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Los humanos de Matt Haig

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«Una mezcla entre El curioso incidente del perro a medianoche y El hombre que cayó a la tierra. Es divertida, enternecedora y escrita de manera muy seductora.» Joanne Harris, autora de Chocolat.

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Los humanos

Matt Haig

Traducción de Julia Osuna Aguilar

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LOS HUMANOSMatt Haig

Andrew Martin, catedrático de matemáticas de la Universidad de Cambridge, hadesaparecido. Cuando finalmente lo encuentran, desnudo y desorientado enmedio de una transitada carretera, parece otro. Y entonces empieza a contarnos–a nosotros, humanos lectores– que su mujer e hijo le parecen repulsivos como,en realidad, todos nosotros. Nuestras costumbres le resultan incomprensibles;nuestra alimentación insípida; nuestra necesidad de contacto y afecto, patéticos;nuestras sonrisas y lágrimas, un galimatías. Sin embargo, cuando descubre aDebussy y Dickinson, la mantequilla de cacahuete, el vino blanco y los perros, lascosas empiezan a cambiar. Después de todo, ser humano resulta contagioso…

ACERCA DEL AUTORMatt Haig nació en Sheffield, Reino Unido, en 1975. Estudió lengua y literaturainglesas e historia en la Universidad de Hull. Ha vivido en Nottinghamshire, Ibiza,Londres y actualmente reside en Nueva York. Es autor de varios libros infantilesy novelas para adultos y su obra ha sido traducida a veintinueve lenguas.

ACERCA DE LA OBRA«Los humanos es tremenda; una mezcla entre El curioso incidente del perro a

medianoche y El hombre que cayó a la Tierra. Es divertida, enternecedora yescrita de manera muy seductora.» JOANNE HARRIS, AUTORA DE ChoCoLaT

«Los humanos te hará reír y llorar. Inquietante, electrizante, intrigante, creíble eimposible. Matt Haig utiliza las palabras como si de un abrelatas se tratara. Ynosotros somos las latas.» JEANETTE WINTERSON

«Una novela divertida, apasionante y original. Al igual que Kurt Vonnegut yAudrey Niffenegger, Haig utiliza los tópicos de la ciencia ficción para explorar ysatirizar conceptos como el libre albedrío, el amor, el matrimonio, la lógica, lainmortalidad y la compasión.»ThE TimEs

«Una fábula inesperadamente cruda sobre el amor, el sentimiento de pertenen-cia y la mantequilla de cacahuete... Es graciosa, inteligente y muy, muy encan-tadora.»ThE sunday TimEs

«Haig ejecuta el tono exacto para provocar una sensación de desconcierto, des-cubrimiento y asombro en el lector, a la vez que realiza una celebración gene-rosa de la humanidad […] El resultado nos hace pensar, e invita a la lectura com-pulsiva.»BookLisT

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Para Andrea, Lucas y Pearl.

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Acabo de desarrollar una nueva teoría de la eternidad.

ALBERT EINSTEIN

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Prefacio

(Una esperanza ilógica ante una adversidad abrumadora)

A pesar de que soy consciente de que muchos de los que vaisa leer este libro estáis convencidos de que los humanos son unmito, estoy aquí para afirmar todo lo contrario. Para quienesno lo sepan, un humano es una forma de vida bípeda, con unainteligencia media, que vive una existencia eminentemente in-genua en un pequeño planeta anegado de agua de un remotí-simo rincón del universo.

Para los demás, y para quienes me enviaron allí, los huma-nos son en muchos sentidos tan extraños como cabría esperar;de entrada, es cierto que a primera vista su aspecto físico echapara atrás.

Tan solo sus caras ya contienen un dechado de curiosidadesatroces: una protuberante nariz central, unos labios de pielfina, órganos auditivos externos de lo más rudimentarios, co-nocidos como «orejas», ojos diminutos y, por encima, un ex-traño vello llamado «ceja» cuyo sentido se nos escapa. Es com-prensible, pues, que lleve un tiempo procesar mentalmente yasimilar la suma de todos estos elementos.

Los modales y las costumbres sociales son asimismo unenigma desconcertante. Rara vez los temas de conversacióncoinciden con aquello de lo que quieren hablar, y podría bue-namente escribir 97 libros sobre la vergüenza del cuerpo pro-pio y la etiqueta en el vestir sin llegar a entenderlos.

Ah, y no nos olvidemos del tremendo apartado de: «Cosasque hacen para ser felices pero que en realidad los hacen infe-lices». Es una lista infinita que, entre otras cosas, incluye com-prar, ver la tele, conseguir el mejor trabajo posible, adquirir la

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casa más grande, escribir una novela semiautobiográfica, edu-car a sus hijos, lograr que su piel parezca levemente menosvieja o albergar un vago deseo de creer que todo puede tenerun sentido.

Sí, reconozco que tiene su gracia, aunque de un modo bas-tante doloroso. Con todo, en mi estancia en la Tierra descubríla poesía humana. Una de sus poetas, la mejor de todas (denombre, Emily Dickinson), dijo: «Vivo en la Posibilidad».1 Su-giero que nos pongamos en situación y hagamos eso mismo:abramos todos nuestras mentes de par en par, porque el relatoque sigue requiere que dejemos a un lado todo prejuicio en posde la comprensión.

Y reflexionemos sobre lo siguiente: ¿y si realmente la vidahumana sí que tuviera un sentido?, ¿y si (seguidme la corriente)la vida en la Tierra fuese algo que no solo hay que temer y ri-diculizar sino también disfrutar? ¿Qué pasaría entonces?

Aunque es posible que a estas alturas más de uno sepáis loque hice, seguramente ninguno conoce las razones. Este docu-mento, esta guía o relato de los hechos —llamadlo como que-ráis— pretende aclararlo todo. Os ruego que leáis este librocon una mente abierta y que dilucidéis por vuestra cuenta elverdadero valor de la vida humana.

Que reine la paz.

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1. A lo largo del libro utilizo la versión de Margarita Ardanaz paraLetras Universales de Cátedra (8. edición, 2010) para trasladar los ver-sos de Dickinson que se citan. (N. de la T.)

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PRIMERA PARTE

Tomé en la mano mi poder

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El hombre que no era

Bueno, ¿qué?¿Estáis listos?Vale. Respirad hondo porque me dispongo a contároslo.La acción de este libro que tenéis entre las manos se sitúa

aquí, en la Tierra y versa ni más ni menos que sobre el sentidode la vida; trata de lo que supone matar a alguien y salvar aotros; trata del amor, de poetas muertos y de mantequilla decacahuete con trocitos; trata sobre la materia y la antimateria,sobre todo y nada, sobre la esperanza y el odio; trata de unahistoriadora de 41 años llamada Isobel, de un quinceañero lla-mado Gulliver y del matemático más inteligente del planeta.Trata, en resumidas cuentas, sobre cómo hacerse humano.

Pero permitidme que afirme una obviedad: yo no lo era.Esa primera noche, en medio del frío, la oscuridad y el viento,distaba muchísimo de serlo. Antes de leer la Cosmopolitan enla gasolinera, ni tan siquiera había visto aquel idioma por es-crito. Me hago cargo de que para vosotros esta puede ser tam-bién la primera vez, pero, para daros una idea de la forma enque sus habitantes consumen historias, he querido redactareste libro como lo habría hecho un humano; las palabras queutilizo son humanas, están escritas en una tipografía humanay se suceden entre sí al más puro estilo humano. Dada vuestrahabilidad casi instantánea para traducir incluso las formas lin-güísticas más exóticas y primitivas, confío en que la compren-sión no presente problema alguno.

Y para que quede claro, yo no era el profesor Andrew Mar-tin: yo era igual que vosotros.

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El del profesor Andrew Martin no era más que un papel, undisfraz, alguien a quien debía encarnar para llevar a cabo mimisión. Una misión que, por otra parte, había empezado por suabducción y su muerte. (Vale, soy consciente del tono lúgubreque acabo de crear y prometo no volver a mencionar la muerteal menos en lo que resta de página.)

En definitiva, que yo no era ese matemático de 43 años, ca-sado y con un hijo, que daba clases en la Universidad de Cam-bridge y que había dedicado los últimos ocho años de su vida aresolver un gran problema matemático cuya solución se habíaresistido hasta la fecha.

Antes de llegar a la Tierra no tenía el cabello castaño claroni llevaba la raya en medio; del mismo modo que no tenía opi-nión alguna respecto a Los planetas de Holst o al segundodisco de Talking Heads, pues ni tan siquiera me merecía res-peto el concepto de música (o al menos no debería). ¿Y cómoiba yo a compartir la opinión de que un vino australiano es au-tomáticamente peor que cualquiera procedente de otra regióndel planeta, cuando jamás había bebido nada aparte de nitró-geno líquido?

Huelga decir que, perteneciendo como pertenecía a una es-pecie posmarital, yo no había sido un marido ausente con de-bilidad por una de mis alumnas, de la misma manera en quetampoco había sido un hombre que paseaba a su springer spa-niel inglés (una suerte de divinidad doméstica también cono-cida como «perro») como excusa para salir de casa. Tampocohabía escrito libros sobre matemáticas ni les había insistido amis editores para que usaran una fotografía de quince añosatrás para la solapa de mis libros.

No, yo no fui ese hombre. Y tampoco albergué senti-miento alguno hacia él, por mucho que hubiese existido deverdad, tanto como vosotros o yo, con una forma de vidamamífera real, un diploide, un primate eucarionte que, cincominutos antes de la medianoche, había estado sentado a sumesa, mirando la pantalla de su ordenador y tomando cafésolo (no os preocupéis, no tardaré en explicaros lo que es elcafé y mis desventuras con él); una forma de vida que tal vezsaltase de su silla, o tal vez no, cuando le sobrevino la ilumi-nación, cuando llegó mentalmente a un lugar que ninguna

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otra mente humana había alcanzado aún, al mismísimo lí-mite del conocimiento.

Y al rato de haber hecho su hallazgo, los anfitriones, misempleadores, se lo llevaron. En realidad llegué a conocerlopor una milésima de segundo, lo justo para realizarle unalectura, a todas luces, incompleta; fue completa en lo físico,pero no así en lo mental. Para que nos entendamos: es posi-ble clonar cerebros humanos pero no lo almacenado en suinterior, al menos en su mayoría, de modo que me vi obli-gado a aprender muchas cosas por mi cuenta. Era un reciénnacido de 43 años al que habían arrojado en medio del pla-neta Tierra. Con el tiempo, resultó todo un fastidio no ha-berlo conocido debidamente, pues me habría facilitado laexistencia; entre otras cosas, podría haberme contado lo deMaggie… (¡Ay, ojalá me lo hubiese contado!)

Sin embargo, independientemente de los conocimientosque adquiriera, no cambiaba el sencillo hecho de que mi misiónera detener el progreso; para eso me habían enviado a ese pla-neta, para destruir las pruebas del descubrimiento del profesorAndrew Martin, unas pruebas que no solo estaban dentro deunos ordenadores, sino también en el interior de unos sereshumanos vivos.

Y ahora, ¿por dónde empiezo?Supongo que solo puedo empezar de un modo: por el mo-

mento en que me atropelló el coche.

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Los sustantivos aislados y otros intríngulis del aprendizaje de idiomas

Sí, como he dicho, lo suyo es que empecemos por el momentoen que me atropelló el coche.

En realidad, no nos queda más remedio porque durante unbuen rato antes de ese suceso no había nada. No había nada,nada, nada, nada hasta que…

Algo.Yo, allí en medio de la carretera.En mi interior se agolparon las reacciones. En primer lu-

gar, ¿qué era aquel tiempo? No estaba acostumbrado a unclima por el que hubiese que preocuparse; aquello, sin em-bargo, era Inglaterra, una región terrestre donde el desvelopor la meteorología constituía la principal actividad humana.¡Y con razón! En segundo lugar, ¿dónde estaba el ordenador?Se suponía que tenía que haber uno, aunque tampoco era queyo supiese qué aspecto tendría el ordenador del profesorMartin… por mí, como si parecía una carretera. En tercer lu-gar, ¿qué era aquel sonido, una especie de rugido sordo? Y encuarto lugar, era de noche. Siendo como era un hogareño em-pedernido, no estaba nada familiarizado con la noche y, ade-más, en cualquier caso, aquella no era una noche cualquiera.Nunca había visto nada igual: aquello era noche elevada a lanocturna potencia elevada a la nocturna potencia. Era la no-che al cubo, con un cielo de una oscuridad implacable, sin es-trellas ni luna. ¿Dónde estaban los soles? ¿O acaso ni siquieratenían? El frío que hacía así me hacía pensarlo. Fue toda unaconmoción sentir aquel dolor en los pulmones y aquel vientocontra mi piel, tan gélido que me hizo temblar de pies a ca-

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beza. Me pregunté si los humanos saldrían alguna vez a la ca-lle: de ser así, debían de estar locos de atar.

Al principio me costó respirar, circunstancia preocupante(al fin y al cabo es uno de los requisitos más importantes paraser humano). Al final, sin embargo, le cogí el tranquillo.

Y entonces me sobrevino otra preocupación. No estabadonde debía, y cada vez lo tenía más claro; en teoría, tenía queestar en el mismo sitio que el profesor, en un despacho, y aque-llo no podía serlo, hasta ahí llegaba. A no ser que fuese un des-pacho que incluyera todo un cielo, rematado por unas oscurasnubes acechantes y una luna invisible…

Me llevó un tiempo —demasiado— entender la situación.Si bien por aquel entonces no sabía lo que era una carretera,ahora sí estoy en posición de contaros que se trata de algo queconecta puntos de salida y de llegada; es un concepto impor-tante porque en la Tierra, por extraño que pueda pareceros,uno no puede desplazarse de un lugar a otro instantánea-mente. Aún no conocen la tecnología necesaria, y ni siquiera lasospechan. No, en la Tierra te pasas la vida entera viajando deun sitio a otro, bien sea por carretera, por ferrocarril, en el tra-bajo o en las relaciones.

Aquella en concreto era una autovía, el modelo de carre-tera más avanzado, lo que, como en tantas otras formas deprogreso humano, básicamente quiere decir que la muerteaccidental es más que probable. Bajo mis pies descalzos sentíla textura extraña y ruda de algo llamado asfalto. Al verme lamano izquierda, se me antojó un artefacto tosco y ajeno, aun-que dejó de hacerme gracia cuando comprendí que aquellacosa con dedos formaba parte de mí. Era un desconocido paramí mismo. (Ah, y por cierto, el rugido sordo seguía presente,salvo por lo de sordo.)

Fue entonces cuando me percaté de qué era lo que se meacercaba a una velocidad considerable.

Las luces.Luces blancas, anchas y bajas, que encajaron a la perfección

con los ojos brillantes de un camión cisterna de lomo plateadoque había empezado a chirriar. Intentó reducir la marcha y viró.

No tuve tiempo de apartarme; lo había tenido, pero se mehabía escapado. Había esperado demasiado.

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Y así fue como chocó contra mí con toda su fuerza implaca-ble, una fuerza que me lanzó por los aires y me hizo volar;aunque no volar de verdad, pues los humanos no saben, pormucho que batan sus extremidades. Lo único de verdad fue eldolor, que sentí hasta que aterricé; luego volví a la nada.

Nada, nada y…Algo.Un hombre vestido, con la cara inquietantemente cerca de

la mía.No, iba más allá de la inquietud.Me repugnaba y me aterraba a partes iguales. Nunca ha-

bía visto nada parecido a aquel hombre, con esa cara tan alie-nígena, llena de orificios y protuberancias. La nariz me tur-baba especialmente; mis cándidos ojos creyeron que en suinterior habitaba otro ser que quería salir de allí. Miré haciaabajo y escruté su ropaje; más tarde sabría que vestía camisa,corbata, pantalones y zapatos. Pese a ser justo las ropas quecabía esperar, me resultaban tan exóticas que no sabía si reíro chillar. El hombre estaba mirándome las heridas, o, másbien, buscándolas.

Me miré la mano izquierda, que no había sufrido desper-fectos. El impacto me había alcanzado las piernas y el pecho,pero no me había hecho nada en la mano.

—Es un milagro —dijo el terrícola en voz baja, como simurmurara un secreto.

Las palabras, sin embargo, no me decían nada.Se me quedó mirando a la cara y levantó la voz para com-

petir con el rugido de los coches.—Pero ¿qué hace aquí en medio?Una vez más, para mí no era más que una boca que se mo-

vía y hacía ruido.Supe enseguida que se trataba de un lenguaje sencillo, pero

necesito oír al menos un centenar de palabras de un idiomanuevo para poder formar todo el puzle gramatical. No me lotengáis en cuenta; sé que a algunos de vosotros os basta conunas diez, o con tan solo una cláusula adjetival. Pero los idio-mas nunca han sido lo mío. Supongo que forma parte de miaversión por los viajes, y aprovecharé para insistir en este as-pecto: yo nunca quise que me mandasen aquí. Se trataba de

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una tarea que, tarde o temprano, alguien tenía que asumir y,después de la charla que di en el Museo de las Ecuaciones Cua-dráticas —que muchos tacharon de blasfema, de supuesto cri-men contra la pureza matemática—, a los anfitriones les pare-ció el castigo perfecto; sabían que nadie en su sano juicioquerría hacerlo por gusto y, aunque era una misión impor-tante, eran conscientes de que yo (al igual que vosotros) perte-necía a la raza más avanzada del universo conocido y era per-fectamente capaz.

—Yo lo conozco a usted, me suena su cara. ¿Cómo sellama?

Sentía un gran cansancio. Es lo malo del teletransporte, latraslación de materia y la bioadaptación te quitan mucha ener-gía y, aunque luego la recuperas, siempre te pasa factura.

Me sumí en la oscuridad y disfruté de unos sueños teñidosde violeta, añiles y hogareños. Soñé con huevos resquebraja-dos, números primos y horizontes en perpetuo cambio.

Y entonces me desperté en el interior de un extraño vehí-culo, ensamblado a un primitivo artilugio para leer el corazón.Dos humanos, varón y hembra (la apariencia de la segundaconfirmó mis peores temores: en aquella especie la fealdad nodiscriminaba entre sexos), vestidos de verde. Parecían estarpreguntándome algo en un estado que podría describirse dealterado; tal vez se debiese a que estaba utilizando mis reciénadquiridas extremidades superiores para librarme de aquelaparataje electrocardiográfico de diseño tan rudimentario. In-tentaron detenerme, pero saltaba a la vista que no sabían sufi-cientes matemáticas, de modo que conseguí reducir con rela-tiva facilidad a los dos humanos de verde, que acabaron en elsuelo retorciéndose de dolor.

Al levantarme, noté lo fuerte que era la gravedad enaquel planeta. En ese momento, el conductor se volvió haciamí y me preguntó algo aún más urgente. A pesar de que elvehículo se movía a gran velocidad y de que las sinuosas on-das sonoras de la sirena suponían una distracción innegable,abrí la puerta y salté hacia la vegetación blanda que vi a unlado de la carretera. Rodé y rodé y, asustado, busqué dondeesconderme. Luego, cuando me pareció seguro salir de mi es-condite, me puse en pie (por cierto que, en comparación con

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una mano humana, un pie es relativamente poco perturba-dor, más allá de los dedos).

Me quedé un momento mirando aquellos extraños vehícu-los obligados a ir por tierra, que sin duda dependían de com-bustibles fósiles y hacían más ruido que un generador de polí-gonos. Por no hablar de la visión aún más insólita de loshumanos de su interior: todos enfundados en ropas y suje-tando con las manos un sistema circular de control de tracción(en algunos casos también se aferraban a aparatos de teleco-municación extrabiológicos).

«He llegado a un planeta donde la forma más inteligente devida todavía tiene que conducir su propio coche…»

Nunca antes había apreciado los sencillos lujos con los quetodos nosotros nos hemos criado: la luz eterna, el tráfico fluidoy flotante, la vida vegetal avanzada, el aire endulzado, elaclima. Ay, queridos lectores, no podéis haceros una idea…

Los coches hacían sonar unas bocinas de alta frecuencia alpasar de largo. Por las ventanillas, una cara tras otra de ojoscomo platos y mandíbulas caídas se me quedaban mirando. Yono lo entendía, porque ¿acaso no era tan feo como ellos? ¿Porqué no encajaba? ¿Qué estaba haciendo mal? A lo mejor eraporque no iba en un coche; tal vez los humanos viviesen así,siempre metidos en coches. O quizá fuese porque no llevabaropa… Esa noche hacía frío, pero ¿realmente podía deberse aalgo tan trivial como la falta de cobertura corporal artificial?No, no podía ser esa tontería.

Miré al cielo.La luna empezaba a asomar, si bien tras un fino velo de nu-

bes. Me pareció que también ella me miraba boquiabierta, conla misma cara de conmoción. Las estrellas, sin embargo, se-guían ocultas, fuera del alcance de mi vista. Quise verlas y sen-tirme arropado por ellas.

Para colmo, la lluvia era una posibilidad más que probable.Odiaba la lluvia; para mí, así como para la mayoría de vosotros,moradores de cúpulas, la lluvia es un horror casi de proporcio-nes mitológicas. Tenía que encontrar lo que estaba buscandoantes de que las nubes descargasen su contenido.

Algo más adelante vi una señal rectangular de aluminio.Los sustantivos sin contexto siempre son traicioneros cuando

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uno está aprendiendo un idioma, pero, como la flecha de la se-ñal apuntaba en un solo sentido, me decidí a seguirla.

Por su parte, los humanos seguían bajando sus ventanillasy gritándome por encima del ruido de sus motores. Algunosparecían hacerlo afablemente, como cuando escupían fluidooral en mi dirección, a la manera de un orminurco; me parecióoportuno escupirles a mi vez en señal de amistad, apuntándo-les a la cara, aunque a muchos no pude darles porque iban de-masiado rápido. Aquello pareció provocar más gritos, pero in-tenté encajarlo de buen grado.

Y me dije que ya tendría tiempo de entender el significadode un saludo tan elaborado como «aparta de la puta carretera,so chalado». Entre tanto, seguí caminando hasta que dejé atrásla señal y vi a un lado un edificio que estaba iluminado peroque, para mi sorpresa, no se movía.

«Voy a ir allí —me dije—. Iré a ver si encuentro algunasrespuestas.»

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Texaco

El edificio se llamaba «Texaco». Resplandecía en medio de lanoche y presentaba una quietud espantosa, como si esperara acobrar vida.

Mientras me acercaba, me fijé en que debía de tratarse deuna planta de recarga. Los coches aparcaban bajo un doselhorizontal y se alineaban junto a sistemas de despachado decombustible de aspecto rudimentario. Quedaba confirmado:los coches no hacían nada por sí solos; daban la impresión desufrir una muerte cerebral, en el remoto caso de que tuvie-sen cerebro.

Los humanos que estaban recargando sus coches me mira-ban al pasar. En mi intento por mostrarme educado, y dadasmis limitaciones verbales, les fui escupiendo una cantidad ge-nerosa de saliva.

Entré en el edificio. Detrás del mostrador había otro hu-mano vestido, pero este, en lugar de tener el pelo sobre la ca-beza, lo llevaba agolpado en la parte inferior de la cara. Teníaun cuerpo más esférico que otros humanos, lo que le daba unaspecto ligeramente más agradable. Por el aroma a ácido hexa-noico y a androsterona, deduje que la limpieza personal no secontaba entre sus prioridades. Se me quedó mirando los geni-tales (que también para mí resultaban de lo más inquietantes)y luego pulsó algo debajo del mostrador. Escupí, pero no medevolvió el saludo. Quizá no había entendido bien el tema delos escupitajos…

Tanto liberar saliva me estaba dando sed. Me acerqué a unaunidad refrigeradora que emitía un zumbido continuo y estaba

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llena de objetos cilíndricos de colores brillantes. Cogí uno y loabrí. Era una lata de líquido llamado «Diet Coke»; sabía extre-madamente dulce y tenía un retrogusto a ácido fosfórico queera asqueroso. Salió despedido de mi boca nada más entrar porella. Después consumí otra cosa, un pedazo de comida recu-bierto de un envoltorio sintético. Con el tiempo, comprendíque aquel era un planeta de cosas envueltas dentro de cosas:comida dentro de envoltorios, cuerpos dentro de ropas, odiodentro de sonrisas. Todo se escondía. Lo que me comí se lla-maba «Mars». Conseguí bajarlo un poco más por la garganta,pero solo lo justo para descubrir que me provocaba arcadas.Cerré la puerta y vi otro contenedor con las palabras «Prin-gles» y «Barbacoa». Lo abrí y probé a comer. No sabía mal—me recordó al pastel de sorpo—, de modo que introduje todolo que pude en mi boca. Me pregunté cuándo había sido la úl-tima vez que había tenido que alimentarme a mí mismo, sinasistencia, y no fui capaz de recordarlo; desde luego, al menosdesde la infancia.

—Oiga, no puede hacer eso. No puede ponerse a comer co-sas así sin más. Tiene que pagarlas.

El hombre tras el mostrador estaba diciéndome algo. Aun-que todavía no tenía mucha idea de qué, por el volumen y lafrecuencia deduje que no era nada bueno. Por lo demás, me fijéen que la piel —en las partes visibles de su cara— estaba cam-biándole de color.

Miré hacia las luces del techo y parpadeé.Me puse la mano delante de la boca y emití un sonido.

Luego alargué el brazo e hice lo mismo para comprobar si ha-bía diferencia.

Fue reconfortante constatar que, incluso en aquel remotorincón del universo, se cumplían las leyes del sonido y de laluz, si bien he de decir que me parecieron algo mediocres.

Vi entonces unas repisas llenas de lo que pronto identifica-ría como «revistas»; en la mayoría aparecían caras con sonrisascasi idénticas. 26 narices y 52 ojos, una visión estremecedora.

Cogí una al tiempo que el hombre cogía el teléfono.En la Tierra las comunicaciones siguen varadas en una era

precapsular y la mayoría se desarrolla a través de un disposi-tivo electrónico o de un medio impreso confeccionado con un

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fino derivado arbóreo procesado químicamente al que se co-noce como «papel». Las revistas son muy populares, aunqueningún humano se siente mejor después de leerlas; es más, suprincipal objetivo parece ser generar una sensación de infe-rioridad en el lector que, a su vez, le crea la necesidad de ad-quirir algo, cosa que hacen, para, sin falta, sentirse peor ytener que comprar otra revista para ver lo siguiente que pue-den comprar. Es un círculo vicioso eterno e ingrato que recibeel nombre de capitalismo y que goza de gran popularidad. Lapublicación que cogí se llamaba Cosmopolitan, y comprendíque, si no para otra cosa, al menos me serviría para entrar encontacto con el idioma.

No me llevó mucho tiempo. Los lenguajes escritos de loshumanos son ridículamente fáciles, pues se componen casi porentero de palabras. Para cuando terminé el primer artículo, ha-bía interpolado aquel lenguaje escrito en su totalidad (ademásde la chispa que puede ponerte a tono, a ti y a tu relación).También comprendí que los orgasmos eran algo realmentecomplejo; al parecer eran el principio fundamental de la vidaen la Tierra. Tal vez dotaran de sentido a todo el planeta, por-que, en resumidas cuentas, los humanos perseguían la ilumi-nación por medio del orgasmo. Unos segundos de alivio en laoscuridad que los rodeaba…

Pero leer no era hablar y mi nueva equipación vocal seguíaallí inerte, en mi boca y mi garganta, junto a los restos de co-mida que no conseguía tragar.

Dejé la revista en su sitio. Al lado de la estantería había untrozo vertical de metal reflectante y alargado que me permitióecharme un vistazo. Yo también tenía nariz protuberante, la-bios, pelo, orejas… ¡Cuánta externalidad…! Era un aspectomuy del mundo al revés, todo lo de dentro estaba hacia fuera.Por no hablar del grueso nódulo que tenía en medio del cuello.Y de unas cejas muy pobladas.

Me vino a la cabeza un dato que recordé de lo que me ha-bían contado los anfitriones: «Profesor Andrew Martin».

Se me aceleró el corazón y me sobrevino una oleada de pá-nico: ahora era eso, me había convertido en ese ser. Intentéconsolarme recordando que era una circunstancia temporal.

Debajo de las revistas había algunos periódicos, también

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con fotografías de caras sonrientes, así como algunos cadáveresjunto a edificios derruidos. Al lado, vi una pequeña selección demapas, entre ellos, un Mapa de Carreteras de las Islas Británi-cas. Tal vez estuviese en una isla británica. Cogí el mapa e in-tenté salir del edificio.

El hombre colgó el teléfono.La puerta no se abría.Me llegó una información espontánea: Facultad de Fiztwi-

lliam, Universidad de Cambridge.—¡Tú de aquí no te vas, ni de coña! —dijo el hombre utili-

zando unas palabras que empezaba a comprender—. La policíaviene de camino y he cerrado la puerta.

El dependiente se quedó desconcertado al ver cómo abría lapuerta. Salí a la calle y oí una sirena a lo lejos. Agucé el oído ysupe que el ruido estaba a tan solo 300 metros y se acercabacada vez más. Me puse en movimiento y corrí todo lo quepude, alejándome de la carretera y subiendo por un terraplénde hierba que conducía hacia otra zona plana.

Había gran cantidad de vehículos de transporte detenidosque formaban un esquema geométrico ordenado.

Qué mundo más extraño… Evidentemente, a primeravista, cualquier mundo es extraño, pero aquel debía de ser elmás raro de todos. Intenté concentrarme en las similitudes yme dije que también en ese planeta todo estaba hecho de áto-mos, y que funcionaban justo como debían: se atraen entre sí siintentas distanciarlos y, en caso contrario, se repelen. Aquellaera la ley más básica del universo y se aplicaba sobre todas lascosas, incluso en la Tierra. Me consoló saberlo, ser conscientede que, allá donde fuese, lo más pequeño siempre sería igual,una cuestión de atracción y repulsión. Solo notabas la diferen-cia si no mirabas a fondo.

Aun así, en aquel momento, yo no veía más que diferen-cias.

El coche de la sirena apareció entonces en la estación de re-carga despidiendo una luz azul parpadeante, y decidí escon-derme unos minutos detrás de los camiones estacionados. He-lado como estaba, me aovillé, con todo el cuerpo tembloroso ylos testículos en retroceso. (Comprendí entonces que los testí-culos son la parte más atractiva del cuerpo masculino, por mu-

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cho que los propios humanos los menosprecien y prefieranmirar cualquier otra cosa, incluso caras sonrientes.) Antes deque el coche patrulla volviera a irse, oí una voz a mis espaldasque resultó no ser de un agente de policía, sino del conductordel vehículo donde me había parapetado.

—Eh, tú, ¿qué haces ahí? ¡Aparta de mi camión cagandoleches!

Salí corriendo, pisando con los pies descalzos el terrenoabrupto y salpicado de trozos de mugre. Y luego corrí por lahierba y atravesé un sembrado en la misma dirección, hastaque llegué a otra carretera, más estrecha y sin tráfico.

Desplegué el mapa, localicé la línea que coincidía con lacurva de esa otra carretera y vi la palabra «Cambridge».

Me dirigí hacia aquel lugar.Mientras caminaba y respiraba aquel aire rico en nitró-

geno, fui haciéndome a la idea de mí mismo: el profesor An-drew Martin. Junto al nombre, llegaron más datos enviados através del espacio por quienes me habían mandado allí.

Resulté ser un hombre casado de 43 años, la mitad exactade una vida humana. Tenía un hijo. Era el profesor que acababade resolver el enigma matemático más importante al que sehabían enfrentado los humanos. Apenas tres horas antes habíahecho progresar la especie humana más allá de lo que cual-quiera habría podido imaginar.

Aunque eran unos datos desazonadores, seguí caminandorumbo a Cambridge para ver qué más me tenían preparado loshumanos.

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EL SEÑOR PENUMBRA Y SU LIBRERÍA 24 HORAS ABIERTA

de Robin Sloan

«Dentro, imaginaos la forma y el volumen de una librería normalvuelta sobre un costado. Era un lugar ridículamente estrecho yvertiginosamente alto, cuyas estanterías llegaban hasta arriba: trespisos de libros, quizá más. Torcí el cuello (¿por qué las libreríasresultan siempre tan incómodas para los cuellos?); los estantes sedifuminaban suavemente entre las sombras, de tal modo que pare-cía que no tuvieran fin. Todos estaban atestados, y tuve la sensa-ción de encontrarme en el lindero de un bosque.»

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LA RAZÓN POR LA QUE SALTOde Naoki Higashida

Un libro que otorga voz a aquellos niños autistas que ni siquieratienen la capacidad de comunicarse verbalmente, que explica suscomportamientos; aquello que adoran y odian; las sensaciones queles produce nuestra actitud incrédula o temerosa…

Igual que La escafandra y la mariposa o La elección de August,La razón por la que salto conmueve y es un canto a la vida.

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EL OCÉANO AL FINAL DEL CAMINOde Neil Gaiman

Un hombre vuelve a la zona donde vivió hace cuarenta años paraasistir a un funeral. En un arranque incomprensible e inesperado,decide acercarse a la casa de su amiga de la infancia, Lettie. Y es ahídonde los recuerdos que no sabía que tenía empiezan a fluir, comoel océano que Lettie insistía que era, en realidad, su estanque. Lamemoria se mezcla con la fantasía mientras el protagonista noscuenta un viaje imposible, en un mundo que puede o no existir,repleto de monstruos imaginarios que se hacen reales en el relatode ese niño de siete años.

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SALVAJEde Cheryl Strayed

Con veintidós años, Cheryl Strayed creía que lo había perdidotodo tras tomar la decisión de separarse y acercarse demasiado almundo de las drogas. Su familia se había dispersado tras la muer-te de su madre y ella se había quedado sin pilares sobre los queconstruir su vida. Así que toma la decisión más impulsiva quehubiera tomado jamás: recorrer el Sendero del Macizo del Pacífico,una ruta que recorre toda la costa oeste de los Estados Unidos,desde el desierto de Mojave en California y Oregón al estado deWashington. Y decide hacerlo completamente sola.

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Título original: The Humans

© Matt Haig, 2013

Primera edición en este formato: marzo de 2014

© de la traducción: Julia Osuna Aguilar© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S.L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 [email protected]

ISBN: 978-84-9918-790-7

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