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1 La mentalidad anticapitalista (pasajes) Ludwig von Mises

Mises - La Mentalidad Anticapitalista (Pasajes)

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La mentalidad anticapitalista (pasajes)

Ludwig von Mises

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Mises - La mentalidad anticapitalista (pasajes)

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CONTENIDO

Sociedad feudal y capitalismo................................................................................. 3

El Teatro y las Novelas de Tesis Social .................................................................. 7

El resentimiento de la ambicion frustrada ............................................................. 12

La libertad de prensa............................................................................................. 16

El resentimiento de los parientes .......................................................................... 18

El fanatismo de la gente de pluma ........................................................................ 22

La libertad y la civilización occidental.................................................................... 28

Materialismo.......................................................................................................... 32

El frente anticapitalista .......................................................................................... 36

El anticapitalismo del trabajador manual ............................................................... 40

¿Oprimen los ricos a los pobres?.......................................................................... 46

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Año: 14, Enero 1972 No. 261

Sociedad feudal y capitalismo

Ludwig von Mises

N. D. Tomado del libro «LA. MENTALIDAD ANTICAPITALISTA», L. von Mises

Es costumbre muy corriente asimilar los empresarios y capitalistas a los nobles de la sociedad feudal. La comparación se basa en la riqueza de ambos grupos frente a la penuria en que viven sus semejantes. Sin embargo, al establecer este paralelo se pasa por alto la diferencia fundamental que existe entre la riqueza de una aristocracia de tipo feudal y la riqueza «burguesa» o capitalista.

La riqueza de un aristócrata no es un fenómeno del mercado; no deriva del hecho de haber suministrado bienes a los consumidores, quienes no pueden anularla ni siquiera modificarla en lo más mínimo. Procede del botín o de la liberalidad de un conquistador. Desaparece por la revocación del donante o porque se la apropie otro conquistador; o puede ser disipada por un pródigo. El señor feudal no se halla al servicio de los consumidores y es inmune al descontento del pueblo llano.

Empresarios y capitalistas deben sus riquezas a la clientela que patrocinó sus negocios. Fatalmente se empobrecen en cuanto nuevos concurrentes les suplantan sirviendo de modo mejor y menos caro al mercado consumidor.

Este ensayo no pretende analizar las circunstancias históricas que originaron las castas y estamentos ni la clasificación de las gentes en categorías hereditarias de diferente rango, derechos, privilegios o incapacidades legalmente santificados. Tan sólo importa señalar que las instituciones feudales resultan incompatibles con el sistema capitalista. Su abolición y el establecimiento del principio de igualdad ante la ley derribó las barreras que impedían a la humanidad gozar de los beneficios que proporciona la propiedad individual de los medios de producción y la empresa privada.

En una sociedad basada en jerarquías, castas y estamentos, la posición de cada individuo se halla prefijada. Cada uno nace adscrito a una categoría

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determinada y su posición en la sociedad viene regulada rígidamente por las leyes y costumbres que le imponen concretos privilegios, deberes ineludibles y precisas limitaciones. En raras ocasiones la buena o mala fortuna puede elevarle o rebajarle de categoría, pero generalmente las condiciones de los distintos miembros de una clase sólo mejoran o empeoran al cambiar las condiciones de todo su brazo. El individuo no es primordialmente ciudadano de una nación, es miembro de un estamento (Stand, état) y sólo como tal aparece indirectamente integrado en el cuerpo de su nación. Ningún sentimiento de comunidad experimenta ante un compatriota que pertenece a otra clase. Sólo percibe el abismo que le separa del ajeno rango. Estas diferencias se reflejaban en el lenguaje y en el vestido. Bajo el ancien régime, los aristócratas europeos hablaban preferentemente francés. El tercer estado empleaba la lengua vernácula, mientras que las clases más humildes de la población urbana y los campesinos se aferraban a dialectos locales, jergas y argots que a menudo resultaban incomprensibles para la gente educada. Las distintas clases vestían de manera diferente. Bastaba examinar el aspecto exterior de un desconocido para saber a qué estamento pertenecía.

La principal objeción que los admiradores de los «felices tiempos pasados» oponen al principio de igualdad ante la ley es el haber abolido los privilegios de clase y rango social. Aseguran que ha «atomizado» la sociedad, transformando las agrupaciones «orgánicas, en masas amorfas. Las multitudes son ahora soberanas y un sórdido materialismo ha arrinconado las nobles normas que regían la vida en los tiempos pasados. Poderoso caballero es Don Dinero. Personas carentes de valía son ricas y nadan en la abundancia, mientras que otras meritorias y dignas tienen vacíos los bolsillos.

Esta crítica supone implícitamente que bajo el ancien régime los aristócratas se distinguían por su virtud y debían su categoría y sus rentas a su mayor cultura y superioridad moral. Sin entrar a valorar conductas, el historiador no puede menos de hacer notar que la alta nobleza en los principales países europeos se hallaba integrada por los descendientes de soldados, cortesanos y «cortesanas» que, con ocasión de las luchas religiosas y políticas de los siglos XV y XVI, fueron bastante sagaces para sumarse al partido que resultó vencedor en su país. Aunque los enemigos del capitalismo, conservadores y «progresistas, discrepan al valorar las antiguas normas de vida, están concordes en condenar los principios en que se basa la sociedad capitalista. Estiman que no son los hombres de méritos quienes adquieren riqueza y

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prestigio, sino personas frívolas e indignas. Ambos grupos persiguen como objetivo la sustitución de los métodos evidentemente injustos, que prevalecen bajo el laissez faire capitalista, por otros sistemas de distribución más equitativos.

Ahora bien; nadie pretende que bajo el capitalismo sin trabas prosperen quienes aplicando criterios de valoración espiritual deberían ser los elegidos. La democracia capitalista del mercado no premia a las gentes en razón a sus «verdaderos» méritos, virtudes personales o excelsitud moral. No prospera el individuo porque su actuación conforme con cánones «absolutos» de justicia, sino como consecuencia del aprecio que dicha actuación merezca a los ojos de sus semejantes, quienes toman en consideración como medidas exclusivas sus deseos, necesidades y aspiraciones personales. En esto consiste precisamente la democracia del mercado. Los consumidores son soberanos y exigen ser complacidos.

A millones de personas les gusta la Pinkapinka, bebida preparada por la Compañía Internacional Pinkapinka. Millones disfrutan con las novelas policíacas, las películas de misterio, los periódicos sensacionalistas, las corridas de toros, el boxeo, el whisky, los cigarrillos, el chicle. Millones de votantes apoyan a gobiernos deseosos de armarse y de provocar guerras. Pues bien, se enriquecen precisamente aquellos que del modo mejor y más barato proporcionan satisfacción a tales apetencias. En la economía de mercado lo que cuenta no son las teóricas valoraciones, sino las efectivas apreciaciones expresadas por las gentes comprando o absteniéndose de comprar.

Al descontento que se queja de la injusticia del sistema de mercado, cabría replicarle a manera de consejo: «Si desea usted hacerse rico procure complacer al público ofreciéndole algo que resulte más barato o que apetezca más. Intente superar a la Pinkapinka elaborando otra bebida. La igualdad ante la ley de faculta para competir con cualquier millonario. En un mercado no perturbado por medidas restrictivas del gobierno, sólo de usted depende superar al rey del chocolate, a la estrella de cine o al campeón de boxeo. Ahora bien; usted no es menos libre, si así lo estima mejor, para despreciar la riqueza que podrá alcanzar en la industria textil o en el boxeo profesional a cambio de la satisfacción que tal vez obtenga componiendo poemas o redactando ensayos filosóficos. En este caso, naturalmente, no reunirá usted tanto dinero como ganan quienes se ponen al servicio de la mayoría». Porque

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tal es la ley de la democracia económica del mercado. Los que satisfacen las apetencias de las minorías obtienen menos votos dólares que los que se pliegan a los deseos del mayor número de personas. Cuando se trata de ganar dinero, la estrella de cine supera al filósofo y el fabricante de Pinkapinka al compositor de sinfonías.

Es importante advertir que la posibilidad de obtener las recompensas otorgadas por la sociedad se encuentra al alcance de todos por tratarse de un supuesto consubstancial a la economía de mercado. Pero ello, no obstante, no cabe suprimir o alivias las desventajas congénitas con que la naturaleza discrimina a muchos humanos; no puede modificarse la circunstancia de que muchos nazcan tarados o se incapaciten posteriormente. El ámbito en que cada uno puede evolucionar se halla rígidamente predeterminado por sus características biológicas. Un abismo infranqueable separa a quienes piensan por cuenta propia de aquellos que son incapaces de discurrir.

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Año: 14, Abril 1972 No. 267

El Teatro y las Novelas de Tesis Social

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del libro «LA MENTALIDAD ANTICAPITALISTA», L. von Mises.

El público seducido por las ideas socialistas pide novelas y comedias socialistas («sociales»). Los escritores que comparten también la misma ideología hállense dispuestos a servir la mercancía pedida. Reflejan situaciones poco satisfactorias, insinuando que constituyen resultado inevitable del capitalismo. Destacan la pobreza y miseria de las clases explotadas, sus lacras corporales y la ignorancia y suciedad en que viven y fustigan el lujo, la estupidez y la corrupción moral de las clases explotadoras. En su opinión, todo lo malo y ridículo es de origen burgués; todo lo bueno y sublime, proletario.

Los escritores que describen la vida de los pobres pueden dividirse en dos clases. La primera, integrada por aquellos que nunca han sido pobres, nacidos y educados en ambiente «burgués» o entre campesinos o asalariados prósperos, no se hallan familiarizados con los ambientes en que sitúan los personajes de sus obras y novelas. Tienen que documentarse acerca de los bajos fondos que aspiran a descubrir antes de iniciar sus producciones literarias. Y así lo hacen. Ahora bien, abordan el estudio sin renunciar a sus prejuicios, conocen anticipadamente lo que van a descubrir. Hállense convencidos de que la vida de los asalariados es más desolada y triste que todo lo imaginable. Cierran los ojos a lo que no desean ver, de tal manera que sólo aprecian las circunstancias que conforman sus ideas preconcebidas. Los socialistas les enseñaron que el orden capitalista inflige sufrimientos sin cuento a las masas y que cuanto más progresa hacia su pleno desarrollo en mayor grado empobrece la mayoría. Sus novelas y obras teatrales están escritas con tesis a fin de demostrar el dogma marxista.

El error de estos autores no radica en su propensión a describir la miseria y la desdicha. Un artista es libre de aplicar su talento a cualquier tema. Lo grave es la interpretación errónea y tendenciosa que dan a la realidad social. No se percatan de que las irritantes circunstancias que destacan no son consecuencia del capitalismo, sino restos del ayer precapitalista o bien efecto de medidas

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que perturban el normal funcionamiento del capitalismo. No se aperciben de que dicho sistema suprime la miseria en el mayor grado posible al montar la producción en gran escala para cubrir la demanda de la masa. Fijan su atención únicamente en el asalariado en su condición de obrero, sin darse cuenta de que al propio tiempo es el principal consumidor de los productos elaborados mediante su concurso o de las materias primas o productos alimenticios intercambiados por aquellos objetos manufacturados.

La tendencia de dichos escritores a destacar la miseria y abandono de las clases trabajadoras deforma la verdad al insinuar que las situaciones descritas son lógicas y características del régimen capitalista.

Las estadísticas referentes a la producción y venta de cuantos artículos se fabrican en serie claramente demuestran que el asalariado medio, dista mucho de conocer la auténtica miseria.

La figura más destacada de esta escuela de literatura «social» fue Emilio Zola. Marcó el camino que más tarde seguirían multitud de imitadores menormente dotados. Para Zola el arte hallábase íntimamente ligado con la ciencia. Debía basarse en la investigación, reflejando los descubrimientos científicos. En opinión de Zola la aseveración más importante de las ciencias sociales llevaban a la conclusión de que el capitalismo es el peor de los males y que la implantación del socialismo no sólo era inevitable, sino altamente deseable. Sus novelas son «en efecto una colección de homilías socialistas»[i]Ahora bien, el propio Zola pronto sería rebasado, en sus prejuicios y entusiasmo socializante, por la literatura «proletaria» de sus seguidores. Los partidarios de esta literatura aseguran que los mencionados escritores «proletarios» se limitan a reflejar los resultados genuinos de la experiencia proletaria[ii]. Ahora bien, estos autores no se limitan a reflejar hechos. Los interpretan a la luz de las enseñanzas de Marx, Veblen y los Webb. Esta función interpretativa es el alma de sus escritos, la circunstancia que obliga a calificarlos de propaganda socialista. Los autores en cuestión presuponen que los dogmas en que basan su interpretación de los hechos constituyen verdades inconcusas e irrefutables, hallándose también seguros de que sus lectores comparten idéntica convicción. Por ello frecuentemente consideran innecesario mencionar las doctrinas de una manera expresa. Alguna vez se limitan a aludirlas indirectamente. Ahora bien, esto no empece para que la tesis de sus libros se venga abajo una vez se evidencia la inadmisibilidad de

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seudoeconómicos. Sus obras no son otra cosa que aplicación práctica de las doctrinas anticapitalistas y se derrumban al unísono.

El segundo grupo de novelistas «proletarios» se halla integrado por aquellos nacidos en el propio ambiente proletario que describen. Se han apartado del mundo obrero ingresando en las filas de los profesionales. A diferencia de los autores proletarios de origen «burgués», no han de dedicarse a investigaciones específicas para documentarse acerca de la vida de los asalariados. Les cabe acudir a su propia experiencia.

Dicha personal experiencia les ilustra acerca de realidades que abiertamente contradicen los dogmas básicos del credo socialista. No hay barreras que impidan a los hijos inteligentes y laboriosos, de padres modestos, escalar posiciones mejores. Los propios escritores de origen «proletario» atestiguan este hecho. Les constan las razones por las cuales triunfaron mientras la mayoría de sus hermanos y camaradas no lo consiguieron. En su ascensión hacia el mejoramiento económico, una y otra vez, tropezaron con jóvenes que, como ellos, ansiaban aprender y progresar. No ignoran el por qué unos prosperaron y otros fracasaron. Ahora, al convivir con la sociedad burguesa, se percatan de que la diferencia entre quien gana más y quien gana menos no estriba en las truhanerías de aquel. No se hubieran elevado por encima del nivel en que nacieron si fueran tan estúpidos como para no apreciar que muchos hombres de negocios y profesionales son selfmade men, que, como ellos, empezaron en la pobreza. Advierten que la desigualdad en la riqueza tiene su origen en motivos distintos de los imaginados por el resentimiento socialista.

Cuando tales literatos escriben lo que no son otra cosa que homilías prosocialistas, faltan a la verdad. La insinceridad de sus novelas y obras teatrales las hace despreciables. Son notablemente inferiores a los libros de sus colegas de origen «burgués» quienes, al menos, creen en lo que escriben.

No basta a los escritores socialistas la descripción de las condiciones en que viven las víctimas del capitalismo. También se interesan por reflejar la vida y milagros de los beneficiarios del sistema, los empresarios. Se esfuerzan por descubrir a los lectores cómo se enriquecen. Como quiera que ellos gracias a Dios sean dadas no dominan tan turbios negocios, buscan, ante todo, información en autorizados libros de historia. He aquí lo que los especialistas

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les cuentan acerca de cómo los «gangsters financieros» y los «voraces tiburones» hicieron sus millones: «Empezó su carrera como turbio traficante de ganado, que compraba a los campesinos y lo llevaba a vender al mercado. Vendía los animales a peso en las carnicerías. Poco antes de conducirlos al mercado les daba sal para que bebieran agua en abundancia. Un galón de agua pesa unas ocho libras. Dadle a una vaca tres o cuatro galones de agua y lograréis un sobrebeneficio al venderla» [iii]

Así es como se describen en docenas y docenas de novelas y obras teatrales las torpes transacciones del personaje más vil de la trama, el hombre de negocios. Los repugnantes capitalistas se hicieron ricos vendiendo acero agrietado y alimentos putrefactos, zapatos con suelas de papel y piezas de algodón que hacía pasar por tejidos de seda. Sobornaban a gobernadores y senadores, jueces y policías y estafaban a sus clientes y operarios. Es una historia bien sabida.

Estos escritores se hallan muy lejos de pensar que sus relatos implícitamente vienen a calificar de perfectos idiotas a todos los americanos victimas fáciles de la superchería de cualquier bribón. El timo de las vacas infladas es el método de estafa más primitivo. Difícil resulta creer que existan en ningún sitio carniceros tan estúpidos como para caer en esta trampa. Desde luego es confiar demasiado en la candidez del lector el suponer que existen comerciantes en los EEUU tan fáciles de timar. Lo mismo ocurre con todas las fábulas similares.

Para el escritor «izquierdista» el hombre de negocios en su vida privada es un bárbaro, un jugador, un borracho. Pasa los días en los hipódromos, las noches en los cabarets para después dormir con su querida. Como Marx y Engels hacían notar «no bastándoles a los burgueses las esposas e hijas de sus obreros, sin mencionar las prostitutas declaradas, se complacen en seducirse unos a otros, sus mujeres». Es de esta suerte como gran parte de la literatura americana describe al empresario estadounidense[iv].

[i] Cf. P. MARTINO, en la EncycIopaedia of the Social Sciences, vol. xv, p. 537

[ii] Cf. J. FREEMAN. Introducción a Proletarian Llierature in the United States, an Anthology, New York, 1935, PS. 9-28

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[iii] Cf W. E. WOODWARD (A New American History, New York, 1938, p. 608), en su biografía de un hombre que hizo una donación a un seminario teológico.

[iv] Vid, el brillante análisis de JOHN CHAMBERLAIN, The Busineesman in Fiction. (Fortune, noviembre 1948. ps. 134-148)

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Año: 14, Enero 1972 No. 262

El resentimiento de la ambicion frustrada

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del libro «LA MENTALIDAD ANTICAPITALISTA», L. von Mises

En una sociedad basada en la casta y la jerarquía el individuo puede atribuir la adversidad de su destino a circunstancias fuera de su control. Es esclavo porque los poderes sobrehumanos que determinan todas las cosas le han asignado esta condición.

No es culpa suya y no tiene motivos para avergonzarse de su inferioridad. Su mujer no puede quejarse de su situación, y si le dijera: «¿Por qué no eres duque? Si tú fueras duque, yo sería duquesa», obtendría esta respuesta: «Si mi padre hubiera sido duque, no me habría casado contigo que eres una esclava, sino con la hija de otro duque; si no eres duquesa, tú y solamente tú tienes la culpa; ¿Por qué no fuiste más inteligente al escoger padres?».

Bajo el capitalismo la cosa es muy diferente. Aquí la posición de cada uno en la vida depende de sí mismo. Todo aquel que no ha alcanzado lo que ambicionaba sabe perfectamente que ha dejado perder oportunidades y que sus semejantes le han juzgado y postergado. Cuando su esposa le reprocha: «¿Por qué no ganas más que ochenta dólares a la semana? Si fueras tan inteligente como tu antiguo amigo Pablo, serías encargado de taller y yo viviría mejor, se percata de su propia inferioridad y se siente humillado.

La deshumana dureza del capitalismo, tan comentada, consiste precisamente en que trata a cada uno según haya contribuido al bienestar de sus semejantes. El principio «a cada uno según sus merecimientos», no admite excusas basadas en la limitación personal. Cualquiera se da cuenta de haber fracasado donde otros triunfaron. Tampoco ignora que muchos de los envidiados son hombres que se hicieron a sí mismos y que arrancaron del mismo punto de donde él partió. Y lo que es mucho peor, estas realidades constan igualmente a todos los demás. En la mirada de su mujer y de sus hijos lee un tácito

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reproche: «¿Por qué no fuiste más listo?». Comprueba cómo la gente admira a quienes triunfaron y en cambio contempla su fracaso con menosprecio o pena.

Muchos se sienten desgraciados bajo el capitalismo por cuanto este sistema otorga a todos la oportunidad de alcanzar las posiciones más envidiables, que, naturalmente, sólo unos pocos conseguirán. Por mucho que ganemos, lo obtenido siempre será una fracción mínima de lo que nuestra ambición anhelaba. Constantemente nos enfrentamos con gentes que triunfaron donde nosotros fracasamos. Existen seres que nos aventajan y respecto a los cuales alimentamos subconscientes complejos de inferioridad. Tal es la actitud del vagabundo con respecto al trabajador estable, del obrero frente al capataz, del empleado ante el director, del director para con el presidente, del hombre que posee trescientos mil dólares hacia el millonario, etc. La confianza en sí mismo y el equilibrio moral de cada uno se quebranta al contemplar a aquellos que demostraron mayor capacidad y mejor disposición. Todos constatan su derrota e ineficacia.

Justus Möser inicia la larga serie de autores alemanes que se opusieron radicalmente a las ideas «occidentales» de la ilustración y la filosofía social del racionalismo, el utilitarismo y el laissez faire, combatiendo la política propugnada por estas escuelas. Así, Möser se irritaba contra las nuevas ideas que hacían depender los ascensos de los oficiales del ejército y funcionarios del Estado, del mérito y capacidad personales, prescindiendo de su cuna y noble linaje, de la edad y años de servicios. La vida resultaría insoportable en una sociedad donde el éxito dependiera exclusivamente del mérito personal, añade Möser. La naturaleza humana nos inclina a sobreestimar nuestra capacidad y nuestros merecimientos. Si la posición de un hombre en la vida se halla condicionada por factores independientes de su propia valía, quienes ocupan los lugares inferiores de la escala social toleran la situación y, conscientes de sus méritos personales, no pierden la dignidad ni el respeto a sí mismos. Pero todo cambia si sólo el mérito decide. El fracasado se siente insultado y humillado. Un sentimiento de odio y animosidad contra quienes le superaron forzosamente le embargará[i]

Pues bien, esa sociedad en la que el mérito y la propia ejecutoria determinan el éxito o el fracaso del hombre es la que el capitalismo extendiera mediante la mecánica del mercado y los precios. Coincidamos o no con la animosidad de Möser contra el principio del mérito, es forzoso admitir que acertó en el

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análisis de algunas de sus consecuencias psicológicas. Vio con claridad la reacción de quienes, puestos a prueba, flaquearon.

Para consolarse y recuperar la confianza en sí mismos buscan una víctima propiciatoria. Intentan convencerse de que el fracaso no les es imputable. Estímanse al menos tan brillantes, tan eficientes y diligentes como quienes les eclipsan. Pero por desgracia nuestro nefasto orden social no premia a los más meritorios; galardona, por el contrario, al malvado y sin escrúpulos, al estafador, al explotador, al «individualista sin entraña». Fue su propia honradez la causa de su fracaso. Él era demasiado honesto para recurrir a las bajas tretas mediante las cuales sus rivales se encumbraron. Bajo el capitalismo, a fin de cuentas, uno ha de optar entre la pobreza honrada o la turbia riqueza. Él, por su parte, gracias a Dios sean dadas, optó por la primera.

La búsqueda de víctima propiciatoria constituye la reacción propia de las gentes que viven bajo un orden social que retribuye al individuo según sus merecimientos, en tanto en cuanto ha contribuido al bienestar de sus semejantes y donde cada uno es el artífice de su propia suerte. Dentro de aquel orden, cualquiera, cuyas ambiciones no han sido plenamente satisfechas, se convierte en un resentido ante el éxito de quienes alcanzaron mejores posiciones. Los menos inteligentes traducen sus sentimientos en calumnias y difamaciones. Los más hábiles no recurren a la calumnia. Prefieren enmascarar su odio tras elucubraciones filosóficas y formular el ideario del anticapitalismo con miras a ahogar aquella voz interior denunciadora de que su fracaso sólo a ellos les es imputable. Mantienen su acusación contra el capitalismo tan fanáticamente, por cuanto se hallan convencidos de la falsedad de su crítica.

El sufrimiento provocado por la frustración de las propias ambiciones es consubstancial a todo orden social basado en la igualdad ante la ley. En realidad no es la igualdad ante la ley lo que origina tal padecer, sino el hecho de que precisamente la igualdad ante la ley hace resaltar la desigualdad existente entre los hombres, en lo que se refiere a su vigor intelectual, fuerza de voluntad y capacidad de trabajo. De manera despiadada se pondrá de manifiesto el abismo existente entre lo que en verdad cada hombre es y realiza y la valoración que cada uno concede a su ser y ejecutoria. Cuantos no aciertan a ponderar su genuina valía tienden a soñar despiertos, refugiándose

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en un fantasmagórico «mundo mejor» donde cada uno sería recompensado con arreglo a su «verdadero mérito».

[i] MÖSER, Ningún ascenso según los méritos, publicada en primera edición en 1772, (JUSTUS MÖSER, Sammtliche Werk, Ed. B. R. Abeken, BerIin, 1842, vol. II, Ps. 187-191).

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Año: 14, Marzo 1972 No. 265

La libertad de prensa

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del Libro «LA MENTALIDAD ANTI-CAPITALISTA», L. von Mises.

La libertad de prensa constituye una de las principales notas distintivas de las naciones libres. Fue tema fundamental de programa político del viejo liberalismo clásico. Nadie ha conseguido nunca oponer una objeción sólida al razonamiento de los dos libros clásicos, Areopagitica, de John Milton, 1644, y On Liberty, de John Stuart Mill, 1859. La impresión sin licencia previa es presupuesto básico de la libertad de expresión.

Sólo puede existir prensa libre allí donde los medios de producción quedan en manos de los particulares. En una comunidad socialista, donde el papel, las imprentas, etcétera, sean propiedad del gobierno, no cabe hablar de prensa libre. Únicamente el gobierno decide quién ha de tener tiempo y oportunidad para escribir y qué se ha de imprimir y publicar. Comparada con la Rusia soviética, incluso la Rusia zarista nos parece ahora un país de prensa libre. Cuando los nazis realizaron sus famosas quemas públicas de libros, no hacían sino seguir las indicaciones de uno de los grandes autores socialistas: Cabet.[i]

Como quiera que todos los países avanzan hacia el socialismo, la libertad de prensa poco a poco se desvanece. Cada día resulta más difícil publicar un libro o un artículo cuyo contenido moleste al gobierno o a los grupos más influyentes. Todavía no se «liquida» al disidente como en Rusia, ni se queman sus libros por orden de la Inquisición. Y tampoco se ha vuelto al antiguo sistema de censura. Los partidos, que se califican a sí mismos de progresistas, disponen de armas más eficaces. Su decisivo instrumento de opresión consiste en boicotear a escritores, editores, libreros, impresores, anunciantes y lectores.

Todo el mundo es libre para abstenerse de leer los libros, revistas y periódicos que no le gusten e incluso para recomendar a terceros que los rechacen. Pero es muy distinto que unos amenacen a otros con graves represalias si no dejan de favorecer a ciertas publicaciones y a sus editores. En muchos países, los diarios y revistas se asustan ante la perspectiva de un boycot por parte de los

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sindicatos obreros. Rehuyen toda discusión sobre el tema y se someten vergonzosamente a los dictados de los capitostes sindicalistas.[ii]

Estos líderes obreristas son mucho más susceptibles que los emperadores y reyes del pasado. No admiten bromas. Tal susceptibilidad ha hecho enmudecer la legítima sátira teatral en comedias y revistas y ha condenado al cine a la esterilidad.

En el ansíen régime, los teatros eran libres para representar las obras en que Beaumarchais ridiculizaba a la nobleza y la inmortal ópera de Mozart. Bajo el segundo imperio francés, Offenbach y Halévy, en La Gran Duquesa de Gerolstein, satirizaban el absolutismo, el militarismo y la vida de la corte. El mismo Napoleón III y algunos otros monarcas europeos disfrutaban viendo las comedias que les ponían en solfa. En la época victoriana, el censor de los teatros británicos, el lord Chambelán, no puso dificultades a la representación de las revistas de Gilbert y Sullivan que ridiculizaban las venerables instituciones en que se basaba la acción de gobierno en la Gran Bretaña. Los palcos estaban llenos de nobles lores, mientras en el escenario el conde montararat cantaba: «La Cámara de los Lores nunca tuvo pretensiones de altura intelectual».

En nuestros días es imposible satirizar desde los escenarios a quienes detentan el poder. No se tolera ninguna alusión irrespetuosa sobre los sindicatos obreros, las muualidades, las empresas socializadas, los déficits del presupuesto y otras realidades del estado-providencia. Los capitostes de los sindicatos y los funcionarios son sagrados. El teatro sólo puede recurrir a aquellos manidos tópicos que han degradado la opereta y las farsas de Hollywood.

[i] Cf. CABET, Voyage en Icarle, Paris, 1848, p. 127.

[ii] Sobre el sistema de boycott establecido por la Iglesia católica, cf. P. BLANCHARD, American Freedom and Catholic Power , Boston, 1949. .ps. 94-198.

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Año: 14, Febrero 1972 No. 263

El resentimiento de los parientes

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del Libro «LA MENTALIDAD ATICAPITALISTA»L von Mises, que puede obtenerse en el CEES en inglés o español.

En el mercado libre de interferencias externas regístrase un ininterrumpido proceso que tiende a encomendar el manejo de los factores de producción a los individuos más eficientes.

Las grandes fortunas acumuladas gracias a anteriores éxitos cosechados al proveer de la mejor manera posible las necesidades en cada momento más urgentemente sentidas, comienzan a desaparecer tan pronto como el empresario flaquea en aquel cometido. A menudo estas menguas en su fortuna se inician ya en vida del propio interesado cuando su vitalidad, energías y habilidades se debilitan por efecto de la vejez, del cansancio y de la enfermedad y disminuye su capacidad para adaptar la producción a la siempre cambiante estructura del mercado. Ahora bien, frecuentemente es la indolencia de sus herederos la que dilapida las riquezas acumuladas. Pero cuando pese a su estolidez y torpeza los derechohabientes no recaen en la insignificancia y logran, no obstante su incompetencia, conservar la fortuna, es porque instituciones y medidas políticas de signo anticapitalista les protegen. Aceptan su exclusión del tráfico mercantil toda vez que en el mercado libre no es posible conservar la fortuna más que volviendo a ganarla diariamente en dura competencia con todo el mundo, no sólo con las empresas consagradas, sino también con nuevos y audaces contrincantes siempre renovados. Adquieren valores del Estado buscando la protección del Poder público, que ofrece salvaguardarlos de los peligros del mercado, dentro del cual la ineficacia se castiga con pérdidas patrimoniales.[i]

Sin embargo, hay familias en que las excepcionales condiciones requeridas para el éxito empresarial se transmite a lo largo de generaciones. Algunos de los hijos, nietos o incluso bisnietos igualan o superan al fundador. La riqueza del antepasado no se disipa, sino que se acrecienta.

Estos casos, naturalmente, no son frecuentes y llaman la atención no sólo por su rareza, sino también porque los hombres que saben incrementar un negocio

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heredado gozan de un doble prestigio: el que merecían sus padres y el que ellos merecen. Estos a quienes denominan «patricios» las personas que no saben distinguir entre una sociedad jerarquizada en estamentos y la sociedad capitalista, generalmente unen a una esmerada educación, gusto refinado y elegancia personal la pericia y laboriosidad del activo hombre de negocios. Y algunos figuran entre los empresarios más ricos de su país e incluso del mundo.

Conviene analizar las cualidades de estos escasos potentados que aparecen en el seno de las familias llamadas patricias al objeto de explicar un fenómeno que influye poderosamente en las modernas maquinaciones y propagandas anticapitalistas.

Las cualidades necesarias para la acertada dirección de la gran empresa, ni siquiera en estas afortunadas familias, son heredadas por todos los hijos y nietos. Generalmente, sólo un miembro o todo lo más dos de cada generación están dotados de estas cualidades. Siendo ello así para el mantenimiento de los negocios y riquezas de la familia es ineludible que la dirección sea confiada a ese uno o a esos dos y que los restantes miembros queden relegados a meros receptores de parte de los beneficios. Los sistemas elegidos para estos arreglos varían de un país a otro, según sean sus disposiciones administrativas y legales. Sin embargo, el resultado es siempre el mismo: dividir la familia en dos categorías, la de los dirigentes y la de los dirigidos.

Integran el segundo grupo por lo general personas estrechamente emparentadas con los que podríamos llamar «los jefes», es decir, sus hermanos, primos, sobrinos y aun más a menudo sus hermanas, cuñadas viudas, primas, sobrinas, etc. Llamaremos a los miembros de esta segunda categoría «Los parientes».

Los «parientes» se lucran con la rentabilidad de la empresa; sin embargo, desconocen la vida del negocio y no saben una palabra de los problemas que tiene que resolver el empresario. Han sido educados en colegios e internados de lujo, cuya atmósfera estaba saturada de un altanero desprecio hacia los «filisteos», que sólo sienten la preocupación de ganar dinero. Algunos «parientes» no piensan más que en cabarets y diversiones, apuestan y juegan, van de fiesta en fiesta y de juerga en juerga, en costoso libertinaje. Otros se

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dedican, como meros aficionados, a la pintura, la literatura u otras artes. La mayor parte de estas personas llevan, pues, una vida ociosa e inútil.

Sin embargo, no cabe olvidar que siempre hubo excepciones y que la fecunda labor realizada por algunos de los miembros de este grupo ampliamente compensa la escandalosa conducta de los juerguistas y derrochadores. Porque es lo cierto que muchos entre los más eminentes estadistas, escritores y eruditos pertenecían al grupo de «caballeros sin ocupación».. Libres de la necesidad de ganarse la vida con un trabajo remunerado y emancipados de la coacción social pudieron desarrollar nuevos idearios. Otros, carentes de dotes artísticas, convirtiéndose en los Mecenas, sin cuyo concurso financiero y apoyo moral muchos renombrados artistas no hubieran podido realizar su labor creadora. Buen número de historiadores han subrayado el papel que los hombres de dinero desempeñaron en la evolución intelectual y política de la Gran Bretaña. Y en Francia fue le monde, la «buena sociedad», la que creó el ambiente que permitió vivir y prosperar a los escritores y artistas del siglo XIX.

Pero no hemos de ocuparnos ni de la frivolidad de los «señoritos» ni de las meritorias actuaciones de otros miembros de las clases acomodadas. Por el contrario, lo que interesa analizar es el papel desempeñado en la difusión de las doctrinas tendentes a destruir la economía de mercado por un grupo de los llamados «parientes».

En efecto, muchos de estos «parientes» están convencidos de haber sido perjudicados por las normas que regulan la relación financiera en las empresas familiares y sus dirigentes. Siempre imaginan que en la distribución de beneficios ellos reciben poco y los jefes demasiado, tanto si las normas distributivas derivan de las disposiciones testamentarias del padre o del abuelo como si fueron libremente pactadas entre los interesados.

Desconocedores de la mecánica de los negocios y del mercado, hállanse convencidos como Marx de que el capital automáticamente «engendra beneficios».. No ven razón alguna para que los miembros de la familia que dirigen los negocios ganen más que ellos. Torpes en exceso para interpretar correctamente los balances y las cuentas de pérdidas y ganancias, malician en todo acto del jefe una aviesa intención de engañarles, privándoles de la posición que heredaron, por lo que continuamente se querellan con ellos.

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No es sorprendente que los jefes pierdan los estribos. Hállanse orgullosos de los éxitos que consiguen en su lucha contra las dificultades y cortapisas que a los grandes negocios opone el gobierno y las organizaciones sindicales. Están seguros que a no ser por su eficiencia y celo se hubiera derrumbado la empresa o la familia se hubiera visto obligada a desprenderse de ella. Piensan que los «parientes» deberían proclamar sus méritos y reputan sus quejas injustas y ultrajantes.

Las disputas domésticas entre jefes y «parientes» afectan sólo a los miembros del «clan». Pero cobran trascendencia general cuando los «parientes», para molestar a los jefes, se pasan al campo anticapitalista financiando toda clase de aventuras «izquierdistas». Aplauden las huelgas, incluso cuando afectan a las fábricas de las que proceden sus propias rentas[ii] un hecho notorio que la mayor parte de las revistas «progresistas» muchos periódicos de izquierda están financiados mediante generosas aportaciones de ciertos «parientes». Estos «parientes» dotan a las universidades, colegios e instituciones progresistas para que lleven a cabo «estudios sociales», patrocinando toda clase de actividades de signo comunista. Como «socialistas o bolcheviques de salón» desempeñan un papel importante en el «ejército proletario» que lucha contra el «funesto régimen capitalista».

[i] En Europa, hasta hace poco tiempo, había otro medio de salvaguardar una fortuna de la torpeza y prodigalidad de su poseedor. La riqueza adquirida en el mercado podía invertirse en grandes fincas rústicas que quedaban protegidas contra la competencia mediante aranceles y otras medidas legales. La institución del mayorazgo en la Gran Bretaña y sistemas de vinculación análogos en el continente impedían al propietario disponer de su patrimonio en perjuicio de sus herederos.

[ii] Lujosos automóviles con chóferes uniformados conducían a damas distinguidas a las líneas de «piquetes», incluso tratándose de huelgas dirigidas contra negocios, gracias a los cuales se pagaban los «limosines». (EUGENE LYONS,The Red Decade, New York, 1941, p,186) (Las itálicas son mías).

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Año: 14, Marzo 1972 No. 266

El fanatismo de la gente de pluma

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del libro «LA MENTALIDAD ANTICAPITALISTA», L. von Mises.

Al simple observador de la ideología que hoy en día prevalece podría, fácilmente, pasarle por alto la intolerancia de quienes moldean la opinión pública, así como las maquinaciones empleadas para ahogar la voz del disidente. Al parecer la gente no está de acuerdo en cuanto a cuáles sean los problemas a dilucidar.

Comunistas, socialistas e intervencionistas, integrados en diversas sectas y escuelas, se combaten con tal ardor que nadie llega a fijar la atención en los dogmas fundamentales en torno a los cuales unos y otros coinciden por completo. Por otra parte, los escasos pensadores independientes que osan poner estos dogmas en tela de juicio quedan, virtualmente, relegados al ostracismo, de tal suerte que sus ideas difícilmente llegan al público lector. La impresionante máquina de propaganda y proselitismo «izquierdista» ha triunfado plenamente en su empeño de que ciertos temas sean tabú. La intolerante ortodoxia de las escuelas que a sí mismas se califican de «heterodoxas» prevalece por doquier.

Este «heterodoxo» dogmatismo no es otra cosa que contradictoria y confusa mezcolanza de doctrinas diversas e incompatibles entre sí. Nos encontramos ante un eclecticismo de la peor especie, ante una caótica colección de conjeturas derivadas de doctrinas falaces y conceptos erróneos cuya improcedencia tiempo ha quedó demostrada. Hállase integrada por fragmentos inconexos tomados no sólo de numerosos autores socialistas «utópicos y «científicos», sino también de los fabianos, institucionalistas americanos, sindicalistas franceses, tecnócratas y de la escuela histórica alemana.

Reincídase en los errores de Godwin, Carlyle, Ruskin, Bismarck, Sorel, Veblen y de legión de autores menos conocidos.

Constituye dogma fundamental de tal ideario suponer que la pobreza es consecuencia de inicuas instituciones sociales. La instauración de la propiedad

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y de la empresa privada fue el pecado original que privó a la humanidad de la dichosa vida del Edén. El capitalismo tan sólo beneficia al interés egoísta de explotadores sin entrañas. Condena a la honrada masa a una degradación y pobreza progresivas. Preciso es que esa gran deidad, llamada Estado, doblegue a los avarientos explotadores. La idea de «servicio» debe sustituir a la idea de «lucro». Por fortuna, asegúrase, ni las intrigas ni las brutalidades de los malvados «reyes de las finanzas», logran paralizar el movimiento reformista. El advenimiento de una era de planificación centralizada es inevitable. Habrá abundancia y riquezas para todos. Quienes anhelan impulsar esta gran transformación llámanse progresistas por cuanto pretenden laborar por la consecución de un ideal no sólo deseable, sino también conforme con las leyes inexorables de la evolución histórica. Menosprecian como reaccionarios a quienes, en vano empeño quieren detener el llamado progreso.

De acuerdo con estas ideas, los progresistas abogan por la implantación de medidas que, en su opinión, de inmediato aliviarían la suerte de las masas dolientes. Recomiendan, por ejemplo, la expansión del crédito y el aumento de la circulación fiduciaria la fijación de salarios mínimos decretados y mantenidos mediante la coacción y violencia del Estado o de los sindicatos obreros; el control de precios de los artículos de primera necesidad y de los alquileres, así como otras medidas intervencionistas Sin embargo, la ciencia económica ha demostrado la imposibilidad de que tales panaceas den lugar a los resultados apetecidos Fruto de estas medidas es la provocación de situaciones más insatisfactorias todavía desde el punto de vista de quienes recomendaban su aplicación que las que se pretendía alterar. La expansión crediticia da lugar a reiteradas crisis y depresiones. La inflación provoca un alza vertiginosa de los precios de todos los bienes y servicios. La pretensión de imponer coactivamente salarios superiores a los que el mercado libremente hubiera señalado ocasiona paro en masa de duración indefinida. Las tasas sólo sirven para restringir la producción de los bienes afectados. La ciencia económica ha evidenciado la realidad de tales asertos de modo irrefutable. Ninguno de los seudoeconomistas izquierdistas ha intentado siquiera contradecir estas verdades.

El cargo fundamental que los progresistas formulan contra el capitalismo consiste en suponer que la periódica aparición de crisis, depresiones y paro constituye fenómeno consustancial a dicho sistema. Ahora bien, en cuanto queda por el contrario evidenciado que tales fenómenos son consecuencia de

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las medidas intervencionistas tendentes a mejorar el funcionamiento de la mecánica capitalista y a aliviar la situación del hombre medio, los dogmas en cuestión reciben mortal golpe. Como quiera que los progresistas no logran formular serias objeciones a las enseñanzas de los economistas, procuran ocultarlas al conocimiento público y en especial a intelectuales y estudiantes universitarios. Cualquier alusión a estas herejías se halla formalmente vedada. Quienes los propugnan se ven insultados, disuadiéndose a los estudiosos de leer «tantas estupideces».

Para el dogmático progresista existen dos grupos antagónicos que se disputan la parte de «renta nacional» que deba corresponder a cada uno de ellos. Los terratenientes, empresarios y capitalistas, a quienes se suele designar con el nombre de «empresa», no están dispuestos a dejar para el «trabajo» es decir, obreros y empleados más que una minucia, apenas superior a lo estrictamente indispensable para vivir. Los trabajadores, según es fácil comprender, irritados por la codicia de los patronos, aceptan de buen grado las propuestas más radicales, las del comunismo, que aspiran a suprimir la propiedad privada. Pese a todo, la mayoría de la clase trabajadora tiene moderación bastante para rehuir un radicalismo excesivo. Rechaza el comunismo y de momento se aquieta aun no recibiendo la totalidad de las rentas «no ganadas». Aspira a una solución intermedia, consistente en el dirigismo económico, el estado-paternalista, el socialismo. En esta pugna se recurre como árbitros a los intelectuales que en teoría no son beligerantes. Ellos, los profesores, los escritores, representantes de las ciencias y de las letras, sabrán resistir a los extremistas de ambos grupos, tanto los que abogan por el capitalismo como los que defienden el comunismo. Apoyarán a los moderados. Defenderán la planificación, el estado-providencia, el socialismo y propugnarán las medidas tendentes a domeñar la codicia del empresario, impidiéndole abusar de su poderío económico.

Innecesario parece reincidar en un detallado análisis de los desaciertos y contradicciones que tal modo de razonar implica. Bastará con destacar tres errores básicos. Primero: El gran conflicto ideológico de nuestra época no gira en torno al modo de distribuir la «renta nacional». En modo alguno se trata de una lucha entre dos clases, cada una de las cuales pretenda apropiarse el mayor porcentaje posible del montante a distribuir. Por el contrario trátase de determinar cuál sea desde el punto de vista económico el mejor sistema de organización social. Hay que dilucidar cuál de los dos sistemas capitalismo o

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socialismo permite al esfuerzo humano mayor productividad en orden a la elevación del nivel medio de vida. Se trata igualmente de determinar si el socialismo puede sustituir eficazmente al capitalismo, es decir, si bajo el socialismo cabe ordenar racionalmente la producción basándose en el cálculo económico. Los socialistas, negándose tercamente a discutir estos temas, ponen de manifiesto su intolerante dogmatismo. Es axiomático para ellos que el capitalismo constituye el peor de los males y que el socialismo encarna cuanto es beneficioso. El análisis de los problemas económicos de un estado socialista se reputa «crimen de lesa majestad». Pero como quiera que las condiciones del sistema político occidental no permiten todavía castigar semejantes delincuencias a la manera rusa, les insultan y denigran y boicotean poniendo en duda la rectitud de sus motivaciones [i]

Segundo: No existe diferencia alguna de índole económica entre socialismo y comunismo. Ambos términos se refieren a un mismo sistema económico de organización social, es decir, la propiedad colectiva de los medios de producción frente a la propiedad privada de los mismos factores, característica del capitalismo. Los dos términos socialismo y comunismo, son sinónimos. El documento que todos los socialistas marxistas consideran base inalterable de su doctrina se titula «Manifiesto Comunista». Por otra parte, el imperio comunista se conoce oficialmente bajo el nombre de «Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas» (URSS)[ii]

El antagonismo entre el comunismo imperante y los partidos socialistas no afecta al objetivo final. Se centra en torno a la aspiración de los dictadores rusos a subyugar al mayor número posible de países y especialmente a los Estados Unidos, así como en lo referente a si la implantación de su programa ha de realizarse por vías legales o mediante la conquista violenta del poder.

Es más, los conceptos «dirigismo» y «paternalismo, empleados por gobernantes, políticos, economistas y el común de la gente no significan en definitiva cosa distinta al objetivo final del comunismo y socialismo. La planificación implica que los planes estatales deben reemplazar a los planes privados. Equivale a anular la capacidad de los empresarios y capitalistas para emplear sus bienes en la forma que estimen más acertada, obligándoles a atenerse a las directrices emanadas de la oficina o junta central planificadora. Lo que equivale a transferir al Estado la función directiva de empresarios y capitalistas.

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En su consecuencia supone grave error pensar que el socialismo, el dirigismo o el estado-providencia brindan soluciones para la organización económica de la sociedad diferentes al comunismo, en razón a ser «menos absolutos» y «menos radicales». Tampoco cabe reputarles antídotos del comunismo como muchos pretenden. La moderación del socialista estriba tan sólo en que no hace entrega de los documentos secretos de su país a los agentes de Rusia ni máquina la muerte de los burgueses anticomunistas. Esta diferencia, desde luego, tiene trascendencia. Ahora bien, no afecta para nada a los objetivos finales de aquella política.

Tercero: El capitalismo y el socialismo son dos formas completamente diferentes de organización social. El control privado de los medios de producción y el control público de los mismos son nociones contradictorias y no simplemente distintas. No cabe una economía mixta, es decir, un sistema intermedio entre capitalismo y socialismo. Quienes propugnan por soluciones que erróneamente califican de intermedias no buscan un compromiso entre capitalismo y socialismo, sino una tercera fórmula de características peculiares que deberá ser ponderada a tenor de sus méritos propios. Esta tercera solución, denominada intervencionismo por los economistas, no viene a armonizar, como sus defensores piensan, algunas notas características del capitalismo con otras del socialismo. Antes al contrario, tratase de algo distinto tanto del uno como del otro. Cuando el economista asegura que el intervencionismo no sólo impide alcanzar los objetivos propuestos, sino que viene a empeorar la situación, ciertamente no desde el punto de vista de aquél, sino desde el ángulo en que se sitúan los propios intervencionistas, no es un intransigente ni un extremista. Simplemente se limita a describir las consecuencias inevitables del intervencionismo.

Cuando Marx y Engels, en el Manifiesto Comunista, abogaban por ciertas medidas intervencionistas, no pretendían buscar una transacción entre socialismo y capitalismo. Consideraban tales medidas incidentalmente, las mismas que constituyen hoy la esencia del New Deal y del Fair Deal como los primeros pasos para la plena instauración del comunismo. Ellos mismos proclamaban que era «económicamente ineficaces e indefendibles», propugnándolos tan sólo por cuanto «a medida que se aplican evidencian su insuficiencia y fuerzan a lanzar nuevos ataques contra el antiguo orden social, resultando insustituibles para revolucionar definitivamente el sistema de producción».

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De ahí que la filosofía social y económica del progresismo constituya, en realidad, un alegato en favor del socialismo y del comunismo.

EL AMO TEMIBLE

«El gobierno no es razón; no es elocuencia; es la Fuerza! Como el fuego, es un sirviente peligroso, y un amo temible».

George Washington

[i] Estas dos últimas frases no afectan a tres o cuatro escritores socialistas que últimamente desde luego tarde y de un modo muy Insatisfactorio han abordado el examen de los problemas econ6mioos que plantea el socialismo. En cambio, son en absoluto aplicables al resto de los socialistas desde la inlciacl6n de su movimiento hasta nuestros días.

[ii] En orden al intento de Stalin de formular supuestas distinciones entre el socialismo y el comunismo, vid. MISES, Planned Chaos, Irvingtorion-Hudson, 1947, Ps. 44-46 (reproducido en la nueva edición de Socialism, Yale Universlty press. 1951, ps. 552-553).

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Año: 14, Mayo 1972 No. 270

La libertad y la civilización occidental

Ludwig von Mises

N.D. Tomado del libro «LA MENTALIDAD ANTICAPITALSTA», L. von Mises, que puede obtenerse en el CEES en Inglés o español.

Están en lo cierto quienes critican el concepto jurídico y político de la libertad, así como aquellas instituciones que la amparan en la práctica, cuando afirman que impedir la arbitrariedad gubernamental no es bastante por sí solo para garantizar la libertad individual. Pero al insistir en verdad tan evidente es como si quisieran forzar una puerta abierta. Por cuanto ningún partidario de la libertad supuso jamás que el impedir la arbitrariedad gubernamental bastaba para implantar la libertad ciudadana. El funcionamiento de la economía de mercado concede al individuo toda la libertad compatible con el orden social. Las constituciones políticas y las declaraciones de derechos humanos no engendran por si solas la libertad. Simplemente sirven para proteger la libertad que el orden económico de competencia concede al individuo contra los abusos del poder policiaco.

En la economía de mercado la gente tiene oportunidad para perseguir la posición ambicionada dentro del orden basado en la división social del trabajo. Cualquiera es libre para elegir la manera de servir a sus conciudadanos. En una economía planificada tal derecho no existe. Las autoridades determinan la ocupación de cada uno. La autoridad puede discrecionalmente elevar al individuo a una mejor posición o denegarle tal ascenso. El individuo depende por completo del capricho de quienes detentan el poder. Ahora bien, bajo el capitalismo cualquiera es libre para enfrentarse con quienes ocupan las mejores posiciones. Si se cree capaz de servir al público de un modo mejor o más barato de como lo hace el resto de la gente, es libre para intentarlo. La falta de dinero no puede frustrar sus proyectos, ya que los capitalistas constantemente buscan al hombre que sea capaz de invertir su dinero de la manera más provechosa. El triunfo en las actividades mercantiles depende única y exclusivamente de los consumidores, que compran sólo aquello que más les atrae. El asalariado, por su parte, tampoco queda a la merced del patrono. El empresario que no acierta a contratar los trabajadores más idóneos para la finalidad perseguida y no se decide a pagarles suficientemente al

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objeto de apartarlos de otras ocupaciones, ve minimizados sus ingresos. El patrono no hace favor alguno al obrero facilitándole trabajo. Le contrata porque constituye factor indispensable para el éxito de su empresa, de igual manera que adquiere materias primas y equipo industrial. El trabajador es libre para encontrar el empleo que mejor le convenga.

La economía de mercado opera continuamente un proceso de selección social que determina la posición y los ingresos de cada uno. Grandes fortunas se reducen y esfuman, mientras gentes nacidas en la pobreza escalan puestos preeminentes, percibiendo importantes ingresos. Cuando no se autoriza ninguna posición de privilegio y cuando el Estado no ampara las situaciones consagradas frente al embate de nuevos empresarios con eficacia mayor, quienes ayer adquirieron riquezas se ven forzados a reconquistarías diariamente en constante competencia con el resto de la población.

En el marco de la cooperación social basada en la división del trabajo, la posición de cada uno depende del aprecio concedido a sus personales servicios por el público comprador, del cual el propio interesado forma parte. Cada uno, al comprar o abstenerse de comprar, se constituye en miembro de aquel supremo organismo que asigna a todos, y también a él, categoría definida en la sociedad. Todo el mundo interviene en el proceso, por cuya virtud unos tienen ingresos mayores y otros menores. Cualquiera puede aportar aquellos servicios que los demás ciudadanos recompensan mediante mayores ganancias. La libertad bajo el capitalismo significa: No depender de la discreción ajena en mayor proporción de la los demás dependen de la propia. Mayor libertad no cabe cuando la producción se realiza bajo el signo de la división del trabajo, no siendo posible una perfecta autarquía económica individual.

No precisa insistir en que el argumento principal en favor del capitalismo y en contra del socialismo no estriba en resaltar que el último sistema por fuerza abolirá todo trazo de libertad, convirtiendo a las gentes en esclavos de quienes detentan el poder. El socialismo como sistema económico es irrealizable por cuanto a dicha organización social resúltale imposible el cálculo económico. De ahí que no pueda ser considerado como un sistema de organización económica de la sociedad. En realidad sólo sirve para desintegrar la cooperación social, provocando la pobreza y el caos.

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Cuando tratamos de la libertad no se pretende aludir al problema económico básico que separa al capitalismo del socialismo. Simplemente se quiere hacer resaltar que al hombre occidental, a diferencia del asiático, es consustancial una manera de vivir sin trabas, puesto que se ha formado bajo la égida de la libertad. Las civilizaciones de China, Japón, India y los países mahometanos del Próximo Oriente no cabría tenerlas por bárbaras antes de sus contactos con las formas de vida occidental. Estos pueblos, hace ya siglos y aun milenios, alcanzaron un alto grado de perfección en las artes industriales, la arquitectura, la literatura y la filosofía y fueron capaces de desarrollar escuelas y sistemas de enseñanza. Fundaron y organizaron poderosos imperios. Pero más tarde quedó detenido su esfuerzo, sus culturas quedaron anquilosadas y adormecidas, careciendo de capacidad para afrontar con éxito los problemas económicos. Su genio intelectual y artístico se desvaneció. Sus artistas y escritores redujéronse a la copia servil de las formas tradicionales. Sus teólogos, filósofos y juristas limitaron su actividad a una exégesis rutinaria de las obras del pasado. Los monumentos erigidos por los antecesores transformáronse en ruinas. Desintegráronse aquellos imperios. Las gentes, sin vigor y energía, apáticamente contemplaban la progresiva decadencia y empobrecimieíto general.

Las antiguas obras de la filosofía y poesía orientales soportan el parangón con los mejores trabajos de Occidente. Pero desde hace muchos siglos el Oriente no ha producido ningún libro de importancia. La historia intelectual y literaria de las épocas modernas apenas si registra algún nombre oriental. El Oriente ha dejado de contribuir al esfuerzo intelectual de la humanidad. El Oriente desconoció los problemas y controversias que agitaban a los pueblos occidentales. Mientras Europa se agitaba, el Oriente permanecía sumido en el estancamiento, la indolencia y la indiferencia.

La causa de todo esto es obvia. El Oriente careció de lo principal: de la idea de libertad frente al Estado. Nunca alzó la bandera de la libertad ni intentó asegurar los derechos del individuo frente al gobernante. Jamás quiso ponderar ni enjuiciar el hecho de la arbitrariedad del déspota. Y, consiguientemente, no supo montar el mecanismo legal que protegería la riqueza privada del ciudadano contra su confiscación por parte del tirano. Por el contrario, aquellos pueblos, ofuscados por la idea de que la riqueza de los ricos es causa de la pobreza de los pobres, acogían con entusiasmo, la expoliación por parte del gobierno del comerciante enriquecido. De esta suerte

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se imposibilitó la acumulación de capital) en gran escala y aquellos países hubieron de prescindir de las ventajas derivadas de una inversión seria de capital. Fue imposible la aparición de la «burguesía» y, consiguientemente, no hubo demanda que estimulara a escritores, artistas e inventores. El hombre común no veía abierto mas que un camino de prosperidad: el servicio del príncipe. La sociedad occidental era una comunidad cuyos individuos competían entre sí por la consecución de los mejores premios. En cambio, la sociedad oriental era un conglomerado de seres todos dependientes del favor de sus soberanos. La despierta juventud occidental considera al mundo como un campo de acción donde le cabe conquistar la fama, la eminencia, los honores y la riqueza; nada considera difícil a su ambición. La débil progenie oriental no sabe actuar de otro modo que entregándose a los rutinarios cometidos preestablecidos. Aquella noble confianza del hombre occidental en su propio esfuerzo quedó magistralmente reflejada en los ditirambos de Sófocles, cantados por el coro de Antígona, en exaltación del hombre y su capacidad creadora o en la maravillosa Novena Sinfonía de Beethoven. Nada semejante escuchó jamás el Oriente.

¿Es posible que los herederos de quienes crearon la civilización del hombre blanco renuncien a su libertad convirtiéndose voluntariamente en vasallos de la omnipotencia gubernamental? ¿Que limiten sus aspiraciones a vegetar bajo un sistema que les convierte en pieza insignificante de la inmensa maquina ideada y gobernada por el todopoderoso planificador? ¿Será posible que la mentalidad que caracteriza a las civilizaciones fosilizadas barra y aparte aquellos nobles ideales por cuyo triunfo millones de seres ofrendaron su vida?

Ruere in servitium sumergiéronse en la esclavitud, observaba Tácito con tristeza refiriéndose a los romanos de la época de Tiberio.

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Año: 15, Agosto 1973 No. 300

Materialismo

LUDWIG VON MISES

N.D. Tomado del libro «LA MENTALIDAD ANTICAPITALISTA», L. von Mises, que puede obtenerse en el CEES en Inglés o español

Hay también gentes descontentas que censuran al sistema capitalista por lo que consideran su bajo materialismo. Vense obligados a conceder que el capitalismo mejora incesantemente las condiciones de la vida humana. Ahora bien, aparta a los hombres de otros cometidos más nobles y elevados. El capitalismo vigoriza los cuerpos, pero condena a la inanición al alma y la mente. Ha provocado la decadencia de las artes. Pasaron los días de los grandes poetas, pintores, escultores y arquitectos; nuestra era sólo da bazofia.

La apreciación de una obra de arte es puramente subjetiva. Unos admiran lo que otros desprecian. No hay unidad de medida que permita ponderar la valía de un poema o de una obra arquitectónica. Quienes se deleitan contemplando la catedral de Chartres o Las Meninas, de Velázquez, pueden calificar de zafios a aquellos que permanecen indiferentes ante estas maravillas. Hay esclares que se aburren soberanamente cuando sus profesores les obligan a leer Hamlet. Sólo aquellos dotados del sentido de lo bello son capaces de apreciar el valor del artista y disfrutar con su obra. Hay mucha hipocresía entre los que pretenden hacerse pasar por gente cultivada. Adoptan actitud de entendidos y fingen admiración por el arte y los artistas del ayer. No muestran análoga simpatía por el artista contemporáneo que aspira a consagrarse. Su fingida adoración por los antiguos maestros les sirve para menospreciar y ridiculizar a los nuevos artistas que rehusan someterse a las modas del pasado prefiriendo crear estilos propios.

John Ruskin pasará a la historia junto con Carlyle, los Webbs, Bernard Shaw y otros como uno de los que contribuyó a abrir la fosa de la libertad, la civilización y la prosperidad británica. Individuo depravado en su vida pública y privada glorificó la guerra y el derramamiento de sangre, difamando, apasionadamente, la ciencia económica cuyas enseñanzas era incapaz de comprender. Fue fanático detractor de la economía de mercado y romántico panegirista de los gremios medievales. Rindió homenaje al arte de pasadas centurias. Sin embargo, ante la obra de un gran artista coetáneo, como

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Whistler, la hizo objeto de soeces ataques, tan viles e injuriosos, que fue juzgado y condenado como autor de un delito de calumnia. La obra de Ruskin popularizó aquel prejuicio, según el cual el capitalismo no sólo constituye nocivo sistema económico, sino que además ha sustituido la belleza por la fealdad, la grandeza por la mezquindad y el arte por la inmundicia.

Como quiera que las gentes difieren grandemente en cuanto a la valoración de la obra artística, no es posible replicar al argumento de la supuesta inferioridad de la era capitalista en el terreno del arte con aquel convincente rigor empleado al refutar la improcedencia lógica de cualquier razonamiento o el error que pueden encerrar las cuestiones de hecho. Ello, no obstante, nadie en su sano juicio atreveríase a menospreciar la grandeza de las realizaciones artísticas de la era capitalista.

Fue precisamente la música, el arte que prevaleció en aquella época «metalizada y de mezquino materialismo». Wagner y Verdi, Berlioz y Bizet, Brahms y Bruckner, Hugo Wolf y Mahíer, Puccini y Ricardo Strauss, ¡qué ilustre muchedumbre! ¡Qué época, en la cual maestros como Schumann y Donizetti quedaban oscurecidos por genios de superior rango!

Y ahí están las grandes novelas de Balzac, Flaubert, Maupassant, Jens Jacobsen, Proust y los poemas de Víctor Hugo, Walt Whitman, Rilde, Yeats. ¡Qué mísero seria nuestro horizonte sin la obra de estos titanes y la de otros escritores no menos sublimes!

No cabe tampoco olvidar a los pintores y escultores franceses que nos enseñaron nuevos modos de contemplar la naturaleza y gozar de la luz y del color.

Nadie ha puesto en duda nunca que esta época ha estimulado todas las ramas de la actividad científica. Sin embargo, los eternos descontentos arguyen que en esencia se han llevado a cabo trabajos de especialización, echándose de menos la labor de «síntesis». No cabe, en verdad, interpretar con mayor desacierto la labor realizada por la investigación en el campo de la Matemática, la Física y la Biología modernas. ¿Y qué decir de la obra realizada por filósofos como Croce, Bergson, Husserl y Whitchead?

Cada era infunde personalidad propia a sus realizaciones artísticas. No constituye arte la imitación de las grandes obras del pasado; es más bien un

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plagio. Valoriza la obra artística su originalidad. Es así como surge el estilo de cada época.

En cierto aspecto parece tienen razón quienes hacen el panegírico del pasado. Es verdad que las últimas generaciones no legaron a la posteridad monumentos tales como las pirámides, los templos griegos, las catedrales góticas, los palacios del Renacimiento y las obras del barroco. En los últimos cien arios se han construido muchas iglesias y catedrales y aún en mayor número palacios oficiales, escuelas y bibliotecas. Ahora bien, tales edificaciones carecen de originalidad. limítanse a copiar viejos modelos o bien a entremezclar diversos estilos ya conocidos. Tan sólo en el terreno de la vivienda y en las construcciones destinadas a oficinas parece encontrarse un atisbo del estilo de nuestra época. Si bien constituiría ridícula pedantería negarse a apreciar la peculiar grandeza de perspectivas, tales como la silueta de Nueva York, cabe admitir que la arquitectura moderna no ha alcanzado la excelencia de otrora.

Diversas son las causas. Por lo que se refiere a los edificios religiosos, el apego de las iglesias a las formas tradicionales rehuye toda innovación. Con motivo de la desaparición de las dinastías y estirpes nobiliarias se debilita el impulso que hacía levantar los nuevos palacios. Diga lo que quiera la demagogia anticapitalista, la riqueza de empresarios y hombres de negocios es tan inferior a la de reyes y príncipes que no les permite disfrutar de tan fastuosas construcciones. Nadie tiene hoy en día medios suficientes para levantar un Versalles o un Escorial. El Impulso para la construcción de edificios oficiales no emana ya de un déspota que podía libremente, en abierto desafío a la opinión pública, designar al artista que consideraba más digno de admiración encargándole la obra que escandalizaría a la ignorante multitud. No es fácil que comisiones ni consejos prohíjen las ideas del osado precursor. Prefieren atenerse a los cánones consagrados.

En ninguna época tuvieron las masas formación bastante para apreciar el arte contemporáneo. Sólo las minorías supieron rendir merecido homenaje a los grandes escritores y artistas. No es la ausencia de sentido artístico en los más, lo que caracteriza al capitalismo, sino el hecho de que las multitudes por aquel sistema enriquecidas se convirtieran en «consumidores» de literatura, mala naturalmente. El mercado literario queda inundado por oleadas de novelas insustanciales para lectores de escasa cultura. Ahora bien, ello no es óbice

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para que los grandes escritores puedan crear obras imperecederas. Los críticos no ocultan su melancolía ante la supuesta decadencia de las artes decorativas. Así comparan los antiguos muebles que se conservan en los castillos de familias nobles europeas y en las colecciones de los museos con el menaje económico fabricado en serie por la gran industria. No consideran que estas piezas de museo se fabricaban exclusivamente para los ricos. Las mesas y los cofres tallados no se encontraban en las miserables chozas de la gente humilde. Quienes se inquietan ante el mobiliario de tipo económico que utiliza el asalariado americano deberían cruzar el río Grande del Norte y contemplar las casas de los peones mejicanos carentes de todo menaje. Cuando la industria moderna comenzó a proveer a las masas de los mil objetos necesarios para su mejoramiento de vida, su principal preocupación consistía en producir del modo más barato posible, sin preocuparse del aspecto estético. Más tarde, a medida que el progreso del capitalismo elevaba el nivel de vida, la industria abordó, poco a poco, la fabricación de objetos cada vez más bellos y refinados. Dejando aparte prejuicios románticos, ningún observador imparcial negará el hecho de que cada día es mayor en los países capitalistas el número de hogares, que difícilmente pueden ser considerados como feos.

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Año: 14, Febrero 1972 No. 264

El frente anticapitalista

Ludwig von Mises

N D. Tomado del Libro «LA MENTALIDAD ANTICAPITALISTA», L. von Mises.

Desde que se inició el movimiento socialista y se quiso dar nueva vida al ideario intervencionista propio de las épocas precapitalistas, ambas tendencias fueron objeto de la más viva repulsa por parte de los expertos en materias económicas. Sin embargo, las ideas de los revolucionarios y reformadores fueron entusiásticamente acogidas por la inmensa mayoría de la gente ignorante, a impulso de las dos pasiones más poderosas: la envidia y el odio.

La filosofía que preparó el terreno para la implantación del liberalismo, patrocinador de la libertad económica plasmada en la economía de mercado (capitalismo) y su corolario político el gobierno representativo, no pretendía aniquilar las tres potestades tradicionales: La monarquía, la aristocracia y la iglesia. Los liberales europeos se proponían sustituir la monarquía absoluta por la monarquía parlamentaria, pero sin propugnar el gobierno republicano. Aspiraban a abolir los privilegios de la nobleza, pero no a despojarla de sus posesiones ni de sus títulos y grandezas. Ansiaban implantar la libertad de conciencia suprimiendo las persecuciones de disidentes y herejes y otorgar a todas las creencias completa libertad para la consecución de sus objetivos espirituales. Fue gracias a ello por lo que los tres grandes poderes del ancien regime pudieron pervivir. Cabía esperar que monarcas, aristócratas y eclesiásticos, tan profundamente tradicionalistas, se hubieran opuesto enérgicamente al ataque desencadenando por el socialismo contra los principios básicos de la civilización occidental, máxime cuando los heraldos del socialismo no se recataban en afirmar que el totalitarismo socialista no toleraría la supervivencia de lo que se calificaba como los últimos restos de tiranía, privilegios y superstición.

Pues bien, incluso a estos privilegiados cegó la envidia y el resentimiento. Relegando al olvido que uno de los objetivos del socialismo consistía en la confiscación de sus bienes y que no es posible el libre ejercicio de la religión bajo un régimen totalitario, de hecho se aliaron con los portaestandartes de las nuevas doctrinas. Los Hohenzollern implantan en Alemania el sistema que un

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observador americano calificó de socialismo monárquico [i]La autocracia de los Romanoff se sirve del sindicalismo en la lucha contra las pretensiones burguesas de implantar el gobierno representativo[ii]. Los aristócratas, en todos los países europeos, virtualmente vinieron a colaborar con los enemigos del capitalismo. En todas partes, teólogos eminentes pretendieron desacreditar el liberalismo económico apoyando indirectamente, de esta suerte, al socialismo y al intervencionismo. Algunos de los más conspicuos jefes del protestantismo actual Barth y Brunner, en Suiza; Viebuhr y Tillich, en Estados Unidos, y el difunto arzobispo de Canterbury, William Temple, en Inglaterra condenan abiertamente al capitalismo e incluso achacan los excesos del bolchevismo ruso a sus fracasos supuestos.

Es posible que sir William Harcourt se equivocara al proclamar, hace más de sesenta años: «Ahora todos somos socialistas». Pero es lo cierto que actualmente gobernantes y políticos, profesores y escritores, ateos militantes y teólogos cristianos, salvo raras excepciones, coinciden en condenar la economía de mercado, alabando en cambio, las supuestas ventajas de la omnipotencia estatal. La nueva generación se educa en un ambiente preñado de socialismo.

El influjo de la ideología filosocialista se hace patente al comprobar cómo la mayor parte de la opinión pública explica el por qué la gente se afilia a los partidos socialistas y comunistas. Se presupone que «natural y necesariamente» las personas de economía más débil han de apoyar los programas de izquierda dirigismo socialismo, comunismo mientras que tan sólo a los ricos interesa la pervivencia de la economía de mercado. Este modo de pensar acepta como incuestionable la tesis básica del socialismo, según la cual la mecánica del sistema capitalista perjudica económicamente a la masa en beneficio tan sólo de los «explotadores» y que el socialismo mejorará el nivel de vida del hombre corriente.

Sin embargo, la gente no apoya al socialismo porque sepa que ha de mejorar su condición, ni rechaza el capitalismo porque sepa que es un sistema que le perjudica. Se convierten al socialismo porque creen que mejorará su suerte, y odian al capitalismo porque creen que les perjudica; son socialistas porque les ciega la envidia y la ignorancia. Se niegan tercamente a estudiar la ciencia económica y prescinden de la razonada impugnación que los economistas hacen del sistema socialista, por cuanto estiman que, tratándose de una ciencia

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abstracta, la economía carece de sentido. Pretenden fiarse sólo de la experiencia. Pero, sin embargo, se resisten obstinadamente a aceptar un hecho innegable que la experiencia registra, cual es la incomparable superioridad del nivel de vida en la América capitalista comparado con el paraíso soviético.

Con respecto a los países económicamente atrasados, la gente incurre en idénticos errores. Cree que estos pueblos deben simpatizar «naturalmente» con el comunismo porque hállanse sumidos en la miseria. Nadie duda que las naciones pobres desean acabar con su penuria; por tanto, deberían adoptar el sistema de organización social que mejor conduce a tal objetivo: el capitalismo. No obstante, desorientados por falaces ideas anticapitalistas miran con buenos ojos al comunismo. Es paradójico en verdad que los gobernantes de los pueblos orientales, pese a envidiar la prosperidad occidental, rechacen el sistema que enriqueció al Occidente, cayendo bajo el hechizo del comunismo soviético causante de la pobreza de los rusos y sus satélites. Y todavía es más paradójico que los americanos que se benefician con los frutos de la gran industria capitalista exalten el sistema soviético y consideren muy «natural» que las naciones pobres de Asia y África prefieran el comunismo al capitalismo.

Cabe discutir si es o no conveniente que todo el mundo estudie economía en serio. Ahora bien; existe un hecho cierto: Quien hable o escriba para el público acerca de la pugna entre el capitalismo y socialismo sin conocer a fondo las verdades descubiertas por la ciencia económica sobre estas materias, es un charlatán irresponsable.

[i] Cf. ELMER ROBERTS, Monarchial Socialism In Germany, Nueva York, 1913.

[ii] Cf. MANIA GORDON, Workers Before and After Lenin, Nueva York, 1941, ps. 30 y ss

Tomado de:

http://www.cees.org.gt

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[Centro de Estudios Económico-Sociales de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala]

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El anticapitalismo del trabajador manual

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 11 de julio de 2011) Traducido del inglés. El artículo original se encuentra

aquí: http://mises.org/daily/5397. [The Anti-Capitalistic Mentality (1956)]

La aparición de la economía como una nueva rama del conocimiento fue uno de los acontecimientos más portentosos de la historia de la humanidad. Al abrir el camino a la empresa capitalista privada, transformó en unas pocas generaciones todos los asuntos humanos más radicalmente de lo que lo habían hecho los anteriores 10.000 años. Desde el día de su nacimiento al día del fallecimiento, los moradores de un país capitalista se ven en cada momento beneficiados por los maravillosos logros de las formas capitalistas de pensar y actuar.

Lo más asombroso respecto del cambio sin precedentes en las condiciones terrenales producido por el capitalismo es el hecho de que lo realizó un pequeño número de autores y apenas un número ligeramente mayor de estadistas que habían asimilado sus enseñanzas. No solo las masas inactivas, sino asimismo la mayoría de los hombres de negocios que, con su comercio, hicieron efectivos los principios del laissez faire no comprendieron las características esenciales de su operación. Incluso en los mejores tiempos del liberalismo, solo unas pocas personas entendían completamente el funcionamiento de la economía de mercado. La civilización occidental adoptó el capitalismo por recomendación de una pequeña élite.

Hubo en las primeras décadas del siglo XIX mucha gente que consideraba su propia falta de familiaridad con los problemas afectados como un serio defecto y estaba ansiosa por repararlo. En los años entre Waterloo y Sebastopol, no se absorbieron más ansiosamente otros libros en Gran Bretaña que los tratados de economía. Pero la moda remitió pronto. La materia era árida para el lector en general.

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La economía es tan distinta de las ciencias naturales y la tecnología por un lado y de la historia y la jurisprudencia por otro que parece extraña y repulsiva para el principiante. Su singularidad heurística se ve con recelo por parte de aquéllos cuyo trabajo de investigación se realiza en laboratorios o en archivos y bibliotecas. Su singularidad epistemológica parece no tener sentido para las mentes estrechas de los fanáticos del positivismo. A la gente le gustaría encontrar en un libro de economía un conocimiento que se ajuste perfectamente a su imagen preconcebida de lo que la economía tendría que ser, es decir, una disciplina moldeada de acuerdo con la estructura lógica de la física o la biología. Se quedan perplejos y renuncian a luchar con problemas cuyo análisis requiere un ejercicio mental desacostumbrado.

El resultado de esta ignorancia es que la gente adscribe todas las mejoras en las condiciones económicas al progreso de las ciencias naturales y la tecnología. Tal y como lo ven, prevalece a lo largo de la historia humana una tendencia que actúa por sí misma hacia progresar en el avance de las ciencias naturales experimentales y su aplicación a la solución de los problemas tecnológicos. Esta tendencia es irresistible, es propia del destino de la humanidad y su operación tiene efecto sea cual sea la organización política y económica de la sociedad. Tal y como lo ven, las mejoras tecnológicas sin precedentes de los últimos 200 años no fueron causadas o impulsadas por las políticas económicas de la época. No fueron un logro del liberalismo clásico, el libre comercio, el laissez faire y el capitalismo. Por tanto continuarán bajo cualquier otro sistema de organización económica de la sociedad.

Las doctrinas de Marx recibieron aprobación simplemente porque adoptaron la interpretación popular de los acontecimientos y la vistieron con un velo pseudofilosófico que resultaba gratificante tanto para el espiritualismo hegeliano como para el crudo materialismo. En el esquema de Marx, las “fuerzas productivas materiales” son una entidad sobrehumana independiente de la voluntad y las acciones de los hombres. Siguen su propio camino que está prescrito por las leyes inescrutables e inevitables de un poder superior. Pueden cambiar misteriosamente y obligar a la humanidad a justar su organización social a estos cambios, pues las fuerzas productivas materiales rechazan una cosa: estar encadenadas por la organización social de la humanidad. El contenido esencial de la historia es la lucha de las fuerzas productivas materiales por liberarse de las limitaciones sociales a las que están encadenadas.

Hubo un tiempo, enseña Marx, en que las fuerzas productivas materiales se encarnaron en la forma de una máquina manual y luego dispuso los asuntos humanos de acuerdo con el patrón del feudalismo. Cuando, más adelante, las insondables leyes que determinan la evolución de las fuerzas productivas materiales sustituyeron con la máquina de vapor a la máquina manual, el

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feudalismo dio paso al capitalismo. Desde entonces, las fuerzas productivas materiales se han desarrollado aún más y su forma actual requiere imperativamente la sustitución del capitalismo por el socialismo. Quienes intenten impedir la revolución socialista intentan una tarea sin esperanzas. Es imposible detener la marea del progreso histórico.

Las ideas de los llamados partidos de izquierdas difieren entre sí de muchas maneras. Pero están de acuerdo en un punto. Todas ven un progreso de mejora material como un proceso que actúa por sí mismo. El sindicalista estadounidense da por sentado su nivel de vida. La destino ha determinado que debería disfrutar de comodidades que se negaban incluso a la gente más próspera de generaciones anteriores y sigue negándose a los no-estadounidenses. No se le ocurre que el “duro individualismo” de las grandes empresas pueda haber desempeñado algún papel en la aparición de lo que llama “el estilo de vida americano”. A sus ojos, la “dirección” representa las demandas injustas de los “explotadores” que tratan de privarle de sus derechos por nacimiento. Piensa que hay en el curso de la evolución histórica una tendencia irresistible hacia un continuo aumento en la “productividad” de su trabajo. Es evidente que los frutos de esta mejora el pertenecen por derecho exclusivamente a él. Es mérito suyo que (en la era del capitalismo) el cociente del valor de los productos generado por las industrias de procesado dividido por el número de brazos empleados tienda hacia un aumento.

La verdad es que el aumento en lo que se llama la productividad del trabajo se debe al empleo de mejores herramientas y máquinas. Cien trabajadores en una fábrica moderna producen por unidad de tiempo un múltiplo de lo que solían producir cien trabajadores en los talleres de las artesanos precapitalistas. La mejora no está condicionada por mejores habilidad, competencias o aplicación por parte del trabajador individual. (Es un hecho que las competencias necesarias para los artesanos medievales estaban muy por encima de muchas de las categorías de la mano de obra de las fábricas actuales). Se debe al empleo de herramientas y maquinaria más eficiente que, a su vez, es el efecto de la acumulación e inversión de más capital.

Los términos capitalismo, capital y capitalistas fueron empleados por Marx y hoy los emplea la mayoría de la gente (incluso las agencias oficiales de propaganda del gobierno de EEUU) con una connotación oprobiosa. Aún así estas palabras apuntan convenientemente al factor principal cuya operación produjo todos los maravillosos logros de los últimos 200 años: la mejora sin precedentes del nivel de vida medio para una población en constante aumento. Lo que distingue a las condiciones industriales modernas en los países capitalistas de aquéllas de las épocas precapitalistas así como de las que predominan hoy en los llamados países subdesarrollados es la cantidad de oferta de capital. Ninguna mejora

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tecnológica puede ponerse en marcha si el capital necesario no se ha acumulado previamente mediante ahorro.

El ahorro (la acumulación de capital) es lo que ha transformado paso a paso la difícil búsqueda de comida por parte de los hombres de las cavernas en las formas modernas de la industria. Los líderes de esta evolución han sido las ideas que crearon el marco institucional dentro del cual la acumulación de capital se consideraba seguro por el principio de propiedad privada de los medios de producción. Cada paso adelante hacia la prosperidad es el efecto del ahorro. Los inventos tecnológicos más ingeniosos serían en la práctica inútiles si los bienes de capital necesarios para su utilización no se hubieran acumulado mediante el ahorro.

Los empresarios utilizan los bienes de capital que han hecho disponibles los ahorradores para la mayor satisfacción económica de los deseos más urgentes de los consumidores de entre los aún no satisfechos. Junto con los tecnólogos, dedicados a perfeccionar los métodos de procesado, desempeñan, tras los propios ahorradores, una parte activa en el curso de los acontecimientos de lo que califica como progreso económico. El resto de la humanidad se beneficia de las actividades de estas tres clases de pioneros. Pero sean cuales sean sus propias acciones, solo son beneficiarios de cambios a cuya aparición no han contribuido en nada.

Los característico de la economía de mercado es el hecho de que distribuye la mayor parte de las mejoras producidas por el trabajo de las tres clases progresistas (los ahorradores, los inversores en bienes de capital y los elaboradores de nuevos métodos de empleo de los bienes de capital) a la mayoría no progresista del pueblo. La acumulación de capital en exceso del aumento en la población aumenta, por un lado, la productividad marginal del trabajo y, por otro, abarata los productos. El proceso de mercado ofrece al hombre común la oportunidad de disfrutar de los frutos de los logros de otros. Obliga a las tres clases progresistas a servir a la mayoría no progresista de la mejor forma posible.

Todo el mundo es libre de engrosas las filas de las tres clases progresistas de una sociedad capitalista. Estas clases no están cerradas. Ser miembro de ellas no es un privilegio conferido a la persona por una autoridad superior o heredado de los antepasados. Esas clases no son clubes y los que están dentro no tienen poder para mantener fuera a cualquier advenedizo. Lo que se necesita para ser un capitalista, un emprendedor o un inventor de nuevo métodos es cerebro y voluntad. El heredero de un hombre rico disfruta de cierta ventaja ya que empieza en condiciones más favorables que otros. Pero su tarea en la rivalidad del mercado no es más fácil, sino a veces más pesada y menos gratificante que la de un recién llegado. Tiene que reorganizar su herencia para ajustarla a los cambios

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en las condiciones del mercado. Así, por ejemplo, los problemas que tenía que afrontar el heredero de un “imperio” ferroviario eran, en las últimas décadas, indudablemente más peliagudos que las que encontraría un hombre que empezara de la nada en el transporte aéreo o por carretera.

La filosofía popular del hombre común confunde todos estos hechos de la manera más lamentable. Tal y como lo ve el ciudadano corriente, todas esas nuevas industrias que le están proporcionando comodidades desconocidas para sus padres proceden de un ente mítico llamado progreso. La acumulación de capital, el emprendimiento y el ingenio tecnológico no contribuyen en nada a la generación espontánea de prosperidad. Si hay que atribuir a alguien lo que el ciudadano corriente considera como el aumento en la productividad del trabajo, entonces es al hombre en la cadena de montaje. Por desgracia, en este mundo pecador hay explotación del hombre por el hombre. Los negocios se llevan la parte del león y dejan, como apunta el Manifiesto comunista, al creador de todo lo bueno (al trabajador manual) nada más que “lo que requiere para su mantenimiento y la propagación de su raza”. Por consiguiente “el trabajador moderno, en lugar de aumentar con el progreso de la industria, se hunda cada vez más. (…) Se convierte en pobre y la pobreza se desarrolla más rápidamente que la población y la riqueza”. Los autores de esta descripción de la industria capitalista son alabados en las universidades como los grandes filósofos y benefactores de la humanidad y sus enseñanzas se aceptan con temor reverencial por los millones cuyas casas, entre otros dispositivos, están equipadas con radios y televisores.

La peor explotación, dicen los profesores, líderes “laborales” y políticos la realizan las grandes empresas. No se dan cuenta de que lo característico de las grandes empresas es la producción masiva para la satisfacción de las necesidades de las masas. Bajo el capitalismo, los propios trabajadores, directa o indirectamente, son lo principales consumidores de todas esas cosas que están produciendo las fábricas.

En los primeros tiempos del capitalismo había aún un plazo considerable desde la aparición de una innovación y que se hiciera accesible a las masas. Hace unos 60 años Gabriel Tarde tenía razón en apuntar que una innovación industrial es la moda de una minoría antes de convertirse en la necesidad de todos: lo que se consideró primero como una extravagancia resultó después un requisito normal de todos sin excepción. Esta frase sigue siendo correcta en relación con la popularización del automóvil. Pero la producción a gran escala por parte de las grandes empresas ha acortado y casi eliminado este plazo. Las innovaciones modernas solo pueden producir rentabilidad de acuerdo con los métodos de producción masiva y por tanto hacerse accesibles a muchos en el mismo momento de su aparición en la práctica. Por ejemplo, no hubo ningún plazo importante en Estados Unidos en el que el disfrute de innovaciones como la

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televisión, las medias de nylon o la comida infantil envasada ser reservara a una minoría de gente rica. Las grandes empresas tienden, de hecho, a una estandarización de las formas de consumo y disfrute de la gente.

Nadie es un necesitado en la economía de mercado a causa del hecho de que otros sean ricos. Las riquezas de los ricos no son la causa de la pobreza de nadie. El proceso que hace a una persona rica es, por el contrario, el corolario del proceso que mejora la satisfacción de los deseos de mucha gente. Los emprendedores, los capitalistas y los tecnólogos prosperan en la medida en que tienen éxito en proveer mejor a los consumidores.

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¿Oprimen los ricos a los pobres?

Por Ludwig von Mises

(Publicado el 23 de febrero de 2011) Traducido del inglés. El artículo original se encuentra

aquí: http://mises.org/daily/4937. [Este artículo está extraído de The Anti-Capitalistic Mentality (1954)]

Antes de responder a esta pregunta es necesario poner de relieve la característica distintiva del capitalismo frente a la de la sociedad estamental.

Es bastante habitual igualar a empresarios y capitalistas de la economía de mercado con los aristócratas de una sociedad estamental. La base para la comparación son las relativas riquezas de ambos grupos frente a las condiciones relativamente estrechas del resto de sus conciudadanos. Sin embargo, la recurrir a esta metáfora, no nos damos cuenta de la diferencia fundamental entre los ricos aristocráticos y los ricos “burgueses” o capitalistas.

La riqueza de un aristócrata no es un fenómeno de mercado: no se origina de proveer a los consumidores y no puede evitarse o siquiera verse afectado por ninguna acción por parte del pueblo. Deriva de la conquista o de la generosidad por parte del conquistador. Puede acabar a través de la revocación por parte del donante o por la desposesión violenta por parte de otro conquistador o puede desperdiciarse mediante extravagancias. El señor feudal no sirve a los consumidores y es inmune al desagrado del pueblo llano.

Los empresarios y capitalistas deben su riqueza a la gente que es cliente de sus negocios. La pierden inevitablemente tan pronto como otros hombres les suplantan al servir mejor o más barato a los consumidores.

No es tarea de este ensayo describir las condiciones históricas que produjeron las instituciones de casta y estado, la subdivisiones de pueblos en grupos hereditarios con diferentes rangos, derechos, obligaciones y privilegios o discapacidades santificados legalmente. Lo único que nos importa es el hecho de que la

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preservación de estas instituciones feudales era incompatible con el sistema del capitalismo. Su abolición y el establecimiento del principio de igualdad ante la ley eliminó las barreras que impedían a la humanidad disfrutar de aquellos beneficios que la propiedad privada de los medios de producción y la empresa privada hacen posible.

En una sociedad basada en el rango, estado o casta, el puesto del individuo en la vida está fijado. Nace en cierto puesto y su posición en la sociedad está rígidamente determinada por las leyes y las costumbres que asignan a cada miembro de su rango privilegios y tareas definidos o incapacidades definidas. Una suerte excepcionalmente buena o mala puede en algunos raros casos elevar a un individuo a una rango superior o rebajarlo a uno inferior.

Pero en general las condiciones de los miembros individuales de un orden o rango definido solo pueden mejorar o deteriorarse con un cambio en las condiciones de todos los miembros. El individuo no es en primer lugar ciudadano de una nación: es un miembro de un estado (Stand, état) y solo como tal integrado indirectamente en el cuerpo de su nación. A ponerse en contacto con un compatriota que pertenece a otro rango, no siente ninguna comunidad. Solo percibe el abismo que le separa del estado del otro hombre.

La diversidad se reflejaba en los usos lingüísticos, así como en la elegancia. Bajo en ancien régime los aristócratas preferentemente hablaban en francés. El tercer estado usaba la lengua vernácula, mientras que los niveles más bajos de la población urbana y los campesinos utilizaban dialectos locales, jergas y argots que a menudo eran incomprensibles para la gente formada. Los distintos rangos vestían diferente. Nadie dejaba de reconocer el rango de un extraño que veían en algún lugar.

La principal crítica efectuada contra el principio de igualdad ante la ley por los elogiadores de los buenos tiempos antiguos es que ha abolido los privilegios de rango y dignidad. Ha “atomizado”, dicen, la sociedad, disuelto sus subdivisiones “orgánicas” en masas “amorfas”. Los “demasiados muchos” son ahora supremos y su burdo materialismo se ha impuesto a los nobles patrones de épocas pasadas. El dinero es el rey. Gente muy poco digna disfruta de riquezas y abundancia, mientras que la gente digna y de mérito se ve con las manos vacías.

La crítica implica tácitamente que bajo el ancien régime los aristócratas se distinguían por su virtud y que debían su rango y sus ingresos a su superioridad moral y cultural. Apenas hace falta rebatir este cuento. Sin expresar ningún juicio de valor, el historiador no puede dejar de destacar que la alta aristocracia de los principales países europeos eran los descendientes de esos soldados y cortesanos que, en las luchas religiosas y constitucionales de los siglos XVI y XVII,

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se alinearon inteligentemente con el partido que resultó victorioso en sus respectivos países.

Aunque los enemigos conservadores y “progresistas” del capitalismo están en desacuerdo con respecto a la evaluación de los viejos patrones, están completamente de acuerdo en condenar los patrones de la sociedad capitalista. Tal y como la ven, no son aquellos de entre sus conciudadanos que lo merecen los que adquieren riqueza y prestigio, sino gente indigna y frívola. Ambos grupos pretenden buscar la sustitución de los métodos manifiestamente injustos métodos de “distribución” que prevalecen en el capitalismo por otros más justos.

Ahora bien, nadie ha pretendido que bajo un capitalismo no intervenido los que actúen mejor desde el punto de vista de los patrones eternos de valor tengan que ser preferidos. Lo que produce la democracia capitalista del mercado no es recompensar a la gente de acuerdo con sus “verdaderos” méritos, dignidad intrínseca y eminencia moral.

Lo que hace a un hombre más o menos próspero no es la evaluación de su contribución a ningún principio “absoluto” de justicia, sino la evaluación por parte de sus conciudadanos que aplican exclusivamente la vara de sus propios deseos y fines personales. Es precisamente esto lo que significa el sistema democrático del mercado. Los consumidores son supremos, es decir, soberanos. Quieren verse satisfechos.

A millones de personas les encanta beber Pinkapinka, una bebida preparada por la empresa mundial Pinkapinka Company. A millones les gustan las historias de detectives, las películas de misterio, los tabloides, los toros, el boxeo, el whisky, los cigarrillos, el chicle. Millones votan a gobiernos dispuestos a armarse e ir a al guerra. Así que los empresarios que ofrezcan de la forma mejor y más barata todas las cosas necesarias para la satisfacción de estos deseos consiguen hacerse ricos.

Lo que importa en el marco de la economía de mercado no son los juicios académicos de valor, sino las valoraciones realmente manifestadas por la gente comprando o no comprando.

Al gruñón que se queja acerca de la injusticia del sistema mercado, solo puede dársele un consejo: Si quieres obtener riqueza, trata de satisfacer a la gente ofreciéndole algo que sea más barato les guste más. Trata de superar a Pinkapinka creando otra bebida. La igualdad ante la ley te da el poder para desafiar a cualquier millonario. En un mercado no saboteado por restricciones

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impuestas por el gobierno, es exclusivamente culpa tuya si no derrotas al rey del chocolate, la estrella del cine y el campeón de boxeo.

Pero si prefieres a las riquezas que tal vez puedas conseguir en el sector de la confección o el boxeo profesional la satisfacción que puedas derivar de escribir poesía o filosofía, eres libre de hacerlo. Por supuesto no harás tanto dinero como quienes sirvan a la mayoría. Porque esa es la ley de la democracia económica del mercado.

Quienes satisfagan los deseos de una menor cantidad de gente solo obtendrán menos votos (dólares) que quienes satisfagan los deseos de más gente. En hacer dinero, la estrella del cine supera al filósofo, los fabricantes de Pinkapinka superan al compositor de sinfonías.

Es importante darse cuenta de que la oportunidad de competir por los premios que la sociedad entrega es una institución social. No puede eliminar o aliviar las desventajas con las que la naturaleza ha discriminado a mucha gente. No puede cambiarse el hecho de que muchos nacen enfermos o se convierten en discapacitados posteriormente. El equipamiento biológico de un hombre restringe rígidamente el campo en que puede servir.

La clase de quienes tienen la capacidad de pensar por sí misma está separada por un abismo inseparable de la clase de quienes no la tienen.

Tomado de:

http://mises.org/Community/blogs/euribe/default.aspx