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Los Cuadernos de Arte LA EXPOSICION DE MUNTADAS Maano Antolín Rato ...aquí estamos en medio de todo esto, mirando, crendo (?), interrogándonos, especulando ... e on estas ases (puntos suspensivos in- cluidos) concluye el trabajo introducto- rio de Robert C. Morgan que aparece en el catálogo Exposición, de Muntadas, editado -en español e inglés, y con el cuidado ya característico en sus publicaciones-, por Fer- nando Vijande, en cuya galería de Madrid, y du- rante gran parte de los pasados meses de setiem- bre y octubre, se ha presentado la última instala- ción del artista catalán radicado desde hace más de 10 años en Norteamérica. En ecto, mirar, dudar de si se cree, interro- garse, especular... eso es justamente lo que po- tencia la sub o sobre Exposición de Muntadas - quien, en esta ocasión, prescinde del soporte vídeo, campo en el que es absolutamente cono- cido en España y gran parte de Occidente-, re- mitiendo al contexto del amplio espacio de la galería que la acoge. Un espacio donde va a quedar de manifiesto, no sólo ese contexto y la propia naturaleza de la obra de arte, sino además el carácter ntasmáti- co del hombre actual: ese ser que ya no es la medida de todas las cosas y que se ha convertido en un extraño superviviente dentro de un uni- verso cuya escala le supera, o se le escapa, y que no puede (humanamente) abarcar. Lo primero que se impone es la entrada en un mundo cegado por una cortina. Luego, viene esa prueba espiritual que constituye el descenso por las escaleras metálicas -no obra de Muntadas, sino algo propio de la galería Vijande-, donde uno procura adecuar inútilmente su paso a unos escalones que no están hechos a escala humana. Durante tal descenso -y si uno es lo bastante osado como para perder de vista los problemáti- cos escalones: cosa nada cil- enente se en- contrará con una proyección de blanco sobre blanco. No es improbable que entonces se recuerde el moso Cuadrado blanco sobre fondo blanco, de Malevitch, y en especial tal y como e pensado por Moholy-Nahy: «Es una pantalla de proyec- ción... superficie plana y blanca... pantalla ideal para los ectos de sombras y de luz que, produ- cidos en el entorno, pueden proyectarse en él». Una idea equivocada. La pantalla de Munta- das no sirve como proyección de nada. Es un 40 cuadrado de luz blanca; fijo, ío, ajeno a cual- quier intento de añadirle vida. Y después, lo que prima es el marco, la luz con ligerísimos matices, el entorno: suelo, te- chos y pilares. El audaz espectador no encuentra sitio donde situarse, perspectiva desde la que observar, lugar propio que le permita una visión que excluya al ojo. Es decir, la visión de la que hablaba Valery, en la que el ojo queda olvidado de la misma manera que lo que se piensa hace olvidar el pensamiento. Nada de eso. El ojo se ha transrmado en una sensación que interfiere la visión. La propia mirada impone leyes y, en el repentino descon- cierto subsiguiente, uno puede pensar -y ese uno, en este caso, soy yo, el que escribe ahora- en aquellos marcos vacíos que llenaban las pare- des y suelos de la Galería de Arte Moderno de Milán, después del robo de los lienzos que tuvo lugar, creo que en la primavera de 1975, cuando los ladrones se llevaron unas obras cuyo valor se calculaba en 8 millones de dólares de los de en- tonces (enmarcaban obras de Cézanne, Renoir, Van Gogh y Gauguin, entre otros). Y se recuerda eso, por ejemplo, porque en el espacio desnudo de la galería sobresalta el domi- nio del marco. Unos marcos que pudieran servir de metonimia reductiva de toda la Exposición - algo como lo que ocurre en los conocidos jardi- nes japoneses clásicos, donde cada parte debe ser- vir, a pequeña escala, de imagen del modo en que se debe apreciar todo el jardín en su conjunto. Los marcos encuadran el vacío de la pared. No cabe buscar en, ellos un reflejo, pues ni si- quiera son espejos, lo que incluso se desearía que eran, para perder la sensación de vampiro que de pronto abruma -como es de sobra cono- cido, el conde Drácula y sus víctimas no se refle- jan en los espejos. Entonces puede haber movimientos desaso- segados. Un tratar de encontrarse en el enorme marco de un cartel de publicidad estática calleje- ra, también en blanco. O en los tres televisores que a su derecha, según se mira, no transmiten sino estática, nieve. O en el simulacro de movi- miento que sugiere la serie de diapositivas que se proyectan en la pared de enente: blancas. Nada, pues. Ninguna imagen en la que reco- nocerse, o reconocer el mundo habitual de la ca- lle, del regio, de los media. Es posible consolarse recurriendo a teorías. Así, por ejemplo, considerar que aquello es un desarrollo más del conocido lema: Art as idea as idea, enunciado por Joseph Kosuth. Sin embar- go, a poco que se consulten los textos de este teórico del arte conceptual -y en especial, su Art after Phi/osophy-, se comprueba que la c01clu- sión a que llevan es a la de que el arte, que sitúa en un terreno más allá de la sica -metasica-, se re f iere simplemente al arte, a la tautología de que el arte es arte (pueden consultarse a este respecto, además, los lúcidos análisis de Victoria

Los Cuadernos de Arte · 2019-06-20 · Los Cuadernos de Arte Combalía, donde se expone cómo la transposi ción de métodos, rigurosos en otras disciplinas, resulta en el campo

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Los Cuadernos de Arte

LA EXPOSICION DE

MUNTADAS

Mariano Antolín Rato

... aquí estamos en medio de todo esto, mirando, creyendo (?), interrogándonos, especulando ...

e on estas frases (puntos suspensivos in­cluidos) concluye el trabajo introducto­rio de Robert C. Morgan que aparece en el catálogo Exposición, de Muntadas,

editado -en español e inglés, y con el cuidado ya característico en sus publicaciones-, por Fer­nando Vijande, en cuya galería de Madrid, y du­rante gran parte de los pasados meses de setiem­bre y octubre, se ha presentado la última instala­ción del artista catalán radicado desde hace más de 10 años en Norteamérica.

En efecto, mirar, dudar de si se cree, interro­garse, especular. .. eso es justamente lo que po­tencia la sub o sobre Exposición de Muntadas -quien, en esta ocasión, prescinde del soporte vídeo, campo en el que es absolutamente cono­cido en España y gran parte de Occidente-, re­mitiendo al contexto del amplio espacio de la galería que la acoge.

Un espacio donde va a quedar de manifiesto, no sólo ese contexto y la propia naturaleza de la obra de arte, sino además el carácter fantasmáti­co del hombre actual: ese ser que ya no es la medida de todas las cosas y que se ha convertido en un extraño superviviente dentro de un uni­verso cuya escala le supera, o se le escapa, y que no puede (humanamente) abarcar.

Lo primero que se impone es la entrada en un mundo cegado por una cortina. Luego, viene esa prueba espiritual que constituye el descenso por las escaleras metálicas -no obra de Muntadas, sino algo propio de la galería Vijande-, donde uno procura adecuar inútilmente su paso a unos escalones que no están hechos a escala humana. Durante tal descenso -y si uno es lo bastante osado como para perder de vista los problemáti­cos escalones: cosa nada fácil- enfrente se en­contrará con una proyección de blanco sobre blanco.

No es improbable que entonces se recuerde el famoso Cuadrado blanco sobre fondo blanco, de Malevitch, y en especial tal y como fue pensado por Moholy-Nahy: «Es una pantalla de proyec­ción ... superficie plana y blanca ... pantalla ideal para los efectos de sombras y de luz que, produ­cidos en el entorno, pueden proyectarse en él».

Una idea equivocada. La pantalla de Munta­das no sirve como proyección de nada. Es un

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cuadrado de luz blanca; fijo, frío, ajeno a cual­quier intento de añadirle vida.

Y después, lo que prima es el marco, la luz con ligerísimos matices, el entorno: suelo, te­chos y pilares. El audaz espectador no encuentra sitio donde situarse, perspectiva desde la que observar, lugar propio que le permita una visión que excluya al ojo. Es decir, la visión de la que hablaba Valery, en la que el ojo queda olvidado de la misma manera que lo que se piensa hace olvidar el pensamiento.

Nada de eso. El ojo se ha transformado en una sensación que interfiere la visión. La propia mirada impone leyes y, en el repentino descon­cierto subsiguiente, uno puede pensar -y ese uno, en este caso, soy yo, el que escribe ahora­en aquellos marcos vacíos que llenaban las pare­des y suelos de la Galería de Arte Moderno de Milán, después del robo de los lienzos que tuvo lugar, creo que en la primavera de 1975, cuando los ladrones se llevaron unas obras cuyo valor se calculaba en 8 millones de dólares de los de en­tonces (enmarcaban obras de Cézanne, Renoir, Van Gogh y Gauguin, entre otros).

Y se recuerda eso, por ejemplo, porque en el espacio desnudo de la galería sobresalta el domi­nio del marco. Unos marcos que pudieran servir de metonimia reductiva de toda la Exposición -algo como lo que ocurre en los conocidos jardi­nes japoneses clásicos, donde cada parte debe ser­vir, a pequeña escala, de imagen del modo en que se debe apreciar todo el jardín en su conjunto.

Los marcos encuadran el vacío de la pared. No cabe buscar en, ellos un reflejo, pues ni si­quiera son espejos, lo que incluso se desearía que fueran, para perder la sensación de vampiro que de pronto abruma -como es de sobra cono­cido, el conde Drácula y sus víctimas no se refle­jan en los espejos.

Entonces puede haber movimientos desaso­segados. Un tratar de encontrarse en el enorme marco de un cartel de publicidad estática calleje­ra, también en blanco. O en los tres televisores que a su derecha, según se mira, no transmiten sino estática, nieve. O en el simulacro de movi­miento que sugiere la serie de diapositivas que se proyectan en la pared de enfrente: blancas.

Nada, pues. Ninguna imagen en la que reco­nocerse, o reconocer el mundo habitual de la ca­lle, del refugio, de los media.

Es posible consolarse recurriendo a teorías. Así, por ejemplo, considerar que aquello es un desarrollo más del conocido lema: Art as idea as idea, enunciado por Joseph Kosuth. Sin embar­go, a poco que se consulten los textos de este teórico del arte conceptual -y en especial, su Art after Phi/osophy-, se comprueba que la c01;iclu­sión a que llevan es a la de que el arte, que sitúa en un terreno más allá de la física -metafísica-, se refiere simplemente al arte, a la tautología de que el arte es arte (pueden consultarse a este respecto, además, los lúcidos análisis de Victoria

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Combalía, donde se expone cómo la transposi­ción de métodos, rigurosos en otras disciplinas, resulta en el campo estético parcial, cuando no ineficaz).

En fin, que tampoco sirve lo conceptual para habérselas con la instalación de Muntadas, pues en ella destaca la contextualización, la puesta en primer plano del carácter histórico del arte como uno de los elementos necesarios para su com­prensión -rebeldía contra el público burgués o el substrato ideológico del dadaísmo, de un Du­champ, o el gesto y, en consecuencia, las actitu­des, hechas arte, de un Pollock.

Es más, incluso si se acepta la definición de Kosuth de que: «Una obra de arte es una espe­cie de proposición que se avanza en el contexto artístico como comentario sobre el arte», la pro­posición que presenta Muntadas viene determi­nada por los hechos de la experiencia que el es­pectador trae antes de penetrar en su Exposi­ción.

Existe, por tanto, el contexto, simbolizado en ese marco metonímico que ahora remite a la cuestión de las escalas. A esas leyes de la geo­metría que dicen que los animales deben cam­biar de forma para funcionar del mismo modo con diferentes tamaños. Y según esta idea de los evolucionistas biológicos, el espacio debe cam­biar su forma pues, como sabemos por repetida experiencia, el hombre no puede hacerlo a vo­luntad para adecuarse a una escala que le supera o no le llega.

En este punto, y si uno sigue moviéndose porel espacio de la Exposición, termina por com­prender que aquella anterior referencia al ojo consciente de su mirar es superflua, dado que la mirada es la de un no-sujeto, la de una entidad que no se encuentra y queda sobrecogida en medio del silencio.

(A propósito: La experiencia más plena con la Exposición de Muntadas, se conseguía cuando uno estaba totalmente solo en la galería. Algo que, desde luego, no resultaba nada .dificil. La prensa, por lo general, se desentendió de esta muestra. La gente no pareció que entendiese gran cosa de ella. Es más, incluso un amigo mío, persona interesada en cuestiones referidas al ar­te más actual, llegó a decirme que lo que pre­sentaba Muntadas le parecía excesivo y que, aquí, en Madrid, no estábamos preparados para ello.)

Le dije entonces, y lo repito ahora, que para la Exposición de Muntadas no estaba preparado nadie y que justamente en esa falta de prepara­ción residía lo más valioso. Pues difícilmente existe hoy nadie que sea capaz de vivir el dese­quilibrio que hay entre las informaciones de nuestros sentidos y las informaciones mediati­zadas por las tecnologías avanzadas. Hemos ter­minado por cambiar nuestros juicios de valor,

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nuestra medida de las cosas, del objeto a su re­presentación, de la forma a su imagen, lo que implica la posible -y frecuente- caída en un de­lirio interpretativo.

Un delirio que en esta Exposición no cabe, pero que sí había tal vez en algunas de las ante­riores obras de vídeo de Muntadas, donde se po­día llegar a pensar que el artista no había encon­trado una forma de transfigurar su arte en algo que superara las propias obsesiones, y seguía atrapado en una autoconsciencia casi paralizan­te, en unas obsesiones que no lograban escapar a la meditación acerca de la relación del arte con él mismo, o con el público, o con el espacio de la galería, o con la cultura en su sentido más am­plio.

En esta Exposición, si bien se mantienen amortiguadas esas obsesiones, lo arquitectónico, pero de una arquitectura de interiores, envol­vente, es lo que predomina. Un ambiente que rodea y deja al hombre ajeno a él, haciéndole desear tal vez una salida, pues como escribía Odilon Redon: «Saturados por una luz demasia­do vívida y cruda, anhelamos la niebla» -lo cual, además de ser una buena definición del simbo­lismo, nos remite a la propia imagen nebulosa de nosotros mismos que no llega a encontrarse en el ambiente presentado, que busca su sitio donde situarse, que siente, halla sugerencias y sigue especulando (sin espejo donde reflejarse), interrogándose (sin sujeto que pueda hacerlo), que lleva a pensar que el hombre está de más en este fin de siecle en el que se sobrevive a duras penas. Una caverna platónica de luz eléctrica donde no se refleja sino el vacío y quizá también el dolor, y como dijo Laurie Anderson -otra ar­tista que sigue caminos en ocasiones coinciden­tes con los de Muntadas-: «Si no se siente do­lor, por qué hablar de él».

Es posible que Muntadas sienta dolor ante es­ta ausencia luminosa del hombre, pero como to­da persona bien educada, se limita a mostrarnos que ni siquiera existe hoy un sujeto que se due­la ... y luego, se duele de ello. De que el hombre, como expresa Paul Virilio a propósito de los físi­cos del momento presente, hoy es un accidente, absoluto y necesario, pero no una substancia, que sería relativa y contingente.

Lo que pasa es que vivir en el reino del acci­dente, y encima asumirlo, además de arriesgado, es dificil. Y precisamente eso nos presenta Muntadas.

La salida de la Exposición, la llegada a la calle, el reencuentro con el cuerpo, no supone ningún alivio. Muntadas nos ha mostrado, y ya para siempre, que el mundo es ajeno a cualquiera de nuestros desvelos, y que sólo cabe eadoptar la actitud clásica, y decidir que las ruinas nos encontrarán impávidos.

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