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Material en proceso de revisión – No se permite su divulgación
Las leyes de drogas y sus encargados de cumplimiento
En el año 1891, Antonio Almeida, aspirante al grado de Doctor en Medicina y
Cirugía, presentó su tesis doctoral “La morfinomanía”. En sus páginas se ve reflejado el
espíritu de época que tres décadas después marcará el objeto de intervención de la Ley
penal en materia de estupefacientes en Argentina: los profesionales médicos que
suministraban estupefacientes a sus pacientes sin tomar en consideración los riesgos
que esto conllevaba, como así tampoco brindando la información necesaria para que
éstos tuviesen una perspectiva del calvario que se abría en su vidas:
Es necesario que los médicos se penetren bien del gravísimo mal que causan
á un enfermo desde el momento que colocan en su poder la fatal aguja
hipodérmica. Creemos que jamás deben abandonar al paciente esta
operación, pequeña é inofensiva en apariencia, pero que en poco tiempo los
conduce á un hábito embrutecedor y degradante, del cual lo general es que
no pueda ya desprenderse, terminando sus días de una manera triste y
miserable (1981: 16).
En su exposición la conducta irresponsable se extiende a los farmacéuticos,
quienes presentan escasos reparos en el despacho de recetas médicas sin los reparos de
verificación de la autenticidad de las mismas, como así tampoco de la habitual práctica
de duplicación de las prescripciones que hacen los usuarios. Almeida entendía que el
problema radicaba en el potencial adictivo de la sustancia, la cual además de combatir
el insomnio y el dolor era responsable de una “transformación del hombre por
completo” (32). El riesgo social del hábito de esta sustancia podía compararse, desde su
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perspectiva, con el “vicio del alcohol”, sólo que la morfina era más “fácil de adquirir”
(36).
Para ilustrar los efectos devastadores del uso de la morfina, Almeida recurre a la
presentación de casos clínicos. El segundo ejemplo de su exposición se trata de un
joven de 23 años y de nacionalidad francesa, acróbata de circo, quien se encontraba en
estado de agitación psicomotriz en la vía pública hasta que funcionarios policiales lo
ingresaron al Hospicio de la Mercedes en marzo de 1889. Las alucinaciones que
padecía lo alteraban de modo tal, que su conducta se mostraba agresiva y riesgosa hacia
terceras personas, “lo que obligó á la autoridad policial á apoderarse de él y
conducirlo al manicomio” (68).
Frente al incremento de las escenas de sufrimiento a causa del uso
indiscriminado de la morfina, el galeno sugería la adopción de las políticas de
regulación que el Dr. Levinstein había propuesto al gobierno Alemán en el año 1885.
Las mismas radicaban en el control sobre los farmacéuticos, responsables directos del
expendio de la sustancia, y la obligatoriedad de que fuese un médico quien realizase la
inyección del alcaloide en el paciente. Asimismo, proponía el desarrollo de una política
de prevención a través de la sensibilización de la opinión pública respecto de los
peligros que entramaba la autoadministración de un narcótico tan poderoso. Para ello
sugería la publicación en periódicos de gran circulación advertencias del siguiente
tenor: “Nadie debe ignorar que la morfina no obra como medicamento sino cuando es
empleada por un médico, y dada sin receta, es origen de graves peligros para el
organismo” (84).
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La prédica de médicos y juristas encontró sus frutos con la inclusión en el
Capítulo IV sobre “Delitos contra la salud pública” de dos artículos en el Código Penal
del año 1921, delineados en consonancia con la doctrina de suministro infiel de
medicamentos (Cancela y Arrieta, 2017). El artículo 201 especificaba un régimen de
penas “al que vendiere, pusiere en venta, suministrare, distribuyere medicamentos o
mercaderías peligrosas para la salud, disimulando su poder nocivo”, en tanto el
artículo 204 estipulaba una multa para “el que estando autorizado para la venta de
substancias medicinales, las suministrare en especie, calidad o cantidad no
correspondiente a las prescripciones médicas o diversa de la declarada o convenida”1.
La República Argentina iniciaba así el proceso de adecuación legislativa exigido
a los Estados suscriptores del Tratado de Versalles en 1919, a través del cual se
rubricaban los acuerdos alcanzados en 1912 durante la “Convención sobre el opio” en
La Haya2. En el trabajo de Corda, Galnate y Rossi (2014) sobre las transformaciones
históricas en el tratamiento jurídico de los usuarios de drogas, como así también en el
Terán Rodríguez (2016), se caracteriza el espíritu de época como el punto de partida del
control legislativo en materia de alcaloides. Los autores refieren la sanción de un
Decreto en el año 1919 donde se especificaban las sustancias que serían objeto del
control3, la determinación del Departamento Nacional de Higiene
4 como la instancia
1 Véase Ley 11.179, Código Penal de la Nación, sancionada por ambas cámaras legislativas el día 29 de octubre de 1921. http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/15000-19999/16546/norma.htm 2 Al respecto, existen algunas controversias. Por un lado, hay antecedentes de regulación sobre la
comercialización de sustancias medicinales desde el año 1822, cuando Bernardino Rivadavia, a través de un decreto, se propuso reglamentar el ejercicio de la medicina y la farmacia. Asimismo, en el año 1905 se sancionó la Ley 4.687 sobre el ejercicio de la farmacia. Sin embargo, al no reglamentarse dicha Ley, los horizontes sancionatorios permanecieron difusos. 3 Allí se lista al “opio y sus preparaciones, cáñamo indiano, morfina y sus sales, cocaína y sus sales” (Corda y otros, 2014: 11).
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encargada de .las funciones de supervisión de la importación de alcaloides en el Puerto
de Buenos Aires y la verificación en droguerías y farmacias de los registros de
existencias y expendios de sustancias. Patricia Weissmann (2001a) refiere que ese
mismo año se sanciona una ordenanza del Departamento Nacional de Higiene en la que
se prohíbe la venta libre de medicamentos que contengan opiáceos o cocaína.
En el mes de junio de 1920, el diputado radical por la Capital Federal Juan José
Capurro presentó un proyecto de ley en el que propone un estricto control y persecución
de la importación y exportación de estupefacientes, como así también la
comercialización, prescripción y su posesión. Esta perspectiva prohibicionista suscitó
un debate parlamentario en el que se contrapusieron los argumentos vinculados al
principio de reserva del artículo 19 de la Constitución Nacional Argentina. Weissmann
recupera algunos pasajes de los argumentos del diputado correntino Eugenio Bréard del
Partido Autonomista provincial, quien entiende que “penalizar la posesión de
alcaloides sería tan absurdo como prohibir la posesión de armas para evitar el peligro
del suicidio” (2001a: 119).
En ese contexto cobró relevancia la figura del diputado radical Leopoldo Bard,
quien publicaría en 1923 “Los peligros de la Toxicomanía. Proyecto de Ley para la
represión del abuso de los alcaloides”. Victoria Sánchez Antelo (2012) analiza los dos
ejes vertebradores del texto del médico higienista5. La primera parte presenta una
4 El Departamento Nacional de Higiene fue jerarquizado con la sanción de su ley orgánica por la Ley 2829 el 30 de septiembre de 1891. En el artículo 2 se especifica su competencia respecto del “estudio de las cuestiones relativas á la higiene y á la salud pública, y es el encargado de proponer al Poder Ejecutivo las medidas conducentes para su salvaguardia, y de proceder á las investigaciones científicas ó administrativas que favorezcan los propósitos de la institución”. 5 En las notas biográficas sobre Bard, la autora agrega que además de ser médico higienista, fue “presidente del club deportivo River Plate, militante político yrigoyenista, por lo que ocupó una banca como Diputado
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semblanza de los efectos devastadores del uso de tóxicos. Para ello se vale del análisis
de casos clínicos, notas periodísticas y policiales, como así también de artículos
académicos nacionales e internacionales. Como corolario de esa producción plantea el
horizonte de riesgos que entrama la conducta del toxicómano al conjunto de la sociedad
y la necesidad de establecer una figura legal que enmarque esta práctica inconveniente6.
La segunda parte de la obra de Bard se centra en su propuesta legislativa. Si bien
este segundo apartado es de menor volumen que el primero, su prédica tendrá tal
repercusión que se convertirá en la piedra fundacional de los cambios normativos en la
materia. El Dr. Gregorio Bermann, profesor de Medicina Legal y Toxicología de la
Universidad Nacional de Córdoba, denuncia la manipulación que hace Bard sobre la
gravedad de los casos clínicos que describe para conmover y así inclinar el
entendimiento de los legisladores en su favor:
El Dr. Leopoldo Bard, a quien debo reconocer el mérito de ser el primero
que, fuera de la cátedra oficial, estudió, hace más de doce años, las
toxicomanías con afán profiláctico, dando la voz de alerta contra su
difusión, y lo encaró después en el Parlamento como serio problema, traza
el siguiente cuadro del morfinómano y de su decadencia, como síntesis de
su concepto y experiencia de esta categoría de enfermos: ''¡Que cuadro tan
triste el del morfinómano, es el de un individuo que ha llegado a la
Nacional por el radicalismo y posteriormente se convirtió en preso político del golpe de Estado de 1930. En 1947, durante el primer gobierno peronista, asumió como funcionario bajo la órbita de ramón Carrillo” (277). 6 Patricia Weissmann (2001a) señala la génesis metodológica del trabajo de Bard: “A principios de 1923, el
diputado Leopoldo Bard solicita al jefe de policía de la capital, Jacinto Fernández, los antecedentes que se hayan podido recoger sobre problemas legales relacionados con el uso de drogas. Su fin era utilizarlos en la elaboración de un proyecto de ley para la represión del abuso de los alcaloides. El 29 de mayo del mismo año Fernández responde al pedido remitiendo un memorándum sobre el primer caso grave sucedido en nuestro país, transcripto del auto de prisión preventiva de N.N., dictado por el juez de instrucción Arturo L. Domínguez” (113).
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decadencia completa de todas las facultades, y que por este mismo hecho se
ha convertido en un ser inútil, despreciable para la sociedad! (1925: 128).
Lo que en principio parece una apología a la labor de difusión desde las ciencias
médicas al campo político, muda en una serie de advertencias sobre el uso discrecional
de los peores cuadros clínicos para retratar una realidad que se expresa en mayores
gradaciones clínicas. Bermann entendía que la presentación de ejemplos extremos como
casos típicos producía un efecto de distorsión de la realidad pero servía, como
contrapartida, a neutralizar el discurso de los “predispuestos que creerán que todo es
mentira y que los ·paraísos artificiales no ofrecen peligros” (180).
El retrato amplificado de la decadencia y peligrosidad de los toxicómanos tenía
una intencionalidad estratégica: Bard se proponía ampliar la matriz sancionatoria desde
los responsables por el suministro de alcaloides hacia quienes los ingresaban al país a
través del contrabando y, en segundo término, a los mismos usuarios. Este movimiento
significaba un desplazamiento de la concepción misma del problema. La doctrina de
suministro infiel debía ser el primer escalón de una acción integral que ponía en tensión
la definición de las responsabilidades del Estado Argentino en el plano internacional en
materia de regulación del comercio tras fronteras de alcaloides.
En el año 1924 se modificó el artículo 204 del Código Penal a través de la
sanción de la Ley 11.309. Se penalizó la introducción clandestina de narcóticos al país,
la venta por parte de los que, aun contando con la debida autorización, entregasen
alcaloides sin receta médica o en dosis mayores a las indicadas y, por último el
suministro a manos de una persona no autorizada para la venta de sustancias
medicinales.
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Si bien la sanción de esta Ley comporta una profundización en el modelo
regulador del Estado en materia de estupefacientes, Weissmann (2001a) señala que en
ese mismo año, el Dr. Juan M. Obarrio, Director del Instituto Frenopático, redactó el
"Proyecto de legislación sobre alienados, toxicómanos y pródigos", en el que se
proponía una radicalización de la matriz persecutoria de las personas afectadas por el
consumo de sustancias. Entre otras iniciativas, el proyecto estipulaba la obligación de
los médicos de denunciar a los toxicómanos ante la Comisión Nacional de Alienados,
preveía la creación del Registro Nacional de Alienados, Incapaces y Toxicómanos, al
que se podrá recurrir para determinar la capacidad de los sujetos para afrontar
responsabilidades civiles y abogaba por la prohibición del ingreso y permanencia al país
de las personas a las que se les comprobase toxicomanía7.
Aprovechando el consenso de las cámaras legislativas, el apoyo explícito de las
autoridades policiales y el respaldo de gran parte de la comunidad científica nucleada
en tono a la medicina higienista y la criminología positivista, Leopoldo Bard emprendió
una nueva modificación del Código Penal, apuntado esta vez a la penalización de la
tenencia de drogas “sin razón legítima”. Asimismo, el contexto internacional en la
materia consolidaba una posición de constricción del uso de estupefacientes por fuera
7 La iniciativa de creación del Registro Nacional de Toxicómanos se vería finalmente materializada en 1944,
creado mediante el Decreto 3.540 sobre “Denuncia obligatoria de la toxicomanía” y ratificado posteriormente por la Ley 12.912 del 19 de diciembre de 1946. EL texto de la norma exigía a los profesionales médicos a denunciar, con carácter reservado, ante los entes de Salud correspondientes los casos de intoxicación habitual. En su artículo 4°, el decreto hacía referencia a que la naturaleza de esa denuncia tenía relación con la garantía de que las personas afectadas pudiesen recibir los cuidados adecuados a sus necesidades. Sin embargo, esta supuesta práctica delatora con fines terapéuticos escondía una equiparación de las toxicomanías con otras enfermedades contagiosas o transmisibles, tales como la lepra o la sífilis. El argumento central de esta equiparación reside en la consideración de los fenómenos de “contagio psicológico” en la difusión de los hábitos de consumo (Levin, 2011).
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del campo médico, tal como se especificaba en el Convenio Internacional sobre el Opio,
realizado en la ciudad de Ginebra el 19 de febrero de 19258.
Finalmente la promulgación de la Ley 11.331 en el año 1926 introdujo una
nueva modificación en el artículo 204 del Código Penal, disponiendo la penalización de
quienes “no estando autorizados para la venta, tuviesen en su poder drogas y no
pudiesen justificar la razón legítima de su posesión o tenencia”. Se sellaba así una
habilitación de la acción penal sobre los usuarios que se mantendría como marca
durante todo el siglo XX.
La producción académica y periodística de la época terminó de amalgamar la
figura del toxicómano con la noción de “peligrosidad”, profundizando la concepción
que anudaba la debilidad del carácter y voluntad a la propensión a conductas
inadecuadas y, finalmente, al desorden social.
En un artículo publicado en 1932 en la Revista de Criminología, Psiquiatría y
Medicina Legal, el Dr. Juan Ramón Beltrán, Profesor adjunto de Medicina Legal de la
Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, analiza el caso de un hombre
que es ingresado por orden judicial a la clínica que dirige el facultativo. Cuatro meses
después de su internación, el Juez correccional que entendía la causa dicta el
sobreseimiento y la orden de levantar el estado de vigilancia del sujeto, aludiendo que
por el artículo 34 del Código Penal, el mismo no comprendía la criminalidad de sus
8 Si bien la República Argentina no envió representación a esa convención, sus políticas legislativas se
adecuaban en un todo con lo especificado en el artículo quinto del acuerdo firmado por las naciones participantes: “Las Partes Contratantes dictarán leyes o reglamentos eficaces, de manera a limitar exclusivamente a los usos médicos y científicos, la fabricación, la importación, la venta, la distribución, la exportación y el empleo de las sustancias a los cuales se refiere el presente capítulo. Cooperarán entre sí a
fin de impedir el uso de esas substancias para cualquier otro fin”.
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actos y, tras el tratamiento de desintoxicación provista por la clínica, ya no obraban en
acto las causas que habían determinado su incapacidad de control de su conducta (en
este caso, el uso abusivo de eucodal).
Tras reconocer que el Juez actuó conforme a derecho, el Dr. Beltrán iluminó lo
que para él constituía el tema crucial en este tipo de situaciones, el concepto de Estado
Peligroso: “Desde el momento que el delincuente representa un peligro para la
sociedad, desde el instante en que ese peligro se comprueba, existe la necesidad de
defender a la sociedad aplicando las medidas y estableciendo las sanciones que el caso
exige”. En su perspectiva, este caso denunciaba dos situaciones que al momento del
artículo quedaban irresueltas: la legislación específica y la construcción de
establecimientos oficiales para tratamiento e internación de las distintas patologías
mentales, entre las que se destaca la toxicomanía. Su conclusión era contundente: “son
individuos bastante locos para no ir jamás a prisión y bastante cuerdos para no ser
jamás recluidos en un asilo, pero, tampoco tienen derecho de ir a la calle, donde
seguirán delinquiendo en razón de su anormalidad”.
La asociación entre toxicomanía y peligrosidad implicó un anudamiento del
campo de la salud a la esfera de la seguridad. Esta composición habilitaba a la
institución policial a intervenir, ya no sólo sobre las organizaciones dedicadas al
contrabando y venta minorista de estupefacientes, sino sobre cada uno de los sujetos
usuarios. Sin embargo, para Weissmann (2001a) esta posibilidad de accionar sobre las
personas no se tradujo en una penalización del consumo o la toxicomanía en sí misma.
En el año 1923, el entonces Jefe de la Policía de la Capital, Jacinto Fernández,
se quejaba ante la opinión pública de no contar con las herramientas jurídicas e
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institucionales para intervenir frente al creciente escenario de comercialización de
drogas:
La policía tiene atadas las manos para perseguir el elemento tenebroso que
se dedica a la venta de esas sustancias, pues aparte de la habilidad con que
encubren su comercio ilícito, la única penalidad posible es el decomiso de
los artículos y una multa insignificante para los casos de sorpresa en
flagrante contravención. Por otra parte, la acción policial está supeditada en
esta clase de contravenciones a la iniciativa de las autoridades municipales
que tienen la misión primaria de velar por el cumplimiento de las órdenes
relativas a la salud pública (Fernández en Diario La Razón de Buenos
Aires, 17 de abril de 1923, en Federico y Ramírez, 2015: 71).
En aquel momento la Policía de la Capital contaba con un exiguo Gabinete de
Toxicomanía (Weissmann, 2001b; Corda y Frisch, 2008; Federico y Ramírez, 2015;
Corbelle, 2016). Recién en el año 1926, Jacinto Fernández presentó una modificación
de la estructura institucional elevando Toxicomanía a rango de Sección, dependiente de
la denominada 2da División (Romay, 1978). En el año 1932 la Policía de la Capital
tendría un nuevo organigrama, quedando Toxicomanía bajo la sección Seguridad
Personal, de la División Investigaciones. En esa nueva configuración se produce un
hecho destacado. Francisco Romay (1978) señala el incremento del decomiso de drogas
entre los años 1933 y 1935, siendo 1934 el año record con en el secuestro de 29 kilos
con 600 gramos de clorhidrato de cocaína, lo que representaba un volumen inédito para
el país y la región. En el registro de “Memorias de Investigaciones” de 1935 se hace
referencia al reclamo del Subcomisario Francisco de las Carreras a su superior sobre la
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“insuficiencia del personal con que contaba para la represión del vicio y lo inadecuado
de la legislación que reprimía por igual al consumidor como al expendedor” (300-301).
En los primeros años se produjeron dos hechos que macarían el curso de la
persecución de los usuarios de drogas, uno desde el ámbito jurídico, el otro, desde la
intervención policial.
Carlos Nino (1979) señala al fallo plenario de la Cámara de Apelaciones en lo
Criminal y Correccional de la Capital Federal sobre el caso "González, Antonio" del 17
de octubre de 1930 como el punto de partida de la doctrina jurídica que entiende “que el
uso personal de alcaloides no importa una razón legítima de su tenencia” (261). En
decisión dividida, primaron los considerandos del Dr. Ramos Mejía, quien logró
mayoría de votos ratificando la condena en primera instancia, por sobre los argumentos
presentados por la minoría, quienes sostenían que, más allá de entender que el uso
personal de estupefacientes no implicaba una legítima razón para su tenencia, la ley
debía resguardar los principios de libertad personal consagrados en el art. 19 de la
Constitución Nacional.
El segundo hito en materia de criminalización de la tenencia de estupefacientes
lo constituyó el proceso de modificación de los Edictos Policiales en el año 1932, los
que permanecían inalterados desde su sanción en 1889. Por iniciativa del Coronel Luis
Jorje (sic) García, Jefe de Policía nombrado por Agustín P. Justo en la primera
restitución del orden democrático, tras el golpe de estado encabezado por el teniente
General José Félix Uriburu. Entre los edictos publicados el día 18 de julio se encontraba
el de “Ebriedad y Otras Intoxicaciones”, que entraría en vigencia el 15 de septiembre y
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sufriría una ampliación el 25 de octubre, aplicando la máxima penalidad cuando la
infracción se cometiese en situación de conducción de cualquier vehículo a motor.
En sus artículos 1° y 2° se establecía un régimen sancionatorio diferencial para
quienes se encontrasen en completo estado de ebriedad o quienes se manifestaren
alcoholizados en espacios públicos o negocios en los que se despachen bebidas. Para los
primeros, las multas podían ascender a los 1.500 pesos y los días de encierro llegaban
hasta 15, en tanto los segundos serian multados con un máximo de 600 pesos y pasar
entre 1 y 6 días a la sombra. Si la intoxicación era causada por “alcaloides o
narcóticos” las multas y los días de arresto podían llegar al doble de lo estipulado para
la ebriedad. El poder sancionatorio alcanzaba a las personas en sus domicilios
particulares y a los dueños y encargados de los lugares públicos en los que se vendiesen
bebidas alcohólicas y consintiesen en albergar a personas intoxicadas.
La penalización de la toxicomanía se constituía como una facultad policial que
operaba más allá de las consideraciones legislativas sobre la constitucionalidad del
principio de reserva, forjando una suerte de Derecho Penal paralelo. Se creaba así una
facultad expresa de intervención que permitía encauzar en acto lo que la discusión
parlamentaria había eludido: el disciplinamiento casi total de las conductas. La Policía
de la Capital lograba gobernar cada uno de los campos previstos en los 17 edictos, que
iban desde las reuniones y bailes públicos, los juegos de azar, la portación de armas, la
prostitución y el escándalo, hasta el control de los corredores de hoteles y la vagancia.
Poco más de una década después, a través del decreto 17.750 del Poder
Ejecutivo del 24 de diciembre de 1943, se creó la Policía Federal Argentina, cuyo Jefe
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dependería directamente del Presidente de la Nación9. Asimismo, tendría a su cargo la
conducción de la Policía de la Capital, mediante una Comisión Coordinadora integrada
por el Director de la rama Federal y representantes de la rama Metropolitana. Al año
siguiente de la creación de la Policía Federal, el Poder Ejecutivo, a través del decreto
33.265, aprobó el Estatuto de la nueva estructura, poniendo fin desde el 1 de enero de
1945 a la Policía de la Capital (Romay, 1978).
Desde la actualización de los edictos policiales del año 1932, el gobierno
policial del territorio funcionaba en un equilibrio tirante con los demás actores
competentes en la materia de regulación de la vida pública. Por un lado, se
evidenciaban áreas de superposición con las funciones regulatorias de la Municipalidad
de Buenos Aires, situación que se daba desde la creación misma de ésta última en 1865.
La facultad delegada por el Poder Ejecutivo a la institucional policial para producir una
legislación de hecho a través de los edictos, generaba críticas desde algunos sectores del
Poder Legislativo, que veían en esta delegación el reemplazo fáctico de sus funciones.
Asimismo, ciertos actores del Poder Judicial, en consonancia con los reclamos de
parlamentarios, entendían que los edictos facultaban a la Policía a cumplir funciones
sancionatorias, ya que las mismas normas brindaban a las autoridades policiales el
poder discrecional de hacer cumplir condenas sin medicación del sistema judicial.
En 1956, el Poder Ejecutivo Nacional revalidó la autonomía funcional que
otorgaban los edictos a la Policía, ratificando los edictos existentes a través del decreto
17.189, Reglamento de Procedimientos Contravencionales – R.R.P.F. 6.
9 En esa nueva estructura se creó la Sección Seguridad General, dentro de la cual se organizó la División Toxicomanía y Proxenetismo.
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La reacción del Poder Judicial no se hizo esperar. Ese mismo año, el Procurador
General de la Nación, Dr. Sebastián Soler, revocó la sentencia condenatoria de los
edictos sobre “Desórdenes” y “Escándalo”, que pesaba sobre Raúl Mouviel y otros. En
su opinión, las bases sobre las que se asentaron los fallos condenatorios resultaban
“violatorios de la garantía establecida en el art. 29 de la Constitución nacional y del
principio de la separación de poderes en que se funda el régimen republicano de
gobierno”10
.
Un año después, en el mes de mayo de 1957, la Corte Suprema de Justicia, al
analizar los considerando de Soler y los antecedentes del caso, señaló el carácter
sinuoso de esta delegación de gobierno en la institución policial. El Jefe de Policía
había impuesto a Mouviel y los demás detenidos una pena de treinta días de arresto sin
posibilidad de ser redimida por multa, resolución que fuera posteriormente confirmada
por el juez en lo penal correccional interviniente. En respuesta a esta ratificación, el
abogado defensor interpuso un recurso extraordinario ante la Corte, en el que sostenía
que “la concentración de las facultades judicial, ejecutiva y legislativa en materia de
faltas por parte del jefe de Policía, violaría el principio de la división de los poderes
establecido por la Constitución”. Los mismos miembros de la Corte Suprema
reconocieron entonces que en decisiones anteriores, y ante situaciones similares, habían
declarado la constitucionalidad de los edictos policiales entendiendo que los mismos no
vulneraban la garantía constitucional establecida por el art. 18. Sin embargo, en aquel
contexto político, los jueces de la Corte consideraron que el caso Mouviel constituía
10 Al respecto véase el Fallo Mouviel y otros. [En línea]. http://www.pensamientopenal.com.ar/fallos/14893-mouviel-facultades-legislativas-delegacion-inconstitucionalidad
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una oportunidad para modificar el cuadro de situación y hacer que el régimen de faltas
fuese elaborado por el Poder Legislativo.
Durante la presidencia de facto del General Aramburu se reemplazó la Ley
Orgánica de la Policía Federal11
, modificando el campo de acción institucional en
materia de edictos. A partir de entonces, las facultades policiales se limitarían a la
aplicación de los edictos y no a su formulación, eliminando así la capacidad
institucional de legislar en la materia. Lo que podría leerse como una retracción de las
capacidades de la policía en la gestión territorial implicó, por el contrario, la ratificación
de su facultad judicial, esto es, de su poder sancionatorio.
Esta situación tendrá un impacto significativo en el campo de abordaje policial
de las personas intoxicadas por sustancias psicoactivas. Desde la ratificación de los
edictos en 1956, sólo bastará la certificación del jefe de servicio y del oficial de guardia
para establecer que un sujeto está en estado de ebriedad o intoxicación. Ya no será
necesario el reconocimiento médico del “infractor” ni la intervención de autoridades
superiores. Tal como expresa Gentili (1995): “Así, el juez aquí son –en los hechos-
estos dos policías y no ya el Jefe de Policía” (28).
11
La Ley Orgánica original del año 1944, n° 32.265 fue reemplazada por la n° 333/58.
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