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ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE
1. EXPLICA EL PACTO GERMANO-SOVIÉTICO FIRMADO ANTES DE LA INVASIÒN A POLONIA.
2. . DESCRIBE LA OFENSIVA MILITAR ALEMANA CONTRA EUROPA. DE 1939 A 1940 Y LAS ALLIANZAS PACTADAS ENTRE ALEMANIA, ITALIA Y JAPÓN.
3. ¿CUÁLES FUERON LAS CAUSAS DEL INGRESO DE ESTADOS UNIDOS A LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL?
4. DESCRIBE EL DESARROLLO DE LOS ACONTECIMIENTOS DE 1941 A 1944.
5. ANALIZA LOS ÚLTIMOS ACONTECMIENTOS DE LA II GUERRA MUNDIAL Y LAS CAUSAS FUNDAMENTALES DEL LANZAMIENTO DE LA BOMBA ATÓMICA.
6. DEFINE LOS ACUERDOS ENTRE LOS ALIADOS DURANTE LA II GUERRA MUNDIAL.
LOS ÚLTIMOS ACONTECIMIENTOS DE LA II GUERRA
MUNDIAL
Terminaba la primavera de 1944, los aliados parecían ya dispuestos a emprender la gran
ofensiva prevista, tan reclamada por los rusos como por los franceses. Concentraron tropas
para el asalto final contra la “fortaleza europea”. Un desembarco en la costa atlántica,
sólidamente fortificada y poderosamente defendida, presentaba muchas dificultades y su
fracaso podría pesar decisivamente en las consecuencias militares, políticas y sicológicas.
A comienzos de junio de 1944, la situación parecía madura para la invasión., En el frente
oriental, los rusos proseguían su arrollador avance, después de la liberación de Crimea; en
Italia, la ocupación aliada de Montecasino dejó expedito el camino de Roma, que fue liberada el
4 de junio, dos días antes de la invasión de Normandía; en Yugoslavia, los guerrilleros de Tito
empezaban a dominar la situación, y en el interior de Francia las fuerzas de la Resistencia
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actuaban ya desde hacía tiempo y se hallaban perfectamente organizadas.
El movimiento francés de la Resistencia nació hacia el verano de 1941, cuando empezó el
malestar y el desacato a las órdenes del gobierno de Vichy, colaborador en exceso de los
hitlerianos. Al comenzar el año 1942, la Oficina Central de Información y Acción Militar se
encargó de coordinar y agrupar a las fuerzas de la Resistencia francesa, y los atentados y golpes
de mano fueron constantes en lo sucesivo. En mayo de 1943 se constituyó el Consejo Nacional de
la Resistencia, presidido por Jean Moulín, que fue delatado y preso por la Gestapo el 21 de
junio del mismo año, torturado y muerto el 8 de julio en Maz. No por ello cesó la actividad de
los guerrilleros.
Según datos del general De Gaulle, sus efectivos a comienzos de 1943 eran de 40.000
hombres, que ascenderían a 100 000 un año después y a 200 000 en el momento de la invasión.
Se calcula, además, que habían recibido medio millón de armas cortas y largas, así como 4.000
de grueso calibre. Por otra parte, tres días antes de la invasión, el Comité de Liberación
Nacional francés fue erigido en gobierno provisional de la República Francesa a fin de que
pudiera actuar políticamente de modo inmediato apenas fuera liberada la primera porción de la
metrópoli.
La táctica de Hitler para cubrir los flancos de la invasión y destruir u ocupar los puentes y
lugares de máxima importancia estratégica. Aquella misma noche y al amanecer, 8.000 aparatos
bombardeaban las fortificaciones costeras nazis y durante la primera jornada de la invasión, la
aviación cumpliría más de 12.000 misiones, arrojando más de 10.000 toneladas de bombas.
A continuación, la artillería naval inició su tiro de barrera contra las defensas terrestres: 6
acorazados y 22 cruceros constituían el núcleo central de la flota aliada, y, protegidas por los
bombardeos aéreos y navales, miles de embarcaciones ligeras se aproximaron a la costa,
desembarcando en pocas horas 176.000 soldados especializados, con su correspondiente
material pesado. En el primer día del desembarco llegaron también a tierra francesa 600
tanques, 1.800 cañones, 14.000 vehículos y enormes cantidades de víveres, municiones,
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combustibles y toda clase de aprovisionamiento.
Los alemanes fueron sorprendidos. Conocían la invasión, pero los aliados consiguieron
engañarles en cuanto al lugar y el momento. La inferioridad aérea y naval de los alemanes les
impidió los reconocimientos pertinentes sobre el canal de la Mancha y las playas y costas de
Inglaterra; y, así, la flota aliada pudo llegar sin dificultades ante las líneas costeras germanas.
Los nazis se vieron impotentes para luchar contra los convoyes que estaban atravesando el
canal, pero su defensa fue violenta.
Pese al espantoso castigo de los bombardeos aliados, gran parte de las fortificaciones
alemanas estaban todavía en pie y en disposición de resistir y de alzar una barrera de fuego ante
las primeras oleadas de atacantes; sin embargo, la superioridad material sería muy pronto
decisiva. Los jefes de la Wehrmacht concentraron todas sus fuerzas contra la cabeza de puente
recién creada, pero las divisiones escogidas de la primera oleada, compuestas por
norteamericanos, ingleses y canadienses, lograron penetrar gradualmente hacia el interior,
mientras tropas de refresco cruzaban el canal, en flujo ininterrumpido, al ritmo de 70.000
hombres diarios.
Gracias a tanta preparación y ayuda de las fuerzas francesas del interior, las pérdidas
aliadas en el transcurso de la batalla por las cabezas de puente normandas resultaron
asombrosamente limitadas: 2.500 muertos y unos 8.000 heridos y desaparecidos.
A finales de junio, los aliados habían consolidado tanto sus cabezas de playa, que
pudieron intentar la rotura del frente alemán. Apoyados en terribles bombardeos aéreos,
abrieron brechas en el conjunto de las posiciones germanas de la base de la península de
Contentin. Como los alemanes no poseían reserva estratégica alguna, los norteamericanos,
protegidos por los tanques del general Patton, se extendieron por Normandía y Bretaña,
presionando las rutas del Loira. Luego, cambiaron bruscamente la dirección tomando la del
Este, hacia el Sena y París.
Entretanto, el 15 de agosto, otras poderosas columnas de desembarco habían puesto pie
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en el Midi francés, en las cercanías de Cannes, entre Niza y Marsella, y las divisiones
francesas, bajo las órdenes del general Leclerc, se dirigieron también hacia el Norte sin
hallar gran resistencia. Aquel mismo día, una proclama del general De Gaulle promovía el
levantamiento general francés contra los ocupantes. Las tropas alemanas del oeste de
Francia se retiraron entonces con presteza al Este para evitar el cerco.
Todavía se discutió mucho la conveniencia de gastar fuerzas en la liberación de París,
pues se consideraba que tan preciosas tropas desembarcadas con tal lujo de efectivos eran
necesarias para batallas estratégicamente más importantes, tanto en el aniquilamiento de
formaciones alemanas como en la continuación de la marcha hacia el Rin.
La impaciencia de las crecientes y cada vez más animosas fuerzas del interior, unidas a la
división Leclerc y a los resistentes del propio París, aceleró la liberación de la capital, cuando ya
se luchaba en los puntos claves de la misma por los propios franceses sublevados y equipados
con las armas cogidas al ocupante alemán y a la policía francesa a sus órdenes, dentro de la cual
actuaba uno de los grupos de la Resistencia.
La capital francesa quedó liberada el 25 de agosto. En el ala izquierda del frente de in-
vasión, los ingleses de Montgomery tropezaron con una resistencia bastante dura en torno a
Caen, pero infligieron una catastrófica derrota a los alemanes en el sector de Asgentan-Falaise,
rompiendo también el frente. A partir de aquellas acciones, la Wehrmacht quedó
absolutamente denotada.
FRANCIA LIBERADA.
En agosto de 1944, todo el norte de Francia estaba ya liberado, y el movimiento de las
tropas aliadas no se detuvo hasta septiembre, cuando ya quedaba también libre casi toda
Bélgica. Al cabo de tres meses, la batalla de Francia quedaba resuelta en favor de los aliados y
la Wehrmacht había perdido en ella casi medio millón de hombres, entre ellos 200.000
prisioneros.
Fue opinión general que Alemania se hundiría en el otoño de 1944, esperanza que pareció
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confirmarse el 20 de julio de aquel año, al ser Hitler víctima de un atentado en su cuartel
general de la Prusia oriental. Varios jefes y oficiales alemanes, desafectos al régimen nazi,
algunos políticos y un grupo de funcionarios intentaron promover un golpe de Estado. El
coronel Von Stauffenberg colocó una bomba con mecanismo de relojería, disimulada en una
cartera de mano, bajo la mesa donde Hitler examinaba los mapas con su Estado Mayor perso-
nal. La bomba estalló, pero el Führer pudo salir con vida del atentado, a pesar de que sufrió
heridas de consideración en la cara y un brazo. Fracasada la tentativa, se llevaron a cabo
crueles represalias en Berlín y en otras ciudades.
Hitler se vengó atrozmente de los conjurados que la Gestapo logró descubrir. Se dijo que
Rommel, a la sazón comandante en jefe de las formaciones alemanas en el frente occidental, se
hallaba complicado en la conjura y el Führer le ordenó suicidarse. Hitler pudo así continuar la
lucha, pese a la hecatombe que se cernía sobre el nazismo, ante una situación que cualquier otro
hubiera juzgado ya desesperada.
LAS BOMBAS V1 Y V2
Con todo, el Führer seguía creyendo en las nuevas armas que los alemanes se aprestaban a
terminar. De ellas, las “V-1” y “V-2”, llegarían efectivamente a aplicarse; pero era demasiado
tarde, se emplearon en número relativamente escaso y no pudieron cambiar la faz de los
acontecimientos. De todos modos, los británicos hubieron de experimentar una especie de nuevo
y terrorífico ataque aéreo, breve y de escasa consecuencia, ninguna que afectase a la marcha de
las operaciones.
Hitler se aferró entonces a la “V-1”, era una especie de avión a reacción, sin piloto, de una
longitud de ocho metros y envergadura de cinco, que podía transportar una carga explosiva de
una tonelada a 600 Km por hora. Unas rampas de lanzamiento en las orillas del canal de la
Mancha que todavía se hallaban bajo dominio alemán permitían lanzarlas y dirigirlas hacia el
objetivo mediante una guía giroscópica.
Una vez cubierta la distancia calculada y regulada con sus aparatos, la “V-l” cortaba
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automáticamente el encendido del motor y se precipitaba al suelo. Los alemanes dispararon
unas 9.000 “V- 1”; 2.400 cayeron sobre la aglomeración urbana londinense, dando muerte a
unas 6.000 personas, produciendo grandes daños y un choque sicológico profundo. Por fortuna,
la DCA inglesa abatió un gran número de aquellos ingenios en vuelo y las barreras de globos
cautivos resultaron eficaces. En septiembre de 1944, las tropas aliadas habían conquistado la
mayoría de las bases de lanzamiento y cesó el peligro. Las primeras bombas volantes tenían un
alcance de algo menos de 250 kilómetros.
La “V-2” era un arma más perfeccionada y terrible. Se trataba de un cohete de casi 15 m
de altura y 12,5 toneladas de peso, con una tonelada de carga explosiva y un impulso de 360.000
HP, que le imprimían una velocidad de unos 5.800km por hora, esto es, cinco veces la velocidad
del sonido.
La “V-2” alcanzaba una distancia de 350 kilómetros, tras haber ascendido a centenares de
kilómetros de altura. A causa de su enorme velocidad, los residentes en la zona afectada oían la
explosión de la “V-2” sin llegar a percibir el silbido de su llegada. Si los alemanes hubieran
podido lanzar con anterioridad un mayor número de “V-2”, no cabe duda que la ciudad de
Londres se hubiera visto gravemente amenazada de desaparición.
Era preciso contrarrestar aquel peligro, impulsando los avances en territorio enemigo. A
principios de septiembre de 1944, los aliados habían liberado ya la mayor parte de Bélgica y se
acercaban a la frontera alemana; parecía que la guerra iba a terminar antes del invierno.
El 17 de septiembre, los británicos emprendieron una temeraría incursión contra Arnhem,
localidad situada en el curso inferior del Rin y cerca de la frontera germano-holandesa, con el
fin de abrir trecha en la Westwell y avanzar hacia las llanuras de la Alemania septentrional. Se
trataba de llevar a cabo la mayor operación aerotransportada. En total, 4.600 aparatos
lanzaron a 35.000 hombres en la retaguardia enemiga con 5.000 toneladas de material, incluidos
600 cañones y 2.000 vehículos.
Sin embargo, aun con efectivos tan considerables, no lograron abrirse paso las tropas que
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avanzaban por tierra y que debían reunirse con ellos. Los alemanes habían logrado reagruparse
después de sus derrotas iniciales y resistían encarnizadamente; además, las condiciones
atmosféricas eran adversas para los paracaidistas ingleses, el mal tiempo impidió enviar por
aire los indispensables refuerzos y los alemanes pudieron disponer, sólo en aquel momento, de
una aplastante superioridad en hombres, carros de combate y material pesado. El 26 de
septiembre, los británicos tuvieron que retirar el resto de sus efectivos, tras nueve días de
heroicos combates en la zona de Amhem.
EL AVANCE SOVIÉTICO
De acuerdo con sus aliados occidentales, los rusos desencadenaron otra gran ofensiva en el
preciso momento del desembarco en Normandía. Un ataque secundario contra Finlandia les
permitió ocupar Viborg el 20 de junio de 1944 y dejar a los fineses fuera de combate, si bien el
armisticio con éstos no se firmaría hasta el 4 de septiembre.
El 23 de junio, la ofensiva principal se desencadenó en primer lugar en el centro, donde los
rusos volvieron a ocupar Minsk y Vilna, presionando muy pronto en el Niemen y alcanzando las
fronteras de la Prusia oriental; consiguieron igualmente importantes victorias en los Estados
bálticos, mientras la Wehrmachtt se veía obligada a ceder terreno por doquier. En julio, el
frente alemán del Este ofrecía síntomas de resquebrajamiento; a finales de aquel mismo mes, los
rusos habían tomado Lvov y Brest-Litovsk y se hallaban a las puertas de Varsovia. La capital
polaca, durante los primeros días de agosto de 1944, y coincidiendo con la liberación de París y
del norte de Francia, atravesó por una de las más espantosas tragedias de la contienda: la
insurrección de Varsovia, la sublevación de sus habitantes contra las fuerzas nazis de
ocupación.
El 1 de agosto de 1944, las fuerzas de la resistencia antialemana en la capital entraron en
acción; sumaban unos 40.000 hombres y militaban a las órdenes de Tadeusz Komorowsky, bajo
el seudónimo de “general Bor”. Los alemanes reaccionaron en el acto, aportando a la lucha
carros pesados, aviones y medios de similar potencia militar, y aunque los polacos se batieron
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con denuedo, dominando durante largo tiempo buena parte de la ciudad, era evidente que no
podrían resistir mucho más sin la ayuda exterior.
Mientras la artillería y la aviación alemanas derruían las barricadas rebeldes, éstos
luchaban desesperadamente casa por casa. Los últimos sublevados hicieron frente a la
Wehrrnacht por espacio de dos meses, hasta que el 3 de octubre el general Bor capituló con
25.000 supervivientes de los 40.000 soldados que iniciaron la rebelión.
No era sólo en Polonia donde se luchaba encarnizadamente contra el ocupante nazi, sino en
casi toda Europa, aplicando la guerra silenciosa y clandestina de los movimientos de resistencia.
Además de los resistentes franceses, perfectamente organizados en su país, combatían también
en el suyo, en el norte de la península, los llamados “partisanos” italianos, cuyo movimiento
quedó integrado, en noviembre de 1943, en los planes del Estado Mayor aliado, que
consiguieron notables éxitos militares a partir de mayo de 1944 y que, a finales de abril del año
siguiente, liberaron Mantua, Génova y Milán.
El movimiento guerrillero de Yugoslavia se inició a poco de consumarse la ocupación
alemana en el país. Aunque hubo diversos grupos de combatientes, se destacó el dirigido por
Josip Broz “Tito”, que logró superar el movimiento monárquico de Draga Mihailovich y quedar
dueño de la situación. Durante casi dos años padeció extremadas penalidades, pero a partir de
la caída de Mussolini en Italia (julio de 1943), Tito pudo apoderarse del material de guerra
abandonado por las tropas italianas en desbandada e iniciar con éxito sus operaciones: en
septiembre de 1944 ya mantenía contactos militares con los aliados en el Mediterráneo y, un
mes después, con las tropas rusas, con las que entró victorioso en Belgrado el 17 de octubre. En
diciembre cooperó a la liberación de Albania, y el 6 de enero de 1945 Tito llegaba ya a la
frontera austríaca.
En Dinamarca, la primera organización de resistencia se debió a los comunistas, y se
calcula que sólo en la península de Jutlandia se llevaron a cabo 8.000 actos de sabotaje con la
intención de cortar las comunicaciones entre Alemania y Noruega. En agosto de 1943, los nazis
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proclamaron el estado de sitio en Dinamarca; en julio de 1944, la Gestapo emprendió una
terrible represión contra la población civil, y en septiembre del mismo año, los alemanes
desarmaron a la policía danesa y declararon el estado de guerra en todo el país. En cuanto a los
resistentes noruegos, hubieron de luchar a la vez contra los nazis y contra los colaboracionistas
de Quisling, adquiriendo características propias, ya que sus principales componentes fueron
marineros y pescadores.
Destacaron dos notables golpes de mano llevados a cabo por la resistencia Noruega: el
ataque a la factoría de deuterio (hidrógeno pesado) de Rjukan por un comando de
paracaidistas, el 27 de febrero de 1943, y la voladura del “feny-boat” que transportaba deuterio
de Noruega a Alemania, el 20 de febrero de 1944, lo que retardó la campaña de investigaciones
sobre la fisión del átomo en que estaba trabajando un grupo de científicos alemanes.
En Grecia, los guerrilleros incrementaron sus actividades a partir de 1944, y, en otoño de
dicho año, colaboraron con el mando militar británico en las operaciones de expulsión de los
alemanes, que abandonaron Atenas el 14 de octubre. También la Resistencia belga logró éxitos
tales como el de ocupar intacto el puerto de Amberes, ayudando a las tropas británicas. Asimis-
mo, en Holanda actuaron dos organizaciones de resistentes que llevaron a cabo una acción
eficaz contra los nazis.
En general estos movimientos de resistencia no contaban mucho con los gobiernos de sus países
exiliados en Londres, simples residuos arrebatados por el vendaval de la guerra, y a menudo
actuaban al margen de ellos. Solamente la Francia Libre del general De Gaulle logró crearse un
prestigio con los años, lo que se debió principalmente a que nunca se consideró “gobierno”
hasta el momento de la invasión de Normandía —y aun entonces a título provisional—; al
apoyo que recibió de la Resistencia francesa a la gradual adhesión a De Gaulle de todo el
imperio colonial francés; a la personalidad demostrada por el propio general y, en último
término, a que la escoria política francesa quedó en Vichy: oportunistas y traidores que bandea-
ban entre las debilidades seniles de Pétain y las turbias maniobras de Laval.
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Mientras se producían tales acontecimientos, los rusos habían aniquilado las defensas
alemanas de los Balcanes. El 20 de agosto de 1944, el rey Miguel de Rumania, mediante un
golpe de Estado, depuso al gabinete pronazi del país, firmó un armisticio con la Unión Soviética
y declaró la guerra a su antiguo aliado, el Fíihrer. En Bulgaria, la situación fue distinta, ya que
si bien quedaron estacionadas en el país algunas unidades de la Wehrmacht, Bulgaria no llegó a
estar en ningún momento en guerra con Rusia. Los rusos declararon entonces una guerra
puramente formularia a los búlgaros para concertar acto seguido un armisticio, tras el que
Bulgaria imitó a Rumania, enfrentándose con Alemania, cuya posición en los Balcanes era ya
insostenible. Hitler fue retirando progresivamente sus tropas de aquella zona, como también de
Grecia y Yugoslavia, para evitar que quedasen cortadas sus líneas de comunicación con las
bases del Reich.
En octubre de 1944, el almirante Horthy, regente y dictador de Hungría, ordenó a sus tropas
que depusieran las armas, pero los alemanes le obligaron a dimitir y se adueñaron del gobierno
magiar apoyados por el partido pronazi de las Cruces de Flechas; prosiguió la lucha de Hungría
contra los soviéticos, y cada bando rivalizó en brutalidad con respecto a la población civil. El
sitio de Budapest duró dos meses y los bombardeos incesantes arrasaron la capital; por último,
los alemanes evacuaron el territorio húngaro en abril de 1945, dejando en pos de si la
destrucción y el caos más absoluto.
En septiembre de 1944, los soviéticos habían ocupado de nuevo los Estados bálticos, y su
campaña otoñal prosiguió con una ininterrumpida ofensiva de invierno.
A comienzos de 1945, los rusos reanudaron su avance en Polonia y ocuparon Varsovia el
17 de enero. Simultáneamente, otras columnas soviéticas penetraban en la extensa cuenca
industrial de Silesia. Dantzig cayó el 30 de marzo y Viena el 13 de abril.
En diciembre de 1944, Hitler lanzó sus últimas fuerzas blindadas en una ofensiva
desesperada en las Ardenas, y, para preparar este brusco ataque, el Führer llamó a su mejor
estratega, el mariscal de campo Von Runstedt. Absolutamente inesperado, el golpe sorprendió a
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los norteamericanos y logró cercar varias divisiones aliadas.
El plan germano intentaba cortar en dos las líneas enemigas y recuperar Amberes. La
bolsa creada por la ofensiva de Von Runstedt tomó rápidamente proporciones alarmantes, pues
los cohetes “V-1” y “V-2”, lanzados desde las bases alemanas de Holanda, llovían sobre
Londres, Amberes y Bruselas. Eisenhower concentró a toda prisa reservas del frente meridional
e incluso llegó a proponer la evacuación de Estrasburgo, a lo que se opuso el general De Gaulle.
Los norteamericanos pudieron al fin reaccionar en el momento más crítico, hacia Navidad, y se
aferraron al terreno, especialmente en el área de Bastogne, hasta que la ofensiva de las Ardenas
acabó en una catástrofe para los nazis.
A comienzos de febrero de 1945, los aliados penetraron por fin en territorio del propio
Reich. El 7 de marzo, las primeras columnas norteamericanas atravesaban el Rin en Remagen,
al sur de Bonn; en el mismo mes, los aliados establecían sólidas posiciones en toda la orilla
derecha del río y, a mediados de abril, varias divisiones alemanas quedaban cucadas en el Rin.
Al Norte, Montgomery se dirigía hacia los importantísimos puertos de Bremen, Hamburgo y
Lubeck. En el centro, los americanos avanzaban hacia Magdeburgo. El 25 de abril, cerca de
Torgau, enlazaron con los efectivos rusos procedentes del Este. Al Sur, las divisiones blindadas
de Patton avanzaban a toda velocidad hacia Nuremberg y Munich, franqueando la antigua
frontera checoslovaca.
LA DERROTA ITALIANA
En Alemania, el 11 de abril de 1945 los norteamericanos pasaban el Elba y los rusos
llegaban a Viena. Aquel mismo día, Mussolini convocaba a sus miembros para comunicarles
que se dirigía a Milán con el fin de organizar el repliegue hacia Suiza.
Se instaló en la prefectura milanesa, pero pronto se percató de la realidad de la situación
en que se encontraba y ofreció el poder al Partido Socialista, primero, y a los
democratacristianos, después. Por su parte, el general nazi Wolff organizaba metódicamente la
rendición de las tropas, trataba con los servicios secretos angloamericanos en Suiza, tomaba
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contactos con el cardenal Schuster, arzobispo de Milán, y mandaba liberar a Ferrucio Parri,
dirigente del Comité de Liberación Nacional, como prueba de buena voluntad. En su propio
domicilio de Milán, el general Wolff tenía instalada una emisora de radio para comunicarse con
los servicios secretos norteamericanos.
El 21 de abril, los aliados entraban en Bolonia. El 25, el Comité de Liberación Nacional
asumía todos los poderes civiles y militares “en nombre del pueblo italiano” y organizaba con-
sejos de guerra y tribunales populares. Mussolini sólo pensó entonces en salvarse y gestionó
indirectamente con el C.L.N. las condiciones eventuales de una rendición. Pero la consigna
antifascista era la rendición incondicional y Mussolini se resistía, pese a que de su “República
social” nada quedaba, confiando en una hipotética columna de cinco mil milicianos fascistas. Su
impaciencia le hizo emprender el camino de Suiza, acompañado de sus más próximos jerarcas.
Luego, al hallar la frontera suiza cerrada, retrocedió y se unió a su amante Claretta Petacci.
El día 27, mientras las tropas de Zukov combatían en Berlin y los obuses empezaban a caer
sobre el bunker del Führer, en la Italia septentrional llegaban a un acuerdo los alemanes y los
guerrilleros italianos: les era permitido pasar a los alemanes, pero los italianos, sin excepción,
debían quedarse en el país.
Al día siguiente, 28 de abril, uno de los jefes de los resistentes italianos creyó reconocer a
Mussolini en uno de los camiones que su gente estaba registrando. Le llamó por su nombre y
Mussolini no contestó. Al ser identificado, Mussolini continuó inmóvil y se dejó quitar la
metralleta que sostenía en sus rodillas. Se comprobó al registrarle que Mussolini llevaba libras
esterlinas y documentos sobre bancos suizos por muchos millones de liras.
Los guerrilleros italianos trataban de evitar que Mussolini fuera a parar a manos de los
aliados, considerando que el Duce debía ser juzgado por los italianos, aunque el armisticio del 8
de septiembre estipulan que el Duce sería entregado a las fuerzas aliadas. El coronel Valerio —
después Walter Audisio, diputado comunista— le llevó ante un muro y le comunicó secamente
que “por orden de la jefatura del Cuerpo Voluntario de la Libertad debía hacer justicia en
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nombre del pueblo italiano”. Claretta se abrazó a Mussolini y ambos fueron derribados por una
ráfaga de ametralladora. Luego les tocó el turno a los quince jerarcas fascistas de la comitiva
del Duce. También Starace, secretario del partido fascista, fue traído de Milán hasta allí para
ser fusilado.
Al día siguiente, un camión llevó a Milán los cadáveres, descargándolos cerca de un garaje
donde el año anterior hablan sido fusilados 15 rehenes antifascistas. Uno de los guerrilleros tuvo
la idea de colgar los despojos por los pies para que pudieran ser contemplados por la
muchedumbre congregada.
Mientras los occidentales avanzaban rápidamente en el norte, oeste y sur de Alemania, la
ofensiva rusa se desencadenaba de lleno contra Berlín, y el 28 de abril de 1945 los soviéticos se
hallaban ya a las puertas de la ciudad.
Desde mediados de enero, Hitler se había refugiado en el bunker de la Cancillería, enorme
subterráneo de hormigón armado; minado por la fatiga y la angustia, el Führer vivía al borde
de la demencia, y su estado nervioso acentuaba los rasgos patológicos de su enajenado carácter,
pasando sin tregua de la más honda depresión al más delirante optimismo y de la sensiblería al
cinismo. Al punto a que se había llegado su obstinación sólo podía acarrear el caos, y,
personalmente, vivía en plena enajenación mental.
Se aferró a una última decisión: un Führer no podía caer con vida en manos del enemigo, y
el 30 de abril de 1945 se disparó una bala en la boca. La víspera se había desposado con Eva
Braun, amante suya desde hacía años, y la recién “senñora de Hitler” precedió a su marido
suicidándose con veneno. Ambos cadáveres fueron rociados con gasolina y quemados en el
jardín de la Cancillería del Reich. El ministro Goebbels y su esposa envenenaron a sus cinco
hijos y luego ordenaron a un miembro de las SS que les disparara.
Con anterioridad, varios colaboradores del Führer trataron de ponerse al frente de aquel
Reich ya en descomposición acelerada. Himmler intentó negociar con los aliados, a través de
Suecia, proponiendo la capitulación alemana en el frente occidental, con el fin de concentrar
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todas las fuerzas disponibles en el frente Este, tentativa que fracasó rotundamente. El 23 de
mayo, los soldados ingleses capturaron a Himmler, que se suicidó acto seguido. Goering,
refugiado en Baviera durante la última fase de la lucha, había proyectado también tratar con
los angloamericanos. Hitler, informado de sus intenciones, mandó detenerle, pero el mariscal
del Reich había caído ya en manos de los aliados y se suicidó en la cárcel, tras ser condenado a
muerte por el tribunal de Nuremberg. Los principales jefes nazis fueron sentenciados allí por
crímenes de guerra, como Von Ribbentrop, Rosenberg, Streicher, Seyss-Jnquart, los generales
Jodl y Keitel, y otros. Murieron en la horca.
Hitler designó como sucesor suyo, el 30 de abril, antes de suicidarse, al almirante Karl
Dónitz, quien, el 3 de mayo, envió parlamentarios al cuartel general de Montgomery, situado en
las landas de Luneburgo. Dos días después capitulaban las tropas de los sectores Noroeste,
Dinamarca y Holanda. El 7 de mayo de 1945, a las 2.45 de la madrugada, los alemanes firmaban
en Reims su capitulación incondicional en todos los frentes. El armisticio debía entrar en vigor
el 8 de mayo, a medianoche.
“El día 7 de mayo —cuenta el almirante Dónitz en sus Memorias— Friedburg y Jodl
regresaron a Miirwik. Friedburg traía consigo un ejemplo de Stars ami Stripes, el periódico del
ejército norteamericano, que contenía fotografías atroces tomadas en el campo de
concentración de Buchenwald. Con toda seguridad, la desorganización en los transpones y
abastecimiento no había contribuido precisamente a mejorar la situación de aquellos campos en
el curso de las últimas semanas. Ahora bien, no podía caber la más mínima duda: nada en el
mundo podía justificar lo que mostraban aquellas fotos. Friedburg y yo quedamos
horrorizados. ¡Jamás hubiéramos podido sospechar que aquello fuera posible! Y, sin embargo,
correspondían perfectamente a la realidad, y no sólo con respecto a Buchenwald. Pudimos
comprobarlo personalmente al llegar a Flensburg un barco que transportaba a los antiguos
presos de un campo de concentración. El oficial de marina más antiguo hizo inmediatamente
cuanto pudo para alimentar y cuidar a aquellos infelices. ¿Cómo pudieron producirse
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semejantes horrores en Alemania sin que nosotros tuviéramos conocimiento de ello?”
LA DERROTA DE JAPÓN Y LA BOMBA ATÓMICA.
Sin embargo, las hostilidades continuaban en Extremo Oriente y los norteamericanos
soportaban el mayor peso en esa lucha. Roosevelt había accedido al punto de vista de Churchill
y de Stalin: derrotar al III Reich antes de emprender la ofensiva definitiva contra el Japón. Los
frentes europeos recibieron prioridad en hombres y material, pero no por ello los Estados
Unidos dejaron de preparar simultáneamente su impresionante máquina de guerra en el
Pacífico. Ante todo, crearon una flota de portaaviones, con su correspondiente aviación, capaces
de preparar el camino de las futuras operaciones de desembarco.
En verano de 1942, las tropas norteamericanas se apoderaban de Guadalcanal, una de las
islas del archipiélago Salomón; a partir de entonces, fueron ocupando una isla tras otra del
océano Pacífico. En el mismo año de 1942, consiguieron paralizar la ofensiva naval japonesa: la
batalla del mar del Coral en mayo y la de Midway en junio, fueron fatales para la flota imperial
nipona y por vez primera en la historia de la guerra marítima los navíos adversarios
combatieron sin verse siquiera un solo instante y sin intercambiar disparos de artillería.
Ataques y contraataques quedaron exclusivamente confiados a los bombarderos, aviones
torpederos y el restante material aéreo de los portaaviones: la guerra del Pacífico fue,
efectivamente, una lucha especial entre portaaviones, que sustituyeron a los cruceros y
acorazados en el primer puesto de importancia del poder naval. El papel de los submarinos —
norteamericanos en este caso— fue asimismo muy destacado en el Pacífico, y consiguieron
hundir un tonelaje nipón considerablemente elevado; los Estados Unidos fueron organizando en
gran escala su industria de guerra y disponiendo de más navíos y aviones; al principio, en
igualdad de condiciones que el Japón, y después, muy superiores a su nivel.
En 1943, y sobre todo en 1944, se lograron progresos muy importantes para la causa
norteamericana. Las fuerzas de los Estados Unidos ocuparon Tarawa, en las islas Gilbert
Kwajalein y Eniwetok, en las Marshall; Saipan, Tinian y Guam, aparte de otras islas y
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archipiélagos. A menudo, debido a la fanática resistencia de los japoneses, cada palmo de
terreno costaba ríos de sangre.
Entretanto, en las selvas birmanas los ingleses proseguían su agotadora lucha contra los
ocupantes nipones, aunque al principio con grandes pérdidas y sin demasiado éxito, porque las
tropas británicas padecían en extremo el clima y enfermedades tropicales de aquellas regiones,
aparte de que el abastecimiento y suministros presentaban problemas y dificultades casi insu-
perables en aquellas zonas asiáticas carentes de carreteras y líneas de comunicación. Por su
parte, los chinos proseguían igualmente la lucha, en especial mediante operaciones guerrilleras
contra las vías de comunicación y en la retaguardia de los japoneses. Los norteamericanos
apoyaban en China a Chiang Kai-chek, atrincherado en Chung-king, en el interior del país, y le
facilitaban considerable ayuda en aviones, consejeros militares y material de diversa índole.
En otoño de 1944, los norteamericanos habían avanzado mucho en sus campanas
oceánicas, e instruido s tropas de desembarco. Podían ya emprender una de las operaciones más
decisivas de la guerra del Pacífico: el asalto al archipiélago de las Filipinas.
En 1941-1942, las tropas filipino-norteamericanas a las órdenes del general McArthur, se
habían batido heroicamente —aunque sin esperanza— contra un enemigo muy superior en
número. Más tarde, pudieron rehacerse y McArthur fue nombrado comandante en jefe del
Pacífico y podía “regresar”, como prometiera, al abandonar la fortaleza de Corregidor en
marzo de 1942. La ofensiva emprendida en las Filipinas asestó un golpe terrible en el corazón
del imperio conquistado por el Japón en el sudeste asiático. Los japoneses se vieron obligados a
comprometer allí el núcleo esencial de una flota que se estaba “ahorrando celosamente”, puesto
que su industria no era ya capaz de cubrir las pérdidas de sus buques de guerra. El control de
las islas Filipinas era, para el Imperio del Sol Naciente, cuestión de vida o muerte; si los
norteamericanos se apoderaban de ellas, podrían cortar las comunicaciones entre el Japón e
Indonesia, de donde los nipones extraían la mayor parte de sus materias primas; si la flota
japonesa se recluía en aguas septentrionales, se separaría del petróleo indonesio, y si se dirigía
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al Sur, se alejaba de sus bases metropolitanas.
En octubre de 1944, los norteamericanos lanzaron una operación anfibia de gran alcance
contra la isla de Leyte, casi en el mismo centro del archipiélago filipino. Los japoneses habrían
de arriesgar forzosamente el grueso de sus fuerzas navales en una batalla de aniquilamiento
contra las poderosas escuadras norteamericanas si bien esta batalla de Leyte fue, en realidad,
una serie de encuentros y choques en el mar, en un área muy extensa, aunque de suma
importancia entre las más decisivas de la guerra marítima.
Los combates se iniciaron en la mañana del 23 de octubre de 1944; el día siguiente, a la
misma hora, los norteamericanos habían obtenido resultados importantes: los aparatos de los
portaaviones, al mando del almirante Halsey, habían hundido el Musashi, buque de guerra
japonés que era entonces el mayor del mundo (72.000 toneladas), gracias al lanzamiento de
dieciséis bombas pesadas y diez torpedos aéreos; a la noche siguiente, otra escuadra
norteamericana hundía al enemigo dos acorazados, un crucero y tres destructores en el estrecho
de Surigao. Sin embargo, los nipones habían logrado atraer y desviar al grueso de las
formaciones navales de los Estados Unidos lejos del sector previsto para el desembarco.
El 25 de octubre, la flota norteamericana de invasión era amenazada por una poderosa
escuadra japonesa. La situación empezaba a ser crítica para McArthur, pero el almirante
japonés Kurita dejó perder la excelente oportunidad que se le ofrecía y la batalla de Leyte
acabó con una derrota.
La flota norteamericana había hundido tres acorazados japoneses, tres portaaviones, diez
cruceros, nueve destructores y un submarino, y el enemigo jamás lograría reemplazar tales
pérdidas; la diezmada flota imperial hubo de limitarse, en lo sucesivo, a pequeñas operaciones
defensivas y a sorpresas de los kamikazes, aviones suicidas cuyo piloto se estrellaba
voluntariamente con su avión de bombardeo o de caza sobre la cubierta de las embarcaciones
enemigas.
Las islas más importantes del archipiélago filipino quedaban así conquistadas durante el
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invierno de 1944-1945 y primavera de 1945. Incluso antes de finalizar estas campañas, los
norteamericanos atacaron posiciones en el seno del Imperio del Sol Naciente: el archipiélago
Riu Kiu, las islas Bonin, las Vulcano, eran excelentes bases para una futura ofensiva aérea y
marítima contra el Japón y, eventualmente, también para invadirlo. La lucha fue espantosa,
sobre todo en Iwojima y Okinawa, donde se entablaron feroces combates en febrero-marzo y
abril-junio de 1945. Los nipones se defendieron con valor rayano en la desesperación. Una
simple cifra proporciona una idea de lo que fueron aquellos combates: en Iwojima, la
guarnición japonesa constaba de 21.000 hombres y los norteamericanos hicieron allí
escasamente un centenar de prisioneros.
La guerra revistió idéntico encarnizamiento en Okinawa, donde 20 acorazados y 33
portaaviones norteamericanos apoyaron el desembarco. El Yamamoto , buque gemelo del
Musashi, fue hundido por tres bombas y doce torpedos. Al ocupar los norteamericanos su
primera base estratégica en las proximidades de la metrópoli nipona, hicieron 8.000 prisioneros
japoneses de los 110.000 soldados con quienes se enfrentaron al desembarcar.
El resultado de la contienda no ofrecía ya duda alguna. El Japón había perdido el núcleo
de su marina de guerra e incluso de su flota mercante; le quedaban bloqueadas casi todas las
fuentes de suministros vitales exteriores; los aviones norteamericanos partían de bases muy
próximas y bombardeaban el mismo corazón del Japón y sus acorazados y cruceros pesados
podían triturar directamente el suelo enemigo.
En numerosas ciudades japonesas, las destrucciones no eran menos importantes que en
Alemania, y, sin embargo, ni estadistas ni militares aliados confiaban en una capitulación incon-
dicional. Al contrario, afirmaban que la invasión del suelo nipón no sería menos terrible que los
combates de Iwojima y Okinawa: la resistencia japonesa ofrecía visos de ser igualmente
fanática, más decidida y con mayor encono todavía.
En tales condiciones, los expertos calcularon que un desembarco en la metrópoli japonesa
costaría la vida a un millón de norteamericanos y a un cuarto de millón de soldados británicos.
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Entonces intervino Harry S. Truman, sucesor del recién fallecido Roosevelt en la presidencia de
los Estados Unidos, con su decisión de emplear contra el Japón un arma espantosa que los
norteamericanos acababan de ensayar: la bomba “A”.
LA BOMBA ATÓMICA
Desde hacía mucho tiempo, los científicos del siglo XX trataban de hallar el modo de
liberar la inmensa energía contenida en el núcleo del átomo. Con posterioridad a la Primera
Guerra Mundial, la física nuclear comenzó a realizar importantes progresos, y en los años
inmediatamente anteriores a 1939 los investigadores habían descubierto, con la angustia que
puede suponerse, la posibilidad del empleo de la energía atómica en la fabricación de una
bomba.
Los físicos alemanes empezaron a realizar investigaciones en este sentido, pero Hitler
cometió el error de expulsar de Alemania a algunos de los mejores científicos germanos, muchos
de ellos de raza hebrea, como Albert Einstein y Lise Meitner, que se refugiaron en los Estados
Unidos, donde se les reunió luego otro “sabio atómico” de primer orden, el italiano Enrico
Fermi, desterrado por Mussolini. Einstein persuadió a Roosevelt y el gobierno norteamericano
tomó en consideración la solicitud de fabricar una bomba atómica, a base de experimentos y
cálculos extremadamente complejos. La operación recibió, en clave secreta, el nombre de
“Proyecto Manhattan”, y los norteamericanos le dedicaron sumas por valor de 2.000 millones
de dólares, con la únic a garantía para su realización que el simple prestigio de los sabios
europeos y de sus colegas americanos Oppenheimer, Urey, Lawrence y Comptow quienes
afirmaban que podría conseguirse una bomba mil veces más potente que el mayor de los
explosivos convencionales.
El 16 de julio de 1945, a las 5.30 horas de la mañana, se efectuaba el primer ensayo de
aquella bomba en el desierto norteamericano de Nuevo México en Alamogordo.
En la mañana del 6 de agosto, la primera bomba atómica era lanzada por un avión
norteamericano sote la ciudad nipona de Hiroshima. Pendiente de un paracaídas, la bomba
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estalló a 600 metros de altitud. En una millonésima de segundo, la explosión liberó una energía
equivalente a la de 20.000 toneladas de TNT, y el calor originado en su centro alcanzó 100
millones de grados centígrados. Todo ardió en un radio de un kilómetro; los metales se
convinieron en gases, las construcciones en polvo y los seres humanos en cenizas.
“De pronto —describió un testigo presencial—, un deslumbrante fulgor rosa pálido
apareció en el cielo, acompañado de un temblor sobrenatural que fue casi inmediatamente
seguido por una ola de sofocante calor y un viento que todo lo barría a su paso. En pocos
segundos, los millares de personas que circulaban por las calles y jardines del centro urbano
quedaron arrasadas. Muchos murieron instantáneamente a causa del espantoso calor y otros se
retorcían por el suelo, aullando de dolor, con quemaduras mortales. Todo cuanto se hallaba en
pie dentro del área de deflagración —muros, casas, fábricas, edificaciones— quedó aniquilado y
sus restos se proyectaron en torbellino hacia el cielo. Los tranvías fueron arrancados de las vías
y lanzados lejos, como si carecieran de peso y de consistencia; los trenes, levantados de sus rieles
como juguetes; los caballos, los perros, el ganado, sufrieron la misma suerte que los seres
humanos. Todo cuanto vivía en esa área quedó aniquilado o en actitud de indescriptible
sufrimiento. La vegetación no se libró de la castástrofe: los árboles desaparecieron entre
llamaradas, las llanuras de cultivos y arrozales perdieron su verdor y quedó la hierba quemada
en el suelo, como paja seca. Más allá de la zona de la muerte absoluta y total, las casas se
hundieron en un caos de vigas, muros y muebles. Hasta un radio de cinco kilómetros del centro
de la explosión, las casas construidas de materiales ligeros se derrumbaron como castillos de
naipes, y quienes se hallaban en su interior resultaron muertos o heridos: los que consiguieron
librarse milagrosamente y salieron al exterior, se encontraron cercados por cortinas de llamas,
y las escasísimas personas que pudieron ponerse a salvo murieron unos veinte o treinta días más
tarde a causa de la acción retardada de los mortales rayos gamma. Por la tarde, el nivel del
incendio general empezó a disminuir, hasta que el fuego se extinguió por no quedar ya nada que
pudiera arder en la ciudad. Hiroshima había dejado de existir.”
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Sólo en Hiroshima, la irradiación calorífica, la onda explosiva, la presión del aire y la
radiactividad causaron la muerte de 66.000 personas e hirieron gravemente a otras 69.000; las
radiaciones afectarían a varios millares, poco después. El número total de fallecimientos, a
consecuencia de la bomba atómica, en la ciudad de Hiroshima, puede calcularse que superó los
100.000. El 9 de agosto, una segunda bomba atómica, lanzada esta vez contra Nagasaki,
causaría 75.000 víctimas.
FIN DE LA II GUERRA MUNDIAL
Al día siguiente, el gobierno de Tokio se declaraba dispuesto a rendirse, con la única
condición de que el emperador continuara siendo soberano del país, a pesar de la rendición,
porque el Mikado era una divinidad para los japoneses. Los aliados consintieron en que
Hirohito conservase el trono, si bien durante la ocupación debería ponerse a disposición del
gobernador militar de los vencedores. Simultáneamente, la URSS había declarado la guerra a
los nipones el 8 de agosto. Por último, el 14 entraba en vigor el armisticio, y el 2 de septiembre
Douglas McArthur, a bordo del acorazado Missouri, anclado en la bahía de Tokio y al frente de
una impresionante escuadra, recibía solemnemente la capitulación formal del Imperio nipón.
Aquel día terminaba la Segunda Guerra Mundial: había durado exactamente seis años.
Resulta realmente imposible describir con palabras o cifras cuánto dolor y sacrificio exigió
esta atroz contienda y cuántas pérdidas en vidas humanas, miserias, sufrimientos y destruccio-
nes: fue una catástrofe inconmensurable, una suma de desgracias, de dolores y angustias que
supera lo imaginable. Sin embargo, algunas estadísticas pueden incluso con toda su aridez
ofrecemos un esquema: la estimación del número de muertos como consecuencia del conflicto
oscila entre los 25 y los 40 millones; en cambio, la Primera Guerra Mundial “sólo” había
costado lO millones de vidas humanas.
¿Por qué esta diferencia? El segundo conflicto mundial duró casi dos años más que el
primero, abarcando territorios mucho más extensos. Además, la población civil quedó también
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mucho más castigada con relación a la de 1914-1918. La aviación había logrado tales progresos,
que bien podemos atribuirle el papel principal en la hecatombe. De todos modos, la mayor cifra
de muertos, no combatientes, se debe en gran medida a la matanza hitleriana de judíos: el
nazismo “liquidé” sistemáticamente, en una “solución final”, de 5,5 a 6 millones de judíos
alemanes u originarios de los países ocupados por el III Reich.
El “colaboracionismo” fue otro de los rasgos característicos de la Segunda Guerra
Mundial. En los países ocupados por los alemanes aparecieron grupos o formaciones de estilo
nazi, o cuando menos de tendencias totalitarias, que se pusieron al servicio de Hitler y
secundaron su política de opresión, aunque los jefes de dichas organizaciones nunca dispusieron
de poder real y auténtico. A los aventureros y oportunistas de siempre, dedicados ante todo a
explotar en beneficio propio la situación reinante, se mezclaban también idealistas engañados
por la fraseología típica del nazismo e individuos mejor o peor intencionados, aunque de escasa
visión política, que creyeron inevitable la victoria alemana y juzgaron que las naciones europeas
debían aprovechar la nueva relación de fuerzas existentes en el continente, es decir, el llamado
“nuevo orden europeo”.
Por otra parte, ya queda indicado cómo, simultáneamente, se organizaba la resistencia en
cada país y los patriotas empuñaban las armas para emprender contra el ocupante una infati-
gable y sorda lucha, destruyendo o neutralizando la máquina de guerra alemana, o lanzándose
a la guerrilla declarada. En su ciega e implacable represión, los alemanes daban muerte a
numeroso personal civil, cuando no les era posible apresar a los propios partisanos o resistentes,
como ocurría a menudo.
En resumen, entre 1939 y 1945, los nazis asesinaron a 12 millones de no combatientes en
los países ocupados, empleando para ello los fusilamientos en masa, los malos tratos, el hambre
y la tortura científicamente organizada. Los pueblos eslavos fueron los más castigados; la
población de países como Rusia, Polonia o Yugoslavia sólo se componía, según los hitlerianos,
de Untermenschen o seres “infrahumanos”, y aquellas gentes murieron por millones en campos
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de prisioneros o de concentración, padeciendo las torturas más espantosas o siendo maltratados
de modo indescriptible por los miembros de las SS alemanas o sus aliados. Como si ello no
bastara, el Führer ordenó que se “industrializaran” los asesinatos. En los campos de
concentración, los nazis construyeron cámaras de gases, donde mediante el uso de Zyklon B,
compuesto de ácido prúsico, se asfixiaba a las víctimas. Las cámaras de gases en Auschwitz
podían dar muerte diariamente a 10.000 hombres, mujeres o niños; los hornos crematorios
funcionaban sin cesar las veinticuatro horas del día y las cenizas y restos humanos servían de
abono artificial. Sólo en el campo de concentración de Auschwitz la matanza científica alcanzó a
tres millones de personas, cifra que se eleva en 1945 a ocho millones y que comprende las
víctimas de todos los campos de concentración alemanes. Estos datos, como también los
informes sobre las experiencias “médicas” prisioneros y torturas de toda clase, desde la muerte
a bastonazos hasta la crucifixión, demuestran un nivel de escalofriante inhumanidad:
inconcebible si se tiene en cuenta que los alemanes pertenecen a un pueblo que ha legado a la
civilización una notable riqueza cultural.
Aparte de estos horrores —campos de concentración por una parte, e Hiroshima y
Nagasaki por otra—, lo que costara la guerra, materialmente hablando, es cosa de importancia
secundaria. Las sumas directamente gastadas en el conflicto ascendieron a un billón de dólares,
y el valor de los daños materiales probablemente pasa de los 200.000 millones de dólares.
Ateniéndose al punto de vista estrictamente económico y material, la disminución de la
capacidad general productiva, a consecuencia de las pérdidas en vidas humanas, puede cifrarse
en otros 250.000 a 400.000 millones de dólares.
Tal es el terrible balance con que se cerraba la Segunda Guerra Mundial y la espantosa
herencia con que se enfrentaba el mundo ante una paz que esta vez también resultaría precaria.
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