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Un escenario en el que habitan casi 4.000 seres vivos de 400 especies de ríos y agua marina, un acuario-laboratorio abierto a la ciudad para la investigación de biólogos y la educación ambiental, contiguo a un vivario con anfibios, reptiles y artrópodos, de repente se convierte en un ambiente amable para recitar poesía. Los versos, como los mataguaros, se hunden y emergen en una danza permanente que no sobrenada ni toca fondo, o tal vez. Carabobo. Una avenida como la mayoría, en condición de asfaltoen la que el aire se contamina por las emisiones que dejan los vehículos con su paso torrencial, donde el ruido cesa con un semáforo que anuncia una pausa veloz: ¡Detente!, y luz verde para seguir en marcha; en donde la polvareda se agota en un instante y aparece alguien observando cómo se rinde el tiempo a lo cotidiano, de manera súbita altera su estado y es entonces un bulevar peatonalcon guardasoles sobre mesas, banderines y gente que entre una sinfónica o un solo de percusión ve cómo se enciende la noche. Este pasaje es un puente que comunica un museo interactivo y un pulmón verde de Medellín. Por él transitan iguanas y ardillas, de golpe un tití da un salto y trepa, o puede que un oso perezoso asome entre ramas su cabeza. Hay espejos de agua, orquídeas, palmas, vegetación de tierra árida, comino crespo, magnolia y nazareno. Está la simple y bella planta malamujer, que podría crecer bajo las costillas de Adán pero se hace buena lejos, también hay aves que se alimentan y alzan vuelo, y hombres, sobre todo muchos hombres (siéntanse incluidos todos y todas, sin reparos), que durante diez días están en comunión con un bello remolino del trópico. Algo más. Insuficiente sería decir que el libro es el cuerpo, la historia, el alma y la palabra, el pálpito, habiéndolo dicho ya. Tal vez la distancia entre la madera y el papel somos nosotros, hechos verbo. Podría mencionar los metros cuadrados que ocupa la literatura como pretexto para la reflexión y el diálogo; los proyectos especiales; las exposiciones, las muestras itinerantes y callejeras; las miles de propuestas donde la lectura coquetea, y la cantidad de títulos provocadores, malos o de ensueño. Mencionar también a Iberoamérica, Europa, el Mediterráneo, Estados Unidos y, de este lado, regiones del Pacífico y el Caribe, pero este texto perdería su vocación o, más apropiado aún, su naturaleza. Escribo sobre un encuentro en el que cientos de personas hacen metamorfosis con y en un lugar que los reúne, un espacio en el que la diferencia convive simpáticamente, en el que plumas se pavonean y se aman las amamos, en el que el conocimiento brilla, se ostenta o nos conmueve y va dejando entretanto migas exquisitas de especulación. Un encuentro en el cual se discuten al aire libre ideas que han surgido en un claustro y en el que se es testigo de cómo un campus aledaño aligera su hermetismo y nos abre sus puertas. Uno en donde el reloj marca doce horas y todavía en el bosque se sienten pasos y donde muchas mafafas son cómplices de los que se aman sin la mayor advertencia.

METAMORFOSIS

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Un escenario en el que habitan casi 4.000 seres vivos de 400 especies de ríos y agua marina, un acuario-laboratorio abierto a la ciudad para la investigación de biólogos y la educación ambiental, contiguo a un vivario con anfibios, reptiles y artrópodos, de repente se convierte en un ambiente amable para recitar poesía. Los versos, como los mataguaros, se hunden y emergen en una danza permanente que no sobrenada ni toca fondo, o tal vez.

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Un escenario en el que habitan casi 4.000 seres vivos de 400 especies de ríos y agua marina, un acuario-laboratorio abierto a la ciudad para la investigación de biólogos y la educación ambiental, contiguo a un vivario con anfibios, reptiles y artrópodos, de repente se convierte en un ambiente amable para recitar poesía. Los versos, como los mataguaros, se hunden y emergen en una danza permanente que no sobrenada ni toca fondo, o tal vez.

Carabobo. Una avenida —como la mayoría, en condición de asfalto— en la que el aire se contamina por las emisiones que dejan los vehículos con su paso torrencial, donde el ruido cesa con un semáforo que anuncia una pausa veloz: ¡Detente!, y luz verde para seguir en marcha; en donde la polvareda se agota en un instante y aparece alguien observando cómo se rinde el tiempo a lo cotidiano, de manera súbita altera su estado y es entonces un bulevar —peatonal— con guardasoles sobre mesas, banderines y gente que entre una sinfónica o un solo de percusión ve cómo se enciende la noche.

Este pasaje es un puente que comunica un museo interactivo y un pulmón verde de Medellín. Por él transitan iguanas y ardillas, de golpe un tití da un salto y trepa, o puede que un oso perezoso asome entre ramas su cabeza. Hay espejos de agua, orquídeas, palmas, vegetación de tierra árida, comino crespo, magnolia y nazareno. Está la simple y bella planta malamujer, que podría crecer bajo las costillas de Adán pero se hace buena lejos, también hay aves que se alimentan y alzan vuelo, y hombres, sobre todo muchos hombres (siéntanse incluidos todos y todas, sin reparos), que durante diez días están en comunión con un bello remolino del trópico.

Algo más. Insuficiente sería decir que el libro es el cuerpo, la historia, el alma y la palabra, el pálpito, habiéndolo dicho ya. Tal vez la distancia entre la madera y el papel somos nosotros, hechos verbo. Podría mencionar los metros cuadrados que ocupa la literatura como pretexto para la reflexión y el diálogo; los proyectos especiales; las exposiciones, las muestras itinerantes y callejeras; las miles de propuestas donde la lectura coquetea, y la cantidad de títulos provocadores, malos o de ensueño. Mencionar también a Iberoamérica, Europa, el Mediterráneo, Estados Unidos y, de este lado, regiones del Pacífico y el Caribe, pero este texto perdería su vocación o, más apropiado aún, su naturaleza.

Escribo sobre un encuentro en el que cientos de personas hacen metamorfosis con y en un lugar que los reúne, un espacio en el que la diferencia convive simpáticamente, en el que plumas se pavonean y se aman —las amamos—, en el que el conocimiento brilla, se ostenta o nos conmueve y va dejando entretanto migas exquisitas de especulación.

Un encuentro en el cual se discuten al aire libre ideas que han surgido en un claustro y en el que se es testigo de cómo un campus aledaño aligera su hermetismo y nos abre sus puertas. Uno en donde el reloj marca doce horas y todavía en el bosque se sienten pasos y donde muchas mafafas son cómplices de los que se aman sin la mayor advertencia.

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Y sigo. Son jóvenes y otros que no lo son tanto, aunque con espíritus joviales, los que hacen posible festejar entre montañas que la ficción exista. Son los que permiten que escritores se tomen un tren y que su retrato ilustrado, al lado de un par de líneas, reemplace el busto estimulante y dorado por el sol de una mujer sin rostro, también fantasía. Hacen posible que, por ejemplo, quien descubrió un asteroide bautizado más adelante con el nombre de un cacique de Charrúa (un pueblo amerindio del Uruguay): Vaimaca, venga a hablarnos sobre la extinción de la vida en un nuestro planeta.

Los mismos que conspiran para que la ciudad se adentre en una arboleda y sea anfitriona de sí, relatándose frente a ojos forasteros. Son a la vez el arquetipo de unos tipos de letras. Cuántas sonrisas y cuántos niños, hermosos todos, cogidos de la mano, y cuántas cosas que extrañamente hacen maravillosa la multitud. Sin embargo, el ritmo habitual regresa, la fauna entra en calma, el tráfico se toma nuevamente la avenida y el curso ordinario continúa. Hay algo que no se interrumpe: la invención de cuentos frecuentes, aún después del término de esta fiesta.