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Robert K. Merton ___________________________________ 1 __________________ A HOMBROS Di GIGANTES

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Robert K. Merton___________________________________ 1__________________

AHOMBROS

DiGIGANTES

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Robert K. Merton

A HOMBROS DE 6I6ANTESPOSTDATA SHANDIANA

Con un epílogo de Denis Donoghue y un prólogo del autor

Traducción de Enrique Murillo

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Título original inglés: On the Shoulders of Giants.Copyright © 1965 by Robert K. Merton.Copyright © 1965 by The Free Press, A Division of Macmillan Pu­blishing Co., Inc.

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las Leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informá­tico y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o présta­mo públicos.

Cubierta de Jordi Fornas.

Primera edición: enero de 1990.© de esta edición (incluidos la traducción y el diseño de la cubierta: Edicions 62 s/a., Provença 278, 08008-Barcelona.

Impreso en Limpergraf s/a., calle del Río 17, Nave 3, Ripollet. Depósito Legal: B. 38.977-1989.ISBN: 84-297-30214.

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Para los tres efabies Stephanie Robert C.

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Nota explicativa del traductor alemán de este libro, basada en un comentario que le fue solicitado al autor: «Tal como usted suponía, la dedicatoria está dirigida, en efecto, a mis tres hijos, dispuestos por orden de edad, y también, cosa que no era tan fácil de suponer, a sus quince gatos (y no, como infirió usted, comprensiblemente, a quince nietos míos). La alusión resulta muy fácil de captar para mis íntimos. De todos modos, los demás pueden encontrar una clave en la antinomia "los tres efables... y sus quince inefables", pues estos adjetivos em­parejados son, naturalmente, un eco del poema "The Naming of Cats”, de T. S. Eliot, incluido en su inolvidable Old Pos­sum’s Book of Practical Cats (Hartcourt, Brace & World, Inc., 1967, vigesimoprimera edición), que fue leído sucesiva y fre­cuentemente por cada uno de los tres efables. Otra clave la proporciona mi confesión, en la nota a la página 86, de que, al alcanzar la mediana edad, me convertí en un "inveterado ailu- rófilo”.»

Quiero ahora, de pasada, confesar que acuñé el tan necesa­rio término de ailurophile para designar, con un lenguaje mar­cadamente científico, lo que los profanos describen con la ex­presión compuesta «cat-lover» [amante de los gatos].1 Aunque no pretendo ni por un momento afirmar que el Oxford English Dictionary tiene prejuicios en contra de ese «conocido cua­drúpedo carnívoro (Felis Domesticus), domesticado desde la Antigüedad, que se utiliza para cazar ratones y como animal de compañía», debo informar que el Suplement de ese mismo diccionario correspondiente a 1972 incluye los vocablos ailu- rophobia (miedo enfermizo a los gatos) y ailurophobe (persona que padece esa enfermedad), pero no contiene ni una sola men­ción del término que con tanto cariño acuñé: ailurophile

1. Tal como ocurre en este caso, he añadido la traducción de cier­tos términos ingleses entre corchetes, cuando así me lo exigía el texto original y me he permitido algunos comentarios que asimismo se indi­carán entre corchetes. (N- del t,)

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(como tampoco de su obvio derivado, ailurophilia), ¿Es posi­ble que el poco menos que omnisciente director del Simple­ment, que me inspira la mayor de las consideraciones, no haya ojeado todavía A hombros de gigantes?

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Prólogo a la edición vicenal

La primera edición de este epistolario no lleva prólogo, y hay inmejorables razones para que así sea. Las cartas carecen por lo general de prólogo (aunque algunos colegas lejanos se quejan de que las mías, frecuentemente, lo lleven). No obstan­te, mi editor me informa de que la aparición de esta nueva edi­ción me impone claramente el deber de escribir un prólogo en donde he de contar algunas cosas acerca de lo que, ante mi sorpresa, se ha convertido en un libro triplemente editado. Acepto no tanto por convicción como por obediencia. Pero puedo, al menos, ser misericordiosamente breve.

El subtítulo aclaratorio es un indicador que señala hacia el antepasado que determinó este pródigo hijo de mi parto de ingenio, que ya se aproxima a la madurez, Al reconstruir en este momento sus orígenes, he recordado que adopté para es­cribirlo el Método Shandiano de composición, un método no lineal, que avanza retrocediendo, y al mismo tiempo se me ha ocurrido que esta forma abierta se asemeja al curso seguido por la historia en general, por la historia de las ideas en par­ticular y, en cierto sentido, también por la investigación cien­tífica. Para alguien que es, como me ocurre a mí, un adicto de toda la vida de The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman, esta compleja hipótesis tenía por fuerza que traer­le a la memoria la exposición gráfica, incluida en el Capítu­lo XL del Libro vi, de las trayectorias excéntricas que seguían los cuatro primeros, e innovadores, libros de la obra, cuyo cur­so es exactamente éste:

El lector diligente del presente libro puede, retrospectiva­mente, hacer un intento de trazar el mapa de su divagante cur-

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so por el mismo procedimiento; yo no me atrevo a hacerlo. Pero puedo dar testimonio de que, en cuanto tomé la decisión de seguir el complicado curso del aforismo comúnmente atri­buido a Newton —«si he llegado a ver más lejos, fue encara­mándome a hombros de gigantes»—, la pauta temporal quedó establecida con absoluta claridad: tanto la historia del aforis­mo como mi historia de esa historia tendrían que avanzar y retroceder en el tiempo social, del mismo modo que iban a en­trelazarse el tiempo particular del autor y el del lector. Tal como observó correctamente el penetrante historiógrafo Sieg­fried Kracauer,1 A hombros de gigantes (por abreviar, OTSOG [del título en inglés: On the Shoulders of Giants']), en su ras­treo de los constantes altibajos de la historia del aforismo, se fija tanto en las discontinuidades como en las continuidades. Haciéndolo así, nos permite comprender que la historia es con­tingente. Y es por eso que la historia de OTSOG nos propor­ciona indicaciones no sólo de lo que sí ocurrió, sino también de lo que no llegó a ocurrir a lo largo de su fiel relato. Sin em­bargo, tengo que añadir, con la mayor sinceridad del mundo, que muchos eruditos, porque son incapaces de comprender que la interpretación histórica tiene que asumir por fuerza esta clase de experimentación intelectual, estigmatizarán la concepción otsogiana con el calificativo de simple inmodera­ción antiobjetiva.

Permítaseme también que confiese que esta historiografía otsogiana no fue exclusivamente producto de la planificación. Sólo cuando la investigación de los viajes y aventuras del afo­rismo newtoniano se hallaba bastante avanzada descubrí que estaba pensando y escribiendo con el estado de ánimo carac­terístico de Shandy, y que este estado estaba siendo constan­temente reforzado por todo aquello que, de forma tan casual como afortunada, iba encontrándome por el camino. Solamen­te en el tardío instante en que hice este descubrimiento, y a fin de darme a mí mismo una lección, recordé el fragmento canónico del Estilo Shandiano;

«Que de todas las diversas formas de comenzar un libro que se practican actualmente a lo largo y ancho del mundo

1. Insinuado en su publicación postuma History: The Last Things' Before the Last (Nueva York: Oxford University Press, 1969), pp. 189- 190, y dicho más directamente en una carta fechada el 16 de marzo de 1966, cuyo recuerdo permanece muy vivo en la: memoria de su receptor,

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conocido, estoy seguro de que mi propia forma de hacerlo es la mejor. Y sé que es también la más religiosa, pues empiezo escribiendo la primera frase, para después confiar en que Dios Todopoderoso me ayude a escribir la segunda» (Libro vm, Ca­pítulo i i ).

Se había producido un caso evidente de criptomnesia pues, durante un breve momento de epifanía joyceana, creí de he­cho que yo había sido el descubridor —aunque no, desde lue­go, el inventor— de este método. Fue un notable alivio que de esa manera pudiese volver a recobrar el juicio.

Esta sincopada sinopsis del Método Shandiano, un método que no es un método, ha tenido naturalmente reverberaciones posteriores a su primera formulación, especialmente en nues­tra época. Pongo como ejemplos solamente a Forster, Gide y Claudel, que limitan sus reflexiones acerca del «proceso crea­dor» a su funcionamiento en el campo de las artes. Así, me parece evidente que Forster estaba poniendo en práctica el Mé­todo Shandiano, en forma de parábola, cuando se refirió a «esa anciana dama de la anécdota» que exclamó: «¿cómo puedo decir lo que estoy pensando antes de ver lo que digo?».

Ésta es, por supuesto, una muestra de la doctrina shan- diana en su más alto grado de pureza, y perteneciente al mis­mo tipo que el adoptado a todo lo largo de este librito. Pero no hay por qué limitar su trascendencia a las artes. Tal como afirmé firmemente hace casi veinte años —siendo sin duda be­neficiario de una miscelánea de intuiciones shandianas—, la labor de las ciencias avanza en general siguiendo una pauta inexorablemente lineal. Como tiene relación con gran parte de lo que sigue en este libro, proporcionaré a continuación un fragmento tomado de Social Theory and Social Structure (1968), pues, en lugar del siempre arriesgado rodeo de la pa­ráfrasis, prefiero dar una cita selecta y comprimida; en esa obra me refería a

«esa tremenda diferencia que media entre las versiones aca­badas de la obra científica, tal como aparecen una vez impre­sas, y el verdadero curso de la investigación seguido por el in­vestigador. La diferencia se parece un poco a la que media en­tre los libros de texto que tratan de los «métodos científicos», y los verdaderos modos de pensar, sentir y realizar su trabajo utilizados por los científicos. Los libros que hablan de méto­dos presentan patrones ideales: cómo deberían pensar, sentir

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y actuar los científicos; pero estas pulcras pautas normativas, como bien sabe todo el que ha emprendido esta clase de in­vestigaciones, no reproducen las adaptaciones, típicamente chapuceras e igualmente oportunistas, llevadas a cabo por los científicos en el curso de sus investigaciones. Es típico que los artículos o monografías científicos presenten un aspecto in­maculado que reproduce sólo en escasa o incluso nula medida los saltos intuitivos, los arranques en falso, los errores, los ca­bos sueltos y los felices accidentes que salpicaron la investiga­ción de cabo a rabo» (p. 4).2

Para que este prólogo proporcione un contexto personal, inaccesible por otros procedimientos, a las páginas que siguen, no puedo abandonar aquí esta cuestión. Pues sólo ahora, tras muchos años de discontinuidad, comprendo que lo esencial de esta idea ya aparecía en mi disertación doctoral de hace casi medio siglo, formulada con estas palabras :

«... las teorías y leyes científicas son presentadas de forma ri­gurosamente lógica y "científica" (de acuerdo con las reglas demostrativas de cada época) y no en el orden en el cual se llegó a concebir la teoría o la ley. Esto equivale a decir que, mucho después de que la teoría haya sido calificada de acep­table por el científico de acuerdo con su experiencia privada, ese científico se ve obligado a crear una prueba o demostra­ción de acuerdo con el canon aprobado de verificación cientí­fica vigente en la cultura en la que trabaja. Tal como ha seña­lado Poincaré, los más importantes descubrimientos científicos fueron adivinados antes de haber sido demostrados. Pero la intuición, aunque sea un poderoso instrumento de invención, no es jamás base suficiente para que una doctrina quede in­corporada a la ciencia. La demostración sigue siendo necesa­ria» (pp. 220-221 ).3

2. Como no estaba a mi alcance el Tercer Programa de la BBC, y como no soy suscriptor de su revista «The Listener», yo ignoraba que, al­rededor de cinco años antes, mi posteriormente buen amigo Peter Me- dawar había hecho unas observaciones muy parecidas en su charla ra­diofónica «Is the scientific paper a fraud?» (publicada luego en «The Listener» del 12 de septiembre de 1963). Pero, claro está, tal como atesti­guan ampliamente las páginas de este libro, el «plagio anticipado» es un fenómeno corrientísimo en la historia de la ciencia y del saber.

3. Esa disertación de 1938, Science, Technology and. Society in Sé- venteenth-Century England, ha sido reeditada de vez en cuando; la más

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Dicho en otras y más compactas palabras, el truco más di­fícil del arte y la artesanía científicos consiste en ejercer la disciplina sin dejar por ello de obedecer al propio daimón; y éste es un tema subyacente de este libro que será fácilmente identificado por el lector atento. Hay otros temas mayores y menores, más accesibles incluso, que no requieren aquí una mención explícita. Debería subrayar, no obstante, que este li­bro proporciona una verdadera nosografía y materia médica de ciertas afecciones claramente identificadas, y cuya presen­cia entre eruditos y científicos es endémica: adivinacionismo denigratorio (o la costumbre de encontrar en épocas remotas presuntas anticipaciones de ideas o hallazgos recién descubier­tos en el presente); el correlativo síndrome anatópico o pa­limpséstico (encubrir las versiones más antiguas de una idea por el método consistente en adjudicárselas a un autor rela­tivamente reciente en cuya obra se encontró esa idea por vez primera); la criptomnesia honesta («recuerdo sumergido o su­bliminal de acontecimientos olvidados por el yo supraliminal», como cuando se olvida la fuente de una idea que uno toma por nueva y propia); el idiolectismo [grimgribber] 4 oscurantista (el arte de la invención de jergas especializadas); insanabile scribendi cacoethes (la tormentosa comezón de publicar, afec­ción que sólo se remedia garabateando palabras en una hoja de papel); el humillado complejo de Parvus, o enanismo (dis­minuir los méritos eruditos de la propia obra contrastándola ambiciosamente con la enorme obra realizada por los gigantes de la ciencia y del saber); la peregrinosis provinciana (temor subliminal a la erudición extranjera); y, por no extender más esta lista preliminar, el tu quoque (tú también) defensivo, identificado por primera vez en el siglo xvn, que aquí se rela­ciona específicamente con la costumbre de hacer frente a una acusación de plagio replicando que también el acusador ha co­metido plagios. Desde la primera hasta la última página, el médico del alma confía en que, diagnosticando de este modo la afección, se da un primer paso hacia la profilaxis o cura­ción.

reciente reedición en tapa dura fue la de Howard Fertig, Inc., y en libro de bolsillo la de Humanities Press.

4. A veces, como aquí, he creído conveniente dar entre corchetes el término usado en el original inglés, por ejemplo en ocasiones como ésta, en donde se trata de un término técnico, o jocosamente técnico. (N. del t.)

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Diagnosticada desde hace mucho tiempo por ese maestro de observadores del siglo xvm que fue Richard Steele, gracias a «Lecturas excesivas y escasa Comprensión», la enfermedad endémica de los eruditos que se conoce con el nombre de pe­dantería no requiere diagnósticos adicionales, pues su transpa­rente y árida arrogancia carente de fundamento, se satiriza, castiga y, en último término, ennoblece a sí misma al rendir tácito tributo a esa otra erudición, la auténtica, en la que a la pasión del aficionado por el saber se añade el compromiso del profesional con una disciplina rigurosa y fundamentada.

Hablar aquí de otros temas del libro sería una usurpación y casi un acto subversivo. Pero es aconsejable añadir una pa­labra más sobre su tono. Sin leer excesivamente entre líneas este libro, cosa que supondría cargarlo con un exceso de inter­pretación, quiero referirme una vez más al modo shandiano que lo anima, y propongo aquí que se le otorgue el lugar que le corresponde desde el punto de vista sintáctico, a la misma altura que los modos indicativo, subjuntivo e imperativo. (A los cuales, por supuesto, hay que añadir también el «modo por-supuesto», tai como descubrirá muy pronto el lector aten­to.)

Es evidente que el Modo Shandiano exige la adopción de una perspectiva cómica para contemplar los asuntos serios. De acuerdo con este modo, y a pesar de las apariencias, lo verda­deramente cómico está muy alejado de lo simplemente frívolo. Trasciende de largo el simple chiste. Ésta es, naturalmente, una pretensión que dista mucho de ser radical. Es bien sabido que ha habido numerosos escritores —en el amplio campo que va desde, por ejemplo, Aristóteles, hasta, por ejemplo, Eider, Olson— que ya han percibido todo esto antes que yo. Auden exageró la nota, sin duda, en su obiter dictum: «sólo se puede ser serio con la comedia». Pero tiene toda la razón cuando suma su voz a la de Cassirer y otros, y reconoce el carácter liberador de lo cómico. Acerca de este tema y sus diversas va­riaciones, quiero elegir una luminosa frase del memorable Es­say on Man (1953) de Ernst Cassirer, para librar así al lector de similares observaciones hechas por otros autores. En una obra cómica, escribe Cassirer, «las cosas y los acontecimientos empiezan a perder su peso material; la burla se disuelve en la risa, y la risa es liberación». Cassirer dice aquí, sin duda, una verdad, ¿De qué sirve, si no, el Tristram Shandy? Pero para reconocerle todas sus virtudes al sentido de lo cómico hay que añadir a esa verdad estética y psicológica otra verdad,

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sociológica, según la cual los libros cómicos se enfrentan, con tolerada irreverencia, a la ironía inherente a las formas social- mente establecidas del pensar, sentir y actuar. Y esto, a su vez, nos recuerda que no es en absoluto cierto que todo lo que es está bien, o, si vamos a eso, que está mal. Lo que importa, en todo caso, es que todo lo que es, es posible.

Por motivos que se irán haciendo gradualmente más evi­dentes, este libro carece de un índice de contenidos. Pero, ha­cia el final, propone un glosario Otsogal, y, en su final mismo, un «Nomenclátor o A modo de índice», primero de «Personas y Personajes» y luego de «Lugares, Cosas y No-cosas».

Finalmente, quisiera reconocer aquí la deuda que he con­traído con William Jovanovich por haber creado, a Peter Jova- novich por haber dirigido, a Jacqueline Decter por haber orga­nizado, y a Denis Donoghue por haber escrito su conclusión a esta edición que señala la llegada de OTSOG a la madurez.

R.K.M.Primero de año de 1985

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Prefacio

Es un placer escribir un prefacio para esta brillante, enlo­quecida y desenfrenada Postdata Shandiana, una postdata de doscientas setenta y siete páginas [en la edición inglesa], con un número de notas a pie de página muchísimo mayor que el que jamás haya podido tener ninguna carta dirigida a un amigo.

Este libro es puro juego, retozo, brinco, baile, una excur­sión increíblemente alocada hacia el mundo de la erudición, con ininterrumpidos rodeos, idas y venidas que, sin embargo, se jacta de tener una trama con un comienzo y un desenlace (aunque no se puede garantizar el nudo). Leyéndolo, me he reído de cabo a rabo, y a menudo lo hacía a carcajadas. He aquí a un catedrático universitario de sociología que se ríe de los catedráticos universitarios, que se ríe de sí mismo y de sus hermanos de forma indirecta y que, sin embargo, acaba ganán­dose nuestro más profundo respeto por su erudición. De he­cho, se ganó el mío desde la página 27, cuando suelta como si tal cosa su primera y sencilla referencia a Didacus Stella (en Luc. 10, tom. 2).

El libro se presenta como una carta a un colega, dedicada a rastrear el origen de la famosa frase atribuida a Sir Isaac Newton: «Si he llegado a ver más lejos, fue encaramándome a hombros de gigantes.» De hecho, todo empezó como una car­ta dirigida por el doctor Merton a un amigo. Yo lo vi por vez primera en esa forma, y no era un texto escrito pensando en su edición. Pero, ¿cómo puede haber alguien que cuente con el tiempo necesario para escribir una carta así, el tiempo ne­cesario para leer todos esos libros y luego reírse de ellos, el tiempo necesario para coleccionar semejante vocabulario? Yo creía que Sir Francis Bacon poseía el más extraño repertorio de palabras jamás impreso. Pero ni siquiera Bacon habló de la criptomnesia ni del minimifidianism [neologismo traducible como miniminicionismo]. Si éste es un buen ejemplo de las cartas que el doctor Merton les escribe a sus colegas, quisiera preguntar con toda humildad, ¿y sus alumnos, y los estudian­tes de Columbia que se matriculan en sociología como asig­

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natura principal de su carrera? ¿Dónde encajan ellos, y a qué otras cosas dedica su vida el doctor Merton?

Hace falta algún tiempo para averiguar por qué camino nos lleva este libro, para descubrir qué diablos está haciendo el doctor Merton, a dónde se dirige y por qué. Pero en cuanto lo averiguamos, abandonar la lectura es imposible; aunque a ve­ces nos entren ganas de hacerlo. Todas estas digresiones, no­tas al margen, preámbulos y excursiones provocan hipos, his­teria y aumento de la tensión arterial. No obstante, el lector sigue leyendo. Deslumbrado, avanzando a tientas, se aferra con desesperación al hilo que el doctor Merton ha dejado caer.Y le sigue hasta el final.

No me han presentado al doctor Merton, ni tampoco le he visto nunca. ¿Qué clase de persona es un hombre que, como él, se sumerge bajo las piedras como un pececillo de agua dul­ce en pos de su presa, y vuelve a salir lanzando un surtidor como toda una ballena erudita? ¿Cómo se comporta en casa, con su familia, qué actitud adopta? ¿Cómo trata a su hija Va­nessa, de la que no nos dice otra cosa que su hechizador nom­bre (y, como diría el propio Merton, todo el mundo sabe de dónde viene ese nombre)? Oh, sí, nos cuenta que Vanessa no es de las personas que usan la expresión «again and again» [una y otra vez, a menudo], sino que dice again and again and again and again and again [una y otra y otra y otra y otra y otra vez], ¿Son todos los Merton tan deliciosamente prolijos? ¿Hablan todos tan aprisa como escribe Merton père, galopan­do, gritando, susurrando, tropezando, enderezándose, perdien­do el aliento pero siempre con alegría y seguridad?

Este libro proporciona diversión, pero también sabiduría. «Sigue tus propias inclinaciones hacia donde te lleven —escri­be Merton—, pues es el mejor modo de escribir una historia.» De ahí pasa a lo que él llama lo esencial del Método Shandia­no. «Al hacer esta contundente declaración —dice Merton (no importa sobre qué cosa la haga)—, al hacer esta contundente declaración, en modo alguno debilitada por ningún tipo de re­serva (la cursiva es mía) me expongo a ser acusado de com­portamiento antierudito.» El comportamiento antierudito del doctor Merton es maravilloso; es una ráfaga de aire fresco en un lugar en el que hace falta el aire fresco. «Ojalá ■—laménta­la verdadera erudición no fuese lo que es, una serie de mo­mentos anticulminantes.»

Cuando más queremos al doctor Merton es, quizá, cuando se disculpa por el hecho de que cierto abstruso libro de refe*

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rencia no se encuentre en su biblioteca (cosa que ocurre casi cada tres páginas). Por ejemplo, el número de octubre de 1838 de The Edinburgh Review, o la copia de un fragmento con la referencia «en Cod. Corpus Christi Oxon. 283 fol. 147ra».

He aquí, en cualquier caso, una muestra de auténtica eru­dición que no es una serie de momentos anticulminantes. ¡Le deseo nuevos éxitos, doctor Merton, en todas sus investigacio­nes e invenciones!

Cath e r ine Dr inker B owen

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A HOMBROS DE GIGANTES

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8 Nov.

Robert K. Merton Dept, de Sociología Universidad de Columbia

Querido Bob:

Muchísimas gracias por haberme enviado una copia de tu conferencia presidencial...

... El artículo despierta toda clase de ecos, como puedes ver; muchas gracias. Por cierto, no he leído el artículo de Koyré que citas en la nota 34; quizá repasa la historia del epi­grama que mencionas con ref. a Newton; pero la frase parece tener una antigüedad bastante notable. Yo me la he encon­trado dos veces, en Gilson y Lavisse, como comentario hecho por Bernard de Chartres a comienzos del siglo x i i . Pero es probable que Tales dijera lo mismo, y que sólo recordara va­gamente de dónde lo había sacado...

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30 DiciembreDoctor Bernard Bailyn Facultad de Historia Universidad de Harvard

Querido Bud:

Aquí me tienes, preparando una serie de conferencias sobre sociología de la ciencia que estoy destinado a dictar la próxima primavera. En ellas ampliaré algunas de las observaciones que hacía en mi artículo sobre el tema de las prioridades. Y como en este momento me encuentro precisamente tratando de de­cidir si elaboro mucho, un poco, o absolutamente nada el asun­to del aforismo del enano-sobre-los-hombros-de-gigantes, me he puesto a pensar, naturalmente, en tu pregunta acerca de su historia.

Estos son los datos que tengo a mano. Hasta donde puedo decir, basándome en pruebas impresas, todo empezó para mí en 1942, en forma de tardía novedad, al publicar un artículo titulado A note on science and democracy (cuya nota, como esi típico, se extendía a lo largo de once laberínticas páginas de texto impreso). En ese artículo me refiero a «la frase de New­ton: "Si he llegado a ver más lejos, fue encaramándome a hombros de gigantes”», y, en la inevitable nota a pie de página, añado: «resulta bastante interesante que el aforismo de New­ton sea una tópica frase que ha sido repetidamente expresada desde el siglo xn por lo menos». En apoyo de tal afirmación cito, de manera bastante críptica, « Isis, 1935, 24, 107-9; Î938, 25, 451-2». Todo esto lo reiteré cuando se reimprimió el artícu­lo en «Social Theory and Social Structure».

Al igual que otros muchos antes de mí, me abalancé sobre el aforismo en cuanto lo encontré por vez primera: dice mu­chas cosas con pocas palabras, y las dice de forma no sólo pintoresca, sino también gráfica. Entre 1942, cuando escribí la nota, y 1949, cuando hice la reimpresión de esa referencia sin añadir más comentarios, había estado coleccionando afanosa­mente, como la ardilla de tu jardín pero sin su presumible co­

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nocimiento de que sabe por qué hace lo que hace, hasta las más mínimas alusiones al epigrama, y almacenándolas previ­soramente. Al igual que ese peludo roedor, no siempre conse­guía acordarme de dónde había escondido las cosas.

La historia, o al menos aquellos fragmentos que soy capaz de recordar esta mañana, fue más o menos así.

ΠI

Todo el mundo sabe, por supuesto, que el aforismo se re­monta a Didacus Stella1 (en Luc. 10, tom. 2) y que su origen puede estar incluso allí, ¿quién puede adivinarlo? Todo el mun­do lo sabe porque Robert Burton, ese ardillesco coleccionista de innumerables cosas que valía la pena saber, dice que así es.2 Ni siquiera se limita a eso. Burton llega incluso a dar una cita intacta: « Pigmei Gigantum humeris impositi pîusquam ipsi Gigantes vident.» Esta forma es algo diferente de la que

1. Por motivos que el lector verá más adelante, no castellanizo este nombre, a diferencia de lo que hago con los demás, siguiendo la tradi­ción española en esta materia. (N. del t.)

2, Pero, ¿quién o qué es «Didacus Stella en Luc. 10, tom. 2»?, po- podríamos preguntarnos. Burton escribe en su texto, página 8 de su libro, que él, Burton, puede «decir con Didacus Stella», y luego le pone a su cita esta nota a pie de página: «en Luc. 10, tom. 2». Ese indiscuti­blemente gran historiador del Renacimiento Científico que es Alexan­der Koyré, informa fielmente que Burton utiliza la frase «como una cita de Didacus Stella, en Luc. 10, tom. 2», y nos apremia a «Cf. [L. T.] M ore, Isaac Newton, 177, nota 28». L. T. More (tal como Koyré nos dice) se refiere, en efecto, a Burton, el cual «cita Didacus Stella, en Luc. 10, tomo 2», como base sobre la cual deduce que «esta famosa fra­se» se remonta a una época muy anterior a la de Newton. Pero a me* dida que pasamos de los textos de los eruditos a los de los compila­dores, y abrimos las páginas de una de la más duraderamente popula­res compilaciones de frases célebres que hayan sido creadas en la his­toria —por este rodeo habrás averiguado ya que estoy refiriéndome al Familiar Quotations de Bartlett—, comprobamos que la «fuente» de este último aparece toda ella en cursiva, así: «Didacus Stella en Lu­can 10, Tom. I I . » ¿Quién es, pues, Didacus Stella, o qué es Didacus Stella en Lucan 10 Tom. I I ? Puedo identificar vagamente a este «Líí- can» o Lucano: fue uno de los miembros de esa multitud de autores latinos que tanto admiraban los hombres de la Edad Media; un autor de la misma categoría que, por ejemplo, Estacio o Frontino. Pero, ¿se refiere Burton a él, o existe un tipo más extraordinario incluso, ese tal Didacus Stella?

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aparece en las Familiar Quotations de Bartlett (o, al menos, tal como aparece en mi ejemplar de la impresión hecha en 1939 de la edición undécima, o sea la de 1937). Ellos —a saber, o bien el propio Barlett (cosa que se podría comprobar fácil­mente) o quizá sus coeditores postumos, el enérgico Christo­pher Morley y la infatigable Louella Everett—, ellos hacen que Burton omita el par de Ges mayúsculas de Gigantum y Gigan­tes, aunque permiten que la P mayúscula de Pigmei resulte ilesa, posiblemente porque tenía ïa buena suerte de aparecer al comienzo de la frase. Dos o tres compiladores que he con­sultado hacen lo mismo que hizo el propio Burton; traducen el latín al inglés. El compacto latín queda transformado hasta adquirir esta forma bastante literal: «Unos pigmeos instala­dos a hombros de gigantes ven más que los propios gigantes.» El dicho parece perder parte de su fuerza con esta transición. En efecto, parece negar la verdad de lo que Burton tuvo el in­genio de insinuar como adición al aforismo, una adición no epigramática pero informada, no obstante de ingenio y capa­cidad de comprensión. Burton cita la frase en inglés y luego dice, reflexivamente: «Es probable que yo añada algo, altere y vea más lejos que mis predecesores.» Burton era capaz de todo esto, pero no lo fueron, en cambio, los compiladores de las Quotations de Bartlett. Pues, en su traducción del mot al inglés, no vieron, evidentemente, más lejos que su predecesor Burton cuando alteraron su versión inglesa de la frase del elu­sivo Didacus Stella. En esta versión, como podrás comprobar* la fuerza del supuesto original en latín se amengua muy poco, casi nada:

«Un enano encaramado a hombros de un gigante puede ver más lejos que el propio gigante.»

Así, en la forma en que todo esto nos llega a nosotros, ciu­dadanos del siglo XX, a través del ubicuo Bartlett, tanto la cualidad epigramática del original como la instructiva adición de Burton, se han perdido. Lo cual es una pena porque, con su adición, Burton hizo una cosa que no está al alcance de todos: añadir a una honesta humildad un sincero reconoci­miento de los propios méritos. Es más, con su eliminación, los compiladores de Bartlett han privado a Burton de su notable­mente solvente y envidiablemente sucinta teoría acerca de cómo crece el saber.

No habría que hacerle cosas así a un escritor como Burton.

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Fue, ciertamente, autor de un solo libro, pero se trata de un libro grandioso, tumultuoso y simpático (con citas tan diver­sas y apropiadas que llegan a convertirse en productos origi­nales de quien las había tomado en préstamo): The Anatomy of Melancholy, What I t is, with AU the Kinds, Causes, Symp­toms, Prognostics and Several Cures of It [todo ello] in Three Partitions, with their several Sections, Members and Subsec­tions, Philosophically, Medically, Historically Opened and Cut Up, el cual, como bien recuerdas, es atribuido pseudonímica- mente, en la página del titulo, a «Democritus Junior», nombre rectificado y expansionado, de forma muy apropiada al caso, como «Democritus Minor» en ediciones posteriores. (Esto por lo que se refiere a cómo aparece en la impresión hecha en 1867 de la edición de 1651/2; de momento, pero sólo de mo­mento, no me hago responsable del aspecto que puedan tener las cosas en otras ediciones o impresiones.)

Bien, me parece perfecto que Koyré y More, que Bartlett- Morley-y-Everett, citen a Burton como el escritor que cita a Didacus Stella como fuente del aforismo cuyo origen estamos buscando. Pero creo que los eruditos, ya que no los compila­dores modernos, deberían habernos facilitado el contexto en el que Burton pone este aforismo. Acerca de este particular permanecen todos extrañamente silenciosos. Y sin embargo, como ocurre casi siempre, es el contexto el que proporciona gran parte del significado del texto. Tengo que decirte, pues, que Burton introduce el aforismo en un momento muy tem­prano del libro; en cierto sentido, antes de que empiece el libro en sí. Aparece en la página 8 de una introducción de 74 páginas, cuyo título es «Democritus Junior al Lector», una in­troducción que pretende informar al lector sobre la filosofía y la táctica empleada en el libro y, sobre todo, que pretende prevenir, de la forma más cauta y profiláctica, la presumible acusación de que él, el autor, haya inadvertidamente podido o bien tomar excesivos préstamos (y no siempre con el debido reconocimiento) de los escritos anteriores de otros autores, o bien, peor incluso, que haya cultivado ese procedimiento que, si no recuerdo mal. George Sarton describió una vez con la expresión «escribir en plan negro, para que firme otro, pero al revés» (aunque Burton me informa de que Aulo Gelio ya lo había descrito dieciocho siglos antes, con estas palabras:

«escritores e impostores más tardíos... pergeñan multitud de absurdas e insolentes ficciones, amparándose tras el nombre

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de un filósofo tan noble como Democrito, a fin de darse cré­dito a sí mismos, y ser por ese medio más respetados»;

procedimiento acerca del cual el Democritus pseudónimo se apresura a decir que «Yo no practico»).

Esto por lo que se refiere al contexto general del Aforismo, que forma parte de la apología de Burton para su libro. Pero el contexto más inmediato resulta más revelador incluso: Bur­ton está metido en el empeño de defender su decisión de utili­zar sin restricciones el saber del pasado, y explica que «no tengo que decir en mi defensa más que estas palabras de Ma­crobio, Omne meum, nihil meum, todo es mío, nada es mío». Siguiendo en su actitud defensiva, el cosechador Burton ex­plica a continuación que

«he coleccionado laboriosamente este Centón a partir de la obra de diversos escritores, y sine injuria, no he agraviado a ningún autor, sino que le he dado a cada uno lo suyo; lo cual tanto elogia Hierón de Nepote; no sólo no robó versos, pági­nas, tratados enteros, como hacen algunos en nuestros días, ocultando los nombres de sus autores, sino que dijo que esto era de Cipriano, esto de Lactancio, esto de Hilario, y que eso dijo Minucio Felix, y eso Victorino, y que hasta aquí llegó Ar­nobio: Yo cito y menciono a mis autores (que, por mucho que algunos escritorzuelos analfabetos tilden de pedantes, a fin de protegerse de su propia ignorancia, y opongan a su propio es­tilo tan afectadamente bueno, pienso utilizar aquí y utilizaré) sumpsi, non surripui...».

y consigue con este último latinajo una bella frase que niega su propia sustancia ya que se trata, por supuesto, de una simple repetición en forma compacta de la opinión que Cice­rón tenía del plagio.

En su prolongada defensa frente a la acusación de que, en el mejor de los casos, no es más que un cosechador de los fru­tos de la sabiduría de otros, y, en el peor, un ladrón que se apropia furtivamente de las perlas del ingenio de los demás, Burton se aproxima cautelosamente a ese pasaje, el de Dida­cus Stella, que tanto absorbe tu interés y el mío.

«... Es cierto que me dedico a concoquere quod hausi, dis­pongo de lo que conquisto. Les hago pagar tributo, en la con­fección de éste mi Maceronicon [deduzco que esto último es un neologismo derivado del nombre del conocido amigo de

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Virgilio y Ovidio, Emilio Macer], pero el método es mío y sólo mío, apropiándome aquí de lo dicho por Wecker e Ter. nihil dictum quod non dictum prius, methodus sola artificem os- tendit, nada podemos decir que no haya sido dicho ya, mas la composición y el método sólo son nuestros, y ahí es donde se ve al auténtico sabio. [Y ahora plantea el tema del método cuya legitimación procede de la existencia de amplios prece­dentes.] Oribasio, Esio, Avicena lo sacan todo de Galeno, pero usan su propio método, diverso stilo, non diversa fide. Nues­tros poetas roban a Homero; lo que éste vomita, dice Eliano, se lo comen los demás a lametazos. Los teólogos siguen em­pleando verbatim las palabras de Agustín, y nuestros acicala­dores de relatos hacen lo mismo; el que llega el último es ge­neralmente el mejor... [Y sólo ahora se siente dispuesto Bur­ton a introducir el Aforismo, cuidadosamente citado.] Aunque hubo en la Antigüedad muchos gigantes de la Física y la Filo­sofía, afirmo con Didacus Stella...»

Dirás, sin duda, que estoy siendo muy duro con Bartlett por no haber informado acerca de este contexto de autojusti- ficación en el que aparece el Aforismo. Dirás que, al fin y al cabo, Bartlett proporciona algunos retazos del pasaje que aca­bo de citarte entero. Pero tu defensa no hace más que agravar la ofensa. Porque en ningún lugar llega Bartlett a insinuar si­quiera la pregunta —ni mucho menos a dar la respuesta— de cómo fue que Burton sacó a colación al misterioso Didacus Stella en Luc. 10, tom. 2 y el Aforismo. Pues toma buena nota de este dato, y medita sobre su significado : ¡en la primera edi­ción de la Anatomy, no se dice ni una palabra sobre Didacus Stella ni sobre el Aforismo! En cambio, en la segunda edición, que apareció tres años después, en 1624, ya sale todo. Estoy seguro de que la importancia de este detalle universalmente menospreciado no dejará de llamar tu atención, como tam­poco deja de llamar la mía. Burton estaba utilizando a Dida­cus Stella como experto imparcial en calidad de testigo de que él, Burton, no era un plagiario ni tampoco un simple compi­lador; de que, en lugar de eso, se había encaramado a hom­bros de sus predecesores para ver mucho más lejos que ellos, y que ésta era una costumbre consagrada desde hacía tiempo por el Aforismo.

Como bien sabemos, la Anatomy fue religiosamente leída por sucesivas generaciones de lectores ilustrados, desde su misma aparición en 1621 (y no como el Dr. John Ferriar —ese

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comentarista al que ahora recordamos sobre todo por su me­morable error—, no como el Dr. Ferriar dice erróneamente, en 1617). Luego fue reimpresa una y otra vez (o, como diría Va­nessa, mi hija de diez años, y como, efectivamente, ha dicho), una y otra y otra y otra y otra y otra y otra vez, en 1624, 1628, 1632, 1638, 1651/2, 1660 y 1676.

En su libro, Burton-Democritus estableció una cabeza de puente que permitió que el antiguo Aforismo entrase en el si­glo XVII. Desde entonces pudo ser sacado a relucir por toda clase de personas, tanto aquellas que estaban dotadas de un cerebro auténticamente grandioso y que tenían derecho a este tipo de combinación de humildad-y-confianza-en-sí-mismos, como aquéllas otras provistas de cerebros que en los mejores casos sólo merecerían ser calificados de medianos, para las que tal derecho es cuando menos discutible. A la manera de Bur­ton, la Anatomy of Melancholy mira en dos direcciones: hacia los antiguos, en busca de saberes que valga la pena transmitir a los contemporáneos, y hacia los modernos que, sacando par­tido de esos saberes, pueden disponerse a ampliarlos y ahon­darlos.

G IIEntre los gigantes del siglo xvii que dijeron modestamente

de sí mismos que estaban encaramados a hombros de los gi­gantes del pasado, el más grande de todos fue, por supuesto, Newton. Y lo hizo personalizando un poquitín el viejo dicho, dejando abierta la cuestión de si no era más que un enano que había sido elevado hasta un lugar eminente desde el que podía ver más lejos que otros, y dejando también como asunto pro­blemático el de si había visto más lejos. Éstos son los sutiles cambios que se producen cuando se le da a la frase la siguien­te forma:

«Si he llegado a ver más lejos, fue encaramándome a hom­bros de Gigantes.»

Antes de comenzar la exploración del contexto histórico de la personalísima versión que da Newton del Aforismo, debe­ríamos hacer una pausa para examinar algunos aspectos oscu­

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ros de la primera parte de su vida a fin de comprender mejor cómo fue que acabó modificando el Aforismo de esta manera.

Todos los grandes hombres se convierten inevitablemente en elogiados protagonistas de complicadas hagiologías, y es ló­gico que así sea. Ahora bien, como Eclesiástico, también yo opino que deberíamos estar siempre prestos a alabar a los hombres famosos. Pero sólo estoy dispuesto a llegar hasta ahí. Permíteme, pues, que me cargue de un plumazo la historia del nacimiento de Newton tal como la cuenta Edward J. Wood (en su tratado de apropiadísimo título, Gigantes y enanos, un libro que, si bien fue publicado en la relativamente reciente fecha de 1868, permanece, pese a su título, extrañamente silencioso con respecto a nues,tro Aforismo). En la página 285 te encon­trarás con que Wood nos cuenta con el mayor aplomo que «Sir Isaac Newton, nacido en 1642, fue, según se dice, hijo postu­mo, ya que su padre murió a la edad de noventa y seis años». No sé qué hacer con esto. Tal como le corresponde a todo científico auténtico, trato de no tener prejuicios respecto a co­sas que pueden parecer milagrosas, pues sé que incluso la pro­babilidad más remota tiene una posibilidad finita de conver­tirse en realidad. Sin embargo, como veremos a su debido tiempo, ni siquiera Jonathan Swift,1 en su profundo análisis de la gerontología, llegó a atribuir semejante poder generativo a personas tan próximas a cumplir los cien años; yo, por mi par­te, opino de la misma forma que él.

Hay una historia muy diferente relativa al nacimiento de Newton (registrada por su devoto biógrafo, Brewster)2 que no solamente parece auténtica y verosímil, sino que disfruta del mérito adicional de forjar un estrecho vínculo simbólico entre el Aforismo y aquel gigante de la ciencia. La historia (sinteti­

1. Swift fue también hijo postumo, pero su padre murió mucho an­tes de llegar a ser nonagenario.

2. Más exactamente, Sir David Brewster, Capellán Honorario del Rey, Maestro en Artes, Doctor en Derecho Civil, Miembro de la Royal Society, vicepresidente de la Royal Society de Edimburgo, y Miembro de la Real Academia Irlandesa, aparte de científico importante por de­recho propio, que, en el curso de sus ochenta y siete años de vida, abandonó su carrera de ministro presbiteriano porque, como dice el Dictionary of National Biography, «jamás pudo predicar sin sentir ex­trema nerviosidad, que a veces le producía desmayos», para empren­der, primero, una carrera de preceptor, en «la familia del general Diroon de Mount Annan, en Dumfriesshire», y, sólo un año más tarde, en 1805, para presentarse como candidato a la cátedra de Matemáticas de la Universidad de Edimburgo, aunque sólo para que se hiciera con

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zada en una frase) dice así: «El recién nacido... traído al mun­do era de una talla tan diminuta que, tal como su madre le dijo posteriormente al propio Newton, hubiese cabido en una jarra de litro...» Es indudable que jamás en la vida ha habido un comienzo tan pequeño que haya tenido una conclusión tan grande.

Pero es hora de abandonar las anécdotas sobre el naci­miento de Newton para pasar a la historia de su truncada uti­lización del Aforismo. Es sin duda interesante, y fue subra­yado de nuevo recientemente con motivo de la publicación por parte de Alexander Koyré, en «Isis», diciembre de 1952, de Una carta inédita de Robert Hooke a Isaac Newton, el hecho de que la paráfrasis que hizo Newton del Aforismo apareciese en una carta conciliadora dirigida a Hooke, aquel genio tan con­tencioso, que se había negado a aceptar la prioridad de New­ton en el descubrimiento de la teoría de los colores. Newton se mostraba humilde al mismo tiempo que negaba, con toda la razón, que nadie antes que él, y Hooke menos que nadie, había establecido la teoría desarrollada por él. No podía ha­ber ocasión mejor para demostrar la versatilidad del Aforismo.

Lo que hizo surgir esta gran discusión con Hooke (durante cuyo prolongado desarrollo Newton escribió su ahora famosa carta con la incluso más famosa frase) fue la aparición de la primera carta de Newton sobre la luz y el color. Esto ocurrió

ella «Mr. (posteriormente Sir John) Leslie», y esto a pesar dé que Brewster había recibido firmes promesas de apoyo por parte del gran Herschel, así como por parte de otros eminentes científicos. De todo lo cual resultó que, cinco años más tarde, en 1809, le convencieron para que se ocupara de la dirección de la Edinburgh Encyclopedia, empleo que le tuvo entretenido nada menos que veintidós años, en el curso de los cuales, sin embargo, comenzó y llevó a cabo su obra científica. De hecho, su primer artículo para la Royal Society de Londres fue remi­tido a esa institución en una fecha tan temprana como la del año 1813. Este artículo se titulaba, de forma apropiadísima para el tema que aquí estudiamos, Algunas propiedades de la luz, y tras éste siguieron otros muchos, la mayoría de ellos sobre la polarización de la luz. La conse­cuencia de todo esto fue que sus importantes trabajos científicos pro­vocaron muy pronto el respeto de sus colegas, y, poco después, el pre­mio simbólico de la medalla Copley, después la medalla Rumford, y, más adelante, una de las medallas de la Royal Society, todo lo cual fue complementado, en 1816, por el Premio del Instituto Francés, que le concedió la mitad del correspondiente a esa fecha y que se otorgaba en aquel entonces a los dos mayores descubrimientos de ciencias físicas llevados a cabo en Europa, lo cual suponía una limitación muy injusta, dada la situación de la ciencia americana en aquella época.

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en 1672, en la Philosophical Transactions. Tal como nos re­cuerda I. B. Cohen en su magistral Franklin and Newton (1956, p. 51), fue «la primera vez que un importante descubrimiento científico fue anunciado de forma impresa en una revista».3

A partir del momento de esa publicación, y de forma inter­mitente a todo lo largo de los años setenta del siglo xvn, la discusión con Hooke se enfrió y se calentó alternativamente, pero, a pesar de los esfuerzos realizados por sus amigos mu­tuos, nunca se llegó a un acuerdo satisfactorio para los dos grandes científicos. Aunque no tuviera la misma estatura que Newton —¿acaso hubo alguien de su talla?—, Hooke puede ser clasificado junto a él, sin ofender a sus más devotos admirado­res y sin temor a ser mal mirado por nadie. Hooke fue un ge­nio que sólo'ahora empieza a obtener el reconocimiento que desde hace mucho tiempo se le debía.

Si yo tuviera tiempo, y tú paciencia, revisaría ahora los de­talles de ese decenio de enfrentamientos y quizá llevaría in­cluso la historia hasta 1704, un año después de la muerte de Hooke, fecha en la que Newton publicó finalmente su Opticks, obra terminada desde hacía al menos diez años. Pero en reali­dad no hace ninguna falta realizar tal esfuerzo, pues carece de relación con la historia de cómo fue que el Aforismo adaptado por Newton terminó siendo conocido como una frase acuñada por él. Lo único que nos interesa es que, desde hace ya mucho tiempo y por motivos que parecen razonablemente obvios, suele creerse que ese dicho fue creado por Newton. Y no por­que él declarase nunca que así fue, ni porque jamás llegara ni siquiera a insinuarlo. Todo lo contrario. Simplemente, New­ton no vio ninguna necesidad, incluso en aquellos tiempos en los que no había un ejemplar de las Familiar Quotations de Bartlett en los anaqueles de todo el mundo, de anunciar el an­tiguo linaje del dicho. Al fin y al cabo, aunque no estuviera el Bartlett a mano, Burton, ese asistemático predecesor de Bartlett, sí lo estaba. No hubiera sido correcto por parte de Newton el insultar a Hooke dudando sobre este aspecto de sus conocimientos, aunque se las arregló bastante bien a la hora de lanzarle otros insultos, más ofensivos, como cuando dijo

3. Nuevas pruebas descubiertas por A. R. H all en 1948, Sir Isaac Newton’s notebook, 1661-1665, «Cambridge Historical Journal», 9, pp. 239- 250, demuestran que la teoría de los colorés ya había sido completada en el invierno de 1666. Newton, como recordarás, tenía por costumbre no hacer imprimir sus trabajos hasta que estaba completamente seguro, y a veces ni siquiera entonces.

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que Hooke era unas veces tonto y otras charlatán, lo primero cuando no entendía ciertas cuestiones básicas de óptica, y lo segundo, según la acusación de Newton, cuando le robaba al­gunas ideas a «Honorato Faber, en su diálogo De Lumine, que las había sacado de Grimaldi». No valía la pena irritar a Hoo­ke con minucias tales como la de recordarle las diversas fuen­tes del Aforismo. Ni valía tampoco la pena que Newton se pu­siera pedante y citara, de segunda mano, esa fuente de Dida­cus Stella que Burton le había proporcionado. Como personas notablemente cultivadas que eran ambos (aunque hay algunos intransigentes que siguen dudando esto de Hooke), hay que suponer que tanto Hooke como Newton recordaban al poeta metafísico George Herbert, que, en su Jacula Prudentum, ha­bía declarado que

«un enano encaramado al hombro de un gigante es, de los dos, el que ve más lejos»,

y esto algún tiempo atrás, en 1640.4Es más, aunque Hooke no fuera, por sus orígenes, todo un

caballero, era, como el resto de sus colegas, una persona capaz de comportarse caballerosamente.5

cAl releer la insinuación que, como si tal cosa, he dejado

caer en la nota precedente, debo confesar, y rectificar hasta

4. Como de costumbre, Bartlett modernizó sin querer la versión que dio Herbert del Aforismo. Debo agradecerle a Stephen Cole que localizara el auténtico original en la biblioteca de Columbia, tal como queda registrado en The Complete Works of George Herbert, editadas por el Rev. Alexander B. Grosart e impresas para su difusión privada como parte de The Fuller Worthies’ Library; búscalo en el volumen 3 p. 317.

5. Debería matizar esta alusión a la cuna de Hooke; ese genial co­lumnista y hombre de mundo del Londres del siglo xvn que se lla­maba John Aubrey nos informa que nuestro Hooke era un Hooke «de los Hooke.de Hooke, de Hants» y que «su padre era ministro» en la parroquia de «Freshwater, de la isla de Wight», en donde «nació Hooke». Pero, claro, Aubrey no es siempre un testimonio que se encuen­tre más allá de toda sospecha.

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donde me sea posible, la injusticia que he cometido con el autor de las deliciosas e informativas Brief Lives.1 No puedo defenderme diciendo que ha habido otros que antes de mí han tratado también con escasa amabilidad a Aubrey; por citar un ejemplo notable, su buen amigo, Anthony à Wood, dijo de él que era «un charlatán, y tenía cabeza de mandril». (Tal como supones, se trata del grosero Wood que firmó el inapreciable Athenae Oxoniensis, y que anotó un día en su diario, después de una pelea con su cuñada: «Carne fría, compañía fría, recep­ción fría, mujer fría, ridicula como un payaso.» Pero, tras esta helada nota, regreso con alegría al cálido y benévolo Aubrey.)

Este es el mismo Aubrey, por supuesto, a quien de pequeño se le ocurrió la idea de la historia oral (que algunos creen, erróneamente, que fue un invento realizado en el siglo xx por Alian Nevins, aquel imaginativo historiador). Pues, tal como Aubrey cuenta de sí mismo en incrédula tercera persona: «de Pequeño, siempre sintió una gran pasión por conversar con ancianos, que eran Historias Vivas». Es también el mismo Aubrey que, siempre atento a los descubrimientos casuales [ serendipity], informa acerca de dos grandes hallazgos ca­suales de la historia de la ciencia y la tecnología. Por si, casual­mente, no recordaras en este momento su relato de ambos fe­lices accidentes ocurridos en el curso de los esfuerzos huma­nos por descubrir e inventar cosas, te los cito a continuación. (Por cierto, el primer episodio muestra claramente de qué ma­nera es posible que las malas intenciones generen consecuen­cias beneficiosas [como observaría posteriormente Goethe al describir «Die Kraft, die stets das Bose will, und stets das Gut­te schafft»]. Con su prosa típicamente compacta, Aubrey cuen­ta que: «Una mujer (creo que en Italia) quiso envenenar a su Esposo (que era un Hidrópico) hirviendo un Sapo en su Potaje; eso le curó; y así fue cómo se descubrió la Medici­na.» Y así, parece ser, quedó neutralizada por primera vez la prodigiosa acumulación de líquido seroso que tenía el en­fermo en su cuerpo.

El segundo episodio (que se anticipa a la moraleja metodo­

1. El ejemplar de Aubrey que yo poseo, y que ahora se encuentra en mi escritorio, ante mis ojos, es la edición de Andrew Ciarle, que fue publicada por Oxford en la Clarendon Press, en 1898, y no la relativa­mente reciente edición de Oliver Lawson Dick, publicada por Seeker and Warburg (Londres) en 1950. Pero cualquier edición servirá si qui­sieras buscar por tu cuenta más detalles al respecto.

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lógica formulada por Lamb, justamente famosa joya en mate­ria de descubrimientos casuales que lleva por título «i Disserta­tion Upon Roast Pig») se refiere a un invento del siglo xvii que permitía ventilar las minas de carbón. Así cuenta Aubrey la feliz casualidad:

«Sir Paul Neale dijo que en el obispado de Durham hay una Mina de Carbón, que a causa de las humedades mataba tan frecuentemente a los Mineros (a veces tres o cuatro en un solo mes) que no podía sacarle ningún provecho. Ocurrió una vez que habiéndose los Mineros embriagado, estaban tan ale­gres que pusiéronse a jugar con teas, y a tirarse los unos a los otros brasas ardiendo junto a la boca del Pozo, en donde suele haber hogueras. Quiso la Fortuna que una brasa ardiendo ca­yera al fondo del Pozo, lugar desde el cual surgió un estruen­do tal como si allí hubiese un Cañón; ellos, apreciando la Di­versión, tiraron más brasas al fondo, que causaron nuevos ruidos, varias veces, y después cesaron. Bajaron luego a tra­bajar y se hallaron exentos de Humedades, y habiendo así por su buena Fortuna descubierto este Experimento, lo repiten ahora cada mañana, y siempre arrojan algunas Brasas al fon­do, y trabajan con tan poco riesgo como en otras Minas.»

La verdad es que, cuanto más pienso en la vida de Aubrey, más dispuesto estoy a tachar de irreflexiva la calumnia según la cual no es una persona que esté por encima de toda sospe­cha. Al fin y al cabo es la misma persona perceptiva que, du­rante su agotadora racha de trabajo de campo en los cemen­terios, que tenía por objetivo descubrir en qué momento ter­minaban las vidas sin importancia, comprendió que incluso los epitafios grabados en las lápidas pueden resultar engañosos para la gente poco imaginativa; por ejemplo, la losa que pedía a quien pasara junto a ella que rezase «Una oración por el alma de Constantino Darrel, que falleció en el Año del Señor de 1400, y por su esposa, que falleció en el Año del Señor de 1495». Desde entonces, los lectores de tumbas andan con pies de plomo.

Cuando Aubrey, pues, dice que Robert Hooke era «de los Hookes de Hooke, en Hants», probablemente no dice sino la verdad, Aubrey era, por supuesto, un hombre que sentía sim­patía por Hoolce, a pesar de que éste fuera, lamentablemente, y según el atento relato del propio Aubrey, una persona de «estatura apenas mediana, un poco encorvado, paliducho, de

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cara enteca y cabeza grande; [y, ahora, fíjate bien en esto] de ojos redondos y saltones, y poco vivos; de color gris». Fue este amigo de ojos grises, grandes y saltones quien permitió que los locales de la Royal Society fueran utilizados con una finalidad especial y amistosa cuando Aubrey se escondió en ellos mientras un alguacil andaba buscándole por todas partes por no haber pagado sus considerables deudas, ganándose de este modo la eterna gratitud de Aubrey. Como muestra final del firme aprecio que sentía por él, Aubrey cargó sobre los hombros de Hooke, en su última voluntad y testamento, la tarea de garantizarle una fama póstuma preparando sus ma­nuscritos para su publicación. Por todo lo cual resulta más irónico incluso que Aubrey, que sintió tanta fascinación por las lápidas a lo largo de buena parte de su alegre y turbulen­ta vida, tuviese que disfrutar del eterno descanso en una tum­ba no identificada (aunque ahora sabemos, gracias a una ano­tación tardíamente descubierta en un registro de parroquia, que «1697, Jo h n Aubery, Desconocido, fue enterrado el 7 de junio» en el cementerio de la Iglesia de St. Mary Magda­lene).

Otra cosa acerca de Aubrey: jamás ha habido nadie, ni an­tes ni después de él, con tanto ojo oftalmológico. Esta afirma­ción está ampliamente documentada, tal como podrás ver por ti mismo en la antología que he recopilado a partir de las di­versas biografías escritas por él:

E l buen ojo de Aubrey para los ojos

Francis Bacon: «Eran sus Ojos color avellana, delica­dos y vivos; el Dr. Harvey me dijo que eran Ojos de víbora.»

Sir John Birkenhead: «Era de estatura mediana, con gran­des ojos reventones, de aspecto poco amable.»

James Bovey: «... de ojos color avellana oscuro, ta­maño mediano, pero los más anima­dos que he visto en mi vida... Los Pe­lirrojos jamás le tratan con amabili­dad. Nunca, en ninguno de sus Viajes, le han robado.»

Willia;m Camden: «Dícese de él que tenía mal la vista(era, imagino, Legañoso), cosa que

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Thomas Chaloner:

Elizabeth Danvers: Sir John Denham:

Venetia Digby:

El poeta Thomas Goffe, y su esposa :

William Harvey:

William Herbert:

Thomas Hobbes:

causa graves inconvenientes a un Anti­cuario como él.»«... le vi muerto: estaba tan extrema­damente hinchado que no pude ver qué clase de ojos tuvo, y de su nariz sólo la punta, que destacaba a modo de Verruga, y sus Testes estaban tan hinchados que cada uno era tan gran­de como una cabeza.»«Bellísima, pero corta de vista.» «Tenía ojos de un gris ganso claro, no muy grandes; pero poseían cierta ex­traña cualidad Penetrante, aunque no porque tuvieran especial brillo, sino porque (al igual que Momo) cuando conversaba contigo te miraba como si estuviera viéndote los pensamientos... Fue estafado a menudo por los Tahú­res, y, para su ruina, trabó conoci­miento con el poco recomendable Crew.»«Su rostro, un breve óvalo; cejas cas­taño oscuro que poseían gran dulzura, lo mismo que en sus párpados.»

«Ella [que es la que llevaba los pan­talones] miraba [a los amigos de Tho­mas en Oxford] con mal Ojo, como si tuvieran intención de dejarla sin pro­visiones.»«... de Ojo pequeño, redondo, muy ne­gro, animado.»«Robusto, pero huesudo, coloradoté, de mirada penetrante y ojo severo.» «Tenía buenos ojos, y de color avella­na, rebosantes de Vida y Ánimo, hasta el último momento. Cuando más fer­vientes eran sus palabras, era como si en ellos brillaran unas brasas encen­didas. Tenía dos clases de mirada: cuando reía, ingeniosa, y si estaba muy alegre casi ni se le llegaban a ver los Ojos; en cambio, cuando estaba

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Robert Hooke:

Ben Jonson:

Ralph Kettell:

[El hijo del guarda­bosques de] Sir Henry Lee:

Andrew Marvell:

John Milton:

[Isaac Newton:

serio, abría mucho los ojos (es decir los párpados). Eran medianos, ni muy grandes ni muy pequeños... Jamás permanecía ocioso; sus pensamientos estaban siempre activos.»«... tiene la cabeza grande; de ojos re­dondos y saltones, y poco vivos; de co­lor gris.»«Ben Jonson tenía un ojo más bajo que el otro, y más grande, como Clun el Actor; quizá fue él quien engendró a Clun.»«Con levita, sobrepelliz y capucha puestas, era el suyo un aspecto gigan­tesco y terrible, con aquellos sus ojos grises y penetrantes.»

«...un muchacho bisojo, nada agra­dable.»«Era de estatura mediana, bastante corpulento, de cara redonda, mejillas sonrosadas, ojos avellana, pelo casta­ño.»«Empezó a fallarle la vista cuando es­cribía en contra de Salmasio, y antes de que completara del todo ese escri­to uno de sus ojos dejó de ver. Mien­tras escribía otros libros, después de éste, su otro ojo fue perdiendo vista. Había perdido mucha vista unos 20 años antes de su muerte. Su padre leía sin gafas a los 84 años. Su madre tenía la vista muy débil, y empezó a usar gafas cuando apenas contaba treinta años de edad... [John Milton] tenía los ojos grises oscuros... Su Voz era delicada y musical, y era hombre muy diestro.»«Debido a la furiosa antipatía que sen­tía por él, Aubrey no llegó evidente­mente a decidirse a escribir una breve biografía del que fue el más grande de

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sus contemporáneos. Pero Bernard le Bovier de Fontenelle, en su Elogium of Sir Isaac Newton, la primera bio­grafía de este gran hombre, observa, en la traducción inglesa de 1728, que "tenía ojos vivos y muy penetran­tes".»]

William Oughtred: «Era un hombre bajito, de pelo negroy ojos negros (de gran viveza). Su mente no descansaba nunca.»

[La esposa de] John Overall [la mayor Belleza de Inglaterrade su época]: «Tenía (según me contaron) los Ojos

más encantadores que jamás se hu­bieran visto, aunque asombrosamen­te lascivos.»

Sir William Petty: «Tiene los ojos de un color que re­cuerda al gris ganso, pero muy cortos de vista, y, en cuanto a su aspecto, bellos, y garantes de su buen carácter, y no engañan, pues es persona de bue- nísimo carácter. Cejas espesas, oscu­ras y rectas (horizontales).»

Francis Potter: «Tenía el rostro bastante alargado yla piel clara y pálida, y ojos grises.»

William Prynne: «Su forma de Estudiar era como si­gue: se ponía una ancha capa de re­tazos, que le cubría 2 o 3 pulgadas, al menos, por encima de sus ojos, y que le servía de Sombrilla para defender sus Ojos de la luz. Cada tres horas aproximadamente su criado tenía que llevarle un bollo y un jarra de Cerve­za para refocilar su agotado ánimo: así estudiaba y bebía, y masticaba un poco de pan; y esto le mantenía hasta la noche, y luego, se tomaba una bue­na Cena: y hacía muy bien no comien­do antes, para no entorpecer su fanta­sía, que luego no hay modo de recu­perar; pues con la Invención ocurre como con los fluidos, en cuanto se

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Sir Walter Raleigh:

John Selden:

Edmund Waller:

pone a fluir, lo hace con toda su fuer­za: pero frenada, fluye sólo guttim: y lo mismo ocurre con el sudor, si lo contienes, lo malogras.»«Tenía un aspecto notabilísimo, una frente extraordinariamente ancha, cara alargada y párpados desabridos, y ojos diríase como de cerdo. Su Bar­ba se le encrespaba naturalmente... Se fumó una pipa de Tabaco antes de su­bir al cadalso, lo cual escandalizó a al­gunas personas de carácter estirado, pero en mi opinión fue una cosa acer­tada y adecuada, para serenar su áni­mo.»«Era muy alto, deduzco que medía unos seis pies, de rostro ovalado, ca­beza no muy grande, larga nariz incli­nada hacia un lado, ojos grandes y sal­tones (de color gris). Era un Poeta... Mr. J. Selden escribió un libro en cuarto titulado Trabletalke; que no so­portará la Prueba de las Prensas.»«De estatura algo superior a la me­dia, delgado de cuerpo, en absoluto ro­busto; piel finísima, la cara bastante cetrina, el pelo rizado, de color tirando a castaño; ojos redondos, algo reven­tones e inquietos; ovalado de rostro, con la frente ancha y muy arrugada: la cabeza no es pequeña, el cerebro muy ardiente, y propenso a la cólera. Su actitud es un poco como de maes­tro, y posee un gran dominio del idio­ma inglés.»

CE IV

El perspicaz y sensible Aubrey, pues, resulta garantía sufi­ciente de la caballerosidad de Hooke. Eso mismo nos dice el comportamiento del propio Hooke. En lo más reñido de la

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polémica con el joven Newton, por ejemplo, aproximadamen­te a mitad de la ruidosa década de los años setenta del si­glo XVII, Hooke podía aún mostrarse educadísimo cuando se dirigía al hombre a quien acusaba de estar tratándole injus­tamente, y de haberle robado, en una carta que empieza

«A mi estimadísimo amigo Mr. Isaac Newton, en sus habita­ciones del Trinity College, Cambridge»

y que termina, a la educada manera de la época, expresando la esperanza de que Newton «perdone la franqueza de este vuestro afectuosísimo y humilde siervo».1 Difícilmente hubiera podido Hooke mostrarse más conciliador.

En su notablemente rápida respuesta (5 de febrero de 1675/6),2 Newton se dirige a Hooke en términos ligeramente menos afectuosos que los empleados por Hooke para dirigirse a él, pues sólo escribe: «Señor.» Pero de inmediato compensa esta actitud distante escribiendo a continuación:

«Al leer vuestra carta me sentí sobremanera complacido y satisfecho ante vuestra generosidad, y creo que habéis actuado tal como corresponde a un espíritu verdaderamente Filosó­fico. Nada hay en materia de Filosofía que desee yo evitar tan­to como la discusión, ni ningún tipo de discusión que deteste tanto como la impresa : y por consecuencia acepto con alegría vuestra proposición de mantener una correspondencia pri­vada.»

Newton hace a continuación un comentario sociológico muy profundo acerca del comportamiento de los hombres en general e, implícitamente, del comportamiento de los cientí­ficos en particular, y que, hasta este momento, yo creía haber sido el primero en haber formulado. Ese plagiario por antici­

1. La carta original de Hooke se encuentra en la biblioteca del Tri­nity College en Cambridge; es más fácil localizar una copia auténtica que aparece en las páginas 412-413 del primer volumen de la nueva y autorizada edición de The Correspondence of Isaac Newton, editada porH. W. Turnbull y publicada para la Royal Society por la University Press de Cambridge, 1959.

2. Gracias a la amabilidad de la Biblioteca de la Historical Society de Pennsylvania, que se encuentra en Filadelfia, y que, felizmente, po­see el original de la carta de Newton, puedo reproducirla como frontis­picio de este relato.

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pación que se llamaba Newton continúa la frase de su carta que acabo de citar con esta penetrante observación:

«Lo que se hace ante muchos testigos raras veces se hace atendiendo solamente a la verdad: mientras que lo que ocurre sólo entre amigos y en privado generalmente merece más el nombre de consulta que el de discusión, y espero que así sea entre vos y yo.»

Esto por lo que respecta a la versión que da Newton de esta doctrina; toma ahora nota de la mía. Me temo que yo expresé la cuestión de manera menos elocuente, pero lo esen­cial de la idea está ahí. La expuse en el artículo que leí en la primera sesión plenaria del Cuarto Congreso Mundial de So­ciología, celebrado en Milán y Stresa en el año 1959, del 8 al 15 de septiembre. Leí mi artículo el 8 de septiembre, aproxi­madamente a las cuatro y media de la tarde; hubo muchos testigos, alrededor de mil, y una prospección de su recuerdo colectivo permitiría fácilmente señalar la hora exacta. La cues­tión es que Newton no pudo en modo alguno meter anticipa­damente las narices en mi texto.

En ese artículo, en su página dieciséis (recorrida aproxima­damente una tercera parte del camino),3 formulé, de forma por completo independiente de Newton,4 la misma verdad socioló­gica acerca de lo diferente que resulta el comportamiento de los hombres, sobre todo de los científicos (y más particular-

3. Me refiero, aquí, a las páginas de mi manuscrito. El fragmento crucial aparece en las páginas 29-30 del artículo, tal como fue publicado por la International Sociological Association (con el título, profético y no solamente retrospectivo, de «Social Conflict over Styles of Sociolo­gical Work») en Transactions of the Fourth World Congress of Socio­logy, 1959, vol. in.

4. Es cierto que ya había leído la vida de Newton escrita por Brewster, del mismo modo que había leído la de More, así como el vigoroso ensayo escrito por Keynes sobre él, y también el de Andrade, y, con anterioridad, los largos ensayos de Augustus de Morgan sobre Newton, su amigo y sobrino, y su vida y obra. También es cierto que ya había estudiado el texto publicado por Koyrü en «Isis» acerca de la carta inédita de Hooke a Newton, Pero no recuerdo haberme fijado en la observación sociológica hecha por Newton en 1675/1676, en su carta a Hooke. Como máximo, podría tratarse de un sutil caso de criptom- nesia. Estoy dispuesto a admitir que Newton tuvo prioridad, pero ja­más a cosía de que se me tache de plagiario. Mi descubrimiento fue realizado de forma esencialmente independiente, aunque con cierto re­traso.

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mente, de los sociólogos), según ocurra en el foro público o en privado. Lo que dije fue lo siguiente, y toma nota por favor de la similitud de mis ideas con respecto a las de Newton, aun* que no se produzca, lamento decirlo, ninguna similaridad de expresión :

«Lo que quiero decir es que, a menudo, estas polémicas tienen mayor relación con la distribución de recursos intelec­tuales entre los diversos tipos de investigaciones sociológicas que con ninguna clase de rigurosamente formulada oposición entre diversas ideas sociológicas.

»Estas polémicas siguen el curso, perfectamente identifica­do por la sociología clásica, propio del enfrentamiento social. Al ataque le sigue el contraataque, y se va produciendo una gradual alienación de cada una de las partes en relación con el enfrentamiento. [Y ahora llegamos al descubrimiento socio­lógico realizado con absoluta independencia, insisto, de lo que Newton dijo en su larga carta inédita dirigida a Hooke unos 283 años antes.] Como el enfrentamiento es público, no se convierte tanto en una búsqueda de la verdad como en una batalla de prestigio social. (¿Cuántos sociólogos [y aquí sigo citando mi artículo; no se trata de una reflexión posterior], cuántos sociólogos han admitido los errores que han cometido como consecuencia de estas polémicas?).»

Admitirás sin duda que este fragmento expone de forma muy comprensible esa doctrina. De modo que reconozco, con cierto dolor —y con no poco orgullo—, la prioridad de Newton en esta idea.

C V

Pero la biografía de esta idea sociológica no termina aquí. Pues sólo ahora llegamos a su momento crucial. Si Newton se anticipó a Merton, ¡ ¡ ¡también —lesa majestad aparte— Hooke se anticipó a ./Vewíon!!!

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(E Vi

Te garantizo que, al formular tan pasmoso anuncio, no pre­tendo provocar nuevas disputas entre los historiadores de la ciencia. Al fin y al cabo, las polémicas sobre prioridades en el descubrimiento, como aquella en la que Hooke enzarzó a New­ton (y a otros muchos), son asaz abundantes y asaz irritantes como para haber atraído el interés de los historiadores desde hace mucho, muchísimo tiempo. No me interesa avivar de nuevo las brasas de esas discusiones, y menos aún echar más leña al fuego que han provocado siempre. A diferencia de Aubrey, no soy un acérrimo partidario de Hooke y no tengo por qué ponerme de su lado y en contra de todos los demás, especialmente de Newton. (Quizá se deba esto a que, a dife­rencia de Aubrey, nunca recibí una brusca nota de Newton que, completa, dice lo siguiente:

«Tengo entendido que tenéis una carta para mí de Mr. Lu­cas. Absteneos, os lo ruego, de remitirme más misivas de esa naturaleza.»)1

A diferencia de Aubrey, pues, no voy a ser yo quien acuse a Newton de haber plagiado a Hooke. Pues estoy convencido de que fue la brusquedad con la que Newton trató a Aubrey,2 en mayor medida que los datos objetivos de la cuestión, lo que impulsó a Aubrey a escribir, en sus Brief Lives, ese pa­saje en el que acusa fríamente a Newton de haber hurtado a Hooke su más duradera contribución a la ciencia. Como, al igual que yo, es posible que hayas tachado de tu memoria la acusación de Aubrey, aunque sólo sea porque es un recuerdo doloroso, la repito aquí:

L Basta que mire la edición que hizo Turnbull de Newton (π, 269) para que encuentres reproducida en su totalidad esta seca nota.

2. ¡Pobre Aubrey! Tuvo la mala fortuna de ser, como intermediario entre Newton y Anthony Lucas, ese profesor de teología de Lieja que aseteó repetidas veces a Newton con impertinentes objeciones dirigidas en contra de sus diversos experimentos y teorías, el responsable de que llegaran hasta Newton estas desagradables noticias. Newton, persona a veces muy irascible, canalizó muy pronto su furia desbordada hacia el mensajero que le llevaba tan malas noticias, y fue por esta razón que, comprensiblemente, no llegó a suscitar en Aubrey nada que merezca el calificativo de profundo afecto, sino más bien lo contrario.

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«Hace 9 o 10 años, Mr. Hooke escribió a Mr. Isaac Newton, del Trinity College, en Cambridge, para hacerle una Demos­tración de su teoría [Intento de demostrar el Movimiento de la Tierra], sin decirle, al principio, la proporción de la gra­vedad respecto a la distancia, ni cuál era la línea curva que así se establecía. Mr. Newton, en su Respuesta a la carta, expresó que a él no se le había ocurrido; y en su primer intento, cal­culó la Curva suponiendo que la atracción era la misma desde cualquier distancia: ante lo cual, Mr. Hooke le envió, en su siguiente carta, la totalidad de su Hipótesis, scit que la gravi­tación era recíproca al cuadrado de la distancia; lo cual cons­tituye la doctrina celestial completa, respecto a la cual Mr. Newton había hecho una demostración, sin en absoluto reco­nocer que había recibido de Mr. Hooke la primera indicación de su existencia. De la misma manera, Mr. Newton imprimió en el mismo Libro algunas otras Teorías y experimentos de Mr. Hooke, sin reconocer de quién los había aprendido.

»Éste es el mayor Descubrimiento de la Naturaleza que haya sido realizado desde la Creación del Mundo. Y antes ja­más había sido ni siquiera insinuado por ningún hombre. Ojalá él [Hooke] hubiese escrito más claramente, y hubiera gastado un poco más de papel.»

A partir de este pasaje acusador, inferirás fácilmente que la atracción que Hooke ejerció sobre Aubrey era directamente proporcional al cuadrado de la distancia (psicológica) que le separaba de Newton. Como testigo doblemente prejuiciado, por lo tanto, Aubrey no puede ser tomado en serio cuando ar­gumenta que Newton estaba en deuda para con Hooke en lo que se refiere a una de las principales leyes de la gravitación. Pero en lo que se refiere al descubrimiento sociológico de Newton sobre los efectos distorsionadores que producen en los científicos las polémicas celebradas en público (a diferen­cia de las que ocurren en privado) —ese descubrimiento mío que reconozco generosamente que fue anticipado por New­ton—, mi propio testimonio debe ser tomado muchísimo más en serio que el de Aubrey. Pues se puede demostrar que Hoo­ke, en la carta que yo llamo «carta de avivar las Brasas»,3 fue el Gigante a cuyos hombros se encaramó Newton para robar­me la prioridad. Hooke lo anticipa todo en un pasaje ahora inolvidable que tengo el placer de citarte extensamente:

3. Ya verás por qué, si esperas un momenti to.

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«Vuestro propósito y el mío tienden, o así lo supongo, a la misma cosa, a saber, el Descubrimiento de la verdad, y supon­go que ambos soportamos el tener que oír objeciones, en la medida en que no se expresen en forma de hostilidad mani­fiesta, y tenemos también mentes igualmente inclinadas a ce­der ante las más obvias deducciones hechas por la razón a par­tir de un experimento. Si por consiguiente estuvierais dispues­to a mantener una correspondencia acerca de tales asuntos [y toma ahora buena nota de lo que sigue] por medio de car­tas privadas [te pido de nuevo que observes que Hooke dice aquí: "cartas privadas"] me sentiré muy complacido en mantener tal correspondencia, y cuando tenga el placer de leer vuestro excelente discurso (acerca del cual todavía no puedo saber nada ya que no he tenido adecuado conocimiento del mismo) me sentiré dispuesto a, si no se estima por vuestra parte como muestra de falta de agradecimiento, enviaros li­bremente mis objeciones, caso de tener alguna, o mis coinci­dencias, si, como es más probable, me convencéis. [Y ahora viene la formulación decisiva que, evidentemente, dio pie a la anticipación newtoniana de mi aforismo sociológico.] Esta forma de polemizar me parece la más filosófica de las dos, pues aunque confieso que la colisión de dos inflexibles conten­dientes puede producir la luz, pienso, sin embargo, que si la discusión se celebra a oídos de otros producirá un acalora­miento concomitante que no sirve para otra cosa que no sea... avivar las brasas. Espero, Señor, que perdonéis esta franqueza de vuestro afectuoso y humilde siervo.»

R obert H ooke

Probablemente hayas asumido que he subrayado una pe­queña parte de la carta con la sola intención de que adviertas la ingeniosa y metafórica versión que presenta Hooke de la ley sociológica cuya historia estamos examinando. Pero cuan­do destacaba el pasaje de esa manera lo hacía también con otra intención. El nombre en clave que daba Hooke privada­mente a esta carta tan importante y crucial también contenía la frase subrayada, tal como podrás comprobar mirando en su Diario4 la página correspondiente al 20 de enero de 1675/6. En donde escribe, enigmáticamente: «Escr. carta a Mr. New­ton acerca de Oldenburg avivar las brasas.»

4. The Diary of Robert Hooke, primera edición, ¡1935!

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Fue, por tanto, la carta de «avivar las brasas» lo que atizó la llama de la inspiración de Newton y le condujo, muchísimo antes que a mí, a constatar que cuando los científicos hablan de sus diferencias en público se ven a menudo impelidos a emprender un discurso polémico que pretende más salvar sus propias hipótesis (y de paso las apariencias) que esforzarse, desinteresadamente, por Descubrir la Verdad. Lo que, por lo tanto, tenemos ante nosotros es una teoría virtualmente auto- ejemplilicadora: en la misma carta donde Newton está a pun­to de establecer su inmortal versión del Aforismo, da ante­riormente un ejemplo del propio Aforismo basado en los cri­terios expuestos por Hooke sobre las ventajas de las corres­pondencias privadas, para llegar a lo que a partir de ahora tendrá que ser conocido por el nombre de el Principio de Hooke-Newton-Merton acerca de la interacción entre científi­cos. De hecho, es tan grande la admiración que siento por el indispensable papel desempeñado por Hooke en el origen de esta idea que, al menos yo, estoy dispuesto a dejar de utilizar el epónimo tripartito y bautizar esa idea con el sencillo nom­bre de principio del «avivar las brasas».

c Vil

Pero no podemos permitirnos el prolongar más tiempo esta compleja cuestión sociológica si pretendemos llevar adelante la historia del Aforismo de los gigantes y los enanos. En la carta dirigida a Hooke donde Newton lanza su comentario so­ciológico, haciéndolo como si se tratara de un descubrimiento sin importancia, escribe a continuación lo que sigue. (Tengo que citarle extensamente para que sus ideas no queden des­provistas de contexto.)

«Vuestras animadversiones serán por consecuencia muy bienvenidas por mí: pues, aunque me había cansado hace tiempo de esta cuestión, y no he vuelto a sentir ni creo que jamás llegue a sentir de nuevo la vieja pasión que me inspiró, de modo que no creo que vuelva a deleitarme el emplear el tiempo en tales asuntos...»

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Aquí está Newton, naturalmente, en uno de esos repetidos estados de ánimo en los que acostumbraba a amenazar con abandonar por completo toda empresa científica, tal como le ocurrió el día en el que le escribió a Leibniz una carta donde le decía que «me sentía tan perseguido por las discusiones provocadas por mi teoría de la luz, que culpé a mi propia im­prudencia por haberme permitido emprender con tan consi­derable bendición una carrera en pos de una sombra». Esto le escribió Newton a esa misma persona que le inspiraba las suficientes dosis de ironía como para enzarzarse con ella en esa famosa discusión acerca de la prioridad en el invento del cálculo, una discusión, además, que acabó siendo tina de las más violentas de toda la historia de la ciencia, y en la cual, tal como yo mismo escribí una vez y tú, según me dices en tu car­ta, pudiste leer, dije, y no soy capaz de resistir la tentación de citarlo aquí, que

«cuando finalmente la Royal Society creó un comité para juz­gar aquellas contradictorias declaraciones, Newton, que era en ese momento presidente de la Society, nombró de forma fraudulenta a los miembros del comité, contribuyó a dirigir sus actividades, escribió de forma anónima el prólogo del se­gundo de los informes que publicó —el esbozo está escrito de su puño y letra-— e incluyó en ese prólogo una desconcertan­te referencia a la vieja máxima legal, según la cual, "nadie es testigo adecuado de su propio encausamiento [y que] sería un juez inicuo, que aplastaría bajo su bota las leyes de todo el mundo, aquel que admitiera como testigo por derecho al pro­pio encausado". Podemos valorar [seguía diciendo yo, como sin duda recordarás] la tremenda magnitud de los acosos a los que entonces estaba sometido Newton en su intento de auto- vindicación cuando le vemos adoptar estos medios en defensa de sus, por otra parte, válidas pretensiones. Y si se vio impul­sado a llegar a tales extremos no fue porque él fuera débil, sino porque los valores institucionales [que afirmaban el mé­rito de la originalidad] eran fortísimos».1

En su carta del 5 de febrero de 1675/6 dirigida a Hooke, Newton sigue diciendo:

i. Como quizá recordarás, he tomado este pasaje de las páginas 653- 654 de mi artículo Priorities in scientific discovery: a chapter in the sociology of science, publicado en la «American Sociological Review», 1957, vol. 22.

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«no obstante, enfrentarme a las Objeciones más fuertes y per­tinentes que se me puedan hacer es cosa que podría desear, y no conozco a persona mejor dotada para lanzármelas que vos.Y así, planteándomelas, me complaceréis. Y si hubiese en mis papeles alguna otra cosa en la que vierais que he dado por su­puesto más de la cuenta, o que no os he reconocido vuestros derechos, decidlo, con tal de que me hagáis el favor de reser­var en una carta privada vuestros sentimientos al respecto [rkm: n.b.]. Espero que lleguéis a comprobar también que no siento vuestra misma pasión por las obras filosóficas, aunque eso no sea obstáculo para que pueda ceder por equidad y amistad. Pero, entretanto, confiáis demasiado en mi habilidad para investigar estas cuestiones. Des-Cartes dio un gran paso. Vos habéis añadido mucho en diversos aspectos, y sobre todo en el de tomar en consideración filosófica los colores de las láminas delgadas. [Y ahora viene el Aforismo tal como él lo expresó.] Si he llegado a ver más lejos, fue encarándome a hombros de Gigantes».

La cursiva es la misma que aparece en la impresión que hizo Brewster de la carta, pero no hay ninguna cursiva en la carta. No puedo, por lo tanto, dejar de subrayar que mi olfato de erudito para los problemas no me falló. En el boceto de este relato que escribí entonces tenía una dependencia abso­luta de Brewster (Turnbull y la holografía de la carta no eran todavía accesibles), pero escribí: «No puedo decir por ahora si la frase crucial fue subrayada por el propio Newton —ca­rezco de fuentes que me permitan asegurarlo—, pero dudo que fuera así. Recordemos que Newton no vivió en el siglo xx, sino en el x v ii ; que Burton estaba siendo todavía reimpreso, y seguramente leído, con mucha regularidad; que George Her­bert había incluido el Aforismo en su folleto. ¿Por qué hubiera tenido Newton que destacar esta frase de entre todas las de­mas frases de su carta? Si hubiese estado dotado de auténtica presciencia, hubiese podido subrayar esta frase, ya que con­tenía una verdad sociológica, pero estoy convencido de que en realidad él no apreció el valor de lo que con ella estaba di­ciendo, y, en cualquier caso, es obvio que tampoco supo apre­ciarlo Brewster, su biógrafo. No hay en el texto de Brewster ni una sola palabra que subraye el hecho de que Newton se anticipó a Merton; naturalmente, Brewster no hubiera podido enterarse de semejante anticipación (aunque sí habría podi­do al menor observar que Hooke se anticipó a Newton en la

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carta de "avivar las brasas”)· No obstante, de haber poseído una visión verdaderamente sociológica, Brewster hubiera po­dido ver por sí mismo que Newton había tenido aquí una sin­gularmente ilustradora “intuición" sociológica, como suele de­cirse en la fea jerga deí ramo.»

c VIH

Volvamos, sin embargo, a los hombros de los gigantes.Hemos descubierto a Newton utilizando de forma truncada

e idiosincrática lo que debemos seguir dando por supuesto que es el Aforismo encontrado inicialmente en Didacus Stella. Tal como he tratado de insinuar, el Aforismo se convirtió a partir de entonces en propiedad de Newton, y no porque él se atribuyera deliberadamente esa propiedad, sino porque se la atribuyeron sus admiradores. Cuando se publicó la carta (en una fecha y circunstancias de primera publicación que tam­bién tendría que rastrear un día),1 era natural que esta nada sentenciosa sentencia fuese vehementemente leída, recordada y hasta atribuida, por quienes carecían de más información, a él. Quizás empezó a ocurrir este fenómeno antes de que la car­ta llegara a la imprenta. En estas cuestiones, y a pesar de sus deseos de secreto e intimidad, Newton no era precisamente una persona silenciosa, aunque se guardó sus opiniones en casi todo lo demás. Puede que Ies mostrara la carta a algunos

1. La encontré por primera vez en las en tiempos magistrales Me­moirs of the Life, Writings, and Discoveries of Sir Isaac' Newton de David Brewster, publicadas en 1855 por Thomas Constable and Co., en Edimburgo, y por Hamilton, Adams, and Co., en Londres. Aparece en las pp. 141-143 del primer volumen.

Ahora que he podido examinar personalmente la carta de Newton, veo que Brewster no es tan magistral como había llegado a creer. Por mucho que fuese «Uno de los Ocho Socios del Instituto Imperial de Francia, y miembro correspondiente de las Academias de San Peters- burgo, Viena, Berlín, Copenhague, Estocolmo, Munich, Gotinga, Bruse­las, Haerlem, Erlangen, Canton de Vaud, Módena, Washington, Nueva York, Boston, Quebec, Ciudad del Cabo, etc., etc.» (tal como podemos comprobar consultando esa película de viajes que es la primera página de su biografía), de hecho no transcribió la carta de Newton con cabal fidelidad. Porque expurgó sistemáticamente —podríamos decir que brewsterizó— el texto de la carta, a fin de suprimir todo aquello en lo que Newton podía estar insinuando que no se sentía tratado con justi­cia por Hooke.

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amigos2 o a Edmond Hailey, uno de los miembros de su círcu­lo de consejeros. (Recuerdo vagamente algo así, pero ahora ya estoy cansado, y no tengo ganas ni siquiera de revolver mi pro­pia biblioteca en busca de los detalles de esta anécdota. En cualquier caso, su importancia no es muy grande. Ni siquiera estoy seguro de que tenga que ver con la pista que estoy si­guiendo.)

En pocas palabras, no conozco los detalles de cómo empezó a correr la voz sobre el Aforismo, pero sí sé una cosa : en el siglo XIX, y quizás incluso antes, se le atribuía comúnmente a Newton como un dicho creado originariamente por él. Des­pués de todo, la idolatría de la que era objeto Newton, una idolatría que para algunos de nosotros está muy justificada, ya estaba en pleno auge durante el siglo xvm. ¿Recuerdas la «espléndida vulgarización» de Voltaire, Eléments de la Philo­sophie de N eut on? (¿Por qué, al parecer, publicó Voltaire este texto en «Londres»? Ah, sí, estuvo exiliado en Inglaterra, pero eso fue en los años veinte del siglo xvm, y este libro, al me­nos su « Nouvelle édition» citada por I, B. Cohén, lleva la fecha de 1737.3 No hay duda de que, para entonces, Voltaire ya había regresado a Francia. O quizás ocurrió que la anglomanía dé Voltaire era considerada como un rasgo insoportable, y que

2. Sea como fuere, ¡es posible que la carta de los hombros de los gigantes no llegase a ser recibida jamas por Hooke! Como observa Turn­bull, «No se ha encontrado la contestación a esta carta. Es posible que Hooke no llegara a recibirla [la cursiva es mía], pues no menciona en su Diary (Londres, 1935) que la haya recibido. Sin embargo, el sobre tiene escrito, aparentemente en la letra de Hooke, un endoso que dice: "Carta de Mr. Newton y catálogo de Loadstones."» En pocas palabras, Hoolce pudo haberla recibido, pero también pudo no haberla recibido! He aquí un asunto difícil de resolver.

3. Ésta es, al menos, la fecha citada en la bibliografía de I.B.C. Pero este meticuloso erudito me decepciona un poco cuando en là pá­gina 210 de su texto nos informa de que «los Elements de Voltaire, impresos en francés et año 1738, fueron publicados ese mismo año en su traducción al inglés... [la cursiva es mía]». Ahora bien, si esa obra fue publicada primero (?) en francés el año 1738, ¿cómo es posible que apareciese una nouvelle edition el ano anterior? ¿Nos encontramos, aca­so, ante un nuevo ejemplo de esa costumbre que tenía Voltaire de des­pistar a los eruditos de épocas posteriores y que consistía en fechar erróneamente sus libros, en adscribirlos a pseudónimos o a otros au­tores, y a dar también erróneamente el lugar de publicación, todo lo cual no pretendía en realidad más que burlar las persecuciones a las que se veía regularmente sometido por culpa de sus enfurecedores jui­cios y opiniones? En cualquier caso, ahora sabemos que el libro apare­ció al final de los años treinta de ese siglo.

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tuviera que publicar esa obra en el país que más capaz sería de apreciar esa manía. En fin, algún día trataré de aclarar este asunto.)

A la postre resulta que no será «algún día», sino que ha sido al día siguiente. He localizado mi ejemplar del Voltaire de Brandes, publicado por Albert & Charles Boni en 1930, que cuenta toda la historia en su primer volumen. Compruebo ahí que mi deducción ha sido completamente acertada en lo que se refiere a los principios que la guiaban, pero completamente errónea en cuanto a los detalles. Voltaire estaba huyendo, una vez más, de la ira de las autoridades, a quienes había enfure­cido su poema «Le Mondain», en donde se burlaba de todos los que rendían alabanzas a las épocas verdaderamente anti­guas, no ya la simple Antigüedad, sino incluso la edad de oro de Adán, Eva y su inmediata progenie, toda aquella gente que andaba desnuda por ahí y que se alimentaba de bellotas. En estos momentos Voltaire buscó la seguridad que le brindaban Amsterdam y Leyden, en donde los Neuton's Elémens había sido llevado a la imprenta. Seguramente tú recordarás, aun­que yo lo había olvidado, que la encantadora, inteligente y devota compañera de este turbado Voltaire durante un perio­do de quince años, Gabrielle Emilie le Tonnelier de Breteuil, Marquise du Châtelet-Lomont, tuvo en la confección del libro un singular papel, que quedó descrito por un prior contem­poráneo de la Sorbona a través de una metáfora inolvidable­mente desarrollada:

«El sistema de Newton es un laberinto, a través del cual Monsieur de Voltaire ha sabido encontrar el camino con la ayuda de un hilo que fue puesto en sus manos por la Ariadna moderna. Estos Teseo y Ariadna de nuestra época merecen más alabanzas si cabe que los de la Antigüedad, pues los de la leyenda griega ardían el uno por el otro en llamas de amor exclusivamente sensual, mientras que los de la nuestra sienten el uno por el otro un amor exclusivamente intelectual.»

La marquesa escribió una carta en la que apremiaba a Vol­taire a «andarse con tiento respecto a hacer publicar el Neuton en Francia», y él retrasó su impresión en Holanda, pues aún confiaba en obtener autorización para poder hacerlo en su país. Pero, como siempre, estaba condenado a tener proble­mas. Aunque retuvo el final de su manuscrito para impedir que el libro fuese publicado prematuramente, su codicioso edi-

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tor holandés no sólo contrató a un matemático para que ter­minara el manuscrito, sino que añadió al modesto y erudito título original, Eiémens de la Philosophie de Neuton, un atra­yente subtítulo que afirmaba que allí se hacía accesible para todo el mundo (las palabras exactas eran, mis à la portée de tout le monde) la compleja obra de Newton. [Si hemos de ser justos, el avaricioso editor no exageraba mucho.] Es, así, evi­dente, que sí había cierto enredo detrás del hecho, aparente­mente inocente, de que los Eiémens fuesen publicados por vez primera fuera de Francia (aunque no fuera, como en mi igno­rancia había supuesto yo, en Inglaterra, sino en Holanda). Te habrás fijado, supongo, de qué modo tan indirecto se nos ha colado Voltaire en nuestra historia del Aforismo; aunque, cla­ro está, tenía que ser de modo indirecto por fuerza, pues, ¿te lo imaginas a él comparándose con un enano encaramado a hombros de un gigante? Sin embargo, si Voltaire no se apro­vechó del Aforismo, sabemos que su ídolo sí lo hizo.

Fuera como fuese, Newton era un ídolo popular y venerado de la época, en la misma medida en que Einstein lo es en la nuestra. Eso nos cuenta Voltaire en su elogio. Podemos dedu­cirlo también, para algunos círculos, por la dedicatoria que es­cribe Voltaire en su libro para su querida Marquise. (Aunque ahora me falla la memoria. ¿Qué dice la dedicatoria?)

Como tengo a mano el soberbio relato que hace Catherine Drinker Bowen de la vida de un biógrafo, puedo pedirle, ines­peradamente, que me eche una mano, y digo inesperadamente porque nunca había sabido, hasta que leí su libro, que en una ocasión sintió la tentación de escribir una biografía de New­ton. Lamento, en cierto sentido, que no lo hiciera. ¿Tiene in­cuestionablemente razón cuando opina que su gran descono­cimiento de los temas científicos hubiese hecho imposible que escribiera una biografía de Newton, o que le saliera muy mal en caso de haberse animado a escribiría? Es obvio que tengo más confianza en Catherine Drinker Bowen que la que ella te­nía en sí misma; aunque, claro, si digo esto en serio lo mejor sería quizá que aceptara su propio juicio acerca de esta cues­tión. De todos modos, aunque no llegó a convertir a Newton en el tema de una biografía, y en lugar de eso acabó escribien­do su magnífico libro sobre la vida y la época de Sir Edward Coke, sí llegó a proporcionarme lo que yo necesito en este mo­mento, a saber, las palabras exactas con las que Voltaire de­dicó a su Marquise la obra que dedicó a los elementos de la filosofía de Newton. Dice así (y confío lo suficiente en Mrs,

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Bowen como para negarme a investigarlo más): «Minerve de la France, immortelle Emilie, Disciple de N eut on et de la Vé­rité.»

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Como es obvio que no seré capaz de seguir la pista de toda la historia del Aforismo en esta sola carta, interrumpo la con­tinuidad estricta de mi exposición para referirme ahora a la nota de investigación publicada por George Sarton en «Isis» (1935, 24, 107-9). En esa nota Sarton logra, como es típico en él, detectar la importancia del Aforismo, en la forma que adop­ta en Bernard de Chartres, aunque este dato sólo lo tenemos gracias a los escritos de su devoto alumno John de Salisbury. Bernard murió en 1126.1 Sus obras, presumiblemente volumi­nosas, se han perdido, y es por ello que debemos a la erudita piedad filial de John de Salisbury lo que ahora es la primera aparición autentificada por escrito de la idea de los pigmeos a hombros de gigantes.

A fin de averiguar algo sobre John, abrí el índice del se­gundo volumen de la monumental Introduction de Sarton para buscar la referencia que de él da Sarton. En el índice apare­cen tres columnas de «Juanes» de diversas variedades, empe­zando por «Juan, San» y terminando con una contrarreferen- cia que dice: «Juan, véase también Yahyâ y Yühanna.» Con­cretando más, hay .143 Juanes, de uno u otro tipo, catalogados en esta parte del índice, y eso que sólo habla de Juanes de los siglos XII y XIII que merecen ser mencionados. En el primer volumen de la Introduction de Sarton, que abarca el período que va desde Homero hasta Ornar Khayam, o sea, aproxima­damente desde el siglo ix antes de Cristo hasta el final del si­glo XI después de Cristo, hay menos Juanes, y están más ais­lados. En conjunto, no aparecen más que ocho. A éstos habría, probablemente, que añadir cuatro Juanas, pues Sarton acon­seja a sus lectores que miran la lista de Juanes, «véase Juana», de la misma manera que aconseja a aquellos de nosotros que buscamos Juanas que veamos también los Juanes. Pero tam­bién las Juanas son escasas, pues en total hay cuatro. Podría-

I. Cf. Sarto m, Introduction to the History of Science (vol. il, Pt. Ϊ, 195-196), para más datos.

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mos añadir a un Joannitus para obtener en total trece Juanes con sus variantes para el período de aproximadamente dos milenios que abarca el primer volumen de Sarton, que en modo alguno pueden competir con los 143 Juanes, sin varian­tias, que se encuentran en los dos siglos abarcados por el ser gundo volumen de Sarton. He visto, además, que hay en este segundo período once «Yahyás», de modo que resulta evidente que el mundo de lengua árabe no tenía en absoluto prejuicios en contra del nombre cristiano de Juan, o, mejor dicho, en contra del nombre propio de Juan en su traducción de apelli­do árabe como Yahyá. Añádase a todo esto, de acuerdo con la sugerencia que hace Sarton, la aparición de Yühanna, uno solo, durante los siglos xii y xm, que en la lista aparece como «Yühanna, nac. al-'IbrT-al-MalatT». Y que resulta ser un sirio que era historiador, gramático, filósofo, teólogo, médico, astró­nomo, hombre de letras y traductor del árabe al sirio, que ori­ginalmente se llamaba Abü-l-Faraj Yühanna ibn al-'Ibrî-al-Ma- latî, al que se puede describir como Bar Hebraeus o, si lo pre­fieres, como Bar 'Ebhrâyâ. Entre unas cosas y otras, lo mejor será olvidarnos de este Yühanna, lo cual nos deja con un total máximo de Juanes, incluidas las variantes arábigas, de nada menos que 154 para los dos siglos que van desde i 100 a 130G.2

En el panteón erigido por Sarton a los gigantes de la cien-, da y del saber, así como a los indispensables enanos que se encaraman a sus hombros, encontramos Juanes medievales de todas las variedades posibles. Está Juan Argyropulos, conocido solamente (y aun así sólo por unos pocos) por su traducción al latín de las categorías de Aristóteles; el Juan Basingstoke

2. Por supuesto, todo esto apenas cuenta si lo comparamos con lo que ocurre en el siglo xiv, que estuvo atestado de Juanes dedicados a la ciencia. Sarton incluye una lista de 426 en el volumen ni, y eso sin citar —cosa que tampoco yo pienso hacer— a . los que llevan nombres relacionados con el de Juan, y entre los cuales están los Johanan, Johann, Johannes, Johannitius, Gian, Ion, Yahyá, Yühanna y, por su­puesto, Jack. Digo «por supuesto» solamente porque el índice de Sar­ton nos aconseja cuando buscamos en Juan, « véase también... Jack*. Pero te advierto que no sigas ese consejo, pues si lo hicieras podrías llevarte una decepción. El único personaje con ese nombre que aparece en la lista es Jack Straw, que no es en absoluto un científico sino el tipo que, junto con Wat Tyler y John Ball, asumió el liderazgo de la rebelión campesina inglesa de 1381, Ion también resulta ser una entra­da solitaria, la de cierto Mayster Ion Gardener, citado como autor de un poema de 196 versos en inglés cuyo título, tan apropiado para este Juan, es el de The feate of gardenings. [Apropiado porque, llamándose Gardener (Jardinero) escribe sobre gardeninge (jardinería).]

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del siglo XIII, que no sólo estudió eii Oxford y en París, sino que, extraordinariamente, también io hizo en Atenas, convir­tiéndose de este modo, nos cuenta Sarton, «en uno de los pri­meros ingleses que tuvo un verdadero conocimiento del grie­go». Por elegir sólo a otro más, mientras seguimos buscando al Juan que nos interesa aquí, citaré a Juan de Montecorvino, conocido en su país como Giovanni di Montecorvino entre los que preferían la lengua vernácula, y como Joannes de Monte Corvino entre ios demás. Aunque nació cerca de Salerno, mu­rió, según todas las versiones, en Peiping. Pues, durante sus aproximadamente ochenta años de vida, viajó como misionero a Oriente, y, a la altura de 1305, ya se encontraba perfecta­mente establecido en Khánbaliq (Peiping, por supuesto) donde contaba «con el favor* del Gran Khan». Este Juan nos lleva, por fin, a nuestro Juan, John de Salisbury, que salvó para la pos­teridad el aforismo de su maestro, Bernard de Chartres, sobre el modo en el cual progresa el saber.

Pero no parece completamente justo suponer a partir de ahí que Bernard, según nos lo transmite John, concibió así, por las buenas, un aforismo. Es cierto que, en lo que se dice que dijo, se puede discernir la posibilidad de una versión in­glesa que expresa sucintamente una verdad. Esto se puede ex­presar, como de hecho lo hace Sarton, de la forma más tosca; veamos:

«En comparación con los antiguos, nosotros somos como enanos encaramados a hombros de gigantes.»

Pero, tal como el propio John (de Salisbury) dice en su Me- tcilogicon,3 se puede expresar también de esta manera:

3. Así es cómo aparece, al menos, en la edición del Metálogicon he­cha por C. C. J. Webb, publicada en 1939; lo encontrarás en la p. 136, dice Sarton. Mejor será que tomes nota del número de esa página si quieres localizar el fragmento, que parece haber demostrado poseer cierta tendencia peripatética; me refiero al sentido itinerante del término, y no al filosófico. Pues, en su Introduction to the History of Science (II, 196), Sarton, que de momento sigue siendo mi máxima autoridad por lo que a Bernard se refiere, localiza el pasaje clave en el libro 3, capí­tulo 4 del Metálogicon, pero en The History of Science and the New Humanism, el librito en el que recoge las Conferencias Colvert y que fue publicado en 1931, el mismo año que el segundo volumen de la In­troduction, Sarton invierte la localización del pasaje y dice que se en­cuentra en el libro 4, cap. 3. Como Sarton tenía la manía de leer las pruebas de imprenta de todo lo que escribía, me resulta imposible juz­gar (mientras no salga de mi despacho) cuál de las dos es la correc-

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«Dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos gt- gantium humeris insidentes, ut possimus plura eis et remo­tiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvehimur et extollimur magni­tudine gigantea.»

Notarás que al extraer esa frase sentenciosa de la recia so­lidez de lo que Bernard dijo (o se dice que dijo), se gana algo, pero también se pierde algo. Se gana en tersura: el Aforismo, tan compacto, conquista el interés de quien lo lee o lo escu­cha, y hace que éste sea más capaz de llevarlo consigo y trans­mitírselo a otros. Ésta es una ganancia neta (suponiendo que no sea repetido con tanta frecuencia que acabe perdiendo tan­to interés como sentido, y termine convertido en un cansino tópico). Pero también hay pérdida. Pues Bernard hizo explí­cita esa idea tan singularmente importante que dice que no es necesario que los sucesores sean más brillantes que sus prede­cesores —ni siquiera tan brillantes como ellos—, porque, de todos modos, y siendo como es la acumulación de conocimien­tos, aquéllos pueden saber más y por tanto ver más lejos. Esto se transmite en la versión aforística de forma implícita. Pero, tal como hemos visto, las cosas implícitas no avanzan siempre al mismo ritmo que la frase explícita, a medida que ésta se pone a viajar. Lo que se pierde por completo en el Aforismo es el sentido del respeto presente en la idea, quizá vaga pero de­tectable, que tenía Bernard del modo en que la ciencia proce­de por acumulación, un respeto cuya ausencia creó las condi­ciones necesarias para la gran «Batalla de los Libros» que de­batía en torno a los méritos intelectuales (y de otros tipos) que tenían, relativamente hablando, los Antiguos y los Moder­nos, una batalla que se desencadenó de forma intermitente a lo largo del siglo x v ii y hasta bien entrado el xvm. Pero ésta es una historia completamente distinta, que sólo abordaré cuando haya algo interesante para la figura en la que apare­cen combinados nuestros enanos y nuestros gigantes.

ta. Pero es presumible que encuentres la cita en la p. 136 de la edición que hizo Webb del Metalogicon (obra que, como recordarás sin duda, no es del propio Bernard sino de su alumno John).

[De hecho se encuentra en el libro m , cap. 4, como podrás com­probar si le echas una ojeada al Metalogicus, en Patrologiae Latinae, ed. J. P. Migne, París, 1853.]

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<E XPuedo tomar este hilo de la historia volviendo de nuevo al

siglo XVII. Esta vez voy a ignorar (o eso al menos trataré de hacer) a Burton, Newton y al resto de personas que nos he­mos encontrado antes, para avanzar hacia las zonas más sub­terráneas de las habladurías, folletos y libros polémicos del siglo.

Tomemos por ejemplo el caso de Godfrey Goodman, a cu­yos sermones, según nos cuenta Richard Foster Jones,1 les de­bía John Donne, de forma manifiesta, algunas de las ideas y metáforas que empleó Donne en su An Anatomie of the World: The First Anniversary, publicada en 1611. Tras haber empeza­do su serpenteante carrera con la sinecura del rectorado de Llandyssil, Goodman pasó luego a otra mejor, la de Ysceifiog (cerca de Holywell) hasta que con el tiempo alcanzó su cul­minación como obispo de Gloucester. Entonces, casi como si se hubiera propuesto convertirse en ejemplo metafórico del título de su principal libro, The Fall of Man [La caída del hom­bre], acentuó su tendencia partidaria de Roma hasta que fue derribado por Cromwell, para después terminar, en palabras de Carlyle, como «un miserablemente empobrecido caso de confusión». Este tal Goodman —fue durante un tiempo cape­llán de la reina (no de Isabel I de Inglaterra, por supuesto, pues Goodman era un imberbe de sólo veinte años que aún no se había ordenado cuando ella murió, sino de Ana, la esposa de Jaime I )— expresó de forma sombría la opinión que le me­recía la controversia entre los Antiguos (cuya causa estaba siendo elocuentemente defendida no tanto por los sabios An­tiguos, como por sus abogados del siglo xvn) y los Modernos (cuya causa estaba siendo defendida con la misma elocuencia por otros hombres del siglo xvn). Todo esto lo dijo en su li­bro, titulado apropiadamente The Fall of Maní1· que apareció

1. En su Ancients and Moderns, 1936, p, 26. Como estoy encerrado en mi despacho, tengo que adoptar de momento a Jones, el que fuera catedrático de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Wash­ington, como guía para mis incursiones en el mundo de los panfletis­tas de la Inglaterra del siglo xvn (que, naturalmente, no tienen nada que ver con los panfletistas de la Inglaterra del siglo xix).

2. De hecho, aquí te estoy creando cierta confusión y le hago plena injusticia a la capacidad que tiene Goodman para crear un título capaz de describir realmente el contenido del libro. El título resumido The

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en 1616, el año en que murió Will Shakspere, uno de los Mo­dernos.

El capellán Goodman nos advierte que la figura de los ena­nos y los gigantes tiene doble filo. Ahora parece que puede ser utilizada con la misma eficacia tanto para alabar a los enanos que están encaramados a hombros de los gigantes, como para alabar a los gigantes, sin los cuales no habría ninguna eminen­cia desde la que los hombrecillos pudieran ver mejor y más lejos. El sombrío clérigo que es Goodman detecta la profunda superchería implícita en la figura:

«Pero esta época tan sabia había encontrado una compara­ción, mediante la cual puede parecer que magnificamos a los Antiguos, cuando en realidad e ingeniosamente lo que hacemos es hundirlos hacia abajo, convirtiéndolos en suelas de nuestros zapatos [Goodman tiene razón en este aspecto, que, por lo de­más, parece haber escapado a la observación de todos cuantos nos hemos hasta ahora encontrado metidos en este asunto]; y nos preferimos a nosotros antes que a ellos, y nos alabamos y ensalzamos a nosotros mismos más allá de toda medida [Goodman está siendo aquí un poco tramposo; desde luego, los enanos son así "ensalzados" en el sentido de que están sien­do "encaramados muy arriba", pero un enano, aun en el me­jor de los casos, sigue siendo un tipo poco imponente y nece­sariamente modesto]; por eso se dice que somos como enanos encaramados a hombros de Gigantes, como si pretendiéramos achicarnos a nosotros mismos y suponiendo que todo lo debe­mos al saber y la labor de los Antiguos, gracias a los cuales vemos más lejos que ellos (lo cual significa solamente que pre­ferimos nuestro propio juicio al de ellos): en verdad, en ver­dad es ésta una comparación muy ingeniosa, que ciertamente

Fall of Man sólo se usa, por supuesto, para hacer alusiones concisas a su obra. Pero a fin de obtener una visión más plena de cuál era de hecho el tema sobre el que escribía Goodman, debemos leer el título ampliado, que, en forma completa, es el siguiente, The Fall of Man, or the Corruption of Nature Proued by the light of our naturali Reason, Which being the First Ground and Occasion of our Christian Faith and Religion, may likewise serue for the first step and degree of the natu­ral mans conuersion. First Preached in a Sermon, since enlarged, re­duced to the forme of a treatise, and dedicated to the Queenes most excellent Maiestie. Por Godfrey Goodman, Capellán de su Majestad, Licenciado en Teología, ex miembro del Trinity Colledge de Cambridge y del Saint Peters Colledge de Westminster.

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no ve más que enanos o Gigantes, pues no admite términos medios. Tratemos, no obstante, de examinarla...»3

De esta forma lleva a cabo Goodman su penetrantísimo análisis. Está muy bien, dice, dar por supuesto que los enanos están subidos a una posición muy alta, pero, ¿no deberíamos antes preguntamos cómo consiguen subirse ahí arriba? O, por decirlo con las palabras del propio Goodman, hemos de con­siderar

«en primer lugar de qué modo podrían esos enanos auparse hasta los hombros de los gigantes; ésta es una cuestión muy difícil en la que hasta ahora no había pensado nadie».

Admitirás que el ingenioso Goodman ha vuelto a dar en el clavo. Ninguno de sus predecesores ni sucesores —ni tampoco un sucesor como Newton, que haría una adaptación personal del Aforismo unos sesenta años más tarde—, ha pensado en preguntarse cómo se las pueden arreglar los enanos para lle­gar hasta la eminencia de los gigantes. El Aforismo se limita a dar por supuesto que no hay nada más fácil que trepar has­ta los hombros de los Antiguos. Pero en cuanto nos interroga­mos en torno a este aspecto de la cuestión, no hay duda de que es bastante problemática. Pensemos solamente, a modo de analogía, dice Goodman, que «al excavar la tierra encontramos algunos metales, mientras que otros quedan por descubrir; igual ocurre al leer y estudiar las obras de los padres; de ellas podemos seguir aprendiendo constantemente, y encontrar cada día nuevas vetas en sus escritos...».

Compruebo, no sin desconsuelo, que tengo que estar de acuerdo con esta observación. Y lo que es peor, que me obliga a reconocer una vez más que se me han anticipado. Pues, al igual que otros contemporáneos míos, he afirmado durante mucho tiempo que los escritos de los autores clásicos, sea cual fuere su especialidad, pueden ser objeto de provechosas lec­turas, no una vez, sino muchas, y que cada nueva lectura aña­de nuevas ideas y sugerencias. Está muy lejos de haber que­dado fijado de una vez por todas lo que se puede encontrar en los escritos del pasado, ya que cambia a medida que va cam­biando nuestra sensibilidad intelectual; cuanto más aprende-

3. Esto, y todo lo que sigue, lo encontrarás en la parte III, pá­ginas 361-363 de la Fall de Goodman.

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raos por nuestra propia cuenta, más provecho podemos ex­traer de las nuevas lecturas, hechas a partir de la renovación de nuestros puntos de vista. Como ves, Goodman ha estado peligrosísimamente cerca de anticipar esta sensata idea (aun­que ya habrás notado también que de hecho no llega a dar con la esencia misma de mí idea). Ahora bien, una cosa es averi­guar tardíamente que nuestros descubrimientos habían sido pisados por un gigante de la talla de Newton; la experiencia resulta, de hecho, edificante. Pero otra cosa completamente distinta es comprobar que un enano, como ocurre en el caso de Goodman, puede haberse sacado de la manga, con tres si­glos de antelación, el as de una idea que tantísimo esfuerzo nos ha costado a nosotros. Una cosa así es casi suficiente para provocar una hostilidad motivada en contra de un predecesor.

Pero no hay lugar en mi narración para la acritud, de modo que prefiero volver al segundo de los ataques que dirige Good­man en contra de las implicaciones ocultas de nuestro símil. Supongamos, dice Goodman, que los enanos logran, aunque sea de forma inexplicable, llegar hasta los hombros de los gi­gantes. En este momento se plantea un nuevo problema: ¿cómo pueden mantener esa posición? Lo más probable es que, situados en un lugar tan elevado, acaben mareándose. O, como dice el sombrío clérigo, «es de temer que, viendo un abismo tan enorme, tiendan más bien a sentir vértigo que a ser capaces de juzgar adecuadamente los objetos, y que, confun­didos ante la multiplicidad de la sabiduría de los padres, no puedan sondear la profundidad de su territorio; pues hay que suponer que superando esos Gigantes tan infinitamente a los enanos en estatura y fuerza, difícilmente podrían los enanos igualarles en agudeza y finura visual. [Tras lo cual extrae una conclusión modesta pero tendenciosamente inmersa en un hu­mor propio de enanos.] Yo no puedo permanecer largo tiempo en los hombros de los Gigantes, pues todos los asideros son ahí resbaladizos...».

Tenemos que ser justos con Goodman. Él es el primero en haber visto que el Aforismo convierte a los Antiguos, y de la forma más ingeniosa, en escabeles de los Modernos. Él es el primero en haber visto que el Aforismo elude la cuestión de cómo pueden los enanos llegar hasta la elevada prominencia de los hombros de los Antiguos. Él es el primero que formula la embarazosa pregunta acerca de cómo pueden arreglárselas los enanos, una vez montados ahí arriba, para mantener tan precaria posición. Y, como si no bastara con todas estas suti­

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lezas, él es el primero (al menos el primero de entre los nuevos tradicionalistas de la Inglaterra del siglo xvn) en bosquejar las dolorosas consecuencias que podría tener el hecho de que esos gigantes «tropezasen o cayeran».

Reflexiona sobre el enorme alcance que tiene esta última etapa de la vivaz disección que hace Goodman de nuestro Afo­rismo. Ahí tenemos a este acérrimo partidario del conserva­durismo luchando como siempre contra las implicaciones pro­gresistas, pero dispuesto no obstante a admitir que los gigan­tes pueden a veces haber errado o incluso metido la pata. Pero ahórrate los aplausos que ibas a dedicarle a esta aparente de­mostración de integridad intelectual, esa integridad que con­duce al erudito a extraer las conclusiones ineluctables de su razonamiento, por muy repugnantes que le resulten a él per­sonalmente. Antes de atribuirle a Goodman toda esa supuesta ecuanimidad mostrada por medio de su oxímora imagen del gigante que puede haber tropezado o incluso caído de bruces, fíjate en la forma en que utiliza esta concesión momentánea para fustigar a los enanos modernos por su arrogancia, orgu­llo y rencor. Imaginemos, escribe Goodman,

«que estos gigantes tropezasen o cayeran, pues ay entonces del enano, ay entonces del enano. Mejor será, exclama el enano, que yo les guíe y dirija, y evite sus caídas; si ellos no son ca­paces de sostenerme, ya les sostendré yo a ellos. Esto sí que merece el nombre de presunción...».

De modo que, como puedes ver, cuando el gigante cae en un error, el enano cae en seguida en el pecado. Supongo que lo que Goodman quiere decir es que es posible que, a veces, los Antiguos cometan fallos, pero, en cualquier caso, los Mo­dernos son siempre falibles tanto moral como intelectual­mente.

C XI

Pues bien, no era plausible que esta clase de interpreta­ción del símil, que adscribía intenciones meramente astutas a quienes se creían muy modestos por el hecho de utilizarlo,

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quedara libre de réplicas. Esta partidista lectura del símil he­cha por Goodman fue muy pronto criticada por George Hake- will. Hakewill publicó por vez primera su libro en 1627, y tam­bién llegó a una tercera edición, ampliada, en 1635. (Por cierto, fue en esta última edición en donde Hakewill se anticipó a la teoría de la «igualdad de tiempo» que hoy en día se aplica en la televisión para los programas de discusiones entre políticos. Primero dio a Goodman un amplio espacio para que hiciera sus críticas más sinceras de los argumentos que él mismo, Ha­kewill, había lanzado en las ediciones anteriores de su libro, y luego se proporcionó a sí mismo un espacio más o menos igual para exponer sus respetuosas refutaciones.)

De acuerdo con la inteligente costumbre de la época, el li­bro de Hakewill también tenía un título corto y práctico, cuya forma condensada era An Apologie, y un título descriptivo más largo, que daba más detalles.1

En la «Dedicatoria epistolar» que aparece en su Apologie, Hakewill no se dedica a perder el tiempo. Se lanza inmediata­mente sobre el símil epigramático y niega la extraña interpre­tación que hacen de él personajillos tan sospechosos como Goodman. Así es como ve Hakewill la significación de la fi­gura:

1. Como se me ocurre que quizá quieras conocer estos detalles, te doy el título completo: An Apologie of the Power and Providence of God in the Government of the World. Or an Examination and Censure of the Common Errour Touching Natures Perpetuali and Universali De­cay, Divided into Foure Bookes: Whereof the first treates of this pre­tended decay in generali, together with some preparatives thereunto. The second of the pretended decay of the Heavens and Elements, to­gether with that of the elementary bodies, man only excepted. The third of the pretended decay of mankinde in regard of age and duration, of strenght and stature, of arts and wits. The fourth of this pretended decay in matters of manners, together with a large proofe of the future consummation of the World from the testimony of the Gen­tiles, and the uses which are to draw from the consideration thereof. La modesta firma de la pagina del título dice, simplemente: «Por G. H., doctor en Teología.» Pero los eruditos no han experimentado la menor dificultad a la hora de descubrir la identidad de «the Authour», tal como se describe impersonaîmente a sí mismo en la tercera y úl­tima edición, la de 1635, a la cual añadió «dos libros completos no pu­blicados anteriormente», un par de libros que suman en total 378 pá­ginas, de tamaño folio, y que están dedicados a refutar las críticas lanzadas por aquellos ingenios de su época que se mostraron en desa­cuerdo con una u otra de sus ideas.

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«Pero si les concebimos como Gigantes [se refiere a los An­tiguos], y nos vemos a nosotros como Enanos; si imaginamos que todas las ciencias ya han alcanzado su más cabal perfec­ción, de modo que nos basta con traducir y comentar lo que ellos hicieron; si admiramos e idolatramos tanto a la Antigüe­dad a la que envidiamos y tratamos de emular, mientras des­deñamos y pisoteamos todo lo que nos proporciona la época presente; si dedicamos todo nuestro tiempo y toda nuestra mente a buscar honores para nosotros, a reunir riquezas, a se­guir nuestros placeres, y a esgrimir el filo de nuestro talento los unos contra los otros, no hay duda de que difícilmente po­dremos albergar esperanzas de llegar jamás a aproximarnos a ellos, ni mucho menos a estar a su altura.»

He citado aquí a Hakewill tal como le cita Richard Jones, pues entre los libros que se encuentran en la biblioteca de mi casa no se incluye ninguna de las ediciones de la Apologie de Hakewill. Pero Jones era un erudito serio, y no dudo de que Hakewill lo escribiera exactamente así.2 Por supuesto, es posi­ble que Hakewill dijera muchas más cosas relacionadas con los propósitos que aquí me animan, pero que no tenían que ver con los de Jones, de modo que es probable que me esté perdiendo fragmentos muy interesantes que, sin embargo, ten­drán que esperar otra ocasión, pues quiero mandarte pronto esta carta y no pienso perder el tiempo llevando a cabo una investigación en toda regla.

2. No exactamente. Ahora que he consultado la tercera edición de la Apology de Hakewill, tengo que informarte, lamentándolo muchí­simo, de que mi confianza en la rigurosa erudición de Jones era muy infundada. Su extracto de Hakewill, que con tanta ingenuidad he ci­tado más arriba, está salpicado de muchos errores literales. En dos ocasiones a lo largo de este brevísimo fragmento, Jones transcribe in­correctamente la ortografía de Hakewill, que describe «wee» en lugar de «we», y «neere» en lugar de «near», (He estado a punto de interpo­lar varios sic irónicos [cerrados entre corchetes] para señalarte estos errores. Pero al final he decidido dejar el pasaje tal como lo tomé, ini­cial e inocentemente, de Jones [p. 32].) Hay más ejemplos de esta clase de imprecisiones antieruditas. Jones omite la palabra «of» en la frase «In gathering [o/] riches» y omite el término «one·» en la frase «wits [one] against another». Y, para redondear toda esta chapuza, toma las dos palabras separadas de Hakewill, «an other» y las une hasta formar una sola. Aunque no he dudado ni por un momento de la integridad de Jones, debo decir que ésta es la clase de detalles que hace que vacile la fe que uno ha depositado en un erudito. Es, simplemente, una de­mostración de que no hay nada mejor que acudir directamente a las fuentes.

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■ ♦

[Ha ocurrido lo que me temía. Ahora que ya he visto el texto del propio Hakewill, debo informarte de que mi ambiva­lencia con respecto a Jones ha aumentado. Es cierto que su amable ayuda me ha conducido a muchos autores del siglo xvii que habían tratado del Aforismo. Pero, ¿qué clase de ayuda es la que tiende a confundir? O, por decirlo con menos brutali­dad, ¿qué clase de ayuda es la que hace que me resulte más oscura incluso la procedencia del Aforismo a medida que se cuela en ese siglo de genios? Quizá sea una muestra de desa­gradecimiento por mi parte el que me enfurezca ante lo que podría calificarse de simple pecado de omisión. Pero la mode­ración no es fácil, y menos cuando se enfrenta al rencor.

Aquí te cuento, concentrada, toda esta triste historia. Con toda mi buena fe, yo había referido la cita de Hakewill que hace Jones, añadiendo una levísima sospecha de que pudiera ser que Jones no lo hubiera dicho todo. Pero, a fuer de sincero, no había llegado yo a sospechar siquiera la magnitud de sus omisiones. Compruébalo por ti mismo; así es como introduce Hakewill el pasaje que he citado tomándolo de Jones, en las páginas 2-3 de su Dedicatoria epistolar:

«No creo que todas las Regiones del Mundo, ni todas las épocas de la misma Región, produzcan siempre ingenios de la misma talla: pero creo en cambio (y fíjate bien en lo que aho­ra sigue), con una opinión que no es solamente mía, sino que comparten Escalígero, Vives, Budé, Bodin y otros grandes Clé­rigos, que los ingenios de las épocas más recientes, abonados por la industriosidad, dirigidos por los preceptos, regulados por los métodos, temperados por las dietas, refrescados por los ejercicios, y estimulados por las recompensas, pueden ser igualmente capaces de las más profundas especulaciones; y producir nacimientos tan masculinos y duraderos, como los que hayan dado cualesquiera épocas antiguas. (Y sólo ahora viene el pasaje que cita Jones): Pero si les concebimos como Gigantes, y nos vemos a nosotros como Enanos; si imaginamos (y sigue lo anterior)...»

Tú mismo te habrás fijado ya en la imperdonable omisión cometida por Jones. Aquí aparece Hakewill poniendo en cur­siva, subrayando, la gran deuda que tiene para con «Escalíge-

CE XII

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ro, Vives, Budé, Bodin y otros grandes Clérigos», mientras que Jones se salta alegremente estas frases, de modo que lo que hace es atribuirle a Hakewill lo que Hakewill les atribuye a otros. ¡Y menudos otros! G igantes todos y cada uno de ellos.

El Escalígero en cuestión es, por supuesto, Joseph Justus, conocido en su propia época (1540-1609) como «pozo insonda­ble de erudición» y proclamado más tarde (por biógrafos tales como Jacob Bernays y Tamizey de Larroque) como el primero de los eruditos de todos los tiempos. Es de este inmensamente sabio Escalígero de quien solía decirse, como nos recuerda Aubrey, «que en donde yerra, yerra tan ingeniosamente que a cualquiera le parece preferible errar con él que dar en el blan­co con Clavio».

O, tal como lo dijo George W, Robinson, el que fuera en tiempos secretario de la Graduate School of Arts and Scien­ces en tu Harvard, en su prólogo a la Autobiography of Joseph Scaliger, With Autobiographical Selections from His Letters, His Testament, and the Funeral Orations by Daniel Heinsius and Dominicus Baudius, una obra que, tras un lapso inexpli­cable —y triste— de tres siglos, fue la primera traducción al inglés de estos extraordinarios documentos: «Es posible que no se pueda decidir si Joseph Escalígero debería ser recono­cido como el mayor erudito de la historia, o si tendría que compartir ese honor con Aristóteles; pero de lo que no cabe duda es de su primacía por encima de todos los sabios de los tiempos modernos.» Y ésta es la talla de uno solo de los miem­bros del cuadriunvirato de gigantes que fue borrado por Jones del texto de Hakewill en el que éste reconocía abiertamente su deuda.

De todos modos, el más grande de los Escalígeros que inte­gran la historia de esta principesca y erudita familia, que se extiende a lo largo de mil doscientos años, tuvo la mala for­tuna de ser muy mal tratado, en uno u otro sentido, tanto por sus contemporáneos como por las generaciones posteriores. Tal como dijo de él Heinsio en su oración fúnebre, con una alusión sesgada y parcial a nuestro Aforismo: «Tampoco pa­rece que haya mejor método para que los héroes suban al cielo que el de encaramarse a hombros de los canallas.»

La alusión de Hakewill hace sin duda referencia a este Es­calígero, y «o a su padre, Julio César Escalígero que, según Sarton, fue simplemente uno de los principales eruditos de Francia (y que, como botánico de primera fila, comentó una

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vez cáusticamente que «a los herbolarios de pueblo habría que llamarles más bien verbolarios»).

Œ X lll¿Te has preguntado durante mucho tiempo, como rae ocu­

rre a mí, acerca de la identidad de Clavio (el que aparece en el apotegma citado por Aubrey, cuatro párrafos más arriba)? ¿Has interpretado su nombre como el apellido de la persona que inventó ese instrumento de teclado con cuerdas, que pos­teriormente evolucionó hasta convertirse en el piano (forte)?1

1. Resulta difícil seguir a la muchedumbre y referirse a este glorio­so instrumento, cuyo intérprete puede fácilmente dotar de una expre­sión fuerte o suave, utilizando la palabra amputada: piano. Pianoforte era el término que más adecuado le parecía a Samuel Johnson, y de­bería seguir siéndolo para nosotros. Pues reconocerás de inmediato en este truncamiento, en este apócope, un nuevo ejemplo que añadir al muestrario correspondiente a esa corrupción del lenguaje que Jonathan Swift deploró, de forma anónima en «The Tatler» núm. 230 (fechado el 28 de septiembre de 1710):

«... el Refinamiento, que consiste en pronunciar la primera sílaba de una palabra que tiene muchas, y despreciar las restantes, como en los caso de Phizz [de physiognomy, fisonomía], Hipps [de hypochondria, hipocondría], Mobb [véase nota cap. xliv de esta obra], Pozz [de posi- tire, categórico], Rep [de reputation, reputación], y muchos más, cuan­do ya tenemos un idioma sobrecargado de monosílabos, para deshonra de nuestra lengua. [Qué maravilloso resulta encontrarse por fin con alguien que ya está harto de palabras cortas y habla en defensa de las largas.] Así, nos llenamos la boca con una sílaba, y cortamos el resto, como la lechuza deja a la rata después de haberle comido las patas para evitar que escape; y si éste fuera el mismo motivo que tenemos nosotros para mutilar nuestras palabras, también obtendremos el mis­mo resultado; pues estoy seguro de que ninguna nación querrá to­marlas prestadas. Algunas palabras son partidas de forma recatada, y sólo se quedan a mitad de camino de la perfección, como ocurre con Incog, [de. incognito, incógnito] y Plenipo [de plenipotentiary, pleni­potenciario]: pero pronto, es de esperar, quedarán reducidas a Inc. y Píen. Estas consideraciones me han conducido, de un tiempo a esta parte, a esperar la paz con impaciencia, pues esa paz salvaría la vida de muchas palabras valientes, al igual que la de muchos hombres no menos valerosos. La guerra ha introducido una gran cantidad de poli­sílabos, que no podrán sobrevivir muchas campañas más, Specula- lations, Operations, Preliminaries, Ambassadors, Pallisadoes, Commu­nication, Circumvallation, Battalions’, por ser tan numerosas, si nos

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Si es así, has cometido un grave error: Clavio no tiene rela­ción alguna con el clavicordio (aunque trabajó mucho las ma­temáticas que, como desde Pitágoras sabemos todos, son la clave de la estructura de la música). De hecho, era un jesuíta alemán, el padre Cristóbal Clavio, nacido en Bamberg (!), la misma localidad en donde se encuentra esa catedral del si­glo XII que recoge nuestro Aforismo con un estilo sin prece­dentes. (Pero ya me extenderé sobre este aspecto de la cues­tión más adelante.) Fue el buen sacerdote quien puso en mar­cha la reforma del calendario que, debido a que el pontífice le hizo naturalmente sombra al técnico en astronomía, seguimos empeñados en llamar reforma gregoriana. Nuestro Escalígero tuvo una gran polémica con Clavio en torno a las ventajas del cambio del calendario, por el que sentía la misma antipatía que los matemáticos protestantes. Clavio, por cierto, no llegó nunca a entender las fracciones decimales.

(L XIVAcerca de Vives tendré que contarte muy pronto más co­

sas, pues resulta que ocupa un lugar muy especial en nuestra historia (aunque jamás hubieras podido adivinarlo por culpa del silencio que sobre él le impuso Jones, inexplicablemente, a Hakewill).

CE XVBudé es naturalmente Guillaume Budé, ese cabecilla del

renacimiento francés que le dio a Francisco I la idea de fun­dar el Collège de France y que fue amigo del joven Rabelais años antes de que éste concibiera su novela sobre el gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel.

atacan con excesiva frecuencia en nuestras cafeterías, acabaremos po­niéndolas en fuga cortándoles la cola.»¡¡¡Piano!!!

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C X V I

Y, por fin, Bodin es, desde luego, ese Jean Bodin con quien ambos estaremos de acuerdo. ¿O tienes algún otro candidato, alguien que escribiera antes que este gigante del siglo xvi, para la muy honorífica posición de haber sido el primer hombre que intentó desarrollar una completa filosofía de la historia?

CE XVIIYa ves pues que, ignorando la deuda manifestada por Ha­

kewill en relación con este cuarteto de gigantes, Jones consi­guió durante un tiempo borrar toda huella de su contribución a la difusión del Aforismo. No encuentro la manera de expli­car el comportamiento de Jones. ¿Es posible que fuese incons­cientemente francófono (lo cual sería como la contrapartida de la conocida anglofilia que le animaba)?1 Al fin y al cabo, tres de los cuatro «grandes Clérigos» que Hakewill menciona por su nombre eran franceses de pies a cabeza, y el cuarto, Vives, aunque fuera español (¡el primero que entra en este re­lato!), estudió mucho tiempo en París. En cualquier caso, aho­ra sabemos, a pesar del uso de tácticas de diversión por parte de Jones, que un inglés, Hakewill, tomó la imagen de los gi­gantes y los enanos de las principales luminarias del renaci­miento francés.2

Ahora que he acudido al texto original de Hakewill, puedo comunicarte que tomó, de uno al menos de ellos cuatro, mu­chas más cosas. Pero en lugar de adelantarme a la cronología estricta de mi historia, será mejor que regrese a mi relato de Ip v . t -

1. Sin embargo, Jones debe de haberse enterado de que en Francia organizan mejor estos asuntos.

2. Y, sin embargo, no debemos dar por supuesto que el Aforismo era muy contagioso; no bastaba estar expuesto a él para que se extendiera. Pepys tuvo contactos con el Aforismo, pero debió de quedar inmuni­zado. Con fecha del 4 de febrero de 1666/1667, anota lo siguiente:

_ «Caí en la tentación de leer unas páginas de la Apología de Hake­will, y quedé notablemente convencido de la verdad del dicho según el cual el mundo no envejece, sino que se encuentra en tan buenas con­diciones naturales como siempre.»

Consulta cualquier edición del Diary; en todas dice lo mismo.

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cómo veía yo las cosas cuando, emparedado en mi estudio, no podía saber de Hakewill más que a través de Jones.

C xvm

Jones se refiere a una idea de Hakewill, sin citar sus pala­bras exactas, que resulta más ingeniosa incluso que la de Good­man. [Comprendo que, tras mi larga queja en contra de las fechorías cometidas por Jones, seguramente habrás casi olvi­dado a Godfrey Goodman: es aquel sombrío clérigo que intro­dujo un montón de cambios de tendencia conservadora en el Aforismo.] Resulta, por cierto, que creo que la primera parte de lo que Jones le hace decir a Hakewill es verdad, al menos en principio, y si admites que esto es así, habrá que añadir que la observación de Hakewill no sólo resulta ingeniosa sino también acertada, y tan acertada hoy como lo fue hace tres­cientos años. Hakewill dice, según la paráfrasis de Jones (An­cients and Moderns, página 32) :

«Los hombres de todos los tiempos tienen la misma esta­tura, y no son gigantes ni enanos [con esta parte estoy de acuerdo, al menos en principio], con la diferencia, no obstan­te, de que si los modernos poseyeran la capacidad de estudio, la vigilancia, y el amor a la verdad que caracterizaron a los antiguos, se habrían elevado incluso más arriba gracias a és­tos. Quien afirme que es un gigante que está sentado en los hombros de un gigante no es más que un hombre de estatura competente que apenas si se arrastra por el suelo.»

De este modo recorta Hakewill la estatura de los gigantes hasta dejarla en una talla media, y, de paso, reorganiza todo el símil. Pues, por supuesto, al menos alguno de los escritores que, en lo que el John Parkinson1 del siglo xvn llamó «los tiempos intermedios», inventaron y transmitieron esta figura, pensaban que los gigantes representaban la acumulación de los saberes del pasado, y no tenían nada que ver con la talla intelectual de los hombres que, uno por uno, acumularon con­

1. Que no hay que confundir con el descubridor de la Ley de Par­kinson; este último apareció posteriormente.

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juntamente esos conocimientos. Pero como Hakewill está en­zarzado en una polémica —y espero que recuerdes lo que Hoo­ke, Newton y yo hemos opinado acerca de los efectos distor- sionadores que tienen estas controversias públicas para la ciencia y la erudición—, adapta el persistente símil a sus fines polémicos personales y, curiosamente, consigue extraer al final de todo eso una nueva verdad. Porque no existen en realidad pruebas de que la calidad de las mentes haya mejorado en gran medida, o se haya deteriorado significativamente, en el curso de los dos o tres últimos milenios.2 En este sentido, la sobredeterminada distorsión que introduce Hakewill en el sig­nificado que poseía anteriormente la figura le ha conducido a una idea válida. No puedo asegurar, ya que no tengo su libro por aquí, si Hakewill admite que esto no supone decir que to­das las mentes están a la par, sino que la distribución estadís­tica de las gentes de diversos grados y calidades es, en su opi­nión y también ahora en la mía, prácticamente igual en todas las épocas culturales.3 Por supuesto, la distribución estadís­tica —es decir, el porcentaje de cada tipo de mente que sé puede hallar en un período determinado— no es lo único qué importa, sobre todo por lo que se refiere a cómo afecta a las tasas de desarrollo cultural. Pues en este terreno importa mu­cho no tanto su distribución relativa como el número absoluto de mentes. Es un aspecto obvio, pero que suele olvidarse con facilidad. Los más de tres mil millones de seres humanos que es de temer que habiten pronto el planeta son notablemente más numerosos que el medio millón de habitantes que se cal­cula para mediados del siglo xvn (por no remontarnos a siglos muy anteriores, para los cuales los cálculos son muchísimo más estimativos). Si en todos los períodos aparece el mismo porcentaje de cerebros ingeniosos, significaría que hay ahora un número muchísimo mayor de grandes talentos que en épo­cas anteriores. Y, por supuesto, lo que determina la tasa de crecimiento intelectual de una época es el número absoluto de

2. Debería confesar, no obstante, que la obra meticulosa e ima­ginativa de S. L. Washburn y J. N. Spuhler en donde se analiza ese viejo dogma que dice que «el organismo humano ha permanecido esen­cialmente estático desde que nació la cultura», pasa luego a pregun­tarse si las cosas son en realidad asi, y acaba llegando a la conclusión de que no. Pero en el lapso de tiempo al que debía de referirse Hake- wili, el hombre entendido como organismo no puede haber cambiado apenas.

3. Ahora que he mirado su libro ya puedo asegurar que así es.

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mentes que son capaces, están dispuestas y tienen posibilida­des de trabajar. (Algún día, cuando haga una excursión por mi biblioteca, buscaré el libro de Hakewill para ver si me ha pla­giado en esto de forma tan descarada como Newton me plagió la otra idea.)

CE XIX

Ahora que ya he leído a Hakewill, compruebo que sí me plagió, y despiadadamente. Pero esto carece de importancia en comparación con las otras cosas que he encontrado. No es que la paráfrasis de Jones, en la que tanto confié, no llegue a poder compararse con la feliz expresión del original; no le pido a Jones que alcance tan elevados niveles, pues, al fin y al cabo, ¿qué profesor actual puede aspirar a rivalizar siquiera con una prosa tan elegante? Pero sí puedo, sin duda, exigirle que pro­cure que su paráfrasis registre fielmente la genealogía de las ideas tal como éstas aparecen en el texto original. En lugar de eso, y por un delito singular de omisión, Jones vuelve a atri­buirle a Hakewill lo que Hakewill le atribuye a otro. Toma nota de lo que queda omitido en la versión que da Jones cuan­do, volviendo atrás en mi texto y leyendo luego la continua­ción, compares detenidamente las dos cosas. Aquí tienes a Hakewill, con toda su honestidad, toda su franqueza y todas sus palabras:

«Además, las infinitas y rencorosas controversias entre Cris­tianos sobre asuntos de Religión desde la infancia hasta los tiempos actuales, no sólo, sin duda alguna, obstaculizaron en cierto grado el avance y el progreso de las otras Ciencias, sino que también propalaron la vana opinión, según la cual, todas las Artes ya habían alcanzado la plenitud de su perfección, de manera que nada podía serles añadido, y que sus Fundadores eran Gigantes, más que hombres, si comparábamos su ingenio con el nuestro, y nosotros auténticos enanos,1 hundidos por de­bajo del nivel de la especie en comparación con ellos. Sed non est ita, dijo Ludovicus Vives, nec nos sumus nani, nec iUi homi-

1. Seguramente no se te habrá escapado el matiz que introduce Ha­kewill, que escribe Gigantes con «G» mayúscula, y enanos con una «e» minúscula.

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nes Gigantes, sed. omnes ejusdem staturae, quidem nos altius erecti eorum beneficio, maneat modo in nobis quod in illis, studium, attentio animi, vigilanti et amor veri, quae si absint, jam non sumus nani, sed homines justae Magnitudinis humi prostrati. No es así: ni nosotros somos Enanos,2 ni ellos Gi­gantes, sino todos de igual estatura, o más bien nosotros un poco más altos, porque gracias a ellos nos hemos elevado, con la sola condición de que exista en nosotros la misma intención de espíritu, vigilancia de mente, y amor a la verdad: pues si todo esto faltase, entonces no somos tanto enanos como hom­bres perfectamente crecidos, pero tendidos en el suelo.»3

¿Por dónde tendría que empezar a sondear las profundas ideas contenidas en estas palabras? Dejo de lado todas las cuestiones periféricas, aunque cada tana de ellas reclama con derecho nuestra atención, y avanzo directamente hacia el meo­llo del asunto. Tal como dice él mismo con la mayor claridad, Hakewill tomó directamente de Vives esa importante idea, se­gún la cual, los conjuntos de hombres son iguales en todas las épocas: y cita (a veces mal, pero no nos metamos en ese terre­no) el original latino de Vives, y a continuación, para aquellos de nosotros que apenas tenemos conocimiento del latín, tra­duce de inmediato ese texto. Sin embargo, en la paráfrasis de Jones no hay ni el más mínimo indicio de todo esto. Si hubié­semos seguido fiándonos de él sólo hubiéramos podido supo­ner, como de hecho supuse yo, que el origen de esta idea se encontraba en el propio Hakewill. No obstante, tal como él mismo anuncia sinceramente, la idea procede de aquel gigan­te que se llamaba Vives.

IE XXA pesar mío, he contenido mis deseos de dedicarme un

rato a los antepasados de Hakewill, Escalígero, Budé y Bodin,

2. En este punto se echa a perder la hipótesis que había lanzado yo en la anterior nota a pie de página respecto a la sutileza de esa «e» minúscula para «enanos».

3. Para este fragmento, te sugiero que vayas directamente al li­bro ni, cap. 6, sección 1, pp. 257-258, de la Apologie de Hakewill, en lu­gar de acudir al útil, pero no del todo fiable, Jones.

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a fin de no apartarme del camino principal de esta investiga­ción en torno a la compleja historia del Aforismo, pero tengo que hacer una pausa, aunque sólo sea momentánea, para re­novar y ampliar nuestros conocimientos acerca de Johannes Ludovicus Vives (o, en la lengua vernácula que tanto amaba él, Juan Luis Vives). Porque al pasar silenciosamente por alto a Vives en su paráfrasis de Hakewill, Jones hacía algo más que perpetuar el concienzudo olvido en que tuvieron a Vives varias generaciones de eruditos por otro lado perceptivos. Vuestro mismo George Ticknor, quien, antes de que fuera rele­vado en su cátedra de idiomas y literatura modernos por Long­fellow, llegó a acusar a vuestra universidad de Harvard de no ser «ni una universidad —como nosotros la llamamos— ni una respetable escuela de segunda enseñanza —que es lo que de­bería ser—» y quien se las arregló, además, para inaugurar un sistema de facultades que sólo más tarde sería desarrollado completamente por Eliot, el sobrino de su esposa, no men­ciona siquiera a Vives en su History of Spanish Literature, aunque este análisis fue sin duda el más amplio estudio eru­dito de todas las ramas de las letras españolas escrito en su época, e incomparablemente superior a las obras de Bouter- welc y Sismondi. Ni se dice tampoco una sola palabra acerca de Vives en el magistral Idea of Progress de J. B. Bury, pese a que Vives fue, como otros antes de mí ya han dicho, el an­tecedente español de lo que fue luego Francis Bacon (a quien sí presta mucha atención, como debía ser, Bury).

Aquello con lo que se conformaron Ticknor, Bury y Jones no es, sin embargo, suficiente para que yo me conforme. No puedo ignorar a Vives. Ni siquiera hubiera podido ignorarle si no hubiese sido un eslabón esencial en la transmisión del Afo­rismo hasta Hakewill (y otros innumerables autores). Porque Vives tiene derecho a reclamar nuestra atención por otra cosa mucho más importante que, además, le hace digno de fama in­mortal. Para no andarme con rodeos: 1 ¡Vives se adelantó a la hipótesis de Hooke-Newton-Merton (o lo que nos hemos acos­tumbrado a llamar el «principio de avivar las brasas»)! Es

1. [En el original: «.Ίο make no bones about it», que literalmente significa «Para no hacer huesos en torno a eso», en donde hay una re­ferencia a los huesos que se echan al caldo o al cocido. Esto aclara la nota que sigue. —N. del í.] Al adoptar esta extraña figura culinaria, te pido solamente que actúes como un cocinero prudente, que evita dejar huesos en la sopa, pues semejantes huesos serían un obstáculo que impediría tragarla con facilidad.

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más, Vives hace un epítome de esta hipótesis en la misma obra en la que incluye el Aforismo, el de Causis Corruptarum Ar­tium (es decir Causas de la Corrupción de las Artes Liberales),2 y formula la hipótesis en el curso de la misma clase de invec­tiva polémica que él mismo deplora (con lo cual nos propor­ciona otra muestra de una doctrina que constituye un ejemplo de lo que ella misma predica):

«Cuando llega el niño a la escuela, se le pide inmediata­mente que dispute; el primer día mismo, se le enseña en se­guida a porfiar, aunque apenas si es capaz todavía de hablar... Estos principiantes acostumbran a no guardar nunca silencio, a afirmar con aplomo todo lo que se les ocurre, por si acaso corrieran el peligro de que se les hiciera callar. Ni basta tam­poco con una disputa al día, ni con dos, como ocurre con las comidas. Porfían en el desayuno; porfían después de desayu­nar; porfían cuando cenan; siguen porfiando después de ce­nar. Porfían bajo techo; porfían al aire libre. En las comidas, en el baño, en el gimnasio, en el templo, en la ciudad, en el campo, en público, en privado, en cualquier lugar, en cual­quier momento, siempre están porfiando.»3

Esta entrega monomaníaca a las porfías de esos chicos ig­norantes no es más que el preludio de esa pasión por las polé­micas públicas propias de los sabios, la cual da como resul­tado costumbres tan viles y odiosas como éstas :

«Hay una condescendencia hacia el público, como si se tra­tase del público del teatro, a quien no satisface el hombre

2. No he podido tomar en mis manos la primera edición, de 1531, del De Causis, sino que he tenido que conformarme con la versión que aparece en Ludovicus Vivus [sencillamente así], Opera Omnia, Basil [sencillamente así], 1555.

3. Aunque otros podrían confundirles, tú, por supuesto, no confun­dirás a estos tipos tan discutidores con los wranglers, en el sentido harvardiano de los alumnos que han obtenido la máxima calificación en los exámenes finales de Matemáticas de esa Universidad, ni tampoco con los wranglers en el sentido que esta palabra tiene corrientemente en el Oeste de los Estados Unidos, a saber las personas que están en­cargadas de una reata de caballos o ponies en el monte. Tú recono­cerás más bien en estas reiteraciones de Vives una admonición implícita del presocrático Pródico, a la que hace referencia el Protágoras de Pla­tón, 337a, el cual les ruega a «Protágoras y Sócrates que atiendan nues­tra súplica; que en lugar de disputar, discutan; pues los amigos dis­cuten con los amigos llevados de buena voluntad [tal como tú y yo ha­cemos], mientras que sólo los adversarios y enemigos disputan».

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mejor sino el mejor actor. Pues los oyentes no pueden opinar acerca de lo que no saben. De ahí que la disensión sea recibida por el auditorio con grandes aplausos,4 pues no hay ningún espectáculo que les guste tanto como una pelea.»

Como puedes comprobar, esta clase de cosas tenía ya una larga vida mucho antes de que fuesen instituidas de nuevo por los directores de los programas de debate público televi­sado.

Vives aportó innovaciones en todos los terrenos. Fue prác­ticamente el padre (remoto) de la psicología experimental, y creó un método que permitía enjuiciar el carácter y la capa­cidad intelectual de los niños, por el sistema que él llamó el «juicio de los ingenios», que dio lugar, a su vez, en 1557, al Examen de Ingenios para las Ciencias5 de Juan Huarte, que ahora bautizaríamos con el nombre de Tests Educativos.

Un hombre tan versátil como Vives tenía por fuerza que imprimirle su propio sello al Aforismo. Le arranca todos sus excesos de humildad y egoísmo, y lo hace comentando que «me parece un símil falso y demasiado indulgente, el que adop­tan algunos autores [esto sirve de paso para informamos de que, ya en 1531, el símil tenía amplia difusión], a quienes les parece muy ingenioso y adecuado, y que dice que nosotros somos, en comparación con nuestros antepasados, como ena­nos sobre los hombros de gigantes». No es así, como nos re­cuerdan Vives y su seguidor Hakewill, porque todos tenemos

4. Probablemente arden en deseos de recordarme que Bacon, en el aforismo lxxvii de su Novum Organum, recogió y adaptó esa misma idea acerca de la facilidad con que se capta la atención del populacho por medio de ese argumento ad captandum del general ateniense in­mortalizado por Plutarco: «Podemos, pues, perfectamente trasladar de los asuntos morales a los intelectuales el dicho de Foción, según el cual, si una multitud asiente y aplaude sería conveniente examinarse hasta averiguar cuál es la falta o el error que se ha cometido.» De este sabio proverbio greco-inglés infiero, en una vena personalísima, que tanto tú como yo deberíamos desear fervientemente que jamás le que­pa a una de nuestras obras la sintomática deshonra de aparecer en las listas de libros más vendidos.

5. Como es posible que quieras consultar directamente la obra de Huarte, te he señalado su título original. De hecho, visto el trauma que me ha producido Jones gracias a su versión de Hakewill, será mejor que acudas al original de Huarte, pues la traducción inglesa, de Ri­chard Carew, titulada Examination of Men’s Wits, no fue hecha direc­tamente del texto original sino de la traducción que hizo al italiano, en 1582, Camillo Camilli. Hay ahí, pues, un doble riesgo: traduttore, traditore.

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la misma estatura, y la única diferencia es que los últimos en llegar se aprovechan del legado que les dejan sus antecesores. De modo que ya ves que fue un hombre del siglo xx, Jones, quien, en efecto, adjudicó a un autor del siglo xvil, Hakewill, un supuesto plagio de un autor del siglo xvi, Vives.

ΠXXI

Hablando de plagios, reales o imaginarios, y volviendo al siglo xvil y, en particular, a Hakewill, es evidente que tuvo problemas para hacer frente a la publicación por cuenta ajena de ideas muy parecidas a las suyas. O, al menos, eso creía él firmemente. Cuando se puso a escribir una nueva edición de su Apologie —no me refiero a aquella a la que añadió 378 pá­ginas in folio de letra impresa—, fueron muchas las cosas que creyó que tenía que decir sobre un perusino que se llamaba Secondo Lancellotti. (No tengo ni idea de por dónde puede an­dar el Primo Lancellotti, pero seguro que también rondaba cerca.) Este segundo Lancellotti publicó en 1627, el mismo año en el que apareció la Apologie de Hakewill, un libro de título sensatamente breve, L’Hoggidi Overo II Mondo Non Peggiore ne piu Calamitoso del passato} En el libro que lleva tan mag­níficamente comedido título, Lancellotti, en opinión de Hake­will, se las arregló para decir casi todo lo que el propio Ha­kewill había dicho en su estrictamente contemporánea Apo­logie. Para demostrarlo, Hakewill adopta el antiquísimo mé­todo —nadie sabe dónde empezó— consistente en establecer un estrecho paralelismo entre su texto y el de Lancellotti. Tra-

1. Así es, al menos, como lo escribe Jones; no hay aquí aféresis al­guna. La «H » inicial de «Hoggidi» era probablemente aspirada enton­ces, tal como ahora en Perugia y sus alrededores, aunque no sé si estaba sometida a una ambivalencia de tipo cockney, es decir si se suprime cuando habría que aspirarla marcadamente o se pronuncia cuando habría que ignorarla. Sea como fuere, así es cómo lo escribe mi autoridad, Jones, y yo me limito a imitarle. En lo que se refiere al dialecto cockney, a su origen y las circunstancias de su florecimiento, sólo sé, gracias a Partridge, que hay una buena relación de estas cues­tiones en su libro Slang To-day and Tomorrow: a Study and a His- tory. Pero también este volumen falta, misteriosamente, de la biblio­teca que tengo en casa, de modo que tendré que dejar este asunto a un lado.

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L HOGGIDIO V E R O

IL MONDO NON PEGGIOREne più calamitofo del paíTato.

DEL P. D. SEC O N DO L ANCELLOTl Da Pcrugu Abate Olmetano.

A c c a d e m ic o I n f e n f a t o , A f f i d a t o , & H u m o r i f t a ,

A L L A S A N T I T A ’ D I N . S.

APA VRBANO VIII·Quarta Impreiîîone.

C O N L Í C E N Z A D E ' SVP. E T P R I V I L E G I O .

IN V EN ETIA , M DC X X X V IL AppreiTo gli Guerigli.

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duce los títulos de todos los capítulos de Lancellotti a fin de que «se vea cómo en cuantísimas cuestiones concuerda con­migo». Por lo que puedo deducir, el inglés encuentra consuelo al mostrar esta múltiple coincidencia entre su obra y la del italiano; no se queja porque otro le haya pisado sus ideas, o casi. Debido a que había sido blanco del fuego cruzado de sus enemigos durante los ocho años que transcurrieron entre la primera y la tercera edición de la Apologie, Hakewill busca apoyo moral para sus opiniones, lo encuentra en la coinciden­cia con las opiniones de Lancellotti, y paga alegremente el precio de abandonar toda reclamación de prioridad y origina­lidad para su propio pensamiento.2 Es evidente que incluso los eruditos (como mínimo, los del siglo x v ii ) pueden llegar a asustarse tanto que no les importa poner cualquier otra cosa por delante del reconocimiento público de la originalidad de sus ideas.

ff xxiiPero no llegan a ceder del todo. Profundamente herido por

el saqueo al por mayor al que fueron sometidos tanto el mé­todo como la sustancia de su tratado, Hakewill protesta a voz

2. Los datos esenciales de la historia Hakewill-Lancelotti habían sido recogidos por mí del libro de Jones, en unos momentos en los cuales me encontraba todavía cómodamente instalado en mi despacho. Ahora que ya he leído y releído escrupulosamente todas y cada una de las pá­ginas de ese prolijo libro, me encuentro hundido en un estado de agu­da perplejidad. El volumen, incluyendo los dos libros añadidos en la tercera edición, no contiene la más mínima referencia a la historia contada por Jones y que yo te he contado con la mayor fidelidad po­sible. Como máximo, aparecen un par de miserables alusiones sólo re­motamente pertinentes: una a «Lancellot» y otra a «secundo Lancellot­ti». Y sin embargo, tan detallado es el relato de Jones que no me sien­to con fuerzas para expurgarlo. Al fin y al cabo, se non è vero, è molto ben trovato (o, como hubiera podido decir Hakewill, si no es cierto, está muy bien inventado). De acuerdo con los sentimientos de expiación que me inspira mi vicario pecado de innovación, quiero pro­porcionarte la portada del libro de Secondo Lancellotti, que sí existe.*

* Pero si hubiese visto la segunda edición de Hakewill en lugar de la tercera, y si hubiese estudiado las 64 páginas de Advertencias que aparecen al final, no hubiese acusado sin motivos a Jones de mi faux pas. Lo repito: mea culpa.

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en grito en su «Advertencia al Lector ocasionada por esta ter­cera impresión». Evidentemente, Hakewill era capaz de enca­jar estas cosas sólo hasta cierto punto, pasado el cual sintió el impulso de contraatacar. Ese al menos parece el sentido que tiene el anuncio que hace en la Advertencia acerca del he­cho que, desde la segunda edición de su libro, «han ocurrido ciertas cosas que no puedo silenciar». Y rompe su silencio con un auténtico estampido, identifica al ladrón con abrumador desdén, y describe el latrocinio con mortal precisión:

«Hace aproximadamente dos años llegó a mi poder un li- brito, titulado De Naturae constantia,..1 Su autor se llama a sí mismo Ihonnes Ionstonus, polaco. Hojeé este libro tan pron­to como lo recibí, y comprobé en seguida que era poca cosa más que una traducción del mío, resumido y con menor al­cance; pero el método es mío, los argumentos míos, las auto­ridades mías, los ejemplos míos, aunque hasta tal punto lo presenta mutilado y castrado, que no ha sido capaz de conser­var ni la fuerza de mis argumentos ni el aspecto de mi dis­curso...»

No me interesa resolver la cuestión de si es cierto o no que ese nombre que se llama a sí mismo «John Johnstone, po­laco» robó y resumió en realidad la prolija, sentenciosa e in­soportablemente aburrida sustancia de la noble prosa isabe- lina de Hakewill. Sea cual fuere la verdad sobre esa acusa­ción, es muy típico de la época acusar a otros, o ser acusado por otros, de plagio. ¿Recuerdas a alguna persona importante de esa época tan enérgica2 que saliera incólume, como víctima

1. Como erudito, no te sentirás, por supuesto, satisfecho con este breve título, para este libro en el cual J o h n s t o n e comete un delito de hurto literario a gran escala. Aquí, pues, tienes el título completo: De Nataurae constantia, seu Diatribe in qua posteriorum temporum cum prioribus collationem, mundum nec ratione suipsius, nec ratione partium, universaliter et Perpetuo in pejus ruere ostenditur. Por si no te animas a circular por las páginas del tortuoso latín de Johnstone, puedes leer la traducción inglesa de J. Rowland, publicada en 1657: An history of the constancy of nature, de la que se encuentran ejem­plares sueltos en vuestra incomparable biblioteca de Harvard, en las bibliotecas de la Universidad de California de Berkeley y de Los An­geles, en la biblioteca de la Universidad de Pennsylvania y —lo cual resulta maravilloso— en la Biblioteca Pública de Detroit.2. No sólo fueron sometidos a esta acusación los contemporáneos. Observa, por ejemplo, de qué manera el autor de esa inolvidáblé me­táfora meteorológica sobre el «clima de opinión», Joseph Gla n v il l , u n

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o como supuesto ejecutor de algún robo literario o científico, que no haya sisado o sido objeto de sisa? Yo no recuerdo a nadie.

En aquellos tiempos no había prácticamente nadie que es­tuviera a salvo de las acusaciones y contraacusaciones de pi­llaje. Incluso ese venerable hijo de calderero que se llamaba John Bunyan no se libró de ellas (lo cual le condujo a escribir esta defensa versificada en el prólogo de su Holy War) :

«Hay quienes dicen que el Pilgrim’s Progress [Viaje delPeregrino] no es mío,

Con lo que insinúan que yo querría brillar En nombre y fama por lo que hizo otro,A la manera de quienes se enriquecen robando a su hermano.

O que tanto me gusta ser padre,Que quisiera engendrar bastardos, y hasta, si hiciera falta, Que soy capaz de mentir en letra impresa por obtener aplauso. Desprecio todo eso; John no ha vuelto a ser esa basura Desde que Dios le convirtió. Baste eso Para mostrar por qué de mi Peregrino me llamo autor.

Salió de mi propio corazón, y también de mi cabeza,Y de ahí fue manando gota a gota por mis dedos;De ahí a mi pluma, de donde de inmediatoY pulcramente sobre el papel goteó.

Manera y materia fueron también sólo mías;Ni fueron por mortal alguno conocidas,Hasta que las hice. Ni tampoco entonces añadió nadie

teólogo del siglo xvii, de qué manera digo, ataca la persona del filó­sofo por excelencia: «...en ausencia de este Arte [el de la imprenta], nada más fácil para un tal Aristóteles que destruir los considerables Restos de los Antiguos, aquellos que cayeron en sus manos gracias a la importancia de su gran Erudición; pues de él se dice, por increíble que parezca, que hizo todo lo posible por procurarse para sí mismo la mayor fama: llegando en ello a ocultar sus robos, y a tratar injurio­samente a los Sabios más venerables, a los que, con gran placer, con­tradice y delata, tal como he demostrado en otro lugar». Encontrarás esta doble acusación de robo y falsificación en Glanvill, Essays on Se­veral Important Subjects in Philosophy and Religion. Londres: Impreso por J.D. para John Baker, en Three Pidgeons, y Henry Mortlock, en Phoenix en St. Pauls Church-Yard, 1976, pp. 31-32.

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Con libros, con ingenio, de palabra o a mano o pluma,Ni cinco palabras a las mías, ni escribió nadie medio verso Añadido; todo él, con todos sus detalles, mío es.»3

No me incumbe a mí el terciar en una polémica en la que he tropezado cuando mi único objetivo era el de encontrar los antecedentes del Aforismo de Newton. Debo, sin embargo, de­cir que cualquier clase de acusación de plagio que sea lanzada en contra de un hombre tan grande y bueno, y tan ingenioso, me parece, de entrada, increíble. ¿Podemos imaginarnos a este hombre, grave y sereno de expresión, «de frente bastante an­cha y vestido siempre con modestia», dedicándose a robarle prolíficamente su parábola a otro escritor, sobre todo si re­cordamos que este mismo hombre, con una inocencia de hom­bre anterior a la Caída, llegó a confesar con notable maso­quismo que los cuatro principales pecados de su juventud fueron su afición al baile, a jugar al tipcat,4 a hacer repicar

3. Es evidente que, pese a sus protestas, John se condena a sí mis­mo en los tres últimos versos de su defensa, pues contienen un eco tanto del estilo como, en parte, de la materia prima, de Ornar Kha- yam. Así, podrás comprobarlo con sólo recordar la Estrofa 71 de la in­mortal traducción en paráfrasis que hizo Fitzgerald del Rubayat:

«El Agil Dedo escribe, y habiendo escrito,Sigue adelante: ni toda vuestra Piedad ni Ingenio Podrán convencerle para que tache ni medio Verso,Ni todas vuestras Lágrimas borrarán ni una sola Palabra.»

Fíjate bien en las señales delatoras: «habiendo escrito» en un texto, y «escribió» en el otro; «ingenio» en los dos; y además, y esto es lo más significativo, ese «medio verso» idéntico en ambos poemas y situado en los dos al final del penúltimo verso. ¿Hubo alguna vez pruebas más claras que éstas? ¿O habría que decir que las cosas son justamente al revés? Es evidente que John no pudo copiar a Ornar ya que el Rubayat no fue conocido en Occidente hasta la mágica fecha de 1859, que es cuando se publicó la maravillosa e imaginativa traducción de Edward Fitzgerald. ¿No deberíamos por lo tanto saltar en defensa de John con­tra esta nueva acusación de plagio, e imaginar más bien que fueron sus versos los que, de modo criptomnésico, actuaron en la memoria sub­consciente de Fitzgerald? ¿O nos encontramos quizá con un nuevo caso de múltiple invención independiente en el terreno de la poesía?

4. [Juego en el que uno de los jugadores golpea con un bate una es­taquilla ahuesada hacia arriba, para golpearla de nuevo mientras está en el aire para alejarla lo más posible, mientras que el resto de juga­dores se dedican a tratar de atraparla. —N. del £,] Jamás supuse, cuan­do de pequeño jugaba al tipcat en las estrechas calles de Filadelfia, que pudiera estar dedicándome a un pasatiempo rural que había sido practicado durante siglos en el reino de Inglaterra, ni mucho menos que jugar a esto fuera pecado. Cada vez que golpeaba el cat* (o tip-

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las campanas de su parroquia, y el haber leído la historia de Bevis de Southampton, obra que él consideraba como perte­neciente al género novelístico?5 La propia acusación es un ab­surdo que se delata a sí mismo como tal.

Y lo que ocurre en el caso de John Bunyan se repite en muchos, muchísimos, de sus contemporáneos: todos eran blan­co, y a menudo blanco inocente, de diversas acusaciones ca­lumniosas de plagio. El calendario de esas acusaciones está tan repleto que no puedo poner aquí su lista completa, mientras que, por otro lado, las acusaciones son demasiado repugnantes para que me apetezca volver a escudriñarlas ahora; sin em­bargo, como historiador que tiene el compromiso de registrar incluso las verdades más despreciables, no puedo pasarlas completamente por alto. De modo que diré que Arago afirma, acerca de la observación de Descartes según la cual «la tierra no difiere del sol en ningún aspecto, excepto que es más pe­queña», que «Leibniz otorgó a esta hipótesis el honor de atri­buírsela a sí mismo». John Wallis, a su vez, acusa a «este tal Descartes [de] haber recibido en la geometría muchas luces de nuestro Oughtred y nuestro Harriot, y haber seguido sus huellas aunque cuidando mucho de tachar cuidadosamente sus nombres». Dando una vuelta más de tuerca, John Aubrey dice, a su vez, hablando del indignado acusador John Wallis:

«Ambiciona tanto la gloria que roba las plumas de los otros para adornar su propio sombrero; por ejemplo, permanece

cat) con un bate, a fin de hacer que se elevara en preparación para el segundo golpe que lo lanzaría lo más lejos posible, yo creía no hacer otra cosa que entretenerme de la forma más inocente, al mismo tiem­po que demostraba mi fuerza y mi destreza. Ahora que ya estoy mejor informado, sigo pensando que mi yo infantil no merecería condenación alguna; a diferencia de ese pecador que fue Bunyan, jamás, en aquellos tempranos días, llegué al extremo de ponerme a leer la historia de Bevis.

* [Cat significa «gato», pero también es el nombre de la estaquilla con la que se juega al « tip-cat». —N. ctel í.] De pequeño no era todavía tan ailurófilo como en épocas posteriores. De todos modos, era un niño sensato, poco propenso a golpear a ese cuadrúpedo carnívoro cuyo nombre específico es el de Felis domesticus. No, el cat al que yo gol­peaba era un cat de madera, un pedacito de madera ahusado en sus ex­tremos que, tras recibir el segundo impacto del bate, salía disparado muy lejos si sabías darle un buen golpe de costado.

5. Romance popular en verso, de comienzos del siglo xiv, que cuen­ta las aventuras de Bevis, un héroe cristiano. (N. del t.)

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atento a lo que dicen Sir Christopher Wren, Mr. Robert Hooke, el doctor William Holder, etc.; toma apuntes de sus conceptos en su Cuaderno, y luego Io imprime, sin reconocer lo que debe a los Autores. Y esto lo hace frecuentemente, tanto, que ellos se quejan. [Y ahora viene la circunstancia atenuante:] Pero aunque les hace daño a los Inventores, le hace un bien al Sa­ber, pues publica los conceptos más curiosos, muchos de los cuales su propio autor (especialmente Sir Christopher Wren) jamás se tomaría la molestia de escribir.»

Descartes, Leibniz y Wallis, Wren, Hooke y Holder (y po­dría añadir también a Flamsteed, Newton y Hailey, y a Pascal, Cassini y Fabri) no son más que un reducido número de los muchísimos autores que fueron tanto víctimas de plagio como acusados de haberlo cometido. Las cosas llegaron a tales ex­tremos que Robert Boyle publicó, en 1688, una larga Adver­tencia en la que anuncia cómo piensa defenderse de esta epi­demia de cleptomanía. En tercera persona, y con notable de­sánimo, dice de sí mismo que varios escritores han tenido el valor, .

«tanto antiguamente como en fechas más recientes, de usur­parle muchísimas cosas de las que ellos no eran autores; transcribiendo unas veces este o aquel detalle de su libro en el de ellos, o transfiriendo otras series enteras de experimen­tos, y hasta los razonamientos que los acompañan, quizá lige­ramente abreviados o disfrazados por otros procedimientos.Y esto lo hacen sin dar siquiera el nombre de su verdadero autor, o nombrándole de forma casual, o en tono reflexivo, atribuyéndole sólo una parte reducidísima de lo que tomaron de él. No sería en absoluto difícil dar ejemplos concretos de estas diversas clases de plagiarios: y así se hará, si se esti­mara adecuado y deseable».

Y de esta manera, Boyle decide, a fin de actuar en defensa propia, «escribir en hojas sueltas, y demás papeles, para que, ignorando la coherencia, los ladrones piensen que no vale la pena robar nada».*5 Con todo esto, habrás podido comprobar

6. En caso de que desees leer completa la acusación de Boyle, bas­tante amplia por cierto, será suficiente con que abras el primero de los seis maravillosos volúmenes in folio que llevan por título The Works of the Honourable Robert Boyle, antecedidas por The Life of the Author, por J. Bir c h , Londres, 1772, pp. cxxv-cxxviii, cxxii-cxxiv.

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sin duda que Hakewill no era el único que hacía públicas sus quejas en contra de los usurpadores de la época.

c xxmTodo esto en cuanto a Hakewill y los plagios; volvamos,

otra vez, al símil de los gigantes y los enanos. Es posible que recuerdes que conjeturé que Newton tomó esta figura de Bur­ton, y creo que tendría que decirte que empiezo a dudar de esa deducción. No me reafirma tampoco en ella el hecho de qué ahora haya descubierto que ese incomparable erudito que era George Sarton dedujo más o menos lo mismo, mucho antes de que se me ocurriera a mí. Recordarás que en diciembre de 1935, en «Isis», la revista de historia de la ciencia que él mismo fundó y dirigió durante unos treinta y cinco años, Sarton in­trodujo una pregunta, en la sección dedicada a «notas y co­rrespondencia», acerca de la historia del aforismo que habla de «ponerse en pie sobre los hombros de gigantes».1 En su pregunta, Sarton comenta que «probablemente, Newton lo en­contró en Burton, cuya Anatomy ya había llegado a su octava edición en el año (1676) de la carta de Newton a Hooke» (en la cual, como recordarás, Newton utiliza su versión del dicho por primera y, hasta donde nosotros sabemos, última vez). Sarton acertaba al mostrarse tan cauto, pues ahora parece que, en una u otra forma, el Aforismo estaba siendo repetido

1. La cita exacta es «Isis», diciembre de 1935, xxiv, pp. 107-109. Ésta es, como podrás comprobar, una de las dos citas que te he mencionado al principio de esta carta. Como no tengo en casa mi colección de Isis, he mandado a buscar los dos números que estaban en mi despacho de Columbia, junto con un tercer número de la revista que también con­tiene más datos sobre este asunto. Ahora bien, es evidente que mi lec­tura de la pregunta de Sarton se remontaba a cierto momento bastan­te alejado; en cualquier caso, es de esperar que, en efecto, la hubiese leído, puesto que la cito en letra impresa. Sin embargo, cuando hacía mis propias deducciones sobre cuál era la vía a través de la cual ha­bía podido Newton conocer la frase, no tenía ni idea de que en rea­lidad estaba siguiendo las anchas huellas de Sarton. Evidentemente, nadie puede recordar todo lo que ha leído. Esto resulta especialmente interesante debido a que, en la actualidad, considero que esa deduc­ción de Sarton (y mía, aunque sólo sea de modo secundario y tempo­ral) es, como máximo, discutible, y, posiblemente, un gran error. Si vuelves al texto de mi carta averiguarás pronto por qué lo digo.

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en todas partes por diversos autores que se precipitaban en publicar sus obras en el curso de la batalla de los libros que se libró en el siglo xvir.

A estas alturas, dejándonos llevar por un ataque de para- nomasia aliterativa, podríamos describir el Aforismo como una gnómica expresión mnemotécnica sobre gnomos a hombros de gigantes. Lo cual, supongo, me convierte en un gnomólogo..., reduplicado.

C XXIV

Ya hemos comprobado que Goodman y Hakewill fueron difusores del dicho, pero hubo muchísimos más.

Volvamos por un momento a Francia, donde encontrare­mos un buen ejemplo. Era quizás inevitable que, como fraile de la orden mendicante de los mínimos, el Père Marin Mer- senne se hiciera eco del símil de los enanos encaramados a los gigantes pues, por supuesto, tenía que ser sensible a los gene­ralmente desdeñados méritos del minimismo y los minimis- tas.! Ojalá tuviera tiempo y espacio suficientes como para ha­cer un elogio del buen Padre cuyo papel como cámara general de compensación para la ciencia de comienzos del siglo xvn ha sido olvidado con demasiada frecuencia. (Más que hablar de «cámara de compensación» hubiese sido mejor que hubiera dicho que el P. Mersenne fue uno de los más grandes «merca­deres filosóficos» de su época, utilizando la frase con la que Robert Boyle describió a las inteligencias científicas de aquel entonces, o, mejor aún, usando las palabras de Cario Dati: «Gran trafficante fît il Mersenno tenendo commercio con tuttii Litterati d'Europa. » )2 Pero ni siquiera puedo esbozar los

1. Como puedes comprobar, soy un escéptico cuando se trata de aceptar la supuesta sabiduría de esa vieja máxima, según la cual, la ley no se preocupa por asuntos de poca monta: de minimis non curat lex. Puede que esta máxima le resulte útil a ese afamado «joven denombre X, que tenía una pequeñísima....... de pero, a pesarde lo que digan los versos absurdos, a mí no me basta.

2. Dati escribió esta opinión, según la cual Mersenne era un gran traficante de inteligencias científicas y tenía relaciones con todos los sa­bios de Europa, en su Lettre à Philatète, escrita en italiano (pero afran­cesada aquí), y publicada con el pseudónimo de Timauro Anziate en Florencia, el año 1663. Conservo la versión francesa del título porque

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muchos logros de Mersenne como transmisor de conocimien­tos científicos y estimulador de grandes científicos. Baste de­cir que fue él quien transmitió a Francia muchas de las obser­vaciones de Galileo (muchas veces incluso antes de que el pro­pio Galileo las publicase); que azuzó a Descartes para que hiciera imprimir muchas de sus principales ideas; que escribió con brillantez sobre la necesidad de que los científicos se es­pecializaran y colaborasen entre sí; y que creó un pequeño círculo informal en el que se debatían las artes y las ciencias contemporáneas (un círculo a cuyas sesiones solía acudir el por entonces ya anciano Pascal, acompañado a menudo por Blaise, un jovencito de mucho talento).3

Pero ésta es toda la atención que podemos permitirnos prestarle a Mersenne y a su círculo de íntimos, aunque quizá puedas entrever la clase de apremios a los que se encontraba sometido este hombre tan agradabilísimo cuando te cite una carta en la que Descartes le imploraba a Mersenne que hiciese todo lo posible por mantener intactas sus propiedades intelec­tuales (las de Descartes, claro):

«También os ruego que le contéis a Hobbes lo menos posi­ble de lo que conocéis de mis opiniones inéditas, pues si ño estoy profundamente equivocado, es un hombre que trata de hacerse famoso a mis expensas, y por medios nada limpios.»4

mi fuente para este dato —Robert Lenoble, Mersenne ou La Naissance du Mécanisme, París: J. Vrin, 1943— también lo hace, como también ocurre con la fuente de mi fuente, Adrien Baillet, La Vie de Monsieur Des-Caries, París, 1691.

3. Mersenne reconoció muy pronto la genialidad del joven Pascal.Y el Pascal viejo, Étienne, también reconoció muy pronto que en com­pañía de Mersenne se podían disfrutar grandes placeres intelectuales. Pascal padre llegó incluso al extremo de dejar la casa que tenía alqui­lada en la rue de Tisseranderie (una calle con la que se cruzaban otras de nombre tan deliciosos como la calle de las Dos Puertas, la calle de los Chicos Malos, la calle del Pollo y la calle del Viento Diabólico), para mudarse durante un período a la Orilla Izquierda. Luego se ins­taló cerca del convento del Père Mersenne, en donde permaneció has­ta 1648, año de la muerte de Mersenne.

4. Por si deseas encontrar más muestras de este tipo de descon­fianza en la élite intelectual de la época, bastará con que le eches una ojeada a René Descartes, Oeuvres (editadas por Charles Adam y Paul Tannery), Correspondance, París, 1899, vols, iii-v. La calumnia lanzada contra Hobbes aparece en el vol. ni, p. 320.

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A pesar de las dificultades con las que se enfrentaba cuan­do trataba de mantener la paz entre sus muchos amigos cien­tíficos, Mersenne consiguió dar con el Aforismo de los gigantes y los enanos nada menos que cuarenta años antes que New­ton. Naturalmente, Mersenne minimiza el Aforismo. Excluye toda referencia, tanto a los gigantes como a los enanos, pero conserva intacta la imagen de la visión ampliada que obtene­mos cuando nos encaramamos a los hombros de nuestros pre­decesores:

«... car, comme Von dit, il est bien facile et mesme nécessaire de voir plus loin que nos devanciers, lors que nous sommes montez sur leurs espaüles: ce qui n’empesche pas que nous leur soyons redevables. »5

«Comme l'on dit...» De nuevo, la figura aparece como un lugar común, y eso, ¡en 1634 y en Francia! Aunque, teniendo en cuenta lo compleja que era la red de comunicaciones de Mersenne, inferir esto a partir de la frase en francés podría ser un error. Gracias a sus amplísimas, extendidas y relativa­mente rápidas fuentes de información, Mersenne podría haber creído que hasta la idea más nueva era archiconocida y pú­blica. De todos modos, «comme Von dit» nos dice mucho acer­ca de cómo circulaba el Aforismo, y esto años antes de que Newton naciera.

Por otro lado, en sereno contraste con las ruidosas peleas que hubo luego entre los defensores de los Antiguos y de los Modernos, Mersenne nos recuerda amablemente que, aunque nosotros, los Modernos, podamos fácil e incluso necesariamen­te ver más lejos que nuestros predecesores (aunque sólo sea porque estamos subidos encima de sus hombros), esto no im­pide que hayamos contraído una deuda con ellos. En pocas palabras: a cada uno lo suyo. Dicho dé otro modo, y tal como he tenido ocasión de escribir en otro lugar, «la comunidad científica se extiende a la vez en el tiempo y en el espacio».

5. Esta versión maravillosamente compacta y generosa del Aforis­mo aparece en la obra de Mersenne titulada Questions Harmoniques, dans lesquelles sont contenues plusieurs choses remarquables pour la Physique, por la Morale, et pour les autres sciences [entre las cuales, me alegra decir, se encuentran algunas observaciones sobre lo que con el tiempo fue bautizado con el nombre de «Sociología»]. París, chez Jacques Villery, 1634. Avec Privilège du Roy. El dato me lo propor­ciona la autoridad de Lenoble (para la referencia, remóntate tres notas

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Regresamos a Inglaterra y vamos ahora a visitar al poeta y panfletista John Hall.6 A la edad de veintidós años publicó un folleto en contra de la decadencia que entonces padecía la enseñanza de las universidades inglesas, y exigía, de una ma­nera que hace que casi parezca un hombre del siglo xx, que fueran dotadas de un mayor número de cátedras bien finan­ciadas. Su folleto de 1649 llevaba por título An Humble Motion to the Parliament of England concerning the Advancement of Learning: And Reformation of the Universities, título de pro­porciones intermedias que, dando muestras de auténtica visión de su época, así como de anticipación histórica, reúne palabras que evocan simultáneamente a Bacon y al inconformismo, de modo que se gana tanto las simpatías del poder cromwelliano de la época como las de estudiosos posteriores como Max We­ber, Dorothy Stimson, James B. Conant, Richard Foster Jones y, debo añadir, yo mismo, pues todos nosotros hemos, cada uno a su modo, identificado los estrechos vínculos entre el pu­ritanismo y el florecimiento de la ciencia en Inglaterra.

Apenas ha comenzado Hall su Humble Motion —está en la página seis— cuando ya está dispuesto a utilizar el ahora bien conocido símil. Utilizando un estilo auténticamente obstétrico, da a luz su opinión de que

atrás), según el cual, esto se encuentra en la página 262 de ese libro de 276 páginas.

6. Éste es el John Hall que murió en 1656 a la temprana edad de 29 años. Como era un joven prodigio —sus primeros ensayos, publica­dos a los 19 años, provocaron un notable revuelo—, consiguió hacer bastantes cosas antes de su prematura muerte. A la luz de la doctrina médica actual sobre la relación entre obesidad y longevidad, resulta bastante interesante recordar que Hall se oponía apasionadamente a toda clase de ejercicio, y que «como tendía a la obesidad, en lugar de combatirla con mucha actividad, prefería evitarla tragando con fre­cuencia toda clase de guijarros y este remedio resultó ser eficaz». Tam­bién era un gran amigo de Hobbes. En cualquier caso, no confundas a este John Hall con el John Hall que fue yerno de Shakspere; este último no tuvo absolutamente nada que ver con el símil de los enanos y los gigantes. Tampoco habría que confundirle con el John Hall que, como teólogo, se entretuvo escribiendo cosas como la siguiente: «De cómo la Gracia conduce a la Gloria o Vislumbre de la Gloria, Exce­lencia, y Eternidad del Cielo...» Nuestro John Hall era bastante cala­vera; de hecho, Anthony à W ood, ese biógrafo de buena cuna y re­pleta bolsa que escribió sobre la vida de sus contemporáneos, llegó al extremo de afirmar en el clásico Atenae Oxonienses, que «sus exce­sos e intemperancia le alejaron de estudios más serios». Quien nos in­teresa aquí es este alcohólico tan ingenioso, y de nada nos sirven sus tocayos más sobrios y pedestres.

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«parecemos insensibles al gran Ingenio que anima y dirige esta Época actual, y por consecuencia escamoteamos el descubri­miento de su presencia en personas que, preñadas muchas ve­ces de Heroicos proyectos, perecen por falta de ayuda en el parto; o, en los casos en que llegan a parir, resulta que se han desgastado en la producción de una criatura débil o abortiva, que en otras circunstancias hubiera podido salir fuerte y sana; mientras que si los hombres estuvieran simplemente dispues­tos a esperar y recibir hasta los más mínimos vislumbres y luces de conocimiento (o a mimar al menos a quienes estu­vieran dispuestos a hacerlo) verían que es mucho más fácil producir cuerpos justos y bellos, dándole así un venturoso giro a ese dicho común de que nuestros Antiguos fueron Gi­gantes, y nosotros somos enanos».

No hace ninguna falta que subraye las dos características notables de la observación con la que Hall concluye el párrafo, pues saltan a la vista, pero lo voy a hacer. En primer lugar, dice del Aforismo que es un «dicho común», y esto, fíjate bien, en 1649, todo un cuarto de siglo antes de que Newton lo adap­tara a sus propias finalidades. Y podemos inferir hasta qué punto era común ese dicho si nos fijamos en que Hall espe­raba, sin duda alguna, que la alusión fuera comprendida por el Rump, aquel grupo de cincuenta diputados independientes del Parlamento Largo que, al menos teóricamente, apoyaba con firmeza al poder legislativo. En segundo lugar, el símil está a punto de quedar completamente invertido; en efecto, Hall propone su transformación. En su versión, los modernos, seguramente porque están hinchados de saber, llegan a ser gi­gantescos en contraste con los antiguos que vivieron en épocas anteriores, antes de que se acumulasen tantos conocimientos y por ello condenados a ser canijos y enanos.

Entenderás mejor por qué motivos consideraba Hall que el dicho era asaz conocido como para ser considerado un lugar común cuando te informe de que, en 1621, una generación an­tes, Nathanael Carpenter, un filosofastro, ya había publicado su primer libro, Philosophia libera triplici exercitationum de­cade proposita,7 en el cual, como ya debes de empezar a sos­

7. Por motivos que no comprendo del todo, Carpenter publicó su li­bro en Frankfurt, con el nada provinciano pseudónimo de N. C. Cos- mopolitanus. No sé por qué razón creyó que su antiaristotelismo era tan peligroso que había motivos para tomar esa doble precaución. De to­dos modos no lo era, y en las ediciones posteriores de su libro (hubo

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pechar, creyó que el dicho era lo suficientemente conocido como para justificar la introducción en él de ciertos cambios. No tengo a mano el texto exacto de su paráfrasis. Pero (según lo entiendo en Jones), lo esencial es que dice que «si en la épo­ca más decrépita del mundo, los modernos no son más que muchachos sentados en los hombros de los gigantescos anti­guos», esos muchachos, con la ayuda que les proporcionan sus predecesores, pueden descubrir todos esos secretos de la natu­raleza que los antiguos apenas si llegaron a intuir. En esta ver­sión que hace Carpenter parece estar produciéndose cierta suerte de fusión entre el símil de los gigantes y los enanos, y la ingeniosa paradoja de Francis Bacon, su Antiquitas saeculi, juventus mundi. Con esto, naturalmente, Bacon quería decir que, si te pones a reflexionar sobre la cuestión, acabas viendo que los modernos son los verdaderos antiguos [anciants, en el sentido de ancianos], y que los antiguos, los falazmente an­cianos, son la juventud de la raza humana. Cuanto más tiempo hace que existe la humanidad —y en tiempos de Bacon son los modernos los que más tiempo llevan en la tierra (del mis­mo modo que, en nuestra época, somos nosotros, y después de nosotros, ¿quién sabe?), más vieja y más antigua es. Se trata de una argumentación que utiliza cierta manipulación retórica, sin duda, pero Bacon da finalmente con la respuesta adecuada, pese a que se las apañe a fin de lograr el resultado apetecido.

Fuera como fuese, Carpenter escribió su Philosophia Libera en el mismo año en el que Bacon salió en los grandes titula­res, pues Coke acababa de conseguir que los Comunes remi­tieran a la Cámara de los Lores unas acusaciones, según las cuales, Bacon había cometido sobornos a gran escala. No sé

tres más, pero se publicaron después de su muerte), éste apareció fir­mado con su propio nombre. No hay ningún otro detalle de Carpenter que resulte interesante, a no ser que le haga una concesión. A ver qué te parece esto. El arzobispo Ussher le tenía aprecio, y se dice que «le tentó a ir a Irlanda», en donde murió poco después. Por lo que se re­fiere a este arzobispo Ussher, no hace ninguna falta que te diga de quién se trata. Pero, ¿por qué está todo el mundo empeñado en recor* dar solamente que formuló una cronología que estableció con la mayor firmeza que la creación ocurrió precisamente en el año 4004 a.C.? ¿Sim­plemente porque esta fecha oficial quedó durante tanto tiempo fijada en el margen de la Versión Autorizada de la Biblia? Al fin y al cabo, no sólo fue un buen hombre, sino también un gran erudito. Es una pena que todos sus logros queden oscurecidos por esa espectacular mete- dura de pata que cometió cuando pisó el territorio de la cronología científico-religiosa.

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si Bacon había publicado ya su paradoja; no tengo en casa mis ejemplares de las obras de Bacon, de modo que tendré que esperar un poco antes de comprobar este dato.8 Pero, sea cual fuere la filiación histórica que una a Bacon con Carpen­ter —Jones parece pensar que sus vínculos eran muy estre­chos—, es obvio que Carpenter ha tomado el símil de los gigan­tes y los enanos, y el equivalente de la paradoja de Bacon, los ha mezclado, y ha topado con unos muchachos modernos que en realidad están más informados que la gente que vivía en las épocas anteriores, pues de hecho estos muchachos represen­tan la vejez del mundo. Se trata de una figura que es todo un revoltillo, una tortilla histórica de símiles, pero, como sabe­mos que los ingredientes eran buenos, es probable que no la encontremos indigesta.

8. Por supuesto, sí que la había publicado, y en más de una ocasión (y no me puedo enorgullecer de haber olvidado que Bacon publicó por primera vez su paradoja en una fecha muy temprana, 1605, cuando en The Advancement of Learning, la articuló de este modo: «Y en reali­dad, "Antiquitas saeculi iuventus mundi". Estos tiempos son los tiem­pos ancianos, es ahora que el mundo es un anciano, y no aquellos tiem­pos a los que llamamos antiguos "ordine retrogrado", computando hacia atrás a partir de nosotros»). Y sólo ahora vuelvo a descubrir lo que seguramente supe y luego olvidé, que a Bacon le gustaba tanto esta idea que la embelleció luego de forma analógica en su Novum Organum (afo­rismo LXXXIV, si no recuerdo mal, en donde la expone más o me­nos así:

«Porque la verdadera antigüedad es la ancianidad del mundo; y ésta es atributo de nuestros tiempos, y no de esa época anterior en la que vivieron los antiguos; y que, aunque en relación con nosotros fuese más vieja, en relación con el mundo es más joven. Y ciertamente, del mismo modo que buscamos no tanto en el joven como en el viejo un mayor conocimiento y un juicio más maduro de las cosas humanas, gracias a que este último tiene la experiencia y a que es más numerosa y variada la cantidad de cosas que ha visto y oído y pensado; también habría que esperar de nuestra época, con sólo que conociera su propia fuer­za y decidiera probarla y ejercerla, muchísimo más que de los tiempos antiguos, en la medida en que es una época más vieja del mundo, y abastecida con más experimentos y observaciones.»)

Podemos seguir llamando Paradoja de Bacon a esta idea, tal como solía hacerse de vez en cuando durante el siglo xvil, aunque, según el testimonio de Ellis y Spedding, lo esencial de esta paradoja ya se encuentra, antes de que la exponga Bacon, en Galileo, en Campanella, en los Problemata Marina de Casmann, de 1546, y, sobre todo, en Cena di Cenere, de Giordano Bruno. De hecho, bastará con que le eches una ojeada al libro segundo del Esdras, esos libros del Antiguo Testamento y las Pseudoepigrafías, para detectar ya allí el germen de la paradoja acerca de la vieja juventud del mundo: «Secülum perdidit juventutem suam, et tempora appropinquant senescere» (en 2 Esdras, xiv, 10).

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Œ XXVNo mucho más tarde, en 1642 —el año de nacimiento de

Newton, y alejado en esa misma medida de su versión del Afo­rismo—, el renombrado Thomas Fuller sirvió el mismo plato, la Paradoja de Bacon, aderezado con una pizquita de Aforis­mo.1 Cuando está presentando una serie de máximas que ca­racterizan al «Auténtico anticuario de iglesia», llega a la Má­xima vii y amalgama de esta forma el Aforismo con la Para­doja:

«No es tanto un adorador de los Antiguos como alguien que desdeña a los Modernos. Les Concede la estatura de ena­nos, solamente, pero olvida que están erguidos sobre los hom­bros de gigantes, y pueden ver más lejos. Sin duda, pues tan­tos tenaces campeones2 de la Verdad quedan atrás, como hay los ahora en primera línea. Además, tal como alguien3 ob­servó con excelente tino, Antiquitas secuti, juventus mundi. Son éstos los tiempos ancianos, en los que el mundo anti­guo...»

Recordarás a Fuller, ese clérigo tan querido por mucha gente importante, desde Aubrey hasta su admirador postumo, Coleridge («¡Dios te bendiga, querido anciano!»). Es fácil com­prender por qué razón este «preñado ingenio» era apreciado y querido, sobre todo cuando nos lo imaginamos recorriendo lás calles de Londres con su gran libro bajo un brazo y su dimi­nuta esposa bajo el otro. Ni tampoco resulta misterioso que llegara a escribir tantísimos libros, lo mismo grandes que pe­queños, pues supo aprender ese maravilloso método que mu­chos de nosotros podríamos también aprovechar, el que con­siste en escribir, simplemente, la primera palabra de cada línea de cada hoja y rellenar luego todo el espacio restante,

1. Fuller escribe esto en The Holy State and the Profane State; he tenido que utilizar la tercera edición, en cuyo capítulo 6, pp. 63-65, se en­cuentra.

2. Fíjate bien en esto porque muy pronto, en este mismo relato, nos encontraremos con Alexander Ross, un ingenioso reaccionario que hace maravillas con su frase «los antiguos Campeones del saber», a diferencia del moderado Fuller, que permite aquí que haya campeones de la verdad tanto en la época moderna como en la antigua.

3. Esta nota no es mía, sino de Fuller: Sr. Fran. Bacon, Advance, of Learn., p, 46.

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resultando un contagiosísimo método para escribir con ra­pidez.

Fuller nos proporciona de este modo un remedio eficaz para calmar periódicamente la comezón de publicar. Los mé­dicos del alma captarán pronto lo que se esconde bajo esta sencilla frase, y reconocerán ahí esa maligna enfermedad co­nocida, desde los tiempos de Juvenal, como la insanabile scri­bendi cacoéthes. Su etiología es oscura, pero hay pruebas epidemiológicas que nos proporcionan unas cuantas claves. Hay señales de que su frecuencia va creciendo a un ritmo re­gular en las instituciones educativas o investigadoras que de­rrochan los premios para cualquier autor prolífico de artícu­los científicos o libros de erudición. Parece que la edad es un importante factor en cuanto a predisponer a los sujetos a contraer esta enfermedad, gracias sobre todo a cierto proceso social de tipo básico : con el transcurso de los años, los cientí­ficos y eruditos que han publicado con generosidad reciben constantes peticiones de los editores, directores de revistas, etc., en el sentido de que lleven a la imprenta más y más pa­labras. No obstante, la tendencia general a contagiarse de esta afección parece menos extendida que el síndrome del nada- que-decir (aunque, en muchas ocasiones, ambas enfermedades pueden coincidir). Los niños de pecho raramente se ven ata­cados por esta última. Hay algunos científicos y eruditos que logran evitarla én los primeros años de su carrera; otros se libran de ella hasta la plena madurez, momento en el que la contraen; y hay muchos que se libran por completo de pade­cerla. Pero con el enorme crecimiento del número de revistas publicadas, y con la apremiante necesidad que sienten las edi­toriales de impedir que se les queden paradas las prensas, ahora la enfermedad amenaza con hacerse endémica. Sus ata­ques se repiten en las mismas personas, y jamás llegan à pro­ducir la inmunidad. La susceptibilidad a esta toxina puede ser determinada por medio de una inyección intrapsíquica, mé­todo que a partir de ahora convendría conocer con el apro­piadísimo nombre de Test Merton. Si la reacción es positiva, los indicios aparecen en cuestión de diez minutos (o menos incluso) después de que el sujeto haya visto su propio nom­bre en letra impresa, y llegan a una asíntota máxima con cada nueva inyección. La reacción local pierde intensidad temporal­mente pero reaparece con rapidez. El origen de la infección suele permanecer ignorado en muchos casos particulares, so­bre todo cuando no se presta la suficiente atención a la eco*

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logia social del paciente. Los agentes transmisores tienen gran importancia, especialmente los que han sido premiados gene­rosamente por sus efusiones en letra impresa. El comienzo es siempre súbito, precedido por una publicación de poca mon­ta, sin casi trascendencia. La fiebre de publicar es intensa; aumenta con rapidez, y en pocos años puede llegar al grado de 15 o 20 publicaciones anuales. Los artículos o libros son desacostumbradamente secos, y pueden darle al lector una aguda sensación de profundo aburrimiento. Las complicacio­nes y secuelas son tan numerosas que no hay espacio aquí para enumerarlas.4 Es una lástima, por tanto, que Fuller no llegara nunca a dar amplia difusión al fácil método, mediante el cual, aliviaba su comezón de publicar. De haberlo hecho, a muchas generaciones de enfermos les habría ahorrado los tremendos sufrimientos que produce esa irritante necesidad de llevar co­sas a la imprenta. Pero ahora que he vuelto a sacar a la luz su sencillo y barato remedio, es fácil aliviar la comezón tan pronto como aparece. Basta con garabatear sobre el papel unas cuantas palabras iniciales. Seguramente tú tendrás tu propia descripción preferida de este «astuto, sensible y aní­micamente sano» médico de los escritores, pero la que más me gusta a mí es la de Aubrey, que me parece incomparable:

«Thomas Fuller era de estatura mediana [es decir, a mitad de camino entre gigante y enano]; robusto; pelo rizado; con una cabeza muy trabajadora, hasta tal punto que, mientras caminaba y meditaba antes de cenar, podía comerse entera una hogaza de un penique sin enterarse de que lo había hecho. Su memoria natural era muy grande, y a ella le añadía el Arte de la Memoria: era capaz de repetirte, hacia adelante y hacia atrás, todos los indicadores que van de Ludgate hasta Charing- crosse.»

Según el testimonio de Pepys, el Dr. Fuller era también capaz de pronunciar «sermones pobres y resecos».

4. Las más recientes investigaciones en tomo a esta afección no exigen que cambie más que alguna palabra aquí y allí en esta descrip­ción casi definitiva del insanabile scribendi cacoethes que publiqué por primera vez en «The Ambivalence of Scientits», Bulletin of the Johns Hopkins Hospital, febrero de 1963, vol. 112, num. 2, pp. 77-97, en la nota a la p. 89.

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CE X X V I

No hace ninguna falta que te haga saber —y si lo menciono no es más que para que veas que también yo lo sé— que la Paradoja de Bacon y el Aforismo van infatigablemente empa­rejados a lo largo de todo el siglo xvii. En 1665, por ejemplo, no mucho después de Fuller —y, por lo tanto, unos diez años antes de que Newton utilizara el Aforismo en su carta—, un tal Marchamount Nedham (o, si lo prefieres, Marchamont Needham) casa la Paradoja con el Aforismo en una unión in­disoluble. Tal acontecimiento ocurre en su Medela Medicinae: a Plea for the Free Profession and a Renovation of the Art of Physick. En esta obra cita la, a estas alturas, familiar máxima del Gran Instaurador:

« En efecto, la verdad es que Antiquitas Seculi, Juventus Mundi; la Antigüedad en el Tiempo es la Juventud del Mundo. Nuestros Tiempos son ciertamente los Tiempos ancianos, pues el Mundo es ahora viejo; y no lo fueron aquellos a los que no­sotros llamamos antiguos, ordine retrogrado, haciendo un cómputo retrospectivo a partir de nuestros Tiempos.» [Esto lo encontrarás nada más empezar el libro: páginas 6-7.]

Tras haber transmitido la aritmética baconiana de las ge­neraciones, Nedham hubiese podido transmitir también el Afo­rismo. Al fin y al cabo, estuvo expuesto a él más de una vez. Esto lo sabemos gracias a sus cariñosas alusiones al «Dr. Hack- well, en el Prefacio de su Apología» y, antes incluso, al «fa­moso Quercetano». Pero Nedham era un tipo de natural malé­volo que se negó a hacer lo que debía haber hecho. En con­secuencia, no se decide a mencionar directamente el Aforismo, sino que lo rodea por medio de un método tan alusivo que sólo la más concienzuda erudición permite detectar estas insi­nuaciones periféricas. Observa de qué modo juguetea con las imágenes del Aforismo cuando escribe sobre la «Lógica y la Filosofía de los Paganos» :

«... tan bajo han caído ahora, que el excelentísimo Sr. Kenelm T ighy, y ese noble filósofo llamado Mr. Boyle [ahora aparece], así como otros no tan altos como ellos, no sólo ven por encima de ellos sino incluso mucho más lejos; pues, por no decir de momento más que esto [y, a la postre, no añadir tampoco nada

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al respecto más adelante, como de hecho ocurre], Lord Bacon ya había demostrado qué nula utilidad tiene esa Lógica, y que las Ciencias Naturales estaban corrompidas por acomodarse a ella; lo cual conduce a ese penetrante Ingenio y sabia Cabeza, el Dr. Henry More de Cambridge... en un Discurso Epistolar Latino que ha publicado recientemente, en torno a la Filosofía Cartesiana, a otorgarle a Aristóteles el pequeño título de Ar­gutus ille Graeculus [fíjate bien en el diminutivo] en compa­ración con los Filósofos de Tiempos posteriores; olvidando que él cabalgó un buen rato sobre los hombros [! ] del ciego Mundo, mientras que otros han caminado a pie... o se han arrastrado bajo los talones...» (todas estas figuras en las pági­nas 11-12).

Reflexiona un momento sobre el miserablemente caprichoso comportamiento de este sujeto. Fragmenta el Aforismo y dis­tribuye los pedazos al azar. Nos pinta a Digby y a Boyle vien­do mucho más lejos que los no-ancianos Antiguos, en parte debido a su gran estatura intelectual, pero no sólo a eso, pues algunos de sus contemporáneos más bajitos también pueden contemplar panoramas a los que no tuvieron acceso los filó­sofos del pasado. Nedham hace un momento de pausa y luego, refunfuñando y gracias a Henry More, nos proporciona otro retazo: Aristóteles es un graeculus, un griego decididamente pequeño. Pero, ¿dónde sitúa finalmente a este hombre bajito? Sobre los hombros de un mundo ciego. No hay duda de que ninguno de los autores con los que nos hemos encontrado has­ta ahora se ha esforzado tantísimo por servirse a su gusto del Aforismo, pero negándose, al mismo tiempo, a citarlo tal cual.

Aunque, ¿qué podíamos esperar de alguien como Nedham? Este periodista, este columnista, este calumniador sin princi­pios tenía por fuerza que comportarse de esta manera. (Su tiempo de reacción era tan breve que siempre estaba dispuesto a tener arrepentimientos tardíos.) Basta con que recuerdes su mudable y turbulenta carrera. Le descubrimos cuando aún está verde —apenas cuenta veinticinco años—, alzando, desde el difamatorio panfleto titulado Mercurius Britannicus, un «Clamor y Protesta contra un Rey Testarudo», en donde el rey en cuestión es Carlos I de Inglaterra. Dos años más tarde Ne­dham se postra «a los reales pies de su Majestad» y besa la real mano del monarca.1 Cromwell se hace con el poder, y

1. La frase citada, tal como habrás captado inmediatamente, pro-

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nuestro hábil amigo vuelve a cambiar de chaqueta y escribe con oportuna pasión su «Discurso acerca de las Excelencias de los Estados Libres en comparación con el Gobierno Monár­quico». Su actitud es tan apreciada por los nuevos gobernan­tes que Nedham recibe, orgullosamente, una pensión anual de 100 libras esterlinas, «que le permitirán subsistir mientras de­dica sus esfuerzos al servicio de la República». A la muerte de Cromwell, sube al trono Carlos II, pero Nedham no se que­da atrás. Como era de esperar, afila de nuevo su pluma y ataca a la oposición parlamentaria que se enfrenta a la Corona. Por este servicio hecho a quien ha sido proclamado rey por la gra­cia divina, acepta la mundana suma de 500 libras esterlinas. Es, pues, comprensible que este maestro de la improvisación trate nuestro Aforismo igual que trató todo lo demás: ponién­dolo a su servicio aunque tenga que sacrificar para ello la in­tegridad (de la cita) y causarle al Aforismo una fragmentación que necesitó de tres siglos para ser laboriosamente devuelto a su unidad anterior.

C XXVll

Es un alivio dejar al picaro de Nedham para volver nuestra atención al virtuoso Thomas Sprat, quien, en una eufónica se­rie, nació en Beaminster, fue nombrado deán de Westminster y consagrado obispo de Rochester. En 1667 —que está ya bas­tante cerca del año del Aforismo de Newton—, el «gordo Tom Sprat» (le gustaba la buena vida) publicó su bella History of the Royal Society of London, libro muy admirado y frecuente­mente reimpreso, en el cual, en medio de una amplia variedad de logros, censuró con admirable diligencia la entonces domi­nante y abyecta «esclavitud hacia los nombres de Hombres fallecidos» y empleó el Aforismo con buen fin, pues/dotado de buen ojo para calibrar los efectos de la pregunta retórica, in­terrogó de la siguiente manera a los que abogaban por la causa de los Antiguos:

«¿Qué clase de comportamiento nos exigen...? ¿Que vene­remos los Pasos de la Antigüedad? Así lo hacemos, unánime-

cede de la dedicatoria a Carlos II de Inglaterra con la que Robert H ooke encabeza su clásica Micrographia (1665).

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mente. ¿Que suscribamos sus juicios, en lugar de los nuestros? Dispuestos estamos a hacerlo, si se trata de probabilidades; mas no en lo que concierne a los Datos: pues en cuanto a estos últimos seguimos a un autor más Antiguo que todos los de­más, a la propia Naturaleza. ¿Querrían que nuestros ojos sólo viesen cosas a la misma distancia que ellos? Es imposible que así sea; mirándoles tenemos la ventaja de auparnos a sus hom­bros.»

Cuando alguien plantea el asunto de una forma tan obvia —y tan convincente— jamás siento la tentación de añadir una larga y aburrida glosa.

C XXVlll

A finales de siglo —nos encontramos ahora unos dieciséis años después de que Newton utilizara el Aforismo de forma privada, en su carta a Hooke—, Sir Thomas Pope Blount le propina una soberana paliza a Nedham y hasta supera a Sprat. En sus Essays on several subjects,1 va directamente al grano y

1. Publicados en Londres, el año 1692; el éxtracto, tengo el deber de comunicarte, procede del quinto ensayo, pp. 94-95.

Y debería además confesarte que, al pasar a Blount, he saltado por encima de una casi-alusión al Aforismo que aparece el año 1659 en la obra de Francis Osborne que se titula A Miscellany of Sundry Essays, Paradoxes, and Problematical Discourses, Letters and Characters; To­gether with Political Deductions from the History of the Earl of Essex, Executed under Q. Elizabeth. La alusión aparece en el ensayo titulado Conjectural Queries, or Problematical Paradoxes Concerning Reason, Speech, Learning, Experiments, and other Philosophical Matters, en la p. 584 de la única edición que he podido consultar, la decimoséptima, que no se publicó hasta 1673 (pero que antecede en tres años al mo­mento en el que Newton utilizó de forma privada el Aforismo). Para ser francos, he omitido esta alusión porque me ponen bastante nervio­so aquellos prolíficos ensayistas de esa época que, por medio de algún que otro guiño, demuestran estar plenamente familiarizados con el Aforismo, pero que, con la mayor de las coqueterías, se niegan a dar un paso adelante y comprometerse de forma declarada. Por si crees que no estoy siendo justo con Osborne, permíteme decirte, en primer lu­gar, que este caballero conocía sin duda la obra de Hakewill (él mismo lo admite, por ejemplo en la p. 557 de la novena edición), y que por lo tanto conocía el Aforismo, y, en segundo lugar, que, sintiéndose obvia­

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presenta tanto la Paradoja como el Aforismo de forma ínte­gra, tal como puedes comprobar:

«Que no se engañen los Hombres a sí mismos pensando que vivimos eñ las Heces del Tiempo [expresión que, tienes que admitirlo, reclama inmediatamente la atención], y que los Antiguos (como se les suele llamar) tenían grandes ventajas sobre nosotros;... Pues la Antigüedad es la vejez del mundo, y no su juventud. Somos nosotros quienes somos los Padres, y tenemos más Autoridad que los de Épocas pasadas; porque tenemos la ventaja de haber gozado de más tiempo que ellos, y la Verdad (decimos nosotros) [a saber, dice Francis Bacon] es Hija del Tiempo. Además, nuestras Mentes están muy lejos de haberse deteriorado, sino que mejoran su agudeza cada vez más; y, aunque siendo de la misma Naturaleza que los Anti­guos, tenemos sobre ellos la ventaja que tendría un Pigmeo montado en los hombros de un Gigante; desde donde el que mira no ve lo mismo, sino mucho más, que el que le sostiene.»

No le des muchas vueltas. Es cierto que Blount anuncia en una sola frase que nosotros, los modernos, somos más agudos que los antiguos, y en la siguiente que estamos a la par con ellos, hasta que nos montamos sobre ellos para conquistar una panorámica más amplia. Pero esta aparente contradicción demuestra una sagacidad lo suficientemente obvia como para que no haga falta ninguna elucidación por mi parte. Ahora bien, a fin de medir con la mayor exactitud y precisión posi­bles —sin darle más de lo que merece ni negarle tampoco sus derechos— nuestro tributo a Sir Thomas, tanto tú como yo deberíamos abstenernos de actuar con precipitación a la hora

mente culpable, insinúa este conocimiento al que me refiero, aunque lo hace por medio de un estilo oblicuo que ni tú ni yo vamos a tolerar:

«Y esta inspección de las cosas, modesta y oscura al principio, llegó a convertirse, después de haber sido transmitida de generación en ge­neración, en una Montaña tan enorme que estimaron haber dibujado un completo y exacto Plano del País del Saber; que los Gigantes de la Antigüedad [¡y esto es más que un simple eco!], no solamente lo pro­clamaron de forma vociferante para que lo oyeran las Personas y Con­ciencias de los hombres, explicando qué adoración debían recibir los dioses, sino que erigieron sus Columnas en las fronteras de la Filoso­fía con tan imperioso interdicto, que nadie se ha atrevido posteriormen­te a descubrir nada más allá de lo descubierto por ellos...»

¿Tenemos que seguir aguantando cosas así?

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de atribuirle méritos; pues este estudioso, beneficiario también del saber acumulado (dado que, en su época, pudo aprovechar­se de la obra de unos seiscientos sabios), fue capaz de decir que «No hay ningún animal más simple ni ningún miembro del Estado tan superfluo, como el simple erudito».2

La gran mayoría de los autores con los que nos hemos en­contrado en el siglo x v ii , y que adoptaban el símil del gigante y el enano, como Carpenter, Fuller, Nedham, Blount y Sprat, luchaban del lado de los Modernos. La única excepción, como recordarás, era la de aquel clérigo llamado, de forma conside­rablemente irónica, Godfrey Goodman.1 Otro pesimista se suma ahora al sombrío y receloso Goodman, el que vio en su presente y en ese futuro que es nuestro presente, e incluso en el futuro posterior, una perspectiva de ininterrumpida deca­dencia: en la naturaleza, que se hace más estéril a medida que se marchita con la ancianidad, y en el hombre, cuya des­preciable corrupción, iniciada en la Caída, sigue agravándose y que, al final, devendrá el más abyecto pozo. El pesimismo de Goodman estaba hermanado con el de un casi contempo­

2. Sin embargo, no nos precipitemos, una vez más, a la hora de condenar esta forma tan franca de expresarse. En esta afirmación hay algo que me recuerda una declaración hecha en nuestros días por ese matemático tan puro, profundo y enigmático, G. Hardy (quien, ca­sualmente, era un gran y pasional aficionado al deporte nacional de su país, el cricket; a ese deporte exportado por su tierra que es el tenis; y también a ese deporte para él extranjero que es el baseball)'.

«Nunca he hecho nada que sea "útil". Ningún descubrimiento mío ha contribuido nunca, ni es probable que contribuya jamás, ni directa ni indirectamente, a hacer más ameno este mundo... Si juzgamos con criterios prácticos, el valor de la vida que he dedicado a las matemáti­cas es nulo; y, fuera del mundo de las matemáticas es, en cualquier caso, trivial. Sólo tengo una posibilidad de librarme de que digan que he sido absolutamente trivial: que se juzgue que valía la pena crear lo que he creado. Porque es innegable que algo sí he creado; lo que está en duda es su valor.»

Es posible que Blount estuviera presentando unas «excusas de un erudito» en el mismo tono irónico que el que Hardy emplearía más tarde en A Mathematician's Apology. No seré yo quien lo discuta.

1. Literalmente, «goodman» significa «hombre bueno». (N. del t.)

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ráneo suyo, un irascible autor de muchos libritos sobre temas misceláneos que se llamaba Alexander Ross.

C /Ví/V-V ΛΛΆ/

Ross, al parecer, puede reclamar para sí, desde varios pun­tos de vista, la fama más duradera. Este Ross es, por ejemplo, el mismo que fue inmortalizado por Butler en su pareado (Hudibras, pt. i canto ii):

«Hubo antaño 'un filósofo muy sabioQue había leído a Alexander Ross de cabo a rabo.»

(Como verás, no fue Ogden Nash el que inventó esta clase de cosas.)

Como si estuviera poco menos que vengándose de este pa­tético comentario, Ogden Nash se ha cobrado ojo por ojo. Del mismo modo que Butler se le adelantó, él se me adelantó a mí. Ya que así ha sido, al menos en los papeles públicos, no me servirá de nada que rechine de dientes o me muerda los labios tratando de proclamar mi independencia, ya que no mi prioridad. La triste historia, en pocas palabras, es como si­gue: yo había agavillado fielmente mi antología de ojos vistos por Aubrey, y hasta la había dispuesto bajo un encabezamien­to que se me había ocurrido sin el menor esfuerzo, cuando, horrorizado, pude comprobar que Ogden Nash, con efectos considerablemente mejores, ya se me había anticipado. Aquí podrás ver qué opinión le merece todo esto a ese maestro del arte de la rima:

Vidas breves en no tan breves, i i 1

«John Aubrey tenía olfato para la noticia,En más de un armario fisgó,Y a cada lado de ese olfato para la noticia

1. Copyright © 1962 de Ogden Nash. Recogido en su libro Everyone But Thee and Me, de Ogden Nash , citado con la autorización de Little, Brown and Co.; J. M. Dent & Sons Ltd.

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Tenía John Aubrey buen ojo para los ojos.Ved, pues, su nota sobre Francis Bacon,Que murió deshonrado y desamparado:

“Eran sus Ojos color avellana, delicados y vivos; el Dr, Harvey me dijo que eran Ojos de víbora

«Cuando Aubrey bebió con Edmund Wyld En el Blackmores Head de Bloomsbury,La conversación giró en torno A los aspectos de los ojos humanos.El satírico Sir John Birkenhead,Cuyos poemas no he leído jamás,

"Era de estatura mediana, con grandes ojos reven­tones, de aspecto poco amable."

»John Aubrey era un hombre afable;Me lo imagino bebiendo, y al tiempo,Con un montón de ojos metidos en sus sesos, Clamando todos por ser descritos.¿Queréis saber cómo es la miradadel filósofo auténtico? Así era la de Robert Hooke:

"Tiene la cabeza grande; de ojos redondos y salto­nes, y poco vivos; de color gris ”

»Hacía acopio de ojos en la ciudad y en el campo,Y en los serpenteantes caminos que los unían,Y los ojos que no vio él mismoSe los robaba a quienes los habían visto.Da, así, una visión de Sir Walter Raleigh Que no se encuentra en Lord Macaulay:

"Cara alargada y párpados desabridos, y ojos diría­se como de cerdo. "

»No puede el más estricto pedante más que alabar Su ágil y vivaz observación,Aunque a veces le tentara Publicar especulaciones ociosas.Cómo se estremecerá la colegiala de Wisconsin Cuando se entere de que aquel extraño Ben Jonson

“Tenía un ojo más bajo que el otro, y más grande, como Clun el actor; quizá fue él quien engendró a Clun.'f

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»Le oí contar a alguien que oyó contar a alguien Que oyó contar a alguien de John Aubrey Que cuando salió del Blackmores Head Tenía los ojos como frambuesas.»

Ogden N ash

c xxxiPues bien, no hay nada que deteste tanto en este mundo

como el oír a alguien decirle a otro que se ha adelantado a sus ideas —o a su antología— tu quoque: \también a ti se te han anticipado! Y no creas que esta maniobra ofensivamente defensiva carece de la autoridad de ciertos grandes hombres que han sabido practicarla como suma destreza; es más, entre ellos no hay ninguno tan incomparablemente grandioso como el mismísimo Sir Isaac Newton.1 No obstante, a pesar de ese glorioso precedente, me cuesta un gran esfuerzo ponerme a

1. Más arriba, en la p. 36, hemos sido ya testigos de una muestra de la utilización táctica del tu-quoqm-ísmo por parte de Newton en contra de Hooke; aquí tenemos otro ejemplo. En su carta del 20 de ju­nio de 1686 dirigida a Halley, Newton lanza de este modo su nuevo con­traataque:

«Me dice alguien que lo supo a través de otro que últimamente es­tuvo en una de sus reuniones [las de la Royal Society, claro está], que Mr. Hooke provocó en ella un gran revuelo cuando se empeñó en afir­mar que yo lo había aprendido todo de él, y manifestó su deseo de que se le hiciera justicia. Esta andanada dirigida contra mí es muy extraña, e inmerecida; tanto, que no puedo resistirme, hablando de justicia, a mencionar aquí que Mr. Hooke ha publicado con su propio nombre la hipótesis de BorelI[i]; y es esta atribución a sí mismo de esto, y el haberlo completado él, aquello en lo que, me parece, se basa todo este revuelo que está provocando» (Brewster, op. cit.,i, p. 442).

Por si creyeras que Newton se apropió con exclusividad de esta tac- tica del tu-quoque-ismo, te daré sólo uno de los muchos ejemplos en ios que ha sido utilizado con la misma eficacia. Adam Ferguson re­plica a la acusación de haber plagiado las conferencias de su querido amigo Adam Smith admitiendo que él «había extraído muchos con­ceptos de un autor francés, y que Smith lo leyó antes que él». Así es al menos cómo refiere esta batalla acerca de la prioridad William Ro­bert Scott, en su monografía, extraordinariamente clarificadora, Adam Smith as Student and Professor, publicada en Glasgow por Jackson, Son ·& Co., en 1937. Esta referencia aparece en la p. 119.

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practicar el tu-quoque-ísmo. Pero no trato aquí de proteger mi prioridad ni mi orgullo en este conflicto entre Nash y yo acerca de cuál de los dos fue el primero que comprendió el mérito estético que supondría formar una antología de ojos (que, casualmente, se encontraba oculta en las copiosas pági­nas debidas a John Aubrey). No hace falta que fanfarronee aquí. Pues lo que quiero defender es la inspirada prioridad en la acumulación de ojos de un hombre muchísimo más gran­dioso: nuestro maestro Tristram, que, de forma muy comple­ta, situó todo este tema en nuestro campo de visión dedicán­dole, como ahora verás, todo el

Libro VIII. Capítulo 25

«El ojo es para todo el mundo exactamente igual que un cañón, considerado desde este punto de vista : no tanto por el ojo o el cañón en sí mismos, como por la cureña del ojo, y también la del cañón, por medio de la cual pueden tanto el uno como el otro llevar a cabo tantas ejecuciones. No creo que ésta sea una mala comparación; sin embargo, como ha sido colocada al principio del capítulo, tanto para cumplir su función como para ornato del mismo, lo único que deseo a cambio es, que cada vez que hable de los ojos de Mrs. Wad- man (excepto en una ocasión, la del párrafo siguiente) retenga el lector esa descripción en su mente.

»—En absoluto, señora —dijo mi tío Toby—, no veo nada en su ojo.

»—No está en el blanco —dijo Mrs. Wadman.Y entonces mi tío Toby escrutó la pupila con todas sus

fuerzas.»Pues bien, de todos los ojos del mundo, desde los suyos,

señora, hasta los de la mismísima Venus, que ciertamente eran los ojos más afrodisíacos que jamás haya ostentado ros­tro alguno, nunca hubo ninguno tan adecuado para robarle a mi tío Toby su rato de descanso como ese ojo que estaba pre­cisamente mirando; que no era, señora, un ojo meneón, ni tampoco retozón o lascivo; ni era un ojo centelleante, petu­lante o imperioso, de grandes pretensiones y aterradoras exac­ciones, capaces de hacer que se coagulase al instante la leche de la naturaleza humana de la que estaba hecho mi tío Toby, sino que era un ojo rebosante de amables saludos y de ama­bles respuestas, un ojo que no hablaba con los trompetazos de un órgano mal hecho, que es como habla más de un ojo, pues

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los hay que sólo saben mantener la más tosca conversación, sino que susurraba bajito, como si fuese la voz de los últimos suspiros de algún santo en el momento de expirar, un ojo que decía: «¿Cómo puede usted vivir tan desconsolado, capitán Shandy, y solo, sin un pecho en el que apoyar la cabeza y al que confiar las preocupaciones?»

»Eraunojo...»Pero, como añada una sola palabra más sobre él, acabaré

también enamorado de sus encantos.»Fue, sin embargo, mi tío Toby quien tuvo que vérselas

con él.»Ahí tienes, entero, todo el capítulo oftálmico que anticipa

plenamente las miradas hacia atrás que dirigimos Nash y yo al «montón de ojos de Aubrey».2

Haríamos bien los dos si dejáramos que ese honor lo tu­viera otro.

c xxxiiΎ volvamos ahora a la historia del Aforismo y de Alexan­

der Ross. Debería añadir, sin embargo, que éste es el mismo

2. Inexplicablemente, Tristram no cita al admirable oftalmólogo egipcio del siglo xiv, Sadaqa ibn Ibrahim al-Misri al-£ïanafï al-Shâdhilï, que, en la Parte I, fasl 6 de su tratado Kiîab -al’umda al-kuhlîya fï-l-am- râd al-basarîya compara entre sí los ojos de los turcos, beduinos y ha­bitantes de las ciudades. El motivo que justifica el silencio del inge­nioso Tristram no puede en modo alguno ser el secundario detalle de que el texto del ’Umda permanezca, todavía en la actualidad, inédito.

Y hay otra cosa más notable incluso. Tristram ni siquiera mencio­na al literato persa Sharaf al-dín al-Hasan ibn Muhammad al-RSmx, cuya obra, de acuerdo con las pruebas internas que proporciona el capítulo dedicado a los ojos de Mrs. Wadman, Tristam debió de co­nocer, y muy a fondo. La obra de al-Ráml titulada Anis al-’ushshaq (Libro de consulta del amante, que está dedicado a Abü-l-Fath Uwais Bahadur sultán ilkhani de Ádharbáíjan, 1356-73]) pretendía ayudar a los poetas a encontrar símiles adecuados a la hora de describir a sus ama­das. Sus 19 capítulos son, desde luego, exhaustivos, y no sólo se re­fieren a los ojos sino que van, detalladísimamente, de pies a cabeza (a capite ad calcem) y tratan del cabello, la frente, las cejas, las pes­tañas, el rostro, el bozo (sólo en mejillas y labio superior), los luna­res, los labios, los dientes, la boca, el mentón (sólo de las solteras), el cuello, el pecho (tratado, desde el punto de vista actual, de forma sorprendentemente superficial), los brazos, los dedos, el tronco, la cin­tura y las piernas. Los amantes son lunáticos (amantes amentes)*

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Ross cuyo Virgilius Evangelizans (es decir, la historia de Cris­to en palabras de Virgilio) fue, según aquel hombre extrema­damente receloso que se llamaba Lauder, plagiado por Milton, Y, para concluir rápidamente este breve inventario de las co­sas por las que tiene derecho a distinguirse en la historia, es el mismo Ross que, «dice Erchard... murió riquísimo». Sea cierto o no esto último, sabemos que su testamento dejaba diversas herencias, alguna de ellas con sumas importantes (hasta un máximo de 2.700 libras esterlinas) a la ciudad de Southampton, a los pobres de la parroquia de Todos los San­tos de esa misma ciudad, a la parroquia de Carisbrooke (don­de quiera que esté esa localidad),1 al claustro de la Universi­dad de Aberdeen para el mantenimiento de dos eruditos sin medios económicos, y para «dos pobres del hospital», a las bibliotecas de las universidades de Oxford y Cambridge y, na­turalmente, a sus cuatro sobrinas y a su sobrino. Es más, y esto parece resolver de una vez por todas la cuestión de si es­taba o no forrado, aquel temible reportero que se llamaba Anthony à Wood dice que el albacea de su testamento (un tal Henley, que además también se ocupó de cuidar del sobrino de Ross), encontró en la biblioteca que Ross tenía en Bram- shill 100 libras esterlinas en oro, escondidas en su mayor par­te, entre las páginas de los libros. (No queda registrado el tí­tulo de los libros que sirvieron de inusual tesorería. Pero nos viene muy bien que hayamos descubierto así, por casualidad, el origen histórico de los Florilegios [ Gold Books] y de los Tesoros de Verso y Prosa.)

Este Ross tan manifiestamente acaudalado no era en reali­dad tan pesimista como Goodman, pero ciertamente compar­tía con él las ideas conservadoras. (Utilizó aquí el término «conservadurismo» de forma laxa, que es como lo utiliza casi siempre todo el mundo. Ross no creía exactamente en la po­sibilidad de conservar nada.) Ross era un conservador en el sentido de que, incluso después de Bacon (o, quién sabe, quizá por culpa de él y de sus obras), creía que Aristóteles tenía la respuesta para todas las preguntas que se pudieran hacer. También creía que la teoría de Copérnico era «falsa, absurda y peligrosa,.., pues no contiene verdad, razón, sentido común, antigüedad ni universalidad que la acrediten».

Después de haberse cargado de esta manera a Copérnico y

1. Que resulta encontrarse en la Isla de Wight; Ross fue vicario allí durante una época.

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a otros muchos modernos, Ross se dedica a hablar de los más modernos de todos los modernos, y analiza el equivalente ba- coniano del tema de los gigantes y los enanos, a saber, esa expresiva paradoja que dice que Antiquitas saeculi, juventus mundi. Ross no cree que haya que hacerle ningún caso, y lo dice con estas palabras [y estas cursivas, que también son su­yas]:

«Vosotros sois los padres (según decís vosotros mismos) de los saberes que pueden ser incrementados con experimentos y descubrimientos, y tenéis \más autoridad que los tiempos an­tiguos. Y ¿por qué no decís también, claramente, que sois los padres del saber así como padres en el saber? Aunque cierta­mente no sois los padres del saber, sólo sois padres de vues­tros nuevos descubrimientos y recientes experimentos; es de­cir, de quimeras nuevas, indulgentes e insípidas: y no veo mo­tivo para que tengáis que tener más autoridad que los anti­guos.» 2

Como puedes ver en este pasaje, Ross no era ningún tonto. Al igual que otros muchos conservadores de todas las épocas, tenía razón al menos en una cosa, aunque la verdad es que se pone tan furioso ante las travesuras de los liberales, por ejem­plo Bacon, que acaba estropeando incluso esa parte de razón que le acompañaba. Al fin y al cabo, es muy diferente ser «pa­dre del saber» que «padre en el saber». Los antiguos, compa­rativamente hablando —me refiero sólo a nuestros antepasa­dos intelectuales— son por fuerza, en todos los terrenos ex­cepto en los que comienzan ahora, los «padres del saber». Los modernos no pueden reclamar seriamente para sí ese título, aunque algunos de los más arrogantes, y esto también ocurre en todas las épocas, acostumbran a hacerlo. Lo que Ross hace aquí, para después malograrlo cuando se lanza despreocupa­damente a anunciar que la autoridad intelectual sólo la da la antigüedad del linaje; lo que, repito, Ross hace aquí, de la forma más brusca, es convertir la figura de Bacon sobre la juventud y la ancianidad en su equivalente en el campo del parentesco, y de ahí extrae la conclusión, completamente cier­ta por lo demás, de que hay padres de determinadas zonas del saber en todas y cada una de las épocas.

2. Esto, según nos informa Jones, aparece en la obra de Ross, The New Planet, publicada en 1646.

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<r XXxiiiLo cual me devuelve, inevitablemente, a esa pequeña dis­

quisición acerca de la paternidad en la ciencia, escrita por mí hace algún tiempo.1

Este tipo de paternidad, por supuesto, no es tanto un fenó­meno biológico como sociológico. Se trata simplemente de una forma concentrada de eponimia, el fenómeno que consiste en aplicar el nombre de un científico a todo lo que él ha descu­bierto o a una parte de ese campo, como ocurre con el sistema copernicano, el cometa Halley, o... la hipótesis Hooke-Newton- Merton. En los puestos más elevados de la eponimia se en­cuentran los incomparables científicos a quienes se atribuye el haber sido padres de alguna ciencia nueva o de alguna nue­va rama de una ciencia (a veces, según la heroica teoría de la creatividad, por medio de cierta suerte de partenogénesis en la que no parecen haber necesitado de la colaboración de na­die). La lista de los ilustres Padres de tal o cual ciencia (o dé tal o cual subdivisión de una ciencia) no es interminable, pero casi. Aquí te incluyo sólo unos pocos (cuyos nombres tomo de una lista muchísimo más larga que la que pudo consultar ese hombre relativamente antiguo que fue Alexander Ross):

«Morgagni, padre de la PatologíaCuvier, padre de la PaleontologíaFaraday, padre de la ElectrotecniaDaniel Bernoulli, padre de la Física MatemáticaBichat, padre de la HistologíaVan Leeuwenhoek, padre de la Protozoologíá y de la Bac­

teriologíaJenner, padre de la Medicina Preventiva Chladni, padre de la Acústica Moderna Herbart, padre de la Pedagogía Científica Wundt, padre de la Psicología Experimental Pearson, padre de la Biometría

y, por supuesto,Comte, padre de la Sociología.»

(Digo «por supuesto» con ciertas dudas. Pues, como bien

1. En mi artículo Priorities in Scientific Discovery (que me canso de tanto citarlo, y que, por lo tanto, referiré aquí solamente como op. cit.).

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sabemos, la sociología nació oficialmente tras un largo período de anormalmente prolongados dolores de parto. Tampoco el posparto fue tranquilo. Lo perturbaron las ruidosas polémicas que hubo entre los seguidores de Saint-Simon y los de Comte, quienes discutían sobre la delicada cuestión de cuál de los dos era el verdadero padre de la sociología, y cuál el simple tocó­logo.)

En una ciencia de historia tan prolongada y de sectores tan diferenciados como la química caben varias paternidades. Si Robert Boyle es el indiscutible padre de la Química (y, como dice su epitafio irlandés, también fue el tío del Earl of Cork), Priestley es el padre de la Química Neumática, Lavoissier el padre de la Química Moderna, y Williard Gibbs, el más grande científico norteamericano, el padre de la Quimicofísica.

A veces, se le pide al supuesto padre de una ciencia que de­muestre su paternidad, como ocurrió con Johannes Müller y Albrecht von Haller, de quienes diversas fuentes opinan que fueron los padres de la Fisiología Experimental.

Una vez establecido este patrón epónimo de paternidad, suele ser llevado a extremos conmovedores. Cada nueva espe­cialidad tiene su propio padre partenogenético, cuya identidad sólo conocen los escasos afortunados que trabajan en esa es­pecialidad. Así, Manuel García resulta ser el padre de la Larin- goscopia, Adolphe Brongiart el padre de la Paleobotánica Mo­derna, Timothy Bright el padre de la Taquigrafía Moderna, y el padre Johann Dzierson (cuya importante obra pudo haber ejercido algún influjo sobre Mendel) el padre de la Apicultu­ra Racional Moderna.

A veces, una forma particular de cierta disciplina cientí­fica constituye un testimonio epónimo del hombre que la fun­dó, como ocurre con la medicina hipocrática, la lógica aristo­télica, la geometría euclidiana, el álgebra booleana y la econo­mía keynesiana. En raras ocasiones, el mismo individuo ad­quiere una doble inmortalidad por sus logros, pero también por aquello que no llegó a descubrir, como ocurre en los casos de la geometría euclideana y no euclideana, o de la lógica aris­totélica y no aristotélica. El caso más raro de todos es aquel de los epónimos que aparecen dentro de otro epónimo, como ocurre cuando Ernest Jones le otorga al padre del Psicoaná­lisis el título de «Darwin de la mente».

Y, por fin, para acabar de una vez, hay un epónimo que promete hacer desaparecer por completo la paternidad: E...d T...r, padre de la Bomba de Hidrógeno.

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c xxxivTras este rápido repaso, ya estamos preparados para volver

a Alexander Ross, ese defensor de los padres antiguos del sa­ber.

Recordarás que Ross se había cargado al moderno, Bacon, de la misma manera que se había cargado al otro moderno, Copérnico. Esto le permite seguir avanzando hasta introdu­cirse en el núcleo mismo de la cuestión que centra tanto tu voraz curiosidad como la mía. Pasa ahora a hablar de los gi­gantes y los enanos. Como seguramente te esperabas, se em­plea con toda su fuerza:

«en nuestra época, los Dictados y Opiniones de los antiguos Campeones [Champions] del Saber suelen ser escamoteados [sleight ed] [aquí hay un bonito juego de palabras no intencio­nado] y tergiversados por ciertos Innovadores [para tratarse de un conservador, el epíteto es bastante malicioso] moder­nos; cuando en realidad nosotros sólo somos niños en materia de [m] entendimiento, y deberíamos dejar que dirigieran nues­tros pasos aquellos Padres del [o í] Conocimiento: Nosotros no somos más que Enanos y Pigmeos en comparación con aquellos Gigantes de la sabiduría, sobre cuyos hombros nos encaramamos, pero sin los cuales no podríamos ver tan lejos como ellos. No niego que deberíamos esforzarnos por obtener nuevos conocimientos [y esto, que nadie se lleve a engaño, es toda una concesión por parte de Ross; casi se le oye gruñir al tiempo que la hace], que difícilmente llegaremos a obtener sin su sostén. A nadie quiero disuadir de que invente cosas nuevas; pero no me gustaría que al mismo tiempo olvidara lo viejo, ni que perdiera la sustancia cuando atrapa la sombra».*

1. Esto, dice Jones, procede de la obra de Ross titulada Arcana Mi- crocosmi, 1652. A estas alturas imagino que ya estarás preparado para adivinar exactamente en qué parte de Arcana ha permanecido sepul­tado durante tanto tiempo este pasaje: y aciertas plenamente. Se en­cuentra en la Epístola Dedicatoria. Al darnos únicamente tan sucinto título, Jones le hace una injusticia a la habilidad que poseía Ross para pergeñar el título completo, tan polémico como descriptivo, y que reza así: Arcana Microcosmi: or, the hid secrets of mans body disclo­sed: first in an anatomical duel between Aristotle and Galen, about the parts thereof; secondly by a discovery of the... diseases, symptômes, and accidents of mans body. With a refutation of Doctor Browns Vul­gar Errors, and [por fin llegamos a nuestro tema] the ancient opinions

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¿Cómo puedo hacerle justicia a la riqueza de este pasaje? Es evidente que no seré capaz, pero sí puedo intentarlo. Pa­semos aprisa por encima de la ingeniosa insinuación relativa a «los antiguos Campeones del Saber». En el siglo x v i i , cham­pion [campeón] no había adquirido todavía el significado de «persona que ocupa el primer lugar en competiciones de bo­xeo, remo, caminatas u otras pruebas de fuerza o habilidad; persona que ha derrotado a todos sus adversarios, y está dis­puesta a enfrentarse a cualquier nuevo contrincante». Este significado no apareció hasta el siglo xix. En aquella época anterior, champion sólo significaba, como en el verso de Shakspere : «Ningún Campeón más valiente que él había jamás empuñado Espada», guerrero o combatiente; o, como en la Biblia del rey Jaime, alguien que lucha en nombre de otro, por ejemplo, en Sam. xvii, 51, «al ver que había muerto su cam­peón, los filisteos huyeron»: o bien, otra vez en Shakspere, «AI cielo,2 Campeón de las viudas», «persona que en cualquier cla­se de contienda o conflicto actúa como defensor reconocido de una persona, causa o bando; alguien que defienda con firme­za cualquier causa». Todo esto, y más, nos cuela de contraban­do Ross con su frase «los antiguos Campeones del Saber».

En cuanto a su utilización del término sleighted [escamo­teados], no está nada claro que haya que felicitar a Ross por haber creado tan devastador juego de palabras. Es cierto que en la época en la que él escribía estas frases, la palabra sleight se utilizaba no sólo para designar el acto consistente en actuar con astucia o maña, sino también a modo de variante tolerada del término slight, en el sentido, ya obsoleto, de «cantidad o peso muy pequeño; cuestión de poca monta, nadería». (En sus Poemas, por ejemplo, Henry More podía decir que «Las mis­mas naderías [sleights], podían por turnos impulsarlos a ele­varse o caer».) Pero este significado secundario no había lle­gado todavía al significado actual de slight: «demostración de

vindicated., Londres: 1651. (Es evidente que Jones nos remite a la se­gunda edición.)

Por cierto, ha habido ciertos eruditos con tendencia al hurto, y enor­me propensión a la yugular, que se han encargado de forzarme a que tuviera que confiar en los extractos de Ross que me facilita Jones, pues al único ejemplar de Arcana que podía encontrar rápidamente —el que se encontraba en la biblioteca del American Institute of Electrical En­gineers— le han robado ni más ni menos que las páginas en donde Jo­nes me dice que aparecen los fragmentos pertinentes.

2. ¿O prefieres, quizá, la variante: «A Dios, campeón de las viudas»?

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indiferencia o menosprecio despectivo»; esto último no llegó, al parecer, hasta poco después del comienzo del siglo siguien­te, momento en el cual William Penn, muy acertadamente, lo utilizó de esta guisa : «Te ruego que no le ofendas fingiéndole desprecio, y mucho menos con un desaire [slight].» Si Ross pretendió hacer este multifacético juego de palabras, sólo po­día ser adelantándose a su época (y seguro que a él no le hu­biera gustado nada que le acusaran nada menos que de eso). Olvidemos, pues, ese término, y no atribuyamos a Ross algo que, en cualquier caso, él mismo se hubiera apresurado a des­mentir.

Pero ahora, como verás si vuelves a echarle una ojeada al fragmento citado, es cuando más se luce Ross. Y por suerte, alcanza esa culminación justo cuando ataca en su mismo meo­llo la cuestión que aquí nos preocupa esencialmente. Porque a continuación escribe que «nosotros sólo somos niños en ma­teria de [m] entendimiento, y deberíamos dejar que dirigieran nuestros pasos aquellos Padres del [o í] Conocimiento». Aquí hace saltar en pedazos a Bacon con su propio petar[d] [pe­tardo], como hubiera dicho Shakspere (suponiendo que no fuera el Lord Canciller quien lo dijo por él).3 Pues, tras haber adoptado la terminología de parentesco que empleara Bacon, Ross pasa a convertir a los modernos en «hijos en materia de [m] entendimiento» y no, fíjate bien, en «hijos del [o í] en­tendimiento», y tras haber conseguido esto, lo demás no puede ser más sencillo. Los antiguos aparecen como «Padres del Conocimiento» (y ya hemos tenido que vernos con ésta) mien­tras que los jovencitos modernos no tienen otro remedio que seguir el camino que les han trazado sus papaítos. Empieza a parecer que hay pocos autores capaces de rivalizar con Ross en su empleo táctico —casi podría decirse que estraté­gico— de la insinuante preposición [in¡ot\. Desde luego, no me he topado con mucha gente capaz de hacer tanto con pa­labras tan pequeñas.4

3. Concédeme aquí el mérito de haberme negado a perpetuar un engaño muy extendido. No he escrito «como Shakspere solía decir» por la sencilla razón de que, y en esto las cosas están muy claras, tras haber puesto esta frase en labios de Hamlet [acto III, escena 4, ver­so 207], no volvió a utilizaría nunca más. La creencia generalizada se­gún la cual esta figura tan expresiva no era suya sino de otro, procede exclusivamente del hecho de que ha sido repetida millones de veces por todos aquellos de entre nosotros que seguimos empeñados en convertir el lenguaje utilizado por los gigantes en clichés de enanos.

4. Me niego rotundamente a entrar en una polémica contigo en el

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ÍC XXXVRoss pone ahora la directa. Escribe, como recordarás, que

«Nosotros no somos más que Enanos y Pigmeos en compara­ción con aquellos Gigantes de la Sabiduría, sobre cuyos hom­bros nos encaramamos, pero sin los cuales no podríamos ver tan lejos como ellos». Convierte, pues, a los modernos no sólo en enanos, sino incluso en pigmeos. Si hubiese tenido a mano el Thesaurus de Roget,1 Ross hubiese podido ir incluso más lejos en su descripción, y añadir a enano y pigmeo (que fi­guran en el libro de Roget en los primeros lugares, pero no a la cabeza), enanito, mosquito, meñique, peonza, tamarrusqui­to, chisgarabís, galopín, elfo, chiquilicuatro, átomo, semihom­bre, micromorfo, homúnculo, Tom Thumb,2 chuchumeco, re­

caso de que, debido a cierto infortunio, pertenezcas a esa muchedum­bre que considera que las preposiciones no son de hecho palabras, sino cierta suerte de conectores formales y carentes de contenido que debe­rían ser claramente diferenciados de las palabras que tienen referen­tes de otro tipo.

1. Peter Mark R oget, médico y lexicógrafo que vivió de 1779 a 1869, compiló tras casi cincuenta años de trabajo (véase lo que dice Mer­ton más adelante) una obra de consulta, el Thesaurus of English Words and Phrases, que sigue siendo muy utilizado en los países de habla in­glesa, algo así como el Casares en los de lengua española. Este último es el que he tenido que utilizar yo para dar una versión muy aproxima­da de la serie de términos ingleses que aparecen a continuación en el original. (N. del t.)

2, Tom Thumb [legendario enano inglés. Su apellido significa, lite­ralmente, Pulgar] no fue, como piensan algunos, creado por Bamum, a pesar de que la lectura del «Daily Chronicle» de Londres, correspon­diente al 6 de febrero de 1907, podría inducirle a creer que fue así. El «Chronicle» se equivoca por completo cuando dice que «"Tom Thumb” es un nombre atribuido generalmente por la gente del espectáculo a los liliputienses [y] la primera persona a la que se concedió este “tí­tulo” fue Charles Stratton, traído a Londres por Barnum». Hasta aquí es cierto. Pero el «Chronicle» habría hecho bien buscando los anteceden­tes históricos de esta broma de Barnum. El Tom inglés tiene, de he­cho, orígenes escandinavos, tal como se puede inferir de su estrecha vinculación con el místico Lilltle Thumb [Pulgarcito, literalmente], o Tom-a-lyn, Thaumlin, Tamlane y, además, Tommelfinger. En una fecha tan temprana como el año 1621, R. Johnson ya escribía The History of Tom Thumbe, a la que, antes de que transcurrieran diez años, le si­guió un texto anónimo titulado Tom Thumbe, his Life and Death. En algún momento situado entre 1630 y el presente, Tom se desprendió de la «e» final de Thumbe; pero no está claro cuándo fue exactamente. A veces, la amputación era incluso más drástica. Needham, por ejem­plo, en un escrito fechado en 1661, llegó a referirse a «Tomb Thums».

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drojo, renacuajo, apaisado y escarabajo.3 Si Ross no hubiese tenido esos prejuicios en favor de sus antiguos «Gigantes de la Sabiduría», y si hubiese estado en condiciones de consultar a Roget, hubiera podido encontrar también algunas otras pala­bras con las que referirse a ellos; por ejemplo, y además de gigante [giant] (o gyant o gyanté), gigantesa [/era], gigant [iobs.], coloso, titán, Anteo, Goliat, Polifemo, Titán, y, natural­mente, Titanesa, Briareo, Norna, Hércules, Cíclope, Aegir, Hier, Gimir, Ran, Fafnir, Fenrir [pues también las antiguas Eddas noruegas o islandesas, así como la saga de Volsunga, eran pro- líficas en gigantes, aunque debo señalar que el obispo Bryn- jólf Sveinsson, que descubrió las Eddas allá por el año 1643, se confundió al atribuir la Edda Mayor, o Poética, al historiador Saemund Sigfusson (1056-1133), con el desafortunado resultado de que algunos la conozcan todavía como la Edda de Saemund el Sabio; el embrollo, al parecer, fue debido sencillamente a que la Edda Menor, o Edda en Prosa fue editada, más allá de toda duda razonable, por el historiador y poeta Snorri Stur- lusson (1178-1241) y, en consecuencia, es conocida, adecuada­mente, como la Edda de Snorri Sturlusson, y si dudas de mí en este asunto, acude al Webster’s International Dictionary of the English Language,4 en cuya segunda edición no abreviada

Y otro texto anónimo, An exact Survey of the affaires of the United. Netherlands, presenta otra variante con su alusión a «Tom Thombs», Pero a la altura de 1700, B. E., a quien no podemos identificar mejor, resolvió muy bien el asunto en su A New Dictionary of the Terms an­cient and modern of the. Canting Crew, en donde, sin mayores expli­caciones, y con una certidumbre asaz persuasiva como para que su afir­mación llegara hasta nuestros días, dice «Tom-thumb, un Enano». (Bas­taron pocos años para que el guión cayera por su propio peso.)

3. Como gnomólogo indiscutible, me atrevo a formularle a Roget esta única pregunta: ¿se puede saber, señor, por qué no menciona en esta lista de diminutivos la palabra gnomo?

4. El Webster es la referencia más cómoda para los Eddas, pero en modo alguno es la más autorizada. Por si deseas profundizar en este espinoso asunto, lo mejor sería que consultaras la completa Bibliography of the Eddas publicada por Halldór Hermannsson en Is­lándica, vol. 13, Ithaca (Nueva York), 1920, o, mejor aún, que leas la novísima traducción al inglés de la Edda en prosa que ha hecho Jean I. Young, y que ha sido publicada por la University of California Press.*

* El diccionario Webster, publicado por G. & C. Merriam Co. es el mejor diccionario norteamericano del idioma inglés. Noah Webster pu­blicó su American Dictionary of the English Language en 1828. Poste­riormente fue revisado y puesto al día en numerosas ediciones. Según mis noticias, que podrían no estar del todo al día, la última edición

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—no puedo hablar de la tercera— encontrarás todos los datos en blanco y negro, tal como sin duda sospechas, en la medida en que esta edición que te menciono utiliza «toda la experien­cia y todos los recursos de más de cien años de auténticos dic­cionarios Webster», tal como dice en la portada]. Repito, pues, para mantener cierta sensación de continuidad: Fafnir, Fenrir, Gerth, Grendel, Hymir, Loki, Mimir, Wade, Ymir, Jotumn, Gog y Magog, monstruo [aunque esto último me parece forzar un poco las connotaciones] leviatán y así sucesivamente.

<r xxxviAntes de que me acuses de haber cometido un anacronismo

accidental cuando, al comienzo del último párrafo, ha esbo­zado los resultados que hubieran podido producirse si Ross, que vivió en el siglo xvii, hubiera dispuesto del Thesaurus de Roget, me apresuro a confesar que he cometido esa falta con conocimiento culpable de lo que estaba haciendo. En realidad, Ross no hubiera podido consultar a Peter Mark Roget. Este médico, sabio y, durante una época, secretario de la Royal So­ciety, era, desde luego, un ciudadano del siglo xix (aunque vi­vió toda su juventud en el xvin). También me doy cuenta de que, cinco años antes de que, en 1805, comenzara Roget a esta­blecer un catálogo de palabras para su uso particular, se había pasado seis semanas recibiendo las consultas de ese incompa­rable polígrafo que fue Jeremy Bentham —que fue un acuña­dor de palabras, un lanzador de palabras usadas como objetos arrojadizos, y, en un sentido muy especial, un coleccionista de palabras de categoría nada despreciable— cuando ambos tra­taban de concebir, conjuntamente, una forma útil para sacar provecho de las aguas residuales de la metrópolis. Todo esto sé. Y sé también que, cuando redactó su obra maestra, Roget «empleó siempre el sistema de mnemotécnica de Feinaigle»

ampliada de lo que en la actualidad se llama Webster’s Mew Interna­tional Dictionary (y cuyos diez quilos de peso ponen a prueba las pa­tas de mi escritorio) es la tercera, en la que figura el <G) del año 1976. Naturalmente, el otro gran diccionario de la lengua inglesa es el Ox­ford. Por lo que se refiere a las Eddas, en castellano hay que recurrir a las traducciones de Jorge Luis Borges y María Kodama. (N. del t.)

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(como su biógrafo, el capitán médico W. W. Webb, nos re­cuerda) .

En contra de lo que podrías sentirte tentado a creer, el ape­llido Feinaigle no es el origen de ese muy expresivo verbo in­glés «fo finagle» [«hacer chanchullos», «estafar», «manipular», «maniobrar»], ni tampoco del sustantivo derivado del anterior, « finagler» [«estafador»], aunque, a juzgar por la variopinta ca­rrera de Gregor von Feinaigle, hubiera podido serlo. Feinaigle se pasó buena parte de su vida dando unas muy provechosas conferencias sobre su «nuevo sistema de mnemotécnica y mé­todo», y con frecuencia fue denunciado en la prensa como im­postor, y ridiculizado como falsario en el teatro (esto último, por ejemplo, en la farsa de Dieulafoy, «Les filles de Mémoire, ou le Mnémoniste»), solamente porque se negó a explicar los detalles del método de su invención, el cual le permitía realizar grandes proezas memorísticas. Así pues, en cierto sentido, Fei­naigle fue acusado de ser un finagler [un estafador] y de uti­lizar artimañas, de ser un intrigante. (Como el conde Metter- nich,1 junto a sus muchos secretarios, siguió el curso completo de conferencias de Feinaigle, este solo dato parecería apoyar la hipótesis del origen de la palabra.) Sin embargo, es senci­llamente falso que Feinaigle fuera el origen de esa palabra aparentemente mimética. Su genealogía es muy diferente, tal como descubrirás si abres algún diccionario auténticamente no abreviado de la lengua francesa. Allí verás la palabra «faU naigue» definida como «renuncio en un juego de naipes; de ahí, estafar o recurrir a métodos taimados». De modo que es la palabra francesa que significa hacer trampas en los juegos de naipes, y no ese conde austríaco de Badén, lo que nos ha proporcionado esta perla del dialecto inglés que es el verbo

1. No escribo conde Metternich porque me anime la mala voluntad de restarle honores a este eficaz personaje, sino solamente porque pre­tendo ser preciso desde un punto de vista histórico. En el momento en el cual Metternich seguía el curso de Von Feinaigle sobre mnemotec­nia, todavía no había ascendido al eminente rango de príncipe (prín­cipe Clemens Wenzel Lothar Mctternich-Winneburg, que alcanzó un tí­tulo superior al de su padre, el conde Franz Georg ICarl von Metter- nich-Winneburg zu Beilstein, así como al de su madre, la condesa Mana Beatrix Aloisia von Kagenegg. Tampoco había escrito todavía por aquel entonces en sus memorias esta observación tan inolvidable: «Napoleón me pareció bajito.» A juzgar por este juicio, el presumido genio de la diplomacia que fue Metternich careció del ingenio suficiente como para comprender que este caballero tan ostensiblemente bajo era, a su modo, un gigante.

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«ίο finagle». Y ahora que ya ha quedado clara, de una vez por todas, su etimología, encuentro con retraso pruebas prima fa- cie de que finagle no hubiera podido en modo alguno ser un derivado de Feinaigle. Si la derivación hubiese sido ésa, Roget, que llevaba mucho tiempo vinculado al sistema mnemotécnico de Feinaigle, hubiera incluido sin duda el término «finagle» en alguna de las muchas ediciones del Thesaurus que fueron pu­blicadas durante su vida.

Sé también que el propio Roget estaba muy lejos de ser un estafador. A su manera, al igual que Newton, Roget esperó mu­cho tiempo antes de tomar la decisión de publicar su Thesau­rus, suponiendo, claro está, que admitas que 47 años son un período de gestación notablemente prolongado. Y por fin, sé que vivió hasta los noventa años, lo suficiente como para ver publicadas veintiocho ediciones del Thesaurus, que luego le fue transmitido a John, su hijo, para las posteriores y nume­rosas ediciones (que desde entonces se han multiplicado tanto que no se pueden contar fácilmente). No obstante, me intriga el pensar en lo que hubiera podido hacer Ross, en el terreno del vocabulario de los gigantes y los enanos, si hubiese nacido más tarde, o si Roget hubiese nacido antes.

c xxxviiPero no se puede sacar ningún provecho poniéndose a dar­

le vueltas a las cosas que podrían haber pasado, de modo que lo mejor será que volvamos al tema central de nuestro relato.Y sin embargo, contra mi voluntad, tengo que dedicar cierto espacio —aunque sólo sean unas breves palabras— a ese gran hombre que, hace unas pocas frases, se nos ha colado en esta investigación histórica. Las seis semanas de consultas entre Roget y Bentham, podrías decir quizá, no son motivo suficien­te para permitir que este jurisprudente, filósofo, deontólogo, educador, penalista, higienista, filántropo y codificador, entre en nuestra historia. Si su breve relación con Roget acerca de cuestiones relativas al empleo de las aguas residuales fuese la única entrada que poseyera Jeremy Bentham, no le dejaríamos pasar. Pero hay en Bentham, por supuesto, muchos otros as­pectos que le dan derecho a reclamar nuestra atención. Para empezar, fue al parecer Bentham quien descubrió de nuevo y

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por su propia cuenta la paradoja de Bacon: «¿En qué consis­te la sabiduría de los tiempos que llamamos antiguos? ¿Se trata de la sabiduría de los cabellos encanecidos? No. Es la sabiduría de la cuna.» 1 En segundo lugar, aunque Bentham fue un hombre robusto tanto en su madurez como en su pro­longada ancianidad, fue, en su niñez, por decirlo con esas pa­labras tan vivaces que emplea su biógrafo John Macdonell para describirle, «sensible, delicado [y] de estatura de ena­no...». Así pues, Bentham es el segundo personaje de este re­lato circunstancial de quien puede decirse que empezó como enano y terminó siendo un gigante. (El otro es Newton.) Así pues, visto metafóricamente, Bentham contiene en su misma persona la figura extraordinaria invertida de un gigante mon­tado sobre un enano; una figura muy vivida que, como segu­ramente admitirás, debería proporcionarnos la ocasión para hacer una pausa y reflexionar.

También puede servir como excusa para deshacer un en­tuerto histórico. Desde hace ahora un número exagerado de generaciones, un número exagerado de estudiosos hemos per­mitido que la tan cacareada precocidad de John Stuart Mill le haga sombra a la precocidad más completa y profunda de Jeremy Bentham. Mili celebró sus años difíciles de niño pro­digio en su clásica Autobiography, y por esta razón conocemos mil y un detalles acerca del carácter disciplinario de su padre, quien se encargó de que el niño aprendiera el alfabeto griego a los tres años, y que, a los ocho, hubiera leído las Fábulas de Esopo, la obra de Isócrates, la Anábasis de Jenofonte, seis diá­logos de Platón, todo Herodoto, gran parte de la obra de Lucia­no y fragmentos de la de Diógenes Laercio (ese valiosísimo bió­grafo, natural de Cilicia, que vivió en el siglo m, de cuyos diez volúmenes tú y yo no conocemos seguramente más que sus citas más famosas, que todos nosotros mencionamos Una y otra vez, con espantosa frecuencia). No obstante, las quejas dé Mili, relativas al régimen de estudios que le fue impuesto por su padre, dejan entrever el asombro que le producen los asom­brosos logros que consiguió durante su etapa de formación. Hay que señalar, además, que nos hemos enterado de todo esto por boca del propio Mili (a lo que hay que añadir, por supues-

1. The Book of Fallacies from Unfinished Papers by Jeremy Ben­th a m . By a Friend. Londres: Johns and H. L. Hunt, 1824, Primera par­te, cap. II, «The Wisdom of our Ancestors, or Chinese Argument» (ad verecundian), p. 71.

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to, el complemento que supone el relato que hace Bain de los estudios de Mili en su infancia, los cuales resultan más com­pletos incluso que la propia autobiografía).

El caso de Bentham es absolutamente distinto. Hacen falta muchas investigaciones para descubrir las líneas fundamenta­les de su formación infantil. Al parecer, logró aprender bas­tante más que unos simples rudimentos de latín a los cuatro años, y de griego a los cinco, aunque tuvo que esperar a los siete para adquirir un dominio completo del francés, que aca­bó siendo su segunda lengua materna. Es evidente que luego desaceleró el ritmo de su aprendizaje, pues no entró en el Queens College de Oxford hasta los doce años, de manera que únicamente a la ya madura edad de dieciséis años llegó a ob­tener su licenciatura en letras, y que sólo en la ya avanzada fase de su vida, marcada por su décimo octavo cumpleaños, logró su doctorado. Es indiscutible que Bentham fue un se­vero juez de sí mismo. Sólo así podemos explicarnos que, en fechas posteriores, dijera las cosas que dijo de la oda en latín que compuso con ocasión de la muerte de Jorge II y la su­bida al trono de Jorge III, es decir, cuando el joven Jeremy tenía trece años. De esta misma oda, el por entonces reinante Dr. Johnson dijo que era «una preciosa demostración de facul­tades por parte de un jovencito». Mientras que el propio Ben­tham dijo de esa misma composición, más adelante, que «fue una mediocre interpretación de un tema frívolo, escrita por un niño despreciable».2

Bentham merece un hueco en este relato por otro motivo más, aunque para traerlo aquí a colación tengamos que anti­ciparnos a lo que vendrá más tarde. En un momento posterior de esta historia, tendré que decir bastantes cosas —y muy jus­tificadas— sobre el malévolo ataque lanzado por Macaulay en contra de la compleja estructura sintáctica utilizada por Sir William Temple. Como verás, en mi calidad de autor que se esfuerza por seguir la complicada historia del Aforismo de los

2. De todos modos, hay que reconocer que Bentham se quedó muy por detrás de «prodigios infantiles [tales como] Grocio, Sciopio, Hein- sio, Policiano, Pascal, José Escalígero, Ferdinand de Cordouè...». Todos éstos, algunos de los cuales escribieron tragedias a la edad de ocho años y dominaron catorce idiomas a la de diez, quedan a la altura del be­tún si los comparamos, según dice Y orick en el Tristram, por «el gran Lipsio..., que compuso una obra el día en que nació». La lista de pro­digios, junto con pruebas definitivas que justifican esta última afirma­ción, la encontrarás en el libro IV, cap. 3.

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gigantes y los enanos, voy a encontrarme con notables dificul­tades a la hora de situar ese ataque en un lugar cronológica* mente ordenado. Si decido ponerlo en un punto determinado por las fechas en las que vivió la víctima del ataque (1628-99), sin duda habría que incluirlo en la parte del relato que hace referencia al siglo x v i i ; si decido ponerlo en un punto deter­minado por las fechas en las que vivió la persona que lanzó el ataque (1800-59) habría que incluirlo, también sin la menor duda, en la primera mitad del siglo xix. Bentham nos propor­ciona una razonable solución de compromiso, aunque, mirada desde el punto de vista cronológico, notablemente insatisfac­toria. A caballo entre la última mitad del siglo xvm y el pri­mer tercio del xix, este coloso intelectual (si se me permite llamarle así desde mi perspectiva de uno más entre los hom­brecillos diminutos que caminan por entre sus piernas) me proporciona una solución provisional. En este temprano capí­tulo de mi historia, me referiré solamente a algunos de los juicios vertidos sobre la propensión de Bentham a las frases retorcidas, y reservaré para más adelante un tratamiento más amplio de la cuestión cuando me enfrente a esa misma acusa­ción en el momento en que Macaulay la dirige contra Temple. De este modo, aquí insinuaré este tema mediante una prolep­sis, y sólo más adelante lo desarrollaré con la considerable extensión que tan justificadamente merece en estos tiempos nuestros en los que tan preocupados estamos por la celeridad con la que cambian las estructuras de nuestro idioma.

c xxxviii(Soy consciente, hasta más allá de lo que hayas podido su­

poner, de que al revelar de este modo la complejidad de esta narración, le sustraigo ese requisito primordial de todo dis­curso dramático que consiste en el complejo efecto de sor­presa e inevitabilidad simultáneas que suele proporcionar el producto acabado después de que se haya retirado todo el an­damiaje, sin el cual, no se hubiese podido elevar la estructura. Sé, en una palabra, que lo que habría que hacer es contar la historia, y no contar de qué modo se decidió contar la histo­ria de una manera en lugar de contarla de otra. Pero, como observó Maria en A Sentimental Journey, «Dios [o cualquier

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creador] templa el viento que sopla sobre el cordero esqui­lado». No quiero decir con eso que te considere a ti, mi único lector, persona ovejuna, ni que crea que te has trasquilado de pies a cabeza, sino solamente que admito que no posees el ocio suficiente como para averiguar por tu cuenta cuál es la intrincada estructura de este cuento. Al violar una regla, la de ocultar mi arte, cumplo otra, la que exige mirar con las mayo­res contemplaciones y cuidar con el mayor mimo ese bien tan preciado que es el tiempo. Es por eso que te explico, adelan­tándome al momento en que ocurrirá, que lo que aquí digo, con un tratamiento somero, sobre Jeremy Bentham, no es más que el prólogo de lo que podrás leer más adelante cuando trate del ataque que lanzó Macaulay contra la complejidad de las estructuras sintácticas de Temple.)

*C 'VV'V'J'V f/VíAyVC'í/V

Fíjate, pues, cómo resulta tratado Bentham por su joven e ingenioso amigo John Stuart Mill, quien, como si él solo fuese todo un pequeño ejército, se comprometió a preparar para su publicación algunos de los numerosos manuscritos de Ben­tham. En esa misma Autobiography (que antes he aludido de forma tan ambivalente), Mili escribe exactamente (en la p. 113 de la cuarta edición):

«Mr. Bentham había empezado su tratado [sobre las prue­bas judiciales] tres veces diferentes y con considerables inter­valos, en cada ocasión de forma distinta, y en cada ocasión sin hacer referencia a la anterior: en dos de esas tres ocasiones había renunciado casi por completo al tema. Mi tarea consistía en condensar esos tres enormes manuscritos en un único tra­tado; y adoptar el que había sido redactado en último lugar como base, para incorporar en él la mayor cantidad posible del material procedente de los dos anteriores que no había quedado superado por completo. [Y ahora viene el juicio re­flexivo, que cualquier otro editor, menos honesto y más cari­tativo, se hubiera callado: ] También tuve que desenmarañar todas aquellas tortuosas frases tan atiborradas de paréntesis que parecían ir más allá, por su misma complejidad, de lo que

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parecía probable que los lectores pudieran llegar a esforzarse por entender.»

Y no digo que el juicio de Mili fuera injusto; sólo afirmo que estimaba más la verdad que la caridad. A nosotros, ahora, nos corresponde ser caritativos con Mili. Porque tuvo la mala fortuna de tropezar con los manuscritos que Bentham había escrito después de 1810, es decir, después de esa fase inicial en la que Bentham aún escribía con una prosa escueta, lúcida y brillante, que más tarde, y por motivos que siguen siendo inexplicables, dio paso a una prosa indigesta, aburrida y de­sesperantemente prolija (siguiendo una moda que no creo que ni tú ni yo, a fuer de ser sinceros, podamos condonar).

Tal como escribió John Mcdonell, su bienintencionado bió­grafo, hay un gran contraste entre el primer período de Ben­tham y su período final:

«Originalmente sencillas y puras, sus frases se hicieron complejas; introducía asuntos parentéticos de cualquier modo [y es éste, el más imperdonable de los pecados estilísticos, el mismo que vamos a encontrar en su manifestación más extra­vagante cuando nos enfrentemos a las diatribas de Macaulay contra Temple]; de manera que él, que tan agudamente había satirizado el laborioso estilo técnico de los abogados y legis­ladores, que así se mantenía a fin de facilitar la corrupción, acabó viviendo el tiempo suficiente como para convertirse en ejemplo del mismo defecto.»

Encontramos en Macdonell la misma crítica que en MUI. Sin embargo, y a modo de réplica, afirmo que esta grave acu­sación es desproporcionada en relación con el objeto de los ataques, y dejo que sea tu propio temperamento judicial el que decida en favor de los acusadores o del acusado. Aquí tie­nes, a modo de ejemplo, una frase de Bentham —fielmente tomada de sus escritos posteriores a 1810 y representativa, es­pero, del tipo de cuidadosa redacción que sus autoungidos crí­ticos se empeñan en calificar de excesivamente compleja y pa- rentética.

«Qué gran disfrute puede obtenerse del coleccionismo de antigüedades, con vistas a ilustrar el pasado, a colaborar con la investigación de los hechos históricos, y sobre todo a ilumi­nar cualesquiera cuestiones que puedan ser instructivas para

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el futuro; y del coleccionismo de objetos de historia natural, en los campos animal, mineral y vegetal, pero, sobre todo, en los dos últimos, pues ese coleccionismo no inflige daño alguno, y no supone destrucción de vida alguna, como tampoco de nin­guna felicidad ni disfrute; y especialmente en la última, la ve­getal o botánica, que con frecuencia proporciona la ocasión de dar placer a otros mediante la multiplicación de los especí­menes; y, en relación con tales estudios, la cría de animales domésticos, con vistas a permitir la observación de sus ins­tintos, hábitos y propensiones peculiares; de los efectos que sobre ellos ejerce la educación; de su aptitud para fines a los que hasta la fecha no habían sido aplicados; y del cultivo de flores bellas, como, por ejemplo, los tulipanes, las prímulas o las anémonas, o de ciertas plantas útiles y selectas con fines culinarios o medicinales.»1

La defensa ha concluido.Hay otros amigos de Bentham que insisten en perpetuar

los mitos sobre su desacostumbrada prosa. Sir Samuel Romi- lly, por ejemplo, nos describe la técnica de composición utili­zada por Bentham en su mansión de Ford Abbey, cerca de Chard (y ocupada en tiempos por Prideaux):

«Le encontramos empleando sus horas de la misma manera que las ha empleado desde que le conozco, y ya va para treinta años, a saber, dedicándose durante seis y hasta ocho horas cada día a escribir sobre leyes y legislación, a redactar sus có­digos civil y penal, y ocupado durante las restantes horas de la jornada en lecturas o ejercicios, a modo de preparativos para sus trabajos, o [y ahora nos brindan un nuevo ejemplo de imperdonable causticidad], por decirlo con esa su fraseo­logía personal, inventada por él mismo, dando sus preyantá- ricos y posobremesísticos paseos preparatorios para su tarea codificadora.»

1. Tomo esta frase de ese manual deliberadamente simplificado de principios morales, escrito con vistas a su consumo popular, que lleva el título de Deontology; or, The Science of Morality: in which the Har­mony and Co-incidence of Duty and Self-Interest, Virtue and Felicity, Prudence and Benevolence, are Explained, Exemplified, and Applied to the Business of Life, organizado y editado por John Bowring y publi­cado en 1834 por Longman, Rees, Orme, Browne, Green y Longman eri Londres, y menos efusivamente por William Tait en Edimburgo, Esa frase tan interminable aparece en la página 129 del segundo volumen.

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¿Qué podemos hacer ante esta desdichada crítica de una fraseología tan ingeniosa? ¿Debemos aceptar esta clase de egregio antisesquipeladismo? ¿Hubiera preferido Sir Samuel que Bentham fuera, en lugar de compacto y preciso, prolijo y vago? ¿Hubiera preferido que abandonase el expresivo «pre- yantárico» para poner en su lugar la prolija y chata frase «so­lía tomarse un tiempo para pasear antes de la comida»? A lo mejor habría preferido que bastardeara el idioma renunciando a la concisa expresión «sobremesa». La crítica de Romilly —y no fue el único que siguió esta tendencia— no puede seguir siendo considerada como una crítica seria; se trata simple­mente de una expresión, frívola y cruelmente ignorante, de unos sentimientos personales.

Tras haber pasado por alto los penosos esfuerzos realizados por Romilly por convertirse en crítico literario, podemos re­conocerle el mérito que tuvo cuando nos proporcionó un docu­mentado dato acerca de Bentham que, como los filósofos anti­guos, era un hombre verdaderamente peripatético. De hecho, Bentham era incluso algo mejor; no sólo le gustaba caminar, sino que además, tal como nos cuentan varias notas necroló­gicas, «andaba por los serpenteantes paseos de su jardín a un paso bastante más rápido que el de un simple paseo, aunque sin llegar a ser un trote».

c X lPero ya basta de seguir haciendo un inventario de las in­

justicias de las que fue objeto Bentham; será mejor que no si­gamos alejándonos de nuestra historia del Aforismo. Supongo que, unas páginas atrás, te habrás fijado en ciertas conspicuas omisiones que había en las listas de sinónimos y seudosinóni- mos de enanos y gigantes que Alexander Ross podía haber utilizado, pero no utilizó. Las omisiones eran deliberadas. Hubiera sido imposible, claro está, que Ross hablase de lilipu­tienses, aunque seguro que le hubiese encantado poder hacer­lo, pues era en realidad la palabra que él necesitaba para refe­rirse a los modernos. Pero tenía que transcurrir otro medio siglo —como recordarás, Ross escribía en torno a la década de 1650— antes de que los Travels of Mart inus Scribîerus comen­zaran a esbozar la satírica historia de los viajes de Martin, pri­

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mero a los «restos del antiguo imperio Pigmeo», y luego al «país de los Gigantes, que ahora constituye el pueblo más hu­mano de la tierra». En el último capítulo de las Memoirs of Scriblerus, Alexander Pope no se olvidó de referirse a los orí­genes de esta obra. Sólo durante una breve época pudo pare- cerle bien a Pope que la gente viera su Martinus Scriblerus: Π EPI ΒΑΟΟΥΣ or the Art of Sinking in Poetry como el pro­ducto prácticamente colectivo de aquella pandilla de bromis­tas formada por Arbuthnot, Swift, Gay, Parnell, Congreve, Lord Oxford, Atterbury y el propio Pope, que se reunían por la noche en las habitaciones que tenía Arbuthnot en el palacio de St. James con el fin de pasárselo en grande.

Si digo que el Martinus Scriblerus es de Pope, se debe so­lamente a que no quiero inmiscuirme en esas antiguas discu­siones sobre quién es el verdadero autor de una obra que es el resultado de un continuo toma y daca entre varias personas que formaban un equipo de colaboradores. (Por supuesto, los famosos miembros del famoso club Scriblerus —Pope, Swift, Gay, Parnell y todos los demás— no se veían a sí mismos como un equipo; eran, todos ellos, acérrimos individualistas que se hubieran opuesto a que les colocaran esa etiqueta si alguien les hubiese ofrecido semejante oportunidad; pero sigue siendo de todos modos indiscutible que, hasta donde podemos averi­guarlo en la actualidad, se parecían bastante a un equipo de investigación. Pasaban muchas horas juntos, se zafaban de cada ataque de alguno de sus colegas por medio de un contra­ataque, discutían, argumentaban, se hartaban los unos de los otros periódicamente, y, al final, no eran capaces en realidad de aclarar quién había colaborado con qué en los diversos li­bros que fueron publicando cada uno de ellos.)

Si te decides a seguir a Edward Bensly, Master of Science del Trinity College, ex catedrático de Latín en el University College del País de Gales (Aberystwyth) y experto papal [por­que Pope significa Papa] de talla suficiente como para que le fuera encomendada por Ward y Waller, en su Cambridge His­tory of English Literature, la redacción del capítulo, dema­siado corto y no del todo satisfactorio, sobre Pope, hay que decir que el Martinus Scriblerus, etc., etc., es de Pope. Pero si prefieres seguir a George Atherton Aitken, Miembro de la Or­den Victoriana, que escribió para Ward y Waller el capítulo sobre Swift, diremos que las Memoirs of Scriblerus, cuando fueron finalmente publicadas en 1741, son de Arbuthnot. Y si, en el capítulo siguiente, seguimos al Aitken truncado, a saber,

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a G. A. Aitken, Miembro de la Orden Victoriana, en sus pági­nas sobre «Arbuthnot y otros prosistas menores» —-en donde aparecen unas gentes de menor categoría a los que no consi­dera de talla suficiente como para merecer que su nombre aparezca en el título, al menos desde el punto de vista del co­mentarista, que, me atrevo a insinuar, tiene que ser el mismo George Atherton Aitken que coló furtivamente una reivindica­ción en favor de Arbuthnot en el capítulo sobre Swift—, si ha­cemos, pues, esto último, resolveremos todo el embrollo al ver que «Las Memoirs of Scriblerus fueron impresas en el segun­do volumen de las obras en prosa de Pope (1741), con una nota del librero al lector en la que se declara que las Memoirs, y todos los panfletos con el mismo nombre, fueron escritos por Pope y Arbuthnot [la cursiva la he añadido yo], "excepto" [y lo que ahora sigue son palabras del librero anónimo, y no de G. A. Aitken ni tampoco mías], "excepto el Essay on the Origin of Sciences, en el que participó en parte Parnell, tal como ha­bía hecho a su vez Gay en las Memoirs of a Parish Clerk, mien­tras que el resto eran de Pope"». Sin embargo, y a pesar de lo dicho por el librero, Aitken insiste en la cuestión y enmienda el dato que uno creía haber obtenido. Pues dice, con ese típico aplomo patoso que suele acompañar a todo espejismo: «No puede, sin embargo, caber la menor duda respecto a que las Memoirs se deben completamente [y aquí Aitken se prepara el camino por si tiene que emprender la retirada], o casi comple­tamente, a Arbuthnot, aunque es probable que sus amigos le hicieran numerosas sugerencias; los primeros editores de la obra de Pope admitieron que los conocimientos de medicina y filosofía, que quedan demostrados en muchos de sus capítulos, los marcan como obra "del Doctor".»

No sé nada de lo que dijeron los primeros editores de la obra de Pope, pero sí sé que cuando Sir Walter Scott, baronet, emprendió la tarea de preparar la segunda edición (puede que también esté en la primera, pero en mi casa sólo dispongo de la segunda) de The Works of Jonathan Swift, doctor en teolo­gía, deán de St. Patrick's, Dublin, Sir Walter, en su prefacio al volumen XI, que es el que contiene los Gulliver’s Travels, deja a un lado el asunto y se limita a decir que «el primer boceto de Gulliver's Travels se encuentra en el proyecto de los Viajes de Martinus Scriblerus», y añade en una nota a pie de página que «Pope no se olvidó de insinuarlo en el capítulo final de las Memoirs of Scriblerus». Quizá lo mejor sería seguir no-

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sotros a Sir Walter, y dejar a un lado este asunto. Empieza a resultar más complicado de la cuenta.

En 1726, cuando se publicó Gulliver’s Travels por primera vez, Pope —y no Arbuthnot, que para entonces se encontraba gravemente enfermo— hubiera podido perfectamente lamen­tar su decisión de no llevar a cabo el proyecto de sátira cuya trama se habría basado en los viajes de un tipo bastante hon­rado por países extraños y lejanos. Deduzco esto a partir del dato, señalado por George Atherton Aitken (ese indeciso his­toriador de la literatura con el que acabamos de encontrar­nos) y por Sir Walter Scott (también él da ese dato), según el cual Pope dijo, deduzco que en 1741, que a Swift se le ocurrió por primera vez escribir sus Travels con motivo de las Me­moirs of Scriblerus (escritas, indudablemente, por Arbuthnot; probablemente, por Pope; y, en cierta medida, por, posible­mente, el resto de los miembros del club). No sé por qué me meto en estos vericuetos, porque luego Aitken, que ha defen­dido desde el primer momento los derechos de Arbuthnot, cambia hasta cierto punto de tono, y le niega fuerza plena a la frase de Pope, y afirma: «Las relaciones entre los Travels y el esquema original [presente en las Memoirs of Scriblerus] son, sin embargo, muy débiles, y aparecen sobre todo en la tercera parte de la obra.»

Lo que puede estar pasando aquí es lo siguiente: que Ait­ken, tras haberse comprometido a escribir un capítulo sobre Swift y otro sobre Arbuthnot para la Cambridge History of English Literature, está siendo víctima de presiones contra­puestas. El hecho de que estos dos capítulos sean estrictamen­te contiguos no contribuye precisamente a facilitarle las cosas.Y así, al igual que cualquier Salomón enfrentado a un pro­blema de esta clase, decide que lo mejor es partir las cosas en dos trozos: atribuye plenos derechos de autor, o al menos unos derechos esenciales, a Arbuthnot respecto a la redacción de las Memoirs (sospecho que Arbuthnot es su preferido), y concede, como hemos visto ahora mismo, plenos derechos a Swift sobre sus Travels, mientras que a Pope, que, de todos modos, ya tiene sus mejores oportunidades en otros terrenos, le deja con las manos vacías (o metidas en los bolsillos o pues­tas dondequiera que suelen ponerse cuando uno ya ha disfru­tado de sus oportunidades).

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G xliTodo esto (y cuando digo «todo esto» me refiero a este lío

que hay entre Pope, Arbuthnot, Swift y el resto del grupo) no está tan lejos de nuestro tema de los gigantes y los enanos como quizás estés pensando. En primer lugar, porque Swift fue en cierta época el secretario de William Temple, persona de quien dependía económicamente y a quien acabó por me­nospreciar. Por cierto, que aún no hemos tenido tiempo de hablar de él. Temple fue uno de esos defensores de la Antigüe­dad que emplearon con este fin la imagen de los enanos y los gigantes, y que luego hicieron cuanto estuvo en su mano por evitar que ninguno de los modernos pudiera disfrutar de la paz y el respaldo que esa figura parecía proporcionarles. (Si encuentro el momento apropiado para hacerlo, analizaré más detalladamente las maniobras de Temple; las encontrarás, si lo lees, en su ensayo Upon Ancient ancl Modern Learning, 1690). Temple encontró inmediatamente un adversario, de es­tatura mediana, en la persona de William Wotton y, en 1697 también se topó con un defensor de tamaño gigantesco, nada menos que Swift (quien, inexplicablemente, no publicó su Battle of Books hasta 1704, cinco años después de la muerte de Temple. Por cierto, Temple le dejó a Swift la suma de 100 libras esterlinas, al igual que cualquier beneficio que produ­jera, y por fuerza tenía que producir alguno, la publicación de sus obras postumas. Como de costumbre, Swift no se llevó bien con su buena suerte y muy pronto se metió en un pro­longado altercado con Lady Giffard, una viuda que era her­mana de Temple y que también estaba metida en ese asunto. Estas sutilezas legales me exceden, de modo que las dejaré en paz; sea como fuere, no estoy seguro de cuál es la relación que hay entre la pelea entre Swift y Lady Giffard y la pelea que hubo entre los abogados de los antiguos y los modernos o, más concretamente, entre el ya fallecido Temple y el aún vivo y coleante Wotton en torno a los méritos relativos de los Anti­guos y los Modernos).

The Battle of the Books,1 que fue la contribución de Swift

1. Éste es, por supuesto, el título abreviado; el completo es, Full and True Account of the Battle fought last Friday between the An­cient and the Modern Books in St. James's Library.

Hay quienes afirman que el final de este título completo es la fuen­te de la que brotó un clásico moderno del jazz, pero hay pruebas in-

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a la controversia, se publicó, como he dicho, en 1704. Creo que no apareció sola, sino junto a otra obra de Swift, A Tale of a Tub. Este último es un libro sobre el que Swift, cuando su cuenta de años era ya muy floreciente y sus facultades como crítico habían empeorado notablemente, llegó a decir: «Santo Dios, cuánto talento tenía cuando escribí ese libro,»2 Tampoco

discutibles de que Swift escribió «biblioteca» y se refería, precisamen­te, a la biblioteca. [El título dei tema de jazz es «In St. James's In­firmary». —N. det í.]

2. De todos modos, es posible que Swift tenga razón en esto. Por­que A Tale of a Tub muestra, de forma genial, cómo hay que utilizar uno de los instrumentos más esenciales del oficio de escritor: la di­gresión. No me estoy refiriendo solamente a esa franca Sección VII que se titula «Una digresión en elogio de las digresiones», pues podría decirse que no hace más que justificar con argumentos un defecto. Te recomiendo más bien, que estudies como describe Swift el dilema en el que se encuentra cualquier escritor que posea una multitudina­ria confusión de ideas, un boceto que el autor hace en un aparte diri­gido al lector en el momento en que está satirizando a Bentley, Wotton y el resto de esa pandilla de esforzados defensores de los modernos; fíjate bien: «Pero no quiero extenderme más en esta digresión que aparece en medio de otra digresión, tal como he visto hacer a ciertos autores, que encierran una digresión en otra, como en un juego de cajas chinas...»

Es evidente que dos de nuestras principales autoridades luchan en bandos opuestos en la discusión acerca de la valoración de las digre­siones. Contrasta ahora la actitud ambivalente de Swift con respecto a la digresión, en la frase que acabo de registrar, con la univalencia de Tristram: «Las digresiones son, indiscutiblemente, la luz del sol; ¡son la vida, el alma de la lectura!; sáquenlas, por ejemplo, de este li­bro, y sería lo mismo que tirar el libro entero; un frío y eterno in­vierno reinaría en todas sus páginas; pero, si se las devolvemos al es­critor, éste se adelantará tan elegante como un novio, saludará a dies­tro y siniestro; aportará variedad, e impedirá que decaiga el apetito.

[Y a continuación establece las normas de conducta que debe seguir todo escritor que se sienta atrapado en ese dilema de la digresión.] El truco consiste en cocinarlas y utilizarlas adecuadamente, de modo que no solamente se beneficie de ello el lector, sino también el autor, cuya angustiosa situación, en estos asuntos, es verdaderamente digna de compasión: Pues, si empieza una digresión, a partir de ese mismo momento, observo que toda su obra se queda completamente parali­zada; pero si prosigue su obra, tiene que ponerle fin a su digresión. Vil oficio éste. Razón por la cual, desde el comienzo de esta obra, como habrá podido verse, he construido la parte esencial de la obra, así como sus partes adventicias, con tales intersecciones, y he compli­cado de tal manera, entrelazándolos, los movimientos digresivo y pro­gresivo, una rueda metida en la otra, que toda la máquina, en conjunto, ha podido seguir funcionando siempre; y, lo que es más, podrá seguir funcionando durante los próximos cuarenta años, suponiendo que le

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anduvo escaso de fuerzas cuando escribió The Battle of the Books?

La batalla descrita por Swift se libra, tal como expresa con claridad el título entero de su obra, en la biblioteca de St. Ja­mes. Al mostrarnos el escenario, Swift nos recuerda que con las bibliotecas ocurre lo mismo que con los cementerios: los libros, como los cadáveres, están expuestos a la corrupción, son alimento de los gusanos, y su destino es convertirse en polvo. Pero, al parecer, todo esto Ies ocurre a los cadáveres mucho más velozmente que a los libros. En el prolongado lap­so de tiempo que transcurre antes de que corran el mismo destino que la carne, los libros pueden, y así lo hacen en la biblioteca de St. James, librar toda clase de animadísimas con­troversias. Pero a Swift sólo le llama la atención una batalla, la que se libró, según parece, cierto viernes; es, por supuesto, la batalla entre los Antiguos y los Modernos. Profundamente saturado de la cultura de su época, Swift empieza, por su­puesto, con la Paradoja de Bacon, y no le parece necesario mencionar la fuente que conocen todos los lectores que le im­portan. (Swift añade una nota para advertir, aunque no ins­truir, al filisteo que pueda haberse colado entre sus lectores, y dice, acerca del pasaje que estoy a punto de citar, que «así reza la paradoja moderna».) Tras unas cuantas escaramuzas preliminares, la batalla cobra intensidad:

«Mientras las cosas fermentaban de este modo, la discor­dia creció sobremanera; ambos bandos se lanzaban palabras acaloradas, y la mala sangre se propagaba en abundancia.4 En

plazca a la fuente de la salud bendecirme con una vida y un buen humor tan prolongados.»

En el libro I, capt. 22, ipse dixit,3. Me reafirmo en este juicio, aunque quizá querrás recordarme que

la idea original de The Battle of the Books fue osadamente tomada de ese animado poema en once libros de C outra y que se titula Histoire Poétique de la Guerre nouvellement déclaré entre les anciens et les modernes. Swift tiene aquí la misma relación con Coutray que la que tiene Shakspere con Holinshed. [Raphael Holinshed, autor de varios volúmenes de Crónicas en las que el dramaturgo se basó para escribir sus obras de tema histórico. —N. del t.J

4. En mi ejemplar del libro, me refiero a la página 233 del volu­men x de la edición que hizo Scott de las Obras de S w if t , en 1824, dice "bred” [part. pas. de to breed, «criar», «engendrar», «procrear»]. Creo que es así como hay que leer, y no "shed" [«derramar»], ese término que tan frecuentemente va de la mano con el de «sangre», como míni­

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este rincón, un solitario antiguo, apretujado en medio de todo un estante de modernos, se ofrecía honestamente a discutir la cuestión y a demostrar, con razones manifiestas, que la priori­dad era suya por lo dilatado de su posesión; y también debido a su prudencia, antigüedad y, sobre todo, a sus grandes mé­ritos en relación con los modernos. Pero éstos negaron la vali­dez de tales premisas, y parecieron extrañarse mucho de que los antiguos pudieran seguir insistiendo en su antigüedad, cuando era evidente (si iban a eso) que los modernos eran con mucho los más viejos.»5

Aunque aquí Swift nos presenta la Paradoja de Bacon de que es la humanidad moderna la que es vieja en años, mien­tras que la antigua és joven, no hay señales todavía del símil de los enanos y los gigantes. Pero si Swift no se ha decidido a repetir lo que, según empezamos a sospechar, no es más que un viejo dicho (en lugar de ser un dicho nuevo, el que ha sido atribuido al incomparable Newton), en The Battle of the Books se las arregla al menos para crear un símil que es pro­ducto de su propio caletre. La figura de Swift incluye una frase que también posee su posterior y propia historia. Pues fue re­cogida por una agradecida posteridad que la ha encontrado tan apropiada y tan agradable que ha seguido utilizándola en millones de ocasiones, hasta el punto de que la reluciente frescura que antaño la hiciera tan atractiva ha acabado por marchitarse del todo. La frase es «sweetness and light» [«dul­zura y entendimiento»], que nos viene del siguiente pasaje (tal como le llegó, en 1869, a Matthew Arnold, que convirtió el tér­mino «cultura»6 en una contraseña literaria, y dijo que sus

mo desde los tiempos de Ancren riwle à 1225. [Devocionario en prosa] Swift no era propenso a utilizar frases hechas, a no ser que las em­please con intenciones satiricas.

5. Es aquí donde pone su nota a pie de página: «Según la para­doja moderna.»

6. [Permita el lector que el traductor interfiera, una vez más, su lectura, para hacer una breve acotación: «sweetness and light» ha lle­gado a convertirse, efectivamente, en una frase hecha, y aparece como tal en los diccionarios. En el arriba mencionado, y por mí comentado, Webster, se dan dos acepciones: 1, combinación armoniosa de belleza e inteligencia; 2, amable sensatez, afabilidad. Esta N., es, tal como quedaba insinuado al comienzo, del 7\] Si necesitas una historia deta­llada del término «cultura», así como un inventario de 164 definiciones de esa palabra, la encontrarás en la erudita monografía de A. L. Kroe- ber y Clyde Kluckhohn , Culture: A Critical Review of Concepts and

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principales características eran los de «dulzura y entendi­miento»):

«En cuanto a nosotros, los antiguos, nos damos por satis­fechos, como la abeja, con no pedir nada que no sea nuestro, aparte de nuestras alas y nuestra voz: a saber, nuestros vuelos y nuestro lenguaje. Por lo demás, lo que poseemos, sea lo que fuere, lo hemos adquirido por medio de infinitos trabajos e investigaciones y rebuscando hasta en los últimos rincones de la naturaleza; la diferencia es que, en lugar de suciedad y ve­neno [los de la araña, pues ésta, como los modernos, se jacta de no deberle nada a nadie porque todo lo que hila sale de sus propias tripas], hemos elegido llenar nuestras colmenas de miel y cera; proveyendo así a la humanidad de lo más no­ble de todo: dulzura y luz.»

No obstante, hay poca dulzura y luz en la ininterrumpida batalla que, entre antiguos y modernos, se libra en la biblio­teca de St. James. Lo que abunda es más bien el ingenio ester­córeo (como ocurre en muchas de las obras de Swift). Y, lo que es peor, el ensayo termina sin una sola alusión al Afo­rismo de los enanos y los gigantes, de modo que, pese a la promesa que contenía su título (completo), no encontramos en él nada que nos sea útil.7

Definitions, Cambridge, Massachusetts, EEUU: Papers of the Peabody Museum of American Archeology and Ethnology, Harvard University, vol. XLvn, núm. 1, 1952. La imagen que da Arnold de la cultura como «sweetness and light·» puede ser ampliada recurriendo otra vez al pasa­je original de Swift, porque nos permite decir que la «cultura material» (que es el nombre con el que los sociólogos y los antropólogos designan a los artefactos de la cultura) es en lo esencial una combinación de miel y cera.

7. El ensayo de S w ift provocó, sin embargo, una notable cantidad de versos bastante despreciables. Escucha, por ejemplo, esta sinopsis rimada del libro, y fíjate en lo viscosa que resulta:«Versos sobre la Batalla de los Librospor Mr. James Sterling, del condado de Meath.Mientras el Deán con más ingenio que el que hombre alguno pudiera

desear,O que el Cielo haya jamás concedido a ningún otro,Esfuérzase por demostrar, cómo en conocimiento los antiguos Han superado a nuestros adeptos de todas las escuelas modernas: Cómo atrás quedan nuestros jefes comparados a los antiguos héroes En todas y cada una de las ciencias útiles, en saber verdadero, y en

gusto:

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No obtendremos mejores resultados, me temo, cuando pa­semos a los Gulliver’s Travels. Es cierto que, como ya sabe­mos, encontraremos allí muchos detalles sobre pigmeos y gi­gantes, o mejor dicho, sobre liliputienses y brobdingnagianos 1 (dos designaciones de las que no pudo disponer el ingenioso Alexander Ross; ¿le recuerdas?). Pero lo que nos preguntamos es, ¿utiliza Swift ahí la figura de los enanos sobre los hombros de los gigantes?

Formular la pregunta equivale casi a responderla. A pesar de haber dispuesto de amplísimas oportunidades para servirse de esa figura, Swift se niega obstinadamente a aprovechar nin­guna de ellas. Nos muestra a cinco o seis liliputienses bailando en la mano de Gulliver, y hace que los niños y niñas liliputien­ses jueguen al escondite en su pelo, pero nunca, ni siquiera una sola vez, trepan sobre sus hombros. Del mismo modo, una vez en Brobdingnag (o, si te empeñas en que sea muy purista, en Brobdingrag), Swift hace que Gulliver sea conducido a toda clase de lugares por la niña de nueve años que le descubre, pero esta campesina gigantesca (a quien, como recordarás, Gu­lliver llamaba con el cariñoso apelativo de Glumdalclitch, o niñerita) no tiene nunca la ocurrencia de encaramarlo a sus hombros, ni, si vamos a eso, tampoco se les ocurre hacerlo a ninguno de los amigos ni enemigos que Gulliver encuentra en la corte.

Mientras así actúa, con más valor que modales,Y lucha a favor del enemigo, abandonando nuestro estandarte; Mientras a Bentley y Wotton, nuestros campeones, fustiga,Y rechaza la ayuda no sólo de Temple, sino aun la de Boyle;A pesar de su saber, sus bellas razones, su estilo,—¿Podréis creerlo?— favorece no obstante nuestra causa:Gracias a su conquista crece incluso más nuestra gloria,Y en nuestra derrota a un triunfo aspiramos;Pues nuestro hermano moderno, honor de nuestra época,Sin proponérselo, los laureles ha conquistado para nuestro bando:Los viejos autores de St. James, tan famosos en sus estantes,Han sido derrotados por lo que él ha escrito.»

1. Utilizo la grafía actualmente aceptada a pesar de la corrección que hizo el capitán Gulliver en la carta que dirigió a su primo [Richard] Sympson, en la que dice que la «palabra hubiese tenido que ser es­crita» así: Brobdingrag, y no, erróneamente, Brobdingnag. Como suele ocurrir en las cosas de la lengua, el uso secular acaba legitimando in­cluso los errores.

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Lo único que puedo encontrar en los Travels que tenga re­lación con mi tema se reduce a una serie de observaciones acerca de la relatividad de todas las cosas, en donde, implíci­tamente, se nos dice que los enanos no son siempre ni en to­das partes enanos, ni gigantes los gigantes. Así, Gulliver, el hombre de estatura media, es un gigante en Liliput y un enano en Brobdingnag. Yo interpreto esta idea como una alegoría sociológica. De la misma manera que nosotros, los sociólogos, decimos que la categoría social siempre es una magnitud rela­tiva al contexto social, Swift predice lo mismo cuando afirma que la estatura física es una magnitud relativa al contexto físi­co. Swift, encaramándose a hombros de sus predecesores y siendo, por lo tanto, capaz de ver más lejos, generaliza sobre todo este asunto cuando observa que «es indudable que los filósofos aciertan cuando nos dicen que no hay nada que sea grande o pequeño como no sea por comparación».2

Es fácil entender por qué razón no quiso Swift adoptar la imagen de los enanos encaramados a los hombros de los gigan­tes en ninguno de los dos primeros libros de los Travels. Pues estos libros tratan sólo de forma tangencial la cuestión del sa­ber y de la filosofía natural. Pero que decidiera no usarla tampoco en el tercer libro, esa obra de ciencia ficción que na­rra el viaje a Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, Glubbdubdríb y Japón, y que analiza a fondo la obra de los filósofos que en­cuentra en esas regiones, es un dato que sólo puedo atribuir al carácter recalcitrante del autor. Siempre se empeñó en ser un caballo coceador y redomón.

No obstante, poseído por una auténtica imaginación socio­lógica, Swift no nos deja con las manos vacías, ni siquiera eri ese tercer libro. Se trata de algo que está bastante alejado de mi tema principal pero que tiene relación, al menos, con al­gunos de mis temas secundarios. En ese libro, por ejemplo, se adelanta a algunos de los pasos que ha dado posteriormen­te la erudición contemporánea, demostrando así, una vez más, que los Antiguos —entre los cuales, si nos tomamos a noso­tros como punto de referencia, podemos incluir a Swift— sembraron lo que los Modernos han cosechado. Reflexiona, por ejemplo, sobre este proyecto —que Swift atribuye a los cate­

2. No es éste el lugar apropiado para desarrollar con la suficiente amplitud la idea de relatividad de Swift. Si quisieras estudiar todo el instructivo fragmento del que he tomado esta clarificadora frase, lo en­contrarás en la Part. II, cap. I de los Travels (en mi ejemplar, en la p. 112 del volumen 11 de las Works, ed. por Scott, 1824).

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dráticos de Lagado, aunque esto no es más que simple y re­pugnante modestia por parte de Swift— con vistas a la inven­ción de un inglés básico (o, más exactamente, de un Iagadeano básico). En la escuela de idiomas de Lagado, como recordarás, hay tres catedráticos a los que se les pide que mejoren el idio­ma de su país. El primero de sus proyectos, le hace decir Swift a Gulliver, «consistía en abreviar el discurso, a base de conver­tir los polisílabos en monosílabos,3 y suprimir los verbos y participios, porque, en realidad, todas las cosas imaginables no son más que nombres». Al igual que ocurre con la mayoría de esfuerzos pioneros, éste no carece de imperfecciones. Hoy en día sabemos que el problema es bastante más complicado de lo que creían aquellos catedráticos de Lagado. Pero ya está en su proyecto lo esencial, aunque no seré yo quien insinúe que C. K. Ogden y I. A. Richards copiaron sus ideas de las de los Lagadones, que les fueron servidas en bandeja por genti­leza de Gulliver y de Swift (y, si se nos metiera en la cabeza la idea de volver al espinoso y todavía discutido problema de cuáles fueron los verdaderos progenitores de los Travels, quizá por gentileza de Arbuthnot).

Como también recordarás, este proyecto de creación de un idioma básico, que no fue más que el primero, quedó despla­zado muy pronto por otro que amenazaba con resolver de una vez por todas el problema de conseguir que el lenguaje fuera eficiente. Este proyecto, más drástico y también más pro­metedor, pretendía «abolir absolutamente todas las palabras». Las ventajas del proyecto son evidentes. No se comprende, por tanto, por qué razón los lagadanos tuvieron, por medio de Swift, que añadir una explicación que justificaba su propues­ta. Pero lo hicieron, y eso mismo debo hacer yo, que me he propuesto recoger fielmente todos los datos. La absoluta y to­tal abolición de las palabras tendría, pues, evidentes ventajas «para la salud, y también para la brevedad. Pues es evidente que cada palabra que pronunciamos supone, en cierto grado, una disminución de nuestros pulmones por corrosión, y, en consecuencia, contribuye a la cortedad de nuestras vidas».

Todavía es muy sugestivo, hasta que lo yuxtaponemos a

3. No hay la menor duda de que Swift tenía una fijación contra los apócopes, esa desagradable costumbre que consiste en ir cortándoles sucesivamente la cola a las palabras largas, a fin de formar horribles palabras más cortas. Podrás comprobarlo si vuelves a la cita que he hecho, hace unas setenta y tantas páginas, del texto que fue enviado anónimamente por Swift a «The Tatler».

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otra de las observaciones de Swift que aparece unas treinta y seis páginas después, cuando Gulliver ya ha abandonado la isla volante de Laputa4 (que es el lugar donde está situada la Academia de Lagado) para ir a Luggnagg, tras una breve es­tancia en Balnibarbi. Como seguramente recordarás, de todos los estratos sociales de los habitantes de Luggnagg, no hay nin­guno que interese tanto a Gulliver como el de los struldbrugs o inmortales. Como es natural, la conversación de Gulliver con estas gentes pasó en seguida a tratar del asunto de la vejez prolongada (con lo cual se anticipó, de forma considerable, a nuestra actual preocupación forzosa por la gerontología). En una disquisición especialmente prolija, Gulliver, que llevaba tanto tiempo escuchando que ardía en deseos de manifestar sus propias opiniones, se atrevió a insinuar que una existencia inmortal podría no ser tan maravillosa como suele imaginarse. La inmortalidad, dijo, no era suficiente. Lo importante era saber bajo qué condiciones debía prolongarse esta vida sin punto final. Naturalmente, si esa vida tan larga suponía perma­necer siempre «en la primera juventud, con salud y prosperi­dad», no cabía duda de que valía la pena vivirla. Pero el ver­dadero problema, le hace señalar Swift a Gulliver con su acos­tumbrado ingenio, consistía en saber cómo viviría la gente «una vida perpetua con todas las desventajas que normalmen­te trae consigo la vejez». En otras palabras, ¿cuánta decrepi­tud somos capaces de soportar?5

4. Vuelvo a seguir la tradición cuando hablo de la «isla volante» de Laputa. Pero debería añadir que nuestro querido Bob, al examinar el texto de Swift con el experimentado ojo de quien es a la vez mate­mático y físico, ha comprobado que Swift puede h^ier estado enre­dándonos. Encontrarás todos los detalles del asunto en un artículo de inmediata aparición que irá firmado por Bob. La cita completa dice así: Robert C. Merton, The Motionless «Motion» of Swift's Flying Island, que será publicado próximamente en el «Journal of the History of Ideas».

5. Es una pena que, en el curso de sus viajes, Gulliver no se en­contrara con ese teórico de la longevidad de los siglos xm y xiv que se llamaba Chia Ming (c. 1268-c. 1374) [He dicho Chia Ming; eso en estilo Chia Wén-ting; su nombre fantasioso era Hua shan lao-jén, que significa el viejo de la montaña Hua (de la provincia de Chehkiang; pues, al fin y al cabo, nació en Hai-ning, Chehkiang).] Este caballero es­cribió un importante tratado sobre alimentación y longevidad —Yin- shih-hsü-chich (Elementos de dietética)— en el que explicó cómo con­siguió llegar a centenario. Y lo hizo porque, cuando alcanzó esa augus­ta edad, el emperador, de forma bastante comprensible, le preguntó que cómo se las había arreglado para realizar semejante hazaña. Chia le contestó: «come bien y vivirás más tiempo».

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No tengo más que clos observaciones que hacer a este pa­saje de los Travels. Decir, en primer lugar, que demuestra una gran presciencia. Casi parece que dotado de facultades de cla­rividente, Swift hubiera sido capaz de adivinar los graves pro­blemas que sufrirían muchos de los residentes en Florida y California, forzados a soportar una ancianidad prolongadísi­ma, En segundo lugar, quiero señalar que hay en Swift una contradicción insostenible. Si por un lado se muestra parti­dario de abolir las palabras porque de este modo se ampliaría la longevidad humana, con lo cual nos dice implícitamente que éste es un objetivo deseable, no puede por otro lado ponerse a decir, como efectivamente ocurre en su libro, que la vejez, acompañada de una disminución de las facultades que avanza más velozmente que el declive de las ambiciones y los deseos, no es en absoluto una condición envidiable. De todo ello sólo puedo extraer una conclusión, ya que Swift, como la mayoría de los autores que estamos considerando, es bastante olvida­dizo. Como sabes, no es fácil acordarse de todo lo que uno ha dicho al comienzo de un libro, sobre todo cuando ya te en­cuentras hacia el final, y sería exagerado pedirle a un escritor que releyese lo que ya ha dejado atrás.

Hay en realidad poca cosa más en los Travels que esté emparentada con mi tema, salvo, quizás, una sola excepción. Tal como te he subrayado hace unas páginas, Swift formaba parte del club de Scriblerus y por tanto era, hasta cierto pun­to, miembro de un equipo de investigación. Comprendo, claro está, que empleo un término ligeramente anacrónico, pero creo que incluso un historiador tan estricto como tú me per­mitirá que utilice esa pequeña licencia. Ahora bien, una de las premisas fundamentales de la sociología del conocimiento dice que las relaciones sociales en las que está inmersa cualquier persona tienden a quedar reflejadas en sus ideas. Y esto es, evidentemente, lo que le ocurrió a Swift. Partiendo de los da­tos obtenidos en su experiencia como miembro del grupo Scri­blerus, tiende a ver por todas partes proyectos de investiga­ción que requieren la participación de un gran número de ce­rebros agrupados que pueden llegar a resolver problemas muy

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complejos. (Además, bastaba con que echase una ojeada a su alrededor para notar la popularidad de que gozaban los pro­yectos de todo tipo.) Sea o no cierto todo esto —y reconozco que en el mejor de los casos se trata de la más tosca de las es­peculaciones—, la cuestión es que Swift llegó a soñar una can­tidad bastante amplia de prometedores proyectos para los que hacía falta llevar a cabo ciertas investigaciones. Una vez más, lo que hace que este hecho sea pertinente en nuestro contexto es que, con esa presciencia que ahora ya sabemos que le carac­teriza, Swift fue un pionero en hablar de la necesidad de llevar a cabo estudios e investigaciones en relación con un montón de problemas que muchos de nosotros, como ignorantes que somos, creemos que son problemas que sólo se han planteado en nuestra época. (Como salgan más casos como éste, pronto me mostraré dispuesto a cambiar de bando, abandonar a los modernos y ponerme a luchar codo con codo junto a estos an­tiguos, aunque sólo sean antiguos relativamente.)

No puedo recoger aquí todas las prescientes formulaciones swiftianas de proyectos de investigación que aún hay que em­prender, pero creo que con dos o tres bastará para demostrar que tengo razón. Por criterios de brevedad, me limitaré a con­signar aquí los proyectos relativos a la «administración públi­ca» (término que no es mío, sino de Swift). Está, por ejemplo, el proyecto que trata de lo que ahora llamamos mecanismos homeostáticos (o de equilibrio) de los cuerpos legislativos. Swift lo expone en forma de precepto, pero el contexto nos muestra que en su opinión se trata de un asunto que todavía requiere investigaciones sistemáticas y profundas. El meca­nismo consiste en lo siguiente:

«Que cada uno de los senadores del gran consejo de cada nación, después de haber dado su opinión y argumentado su defensa, fuese obligado a votar exactamente en contra de lo dicho; porque, si se hiciera así, el resultado redundaría infa­liblemente en un beneficio público.»

La hipótesis presupuesta por esta sugerencia es evidente: la retórica, que no tiene por qué estar estrechamente vincula­da con la realidad del asunto discutido, puede persuadir, y a menudo persuade. De este modo, puede ocurrir que haya sena­dores que voten de acuerdo con las emociones suscitadas por la retórica, en lugar de hacerlo de acuerdo con los dictados de la razón. A fin de contrarrestar este funesto efecto, que condu-

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ciria a la aprobación de unas leyes escasamente realistas, ba­sadas en las emociones, es necesario que los oradores que son capaces de provocar esas emociones voten en contra de lo que ellos mismos han propuesto. De esta manera pueden equilibrar la situación y dejarla tal como estaba al principio. Creo que este principio, cuya finalidad es el mantenimiento del equili­brio legislativo —que a veces, erróneamente, se designa como letargo legislativo—, difícilmente podría ser mejorado. Acepto que la aritmética de votos que presupone Swift parece, al prin­cipio, un poco especial, pero has de recordar que esto no es más que una hipótesis, y que la verdad saldrá a relucir en cuanto esa hipótesis sea puesta a prueba por medio de unas investigaciones rigurosas. Pero admitirás sin duda que se trata de una hipótesis extremadamente ingeniosa,

Swift presenta otra hipótesis sobre la política y el poder, y también ésta merece ser investigada, tanto hoy como en la fe­cha en que fue propuesta. Pero se trata de una idea tan com­pleja que se resiste a todo intento de resumen; será mejor que tú mismo abras las páginas de Swift y veas cómo la ex­pone él (en la página 241 de mi ejemplar de los Travels; no te doy la cita completa, pues la encontrarás en las notas prece­dentes).

Hay una tercera hipótesis, sin embargo, que muestra a Swift en el pleno desarrollo de sus poderes de presciencia. En contra de lo que podrías imaginar, y en contra de lo que Irwín L. Child dice en su capítulo sobre «Socialización» en el acre­ditado Handbook of Social Psychology,l no es cierto, estricta-

1. Editado por Gardner Lindzey, en dos volúmenes, y publicado por Addison-Wesley Publishing Company Inc., en Cambridge 42, Mass. La cita de Child se encuentra, curiosamente, en la página 666. (Consulta al teólogo inglés Francis Potter, que en toda su vida solamente publicó su Interpretation of the Number 666, wherein not only the manner how this Number ought to be interpreted is clearly proved and demonstra­ted; but it is also shewed that this number is an exquisite and perfect character, truly, exactly, and essentially describing that state of Go­vernment to which all other notes of Antichrist doe agree. With all knowne objections solidly and fully answered, that can be mate­rially made against it. El libro fue publicado en Oxford, in cuarto, en 1642. Pepys compró su ejemplar el 16 de febrero de 1666 [«.&.], comen­zó a leerlo el 5 de noviembre, y lo terminó el día 10 del mismo mes. Pepys nos informa que el 666 «me ha gustado muchísimo»; que «me gusta todo el libro, pero el final me parece excelente; y, tenga o no razón, lo encuentro ingeniosísimo». Otros lectores también tuvieron la misma impresión que Pepys; el libro fue traducido al latín, francés, holandés y a otros idiomas. Potter hubiera hecho sin duda algún co­

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mente hablando, que «el interés por los efectos del aprendizaje del uso del orinal nazca, principalmente, en el concepto psico- analítico del carácter anal (véase, por ejemplo, Abraham, 1927; Fenichel, 1945)». La idea, en su esencia, ya está en Swift, y no solamente en los Travels sino también en muchos, quizá de­masiados, de sus escritos. Su fijación por los asuntos estercó­reos todavía está pendiente de una investigación a fondo por parte de los psicoanalistas. En fin, que me parece muy bien que salgas ahora en defensa de nuestros modernos contempo­ráneos y que me digas que no podemos esperar de nadie que lo haya leído todo. Pero, sin duda, siendo de sobra conocido el extravagante y continuado interés que demostró el deán de St. Patrick por toda clase de materias fecales, los creadores psicoanalíticos de la «teoría del aprendizaje del uso del orinal» (o, como la designa Child en un subtítulo, «teoría del compor­tamiento excrementicio») deberían, al menos, haber consulta­do a Swift, a fin de enterarse de qué fue lo que tuvo que decir sobre este asunto su distinguido predecesor. No pretendo pa­recer quejumbroso, pero existe una indiscutible obligación, para todo el que se precie de ser erudito, de consultar lo que se ha escrito ya sobre el tema que uno se trae entre manos; en cierto sentido, de esto trata en buena parte la polémica en­tre Antiguos y Modernos.

Después de este largo preámbulo, siento la tentación de no decir nada más acerca de esta reflexiva y sedente (más que pedestre) hipótesis de Swift sobre la relación existente entre el comportamiento de los políticos cuando se encuentran en situaciones que generalmente son de la máxima intimidad, y el que esos mismos políticos tienen cuando se hallan expuestos a todas las miradas. Es posible que, si no hago aquí ningún comentario más al respecto, esté obligándote a acudir a la fuente original, cosa que siempre es de por sí beneficiosa.

Una última hipótesis de investigación, que viene del bien surtido almacén de Swift, y termino. Ésta que ahora voy a ex­poner se encuentra tan preñada de profecías sobre problemas que requieren una atención adecuada, que no me siento con fuerzas para omitirla. Dime tú, por ejemplo, a qué época y a qué país se está refiriendo Swift en las siguientes palabras:

mentarlo especialmente agudo acerca del hecho de que la frase de Child aparezca en la página 666; a mí, en cambio, me resulta simple­mente desconcertante.)

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« ,.. la mayoría de la gente está constituida en cierto modo por delatores, testigos, confidentes, acusadores, fiscales, testi­monieros, calumniadores, junto con sus varios y diversos su­balternos y cómplices, todos ellos bajo el mismo pabellón, fac­tura y paga de los ministros de Estado, y de sus ayudantes.»

No solamente esta descripción encaja perfectamente con una época que Swift no pudo conocer, sino que la hipótesis que pretende explicar el comportamiento así descrito no care­ce por completo de mérito. Todavía con la actitud presciente de antes, sigue escribiendo, pero sin pretender ahora que esto sea entendido más que como una mera hipótesis:

«Las conspiraciones, en ese reino [de Tribnia2], son por lo general obra de las personas que desean acreditarse como po­líticos especialmente profundos; devolver el vigor perdido a una administración enloquecida; suprimir o desviar el descon­tento general; llenar sus propios cofres de confiscaciones [pues la caza de brujas de género político parece producir be­neficios del tipo más vulgar] ; y fomentar o destruir la opinión de que disfruta el crédito político, según cuál de las dos cosas convenga más a su propio beneficio.»

En mi opinión, estas hipótesis son excesivamente simples, pero hay que recordar que Gulliver's Travels es, como todo el mundo sabe, un libro para niños. Sin embargo, contiene algu­nas cosas en las que vale la pena que nos fijemos. Si Swift, al eludir toda mención de los enanos, pigmeos, gnomos o incluso liliputienses encaramados a los hombros de los gigantes, nos ha fallado, como mínimo nos ha recordado, sino con palabras sí con hechos, que no toda la sabiduría empieza con los Mo­dernos. Aunque, pensándolo bien, excepto en el fragor de la batalla, ¿hubo alguna vez alguien que dijese algo así?

cc xlivNo lo hizo, por supuesto, Alexander Ross. Ni siquiera ese

furioso conservador, como hemos visto, pudo llegar rebosando

2. Tribnia (por supuesto) ~ Britania.

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ira en mitad del siglo xvii, al extremo de reunir fuerzas sufi­cientes como para afirmar que esos Modernos a los que tanto condenaba habían llegado a degradar a los Antiguos hasta el punto de rechazarlos de plano. Los enanos modernos de aquel entonces no eran tan miopes como eso, ni siquiera contempla­dos desde el furibundo punto de vista de Ross. En cualquier caso, podemos comprender los motivos por los cuales Ross, cuando trataba de encontrar sinónimos para los términos «Enanos y Pigmeos», no pudo servirse del término «liliputien­ses». Sencillamente porque llegó demasiado pronto.

Pero, volviéndonos hacia el otro elemento de la expresión figurada cuya historia estamos recorriendo —los gigantes, que en el Aforismo simbolizan a los antiguos—, todavía tenemos que explicar las razones por las que Ross, y, como él, otros ingleses del siglo x v ii , no adoptaron esos símbolos que tan a mano tenían, los de Gargantúa, e incluso de Pantagruel. Al fin y al cabo, un siglo antes de la aparición de Ross y los suyos, Rabelais había dedicado algunos años de su madurez a escri­bir su duradera y genial obra, y llegó, justo un año antes de morir (en 1533), a terminar la edición completa1 de Las Vidas, Hechos Heroicos y Dichos de Gargantúa y Pantagruel. ¿Por qué Ross y el resto de aquella pandilla de malcarados, que se pasaban el día hablando de gigantes y enanos, ignoraron por completo a Rabelais y su obra? Entre otras cosas, Rabelais ha­bía expuesto generosamente sus opiniones sobre las disputas entre los filósofos modernos y los defensores de los filósofos antiguos.

Una vez más, y aunque yo mismo lo lamente, siento decir que tenemos que disculpar a Ross y a otros de su jaez. Ross había llevado a la imprenta su Arcana en 1651, tal como he co­mentado hace unas treinta y tantas páginas, y solamente dos años más tarde llegó a las prensas la traducción de los dos pri­meros libros de Gargantúa y Pantagruel realizada por Sir Tho­mas Urquhart (o Urchard).2 En cuanto al resto de esa obra

1. Sigo suscribiendo esta afirmación, pues soy uno de esos inco­rregibles de la intransigencia que se niegan a reconocer el libro sexto, aparecido una década después, como obra del propio Rabelais. Lo en­cuentro tan laboriosamente rabelesiano que no puedo creer en su auten­ticidad.

2. Sir T homas llevaba mucho tiempo preparándose para crear una jerga adecuada a la tarea de reproducir el fárrago grandilocuente de la obra maestra de Rabelais. Su tratado de matemáticas, Trissotetras, por ejemplo, nos explica, con un lenguaje impolutamente insincero, que

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monumental y genial, no fue anglificada hasta que el editor Motteux, en 1693-94, publicó los tres primeros libros de la tra­ducción de Urquhart, y finalmente, en 1708, tradujo él mismo los libros 4 y 5. Habría sido exagerado esperar que Ross y sus compinches en la Inglaterra del siglo x v i i fueran a ser capaces de descifrar el idioma de Rabelais; la traducción era impres­cindible. Y Ross llevaba mucho tiempo muerto cuando Urqu­hart y Motteux llevaron a cabo la más grandiosa traducción al inglés del galimatías francés.

Es, así, por esta razón, que no encontramos ecos de Rabe­lais en los escritos de Goodman o de Ross, por ejemplo. Si hemos de fiarnos de la atención que Ross y Goodman le pres­tan, cualquiera diría que aquel «enorme y fortísimo Gigante Gargantúa», ' que, «a la- edad de cuatrocientas y cuatro veces cuarenta y cuatro años engendró a su hijo Pantagruel en su esposa de nombre Badebec, hija del rey de los Amaurots de Utopía», ni siquiera existió,3 Y si ni Gargantúa ni Pantagruel son mencionados, podrías suponer, y no te equivocarías en ab­soluto, que tampoco se encuentran ecos de Panurgo en los. escritos del siglo x v i i que tratan del asunto de los Antiguos y los Modernos, de los gigantes y los enanos. Y también esto es una pena. En cierto modo, no puedo reprimir la idea de que tiene que haber algo relacionado con este tema en aquel hom­bre «de mediana estatura, ni demasiado alto ni demasiado bajo» que a los treinta y cinco años ya estaba dotado de no pocas cualidades, aunque, por otro lado, tal como nos recuer­

«Los Axiomas de los triángulos planos son cuatro, Rulerst, Eproso, Grediftal y Bagrediffiu», y que el Rulerst se divide en Gradesso y Eradetul, aunque siempre permanece bajo el dictado de Uphechet. Pos­teriormente, en el plan de Sir Thomas para la creación de un lenguaje universal, el Logopandecteision, se refiere oscuramente a los «Ioxogo- nosféricos disergéticos» que hay que tener en cuenta cuando realizamos la «operación cateutérica» de no se sabe qué cosa.

Admitirás que nos encontramos ante un inspirado grimgribber [in­ventor de jergas especializadas]. (Por cierto, ¿es posible que Maury Maverick buscara esta palabra [grimgribber] cuando acuñó su sinó­nimo gobbledygook?

3. Por cierto, un almanaque de 1697 es la autoridad en la que me baso para comunicarte que, justo un siglo antes, Gargantúa y Tom Thumb se batieron en duelo en la llanura de Salisbury. No se registra en ese texto cuál fue el resultado del enfrentamiento, pero es obvio que Tom sobrevivió a este desigual combate, pues la tradición popular cuenta que murió en Lincoln, una de las cinco ciudades danesas de Inglaterra.

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da Rabelais, «padecía propensión natural a cierta enfermedad que en esa época solía llamarse falta de dinero». Tampoco oímos ni una sola palabra sobre el «incomparable saber» de Pantagruel, basado en obras tanto de los Antiguos como de los Modernos. Ni se nos dice nada, en las obras de Ross, de ese debate histórico que hubo entre el famoso y erudito Panta­gruel y su no tan famoso contrincante, el filósofo inglés Thau- maste. No podemos, me parece a mí, permitir que esta omi­sión no sea remediada. Pues este debate es histórico por más de una razón, aunque de las muchas que hay sólo voy a citar dos. En primer lugar, que Thaumaste propone, y Pantagruel, muy confiado en sus propias fuerzas acepta, que la discusión no se desarrolle, «a la manera de los académicos, declaman­do », sino que sea «sólo por señas, sin hablar, porque las ma­terias son tan arduas, abstrusas y complejas, que las palabras pronunciadas por labios humanos jamás bastarían para ex­presarlas». Supongo que habrás notado inmediatamente, en esta proposición, el antecedente del plan de Swift «para la absoluta y total abolición de las palabras». Es evidente que Swift se limita a generalizar lo que Rabelais había sugerido, aunque limitándolo al episodio de la discusión entre Thau­maste y Pantagruel, de manera que Swift acaba dándole a esta idea una significación que trasciende por completo la sugeren­cia original. Así pues, hallamos aquí otro caso de un Moderno, que Swift, un escritor de comienzos del siglo xvm, se enca­rama a hombros de un pior-así-decir Antiguo, Rabelais, uno del siglo XVI.4

Éste es uno de los aspectos históricos del debate entre Thaumaste y Pantagruel narrado por Rabelais. El otro aspec­to, que no me queda más remedio que afirmar que es el más importante de los dos, es que todo este asunto supone una an­ticipación de la teoría sociológica de Hooke-Newton-Merton, relativa a los perjudiciales efectos que ejercen los debates pú­blicos sobre la claridad intelectual (así como, por supuesto,

4. No me siento con fuerzas para describir detalladamente las deu­das contraídas por Swift con respecto a Rabelais, que son, por otro lado, muy notorias y conocidas. Y si las conoce todo el mundo se debe a que Swift no hizo el más mínimo esfuerzo por ocultar hasta qué punto sus Travels procedían del famoso viaje de Pantagruel. Por otro lado, tanto Swift como Rabelais están en deuda con la Verdadera historia de Luciano, «ese viaje ficticio por países imaginarios, con, a ma­nera de prólogo, una introducción, muy irónica, sobre el arte de escri­bir la historia», y este hecho ya era conocido antes incluso de que lo explicara, con las lúcidas palabras que acabo de citar, Sir Walter Scott.

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sobre la integridad intelectual). Si Vives se adelantó a Hooke, y Hooke y Newton se me adelantaron a mí, tengo que decir ahora que Rabelais se adelantó a Hooke, a Newton y a mí (aunque no, por supuesto, a Vives). (Es más, me da en la na­riz que hubo muchos Antiguos que se nos adelantaron a todos nosotros, los relativamente Modernos.)5

Los argumentos en favor de ese debate sin palabras, y las ventajas que tiene cualquier debate celebrado de forma exclu­siva por medio de señas, inventadas a propósito para ese de­bate, me parecen evidentes. Los oyentes (o, mejor dicho, los espectadores), no saben en realidad qué es lo que está pasan­do, de modo que sus reacciones no pueden ejercer influjo al­guno sobre los que hablan (o, mejor dicho, gesticulan), lo cual impide que estos últimos puedan aferrarse a sus opiniones aunque en su interior sepan que son insostenibles. La utiliza­ción de las señas, que para el auditorio (o, mejor dicho, para los mirones) son indescifrables, suprime todo influjo que pu­diera venir de ese lado y permite, de esta manera, que los pro­tagonistas del debate acepten las verdades que por medio de sus señas afirma cada uno de los contrincantes. No es que Ra­belais lo diga exactamente de esta manera, en el capítulo xviii del libro segundo, sino que lo dice incluso mejor; lo explica con sus palabras:

«[Pantagruel se dirige así al simpático pero parlanchín Thaumaste] ... Más debería aprender yo de ti que tú de mí; aunque, como has dispuesto, debatiremos juntos en torno a esas dudas, y buscaremos la solución, aunque para ello ten­gamos que llegar al fondo de ese pozo insondable en el que, según Heráclito, permanece oculta la verdad: y quiero elogiar

5. Reflexiona, simplemente, acerca de las insinuaciones de ese mismo principio que se encuentran en las obras perdidas de aquel ambiguo pesimista presocrático que se llamaba Pródico, de quien Aristófanes dice que era un «burbujeante torrente», que fue condenado como sim­ple sofista por Esquines, y alternativamente alabado y satirizado por Platón (a través de las palabras de Sócrates), como poseedor de «una sabiduría... más que humana, y de fecha muy antigua» (Protágoras, 340E). Su sabiduría le permitió a Pródico establecer «encantadoras distinciones» entre términos casi sinónimos (como «voluntad» y «de­seo»), pero eso no impidió que le maldijeran por su propensión a la pedantería, tan marcada como en el caso de Hippías. Además, Platón se anticipó ampliamente a la distinción básica entre las discusiones ruido­sas en público y las discusiones pacíficas en la intimidad; compruébalo simplemente en Protágoras 337; Gorgias 457-458; La república VI, 492; Teeteo, 168.

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sobremanera la manera de argüir que tú has dispuesto, a sa­ber, por señas y sin hablar; [y ahora viene, decisiva aunque implícitamente, la teoría sociológica] porque así haciéndolo tú y yo nos entenderemos mutuamente a la perfección, y sin embargo nos libraremos de esos aplausos que suelen hacer los badulaques sofistas, cuando alguno de los Argumentadores saca a relucir algún Argumento muy convincente.6 Pues bien, no dejaré mañana de reunirme contigo en el lugar y a la hora que tú me has señalado, pero permíteme que te suplique, que no haya escándalo ni tumulto entre nosotros, y que no trate­mos de buscar el honor ni el aplauso de los hombres, sino so­lamente la verdad...»

Lamento haber insistido tanto en lo que es obvio. Pero no he podido resistir el poner en cursiva las frases cruciales. Como puedes ver, aquí no solamente Rabelais se hace eco de un tópico: el que dice que hay que buscar la verdad en lugar de preocuparse sobre todo por la imagen que les ofrecemos a los demás. Él identifica la clave del asunto en torno al cual gira esa piadosa máxima, de la misma manera que, más tarde, lo harían también Hooke, Newton, apenas un siglo después que él, y yo mismo, criatura de mi época, lo volvería a hacer cuatro siglos después. La clave, por supuesto, es ésta: ¿de qué modo se podría aislar a quienes buscan la verdad de las reac­ciones de la masa, incluso de la masa de científicos, así como de esa promiscua acumulación de gente a la que en tiempos se llamó la mobile (que es una abreviatura del mobile vulgus, la muchedumbre, siempre veleidosa o excitable) ?7 Lo que Ra­belais propone es un mecanismo, muy ingenioso, que permite aislar a los buscadores-de-verdad del aplauso popular. O, tal como lo dice él, con términos más descriptivos que analíticos, se trata de un método que pretende proteger a los amantes de la verdad (es decir, los filósofos) de «todos los Colegiales, pro­fesores de Artes, Grandes Sofistas, y Bachilleres [siempre dis­puestos a] aplaudir, siguiendo su canallesca costumbre». Es-

6. Aquí se oye un eco de Platón, La república VI, 492.7. Por cierto, no deberíamos tener reparo a la hora de utilizar el

vulgarismo mob [muchedumbre]. Me parece muy bien que Swift ridi­culice este término, recién estrenado en aquel entonces. Y resulta com­prensible que Burke pida disculpas por haberlo empleado: «Una mu­chedumbre [mo&] (que se me disculpe el término, que aquí se sigue utilizando)...» Pero Swift escribía en 1710, y Burge en 1790; hoy en día es perfectamente admisible.

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toy bastante seguro de que he sido capaz de generalizar el prin­cipio que, por lo que he podido descubrir ahora, no es de mi invención, ni tampoco de la de Hooke ni la de Newton, sino de la de Rabelais, pero no es éste el lugar apropiado para de­mostrarlo. Bastará, quizá, con decir simplemente que existen casi tantos modos de alejar de la muchedumbre a los busca- dores-de-verdad como de «despellejar al gato».8

Hay quienes me criticarán por dar un salto demasiado grande cuando ahora pase de aquel gigante del siglo xvi que se llamó Rabelais, a Sir William Temple, autor de finales del XVII y estadista de estatura más bien módica. Pero, al igual que Tristram, no permitiré que los remilgados principios doc­trinales del arte de la composición bien trabada me hagan va­cilar a la hora de cumplir una promesa. Recordarás segura­mente que, cuando estábamos explorando las posibles contri­buciones del deán Swift a nuestra saga, te prometí decir algo más de este caprichoso mecenas que fue Sir William Temple. Cumplir mi promesa, por otro lado, no es en absoluto difícil, puesto que Temple entra en nuestra historia por varias puer­tas.

Pero antes de que le autoricemos a situarse en el meollo del asunto —y nadie podrá negarme que es ahí en donde debe estar—, debemos reconocer la deuda que tenemos para con él todos aquellos de nosotros que nos regocijamos con los aspec­

8. [ Skin the cat] Como orgulloso y cariñoso compañero de unos quince gatos, preferiría que no tomases esta frase al pie de la letra. « Skin the cat» no se refiere a la operación consistente en arrancarle bárbaramente su integumento exterior a uno de los más admirables compañeros del hogar, al que, por cierto, podemos atribuir el origen de la civilización, pues si los más antiguos egipcios no hubiesen tenido gatos... De hecho, he utilizado esa expresión en su único sentido acep­table, que procede del campo de la gimnasia, en donde se utiliza para referirse a los diversos métodos que pueden emplearse para «coger la barra con las dos manos, elevar los pies, y de este modo hacer pasar el cuerpo, entre los brazos, por encima de la barra.» [Definición entreco­millada porque procede del ya citado diccionario Webster. —N. del Λ] Por lo tanto, en el pasaje donde la empleo no estoy hablando como un sádico, sino como un gimnasta.

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tos más gloriosos de la lengua inglesa. No podemos dejar que su reputación permanezca en la sombra simplemente porque cometió una notable metedura de pata el día en que decidió creer en la autenticidad de las Cartas de Phalaris. Es necesa­rio restaurar esa reputación por varios motivos, y de entre ellos no es el menos importante el hecho de que hayamos per­mitido que su brillo original fuera perdiendo intensidad por culpa del paso del tiempo y de la aparición de ciertos juicios aparentemente autorizados. Enfrentémonos cara a cara con el problema : el desprecio que algunos de nosotros sentimos por Temple no es producto de nuestra lectura personal de sus obras, sino de las acusaciones que Macaulay lanzó sobre ellas. Fue allá por el mes de octubre de 1838 cuando Macaulay des­vió sus pesados cañones, como era de esperar en cualquier whig que se preciara, contra lá obra de un tory, en este caso, el honorable diputado Thomas Peregrine Courtenay, que aca­baba de publicar su Memoirs of the Life, Works and Corres­pondence of Sir William Temple. La verdad es que hemos es­tado viviendo demasiado tiempo a la sombra de las duras crí­ticas lanzadas por Macaulay contra diversos hombres de letras o de acción. Muchos de nosotros hemos permitido durante de­masiado tiempo que aquel notable genio pensara (o, al menos, juzgara) por nosotros. Hay incluso algunos eruditos, como bien sabrás, que siguen creyendo que su diabólica anatomía del carácter de Bacon nos permite entrever al auténtico Ba­con, aquel que, según esta hipótesis, se oculta bajo su librea de estadista, y bajo su capa de profeta. Pero no debemos per­mitir que nos desvíe de nuestro propósito esta minimización concreta de un genio que, al igual que nosotros, gente de me­nor talla, también tenía sus defectos, muchos los reconoció abiertamente, y en parte se arrepintió de ellos. La cuestión es que, si conseguimos identificar esa táctica tan bien utilizada por Macaulay, que consiste en hacernos confesar que somos más ignorantes que su ubicuo «colegial de catorce años», en cuanto nos atrevemos a estar en desacuerdo con los juicios que él emite sobre personas, instituciones y acontecimientos, esa simple identificación nos hace libres. Podemos, en efecto, emanciparnos de su autoritario control, y ya no hace falta que sigamos repitiendo, como si se tratara del juicio que un gi­gante le ha transmitido a un pigmeo, su injusto retrato de las limitaciones de Temple. Al fin y al cabo, si reuniéramos todos los conocimientos y análisis de los que Macaulay dota aquí y allá a su colegial de catorce años, comprobaríamos que este

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asombroso muchacho es un auténtico sabio, poseedor de una erudición y una sabiduría mucho mayores que las que se pue­dan alcanzar en una vida muchísimo más prolongada.

Aunque Temple no era un hombre capaz de granjearse las simpatías de Macaulay, no quiere eso decir que tampoco pue­da granjearse las nuestras. Ni tampoco se desprende de ahí que Temple tenga que ser incluido en ese grupo de «hombres de inteligencia inquieta y ambiciones violentas [que] siguieron un curso horrorosamente excéntrico, y saltaron alocadamente de un extremo a otro». En efecto, hasta el propio Macaulay tuvo que admitir que «Temple no era de esos» (aunque, situan­do hábilmente a Temple en la vecindad de los anteriores, Ma­caulay consigue que parte del desdoro recaiga también sobre él). Tampoco hemos de permitir que nos engañe ese magnífico truco del historiador, tan frecuentemente utilizado por él cada vez que le venía en gana, consistente en hacer que hasta las más inocentes actividades parezcan sospechosas, como ocurre cuando se las apaña para hacer que las grandes habilidades jardineras de Temple aparezcan a nuestros ojos como un truco propio de serpiente del paraíso, cuyo único fin es hacer que se tambalee la virtud de quienes le rodean; o cuando, finge de­fender a Temple —del mismo modo que Marco Antonio defen­dió a Bruto— contra la malévola acusación que tacha de de­masiado largas sus frases, con el argumento de que «cualquier crítico que las analice detenidamente comprobará que no es­tán hinchadas con asuntos parentéticos [y todo esto dicho como si estuviera defendiéndole], que su estructura no es casi nunca intrincada [de nuevo parece estar alabándole], que es­tán formadas simplemente por acumulación [alto ahí; ¿no comenzamos a detectar cierto cambio de tono?] y que, por el sencillo procedimiento que consiste en suprimir aquí y allá una conjunción, y reemplazar de vez en cuando un guión por un punto [ahora ya queda absolutamente claro: estaba tomán­donos el pelo], podrían, sin necesidad de alterar el orden de las palabras, ser recortadas hasta formar períodos breves sin que ello supusiera sacrificio alguno, como no fuese en su eufo­nía. [Y ahora Macaulay ya está listo para llegar a la culmina­ción de su diabólicamente hábil defensa de Temple.] Las lar­gas frases de Hooker y Clarendon, por el contrario, son frases verdaderamente largas y no se pueden convertir en frases bre­ves sin despedazarlas por completo». Y aquí Macaulay se toma un momento de descanso, con el solo propósito de desmontar las largas frases de Temple, que, tras esta demostración, resul­

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tan no ser más que frases breves disfrazadas de frase largas.Pero esto, naturalmente, no es más que el preludio. Toda­

vía tenemos que ver a Macaulay pisotear a Temple en torno al asunto que en todo momento ha estado centrando nuestra propia atención: la batalla entre antiguos y modernos, en su relación con el Aforismo de los gigantes y los enanos. Si Ma­caulay es capaz de acusar a Temple de fingir que escribe frases largas, cuando, en realidad, lo único que hace es pegar entre sí un montón de frases cortas, hemos de esperar que arrase por completo a Temple cuando comente las demostraciones de erudición que hace este autor. Y no nos decepciona Ma­caulay, en absoluto. Con la aplomada prosa a la que nos tiene acostumbrados, comienza Macaulay recordando a los fieles suscriptores de «The Edinburgh Review», que esperaban cada nuevo número de la revista para saber qué tenía que pensar acerca de la persona o asunto sobre los que Macaulay deci­diera pronunciarse:

«Había comenzado en Francia una polémica tan ociosa como despreciable en torno a los méritos relativos de los es­critores antiguos y modernos... Hubiera podido esperarse que quienes asumieron la tarea de juzgar la cuestión se tomaran como mínimo la molestia de leer y entender a los autores so­bre cuyos méritos tenían que pronunciarse. Pues bien, no es exagerado decir1 que entre los participantes en la discusión,

1. Si la traducimos adecuadamente, esta frase significa que Macau­lay se dispone a proponer una exageración que en condiciones norma­les resultaría increíble. Los enterados localizaran inmediatamente el bien conocido abuso del «modo del por-supuesto» {«the of-course mood»'] (que los gramáticos no pueden etiquetar como modo indica­tivo, imperativo, subjuntivo ni infinitivo). El abuso consiste sencilla* mente en colar de contrabando, en medio de una afirmación discuti­ble, expresiones preliminares que desarman al lector, por ejemplo di­ciendo «por supuesto», «indudablemente» o «no es exagerado decir». Pero esta utilización incorrecta no debería despistarnos respecto a la utilización auténtica del modo por-supuesto. Me refiero a esa utiliza­ción en la que el autor anuncia un dato o una idea conocidos que han de ser citados a fin de establecer las bases para otros datos o ideas que no son en absoluto conocidos. En tales casos, se trata de simple cortesía para con el lector, y de autoprotección por parte del autor, pues ese «por supuesto» cualificado!’ subraya que también éste sabe que el dato o la idea que siguen son archiconocidos. De esta forma evita incurrir en la costumbre de Oliver Wendell Holmes, que una y otra vez se empeña en decir «cosas que nadie discute con inapropiada solemnidad». El modo por-supuesto también permite que el autor no tenga que flagelar caballos muertos [flogging a dead horse, que signi-

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los unos en favor de los antiguos y los otros en favor de los modernos, hubo muy pocos que tuvieran un conocimiento suficiente de la literatura antigua o de la moderna, y práctica- mente ninguno de ellos conocía bien las dos.»2

Y es ahora cuando Macaulay llega a esa «mala hora» en la que a Temple se le ocurrió acudir en defensa de los antiguos, tarea para la cual no tenía mejor cualificación que, según Ma­caulay, la de «no saber ni palabra de griego». Lo que sigue en el artículo de Macaulay es tan doloroso que prefiero no repe­tirlo. Pues, por supuesto, pisaba sobre terreno firme al lanzar este cañonazo contra el infelizmente vulnerable Temple. El hecho de que, entre otros pecados producto de la ignorancia, decidiera Temple citar las Carias de Falaris como la mejor co­rrespondencia jamás escrita, ya era, de por sí, un mal asunto. Pero que, a continuación, intentase hacer un de antemano inú­til esfuerzo por defender esa opinión, y que llamase a un mon­tón de amigos y discípulos para que participasen con él en la defensa, en contra de las eruditas pruebas presentadas por Bentley y según las cuales esas cartas no solamente eran muy malas, sino que, además, eran una falsificación, todo esto, como te decía, constituye un espectáculo demasiado triste para nosotros y es preferible que no volvamos sobre él.

Y, sin embargo, sobre él hemos de volver. Pues ese arro­gante, valeroso y mordaz erudito que fue Richard Bentley nos obliga a que le prestemos nuestra atención, desde tan diversos

fica, según el Webster, «intentar reavivar el interés por temas olvidados hace mucho tiempo, o muy manidos»], derribar espantapájaros {.blo­wing down a man of straw, en donde el «hombre de paja» o «espanta­pájaros» significa «argumento imaginario y sin fuerza que se presenta de forma que resulte fácilmente confutado, o adversario imaginario que presenta un argumento de ese tipo»] o derribar puertas abiertas, lo cual resulta casi tan desagradable como inútil.

2. En caso de que desees leer el texto precedente y su continuación completa, no es necesario que abras el número de octubre de 1838 de la «Edinburgh Review». Al igual que me ocurre a mí, es posible que no tengas ese ejemplar en tu casa. Puedes, en cambio, tomar tu edi­ción de los Critical and Historical Essays de Macaulay, en donde lo encontrarás bajo el título «Sir William Temple». En mi edición, la que fue publicada en 1864 por Longman, Green, Longman, Roberts, & Green, es el primero de los ensayos del segundo volumen, y va de la página 1 a la 50. El ensayo queda fácilmente condensado en esas pá­ginas gracias a la utilización de un tipo de letra de 9 puntos («Bour­geois») y de columnas dobles. El extracto que te he citado está en la página 45 de esta edición.

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puntos de vista, que no podemos negarle que se. cuele repeti­das veces en nuestro relato. No se trata solamente de que fuera él quien demostró, más allá de toda duda inteligente, que las Cartas de Falaris, jubilosamente atribuidas por Temple a un príncipe del siglo v iii antes de Cristo, eran de hecho una torpe falsificación realizada por un retórico griego de la era cristia­na.3 No se trata solamente del hecho de que en las primeras conferencias Boy le (en 1692), Bentley asumiera rápidamente las implicaciones de los Principia de su amigo Newton con el fin de demostrar, de forma eminentemente científica, la exis* tencia de un Creador omnipotente y omnisciente. Ni tampoco se trata de que, al igual que Bentham y Mili, Bentley pertene­ciera a esa gran multitud (o, como Horacio hubiera podido decir [y de hecho dijo], hoc genus omne) de estudiosos prodi­giosamente jóvenes, puesto que pudo ingresar en Cambridge a los catorce años, aunque tuvo sin embargo que esperar otros diez hasta decidirse a utilizar su escaso tiempo, pues no an­daba sobrado de ese bien, para preparar él solo una concor­dancia de la Biblia Hebrea, tarea en la que llegó a confeccio­nar una lista alfabética de todas y cada una de las palabras dé ese texto, a la que añadió cinco columnas adyacentes en las que proporcionó «todas las diversas interpretaciones de esas palabras en las versiones caldea, siríaca, vulgata, latina, sep­tuaginta, y las de Aquila, Símaco y Teodoción, que aparecen en toda la Biblia». (Te cito la explicación que el propio Bent­ley da de su pasatiempo.)

La emboscada de las Cartas de Falaris, la adaptación de los Principia para fines teológicos y la precocidad de su erudición pansofística, hubieran sido insuficientes motivos para traer a Bentley a la órbita de este relato.4 Pero, por otro lado, demues­tra tener indiscutibles méritos que le hacen acreedor a un puesto aquí debido al leve eco del Aforismo que encontramos en un texto en el que se disculpa de sus estudios clásicos ante su joven nieto, Richard Cumberland, a quien Bentley le ex­plica el papel que para él tuvieron aquellos autores de la An­tigüedad:

3. La verdad es que las Cártas llevaban el sello de su propia nega­ción, al igual que aquella famosa moneda antigua griega, la que lle­vaba la fecha del año 500 a.C.

4. Desde cierto punto de vista Bentley no fue nada precoz: ya era un hombre muy entrado en años —cuarenta, nada menos, contaba ya por aquel entonces— cuando se convirtió en un adicto al tabacQ,

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«...el ingenio y el talento de aquellos antiguos paganos me sedujeron con sus engaños, y mientras me desesperaba ante la imposibilidad de elevarme hasta ellos y llegar hasta su te­rritorio, pensé que la única posibilidad que yo tenía de mirar por encima de sus cabezas era la de subirme a sus hombros.»5

Lo cual nos lleva directamente a William Wotton,6 amigo de Bentley y, también, bastante precoz. A los cuatro años de edad, Wotton leyó el Evangelio de San Juan en la Vulgata (esa antigua versión latina de san Jerónimo), y un año más tarde, cuando su padre cometió el error de enseñarle la traducción griega, el jovencísimo William también consiguió leérsela. Este erudito muchacho se tomó un respiro, apenas un par de me­ses, y a continuación se lanzó a por la versión hebrea. Sólo a partir de entonces comenzó a organizar debidamente sus estu­dios y racionó meticulosamente sus horas del siguiente modo: leía inglés cada mañana a partir de las ocho, latín a partir de las once, griego a partir de las dos y hebreo de las cuatro. A pesar de todo este esfuerzo, no llegó a tragarse entera la «Batracomiomaquía» hasta los seis años. A consecuencia de tan graves retrasos, no pudo ingresar en Cambridge hasta es­tar cerca de los diez años, y tuvo que esperar a los trece para llegar a ser Bachiller en Artes. Éste es el mismo Wotton que en la página 77 de (la tercera edición de) sus Reflections upon Ancient and Modern Learning, defendió a los Modernos por medio de un ataque lanzado en contra de la utilización tenden­ciosa que Temple había hecho del Aforismo, sin por ello dejar de proporcionar a sus lectores una de las mejores divulgacio­nes de la historia del origen y desarrollo de la física publica­das en su época.7 Es también el mismo Wotton, por supuesto,

5. Richard Cumberland, Memoirs, Boston, edición de 1806, p. 10.6. A Wotton también le gustaba fumar. De hecho, le regaló una urna

romana, encontrada en unas excavaciones realizadas en Sandy (Bed­fordshire), al archidiácono Battely de Canterbury, a cambio de un tarro cargado de tabaco.

7. W otton es otro colega nuestro que ha sido víctima de la epide­mia de la anticipación (en su caso, una casi anticipación) por parte de otro, y que por otro lado tiene la osadía de publicar con antelación nuestras mejores ideas. En la página XX del Posfacio, escribe con evidente nerviosismo: «Después de que estuviera Impresa la Segunda Edición de mi Libro, hemos leído en el "Journal des Savants" que Mon­sieur Perrault ha Publicado una torcera parte de su Paralelismos entre los Antiguos y los Modernos... El Libro no se encuentra todavía, hasta donde yo sé, en Inglaterra, y posiblemente no podré procurárme-

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que fue atacado conjuntamente con Bentley, en la Battle of Books de Swift. Ambos son víctimas de «una lanza asombro­samente larga y afilada» que les atraviesa de parte a parte «hasta que ambos cayeron, unidos en sus vidas, unidos en su muerte; tan estrechamente unidos, que Caronte debió de to­marles por uno solo, y permitirles cruzar la laguna Estigia por el precio de un solo billete».

c xlviVolviendo a Temple, aunque ahora con un humor menos

negro, podemos recordar la magistral observación hecha por Johnson ante Boswell, aquella frase en la que dice que «Sir William Temple fue el primer escritor que dio cadencia a la prosa inglesa [con lo cual Johnson se refería sin duda a aque­llos torpemente pergeñados pasticci de frases sólo aparente­mente largas que tanto criticaría Macaulay]. Los escritores anteriores a su época descuidaban la organización, y les daba lo mismo que una frase terminara con una palabra importan­te o insignificante, ni atendían a cuál pudiera ser la parte del discurso con la que concluyese». Sea como fuere, el dato más importante para nosotros es que en su Essay upon Ancient and Modern Learning, de 1690 (que no debe ser confundido, por supuesto, con el libro postumo que se titula Defence of the Essay upon Ancient and Modern Learning, obra no tanto del propio Temple como de sus círculos de amigos y defenso­res), Sir William va directamente al grano y cita muy pronto el Aforismo, de la siguiente manera:

«La Fuerza de todo lo que me he encontrado acerca de este Asunto, sea en Conversación o por Escrito es, Primero, en cuanto a los Conocimientos, Que nosotros hemos de tener sin duda más que los Antiguos, pues contamos con la Ventaja de disponer tanto de los suyos como de los nuestros, lo cual suele

lo hasta que transcurra cierto tiempo. Me ha parecido necesario, no obstante, señalar, que he tenido simplemente una vaga Noticia de la existencia de tal Libro, y sólo eso; que por lo tanto, si en cualesquiera Cosas Materiales resultara que estamos de Acuerdo (como que escri­bimos acerca del mismo Argumento, es muy probable que así sea), no se pueda a partir de ahí tomarme por un Plagiario.»

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ser comúnmente ilustrado con el Símil de los Enanos encara­mados a hombros de los Gigantes, de forma que alcanzan a ver más o más lejos que ellos. Segundo, en lo que respecta a Ingenio o Genio, ya que la Naturaleza sigue siendo la misma, tiene indudablemente que ser aproximadamente el Mismo en todas las Épocas, al menos en los mismos Climas, tal como ocurre con el Crecimiento y el Tamaño de las Plantas y los Animales; Y si se aceptan estas dos premisas, quienes las sos­tienen creen que su Causa está ganada. Pero no sé por qué razón deberíamos llegar a la conclusión de que los Escritores Antiguos no pudieron gozar de tanta Ventaja debida al cono­cimiento obtenido por otros, aquellos que para ellos eran An­tiguos, como la que gozamos nosotros por el conocimiento de aquellos que son Antiguos en relación con nosotros mismos.» 1

Y aquí está el meollo de la contribución de Temple a nues­tra historia, Gracias a él sabemos no solamente que la figura de los enanos y los gigantes era corriente; eso ya lo sabíamos gracias a nuestro viejo amigo John Hall, quien, ya en 1649, decía de esa expresión que era un «dicho común». Temple nos informa ahora de que el símil seguía siendo «comúnmente» utilizado en su época, es decir, casi medio siglo más tarde. Esto nos proporciona una base más firme para nuestra cada vez más firme sospecha de que Newton, cuando escribió en 1675/6 su carta dirigida a Hooke, no hizo otra cosa que tomar y adaptar de forma creativa un dicho común en su época, sufi­cientemente común, quizá, como para que fuese considerado como un lugar común. Por otro lado, este dato refuerza tam­bién nuestra convicción, cada vez más firme, de que incluso el respetable George Sarton, decano de los historiadores de la ciencia, se duerme a veces, por ejemplo cuando se atrevió a decir que quizá Newton hubiese tomado el dicho de la Ana­tomy of Melancholy de Burton.

1. Mis notas localizan este pasaje en Sir William Temple, Works, Londres, 1814, III, en la pagina 46. Pero en mis estantes hay una fuente más accesible, a saber la edición de J. E. Spingarn, Sir William Tem­ple’s Essays on Ancient and Modern Learning and on Poetry, Oxford: At the Clarendon Press, 1909. Lo encontrarás en la página 3 de esta edición.

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Œ xlviiTemple nos dice incluso más cosas (y quizá sea mi gratitud

hacia él por haberme proporcionado esta golosina lo que me induce a defenderle de los ataques de Macaulay). Por primera vez en toda esta historia, nos enteramos de que el símil de los gigantes y los enanos era un tema corriente de conversación; fíjate bien: no sólo se mencionaba frecuentemente por escri­to, sino también en las conversaciones. Cuando Temple nos in­forma de que se ha encontrado con nuestra figura «sea en Conversación o por Escrito», nos introduce de lleno en la tra­dición oral. (Ojalá Pepys, Evelyn o Boswell hubiesen tenido la buena idea de registrar las peregrinaciones de nuestro Aforis­mo en las conversaciones. Pues en ese caso sabríamos ahora muchas más cosas acerca de las inferencias que, a partir del Aforismo, se hacían en relación con el proceso que permite que se vayan acumulando conocimientos de todo tipo. Sin em­bargo, tanto en esa época como en todas las demás [y, como sin duda añadiría Temple, al menos «en los mismos Climas»], los hombres cultos jamás escriben más que una pequeña parte de lo que se comenta en sus conversaciones cotidianas.)

Aunque por lo general la posteridad sale perdiendo cuando el ingenio y la erudición quedan efímeramente confinados en la conversación, en lugar de quedar registrados permanente­mente por escrito (o, mejor incluso, en letra impresa), estarás de acuerdo conmigo en que esa derrota resulta especialmente gravosa a medida que nos acercamos al siglo xvm, que ha sido felizmente descrito como la gran época de la conversación. Como en momentos anteriores de este relato, también aquí me niego a dejarme arrastrar lejos de la estricta historia del símil de los gigantes y los enanos. Pero no puedo, en conciencia, desdeñar esa alusión de Temple a las conversaciones en las que se hablaba de los gigantes y los enanos, sin añadir nada a esa simple declaración de tristeza por tan irrecuperable pérdida. Todo caso especial debería, sin duda, llamarnos la atención acerca del problema general (un problema que os aflige especialmente a vosotros, los historiadores). Está muy bien recordar con orgullo la existencia de textos que han de­jado registradas las conversaciones de sobremesa de Lutero, de John Selden o de Goethe, o volver a sacarle brillo a esa gema que nos legó Boswell. Pero, gracias a mis dolorosas ex­periencias personales de otras épocas, sé muy bien cuán difícil

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resulta impedir que se te escapen de las manos las conversa­ciones del pasado. Una de esas experiencias es la que tuve jun­to a Elinor Barber, cuando ambos emprendimos la tarea de escribir una historia informal de los viajes y aventuras de (la palabra) Serendipity.1

La triste verdad es que, aparte de ciertas muestras especial­mente excitantes, no sabemos prácticamente nada de las con­versaciones, tanto educadas como maleducadas, de las épocas pasadas. Incluso Sutherland, que no dispuso en realidad de grabaciones magnetofónicas de auténticas conversaciones,2 tie­ne que confesar su fracaso en el momento mismo en el que declara estar convencido de que el suyo es «el primer libro que registra con amplitud la forma real de hablar de los in­gleses y las inglesas desde el final del Medioevo hasta la ac­tualidad». Tampoco nos van mejor las cosas, debo reconocerlo, cuando pasamos del historiador Sutherland al sociólogo Sim- mel, quien se las arregla para construir una teoría general de la sociología de la conversación sin apenas materia en que ba­sarse.3

1. [ Serendipity, de Serendip, Serendib, antiguo nombre de Ceilán (en árabe Sarand'ib), y de la posesión de este don por parte de los protagonistas del cuento fantástico persa que se titula Los tres prín- cipes de Serendip, significa, según el Webster, de donde tomo los ante­riores datos, «supuesto don de descubrir cosas agradables o valiosas cuando no se buscan». El diccionario Oxford da su propia definición: «Facultad de realizar felices e inesperados descubrimientos de forma accidental.»] En realidad, este lamento por la pérdida de las conver­saciones, que hay que añadir al lamento por la notoria desaparición del arte de la conversación, ha sido expresada de forma muy expresiva en un manuscrito que sus autores han cuidado de mantener inédito, y cuyo título dice así: R. K. Merton y E. Barber, The Travels and Ad­ventures of Serendipity: A Study in Historical Semantics and the So­ciology of Science. Éste sería el lugar apropiado para citar extensamen­te ciertos fragmentos supremamente pertinentes de ese manuscrito, pero sus autores advierten que ese texto «no puede ser citado, resumido ni reproducido sin contar con una autorización expresa».

2. Puedes descubrir por ti mismo lo que te digo con sólo que abras las páginas de James R. Sutherlan, The Oxford Book of English Talk, publicado, según dicen mis maltrechas notas, en fecha relativamente re­ciente, 1953.

3. Como conversador de prímerísima fila, quizá fuera inevitable que Georg Simmel sintiera la tentación de formular una teoría sociológica de la buena conversación. Pero, como verás, sus Grundfragen der So- ziologie apenas presentan datos sobre los que construir su teoría. A de­cir verdad, tampoco te ilustraría mucho más abrir las páginas de un esfuerzo posterior en el mismo sentido, el realizado por W. Benjamín en «Probleme der Sprachsoziologie·», Zeitschrift fiir Sozialforschung, 1935, IV, 2.

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Pero no es posible que todos los canonistas de la conversa­ción se equivoquen. Es indudable, por ejemplo, que en la épo­ca de Temple y en la inmediatamente posterior, el arte de la conversación vivió unos años de florecimiento. De no ser así, ¿se habría producido aquella rivalidad entre salones,4 tanto en Londres como en París? Me inclino a estar de acuerdo con Bernard Berenson cuando éste traza (en su Self-Portrait) una valoración a la vez prescriptiva y cuantitativa en la que dice que «la conversación debería gozar del mismo privilegio que suele concederse —aunque sea a regañadientes— a otras bellas artes, me refiero al privilegio de estar exento de toda finalidad utilitaria. El resultado de las conversaciones puede ser intras­cendente, como indudablemente5 ocurrió en la del siglo xvm; tanto más cuanto en ese siglo, muchísimo menos infeliz que los demás, el número de personas que disfrutaban de la con­versación fue mucho mayor que en ninguna otra época de la historia, incluida la Atenas del más grande conversador de todos los tiempos, el Sócrates que nos pinta Platón».

4. Por si te quedase alguna duda al respecto, dedícale un poco de tiempo a Glotz y sus Salons, o, mejor aún, a la obra de V. T ornius, también sobre Salons, que se encuentra traducida al inglés desde 1929.

5. Tras haber sido advertido, hace pocas páginas, acerca del modo por-supuesto, y del dudoso arte del abuso de ese modo, habrás sabido reconocer en este «indudablemente» de BB una señal de aviso de que allí en donde pretende estar sobre terreno más firmé es justamente donde menos seguro está de lo que dice.

Al fin y al cabo, BB debió de leer los Hints toward an Essay on Conversation de Swift (c. 1709), que satirizaban brutalmente a sus con­temporáneos que se dedicaban a hablar constantemente de sí mismos o que monopolizaban la conversación (con lo cual nos recuerda la di­vertida relación que Darwin hace de una cena en su casa durante la cual «Carlyle... silenció a todo el mundo dedicándose a hacer una aren­ga... acerca de las ventajas del silencio. Después de la cena, Babbage, adoptando su más sombría actitud, le dio las gracias a Carlyle por su interesantísima conferencia sobre el silencio»). Y suponiendo que BB no llegara a leer los fugitivos Hints de Swift, seguro que no se perdió la lectura de su libro posterior (atribuido a Simon Wagstafp), A Com­plete Collection of genteel and ingenious Conversation, according to the most polite mode ant method now used at Court, and in the best Com­panies of England. Las generosas informaciones que nos da Wagstaff acerca de las conversaciones sostenidas por Lady Lista, Tom Siempre- atento, Miss Notable y Lady Respondelotodo hacen pensar que, al me­nos en esa época, al igual que en la presente, hay que ir a otros círculos si lo que buscamos es una manifestación del arte de la buena conversación.

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c xlviiiEsta alusión de Berenson a Sócrates nos devuelve a la po­

lémica de los Antiguos y los Modernos, y, con ella, inevitable­mente, volvemos a Sir William Temple, a los g igan tes y los enanos. Porque Sir William se niega a dejar esa cuestión en paz, y llega al extremo de convertir una figura del lenguaje en toda una lectura literal de la historia, en la cual, los Gigantes, tanto figurados como reales, llegaron a florecer para no volver quizás a levantar cabeza nunca más. Al igual que en su des­piste sobre las Cartas de Faíaris, Temple se zambulle con de­cisión en la más crédula actitud, y todo con el fin de demos­trar su hipótesis, según la cual, tanto para el cuerpo como para el alma, los tiempos pasados fueron incomparablemente me­jores:

«En el crecimiento y estatura tanto de las Almas como de ios Cuerpos, las producciones comunes son de talla corriente, y no provocan admiración ni asombro. Pero (aunque) hay o haya habido a veces Enanos y a veces Gigantes en el Mundo, sin embargo, de eso no se desprende que tenga que haberlos en todas las Épocas ni en todos los Países. [La lógica de la argumentación es, hasta aquí, intachable, y lo mismo puede decirse de los supuestos biológicos en los que Temple se basa : es posible que desaparezcan ciertas subespecies y ciertas varie­dades de hombres, como ha ocurrido con las de los animales y las plantas; hablando, al menos, de enanos, el minimifidia- nism resulta injustificado.] Esto hace que no podamos llegar a la conclusión de que jamás ha habido Gigantes, por el solo hecho de que no haya ahora, al menos en las zonas hasta don­de llegan nuestros Conocimientos e Investigaciones. [Y, ahora, el chapuzón.] Pues yo creo que si puede haber habido Gigan­tes en lugares o épocas diversos del Mundo, y de tal estatura que no haya sido igualada ni vaya quizás a serlo en varios Mi­les de Años o en otras Partes, también puede haber habido Gigantes del Ingenio y del Conocimiento, de tamaño tan des­proporcionado que no puedan volver a ser igualados en mu­chas Eras sucesivas o en ningún País o Lugar.»

Tras haberse dado la zambullida, Sir William pasa a engro­sar las filas de los adivinacionistas profesionales. Y lo hace si­guiendo fielmente el mismo guión que utilizan todos los de su

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especie: los descubrimientos modernos no son nuevos; los que son nuevos, no son verdaderos; los que son tanto nuevos como verdaderos, son inútiles. Así es como lo dice él, con la mayor claridad y franqueza:

«No hay nada nuevo en la Astronomía que pueda rivalizar con la de los Antiguos, aparte del sistema Copemicano; ni tampoco en la Medicina, aparte de la Circulación de la Sangre de Hervy.1 Pero es cuestión debatida que alguno de estos dos descubrimientos modernos sean tales, o que se deriven de al­guna Antigua Fuente. Es más, también se discute que sean o no verdaderos; pues aunque la razón parezca favorecerlos más que la Opinión contraria, difícilmente pueden ser admitidos por el sentido común; y para que la Humanidad los acepte, debe concurrir la satisfacción de una y otro.2 Pero si fueran verdaderos, sin embargo estos dos descubrimientos no han cambiado en absoluto las conclusiones de la Astronomía, ni la práctica de la Medicina, y han sido por lo tanto de poca utili­dad para el Mundo, aunque quizás hayan supuesto un gran honor para sus descubridores.»

Sospecho que casi estás a punto de sumarte a Macaulay y profanar con él de los conocimientos de Temple. Pero no le ataques todavía. Al fin y al cabo, pocos de nosotros tenemos el suficiente talento como para cometer errores de forma siste­mática y constante; y, en efecto, poco después de haber repe­tido el catecismo de los adivinacionistas, Sir William da en el clavo de una verdad consumada (tal como podrás comprobar en cuanto releas mi propia exposición de cómo los científicos viven gobernados por un deseo socialmente inducido de ho­nores, que les mueve muy por encima de lo que pueda hacerlo

1. [Harvey, por-supuesto.] No te pongas a cavilar innecesariamente. El arte de la ortografía era, por aquel entonces, muy personal todavía. Sam Johnson no había fijado aún la norma [donde dice el familiar Sam, léase Samuel], y Noah Webster [el autor del famoso diccionario, como recordará el lector] aún tardaría mucho en llegar.

2. Es enorme la deuda que hemos contraído con Temple, quien nos demuestra de nuevo lo fácil que resulta que la verdad sirva para apun­talar un error.

Que la razón y el sentido común deben concurrir en la ciencia es, ciertamente, una verdad que está más allá de toda duda razonable o empírica; pero que Copémico y Harvey fallaron a la hora de aprobar estos dos exámenes gemelos parece, como mínimo, discutible. ¿O crees quizá que esto último es una afirmación imperdonablemente radical?

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su deseo de obtener ganancias). Escucha ahora la voz de la verdad hablando por boca de Temple, y perdónale las profe­cías erróneas en las que incurre de vez en cuando. Obsérvale aquí, anticipándoseme (en parte) en el descubrimiento de las fuerzas causales del reconocimiento entre iguales, en el terre­no de la ciencia y la erudición:

«Pues bien, pienso que no hay nada tan evidente en el Mun­do como que el Honor es con mucho un Principio más fuerte para la Acción y también la invención, de lo que jamás pueda llegar a serlo el beneficio. Que todos los Grandes y Nobles Productos del Ingenio y la Valentía han sido inspirados sola­mente por aquél. [Las pequeñas verdades tienden a inducir groseras exageraciones; omite las palabras finales, « solamente por aquél», y no correrás peligro alguno.] Que los Encantado­res Vuelos y Trabajos de los Poetas, las profundas Especula­ciones y Estudios de los Filósofos, las Conquistas de los Em­peradores y los Logros de los Héroes, han salido todos de esta tínica Fuente del Honor y la Fama. La última Despedida que dedica Horacio a sus Poemas Líricos, y Epicuro a las Inven­ciones de su Filosofía, y Augusto a su Imperio y Gobierno, si­guen todas la misma tendencia; y de la misma manera que entretuvo sus Vidas, también su Ancianidad fue aliviada, y su Muerte suavizada, por la Perspectiva de acostarse en el Lecho de la Fama.

»La Avaricia es, por otro lado, la más sórdida de todas las Pasiones, la que más cubierta de escoria y suciedad se encuen­tra, de modo que es incapaz de elevar sus Alas más allá del olor de la Tierra... No es, pues, extraño que el Saber haya avanzado tan poco desde que se hizo mercenario...»

Envuelto en ira y melancolía, tenemos aquí un diagnóstico proléptico de los peligros a los que se enfrenta la ciencia en las épocas de riqueza.

e.xUxPero ya basta de Sir William Temple, de su versión de los

gigantes y los enanos, de sus pecados adivinacionistas y de su análisis de la fuerza impulsora que posee el ansia de fama y de gloria. Seguir haciendo estos largos, larguísimos extractos

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de su sagacidad y su trivialidad, supondría ignorar los inmor­tales preceptos shandianos que quedan expuestos en el capí­tulo 14 del primer libro de la Life and Opinions de nuestro maestro Tristram, y justificar la acusación que aparece en el capítulo 1 del quinto libro (ese capítulo barberil que hace tiempo comenzó a ser conocido como el «Fragmento sobre bigotes»).1 Recordarás, indudablemente, las preguntas retóri­cas que tan agudamente lanzan esa acusación, pero me atrevo a refrescarte la memoria, de paso que me refresco la mía:

«Decidme vosotros, los eruditos [pregunta Tristram de for­ma prof ética], ¿vamos a pasarnos la vida contribuyendo tanto a la cantidad, y tan poco a la calidad?

»¿ Vamos a pasarnos la vida haciendo nuevos libros, de la misma manera que los boticarios siguen haciendo nuevas rece­tas, limitándonos a verter en una vasija lo que hay en otra?

»¿Vamos a pasarnos la vida trenzando y destrenzando la misma cuerda? ¿Vamos a pasarnos la vida siguiendo siempre el mismo camino, andando siempre al mismo paso?»2

Haz, ahora, una pausa para celebrar el espeluznante atrevi­miento de Tristram. Porque tengo que informarte que esta franca condena del plagio, este retórico ataque lanzado contra la costumbre de apropiarse con felonía de las palabras dé otro para utilizarlas como si fueran propias, está sacado direc­tamente de Burton. La audacia que supone este robo a plena

1. Utilizo la edición que tengo más a mano. La cual resulta ser la de cuatro volúmenes que se titula Works of Laurence Sterne, y que, según asegura con orgullo la portada, fue impresa en el Londres de 1819 «para Cadell and Davies; Lackington and Co.; Longman, Hurt, Rees, Orme, and Brown [como habrás podido comprobar en citas ante­riores, Longman tenía la habilidad de asociarse con una amplísima gama de colegas suyos, aunque ninguna de esas asociaciones parecía durar mucho tiempo]; J. Cuthell; J. Nunn; John Richardson; S. Bags- ter; Black and Co.; J. Carpenter; W. Stewart; J. Aspeme; Baldwin Cradock, and Joy [literalmente, alegría] este último parece, yo diría, un invento de Dickens, y hubiera podido serlo si no fuera porque el novelista era apenas un muchacho de siete años en el momento en que se publicó esta edición]; R Scholey; J. Porter; R. Hunter; J. Walker; G. and W. B. Whittaker; J. Bohn; and B. Reynolds.» En aquella época, al menos, los libreros sabían que podían, a su modo, alimentarse «de las golosinas producidas» por este libro.

2. Esto lo encontrarás en la p. 408 del primer volumen de las Works. Me alegra informarte que la portada sigue rezando igual que la del original: The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gent. '

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luz del día —pues sin duda los lectores que apreciaron las pá­ginas de Sterne en el siglo xvm debían de poder apreciar asi­mismo las escritas por Burton en el x v i i— se complica más aún si tenemos en cuenta que el pasaje robado aparece en la misma Introducción al Lector en la que Democritus Junior (es decir, el propio Burton) cita la frase de Didacus Stella so­bre los gigantes y los enanos. En efecto, las palabras saqueadas por Sterne aparecen en las páginas 6 y 7; mientras que el de­cisivo dicho se encuentra en la 8. A fin de librarte de la moles­tia de consultar directamente a Burton para, incrédulamente todavía, ver si es cierto que el audaz Sterne le ha copiado, te doy aquí las frases exactas de Burton, tal como él las escribió para que, años más tarde, Tristram se beneficiara de ellas:

«De la misma manera que los boticarios hacen nuevas re­cetas todos los días, y vierten en una vasija lo que hay en la otra; y como aquellos antiguos romanos, que robaron todas las ciudades del mundo para adornar la mal enclavada ciudad de Roma, nosotros le quitamos la nata al ingenio de los otros hombres, cogemos las mejores flores de sus cuidados jardines para ponerlas en nuestras estériles parcelas... seguimos tejien­do todavía la misma tela, trenzamos la misma cuerda una y otra vez...»

Vuelve ahora al texto de Tristram, compáralo con éste, y pregúntate a ti mismo cuándo has visto por última vez un pla­gio más sardónico.3

Formular aquel apropiado grupo de preguntas, como bien sabía Tristram, equivale a contestarlas. Aprovéchate de la sa­

3. Indudablemente, carece por completo de interés, tanto para ti como para mí, el hecho de que, allá por 1812, John F e r r ia r señalara este mismo plagio de Burton cometido por S te rn e r en su obra Illus­trations of Sterne with Other Essays and Verses, pp. 94-95.

De todos modos, John Ferriar es triplemente relevante para nosotros. Es el mismo Ferriar que fechó erróneamente la Anatomy de Burton, tal como he podido informarte fielmente en la página 32 y, al igual que Aubrey, Ogden Nash, Sterne, Coleridge y yo, tenía una vista de ex­perto para los ojos verdaderamente notables. Compruébalo en el artícu­lo «Of popular illusions, and particularly of medical demonology» que aparece en el volumen m de las Manchester Memoirs, en donde Ferriar, en la página 49, nos informa que Mercato «vio a una mujer bellísima que rompió en pedazos un espejo de acero, con una sola mirada de sus ojos, y que marchitó unos cuantos árboles simplemente mirándo­los; solo aspectu». (Fue John Livingston Lowes quien llamó mi atención acerca de este aspecto de Ferriar.)

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biduría del pasado, desde luego, pues de lo contrario, la implí­citamente arrogante pretensión de haber llegado a saber cierta cosa de la que antes no se sabía absolutamente nada se dela­tará por sí sola.4 Pero no confundas esta dependencia de la suma del saber de todos los gigantes del pasado con una sim­ple repetición sabihonda de lo que te han enseñado. Sigue a tus propias tendencias hasta donde te lleven, pues es el mejor modo de escribir una historia. Pues de ningún provecho sirve llevar carbón a Newcastle (Anon., siglo xvi), o llevar leña al bosque (Horacio), o lechuzas a Atenas (Diógenes Laercio), o historiografía al historiador (Merton). Y, sin embargo, ¿no ha­béis errado a veces vosotros mismos, los historiadores, por haber ignorado ese compacto manual del método histórico que aparece en el capítulo 14 del primer libro de Tristram? Creo que sí lo habéis hecho. Y para demostrarlo no necesito más que citar a Tristram, pues parafrasearle no sirve más que para perifrasearle (y para mí, al igual que para el Yorick de Tris­tram, la perífrasis sigue siendo el pecado más capital). Aquí tienes, pues, lo esencial del método, un método que me ha guiado en cada uno de los pasos que he dado en este relato:

«Si el historiógrafo pudiera guiar su historia de la misma manera que el mulero guía su muía —todo recto—, por ejem­plo, de Roma hasta Loreto, sin volver ni una sola vez la cabeza a los lados, ni a la derecha ni a la izquierda, podría quizás aventurarse a predecir con gran aproximación la hora en que llegaría al final de su viaje; pero esto es, moralmente hablan­do, imposible: pues, si se trata de un hombre mínimamente sensible, cometerá cincuenta desviaciones de la línea recta para acompañar, según va avanzando a tal o cual grupo, cosa que 110 siempre podrá evitar. Encontrará, además, vistas y panorámicas que estarán constantemente solicitando la aten­ción de sus ojos, y tiene tantas probabilidades de desoír esas llamadas como de ponerse a volar; se verá, además, obligado a

reconciliar versiones variadas; recoger anécdotas; tomar nota de inscripciones; enlazar historias; tamizar tradiciones;

4. No me olvido aquí de la pregunta formulada por cierto genio indignado: «¿Qué. habrá hecho, cuando se refiere a ello con tanta mo­destia?»

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convocar personajes;insertar panegíricos en ciertas puertas;redactar pasquines en otras:De todo lo cual están exentos el mulero y su muía. Para

resumir: hay que consultar archivos a cada paso, al igual que legajos, registros, documentos, e interminables genealogías, cuya lectura le viene exigida por la justicia, que le obliga a pararse y leer: En pocas palabras, que no se acaba nunca...»

Pero no traigo aquí el testimonio de Tristram solamente en su calidad de metodólogo de la historiografía, como hombre preocupado por averiguar qué hace el historiador cuando se dedica a lo suyo. Si no tuviera más que este título para exigir su inclusión en el relato del principal asunto que aquí nos ocupa: la cuestión de los gigantes y los enanos, se hubiera quedado en la antesala, honrado, pero sin que nadie le invi­tase a pasar. Pero, tal como tú ya has adivinado y yo me ale­gro de poderte confirmar, Tristram nos proporciona muchí­simos detalles pertinentes para nuestro propósito. En primer lugar, le encontramos diciendo en ese mismo capítulo que «cuando un hombre se dispone a escribir una historia, aunque sólo sea la historia de Jack Hickathrift5 o la de [y aquí es don­de nos muestra que tiene un mecanismo que le franquea la entrada en nuestra historia] Tom Thumb, no sabe más que sus zapatos acerca de cuántos malditos obstáculos y enredos se va a encontrar en su camino». Bien, nosotros nos hemos tropezado con Tom Thumb hace ya bastante rato, pero, como sin duda habrás pensado, apenas nos hemos entretenido con él. Y, tal como nos recuerda la alusión de Tristram, este famo­sísimo ser diminuto merece desde luego un tratamiento más extenso. Recuerda simplemente que Fielding pergeñó su famo­sa obra burlesca, Tom Thumb the Great, en 1730, justo treinta años antes de que naciera Tristram, y que Henry Carey se aprovechó en seguida de la obra de Fielding para escribir a su vez el Chrononhotonthologos, «la más trágica tragedia jamás tragicizada». Carey, de hecho, merece algo más que el estu­diado menosprecio con el que se le trata. Podrías decirme, con Chappell y Cummings,6 que no hay pruebas satisfactorias de

5. Probablemente Sterne se refiera aquí a Torn Hickathrift, héroe de un cuento fantástico, famoso por su tremenda fuerza. (N. del t.)

6. Si dispusiera del espacio necesario, podría explicarte aquí por qué me quejo de la versión que da W. Chappell de la prioridad de Carey en este asunto, al menos tal como la presenta en el segundo vo­

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que fuera él quien compuso el « God Save the Queen». Pero, suponiendo que fuera así, ¿cómo podrías entonces explicar que J. C. Smith le dijera al Dr. Harington de Bath, cincuenta y tres años después de que esa canción fuera publicada de manera anónima, que Carey se la había llevado «para que co­rrigiese el bajo»? Ésta es, indudablemente, la clase de testi­monio exacto que lleva claramente estampado el sello de su propia autenticidad.

Algunos te dirán que Carey es el supuesto autor de «God Save the King» (en lugar de «the Queen»).7 No soy yo quién para entrometerme en una disputa entre eruditos. Pero creo que sí estoy en condiciones de aclarar este embrollo para sa­tisfacción de todo el mundo. La cuestión de si era la reina o el rey quien fue celebrado inicialmente por la canción, puede en principio parecer que se puede resolver estableciendo, sim­plemente, un dato: ¿quién ocupaba el trono cuando fue com­puesta la canción? Como la fecha de publicación (en Harmonia Anglicana) más antigua que se conoce es la del año 1742, basta esto, aparentemente, para aclarar las cosas. Carolina de Ingla­terra había fallecido hacía cinco años, y el único que ostentaba entonces la corona era Jorge II de Inglaterra. Esto parece re­solver el problema: empezó siendo «.God Save the King». Pero no es así, pues, y ahora llego al núcleo de la cuestión, resulta que no nos encontramos ante un problema de datos sino de¡ sentimientos políticos. Los devotos de la reina sabían que era ella quien gobernaba mientras el rey coqueteba con toda una ristra de bellísimas favoritas, entre las cuales ocupaba el pues­to más importante aquella Amelia Sophia «joven y bella es­posa de Adam Gottlob, conde Von Walmoden». (Fue a causa de ella que Jorge le dijo a su reina «tienes que amar a là Wal­moden, pues ella me ama a mí»; así es al menos como lo cuen­ta Harvey.) Todo esto era la base sobre la que se desarrolla-

lumen de su Popular Music o f the Olden Time. Tampoco W. H. Cum­mings resulta completamente claro en la lectura de las pruebas que hizo en esa serie de artículos que publicó en el «Musical Times» entre marzo y agosto de 1878. Sospecho que a Carey le están estafando siste­máticamente, simplemente porque nadie juzga adecuado que su can* cioncilla patriótica pueda haber sido escrita por una persona cuyo no autorizado nacimiento envuelve sus orígenes en el misterio, aunque sí se sabe, más allá de toda duda, que murió el 4 de octubre de 1743.

7. Por ejemplo, Benjamin E. Smith, Maestro en Artes, Doctor en Humanidades, y editor de la Century Cyclopedia of Names, publicada por primera vez por el «Times» de Londres en 1894.

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ban los textos de ciertos pasquines de la época, como el que decía: ;

«Pavonéate cuanto quieras, apuesto Jorge, que en vano será; Sabemos que es Carolina, y no tú, quien reina.»

Pero los aduladores del rey se negaban a reconocer que las cosas eran así. Ellos, al menos, se acordaban todavía del tem­prano tributo rendido por Jorge a los ingleses, aquella frase que pronunció cuando era todavía un joven príncipe que aca­baba de abandonar la Herrenhausen de Hanover, y que decía : «No tengo en mis venas una sola gota de sangre que no sea inglesa» y que luego añadía, un poco más adelante, que el pue­blo inglés «es el más apuesto, mejor conformado, de mejor carácter y mayor amabilidad del mundo entero». Con esto se ganó pocos amigos en Hanover, y muchos en Inglaterra. Los seguidores de Jorge adoptaron en seguida el refrán de «God Save the King», al mismo tiempo que los partidarios de la reina Carolina pronunciaban el « God Save the Queen». Y ahí está, afirmo, la verdad sociológica de la cuestión, largo tiempo oscurecida porque los historiadores se habían confundido al formularla.

Sea cual fuere la verdad sobre la persona que compuso el « God Save the Queen», nadie duda de que Carey fue el autor del poema Sally in our Alley. Es el más conocido de sus nume­rosos poemas; es más, se trata del único que el divino Addison se tomó la molestia de elogiar en más de una ocasión. Por lo que se refiere a los que niegan la prioridad del propio Carey en la composición de «Namby-Pamby»,8 y, por consiguiente, la introducción definitiva en el idioma inglés de este expresivo término, nos encontramos, creo, al borde mismo de lo que no cabe calificar sino de persecución de un genio; un genio, ade­

8. De Namby Pamby, mote con el que se ridiculizaba al poeta in­glés Ambrose Philips (como cuenta más adelante el autor) para burlar­se del estilo de sus versos (según el Webster). El mismo diccionario da las siguientes acepciones para esta expresión: «Caracterizado por un sentimentalismo carente de fuerza, o por un tipo de belleza o elegancia insípidos o artificiales» «(de una persona) carente de vigor o masculi- nidad»; «carente de valor, substancia o calidad auténticos». Como es frecuente en inglés, y desdichadamente infrecuente en castellano, una expresión como ésta ha podido abrirse paso hasta los diccionarios, menos rigurosos y ordenancistas que los que padecemos quienes habla­mos y escribimos en castellano, idioma en el cual Namby-Pamby suele traducirse por ñoño. (N. del t.)

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más, al que no se ha dejado en absoluto de cantar (suponiendo que el himno nacional inglés sea suyo). «Namby-Pamby» es una expresión innegablemente acuñada por Carey, por mucho que ciertos sesudos caballeros opinen que es demasiado buena para ser suya. Al fin y al cabo, la sin par autoridad de Pope nos dice que el mote que Carey inventó para ese empalagoso versificador, que atendía al nombre de Ambrose Philips, no era solamente original, sino adecuadísimo. Y como Pope lle­vaba mucho tiempo metido en una campaña de «malevolencias recíprocas» con Philips, en la cual utilizó repetida y acerada­mente tan malicioso epíteto, hay que suponer que sabía lo que se decía.9

CE lPope, por supuesto, sigue reteniendo nuestro interés ante

la historia de los gigantes y los enanos, aun después de haber­le mencionado como reivindicador de la prioridad de Carey. En primer lugar, refuerza nuestras esperanzas de que, al fin y al cabo, no nos hayamos perdido gran cosa por el hecho de no haber podido tener acceso a las conversaciones de su épo­ca. Basta recordar simplemente que una vez le confió a Spen­ce que «prefiero dedicarme a la lectura que a la más agrada­ble de las conversaciones».1 En segundo lugar, Pope muestra, a través de su propio comportamiento, que el impulso susci­tado por el deseo de obtener el reconocimiento social puede

9. Todo lo cual subraya la desafortunada ambigüedad de aquella observación de Sam Johnson en la que éste afirmaba que los poemas de Philips que más satisfactorios resultan son «aquellos que gracias a Pope o a los amigos de Pope acabaron por hacerle merecedor del nombre de Namby-Pamby, los poemas de versos cortos con los que cortejaba todas las edades y todos Jos caracteres, desde Walpole, el timonel del reino, hasta Miss Pulteney, la encargada de cuidar de los niños». Y yo pregunto, ¿por qué diablos tiene que decir «Pope O los amigos de Pope»?

1. Acerca de los peligros que aguardan a quien se extralimita ensus lecturas voy a decir muchas cosas en un libro que estoy escri­biendo en la actualidad y que trata del Comportamiento de los Cien­tíficos. Pero quizás a los poetas no les pase lo mismo que a los cientí­ficos; es posible que la erudición no sea un estorbo para la origina­lidad cuando se trata de alguien que está sintonizado con su Musa.A lo mejor resulta al final que sí hay Dos Culturas.

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llegar a ser tan intenso que, con frecuencia, hasta el hombre más honorable es capaz de cualquier cosa a fin de garantizar para sí la mayor fama posible. No hace falta que te recuerde el lamentable episodio de la traducción de la Odisea, donde primero intentó censurar el dato de su colaboración con Eli­jah Fenton y William Broome, y después convenció a Broome, opulento hijo de un pobre campesino, para que escribiese una obsequiosa declaración en la que daba al público la falsa impresión de que Pope era el responsable de todos los libros de la justamente afamada traducción, salvo cinco de ellos, únicamente.2 Debes de recordar también el malicioso pareado de Henley:

«Pope salió muy bien parado de su encuentro con Homero; pero dicen que Broome se le adelantó y le despejó el camino

[primero.»

No hay perdón, imagino, para Pope, por el hecho de haber sucumbido a esta tentación de origen social, pero podemos hacer un esfuerzo por comprenderle. Sin duda, Broome era mejor conocedor del griego que él, pero carecía de toda ori­ginalidad e imitó tanto a Pope que sólo podía repetirle, y si su nombre se recuerda todavía es gracias a su infravalorada colaboración con Pope. Al final, por lo tanto, se ha hecho cier­ta suerte de apañada justicia.

Pero tengo que interrumpir esta chapucera defensa del poeta, pues cada nuevo ejemplo de conducta improcedente me obliga a bajar la guardia que con tanto esfuerzo había le­vantado por culpa de los problemas con los que acababa de tropezar. ¡Si al menos Pope no hubiese tenido la ocurrencia de adulterar su correspondencia con Curll y Cromwell! ¡Si no hubiese atacado a Addison, menospreciado a Bentley, apo­rreado a Bludgell, difamado a Cibber, maldecido a Curll, de­nunciado a Dennis, molestado a Hervey,3 tomado el pelo a

2. Encontrarás todos los detalles de tan desdichada historia en cualquiera de las biografías del poeta, pero quizá te parezca mejor, incluso que la clásica de Sam Johnson, la más reciente de R. K. Root, The poetical Career of Alexander Pope.

3. Este Hervey, no hará falta que te lo diga, es John, Lord Hervey of Ickworth, al que no hay que confundir con el «Hervey» mal escrito por Sir William Temple, aquel con el que nos hemos encontrado hace algunas páginas. Éste de ahora es el que fue descrito amistosamente por Pope con estas palabras: «conocido sapo, mitad espuma, mitad

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Moore, filipicado a Philips, y atronado a Theobald (aunque no podemos más que felicitarle por haber hecho picadillo de aquel tunante de Bubb Dodington)! Pero Pope era un hombre iracundo, una persona perpetuamente enfurecida, y nada le detenía,

Y no me queda más remedio que interrumpir aquí esta se­rie de informaciones en torno a la relevancia de Pope en la historia de los gigantes y los enanos. Retomar, por ejemplo, el discutido problema de quién fue el autor del Martin Scri- blerus, sobre el cual, como ya hemos visto, los expertos están de acuerdo en mantener su desacuerdo, sólo serviría para abrir de nuevo una herida que ya estaba curada. En esta cues­tión, Pope conserva su lugar en el sol, y Arbuthnot debe con­tentarse con permanecer a su sombra. En cualquier caso, he­mos podido al menos aclarar un poco más la historia de Tom Thumb que Tristam nos había rememorado.

c liGracias a que he empezado recordando su pasajera men­

ción de Tom Thumb, es posible que hayas imaginado que esta referencia es la más próxima a nuestro absorbente interés por el Aforismo de los gigantes y los enanos que se pueda encon­trar en Tristram. Si fuera así, mi actitud te ha despistado. Pues aunque el más notable de los shandianos de toda la his­toria no llega a entrar en el asunto del Aforismo citándolo con todas las palabras, sí merodea en su periferia, y sólo se de­tiene un momento para proporcionamos una visión tan pe­netrante como erudita de algunos de los problemas tangen­ciales que el Aforismo nos plantea. De los numerosísimos problemas a los que acabo de referirme, no puedo, aquí, men­cionar más que unos pocos. Todo sea por no apartarme ni un ápice del meollo de la cuestión que nos ocupa.

veneno.» Sea como fuere, el Diccionario Nacional de Biografías nos asegura que «Hervey tuvo ocho hijos de su esposa».

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Para empezar, Tristram está a punto de convencerme de que, aunque secretamente, andaba tras la pista del camino se­guido por nuestro Aforismo entre los remotos gigantes inte­lectuales del pasado. De otro modo, ¿cómo explicar la inclu­sión de estos nombres crucialmente relevantes en el siguiente y memorable inventario?

«Hay quienes, como Platón, Plutarco, Séneca, Jenofonte, Epicteto, Teofrasto o Luciano , o quizá gentes de épocas pos­teriores, como Cardan, B udé, Petrarca, o Stella, o incluso has­ta algún teólogo o padre de la Iglesia, como S. Agustín, S. Ci­priano, o B ernard , quienes afirman que es normal e irreme­diable la reacción del llanto ante la pérdida de nuestros amigos o nuestros hijos...» 1

En segundo lugar, Tristram analiza el problema de la inci­dencia de la genialidad y el talento, un problema que, como hemos visto un montón de páginas más arriba, fue atacado por Bacon y temporalmente aparcado en el siglo xvn por Hakewill. ¡Fíjate, sin embargo, en el modo especialmente directo con el que Tristram se enfrenta a la cuestión! Está contando lo dife­rente que es el feliz Estado de Dinamarca de su patria, Ingla­terra, y comenta que en el país del que procedía Yorick —el Yorick de Hamlet, por supuesto, y no ese párroco de Tristram llamado también Yorick, el cual (en la persona de Steme) puede ser considerado, como máximo, su descendiente—, en Dinamarca, «la naturaleza no era muy pródiga, ni tampoco muy tacaña, a la hora de repartir el ingenio y el talento entre sus habitantes; sino que, como un padre discreto, se mostraba moderadamente amable para con todos»; luego, pasa a esta­blecer el contraste entre lo que ocurre en Dinamarca, donde los daneses estaban «prácticamente todos en el mismo nivel»,2

1. Es el propio Tristram quien presenta la lista de nombres citables (Libro V, cap. 3), pero me he tomado personalmente la libertad de destacar con versalitas los nombres más pertinentes.

2. Oirás sin duda en esta frase de Tristram un eco de la famosa (y, para algunos, escandalosa) afirmación de Bacon según la cual su méto­do científico tendrá la virtud de «situar a todos los ingenios y enten­dimientos en un mismo nivel». De modo que nos encontramos con que Tristram, con su acostumbrada ecuanimidad, se niega a tomar posi­ción en la confusión de identidades entre Bacon y Shakspere, puesto

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con lo que ocurría en Inglaterra, donde «la situación es com­pletamente diferente: en este asunto las desigualdades son enormes; si no es usted un gran genio, le apuesto, Señor, cin­cuenta contra uno, a que es un gran zopenco y un tonto».

Sin duda, te resulta tan evidente a ti como me lo resulta a mí que Tristram, tras haber enfocado de esta manera la cues­tión de los talentos grandes y los pequeños, podía fácilmente haber pasado a proporcionarnos lo que sin duda alguna ha­bría sido el tratamiento definitivo del símil de los gigantes y los enanos. (Es más, tal como sabemos a partir de sus con­cienzudos, repetidos y en absoluto subrepticios robos del texto de la Anatomy of Melancholy, Tristram conocía a Democritus Junior, y había podido, por tanto, conocer a Didacus Stella.) Hubiese podido empezar mostrando gráficamente a los zopen­cos encaramados a los hombros de los genios, para luego... Pero, por motivos que deja sin explicación, saliéndose de lo que era norma en su caso, se negó a tomar la imagen de los gigantes y los enanos y colocarla en el centro de su escenario. Sin embargo, aunque no toma la figura ni la pone en ese cen­tro, sí al menos le da repetidos rodeos, y trata de sus implica­ciones, tanto directas como secundarias. Aquí tienes, por ejem­plo, las palabras con las que reconoce que el saber se acumula gracias a una serie de sucesivos incrementos:

«Así, así, queridos compañeros y socios de esta gran cose­cha de nuestros conocimiento que ahora madura ante nuestra mirada; así, con lentos pasos de fortuito incremento, nuestros saberes físicos, metafísicos, fisiológicos, polémicos, náuticos, matemáticos, enigmáticos, técnicos, biográficos, novelescos, químicos y ginecológicos, junto con sus otras cien ramifica­ciones (que terminan, casi siempre, en "icos”) han ido multi­plicándose durante estos dos últimos siglos hacia ese ‘Ακμή de su perfección, del cual, si podemos fiarnos de los progresos ocurridos durante los últimos siete años, no podemos encon­trarnos muy lejos.»

que le da un importante papel a cada uno de ellos. Por tin lado, con su referencia al Yorick de Shakspere; por otro, haciéndose eco de la frase tan a menudo repetida por Bacon acerca de la igualación de los ingenios. Aunque tome cosas de Hamlet, no hay duda de que Tris­tram, como Madcuff, se muestra aquí noble, sabio y juicioso.

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Y luego, en este mismo capítulo XXI del Libro I, Tristram prácticamente incorpora su voz a la de su antecesor Rabelais, quien, como recordarás, propuso sustituir las palabras por se­ñas, y también a la de su contemporáneo Swift que propuso la abolición de todas las palabras, en la siguiente frase, donde ob­serva que cuando el saber alcance la perfección,

«es de esperar que ponga fin a todos los escritos de cualesquie­ra naturaleza; pues la ausencia de escritos pondrá fin a las lecturas; y esto, a su vez —pues Como la guerra engendra po­breza, la pobreza engendra paz—, tiene, a su debido tiempo, que poner fin a todos los conocimientos; y entonces... tendre­mos que volver a empezar por el principio; o, en otras pala­bras, estaremos de nuevo donde estábamos».

Y así, mediante esta fórmula tan característica de Tristram, y sin saber que Platón había propuesto la misma doctrina ha­cía muchísimo tiempo, nuestro autor vuelve a descubrir la teoría de los ciclos del redescubrimiento. Es, pues, muy ade­cuado que Tristram le haga decir a su padre, en relación C >n el llamado Sistema Shandiano, que Amicus Plato, aunque lue­go añada, sed, magis, arnica veritas.

Como también yo prefiero la verdad a la compasión amis­tosa, tengo que confesar que carezco de pruebas estrictas que me permitan afirmar que Tristram, aquí, va de la mano de Ra­belais y Swift. Se trata tan sólo de una hipótesis. Y me acuer­do pero que muy bien de lo que nos cuenta Tristram acerca del singular comportamiento de las hipótesis; pues nos dice que, «es propio de la naturaleza de la hipótesis que, cuando un hombre la ha concebido, ésta lo asimile todo para sí, como imprescindible alimento; y, desde el momento mismo en que alguien la pare, suele fortalecerse con todo lo que ese alguien ve, oye, lee, o entiende». Pero también tengo en cuenta que Tristram concluye diciendo : «Esto es de gran utilidad.»3 Por

3. Resulta que la hipótesis que dio luz a estas observaciones gene­rales sobre el comportamiento de las hipótesis está muy cerca de nues­tro tema central. La idea original, lanzada por Mr. Shandy padre, afir­ma que, por firmes motivos anatómicos, fisiológicos y ginecológicos, los partos por cesárea tienden a dar nacimiento a hombres de gran ta­lento y de descomunal genio, mientras que el parto corriente da lugar a hombres corrientes, tan corrientes como tú y yo. En pocas palabras, muchos «que ocuparon puestos de honor en los anales de la fama, entraron de lado en el mundo».

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ser cierta, el hecho de esta doctrina de Tristram queda ejem­plificado por su propia enunciación, y añadir ahora cualquier otra prueba que demostrara la versatilidad de los usos a los que puede aplicarse una hipótesis sería absolutamente super­fluo. En cualquier caso, estos diversos usos quedan registra­dos en el capítulo X IX del Libro II, y por tanto pueden ser inspeccionados en cualquiera de las innumerables ediciones de las memorias de Tristram.

Después de haber tomado buena nota de la hipótesis de Shandy padre sobre la naturaleza de las hipótesis, no pode­mos olvidar el primero de sus indiscutibles axiomas: «Que una onza del propio talento de un hombre cualquiera vale más que una tonelada del talento de otros.»4 (La palabra «ta­lento» [w ií] debe por supuesto ser entendida aquí en uno de los múltiples sentidos que tenía en el siglo x v i i i , aquel que denotaba «saber» e «información» como en la frase to get wit of [enterarse de].) Este axioma me ha orientado a través de todos los momentos de esta exploración sin guía por la tortuosa historia de nuestro Aforismo de los Gigantes y los Enanos. Habrás notado que a menudo he preferido fiarme de mis propias y limitadas fuentes que de los eruditos de ésta y de aquella especialidad que hubieran podido devolverme al camino adecuado, en donde mi ignorancia amenazaba con lan­zarme por rutas en las que podía perderme. Pero, confiando en el axioma shandiano, creo que un error original es mejor que una verdad requisada. Porque el primero forma parte de mí, mientras que la segunda me es ajena, por mucho que me esfuerce por hacerla esencialmente mía. Esto es lo que afirma el axioma y, de esta manera, manifiesta en sí mismo la salva­dora gracia del error original.

Es una lástima que Shandy père no analizara los proble­mas de la metodología sociológica en lugar de limitarse a no ser más que un metodólogo de la historia, pura y simplemen­te. De haberse lanzado a aquella otra empresa, estoy conven­cido de que se hubiera anticipado a mis observaciones, publi­

4. Detente, aunque sólo sea por un momento, para meditar en la peculiar belleza de este axioma, sobre todo en cuanto se contempla en su contexto adecuado. Mientras que Shandy padre pronuncia este indiscutible primer principio, su hijo Tristram está atareadísimo en el latrocinio de los productos del ingenio y de la sabiduría de todo un variado montón de predecesores: Montaigne, Rabelais y Bacon, el doc­tor Fludd (aunque no el cardenal Bentivoglio) y también, naturalmen­te, Robert Burton.

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cadas hace ya algún tiempo, sobre las dificultades a las que se enfrenta hoy en día el sociólogo. Considera simplemente las relaciones que existen entre lo que es socialmente plausible, en donde las apariencias persuaden aunque puedan también engañar, y lo socialmente cierto, en donde la creencia queda confirmada por la observación adecuada. Quizá sea suficiente sugerir que la independencia que la una guarda con respecto a la otra hace que el sociólogo tenga que enfrentarse a ciertas alternativas notablemente incómodas. Si una investigación sis­temática confirmase lo que ha sido ampliamente aceptado ■—que es lo que ocurre con las verdades plausibles—, al soció­logo le acusarán de estar «dándole demasiadas vueltas a lo que resulta obvio». Le etiquetarán de tipo aburrido, porque dice lo que todo el mundo ya sabía. Pero si su investigación acabase concluyendo que ciertas creencias socialmente acepta­das no son ciertas —las que pertenecen al grupo de las no- verdades plausibles—, se le tachará de hereje, de persona que se dedica a poner en duda ciertas verdades cargadas de valor para la sociedad. Pero si se aventura a analizar ideas no plau­sibles sobre la sociedad, que, a la postre, resultan no ser cier­tas, le llamarán loco, dirán de él que desperdicia esfuerzos en investigaciones que, de entrada, no valía la pena llevar a cabo. Finalmente, si el sociólogo encuentra en el curso de sus estu­dios algunas verdades indignas, tiene que estar preparado para que le miren como a un charlatán, alguien que afirma que es verdad una cosa evidentemente falsa. Hay, en la historia de muchas ciencias, ejemplos de cada una de estas alternativas, pero es muy frecuente que aparezcan en una ciencia que, como la sociología, trata de asuntos acerca de los cuales los hombres tienen opiniones muy firmes, basadas, al menos apa­rentemente, en sus propias experiencias.5

Teniendo en cuenta todo lo anterior, podemos no obstante aprender nuestro método de exposición en el ejemplo que nos da ese infatigable shandiano que fue Tristram, pionero del shandianismo. No es de extrañar que se mostrara serenamen­te confiado en el seguro pulso de su arte. Pues sabía que las ideas y temas que han quedado temporalmente aparcados aca­barán encontrando, a su debido tiempo, un lugar apropiado en

5. En el muy improbable caso de que quisieras más consideracio­nes al respecto, basta con que abras Sociology Today (editado por Leonard Broom, L. S. Cottrell Jr., y yo, para Basic Books) y leas mi artículo sobre la selección de problemas en sociología.

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su relato, un lugar que a primera vista podrá parecer erróneo, sobre todo si se juzga desde el irrelevante punto de vista de los cánones del discurso organizado, pero que más tarde resul­tará ser el más acertado, al menos en el caso de que a la pa­ciencia del lector se le añada su confianza en el axioma, según el cual, hay, en última instancia, un momento y un lugar ade­cuado casi para cada cosa. Es por esta razón que (en el capí­tulo XIX del Libro II) Tristram comenta, de forma viril, sig­nificativa y sin pedir disculpas por nada, que «Aquello de lo que tengo que informar al lector, llega, lo admito, un poco fue­ra de sitio; pues hubiera tenido que ser dicho hace ciento cin­cuenta páginas, pero en aquel momento llegué a prever que más tarde, aquí, vendría como anillo al dedo, y sería más ven­tajoso en esta página que en ninguna otra». Y, a continuación, proporciona a los aspirantes a escritor este decisivo conse­jo: «Los escritores tienen que mirar hacia lo lejos, a fin de mantener el espíritu y la relación de lo que tienen entre ma­nos.» Pues bien, siempre que Tristram habla, tiendo a escu­char y a absorber interiormente lo que me dice. Por eso, unos cuantos miles de palabras más arriba, he aplazado toda nueva referencia a Bernard de Chartres, pues sólo ahora estamos preparados para comprender el genuino lugar que ocupa en la historia del Aforismo de los gigantes y los enanos.

Cuando digo que Bernard ocupa un lugar genuino en este relato, utilizo la palabra «genuino» en su sentido anticuado y* podríamos decir, único,1 Bernard ocupa un lugar solitario por-

1, Con lo cual me alejo considerablemente de la costumbre de tu colega, el que detenta la cátedra Irving Babbitt de Literatura Compa­rada en la Universidad de Harvard, quien, si tengo que fiarme de la indulgente tercera edición del Webster's International Dictionary, tuvo fuerzas como para escribir, en al menos una ocasión, la expresión «me­nos único», de la misma manera que la novelista Dorothy Canfield Fisher fue capaz de escribir acerca de algo que era «más único», mien­tras que el dramaturgo Arthur Miller llegaba al colmo refiriéndose a lo «superlativamente único» (aunque, a manera de disculpa, o de justi­ficación especial, habría que añadir que Miller estaba describiendo con estas palabras a su singularmente eurítmica esposa, aquella mujer de renombre mundial).

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que fue él, y nadie más que él, quien dio origen al símil de los gigantes y los enanos. Todos los demás autores que utili­zan esta figura —tanto si lo hicieron en el siglo x i i , el xm y el XIV, como si fue en el xvi, xvn y todos los siglos posterio­res—, todos lo tomaron de Bernard, directamente o a través de sus mediadores.

AI hacer esta contundente declaración, en modo alguno de­bilitada por ningún tipo de reserva, me expongo a ser acusado de comportamiento antierudito. Lo sé, pero no puedo hacer otra cosa. Llega un momento, incluso en la vida de los univer­sitarios y estudiosos, en el que hay que dar un paso al frente y atenerse a las consecuencias. Éste es uno de esos momentos. Como apasionado de la gnomología, afirmo que fue Bernard de Chartres, y sólo él, quien captó por primera vez la idea del avance acumulativo, aunque a ritmo irregular, del saber, cuan­

Es obvio que podemos contemplar con nostalgia aquellos tiempos en los que la palabra «único» era un término de extraordinaria fuerza y no menos precisión. Nous avons changé tout cela. Ahora podemos ob­servar, con creciente decepción, la erosión que padece su significado, que antiguamente se refería con firmeza y exactitud a aquello que era solo y sin otro en su especie, a lo que no tenía igual. El término no es más que una nueva víctima de los chapuceros cambios semánticos actuales, y ahora se ha deteriorado hasta no ser más que un simple y aproximado sinónimo de términos tales como unparalleled [incompara­ble], remarkable [notable], unusual [desacostumbrado], peculiar [raro, singular], odd [impar], curious [curioso] y hasta quaint [rebuscado].

Esta deterioración del significado debe ser por supuesto radical­mente diferenciada de ese sentido preciso y estudiado en el cual se puede decir de ciertas cosas que son más (o menos) únicas que otras. (Que nadie nos confunda con esos maes trillos de escuela cuyas tenden­cias remilgadas les conducen a aferrarse de la forma más irreflexiva a ciertas reglas inflexibles.) Pues, como ha observado últimamente George Gaylor Simpson, después de que lo hicieran muchos más, cuan­to más compleja es una cosa, más diversos serán evidentemente los aspectos en los que puede diferir de todas las demás cosas pertene­cientes al mismo tipo. Así, el Tristram Shandy es claramente una obra mucho más única que tu serial favorito de televisión.*

* Si se me perdona esta nueva intromisión en el ordenadamente fluido discurrir de esta historia, me gustaría aclararle al lector que el catedrático cuyo nombre omite Merton en esta nota es el prestigioso crítico y estudioso literario Harry Levin. Por cierto que para compren­der cabalmente esta nota hay que estar familiarizado con el Webster, en donde cada acepción de cada palabra suele ir acompañada de una frase breve a modo de ejemplo del uso correspondiente. Levin, D. C. Fi­sher y A. Miller aparecen en la tercera edición de este diccionario como autores de las citas canónicas de estas formas de usar la palabra unique que tanto molestan al autor. (N. del t.)

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do dijo «nosotros somos como enanos ******* (*) sobre los hombros de gigantes, y así vemos más y más lejos que los an­tiguos...».

Ojalá la verdadera erudición no fuese lo que es, una serie de momentos anticulminantes. Tras haber llegado a este cénit de nuestra búsqueda, me hubiera gustado poner el símil de Bernard en un inglés unívoco. Pero los datos no me permiten esta cómoda opción. (Por eso he contemporizado con la inser­ción de ese elíptico ******* (*) en la cita precedente.) ¿Debe­mos nosotros, los estudiosos de este problema que utilizamos la lengua inglesa, decir que Bernard dijo que somos como «enanos standing [en pie] sobre los hombros de gigantes», o «como enanos sitting [sentados]» en esa eminencia, o quizá como «enanos positioned [colocados]» ahí? Nuestras autori­dades en la materia no nos sirven de gran ayuda. En una oca­sión, por ejemplo, la versión inglesa de Sarton nos hace « stand» [estar en pie] en ese lugar; en otra, el mismo autor nos hace estar «sitting» [sentados] sobre esos hombros.2Y nuestros colegas franceses tampoco nos ayudan gran cosa. Gilson hace que los enanos estén tajantemente sentados ahí arriba: «assis». Mientras que, por su parte, Levisse se salta por las buenas el problema: los enanos están erguidos («his­sés») sobre los hombros de los gigantes. (Casi podemos entre­ver a los enanos puestos allí de puntillas, una imagen cautiva­dora y funcionalmente apropiada, a la que se llega con facili­dad tratando ese hissés como parte de esa frase hecha que habla de se hisser sur la pointe des pieds.)*

2. La primera está en su Introduction, II, 196; la segunda, en The History of Science and the New Humanism, 30. Tampoco las fechas de publicación de estas obras nos ayudan a averiguar cuál era la más meditada de las dos versiones por parte de S arton : ambas aparecie­ron en 1931, aunque la obra posterior fue fruto de sus lecciones Colver, pronunciadas en la Universidad Brown en 1930. Es más, aunque am­bas versiones hubieran aparecido con varios años de diferencia entre la una y la otra, tampoco hubiésemos tenido base alguna para deducir a partir de ahí que la más tardía era la más meditada. Porque, de todos modos, habría podido tratarse de un lapsus.

3. Si he organizado este enfrentamiento de esas dos grandes autori­dades que son Lavisse y Gilson, lo he hecho solamente para mostrar abiertamente lo que el propio Aforismo dice entre dientes. Está muy bien que Bernard nos aconseje que nos coloquemos sobre los hombros de los gigantes, pero, ¿de qué gigantes? ¿Qué debemos hacer, sentarnos sobre los hombres de Gilson, o erguirnos sobre los de Lavisse? En pocas palabras: ¿quién tiene que tomar la decisión en los casos en que estén en desacuerdo los más eminentes doctores? ¿Debemos seguir

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Tampoco podemos adivinar lo que Bernard quería decir a base de utilizar formulaciones muy posteriores, como las de Didacus Stella.4 Pues eso sería un puro anacronismo del tipo más virulento: un anacronismo retroactivo.

Y, finalmente, tampoco encontramos gran ayuda si acudi­mos a la versión del propio Bernard (tal como nos la trans­mitió John de Salisbury), pues también él deja el problema sin resolver, absolutamente sin resolver. John nos asegura que lo que Bernard dijo fue que «nos esse quasi nanos gigantium humeris insidentis» (el subrayado es mío). ¿Cómo traducir al inglés este versátil insidentis? Podríamos, ciertamente, decir que su equivalente inglés es, en su sentido intransitivo prin­cipal, «sitting upon» [sentados en]. Pero, ¿basta esto para de­jar resuelta la cuestión? Porque en su sentido traducido, y debemos recordar que esa palabra formaba parte de una compleja figura lingüística, podía significar también « resting upon» [posados en] y, sin forzar demasiado, «standing upon» [en pie sobre]. ¿Cómo vamos, pues, a elegir entre estas alter­nativas enfrentadas, cuando tratamos de alcanzar una posición firme en torno al problema de la traducción de esa frase latina al inglés? Nos resultaría muy útil tener conocimientos apro­piados del contexto de la palabra en las costumbres del si­glo x i i ; de acuerdo con la teoría contextual conductista del lenguaje, eso resolvería el problema de una vez por todas. Pero, por mucho que busque en mi biblioteca, me resulta im­posible encontrar la posición que, en aquel siglo, solían adop­tar las personas que estaban precariamente colgadas en los hombros de otros. Aparentemente, algunas se sentaban; otras más valientes (y que veían más lejos) se ponían en pie; y otras,

·

a Étienne G ils on , cuando escribe «assis» en la p. 259 de La Philosophie au Moyen Age (París, 1944), o a Emest Lavisse, que prefiere escribir «hissés» en la p. 331 del tercer volumen de su Histoire de la France (París, 1902)?

4. ¿Le recuerdas? Es el «Didacus Stella en Luc. 10, tom. 2» citado por B u rto n en su Anatomy of Melancholy y traído a nuestros días por las Familiar Quotations de B a rt le t t , Pero Didacus Stella no nos sirve de nada en este problema crucial. Simplemente, se evade de él. Como recordarás, lo que este autor escribe es; «Pigmaei gigantum humeris impositi plusquam ipsi gigantes vident.» ¡Pues vaya con el impositi 1 «Colocados sobre» es una forma egregia de escurrir el bulto, porque no nos dice absolutamente nada acerca de cómo están colocados los enanos. Por supuesto, ésta es una forma de atacar los problemas, pero, ¿acaso habrá algún hombre de carácter que prefiera una rendición pronta a una valiente derrota (o que la promesa de una difícil victoria)?

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estaban simplemente apoyadas.5 Pues bien, aunque no poseo ninguna prueba firme que guíe mis pasos, mi tendencia perso­nal no es la de sentarme a considerar el problema, sino de er­guirme ante él y aceptar la costumbre establecida. A partir de ahora aceptaré la lectura de Bernard que entiende que los ena­nos están encaramados a hombros de los gigantes.

[Ahora que al parecer hemos despejado la ambigüedad del insidentes de Bernard y del reincidente impositi de Stella, es­toy dispuesto admitir que stand, ese viejo verbo teutónico, tampoco nos sirve de mucho.6 El Oxford English Dictionary necesita 38 columnas de apretujada letra impresa para expli­car las 104 acepciones de la palabra (junto con sus diversas formas compuestas). Después de haber repasado una docena de esas acepciones, el pobre estudioso sufre un ataque de pa- ranomasia. Ya no sabe uno si está plantado sobre sus pies, o cabeza abajo. En tales casos, es de suponer que la única posi­ción sensata es la de mantener una política de firmeza, en caso de que se pretenda mantener un compromiso con la verdad y se esté dispuesto a soportar las consecuencias. Esto puede re­sultar caro, pero tal como están las cosas, mantenerse firme puede servir para conservar el equilibrio, y puede ser cierta­mente la única manera de apartar de sí toda clase de abomi­

5. Para esta última versión, échale una ojeada a la leve pista que nos proporciona The story of Genesis and Exodus, an early English song, c. 1250 (pero basada en Genesis and Exodus [à 1000}, de Caedmon, el primer poeta cristiano en lengua inglesa que nos da motivos para suponer que la posición de apoyado pudo ser la característica en los siglos precedentes. El hecho de que Caedmon fuera un maestro del anglosajón y que viviera en el siglo vn no importa aquí; el único ma­nuscrito suyo que conozco es del siglo x y, según me cuentan perso­nas de fiar, todavía se encuentra en la biblioteca Bodleian).

6. Esta vez no hay disculpas para el entremetimiento del traductor, que sale aquí en defensa propia para asegurar que los juegos de pala­bras basados en las diferentes acepciones y frases hechas con el verbo stand, a los que se entrega con fruición el autor en todo este aparte entre corchetes, son absolutamente intraducibies; que, por lo tanto, nada de lo que sigue tiene absolutamente que ver con el original; que, de todos modos, el traductor no se atrevía a dejar la página en blanco (ni en negro, como quizá hubiera hecho T r is tra m —libro I, capt. 12—), y en consecuencia ha traducido por el sentido, que era lo que menos importaba en este párrafo; y que, finalmente, sólo un argumento puede aducir aquí para su traición (traduitore...), a saber, que el autor, a sabiendas de cómo es el mundo de la cultura hoy en día, y enfurecido por su propio fracaso en la traducción de la palabra latina, se divirtió escribiendo lo que sigue pensando en el insoluble galimatías al que se enfrentaría el desdichado que tuviese que verter sus divertidos juegos a otro idioma. (N. del t.)

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nables ambigüedades. No queda más remedio que mantenerse firme en el propio terreno si lo que se pretende es defender algo en lugar de no defender nada. Si, como digo, uno es par­tidario de ciertos criterios de valor, si uno es algo más que un erudito suplente, si uno desea preservar la propia posición como erudito y estar en buenas relaciones con sus colegas, no le queda otro remedio que mostrarse firme. Al final, cada uno de nosotros tiene la pesada obligación de estar en guardia y de aguantar junto a los propios cañones, ante la permanente ame­naza que pesa sobre la claridad de lo no ambiguo. Adoptar ac­titudes ceremoniosas en estos asuntos, o pensar solamente en mantener nuestra dignidad, significaría solamente que no te­nemos gran cosa sobre la que basarnos. Unidos permanecemos, y firmes, con la sola condición de que no nos basemos en nues­tras diferencias sino que permanezcamos juntos, codo con codo, en lugar de cada uno por su cuenta, o enfrentados, con recelos mutuos. Debemos resistir, y no retroceder, si preten­demos libramos de la amenaza, o si queremos, como mínimo, detenerla. Sólo así tenemos oportunidades de vencer; sólo así podemos conseguir entendernos. Se trata de una empresa de no poca monta, y la cuestión que se plantea es, ¿seremos ca­paces de hacerle frente?]

Œ llVReflexionando un poco más, comprendo que no puedo de­

jarte simplemente ahí, frente a una pseudosolución por man­dato en lugar de haberte dado una solución auténtica, produc­to de una investigación erudita. Acerca de esta compleja cues­tión me considero, pues, delegado por ti para seguir investi­gando y buscando hasta echarle el guante a la fugaz verdad. En consecuencia, a pesar mío pero aceptando mi deber, aban­dono ahora las paredes de mi despacho y salgo a errar por el ancho mundo con la intención de saquear las bibliotecas de Columbia, siempre con la intención de encontrar una respues­ta definitiva sobre las costumbres y los usos propios de la si­tuación y posición adoptada por los enanos en la época ber- nardiana. Adiós, pues, mi buen amigo, y au revoir.1

1. Au revoir entendido, por supuesto, en su acepción secundaría de: voy a mirar otra vez.

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(L'lv¡{¡Qué benditamente acertadas son las palabras del Deute­

ronomio : he buscado, y he encontrado! ! !Todo un torrente de pruebas de comportamiento, intrinca-

damente insertadas en las ventanas de cristaleras de colores y permanentemente congeladas en piedra esculpida, nos dice lo que queríamos saber. Había, en efecto, ciertas posiciones ca­racterísticas, en aquellas fechas tan lejanas, para las personas que se encontraban sobre los hombros de otras personas.

Es más —tantísimo más, que casi resulta abrumador—, una parte fundamental de estas pruebas a las que me refiero se encuentran, de forma insuperablemente apropiada, en el lugar preferido por Bernard para sus paseos: ¡el mismísimo Chartres! Pero no debo seguir haciéndote esperar el momento de ver por ti mismo estos grandísimos hallazgos, que hasta ahora me estaba reservando con gran egoísmo para mi propio placer. Escucha, pues, o, mejor incluso, mira (ya que voir c'est croire), contempla, y cree por ti mismo.

Ven ante todo a Chartres y échale una ojeada a la ventana del crucero sur. ¡Allí (en la figura 1) encontrarás a los cuatro evangelistas, san Mateo, san Juan, san Marcos y san Lucas,1 sentados sobre los hombros de los cuatro profetas, Isaías, Eze- quiel, Daniel y Jeremías! Como una sola muestra bastará para que te hagas una idea del universo de los cuatro, te muestro aquí (figura 2) un primer plano de Isaías llevando el peso de san Mateo sentado sobre sus hombros.

Por si esto no bastara, puedo decirte, con toda la autoridad de ese gran historiador del arte que es Émile Mâle, que esta representación de los cuatro evangelistas instalados sobre los hombros de los cuatro profetas es de un «symbolisme auda­cieux» (un audaz simbolismo). Pues lo que tenemos que enten­der con esta figura es que «aunque los evangelistas encuentran su base de apoyo en los profetas, desde este ventajoso punto de vista pueden ver más lejos y con mayor amplitud».2

1. En el francés de Chartres: saint Mathieu, saint Jean, saint Marc, et saint Luc. ¡Saint Luc! ¡Será posible que sea este saint Luc aquel Luc al que se refiere la cita «Didacus Stella en Luc. 10. tom. 2»! Pero, basta ya de perderse por estos vericuetos, y volvamos a lo que nos interesa directamente.

2. Fuente: Émile Mâle, L'art religieux du X II Ie siècle en France (Paris, 1923), p. 9.

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Lo que Mâle se limita a insinuar, Delaporte lo dice con to­das las palabras en su comentario sobre los grupos escultóri­cos del portal de la catedral de Bamberg. En efecto, Delapor­te anuncia directamente que este audaz simbolismo del Anti­guo Testamento, entendido como texto que prepara el camino para el Nuevo, expresa la idea esencial que contiene el Aforis­mo de Bernard, no solamente en Chartres, sino también en Bamberg. No obstante, aunque el texto es de Delaporte, las afirmaciones son de Mâle.3

Y ahora contempla por ti mismo, en la figura 3, la posición de los apóstoles que son llevados sobre los hombros de los profetas en la Puerta del Príncipe (Fürstenportal) de la cate­dral de Bamberg. A diferencia de lo que ocurre en Chartres, esta vez los apóstoles no van sentados, sino que están de pie. Por si dudases de las pruebas que están viendo tus ojos, te añado, en la figura 4, un primer plano de una pareja de profeta con su apóstol.

Y hay más pruebas visuales sobre las costumbres propias de los trepadores de hombros de aquellos tiempos medievales. El motivo del apóstol-sobre-profeta de Bamberg tenía una fuerte influencia del motivo que aparece en las figuras escul­pidas en la fuente bautismal de Merseburg, que son de finales del siglo XII. En donde, de nuevo, la posición ha cambiado. Tal como puedes ver en la figura 5, los apóstoles, algunos de los cuales muestran en su rostro la extraña sonrisa gótica, están cuidadosa y diversamente sentados sobre los hombros de los profetas.

Y por si todas estas pruebas no bastaran —y en realidad no me queda más remedio que poner fin a todo este informe sobre costumbres, ya que, de lo contrario, no podría continuar con el resto de nuestra historia— vuelve la vista finalmente hacia la iglesia de Payerne (¿siglo x?), que se encuentra en lo que actualmente es el cantón de Vaud, en Suiza. Y digo final­mente porque tengo motivos para hacerlo. Pues aquí (en la figura 6) verás, en uno de los capiteles de una columna situada

3. Tal como reconoce sinceramente Yves D elap orte en su obra Les vitraux de Chartres (Chartres, 1926-1927, p. 432) cuando cita otro de los prodigiosos volúmenes fruto de la erudición de Mâlb (L'art allemand et Vart français au moyen âge, p. 193): «La idea es francesa; puede ser incluso específica de Chartres, pues el artista no hace otra cosa que aplicar a la Biblia un adagio acerca de los antiguos y los modernos que era conocido en las escuelas de Chartres desde hacía más de un sjglo.»

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en la nave de la iglesia, una imponente colección de lo que parecen ser unos enanos con aire4 inexpresivo, montados a horcajadas sobre otras figuras también bastante enanas, con las piernas de cada uno de los enanos fuertemente entrelaza­das en torno al cuello de su subordinado, el cual sujeta con firmeza, a su vez, las piernas de su superior. (Cuando observes la inevitablemente borrosa figura 6, es probable que no detec­tes todo lo que te estoy describiendo. Y hasta es posible que imagines que mi deseo erudito ha engendrado una percepción ilusoria. No es así. Y, a fin de demostrar más allá de toda duda que mi percepción es verídica, te proporciono, en la figura 7, un dibujo que delinea de forma visible estas figuras de la co­lumna de Payerne.)

Demos ahora un repaso a las pruebas relativas a las cos­tumbres de la época: en Chartres, Merseburg y Payerne, las figuras superiores están sentadas sobre los hombros de quie­nes las sostienen; en Bamberg, en cambio, están erguidas. Bre­vemente, no había en aquellos tiempos ninguna posición única uniformemente prescrita para quienes se montaban sobre los hombros de otros. Como estudiosos de las costumbres pode­mos dar incluso un paso más, pues la conclusión resulta no sólo clara sino inevitable: sentarse sobre los hombros era Xa posición normal [modal'] (probablemente porque es más esta­ble para el que va montado, y más cómoda para el que lleva la carga); erguirse sobre los hombros era la posición que se apartaba de la norma [ deviant] (su menor frecuencia se de­bía, probablemente, a que era menos estable).

Así pues, al traducir el insidentis de Bernard al inglés, po­

4. Sóio raras veces llega una palabra tan singularmente apropiada con la más apropiada propiedad a encajar tan bien en una frase como la palabra aire [míen] lo hace aquí. Porque, ¿no es acaso un gran ejemplo de justicia poética el hecho de que esta palabra fuera acuñada por Richard Ben tley, tan maltratado por Swift, y, más aún, que apare­ciese en esa obra que arrasa de forma tan radical la chifladura de Temple, me refiero a A Dissertation upon the Epistles of Phalaris (1697, 1699)? Tal como nos informa jubilosamente Bentley hablando de su neologismo, se trata de «Otra frase feliz, que él [Boyle] dice que yo he acuñado es the Meen of a Face; que, tal como él la interpreta, es más o menos lo mismo que el Comportamiento de una Mirada o el Porte de una Sonrisa... Meen no significa comportamiento, ni siquiera cuando se dice de toda la Persona, sino el Aire y el Aspecto que resul­tan de ella.» ¿Puede haber otra palabra más adecuada que mien en este informe acerca de las costumbres que tenían los enanos medievales a la hora de adoptar unas u otras posiciones sobre los hombros de otras personas?

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demos escribir que los enanos van sentados o erguidos, según cual sea nuestra valoración del carácter de los susodichos ena­nos. Si, a posteriori, consideramos que estaban más interesa­dos por la seguridad que por aumentar al máximo el alcance de su vista, haremos que se sienten; si creemos que están atre­vidamente dispuestos a sacrificar la seguridad para, a cambio, aumentar el campo de su visión, les pondremos en pie. Y de­claro aquí que raras veces ha habido en la teoría conductista del lenguaje una solución tan convincente para el significado contextual de una palabra discutida. Los traductores del Afo­rismo ya no tienen por qué escribir «erguido» o «sentado» se­gún les venga en gana; ahora tienen unos criterios muy claros que les permitirán escoger la traducción más apropiada.

Después de haber pergeñado esta solución tan bella y con­vincente, sin embargo, me gustaría dejar las cosas ahí, y volver a esa historia del Aforismo que en todo momento está cen­trando nuestra atención. Pero queda un impulcro cabo suelto en esta investigación de las costumbres, y antes de poder con­tinuar nuestro relato no nos queda otro remedio que atarlo bien atado. Pues queda todavía por contestar una pregunta implícita en todo ese planteamiento, a saber, si los pintores y escultores de esa época medieval estaban reproduciendo de forma gráfica la sustancia simbólica del Aforismo de Bernard.

Por mucho que lo intente, no consigo soslayar este insis­tente interrogante. Aunque trato siempre de evitar el meterme en los embrollos de las peleas entre autoridades —pues el prin­cipio Vives-Hooke-Merton sigue resonando en mis oídos—, mi conciencia de erudito no me permite burlar esta obligación por el simple procedimiento consistente en volverle la espalda. Aunque sí puedo, al menos, salir bien parado de mi incursión en esta polémica tratándola con distante y fría objetividad. (¡Yo no pienso pelearme con nadie!)

Las autoridades (de grados claramente diferenciados) for­man los siguientes bandos: Mâle, por supuesto, argumenta que los vitrales de Chartres y las esculturas de Bamberg expresan de forma simbólica la figura del lenguaje empleada por Ber­nard. Delaporte suscribe felizmente la opinión de Mâle, y Wee- se es más franco incluso, pues llega al extremo de afirmar que el escultor de Bamberg no ha dudado a la hora de tomar lite­ralmente la expresión metafórica de Bernard, y presentarla a través de la imagen de los apóstoles erguidos sobre los hom-

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bros de los profetas.5 Tal es la opinión de este trío de autori­dades.

Un cuarteto formado por otras autoridades adopta una du­dosa neutralidad a base de mantener un pétreo silencio en tor­no a la cuestión. Blavignac, que habla largo y tendido sobre las esculturas de Páyeme, no dice una sola palabra acerca de Bernard (quizá porque sólo se refiere a la arquitectura ante­rior al final del siglo x, o sea, hasta doscientos años antes de Bernard).6 Georg Dehio, que se extiende mucho sobre Bam­berg, y Georg Pudelko,7 que estudia la pila bautismal de Mer­seburg, se alistan también al campo de la neutralidad, instalán­dose en el silencio. En fechas muy recientes, Valentiner se une a sus fuerzas, y consigue además la proeza de escribir todo un libro titulado The Bamberg Rider sin decir ni una sola palabra sobre Bernard, aunque se extiende mucho, y con notable agu­deza, cuando trata de los artistas jóvenes y viejos que crearon las estatuas de los apóstoles erguidos sobre los hombros de los profetas.8

Pero, a pesar de los abogados de Bernard (a saber, Mâle, Delaporte y Weese), y a no pesar de los que se abstienen (á saber, Blavignac, Dehio, Pudelko y Valentiner), hay una auto­ridad que cuenta con todos mis respetos, que se opone resuel-

5. Mâle y Delaporte ya son viejos conocidos para ti; ahora te presen­taré a Arthur Weese, autor de Die Bamburger Domskulpiuren (Estras­burgo, 1914), donde, en las pp. 87-88, escribe en términos que no dejan lugar a vacilaciones: «Der Bildhauer hat sich nicht gescheut, den bild- lichen Aiisdruck, dass die Apostel auf den Schultern der Propheten stehen, wortlich zu nehmen und wirklich darzusteüen.»

6. A Blavignac no se le puede echar nada en cara; por mucho que hubiese querido hacerlo, no habría podido adoptar ninguna actitud en relación con este discutido problema, pues su obra fue escrita en 1853, mucho antes de que nadie hubiera identificado el problema como tal problema. (Para comprender mejor la fuerza que tiene esto que acabo de decir, podrías examinar, algún día, mi artículo «Problem-finding in Sociology».) Si alguna vez te interesa encontrar «des exemples très cu­rieux de manuation» puedes buscarlos en J. D. Blavignac, Histoire d’architecture sacrée au dixième siècle (Paris, 1853), sobre todo en la p. 249.

7. A diferencia de Blavignac, Dehio y Pudelko hubieran podido ha­blar, pero no lo hicieron. Lo único que puedo decir en favor de ambos es que nos proporcionan imas ilustraciones magníficamente claras de figuras superpuestas a otras figuras: Georg D e h io , Der Bamburger Dom (Munich, 1924) contiene ilustraciones del portal del Príncipe; Georg Pu- DBLKO, Romanische Taufsteine (Berlín, 1932) contiene una ilustración que reproduce la pila bautismal de Merseburg.

8. W. R. V a len tin e r , The Bamberg Rider (Los Ángeles, 1956), en su figura 12, de la p. 53.

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tamente a que se insinue siquiera que el Aforismo de Bernard haya sido jamás metamorfoseado en esculturas o vitrales. Ray­mond Klibansky (distinguido estudioso que trabajaba en el Oriel College de Oxford) dice que es «muy dudoso» que los evangelistas que aparecen sobre los hombros de los profetas en la ventana de Chartres puedan tener relación con el símil enunciado por Bernard de Chartres. Y su argumentación resul­ta muy convincente. En primer lugar, Bernard murió antes de que comenzara la construcción de la catedral (un argumento, debo decir, que me deja más que frío, pues da por supuesto que las tradiciones mueren de parto; casi parece como si Kli­bansky no hubiese jamás estudiado la obra de Henry Adams Mont-Saint Michel and Chartres; se trata, sin duda, de una su­posición sin base démostrable). En segundo lugar, dice Kli- banslty, difícilmente hubiera podido el artista atreverse si­quiera a insinuar que los evangelistas no eran más que enanos (con lo cual, implícitamente, contradice la afirmación de Mâle según la cual nos encontramos ante un ejemplo de «audaz sim­bolismo»).9

Pero todas estas premisas de la discusión erudita no son más que un preludio para el concluyente argumento que tanto tú como yo ya hemos podido identificar: antes de que los vi­trales de Chartres hubieran sido diseñados, los apóstoles ya estaban decididamente sentados sobre los hombros de los pro­fetas en un nicho de la pila bautismal de Merseburg, dando así una expresión simbólica de la continuidad entre el Viejo Tes­tamento y el Nuevo, y declarando que el Nuevo era indudable­mente superior.

Por suerte, el debate entre los eruditos no nos afecta, y da igual cuál sea la solución a la que finalmente se llegue. Para nosotros, observadores de los comportamientos, y debido a que sólo nos preocupa descubrir cuál era el modo comúnmen­te adoptado para instalarse sobre los hombros de otro, la dis­cusión carece de todo interés. De hecho, ya tenemos la solu­ción que nos interesa: los enanos que actúan según la nor­ma se sientan; los que se desvían de la norma se yerguen.

9. Raymond Klibansky tenía intención de poner todo esto, y muchas más cosas, en una edición de las obras de Bernard y de Thierry de Chartres (se anunció que esa edición aparecería en invierno de 1936). Lamentablemente, esa edición no llegó jamás a las prensas (o eso me han dicho tras constantes búsquedas). Los enérgicos argumentos de K libansky quedan perfilados en la nota que publicó en «Isis», diciembre de 1936, en las pp. 147-149.

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Esto en cuanto a la versión inglesa del Aforismo de Ber­nard; ¿qué decir, ahora, acerca de la afirmación según la cual fue él, y sólo él, quien le dio origen? Desde luego, las pruebas de que disponemos son solamente circunstanciales, pero, ¿aca­so podía ser de otro modo? Y, si no estamos dispuestos a acep­tar esta clase de pruebas, ¿cómo vamos a resolver este asunto de una vez por todas? Las circunstancias son las siguientes: primero, contamos con la firme prueba que nos proporciona John, el alumno de Bernard, quien dice que le oyó pronunciar el Aforismo a su maestro; segundo, sabemos que nadie ha con­seguido, después de tantísimos años, encontrar el Aforismo en una fecha anterior a la época de Bernard. Esto constituye una prueba suficiente para Klibansky, quien, como futuro editor de las obras de Bernard y también de Thierry de Chartres, es lo más próximo a una autoridad definitiva con lo que podemos contar, y por lo tanto, a mí me basta. Klibansky expone su convicción (o, al menos, su creencia) con estas firmes pala­bras: «Creo que el símil de los enanos es original, y que fue inventado por el propio Bernard.» Estoy de acuerdo con él.

Y ahora quizá supongas que nuestra búsqueda ha termi­nado. Tras haber seguido la pista de la figura de los gigantes y los enanos hasta su fons et origio en Bernard de Chartres, podríamos suponer que la tarea ha concluido. Pero hacerlo así significa por un lado adoptar conclusiones prematuras y, por otro, cometer una herejía de lo más fétido. Sería lo mis­mo que negar la verdad que contiene el propio Aforismo. Pues cuando Bernard creó el Aforismo, lo hizo, por supuesto, colocándose él mismo sobre los hombros de sus considerables predecesores. Al fin y al cabo, puesto que vivió en el siglo xn, Bernard era en cierto modo un moderno en comparación con los hombres que vivieron antes que él. El carácter de verdad autoejemplificado que posee el Aforismo queda de nuevo de­mostrado, al menos en parte, por el hecho de que Bernard se apoyó, por no decir que se sentó o irguió sobre los hombros de aquel gramático romano del siglo vi que atendía al nom­bre de Prisciano,1

1. Por si dudases de esto, escucha lo que dice su devoto alumno John DE Salisbu ry, cuando describe a Bernard: «La más abundante fuente de letras de la Galia en los tiempos modernos...» La frase apa­rece en su Metalogicus, i, c. 24, según mi antiguo profesor (¿y quizá

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Figura 1. Crucero Sur, Chartres.

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Figura 4. Delalîe del Fürsten- portal.

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Figura 5. Pila bautismal, Merseburg.

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Figura 6. Columna, iglesia de Pa- Figura 7. Dibujo del capyeme. iglesia de Páyeme.

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Una vez más, Klibansky viene a echarnos una mano. Pues, aunque sienta un gran aprecio por Bernard de Chartres, toda­vía siente mayor aprecio por la verdad. Y es así cómo nos conduce hacia Prisciano, quien, seis siglos antes que Bernard, se aproximó mucho a la figura de los gigantes y los enanos, aunque, como hijo de su época, no pudo concebir la noción de progreso en el tratamiento que él le dio a la figura. Veamos ahora cómo lo dice Prisciano (en la dedicatoria de su obra a Juliano) : 2

« grammatica ars, ... cuius auctores, quanto sunt iuniores, tan- to perspicaciores, et ingeniis floruisse et diligentia valuisse omnium iudicio confirmatur eruditissimorum...».

No hay nada aquí, por supuesto, que haga referencia a gi­gantes ni a enanos, pero, de todos modos, los elementos esen­ciales de la idea ya se hallan presentes. Cuanto más jóvenes (es decir, más recientes) sean los estudiosos, más aguda será su vista. Pues pueden sacar provecho de lo anterior y por lo tanto hacer que avance el verdadero saber, incluso en el tema de la gramática. O así podríamos entender la frase. De hecho, Bernard y otros colegas suyos del siglo xii tuvieron que inter­pretar errónea pero fructíferamente a Prisciano para poder llegar a crear su propia y particular idea del progreso del co­nocimiento. El propio Prisciano no pensaba exactamente en eso. Como hombre de ideas eclécticas, Prisciano quería, en realidad, reñir a sus predecesores romanos por haber ignorado prácticamente a aquellos gramáticos más jóvenes de Grecia, Herodiano y Apolodoro, en lugar de corregirles y mejorar sus nociones a fin de que el arte de la gramática se acercara un poco más a la perfección. Pero mediante este afortunado error —o, como preferimos describirlo los eruditos, por medio de una felix culpa— Bernard cometió un desliz al interpretar a Prisciano a la luz del contexto de su propio —el de Bernard—

también tuyo?). Charles Homer Haskins, The Renaissance of the Twelfth Century, Cambridge, Harvard University Press, 1933, pp. 135-136.

2. Como no tengo la fuente en casa, debo limitarme a señalar la referencia en la cita de Klibansky, Éste nos dice que el pasaje se en­cuentra en el prefacio a las Institutiones Grammaticae de Prisc ian o , en la dedicatoria a Juliano (ed. Hertzius, vol. i [ = Grammatici Latini, rec. Kellius, vol. il], p. 1). (Resulta que Klibansky da la referencia exac­ta. De todos modos, hubiese podido añadir que la obra global que cita fue publicada en 1855.)

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marco progresista de referencia, y llegó al concepto de los enanos que ven más lejos gracias a que se colocan sobre los hombros de ese gigante que aquí representa la cultura acu­mulada.

Que Prisciano fuese el beneficiario de un error afortunado no es motivo suficiente para desdeñarle como catalizador sim­plemente fortuito de una verdad que él no fue capaz de cap­tar. Al fin y al cabo, fue por derecho propio todo un erudito. Nació, como recordarás, en Cesárea, en la provincia romana de Mauritania (después, creo, de que esa provincia fuera invadi­da por los vándalos), pero, según nos cuenta Sarton, floreció de hecho en Constantinopla. Como humanista que eres, lo más probable es que le conozcas sobre todo por los dieciocho li­bros de su gramática latina, que llegaron a convertirse en uno de los libros de texto más populares de la Edad Media, tal como lo demuestra el millar de copias manuscritas que toda­vía se conservan de su obra. Pero otros, menos expertos en la gramática antigua, preferimos verle como autor de un tratado sobre números, pesos y medidas (en el que se empeñó, claro está, en utilizar fuentes griegas, ya antiguas en aquel entonces). Pero tanto si le contemplamos en su papel de gramático como si le vemos como mensurador, Prisciano tiene que ser incluido en este relato a pesar de que falló el blanco, aunque fuera por muy poco, cuando intentó llegar al símil de los gi­gantes y los enanos (un símil que, figurativamente hablando, logra fundir el lenguaje discursivo y las figuras simbólicas en una duradera figura del lenguaje).

ce h üY hay inme jorables razones para no excluir a Prisciano de

nuestro relato. De entrada, porque es posible que fuera él quien estimuló a Bernard y le permitió crear este inolvidable Aforismo. Reflexiona sobre las pruebas —de nuevo circunstan­ciales, es cierto—, y trata de soslayar la insoslayable conclu­sión. No hace falta que nos detengamos a señalar que Bernard conoció de forma íntima la obra de Prisciano: no solamente Prisciano (junto con Donato) fue de los escasísimos autores latinos que siguieron siendo lecturas obligatorias para los es­tudiantes de París hasta una fecha tan tardía como 1255, sino

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que, en el siglo anterior, en la época del propio Bernard, los libros de Prisciano que transmitían el saber antiguo se con­taban (junto a los de Marciano Capella, Boecio, Isidoro y Bede) entre aquellos «"sin los cuales no está completa la bi­blioteca de ningún caballero"».1 Y tampoco se trataba de un redescubrimiento tardío de la valía de Prisciano, pues un siglo antes de Bernard, dos de los volúmenes de Prisciano fue­ron adquiridos por el obispo de Barcelona a cambio de una casa y un terreno. Esta popularidad pudo resistir incluso las críticas lanzadas por la censura en contra de Prisciano por el hecho de haber omitido en su libro el nombre de Dios: «iUna omisión —dice el profesor Haskins— de la cual también han sido acusadas la Constitución de los Estados Unidos y la ta­bla de multiplicar!»2

Prisciano se granjea nuestras simpatías, aunque sólo sea porque era capaz de citar con selectivo buen gusto hasta diez mil versos de los escritores antiguos, y porque estableció de este modo una pauta que sería adoptada, un milenio más tarde, por Robert Burton (quien tuvo, a su vez, el buen gus­to de citar las citas de Prisciano, y de la forma más copiosa). Sin duda alguna, Bernard siguió la misma costumbre, ésa era una de las técnicas utilizadas por la erudición medieval. Y digo «sin duda alguna» (claramente metido en el modo «por su­puesto») sencillamente porque no puedo decir que estoy se­guro, ya que todas las obras de Bernard se han perdido. Pero ya que hubo un uso universal de Prisciano como libro de

1. Haskins vuelve a ser la autoridad en la que me baso para esta va­loración contemporánea de Prisciano, y por lo que a mí se refiere re­sulta una autoridad suficiente (aunque me hubiese gustado muchísimo que designara la fuente que citó en la p. 81 de su magistral Renaissance of the Twelfth Century).

2. Debemos, indudablemente, valorar la admirable moderación que muestra Haskins. Tras haber mencionado esta omisión del nombre del Creador por parte de Prisciano, Haskins hubiera podido fácilmente ce­der a la tentación de citar, por enésima vez, esa anécdota tan desdicha­damente gastada que cuenta el encuentro de Laplace con Napoleón. Después de que el científico le hubiese regalado un ejemplar de su mag­nífica Mécanique céleste, Napoleón aguijoneó a Laplace reprendiéndole por haber cometido un fatídico descuido: «Habéis escrito este enorme libro sobre el sistema del mundo sin mencionar ni una sola vez al au­tor del universo.» «No me hacía falta, señor —contestó Laplace—, esa hipótesis.» Aunque no sé por qué razón te repito esto nada menos que a ti, que por fuerza lo has de recordar muy bien, e incluso saber cuál fue la contestación de Lagrange cuando Napoleón le contó el incidente a él: «Ah, pero es una hipótesis magnífica. Explica muchísimas cosas.»

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texto durante el renacimiento del siglo xn, no queda más re­medio que llegar a esa conclusión. Y, como si quisiera refor­zar esta sólida suposición, Otto, obispo de Freising y casi con­temporáneo de Bernard, cita la frase crucial de Prisciano —quanto iuniores, tanto sint perspicaciores, es decir que cuanto más jóvenes son los filósofos, tanto más perspicaces—, con lo cual nos confirma que esta doctrina seguía siendo te­nida en cuenta en tiempos de Bernard.3

Y tampoco dejó de ser recordada después de Bernard. Un siglo después de él, aproximadamente, Roger Bacon escribe en la primera parte de su Opus Majus que

«se pueden hacer adiciones adecuadas a las declaraciones de las verdaderas autoridades, así como aplicarlas correctamente en muchos casos... Por esta razón dice Prisciano en la intro­ducción a su gran libro que no existe la perfección en el cam­po de los descubrimientos humanos, a lo cual añade, “Cuanto más jóvenes son los investigadores, tanto más agudos", por­que los más jóvenes, es decir, los de épocas posteriores, cuen­tan con la labor de sus predecesores... Pues los pensadores de épocas más tardías siempre han podido añadir cosas a la obra de quienes les precedieron, corrigiendo muchas cosas y cam­biando incluso más, tal como lo demuestra especialmente el ejemplo de Aristóteles, que discutió críticamente todas las proposiciones filosóficas de sus predecesores».4

3. Es evidente que Otto (y también, imagino, Bernard, que era mu­cho más sabio que él) quedó impresionado por el aforismo de P r is ­ciano, pues no lo cita una, sino hasta dos veces en su gran obra, Chro­nica sive Historia de duabus civitatibus, que cito en su edición más re­ciente —en Monumentis Germaniae Historicis, Scriptores Rerum Ger­manicarum, edición de Adolph Hofmeister, Hannover, 1912— en lugar de hacerlo por la primera, la editada por John Cuspinian y publicada en Estrasburgo en 1515. Encontrarás la cita primero en el libro II, capí­tulo 8, en la p. 75; y luego en el prólogo al libro V, en la p. 226.

4. Como te decía, esto ha sido extraído de la Primera Parte del Opus Majus de Roger Bacon, la parte que trata de las «Causas de los errores». Aunque resulta tentador, no diré nada aquí de las demás par­tes, ni siquiera acerca de la sexta, que trata de la ciencia experimental, ni tampoco de la séptima y última, que trata de moral. Para que pue­das hacer una rápida comprobación de la exactitud con la que te he citado la cita que hace Bacon de Prisciano, te remito a la reciente y fiel traducción del Opus Majus realizada por Robert R. Burke (Mueva York, 1962) que se basa en el texto corregido de la edición de Bridge (Londres, 1900). La encontrarás, exactamente tal como te la doy, en la p. 15 del capítulo 6 de la parte i del volumen i.

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¿Puede haber algo más simbólicamente apropiado que el hecho de que Roger Bacon, el «Doctor mirabilis» —aquel en­ciclopédico predecesor que, con casi cuatro siglos de antela­ción, tuvo su paisano y casi tocayo Francis Bacon—, tomara la Paradoja de Prisciano —cuanto más jóvenes, más agudos— varios siglos antes de que Francis Bacon enunciara su propia Paradoja: que la antigüedad del tiempo es la juventud del mundo? Permíteme que yuxtaponga aquí las dos premisas —la de Francis Bacon (que coloco en posición de premisa mayor) y la de Roger Bacon (según Prisciano, que coloco como pre­misa menor)— a fin de que tú mismo puedas, de acuerdo con la lógica aristotélica, extraer la inexorable conclusión:

Francis Bacon: Juventus mundi, antiquitas saeculi Rogen Bacon (según Prisciano): Quanto iuniores, tanto pers­

picacioresErgo, ------------------------------------------------------------------·

No voy a dirigir un insulto contra tu inteligencia esbozan­do la conclusion, pues lo esencial de los silogismos aristoté­licos consiste en que, dadas las premisas, cualquiera que no sea un imbécil puede sacar la conclusión correcta. En cuan­to quedas aprisionado en la férrea lógica de El Filósofo, no hay modo de escapar de las premisas. Ésta es una verdad uni­versal, como podrás comprobar inmediatamente en cuanto veas este compacto silogismo latino vertido a tu lengua:

Francis Bacon: La antigüedad del tiempo es la juventud del mundo;

Roger Bacon (según Prisciano): Cuanto más jóvenes, más agudos;

Por consecuencia, Los Antiguos son más agudos que los Mo­dernos.

No se sabe cómo, pero la cuestión es que el resultado no parece ser el· que los abogados de las Paradojas (así como la mayor parte de sus aliados, los defensores del Aforismo) hu­biesen preferido. Sin embargo, tal es la fuerza de la estricta síntesis silogística. Pero podemos, si somos lo suficientemente diestros, escapar de ella por entre los cuernos del dilema, a la manera de Aquino (en su Summa Theologica), mostrando que la premisa menor no contiene todas las alternativas, de manera que no quedamos empalados en uno u otro de los cuernos, o bien podemos escapar por medio de una manio-

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bra incluso más acrobática, la que consiste en tomar el dile­ma por los cuernos y negar, sencillamente, la verdad de la premisa mayor. En pocas palabras, la lógica aristotélica puede ser divertidísima.

c IviiiEsto en cuanto a Prisciano como antecesor de Bernard de

Chartres. Pero, ¿y qué pasa con los que le siguieron inmediata­mente? Ya recordarás alguna de mis fugaces alusiones, en pá­ginas anteriores de esta carta, al hecho de que debemos nues­tro conocimiento del Aforismo de Bernard única y exclusiva­mente a su devoto alumno John de Salisbury, que lo registró en el Libro 3, capítulo 4, o en el Libro 4, capítulo 3 de su Metalogicon. (Recuerdo vagamente haber comprobado este dato, pero da lo mismo.) Agotado por mis exploraciones en torno a los Juanes medievales a los que se refiere Sarton, y ansioso por llegar al período que precedió al momento en el que Newton grabó de forma permanente el Aforismo en la memoria colectiva del mundo moderno, había dejado a este John muy de lado. (No veo por qué motivos tendría ahora que ponerme en plan pedante y llamarle Iohannes de Saresbe- ria, por el simple hecho de que los documentos oficiales le llamaran así, o bien llamarle Joannes Sarisburiensis, sólo por­que los eruditos prefieren a veces esta designación.) Lo prin­cipal del caso es que se ha ganado un hueco en nuestro relato por varias y diversas razones, todas ellas aparte del hecho de su papel en el rescate del Aforismo de Bernard, muy impor­tante, ya que de otro modo la frase hubiera caído en el olvido porque, como nos dice Sarton, todas las obras de Bernard «se han perdido».

En primer lugar, no solamente John transmitió el Aforismo de los gigantes y los enanos, sino que, evidentemente, creyó en él. ¿Acaso podríamos interpretar de otro modo que dé de sí mismo esa imagen de persona extraordinariamente peque­ña en todos los aspectos? Es cierto que pudo animarle a hacer este autorretrato diminutivo el hecho de que su apellido fuera Parvus (quizá «Pequeño» o «Bajo»), pero ¿te parece esto mo­tivo suficiente para que John dijera de sí mismo que era par-

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vum nomine, facultate minorem, minimum merito? 1 En po­cas palabras, ¿por qué se ve a sí mismo como un enano? Es­tamos, sin duda, ante una muestra de excesiva sumisión a la humildad exigida por el Aforismo de Bernard. Parece que, a la manera del converso, John acabó transformándose en un hombre más bernardiano que Bernard. De otro modo, hubie­ra podido vivir tranquilamente con su nombre, sin darle más vueltas. Pero, impulsado por la lógica del Aforismo, se empe­ñó en menospreciarse a sí mismo, decir que su capacidad in­telectual era también pequeña y, en un acto de hiperautocrí- tica, que su valía era mínima. En fin, que John adquirió evidentemente lo que a partir de aquí habrá que llamar el com­plejo de Parvus (o complejo, dicho en una traducción torpe, de autominimizacxón).2

1. Esta orgía de autominusvaloración, según me informa un autor digno de toda mi confianza, R. L. Poole, aparece en su carta 202 (ccil), que todavía puede ser localizada en el segundo de los cinco volúmenes de las Opera de John, recogidas por J. A. Giles en 1848. Como no tengo acceso a esa esotérica fuente, no me queda más remedio que acudir al volumen 199 de una obra más fácil de conseguir, la Patroiogiae Latinae (en la edición de J. P. Migne, de 1855), en donde encontramos la carta del pequeño-de-nombre, más-pequeño-aun-de-talento y mínimo-en-cuan- to-a-valía en las columnas 224-226.

2. No permitas que la homonimia te confunda. El complejo de ParvuS carece de la más mínima relación con ese conjunto formado por Rosa Luxemburg, León Trotsky y A. L. Parvus. Sean cuales sean las demás cosas que puedan decirse de este vigoroso trío, en modo alguno podrá nadie afirmar que poseían la más mínima tendencia a la auto- denigración. Para evitar los peligros que encierra aquí la lógica homo- nímica, será suficiente con que releas el apéndice A de The Student- Physician (editado, como recordarás, por un tal R. K. Merton junto con George Reader y Patricia Kendall, y publicado en 1957 por la Har­vard University Press). A manera de ejemplo pertinente de la técnica que permite ir más allá del fino disfraz de los homónimos —esas pala­bras bien diferentes que, sin embargo, «tienen aspecto parecido pero que no tienen el mismo sentido»; detectarás el estilo de Fowler en la frase que te cito— citaré del Apéndice (término que constituye una me­táfora en la que ha muerto el sentido original, por cierto): «El bacte­riólogo, que llegó a la madurez en tiempos de Koch y Pasteur, no va­cila a la hora de emplear la palabra culture [cultivo] por la sencilla razón de que el antropólogo, desde los tiempos de Tylor y Kidd, ha utilizado culture [cultura] en un sentido radicalmente distinto. Tam­poco, con toda razón, duda el antropólogo a la hora de emplear la ex­presión material culture [cultura material], con la que suele referirse a los artefactos físicos producidos por el hombre-social, por miedo a que se confundiera, en la mente de algunos, con la expresión bacterial culture [cultivo de bacterias]. Este paralelismo, que al parecer no re­sulta de ningún tipo de préstamo, penetra incluso en los derivados es­pecializados del homónimo básico: así, tanto el bacteriólogo como el

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Esta autonegación masoquista está muy lejos de la alqui­mia moral de épocas posteriores en las que, como he tenido ocasión de comentar en otra parte, se declinaban palabras como «firme» de una forma que servía fundamentalmente para el propio ensalzamiento, por ejemplo:

Yo soy firme,Tú eres terco.Él es un mulo.3

De todo ello no tenemos más remedio que concluir que John de Salisbury utilizó el agudo aforismo para castigarse a sí mismo. Puesto que, si éste es el hipercrítico juicio que hizo de sí un hombre del cual Stubbs dijo que «durante treinta años, fue la figura central del saber inglés», y que, según Sar- ton, fue «uno de los hombres mejor formados de su época, y uno de los más sabios», ¿qué tendremos que pensar de sus contemporáneos, y del resto de nosotros, los sucesores que tan endeudados estamos con él

Casi te oigo anunciar una hipótesis alternativa para expli­car el complejo de Parvus que he dicho que padeció John. Recuerdas su Policraticus (en ocho libros) y piensas, sin duda, que tenía motivos para despreciarse a sí mismo. Y es cierto que puedes decir que su tratado sobre el arte del gobierno —The Statesman’s Book— queda permanentemente frustrado por sus inexcusables recaídas en constantes digresiones, ilus­traciones, comentarios tardíos a ideas expuestas anteriormen­te, y reminiscencias. Y me veo forzado a estar de acuerdo cori-

antropólogo hablan, cada uno a su modo, de subcultures [subcultivos, subculturas, respectivamente], Y ninguno de los dos quiere prescindir de ese término por la sencilla razón de que coloquialmente la palabra "culture” [cultura] siga teniendo el sentido de cultivar el espíritu, o, por decirlo con la frase de Matthew Arnold, de “búsqueda desinteresada de sweetness and light”.» No te doy el número exacto de la página de esta informativa cita, con la esperanza de que esta omisión te lleve a leerte el Apéndice completo en busca del fragmento, cosa que, en mi opinión, te resultará indudablemente beneficiosa.

3. Como era de esperar, este declive de la virtud que degenera en vicio fue anticipada (en la práctica) por Tristram, que, de una de las virtudes de su padre, dice lo siguiente: «Es conocida con el nombre de perseverancia cuando persigue una buena causa, y con el de terque­dad cuando la que persigue es mala.» Encontrarás esta muestra de an­ticipación (a lo que luego dijimos Jeremy Bentham, yo, y sin duda otros muchos) en el capítulo XVII del libro I.

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tigo en esto. Tal como he tratado de explicar con la mayor cla­ridad a lo largo de esta carta, cuando alguien esboza una ex­posición sistemática de un tema importante no hay excusas para ninguna clase de alejamientos del asunto que constituye su argumento central. Acerca de esta premisa, esencial para toda auténtica obra de erudición, estamos absolutamente de acuerdo. John la viola, de forma muy clara, y convierte su Po­tieraticus en «una enciclopedia de misceláneas [además de] el más apropiado reflejo del pensamiento cultivado de mitad del siglo X II».4 No obstante, sigo dudando que sea la culpa engen­drada por este delito en contra de las normas de la erudición lo que condujo a John a verse a sí mismo como pequeño de nombre, más pequeño incluso en lo tocante a capacidad, y di­minuto en méritos. Creo que para encontrar las raíces de su culpa y de su subsiguiente agresión contra sí mismo debemos rastrear por otro lado.

A fin de suplementar mi interpretación favorita —a la que sigo aferrándome tenazmente— del complejo de Parvus pa­decido por John, a saber, que fue consecuencia de una acep­tación exagerada de las implicaciones enanísticas del Afo­rismo, voy a proporcionarte el colchón de una hipótesis alter­nativa, en el muy improbable caso de que la primera resulte no ser cierta. Y lo hago porque así lo exige el credo del ver­dadero erudito y del verdadero científico: tenemos que estar dispuestos a rechazar a los hijos de nuestro cerebro, por muy queridos que nos resulten, porque de lo contrario corren el riesgo de morir víctimas de un exceso de amor. Las pruebas que poseo en defensa de lo que podría llamar mi hipótesis bernardiana del complejo de Parvus bastan para sugerir una explicación del manifiesto sentido de culpabilidad que tenía John, pero no son suficientes para demostrar que tal hipótesis es cierta. Admitiendo esto, no considero que haya abando­nado al hijo de mi cerebro. Simplemente, me niego a malcriar­lo por exceso de indulgencia. Pues sabemos muy bien que la forma exterior que adoptan las exposiciones científicas o eru­ditas puede resultar engañosa. ¿A quién debemos juzgar ané­mico e insuficiente cuando reclama nuestra consideración, al autor que, seguro de sí mismo, insiste en decir que ha agarra­do la verdad por la cola, que lo que él dice está más allá de toda duda, sea ésta sensata o insensata, que quienquiera que

4. Ésta es la ambivalente manera en que describe R. L. Poole esta obra.

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se ponga a discutirle sus pruebas debe ser condenado, en el mejor de los casos, por haber caído en el error, o por haber cometido, en el peor, el delito de ignorancia motivada, o al autor que advierte a su lector en cada encrucijada crítica, y le muestra las limitaciones de sus pruebas, el carácter de conje­tura que tienen sus inferencias, y el tono provisional de sus conclusiones? Las resonantes y firmes afirmaciones de los autores que pertenecen a la primera de estas categorías pue­den parecer francas y valientes cuando, en realidad, sólo son engañosas y escandalizadoras. Las tranquilas y contenidas afirmaciones de los que pertenecen al segundo tipo pueden, a su vez, parecer excesivamente cautas y tímidas cuando, en realidad, sólo son cuidadosas y honestas.

El lector general, ese receptor del saber universal, parece a menudo inclinarse hacia el primer tipo de formulaciones: definidas, osadas y refrescantemente seguras de sí mismas. Ese lector no disfruta de esas declaraciones autocríticas del erudito o científico que acota sus pretensiones de saber con límites impuestos por su aguda conciencia de que podría es­tar confundido. Pero también el camino que utiliza este último para llegar al conocimiento científico tiene sus peligros. Tú y yo sabemos que no es suficiente con proporcionar la simple apariencia de provisionalidad y tanteo cuando se hace una afirmación, como ocurre en esos casos en los cuales se van interpolando frases cautelares aprendidas de memoria que, sin embargo, sobresalen del tono general del texto como elemen­tos extraños al espíritu del autor, que en realidad no se siente tan cauto como dice. La entonación ritual de las llamadas a la cautela y a la contención no es en absoluto recomendable. Puede servir solamente para ocultar las arrogantes afirmacio­nes del dogmático bajo la capa de ciertas alusiones mojiga­tas, pero en absoluto serias al carácter provisional de lo que se está, de hecho, anunciando de la forma más vigorosa. Pero cuando pretendemos explicar la culpa manifiesta que expresa John de Salisbury, no hay elección posible: hemos de recono­cer que los escasos datos que tenemos a nuestra disposición admiten más de una interpretación. Ante esto, esa triple ca­racterización que hace John de sí mismo como hombre de extrema pequenez en nombre, capacidad y mérito, es conse­cuencia, claramente, del hecho de que vivió demasiado tiem­po junto a aquel deflacionario Aforismo de Bernard, el mismo que forzó incluso al mismísimo Newton a adoptar una acti­tud que algunos creen que fue un temporal exceso de modes-

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tia.5 Sin embargo (aunque sea a pesar mío) estoy dispuesto a considerar otra hipótesis acerca del comportamiento de John; y si la expongo aquí no es porque me parezca posible soste­nerla, sino solamente porque me niego a adoptar esa débil ac­titud que consiste en creer erróneamente que cada una de las ideas que me pasa por las mientes es una verdad de tomo y lomo.

Esta explicación alternativa tan improbable atribuiría el profundo sentimiento de culpabilidad de John, y su conse­cuente automenosprecio, a su conducta de aquel fatal 29 de diciembre de 1170, el día en que Thomas Becket fue ase­sinado. Como historiador que eres, te verás conducido por mi hipótesis a consultar los farragosos documentos de la época, los cuales, indudablemente, te proporcionarán algunas vías de acceso a los verdaderos lineamentos del suceso;6 como soció­logo que soy, busco una visión más profunda de los hechos en la empatia del poeta, y lo que hago es revisar una vez más,

5. Lo cual nos conduce, inevitablemente, a esta otra expresión de modestia, también memorable, pronunciada por Newton, según dice B re w s te r (II, 407), «poco antes de su muerte»: «No sé qué opinión puedo merecerle al mundo, pero ante mí mismo tengo la sensación de no haber sido más que un niño que jugaba en la playa y se divertía encontrando aquí cierta piedra especialmente pulida, allá alguna con­cha más bonita que las otras, mientras el gran océano de la verdad permanecía ante mis ojos y sin que yo lo descubriese.»

Es evidente que este humilde sentimiento oceánico * ya era corriente desde mucho antes de que Newton lo expresara de forma tan inolvida­ble. He aquí a nuestro viejo amigo Joseph Glanvill analizando una co­lección de sus propios ensayos: «Y cuando ahora vuelvo la vista atrás y contemplo el tema central de esos artículos, me parece tan vasto en comparación con mis pensamientos, que tengo la sensación de no haber extraído más que una Concha de Agua del Océano'. A donde quiera que vuelva la vista, dentro de la Amplitud del Ciclo y la Tierra, sólo encuen­tro pruebas de la Ignorancia Humana.» (Encontrarás la cita completa de los Essays de Glanvill en la p. 84 de mi narración; su figura de la concha aparece en la página 32 de su obra.)

* Cuando les atribuyo a Newton y a Glanvill ese sentimiento oceáni­co no lo hago, por supuesto, en el sentido freudiano de la expresión. Para ellos se trata de un sentimiento de ignorancia de magnitudes oceánicas; para Freud, en cambio, se trata de un sentimiento de om­nipotencia de magnitud oceánica (y también, presumiblemente, de om­nisciencia de iguales proporciones).

6. Tú querrías sin duda que acudiese a los Materials for the History of Thomas Becket y sus repletos siete volúmenes editados por J. C. Ro­bertson en Londres, entre 1875 y 1885 (serie Rolls, núm. 67). Sin embar­go, pese a la innegable autenticidad de los Materials y a la valiosa «In­troducción» de Robertson, creo que no llegan a la esencia del problema al que ahora nos estamos enfrentando.

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el Murder in the Cathedral de X. S. Eliot. Allí encuentro todo lo que buscaba: la base para esta hipótesis sobre el complejo de Parvus sufrido por John aparece entre líneas en el poema dramático de Eliot (excepto en el caso de una fugaz alusión explícita que hace Thomas7 a «John, el deán de Salisbury, te­miendo por el nombre del Rey, advirtiendo de la posible trai­ción, [que] quiso contenerles»). La pura y simple verdad es que, una vez enfrentado al fatal acontecimiento, John perdió del todo su coraje. Mientras los cuatro caballeros de Henry asesinaban concienzudamente a Thomas Becket en la cate­dral de Canterbury, John, como casi todos los demás clérigos, salió corriendo a refugiarse bajo un altar.8 Y, si hemos de creer a Thomas Eliot, John, antes de buscar refugio, debió de oír a Thomas Becket cuando éste rechazaba el pragma­tismo del éxito con estas palabras:

«Argumentáis por los resultados, como suele este mundo, Para decidir si un acto es bueno o malo,Primacía dais al hecho. Pues cada vida y cada acto Buenas y malas consecuencias tienen.9Y como con el tiempo se mezclan los resultados de muchos

hechosTambién al final el bien y el mal se confunden.»

7. Para evitar toda ambigüedad innecesaria en esa alusión doble, te informo que «Thomas» se refiere aquí tanto el arzobispo de Canter­bury del siglo X II como al arzobispo de la poesía del siglo xx,

8. No todos los que rodeaban entonces a Becket huyeron presa del miedo. Me alegra poder informarte de que William Fitz Stephen y Ro­bert, canónigo de Merton, tuvieron la valentía de quedarse donde esta­ban. Quizá creas que hay que poner en duda las pruebas en favor de la permanencia de FitzStephen, ya que es él mismo quien aporta el tes­timonio, pero no podrás dudar de las que hablan en favor de Robert, el cual, con característica modestia, jamás hizo publicidad de su va­lentía. Es decir, que FitzStephen sirve como testimonio en favor de Robert, pero no tiene ningún testigo que hable en defensa de él. Para el caso de Robert, puedes consultar la Vita Sancti Thomas de Fitz­Stephen, impresa por primera vez cinco siglos después de aquel ase­sinato en la Historiae Anglicanae Scriptores de Sfarke, 1723.

9. Reconocerás en este pasaje una paráfrasis poética de ese axioma sociológico, según el cual, todo acto tiene consecuencias tanto funcio­nales como disfuncionales. Debido a que ignoran este axioma, muchos de los observadores de la condición humana incurren en el error de poner la etiqueta de funcional o disfuncional a cada acto, de forma excluyente, con lo cual consiguen llegar a sacar rápidas conclusiones aunque sea a expensas de la verdad, siempre compleja.

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John, que gracias a la huida puso su cuerpo a buen recau­do, difícilmente hubiese podido mantener el ánimo sereno, so­bre todo después de oírle decir a Thomas estas palabras, pro­nunciadas justo antes de ser asesinado. Y si John se quedó to­davía un rato en el lugar de su muerte —no hay claridad al­guna en las pruebas al respecto—, también pudo oír las expli­caciones de uno de los escrupulosos asesinos, el que dijo que habían cumplido con su deber, y que no habían hecho aquello por obtener ningún beneficio personal. Esto es lo que John pudo oírle explicar al segundo caballero:

«... en lo que hemos hecho, y sea cual sea la opinión que os pueda merecer, hemos sido absolutamente desinteresados. [Los otros caballeros: "¡Bien! ¡Bien!"] Nosotros no vamos a sacar ningún beneficio. Somos cuatro ingleses corrientes para los que nuestro país es lo primero. Me atrevería a decir que ni siquiera causamos muy buena impresión al entrar...»

De modo que, del santo Becket y de sus escrupulosos asesi­nos, John pudo aprender hasta qué punto es compleja la ética de las acciones humanas. Cuando, tras haber salvado la piel a expensas de la de otro, John trató de calibrar su propia con­ducta en la catedral, seguramente acabó admitiendo que a di­ferencia de lo que ocurría con los caballeros que habían co­metido el asesinato, él había actuado guiado sólo por sus pro­pios intereses. Naturalmente, acabó viéndose a sí mismo como un hombre verdaderamente pequeñito.

De manera que ya tenemos dos hipótesis alternativas para explicar el hecho de que John se valorara tan poco a sí mis­mo : la hipótesis que he llamado bemardiana, que afirma que quien interpreta literalmente el Aforismo de los gigantes y los enanos acaba teniendo una visión diminutiva de sí mis­mo; y la hipótesis catedralicia, que afirma que un comporta­miento completamente egoísta a expensas de otros conduce a quien así actúa a abrigar agudos sentimientos de culpa, y, consecuentemente, al automenosprecio. Ambas hipótesis enca­jan con los datos conocidos sobre el complejo de Parvus que padeció John. Y, sin embargo, yo sigo prefiriendo la primera, y no solamente porque constituye un reflejo del tema central de esta carta, sino por la misma clase de motivos que hizo que los hombres más sensatos prefiriesen, a su debido tiempo, Iá hipótesis copernicana a la ptolomeica. Ocurre en el mundo de

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la psicología lo mismo que en el de la cosmología: al final, la verdad (y el mejor esquema conceptual) resplandece.10

Así pues, no es una suposición pasajera decir que, aunque Bernard de Chartres fue el origen del símil de los gigantes y los enanos, su discípulo, John de Salisbury, fue quien lo transmitió, aunque fuese a costa de un alto precio pagado en la moneda de la pérdida de su autoestimación. Pero si Ber­nard plantó y John regó, ¿quién hizo crecer el árbol? Pues un montón de entendimientos intuitivos, a partir del siglo x i i en adelante. Tratar a cada uno de estos eruditos y científicos con todo el detalle que merecen me exigiría extender esta carta hasta extremos exagerados. Es más, me tentaría a seguir ca­minos secundarios tan alejados de la senda principal por la que discurre esta narración que esta historia del símil afo­rístico acabaría no siendo un camino recto, como hasta aho­ra, sino un marasmo de rodeos. Creo, pues, que comprende­rás los motivos por los cuales voy a referirme solamente a al­gunos de los muchos autores que colaboraron en la transmi­sión del símil durante los cinco siglos que separan a Newton de Bernard de Chartres.

10. ¿Provoca esta atrevida afirmación una sonrisa amarga y escép­tica? Si es así, eres una persona mucho más expresiva que esa notable pandilla de agelásticos que ha habido en la historia (agelásticos: del griego ά + gelastikos, propensión a reír). Quizá tu memoria no sea lo suficientemente flexible como para recordar la leyenda que dice que Newton rió una sola vez en su vida. A la que te puedo añadir la his­toria (cuya fuente se me escapa) según la cual, lo mismo ocurrió en el caso de Calvino, con la diferencia de que éste fue más tacaño incluso en lo que a risas se refiere, pues no se permitió el lujo de reír ni si­quiera una vez en su vida. Más ascético incluso fue el poeta y filólogo del siglo XIX Giacomo Leopardi, cuya obra filológica, realizada con sólo 22 años, provocó los elogios de Niebuhr, y cuya poesía ha sido comparada a la de Dante; arrumada toda su vida por la enfermedad, se dice de él que jamás rió ni sonrió. Como mínimo, eso es lo que afirma un artículo publicado en la «Quarterly Review» (Editor, Mr. Gladstone), en marzo de 1850.

Este trío de caras serias no habría encontrado sin duda semejanza alguna con Democrito, quien, debido a la incorregible alegría que le marcó a lo largo de toda su vida, es conocido por la posteridad con el mote de «el filósofo risueño».

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Después del originador, Bernard, y del alumno que regis­tró su frase, John, no hay duda de que Alexander Neckam exige atención prioritaria como transmisor de la figura de los gigantes y los enanos. Se trata de la misma persona a la que quizá conozcas por el nombre de Alexander de Sancto Albano, aunque sus contemporáneos preferían hacer un chistecito y le apodaban Nequam (= inútil), y él mismo se las arregló para describirse a sí mismo con ese mote en el epitafio de su tum­ba.1 Como seguramente supones, los bromistas de la época no pudieron resistir la tentación de hacer montones de jugue­tones juegos de palabras2 basados en ese mote. Te doy un ejemplo. Cuando solicitó el puesto de maestro en la escuela de St. Albans, el abad Warin contestó con un juego de pala­bras: Si bonus es, venias; si nequam, nequamquam. Me pare­ce muy bien decirle a un joven aspirante : si eres bueno, ven, pero si eres malo, de ningún modo; pero espero que la broma valga tanto como el trauma de ese chiste latino, porque lo que es en otras lenguas, no tiene la menor gracia.

Me pone furioso que la gente tratara tan mal a Alexander, y tengo mis motivos. Pues un hombre que hizo tanto como Alexander por iluminar alguna de las oscuridades del Aforismo de Bernard merece mejor destino. Recordarás, indudablemen­te, lo difíciles que nos puso las cosas Bernard al utilizar esa palabra tan indeterminada que es insidentes. El término que utilizó nos dejaba amplio margen para ver a aquellos enanos erguidos, sentados o colocados de otras maneras sobre los anchos hombros de los gigantes. Y es justamente esta clase de libertad lo que hace que los eruditos sientan la tentación de tomarse ciertas licencias. Alexander se carga del todo ese

1. Otra versión, sin duda, del complejo de Parvus. ¿Puede ser que todos los que traficaron con el símil de los gigantes y los enanos ter­minaran haciendo una severa valoración de sí mismos?

2. A estas alturas debería ser patente que comparto con Mr. Walter Shandy el odio que le inspiraban los juegos de palabras, que, en el me­jor de los casos, apenas si son un síntoma de paranomasia aguda. Me refiero, naturalmente, a lo que nos cuenta Tristram en el libro II, cap. 12; «Denis el Crítico no podía detestar ni aborrecer los juegos de palabras, o la simple insinuación de un juego de palabras, más cordial­mente que mi padre; se enfadaba a causa de ellos en cualquier oca­sión...» Y con esto queda todo dicho respecto a nuestro pundoroso per­seguidor de juegos de palabras y su pendenciero, punitivo, puntual y puntilloso castigador de puns [juegos de palabras], punsters [los que hacen juegos de palabras] y de toda puniness [cualidad o estado de puny, donde hay un nuevo juego de palabras pues puny no tiene que ver con pun sino que significa encanijado, débil, insignificante].

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verbo tan ñoño [namby-pamby], que emplea Bernard, y se muestra absolutamente claro respecto a la posición adoptada por los enanos. Lo que escribe Alexander es: «Et, ut ait philo­sophus, nos sumus quasi nani stantes super humeros gigan- tium» (el subrayado es, por supuesto, mío).3 Al adoptar esta terminología tan escasamente confusa, Alexander parecía es­tar despejando el problema de una vez por todas; la formación verbal, stantes, hace que la posición en que se sitúan los ena­nos resulte evidente hasta para el más capcioso y sutil de los lectores: están erguidos. Y no sólo eso, están erguidos en ese sentido especialmente marcado de stantes que se contrapone al estar sentado.

Así pues, tenemos que honrar a Alexander no sólo por ha­ber contribuido a transmitir la figura de Bernard, sino por­que, además, la enderezó. A partir de él, la posición de los enanos quedará establecida de forma inequívoca (con sólo unas pocas recaídas desafortunadas). Y, además, al recordar­nos que estamos erguidos y muy derechos, Alexander eleva también nuestro amor propio. Lo cual, a su vez, permite que nos estiremos cuan largos o, mejor dicho, bajos, somos. Y, fi­nalmente, por si todo esto no bastara, la robusta formulación de Alexander nos proporciona excelentes consejos si queremos ensanchar nuestros horizontes. Es evidente que un enano per­pendicular verá mucho más lejos que un enano sedentario o que un enano recostado. Nada más lógico.

Y por si tampoco esto fuera suficiente, Alexander contri­buye generosamente a proporcionar un nuevo y atractivo con­texto para nuestro Aforismo. Y lo hace en su breve, brevísimo capítulo 78, titulado, con un guiño, «Regulus» (que podemos leer como «reyecito» y también como «reyezuelo»). Ahora bien, el ejemplo más común del reyezuelo es, por supuesto, el pájaro conocido técnicamente como el Troglodytes par­vulus, ese diminuto pajarillo pardo «de cola corta frecuente­mente alzada, curioso y corriente, que soporta el invierno de las islas británicas e incluso el del continente europeo». Aun­que no tenga una relación estricta con el tema que tratamos, no estaría de más que recordáramos que estos pájaros «tienen el pico delgado y levemente arqueado: se alimentan de insec­tos, larvas y arañas, pero también comen toda clase de peque­

3. Ockenden ha llamado mi atención acerca de este fragmento del De naturis rerum de Neckam , que puede encontrarse en la p. 123 de la edición hecha en 1863 por Thomas Wright, publicada en Londres.

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ños seres tales como lombrices y caracoles, y a veces también comen semillas. Su canto es estridente. El nido suele ser una estructura en forma de cúpula constituida por helechos, hier­ba, musgo y hojas, forrada de pelos o plumas, y pone de tres a nueve huevos, blancos en casi todos las especies», (Como has podido comprobar, no he sido capaz de resistir la tentación de traer hasta aquí la prosa implícitamente poética con la que Alfred Newton describe a estos pájaros en la undécima edi­ción de la Encyclopaedia Britannica.)

Fíjate ahora en el ingenio que demuestra Alexander cuan­do se las arregla para conseguir que el reyezuelo proporcione un contaxtexto para el Aforismo. Alexander recuerda la vieja fábula —que ya era vieja en el siglo xil— que cuenta de qué manera el más pequeño de los pájaros llegó a convertirse en el rey de los pájaros. El relato, como seguramente recordarás, dice más o menos así. Las criaturas del aire decidieron un día elegir como rey a aquella de entre ellas que se acercara más que ninguna otra al cielo. Esto fue lo que pareció conseguir el águila, y todos los pájaros se mostraron dispuestos a aceptar su gobierno. Pero, de repente, un fuerte canto se oyó, y, situa­do sobre la cabeza del águila asomó el reyezuelo, saliendo del escondrijo que había adoptado bajo el ala del ave gigantesca que tan arriba le había llevado. Y fue así como el pequeño reyezuelo se hizo acreedor a su nombre (regulus). Naturalmen­te, esta encantadora historia conduce directamente a la cita «del filósofo», es decir, al Aforismo de los gigantes y los ena­nos, de donde se extrae explícitamente esta moraleja: «debe­mos por consecuencia atribuir a nuestros predecesores aque­llos logros que a veces nos aventuramos a atribuir a nuestra propia gloria, de la misma manera que el reyezuelo parece ha­ber vencido al águila sin hacer ningún esfuerzo»,4

4. La misma historia ha sido utilizada cón fines muy diferentes. Bas­ta que abras tu ejemplar del «The Tatler», núm. 224, publicado por Ad­dison el jueves 14 de septiembre de 1710, como acabo de hacer yo con el ejemplar que tengo yo en mi casa, para ver con qué fines la utiliza él. Pensándolo bien, mejor será que te cuente aquí lo esencial del caso para evitarte el esfuerzo que supondría tener que localizarlo por tu cuenta. Este número del «The Tatler» escrito, como nos informa Addison de forma característica en él, «En mi propia Casa, el 13 de septiembre», está dedicado a las colecciones de «ANUNCIOS que aparecen al final de todas nuestras publicaciones impresas». Desde el punto de vista de Addison, y también ahora desde el mío, los Anuncios cumplen obvia­mente con varias finalidades para la gente vulgar. Son instrumentos de la Ambición. Tanto entonces como ahora, cualquier persona que no

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A la luz de lo numerosas que fueron sus contribuciones a nuestra comodidad física y a nuestra comprensión, seguramen­te empezarás ahora a entender el por qué de la irritación que siento ante todos esos olvidados bromistas que le pusieron a Alexander Neckam el mote de Nequam. Es un autor que ha ayudado muchísimo a la tradición de los gigantes y los ena­nos, y no me gustaría que ese esfuerzo quedase enterrado con sus huesos.

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Si en esta larga tradición hay alguien que ha sido objeto de numerosas agresiones, un firmísimo candidato a semejan­te lugar es el siguiente caballero en nuestra línea cronológica,

tiene suficiente talla como para aparecer en las noticias, puede sin em­bargo colarse en los anuncios (de la misma manera que hoy en día le oímos cacarear a cualquier industrial que le han aceptado el dinero que dio para un anuncio en «Life», o incluso en «Fortune»). De esta ma­nera, cualquier persona de poca monta —por ejemplo, un boticario- puede pasar a la posteridad en el mismo periódico que alguien que es todo un personaje, un plenipotenciario, por ejemplo· «Así —como les recuerda Addison a sus lectores—, la fábula nos cuenta que el reye­zuelo subió tan alto como el águila, montado en su espalda.»

De hecho, Addison tiene mucho más que decimos acerca de la uti­lidad de los anuncios, y acerca del arte de prepararlos (pues quizá sea exagerado decir «escribirlos»). Nos dice lo suficiente como para comprobar que cuanto más cambian las cosas más siguen siendo lo que eran. Es evidente que Joseph Addison no se quedaría extrañado viendo las artes de los consultores de imagen y de los fabricantes de imagen que están hoy instalados en Madison Avenue. Muchos años an­tes de la llegada de Gillette y de Shick y de Personna, Addison observa el carácter polémico de los anuncios: los inventores de ciertos «Sua­vizadores para navajas», nos cuenta, «llevan varios años escribiendo los unos contra los otros de la manera que digo, y con el mayor encarni­zamiento...». En otro momento Addison admite que los anuncios «in­forman al mundo de dónde puede abastecerse de prácticamente todo lo necesario para vivir. Si una persona tiene dolores de cabeza, cólicos intestinales, o manchas en su ropa, ahí encontrará las soluciones y re­medios más adecuados». El arte y la habilidad propias del anunciante «se perciben sobre todo en el estilo que utiliza. Siempre menciona <(la universal estima, o la reputación general" [¿la imagen pública?] de co­sas acerca de las que jamás se había oído hablar». Desde cierto punto de vista, los autores de anuncios son hombres de valía, y, a diferencia de lo que ocurre con los demás escritores, «dan dinero a los libreros para que publiquen sus escritos».

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Peter de Blois, aquel vanidoso, ambicioso y resentido archidiá­cono de Bath que floreció hacia finales del siglo xii. (Sin em­bargo, para ser justos, añadamos que hizo en sus escritos todo lo posible por mantener fresca la memoria de Thomas Bec­ket.) Como quería obtener algunos datos rápidos sobre su persona, me dirigí en primer lugar, naturalmente, a ese om- nisuficiente tratado sobre el pensamiento científico de la época que es la Introduction de Sarton. En el índice del segundo volumen hay una lista de 72 Pedros distintos, pero se produce un silencio inexplicablemente absoluto acerca de nuestro Pe­ter, el de Blois. En cambio, nos dirige por ejemplo hacia Pe­ter the Eater [el Tragón] (cuyo eufónico sobrenombre se re­fiere a su polifagia bibliofílica o apetito insaciable de libros). Pero es evidente que este gastrónomo literario no es el caba­llero al que andamos buscando. Peter the Eater era un conser­vador a machamartillo que rechazó las novedades que enton­ces eran el platonismo y el racionalismo de la escuela de Chartres y, por limitada que sea mi información acerca de Peter de Blois, como mínimo sé que llevaba con orgullo la insignia de su vieja escuela. Peter the Irishman (o, si desdeñas las lenguas vernáculas, Petrus Hibernicus) también aparece en el índice, pero no hace falta que nos detengamos en él ya que se descarta a sí mismo por el hecho de haber vivido en una época que no nos interesa aquí, el siglo xnr, y en un lugar que no nos importa (pues este errante irlandés floreció, natural­mente, en Nápoles). Y lo mismo ocurre con los otros setenta Pedros que aparecen en la lista de Sarton; ninguno de ellos es la persona que estamos buscando. Muy a pesar mío, debo llegar por lo tanto a la conclusión de que, aunque sólo sea por esta vez, mi mentor me ha decepcionado.

Pero si Sarton no me ayuda, sí lo hace C. L. Kingsford. Éste sí se muestra justo para con Peter, y lo hace extensa e instructivamente. Por ejemplo, yo había estado dispuesto a decir que Peter debió de tomar el símil directamente de John de Salisbury, pero resulta que Peter no fue jamás discípulo de John, en contra de lo que afirma la leyenda difundida por Schaarschmidt. (Aunque, quién sabe. También Haskins dice que fue alumno de John.) Sin embargo, me parece difícil de aceptar su jactanciosa afirmación, según la cual, era capaz de dictar simultáneamente a tres escribas al mismo tiempo que, de su propio puño y letra, iba escribiendo una cuarta carta. Dé todos modos podría argumentarse que si Julio César era capaz de hacerlo, ¿por qué no iba a serlo Peter de Blois?

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Cualquiera que fuese el modo a través del cual llegaron sus cartas al pergamino (¿o al papel?),1 de una cosa sí podemos estar seguros: que su correspondencia constituye la parte más interesante de su obra. Por supuesto, sus cartas adolecen de un exceso de citas, sobre todo de los antiguos, y a estas altu­ras ya debes de haber comprendido que si hay un vicio que encuentro difícil de perdonar, se trata de éste. Por suerte para nosotros, la propensión de Peter a las citas le convirtió en víctima propiciatoria a las críticas, a las que replicó con ener­gía. A pesar de todo aquel «ladrar de perros y gruñir de cer­dos», como replicó malhumoradamente, Peter se enorgullecía de ser capaz de coger las flores más fragantes de los diversos autores, tanto antiguos como modernos. Y entonces llega el momento decisivo en el que, en la Carta 92, pasa a decir :

« Nous sommes comme des nains hissés sur les épaules des géants, qui voient grâce à eux plus loin qu’eux-mêmes, lors­que, nous attachant aux livres des anciens, nous ressuscitons et renouvelons leurs pensées les plus élégantes, que le temps ou la paresse des hommes avaient abolies et rendues comme mortes. »2

1. A mediados del siglo xii ya había fábricas de papel en España, pero sospecho que Peter no tuvo posibilidad de obtener este material de escritura recién aparecido.

2. Quizá te parezca un tanto extraño que te ponga a Peter escribien­do en un francés tan relativamente moderno, pero la explicación no es difícil de encontrar. Resulta que no tengo en mi casa ningún ejemplar de las epístolas de Peter: ni el volumen in folio publicado por primera vez en Bruselas alrededor de 1480, ni tampoco la edición que hizo Jac­ques Merlin en 1519, ni siquiera la edición hecha en Berlín el año 1837, Petri Blesensis Speculum Juris Canonici (todas las cuales contienen la crucial Epístola XCII). Estaba dispuesto a aceptar la cita vertida al inglés por Kingsford (aunque resulta que, de haberlo hecho, hubiese cometido un error), de la misma manera que me sentía dispuesto a aceptar la afirmación de B éd ier y Hazard, hecha en su Histoire de la littérature française (París, 1923-1924, I, 15), según los cuales Peter tomó de forma intacta el símil de Bernard. Pero tanto en esta ocasión como en alguna que otra más, no me sentía cómodo encerrando esta inves­tigación en los limitados recursos de mi propia biblioteca. Por fortuna, la biblioteca de Columbia posee una copia de la obra de L'Abbé A. C ler- VAL, Les Écoles de Chartres au Moyen-Âge (Mémoires de la Société Ar­chéologique, Chartres, 1895) que contiene un buen pedazo de la carta de Peter. Dar una traducción inglesa de la traducción francesa del ori­ginal en latín hubiera sido provocar confusiones en las posibles discre­pancias de matiz, de modo que he conservado el lenguaje del buen abad.

Otra expedición a la biblioteca de Columbia me permitió descubrir el texto original de la Carta XCII de Peter (tal como aparece impreso

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El siguiente eslabón en esta cadena de transmisión del sí­mil, un tal Henricus Brito, me resulta en cierto modo un tipo embarazoso. Gracias a la autoridad de Raymond Klibansky sé que tiene un lugar en esta historia, pero es lo único que pue­do decirte de él. Ninguna de las fuentes que tengo en mi casa le presta la más mínima atención (y me niego a salir de aquí a por más datos puesto que, estrictamente hablando, su inter­vención no tuvo consecuencias). Si no fuera porque Klibansky desenterró la «hasta ahora desconocida» Philosophia de este Henry (en Cod. Corpus Christi Oxon., 283, foi. 147ra), podría perfectamente no haber vivido jamás, al menos por lo que a la posteridad respecta. Pero un fragmento de esa obra filosó­fica es suficiente para hacer que le tengamos en cuenta, como mínimo en lo que concierne a los especializados fines de nues­tra investigación. En este breve pasaje podemos abrir galerías y encontrar innumerables pepitas, como verás inmediatamen­te de lo que sigue:

«huic etiam consonat verbum Prisciani in principio Maioris, ubi dicit quod quanta moderniores tanto perspicaciores et in­genio magis floruisse videntur. Supra quod dicit Petrus He- Hae, quod nos sumus sicut nanus positus super humeros gi- gantis, quia sicut potest videre quicquid gigas et adhuc plus, sic moderni possunt videre quicquid inventum est ab anti­quis et si quid novi poterunt addere. Huic etiam consonat Ala- nus, cum dicit: “Pygmea humilitas excessu supposita gigan­teo ipsius altitudinem superat"».3

en Opera omnia: Patrologiae cursus completus, vol. 207, ed. AbbéI. P. Migne, 1855, todos ellos publicados en Paris). El original latino no mejora la derivación francesa; el pasaje crucial sigue soslayando lacuestión de cuál es la posición adoptada exactamente por los enanos sobre los hombros de los gigantes. Compruébalo: «Nos, quasi nani su­per gigantum humeros sumus, quorum beneficio longius, quam ipsi, speculamur dum antiquorum tractatibus inhaerentes elegantiores eorum sententias, quas vetustas aboleverat, hominunve neglectus, quasi jam mortuas in quandam, novitatem essentiae suscitamus.» Naturalmente, «super» no nos sirve de ninguna ayuda: decir que somos casi como ena­nos sobre los hombros de gigantes no nos dice ni cómo hemos lle­gado hasta ahí, ni en qué posición nos colocamos al llegar.

3. Klinbansky cita entero este párrafo en su compacta y tremenda­mente informativa nota publicada en «Isis», diciembre de 1936, pp. 147- gado hasta ahí, ni en qué posición nos colocamos al llegar.149.

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Enfrentado a riquezas tan concentradas, no sé por dónde empezar. Nota, en primer lugar, que nuestro Henry del si­glo XIII ha captado el hecho de que la idea encarnada en la fi­gura de los gigantes y los enanos fue adelantada en el siglo vi por Prisciano. Esto es algo que ya habíamos visto nosotros, pero nos va muy bien obtener esta confirmación de nuestra sugerencia, según la cual, Prisciano fue un importante prede­cesor de Bernard. Observa a continuación que Henry adscribe la figura del lenguaje a Petrus Heliae y no a Bernard, que fue quien le dio origen. Esto sirve para demostrar una vez más que, en la transmisión de las ideas, cada una de sus sucesivas repeticiones tiende a borrar todas las versiones antecedentes menos una, y de esta manera produce lo que podríamos lla­mar el síndrome anatópico o palimpséstico.4 No estoy en con-

4. Añado, aunque no para tu provecho, sino simplemente para de­jar registrados estos derivados más bien torpones: de anatopismo (= poner una cosa lejos de su lugar adecuado, disposición errónea) y de palimpsesto (= manuscrito en el que un texto posterior aparece es­crito encima de un texto anterior que ha sido borrado).

Aunque sólo sea como profilaxis para esta afección endémica entre los eruditos, me gustaría identificar el síndrome anatópico a palimp­séstico de forma un poco más detallada. Como es natural, la mayor parte de nosotros tendemos a atribuir las ideas o formulaciones de ma­yor impacto al autor en donde las encontramos por primera vez. Pero es frecuente que ese autor haya, simplemente, adoptado o revitalizado una formulación que él (y otros que son expertos en la misma tradi­ción) sabe que ha sido creada por otro. Los transmisores están tan familiarizados con los orígenes de esa idea que suponen, equivocada­mente, que los conoce todo el mundo. Y como prefieren no insultar a sus versados lectores, no citan la fuente original ni tampoco la men­cionan siquiera. Y de esta manera resulta que ese transmisor tan ca­balmente inocente acaba siendo identificado como el originador de la idea, cuando en realidad no tiene otro mérito que el de haberla man­tenido viva, o el de haberle devuelto la vida tras un largo período en el que esa idea había permanecido en el letargo, o quizás el de haberle encontrado una nueva e instructiva aplicación. Así, incluso uno de los mejores historiadores contemporáneos, Joseph R. Strayer, atribuye la idea/frase «clima de opinión» a Carl Becker (que fue, es de suponer, el autor a quien se la oyó decir por primera vez). Strayer no tenía por qué saber que la frase fue acuñada por uno de nuestros amigos del siglo XVII, Joseph Glanvill; que dejó de ser utilizada durante mucho tiempo, y que luego fue puesta de nuevo en circulación por Alfred North Whitehead, que solía captar los méritos de las cosas a primera vista. Sólo entonces la puso en manos de Carl Becker, que la utilizó de forma deslumbrante.

Tomemos ahora otro caso del síndrome anatópico (o palimpséstico) más inmediatamente emparentado con nuestro tema central: Philip Hamerton, en su The Intellectual Lije, escribe que «...tal como ob-

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diciones de averiguar si este Peter es nuestro Peter de Blois, y como mi breve y frenética búsqueda (acompañada de clamo­res y gritos de alarma) no me ha servido de nada, estoy dis­puesto a dejar el asunto en paz. Porque hay en este pasaje un dato de importancia muy superior, a saber, la introducción de un personaje completamente nuevo para esta historia: Alanus.

ΠIxiDicho esto, hay que afirmar que la identidad de Alanus no

está del todo clara. Es posible que sea el Alanus ab Insulis, de Insulis, o Insulensis, mejor conocido por la mayoría de noso­tros como Alain de Lille (o de L'Isle). Este notable erudito del siglo XIX llegó a ser llamado «doctoris universalis» gracias a sus numerosos logros en obras «exegéticas, retóricas, doctrina­les, exhortativas, homilíacas, polémicas, científicas, morales y disciplinarias».1 Los logros de Alain eran tan considerables, y sus orígenes tan oscuros, que los alemanes dijeron que era alemán, los franceses que francés, y otro tanto hicieron los es­pañoles y sicilianos. Es comprensible que, dado que era cono-

servó Sidney Smith hace muchos años», es decir unos 35 años antes de 1873, fecha en la que Hamerton llevó este comentario a la letra im­presa, «existe una confusión en el lenguaje cuando se utiliza la palabra “ancient" [antiguo, anciano]. Nos referimos a los ancients [antiguos] como si fueran más viejos y experimentados que nosotros, cuando la mayor edad y experiencia están de nuestro lado. Ellos [los antiguos] fueron los niños precoces, “y nosotros sólo somos los ancients [ancia­nos] de blancas barbas y cabellos plateados que hemos atesoi-ado, con intención de sacarle el máximo provecho, toda la experiencia que pue­de proporcionar la vida humana"» (p. 109). Hamerton expresó fielmente la deuda que había contraído con Smith, sin saber, según parece, que Smith estaba en deuda con Bacon y con toda la tropa de baconianos del siglo XVII, de quienes había tomado la paradoja: Antiquitas saeculi, juventus mundi. Lo que es verdadero pasado se convierte en prólogo evidentemente olvidado.

Henricus Brito da un ejemplo de este mismo síndrome anatópico en el pasaje citado arriba.

1. Es posible que, confundiendo el estilo con la persona, hayas su­puesto que esta larga lista de adjetivos terminados principalmente en -icas procede de Tristram. Te equivocarías si así fuera; la tomo de ese distinguido autor de una biografía decimonónica de Alain que se lla­maba A. H. Grant.

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eido como Alain de Lille (ciudad también llamada Ryssel, y que se encuentra en Flandes), los flamencos insistieran por su parte en que era2 flamenco. Sin embargo, su biógrafo Thomas Dempster barrió todas estas reclamaciones nacionalistas en el siglo XVIII, las tachó de evidentemente absurdas, y dijo que Alanus era indudablemente escocés.

En realidad, nada más hay que decir acerca de este Ala­nus en particular, que quizá fue el que citó Henricus como autor que usó el Aforismo. Pero sí podemos decir un montón de cosas, y, es más, tenemos, en conciencia, el deber de decir­las, acerca de Thomas Dempster,3 el cual, en su obra más co-

2. Lo cual, no puedo evitarlo, me recuerda esa irónica observación que hizo E instein en la Sorbona: «Si se demuestra que mi teoría de la relatividad es correcta, Alemania dirá que soy alemán, y Francia de­clarará que soy ciudadano del mundo.»

3. Sería imperdonablemente digresivo amazacotar el texto diciendo muchas más cosas acerca de este intrigante autor. Sin embargo, y a pesar de su etnocentrismo, merece ser rescatado del olvido. Espero que, segregando en esta nota a pie de página unos pocos datos descollantes de su vida, pueda simultáneamente hacerles justicia tanto a sus logros como a la continuidad del texto principal.

Su autobiografía posee el mismo sabor admirable que la del barón Miinchhausen, a la que se adelanta en 150 años. Comienza por retrasar su fecha de nacimiento para que su innegable precocidad resulte más impresionante incluso. Pretende además que nos creamos que fue el vi­gésimo cuarto hijo de una progenie de veintinueve, todos ellos nacidos de un mismo matrimonio. Adquirió muy pronto los rudimentos del saber, pues se aprendió el alfabeto a la perfección en una sola hora de concentrado estudio cuando contaba solamente tres años de edad.. A partir de los trece años estudió en Cambridge, París, Lovaine y Douay, y confiesa haber llegado a profesor del Collège de Navarre a los dieci­séis años. A partir de entonces fue un erudito verdaderamente peripa­tético, pues ocupó sucesivamente plazas de profesor en Toulouse, Nî­mes, el Collège des Grassins, Pisa, y finalmente en Bolonia (que en aquel entonces era la más distinguida universidad de Italia). Sospecho que su incapacidad para permanecer quieto en un sitio se debía a que vivió rodeado de un ambiente familiar poco estable. De niño, por ejem­plo, fue testigo de la boda del mayor de sus hermanos, James, con la amante de su padre, episodio que condujo naturalmente a que el pa­dre dejara a James sin un céntimo. Con la ayuda de algunos hermanos y parientes, James atacó a las fuerzas de su padre en una batalla campal en la que el viejo Dempster salió con siete balas en una pierna y una herida de sable en la cabeza. Todo esto, se nos cuenta, redundó en beneficio del joven Thomas, el cual, aun siendo el vigésimo cuarto hijo de su padre, fue nombrado heredero del título de barón. Por cierto que ese hermano tan malvado se encontró con su merecido años más tarde, pues fue desmembrado por cuatro caballos.

Thomas era un erudito muy viril, magníficamente descrito como «un hombre hecho para la guerra y la contienda, que no dejó transcurrir

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nocida, Historia Ecclesiastica Gentis Scotorum, afirmó que Àlanus fue un escocés de los pies a la cabeza. La cuestión es que el libro de Dempster es más notable por su capacidad de invención que por la autenticidad de sus datos. Tal como afir­ma el posterior biógrafo de Alanus, A. H. Grant, cuando resu­me muy indignado la cuestión : «Lo que Dempster pretendía era exaltar el renombre de su país de origen, y, de acuerdo con este objetivo, reclama la nacionalidad escocesa para to­das las personas de importancia que aparecen mencionadas en la historia y de las que alguna vez se ha supuesto que ha­bían nacido en Gran Bretaña, para lo cual se basa en citas de autores imaginarios, o en extractos manipulados de áutores reales. Muchas de las personas cuyas biografías cuenta pare­cen ser absolutamente ficticias.» Lo dejo en tus manos: ¿estás dispuesto a aceptar que Alanus fue escocés, basándote en el testimonio de este caballero que encuentra escoceses a todos los hombres importantes?

Naturalmente, el Alanus citado por Henry como escritor que empleó el símil de los gigantes y los enanos puede no ser éste; podría tratarse, en cambio, de Alan de Tewksbury (que tenía la ventaja de ser innegablemente británico). De hecho, tiendo a creer que Tewksbury es el hombre que andábamos buscando, puesto que la única obra que se le puede atribuir con bastante seguridad es una «vida de Becket» expresamente escrita para complementar la vida de John de Salisbury. Ba­sándonos en esta prueba circunstancial, no resulta difícil vo­tar en favor de este Alan nacido en Tewksbury.

Pero existe otra alternativa, suponiendo que sintamos de­seos de aprovecharla, que nos libera por completo de la di­fícil elección entre los dos Alan. Basta con que aceptemos el juicio de Dom Brial, según el cual, Alan de Lille y Alan de

casi ni un solo día sin combatir, fuera coít su espada o con sus puños». Logró salvarse de media docena de intentos de asesinato que, por cier­to, y como era de suponer, fueron llevados a cabo por rivales del mundo erudito que se habían sentido atropellados por él. En los in­termedios pacíficos, dedicaba catorce horas diarias a la lectura y, gra­cias a que recordaba perfectamente todo lo que leía, se divertía propor­cionando el contexto de cualquier fragmento de autores griegos o lati­nos que le citaran. Le gustaba improvisar versos en griego o latín so­bre cualquier tema que le fuera sugerido y, un poco a la manera de Peter de Blois, se jactaba de que ningún escriba era capaz de tomar nota de sus pensamientos a la suficiente velocidad. Jamás volveremos a encontrarnos con nadie que se le parezca.

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Tewksbury eran la misma persona.4 Los motivos por los cua­les Brial hace esta deducción son notablemente complicados, de modo que no entraré aquí en detalles al respecto. Pero, de todos modos, nos ofrece un atajo que estoy dispuesto a tomar, aunque sólo sea por seguir con nuestra historia. Así pues, fue Alain de Lille y de Tewksbury quien, si hemos de fiamos de Henricus Brito, dijo en algún lugar: Pygmea humilitas exces­su supposita giganteo ipsius altitudinem superat.

Tras este prolongado asedio de identidades ambiguas, in­ferencias forzadas y virtual rendición a la simple conveniencia, resulta un alivio encontrarme en la tierra firme de los hechos ampliamente documentados. Porque no hay duda alguna de que el símil fue recogido y utilizado con eficacia por aquel médico francés de comienzos del siglo xiv que se llamó Henri de Mondeville (o, también, Henricus de Armondavilla, Aman, davilla, Armendaville, Hermondavilla, MondaviJIa, Mundeville y, final y desconcertadamente, Mandeville).1 Médico personal de Felipe IV el Hermoso, y luego de Luis X, fue un hombre honesto e independiente, gracias a lo cual permaneció toda su vida en la pobreza a pesar de su gran reputación. Fue también un hombre que odiaba mucho a las mujeres2 y que tenía una actitud algo paranoide con respecto a sus pacientes. A pesar

4. Dom Brial expone sus argumentos para fundir a los dos en una sola persona en Hist. Litt. de la France, ed. 1824, xvi, pp. 396425; así es al menos como le cita J. Bass Mullinger, y Mullinger era un hombre de honor.

1. Desconcertantemente, desde luego, porque habrá quienes crean que este dato es prueba suficiente como para relacionar a este Henry de Mandeville con el escritor del siglo xvm Bernard Mandeville, que debe su fama a la Fábula de tas abejas; y lo creerán a pesar de que no hay ninguna relación genealógica (Henry no se casó), ideológica ni aforística que les vincule.

2. La misoginia es un fenómeno especialmente difícil de diagnosti­car porque no es fácil decir dónde terminan las críticas justificadas y dónde empiezan las distorsiones fóbicas. En el caso de Henry el diag­nóstico se complica incluso más debido a que su relación con las mu­jeres no muestra ninguna coherencia. Si bien permaneció í'esueltamen- te soltero toda su vida, Sarton nos informa de que les dio consejos a las mujeres sobre los métodos que podían emplear para simular la virginidad, aunque esto quizá no fuerá más que una forma de expresión '

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de todo, se las arregló para escribir una verdadera enciclope­dia médica para cirujanos, la Cyrurgia, que comenzó en 1306 y concluyó (sin haberla terminado del todo) alrededor de 1320.

Esta enciclopédica Cirurgia menciona 1.308 veces a 58 auto­res (la computación no es mía, sino de Sarton). Entre ellos ha­bía algunos gigantes, antiguos y también contemporáneos, tal como vemos en este recuento de sus principales citas:

Hipócrates (68), Aristóteles (47), Galeno (431), Mesué el Ma­yor (24), Serapión el Viejo, al RSzí (45), Abu-l-Qasim [Abuil Kasimj (18), Ά1Ϊ ibn 'Abbas [Alí ben el Abbas] (12), Mesué el Joven (13), ΆΙΓ ibn Ridawan [Alí ben Rodhmán] (33), Ibn Sína [Avicena] (307), Constantino el Africano (13), Serapión el Jo­ven, Ibn Rushd [Averroes] (17), Teodorico Borgognoni (113), Lanfranchi (17),3

Al ver a Henri haciendo equilibrios en lo alto de esta pirá­mide humana de citas, podrías suponer quizá que fue uno de los que se hicieron eco del Aforismo bernardiano, y acertarías. En efecto, este Henri reproduce cada uno de los elementos sig­nificativos que componen el complejo dicho original, y añade una observación propia:

«Los autores modernos son, en relación con los antiguos, como un enano situado [placé] sobre el hombro de un gigan­te: ve todo lo que ve el gigante, y más lejos Incluso. Así pode­mos conocer cosas desconocidas en los tiempos de Galeno, y tenemos el deber de reseñarlas por escrito.»4

del desprecio que le inspiraba el carácter supuestamente engañoso y tramposo de las mujeres. .

3. Estoy en deuda con Sarton respecto a esta cuantmcación de ci­tas {Introduction to the History of Science, vol. in, part. I, p. 870). Este recuento demuestra claramente que, para Henry, los gigantes mas significativos eran Galeno e Ibn Sína [Avicena] (citados más a menudo que otros 56 autores juntos), seguidos por, a gran distancia, Teodon- co Borgognoni (de Cervia), del siglo xm.

4. Ésta es la. traducción de Sarton a partir de la traducción moder­na realizada por Edouard Niçaise, Chirurgie de Maître Henri de Mon· deville, chirurgien de Philippe le Bel ( traduction^ française avec des no­tes, une introduction et une bibliographie) (lxxxii + 903 pp., Varis, 1893), p. 745. (Encontrarás más datos sobre el mismo tema en la p. 3.)

La edición de Niçaise resulta ser muy adecuada para nuestros propó­sitos, de modo que no hace falta que çonsultes la edición de dos volú­menes de La Grande Chirurgie que fue preparada por el doctor A. Bos y publicada unos cinco años más tarde (1897-1898) por la Société des Ancients Textes Français.

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Así, casi 400 años antes de que se librara la enconada Ba­talla de los Antiguos y los Modernos, encontramos a este Hen­ri que, con la mayor serenidad, asigna su lugar correspondien­te a lo antiguo y lo nuevo en la historia de la ciencia. Rinde todos los honores debidos a los autores del pasado, sin olvi­darse de hacerles el honor de reconocer que, puesto que no eran divinos sino humanos, el techo de su visión no era ilimi­tado; y luego, con optimismo progresista, anuncia la visión ampliada que se abre ante los ojos de los beneficiarios moder­nos de los antiguos; y, por fin, y ésta es su contribución clara­mente personal a la historia del Aforismo, proclama el deber de registrar por escrito el saber recién adquirido, con lo cual añade un centímetro más a la estatura de esos enanos conver­tidos en gigantes con el paso del tiempo. (Pues esta expresión final del deber de los contemporáneos debes leerla así: los enanos de cada época se convierten en los gigantes de la épo­ca siguiente, de la misma manera que los contemporáneos se convierten inevitablemente en antepasados.)

Si no supiéramos de Henry más que esto, podríamos supo­ner que era un idealista alejadísimo de los ruidos y problemas de la vida cotidiana. Pero este magnífico experto en el arte de la medicina también era un hombre práctico, tal como pode­mos descubrir en su introducción a la Cyrurgia. Debido sin duda a que no fue bien tratado por sus pacientes, Ies mira de forma bastante avinagrada, da rienda suelta a sus peores hu­mores, y sale al final con una receta para neutralizar los cana­llescos trucos que suelen emplear. A Henri le ponen especial­mente furioso los pacientes ricos que ocultan su fortuna bajo la capa de un vestir andrajoso. Estos pacientes, más pobres de espíritu que de bolsillo, deben ser secamente advertidos ante todo de que el médico atiende mejor a su paciente cuando sus honorarios son generosos y están garantizados. Los pacientes tacaños suponen un problema de otro tipo muy diferente, pues «cuanto más tiempo les tratamos, más dinero perdemos». Es aconsejable, en consecuencia, acelerar su curación utilizando «las mejores medicinas». Con los pacientes agarrados, aquellos que «prefieren que sufra su cuerpo antes que su bolsa», acon­seja la técnica contraria: a éstos hay que administrarles «me­dicinas que actúan lentamente, con la esperanza de que nos paguen en proporción con el tiempo». La psicoeconomía mé­dica de Henri se extiende a otros detalles, pero con los que te he dado bastará para que te hagas una idea global: esta nueva

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disciplina tiene como finalidad el curar todas las enfermedades de la bolsa

Henri no es más que el prólogo para el hombre de quien más tarde Falopio dijo que fue el «padre de la Cirugía»; el cual Falopio, por cierto, fue eponimizado en los tubos de Falo­pio y el acueducto de Falopio (aunque son pocos los que aún recuerdan que fue él quien acuñó los términos anatómicos de vagina, placenta, caracol, laberinto y paladar). Me refería, na­turalmente, a Guy de Chauliac (también identificable como Guigo de Chaulhaco, Guido de Cauliaco, de Caillat, y de Chaul- hac). Al igual que la obra menor de Henri, la Chirurgia mag­na 1 de Guy es, declaradamente, una compilación de práctica­mente todos los autores precedentes de importancia y cita a 88 autoridades, con Galeno, como era de esperar, destacado en primera posición (890 veces), seguido a corta distancia por Ibn STná [Avicena] (661 veces) y, a gran distancia, por Abu-l-Qasim fAbul Kasim] (175) y 'AIT ibn 'Abbas [Alí ben el Abbas] (149).2

Dado que tenía tan en cuenta el saber quirúrgico del pasa­do, a Guy, como a Henri antes que él, no le quedaba más re­medio que declarar su forzosa modestia. Como Henri, también, tuvo el ingenio de tomar el símil de Bernard.3 Pero es obvio

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"Ε~ΤΓ^Ε1 título completo es Inventorium sive collectarium in parte chi- rurgicali medicine (1363). Te habrás fijado en que este inventario es un antecedente del interés que despiertan actualmente los «inventarios de proposiciones» (en las ciencias del comportamiento), nada menos que unos seiscientos años. Para nosotros, los científicos del comportamien­to, resulta alentador saber (según dice Sarton) que el inventario de Guy «fue una obra arquetipo en Europa Occidental hasta la época de Ambroise Paré (fallecido en 1590)», y que (según Ralph H. Major) «fue una autoridad en cirugía hasta el siglo xvm». En efecto, su inventario fue notablemente popular, y tuvo 16 ediciones conocidas en latín, 43 en francés, 5 en italiano, 4 en holandés, varias en alemán, cinco en espa­ñol e incluso una en inglés. Debo este recuento de ediciones a Major, A History of Medicine, i, p. 311.

2. Una vez más, he utilizado la aritmética de citas que nos propor­ciona Sa r to n , III, p. 1691. (¿Por qué no se fija Sarton en que Guy utiliza el Aforismo?)

3. Tampoco queda resto alguno de duda respecto a cuál pueda ser la fuente que Guy utiliza para su utilización del símil aforístico; citá a Henry unas 86 veces.

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que Guy se sintió obligado a dejar su propia huella en él, e in­trodujo algunos cambios notables:

«Car les sciences sont faites par additions, n’estant possi­ble qu’vn mesme commence, et acheue. Nos sommes comme enfartts au col d’vn géant: car nous pouuons voir tout ce que voit le géant, et quelque peu dauantage. » 4

Tras haber señalado con perspicacia que la ciencia va cre­ciendo a base de continuados incrementos del saber, sin co­mienzo ni final, Guy pasa luego a transformar la figura. Los enanos quedan convertidos en niños, con lo cual le pone por adelantado el veto al intento realizado por Francis Bacon de describir a los modernos como evidentemente avanzados en edad, y a los antiguos como la infancia de la humanidad. Por si esto no fuera suficiente, Guy pasa a estos crios de los con­fortablemente anchos hombros de los gigantes a su cuello, en donde adquieren una posición, sin duda precaria e incómoda, tanto para el gigante como para el niño. Soy, desde luego, hijo de esta época hedonista que me ha correspondido vivir, pero a mí me parece, de todos modos, que la pequeña ventaja en altura que se obtiene así queda largamente descompensada por la gran pérdida en comodidad para los unos y los otros. Pero, para hacerle justicia a Guy, hemos de admitir que su elegante variación origina una nueva tendencia, especialmente marcada en nuestra propia época (como veremos dentro de poco), que conducirá a realizar las más notables modificacio­nes de la figura de Bernard.

Las cuarenta y tres ediciones francesas del tratado de Guy supusieron, naturalmente, que el símil de los gigantes y los enanos (o de los niños y los enanos) se convirtió en un lugar común para quienes, en Francia, escribían de medicina. Hacer desfilar aquí todas y cada una de las apariciones del símil en esta tradición médica sería simple pedantería, pero quizá de­sees echar una ojeada a un par de citas selectas: el Traicté et response de Alexandre Dionyse Maistre chirurgien & barbier à

4. Según me asegura R. E. Ockenden («Isis», 1936, xxv, p. 451), esto lo puedes encontrar en la pagina 4 del prólogo de La grande chirurgie de Guy de Chauliac (que fue editada, como el tratado de Mondeville, por Edouard Niçasie, en 1890).

(El texto es exactamente tal como nos dice Ockenden; sin embargo, aparece más bien en lo que tanto yo como el propio Guy preferiría­mos llamar no tanto prólogo como Dedication.)

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Vendosme sur la question proposée par d’Angaron et Martel (Paris, 1581), y la obra de François Martel que se titula Apo­logie pour les chirurgiens (Lyon, 1601),

El principal conducto, según parece, a través del cual la versión infantilizada del Aforismo que fue creada por Guy lle­gó a la Inglaterra del siglo xvn lo proporciona aquel polémico químico-médico, miembro de la facultad de medicina de París, que fue Joseph Duchesne (que tú, al igual que la mayor parte de sus contemporáneos, conoces mejor con el nombre de Jo­sephus Quersitanus, Quercetanus o simplemente Quercetan). (¿Recuerdas la alusión de aquel picaro de Marchamont Ne- dham al «famoso Quercetano»?) El texto latino de Querceta­nus fue traducido, con fidelidad bastante relativa, a un fluido inglés en fecha temprana, 1605, por ese hombre, por lo demás completamente olvidado, que fue Thomas Timme:

«Pues (por utilizar las palabras del sabio Guido) somos crios llevados sobre los hombros de aquellos grandes y en­cumbrados gigantes, desde cuya eminencia podemos contem­plar, no solamente las cosas que ellos vieron, sino muchos otros misterios también, que ellos no vieron, pues ningún hombre es tan bruto como para imaginar que aquellos prime­ros fundadores de la Medicina llegaron a su conocimiento exacto & perfecto, ni tampoco de ninguna otra ciencia como el mismo Hipócrates reconoció en su epístola a Demócrito. » 5

Habrás visto, sin duda, lo que está ocurriendo aquí. Los niños de Guy se ven reducidos más incluso al tamaño de crios, gracias a la actuación combinada del talento de Quercetanus y de Timme, mientras que, por otro lado, su particular referen­cia al cuello de los gigantes queda de nuevo devuelta a los hombros tradicionales. He de suponer que nos encontramos aquí ante las serpenteantes corrientes y contracorrientes de la difusión de las imágenes originales. Y no hay, de momento, nadie capaz de decir cómo va a acabar este embrollo. Ahora bien, los registros históricos dan testimonio, como mínimo, de una cosa: el cambio introducido por Guy, su abandono de los

5. He aquí la referencia completa: Josephus Quersitanus (Joseph Duchesne), The Practice of Chymicall and. Hermeticall Physicke, for the preservation of health (translated into English from Latin by Tho­mas Timme), Londres, 1605. El fragmento citado, como suele ocurrir con el Aforismo, abre prácticamente el volumen: libro I, capítulo I, pp. 1-2.

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enanos o pigmeos en favor de los crios, no llegó jamás a echar raíces en Inglaterra, probablemente porque no armonizaba con aquella otra imagen en la que Bacon presentaba a sus pro­pios contemporáneos como viejos y a los llamados antiguos como, en realidad, la infancia de la humanidad. Es decir que se produjo algo así como una neutralización recíproca de las imágenes, de forma que la innovación de Guy (más o menos transmitida por Quercetanus) queda anulada, y el Aforismo vuelve a su forma tradicional de gigantes y enanos en lugar de adoptar la prístina variante de los gigantes y los niños.

Sin embargo, tal como tú y yo sabemos gracias a mi deta­llado análisis de su ingenioso texto al comienzo de esta narra­ción, hubo un autor que, con gran destreza, sí se agenció la imagen de Guy: aquel rico e irascible neoconservador que se llamaba Alexander Ross, Recordarás sin duda —y en caso con­trario no tienes más que volver a la página 114 para refrescar tu memoria— que Ross convirtió a los modernos en «niños» en materia de entendimiento, para después decir de ellos que son, a la vez, enanos y pigmeos. Ahora podemos comprobar que Ross no inventó estas imágenes combinadas. Lo que hizo fue, simplemente, tomar la materia prima que tenía a su dis­posición, y pasar de niños a pigmeos según le interesara en cada momento de su argumentación polémica. No podemos más que maravillarnos ante esta hábil técnica que le permite convertir las imágenes progresistas de Guy de Chauliac, que pretendían acreditar las adiciones modernas a la historia del saber, en unas imágenes neoconservadoras que trataban de re­bajar la categoría de los modernos en relación con los antiguos padres del saber. Aunque sea a regañadientes, debemos reco­nocer que Ross fue autor de una profética y consumada metá­tesis que se anticipó en varios siglos al momento en el que Tennyson establecería la tesis, según la cual, el nuevo orden cambia, cediendo lugar al viejo.

c IxivY ahora ha llegado el momento de confesar un fallo que he

cometido en esta Historia circunstancial del Aforismo Bernar- diano. Lo hago en defensa propia y anticipándome a las acu­saciones que se me podrían hacer. Si no lo admito aquí y

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ahora, tu penetrante ojo erudito lo detectará muy pronto por su propia cuenta, e, impulsado por tu exigente conciencia de investigador, te conducirá a acusarme de haberme comportado de una forma profundamente inadecuada para quien se las da de erudito. Si confieso mi culpa por adelantado, es posible que la acusación no sea tan grave. Es más, si reconozco el pecado que he cometido contra las sacrosantas reglas de la erudición, si, además, lo hago abierta y francamente, y presto oídos a mis propias palabras, hasta es posible que lo tome en cuenta, que reflexione, y que enmiende mi proceder hasta el punto de en­mendar el fallo antes de llegar a un punto en el que me resulte imposible retractarme.

Así pues, con toda la sinceridad del mundo, y no escaso azoramiento, admito que he actuado con un indefendible pro­vincianismo a lo largo de este boceto de los viajes y aventuras del Aforismo. Como si fuese un anglofilo a machamartillo, me he pasado casi todo el viaje en Inglaterra, me he esforzado por explorar incluso las remotas regiones de los Goodman, Ross o Hakewill, aparte de trotar a lo largo de todo el camino real que conduce directamente de Bacon a Newton. Qué contraste el que ofrece mi placentero viaje a lo ancho y largo de esa isla de reyes con mis fugaces incursiones por Francia, que sólo han durado lo suficiente como para saquear a Rabelais, Henri de Mondeville y el Père Mersenne (aunque, hasta cierto punto, mi larga estancia en Chartres compensa en parte este fallo), y con mi excursión a España, que sólo ha durado lo suficiente como para conocer a Vives y acompañarle primero a Francia y lue­go, por supuesto, a Inglaterra, Cuando paso revista a este de­sequilibrado itinerario no puedo más que llegar a la conclusión de que he estado padeciendo una forma grave de peregrinidad (o quizá tendría que decir peregrinosis).1

1. Al utilizar el término peregrinity [peregrinidad] sí me he librado de todo provincianismo anglofüico. En su Journal of a Tour to the Hebrides (p. 140, 2a. ed,), B osw ell nos cuenta que Johnson acuñó la palabra «peregrinity», y que cuando alguien le preguntó si era una pa­labra inglesa contestó, sin pensárselo, «No». (Creo que ésta es la más breve cita de Sam Johnson jamás obtenida por nadie.) *

* Una adición perturbadora: sin embargo, el Revdo. H. J. Todd —miembro deJ coro del Magdalen College de Oxford; preceptor y pro­fesor del Hertford College de Oxford; bibliotecario de Lambeth Palace y capellán del rey; rector de Settrington y archidiácono de York; y, sobre todo, continuador del diccionario de Johnson— corrige al John­son que nos presenta Boswell, y dice que la palabra «peregrinity» es, de hecho, «una antigua palabra inglesa; y, dado que está incluida en el

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Tras haber obtenido el diagnóstico de mi afección, es posi­ble que pueda arreglármelas con un remedio casero. De hecho, no me queda otra alternativa si pretendo ser devuelto al estado de salud cosmopolita, pues la materia medica2 ni siquiera menciona la enfermedad de la peregrinosis.3

Esta enfermedad sólo puede ser atacada de una manera, a saber, como una colisión frontal. De modo que, me elevaré a mí mismo, tirando de las correas de mis botas hacia arriba, cruzaré el Canal, y viajaré rumbo sudeste hasta llegar a esas tierras gloriosas en las que el Renacimiento alcanzó su cúspi­de, para encontrarme allí con un cinquecentista que arrancó el Aforismo, con raíces y todo, de una tradición de la que toda­vía no hemos dicho ni una sola palabra.

vocabulario de Gockeram, a comienzos del siglo xvil, podemos suponer que había sido frecuentemente utilizada». Todd concluye, y me siento dispuesto a discutirle esta opinión —no sin evitar a toda costa que el debate degenere en disputa—, que «de todos modos no vale la pena resucitar [esa palabra]». (Quizás esté siendo aquí injusto para con Todd; y confío sinceramente en que así sea; pues no cito su opinión to­mándola directamente de su edición de Johnson —pues 110 la tengo en casa— sino indirectamente, de la única edición que hay en mi casa, que es la de Robert Gordon Latham, que está basada en el Dictionary del «Dr. Samuel Johnson tal como lo editó el Rvdo, H. J. Todd, Maes­tro en Artes». Esta edición fue publicada en Londres, el año 1866, por «Longmans, Green ·& Co. [una pareja realmente ubicua]; W. Alian & Co.; Aylot & Son; Bickers and Son [de nuevo el aroma dickensiano] [Bicker significa, literalmente, regañar, altercar]; W. & T. Boone; L. Booth; T. Bosworth; E. Bumpus [apellido que podría leerse "El Chi­chones”, y de ahí que K. R. Merton comente lo que sigue] [aquí, sin duda, la verdad es más extraña incluso que lo que Dickens inventaba];S. Capres; J. Cornish; Hatchard ■& Co.; J. Heame; E. Hodgson; Houl- ston & Wright; J. Murray; D. Nutt; Richardson ·& Co.; J. & F. H. Ri- vington; Smith, Elder & Co.; Stevens & Sons; Whittaker & Co.; Willis & Sotheran; G. R. Wrigh». No obstante, cuando el Dictionary se pu­blicó en Edimburgo, solamente Maclachlan & Steward fueron necesa­rios para llevar a cabo la operación.)

De hecho, Todd se equivoca: no se trata de una antigua palabra ingle­sa. Rabelais acuñó el término pérégrinité para denotar la situación del peregrinus o extranjero: el sentimiento de estar-fuera-de-lugar,

2. ¿Es posible que la omisión de la peregrinosis fuera lo que indu­jo al doctor Oliver Wandell H olmes a observai-: «Creo firmemente que si toda la materia medica que utilizamos hoy en día pudiera ser en­viada al fondo del mar, redundaría en provecho de la humanidad, y en perjuicio de los peces»?

3. Lo máximo que nos aproximamos a ella en Osler es en su men­ción de la fiebre aftosa Ifoot-and-mouth disease, literalmente, enferme­dad de pies-y-boca, y de ahí el chiste], y eso sería quedarse todavía muy lejos.

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Nuestro aforista del Renacimiento italiano es un historia­dor judío, Azarías de Ros si.---------------¡No dispares! No di­gas todavía que el tal Azarías no merece ocupar un sitio al lado de la buena sociedad.

Dirás que este impráctico antiutilitarista, ese prolijo eru­dito, este commentator, no debería jamás obtener autorización para entrar en nuestro relato. Pero yo te contesto, en palabras de Salo Baron, con una réplica mordaz, aunque modesta y cir­cunspecta: «malgré sa prolixités, le ton est tout à fait modeste et réservé».1

Dirás que la obra de Azarías quedó malograda desde un buen principio por culpa de su incompleta erudición, que no podemos pasar por alto con un discreto silencio; que sólo ra­ras veces citó exacta y literalmente las fuentes que utilizó, de­jándonos así a los demás absolutamente perdidos, incapaces de seguir por nuestra cuenta lo que él había encontrado. En mi calidad de abogado de Azarías (aunque sea yo mismo quien se ha otorgado tal cargo), quiero hacer, frente a esa acusación, una declaración de... nolo contendere. Es decir, que no admi­tiré la culpa de mi defendido aunque se le condene, porque de este modo estaré en condiciones de negar que haya en el fondo verdad en la acusación de la que será objeto en un proceso secundario, que es el que ahora voy a exponer.

La acusación lanzada contra Azarías sólo es cierta en sen­tido pickwikiano, pero no lo es en lo esencial. Sin duda alguna, mi defendido no siempre proporcionó citas exactas de la co­piosa literatura que ocupa un lugar tan in justificab lem ente amplio en sus obras. Pero el hecho crucial, la circunstancia de­finitivamente atenuante que debo mencionar aquí, es que no se trataba de un hombre rico, como lo fue, por ejemplo, Ale­xander Ross; que poseía una biblioteca más pobre incluso que la mía. A menudo, por lo tanto, se veía obligado a citar de me­moria. No era la pereza intelectual lo que le impulsó a actuar de forma tan poco recomendable, sino, pura y simplemente, la pobreza. Al igual que el Panurgo de Rabelais, Azarías padecía

í. Para el sociólogo resulta un gran consuelo poder apoyarse en la obra de un historiador de la categoría de Salo B aron . Compruébalo en su monografía La méthode historique d’Azariah de Rossi (París,H. Elias, 1929) en cuya página 15 me presta esta ayuda y este consuelo ante tu inminente ataque.

c Ixv

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de la enfermedad de la falta de dinero, y esto afectó su erudi­ción. Carecía de manuscritos, de incunables, de libros. A me­nudo no podía recurrir más que a su memoria (a falta de un caro indice de citas), y su memoria, por cierto, era lo suficien­temente buena como para conducirnos directamente al camino seguido por el Aforismo en su peregrinación italiana.

Azarías forma parte, lisa y llanamente, del ala progresista de los usuarios del Aforismo. Aunque fue un devoto defensor de la tradición judía, estuvo siempre dispuesto a considerar la posibilidad de que los Sabios antiguos, al igual que los moder­nos, cayeran de vez en cuando en el error. Esta combinación de tradicionalismo y modernismo hizo que Azarías se zambu­llera en un mar de contradicciones. En una orilla, como nos dice nuestro guía Azarías, «parecía evidente que los comenta­ristas tardíos de la Biblia no podían haber “visto más" que las autoridades talmúdicas».2 En otra orilla de este mismo mar, sus propias pesquisas científicas le habían demostrado que los investigadores más recientes solían mejorar los logros de sus predecesores. Atrapado en la turbulencia de esta apa­rente contradicción, Azarías, al igual que tantos otros de los autores con los que nos hemos encontrado antes de reunir· nos con él, se escabulle y busca una conclusión tranquilizado­ra de la mano de una hábil utilización del Aforismo. Gracias a Salo Baron, puedo darte el fragmento decisivo de Azarías de forma exacta y literal en la nota a pie de página,3 mientras que, aquí, en el texto propiamente dicho, te proporciono una

2. Para nuestros oídos, cada vez más sensibles a los más pequeños matices y ecos del Aforismo, la frase óptica «visto más» nos dice más cosas que cien libros enteros. Perspicazmente, Salo B ar o n cita sólo esta frase de Azarías en el párrafo que he tomado de su monografía «Azariah de Rossi's Attitude to Life (Weltanschauung)», en Israel Abra­hams Memorial Volume, Viena, 1927, p. 48.

3. Baron (p. 49, nota 131) señala que Azarías dice esto inmediata­mente después de haber citado numerosas frases talmúdicas que ha­blan de la superioridad de los Antiguos:

¿UUKuN ¿UO ΚΛ NCILl, <.NG¡L LÍG.LU XUL CLUU ¿!uy«, tm.IT,. * · \&L Cu C tfiL UL.KOI&Q ¿vKRQ NÆL ϊζ,ΧΙ Q C ^ W UtMlUQ

GTCUC Lífíal U!tQJÍ' U& UU.UL UCW. UÍ.¿L IG|IQ«.U lOadlU-'·u\wi J.UU lío. ¿.auul <í¿ udLcaí c lcU q hæl unmmL XCrtU SKKN ¿.dLQll £¿ UKULli CUCUQ UCU¿tQ CÍCLKU C&Lu¿,dat;udLam, ¿4 aa nul cucckduj'cswl âsNlu ¿ukciu o. u«umLt o U ' CLNU LUUi ¿<.U CCifflè WCQ UUICC ¿ ¿ U&d ΛΙΟ, flCléfc .. umtu, M uu iíCkíC lîn u u m j au auaœ. uumi Q ¿ c l «UÆ wa

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paráfrasis más o menos aceptable de sus palabras. De esta manera combina Azarías su lealtad a la tradición con su creen­cia en una progresiva ampliación de la verdad:

«La tradición, cuando llega a las generaciones posteriores, y queda acrecentada por sus nuevas visiones, pude ser ilumi­nada con la anécdota del enano4 montado a horcajadas sobre el gigante, una anécdota que cita el autor de Las gavillas re­cogidas. En la introducción a esa obra, nos dice Azarías, el autor cita a uno de los sabios de la Antigüedad de una forma que nos impulsa a decir que la ventaja que puedan tener las generaciones tempranas sobre las posteriores se limita exclu­sivamente a lo referido a la revelación (en la medida en que aquéllas estaban más próximas de la fuente de la revelación). La ventaja que poseen las generaciones más tardías, a su vez, radica en lo referido a los asuntos derivados de la reflexión (nosotros diríamos filosofía) y de la experiencia (ciencia em­pírica). En estos últimos asuntos, hay un proceso continuado que enlaza eslabón con eslabón y cabo con cabo, de modo que al final se llega a un punto en el que, con la ayuda indispen­sable de las generaciones anteriores que no creyeron que fue­ra posible alcanzar el éxito, el cavador del pozo que suma sus propios esfuerzos a los precedentes, puede triunfar y excla­mar al fin: "¡He cavado, y yo sí bebo!”»

Con esta anécdota de cierre sobre el pocero egoísta, Azarías subraya la moraleja y nos coloca a todos nosotros, los que he­mos llegado después, en nuestro poco importante lugar.

4. Habrás observado en la nota a pie de página precedente que la palabra que utiliza Azarías para decir «enano» es «nanas», que sin duda no es de origen hebreo, sino que es un derivado del nanos griego, que también dio origen al nanus latino. ¿Es posible que Azarías esté señalan­do claramente que debe el símil a sus predecesores, y que lo haga por medio de este recurso terminológico al enanismo [nanism] (palabra inglesa derivada directamente del griego)? No lo creo probable puesto que nanos o nanas ya era una palabra corriente en hebreo mil años antes de la época de Azarías.

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c IxviComo habrás podido observar, Azarías no nos permite que

permanezcamos en su siglo, el xvi. Con su referencia al Shib- bole ha-leket nos obliga a seguir la pista de la tradición italo- hebraica del Aforismo hasta un autor de finales del siglo xm que escribió ese tratado sobre el ritual, un hombre que se lla­maba Zedekiah ben Abraham ’Anav ('Anav o, como algunos le llaman todavía, Anavi).1

'Anav, al igual que Azarías después de él, es un escritor muy propenso a esa detestable costumbre que consiste en citar nu­merosísimas y variadísimas autoridades, cuyos circunstancia­les errores enmienda por su propia cuenta. Se trata de un hombre fundamentalmente modesto al que no le preocupa en absoluto que la gente pueda pensar de él que es un presun­tuoso por mejorar lo dicho por sus múltiples y sabios predece­sores. Así, en el prefacio del Shibbole ha-leket —ya que este libro carece de «Epístola dedicatoria» en donde decirlo—: 'Anav introduce, en tono de disculpa, su versión del Aforismo. En comparación con los grandes eruditos del pasado, él se ve a sí mismo como un enano. Y si se atreve a corregir a esas autoridades es solamente porque él es su sucesor, y está er­guido sobre sus hombros, por lo cual, pese a su reducidísima estatura, puede ver más lejos que ellos.2

Así pues, Azarías de Rossi tomó el Aforismo de Zedekiah ben Abraham 'Anav, que a su vez lo tomó de otro a quien vere­mos dentro de unos momentos. Pero antes de continuar con la fase italohebraica de la historia, debemos hacer una pausa para tratar de otra penetrante y espectacular intuición, mere­cedora de todo un capítulo.

1. No te costará gran esfuerzo localizar un ejemplar del Shibbole ha-leket. Fue reimpreso con frecuencia; por ejemplo en Vilna, 1886, y en Venecia, 1546 (me atrevería a decir que Azarías tuvo algo que ver con esta edición). En cuanto a mí, prefiero la edición abreviada que fue publicada en Mantua (en 1514).

2. La verdad es que durante estos últimos años no he sido capaz de encontrar ninguna de las ediciones del Shibbole ha-leket. En lugar de seguir aplazando la cuestión, he recurrido a Hermann V ocelstein y a Paul R ieger que (en su Geschichte der Juden in Rom, Berlín, 1896, en vol. i, en la p. 383) proporcionan una paráfrasis del fragmento cru­cial de 'Anav (a quien ellos llaman Anaw).

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c Ixvii¿Te acuerdas del complejo de Parvus que padecía John, de

su tendencia a verse a sí mismo en los más diminutivos tér­minos, y de mi hipótesis preferida para explicar este com­plejo, la hipótesis bemardiana, según la cual una prolongada inmersión en el Aforismo convierte a los gigantes en supuestos enanos, al menos ante sus propios ojos? Pues bien, reflexiona ahora sobre la trascendencia teórica del siguiente descubri­miento, realizado por mí después de haber establecido esta teoría del complejo de Parvus, según el cual, el apellido 'Anav es un derivado de la palabra hebrea cuya traducción es 'anaw, la cual significa —y esta acepción resulta tan apropiada al caso que casi parece increíble-- ¡manso o modesto!

No hace falta, desde luego, que explique con detalle la im­portancia de este sensacional descubrimiento. ¿Cuál de entre todos los numerosos eruditos hebreos del final del siglo xill tuvo la suficiente aceptación del Aforismo de Bernard como para adoptarlo completamente y, así, transmitirlo a sus suceso­res? ¿Fue quizás ese contemporáneo de Zedekiah ben Abraham 'Anav que se llamaba Abü-l-Muna ïbn ariî Nasr ibn Haffâz al- Kuhïn aî-Hârüm al-’Attar al-ïsrâ'ffi? Pues naturalmente que no, ya que la zona nuclear de su nombre puede traducirse por «el farmacéutico judío descendiente de sacerdotes», y, ¿acaso tie­ne eso alguna relación con el Aforismo de los gigantes y los enanos? ¿Lo fue acaso ese otro erudito hebreo de la época, Todros Abufalia, cuyo nombre, traduciéndolo libremente del árabe, significa «padre de la salud, saludable»? ¿O a lo mejor es Don Abraham Alfaquin (el sabio o erudito)? A la luz de mi hipótesis sobre el complejo de Parvus, formular la pregunta equivale a contestarla. Ninguno de esos eruditos podía disfru­tar masoquistamente de las severas implicaciones que tenía el Aforismo para la propia estimación. Pero la situación de 'Anav era completamente distinta, pues él estaba casi desde el co­mienzo de su yo consciente destinado a ser manso, modesto y dócil.

Este nuevo descubrimiento, por lo tanto, confirma por un lado mi hipótesis inicial acerca del complejo de Parvus, y, por otro, me exige que la amplíe. No solamente ocurre que el con­tacto con el Aforismo encoge el ego, sino que, además, las per­sonas previamente dispuestas al autodesprecio siempre se ha­cen eco del Aforismo en cuanto tropiezan con él. No se trata

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aquí de una simple cuestión de causa-efecto, en donde el con­tenido ideológico del Aforismo produciría una contracción de la propia imagen en quienes quedan expuestos a su contagio. Éste es un asunto infinitamente más complejo: aquí actúan fuerzas que se influyen mutua e interminablemente, de modo que la predisposición da lugar al contagio y a la reacción posi­tiva al Aforismo, los cuales, a su vez, refuerzan los subsecuen­tes contagio y reacción positiva. En pocas palabras, si empie­zas con pretensiones modestas, todavía tendrás pretensiones más modestas después de haber captado toda la trascendencia que tiene el hecho de no ser más que un enano erguido sobre los hombros de gigantes.1

Tras esta significativa confirmación de mi teoría, ya esta­mos de nuevo dispuestos a recoger el hilo italohebraico que se trenza en nuestra historia. Azarías, autor del siglo xvi, tomó el Aforismo de Zedekiah, autor del siglo xm; ahora veremos cómo Zedekiah lo toma directamente de su maestro, Isaías

í. Podría resultar de ayuda para estos hombres tan extremadamen­te humildes el recordar que los hombros pueden ser utilizados para otras cosas. Cualquier hombre prudente, por ejemplo, se las arreglará para tener en todo momento la cabeza sobre los hombros y comenzará a hacerlo en un momento muy temprano de su vida, a fin de asegurar­se de que acabará teniendo una cabeza vieja sobre unos hombros jó­venes. Las muchachas imprudentes, por el contrario, corren el riesgo de sufrir a slip of the shoulder [frase hecha del argot inglés] (que, como nos recuerda Halliwell, significa prestar oído con demasiada fre­cuencia a los acosos seductores del otro sexo). De todos modos, tan­to si somos hombres prudentes o muchachas imprudentes, los que tenemos finalidades comunes haríamos bien andando shoulder to shoulder [codo con codo], sobre todo si queremos conseguir colectiva­mente que nuestra opinión sea aceptada aun cuando hablemos straight from the shoulder [sin rodeos]. Debemos estar también preparados para to shoulder [cargar con] las responsabilidades de nuestra época, y para arrimar el hombro, en lugar de carry a chip on our shoulders [mos­trarnos resentidos] o, simplemente, encogernos de hombros en relación con el asunto. Es posible que de esta manera podamos, quizás, impe­dir que otros nos den the cold shoulder [un trato intencionadamente despectivo]. Todo el mundo está de acuerdo, por supuesto, en que so­lamente los que cargan con sus responsabilidades sobre sus propios hombros adquieren el derecho moral de apartar de su camino, empu­jándoles con el hombro, a los gandules. De todas formas, hemos de

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(ben Mali de Trani). O, si queremos expresar esta última rela­ción histórica con mortal precisión matemática: Isaías : Ze- dekiah = Bernard de Chartres : John de Salisbury.

Este Isaías ben Mali de Trani es conocido a menudo como Isaías de Trani el Viejo, a fin de distinguirle del hijo de su hija, Isaías ben Elijah de Trani, o Isaías de Trani el Joven. (Una vez distinguidos de esta forma, no hace falta que nos preocupemos más por el joven Isaías, pues, al parecer, éste no se tomó nunca la molestia de utilizar el Aforismo.)

Isaías de Trani fue sin duda el principal talmudista ita­liano de su época. Nació alrededor de 1180 —medio siglo des­pués, aproximadamente, de la muerte de Bernard de Char­tres— y fundó una escuela de estudios judíos en Trani (en la costa adriática, cuarenta kilómetros al oeste-noroeste de Bari delle Puglie, Apulia). Vivió (probablemente) en Venecia, y mu­rió cerca del 1250.

Del mismo modo que sólo sabemos que Bernard creó el Aforismo gracias a que nos lo contó su alumno John de Salis­bury, también sabemos que Isaías utilizó subsecuentemente el Aforismo gracias a su alumno Zedekiah ben Abraham ’Anav.

evitar una actitud presumida, así como todo aislamiento. Hemos de estar dispuestos a rub shoulders [codearnos] con hot polloi, sin por ello incurrir en esa vulgar equivocación, frecuente entre los políticos, que consiste en acabar convirtiéndonos, por decirlo con las palabras de un gigante, en «palmeadores de hombros». Es posible que no te guste la idea de cargar sobre tus hombros con el esfuerzo que supone hacer todo esto que te digo, pero no te queda otro remedio, a no ser que estés dispuesto a cargar sobre tus inocentes hombros con el peso de la culpa. Finalmente, y nosotros tenemos múltiples razones para saberlo, si eres, en lo que se refiere a tus hombros, un gigante, debes tenerlos preparados para la impetuosa acometida que les reservan los parientes y enanos.* Y aunque contamos con autoridades respetables que nos apoyan cuando decimos que no está bien olvidarse de los viejos cono­cidos \_auld acquaintance], en realidad la pregunta fundamental es: should aulder? [que se pronuncia de forma parecida a shoulder].

* [Largo tiempo contenida, durante las prolongadas disquisiciones acerca de la posición adoptada por los enanos sobre los hombros de los gigantes, el Traidor no puede aguantarse más y comete un nuevo pecado de intromisión (propongo, para esta afección, el nombre de sín­drome del parásito o, mejor aún síndrome del chisgarabís, personaje este último del que el Casares dice: «Hombre entrometido y bullicio­so. Llámase así comúnmente al de cuerpo pequeño y mala figura», que, por cierto, armoniza perfectamente con la imagen del enano) para apuntar una solución catalana al tan debatido problema: en las torres de enanos sobre los hombros de gigantes que forman los xiquets de Vedis, los enanos se ponen de pie sobre los hombros en los que se apo­yan. ~N . del í.]

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De hecho, no es exacto decir que Isaías empleó el Aforismo; más bien, con consumada habilidad socrática, desplegó su contenido en el estilo catequístico que es la verdadera marca de fábrica del auténtico talmudista. He aquí cómo dice Zede­kiah que fue la versión que dio su maestro Isaías del símil de los gigantes y los enanos:

«... ¿cómo es posible que un hombre contradiga las pala­bras de los primeros maestros, aquellos cuyos corazones esta­ban abiertos como un gran salón? Él le contestó con el si­guiente cuento, que había escuchado de labios de los eruditos gentiles [n. &.]. Los filósofos interrogaron a su más sabio co­lega, diciéndole: "¿Acaso no reconocemos que los de genera­ciones anteriores eran más sabios y más eruditos que noso­tros? Y sin embargo Ies contradecimos en muchos casos, y la verdad está con nosotros. ¿Cómo puede ser esto posible?" El filósofo Ies contestó: "¿Quién ve más lejos, un enano o un gi­gante? Yo diría que el gigante, porque tiene los ojos situados en un lugar mucho más alto que los del enano. ¿Y si el enano se montara a horcajadas sobre el cuello [!] del gigante, cuál de los dos vería más lejos? Yo diría que el enano, pues ahora los ojos del enano están más altos que los del gigante. Así, no­sotros somos enanos a horcajadas sobre el cuello de gigantes, porque hemos visto su sabiduría y gracias a la fuerza de su sabiduría nos hemos hecho (lo bastante) sabios como para de­cir que lo somos, pero no que seamos más grandes que ellos."»1

Ahí tienes. Como talmudista moderado —ni muy a la ex­trema derecha, ni muy a la extrema izquierda—, Isaías de Tra- ni tomó sin dudarlo el Aforismo de Bernard, aunque no dejó claro (quizá por lo muy conocido que era entre sus contem­poráneos más estudiosos) cuál era el nombre del «erudito gen­til» del cual lo había aprendido. En cualquier caso, he podido superar mi ataque de peregrinosis en medida suficiente como para dejar la versión insular del Aforismo en Inglaterra a fin de seguir la pista de la versión peninsular en Italia.

Como le gusta decir a Vanessa: ¡A rivederci!

1. Este fragmento del Shibbole ha-leket (edición Büber, publicada en Vilna, 1886, p. 15) ha sido vertido para mí al inglés por mi alumno Paul Ritterband. Si lo hubiese intentado hacer yo, jamás habría con­seguido llegar al punto final de esta carta.

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C E IxixY ahora, tras haber viajado por Inglaterra, Francia, y Es­

paña, Alemania, Suiza e Italia en pos del Aforismo;tras haber atravesado todos los siglos que van desde el x i i

hasta el xix buscando la genealogía del Aforismo;tras haber estudiado las siete artes, el trivium de la gra­

mática, la lógica y la retórica, y el quadrivium de la aritméti­ca, la geometría, la música y la astronomía, a fin de entender mejor la trascendencia del Aforismo;

tras haber recuperado la Paradoja Baconiana y descubierto el complejo de Parvus;

tras haber creado la Hipótesis Bernardiana y derrotado la Hipótesis Catedralicia;

tras haber descubierto dos afecciones endémicas de los eru­ditos: el síndrome anatópico (o palimpséstico) y la peregri- nosis;

tras haber vuelto a identificar esa maligna enfermedad que es la comezón de publicar (insanabile scribendi cacoethes), descubierto el Test Merton que permite descubrir qué perso­nas son propensas a contraería, y haber redescubierto el abi­rritante de Fuller;

tras haber reconocido sinceramente que Newton se me ade­lantó; y que Hooke se adelantó a Newton; y que Vives se ade­lantó a Hooke; y que un montón de medievales y antiguos se nos adelantaron a todos los modernos, en la creación de la hipótesis del Avivar las Brasas;

tras haber gargarizado con Gargantua, galleado con Gulli­ver, roseado con Ross (y, también, de haber quedado godo- frito 1 con Goodman);

1. Probablemente hayas extraviado tu ejemplar de la «London Ga­zette» del 26 de julio de 1695, en cuyo caso podrás comprobar por ti mismo el origen de la expresión, corriente en aquel entonces, «to be godfreyed» [libremente traducida aquí por quedarse godfrito]. La anéc­dota, con su impresionante moraleja, merece ser contada otra vez. Al parecer, Michael Godfrey, primer vicegobernador del Banco de Ingla­terra, apareció como por arte de magia en el campo de batalla de Na­mur* cuando los combates seguían siendo muy encarnizados. El rey Guillermo de Inglaterra se sintió muy turbado al ver a aquel civil allí, y trató de convencerle de que su presencia no servía para nada útil. Justo cuando el monarca había llegado al final de esa combinación de súplica y exigencia, y precisamente cuando el valeroso banquero le contestaba: «Corro el mismo riesgo que su majestad», una bala de cañón procedente de las murallas dejó a Godfrey muerto a los pies

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tras haber creado está anáfora endecacordal; tras haber, en pocas palabras, hecho todo lo que le corres­

ponde hacer al erudito que se empeña en resolver un proble­ma enigmático, no puedo seguir soslayando por más tiempo el deber de enfrentarme al profundo misterio con el que nos tropezamos en la primera de las notas a pie de página de esta carta.

Me refiero, por supuesto, a la identidad de Didacus Stella (en Luc. 10, tom. 2), citado por primera vez en el siglo xvn por Burton2 y luego, de forma derivada, por otros muchos a partir de esa fecha. Si no hubiera sido por ese fortuito accidente, mediante el cual Didacus Stella fue travestido grotescamente por las Quotations de Bartlett en parte del título de un libro, jamás hubiese comenzado mi cacería del Aforismo con esa nota a pie de página que sólo merece el calificativo de roister,3

del rey. Este episodio dio origen a una frase de argot: «miedo a que­darse godfreyed» (que significaba que no había que exponerse a correr riesgos innecesarios, cuando semejante acto carece de toda utilidad). Por cierto, si es verdad que no tienes a mano tu ejemplar de la «Ga­zette», puedes encontrar también esta anécdota en la History of England de M acaulay, en el volumen iv , capítulo xxi. (Bueno, suponiendo que logres encontrar ahí esa anécdota. Se trata de uno de los capítulos más largos de Macaulay, que se extiende, haciendo un cálculo moderado, a lo largo de unas 50.000 palabras. En la edición de la History que tengo en mi casa —la que fue publicada en 1864 por Longman, Green, Longman, Roberts & Green— el episodio de Gordfrey aparece en la p. 101.)

* «¿No acabarán nunca estas coincidencias tan curiosamente^ apro­piadas al caso? ¡La batalla de Namur! La mismísima batalla —de he­cho, incluso en el mismo ataque, el del 17/27 de julio— en la que el capitán Shandy recibió aquella su memorable herida en la ingle.»

2. Y, quizá, no solamente Burton. Pues se dice que Donne escribió: «Aunque hubo muchos gigantes de la Medicina y la Filosofía en la An­tigüedad, digo sin embargo con Didacus Stella: un enano erguido so­bre el hombro de un gigante puede ver más lejos que el propio gigan­te.» No puede estar seguro de que Donne dijera exactamente esto, pues he tomado esta frase de un libro que no da referencia de página ni de verso: Alexander L indey , Plagiarism and Originality (Harper & Bro­thers, 1952), p. 236. Quizá Donne fue otro de los que tomaron la fuente de Didacus; quizá Donne la tomó de Burton, y saltó al español por encima de su intermediario; o quizá la tomó del sombrío Godfrey Good­man, quien, como hemos visto, proporcionó no pocas figuras del len­guaje a Donne; finalmente, quizá Lindey confundió a Donne con Bur­ton, y contribuyó así, sin darse cuenta, a pergeñar otro misterio que pone a prueba nuestras habilidades de detección literaria. Pero no pienso morder el anzuelo, y así podré seguir libremente mis otras pes­quisas.

3. Empleo aquí la palabra «roister» [cuya primera acepción es «ja­

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Claro que no, porque en tal caso Didacus Stella no se hubiera convertido en un ser misterioso. De todos modos, si yo no fue­se un investigador olvidadizo, y hubiese vuelto a repasar la nota de George Sarton en el número de diciembre de 1935 de la revista «Isis», hubiese podido disipar rápidamente el miste­rio creado por el descuido de Bartlett. Pues en esa nota nos dan las huellas digitales de la identidad buscada: Didacus Ste­lla es el exégeta Diego de Estella, nacido en la ciudad de Es- tella, en el norte de España, el año 1524, y fallecido en Sala­manca en 1578.

Esto por lo que respecta a Didacus Stella. Evidentemente, no era el fragmento del título de un libro,4 sino un ser huma­no. Pero, ¿y en cuanto al libro en sí, ese libro en el cual, du­rante todo este montón de siglos, hemos ido a buscar el Afo­rismo toda una pandilla de eruditos que caminábamos en pos de las huellas de Burton? ¿Qué hay de esa efable cita: Didacus Stella, en Luc. 10, tom. 2?

ranero»] en su sentido secundario propio del dialecto, de «sabueso que sigue un falso rastro».

4, No es la primera vez que ocurre una cosa así, aunque sea al re­vés. Eso es, al menos, lo que nos cuenta Sterne. En una nota a pie de página, típicamente informativa y crítica, se siente ofendido por esta observación de Tristram: «Mi padre, que hojeaba toda clase de libros [y ésta es una costumbre que haríamos bien en recuperar], al mirar las páginas de Lithopaedus, Senonensis de Portu difficili, publicado por Adrianus Smelvgot...»

La severa [síemZy] nota crítica a pie de página observa acerca de esta frase que «El autor se equivoca aquí dos veces; pues Lithopaedus hubiera tenido que ser escrito así: Lithopaedii Senonensis Icon. La se­gunda equivocación está en que Lithopaedus no es un autor, sino el dibujo de un niño petrificado. El relato de este hecho, publicado por Athosius 1580, se puede encontrar al final de las obras de Cordaeus en Spachius. Mr. Tristram Shandy ha incurrido en este error porque pue­de haber visto últimamente el nombre de Lithopaedus en algún catá­logo de autores eruditos en Dr. -------, o bien... (Tristram Shandy,vol. ii, capt. xix).

Si hubieras pensado que esto no es más que otro producto de Ia parturienta imaginación de Sterne, te habrías equivocado completa­mente. Hubo, de hecho, un ignorante médico y partero, William Smel- lie, que confundió, en efecto, tal como haría posteriormente Bartlett con Didacus Stella, el epígrafe del dibujo de un niño petrificado re­cién extraído de la matriz de su madre (Lithopaedus Senonensis) con el nombre de un escritor. Este desafortunado error fue observado por el doctor John Burton de York (original en el que se basó Sterne para su inolvidable retrato del doctor Slop), que era un inveterado enemigo del doctor Smellie. Sterne se aprovechó inmediatamente de este for­

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Cuando me encontré por primera vez con esta cita —en Burton, More, Koyré y todos los demás— me quedé no poco confundido ante esa truncada referencia a «Luc». ¿Se trataba de una alusión abreviada a Lucrecio o a Lúculo, a Lucilio o a Lucrecia, a Lucas, a Lucano, o a Luciano? ¿Era una referencia abreviada en latín a un tratado sobre la «luz» (lux)'? ¿O un tra­tado sobre un tipo de salchicha (la Lucanica de Horacio)? ¿O quizás un tratado sobre el elefante (Luca bos)? En una pa­labra, ¿quién era Luc? ¿Qué era? ¿Por qué le condensaban to­dos nuestros expertos en la materia?

Acto seguido abrí las páginas de mi ejemplar de las Quota­tions de Bartlett —casualmente se trata de la edición undé­cima (1939)— y encontré, con un sentimiento de evidente gra­titud, que Bartlett había ampliado completamente esa críptica alusión (para lectores ignorantes como yo) y la había escrito así: Lucano.

Gracias a Bartlett, mi ignorancia quedó curada, por medio de su embriagadora pócima, con una pequeña ración de cono­cimiento. Evidentemente, Didacus Stella había puesto el Afo­rismo en el volumen II, capítulo (?) 10 de un libro sobre Lu­cano (o, más exactamente, de Marcus Annaeus Lucanus, el ad­mirado poeta y sobrino del filósofo Séneca). Esto parecía bas·· tante sensato. Al fin y al cabo, este poeta de breve vidai de quien lo que no es más que leyenda dice que tuvo que largarse por piernas a fin de escapar de la ira de Nerón, tras haber cometido el fatal error de derrotarle en un concurso público de poesía (aunque, si hay que decir la verdad, de hecho ocu­rrió una cosa muy diferente: que Lucano manifestó temera­riamente su odio a la tiranía en su De Bello Civüi, obra que, aunque a menudo extravagante y rebosante de digresiones, si­gue de todos modos siendo uno de los más bellos y sinceros poemas de la Antigüedad, y luego, completando con actos las

c Ixx

tuito ejemplo de pedante metedura de pata. Lo que se trata de signi­ficar, por supuesto, es que ni Smellie a su manera ni tampoco Bartlett a la suya tenían por qué poner esta pista falsa en mitad del camino de nuestras pesquisas. Yo diría que el buen doctor Smellie era una persona incorregiblemente solemne; de otro modo, no creo que hubiese tenido fuerzas para instalarse en una propiedad llamada Smellom [cuya raíz, al igual que ocurre con el apellido Smellie, es smell, «olor»; por otro lado, smeüy significa maloliente].

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palabras, se empeñó de forma más temeraria incluso en par­ticipar en la conspiración pisoniana contra el emperador, cosa que, una vez descubierta, le obligó a él, como también obligó a Pisón, de acuerdo con la costumbre de la época, a suicidar­se); este poeta, decía, hombre ingenioso, generoso y valiente, fue muy estimado en el siglo xvi, tal como había ocurrido en los siglos anteriores. ¿Acaso podía haber algo más natural, por lo tanto, que el hecho de que Didacus hubiera formado parte de esa numerosa grey de cantores de alabanzas dedicadas a Lucano?1

Esta inferencia tan convincente dejaba todavía una pre­gunta pendiente de respuesta. ¿Fue el propio Bartlett quien contribuyó a la expansión clarificadora del abreviado «Luc.» de Burton y lo convirtió en la referencia abierta a Lucano? ¿0 fueron, quizá, Christopher Morley y Louella D. Everett, coeditores de la postuma edición undécima de las Familiar Quotations? (Bartlett falleció 34 años antes.)

No era difícil de encontrar la respuesta a esta pregunta. Yo sabía, por supuesto, que Bartlett había publicado la pri­mera edición de su compendio del ingenio y el saber huma­nos en 1855, poco después de convertirse en propietario de la Librería Universitaria, y poco antes de que adoptara su resi­dencia en la Brattle Street de Cambridge, tu propia ciudad de adopción.2 También sabía que este manual tan extraordina­riamente útil tuvo nueve ediciones durante la vida de Bartlett (muchas menos que las veintiocho que alcanzó el Thesaurus en vida de Roget, pero notablemente más que las cinco edicio­nes de la Anatomy of Melancholy que animaron los años que

1. ¿Y quién, en aquellos tempranos siglos, tenía una relación espe­cialmente estrecha con Lucano? Aun careciendo de la información exac­ta, casi se podría, sin embargo, inferirla. Esa persona era, sobre todo, el propio Bernard de Chartres que, como dice Haskins, «siempre esta­ba a vueltas con Virgilio y Lucano», y, junto a él, John de Salisbury, para quien «Lucano [era], verdaderamente, el poeta doctitissimus» (o, como diríamos ahora nosotros, «un poeta muy culto»). Así pues, ya puedes ver por qué esa ampliación del críptico «Luc.» realizada por Bartlett, que transformó la abreviatura en el inconfundible «Lucano», se hizo inmediatamente merecedora de mi gratitud. Pues, de hecho, Lucano estuvo íntimamente vinculado con los que dieron su origen y transmitieron el Aforismo en aquel renaciente siglo xn,

2. También sabía, casualmente, que a Bartlett le gustaba jugar al whist y pescar truchas. De hecho, su ardiente pasión por la pesca llegó a ser muy conocida desde que James Russell Lowell publicó su poema pesquero: A John Bartlett, que me envió una trucha de siete libras.

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vivió Burton), Para descubrir la identidad del benefactor que me había puesto sobre la pista de Lucano, por lo tanto, bas­taba con que ojeara las anteriores ediciones de las Quotations a fin de comprobar en qué momento se citó por primera vez el Aforismo tomado de la Anatomy de Burton, y cuándo se introdujo por primera vez la clarificadora ampliación del nom­bre de Lucano.

Esto es lo que he hecho. (O, a fuer de sincero, esto es lo que he hecho por poderes, a través de los amables oficios de Harriet Zuckerman y David Michael Levin, pues yo prefiero la rusticidad de mi biblioteca casera a la urbanidad de las biblio­tecas de Columbia.) Los resultados de esta exploración sirven para abrirnos los ojos. Para empezar, fue el propio John Bart­lett, y no sus coeditores postumos, quien citó por vez primera la cita que Burton tomó de Didacus Stella. Evidentemente, esto no le resultó fácil, pues Bartlett tuvo que esperar a que transcurriesen 36 años a partir de su primera edición para, en la novena (de 1891),3 localizar el Aforismo que Burton tomó de Didacus. Y es en esta primera referencia en donde Bart­lett, que evidentemente quería montarse sobre los hombros de Burton, facilita la ampliamente extendida referencia : Didacus Stella en Lucano 10, tom. ii.

Lo que el propio Bartlett nos proporciona en la 9a. edición, Nathan Haskell Dole, editor de la 10a., lo repite tal cual, mien­tras que Christopher Morley y Louella D. Everett, editores de las ediciones lia. y 12a.; lo reiteran con sólo alguna variación muy matizada:

9a. edición: Didacus Stella en Lucano 10, tom. ii 10a. edición: Didacus Stella en Lucano 10, tom. ii lia. edición: Didacus Stella en Lucano 10, tom. I I 12a. edición: Didacus Stella en Lucano 10, tom. I I

Al dirigimos hacia Lucano y liberarnos así del pesado tra­bajo consistente en buscar la identidad de aquel críptico Luc.,

3. Ya en la quinta edición, de 1868, Bartlett cita las versiones del Aforismo formuladas en el siglo xvn por Thomas Fuller y George Her­bert, y a comienzos del siglo xix por Coleridge (que conocía y amaba profundamente la obra de Fuller). Estas citas siguen presentes en todas las ediciones posteriores. Pero siento decir que no ocurre lo mis­mo con la cita que procede de Night Thoughts (vi, verso 309) de Edward Y o rk , que toca tangencialmente nuestro Aforismo: «Los pigmeos en pigmeos se quedan, aunque suban a los Alpes; / Y pirámides se que­dan las pirámides, aun en los valles.»

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Bartlett y sus sucesores han hecho que contraigamos una gran deuda para con ellos, la cual, a su vez, nos induce a tener que perdonarles por el fallo que cometieron al convertir a Didacus Stella en parte del título de un libro. Y sin embargo, a pesar de su gran ayuda (que llega hasta el detalle de convertir ese diminutivo y quizás oscuro «tom. ii» en el elevado y visibilí­simo «Tom. II»), nuestra familia de compiladores ha dejado sin resolver un asunto crucial. ¿Fue el propio Didacus Stella quien recogió el Aforismo en su comentario acerca de Lucano, o bien se limitó Didacus a citar el empleo que del Aforismo había hecho ya el propio Lucano? Tal como habrás compren­dido inmediatamente, esta cuestión crucial nos hace llegar al momento más decisivo de toda nuestra investigación. Pues si resultara que fue el propio Lucano quien escribió el Aforismo, eso equivaldría a decir que sus orígenes se remontan al siglo r de nuestra era, ¡más de un milenio antes que Bernard de Char­tres! Si yo consiguiera demostrar (con la ayuda de Bartlett et a l) que Lucano lo dijo primero, ¡nos encontraríamos ante un descubrimiento literario comparable al descubrimiento, por parte del coronel Isham, de los documentos de Boswell en el castillo de Malahide, o al descubrimiento, por parte de Leslie Hotson, de las verdaderas circunstancias de la muerte de Kit Marlowe!

La perspectiva de un descubrimiento así asusta casi tanto como atrae. Pero, pese a la ambivalencia, ¿cómo debería pro­ceder yo ahora? ¿En qué lugar de los diez libros del poema épico que Lucano tituló Pharsalia (sobre la guerra civil entre César y Pompeya) debo buscar ei Aforismo?

Y ahora, una vez más, las Familiar Quotations de Bartlett vienen a echarme una mano. Porque en su más reciente edi­ción, que no sólo es la decimotercera sino que coincide ade­más con que es la edición del Centenario, la de 1955, se nos proporciona la respuesta a este crucial interrogante, con todo lujo de detalles circunstanciales. La cita original de Bartlett, referida a Didacus Stella en Lucano 10, tom, ii queda decisi­vamente ampliada y dice ahora:

DIDACUS STELLA en LUCANO [39-65 d. de C.J: De Bello Civili, 10, II.

Como es comprensible, mi primer impulso consiste en salir corriendo hacia las bibliotecas de Columbia con intención de ponerle fin a mi investigación con un inesperado triunfo. Pero

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la honestidad rae exige que haga una pausa y exprese antes mi agradecimiento por estos bienes que tan gratuitamente me han sido brindados. Por si tuviese alguna duda respecto a la iden­tidad de Lucano, la 13a. edición del Bartlett pone entre corche­tes las fechas de nacimiento y muerte de este autor (unas fe­chas que, por supuesto, son casi tan singulares como una huella dactilar, sobre todo cuando van emparejadas a su nom­bre).4 Es más, por si hubiese podido tener algún problema a la hora de descubrir el libro en el que Lucano puede haber es­crito el Aforismo, el Bartlett X III me dirige a su bella obra sobre la guerra civil romana. Y, en último lugar, como si no bastara con toda esta largueza, el Bartlett X III me informa de que el Aforismo se puede encontrar en el libro décimo de esa obra, en su segundo capítulo, párrafo, o verso.

¿Cómo podría rendirles el tributo que merecen a los edito­res de la 13a. edición de las Familiar Quotations de Bartlett? ¿Cómo podría elogiar de forma cabal su modestia de eruditos (pues la portada no incluye ya los nombres de los editores, y nos fuerza de esta manera a atribuir el libro entero a la edi­torial radicada en tu vecino Boston, la Little, Brown and Company)? ¿Cómo, pues, podría mostrar a Little, Brown and Company todo el agradecimiento que me inspira el hecho de que nos haya dirigido no solamente a Lucano, sino incluso a Lucano, De Bello civili, 10, I I ?

De la única manera que puede hacerlo un erudito. Agen­ciándome lo antes posible el hallazgo literario que tan callada (y anónimamente) ha sido depositado sobre mi regazo, y co­rriendo a las bibliotecas de Columbia para examinar por mí mismo la fuente citada.

Y ahora que he hecho este viaje a la erudición: ¡Oh Bart­lett! ¡Oh Christopher Morley y Louella D. Everett! ¡Oh Little, Brown and Company! Animados por vuestro benévolo celo, animados por vuestro bienintencionado deseo de ser útiles y de no impedir que ese abreviado Didacus Stella in Luc. 10, tom. ii siga siendo tan críptico y oscuro como hasta ahora, ha­béis engendrado una fuente fantasma debido a un espantoso error. Habéis entrado a formar parte de las filas (aunque, â

4. Digo «casi tan singulares» solamente por no abandonar nunca la exactitud propia del erudito. Un par de Lucanos gemelos de idéntica longevidad neutralizarían, naturalmente, el valor de esa identificación.

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diferencia de ellos, con absoluta inocencia) de los creadores de fuentes inventadas, entre otros: Thomas Chaterton, el Niño de Oro, que a los doce años compuso los «poemas de Rowley» que atribuyó a un monje medieval, Rowley (cuya supuesta obra suscitó durante un tiempo el entusiasmo de Horace Walpole); James Macpherson, el poeta escocés que engendró supuestas traducciones del gaélico de una obra que atribuyó al bardo irlandés Ossian (una obra épica que no engañó ni por un mo­mento a Sam Johnson); y William Henry Ireland, aquel consu­mado inventor de manuscritos shakesperianos (y cuyo Hen­ry I I fue rápidamente delatado por Edmund Malone como brillante falsificación).

— No hay ni el más mínimo brillo del Aforismo en De Be­llo Civili de Lucano.

— Didacus Stella no escribió jamás una sola línea sobre Lucano.

— La abreviada referencia de Burton a Didacus Stella en Luc. no se refiere al pagano Lucano, el poeta de Roma, sino a su totalmente cristiano contemporáneo, al amigo y compañero de san Pablo y san Marcos: a san Lucas.5

La triste verdad es que la cita de Burton que se refiere a Didacus Stella en Luc, 10, tom. ti se refiere al décimo capítulo del segundo volumen de la obra de Didacus Stella

«In sacrosanctum Jesu Christi Domini nostri Evangelium secundiim Lucam Enarrationum.»

Resulta vejatorio pensar que he permitido que el industrio­so Bartlett me arrastrara consigo cuando infirió, lógicamente,

5. A estas alturas, tengo que reconocer, mal que me pese, que segu­ramente no eres capaz de descifrar mis garabateos. Pero Dorothy Edi- Ale, inexplicablemente, sí lo es. Le paso esta posdata a ella para que la convierta en un texto legible.

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r e v e r e n d i

P A T R I S F R A T R I SDIDACI STELLÆ,E X I M I I V E R B I D I V I N I

CONCÏONATORIS,O R D I N I S M I . N O R Y M

R E G V L A R 1 S Ο B S E R VA N T I /E,Prouinci® fan¿ti facobi, in facrofanttum

I e s v Chp i s t j Domini noihi fcuangelium fecundum Lu­

cam enarrationum

T O M V S S E C V N D V S ·Sditio njltima ab mthore recognita.

A N T V E R P I Æ ,Apud Petrum & Xoanncm Bellerús,

M. DC. x x i r .

Cum Gratta Q* Priuilegio*

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por el hecho de la popularidad de Lucano, que el «Luc.» de Didacus tenía que referirse forzosamente a él, y sólo a él. En el mejor de los casos, fue un error infructuoso, consecuencia, a su vez, de una cita perezosa.

Lo que hace que esta equivocación tan natural me resulte especialmente desconcertante es el innegable hecho de que me hubiera resultado muy fácil estrangularla en su nacimiento mismo con sólo acudir al artículo de Sarton en el que éste daba la clave de la verdadera identidad de Didacus y del tema de su libro. Como no lo hice, tuve que vivir, durante dema­siado tiempo, con el doble misterio de Didacus y de en Luc. 10, tom. 2. (Tampoco Bartlett me sirvió de ninguna ayuda.)

Pero ahora que he trepado a los hombros del que fuera mi mentor, Sarton, compruebo, para renovado embarazo perso­nal, que veo más lejos. Para empezar, porque Sarton propor­ciona un título decididamente truncado del libro de Didacus : In sacrosanctum Evangelium Lucae enarratio. Ahora que ya no estoy encerrado en mi despacho y que he buscado, rebus­cado y vuelto a rebuscar las pruebas que pueden hallarse en las bibliotecas de Nueva York, puedo informarte que este tí­tulo es incompleto, y que debería ser (tal como aquí repito, de acuerdo con los intereses de la verdadera y completa erudi­ción): In sacrosanctum I esu Christi Domini nostri Evangelium secundum Lucam enarrationum. No importa que sea Lucae o Lucam; el autor sobre el que Didacus escribe es el Lucas de la Biblia.

Tampoco se acaba esto aquí. Hace ahora varios siglos —desde Burton— los eruditos nos han recomendado que fué­ramos a buscar el Aforismo en «Didacus Stella, en Luc. 10, tom. 2», comenzando así una tradición que sería obsoleta an­tes incluso de resultar antigua. Pues permíteme que te diga francamente (y sin esa falsa modestia que es la culminación de la arrogancia): ¿quién, antes de mí, ha seguido la vieja nor­ma de la erudición, y acudido de hecho a Didacus Stella en pos del Aforismo? Nadie, según las pruebas con las que con­tamos. Incluso el incomparable Sarton estaba dispuesto evi­dentemente a repetir las instrucciones puestas por Burton en nota a pie de página, aunque sin la menor intención de seguir­las en la práctica. Tal como dijo el propio Sarton, con su ca­racterística integridad sin tacha, «probablemente Burton se refiere a la obra de Diego, In sacrosanctum...». A nadie con­fundirá la fuerza de ese «probablemente» (y yo he sido el que ha dispuesto el reforzamiento de la cursiva a fin de que todo

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el mundo lo note). Aun siendo un erudito de pies a cabeza, Sar- ton estaba anunciando que él no había comprobado por sí mismo la referencia. Y como ocurre en el caso de Sarton, tam­bién ocurre, maniñestamente, en los de More, Koyré y la mi­ríada de otros estudiosos (Bartlett incluido) que han citado rutinariamente la referencia de Burton a Didacus Stella, en Luc 10, tom. 2, sin tomarse la molestia de ver por sí mismos la fuente citada. Pero yo sí he hecho esa comprobación.

Repasando los archivos y libros raros de nuestras bibliote­cas de por aquí, encontré un tesoro: una edición de 1622, pu­blicada en Antwerp, de la portentosa obra de Didacus.1 A con­tinuación, miré el cap. X del libro, en busca de nuestro Afo­rismo, e hice otro hallazgo espectacular, otro descubrimiento cuya magnitud me asusta. La verdad es —¿cómo decirlo sin que parezca que soy un erudito de los pertenecientes a la más detestable raza, la de los fabricantes de sensacionalismos?—-, la recién descubierta verdad es que, cuando adscribió el Afo­rismo a Didacus Stella, Burton citó unas palabras fuera de su contexto. Es más, y esto lo digo literalmente, de hecho citó mal la versión que da Didacus del Aforismo.

c IxxiiiEl capítulo anterior terminaba con palabras muy duras.

Sin embargo, las pruebas, que han permanecido ocultas, sin que nadie se dignara a echarles una ojeada durante siglos, son inequívocas. A sabiendas de hasta qué punto esto va a provo­car un revuelo en el palomar de la erudición contemporánea, voy a darte las pruebas, palabra por palabra, y sacaré de pasó a la luz del día esa verdad que había permanecido en las som­bras donde estuvo duraderamente escondida. Te voy a propor­cionar sólo los detalles circunstanciales, con la esperanza de que también tú llegues a mis propias, y para mí inexorables, conclusiones. Burton citó a Didacus fuera del contexto apro­piado, y Burton no le citó con fidelidad completa.

Hablemos primero del contexto. Es una historia bastante conocida: otra muestra del síndrome anatópico o palimpsés-

1. Para que puedas reconocer el libro cuando te tropieces con él, te doy aquí una copia de su portada.

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tico. Al igual que otros muchos, antes y después que él, Burton abrevió su cita de Didacus, con lo cual obliteró el pasado rela­tivamente antiguo del Aforismo. Esta falta dio lugar al naci­miento de un mito que con el tiempo acabó consagrándose como si fuera un hecho real. El resultado fue que, desde la época de Burton hasta la nuestra, con Bartlett en el papel de cómplice, y gracias a la contribución mitificadora por parte de eminentes y cultivados eruditos que participaron inadvertida­mente en la misma operación, Didacus Stella ha sido visto como la principal fuente del Aforismo por los autores del si­glo XVII en adelante. Y todo esto ocurrió simplemente porque Burton escribió que «y yo digo con Didacus Stella que "Un enano sentado sobre los hombros de un gigante puede ver más lejos que el mismo gigante... "». Los numerosísimos lectores de las numerosísimas ediciones de la Anatomy of Melancholy de Burton no podían, por lo tanto, más que dar por sentado que Didacus fue quien dio origen al Aforismo, y a medida que fue­ron pasando los años, esta suposición inducida por Burton acabó fosilizándose hasta convertirse en lo que se tomó por un dato incuestionable. Ahora bien, ¿cuál es el auténtico dato que nos encontramos al leer por vez primera el comentario de Di­dacus? Éste y sólo éste: que Didacus se sitúa a regañadientes en el bando de la oposición en contra de los defensores de la sabiduría antigua entendida como la mejor y más amplia sabi­duría, y lo hace introduciendo el Aforismo con las palabras: «Lejos de mí la idea de condenar lo que tantos y tan grandes hombres sabios y hombres eruditos han afirmado; sin embar­go, sabemos bien que los Pigmeos... [y luego sigue el Afo­rismo].»

Así pues, en pocas palabras, Didacus se sitúa del lado de los modernos. Y aunque no diga con todas las letras que el Aforismo ha sido ya utilizado con este mismo propósito polé­mico antes que él, cualquier fiel lector de lo que se oculta en­tre líneas en su discurso puede suponer que así ha sido. Y, sin embargo, nada de eso encontramos en la cita que Burton hace de Didacus.

Quizás opines que todo esto no son más que inferencias, ya que todas mis afirmaciones acerca del contexto excluido se ba­san no tanto en lo que dijo Didacus explícitamente, como en lo que dijo implícitamente. Suponiendo que sea así, no discu­tiré contigo esta parte de mi descubrimiento. Pero sí mantengo que hay dos actitudes que se excluyen mutuamente. Si te em­peñas en decir que para que una prueba sea determinante

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tiene que ser literal —que esté en letra impresa a fin de que la pueda leer todo el mundo—, pasaré a la segunda parte de mi descubrimiento, que es estrictamente literal. Pues ahora ya puedo demostrar que, aunque Burton conservó el espíritu de la versión que dio Didacus del Aforismo, sacrificó, indiscutible­mente, su letra.

Como sin duda alguna sabes —pero lo repito para refres­carte la memoria—, Burton «citó» a Didacus de la siguiente forma :

«Pigmei Gigantum humeris impositi plusqitam ipsi Gigan­tes vident.»

Pero, ¿qué fue lo que Didacus escribió en realidad (al me­nos en esa edición de su libro que, publicada en 1622, quedó atrapada como un emparedado entre la primera edición de la Anatomy de Burton, publicada en 1621, en la cual no aparecía el Aforismo, y la segunda, publicada en 1624, en donde sí apa­recía)? El texto impreso está libre de toda clase de ambigüe­dades:

«Pygmaeos gigâtum humeris impositos, plusquam ipsos gi­gantes videre.»

Ahora, a fin de sofocar cualquier última duda que pueda quedarte al respecto, compara las dos versiones: la supuesta transcripción de Burton, y las palabras que escribió Didacus, Me dirás, sin duda, que son dos afirmaciones equivalentes, so­bre todo en cuanto se las traduce al inglés. No te lo voy a dis­cutir. Pero sí te pido que reflexiones sobre la verdadera tras- dencia del hecho, recién demostrado aquí, de que Burton no citó literalmente a Didacus, y que los eruditos, generación tras generación, han perpetuado su error porque la pereza les ha impedido examinar personalmente la fuente original. Si recha­zas la primera parte de mi descubrimiento tachándolo de «simple» inferencia que no alcanza la categoría de prueba lite­ral, tendrás también que rechazar la segunda parte por no ser más que «simplemente» literal y consecuente. Así pues, la mi­tad al menos de mi descubrimiento permanece incólume: o la parte inferida o la literal, me da lo mismo cuál elijas. (En lo que a mí mismo respecta, la cuestión es que creo, con todo el distanciamiento del que soy capaz en una ocasión como ésta, que las dos partes de mi descubrimiento soportarán hasta las

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más incisivas críticas. Pero quizá no sea yo la persona más ade­cuada para emitir un juicio, y dejo el veredicto en manos de la posteridad.)

c IxxivNo debemos alejarnos del asunto de Burton y Didacus sin

haber antes resuelto el asunto de ese cabo suelto que ha estado colgando por ahí a todo lo largo de nuestro relato. Me refiero a la relación que media entre Burton y Newton respecto al Aforismo: ¿es cierto, como mantuvo Sarton, que «Burton tomó la máxima de Diego de Estella, y Newton la tomó proba­blemente [rc.fr.] de Burton, cuya Anatomy había alcanzado ya su octava edición en el año (1676) en que Newton le escribió su carta a Hooke»? Pues bien, como ya sabes, nadie siente más respeto que yo por la erudición de Sarton, de la misma manera que nadie disfruta más que yo la lectura de la Ana­tomy of Melancholy. (Es más, la Anatomy de Burton me ha servido para explicar mis propios ataques de melancolía y «de­solaciones internas» en una medida mucho mayor de lo que jamás habrían podido hacerlo los descendientes intelectuales de Freud.) Pero llega un momento en el que el aprecio perso­nal debe retirarse a un lado para dejar paso al compromiso del erudito, y éste es uno de tales momentos. A pesar de Geor­ge Sarton, mi profesor y mi amigo, no es más que una simple inferencia —y, a la luz de las pruebas que he reunido, una in­ferencia desproporcionada— suponer que Burton fue la fuen­te de la que Newton tomó el Aforismo. Ni siquiera podemos decir con un mínimo de seguridad que Burton fue el principal diseminador del Aforismo en aquel siglo de grandes ingenios ingleses. Tanto antes como después de Burton hubo muchos filósofos, poetas, médicos, teólogos, traductores, plumíferos y renegados políticos que andaban atareadísimos en su esfuerzo por convertir en lugar común aquello que Newton inmortali­zaría utilizándolo una sola vez. Antes de Burton, y antes tam­bién de Didacus, el Aforismo había sido difundido por todas partes, a partir de su, en último término, única fuente: Ber­nard de Chartres. En cuanto a lo que ocurrió después de Bur­ton, no hace ninguna falta que te recuerde que no es en abso­luto cierto que post Burtonum, ergo propter Burtonum.

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CE ¡XXV

Ahora que ya hemos regresado a nuestro siglo de origen, con sus Goodman, Hakewill, Ross, Carpenter y todo el resto de pigmeos, y, por otro lado, Newton, su singular gigante, no hace falta que sigamos detalladamente la pista de las nuevas peregrinaciones del Aforismo. Por si quisieras una muestra de comienzos del siglo xix, te daré la de Coleridge: «Un enano ve más lejos que el gigante cuando tiene los hombros del gigante sobre los que montarse.»1 Fíjate en la característica habilidad literaria con la cual Coleridge evita comprometerse con la es­cuela de los enanos «sentados» o con la de los enanos «en pie»; basta con que el enano se limite a «montarse». Fíjate, además, y éste no es más que un nuevo ejemplo de la capaci­dad que tenía Coleridge para establecer distinciones tan sutiles como profundas, que en su versión el comportamiento del ena­no no queda determinado sino que resulta contingente; el enano ve más lejos cuando se monta sobre los hombros del gigante, lo cual equivale implícitamente a decir que no en to­dos los casos se eleva hasta esa eminencia, bien porque es demasiado miope como para darse cuenta de que ahí tiene una oportunidad para ampliar su campo de visión, bien porque, como ocurre en los países subdesarrollados, no tiene ningún gigante a mano.

Pasando del terreno de la filosofía poética al de la ciencia, y desplazándonos del siglo xn al xix, cerramos completamente el círculo al pasar de un Bernard (de Chartres) a otro Bernard (Claude), que no compara a los gigantes con la acumulación del saber científico, sino con otros grandes científicos:

«Los grandes hombres han sido comparados con gigantes sobre cuyos hombros han trepado los pigmeos, de modo que estos últimos ven más lejos que aquéllos. Esto significa sim­plemente que la ciencia progresa a partir de la aparición de grandes hombres, y gracias justamente a su influencia. De ahí se sigue que los sucesores de estos grandes hombres conocen muchos más datos científicos que los que esos mismos grandes hombres tuvieron a su disposición en su época. De todos mo­dos, un gran hombre sigue siendo un gran hombre, o, lo que es lo mismo, un gigante.»2

1. Samuel Taylor Coleridge, The Friend, Sec. I Ensayo 8.2. Publicada por primera vez en 1865, la Introducción al estudio de

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Más o menos en la misma época —mucho después de sus famosos días de precoz infancia— John Stuart Mill formuló proféticamente esta pregunta: ¿«Es el avance de nuestro inte­lecto un avance que tiende a prescindir del intelecto, de modo que suplimos nuestras deficiencias de gigantes con los esfuer­zos unidos de una multitud constantemente incrementada de enanos»? Es evidente que los ataques en contra de los equipos de obreros intelectuales comenzaron a ser lanzados hace mu­cho tiempo.

A medida qué el Aforismo avanza hacia nuestro propio si­glo, el lenguaje figurativo va quedando cada vez más truncado, pero permanece todavía la idea que lo informaba. Y se pro­duce lo que los psicólogos sociales dicen que son dos procesos recíprocos que concurren en la transmisión de los rumores: el proceso de nivelación, por medio del cual la versión original se va abreviando, queda desprovista de los detalles y así re­sulta más fácil de captar; y el proceso de realzamiento, por el cual se subrayan especialmente los detalles supervivientes. Esto es exactamente lo que le ocurre a nuestro Aforismo. Los gigantes, y también los enanos, quedan nivelados, a ras del suelo, sin apenas ninguna alusión a ellos, mientras que se con­servan los hombros como la única parte todavía reconocible de la figura bernardiana.

Así, nos encontramos con que el más erudito estudioso del pensamiento griego, Theodor Gomperz, dice de Luciano —y NO, fíjate bien, de nuestro Lucano, sino del ingenioso satírico griego cuya parodia de las historias de aventuras, La verda­dera historia, ejerció su influjo tanto en Rabelais como en Swift— que este escritor, Luciano, «era un espíritu burlón al que, por mucho que le disgustaran los cínicos, a menudo lo ve­mos de pie sobre sus hombros».1 Así, cuando vislumbramos la

la medicina experimental de Claude B ernard sigue siendo una mag­nífica relación de cómo realizan su trabajo los fisiólogos de mayor ta­lento; es en la página 42 donde aparece la figura de los gigantes y los enanos.

1. G om perz describe de este modo a Luciano en el segundo volu­men (p. 165) de The Greeks Thinkers, la traducción inglesa del original

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casi indisimulada antipatía que siente Gomperz por el burlón Luciano, y a sabiendas de que quienes se suben a los hombros de otros son, o bien enanos confesos (que, de hecho, pueden ser auténticos gigantes) o bien gigantes imaginarios (que, por no darse cuenta de que se apoyan sobre los hombros de otros, pueden perfectamente ser, en realidad, enanos), podríamos deducir, sin que nuestra conjetura sea demasiado arriesgada, que Gomperz está en efecto utilizando una versión fragmen­taria de nuestro Aforismo, pues no hay duda de que para él Luciano, pese a todo su ingenio, tiene rasgos de enano. De ma­nera que quizá podamos incluir a ese gran estudioso del pen­samiento griego entre los que se han colocado en esa larga fila de escritores que han utilizado nuestra figura. En cualquier caso, lo mejor será que le incluyamos, pues el Hofrat doctor Gomperz y su esposa Elise intercedieron repetidas veces en favor de Freud cuando Freud pretendía ser elevado al título de catedrático en su Viena natal, y, como veremos al final de esta carta, es Freud quien tiene indiscutiblemente la última palabra en la larga tradición del símil de los gigantes y los enanos.2

No hace falta que te esfuerces mucho por encontrar a Sir Michael Foster en el momento en que observa (en su History of Physiology, 1901) que «una de las lecciones de la historia de la ciencia nos dice que cada época trepa sobre los hombros de

alemán realizada por G. G. Berry (a diferencia de lo que ocurre con el primero, que fue traducido por Laurie Magnus, el cual, hablando desde el punto de vista del cognomento, hubiera sido el traductor más apro­piado desde un punto de vista simbólico.

2. ¿Consideras que estas credenciales son insuficientes para incor­porar a Gomperz a nuestra historia? Si fuese así reflexiona sobre los siguientes datos: Gomperz editó un volumen de obras de John Stuart Mill —el cual, como bien sabemos, sí adaptó el símil—, y este volumen fue traducido al alemán por Freud, cuando éste no era más que un estudiante.

Enfurecido por los enanos que le negaban un lugar bajo el sol académico, F reud se sintió profundamente agradecido a Elise Gomperz, que trabajó incansablemente con objeto de conseguirle una cátedra. Así, solía dirigirse cariñosamente a ella llamándola «Querida Protec­tora» y «Su Alteza», y se refirió respetuosamente al recuerdo que tenía de su «inolvidable esposo..., cuando yo era joven y tímido, tuve por primera vez ocasión de cruzar unas cuantas palabras con uno de los grandes hombres del campo del pensamiento». Todo esto, y más cosas, las encontrarás en The [315] Letters of Sigmund Freud, que fueron se­leccionadas y editadas por su hijo Ernest L. Freud y publicadas en Estados Unidos por Basic Books en 1960.

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las épocas precedentes. El valor de cada época no es, pues, totalmente suyo, sino que en parte, en gran parte, lo debe a sus antecesores».

Ese gran sabio que descolla entre los bramines filosóficos que tenéis en Nueva Inglaterra y que se llamaba Charles San­ders Peirce —cuyo apellido rima, tal como debería saber yo muy bien, pronunciado con acento estrictamente bostoniano, con hearse [tenebrario, o, también, coche fúnebre]— introduce un giro verdaderamente acrobático en la figura cuando dice que es necesario rescatar la filosofía para llevarla «a una si­tuación comparable a la de las ciencias naturales, en donde los investigadores, en lugar de discutir la obra de la mayor parte de sus colegas diciendo que yerra el camino de princi­pio a fin, colaboran con ellos, se yerguen los unos sobre los hombros de los otros, y multiplican así unos resultados indis­cutibles...»,3

A la altura del siglo xx, también los rusos han entrado a formar parte de las filas de los aforistas bernardianos, aunque solamente sea en el sector de las variedades truncadas. Esto es lo que descubrimos en Nikolai Ivanovich Bujarin quien, en 1931, fecha en la que escribió lo que sigue, era miembro de la Academia de Ciencias de la URSS, director del departamento de Investigaciones Industriales del Consejo Supremo Econó­mico, y presidente de la comisión de la Academia de Ciencias para la Historia del Conocimiento, posteriormente juzgado públicamente por traición, y exculpado en 1936, aunque sólo para ser detenido y ejecutado en 1938 bajo la acusación de haber participado en complots contrarrevolucionarios, de los cuales, según nos aseguran las autoridades soviéticas de la época posestalinista, era absolutamente inocente; descubri­mos, te iba diciendo, que Bujarin adoptó una versión simi­larmente abreviada de la figura cuando afirma que «la expe­riencia, que representa el resultado del influjo que ejerce el mundo exterior en el sujeto del saber en el proceso de su práctica, se encarama a hombros de la experiencia de otros».4

3. Argumenta en favor de esta hazaña en Pragmatism and Prag- maticism, que es el volumen v de sus póstumamente publicados Collec­ted Papers, publicados por Harvard University Press en 1934, en las páginas 274-276.

4. Esto lo escribió en su artículo Theory and Practice from the Standpoint of Dialectical Materialism, que leyó en el Congreso Inter­nacional de Historia de la Ciencia y la Tecnología celebrado en Lon­dres el año 1931, y que fue publicado en la colección de artículos de

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Ese mismo año, Frank Harris pregunta truculentamente en la página 265 de su calumniosa biografía Bernard Shaw, que «cuál es la base sobre la que se apoya Shaw para decir que está erguido sobre los hombros de Shakespeare».

No te resultará sorprendente encontrar ecos del Aforismo bernardiano en las obras de George Sarton, como cuando se refiere a tres ilustres botánicos del siglo xvi, todos ellos fla­mencos, de los cuales dice que «estaban erguidos sobre los hombros de sus padres alemanes, e hicieron mejor lo que éstos habían hecho antes que ellos», o cuando escribe acerca de Cario Ruini, aquel bolones que era jurista y también anató­mico equino, de quien dice que «estaba encaramado a hom­bros de Vesalio y de otros, y aplicaba los métodos de ellos al caballo».5

Tu colega historiador —-y también colega mío de Colum­bia— Herman Ausubel, que probablemente esté reflejando la sociedad masificada en la que (según se dice) vivimos, le im­prime otro giro al Aforismo cuando describe a los Victorianos como «gigantes de enormes hombros sobre los que las gene­raciones sucesivas de ingleses —y también de otros pueblos- han podido encaramarse muy confortablemente».6

los delegados procedentes de la URSS bajo el título de Science at the Cross Roads.

No fue probablemente accidental (como dicen los marxistas) que Bujarin utilizara esa expresión truncada: «Se pone en pie sobre los hombros de...» Al fin y al cabo, Friedrich E ngels había adoptado reite­radamente esa misma expresión en la segunda parte de la nota que prologa La guerra de los campesinos en Alemania (es decir, la parte que escribió en junio de 1874, a diferencia de la primera parte qué preparó para la entonces nueva edición de 1870), en donde observó: «Del mismo modo que el socialismo teórico alemán no olvidará nunca que se apoya sobre los hombros de Saint-Simon, Fourier y Owen... tampoco el movimiento de los obreros alemanes debe olvidar jamás que se desarrolló sobre los hombros de los movimientos inglés y fran­cés, que pudo limitarse a utilizar la experiencia que tan cara les había costado a ellos, y consiguió así evitar sus errores, que en su época fueron casi inevitables.» (La cursiva, por supuesto, es mía en todos los casos.)

5. Debería quizás añadir (según Sarton) que Ruini NO descubrió la circulación mayor de la sangre a pesar de lo que dijo, en sentido contrario, la escuela de veterinaria de Bolonia. Descubrirás los argu­mentos que permiten rechazar esta pretensión errónea de prioridad, así como los símiles truncados, en la obra de Sarto n Appreciation of Ancient and Medical Science during the Renaissance, publicada en 1955 por la University of Pennsylvania Press, pp. 100 y 123.

6. H erm an am plía considerablem ente esta figura en su lib ro sobre

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El rápido avance de la ciencia ha permitido que al menos un filósofo e historiador de la ciencia haya podido salir del aparente atasco constituido por el espinoso problema de cuál es la posición exacta que adoptan los enanos sobre la eminen­cia de los gigantes. Pues, tal como han calculado en primer lugar Gerald Holton, Derek J. de Solla Price, y después otros muchos, un 80 o 90 por ciento de todos los filósofos que ha habido en la historia son personas que están vivas en la ac­tualidad. A fin de analizar esa idea acentuadamente moder­nista, según la cual, gran parte de lo que sabe la ciencia en nuestros tiempos ha sido descubierto en nuestra propia épo­ca, Holton, en su discurso de presentación de un simposio en el que numerosos físicos de gran fama tenían que informar acerca de la historia de sus principales descubrimientos, hizo alusión a «esa metáfora tan desastrosamente confusa : pues en las ciencias, sólo ahora hemos conquistado el honor de estar sentados codo con codo junto a los gigantes sobre cuyos hom­bros nos encaramamos».7

Últimamente, el Aforismo ha proporcionado una mezcla de consuelo y desesperación a mis colegas de la sociología. Del lado de los optimistas, Howard Becker dice de nuestro gremio que «estamos erguidos sobre los hombros de nuestros prede­cesores, y en consecuencia vemos más lejos, en muchas direc­ciones importantes, de lo que jamás pudieron ver ellos».8 Del lado pesimista, otro sociólogo (que lo mejor será no citar por su nombre) ha hecho una adaptación acrobática del símil, a fin de subrayar «una de las diferencias que separan las cien­cias naturales de las sociales... En las ciencias naturales, [se nos dice] cada nueva generación se encarama a hombros de los que han vivido antes, mientras que en las ciencias sociales cada generación pisotea el rostro de sus predecesores».9

los reformadores del final de la época victoriana: In Hard Times, que fue felizmente publicado por la Columbia University Press el año 1960.

7. Encontrarás la figura compuesta del estar-sentado-en-pie en Ge­rald H o lto n , On the recent past of physics, «American Journal of Physics», diciembre de 1961, 29, 807. Derek J. de S olla Price propor­ciona un contexto suplementario para esta figura en la primera página de su gran librito, Little Science, Big Science, publicado, como es na­tural, por la Columbia University Press en 1963.

8. El artículo en el que B ecker expresa esta opinión (en la página 380) se titula, sintomáticamente, Vitalizaing Sociological Theory, que fue impreso en la «American Sociological Review» el mes de agosto de 1954.

9. Como de todos modos no se mantendrá su anonimato, será me-

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(E IxxviiPero ahora se me acaba el tiempo y no tengo apenas posi­

bilidades de poder dar una respuesta a tu pregunta con to­dos los detalles que podrían serme exigidos. Yendo al meollo de la cuestión, lo esencial es que el Aforismo de los enanos sobre los hombros de los gigantes es un equivalente aproxi­mado a esa idea sociológica del siglo xx, según la cual, los descubrimientos científicos emergen de la base cultural exis­tente y por consiguiente acaban siendo, en condiciones que se pueden definir razonablemente bien, prácticamente inevita­bles. Ahora sabemos que el verdadero origen del Aforismo está en Bernard de Chartres {situado sobre los hombros de sus predecesores, sobre todo Prisciano). Y, tal como habrás podido ver en el pequeño muestreo de ejemplos que he reu­nido para ti, el Aforismo avanzó lentamente hacia el siglo x v ii , hasta que fue recogido por Newton, momento en el cual quedó para siempre vinculado a su nombre. Imagino que te resultará muy útil la siguiente lista apresurada de algunos (aunque en absoluto todos) los momentos en los que ha sido utilizado el Aforismo, antes y después de Newton, y cuya pista he logrado localizar (principalmente en mi casa, con posteriores ayudas debidas a las fuentes que se encuentran en las bibliotecas pú­blicas de Nueva York, y en las de Columbia).

c. 1126 Bernard de Chartres

Siglo XII John de Salisburyc. 1150-1200 Alexander Neckam1180 Peter de Bloisc. 1190 Alan (de Lille? de Tewksbury?)Siglo XIII Henricus BritoSiglo XIII Isaías ben Mali de Tranic. 1280 Zedekiah ben Abraham 'Anav1306-1320 Henri de Mondeville1363 Guy de Chauliac1531 Johannes Ludovicus Vives (Juan Luis Vives)

jor que te diga francamente que el responsable de esta observación es David Z eaman ; sus palabras se encuentran en ei artículo «Skinner’s theory of teaching machines», publicado en Eugene Galenter, éd., Auto­matic Teaching: The State of the Art (Nueva York: John Wiley & Sons, 1959), 167.

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1574 Azarías de Rossi1578 D idacus ' Stella (Diego de Estella)1581 Alexandre Dionyse1601 François Martel1605 Josephus Quercetanus (Joseph Duchesne)1616 Godfrey Goodman1621 Nathanael Carpenter1624 R obert B urton

c. 1625 John Donne (?)1627 George Halcewill1634 Marin Mersenne1642 Thomas Fuller1649 John Hall1651 Alexander Ross1665 Marchamount Nedham (periférico)1667 Thomas Sprat1676 I saac N ew ton

1690 Sir William Temple1692 Sir Thomas Pope Blount1705 William Wotton1812 Samuel Taylor Coleridge1865 Claude Bernard1868 John Stuart Mill1874 Friedrich Engels1901 Sir Michael Foster1902 Theodor Gomperz1905 Charles Sanders Peirce1931 Frank Harris1931 Nikolai Ivanovich Bujarin1942 Robert K. Merton1954 Howard Becker1955 George Sarton1959 David Zeaman1960 Hermann Ausubel1961 Gerald Holton intemporal S igmund Freud

CE IxxviilLa historia completa queda pendiente de una futura carta,

pero quizá pueda hacer una pausa provisional en mi esfuerzo

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informándote acerca del episodio que corona todas las utiliza­ciones previas del Aforismo, Como era de esperar, es otro gi­gante, esta vez Freud, quien aclaró su trascendencia de una vez por todas. La ocasión se produjo cuando Stekel, aquel no deseado discípulo de Freud —quien opinaba de aquél que era un nada escrupuloso sujeto que sólo fingía ser científico—- intentó hacer un uso egoísta del Aforismo.1 Stekel había lle­gado a estar convencido de que sus ideas superaban a las del maestro. Lo cual gustaba de expresar diciendo, con arrogante modestia, que un enano situado sobre los hombros de un gi­gante puede naturalmente ver más lejos que el propio gigante. Y, cuando el gigante oye decir esto, contesta con una aplastan­te réplica: «Es posible que eso sea cierto, pero no lo es en el caso de un piojo situado en la cabeza de un astrónomo.» El Aforismo hace mutis.Un saludo de

Ahora que se ha terminado esta historia, debería informar­te acerca de su título de trabajo —a distinguir del título ofi­cial—, que muy pronto se me impuso por sí solo. Como escri­tor que siempre tienes alguna obra en marcha (o que sólo pasas breves períodos entre una obra y la siguiente), no te sor­prenderá saber que encontré una etiqueta privada para el ma­nuscrito en cuanto lo comencé. Es una experiencia común para todos los que escriben. En mi caso, ocurrió que encontré el título oficial casi al principio. Pero, a medida que los días dedicados a la redacción de esta carta se iban convirtiendo en semanas, esta larga etiqueta ya no me servía para los fines pre­vistos. Al fin y al cabo, difícilmente podrías esperar de mí que dijera, cuando me instalaba cada mañana en mi despacho para escribir nuevas pero previsibles páginas:

—Y, ahora, otra vez A hombros de gigantes.Esto hubiera sido más o menos equivalente a dirigirme a

1. La imagen que Freud se hizo de Stekel puede ser reconstruida a partir del siguiente episodio: Emest Jones «le preguntó una vez a Freud si creía que el "yo ideal" era un atributo universal, y Freud le contestó con expresión perpleja: "¿Crees que Stekel tiene yo ideal?"».

P.S

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un viejo amigo con un, «oiga usted, Mr. Bernard Bailyn», en lugar de, por ejemplo, «oye, Bud».

Y así, de forma quizás inevitable en este siglo de siglas, On the Shoulders of Giants [A hombros de gigantes] que­dó muy pronto abreviado y convertido en otsog . Hay, por su­puesto, sobreabundantes precedentes para esta clase de deca­pitación de las palabras de un título, seguida de la recolección de las letras decapitadas hasta formar con ellas lo que aparen­temente es un neologismo creado para cierto uso especial. Prácticamente todos los departamentos de la vida social po­seen su propia provisión de esta clase de decapitaciones titu­lares. No diré nada acerca de los CBS e IBM del mundo de la industria, ni acerca de los UNICEF y los OTAN del mundo de la política internacional, ni tampoco acerca de los SEC y los HEW de los departamentos pacíficos del gobierno de nuestra nación. Pero sí que quiero decir alguna cosilla sobre el último paso dado en esta dirección (paso que no fue previsto ni si­quiera por esos proféticos estudiosos de las extravagancias del lenguaje que fueron Rabelais, Swift y Sterne) : la abreviación de las abreviaciones en los departamentos militares de nuestro gobierno. Toma por ejemplo el caso que nos proporcionan Ber­gen y Cornelia Evans (ese genial equipo de fraternales lexicó­grafos que entre nosotros solemos llamar, cariñosamente, B&CE). Me refiero al caso del CSCN/CHSA. Inmediatamente reconocerás aquí la versión en siglas de la disposición eufónica de las sílabas COMSUBCOMNELM/COMHEDSUPPACT (que, evidentemente, es a su vez una abreviatura del título de Co­mandante, Comando Subordinado, de las Fuerzas Navales de los U.S. en el Atlántico Este y el Mediterráneo, Comandante, Cuartel General de Actividades de Apoyo).

Esta deslumbrante perla de la abreviación, este macróni- mo, consigue establecer el contraste entre el brillante valor del militar, y la deslucida timidez del erudito. De manera que no haré ningún intento de entrar en una competencia tan desi­gual. De modo que no traté de superar esa grandiosa confi­guración de sílabas que es COMSUBCOMNELM/COMHED­SUPPACT por medio de esa otra amalgama tan obviamente inferior que hubiera sido ONTHESHOFGITS. Sino que preferí atenerme a otsog, pues me pareció que bastaba para mis fines. Y, tengo que decirlo, cuanto más tiempo viví con mi otsog , más a gusto me fui encontrando con él. (La contracción misma parece poseer cierta entonación afectuosamente positiva. De hecho, es posible que hayamos encontrado aquí una conside-

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rabie generalización de la experiencia humana. Pues fíjate en que, aunque hablamos afectuosamente de fd r [Franklin De­lano Roosevelt] y de j f k [John Fitzgerald Kennedy], parece, y esto es lo interesante, que nunca hemos tenido fuerzas para referirnos a w g h (Warren Gamaliel Harding) ni a su lacónico sucesor cc [Calvin Coolidge]. Por lo que se refiere al sedicente conservador bg [Barry Goldwater] no podemos sino quedarnos boquiabiertos.)

Otsog tiene muchas y muy diversas virtudes como palabra descriptiva. Reflexiona solamente sobre éstas:

— Es una palabra fea. Su misma fealdad llama la atención, y la convierte así en una palabra memorable.

— Es una palabra pasmosamente única. De sonido y aspec­to remotísimos en relación con todas las demás palabras del idioma, no puede ser fácilmente confundida con ninguna de ellas. Esto tiene la ventaja adicional de mantener mi impres­criptible derecho de haber sido quien le dio origen (aunque no el de ser su poseedor perpetuo, pues la pongo ahora en el do­minio público).

— No habrá jamás posibilidades de que se convierta en una palabra de moda. Fea y única, se salvará del triste destino de las que son destrozadas por su constante utilización, hasta acabar convirtiéndose en un gastado tópico.

— Es una palabra corta. Se divide decisivamente en dos sí­labas, incluso ante el ojo menos experimentado en materia de filología. Es, por tanto, fácil de escribir y de pronunciar.

— Es una palabra autofabricada. Dicho de forma más so­ciológica, ocupa un lugar que no depende de sus antecedentes sino que resulta de sus propios esfuerzos. No obstante,

— Es una palabra carente de ambiciones. No necesita de ninguna etimología conjeturada que establezca unos orígenes fantasiosamente nobles. En una palabra,

— Es una palabra ordinaria, casera, y nada afectada. No se distingue por su rango o su posición, sino que forma parte, ahora y por siempre jamás, de las palabras comunes. No hay aquí huellas de ningún tipo de ostentosa derivación del aristo­crático griego ni del patricio latín. Por su aspecto y sonido re­cuerda a idioma tan poco pretenciosos y sencillos como el anglosajón y el escandinavo.

— Es una palabra sencilla: abierta, manifiesta, inconfun­dible; honesta, simple, llana y absoluta; está desprovista de todo ornato; formada por muy pocos ingredientes, ni especial-

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mente sabrosos ni tampoco muy sazonados; está libre de toda duplicidad o trampa; es una palabra honrada, sincera y franca, que evita toda ambigüedad, toda evasiva, todo subterfugio; es una palabra directa, tal cual.

— Es una palabra ampliamente onomatopéica. Su prime­ra sílaba recuerda al enano corso que nació en la montaña de Stata Ota, y la segunda a la Tumba de los Gigantes, el círculo de monolitos que se encuentra en Lugna Clogh, cerca de Sligo, y también al óvalo de monolitos que hay en Ballymascan- lan, cerca de Dundalk, en Louth (que, como sabemos ahora, fue llevado hasta allí por el gigante Parraghbough M’Shag- gean).

— Es también, aunque sólo ligeramente, una palabra ono­matopéica en un sentido completamente simbólico. ¿Hay aca­so otra palabra capaz de captar mejor que ella el tono y el sa­bor, el carácter técnico y estético de ese tipo de minuciosa erudición que, sin dejarse arrastrar jamás por las pistas fal­sas que van surgiendo por el camino, se dedica de forma ex­clusiva a ir en pos de un problema escurridizo (que, parteno- genéticamente, consigue engendrar otros numerosos proble­mas), de modo que la investigación resulta en todo momento disciplinada, y está guiada por un permanente sentido de lo esencialmente pertinente?

— En pocas palabras, ¿hay, aparte de otsog , alguna otra palabra capaz de captar plenamente y en todos sus lineamien- tos ese tipo de erudición formado por

ejemplos de precisión demostrativa, ataques de peripecia, ingeniosa fabricación de neologismos, escombros de historia olvidada,gran abundancia de dogmas anticuados tanto históricos

como sociológicos, agradables absurdos,equitativas proporciones de lo siniestro y lo diestro, cautelosos motes y poco o ningún dramatismo de tipo vul­

gar,todas las diversas pausas gramaticales (, ; :), elipsis (...),

aposiopesis (---) e incluso (cuando resulta necesario) y frente la firme oposición de Lord Macaulay, toda clase de interpola­ciones (---- ( ) y [ ]), aunque teniendo mucho cuidado de {evi­tar todo exceso de subrayados apostróficos!,

modulada entonación de las verdades fundamentales, en esa zona intermedia que equidista tanto del grito como del si­

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lencio absoluto, la cual, según creo, recibe el nombre de meio- sis [atenuación]y

sólo un leve soupçon de galicismos, un modicum de latinis­mos, un suspiro de escocismos, y un buen montón de anglosa- jonismos?

Todo esto queda captado en la palabra otsog, tanto en su sonido como en su aspecto. Pero ni siquiera estas caracterís­ticas hasta aquí enumeradas pueden agotar las aparentemente inagotables virtudes de esta palabra. Ya sé que en muchas ocasiones anteriores han surgido en el enfebrecido cerebro de algunos autores, palabras de versatilidad comparable, pero sólo para terminar siendo neologismos tan específicos que se utilizan en una sola ocasión, sin duda preciosa, pero de los que jamás se vuelve a oír hablar. Felizmente, sin embargo, otsog posee otra virtud que, en mi opinión, la inmuniza contra tan duro y solitario destino. Pues, tal como tú mismo habrás po­dido comprobar por tu cuenta, otsog se adecúa a las mil mara­villas para todas las diversas derivaciones verbales y forma tanto nombres como adjetivos, verbos y adverbios.

o tsog , n. apretado te jid o n arra tivo que rinde e l d eb ido tr i­bu to a la erud ición , sin o lv idarse del respeto ex ig ido p o r la pedantería ; tam bién, espécim en ex traord inariam en te di­vers ificado (y generosam ente paren te tizado ) 2 de abnegada erudición

otsog , V. p ractica r esta clase de erud ición oTSo gable, a, susceptib le de ser con vertido en un otsog otsogal, a. de o re la tivo a otsogs y otsogers OTSOGALLY, adv. al m odo otsogal o tso g alo re , a, generosam ente otsogalOTSOGAMY, n. 1. estado, reg la o costum bre de vincu lación

m atrim on ia l con la otsogery2. peligroso estado mental o afección psí­

quica3. matrimonio de otsogers (propenso a la

inestabilidad)4. (acepción inculta, pero que podría llegar

a ser muy divulgada) dícese de aquello que posee el sabor de una muestra de otsogery

2. Y abundantemente anotado a pie de página.

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que ha s ido m antenida a buen recaudo has­ta un m om ento en que ya está «pasada »

OTSOGARiAN, a. itifrec. re la tivo a un otsog o una otsogery o TS o gashed , a. persona herida en lo v iv o p o r un otsog o TS o gasp, sust. repen tina asfixia p roducida p o r agotam ien to

del ox ígeno pu lm onar, o p o r desm ayo, durante la lectura de un otsog {otso gasp es tam bién e l acrón im o com pleto , pues incluye e l t ítu lo y e l subtítu lo )

o ts o g e r , n. persona que com ete un otsog; específicam ente, p ractican te em pedern ido del a rte de la otsogery

o ts o g e r is t , n. sin., de otsoger (se considera que ésta es una fo rm a más e legan te)

o ts o g e r iz e , -ise, V. costum bre genera l de p ractica r la erudi­c ión de t ip o otsog (a d istingu ir del espécim en concreto, y, p o r supuesto, del fragm en to m inúsculo [q u e rec ib e e l nom ­b re de otsogismj)

OTSOGESCE, V. tnfrec. adoptar aspecto de otsog o tso g fid ia n , n. verdadero creyen te en e l a rte de la otsogery OTSOGGiNG, sust. verb, acción de otsog, v.OTSOGIANA, m co lecc ión de otsogsOTSOGiFY, V. p resen tar un p rob lem a erud ito en fo rm a otsogal o TS o g ild , OTSOGUILD, n. herm andad o co frad ía de otsogers otsog in ess , n. c ie rto estado general, o a fección particu lar de

(una m uestra d e ) erudición (com o en: E ste lib ro rebosa deotsoginess)

OTSOGiRL, n. m u jer jo ven y so ltera que p ractica e l otsog; tam bién se extiende hasta abarcar a la otsoger de género fem en ino, casada y m adura

OTSOGiSM, n. doctrina de la otsogery’, tam bién, fugaz m uestra de otsogery

o TS o g is t, n. sinon, de otsoger (uso poco recom endado) OTSOGITY, n. e l hecho de ser un otsog; tam bién, e jem p lo de lo

an terio ro TS o GiVERSE, n. m undo creado p o r otsogery OTSOGLAD, a. OÍÍOg-felizOTSOGLE, v. lanzar m iradas de adm iración , o de tip o insinuan­

te, a hom bres m odestos que van m ontados sobre los hom ­bros de gigantes; «com érse los con la v is ta »

o t s o g lin g , n. jo ven otsoger, tam bién, otsoger b a jito OTSOGLOOM, n. la n egra m elancolía que resu lta a veces p rovo ­

cada p o r una dosis fu erte de otsogiana o ts o g r e , n. m onstruoso otsog de aspecto a tem orizador o tso g re ss , n. un otsogre de tendencia fem en ina

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OTSOGURIENT, n. obsoleto, infrec, dícese de la persona que su­plica que se la otsogerize

Estas pocas palabras derivadas apenas si arañan la super­ficie de todo ese campo derivativo al que con tanta facilidad se presta otsog, pero quizá basten para que te hagas una so­mera idea de sus posibilidades. Podemos añadir a esta lista el clásico complemento de las palabras compuestas: eligiendo al azar, basten como ejemplos mock-otsogery lotsogery fingi­da] (pero digo terminantemente que no al barbarismo pseudo- otsogery), otsoglike [parecido a un otsog] , otsogwards [ten­dencia al otsog], y otsogcraft [arte del otsog]. A medida que vaya progresando la ciencia médica, necesitaremos nuevos tér­minos para designar las nuevas afecciones que vayan siendo identificadas; en especial las otsogpsicosis (que, de momento, se dividen claramente en otsogmanías y otsogfobias; esta úl­tima se ha extendido a tal escala que ha llegado a crear un grave problema para los que somos otsogers convencidos).

Pero no debo violar el sentido de nuestro Aforismo insi­nuando ni por un momento que esta alfabetitis tan insignifi­cante que padecemos en la actualidad es una cosa singular de nuestra época. Al pergeñar el término otsog no he hecho, una vez más, otra cosa que montarme sobre los hombros de nues­tros antepasados culturales. Pues como sin duda recordarás, hay una leyenda que cuenta el sentido especial que le fue atri­buido al acrónimo cabal, allá por 1672, cuando los cinco mi­nistros de Carlos II de Inglaterra que firmaron el tratado de Alianza con Francia para la guerra contra Holanda resultaron llamarse Clifford, Arlington, .Buckingham, Ashley y ¿Lauderda­le. Desde entonces sabemos cómo describir, de la forma más económica que pueda concebirse, aquellas intrigas secretas o privadas de carácter siniestro, formadas por un número redu­cido de personas. Doy gracias a la Musa por haberme conduci­do más bien hacia la dulce inocencia y honestidad de o tsog .

264.

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Epílogo

El mes de agosto de 1957 Robert K. Merton pronunció la Conferencia Presidencial en la reunión anual de la American Sociological Society. Doy por sentado que la Conferencia no incluyó todos los materiales posteriormente publicados en la «American Sociological Review», Vol. XXII, núm. 6, diciem­bre, 1957, con el título de Priorities in Scientific Discovery: A Chapter in the Sociology of Science, sino solamente lo esen­cial. Lo que Merton proponía es la búsqueda de alguna forma de explicar un fenómeno que se da de vez en cuando a lo largo de la historia de la ciencia, el de la aparición de disputas acer­ca de la cuestión de la prioridad. ¿Quién descubrió qué, y cuándo? Merton mencionó entonces varios enfrentamientos de este tipo, entre otros los siguientes : Galileo afirmando su prio­ridad sobre el padre Horacio Grassi en la invención del teles­copio astronómico; Newton a la greña con Hooke en cuestio­nes de óptica y mecánica celeste; de nuevo Newton, ahora polemizando con Leibniz sobre quién inventó el cálculo; Hen­ry Cavendish contra Watt y Lavoisier sobre el descubrimiento de la naturaleza compuesta del agua.

Varios motivos se ofrecían como explicación. Quizás era suficiente hablar de egoísmo, tan natural en la especie humana. Pero a Merton no le afectaba gran cosa esta consideración. O mencionar la idea de que los científicos tienen una especial tendencia al egoísmo: faltaban pruebas suficientes. Al final sólo se conformó con una explicación diferente. La ciencia, ob­servó, es una institución social, y por esta razón no es indife­rente a las violaciones de la propiedad intelectual. La propie­dad que preocupa más a la ciencia es la de la originalidad. Merton se refirió a «la institución de la ciencia, que define la originalidad como supremo valor y que, por el mismo motivo, hace que el reconocimiento de la propia originalidad sea una de sus principales preocupaciones». Tal reconocimiento resul­ta especialmente crucial debido a que, en cuanto se ha llevado a cabo un descubrimiento cualquiera, éste se convierte en pro­piedad comunitaria, de modo que a partir de ese momento los derechos que tiene el descubridor sobre esa materia se limitan

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al reconocimiento que recibe por haber sido el descubridor. El reconocimiento supremo es la eponimia, «la costumbre que consiste en dar el nombre del científico a lo que ha descubier­to, o a una parte de su descubrimiento»: es lo que ocurre con el sistema copernicano, la ley de Hooke, el cometa Halley. (No seas impaciente, lector, pronto llegaremos A hombros de gi­gantes.) Hay, sin duda, otras formas de reconocimiento : la ob­tención del Premio Nobel, por ejemplo, o la creación de un instituto de investigación que ampliará la propia obra. Pero la feliz moraleja de la historia que contó Merton es ésta: «que los científicos viven gobernados por un deseo socialmente in­ducido de honores, que los mueve muy por encima de lo que pueda hacerlo su deseo de obtener ganancias», palabras que no tomo de la Conferencia sino del libro que el lector tiene ahora en sus manos. En su página, se podrá comprobar de qué manera Merton atribuye simpáticamente el descubrimien­to de esta moraleja a Sir William Temple. Un deseo social­mente inducido de honores: y la historia de los duelos basta para recordar lo numerosas que son las polémicas suscitadas por ese sentimiento. Ahora que los duelos han pasado de moda, su lugar ha sido ocupado por el artículo erudito, el cual, en el momento de su publicación, suele ir acompañado por los «Comentarios sobre lo precedente» de algún rival.

. En la misma conferencia Merton presentó otro tema om­nipresente en la sociología de la ciencia, «la valoración social­mente forzada de la humildad», de acuerdo con la cual, los científicos suelen quejarse de lo poco que han podido hacer y de lo enorme que es la deuda que han contraído con sus pre­decesores. Por ejemplo, Newton, en su carta del 5 de febrero de 1675/6 a Hooke, en donde dice: «Si he llegado a ver más lejos fue encaramándome a hombros de Gigantes.» En la con­ferencia, Merton se refirió a esta frase calificándola de «el epi­grama del que Newton se apropió», es decir, usando palabras cautelosas que rechazaban toda insinuación de que Newton hubiese sido el inventor de tan elegante figura. Queda claro que Merton había estado investigando en tomo a la cuestión, porque incluso en su primera referencia publicada sobre este tema —A Note on Science and Democracy (1942)— ya se ha­bía enterado de que la frase de Newton, tanto si la llamamos epigrama como si preferimos decir que es un aforismo, era un tópico en 1675/76, y lo era, tal como Merton observó, «por lo menos desde el siglo xn». Véase la página de otsog, por

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darle A hombros de gigantes la forma abreviada en la que ha quedado alojada su pretensión de originalidad lingüística.

Y ahora voy a saltar rápidamente de la Conferencia a ot­sog. Imaginemos que en octubre de 1957 Merton envió una co­pia de su Conferencia —pudo ser tanto una copia mecanogra­fiada como un temprano juego de galeradas del artículo de la ASR1 que debía aparecer muy pronto— a su amigo, el singular y distinguido historiador de Harvard Bernard Bailyn. Bailyn contesta con una nota de agradecimiento que contiene una re­ferencia al epigrama de Newton, y que lo atribuye, basándose en la doble autoridad de Gilson y La visse, a Bernard de Char­tres. Merton contesta a su vez, y así sucesivamente. Pero, dan­do un paso más, supongamos que Merton, tras haber sacado del cajón, para meterlas en la Conferencia, unas medidas re­flexiones sobre un tema que hace tiempo que le interesa, sintió la tentación de contemplar ese mismo tema con ánimo jocoso, divertido, y echándole mucha fantasía. El tema seguiría siendo para él tan serio como siempre: cómo se produce la acumu­lación de saber, cuál es la relación entre el olvido y el recuer­do, qué papel desempeña en el saber la feliz casualidad o la serendipity, en qué contexto biográfico se enfocan los proble­mas científicos. Pero este tema aparece ahora visto entre la confusa neblina del humo de la pipa fumada junto a un buen amigo: empiezan a ser ponderadas debidamente las virtudes que posee el sentimiento cómico de la vida —a distinguir de su opuesto, el sentimiento nietzscheanamente [én este país di­ríamos también unamuniano] trágico de la vida—, salpicado de diversas consideraciones caracterizadas por este ambiente de amistad. Pero no hay que olvidar, pese a todo lo anterior, que Merton sigue siendo un erudito; está interesado —de for­ma honrosa y perfectamente aceptable socialmente— en llegar al fondo de una cuestión. ¿Y podría haber una tarea más agra­dable que la de hacer el intento de llegar al fondo de la cues­tión debatida, a saber, ¿quién fue el inventor de ese aforismo de los enanos y los gigantes, del que Newton se apropió?

Pero hay que añadir otro ingrediente más. De vez en cuan­do, Merton se ha estado sumergiendo en la Anatomy of Melan­choly de Burton, y en el Tristram Shandy de Sterne, dos obras que sólo resultan compatibles para un espíritu radicalmente

1. Pues me parece inverosímil el ASS que mis atónitos ojos leen en la p. 293 del original; de hacerle caso a éste, ¿sería una traición traducir COLO, que tal es el sentido de esta palabra del argot que aquí aparece en versales cursivas? (N. del t.)

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cómico. Ahora que nuestro conocimiento de las desolaciones anímicas es más detallado incluso que el de Burton, no es im­posible leer la Anatomy con un espíritu shandiano; por otro lado, leer el Tristram Shandy con espíritu shandiano es la úni­ca forma sensata de hacerlo, ya que de lo contrario el libro puede parecer —como le acurrió a F. R. Leavis— pretencioso e insustancial. El método de Sterne (imaginemos, de pasada, las consecuencias del casual descubrimiento de que, mientras que su nombre se escribe Sterne, de hecho le llamamos stern [severo, austero]) permite que Merton se lance a realizar cual­quier clase de digresiones que le inspire su espíritu viajero. No siente en ningún momento la obligación de tomar atajos.

Me parece que ahora ya estamos todos preparados. Tene­mos una pregunta erudita: ¿quién tiene el derecho de priori­dad sobre los enanos y los gigantes? Tenemos un interés so­ciológico acerca de las diversas formas a través de las cuales se adquiere y transmite el saber; una transmisión, por cierto, en la que hay saltos a los que podríamos llamar intermiten­cias o entreactos. Tenemos un interés de humanista por las vicisitudes de la mecánica de los razonamientos. Tenemos a un erudito encerrado en su habitación, aunque de vez en cuan­do saldrá de ella para aventurarse entre los anaqueles de la biblioteca de Columbia. Nuestro autor tiene tres hijos a quie­nes hay que hacer responsables de que le rodeen quince gatos, y de ahí, en la dedicatoria de otsog , la alusión al poema «The Naming of Cats», incluido en el libro de T. S. Eliot Old Pos­sum’s Book of Practical Cats, en el que aparece un gato con­templando extasiado su propio nombre:

«Su inefable efableEfaninefableOscuro y singular Nombre inescrutable.»

¿Algo más? No hace falta ya ninguna otra cosa que no sea buen humor. Así, tras varios años, un paquete de referencias eruditas se convierte en un mecanoscrito clandestino que, en 1965, se transforma en un libro, el cual es inmediatamente re­conocido como una obra maestra de la comedia intelectual. Tras este repique triunfal debo dar su título entero, Sobre los hombros de gigantes, y su subtítulo, Posdata shandiana. Pero, ¿de qué constituye una posdata? Personalmente deduzco que de la antes mencionada Conferencia.

De manera que nos encontramos ante un ejercicio intelec-

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tuai desarrollado de forma impecable, que sigue el rastro del origen del aforismo y se remonta hasta más allá —o, mejor, hasta más atrás— de Bernard de Chartres para llegar al gra­mático romano Prisciano, lo cual supone un salto de seis si­glos, una amplísima intermitencia. Y nos encontramos con digresiones que afectan a los siguientes temas, inter alia: las opiniones de John Aubrey sobre los ojos; las de Hooke sobre las ventajas que tienen los debates a puerta cerrada en rela­ción con los públicos; las de Merton acerca del notable nú­mero de notables Juanes que aparecen en la historia de la ciencia desde el año 1100 hasta el 1300 después de J.C.; las de algunos de los diversos soldados que combatieron, en el si­glo XVII, en la Batalla de los Libros; las de Hakewill sobre el plagio; las de Mill (j. S.) sobre el estilo del último Bentham; los ataques de Macaulay contra Temple; consideraciones de Merton sobre las conversaciones no registradas; de Prisciano sobre la juventud; la autominimización de John de Salisbury; por no extenderme acerca de las diversas consideraciones so­bre asuntos tales como los motivos por los cuales Voltaire no publicó en Francia, sino en Holanda, sus Elémens de la philo­sophie de Neuton, o las razones que impulsaron a Jonathan Swift, que escribió The Battle of the Books en 1697-8 pero aplazó su publicación en deferencia a los deseos de Temple, a esperar cinco años tras la muerte de Temple para (por decirlo con las palabras de A. C, Guthkelch) «hacer caso omiso» de aquellos deseos.

Nótese sin embargo qué maravillosamente armoniza este libro la narración oficial —la historia detectivesca—con las digresiones. El interés que posee la narración es histórico, ge­nético: ¿cómo nació el aforismo, y cómo deberíamos interpre­tarlo a la luz concentrada que proyecta sobre él el hecho de que haya nacido de esta manera? Por otro lado, el interés de las digresiones es intrínseco o, como solemos decir, está con­centrado en «la cosa en sí». Existe, pues, una diferencia, pero se trata de cosas perfectamente compatibles. Se dice del inte­rés intrínseco que es un interés estético, ya que no posee otro propósito, objetivo o finalidad que el de la contemplación arro­bada del objeto. En relación con esto, recuerdo que una de las conferencias del cardenal John Henry Newman sobre la edu­cación universitaria lleva el título de «El saber como finalidad de sí mismo», que me parece una fórmula tan buena como cualquier otra para significar esa clase de interés; pues, aun­que no recuerdo que el cardenal Newman subrayara el aspecto

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estético de ese saber, ni tampoco su aspecto económico, lo que yo quería señalar es que las únicas personas que se interesan por las cualidades intrínsecas de un objeto son aquellas que pueden permitirse el lujo de hacerlo, es decir, aquellas que ni necesitan usarlo ni abrigan ninguna clase de propósitos acerca de ese objeto. No obstante, en el caso de este libro, el lector puede sacar todo el rendimiento de las dos clases de interés: después de comprarse otsog y de haber por lo tanto adquirido a costa de su bolsillo el derecho a disfrutar de su contenido, puede permitirse el lujo de disfrutar de su sentido de lo in­trínseco en la plena seguridad de que ninguna de todas esas digresiones sirve absolutamente para nada.

Hablando de utilidad, me gustaría añadir mi propia cuota- parte, relativa a cinco asuntos que vale la pena considerar en este contexto, pero que seguramente de nada servirían en otros.

Primero : acerca de Didacus Stella, la autoridad en la que se basa Burton para tomar el Aforismo, tengo que informar que The Macmillan Book of Proverbs, Maxims, and Famous Phrases dice que el autor citado por Burton es Didacus Cas­tellus, y remite al lector a la obra de D. C. que se titula Tra­tado de Cuentas (1551).

Segundo: en la única forma en la que es probable que los estadounidenses lean la Anatomy of Melancholy, a saber, en la selección del texto original realizada por Lawrence Babb, publicada en 1956 por la Michigan State University Press, la famosa nota a pie de página aparece así: «En Luciano 10, Tomo 2 : «Pigmaei gigantum humeris impositi plusquam ipsi gigantes vident.» Lo cual constituye una prueba irrefutable de que el doctor Babb no citó a Didacus directamente, imitando en esto al perezoso Burton. Véase la página 248 de este vo­lumen.

Tercero: ese genio indignado al que se refiere la página 168 de este mismo libro era Winston Churchill, y su víctima, su colega del gobierno de guerra, Clement Attles, persona tímida y bastante diminuta, por cierto. (Puedo aducir pruebas en caso necesario.)

Cuarto: acerca de la nota al pie de la página 203. Es una nota que me parece insuficientemente digresiva. En ella nos encontramos con que se cita a Newton diciendo, poco antes de su muerte:

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«No sé qué opinión puedo merecerle al mundo, pero ante mí mismo tengo la sensación de no haber sido más que un niño que jugaba en la playa, y que se divertía encontrando aquí cierta piedra especialmente pulida, allá alguna concha más bonita que las otras, mientras el gran océano de la ver­dad permanecía ante mis ojos sin que yo lo descubriese.»

Merton hubiera podido, «por supuesto», señalar que esta frase de Newton da origen a los versos incluidos por W. B. Yeats en su poema «At Algeciras— A Meditation upon Death».

«A menudo, de muchacho, al atardecer Le llevaba a algún amigo—Con la esperanza de obtener un más entero júbilo Según comentó elogiosamente una persona mayor—No aquellas conchas de la metáfora de Newton,Sino las conchas reales de la bella playa de Rosses.»

En donde Rosses se refiere a Rosses Point, una de las dos playas de Sligo, la ciudad donde nació Yeats. La otra era Stran- dhill. El poema de Yeats, por cierto, está fechado en noviem­bre de 1928, como si pretendiera afirmar que su autor estaba dispuesto a meditar sobre la muerte once años antes de encon­trarse con ella.

Quinto: el tratamiento que Merton hace de la peregrinación (pp. 225 y 226) hubiese podido peregrinar más lejos incluso. «Rabelais acuñó el término pérégrinité para denotar la situa­ción del peregrinus o extranjero: el sentimiento de estar-fuera- de-lugar.» Quizás hubiera podido añadir un pasaje de Little Gidding de Eliot, en donde «el familiar fantasma múltiple» se refiere

«al espíritu desasosegado y peregrinoEntre dos mundos devenidos muy semejantes...».

Yo mismo, o «Denis el crítico», como dice de mí Merton de forma tan familiar en la página 207, podría citar un frag­mento del ensayo «Unappeased and peregrine : Behaviour and the Four Quartets» (Language as Gesture) de R. P. Blackmur, en donde dice:

«En la República y el Imperio, los peregrini eran, en Roma, ciudadanos de cualquier otro Estado que no fuese el romano, aunque implícitamente se suponía la pertenencia a una comu­

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nidad dada. El Shorter O.E.D. [edición abreviada del diccio­nario de Oxford] dice de la palabra «peregrine»: persona pro­cedente de otras tierras, extranjero, persona errante; y sigue diciendo que en astrologia (ese irónico refugio de Eliot, y tam­bién de Donne y Dante) se llama peregrinos a los planetas cuando están situados en la parte del zodíaco donde quedan desposeídos de su dignidad esencial. Los significados de la pa­labra en italiano son similares, y la noción de peregrino es posterior [como en castellano. Cf. Corominas], Así pues, ¿no estamos ante un expatriado que anda buscando una patria, ante un norteamericano que se ha convertido en anglicano, ante un perpetuo peregrino en Roma? Para remachar la cues­tión, veamos qué dice Dante (Purgatorio X III, 94-96) :

O frate mió, ciascuna è cittadina d’una vera città; ma tu vuo’ dire che vivesse in Italia peregrina.

[¡Oh hermano mío! Todas son aquí ciudadanas de una ver­dadera ciudad: pero tú te refieres a una que vivió en Italia como una peregrina.]

... Creo que no es una carga excesiva para una sola pala­bra, pero no es extraño que tome el atributo del desasosiego, pues las necesidades del peregrine, tanto si le consideramos extranjero como peregrino, no pueden ser satisfechas. Añadiré que también se llama peregrino a un halcón al que se encuen­tra por todo el mundo, pero que no tiene su tierra en ningún lugar: siempre en plena migración, jamás llega a un país don­de salgan a recibirle los suyos; y siempre, donde quiera que se lo encuentre, es valeroso y veloz.

Añadiré, por mi parte, que no he utilizado la traducción que da Blackmur de los versos de Dante, sino la de CharlesS. Singleton, por motivos plenamente justificados pero que no vale la pena explicar aquí.

Regreso ahora de esta digresión para meterme otra vez en la esencia de mi relato. Y lo hago, sobre todo, para añadir cuatro nuevos autores que han utilizado el aforismo de los enanos y los gigantes.

El primero es Leslie Stephen, quien, en su « Introducción» a The Science of Ethics (1882) dijo que, si bien los gigantes ha­bían construido los cimientos de la ética, «hasta los enanos pueden añadir alguna cosa a la superestructura del gran edi­ficio de la ciencia». Esto sitúa a los enanos sobre los hombros

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de los gigantes de forma bien sencilla, pues cualquiera puede subirse a una escalera ó trepar por un andamio para cons­truir una pared. Encontré la cita en Leslie Stephen: The God­less Victorian, la recién reeditada obra de Noel Annan.

El segundo —y éste es bien conocido por Merton—· es Lio­nel Trilling, quien, en Freud and Literature (1940), uno de los ensayos recogidos en The Liberal Imagination, escribió:

«Pues el psicoanálisis es una de las culminaciones de la li­teratura romántica del siglo xix. Aunque pueda parecer con­tradictorio que la ciencia se ponga en pie sobre los hombros de una literatura que se declara a sí misma enemiga de la ciencia en muy diversos sentidos, es una contradicción que puede resolverse en cuanto recordamos que esta literatura, pese a sus declaraciones, era también científica, como mínimo en el sentido que sentía una apasionada devoción por escrutar el yo a fondo.»

El tercero es Harold Bloom, pero siento reparos a la hora de introducirle en este contexto; no usa el aforismo directa­mente. Pero su teoría de la poesía sitúa al poeta moderno como alguien que elige (o que está destinado a «elegir») a un gran precursor, y que entra con él en una relación que le lle­va a erguirse sobre sus hombros, aunque sólo sea para termi­nar la labor que el precursor dejó inconclusa. Es lo que ocu­rre en el caso del poeta Stevens en relación con Emerson; o en el de Yeats en sus diversas relaciones con Blake y Nietz­sche. Admito que hace falta aquí utilizar argumentos especio­sos, pero me anima a incluir a Bloom en esta serie la lectura de la referencia que hace Mertón (p. 64) a «una hostilidad motivada en contra de un predecesor», pues se trata de un sentimiento admitido dentro de la teoría de Bloom, como ocu­rre en la relación que tiene Blake con Milton. Por otro lado, ¿no abarca también Merton la famosa teoría de la lectura errónea formulada por Bloom cuando el otsog habla (p. 193) de Bernard y sus otros colegas del siglo xn, que «tuvieron que interpretar errónea pero fructíferamente a Prisciano para poder llegar a crear su propia y particular idea del progreso del conocimiento»?

Con el cuarto piso terreno más firme, o unos hombros más anchos incluso, pese a que, una vez más, no aparece el Aforis­mo en sí sino solamente la idea de los enanos y los gigantes. Recordemos el ensayo de T. S. Eliot Tradition and the Indi-

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vidual Talent (en Selected Essays). ¿No resulta claro que el tema de Eliot y el tema de Merton no son más que un solo y único tema : la relación entre el presente y el pasado; el recur­so de los escritores modernos a la Tradición, que exige de esos modernos que posean «sentido histórico», ya que sin él difí­cilmente podrán desarrollar su poesía a partir de cierta edad; y, más ampliamente, el problema de la autoridad y de cómo llega a imponerse en cada arte y en la ciencia? Eliot se arries­ga a decir que lo mejor que puede hacer un escritor moderno es agarrar la Tradición por el cuello y aferrarse a ella; pero, en último extremo, admite que los escritores jóvenes pueden llegar a desarrollar su propio talento y contribuir así a puri­ficar las palabras de la tribu. Hay que tener en cuenta, ade­más, que Eliot era un poeta norteamericano, y que sabía qué el tema emersoniano, en la cultura de su país de origen, suele estar dirigido contra el pasado y contra la idea de que se pue­da aprender alguna cosa de él. También sabía que la poesía no constituye una comunidad —a diferencia de lo que ocurre en la ciencia— y que tampoco se encuentra en aquélla nada que merezca el nombre de carácter institucional o cívico, qué es lo que Merton dice de la ciencia. En consecuencia, Eliot tuvo que definir la originalidad de forma más restrictiva, y trató de disuadir a los poetas de todo intento de buscarla de manera demasiado directa.

Ésta es, pues, la cita de Tradition and the Individual Ta­lenti

«Hubo alguien que dijo: "Los escritores ya fallecidos están muy lejos de nosotros debido a que nosotros sabemos mucho más que ellos.” Exactamente; y ellos son lo que nosotros sa­bemos.»

Finalmente, por si se me olvida decirlo, espero que el lector haya disfrutado de otsog, y que ahora lo admire y lo adore tanto como yo. Es uno de los libros que más me gustaría ha­ber escrito; los otros dos son Towards a Better Life, de Ken­neth Burke, y La coscienza di Zeno, de Italo Svevo.

D e n is D o n o g h u e

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«Nomenclátor» o «A modo de índice»

PERSONAS Y PERSONAJES

Addison, Joseph: crítico anacrónico de Madison Avenue, 171, 209- 210 η .

A itken , George Atherton : G. A. Aitken, Miembro de la Orden Victoriana, partidario de Arbuthnot, 129-131.

Alan de L ille (de L'Isle): ¿Alan de Tewksbury?, 215-218.Alan de Tewksbury: ¿Alan de Lille?, 215-218.'Anav, Zedekiah ben Abraiiam : modesto transmisor italohebraico

del Aforismo; vulnerable al complejo de Parvus, 230-234.Antonio , M arco: defensor de Bruto, 153.Arbuthnot, John: puede haber sido el autor de las Memoirs of

Scribleriis de Pope, 129-132,A ristó te les : ¿quizá un graeculus?, 110.Arnold, Matthew: cultivado crítico y poeta, rebosante de luz y de

cierta dulzura, 135, 200 n.Aubrey, John: animado observador y hombre de mundo del si­

glo XVII, 36 n, 37-39, 43, 47, 96, 98, 105-109.Ausubel, Herman: multiplicador de partidarios de la posición er­

guida, 254.Azarías de Rossi: comentarista italohebraico, 227-230.

Bacon, Francis: ¿William Shakspere?, 39, 79 n, 94-95, 175 n, 197.Bacon, R oger: «Doctor mirabilis»; notable predecesor de su toca­

yo del siglo XVII, Francis Bacon, 196-197.Baylin , Bernard: historiador de Harvard y causante de todo esto,

26, 259.Baldwin, Cradock, y Jo y : no se trata de una firma dickensiana

de abogados, sino una auténtica empresa editorial. 166 n (falta).

Barber, Elinor: coautora de una importante obra inédita, The Travels and, Adventures of Serendipity, 161 n (falta).

Baron, Salo: erudito, 227-228.Bartlett, John: contribuyó a hacer que una cita familiar dejara

de serlo, 27 η, 28, 29, 31, 35, 236, 239-243, 245.Becker, H oward: sociólogo, 255.Bentham, Jeremy: niño prodigio y adulto colosal, 119, 121-128, 156,

200«.Bentley, R ichard: niño prodigio, 155, 188 n.Berenson, Bernard: historiador de arte y conversador que, tras

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leer el Pensadores griegos de Teodor Gomperz averiguó que Estratón de Lampsaco se había adelantado a su idea, según la cual, no es posible la sensación sin el pensamiento; a partir de lo cual comentó: «me anima encontrarme con compañeros de aventura que lian realizado los mismos descubrimientos que yo», 162-163.

Bernard, Claude: el incomparable fisiólogo, 250, 251 n.Bernard de Ch artres : único autor del Aforismo, 25, 57, 59-60, 175,

180-182, 184, 192-195, 256.Blount, Sir T homas P ope: persona propensa a hablar de form a

blount [ blunt significa manera franca, directa], 102-104.Bob: véase Merton, R obert C.B odin, Jean: filósofo de la historia de tendencia progresista. Hu­

biese debido utilizar el Aforismo, mas no lo hizo, 68-69, 72.B oswell, James: alguien que creía ser un enano montado sobre

los hombros de un gigante, 160.Bowen, C ath erin e D rinker; aventurada biógrafa, 21, 56-57.B oyle, R obert: padre de la química, tío del Earl o f Cork y víctim a

de los más generalizados saqueos científicos, 87, 89, 99-100, 113.Brewster, S ir David: científico-biógrafo; purificó el carácter de

Newton aproximándolo al suyo propio, 33, 34 n, 45 «, 52-53, 107 n, 203, n.

Bud: véase Ba ilyn , Bernard,B udaeus: véase B udé, Guillaum e .Budé, Guillau m e : véase B udaeus, 68-69, 71, 175.B ujarin, N icolai Ivanovich: víctima leninista del diabólico mate­

rialismo de Stalin, 253, 254 n.Bunyan, John : adicto al juego del tip-cat; también, autor de Pil­

grim's Progress; se autoanagramatizó así, nu hony in a B, 84, 86.Burton , John: original de Sterne para el doctor Slop, un enano

«de unos cuatro pies y media perpendicular de estatura, y de barriga quilométrica», 237 n.

Bu rton , Robert: alias Democritus junior; im portador inglés de la sabiduría mundial, 27, 27 n, 28, 88, 159, 166-167, 178 n, 245-247.

Bu r y , J. B.: historiador irlandés del Imperio Romano de Oriente y de las ideas del imperio, 77.

B utler, Sam uel: se anticipó en el siglo xvii a Ogden Nash, 105.Butler, Samuel: vastago decimonónico de Swift. No es el tipo

que nos interesaba aquí.

Calvino: agelástico, 206 n.Ca m il l i, Ca m illo : sus traducciones suenan a ecolalia (traduttore,

tradittore?), 79 n.Carew , R ichard: traductor (¿traidor?), 79 n.Carey, H enry : compositor de God Save the Queen (the King); acu­

ño la expresión diminutiva namby-pamby, 169-172.Carlyle, T hom as : afirmó que al obispo Goodman, del siglo χνιι,

solían llamarle Obispo Loco, 162 n.

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Carolina de Inglaterra, reina: gobernante de Inglaterra (véase Jorge I I de Inglaterra), 170-171,

Carpenter, Nathanael: su obra maestra fue una tortilla de sími­les baconianos, 93-95.

Clavius, padre Ch ristopher : no inventó el clavicordio, 69-71.Cohen, I. B.: alumno de George Sarton, que ocupó su famoso des­

pacho de Widener 189, 35, 54 n.Coke, Sir Edward: tema de la biografía de C. D. Bowen, 56, 94-95.Cole, Stephen: frecuentador de las bibliotecas de Columbia, 36 n.Coleridge, Samuel T aylor: partidario de la pantisocracia; director

de una revista de triste destino, The Friend; persona capaz de sutiles distinciones filosóficas, 96, 240 n, 250.

Conant, James BryanT: ex químico, ex presidente de universidad, ex embajador, excelente erudito en varias ramas del saber, 92.

Coutray: Swift = Holinshed: Shakspere, 134.

Chia Ming (Hua Shan Lao- jén): el antiguo dieteta y gerontólogo chino, 140 n.

Ch il d , I r w in L.: alguien que no leía a Jonathan Swift, 143.

Delaporte, Y ves: historiador de arte de tendencia Mâle, 187, 190.Dem ócrito: filósofo risueño, 206 n.Dempster, Thomas: escocés, pálidamente imitado por el barón

Münchhausen, 216-217, 216-217 n.Descartes, René: fue, luego pensaba, 52, 86, 90, 90 n.Didacus S tella en Luc. 10, Tom II : ¿quién o qué cosa fue?, pas­

sim , 27-30, 236-249.Diógenbs Laercio : aquel superficial pero informativo historiador

de la filosofía griega, 122, 168.Donne, John : afamado transmisor del Aforismo; también, poeta,

61, 236 ή.Duchesne, Joseph: atribuyó 600 propiedades al antimonio, 223.

Edi-Ale, Dorothy: tiene el arte de convertir lo ilegible en legible, 243 n.

E liot, T. S.: arzobispo de la poesía (siglo xx) ( véase Thomas à Becket), 204.

Engels, Friedrich : colaborador modesto, 254 n.Evans, Bergen y C ornelia : equipo de lexicógrafos formado por

hermano y hermana, 259.Evelyn, John: virtuoso, arquitecto de jardines y diarista, 160.E verett, Louella D.: coeditora superinocente (véase M orley,

Christopher), 28, 29, 239-240, 242.

Falopio, Gabriello: sucesor de Vesalio, muy eponimizado, 221.Feinaigle, Gregor von: supuesto finagler, 120421.Ferguson, Adam: maestro del tu-tambienismo, 107 n.Ferriar, Dr. John: cronológicamente falible experto en sanidad

médica y literaria, 31-32, 167 n.

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F ielding, Henry: autor de Tom Thumb el Grande, 169.F itz Stephen, W ill iam : hombre valiente (véase R obert, canónigo

de Merton), 204 η.FocióN: general ateniense; al igual que Sócrates, víctima de la

cicuta por culpa de sus excesivas virtudes, 79 n.Fowler, H. W.: príncipe de los exigidores antipedantescos de la

precisión, 199 n.Freud, Sigmund: Freud, 249, 252 η, 257-258.Fuller, Thomas: importante caballero peripatético que amalga­

mó la Paradoja baconiana con el Aforismo bernardiano, 96, 98- 99, 240 n.

Gargantua: gigante entre gigantes, 146-147, 148 n.Glanvill, Joseph: creador de la muy emulada metáfora meteoro­

lógica, 83-84 n, 203 n, 214 n.Glumdalclitch: la niñerita de Swift, 137.Godfrey, Michael: banquero que logró ser eponimizado, 235-236 n.Gomperz, Elise: mujer de Theodor y «querida Protectora» de

Freud, 252, 252 n.Gomperz, Theodor: historiador de la filosofía griega y benefactor

de Freud, 251-252.Goodman, Godfrey: sombrío defensor de los Antiguos e incisivo

crítico del Aforismo, 61-66, 73, 110.Gulliver: gigante en Liliput y enano en Brobdingnag, 137-140.Guy de Chauliac (etc.): médico del siglo xiv; transmisor del Afo­

rismo, 221-224.

Hakewill, George: angustiado defensor del Aforismo y crítico in­cisivo de los Antiguos, 66-69, 71, 79-80, 81-83,

Hall, John: alcohólico de gran talento, 92-93, 159.H all, John: teólogo sin el menor talento, 92 n.Hall, John: yerno de Shakspere, 92 n.H amerton, Ph il ip : víctima del síndrome palimpséstico, 214-215 n.Hamlet: palabra-maleta: Cf. en Vladimir N abokov, Ham-let, o

Homelette au Lard, 116 η, 176 η.Hardy, G. Η.: dotado matemático del siglo χχ, 104 n.H arris, Frank: el sincero amigo de Shaw, 254.Harvey, W ill iam : gigante, 40, 164 n.Haskins, Charles H omer: maestro, erudito, hombre, 193 n, 195 n,

211,239 η.H enricus Br ito : víctima, en el siglo xm , del síndrome palimp­

séstico, 213, 218.Henri de Mondeville (etc.): misógino, cirujano, psicoeconomista

de la medicina, 218-221.H erbert, George: what’s Donne cannot be UnDonne [literalmente,

lo hecho, hecho está, aprovechando que el apellido Donne sue­na igual que el verbo done, hecho], 36, 52, 240 n.

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Hervey, John: anfibio sin cola que engendró ocho hijos, 173, 173- 174 n.

H obbes, T hom as: abuelo de todos los que nos dedicamos a la so­ciología de la ciencia, 40-41, 90.

H olmes, Oliver Wendell: autócrata de Nueva Inglaterra, 154 n, 226 n.

H olton, Gerald: analizador de la historia de la ciencia, 255, 255 n.Hooke, R obert: polémico genio científico; avivó las brasas para

Newton, 34-36, 41, 4344, 53-54 n, 74.H otson, Leslie: maestro de la serendipity literaria, 241.H uarte, Juan: maestro del siglo xvi de las pruebas y mediciones

educativas, 79 n.

I saías ben Malí de Trani: heredero isaínico italohebraico del si­glo XIII que tomó el Aforismo de los eruditos gentiles, 232-234.

John de Salisbury: víctima original del complejo de Parvus, 57, 59, 183, 192 n, 198-207, 211.

Johnson, Samuel: trabajador inofensivo (véase Todd, H. J.; Webs­ter, N oah), 70 n, 158, 243, passim.

Johnstone, John: polaco inglés, acusado de latrocinios litera­rios, 83, 83 n.

Jones, R ichard F oster: a pesar de todo, mi recurso indispensable en los momentos cruciales de la redacción de esta historia, 61, 67-68, 67 n, 80, 82 », 92.

Jorge I I de I nglaterra: esposo de la reina Carolina, 123, 170-171.

K libansky, Raymond: ex erudito de Oxford, 191-193, 213, 213 n.K oyré, Alexander: el más filosófico de todos los historiadores de

la ciencia, 25, 27 n, 29, 34, 45 n.

Lagrange, Joseph-Louis: el mayor matemático de su época; fue, verdaderamente, un hombre grande y amable, 195 n.

Lamb, Charles: autor de la Disertatton Upon Roast Pig, relato me­todológicamente apropiado de una causación espúreamente atribuida, 38.

Lancellotti, Pr im o : ente inferido lógicamente, 80.Lancellotti, Secondo: dícese que fue el equivalente italiano de

Hakewill, 80-82.Laplace, P ierre Sim o n de: el Newton francés; acrecentó su genia­

lidad tomando hábilmente prestado de una multitud de auto­res, sobre todo de Lagrange, 195 n.

Leopardi, Giacomo: poeta, filólogo y agelástico, 206 n.Levin, David M ichael: frecuentador de las bibliotecas de Colum­

bia, 240.L ittle, Brown and Company: mejoraron lo que hizo Bartlett, 242.Longman, Thomas (1699-1755): fundador de la ubicua dinastía de

editores que formó coaliciones temporales con otras firmas de menos rancio abolengo.

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L ongman, T homas (1730-1797): sobrino no nepótico del primer Thomas Longman.

L ongman, T homas N orton (1771-1824): hijo del segundo Thomas Longman; único propietario de The Edinburgh Review, 166 n.

Longman, T homas (1804-1879): hijo de Thomas Norton Longman; fue él quien publicó a Macaulay, 127 η, 155 η, 226 η, 236 η.

L owell, James R usell: autor de un poema pesquero, 239 η.Luc.: ???, passim.Luca Bos: un buey ïucaniano, Le., un elefante, 238.Lucano (M arcus Annaeus Lucanus): según Bartlett, la fuente de

la que Didacus Stella tomó el Aforismo, 27 n, 238-243, 251.Lucano: relativo al evangelista san Lucas, passim.L ucanica: un tipo de Salchicha (Cic.), 238.Lucas, Anth o ny : provocador, 47.Lucas, san: el que escribió las palabras, buscad, y se os dará, 243,

245, passim.L uciano: precursor latino de Rabelais y de Swift y, por lo tanto,

de Tristram, 148, 175, 238.Lucilio : poeta satírico estilísticamente descuidado, 238.L ucrèce (L ucrecia): véase Rape of Lucrece de Shakspere, 238.Lucrecio (T itus Lucretius Carus): su De rerum natura (a veces

De natura rerum), en hexámetros, es sin duda alguna el más glorioso poema filosófico de toda la historia, 238.

Lúculo (Lucius L icinius Lucullus Ponticus): este 2 Luc. + Lic. = lucido funcionario público + opulencia luculiana -f licencia, 238.

Luke: forma inglesa de la ciudad italiana de Luc a.

Macaulay, Thomas Babington: autócrata whig de The Edinburgh Review, 123-124, 152-155.

M âle, É m ile : filosófico historiador del arte, 186-187, 190.M aria : objeto amoroso, 124. *Maverick, Maury: buscado por idiolectista y verborreico confe­

so, 147 n.M ersenne, padre Ma r ín : fraile mínimo que minimizó los enfren­

tamientos entre científicos, 89-91.Merton, R obert C.: matemático y físico del siglo xx, 140 n.M erton , R obert Κ.: otro alumno de George Sarton (q.v.), 25, 46, ,

50, 161 n.M ette rn ich , conde: alumno de Gregor von Feinaigle, 120, 120 n.M ill , John Stuart: niño prodigio; siendo adulto no fue presumi­

do, 122, 125-126, 156, 251, 252 n.M iller, Ar t h u r : un dramaturgo muy único, 180.M ore, L. T.: otro de los biógrafos de Newton, 27 n, 29.M orley , Christopher: coeditor sofisticado pero inocente. 28. 29,

239-240, 242.[M u r il lo , Enrique: traidor; también, entrometido anotador, N.

del T.]

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N apoleón: un cabo bajito capaz de hacer bromas cósmicas, 120 n, 195 n.

N ash, Ogden: maestro rimador del siglo xx; con tendencia a co­brarse ojo por ojo, 105-109.

N eckam, Alexander: un inútil que demostró su utilidad, 207-210.N edham, M archaumount: saltimbanqui, columnista, calumniador:

pese a todo, baconiano de pro, 99401,N evins, Allan : prolífico historiador de Columbia, y, si no toma­

mos en cuenta a Aubrey, inventor de la historia oral, 37.N ew ton , Isaac: Newton, passim.

Ogden, C. Κ. y R ichards, I. A.: si no tenemos en cuenta a los la- ga di enses, los inventores del Inglés Básico, 139.

Osborne, Francis: conquistador: también, palafrenero del tercer Earls of Pembroke, 102 η,

Οττο, obispo de Freising: otro priscianista, 196, 196 η.

Pantagruel: gigantesco hijo de padre gigantesco, 71, 146-149.Panurgo: hombre de talla mediana, 147, 227.Parvus, A. L.: estuvo relacionado con Rosa Luxemburg y Trotsky;

no tiene absolutamente nada que ver con el complejo de Parvus, 199 n.

Pascal, B laise: maestro de la paradoja (escribió: «Los escritores que condenan la vanidad disfrutan de la gloria de haber escri­to bien sobre el tema; y a sus lectores les gusta que se sepa que les han leído: y quizá yo, que estoy escribiendo esto, ten­ga esa tendencia, al igual, posiblemente, que quienes lo es­tán leyendo...»), 90, 90 n.

Peirce, Charles Sanders: padre del pragmatismo (que él bautizó con el nombre de pragmaticismo, un término «lo suficientemen­te feo como para quedar a salvo de los secuestradores»), 253.

Pepys, Sam uel: redactó cincuenta volúmenes de manuscritos de tipo diario, 72 n, 98, 160.

Peter de Blois: roca que el erudito golpea con su vara, 211.Peter the Eater: gastrónomo literario, 211.Peter el I rlandés: residente en Nápoles, 211.Philips , Ambrose: el namby-pamby arquetípico, 172.P ope, A lexander: genio polémico, 129-131, 172-174.P o tte r , Francis: experto en el número 666, 143 n.Price, Derek de Solla: distingue la gran ciencia de la pequeña

ciencia, 255.Prisciano: agudo gramático y mensurador del siglo vi; priscia-

nista, 192-198, 214.

Quercetanus: véase Duchesne, Joseph.

Rabelais, François: gigante, 71, 146-151, 177, 178 η.

281

Page 280: Merton robert-k-a-hombros-de-gigantes

al-RÂm ï, Sharaf al-Din al-Hasan ibn M uhammad: literato persa propenso a crear imágenes relativas al gineceo, 109 n.

R itterband, Paul: iluminó un pasaje oscuro, 234 n.R obert, canónigo de Merton: hombre muy valiente, 204 n.Roget, . Peter Mark: inventor de una regla corredera; también,

creador de un Thesaurus, 117, 117 n.Romilly, Sir Samuel: el sincero amigo de Bentham, 127-128.Ross, A lexander : r ico e irasc ib le neoconservador d e l siglo xvn,

96 n, 105, 109-111, 145-148, 224-225,

Sarton, George: el decano de los historiadores de la ciencia, 29, 57-59, 219, passim.

Scaliger [E scalígero], Joseph Justus: pozo sin fondo de erudición, e hijo de Julius Caesar Scaliger, 68-69.

Scaliger, Julius Caesar: padre de Joseph Justus Scaliger, 69.Scott, Sir Walter: editor de las obras completas de Swift, 130'

131, 148 tuSelden, John: maestro de la conversación de sobremesa, 43, 160.al-Shâdhilï, Sadaqa ibn I brahim al-MisrI al-Hanafí: oftalmólogo

egipcio que tenía mucho ojo para los fenómenos oculares, 109 n.

Shakspere, W ill iam : Shakspere (inveterado plagiario de los cono cimientos psicológicos del siglo xx), 62, 116 n, 134 n, 254.

Shandy, capitán: véase Toby, tío.Shandy, padre (Walter): prototipo en el que se basó Life with

Father, [obra del humorista Clarence Day] y hombre que de­testaba los juegos de palabras (i.e. no captaba la elegancia de la asonancia), 207 n.

Sigfusson, Saemund: no es el sibilante autor de la Edda Mayor, o Edda poética, 118.

Simm el, Georg: algo así como una ardilla sociológica; el rey de las sutilezas sociológicas más indirectísimas, 161.

Slop, doctor: véase Burton, Joh n .Sm ith , Adam: víctima del tu guoque-ismo, 107 n.Sprat, Thomas: «el gordo Tom Sprat»; obispo y principal histo*

riador de la Royal Society, lGi-102.Stekel, W ilhelm : metamorfosis de un enano, 258.Strayer, Joseph R.: otra víctima del síndrome palimpséstico,

214 n.Sturluson, Sno rri: indudable autor de la Edda Menor o Edda en

prosa, 118.Sw ift, Jonathan: amigo de Vanessa, 33, 33 n, Í29-145, 177, passim.Sympson, R ichard : primo del capitán Gulliver, 137 n.

Τ—r, E—d: padre de la Bomba de Hidrógeno, 113.T emple, Sir W ill iam : amigo y enemigo de reyes; tenía un secre­

tario que se llamaba Jon. Swift, 123-125, 132, 151-160.T ennyson, Alfred: se casó con Emily Sellwood después de haber­

282

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la cortejado durante veinte años; escribió Becket, un cojeante poema dramático, 224.

Thomas X B ecket: arzobispo de Canterbury, siglo x i i (véase E liot, T homas Stearns), 203-205.

Thumb, T om : Tom Thumbe, Thums, Thombs, descendiente de Little Thumb, Tom-a-lyn, Thoumlin, Tamlane o Tommelfinger, 117-118 n, 147 n, 169, 174.

T icknor, George: especialista en clásicas e hispánicas de Harvard, y, por matrimonio, tío del presidente Charles W. Eliot, 77.

T oby, tío : Capitán Shandy, experto en tácticas militares, e inte­resado en asomarse al blanco de los ojos de sus enemigos; también, maestro de la oposiopesis (Libro II, Capt. 7 de Tris­tram Shandy), 108-119, 236 η.

T odd, Η. J.: trabajó como un esclavo, 225-226 η.Tr istr a m : el prim er shandiano; inventor de la técnica shandia-

na en el campo de la historiografía, 133 η, 151, 166-169, 237 η.

Urquhart, S ir T hom as : convirtió en obra maestra lo que era un chef-d’oeuvre, 146-147.

Ussher, arzobispo James: inmortalizó la fecha del 4004 a.C., 94 n.

Vanessa: escritora del siglo xx, 7, 20, 32, 234.V anessa: Hester Vanhomrigh, amiga del deán Swift.V enus: Planeta,Venus: la que no es ningún planeta, 108.V ives, Juan Lu is : enemigo de las peleas, mensurador educativo y

persona que se anticipó al principio del avivar las brasas, 68-69, 71-72, 76-80, 149.

V oltaire: espléndido divulgador de Newton y devoto amigo de la Marquise du Châtelet, 54-56.

Wadman, Mrs.: tuvo mucho o jo para los saludos amables, 108, 109 μ.

W allis, John : amigo whig de Newton y predecesor (parcial) del desarrollo del cálculo, 86-87.

W eber, Max : gigante de la sociología, 92.W ebster, N oah: otro inofensivo esclavo del trabajo (véase John­

son , Samuel).Wood, Anthony à: malhumorado biógrafo de Oxford que «jamás

habló bien de nadie»; explotó a Aubrey, y luego le insultó, 37, 92 n, 110.

W otton, W il l ia m : niño prodigio; aforista, 132, 157, 157 n.

Y orick: individuo de inacabable sentido del humor, 175, 176 n.Y orick: Laurence Sterne, 123 η, 168, 175.

Zeam an, David : destrozó el Aforismo, 256 n.Zuckerman, H arriet : frecuentador de las bibliotecas de Colum­

bia, 240.

283

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acrónimo [siglas], 259-260. adivinacionista, 163-165. administración pública, investi­

gaciones de Swift sobre la, la, 142-145.

agelásticos (personas poco pro­pensas a reír), 206 n.

ailurófilo, 86 n, 151 n. aire \mien\, 188 n. ambivalencia, 133 n. anacronismo, 183. anatópico (síndrome), véase pa-

limpséstico (síndrome), anglofilia (anglomanía), 54, 72,

225.Antiguos y Modernos, 60-65, 96,

219-220.antipaciones, 44-46, 63-64, 105,

165, 200 n. anuncios, Addison sobre las fun­

ciones de los, 209-210 n. apócope, 70 n, 139 n. aposiopesis, véase Toby, tío. autominimización, véase Parvus

(complejo de), avivar las brasas (principio de).

— enunciado, 48-50, 53, 77, 112, 148, 189, 235.

— insinuado, 4748.

Baconiana (paradoja), 94-95, 1ÔÛ, 111, 122, 134-135, 235.

Bernardiana (hipótesis), 205,231, 235.

brewsterizar [expurgar textos científicos], 53 n.

cat, skin the [como expresión gimnástica], 151 n.

cat, tip-, véase tip-cat (juego). Catedralicia (hipótesis), 205, 235. caza de brujas (política), 145. citas, cuantificación de, 57-58,

219, 221, 221 n.

LUGARES, COSAS Y NO-COSAS

284

comenzón de publicar, 97-98, 235. comienzos diminutos, 34. conversación, 160-162, 172. criptoexcusas, 103-105 n, criptomnesia, 45 n, 88 n. culpa felix, véase felix culpa, culpa mea, véase mea culpa, cultivos, véase cultura, cultura, 135, 135-136 n, 172 n, 109-

200 n.

declinación de la virtud hacia el vicio, 200 n.

diálogo socrático (cruel e inge­nioso juego del gato y el ra­tón), 234.

descubrimientos casuales [se­rendipity], 37-38, 110, 161,161 n.

digresiones.— como vicio, 200.— como virtud, 133 n,

enanismo (véase también Par­vus [complejo de]), 229 n,

eponxmia (en la ciencia), 50, 112- 113, 22!.

equilibrio legislativo, véase le­targo legislativo,

eqmpos_^de investigación, 129,

erguido, disquisición de, 183-185. estructura sintáctica.

— retorcida, 123.— parentética, 125-127, 153-154,

158,

felix culpa, 193.finagler, etimología de, 120-121. fuentes inventadas, 243.Fuller (abirritante), 96-98, 235.

gatos, 85-86 n, 151 n. gerontología, 33, 140,

Page 283: Merton robert-k-a-hombros-de-gigantes

gestación (de un libro), 121, 239- 240.

gigantes, posición de los enanos sobre los, 62-65, 182-184, 186- 191, 207-208, 212, 222, 250.

gnomo (i.e., enano), 89, 118 n,181-182.

gnómico {i.e., máximas, aforis­mos o apotegmas), 89.

gnomólogo (escritor gnómico y, por lo tanto, también experto en enanos), 89, 118 n, 181.

gobbledygook, véase grimgrib- ber.

godfreyed (to be) [quedarse godfrito], 235-236 n.

God Save the King (the Queen), 170-171.

grimbribber [inventor de jergas especializadas], 147 η.

hagiología, 33.hipótesis, 142-145, 177-178, 195 η. historiografía, 168-169, 179. hombros, disquisición acerca de

los, 232, 232-233 n. homeostasis política, 142-143. homonimia, 199-200 n.Hooke - Newton - Merton (princi­

pio de), véase Vives-Hooke- Newton-Merton (principio de).

inglés básico, 139. insanabile scribendi cacoethes,

véase comenzón de publicar intuición, 53.

Isis, nota de Sarton en, 26, 57, 88, 237, 245-246, 249.

juegos de palabras, 114-115, 207, 207 n,

lectura de lápidas, 38. letargo legislativo, 143.

macrónimos, 259. materia médica, 226 n. mea culpa, 82 n.Merton (principio de), véase

Newton-Merton (principio de). Merton, víctima de anticipacio­

nes.— sobre la antología de ojos

en Aubrey, 105-107.

— sobre el declive de la virtud hacia el vicio, 200 n.

— sobre las motivaciones de los científicos, 164-165.

-—sobre el principio de la in­terrelation publica entre científicos (principio de avi­var las brasas), 44-46, 77, 148-150, 235.

— sobre la proporción y las cifras absolutas de talentos, 74-75.

— sobre la relectura de los clásicos, 63-64.

metátesis, 224.minimifidianismo, mínima alu­

sión parentética al, 163. misoginia, 218-219 «. mnemotecnia, 89, 119, 120 n. mobile, véase muchedumbre. mobile vulgus, véase muchedum­

bre.modestia, 202-203, 204 n. modo por-supuesto, 154-155 n,

162 n, 166, 195. monosílabos (palabras cortas),

70 «, 116 139 n. muchedumbre, 70 n, 150-151.

nada que decir (síndrome deí), 97.

namby-pamby, 171-172, 208. negro (pero al revés), escribir

en plan, 29.Newton-Merton (principio de),

véase Hooke-Newton (princi­pio de).

oftalmología (véase también ojo), 109 n.

ojo, 39-43, 102, 105-109, 167 n.— Antología del buen ojo

de Aubrey para los ojos, 39-43.

— mirada destructora de Fe- rriar, 167 n.

— Ogden Nash y su versión versificada de Aubrey, 105- 107.

— Tristram y su capítulo so­bre los ojos de Mrs. Wad- man, 108-109,

oral (historia), 37.

285

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oral (tradición), véase conversa­ción.

otsog— capítulo sobre el, 258-264.— diccionario del, 262-264.

palabras.— abolición de las, 139, 148,

177.— cortas, véase monosílabos.— grandes, véase polisílabos.— largas, véase polisílabos.— pequeñas, véase monosíla­

bos.palimpséstico (síndrome) {véase

también, anatópico (síndro­me), 68, 72, 214, 214-215 n, 235, 246-247.

paranomasia, 89, 184, 207 n. Parvus (complejo de) (véase

también enanismo), 199-201, 204-207, 229 n, 231-232, 235.

paternidad en la ciencia, véase eponimia (en la ciencia),

peleas (véase también, avivar las brasas (principio de)), 78-79, 150, 189.

peregrinosis, 226, 228, 234-235. peripatéticos/as.

— citas, 59-60 n.— eruditos, 128, 216 n.

pesquero (poema), 239 n. plagio, 30-31, 34-36, 45 n, 47, 75,

80, 82-88, 107 n, 110, 158 n, 166- 168.

polisílabos, 70 n, 139. precaución erudita, 202, presiones contrapuestas, 131. prioridad en la ciencia, 51-52,

107 n, 112 n.Prisciano (Paradoja de), 193-198. prodigio, 92 n, 122, 123 n, 156-

157, 216 n, 251.

prolepsis, 124, 165. proposiciones (inventarios de),

221 n.psicoeconomía de la medicina,

220.publicación demorada, véase pu­

blicación pospuesta, publicación pospuesta, 35, 35 n,

121, 240.

Regulus, 208-209. relatividad, 138.represión de conocimientos do­

lorosos, 47, 155. reyezuelo, 208-209.

salones, 162, 162 n. sentimiento oceánico, 203 n. serendipity, véase descubrimien­

to casual, 37-38, 110, 161, 161 n. sesquipedaíismo (véase también

palabras largas), 128. silogismo, 197.sweetness and light [como cua­

lidades de la cultura], 135-136, 200 n.

teoría autoej emplificadora, 50, 61, 77-78, 126, 178, 192.

Tesoros y Florilegios [Gold Books], 110.

Test de Merton, 97, 235. tip-cat [juego], 85-86 η. tu-quoqueismo, 107-108, 107 η.

único, nota sobre la palabra, 180-181 n.

univalencia, 133 n.

Vives - Hooke - Newton - Merton (principio de), véase avivar las brasas (principio de).

286

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Sumario

Prólogo a la edición vicenal.............................................11Prefacio, por Catherine Drinker B ow en .........................19

A HOMBROS DE GIGANTES..................................................23

Epílogo, por Denis Donoghue........................................265

Nomenclátor o A modo de índice...................................275

Personas y personajes.............................................275Lugares, Cosas y No-Cosas........................................284

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Robert K. Merton nació en Filadelfia en 1910. Es uno de los fundadores de la Sociología norteamericana moderna. Discípulo de Parsons en Harvard y co­laborador de Lazarsfeld en el Bureau of Applied Social Research, su obra se de­bate entre la gran teoría de los clá­sicos del pensamiento sociológico y el ‘empirismo abstracto de la escuela nor­teamericana. Es autor también de inves­tigaciones tan fundamentales para la historia de la ciencia como Science, Technology and Society (1938); su apor­tación principal es, sin embargo, Theory and Social S tructure y Sociology o f Science, síntesis de casi medio siglo de actividad investigadora.

Este libro se presenta com o una car: u del gran sociólogo norteam ericano a un colega, centrada en rastrear el origer ... aquella frase fam osa atribu ida a lsaa. Newton: «Si he llegado a ver más le.io> fue encaram ándom e a hom bros de _ gantes.» El resultado es un brillan!ís mo artificio de im aginación y creat; ■ dad, una brom a divertida sobre la investigación social y sus particularia.: des, pero adem ás y fundam entalm eiv - un rom pecabezas intelectual que fasci­na al lector por su brillantez. En el pr. logo a la edición original se nos advier­te: «H ace falta tiem po para averigua - por qué camino nos lleva este libro, par.: descubrir qué diablos está haciendo M er­ton , a dónde se dirige y po r qué. Per. en cuanto lo averiguam os, abandonar la lectura es imposible [...]. Todas estas di­gresiones, notas al m argen, preám bulo ' y divagaciones provocan sobresaltos, his­teria y aum ento quizás de la tensión a r­terial. No obstante el lector sigue leyen­do. D eslum brado, avanzando a tientas, se aferra con desesperación al hilo que el doctor M erton ha dejado caer. Y le sigue hasta el final.»