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ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE 1. EXPLICA EL PACTO GERMANO-SOVIÉTICO FIRMADO ANTES DE LA INVASIÒN A POLONIA. 2. . DESCRIBE LA OFENSIVA MILITAR ALEMANA CONTRA EUROPA. DE 1939 A 1940 Y LAS ALLIANZAS PACTADAS ENTRE ALEMANIA, ITALIA Y JAPÓN. 3. ¿CUÁLES FUERON LAS CAUSAS DEL INGRESO DE ESTADOS UNIDOS A LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL? 4. DESCRIBE EL DESARROLLO DE LOS ACONTECIMIENTOS DE 1941 A 1944. 5. ANALIZA LOS ÚLTIMOS ACONTECMIENTOS DE LA II GUERRA MUNDIAL Y LAS CAUSAS FUNDAMENTALES DEL LANZAMIENTO DE LA BOMBA ATÓMICA. 6. DEFINE LOS ACUERDOS ENTRE LOS ALIADOS DURANTE LA II GUERRA MUNDIAL. LOS ÚLTIMOS ACONTECIMIENTOS DE LA II GUERRA MUNDIAL Terminaba la primavera de 1944, los aliados parecían ya dispuestos a emprender la gran ofensiva prevista, tan reclamada por los rusos como por los franceses. Concentraron tropas para el asalto final contra la “fortaleza europea”. Un desembarco en la costa atlántica, sólidamente fortificada y poderosamente defendida, 1

LOS ÚLTIMOS ACONTECIMIENTOS DE LA II …€¦  · Web viewLa táctica de Hitler para cubrir los flancos de la invasión y destruir u ... pasando sin tregua de la más honda depresión

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ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE

1. EXPLICA EL PACTO GERMANO-SOVIÉTICO FIRMADO ANTES DE LA INVASIÒN A POLONIA.

2. . DESCRIBE LA OFENSIVA MILITAR ALEMANA CONTRA EUROPA. DE 1939 A 1940 Y LAS ALLIANZAS PACTADAS ENTRE ALEMANIA, ITALIA Y JAPÓN.

3. ¿CUÁLES FUERON LAS CAUSAS DEL INGRESO DE ESTADOS UNIDOS A LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL?

4. DESCRIBE EL DESARROLLO DE LOS ACONTECIMIENTOS DE 1941 A 1944.

5. ANALIZA LOS ÚLTIMOS ACONTECMIENTOS DE LA II GUERRA MUNDIAL Y LAS CAUSAS FUNDAMENTALES DEL LANZAMIENTO DE LA BOMBA ATÓMICA.

6. DEFINE LOS ACUERDOS ENTRE LOS ALIADOS DURANTE LA II GUERRA MUNDIAL.

LOS ÚLTIMOS ACONTECIMIENTOS DE LA II GUERRA

MUNDIAL

Terminaba la primavera de 1944, los aliados parecían ya dispuestos a emprender la gran

ofensiva prevista, tan reclamada por los rusos como por los franceses. Concentraron tropas

para el asalto final contra la “fortaleza europea”. Un desembarco en la costa atlántica,

sólidamente fortificada y poderosamente defendida, presentaba muchas dificultades y su

fracaso podría pesar decisivamente en las consecuencias militares, políticas y sicológicas.

A comienzos de junio de 1944, la situación parecía madura para la invasión., En el frente

oriental, los rusos proseguían su arrollador avance, después de la liberación de Crimea; en

Italia, la ocupación aliada de Montecasino dejó expedito el camino de Roma, que fue liberada el

4 de junio, dos días antes de la invasión de Normandía; en Yugoslavia, los guerrilleros de Tito

empezaban a dominar la situación, y en el interior de Francia las fuerzas de la Resistencia

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actuaban ya desde hacía tiempo y se hallaban perfectamente organizadas.

El movimiento francés de la Resistencia nació hacia el verano de 1941, cuando empezó el

malestar y el desacato a las órdenes del gobierno de Vichy, colaborador en exceso de los

hitlerianos. Al comenzar el año 1942, la Oficina Central de Información y Acción Militar se

encargó de coordinar y agrupar a las fuerzas de la Resistencia francesa, y los atentados y golpes

de mano fueron constantes en lo sucesivo. En mayo de 1943 se constituyó el Consejo Nacional de

la Resistencia, presidido por Jean Moulín, que fue delatado y preso por la Gestapo el 21 de

junio del mismo año, torturado y muerto el 8 de julio en Maz. No por ello cesó la actividad de

los guerrilleros.

Según datos del general De Gaulle, sus efectivos a comienzos de 1943 eran de 40.000

hombres, que ascenderían a 100 000 un año después y a 200 000 en el momento de la invasión.

Se calcula, además, que habían recibido medio millón de armas cortas y largas, así como 4.000

de grueso calibre. Por otra parte, tres días antes de la invasión, el Comité de Liberación

Nacional francés fue erigido en gobierno provisional de la República Francesa a fin de que

pudiera actuar políticamente de modo inmediato apenas fuera liberada la primera porción de la

metrópoli.

La táctica de Hitler para cubrir los flancos de la invasión y destruir u ocupar los puentes y

lugares de máxima importancia estratégica. Aquella misma noche y al amanecer, 8.000 aparatos

bombardeaban las fortificaciones costeras nazis y durante la primera jornada de la invasión, la

aviación cumpliría más de 12.000 misiones, arrojando más de 10.000 toneladas de bombas.

A continuación, la artillería naval inició su tiro de barrera contra las defensas terrestres: 6

acorazados y 22 cruceros constituían el núcleo central de la flota aliada, y, protegidas por los

bombardeos aéreos y navales, miles de embarcaciones ligeras se aproximaron a la costa,

desembarcando en pocas horas 176.000 soldados especializados, con su correspondiente

material pesado. En el primer día del desembarco llegaron también a tierra francesa 600

tanques, 1.800 cañones, 14.000 vehículos y enormes cantidades de víveres, municiones,

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combustibles y toda clase de aprovisionamiento.

Los alemanes fueron sorprendidos. Conocían la invasión, pero los aliados consiguieron

engañarles en cuanto al lugar y el momento. La inferioridad aérea y naval de los alemanes les

impidió los reconocimientos pertinentes sobre el canal de la Mancha y las playas y costas de

Inglaterra; y, así, la flota aliada pudo llegar sin dificultades ante las líneas costeras germanas.

Los nazis se vieron impotentes para luchar contra los convoyes que estaban atravesando el

canal, pero su defensa fue violenta.

Pese al espantoso castigo de los bombardeos aliados, gran parte de las fortificaciones

alemanas estaban todavía en pie y en disposición de resistir y de alzar una barrera de fuego ante

las primeras oleadas de atacantes; sin embargo, la superioridad material sería muy pronto

decisiva. Los jefes de la Wehrmacht concentraron todas sus fuerzas contra la cabeza de puente

recién creada, pero las divisiones escogidas de la primera oleada, compuestas por

norteamericanos, ingleses y canadienses, lograron penetrar gradualmente hacia el interior,

mientras tropas de refresco cruzaban el canal, en flujo ininterrumpido, al ritmo de 70.000

hombres diarios.

Gracias a tanta preparación y ayuda de las fuerzas francesas del interior, las pérdidas

aliadas en el transcurso de la batalla por las cabezas de puente normandas resultaron

asombrosamente limitadas: 2.500 muertos y unos 8.000 heridos y desaparecidos.

A finales de junio, los aliados habían consolidado tanto sus cabezas de playa, que

pudieron intentar la rotura del frente alemán. Apoyados en terribles bombardeos aéreos,

abrieron brechas en el conjunto de las posiciones germanas de la base de la península de

Contentin. Como los alemanes no poseían reserva estratégica alguna, los norteamericanos,

protegidos por los tanques del general Patton, se extendieron por Normandía y Bretaña,

presionando las rutas del Loira. Luego, cambiaron bruscamente la dirección tomando la del

Este, hacia el Sena y París.

Entretanto, el 15 de agosto, otras poderosas columnas de desembarco habían puesto pie

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en el Midi francés, en las cercanías de Cannes, entre Niza y Marsella, y las divisiones

francesas, bajo las órdenes del general Leclerc, se dirigieron también hacia el Norte sin

hallar gran resistencia. Aquel mismo día, una proclama del general De Gaulle promovía el

levantamiento general francés contra los ocupantes. Las tropas alemanas del oeste de

Francia se retiraron entonces con presteza al Este para evitar el cerco.

Todavía se discutió mucho la conveniencia de gastar fuerzas en la liberación de París,

pues se consideraba que tan preciosas tropas desembarcadas con tal lujo de efectivos eran

necesarias para batallas estratégicamente más importantes, tanto en el aniquilamiento de

formaciones alemanas como en la continuación de la marcha hacia el Rin.

La impaciencia de las crecientes y cada vez más animosas fuerzas del interior, unidas a la

división Leclerc y a los resistentes del propio París, aceleró la liberación de la capital, cuando ya

se luchaba en los puntos claves de la misma por los propios franceses sublevados y equipados

con las armas cogidas al ocupante alemán y a la policía francesa a sus órdenes, dentro de la cual

actuaba uno de los grupos de la Resistencia.

La capital francesa quedó liberada el 25 de agosto. En el ala izquierda del frente de in-

vasión, los ingleses de Montgomery tropezaron con una resistencia bastante dura en torno a

Caen, pero infligieron una catastrófica derrota a los alemanes en el sector de Asgentan-Falaise,

rompiendo también el frente. A partir de aquellas acciones, la Wehrmacht quedó

absolutamente denotada.

FRANCIA LIBERADA.

En agosto de 1944, todo el norte de Francia estaba ya liberado, y el movimiento de las

tropas aliadas no se detuvo hasta septiembre, cuando ya quedaba también libre casi toda

Bélgica. Al cabo de tres meses, la batalla de Francia quedaba resuelta en favor de los aliados y

la Wehrmacht había perdido en ella casi medio millón de hombres, entre ellos 200.000

prisioneros.

Fue opinión general que Alemania se hundiría en el otoño de 1944, esperanza que pareció

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confirmarse el 20 de julio de aquel año, al ser Hitler víctima de un atentado en su cuartel

general de la Prusia oriental. Varios jefes y oficiales alemanes, desafectos al régimen nazi,

algunos políticos y un grupo de funcionarios intentaron promover un golpe de Estado. El

coronel Von Stauffenberg colocó una bomba con mecanismo de relojería, disimulada en una

cartera de mano, bajo la mesa donde Hitler examinaba los mapas con su Estado Mayor perso-

nal. La bomba estalló, pero el Führer pudo salir con vida del atentado, a pesar de que sufrió

heridas de consideración en la cara y un brazo. Fracasada la tentativa, se llevaron a cabo

crueles represalias en Berlín y en otras ciudades.

Hitler se vengó atrozmente de los conjurados que la Gestapo logró descubrir. Se dijo que

Rommel, a la sazón comandante en jefe de las formaciones alemanas en el frente occidental, se

hallaba complicado en la conjura y el Führer le ordenó suicidarse. Hitler pudo así continuar la

lucha, pese a la hecatombe que se cernía sobre el nazismo, ante una situación que cualquier otro

hubiera juzgado ya desesperada.

LAS BOMBAS V1 Y V2

Con todo, el Führer seguía creyendo en las nuevas armas que los alemanes se aprestaban a

terminar. De ellas, las “V-1” y “V-2”, llegarían efectivamente a aplicarse; pero era demasiado

tarde, se emplearon en número relativamente escaso y no pudieron cambiar la faz de los

acontecimientos. De todos modos, los británicos hubieron de experimentar una especie de nuevo

y terrorífico ataque aéreo, breve y de escasa consecuencia, ninguna que afectase a la marcha de

las operaciones.

Hitler se aferró entonces a la “V-1”, era una especie de avión a reacción, sin piloto, de una

longitud de ocho metros y envergadura de cinco, que podía transportar una carga explosiva de

una tonelada a 600 Km por hora. Unas rampas de lanzamiento en las orillas del canal de la

Mancha que todavía se hallaban bajo dominio alemán permitían lanzarlas y dirigirlas hacia el

objetivo mediante una guía giroscópica.

Una vez cubierta la distancia calculada y regulada con sus aparatos, la “V-l” cortaba

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automáticamente el encendido del motor y se precipitaba al suelo. Los alemanes dispararon

unas 9.000 “V- 1”; 2.400 cayeron sobre la aglomeración urbana londinense, dando muerte a

unas 6.000 personas, produciendo grandes daños y un choque sicológico profundo. Por fortuna,

la DCA inglesa abatió un gran número de aquellos ingenios en vuelo y las barreras de globos

cautivos resultaron eficaces. En septiembre de 1944, las tropas aliadas habían conquistado la

mayoría de las bases de lanzamiento y cesó el peligro. Las primeras bombas volantes tenían un

alcance de algo menos de 250 kilómetros.

La “V-2” era un arma más perfeccionada y terrible. Se trataba de un cohete de casi 15 m

de altura y 12,5 toneladas de peso, con una tonelada de carga explosiva y un impulso de 360.000

HP, que le imprimían una velocidad de unos 5.800km por hora, esto es, cinco veces la velocidad

del sonido.

La “V-2” alcanzaba una distancia de 350 kilómetros, tras haber ascendido a centenares de

kilómetros de altura. A causa de su enorme velocidad, los residentes en la zona afectada oían la

explosión de la “V-2” sin llegar a percibir el silbido de su llegada. Si los alemanes hubieran

podido lanzar con anterioridad un mayor número de “V-2”, no cabe duda que la ciudad de

Londres se hubiera visto gravemente amenazada de desaparición.

Era preciso contrarrestar aquel peligro, impulsando los avances en territorio enemigo. A

principios de septiembre de 1944, los aliados habían liberado ya la mayor parte de Bélgica y se

acercaban a la frontera alemana; parecía que la guerra iba a terminar antes del invierno.

El 17 de septiembre, los británicos emprendieron una temeraría incursión contra Arnhem,

localidad situada en el curso inferior del Rin y cerca de la frontera germano-holandesa, con el

fin de abrir trecha en la Westwell y avanzar hacia las llanuras de la Alemania septentrional. Se

trataba de llevar a cabo la mayor operación aerotransportada. En total, 4.600 aparatos

lanzaron a 35.000 hombres en la retaguardia enemiga con 5.000 toneladas de material, incluidos

600 cañones y 2.000 vehículos.

Sin embargo, aun con efectivos tan considerables, no lograron abrirse paso las tropas que

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avanzaban por tierra y que debían reunirse con ellos. Los alemanes habían logrado reagruparse

después de sus derrotas iniciales y resistían encarnizadamente; además, las condiciones

atmosféricas eran adversas para los paracaidistas ingleses, el mal tiempo impidió enviar por

aire los indispensables refuerzos y los alemanes pudieron disponer, sólo en aquel momento, de

una aplastante superioridad en hombres, carros de combate y material pesado. El 26 de

septiembre, los británicos tuvieron que retirar el resto de sus efectivos, tras nueve días de

heroicos combates en la zona de Amhem.

EL AVANCE SOVIÉTICO

De acuerdo con sus aliados occidentales, los rusos desencadenaron otra gran ofensiva en el

preciso momento del desembarco en Normandía. Un ataque secundario contra Finlandia les

permitió ocupar Viborg el 20 de junio de 1944 y dejar a los fineses fuera de combate, si bien el

armisticio con éstos no se firmaría hasta el 4 de septiembre.

El 23 de junio, la ofensiva principal se desencadenó en primer lugar en el centro, donde los

rusos volvieron a ocupar Minsk y Vilna, presionando muy pronto en el Niemen y alcanzando las

fronteras de la Prusia oriental; consiguieron igualmente importantes victorias en los Estados

bálticos, mientras la Wehrmachtt se veía obligada a ceder terreno por doquier. En julio, el

frente alemán del Este ofrecía síntomas de resquebrajamiento; a finales de aquel mismo mes, los

rusos habían tomado Lvov y Brest-Litovsk y se hallaban a las puertas de Varsovia. La capital

polaca, durante los primeros días de agosto de 1944, y coincidiendo con la liberación de París y

del norte de Francia, atravesó por una de las más espantosas tragedias de la contienda: la

insurrección de Varsovia, la sublevación de sus habitantes contra las fuerzas nazis de

ocupación.

El 1 de agosto de 1944, las fuerzas de la resistencia antialemana en la capital entraron en

acción; sumaban unos 40.000 hombres y militaban a las órdenes de Tadeusz Komorowsky, bajo

el seudónimo de “general Bor”. Los alemanes reaccionaron en el acto, aportando a la lucha

carros pesados, aviones y medios de similar potencia militar, y aunque los polacos se batieron

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con denuedo, dominando durante largo tiempo buena parte de la ciudad, era evidente que no

podrían resistir mucho más sin la ayuda exterior.

Mientras la artillería y la aviación alemanas derruían las barricadas rebeldes, éstos

luchaban desesperadamente casa por casa. Los últimos sublevados hicieron frente a la

Wehrrnacht por espacio de dos meses, hasta que el 3 de octubre el general Bor capituló con

25.000 supervivientes de los 40.000 soldados que iniciaron la rebelión.

No era sólo en Polonia donde se luchaba encarnizadamente contra el ocupante nazi, sino en

casi toda Europa, aplicando la guerra silenciosa y clandestina de los movimientos de resistencia.

Además de los resistentes franceses, perfectamente organizados en su país, combatían también

en el suyo, en el norte de la península, los llamados “partisanos” italianos, cuyo movimiento

quedó integrado, en noviembre de 1943, en los planes del Estado Mayor aliado, que

consiguieron notables éxitos militares a partir de mayo de 1944 y que, a finales de abril del año

siguiente, liberaron Mantua, Génova y Milán.

El movimiento guerrillero de Yugoslavia se inició a poco de consumarse la ocupación

alemana en el país. Aunque hubo diversos grupos de combatientes, se destacó el dirigido por

Josip Broz “Tito”, que logró superar el movimiento monárquico de Draga Mihailovich y quedar

dueño de la situación. Durante casi dos años padeció extremadas penalidades, pero a partir de

la caída de Mussolini en Italia (julio de 1943), Tito pudo apoderarse del material de guerra

abandonado por las tropas italianas en desbandada e iniciar con éxito sus operaciones: en

septiembre de 1944 ya mantenía contactos militares con los aliados en el Mediterráneo y, un

mes después, con las tropas rusas, con las que entró victorioso en Belgrado el 17 de octubre. En

diciembre cooperó a la liberación de Albania, y el 6 de enero de 1945 Tito llegaba ya a la

frontera austríaca.

En Dinamarca, la primera organización de resistencia se debió a los comunistas, y se

calcula que sólo en la península de Jutlandia se llevaron a cabo 8.000 actos de sabotaje con la

intención de cortar las comunicaciones entre Alemania y Noruega. En agosto de 1943, los nazis

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proclamaron el estado de sitio en Dinamarca; en julio de 1944, la Gestapo emprendió una

terrible represión contra la población civil, y en septiembre del mismo año, los alemanes

desarmaron a la policía danesa y declararon el estado de guerra en todo el país. En cuanto a los

resistentes noruegos, hubieron de luchar a la vez contra los nazis y contra los colaboracionistas

de Quisling, adquiriendo características propias, ya que sus principales componentes fueron

marineros y pescadores.

Destacaron dos notables golpes de mano llevados a cabo por la resistencia Noruega: el

ataque a la factoría de deuterio (hidrógeno pesado) de Rjukan por un comando de

paracaidistas, el 27 de febrero de 1943, y la voladura del “feny-boat” que transportaba deuterio

de Noruega a Alemania, el 20 de febrero de 1944, lo que retardó la campaña de investigaciones

sobre la fisión del átomo en que estaba trabajando un grupo de científicos alemanes.

En Grecia, los guerrilleros incrementaron sus actividades a partir de 1944, y, en otoño de

dicho año, colaboraron con el mando militar británico en las operaciones de expulsión de los

alemanes, que abandonaron Atenas el 14 de octubre. También la Resistencia belga logró éxitos

tales como el de ocupar intacto el puerto de Amberes, ayudando a las tropas británicas. Asimis-

mo, en Holanda actuaron dos organizaciones de resistentes que llevaron a cabo una acción

eficaz contra los nazis.

En general estos movimientos de resistencia no contaban mucho con los gobiernos de sus países

exiliados en Londres, simples residuos arrebatados por el vendaval de la guerra, y a menudo

actuaban al margen de ellos. Solamente la Francia Libre del general De Gaulle logró crearse un

prestigio con los años, lo que se debió principalmente a que nunca se consideró “gobierno”

hasta el momento de la invasión de Normandía —y aun entonces a título provisional—; al

apoyo que recibió de la Resistencia francesa a la gradual adhesión a De Gaulle de todo el

imperio colonial francés; a la personalidad demostrada por el propio general y, en último

término, a que la escoria política francesa quedó en Vichy: oportunistas y traidores que bandea-

ban entre las debilidades seniles de Pétain y las turbias maniobras de Laval.

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Mientras se producían tales acontecimientos, los rusos habían aniquilado las defensas

alemanas de los Balcanes. El 20 de agosto de 1944, el rey Miguel de Rumania, mediante un

golpe de Estado, depuso al gabinete pronazi del país, firmó un armisticio con la Unión Soviética

y declaró la guerra a su antiguo aliado, el Fíihrer. En Bulgaria, la situación fue distinta, ya que

si bien quedaron estacionadas en el país algunas unidades de la Wehrmacht, Bulgaria no llegó a

estar en ningún momento en guerra con Rusia. Los rusos declararon entonces una guerra

puramente formularia a los búlgaros para concertar acto seguido un armisticio, tras el que

Bulgaria imitó a Rumania, enfrentándose con Alemania, cuya posición en los Balcanes era ya

insostenible. Hitler fue retirando progresivamente sus tropas de aquella zona, como también de

Grecia y Yugoslavia, para evitar que quedasen cortadas sus líneas de comunicación con las

bases del Reich.

En octubre de 1944, el almirante Horthy, regente y dictador de Hungría, ordenó a sus tropas

que depusieran las armas, pero los alemanes le obligaron a dimitir y se adueñaron del gobierno

magiar apoyados por el partido pronazi de las Cruces de Flechas; prosiguió la lucha de Hungría

contra los soviéticos, y cada bando rivalizó en brutalidad con respecto a la población civil. El

sitio de Budapest duró dos meses y los bombardeos incesantes arrasaron la capital; por último,

los alemanes evacuaron el territorio húngaro en abril de 1945, dejando en pos de si la

destrucción y el caos más absoluto.

En septiembre de 1944, los soviéticos habían ocupado de nuevo los Estados bálticos, y su

campaña otoñal prosiguió con una ininterrumpida ofensiva de invierno.

A comienzos de 1945, los rusos reanudaron su avance en Polonia y ocuparon Varsovia el

17 de enero. Simultáneamente, otras columnas soviéticas penetraban en la extensa cuenca

industrial de Silesia. Dantzig cayó el 30 de marzo y Viena el 13 de abril.

En diciembre de 1944, Hitler lanzó sus últimas fuerzas blindadas en una ofensiva

desesperada en las Ardenas, y, para preparar este brusco ataque, el Führer llamó a su mejor

estratega, el mariscal de campo Von Runstedt. Absolutamente inesperado, el golpe sorprendió a

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los norteamericanos y logró cercar varias divisiones aliadas.

El plan germano intentaba cortar en dos las líneas enemigas y recuperar Amberes. La

bolsa creada por la ofensiva de Von Runstedt tomó rápidamente proporciones alarmantes, pues

los cohetes “V-1” y “V-2”, lanzados desde las bases alemanas de Holanda, llovían sobre

Londres, Amberes y Bruselas. Eisenhower concentró a toda prisa reservas del frente meridional

e incluso llegó a proponer la evacuación de Estrasburgo, a lo que se opuso el general De Gaulle.

Los norteamericanos pudieron al fin reaccionar en el momento más crítico, hacia Navidad, y se

aferraron al terreno, especialmente en el área de Bastogne, hasta que la ofensiva de las Ardenas

acabó en una catástrofe para los nazis.

A comienzos de febrero de 1945, los aliados penetraron por fin en territorio del propio

Reich. El 7 de marzo, las primeras columnas norteamericanas atravesaban el Rin en Remagen,

al sur de Bonn; en el mismo mes, los aliados establecían sólidas posiciones en toda la orilla

derecha del río y, a mediados de abril, varias divisiones alemanas quedaban cucadas en el Rin.

Al Norte, Montgomery se dirigía hacia los importantísimos puertos de Bremen, Hamburgo y

Lubeck. En el centro, los americanos avanzaban hacia Magdeburgo. El 25 de abril, cerca de

Torgau, enlazaron con los efectivos rusos procedentes del Este. Al Sur, las divisiones blindadas

de Patton avanzaban a toda velocidad hacia Nuremberg y Munich, franqueando la antigua

frontera checoslovaca.

LA DERROTA ITALIANA

En Alemania, el 11 de abril de 1945 los norteamericanos pasaban el Elba y los rusos

llegaban a Viena. Aquel mismo día, Mussolini convocaba a sus miembros para comunicarles

que se dirigía a Milán con el fin de organizar el repliegue hacia Suiza.

Se instaló en la prefectura milanesa, pero pronto se percató de la realidad de la situación

en que se encontraba y ofreció el poder al Partido Socialista, primero, y a los

democratacristianos, después. Por su parte, el general nazi Wolff organizaba metódicamente la

rendición de las tropas, trataba con los servicios secretos angloamericanos en Suiza, tomaba

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contactos con el cardenal Schuster, arzobispo de Milán, y mandaba liberar a Ferrucio Parri,

dirigente del Comité de Liberación Nacional, como prueba de buena voluntad. En su propio

domicilio de Milán, el general Wolff tenía instalada una emisora de radio para comunicarse con

los servicios secretos norteamericanos.

El 21 de abril, los aliados entraban en Bolonia. El 25, el Comité de Liberación Nacional

asumía todos los poderes civiles y militares “en nombre del pueblo italiano” y organizaba con-

sejos de guerra y tribunales populares. Mussolini sólo pensó entonces en salvarse y gestionó

indirectamente con el C.L.N. las condiciones eventuales de una rendición. Pero la consigna

antifascista era la rendición incondicional y Mussolini se resistía, pese a que de su “República

social” nada quedaba, confiando en una hipotética columna de cinco mil milicianos fascistas. Su

impaciencia le hizo emprender el camino de Suiza, acompañado de sus más próximos jerarcas.

Luego, al hallar la frontera suiza cerrada, retrocedió y se unió a su amante Claretta Petacci.

El día 27, mientras las tropas de Zukov combatían en Berlin y los obuses empezaban a caer

sobre el bunker del Führer, en la Italia septentrional llegaban a un acuerdo los alemanes y los

guerrilleros italianos: les era permitido pasar a los alemanes, pero los italianos, sin excepción,

debían quedarse en el país.

Al día siguiente, 28 de abril, uno de los jefes de los resistentes italianos creyó reconocer a

Mussolini en uno de los camiones que su gente estaba registrando. Le llamó por su nombre y

Mussolini no contestó. Al ser identificado, Mussolini continuó inmóvil y se dejó quitar la

metralleta que sostenía en sus rodillas. Se comprobó al registrarle que Mussolini llevaba libras

esterlinas y documentos sobre bancos suizos por muchos millones de liras.

Los guerrilleros italianos trataban de evitar que Mussolini fuera a parar a manos de los

aliados, considerando que el Duce debía ser juzgado por los italianos, aunque el armisticio del 8

de septiembre estipulan que el Duce sería entregado a las fuerzas aliadas. El coronel Valerio —

después Walter Audisio, diputado comunista— le llevó ante un muro y le comunicó secamente

que “por orden de la jefatura del Cuerpo Voluntario de la Libertad debía hacer justicia en

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nombre del pueblo italiano”. Claretta se abrazó a Mussolini y ambos fueron derribados por una

ráfaga de ametralladora. Luego les tocó el turno a los quince jerarcas fascistas de la comitiva

del Duce. También Starace, secretario del partido fascista, fue traído de Milán hasta allí para

ser fusilado.

Al día siguiente, un camión llevó a Milán los cadáveres, descargándolos cerca de un garaje

donde el año anterior hablan sido fusilados 15 rehenes antifascistas. Uno de los guerrilleros tuvo

la idea de colgar los despojos por los pies para que pudieran ser contemplados por la

muchedumbre congregada.

Mientras los occidentales avanzaban rápidamente en el norte, oeste y sur de Alemania, la

ofensiva rusa se desencadenaba de lleno contra Berlín, y el 28 de abril de 1945 los soviéticos se

hallaban ya a las puertas de la ciudad.

Desde mediados de enero, Hitler se había refugiado en el bunker de la Cancillería, enorme

subterráneo de hormigón armado; minado por la fatiga y la angustia, el Führer vivía al borde

de la demencia, y su estado nervioso acentuaba los rasgos patológicos de su enajenado carácter,

pasando sin tregua de la más honda depresión al más delirante optimismo y de la sensiblería al

cinismo. Al punto a que se había llegado su obstinación sólo podía acarrear el caos, y,

personalmente, vivía en plena enajenación mental.

Se aferró a una última decisión: un Führer no podía caer con vida en manos del enemigo, y

el 30 de abril de 1945 se disparó una bala en la boca. La víspera se había desposado con Eva

Braun, amante suya desde hacía años, y la recién “senñora de Hitler” precedió a su marido

suicidándose con veneno. Ambos cadáveres fueron rociados con gasolina y quemados en el

jardín de la Cancillería del Reich. El ministro Goebbels y su esposa envenenaron a sus cinco

hijos y luego ordenaron a un miembro de las SS que les disparara.

Con anterioridad, varios colaboradores del Führer trataron de ponerse al frente de aquel

Reich ya en descomposición acelerada. Himmler intentó negociar con los aliados, a través de

Suecia, proponiendo la capitulación alemana en el frente occidental, con el fin de concentrar

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todas las fuerzas disponibles en el frente Este, tentativa que fracasó rotundamente. El 23 de

mayo, los soldados ingleses capturaron a Himmler, que se suicidó acto seguido. Goering,

refugiado en Baviera durante la última fase de la lucha, había proyectado también tratar con

los angloamericanos. Hitler, informado de sus intenciones, mandó detenerle, pero el mariscal

del Reich había caído ya en manos de los aliados y se suicidó en la cárcel, tras ser condenado a

muerte por el tribunal de Nuremberg. Los principales jefes nazis fueron sentenciados allí por

crímenes de guerra, como Von Ribbentrop, Rosenberg, Streicher, Seyss-Jnquart, los generales

Jodl y Keitel, y otros. Murieron en la horca.

Hitler designó como sucesor suyo, el 30 de abril, antes de suicidarse, al almirante Karl

Dónitz, quien, el 3 de mayo, envió parlamentarios al cuartel general de Montgomery, situado en

las landas de Luneburgo. Dos días después capitulaban las tropas de los sectores Noroeste,

Dinamarca y Holanda. El 7 de mayo de 1945, a las 2.45 de la madrugada, los alemanes firmaban

en Reims su capitulación incondicional en todos los frentes. El armisticio debía entrar en vigor

el 8 de mayo, a medianoche.

“El día 7 de mayo —cuenta el almirante Dónitz en sus Memorias— Friedburg y Jodl

regresaron a Miirwik. Friedburg traía consigo un ejemplo de Stars ami Stripes, el periódico del

ejército norteamericano, que contenía fotografías atroces tomadas en el campo de

concentración de Buchenwald. Con toda seguridad, la desorganización en los transpones y

abastecimiento no había contribuido precisamente a mejorar la situación de aquellos campos en

el curso de las últimas semanas. Ahora bien, no podía caber la más mínima duda: nada en el

mundo podía justificar lo que mostraban aquellas fotos. Friedburg y yo quedamos

horrorizados. ¡Jamás hubiéramos podido sospechar que aquello fuera posible! Y, sin embargo,

correspondían perfectamente a la realidad, y no sólo con respecto a Buchenwald. Pudimos

comprobarlo personalmente al llegar a Flensburg un barco que transportaba a los antiguos

presos de un campo de concentración. El oficial de marina más antiguo hizo inmediatamente

cuanto pudo para alimentar y cuidar a aquellos infelices. ¿Cómo pudieron producirse

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semejantes horrores en Alemania sin que nosotros tuviéramos conocimiento de ello?”

LA DERROTA DE JAPÓN Y LA BOMBA ATÓMICA.

Sin embargo, las hostilidades continuaban en Extremo Oriente y los norteamericanos

soportaban el mayor peso en esa lucha. Roosevelt había accedido al punto de vista de Churchill

y de Stalin: derrotar al III Reich antes de emprender la ofensiva definitiva contra el Japón. Los

frentes europeos recibieron prioridad en hombres y material, pero no por ello los Estados

Unidos dejaron de preparar simultáneamente su impresionante máquina de guerra en el

Pacífico. Ante todo, crearon una flota de portaaviones, con su correspondiente aviación, capaces

de preparar el camino de las futuras operaciones de desembarco.

En verano de 1942, las tropas norteamericanas se apoderaban de Guadalcanal, una de las

islas del archipiélago Salomón; a partir de entonces, fueron ocupando una isla tras otra del

océano Pacífico. En el mismo año de 1942, consiguieron paralizar la ofensiva naval japonesa: la

batalla del mar del Coral en mayo y la de Midway en junio, fueron fatales para la flota imperial

nipona y por vez primera en la historia de la guerra marítima los navíos adversarios

combatieron sin verse siquiera un solo instante y sin intercambiar disparos de artillería.

Ataques y contraataques quedaron exclusivamente confiados a los bombarderos, aviones

torpederos y el restante material aéreo de los portaaviones: la guerra del Pacífico fue,

efectivamente, una lucha especial entre portaaviones, que sustituyeron a los cruceros y

acorazados en el primer puesto de importancia del poder naval. El papel de los submarinos —

norteamericanos en este caso— fue asimismo muy destacado en el Pacífico, y consiguieron

hundir un tonelaje nipón considerablemente elevado; los Estados Unidos fueron organizando en

gran escala su industria de guerra y disponiendo de más navíos y aviones; al principio, en

igualdad de condiciones que el Japón, y después, muy superiores a su nivel.

En 1943, y sobre todo en 1944, se lograron progresos muy importantes para la causa

norteamericana. Las fuerzas de los Estados Unidos ocuparon Tarawa, en las islas Gilbert

Kwajalein y Eniwetok, en las Marshall; Saipan, Tinian y Guam, aparte de otras islas y

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archipiélagos. A menudo, debido a la fanática resistencia de los japoneses, cada palmo de

terreno costaba ríos de sangre.

Entretanto, en las selvas birmanas los ingleses proseguían su agotadora lucha contra los

ocupantes nipones, aunque al principio con grandes pérdidas y sin demasiado éxito, porque las

tropas británicas padecían en extremo el clima y enfermedades tropicales de aquellas regiones,

aparte de que el abastecimiento y suministros presentaban problemas y dificultades casi insu-

perables en aquellas zonas asiáticas carentes de carreteras y líneas de comunicación. Por su

parte, los chinos proseguían igualmente la lucha, en especial mediante operaciones guerrilleras

contra las vías de comunicación y en la retaguardia de los japoneses. Los norteamericanos

apoyaban en China a Chiang Kai-chek, atrincherado en Chung-king, en el interior del país, y le

facilitaban considerable ayuda en aviones, consejeros militares y material de diversa índole.

En otoño de 1944, los norteamericanos habían avanzado mucho en sus campanas

oceánicas, e instruido s tropas de desembarco. Podían ya emprender una de las operaciones más

decisivas de la guerra del Pacífico: el asalto al archipiélago de las Filipinas.

En 1941-1942, las tropas filipino-norteamericanas a las órdenes del general McArthur, se

habían batido heroicamente —aunque sin esperanza— contra un enemigo muy superior en

número. Más tarde, pudieron rehacerse y McArthur fue nombrado comandante en jefe del

Pacífico y podía “regresar”, como prometiera, al abandonar la fortaleza de Corregidor en

marzo de 1942. La ofensiva emprendida en las Filipinas asestó un golpe terrible en el corazón

del imperio conquistado por el Japón en el sudeste asiático. Los japoneses se vieron obligados a

comprometer allí el núcleo esencial de una flota que se estaba “ahorrando celosamente”, puesto

que su industria no era ya capaz de cubrir las pérdidas de sus buques de guerra. El control de

las islas Filipinas era, para el Imperio del Sol Naciente, cuestión de vida o muerte; si los

norteamericanos se apoderaban de ellas, podrían cortar las comunicaciones entre el Japón e

Indonesia, de donde los nipones extraían la mayor parte de sus materias primas; si la flota

japonesa se recluía en aguas septentrionales, se separaría del petróleo indonesio, y si se dirigía

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al Sur, se alejaba de sus bases metropolitanas.

En octubre de 1944, los norteamericanos lanzaron una operación anfibia de gran alcance

contra la isla de Leyte, casi en el mismo centro del archipiélago filipino. Los japoneses habrían

de arriesgar forzosamente el grueso de sus fuerzas navales en una batalla de aniquilamiento

contra las poderosas escuadras norteamericanas si bien esta batalla de Leyte fue, en realidad,

una serie de encuentros y choques en el mar, en un área muy extensa, aunque de suma

importancia entre las más decisivas de la guerra marítima.

Los combates se iniciaron en la mañana del 23 de octubre de 1944; el día siguiente, a la

misma hora, los norteamericanos habían obtenido resultados importantes: los aparatos de los

portaaviones, al mando del almirante Halsey, habían hundido el Musashi, buque de guerra

japonés que era entonces el mayor del mundo (72.000 toneladas), gracias al lanzamiento de

dieciséis bombas pesadas y diez torpedos aéreos; a la noche siguiente, otra escuadra

norteamericana hundía al enemigo dos acorazados, un crucero y tres destructores en el estrecho

de Surigao. Sin embargo, los nipones habían logrado atraer y desviar al grueso de las

formaciones navales de los Estados Unidos lejos del sector previsto para el desembarco.

El 25 de octubre, la flota norteamericana de invasión era amenazada por una poderosa

escuadra japonesa. La situación empezaba a ser crítica para McArthur, pero el almirante

japonés Kurita dejó perder la excelente oportunidad que se le ofrecía y la batalla de Leyte

acabó con una derrota.

La flota norteamericana había hundido tres acorazados japoneses, tres portaaviones, diez

cruceros, nueve destructores y un submarino, y el enemigo jamás lograría reemplazar tales

pérdidas; la diezmada flota imperial hubo de limitarse, en lo sucesivo, a pequeñas operaciones

defensivas y a sorpresas de los kamikazes, aviones suicidas cuyo piloto se estrellaba

voluntariamente con su avión de bombardeo o de caza sobre la cubierta de las embarcaciones

enemigas.

Las islas más importantes del archipiélago filipino quedaban así conquistadas durante el

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invierno de 1944-1945 y primavera de 1945. Incluso antes de finalizar estas campañas, los

norteamericanos atacaron posiciones en el seno del Imperio del Sol Naciente: el archipiélago

Riu Kiu, las islas Bonin, las Vulcano, eran excelentes bases para una futura ofensiva aérea y

marítima contra el Japón y, eventualmente, también para invadirlo. La lucha fue espantosa,

sobre todo en Iwojima y Okinawa, donde se entablaron feroces combates en febrero-marzo y

abril-junio de 1945. Los nipones se defendieron con valor rayano en la desesperación. Una

simple cifra proporciona una idea de lo que fueron aquellos combates: en Iwojima, la

guarnición japonesa constaba de 21.000 hombres y los norteamericanos hicieron allí

escasamente un centenar de prisioneros.

La guerra revistió idéntico encarnizamiento en Okinawa, donde 20 acorazados y 33

portaaviones norteamericanos apoyaron el desembarco. El Yamamoto , buque gemelo del

Musashi, fue hundido por tres bombas y doce torpedos. Al ocupar los norteamericanos su

primera base estratégica en las proximidades de la metrópoli nipona, hicieron 8.000 prisioneros

japoneses de los 110.000 soldados con quienes se enfrentaron al desembarcar.

El resultado de la contienda no ofrecía ya duda alguna. El Japón había perdido el núcleo

de su marina de guerra e incluso de su flota mercante; le quedaban bloqueadas casi todas las

fuentes de suministros vitales exteriores; los aviones norteamericanos partían de bases muy

próximas y bombardeaban el mismo corazón del Japón y sus acorazados y cruceros pesados

podían triturar directamente el suelo enemigo.

En numerosas ciudades japonesas, las destrucciones no eran menos importantes que en

Alemania, y, sin embargo, ni estadistas ni militares aliados confiaban en una capitulación incon-

dicional. Al contrario, afirmaban que la invasión del suelo nipón no sería menos terrible que los

combates de Iwojima y Okinawa: la resistencia japonesa ofrecía visos de ser igualmente

fanática, más decidida y con mayor encono todavía.

En tales condiciones, los expertos calcularon que un desembarco en la metrópoli japonesa

costaría la vida a un millón de norteamericanos y a un cuarto de millón de soldados británicos.

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Entonces intervino Harry S. Truman, sucesor del recién fallecido Roosevelt en la presidencia de

los Estados Unidos, con su decisión de emplear contra el Japón un arma espantosa que los

norteamericanos acababan de ensayar: la bomba “A”.

LA BOMBA ATÓMICA

Desde hacía mucho tiempo, los científicos del siglo XX trataban de hallar el modo de

liberar la inmensa energía contenida en el núcleo del átomo. Con posterioridad a la Primera

Guerra Mundial, la física nuclear comenzó a realizar importantes progresos, y en los años

inmediatamente anteriores a 1939 los investigadores habían descubierto, con la angustia que

puede suponerse, la posibilidad del empleo de la energía atómica en la fabricación de una

bomba.

Los físicos alemanes empezaron a realizar investigaciones en este sentido, pero Hitler

cometió el error de expulsar de Alemania a algunos de los mejores científicos germanos, muchos

de ellos de raza hebrea, como Albert Einstein y Lise Meitner, que se refugiaron en los Estados

Unidos, donde se les reunió luego otro “sabio atómico” de primer orden, el italiano Enrico

Fermi, desterrado por Mussolini. Einstein persuadió a Roosevelt y el gobierno norteamericano

tomó en consideración la solicitud de fabricar una bomba atómica, a base de experimentos y

cálculos extremadamente complejos. La operación recibió, en clave secreta, el nombre de

“Proyecto Manhattan”, y los norteamericanos le dedicaron sumas por valor de 2.000 millones

de dólares, con la únic a garantía para su realización que el simple prestigio de los sabios

europeos y de sus colegas americanos Oppenheimer, Urey, Lawrence y Comptow quienes

afirmaban que podría conseguirse una bomba mil veces más potente que el mayor de los

explosivos convencionales.

El 16 de julio de 1945, a las 5.30 horas de la mañana, se efectuaba el primer ensayo de

aquella bomba en el desierto norteamericano de Nuevo México en Alamogordo.

En la mañana del 6 de agosto, la primera bomba atómica era lanzada por un avión

norteamericano sote la ciudad nipona de Hiroshima. Pendiente de un paracaídas, la bomba

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estalló a 600 metros de altitud. En una millonésima de segundo, la explosión liberó una energía

equivalente a la de 20.000 toneladas de TNT, y el calor originado en su centro alcanzó 100

millones de grados centígrados. Todo ardió en un radio de un kilómetro; los metales se

convinieron en gases, las construcciones en polvo y los seres humanos en cenizas.

“De pronto —describió un testigo presencial—, un deslumbrante fulgor rosa pálido

apareció en el cielo, acompañado de un temblor sobrenatural que fue casi inmediatamente

seguido por una ola de sofocante calor y un viento que todo lo barría a su paso. En pocos

segundos, los millares de personas que circulaban por las calles y jardines del centro urbano

quedaron arrasadas. Muchos murieron instantáneamente a causa del espantoso calor y otros se

retorcían por el suelo, aullando de dolor, con quemaduras mortales. Todo cuanto se hallaba en

pie dentro del área de deflagración —muros, casas, fábricas, edificaciones— quedó aniquilado y

sus restos se proyectaron en torbellino hacia el cielo. Los tranvías fueron arrancados de las vías

y lanzados lejos, como si carecieran de peso y de consistencia; los trenes, levantados de sus rieles

como juguetes; los caballos, los perros, el ganado, sufrieron la misma suerte que los seres

humanos. Todo cuanto vivía en esa área quedó aniquilado o en actitud de indescriptible

sufrimiento. La vegetación no se libró de la castástrofe: los árboles desaparecieron entre

llamaradas, las llanuras de cultivos y arrozales perdieron su verdor y quedó la hierba quemada

en el suelo, como paja seca. Más allá de la zona de la muerte absoluta y total, las casas se

hundieron en un caos de vigas, muros y muebles. Hasta un radio de cinco kilómetros del centro

de la explosión, las casas construidas de materiales ligeros se derrumbaron como castillos de

naipes, y quienes se hallaban en su interior resultaron muertos o heridos: los que consiguieron

librarse milagrosamente y salieron al exterior, se encontraron cercados por cortinas de llamas,

y las escasísimas personas que pudieron ponerse a salvo murieron unos veinte o treinta días más

tarde a causa de la acción retardada de los mortales rayos gamma. Por la tarde, el nivel del

incendio general empezó a disminuir, hasta que el fuego se extinguió por no quedar ya nada que

pudiera arder en la ciudad. Hiroshima había dejado de existir.”

20

Sólo en Hiroshima, la irradiación calorífica, la onda explosiva, la presión del aire y la

radiactividad causaron la muerte de 66.000 personas e hirieron gravemente a otras 69.000; las

radiaciones afectarían a varios millares, poco después. El número total de fallecimientos, a

consecuencia de la bomba atómica, en la ciudad de Hiroshima, puede calcularse que superó los

100.000. El 9 de agosto, una segunda bomba atómica, lanzada esta vez contra Nagasaki,

causaría 75.000 víctimas.

FIN DE LA II GUERRA MUNDIAL

Al día siguiente, el gobierno de Tokio se declaraba dispuesto a rendirse, con la única

condición de que el emperador continuara siendo soberano del país, a pesar de la rendición,

porque el Mikado era una divinidad para los japoneses. Los aliados consintieron en que

Hirohito conservase el trono, si bien durante la ocupación debería ponerse a disposición del

gobernador militar de los vencedores. Simultáneamente, la URSS había declarado la guerra a

los nipones el 8 de agosto. Por último, el 14 entraba en vigor el armisticio, y el 2 de septiembre

Douglas McArthur, a bordo del acorazado Missouri, anclado en la bahía de Tokio y al frente de

una impresionante escuadra, recibía solemnemente la capitulación formal del Imperio nipón.

Aquel día terminaba la Segunda Guerra Mundial: había durado exactamente seis años.

Resulta realmente imposible describir con palabras o cifras cuánto dolor y sacrificio exigió

esta atroz contienda y cuántas pérdidas en vidas humanas, miserias, sufrimientos y destruccio-

nes: fue una catástrofe inconmensurable, una suma de desgracias, de dolores y angustias que

supera lo imaginable. Sin embargo, algunas estadísticas pueden incluso con toda su aridez

ofrecemos un esquema: la estimación del número de muertos como consecuencia del conflicto

oscila entre los 25 y los 40 millones; en cambio, la Primera Guerra Mundial “sólo” había

costado lO millones de vidas humanas.

¿Por qué esta diferencia? El segundo conflicto mundial duró casi dos años más que el

primero, abarcando territorios mucho más extensos. Además, la población civil quedó también

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mucho más castigada con relación a la de 1914-1918. La aviación había logrado tales progresos,

que bien podemos atribuirle el papel principal en la hecatombe. De todos modos, la mayor cifra

de muertos, no combatientes, se debe en gran medida a la matanza hitleriana de judíos: el

nazismo “liquidé” sistemáticamente, en una “solución final”, de 5,5 a 6 millones de judíos

alemanes u originarios de los países ocupados por el III Reich.

El “colaboracionismo” fue otro de los rasgos característicos de la Segunda Guerra

Mundial. En los países ocupados por los alemanes aparecieron grupos o formaciones de estilo

nazi, o cuando menos de tendencias totalitarias, que se pusieron al servicio de Hitler y

secundaron su política de opresión, aunque los jefes de dichas organizaciones nunca dispusieron

de poder real y auténtico. A los aventureros y oportunistas de siempre, dedicados ante todo a

explotar en beneficio propio la situación reinante, se mezclaban también idealistas engañados

por la fraseología típica del nazismo e individuos mejor o peor intencionados, aunque de escasa

visión política, que creyeron inevitable la victoria alemana y juzgaron que las naciones europeas

debían aprovechar la nueva relación de fuerzas existentes en el continente, es decir, el llamado

“nuevo orden europeo”.

Por otra parte, ya queda indicado cómo, simultáneamente, se organizaba la resistencia en

cada país y los patriotas empuñaban las armas para emprender contra el ocupante una infati-

gable y sorda lucha, destruyendo o neutralizando la máquina de guerra alemana, o lanzándose

a la guerrilla declarada. En su ciega e implacable represión, los alemanes daban muerte a

numeroso personal civil, cuando no les era posible apresar a los propios partisanos o resistentes,

como ocurría a menudo.

En resumen, entre 1939 y 1945, los nazis asesinaron a 12 millones de no combatientes en

los países ocupados, empleando para ello los fusilamientos en masa, los malos tratos, el hambre

y la tortura científicamente organizada. Los pueblos eslavos fueron los más castigados; la

población de países como Rusia, Polonia o Yugoslavia sólo se componía, según los hitlerianos,

de Untermenschen o seres “infrahumanos”, y aquellas gentes murieron por millones en campos

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de prisioneros o de concentración, padeciendo las torturas más espantosas o siendo maltratados

de modo indescriptible por los miembros de las SS alemanas o sus aliados. Como si ello no

bastara, el Führer ordenó que se “industrializaran” los asesinatos. En los campos de

concentración, los nazis construyeron cámaras de gases, donde mediante el uso de Zyklon B,

compuesto de ácido prúsico, se asfixiaba a las víctimas. Las cámaras de gases en Auschwitz

podían dar muerte diariamente a 10.000 hombres, mujeres o niños; los hornos crematorios

funcionaban sin cesar las veinticuatro horas del día y las cenizas y restos humanos servían de

abono artificial. Sólo en el campo de concentración de Auschwitz la matanza científica alcanzó a

tres millones de personas, cifra que se eleva en 1945 a ocho millones y que comprende las

víctimas de todos los campos de concentración alemanes. Estos datos, como también los

informes sobre las experiencias “médicas” prisioneros y torturas de toda clase, desde la muerte

a bastonazos hasta la crucifixión, demuestran un nivel de escalofriante inhumanidad:

inconcebible si se tiene en cuenta que los alemanes pertenecen a un pueblo que ha legado a la

civilización una notable riqueza cultural.

Aparte de estos horrores —campos de concentración por una parte, e Hiroshima y

Nagasaki por otra—, lo que costara la guerra, materialmente hablando, es cosa de importancia

secundaria. Las sumas directamente gastadas en el conflicto ascendieron a un billón de dólares,

y el valor de los daños materiales probablemente pasa de los 200.000 millones de dólares.

Ateniéndose al punto de vista estrictamente económico y material, la disminución de la

capacidad general productiva, a consecuencia de las pérdidas en vidas humanas, puede cifrarse

en otros 250.000 a 400.000 millones de dólares.

Tal es el terrible balance con que se cerraba la Segunda Guerra Mundial y la espantosa

herencia con que se enfrentaba el mundo ante una paz que esta vez también resultaría precaria.

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