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Los Grandes Enigmas de La Guerra Fria 02 - Varios Autores

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Con nuestro Segundo Volumen de los Grandes Enigmas de la Guerra Fría,

pretendemos explorar las páginas en blanco de la historia de la posguerra. Una historia que,

aún en pleno período de coexistencia pacífica, ve cómo la Humanidad se entrega a las

intrigas y misterios de la guerra secreta.

Varios Autores

LOS GRANDES ENIGMAS DE LA GUERRA FRÍA 02

Presentados por BERNARD MICHAL

con la colaboración de

Edmond Bergheaud,

Edouard Bobrowski,

Max Clos,

Claude Couband y Jean Lanzi.

Traducción de Miguel del Amo Ruíz

Introducción

Con nuestro Segundo Volumen de los Grandes Enigmas de la Guerra Fría,

pretendemos explorar las páginas en blanco de la historia de la posguerra. Una historia que,

aún en pleno período de coexistencia pacífica, ve cómo la Humanidad se entrega a las

intrigas y misterios de la guerra secreta.

* * *

El 20 de julio de 1954, diez años después del atentado frustrado contra Hitler,

desaparecía un hombre en Berlín. Era el doctor Otto John, responsable del servicio de

seguridad de Bonn y que parecía ser el hombre mejor informado de Alemania Federal. Otto

John se pasaba a la zona oriental. Poco después volvía a Bonn: incomprensible.

¿Fue drogado Otto John? ¿Salió en plena crisis de depresión nerviosa? O bien, ¿eligió

conscientemente la traición para protestar contra la vuelta al poder de los antiguos nazis?

Un hecho quizá sin gran importancia: Otto John estaba en franca oposición con los

otros servicios de información de Alemania Occidental y en particular con los del misterioso

general Gehlen.

Diecisiete meses más tarde estalla una nueva bomba en Bonn. Otto John está de

vuelta. ¿Por qué este nuevo cambio de opinión? He aquí la historia increíble de este doble

desertor.

* * *

Mayo de 1960. Los cuatro grandes se dan cita en París para celebrar una reunión en la

cumbre. Allá estaban MacMillan, Kruschev y los generales Eisenhower y De Gaulle. En el

orden del día de esta conferencia figuraba la paz del mundo. Pero de pronto, la conferencia en

la cumbre se anula.

Nikita Kruschev, que pide excusas en público, sus«cita de nuevo el asunto del avión

espía americano derribado en territorio soviético el l.° de mayo. El avión era un «U-2» y su

piloto, Powers, fue hecho prisionero. ¿Qué es lo que pasó realmente? ¿Se trató de un error del

servicio secreto americano o bien de una maniobra? ¿Cómo pudo ser derribado el «U-2» sin

que muriese Powers? Primera consecuencia: la Conferencia de la Paz de París se derrumbó al

mismo tiempo que el «U-2».

* * *

En octubre de 1962 el mundo está al borde de la guerra nuclear. El responsable de ello

es, aparentemente, Fidel Castro, el barbudo Jefe de estado de La Habana. Castro ha aceptado

la instalación en el territorio de Cuba de bases de cohetes soviéticos, haciendo así de los

Estados Unidos un blanco de tiro ideal.

Una dramática partida de poker atómico se prepara entre el Presidente Kennedy y

Nikita Kruschev. En ella se pone en juego la paz o la destrucción del mundo.

El menor error puede ser fatal. Finalmente se salvará la paz. Este es el suspense

extraordinario que les narramos.

* * *

Saigón, l.° de noviembre de 1963. Hoy todo está en calma. Sin embargo, hace tan sólo

cinco días que un bonzo —el séptimo— se había prendido fuego para protestar contra la

guerra y, sobre todo, contra la política del presidente Diem.

De pronto, los habitantes de la ciudad son despertados de la siesta por ráfagas de

armas automáticas. Se trata de un nuevo levantamiento. Pero todos los golpes de estado

precedentes habían fracasado. ¿Pasará te mismo con éste? Sin embargo, esta vez las cosas se

ponen mal. Muy pronto tienen que huir Diem y su hermano Nhu, la eminencia gris del

régimen. A la mañana siguiente, Radio Saigón anuncia su suicidio. En efecto, han sido

derrocados Diem y Nhu; pero, ¿cómo? y ¿quiénes son los verdaderos responsables?

* * *

El 22 de noviembre de 1963 a las 12,31 horas, una mujer enloquecida clama: «¡Dios

mío, Dios mío, han matado a mi marido...!» Esta mujer es Jacqueline Kennedy.

Cuando recorre las calles de Dallas, en un coche descapotable, el presidente Kennedy

se desploma, herido de muerte por varias balas. Arrestan a un presunto homicida. Se llama

Oswald. Pero éste pronto es asesinado, ante los policías inertes, por el propietario de una sala

de fiestas, Jack Ruby.

¿Es Oswald el verdadero asesino del Presidente de los Estados Unidos? ¿Cuántos

disparos se hicieron? ¿Desde dónde? ¿Por qué no impidieron los policías a Ruby que matase

a Oswald? ¿Se falsificaron ciertos documentos oficiales?

Otra cuestión: ¿el asesinato de John Kennedy fue un acto aislado o bien se trata de un

acto teledirigido? Caso afirmativo, ¿por quién? Nuestra encuesta minuciosa

histórico-política pone de nuevo en tela de juicio ciertas conclusiones oficiales y suscita unas

coincidencias sospechosas. Esta encuesta permite imaginar la existencia de un grupo

poderoso, «la organización X...», que habría podido armar el brazo del asesino.

* * *

Dramas humanos y dramas a escala mundial, estos episodios, frecuentemente

dolorosos, han marcado profundamente la verdadera historia de la posguerra.

Bernard MICHAL

¿Otto John, el doble desertor, es reo de traición?

El chalet de paredes descarnadas por los caprichos del tiempo está enclavado en el

seno del Tirol austríaco. Por las ventanas, mal ajustadas, en el invierno se divisan hasta el

horizonte los cristales de nieve resplandeciente bajo el sol y los abetos enhiestos como

grandes centinelas. En la primavera, «la mano de Dios», como dicen en Austria, siembra los

junquillos. A unos 300 metros de la casita corre un torrente, cuyas aguas azuladas albergan

truchas de piel negra salpicadas de manchas rojas.

¿Se trata de un paisaje? No, es un sueño. El sueño por fin realizado de un hombre que

había dicho siempre: «Un día viviré en un chalet en el Tirol y muy cerca habrá un torrente

con truchas.»

Este hombre vive solo. En el jardín, se ve de vez en cuando su silueta pesada y su

rostro de facciones debilitadas inexorablemente por la doble acción del tiempo y —según

dicen— del alcohol.

En ocasiones aparece un visitante. El hombre le dice: «Se cree lo que se lee en las

novelas de espionaje. Se cree que los rusos son capaces de drogar a las personas y llevárselas

consigo; pero yo no lo he creído nunca.» Ahí se acaba la conversación; el dueño de la casa

junta los talones, se inclina para saludar y se va como reclamado por su soledad y sus

recuerdos.

El hombre es Otto John, héroe o víctima de uno de los más extraordinarios enigmas

de la guerra fría. ¿Ha traicionado a su país, Alemania Federal? ¿Ha sido víctima, inocente o

ingenua, del servicio secreto soviético? ¿Ha sido, en el conflicto que está en todo su apogeo

entre el oriente y el occidente, uno de esos peones que se les adelanta sobre este gran tablero

de ajedrez, donde reinan los alfiles del rey, y que se rechazan con mano negligente cuando no

son capaces de dar jaque mate?

El 20 de julio de 1954. Son las dos de la mañana en Bonn, capital de Alemania

Federal. El Banco Dienstelle, monstruo compacto de hormigón / de vidrio, parece dormir.

¿Cómo no iba a dormir un edificio consagrado oficialmente a operaciones financieras? Pero,

¿cuántos alemanes se dan cuenta de que este banco recibe pocos clientes y qué los que entran

y salen intentan, a menudo sin éxito, disimular una auténtica rigidez militar bajo las

apariencias de hombres de negocios? ¿Quién ha tenido alguna vez la paciencia de estar al

acecho todas las mañanas, a las nueve y cuarto en punto, delante del Banco Dienstelle? Se

detiene un «Mercedes» negro del que desciende un caballero entrecano, tan discreto y tan

anónimo que se le tomaría fácilmente por un empleado que se dirige a su trabajo.

Este hombre es Gehlen, el jefe del servicio secreto alemán, que renace a la vida

después de la derrota de 1945. ¿De dónde viene Gehlen? ¿Quién puede decirlo? Todo lo que

se sabe es que durante la enconada lucha en la Rusia de Stalin, fue un prodigioso jefe del

servicio secreto en el frente oriental, y que si le hubiesen hecho caso, probablemente no

hubiera tenido lugar el desastre de Stalingrado. Quince días antes de la ofensiva soviética

hubiera facilitado al gran Estado Mayor los proyectos exactos del Estado Mayor soviético.

¿Cómo se las arregló para escapar? Misterio. ¿Qué pasó con los americanos que le

hicieron prisionero? Misterio. Lo que se sabe es que muy pronto el Alto Mando americano de

la Alemania ocupada, pidió a Gehlen que montase un servicio de información sobre la

U.R.S.S. y sus países satélites. El éxito fue rotundo. En 1948, durante el bloqueo de Berlín,

los americanos presagiaban la guerra, persuadidos de que Stalin iba a invadir toda Europa

Occidental.

Gehlen dijo llanamente: «Stalin no atacará; tan sólo quiere asustar.»

Los acontecimientos le dieron la razón. Se le preguntó por su fuente de información y

su contestación fue: «No hay nada inviolable, ni el mismo Kremlin.»

Cuando el canciller Adenauer quiere volver a hacer de su país un Estado y volver a

darle un ejército, a Gehlen es a quien pide que dirija los servicios especiales de la República

Federal. Gehlen exige créditos ilimitados; los obtiene. A aquéllos, cuyos servicios desea y

encuentra vacilantes, les dice sencillamente con voz tranquila: «Nachrichtendiensts,

Herrendienst»: el servicio de información es una profesión señorial. Era la fórmula de su

maestro, el almirante Canaris, ahorcado por orden de Hitler después del atentado del 20 de

julio de 1944.

* * *

En la noche del 20 de julio de 1954 —el mismo día, pero 10 años más tarde—

Gehlen, como tenía por costumbre, durmió bien. Solía acostarse temprano y había dado

orden a sus servidores de que no le despertasen si no era en caso de extrema urgencia, y les

había precisado más: «eso quiere decir en el caso en que esté en juego la seguridad del

Estado.»

Así que le sorprendió la llamada procedente del Banco Dienstelle; pero, como era

costumbre en él, no preguntó nada por teléfono. Cuando llegó a su despacho le entregaron un

telegrama: «El doctor Otto John se ha pasado al Berlín Oriental.» No se inmutó su rostro en

lo más mínimo. Se limitó a preguntar sencillamente al jefe del servicio de cifrado: «¿Han

descifrado bien el texto? Aquí dice "Otto John se ha pasado al Berlín Oriental" ¿no querrá

decir "está en el Berlín Oriental"?» No, el departamento de cifrado no se había equivocado.

«Prevenir a todo el mundo», ordena Gehlen. Enseguida llegan el secretario de Estado Globke

y el ministro del Interior, Gerard Schroeder. Nadie dice nada. Gehlen se pone a trabajar. Se

da orden de huir a todos los agentes destinados en la Alemania Oriental.

¿Es preciso advertir a Adenauer? Este está en Wiesbaden por unos días; pero el

asunto parece tan grave que se considera que no admite demora. Por teléfono, Adenauer

responde con un juramento.

Otto John,,, es el Presidente de la Comisión de Protección de la Constitución. Bajo

este eufemismo se disimula, en realidad, el servicio de espionaje más importante de la

Alemania Federal, un servicio dedicado a la búsqueda de información política más bien que

militar. Otto John lo sabe todo: los planes más secretos del Gobierno de Bonn así como los

nombres de todos los que trabajan en Alemania Oriental para los servicios de Adenauer.

Americanos e ingleses han depositado en él una confianza total. En Londres, durante

la batalla de Inglaterra, Otto John, refugiado político, tenía libre acceso al «Sancta

Sanctorum», el cuartel general del M.1.5, el más secreto de todos los servicios secretos.

Después de la guerra, el gobierno de Churchill «sugiere» al canciller Adenauer que

confíe a Otto John un puesto importante. Adenauer no puede negarse al «ocupante», pero no

se lo perdonará nunca a John, Tres meses antes de su «deserción», había estado preparándose

en Washington y había hecho amistad con el gran maestro del espionaje americano, Allen

Dulles. Entre los americanos, así como entre los ingleses, se produce un gran desconcierto:

Sus representantes están ahora en el despacho de Gehlen y piden explicaciones; pero, ¿quién

puede dárselas? Adenauer lanza pérfidamente, dirigiéndose a los británicos: «jamás tuve

confianza en ese hombre.»

La dulce noche renana envuelve a Bonn. Gehlen reflexiona: ¿Quién es Otto John?

Berlín, 5 de abril de 1944. El destino comienza a pedir cuentas a la Alemania de Hitler. Los

bombarderos aliados son los dueños del cielo. En oriente, los rusos, ebrios de cólera y de

venganza. Goebbels denuncia a los débiles y vacilantes. La Gestapo está por todas partes

arrestando y torturando. Hitler promete victorias y más victorias. ¿Victorias? ¿Cuando se

movilizan ancianos y niños? ¿Cuando arden ciudades y el ejército alemán está agotado?

Haría tiempo que Otto John no creía en ellas —si es que había llegado a creer en ellas alguna

vez.

John había nacido en el seno de una familia burguesa de Wiesbaden que, deseando

una Alemania poderosa y próspera, siempre había reprobado al Führer y sus métodos. Y no

fue por casualidad que a los 19 años, todavía estudiante de derecho, Otto John hizo amistad

con Máxime von Schlabrendorff, que sería uno de los primeros en organizar un movimiento

de resistencia a Hitler y que se escapó de milagro de la Gestapo.

En esta mañana de abril, Otto John se presenta en una reunión misteriosa. Su hermano

Willi —que se encontraba entonces de permiso-le dijo simplemente: «Quiero que veas a un

amigo.» La reunión se celebró en el tercer piso de un inmueble rico. Otto John se encuentra

en presencia de un oficial alto, de cara delgada, a quien habían amputado el brazo derecho y

en la mano izquierda sólo tenía dos dedos. Se presenta: coronel von Stauffenberg, del Estado

Mayor del Führer. Va derecho al grano:

—Alemania va a perder la guerra. Los rusos invadirán nuestro país ante los

americanos y los ingleses, y el comunismo reinará en Europa. No hay más que un medio de

impedirlo: tratar con Roosevelt y Churchill, y de prisa.

—Pero, opone Otto, Hitler no lo aceptará jamás.

Von Stauffenberg se encoge de hombros:

—Eso no tiene importancia alguna, porque antes lo habremos matado. La gran

mayoría del cuerpo de oficiales está decidido a pasar a la acción; tenemos amigos en todos

los sitios. ¿Quiere usted ser de los nuestros?

Otto John no vacila un momento:

—Soy de los suyos.

El 25 de abril de 1944 se celebra una nueva reunión, esta vez en la ruda decoración de

una sala someramente amueblada. El coronel anuncia sosegadamente: «Quiero comunicarle

que he sido yo el escogido para matar a Hitler. Brindemos por el éxito.» Y con un gesto torpe

descorcha una botella de aguardiente. La mano de Otto tiembla al levantar el vaso: «Coronel,

¿tendrá Vd. miedo?»

El oficial le mira con aire de sorpresa:

—Naturalmente que sí.

Como en un sueño, John escucha ahora las consignas que le da von Stauffenberg: «El

11 de abril, día escogido para el atentado, usted se dirigirá al aeropuerto de Tempelhof. No

tendrá ninguna dificultad en hacerlo porque su función de asesor jurídico de Lufthansa le

permite viajar fácilmente. Se ha decidido que vaya usted a Madrid. Allí se pondrá en contacto

con los americanos; les dirá que hemos matado a Hitler y que deseamos negociar con ellos...

Si fallase el atentado se le llamará por teléfono y se le dirá simplemente la palabra "ejercicio"

y usted sabrá que todo volverá a empezar el día 15.»

Días de angustia. El 11 de abril, el coronel von Stauffenberg no pudo matar a Hitler.

Otto John que espera cerca del teléfono, recibe una llamada telefónica y oye «ejercicio»... El

15 hay una nueva tentativa; nuevo fracaso, nuevo telefonazo y vuelta a oír «ejercicio». Llega

el 20 de julio. Otto John presiente que esta vez el coronel va a tener éxito. En Tempelhof no

tiembla ni en el momento de presentar su orden de embarque —falsificada— para Madrid.

Son las 15,20, hora de salir y no ha habido ninguna llamada. El corazón le salta de alegría.

Otto John sube al avión. A las 22,30 llega a Madrid. Ahora está persuadido de que el atentado

ha salido bien: en la escala de «Le Bourget» había advertido una viva agitación, pero no se

hizo ninguna pregunta a los pasajeros del avión Berlín-Madrid.

No había dado tres pasos Otto John por territorio español, cuando le rodean dos

hombres. Siente pegado a su espalda el cañón de un revólver y oye una voz que le dice en

alemán: «Cállate o eres hombre muerto, crápula». Un coche oscuro se dirige hacia ellos. Otto

John ha comprendido: estos hombres son agentes de la Gestapo. ¡El atentado contra Hitler ha

fracasado!

Lo que sigue se desarrolla a una velocidad vertiginosa: un segundo coche llega a toda

marcha, frena a dos pasos del grupo. Surgen tres hombres de las portezuelas, ametralladora

en mano, gritando en inglés: «¡Manos arriba!» Los policías de la Gestapo obedecen y

vuelven a su coche sin protestar, abandonando a Otto John. La escena se desenvuelve a unos

50 metros de los aduaneros y de los empleados del aeropuerto, pero nadie vio nada.

Sin percatarse bien de lo que ocurre, Otto John oye que le dicen: «Somos del Servicio

de Inteligencia. Ha fracasado el complot contra Hitler. Lo lamentamos inmensamente, pero

Vd. está seguro ahora. Dentro de una hora le embarcaremos en el avión de Lisboa y de allí

seguirá Vd. para Londres.»

El 22 de julio, John está en la capital inglesa y el destino quiere que, apenas llegar,

oiga una llamada por radio de Hitler. Así que es verdad: ¡El dictador está vivo! El 29 de

agosto se celebra el proceso de los conjurados, un proceso atroz, en el que las torturas

suceden a los interrogatorios y que termina en el patio de la lúgubre prisión de Ploetzensee.

Los condenados son colgados de ganchos de carnicero. Entre los muertos se encuentra Willi

John, el hermano de Otto.

* * *

Este dirá más tarde que ese día no fue la aflicción la que se apoderó de él, sino la

cólera y un odio todavía mayor que antes contra el nazismo.

¿Qué puede hacer de este odio que le consume? Se le propone que dirija todos los días

una alocución por radio al pueblo alemán para decirle una / otra vez: «La guerra está perdida.

Hitler os ha conducido a la catástrofe; es preciso que os deshagáis de él». Otto John acepta.

Habla bajo el seudónimo de Gherardt Müller.

Se acaba la guerra y viene la decepción. Otto John entra en Wiesbaden. Esperaba que

le tratasen, si no como un héroe, al menos con simpatía. ¿No ha sido uno de los pocos que

arriesgaron la vida para derrotar el hitlerismo? En cambio, lo que recibe son cartas anónimas

tachándole de traidor y pequeños ataúdes negros con esta inscripción: «Esta será muy pronto

tu suerte».

Asqueado y entristecido, John vuelve a salir para Londres. Allí encuentra fácilmente

un empleo en un bufete, porque es un jurista excelente. Sueña con instalarse más adelante,

cuando haya ganado mucho dinero, en Canadá, para dedicarse allí a la cría de ganado.

* * *

Pero es a su país a donde tiene que dirigirse de nuevo.

En 1949 los ingleses le proponen que dirija la desnazificación de Alemania. Acepta,

porque, en un principio, ve en este puesto el medio de vengar a su hermano. Su imaginación

se apasiona: Gracias a él, el mundo encontrará una Alemania purificada de sus miasmas, esa

Alemania que amaba él, la de Bach y de los filósofos. Pero la desilusión no se hace esperar

mucho. Bajo pretexto de buscar a todos los que fueron cómplices de Hitler, los Aliados lo que

quieren es instalar un servicio informativo. Otto John acepta las reglas de juego: Si es preciso

hacer espionaje para perseguir a los nazis, está bien, ¡hará espionaje! El primer contacto entre

Otto John y el canciller Adenauer es glacial. El canciller sabe que son los ingleses los que

imponen al «desterrado» a la cabeza de la Comisión de Protección de la Constitución, y

Adenauer —según parece— en esta época no profesa una gran simpatía por los ingleses. Pero

para aquél a quien ya se le conoce por «el viejo zorro», el porvenir de Alemania está por

encima de amistades y de odios. Y, después de todo, ¿por qué no admitir a Otto John si

entrega al canciller la cosecha de informes recogida para provecho de los Aliados?

Otto John pronto se revela como un excelente jefe de servicios especiales. Afluye

mucho personal y la tela de araña del espionaje se va tejiendo por todas partes, especialmente

por la zona comunista. Pero Otto John no olvida el fin que se ha jurado conseguir extirpar

todas las secuelas del nazismo. Pronto decae su ánimo. Ve reaparecer —surgidos de no se

sabe qué sombra— hombres que gracias a la cautela y a la intriga se instalan en puestos de

mando. Y estos hombres, afirma Otto John, habían desempeñado importantes cargos bajo el

poder de Hitler, hombres como el ministro de Estado Globke (que debería dimitir unos años

más tarde) y como el ministro de refugiados, Oberlander. Otto John declara a quien quiere

escucharle, que el partido liberal de Mende es una madriguera de ex-hitlerianos; que los

ex-mariscales y generales von Mansstein, Kesselring, Ramke y von Manteufelson son unos

auténticos criminales de guerra. Pero es inútil protestar; no se consigue nada; los

encogimientos de hombros siguen a los consejos de prudencia. Nadie quiere la depuración y

no falta quien, a veces, recuerde a Otto John que, después de todo, él desertó de su país

durante la guerra.

Pero he aquí otro golpe: Adenauer decide crear un servicio de información puramente

alemán y confiar su dirección al general Gehlen. Otto John se encuentra así relegado a

segundo término. No deja de enviar nota tras nota al canciller federal para advertirle que

Gehlen recluta lo mismo ex-agentes de la Gestapo que antiguos miembros de las S.S.

Adenauer arroja estos informes a la papelera.

Ya es un hombre totalmente desconcertado a quien va a alcanzar de lleno el asunto de

la C.E.D. Como precio de su adhesión a la Comunidad Europea de Defensa, a Bonn se le

ofrece un ejército equipado e instruido por los Estados Unidos. Este ejército comprenderá 12

divisiones (400 000 hombres), una aviación de 1.400 aparatos; 80 generales y 300 coroneles

responderán del servicio,

Otto John no ha llegado a perdonar a los oficiales del ejército el haber seguido

ciegamente a Hitler durante tanto tiempo. Aparte de un puñado de ellos —como von

Stauffenberg y los conjurados del 20 de julio— ¿qué han hecho los demás? Y todavía hoy

¿no se les oye impugnar la «legalidad» del complot que debía librar a Alemania de su

dictador? Hay en Berlín Occidental, muy cerca de lo que fue el Tiergarten (jardín zoológico),

una casita baja de paredes revocadas de rojo.

Todos los berlineses la designaban solamente con el nombre de la calle en donde se

encontraba: la Bendlerstrasse. Había albergado de generación en generación los sueños de

poderío del gran Estado Mayor alemán. Moltke había trazado en ella los grandes rasgos de la

guerra de 1870; Schlieffen había establecido en ella el famoso plan que, en 1914, debía hacer

posible aplastar Francia en cinco semanas; los generales de Hitler allí habían preparado la

gran revancha. El destino quiso también que fuese allí donde se disolviese el complot del 20

de julio. En la noche siguiente al atentado frustrado contra Hitler, una compañía de las S.S.

fusiló en esa casa, a la luz de los faros de un camión, a la primera cohorte de oficiales

arrestados.

Otto John pensaba que la Bendlerstrasse llegaría a ser uno de los lugares importantes

de la nueva Alemania, un lugar donde todo un pueblo arrepentido llegaría a rendir homenaje

a los que intentaron devolverle su honor. El azar de un viaje a Berlín había conducido con

toda naturalidad al Presidente de la Comisión de Protección de la Constitución, al patio cuyos

muros mostraban bien visibles los impactos producidos por las balas. Y, ¿qué es lo que vio?

Este patio se había convertido en una especie de estación depuradora. Por una vez, la cólera

de Otto John iba a dar sus frutos: algún tiempo más tarde, se erigida en la Bendlerstrasse un

monumento a los «mártires del 20 de julio».

Los mártires del 20 de julio, pero, ¿quién se acuerda de ellos en Bonn? Allí sólo se

piensa en reclutar los cuadros del nuevo ejército alemán; se contentan con eliminar a los que,

en verdad, están demasiado comprometidos. El coronel von Baudisein pagará con un lejano

destierro sus protestas; pero esto será solamente una voz solitaria que se unía a otra voz

también solitaria, la de Otto John.

Rusia truena: el rearme alemán significa la guerra. La guerra... tanto la palabra como

la idea horrorizan a Otto John. ¿No equivalía el luchar por la paz a servir a la memoria de

Willi, este hermano suyo colgado por orden de Hitler?

Luchar por la paz... pero, ¿cómo? Otto John es un hombre solo. Sin embargo, ¿no

tiene él un cierto poder, él que conoce todos los secretos del gobierno alemán y las

ambiciones de los que lo rigen? Pero, ¿a quién dirigirse? Y aquí estamos ante la clave del

enigma: ¿fue Otto John quien, por propia iniciativa, se puso en contacto con los dirigentes de

la Alemania comunista?, o bien, ¿fueron ellos —y los rusos— los que, conociendo bien el

estado de desmoralización en que se hallaba el jefe de la Comisión de Protección, le raptaron

pensando que llegarían a convencerle para que les ayudase en la lucha contra los que querían

tomarse la revancha de Bonn y contra el imperialismo americano?». Ahí está todo el

misterio.

* * *

El 12 de julio de 1954, Otto John y su esposa Lucía salen para Berlín. Es un viaje

ritual. En efecto, todos los años el Jefe de la Comisión de Protección de la Constitución va en

peregrinación a la prisión de Ploetzensee donde fue asesinado su hermano Willi.

Como de costumbre, el matrimonio se dirige al hotel Grunewald. En los viajes

anteriores, Otto John se mostraba abatido, no decía palabra alguna y estaba como embebido

en su dolor. Esta vez está agitado, nervioso; se irrita por nada. Desde la habitación del hotel

hace muchas y misteriosas llamadas telefónicas.

El 20 de julio —décimo aniversario del atentado contra Hitler— Otto John deja a

Lucía a la una de la tarde para dirigirse a la ceremonia organizada en Ploetzensee. Parecía

horriblemente cansado; estaba al borde de las lágrimas cuando dijo a su mujer: «Hubiera

preferido que los hitlerianos me hubieran asesinado a mí.» En el momento de despedirse

cambia bruscamente de ademán y dice a Lucía: «No regresaré inmediatamente después de la

ceremonia, creo que sufro una depresión nerviosa; me iré a consultar a mi viejo amigo el

doctor Wohlgemuth.»

* * *

La noche estival cae sobre Berlín. En el crepúsculo dorado, las ruinas torturadas

parecen elevarse para asaltar el cielo. De las salas de fiesta se escapan las notas jadeantes de

un aire de jazz. Implacables y vocingleros, unos soldados americanos con invitaciones torpes

y apremiantes intentan obligar a las jóvenes que encuentran en su camino a unirse a ellos en

su diversión. Berlín Occidental vive, o se hace la ilusión de que vive. Detrás de la puerta de

Brandeburgo, una enorme masa negra: Berlín Oriental. La noche borra dulcemente la

frontera que divide una ciudad y un universo en dos. Como todos los soldados del mundo que

se aburren, soldados rusos y policías de la Alemania Occidental pasean de arriba abajo, sin

dirigir una mirada a los centinelas americanos, condenados también a la ronda monótona del

turno de guardia.

También en Berlín se encuentra esa especie de cueva de muros húmedos en la que

está sentado Otto John. Se le ha servido una bebida que una camarera molesta ha bautizado

con el nombre de whisky. Un barman le ha propuesto «compañía». Otto John ni siquiera ha

respondido. Lo que le fascina no son las fotos de actrices americanas —muy ligeras de

ropa— sujetas a la pared con alfileres, sino el perfil de uno de sus vecinos. Su mejilla está

surcada por una cicatriz muy fina que le va de la oreja a la barbilla. Otto John piensa que se

trata de un ex-S.S., pues eran frecuentes los duelos a navaja de afeitar en aquellas tropas cuyo

uniforme llevaba una calavera.

Un vaso... dos vasos... Otto John consulta el reloj; se levanta, paga y sale. Camina

unos cien metros hasta la estación de taxis de la Pariserplatz. «175 Ulhandstrasse», dice al

chófer. Este se encoge de hombros y protesta: «está usted a tres minutos de allí, no vale la

pena que tome un taxi.»

«De todos modos lléveme usted», le dice Otto John casi suplicando, «le daré una

buena propina.» Al llegar a su destino, da al chófer un billete de diez marcos por una carrera

que valía tres. Pero lo que llama la atención del conductor no es la generosidad del cliente,

sino más bien la voz angustiada con la que varias veces le había dicho «más de prisa, vaya

más de prisa.»

175 Ulhandstrasse: ahí vive el doctor Wohlgemuth. Calle extraña. ¿Qué milagro le ha

permitido sobrevivir casi incólume a los asaltos despiadados de la aviación americana y de la

artillería rusa? Toda persona importante —o que desea serlo— en Berlín Occidental, ha

encontrado refugio allí: médicos famosos, abogados encorvados bajo numerosos

expedientes, grandes hombres de negocios persuadidos de que llegará o volverá su

oportunidad.

El doctor Wohlgemuth es célebre en todo Berlín, no sólo por ser un ginecólogo de

renombre, pionero del parto sin dolor, sino también por las fabulosas propinas que deja todas

las noches en las salas de fiesta donde, a veces, se instala en medio de la orquesta y toca la

trompeta. No se sabe gran cosa de su vida, pero, a decir verdad, es que los berlineses no se

preocupan de conocerla. Se sabe que hace tiempo había pertenecido al partido comunista,

pero que lo dejó. «Los del otro lado» no parecen ser inflexibles con él, pues el doctor

Wohlgemuth pasa todos los días al Berlín Oriental, donde es médico consultor en el Hospital

de la Caridad. Los servicios especiales ingleses han encontrado esta situación bastante

extraña, pero protecciones misteriosas han impedido que fuese arrestado el médico.

Cuando Otto John entra en el hotel particular del doctor Wohlgemuth, se dice a sí

mismo que debe ser difícil poner tanto dinero al servicio de un gusto tan malo. El inmenso

salón se parece algo a un templo griego por sus pesadas columnas de imitación de mármol, y

también se asemeja a un mercado árabe en las alfombras y tapices. Las paredes están

adornadas con dibujos de mujeres desnudas; sobre las mesas hay estatuitas también de

mujeres desnudas. El doctor recibe a su visitante cordial mente. Sus ojos sonríen detrás de

sus gafas montadas en oro; su apretón de manos es afectuoso. «Me alegro mucho de verle;

pero me va a tener que perdonar y esperar un poco; tengo que hacer una visita urgente», le

dice Wohlgemuth. «Tenga unas revistas por si quiere leer, y mi enfermera le servirá una taza

de café. Hasta ahora.»

* * *

Otto John debía recordar más tarde, bastante más tarde un detalle singular: todas las

revistas y todos los folletos que había sobre las mesas del salón, contenían copiosos artículos

sobre el «militarismo de la Alemania Occidental» y atacaban violentamente al general Hans

Speidel —antiguo compañero de Rommel— y que acababa de ser promovido al

Estado Mayor de la Europa Central.

* * *

Agotado, Otto John se dejó caer en un sillón. Entra la enfermera, Ursula Gehrbrandt,

llevando con precaución una bandeja de plata sobre la que resalta la blancura resplandeciente

de una taza llena hasta el borde de café fragante. Ursula sonríe y dice en un tono casi

confidencial: «Es café, café, espero que le guste, lo he preparado yo misma.»

* * *

Cuando la interrogue la policía, Ursula negará haber vertido un somnífero en el café.

Afirmará que el doctor Wohlgemuth no pudo drogar a su visitante porque no apareció por la

cocina mientras ella preparaba la infusión. Pero se descubrirá Un hecho extraño: el médico

había dejado sobre una mesa una nota dirigida a su enfermera: «Querida Ursula, debo ir

urgentemente al Hospital déla Caridad; no se preocupe, estaré ahí mañana.» ¿Por qué este

mensaje? ¿Por — qué no advirtió Wohlgemuth su ausencia de palabra?

* * *

Otto John no puede decir —o no quiere confesar— lo que pasó entre el momento en

que acabó de tomarse la taza de café y cuando se despertó en una clínica del Berlín Oriental.

«¿Tenía el café algún sabor sospechoso? No, dice Otto John. «¿Cuánto tiempo tardó en

hacerle efecto el somnífero?» Otto John responde: «No sé nada; me fue entrando sueño

lentamente.» «¿Volvió a entrar Ursula en la habitación?» «No lo sé; me pareció haberla visto

confusamente, pero, después de todo, puede que fuera una ilusión.»

«¿Tiene usted la impresión de que el doctor Woh Igemuth estaba en el salón en el

momento en que empezó a obrar el somnífero?» «No puedo asegurarlo», repite Otto John,

«había sombras que pasaban delante de mis ojos, pero acaso fuera el efecto de la droga.»

Por la tarde del 20 de julio, dos soldados americanos montan la guardia en

Potsdamerstrasse, último puesto occidental antes de entrar en la zona soviética. Es una tarde

como las demás. Los dos soldados. Mamey y Malloway, no sienten que les conciernan en

absoluto los problemas de la guerra fría. Se les ha dicho que monten la guardia y la montan.

Malloway mira el reloj: las ocho y diez. Veinte minutos más y vendrá el relevo.

No ven el coche —un «Mercedes» negro— hasta el momento en que está

prácticamente encima de ellos. Marcha a una velocidad de vértigo; el chófer no ha encendido

ni las luces de posición. Mamey vuelve a mostrar sus reflejos de combatiente del Pacífico. Se

deja caer al suelo y hace fuego con su carabina de repetición. El «Mercedes» parece flotar un

instante, después cae sobre él: el ruido del motor cubre el grito del soldado. También

Malloway dispara. Ve cómo algunas balas se estrellan contra la carrocería. Pero el coche

sigue su ruta, derecho hacia el puesto de control donde velan rusos y policías alemanes

orientales. Malloway piensa: «Ellos detendrán a esos idiotas.» Pero se queda estupefacto: Sí,

los vigilantes disparan, pero, según parece, al aire y las barreras que separan un Berlín del

otro se levantan milagrosamente.

* * *

La encuesta es inmediata. El coronel americano encargado de las relaciones entre el

organismo de control aliado y los responsables soviéticos, es recibido muy cortésmente por

un teniente ruso muy joven, acompañado de un intérprete. Solícito, el teniente muestra al

coronel el

«Mercedes» que, a un centenar de metros, está acribillado a balazos, subido sobre una

acera. «Vea, nosotros sabemos disparar», dijo el teniente con una amplia sonrisa.

«Entonces», pregunta el coronel, «¿han muerto los ocupantes o están heridos?» El oficial

soviético abre los brazos en señal de impotencia: «Es increíble, han logrado escapar.»

El americano se fija en un detalle: el «Mercedes» no lleva las placas de la matrícula.

Entonces pregunta: «¿Puedo tomar una foto?» El ruso adopta un aire de extrañeza: «Usted

sabe muy bien que está prohibido sacar fotografías en la zona oriental sin una autorización

especial»; pero añade: «lo que sí haremos es tenerle al corriente del resultado de la

investigación».

«Curioso, verdaderamente curioso», piensa el coronel cuando regresa al Berlín

Occidental. Ve que el informe que va a redactar no le resultará fácil. «¡ Bah!,» se dice a sí

mismo, «después de todo, seguramente se tratará de traficantes». Pero presiente que algo se

le escapa.

Apenas hubo llegado a su despacho, se le pide que vaya al servicio de

contra-espionaje. Un capitán con el pelo al rape, y visiblemente poco respetuoso con la

jerarquía, le espeta: «Coronel» silencio absoluto sobre este asunto. Nada de informes al

comando; nosotros nos encargaremos de transmitirle lo que usted nos va a decir; cuéntenos

con toda exactitud lo que ha visto en la zona rusa.»

El coronel reflexiona un instante: «tengo la impresión de que el coche que me han

enseñado no es el que se nos escapó por Potsdamerstrasse, porque no es posible que con la

cantidad de balazos que tenía en la carrocería, no se haya estrellado y los ocupantes hayan

salido ilesos. Porque en él no había el menor rastro de sangre». «Tiene razón», interviene un

civil sentado detrás de una mesa, «el coche que ha visto usted forma parte de un escenario. El

otro coche —el que nos interesa— ha desaparecido. Tenemos buenas razones para pensar

que en él viajaba el doctor Otto John, jefe de la Comisión de Protección de la Constitución.»

Hay un momento de silencio; después, el capitán deja caer: «Asunto sucio.»

* * *

Lucía John duerme. Ha estado esperando a su marido buena parte de la tarde, después

ha pensado: «Otto ha debido de encontrarse con sus amigos, por eso se retrasa.» Y no se

inquieta; ya hace mucho que no se preocupa. Otto y Lucía viven todavía juntos porque ni uno

ni otra tienen valor suficiente para romper una unión que nunca ha sido un lazo matrimonial

verdadero.

Se conocieron en circunstancias singulares. Cuando trabajaba en Londres, en 1944,

Otto John tenía como compañera en el despacho a Greta, una joven alemana de diez y nueve

años. Se había refugiado en Inglaterra con su madre un poco antes de la guerra. Apenas había

conocido a su padre, que había muerto cuando ella tenía solamente cinco años.

«Debería Vd. casarse», le dijo un día Greta a Otto. Y él le respondió: «Pues sí, me

gustaría.»

«Conozco a la mujer que le hace falta», prosiguió la joven.

Por un instante se le ocurre a Otto: «Eso es que está enamorada de mí», y apenas oye

a Greta cuando la joven dice: «esta es mi madre».

Otto John, horriblemente desengañado, no se atreve a decir que no. Vinieron las

presentaciones. Por primera vez desde hace muchísimo tiempo, había encontrado John un

hogar. No amaba a Lucía, ni Lucía le amaba a él. Este matrimonio era la alianza de dos

soledades. La boda se celebró discretamente en Wiesbaden en 1945. Otto tan sólo pensaba en

el porvenir de su país. Lucía echaba de menos a Londres. Poco a poco se fue deshaciendo el

matrimonio.

* * *

Fue preciso llamar una y otra vez a la puerta de la habitación del hotel Grunewaid

para despertar a Lucia John. El portero, asustado, ha conducido a cuatro civiles: dos policías

alemanes y dos agentes de servicios especiales americanos. Estos señores ven a una mujer

medio dormida, de pronunciado contorno, marcado por la edad —Lucía John tenía diez años

más que su marido— y que evidentemente no comprende lo que quieren de ella.

—¿Dónde está su marido, el doctor John?

—No lo sé.

—¿A qué hora se ha despedido de usted?

—Ayer a eso de la una de la tarde.

—¿Le dijo a dónde iba?

—Sí, a la ceremonia del cementerio de Ploetzensee, y después a casa de su amigo, el

doctor Wohlgemuth.

Lucía John no comprende las miradas que cruzan entre sí los policías.

«¿Estaba el doctor John en relación con los rusos?»

Lucía John abre unos ojos sorprendidos comprendiendo cada vez menos. Uno de los

policías alemanes, perdiendo la paciencia, se inclina hacia ella y le grita muy cerca:

«¿Sabía Vd. que su marido es un traidor? |Se ha pasado a los rusos I»

Ese es el golpe de gracia. La desdichada, al borde del desvanecimiento, no puede

defenderse más que con palabras torpes: No, su marido no le había dicho nada, nunca le decía

nada; sí, al salir para Ploetzansee estaba nervioso y sobresaltado, pero siempre se ponía así

cuando pensaba en la muerte de su hermano Willi, y desde hacía algunos meses parecía

disgustado e inquieto.

«Señora —le dijo uno de los americanos—, usted no saldrá de esta habitación. Le está

igualmente prohibido telefonear. Dejaremos un policía delante de su puerta y vendremos a

buscarla mañana.»

A la mañana siguiente, 22 de julio, se reanuda el interrogatorio. Dura cuatro horas.

«Ellos» quieren saberlo todo: dónde se casaron Otto y Lucía, cuándo, por qué, las actividades

del doctor John fuera de su trabajo, sus lecturas, sus relaciones, lo que pensaba del canciller

Adenauer, de los rusos, del comunismo, etc.

Pero «ellos» tienen que rendirse a la evidencia.

Lucía John no sabe nada, absolutamente nada.

* * *

«Sacher, profesor Sacher.»

Como a través de la niebla, Otto John ve confusamente una silueta blanca y abultada.

Se encuentra acostado en una cama dentro de una habitación de paredes verde claro.

«No se mueva usted, le dice la voz dulce del profesor Sacher. Ha sufrido un síncope,

pero en dos horas todo irá mejor. Se le traerá todo lo preciso.»

Y dos horas más tarde, exactamente, un joven instala sobre una mesa baja una

bandeja con emparedados y botellas de cerveza. Otto John come un poco y se vuelve a

acostar. Querría saber la hora; pero imposible, le han quitado el reloj. Está tan fatigado que se

duerme profundamente. Cuando despierta al día siguiente por la mañana ve su ropa

cuidadosamente colocada sobre una silla.

Se viste y espera.

Vuelve el joven de la víspera. Muy cortésmente invita a Otto John a que le siga. Un

coche con las cortinas echadas les espera delante de la escalinata del inmueble. El trayecto

dura poco tiempo. Otto John cree que le conducen a un apartamento situado en uno de los

edificios de la «Stalinallee», donde residen los altos funcionarios del régimen, los

diplomáticos y los generales soviéticos.

Es "un apartamento confortable de cuatro piezas: cocina perfectamente equipada,

cuarto de baño en mármol negro. También hay un aparato de radio que capta tan sólo las

emisiones del Berlín Oriental.

Es el 23 de julio de 1954. ¿Qué ocurre este día? Otto John no lo ha explicado jamás

con claridad, pero al día siguiente habla por Radio Berlín Oriental:

«Alemania —dice— corre el peligro de quedarse dividida para siempre a causa del

conflicto entre Oriente y Occidente. Es preciso adoptar una acción enérgica en favor de la

reunificación del país. Por eso he decidido establecer contacto con los alemanes del Este.»

En Bonn se desencadena una tempestad. Adenauer no se calma. Acusa a todo el

mundo de haberle impuesto a Otto John «a quien siempre ha tenido por un traidor». El 25 de

julio, el ministro del Interior, Schroeder, tiene una conferencia de prensa para decir: «Otto

John no nos ha traicionado. No se ha llevado ningún expediente secreto. Si habla será bajo la

influencia de drogas y amenazas. Sabemos que los rusos son maestros en arrancar

confesiones espontáneas. La desaparición del doctor John sigue siendo un enigma. Ofrezco

una prima de 500.000 marcos a quien nos ayude a resolverlo.»

Al día siguiente, el diario más importante del Berlín Oriental, el Berlín Zeitung

publica en grandes titulares: «Nos hemos ganado los 500.000 marcos del doctor Schroeder»,

y en una foto de grandes dimensiones, se ve a Otto John sonriente,— sentado a una mesa en

la terraza de un café, en compañía del profesor Correns, jefe del Frente Nacional, y del

arquitecto Hermán Henschmann. El artículo que acompaña a la foto declara:

«El doctor John no ha sido drogado ni raptado. Ha venido por su propia voluntad a

pedir asilo a la República Democrática Alemana. Quiere luchar por la reunificación de

Alemania y contra los nazis de Bonn.» El 28 de julio, nuevo discurso de Otto John por radio:

«los lazos que nos subordinan a la política-americana por mediación de Adenauer, el

militarismo renaciente y el resurgimiento del nazismo, nos llevará inevitablemente a una

nueva guerra».

Después de haber oído este discurso, el gobierno de Bonn Cambia de rumbo. Afirma

que Otto-John se ha pasado al Berlín Oriental por propia voluntad, pero que está retenido allí

en contra de sus deseos. John replica inmediatamente en una conferencia de prensa: «Me

decidí yo mismo, tras madura reflexión, a pasar a la República Democrática y a quedarme en

ella, porque aquí he encontrado las mejores posibilidades de acción para la.reunificación de

Alemania y contra la amenaza de una nueva guerra.»

Asombrosa conferencia de prensa. A los periodistas occidentales se les invitó a que

asistieran y les autorizaron a hablar libremente con John. Entre estos periodistas se

encontraba un viejo amigo del desertor, Sefton Delmer, enviado especial del Daily Express,

Durante la guerra, Sefton Delmer, oficial de los servicios especiales, había dirigido el

combate psicológico contra Alemania y había trabajado con Otto John cuando éste estaba

refugiado en Londres, después del atentado frustrado contra Hitler. Una vez terminada la

conferencia de prensa, Sefton Delmer consigue estar a solas por unos momentos con Otto

John y le pregunta: «¿Está usted a gusto aquí?» Otto John mira al periodista inglés, no parece

comprender la pregunta, vuelve la cabeza y se aleja.

* * *

El ex-jefe de la Comisión de Protección de la Constitución, sueña entonces con algo

grande: fundar un movimiento internacional pacifista en el seno del cual se reconcilien

Oriente y Occidente. Está redactando un informe sobre este proyecto cuando se le anuncia:

«Va a salir usted para Moscú.»

* * *

Mientras Otto John está preparando su equipaje —una maleta y una cartera de cuero

negro— ve entrar en su habitación a un general ruso, una especie de coloso de cabellos canos.

Un intérprete —un teniente— le acompaña. La conversación va a ser breve. El general —se

trata de Groudnik, jefe del contra-espionaje soviético en Alemania Oriental— no se pierde en

fórmulas de cortesía. Su ataque es brutal:

«Usted lucha contra el nazismo con discursos; está muy bien, pero no basta.

Esperamos de usted una colaboración más activa...» Un silencio, después «... Es preciso que

nos dé los nombres de los espías de Bonn que hay en la República Democrática».

«Pero yo los desconozco», replica el desertor, «jamás me he ocupado de las

cuestiones de espionaje.»

El general Groudnik no insiste. Gira sobre sus talones y sale sin decir adiós.

* * *

Moscú bajo la nieve. Cuando llega allí Otto John, el 28 de enero de 1955, reina un

extraño silencio en la ciudad. Colas de personas heladas se prolongan delante de los

comercios. Cree que le van a instalar en algún hotel, en espera de proporcionarle un

apartamento en uno de los inmuebles reservados a los extranjeros que trabajan para el

gobierno ruso. Pero no. Lo alojan en pleno campo, a 15 Kms. de la capital, en una casita

rodeada por un jardín, con un policía a guisa de servidor doméstico, que habla un alemán

espantoso y de quien no consigue hacerse entender. Al cabo de unos días, pasados en una

soledad abrumadora, Otto John recibe la visita de un joven, Igor Stern, que le anuncia en

alemán, con el acento berlinés más puro: «Salimos.»

Desde ese día, Otto John es tratado como un turista distinguido. Habitación en el

hotel Moskwa, visita de la ciudad, bailes en el Bolchoi. ¿Qué significa tal acogida? Otto John

no sabe nada. No se formula más preguntas ni se atreve a interrogar a Igor Stern que le

acompaña a todas partes.

Una noche, hacia las 12, al volver de una velada en el Bolchoi, encuentra en su

habitación a dos policías que le invitan a seguirles. Es recibido por el general Zaroukine, uno

de los grandes maestros del servicio de espionaje soviético. Tiene el aire de infeliz y astuto a

la vez. La conversación es exactamente la misma que la sostenida en Berlín Oriental con el

general Groudnik:

«Doctor John, déme los nombres de los agentes de Bonn que trabajan en la Alemania

Oriental.»

Otto John se siente cogido en la trampa: si no habla, ¿qué le va a ocurrir? Y hace lo

que hacen todos los agentes «en apuros». Da al general Zaroukine la lista de los espías

alemanes occidentales, que sabía eran perfectamente conocidos de los soviéticos desde hacía

algún tiempo. Zaroukine no es tonto. Parece encolerizarse, después sonríe:

«¿No quiere Vd. decir nada? Está bien. Hemos decidido enviarle a Toula para que

siga un curso de preparación en el Instituto de Educación Política. Saldrá dentro de una

hora.»

Sobre su estancia en Toula, Otto John se muestra de una extrema discreción. Aun a

sus amigos más íntimos les hablará de ella de una manera evasiva. Ni siquiera se puede

afirmar con seguridad que haya permanecido allí. Dice que siguió unos cursos sobre el

marxismo-leninismo, encontró simpatizantes del comunismo de diferentes países y, en

particular, dos desertores ingleses: el sabio atómico Pontecorvo y el diplomático Guy

Burgess. Kruschev y el mariscal Joukov fueron a dar conferencias. Y por último, una mañana

le dijeron: «Va a regresar al Berlín Oriental.» Nadie le da explicaciones y a él no se le ocurre

pedirlas.

En Berlín el mismo mutismo. Se le conduce a una villa de los suburbios en Zeuthen,

precisándole sencillamente que esa villa la pone el partido comunista a disposición de los que

tienen necesidad de reposo. ¿Podrá trabajar? Nadie sabe nada. ¿Hará nuevas alocuciones por

radio? No hay quien pueda responderle.

Así se pasan tres meses. Otto John no tiene ninguna actividad. En vano pide

entrevistarse con los dirigentes del Berlín Oriental. Es libre, ciertamente, libre para leer o

pasear, pero se ha dado cuenta de que hay montada una guardia, no siempre discreta,

vigilando la villa y de que al caer la noche rondan, además, unos perros policías.

El aburrimiento le corroe. Entonces, dice, es cuando comenzó a pensar en la evasión.

Es cierto que se ha engañado. Su pacifismo —se ha dado perfecta cuenta— ha suscitado

sonrisas burlonas. Comprende que todavía serán irreconciliables por mucho tiempo el

Oriente y Occidente; los famosos secretos de la política alemana, que pensaba haberse

llevado consigo de Bonn, solamente despertaron un interés muy limitado: parecía que los

rusos los conocían desde hacía tiempo. Por fin, un día renace la esperanza: El doctor

Nuschke, primer ministro adjunto del gobierno alemán oriental, le propone trabajar en los

servicios de propaganda. Le ofrece, también, traerle a su mujer que había vuelto a Londres.

Otto rechaza la venida de Lucía, pero acepta el trabajo. Y muy pronto llega de nuevo la

decepción: Este trabajo es de una banalidad desesperante, se trata de ir dos veces por semana

a una escuela o reunión sindical para repetir el mismo discurso: «Cómplice de los

americanos, Adenauer se rodea de nazis para preparar una nueva guerra. El nuevo ejército de

Bonn está formado en su mayoría, por antiguos miembros de las S.S. y por ex-agentes de la

Gestapo.»

A la monotonía del trabajo se une la monotonía de la vigilancia. Donde quiera que

vaya y haga lo que haga, siempre va acompañado por dos policías. Ha abandonado la villa de

Zeuthen para instalarse en un apartamento situado en la Merhingplatz, a menos de cinco

metros de la puerta de Brandeburgo, donde se encuentran cara a cara símbolos de dos mundos

hostiles, rusos y americanos. Una mañana, Otto John ve entrar en su casa a los dos policías

que, sin decir palabra, han inspeccionado el apartamento y por fin le han dicho: «Es muy

grande su casa, doctor, podíamos instalarnos nosotros con usted.» Otto John no respondió,

era inútil. Unos días más tarde vuelven los policías acompañados de una mujer gruesa de

rostro encendido y cabellos grises; ella se encargará de la limpieza de la casa y de la cocina.

«Después de todo, piensa John encogiéndose de hombros, ¿por qué no?»

Lo que desmoraliza a Otto John no es tanto la condición humillante a que ha sido

reducido, como el sentimiento de ver que no sirve para nada. ¡Haber pensado tanto tiempo

que tenía en sus manos las llaves de la paz entre Oriente y Occidente, y verse ahora reducido

a repetir —como un loro-lecciones aprendidas!

Disminuye la vigilancia de sus dos guardianes. John deduce de este hecho que se le ha

llegado a considerar como una persona sin importancia. Y ahora más que nunca pide al

alcohol que le ayude a soportar su soledad y decadencia. ¿Están al corriente en Bonn de la

evolución de Otto John? ¿Se considera que está maduro para ser recuperado? Este punto no

se aclaró jamás, pero todo pasa como si, después de haber sido un juguete en manos de los

dirigentes de la Alemania Oriental, Otto John fuese a convertirse en el juguete de la

Alemania Occidental.

Una noche asiste a una cena oficial a la que han sido invitados varios periodistas,

entre los cuales se encontraba un danés, Bonde Hendriksen, a quien John había visto varias

veces en Bonn. Hendriksen advierte el aire de fastidio de Otto John, Durante la conversación

surge el tema de las dificultades económicas con que tropieza la Alemania Oriental y Otto

John se exalta: «No tiene nada de extraño con esos dirigentes tan estúpidos que han instalado

aquí tos rusos» y añade, en medio de un silencio glacial: «además, el comunismo es incapaz

de resolver los problemas económicos.»

Quince días más tarde. Bonde Hendriksen vuelve a ponerse en contacto con Otto

John y le dice:

«Vengo de Bonn. He visto al ministro de Justicia, doctor Strauss. Le he hablado de

usted. Me ha asegurado que podía volver a la Alemania Federal. No será arrestado, a lo sumo

se le harán algunas preguntas.»

Otto John no reflexiona. Es un milagro que no esperaba. Responde: «Bien, iré.»

A partir de ese momento se pone en marcha la operación «X. Z.» supervisada por el

jefe de los servicios especiales de la Alemania Occidental, general Gehlen.

Este proporciona dos billetes de avión Berlín Occidental-Colonia al periodista danés.

Para efectuar este viaje de regreso, Otto John se llamará doctor Vogel. Hendrik se sale de

nuevo para Berlín Oriental y telefonea a John, quien espera ahora angustiado e impaciente:

«Tengo buenas noticias de Bettina» (lo que significa «todo va bien»). Los dos hombres se

dan cita en el restaurante Nevo y, entre un plato de pepinillos y otro de salchichas ahumadas,

con puré, ponen a punto el plan de evasión.

* * *

Lunes II de-diciembre de 1955. Nieva sobre Berlín Oriental. Cubiertos casi hasta las

orejas con pobres ropas de algodón, unos obreros instalan, en la plaza Marx— Engels,

bombillas multicolores para las fiestas de Navidad que se aproximan. «Regalo del pueblo»

un gran abeto con las efigies de Stalin, Lenin y los dirigentes alemanes orientales simbolizan

la «Navidad socialista». Solo, soñando con las Navidades de su infancia, Otto John cruza la

plaza azotada por un viento glacial. Se dirige a la Universidad Humbolt donde, según ha

explicado él, le espera un profesor. Sus guardianes, están tan habituados a su presencia

silenciosa y al poco trabajo que les proporciona, que no se han tomado la molestia de

comprobar la autenticidad de la cita y ni siquiera le han acompañado.

Son exactamente las 15,55 horas cuando Otto John entra en la oficina de información

de la Universidad; pregunta por el despacho del profesor Mauer. Se le indica el tercer piso.

John recorre el pasillo central del edificio, pero, en lugar de dirigirse a la escalera, gira

bruscamente a la derecha, abre una puerta de cristal y se encuentra en un pequeño jardín. Con

sólo empujar una reja está en la calle. Se dirige a un coche que acaba de detenerse. Se hacen

señales de luces en la tarde que cae. Otto John respira: Bonde Hendriksen ha acudido a la

cita. Son ahora las 16,10 horas. El periodista danés está muy tranquilo: «Póngase estas gafas,

este gorro y esta bufanda. En la guantera hay una pipa, fúmela. Relájese y, sobre todo, no

hable nada, déjeme hacer a mí.» Esta última recomendación es superflua, John con un nudo

en la garganta, obedece como un autómata. Durante los minutos siguientes tiene la impresión

de que un peso le oprime el pecho y va a asfixiarse. ¿Qué va a ocurrir en la línea de

demarcación? ¿Y si los policías examinan cuidadosamente la documentación de los viajeros?

¿Y si se les hace bajar para registrar el coche? Pero no, todo transcurre con la mayor

naturalidad. Un vigilante, visiblemente enemigo de la nieve y el frío, echa un vistazo al

salvoconducto que le presenta el periodista danés. El rótulo «Prensa» colocado en el

parabrisas del coche, parece impresionarle. El vigilante hace una señal. Uno de sus

camaradas levanta la barrera que separa los dos Berlines, las dos Alemanias. Otto John ni

siquiera ve que ha cambiado de mundo. Detrás de sus gafas ha cerrado los ojos.

«Despierte», dice dulcemente Hendriksen, «estamos llegando a Tempelhof.» Pero

John tiene todavía miedo. Sabe perfectamente que

si han descubierto su evasión en el Berlín Oriental, no les faltan a los comunistas

agentes en la zona occidental para aniquilarle. Surgen problemas: La salida del avión de

Colonia, prevista para las 17,45 horas se retrasa hasta las 18 por malas condiciones

meteorológicas. Otto John busca el menor rincón oscuro para pasar inadvertido. Ha guardado

el gorro, la bufanda y las gafas, pero la pipa que tiene apretada entre los dientes está apagada

y Handriksen intenta en vano hacerle beber una taza de café.

Por fin, la voz de una azafata anuncia la salida... despegue a las 18,30 h. Bonde

Handriksen consulta su reloj / sonríe: «Doctor John, hemos ganado, estamos sobrevolando la

Alemania Federal» y pide dos copas de brandi a la azafata. Con la cabeza entre las manos,

Otto John llora dulcemente. Es libre.

Colonia. El aeropuerto está oculto, envuelto por la niebla. Otto John trata torpemente

de volver a encontrar gestos de hombre libre y, simbólicamente, deja su disfraz en el avión.

Pero he aquí que, al echar pie a tierra, siente una mano en el hombro. Dos policías con

abrigo de cuero le rodean y le conducen hacia un coche negro estacionado a pocos metros.

John se vuelve a Hendriksen. ¿No le había prometido que sería libre una vez regresase a la

Alemania Federal? Pero el periodista danés, molesto, hace un gesto evasivo: «Hasta la vista,

doctor, que quizá sea muy pronto.» Se dirige a la salida. Su misión ha terminado.

* * *

El proceso de Otto John se incoa en diciembre de 1956 ante el Tribunal de Justicia de

Karlsruhe. Otto John no se aparta de su sistema de defensa: fue drogado por el doctor

Wohlgemuth y se despertó veinticuatro horas más tarde en el Hospital de Karlshorst, sede de

la administración soviética en el Berlín Oriental. También allí —afirma-le drogaron para

apuntarle lo que debía decir en público. Jamás, añade, revelé ningún secreto a los comunistas

(este último argumento se demostrará que es exacto).

El Tribunal no acepta las protestas del desertor. Contra el parecer del ministro de

justicia —a quien le hubiera gustado dar una solución discreta al asunto— Adenauer quiso

imponerle un castigo severo. Otto John es condena— do a cuatro años de trabajos forzados

«por conspirar contra la Alemania Federal». El veredicto divide a los medios políticos y la

opinión pública: La pena es demasiado leve, dicen los que juzgan que John es culpable; es

una injusticia del tribunal, afirman los que creen que John ha sido víctima del servicio secreto

ruso.

* * *

Dieciocho meses más tarde es indultado Otto John. Pero todo el mundo se aparta de

él. Vegeta en Bonn, solo, sin amigos. Lucía John volvió a pasar unas semanas en Alemania

cuando se enteró por Bonde Hendriksen de que su marido se iba a evadir del Berlín Oriental.

Pero en cuanto pudo, regresó a Londres donde vive dando clases de canto y colaborando en

una revista científica. Entonces, desamparado, John busca refugio en su viejo sueño: un

chalet en el Tirol y un torrente con truchas.

En febrero de 1958 brilla una luz de esperanza: su «viejo amigo», el doctor

Wohlgemuth, que no había vuelto a aparecer por el Berlín Occidental desde la famosa tarde

del 20 de julio de 1954, cuando desapareció el presidente de la Comisión de Protección, fue

arrestado en el momento en que se aventuró imprudentemente a pisar el sector occidental de

la antigua capital alemana. Pero sigue fiel a su tesis: No, no había drogado a Otto John; éste le

había seguido voluntariamente al Berlín Oriental para reunirse allí con viejos camaradas que,

como él, habían salido ilesos del atentado perpetrado contra Hitler.

Y, precisamente, en el curso de una vetada pasada con ellos, fue cuando —según

Wohlgemuth— Otto John había dicho resueltamente: «Me quedo con vosotros.»

* * *

El asunto Otto John duerme entre el polvo de los archivos. ¿Se sabrá algún día la

verdad? ¿Por qué no quiso John responder a una pregunta tan elemental como es si fue o no a

Toula? Otro enigma: si se acepta la tesis de Otto John —el rapto— ¿cómo es que le dejaron

escapar tan fácilmente los rusos? ¿Por qué los policías alemanes orientales, tan suspicaces de

ordinario, miraron tan por encima, el II de diciembre de 1955, la documentación que les

presentó el periodista danés cuando salían para Tempelhof él y el desertor? Los que creen en

la inocencia de Otto John afirman que si los rusos le dejaron escapar fue porque sabían

perfectamente que así entregaban una victima a Adenauer.

Ciertamente, había traicionado «la causa de la paz», pero los soviéticos prefirieron,

antes que castigarle ellos mismos, dejar esa tarea a un tribunal alemán occidental. Así, Otto

John perdía en ambos campos.

Otra versión circuló por Bonn. A Otto John le habían encomendado una misión

secreta en Berlín Oriental y en Moscú: sondear las verdaderas intenciones de los comunistas

sobre el problema de la reunificación. Esta misión saldría mal y la suerte miserable que corrió

el emisario fue la que está reservada a todos los agentes secretos que fracasan.

Sin embargo, queda en pie un hecho singular: ¿Por qué, en definitiva, no ha hablado

nunca Otto John?

Edmond BERGHEAUD

El avión que hizo derrumbarse la conferencia de la cumbre

Mayo, I960... El cielo internacional adquiere un tinte azulado. Hace ya siete años que

ha muerto Stalin. Ha terminado la guerra de Corea. Todavía no se ha reanudado la de

Indochina. Sólo hay un punto negro: Castro, pero la crisis todavía está en embrión. Hay

guerra en Argelia, es verdad, pero no parece que vaya a tomar proporciones realmente

internacionales, aunque entorpezca la acción de Francia y quebrante el equilibrio

diplomático.

Kruschev parece decidido a aplicar su política de co-existencia. Hace ya cuatro años

que había disparado la U.R.S.S. su último cañonazo en Budapest. Pero ahora lo que más

preocupa a Kruschev es la China comunista con la que hace un año que han empezado a

surgir dificultades serias. Tanto más cuanto que los chinos han encontrado en la misma

Rusia, entre los estalinianos, una quinta columna voluntaria.

Para N. K. ya es hora de sondear pacíficamente a los occidentales: Se trata de hacer

«causa común» con ellos, no solamente para tener las manos libres en el Este, sino también

para acelerar la modernización de la U.R.S.S.

Considerada durante mucho tiempo como una verdadera serpiente de agua, la

conferencia en la cumbre se inscribe, por fin, en las agendas de Kruschev, Eisenhower,

MacMillan y De Gaulle. Tendrá lugar el 16 de mayo en París, el mismo París al que ya había

ido Kruschev un año antes, como también fue a los Estados Unidos y a Gran Bretaña.

Pero el l.° de mayo, días antes de que Kruschev preparase su equipaje para París, una

extraña ave de alas inmensas oscurece el cielo...

* * *

A quien le guste contemplar la U.R.S.S. desde lo alto, no puede elegir otro día mejor

que el I." de mayo, Es el día de la fiesta nacional. Generalmente hace buen tiempo. La Unión

Soviética está alegre. Es un domingo extraordinario y por todas partes se ven revistas y

desfiles. En las plazas rojas se alinean los cohetes y en los aeropuertos los aviones.

Un hermoso día de fiesta en que el telón de acero se hace menos opaco y en el que

bastantes vigilantes duermen.

* * *

Son las 5,30 horas de la mañana, cuando un avión de forma inusitada despega del

aeropuerto de Peshawar, en el Pakistán, cerca del precioso paso de Kipling, lugar de

recuerdos de los ejércitos indios, inmortalizado por la leyenda de los tres lanceros bengalíes.

Sí, un avión curioso: Una especie de planeador, de alas muy largas y fuselaje

estrecho; pero un avión, y un avión a reacción, a juzgar por la estela que va dejando tras sí

como un penacho de fuego.

A pesar de la hora matinal, el sol ya lanza sus rayos sobre el aeropuerto de Peshawar,

pero el aire es fresco.

El aeropuerto está en un lugar elevado; a lo lejos se divisa el Himalaya. El cielo está

perfectamente claro. ¡Qué despegue tan espléndido!

El avión, tan gracioso pero un tanto extraño que vemos despegar esta mañana, parece

ir revestido de un disfraz anónimo: pintado de gris oscuro, no lleva ningún signo distintivo.

¿Hacia qué Shangri-La, situado abajo, en medio del Himalaya resplandeciente, se dirige este

gran volátil emigrante cuando —picando hacia el norte— describe una gran curva fijando su

rumbo?

A bordo va un hombre, o más bien una especie de cosmonauta: uniforme presurizado,

casco de plexiglás ahumado que le cubre toda la cabeza, tubo de oxigeno acoplado a la boca...

Un hombre cuyo nombre va a retumbar como un trueno en el cielo político que, en

este mes de mayo de 1960, en vísperas de la reunión en la cumbre de París, está tan azul y

límpido como el firmamento que tachona el Pakistán septentrional. Este hombre es el capitán

Francis Gary Powers.

* * *

«Repasando en mi mente las instrucciones que habla recibido, tiré de la palanca todo

lo que pude. Pronto me encontré a una altura tal que nadie —a mi juicio— podía ni sospechar

mi presencia desde tierra. Puse rumbo a la U.R.S.S.

»Al llegar a volar sobre el mar Caspio vi por debajo de mí el rastro de un reactor. Pero

no se me ocurrió que hubiera podido imaginarse mi presencia encima de él...»

Tal es la declaración que dos años más tarde hizo Powers, cuando tuvo que

comparecer ante la Comisión Senatorial de las Fuerzas Armadas, en febrero de 1962, en

Washington.

* * *

«El l.° de mayo de 1960, a las 5,30 horade Moscú, un avión de nacionalidad

desconocida ha violado la frontera soviética; a 20 Kms. al sudeste de la ciudad de Kirovabad,

en la República Soviética de Tadjikie. Ha penetrado en el espacio aéreo de la Unión de

Repúblicas Soviéticas y se dirige, a una altura de 20.000 metros, hacia el interior del

territorio soviético...»

Son los rusos los que hablan.

«El avión intruso es sometido a observación ininterrumpida de las unidades de la

D.C.A. soviética. Esta observación ha probado que el itinerario del avión pasaba por encima

de grandes centros industriales y de importantes obras de defensa de la Unión Soviética.»

«Sobre todo el trayecto, el aparato vuela a-una altura de 20000 metros, es decir, a una

altura a la que ningún avión civil puede subir. Las informaciones obtenidas no dejan lugar a

duda: Se trata de una incursión premeditada en el espacio aéreo de la U.R.S.S. con fines

hostiles.»

* * *

«Físicamente me sentía bien, pero estaba nervioso, ansioso.

¿Qué es lo que le ponía ansioso?

—La idea misma de encontrarme encima de la U.R.S.S. No es cosa que me gustaría

hacer todos los días.»

«Animación en la sala», precisa el informe oficial soviético...

Estamos en agosto de 1960, en Moscú, y es el piloto del avión misterioso quien

responde al procurador general Roudenko.

* * *

¿Nervioso? Sí, tiene razones para estarlo. La misión del capitán Powers no es un

asunto trivial. Tiene ni más ni menos que atravesar la U.R.S.S. de parte a parte e ir a posarse

allá en Noruega.

No podrá respirar a gusto hasta que, al término de este viaje de 5.400 Kms. por el

interior de un territorio «enemigo», transmita por radio la señal convenida del avión «Puppy

68» con la que se daría a conocer a la torre de control del aeropuerto de Bodoe, en Noruega.

Pero en Bodoe no se oirá «Puppy 68.»

En ambas caras de las cuatro hojas de las cartas de navegación de la Fuerza Aérea

estadounidense, que llevan la marca «Nota de Servicio», hechas a la escala de 1/11.000.000

(l cm por 20 Kms), de la sección de navegación de las Fuerzas Aéreas americanas para el

territorio europeo de la U.R.S.S., Powers había marcado su itinerario con lápices de diversos

colores. Desde Pashawar —de donde acaba de despegar-«Powers se dirige al Afghanistán y

atraviesa parte de su territorio en dirección a Stalinabad, al este del mar de Aral. Después su

ruta pasa por Tchéliabinsk, Sverdlorsh, Kirov, Arkhanngelsk y Kandalachka.

Desde allí hay una bifurcación en la carta: una rama va hacia Mourmansk y sigue a lo

largo de la península escandinava hasta Bodoe; la otra va hacia el oeste, atraviesa Finlandia y

Suecia para entrar en Noruega. Allí, Powers podría encontrar eventual mente varios

aeropuertos alternativos en caso de no poder llegar hasta Bodoe.

* * *

«A lo largo de la línea del itinerario se han indicado con lápices y marcas especiales

los diferentes elementos del vuelo del avión (recorrido, duración del vuelo, segmentos, etapa

por etapa), así como las frecuencias de las radiobalizas utilizarles y de las de territorios

amigos o neutrales.»

Todo eso es simple rutina: un vuelo preparado y planificado como cualquier otro.

Powers está instalado en su cabina que, desde los 20.000 metros de altura a que vuela, le

permite ver desfilar el suelo de la U.R.S.S. a la velocidad de 750 Kms. por hora. Su avión

vuela alto, muy alto, pero bastante despacio en comparación con tos aviones a reacción de los

que es, a decir verdad, un ejemplar un tanto especial.

A bordo todo va bien. Sin embargo, se presenta un factor imprevisto: Sobre la

U.R.S.S. las condiciones meteorológicas no son tan buenas como se había previsto en

Pakistán. Hay bancos de nubes que, aquí y allá, ocultan el sol. Pero eso no sorprende a un

piloto experimentado como es Powers, quien, en su puesto, sigue inspeccionando

atentamente su navegación con la minuciosidad de un piloto comercial.

Super-piloto comercial, se podría decir, porque el vuelo que realiza hoy el capitán

Powers exige de él unas cualidades todavía mejores que las de un comandante de una línea

regular. Solo, pilotando un avión de un solo motor, en una misión que implica su máximo

radio de acción, por encima de un territorio enemigo, no puede permitirse el menor error. Si

puede utilizar ciertas balizas soviéticas, éstas en las regiones que sobrevuela son escasas, y

no tiene el recurso, naturalmente, de entrar en comunicación con tierra para obtener la menor

ayuda. Los vientos contrarios parece que van a ser más fuertes de lo que se esperaba. Su

misión es comprometida y expuesta.

El cometido de Powers no tolera ninguna equivocación. Tiene que sobrevolar puntos

precisos del territorio soviético y fotografiarlos.

El avión de Powers es una verdadera cámara fotográfica volante. Tiene bastante

película para fotografiar sin interrupción un itinerario del orden de los 3 500 Kms. La

película utilizada, de una gran sensibilidad, está especialmente adecuada para la fotografía de

reconocimiento desde gran altura. Durante todo el vuelo, Powers ha ido anotando sobre su

carta de navegación las principales marcas de su itinerario y las horas en que ha pasado por

encima de sus objetivos. Así se podría identificar fácilmente el enorme álbum de fotos que

presentaría al final del viaje. Hace más de una hora que Powers vuela sobre territorio de la

U.R.S.S.

Todo va bien y la escucha de las radios soviéticas no parecen recelar ninguna

actividad sospechosa; ¿pero cómo iba a ser de otro modo en un l.° de mayo?

De no haber vislumbrado esos rastros de «jets» por debajo de él, pero perfectamente

paralelos a su ruta, Powers se sentirla hasta invadido por una cierta confianza, que suele

sustituir poco a poco al nerviosismo de los primeros minutos; porque allá abajo está, todavía

lejos —es verdad— pero cada vez más cerca, la ensenada de esa base noruega de Bodoe y el

regreso a Turquía, donde le espera su esposa.

Su mujer... Se había despedido de ella hace tres días: el 27 de abril, y con ella del

«hogar» —un remolque-vivienda que ocupan en la base de Incirlik, cerca de Adana, en

Turquía. Ese mismo día, él le había pedido una «comida fuerte» —Bárbara Powers

comprendió que su marido iba a salir a cumplir una nueva misión— no era la primera. Desde

la base de Incirlik, donde estaba destacado desde hacía cuatro años, Powers había realizado

ya varias misiones, pero ninguna le había llevado al interior del territorio soviético. Hasta ese

día no se le había pedido más que bordear las fronteras de la U.R.S.S., con el fin de registrar

en cintas magnéticas las retransmisiones radiadas de los soviéticos. Era una tarea que Powers

llevaba cumpliendo desde 1956, fecha en que fue destinado a las unidades especiales del

C.I.A. (servicio de espionaje americano).

La tarde del 27, Powers sale de la base americana de Incirlik a bordo de un DC-6 de

MATS, Servicio de Transporte de la Fuerza Aérea estadounidense. Va acompañado de su

jefe, el coronel Shelton y de un cierto número de «técnicos» encargados del entretenimiento

del U-2yde ponerle a punto para el vuelo.

Tras una escala técnica en Bahrein, en el Golfo Pérsico, el DC-6 militar desembarca

todo el equipo en Peshawar,

Cuando llega a Peshawar ¿sospecha Powers la misión que le va a ser encomendada?

Es probable, a pesar de las declaraciones que hizo durante su proceso. Es preciso

hacer notar que el U-2 que va a pilotar «para la misión más larga»-como se la podría llamar—

no está todavía en Peshawar, cuando él aterriza.

Pilotado por otro capitán —como lo ha hecho él mismo en otras ocasiones— el U-2

designado para la misión del 1 de mayo no llega a Peshawar hasta el 30 de abril.

El I.® de mayo despiertan a Powers muy de mañana. Ya está acostumbrado: siempre

solían despertarle al amanecer para las decenas de «vuelos de alerta» que tuvo que realizar

anteriormente y de los que siempre había hablado a su esposa como de sencillas misiones de

transporte de aviones T-33 (avión a reacción de dos plazas, descendiente del viejo «Shooting

Star») a los aeropuertos de Alemania o de Francia.

* * *

«Unos minutos más tarde, cuenta Powers, el coronel Shelton trae unas cartas de

navegación y me las muestra. Me dice que el itinerario de mi vuelo ya está indicado. Me

informa sobre una serie de aeropuertos. Me señala igualmente una base de lanzamiento de

instrumentos teledirigidos. Además, me apunta un lugar donde, según él, tenía que haber

algo, pero ignoraba de qué se trataba exactamente. Yo marqué ese lugar en la carta...

»Yo debía seguir, añade Powers, el itinerario marcado sobre la carta con lápiz rojo y

azul y desembragar y desconectar los mandos del motor en los puntos indicados sobre la

carta.

»El coronel me avisa también que me ha preparado algún dinero soviético y unas

monedas de oro, por si me pasaba algo. Todo estaba en los bolsillos del uniforme de vuelo.

Me muestra también un billete equivalente a un dólar en el que hay una aguja... El coronel me

asegura que no existe peligro alguno, ya que la U.R.S.S. no dispone de aviones ni de cohetes

que puedan llegar a la altura a la que iba a volar yo, pero por si me ocurría algún percance, me

arrestaban y me sometían a tortura y a mí me resultaba imposible soportarlo, entonces tendría

la posibilidad de suicidarme con esa aguja envenenada.»

* * *

Unos días antes, en el Estado Mayor del grupo «10/10» instalado en Adana —donde

se encuentra la base de Incirlik— tres oficiales americanos: el coronel Shelton, el

teniente-coronel Smith y el comandante Mutter, del servicio de enlace entre la OTAN y el

ejército pakistaní, habían estudiado y puesto a punto la misión de Powers. Conforme a las

últimas instrucciones de los gabinetes del C.I.A. en Washington, el U-2 debía sobrevolar y

fotografiar los alrededores de Frounzé, capital de Kirghizie; y todo el curso del río Tchan;

Powers debía barrer con su cámara una banda de 30 Kms. entre la villa de Kant y el pueblo de

Guergowiecka.

Después, el itinerario pasaba a través de Asia central para localizar las rampas de

lanzamiento de cohetes de Kapoustine Yar, cerca del mar Aral y las de Krasnovska cerca de

Sverdlovsk.

El U-2 debía sobrevolar la cadena montañosa de laz— goulem, cuyas cimas alcanzan

—con el pico Stalin— la altura de 7495 metros, donde quizá los soviéticos hayan instalado

cohetes anti-aéreos de tierra-aire.

Después del lago Karakoui, el avión debía pasar por encima de otra cadena

montañosa que culmina en el pico Lenin.

* * *

De hecho, siguiendo su itinerario, Powers debía sobrevolar dos cordilleras elevadas

donde, caso de haber instaladas rampas de lanzamiento de cohetes, éstos no estarían a más de

12 ó 14000 metros de su avión: una distancia que los cohetes «operacionales» estaban en

disposición de alcanzar... así, el U-2, este avión extraordinario resultaba vulnerable.

Fue en 1954 cuando C. L. Jonhson, ingeniero jefe de la Lockheed en Burbank,

concibió el U-2, aparato revolucionario, planeador equipado con un motor reactor, de alas

muy largas y ligeras. Designado con el nombre de «Utility-2» (de donde ahora se le llama

U-2), este avión debía constituir una especie de «banco de prueba» para estudiar los reactores

y los sistemas eléctricos a gran altura. Las conclusiones que se sacasen de su funcionamiento

permitirían poner a punto el F 104 «Starfighter» del que la Fuerza Aérea estadounidense

pediría después un gran número de unidades.

El U-2 estaba propulsado por un solo turbo-reactor Pratt y Whitney y utilizaba un

keroseno especialmente refinado. Muy costoso, este carburante tenía la ventaja de no entrar

en ebullición hasta los 166 grados, es decir, a una temperatura dos veces superior a la de los

carburantes utilizados normalmente, en los reactores corrientes.

Ventaja de este punto de ebullición elevado: se reducen al mínimo las pérdidas por

evaporación a gran altura.

El U-2 consigue inmediatamente un éxito excepcional. Con un radio de acción de 6

000 Kms. puede alcanzar una altura de cerca de 30 000 metros, volando a casi 800 Kms. por

hora (estas características le colocaban, en 1955 —fecha en que voló por primera vez— en

una categoría muy respetable).

Pero presentaba un inconveniente: Cuando vuela en una atmósfera muy enrarecida, el

motor «se cala» a veces a los 27 000 metros y el piloto debe descender planeando hasta una

altura considerablemente inferior para poder volver a poner en marcha el motor. Además, el

carburante especial —el Mil-F-255524-A— no facilitaba el arranque. Era preciso descender

hasta los 10 ó 12000 metros para volver a poner el reactor en funciones...

Ahora bien, estos inconvenientes parecían pequeños en comparación con las

sorprendentes ventajas del Utility-2, y la casa Lockheed alaba las cualidades del U-2 a los

servicios de investigación de las Fuerzas Aéreas estadounidenses.

Convencidas de las excelencias del avión, las Fuerzas Aéreas adquieren varias

unidades en el curso del verano de 1955 y, en agosto, la aviación americana publica unas

fotografías de un campo de golf tomadas a 15 000 metros de altura, en las que se aprecian con

toda claridad dos bolas de golf.

El U-2 se convierte en el avión soñado para el reconocimiento fotográfico. Soñado y

providencial, porque en el preciso momento en que el U-2 demuestra sus posibilidades,

Eisenhower regresa de la conferencia de Ginebra sin haber conseguido que los rusos

aceptasen su proposición de «cielo abierto», que hubiera permitido a rusos y americanos

inspeccionarse recíprocamente sus respectivos territorios... El U-2 es el medio de pasar

desapercibido.

Los U-2 comienzan a rondar las fronteras de la U.R.S.S. a partir de 1956. Este es un

hecho comprobado. En enero de este año se forma la primera escuadrilla de U-2,con tres

aparatos solamente, en Watertower Strif, Nevada, y se la denominó con el nombre de

Escuadrilla de Reconocimiento Meteorológico. Lo que realiza exactamente estudiando en

particular las turbulencias a gran altura. En mayo de 1956 se envían unos U-2 a las bases

americanas de Lakenheaht en Inglaterra y a la de Wiesbaden en Alemania.

Igualmente reciben aparatos U-2 otras dos bases: la de Incirlik, cerca de Adana,

Turquía y la de Atsupi, cerca de Tokio; pero la noticia se guarda en secreto.

Los U-2 enviados a Europa, Turquía y Japón son una versión perfeccionada de los

primeros modelos. Se han aumentado su autonomía y su techo. Todas estas modificaciones

se introdujeron tras las experiencias adquiridas en el curso de los primeros vuelos, en los que

se perdieron dos de los siete pilotos que estaban destinados en el C. I. A. para probar el U-2 y

familiarizarse con este aparato tan diferente de los clásicos. A principios de 1956, los

sistemas soviéticos de radar descubren unas manchas extrañas, que se desplazan a gran

velocidad y se sitúan a una altura desacostumbrada. Estas manchas siguen siempre el mismo

curso: del lago de Van a la frontera turco-iraní, después se dirigen hacia el sudeste, rumbo a

Teherán; allí se las pierde de vista para volverlas a localizar en la región de Meshed, donde

tienen una frontera común el Afghanistán, Irán y la U.R.S.S.

Después, en las pantallas soviéticas, la mancha se acerca y se hace más brillante: se la

sigue, centímetro a centímetro, a lo largo de los I 000 Kms. de la frontera ruso-afgana

recortando de vez en cuando, aunque muy poco, el territorio de la U.R.S.S.

Media vuelta y la mancha vuelve a hacer el mismo recorrido, pero esta vez a la

inversa.

Los rusos lo han comprendido en seguida: Se trata de aparatos espías que,

practicando una especie de funambulismo sobre las fronteras de la Unión Soviética, recogen

información y captan señales.

* * *

No hubieran comprendido de qué se trataba si no se lo hubiera explicado la lectura de

la revista inglesa Isis Efectivamente, en febrero de 1958 se lee en dicha revista, publicada por

una universidad británica: «Se describen casi invariablemente los incidentes fronterizos

como ataques tan crueles como injustos, perpetrados por cazas rusos contra aparatos

occidentales inocentes, que vuelan prudentemente en espacio aéreo de su soberanía. A veces

se admite que la víctima ha perdido su ruta. Esto es un magnífico ejemplo de la hipocresía

británica. A lo largo de toda la frontera que separa a Oriente de Occidente, desde Irak hasta el

Báltico —y quizá hasta más lejos— se encuentran puestos de escucha donde soldados

británicos, que conocen el morse o el ruso, registran ávidamente el menor sonido de las

emisoras soviéticas: barcos, tanques, aviones, tropas de tierra y estaciones de control. Como

los rusos no ofrecen siempre los mensajes deseados, a veces se les provoca. Un aparato se

«pierde» y franquea una frontera. Los magnetófonos registran febrilmente los comentarios

irritados de los pilotos rusos.

Los U-2 son tan sólo los balcones de observación avanzados de este pequeño juego y,

con sus cámaras oblicuas y sus instrumentos de registro, espían a la Unión Soviética con una

eficacia inigualable.

* * *

¿Desde qué fecha los U-2, envalentonándose, penetraron más profundamente en

territorio ruso?

Desde 1956, sin duda. A este respecto tenemos un testimonio de Kruschev.

El 9 de mayo de 1960, por consiguiente ocho días después del vuelo de Powers,

Kruschev, que se encuentra en la embajada de Checoslovaquia, declara: «Cuando estuvo

aquí Twining, le acogimos como a un huésped, le invitamos a cenar, le ofrecimos vino. Salió

de nuestro país en avión y al día siguiente va y nos envía un aparato que sobrevuela nuestro

país a gran altura. Ese avión, añade, llegó hasta Kiev.»

Twining, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, era el

principal promotor de la utilización de los U-2.

Así que los rusos supieron, desde un principio, que su espacio aéreo era violado por

aviones, pero eran incapaces de impedirlo. Estaban realmente dominados en los dos sentidos

de la palabra... Pero sabían también que, tarde o temprano, llegarían a atrapar una de esas

moscas insolentes que revoloteaban sobre su territorio como si estuviesen por su casa. Como

el U-2 se mantenía en secreto, se ignoraba todo lo relativo a ese avión y hubo muchos que no

se enteraron de su existencia hasta mayo de I960. Sin embargo, en 1958, una revista japonesa

Air Review publicaba unas fotografías de un aparato extraño tomadas en Japón por un joven.

Con sus largas alas y su fuselaje muy perfilado, parecía un planeador; pero un

planeador equipado con un turbo— reactor de gran calibre.

En 1959 se presenta otra ocasión de fotografiar este aparato de alto vuelo —se podría

decir que «el fotógrafo fue fotografiado»— cuando un U-2 hizo un aterrizaje forzoso (lo que

confirma que este aparato era susceptible de averías) en un campo de vuelo sin motor cerca

de Tokio.

Planeador, avión o platillo volante, todo parecía enigmático: el avión no llevaba

ningún signo distintivo y el piloto se quedó obstinadamente encerrado en su cabina hasta que

llegó, un cuarto de hora más tarde, un helicóptero de la Marina. Un cordón dé soldados aisló

el avión que fue desmontado.

En diciembre de 1959, cinco meses antes del vuelo de Powers, un artículo publicado

en la revista Aviación Soviética daba datos precisos sobre los designios del U-2, afirmando

que estaba destinado a efectuar vuelos largos de reconocimiento.

«El Gobierno soviético ha protestado repetidas veces contra la violación ilegal de su

espacio aéreo por aviones americanos y ha prevenido al Gobierno de los Estados Unidos que

su responsabilidad quedaría seriamente comprometida como consecuencia de estas

violaciones», debía declarar el procurador general Róudenko, durante el proceso de Powers

en agosto de I960.

«Poco tiempo después de sobrevolar el Caspio, comencé a tener dificultades con el

piloto automático. Tuve que decidirme a desconectarlo y a pilotar yo mismo, cuenta Powers.

»Al llegar a unos 50 Kms. de Sverdlovsk, hice un viraje de 90 grados hacia la

izquierda para pasar al suroeste de la gran ciudad. En ese momento vi un aeropuerto que no

figuraba en mi carta. Inmediatamente puse en marcha mis instrumentos de registro...»

Para entonces ya hacía más de dos horas que el radar soviético seguía el rastro del U-2

de Powers. En Moscú son cerca de las 8 de la mañana. En la plaza Roja, donde se va a

desarrollar el desfile tradicional, ya están las tropas con las armas en su lugar descanso. Los

oficiales y los mariscales están a punto de llegar.

El estado mayor de Siberia da la alerta, como consecuencia de una llamada telefónica

procedente de una batería instalada cerca de Frounzé... En Moscú el telegrama causa el efecto

de una bomba. Esta vez no se les escapa. El telegrama anuncia, en efecto, que el intruso vuela

más bajo que de costumbre. Este hecho lo corrobora una entrevista, publicada en junio de

I960, de los artilleros que derribaron el U-2; todos los soldados declararon que les extrañó

mucho ver volar el avión tan bajo.

Desafortunada confesión, porque toda la propaganda soviética pretendía demostrar

que los nuevos cohetes «Sam» eran capaces de alcanzar un avión que volase a 20 000 metros

de altura.

¿Qué pasó? Recuerden las averías producidas en el curso de las pruebas en Nevada;

recuerden también las que hicieron aterrizar forzosamente en dos ocasiones unos U-2 en el

Japón en campos, por suerte, propicios. Powers acaba de pasar del pilotaje automático al

manual cuando, de pronto, su reactor (el único) empieza a fallar y poco después se ahoga por

completo como si se hubiera quedado sin carburante. Efectivamente, se trata de un

«carburante» que llega a faltar: el oxígeno.

Powers conocía bien esta avería. Ya había sido víctima de ella. Pero allí, sobre la

U.R.S.S., 2 000 Kms. al interior del territorio «enemigo», la aventura carece de encanto.

Porque Powers sabe que para volver a poner su reactor en marcha sólo tiene una solución:

descender a capas más bajas de la atmósfera donde pueda «respirar» el motor y alimentarse

normalmente de oxígeno. No le queda otra alternativa, pues el avión ya está perdiendo altura,

aunque lentamente: pero en estas circunstancias para Powers cuanto más de prisa lo haga

mejor y así acciona la palanca dirigiendo el avión hacia tierra.

* * *

Sin embargo, ante el tribunal ruso, Powers sigue el juego.

Roudenko: ¿A qué altura estaba su aparato cuando fue alcanzado por el cohete?

Powers: A unos 68 000 pies (21 000 m.).

Roudenko: ¿En qué circunstancias se produjo?

Powers: Acababa de hacer girar el avión y volaba desde hacía aproximadamente un

minuto en línea recta. Entonces oí, o quizá sentí, una especie de explosión sorda. Me pareció

que esta explosión se había producido atrás y vi una luz anaranjada.

* * *

Algo, que él describe como un empujón al avión o una especie de movimiento de

aceleración, dirá en marzo de 1962 ante una comisión del C.I.A. y que fue acompañado de un

ruido sordo, bastante diferente del estruendo sordo de un explosivo.

Powers examina los instrumentos. El cuadro de mando parece iluminado por una luz

roja anaranjada que persistía.

Entonces tiene la impresión de que el fenómeno que se produce es exterior al avión...

«Pero, añadió, no puedo afirmarlo con certeza... Durante algún tiempo el aparato

siguió volando normalmente, después, de repente, empezó a caer en picado de morro...»

Powers comienza entonces a pelear con su avión, reacción que todo piloto de un

aparato tocado de muerte ha conocido.

A pesar de sus esfuerzos, el U-2 sigue bajando en picado. Los mandos no le

responden, como si hubieran sido seccionadas las palancas.

El drama se acelera. El U-2 se balancea sobre su eje y se pone a barrenar, una suerte

de barrena invertida con el morro del avión dirigido hacia arriba.

Pegado a su asiento, proyectado contra el tablero de mandos, Powers tiene la

impresión de ser una cajita que una mano gigante sacude en todos los sentidos.

Podría pulsar la palanca que acciona el dispositivo de destrucción del U-2. Pero, ¿está

seguro de poderse escapar de este infierno antes de que salte el explosivo alojado cerca de la

cabina? Dispone solamente de 70 segundos desde el momento que pulse la palanca hasta que

explote el avión, y una vez accionado el dispositivo, Powers no lo puede detener...

En todo esto puede reflexionar todavía, pero en esa cabina que gira sobre sí y se dirige

hacia tierra en picado, la sangre fría tiene sus límites. ¿Cómo va a salir?

¿Le permitirá saltar el mecanismo de eyección?[1]

Powers piensa de pronto que, sacudido como está en todos los sentidos, e incapaz

como se encuentra de restablecerse en su sillón en la postura adecuada, corre el riesgo de ser

expulsado en mala posición y, por consiguiente, de salir herido y hasta de matarse.

Haciendo unos esfuerzos desesperados llega a abrir la cabina, que sale volando

inmediatamente. Medio aturdido, bañado en sudor, Powers gracias a un viejo reflejo, echa

una ojeada al altímetro: Su aguja gira rapidísimamente; en ese momento indica 34.000 pies

(10.000 metros).

La caída fantástica de Powers sería entonces de 1.0000 metros: 10 Kms. de caída

libre-

Pero esto no ha terminado: Ahora tiene que salir de la cabina donde entra el viento

con violencia. Antes todavía hará una tentativa para atrapar ese maldito mando de

destrucción. Pegado al asiento por la aceleración y con la visera del casco empañado, no es

más que una marioneta paralizada y, por si fuera poco, cegado por completo en un avión

desamparado.

Es preciso acabar de una vez. Reuniendo todas sus fuerzas, consigue desprenderse de

la cabina y, después de haberse arrancado el tubo de oxígeno, se libera por fin del U-2.

El paracaídas se abre casi inmediatamente, «lo que indica —nota el informe del

C.I.A.— que en ese momento se encontraba probablemente a 15.000 pies o menos, porque el

sistema de abertura automática estaba regulado para funcionar a esa altura[2]

.

Ahora Powers flota en el cielo. Hacia él sube la tierra soviética: bosques sombríos con

algunos claros de verde almendra.

Powers está a salvo. Todavía trastornado por la espantosa lucha que ha debido librar

en la cabina, ahora aspira aire libre a placer, porque sabe que, en cuanto llegue a tierra, van a

comenzar para él horas, días y quizá años de cautiverio. Acaso Ja muerte.

Sabe muy bien que la mochila de boy-scout que le han dado a la salida, donde se

encuentran revueltos rublos, dólares, un puñal con cachas de asta, un cuchillo suizo, una

brújula, relojes y anillos dé oro, una pistola con silenciador, un pañuelo de seda con frases en

catorce idiomas, una aguja envenenada, todo eso no le permitirá ir muy lejos.

Acaso se pueda ocultar por algún tiempo...

¿Se dirigiría a la embajada de los Estados Unidos en Moscú?— Por el momento ahí

está, atado a su paracaídas en el cielo de Siberia, y los Estados Unidos están lejos.

* * *

Es la primera vez que Powers salta en paracaídas y su aterrizaje es bastante duro.

Después de haber evitado con precisión unos cables de alta tensión, choca brutalmente contra

el suelo con la espalda.

* * *

«El l.° de mayo de 1960, estaba en mi casa (es un ruso, el testigo Assabine, quien

habla). Hacia las 11 de la mañana (hora local) oí un gran estruendo que se parecía al de un

avión a reacción. Salí, subí al tejado y vi una nube de polvo a unos 5 Kms. del pueblo...

Entonces vi en el cielo a un paracaidista... Corrí en dirección al punto donde creí que iba a

caer. En ese momento pensé que probablemente había ocurrido una desgracia, que el piloto

estaría accidentado y tendría necesidad de ayuda.

»El paracaidista se posó a 30 ó 40 metros de nosotros y se cayó al suelo. Enseguida

me precipité hacia él y le retuve para que no le arrastrara el paracaídas. Cerré éste, pues sabía

hacerlo, ya que he servido en aviación.

»En ese momento llegaron Sourine, Tchérémissine y Tchoujakine. Todos ayudamos

a levantarse al paracaidista. Este llevaba chaqueta y pantalones color gris acerado, un casco

blanco con auriculares que llevaban el número 29.

Calzaba botas marrones y en el cinto llevaba un revólver largo enfundado. Ayudado

por los otros le quité el para— caídas, así como el casco y los auriculares.

»Le preguntamos qué le había ocurrido; pero nos contestó en un idioma extranjero

moviendo la cabeza. Entonces decidí arrestarlo. Había visto un coche cerca del lugar y

propuse meterle en él. Tchérémissine y yo cogimos al paracaidista por los brazos y le

subimos al auto. Al acercarnos al vehículo, me di cuenta de que llevaba un puñal sujeto a su

traje y se lo quité. Antes Tchérémissine le había quitado el revólver largo.

»Quería saber si estaba solo y le mostré primero un dedo y luego dos. El me

respondió mostrándome un dedo que lo apoyó sobre su pecho. Hicimos montar al

paracaidista en el coche y nos dirigimos al Soviet rural. En el auto miré el puñal y como viera

unas inscripciones en inglés hablé de ello a todos. Durante el trayecto, el paracaidista había

pedido agua por señas, así que nos detuvimos en un pueblo para darle de beber. En el Soviet

rural nos recibieron dos agentes de los Servicios de Seguridad del Estado que buscaban al

paracaidista y se lo llevaron a Sverdlovsk.

»El forastero era de una estatura superior a la media, de constitución fuerte. Su

cabello negro lo llevaba cortado muy corto; las sienes empezaban a encanecer, al lado

izquierdo del cuello tenía un antojo. Reconocí a este paracaidista en la persona del aviador

americano Powers, sentado en el banquillo de los acusados.»

* * *

«Estando en casa mis padres, el l.° de mayo de 1960, dijo en su declaración el testigo

A. Tchérémissine, oí a eso de las II de la mañana una detonación violenta que me asustó. Salí

y vi a un paracaidista en el aire. Corrí hacia el punto donde debía caer. Al llegar a tierra, el

paracaidista se cayó. En ese momento Assabine corrió hacia él y se puso a cerrar el

paracaídas. Entonces llegué yo al mismo tiempo que Sourine y Tchoujakine y ayudamos al

paracaidista a ponerse de pie. Le desembarazamos de su equipo.

»Después de haberle quitado el casco y los auriculares le preguntamos quién era, de

dónde venía y qué le habla pasado. No nos contestó. Eso nos puso alerta y viendo que el

desconocido llevaba una pistola de cañón largo colgada de una funda amarilla, se la

confisqué. Después de eso cogimos al desconocido por el brazo, Assabine y yo, y le

condujimos a un coche que había no lejos de allí. Cuando le metíamos en el coche, Assabine

descubrió que llevaba un cuchillo y se lo quitó... Nos dirigimos al pueblo más cercano donde

había un Soviet. A la entrada del pueblo nos recibieron dos funcionarios de un organismo de

Seguridad del Estado y en sus manos dejamos al arrestado con los objetos que llevaba.»

* * *

«En la mañana del l.° de mayo de 1960, cuenta otro testigo, Tchoujakine, me fui en

coche a un pueblo cercano y, cuando regresaba, a eso de las 11 (hora local), oí una explosión.

Como vi a Sourine de pie, no lejos de allí, detuve el coche a su lado y le pregunté qué había

ocurrido. Me señaló el cielo y vi, arriba en el aire, a un paracaidista que descendía. Entonces

nos decidimos a acudir juntos en ayuda del paracaidista, sin saber si era soviético o

extranjero.

»Corrimos al mismo tiempo Sourine, Tchérémissine y yo hacia el paracaidista.

Assabine ya estaba allí. Los cuatro ayudamos al paracaidista a levantarse y a desembarazarse

del paracaídas, del casco, de los auriculares y de los guantes. Después de quitarle el casco, le

preguntamos qué le había pasado. Nos contestó en una lengua que no entendíamos. Esto nos

alarmó. Le vimos una pistola de cañón largo. Le desarmamos inmediatamente y decidimos

ponerle en manos de los organismos de Seguridad del Estado. Colocamos al paracaidista en

el asiento delantero del coche y pusimos en el portamaletas el paracaídas y todo el material.

Cuando llegó a tierra nos dimos cuenta que llevaba un cuchillo y se lo confiscamos... Ya en el

coche, el aviador nos pidió agua. Detuve el coche y le dimos de beber. También pidió tabaco

y mis camaradas le dieron unos cigarrillos.

»A nuestra llegada al pueblo vecino, unos funcionarios de los organismos de la

Seguridad del Estado nos estaban esperando para hacerse cargo del paracaidista. A

continuación, a petición del aviador le llevé un médico.».

* * *

«El l.° de mayo estaba en mi casa-atestiguó Sourine. Hacia las 11 de la mañana oí un

gran estruendo, parecido al ruido de un avión a reacción, pero más violento. Salí, oí una

detonación fuerte y vi una nube de polvo a lo lejos, detrás del pueblo. Sin saber lo que había

pasado, miré al cielo y vi a un paracaidista que descendía. En ese momento llegó

Tchoujakine al volante de un «Moskvitch». Le mostré el paracaidista y calculamos el lugar

donde iba a posarse. Fuimos allí en coche. A unos 50 metros del punto de aterrizaje vimos a

Assabine que le estaba ayudando a cerrar el paracaídas.

»Corrimos hacía el paracaidista y le ayudamos a levantarse. Cerramos el paracaídas,

le quitamos el casco con los auriculares y los guantes. Le pregunté qué le había pasado; pero

el paracaidista contestó en una lengua que no comprendíamos.

»Todos pensamos que era un extranjero. Entonces decidimos arrestarle.

Tchérémissine le quitó enseguida su revólver largo. Assabine y Tchérémissine le cogieron

cada uno de un brazo y le hicieron entrar en el coche. En ese momento Assabine le quitó un

puñal que llevaba.

»Condujimos al paracaidista al Soviet rural donde unos agentes de la Seguridad del

Estado se hicieron cargo de él.»

* * *

Al fin, esa misma tarde, Powers, bien custodiado, fue enviado, a bordo de un avión

comercial, a Moscú, donde fue interrogado inmediatamente en la prisión de Loubyanka.

El primero en enterarse de la caída del U-2 fue el mariscal Malinovski, ministro de

Defensa. Efectivamente, desde el amanecer, mientras en la Plaza Roja se prepara el desfile

del l.° de mayo, recibe radiograma tras radiograma anunciándole que un U-2, «Spot» en

clave soviética, ha franqueado la frontera y se dirige hacia el norte. El avión había sido

identificado, su velocidad, inferior a la de un bombardero del comando estratégico del aire, le

designa bien como un U-2. Pero como medida de precaución se da la alerta general.

Pero nunca se sabe, pudiera tratarse de un aparato cargado con una bomba A o H.

Puede ser necesaria una respuesta inmediata... Y por esa fecha, el I de mayo de I960, todavía

no hay un teléfono rojo entre Washington y Moscú.

* * *

A las 8,53 horas, hora de Moscú, los soldados de la batería de cohetes de Sverdlovsk,

a las órdenes del comandante de artillería Voronov, abren fuego. La orden vino del Kremlin.

La orden vino del Kremlin... Podría pensarse que Kruschev estaba enterado. Pero, no,

porque ya a esa hora el presidente del consejo soviético está en camino hacia la tribuna de la

Plaza Roja, donde se sitúa con el viejo mariscal Vorochilov y un huésped de honor, el primer

ministro de Alemania Oriental, Otto Grotewohl.

Malinovski se retrasa y, cuando llega, todo el mundo se da cuenta de que el mariscal

se inclina al oído de N. K. y le habla durante bastante rato. Curioso mensaje, para un l.° de

mayo, el que transmite a Kruschev: Un U-2 ha sido derribado 2 (XX) Kms. al interior del

territorio soviético...

Un poco más tarde llega el informe del comandante Voronov dirigido «al

comandante de la unidad militar». A continuación transcribimos el texto: «Informe:

»Le hago saber que su orden de destruir el avión que violó la frontera del Estado

Soviético, entrando en nuestro país el l.° de mayo de 1960, ha sido ejecutada a las 8,35 horas,

hora de Moscú.

»Cuando el avión entró en la zona de tiro, a una altura de más de 20.000 metros, se

lanzó un cohete, cuya explosión destruyó el blanco. La destrucción del blanco se observó con

la ayuda de aparatos y, un poco más tarde, los puestos de observación visual registraron la

caída del avión y el descenso en paracaídas del aviador que se arrojó del aparato destruido.

He informado de los resultados de esta misión y se han adoptado medidas para arrestar al

piloto que cayó en paracaídas.»Comandante de artillería Voronov.

El comandante Voronov y sus hombres serán condecorados con la medalla de la

orden de la Bandera Roja.

* * *

Mientras tanto, en el aeropuerto de Bodoe, donde debía llegar Powers a primeras

horas de la tarde, se espera oír «Poppy 68». Pero conforme va pasando el tiempo, van

disminuyendo las probabilidades de oír a Powers en la frecuencia de la torre. Mediada la

tarde ya no hay esperanza: ya se han tenido que agotar las reservas de carburante del U-2. O

se ha destruido el avión o ha sufrido un accidente y en ambos casos la situación es grave.

Inmediatamente se envía un mensaje a Washington. Pero es domingo en la capital

americana y los principales responsables están ausentes. Eisenhower está en su finca de

Gettysburg, el secretario de Estado, Herter, en Turquía, pues asiste en Estambul a una

reunión de la O.T.A.N.

El 2 de mayo, a las 5,30 horas de la mañana se comunica a Bárbara Powers la

desaparición de su marido. Cae desvanecida. A las pocas horas se embarcará en un avión con

destino a los EE. UU. para dirigirse a su casa en Milledgeville, Georgia.

* * *

Durante este tiempo, los rusos no descansan: interrogan a Powers sin tregua y reúnen

los restos del U-2 para enviarlos a Moscú.

Van a transcurrir cuatro días sin que los rusos den a conocer la noticia, guardándose

bien de decir que el piloto del U-2 está en sus manos.

A pesar de todo, el embajador de los Estados Unidos, Lhewellyn Thompson oye decir

en un cocktail que el piloto del avión espía está sano y salvo, prisionero de los rusos. Da parte

de esta información a su gobierno, pero los americanos se obstinan en repetir toda la versión

publicada el 3 de mayo por la N.A.S.A. (agencia de investigaciones espaciales de la que

dependen oficialmente los aviones dedicados a la investigación meteorológica) y según la

cual ha desaparecido un aparato destinado a la investigación meteorológica después de que

su piloto hubo señalado que tenía problemas con su sistema de oxígeno.

El 5 de mayo habla Moscú. Los periódicos publican un comunicado de la agencia

Tass: «Ha sido derribado un avión americano cuando sobrevolaba territorio soviético.»

No se da ninguna indicación sobre el lugar del suceso ni sobre la suerte que corrió el

piloto.

Los dirigentes soviéticos tienden su trampa... Y los americanos van a precipitarse en

ella.

El Departamento de Estado se obstina en repetir la tesis del avión meteorológico y

declara que un aparato americano, que salió de una base situada en Turquía, ha sobrevolado

accidentalmente el territorio soviético antes de estrellarse en alguna parte, en territorio turco,

cerca del lago Van...

Washington ha quedado atrapado en sus propios embustes. El 7 de mayo, Kruschev,

triunfante y sardónico, anuncia la noticia al Soviet Supremo: se ha capturado vivo al piloto

del avión americano quien ha confesado todo...

El 8 de mayo respuesta del Departamento de Estado a los soviéticos: «Efectivamente,

el U-2 realizaba una misión de reconocimiento sobre territorio soviético; estos

reconocimientos entran dentro del cuadro del programa de inspección aérea del territorio

soviético».

El 11 de mayo, el Presidente Eisenhower lo confirma en el curso de una conferencia

de prensa.

El mismo día Kruschev explota. Ante un grupo de periodistas convocados en el

parque Gorki, donde se expusieron meticulosamente etiquetados los restos del U-2, donde se

exhibió todo el equipo de Powers en unas vitrinas, finge estar encolerizado: «Este plan tenía

la aprobación del Presidente, exclama. Esto es inaudito.»

Pero sus invectivas van dirigidas sobre todo contra el Secretario de Estado, Harter y

todo pasa como si Kruschev quisiera, después de todo, respetar a Eisenhower.

Ya el 7 de mayo había dicho: «Estoy dispuesto a conceder que el Presidente ignoraba

que se había enviado un avión sobre la Unión Soviética y que no había regresado. Pero esto

debe inquietarnos aún más.»

Siete días más tarde, el sábado 14, es un Kruschev aparentemente jovial y tranquilo el

que desciende del llyendine que le condujo a Le Bourget.

Pero al día siguiente ha adoptado otra fisonomía: es un Kruschev áspero y ceñudo el

que sale de la sola y única sesión de esta conferencia en la cumbre que vino a morir nada más

nacer. Massif, todavía más ceñudo que su superior, el mariscal Malinovsky, le escolta: la

encarnación del Ejército rojo encolerizada.

Kruschev acaba de suspender esta conferencia de la que tanto esperaba.

* * *

¿Por qué? Acaso el partido estricto del Kremlin haya requerido el no tratar con los

americanos después de la provocación del U-2. O quizá la emoción despertada por este

asunto en la Unión Soviética no le permitía intervenir en una negociación sobre la

coexistencia pacífica. Por otra parte, pedirá excusas en público a los EE. UU. y se mostrará

muy firme con respecto a ellos, en el curso de una conferencia de prensa.

* * *

Una vez derrumbada la conferencia en la cumbre de París, Kruschev anuncia: «Nos

volveremos a Moscú pasando por Berlín Oriental.»

Inmediatamente los 3 000 periodistas presentes en París, se apresuraron a las agencias

de viajes en busca de billetes de avión o de ferrocarril para Berlín.

Se espera lo peor. En Berlín Oriental, Kruschev no desentierra el hacha de guerra y

ante los dirigentes de la Alemania Oriental, visiblemente desilusionados, se contenta con

pronunciar un discurso banal y sin alcance inmediato. Pero las buenas relaciones establecidas

en 1959 con Eisenhower, se rompen para siempre, y en septiembre, Kruschev irá a hacer

burla de los americanos en Nueva York, con ocasión de la sesión de la O.N.U. Había todavía

un poco del U-2 en el zapato con que golpeó su pupitre en plena sesión de la Asamblea

General...

* * *

A Powers le han disculpado por completo las autoridades americanas; el informe del

C.I.A. declara expresamente: «Teniendo en cuenta todas las informaciones disponibles hasta

el presente, la comisión de la encuesta se ve obligada a concluir, tras haber estudiado

cuidadosamente los informes presentados a esta comisión, que Mr. Powers se ajustó a los

términos de su contrato y a las instrucciones relativas a su misión, así como a sus deberes de

ciudadano americano y eso en las circunstancias que él conoció». ¿Qué quiere decir esta

rehabilitación?

* * *

Desde que llegó a la prisión de Loubyanka, Powers comprendió lo que se esperaba de

él. Dos oficiales —uno de las fuerzas aéreas y otro de artillería— se alternan en la labor de

interrogarle y, desde el primer momento, enfocan el escenario al que Powers se adaptará lo

mismo durante su proceso que cuando comparezca ante el C.I.A. El avión, no cesará de

afirmar, fue derribado cuando volaba a 20 400 metros de altura.

Veinte mil cuatrocientos metros, eso querían los rusos. Este fue el tema de la

propaganda rusa en torno al proceso de Powers y el punto al que vuelve con insistencia el

procurador general Roudenko. Sin embargo, algunas veces aparecen discrepancias.

—¿A qué altura se encontraba su aparato cuando fue alcanzado por un cohete?,

pregunta Roudenko.

—Estaba a la altura máxima de 20400 metros, responde Powers.

Roudenko formula la pregunta una vez más. Respuesta un podo diferente de Powers.

—Roudenko ¿Fue a una altura de 20 400 metros a la que le alcanzó un cohete

soviético?

—Powers. A fe mía, no tenía ninguna idea de lo que era. No lo vi.

—Roudenko. ¿Pero ocurrió a esa altura?

—Powers. Sí.

Ciertamente, la obstinación soviética es comprensible: los rusos querían demostrar su

poder y probar la excelencia de sus cohetes. Powers, corrigiendo ligeramente la línea que le

trazaba el procurador soviético, consintió y dejó, a pesar de todo, que se acreditase la versión

rusa.

La sentencia se dictaría con esta condición. Y dos años más tarde, cuando Powers

atestigua ante la comisión del Congreso, el comunicado americano corroboró oficialmente la

versión rusa. Los militares devolvían así la pelota al campo ruso: primero porque habían

transcurrido dos años y las relaciones americano-soviéticas habían mejorado

considerablemente y el suscitar otra vez y poner en tela de juicio la tesis rusa, hubiera

comprometido este acercamiento entre Washington y Moscú.

Además, la idea de acreditar la versión según la cual los cohetes rusos eran capaces de

hacer blanco a esa altura, no desagradaba a los militares americanos, precisamente porque no

querían despertar la desconfianza ni hacer entrever de ningún; modo que los EE. UU. estaban

trabajando en un programa de desarrollo de cohetes de todos los géneros. En definitiva, las

declaraciones de Powers habían acabado por servir a los rusos hacía tiempo, y ahora como

revancha los americanos querían aprovecharse de ellas también.

Si hubo cohetes, se puede afirmar, en todo caso, casi con certeza, que no hubo uno

sólo. Se lanzaron varias salvas —se habla de 14 cohetes-fueron tocados varios Mig

soviéticos que trataban de interceptar el U-2.

La altura de 20 000 metros no parece que estuviera fuera del alcance de ciertos

cohetes, ni aún en aquella época; el Nike-Hércules —de las unidades americanas de

D.C.A.— asciende hasta 30 000 metros.

* * *

Una exposición que constituyó un gran espectáculo: declaraciones encendidas o

sarcásticas de Kruschev, un proceso en el que Powers, ceñido con un traje de corte soviético,

un poco grueso, de aspecto más eslavo que americano, con sus cabellos negros y espesos,

ojos oscuros, labios sensuales, fue a la vez tierno y flemático como si pilotase todavía un U-2

en el pretorio.

También se dio la llegada de familiares —verdaderos proletarios americanos que

hubieran podido pasar inadvertidos entre una muchedumbre soviética— la de Bárbara

Powers, persona extraña, vestida de alpaca negra, provinciana, pasada de moda y de aspecto

lo menos americano posible.

Condenado a 15 años de reclusión, Powers fue puesto en libertad muy rápidamente;

canjeado por el espía soviético Abel —jefe de la red de espionaje ruso en los EE. UU.— el

piloto del U-2 volvió a su país en febrero de 1962. Pero ya al cabo de dos años, el asunto

estaba un tanto olvidado y pocos periodistas asistieron al canje, en la línea de demarcación de

los dos. Berlines, del ruso y del americano, donde el frío era intenso.

Claude COUBAND

El poker atómico de Cuba

Como cada mañana,— este martes 16 de octubre de 1962, John Kennedy, trigésimo

quinto Presidente de los Estados Unidos de América se despertó un poco antes de las ocho.

Mucho café y un par de huevos escalfados: acaba de desayunar y hojea los diarios antes de

comenzar una jornada de trabajo que podría transcurrir sin sorpresas. Pero en los pasillos

todavía desiertos de la Casa Blanca, MacGeorge Bundy, consejero de la presidencia,

encargado especialmente de la seguridad nacional, se dirige hacia Kennedy. Es portador de

un secreto que en ese momento tan sólo lo conocen algunos expertos y consejeros próximos

del Presidente. Bundy, todos los días, escoge entre las informaciones facilitadas por los

servicios secretos americanos y presenta al Presidente las más interesantes: generalmente

esta comunicación tiene lugar en el despacho del «jefe». Si esta mañana Bundy irrumpe en la

habitación misma de Kennedy, es porque la noticia que le lleva es de las más graves: Los

rusos han instalado en Cuba baterías de cohetes dirigidos a los Estados Unidos.

Hacía varias semanas que la opinión americana estaba inquieta. Los republicanos

atacaban la inacción del gobierno demócrata y del Presidente. Kennedy practicaba, decían, la

política del «do nothing», del dejar hacer, de la apatía. Sin embargo, rumores venidos de

todas partes no dejaban lugar a duda sobre la afluencia de armamento soviético a Cuba. Pero

la experiencia desastrosa de la Bahía de los Cochinos, el desembarque frustrado de mil

quinientos anticastristas y su aniquilamiento, dieciocho meses más tarde, por los milicianos

de Castro, pesaba todavía mucho sobre los hombros del joven Presidente. Para muchos,

cargaba con la doble responsabilidad de haber lanzado el ataque y de haberlo perdido. Hoy

no podrá emprender una segunda operación bélica contra Cuba sin tener la certeza del

triunfo.

* * *

John Kennedy ha aguardado mucho tiempo. Espera que el Primer Ministro soviético,

Nikita Kruschev, se acordara del primer aviso lanzado desde la Casa Blanca por aquel a

quien los electores americanos acababan de designar para el puesto supremo. Era el 20 de

enero de 1961. El discurso de investidura de Kennedy incluía su primera advertencia: «¡No

intervengáis en el hemisferio americano!» Pero en este 16 de octubre gris y desapacible, no

se puede negar la evidencia: el Presidente acaba de vestirse mientras escucha a Bundy que es,

al mismo tiempo, un amigo y un consejero preciado. Kennedy le pide que se cerciore bien de

la veracidad de sus informaciones y, por respuesta, recibe un lacónico «ya está hecho»... Los

dos hombres de estado han cambiado sus primeras impresiones en calma; en este momento el

rostro del Presidente acusa sus cuarenta y cinco años. MacGeorge Bundy ex-decano de la

Facultad de Ciencias de la Universidad de Harvard, servidor apasionado del Estado, va a

cumplir cuarenta y cuatro años. Conocía la noticia desde las primeras horas de la noche, pero

quiso dejar que durmiese Kennedy algunas horas más: el despertarle no hubiera cambiado en

nada las cosas, y ahora le esperaban los días más difíciles de su carrera.

* * *

Las fotografías que prueban la existencia de bases soviéticas en Cuba las tomó el día

14, domingo, un avión espía muy conocido, un U-2. Iba tripulado por dos comandantes de las

Fuerzas Aéreas, Rudolf Anderson y Richard Heyser. Su misión era sobrevolar la mitad norte

de Cuba sin exponerse a los tiros de las baterías anti-aéreas. A diferencia de los vuelos

anteriores de reconocimiento, éste no sufre ningún ataque. Además, el cielo estaba

completamente despejado hoy, cuando en las dos semanas anteriores las condiciones

meteorológicas habían hecho imposible sacar ninguna fotografía clara.

El U-2 de Anderson y Heyser era parecido a los otros aparatos de este tipo, equipado

especialmente para el reconocimiento y el espionaje aéreo: una especie de planeador con

largas alas, fuselaje recogido y el ímpetu de un pájaro que le permite volar durante mucho

tiempo. Y sobre todo, con siete ventanillas en la panza y en cada una una cámara fotográfica

con objetivo de alta precisión, que funcionan automáticamente y sin interrupción.

Cuando vuela a 22 000 metros de altura, el U-2 tiene un campo visual que cubre una

superficie en el suelo de 200 Kms. sobre cinco mil. Cada fotografía es fechada

automáticamente y lleva una señal que le da una exacta localización geográfica.

Una vez ha regresado el avión, las películas impresionadas llegan al centro de

interpretación fotográfica de Washington el mismo día 14 por la tarde. En el secreto de las

cámaras obscuras, los millares de clisés tomados sobre Cuba revelan los primeros datos de la

implantación rusa. Los más nítidos permiten ver, en la región forestal de San Cristóbal,

cuatro plataformas de erección de proyectiles de mediano alcance, ocho máquinas todavía

situadas en los remolques, un parque de camiones, cisternas, edificios en construcción, un

campamento con capacidad para unas quinientas personas. El morro de un cohete sobresale

de un remolque: es idéntico a la punta de los últimos modelos de proyectiles soviéticos,

presentados y fotografiados en la Plaza Roja de Moscú durante el desfile del I.* de mayo de

1960.

En otra serie de fotografías se ve en lo que se ha convertido una pradera de la región

de Remedios, más al centro de la isla. Fotografiada a primeros de septiembre en su estado

natural, el 14 de octubre está ocupada por cuatro rampas de hormigón destinadas al

lanzamiento de cohetes de alcance medio. Por el norte, cerca de Sagua la Grande, el U-2 ha

sobrevolado otro pueblo de tiendas de campaña, un parque de automóviles y dos rampas ya

equipadas. En otro documento se ve un convoy de camiones avanzando por una pista

estrecha.

* * *

Los intérpretes de clisés redactan su informe apoyado en pruebas. El jefe de la

sección trata de reunirse con su superior inmediato, John MacCone, director de la poderosa

C.I.A., comisión de centralización de informes y de la acción de los servicios secretos. Pero

MacCone está en viaje particular a Seattle, en el extremo noroeste del país. Es a su adjunto, el

general Cárter, a quien le va a tocar la tarea de informar a los principales responsables del

gobierno.

El general Maxwell Taylor, presidente del comité mixto de los jefes del Estado

Mayor está presente en una cena a la que asiste también el secretario de Estado Dean Ruste,

que recibe esa noche a Gerhard Schroeder, ministro de Asuntos Exteriores de la Alemania

Occidental. Edwin Martin, adjunto de Rusk para los asuntos latino-americanos, toma la

palabra durante una discusión suscitada en la cena; afirma que Cuba no constituye una

amenaza militar. Se le escapa una palabrota cuando, al terminar su intervención, le informa

Cárter por teléfono de lo contrario.

Así, los dirigentes americanos ven confirmarse su obsesión, en el curso de esta noche

del 14 al 15 de octubre: " el ataque por sorpresa es la pesadilla del presente. Sobre el mapa del

continente, los expertos trazan con un compás los limites de alcance de las armas situadas tan

sólo a 135 Kms. de la costa sur de los Estados Unidos. En Florida, las instalaciones de Cabo

Cañaveral y la base de Patrick, encargada de protegerlas, están muy dentro del*campo de tiro

—a cuatro minutos de distancia tan sólo de los proyectiles de corto radio de acción—. El

cuartel general naval del Atlántico, en Norfolk, se encuentra a nueve minutos, igual que el

Comando supremo aliado. Washington sería alcanzado en doce minutos, los Grandes Lagos

en catorce, Los Ángeles en un cuarto de hora. En resumen, todo el territorio de los Estados

Unidos y la mitad oriental del Canadá podían ser alcanzados en veinte minutos. Ahora bien,

en las mejores condiciones, los barcos detectores y las instalaciones de radar tardan quince

minutos en notificar un ataque. Consecuencia: la mayor parte de América del Norte está

prácticamente a merced de Fidel Castro —o de sus huéspedes rusos.

* * *

¿Cómo han podido vivir aletargados el gobierno americano y la opinión pública

durante todas las semanas que han precedido al descubrimiento del 14 de octubre, hasta el

punto de dejar instalar una fuerza tal de fuego nuclear a su alcance? El anticastrismo era

bastante virulento en los Estados Unidos para que fuese posible darse cuenta de un peligro

tal.

. El gusano castrista estaba en la fruta americana desde el éxito de la misión del

movimiento del 26 de julio. La caída del dictador Batista la habían deseado tanto los

americanos como los soviéticos, ambos suministran armas y material a los «barbudos» de

Castro. A Fidel todavía no se le consideraba como un comunista entre los yanquis, ni

tampoco entre los rusos. Pero estos últimos veían ya en este abogado dinámico e instigador

de masas un futuro amigo. Moscú hacía una inversión revolucionaria a largo plazo, mientras

que Washington ayudaba a los castristas sin saber por qué.

* * *

En febrero de 1960, una estancia de dos semanas de Anastasio Mikoyan en Cuba

marca el principio de las relaciones entabladas entre La Habana y Moscú. Pasando de un

depósito de gavillas al monumento del revolucionario Martí y de allí a la inauguración de una

feria comercial rusa, el enviado de Nikita Kruschev no descuida el establecer una política de

ayuda económica que pronto deberá incluir una contrapartida militar. Una vez que el primer

buque-cisterna hubo desembarcado su carga de petróleo de Bakú, a primeros de mayo de

1960, se podían establecer relaciones diplomáticas normales entre los dos países. Nikita

Kruschev consagra la amistad de los ciudadanos rusos y de los hermanos cubanos en un

cordial discurso, el 9 de julio del mismo año. La revolución castrista se convierte en el

ejemplo tipo propuesto por la U.R.S.S. a los países esclavizados: el ejército ruso está

dispuesto a defender la integridad y la independencia de la isla hasta con ayuda de cohetes, si

fuera preciso.

¿Por qué no tener ya estos cohetes en la misma isla? Llegado a Moscú, Raúl Castro,

hermano del líder revolucionario, consigue convencer a los dirigentes soviéticos de la

utilidad de una plataforma avanzada del comunismo en Centro-América, del impacto

psicológico que podría producir un día el porta-aviones cubano en este lago norteamericano

que es el Caribe. Al principio del verano de 1960 anclan en La Habana los primeros

mercantes que enarbolan bandera roja, cargados de armas pesadas. Hasta noviembre no se

levantan los Estados Unidos contra la llegada a Cuba de estas 28000 toneladas de material

bélico del bloque soviético. Pero se ha entablado el duelo. El año 1961 comienza con un gran

desfile militar en la capital cubana; en él figuran las nuevas armas en lugar prominente:

tanques y sobre todo cañones. Raúl Castro anuncia que el ejército cubano ha recibido

centenares de ellos y se ha convertido en el más fuerte de Hispanoamérica. Y es verdad.

El departamento de Estado traduce en abril la emoción de los medios

norteamericanos. Un «Libro Blanco» cifra en cincuenta millones de dólares la ayuda militar

que ha recibido Cuba. En la isla hay técnicos rusos y checos, mientras castristas cubanos se

adiestran en el manejo de las armas recientes en Praga y en Leningrado. Un cubano de cada

treinta está movilizado contra un ruso de cada cincuenta y uno de cada sesenta americanos.

La milicia y el ejército cubanos cuentan ahora con diez veces más hombres que en los

tiempos de Batista.

La dependencia económica de Castro hacia el bloque soviético se va acentuando cada

vez más. Inconscientemente los Estados Unidos favorecen esta dependencia al presionar a

los aliados para que no compren ni vendan nada a La Habana. En 1961 el 75 % de los bienes

de consumo entran de los países del bloque comunista contra solamente el 2% dos años antes.

La invasión frustrada de los días 17, 18 y 19 de abril de 1961 en la Bahía de los

Cochinos va a estrechar todavía más los lazos entre Cuba y la lejana Rusia. Fidel Castro se da

cuenta de que se puede oponer a toda intrusión y quizá exportar sus conceptos

revolucionarios si obtienen un apoyo total. El l.° de mayo proclama a Cuba Estado socialista.

El 2 de diciembre él se define «Marxista-leninista hasta el fin de sus días...» El, que unos

meses antes no dudaba en decir que jamás había podido leer más de unas pocas páginas de

Das Kapital...

Durante el primer semestre de 1962 llegan procedentes de Oriente una media de

quince mercantes, que desembarcan cada mes su carga en La Habana y salen de allí,

parcialmente cargados de azúcar, En agosto, treinta y siete barcos soviéticos de transporte

anclan en Cuba. Seis paquebotes dejan sus pasajeros, que no tienen nada de turistas. Los

testimonios de algunos refugiados aseguran que a la isla han llegado proyectiles que se han

desembarcado aprovechando la oscuridad de la noche y que surgen campamentos de tropas

rusas como setas en los bosques que pueblan las montañas de Cuba. Nada de eso se hace a

pleno día, los informes de los refugiados hay que tratarlos con precaución; los

reconocimientos aéreos no dan resultados positivos, los U-2 y los bombarderos espías RB-47

vuelven sin pruebas de sus vuelos relativamente frecuentes. En pocos meses queda instalado

el doble arsenal militar e ideológico. Castro es un ejemplo para los medios revolucionarios

del continente hispano-americano. El régimen de La Habana ha adoptado el sistema de la

democracia popular: nacionalizaciones y requisas. Se ha escuchado la voz de Nikita

Kruschev a ocho mil kilómetros de distancia: «Camaradas, decía Kruschev, ¡estamos

viviendo una época maravillosa! El comunismo ha llegado a ser la fuerza invencible de

nuestro país. Los comunistas, la clase obrera extenderá los ideales de nuestra doctrina a toda

la tierra. ¡Hombres del mañana, los comunistas de la próxima generación nos envidiarán!»

* * *

Durante los meses anteriores a la crisis, los yanquis, observan y censuran la evolución

del régimen castrista, pero sin creer demasiado en él. Sin embargo, el personal militar ruso no

pasa desapercibido del todo. Y los soviéticos repiten sin cansarse que, después de la tentativa

de invasión de abril, es muy natural que ellos ayuden a un país hermano a defenderse contra

cualquier posible agresión futura. Cuba tan sólo ha recibido una «cierta cantidad de

armamento con fines exclusivamente defensivos». Y después de todo, ¿no han gobernado ya

La Habana los «marinos» del Tío Sam, en virtud de una modificación de la constitución

cubana, durante tres años en 1906 y 1917? Y para todo el continente, ¿no han entrado en

acción las fuerzas de intervención de Washington treinta y una veces en lo que va de siglo?...

Fidel Castro asiente. En julio de 1962 afirma: «A medida que se nota el impacto del embargo

y del bloqueo económico practicado por los americanos, va creciendo el peligro de una

agresión directa por las fuerzas armadas imperialistas.» Y, el 2 de septiembre, el teórico de la

revolución, Che Guevara, en su visita a Moscú, puede anunciar un nuevo refuerzo militar

soviético en razón de las «amenazas de los medios agresivos» contra la isla.

* * *

Hay que esperar hasta mediados de septiembre para que la inquietud se extienda

progresivamente a los Estados Unidos. Ciertos informes despiertan las sospechas de los

servicios de información. Se habla de cohetes ofensivos cuando el Presidente precisaba, a

principios del mes: «No hay evidencia de una fuerza de combate del bloque soviético en

Cuba, de bases militares equipadas por la U.R.S.S.; de violación del tratado de 1934 relativo

a la concesión de la base de Guantanamo; de la presencia de proyectiles ofensivos

tierra-tierra; ni de otras posibilidades de ofensiva bien por parte de los mismos cubanos, o

bajo la dirección de los soviéticos.» Y concluía Kennedy: «Si fuera de otro modo, habría que

temerse lo peor.»

El Presidente repetirá el 13 de septiembre, en términos parecidos, lo esencial de este

mensaje del día 4 y Robert MacNamara no añadirá nada a una declaración anterior, según la

cual: «Cuba constituye una amenaza decreciente para los Estados Unidos.»

Cada vez son más numerosos los miembros del Congreso —con mayor frecuencia les

de la oposición, es verdad— que se levantan en contra de estas posiciones atenuantes.

Muchos tienen acceso a parte de las informaciones secretas en el seno de las comisiones, y

los rumores incontrolados y los ruidos se hacen alarmantes. Kenneth Keating, senador

republicano del Estado de Nueva York, afirma a primeros de octubre que posee bastante

información fidedigna para poder anunciar la presencia de seis bases de lanzamiento de

proyectiles en Cuba. John Stenmis, representante de Mississippi, presidente de una comisión

senatorial de encuesta, se declara poco satisfecho con los apaciguamientos dados por el

gobierno. Más tarde preparará una prueba de los fracasos de numerosos servicios de

información incapaces de pronosticar la instalación de las armas rusas. El grupo republicano

del Congreso aboga por el empleo de la fuerza para responder a la amenaza cubana y el

Senado aprueba, por unanimidad, el 13 de septiembre, la movilización eventual de 150 000

soldados de la reserva del ejército de los Estados Unidos. En la Casa Blanca se conserva la

serenidad. Chester Bowles, uno de los consejeros del Presidente, afirma que una intervención

militar en Cuba sería una «locura» dadas las circunstancias del momento. La expectativa del

gabinete no es otra cosa que la traducción de la confusión y de la carencia de servicios de

información. Aquellos a quienes se designa con el nombre de «gobernantes secretos» de los

EE. UU., los responsables de la C.I.A. y de los servicios paralelos, parten de una idea

preconcebida y reconstruyen la realidad desde su punto de vista. Juzgan que la introducción

de armas estratégicas ofensivas en Cuba es incompatible con la política soviética. Una

iniciativa de tal osadía, un «farol» semejante en el poker nuclear se apartaría demasiado

—afirman— de la conducta habitual de la U.R.S.S. En medio del jaleo, observa la periodista

Roberta Wholstetter. «Resulta imposible percibir la señal de alarma. Con Cuba, como con

Pearl Harbour dos decenios antes, la sorpresa será mayúscula.»

* * *

Ha subido el tono en La Habana, donde los lemas de la ideología marxista son otros

tantos derivados de los cuidados de la vida cotidiana. No ha cesado la animación en el

Malecón, bulevar situado frente al mar, ni a lo largo del Prado, a la sombra de árboles

centenarios. El anuncio, el 25 de septiembre, de la próxima construcción de un puerto que

servirá de base a la flota pesquera soviética es acogido sin gran entusiasmo. Sobre todo, los

medios marítimos están inquietos por las amenazas de Washington, que quiere prohibir, a los

barcos que trafiquen con Cuba, el acceso a los puertos norteamericanos. Así las provisiones

ya escasas, se reducirían todavía más.

El 8 de octubre, Osvaldo Dorticos, Presidente de la República Cubana, denuncia al

Tribunal de las Naciones Unidas «la historia anti-cubana de los Estados Unidos». El

infatigable Fidel, de piel verde oliva, con una gorra de visera grande, una estrella roja en las

hombreras del uniforme de batalla, recibe la visita de un auténtico amigo, otro de los jóvenes

revolucionarios del momento, Ahmed Ben Bella, que llega de Washington. Van a finalizar

las jornadas de efusión y de calor popular con un comunicado argelino-cubano que reclama

la evacuación de la base de Guantanamo.

* * *

Todas estas imágenes de la desavenencia américo-cubana se amontonan en la mente

de MacGeorge Bundy cuando sale, el 16 de octubre a las nueve de la mañana, de la

habitación del Presidente Kennedy. Rehace a la inversa el camino que conduce a su

despacho, vestíbulo, ascensor de los apartamentos privados, pasillos del sótano, el camino

cubierto de la rosaleda de la Casa Blanca, travesía de la sala de prensa. Bundy tiene una lista

de puño y letra del Presidente que incluye a las «cabezas» de la administración, más

especialmente los hombres encargados de la seguridad del país y algunos consejeros de

confianza que Kennedy recibiría más tarde, a última hora de la mañana. Entre ellos se

encuentran el Secretario del Tesoro, Douglas Dillon y Robert Kennedy, ministro de Justicia,

siempre presente y siempre consultado por su hermano en las horas difíciles. Y este día va a

ser el día de tomar las primeras decisiones ante la certeza del peligro.

* * *

El' Presidente, primeramente, tendrá la impresión de que es preciso actuar,

bombardear los emplazamientos de los cohetes descubiertos por Anderson. Pero la cadena de

sucesos puede llegar muy lejos, puede venir una réplica de la misma Cuba, donde los cohetes

rusos están ya, sin duda, listos para funcionar y no limitarse a esos proyectiles. El

descubrimiento de la verdad ha conmovido a Kennedy que se considera engañado por sus

adversarios e inexplicablemente mal informado por algunos de sus servicios. En los planes

de los estados mayores se establecen diversos tipos de réplicas, esto es evidente; pero llegado

el momento, es él, el Presidente, y sólo él quien dirá la última palabra. Es una decisión de la

que puede depender el futuro del país y acaso de la humanidad entera. Quizá entonces venga

a la mente de Kennedy el modo cómo trataba Abraham Lincoln las cuestiones delicadas un

siglo antes. Tan sólo se fiaba de sí, de sus propias previsiones y de su propio instinto. «Que

todos los que aprueben la proposición voten Sí», decía Lincoln a los miembros del Gabinete.

Todos respondían «Sí». Seguía el Presidente: «Ahora todos los que se opongan digan No».

Sólo Lincoln votaba «No» y concluía: «La votación ha sido negativa.»

El estilo de John Kennedy es diferente, pero sus decisiones son también claras. Sin

embargo, hoy sabe que no puede equivocarse una segunda vez con Cuba; tendrá que escuchar

todos los consejos. En primer lugar habrá que ver esas famosas fotografías.

Concertada desde hacía tiempo una visita del comandante Walter Schirra y de su

familia, ésta se abrevia considerablemente dadas las circunstancias. A las 10,30 horas, el

Presidente está en su despacho. En las paredes blancas hay fotos de Jackie Kennedy y de sus

hijos Carolina y John-John; un recuerdo del hombre de mar, dos cuadros antiguos del

combate entre la fragata inglesa Guerriere y la Constitütion —1812—. El expediente y las

fotos de Cuba están allí. Durante una hora el general Cárter repite al Presidente las

conclusiones de sus expertos, detalla las formas, las sombras y los edificios que aparecen,

más o menos visiblemente, en estas imágenes de lugares despoblados de árboles de la isla del

azúcar.

Poco antes del mediodía, todos aquellos a quienes el Presidente ha podido avisar

están presentes, jefes de los departamentos claves del país. Dos adjuntos de Cárter les dan las

explicaciones necesarias sobre los documentos extendidos sobre una mesa de trabajo. He ahí

a los hombres que constituyen la columna vertebral del gobierno, que gozan de la plena

confianza del Presidente; aquellos de los que dijo Kennedy a su llegada a la Casa Blanca: l've

got good men, the cabinet looks good —he conseguido unos hombres buenos, el Gabinete es

excelente. Todos están ahí, en la sala de reunión del gobierno, Lyndon Johnson,

vice-presidente; Robert MacNamara, el enérgico secretario de Defensa y su adjunto

Gilpatrick; el trío de la Secretaría de Estado: Dean Rusk, George Ball y Ed Martin; el general

Maxwell Taylor; el representante en la O.N.U., Adlai Stevenson, por dos veces candidato

desafortunado contra Eisenhower; Alexis Johnson, secretario de Estado; Llewellyn

Thompson, ex-embajador en Moscú: Bundy, Robert Kennedy, Douglas Dillon; el secretario

del Presidente, Ted Sorensen, y otro Anderson distinto al que hizo el descubrimiento; y el

almirante George, jefe de las operaciones navales.

* * *

«Desde la' primera mañana de la crisis, dirá más tarde uno de los íntimos del

Presidente, Kennedy ha reunido los hilos de la situación en sus manos y los ha retenido.» Se

acuerda, efectivamente, de la incapacidad de coordinar la acción de la bahía de los Cochinos

y de la falta de comunicaciones interiores entre miembros del gobierno hace dieciocho

meses. Esta vez es preciso pesar todos los argumentos. La discusión del Consejo Nacional de

Seguridad estuvo muy animada a partir de una primera pregunta: ¿Qué es lo que quiere

Kruschev? Para los diplomáticos y miembros del departamento de Estado, la instalación de

proyectiles en Cuba era una maniobra para dividir las fuerzas americanas, los soviéticos

quieren que los EE. UU. se enzarcen ahí para poder abrir un frente en otra parte, en Berlín sin

duda; enseguida se cambiaría la isla terrestre por la isla marítima.

Los militares opinan lo contrario. Rusia ha amenazado seriamente el solucionar el

problema de Berlín unilateralmente mientras instalaba sin ruido su arsenal balístico muy

cerca de las costas americanas. Así ha ganado un tiempo precioso en la eventualidad de un

ataque del territorio americano. El peligro está ahí, al lado, en las sierras donde se ocultaban,

en otro tiempo, los «barbudos», a noventa millas de las costas de Florida.

Además, los proyectiles de alcance medio instalados en Cuba ofrecen mayores

garantías de precisión de tiro que las armas de largo alcance instaladas en la U.R.S.S. Por otra

parte, estos proyectiles intercontinentales escasean en el arsenal de guerra soviético. Los

rusos han suplido su retraso en este dominio reemplazando en su colección las armas de largo

alcance por cohetes menos potentes pero mucho más próximos al blanco. El equilibrio de

fuerzas, hasta entonces con ventaja para Washington, se encuentra modificado con ventaja

para Moscú...

Este razonamiento de los estados mayores conduce a una dura proposición:

destruyamos el arsenal cubano si no queremos que nos destruya a nosotros. Kruschev no echa

«faroles», ahora tiene buenas cartas en la mano.

Los kremlinólogos, los especialistas en política soviética del departamento de Estado,

estiman, sin embargo, que esta invasión de un territorio con siete millones de habitantes por

un coloso de ciento ochenta millones de almas, pudiera ser lo que esperaba y deseaba

Kruschev para sacar de ello una inmensa ventaja psicológica y una buena propaganda a su

favor. Además, podría tomarse la represalia en todos los países donde existen bases

americanas. Los proyectiles del tío Sam instalados en Turquía son tan amenazadores para la

U.R.S.S. como los cohetes cubanos para los Estados Unidos. En el Caribe, Kruschev no tiene

nada que perder. Ha escogido combatir en posiciones que interesan más a su adversario.

* * *

Si dispone de un momento de calma, el Presidente de los EE. UU. piensa en los

móviles de su homólogo ruso y se maravilla de su doblez. Por dos veces, en poco más de un

año, Kruschev ha engañado a Kennedy. El primer encuentro de los dos personajes tan sólo

tiene valor para la pequeña historia. Se remonta a 1959 cuando el primer mandatario

soviético visitó los EE. UU. y trató de ganarse la opinión pública con proverbios, ocurrencias

y sonrisas. Los dos K. habían cambiado un apretón de manos en una visita a la comisión de

Asuntos Exteriores del Senado. Dos años más tarde, en Viena, con la esperanza de una

coexistencia pacífica, Kennedy choca una vez más la mano de Kruschev diciéndole: «Me

alegra el volverle a ver.» Su interlocutor dice que recuerda su visita a Washington y su primer

apretón de manos con aquel que iba a ser su igual. Pero los dos actos de la obra interpretada

en Viena serán menos extensos que el prólogo. En este mes de junio de 1961, no saldrá nada

de las entrevistas que el mundo entero sigue con ansiedad, nada sino la promesa de un

invierno político muy riguroso.

El verano siguiente, el jefe del Kremlin iba«repitiendo a quien quería escucharle que

no había cohetes ofensivos en Cuba. El gobierno americano aceptaba la distinción entre

«ofensivo» y «defensivo». Algunos de sus miembros, y aún el Presidente, todavía tenían

confianza en el Este. Kennedy, al enterarse de la realidad, se quedó tan sorprendido como si

estuviera en la boca del lobo en el umbral de este nuevo invierno.

* * *

No sabemos qué es lo que impulsaba a actuar a Kruschev. Puede que él mismo lo diga

un día si tiene la posibilidad de escribir sus memorias. Este hombre de sesenta y seis años,

que en 1956 destrozó la estatua de Stalin, concibió el asunto de Cuba solo. Sin duda, que

pidió el parecer de otros, pero desde 1958 en él se concentran todos los poderes —como en

otro tiempo en Stalin—. Los hombres que le rodean están ya dispuestos a juzgarle porque

algunos de ellos no aprueban su empirismo y están tentados a criticar sus métodos.

Mikhail Souslov, con mirada penetrante tras sus finas gafas, es severo y rigorista

hasta el punto de ser casi la antítesis viviente de Kruschev. El es quien duda más que

Kruschev quiera imponer la doctrina marxista. Souslov es el filósofo en jefe del régimen, un

idealista que se expresa por monosílabos y no hace otra cosa que sonreír. Alexis Kossiguin es

también un reflexivo, pero más moderado. Por el momento, sus problemas son los de la

planificación y progreso económico, lo que le acerca a Kruschev. Léonidas Brejnev es

Presidente del Soviet Supremo, jefe del Estado, diríamos en Occidente. Ucraniano, como

Kruschev, con él le unen numerosos lazos, pero cuenta con una red de partidarios dispuestos

a seguirle. Froz Kozlov oculta una salud delicada bajo una figura abierta de hombre de

negocios distinguido. En este día de crisis es el exponente número uno de la tendencia

rigorista. Si se jugara a los «papables» en el Kremlin, en octubre de 1962, Kozlov sería quien,

con Brejnev, recogería la mayoría de los votos.

Anastasio Micoyan no aspira al primer puesto. Se dice de él que es un creador de

reyes, uno de los «grandes» del régimen, en todo caso, el primer apoyo de Kruschev. Con

pequeño bigote, manos finas de intelectual y de una salud frágil, es la eficacia y la discreción

personificadas. Hay otros más detrás de Kruschev, tales como Nikolaí Podgorny que se

parece físicamente al dueño del momento: vivo, de humor batallador, debe buena parte de su

carrera a Nikita; como Kirilenko especialista en planificación, como Grechko o como, en

menor grado, Polyanski.

En los momentos difíciles, los amigos de Kruschev van a verle todos los días a su

despacho del Kremlin, que es un museo privado del orgullo de Nikita. En él hay una maqueta

de una central eléctrica gigante, una colección de mazorcas de maíz, un gran gráfico de las

inversiones del país. Sobre la mesa de trabajo se ven copias de los trofeos logrados por los

primeros «Spoutniks», al lado de una estatuita de Lenin, de pie, brazo en alto, con el gesto del

orador. En este despacho es donde Kruschev piensa en Cuba...

Bien entendido, Castro juega un papel importante en la determinación del líder

soviético de instalar proyectiles en el continente americano. Inoportunamente, a finales de

noviembre, Fidel Castro dará a un periodista francés de L'Express las razones por las cuales

—según él— la Unión Soviética ha desplegado su arsenal en Cuba.

«Seis meses antes de ser instalados los proyectiles, dice Fidel, habíamos sido

informados del hecho de que la C.I.A. preparaba una nueva invasión a Cuba y trataba de

vengar la humillación sufrida en la bahía de los Cochinos, por cuyo resultado quedó en

ridículo a los ojos del mundo y había sido culpada por el gobierno americano. Nosotros

sabíamos que el Pentágono apoyaba a la C.I.A. pero teníamos nuestras dudas en cuanto al

estado de ánimo de Kennedy. Algunos de nosotros pensábamos que podríamos neutralizar

los proyectos de la C.I.A. previniendo al Presidente de lo que pasaba. Pero a principios de

1962, el yerno de Kruschev, Adjoubeí, nos hizo una visita, de paso en su viaje a Washington,

donde iba a ver a Kennedy. Una semana después de la entrevista en la capital americana,

recibimos una copia del informe privado hecho por Adjoubeí para Kruschev. Este documento

fue el que provocó la crisis...»

¿Qué le dijo Kennedy a Adjoubeí? Escuchad atentamente, es muy importante: dijo

que los Estados Unidos no podían tolerar la nueva situación de Cuba y que el gobierno

americano había decidido no tolerarlo más. Dijo que la coexistencia pacífica estaba

gravemente comprometida en cuanto la influencia soviética en Cuba había invertido la

balanza de fuerzas entre Oriente y Occidente, había destruido el equilibrio admitido y en este

punto, Castro recalca cada sílaba. Kennedy recordó a los rusos que los EE. UU. no habían

intervenido en Hungría.

»Era claramente, prosiguió Fidel Castro, una forma de insistir para que los rusos no

interviniesen en una próxima invasión. Con toda seguridad no se pronunció la palabra

invasión y Adjoubeí, que no conocía todos los factores del asunto, no sacó en ese momento

las mismas conclusiones que nosotros; pero desde el momento que informamos a Kruschev,

éste y Adjoubeí estuvieron de acuerdo con nosotros sobre la interpretación de las

conversaciones de Washington. En el espacio de un mes los gobiernos cubano y soviético se

convencieron de que en cualquier momento podría tener lugar un desembarco en Cuba.

»¿Qué podríamos hacer nosotros? ¿Cómo podíamos prevenir una invasión?

Kruschev compartía nuestra ansiedad. Nos preguntó qué necesitábamos y le respondimos:

'Compórtense de modo que los Estados Unidos comprendan que un ataque a Cuba

equivaldría a un ataque contra la Unión Soviética'.

»Los rusos respondieron —siempre según Fidel Castro— que tenían una doble

preocupación: Salvar la revolución cubana, y al mismo tiempo, evitar una guerra mundial.

Pensaban que si limitaban su ayuda al envío de armas convencionales, los americanos

podrían arriesgarse a intentar una invasión, en cuyo caso los rusos tendrían que replicar y la

guerra sería inevitable.

»En junio de 1962, concluye Fidel, mi hermano Raúl y Che Guevara se dirigieron a

Moscú y trataron sobre la instalación de proyectiles en la isla. El convoy que transportó los

primeros cohetes partió a las dos semanas. Los americanos sabían que los barcos

transportaban armas, pero tardaron dos meses en descubrir que se trataba de proyectiles. No

se nos había ocurrido que tardarían tanto, porque nuestro fin, quede bien entendido, era

intimidar, no atacar...»

* * *

Si se acepta esta versión de los hechos, se encuentra una explicación plausible a los

rápidos descubrimientos de instalaciones de proyectiles por la aviación americana, en los

días anteriores, al mensaje de Kennedy del 22 de octubre. Para evitar lo peor, los cubanos

habrían no sólo desplegado, sino mostrado su arsenal a los U-2.

* * *

Volvemos a los días de resolución en Washington. A Rusk y MacNamara el

Presidente les pide que refuercen las medidas de seguridad. Al lado de Maxwell Taylor y

George Anderson, las dos cabezas de la jerarquía militar desde principios del año, el

Presidente se inquieta por la rapidez de la réplica a un ataque eventual. Ordena que se

multipliquen los vuelos de observación sobre Cuba. Cazas U-2 y bombarderos RB-47 van a

sucederse sin interrupción por encima de la isla despreciando todo riesgo. Todo eso en el más

absoluto secreto.

Continúan celebrándose las audiencias del Presidente, al igual que las reuniones para

la campaña electoral —el país elige el 6 de noviembre sus representantes en la Cámara.

* * *

John Kennedy dirá, el 16 de diciembre, en el curso de una entrevista difundida por las

cadenas más importantes de televisión: «El período de resolución duró cinco o seis días.

Durante este tiempo unas quince personas estaban directamente al corriente de todo y con

frecuencia eran consultadas por mí. A menudo cambiaron de opinión porque cada medida

considerada implicaba numerosos inconvenientes y cada paso podía conducirnos a una

guerra nuclear. Creo que si nos hubiésemos precipitado a actuar el miércoles, 17 de octubre,

dentro de las primaras veinticuatro horas, no hubiéramos procedido con tanta prudencia

como lo hicimos finalmente adoptando la cuarentena.

¿Cuáles fueron las medidas y reacciones posibles consideradas por el Presidente y sus

consejeros a lo largo de estas jornadas decisivas? Las seis que enumeramos a continuación:

1.º Dirigir una operación de invasión móvil izando todos los medios de que disponen

los Estados Unidos para eliminar el régimen castrista y al mismo tiempo destruir las bases de

proyectiles. Pero, ¿cuál sería entonces la reacción rusa?

2 º Un ataque aéreo masivo para destruir el emplazamiento de los cohetes. Los

aviadores garantizan la eficacia de los bombardeos, pero, ¿cómo responderá Kruschev ante la

magnitud de las pérdidas soviéticas tanto en hombres como en material? y ¿no sería también

posible una réplica de la misma Cuba?

3.º Washington puede lanzar un ultimátum a Moscú para que retire sus hombres y su

armamento. Pero hacía poco tiempo que Kruschev había citado al poeta americano Robert

Frost: «Los Estados Unidos son una nación demasiado liberal para batirse.» Si Kruschev no

cree en la amenaza, conserva intacto su dispositivo en Cuba y repele el ultimátum con lo que

el problema sigue en pie.

4.º Llevar a cabo una acción diplomática internacional para conseguir la evacuación

de los rusos. Pero el Consejo de Seguridad de la O.N.U. quedaría bloqueado por el veto

soviético, Y un buen día podría llegar a imponerse a los americanos el intercambio de Cuba

por Turquía, medida que querían evitar los EE. UU.

5.º Bloquear la isla, con lo que sería imposible toda entrada de armamentos.

Técnicamente esto supone un acto de guerra, pero presenta la ventaja de mostrar la fuerza de

los americanos en la esfera de influencia del Caribe sin provocar lo irreparable, además

quedaba dentro de lo posible cualquier otra acción ulterior: Una vez aplicado el bloqueo, se

podría hablar de la evacuación. La Unión Soviética tendría tiempo de reflexionar.

6.º También es posible no hacer nada... Pero esto equivale a dejar para más adelante la

solución del problema, supone agravar la amenaza, es dar a los rusos la medida de la

indecisión americana. Moscú no dejarla de explotar su éxito en otra parte.

Cada proposición básica es susceptible de modificaciones. Los riesgos de cada

medida se pesan como los puntos flacos americanos. Se piensa en Berlín, ya sacudido el año

anterior por la edificación del «muro», y en Turquía, donde hay instaladas cinco máquinas

del tipo júpiter, de alcance medio, apuntando a la U.R.S.S. y amenazando los centros

soviéticos hasta una profundidad de 2400 Kms., quedando a tiro Leningrado y Magnitogorsk,

Moscú, la dársena de Donetz, y el petróleo de Bakú. En un momento dado la U.R.S.S. puede

tratar de imponer que sé eliminen las bases americanas en el extranjero.

* * *

En las primeras reuniones, una mayoría del Consejo Nacional de Seguridad se

pronuncia en favor de una solución dura. Los jefes de los tres ejércitos y el responsable de la

C.I.A., John MacCone, son partidarios de un ataque por sorpresa de la aviación y se ganan el

apoyo de Douglas Dillon y de Dean Acheson. Pero el jueves 18, el grupo partidario del

bloqueo pasa de minoritario a mayoritario. Robert Kennedy afirma: «Mi hermano no será el

Tojo de los años sesenta.» La analogía de un ataque de Cuba con el sufrido en Pearl Harbour

está en la mente de todos, aunque haya matices distintos en el razonamiento de cada uno. Con

Robert MacNamara, George Ball y Adlaï Stevenson, el procurador general aconseja a su

hermano poner en cuarentena al adversario. Efectivamente, es la medida de la cuarentena la

que se adopta, aunque esté desprovista de significado en el derecho internacional. El bloqueo

no se puede establecer a menos que haya guerra entre el Estado que bloquea y el bloqueado.

En la mente de Kennedy el bloqueo sería parcial —se limitaría a tos barcos que transportasen

armas ofensivas a Cuba—. También sería pacífico, según el buen orden de la sociedad

internacional.

* * *

Mientras et Pentágono, el departamento de Estado y la Casa Blanca celebran una

serie de reuniones tan discretas como eficaces, los aviones espías informan sobre sus

incursiones por Cuba y presentan documentos fotográficos que demuestran la amplitud, la

audacia y la rapidez del establecimiento de bases en la isla. Cuba, convertida en la parte del

mundo más fotografiada, revela todos sus secretos: se localizaron nueve emplazamientos de

proyectiles, cada uno de ellos equipado con cuatro rampas de lanzamiento. Los más

importantes son los de Guanajay y San Cristóbal en la provincia de Pinar del Río, en el

extremo occidental de la isla; y los de Sagua-la-Grande y Remedios en la provincia de Las

Villas a trescientos Kms. at este de La Habana. Se estima el número de técnicos y soldados

soviéticos en millares —hasta veintidós mil, cifra impresionante que se discute—; en 42 los

llyouchine-28, que llegaron desmontados y se montaron allí; en 30 tos proyectiles de corto

alcance que pueden estar dotados de una carga nuclear de un megatón; y en 12 las armas de

alcance medio.

Todo el equipo se cataloga con el máximo de detalles. Se descubren dos cazas Mig-21

modernos al lado de los viejos Mig-15 de Castro; nuevos lanzatorpedos; establecimientos de

proyectiles ligeros en las playas; tanques; cañones; transportes de infantería. Cada día se hace

más evidente la concentración y más rápida y más visible la construcción de la

infraestructura. En las fotos de ciertas porciones se distinguen —obra maestra de precisión—

las insignias de las unidades pintadas en mosaico. En cuanto al coste de la operación, los

expertos la cifran en cerca de mil millones de dólares. Pesada carga para el presupuesto ruso.

* * *

En Washington la tensión es más fuerte que de ordinario en todas Tas escalas de la

jerarquía militar. Sin saber todavía cómo se usará su fuerza, los responsables del ejército

ponen sus tropas en pie de guerra por primera vez desde 1945. Cien mil hombres se dirigen a

Florida, dedo del Tío Sam que apunta hacia el corazón del Caribe. Se prevén veinte mil

hombres más que podrían movilizarse en pocas horas si fuera preciso. Una brigada de

guardiamarinas y un grupo de desembarco se encaminan hacia Guantanamo, base que es el

último vestigio de la presencia americana en Cuba.

Desde Key West hasta Newport y desde Florida a California, los buques de la marina

de preparan para zarpar. AI norte del mar Caribe se agrupa lo esencial de una flota, hasta

entonces de maniobras, que lleva 85.000 hombres de tripulación y que despliega una vasta

pantalla de radar dirigida hacia Cuba.

* * *

En Washington no aumenta el número de iniciados. Como estaba previsto, el

Presidente recibe a las personas que figuran en su agenda. El comité ejecutivo del Consejo

Nacional de Seguridad —los ocho «N.° 1» de los ministerios más importantes— se reúnen

todas las mañanas a las diez, pero esto no se sabrá hasta el 23-de octubre.

La rutina protocolaria del empleo del tiempo del Presidente va a incluir, el jueves 18,

una entrevista interesante. Kennedy, los días anteriores, había recibido al príncipe heredero

de Libia, habla hecho una incursión electoral de medio día en Connecticut, habla anulado una

disposición fiscal que gravaba cierto tipo de carteras, había pasado unos diez minutos orando

en la catedral de Washington. Pero este jueves, cuando toda la atención de los americanos,

especialmente de los oficiales, está centrada en los cohetes rusos, el visitante que se anuncia

es Andréi Gromyko, ministro soviético de Asuntos Exteriores. Se ha invitado prácticamente

él mismo a los EE. UU., donde, a pesar de todo, se le ha recibido oficialmente. Quiere saludar

ál Presidente antes de partir. Le acompaña Anatoli Dobrynine, embajador en Washington. En

el salón oval de la Casa Blanca, una pequeña pieza familiar situada en el primer piso,

Kennedy está sentado en su mecedora, ¿Indolente o fatigado? Ha decidido escuchar a sus

huéspedes y hablar poco. Y esto es lo que hará durante dos horas y cuarto: escuchar a sus

interlocutores interrumpiéndoles tan sólo para hacerles alguna pregunta breve o para leer un

resumen de su declaración del 13 de septiembre: «Si algún día llegase Cuba a ser una base

ofensiva, los Estados Unidos harían 'todo lo necesario'». Gromyko no duda en responder

«que nunca se dejaría convencer la U.R.S.S. para transformar Cuba en un arsenal de ataque.»

* * *

Dos meses después de esta entrevista, Wiltiam Lawrence, cronista de la American

Broadcasting Company, preguntará al Presidente si, teniendo, como tenía, en la mano las

pruebas del embuste de Gromyko, no estuvo tentado de mostrarle las fotografías que le

hubieran confundido. «No, responderá John Kennedy, todavía no habíamos decidido qué

medida íbamos a adoptar. Estábamos considerando diferentes actitudes. Hubiera sido una

torpeza por nuestra parte, informar al adversario de lo que sabíamos. No queríamos.darle la

satisfacción de lo que estaba en vías de conseguir. Creo que era importante que los Estados

Unidos lo anunciasen antes que él... y tuviesen la iniciativa.»

* * *

La decisión de aplicar el bloqueo se adoptó prácticamente en las horas que siguieron a

la conversación con Andrei Gromyko. Mientras Dean Rusk trataba con el ministro soviético

y el embajador Dobrynine en su mesa, en el último piso del departamento de Estado, el

comité ejecutivo pulía sus últimos argumentos, un piso más abajo. Después de la cena, la

mayoría se inclinó por la cuarentena, que presentaba una gran flexibilidad, lo que seducía al

Presidente. Este último todavía se tomó una noche más para reflexionar.

El viernes por la mañana, Kennedy confirma su decisión ante los jefes del Estado

Mayor. La trampa marítima se cerrará la semana siguiente y el lunes el Presidente lo

anunciará a la nación. Si hubiese alguna información indiscreta, la alocución se adelantaría a

la tarde del domingo. Ted Sorensen comienza a recopilar los elementos del discurso,

mientras su jefe se dirige a Cleveland. Millares de personas le aplauden en el recorrido que va

desde el aeropuerto al centro de la ciudad. «He aquí los fines de la campaña, dice Kennedy en

su discurso —las elecciones se aproximan, no lo olvidemos—: construir casas, proporcionar

puestos de trabajo, ayudar a la educación de todos, reducir los impuestos...» ¿Pero cómo se

puede dejar de pensar en los cohetes de Cuba, de los que no habla todavía? En Springfield,

por la tarde, después de haberse inclinado sobre la tumba de Abraham Lincoln, sencillo y

sereno, en la cima de una colina verdosa, Kennedy habla de la agricultura: «Los dos años

últimos han visto crecer considerablemente los ingresos de los agricultor«», después de los

años pobres de la depresión.»

A continuación Chicago. Llovizna y niebla. Es preciso aducir una excusa para acortar

las jornadas de la campaña electoral. Es indispensable la presencia del Presidente en

Washignton. Kennedy habla por la tarde a los tres mil obreros de la fábrica de tractores

MacCormick, pero et sábado por la mañana, el encargado de prensa, Fierre Salinger, anuncia

que el Presidente se ha resfriado y se ve obligado a interrumpir el viaje. Los periodistas que

siguen la campaña, ven cómo Kennedy sale del hotel Sheraton de "Chicago, con sombrero,

pero sin bufanda ni muestras externas de enfermedad. No creen en la historia del resfriado. El

Washington Post de la mañana del domingo publica la palabra «crisis», sin poder precisar de

qué se trata. El New York Times no sabe mucho más, aunque relata algunos movimientos de

tropas que parecen insólitos. El lunes por la mañana se habla de Cuba y de proyectiles; pero

todo es vago, confuso y no se tiene ninguna idea de la actitud del gobierno.

Entretanto, han sido convocados los líderes del Congreso, se ha puesto alerta a los

embajadores y han salido mensajeros hacia los aliados más importantes. En particular se ha

anunciado la visita de Dean Acheson a París y a Bonn.

* * *

El lunes por la mañana, mientras los jardineros de la Casa Blanca forman grandes

montones de hojas secas sobre et verde césped a mediados del presente otoño, un centenar de

periodistas responden a la invitación de Fierre Salinger presentándose en las oficinas del

servicio de prensa. Ese «algo» que presentían, va tornando cuerpo: se enteran de que el

Presidente se dirigirá a la nación esa misma tarde, a las 7, «a propósito de un asunto de interés

nacional de suma importancia». El anuncio se hace al mismo tiempo que se convoca al

Gabinete y a los líderes de los partidos del Congreso.

Estos políticos y comentaristas, que tienen muy buen olfato, están desde ese momento

en disposición de anunciar que Kennedy, a propósito de Cuba, ha escogido la firmeza. Así

Wallace Bennett, senador influyente del grupo republicano, dice: «Hay buenas razones para

creer que los Estados Unidos están preparados a efectuar un bloqueo naval de Cuba.»

A las 3,15 horas de la tarde, se reúne el Consejo Nacional de Seguridad. A las 4,30 los

dieciocho miembros del Gabinete se enteran, palabra por palabra, de la alocución del

Presidente. Unos minutos de incertidumbre en la tarde: Andréí Gromyko, al partir, acaba de

anunciar que hará una declaración en el momento de subir a bordo del avión que le conducirá

a Moscú, vía Berlín. ¿Tiene algo que decir referente a Cuba? ¿Este mensaje imprevisto no

puede quitar a los americanos la ventaja de la sorpresa y de la iniciativa? Pero en Idlewild, el

ministro de Asuntos Exteriores evidentemente no sospecha nada. No tiene otra cosa que decir

ante los micrófonos, las cámaras y los periodistas que «hasta la vista».

Cuando el aparato de Gromyko se aleja de las costas del Nuevo Mundo, el estado

mayor soviético en Washington, es informado de la decisión americana. Anatoli Dobrynine

viene de pasar veinticinco minutos a solas con Dean Rusk. Sale con aire sombrío del

despacho del secretario de Estado. «¿Hay crisis?», le preguntan los periodistas. «Lo podrán

juzgar por ustedes mismos», responde el embajador mostrando una copia del discurso del

Presidente, mientras se hunde en su «Moskvitch» negro. En el Kremlin se sabrá la noticia

unos minutos más tarde.

Los embajadores occidentales han sido informados por George Ball. Herve Alphand

sale para Francia-sin comentarios—; Heinrich Knappstein, representante de Bonn, parte

rápidamente; los ingleses, los italianos y cuarenta y seis representantes de los países

iberoamericanos y del tercer mundo son recibidos simultáneamente. En París, el Consejo

Permanente de la N.A.T.O. escucha a Dean Acheson.

* * *

Son las 7 de la tarde en Nueva York; las grandes redes de televisión se preparan a

recibir la imagen de Washington y el sonido de la Casa Blanca. Se trata del discurso del

Presidente. En dieciocho minutos, en un tono de extrema gravedad, Kennedy hace inventario

de las «pruebas irrefutables» de la existencia en Cuba «de una fuerza nuclear dirigida contra

el hemisferio occidental». Enumera las características de las bases descubiertas. Acusa a la

U.R.S.S. de repetidos embustes, citando la reciente declaración de Gromyko. Dice haber

dado las instrucciones necesarias para que se adopten inmediatamente las medidas iniciales

que detalla a continuación:

«1. ° Para evitar la instalación de un dispositivo militar ofensivo se aplicará una

estricta cuarentena a todo equipo militar ofensivo con destino a Cuba. Todo barco, de

cualquier tipo que sea, que se dirija a Cuba, provenga de donde provenga, será obligado a dar

media vuelta si se descubre que lleva en sus bodegas armas ofensivas. Si fuera preciso, esta

cuarentena se extendería igualmente a otros tipos de mercancías y de barcos.

»2.° Tengo dadas órdenes para que se establezca una vigilancia estrecha, permanente

y mayor sobre Cuba y la instalación de un dispositivo militar... Si siguiesen adelante los

preparativos militares ofensivos, aumentando así la amenaza que pesa sobre el continente,

impondríamos nuevas medidas. He dado orden a las fuerzas armadas para que estén

preparadas ante cualquier eventualidad y espero que, por el interés del pueblo cubano y de los

técnicos soviéticos que se encuentran en Cuba, todos se darán cuenta de los peligros que

representa el mantener esta amenaza en pie.

»3.° Los EE. UU. tendrán por norma el considerar cualquier lanzamiento de armas

nucleares desde Cuba contra cualquier nación del continente americano, como un ataque de

la Unión Soviética contra los Estados Unidos, ataque que exigirá una réplica a gran escala

contra la Unión Soviética.»

Kennedy anuncia, además, la evacuación del personal civil y de las familias

residentes en Guantanamo, la convocatoria de la Organización de los Estados Americanos, la

petición de una reunión de urgencia del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Apela

a Kruschev para que ponga fin a la amenaza y abandone su «política de dominación

mundial» antes de concluir:

«El camino que hemos escogido en el presente está lleno de incertidumbre, como

todos los caminos. Pero es el más conforme a nuestro carácter, a nuestro valor nacional y a

nuestros compromisos en el mundo. El precio de la libertad es elevado, pero los americanos

lo hemos pagado siempre. Hay un camino que no elegiremos jamás, el de la rendición y

sumisión. No propugnamos el derecho de la fuerza sino la fuerza del derecho; no queremos la

paz a costa de la libertad, sino la paz y la libertad aquí en este hemisferio y, esperamos, en el

mundo entero. Con la ayuda de Dios confiamos conseguir este fin.»

* * *

Son las 2,18 horas de la madrugada, hora local en Moscú, cuando Kennedy acaba de

hablar. Despiertan a

Kruschev. Los informes que describen el cerco americano en torno a Cuba empiezan

a llegar a sus manos. Veinticuatro barcos mercantes soviéticos están camino de La Habana...

Durante los cuatro días que van a seguir, el mundo estará en equilibrio al borde del abismo

nuclear.

* * *

Para los americanos, la amenaza puede llegar lo mismo de Cuba que de la U.R.S.S.

En el norte, el dispositivo de alarma está montado desde hace tiempo y funciona las

veinticuatro horas del día en colaboración con los canadienses. Pero en el sur ha sido preciso

poner en acción todos los recursos de escucha. En Nueva Jersey aparatos para detectar

cohetes. En Texas y Alabama inmensos equipos de radar dirigidos sobre el arco del Caribe.

En el corazón de uno de los sótanos de hormigón del Pentágono, en la sala BD 927, se

encuentra el «WarRoom», En él se registra el aumento de potencial de ataque y de defensa de

los eventuales adversarios, en cinco grandes mapas murales. El general Curtis Le May, jefe

del estado mayor del Ejército dél Aire, a partir del sábado baja varias veces al día a la sala de

operaciones, desde su despacho situado en el cuarto piso. En esa sala hay 30 oficiales

permanentemente, pero tan sólo 18 sillones. Es preciso ser por lo menos coronel para poder

sentarse.

Todo el dispositivo está en el estado de alerta denominado DEFCON N.° 2, última

etapa antes del DEFCON Número I, la guerra: Por el momento todo está en calma, tanto

sobre la línea norte —escrutada por el BMEWS, sistema detector avanzado de proyectiles

balísticos—, como en el sur, objeto de todas las preocupaciones de los responsables del

NUDETS, sistema de detección nuclear.

Entre otros, hay dos oficiales más importantes que sus colegas. Cada uno de ellos

lleva dos llaves en aspa que, llegado el caso, pondrían en acción el descifrador de mensajes

en comunicación con todos los aparatos del Comando Aéreo Estratégico actualmente en

vuelo: noventa B-52, portadores de armas nucleares de 25 y 50 megatones, volando

continuamente.

Además, en el Atlántico navegan ocho submarinos Polaris, totalizando una potencia

de fuego de ciento veintiocho proyectiles. En los mismos Estados Unidos, quinientos

cincuenta B-52 armados y setenta bombarderos B-58, más rápidos y más modernos, están

listos para despegar inmediatamente. Ciento doce cohetes Atlas, cincuenta y cuatro Titán y

doce Minuteman se encuentran montados en las rampas de lanzamiento.

Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, los hombres que se han sucedido a la

cabeza de este inmenso arsenal, han trabajado todos para prever un caso de conflicto urgente

y poder replicar inmediatamente. Ahora la maquinaria está completa y el equipo funciona a la

perfección: todos los bombarderos del SAC, por ejemplo, pueden situarse en el aire en ocho

minutos. En las bases instaladas en el extranjero, en la isla de Guam, en Marruecos, en

España y en Gran Bretaña, todos los puestos están cubiertos y se han reforzado las guardias.

El general Power, responsable del 80% de la potencia nuclear, acaba de desencadenar el

estado de alerta más grave e impresionante de la era nuclear.

* * *

El martes 23 de octubre, a las 7,10 horas de la mañana, John Kennedy pregunta por

tercera vez a su secretario: «¿A cuántos estamos?», antes de estampar nerviosamente su

firma al pie del documento que prescribe la cuarentena. «Yo, John F. Kennedy, Presidente de

los Estados Unidos de América, actuando conforme y en virtud de la autoridad que me ha

sido conferida por la Constitución... para proteger la seguridad de los Estados Unidos,

proclamo por la presente que las fuerzas bajo mi mando reciben la orden, a partir de las 14

horas G. M. T., del día 24 de octubre de 1962, de prohibir la entrega de armas ofensivas y

material bélico a Cuba.»

Siguen las instrucciones del Presidente. Todo barco que se dirija a Cuba puede ser

obligado a indicar cuál es su carga, su equipo y los puertos donde ha hecho escala. Puede

recibir la orden de detenerse, de someterse a visitas de inspección o de esperar antes de

proseguir su ruta. Si no se sometiera alguna nave a las órdenes de la Marina americana,

podría ser conducida a un puerto de los Estados Unidos, donde «se dispondría de ella como

conviniera». En cualquier caso «no se utilizará la fuerza a no ser que fuera absolutamente

necesaria» como último recurso.

* * *

A partir de la tarde del lunes, la opinión americana está totalmente de acuerdo con su

Presidente. Tres ex-Presidentes han sido consultados por teléfono y apoyan las medidas

adoptadas por su sucesor: Herbert Hoover: «el pueblo americano solamente puede tener una

actitud, apoyar a su Presidente»; Harry Truman: «los soviéticos siempre han retrocedido

cuando nos hemos opuesto a ellos por la fuerza»; Dwigt Eisenhower: «la decisión había que

tomarla. Como en todas las crisis, América unida sigue a su jefe constitucional.»

Los jefes de los partidos también están de acuerdo: el líder de la mayoría, Miky

Mansfield, así como el de la oposición republicana, William Miller, quien comenta de pasada

que «estas medidas justas se han hecho esperar mucho tiempo.»

En este concierto unánime se dejaría oír la voz de Linus Pauling, Premio Nobel de la

Paz: «Señor Presidente, ¿no podría calificarse de acto del todo irresponsable su iniciativa

bélica, en una época en que existen armas que podrían arrastrar la civilización a su fin, y en el

mejor de los casos, provocar graves daños a toda la Humanidad?»

Los «graves daños» posibles... se han considerado en la Casa Blanca. Pierre Salinger

convoca a algunos periodistas, y les comunica que han sido seleccionados para seguir al

Presidente y a los miembros del gobierno a un refugio subterráneo en caso de ataque atómico.

Estos periodistas, los más importantes de la prensa americana, deberán estar en contacto con

la Casa Blanca en todo momento. El santuario subterráneo se encuentra a varios centenares

de pies por debajo de una masa rocosa, es muy espacioso y tiene cafetería: por el momento es

todo lo que se les dice.

* * *

En las horas difíciles siempre se agradece un «break», un descanso. Mientras de todos

los rincones de los Estados Unidos salen para la Casa Blanca cuarenta y ocho mil telegramas

aprobando en la proporción del 95 % la actitud del Presidente, éste y Jackie Kennedy reciben

a cenar al Maharajah y la Maharaní de Jaipur.

* * *

En La Habana, los dirigentes cubanos han oído el discurso de Kennedy a través de la

«Voz de América». Inmediatamente después se reúnen, mientras la radio y la televisión dan

el primer comentario de las decisiones anunciadas por Washington. El editor Luis Gómez

Wanguemert es quien traduce las reacciones de Fidel Castro y de sus allegados: «El bloqueo

anunciado constituye no solamente una medida de guerra que ningún Estado puede adoptar

con respecto a otro en tiempo de paz, sino también un riesgo calculado para provocar

consecuencias trágicas al mundo entero.» No hay que inquietarse por el momento, «estamos

seguros que no habrá un nuevo Munich, y que la Unión Soviética no actuará como la Francia

de Daladier o la Inglaterra de Chamberlain, cuando se amilanaron ante las amenazas de

Hitler. ¡Movilicemos nuestras fuerzas de modo que el Presidente Kennedy comprenda, si

quiere, de qué madera estamos hechos tos cubanos!».

Se anuncia la movilización general el martes, e inmediatamente comienza la

instalación de las unidades del ejército y de la milicia en toda la isla. Fidel Castro permanece

en La Habana, pero Raúl, jefe de las fuerzas armadas, y Che Guevara abandonan la capital

para dirigir la acción en provincias. Bajo una lluvia torrencial se registra un movimiento

incesante de camiones en toda la isla. Los estudiantes se incorporan a unidades de combate.

Las mujeres ocupan los puestos de guardia en la capital. Ciertos sectores de la industria, tales

como los de la construcción y energía eléctrica, llaman a los jubilados para reemplazar a los

obreros movilizados. Se prohíbe todo tráfico aéreo en el interior de la isla, sin embargo acaba

de salir una delegación cubana para Moscú, vía Praga, para estudiar la implantación del

famoso puerto pesquero destinado a las traineras soviéticas.

* * *

En Moscú, la mañana del martes se parece a las precedentes. Tan sólo Pravda habla

de movimientos de barcos y de preparativos febriles por parte de los americanos, pero no

hace mención al discurso de la víspera. Un comentario general subraya la atmósfera de

«psicosis guerrera que se apodera de Washington» y advierte: «Que los amigos de aventuras

militares se metan bien esto en la cabeza: ¡quien juega con fuego corre el riesgo de quemarse

las manos!» Ni una palabra de Cuba-y todavía menos de la alocución de Kennedy— en los

boletines informativos difundidos durante toda la mañana por la radio. Un portavoz de

asuntos exteriores, interrogado por los corresponsales de agencias de prensa occidentales,

declara «no tener todavía nada que decir».

Todos los observadores, en la capital soviética, miden la dificultad que presenta la

situación a Kruschev. Después del anuncio simbólico lanzado en 1960 que amenazaba con

una posible réplica de cohetes rusos en caso de un ataque contra Cuba, Moscú ha reforzado el

potencial defensivo de Castro, pero se ha negado siempre a extender a Cuba el beneficio de la

garantía de defensa que ofrece el pacto de Varsovia —equivalente comunista de la

N.A.T.O.—. En septiembre, una declaración del Kremlin precisaba que, una agresión contra

La Habana sería «el principio del desencadenamiento de una guerra» —¿pero de qué

guerra?— Hoy ha llegado la hora de la verdad para Kruschev. ¿Deben sus barcos forzar el

bloqueo firmado por el Tío Sam o bien cambiar de rumbo para no hacer frente? A mediodía,

con doce horas de retraso, la agencia oficial Tass publica un informe detallado, pero

incompleto, de la alocución de Kennedy, con una línea de crítica: «El discurso del Presidente

de los Estados Unidos abunda en ataques groseros contra la U.R.S.S.».

A las dos de la tarde se difunden por la radio los primeros comentarios, mientras Toy

Kohler, embajador americano en Moscú, es esperado por Léonide Brejney que acaba de

citarle. Es para comunicar al representante de Washington una violenta reacción verbal en la

que se califica la decisión americana como «un acto de piratería». Si los Estados Unidos

provocan un conflicto, se encontrarán con «la réplica más potente y decisiva». Moscú solicita

una reunión inmediata del Consejo de Seguridad, para examinar «la violación de las leyes

internacionales y la amenaza creada por los Estados Unidos».

Sobre el recurso al organismo internacional, todo el mundo está de acuerdo, pues el

mismo martes, el representante cubano en la O.N.U., Mario García Incháusteguí, dirige al

señor Zorine, presidente del Consejo de Seguridad, un requerimiento abogando por una

reunión urgente. Esta reunión se celebra la tarde del 23 de octubre en una atmósfera tensa.

Americanos, cubanos y soviéticos se acusan recíprocamente.

No sin cierta mala gana, el presidente Zorine concede la palabra, en primer lugar, al

americano Adlaï Stevenson, quien comienza, citando algunos pasaje? del discurso de

Kennedy, antes de dar forma a una comprobación auténtica de la mala voluntad soviética con

respecto a la paz del mundo. En la carta de creación de las Naciones Unidas, firmada en San

Francisco en 1949, todavía no se había secado la tinta de las rúbricas, cuando «Moscú

declaró la guerra contra el mundo de las Naciones Unidas». Stevenson anuncia que la

paciencia tiene un límite y que los Estados Unidos no están dispuestos a tolerar la

instauración de una cabeza de puente nuclear a sus puertas, Al final de su intervención, con

un golpe de teatro, anuncia el apoyo total que los Estados ibero-americanos prestan a

Washington. Reunida esa misma mañana la Organización de los Estados americanos —en la

que él punto de vista de los Estados Unidos jamás es compartido por todos— aprobó la

resolución presentada por Dean Rusk, en tan sólo hora y cuarto de discusión y por

unanimidad de los países representados, con la sola excepción de Uruguay, cuyo delegado se

abstuvo.

Mario García Incháustegui no se deja desarmar por eso. Estigmatiza la actitud de

Washington con respecto a la evolución del régimen cubano: «La Cuba de la que tiene

nostalgia Mr Stevenson dice, es la Isla tiranizada por la dictadura sangrante de Batista, donde

reinaba la discriminación y la explotación por las compañías americanas, la isla de la miseria.

Ese régimen no volverá jamás.» En cuanto al problema del momento, no hay, dice con ironía

el delegado cubano, «ni buenos ni malos cohetes». ¡Los americanos tienen los suyos, pues

los cubanos también! «¿Qué derecho tienen los Estados Unidos para pedir el

desmantelamiento de nuestras bases?»

El señor Zorine, por último, niega que haya en Cuba cohetes soviéticos, «porque la

U.R.S.S. no tiene necesidad de almacenar cohetes fuera de su territorio». Según él, el

Consejo, debe, con toda urgencia, hacer que se anulen «las medidas agresivas adoptadas por

los EE. UU., que equivalen a un acto de pura piratería».

Levantada la sesión, poco después de las 20 horas, la discusión se reanudará al día

siguiente por la tarde. Cuarenta y cinco representantes de países neutrales, en el intervalo,

tratarán de encontrar una fórmula de compromiso.

* * *

Fuera del Caribe, hay otro punto en el globo que ese día atrae las miradas de todos los

observadores: Berlín. En la antigua capital alemana, Gromyko se reúne con Walter Ulbricht,

líder de Alemania Oriental, y con su ministro de Asuntos Exteriores, Lothar Bolz. Reuniones

largas y misteriosas, de ellas se dirá solamente que trataban —se duda de la veracidad de esta

afirmación— «del problema de la conclusión del tratado de paz alemán, de la normalización

de la situación del Berlín Occidental y de otras cuestiones de interés común relativas a la

política internacional». Antes de su partida, el ministro soviético de Asuntos Exteriores se

dirige al «muro» de Berlín y pronuncia una alocución en la que reitera las reivindicaciones

soviéticas, pero dejando en pie la incertidumbre: ¿volverán a intervenir los rusos aquí?,

¿abrirán en Berlín su «segundó frente» diplomático?

Estos interrogantes angustian al gobierno de Bonn, donde se alardea de (a más

completa solidaridad con los Estados Unidos. Die Welt, uno de los diarios más importantes,

escribe: «No podemos abandonar a nuestro aliado americano, bajo cuya protección estamos,

en una situación tan delicada para él.»

* * *

En Londres, un portavoz del Foreign Office cree deber precisar que «la cuestión de

Berlín y la de Cuba constituyen dos problemas completamente diferentes y que no están

relacionados en modo alguno». Hasta el presente, los británicos habían guardado bastante

reserva con respecto a la política americana en el Caribe. La existencia de bases rusas les

quita algunos escrúpulos, «las revelaciones sobre las bases sorprenden a los mundos

civilizados». Sin embargo, se encuentran en una situación que ciertos comentaristas califican

de «Suez al revés.» El edificio número 10 de la calle Downing, residencia del primer

ministro, deja aparecer un cierto embarazo, un pesar... El aliado americano puede contar con

la tradicional solidaridad de su aliado privilegiado, pero podría haber informado a Londres de

sus intenciones y consultar a sus principales aliados antes de hacer una declaración pública.

Una opinión semejante prevalece en París, donde, el lunes, al recibir a Dean Acheson,

el general De Gaulle dio a conocer su pesar porque, si bien había sido informado de la

decisión de Kennedy, no había sido consultado sobre la misma. Con todo, el Presidente de la

República estima que Kennedy, teniendo en cuenta las circunstancias del momento, no pudo

actuar de otro modo. Las pruebas fotográficas de la presencia de bases rusas en Cuba han

sorprendido a De Gaulle. Francia apoyará a Washington sin ninguna reserva. El

representante de Francia en la O.N.U. recibe instrucciones de votar por la resolución

americana, mientras el Elíseo convoca para la tarde del miércoles un comité de defensa.

El miércoles 24 entra en vigor el control naval americano. Robert MacNamara

anuncia que los primeros barcos que salieron de los puertos soviéticos las semanas

anteriores, llegarán a la zona de la cuarentena a últimas horas del día. Se indica que son

veinticinco los mercantes que se dirigen a Cuba, algunos de ellos enarbolan bandera rusa,

otros han sido fletados en diversos países. A primeras horas de la mañana se ha celebrado una

reunión en la embajada soviética de Washington. En ella un agregado militar dio a entender

que los barcos rusos no se dejarían «ni examinar, ni registrar». El embajador, con una amplia

sonrisa —tesoro de la diplomacia— eludió el compartir esta opinión: «El es un militar, yo no.

El sabe lo que va a hacer La Marina, yo no...» Y Dobrynine se contentó con dibujar la sonrisa

más bella, pero sin hacer desaparecer la incertidumbre.

* * *

Fidel Castro, por su parte, sigue proclamando su derecho de adquirir las armas que

quiera y donde quiera. Por la televisión cubana afirma en una diatriba, de la que él conoce el

secreto, que «los Estados Unidos están librando un combate inútil de un gran imperio contra

un país pequeño que es un Estado soberano y no tiene que dar cuentas a nadie.»

La capital de la isla ofrece un aspecto de estado de sitio. En la entrada del puerto de

La Habana y en diversas partes del bulevar de al lado del mar, se instalan baterías de

ametralladoras antiaéreas. Los altavoces que se han podido montar en las esquinas de las

calles, difunden himnos patrióticos y slogans —«¡Cuba sí! ¡Yanquis no!»—. En las

estaciones y en los ministerios se doblan las guardias noche y día. Se teme un desembarco

inminente. Corre el rumor de que la organización anticastrista Alpha 66 va a lanzar

comandos sobre las costas. La población compra los productos no racionados y hace acopio

de víveres. Es verdad que también en Bruselas y en Zurich, las amas de casa desvalijan las

galerías de alimentación...

* * *

En Manhattan vuelta al debate del Consejo de Seguridad. El representante

venezolano es el primero que, en nombre del conjunto del continente ibero-americano, pide

el desmantelamiento de las bases cubanas. Sir Patrick Dean, británico, sostiene que no se

pueden admitir como defensivos unos cohetes de 3.000 Kms. de alcance. Roger Seydoux,

representante de Francia, apoya a los Estados Unidos en su búsqueda de una «solución

pacífica». Los no comprometidos en el asunto, por boca del egipcio Mahmoud Riad, piden

que «Cuba sea un país neutral, socialista y libre de bases extranjeras y de excesivo

armamento». El representante de Ghana, Quaism Sackay, sostiene que, si se mantiene el

bloqueo cubano, la U.R.S.S. tiene un perfecto derecho a establecer un cordón de control en el

mar Negro, para defenderse de las bases americanas en Turquía.

La intervención final, la de U Thant, Secretario General, es más constructiva. Acaba

de transmitir a los dos K. unos mensajes idénticos en los que les pide «la suspensión

voluntaria de todas las expediciones de armamento a Cuba y la suspensión voluntaria de las

medidas de cuarentena que suponen el examen y registro de los barcos que se dirigen a

Cuba.» Una acción mutua de buena voluntad —si dura dos o tres semanas— da tiempo

suficiente a las partes interesadas para reunirse y tratar el modo de volver a una situación

pacífica. En cuanto a los cubanos, deberían interrumpir toda construcción militar y todo

arreglo de las bases mientras duren las negociaciones.

El Consejo se disuelve a medianoche, con el murmullo característico de las reuniones

difíciles. La reunión se había inaugurado en el decimoséptimo aniversario de la fundación de

las Naciones Unidas, con una audición de la Sonata a Kreutzer, con la que se esperaba

suavizar los ánimos de los delegados.

* * *

Sin embargo, la noche es decisiva para el desarrollo ulterior de la crisis. El Kremlin

ha decidido no forzar la situación y evitar el primer choque en el Caribe. Se da orden a doce

de los mercantes que están en camino hacia Cuba que den la vuelta antes de llegar a la zona

de cuarentena. Sin duda, esos barcos transportaban material que los rusos no querían que

cayese en manos de sus adversarios.

El Pentágono anuncia oficialmente este primer retroceso soviético, el jueves por la

mañana: «Ahora parece que, por lo menos, una docena de barcos soviéticos han dado la

vuelta, verosímilmente porque —según los mejores informes que poseemos— transportaban

material ofensivo.» Los rusos evitan el choque, pero los americanos también. Este jueves por

la mañana, el Bucarest petrolero fletado por la U.R.S.S. se presenta dentro del alcance del

cordón marítimo americano al norte de Cuba. Los servicios de información han seguido la

pista de todos los mercantes que pudieran dirigirse a La Habana, y comprobado

detalladamente sus escalas precedentes. Estiman que este petrolero tan sólo transporta

combustible, género que no figura en la lista de productos prohibidos. La marina recibe

instrucciones de identificar el barco, lo que se hace con toda cortesía, y de dejarle pasar sin

inspeccionarlo. El Bucarest llegará a La Habana sin tropiezo. De una parte y de otra parece

que se quiere conceder una tregua. La prueba de la fuerza deja paso a las negociaciones.

Pero los Estados Unidos obran con prudencia. El jueves por la tarde sale un mensaje

de la Casa Blanca firmado por Kennedy. Destinatario: Nikita Kruschev. Este mensaje, que

permanecerá en secreto durante más de una semana —lo que permitirá a Kruschev no perder

la calma— está cargado de amenazas aunque imprecisas: si la U.R.S.S. no da orden, dentro

de cuarenta y ocho horas, de desmantelar sus bases cubanas, Washington se verá obligado a

adoptar «nuevas medidas». Este comunicado pesa, sin duda alguna, sobre la decisión que

debe tomar el primer ministro soviético, y en primer lugar, sobre la respuesta que deberá dar

a la propuesta de U Thant. Kruschev va a aceptarla, pero en público sigue jugando la carta de

la violencia verbal. Su portavoz es Valerian Zorine, más violento que nunca en la tribuna de

las Naciones Unidas.

* * *

La sesión del jueves no resulta ventajosa para la U.R.S.S. Vamos a relatar

detalladamente el altercado Stevenson— Zorine.

Acaba de conocerse la noticia de que los doce mercantes rusos anunciados la víspera

han dado media vuelta. Adlaï Stevenson, se felicita por ello y deduce que la U.R.S.S. quiere

evitar un choque. Pero ataca una vez más, sosteniendo que la «nuclearización» de Cuba es

una empresa premeditada, y reprochando a la U.R.S.S. el describir la crisis como si ella no la

hubiera pretendido —«es la primera vez, dice Stevenson, que oigo decir que no es el robo

sino el descubrimiento del robo lo que constituye el delito-*-».

Valerian Zorine replica que el fondo del problema, según su criterio, radica en los

designios agresivos de los Estados Unidos con respecto a Cuba. Cree poder afirmar que el

presidente Kennedy no tiene pruebas de la existencia de cohetes ofensivos en Cuba, que en su

poder solamente tiene documentos.falsificados. «De lo contrario, ¿por qué no presentó estas

pruebas a Gromyko y por qué no le dijo una palabra sobre el particular?»

Stevenson exclama: «Tenemos pruebas. Permítame que le haga una sola pregunta.

¿Niega usted, señor Zorine, que la Unión Soviética ha instalado cohetes nucleares de alcance

corto y medio en. Cuba? Respóndame sí o no, ¡no espere a la traducción!»

Zorine rompe con una sonrisa nerviosa... «No estoy ante un tribunal americano. ¡No

tengo obligación de responder a las preguntas que usted me hace a modo de fiscal!»

Stevenson: «¡Usted se encuentra ante la opinión pública!»

Zorine: «Usted esperará la respuesta hasta el momento en que yo esté listo para

dársela. Usted puede continuar...»

Entonces grita Stevenson: «¡Esperaré esta contestación hasta que se congele el

infierno!»

Se siente una risa nerviosa en la Asamblea. El delegado americano pide que se instale

un trípode y un aparato de proyección. Stevenson va a comentar los documentos irrefutables

tomados por los U-2. Zorine evidentemente no va a seguir su demostración y enseguida pone

en duda el valor de las fotografías. Después de esta violenta discusión se aplaza la sesión

indefinidamente.

* * *

La batalla política va a seguir en otro plano, en torno a la personalidad de U Thant,

sutil birmano, viajero infatigable, de la conciliación. Los dos K. le han contestado: Kruschev

sí y Kennedy prácticamente no. Kruschev declara que la propuesta del Secretario general

«está de acuerdo con sus proyectos» y dice que está dispuesto a suspender por algún tiempo

el envío de armamento. La agencia Tass recalca «la calma, la moderación y la sagacidad de

que ha dado muestras la U.R.S.S.» Pero Kennedy no está dispuesto a creer en la palabra de su

adversario ni a dejarse engañar una vez más... Autoriza a Stevenson a ponerse en contacto

con U Thant, pero afirma; ante todo, que la crisis no se puede resolver sin retirar las armas

ofensivas de Cuba. La detención de los aprovisionamientos, los Estados Unidos están

seguros de conseguirla gracias al bloqueo.

* * *

En la mañana del viernes 26 de octubre tiene lugar la única inspección real de toda la

crisis: el Maruda, mercante libanés, que navega bajo el pabellón panameño, fletado por los

soviéticos, es sometido a inspección. Ironía de la suerte, uno de los dos barcos americanos

que realizan esta misión es el Joseph P. Kennedy Júnior, nombre del hermano mayor del

Presidente, muerto durante la guerra. Cinco oficiales y marineros del Kennedy suben a bordo

del Maruda, al mando de un capitán griego que, sin dudar, les muestra los documentos del

barco. Otra ironía: el Maruda salió de un astillero norteamericano y fue botado en Baltimore.

El Maruda había cargado camiones en Riga, Letonia, y piezas desmontadas en otro puerto

del Báltico. También hay azufre a bordo, de cuya presencia se dan cuenta los oficiales

americanos en el curso de la inspección que dura dos horas. Nada que reprochar, el capitán

ofrece café a los americanos, y el Maruda sigue su ruta a La Habana.

* * *

Esa misma mañana, Pravda insiste, en primera página, sobre la necesidad de

salvaguardar la paz y de asegurar el triunfo de la razón. Diplomáticamente se ha cambiado el

rumbo, pero Kruschev va a tratar de sacar provecho de la situación. Ha dado pruebas de

buena voluntad al hacer concesiones a los americanos. La tentativa se descompone en dos

tiempos.

Por la tarde del viernes llega a la Casa Blanca un mensaje de Kruschev. Un texto

dividido en cuatro partes. Parece deshilvanado, pero está Heno de buena voluntad. Su

contenido no llega a hacerse público. No es preciso tirar demasiado de la cuerda de la

coexistencia, correría el riesgo de romperse, dice en substancia el Jefe del gobierno soviético,

que reconoce, con franqueza, el carácter más que defensivo de algunas instalaciones de

Cuba.

«Un alegato por la paz, casi elocuente», dice un miembro del departamento de

Estado. Prácticamente, Moscú parece dispuesto a retirar los cohetes ofensivos, quizá bajo

control de las Naciones Unidas, a condición de que cese la cuarentena y se asegure que Cuba

no será objeto de un nuevo ataque ni de una nueva invasión.

La Casa Blanca, en lugar de alegrarse se ha quedado desconcertada. El estilo del

mensaje está en franco contraste con el tono de las cartas anteriores y de los discursos de

Zorine. Kennedy piensa que se ha vuelto al estilo de Viena, al Kruschev benévolo y casi

razonable que, por encima de todo, teme el espectro de la guerra nuclear. Al día siguiente,

sábado, se cambia de tono. Cuando se está preparando la contestación a la carta del viernes,

llega otro mensaje. Kruschev propone llanamente que se retiren los proyectiles Júpiter de

Turquía si quieren que él retire los cohetes rusos de Cuba. En Washington decae la euforia.

Los turcos se habían negado recientemente a permitir la retirada de los cohetes de su

territorio, cuando Kennedy quiso desmantelar esas bases, que ciertos expertos consideraban

prácticamente inútiles. Sin embargo, los Estados Unidos no pueden aceptar ese cambio; para

sus aliados eso equivaldría al fin de un símbolo; la presencia americana que asegura la

defensa de territorios lejanos. Una carta pública rechaza el intercambio; pero de Washington

sale un mensaje secreto que no tiene en cuenta el segundo mensaje de Kruschev. Kennedy

retiene de las propuestas de Kruschev lo que le conviene y hace caso omiso de lo que no

corresponde a su intento.

* * *

Un incidente más en este sábado: Un U-2 y dos aviones de reconocimiento

americanos que volaban a baja altura, son blanco del fuego de baterías cubanas. El U-2 no

volverá a su base, sin duda alcanzado por un cohete. Por la tarde, el Pentágono recibe la

noticia de que otro U-2, debido a un error del piloto, vuela en dirección a Moscú. Dos cazas

soviéticos van a interceptarle y tratar de derribarle. El piloto, ante la imposibilidad de

orientarse, se decide a romper el silencio por radio, ejemplo único en un avión espía. Otros

dos cazas americanos que también estaban, sin duda, en una posición poco oficial, oyen su

llamada y ponen al U-2 en camino recto. Kruschev no perderá la ocasión y se servirá de este

incidente. Kennedy precisará que este avión estaba «tomando muestras del aire» —lo que no

engañará a nadie— y presentará sus excusas.

* * *

Al borde de la catástrofe, con frecuencia se adoptan las hipótesis extremas. El sábado

por la tarde, vuelve a salir al tapete en la Casa Blanca el expediente «invasión» del asunto de

Cuba. En la cartera de los expertos quedará en definitiva el proyecto de un nuevo

desembarco. También los cubanos pensaron en ello.

* * *

En una declaración de Pravda de fecha 13 de diciembre de 1962, Nikita Kruschev

precisa: «El 27 de octubre —sábado— recibimos de nuestros camaradas cubanos y de otras

fuentes ciertos informes que afirmaban categóricamente que el ataque (americano contra

Cuba) tendría lugar dentro de dos o tres días. Consideramos estos mensajes como una señal

de alerta, esa alerta estaba justificada. Era preciso actuar inmediatamente para prevenir un

ataque contra Cuba y salvaguardar la paz.»

La actuación propuesta por los rusos el domingo día 28 consistía en despojar a la

crisis de su fundamento. Ese mismo día, a las 9 de la mañana, Fidel Castro da la nota. El líder

cubano ha recibido, la noche anterior, una apelación de U Thant, pidiéndole que suspenda la

construcción de instalaciones militares de consideración. Su respuesta es: «Estoy dispuesto a

entablar negociaciones a condición de que los Estados Unidos, durante las mismas, dejen de

proferir amenazas y de cometer actos agresivos contra Cuba, incluido el bloqueo naval de

nuestro país». Públicamente, ante una gran muchedumbre en La Habana, Fidel añade ese

domingo que los proyectiles son una cosa, y la paz otra; y que lo que le interesa, ante todo, es

la paz.

A través de concesiones mutuas, se va abriendo camino una conclusión feliz. En el

Kremlin se estudia detalladamente, se pesa y se criba el mensaje de Kennedy, salido de

Washington el sábado por la tarde. El Presidente americano-haciendo caso omiso de las

propuestas de retirar los proyectiles de Turquía a cambio de los de Cuba— estima

«generalmente aceptables» las proposiciones claves de Kruschev, tal como él las entiende, es

decir:

1º Ustedes aceptarían eliminar las instalaciones armadas de Cuba bajo una

observación y un control apropiados de las Naciones Unidas y se comprometerían a

interrumpir de un modo eficaz toda entrada de armamento en Cuba.

2 º Nosotros, por nuestra parte, aceptaríamos-una vez hechos los arreglos

convenientes por medio de las Naciones Unidas-asumir los compromisos siguientes:

—Retirar rápidamente las medidas de cuarentena que hay actualmente en vigor, y

—Asegurar que no habrá una nueva invasión de Cuba.»

Y he aquí, difundido por Radio Moscú a última hora de la noche, cuando en

Washington eran las 10.30 de la mañana, el mensaje que despoja a la crisis de su fundamento.

Mensaje de Kruschev a Kennedy.

«Expreso mi satisfacción y mi reconocimiento ante su comprensión de la

responsabilidad que tiene usted actualmente para el mantenimiento de la paz en el mundo

entero... Con el fin de proceder lo más rápidamente posible a la liquidación de un conflicto

peligroso para la causa de la paz... el gobierno soviético ha dado una nueva orden en el

sentido de que se desmonte y devuelva a la Unión Soviética el armamento que usted llama

ofensivo... Nosotros estamos dispuestos a ponernos de acuerdo con ustedes para que vayan

representantes de la O.N.U. a Cuba a comprobar la realidad del desmantelamiento.»

K. envía a U Thant una copia del mensaje. Tres horas más tarde recibe la contestación

de Kennedy: «Me felicito por la decisión de N. Kruschev, digna de un hombre de Estado. Es

una contribución constructiva e importante a la causa de la paz.» Seguirá una carta personal,

en la que el Presidente americano propondrá a su homólogo soviético tratar del desarme y le

presentará sus excusas por el incidente del U-2, del que hemos hablado anteriormente.

* * *

Han pasado las horas difíciles. Los aviones espías americanos y los barcos de la

Marina van a quedarse en situación encima de la isla y en torno a ella el tiempo suficiente

para contar cuarenta y dos proyectiles sobre los muelles que saldrán de La Habana las

semanas siguientes. Se destruirán los emplazamientos de las bases, los llyouchine 28 se

volverán a desmontar para enviarlos de nuevo a la U.R.S.S. Pero Castro, aunque anuncia que

cede y se amolda a estas medidas, rehusará toda inspección, «sólo serviría para humillarnos»,

dirá el I de noviembre. U Thant ideará varias fórmulas posibles de control, pero ninguna verá

la luz. Los Estados Unidos no garantizarán la no-invasión de Cuba al no poder obtener la

inspección. Pero la cámara fotográfica será su «mejor inspector», según definición de

Kennedy. El 6 de febrero de 1963, para contestar a las preguntas que se hacía la opinión

americana, Rober MacNamara presentará durante más de dos horas, en todas las cadenas de

televisión de los Estados Unidos, el expediente secreto del asunto de Cuba: el conjunto de los

documentos fotográficos, del descubrimiento de los proyectiles en clisés que muestran el

desmantelamiento de las bases, el cargamento del material a bordo de mercantes rusos y el

transporte por alta mar.

Sin embargo, subsistirá una duda. John Kennedy, en su conferencia de prensa del 7 de

febrero de 1963, reconocerá: «No podemos probar que no haya un proyectil en una gruta o

que la Unión Soviética no les entregará alguno la semana próxima...»

Sea lo que fuere, el Presidente saldrá engrandecido del conflicto, por lo pronto ante

los miembros de su equipo. La «Nueva Frontera» habrá estrechado las relaciones en los

momentos delicados y —dejando a un lado la ineficacia de los servicios de información al

principio de la instalación de los cohetes— sus miembros habrán trabajado eficazmente. John

Kennedy dará las gracias a los actores principales del drama ofreciéndoles un calendario de

ese año, en plata montada en madera, en el que aparecen los días del 16 al 28 de octubre

inscritos en cifras más gruesas que los demás. «El Presidente, dirá uno de sus allegados, tiene

ahora el sentido del valor de su propio gobierno, y una entera confianza en el equipo.

También está convencido de la precisión de su— línea de conducta.». Kennedy se

engrandeció también ante la opinión americana. Un sondeo efectuado por Gallup,

inmediatamente después de la crisis, le dará un 74% de aprobación del conjunto de su

política. Y las elecciones de noviembre serán un éxito demócrata: los republicanos estimaron

en veinte los puestos perdidos por la crisis de Cuba. En la historia de los Estados Unidos, sólo

había dos ejemplos precedentes de consolidación electoral por el partido en el poder —1902

y 1934. Ahora se les añade el 1962.

Ciertamente, Castro seguirá gruñendo a las puertas de los Estados Unidos. Reclamará

la evacuación de Guantánamo para compensar la salida del material ruso que él seguirá

calificando de defensivo. Las relaciones del líder cubano con la U.R.S.S. pasarán por

momentos difíciles. Pero Fidel Castro se negará a «dar puntos a los imperialistas» y no

hablará en público de este «asunto familiar».

Statu quo para la isla, en todo caso.

* * *

Una primera consecuencia de la crisis para Nikita Kruschev: ahora se puede presentar

como apóstol de la paz. En su castillo de Inglaterra, el nonagenario Bertrand Russell

escribirá: «Jamás he conocido a un hombre de Estado que haya actuado con la magnanimidad

y la grandeza de las que usted, Kruschev ha dado pruebas, y puedo afirmarle que todo ser

humano honrado y sincero rinde homenaje a su valor.»

Pero para algunos, la decisión final de K., habrá sido una cobardía. Pekín le acusará

de haber capitulado ante «el enemigo de clase», ese «tigre de papel» americano que triunfa

hoy. La lucha por el poderío entre los dos grandes del comunismo mundial se hará todavía

más enconada después de la crisis, principalmente en los países del Tercer Mundo.

Quedará por interrogar sobre los móviles de Kruschev. ¿Por qué instaló ese arsenal

en una región que sabía era tan sensible a los ojos de los Estados Unidos?

La hipótesis de una operación montada deliberadamente para obtener una

contrapartida en Berlín o en Turquía, se derrumba el 28 de octubre: Kennedy no responde a la

propuesta del cambio formulada por Kruschev y éste no la reitera. La explicación más

comúnmente admitida será la de un error de cálculo cometido por Moscú. Los militares

soviéticos, en un principio, pudieron hacer valer el interés estratégico que ofrecía la

instalación de cohetes tan cerca de las costas americanas. Después, los numerosos enviados

especiales de Castro convencieron a Moscú de la necesidad que tenían de armarse, de poseer

una fuerza de disuasión que les permitiera evitar un nuevo ataque contra la isla.

Admitidas estas razones, Kruschev subestimó la capacidad de reacción y de réplica

de los americanos, y no prestó atención a los repetidos avisos de Kennedy.

Para consolarse de las concesiones que tuvo que hacer a su adversario, Nikita

Kruschev podrá encontrar en su vasto repertorio de citas una justificación a posteriori;

afirmará que no abrigaba intenciones belicosas en Cuba. Así, en Viena, frente a Kennedy, en

1960, ¿no decía que «sólo los locos pueden soñar con extender por la guerra atómica el reino

del socialismo?»...

Jean LANZI

¿Quién asesinó a los hermanos Ngo?

Saigón a l.° de noviembre de 1963. Son un poco más de la una de la tarde, la hora

sagrada de la siesta. La capital dormita bajo un calor espeso y húmedo. En la calle Tu-Do,

ex-Catinat, la gran arteria central, todavía quedan abiertos algunos bares. Unos sargentos

americanos en camisa hawaiana empujan las puertas estrechas y se instalan ante un largo

mostrador. Allí están, una veintena de ellos, uno al lado de otro, silenciosos y molestos.

Enfrente de cada hombre una «chica» vietnamita, encargada de darles conversación (una

conversación sumamente limitada) y sobre todo de hacer beber al cliente.

Si se sube por la calle Tu-Do, se sale del sector comercial para llegar al residencial. A

éste se le denomina bastante pomposamente la «meseta» por dominar el puerto y el hediondo

río de Saigón desde un centenar de metros. Sin embargo, esto basta para que, a veces, se

sienta como una ligera, ligerísima brisa.

Entre el sector comercial y la meseta se eleva una enorme pastelería amarillenta y

excesivamente adornada. Esta da a la única calle de Saigón que conserva nombre francés, la

calle Pasteur. Es el palacio Gia-Long, la antigua residencia de los gobernadores franceses de

la Cochinchina. Allí se han instalado los dos hombres que, desde hace nueve años, tienen en

sus manos los destinos del Viet-Nam: el presidente Ngo Dinh Diem y su hermano, Ngo Dinh

Nhu, la eminencia gris del régimen.

A decir verdad, para Diem y Nhu tan sólo se trata de una residencia accidental. Hasta

febrero de 1962 habían ocupado un edificio infinitamente más amplio, situado un poco más

arriba, en la misma calle, en medio de un parque inmenso: el palacio Doc-Lap (que significa

«Independencia»), ocupado antiguamente, parece que hace siglos de eso, por los

gobernadores generales de Indochina y después por los Altos Comisarios de Francia. Allí

reinó poco más de un año el mariscal De Lattre de Tassigny.

Pero en febrero de 1962, dos oficiales aviadores, según parece con el consentimiento,

al menos tácito, del Estado Mayor y de ciertos servicios secretos americanos, se remontaron

en el aire despegando de la base americana próxima y bombardearon el palacio. Uno de los

aviones fue derribado por los defensores del palacio. El otro logró aterrizar en Camboya.

Hubo que evacuar el palacio Doc-Lap que sufrió considerables daños. Diem y Nhu salieron

ilesos, pero la esposa Nhu sufrió heridas de gravedad. Después de este incidente fue cuando

el Presidente se instaló en el palacio de Guía-Long.

* * *

Este 1 de noviembre también dormita el palacio Gia-Long. Los centinelas, que visten

uniformes blancos y forrajeras rojas, están adormecidos en sus garitas. En el interior, Diem

duerme la siesta Nhu estirado diván en su despacho relé el discurso que debe pronunciar al

día siguiente. Ninguno de los dos personajes se siente inquieto ni amenazado. Tienen sus

problemas, ciertamente, pero, ¿qué hombre de Estado no los tiene?

En primer lugar, está la guerra contra el Viet-Cong que no marcha bien. Los

hombrecitos obstinados, surgidos de los arrozales con un equipo rudimentario, tienen la

iniciativa por todas partes. Vienen de conseguir uno tras otro varios triunfos espectaculares

contra un ejército vietnamita incomparablemente mejor equipado, pero cuya moral no es

muy alta. No hay más que eso. El gobierno del presidente Ngo Dinh Diem debe hacer frente

a una seria crisis religiosa. Los budistas han declarado la guerra al régimen. Han encontrado

un medio de acción particularmente horrible, pero siempre eficaz en el Lejano Oriente. Un

bonzo revestido de su túnica color botón de oro, decide sacrificarse para llamar la atención de

las autoridades. El día escogido, se sitúa en un lugar público, en una acera, en el medio de la

calzada, cerca de un mercado. El bonzo se arrodilla y comienza a rezar. Un ayudante vierte

sobre su cuerpo el contenido de un bidón de gasolina, enciende una cerilla y le prende fuego.

Es un espectáculo horrible. Primero arden las ropas como una antorcha, después se eleva una

espesa nube negra en remolino. Entre las volutas se distingue el rostro del hombre ya

ennegrecido, y el cuerpo que se retuerce y se encoge a una velocidad prodigiosa.

Cinco días antes, el 27 de octubre, se suicidaba el séptimo bonzo, prendiéndose

fuego. Al enterarse de la noticia, la propia hermana política del presidente Ngo Dinh Diem, la

bellísima señora Ngo Dinh Nhu (se dice de ella que es el hombre fuerte del régimen) declaró

con un gesto elegante de la mano: «Estos suicidios no tienen ninguna importancia. Después

de todo, estos bonzos lo único que han hecho siempre por su país ha sido 'hacer barbacoas

con su propia persona.'» Sus palabras hacen estremecerse o indignan; pero la señora Nhu no

hace caso.

Sin embargo, sabe muy bien que no se puede tratar a la ligera este asunto. En el

Lejano Oriente, el suicidio tiene en sí un valor moral. Para comprender el fenómeno hay que

desembarazarse por completo de las ideas occidentales y cristianas sobre este asunto. Aquel

que tiene que quejarse de alguien, encuentra en el suicidio un medio terrible de vengarse. Al

catarse hace a su adversario responsable de su muerte. Y la venganza se prolongará

eternamente. El alma del difunto se convertirá en un «alma errante», sin sepultura, sin reposo

y tendrá todo el tiempo disponible para perseguir al culpable.

Por eso estos suicidios de tos bonzos adquieren a los ojos de la población vietnamita

una importancia-enorme, Son un medio de lucha política muy eficaz contra el régimen de

Diem. Cristalizan contra él una masa de vagos rencores. Rudamente, es el horror que todo un

pueblo siente por su Jefe.

Y Diem tiene todavía otras preocupaciones. Desde hace dos meses viene sosteniendo

una pequeña guerra contra los americanos, sus poderosos aliados, ayer todavía sus

protectores llenos de esperanza y de admiración. El nuevo embajador de los Estados Unidos,

Mr. Henry Cabot-Lodge, ha pedido que se introduzcan modificaciones en el régimen.

Querría que se concediese más libertad al pueblo, que se alejaran ciertos miembros de la

familia del Presidente y, en primer lugar, la rapaz señora Nhu que, en secreto, se la ha

descrito en Saigón como la «Lucrecia Borgia» vietnamita.

Diem no es un hombre que ceda ante las presiones. Se hace sordo a las censuras del

embajador americano. Entonces, Mr. Cabot-Lodge pasa a actuar. Comienza por suprimir los

créditos económicos. Diem responde cortando el teléfono de la embajada. Después, los

americanos exigen que las «Fuerzas Especiales» salgan de Saigón para participar ellas

también en la lucha contra el Viet-Cong, al lado de las unidades regulares del ejército

vietnamita. También a esto, Diem ha comenzado por negarse. Tiene una buena razón para

ello: las Fuerzas Especiales constituyen la guardia pretoriana del Presidente. Consagradas

enteramente a su persona, compuestas casi exclusivamente de católicos, reclutadas

esencialmente en el Viet-Nam Central, provincia de donde procede Diem, están encargadas

de su seguridad. En Saigón se las compara frecuentemente con las S.S. hitlerianas.

Esta vez, Diem se ha visto obligado a ceder. Porque desgraciadamente para él,

también las Fuerzas Especiales están pagadas por los americanos. Mr. Cabot-Lodge tenía un

sencillo medio de presionar. Suprimió la dotación mensual de 300 000 dólares. Diem no

quiere perder su guardia personal. Por lo tanto da una satisfacción a los americanos: El 31 de

octubre el grueso de las Fuerzas Especiales sale de Saigón hacia el frente. Diem espera

conseguir muy pronto sus 300 000 dólares mensuales. Cuando lo consiga se volverá a llamar

a las Fuerzas Especiales a la capital y se habrá jugado la partida.

* * *

El Presidente Ngo Dinh Diem, es un hombre de 63 años, bajo, bastante «redondo», de

rostro inmóvil. Sus dos características principales son una increíble firmeza de carácter, que

sus adversarios denominan con mayor sencillez obstinación y la convicción profunda,

definitivamente anclada en él, desde su más tierna infancia, de que ha sido designado por

Dios para salvar al Viet-Nam de dos adversarios que él, Ngo Dinh Diem odia con igual

intensidad: los «imperialistas» franceses que han colonizado su país y los comunistas ateos

que hoy pretenden esclavizarlo. Ya se habrá comprendido que Diem es profundamente

piadoso. Comulga todos los días. Su propio hermano, monseñor Ngo Dinh Tuc es obispo y

dirige, a la manera de los prelados de la Edad Media, a los dos millones de católicos que

viven en Cochinchina.

El colaborador más próximo de Diem es su hermano menor, Ngo Dinh Nhu, esposo

de la bella señora Nhu. El señor Nhu es un hombre seductor, muy inteligente e

increíblemente maquiavélico. Ha hecho sólidos estudios en Francia, de donde salió

licenciado de la Facultad de Leyes. Nhu es el «pensador» del régimen. El es quien elabora la

doctrina. Es de amplias perspectivas, a menudo humosas, cuyo principal defecto es tener

muy poco en cuenta las realidades vietnamitas. Pero Nhu no es tan sólo un pensador. Es

también un hombre temible que no desdeña la acción, a condición de que los trabajos sucios

sean realizados por algún intermediario. Así, ha creado el «Can Lao». El Can Lao no es

exactamente un partido. Es un conjunto curioso de instrumentos encargado de reunir a los

partidarios del diemismo y de organizar en la población, en la administración, en el ejército,

una red de espionaje sumamente complicada.

Bajo el diemismo, el Viet-Nam vive desde hace años en un sistema de delación

permanente. Todo el mundo denuncia a todo el mundo y todos los hilos llegan hasta Nhu,

inmóvil en su amplio despacho almohadillado con corcho, como una araña sombría en el

centro de su tela. Por eso no es extraño que Diem y.Nhu no estén particularmente inquietos.

El primero, el Presidente, está convencido de que Dios está con él para sacarle de todas las

emboscadas. El segundo, el pensador, está seguro de conocer todo lo que se pueda tramar en

la ciudad. Nada se le puede escapar. Inmediatamente le comunican el menor indicio hombres

ávidos de recompensa. Porque en el sistema, sólo cuenta una cosa cuando se quiere triunfar

en una carrera: no la competencia, sino la fidelidad incondicional al sistema y a los dos

hombres que lo encarnan.

Por ejemplo, a Nhu se le ha informado que ciertos generales preparaban un golpe de

estado contra el régimen. La noticia llegó de diversas fuentes, y en primer lugar de varios

generales que se apresuraron a denunciar a sus colegas. El 28 de octubre, al final de una cena

oficial, Nhu charla algunos instantes con dos periodistas americanos.

Sarcástico, les pregunta: «¿ Han oído hablar del golpe de estado militar...?»

Le«periodistas no saben qué responder.

Entonces Nhu habla sin rodeos:

«Créanme, no cuenten demasiado con ello. Los generales son incapaces de hacer

nada que vaya contra nosotras...»

Es el 1º de noviembre de 1963. Son las 13,30 horas. A los habitantes de Saigón les

sacan bruscamente de su siesta unas ráfagas de armas automáticas. Eso parece venir de la

Presidencia.

Los primeros testigos, unos periodistas que se han precipitado al lugar del suceso,

comprueban que las calles que conducen a la Presidencia están bloqueadas por unidades de

infantería de marina que han colocado rollos de alambrada a través de la calzada Pesadas

máquinas blindadas toman posición en medio de un ruido sordo producido por la chatarra.

Los oficiales, al ser interrogados se salen con evasivas. No se sabe muy bien lo que está

pasando. Lo cierto es que lo que pasa se dirige contra la Presidencia. Detrás de las rejas del

palacio Gia-Long, unos soldados con el uniforme de varios colores de i» guardia presidencial

tiran contra los «marinos». Estos responden con carabinas y a veces con una ráfaga de F. M.

En el interior del palacio, Nhu se ha precipitado a las habitaciones de su hermano. Los

dos hombres saben ya lo que significa este alboroto: un nuevo golpe de estado. A pesar de

todo no pierden la calma. Comienzan por bajar a una pieza subterránea construida bajo los

cimientos del edificio, para ponerse a cubierto. Es un verdadero puesto de mando dotado de

teléfonos y de emisoras de radio. Nhu se dedica a llamar uno tras otro a los generales «fieles»

que mandan las regiones militares del interior. Les ordena que envíen inmediatamente

refuerzos de tropas a Saigón para socorrer el palacio. Igualmente se pone en contacto con los

gobernadores de provincias. Estos deberán poner en estado de alerta a todas las formaciones

político-militares diemistas.

No hay más que esperar la llegada de tropas fieles, Diem y Nhu no se encuentran ante

el primer golpe de estado.

* * *

En I960 ya habían marchado contra el palacio varios batallones de paracaidistas. El

escenario era el mismo que hoy. Diem y Nhu se encerraron en su refugio y lanzaron un

llamamiento a las fuerzas diemistas. Los paracaidistas se creían vencedores. Fundaron un

«Comité Revolucionario» y anunciaron que la familia Ngo debería salir del país. En Saigón

hubo un delirio de alegría. Los estudiantes se congregaron ante el palacio y aclamaron a los

paracaidistas.

Sin embargo, los sublevados van a rodar como muñecos. Por timidez no se atreven a

apoderarse de la persona de Diem. Han ganado la partida, pero no explotan su ventaja.

Ingenuamente esperan que Diem y Nhu se reconozcan vencidos y renuncien formalmente al

poder. Los coroneles Nguyen Chanh Thi y Voung Van Dong, que han desencadenado el

movimiento, no se inquietan. Antes de dar su golpe de estado han hecho numerosos contactos

con los diferentes jefes del ejército. Todos estaban de acuerdo en estimar que era preciso

poner fin a la dictadura de los Ngo. Todos aprobaron el principio de un golpe de estado. Los

detalles de ejecución no se habían tratado minuciosamente pero lo esencial para los coroneles

Thi y Dong ¿no era actuar con el asentimiento unánime del ejército? Por eso no consideran

necesario acosar el movimiento. Se esperará pacientemente a que capitulen Diem y Nhu.

¡Qué mal les conocían! Porque todas estas horas ganadas, Nhu las emplea para

desmantelar la conjuración urdida contra él. Desde su refugio se pone en contacto con los

diferentes jefes militares. Nhu insinúa, amenaza, promete. Hace valer a los generales

vacilantes que están en vías de trabajar para el Rey de Prusia. Se da a entender a los

ambiciosos que volviéndose contra los revolucionarios, se asegurarían una espléndida

carrera y un ascenso ultra— rápido.

Los oficiales superiores del ejército vietnamita siempre han tenido un gusto marcado

por las combinaciones políticas. Además, algunos son excesivamente ambiciosos y jamás

han dado testimonio de una gran firmeza de carácter, En fin, en Asia, las traiciones y los

cambios de chaqueta están lejos de tener la gravedad que se les atribuye en Occidente.

En resumen, un cierto número de generales y de coroneles comienzan a traicionar a

los pobres Dong y Thi. Estos no sospechan nada. Celebran conferencias de prensa y se hacen

aclamar por la población.

El «levantamiento» fracasó el 11 de noviembre de 1960 a las tres de la madrugada.

Por la tarde, una columna de carros blindados procedente de la pequeña ciudad de Mytho a

un centenar de kilómetros de la capital, entra en Saigón, Llega mandada por el coronel

Khiem, un viejo amigo del coronel Thi. Khiem no puede ser más tranquilizador. Viene,

según dice, a poner sus carros a disposición de su viejo compañero, de su querido coronel

Thi, que ha tenido el valor de derribar al tirano.

En realidad, Khiem se ha aliado con Diem. Sus carros blindados están ya situados. Su

fin es impedir todo asalto intempestivo de los paracaidistas contra el palacio. Pero para

limpiar la ciudad y restablecer el orden, hace falta la infantería. Ahora bien, la infantería no

podrá llegar antes de las primeras horas de la madrugada. Por eso, el coronel Khiem juega a

Thi esta mala pasada.

El 12 de noviembre, poco después de amanecer, los soldados de infantería de Khiem

entran en Saigón y comienzan a rescatar las posiciones ocupadas la víspera por los

paracaidistas. Los jefes del golpe de estado, aturdidos, no saben cómo reaccionar. El ejército

y los paracaidistas, aunque se encuentran en dos campos enemigos, encuentran de pronto su

fraternidad de armas y se niegan a combatir. En pocas horas los hombres de Khiem se han

apoderado de Saigón. Los paracaidistas montan en sus camiones y vuelven a sus cantones.

Los jefes del golpe de estado frustrado sólo tienen tiempo para dirigirse al aeropuerto,

embarcar en un avión y salir para Camboya, donde pedirán asilo político.

Sin embargo, en esta Jornada ha habido víctimas civiles. Ante el palacio presidencial,

una muchedumbre de unos miles de personas, que no comprende nada de lo que pasa, sigue

insultando a Ngo Dinh Diem. Entonces giran lentamente las torrecillas dé los carros del

coronel Khiem. De pronto los blindados abren fuego. Se recogerán unos treinta muertos y un

centenar de heridos.

El coronel Khiem ha leal izado una bonita carrera. Inmediatamente es nombrado

general y cuatro años más tarde luce cuatro estrellas en las hombreras. Es un bonito ascenso.

Es verdad que había prestido grandes servicios. Pero a su vez, será eliminado por otro general

ambicioso que también era amigo íntimo suyo, el general Nguyep Khanh. Pero esa es otra

historia...

* * *

Para Ngo Dinh Nhu, este l.° de noviembre de 1963 recuerda de un modo extraño los

acontecimientos que se desarrollaron tres años antes. El escenario es el mismo: tropas

rebeldes rodean el palacio, el presidente Diem y su hermano se refugian en la cámara

subterránea. Nhu se ha puesto en contacto con los generales «leales». Ha hecho todo lo que se

podía hacer por el momento. Sólo les quedaba esperar el desarrollo de los acontecimientos.

Entonces Nhu analiza la situación. Ciertamente hay aspectos negativos, por ejemplo

la ausencia de las Fuerzas Especiales que han salido de la ciudad. Pero los factores positivos

parecen infinitamente más numerosos. En primer lugar, Nhu no puede creer ni por un

instante que los generales no vayan a traicionarse entre sí, una vez más. En noviembre de

1960 encontró al coronel Khiem. Basta esperar que surja un nuevo Judas.

Parece que ya se ha encontrado la solución. Nhu piensa poder contar con un hombre

leal, consagrado a él por entero, el gobernador militar de Saigón: el general Ton Tat Dinh.

Dinh es un joven general de brigada, cuya principal característica es ser

extremadamente ambicioso. Debe su rápido ascenso menos a sus propias cualidades que a su

fidelidad «incondicional». No pierde ocasión de proclamarse el apoyo más fiel del régimen.

Además, no se contenta con decirlo, lo demuestra. En varias ocasiones ha denunciado a Nhu

varios oficiales que «tenían malos pensamientos». En el asunto budista, cuando muchos

generales se mostraban reservados, y a veces hasta hostiles, el general Dinh ha proclamado a

voces que los bonzos no eran otra cosa que «agentes del Viet-Cong». El mismo condujo sus

tropas para asaltar pagodas...

¿Cómo no iba a confiar Nhu? Para compensar la salida de las Fuerzas Especiales, a

espaldas de los americanos, hizo entrar en la capital 10.000 hombres del ejército regular, que

estarán allí en caso de necesidad. Naturalmente estas tropas se ponen al mando del general

Dinh.

Desde los primeros disparos, Ngo Dinh Nhu trata de ponerse en contacto con el

general Dinh, pero sin éxito. Primero el ayuda de campo responde que el general está

ausente. Después no responde ni el teléfono.

Nhu todavía no se inquieta. Piensa que Dinh está ocupado en reunir sus tropas fieles.

Más tarde se preguntará si no habrá sido arrestado el general por los rebeldes.

Pero antes de tener la prueba evidente no sospechará la traición.

A las 15 horas, al escuchar la radio, Nhu siente la decepción. Radio Saigón anuncia

que un Comité Revolucionario se ha apoderado del poder. Comprende 14 generales y 10

coroneles. Entre sus miembros se encuentran el general Duong Van Minh, asesor militar del

Presidente, una de las figuras más respetadas del ejército, el general Tran Van

Don, jefe del Estado. Mayor, es decir, el comandante en jefe de las tropas y... el

general Ton Tat Dinh.

* * *

Es una historia que merece la pena contarla con algunos detalles, porque muestra

hasta qué punto son tortuosos, complicados y bizantinos los problemas vietnamitas.

Hacía una semana que Nhu y el general Dinh habían preparado juntos una operación

sumamente solapada, cuyo fin era coger en la trampa a los oficiales desleales.

Ya hemos dicho que Nhu sabía, gracias al general Dinh, que un cierto número de

oficiales hablaban de un golpe de estado. De ahí esa idea diabólica de fingir la indiferencia y

el descuido. Según los cálculos de Nhu las cosas debían ocurrir así: Al enterarse de la salida

de las Fuerzas Especiales y la falta de desconfianza de la Presidencia; los «facciosos» se

alentarían a desencadenar su movimiento. Se les dejaría tiempo para que se rebelasen en su

día. Entonces, el general Ton Tat Dinh pasaría a la acción con sus tropas leales, restablecería

el orden y arrestaría a los imprudentes.

Este plan maquiavélico es el que explica la calma, aún así, anormal de Nhu en la

primera parte de esta jornada del 1.° de noviembre. Para él, las cosas se desarrollaban según

el programa que él mismo había establecido. Así fue que en las primeras horas de la mañana,

cuando las unidades «rebeldes» comenzaron a entrar en Saigón, el jefe de Seguridad,

enloquecido, llama apresuradamente al palacio y se encuentra con un Nhu furioso que le

ordena dejar que los acontecimientos sigan su curso, y no mezclarse en ese asunto...

Durante toda la semana que trabajó con Nhu en la elaboración de este maravilloso

plan, el general Ton Tat Dinh estaba traicionando a su superior. Al salir del despacho de Nhu,

se dirigía inmediatamente al Estado Mayor para informar a los jefes de la conjuración. ¿Por

qué esta traición? Los motivos parecen simples y poco agradables: el general Dinh estaba

dispuesto a vender a sus hermanos de armas por la promesa de una graduación superior. Los

jefes del golpe de estado, los generales Minh y Don, usaron los mismos argumentos que Nhu.

Le ofrecieron a Dinh que si se unía a la conjuración obtendría igualmente sus estrellas de

general de división y consiguieron demostrarle que estaba asegurado el éxito del golpe. A él

le tocaba escoger: o apoyar a los conjurados, con todas las ventajas que ello suponía, o

permanecer al lado de Diem y Nhu y compartir su derrota.

El general Dinh pesó los pros y 'os contras y por fin escogió traicionar a los que

llevaban las de perder.

* * *

Esta vez los Ngo tenían la partida bien perdida. A partir de las 15 horas, las fuerzas

sublevadas que rodean el palacio disponen de una superioridad aplastante. En la ciudad los

pocos destacamentos de las Fuerzas Especiales que seguían fieles al régimen, ya habían

depuesto las armas. Sólo sigue resistiendo la pequeña guarnición del palacio. Ya no hay

esperanza. Una veintena de carros blindados de los sublevados están situados alrededor del

edificio. En los tejados de las casas vecinas hay apostados soldados de infantería que

disparan contra todo lo que se mueve detrás de las ventanas. Y no llega ningún refuerzo

«leal».

Se asegura que entre las 15 y las 19 horas Mr. Cabot— Lodge ha telefoneado varias

veces a los dos hermanos para proponerles su mediación. Si ambos aceptasen la rendición

llegaría inmediatamente un coche americano a buscarles para conducirles a la embajada y

quedaría garantizada su seguridad.

También el jefe de los conjurados, general Duong Van

Minh, ha enviado mensajes a Ngo Dinh Diem prometiéndole salvar la vida de los dos

hermanos a condición de que se rindan. Pero los Ngo son demasiado obstinados, tienen

demasiada confianza en su estrella y demasiado valor para aceptar esta proposición. Hasta el

final, contra toda evidencia, seguirán creyendo y esperando un milagro.

Con la noche, los combates disminuyen en intensidad. A partir de las 21 horas, tan

sólo se intercambian algunos disparos esporádicos. Comienza una larga vigilia. Al abrigo de

los muretes y de los carros blindados, los soldados sublevados se instalan bajo sus

mosquiteros. Con prudencia —recuerdan el fusilamiento del 11 de noviembre de 1960—, los

habitantes de Saigón que se alegran, comienzan a acercarse a los combatientes llevándoles

plátanos, arroz y huevos.

A las cuatro de la madrugada, el día 2 de noviembre, los sublevados captan un último

mensaje transmitido por radio, por Ngo Dinh Nhu, desde su refugio. Es un llamamiento a las

organizaciones juveniles y a las milicias femeninas creadas por la señora Nhu. Se les pide

que tomen las armas y se lancen a la calle para «salvar la patria». Ultima llamada desesperada

que cae en el silencio...

* * *

Amanece el 2 de noviembre. Al principio brilla una luz gris, después, de repente, sale

un sol resplandeciente. Los sublevados dan el asalto final al palacio Gia-Long. Los soldados

lo revuelven todo, registran los sótanos, los graneros, el refugio... Ni rastro de los hermanos

Ngo.

Un poco después de las 10, Radio Saigón anuncia: «Ngo Dinh Diem y Ngo Dinh Nhu

que habían logrado huir del palacio Gia-Long, han sido detenidos en Cholon (ciudad china

vecina a Saigón). Al trasladarles al Estado Mayor se suicidaron en el camino.»

* * *

¿Cómo murieron Ngo Dinh Diem y su hermano? ¿Cómo salieron del palacio

Gia-Long? Son dos puntos que no han quedado muy claros.

La versión más probable es que los dos salieron del refugio del palacio Gia-Long por

un pasillo subterráneo que conducía a la tienda de un comerciante, próxima al palacio. Desde

allí fueron a Cholon donde pasaron la noche en casa de un chino.

Se vuelven a encontrar trazas de ellos a eso de las 8,30 horas, en la iglesia de San

Francisco Javier de Cholon. El señor cura relató lo siguiente a varios testigos:

«Acababa de terminar el oficio de difuntos y regresaba a la parroquia, cuando dos de

mis feligreses vinieron a decirme que Diem y Nhu se encontraban en la iglesia. No les creí,

pero, de todos modos, me fui a ver. Y allí estaban vestidos con trajes azules. Diem estaba

orando. Nhu me dijo que quería telefonear. Le acompañé a la casa parroquial desde donde

llamó al Estado Mayor general. Apenas hubo colgado el auricular cuando se detuvieron

delante del atrio varios vehículos blindados. De ellos descendieron dos oficiales. Hicieron

subir a Diem y Nhu en el primer carro. Ninguno de los dos opuso la menor resistencia. Los

vehículos formaron un convoy y tomaron la dirección de Saigón. Eran alrededor de las 10 de

la mañana.»

* * *

Sobre las circunstancias de la muerte se han dado tres versiones.

Según la primera, Diem y Nhu fueron conducidos al Estado Mayor general, sede de la

conjuración. Allí se les pidió que dirigieran una alocución por radio anunciando que

renunciaban al poder. Al negarse, el Consejo Revolucionario condenó a los dos hermanos a

muerte e hizo que les ejecutaran inmediatamente. Esta tesis es muy poco probable. Según el

párroco de San Francisco Javier, los Ngo salieron de la iglesia alrededor de las 10. Su

«suicidio» lo anunció la radio a eso de las 10,15 horas. No parece posible que en tan poco

tiempo hubieran podido conducir a los dos hermanos al estado mayor, les hubieran

amenazado, pedido que hablaran, juzgado y ejecutado. A veces los procedimientos

revolucionarios son expeditivos, pero aún así...

Una segunda versión dice que, una vez instalados en el vehículo blindado (se trataba

de un coche anfibio americano que puede transportar una decena de soldados), Nhu se

precipitó sobre el jefe de la escolta, un cierto capitán Nhung, tratando de apoderarse de su

metralleta. En el curso de esta lucha los soldados acabaron con Diem y Nhu.

Es una variante atenuada de esta tesis la que da el Consejo Revolucionario a la prensa

cinco días después de la tragedia. El portavoz del Consejo calificó el incidente de «suicidio

involuntario». En el curso del pugilato en el interior del vehículo blindado, Nhu apretó el

gatillo del arma que acababa de apoderarse. Los disparos que hizo accidentalmente

alcanzaron a su propio hermano.

La tercera versión es más sutil. Pone en escena dos tendencias rivales en el seno del

Consejo Revolucionario. Algunos generales, y precisamente de los más importantes, como

Duong Van Minh y Tran Van Don, no querían la muerte de los Ngo. Tan sólo querían que se

marchasen. Es a un representante de esta tendencia a quien parece haber telefoneado Nhu

desde la iglesia de San Francisco Javier. Hay buenas razones para creer que su interlocutor

prometió a Nhu enviar a buscarle garantizándole la vida.

Recordarán los lectores que los vehículos blindados se presentaron ante la iglesia

pocos minutos después que Nhu hubo terminado su conversación telefónica con el Estado

Mayor general. Pues resulta materialmente imposible, aunque haya podido haber algunos

errores en la cronología del asunto, que estos vehículos hayan podido cubrir una distancia de

8 kilómetros en tan poco tiempo.

¿Entonces? Entonces es de creer que la fracción severa del Consejo Revolucionario

jugó su propia partida a espaldas de los jefes del levantamiento. Es probable que los

vehículos blindados que arrestaron a los Ngo trabajaran por cuenta de un cierto número de

oficiales que querrían a toda costa la muerte de Diem y Nhu. Sus motivos son sencillos. Ya lo

hemos dicho: los generales vietnamitas, durante años, han pasado el tiempo «vendiéndose»

unos a otros. Hacer comparecer a Nhu ante el Consejo Revolucionario reunido, era brindarle

la ocasión de hacer revelaciones sumamente enojosas para varios de los conjurados.

De aquí se deduce la tercera tesis: Varios generales de los que participaron en el golpe

de estado no quieren a ningún precio que hable Nhu. Desde el principio del asunto están

decididos a matar a Diem y a su hermano. Entre las tropas que asaltan el palacio el 2 de

noviembre al amanecer, han colocado hombres de confianza cuya misión es aniquilar a los

Ngo, bajo pretexto de legítima defensa o de tentativa de huida. Cuando estos generales se

enteran de que han desaparecido Diem y Nhu, les entra el pánico. Es preciso encontrarles,

cueste lo que cueste, y matarles inmediatamente. Entre los que tienen interés en la

desaparición de los Ngo se encuentra el general Mai Huu Xuan, ex-jefe de la Seguridad

militar, que fue durante mucho tiempo director de la Seguridad civil, aún en tiempos de los

franceses. Es una especie de bruto con una fisonomía extraordinariamente cruel.

Entonces las cosas se presentan así; Xuan y sus hombres tratan de esclarecer los

hechos desde la salida del palacio Gia-Long. Pronto se enteran de la presencia de los Ngo en

la iglesia de San Francisco Javier. Llegan allí los primeros, bastante antes que la escolta

enviada por el Estado Mayor general.

Diem y Nhu suben al vehículo blindado sin desconfianza. A mitad de camino entre

Cholon y el Estado Mayor, se detiene la columna al borde de una pequeña plantación de

heveas abandonada. Allí ejecutan a los dos hermanos. Enseguida se cierran las puertas del

carro blindado que conduce los cuerpos al Estado Mayor general.

Mai Huu Xuan no se siente embarazado. Explica los acontecimientos con toda

sencillez. Habiéndose enterado de que los Ngo estaban en Cholon se dirigió inmediatamente

allí sin entretenerse en telefonear al Estado Mayor. Como los prisioneros intentaron oponer

resistencia el capitán Nhung se vio obligado a matarles.

El capitán Nhung ciertamente existió, pero no llegó a vivir mucho. Pocas semanas

más tarde, apareció su cuerpo en un terreno indeterminado con el rostro desfigurado a

puñaladas.

* * *

¿Quién asesinó a los dos hermanos Ngo? Para la viuda de Nhu, no hay duda alguna, el

capitán Nhung y los generales del Consejo Revolucionario tan sólo han sido meros

instrumentos, que han cumplido órdenes dadas por «los americanos». El verdadero

responsable de su muerte es el gobierno de Washington.

En el momento del golpe de estado, la señora Nhu se encuentra en los Estados

Unidos, en compañía de su hija mayor. Se ha enterado de la noticia en las primeras horas del

día 2 de noviembre. Cuando baja las escaleras de su hotel para ir a misa, un tropel de

periodistas la asalta. Se desarrolla una escena cruel. Audaz y altiva, a pesar de su rabia y su

dolor, la señora Nhu hace frente y contraataca, con una violencia extraordinaria. Clama:

«Mi marido y mi cuñado han sido apuñalados por la espalda por los americanos... Los

Estados Unidos han querido aplastar a los dirigentes elegidos por el pueblo vietnamita para

transformar mi país en un satélite suyo... Pero las dificultades de los Estados Unidos en el

Viet-Nam tan sólo acaban de comenzar...»

Un poco más tarde, en una serie de cartas dirigidas a una treintena de jefes de

gobierno, así como al Secretario general de las Naciones Unidas, pedirá la creación de una

comisión investigadora para establecer las responsabilidades. Denunciará la «complicidad de

ciertos medios americanos»... actuación que «constituye una intrusión en la vida interior de

un estado independiente...»

Mientras tanto, después del asesinato del presidente Kennedy, hará llegar a su viuda

un mensaje que es una especie de obra maestra de ferocidad. La muerte de Kennedy es una

venganza del Cielo. Dios le ha castigado por haber ordenado la muerte de su marido y de su

hermano político.

Más tarde, la «encantadora áspid», como llama François Mauriac a la señora Nhu, se

hizo bastante más juiciosa. Salió de los Estados Unidos para Francia, después pasó a Italia

donde escribió sus Memorias. Su sombra, odiada por todos sus compatriotas, desapareció del

Viet-Nam. Cerca del puerto de Saigón, una muchedumbre delirante derrumbó una estatua

cuyo rostro se le parecía, la insultó y la manchó. Se pusieron a la venta fotografías

falsificadas que la presentaban en posturas equívocas.

Lo que la Historia recuerda de ella son las acusaciones que lanzó después de la

muerte de su marido: Los Estados Unidos han echado sobre el Viet-Nam una carga cada vez

más pesada de la que no saben cómo desembarazarse; ellos son los que han permitido la caída

y la muerte de Ngo Dinh Diem y de su hermano; la política americana para con Ngo Dinh

Diem ha pasado por tres fases tan diferenciadas que parecen casi caricaturescas.

* * *

La primera se extiende desde 1954 a 1956. Es el período en el que los Ngo se asientan

en el poder. La política va dirigida esencialmente contra los franceses.

El 7 de mayo de 1954 cae Dien Bien Fhu. El cuerpo expedicionario francés, agotado

por una guerra de ocho años ya no puede más. Se ha quebrado el resorte moral. El ejército tan

sólo pide una cosa: que acabe el conflicto. M. Pierre Mendes-France, llega al poder el 18 de

junio y hace la famosa declaración: «La conferencia de Ginebra deberá desembocar en la paz

para el 20de julio, a más tardar».

Los acuerdos de Ginebra prevén la división del Viet— Nam en dos. El norte, por

encima del paralelo 17, pasará a depender del Viet-Minh. El sur seguirá siendo

«nacionalista». En 1956 se celebrarán elecciones generales sobre el problema de la

reunificación.

Es esta época, nadie duda, ni por un momento, que la victoria del Viet-Minh sea total

en 1956. Dien Bien Fhu le ha ganado un inmenso prestigio entre la masa y aún entre la

burguesía vietnamita. Por otra parte, el Viet-Minh actúa con habilidad. En Saigón se ven

crear «Comités para la Paz» compuestos de intelectuales y de burgueses que han sido

persuadidos por representantes del Viet-Minh que no tienen nada que temer, que el régimen

no es tan comunista como ha pretendido siempre la propaganda francesa, etc...

Nadie duda de la victoria final del Viet-Minh, a excepción de Ngo Dinh Diem y los

americanos.

Para los americanos todo el asunto indochino se reduce a una noción sencilla: los

franceses han sido vencidos porque hacían una guerra «colonialista». Todavía se puede

salvar todo con dos condiciones: la primera, que se ponga en el poder en Saigón a un

nacionalista auténtico. La segunda, que se vayan los franceses.

Al nacionalista auténtico lo tienen ya, es Ngo Dinh Diem. Su mérito principal

consiste en haber manifestado siempre un odio igual para los franceses y para los comunistas.

Durante toda la guerra vivió en el extranjero, dos años en los Estados Unidos. Es un

protegido del cardenal Spellmann.

Los americanos presionan a los franceses, quienes a su vez, aunque a disgusto,

insisten ante Bao-Daí para que Diem acceda al poder. Al mismo tiempo, Ngo Dinh Nhu,

dirige una campaña muy activa en los medios políticos vietnamitas en favor de su hermano.

Todos estos esfuerzos dan sus frutos en junio de 1954. Bao-Daí, furioso pero impotente,

designa a Diem como Primer ministro.

A partir de julio de 1954, se ve desencadenarse en Saigón una campaña que muy

pronto se convertirá en abiertamente anti-francesa. En la Presidencia, muy cerca del

despacho de Diem, se instala uno de los «ases» de la C.I.A.: el coronel Lansdale. El fue quien

llevó al poder en las Filipinas a Ramón Magsaysay. Sabe muy bien cómo se «fabrica» un jefe

de gobierno.

Las operaciones se conducen a redoble de tambor. Primero contra los oficiales

vietnamitas amigos de los franceses que sirven en el ejército y después contra las sectas

político-militares[3]

.

Diem se vuelve a continuación contra Bao-Daí, el «grueso criado de los franceses».

En octubre de 1955, se pide a la población que escoja entre el Emperador y Ngo Dinh Diem.

Un referéndum da el 98 % de los votos a Diem.

Quedan los franceses. Diem y los americanos quieren que salgan. En todo el

Viet-Nam se desencadena una violenta campaña contra ellos. En enero de 1955, el

entrenamiento y la formación del ejército vietnamita se retiran de los oficiales franceses y se

confían a los americanos. Un mes más tarde, Francia pierde todo derecho de control sobre el

mando de las fuerzas vietnamitas. Todavía un año más y, a raíz de una gran ceremonia

organizada en la plaza mayor de Saigón, los oficiales vietnamitas queman con desprecio sus

quepis y sus presillas de las hombreras del ejército francés para colocarse unos gorros de

estilo americano.

En abril de 1956 salen de Indochina las últimas tropas francesas.

Ahora Diem y los americanos tienen las manos libres. Ya pueden denunciar los

acuerdos de Ginebra y rechazar las elecciones generales previstas para julio de 1956.

* * *

La segunda fase se extiende desde 1956 a 1960. Diem consolida su poder.

Efectivamente, establece una verdadera dictadura, pero la conciencia americana se acomoda

bien a ella en nombre del anticomunismo. Durante estos cuatro años, a pesar de todo, la Casa

Blanca defenderá con una extraordinaria obstinación la tesis del régimen «virtuoso»,

«democrático» y «popular» de los Ngo.

* * *

La tercera fase es la del abandono. Comienza discretamente en 1960, se afirma en

1961 y 1962, y acaba por condenar el régimen en 1963.

El cambio radical de opinión se hace en nombre de grandes principios. De un solo

golpe los americanos descubren que Diem es un «dictador», que su régimen está

«corrompido», que el pueblo odia el sistema, que aspira a reformas democráticas, que el

alejamiento de ciertos miembros de la familia y, sobre todo, de la señora Nhu y de su marido

es indispensable.

La realidad es un poco diferente. Hasta 1960, los Estados Unidos creían en la solidez

de la «barrera anticomunista» construida por Diem. Eso bastaba para que cerrasen los ojos

para lo demás.

Pero en 1960, un nuevo hecho cambia las cosas: nace un poderoso movimiento hostil

al régimen de los Ngo.

Se crea un Frente de Liberación Nacional. Los antiguos cuadros del Viet-Minb que

escaparon a las persecuciones policíacas, vuelven a hacerse dueños de la población. Los

hombres se arman. Nace un ejército de guerrillas. Los funcionarios del régimen son

asesinados, las tropas enviadas para restablecer el orden caen en emboscadas. A partir de

1961 resulta imposible disimular por más tiempo la verdad: se trata de una insurrección

general, que goza de un fuerte apoyo en la población y cuya principal razón de ser es la

hostilidad de todo un pueblo contra la familia de los Ngo.

Entonces cambia la tónica americana. Los informes de los consejeros militares que

acompañan a las tropas, contienen críticas cada vez más acerbas contra los oficiales

vietnamitas. A finales de 1962, el senador Mike Nansfield, no ha mucho uno de los

defensores más acérrimos de Diem, realiza una encuesta en el Viet-Nam. Sus conclusiones

son de lo más pesimistas: la corrupción reina por doquier, el régimen no tiene el apoyo de la

población y el Viet-Cong consigue triunfos que llegan a ser alarmantes. Concluye: los

americanos no deben comprometerse más en esta guerra. Están dispuestos a prestar al

gobierno de Saigón toda la ayuda financiera y material necesaria, pero con dos condiciones:

que el gobierno haga un esfuerzo militar mayor y, sobre todo, comience lo más rápidamente

posible un programa de reformas políticas para ganarse al pueblo. Sin este consentimiento

popular, la guerra está perdida de antemano.

La Casa Blanca envía un nuevo embajador, Mr. Nolting, a Saigón. Su misión es

precisa; debe conseguir de Diem unas profundas reformas. Mr. Nolting fracasa. Se afirma en

ciertos medios que la dialéctica de Ngo Dinh Nhu y el encanto de su esposa han debilitado

muy pronto su resolución.

Al comenzar el año 1963, las relaciones americano— vietnamitas son sumamente

tensas. Para los americanos,

Diem se obstina en un camino equivocado. Empiezan también a Inquietarse por sus

veleidades de independencia. He aquí que el aliado fiel de la víspera acusa a los americanos

de ser peores que los franceses y de querer aplastar una nación pequeña. Nhu llega hasta

afirmar que todo el mal proviene de la presencia de los americanos. Sus métodos no son

adecuados para este país. Sus ideas son falsas. Es preciso buscar otro camino.

En este momento es cuando se fragua el drama. En los medios americanos de Saigón,

en particular en el seno de los hombres de la C.I.A., comienza a correr el rumor de que Ngo

Dinh, Nhu «puede» que esté en vías de acercarse a Hanoi. Se afirma que tiene contactos con

personajes de allí. Su idea sería la de eliminar a los americanos y llegar a un acuerdo con Ho

Chi Minh. Se examinan suspicazmente los términos de varios discursos bastante desvariados

del consejero privado y se les encuentra un cierto fondo de «socialismo». Por ejemplo,

propone pagar a los funcionarios con «bonos de consumo». Considera e' nacionalizar el

comercio exterior. Todo eso sorprende e inquieta. Por muy curioso que pueda parecer, los

americanos comienzan a preguntarse seriamente si Nhu no es un «Rojo» disfrazado.

En el mes de septiembre estalla una bomba. En el New York Herald Tribune, el

célebre periodista Joseph Alsop denuncia una conspiración entre Nhu y el embajador de

Francia en Saigón, M. Lalouette. Según Joseph Alsop, M. Lalouette y el delegado general de

Francia en Haoni, M. de Buzón, han-mediado entre Ho Chi Minh y Ngo Dinh Nhu. Se

entablaron verdaderas negociaciones. Se trata, escribe Alsop, de «un asunto muy sucio...»,

«una intriga francesa que pretende poner en jaque la política americana en el sudeste

asiático». Joseph Alsop escribe anunciando que «se dice», sin afirmarlo categóricamente.

Después ha charlado extensamente con Nhu. Este no le ha confirmado nada, es verdad, pero

tampoco lo ha desmentido. Dejó entender que como las relaciones entre Saigón y

Washington se estaban poniendo tan tirantes, el gobierno se encontraba en la necesidad de

buscar otras vías.

No hacía falta nada más para que se convenciera Alsop. Lo que le dijo Nhu encaja

perfectamente todos los rumores recogidos por la C.I.A. y la embajada de los Estados

Unidos. Se trata de un vasto complot. No se debe al azar el que se produzcan estos

«contactos» entre Saigón y Hanoi pocos días después de la declaración del general De Gaulle

sobre la «neutralización» del Viet-Nam. La emoción es enorme en los medios americanos de

Saigón y en Washington. Para comprenderla bien es preciso saber qué importancia se

concede en los Estados Unidos a la opinión de un periodista como Josep Alsop. Es una

especie de «papa» de la prensa. Familiar de la Casa Blanca y del Pentágono, sus palabras

reflejan y cristalizan la opinión dominante en los medios dirigentes americanos. Para estos

medios, ya existen pruebas: el clan de los Ngo, arrastrado por Nhu, está en vías de traicionar

a los Estados Unidos. Se ven amenazados intereses americanos vitales. Es preciso actuar.

Desde el mes de agosto de 1963, los Estados Unidos tienen un nuevo embajador en

Saigón, Mr. Henri Cabot— Lodge, ex-candidato a la Presidencia. Es un hombre de peso. Ha

reemplazado a Mr. Nolting, a quien se consideraba demasiado «blando». No se sabe a ciencia

cierta, pero es casi seguro que la misión de Mr. Cabot-Lodge consiste en dar una última

oportunidad a Ngo Dinh Diem. Deberá poner fin al conflicto que opone Saigón a

Washington, y deberá hacerlo rápidamente. Deberá desmentir clara y evidentemente todos

los rumores de contactos con Hanoi y, sobre todo, deberá desembarazarse inmediatamente de

Ngo Dinh Nhu, quien no inspira ya confianza a los Estados Unidos. Si se niega, habrá que

recurrir a otros medios para «salvar al Viet-Nam del comunismo».

Diem responde: No.

El 1 de noviembre, un poco más de dos meses después de la llegada de Mr.

Cabot-Lodge a Saigón, es derribado el régimen de los Ngo.

Para los americanos-el problema es sencillo. Si la masa vietnamita apoya al

Viet-Cong es únicamente porque el régimen de Diem no es grato al pueblo. Una vez

destronados los Ngo todo se arreglará. Los vietnamitas se separarán inmediatamente del

Viet-Cong y se unirán a un gobierno honrado para combatir a los comunistas. Ya se sabe lo

que pasó después...

Max CLOS

Los disparos de Dallas

La lluvia menuda que cala esa mañana sobre Dallas tan sólo es un recuerdo. El sol ha

perforado las nubes y no se ha levantado el famoso viento del desierto que a menudo sopla

por la ciudad. Hace un tiempo delicioso, casi demasiado agradable para el otoño tejano. Tan

sólo se queja un hombre: el agente del Servicio Secreto que conduce un «Lincoln

Continental» especial, matrícula GG 300. Se llama William R. Greer, pero su patrón le llama

familiarmente Bill. Bill no está contento porque debido al buen tiempo, su patrón le ha hecho

levantar el «capot», ese techo de plástico transparente destinado a detener las gotas de agua

de la lluvia o a desviar las balas... Porque el patrón de Bill Greer, es John Fitzgerald Kennedy,

Presidente de los Estados Unidos de América, Y al joven Presidente no le gusta mucho el

«capot», primero porque quiere estar lo más cerca posible de la muchedumbre, y segundo

porque bajo el techo se siente como en una prensa: «Se asfixia uno ahí abajo, ha dicho con

frecuencia a Bill, parece que está uno en una lata de sardinas.»

Son las doce y media de la mañana. El agente Greer consulta su reloj calendario:

viernes 22 de noviembre de 1963. Mañana a estas horas se habrá terminado este enervante

viaje a Texas. Después de San Antonio, Houston, Fort Worth, ha llegado Dallasyde allí

conducirá a Kennedy, su esposa Jacqueline y sus guardias de corps a Austin, capital del

Estado, donde todo el mundo podrá descansar en el rancho del vice-presidente Johnson, L. B.

J. para el americano medio.

* * *

Es enervante este viaje, porque Texas tiene la reputación de ser hostil al Presidente, al

clan Kennedy que se ha hecho dueño de Washington, a su liberalismo aparente, a su acción

anti-segregacionista, a sus deseos de reducir las exenciones de impuestos de los magnates del

petróleo, a su mansedumbre relativa con respecto al diabólico Fidel Castro, a sus

conciliábulos sobre la «línea roja» con el comunista Kruschev, a sus aires de super-yanqui...

Porque el patriotismo de Texas es ante todo y sobre todo, tejano. Después es sudista,

aunque los téjanos se consideran como americanos aparte; pero el racismo, el extremismo del

Sur están mucho más próximos a su corazón que el intelectualismo, el liberalismo y el

«europeísmo» del yanqui del norte. En fin, este patriotismo tejano es completa y

fundamentalmente conservador, anticomunista hasta la médula, opuesto de todo corazón al

espíritu de la «Nueva Frontera» de la que los Kennedy se han proclamado campeones.

Este viaje pone a prueba los nervios de aquellos que, como Bill Greer, son

responsables de la seguridad del Presidente. Porque Texas es el país de la violencia, una

violencia en la tradición de los «westerns», en la perspectiva exagerada de la «conquista del

Oeste», en el culto del puñetazo justiciero y del disparo purificador. Y este gusto de la

violencia está a la medida de este Estado gigante. Su territorio es inmenso: representa las

superficies reunidas de Francia, Bélgica, Países Bajos. Luxemburgo y Suiza. Este gigantismo

le inspira complejos, hasta el punto que en Dallas, como en Austin o en Houston, se venden

postales en las que Texas parece tres veces mayor que el conjunto de los Estados Unidos,

aunque en realidad solamente representa la tercera parte y está habitada tan sólo por diez

millones de personas, contra cerca de doscientos millones que tiene la Unión. Pero cada

tejano repite con orgullo que en su Estado hay diez millones de vacas, cuarenta y dos

millones de pollos y, sobre todo, 95200 pozos de petróleo... Casi un pozo de petróleo por cien

habitantes...

Y cada uno de estos habitantes, incluso el millón de negros y el millón de mejicanos,

se siente un americano un poco aparte. Sobre todos los edificios oficiales, los días de

ceremonia pública como hoy, la bandera estelífera de los Estados Unidos está acompañada

de la bandera de Texas de una sola estrella. Esta bandera recuerda los diez años de

independencia de Texas antes de la adhesión de este Estado-a la Unión, bajo el cayado de su

presidente-fundador, que llegó a ser gobernador, San Houston, auténtico aventurero del «Far

West» y llamado por todo el mundo con veneración «el gran Ivrogne». Eso ocurría hace poco

más de un siglo, en 1846. Diez años antes habla habido una guerra guiada por unos millares

de «yanquis», conducidos por Houston y otro desesperado, Stephen Austin, contra el ejército

mejicano. Hubo un «Alamo» y después la derrota mejicana.

Hoy, el sucesor de San Houston que es uno de los seis pasajeros del «Lincoln

Continental» de color azul celeste, es un hombre inquieto. El gobernador John Bowden

Connally Jr. es demócrata, pero demócrata del Sur. Es decir, que fue elegido por personas

que profesan el segregacionismo, que se glorían de ser conservadores encarnizados y que no

odian nada tanto como el comunismo. Personas que parecen prestar atención a los discursos

nacionalistas y reaccionarios del candidato del partido republicano, senador Barry

Goldwater. ¿Era buena política, con la perspectiva de las elecciones del año próximo, acoger

en Texas al campeón demócrata, este Presidente anti-segregacionista, liberal y partidario de

la coexistencia pacífica con los comunistas?

Es verdad que en el «Lincoln» que sigue inmediatamente al «Cadillac» de la

seguridad presidencial, va el vicepresidente Lyndon Baines Johnson, un auténtico tejano, que

pasa por un polemista sin par. Su presencia al lado del candidato demócrata a la presidencia

fue la que permitió a Kennedy, «J. F. K.» para los titulares de los periódicos, ser elegido con

suma precisión, en i960, contra el republicano Richard Nixon. Si Dallas, la ciudad más rica

del mundo, según dicen sus habitantes, votó por Nixon, el Estado de Texas con todo dio 46

233 votos más —de los 2 311 845-a Kennedy, porque el-candidato demócrata a la

vicepresidencia era un hombre del país. Esta calidad de tejano no ahorró a Johnson, ni a su

mujer «Lady Bird» los silbidos y burlas de la muchedumbre de Dallas durante la campaña

electoral de hace tres años.

Esta misma multitud ha reincidido, hace menos de un mes, atropellando y

maltratando a Adlaï E. Stevenson, embajador de los Estados Unidos en las Naciones Unidas,

que llegó a pronunciar un discurso en el «Dallas Memorial Auditorium Theater». Una dama

arropada con un abrigo de visón le asestó un golpe en la cabeza con una pancarta. Esta arpía

elegante declaró después a los periodistas: «Nosotros, en Texas, no somos unos «cow-boys»

que nos contentamos con aullar... pasamos a la acción cuando es preciso.»

* * *

Al lado de William R. Greer, que de vez en cuando echa una ojeada al

cuentakilómetros que indica una velocidad de poco más de 10 Km's. por hora, el agente

secreto Roy H. Kellermann, instalado en el asiento contiguo al chófer, examina los rostros de

la muchedumbre, las ventanas de los inmuebles, indiferente a las banderolas, a los ángeles de

plata y oro, a los «Papás Noel» de plástico, rojos y blancos, que decoran el extremo de la

Main Street, calle Mayor de Dallas. Allí se encuentra el «Neiman Marcus», orgullo de esta

ciudad de casi un millón de habitantes, bazar donde ciertos artículos saldados cuestan 10 000

dólares (700000 pesetas)... Esta abundancia de oropel no tiene nada que ver con la visita del

presidente Kennedy.

Aunque sólo sea el 22 de noviembre, Dallas, que siempre quiere anticiparse, estar «up

to date», ha montado ya sus adornos de Navidad. Y eso da a la ciudad un aire de fiesta.

* * *

Roy Kellermann se siente tranquilizado por estos colores. Cuando vino a reconocer la

ciudad y el recorrido, todo le pareció cuajado en una especie de grisalla opulenta. Sintió la

ciudad del petróleo viviendo una vida uniforme, encerrada en sí misma, en sus propias

extravagancias, donde todos los valores tenían el mismo tinte como ocurre con todos los

cortes del dólar. No le convenció el slogan de «Dallas, la ciudad más hospitalaria de los

Estados Unidos». Más bien pensó en la vieja reputación de la ciudad de ser «la capital del

odio del Sudoeste de Dixie» (Dixie era el término que designa el conjunto del Sur

conservador y racista), reputación que el alcalde, el honorable Earle Cabell, creyó oportuno

recordar tras el contratiempo de Adlaï Stevenson.

En Dallas fue donde quiso residir el general Edwin Anderson Walker, presidente de

la «John Birch Society», asociación extremista —según dicen, secreta— que se fijó la tarea

de luchar, por todos los medios, contra la «conspiración comunista que mina el espíritu de los

americanos». Afortunadamente, el general Walker había salido para Nueva Orleáns, pero fiel

a su actitud habitual, hizo poner a media asta las banderas americana y tejana que ondean

permanentemente ante su villa, la n.°4011 del bulevar Turtle Creed que rodea a la antigua

Confederación sudista. Lo hace cada vez que llega a Texas un representante de la vil

administración washingtoniana y cada vez que le parece que la Casa Blanca da un paso más

hacia el avasallamiento de los Estados Unidos por «los comunistas y los negros». Para él, aun

Eisenhower es un «agente de Moscú».

Aunque el jefe no esté en la ciudad, Kellermann sabe que los mandos de la tropa de

choque de la «John Birch Society», los «Mínutemen», se han reunido la pasada noche en el

club privado del Hilton. El F.B.I. señaló que habían bebido mucho «bourbon», se habían

declarado «en estado de alerta para repeler una invasión comunista» y habían considerado

con entusiasmo el formar guerrillas en las llanuras de Texas a las órdenes de su guía, Robert

Depugh. Volvieron a sus casas muy entrada la noche. Allí se quitaron las vestiduras, después

tos tahalíes, de los que sobresalían las culatas de «colts» adornadas con nácar.

Estos «colts», arma tradicional y favorita del tejano, se encuentran por centenares de

millares en manos de le» habitantes de la ciudad: centenares de millares más en las vitrinas y

las trastiendas de innumerables armerías, donde todo el mundo, sin distinción de sexo, edad y

profesión, los puede comprar libremente como se puede comprar cualquier arma, desde el

más modesto 6,35 hasta el cañón de marina, pasando por todos los tipos de carabinas de

precisión con mira telescópica.

* * *

Roy Kellerman ha podido oír, esta misma mañana, en el vestíbulo del hotel Texas, en

Fort Worth, donde pasó la noche el cortejo presidencial, una ocurrencia de J.F.K. que le ha

dejado preocupado: Jacqueline Kennedy, resplandeciente de belleza, toda vestida de rosa, se

inquietaba por los riesgos de un atentado durante estos contactos directos con la

muchedumbre que alababa a su marido. Kenneth O'Donnell, asistente especial del

Presidente, estaba en el mismo estado de ánimo. «Usted no se da cuenta, decía, pero cuando

está rodeado de desconocidos, puede que entre ellos haya un asesino...» J.F.K., molestado, se

encoge de hombros y dice: «Si alguien quisiera verdaderamente matar al Presidente de los

Estados Unidos, no le resultaría muy difícil: le bastaría con apostarse en el interior de un

inmueble de varios pisos, con un fusil de mira telescópica. No se puede hacer nada para

descubrir una tal tentativa.»

El «patrón» había saltado con esta ocurrencia hacía menos de tres horas. A Roy no le

gusta esta clase de bromas. Está hastiado, pero con todo...

* * *

Con todo, se han distribuido estas octavillas el día anterior por las calles de Dallas,

estas octavillas del modelo de los avisos de búsqueda popularizados por los «westerns» en

los que se veía la fotografía del presidente Kennedy de frente y de perfil, con el célebre titular

«wanted»-se le busca—; «se le busca por traición». Como un vulgar criminal, el Presidente

de los Estados Unidos allí estaba acusado de «siete actos de traición a los Estados Unidos»,

entre ellos el de haber «ordenado ilegalmente la invasión de un Estado soberano por las

tropas federales» (el asunto del negro Meredith impuesto a la Universidad de Oxford en

Mississippi).

Esta misma mañana, en uno de los principales diarios de Dallas, el Dallas Morning

News, ha salido una página entera, la página 8, encuadrada en negro, como una esquela de

defunción, deseando «la bienvenida» a un «Mr. Kennedy» acusado también en ella de las

peores torpezas y retándole a contestar a doce preguntas relativas a las negociaciones con los

comunistas. Una rápida investigación del F.B.I. permitió saber que el signatario de esta

página, un cierto Bernard Weissman, que se llamaba presidente del «Comité Americano de

Investigaciones» y que había abonado 4.500 dólares (más de 300.000 pesetas) por la

inserción de este anuncio, no era en realidad más que un joven israelí de 26 años, sin recursos

ni domicilio determinados, y sin embargo, ocupaba en Dallas un apartamento de lujo.

Nadie había oído hablar antes del «Comité» del que pretendía ser el presidente...

* * *

Todo eso se borró un poco de la memoria del agente secreto Roy Kellerman con todo

este sol, todo este derroche de guirnaldas multicolores y también con esta muchedumbre,

densa, animada y, por encima de todo, simpática, que espera a la pareja presidencial y que la

aplaude. Ya en el aeropuerto de Love Field, hace poco menos de una hora, las personas que

se habían molestado para recibir a los Kennedy, eran más numerosas de lo que se esperaba.

Es verdad que es la primera vez, desde hace bastante tiempo, que el Presidente lleva a su

esposa en un viaje oficial y Jacqueline Kennedy, «Jackie», excita la curiosidad y provoca la

simpatía. Por eso va ella de viaje. La señora Earle Cabell, esposa del alcalde de Dallas, le ha

enviado un soberbio ramo de rosas rojas, cuando.todas las otras damas del cortejo recibieron

rosas amarillas, las célebres rosas amarillas de Texas, popularizadas por la vieja canción

«Yellow roses of Texas», que recuerda la acogida que la joven reserva al combatiente sudista

de la guerra civil...

Al instalarse, en el «Lincoln» presidencial, a la izquierda de su marido,

inmediatamente detrás de la señora Connally, que ocupa el trasportín que hay detrás del

chófer Greer, a la izquierda del gobernador de Texas, Jacqueline ha hablado de estas rosas

rojas: «En el curso de este viaje a Texas sólo me habían ofrecido rosas amarillas... Estas rosas

rojas, tan preciosas, me hacen una impresión rara...»

* * *

El coche que encabeza el cortejo, que conduce al jefe de la policía de Dallas, Jesse

Curry, que tan sólo está separado del «Lincoln» presidencial por unas motos, acaba de torcer

a la derecha a la salida de la Main Street, descubriendo los árboles de la plaza Dealey

inundada de sol. Bill Greer también gira el volante a la derecha. Tiene tiempo para ver a su

izquierda un obelisco de cinco metros de altura que señala el emplazamiento de la primera

casa de Dallas. Con la vista siempre fija en el parachoques posterior del coche en cabeza, que

es el «P. C. móvil» del cortejo y que transporta, además de a Jesse Curry, a los agentes del

servicio secreto que han organizado el viaje, Forrest V. Sorrels y Winston G. Lawson, y al

sheriff del condado de Dallas, J. E. Decker, también llamado «Bill», Greer ve a menos de un

centenar de metros ante él un gran edificio de ladrillo rojo, de seis pisos, de aspecto bastante

siniestro y coronado por una gran inscripción: «Texas School Book Depository» (Almacén

de libros escolares de Texas). Al lado de la inscripción, a la izquierda, un cuadro publicitario

de la compañía de alquiler de coches «Hertz» y un reloj que marca las 12,30 horas. Greer, que

ha estudiado el recorrido del cortejo, sabe que este inmueble hace esquina a la calle Houston,

en la que se encuentra ahora, y a la calle Elm que deberá tomar a la izquierda, para bajar una

pequeña cuesta, pasar por debajo de un puente del ferrocarril y subir hacia la autopista

Stemmons que, en unos minutos, le conducirá a la sala de fiestas de «Trade Mart».

* * *

En esta especie de palacio de exposiciones, cerca de un millar de téjanos influyentes

han pagado cien dólares (7 000 pesetas) por el honor de comer, alineados a lo largo de mesas

enormes de banquete, unos filetes de Kansas y patatas de Idaho cocidas al horno, rociadas de

café. Durante esta comida, que debe acabar ahora, deben charlar entre ellos, echando una

ojeada de vez en cuando al texto del discurso que el presidente Kennedy les dirigirá durante

los postres, mientras se tomen las tartas de crema. El discurso reproducido a multicopista se

les ha distribuido de antemano; contiene este pasaje:

«La libertad del mundo se puede perder sin que se dispare un solo tiro, y podría

sucumbir lo mismo bajo las papeletas de una votación que bajo las balas.»

* * *

Roy Kellermann piensa también en la llegada próxima al «Trade Mart». Comprueba

que su emisora-receptor de radio funciona bien: le permite comunicarse con el coche que va

en cabeza, con el de escolta (el enorme «Cadillac» descapotable que, a unos metros detrás del

«Lincoln» presidencial, transporta a ocho agentes del servicio secreto dispuestos a saltar y a

disparar, así como a David F. Powers y Kenneth O'Donnell, los dos asistentes especiales de

Kennedy, con el coche de telecomunicaciones de la Casa Blanca, que se encuentra más lejos

del cortejo, con el P. C. de policía en el «Trade Mart», con el aeropuerto de Love Field y los

aviones del Presidente y del vicepresidente, Air Forcé One y Air Forcé Two. Todo funciona

bien.

En la acera izquierda de Houston Street, no hay mucha gente bajo los árboles, pero en

la acera derecha, a lo largo de los grandes edificios que albergan, uno el Tribunal y la prisión

del Condado de Dallas y otro el depósito de los archivos del Condado, todavía hay mucho

personal, personas que aplauden, que profieren palabras amables a Jackie; algunos,

mejicanos sin duda, gritan «olé» al estilo español.

En el cocine presidencial, la señora Connally, extasiada, apretando en la mano su

ramo de rosas amarillas, se vuelve sobre su trasportín hacia J. F. K.:

«Señor Presidente, le dice, ¡no podrá decir que no se le aprecia en Dallas!»

«Eso es evidente», responde Kennedy. Y vuelve a dibujar su sonrisa estereotipada

para volverse de nuevo a la multitud. Así ve que el coche llega a Elm Street y gira a la

izquierda. Su mirada barre un edificio con muy pocas ventanas, un almacén comercial, que

forma la esquina derecha del cruce, después pasa a lo largo de un inmueble también muy

serio, cuyas ventanas parecen vacías de espectadores, el «Texas School Book Depository», y

llega a una especie de jardín, cuyo césped, salpicado con algunos árboles, se eleva hasta un

pequeño muro.

El Presidente, viendo que apenas hay nadie a la derecha, dirige su mirada a la

izquierda; ahí todavía hay menos en el estrecho terraplén de hormigón que separa la bajada

de Elm Street de la calzada de sentido único de la Main Steet. La circulación no se ha

interrumpido por ahí y, a unos metros, pasan coches a toda velocidad como si cruzasen el

cortejo.

Delante del «Lincoln» de J. F, K., está el puente del ferrocarril debajo del cual tienen

que pasar para tomar el enlace para la autopista Stemmons. En unos instantes el coche va a

acelerar. Sobre el puente se distinguen algunas siluetas indefinidas: sin duda de agentes de

policía.

Por fin se acabó la travesía de la ciudad y todo ha ido bien. Ha habido más personal

del que se esperaba; apenas ha habido manifestaciones hostiles; por el contrario, la

muchedumbre se ha mostrado amistosa y afectuosa. Las elecciones presidenciales de 1964 se

presentan en Texas bajo buenos auspicios, Jacqueline allí ha hecho mucho, John Fitzgerald

va a volverse hacia ella para sonreiría, cuando siente algo extraño en el cuello, a la altura del

nudo de la corbata. Un dolor punzante. El presidente Kennedy se contrae, se lleva las manos

a la garganta. No puede moverse. Siente que va a desplomarse hacia delante. Un zumbido

creciente le llena los oídos, ante sus ojos cae un pesado velo, entonces le parece percibir un

crujido seco y después, nada más...

Jacqueline Kennedy mira a su izquierda. Sonríe a las pocas personas apretadas en el

terraplén y les hace una seña con la mano. De pronto oye un crujido, como una explosión de

motor. No le presta atención, pero entonces el gobernador Connally da un grito. Sorprendida

se vuelve hacia él y ve al mismo tiempo a su marido, con un aspecto raro y la mano izquierda

al cuello. Va a preguntar a John Fitzgerald, a quien familiarmente llama Jack, qué es lo que

pasa, cuando se produce algo espantoso y horrible. El cráneo de su marido se abre como un

huevo que revienta al mismo tiempo que resuena una nueva detonación.

Sangre y fragmentos de materia cerebral saltan por el interior del coche, salpicando el

vestido rosa de Jacqueline. Instintivamente ella se pone de pie, se inclina sobre su marido, le

rodea con sus brazos, cuando una parte del cráneo del Presidente se desprende y rueda sobre

el portaequipajes posterior del coche. Sin darse cuenta de lo que hace, su esposa trepa por

encima del respaldo del asiento y se arrastra sobre el porta equipajes tendiendo la mano hacia

el fragmento de carne y hueso. Como un autómata, repite: «¡Oh, Dios mío, han matado a mi

marido. Te amo Jack!»

La cabeza de la primera dama de los Estados Unidos está ya inclinada fuera del

vehículo, cuando el agente especial Clinton G. Hill, que iba en el «Cadillac» de la escolta

presidencial y que se había precipitado hacia uno de los dos estribos acoplados especialmente

en la parte posterior del «Lincoln», logra agarrarse a la empuñadura que hay encima del

porta-equipajes. Entre los dos disparos, un brusco acelerón de Greer le había hecho perder el

equilibrio. Pero ahora, se encuentra cara a cara con Jacqueline Kennedy salvaje, que

murmura «Dios mío, ayúdanos». El la empuja hacia el asiento, donde ella parece recobrar el

sentido y toma en sus brazos a su marido que se había hundido hacia la izquierda en una

especie de sobresalto, hasta el punto que su pie derecho se apoyaba sobre el borde de la

portezuela derecha. Hill se estira sobre el respaldo para proteger con su cuerpo a la pareja

presidencial. Pero ya es demasiado tarde. El coche presidencial ha pasado ya el puente del

ferrocarril y se dirige a toda velocidad hacia el hospital Parkland Memorial.

* * *

Desde el primer disparo —porque no había ninguna duda sobre la naturaleza del

ruido que acababa de oír— Roy Kellerman se volvió hacia atrás. Vio hundirse al Presidente;

también vio balancearse al gobernador Connally sobre las rodillas de su esposa y caer con la

cabeza sobre el ramo de rosas amarillas. Grita a Greer: «Es preciso largarse, ¡nos han

alcanzado!» «Sí, responde Bill pisando el acelerador, ¡salgamos de este infierno!» Kellerman

se acerca a la boca el micrófono de su puesto de radio y ordena al coche que va en cabeza;

«¡Condúzcanos inmediatamente al hospital».

El «jefe» Jesse Curry oye el mensaje; lo transmite a los motoristas que van en cabeza

y al coche-piloto de la policía de Dallas. Envía a la radio central de la policía una orden:

«Vayan al hospital, al hospital Parkland. ¡Es preciso que estén preparados!» El cortejo, por la

autopista Stemmons y el bulevar Harry Hiñes pasa a una velocidad de 130 km. por hora.

Jesse Curry vuelve a coger el micrófono: «Parece que han alcanzado a Presidente. ¡Qué

Parkland esté listo!» La radio central responde: «Ya han sido prevenidos».

Son las 12,35 horas. El coche en cabeza, el automóvil presidencial, el de la escolta del

Presidente, llamado Queen Mary, el del vicepresidente y el de la escolta del vicepresidente

llegan en tromba ante la entrada de urgencia del hospital Parkland Memorial. Aúllan las

sirenas y los frenos chirrían.

El agente del servicio secreto Lawson salta del coche que Iba en cabeza y va al

encuentro de los enfermeros que empujan unas camillas hacia los coches. En el «Lincoln»

presidencial, el gobernador Connally, que se había desvanecido después de haber sido

alcanzado por una bala, ha recobrado el conocimiento en el momento del frenazo. Como un

autómata se levanta y baja del coche, para desplomarse inmediatamente bajo el efecto de un

dolor violento. Los agentes del servicio secreto que viajaban en el Queen Mary saltan del

coche revólver o metralleta en mano, se sitúan formando un semicírculo en torno a los

camilleros que colocan al gobernador en una camilla. Otros camilleros quieren levantar al

presidente Kennedy, cuya cabeza reposa sobre las rodillas de su esposa tiñendo con grandes

manchas rojas su vestido rosa. El ramo de rosas rojas, que se ha deslizado sobre la moqueta

del suelo del coche, parece un gran charco de sangre. Inconscientemente, Jacqueline

mantiene contra sí los hombros de su marido. Parece que no ve nada, que no oye nada. Es

preciso que el agente especial Hill se quite la chaqueta y cubra con ella la cabeza y la parte

alta del pecho del Presidente para que las horrorosas heridas se escapen a los fotógrafos;

Creer, Kellermann y Lawson tienen que levantar, dulce, pero firmemente, al Presidente de las

rodillas de su esposa y depositarlo sobre una camilla, para que al fin Jacqueline parezca darse

cuenta de lo que está pasando.

Mientras tanto, el vicepresidente Johnson ha descendido de su coche. Camina con

dificultad, con las manos en los riñones. Su rostro está tan pálido que algunos le toman por la

víctima principal de lo que acaba de ocurrir. Se cree que ha sufrido un ataque cardíaco.

Rodeado de hombres del servicio secreto, entra en el edificio del hospital. Siguen las dos

camillas. Jacqueline Kennedy, sostenida por un agente especial, avanza como una

sonámbula, llevando agarrado el faldón de la chaqueta de Hill que recubre la cabeza y el

pecho de su marido. La puerta se cierra tras ellos. Son las 12,42 horas.

Se queda fuera solo, apoyado a la pared, el senador Ralph W. Yarborough, que se

encontraba en el cortejo en el coche del vicepresidente. El digno «congressman» llora.

Presenta un rostro empapado en lágrimas a los primeros periodistas que llegan en los coches

del «Trade Mart». Con ellos viene el almirante George G. Burkley, médico personal del

presidente Kennedy, cuyo coche se encontraba al final del cortejo y que, al ver desaparecer a

toda velocidad, en medio de una agitación incomprensible, los coches que iban en cabeza, se

dirigió al «Trade Mart». Alas personalidades que esperaban allí oír el discurso del Presidente

se les informó que el programa se había retrasado, que podían tomarse el postre. Para

entretenerles se tocaron canciones del folklore tejano.

* * *

Hemos visto que en el coche presidencial, los que no fueron heridos, reaccionaron a

los acontecimientos de una manera rápida y sensata. Cada uno hizo lo más rápidamente

posible lo que debía hacer. Si el presidente Kennedy no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que

pasaba, el gobernador Connally comprendió perfectamente que era testigo y víctima de un

atentado contra el Presidente de los Estados Unidos. Antes de desplomarse sobre las rodillas

de su esposa, tuvo fuerzas para gritar: «¡Dios mío, van a matarnos a todos!»

Las dos mujeres no tuvieron más que una reacción, la de proteger I sus maridos, de

«ocuparse de ellos», Jacqueline Kennedy tuvo un reflejo extraño, pero conmovedor y lógico,

en un breve momento de drama atroz; el de preservar la integridad física de su esposo

queriendo recoger la porción de cráneo que se deslizaba sobre el portaequipajes posterior.

En cuanto a los dos agentes del servicio secreto, ambos desempeñaron perfectamente

su papel. Greer, al volante, se dirigió al hospital más cercano; Kellermann, al micrófono,

previno a todas las fuerzas de la policía y al mismo hospital.

No se puede decir lo mismo de los ocupantes del Queen Mary. En este coche especial

había ocho agentes del servicio secreto, dos en los asientos anteriores, dos en el asiento

posterior, y dos de pie en los estribos especiales previstos al efecto a derecha e izquierda. En

los trasportines del medio iban también los asistentes especiales del Presidente, Powers y

O'Donnell. Cada uno de estos hombres iba armado con una pistola calibre 38 (38/100 de

pulgada equivalente a 9,5 mm.) y, en el suelo del Queen Mary había un fusil y una metralleta.

Ahora bien, sólo el agente especial Clinton Hill tuvo el reflejo inmediato de pasar a la acción

para proteger a su patrón. De ahí su carrera inmediata hacia el «Lincoln» presidencial que tan

sólo iba dos o tres metros más adelante, al encuentro de Jacqueline Kennedy que, sin él,

probablemente, se habría caído a la calzada.

Hill se encontraba en el estribo izquierdo. En el estribo derecho, el agente especial

John D. Ready tuvo la misma reacción que su colega, pero cuando ya había saltado a la

calzada le llamó el agente especial Emory P. Roberts que mandaba el coche de escolta.

Roberts pensó que Ready no podría agarrarse al «Lincoln» que empezaba a coger velocidad.

Todos los agentes especiales desenvainaron sus pistolas: George W. Hickey se apoderó de la

metralleta. Todos se quedaron anonadados, examinando los alrededores, las ventanas de los

inmuebles, los techos... pero no vieron nada. Ni un miembro de la escolta disparó un tiro.

¿Contra quién iban a disparar? Evidentemente, estos hombres, entrenados diariamente para

descubrir todas las emboscadas posibles, cansados de identificar los disparos de las armas de

fuego, no pudieron ni siquiera localizar aproximadamente la dirección de dónde vinieron las

balas. Es fácil sospechar de su incompetencia o falta de reflejos. Es más justo y, sobre todo,

más verosímil decir que, desde el punto donde se encontraban —a menos de diez metros de

las víctimas— era prácticamente imposible darse cuenta si había uno o varios tiradores y

dónde se encontraban. No es menos juicioso imaginar que si todas las balas pasaron por

encima de sus cabezas, poco más o menos en la misma dirección, como afirmará más tarde la

tesis oficial, su sexto sentido de hombres duchos en armas de fuego, les habría hecho girar la

cabeza y sin duda disparar hacia una cierta ventana de un cierto inmueble... Pero no

anticipemos nada sobre el análisis de las circunstancias de lo que ocurrió entre las 12,30 y las

12,31 horas en la calzada de la Elm Street, entre el «Texas School Book Depository» y el

puente del ferrocarril.

* * *

En el momento en que, detrás del «Lincoln» presidencial, el Queen Mary se dirige

hacia el puente del ferrocarril, Roberts se da cuenta de que el «Lincoln» del vicepresidente va

cerca de 50 metros más atrás de lo debido. Eso es completamente anormal. El orden del

cortejo es que el coche del Johnson siga a pocos metros al Queen Mary, de suerte que la

atención de la muchedumbre pasase automáticamente de la pareja presidencial al

vicepresidente y su mujer, sin entretenerse en el «Cadillac» que transporta diez hombres de

escolta.

Entonces, Roberts hace señas al chofer del «Lincoln» vicepresidencial, un agente de

la policía de tráfico del Estado de Texas, llamado Hurchel Jacks, para que se pegue al Queen

Mary. Al lado de Jacks va el agente especial del servicio de seguridad del vicepresidente,

Rufus W. Youngblood. «Lady Bird» ocupa el medio del asiento posterior entre su marido, el

vicepresidente Johnson y el senador Yarborough.

* * *

Cuando suena el primer disparo quien toma la dirección de las operaciones es

Youngblood. Dejémosle que narre lo que sucedió a través de sus diversos testimonios: «De

pronto noté una agitación insólita en la muchedumbre, las personas se agachaban y se

dispersaban, vi también movimientos rápidos en el coche de escolta presidencial. Entonces,

me volví, di una palmada en el hombro al vicepresidente y le dije: "¡Agáchese!" después de

lo cual volví de nuevo la cabeza y vi que continuaba el movimiento y la agitación, entonces

salté sobre el asiento trasero y me coloqué encima de él... el vicepresidente no protestó en

absoluto. Después grité al chofer: "¡Fuera de aquí! ¡qué diablos!"»

El vicepresidente Johnson, aplastado por su guarda de corps, no tuvo ocasión de

mostrar mucha iniciativa. «Yo me encorvé, dirá más tarde, bajo el peso del agente

Youngblood, vuelto hacia la señora Johnson y el senador Yarborough».

«Lady Bird», por su parte, recordará no haberse dado cuenta de la gravedad de la

situación. «El senador Yarborough, extendido a mi lado, testimoniará ella, me repetía: "¡Han

disparado contra el Presidente, han disparado!" Pero yo no quería creerlo. Era imposible.

Este policía no sabía lo que decía. Esas cosas sólo se ven en el cine. Últimamente, al cabo de

un tiempo que me pareció interminable, levanté los ojos y vi la palabra "Hospital"».

Ante el hospital Parkland Memorial, el coche de escolta vicepresidencial se encuentra

también cerca del «Lincoln» de Johnson. Todos los agentes especiales han respetado la

consigna: no alejarse de las personalidades que debían proteger. Ninguno de ellos se quedó

en el lugar del atentado. la cola del cortejo, con todos los coches de la prensa, abandonada,

sin comprender por qué, por los coches que iban en cabeza, se encuentra en el «Trade Mart»,

creyendo —según corría ya el rumor en Washington— que el vicepresidente había sido

víctima de un ataque cardíaco. Pero ¡os periodistas pronto han olfateado la verdad. Unos se

dirigen rápidamente al hospital Parkland, otros van a la Elm Street. Son ya las 12,50 horas

cuando el primer agente especial del servicio secreto, Forrest V. Sorrels, jefe de la oficina de

Dallas, vuelve al lugar del crimen.

* * *

Desde hace veinte minutos, el drama de Dallas ha pasado a la Historia. Sus secuelas

se desarrollan ahora en dos planos muy distintos que se mezclan por la fuerza de los

acontecimientos. Por una parte, la suerte de la primera magistratura de los Estados Unidos

que se juega, primero, en el hospital de Parkland Memorial y después en el aeropuerto de

Love Field; por otra, la búsqueda del autor o autores de este crimen —cuya resonancia es

inmediatamente enorme en el mundo entero— que comienza en Elm Street y que va a

extenderse a la ciudad de Dallas.

* * *

Ahora volvamos atrás. En la sala de urgencia N.° 1, la «Trauma Room N.° 1», el

interno de servicio, doctor Charles James Carrico, de veintiocho años de edad, ve por primera

vez en carne y hueso al Presidente de los Estados Unidos. Son exactamente las 12,43 horas.

John Fitzgerald Kennedy está echado sobre la camilla; su tez es gris; sus ojos muy abiertos y

fijos; la respiración es imperceptible; los latidos del corazón sólo se perciben al auscultarle.

El doctor Carrico observa al instante dos heridas evidentes: la una en la base del cuello y la

otra —mucho mayor— en la cabeza. Le falta una parte de la caja craneana y materias

cerebrales han rezumado al exterior.

Para tratar de reanimar las funciones respiratorias, el doctor Carneo introduce un tubo

en la tráquea y lo conecta a una bomba de oxígeno. Con el laringoscopio ve que, el interior de

la garganta del Presidente ha sido despedazado. En ese momento llega a la «Trauma Room

N.° 1», el profesor Malcolm O. Perry, ayudante del jefe del servicio de cirugía (éste está fuera

del hospital) que estaba desayunando en la cantina. Comienza por aflojar el corsé ortopédico

del presidente y, con la esperanza de restablecerle la respiración, le practica una gran

traqueotomía. En otras palabras, fe abre la parte superior del pecho para permitir el acceso de

aire a los pulmones, sin pasar por la tráquea, invadida de sangre. Así hace desaparecer la

herida de la base del cuello. Pero todos estos esfuerzos, drenajes torácicos, transfusiones,

masajes del corazón, no dan ningún resultado positivo. En torno al Presidente hay doce

médicos, sin contar al almirante Burkley. A las 13 horas, el doctor William Kemp Clark, jefe

de neurología del hospital, que ha examinado la enorme herida craneana de John Kennedy,

contra la que la medicina no puede nada, da fe de la defunción del trigésimo quinto

Presidente de los Estados Unidos, después de que un jesuita, el padre Oscar L. Huber, que

llegó después de haberse enterado del drama por la televisión, le hubo administrado los

últimos sacramentos.

Jacqueline Kennedy, que ha permanecido todo el tiempo en un rincón de la «Trauma

Room N.° 1», abraza el pie de su marido que sobresale por debajo de la sábana que recubre su

cuerpo. Ella se queda sola al lado del cadáver cuando los agentes del servicio secreto y los

médicos se reúnen en otra sala con los periodistas a quienes los agentes impiden telefonear.

Como la causa de la muerte se debió a la destrucción del sistema nervioso, fue el

doctor Clark quien firmó el acta de defunción.

De la «Trauma Room N.° 2», a donde se transportó al gobernador Connally, salen

mejores noticias. El herido está vivo y los médicos tienen muchas esperanzas de salvarle.

* * *

Ahora, toda la atención pasa al hombre que hasta el momento ha estado un poco

olvidado: Lyndon Baines Johnson ha dejado de ser vicepresidente para pasar a ser el 35

Presidente de los Estados Unidos. Desde su llegada al hospital fue aislado en la habitación de

una enfermera por los agentes especiales que se temían un nuevo atentado, en la hipótesis de

una conspiración para decapitar el gobierno de América,

Mientras los médicos, reunidos en torno a John Kennedy, luchan contra la muerte, «L

B. J.» ha permanecido postrado. Ahora que se le anuncia que se ha producido lo irreparable,

parece apenas salir de su estupor. Duda. Son sus ayudantes, los del Presidente asesinado, los

agentes del servicio secreto quienes le dictan su actitud. Saldrá inmediatamente para

Washington. Pero antes tendrá que prestar juramento. Se telefonea a Robert Kennedy,

ministro de Justicia, hermano del Presidente asesinado. Se busca un juez que tome el

juramento. Se encuentra una mujer, Mrs. Sarah T. Hughes, que irá al aeropuerto de Love

Field donde tendrá lugar la ceremonia de prestación del juramento en el avión presidencial A

ir Forcé One, mejor equipado desde el punto de vista de comunicaciones que el Air Forcé

Two Johnson no quiere salir sin Jacqueline Kennedy. La joven viuda se niega a partir sin los

restos humanos de su marido. Bill Greer toma una guía de teléfonos y pide a la casa de

pompas fúnebres «Oneal Funeral Home» que envíe urgentemente el ataúd mejor que tenga:

«Es para el Presidente de los Estados Unidos», añade. El «sigilo» sobre la muerte del

presidente Kennedy se retira en el momento en que el presidente Johnson abandona el

hospital de Parkland Memorial, acurrucado en el interior de un coche conducido por el

«chief» Jesse Curry, Llega al aeropuerto y sube directamente a bordo del Air Forcé One

estacionado al final de la pista. Allí espera la llegada del cuerpo de su predecesor y la de su

viuda.

* * *

En el hospital, todos los esfuerzos por alejar a Jacqueline Kennedy del cadáver de su

marido, son vanos. Ella está presente cuando colocan el cuerpo en el ataúd y presencia un

incidente extraño: dos representantes de las autoridades de Dallas se oponen a que salgan de

la ciudad los restos mortales del Presidente. Efectivamente, la legislación americana es

formal: un muerto, cualquiera que sea, depende de la jurisdicción exclusiva del Estado, sin

ninguna intervención de las autoridades federales, salvo en el caso de «conspiración». Ahora

bien, según el último informe de la investigación que se lleva en torno a la Elm Street, ha sido

un tirador aislado quien ha matado a Kennedy. El hecho de que la víctima sea el Presidente de

los Estados Unidos, legalmente, no cambia en nada las cosas. Los representantes de Condado

de Dallas exigen que el cuerpo de la víctima se quede en la ciudad hasta que se le haga la

autopsia. Es precisa toda la energía de los ayudantes del Presidente asesinado, y toda la

trágica determinación de su viuda, para que sea transportado el cuerpo al aeropuerto, donde, a

las 14,15 horas, es cargado a bordo del Air Forcé One A las 14,38 horas, Lyndon Baines

Johnson, rodeado de su esposa y de Jacqueline Kennedy, presta juramento en calidad de

trigésimo quinto Presidente de los Estados Unidos. A las 14,47 horas, el avión presidencial

emprende el vuelo hacia Washington.

* * *

En ese preciso momento, en los tócales de la policía de Dallas, el capitán J. Will Fritz,

jefe del servicio de robos y homicidios, lleva interrogando media hora a un cierto Lee Harvey

Oswatd, sospechoso n.° I del asesinato del presidente Kennedy. El nombre de Oswald corre

por los teletipos de todo el mundo como el del asesino. Para los periodistas que lanzan esta

noticia, se trata sencillamente de tomar las declaraciones que hacen profusamente tos

dirigentes de la policía de Dallas.

También a la misma hora, agentes del servicio secreto irrumpen en el despacho que

ocupa en el Capitolio el locutor de la Cámara de los Representantes, John W. McCormack.

Este digno diputado de setenta y un años se pregunta qué le pasa. Por un instante cree ser

atacado por unos «gangsters». En realidad los agentes especiales vienen a protegerle, porque,

según la Constitución americana, se ha convertido en el segundo personaje del Estado. Si le

ocurriese algo al presidente Johnson, él se instalaría en la Casa Blanca.

A primera hora de la tarde del 22 de noviembre de 1963, otros agentes especiales

invaden la «National Cathedral School for Girls» de Washington, se dirigen a una clase y

preguntan por una estudiante, Lucy Baines Johnson, hija mayor del nuevo Presidente y la

piden que les acompañe a la casa de ella, donde permanecerá bajo su protección. Otros

agentes especiales se presentan en la Universidad de Austin, capital de Texas, para conducir

a Washington a la hija menor del nuevo Presidente, Lynda, que, según se dice, flirteaba con

un joven oficial de marina. En el ministerio de Justicia, el procurador general, Bob Kennedy,

que se ha enterado de la noticia mientras comía con su esposa y la mujer del embajador de

Francia, Hervé Alphand, no puede ocultar su confusión. En el Senado, el joven presidente de

la sesión, que está dirigiendo un debate de política extranjera y que se llama Ted Kennedy,

palidece cuando se le informa del acontecimiento y sale olvidándose de levantar la sesión. En

el segundo piso de la Casa Blanca los dos hijos del Presidente asesinado, Caroline y

John-John, están durmiendo la siesta. Se tiene cuidado para no despertarlos.

* * *

Este mismo viernes, 22 de noviembre de 1963, a las 23 horas, tres anatomo-patólogos

del hospital nacional de la Marina de Bethesda(Maryland) acaban la autopsia del cuerpo del

presidente Kennedy. Han comprobado que tenía 46 años de edad, que medía 1,84 m., que

pesaba 77,300 kgs. que tenía los ojos azules y los cabellos castaño-bermejos, que su cuerpo

era musculoso y estaba bien desarrollado y que no presentaba ninguna anomalía a excepción

de las causadas por las balas. El Presidente murió a causa de heridas producidas por balas

recibidas en la cabeza. Los médicos, descubrieron dos heridas en el cráneo: una pequeña,

atrás y la otra, enorme, en la parte superior. Agentes del F.B.I. encontraron en Elm Street y en

el «Lincoln» presidencial fragmentos de la caja craneana que faltaban, pero no todos. De la

herida se extrajeron dos fragmentos metálicos que se remitieron al F.B.I. Una radioscopia

reveló la presencia de treinta a cuarenta fragmentos metálicos minúsculos que corrían en

línea recta de la herida occipital hasta la frente; un fragmento metálico bastante grande estaba

alojado inmediatamente encima del ojo derecho. Estos fragmentos no se extrajeron. Los

médicos descubrieron también una herida en la base de la nuca. Después de haberse enterado

del informe del hospital Parkland, supusieron que el proyectil que la había causado, había

salido por delante del cuello, por el lugar donde se le había practicado la traqueotomía.

Veintiséis minutos después de que los médicos de Bethesda hubieran firmado el

informe de la autopsia, en Dallas, después de una tarde agotadora, llena de interrogatorios, de

murmullo de un tropel de periodistas, de «flashes» de fotógrafos, del ronroneo de las

cámaras, el capitán Fritz firma oficialmente la demanda que acusa a Lee Harvey Oswald de la

muerte del presidente Kennedy.

Esto nos lleva al lugar del crimen, en esa ciudad que, esa tarde se convirtió para ella

misma y para el mundo entero en la «ciudad de la vergüenza».

* * *

Cuando a las 12,30 horas, este viernes 22 de noviembre de 1963, resonaron los

disparos en la Elm Street, el cortejo de coches qué componía la caravana presidencial,

formaba una «S»: el coche piloto pasa por debajo del puente del ferrocarril; el grupo bastante

compacto, formado por el automóvil en cabeza, conducido por el «chief» Jesse Curry, el

«Lincoln» del Presidente y el Queen Mory del servicio secreto, comienza a bajar la cuesta de

la Elm Street, después de haber torcido a la izquierda desde la Houston Street. El grupo

formado por el coche del vicepresidente y el de su escolta, que —de un modo anormal e

inexplicable— se ha retrasado unos cincuenta metros, está dando vuelta a la esquina y se

encuentra prácticamente perpendicular al inmueble del «Texas School Book Depository». La

larga fila de coches que va a continuación está integrada por los vehículos de la prensa, de los

colaboradores del Presidente —entre ellos se encuentra el de su médico particular—, y por

los de telecomunicaciones. Esta fila apenas ha comenzado a tomar la curva anterior que lleva

de la Main Street a la Houston Street. Este grupo rodea el edificio del Tribunal y de la prisión

del Condado.

Entre cada uno de estos grupos de vehículos van motoristas, la mayoría de los cuales

van provistos de emisores— receptores de radio, que les permiten ponerse en contacto

directo con el coche de Jesse Curry que va en cabeza y, a través de éste, con el «Lincoln» del

Presidente.

En el momento en que se oyen los disparos, una cierta confusión, seguida de un

principio de pánico, se apodera de los espectadores alineados a lo largo de la Houston Street,

delante del «Book Depository» y de los que se encuentran más diseminados a lo largo de la

cuesta de la Elm Street. Hay mucha más gente a la derecha del cortejo que a la izquierda. Los

cuatro inmuebles que dominan la curva formada por la Houston Street y la Elm Street y que

encuadran el césped de la Dealey Piaza presentan algunas ventanas raras llenas de

espectadores. El Tribunal y la prisión es un edificio administrativo, los otros tres: el depósito

de archivos, el almacén y el «Book Depository» no albergan ninguna vivienda. Las ventanas

donde hay personal se pueden localizar fácilmente, al menos por los diversos policías —los

de los coches de escolta así como los que se encuentran entre la multitud— cuya misión es

vigilar las ventanas y los tejados. ¡Ninguno de ellos vio nada de particular!

A lo largo de la Houston Street y de la Elm Street unos espectadores se tumban boca

abajo; otros comienzan a correr en todos los sentidos; hay negros que enloquecen creyendo

que se trata de un motín racista y que les van a linchar. Sobre el puente del ferrocarril, una

docena de espectadores y algunos policías ven este enloquecer de la gente sin comprender lo

que pasa. En los receptores de los policías se oyen órdenes de origen no identificado:

«¡Vayan todos a la estación de formación!» Esta estación está situada a la derecha del

cortejo, en la prolongación del puente del ferrocarril, más allá del terraplén alfombrado de

hierba y salpicado de matorrales y árboles que domina la cuesta de la Elm Street. Este

terraplén, lo hemos visto, termina en un pequeño muro.

En esta dirección se precipitan, abandonando sus motos tumbadas sobre la calzada,

los motoristas que se encuentran delante del coche en cabeza de Jesse Curry. Más que a las

órdenes sin identificar, parecen reaccionar a una especie de reflejo. Uno de ellos trepa por el

talud que prolonga el puente del ferrocarril, pero se encuentra detenido por una reja. Pero ya

hay por los raíles otros policías que corren; otros han invadido la estación; algunos suben a

los vagones de mercancías. Bajo los árboles del terraplén reina, igualmente, una vivísima

agitación. Algunos testigos tienen la impresión de que allí se desarrolla una cacería de

hombres; hay quien ha visto salir humo por debajo de los árboles; muchos ven fugitivos. En

efecto, se arrestan tres sospechosos que son conducidos a la prisión de la ciudad. El «sheriff»

adjunto de Dallas, H. Elkins, los envía al capitán Fritz, jefe del servicio de robos y

homicidios, del que ya hemos hablado. No se conocerá el nombre de estos sospechosos que

parecen haber sido puestos en libertad inmediatamente.

La radio de la policía de Dallas difunde ahora con claridad el llamamiento siguiente:

«¡Todas las unidades y todos los agentes situados en los alrededores de* la estación

deberán dirigirse inmediatamente al sector de la vía férrea, justo al norte de la Elm Street!»

Por eso hay tan pocos policías en el alto de la cuesta, al pie del inmueble del «Texas School

Book Depository».

Sin embargo, en el grupo de motoristas que van detrás del Queen Mary, en el

intervalo que le separa del «Lincoln» del vicepresidente Johnson, hay un agente de la policía

de Dallas. Se llama Marrion L. Baker; se encuentra poco más o menos entre las dos curvas de

la «S» que forma el cortejo, en la Houston Street, enfrente del «Book Depository». Oye con

claridad un disparo y, levantando los ojos ve unas palomas que emprenden el vuelo,

asustadas, desde el tejado del edificio de ladrillo rojo.

Gran cazador de venados, Baker obedece a un reflejo de cazador, aprieta el

acelerador, se dirige hacia el «Book Depository», mientras resuenan otros disparos, y echa

pie a tierra ante la entrada del inmueble. Separa un grupo de espectadores y tropieza con un

hombre que le dice ser el jefe de personal del «Texas School Book Depository». Se llama

Roy S. Truly.

«¡Han disparado desde el tejado de este inmueble I» le dice Baker. «Vamos allá»

replica Truly, y ambos entran en el edificio dirigiéndose apresuradamente a la puerta de

acceso. Se precipitan hacia los dos ascensores y comprueban que están inmovilizados en un

piso superior. Inmediatamente comienzan a subir por la escalera. Truly va delante de Baker

que ha sacado su «colt» y lo lleva en la mano. Cuando Truly ha pasado el descansillo del

primer piso, Baker tiene la impresión de que se ha perfilado una silueta a través de la ventana

de cristal que se encuentra sobre la puerta que separa el descansillo de un vestíbulo, el cual da

a la cantina del «Depository». De dirige a esta puerta, la empuja, atraviesa el vestíbulo y

penetra en la cantina donde ve a un hombre joven, ante una máquina automática que vende

Coca-Cola. «Venga aquí», le grita.

En el mismo instante, Truly se da cuenta de que está solo en la escalera.

Preguntándose lo que pasa, baja al descansillo que acaba de pasar, oye un rumor de voces en

la sala de la cantina y allí encuentra al policía que se vuelve a él para preguntarle: «¿Conoce

usted a este hombre? ¿Trabaja aquí?» El jefe de personal responde afirmativamente.

Entonces Baker baja el revólver que tenía dirigido al vientre del hombre que Truly conocía

bajo el nombre de Lee Harvey Oswald, colocado en calidad de administrador, por el sueldo

de 52 dólares a la semana. El mismo fue quien lo recibió y entrevistó el 15 de octubre último,

por recomendación telefónica de una cierta señora Ruth Paine, de Irving. Oswald le produjo

una buena impresión, así que le inscribió en la lista del personal del «Depository».

Oswald no tiene particularmente el aspecto extraño; tan sólo un poco sorprendido

como todo hombre al que se interpela poniéndole un revólver en el vientre. Se saca del

bolsillo una moneda, sin duda para introducirla en la máquina distribuidora de Coca-Cola. Y

Baker, preocupado por su investigación, sale ya, seguido de Truly, hacia la escalera que sube

hasta el tejado, donde no encontrará nada. Bajará de allí entre las 12,35 y las 12,40 y

encontrará las entradas del «Depository» en plena efervescencia.

Entretanto, hacía las 12,32 horas, la señora Robert A. Reid, administradora de la

empresa «Texas School Book Depository», que veía pasar el cortejo presidencial desde la

acera delante del inmueble, y que ha oído los disparos, sube corriendo al primer piso, donde,

en el vasto local adyacente a la cantina, tropieza con Lee Harvey Oswald que camina con

paso tranquilo hacia la escalera de la fachada. Esta escalera por la que sube la señora Reid, se

encuentra en el ángulo del edificio que da a la Elm Street y ala Houston Street, mientras que

Roy y Truly suben por la escalera posterior, que se encuentra exactamente en el ángulo

opuesto del inmueble. Si Truly condujo a Baker hacia esta escalera posterior, es porque el

policía quería subir al tejado y el jefe de personal sabía que el ascensor que se encuentra cerca

de la escalera anterior tan sólo sube hasta el tercer piso.

Oswald tiene en la mano una botella de Coca-Cola llena. Va vestido con una

«T-shirt» (camisa en T) blanca. Toda preocupada, la señora Reid le interpela: «Han

disparado contra el Presidente, pero quizá no le hayan alcanzado...». Oswald murmura entre

dientes algo indistinto y sigue su camino. La señora Reid no le presta más atención.

Van a ser las 12,33 horas. Delante del n.° 411 de la calle Elm, el edificio del

«Depository», se advierte un desorden y atropello tremendos. Los coches del cortejo

presidencial han desaparecido bajo el puente del ferrocarril, en torno al cual siguen las

búsquedas de numerosos policías. Pero algunos agentes se encuentran ya en la calle Elm y

recogen testimonios deshilvanados, de los que parece deducirse que los disparos procedieron

del inmueble de ladrillos rojos. Hay quien ha visto gente en las ventanas de los pisos cuarto y

quinto. A las 12,34 horas, la radio de la policía de Dallas insinúa en un mensaje una primera

indicación en este sentido. Como se habla mucho entre los mirones y los policías en la Elm

Street, los testimonios se van haciendo cada vez más numerosos y precisos. A las 12,36

horas, el sargento D. V. Harkness lanza por el emisor de su coche una llamada precisando

que, un testigo ha visto a alguien hacer unos disparos desde la ventana de la esquina de

Houston Street del cuarto piso. En realidad, el testigo, el joven Amos Lee Euins, estudiante

negro de quince años, hablaba de la ventana del segundo piso a partir del tejado (el quinto).

Con las prisas, Harkness contó mal partiendo de la planta baja. El agente W. E, Barnett, por

su parte, se precipitó a la parte posterior del inmueble para ver si bajaba alguien por la

escalera de incendios. Como no vio a nadie, volvió corriendo al ángulo de la Houston Street y

Elm Street, donde tropezó con un sargento al que no conocía y que le ordenó ir a quitar el

rótulo del edificio colocado encima de la puerta de entrada. Barnett cumple esta misión y se

encuentra bruscamente con un personaje fácilmente identificable. Se trata del albañil Haward

Leslie Brennan, vestido con una blusa de trabajo y con un casco metálico en la cabeza.

Brennan dice a Barnett que ha visto al tirador en una ventana de una esquina del edificio.

Barnett va entonces a montar la guardia delante de la entrada del «Depository». Pero como

no ha recibido ninguna orden precisa, se contenta con observar a las personas que entran y

salen libremente en el edificio.

Durante este período, Brennan sigue contando lo que ha visto o creído ver; en la

famosa ventana del quinto piso, había un hombre que se asomaba intermitentemente seis o

siete minutos antes de que pasara el «Lincoln» presidencial. Cuando sonaron los disparos,

ese hombre tenía un fusil en la mano; por lo que pudo ver Brennan (se encontraba enfrente

del «Depository», sentado en el borde de hormigón del terraplén, entre las calzadas de las

calles Elm y Main, a unos treinta metros de la fachada del inmueble) era un hombre blanco,

esbelto pero bien proporcionado, de 1,77 m. de estatura aproximadamente, que pesaría unos

75 kgs y de unos 30 años de edad. Tras el último disparo permaneció inmóvil uno o dos

segundos (como si comprobase la exactitud de su disparo) y desapareció después lentamente.

Conducen a Brennan al inspector J. Herbert Sawyer, cuyo coche está aparcado desde

hace un momento delante del n.° 411 de la calle Elm. Fue Sawyer quien, a las 12,34 horas,

envió el primer mensaje por radio anunciando que los disparos se hicieron desde el

«Depository». Después de eso, el inspector «inspeccionó el inmueble». Es decir, tomó el

ascensor de la parte anterior y subió hasta el final de su trayecto, —el tercer piso—, que

registró minuciosamente. No encontró nada y, descuidando los demás pisos, descendió a la

calle. Le presentan un hombre, un testigo. Son las 12,40 horas, aproximadamente. Sawyer se

olvida de preguntar el nombre a este testigo. Tan sólo se fija en que este hombre lleva en la

cabeza o en la mano un casco metálico de albañil (lo que es evidente si este testigo es

verdaderamente Brennan). Sea quien fuere, el testigo narra lo que ha visto o creído ver.

Sawyer sube a su coche emisor, cuya clave es «9» y envía al cuartel general de la policía

(cuya clave es «531») el mensaje siguiente, que se registra a las 12,43 horas:

«9 a 531: La persona que se busca en este asunto es un hombre blanco, esbelto, de

unos treinta años, 1,78 m. de estatura, setenta y cinco kilos, que lleva lo que parece ser un

30-30 o una especie de «Winchester».

»531 a 9: ¿Era un fusil?

»9 a 531: Sí, un fusil.

»531 a 9: ¿Tiene alguna descripción de cómo vestía?

»9 a 531: El testigo en cuestión no puede recordarlo.

»531: Atención todos los coches. Descripción radiodifundida. Ninguna otra

información por el momento.»

Tras haber transmitido su llamada, el inspector Sawyer pone al testigo en manos de

los policías que se encuentran por allí, con la misión de conducirlo a la oficina del «sheriff»

situada un poco más arriba en la calle Houston.

Pero ya son cerca de las 12,50 horas. El primer agente secreto en volver al lugar del

crimen es el agente federal Forrester V. Sorrels —representante permanente del servicio

secreto para el distrito de Dallas— que acaba de llegar del hospital Parkland Memorial. Su

coche está aparcado al lado del de Sawyer. Sorrels comprueba que el edificio no está cerrado,

que todo el mundo sigue entrando y saliendo libremente. Se queda extrañado. Entra en el

«Depository», tropieza con Truly a quien pide que le dé la lista completa del personal y

vuelve a salir a la calle gritando: «¿Alguno de ustedes ha visto algo?»

Empujan a Brennan hacia él. Esta vez es él, con su casco de albañil. Brennan se

apresura a contar por enésima vez su testimonio: ahora añade un detalle sobre la ropa que

llevaba el hombre de la ventana del quinto piso, detalle que no se había mencionado hasta

entonces. Dice que el hombre llevaba una camisa o una chaqueta clara. Sorrels acompaña a

los dos testigos a la oficina del «sheriff», donde se hace cargo de ellos un ayudante del

mismo, y regresa a la calle Eim.

* * *

Son las 12,58 horas. El jefe del servicio de robos y homicidios de la policía de Dallas,

el capitán J. Will Fritz, llega a su vez del hospital de Parkland Memorial. Acompañado por

dos detectives, pregunta a unos policías que se encuentran delante del n.® 411 de la calle

Elm, qué es lo que pasa. Le dicen que, aparentemente, el hombre que ha disparado contra el

presidente Kennedy se encuentra dentro del edificio. En la mejor tradición de los «íntegros»,

Fritz y sus hombres toman fusiles y metralletas. Uno de los agentes le pregunta si es preciso

cerrar las entradas del inmueble... Ya es hora: hace 28 minutos que ha tenido lugar el

atentado y 24 minutos que el primer mensaje de la policía ha citado el «Depository» como el

lugar desde donde se han hecho los disparos. Fritz responde afirmativamente. Seguido de

varios policías, comienza a hacer entonces lo que se debía haber hecho hace mucho tiempo:

regístralos pisos uno a uno, comenzando por abajo.

El «sheriff» adjunto, Luke Mooney, que a eso de las 13 horas se encarga de examinar

el piso quinto, advierte cerca de la ventana que da a la calle Elm, en la esquina de la calle

Houston, un montón de cajas de cartón llenas de libros. Comprueba que se han colocado

otras cajas al abrigo de este muro de cartón, para formar un puesto de tiro que enfila la calle

Elm en la dirección del puente del ferrocarril. Entre las cajas, el ayudante del «sheriff»

Mooney, descubre tres casquillos vacíos. Mira su reloj: son las 13,12 horas. Mooney hace

prevenir al capitán Fritz quien da órdenes de que no se toque nada antes de que lleguen

especialistas del laboratorio de criminología. Estos llegan pronto, conducidos por el teniente

J. C. Day, y toman las fotografías tradicionales. Continúan las investigaciones en el quinto

piso y, a las 13,22 horas, el ayudante del «sheriff», Eugenio Boone y el agente Seymour

Weitzman, descubren, en el ángulo opuesto del quinto piso, disimulado entre dos filas de

cajas de libros, una carabina de culata desmontable, provista de una mira telescópica. Se la

fotografía, después el teniente Day comprueba que no hay huellas digitales en el extremo de

la palanca-del armazón y que la montura de madera es demasiado rugosa para conservar

huellas. Entonces el teniente Day coge el arma por la montura y el capitán Fritz maniobra la

culata para sacar un cartucho que no se ha disparado. Antes de mandarla al laboratorio

criminológico, Day anota las inscripciones que figuran en la carabina: «Made in Italy-cal.

6.5-I940-C2766».

Seymour Weitzman, que ha participado unos minutos antes en la búsqueda

emprendida cerca del puente del ferrocarril (donde recogió el testimonio de un empleado del

almacén de la estación que había visto a alguien arrojar algo en un matorral) no ve estas

inscripciones. Le parece que el fusil en un «Mauser» alemán y dirá a todos los colegas y

periodistas que le interroguen que se trataba de un «Mauser». Igualmente lo precisará en su

informe oficial presentado el día siguiente a la policía de Dallas. Mientras el teniente Day

lleva lo que el capitán Fritz considera ya como «el arma del crimen», el jefe de persona) del

«Depository» hace su aparición en el quinto piso. Roy S. Truly viene a decir al capitán que al

llamar a sus quince empleados ha notado la falta de Lee Harvey Oswald. Por si acaso esta

ausencia parecía sospechosa a la policía, Truly ofreció la descripción y dirección de Oswald,

tales como figuran en su ficha en el servicio de personal. La dirección indica que vive en

Iving, suburbio de Dallas, situado a unos veinte kilómetros del centro.

Un grupo de empleados del «Depository» que decían haber advertido ciertas cosas

que podrían ser útiles a la investigación, fueron conducidos a la sede de la policía por el

detective C. W. Brown, agregado al servicio del capitán Fritz. Este, al recibir la descripción y

dirección de Oswald, se entera que hace casi media hora, hacia las 13,15, un agente de la

policía de Dallas, J. D. Tippit, fue asesinado por un desconocido a disparos de revólver en el

distrito de Oak Cliff, a unos kilómetros de allí.

Fritz se decide entonces a telefonear a la sede de la policía para saber algo más sobre

el particular. Es un hombre de su propio servicio quien le contesta, el detective Brown.

«Acaban de traernos al sospechoso del asesinato de Tippit —le informa Brown—.

Mr. Shelley, uno de los empleados del «Depository» que hemos conducido aquí, ha

reconocido a este sospechoso como un empleado del «Depository». Se llama Lee Harvey

Oswald».

Fritz responde brevemente: «Me personaré ahí inmediatamente; en unos minutos».

Llega a la sede de la policía poco después de las 14 horas. En el segundo piso, donde

se encuentra su despacho, así como el del jefe Jesse Curry, reina un desorden extraordinario.

El piso está lleno de policías, de testigos, de sospechosos, de periodistas, de hombres de toda

clase y condición, tórrido bajo los proyectores de la televisión, iluminado por los «flashes»

de los fotógrafos, henchido de voces, de ruidos de sillas, de armas, de cámaras... Oswald es

conducido de un despacho a otro, interrogado a tontas y a locas. Tiene el rostro tumefacto; su

camisa marrón está desgarrada por el codo. Ha sido golpeado o se ha golpeado él mismo.

Pero permanece arrogante; pretende que no tiene nada que ver con el atentado contra el

Presidente ni con la muerte de Tippit. Trata a los policías de esbirros, de «perros de la

Gestapo». Exige un abogado. A los periodistas les presenta un rostro arrugado por una

sonrisa burlona e irónica.

* * *

Lee Harvey Oswald muestra, pues, a la multitud que se aprieta en torno a él en el

segundo piso del cuartel general de la policía de Dallas, una cabeza de asesino «a la medida».

Y de esta multitud, de periodistas como de policías, se apodera una especie de delirio

histérico. Todo el mundo cree tener al asesino; nadie se preocupa de saber nada más. Durante

este tiempo, los teletipos y los teléfonos están en función. La «ficha de identidad» de Oswald

llega por teleimpresor de la central del F.B.I. de Washington: «Ha estado en la Unión

Soviética; ha manifestado simpatía por los comunistas y por Fidel Castro». Los cerebros

electrónicos instalados en el ministerio de Justicia, en la avenida de Pensylvania, en

Washington, han reconstruido en diez minutos el registro de antecedentes penales de

Oswald: «¡Renegó de la nacionalidad americana cuando estuvo en 1a U.R.S.S.!»

De pronto, la locura y el abatimiento dan lugar a una especie de euforia

extraordinaria, una euforia malvada y malsana. Cuando todavía no se ha pronunciado

ninguna inculpación, el jefe Curry, el capitán Fritz, el procurador del distrito Henry M. Wade

van a sucederse ante los micrófonos de la radio y ante las cámaras de la televisión haciendo

declaraciones contradictorias que aturden; pero todas sobre el mismo tema: «Oswald ha

asesinado al Presidente; ha matado también a Tippit; ha actuado solo; tenemos pruebas,

montones de pruebas; el asunto está solucionado; es un comunista, un loco, un extranjero en

Dallas».

Y —hecho que todavía deja más estupefacto— la investigación queda prácticamente

abandonada pocas horas después del asesinato del Presidente de los Estados Unidos: se

interrumpen las pesquisas; no se lleva control alguno de las carreteras ni de las estaciones de

ferrocarril; del aeropuerto de Love Field los aviones despegan sin que la policía se moleste en

ver las listas de pasajeros, lo mismo en los vuelos nacionales que en los que parten con

destino al extranjero. Y para coronarlo todo, a partir de las 17 horas, todo el mundo, lo mismo

los periodistas que los mirones, se pueden pasear libremente de arriba abajo del «Texas

School Book Depository», pueden tocar lo que les parece, coger lo que les gusta, dejar lo que

se les antoja... No hay ni guardias ni precintos.

Aquí debíamos interrumpir esta narración, en la que nos hemos cuidado mucho de no

relatar más que los hechos, tal y como se desprenden de los testimonios irrefutables, que no

coinciden con los que, once meses más tarde, ha tenido en cuenta la comisión de

investigación designada por el presidente Johnson y dirigida por uno de los americanos más

íntegros, el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Earl Warren. Porque

todo el resto es controvertible; ya lo veremos. Pero antes debemos volver atrás, primero para

conocer las circunstancias de la muerte del policía Tippit y después para saber quién es

verdaderamente Lee Harvey Oswald.

* * *

Son las 12,54 horas. La emisora de radio del P. G. de la policía de Dallas transmite sin

interrupción mensajes dirigidos a todos los coches-patrullas. A la mayoría se les dirige a la

zona de la calle Elm. Algunos deben Recorrer tos otros distritos de Dallas, vigilando la vida

de la ciudad, buscando al sospechoso cuya descripción (muy vaga, según hemos visto) se

funda en el testimonio de Brennan. Dentro de su coche blanco y negro, j. D. Tippit, agente de

policía en Dallas desde hace once años, considerado como un funcionario competente y

cumplidor, a quien le abonan 490 dólares al mes, casado y padre de tres hijos, toma con la

mano derecha el micrófono para decir que se encuentra en el distrito de Oak Cliff y que «está

dispuesto para cualquier eventualidad».

Durante veintiún minutos, Tippit no vuelve a comunicar con el P.C. de la policía. A

las 13,15 horas su coche se encuentra en la calle 10 Este; acaba de pasar el cruce de la avenida

Patton. Un hombre marcha por la acera, en la misma dirección; vuelve la espalda al coche de

Tippit. Este se acerca a la altura del hombre, se detiene, se inclina a la derecha y baja la

ventanilla de la portezuela derecha. El hombre se acerca al coche, se inclina sobre la

portezuela y entabla conversación con el policía. Después de unos instantes el hombre se

retira; Tippit vuelve a subir la ventanilla como si fuese a reanudar su marcha. Pero entonces

abre la portezuela izquierda, baja del coche y le da la vuelta por delante, como si fuera a

reunirse con el hombre que se halla en la acera. En el momento en que Tippit se encuentra a la

altura de la rueda delantera izquierda de su coche, aparece un revólver en la mano del hombre

que hay en la acera. Resuenan varios disparos a intervalos muy rápidos: tres, cuatro o cinco...

Tippit que había echado mano a su «colt» y había conseguido medio sacarlo de la funda, se

desploma como un fardo. El asesino huye hacia la calle 10, sacando los casquillos vacíos de

su revólver.

Fue visto por los ocupantes de la casa que hace esquina con la avenida Patton, la

señora Bárbara Jeanette Davis y su hermana política señora Virginia Davis. Pasa delante de

una tercera mujer que espera en el cruce para atravesar, la señora Helen Markham. La señora

Markham se queda helada de terror: ha visto la muerte y he ahí que el asesino avanza

directamente hacia ella con el revólver en la mano. Le ve de pequeña estatura, corpulento,

con el cabello rizado o alborotado, vestido con una chaqueta o blusón. Sin ocuparse de ella, el

hombre del revólver gira en la avenida Patton.

Contra la acera se estaciona el taxi de Witliam Scoggins que está comiéndose un

bocadillo. El asesino pasa corriendo por delante del taxista que también ha visto el asesinato.

Scoggins, asustado, desciende de su asiento y se agacha colocándose al abrigo del coche. El

hombre pasa a menos de cuatro metros de Scoggins que se fija en su blusón. Murmura entre

dientes una frase. Scoggins cree oír: «Poor damn cop!» o «Poor dumb copl» (Pobre maldito

policía o pobre estúpido policía). El hombre pasa el taxi y sigue corriendo por la avenida

Patton.

Delante de él llegan ahora dos hombres, Ted Callaway y Sam Guinard, ambos

empleados de un garaje que vende coches de ocasión un poco más allá, en la misma avenida

Patton. Al verles, el hombre, que sigue revólver en mano, cambia de acera. Pasa a tres metros

de Guinard, cuando Callaway le grita:

«Hey, man, what the hell is going on?» («Oiga, hombre, ¿qué demonios pasa?»)

El hombre se detiene un momento, dice algo indistinto y vuelve a salir corriendo

hacia la esquina de la avenida Jefferson. Pasa delante del garaje de coches de ocasión donde

hay cuatro hombres, dos de ellos, Warren Reynolds y Pat Patterson le cierran el paso y él se

cuela entre los coches estacionados al lado del garaje en un aparcamiento. Pronto le pierden

de vista.

Mientras tanto, Callaway y Guinard han girado a la calle 10 y se inclinan sobre el

cuerpo de Tippit, que está bañado en un mar de sangre. Allí encuentran a la señora Markham,

Scoggins, un policía que acaba de llegar y todo un tumulto. Callaway, a quien no le falta el

espíritu de iniciativa, se toma la libertad de recoger y examinar el revólver de Tippit que

estaba enclavado bajo su cuerpo. A continuación se instala en el taxi de Scoggins y ambos

emprenden la caza del asesino a través de las calles del distrito de Oak Cliff; pero sin éxito.

Cerca del cadáver de Tippit, que otros policías colocan en una ambulancia que va a tomar el

camino del hospital Parkland Memorial, donde están a punto de colocar el cuerpo del

presidente Kennedy en el ataúd y donde el gobernador Connally lucha contra la muerte, hay

un hombre que fue el primero en advertir a la policía de esto que acaba de suceder. Se llama

Domingo Benavides. Acababa de adelantar, al volante de su camioneta, al coche de Tippit

inmovilizado a lo largo de la acera, cuando oyó dos disparos. Detuvo su camioneta unos ocho

metros más allá, pero no se apeó antes de haber visto por el retrovisor cómo el asesino daba la

vuelta a la esquina de la avenida Patton. Entonces se dirigió-apresuradamente al coche de

Tippit y utilizó su radio para pasar el mensaje siguiente: «Acaban de matar a un hombre

aquí.» En este momento son exactamente las 13,16 horas.

Han transcurrido seis minutos. Ahora son las 13,22. Los policías presentes hacen una

síntesis de los diversos testimonios que recogen y difunden la descripción del asesino:

«Un hombre de raza blanca, de unos 30 años, mide 1,73 m., de cabellos negros,

delgado, viste un blusón blanco, una camisa blanca y un pantalón oscuro».

A las 13,24 horas otro mensaje de la policía indica: «El sospechoso ha sido visto por

última vez corriendo en dirección oeste, por el bulevar Jefferson, alejándose del número 400

Jefferson Este.»

El capitán de policía W. R. Westbrook se presenta con varios hombres en el sector

indicado y, en el aparcamiento donde están estacionados los coches de ocasión, descubre un

blusón abandonado. Es un blusón con cremallera, de color gris.

* * *

Cinco minutos. Con eso les basta a los que, en el P. C. de la policía de Dallas,

difunden los mensajes para cotejar las descripciones de los sospechosos del «Book

Depository» y de Oak Cliff. Efectivamente, a las 13,29 horas, este cotejo es cosa hecha. Y, un

cuarto de hora más tarde, a las 13,45 horas, un nuevo mensaje se transmite por la longitud de

onda de la policía: «Estamos informados de que un sospechoso acaba de entrar en este

instante en el cine «Texas Theater» de West Jefferson.»

Ocurrió lo siguiente: cuando todas las sirenas aúllan y siguen pasando coches de la

policía por el bulevar Jefferson dirigiéndose al lugar donde fue asesinado Tippit, el

propietario de una tienda de calzados, John Calvin Brewer', se fija en un hombre de aspecto

sospechoso, un hombre aparentemente acosado, parado ante el escaparate de su tienda. Sale a

la calle para observar más de cerca a este hombre que parece haber corrido y que se aleja

hacia la derecha. Le ve entrar en el cine «Texas Theater» que se encuentra muy cerca. La

cajera del cine, la señora Julia Postal, había abandonado la caja para ver lo que pasaba en la

calle. Así que no vió cómo se colaba el hombre en la sala. Brewer aborda a la cajera y le habla

de este individuo sospechoso: «¿Ha sacado una entrada?» pregunta él y la señora Postal

responde: «No, por Dios, no, señor». La cajera vuelve a su puesto y telefonea a la policía para

decirles: «No sé si será este hombre el que ustedes andan buscando, pero desde luego éste

tiene algún motivo para ocultarse.» Brewer entra en la sala para ver si su hombre se encuentra

allí. Unos instantes más tarde, varios coches conducen a una quincena de policías ante el

«Texas Theater». Cuatro de ellos pasan por la parte posterior, por la puerta de emergencia, y

molestan un poco a Brewer que está cerca de esa salida, antes que el comerciante pueda

hacerles comprender que es él quien acaba de localizar al sospechoso. Otros policías suben al

entresuelo por la entrada principal; un agente está en la cabina de proyección y acaba de

hacer encender las luces de la sala. Deslavadas siguen desfilando por la pantalla las imágenes

de la película Wat is Hell («La guerra es un infierno»).

Bajo la pantalla hay ahora un grupo de hombres armados que rodean a Johny Brewer.

Este les señala un hombre apaciblemente sentado en el fondo de la sala. Hay muy pocos

espectadores, a lo sumo veinte. Los policías con el agente M. N. McDonald a la cabeza,

suben por el pasillo central hacia el fondo de la sala. McDonald se acerca primero a dos

espectadores sentados en las primeras filas. Los registra y después sigue su camino hacia el

hombre que le ha mostrado Brewer y que parece esperarle sin moverse. Le ordena que se

levante y ponga las manos arriba. En el momento en que empieza a registrarle, McDonald y

el individuo hacen unos gestos vivos como si empezaran a pelearse. Otros tres agentes se

precipitan sobre el hombre y le golpean. El hombre cae a tierra; los policías se echan encima

de él, lo levantan y le colocan las esposas. Del montón de hombres surge un revólver que lo

empuña un policía de nombre Bob K. Carroll. El «sheriff» adjunto,— Eddy R. Walthers,

acaba de llegar. Se conduce al preso a un coche de la policía. El hombre no opone más

resistencia. Se contenta con insultar a los policías y acusarles de brutalidad. Lleva una camisa

de sport marrón bajo la cual viste una camisa en T blanca.

Son las 13,51 horas cuando el coche n.° 2 de la policía de Dallas anuncia por radio

que está en camino para la sede de la policía, transportando al sospechoso. Al volante va el

sargento Gerald L. Hill. Al examinar los papeles que lleva el hombre arrestado en los

bolsillos, el sheriff adjunto Walthers ve que se llama Lee Harvey Oswald, que vive en Irving,

pero que ha alquilado una habitación a menos de 2 kms de allí, en el n.° 1026 de la avenida

Nord Beckley.

* * *

¿Quién es este Lee Harvey Oswald, cuyo nombre se ha convertido, en esta tarde del

22 de noviembre de 1963, para el mundo entero, en el del asesino del presidente Kennedy,

por la voluntad de la policía de Dallas y la complicidad inconsciente de la prensa, la radio y la

televisión? He aquí su biografía, tal y como se puede reconstruir con certeza, libre de

fiorituras y de suposiciones, del género de aquéllas (ratificadas, sin embargo, por la comisión

Warren) que le atribuyen un intento de asesinato del general Waker, de lo que tendremos

ocasión de hablar más adelante.

Lee Harvey Oswald nació el 18 de octubre de 1939 en Nueva Orleáns. Por

consiguiente, ahora tiene 24 años. Durante estos veinticuatro años ha vivido con apuros y no

ha conseguido gran cosa.

Cuando nació Lee ya hacía varios meses que había muerto su padre. Su madre,

Margarita Oswald, tenía ya dos hijos: John Edward Pie (de otro matrimonio anterior) y

Robert Dentón Oswald. Los tres niños llevan una existencia más bien miserable. Su madre se

vuelve a casar, pero se divorcia en 1948 sin obtener ninguna pensión. Es enfermera a

domicilio, después se pone a trabajar en una confitería en Fort Worth, Texas. Lee cursa allí

sus estudios elementales, después sigue a su madre a Nueva York y se inscribe en el instituto

de Bronx. En cuatro meses falta a clase 47 días; prefiere quedarse en casa a ver la televisión.

Un sicólogo, el doctor Renatus Hartogs, le describe.en esta época como un «violento

rechazado, enemigo de la autoridad, duro, obstinado, que huye de los chicos de su edad».

Margarita Oswald vuelve a Nueva Orleáns, donde Lee parece encontrarse más a

gusto. Va regularmente al instituto y lee mucho, descubriendo en particular El Capital de

Marx que —escribirá más tarde— le da la impresión de una «nueva Biblia». A los 16 años

quiere inscribirse en la Marina, pero se le considera demasiado joven. Presenta una nueva

instancia un año más tarde y esta vez es aceptado.

En la escuela de Marina, Lee Harvey Oswald no se distingue entre sus compañeros.

Se le califica de tirador medio, pasando justamente del mínimo exigido de todos los

«Marines». Va destacado al Japón donde se interesa mucho por la lengua rusa, que llega a

aprender, y por todo lo que viene de la U.R.S.S.: libros, periódicos, literatura marxista. Tiene

pequeños contratiempos, una vez por tener un revólver personal, otra por haber insultado a

un suboficial. En 1959, después de tres años de servicio, solicita que le licencien y —a la

edad de 20 años— vuelve a ver a su madre (que vive de nuevo en Fort Worth) con un peculio

de I 600 dólares.

Sin decirle a su madre nada de sus intenciones, se embarca en un navío holandés con

destino a Europa, después de haber solicitado y obtenido sin dificultad un pasaporte. Lee

Harvey Oswald desembarca en El Havre, se dirige directamente a Londres y de allí a

Helsinki, donde solicita del consulado soviético un visado turístico para la U.R.S.S. Lo

consigue después de un plazo normal de unos días y llega a Moscú el 19 de octubre de 1959.

En la capital soviética decide, al cabo de unos días, establecerse en Rusia, renunciar a

la nacionalidad americana y solicitar la naturalización soviética. Se dirige a la embajada

americana para dar a conocer sus intenciones a los diplomáticos de su país. Les envía una

declaración en este sentido y confía a corresponsales de prensa americanos que los rusos no

parecen tener prisa en acceder a su solicitud.

La embajada americana, de acuerdo con el departamento de Estado, se decide por

contemporizar. Se explica a Oswald que no es tan sencillo eso de abandonar la nacionalidad

americana. Pero su aventura tiene un cierto resentimiento contra los Estados Unidos; la

prensa de derechas le cubre de injurias; su nombre es borrado de los cuadros de «antiguos

Marines», lo que le llena de amargura. Desde Moscú, escribe al ministro de Marina, que en

esa época no es otro que el senador de Texas Connally, para protestar contra esta decisión.

Los soviéticos se deciden, finalmente, después de dos meses de reflexión, a autorizar

su estancia en el país. Pero le niegan la naturalización y le asignan a una fábrica de Minsk en

Biélorussie.

En Minsk, Oswald conoce a una joven farmacéutica, Marina Nikolaíevna Prusakova,

con quien se casa y tiene una hija. Los Oswald llevan en Minsk una vida relativamente

desahogada. El sueldo de Lee lo completan bastante ampliamente asignaciones de la «Cruz

Roja» soviética, lo que es práctica corriente entre los occidentales que han renegado de su

país. Pero, de pronto, Oswald decide volver a los Estados Unidos. Entonces empiezan unos

meses difíciles para él y para su mujer. La «Cruz Roja» interrumpe sus remesas de dinero, la

policía política viene a menudo a hacer preguntas indiscretas al matrimonio Oswald, porque

Marina Nikola Tevna piensa seguir a su marido y llevarse el bebé.

Olvidando su proceder anterior, Oswald bombardea con llamadas de socorro la

embajada americana. Esta pide la intervención del departamento de.Estado: el desertor sigue

siendo ciudadano americano (su renuncia a la nacionalidad americana no se había

formalizado jurídicamente) y su regreso compensará, políticamente, su salida de 1959.

Finalmente, con dinero adelantado por una organización de caridad americana, los Oswald

desembarcan en Nueva York el 13 de junio de 1962.

Entonces empieza para ellos una vida difícil, acaso todavía más difícil que la que

vivieron los últimos meses en la Unión Soviética. Primero interrogatorios del F.B.I. que

quiere asegurarse que Lee Harvey Oswald no se ha convertido en un agente soviético.

Después las preocupaciones económicas. Encuentra varios empleos que pierde al poco

tiempo. La mayoría de las veces es despedido por «incompetente», pero muy a menudo la

verdadera causa de sus despidos es que sus patronos se enteran de su pasado sospechoso, o

que sus compañeros de trabajo se indignan al verle leer la prensa comunista y al oírle profesar

ideas «comunistas».

¿Cuáles son estas ideas en realidad? Oswald escribió mucho, lo mismo en Minsk que

después de su regreso. Ya en los Estados Unidos escribió, entre otras cosas:

«Nadie que haya conocido y que haya vivido bajo el sistema comunista ruso y bajo el

sistema capitalista americano tiene la posibilidad de elegir entre ellos; no hay elección

posible; uno ofrece la opresión, el otro la pobreza. Los dos ofrecen la Injusticia imperialista,

impregnada de dos clases de esclavitud... Me pregunto ¿qué ocurriría si alguien se levantase

para afirmar su oposición completa no solamente a los gobiernos, sino también a los pueblos,

a las naciones todas y a los fundamentos de la sociedad...?»

Esta es una forma de anarquismo, la más ofensiva para la mayoría de los americanos.

Oswald escribe al partido comunista americano, a la organización pro-castrista «Fair

Play for Cuba» y a otras asociaciones liberales o progresistas. También en estos medios le

tienen «fichado», tienen que desconfiar de él. En Nueva Orleáns, donde volvió a principios

de 1963, dejando a su familia en Irving, suburbio de Dallas, en casa de una mujer

«cuáquera», de origen ruso, la señora Ruth Paine que acogió a Marina bajo su protección,

distribuye octavillas pro-castristas, toma parte en tumultos, se hace arrestar, es invitado a

participar en debates radiofónicos. Piensa que por fin su— nombre va a llamar la atención,

pero sus oponentes resaltan ante los micrófonos la historia de su escapada soviética y sale

«abochornado»; ya no interesa a nadie. Y después esas visitas incesantes de los agentes

locales del F.B.I. que le siguen la pista, que le hacen visitas, que le formulan preguntas...

Las desilusiones vienen a unirse a los problemas económicos. Treinta y tres dólares a

la semana, como seguro de paro, es todo lo que Lee puede ofrecer a su esposa, a quien hace

venir consigo. Marina está embarazada de ocho meses. Su carácter se agria. Ha podido ver el

alto nivel de vida americano y sufre por no poder disfrutar de él; le reprocha a su marido, se

muestra disgustada. Escribe a la embajada soviética en Washington solicitando su

repatriación. No le gustan en absoluto las actividades de Lee, sus desplazamientos

misteriosos, ese fusil que se ha traído a casa, sus discursos filosóficos y políticos...

Afortunadamente esta valiente y enérgica mujer, la señora Paine, está allí. Ella desembarca

en septiembre de 1963 en Nueva Orleáns; ella carga a la familia Oswald y su escaso equipaje

en su coche y se los lleva a todos a la casa que tiene en Irving.

Lee, enfadado, se traslada con los suyos. Pero pronto decide marcharse. Cuenta a su

mujer historias embrolladas; ya se va a ir a buscar trabajo en Houston (Texas), como va a

hacer un viaje secreto a Cuba, vía Méjico, para reunirse allí con Fidel Castro. De hecho, sale

para Méjico en autocar y llega allí el 27 de septiembre. Solicitó y obtuvo un pasaporte

americano válido para el extranjero. En la capital mejicana, Oswald se presenta en el

consulado cubano para solicitar un visado de tránsito. Se le responde que no lo puede

conseguir antes de tener el visado de entrada en Rusia, ya que pretende detenerse en La

Habana camino de Moscú. Oswald se enfada y tiene un vivo altercado con un diplomático

cubano. En la embajada soviética, donde pide el visado de entrada, le responden que tendrá

que esperar varias semanas. En suma, aunque se presenta con recortes de periódicos que

relatan su actividad en Nueva Orleáns en favor del régimen castrista, en todas partes despiden

a Oswald con negativas.

Vuelve a Irving el 3 de octubre, también por autobús, desilusionado y amargado. El 9

de noviembre, escribirá a la embajada soviética de Washington una carta que echa humo, en

términos misteriosos de sus actividades en Méjico, carta que enviará sencillamente por

correo... (y que las autoridades soviéticas remitirán más tarde, con otros documentos, a la

administración americana).

El 14 de octubre se dirige a Dallas para presentarse al día siguiente, gracias a la

recomendación de la señora Paine, al jefe de personal del «Texas School Book Depository»,

Roy S. Truly. Alquila una habitación por 8 dólares a la semana en casa de la señora Earlene

Roberts, una patrona de la avenida Nord Beckley. Se inscribe bajo el nombre de O. H. Lee. A

Irving tan sólo irá los fines de semana. Allí pasará la mayor parte del tiempo disputando con

su mujer que le reprocha continuamente el no ganar bastante (ella acaba de dar a luz a su

segunda hija), el no comprarle una lavadora y vivir en Dallas bajo un nombre supuesto (ella

se ha enterado, al telefonear preguntando por Mr. Oswald a la patrona de la avenida Nord

Beckley). Con todo, la tarde del jueves 21 de noviembre —a pesar de ser jueves— vuelve a

Irving en el coche de un joven compañero de trabajo, Buell Wesley Frazier. Disputa de nuevo

con Marina y, a las 7,10 horas, el viernes 22 de noviembre, sale de Irving en el coche de

Frazier. Lleva un paquete largo y bastante voluminoso. «¿Qué es eso?» le pregunta Frazier.

«Rieles para cortinas», le responde Oswald. En realidad es un fusil con mira telescópica. A

eso de las 8 llegan al «Texas School Book Depository». Cada uno se dirige a su trabajo.

* * *

Lo que pasa a continuación, o más bien a partir de las 12,30 horas, ese viernes 22 de

noviembre de 1963, ya lo hemos narrado. Los acontecimientos posteriores no tienen gran

interés, por lo menos hasta la mañana del domingo 24 de noviembre. No porque lo ocurrido

durante esas 48 horas carezca de importancia, sino porque todo se desarrolló en una

confusión tal y con un tal prejuicio en contra de un Oswald confundido y desechada toda idea

de conspiración, que ningún testimonio tiene valor, ninguna hora es precisa y ninguna

palabra se puede tomar en serio.

Los jefes de la policía de Dallas, el procurador del distrito Henry Wade, multiplican

—como hemos dicho— las declaraciones intempestivas en el segundo piso de la sede de la

policía de Dallas, que se ha convertido en una especie de feria. Hay que recalcar la atmósfera

que reina en este local, porque esto explica muchas cosas: este piso ha pasado a ser del

dominio del personal de la prensa, de la radio y de la televisión. Todo pasa en pleno día, a la

vista de decenas de millones de americanos pegados ante sus pantallas de televisión, que les

permiten ver en directo todo lo que ocurre en Dallas. Se han suprimido los programas

normales de las cadenas de televisión; ya no hay anuncios; tan sólo la música seria alterna

con las transmisiones en directo de Dallas. En la sede de la policía, los agentes parecen ser

invitados de los periodistas. Algunos de éstos están instalados en los sillones de los jefes de la

policía, detrás de sus mesas de despacho, otros registran los cajones y las estanterías.

Embrollan las salas a conciencia, leen los informes de la policía; algunos juegan a las cartas o

comen bocadillos rociados de cerveza o de café que les llevan personas mal definidas, pero

serviciales, tales como Jack Ruby que se queda siempre rezagado por allí, que toma las

comunicaciones telefónicas del procurador Wade, del «jefe» Curry o del capitán Fritz, que

arregla las entrevistas retransmitidas por radio... Los técnicos de la televisión son los amos.

Se mueven entre las madejas de kilómetros de hilos tirados por el suelo, aflojan las

bombillas, trafican con los enchufes y los contadores, cambian recuerdos de reportajes en

Tokio o en Buenos Aires, dicen palabras groseras y apenas prestan atención a un individuo

demacrado que de vez en cuando es conducido de una sala a otra, del ascensor que conduce a

la prisión al despacho del capitán Fritz donde están también sentados, con los pies encima de

la mesa y los sombreros puestos, representantes del F.B.I. y del servicio secreto.

América entera, y con ella todo el mundo, contempla este vaivén, asiste a las

declaraciones de Curry, de Fritz y de Wade que se han convertido en super-vedettes de la

televisión. No hay ninguna duda. Y la prensa americana, tan adicta, sin embargo, al principio

sacrosanto según el cual un sospechoso sigue siendo solamente un sospechoso mientras no se

le haya juzgado y condenado, no se priva de tratar a Oswald de asesino. Apenas si hay unos

pocos periodistas europeos que se extrañen de este proceder, de este prejuicio, de esta

atmósfera de alegre feria. Oswald, por su parte, se mantiene firme. No confiesa nada. «No he

matado a Tippit» repite lo mismo delante del capitán Fritz y de los agentes del F.B.I. que ante

los periodistas. «¿Por qué disparó contra Kennedy?» le pregunta uno de éstos. «¿Contra

Kennedy? —replica—. Nadie me ha dicho que estuviera mezclado en ese asunto. ¡Es

ridículo!» Se queja de la brutalidad de los policías. Quiere un abogado, pero no un abogado

cualquiera, no el que le asigne el colegio de abogados de Dallas, Quiere al licenciado John

Abt, abogado neoyorquino especializado en la defensa de las personas que tienen algún

desacuerdo con los que vigilan las «actividades anti-americanas». Pero no llega a ponerse en

contacto con el señor Abt por teléfono. A falta de éste, desea un abogado de la «American

Civil Liberties Union», pero los representantes de esta asociación, en Dallas, no logran llegar

hasta él. Al llegar a la sede de la policía, a primera hora de la tarde del viernes, dice a los

periodistas: «Denme un abogado y saldré de aquí en dos días.»

Oswald recibe las visitas de su esposa (que fue arrestada en Irving, que testificó que

su marido poseía un fusil, que reconoció el fusil del «Depository» —no era un «Mau— ser»

sino un «Mannlicher-Carcano»— como perteneciente a su marido), la de su madre y de su

hermano Robert. Va y viene entre la prisión y el segundo piso del cuartel de la policía.

Delante de los periodistas se muestra siempre arrogante, seguro de sí; proclama su inocencia.

Ante los policías sigue negándolo todo: No, él no tenía ningún fusil; no, él no disparó contra

el Presidente; no, él no mató a Tippit. Del «Depository» de donde salió creyendo que no

tendría más trabajo que hacer ese día, se dirigió a su casa, a cambiarse de ropa, después tomó

tranquilamente el camino del cine donde le arrestaron. ¿Un revólver?, bien, sí, tenía uno.

Pero ¿qué? ¿Quién no tiene un revólver en Texas? Es curioso, los policías no hablan del

revólver encontrado en el «Texas Theater». Sobre su «curriculum vitae», Oswald dice lo que

quiere. Pero de todo lo que dice durante sus interrogatorios no quedará un rastro auténtico: el

«Jefe» Curry no dispone de un estenógrafo ni de un magnetófono... Es lamentable, pero lo

único que queda de las declaraciones de Oswald son los informes de los policías, redactados

en estilo indirecto.

Eso sigue así hasta el domingo por la mañana. Desde la víspera se tomó la decisión de

transferir el prisionero, de la prisión de la policía a la del Condado. Como el sábado por la

tarde los periodistas están fatigados, Jesse Curry se toma la molestia de ir a verles para

decirles:

«Creo que si vuelven aquí a las 10 de la mañana, estarán a tiempo para ver todo lo que

desean ver.»

Efectivamente, cuando al día siguiente por la mañana, después de unas llamadas

telefónicas anónimas anunciando que se habla formado un comité para matar a Oswald, unos

agentes federales —entre ellos Forrest Sor reís— sugieren al capitán Fritz que actúe por

sorpresa a espaldas de la prensa, Fritz les responde: «El "jefe" Curry quiere cooperar con la

prensa y no tratar de obstaculizarla el camino.»

Finalmente, a las 11,20 horas, este domingo 24 de noviembre de 1963, menos de 48

horas después de la muerte del presidente Kennedy, Oswald —que se ha puesto un pullover

en el despacho del capitán Fritz— es conducido entre varios detectives y esposado por el

puño derecho con el policía J. R. Leavelle. En el sótano del cuartel de la policía de Dallas, de

donde sube la rampa que desemboca en la Main Street, hay unos 70 policías y casi otros

tantos periodistas. El furgón celular blindado que debe «engañar» y el coche de policía en el

que debe montar realmente Oswald, están allí, a la luz deslumbrante de los proyectores.

Porque la escena se televisa en directo para todas las cadenas de los Estados Unidos.

De la masa de periodistas surge un hombre corpulento, con un sombrero flexible gris.

En la mano lleva un «colt 38». Lo apunta al vientre de Oswald y hace fuego una sola vez. El

prisionero gesticula y se desploma. Por primera vez en la Historia, decenas de millones de

tele-espectadores han asistido en directo a un asesinato. Se rodea al hombre y lo arrestan. Se

llama Jack Ruby. Es dueño de salas de fiestas, un «amigo» de la policía de Dallas, que

frecuenta su cuartel general. Declara que actuó en un momento de «depresión y de cólera»

como consecuencia del asesinato del presidente Kennedy: «quería vengar a esta pobre

Jacqueline Kennedy...».

A las 13,07 horas," en el hospital de Parkland Memorial, Lee Harvey Oswald, que no

ha recobrado el conocimiento, es declarado muerto. Exactamente dos días y siete minutos

después de aquél que, a los ojos de todos, fue su víctima. ¿Pero fue realmente Lee Harvey

Oswald quien mató al presidente John Fitzgerald Kennedy?

* * *

A esta pregunta, la respuesta oficial es «Sí». La respuesta del sentido común es «No».

Entre las dos es difícil la elección. Los disparos de Dallas, incluido el último, el que resonó el

domingo 24 de noviembre de 1963 en el sótano del cuartel de la policía de Dallas,

permanecen en un enigma total, uno de los más monumentales de la Historia, el más extraño,

o en todo caso, el de mayor resonancia del siglo XX.

Durante el proceso de Jack Ruby, una de las damas de la buena sociedad de Dallas,

apasionada por la cultura francesa, dijo a un periodista parisino: «Le compadezco por tener

que informar sobre este proceso. Jamás se sabrá la verdad, porque nunca se sabe lo que hay

en el fondo de los asuntos sudistas...».

En cuanto al «magistrado» Earl Warren, al presentar su informe, tuvo que reconocer

que ciertos hechos no se podrán revelar antes de que pase por lo menos una generación.

¿Y qué contiene este informe de la Comisión Warren en la enorme masa de sus

veintiséis volúmenes? Relaciona una serie de hechos y de testimonios, pero también un

impresionante número de aseveraciones gratuitas, de deducciones falaces, de flagrantes

contradicciones, de consideraciones que parecen más propias de una novela sicológica que

de una investigación policíaca, y, sobre todo, quedan en ella muchas lagunas abiertas.

Deplora la insuficiencia de las medidas de protección adoptadas, tanto para con el Presidente

de los Estados Unidos en su viaje oficial, como para el sospechoso detenido por la policía de

Dallas. Esta policía, la justicia de Dallas se ve reprendida por haber lanzado afirmaciones

inconsideradas y por haber tolerado el desorden que siguió al arresto de Oswald. Pero estos

policías, al igual que los agentes del F.B.I. y de los otros servicios federales, quedan limpios

de toda sospecha en lo que se refiere a competencia en conducir la investigación y por lo que

respecta a cualquiera complicidad en uno u otro de los dos atentados.

Un ejemplo chocante de lo que contiene el informe Warren —resultado de ocho

meses de trabajo— lo ofrece la reanudación pura y sencilla de la tesis de la policía de Dallas,

según la cual Oswald, después dé haber matado al presidente Kennedy y herido al

gobernador Connally, salió del «Texas School Book Depository», tomó un autobús y

después un taxi volvió a su casa, en la avenida Nord Beckley, tomó su revólver y un blusón,

se dirigió a la calle 10, fue reconocido por el agente Tippit, mató a éste, y por último fue a

refugiarse en la sala del «Texas Theater» donde fue aprehendido.

Esta tesis no resiste el examen, por eso nos hemos abstenido de contar el empleo del

tiempo de Oswald el viernes 22 de noviembre entre las 12,32 horas (cuando fue visto en

camisa blanca por la señora Reid) y las 13,50 horas (cuando fue detenido por la policía,

vestido con una camisa de sport marrón encima de la camisa Bianca). El conductor del

autobús, no 1o reconoció. Una pasajera del autobús, antigua patrona de Oswald, con quien

habla tenido unas «palabras», la señora Bledsoe, le vio con la misma camisa, desgarrada la

manga derecha, que llevaba cuando apareció por primera vez en las pantallas de la televisión,

inmediatamente después de su movido arresto... En cuanto al policía, Roger Craig,

«sheriff»adjunto del Condado, éste vio a Oswald subir en un break «Rambler» de color claro

a las 12,45 horas en la misma calle Elm... Por su parte, el taxista Whaley, que le transportó a

un tugar próximo a su domicilio, lo describió «vestido con un mono azul, una camisa marrón

(siempre la misma camisa que vio todo el mundo por la televisión) y una especie de blusón

que hacía juego con el pantalón»... La señora Roberts, en fin, la patrona del número 1026 de

la avenida North Beckley, recuerda haber visto llegar a Oswald a eso de las 13 horas y volver

a salir unos minutos más tarde subiéndose la cremallera de su blusón...

El asesino de Tippit, según la señora Markhamm —como ya hemos visto-era

pequeño y corpulento y a las 13,15 horas, momento del crimen, llevaba el pelo alborotado y

vestía una chaqueta o blusón blanco y, según los policías que hicieron la síntesis de los

diversos testimonios, vestía un blusón, blanco, encima de una camisa blanca. A lo menos esa

es la descripción que difunden a las 13,22 horas. Lee Harvey Oswald, por su parte, mantuvo

que él volvió del «Depository» a su casa, que se cambió de ropa y se fue derecho al «Texas

Theater» que distaba poco menos de dos kilómetros de su alojamiento. Esto ponía a punto el

problema de su ropa, dejando a un lado ese blusón encontrado abandonado en un

aparcamiento del bulevar Jefferson y que la señora Roberts vio que lo llevaba encima; pero la

señora Roberts testificó después de haberse enterado por la televisión que había aparecido el

blusón.

Todo lo que precede no quiere decir otra cosa sino que resulta imposible, fundándose

en el informe Warren, saber lo que hizo realmente Oswald entre las 12,32 y las 13,50 horas.

Tanto más que todos los testimonios que hemos citado y todos los que citaremos más

adelante, los hicieron personas que reconocieron a Oswald en el curso de «alineaciones»

organizadas por la policía de Dallas, después que la silueta y los rasgos del sospechoso se

hablan difundido por la televisión y los periódicos, y consiguientemente, cuando todos estos

testigos conocían a Oswald.

* * *

La «alineación» consiste en colocar en fila ante el testigo varios individuos, entre los

cuales se encuentra el sospechoso, con el fin de ver si el testigo lo reconoce. En las

«alineaciones» de Oswald, éste era fácil de identificar por las marcas que la refriega del

«Texas Theater» había dejado en su rostro y por su actitud: insultaba a los policías, se

quejaba de ser tratado brutalmente y de que le negasen un abogado. Esta situación quitaba,

evidentemente, todo valor a las identificaciones así obtenidas.

* * *

Así, la relación establecida entre los disparos de la calle Elm y los de la calle 10,

parece desvanecerse, sobre todo si se piensa que Tippit se acercó a su asesino por detrás y que

tenía que tener un olfato verdaderamente excepcional para conocer por la espalda a un

hombre fundándose únicamente en la descripción difundida por la policía, según el

testimonio de Brennan.

Como por este ejemplo preciso, se puede decir, sin peligro de contradecirse, que las

dos terceras partes de los hechos, establecidos como tales por el informe Warren, tan sólo

descansan en vagas presunciones, después de eliminar, en ciertos casos, lo que podría parecer

desmentirlas.

Sobre unos fundamentos tan movedizos, inciertos y frágiles, ¿a qué conclusiones

llegaron los investigadores de la comisión Warren? Helas aquí, y he aquí también el valor

que tendrían en un proceso contradictorio (la investigación de la Comisión no lo ha sido):

I.° Fueron disparados tres tiros contra el presidente Kennedy desde la ventana de la

esquina del piso quinto del Texas School Book Depository. Una bala se perdió, otra

atravesó la garganta del Presidente antes de atravesar el cuerpo del gobernador, y la

tercera rompió el cráneo del Presidente.-• Esta afirmación se puede calificar de gratuita. Si

es posible que se disparara uno o varios tiros desde esta ventana (testimonios de Brennan y de

otros, descubrimiento de los casquillos y del «Mannlicher-Carcano»), no es menos posible

que se hicieran otros disparos desde otros inmuebles (el depósito de archivos y el almacén),

que se encuentran dominando la porción de la calle Elm donde tuvo lugar el drama, y desde

donde se podía enfilar bien la cuesta hacia el puente del ferrocarril. Y todavía es más posible

que se disparara uno o más tiros de frente al «Lincoln» presidencial, como parece indicarlo la

precipitación de policías hacia el terraplén cubierto de césped, a la derecha del puente del

ferrocarril; los testimonios de varios policías que se encontraban en los coches del cortejo, el

del gobernador Connally y los de numerosos espectadores. Uno de los censores del informe

Warren, Thomas Buchanan, hizo unos cálculos: de 121 testigos citados en los 26 volúmenes

de este informe, 38 no tienen una opinión precisa en cuanto al lugar desde donde se hicieron

los disparos; 32 lo sitúan en el «Book Depository» y, por último, 51 estiman que los disparos

procedían de un lugar enfrente al coche presidencial. No hablemos del número de disparos,

punto que se interrumpió arbitrariamente, para subrayar que ni el tratamiento del presidente

Kennedy en el hospital Parkland Memorial, ni la autopsia practicada en el hospital de la

Marina en Bethesda, ni los testimonios de Jacqueline Kennedy o del gobernador Connally,

permiten afirmar, como lo hace el informe Warren, que una misma bala atravesó

sucesivamente al Presidente y al gobernador para aparecer, por último, en la camilla de

Connally en el hospital de Dallas. El lujo de detalles facilitado a propósito del aspecto de las

heridas del Presidente y del examen de los proyectiles o de los fragmentos de proyectiles

encontrados, no hacen otra cosa que poner en evidencia la falta de toda prueba verdadera. La

lectura del relato que acabamos de reconstruir antes, basta para darse cuenta de ello.

Añadamos que la bala perdida apareció después y, por último, se volvió a perder, si es que se

creen los detalles del informe.

2.° Los disparos que mataron al presidente Kennedy e hirieron al gobernador

Connally los hizo Lee Harvey Oswald. Esta afirmación se apoya en varios hechos que el

informe Warren estima demostrados. En primer lugar, se ha comprobado que un cierto A.

Hidell, cuya letra (en mayúsculas, se parece extraordinariamente a la de Oswald), pidió y

recibió, en un apartado de correos de Dallas, el 20 de marzo de 1963, la carabina que, según

la policía de Dallas y el F.B.I., sirvió para disparar las balas que hicieron destrozos en el

coche presidencial. Declarando la cuestión «sumamente verosímil»-los expertos se

guardaron de pretender formalmente que los proyectiles salieron del «Mannlicher-Carcano».'

Hay muchas probabilidades para asegurar que Oswald estuvo en posesión de esta carabina y

que la llevó al inmueble del «Depository» la mañana misma del atentado. Se sabe también

que Oswald poseía, por lo menos, un documento oficial que llevaba su foto y expedido a

nombre de «Hidell». Pero también es evidente que, a pesar de las experiencias teatrales

emprendidas bajo los auspicios de la Comisión Warren, un tirador tan mediocre como

Oswald no era capaz de dar, en pocos segundos, con este fusil, por lo menos dos disparos en

un blanco movedizo, a la distancia a la que se dice que se encontraba. El lapso de tiempo en el

que se hicieron los disparos está estrictamente delimitado entre cinco y siete segundos,

gracias a un aficionado al cine, un cierto sastre llamado Zapruder, que seguía al «Lincoln» de

Kennedy a través de su visor. También es casi seguro que le resultaría prácticamente

imposible a Oswald entre las 12,30 y las 12,32 horas (momento en que fue visto por la señora

Reid) limpiar el fusil —para hacer desaparecer de él las huellas digitales (pues no se

encontraron)— atravesar todo el quinto piso del «Depository» haciendo eses entre las cajas

de libros, disimular el «Manhlicher-Carcano», bajar la escalera hasta el primer piso y llegar

allí antes que Truly y Baker que subían corriendo, ser visto por estos dos hombres

perfectamente calmado en la cantina, hacer funcionar la máquina para obtener su botella de

Coca-Cola e ir tranquilamente al encuentro de la señora Reid. Es ridículo, por otra parte,

invocar —como lo hace el informe Warren— contra Oswald el hecho de que mintió sobre

otros detalles en sus interrogatorios. Eso no tiene nada que ver con lo que este informe

pretende probar, así como tampoco tiene nada que ver con esto una acusación de sainete,

según la cual, Oswald había hecho, el 10 de abril de 1963, un disparo de carabina contra el

general Edwin Walker, mientras trabajaba en el despacho de su villa de Dallas. Esta

acusación estaba fundada en informes muy vagos, en el testimonio impreciso de Marina

Oswald que, a partir del 22 de noviembre de 1963, estuvo literalmente «secuestrada» por el

F.B.I., y siguió prácticamente secuestrada hasta el otoño de 1964, así como en conjeturas y

coincidencias arbitrarias con notas escritas por Oswald. Ningún código, y el americano

menos que ninguno, admite el valor de los testimonios entre esposos, y, aunque

verdaderamente Oswald hubiera querido matar al líder de la «John Birch Society», esto sería

un argumento más para negarle todo móvil para asesinar a uno de los Presidentes de los

Estados Unidos más liberales y más opuestos a los movimientos extremistas, fascistas y

racistas. Aunque, pues, haya serias presunciones contra Oswald en el asesinato de John

Fitzgerald Kennedy, lo que es pruebas decisivas no ha presentado ninguna el Informe

Warren.

3.° Oswald asesinó al agente de policía Tippit que le había reconocido como el

sospechoso del atentado de la calle Elm.— Por lo que se refiere a los testimonios sobre este

asesinato, ya hemos visto a qué atenernos. Precisemos que entre los testigos que fueron

invitados para identificar a Oswald en el curso de las «alineaciones» que siguieron a su

detención, hubo uno que se negó a decidirse formalmente. Fue Warren Reynolds. En enero

de 1964, Reynolds fue víctima de un misterioso atentado: un desconocido le dio un balazo en

la cabeza. No murió Reynolds y, en el curso de la investigación se arrestó a un sospechoso;

éste fue puesto en libertad gracias a una coartada ratificada por una chica que hacía

«strip-tease», de nombre Betty McDonald. Esta cabaretera fue detenida poco después por

alboroto nocturno y se la encontró colgada en su celda en el cuartel de la policía de Dallas.

Una vez repuesto, Reynolds reconoció formalmente, ante la comisión Warren, una foto de

Oswald como la del asesino de Tippit.

En cuanto al «arma del crimen» aunque Oswald confesara al instante haber poseído

un revólver, de ello no se trató nada hasta el 26 de noviembre de 1963, cuatro días después de

los acontecimientos. Era un «Smith & Wesson 38» de cañón serrado, que el mismo

misterioso A. Hidell, sirviéndose de la letra de Oswald, había adquirido por correspondencia,

pidiendo que se lo enviaran al mismo apartado de correos de Dallas, donde debía llegar la

carabina y exactamente el mismo día: el 20 de marzo de 1963. Los expertos del F.B.I. se

declararon incapaces de afirmar con certeza que los casquillos encontrados cerca del lugar

donde fue asesinado Tippit y las cuatro balas extraídas de su cuerpo fuesen disparadas por

este revólver, aunque admitieron la probabilidad. En este caso, como vemos, hasta las

presunciones parecen escasas y flojas.

4.° Oswald opuso resistencia al ser detenido en el Texas Theater y trató de matar con

su revólver a uno de los policías.— El relato que hemos hecho de este episodio muestra

claramente que, lejos de manifestar intenciones belicosas, Oswald esperó tranquilamente a

que el policía McDonald llegase hasta él. La historia del revólver no puede ser más confusa;

tan sólo descansa en los testimonios de los agentes de la policía de Dallas y de un solo civil,

el comerciante de calzados Brewer. Nadie sacó a colación los nombres de la veintena de

espectadores que se encontraban en ese momento en el cine y jamás se les escuchó, a

excepción de dos de ellos, que dieron testimonios completamente contradictorios.

5.° Jack Ruby entró en el sótano del cuartel de la policía de Dallas el domingo 24 de

noviembre de 1963 a las 11,17 horas, y mató a Lee Harvey Oswald a las 11,21 horas. No

existe ningún elemento de prueba en apoyo del rumor, según el cual, Ruby pudo ser ayudado

por agentes de la policía de Dallas para matar a Oswald.— La primera fase de esta

conclusión parece exacta. Y sólo hace que presentar como más sospechosa la segunda. Ya

hemos visto que Ruby frecuentaba el cuartel de la policía, que conocía a todos los altos

funcionarios de esta honorable institución, incluidos el procurador Henry Wade, el «jefe»

Jesse Curry y él capitán Fritz. Era perfectamente normal, dadas las costumbres que no son

solamente propias de América o de Texas, en su calidad de propietarios de dos salas de

fiestas especializadas en el «strip-tease» y su pasado de «gángster» venido a menos, formado

en la escuela de los años anteriores a la guerra en Chicago. Se vio, por otra parte, que el

cambio de Oswald a la prisión del Condado, previsto en un principio para las 10 de la

mañana, se fue retrasando de cuarto en cuarto de hora. Ahora bien, Ruby entró en el sótano

del cuartel —bien porque los agentes de guardia no le vieron, bien porque le confundieron

con un periodista o bien que le dejaron pasar porque le conocían— cuatro minutos antes de

«ejecutar» a Oswald. Y como lo único que pudo establecer el proceso de Ruby, que, en

febrero de 1964, acabó en Dallas por su condenación a muerte (lo que no llegó a efectuarse),

es la premeditación del acto de Jack Ruby, es preciso creer que alguien —pero ¿quién?— le

tenia al corriente de los preparativos del cambio...

Este proceso, sobre el cual escribió un excelente informe Frédéric Pottecher, fue

considerado escandaloso por todo el mundo. La acusación, representada por el fiscal del

distrito Wade, y la defensa, llevada por una «vedette» cómica del colegio de abogados de

California, Melvin Belli parecían haberse puesto de acuerdo para que el fondo del asunto se

hundiese en el proceso, en las recusaciones de los jurados y en discusiones interminables y

espectaculares con sicoanalistas expertos. Siendo indiscutible el hecho mismo del asesinato,

puesto que tenía como testigos a todos los espectadores americanos de la televisión, el debate

se redujo, bajo la presidencia astuta del juez Joe Brown, a la cuestión de saber si Ruby estaba

afectado por un acceso de locura que le empujaba a desear labrarse un enorme éxito

publicitario, al precio de un asesinato, o de una locura que armaba su brazo para vengar a la

viuda y los hijos de John Fitzgerald Kennedy y a todo el pueblo americano. Y Jack

Rubynstein, alias Jack Ruby, ¿qué dice? Nada, absolutamente nada. No abrió la boca durante

todo el proceso. Cuando un periodista de la televisión le hizo la siguiente pregunta:

«¿Por qué no habló usted mismo a los jurados?» El respondió con toda buena fe:

«Quería hacerlo, pero mis abogados se opusieron y ellos saben mejor que yo lo que

conviene hacer» Este extraordinario silencio, Jack Ruby debía guardarlo obstinadamente

hasta su muerte insólita qué le sobrevino el 3 dé enero de 1967 —un poco más de tres años

después de su crimen-en este mismo hospital Parkland donde se registraron las defunciones

de John Fitzgerald Kennedy, del agente Tippit, dé Lee Harvey Oswald... Solamente en dos

ocasiones el asesino de Oswald dijo algo que quizá fuese muy importante. El 7 de junio de

1964, ya después de ser condenado a muerte, el magistrado Earl Warren fue a interrogarle

personalmente a la prisión de Dallas y Ruby le contó cómo, la tarde del 22 de noviembre de

1963, un policía y una cabaretera (Harry Olsen y Kathy Kay) trataron de persuadirle que

debía hacer justicia a Oswald.

Mientras hacía su relato, su abogado de entonces, Joe Tonahill (a quien rechazó

inmediatamente), garabateó en un trozo de papel en obsequio al juez Warren: «Esto es lo que

ha inducido a Jack a disparar...» Ruby, que pidió ver el papel, se encolerizó y trató a su

defensor de «mentiroso»...

En un nuevo interrogatorio conducido por el juez Warren, en agosto de 1964, Ruby se

mostró una vez más muy enfadado. Pero entonces dijo esto que figura en los anexos del

informe Warren:

«... Desearía hacerle una súplica: haga que me transfieran a Washington. Allí podrá

someterme a todas las pruebas que deseé. Es de suma importancia... Señor, mientras no me

lleven a Washington no sacará gran cosa de mí...»

El juez Warren no accedió a la petición de Ruby, tomando así la responsabilidad de

rechazar la proposición implícita del condenado a muerte de decir algo más fuera de Dallas.

En otoño de 1966, el tribunal de apelación de Texas casaba el juicio condenándole a

muerte. En febrero de 1967 se desarrollaba un.nuevo proceso en una ciudad de Texas distinta

a Dallas. Pero, bruscamente, el 9 de diciembre de 1966, Ruby —atacado oficialmente de

pulmonía— abandonaba su celda para ser hospitalizado en Parkland. Allí los médicos

diagnosticaron un cáncer generalizado. Antes de morir, a finales de diciembre de 1966,

alguien (no se sabe quién) consiguió registrar una entrevista clandestina a la cabecera del

enfermo que, sabiéndose condenado a morir —esta vez no por la Ley sino por la ciencia—

repetía que había actuado siguiendo su propio Impulso y que no conocía a Oswald... Este

registro, vendido en discos, debía servir para pagar una partida de 73 000 dólares que el

asesino debía al fisco al morir... A lo que debía en el momento de ser detenido, vinieron a

añadirse los gastos de su proceso.

6.° La Comisión no encontró ninguna prueba de la participación de Lee Harvey

Oswald o de Jack Ruby en ningún complot, nacional ni extranjero, en relación con el

asesinato de Kennedy. Teniendo en cuenta ¡a dificultad de probar un hecho sin un

argumento positivo, no se puede establecer de una manera categórica la imposibilidad de

una colusión de un tercero con Oswald o con Ruby.— Esta última conclusión del informe

Warren, que hemos citado textualmente, tiene el mérito de la franqueza. Pero ella nos

autoriza igualmente a decir que ha podido existir una tal colusión —que en América y en

otras naciones se llama conspiración—. Nos autoriza a imaginar lo siguiente (pero queremos

precisar que tan sólo se trata de una suposición que, acaso, reconstruya únicamente una

novela):

Un grupo de personas interesadas, cualquiera que sea, pero que cuenta con enormes

medios, decide eliminar a John Fitzgerald Kennedy. Este grupo, llamémosle «Organización

X» —que puede ser político, financiero o perteneciente al hampa— está bien informado de lo

que pasa en Washington. A finales del año 1962, después de las elecciones parlamentarias, se

entera de que el presidente Kennedy ha decidido hacer un viaje a Texas. Este Estado, por su

clima político y emocional particular, parece ofrecer el cuadro ideal para un atentado. Pero

con el fin de que este atentado no se vuelva contra la «Organización X», es preciso disponer

de una cabeza de turco que cargue con toda la responsabilidad y que desaparezca lo antes

posible. Los agentes de la «Organización X» que examinan Texas, descubren la existencia de

Lee Harvey Oswald, se enteran de sus peregrinaciones soviéticas, sus contactos con las

organizaciones comunistas o pro-castristas, estudian sus tendencias anarquistas, sus

dificultades económicas y domésticas, su carácter a la vez reservado e impulsivo. Este es el

hombre que necesita la «Organización X», sobre todo teniendo en cuenta que el F.B.I. lo

tiene fichado y lo vigila. Sus ideas y sus ataques tienen todas las probabilidades de

descubrirse muy rápidamente después del atentado.

Los informes de los agentes que estudiaron el caso Oswald subrayan, sin embargo,

que se trata de un veleidoso con el que r(o se puede contar de una manera absoluta. Por lo

tanto, los jefes de la «Organización X» deciden que sólo podrá desempeñar un papel pasivo,

un papel inconsciente en el asunto. Serán técnicos del asesinato los que se encarguen de

disparar. Oswald estará allí simplemente para jugar el papel del asesino. Cuanto más seguro

esté de su inocencia, tanto mejor para el caso; así resultará más odioso y censurable. Además,

hay muchas probabilidades de que lo maten en el momento de detenerlo. Si no fuera así, será

preciso pensar en suprimirle para que a la larga no dé una pista a los policías federales, pues

no se podrá prepararle para su papel de cabeza de turco sin hacer algunos contactos, los

menos posibles, con él. Para esta supresión, es preciso encontrar un verdugo, tan inconsciente

como él, a quien se le podrá dirigir a distancia en el momento deseado. Los agentes de la

«Organización X» se fijan entonces en el nombre de Jack Ruby, un «gángster» miserable,

llorón, exhibicionista (va a desnudarse en los camerinos de sus cabareteras), que debe más de

40.000 dólares de impuestos (2.800.000 Ptas.), que conoce como soplón a todos los policías

de Dallas. Esta particularidad es sumamente interesante, porque la ejecución eventual de

Oswald tendrá lugar muy probablemente en el cuartel de la policía de esta ciudad.

Uno de los agentes de la «Organización X», bajo el nombre de Hidell, traba

conocimiento con Oswald. Adulando su gusto por el misterio y por la política, le cuenta una

novela cualquiera en laque él es el héroe: un militante clandestino, anarquista y pro-castrista.

Oswald «va». Acepta alquilar un apartado de correos y recibir por cuenta de su amigo Hidell

un fusil de "mira telescópica y un revólver, que tiene muchas ganas de guardar. Para hacerlo

más real, Hidell «le presta» de vez en cuando estas armas. Le presta en particular el

«Mannlicher-Carcano» el 10 de abril de 1963 y va a tirar un tiro sobre la villa del general

Walker. Habla de ello con palabras encubiertas a Oswald, como de un atentado frustrado y

esta vez Oswald, el ingenuo ex-marino, no alberga ninguna duda del papel que desempeña en

la «gran revolución mundial». Al mismo tiempo la bala está en manos de la policía y podrá

servir en el momento oportuno.

Mientras tanto, Oswald —que se fotografía en su casa con «su» fusil y «su»

revólver— es empujado por Hidell a organizar la agitación pro-castrista en Nueva Orleáns y,

por último, después de haberse instalado su familia en casa de la señora Paine, en Irving, le

convence para que haga un viaje a Méjico para tratar de llegar a La Habana y reunirse con

Castro. Oswald «responde» siempre...

Cuando Oswald regresa desilusionado, Hidell y los demás agentes de la

«Organización X» que comienzan a afluir a Dallas, se dedican a acumular los indicios que,

llegado el momento, podrán contribuir a designar a Oswald como el asesino del Presidente:

un desconocido, presentándose bajo el nombre de Oswald, hace montar una mira telescópica

en un fusil italiano en la armería de Dial Ryder, en Irving, después desaparece; otro

desconocido, que se parece a Oswald, durante varios días va a entrenarse con un fusil

provisto de mira telescópica en el puesto de tiro de Grand-Prairie, cerca de Dallas; hace todo

por llamar la atención, en particular tira al blanco de otros tiradores; es de una destreza

notable; este hombre u otro también parecido a Oswald va a probar un coche en la

concesionaria de Lincoln-Mercury, en Dallas, declara que «pronto tendrá mucho dinero» y

volverá a comprar el coche y al salir, para no volver, deja su nombre; Lee

Oswald... (se ha comprobado que en ninguno de los tres casos se trataba de Oswald).

Finalmente, llega la víspera del 22 de noviembre de 1963. Se publican en tos

periódicos el itinerario y el horario del cortejo presidencial. Vuelve a aparecer Hidell.

Explica a Oswald que necesita el «Mannlicher-Carcano» al día siguiente y que sería prudente

que Oswald cogiese también el revólver, porque se espera que haya jaleo a causa de la

agitación de los extremistas de derechas. Es preciso que Oswald le deje el fusil en un lugar

convenido del «Book Depository» donde se puede entrar con toda libertad. Oswald

«marcha» una vez más. Lleva el fusil el viernes por la mañana en su embalaje de cartón. Bajo

su camisa, en la cinturilla del pantalón se ha colocado el «Smith & Wesson».

Cuando a las 12,30 desciende el «Lincoln» presidencial la cuesta de la calle Elm, en

un intervalo de cinco a siete segundos se disparan cuatro tiros contra el Presidente: uno desde

el quinto piso del «Depository», después de lo cual el tirador —quizá Hidell— añade dos

casquillos al que ha salido del «Mannlicher-Carcano», deja a un lado el embalaje del fusil, va

a disimular éste cerca de la escalera y tiene tiempo de bajar y salir a la calle para mezclarse

con la multitud. (Puede que fuera él a quien verá el «sheriff» adjunto Craig montar en un

«Rambler»). Mientras este primer tirador se afana en el quinto piso del «Depository», se

oyen otros tres disparos: el uno se hizo desde el terraplén cerca del puente del ferrocarril; el

tirador desapareció huyendo hacia la estación; los otros dos disparos se hicieron desde el

depósito de archivos y desde el almacén que hace esquina a las calles Houston y Elm,

enfrente del «Depository», Estos dos asesinos no tienen ningún problema para escapar,

porque nadie se interesa por los edificios en los que estaban apostados. Entre los testigos que

llaman la atención de los policías al quinto piso del «Depository», es posible que se encuentre

el primer tirador esperando al «Rambler» que va a venir a recogerle,

Al oír los disparos, Oswald se queda desamparado en el local de la cantina a donde

fue a buscar bebida. Comprende que algo terrible está pasando y que corre el riesgo de verse

mezclado en ello a causa del «Mannlicher-Carcano».

Al ver al agente Baker venir corriendo de la escalera, se resigna a soportar las peores

molestias, pero su jefe de personal, Roy Truly, viene a sacarle del atolladero. Tan sólo tiene

una preocupación: salir pronto del lugar de esta agitación. Se dirige hacia la salida. Al

cruzarse con la señora Reíd se entera de que han disparado contra el Presidente. Entonces no

se preocupa de ir a buscar su blusón y sale en mangas de camisa.

Ante el «Depository» le acecha un policía de Dallas y comienza a seguirle desde su

coche. Este policía podría ser Tippit. Ha sido contratado la víspera por personas que dijeron

que trabajaban para el F.B.I. o la C.I.A. Pro— mocionado a «agente secreto», tiene como

misión ver a dónde se dirige este hombre, cuya foto se le ha mostrado. (Algunos testigos

hablaron de un coche de la policía estacionado cerca del «Depository» antes de que pasara el

cortejo). Sabe que debe ir a dar cuenta a su nuevo «patrón» a las 13,15 horas en la calle 10, no

tejos del domicilio del hombre al que va siguiendo. En efecto, en autobús, en taxi, Oswald,

seguido por el policía, llega al distrito de Oak Cliff, entra en su casa, para salir en seguida

después de haberse puesto una camisa y un blusón, De allí va al «Texas Theater». Piensa que

es el mejor medio de apartarse de toda esta agitación. Después de dos o tres horas irá a Ver si

su habitación está vigilada o no. El bulto que hace en la cintura de su pantalón el «Smith &

Wesson» le tranquiliza. Pero se pregunta si ha hecho bien en escuchar a Hidell (¡hombre!,

¿qué ha podido pasar con el fusil?) y guardarse este revólver. Tiene calor. Se quita el blusón

y lo coloca en el asiento contiguo al suyo. Hay muy poca gente en el cine.

El policía ha seguido fielmente a Oswald, demasiado absorto en sus pensamientos

para darse cuenta. Ante el n.° 1026 de la avenida North Beckley, otro agente de la

«Organización X» está de guardia. El policía le conoce. Vio ayer a su nuevo «patrón». Su

presencia aquí estaba prevista. Por eso le indica que está allí tocando discretamente el claxon.

La patrona, señora Roberts, ve un coche de la policía —quizá el coche de Tippit— y oye su

claxon mientras Oswald sube a su habitación.

Oswald vuelve a salir y sube por la avenida North Beckley hasta el bulevar Jefferson,

donde gira a la derecha y entra en el «Texas Theater». El policía que le sigue continuamente

ha cogido en el coche al vigilante de la «Organización X». Este se apea delante del cine y

entra en él tras el rastro de Oswald. Sabe lo que va a ocurrir y debe actuar muy de prisa,

porque un detalle indumentario puede echarlo todo a perder. Así, se instala detrás de Oswald,

espera a que éste se haya quitado el blusón y, tan pronto como el blusón está en el respaldo

del asiento, lo coge cuidadosamente y sale por la puerta de emergencia.

Durante este tiempo, el policía que podría ser Tippit, sale hacia el lugar de su cita en

la calle 10. Le sobra mucho tiempo porque el lugar está tan sólo a 800 m. de distancia. Su

nuevo «patrón» está allí. Al llegar a su altura ve que su aspecto se parece al de Oswald

aunque sea más bajo y su cabellera más abundante. Lleva un blusón mucho más claro que el

de Oswald, casi blanco. Tippit se detiene. El hombre del blusón blanco se acerca a la

portezuela para hablarle. El policía le informa: «El sospechoso está en el Texas Theater'; su

colega que le ha seguido hasta allí me ha dicho que te esperará a usted en el lugar

convenido». «Muy bien gracias, hasta pronto», le dice el hombre del blusón. Pero en el

momento de alejarse del coche, indica al policía que su rueda anterior derecha está

deshinchada. El policía se apea para verlo. Apenas ha dado dos pasos cuando el hombre saca

un revólver y le ametralla. Tippit tiene justamente tiempo de coger su revólver antes de

perder el sentido. El hombre del blusón acaba de añadir un hilo a la malla que se teje en torno

a Oswald, suprimiendo un cómplice involuntario pero incómodo. Ahora corre hacia «el lugar

convenido».

Este lugar es el aparcamiento de coches de ocasión que bordea el bulevar Jefferson

entre la avenida Patton y la avenida Crawford, a menos de trescientos metros de allí. El

hombre que siguió a Oswald al «Texas Theater» y que le quitó el blusón llega allí.

Conciliábulo entre los dos agentes de la «Organización X»: «Este blusón, el de Oswald, es

mucho más oscuro que el tuyo... vamos a abandonarlo allí... lleva una camisa marrón...

vamos de prisa al «escondrijo» que está muy cerca, allí te desembarazarás de tu blusón, te

quitarás tu camisa blanca y te pondrás otra más oscura...»

A las 13,45 horas, el hombre que mató a Tippit aparece ante el escaparate de Brewer,

llama su atención, adopta un aspecto de hombre perseguido, se cuela sin pagar en el «Texas

Theater». Lleva una camisa oscura. No hace otra cosa que atravesar la sala y vuelve a salir

por la salida de urgencia. Ya ha transcurrido media hora desde que fue asesinado Tippit. ¿Ha

necesitado todo este tiempo el asesino para recorrer, huyendo, los 800 metros que separan los

dos puntos? Es absurdo. Pero nadie se dará cuenta de ello. En realidad, esta media hora se ha

llenado bien con la reunión en el aparcamiento y el cambio de camisa.

Al contemplar esa tarde la televisión, la «Organiza— don X» en Dallas puede estar

bien satisfecha de su labor: Kennedy ha muerto; ha sido detenido Oswald; la policía, el F.B.I.

y la prensa «marchan» como un solo hombre. Sin embargo, durante la jornada del sábado, la

situación evoluciona; los Wade, los Curry, los Fritz se están pasando de la raya, cuentan

demasiadas barbaridades, cosas demasiado inverosímiles; Oswald resulta peligroso, en el

fondo la actitud de los policías puede volver en su favor... con un buen abogado, puede

empezar a hablar de Hidell.,, más vale acabar con él.

Esa noche, Ja del sábado al domingo, Jack Ruby que, entre sus visitas al cuartel de la

policía, manifiesta una gran actividad para mostrar todo el horror que le inspira el asesinato

del Presidente, para clamar la vergüenza que siente por este Oswald, que ha cerrado sus salas

de fiestas en señal de duelo, Jack Ruby recibe una visita extraña. Ya la noche anterior había

sido abordado por un policía a quien conocía, llamado Harry Olsen. Este oficial de policía, a

quien Ruby respeta, es el amigo de una de sus cabareteras. Lleva el nombre de Kay Helen

Coleman, pero se hace llamar Kathy Kay. La pareja le ha expuesto numerosos razonamientos

para demostrarle la necesidad de «linchar» a Oswald. («Y hablaban, y se embalaban

—contará él mismo a Earl Warren— y pensaban que yo era el tipo más formidable del

mundo. Y él me dijo que se debería hacer pedazos a ese miserable. Ella añadió: 'Si esto

hubiera ocurrido en Inglaterra, le hubieran arrastrado por las calles y le hubieran colgado...»)

Esa noche, Ruby recibe una nueva visita, Le presentan a un desconocido que se queda

a solas con él. El desconocido explica a Ruby que es preciso matar a Oswald, que sólo él lo

puede hacer; así mostrará su valor y se convertirá en un gran héroe americano. Sus negocios,

que peligran, van a resultar florecientes. Si le detienen, será puesto en libertad triunfal mente,

pero aún en el caso en que fuese condenado no se le ejecutaría jamás; los amigos del

desconocido se lo garantizan; ellos le sacarían de la prisión y se haría rico y famoso... Pero si

tiene miedo le llegará la quiebra: el fisco va a ponerle «la cuerda al cuello» para que abone los

40000 dólares que le debe; sus salas de fiestas, donde se producirán tumultos, serán cerradas,

volverán a salir a la luz ciertas estafas de Chicago, volverán a aparecer ciertos asuntos de

malas costumbres sofocados... Verdaderamente no le queda opción: Jack debe aceptar el

convertirse en un héroe y —¡sobre todo!— pase lo que pase, jamás deberá hablar de esta

entrevista, jamás, so pena de morir infaliblemente y de una muerte poco agradable por

cierto...

Al día siguiente, Ruby se echa al bolsillo su «colt» de cañón serrado y 2200 dólares

para el caso improbable (pero ¿quién sabe?) que tuviese que huir, y se dirige al sótano del

cuartel de la policía. Tan sólo tiene que telefonear a uno de sus amigos policías para saber la

hora prevista para cambiar a Oswald de prisión.

* * *

¿Es una «novela» el relato anterior? Sin duda. Pero volviendo a usar los términos del

informe de la comisión Warren, podemos afirmar que «teniendo en cuenta la imposibilidad

de probar un hecho sin un argumento positivo...» no podemos demostrar que existiera una

conspiración de este tipo y que se sirviera de este modo de Oswald y de Ruby, pero podemos

certificar que nada prueba que no se haya podido producir alguno de los episodios de esta

«novela». Por el contrario, todo lo que ocurrió desde el 22 de noviembre de 1963 tan sólo

sirve para oscurecer este misterio, cuando las obras, apasionadas y contradictorias,

consagradas al acontecimiento, brotan como setas después de la lluvia. Después de la lluvia

de desapariciones, de muertes en serie, de situaciones equívocas, de cambios de opinión

espectaculares. Periódicamente un hecho nuevo viene a reforzar la tesis de aquellos que

pretenden que la verdad está muy lejos de ser conocida.

Hemos hablado del policía Harry Olsen y de la cabaretera Kathy Kay. Pues bien,

menos de dos meses después déla muerte de John Kennedy, en enero de 1964, contrajeron

matrimonio y desaparecieron sin dejar rastro; cómo si, de pronto, les hubiera tocado la lotería

para rehacer sus vidas en otra parte... Olsen había dimitido previamente de la policía.

El juez Brown, que había presidido y dirigido el proceso de Ruby, pretendió que

Oswald había apuntado en realidad al gobernador Connally, para vengar en este ex-ministro

de Marina el hecho de que le borrasen del cuadro de los guardiamarinas. Connally, por su

parte, se declaró convencido de que había sido alcanzado por una bala diferente de las que

dieron al Presidente.

El curioso «jefe» Jesse Curry, se jubiló anticipadamente a principios del año 1966, a

la edad de 52 años. La viuda de Tippit recibió 600.000 dólares (cuarenta y dos millones de

pesetas) como «donativos» y la viuda de Oswald-que fue el testigo más positivo de la

comisión Warren— recibió 200.000 dólares (catorce millones de pesetas)...

Hemos evocado el misterioso atentado del que fue víctima un testigo capital del

asesinato de Tippit, Warren Reynolds, y el fin extraño (colgada en su celda) de la cabaretera

que puso fuera de sospecha al autor de este atentado. Esta pobre mujer, cuyo nombre de

escena, Betty McDonald, encubría la verdadera identidad de Nancy Jane Mooney, no fue la

única en salir del mundo de los vivos en circunstancias sospechosas.

Entre las cinco personas que entraron en primer lugar en el apartamento de Ruby,

inmediatamente después del asesinato de Oswald, tres han fallecido ya. Las otras dos, el

amigo de Ruby, Senator, que compartía el apartamento con él y su abogado Jim Martin (que

no fue llamado a declarar ante la comisión Warren), afirman no saber nada. En cuanto a los

tres desaparecidos:

El primero, Bill Hunter, periodista del The Long Beach Pres Telegram, convocado

por el juez Warren, murió la víspera de su comparecencia. Estaba leyendo en la sala de

prensa de la comisaría de Long Beach, en California, cuando un policía «jugando con su

revólver» hizo «accidentalmente» un disparo que le mató en el acto. El policía se benefició

de un sobreseimiento.

El segundo, Jim Koethe, periodista del Times Herald de Dallas, fue atacado en su

apartamento, cinco meses después de la muerte de Hunter, por un desconocido que le mató

de un golpe de kárate.

El tercero, Tom Howard, uno de los primeros abogados de Ruby, murió en mayo de

1965 en Dallas de un ataque cardíaco. No se le hizo la autopsia. Sus amigos pretenden que se

comportaba de un modo extraño antes de su muerte...

Otra muerte extraña: la de Henry Thomas Killam. Killam era el marido de una amiga

de Ruby, Wanda Joyce Killam, que estaba muy relacionada con uno de los huéspedes de la

casa donde vivía Oswald, en la avenida North Beckley n.° 1026, llamado John Cárter. Se

ignora si Oswald había trabado conocimiento con Cárter. Pero el marido de la amiga dé éste

último salió de Dallas cuando comenzó el proceso Ruby. Se dirigió a Pensacola, Florida, y el

17 de marzo de 1964 se le encontró en una calle de esta ciudad con la garganta cortada. Según

el informe de la policía, se cayó sobre el escaparate de una tienda, accidentalmente, y se cortó

la garganta con los cristales rotos...

La muerte, y muerte violenta, no perdona al taxista William Whaley que transportó a

Oswald después del atentado de la calle Elm. El 18 de diciembre de 1965, pereció en un

accidente de automóvil. Un mes antes, una periodista que había seguido muy de cerca todo el

asunto y que había estado presente a los interrogatorios de Ruby por Earl Warren, apareció

muerta en su cama. Se llamaba Dorothy Kilgallen. Sucumbió a una dosis excesiva de

somníferos...

En fin, Lee Bowers, uno de los testigos esenciales para

los que afirman que se hizo algún disparo de cara al «Lincoln» presidencial, ya que se

encontraba, en su calidad de ferroviario, en lo alto de la torre de control detrás del terraplén

que flanquea el puente del ferrocarril, murió al volante de su coche el 6 de agosto de 1966.

Rodaba tranquilamente cerca de Dallas, cuando su coche se fue a estrellar contra un muro.

Bowers había dicho haber observado un curioso ajetreo de coches y a un hombre vestido con

una camisa blanca que «llevaba algo», en el estacionamiento situado detrás del

«Depository», antes y después del atentado.

Está también, por último, el caso Mánchester. El 26 de marzo de 1964, cuando la

comisión Warren estaba ya trabajando, el ministro de Justicia, Robert Kennedy, y Jacqueline

Kennedy anunciaron que la familia del presidente había encargado a un joven escritor,

William Mánchester, que «preparase un relato detallado de las circunstancias que marcaron y

acompañaron la muerte del presidente Kennedy». Eso equivalía, de algún modo, a considerar

«a priori» como insuficiente el informe oficial que iba a aparecer. Mánchester declaró que iba

a consagrar a este trabajo de tres a cinco años de su vida.

En realidad le consagró dos años y medio, pues su libro La Maerte de un Presidente

estuvo listo a finales de 1966. Pero no sólo no aportó ningún elemento nuevo Mánchester,

contentándose con adoptar la tesis oficial, sino que incurrió en la ira del «clan» Kennedy por

haber revelado anécdotas penosas o picantes sobre el comportamiento de diversos actores del

drama de Dallas, especialmente sobre el proceder de Lyndon B. Johnson y de sus

colaboradores más próximos. Se evitó un proceso gracias a que William Mánchester aceptó

practicar ciertos cortes en su texto.

Así, esta «razón de Estado» —alimentada por las convicciones de algunos, los

dólares de otros y el miedo de la mayoría— que quiere que nada pueda llegar a conmover la

confianza de los americanos en su sacrosanta institución, sigue encubriendo la verdad de este

espeso velo de misterio, cuya trama la forma el informe Warren.

Edouard BOBROWSKI

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11/12/2012

notes

Notas a pie de página

[1] Los aviones a reacción tienen un sistema denominado «asiento eyectable» que

permite al piloto ser lanzado del aparato gracias a un sistema explosivo que le ofrece la

posibilidad de escapar de la fuerza que le sujeta al avión y utilizar el paracaídas aún a alturas

muy bajas.

[2] Sin duda, para evitar que se asfixie el piloto por falta de oxigeno si se abre mí»

alto.

[3] Se trata de ejércitos privados cuyos servicios se hablan asegurado los france¬ses,

financiándolos, para combatir al Viet-Minh. Aunque el contexto sea diferente, se puede

comparar su situación en 1954 con la de los «harkis» argelinos, después de la independencia.

Table of Contents

Varios Autores LOS GRANDES ENIGMAS DE LA GUERRA FRÍA 02

¿Otto John, el doble desertor, es reo de traición?

El avión que hizo derrumbarse la conferencia de la cumbre

El poker atómico de Cuba

¿Quién asesinó a los hermanos Ngo?

Los disparos de Dallas

Notas a pie de página