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CENTRALIDADES V olumen I Manuel Dämmert Ego Aguirre, coordinador Perú: la construcción sociocultural del espacio territorial y sus centralidades OLACCHI Organización Latinoamericana y del Caribe deCentros Históricos www.flacsoandes.edu.ec

Manuel Dämmert Ego Aguirre, coordinador Perú: la ... · Cuando Lima era el Perú -y aún continúa siéndolo—, hubo un transgresor impenitente que recorría los bares de la Belle

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CENTRALIDADESV o l u m e n I

Manuel Dämmert Ego Aguirre, coordinador

Perú: la construcción sociocultural del espacio

territorial y sus centralidades

OLACCHIOrganización Latinoamericana

y del Caribe de Centros Históricos

www.flacsoandes.edu.ec

Editor generalFernando Carrión M.

Coordinador editorialJaime Erazo Espinosa

Com ité editorial Eusebio Leal Spengler Fernando Carrión Mena Jaime Erazo Espinosa Mariano Arana Margarita Gutman René Coulomb B.

CoordinadorManuel Dammert Ego Aguirre

Editora de estiloGabriela Chauvin Ochoa

Diseño y diagramaciónAntonio Mena

ImpresiónCrear imagen

ISBN: 978-9978-370-05-6 O OLACCHIEl Quinde N 45-72 y De Las Golondrinas Tel: (593-2) 246 2739 [email protected] www.olacchi.orgPrimera edición: septiembre de 2009 Quito, Ecuador

Contenido

Presentación...................................................................................... 7PrólogoPerú: territorios, lugares y patrimonio.Un enfoque multidimensional de las centralidades históricas......... 9Manuel Dammert Ego AguirreCentralidades regionales y jerarquías urbanas:sistema de centralidades urbanas en el P e rú ................................ 47Luisa Galarza Lucich y Cecilia del CastilloPerú: diversidad de zonas urbanas con valor culturalfrente al desarrollo urbano actual ................................................. 79Juan Julio Garda Rivas

Colonizados, globalizados y excluidos enlas grandes transformaciones de L im a ..........................................107Roberto Arroyo Hurtado y Antonio Romero Reyes

La transformación de estructura y significadodel centro de Lima. Tres aproximaciones.......................................151Kathrin Golda-Pongratz

Lima: poder, centro y centralidad.Del centro nativo al centro neoliberal..........................................189Wiley Ludeña Urquizo

Cusco: apogeo del Tawantinsuyo, centralidadespatrimoniales y la Red de Parques Arqueológicos.....................227Manuel Dammert Ego Aguirre

El centro histórico de Arequipa:patrimonio y desarrollo .................................................................267Luis Maldonado Valz

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo

al centro neoliberal*

Wiley Ludeña Urquizo**

C uando Lima era el Perú -y aún continúa siéndolo—, hubo un transgresor impenitente que recorría los bares de la Belle Epo- que limeña con una sentencia irrefutable: “El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert”. Este transgresor profesional era AbrahamValdelomar (1888-1919),1 un

fino escritor conocido por seudónimo El Conde de Lemos. No era limeño. Había nacido en una tranquila provincia al sur de Lima.* Este artículo fue publicado como: “Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nati­

vo al centro neoliberal”. E U R E , Revista Latinoamericana de Estudios Urbanos Regionales, Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales (IEU+T) de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos de la Pontificia Universidad Católica de Chile, XXVIII, 83, 45-65. Santiago de Chile, mayo de 2002.

** Arquitecto por la Universidad Ricardo Palma. Máster en Diseño Arquitectónico por la Universidad Nacional de Ingeniería. Doctorado en el Instituto de Vivienda y Urbanis­mo de la Technische Universität Hamburg-Harburg. Docente de pre y posgrado en las universidades Ricardo Palma, Nacional de Ingeniería, Pontificia Universidad Católica del Perú y Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Profesor visitante en la Facul­tad de Arquitectura de la Technische Universität Berlin, el Programa de Pos Graduaçào em Urbanismo de la Universidad Federal do Bao de Janeiro, el Instituto de Estudios Urbanos de la Pontificia Universidad Católica de Chile y la cátedra Walter Gropius de la Universidad de Buenos Aires, entre otros. Ha sido responsable de las secciones de crí­tica de la arquitectura y urbanismo en los periódicos El Observador, La Razón y La República.

1 Nota del autor: con esta versión se corrige el error involuntario registrado en la pri­mera edición del presente artículo publicado en EU RE, XXVIII, 83: 45-65, 2002, en referencia al año de fallecimiento de Abraham Valdelomar, registrado en 1929. La fecha es el 3 de noviembre de 1919.

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Julio Ortega ha encontrado en esta célebre frase deValdelomar más que la constatación de una realidad que alude a la hipérbole del cen­tralismo limeño, la ausencia de un “centro” en el mapa personal del escritor del Caballero Carmelo (Ortega, 1986: 14). Y es que en el fon­do, antes que el reconocimiento de una situación con la que podía sentirse identificado, Valdelomar estaba ironizando su propia desespe­ranza de encontrarse en una ciudad que le provocaba, en el fondo, antes que identificación, nostalgia por esa tranquila Lima colonial, se­guramente evocada por sus padres, o el mundo bucólico de la provin­ciana casa materna. De ahí que el principal espacio de su literatura no haya sido precisamente la Lima de la Belle Epoque, sino el mundo pro­vinciano, el ámbito de la ciudad materna. De algún modo, su propia actitud, entre errática y angustiosa por exhibir un ethos burgués supuestamente más moderno que la ciudad que lo acogía, expresa todo lo contrario: que la ciudad que él había convertido en escapara­te para mostrarse a sí mismo y lucir su gesto transgresor era la que ya había adquirido parte de un ethos burgués más auténtico: una ciudad sin “centro”, o más bien, una ciudad donde la velocidad y el tiempo modernos parecían convertirse en el nuevo centro.

¿Cuál es la naturaleza y qué representa el “centro” en una ciudad? ¿Es una forma de materializar y reproducir la lógica del poder en el funcionamiento de las ciudades? ¿O es el resultado de una necesidad casi biológica de la población urbana por delimitar -como lo haría cualquier animal— el epicentro de un territorio definido bajo su do­minio? ¿Por qué muchas ciudades mantienen un solo centro? ¿Y por qué y a partir de qué condiciones surgen en una ciudad otros centros alternativos? ¿Cuáles son las relaciones entre la existencia de un deter­minado tipo de centro y las estructuras totalitarias o democráticas de la sociedad?

Los temas del centro, la centralidad y otros fenómenos análogos re­sultan por esencia multifacéticos y multidimensionales, tanto como los “centros” que constituyen para sí la sociedad, cada grupo social o los in­dividuos. De otro lado, no hay centro y centralidad sin interpretación política, económica, social, cultural o simbólica, lo que le otorga al pro-

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

blema una dimensión de fenómeno complejo. En este contexto, la dis­cusión sobre el centro, la centralidad y la periferia puede resultar tan contradictoria como la discusión sobre autoritarismo y democracia, so­bre dominio centralizado y participación igualitaria, sobre identidad social autorreferencial e identidad social no jerarquizada.

La existencia práctica de los centros no supone el mismo escenario que el discurso ideológico sobre estos: tal es otro rasgo del problema que lo hace más complejo en su abordaje. Entre centro real y discurso sobre la centralidad, existen multiplicidad de lecturas y enfoques. No es lo mis­mo referirse al centro y la centralidad desde las fronteras de la periferia, como tampoco lo es convertir en reflexión el tema del centro desde las entrañas mismas de su territorio.Y tampoco nunca será igual “retoricar” el centro desde los intereses de los que precisan urgentemente un hito de referencia -casi en los mismos términos de Valdelomar y de los que detentan otros poderes—, que referirse desde un contexto que no preci­sa de formas centralizadas de la propia representación.

La historia de Lima es un buen ejemplo para reconocer la natura­leza compleja y dinámica de la constitución histórica de una centrali­dad autosuficiente y confrontada consigo misma y con sus espacios de alternancia. Es un buen ejemplo para observar también las relaciones de correspondencia entre centro y sociedad (y ciudad) institucionali­zada, entre centro y dinámica autoritaria y/o democrática en la cons­trucción social de la ciudad.

En un sentido, la historia del Perú republicano y, por consiguiente la historia de Lima, ha sido y es la historia de un discurso recurrente sobre un centro siempre esquivo. Es la historia permanente de un dis­curso interesado por inventar un “centro” que ordene y pueda dar sen­tido a las aspiraciones de legitimación social y política de los diversos sectores sociales del país. Por ello, en el Perú y Lima hacer república ha sido sinónimo de buscar y construir de manera precaria un centro en la exacta dimensión de una tradición autoritaria (civil y militar), siem­pre insegura en virtud de su origen y legitimidad.

Ya el hecho de hablar de centro o centralidad es admitir que su existencia resulta problemática. No discutir esta condición significaría 191

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admitir, en un escenario, que el centro o los centros son una especie de estado natural de existencia consensuada de la ciudad y la sociedad. Y por otro, que los centros no existen o no son necesarios, habida cuenta de una sociedad democrática que no precisa de formas de cen­tralismo cooptativo, de símbolos unificadores o de epicentros que irra­dian un determinado orden establecido.

Es evidente que en sociedades y ciudades desinstitucionalizadas, desprovistas de identidades constituidas, de redes sociales organizadas y de una sociedad civil fortalecida, la búsqueda y retórica del centro (o de muchos centros) ha supuesto la afirmación de un territorio dis­puesto bajo el control de un orden dominante. El centro, antes que un punto de llegada, es un punto de salida para legitimar la expansión del poder económico y social de turno. Esta es la historia de la sociedad y de la ciudad peruana o latinoamericana.

Tal como no existe una sola memoria urbana sino muchas encon­tradas y desencontradas, asimismo no es posible hablar de un solo centro. Existen diversos centros en formación, en constitución y en pugna permanente. Existe un centro constituido por el poder políti­co. Pueden existir otros en correspondencia con los intereses de cen- tralidad del poder económico y social.Y también existen otros cen­tros en los que coinciden todos los intereses del poder constituido. Este fue el carácter del centro de Lima hasta la década de los años veinte.

Por otro lado, existe el centro o los centros de los que más tienen, y los otros de quienes menos tienen. Existen centros invisibles y otros más visibles. Existen centros evocados y otros reales. De igual forma, no representa lo mismo la experiencia social de vivir la centralidad, que el discurso social sobre dicha centralidad, discurso que la mayo­ría de las veces se hace ideología del poder (o sobre el poder), como también ideología contra el poder. Lo cierto es que en la historia urbana latinoamericana —por lo menos aquella referida al período republicano—, la creación y delimitación del centro y/o los centros ha sido obra exclusiva del poder. No hay, por lo menos en el caso perua­no, un centro creado desde los requerimientos de la sociedad civil.192

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

Así como la enfermedad terminal de todo autoritarismo es una feroz dictadura, igualmente la deformación de todo centro cooptativo es el centralismo por esencia antidemocrático y base de todo autorita­rismo. La ciudad no solo tiene centro, sino que ella misma puede ser el centro de la vida nacional. Este es el resultado histórico que define la trama urbana de las repúblicas latinoamericanas y la estructura de nuestras sociedades. En el Perú de la década de los años cuarenta, la población urbana representaba el 30%, y la rural el 70%. Hoy estos porcentajes se han invertido rigurosamente.

Nuestras ciudades encarnan una múltiple condición de centralidad para configurar esta condición en un modo de experimentar social­mente las ciudades. Aquí la movilidad permanente de los centros, siempre fugaces como precarios, expresa precisamente la precariedad del tejido social, económico y político de nuestras sociedades. Una es­pecie de centro itinerante impulsado por centros que huyen de sí mis­mos (una vez que el pueblo los hace suyos, como sucedió con el cen­tro de Lima tomado por la migración del siglo XX), o de su afán por identificar centro con isla de poder autocontrolada y protegida.

Lim a: el cen tro co m o c o n stru cc ió n h is tó rica

El centro nativo versus el centro colonial

Cuando los españoles habitan el valle de Lima para construir la capi­tal del Virreinato del Perú, el área estaba ocupada por unos 40 mil habitantes. Entonces había en la zona, con distintos grados de uso, dos complejos urbanos de singular importancia: Cajamarquilla y Pacha- camac. Lima era en aquel tiempo una especie de ciudad de ciudades. O más bien se trataba de una ciudad (o anticiudad, en el sentido occi­dental) constituida por un todo unitario de relaciones humanas y espa­ciales, antes que por un todo unitario físico-espacial. Una ciudad pro­pia de una racionalidad precanónica y topològica.

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Aparte de la existencia de una multitud de centros pequeños, repre­sentados por las decenas de huacas ubicadas en puntos estratégicos de todo el territorio, esta red urbana poseyó en una fase tardía un “centro” de mayor significación en el que se encontraban la residencia de Taulichusco, el cacique de la cultura Lima; una huaca para la casta sacer­dotal y las ofrendas colectivas; y el punto de control de aguas para regar parte del valle. Era un centro político, religioso y de control productivo.

La ciudad colonial se erigió en este mismo centro. Mejor dicho, se superpuso rigurosamente sobre la trama preexistente con los signos de la misma violencia cultural de casos similares, como el Cusco o Caja- marca. El centro de Taulichusco se convirtió en el centro de Pizarro. La parcela ocupada por la huaca nativa fue reemplazada por la catedral católica. La antigua cancha fue reciclada por la plaza ortogonal hispá­nica. El mensaje era absolutamente claro: se trataba de una violenta apropiación de una preexistencia urbana y una refundación simbólica de trágicas consecuencias en la identificación entre sociedad nativa y su centro social y existencial. Aquí los cánones de fundación pasaron a un segundo plano: la plaza central del damero tuvo que ubicarse de manera excéntrica para establecer una perfecta coincidencia entre ciu­dad impuesta y la ciudad preexistente. El poder y la racionalidad euro- céntrica del yo conquistador fueron erigidos sobre la preexistencia conquistada; y los principios de un orden ideal renacentista, impuestos sobre un orden nativo mitopoético y topològico.

La ciudad colonial convirtió al centro en sinónimo de la ciudad: Lima sería el centro y el centro sería Lima. Tras una fase de adaptación al medio, mediante la cual el orden impuesto devino conciliatorio con las condiciones preexistentes, se produjo una fase de expansión den­tro de las limitaciones de una muralla construida para evitar el acoso de los piratas. Este orden urbano y su centro correspondiente se man­tuvieron prácticamente inalterados en su lógica inherente hasta déca­das después de la declaración de la independencia de España, en 1821, y la demolición de la muralla entre 1870 y 1872.

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El cen tro de la “ rep ú b lica a ris to c rá tica”

La idea de centro-centro surgió en el preciso instante que se decidió la demolición de la muralla, y aparecieron las ideas de suburbio y peri­feria. Esta operación se produjo cuando Lima experimentó una pri­mera fase de modernización de sus estructuras a mitad del siglo XIX, como consecuencia del llamado “ciclo del guano”, el primer ciclo de expansión económica del Perú republicano. Esta primera fase de ori­gen y delimitación socio-espacial del centro se extendió hasta finales de la década de los años treinta del siglo XX. En este marco, la con­versión definitiva del espacio ocupado por la ciudad colonial en el nuevo “centro” de la ciudad de Lima se inició recién a principios del siglo XX, cuando este nuevo epicentro urbano devino en tema de dis­curso político como producto de la necesidad de legitimación social del emergente poder oligárquico (Ludeña, 1996: 15-30).

Entonces Lima se jerarquizó a partir de un “centro” con la previ­sible utilización del típico esquema radial, lo que se tradujo en la ins­talación de ejes axiales (el anillo de circunvalación interna y las gran­des avenidas) que unieron el núcleo histórico de Lima con subcentros extraurbanos (Miraflores, Barranco, La Punta, Chorrillo). La expansión devino unidireccional en su orientación, la cual se dio prioritariamen­te en dirección al mar y a los subcentros-balnearios ubicados en la faja costera.

Tras la demolición de las murallas, Lima experimentó un proceso complejo y contradictorio de desestructuración y afirmación del cen­tro: por un lado, la tendencia al abandono del área central de la ciudad como lugar de residencia, mientras que por otro, la reafirmación de los atributos de una nueva centralización que expresaron las demandas oligárquicas de una estructura de poder centralizada y autoritaria. Seguir viviendo en el área central o abandonarla para residir en la peri­feria: he ahí el dilema en el que empezó a debatirse la élite social lime­ña desde mediados del siglo XIX, con su fascinación por Chorrillos, y más tarde, a inicios del siglo XX, con su interés por residir en los bal­nearios como La Punta, Miraflores o Barranco.

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La tendencia centrífuga hacia el suburbio, y por consiguiente, el surgimiento de la villa suburbana en el sentido moderno, tuvo lugar en Lima en el marco de un encuentro de factores múltiples que, por diversas razones, se dieron prácticamente en la misma época. La de­molición de la muralla de Lima (1870-1872) —que abrió las posibili­dades de concretar la idea de una ciudad sin límites, ya sugerida en décadas anteriores con la instalación del transporte ferroviario a Chorrillos y el Callao (1848-1858)—, fue un elemento importante. Y lo fue también el hecho de que experiencias como las del barrio La Magdalena (1872), con sus villas y chalets surgidos, se convirtieron en una real alternativa de vida.

Aun cuando las deplorables condiciones sanitarias del centro actuaron también como un factor decisivo para el abandono del área central por parte de la élite social de entonces (las devastadoras epide­mias de fiebre amarilla y peste bubónica de 1868 y 1903, respectiva­mente, tuvieron un dramático impacto social), el origen de la elección por el suburbio como punto de residencia de la oligarquía limeña no se debió solo a estas condiciones ni fue producto de un gesto de bana­lidad motivada por el interés de estar “a la moda” americana. Este he­cho, el éxodo entusiasta del centro hacia el suburbio verde y asoleado por parte de los miembros de la élite limeña, resultó expresión de un concreto programa político y cultural resuelto en términos urbanísti­cos. Aquí, el éxodo (sin casa, pero con todos los enseres y personal do­méstico) de quienes no volvieron más al área central salvo en calidad de miembros de la burocracia gubernamental, se inició como fenóme­no sistemático en la Lima finisecular. Entonces la vieja, imponente y abandonada casona colonial o republicana comenzó —por gestión de los propios dueños- a ser objeto de múltiples subdivisiones, alquileres e historias de tugurización.

La idea de ciudad concebida como “obra de arte” fue el principio rector en los planes realizados durante este período. La ciudad se asu­mió como un todo artístico inanimado, el cual debió ser transforma­do como una enorme escultura de perspectivas variadas, donde la representación del poder se dispuso para reforzar los símbolos de la

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centralidad urbana. En este esquema no interesó la existencia de la ciu­dad de los pobres: ésta fue excluida de la idea de ciudad a transformar. Bajo el esquema de “civilización y barbarie” se pensó que el orden de la ciudad oficial, en tanto factor de civilización, debió “corregir” los males de la “otra” ciudad no vista.

En este marco, el discurso sobre el centro apareció como respues­ta a dos fenómenos contradictorios. En el primero, la ideología del centro devino en contra-discurso ante la fascinación creciente por la periferia. En el segundo, se trataba de la doble moral oligárquica res­pecto a la ciudad, toda vez que el centro de su principal fuente de acu­mulación nacía del control y explotación del mundo agrario, y no de la ciudad propiamente dicha.

Si la administración del presidente Ramón Castilla en dos de sus períodos más importantes (1845-1851 y 1855-1862).2 había optado por renovar la ciudad existente entrelazándola mejor con su entorno, y José Balta (1868-1872) había resuelto prefigurar, a partir de 1868, una “ciudad nueva” sin límites y con ensanches continuos, la adminis­tración de Nicolás de Piérola (1895-1899) se decidió, a partir de 1895, por la transformación de la city, y la redefinición entre centro y peri­feria a partir de la legitimación del suburbio y la implantación de una red vial más fluida y claramente delimitada. Esta nueva red vial que atravesó el mismo centro de Lima (por ejemplo, las avenidas La Col­mena y Central), para articularse con la periferia, fue concebida como una red extendida de vías que a modo de grandes parámetros de con­trol urbanístico debían posibilitar en torno a ellas el más completo lais- sezfaire del negocio urbanístico (Ludeña, 1997: 129).

Hasta el inicio de esta nueva fase de creación del nuevo centro re­publicano, éste coincidía, en términos geográficos o de ubicación, con el viejo centro colonial en el que se concentraba el poder religioso, militar, político y social en una especie de trama indeterminada donde2 Nota del autor: con esta versión se corrige el error involuntario registrado en la pri­

mera edición del presente artículo publicado en EU RE, XXVIII, 83: 45-65, 2002, en referencia al año de culminación del segundo período de Gobierno del presidente Ramón Castilla registrado como 1866. El año de culminación es 1862.

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tipología de base y tipología especial concordaban de manera no dife­renciada. El centro era la ciudad. Y la ciudad era el centro. Quinientas hectáreas de vida y poder. En cambio, el centro republicano era el centro de la diferenciación funcional y del surgimiento de un nuevo poder: el financiero y comercial, con la aspiración permanente de su propia representación simbólica. En el caso de Lima, esto empezó ya iniciado el siglo XX, cuando la ciudad se convirtió en un espacio suje­to de inversiones y del desarrollo de una intensa actividad mercantil, financiera e inmobiliaria, y en una ciudad con una serie de nuevas exigencias relacionadas con los requerimientos de un nuevo ciclo de expansión de la economía peruana: el ciclo de la explotación minera y agroindustrial (haciendas de algodón y azúcar). Entonces, Lima se transformó súbitamente en un exclusivo espacio de intermediación (y no de producción) entre los distintos actores vinculados a esta econo­mía base.

Al no asumirse este nuevo ciclo de expansión económica de Lima basado en la acumulación del sector industrial, la ciudad correspon­diente al modelo agroexportador, impulsado por la oligarquía, era una ciudad a medio camino entre una especie de Business District burgués y de Residentstadt aristocrático, y un centro mediatizado. La oligarquía agroexportadora, provinciana, que vivía más en la hacienda y en el campo, deseaba una ciudad tranquila pero al mismo tiempo civilizada, un pedazo de París en medio de “buenos salvajes”, y algunas cuotas de infierno urbano.

Por ello, Piérola redefinió el nuevo centro como espacio económi­co-financiero, y le ofreció a la oligarquía limeña la urbanización del suburbio y la villa pintoresquista. Le otorgó un espacio para realizar có­modamente el ritual oligárquico del club, del hipódromo, del juego de tenis, del paso dominical en La Exposición y del café con orquesta vie- nesa en el Café Estrasburgo. Además, le ofrecía una ciudad apta para recibir a todas las instituciones oligárquicas que se iban sumando al ya existente Club Nacional, las que se crearon como espacios de sociabili- zación y expresión política: la Cámara de Comercio (1888), la Sociedad Nacional de Industrias (1895), la Sociedad Nacional de Minería (1896)

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y la Sociedad Nacional Agraria (1896). El recién creado Jockey Club esta­ba destinado a ser un espacio simbólico importante. Lo era también el Lima Polo and Hunt Club. El Lawn Tennis Club tenía el mismo significa­do: ser un inevitable punto de encuentro para la clase alta.

No existe centro sin discurso sobre el centro.Y este es un fenóme­no que acompañó este período de inicios del siglo XX. La ciudad, en­tonces, no solo se concebía como un espacio de arquitecturas y cos­tumbres previsibles. También empezaba a concebirse como un espacio sociológico, demográfico y ecológico a estudiar y planificar.

En este marco, y con el propósito de desarrollar un mejor “mane­jo ” de la ciudad desde la perspectiva de la población, la Municipalidad realizó diversos censos. En 1891,1a Municipalidad encargó a Pedro de Osma la dirección del primer censo posterior a la Guerra del Pacífico. De igual manera, en 1903, la Municipalidad autorizó a Víctor Maúrtua la realización de otro censo. Y finalmente, en 1908, el doctor Enrique León García realizó un censo de la ciudad de Lima y el Callao, con una cartilla en que se incluían variables hasta entonces no considera­das, como el tipo y área de las viviendas, el grado de salubridad, entre otras.

La ciudad como objeto de estudio y planificación. La ciudad como discurso y metadiscurso. La ciudad como objeto deliberado de con­templación. La ciudad sabiéndose ciudad: he ahí parte de los principa­les rasgos a partir de los cuales es posible inferir la existencia, a partir de este período, de un momento particular en la historia de la conver­sión de Lima en objeto de discurso teórico y proyectivo. En este con­texto, el centro se hizo recién centro: adquirió su propia identidad social y espacial.

Como proceso global, este primer período de la historia republi­cana de Lima representó un primer gran esfuerzo de transformación de las viejas estructuras de una ciudad que se había mantenido virtual­mente sin modificación alguna por más de trescientos años. En esta fase, Lima desarrolló todos aquellos rasgos que, bajo distintas formas de expresión, aparecieron posteriormente en ella, casi de modo tal que la Lima del siglo XX hasta hoy no seguiría los caminos trazados en esta 199

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primera fase. Leguía y los que le sucedieron reforzaron y continuaron la orientación y la lógica de crecimiento urbano establecida o sugeri­da por Piérola al reforzar el triángulo Lima-Magdalena-Miraflores, y al fijar, con el Paseo Colón y la urbanización respectiva, la dirección sur como la zona a la que debía dirigirse el emplazamiento del hábi­tat de las clase alta limeña. Mientras que al reorientar el destino social del barrio de La Victoria (inicialmente previsto por Balta como el nuevo barrio de administración y de residencia para la clase gober­nante) estaba señalándose el estilo y la dirección en la que debía em­plazarse el hábitat popular.

Un rasgo importante de este período fue la introducción de cambios respecto a las formas tradicionales de control, gestión y transformación de la ciudad, heredades desde la Colonia. Por un lado, la ciudad dejaba de convertirse en el monopolio de las decisiones per­sonales del jefe del gobierno o de la comuna, para abrirse -en el marco del discurso librecambista del siglo XIX— a la iniciativa con­junta, coordinada o diferenciada tanto del sector privado como esta­tal. Obviamente la casi totalidad de las iniciativas de transformación urbana, así como la realización de las principales obras, estuvieron a cargo de particulares. Con excepción de iniciativas promovidas desde el gobierno, como el caso del balneario de Ancón o la realización del Plan de Luis Sada, su papel se redujo en la exacta dirección sugerida por el liberalismo económico y político: encargarse del control del orden público, administrar el estado de la nación, proveer y garantizar fondos para el beneficio privado y formular el marco jurídico perti­nente.

En relación con el centro, y mientras se observaba un proceso de fortalecimiento de éste como espacio residencial del poder económi­co y comercial, aconteció también el inicio de un proceso de éxodo por parte de la élite oligárquica. Este hecho significó la asignación de un nuevo rol a este espacio de la ciudad: ya no solo centro político, administrativo y comercial, sino además residencia para la nueva clase media o los nuevos migrantes provincianos. Estos últimos no fueron los primeros que buscaron vivir en las casonas señoriales posterior­

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mente tugurizadas. Fue la propia oligarquía quien se las ofreció tras subdividirlas hasta la mínima expresión sin más interés que lograr la máxima renta y lucro posibles. En todo caso, el éxodo oligárquico del centro no fue una fuga necesariamente motivada por el sol y el aire fresco del suburbio, sino que constituyó, al mismo tiempo, un buen negocio que les permitiría vivir luego de rentas acumuladas. Por otro lado, su desplazamiento seguro hacia el centro había sido garantizado con la apertura de las avenidas Central y del Interior, las que, cual ver­siones limeñas de la Regent Street londinense o la Avenue de L’Opera pa­risina, debían conducir a los oligarcas limeños desde sus casas al cen­tro mismo, sin necesidad de tropezarse con la inmundicia dejada por los “callejones”, el “populacho” y las “casas de vecindad”.

La Lima dejada por la “república aristocrática” fue una ciudad que no había resuelto en absoluto los problemas que ya a mediados del siglo XIX se observaban: déficit de viviendas y servicios, cuadros ex­tremos de hacinamiento e insalubridad, entre otros. Por el contrario, estos problemas se habían agudizado aún más durante la gestión oli­gárquica de la ciudad. El doctor Enrique León García señalaba en su estudio de 1903, y ratificaba luego en su tesis doctoral, que el 77% de los habitantes de Lima vivían “mal alojados” y que el 10% vivía en condiciones de “suficientemente alojados”, mientras que solo el 13% vivía con holgura en el espacio habitable. La Lima de los grandes abis­mos sociales estaba ya revelada en estas cifras: o vivían bien (unos po­cos) o vivían muy mal (la gran mayoría). El espacio para formas inter­medias era apenas reducido (León, 1903; Eyzaguirre, 1906; Basurco, 1906).

Por otro lado, dos fenómenos conectados con esta misma proble­mática, y que por lo general han sido vistos como productos típicos del desarrollo limeño a partir de la década de los años cincuenta, ya constituían también parte del paisaje durante este período: el fenóme­no de la tugurización del centro y el problema de las “invasiones” o “barriadas”. Ciertamente la subdivisión de las casonas para alquilarlas no demoró mucho en convertirse en un fenómeno, sobre todo en la periferia inmediatamente cercana al centro. Lo cierto es que en la 201

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Lima finisecular, los cuadros de tugurización y hacinamiento en la pe­riferia inmediata al área central eran tan graves como los son aún en la Lima de 2002. Unicamente en la zona comprendida entre la Ave­nida Abancay y la Plaza Italia, en el sector de Barrios Altos, la densi­dad era de más de 357 habitantes por hectárea, con callejones como el “Callejón Otaiza”, en el cual vivían cerca de mil asiáticos reparti­dos en cien habitaciones-cuarto (Burga y Flores, 1981: 14).

La Lima del siglo XIX y su centro constituyó una ciudad surgida desde las bases mismas de un discurso político y económico anclado a veces en el liberalismo más recalcitrante, como el de Balta o Piérola. Esta Lima era la ciudad hecha a imagen y semejanza de la voracidad económica privada y la plena identificación del Estado con este he­cho. Todas sus miserias y esplendores fueron los mismos que los de sus propios gestores, quienes la explotaron (y la hicieron explotar, a pro­pósito de la demolición de la muralla) sin más límites que la obten­ción de la fortuna fácil. En ningún momento se buscó el desarrollo de una ciudad de consenso, una ciudad menos estratificada, es decir, una ciudad como la de las administraciones de Bismark en Alemania, Napoleón III en Francia o la de los conservadores ingleses de Disraeli; los mismos personajes europeos a los que se trataba de imitar, pero sin recoger aquellas lecciones que ellos procesaron luego de las revolucio­nes como la de 1848: foijar una ciudad alejada de todo liberalismo a ultranza, y en la cual el Estado juegue un papel importante en su con­trol y la transformación. Es decir, una ciudad donde el derecho públi­co y privado y los diversos intereses puedan tener algún nivel de coor­dinación, claro está, bajo la égida de un Estado centralizado.

En el caso de Lima no ocurrió este cambio y, por el contrario, con la “república aristocrática” las posibilidades de foijar una ciudad de todos fueron canceladas completamente por la vía de afirmar aún más las diferencias entre los distintos estratos de la sociedad limeña. Si el liberalismo del siglo XIX había implantado la ley de la selva, en vir­tud de la cual cada uno forjó la ciudad que podía —la que sus posibi­lidades le permitían—, la oligarquía erigió y estableció las fronteras físi­cas y espaciales de la nueva Lima. Si la burguesía en ciernes fue la que202

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consiguió derribar las murallas de Lima en 1872, la oligarquía de fina­les del siglo se encargó de levantar las nuevas murallas sociales entre las distintas partes de la ciudad: una ciudad de espacios diferenciados, pro­tegidos y separados totalmente del indio y de la población obrera. En realidad, hasta el advenimiento de esa mezcla de capitalismo de Estado y liberalismo que supuso el régimen de Augusto B. Leguía en la déca­da de los años veinte, la ciudad de la “república aristocrática” tuvo más de “ciudad liberal” que de ciudad “posliberal”, para decirlo en térmi­nos de las categorías empleadas por Leonardo Benévolo en su Historia de la ciudad (Benévolo, 1983: 813-871).

Casi cien años después, la historia deparó un curioso “retorno” a la exaltación oligárquica del liberalismo decimonónico. Si Piérola inau­guró el siglo XX con un discurso ultraliberal de la economía, donde el discurso neobarroco de la ciudad pudo ir de la mano con un mer­cado inmobiliario desregulado, sin más regla que el de la selva urbana, el siglo XX se cerró con una réplica neoliberal y sin más parámetros de control que las leyes de un mercado capitalista salvaje. ¡Qué curio­so! En ambos casos el tema del centro histórico aparece como pieza clave en la construcción de una cierta identidad social y colectiva, pero lógicamente, con diferentes contenidos.

El n uevo cen tro de la “p a tria n u ev a”

La historiografía social y política del Perú ha señalado al gobierno de Augusto B. Leguía (1919-1930), llamado también e l“oncenio leguiís- ta”, como un hito que marcó el fin y el inicio de una etapa. Significó el fin de la llamada “república aristocrática” y el inicio de la moderni­zación capitalista de la sociedad peruana. Sin embargo, esta división entre una y otra etapa del desarrollo social peruano parecía no tener lugar en el ámbito de la producción urbanística, al menos en lo que atañe a la idea de ciudad que estuvo en la base tanto del urbanismo oligárquico como del discurso urbanístico de la administración Leguía. 203

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Mas allá de la estética del progreso capitalista y la fascinación por los signos de la tecnología de la velocidad y el tiempo aparecidos con el oncenio leguiísta; más allá de la aplicación de nuevos métodos en la producción urbana, la ciudad edificada durante este gobierno se sustentó —en esencia— no solo en los mismos fundamentos del discur­so urbanístico oligárquico, sino en una versión amplificada de aque­lla ciudad prefigurada por el plan de Nicolás de Piérola. La expansión vía la implantación de las grandes avenidas y nodos circulares al esti­lo haussmanniano; el desarrollo de la urbanización pintoresquista tipo ciudad jardín de planta tardobarroca; la idea de una ciudad sin lími­tes en su expansión; el desarrollo de una ciudad segregada socialmen­te: he ahí parte de los principios básicos de la ciudad soñada tanto por José Balta como por Nicolás de Piérola, y que solo Leguía pudo desa­rrollar en su máxima plenitud. De otra parte, el mismo Leguía, desde los tiempos de su participación como ministro de Economía en el Gobierno de José Pardo (1904-1908), no solo estaba vinculado de algún modo a la gestión urbana de la administración de Piérola y el alcalde Federico Elguera, sino que su experiencia urbana tenía que ver más con los ideales del discurso de la “república aristocrática” que con el urbanismo del capitalismo salvaje al estilo de la parrilla de Manhattan. En términos urbanísticos, Leguía es a la administración de José Prado como Piérola es a la administración de José Balta: au­ténticos puntos de contacto y factores de continuidad entre una fase y otra.

¿Qué ha significado el Gobierno de Augusto B. Leguía para Lima y el urbanismo limeño?

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De una u otra forma, casi todos los gobernantes del Perú han tenido en la ciudad de Lima a uno de sus objetos preferidos de intervención. Pero si realmente existe alguien para quien esta relación tuvo el sen­tido de una relación vital desde el punto de vista de la existencia polí­tica, económica o cultural, este es Leguía. Lima fue para Leguía como

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

los capitales norteamericanos fueron para la expansión capitalista en América del Sur.

Para Leguía, Lima adquirió una importancia estratégica como escenario físico y fuente de representación y resonancia simbólica. La razón se debió esencialmente a la necesidad de poner en práctica tres de los principales objetivos de su política gubernamental: la centrali­zación política del Estado, el desarrollo de una demanda de consumo básicamente “urbana” para dinamizar la oferta industrial y comercial capitalista, y el desarrollo de nuevas estrategias de simbolización de un poder moderno y cosmopolita.

Si bien el oncenio se preocuparía por desarrollar un nivel de inte­gración regional a través de la ampliación de la red vial nacional, la ciu­dad de Lima devino razón y expresión acabada de una política decidi­damente centralista de fortalecimiento y modernización del Estado. Así como Leguía terminó por subordinar los intereses de las clases domi­nantes al Estado, y éste al capital financiero norteamericano, asimismo la ciudad de Lima terminó subordinándose en todos los niveles a las necesidades de esta política de concentración estatal, y a los intereses del capital norteamericano que harían posible esta transformación. Lima fue una exacta metáfora de lo que sucedía a escala nacional. En estas condiciones, la ciudad de Lima debía constituirse en la sede privilegia­da de este plan de centralización política del Estado y debía represen­tarla a través de una estructura y estética urbana pertinentes.

Para el Gobierno de Leguía estaba claro que impulsar el desarrollo capitalista en el Perú implicaba al mismo tiempo el desarrollo de un mercado de consumo pertinente.Y estos hechos implicaban la amplia­ción de la faja de consumidores y el desarrollo de nuevos espacios para tal efecto. De ahí que estuviera claro que no podía tener lugar este desarrollo sin contar primero con una amplia clase media, y en segun­do lugar, sin una ciudad concordante donde esta clase pudiera conver­tirse en un activo sujeto social de consumo de nuevos productos e imágenes.

Una economía urbana basada en el más ortodoxo laissez faire, lais- sez passer, donde capitalismo salvaje y Estado podían aparecer como las 205

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dos caras de una misma moneda. Donde la legalidad controladora era una ficción literaria y donde la lógica de la especulación urbana care­cía de cualquier parámetro de control, era evidente que debía produ­cirse una suerte de revolución librecambista en el ámbito de la expan­sión y modernización capitalista de la ciudad. Los datos revelan por sí solos este hecho: si Lima tenían en 1920 un área de 1.136 ha, de las cuales 1.020 pertenecían a la parte urbana; en 1931 el área de Lima se había prácticamente duplicado: contaba con un área de 2.037 ha (Bromley y Barbagelata, 1945: 105-109).

Durante el oncenio leguiísta, Lima vivió un proceso de expansión acelerada y consolidó su papel de ciudad centralista y concentradora de los recursos económicos, la producción industrial y comercial, así como de la base administrativa y los principales servicios educativos y hospitalarios del Perú. Todo el programa de transformación urbana ejecutado por Leguía estuvo dirigido a fortalecer precisamente este rol centralista de Lima y la condición de ser la ciudad excluyente de entrada y salida del comercio internacional peruano.

La Lima leguiísta fue, pues, la ciudad que se abrió raudamente a los signos de una modernidad capitalista dependiente, pero también fue la ciudad que al mismo tiempo se abrió a los efectos de un proceso defectivo de urbanización en virtud del cual empezaría a convertirse en un polo de atracción de una migración campo-ciudad que tendría, en la década de los años veinte, las primeras manifestaciones de fenó­meno masivo.

La aceleración del crecimiento poblacional observada en la Lima de los años veinte, producto del incremento sustancial de la migración provinciana, puede resultar reveladora. Si en 1920 la población total de Lima-Callao era de 300.977 habitantes, ésta se había incrementa­do en 1931 a 442.300 habitantes, un 47,28% de crecimiento absolu­to. En este proceso, la población de la ciudad de Lima (Cercado-La Victoria-Barrios Altos), que en 1920 había registrado una población de 173.007, se había incrementado en 57,6% para alcanzar en 1931 una población de 272.742 habitantes. Sin embargo, el incremento más espectacular se dio en el caso del distrito de Miradores, el cual conta-

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ba en 1920 con una población de 9.733 habitantes, y 25.972 habitan­tes en 1931: un espectacular crecimiento del orden del 373,3%. Este ultimo dato tiene más que ver con una suerte de “migración interna”, debido a la elección de la zona sur de Lima como el área preferente de expansión urbana para los sectores medios altos y la oligarquía que había decidido abandonar el centro histórico de la ciudad. Para una población que en décadas pasadas no había sufrido mayor incremento —solo aquel generado por el crecimiento vegetativo-, el aumento del 47,28% en una década supone, ciertamente, una suerte de revolución demográfica de Lima, un primer anuncio de confirmación de la polí­tica centralista limeña.

La ciudad leguiísta fue, en muchos aspectos, una ciudad de profun­dos cambios. Pero no era una ciudad de ruptura o del inicio de una “nueva era”, como pretendía ser vendida por la propaganda oficial del régimen. Más allá de los efectos innovadores de la modernización producida en la infraestructura urbana existente; más allá de la presen­cia de los nuevos exponentes del mundo tecnológico moderno, la cultura promovida desde el poder intentaba presentarse como un deli­berado anacronismo aristocratizante. Es aquí, en el terreno de las men­talidades o las ideologías urbanísticas, donde es posible sostener la au­sencia de cambios profundos. El Estado leguiísta no solo fue ese Estado policial que puede recordar a gobiernos precedentes, sino que se en­cargó de restaurar y recrear toda la parafernalia comportamental y esti­lística anidada por la “república aristocrática”. En este aspecto, el régi­men leguiísta no implicaría cambio alguno. O mejor dicho, implicaría solo la modernización de las formas manteniendo incólume los viejos contenidos: cambiar para no cambiar. Jorge Basadre encuentra que el régimen leguiísta “revivió la tradición limeña de carácter áulico y cor­tesano, exhibida en la pleitesía ante los virreyes” (Basadre, 1970: 369). Por ello, lo que podría aparecer como una contradicción abierta entre modernización capitalista y defensa de una estética historicista de esti­lo oligárquico no lo es tanto. El factor encargado de disolver cualquier contrasentido fue la promoción de una cultura urbana basada en la conversión de la vida urbana en una gran fiesta cargada de frivolidad, 207

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decadentismo y un vacuo cosmopolitismo donde la población termi­nó convirtiéndose en voyeur colectivo de la cultura del club privado y los paseos en automóvil. Dice con razón Julio Ortega que “el carna­val, el hipódromo y el teatro fueron los principales centros de expre­sión urbana del régimen” (Ortega, 1986: 85).

Modernización y reviváis de todo tipo: he ahí las dos caras de una misma puesta urbana y artística. La idea de Leguía era, después de todo, la de empatar dos proyectos que en términos de ciudad e incre­mento de plusvalías no eran tan antagónicas desde el punto de vista de esa oligarquía moderna promovida por el Piérda urbanista: la ciu­dad de la “república aristocrática” con la ciudad gestionada por el capitalismo salvaje. La primera tenía que ver con la forma y los esti­los, mientras que la segunda aludía al método y a los resultados. Todo esto explica por qué el régimen de Leguía fue el régimen donde la estética pintoresquista tuvo un desarrollo sin parangón al lado de la especulación urbana más desenfrenada que la historia de Lima regis­tre. Por eso es que en su régimen —como en la ciudad— convivieron al mismo tiempo el palacete estilo tudor con la casa económica art déco y el chalet estilo neocolonial o estilo neoinca. El pintoresquismo devi­no una forma elocuente de cosmopolitismo conservador acrítico, donde la imitación de formas y estilos ajenos a la realidad no pasó de ser un atajo ilusorio para disminuir la distancia entre la metrópoli internacional y la periferia subdesarrollada, entre la autenticidad de lo moderno y el provincianismo del estilo retoricado.

Leguía no se desinteresó por el centro de Lima, como muchos han sostenido. Al contrario, tuvo demasiado interés en potenciar este espa­cio de la ciudad. Lo que sucedió es que su interés pasaba por la cons­trucción de “otro” centro en reemplazo del existente hasta entonces. Y este otro centro tenía que ser el espacio donde debían concentrar­se todos aquellos símbolos que expresaban la construcción de esa “patria nueva” prometida. Para ello, dispuso no solo la remoción total de muchos edificios, empezando por el Palacio de Gobierno, sino también la ejecución de una serie de obras nuevas de distinto forma­to y tipo. Pero lo más importante es que dejó a los representantes del208

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

capital externo y al sector de esa burguesía industrial que él alentaba, que construyeran su parte. Así, de pronto el centro se llenó de sedes bancarias, casas comerciales extranjeras, hoteles, galerías comerciales y edificios de oficinas para la nueva burocracia estatal y privada.

Sin embargo, la nueva serie edificatoria levantada por Leguía no bastó para transformar el área central de Lima de forma significativa. Además, durante el oncenio leguiísta se dispuso la construcción de una serie de plazas y parques públicos en la dirección de afirmar una nueva estética urbana y también en la de oxigenar la comprimida área cen­tral precedente. Estas obras constituyen el segundo grupo de las obras promovidas por Leguía. Entre las principales se encuentran la Plaza San Martín, el Parque Universitario, el Paseo de la República, la Plaza Victoria (detrás del Congreso), la Plaza Dos de Mayo y el Pasaje Car­men o del Correo. Y un poco en la periferia del casco histórico se construyeron la plaza circular Jorge Chávez, el Parque de la Reserva y la Plaza Washington en la Avenida Arequipa.

Tras el derrocamiento de Leguía, la dinámica urbana impuesta por su régimen no registró alternaciones significativas en las décadas pos­teriores, hasta el inicio de la década de los años setenta. Por el contra­rio, no solo se mantendrían como directrices básicas las tendencias ya registradas para el caso de Lima y el área central, sino que éstas conse­guirían acentuarse aún más. Tal es el caso del proceso de verticaliza- ción del área central iniciado con Leguía y potenciado durante las décadas de los años cincuenta y sesenta, así como el proceso de “refun- cionalización” administrativa y la aceleración del éxodo social de los antiguos habitantes del centro, para su reemplazo por una población migrante de bajos recursos.

El cen tro del P lan M o d e rn o o la d iso luc ión del cen tro

Si el descubrimiento del suburbio como espacio de residencia y cons­trucción de poder se constituyó, a partir de mediados del siglo XIX, en uno de los principales factores de transformación del centro de

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Lima, el Plan Piloto de Lima, formulado en 1949, trató de ensayar su completa reestructuración a través de la casi total desaparición de su preexistencia edilicia y urbanística. Para este Plan, formulado como paráfrasis urbana de la utopía moderna corbusiana, el centro histórico, además de ser demolido por las mismas razones de la impugnación del autor de la Ville Radieuse a la ciudad antigua, debía ser cubierto por una nueva ciudad llena de bloques uniformados de pilotis y ventanas corridas. Todo un declarado tributo limeño al Plan Voisin de Le Corbusier.

La llamada Oficina del Plan Regulador de Lima fue constituida en mayo de 1946. Para los autores del Plan, la situación de la Lima de los años cuarenta registró los problemas característicos de aquellas ciuda­des que registraron un crecimiento acelerado y desordenado, razón por la cual “se han tornado insufribles: falta de parques y de lugares de descanso; apiñamiento de edificios y de gente; congestión de tránsito; escasez de facilidades para el abastecimiento y la cultura, entre otras, son las características más corrientes de cualquier panorama urbano” (ONPU, 1990). Para el Plan Piloto, Lima no fue una ciudad con ele­mentos dispuestos dentro de una visión de conjunto, sino una simple aglomeración de barrios dispuestos de modo anárquico. El llamado “sector central”, comprendido entre las avenidas Tacna, Wilson, Bo- livia (y la prolongación Ayacucho, antes Abancay) y el malecón del río Rímac registró “inaceptables condiciones”. Se sostuvo que el “centro” devino en un lugar donde se registraron, de manera clamorosa, pro­blemas de hacinamiento en las viviendas y carencia de espacios libres dentro y fuera de las manzanas, así como un “ambiente hostil” gene­rado por un paisaje urbano de calles angostas, espacios sin árboles y arterias con múltiples congestiones de tránsito.

El nuevo centro prefigurado por el Plan Piloto debía ser un cen­tro coherente con una ciudad de 1.650.000 habitantes como población límite. La propuesta —para el denominado por los autores del Plan Sector Central-, debía corregir aquello que constituía sus principales problemas: el hacinamiento de las viviendas, la ausencia de espacios libres y la congestión de usos, tránsito y personas. La propuesta con-

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

templa, entre otras medidas, la continuación del ensanche de vías peri- métricas (avenida Bolivia, avenida Abancay y el Malecón del Rímac), el reordenamiento del tránsito en la trama de vías centrales y la creación de gigantescas bolsas de estacionamiento a menos de 200 metros de cualquier zona del centro, así como la formulación de un Reglamento de conservación del patrimonio de “verdadero interés arquitectónico”.

La apuesta del Plan fue inocultable: aspiraba a la total demolición de la sustancia arquitectónica y urbanística preexistente y su reempla­zo radical por una elocuente muestra de urbanismo moderno en clave corbusiana: grandes bloques lineales en altura que se disponían sobre una superficie plana de áreas verdes, espacios de juego y estaciona­mientos. Es más: para asegurarse la imposibilidad de cualquier referen­cia pasadista en esta especie de trasplante urbanístico, el Plan prescri­bió la completa prohibición del llamado “estilo colonial” en los edificios, debido a que con ello “se realiza una obra anacrónica crean­do un ambiente de incertidumbre”.

El Plan Piloto de la Gran Lima representó un testimonio impor­tante de una idea particular de ciudad y del área central, y un modo de pensar su transformación. Fue aprobado, finalmente, por la R e­solución Suprema 256 del 12 de septiembre de 1949, con la firma del Gral. Manuel A. Odría. Algunas de las propuestas principales de este Plan se han cumplido, sobre todo en lo que concierne al PlanVial. Sin embargo, su principal objetivo, el del recambio estructural de toda la preexistencia edilicia del área central, nunca pudo ser concretado, para la satisfacción de muchos.

En realidad, el Plan Piloto de Lima no significó una apuesta irra­cional por la desaparición de todo vestigio de centralidad urbana. Lo que pretendía era replantear los contenidos y formas de una nueva idea y escenario espacial para el centro de Lima, a través de la creación de un nuevo “centro” en la parte sur del viejo centro. En esto hubo un gesto pretendidamente fundacional, tratando de emular la dimensión utópica del discurso urbanístico moderno. Este nuevo centro debía ser el gran “centro cívico de Lima”, concretado parcialmente a mediados de la década de los años sesenta en la parte sur del viejo centro. Pero

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esto fue más que un gesto estrictamente arquitectónico: detrás de la idea de un nuevo centro cívico para Lima estaba la apuesta por una notación laica y moderna de la ciudad. Y, por consiguiente, la recusa­ción radical a las connotaciones eclesiásticas, militaristas y oligárquicas de las que se nutre el significado social y simbólico del viejo centro de Lima. En todo caso, esta propuesta de mudanza física y simbólica del “centro” podría considerarse como el primer intento de esta natu­raleza desplegado en la Lima republicana.

La Lima posterior a la década de los años cuarenta vivió en medio de un Plan aplicado a medias y la demostración de su ineficacia res­pecto a otros aspectos, así como de la confirmación de los desfases entre la radicalidad de un lenguaje moderno trasplantado como pro­ducto de importación y las condiciones materiales y culturales de la ciudad. Sin embargo, se debe reconocer que sus efectos han alterado la fisonomía y contenido del área central.

Pueden mencionarse dos fenómenos característicos de los cambios producidos en el área central entre las décadas de los años cincuenta y setenta con el objetivo de su “modernización”: por un lado, la ampliación y el ensanchamiento de la red vial, tal como ocurrió con las avenidas Abancay, Tacna y Emancipación, así como la acentuación del proceso de verticalización edilicia no solo al borde de las nuevas avenidas sino en el centro mismo, como ha ocurrido con muchos edi­ficios en altura emplazados cerca a la misma Plaza Mayor. Estos hechos han significado la demolición y desaparición de una gran parte del patrimonio histórico edificio y urbano de raíz colonial.

El otro fenómeno se refiere a la reiteración de los intentos por “descentralizar” el poder, expresados en la progresiva mudanza de algunas funciones básicas de constitución del centro como expresión del poder establecido: las funciones de concentración política, finan­cieras y comerciales. A partir de inicio de los setenta, la mayoría de las sedes ministeriales era reubicada en el distrito de La Molina y el eje de la Avenida Javier Prado. Ocurrió lo mismo con las sedes principa­les de la banca: empezaron a concentrarse en el nuevo centro finan­ciero de San Isidro.Y finalmente Miradores, y luego San Isidro, se con-212

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

virtieron en el principal destino de los centros comerciales destinados a las clases medias altas y altas. Con la mudanza, el viejo centro de la ciudad quedó reducido a un espacio donde la única manifestación del poder constituido residente era la Iglesia y el Palacio de Gobierno, co­mo sede figurativa de un errático poder político.

Este “nuevo” centro surgido del proceso post Plan Piloto de Lima fue un centro sujeto de un dramático e incontrolable proceso de re­cambio social, acentuado en sus rasgos más negativos por las sucesivas crisis económicas acontecidas en el Perú en las últimas tres décadas del siglo pasado. Una especie de gentrification al revés. El resultado: un área central en proceso de acelerado deterioro físico, degradación social y una economía informal en sus calles, expresada en una población cerca­na a 20 mil ambulantes “formales” comerciando de todo. Para muchos, este centro fue el centro del desborde popular y la migración andina convertida en su principal usuario. Para otros, fue el reflejo incuestio­nable de la inviabilidad de Lima como ciudad posible para todos.

A finales de la década de los años ochenta, el centro carecía de al­gún significado fáctico para el poder constituido y para los sectores so­ciales tradicionalmente vinculados con el poder económico y político. Para ellos, el centro era un caso de territorio perdido. Pero este centro tampoco parecía haber consolidado un significado especial, no solo para sus miles de nuevos usuarios pobres llegados a éste desde media­dos del siglo XX, sino también para la vasta y “deslimeñizada” perife­ria barrial urbana. O expresado de otra forma: estos cientos de miles de habitantes precarios del centro no encontraron el modo de resigni­ficar simbólicamente los atributos de una nueva centralidad pertinen­te a sus aspiraciones sociales y culturales, más allá de las misas en quechua en la Catedral o los pasacalles andinos paseando por sus cen­tenarias calles. Ambos hechos eran impensables unas décadas atrás, cuando en la Lima oligárquica la cultura andina había sido recluida a condición de gueto controlado. En todo caso, junto al nuevo rostro social y cultural del centro, el otro rasgo de este nuevo perfil estaba acompañado por la degradación la preexistencia histórica y el colapso de su propio valor como espacio de residencia. 213

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La “recuperación” del centro. El centro neoliberal

A finales de los años ochenta, esa Lima la horrible inventada por el poeta César Moro y repensada por Sebastián Salazar Bondy, se hizo más mise­rable de lo que había sido siempre. Las condiciones no han cambiado en el tiempo. Según estimaciones del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), de los casi 8 millones de habitantes que registra hoy la población de Lima, el 36% se encuentra en condiciones de pobreza. En realidad, Lima sigue siendo aún una ciudad miserable con pequeñas islas de ciudad primermundista. En ella, más del 35% de la población habita en barriadas. Si a esta cifra se añade aquel 4% de la población que reside en el área central en graves condiciones de tugu- rización y deterioro físico, puede inferirse que casi el 40% de la pobla­ción de Lima habita una ciudad informal y casi miserable.

¿Cómo entender en este contexto y en medio de una euforia ultraliberal aparentemente siempre ahistórica, que uno de los fenóme­nos característicos del proceso urbano limeño de los años noventa ha­ya sido el sorprendente proceso de lo que se ha denominado la “recu­peración del centro histórico? ¿Tiene que ver este fenómeno con un igualmente sorprendente incremento de la sensibilidad colectiva por el patrimonio histórico o con otras razones menos altruistas, como el de las actuales demandas de representación de poder por parte de los nuevos actores sociales surgidos en el Perú de las últimas décadas? ¿O resulta una reedición limeña del viejo conflicto entre el discurso libre­cambista sin escrúpulos y un programa reformista neoconservador apoyado en los valores de la tradición como impugnación a la cultu­ra venal de los nuevos ricos?

La Lima de inicios del siglo XXI representa, en referencia a las rela­ciones entre centro y periferia, el comienzo de un nuevo ciclo histórico. Es una ciudad que así como aspira a expandirse de manera horizontal y difusa, también empieza a “reutilizarse” a sí misma para redefinir las bases del patrón tradicional de crecimiento. Pero también se trata de una ciudad que ha realizado en los últimos diez años un notable esfuer­zo para resignificar nuevamente el valor del centro histórico.

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

La Lima de los años noventa fue una cita literal en versión corre­gida y aumentada de algunas de las fases que caracterizaron el discur­so liberal respecto a la ciudad. Aquí se encontraron el liberalismo ini­cial del boom guanero de mitad del siglo XIX, el programa liberal de Nicolás de Piérola dando nacimiento a la Lima de la “república aris­tocrática ”, así como el discurso ultraliberal del oncenio leguiísta. On- cenio y personaje emulado en su gloria y ocaso casi milimétricamen­te por los dos gobiernos de Alberto Fujimori.

En este contexto, probablemente uno de los acontecimientos que quedará como hecho distintivo de la década de los años noventa sea el proceso de recuperación del denominado centro histórico de Lima. El modo y velocidad como ha sido conducido ha servido para conside­rarse uno de los acontecimientos urbanos de la década en América Latina. Como parte de este proceso, se ha producido una ininterrum­pida serie de intervenciones de un fuerte sentido simbólico e impac­to social. Se han renovado y recuperado las plazas más importantes del área central (La redenominada Plaza Mayor, la Plaza San Martín, el Parque Universitario, entre otras) y muchos espacios públicos. Sin em­brago, la intervención más importante ha sido, sin duda, la solución adoptada para retirar del área central cualquier forma del densificado comercio ambulatorio. El centro ha quedado literalmente vacío de los casi 20 mil ambulantes para adquirir la imagen de una sugestiva nueva realidad. Respecto al tema de la recuperación de los centros históricos, hoy se empieza a hablar del “modelo Lima”.

¿Por qué luego de varios intentos frustrados recién en esta ocasión parece iniciarse con reconocido éxito la transformación del centro his­tórico de Lima? ¿Qué relación existe entre la vocación del reajuste neoliberal por la arquitectura nueva y la modernización de la perife­ria con esa “vuelta” al centro histórico y el rescate de la memoria his­tórica? ¿Tiene que ver en algo que detrás del proceso de recuperación esté un líder opositor al régimen de Fujimori?

Puede pasar por una tesis demasiado rebuscada si afirmamos que en materia de intereses ideológicos, sociales y económicos, el proyecto del alcalde Alberto Andrade y el del presidente Alberto Fujimori represen- 215

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taron opciones paradójicamente complementarias cuanto semejantes. Al menos en materia de ciudad y urbanismo, ambos encarnaron dos rostros surgidos de la misma lógica de producción urbana y se requie­ren mutuamente. El centro histórico se hace necesario como proyec­to de recuperación urbana en la exacta proporción del peso que adquiere la transformación librecambista de la periferia. La ciudad prefigurada por Fujimori necesita de la ciudad histórica de Andrade como la ciudad del alcalde limeño precisa de la ciudad neoliberal im­puesta por el fujimorato (Ludeña, 1998).

¿Qué es lo que entonces articula y une a estos dos discursos o a estas dos ciudades, la de Fujimori y Andrade, aparentemente antitéticas? Muy simple: los intereses de la llamada neo-oligarquía y su necesidad de for­jar una identidad pertinente a su requerimiento de ubicuidad espacial, hoy a medio camino entre la representación de las franquicias de nego­cios transnacionales y la evocación trillada de los viejos blasones seu- doaristocráticos de la vieja oligarquía limeña. Y en esta demanda de urgir de dos escenarios para resolver identidades sociales escindidas, Alberto Andrade, más que Fujimori, es el que mejor representa a esa neo-oligarquía urgida hoy de identidad histórica y que ya ha vuelto al centro a casarse con misa en la exclusiva capilla de la iglesia de San Pedro, con fiesta en el rancio y oligárquico Club Nacional.

Al margen de una lectura sobre las motivaciones ideológicas de fondo, el Plan de recuperación del centro histórico ha producido con­tribuciones importantes en materia de experiencia proyectual y ges­tión urbanas, sobretodo en esa área que en el Perú carece de una con­sistente tradición proyectual: la renovación urbana en áreas centrales. Proyectos como el Plan Piloto de Renovación Urbana de Barrios, el Proyecto del Río Hablador, o el Plan de Renovación Urbana de las tres primeras cuadras de la Avenida Argentina, así como el Parque Cultural representan un indiscutible aporte. De otro lado, el replante­amiento de la actual estructura del área central vía su ampliación y la asignación de un nuevo rol en el contexto de la competencia globa- lizada entre metrópolis, constituyen señales de un nuevo discurso urbano surgido en los años noventa.216

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

El centro tiene hoy otro rostro. Después de casi cien años de ser abandonado por una oligarquía que apostó por el suburbio y la con­versión del centro en un Business District según el plan urbanístico de la naciente “república aristocrática”, el centro se ha convertido para esta oligarquía en un autentico último refugio para evitar el acoso a esa “ciudad civilizada” defendida por personajes como Federico El- guera, Santiago Basurco o Pedro Dávalos Lisson. Esta vuelta a la “cu­na” de la antigua oligarquía es, de una u otra forma, otra manifestación de esta Lima que tras cien años de abrirse a la modernidad oligárqui­ca y capitalista retorna a sus orígenes para confirmar la conclusión ine­vitable de un período importante de su propia historia.

C o ta final

El centro y la idea de centro es una forma de construcción histórica práctica e ideológica que se origina y se reproduce como expresión de las demandas de reproducción social, económica, política y cultural de determinados sectores en su experiencia de producir ciudad. Por ello, el valor o desvalor de los centros para el conjunto de la población y la ciudad, su evolución, apogeo u ocaso, así como su ampliación física o transformación funcional son consecuencias, en última instancia, de la lógica de reproducción de estas demandas y los condicionamientos cuantitativos referidos a la población y la extensión superficial de la ciudad.

La historia del centro de la Lima republicana registra, en relación con la complejidad de sus funciones de base y el grado de legitima­ción y reconocimiento social, tres grandes momentos:

Primer momento. El centro “centro-ciudad”. Este centro corresponde a la estructura de la Lima colonial, pero consigue extenderse hasta las primeras décadas del período republicano, concretamente hasta el momento de la demolición de la muralla en 1872. Durante este perí­odo, como había sucedido con la Lima colonial, lo que hoy se cono­

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ce como el centro de la ciudad constituía la ciudad misma. En este contexto, la idea de un previsible “centro-centro” estaba identificada con el área de la Plaza Mayor que concentraba las instituciones del poder fáctico: el gobierno, la iglesia y el poder económico. El proce­so de los primeros ensanches, la urbanización del suburbio y el éxodo hacia los balnearios del sur iniciado tras la demolición de la muralla, terminó por relativizar la idea de centro-ciudad para establecer nue­vas fronteras entre las nociones de centro y ciudad. A finales del siglo XIX, el centro de Lima había dejado ya de ser la ciudad, para conver­tirse solo en un espacio con determinados atributos respecto a una ciudad que poseía otras fronteras y funciones.Segudo momento. El centro Center Business District. Este es un centro que empezó a formarse a inicios del siglo XX como producto del programa urbanístico de la llamada “república aristocrática”. Su vi­gencia se extendió hasta comienzos de la década de los años setenta, cuando el centro dejó de contar con la base económica y las institu­ciones financiero-comerciales que mantenían las funciones del prin­cipal centro financiero y comercial de Lima. Durante este período, fue posible advertir la existencia de cuatro fases relativamente diferencia­das por la progresiva reducción de su estructura multifucional y el grado de legitimidad respecto al conjunto de la población limeña.

- Centro-social-cultural-político-económico: 1900-1940. Este fue un período en el que el centro alcanzó su máximo significado y esplendor como espacio de representación del poder social y eco­nómico. Con la Belle Epoque y la imaginería urbana art déco, este espacio devino espectáculo urbano esencial. Premunido de los fundamentos de una estética neobarroca, la idea de centralidad consiguió ser reforzada con la “monumentalización” de los signos visibles del poder.

- Centro político-cultural-económico: 1940-1960. Durante este pe­ríodo, resultó notorio que el centro dejó de ser espacio de residen­cia de los estratos pudientes. Aún se mantiene como un espacio en

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

el que se concentran las actividades comerciales, financieras y edu­cativas para el conjunto de la población de Lima.

- Centro político-simbólico: 1960-1980. Este fue el período de la consumación del abandono del centro por parte de las principales sedes comerciales, bancaria de matrices asentadas desde inicios del siglo XX. Sucedió lo mismo con las más importantes instituciones educativas (por ejemplo, la Universidad Mayor de San Marcos, la Pontificia Universidad Católica del Perú, entre otras) que optaron por reubicarse fuera del área central. Del mismo modo, en este período las principales entidades gubernamentales empezaron a reubicarse fuera de esta área. El centro fue despojado de muchos de sus símbolos históricos de identidad. Este espacio ya no es más el histórico centro, sino un centro histórico en trance de desestructu­ración.

- Centro popular-Lima migrante: 1980-2000. La consumación del abandono del centro por parte de sus tradicionales moradores indi­viduales e institucionales no significó -a pesar de que muchos pa­recen creerlo— la “muerte” del centro como espacio de residencia y actividad comercial. Por el contrario, este espacio no tardó en ad­quirir otro rostro y una nueva identidad gracias a aquellos nuevos habitantes que entre migrantes y población de bajos recursos empezaron a habitarla desde mediados del siglo XX. Este es el cen­tro de calles abarrotadas de miles de ambulantes, de callejones y conventillos cada vez más tugurizados. Este es el centro que ad­quiere una mayor significación social y cultural para la población barrial y los distritos populares. Es el centro del desborde popular sin límites y el caótico asalto cultural del Perú profundo.

Tercer momento. El centro tras el centro histórico. Este es un período no concluido aún. Se inició a mediados de los años noventa como un proceso que pretende —como sostienen sus gestores- “recuperar el centro”. La iniciativa si bien parece colectiva ha sido liderada por el alcalde Alberto Andrade, quien a su vez es miembro de una clase media ascendente y representante de una opción política con intereses espe­ 219

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cíficos. ¿Para quiénes, para qué y hasta qué punto se pretende recupe­rar el centro tradicional de la ciudad? ¿Se trata solo de revertir el pro­ceso de degradación que se registraba inexorable en los últimos años? ¿O se trata de evitar que el centro termine de consolidarse como un “centro popular” dispuesto para la Lima migrante e imposible de ser revertida? ¿Se trata de ir en la búsqueda del centro perdido? ¿O se trata de refundar un nuevo centro coherente con las transformaciones experimentadas por Lima en las últimas décadas? ¿Cómo refundar un centro si el poder que lo requeriría para lograr autorrepresentarse lo hace muy bien en sus múltiples centros móviles de poder como el nuevo barrio financiero de San Isidro, los nuevos malls de los noven­ta y los centros mediáticos del sur de Lima? Los cambios producidos dejan más interrogantes que certezas. Se trata de una etapa en la que es posible advertir las señales del fin e inicio de un nuevo ciclo histó­rico en la transformación de este importante espacio de la ciudad.

Un repaso a la historia del centro de la ciudad de Lima nos sugie­re un rasgo característico: su precariedad y el poco grado de pregnan- cia e institucionalización. Rasgos que en última instancia correspon­den al débil grado de consolidación de los diversos sectores sociales y sus intereses políticos y económicos. Pero también corresponden a las características estructurales del desarrollo de una ciudad sin una ade­cuada relación entre centro y periferia. Ni los ricos hicieron un cen­tro sólido ni los migrantes provincianos lograron transformarlo para sí como si sucede con la barriada limeña.

La relación de los distintos sectores con el centro como espacio de vida y discurso ideológico ha sido compleja y contradictoria, tanto como la afirmación o negación de su propia identidad. Si durante el período colonial el centro-centro fue inevitablemente un espacio más homogéneo y de inevitable inclusión, el centro de la Lima republica­na fue un centro de exclusión, un espacio diseñado para reforzar las diferencias antes que para desaparecerlas. No ha sido por lo general un espacio de encuentro y construcción de ciudadanía, sino un espacio de representación y afirmación escenográfica de un poder siempre in­seguro de su propia legitimidad.

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

Las modificaciones del centro de Lima, si bien obedecen a las transformaciones de los intereses sociales enjuego, han sido funciona­les, en última instancia, a las necesidades de legitimación histórica de un poder autoritario militarista (la mayoría de los gobiernos del Perú). Por un lado, urgido del aval de una tradición urbanística concentrada en el centro de la ciudad (el caso de los gobiernos de los generales Óscar R. Benavides (1933-1939) y Manuel A. Odría (1948-1956). Y, por otro, en la recusación de este espacio como símbolo identificado con el proyecto histórico oligárquico de ciudad, tal como ocurrió con el Gobierno militar del Gral.Velasco Alvarado (1968-1976). Al margen de los gobiernos centrales y municipales elegidos a inicios y finales del siglo XX, como el caso de los alcaldes Federico Elguera (1901-1908) y Alberto Andrade (1996, a la actualidad),3 el primero inventado el centro de la “república aristocrática” y el segundo tratando de recupe­rarlo, la acción de estos gobiernos estuvo influenciada por la lógica im­puesta por los gobiernos militares respecto a las relaciones entre poder y ciudad, ente centro y periferia.

Como algunos pocos episodios de apuesta socialdemócrata posli­beral, el liberalismo librecambista ha sido la base dominante de la eco­nomía peruana republicana. Este es, por consiguiente, el régimen de base en el desarrollo de las ciudades y la constitución de sus estructu­ras de centralidad. Por ello, podría resumirse la historia en dos grandes tipos de centros: el “centro liberal” de inicios de la República y su ver­sión más acabada en el proyecto urbano de la “república aristocrática”. Y, el “centro neoliberal” neopopulista de finales del siglo XX. En rea­lidad se trata de dos versiones de una misma matriz presente ya en el origen del modelo republicano liberal de hacer ciudad.

Por un lado, el liberalismo criollo optó por construir una ciudad como tierra de nadie en la que la lógica de la iniciativa individual y el capital rigieran los destinos de la ciudad. Para establecer diferencias con el control colonial de la ciudad, la ciudad del liberalismo criollo

3 Nota del autor: la culminación del segundo período de gobierno municipal de Alberto Andrade es en 2002. 221

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debía optar por el modelo ilustrado de desacralización del espacio urbano en sus fundamentos religiosos (moral pública y privada, coti­dianidad urbana, hitos de referencia urbana, entre otros), así como de construcción de una idea unitaria de ciudad representativa laica, hi­giénica, positivista y burguesa en oposición radical a los espacios his­tóricos del poder colonial.

El centro limeño de esta ciudad del liberalismo criollo representa, al menos en su versión oligárquica de la primera mitad del siglo XX, la demanda liberal por construir un espacio de representación colecti­va pero con claros fines de legitimar la estrategia liberal de expansión de la ciudad: todas las nuevas y grandes avenidas de inicios del siglo XX parten (y se dirigen) del centro de la ciudad, y marcan la escisión de la ciudad civilizada y la ciudad salvaje de los pobres. El centro ya no es más el espacio colonial de convergencia social. El nuevo centro libe­ral es el espacio donde empieza realmente la exclusión social.

El centro liberal tampoco pudo consolidarse definitivamente. La idea de un espacio central unitario, que con sus perspectivas neoba- rrocas y sus edificios lujosos debía compensar el caos afiebrado de los negocios inmobiliarios de la periferia emprendidos por la propia oli­garquía, nunca llegó a concretarse. Primero, porque la lógica del capi­tal liberal oligárquico tuvo siempre respecto al centro una doble moral o actitud ambivalente derivada de una contradicción que nunca pudo resolver: necesitar del centro (y la ciudad) cuando toda la base de acu­mulación de su poder económico se encontraba fuera del área central (en la periferia) y fuera de la ciudad (en las minas de la sierra y las haciendas de la costa peruana). La ciudad y su centro podían ser un espacio materialmente prescindible, sino fuera por la necesidad de contar (eventualmente) con un espacio de autorepresentación social.

En realidad, el conocido deterioro y degradación social y física del centro no tiene que ver en su causa generadora -tal como aún algu­nos sostienen- con la presencia masiva de sus nuevos inquilinos pre­carios que empezaron a poblarlo sostenidamente desde mediados del siglo XX. La causa inicial que originó este proceso se encuentra en esta doble actitud de la oligarquía liberal que no tuvo ningún reparo222

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en abandonar el centro y sus inversiones en éste para abocarse a crear una ciudad periférica excluyente. La idea de un centro degradado por la migración andina resulta de un cinismo sin límites como cuando los que provocaron su ruina durante gran parte del siglo XX se declaran hoy sus salvadores.

Si el liberalismo criollo de inicios del siglo XX optó con sus pro­pias ambivalencias por un centro de representación autoritaria en clave de estética urbana neobarroca, este siglo se cierra con los esfuerzos de un programa de “recuperación del centro” enmarcado por un discur­so neoliberal desde el punto de vista económico, político y cultural. En este caso, el liberalismo criollo de principios de la República devi­no, en virtud de la década fujimorista, en neoliberalismo populista autoritario y antidemocrático. El hilo que conecta ambas experiencias históricas no es ni la arquitectura, ni el propio urbanismo, sino los modelos y políticas liberales de base que gobernaron gran parte de la República. Y algo más importante: compartir de una u otra forma la misma base social, tal como ocurriría con el apoyo brindado al régi­men de Fujimori por los herederos del liberalismo criollo oligárquico.

Sin embargo, hay diferencias entre estos momentos. En contraste con el primer liberalismo incapaz de admitir el consenso social y la di­versidad cultural, el neoliberalismo populista de finales del siglo XX pudo hacerlo en el marco de una política de beneficio a los más ricos y filantropía social con los sectores de la denominada extrema pobreza. En medio, una sociedad y ciudad fragmentadas, desinstitucionalizadas, con redes sociales desestructuradas. Si el primer liberalismo requería aún la ciudad y el centro como espacios casi privilegiados para su auto- representación social, el neoliberalismo neopopulista no lo requiere ha­bida cuenta de la existencia hoy de otros medios más eficaces (los medios de comunicación masiva, por ejemplo) para lograr este propó­sito. A este segundo sector le interesa el centro solo como “centro his­tórico”. Como espacio cultural antes que económico. Como una espe­cie de valor agregado cultural al conjunto global de sus inversiones. Por ello, y por su carácter neopopulista, se permite abogar por la diversidad y la presencia de culturas alternativas en el espacio central de la ciudad. 223

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El centro urbano arquitecturizado por el liberalismo deviene hoy en espacio diluido por los instrumentos mediáticos y la necesidad del neoliberalismo posmoderno criollo de un centro móvil. El centro- centro es hoy la ciudad de varios centros con una suerte de metacen­tro inasible físicamente, pero efectivo en su capacidad de control de los comportamientos urbanos, tal como ocurriría con la alianza per­versa entre la libertad individual ilusoria amparada por el neoliberalis­mo fujimorista y el perverso control de la privacidad y las decisiones individuales por parte del servicio de inteligencia montesinista. El centro de la ciudad ya no es ni representa el poder. Para el neolibera­lismo fujimorista, los nuevos espacios de centralidad se encontraron en los espacios financiero-comerciales de la periferia y el servicio nacio­nal de inteligencia. La prueba: se puede ser y mantener un régimen profundamente autoritario sin necesidad de representarlo a través de una especie de centralidad exaltada con los signos del poder.

La historia del espacio central de la ciudad ha sido, en resumen, la historia de un bien esquivo, requerido y abandonado, glorificado y satanizado, al mismo tiempo. Pero con una constante a lo largo del tiempo: ha sido la historia de una sistemática disolución y degradación de sus propios contenidos y formas.Y la causa principal tiene que ver en un sentido global con las defectivas relaciones entre sociedad y ciu­dad como las que se han producido históricamente en el Perú. Pero también, en un sentido específico, con un proyecto liberal de ciudad y centro que trajo consigo su propia negación. Ha sido un proyecto que se ha demostrado como inviable para la mantención y conserva­ción del centro como espacio establecido. Esta es la causa de por qué el centro de Lima estuvo signado por una especie de muerte anuncia­da desde su propia refundación republicana. La apuesta liberal por el centro fue un proyecto estructuralmente inviable debido a los intere­ses contradictorios de la propia oligarquía de inicios del siglo XX y la neo-oligarquía neoliberal peruana de finales de este siglo. Un proyec­to imposible. Una promesa que nunca podría haber sido cumplida. Los forjadores fueron sus propios victimarios.

Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

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