río que murmuraba más abajo. Wolfert oyócómo caía al agua y una especie de murmullo,pero la obscuridad de la noche no le permitíadistinguir nada y la velocidad de la corrientealejaba todo al instante. Así desapareció uno de los combatientes,pero Wolfert no podía decir si era amigo oenemigo o si ambos eran enemigos. Oyó cómose acercaba el sobreviviente, lo que hizo revivirsu terror. Vio una forma humana que avanzabahacia él. No había posibilidad de error: era elbucanero. ¿Hacia dónde huir? Por un lado teníaun precipicio, por el otro un asesino. El enemigo se acercaba: estaba ya frente a él.Wolfert iba a dejarse caer por el precipicio. Se

agarró a unas ramas que sobresalían sobre sucabeza. Se mantuvo en el aire colgado de ellas.Se imaginó que había llegado su último mo-mento; ya había encomendado su alma a SanNicolás, cuando se rompió la rama y empezó arodar hacia abajo, chocando en su camino conrocas y arbustos. Pasó mucho tiempo antes deque recobrara el sentido. Cuando abrió los ojos,ya se anunciaba la aurora. Se encontraba tiradoen el fondo de un bote. Intentó sentarse, peroestaba demasiado maltrecho para ello. Una vozle ordenó amistosamente que siguiera echado.Wolfert volvió la vista hacia el que hablaba: eraDirk Waldron. A pedido de la señora Webber yde su hija, que con la laudable curiosidad pro-pia de su sexo querían enterarse del motivo delas secretas entrevistas entre el doctor y Wol-fert, había seguido a los tres desde su partida.Dirk se había quedado muy atrás por la veloci-dad del bote del negro, llegando sin embargo atiempo para rescatar al pobre buscador de teso-ros de su perseguidor.

Así terminó esta peligrosa empresa. El doc-tor y el negro Samuel encontraron el camino deregreso hacia Manhattoes, teniendo cada unosu propia historia que contar acerca de los te-rribles peligros pasados. En lo que respecta alpobre Wolfert, en lugar de volver triunfalmentecargado de talegas de oro, le llevaron a su casaen una camilla seguida por una fila de curiososchiquillos. Su hija y su mujer vieron a una cierta distan-cia aquella desagradable procesión y alarmarona todo el vecindario con sus gritos. Se imagina-ron que le traían muerto; cuando comprendie-ron que vivía, le metieron rápidamente en lacama; un jurado de matronas de la vecindad sereunió para determinar cómo había de curárse-le. Toda la ciudad se enteró de la historia de losbuscadores de tesoros. Muchos se dirigieron allugar de las aventuras de la noche anterior,pero aunque dieron con el pozo que había ca-vado Samuel, no encontraron nada que los

compensase de las molestias de su viaje. Algu-nos dicen que quedaban fragmentos de uncajón de cedro que olía fuertemente a dinerooculto y que la cripta de la familia parecíahaber sido utilizada para guardar artículos decontrabando, pero todo eso es muy dudoso. Hasta el día de hoy no se ha revelado el se-creto de esta historia. Todavía es objeto de dis-cusión si existía realmente algún tesoro ente-rrado, si se lo llevaron aquella misma noche losque lo habían ocultado allí, o si todavía quedaoculto allí mismo, guardado por gnomos yespíritus, hasta que se le encuentre de acuerdocon los métodos indicados para ello. Por miparte, me inclino a compartir la última opinióny no dudo que allí y en otras partes de la islahay dinero enterrado desde los tiempos de losbucaneros y de los colonos holandeses; aconse-jaría seriamente a mis conciudadanos que no seocupan de ninguna otra cosa que se dediquen abuscarlo. Se han formado muchas opinionesdiversas acerca de quién era el extraño marino

que dominó la pequeña fraternidad de la taber-na de Corlear's Hook, que desapareció tan mis-teriosamente y reapareció en circunstancias tanterribles. Algunos suponen que era un contrabandista,establecido en aquel lugar para asistir a suscamaradas en el desembarco de sus artículos.Otros creen que era uno de los antiguos cama-radas de Kidd o de Bradish que volvió pararecoger los tesoros que se habían ocultado ante-riormente en la vecindad. La única circunstan-cia que arroja una luz vaga sobre este misterio-so asunto es un informe acerca de una chalupade construcción extranjera que se observó enaquellos tiempos recorriendo el brazo de mardurante varios días, sin tomar puerto, aunquese vio que de noche iban y venían botes de ellaa la costa; se encontraba en la bahía cuandoamaneció después de la catastrófica noche delos buscadores de tesoros. No puedo dejar de mencionar otro informeque yo considero más bien apócrifo, según el

cual el bucanero a quien todos creían muertofue visto aquella madrugada con una linternaen la mano sentado en su gran cajón atravesan-do las aguas de Hell-Gate. Mientras la ciudad se llenaba de estas char-las y rumores, Wolfert guardaba cama enfermoy triste, herido en el cuerpo y en el alma. Suesposa y su hija hicieron todo lo posible paracurar sus heridas tanto corporales como espiri-tuales. La buena mujer no se separó de la camade su marido, junto a la cual estaba sentadatejiendo de la mañana a la noche, mientras suhija pretendía tener algo que hacer cerca de él,no perdiendo oportunidad de demostrarle elmás profundo amor filial. Tampoco sus vecinosdejaron de prestarle asistencia. Por mucho quese diga acerca de los amigos que abandonan auno en la hora de prueba, los Webber no tuvie-ron razón para quejarse; ninguna mujer de lavecindad dejó de abandonar su trabajo paraacudir a la casa de Wolfert para preguntar porsu salud y los detalles de su historia. Ninguna

venía, sin embargo, sin algún pote de bálsamoo de hierbas, gozando la oportunidad de seña-lar su bondad y su experiencia médica. ¡Cuántas cosas tuvo que aguantar el pobreWolfert! Pero todo en vano: era conmovedorver cómo se debilitaba día a día, cómo enfla-quecía y cómo la expresión de culpabilidad desu rostro salía de entre las mantas de la cama ycaía sobre un jurado de matronas, cuya bondadlas había reunido alrededor de él para suspirary lamentarse. Dirk Waldron era el único ser que parecíatraer un rayo de sol a aquel desgraciado hogar.Llegaba con mirada alegre y espíritu viril, in-tentando reanimar el corazón expirante delpobre buscador de tesoros. Pero todo era envano. Wolfert estaba completamente acabado.Sólo faltaba una cosa para completar su deses-peración: un anuncio del municipio, según elcual iba a abrirse una nueva calle a través de sujardín de coles. Nada veía en el futuro sino po-breza y ruina; su último refugio, la huerta de

sus antepasados, iba a ser destrozado. ¿Quésería de su mujer y de su hija? Sus ojos se llena-ron de lágrimas al seguir con la mirada a su hijacuando ésta salía del cuarto. Dirk Waldron es-taba sentado a su lado; Wolfert tomó su mano,indicó a su hija, y por primera vez desde suenfermedad, rompió el silencio que había man-tenido hasta entonces. -Me muero -murmuró sacudiendo débilmen-te la cabeza-. Cuando yo haya desaparecido...,mi pobre hija... -Será mi esposa, si usted lo permite -dijoDirk con entereza-. Yo me encargaré de ella. Wolfert observó la cara de aquel joven tanoptimista y fuerte y en ese instante comprendióque no había nadie mejor que él para proteger asu hija. -Basta -dijo Webber-. Es tuya... y ahora tráe-me un escribano; voy a hacer mi testamento ymorirme. Llegó el escribano, que era un hombrecilloenérgico, cuidadosamente vestido, y de cabeza

redonda, que se llamaba Rollebuck. Al verleambas mujeres rompieron a llorar, pues consi-deraban la redacción de un testamento comoequivalente a la firma de una sentencia demuerte. Wolfert hizo un breve movimiento pi-diéndoles que callaran. Su hija ocultó su cara ysu pesar en las cortinas; la señora de Webbersiguió tejiendo para ocultar su dolor, trai-cionándola, sin embargo, una translúcidalágrima que se deslizó silenciosamente hasta sunariz aguileña; el gato, el único miembro de lafamilia que no parecía muy preocupado, jugócon el ovillo de lana que se había caído al suelo. El gorro de dormir le caía sobre la frente;tenía los ojos cerrados; parecía la misma efigiede la muerte. Pidió al escribano que acortara losprocedimientos, pues creía que se aproximabasu fin y no tenía tiempo que perder. El escriba-no mojó la pluma, extendió el papel y se pre-paró a escribir. -Doy y entrego -dijo Wolfert débilmente- mipequeña granja...

-¿Cómo, toda? -preguntó asombrado el es-cribano. Wolfert entreabrió sus ojos y le miró. -Sí, toda. -¿Todo ese terreno tan grande plantado decoles y girasoles a través del cual el municipiova a construir una avenida? -El mismo -asintió Wolfert con un profundosuspiro, hundiéndose otra vez entre las almo-hadas. -Le deseo mucha suerte a quien lo herede -dijo el escribano frotándose las manos involun-tariamente. -¿Qué quiere usted decir? -preguntó Wolfertabriendo nuevamente los ojos. -Que será uno de los hombres más ricos dela ciudad -exclamó el pequeño Rollebuck. El moribundo pareció atravesar nuevamenteel umbral de la vida; sus ojos se iluminaron,sentose en la cama, echó hacia atrás su gorro dedormir y miró fijamente al escribano. -¡Qué me dice usted! -exclamó.

-Eso es lo que digo -respondió el otro-.Cuando estos campos se dividan en pequeñoslotes para construir viviendas, quien quiera quesea el propietario será riquísimo. -¿Lo cree usted? -gritó Wolfert sacando unapierna de la cama-. Si eso es así, no voy a hacertodavía mi testamento. Para asombro de todos, el agonizante sanó.La chispa vital que estaba a punto de extinguir-se, recibió nuevo alimento con la noticia que elescribanillo le había dado. Otra vez ardió comouna llama. Vosotros, los que queréis hacer revi-vir el cuerpo cuyo espíritu está deshecho, deb-éis darle una medicina para el corazón. A lospocos días Wolfert podía levantarse; una sema-na más tarde su mesa estaba cubierta de planosde construcción. Rollebuck estaba constante-mente con él, pues se había convertido en suconsejero y su mano derecha; en lugar de hacersu testamento, le ayudaba en la tarea más agra-dable de hacer fortuna.

Wolfert Webber era uno de esos habitantesholandeses de Manhattan, que hicieron fortunaa pesar de ellos mismos, que mantuvieron te-nazmente los predios que habían obtenido porherencia, plantando remolachas y coles a lasmismas puertas de la ciudad, labor que lesobligaba a vivir con una mano atrás y otra ade-lante, hasta que el cruel municipio empezó aconstruir calles a través de sus tierras, des-pertándolos de su letargo, y entonces se vieronsúbitamente ricos. Antes de que pasaran muchos meses, unabulliciosa calle atravesaba el centro de la huertade Wolfert, exactamente por el mismo lugardonde había esperado hallar un tesoro. Sussueños dorados se habían realizado por fin.Encontró una fuente de riqueza que no espera-ba, pues cuando sus tierras quedaron reparti-das en lotes para edificar y se alquilaron a per-sonas solventes, en lugar de producir algunascarradas de coles, le entregaban una abundantecosecha de rentas, tanto que era una gloria ob-

servar en los días de pago cómo sus inquilinosllamaban a su puerta de la noche a la mañana,llevando cada uno una talega de monedas, do-rado producto del suelo. Se conservaba todavía la antigua mansión desus antepasados. En lugar de ser una modestacasilla holandesa con un jardín, se erguía ahoraaudazmente, en mitad de la avenida, la casamás grande de la vecindad, pues Wolfert lahabía ensanchado con dos alas, una a cada la-do, y una cúpula, que servía de cuarto paratomar el té, donde él se refugiaba para fumar supipa en los días de verano. Con el correr deltiempo, toda la casa se convirtió en un verda-dero campo de Agramante de la progenie de lahija de Webber y Dirk Waldron. Al aumentar en años y en riquezas, Wolfertse compró coche, tirado por dos yeguas fla-mencas negras, cuyas colas barrían el suelo.Para conmemorar el origen de su grandeza, sehizo pintar un escudo de armas, con una col,completamente madura, alrededor de la cual se

leía la divisa ALLES KOPF, es decir, todo cabeza,lo que quería significar que se había distingui-do por el trabajo cerebral. Para colmar la medida de su poderío, cuan-do el famoso Ramm Rapelye se fue a dormircon sus antepasados, Wolfert Webber le suce-dió en el sillón de honor de la taberna de Corle-ar's Hook, donde reinó por muchos años, hon-rado y respetado, tanto que nunca contó unahistoria sin que se la creyeran o hizo una bromasin que todos rieran sobre ella.