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Material en proceso de revisión No se permite su divulgación Las leyes de drogas y sus encargados de cumplimiento En el año 1891, Antonio Almeida, aspirante al grado de Doctor en Medicina y Cirugía, presentó su tesis doctoral “La morfinomanía”. En sus páginas se ve reflejado el espíritu de época que tres décadas después marcará el objeto de intervención de la Ley penal en materia de estupefacientes en Argentina: los profesionales médicos que suministraban estupefacientes a sus pacientes sin tomar en consideración los riesgos que esto conllevaba, como así tampoco brindando la información necesaria para que éstos tuviesen una perspectiva del calvario que se abría en su vidas: Es necesario que los médicos se penetren bien del gravísimo mal que causan á un enfermo desde el momento que colocan en su poder la fatal aguja hipodérmica. Creemos que jamás deben abandonar al paciente esta operación, pequeña é inofensiva en apariencia, pero que en poco tiempo los conduce á un hábito embrutecedor y degradante, del cual lo general es que no pueda ya desprenderse, terminando sus días de una manera triste y miserable (1981: 16). En su exposición la conducta irresponsable se extiende a los farmacéuticos, quienes presentan escasos reparos en el despacho de recetas médicas sin los reparos de verificación de la autenticidad de las mismas, como así tampoco de la habitual práctica de duplicación de las prescripciones que hacen los usuarios. Almeida entendía que el problema radicaba en el potencial adictivo de la sustancia, la cual además de combatir el insomnio y el dolor era responsable de una “transformación del hombre por completo” (32). El riesgo social del hábito de esta sustancia podía compararse, desde su

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Material en proceso de revisión – No se permite su divulgación

Las leyes de drogas y sus encargados de cumplimiento

En el año 1891, Antonio Almeida, aspirante al grado de Doctor en Medicina y

Cirugía, presentó su tesis doctoral “La morfinomanía”. En sus páginas se ve reflejado el

espíritu de época que tres décadas después marcará el objeto de intervención de la Ley

penal en materia de estupefacientes en Argentina: los profesionales médicos que

suministraban estupefacientes a sus pacientes sin tomar en consideración los riesgos

que esto conllevaba, como así tampoco brindando la información necesaria para que

éstos tuviesen una perspectiva del calvario que se abría en su vidas:

Es necesario que los médicos se penetren bien del gravísimo mal que causan

á un enfermo desde el momento que colocan en su poder la fatal aguja

hipodérmica. Creemos que jamás deben abandonar al paciente esta

operación, pequeña é inofensiva en apariencia, pero que en poco tiempo los

conduce á un hábito embrutecedor y degradante, del cual lo general es que

no pueda ya desprenderse, terminando sus días de una manera triste y

miserable (1981: 16).

En su exposición la conducta irresponsable se extiende a los farmacéuticos,

quienes presentan escasos reparos en el despacho de recetas médicas sin los reparos de

verificación de la autenticidad de las mismas, como así tampoco de la habitual práctica

de duplicación de las prescripciones que hacen los usuarios. Almeida entendía que el

problema radicaba en el potencial adictivo de la sustancia, la cual además de combatir

el insomnio y el dolor era responsable de una “transformación del hombre por

completo” (32). El riesgo social del hábito de esta sustancia podía compararse, desde su

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perspectiva, con el “vicio del alcohol”, sólo que la morfina era más “fácil de adquirir”

(36).

Para ilustrar los efectos devastadores del uso de la morfina, Almeida recurre a la

presentación de casos clínicos. El segundo ejemplo de su exposición se trata de un

joven de 23 años y de nacionalidad francesa, acróbata de circo, quien se encontraba en

estado de agitación psicomotriz en la vía pública hasta que funcionarios policiales lo

ingresaron al Hospicio de la Mercedes en marzo de 1889. Las alucinaciones que

padecía lo alteraban de modo tal, que su conducta se mostraba agresiva y riesgosa hacia

terceras personas, “lo que obligó á la autoridad policial á apoderarse de él y

conducirlo al manicomio” (68).

Frente al incremento de las escenas de sufrimiento a causa del uso

indiscriminado de la morfina, el galeno sugería la adopción de las políticas de

regulación que el Dr. Levinstein había propuesto al gobierno Alemán en el año 1885.

Las mismas radicaban en el control sobre los farmacéuticos, responsables directos del

expendio de la sustancia, y la obligatoriedad de que fuese un médico quien realizase la

inyección del alcaloide en el paciente. Asimismo, proponía el desarrollo de una política

de prevención a través de la sensibilización de la opinión pública respecto de los

peligros que entramaba la autoadministración de un narcótico tan poderoso. Para ello

sugería la publicación en periódicos de gran circulación advertencias del siguiente

tenor: “Nadie debe ignorar que la morfina no obra como medicamento sino cuando es

empleada por un médico, y dada sin receta, es origen de graves peligros para el

organismo” (84).

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La prédica de médicos y juristas encontró sus frutos con la inclusión en el

Capítulo IV sobre “Delitos contra la salud pública” de dos artículos en el Código Penal

del año 1921, delineados en consonancia con la doctrina de suministro infiel de

medicamentos (Cancela y Arrieta, 2017). El artículo 201 especificaba un régimen de

penas “al que vendiere, pusiere en venta, suministrare, distribuyere medicamentos o

mercaderías peligrosas para la salud, disimulando su poder nocivo”, en tanto el

artículo 204 estipulaba una multa para “el que estando autorizado para la venta de

substancias medicinales, las suministrare en especie, calidad o cantidad no

correspondiente a las prescripciones médicas o diversa de la declarada o convenida”1.

La República Argentina iniciaba así el proceso de adecuación legislativa exigido

a los Estados suscriptores del Tratado de Versalles en 1919, a través del cual se

rubricaban los acuerdos alcanzados en 1912 durante la “Convención sobre el opio” en

La Haya2. En el trabajo de Corda, Galnate y Rossi (2014) sobre las transformaciones

históricas en el tratamiento jurídico de los usuarios de drogas, como así también en el

Terán Rodríguez (2016), se caracteriza el espíritu de época como el punto de partida del

control legislativo en materia de alcaloides. Los autores refieren la sanción de un

Decreto en el año 1919 donde se especificaban las sustancias que serían objeto del

control3, la determinación del Departamento Nacional de Higiene

4 como la instancia

1 Véase Ley 11.179, Código Penal de la Nación, sancionada por ambas cámaras legislativas el día 29 de octubre de 1921. http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/15000-19999/16546/norma.htm 2 Al respecto, existen algunas controversias. Por un lado, hay antecedentes de regulación sobre la

comercialización de sustancias medicinales desde el año 1822, cuando Bernardino Rivadavia, a través de un decreto, se propuso reglamentar el ejercicio de la medicina y la farmacia. Asimismo, en el año 1905 se sancionó la Ley 4.687 sobre el ejercicio de la farmacia. Sin embargo, al no reglamentarse dicha Ley, los horizontes sancionatorios permanecieron difusos. 3 Allí se lista al “opio y sus preparaciones, cáñamo indiano, morfina y sus sales, cocaína y sus sales” (Corda y otros, 2014: 11).

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encargada de .las funciones de supervisión de la importación de alcaloides en el Puerto

de Buenos Aires y la verificación en droguerías y farmacias de los registros de

existencias y expendios de sustancias. Patricia Weissmann (2001a) refiere que ese

mismo año se sanciona una ordenanza del Departamento Nacional de Higiene en la que

se prohíbe la venta libre de medicamentos que contengan opiáceos o cocaína.

En el mes de junio de 1920, el diputado radical por la Capital Federal Juan José

Capurro presentó un proyecto de ley en el que propone un estricto control y persecución

de la importación y exportación de estupefacientes, como así también la

comercialización, prescripción y su posesión. Esta perspectiva prohibicionista suscitó

un debate parlamentario en el que se contrapusieron los argumentos vinculados al

principio de reserva del artículo 19 de la Constitución Nacional Argentina. Weissmann

recupera algunos pasajes de los argumentos del diputado correntino Eugenio Bréard del

Partido Autonomista provincial, quien entiende que “penalizar la posesión de

alcaloides sería tan absurdo como prohibir la posesión de armas para evitar el peligro

del suicidio” (2001a: 119).

En ese contexto cobró relevancia la figura del diputado radical Leopoldo Bard,

quien publicaría en 1923 “Los peligros de la Toxicomanía. Proyecto de Ley para la

represión del abuso de los alcaloides”. Victoria Sánchez Antelo (2012) analiza los dos

ejes vertebradores del texto del médico higienista5. La primera parte presenta una

4 El Departamento Nacional de Higiene fue jerarquizado con la sanción de su ley orgánica por la Ley 2829 el 30 de septiembre de 1891. En el artículo 2 se especifica su competencia respecto del “estudio de las cuestiones relativas á la higiene y á la salud pública, y es el encargado de proponer al Poder Ejecutivo las medidas conducentes para su salvaguardia, y de proceder á las investigaciones científicas ó administrativas que favorezcan los propósitos de la institución”. 5 En las notas biográficas sobre Bard, la autora agrega que además de ser médico higienista, fue “presidente del club deportivo River Plate, militante político yrigoyenista, por lo que ocupó una banca como Diputado

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semblanza de los efectos devastadores del uso de tóxicos. Para ello se vale del análisis

de casos clínicos, notas periodísticas y policiales, como así también de artículos

académicos nacionales e internacionales. Como corolario de esa producción plantea el

horizonte de riesgos que entrama la conducta del toxicómano al conjunto de la sociedad

y la necesidad de establecer una figura legal que enmarque esta práctica inconveniente6.

La segunda parte de la obra de Bard se centra en su propuesta legislativa. Si bien

este segundo apartado es de menor volumen que el primero, su prédica tendrá tal

repercusión que se convertirá en la piedra fundacional de los cambios normativos en la

materia. El Dr. Gregorio Bermann, profesor de Medicina Legal y Toxicología de la

Universidad Nacional de Córdoba, denuncia la manipulación que hace Bard sobre la

gravedad de los casos clínicos que describe para conmover y así inclinar el

entendimiento de los legisladores en su favor:

El Dr. Leopoldo Bard, a quien debo reconocer el mérito de ser el primero

que, fuera de la cátedra oficial, estudió, hace más de doce años, las

toxicomanías con afán profiláctico, dando la voz de alerta contra su

difusión, y lo encaró después en el Parlamento como serio problema, traza

el siguiente cuadro del morfinómano y de su decadencia, como síntesis de

su concepto y experiencia de esta categoría de enfermos: ''¡Que cuadro tan

triste el del morfinómano, es el de un individuo que ha llegado a la

Nacional por el radicalismo y posteriormente se convirtió en preso político del golpe de Estado de 1930. En 1947, durante el primer gobierno peronista, asumió como funcionario bajo la órbita de ramón Carrillo” (277). 6 Patricia Weissmann (2001a) señala la génesis metodológica del trabajo de Bard: “A principios de 1923, el

diputado Leopoldo Bard solicita al jefe de policía de la capital, Jacinto Fernández, los antecedentes que se hayan podido recoger sobre problemas legales relacionados con el uso de drogas. Su fin era utilizarlos en la elaboración de un proyecto de ley para la represión del abuso de los alcaloides. El 29 de mayo del mismo año Fernández responde al pedido remitiendo un memorándum sobre el primer caso grave sucedido en nuestro país, transcripto del auto de prisión preventiva de N.N., dictado por el juez de instrucción Arturo L. Domínguez” (113).

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decadencia completa de todas las facultades, y que por este mismo hecho se

ha convertido en un ser inútil, despreciable para la sociedad! (1925: 128).

Lo que en principio parece una apología a la labor de difusión desde las ciencias

médicas al campo político, muda en una serie de advertencias sobre el uso discrecional

de los peores cuadros clínicos para retratar una realidad que se expresa en mayores

gradaciones clínicas. Bermann entendía que la presentación de ejemplos extremos como

casos típicos producía un efecto de distorsión de la realidad pero servía, como

contrapartida, a neutralizar el discurso de los “predispuestos que creerán que todo es

mentira y que los ·paraísos artificiales no ofrecen peligros” (180).

El retrato amplificado de la decadencia y peligrosidad de los toxicómanos tenía

una intencionalidad estratégica: Bard se proponía ampliar la matriz sancionatoria desde

los responsables por el suministro de alcaloides hacia quienes los ingresaban al país a

través del contrabando y, en segundo término, a los mismos usuarios. Este movimiento

significaba un desplazamiento de la concepción misma del problema. La doctrina de

suministro infiel debía ser el primer escalón de una acción integral que ponía en tensión

la definición de las responsabilidades del Estado Argentino en el plano internacional en

materia de regulación del comercio tras fronteras de alcaloides.

En el año 1924 se modificó el artículo 204 del Código Penal a través de la

sanción de la Ley 11.309. Se penalizó la introducción clandestina de narcóticos al país,

la venta por parte de los que, aun contando con la debida autorización, entregasen

alcaloides sin receta médica o en dosis mayores a las indicadas y, por último el

suministro a manos de una persona no autorizada para la venta de sustancias

medicinales.

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Si bien la sanción de esta Ley comporta una profundización en el modelo

regulador del Estado en materia de estupefacientes, Weissmann (2001a) señala que en

ese mismo año, el Dr. Juan M. Obarrio, Director del Instituto Frenopático, redactó el

"Proyecto de legislación sobre alienados, toxicómanos y pródigos", en el que se

proponía una radicalización de la matriz persecutoria de las personas afectadas por el

consumo de sustancias. Entre otras iniciativas, el proyecto estipulaba la obligación de

los médicos de denunciar a los toxicómanos ante la Comisión Nacional de Alienados,

preveía la creación del Registro Nacional de Alienados, Incapaces y Toxicómanos, al

que se podrá recurrir para determinar la capacidad de los sujetos para afrontar

responsabilidades civiles y abogaba por la prohibición del ingreso y permanencia al país

de las personas a las que se les comprobase toxicomanía7.

Aprovechando el consenso de las cámaras legislativas, el apoyo explícito de las

autoridades policiales y el respaldo de gran parte de la comunidad científica nucleada

en tono a la medicina higienista y la criminología positivista, Leopoldo Bard emprendió

una nueva modificación del Código Penal, apuntado esta vez a la penalización de la

tenencia de drogas “sin razón legítima”. Asimismo, el contexto internacional en la

materia consolidaba una posición de constricción del uso de estupefacientes por fuera

7 La iniciativa de creación del Registro Nacional de Toxicómanos se vería finalmente materializada en 1944,

creado mediante el Decreto 3.540 sobre “Denuncia obligatoria de la toxicomanía” y ratificado posteriormente por la Ley 12.912 del 19 de diciembre de 1946. EL texto de la norma exigía a los profesionales médicos a denunciar, con carácter reservado, ante los entes de Salud correspondientes los casos de intoxicación habitual. En su artículo 4°, el decreto hacía referencia a que la naturaleza de esa denuncia tenía relación con la garantía de que las personas afectadas pudiesen recibir los cuidados adecuados a sus necesidades. Sin embargo, esta supuesta práctica delatora con fines terapéuticos escondía una equiparación de las toxicomanías con otras enfermedades contagiosas o transmisibles, tales como la lepra o la sífilis. El argumento central de esta equiparación reside en la consideración de los fenómenos de “contagio psicológico” en la difusión de los hábitos de consumo (Levin, 2011).

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del campo médico, tal como se especificaba en el Convenio Internacional sobre el Opio,

realizado en la ciudad de Ginebra el 19 de febrero de 19258.

Finalmente la promulgación de la Ley 11.331 en el año 1926 introdujo una

nueva modificación en el artículo 204 del Código Penal, disponiendo la penalización de

quienes “no estando autorizados para la venta, tuviesen en su poder drogas y no

pudiesen justificar la razón legítima de su posesión o tenencia”. Se sellaba así una

habilitación de la acción penal sobre los usuarios que se mantendría como marca

durante todo el siglo XX.

La producción académica y periodística de la época terminó de amalgamar la

figura del toxicómano con la noción de “peligrosidad”, profundizando la concepción

que anudaba la debilidad del carácter y voluntad a la propensión a conductas

inadecuadas y, finalmente, al desorden social.

En un artículo publicado en 1932 en la Revista de Criminología, Psiquiatría y

Medicina Legal, el Dr. Juan Ramón Beltrán, Profesor adjunto de Medicina Legal de la

Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, analiza el caso de un hombre

que es ingresado por orden judicial a la clínica que dirige el facultativo. Cuatro meses

después de su internación, el Juez correccional que entendía la causa dicta el

sobreseimiento y la orden de levantar el estado de vigilancia del sujeto, aludiendo que

por el artículo 34 del Código Penal, el mismo no comprendía la criminalidad de sus

8 Si bien la República Argentina no envió representación a esa convención, sus políticas legislativas se

adecuaban en un todo con lo especificado en el artículo quinto del acuerdo firmado por las naciones participantes: “Las Partes Contratantes dictarán leyes o reglamentos eficaces, de manera a limitar exclusivamente a los usos médicos y científicos, la fabricación, la importación, la venta, la distribución, la exportación y el empleo de las sustancias a los cuales se refiere el presente capítulo. Cooperarán entre sí a

fin de impedir el uso de esas substancias para cualquier otro fin”.

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actos y, tras el tratamiento de desintoxicación provista por la clínica, ya no obraban en

acto las causas que habían determinado su incapacidad de control de su conducta (en

este caso, el uso abusivo de eucodal).

Tras reconocer que el Juez actuó conforme a derecho, el Dr. Beltrán iluminó lo

que para él constituía el tema crucial en este tipo de situaciones, el concepto de Estado

Peligroso: “Desde el momento que el delincuente representa un peligro para la

sociedad, desde el instante en que ese peligro se comprueba, existe la necesidad de

defender a la sociedad aplicando las medidas y estableciendo las sanciones que el caso

exige”. En su perspectiva, este caso denunciaba dos situaciones que al momento del

artículo quedaban irresueltas: la legislación específica y la construcción de

establecimientos oficiales para tratamiento e internación de las distintas patologías

mentales, entre las que se destaca la toxicomanía. Su conclusión era contundente: “son

individuos bastante locos para no ir jamás a prisión y bastante cuerdos para no ser

jamás recluidos en un asilo, pero, tampoco tienen derecho de ir a la calle, donde

seguirán delinquiendo en razón de su anormalidad”.

La asociación entre toxicomanía y peligrosidad implicó un anudamiento del

campo de la salud a la esfera de la seguridad. Esta composición habilitaba a la

institución policial a intervenir, ya no sólo sobre las organizaciones dedicadas al

contrabando y venta minorista de estupefacientes, sino sobre cada uno de los sujetos

usuarios. Sin embargo, para Weissmann (2001a) esta posibilidad de accionar sobre las

personas no se tradujo en una penalización del consumo o la toxicomanía en sí misma.

En el año 1923, el entonces Jefe de la Policía de la Capital, Jacinto Fernández,

se quejaba ante la opinión pública de no contar con las herramientas jurídicas e

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institucionales para intervenir frente al creciente escenario de comercialización de

drogas:

La policía tiene atadas las manos para perseguir el elemento tenebroso que

se dedica a la venta de esas sustancias, pues aparte de la habilidad con que

encubren su comercio ilícito, la única penalidad posible es el decomiso de

los artículos y una multa insignificante para los casos de sorpresa en

flagrante contravención. Por otra parte, la acción policial está supeditada en

esta clase de contravenciones a la iniciativa de las autoridades municipales

que tienen la misión primaria de velar por el cumplimiento de las órdenes

relativas a la salud pública (Fernández en Diario La Razón de Buenos

Aires, 17 de abril de 1923, en Federico y Ramírez, 2015: 71).

En aquel momento la Policía de la Capital contaba con un exiguo Gabinete de

Toxicomanía (Weissmann, 2001b; Corda y Frisch, 2008; Federico y Ramírez, 2015;

Corbelle, 2016). Recién en el año 1926, Jacinto Fernández presentó una modificación

de la estructura institucional elevando Toxicomanía a rango de Sección, dependiente de

la denominada 2da División (Romay, 1978). En el año 1932 la Policía de la Capital

tendría un nuevo organigrama, quedando Toxicomanía bajo la sección Seguridad

Personal, de la División Investigaciones. En esa nueva configuración se produce un

hecho destacado. Francisco Romay (1978) señala el incremento del decomiso de drogas

entre los años 1933 y 1935, siendo 1934 el año record con en el secuestro de 29 kilos

con 600 gramos de clorhidrato de cocaína, lo que representaba un volumen inédito para

el país y la región. En el registro de “Memorias de Investigaciones” de 1935 se hace

referencia al reclamo del Subcomisario Francisco de las Carreras a su superior sobre la

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“insuficiencia del personal con que contaba para la represión del vicio y lo inadecuado

de la legislación que reprimía por igual al consumidor como al expendedor” (300-301).

En los primeros años se produjeron dos hechos que macarían el curso de la

persecución de los usuarios de drogas, uno desde el ámbito jurídico, el otro, desde la

intervención policial.

Carlos Nino (1979) señala al fallo plenario de la Cámara de Apelaciones en lo

Criminal y Correccional de la Capital Federal sobre el caso "González, Antonio" del 17

de octubre de 1930 como el punto de partida de la doctrina jurídica que entiende “que el

uso personal de alcaloides no importa una razón legítima de su tenencia” (261). En

decisión dividida, primaron los considerandos del Dr. Ramos Mejía, quien logró

mayoría de votos ratificando la condena en primera instancia, por sobre los argumentos

presentados por la minoría, quienes sostenían que, más allá de entender que el uso

personal de estupefacientes no implicaba una legítima razón para su tenencia, la ley

debía resguardar los principios de libertad personal consagrados en el art. 19 de la

Constitución Nacional.

El segundo hito en materia de criminalización de la tenencia de estupefacientes

lo constituyó el proceso de modificación de los Edictos Policiales en el año 1932, los

que permanecían inalterados desde su sanción en 1889. Por iniciativa del Coronel Luis

Jorje (sic) García, Jefe de Policía nombrado por Agustín P. Justo en la primera

restitución del orden democrático, tras el golpe de estado encabezado por el teniente

General José Félix Uriburu. Entre los edictos publicados el día 18 de julio se encontraba

el de “Ebriedad y Otras Intoxicaciones”, que entraría en vigencia el 15 de septiembre y

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sufriría una ampliación el 25 de octubre, aplicando la máxima penalidad cuando la

infracción se cometiese en situación de conducción de cualquier vehículo a motor.

En sus artículos 1° y 2° se establecía un régimen sancionatorio diferencial para

quienes se encontrasen en completo estado de ebriedad o quienes se manifestaren

alcoholizados en espacios públicos o negocios en los que se despachen bebidas. Para los

primeros, las multas podían ascender a los 1.500 pesos y los días de encierro llegaban

hasta 15, en tanto los segundos serian multados con un máximo de 600 pesos y pasar

entre 1 y 6 días a la sombra. Si la intoxicación era causada por “alcaloides o

narcóticos” las multas y los días de arresto podían llegar al doble de lo estipulado para

la ebriedad. El poder sancionatorio alcanzaba a las personas en sus domicilios

particulares y a los dueños y encargados de los lugares públicos en los que se vendiesen

bebidas alcohólicas y consintiesen en albergar a personas intoxicadas.

La penalización de la toxicomanía se constituía como una facultad policial que

operaba más allá de las consideraciones legislativas sobre la constitucionalidad del

principio de reserva, forjando una suerte de Derecho Penal paralelo. Se creaba así una

facultad expresa de intervención que permitía encauzar en acto lo que la discusión

parlamentaria había eludido: el disciplinamiento casi total de las conductas. La Policía

de la Capital lograba gobernar cada uno de los campos previstos en los 17 edictos, que

iban desde las reuniones y bailes públicos, los juegos de azar, la portación de armas, la

prostitución y el escándalo, hasta el control de los corredores de hoteles y la vagancia.

Poco más de una década después, a través del decreto 17.750 del Poder

Ejecutivo del 24 de diciembre de 1943, se creó la Policía Federal Argentina, cuyo Jefe

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dependería directamente del Presidente de la Nación9. Asimismo, tendría a su cargo la

conducción de la Policía de la Capital, mediante una Comisión Coordinadora integrada

por el Director de la rama Federal y representantes de la rama Metropolitana. Al año

siguiente de la creación de la Policía Federal, el Poder Ejecutivo, a través del decreto

33.265, aprobó el Estatuto de la nueva estructura, poniendo fin desde el 1 de enero de

1945 a la Policía de la Capital (Romay, 1978).

Desde la actualización de los edictos policiales del año 1932, el gobierno

policial del territorio funcionaba en un equilibrio tirante con los demás actores

competentes en la materia de regulación de la vida pública. Por un lado, se

evidenciaban áreas de superposición con las funciones regulatorias de la Municipalidad

de Buenos Aires, situación que se daba desde la creación misma de ésta última en 1865.

La facultad delegada por el Poder Ejecutivo a la institucional policial para producir una

legislación de hecho a través de los edictos, generaba críticas desde algunos sectores del

Poder Legislativo, que veían en esta delegación el reemplazo fáctico de sus funciones.

Asimismo, ciertos actores del Poder Judicial, en consonancia con los reclamos de

parlamentarios, entendían que los edictos facultaban a la Policía a cumplir funciones

sancionatorias, ya que las mismas normas brindaban a las autoridades policiales el

poder discrecional de hacer cumplir condenas sin medicación del sistema judicial.

En 1956, el Poder Ejecutivo Nacional revalidó la autonomía funcional que

otorgaban los edictos a la Policía, ratificando los edictos existentes a través del decreto

17.189, Reglamento de Procedimientos Contravencionales – R.R.P.F. 6.

9 En esa nueva estructura se creó la Sección Seguridad General, dentro de la cual se organizó la División Toxicomanía y Proxenetismo.

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La reacción del Poder Judicial no se hizo esperar. Ese mismo año, el Procurador

General de la Nación, Dr. Sebastián Soler, revocó la sentencia condenatoria de los

edictos sobre “Desórdenes” y “Escándalo”, que pesaba sobre Raúl Mouviel y otros. En

su opinión, las bases sobre las que se asentaron los fallos condenatorios resultaban

“violatorios de la garantía establecida en el art. 29 de la Constitución nacional y del

principio de la separación de poderes en que se funda el régimen republicano de

gobierno”10

.

Un año después, en el mes de mayo de 1957, la Corte Suprema de Justicia, al

analizar los considerando de Soler y los antecedentes del caso, señaló el carácter

sinuoso de esta delegación de gobierno en la institución policial. El Jefe de Policía

había impuesto a Mouviel y los demás detenidos una pena de treinta días de arresto sin

posibilidad de ser redimida por multa, resolución que fuera posteriormente confirmada

por el juez en lo penal correccional interviniente. En respuesta a esta ratificación, el

abogado defensor interpuso un recurso extraordinario ante la Corte, en el que sostenía

que “la concentración de las facultades judicial, ejecutiva y legislativa en materia de

faltas por parte del jefe de Policía, violaría el principio de la división de los poderes

establecido por la Constitución”. Los mismos miembros de la Corte Suprema

reconocieron entonces que en decisiones anteriores, y ante situaciones similares, habían

declarado la constitucionalidad de los edictos policiales entendiendo que los mismos no

vulneraban la garantía constitucional establecida por el art. 18. Sin embargo, en aquel

contexto político, los jueces de la Corte consideraron que el caso Mouviel constituía

10 Al respecto véase el Fallo Mouviel y otros. [En línea]. http://www.pensamientopenal.com.ar/fallos/14893-mouviel-facultades-legislativas-delegacion-inconstitucionalidad

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una oportunidad para modificar el cuadro de situación y hacer que el régimen de faltas

fuese elaborado por el Poder Legislativo.

Durante la presidencia de facto del General Aramburu se reemplazó la Ley

Orgánica de la Policía Federal11

, modificando el campo de acción institucional en

materia de edictos. A partir de entonces, las facultades policiales se limitarían a la

aplicación de los edictos y no a su formulación, eliminando así la capacidad

institucional de legislar en la materia. Lo que podría leerse como una retracción de las

capacidades de la policía en la gestión territorial implicó, por el contrario, la ratificación

de su facultad judicial, esto es, de su poder sancionatorio.

Esta situación tendrá un impacto significativo en el campo de abordaje policial

de las personas intoxicadas por sustancias psicoactivas. Desde la ratificación de los

edictos en 1956, sólo bastará la certificación del jefe de servicio y del oficial de guardia

para establecer que un sujeto está en estado de ebriedad o intoxicación. Ya no será

necesario el reconocimiento médico del “infractor” ni la intervención de autoridades

superiores. Tal como expresa Gentili (1995): “Así, el juez aquí son –en los hechos-

estos dos policías y no ya el Jefe de Policía” (28).

11

La Ley Orgánica original del año 1944, n° 32.265 fue reemplazada por la n° 333/58.

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Bibliografía

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