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Muñoz Victoria E - El Senderista

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© Todos los derechos reservados

Título: El senderista

© Victoria E. Muñoz Solano

ISBN: 978-1515010487

Primera edición Julio 2015

Segunda edición septiembre 2015

Diseño de portada y contraportada: Alexia Jorques

Edición y maquetación: Alexia Jorques

 

 

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 A mi madre, Pilar, a la que no sólo le debo mi existencia sino también gran parte de mi creatividad gracias a que me inculcara desde mi niñez el buen hábito de la lectura.

 

A mi sobrina, Celia, porque desde que nació es la luz que ilumina e inspira mi vida.

 

A mis sobrinos, Álvaro, Esperanza y Estrella. Nuevos soles que me han llenado el alma de alegría desde que se incorporaron al mundo.

 

A la memoria de mi abuela Pilar Romero Solano, por las innumerables horas que disfrutamos juntas, y por el derroche de amor que recibí de ella. Espero que desde donde estés puedas ver cómo este sueño se ha hecho realidad.

 

 Mi agradecimiento a la diseñadora Alexia Jorques por la magnífica

portada de esta novela. Y también quiero darle las gracias al escritor Iván Hernández por

su desinteresado asesoramiento con los pasos a seguir para publicar en Amazon.

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 Personajes

 

Adam: agente de la policía de Nueva York, amigo del detective Montgomery.

Colombini (Elisabetta): actriz y novia de Giuseppe.

Giuseppe: camarero del restaurante italiano Tony’s.

Hércules: gato negro del Central Park.

Jenny: mujer rubia, actriz; amiga de Loretto y de Elisabetta.

Loretto: mujer morena, actriz; amiga de Jenny y de Elisabetta.

McConney (Chester): agente literario de Richard West.

Michael: marido de la agente Charlotte Smith.

Montgomery (Peter): nuestro detective, protagonista de la novela, que es contratado por los sobrinos de Richard West.

Miss Morrison: taquillera de cine y amante del guionista Richard West.

Perkins (William): escritor y antiguo amigo de Richard West.  Competencia de West en el ámbito literario.

Power (John): matón a sueldo.

Sadler (Jeremy): policía novato subordinado de la agente Charlotte Smith.

Smith (Charlotte): compañera de la academia de policía del detective Montgomery y jefa de Jeremy Sadler.

West (George): sobrino mayor del guionista Richard West y abogado. Es el que contrata al detective Montgomery.

West (Lucy): hermana de George y también sobrina del guionista

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Richard West.

West (Richard): guionista oscarizado que ha trabajado para afamados directores tales como Scorsese, Spielberg y James Cameron. Tío de George, Lucy y Tomy.

West (Tomy): sobrino menor del guionista. Quiere seguir el ejemplo de su tío y convertirse en un gran escritor.

 

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CAPÍTULO I

 

 

El policía miraba el cuerpo que habían hallado en una zona de difícil acceso de alta montaña. Se trataba de un senderista. Sin embargo no era un turista cualquiera del camping del lago Waterton sino un afamado escritor. Los medios de comunicación y algunos familiares del desaparecido habían arrivado demasiado pronto a la zona acordonada. En ese momento, un individuo de mediana estatura, cara endurecida por la experiencia, y ojos avispados, se acercaba descaradamente al cordón del que el oficial era custodio.

—¡Alto ahí! —dijo el policía con voz amenazante.

—Pero, Adam… ¿Es que no te acuerdas de mí? ¿Tan viejo me he hecho?

—¡Ah! —exclamó con sorpresa y con cara pensativa— ¿Eres Montgomery?

—¡El mismo! —respondió éste dándole unas sonoras palmadas en la espalda.

—Es que has perdido mucho pelo —replicó el policía con indiscreción.

—Sí, casi parezco una bombilla de las de antes. Pero es que hace lo menos diez años que no nos vemos —respondió el hombre al tiempo que se mesaba su frente despejada de cualquier vestigio piloso.

—¿Y qué haces aquí? Ya no eres de los nuestros.

—Ahora soy detective. Me han contratado los herederos del tipo que habéis encontrado.

—¿Es que no confían en la policía? —La voz del agente destilaba

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desagrado.

—Sí que confían en vosotros; pero tan solo quieren que las cosas vayan más rápido. Y en confianza… los sobrinos deben de estar muy cabreados con el capullo que les ha quitado a su tío de en medio; pues pillarán dinero pero la fuente de ingresos manará por poco tiempo.

—¡Qué va, hombre! Seguramente le pase como a Jacko y se haga más rico aún de lo que era en vida. A la gente le gustan las historias truculentas y los cadáveres tersos…

El detective le pidió al policía que le echara una mano ayudándole a recopilar datos para su investigación. Adam, con gesto de pesadumbre, le informó que no podía decirle nada de lo que acababan de hallar ni de lo que pudieran encontrar en el futuro; pues le estaba prohibido por su superior. Sin embargo, Montgomery siguió insistiendo:

—Vamos, hombre que hemos sido compañeros. Solo quiero hacer mi trabajo; lo necesito para comer ya no soy un funcionario del Estado —replicó con mirada fugitiva y cómplice—. Escúchame: te digo lo que yo creo y tú solo afirmas con la cabeza. No me estarás diciendo nada que te haga incumplir las órdenes del jefe, pero me estarás ayudando.

Adam asintió tal como se lo acababa de pedir su reencontrado amigo. El detective comenzó con su alocución en tono casi imperceptible y lleno de gravedad:

—El finado ha escrito guiones para Cameron, Spielberg, Scorsese… Consiguió varias estatuillas del tío Oscar, y nadie ha podido reprocharle que tenga falta de originalidad o que haya “tomado prestadas” algunas ideas de otras pelis más antiguas. Era una máquina de creatividad, y eso amigo, debe de provocar sarpullidos a los de la profesión —El policía lo miraba asintiendo silenciosamente—. Celos y envidias parecen ser claros móviles. Lo peor: el “modus operandi”. Coger una piedra enorme y machacarle literalmente la cabeza.

—Sí, es horrible… ¿Quién puede ser tan bestia? Debía de tener mucho odio acumulado para hacer eso.

—Sin duda alguien al que le jodía la prodigiosa materia gris que la naturaleza le había otorgado. Por eso, el asesino, llamémosle señor o señora X quería ver desparramados sus sesos en derredor con el único objeto de regodearse. Date cuenta que tan solo en ese instante, y, por fuerza, el asesino era más creativo que el escritor que yacía muerto. Es una manera de derrocar totalmente al oponente; puesto que las ideas son tan invisibles como el alma y al igual que ésta, desaparecen al

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hacerlo la persona. ¿Qué piensas, Adam? —El policía no paraba de mover la cabeza positivamente y lo contemplaba con ojos de asombro por el completísimo análisis sicológico.

Además —prosiguió Montgomery—, era un hombre muy bien parecido hasta el punto de poseer legiones de treintañeras que lo deseaban con fervor… Míralo ahora, ni rastro de lo que fue. Todo desfigurado por las aristas de la roca con la que le han debido de asestar muchísimas veces; ni que decir tiene que los coágulos negruzcos le dan un aspecto a la cara de masa informe. El señor o señora X quería que en la prensa apareciera la imagen de un monstruo, no la de un hombre elegante y triunfador como era Richard West.

—¿Qué estás sacando? —preguntó por fin Adam.

—Mi libreta de tomar anotaciones. Aquí tengo los móviles de mis sospechosos. No, no creas que me hace falta que me digas quienes son.

Los herederos conocían a muchas de las personas que formaban parte de la vida del escritor. West no era un hombre reservado, le gustaba compartir con la familia sus problemas ya que al perder a su hermano en un accidente y a sus padres, a estos últimos por ley de vida, solo le quedaban sus tres sobrinos y estaba totalmente entregado a ellos. No faltaba nunca a una reunión familiar, puesto que al fin y al cabo, él era el cabeza de familia.

Montgomery le anunció a su amigo que iba a tener una cita con una seguidora de West que según le habían dicho, estaba obsesionada con él hasta el punto de haber ido a la casa del escritor exigiéndole que se casara con ella. Marcó el teléfono móvil y concertó la entrevista para esa misma tarde.

—Bueno, Adam ya nos veremos. Espero que la próxima vez que nos encontremos tengamos a nuestro señor X.

 

El piso donde habitaba Miss Morrison se encontraba en la planta 25. Montgomery subió al ascensor que debía de ser por lo menos de los tiempos de la ley seca, debido a que en su discurrir de una planta a otra le acompañaba un chirrido tremebundo. Esto no ayudaba mucho a los ánimos del detective que tenía verdadera fobia a los elevadores. Llamó al timbre, el cual no funcionaba, por ello golpeó dos veces la puerta haciéndolo de forma suave y discreta. Al cabo de unos minutos una bella mujer con un batín de seda oriental le abrió la puerta.

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—Miss Morrison, supongo. Soy el detective Montgomery. Hemos hablado esta misma mañana por teléfono. ¿Cómo está?

—¿¡Cómo cree que puedo estar!? —respondió un tanto airada—. Acabo de saber por la tele que el hombre de mi vida está muerto. Pero pase y hablaremos más cómodamente sentados aquí en el salón.

—Los sobrinos del señor West me han dicho de usted que era una loca psicópata que no paraba de acechar a su tío; que se había presentado en su casa para obligarlo a que se casara con usted.

—Es cierto que fui a su casa. Pero créame que de loca no tengo nada. Soy una mujer independiente. Trabajo como taquillera de cine; no le debo explicaciones a nadie. El señor West iba al cine en el que trabajo y de tanto verlo por allí… y… conociendo su obra como guionista… comenzamos a entablar amistad; de la amistad vino… ya sabe… todo lo demás.

—Pero de ahí a que tuvieran una relación…

—No era una relación oficial. Por ello me presenté en su casa para que se casara conmigo y dejase de ocultarme.  No quiso contarles la verdad sobre mí ni a sus sobrinos, ni a nadie de su entorno. Y creo que no lo hacía, bien porque una simple taquillera es poca cosa al lado de un guionista que trabaja para los mejores directores o bien porque había otras mujeres.

—¡Ajam! Y usted, ¿estaba celosa? —preguntó el detective con voz queda.

—¡Por supuesto que sí! Yo quería que Richard me quisiera solo a mí —sus manos comenzaron a temblar—. Pero sé por dónde va, ¿sabe?

—Y… ¿por dónde voy?

—Usted cree que he cometido lo que llaman un crimen pasional. Eso de “si no eres mío no eres de nadie”. Lo he visto en muchas películas. Pero no, antes de matar a Richard me hubiera quitado yo de en medio.

—¿Vio algo extraño en sus últimos encuentros con su… amante?

—No, desgraciadamente. Aunque… Richard me contó en esos días que se sentía observado. Yo le dije que la culpa la tenía su imaginación, que se pasaba el día extrapolando a la realidad lo que ocurría en sus novelas. Pero… me equivoqué y no le escuché —la mujer comenzó a

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llorar con desconsuelo y el detective le extendió su pañuelo y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Usted es muy joven. Búsquese una relación de verdad. Un hombre de su edad que la quiera y que no la oculte.

—¡Es muy fácil decir eso! No hay ningún otro tan inteligente y tan atractivo como él.

—Se le pasará, créame. El sol sigue saliendo todos los días… Me tengo que marchar.

El detective comportándose de modo paternal le plantó un beso en su mejilla humedecida por el llanto.

—Gracias, señor Montgomery. Estaba algo nerviosa pero no debía, porque está claro que diciendo la verdad nada malo me puede ocurrir.

El detective anotó un par de frases sobre la impresión que le había producido el encuentro con Miss Morrison. La siguiente entrevista sería con el agente literario de West. Estaba cansado, pero tenía ganas de terminar de conocer a todos los integrantes del círculo del escritor. Con el objeto de tener lo antes posible una idea globalizada de la situación; marcó el teléfono anotado en segundo lugar y se aclaró la voz.

—Buenas tardes, ¿es usted el señor Chester McConney?

—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?

—Soy el detective que lleva el caso del Sr. West. Quisiera hablar con usted de su cliente.

—¿No estamos hablando ahora mismo? —su voz sonó agria y cortante.

—Estas cosas no se tratan por teléfono, señor McConney.

—Ya… pero yo no puedo perder mi precioso tiempo en entrevistas con detectives.

—¿Es que acaso no quiere ayudarme para dar con el asesino de su principal representado?

—Sí, por supuesto. —su voz sonó con tono melodramático.

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—Estoy seguro que algún dato podrá aportar. —afirmó el detective.

McConney le dijo que terminaría tarde de trabajar y que hasta las once y media de la noche no se encontraría disponible. Entonces, con la rapidez del cazador que no quiere que se le escape su presa, Montgomery le invitó a cenar. El agente literario decidió un sitio llamado Tony´s en el que según él, servían las mejores lasañas de la ciudad.

Para Montgomery las horas transcurrieron muy rápido pues estuvo en su despacho ordenando antiguos casos que estaban entremezclados en una vorágine de elevados montones. Cuando se acercaba la hora, se levantó y tomó un taxi. Se permitía no coger su coche debido a que tanto los desplazamientos como las dietas, estaban incluidos en sus honorarios; gracias a lo cual llegaría puntualmente al restaurante. 

El Tony´s era un local de corte familiar. Nada más entrar percibió el olor entremezclado a pizza, rissoto y espaguetis; lo que le provocó una fuerte salivación.

—“Parezco uno de los perros de Paulov.” —se dijo.

El detective sabía que el agente literario lucía un buen mostacho. Antes había visto su fotografía en la página web de su agencia literaria-editorial. A veces editaba a noveles por la que otros editores no apostaban.

Hizo un repaso de los comensales, y al fondo, tomando unas aceitunas negras, se encontraba un hombre de enorme bigote que miraba hacia todos los lados como buscando a alguien. Así que sin más se acercó.

—Perdone… ¿es usted…?

—Sí, el mismo. —respondió con voz ronca—. Tome asiento. Me he tomado la libertad de pedirle una lasaña. —ahora el tono era mucho más amable que durante la conversación telefónica.

—¡Estupendo! Cuanto antes cenemos más tiempo tendremos para las preguntas.

—Aquí están le lasagne alla bolognese. Per il signori Chester e il suo amico.

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—Grazie mile! —respondió McConney.

—Veo que es usted un cliente habitual.

—Sí, ceno aquí casi todos los días.

Pasados unos minutos, en los que degustaron sus respectivos platos, el detective comenzó su interrogatorio.

—Y… ¿Desde hace cuanto representaba a West?

—Prácticamente desde que comenzó a escribir. Hará unos dieciocho años.

—Habrá previsto las pérdidas económicas que le supondrá no tenerle como representado.

—No serán tantas, pues aunque era mi escritor estrella, mi agencia se ha hecho más grande con el transcurso de los años y represento a muchos escritores e incluso edito mis propios títulos.

—Tengo una curiosidad… Usted, ¿por qué se dedicó a la representación de escritores?

—No sé para qué me hace esa pregunta.

—Bueno, respóndame si no tiene inconveniente.

—Ninguno, ninguno —se limpió la boca con la servilleta. “Aunque me parece bastante indiscreto contar mis cosas a un desconocido”, pensó—. Verá, yo era escritor. Tenía un manuscrito y lo presenté a numerosas editoriales, pero solo conseguía misivas muy amables de rechazo. Recibí una pequeña herencia, y, pensé desmoralizado, que si no valía como escritor con ese dinero podía crear una agencia y representar a los artistas que sí tendrían éxito.

—Entonces reconoce que no era un buen escritor.

—Sí, y me costó mi trabajo entenderlo. Pero también me había percatado que con mi experiencia literaria, sabía reconocer a los mejores creadores; aquellos por los que además nadie daba un mísero centavo. Y esta cualidad de saber quiénes eran buenos y quiénes no, me cubrió de oro.

—Aunque no de gloria. —apostilló Montgomery.

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—La gloria se la cedo a los soñadores. Hay cientos de camareros que buscan su gloria, ¿sabe?

—¡Giuseppe! —llamó al camarero agitando su servilleta.

—Sí, ¿signore Chester? —se acercó solícito levantado su libreta para tomar nota.

—Cuéntale a mi amigo para qué estás trabajando en Tony´s.

—Ah… —suspiró— Tengo que reunir dinero para prepararme en una academia de actores y así poder llevar a cabo con éxito la audición de ingreso en el Actors Studio.

—Porque eres un chico con talento…

—Grazie! Me han dicho que además mi físico puede ayudar a que me cojan al menos en algún casting en Los Ángeles.

—Mejora tu inglés, chico. ¡Eso es lo primero!—le dijo con cierto desdén.

El agente le despidió dándole una buena propina para echarle una mano y así pudiera estar pronto preparado para las audiciones de ingreso. Después miró con prepotencia hacia Montgomery para que se diera cuenta del ejemplo que le acababa de dar.

—Otro soñador, ¿eh?

—Quizás siempre tenga que estar sirviendo pizzas. O a lo mejor me equivoque, y se convierta en un Antonio Banderas italiano.

—Obviamente…—retomó la conversación—, usted eligió asegurar su futuro con el talento de otros. Sentiría cierta envidia por el éxito de Richard, ¿no?

—No le niego que al principio, sí. Y… ahora me dirá que por eso le maté. Pero créame…en estos momentos: amaba a West. Su imaginación me daba grandes beneficios. Con la ventaja de no tener que esforzarme devanándome los sesos. Por todo ello, amigo Montgomery, supongo que está claro que mi culpabilidad puede quedar descartada, ¿no es así? —preguntó con indiferencia.

—Francamente, aún no lo sé. —replicó Montgomery con voz cortante y rápida casi sin mirar a su interlocutor—. Y cambiando de tema: ¿Le dijo West en estos últimos días que se sentía perseguido?

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—Sí, hará cosa de un par de semanas; me llamó por teléfono para anunciarme que tardaría más tiempo en terminar la última novela, pues estaba muy nervioso. Decía que tenía miedo; que se sentía observado dondequiera que iba.

—Yo le dije que no me jodiera con tonterías. Que se acordara de la chica del cine con la que se lió unas cuantas veces; seguro que era ella la que le seguía a todos lados. Él me contestó que ojalá fuera ella, pero no. Sentía que el que le acechaba era un desconocido. Y lo más inquietante según él, era que no sabía cuál podía ser el motivo. Le contesté que eso era lo malo de tener tanta imaginación: que luego te creas tus propias tramas y más tarde te las crees. Como ya sabe no le hice caso. Así que lo que en ese momento creía que era una irrealidad, hoy se ha convertido en una realidad que por desgracia es irreversible.

—¿Sabía que su cliente se iba de vacaciones al Lago Waterton?

—No. Aunque me extraña, pues a Richard no le sentaba nada bien tanta naturaleza.

—Si tuviera que pensar en un culpable, ¿quién cree que podría querer quitarse de en medio a West?

—Conozco a un escritor llamado William Perkins al que representé en sus principios y que era un gran amigo de Richard. Sin embargo, al cabo de un par de años de que comenzaran los éxitos de West, los libros de Perkins en comparación apenas se vendían. Lo cual no quería decir que fuera un total fracaso, solo que no tenía un éxito tan notable como el de Richard. Pero William Perkins no lo pudo soportar, y nos tomó ojeriza.

No quería saber ni de su amigo, al que envidiaba a muerte, ni de mí o de la agencia. Nos dejó y se fue con otro representante y editorial. A pesar de todo actualmente es un bestseller fuera de Estados Unidos: en el Viejo Continente.

—Muy interesante. —dijo Peter Montgomery mientras tomaba notas en su cuadernillo.

En ese instante, Giuseppe traía la carta de postres; pero el detective se disculpó diciendo que no podía permanecer por más tiempo en el restaurante porque tenía que seguir trabajando y se levantó de la mesa. Se retiró hasta la entrada y tras escribir unas cuantas anotaciones más sobre la entrevista que acababa de tener con McConney, se fue a la barra, pagó la cena al camarero y, por último, le dio un billete de veinte dólares de propina.

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—Grazie mille! Es usted molto amabile.

—A ver si te veo pronto en la pantalla grande. —le respondió el detective guiñándole un ojo. En ese momento le sonó el móvil y se fue a donde estaban los servicios del restaurante para poder alejarse del bullicio del salón y así escuchar bien a su interlocutor.

—Montgomery, soy Adam —su voz sonaba nerviosa al tiempo que casi imperceptible.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué hablas así?

—Porque no quiero que mis compañeros me escuchen. Recuerda que esta conversación no existe.

—Totalmente de acuerdo.

—Estoy en el piso de Miss Morrison. Su casero nos ha llamado para que fuéramos allí con urgencia. Hemos encontrado a la chica ahorcada en medio del salón. ¿Sabes?  Estaba vestida únicamente con un bonito batín de seda azul.

—¡No puede ser! ¡He estado con ella toda la tarde!

—Entonces eres con seguridad el último que la ha visto con vida. Tendrás que ir a declarar.

—¿Puedo acercarme al apartamento?—dijo al tiempo que se iba metiendo en la boca del metro.

—¡No! ¡No! Ni se te ocurra aparecer por aquí; me estarías delatando.

—Avísame cuando tengas más noticias.

—No te preocupes que lo haré.

—“La cosa se complica” —pensó el detective rascándose la cabeza sentado en un vagón vacío y sucio en el trascurso del camino a casa. Un suicidio es muy raro en una mujer tan hermosa que se preocupa de arreglarse hasta para recibir a un detective feo como yo; no parecía que estuviera tan deprimida y desquiciada como para quitarse de en medio. ¡Ay! Si pudiera ver el cadáver sabría de qué se trata.

Un hombre mayor se le quedó mirando como si hubiera visto a un loco, la última frase la había dicho en voz alta. La próxima vez tenía que

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tener más cuidado: a veces se dejaba llevar por el entusiasmo.

Montgomery que abría la puerta de su apartamento comenzó a rememorar las frases pronunciadas por Miss Morrison aquella tarde. “Que estaba cansada de estar escondida” Pero… ¿de quién? —se preguntó. Los sobrinos de West y McConney sabían de su existencia. Entonces, ¿habría alguien más que conociera la relación? ¿Podría Miss Morrison saber algo que el asesino temiera que contara?             

Tomó su teléfono y llamó a Adam. Le preguntó si en esos instantes podía hablar. El policía tardó unos segundos en contestar; tiempo que usó para alejarse lo suficiente pues aún se encontraba en el piso de la amante del escritor. Montgomery le preguntó cómo era el nudo de la soga que había acabado con la vida de la mujer. Adam le dijo que era un nudo estupendamente hecho, y que no dejaba posibilidad de escapatoria.

 

El detective frunció el ceño, y con voz tomada le dijo a su amigo que le acababa de confirmar lo que él estaba temiendo: que no se trataba de un suicidio. Le advirtió que alguien había querido que lo pareciera pero esa persona desconocía que cuando un suicida hace “el nudo”, este está muy poco elaborado. Bien porque el mismo estado de nervios se lo impide o bien porque quizás e inconscientemente, por el instinto que todo animal tiene de conservación, quiera dejar una puerta abierta a poder salvarse en un último instante. Adam decidió terminar la llamada sin despedirse puesto que escuchó los pasos de otra persona acercándose a la escalera de emergencias donde él se encontraba.

Montgomery colgó y se tumbó sobre su cama; la noche se anunciaba larga. Sabía que sería incapaz de pegar ojo pues así era siempre que algo le rondaba la cabeza. Los interrogantes se le presentaban frenéticamente en su imaginación. El asesino debía de haber llegado justo después de él abandonar el piso; se le ocurrió que mientras se hallaba ordenando los montones de sus antiguos casos, aquel tipo estaba haciendo el intrincado nudo que quitaría de en medio quizás a la única persona que podía dar testimonio sobre la muerte de Richard West. Apagó la luz. Los ojos no se le cerraban; en ese momento su próstata le hizo levantarse con urgencia como siempre que se sentía imbuido en un caso que se presentaba de difícil resolución.

Tras levantarse y volver a acostarse reiteradas veces; recordó que William Perkins, el enemigo número uno de West, se encontraba en esos momentos en España con motivo de la presentación de su última novela. La diferencia horaria permitiría que una llamada a esas horas

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de la noche no resultara intempestiva. No lo pensó y cogió el teléfono marcando con decisión el número facilitado por McConney; así podría continuar con el caso y por lo menos, aprovechar las horas que estaría en vela.

—¿Señor Perkins?

—¿Dígame?

—Soy el detective Montgomery. Estoy investigando el caso del desaparecido Richard West.

—Hum… ¡Hay que ver cómo han matado a ése cabrón!

—Pero… oiga, ¿¡cómo habla usted así!?

—Tengo motivos… señor Montgomery. No haga un juicio sobre mí tan pronto. Usted no sabe que West y yo éramos amigos desde hace años; incluso de antes de conocer a ese maldito agente-editor de McConney. Todo cambió cuando Richard se alió con nuestro representante y me traicionó. El muy cerdo de mi amigo le convenció para que me dejara en el arroyo.

—Pues McConney no me ha contado nada sobre esta petición. Me ha dicho que el que se había retirado por cuenta propia había sido usted.

La respuesta de Perkins fue agria y sarcástica:

—Mire Montgomery, el amigo McConney además de ser un pedazo de cabrón es un mentiroso compulsivo y un envidioso. En realidad, nunca ha superado su falta de talento literario. ¿Me comprende? Tiene un odio extremo a todo aquel que tenga éxito escribiendo; incluso a pesar de que le convenga que sus representados lleguen a lo más alto.

—¿Cree que podría haber matado a West?

—Por supuesto, ¿no le acabo de decir que cuanto más éxito más nos envidiaba? —su voz se enronquecía por momentos; ya que la disfonía que sufría por el tabaquismo, le jugaba malas pasadas cuando se encontraba enfadado.

Montgomery le preguntó cuándo volvería de Madrid. El escritor dijo que al mediodía llegaría al aeropuerto J.F. Kennedy. Con prontitud, para que tampoco se le escapara, le pidió una cita para esclarecer

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algunas dudas que tenía sobre Richard y él. Al contrario de lo esperado por Montgomery, éste no opuso ninguna excusa para tal encuentro. Aunque le pidió que le permitiera descansar unas horas antes de la entrevista, puesto que el jet-lag le produciría con seguridad sueño y dolor de cabeza. Finalmente decidieron que las seis era una hora adecuada y que el lugar del encuentro sería una cafetería cercana al Central Park.

El detective volvió a tumbarse en la cama y miró el reloj dos veces seguidas. “Parece mentira lo lento que pasa el tiempo cuando no se puede dormir”. Sacó su libreta de anotaciones para intentar dilucidar alguna conclusión:

Entrevista con Miss Morrison:

—Señala que no está loca.

—Cuenta cómo conoció al guionista.

—Posteriormente, Chester McConney confirma que la relación de Morrison con West era verídica.

—Lamenta no haber hecho caso a Richard cuando le dijo que se sentía perseguido.

Entrevista con McConney (agente literario):

—Su tono es bastante violento por teléfono mientras que en la pizzería, se suaviza notablemente.

—Conoce de la existencia de Miss Morrison.

—Al igual que Morrison lamenta no haber hecho caso a West cuando éste le dijo que se sentía en peligro.

—Señala a un tal William Perkins como posible asesino.

Tras repasar lo que había escrito en su cuaderno comenzó a tomar nota sobre lo que le había dicho por teléfono el novelista, William Perkins:

Entrevista telefónica con W. Perkins (competencia literaria de West):

—No oculta su odio por West y su exagente.

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—Su tono conmigo no es esquivo y no tiene problema en concederme una entrevista.

—Desconozco si hay alguna relación con Miss Morrison (recordar: preguntar por ella).

Quedaba poco para que despuntara el alba; eran inútiles los esfuerzos por dormir, así que el detective continuó su trabajo mediante un monólogo interno de preguntas y respuestas; esta vez pensaba en qué motivos tendría el asesino para matar a Miss Morrison.

Quizás Miss Morrison pudiera saber quién era el que mató a West e incluso podría conocer a su asesino y habló con él dándole a entender que ella estaba enterada. También pudiera haber ocurrido que el asesino sin que hablara con la chica, temiera que ella sospechara de él o bien que hablara con la policía. Cabía la posibilidad de que el homicida no tuviera nada que ver con el asesinato de West, y que fuera un novio despechado que se había enterado de que ella era la amante del guionista.

“Bueno, esta última quizás es la hipótesis menos plausible pero hay que tener en cuenta todas las posibilidades”, decidió.

 

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CAPÍTULO II

 

 

El Sol comenzaba a yacer sobre el horizonte cuando William Perkins había abandonado con prisas el Hotel Pan American en el que solía hospedarse cuando estaba en Nueva York; su residencia habitual se encontraba en un alejado rancho de Texas.

Mientras iba conduciendo a lo largo de Queens Bulevar, el móvil le comenzó a sonar insistentemente. No tenía manos libres, por eso dejaría que el aparato sonase todo lo que quisiera; de todos modos sabía que se trataba del detective, que debía de llevar más de media hora esperándole en el Follow me café.

El retraso se había producido porque tras llegar del aeropuerto se había quedado dormido durante más tiempo del que debía. Necesitaba pisar a fondo el acelerador para lograr llegar lo antes posible a la cita, pero no podía porque iba justo detrás de un coche-cascarria conducido por un viejo con exceso de prudencia; era desesperante. En ese momento el velocímetro no superaba las cincuenta y seis millas.

Hizo varios intentos de adelantamiento e incluso hizo sonar el claxon repetidas veces. Lo único que consiguió fue que el anciano se asustara y redujera la velocidad más aún.

—¡Mierda! Se va a creer ese Montgomery que no quiero ir a hablar con él —dijo mientras ponía el intermitente al tiempo que metía el morro en el otro carril.

La maniobra era demasiado temeraria ya que apenas había mirado por el retrovisor. De repente sintió un enorme empujón, un ruido atronador y después, la oscuridad.

 

El detective se impacientaba; llevaba casi una hora esperando y

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comenzaba a sentir hambre debido a que apenas había almorzado y a que allí servían unos sándwiches de pollo a la parrilla que olían tan bien que abrirían el apetito al más inapetente.

La camarera de culo caído y pecho berenjena se volvió a acercar para tomarle nota con una cara de perro que no era nada alentadora, pues el local apenas contaba con seis mesas, y él llevaba tiempo ocupando una sin consumir. Esta vez Montgomery pidió un café. Se sentía adormecido por el aburrimiento de la espera; lo peor era que comenzaba a sospechar que Perkins le estaba dando un plantón en toda regla.

Mientras Montgomery miraba la esfera de su reloj para comprobar el discurrir del tiempo, la ambulancia que llevaba al escritor llegó con rapidez a las urgencias del Lenox Hill Hospital. Paradójicamente el centro hospitalario se encontraba cercano a la tercera avenida; justo donde se ubicaba la cafetería en la que aguardaba el detective para la entrevista.

—¿¡Qué tenemos!? —gritaron al sacar al accidentado de la ambulancia.

—Paciente de cuarenta y ocho años con politraumatismos por accidente de tráfico.

Por unos instantes Perkins recuperó la consciencia; levantó como pudo la cabeza pero el dolor era tan fuerte, que rápidamente se desmayó. Mientras tanto, Montgomery tomó un taxi para volver a su piso. Había pasado más de dos horas sentado en la cafetería y su nivel de enfado rayaba con la agresividad. Para colmo ahora estaba atrapado en un gran atasco. El taxista para amenizar la espera, sintonizó la radio en una estación de noticias.

 

Noticias de última hora: —anunció la voz de tono educado y neutro del locutor—. El escritor William J. Perkins ha sufrido un accidente de tráfico en Queens Avenue.  Perkins acababa de llegar de Europa cosechando un gran éxito con el lanzamiento de su última novela “La muerte acecha tras la puerta”. El siniestro ha tenido lugar en la primera salida del hotel Pan American con Queens. En el accidente también están implicados otros dos turismos. No hay pérdidas personales. El escritor ingresó sobre las ocho en las urgencias del Lenox Hill Hospital y su pronóstico es reservado. En cuanto a los otros dos turismos, han sido afectados: M.S. conductor de ochenta y dos años y la joven de veintitrés, D.S.

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Montgomery dio un salto en el asiento trasero del taxi:

—Oiga, lléveme al Lenox Hill.

—Pero, ¡¿qué dice?!… Eso queda en dirección contraria adonde me ha indicado.

—¡Pues entonces de media vuelta!

El Taxi hizo un giro brusco en una maniobra casi imposible, y Montgomery sufrió un fortísimo zarandeo que le obligó a agarrarse a su asiento con tanta fuerza que se partió varias uñas para impedir salir proyectado hacia la parte delantera del vehículo.

—¡Joder! ¡Pretendo llegar vivo a ese hospital!

—¡Oiga, cállese de una puñetera vez! ¡Y no se queje tanto!

La noche había caído sobre la ciudad; las luces eran estrellas fugaces que pasaban raudas sobre la ventanilla con el discurrir del automóvil. Montgomery se había tranquilizado por fin ante la visión del letrero que indicaba la entrada de las urgencias del Lenox Hill. Pagó tan deprisa que no dejó ni un mísero dólar de propina. El taxista del cab amarillo se alejó echando pestes por la boca.

Una vez logró alcanzar el mostrador de admisiones, con la voz entrecortada por el apremio, preguntó por Perkins. La enfermera, una negra dominicana regordeta que mostraba en el entrecejo una pronunciada arruga, no se sorprendió al escuchar el nombre del novelista; puesto que ya habían desfilado por allí unos cuantos de la prensa. Le miró de hito en hito y le contestó con tono monótono, casi automático, que no podía darle información a menos que fuera un familiar.

—Señorita… —leyó el letrero prendido en la bata esbozando la mejor de sus sonrisas.— …García. No soy familiar del señor Perkins pero estaba citado con él esta tarde y en cierto modo, soy el culpable de que saliera con tantas prisas de su hotel después de un viaje transoceánico. Me siento muy afectado por el accidente y quisiera verlo.

—Bueno, señor…

—Montgomery, señorita. ¿Le ha dicho alguien que tiene usted una voz aterciopelada y una boca preciosa?

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—Señor Montgomery, cuando el paciente suba a planta podrá ser visitado, antes no. —esta vez sonrió.

—Verá… es que soy detective. El caso es que es urgente que hable con Perkins, antes de que pase más tiempo; pues podría ser que su coche no frenara por algún otro motivo que no sea el fortuito, ¿me comprende?

—Llamaré al doctor Johnson. Él le dirá si puede o no hablar con el paciente.

A los tres cuartos de hora apareció el tal Johnson. Alto, elegante y con rasgos afroamericanos un poco diluidos; seguramente por descender de un matrimonio mixto. Sus manos eran grandes, y al tacto, se notaban suaves y acolchadas. Sin dudarlo, Montgomery le comentó lo mismo que acababa de decirle a la enfermera. Esperaba con resignación la negativa; pero el médico se mostró razonable y le indicó que tenía que ponerse una bata que era de uso obligatorio para las visitas en urgencias. Le recalcó, repitiéndoselo dos veces, que no podía estar más de media hora en la habitación.

Tras vestirse, llegó hasta donde estaba Perkins; llamó a la puerta sin obtener respuesta y luego volvió a insistir esperando unos minutos. Una enfermera le indicó que entrara cuanto antes mirando su reloj de pulsera.

El escritor estaba con los ojos entornados y enchufado a una gran cantidad de aparataje biomédico, que serviría en parte para monitorizarlo y en parte, para mantenerle antes de la consabida operación sin sufrir dolores.

—Perkins, soy el detective Montgomery. He acudido en cuanto me he enterado.

Haciendo ímprobos esfuerzos, el escritor, abrió los ojos con lentitud para mirar hacia el detective que se estaba sentando en un taburete que se encontraba a los pies de su cama.

—Perdone por no haber llegado a la cita. —se disculpó con voz débil.

Avergonzado, Montgomery objetó que no debía de disculparse, pues en última instancia, él había sido la causa de que se encontrara en ese instante en el hospital.

No queriendo perder tiempo con más cortesías, pues de la media

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hora de visita que le permitían ya había perdido casi diez minutos y le quedaban veinte para todo lo que tenía que preguntar, el detective comenzó a formular las cuestiones de las que hubieran tratado en la cafetería aledaña al Central Park.

Primero de todo quiso escuchar de nuevo cómo ocurrió la ruptura de la amistad con Richard West. Le pidió que se lo dijera en pocas palabras ya que al interrogado le costaba trabajo hasta respirar. “Debe de de tener alguna costilla rota”, se dijo.

Perkins le contestó con gestos y con palabras sueltas que todo pasó en un par de días; justo cuando tenía que renovar su contrato con la editorial. Se había puesto mosca al no tener noticias. Su agente no contactó con él para explicarle los motivos de que no hubiese firma. Fue a pedir explicaciones personándose en la editorial, pues Chester no le cogía el teléfono. Y fue el mismo director el que le comunicó que su representante no se había puesto en contacto con ellos para llevar a cabo el nuevo contrato. Con gesticulaciones más violentas indicó cómo montó en cólera y afirmó que fue entonces cuando supo que aquello era un complot tramado entre Chester y Richard para que él dejara de ser competencia.

El detective le preguntó si llegó a hablar con su entonces amigo para intentar aclarar el asunto. Con la cabeza Perkins afirmó y le dijo que al hablar con Richard no le negó nada, sino que encima le espetó que él ya no pertenecía a la élite y que debía de buscarse un contrato con otra editorial más humilde puesto que…, —dijo con cara de desprecio y un hilo entrecortado de voz— …que según West, se había convertido en un escritor de segunda fila.

El cuerpo de Montgomery estaba tenso mientras escuchaba las afirmaciones del escritor. Se hacía cargo del dolor que tuvo que sufrir Perkins por la traición de su amigo. Entonces se le vino a la cabeza la pregunta clave:

—¿Ha tenido ganas de asesinar a Richard West? —inquirió con voz queda.

—En ese momento… ¡Joder, claro que sí! No se juega con el pan de un amigo por la codicia de quedarte con todo —Perkins dejó de hablar para tomar aire. Su rostro, perlado por el sudor, denotaba el grado de ansiedad que le estaba produciendo recordar la jugarreta.

—No quiero hacerle entrar en una crisis, ¡cálmese! —dijo Montgomery asustado por el gesto atormentado del escritor—. Le haré solamente dos preguntas más. Por favor, respire hondo y respóndame si

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puede: aparte de Chester McConney,  ¿quién pudiera según usted haber querido matar a su examigo?

—¿Ha interrogado a los sobrinos? Porque ellos habrán pillado una buena herencia y podrán vivir a cuerpo de rey únicamente con los derechos de las obras de su tío.

—Señor Perkins, debo informarle que los sobrinos me han contratado para que investigue el caso; dudo mucho que desearan la muerte de su tío. Aunque de todos modos pienso hablar con ellos, pues soy un profesional. Y para mí todos son sospechosos hasta que se demuestre lo contrario.

El escritor se tranquilizó al saber que los sobrinos serían también investigados.

Por último el detective le mencionó el nombre de Miss Morrison; pero su cara permaneció impasible y ladeó la cabeza negativamente. Sin duda —pensó Montgomery—, no la conoce de nada… Ni tan siquiera ha reaccionado al mencionarla.

Perkins le pidió con interés que se la describiera físicamente pues al estar en contacto con muchas personas, no podía recordar todos los nombres y a lo mejor sí conseguía reconocerla por su fisonomía.

Después de una descripción completa él seguía sin saber quién era, por lo que Montgomery decidió no importunarle más; permitiendo que pudiera seguir descansando hasta que se lo llevaran al quirófano.

—Si recuerda algo por muy insignificante que parezca, llámeme. Le dejo mi tarjeta.

—Guárdela en mi cartera, por favor. Está dentro del armario, en un abrigo.

Era tarde como para ir a interrogar a los sobrinos de West; al ser sus clientes, no tenía más remedio que guardar las formas. No demostraba tan buenos modales para con los demás pero no debía enojar a los pagadores de sus facturas pues desde que comenzó la crisis, apenas le entraban nuevos casos.

Sonó el móvil. Lo tenía metido en la gabardina en uno de sus bolsillos. Sonó de nuevo: no encontraba en qué bolsillo lo había puesto. Debía de ser algo importante si tanto insistía. Escuchó la voz de Adam, quería que acudiera a la morgue. Habían trasladado allí el cuerpo de Miss Morrison y necesitaba que corroborara si aquel cuerpo que

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encontraron en el piso pertenecía a la misma mujer con la que habló.

—¿Quieres que te recoja una patrulla?

—Si me envías un coche me harás un gran favor. Aunque estoy en el Lenox Hill Hospital y esté cerca de la morgue, no tengo ganas de darme una caminata: No he tenido un buen día.

Los agentes que fueron a recogerlo no eran conocidos de Montgomery; debían de estar muy cansados o amargados de la vida policial a juzgar por sus caras inexpresivas y su nula conversación. Nada más se dirigieron a él para anunciarle que habían llegado al lugar de destino. Uno de ellos se bajó antes y le abrió la puerta del coche patrulla con aire serio y marcial.

—Adam le está esperando en la planta sótano, pasillo izquierdo, puerta2.

“Habla como un robot androide”, se dijo.

Eran las doce de la noche y las pisadas retumbaban lúgubres como aquel lugar gris al que acababa de llegar. Sus zapatos brillaban bajo la tenue luz del pasillo. Vislumbró la puerta; apoyado contra la pared estaba su amigo. Sonrió.  Parecía que una sonrisa en aquel lugar debía de estar de más. Sin embargo los dientes blancos y perfectos de Adam le reconfortaron.

—Adentro está el cadáver de Miss Morrison. Fuiste el último que la viste con vida y debes de identificarla. Todavía estamos localizando a su familia para que haga la identificación. Mientras tanto tu testimonio, nos servirá. También te han de tomar declaración.

—Llevo un día bastante cansado, Adam. Me he tirado más de dos horas esperando al escritor William Perkins para el caso de West. Resultó que no vino a la cita por sufrir un accidente de tráfico y he tenido que ir al hospital…

—Vamos a entrar, Montgomery. —interrumpió Adam con apremio; empujando la puerta metálica—. Yo también estoy cansado.

La sala estaba llena de puertas de acero gris que refulgían, al igual que sus zapatos, bajo la luz mortecina de los fluorescentes del techo. Un auxiliar se dispuso a abrir la puerta 207. En una bandeja  que le recordó a la bandeja del horno que su madre usaba para asar el pavo de la cena de Acción de Gracias, estaba la bella taquillera rubia con la que había hablado. En el cuello se podían ver con claridad las marcas

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de una soga. Su expresión era angustiosa. En su cara se podía contemplar el miedo.

“Nadie se acuerda de las víctimas cuando ocurre un asesinato. Se piensa solo en el agresor en cómo y por qué lo hizo; no se plantea el sufrimiento de la víctima ni en que lo último que vio fue la cara horrible de su asesino.”, pensó Montgomery. Adam que miraba serio el cuerpo se quedó ensimismado pensando en lo que había sido esa chica apenas hacía unas horas. En lo injusto que era que se hubiese convertido en un cuerpo inerte.

La costura en forma de Y resultado del análisis forense, lo sobresaltó pese a su experiencia. Señalaba de forma implacable la cruda realidad: que aquella mujer joven y bella, pertenecería por siempre a una especie de cuadro renacentista de naturaleza muerta.

En el camino hacia la comisaría, Adam y Montgomery permanecieron callados. Luego sentados, Montgomery contó punto por punto lo que habló con Miss Morrison; mientras un oficial tomaba nota de todo la declaración con una máquina de escribir de las de antes. Como colofón de su declaración repitió la frase que le dijo a la chica antes de marcharse del piso para consolarla por la pérdida de Richard West:

Se le pasará, créame. El sol sigue saliendo todos los días. Y la verdad es que estaba equivocado, el sol ya no saldrá jamás para ella.

El tecleo del oficial fue lo último que se escuchó en la habitación en la que se encontraban Adam y Montgomery que se quedaron mirándose en silencio. Ambos se despidieron estrechándose la mano. No le pidió a su amigo que le llevara a casa porque vivían en puntos opuestos de la ciudad. Y no quería que por su culpa y su cansancio acumulado, a la vuelta pudiera tener un accidente. Así que tomó un taxi para poder volver por fin a su destartalado apartamento de solterón.

En uno de los semáforos, una prostituta aprovechó para mostrarle sus senos abriendo y cerrando su grueso abrigo de doble pecho. “La vida continúa.”, se dijo. Le encantó ver el paisaje que le mostró; sonrió con cara de salido.

Alguna vez se había marchado con una de sus compañeras: al final, después de la euforia orgásmica, terminaba con un sentimiento de triste humillación. El tener que pagar a una mujer para que estuviera con él, le hacía sentirse sucio al tiempo que solo. Porque precisamente era en esos efímeros instantes donde desahogaba sus pulsiones sexuales, cuando notaba sobre su conciencia el abismo de sus carencias

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afectivas. Sintió un sabor a hiel en la boca, consecuencia de la hiperclorhidria, que solía hacerse notar cuando se sentía desanimado.

En ese instante recordó a la única mujer que de verdad amó. No, no tuvieron nunca sexo y no porque no la hubiera deseado; lo que no importó, para que ella le dejara la impronta más profunda.

Cuando conoció a Charlotte era un pipiolo. Estaba en la escuela de policía. Ella era su compañera de estudios y su mejor amigo. En aquellos momentos, llevaba años comprometido con una chica. No podía dejarla —pensaba entonces—, eran ya demasiados años juntos: convivía con ella. Eligió la seguridad de la rutina; se equivocó.

Tras amargos años de vida marital y una hija en común, que se largó con el novio nada más cumplir la mayoría de edad, llegó el final de un matrimonio que nunca tuvo que ocurrir. Una vida de idas y venidas tormentosa y accidentada. Habían acabado como enemigos: se odiaban y se tenían asco. Parecía que hubieran pasado cientos de años. No recordaba el tiempo que hacía que albergaba estos sentimientos hacia su mujer; lo que sí sabía era que ambos se detestaban mutuamente desde hacía demasiado.

Por el contrario, era imposible no recordar los ojos brillantes de su compañera: ella sí que sabía comprenderlo. Entonces era demasiado joven y por esa razón, no entendió que cuando se te cruza el amor auténtico, ese que te deja sin resuello y sin sueño, uno no puede darse el lujo de dejarlo escapar. Estaba realmente resentido consigo mismo, y no había día que no entrara a ver el perfil de Facebook de Charlotte…

Quería saber si de una vez por todas se había divorciado de aquel mequetrefe grasoso que tendría el corazón al borde del infarto por su obesidad mórbida. Sin embargo sabía que el verdadero mequetrefe, en realidad, había sido él…

Montgomery se apeó del taxi. Allí estaba de nuevo. Las cosas no habían avanzado mucho en su investigación, pensó. Lo único que realmente le daba satisfacción en la vida era conseguir esclarecer casos, y ése, no iba ser menos. Si no era más pronto, sería más tarde. Tenía que lograrlo: siempre había sido aficionado a los puzles; una vez llegó a resolver uno de dos mil piezas en menos de 72 horas.

La noche transcurrió entre sueños delirantes; algunos eran verdaderas pesadillas, otros estaban cargados de erotismo. Como resultado la mañana comenzó como cuando tenía quince años. Era algo que a veces le ocurría. El motivo fue su último sueño… En él aparecía aquella prostituta que abría su abrigo una y otra vez.

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Tras desayunar salió a la calle mientras se quedó observando el cielo que parecía más contaminado que de costumbre. Metió la llave para entrar en su Chevrolet del 73. Se dirigiría al barrio de Tribeca cuyo nombre hace referencia a su localización: “Triángulo debajo del canal”.

En un principio era un barrio de artistas bohemios: escultores, pintores y escritores. Ahora el código postal 10013 era uno de los más codiciados de Nueva York por sus bloques de pisos bajos y llenos de espaciosa luminosidad.

El detective paró en un semáforo al cambiar la señal a “WALK” y contempló cómo pasaba una rubia con las manos ocupadas con sus compras. Todas eran bolsas de la milla de oro de la ciudad: de la quinta avenida. Se percató sorprendido de que se trataba de la actriz Gwyneth Paltrow.

“Con esta clase de vecindario debe de ser un chollo heredar una casa aquí”, pensó.

Conforme iba conduciendo pudo observar la elegancia de las calles donde proliferaban elitistas restoranes y galerías de arte. Decidió que a la vuelta pararía en uno llamado Bubby´s para degustar una de sus famosas hamburguesas con queso y como postre, tomaría una enorme y deliciosa porción de pastel.

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CAPÍTULO III

 

 

La casa era el típico bloquecito de pocas plantas del barrio de Tribeca. Sin embargo, al precio en el que estaba el metro cuadrado por aquella zona, un bloque de pisos allí debía de valer una pequeña fortuna. El lugar era cercano al Cosmopolitan Hotel, en Chambers Street. Cada sobrino se había mudado a una planta; manteniéndose así la independencia al tiempo que la unión entre los hermanos.

—Quizás Richard adquirió esta casa con el objeto de legarle un apartamento a cada uno de sus sobrinos —se le ocurrió al detective al tiempo que pulsaba el portero electrónico.

Le abrieron sin preguntar ya que no era la primera vez que había estado allí; lo habrían visto a través del teleportero. Se accionó el mecanismo de apertura automática y el detective atravesó el ornamentado portal de tipo Art Decó.

Entró en el primer piso que era donde solían esperarlo. Saludó a los tres hermanos que lo miraron con ojos inquisidores pues estaban expectantes ante lo que parecía ser el informe de sus últimas pesquisas. Pero pronto se desvanecieron las dudas cuando Montgomery anunció el motivo de su visita…

La mirada del hermano mayor, de unos treintitantos años, se volvió hostil y alzando la voz le indicó a Lucy y a Tomy que se callaran para que le dejaran hablar a él.  El detective no tuvo tiempo de dar explicaciones ni de formular preguntas.

—¡Está despedido! ¿Cuánto dinero hay que pagarle a día de hoy? Me lo dice, lo toma y se marcha para siempre.

Montgomery no demostró asombro alguno ante la reacción de George; más bien lo esperaba. Indicó a los sobrinos de West que se tranquilizaran, que él no estaba culpándolos de nada, sino que

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necesitaba entrevistarse con todas las personas relacionadas con el escritor, si realmente querían que hiciera bien su trabajo.

Tomy, el más joven de los hermanos, le pidió a George que no despidiera a Montgomery. Luego se dirigió al detective y se brindó para que le interrogara en primer lugar. El detective se metió en un pequeño salón. El piso pertenecía a George, el mayor. La decoración era clásica pero a la vez moderna. El lujo desbordaba las paredes con una magnífica pinacoteca de arte contemporáneo. Se disculpó y dijo que primero quería hablar con Lucy. Según le comentaron George y Tomy, era ahijada de Richard West y por ello, era la que parecía estar más afectada por la falta de su tío. Sentada en una silla cruzando y descruzando sus piernas alternativamente; era con diferencia, la que aparentaba mayor nerviosismo de los tres. Tras esperar que se sentara frente a él, el detective comenzó:

—Ahora vivirán mucho mejor después de la muerte de su tío pues cada uno poseerá pronto un tercio de su fortuna. Usted, una joven de treinta años, estoy seguro que le vendrá estupendamente poder pagarse todos sus caprichos en la quinta avenida.

—¡Oiga! ¡Maldito viejo repugnante! Para mí el dinero es una puta mierda. Mi tío me daba una buena asignación y con ella tenía suficiente. Prefiero mil veces a mi tío Richard vivo a ser millonaria.

—No pretendo enfadarla, señorita. Acepte mis disculpas. —Su táctica para obtener información era la de siempre: sacar de las casillas a sus interrogados—. También quería decirle que he hablado con una amiga suya llamada Megan Sanders, ¿la recuerda?

—Bueno… no es una amiga precisamente.

Sus ojos estaban asombrados y su boca entreabierta, parecía esperar lo que el detective tuviera que contarle de su amiga del instituto.

—Megan me contó que cuando era usted adolescente tuvo un intento de seducir a su tío.

Lucy palideció. Comenzó a temblar y no parecía ser ahora capaz de mirar directamente a los ojos de Montgomery.

—Es cierto, debo entender… —dijo el detective con voz queda.

Lucy afirmó con la cabeza. Y le miró con unos ojos brillantes que se iban a convertir de un momento a otro en un pequeño grifo de

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lágrimas.

—No, no es tan sencillo. No quiero que me juzgue como a una degenerada… En aquella época tenía diecisiete años. Mi tío acababa de recibir un Oscar al mejor guión y su imagen ocupaba portadas. En el instituto, comencé a ser popular por la fama de mi tío. Megan que era una de las animadoras se hizo amiga mía y me comenzó a meter en la cabeza que la mejor manera de perder la virginidad —Lucy bajó el tono de voz para que no la escucharan desde fuera del salón—, era con un hombre maduro y atractivo como mi tío, el gran Richard West.

Comencé a sentir cosas… ya me entiende. Comencé a fantasear; a verlo como hombre. Creí que Megan tenía razón. Que sería mi iniciación al mundo adulto. Pensé que no solo lo deseaba sino que lo necesitaba. No tuve escrúpulos por nuestra consanguinidad porque yo apenas tenía una personalidad formada y era demasiado influenciable… Encima estaban mis hormonas que me tenían descontrolada.

Una tarde me metí en su cama llevando puesto únicamente mis braguitas. Lo hice porque llegué a pensar que él, al ser un seductor nato, nada más me viera allí de esa guisa sabría lo que tendría que hacer. Bueno, eso fue lo que me dijo la lista de Megan.

Lo que ocurrió fue que pasaron varias horas hasta que él apareciera porque mi tío había tenido aquel día una reunión con Scorsese para ultimar partes del guión que le había escrito. Cuando llegó por fin a casa, ya era muy tarde. Entró en la habitación para cambiarse, y me encontró dormida. Debió pensar que unos instantes antes de llegar él, había estado con algún muchacho; pues comenzó a buscar en los armarios e incluso debajo de la cama: creía que tenía a un tío escondido en la habitación.

—Vamos, que creyó que casi la había sorprendiendo con alguien.

—Exactamente. Luego tomó mi ropa que estaba por el suelo, y la dejó junto a mí. Se fue para que yo no me enterara que había sido “pillada”. Era un caballero. Yo estaba despierta hacía rato, con los ojos apretados; simulando dormir. Cuando se marchó, me vestí y me fui llorando. Estaba muerta de vergüenza. Aún me pongo enferma recordándolo pues Richard ha sido el único hombre en mi vida que me ha querido por lo que soy. ¿Comprende ahora por qué no puedo querer ver a mi tío muerto?

—Por supuesto.

—Ahora le pido máxima discreción con lo que le acabo de contar.

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Mis hermanos no saben nada de ese episodio.

El detective la miró pesaroso porque acababa de remover el pasado que ella intentaba olvidar. Sus ojos le dijeron a Lucy que él sería tan prudente como lo es un sacerdote bajo secreto de confesión. Le sonrió agradecida y salió de la habitación.

Después quiso entrar el más pequeño de los tres hermanos: Tomy. Tenía dieciocho años, pero a pesar de ser aún casi un adolescente, su cuerpo y su voz gruesa y profunda correspondían al de un hombre adulto.

Espaldas anchas, mentón pronunciado, cuerpo quizás demasiado delgado, dientes perfectos y unos ojos pequeños y vivarachos que delataban su juventud.

—¿Por dónde quiere comenzar, Mr. Montgomery?

—Por donde tu veas oportuno, hijo.

—No sé qué quiere que le cuente. Yo quería a mi tío como si fuera mi propio padre. Puede saber por los periódicos que mis padres murieron hace años en un accidente de coche en el túnel Holland; chocaron de lado contra un camión y fallecieron al instante. Por lo menos no sufrieron, y a nosotros no nos dio tiempo ni de llorar. Mi tío se ocupó de todo. Compró este edificio en Tribeca para que fuera nuestro nuevo hogar; ya que cuando estábamos con nuestros padres vivíamos en el extrarradio y él, como guionista, necesitaba vivir en el centro. No, no nos quería dejar con personal de servicio; le gustaba tener una vida familiar. Por eso vendió su fantástica buhardilla de Manhattan y se quedó con este edificio de tres plantas para dejarnos a cada uno un piso en herencia.

—Era un hombre generoso… —señaló Montgomery.

—Sí que lo era. A mí me daba una asignación mensual que fue creciendo conforme he ido cumpliendo años. Quiero que sepa que nunca he tenido interés en tener mucho dinero, ni mucho menos en heredar de golpe.

 

Mi objetivo era ingresar en la Universidad de Wesleyan y graduarme en estudios sobre cine. Mi tío conocía a uno de los auspiciantes de la universidad y, gracias a eso, iba a tener asegurada mi admisión.

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Ahora tendré que esforzarme al máximo con mis notas. Y sé que aunque sean buenas, dudo que consiga entrar.

—Admiraba por tanto a su tío…

—Admirar… eso era poco, yo quería ser la continuación de mi tío Richard. Crear una saga de guionistas… Convertirme en el gran Tomy West.

—Aún puede serlo. —puntualizó Montgomery con tono entusiasta dando por finalizada la conversación.

Montgomery le dio un apretón de manos y unas cuantas palmadas sobre el hombro. Y con un ademán, le invitó a que dejara la sala para que entrara su hermano mayor, George.

George se dejó caer en el sillón orejero en el que solía sentarse su tío. Ahora era el mayor de su familia, y tenía que mirar tanto por los intereses económicos como personales de los suyos. Estaba inquieto, tenía la mirada perdida. No esperaba que un detectivucho contratado por él mismo fuera a tener la más mínima sospecha sobre sus hermanos y él. Era como un ultraje pagado de su propio bolsillo.

—George, George… ¿Me oye?

—Sí, claro que le oigo, Montgomery. —respondió con un pequeño sobresalto—. Empiece a preguntarme lo que sea porque no voy a darle mucho de mi tiempo.

—No esté tan nervioso. No debe de estarlo; usted me contrató.

—Sí, y me lo paga con un interrogatorio.

—No. Se lo pago con mi eficiencia. —afirmó sonriente.

El detective acercó una silla sentándose a horcajadas sobre ésta, colocándose frente a frente con el sobrino de West.

—Cuénteme sobre la relación que tenía usted con su tío.

—Mi relación con Richard era normal. Aunque a decir verdad, en los últimos tiempos no era tan buena como debiera; el motivo de esto supongo que se debe a que lo decepcioné: él esperaba de mí que fuera un gran escritor y que le ayudara en su trabajo. Muy pronto supe que carecía de creatividad. Por eso estudié leyes.

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—¿Es un buen abogado?

—Sí, está mal que lo diga… pero soy uno de los mejores de la ciudad. Trabajo en una firma muy importante de Manhattan.

—Entonces, no entiendo porqué dice que no tiene creatividad. —no dejando que respondiera, el detective continuó—. Su hermano pequeño estaba dispuesto a ser guionista como su tío, ¿no es cierto?

—No, no es así; no sé de dónde ha sacado eso… Mi hermano no quiere hacer nada. Dice que con lo que tenemos no nos hace falta trabajar. Lo que más le gusta es salir por ahí con mujeres mayores que él. Richard se lo llevó a visitar la universidad de Wesleyan para que se entusiasmara y decidiera estudiar de una vez. Pero dudo mucho que ahora que ha muerto mi tío, y que pronto dispondrá de mucho más dinero que antes, vaya a querer comenzar a estudiar algo.

El teléfono móvil de George sonaba insistente; entre mensajes de clientes y llamadas del despacho en el que trabajaba, el detective constató que era cierto que carecía de tiempo para una simple conversación. Aunque Montgomery quiso hacerle una pregunta más. Esta vez, sobre Lucy:

—¿Cómo era la relación de su hermana con su tío?

—Mi hermana se llevaba con Richard mejor que con nosotros. Ahora está muy mal; llora mucho por las noches. A veces he llegado a pensar que…

—¿El qué?

—No, no voy… no tengo nada que contarle.

—¿Cree que su hermana veía con ojos de mujer a su tío? ¿Que estaba enamorada de él?

—Oiga, yo no he dicho eso.

Montgomery se levantó. Había dado por terminada la conversación con George. Al abogado le dejó un mal sabor de boca aquel final inconcluso. No tenía que haber callado pues estaba delatándose sobre lo que de verdad pensaba en cuanto al posible sentimiento de Lucy por Richard; la había dejado en muy mal lugar. Se fue a su despacho cabizbajo, con su maletín de piel de cocodrilo y muy impresionado por cómo el detective lo había sabido llevar a su terreno sin que él pudiera hacer nada. Se había comportado como un novato en

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el primer juicio; se sintió mal. El detective era astuto, parecía tener la experiencia del más avezado fiscal.

Decidió que era mejor así: le sacó demasiada información pero eso quería decir que había elegido a la persona adecuada para encontrar al asesino de tío Richard.

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CAPÍTULO IV

 

 

Se le había echado la noche encima cuando salió de la casa de sus clientes. Apretó el paso. A veces las sombras le inquietaban como ocurría en su niñez; por aquel entonces su madre dejaba un piloto encendido junto a su cama. Eso le calmaba y le permitía dormir.

Estaba en una calle estrecha y empinada; su coche lo esperaba dos calles más abajo… Palpitaciones, brincos insoportables en su corazón. Comenzó a avivar el paso, una sensación punzante le hizo pensar que algo iba mal.

Cuando dobló por fin la esquina vio que su Chevrolet del 73 no estaba. La intuición no le había fallado: observó que había una pegatina en el suelo. “¡Dios!”, se dijo mientras se golpeaba la frente con la palma de la mano. El ticket del parquímetro era solo para una hora de estacionamiento. Había estado más de dos en el piso de los hermanos.

Cogió su móvil y llamó para que le enviaran un taxi.  Llegó en pocos minutos. La sonrisa limpia de un joven hindú le llenó de calma. La calle estaba desierta porque los caros comercios habían cerrado hacía más de una hora; se sentía agitado porque su corazón le había estado latiendo demasiado deprisa. Tenía hambre. Se olvidó de las hamburguesas y de las raciones de tarta que tenía propósito de degustar en Bubby’s, justo antes de llegar a la casa de sus clientes y se acordó de la lasaña que comió en el restaurante italiano donde se entrevistó con el representante de Richard West.

 

 

 

—¿Dónde le llevo?

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—¿Sabe dónde queda el Tony’s?

—Sí, claro. Allí sirven las mejores lasañas de todo Nueva York. —dijo el taxista guiñándole un ojo.

 

El luminoso anunciaba de forma intermitente el nombre del restaurante italiano. Cenaría solo como todas las noches pero por lo menos disfrutaría del ambiente alegre de aquella pequeña Italia simulada:

Una boca de la verdad al final del pasillo de la entrada daba la bienvenida a los clientes…

“¿Qué político tendría los arrestos de meter la mano en el hueco? Y si lo hiciera, ¿retiraría su mano asustado y con los ojos aspaventados como le pasó a Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma?”, Montgomery se sonrió ante la ocurrencia.

Los clásicos manteles de cuadros blanquirrojos, una torre de Pisa sobre la barra que servía tanto para decorar como para recibir las propinas, pues en realidad era una hucha. Paredes empapeladas con fotos de actores y actrices italianos: Sophia Loren, Marcello Mastroianni, Gina Lollobrigida, Vittorio De Sica y una escena de La Vita e bella de Roberto Benigni. Montgomery recordó lo que lloró al ver esa película.

Acababa de perder a su madre tras estar un mes ingresada en el hospital por una bronco-neumonía; la escena final de aquel niño canijo e inocente que sonreía ante los tanques americanos, desconociendo que se había quedado solo en el mundo, todavía le hacía empapar paquetes de Kleenex cada vez que la veía en DVD en la tranquilidad de su salón.

—Señor, ¿tiene reserva? —dijo un hombre de elegante pajarita y de bigotito retorcido.

—No, no pensé que…

—Bueno, no se preocupe. En cuanto quede una mesa libre podrá sentarse. Si lo desea se puede esperar en la barra.

El detective colocó con energía sus gordas posaderas sobre una banqueta alta; esas banquetas típicas de los bares que parecen querer tirar a sus ocupantes cual potro desbocado al recibir a su primer jinete. Como ya era un profesional en esas lides, Montgomery se quedó un

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momento quieto e hizo un movimiento contrario hacia donde se dirigía la banqueta.

No se cayó al suelo. “Objetivo conseguido”, pensó. Se giró satisfecho y con tranquilidad flemática, pidió un whisky con Coca-Cola. El camarero se lo sirvió junto a unas berenjenas con parmesano.

—Solo he pedido el Whisky, se ha debido equivocar.

—No, signore. Esto va por cortesía del cameriere. ¿No se acuerda de mí?

Montgomery dejó de contemplar cómo se derretían los cubitos de su vaso y miró más detenidamente a la cara del que estaba tras la barra. Se dio cuenta que aquel muchacho fue el que le atendió cuando fue a cenar con Chester McConney, el agente literario del guionista.

—Tú eras el camarero-actor, ¿no es cierto?

—¡Exacto! Io sonno Giuseppe, el actor —su voz tenía un tono apagado muy distinto al de hacía tres días.

—¿Qué te pasa?

—Eso es lo que quería decirle. Me ha venido muy bien que venga al Tony’s. Escuché cuando hablaba con el señor Chester…

—¿Qué escuchaste?

—Que usted es detective, ¿no es cierto?

—Sí.

—Necesito que me ayude. Estoy desesperado —se mesó su abundante tupé ondulado y negro con gran ansiedad—. Mi novia lleva desaparecida casi tres días.

—Bueno, seguro que solo está enfadada con usted. He visto lo bien que se lleva con el resto de camareras. Como buen italiano, es un experto en el arte del flirteo. ¿Me equivoco?

—Ella es camarera y actriz como yo; aunque también italiana, no es nada celosa y yo procuro, si estoy delante de ella, no dar el cante con mis “tonteos”. No hemos peleado. Y la llamo a su móvil y solo salta el contestador. Hoy ni siquiera eso. Se ha debido de apagar. Per favore, ¡ayúdeme a encontrarla!

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Montgomery quiso saber si había denunciado a la policía. Giuseppe le negó con la cabeza. Le daba miedo ir a preguntar. Elisabetta Colombibi, así se llamaba la chica, había tenido problemas con las drogas y la cogieron por posesión de María. No quería meter la pata avisando a la policía por si al encontrarla volvía a tener droga encima.

—No tengo apenas dinero, signore. Gano lo justito para comer, alquilar la habitación donde vivo y con el resto, pagar la academia en la que me están preparando para la prueba en el Actors Studio. Estoy dispuesto a quedarme sin mis clases de actuación; lo que sea para que me encuentre a mi Elisabetta.

Montgomery llevaba un rato callado; empezó a toser con desesperación, se le acababa de atravesar una berenjena con parmesano gratinado en la garganta. El camarero al ver que el hombre se comenzaba a poner azulado, saltó la barra y le rodeó el cuerpo con sus brazos. Con una mano cerrada y la otra recubriendo a la primera, comenzó a presionar hacia dentro y luego arriba con tal fuerza, que el detective incluso levantó las piernas del suelo. En el local se hizo el silencio. La berenjena envuelta en parmesano salió disparada contra las botellas de Lambrusco que estaban tras la barra.

De repente una ovación; todo terminó como en el clímax de una película sensiblera de bajo presupuesto. Giuseppe era un especialista en la maniobra de Heimlich. Esa era la quinta ocasión en la que la practicaba con éxito.

—¿Signore, detective? —le dijo mientras le daba palmaditas a la cara sudorosa de Montgomery— ¿Está mejor?

Respiraba a duras penas, espasmódico y con el corazón galopando. Quería hablar pero la voz no le salía de la garganta. Cuando pasó un rato gritó:

—¡Aaagua!

Bebió a sorbos entrecortados primero, y luego a sorbos más largos. Respirando cada vez con más tranquilidad. Le acababan de dar una mesa que se había quedado por fin libre. Se sentó y se quitó el sudor de la cara con un pañuelo de papel. Miró al camarero y le dijo:

—Le debo la vida —tomó aire—. No tiene que pagarme nada. ¡Encontraré a Elisabetta!

—Grazie mile! —dijo Giuseppe tomando asiento frente al

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detective.— Muy contento de salvarle la vida, señor detective.

—¡Bueno, Giuseppe! —dijo el hombre de bigotito enroscado con tono autoritario—. No te pago para que te sientes. Atiende las mesas y tómale nota al señor de las berenjenas.

Metida en un cuenco burbujeante, llegó la lasaña de Montgomery; que nada más verla se puso a olisquear con avidez el humillo que iba desprendiendo. Luego paladeó con gran delectación la bechamel, y la volvió a oler. Respiró hondo, saboreó con lentitud cada uno de los bocados, hasta no dejar nada en el recipiente. Pidió un espresso como postre.

Era de noche, ¿pero qué más daba? Con lo cansado que estaba no iba a dejar de dormir por un poco de cafeína. Tenía que relajarse, al fin y al cabo aquel día iba a convertirse a partir de ahora en un nuevo cumpleaños.

Mientras removía el café se puso a mirar su agenda de contactos del móvil. Tenía el teléfono de Charlotte Smith, su compañera de academia; consiguió su número el día en que se reencontró después de toda una década con su compañero Adam.  Le contó todo lo que sabía de la vida de la agente Smith: casada, con dos hijas mayores y lo más importante: todavía continuaba trabajando en la policía.

No como él que se había jubilado obligadamente con antelación; ya que o era eso, o sufrir la vergüenza de que todos se enteraran que le habían expedientado por tener una mano demasiado rápida: había sido uno de tantos policías que por miedo al tipejo al que se enfrentaba, disparó demasiado pronto… Le había tocado la china.

Aunque ya eran las doce de la noche, no le importó; quería al menos escuchar su voz. 

—¿Sí? ¿Dígame? —respondió una voz de mujer somnolienta.

—¿Quién es, cariño? —dijo un hombre de voz ronca adormilada de fondo.

—Parece que nadie —suspiró Charlotte.

—Debe de ser un loco salido, ¡cuelga! —ladró.

Tras esto se escuchó el pitido del teléfono.

Montgomery se puso a llorar. Sentía que era un total fracasado:

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quería haberle dicho que era su amigo y que la quería. El buenazo de Peter Montgomery, su compañero del alma. Ese con el que entrenaba incansable y estudiaba ilusionada porque un día él abriera los ojos y se diera cuenta de la pedazo de mujer que tenía a su lado.

Ella que le había dicho una vez el “te quiero” más sentido, ya ni se acordaría de él porque tenía la cama bien caliente con el tipo de voz ronca que le había llamado cariño. En una cosa tenía razón el marido, esa noche le había llamado un loco; pero un hombre loco por su mujer. Se mortificaba tenía ganas de pegarse de bofetadas a él mismo; pensó que lo mejor sería volver a casa.

Giuseppe se acercó cuando vio el movimiento de su mano llamándolo. Pagó la cuenta y junto a ella agregó la propina: esta vez de solo cinco pavos pues tenía que tirar con pocos dólares hasta la próxima remesa que le pagaran sus clientes.

—No tiene que darme nada, signore. Le he apuntado mi teléfono en esta tarjeta de Tony’s. Reserve la próxima vez, por favor. Esto se pone atestado de gente todas las noches. Oiga, ¿está llorando? —unas lágrimas recorrían el rostro del detective—. Debe de ser por el susto que ha pasado, ¿no?

El detective negaba.

—Entonces, es una bella donna. Oh, ¡mio Dio! Cómo le comprendo. Por favor, vaya a descansar. Yo no podré hacerlo tengo el corazón en un puño desde la desaparición de mi chica.

—Mañana comenzaré a trabajar en su caso, amigo. —le interrumpió.

—Grazie tanti, detective. Tome esta foto de mi novia. No es muy reciente pero es la única que tengo.

Montgomery iba andando por calles casi vacías. Vislumbró algunas hogueras improvisadas por unos homeless que frotaban sus manos entorno a éstas. Volvía a la soledad, en la oscura noche vacía de su vida. Al doblar una esquina, un tipo con mirada desorbitada se le cogió al cuello pidiéndole a gritos unos pavos para caballo. Tenía un monazo de no te menees. Cuando los toxicómanos están así solo ven que necesitan droga, no perciben lo que hacen; por eso con rapidez le mostró el cañón de su clásica Colt. Así consiguió que el tipo se asustara y lo dejara en paz.

Como estaba lejos de su casa tuvo que viajar en metro. Una

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anciana de ojos hundidos que le hacían parecer un cadáver viviente, lo miraba sin verlo. Pensó que ni ella misma sabía quién era. Quizás se había escapado de alguna residencia para enfermos mentales, quizás su familia la había abandonado en aquel vagón del metro de Nueva York.

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CAPÍTULO V

 

 

Eran las once de la mañana y Montgomery seguía durmiendo. Soñaba con Charlotte. En ese momento era feliz, no existía nada más: ni el caso de Richard West, ni el del camarero del Tony’s. Ni siquiera su calvicie ya que en el sueño conservaba su antiguo tupé de treinteañero.

Era feliz, respiraba el olor salobre oceánico. Ahora bailaba con su compañera de academia una especie de lambada junto a la orilla de una playa paradisíaca. Era una tontería: él nunca había bailado bien. Cuando lo había intentado destrozaba los pies a su pareja. Recordó que en el día de su boda primero acabó con los pies de su exmujer y luego, con los de su exsuegra. Ella le dijo después del desastroso baile a su hija: “Este hombre no sirve para nada, te hará infeliz”. Había acertado vaticinando el desastre sentimental, pero en realidad, se habían hecho infelices mutuamente.

De repente se dijo así mismo como en una voz en off que resonó en su mente:

“¡Dios, tengo que investigar el caso de Elisabetta Colombini y aún me queda mucho que trabajar en el de West!”

La playa de aguas turquesas y arena coralina se disolvió de golpe; encontrándose sentado sobre su cama con las sábanas convertidas en un remolino y el edredón tirado por el suelo. Se había movido mucho esa noche. Quizás había sido por la lambada en la playa.

Se levantó y se miró en el espejo del cuarto baño con la ilusión de volver a ver su antiguo tupé. Pero no, éste también se había volatilizado junto a la playa, el mar y su querida Charlotte.

“Es deprimente eso de haber recuperado el pelo y resultar que fue un sueño.”

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Tomó un café bien concentrado. No había comprado azúcar; así que se lo tomó casi sin saborearlo. El regusto que le quedó era tan malo como la desilusión que le dejó saber que todo había sido una fantasía onírica. El chute de cafeína le empezó a activar en pocos minutos. Se fue a encender el portátil para meterse en internet y buscó en Google: “Hospitales Nueva York”. Quizás la chica de Giuseppe había tenido un accidente, y estuviera ingresada. Sin embargo, la lista era casi interminable: veintiún hospitales en Manhattan, dieciséis en Brooklyn, otros tantos en el Bronx y Queens.

Decidió que necesitaba la ayuda de su amigo Adam. Levantó el teléfono y marcó su móvil.

—Adam, soy Montgomery.

—¡Hola, Montgomery! ¿Algo nuevo sobre el caso West?

—No, de eso no hay nada. Pero tengo otro caso… Es una chica desaparecida. Apunta: se llama Elisabetta Colombini.

—A ver, voy a mirar en la base de datos… No, no aparece su denuncia.

—Porque no la hay. El novio no ha querido ponerla.

—Pero espera, aquí figuran antecedentes. ¿Será por eso que no lo ha denunciado?

—¡Exacto!

—Haré lo que pueda. Mandaré a dos compañeros de confianza para que pregunten en los hospitales. Sin embargo creo que puede ser más probable que la chica esté tirada en alguna habitación de hotel tras tener un mal viaje con la marihuana o con la mierda que se esté metiendo. ¿Cuánto tiempo lleva sin aparecer?

—Como unas 72 horas.

—Bueno, seguro que aparece. Todo quedará en nada. Cuando tenga algo, te llamo.

—¡Gracias, Adam!

 

Encendió la televisión le gustaba ver las noticias mientras

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desayunaba. Era ya muy tarde. Se decepcionó, las noticias ya habían acabado. Estaban diciendo los números agraciados de la lotería Megamillions. Siempre jugaba con la misma combinación y no necesitaba coger el boleto para comprobar sus números. La presentadora del magazine comenzó a decir la combinación ganadora mientras que los números iban apareciendo en pantalla: 8, 10, 33,41…

—¡Ah! ¡Que tengo cuatro! —gritó Montgomery.

Continuó…

Y el 46. El número complementario es el 42

—¡Mierda, he acertado cuatro números y el 42!  Me van a dar diez mil dólares pero podían haber sido veintiséis millones de pavos si hubiese acertado ese puto 46. Se puso a llorar y a mesarse la calva repetidas veces. A decirse que siempre iba a ser un desgraciado. Después recogió los trozos de la taza de café que había tirado por la emoción, y fregó el suelo. Mientras estaba apoyado sobre la fregona se dijo:

—Bueno Montgomery, míralo de otra forma. Ahora podré sacar el coche del depósito. Y no tendré que ir como un pedigüeño al niñato de George West para que me dé un adelanto. No necesitaré dinero hasta que acabe el caso. Por lo menos conservaré mi dignidad gracias a este premio.

Montgomery empezó a bailar una lambada con una Charlotte inexistente. En su lugar cogió la fregona con delicadeza, la guió con estilo e hizo un giro artístico. Se vestiría e iría a por su querido y viejo amigo Chevrolet. Podría incluso darle una puesta a punto en el taller más cercano. Tenía demasiados kilómetros y persecuciones a sus espaldas.

El móvil llevaba sonando bastante tiempo; no lo había escuchado. Quitó el volumen de la televisión y se lanzó a contestar antes de que colgaran.

—Montgomery al habla.

—Buongiorno, detective. Soy Giuseppe.

—Hola, Giuseppe. ¿Qué quieres?

—¿Se sabe algo de mi chica?

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—No, aún nada. Verá… Giuseppe. ¿Cómo se lo digo…? Yo es que no trabajo así. Sé que está angustiado, pero seré yo el que le llame si tengo que preguntarle algo o si encuentro una pista.

—Lo siento mucho, detective. Espero que no se haya molestado. —colgó.

 

 

Montgomery sintió lástima por el italiano. Quería a su chica de veras o eso era lo que parecía. Aunque el hecho de decidir no denunciar por unos antecedentes de tenencia, era extraño. Le hacía pensar que el mismo novio pudiera estar metido en su desaparición. Pero entonces, ¿para qué hacerle investigar? ¿Para ser él su coartada? Si eso había sido así, el muchacho no sabía con quién se la estaba jugando.

Se estaba afeitando mientras estaba con estas cavilaciones; se cortó. La sangre se diluyó en el lavabo dándole a la espuma un tono rosado similar al del Lambrusco que había tras la barra del Tony’s.

 

Una vez llegó al depósito, pagó la multa; eso era poca cosa ahora que era poseedor de diez mil dólares. Al salir con su coche notó que algo iba mal: no sabía qué pasaba, pero el vehículo no se movía con la ligereza de siempre. Había un taller a pocos metros aunque era uno de los más caros de la ciudad.  Algo le dijo en su corazón que el coche no llegaría a su destino. En el mismo depósito tenían que haberle hecho la trampa. Por su cabeza se le cruzó la posibilidad de que su vida estuviera en peligro. El freno comenzó a no hacer su trabajo…

—¡Frena, frena joder! —gritó.

No iba a una velocidad muy alta, pero ya se había chupado varios semáforos y acababa de esquivar a dos peatones en un paso de cebra; le increparon con palabrotas ininteligibles mientras le alzaban el brazo con el puño cerrado.

El coche era ingobernable decidió que tenía que fijarse un objetivo con el que chocar para poder conseguir parar la marcha y sobrevivir. Había un contenedor para reciclar papel a mediación de la calle; con una maniobra de profesional, giró justo antes de pasarlo y chocó con él dejándolo destrozado. El ruido de la puerta de su vehículo hundiéndose era como una sintonía macabra. Su coche, su querido

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Chevrolet del 73, estaba destrozado por el lateral delantero.

La policía llegó enseguida. Parecía que hubiesen estado esperándole para que tuviera lugar el accidente. Lo cierto es que lo habían estado siguiendo a partir del segundo semáforo que se pasó en rojo. Él ni se había dado cuenta. No había mirado por los retrovisores; su principal objetivo era no matarse.

Se bajó del coche patrulla un agente con cara de pocos amigos. Era grueso, colorado y de mentón ancho. Tenía unos brazos grandes y apretados que se cruzaban uno sobre el otro en un gesto intimidatorio; se puso delante del detective que aún estaba recuperándose del susto.

—Nos va a tener que acompañar. Debe de pagar el mobiliario urbano que ha destruido y una buena multa.

—¿Con esas venimos? ¡La culpa es vuestra! Acababa de sacar el coche del depósito; allí me han tocado los frenos.

—Mire, me han dado cientos de excusas pero esta es la más idiota y ridícula que me han dicho en mi vida. Así que, según usted, nos dedicamos a sabotear los frenos de los coches del depósito, ¿verdad?

Montgomery montó en cólera. Sacó todo el genio de sus años de policía y una fuerza que pensaba que ya había perdido. Cogió al agente por debajo de los sobacos y lo apoyó con fuerza contra su Chevrolet.

—¡Hágame caso y lleve el coche al jodido taller que está al final de la jodida calle para que le miren los frenos!

Le tiró el resguardo de haber pagado la fianza del coche a la cara; en él estaba escrito la fecha y la hora de haberlo retirado.  El policía gordinflón se quedó un rato atónito mirando la nota sin saber qué hacer.

—Está bien. Es verdad que lo acaba de sacar del depósito. ¡Stewart! ¿Puedes pedir que la grúa lleve este coche a ése taller? Y usted, no sé cómo coño me ha podido coger de esa forma. Estoy seguro de que es policía…

—Soy policía retirado pero trabajo como detective. Y necesitaba ése coche que ahora está ahí destrozado para seguir con mi caso.

Montgomery se fue con McQueen y Stewart en el coche patrulla a poner la denuncia en comisaría; habían intentado acabar con su vida y debía dejar constancia de ello. Jamás le habían querido quitar del medio

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de ese modo.

Nunca olvidaría su primer caso, en el que estaba investigando a un actor, en aquella ocasión intentaron matarle con el contrapeso de una tramoya. Hasta ahora había tenido suerte, pues había salvado su vida varias veces, bien por llevar un chaleco antibalas o bien porque la bala no había llegado a ningún órgano vital. En la pierna tenía una bala enquistada que cada vez que pasaba por el arco de seguridad de algún aeropuerto hacía que éste pitara. Y la otra noche en el Tony’s, por poco moría por una berenjena gratinada. Había tenido dos cumpleaños seguidos…

El dinero que había ganado en la Megamillions lo gastaría pronto. No le importaba pagar lo que hiciera falta para que su querido Chevrolet volviera a funcionar. Montgomery pensaba que aquel coche le había acompañado en muchos casos y por ningún hijo de puta que hubiese querido matarle, iba a dejar a su amigo en el desguace. Ni mucho menos por la mierda de aseguradora que se empeñaría en declararlo como siniestro total.

Pasó por delante de la máquina de café. Allí estaba Adam hablando con un compañero sobre la chica italiana desaparecida. Entonces, Adam al verlo dejó de hablar, se giró y se quedó mirándole extrañado por su presencia. El detective le contó todo lo que le había ocurrido aquella mañana:

La recogida del coche del depósito, los frenos que no frenaban, el choque contra el contenedor y su coche destrozado, el agente McQueen que creía que conducía como un loco y quería multarlo; cómo cogió por los sobacos al agente McQueen y por último su viaje en el coche patrulla para poner la denuncia de sabotaje sobre su coche.

—¡Joder, Montgomery! Menuda mañana… Te quieren matar y debe de ser por uno de los dos casos que estás llevando. ¿Tienes algo ya? Esas cosas ocurren cuando se va por una buena pista.

—No tengo nada que yo sepa. Pero debe de haber alguien que no quiere que investigue o que cree que ya lo tengo cogido por los huevos y me quiere quitar de en medio. Debe de ser alguien que esté relacionado con el caso West; con el de la chica italiana ni siquiera he podido empezar. He perdido toda la mañana con los putos frenos.

—Da gracias a Dios que estás vivo. Tío, tu ángel de la guarda lleva años haciendo horas extras.

Adam invitó a Montgomery a comer en el Rey del Falalel

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&Shawarma, un puesto ambulante que estaba en la 53 con Park Avenue. Ambos pidieron una generosa ración de Shawarma de pollo con todos los ingredientes que llevaba el carrito. Se sentaron en un banco, hablaron de sus vidas y de sus esperanzas para los años venideros. 

En aquellos instantes se sintieron como si los hubieran teletransportado a los viejos tiempos.

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CAPÍTULO VI

 

 

Después de haber pasado lo que restaba de la tarde en compañía de Adam, el detective volvía andando a casa. Estaba en la calle 59 en la zona de Central Park South; justo en el centro del barrio de Brooklyn. A veces prefería dar largos paseos para aclarar su mente. En ese momento se acordó de los diez mil dólares. “Mañana mismo cobraré el dinero de la lotería”, pensó. Tenía que ingresar el boleto en el banco. Aún no creía haber ganado un premio y dejar pasar todo un día sin cobrar; lo necesitaba con urgencia, incluso para poder llenar la nevera.

Cuando llegó a Central Park South, el sol aún bañaba con colores bermellones y purpúreos las hojas de los árboles. El Central Park es un lugar idílico para pasear cuando la luz del día no permite que nadie se resguarde en las sombras. Sin embargo, cuando la oscuridad comienza a bañar la arboleda, todo cambia y se convierte en un escenario ideal para una pesadilla.

Apretando el paso Montgomery pensó que además de ingresar el boleto también hablaría con las amigas de Elisabetta Colombini. Tenía que visitar un lugar llamado “La Mamma theatre” en la cuarta avenida. Giuseppe le había contado durante la cena en el Tony’s, que allí solía actuar Elisabetta junto a sus compañeras. Quizás podrían aportar alguna pista sobre las últimas horas antes de su desaparición. No le gustaban los teatros desde el incidente de la tramoya, pero pensó que no tenía nada que temer; ya que aquel teatro era muy modesto: nada de montajes ni casi decoración. Era un teatro Off-Off Broadway: una sala de pequeño aforo al que como mucho podían acudir cien espectadores.

 

Escuchó un ruido entre los matorrales. Se puso en guardia. Un movimiento le hizo pensar que podía haber alguien agazapado. Quizás era un drogata dispuesto a pincharle si no conseguía sacarle al menos veinte pavos. No se veía nada. Y lo que fuera no acababa por salir. Se

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agachó, cogió su pistola y se lanzó hacia el matorral.

Se había equivocado, era un gato negro que gritó con un maullido desesperado y salió corriendo frenético por el pavor. El animal se giró y se quedó mirándolo: estaba tan delgado que se le notaban todas las costillas.

A Montgomery no le gustaban los gatos. Aunque más que aversión era ignorancia; puesto que su padre nunca le había dejado tener mascota: ni siquiera un triste hámster. Dicen que los gatos negros traen mala suerte, que si se te cruzan por delante alguna desgracia tendrá que ocurrirte. El gato pasó por delante del detective una, dos, tres y hasta cuatro veces. Montgomery quiso apartarlo del camino con la pierna; alejándolo de él. El felino lo seguía insistente con el rabo en alto y formando una especie de gancho con la punta.

—¡Déjame, gato! —gritó.

Siguió andando hasta llegar a su apartamento y cuando por fin abrió la puerta, el gato negro apareció de no se sabe dónde penetrando en su casa antes que él mismo. Dispuesto a echarlo cogió un espray antimosquitos. El felino que era asilvestrado pero zalamero, comenzó a restregar enérgicamente su cabeza con las piernas del asustado detective que esperaba una mordida rabiosa. Lo miraba y ronroneaba; su cuerpo azabache vibraba con voluptuosidad. A Montgomery se le pasó el miedo y se compadeció de lo famélico de su cuerpo.

—Tienes hambre, ¿eh? Bueeeno… te daré algo. “Cogeré la carne picada que tenía para hacer hamburguesas.”

Le puso la carne en un platillo. Y ésta desapareció casi al instante. Montgomery que estaba agotado por aquel día que se había convertido después del incidente de los frenos, en el segundo día de su cumpleaños en muy poco tiempo; se recostó en el sillón. Cuando el gato notó los ronquidos del detective, se tumbó flemático sobre la barriga de Montgomery como si lo hubiese hecho durante toda su vida.

 

Los primeros rayos de sol penetraron hiriendo los ojos del detective que dormitaba aún sobre el sofá. Se despertó, notó el pecho y el vientre muy calientes. Miró a la barriga y supo el motivo de tanto calor. Ya no se acordaba de aquel animal abandonado en el Central Park.

—¡Coño, pero si está en mi barriga!

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Se lo quitó de un manotazo y fue directo para llamar a control de animales. Sin embargo, el gato que se olió sus intenciones volvió a ronronear y a restregar la cabeza contra la mano del detective.

—Ahora querrás el desayuno, ¿no?

Le dio el resto de carne picada que quedaba en la nevera.

—Y yo, ¿qué hago contigo? No puedo tener mascota. No sé tener animales. Además paso el día en la calle.

Subió a la casa de una vecina que tenía gato. Le contó lo que le ocurrió la noche anterior:

—Si le has dado comida a un gato hambriento, el gato es tuyo para siempre —afirmó taxativa—. Espera…

Se escuchó cómo revolvía en una habitación aledaña. Volvió con una bandeja de plástico y un saco de tierra para gatos.

—No, no me entiende… Quería que se lo quedara usted.

—Sí que le entiendo. Está usted muy solo le vendrá bien tener a alguien que lo espere a la vuelta del trabajo.

Montgomery se marchó apesadumbrado: hasta la vieja del piso de arriba se había dado cuenta de lo solo que vivía. Puso la bandeja de arena junto a su váter. Así si olía a mierda sería el lugar más apropiado para ello.

—Mira gato, aquí podrás mear. Piénsatelo eso de quedarte a vivir conmigo. Esto es mucho peor que estar libre en el Central Park.

Entonces el gato se metió en la bandeja, hizo un boquete y después de hacer sus necesidades, las tapó con suma elegancia. Montgomery se quedó mirando extasiado. Quizás la vieja tuviese razón.

Se acercó, le acarició la cabeza y le dijo:

—No te voy a llamar gato todo el tiempo. Mientras te busco un amo de verdad, te voy a llamar Hércules como mi detective favorito.

Antes de marcharse le acarició la cabeza a Hércules. Tomó el metro y se fue al teatro. La puerta de entrada más que de un teatro, parecía la de la una sala alternativa nocturna. Preguntó por el precio de las entradas y vio que eran muy económicas. Los actores hacían sus

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actuaciones allí con el objeto único de coger tablas. La taquillera le avisó que si quería tener entradas que las comprara cuanto antes, pues la gente se las quitaba de las manos.

Con los tiempos que corren —pensó el detective—, parece extraño, pero cuestan lo que unas entradas de cine y siempre es más estimulante ver en directo a los actores sudando la gota gorda en sus primeras actuaciones, que asistir a una superproducción de Hollywood cuyas historias son repetitivas y los actores no se la juegan en directo.

Al entrar interrumpió a un grupo que estaba ensayando; se disculpó. Luego les dijo que buscaba a las amigas de Colombini.

—¿Loretto y Jenny? Sí, acaban de terminar su ensayo. Estarán en el camerino.

Llamó a la puerta de forma discreta con dos golpecitos delicados para no sobresaltar a las actrices.

—¡Entre! —se escuchó una voz femenina con acento italiano.

No se esperaba encontrar a ambas chicas en ropa interior. Ni siquiera se cubrieron al ver que era un hombre. A Montgomery se le fueron los ojos hacia los juguetones pechos de la rubia y de la morena.

—¿Qué quiere? —preguntó la rubia.

—Haceros unas cuantas preguntas.

—De acuerdo pero, ¿quién es usted? No será poli, ¿verdad? —inquirió la rubia con tono más agresivo.

—No, soy detective. Investigo la desaparición de su compañera Elisabetta Colombini.

—¡Dios! ¿Desaparecida?

—Algo me olía yo. —dijo la morena con voz angustiada—. Ayer tenía que haber venido a trabajar.

—Perdone por nuestra desconfianza, detective. Mire yo soy Loretto y ella… —señaló a la chica rubia que ahora fruncía el ceño con cara de preocupación—. Ella es Yenny.

—Entonces, ¿usted dice que ayer no apareció para la actuación?

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—Sí y además era un estreno. Su papel era el de segunda protagonista. Tuvimos que sustituirla. La chica que lo hizo no estuvo tan bien como lo hubiese estado ella, pero le dimos una gran alegría al llamarla.

—¿Alguna vez su amiga se ha quitado de en medio sin decir nada a nadie? Ya sabe… Ni siquiera a su novio.

—No, nunca.

—No cuentes demasiado porque y si es policía, ¿Loretto? —dijo Yenny en voz baja.

—Déjame hablar puede ser grave. Le voy a contar todo lo que sé.

Entonces Montgomery se sentó en una banqueta con las piernas cruzadas en posición de espera.

—Verá, detective. Nuestro trabajo es muy difícil. Lo pasamos muy mal. Todas queremos llegar a ser una Demi Moore o una Susan Sarandon, pero lo cierto es que antes de tener éxito tenemos que pasar hambre.

—Sí, es muy difícil. —corroboró Yenny.

—Hace un par de años encontramos la forma de vivir mejor. Y la verdad, no me gusta contárselo a nadie…

—Dígame cómo.

—Actuamos en el teatro pero también lo hacemos en la vida real. —bajó el tono de voz.

—¿Me está contando que sois prostitutas?

—¡No, no señor! —intervino Jenny con tono digno—. Somos solo acompañantes. Usted no sabe la cantidad de hombres de negocios que o bien son solterones o bien por ser gays necesitan de mujeres cultas que hagan el papel de esposas. Lo hacen para dar confianza a sus clientes. Hay mucho puritano que solo quiere tratar de negocios con hombres casados y para estos yupis el dinero que nos pagan es una mierda con respecto al que van a ganar gracias a nuestra actuación.

—Y su amiga Elisabetta, ¿también hacía estas actuaciones fuera de las tablas? —dijo Montgomery mientras se rascaba la calva.

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—Sí, y era la más cotizada de las tres. Siempre la buscaban antes que a nosotras. Elisabetta es simpática, lista, culta y tiene además un porte muy elegante tipo Audrey Hepburn. Y la verdad y esto es duro de reconocer, es también mejor actriz. Todo lo hacía creíble. Si tenía que llorar, lo hacía como nadie. Si tenía que parecer que le había tocado la Megamillions, era increíble cómo se convertía en una auténtica loca dando saltos y bailando con los objetos que estuvieran a su alrededor.

Montgomery se sonrió.

—Sí, Jenny. Pero gracias a lo buena que es interpretando está desaparecida. Si hubiésemos sido como ella quizás el detective nos estaría buscando a nosotras.

—Veo competitividad…

—Mire, señor…

—Montgomery.

—Señor Montgomery, si nosotras no compitiéramos, no seríamos artistas. Un artista quiere ser siempre más admirado y aplaudido que el que está al lado; haya amistad o no. Y eso ocurre en el cine, en el teatro, la literatura... Los artistas somos egocéntricos por naturaleza necesitamos seguidores que nos veneren.

—Mi pregunta es, ¿sois alguna de vosotras dos lo bastante envidiosa como para querer quitar del mercado a vuestra amiga?

La morena torció la boca. Su expresión pasó de ser la de una mujer amable a la de una mujer encolerizada.

—¡Será mamón el tío! Pero, ¿qué se ha creído? Váyase de aquí. No tiene derecho. ¡Fu-e-ra!

Loretto respiraba agitada mostrándole sus uñas como si fuera una gata salvaje a punto de atacar. Y Yenny sin mediar palabra comenzó a arrojarle al detective objetos desde el tocador donde estaba sentada.

Montgomery asustado, se retiró y les lanzó su tarjeta desde lejos; salió corriendo del camerino. Alzando la voz ya fuera les dijo:

—Si se acuerdan de algo más llámenme, por favor. Y no se ofendan solo hago mi trabajo.

 

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Después de la huida del teatro se fue a ingresar su boleto de lotería premiado en el banco. Ahora su cuenta tenía diez mil dólares de saldo; pensó que ya era hora de almorzar. Iría al Tony’s a degustar una pizza Prosciutto y además hablaría con Giuseppe sobre su caso. Hizo la reserva para evitar tener que soportar la larga espera de la noche en la que se atragantó con las berenjenas.

Por el camino compró un periódico, comida precocinada para la cena, un paquete de pienso y un par de latas de albondigitas para gato; no sabía lo que preferiría Hércules. Se encontraba en una tienda que tenía prácticamente de todo. Usó su tarjeta de crédito con alegría. Salió del lugar con una sonrisa como hacía tiempo no había tenido; estaba contento: silbaba. Había retenciones en la quinta. Se sintió bien sobrepasando a todos aquellos coches que se pitaban unos a otros entre malos olores de tubos de escape y lindezas malsonantes.

Mientras caminaba sintió una mirada clavada en su nuca. Se paró, buscó de un lado a otro de la calzada. La gente iba y venía; esperaba sorprender a alguien que se dirigiera hacia él. No veía a nadie. Continuó su camino, se paró de nuevo. Tenía la certeza absoluta de que lo estaban siguiendo. Su corazón se lo decía; su intuición, raramente erraba.

Siguió esta vez a paso más vivo. Detrás de él solo iban dos hombres judíos de vestiduras negras con sus tradicionales sombreros. Delante una mujer negra de buenos brazos y culo apretado que andaba demasiado lento para su gusto. A la izquierda un policía comiéndose una rosquilla y un café de Starbucks. A la derecha, una pareja de japoneses que parecían despistados. Nada anómalo, pero decidió pararse en una esquina y esconderse a ver qué ocurría. Al rato vio pasar a un negro de casi dos metros con un abrigo largo marrón que apretaba el paso. El tipo pasó a su lado sin verlo. Miraba ansioso a lo lejos, parecía buscar a alguien. Tenía algo que se asemejaba a una pistola por el bulto que hacía bajo el abrigo marrón. Montgomery sintió cómo le cayeron unas gotas de sudor frío por la espalda. ¿Quién era aquel tipo?

Estaba seguro que lo estaba siguiendo a él… ¿Sería el mismo que le saboteó los frenos?

Aunque ya no tenía tantas ganas de comer, Montgomery se dirigió al Tony’s. No iba tranquilo pero continuaría hasta allí a pie: se encontraba casi al lado del restaurante. La vuelta por su seguridad, la haría en taxi.

No estaba dispuesto a tentar de nuevo a la suerte con un posible

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tercer cumpleaños.

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CAPÍTULO VII

 

 

El detective entró en el Tony’s con unas ganas horribles de mear. Estaba muy nervioso por el negro del abrigo marrón y su hipertrofia prostática como siempre le estaba metiendo en apuros. Chocó de lleno contra el maître de bigotito curvado que estaba en la entrada del restaurante para recibir y acomodar a los clientes. No se disculpó porque lo importante en ese momento, era entrar a tiempo en el servicio. El váter estaba a la derecha de la Bocca della Veritá. Entró sin ver nada más que el bendito urinario. Luego suspiró hondo. Como siempre tardaba en terminar; ahora que estaba más tranquilo, podía quedarse extasiado mirando al techo. Desde luego el maître le iba a coger manía: el espectáculo que dio la noche de las berenjenas y ahora la entrada que acababa de hacer arrasando… En fin, le daba igual; lo que no quería era mearse encima, pasar el mal rato vergonzante y encima tener que volverse a casa sin poder hablar con Giuseppe. 

Al salir de los servicios, el maître lo esperaba con cara de pocos amigos.

—Señor, ¿tenía mesa reservada?

—Sí, a nombre de Peter Montgomery.

Lo acompañó hasta llevarlo a una que estaba en el rincón más lejano de la puerta de entrada y que tenía encima presidiendo una foto del cartel de la película de Roberto Benigni La vita è bella. Luego le dio la carta del restaurante. Tras esto se dio la vuelta para volver al pasillo de entrada y así seguir recibiendo clientes. Montgomery le frenó:

—Espere, ¿podría atenderme el camarero Giuseppe?

—Sí, por supuesto. ¡Giuseppe, Giuseppe! Atiende a la mesa diez.

Al rato apareció el camarero con cara de circunstancias. La

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presencia del detective le puso el corazón en la garganta; pensó en las noticias que podría traer de su novia desaparecida. Se quedó mirándolo expectante.

—Hola, Giuseppe. Vengo a comer y a comentarte algo sobre tu caso.

—Le sugiero el menú del día —en su voz se notaba apremio.

—¿Tiene algo que lleve berenjenas?

—No, señor. El menú incluye bebida, una pizza del tipo que prefiera, una ensalada mediterránea o tropical y como postre, puede elegir entre café espresso, capuccino, tiramisú, o profiteroles en salsa de chocolate.

—Tomaré una pizza Prosciutto, la ensalada mediterránea y el café espresso.

—¿Y para beber?

—Una Coca-Cola.

Giuseppe apuntaba en su libreta el pedido. Y volvía a mirarle de reojo para intentar adivinar sus intenciones.

—No se preocupe, Giuseppe. Solo quiero contarle lo poco que he podido averiguar de su novia.

—¿Sabe dónde podría estar? 

La nuez de Giuseppe subía y bajaba haciéndole un nudo en la garganta.

—No, no sé dónde está aún. Pero quiero saber su opinión sobre lo que he averiguado. Se lo cuento rápido ya mismo le estará reclamando el maître… Verá he hablado con las compañeras de su novia en el Mamma Theatre.

—¡Ah! Esas putas… —exclamó con rabia moviendo las manos.

—No, no está equivocado. Son actrices como su chica.

—Señor Montgomery, esas actrices son malas mujeres; metieron a mi Elisabetta en la mierda de las drogas. Al principio fueron los porros y en los últimos tiempos, y esto no se lo he dicho, le dieron a probar la

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coca y el Speedball. Según ellas consumir es muy bueno para concentrarse antes de actuar. No crea ni una palabra de lo que le hayan dicho; ha perdido el tiempo con ellas. Siempre andan colocadas —el camarero dejó de hablar levantando la mirada y continuó—. Perdone pero tengo que irme; el jefe me está mirando, detective. Voy a hacer el pedido de su menú y en cuanto pueda vuelvo.

—Vaya, vaya rápido… No quiero que por mi culpa le despidan.

Montgomery se entretuvo mirando a los comensales. Se puso a coger de una en una las aceitunas negras del platillo que yacía sobre el mantel a cuadros y que venía dado como cortesía de la casa:

En la mesa de al lado había una mujer de ojos azabache que tomaba la mano de su acompañante mientras esperaban la comida, al otro lado dos familias con hijos gritones que no paraban de luchar a pesar de tener la boca llena de pizza. Cerca del pasillo, una reunión de ancianos italoamericanos recordando viejos tiempos: batallitas de juventud en la Little Italy mafiosa y corrupta de los años treinta y cuarenta. En otra mesa un matrimonio de mediana edad discutiendo de forma disimulada echándose en cara infidelidades y traiciones…

—Signore, aquí tiene su pizza, la ensalada y la Coca-Cola.

—Giuseppe, le voy a hablar claro. Su novia tiene una vida que creo desconoce: no actúa solo sobre las tablas. También lo hace en la vida real haciéndose pasar por esposa de hombres de negocios. Ellos le pagan una buena cantidad por representar el papel; no tiene que esforzarse mucho pues es, según sus amigas, de todas la mejor actriz; la más elegante y culta.

Con su actuación los yupis logran que sus clientes más conservadores confíen en ellos. Ha sido en su último trabajo cuando ha ocurrido su desaparición. Tengo que averiguar quién la contrató por última vez. Por cierto, que quisiera saber si usted tenía idea de ello…

—¿Me está diciendo que mi chica se dedica a la prostitución? —su tono de voz se volvió amenazante.

—¡No, no! Es acompañante. Eso es lo que le he dicho. No se acostaba con sus clientes, hacía el papel de esposa en cenas y demás eventos. Con lo que ganaba le ha debido de pagar muchas de sus clases de interpretación; debe incluso de agradecérselo.

—También le han dicho eso sus amigas, ¿verdad? Sepa usted que nunca, nunca me ha pagado ni una clase. Aunque en muchas ocasiones

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quiso haberlo hecho, yo no la dejaba. Y yo que creía que todo el dinero lo obtenía por actuar en la Mamma Theatre. Sepa que me decía que ella era la protagonista de la mayoría de las obras y que por ese motivo, su caché era superior. Yo la creí —su voz destilaba desencanto.

El maître empezó a llamar a Giuseppe con gesto enfadado. Montgomery le pidió que se marchara. Ya le había dicho lo que tenía que decirle y no lo necesitaría hasta que le trajera el espresso.

 

Cuando el camarero le trajo el café lo acompañó también de unos profiteroles en salsa de chocolate. El detective no esperaba aquel postre, pero Giuseppe había recapacitado y quiso disculpar sus malos modos de esta manera.

Tras pagar con su tarjeta de crédito se levantó con las compras que había hecho momentos antes en el grocery store. Desde dentro del restaurante pidió un taxi. No quería por nada del mundo volver a toparse con el tipo del abrigo marrón.

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CAPÍTULO VIII

 

 

Montgomery contemplaba las calles de la ciudad desde la ventanilla del taxi camino de casa. “¡Ay, Nueva York! —suspiró—. Por dónde mires siempre ves turistas, pirados estrafalarios, hombres de negocios, gente que busca su oportunidad para convertirse en famosa, vagabundos que parecen felices a pesar de no tener nada, raperos, drogatas, señoras venidas a más por casarse con ricos del estilo de Donald Trump, delincuentes de poca monta, policías corruptos y expolicías forzosos como yo por haber disparado demasiado pronto... Nací en la ciudad más viva del mundo”, pensó.

Recordó cuando en sus tiempos escolares estudiaba la historia de su país. Los ingleses fueron incapaces de arrebatar Nueva York a los patriotas. Eso sí, destruyeron las preciosas casas de madera muchas de ellas de estilo colonial holandés que ocupaban entonces el lugar de los rascacielos. “Al final ganamos a los jodidos británicos y conseguimos ser nación”, se dijo. Siempre hemos sido la ciudad de las oportunidades no porque vengan del cielo, sino porque los que vienen a vivir aquí son los más arrojados y valientes del mundo. La capital no debería de estar en Washington porque el corazón americano es en realidad neoyorquino.

El taxista conducía con tranquilidad. No había tanto tráfico como en las horas punta. En el cielo pudo contemplar una luna de extraordinario tamaño que le hizo relajarse: sentirse pleno por poder ver una noche más la blanca cara de la reina del firmamento.

Cuando Montgomery subía los escalones de su portal comenzó a llover; sin proponérselo, se puso a silbar la canción de Gene Kelly: “Singin in the rain”. Su silbido se escuchaba resonando en el portal con un eco alegre que sus oídos recibieron haciéndole sentir más feliz que nunca. Así que los pies se le fueron ligeros; dando pasos artísticos hacia el ascensor. Comenzó a imaginar a su Charlotte llamando a la puerta del apartamento para decirle que le quería. Y luego se vio a él mismo

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dándole un beso tan apasionado como el de Rett Butler a Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó. Suspiró sonriéndose por su tonta ocurrencia de adolescente tardío que acababa de tener: las cosas no ocurren como en las películas del Hollywood dorado; la realidad es dura y no premia como en los cuentos de hadas, a los que tienen mejor corazón.

Suspiró de nuevo y le dio al botón del ascensor: las puertas se abrieron con un sonido chirriante. El pasillo se iluminó por el corto espacio de tiempo en el que se produjo la apertura de las puertas. Al salir de la cabina se quedó totalmente a oscuras. Con la mirada buscó el piloto de luz para poder darle al interruptor. Cuando lo pulsó, quedó petrificado: la puerta de su piso estaba abierta de par en par. Se le encogió el corazón en un sentimiento entremezclado entre la angustia y la incredulidad. Luego le sobrevino la rabia y la impotencia…

Habían entrado en su casa y no sabía ni quién ni porqué. Escuchar a Hércules lo tranquilizó. Cuando encendió la luz de la entrada pudo contemplar el desastre: sus vinilos ordenados metódicamente estaban desparramados por el suelo: The Beach Boys sobre el disco de Frank Sinatra; Los Rolling habían caído paradójicamente junto a The Beatles. Madonna y Bob Marley por un lado y Michael Jackson y la banda sonora de Grease por el otro… Años de coleccionismo por todo el suelo. El sillón orejero rajado de arriba abajo. La pequeña biblioteca volcada. Su colchón tirado en el suelo y más rajado aún que el sillón.

 

Se quedó parado en medio de todo y comenzó a llorar como un niño pequeño que se desespera por no encontrar a su madre esperándole en la puerta del colegio. Habían violado lo poco que tenía: su pequeño piso. Entonces recapacitó y se puso a buscar por la habitación de forma frenética. Creía que sabía lo que buscaban.

—¡No está, no está! —gritó.

Hércules, muerto de hambre, comenzó a restregarse por sus piernas dificultándole la búsqueda. Miró en su escritorio, luego debajo de la cama, en la cocina e incluso en el cuarto de baño. Se sentó en el suelo y su gato frotó su cabeza contra su mano. Parecía que quería consolar su llanto espasmódico. Se palpó el bolsillo y allí estaba: su querida libreta. Respiró hondo del alivio. Creía haberla dejado en casa. Parecía que fuese una trivialidad, pero la libreta era primordial en sus casos. Allí estaban registradas todas las anotaciones de las preguntas que hacía a los sospechosos. El que hubiera hecho este desastre quizás buscaba su libreta, quería darle un aviso o bien ambas cosas a la vez.

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Cada uno de sus entrevistados había visto su libreta en alguna ocasión y, sería fácil pensar que alguien con miedo a ser inculpado de asesinato podría querer echarle un ojo para saber por dónde iba la investigación. Si estaba o no su nombre…

—Hércules, me gustaría que fueras capaz de hablar aunque sea por un momento.

El gato lo miró con los ojos entornados. Su dueño le estaba poniendo un buen plato de comida de lata de olor apetitoso. En lugar de hablar, como quería Montgomery, ronroneó con fuerza.

Esa noche el detective volvería a dormir en el sillón con el gato tumbado en la barriga. El calor del animal lo calmaba. Sin embargo había colocado su Colt cerca de su cuerpo, por si acaso el que hubiera allanado el piso tenía la tentación de volver a entrar. La próstata le hizo levantarse en mitad de la noche. Tras terminar de orinar; se miró la cara en el espejo. Al verse se sintió viejo y fracasado. Estaba ojeroso y su cara se mostraba marchita; le llevaría tiempo volver su piso a un estado normal. Pensó en la ardua tarea de ordenar todos sus antiguos vinilos por orden de estilo musical y alfabético. Miró al suelo abatido. Se había quedado sin fuerzas. Entonces vio en una de las lozas del cuarto de baño, tres gotas de color amarronado oscuro.

—¡Joder, joder! —exclamó—. ¡Pero si esto es sangre! Toda la tristeza que le había embargado antes se le había ido de un plumazo. Estaba seguro de que no era su sangre, pues llevaba dos días sin utilizar la cuchilla de afeitar.

—Hércules, ven gatito —lo llamó con voz zalamera y se golpeó la pierna con la mano para que se le subiera encima. El gato vino con rapidez alzando su rabo formando con él una especie de signo de interrogación; se subió sobre su regazo.  Lo cogió y con un cortaúñas fue recogiendo una a una las puntas de las garras del felino. Era un animal tan apacible y noble que no opuso resistencia. En sus uñas estaban las células epiteliales del tipo que había entrado en casa. Luego con una cuchilla estéril, se agachó y raspó una muestra de las gotas de sangre seca del suelo.

—Has arañado a ese hijo de perra, ¿eh? Para que luego digan que los gatos no servís para nada.

 

Un hombre de amplias espaldas y abrigo marrón acababa de entrar en un piso residencial localizado en los aledaños del histórico

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parque privado llamado Gramercy Park. Un lugar de esparcimiento, al que los no residentes, solo pueden visitar una vez al año. En el salón de la vivienda la luz era tenue e íntima. El jefe estaba esperando a una mujer, de eso John estaba seguro. Estaría poco tiempo allí, sabía que los malos resultados con el detective solo le traerían la furia del jefe y no quería permanecer en su casa mucho tiempo.

—Hola, John. Pasa, pasa y cuéntame qué tal te ha ido.

—Jefe… el tipo se ha dado cuenta que… iba tras él. Usted me pidió que le disparara con la automática poniéndole el silenciador para no llamar la atención pero, a pesar de mis precauciones, me vio. No sabe cómo corrió. Me fue imposible. Y eso que debe de tener más de cincuenta tacos.

—Entonces, ¿dejaste que se marchara? Sabes que necesito que se pare la investigación como sea —dio un puñetazo sobre la mesa—. La policía nunca llega hasta el final... Pero ese Montgomery, ese Montgomery… acabará dando conmigo. Obtendrá pruebas.

—¿Fuiste a su piso?

—Sí, sí fui.

—¿Y qué…?

—Busqué por todos lados. Le destrocé la casa; incluso le rajé el sillón para asustarlo.

—Entonces no has encontrado lo que te mandé buscar. ¡Maldito capullo! ¿Quién me mandaría a mí contratarte?  ¿Y qué tienes ahí? Sí, ahí en la cara.

—Un gato negro, señor. Salió no sé de dónde. Fue al entrar en el cuarto de baño y de repente se me lanzó. Me ha cruzado la cara y aún puedo dar gracias porque no me tocara los ojos.

—Mal augurio lo de ese gato. Supongo que lo dejarías seco…

—No, señor. Escuché a un tipo cantando Singin in the rain. Era el detective que estaba subiendo al piso; agarré un portátil que encontré sobre su cama. Y salí corriendo por la escalera de emergencia.

—¡Inútil! La libreta debía de llevarla encima. ¿Por qué no le esperaste para pegarle dos tiros?

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—Señor, ese tipo también está armado. He visto que siempre lleva una Colt.

—Te da miedo, ¿no es así? Tengo un negro de dos metros con automática al que le da miedo un calvo cincuentón de metro sesenta y gabardina.

—La próxima vez no se me escapará.

—¿Y hay algo interesante en el ordenador?

—Lo único interesante que he visto son muchas fotos descargadas del Facebook de una mujer policía. Una tal Charlotte Smith. La tipa está entrada en años, pero sigue estando potable como para hacerle un favor.

—Si tiene tantas fotos de ella en su portátil debe de ser importante para el detective. No está mal, John. ¡Ahora lárgate!

—Espera a una mujer, ¿verdad jefe? —su blanca sonrisa resplandeció en la oscuridad del salón.

—A ti no te importa. Lárgate de una vez. Y si puedes cargarte a ese detective... Esta vez no te lo pienses, tan solo dispara.

Por la mañana, Montgomery se había citado con su excompañero Adam, en Brooklyn Bagel & Coffee Company el mejor sitio para tomar rosquillas de la ciudad. Donde hacen las rosquillas tan tiernas que es fácil que se deshagan en la boca. Era la especialidad que todo el mundo pedía y, por ellas, el local siempre estaba atestado de gente desde muy temprano. Allí acudían con asiduidad tanto turistas como policías obesos que tenían como único deporte mojar rosquillas en el oloroso café. Eran las diez de la mañana y tuvieron que esperar un buen rato para coger sitio. Se sentaron y comenzaron a desayunar.

—Necesito que me eches una mano, Adam.

—Bueno, últimamente no hago más que eso. Te escucho.

—Ayer entraron en mi casa.

—No tenías que haberme citado aquí. Más vale que hubieses acudido a comisaría a poner la denuncia. Yo te hubiese acompañado.

—Necesito que lleves unas muestras biológicas a procesar.

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—¿También te violaron? —le preguntó con voz irónica dando varias risotadas.

—Han violado mi intimidad si eso es lo que preguntas —dijo con cara seria—. Mi gato ha arañado al tipo que entró en el piso. Había varias gotas de su sangre en el suelo del cuarto de baño; las he guardado en esta bolsita de papel. También he obtenido muestras de las uñas de mi gato para análisis de ADN en epiteliales.

—Tío, ¿desde cuándo tienes gato? Me parecería normal que tuvieras un pastor alemán, un dogo, un doberman pero, ¿un minino? ¿Te has vuelto maricón y no me lo has dicho? A ver si lo siguiente es que te has enamorado de mí.

Montgomery se levantó con brusquedad; casi le tira la mesa con los cafés y las rosquillas por lo alto. Era demasiado que le acusaran de homosexual aunque fuera en broma. No entendía la relación, tener un gato y ser maricón…

—Mira, ¡sabes que no soy marica! Solo soy un hombre que tiene corazón. Me dio pena el animal y lo dejé estar en casa. Pero, ¿¡qué coño hago!? ¿Disculpándome por tener mascota? Te he hecho venir aquí porque no quiero que sea vox populi que me han allanado el apartamento y para que lleves con urgencia a procesar esto. Necesito saber quién es el tipo que ha entrado, me ha destrozado lo poco que tengo y me ha robado mi portátil.

—¿Crees saber qué podían estar buscando?

—Esto, esto es lo que buscaban. —le mostró su libreta con rabia.

—Deberías acompañarme y poner una denuncia. Venga dame ésas muestras, haré lo que pueda —su tono sarcástico desapareció de golpe—. Estamos saturados con las pruebas de ADN de violaciones. Las PCRs no se hacen en cinco minutos como la gente cree por culpa de la serie esa de la tele, CSI. Nuestros biólogos necesitan tiempo para procesar cada muestra.

Montgomery le dio las dos bolsas de papel. Y tras terminar el desayuno, se despidieron. Estaba cada vez más cansado de sus dos casos. Todo iba en contra de él: frenos saboteados, persecuciones a plena luz del día, allanamiento, robo. En definitiva su vida en peligro por demasiado poco dinero.

Se acordó de sus antiguos y aburridos casos de seguimiento de hombres y mujeres adúlteros; si antes se quejaba de ellos, ahora incluso

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los prefería: hacía unas cuantas fotos, se las entregaba al cornudo y los pavos venían fácil a su bolsillo. Comenzaba a sentir miedo y ya tenía demasiados años como para no vivir tranquilo. Su madre le decía: “Hijo, vas a terminar mal”. Cuánta razón puede a llegar a tener una madre, pensó.

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CAPÍTULO IX

 

 

Cuando salía de la cafetería un tipo se levantó tras él; pegándose literalmente a su espalda. Montgomery sabía de qué pie cojeaba. Se paró en seco. Lo miró y le enseñó su clásica Colt.

—¿Por qué no pasa amigo? Hay mucho sitio en la calle. No hace falta que esté detrás mía.

—Oiga, ¡guarde eso! No estaba haciendo nada...

—Ah, ¿no? Deme mi cartera. ¡Pedazo de mamón! No, no me mires con esa cara de idiota. Sé que la tienes en el bolsillo trasero de los pantalones.

El tipo asustado, tiró la cartera de Montgomery y salió corriendo en dirección contraria. Montgomery respiró hondo. Estaba harto de la maldita crisis y del paro que provocaba que en la ciudad pulularan más rateros que nunca. Sin embargo no pudo evitar sentir un poco de lástima, quizás había sido demasiado duro. Sabía que la mayoría de los nuevos carteristas birlaban por verdadera necesidad. El tipo podría muy bien ser un padre de familia que necesitaba dinero para comprar leche… Suspiró.

El teléfono móvil sonó interrumpiendo sus pensamientos. Era Lucy West, la sobrina del guionista asesinado. Su voz sonaba distinta a la de la última vez. Le pareció extraño sentir en su voz aquel tono meloso, provocador y sensual. Nada que ver con la chica arrepentida y avergonzada con la que se entrevistó en el piso de Tribeca.

—Montgomery, me gustaría hablar contigo en persona. A so-las…

—¿Tiene algo que decirme sobre su tío? ¿Ha recordado algún detalle para la investigación?

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—Eso es lo que más me gusta de ti. Formal, atento, trabajador… No quedan hombres así…

El detective comenzó a sudar con profusión. Eso era una invitación en toda regla al juego amoroso. La chica hablaba separando las sílabas de forma queda: no dejaba lugar a dudas. Las pausas iban seguidas de una respiración entrecortada que le subieron varios grados su temperatura corporal. Se abanicaba sujetando la gabardina. La imaginación comenzó a volar pues llevaba demasiado tiempo ayunando y siempre que comía en los últimos tiempos lo había hecho previo pago.

—Podríamos quedar en Bubble Lounge. Está cerca de mi casa. ¿Lo conoces?

—Sí, lo conozco. Es un lugar para alternar tomando champagne. No suelo beber champagne, señorita West. Además creo que es un sitio demasiado selecto para mí.

Hablaba con rapidez atolondrada; se estaba comportando como un niñato de cara infestada por las espinillas.

—Por favor, tómate un respiro. No todo debe ser trabajo en la vida. ¿No tienes ganas de disfrutar un rato? Me vas a dejar desolada si cuelgo y no obtengo una cita.

Montgomery recapacitaba al tiempo que hablaba. ¿Una mujer joven de tan solo treinta años se iba a interesar en él de forma desinteresada? ¿Aún lo veían atractivo? En ese momento pasaba por delante de un escaparate de una tienda de ropa masculina. Se miró levantando una ceja poniendo aire de galán de los cincuenta, pero su aspecto no era precisamente el de Gregory Peck o Sean Connery. Más bien se parecía al detective Colombo en un mal día. Se acordó de que aquel personaje nunca se debatía entre el trabajo y las trampas amorosas procedentes de femmes fatales… Nada más se dedicaba a citar las reflexiones que hacía su mujer. “Como mi esposa dice…” No era un detective conquistador y él, menos aún que Colombo. 

Aparte de lo extraño de las atenciones de Lucy, si éstas eran sinceras, estaba el problema de que ella era su cliente. No le parecía ni ético ni profesional liarse con ella.

“Esta mujer o quiere algo o es que le ponen los hombres maduros.”, pensó. “Bueno, yo más que maduro estoy pasado de fecha… A pesar de todo debo de ir, tengo que averiguar qué quiere y para qué me quiere.”

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—¿Qué me dice, detective? —su voz era como un canto de sirena llamando a los marineros.

—¿Qué, qué digo? ¡Que sí!

—Estaba segura que acudirías. No te preocupes por el precio de las copas, que yo invito. No vengas a casa. Te estaré esperando en el Bubble a las diez en punto.

—De acuerdo.

Colgó el teléfono, estaba nervioso y excitado. No sabía qué hacer. Hacía mucho tiempo que no quedaba con nadie. Tenía que hacerlo pero desconfiaba. Sintió miedo y por la espalda notó cómo le estaban cayendo varias gotas de sudor frío. Casi prefería la persecución del tipo del abrigo marrón a estar a solas con aquella mujer.

Tenía todo el día por delante. Pasaba por la quinta avenida con la 42 y vio la imponente fachada de la biblioteca pública de la ciudad. Decidió darse un paseo por ella, ver su exposición temporal; le vendría bien para relajarse.

Los grandes leones pétreos de la entrada parecían que le miraban con aire serio al tiempo que lo saludaban como queriendo recuperar su amistad con él, después del larguísimo tiempo que llevaba sin franquear aquella puerta. El edificio de tipo neoclásico, se mostraba como un oasis de tranquilidad y elegancia frente a los grandes rascacielos que lo rodeaban. Lo que más le gustaba desde que era joven era leer en su enorme sala de lectura. Sus techos altísimos parecían querer hacer volar libres la creatividad y la imaginación de las personas que estaban entre sus paredes. Hacía tiempo que no se entregaba a la lectura, su trabajo no le dejaba lugar para el desarrollo intelectual. Montgomery sabía que debería de haber sido un tipo de lector diferente: uno que le gustara leer novelas históricas, de narrativa o fantasía para poder descansar su cabeza de criminales, asesinatos, víctimas, forenses y policías. Sin embargo, lo que le había llevado en su juventud a meterse en la academia de policía, fueron esos libros de detectives que tanto le gustaban: Conan Doyle, Agatha Christie, Patricia Highsmith, Stanley Gadner…

Pero al contrario de lo que pensaba en su juventud, la forma de proceder de los detectives de ficción era muy diferente a la realidad a la que tuvo que acostumbrase: el olor a sangre coagulada, el miedo a que te disparen, la sensación de muerte inminente, el asco que produce un violador… Todos eran sentimientos inaprensibles para poder ser plasmados con fidelidad en las páginas de una novela. Por otro lado,

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estaban los intentos de venganza sobre su persona de varios exconvictos y la posibilidad tan frecuente de recibir una bala. Además de la irritante certidumbre que produce saber que en la vida real los malos ganan demasiadas veces.

Sin embargo haber sido asiduo lector de novelas de intriga no había sido una actividad totalmente fútil. Por el contrario, leer le había formado psicológicamente: lo había enseñado a pensar, a ponerse en el lugar del otro; aunque ese otro fuera un psicokiller. A conocer lugares lejanos sin mover un pie de su ciudad y a saber en definitiva, ir por la vida dándose a respetar.

Se acercó al mostrador de la sala de lectura y le dijo a la bibliotecaria que le permitiera conectarse a internet. Ella dejó de ordenar los títulos que tenía amontonados y de registrar las signaturas de los libros recién devueltos. Le pidió que le mostrara su tarjeta de usuario. Se la enseñó y esperó a que le indicara cuál de los ordenadores de la sala podría ocupar. Por último le preguntó de cuánto tiempo disponía para estar conectado y ella le indicó, sonriéndole, que cada sesión era de cuarenta y cinco minutos.

Agregó que cuando le sesión finalizara, si quería continuar, debería de volver al mostrador para renovarla. Montgomery pensó que no le haría falta ya que no pensaba estar tanto tiempo conectado.

El detective iba a llevar a cabo su rutina diaria con esa conexión; pues visitaba día sí y el otro también el perfil de Facebook de su amiga policía. A Charlotte le gustaba colgar fotos muy a menudo en su perfil; de hecho, tenía acceso a ellas, no porque fuera un perfil público sino porque un día le mandó una invitación de amistad y sin tener que decir nada ni recordarle quién era, ella le agregó como amigo. No le pareció bien esta práctica siendo policía; se estaba jugando que uno de sus detenidos se obsesionara con ella más de lo que lo estaba él.

La nueva foto se cargó y la miró expectante; ávido de contemplar su serena belleza. Aparecía sonriente en lo que parecía ser una fiesta con barbacoa. Una pequeña de al menos tres años posaba agarrada a su vestido. Sabía por otras fotos, que la niña era su primera nieta. Aunque en realidad su aspecto era muy joven como para poder hacerse llamar abuela.

El detective contempló, mirando su reflejo en la pantalla del ordenador, cómo sus propios ojos refulgían de admiración y se llenaban de vida al ver a aquella mujer. Estaba enamorado de Charlotte Smith y sabía de hacía años que eso era algo inútil. Sin embargo era innegable; aunque le gustara el flirteo con otras mujeres, ninguna treintañera

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como Lucy podría llegarle a la suela de los zapatos.

En la pantalla del ordenador apareció una ventana que le advertía que su sesión acababa de expirar. Pensó en su portátil, en las manos a las que habría llegado. Se acordó de la cantidad de fotos que tenía descargadas en su disco duro de su antigua compañera de academia. Eran por lo menos unas doscientas imágenes. El tipo que le perseguía, a estas alturas, habría descubierto quién era aquella mujer. Cayó en la cuenta de que la había puesto en peligro. Pero, ¿cómo le diría que un tipo que quería quitarle de en medio tenía su portátil con doscientas fotos de ella?

“Hola, Charlotte. ¿Te acuerdas de tu amigo Peter Montgomery de la academia de policía? Ahora soy detective. Pues bien, como te echo de menos y me culpo desde hace años de no haber salido contigo, todos los días entro en tu perfil de Facebook para verte y de paso descargar las fotos que vas colgando. Por eso tenía el portátil lleno de fotos tuyas y digo tenía, porque el ordenador está en poder de un criminal que el otro día entró en mi piso. Nada más era eso. El mensaje es para que estés alerta por si alguien va a por ti.”

Se vio como un jodido gilipollas. No podía mandar un mensaje así. Era horrible haber almacenado tal cantidad de fotos de Charlotte; tenía que averiguar cuanto antes quién era el tipo y encerrarlo.

 

Miró a los estudiantes que se afanaban memorizando en aquellas mesas de madera de la gran sala. Entonces pensó que su vida habría sido muy diferente si nunca hubiera sido policía. No tendría aquellas preocupaciones sobre su vida y la de los que le rodeaban. Hubiese sido mejor ser un hombre normal con un trabajo tranquilo. Recordó que cuando era pequeño su vocación no era tampoco la de hacer una carrera como aquéllos estudiantes. Lo que más quería en el mundo era trabajar de cartero en la United States Postal Services. Y la razón era que le encantaba recibir las postales y cartas que le enviaba su tío Andrew desde cualquier parte del mundo.

Él siempre estaba de viaje por su afán de aventura y servicio. Iba a todos estos lugares, destinado como médico militar; tanto a conflictos del país como a campos de refugiados. Su tío Andrew murió como tantos otros en la guerra de Vietnam y su cuerpo descansaba en el Cementerio de Arlintong. Todos los años hacía el viaje a Washington D.C. con su madre pero desde que ella falleció, sin saber muy bien porqué, dejó de ir allí.

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El tener esa ilusión de recibir un envío le hizo pensar, en su imaginación infantil, que estaría bien tener como trabajo de adulto el llevar esa misma ilusión a los demás. Por lo que ser cartero de la USPS había sido su sueño de niñez. Las cosas cambiaron conforme se hizo mayor y los detectives televisivos y sus lecturas comenzaron a hacer distintas sus expectativas. Quizás hoy sería un hombre más feliz o quizás, era mejor no pensar lo que podía haber hecho; pues ser detective había sido su destino.

Una vez llegó a casa se metió en la ducha y se lavó con ahínco. Quería oler bien aunque no pensara en encamarse con Lucy West. No quería darle una mala impresión. Se miró al espejo y contempló su montaña desierta y brillante. Por Dios, ¡qué feo soy! ¿No había manera de mejorar aquel desastre? Lo único que podía hacer era darse un buen apurado. De repente Hércules le propinó un refregón haciendo presión con su cabeza sobre los tobillos. Dejó de afeitarse. Lo siguió hasta la cocina y miró su platillo; ya no le quedaba nada de comida. “Este gato al ritmo que va se pondrá muy gordo, se dijo”.

Aquel animal había pasado tantas penurias en su vida que ahora que tenía comida a su disposición la tomaba como si fuera robada. Cuando le vertió el pienso pensó que el minino más bien se parecía a un perro por su voracidad. Volvió al cuarto de baño y siguió recorriendo su cara con su Williams desechable. Por lo menos aunque feo como siempre, iba a ir aseado a la cita. Nada de esas medias barbas que se llevan ahora. Él era un hombre clásico. Se miró un par de veces y aprobó el resultado. Tomó el frasco de colonia de Antonio Banderas que tenía sobre la estantería. “A lo mejor oliendo como él podré recrear su aire de latin lover”, dijo en voz alta cada vez más animado. Se estaba creando sin darse cuenta expectativas sobre la cita.

 

El tráfico era denso como siempre solía ser. Otra vez llegaba a Tribeca. Esta vez era más agradable el paseo pues no era por trabajo. Pensó que si George West se enteraba de que su hermana había quedado con él lo echaría sin pensarlo. No soportaba sus aires de superioridad de abogado perfecto. Sin embargo Lucy era simpática y preciosa. Recordó las ganas que tuvo de abrazarla cuando lloraba por su tío muerto.

Llegó diez minutos antes de las diez a la puerta del Bubble Lounge. No entraría al local hasta que llegara la hora.  Miró el reloj varias veces. Decidió que entraría unos minutos más tarde para hacerse esperar. En la entrada estaba un hombre de seguridad que no le quitaba ojo de encima. Tendría que darse un paseo calle abajo para no

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dar tanto el cante y evitar que le preguntaran qué era lo que quería.

Como desviación profesional le gustaba analizar a la gente que pasaba por delante. Se pegó a una esquina y contempló el tráfico de transeúntes que iba recorriendo la calle en ambas direcciones. Pasó un grupo de elegantes hombres de negocios con sus maletines de piel y bonitas corbatas de seda: con topitos, manzanas, osos, cohetes, barcos, elefantes, anclas… Un par de lesbianas que se besaban apasionadas como si la calle estuviera en total soledad. Pensó que aquella libertad hace poco tiempo era impensable. Luego vio un saxofonista negro cuyos ojos cerrados denotaban la pasión que sentía por su música, detrás llegaba una prostituta que acababa de comenzar su turno de noche; más tarde vio a dos señoras de mediana edad que hablaban entusiasmadas y que se recogían después de pasar la tarde quemando la Mastercard en Gucci, Dior, Channel y a saber cuántas otras tiendas caras. Se acercó a él un pedigüeño que no le dejó tranquilo hasta que le soltó unas cuantas monedas. A gran velocidad llegó un niñato con un segway que molestó a toda la gente que paseaba con tranquilidad. Las miradas de los viandantes se fueron hacia el muchacho de forma acusatoria pues acabó pisando con la rueda del segway a un anciano cuyo paso era renqueante. Al rato llegó un policía para mediar en el altercado.

Consultó la hora y vio que ya pasaban diez minutos de las diez. Decidió que era momento de entrar. Sintió el gusanillo de la inquietud.

Entró mostrándose flemático, inalterable, como si todos los días fuera a aquel selecto local; sin embargo la procesión iba por dentro. Enseguida vio una mano que se agitaba nerviosa en el aire. Era ella, sin duda. Un camarero le cortó el paso y le preguntó si quería mesa. Él se molestó ante la interrupción y le señaló con discreción a Lucy para indicar al hombre que ella le esperaba. El camarero lo miró incrédulo levantando las cejas, se volvió y siguió con su trabajo.

Lucy llevaba un vestido negro cuyo escote balconet permitía una visión admirable. Nada más que por eso había merecido la pena ir.  La saludó, le dio un par de besos un tanto cohibidos y se sentó frente a ella. Estaban en una mesa redonda y grande que podía albergar hasta diez comensales. Todas las mesas eran idénticas.

—Hola, Montgomery.

—Hola, señorita West —sonrió.

—Sé que es extraño que una clienta se cite con su detective. Pero no lo es tanto, soy una mujer libre y… no se me escapa su atractivo.

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—Por favor, señorita West. La belleza la tengo yo frente a mí.

—Me gustaría que me tutearas. Ahora mismo no estás trabajando.

—De acuerdo, Lucy.

—Por cierto, ¿cuál es tu nombre de pila?

—Peter.

—¡Ah, Peter! Me encanta.

Sus labios dejaron ver unos dientes blancos y perfectos. Parecía que su sonrisa era franca y que estaba disfrutando con su compañía. Mientras la miraba, Montgomery pensó lo diferente que era Lucy de George: un abogado ampuloso y prepotente que creía que con el dinero que tenía todos debían de rendirle vasallaje.

Notó que bajo la mesa unos pies femeninos acariciaban su pantorrilla. No le había pasado aquello en toda su vida. Pensaba que esas eran cosas que solo ocurrían en las películas. Se puso tan nervioso que no sabía qué hacer. Se tocaba y se desajustaba la corbata. Se mesaba la calva como si quisiera acicalarse el pelo inexistente. Bebió agua repetidas veces pues sus labios se habían quedado resecos. Repiqueteaba sus dedos sobre la copa de agua que tenía delante.

Por la puerta entraron un grupo de mujeres arregladas como para acudir a una fiesta. Lo que menos esperaba Montgomery era que aquel grupo de chicas fueran todas amigas de Lucy West. Pensó que ella intentaría esquivar sus miradas, pues estaba con un hombre mayor y poco agraciado, pero en lugar de eso ella se levantó y las llamó para que vinieran a la mesa.

Lucy le presentó a cada una de sus amigas al tiempo que le agarraba del brazo. Parecía que quisiera presumir de él como si fuera su última gran adquisición. Las chicas lo miraron de arriba abajo; haciéndole un auténtico escaneado visual. No se le escapó que alternaban su recorrido sobre su rechoncho cuerpo y luego buscaban la mirada de Lucy. Estarían pensando que su amiga estaba bebida; aunque la realidad era que aún no habían tomado nada. Sus sonrisitas despiadadas denotaban que esa noche Lucy sería la comidilla de sus conversaciones. Dirían entre ellas que el champagne a veces juega malas pasadas porque puede tener los efectos de un embellecedor. Se despidieron con unos besos cargados de hipocresía. Y se marcharon a otra parte del local. Montgomery no sabía si es que les querían dejar solos o bien decidieron no ser testigos de la noche en la que Lucy se

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liaba con un calvo carrozón.

Llegó el camarero con la carta de champagne. Se la entregó a Montgomery para que hiciera su elección, pero él no sabía cuál escoger. Tan solo veía las imágenes de las botellas acompañadas por los precios; las cifras comenzaron a darle vueltas en la cabeza. Al ver la indecisión que tenía Lucy pidió por el detective:

—Tomaremos Alain Thienot Brut Rosé. Como acompañamiento queremos dos Mini Cheese Burguer, dos platos de cangrejo crujiente y de postre tiramisú helado.

—Gracias, Lucy —suspiró con alivio.

Lucy le acarició la mano dándole seguridad; después le hizo una bella caída de ojos y subió la mirada con picardía. Tras tomarse la segunda botella de Alain Thienot, Montgomery se disculpó con Lucy pues necesitaba ir al servicio. Había bebido mucha agua y champagne.

El cuarto de baño estaba adornado con profusión: cuadros con láminas hiper conocidas como Los girasoles de Van Gogh y obras de Monet y Renoir. También había un gran espejo de marco dorado con pan de oro y volutas barrocas sobre cada uno de los lavabos. Parecía más un saloncito que un servicio. Además estaba francamente limpio y el olor que se respiraba le recordaba al mar Mediterráneo. Aquel olor le hizo rememorar la imagen de un bello atardecer frente a la Costa del Sol cuando visitó Málaga en su juventud. 

Comprobó no haberse manchado los pantalones, comprobó también que la portañica estuviera bien cerrada y luego se lavó las manos. Tardaría unos cinco minutos. Al llegar a su mesa, la chica no paraba de bostezar. Sin duda eran los efectos del alcohol los que le tenían que haber hecho pasar de la euforia al aletargamiento. Él acostumbrado al whisky seco, apenas estaba afectado. Miró hacia su derecha y vio la gabardina doblada en el respaldo de la silla. Entonces se percató que la prenda había sido cambiada de sitio; antes de ir al servicio se encontraba mal doblada sobre la silla de su izquierda. Miró a Lucy con seriedad. Ella procuró en ese momento no cruzar su mirada con la de él. El detective comenzó a rebuscar en los bolsillos de su gabardina. Les dio la vuelta uno a uno. El corazón le palpitaba. Luego tocó el bolsillo de su camisa. Respiró hondo: su libreta estaba ahí.

—¿Has cambiado mi gabardina de sitio?

—No, ¿por qué lo dices?

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—La he dejado en la silla de mi izquierda, estaba arrugada y ahora está a mi derecha muy bien colocada. Parece que la hayan planchado. ¿Me dices que no la has tocado?

Ella siguió negando. Al pasar el camarero Lucy pidió que se acercara. Ella le señaló como el responsable del cambio. Lucy dijo con rotundidad que el lugar era tan selecto que el personal se ocupaba de colocar bien las prendas de abrigo de los clientes. El camarero, al ver la cara de Lucy a la que conocía de hacía años, supo lo que tenía que decirle a Montgomery.

El detective sin decir nada se levantó de golpe de la mesa con una cara que se mostraba apretada y furiosa. Se fue a la barra para pagar la cuenta. El camarero de la barra le informó que todo estaba pagado por la señorita West. Montgomery se cabreó aún más. Aunque ella ya le había dicho que le invitaría, no pensaba dejarse invitar; ahora se sentía humillado por haber sido tratado como un viejo pobretón gilipollas. Lucy fue tras él. Parecía querer simular que no entendía nada de su reacción.

 

 

El camarero de la barra los miró con cara de alucinado.

Un tipo calvo, regordete, achaparrado y encima tieso salía corriendo del local; detrás, a paso vivo y con los tacones en la mano: una joven guapa, elegante, con buenas tetas y culo respingón llorando con desconsuelo.

“Cada vez veo cosas más raras en este trabajo”, se dijo.

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CAPÍTULO X

 

 

En poco tiempo había dado esquinazo a Lucy. Estaba apesadumbrado, abochornado por el engaño. Todo habían sido ilusiones vanas que nunca debió haberse creado. Se engañó pensando que a lo mejor a ella le gustaban los hombres hechos a sí mismos. Creyó que su soledad, ante la ausencia de su tío, había sido una baza a su favor; pues quizás necesitaba tener a un hombre maduro a su lado que la apoyara y protegiera. Estaba claro que lejos de la inocencia que representó ante él, ella era especialista en el sexo masculino: no tenía corazón.

Pero, ¿qué se había creído? ¿Que era un imbécil fácil de engañar? Había sido una velada en la que el objetivo era claro: ella no necesitaba quedarse a solas con él sino con su libreta. Sin embargo, no lo había conseguido porque la llevaba siempre encima; esa era la única explicación plausible al hecho de que corriera tras él como una loca enamorada.

Quería que él se calmara, que la creyera. Que la noche acabara en su cama, y que adormilado por el alcohol o en su defecto, por algún somnífero, tener la oportunidad de robarle la libreta. Un detective por muy desesperado que esté no es un iluso; esa es la lección que Lucy West había aprendido aquella noche.

A partir de ese momento, se centraría en investigarla. Averiguaría todos sus movimientos, idas y venidas y amistades: todo su mundo. Porque el que tiene tanto interés en saber, algo tiene que ocultar. La rabia enardecía al detective. Pero sus ojos destilaban más desesperanza que odio.

Montgomery después de haber corrido furioso por todo West Broadway, fue andando sin rumbo durante más de una hora. Cuando por fin paró lo hizo frente a un local de Show Girls. Miró la entrada. Había una enorme foto de una mujer con los pechos al aire. Le gustó la chica del cartel, debía de ser la que actuaría aquella noche. Los neones

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le llamaban… Parecía que le invitaban a entrar; así podría evitar volver a su apartamento. Sin embargo pensó que no tenía suficiente ánimo para compartir el resto de la noche con un grupo de solterones desconocidos cuyas vidas deprimentes acabaría conociendo; debido a la hermandad que se suele producir entre la gente que comparte alcohol y juerga.

Se sentó en un banco que había en la acera de en frente al local de Show Girls. Miró las colas que había para entrar. No es que fuera un sitio en el que miraran la clase de gente que entraba. Allí el portero no se ocupaba de si ibas bien vestido o no. Lo importante para entrar era tener dinero o no tenerlo. La tipología de local no tenía nada que ver con el Bubble Lounge. Allí no se iba a ligar con gente de clase alta. Todos eran hombres que querían ver a chicas desnudas bailando al son de la música. 

Vislumbró la llegada de un coche de tipo Hammer de color blanco que aparcó en la puerta. Montgomery aventuró que en él iría uno de esos ricachones a los que les aguarda un reservado con una mujer que baila únicamente para el cliente que lo paga. Del lado del conductor se bajó un individuo que reconoció al instante. Pues tanto su cara como su imponente altura eran difíciles de olvidar:

Era de raza negra y de casi dos metros. Con manos enormes y cara llena de antiguas cicatrices producidas en la adolescencia; tenía verdaderos boquetes que le proporcionaban un aire de matón, más temible que incluso el propio Mike Tyson. Su nariz mucho más ancha de lo habitual recorría su cara de lado a lado, las cejas fruncidas e hiper pobladas y los ojos pequeños y brillantes, le daban a su cara el aspecto propio de un tipo que dispara sin pensarlo. Pero lo que confirmaba que se trataba del tipo que lo había estado persiguiendo era que llevaba el mismo abrigo marrón.

Sintió un fuerte dolor en el bajo vientre. Era un super retortijón causado por la mera visión de aquel individuo. No estaba fuerte para correr: las piernas se le habían puesto demasiado flojas. Tenía la certeza de que la misión del hombre del abrigo marrón era matarlo. Sin embargo, en ese momento, la tarea que tenía aquella noche no se relacionaba con su faceta de pistolero sino que trabajaba como chófer a juzgar por lo que estaba haciendo; su vida no corría peligro.

Cuando quiso fijarse en quién era el ricachón que había salido del coche, no pudo verlo; ya que su atención había estado centrada en el hombre del abrigo y en ese intervalo de tiempo ya había entrado en el local. Así que se quedó con las ganas de saber para quién trabajaba. De nuevo le vino otro retortijón que le contrajo la cara y el cuerpo: se dobló

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de dolor. El vello se le puso de punta.

Para poder averiguar quiénes eran los de la Hammer, tendría que estar apostado toda la noche en la puerta del Show Girls. Lo peor era que su cuerpo solo le pedía hacer de vientre. “Qué oportuno”, se dijo mientras apretaba los glúteos para evitar la salida inminente de aquel gran autobús que pugnaba justo en el peor momento para salir del túnel. Como a aquellas horas pocos locales estaban abiertos y no quería marcharse del lugar, miró hacia todos lados angustiado: tenía que buscar algún sitio con urgencia. Al otro lado de la calle vislumbró una luz que procedía de una tienda de ultramarinos que se anunciaba como abierta las veinticuatro horas.

Al penetrar en el local en su cara se percibían regueros de sudor y una actitud apremiante y nerviosa. El hindú que estaba tras el mostrador se le quedó mirando con desconfianza. Cuando se dio la vuelta sacó de su turbante una pistola de pequeño calibre:

—¡Ponga las manos en alto!

—Pero, ¡oiga que yo solo quería…!

—Atracarme, ¿verdad? Ya estoy harto de que me crean idiota por ser extranjero.

—No, ¡por favooooor!

El pedo del detective cayó como una bomba escatológica. La cara del tendero hindú quedó demudada por el asco. Enseguida supo qué era lo que quería y le señaló agitando el dedo y tapándose la nariz, la puerta en la que estaba el pequeño servicio de la tienda y que en realidad era un váter para uso exclusivo del personal.

El servicio no tenía siquiera luz en su interior. Así que para poder hacer algo tuvo que dejar la puerta entreabierta. Notó que el autobús que esperaba no era tal cosa, más bien parecía una mala copia de la masa. Le asestaron varios retortijones y más descargas, hasta que por fin sintió el alivio deseado. Unos veinte minutos después pudo salir de aquel cuchitril. Cuando estuvo fuera el hindú lo miró preocupado.

—¿Está usted bien?

—Sí, eso parece. Por favor, discúlpeme.

—No tiene que disculparse, señor. Es usted el que me tiene que disculpar a mí; creí que iba a atracarme. Su cara era muy extraña

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cuando entró. Ahora comprendo por qué. Cuando marche yo aireo la tienda y aquí no ha pasado nada.

Montgomery bajó la mirada avergonzado por la situación. Tocó su bolsillo y sacó de él un billete de veinte pavos. Se lo dejó en el mostrador sin decir nada y salió con rapidez haciendo canturrear las campanillas de la puerta. El hindú le hizo un saludo con la cabeza mientras miraba cómo se iba.

Respiró profundamente el aire frío de la noche. La reina del firmamento lo miraba compadeciéndole; entonces decidió que ahora que estaba repuesto iba a descubrir quién era el tipo que le hostigaba. Tenía que tomar posiciones y no sabía dónde colocarse. En la acera justo en el lado más cercano al local vio cómo un vagabundo dormitaba tras unos cartones. La idea era extraña, pero daría resultado:

—Oiga, oiga —zarandeó al hombre que roncaba tras un cartón.

—¿Me vash a dejar en paz? ¿Quién eres un jodido madero? No me quiero ir a ningún albergue.

Su boca negra y desdentada se entreveía en la oscuridad.

—No, no soy policía. —“Ya quisiera yo volver a serlo”—. Estoy siguiendo a unos tipos que me están jodiendo la vida y me vendría bien alguno de sus cartones para cubrirme.

—Pues bushcatelos tú —dijo con un aliento etílico que echó al detective para atrás.

Montgomery le enseñó cinco dólares. El de los cartones se dio cuenta que la gabardina que llevaba era de buen paño, y le pidió más con la mano. Luego le mostró diez. Y siguió moviendo la mano. Así que con coraje le mostró veinte. Y paró de moverla.

—¡Coge todos las cartones y también el sitio! Que yo me voy a gastar los veinte pavos. ¡Hashta otra!

Al detective le asaltó el pensamiento de que en el tiempo que había perdido en el ultramarinos, los de la Hammer se hubieran largado. Pero muy rápido tenía que bailar la del reservado para que el cliente saliera satisfecho en tan poco tiempo. Así que tomó los cartones que acababa de comprar a un precio escandaloso, y se envolvió en ellos. Notó en poco tiempo que apestaban: era un hedor mezcolanza de orines y de vino peleón; decidió concentrarse y olvidarse del sentido del olfato.

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El estómago empezó a reclamar algo de comida y pensó, que podía haberle comprado algún aperitivo al indio de la tienda para pasar el rato pero ya no se iba a mover de allí... Observaba la puerta por los resquicios de los cartones porque no quería que le vieran la cara; estaba demasiado afeitadito y aseado para ser un mendigo. Nunca hubiera imaginado al prepararse para la cita con Lucy que acabaría tirado sobre la húmeda acera frente a un local de bailarinas. “Un planazo de noche, vamos”, se dijo.

Pasó media hora y de allí salieron solo tres personas. A dos los lanzaron por la puerta lateral del local. No sabía el motivo con certeza, pero lo podía intuir. Serían los típicos salidos que creían que por el mero hecho de pagar la entrada ya podían hacer lo que se les antojara con las chicas. El tercer tipo salió por su propio pie con la mirada perdida. Por experiencia sabía que en muchos Show Girls venden Speedball líquido y otras drogas cuyos efectos dejan secuelas similares a la trepanación. Así que su expresión enajenada no le resultó para nada extraña.

De vez en cuando Montgomery cerraba los ojos. No podía dormirse pero necesitaba descansar. Sin embargo tenía miedo de que apareciera por allí alguna banda callejera de tipo Latin kings o Ñetas; con la suerte que tenía lo más seguro era que nada más verlo allí tirado, lo tomaran como un objetivo fácil en el que fogar su rabia a patadas.

El tiempo transcurría con demasiada lentitud y el detective llevaba un rato dormitando con un sonoro ronquido. Un portazo en un coche le hizo sobresaltarse y abrir los ojos con ansiedad. Eran los de la Hammer: el negro había cerrado la puerta del jefe y daba la vuelta al coche para sentarse en el asiento del conductor.

“Mi-er-da”, se dijo.

Esperó a que terminaran de sentarse en el coche y que lo arrancara. Luego se despojó de un tirón de la manta de cartones. Pasó una moto y se fue sin pensarlo hacia el motorista.

—¡Hola, necesito tu ayuda! ¿Ves a ese coche del semáforo?

—Sí, ¿pero quién es usted? —la voz era de una mujer que estaba un tanto asustada por la forma en que Montgomery la estaba abordando.

—Soy detective, los estoy siguiendo. Por favor, ayúdeme.

—¿Seguir a la Hammer? —dudó por un momento pero de repente

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le tendió la mano—: Venga, suba y agárrese bien.

—¡Gracias!

La mujer había llegado como caída del cielo. No podía ver su cara pues llevaba un casco integral que nada más dejaba ver sus ojos. Tomaba las curvas con una profesionalidad increíble. A esa velocidad no los perderían.

—¡Joder, el de la Hammer nos está mirando! —exclamó.

—¿¡Qué dice!?

—El conductor me ha mirado dos veces por el retrovisor.

—Vaya por la calle de la izquierda daremos un rodeo para que no nos vean y luego nos podremos reincorporar.

—¡De acuerdo!

—El viento hacía que la melena de la mujer golpeara con aterciopelada sensualidad la cara del detective. Un cosquilleo agradable recorrió su cuerpo.

—Por el recorrido que están haciendo creo que van hacia Gramercy Park.—afirmó la mujer muy segura de lo que estaba diciendo.

—Sí, yo también lo creo.

La moto pegó un acelerón y se metió con una presteza profesional por una calle estrecha y mucho menos iluminada que por la que habían estado transitando. La motorista conducía como si la moto y ella fueran una sola cosa. Montgomery le iba indicando por dónde tenía que continuar; había sido policía de asfalto y en su cabeza, tenía todo el callejero memorizado como si tuviera un navegador de última generación en su cerebro. Por debajo del casco de la motorista seguían asomando, meciéndose cada vez con más fuerza, los cabellos castaños de la mujer. Montgomery inspiró su aroma. Tenía un olor fresco pero lleno de sensualidad; mezcla de rosas blancas y de vainilla dulce. Ella notó la nariz del detective sobre su pelo.

La Hammer llegaba a su destino que era como sospechaban, Gramercy Park. La motorista aminoró la marcha de forma tan suave y lenta como el vuelo de una pluma hasta llegar al suelo. Se pararon retirados a varios metros de la Hammer; cobijándose entre la arboleda y situados frente a la entrada del Gramercy Park Hotel. La luna

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inmensa en el cielo neoyorkino le dio a la persecución que acababan de vivir un insospechado toque romántico. Montgomery comenzó a tener más interés en descubrir el rostro de la motorista misteriosa que conocer la identidad del jefe del conductor-pistolero. Esperó a que su compañera se quitara el casco para ver cómo dejaba caer su melena en toda su extensión y descubría su rostro; pero no lo hizo.

—Detective, es momento de despedirnos. Se están alejando y los va a perder de vista.

—Me gustaría saber cuál es su nombre —dijo casi balbuceando.

—Me tengo que ir detective... —sus ojos parecieron sonreírle cuando arrancó la moto.

—¡Hasta otra! —respondió Montgomery con tono de voz triste mientras alzaba la mano.

 

Los vaqueros ajustados de la motorista dejaban entrever un cuerpo lleno de curvas: tenía una cintura fina adornada por unas exuberantes caderas. Llevaba una sencilla pero elegante cazadora de ante rojo; traspiraba una dulzura salvaje. Se acababa de ir y tras ella había dejado el rastro de su olor que se había quedado como una marca indeleble en la mente de Montgomery. Todo en ella era tan peculiar: hasta su voz profunda y algo rota, denotaban a una mujer con personalidad, inteligencia y temperamento.

Alejándose, marchaban a duras penas, el negro sosteniendo a su jefe que se había pasado con el alcohol. Ambos hablaban relajados, ajenos a que alguien pudiera escucharlos:

—Le digo que la mujer de la moto nos seguía. ¿Y si es una policía?

—No lo creo. Pero si es, ¿qué? No estábamos haciendo nada.

—Además, jefe… iba con un tipo de paquete.

—Entonces no te preocupes. Los polis no suelen hacer seguimientos en moto y menos en pareja. No temo a la policía son demasiado idiotas.

—Por cierto, jefe… ¿cómo le fue con la mujer de la noche anterior?

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—No sé qué te importa a ti eso.

—Mal, ¿verdad? Por eso hemos ido al Show Girls.

—No seas gilipollas. Es mi negocio y de vez en cuando tengo que hacer acto de presencia para vigilar que vaya bien. Además sabes muy bien que yo no soy fiel a un solo par de tetas. Me gusta palpar variedad. Pero óyeme, no te vayas de la lengua cuando la veas: no me lo perdonaría.

—Creo que esa mujer le ha hecho perder la sesera.

—No, ¡nada de eso! Lo que pasa es que ella me tiene agarrado por los huevos, ¿comprendes?

—Sí, por supuesto jefe.

—Vamos arriba. Siento que nos están observando.

— ¡Aquí no hay nadie, jefe! Pero no paro de pensar en quién sería la de la moto.

—¡Una puta motorista! Venga vámonos… —le agarró por la solapa del abrigo marrón.

 

Aguardando en la oscuridad, bajo la arboleda, la mujer de casco integral seguía los pasos del Jefe y de su matón.

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CAPÍTULO XI

 

 

El reloj de pared marcaba las ocho. Lucy estaba en su piso de Tribeca sentada en la tranquilidad de su saloncito junto al teléfono. Marcó el número de móvil de su hermano George. Estaba impaciente y se atusaba el pelo con nerviosismo. Llevaba rato llamando y solo se escuchaban los tonos hasta que se agotaban. Quizás estaba demasiado ocupado para contestar. A lo mejor se encontraba en algún hotel perdido, con una de sus tantas amantes. Pero justo cuando iba a desistir escuchó su voz:

—George West, ¿dígame?

—Hola, George. Por fin… ¿Tienes un momento?

—Lo siento, Lucy. Estoy reunido con un cliente.

—¡Es importante! —la voz le salió con un tono hondo y preocupado.

—Venga dime lo que sea. Salgo del despacho para poder hablar.

—Mi salida con Montgomery ha sido… un desastre.

—¿Qué pasó?

—Todo se complicó…después de mirar todos los bolsillos de su gabardina; no encontré la libreta.

—Pobre, y encima tuviste que llevártelo a la cama. ¡Qué asco!

—¡No, no! ¿Crees que no tengo estómago? Le registré la gabardina en el Bubble Lounge en un descuido, cuando fue al servicio. Pero el detective es un maniático del orden o algo así, porque al volver

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se dio cuenta de que la gabardina estaba en un sitio distinto a donde la dejó.

—Es que, hermanita, es raro que una mujer como tú se fije en Montgomery. Él fue a la cita a probar suerte porque no tenía nada que perder… pero estaba al tanto. Te has olvidado de que es detective antes que hombre.

—No pensaba que fuera tan listo; al final no podremos saber si estamos o no entre sus sospechosos. Salió corriendo al darse cuenta de lo que hice con la gabardina.

—Has herido su amor propio. Está claro que ya no podrás sacarle nada. No querrá volverte a ver.

—Y no sabes lo peor… Me han visto mis amigas del Bubble Lounge; ahora creerán que me he liado con un viejo.

—Olvídate de esas guarras, no son amigas: son unas tontas cínicas. Que crean lo que les dé la gana —dijo cortante. Bueno, discúlpame me espera mi cliente. Tengo que colgar. Besos.

Lucy se quedó con el auricular en la mano, sin tener tiempo de despedirse de George. Para él carecía de importancia cómo quedara ante su grupo de amistades, pero para ella era un suicidio social el que la vieran en una cita con Montgomery. Encima no había conseguido su objetivo.

 

El detective pasó la noche pensando en la motorista. Su corazón había quedado marcado por la experiencia de la persecución en las calles sobre la moto de aquella mujer misteriosa. “No, definitivamente la cita con Lucy no ha sido una pérdida de tiempo.”, pensó. Por un lado, le había hecho recapacitar sobre las intenciones de la sobrina de West: mediante el registro que perpetró en la gabardina y por su actitud, había dejado claro que no era la muchacha inocente que penaba por su tío muerto y por otro lado, gracias a aquella noche que había empezado fatal, había vuelto a sentir lo que es amar a una mujer y sin siquiera conocerla. Llevaba años que no se sentía así. Ni cuando conoció a su exmujer había percibido aquel sentimiento desbordante: mezcla de deseo, euforia y miedo. Tenía unos ojos especiales, un brillo delicado y lleno de fortaleza, que le llenaban de confianza y plenitud. El mundo había dejado de ser importante desde que sus vidas se habían cruzado.

Perkins el escritor enemigo de Richard West y cuyos libros eran

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bestsellers en la vieja Europa, había estado casi dos días durmiendo desde la operación. Se encontraba en la habitación del Lenox Hill Hospital con la única compañía de las noticias de la CNN.

Si su evolución era buena le darían el alta quizás en una semana. Sin embargo, necesitaría continuar los cuidados en su casa y no tendría más remedio que contratar a una enfermera; cosa que no le hacía demasiada gracia. La fobia a las enfermeras le sobrevino después de leer Misery de Stephen King. Por nada del mundo quería estar a solas con una mujer de ese gremio en su casa, váyase que le diera por emular a la enfermera del libro de King y quisiera hacer lo mismo con él que con Paul Sheldon.

Comenzó a pensar en la entrevista que mantuvo el día del accidente con el detective Montgomery. Al final de la misma éste le pidió que si recordaba algo por muy insignificante que le pareciera lo llamara por teléfono. El cerebro va por unos vericuetos extraños: a veces te vienen recuerdos que parecen flashes dentro de la oscuridad. Tenía un recuerdo de su última estancia en España. Nació en su conciencia la urgencia por contarlo; puesto que no quería que se le volviera a olvidar sin llegar a decírselo al detective. Sabía que guardaba una tarjeta suya que le dejó cuando lo visitó el día del accidente; lo llamaría ahora mismo pero necesitaba la ayuda de alguien. Llamaron a la puerta.

—¡Entre!

—Buenas tardes. No tengo mucho tiempo hoy para estar con usted pues es casi la hora de finalizar las visitas, pero me he escapado de mi trabajo y le he traído un pequeño obsequio…

—¡Vaya! Muchas gracias. No tenía que haberme comprado todos estos libros —comenzó a leer los nombres de los autores—. Elmore Leonard, Dona León, Anne Rice, Patricia Highsmith y el español: Juan Madrid. ¡Estaré distraído!

Su visitante se había presentado nada más que lo subieron a planta como un fiel lector de sus novelas. No tenía pinta de intelectual más bien de jugador de baloncesto por su considerable altura. Pero su amplia sonrisa y sus pequeños y sagaces ojos lo convencieron para coger cierta confianza con él.

—Te quiero pedir un favor. ¿Puedes coger mi móvil y mi cartera? Necesito hacer una llamada.

—Por supuesto, señor Perkins.

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El escritor marcó el número con mano lenta y torpe; tenía un aparato con suero y una bolsa de medicamentos analgésicos que se incorporaban a su cuerpo mediante una vía insertada en su brazo. Estaba un poco atontado y con falta de fuerzas pero terminó de marcar, esperó dos tonos y al tercero escuchó la voz del detective:

—Montgomery al habla, ¿quién es?

—Soy Perkins, detective. Estoy aún en el Lenox Hill; me he acordado de algo que puede ser importante.

—Le escucho.

—Cuando estuve en Madrid, vi a una mujer en la Gran Vía que era parecida a...

—¿A quién, señor Perkins?

—¡¡Argargarg!!

Perkins dejó de tener capacidad para vocalizar pues no podía respirar: al otro lado del teléfono su voz se percibía como un ruido gutural y de gorgoteo asfixiante. Las grandes manos de su efusivo lector le rodeaban el cuello con firmeza.

—¡Perkins, Perkins! ¿Qué le está pasando? ¡Responda!

Pero el escritor sentía que el cerebro le dejaba de funcionar y no conseguía articular palabra y ni mucho menos trasmitir la orden de lucha para debatirse por su vida; temblando y haciendo un esfuerzo ímprobo, logró presionar la perilla que daba aviso a la enfermera. La vida se le estaba yendo a marchas forzadas; los ojos se le cerraban…

Por el pasillo se escuchaban los pasos rápidos de la particular “Misery” de Perkins. “Plash, plash”, hacían sus zapatos anatómicos y blancos con agujeros. El lector baloncestista vio encendida la señal roja de llamada a la enfermera; dejó su frenesí mortal pues si continuaba en la habitación le pillarían in franganti. Al ver el estado de Perkins pensó que ya no hacía falta permanecer por más tiempo allí, pues tenía claros signos de que acababa de perder la batalla. 

Salió con rapidez frenética al pasillo y aprovechando que el ascensor se había abierto para dejar en la planta a una pareja de ancianos, se marchó metiéndose en él a empujones; sin mostrar ninguna clase de miramientos para con la pareja que salía del elevador.

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El hombre que andaba apoyándose en un andador perdió el equilibrio y cayó al suelo a todo lo largo como si fuera un pino acabado de talar. Cuando la enfermera llegó a la puerta de la habitación de Perkins solo pudo ver, al lado del ascensor, al anciano tendido en el suelo gritando y siendo socorrido por un celador; en lugar de saciar su curiosidad deteniéndose para atender al viejo accidentado, entró en la habitación del paciente que había tocado el timbre; sabía con cierta seguridad que sería una petición sin importancia, pero pese a ello debía llegar primero a la habitación; siempre anteponía a todo su deber de acudir en cuanto un paciente la requería: era una buena profesional.

Cuando vio en el estado en el que se encontraba Perkins se quedó de piedra: había sangrado con profusión porque tenía la vía sacada de su sitio, el cuello mostraba un fuerte color rojizo tirando para amoratado y su cara, estaba totalmente azul. Le llamó por su nombre pero el paciente no le respondía; decidió zarandearlo repetidas veces: seguía sin responder.  No había forma de hacerlo despertar. Por último pidió ayuda a voces…

 

En los aparcamientos del Lenox Hill aguardaba el Jefe. “Esta vez quizás se sentiría orgulloso de él”, se dijo Power. Por fin después de otras misiones fallidas, un encargo que terminaba bien. Le había cogido cierto cariño al escritor. Lo trataba con amabilidad, le gustaba su conversación y encima le contaba cosas de sus viajes por Europa; pero las órdenes eran las órdenes o no… El Jefe quería evitar que Perkins se fuera de la lengua con el detective, por eso le ordenó que lo visitara todos los días haciéndose pasar por un admirador; pudiendo controlar así sus conversaciones.

—Jefe, le comunico que Perkins… ya debe de estar descansando en paz.

—¡Menos mal! Y yo descanso aliviado porque no abrirá el pico. ¡Choca esos cinco cabronazo!

John se sentó al volante con rapidez y una sonrisa en los labios. Quizás el jefe decidiera ir esa noche de nuevo al Show Girls para celebrarlo. Arrancó y salieron con celeridad del recinto del parking; sabía que en los hospitales hay cámaras por todos lados y no quería dar tiempo a que el vigilante hubiera sido alertado por los del hospital y que interceptara el coche.

Esta vez no llevaba la Hammer sino otro coche de lujo pero mucho más discreto: un Volvo negro, siniestro y silencioso como la propia

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muerte.

 

Montgomery llamó a la centralita del Lenox Hill. Estaba ansioso por saber qué había ocurrido en la habitación del escritor. Sin embargo la centralita comunicaba continuamente. Y a él se le iba a salir el corazón por la boca de pensar que había sido testigo de un asesinato a través del teléfono; se sentía responsable. Sabía que aquella muerte habría ocurrido para evitar que él se enterara con quién se había encontrado William Perkins en Madrid. El testimonio era sobre una mujer y el hecho de que le llamara por ese motivo la hacía relevante para el caso. Siguió llamando, pero ahora escuchó una musiquita que con una voz automática le requería que aguardara, que en unos momentos le atenderían. Decidió presentarse en el hospital.

“Ya será imposible que Perkins hable. ¡Dios… y todo es por mi culpa!”

Media hora más tarde estaba en la puerta del hospital, el tráfico no le permitió llegar antes. Subió la escalera sin mirar quién pasaba. Chocó con un hombre mayor que iba con un andador. Se disculpó pero el hombre se puso a increparle haciendo grandes aspavientos con las manos. No tenía tiempo que perder y siguió corriendo hasta el hall del hospital. Mientras se alejaba pudo escuchar una cantinela de graves insultos.

—Joder si solo lo he rozado, ¡vaya agresividad la del viejo!

Vio pasar por su lado al doctor Johnson que estaba vestido para operar. Montgomery se acercó por su espalda y éste al no esperar ver a un tipo calvo, con los ojos desorbitados y la cara colorada de correr pegó un respingo.

—¿Quería algo?

—Su paciente… William Perkins… ¿Cómo está?

—¿Cómo demonios sabe…?

—Estaba hablando por teléfono conmigo y escuché que lo estaban ahogando.

—Ahora está en la UCI. Es grave, su cerebro ha estado mucho tiempo sin oxígeno.

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—¿Han detenido al hombre que le ha intentado asesinar?

—¿Es usted policía?

—No, soy detective.

—Entonces y sintiéndolo mucho, no puedo decirle nada más.

El médico se dio la vuelta y siguió andando por el pasillo; al final de éste había una puerta de color gris metalizado con dos ventanas redondas tras la cual, le esperaba otro paciente como Perkins: un politraumatizado por otro accidente de coche.

—¡Entonces no ha muerto! Ojalá se recupere y hable. La policía le pondrá un escolta para evitar que esto vuelva a ocurrir. ¡Joder, estoy tan cerca…!

Estaba preocupado por su otro caso: Elisabetta Colombini. Adam no tenía nada nuevo sobre ella. Habían preguntado en todos los hospitales, en hoteles, hostales, moteles de baja estofa e incluso en prostíbulos. Tenía su coche de sustitución aparcado en el recinto hospitalario. El Chevrolet aún no estaba recompuesto tras la colisión con los contenedores; decidió llamar a una de las chicas del Mamma Theatre. Era la hora de acabar la función y estarían quizás festejando el éxito entre bambalinas.

—Espero que no estén demasiado colgadas como para responder —se dijo.

—Pronto? Chi parla?

—Perdone, no la entiendo. ¿Habla inglés? Soy el detective Montgomery. Quisiera hablar con Loretto o con Jenny.

—Soy Loretto. A veces respondo al teléfono en italiano. Supongo que con los años se me pasará.

—¿Puede hablar?

—Sí, porqué no. Hoy estoy contenta, la actuación ha ido muy bien.

—Me alegro. Quisiera preguntarle si recuerda algo del tipo que contrató a Elisabetta.

—¿¡Cómo no iba a recordarlo!?

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—No sé, no me dijo nada la otra vez.

—¡Joder, tío! ¿No se acuerda que me puso de mala leche?

—Dígame cómo era el tipo.

—Era un negrazo impresionante. Tenía unas manos muy pero que muy grandes ja, ja, ja. Enseguida pensé en cómo tendría lo otro, ya me entiende… Una altura como la de un jugador de la NBA y una bonita sonrisa.  Iba encorbatado y con un elegante abrigo marrón: si le digo la verdad ese tipo me ponía, sobre todo sus ojos que aunque pequeños eran vivos y pícaros; parecía un matón refinado. La nariz y las marcas del acné eran lo peor de él. ¿Qué le parece? ¿Me acuerdo o no?

—Muy bien, Loretto. Tiene usted la memoria de un elefante cabreado. Es muy observadora.

—No es para tanto. Aún no ha pasado mucho tiempo desde… desde que desapareció Elisabetta —su tono de voz se vino abajo.

—¿La echáis de menos?

—Si le digo la verdad… Como amiga sí que la echamos de menos pero como actriz… No. Era demasiado buena.

—¿Habla en pasado? ¿Sabe algo más que no me haya dicho?

—¡Joder, no! ¿Qué se ha creído? Oiga que yo no la he matado —colgó.

 

La descripción del tipo lo inquietó. Era el mismo que le perseguía para matarlo, el chófer de la Hammer blanca, el lector fervoroso de William Perkins y ahora el secuestrador de Elisabetta Colombini. 

Decidió marcharse a casa. Había sido un día duro. Hércules le estaría esperando listo para una sesión de ronroneos y carantoñas: Montgomery necesitaba descansar y relajarse. Mientras conducía por las calles recordó la expresión de Lucy cuando le dijo que su gabardina había sido cambiada de sitio; también pensó en el momento en el que rozó su mano con la de ella. Su cara expresaba satisfacción pero su boca ladeada era una mueca de asco que se le pasó por alto en ese instante, a pesar de sus años de entrenamiento sobre lenguaje no verbal. Y al aparecer las amigas, cuando Lucy los presentó, la situación había sido forzada y artificial. Para colmo el que ella corriera tras él,

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fue un descarado intento de simular un arrepentimiento de enamorada con el que salir de una lista de sospechosos de la que hasta entonces, había sido la menos importante.

Notó como el coche que tenía detrás le pitaba insistente. Se había quedado ensimismado mientras le daba vueltas a la cabeza y, en ese intervalo, el semáforo había cambiado de color.

Subió el ascensor. Abrió la puerta de su apartamento; en la entrada estaba Hércules.

—Hola, panterita. ¿Me has echado de menos?

Hércules frotó la cabeza contra sus piernas como respuesta; mientras emitía un profundo y gutural ronroneo relajante.

—¿Sabes, Hércules? —le acarició el lomo con delectación—. Creo que poco a poco se va vislumbrado la luz en el camino. No entiendo quién dijo que los gatos negros traen mala suerte.

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CAPÍTULO XII

 

 

Cuando Montgomery se levantó por la mañana sintió un mal presentimiento. No había nada raro en la casa pero por su instinto de policía olía que algo iba a torcerse más pronto que tarde. Hizo un escaneado de su pequeño apartamento de izquierda a derecha y de arriba a abajo. Y con rapidez encontró lo que buscaba: había un sobre bajo la puerta que cuando entró la noche anterior, no había visto.

En el sobre ponía un “PARA MONTGOMERY” en letras mayúsculas escritas a rotulador negro que por sí solas representaban una amenaza.

—Veamos qué dice…

 

“Estimado, Montgomery:

Le envío esta carta para advertirle que si no deja de investigar el caso de Richard West su amiguita Charlotte, lo va a pasar muy mal. Sabemos cómo es y por dónde se mueve; le hemos hecho seguimientos y tenemos todos sus horarios. Usted no tiene familia, pero como todo humano tiene un interés especial por alguien. Y ésa mujer que sabemos que usted quiere, tenga la certeza, que se verá muy perjudicada si usted no deja de molestar.

Atentamente,

Su peor pesadilla”

 

—¡Mierda, mierda! Y ahora, ¿qué hago…? Hablaré con Adam, ¡sí! Eso haré; debe de avisar a Charlotte. ¡He sido un jodido gilipollas!

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La leche que estaba puesta de hacía rato en la hornilla se puso a hervir y acabó saliendo por todos lados. Montgomery fue con rapidez a apagar la candela y se quemó los dedos con el líquido lácteo que emergía a borbotones del cacillo. Un olor a leche requemada inundó la casa. Miró hacia el tostador, y ya nada se podía hacer por el pan que estaba carbonizado. El desayuno tendría que esperar.

Cogió su móvil.

— ¡Adam, Adam!

—Me pillas conduciendo, Montgomery. ¿Puedes llamar después?

—¡No, no! ¿Estás solo?

—Sí. Pero, ¿qué te pasa, tío? Estás como loco.

—He recibido una carta que amenaza a una compañera tuya.

—¿A qué compañera?

—¡A Charlotte!

—Pero si tú y ella hace años que no os veis. Me pediste su teléfono pero creo que no has quedado con ella, ¿no?

—No, no la he vuelto a ver; pero la culpa es mía: soy un negligente. Adam, me hice su amigo por Facebook y me descargué todas sus fotos; además tenía almacenadas todas las noticias de prensa sobre sus éxitos en la detención de narcotraficantes. Como bien sabes entraron en mi casa y la destrozaron. Se llevaron mi portátil y con él toda la información que guardaba sobre Charlotte.

—No te culpes, Peter. Tranquilízate .No es una negligencia, es que sigues enamorado de Charlotte después de todos estos años. Voy a hablar con ella…

—¿Le dirás que tenía todas sus fotos?

—No. Le diré que habías visitado su perfil varias veces y que lo encontraron en el historial de tu ordenador. No te voy a dejar como un obseso, Montgomery. Somos amigos.

—¡Gracias, hombre!

—Tranquilízate, Montgomery. Por cierto, esta mañana salen los

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resultados de la PCR de las epiteliales halladas en tu gato. Dentro de poco sabremos quién tiene tu portátil.

—¿No decías que no lo conseguirías? ¿Que había muchas muestras por delante de la mía…?

—No minusvalores mis capacidades, detective. A pesar de los años, mi sonrisa nunca falla.

 

Junto a las oficinas donde se encuentra la firma de abogados Adler& West, se habían dado cita George y Lucy. El motivo de su encuentro era aclarar las cuestiones que no habían quedado en claro tras la conversación telefónica que mantuvieron; necesitaban hablar con discreción fuera del piso de Tribeca, lejos del hermano menor y del servicio doméstico.

—¿Qué vas a pedir, Lucy?

—Un capuccino.

Se acercó el camarero a George mirándole de forma inquisitiva para saber qué tomaría él.

—Idem para mí.

—¿Idem, señor? —preguntó extrañado.

—Lo mismo que ella.

El camarero se fue meneando la cabeza pensando que todos los abogados son iguales de retorcidos.

—Mira George, tú y yo sabemos que Montgomery está llegando al final del asunto. Lo que me preocupa es que en ese final esté Tomy metido hasta el cuello.

—Sí, por eso te animé a robar su libreta. Aparte de por la inquietud que me producía que allí figuraran nuestros nombres; las drogas y Tomy, su obsesión con el dinero, la fama y el poder. La envidia que tenía a nuestro tío. El hecho de que por muy buen guionista que llegara a ser, siempre viviría a su sombra. Lo siento con mi corazón, pero creo que nuestro hermanito tiene que tener alguna relación con la muerte de tío Richard. Cuando contraté al detective pensé que sería un inepto y que ni siquiera nos interrogaría. Era una buena coartada para

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nuestro hermano. Pensé que la policía diría:

“Los sobrinos han contratado a un detective, ellos están fuera de toda sospecha”.

—Creo que lo que tenemos que hacer es hablar con él. Si nos confiesa que lo ha hecho, podremos ayudarle. Tu colega Adler, puede llevar su defensa.

—No lo va a confesar. El problema es que si Montgomery descubre su culpabilidad, Tomy acabará en la silla eléctrica. Nuestro país no va a permitir que se quede impune el asesinato de uno de sus mejores guionistas.

 

John se quedó parado en el portal del piso de Gramercy Park. Estaba decepcionado por el comportamiento de su jefe, pues tan solo había recibido una palmadita en la espalda por su intervención en el hospital. Estaba harto de su falta de consideración, de lo miserable que era en cuanto a sus honorarios. Lo acababa de llamar por el busca diciéndole que tenía que estar allí urgentemente. No sabía qué coño quería a esas horas de la madrugada. Para celebrar su éxito en cerrarle la bocaza al escritor, le había sugerido ir juntos al Show Girls, pero él respondió que no tenía ganas de festejarlo en su propio negocio. Que pasaba demasiado tiempo en aquel local infestado de drogatas. Iría con la frecuencia necesaria para regalarse la vista y para hablar con sus distribuidores de Speedball. En el parque aledaño al piso, una lechuza ululaba con voz melancólica y siniestra. El viento abrió con violencia el abrigo marrón de John que se subió las solapas para protegerse del frío gélido.

Cuando llegó a la quinta planta, vislumbró desde el ascensor que la puerta del piso estaba abierta. La impaciencia del jefe debía de ser grande. Empujó la puerta, y ésta emitió un chirrido poco alentador. En el salón, sentado tras la gran mesa de caoba, estaba el jefe aguardándole con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Qué necesita, jefe? —le dijo.

—¿No lo sabes?

—No —respondió John, con voz entrecortada; oliéndose algo malo.

—¡William Perkins está vivo! —gritó—. Se ha quedado en coma. ¿Me dirás que has hecho un buen trabajo?

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—Juraría que ya no respiraba... —su tono de voz no indicaba tristeza, más bien al contrario—. Cielos, ¡qué aguante! He presionado su garganta muy fuerte… Pero, jefe… ¿Cómo sabe que no ha muerto?

—La radio, las noticias de última hora. Gracias a un jodido periodista que estaba en la habitación contigua de Perkins. Lo escuchó todo y lo ha contado desde su teléfono móvil.

—No se preocupe, jefe. Si despierta, ya no recordará nada de lo que iba a decirle al detective. Una vez vi en un capítulo de la serie House, el caso de un tipo que salía de un coma; no se acordaba ni de su familia. House decía a Wilson que el tipo había perdido muchas neuronas y por eso inevitablemente tenía que sufrir amnesia.

—¡Tú y tus malditas series! ¿Le pusiste la carta a Montgomery?

—Sí, por supuesto.

—Espero que surta efecto porque si no tendremos que hacerle una visita a su amiguita: la policía Charlotte Smith.

 

Montgomery no paraba de darle vueltas a la cabeza. Estaba en su saloncito a oscuras, tumbado en el sofá, con el gato negro en los pies hecho un ovillo y viendo por duodécima vez la reposición de “Lo que el viento se llevó”.

Se identificaba con sus personajes; era como su propia vida vista en trajes de otra época histórica. En realidad, inconscientemente siempre había deseado con fervor que Charlotte se pareciera al personaje de Scarlett O’Hara porque Scarlett sentía un amor incondicional por Ashley que se había mantenido durante años, y que solo se tambalea con la aparición de Rett Butler; él se había comportado como Ashley ya que se casó con una Melania a la que nunca quiso. Aunque pensándolo mejor, su papel era más parecido al de la caprichosa Scarlett, pues al igual que ella hacía continuamente con Rett Butler, había rechazado a su amiga casándose con alguien de la que no estaba enamorado.

El timbre de la puerta irrumpió con brusquedad sobresaltándolo. 

¿Quién será a estas horas?

—Montgomery, soy yo.

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—¿Adam? ¿Qué pasa?

—No, pasa nada. Te traigo un poco de comida china y a mí mismo para tener un rato de conversación. ¿Me dejas pasar?

El detective abrió la puerta mientras Hércules que se enfrentaba a su primera visita, se escondía detrás del sillón orejero que continuaba rajado de arriba abajo y que Montgomery no había tenido tiempo de llevar a tapizar.

—Ah, ¿ese es tu gato? ¿El que recogiste del Central Park?

—Sí, es Hércules —respondió con orgullo.

—Joder tío le has puesto como el detective belga de Agatha Christie. A decir verdad le viene bien el nombre porque gracias a las epiteliales de sus uñas, ya sabemos quién entró en el piso. El tipo que buscamos se llama John Power. Tiene antecedentes por peleas callejeras. Así que en cuanto pongas la denuncia, vamos a por él. Y le hacemos cantar a ver qué es lo que quiere de ti.

—¡Cuánto me alegro, Adam! Mañana mismo la pongo.

Montgomery contempló a su amigo: era un hombre de espaldas anchas, torso trabajado con sus correspondiente onzas de chocolate; una buena mata de pelo rubio entremezclado con incipientes canas y para rematar, una dentadura perfecta y brillante. Era el vivo reflejo de lo que es un americano exitoso y feliz. En cambio, él era por el contrario una calamidad andante.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así?

—Porque eres lo opuesto a mí y te tengo envidia.

—¡Venga, hombre! ¡No digas gilipolleces! Anímate, Montgomery.  No he venido para que te pongas triste. Tampoco he venido para contarte solo lo del resultado de la PCR…

La cara del detective destilaba incertidumbre, ¿para qué había venido entonces?

El verdadero motivo era que quería hablarle sobre Charlotte. Porque sabía que desde que recibió la carta por la mañana estaba sintiendo un pánico atroz a que le pasara algo.  Pero que lejos de eso, la reacción de ella ante la noticia, fue buena y muy diferente a lo que Montgomery temía:

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—Me acerqué a Charlotte, le dije que quería comer con ella pues tenía que informarle de algo importante que le incumbía y que debía de decírselo en privado. Las compañeras de ella se sonrieron; quizás creían que estaba buscándola para ligar y convertirme en su amante o algo por el estilo…

—Algo muy normal de pensar a juzgar por tu buen aspecto.

—¡Tonterías! Deja que continúe… La verdad que no sabía cómo abordar el meollo del asunto por su gravedad. Así que comencé preguntándole algo que parecía una trivialidad pero que introducía bien el tema: le pregunté si tenía perfil en Facebook. Ella me dijo que sí y entonces fue cuando aproveché para contarle el problema. Le solté que había una amenaza sobre ella porque Peter Montgomery, un antiguo compañero suyo de la academia, había visitado su perfil un par de veces quedando esto registrado en el historial de su portátil. Luego le conté que el portátil fue robado por alguien que entró en tu casa. Y que esa persona no era un delincuente común, sino un tipo que tiene intereses en el caso de Richard West y que quiere que dejes la investigación. Le hablé de la carta que encontraste esta mañana y que amenazaba con hacerle daño a ella si no hacías caso de sus advertencias.

Entonces Charlotte me preguntó que por qué razón a ella. Y le respondí que por no tener otra información en el portátil sobre otra persona; pensarían que por eso, ella era importante para chantajearte. Con mucho interés me volvió a preguntar si de verdad lo era. Y yo le he mentido: le he dicho que no lo sé.

—Has hecho bien —dijo Montgomery con la cara perlada de sudor debido a la tensión que le estaba generando escuchar el relato de Adam—. No quiero que tenga más problemas por mi culpa.

—Su cara no era la de una mujer preocupada; estaba, ¿cómo te diría? ¡Resplandeciente!  Parece que le gustó la idea de ser una persona importante para ti y que te interesaras por ella mirando en su perfil.

—Charlotte tiene una idea de mí muy diferente a lo que soy; no sabe lo mal que estoy físicamente: ni mi cuerpo ni mi pelo tienen que ver nada con el de antaño.

—Bueno, pues que sepas que se le subieron los colores y no sabes lo mejor…

—¡¿Qué?!

—Me contestó muy resuelta con un “Que se atrevan conmigo”.

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Debes saber que Charlotte es una de las agentes más fuertes del distrito Manhattan. Ha sufrido incluso un atentado con bomba del que salió ilesa. Ha metido en prisión a muchos capos de la droga. Tiene muchos enemigos que la han amenazado de muerte pero ella nunca se amilana. En la comisaría tiene el mote de “Juana sin miedo”. No creas que no sabe cómo estás físicamente. ¿Piensas que después de todos los años que han pasado iba a agregarte como amigo sin visitar primero tu perfil? Ha tenido que ver tu careto por fuerza. Bueno, y no seas negativo. A pesar de todo tómate la carta como una forma de volver a establecer contacto con ella.

—Si se mira desde ese punto de vista…

No debes de preocuparte por su seguridad porque en cuanto cojamos a ese John Power, no podrán cumplirse las amenazas.

—No estaré tranquilo porque cojas a Power porque él es solo un mandado. Hay alguien detrás mucho más peligroso. Y creo que ésa persona es la que asesinó a Richard West.

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CAPÍTULO XIII

 

 

En la penumbra de la cocina estaba sentada Charlotte con un vaso de leche caliente entre las manos. Soplaba y bebía un sorbo, luego se quedaba parada y su mirada se perdía en un horizonte imaginario. Estaba desvelada, su marido roncaba como si fuera Moby-Dick resoplando en los mares del sur.

Sin embargo, no era eso lo que le ocurría… Pensó que se estaba engañando…

No, no eran sus ronquidos los que le impedían pegar ojo, sino lo que había vivido durante el día: su conversación con Adam sobre su antiguo amigo y sobre todo el hecho de que le contara que Peter había visitado su perfil de Facebook varias veces; le había producido una gran inquietud.

Así que después de tantos años; parecía que nada de lo que había hecho en su vida, tras salir de la academia, tuviera ahora un verdadero sentido. ¿Por qué se había casado con Michael? Quizás fue por puro despecho o más bien por convencionalismo social: todo el mundo espera que te cases y que tengas hijos aparte de tener una vida laboral con cierto éxito. Tuvo dos hijas preciosas pero desde que se emanciparon, cada día que pasaba, veía a su marido como a un extraño que le producía infelicidad.

Era duro de reconocer, sin poder confesárselo a nadie, que nunca había sentido verdadero deseo por él. Ni siquiera el día de su boda; tan solo se había dejado querer. Luego vinieron las niñas y año tras año el vivir una vida anodina: sin amor; sin deseo; sin emoción. Una relación buena en las apariencias: con los altibajos propios de la convivencia, basada en el cariño y en la rutina…

Recordó cuando su hija, la mayor, entró un día muy misteriosa en su habitación y le preguntó:

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“Mamá, ¿qué sentiste cuando conociste a papá?” Y ella se preguntó en ese momento a sí misma: “¿Qué había sentido?”. Él no era mal parecido, entonces no estaba tan gordo, tenía un bonito tupé. Le pidió bailar, y bailaron. Quedaron una segunda vez, una tercera, luego algunas más… Un día apareció con un anillo. Le dijo que era la mujer más guapa e inteligente que conocería en su vida; le pidió en matrimonio. Y ella se sintió bien y aceptó.

Sabía qué respuesta esperaba Mary, así que decidió mentirle:

—Hija, cuando conocí a tu padre y estuvimos de novios, pensé que nunca conocería a nadie que pudiera amar tanto como a él.

Entonces ella la abrazó emocionada y le dijo que su novio Willy y ella, se iban a casar. Le confió que había estado dudosa por dar ese paso, pero que toda su inseguridad acababa de desvanecerse gracias a lo que le acababa de contar sobre su padre.

Charlotte se sintió culpable porque no se había basado en su padre sino en el sentimiento que le producía rememorar, ante la pregunta de Mary, lo que pensó sobre su mejor amigo: el día en que Peter se casó con su novia.

“Después de haber entrado a hurtadillas en la iglesia de San Pedro, con ropa de calle, pues por lógica no había sido invitada; se quedó al fondo sin que nadie reparara en ella.

Peter estaba vestido con un elegante chaqué, frente al altar; escuchando la homilía junto a la mujer equivocada. Quiso gritar, esperaba que en el último instante dijera que no, que no quería casarse con ella pero ahí estaba él: diciendo un sí quiero claro y contundente. Todo por haber pasado demasiados años comprometido, por la estabilidad que le había dado la rutina; aunque más bien quiso creer que por pura cobardía.

Por su mente llegó la nube de la duda. ¿Qué había sentido él por ella? Pensó que al fin y al cabo, se casaba con otra y que todo podía haber sido solo cosa de su imaginación porque en todos aquellos años de academia Peter nunca le había dicho que la amaba. Sin embargo, ella lo sabía. No debía dudar porque aquel día de la boda sintiese su autoestima por los suelos. Ella era policía y tenía intuición. Si Peter no se lo dijo con su garganta, sí se lo había dicho con sus ojos todos los días.”

Tras haber vuelto en un flash-back de su mente a aquel día oscuro y triste de su pasado. Resonó en su cabeza lo que le acababa de decirle

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a Mary:

“Nunca conoceré a nadie que pueda amar tanto como a él.”

 

Aquella noche tras despedirse de su amigo Adam, Montgomery volvió a tener el sueño de la playa caribeña. En él ya no bailaba con Charlotte sino que la besaba con una pasión extrema por haberse mantenido contenida durante demasiados años. Notaba incluso el tacto de sus labios con los suyos, su aroma, la dulzura de su piel, el calor de sus rostros azorados por el deseo…

Lo que le había contado su amigo mientras comían rollitos de primavera y tallarines, le había metido en su cabezota de forma inconsciente que aún tenía posibilidades de corregir lo que había destrozado en su juventud.

Pero como aquella vez del sueño del baile, todo se desvaneció con el primer rayo de sol que hirió sus ojos a través de la persiana.  Se desperezó y se quitó las legañas; echándose agua fría en la cara para que le hiciera ver las cosas de forma real; desayunó y le puso el pienso y el bol de agua a Hércules. Se vistió y fue a la comisaría a poner la denuncia que tenía que haber interpuesto el mismo día que ocurrió el allanamiento. Con las pruebas de ADN, John ya era carne de calabozo.

 

John no vivía en Gramercy Park como su jefe sino en Harlem, en un sórdido cuartucho alquilado. Cuando apareció la policía estaba aún durmiendo ya que se había acostado al alborear el día: había llegado muy tarde a su casa después de estar con el Jefe que lo había citado para fustigarle por no conseguir matar al escritor William Perkins.

La policía gritaba desde fuera para que abriera la puerta del dormitorio; pero como no salía, por la profundidad de su sueño, tiraron la puerta abajo y aparecieron ocho oficiales que lo encontraron tendido bocabajo, en calzoncillos y roncando con la fuerza del motor de un camión.

—¡Levántate!

—¡Oiga! ¿Quién le ha dado permiso para entrar?

—Orden de arresto por allanamiento y robo —dijo uno de los policías mostrándole un papel del juzgado.

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—¡Eso es falso! ¡Joder, no me empuje!

Le leyeron sus derechos y lo metieron en un coche patrulla. Al salir de su casa esperaba alguna atención sobre él, pero la gente seguía haciendo su vida con total normalidad pues aquello ocurría todos los días en el barrio. Ni siquiera le despidieron las miradas de curiosidad de sus vecinos. El camino de su casa a la comisaría se le estaba haciendo eterno. Los agentes no le decían nada, y él tampoco estaba por la labor de hablar mucho. Se preguntaba cómo habían probado que estuvo en la casa de Montgomery. No lo había visto nadie ni entrar ni salir del bloque de apartamentos; a excepción del gato negro que le destrozó la cara a arañazos. ¿Se podría adiestrar a un gato para que guardara una casa? No, definitivamente no. Debía haber sido cuestión de la puta mala suerte.

Quería hablar con el Jefe pero pensó que sería mejor esperar a que éste le mandara un abogado. Sin embargo, intuyó que él era muy capaz de abandonarlo a su suerte como un amo deja a un perro viejo en la perrera estatal por no querer gastar en veterinario. Con él sospechaba que sería así para evitar que los relacionaran. Lo sustituiría por otro matón de confianza y listo.

Cuando bajó del coche se encontró al detective Montgomery esperándole al pie de las escaleras de la comisaría de policía. Los agentes que lo llevaban a tirones y esposado se pararon frente a él y le preguntaron si lo había visto antes. El detective lo reconoció enseguida como el tipo del abrigo marrón que lo había perseguido por las calles. Sin embargo, no las tenía todas consigo: quería acusarlo de intento de asesinato además del allanamiento y robo, pero no había ni testigos y ni siquiera pudo ver el arma con la que supuestamente iba a asesinarle. El ADN de sus epiteliales era lo único con lo que podrían retenerlo.

Entraron en una oscura y pequeña sala de interrogatorios; sentados frente a él estaban Montgomery, Adam y el comisario. Un flexo apuntó directo a los ojos de John :

—Sabemos que no trabajas por tu cuenta. ¿Quién te ha mandado entrar en el piso de este hombre que está a mi derecha?

—¡Nadie! No conozco de nada al tipo de su derecha.

—¿No me conoce? —gritó Montgomery— ¿Para qué me persiguió corriendo por la calle si no me conoce? Por cierto, ¿dónde tiene mi portátil?

—No tengo ningún portátil.

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—Sí que lo tiene —dijo el comisario—.Y con la información que hay en él ha querido hacer chantaje al detective.

—Puso un sobre con amenazas bajo la puerta de este hombre. ¿Lo va a negar?

—Yo, yo… ¡Quiero un abogado! —gritó— Hasta que no lo tenga, no pienso decir nada. Por mucha luz que me deis en los ojos no vais a lograr que olvide mis derechos.

 

Como no se podía hacer nada más pues John se había cerrado en banda, lo devolvieron a la celda y se fueron; sabiendo que en algún momento, cuando John viera que su jefe no aparecía para ayudarlo, conseguirían su confesión.

Montgomery tenía calor a pesar de que el verano quedaba ya lejos. La tensión de estar frente a frente al tipo que no le había logrado asesinar por su gran prudencia y su habilidad de tener un tercer ojo en la espalda, lo había dejado sin fuerzas.

Adam quería quitar leña al asunto y decidió invitarlo a un restaurante indio que acababa de descubrir. Había comido anteriormente allí y le gustó mucho el pollo con curry y lo exótico del lugar. Además estaba muy cerca de la comisaría. Un cambio de atmósfera les vendría bien para olvidarse por un rato del interrogatorio. Llegaron enseguida; unos cinco minutos caminando desde la comisaría.

—Ayer cena de comida china, hoy almuerzo indio. Te has vuelto demasiado internacional, Adam.

—Se come bien aquí y no es caro; es más sano que las hamburguesas o los guisos tradicionales americanos cien por cien colesterol. Llevo con la vida sana desde mi cuarenta y cinco cumpleaños. El próximo día seguimos con el plan saludable: iremos a un sitio español que van a inaugurar.

—Gracias por hablarme de otra cosa, Adam. Estoy un poco mareado.

—En cuanto comas se te pasa. Mira las camareras, eh. Son guapas… ¡¿A qué sí?! ¿Sabes lo que me ponen las mujeres indias?

—Y todas, Adam. ¡TO-DAS! Eres un fiebre de las mujeres…

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Estuvieron bromeando, sobre traseros y pechos, rubias o morenas, americanas, asiáticas y europeas… Al final como siempre, Montgomery sacó a colación a Charlotte: que aunque era una mujer madura para él era incomparable con ninguna otra mucho más joven. La sonrisa no se le desdibujaba de su cara. Le confesó que después de lo que hablaron la noche anterior estaba esperanzado…

Una camarera que llevaba un vistoso sari les retiró los platos que habían terminado de pollo con curry. Les pidió permiso para llevárselo en su bandeja con una reverencia. Montgomery le preguntó antes de que se marchara por los servicios; rompiendo toda la ilusión oriental del momento.

—Al fondo a la izquierda, caballero.

Dentro, mientras orinaba, escuchó tras la única puerta que estaba cerrada a un tipo haciendo unos ruidos espantosos. Parecía que estaba vomitando hasta su primera papilla. La comida parcialmente digerida caía al servicio con un estruendo de cascada. Un olor agrio y espeso comenzó a inundar la estancia. En ese momento, las tripas del detective se movieron con un ruido nada halagüeño.

Un dolor en la parte baja del vientre, le obligó a entrar en uno de los excusados, en lugar de salir huyendo de los servicios hacia el comedor; para no oler aquélla peste a vómito de comida éxotica a medio digerir.

Cuando terminó de evacuar, se dio cuenta que no había papel higiénico. Como todavía escuchaba los esfuerzos del tipo del váter vecino se decidió a hablarle:

—¿Caballero, en su servicio hay papel?

—Sí.

—¿Puede pasármelo?

Sin decir nada, apareció por encima la mano del tipo de la vomitona.

—Parece que me ha sentado mal el pollo al curry. —se quejó Montgomery. ¿Usted qué ha comido?

Se escuchó que el otro vomitaba de nuevo.

—He comido también… —le dio otra arcada— … pollo al curry.

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Salieron del servicio al tiempo. Ambos se dirigieron prestos a lavarse las manos y se miraron mutuamente en el espejo. Montgomery reconoció de inmediato al hombre que estaba a su izquierda: era Chester McConney con su bigote sucio por restos adheridos de pollo y los ojos enrojecidos del esfuerzo. El representante de escritores miró a Montgomery con cara de alucinado. Parecía que se había quedado de piedra. Estaba extrañado, quizás porque le pareciera raro que al detective le produjera cagalera la comida india o porque le había incomodado que lo vieran en aquella situación:

—Tiene manchado el bigote.

—¡Ah, gracias!

—Qué curioso que nos hayamos visto aquí y en estas condiciones. No se apure, usted estaba expulsando por arriba y yo por abajo. El que se va a tener que asustar va a ser el dueño del restaurante por vender carne en malas condiciones… Estoy comiendo con un amigo policía. ¿Quiere acompañarnos a los postres?

—No, muchas gracias.  Me tengo que ir a trabajar.

—A la agencia, ¿no? Espero que ayude a muchos noveles con talento. Las editoriales están desnaturalizadas y muchas, ni siquiera leen los escritos de los autores noveles.

—Sí, se les pasan por delante verdaderas joyas de las que luego yo me llevo un buen pellizco. Por si no lo sabía... también soy editor. Es un sello editorial en el que ayudo a esas joyas que a pesar de serlo, nadie quiere darles un voto de confianza.

—Muy interesante… También usted se llevará mayores ganancias; diría yo que dobles.

Como si no le hubiera escuchado, continuó:

—Espero que la próxima vez que lo vea, sea en una ocasión, ejem… en la que nos encontremos bien; todavía siento nauseas.

—¡Recupérese!

—Lo mismo digo.

Fuera aguardaba Adam con cara de pocos amigos. Su gesto era una mezcla de asco y de molestia. El color de su tez era blancuzco, casi mortecino. A Montgomery no le cabía duda de lo que le ocurría.

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—Adam, vamos a denunciar al restaurante. Me acabo de cruzar con McConney que ha comido lo mismo que nosotros y ha estado vomitando, yo también estoy fatal: lo mío es aún más escatológico.

Se levantaron y pidieron la hoja de reclamaciones. El chef hizo retirar todo el pollo al curry que los clientes aún estaban comiendo en el salón. La carne estaba en mal estado y con un policía enfermo, podrían incluso cerrarle el local. Las camareras se acercaron a la puerta justo cuando Adam y Montgomery salían con rostros descompuestos; los miraban con ojos insinuantes, como si se hubieran encontrado con los actores más guapos del cine de Bollywood. Montgomery intuyó que querían impedir la denuncia a base de carantoñas y atenciones.

—¡Vámonos, Adam!

—Espera, que esta chica me va a dar su teléfono.

—¿Pero no te das cuenta?

—¡Sí, que he ligado! Y por favor, cállate que a ti no te gustará porque piensas en Charlotte, pero para mí estar con una india y quitarle el sari es una de mis mayores fantasías sexuales de la adolescencia —dijo bajando la voz.

—Parece mentira que seas tan inocente a tu edad…

 

Una mujer de melena larga, lisa y de color del cobre subía con un maletín de cuero negro en la mano; lucía un impecable traje de rayas diplomáticas. Se paró en el mostrador de la comisaría y miró con firmeza y seguridad al oficial.

—Buenos tardes, soy la letrada Sarah Barry. Vengo para asistir a mi cliente que en estos momentos está detenido en el calabozo.

—¿Quién es su representado?

—John Power.

El policía fue en busca del comisario que puso mala cara al saberlo, ya que esperaba que la asistencia jurídica de John tardara mucho más en llegar para que se sintiera abandonado; propiciándose así que en el próximo interrogatorio, largara todo sin pensar. En la entrada aguardaba la abogada que consultaba su reloj continuamente.

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Y fue justo al acabarse de sentar en uno de los bancos de la sala de espera, cuando apareció un policía que le pidió que lo siguiera. La llevó hasta el calabozo de John, y ella entró en la estancia encontrándolo sentado en una esquina del habitáculo. Con la cara entre las manos.

—¿Quién es usted? —preguntó levantando el rostro con sorpresa.

—Soy su abogada.

—Vaya… ¿Y se puede saber quién le paga?

—El Jefe, ¿quién si no?

—¡Menos mal! Sáqueme de aquí.

—He leído la prueba con la que le retienen: ADN extraído de unas células epiteliales que ha dejado en las uñas de un gato. Lo que prueba que hizo el allanamiento y la substracción de un portátil que hallaron en la habitación donde vive. De todos modos es un delito menor. Lo peor es que le han denunciado por intento de asesinato y amenazas. Aunque eso está por probar y el juicio, si llegamos a eso, será más adelante. Pagaremos la fianza y mañana estará en la calle.

—¡¿Mañana?!

—Sí, el Jefe le necesita con él —le sonrió mientras sus pecas se extendían por su rostro dándole un aire gracioso y pícaro a la vez.

Adam se había tumbado sobre el sofá de su casa. Tuvo que pedir la tarde libre por la indisposición. Estaba contento porque iba a volver a ver a la camarera india; habían quedado en un par de días para dar una vuelta por el Central Park y luego, ¿quién sabe…?

Sin embargo, tenía la vista nublada y una gran pesadez de estómago. Aún no había roto el cólico, pero aquel estado febril le indicaba que de un momento a otro el pollo al curry saldría por algún sitio.

Sonó el teléfono. Quiso dejarlo sonar… No estaba para hablar. Pero, ¿y si era importante? ¿Y si había pasado algo? Al contestar, escuchó la voz enérgica de Charlotte. ¿Qué querría? Lo único que podía hacer ahora mismo era dormir o intentar vomitar; le iba a costar un gran esfuerzo poder mantener una conversación.

—Lo siento, Charlotte. Estoy enfermo, no puedo estar ahora al teléfono.

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—Te lo cuento rápido… He estado en comisaría y he visto a un tipo en el calabozo que conozco por ser el guardaespaldas y ayudante de uno de los capos que distribuye más Speedball de toda la ciudad. Le llaman el Jefe, pero aún no conocemos su identidad. Cada vez que hacemos una redada se escapan en una Hammer blanca.

—Joder, por lo menos se ve que no repara en gastos.

—Con todo lo que debe de llevar amasado a base de destrozar el cerebro de la gente no me extraña. Les he hecho varios seguimientos. En el último de ellos me paró un hombre que decía ser detective y que también iba persiguiéndolos.

—¿Te abordó un detective? —dijo Adam abriendo sus ojos de par en par.

—Me pidió que le ayudara a seguirlos; que se le estaban escapando. Como su cara me pareció familiar, y tenía el mismo objetivo que yo, decidí dejar que se subiera.

Adam se había percatado que el que se había subido a la moto de Charlotte había sido Montgomery. Pero, ¿cómo era posible que no se hubieran reconocido? “Parece que el destino quiera volverlos a unir. Ojalá ocurra.”, se dijo.

—¿Decías algo?

—No, solo pensaba en voz alta que vaya casualidad que en una misma noche una policía y un detective persigan al mismo tipo. Por cierto, te quería hacer una pregunta. Es una tontería.

—¿Sí?

—Una simple curiosidad que tengo sobre mi amigo Montgomery. Cuando lo agregaste a tu Facebook… ¿Qué te pareció después de tantos años?

—No sé a qué viene ahora hablar de Montgomery —su tono era un tanto airado por el desvío de su conversación—. Pero te responderé: su foto de perfil me pareció muy graciosa…

Adam representó en su mente la cara de Montgomery: lo último que diría de él es que fuera gracioso.

—No sé qué tiene de gracia. Si te vas a reír… —dijo irritado en defensa de su amigo.

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—No, nada de eso. Me hace gracia su gato. En la foto de perfil hay un precioso gato negro azabache.

—Empiezo a comprender…

Adam acababa de averiguar el motivo por el que Charlotte no había reconocido a Montgomery, al subirse en su moto: su perfil de Facebook no mostraba su foto y además, como detective que era tenía la precaución de nunca guardar fotos suyas en un álbum de Facebook.  Él tampoco la reconoció no porque no supiera cómo era tras el paso de los años, sino porque Charlotte llevaría puesto su casco integral que solo le dejaría ver sus ojos. Demasiadas casualidades. Una unión paradójica. Tenía que tener algún sentido y sabía que pronto debía de ocurrir algo que hiciera unir de nuevo sus vidas.

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CAPÍTULO XIV

 

 

Montgomery metió la llave en la puerta de su apartamento. Su gato estaba tras la puerta blindada. Como un ritual, nada más traspasó el umbral, se enroscó entre sus piernas con un suave y rítmico ronroneo. La cara del detective tenía un tono que tiraba más al verdoso que al tono blanco normal de su piel. Acababa de dejar una desagradable sorpresa para el muchacho del servicio de limpieza del edificio; sintió lástima por él, pero no pudo evitarlo: vomitó con todas sus fuerzas sobre el suelo de la cabina del ascensor durante el trasiego de subir desde el bajo hasta su piso.

Entró en la cocina y miró el bol del pienso; se dio cuenta de que estaba totalmente vacío. “Pobre animal, todo el día sin alimento.”, pensó. Buscó sobre la nevera, lugar donde dejaba el paquete de pienso, y se cercioró que también estaba vacío. Mañana tenía que comprar comida de gato. “Hércules, tendrás que conformarte con la carne picada que tengo en la nevera para hacer hamburguesas.

“Vaya, amigo, estamos justo como el día en el que me seguiste desde el Central Park y decidiste quedarte con este viejo amargado.”

Se agachó y le puso un platito con la carne, miró al gato mientras comía con fruición: había engordado. No se le notaban apenas las costillas que por el contrario tenía francamente marcadas el día que lo vio por primera vez.

Bajo la luz, su pelo tenía un aspecto mucho más brillante y lustroso e incluso su tacto era más suave y mullido. Sonrió con satisfacción. Tenía razón la vecina, necesitaba de compañía. Una razón por la que seguir viviendo; Algo que le obligara, una responsabilidad que lo hiciera sentir importante y necesario para alguien. Aunque ese alguien fuera un gato común de color negro.

Montgomery se acostó en la cama. No iba a cenar, su estómago no

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quería más trabajo por el día de hoy. Allí tumbado en su solitaria cama mientras acariciaba la cabeza de su abnegado Hércules, se imaginó la cara de John Power. “Si me lo dejaran a mí, yo sí que haría cantar a ese hijo de mala madre.”, pensó. Estaba seguro que el jefe de John era el mismo que había hecho desaparecer a Elisabetta Colombini y el que había asesinado al guionista, Richard West. Aunque lo que no acertaba a encontrar era el nexo de unión. ¿Por qué asesinar a un famosísimo guionista y secuestrar o matar a una desconocida camarera-actriz? ¿Qué iba a decirle William Perkins tan importante como para que quisieran callar su boca matándolo en el mismo hospital? ¿Cómo podría unir las piezas intermedias del puzle cuando estaban desperdigadas e incluso escondidas? Se dijo que lo importante para poder esclarecerlo era lograr identificar a ese hijoputa del jefe de John. El problema era que el tipo no se manchaba las manos: era tan poderoso que solo se limitaba a dar órdenes para que otros las cumplieran por él. Sin embargo, quién fuera no contaba que no pararía de investigar por muchas amenazas que le metieran bajo la puerta. Temía por Charlotte, pero había minusvalorado su valía profesional; ella estaba más preparada que él para enfrentarse a cualquier capo, matón o asesino pues había mandado a montones de ellos a la cárcel y había salido indemne en todas las ocasiones de ataques contra su vida.

 

La humedad y el frío llenaban la estancia enrejada. John estaba tirado en una suerte de camastro de sábanas tan finas como el papel de fumar que eran de un color que quería ser blanco pero que en realidad lucía una fea tonalidad plúmbea. Una cucaracha había pasado bailoteando haciendo su recorrido de un extremo a otro del calabozo; amenizando el tiempo que parecía no querer discurrir en ese lugar.

Estaba acostumbrado a la mierda de su sórdido cuarto de Harlem pero no le gustaba estar encerrado y mucho menos solo; la cárcel no era para él una novedad, puesto que permaneció en ella unos meses. Lo cogieron por pegar a un gilipollas que estaba metiéndose con su chica en una discoteca de extrarradio a la que solía ir. Cuando vio cómo intentaba meterle mano, arrimándose por detrás, no se lo pensó y le pegó con el puño cerrado con la furia más monstruosa que nunca antes había experimentado. Le dio de su medicina hasta reventarle la cara y dejarle el rostro convertido en un borrón: transformado en un gran coágulo. No pudo hacer más porque un gorila de seguridad lo separó de él. Allí se dio cuenta del placer que produce inflar a palos a alguien que se lo merece; bueno, con la cara de idiota que tenía lo hubiese hecho también con gusto sin provocación alguna. Alguien del local llamó a la poli y faltó tiempo para que le colocaran las esposas. La pelea llegó a oídos del Jefe y cuando salió del talego, le ofertó ser su sombra.

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Sin embargo, ahora era más mayor: la veintena había quedado hacía tiempo atrás. Y comenzó a no sentirse dispuesto a seguir cargando con la mierda de otro por lo poco que le pagaba. No iba a delatarlo, ni mucho menos a cantar su nombre, pues lo había ayudado a salir de allí mediante una eficiente abogada que encima estaba toda buenorra; pero lo que no volvería a hacer era mancharse las manos. Se había dado cuenta que estuvo a punto de terminar con Perkins si no hubiera sido porque adrede tardó demasiado tiempo en empezar a apretarle el cuello, porque tampoco quiso impedir que la mano del escritor alcanzara el botón para llamar a la enfermera, y porque para colmo, había dejado de apretar sobre su garganta antes de tiempo; de forma que no había alcanzado a privarle irreversiblemente de un halito de vida. Y todo porque sintió en su corazón que no tenía porqué matarlo.

Perkins era un gran hombre, un buen escritor y ameno contador de historias; en poco tiempo le había mostrado aprecio, algo impensable en su jefe que solo lo llamaba inútil o jodido idiota; y eso que Perkins era famoso y estaba forrado. Pero estaba claro que si lo hubiese matado, los remordimientos hubieran sido insoportables.

Se estaba asustando de sus pensamientos ya que ni una vez en su carrera delictiva, había sentido compasión por alguien y ni mucho menos la necesidad apremiante que estaba teniendo en ese día de encierro de dejar de delinquir. Saldría de allí y le dejaría las cosas claras al jefe. Él, tan solo tenía que chasquear los dedos y enseguida aparecería otro nuevo pollo que lo protegiera y cumpliera con sus órdenes. A partir de ahora podría ganarse la vida muy bien de guardaespaldas o de portero de clubes y discotecas. Manejaría menos dinero pero no mucho menos de lo que le estaban pagando por un trabajo que le comprometía mucho más.

 

Comenzaba un nuevo día. Las palomas se hacían la corte con voces burbujeantes y gallardos movimientos de pechuga. De repente alzaban el vuelo e interrumpían su frenesí conquistador para evitar ser atropellados por los indiferentes pasos de los viandantes que zancajeaban para recorrer el espacio que los separaba de sus respectivos trabajos. Lo hacían sin mirarse, sin siquiera saludar dándose los buenos días. Como si fueran autómatas irracionales que solo sabían hacer el gesto de mirar el reloj volviendo su muñeca hacia arriba una y otra vez.

Montgomery que acababa de desayunar en Starbucks, escuchó el teléfono móvil justo cuando entraba por la boca del metro. Desanduvo

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lo andado para evitar perder la cobertura. Era Adam, cuyo tono de voz era más saludable del que tenía el día anterior cuando estuvieron en el restaurante indio.

—¿Cómo estás, Montgomery?

—Bien, desde esta mañana. ¿Y tú?

—Mucho mejor. He llegado a tener fiebre y mucho malestar estomacal, pero terminé vomitando todo el pollo al curry y cuando me vi libre de esa mierda, me recuperé.  Incluso luego estuve viendo una película hasta tarde. Pero no te llamo por eso…

—¿Por qué me llamas?

—Olvidé decirte que hemos recuperado tu portátil. Lo encontramos en el cuarto de John. No te digo que el tipo no haya curioseado tus archivos, pero tampoco parece que te haya borrado nada. Ni siquiera los informes de tus casos que deben de tener para ti un gran valor.

—¡Me has alegrado el día, Adam! Me siento casi tan contento como cuando me tocó la Megamillions.

—Vaya, perdone usted —dijo con tono airado medio en serio, medio en broma—. ¿Cuándo pensabas contarme eso?

—Solo me tocaron diez mil pavos. No me da para salir de pobre.

—Sí, pero ahora que lo dices cuando vayamos al restaurante español, ese que te dije que inauguraran pronto, me tendrás que invitar a paella y a tortilla española en desagravio.

—Cuenta con ello —rió Montgomery a carcajadas.

 

El sol lucía en todo su esplendor por encima de los rascacielos y con más alegría y fulgor aún en el elitista barrio de TRIBECA; un verdadero oasis de entre los mastodontes de hormigón y hierro.

Las gaviotas que en ese momento surcaban el cielo sorprendentemente límpido, contemplaron con ojos curiosos aquel lugar en el que parece que los colores son más reales y auténticos. Menos polución, mejor calidad de vida y sobre todo más dinero.

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En su propio bloque, heredado del tío Richard, Lucy West llamaba insistente a la puerta del piso de su hermano pequeño Tomy que vivía en el piso superior. Sabía que estaba en casa, pues lo vio entrar por el videoportero a las tantas de la madrugada.

Quería aprovechar que por fin había llegado para hablar con él, pues era difícil encontrarlo; ya que solía estar más tiempo fuera que dentro. Tenía una buena noticia que decirle: George había conseguido que su hermano fuera admitido en la Universidad de Wesleyan, después de haber hablado con varios amigos de Richard que eran auspiciantes de la Universidad. Lo que parecía imposible se había cumplido; Tomy iría a una Universidad donde le enseñarían estudios cinematográficos y de guión. Ahora bien, debería abandonar sus malos hábitos: la vida nocturna, la droga, y las mujeres mayores que solía rondar.

Cuando abrió por fin la puerta, tras muchos titubeos por parte de su hermano que le hicieron pensar que no quería dejarla entrar, pudo ver el rostro de Tomy que estaba completamente demacrado; tenía grandes ojeras y los ojos enrojecidos, el pelo revuelto,  la voz tomada y un torso desnudo que le permitió ver una delgadez nada saludable.

—Tomy, tenemos que hablar.

—Dime qué quieres.

—¡Apestas a alcohol! 

—¡Shhhh! —puso el dedo sobre sus labios—. Tengo resaca.

—Lo imagino —lo miró con desdén.

—Tengo una duda muy importante sobre ti y una buena noticia. ¿Qué quieres escuchar primero?

—La buena noticia, por supuesto.

—Este curso estarás en la Universidad de Wesleyan. George ha conseguido que entres.

—¡Pues, hurra por George! —dijo con sarcasmo—. Venga, ahora dime lo malo que debe de ser horrible por el modo por el que me estás mirando desde que entraste.

—Mira, te lo digo directamente: George y yo pensamos que has matado al tío Richard.

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—¿Cómo puedes decirme esa barbaridad?

—No lo es. Desde que Richard no está tienes plena libertad para ir y venir adónde quieras y con quién te dé la gana. Ahora puedes gastar lo que antes te era imposible pues tenías una asignación mucho más restringida. No eras precisamente un sobrino cariñoso, ni siquiera lo has sido como hermano y eso que eres el pequeño. Y desde que mamá y papá murieron en el túnel Holland has crecido como una persona insensible y sin empatía. ¿No son motivos para creer que has podido matar a nuestro tío?

—Yo lo quería…

—¡Venga ya! Le tenías una envidia atroz en todos los sentidos. Dime lo que has hecho, porque George y yo, no te vamos a dejar solo siempre que nos cuentes la verdad; tendrás la mejor defensa de Nueva York.

—Parece mentira que tengas esa opinión de mí. El problema, hermanita, es que yo no he matado a tío Richard. No necesito la defensa de George.

—¿Crees que Montgomery no lo averiguará? Cuando George le contrató, creyó por su aspecto desaliñado y feo que era un detective inútil. Quería una coartada para ti; haciendo ver a la policía que estábamos interesados en el esclarecimiento del asesinato de Richard, pero Montgomery es más eficiente que cualquier policía y sabrá más pronto que tarde que fuiste tú.

—Perdona que intervenga en tu perorata, pero no me importa que averigüe lo que quiera. Te aseguro que estoy tranquilo.

Tomy juró a su hermana que no había matado a su tío y le dijo alzando la voz, que lo que debía hacer George era no obstaculizar la investigación de Montgomery pues lo que estaba haciendo inconscientemente, era evitar que cogieran al verdadero asesino. Lucy seguía sin creerle porque George ya le había adelantado que Tomy no lo reconocería. Entonces fue cuando su hermano la atacó con todo su odio:

—Si no crees en mí tampoco tengo porqué creer en ti.

—No entiendo lo que quieres decirme.

—Lo sabes muy bien —le dijo desafiante mirándole a los ojos—. Siempre has estado colada por nuestro tío y que estuviera liado con una

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vulgar taquillera te tenía de los nervios. No me extrañaría que hubieses dicho,

“O eres mío o no eres de nadie”.

La mano abierta de Lucy cayó con toda su fuerza sobre la mejilla de su hermano; una sonora bofetada que le hizo tambalearse e incluso perder el equilibrio. Se miró al espejo que tenía colgado en la entrada: le había dejado todo el lado derecho marcado con sus dedos.  Intentó devolverle el ataque pero ella sin decir nada más ya se había dado la vuelta para marcharse.

Lleno de rabia le gritó que esperara, que aún no había terminado con lo que quería decirle. Ella no volvió su rostro para mirarle; así, de espaldas y desde la penumbra del pasillo, le respondió con voz rota y entre lágrimas que si por un momento entraba en razón, llamara a George porque ella ya no quería saber nada más de él.

Tomy cerró de un portazo. ¡Joder, joder, joder…! —gritó mientras se mesaba su cara. Sus ulceraciones incipientes consecuencia del Speed, se le pusieron rojas por el ardor de la discusión. Llevaba tiempo consumiendo la metanfetamina pero ahora lo hacía con más asiduidad que nunca; pues trabajaba por las noches distribuyéndola en un local donde estaba su amigo John Power.

Así que después de su visita, lejos de tranquilizarse, Lucy sospechaba aún más de su hermano: su forma de atacarla lo delataba. Sintió un odio visceral y unas ganas tremendas de que el detective Montgomery llegara a tener pruebas contra él como culpable.

Sin embargo, era su hermano y tampoco quería que acabara en el corredor de la muerte. Por otro lado sabía que si Tomy se veía acorralado no tendría sus escrúpulos: haría todo lo posible por ponerla en evidencia de cara a la opinión pública. Su hermano había presenciado más de un episodio vergonzante que ella se había guardado y no había querido desvelar al detective; episodios que Richard nunca contó a nadie por ser un caballero y que por desgracia, se había llevado a la tumba antes de tiempo.

 

John Power levantó sus fornidos brazos al cielo y luego aspiró el aire con fuerza. Olía a tubos de escape, alcantarillado y tuberías e incluso a mierda de perro; pero para él, en ese instante, estaba aspirando el mismísimo olor de la libertad. Estaba fuera y no temía al

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juicio que le sobrevendría pronto porque si contaba con la abogada pelirroja, que le había buscado el Jefe, no tenía nada que temer. Había comido en un restaurante un chuletón enorme acompañado por una salsa de color marrón, grasienta y deliciosa. Comió con una fuerza demoníaca desgarrando la carne con rabia y voracidad; tomando toda su energía para enfrentar su último encuentro con el Jefe. Le diría que lo dejaba. Ya no quería cargarse a nadie más.

Le presentaría un tipo fácil de manejar y que mataría a quién él quisiera. Estaba enganchado al Speedball: le sería fiel como un perro. Tomy sería su nuevo chico para todo, su matón a sueldo; tan joven como empezó él. Sin embargo, no eran del todo iguales: el chico tenía dinero mientras que él siempre había sido un pelao.

Pero que tuviera pasta no le restaba valor, muy al contrario. La policía no podría comprarlo como soplón. Además, el chico tendría miedo a delatar al Jefe pues no podría comprar la metanfetamina a menos que quisieran suministrársela: el Jefe tenía el monopolio de su venta en los clubes de toda la ciudad. Sería un tipo tan dócil como cualquier homeless ante un billete de veinte pavos.

Le sonó el móvil y enseguida supo de quién se trataba:

—Ya voy, jefe.

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CAPÍTULO XV

 

 

Charlotte fue a la comisaría por la mañana, a primera hora, con la intención de interrogar a John Power. Quería que le dijera de una vez el nombre del Jefe. Decidió que haría lo posible por mantenerlo encerrado pues sabía que Montgomery estaba siendo acosado por él y, en el fondo sentía miedo de que el gigantón de ébano nada más saliera fuera a por su amigo. Al preguntar en la centralita la sorprendieron con la noticia de que lo habían liberado. Se quedó atónita; no esperaba de ninguna manera que un tipo con tan amplio historial de tráfico de drogas lo hubiesen soltado así como así. “Debe de tener a alguien poderoso que lo ayuda desde el exterior”, pensó.

Le informaron que su abogada había logrado que quedara libre puesto que no había pruebas reales de sus trapicheos. Ni siquiera su nivel de vida podía probar su condición de distribuidor: vivía casi rayando con la pobreza.

Fue a buscar al comisario para pedirle explicaciones pero nadie quería decirle dónde estaba. Parecía que el mundo estaba confabulado contra ella para negarle cualquier tipo de información.

Dio un puñetazo en la mesa y mostró los dientes al alguacil.

—¿Por qué no se me ha avisado?

—No es su caso, señora Smith. Se avisó esta mañana al señor Adam y él no puso ningún tipo de impedimento para que saliera. De todos modos la letrada…

—¡No quiero saber nada de esa abogada de mierda!

Charlotte se marchó dando un portazo. Tenía que trabajar. Estaba especializada en las redadas anti-droga pero si no había nada para ella, saldría a patrullar por las calles de Nueva York como cualquier otro

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oficial.

Con su Smartphone nuevo le envió un mensaje privado al Facebook de Montgomery.

 

“Hola, Montgomery:

Soy Charlotte Smith, tu antigua compañera de academia. Quiero avisarte que el tipo que entró en tu apartamento, y te amenazó con hacerme daño; acaba de salir de la comisaría. No han podido retenerlo por más tiempo, pues sería ilegal, pero está a espera de juicio. Ten cuidado, y si lo necesitas no dudes en pedirle a Adam que te proporcione un escolta.

Saludos

Charlotte”

 

El Jefe estaba impaciente aguardando a John en su salón. Le había llamado al móvil para que viniera cuanto antes. Quería liquidar a Montgomery pues más tarde o más temprano daría con él y con su identidad. Y no estaba dispuesto a estar fuera del país para evitar a la justicia. Amaba Nueva York, su nivel de vida y a la mujer con la que salía. Su chica necesitaba de todas sus atenciones sin correr peligro. Nunca había estado enamorado, y ni siquiera esta vez creyera que lo estuviera, pero pensaba que se encontraba en lo más cercano a lo que pudiera llamarse amor.

John subía por el ascensor. Llevaba rato notando que su corazón vibraba atolondrado. Se sentía como cuando era un colegial y el profesor de matemáticas lo señalaba para que hiciera la siguiente operación en el encerado. Nunca tenía ni idea de la solución porque siempre que iba al colegio estaba agotado; trabajaba de noche para ayudar a su familia a sobrevivir. Eran muchos hermanos con un padre totalmente ausente; el sueldo que ganaba su madre no daba para tantas bocas y él se sentía responsable: era el mayor. Ahora era un asesino repugnante que quería dejar de serlo y salir de aquel inframundo en el que como un esclavo de antaño, cargaba con las culpas de su amo.

La puerta del piso estaba abierta; el jefe lo estaba esperando. El motivo por el que lo requería, debía de ser urgente. Querría cobrarle su excarcelación; de eso estaba seguro.

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—Hola, John —dijo el Jefe mientras acariciaba su barbilla mirando su reloj.

—Hola, jefe.

—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Qué te ha parecido mi nueva abogada?

—Es la mejor.

—Por supuesto, no he reparado en gastos porque sabes muy bien John que necesito que estés conmigo. —dijo con voz queda y aviesa.

—Quería hablarle precisamente de eso, señor —el sudor perló la oscura frente de John.

—¿De qué?

—De trabajar para usted. Yo quisiera… —su voz sonaba temblorosa.

—¿Qué estás intentando decir, John?

—Necesito vivir de otra forma, señor. Estoy cansado de matar —dijo de un tirón.

—¿Y así me lo agradeces, John? ¿Abandonándome? —el jefe crujía todos sus dedos.

—Se lo agradezco claro que sí, señor —dijo bajando la cabeza—. Pero no lo dejo solo. Tengo una buena noticia, he encontrado a un joven que podrá sustituirme en mis tareas y nunca lo va a traicionar.

—¿Y cómo sabes eso, John? Hoy cualquiera se vuelve un soplón por unos cuantos billetes.

—Porque está enganchado a su Speedball. Y usted podrá amenazarlo con quitárselo si no hace lo que usted quiere.

—¿Quién es ese chico?

—Se llama Tomy West. Es asiduo a uno de los Showgirls en los

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que distribuimos.

—¡Olvídalo!

—Pero…jefe. Nunca lo traicionará. Tiene dinero y no se dejará comprar.

—¡Te he dicho que lo olvides! Seguirás conmigo y no hay ni una palabra más.

—No me obligue...

—¿Qué te ha pasado en ese jodido calabozo, John? Tienes a un montón de muertos sobre tus espaldas. Uno más te va a dar igual.

—¿Sabe qué, señor? Sí que me va a dar igual. No voy a estrangular a nadie más. Cuando llego a mi casa miro mis manos y me dan asco. ¿Ve como se me han puesto de blancas? Las tengo así de lavármelas con un cepillo de raíces. Y me he dado cuenta de que por mucho que me las lave la culpa la tengo aquí —se señaló el corazón.

John dio por terminada la conversación y se dio media vuelta caminando hacia la puerta. Dejaría al jefe quisiera él o no. Le había dado una buena opción pero por su soberbia, la rechazaba; debería de haberlo adivinado.

De repente escuchó en la soledad del pasillo el sonido de un percutor. Tragó saliva pero siguió hacia delante sin volver la cabeza. Tras esto pudo ver cómo salía de su frente un chorro enorme de sangre; tan fuerte como el de la fuente del Gramercy Park. Sus ojos se volvieron en blanco casi en el mismo instante de sonar el disparo. En un momento, pasó de respirar a tener el corazón congelado. Todo él estaba sucio del fluido vital.

—Lo siento, John —dijo el jefe mientras hacía el gesto de mandar un beso al aire al tiempo que se le resbalaban unas cuantas lágrimas que parecían gotas de colirio, por la falsedad de su pena—. El arrepentimiento es el peor crimen que puede cometer un asesino a sueldo. No podía permitirme el lujo de que anduvieras por ahí con el corazón compungido por la culpa y que un día te diera por expiarla haciendo una extensa confesión a la policía.

Con su pie levantó un poco el cuerpo tumbado bocabajo de John…

—Te daban asco tus manos, ¡ja ,ja ,ja! Si pudieras mirarte cómo estás: embadurnado de sangre. ¡Ahora sí que das asco!

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De un portazo cerró la puerta de la casa; dejando a oscuras a John. Llamó al club y pidió que vinieran dos hombres fuertes y discretos que supieran limpiar bien la sangre. Después —pensó—, mandaría que se llevaran el cuerpo del que había sido casi su esclavo a cualquier cuneta alejada de Gramercy Park.

En la penumbra del pasillo se distinguían únicamente las enormes palmas blancas de John. Eran de un blanco luminoso y prístino: por fin, se habían quedado limpias.

 

Montgomery se conectó a internet en su recién recuperado portátil. Miró el Facebook como hacía en su rutina diaria. Y entonces vio en la esquina superior derecha de su pantalla que tenía un mensaje. No recibía muchos pues apenas tenía amigos agregados. Una red social para él que era prácticamente un asocial tenía poco sentido.

Clickeó y se sorprendió al ver la foto del perfil de Charlotte como remitente. Leyó en voz alta:

 

“Hola, Montgomery:

Soy Charlotte Smith, tu antigua compañera de academia, quiero avisarte que el tipo que entró en tu apartamento, y te amenazó con hacerme daño; acaba de salir de la comisaría. No han podido retenerlo por más tiempo, pues sería ilegal, pero está a espera de juicio. Ten cuidado, y si lo necesitas no dudes en pedirle a Adam que te proporcione un escolta.

Saludos

Charlotte”

 

No podía salir de su asombro. Charlotte, aquella mujer con la que traicionó a su propio corazón estaba preocupada por él; preocupada por el detective bajo, gordinflón, calvo y solitario de Peter Montgomery. Una lágrima se escapó de su lagrimal. Se sorprendió al notar su dulce calor bajando por su rostro abrupto y curtido. No recordaba la última vez que sintió un calor tan agradable. No, le era imposible recordar; hacía tanto tiempo…

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Se miró al espejo dejando el mensaje de su amiga en la pantalla a la espera de su respuesta. Su reflejo era la cara de un completo gilipollas: con una sonrisa sincera, de oreja a oreja, mientras que sus ojos lucían brillantes.

Sus mofletes estaban completamente encarnados, y el rubor le alcanzaba hasta las orejas; no sabía si por la intensa alegría o por la emoción de la sorpresa. Se sentó con brío frente al ordenador y escribió:

 

Querida, Charlotte:

Gracias primero de todo por acordarte de mí. He sentido mucho haberte puesto en peligro. No entiendo cómo todavía puedes preocuparte por lo que me pueda pasar. Eres una gran persona, justo tal como te recuerdo.

Estoy al tanto de la puesta en libertad de Power. Pero no le temo a pesar de que haya intentado atentar contra mi vida. Sé lo que estás pensando pero no, no soy un loco irresponsable. Ha cambiado, lo noté en el interrogatorio en su forma de mirar, en su tono de voz. No pudimos sacar nada sobre su jefe pero, por su gesto, sé que no mató a Perkins y no porque no pudiera sino porque no quiso: ha comenzado a sentir su conciencia. El escritor ha hecho que cambie, que quiera dejar de matar.

La escolta tendremos que pedírsela para John pues una vez entras en el mundo de la delincuencia y las drogas, solo hay una salida y sabes mejor que yo cuál es. Gracias de nuevo por tu mensaje.

Un fuerte abrazo,

Peter

 

Cuando envió el correo deseó haberse despedido en lugar de con “Un fuerte abrazo” con un “Te quiere, Peter” pero eso estaba fuera de lugar. ¿Qué iba a conseguir con eso? Sin duda que ella no quisiera saber nada más de él. Lo tomaría por un loco obseso pues los años habían pasado. Y la vida de cada uno, ya estaba hecha. Se volvió a mirar al espejo, ahora su mirada era triste y oscura; mientras tanto, de su pequeña radio, emergían las últimas notas de la canción Every breath you take.

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Otra vez notó ese calor cálido recorriendo sus mejillas. Tenía por fin la certeza de que Charlotte no le guardaba rencor. Le había hecho daño y pese a todo, aún tenía buenos sentimientos. No había hecho lo correcto en el pasado; le dio esperanzas vanas y, jugó con la posibilidad de darse una oportunidad como pareja, hasta una semana antes de su boda en San Peter. Si ella hubiera presenciado el momento en el que dio el “Sí quiero”, se hubiera dado cuenta de que en su mente no estaba su novia sino ella. Mientras sellaba su compromiso se había engañado con su imaginación para poder pronunciar la maldita frase.

Charlotte miraba su móvil una y otra vez: ansiosa por leer la respuesta del detective. Escuchó como una llave era introducida en la cerradura de la puerta principal de su casa. Era Michael. Cuando ella llegaba a casa antes que él, solía recibirlo con un beso en los labios. Hoy por primera vez no quería hacerlo; simplemente no le apetecía. Guardó el móvil en su cartera para evitar que su marido la viera a la expectativa. Si la encontraba así le preguntaría si todo iba bien. Lo cierto era que para ella nada iba bien en su vida.

Sus ojos se abrieron de par en par, no era la imagen que esperaba. En lugar de ver a un Michael con la camisa azul de conductor de autobús escolar, abierta y sudada hasta los costados; era un Michael con la sonrisa en los ojos, impecable, resplandeciente y con corbata tras un enorme ramo de rosas rojas: frescas, fragantes y tan jóvenes como era ella la primera vez que lo besó. Sintió un tambaleo en su corazón: hasta hacía un momento había estado anhelante por recibir el mensaje de un hombre que la había rechazado en el pasado; traicionando con su mente el amor del hombre que la adoraba. “¡Qué vergüenza!”, se dijo. Su cara enrojeció y Michael lo entendió como que le había encantado la sorpresa. La abrazó con fuerza y le susurró en el oído:

—Hoy no es un día especial, ya lo sé; es un día más y eso es lo que cuenta. Un día más que voy a pasar con la mujer que más admiro por ser inteligente, bella y valiente como ninguna: mi reina. ¿Qué otro hombre puede tener tanta felicidad como yo?

CAPÍTULO XVI

 

 

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—Señor, señor le traemos un café calentito y un buen bocadillo —pasaron unos minutos y la muchacha seguía sin obtener respuesta—. Por favor, despierte no podemos estar toda la noche esperando. Hay más personas que nos necesitan.

Como el hombre continuaba tumbado en la misma postura, de espaldas en aquel banco del Central Park, la voluntaria de la asociación de ayuda al indigente, tocó esta vez con fuerza su hombro: seguía sin responder. “Debe de estar borracho”, se dijo.

—Esta vez le daré la vuelta a ver si se despierta.

Cuando lo hizo ella se cayó de espaldas contra el suelo por la sorpresa. Había descubierto un agujero enorme en la frente del indigente que hasta hacía un momento parecía que dormía la mona. Se incorporó y al sentarse enseguida vinieron las arcadas que le hicieron vomitar con fuerza sobre sus propios vaqueros.

Un compañero que estaba atendiendo a otro vagabundo se acercó a ella para ver qué le pasaba.

—Chris, ese hombre está, está… —señaló con su dedo.

—¡¿Muerto?! —preguntó incrédulo.

—¡Sí! Vámonos de aquí, por favor. Me da igual a cuántos nos queden por servir café. ¡Necesito irme! —lloraba con desconsuelo.

El joven abrazó a la voluntaria que estaba en estado de shock. Mientras, la cabeza de John caía sobre el suelo; vislumbrándose a través del agujero de su frente una parte coagulada de su masa encefálica.

Llamaron a la policía para denunciar el descubrimiento del cadáver que acababan de encontrar, y a una ambulancia: la voluntaria necesitaba alguna clase de tranquilizante que la sacara de la crisis histérica que la tenía bloqueada llorando sobre el suelo húmedo del parque.

Tras un cuarto de hora, la sirena de la ambulancia se anunció hiriendo el silencio de la noche neoyorkina; la policía llegó a la par. Adam, que estaba de guardia con un compañero mucho más joven que él: un recién salido de la academia, recibió el aviso. No pisó demasiado el acelerador para llegar hasta allí, estaban cerca y era rutinario que lo

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llamaran por la aparición de algún indigente muerto. Sin embargo, cuando se apeó del coche tuvo el pálpito de que esta vez no sería un caso más de un borracho fallecido por hipotermia.

Con su linterna iluminó el cuerpo. La cabeza caía hacia un lado y al costado una de las palmas de las manos parecía querer indicarle que se acercara; la mano resplandecía en la oscuridad. Miró la cara del supuesto indigente y el horror junto al estupor, se le reflejaron en su rostro.

—¿Quién es, señor? —preguntó Martin.

—Este hombre ha salido esta misma mañana del calabozo… Se llamaba John Power. Y era crucial que colaborara con nosotros. ¡Mierda! Si antes era difícil hacerle hablar, ahora es imposible; no teníamos que haberlo dejado salir.

—¿Tan importante es?

—Estaba metido en el ajo de dos casos: en la desaparición de una camarera y en el famoso asesinato del guionista Richard West.

Adam se acercó a uno de los voluntarios que estaban dispensando café a los indigentes del parque; le pidió que por favor le proporcionara un par de cafés para su compañero y para él. Estaba helado de frío: su boca exhalaba un chorro de vaho cada vez que pronunciaba una palabra.

Tengo que avisar a Montgomery —se dijo mientras se frotaba las manos para calentarse—. ¡Joder, me siento culpable de su muerte! Podía haberlo retenido por sus antecedentes de tráfico de drogas y no lo hice. Lo han liquidado para que no hable, eso está claro. Pero su abogada insistía una y otra vez en la ilegalidad de retenerlo. Ahora me doy cuenta que ambos trabajaban para el mismo tipo.

El teléfono sonó intempestivo en el salón del apartamento del detective Montgomery que roncaba a pleno pulmón. Estaba en un sueño profundo en el que ni una bomba podría despertarle; había tardado en conciliar el sueño por su reiterado peregrinaje al cuarto de baño. Estaba dilatando el momento pero no cabía duda de que tenía visitar cuanto antes a un urólogo; su próstata estaba cada vez peor. Los tonos se agotaron y el teléfono dejó de sonar. Adam comenzó a preocuparse por su amigo. ¿Y si el Jefe había contratado a un sicario más eficiente? ¿Y si le habían matado también a él? Volvió a marcar, la mano comenzó a temblarle por el ataque de pánico que estaba sufriendo.

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El detective escuchó un rumor lejano: comenzaba a salir de su adormecimiento. Cerró los ojos de nuevo y notó otra vez el sonido. El corazón le dio un vuelco y se levantó de un salto. Luego se tocó la espalda, le había dado un fuerte dolor de las lumbares; estaba viejo y a veces se le olvidaba. El teléfono sonó con tono de desesperación…

—¡Voy, por favor no cuelgues! ¿Pero quién puede llamar de madrugada?

Ni siquiera le había dado tiempo a encender la luz; se tropezó primero con la pata de la mesa y después con una esquina del sillón.

Cuando por fin levantó el auricular escuchó la voz alterada de Adam que parecía asustado por algo.

—¡¡¡Montgomery!!!

—¿¡Qué pasa, Adam…!? Espero que tengas un buen motivo para llamar a las…

—Hemos encontrado el cuerpo de John Power en el Central Park y temía que ya te hubiera pasado algo a ti. ¿Por qué no cogías el teléfono?

—Porque estaba dormido. Suele ser lo normal a estas horas… ¿¡Qué dices, Adam!? ¿¡Que se han cargado a Power!? Pues nos han jodido... El caso de Elisabetta Colombini se quedará colgado. El último que la vio viva fue John.  Y no sé cómo le podré meter mano a lo de Richard West. Sabía que algo así iba a ocurrir; Power necesitaba un escolta. Hay que dar con el Jefe y pillarlo antes de que me pille a mí y me mande para el otro barrio.

—Mira, tengo que quedarme aquí hasta que llegue el forense. En cuanto termine mi trabajo, me voy contigo a tu apartamento. A partir de ahora seré como tu sombra; me siento tan culpable…

—No te culpes, has hecho lo que establece la ley: tenías que liberarlo. Pero, ¿me puedes decir cómo lo han matado?

—Con un disparo a corta distancia. Es horrible, está peor aún de lo que te puedas imaginar. Nunca he visto una bala que haga tanto destrozo en un cráneo. La frente casi le ha desaparecido: es un gran agujero en el que se pueden ver parte de los sesos asomando. ¡Joder, Montgomery! Siento compasión por ese tipo y eso que en el interrogatorio se me antojaba darle un par de puñetazos para que cantara. Si el muy idiota hubiera traicionado al Jefe, ahora no estaría

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tirado en mitad del Central Park.

 

Un par de hombres de espaldas anchas como armarios abiertos y con caras angulosas e inexpresivas; limpiaban enérgicamente los restos de sangre del suelo. Uno lo hacía con una fregona y el otro de forma mucho más laboriosa limpiaba con un cepillo de uñas impregnado en amoníaco; así eliminaba todos los restos de entre las juntas de las baldosas del suelo.

Aquellos hombres eran los mismos que habían tirado al negro muerto en mitad del Central Park; aunque el Jefe hubiese preferido que lo hubieran largado en alguna cuneta perdida de una carretera secundaria del extrarradio.

No les pagaban lo suficiente como para arriesgarse conduciendo durante horas a que les pararan en un control policial y les pillaran con un muerto en su maletero.

El Jefe dormitaba relajado. Había estado haciendo el amor con su chica; liberándose de todas las tensiones, relegando en su mente lo que había ocurrido aquella tarde. Como si el asesinato de John se hubiera tratado de un simple mal dolor de cabeza.

—Bésame, cariño —le susurró él con voz entrecortada.

—No sé qué te pasa hoy. Te noto muy raro.

—No, mujer…solo es que estoy romántico.

—Por cierto, romanticón… ¿quiénes son los tipos que están fregando el pasillo?

—Pues, ¿quiénes van a ser? Los de mantenimiento, nena.

—No me lo creo. Conozco al chico de mantenimiento y estos tipos son enormes…

—Vale, me has pillado el embuste: son boys-camareros del club. Alguien ha vomitado en el pasillo y como sabía que me visitarías esta noche les he pedido que vengan a limpiar.

—¡Qué atento eres!

La mujer de pelo blondo y ensortijado comenzó a besar con pasión

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al Jefe. Sus movimientos se volvieron sinuosos; al tiempo que él se quedó contemplando su voluptuoso cuerpo desnudo: parecía una serpiente constrictora sobre su presa. Mientras tanto, agotado por el esfuerzo anterior, se dejaba llevar esta vez con abnegada sumisión. La mujer cabalgaba su cuerpo con unos movimientos lentos y acompasados... El sonido de sus labios ardientes llenó la estancia; luego vinieron los lamentos y gemidos que subieron varios grados la temperatura de la habitación. Mientras, en el exterior, el viento corría gélido; soplando con fuerza. Silbando melancólico, se llevaba junto a él el alma de John, que descansaba inerte sobre un banco de madera verde del Central Park.

El Jefe sin avisar a su compañera, se levantó de la cama y se envolvió con la sábana que caía desordenada por el suelo.

—¿Adónde vas? —preguntó la rubia con los ojos entornados.

—Ahora vuelvo, preciosa.

Salió al pasillo para ver cómo iba el trabajo de limpieza de la solería. Encendió la luz y vio su propia cara reflejada en las lozas: estaban relucientes.

—Tomad quiero que paséis este aparato por el suelo.

—¿Qué es jefe?

—Es un crimescope. Si ha quedado algún rastro de sangre, lo veremos.

Pasaron la máquina varias veces y no había ni un minúsculo vestigio.

—¡Muy bien! —dijo satisfecho. Se sentía poderoso y más viril que nunca. Capaz de volver a la cama para otro revolcón. Insufló aire a sus pulmones y ensanchó su espalda estirándose. Estaba henchido de orgullo porque todo iba sobre ruedas.

—Nos vamos, jefe.

—Esperad un momento… quiero que me hagáis otro trabajito.

El tipo que había limpiado con el cepillo de uñas se tocó las lumbares a modo de queja subliminal. El otro, temeroso de una venganza por insubordinación, le preguntó al jefe de qué se trataba el nuevo trabajo.

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—Necesito que matéis a un detective.

—¿Cuándo?

—Esta misma noche.

—¿Tiene que ser esta noche?

—Yo estoy agotado —afirmó el del dolor lumbar.

El Jefe dio un puñetazo sobre la pared del pasillo haciéndose daño en los nudillos.

—¡Malditos inútiles! Teníais que haber visto en vida al negro que habéis tirado en el parque: nunca se quejaba.

—Pues no haberlo matado, jefe.

—¡Shhh! —advirtió el más prudente al otro para que se callara.

—Escuchad, la policía ya habrá encontrado a estas horas su cuerpo. Por ese motivo, el detective que quiero que liquidéis, mañana mismo dispondrá de un escolta; que será su sombra día y noche; pues sabe que está amenazado. ¿Entendéis porqué os necesito esta noche? Si hubieseis llevado al muerto más lejos ahora no tendríais que hacer este molesto encargo a contrarreloj. Mirad la foto del tipo. Os advierto que en su piso hay un gato negro que está entrenado contra los intrusos.

Los dos matones rieron a placer. El Jefe esperó a que cesaran las carcajadas y por fin intervino:

—Solo os lo advierto. El muerto tenía un arañazo profundo que iba de un lado a otro de la cara, ¿os habéis fijado?

—Sí —respondieron al unísono con tono de preocupación.

—Pues es del gatito que os he dicho. Y mejor si no lo veis. No hay cosa que traiga peor suerte que un gato negro.

 

Montgomery estaba sentado en pijama en el salón; dándole vueltas a la cabeza a la vez que agarraba una copa de whisky sin hielo. Su gato dormitaba sobre el sofá de tres plazas como si fuera otro cojín más.

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Había dormido poco aquella noche y sabía que al día siguiente arrastraría un cansancio que lo dejaría prácticamente inutilizado. Además estaba la posibilidad de que Adam no le dejara salir a la calle por unos días. Sus dos casos quedaban en un obligado stand-by por el asesinato de John. Se imaginó cómo se sentiría el camarero del Tony’s. No le había vuelto a llamar pero sabía que estaría pensando que el caso de su novia estaba abandonando por la indolencia que produce no percibir honorarios. Muy al contrario de estar indolente, se sentía culpable y agobiado por la carencia de pistas. Todo se difuminaba en el momento en que John Power contrató a Elisabetta Colombini. “Si esta muchacha está viva debe de estar pasándolo francamente mal”, pensó. La única forma de terminar con todo es dar con el Jefe. No queda otra posibilidad…

Sonó el timbre de la puerta. Hércules se adelantó a su amo, curioso por saber de quién se trataba. El gato a pesar de no acostumbrar a recibir visitas estaba más valiente que nunca; pues eran las cinco de la mañana y esa era su hora bruja: cuando tenía más ganas de jugar y corretear por la casa. Montgomery empuñó su Colt: tenía que estar precavido.

Echó un vistazo por la mirilla y se sonrió: era Adam. Suspiró al abrir la puerta y sin mediar palabra se abrazaron como si hiciera años que no se hubiesen visto. La noche también había sido larga para el policía; cosa que se veía en sus ojos que lucían adornados por dos grandes ojeras.

—¡Hola, Peter! Te daba por muerto.

—Pues ya ves que estoy aquí entre los vivos —su voz sonó jovial a pesar del cansancio.

Montgomery le invitó a un whisky que Adam aceptó con gusto. Entablaron pronto conversación sobre la mala noche en el Central Park, la enorme preocupación que le sobrevino a Adam porque Montgomery no le cogiera el teléfono y el caso West.

—No hay tantos sospechosos, Montgomery. El problema es que tampoco tenemos ni una sola prueba. Además está esa vinculación entre ambos casos. Es una persona que odiaba a West y que por otro lado secuestra o asesina a Elisabetta, la camarera-actriz. No veo el nexo. Lo único que ambos trabajaban en el mismo ámbito: eran artistas. El uno era famoso, y la otra una anónima con lejanas posibilidades.

—Tenemos al abogado, a la sobrina enamorada, al escritor envidioso, al representante y al sobrino pequeño que quería ser como

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su tío y que en realidad, es un crápula que se está fundiendo la herencia. Por otro lado, desaparecen Miss Morrison y John Power todo apunta a que éste fue la mano ejecutora del guionista —dijo el detective al tiempo que movía sus dedos para enumerarlos.

—Yo eliminaría a la sobrina —aseveró el policía.

—¿Por qué?

—¿No has escuchado que le llaman el Jefe? Es un hombre.

—Puede ser que nos quieran despistar. ¿Sabes que en el antiguo Egipto había una reina llamada Hatshepsut que se hacía representar con todos los atributos propios de un faraón, incluida la barba postiza real?

—No, no tenía ni idea.

—Pues ya lo sabes. Yo no elimino a nadie —todavía recordaba con resquemor la jugarreta que le había hecho la sobrina de West.

—¿Y si no es ninguno de ellos?

—¿Cómo dices?

—Puede tener algún enemigo que no conozcamos. A lo mejor lo único que hay es una deuda de droga. ¿Cuántos famosos son cocainómanos con deudas gigantescas?

—No lo creo. Un guionista debe de tener la mente bien despejada para poder escribir. Y la producción de Richard West había sido prolífica en los últimos tiempos. Estaba en la cresta de la ola. Todos los directores querían convertir en películas sus guiones. No, Adam: West no estaba enganchado a las drogas.

Como el detective empezaba a sentirse mareado por el whisky; se fue a la nevera a coger algo de comida preparada que repartió en varios platos y que colocó sobre la mesita que estaba junto al sillón. En ese momento dejaron de hablar. La necesidad de llenar sus estómagos era más acuciante que el hecho de elucubrar sobre la mente criminal responsable de la muerte del guionista y del negro, John. Saborearon la comida calentada en el microondas con fruición…

Estaban comiéndose los últimos bocados cuando Adam escuchó un chasquido. Éste miró a Montgomery, con ojos de sorpresa y con solo un gesto, le indicó que se metiera en la zona más apartada del piso. La

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puerta estaba siendo forzada y de un momento a otro iba a abrirse.

Adam se levantó cubriéndose con su pistola. Apagó todas las luces; apostándose tras la puerta. Montgomery se encerró en el cuarto de baño; aunque hubiera preferido estar junto a su amigo, el trabajo de Adam era ahora protegerlo y no tenía más remedio que acatar su orden.

Llegó un momento en el que la puerta se abrió de par en par. Adam supo que eran dos asaltantes pues escuchó los susurros de dos personas diferentes. Esperó a que ambos entraran.

Se escucharon dos tiros…

—¡Mierda! —aulló uno tocándose la pierna izquierda que comenzó a ponerse húmeda por la sangre.

—¡Ahora te vas a enterar, detective! —gritó el otro que ponía sus manazas sobre el cuello de Adam imposibilitándole la respiración.

El policía en pocos segundos comenzaba a perder la visión y se estaba poniendo cianótico por la falta de aire; el mundo se le emborronaba. La vida se despedía de él. El tipo que lo agarraba presionaba cada vez más y más. Notó cómo una uña le laceraba el cuello. Un hilillo de sangre empezó a manar por debajo de su barbilla mientras un estruendo salvaje llenó el pasillo de bufidos.

—¡Ahhh! —se escuchó el alarido del tipo que lo estaba asfixiando. Dejó de hacer presión sobre él y se tiró al suelo para tocarse su pierna que sangraba profusamente por los dos puntos en los que Hércules había apretado con sus colmillos.

El pie del matón había machacado el rabo del gato. Y el animal que no había sido visto en la oscuridad, por su pelaje negro, sí pudo ver bien quién le perpetró el daño; mordiéndole en venganza con todas sus ganas. En un momento la pelea dio un vuelco: Adam tomó aire con la fuerza del que se tira desde un barco para bucear a pulmón libre y una vez recuperado, se tumbó sobre la espalda del matón que ya estaba tirado en el suelo quejándose por el dolor de la mordida; luego el policía sacó de su cinturón unas esposas que le colocó con rapidez.

Por detrás de Adam estaba luchando por levantarse el que había recibido el balazo en la pierna. Poco a poco se fue irguiendo y situando tras el policía que estaba ocupado insultando al que le había agarrado por el cuello. Montgomery había salido del cuarto de baño, alertado por los disparos, y gracias al reflejo de la luna sobre su televisor, pudo ver que en un momento su amigo corría peligro.

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Cogió un gran jarrón, que en su día fue regalo de boda y que su exmujer tuvo la deferencia de otorgarle con el divorcio, y se lo plantó con todas sus ganas al matón que ladino se inclinaba ya sobre la cabeza de Adam. El tipo cayó al suelo sin sentido generando un gran estrépito.

—Voy a llamar para que se lleven a estos indeseables. ¿No te dije que no intervinieras?

—¡Joder, Adam! Te acabo de salvar el pellejo… ¿Y así me lo agradeces? Volvamos a ser un equipo, ya sabes… como en los viejos tiempos.

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CAPÍTULO XVII

 

 

Se acercó a un muchacho que movía la fregona sincrónicamente al ritmo de Billy Jean. Debía de ser un trabajador de una empresa de limpieza que se ocupaba de mantener acondicionado el edificio del detective. Le preguntaría por Montgomery, pues seguro que el muchacho debía de saber en qué planta vivía. Sin embargo, aunque intentaba hablar con él, estaba demasiado concentrado con sus cascos escuchando la música a todo volumen. Empezó a hacerle gestos para que lo viera.

—¿Sí? ¿Qué pasa? —se sobresaltó.

—¿Sabes dónde vive el señor Montgomery?

—Sí, claro —lo miró de arriba abajo. Pero… ¿por qué lo busca?

—Soy cliente suyo.

—Pues me temo que no podrá verlo ahora mismo porque ha salido con la policía a primera hora. Se ha montado un show de película esta mañana, ¿sabe? Había policías subiendo y bajando por todos lados. Después salieron acompañando unos por delante y otros por detrás a dos tipos esposados que parecían muy peligrosos. Montgomery también bajaba junto a la policía: estaba hecho un brazo de mar. Todos le felicitaban y sonreían. Me he sentido bien por él.

Giuseppe se marchó antes de que el chico de la limpieza terminara de contarle la extraña mañana que acababa de vivir; dejándolo con la palabra en la boca. En el metro, mientras miraba por la ventanilla meditabundo, le daba vueltas a la cabeza pensando qué era lo que habría hecho el detective para que todos lo felicitaran con tanta efusión. Desde luego si había tenido tanto éxito, debía de ser porque dejó de lado sus otros casos. Y el suyo había sido sin duda uno de los más perjudicados.

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“Mío Dio! ¿Cuándo volveré a verte, Elisabetta?”

Se sentía culpable porque había evitado poner la denuncia por impedir colocar a su chica en el ojo del huracán. ¿Y si por el inepto del detective ya era demasiado tarde? Lo cierto era que el mismo Montgomery le aconsejó que denunciara pero no le había hecho caso; pues pensaba que Elisabetta se había largado para buscar Speedball y que al no encontrarlo, le había dado el mono en cualquier parte…

Quería hablar con Montgomery para saber si tenía algo o no sobre su novia. Le daba igual que le dijera que su forma de trabajar no era así…

Estaba hundido. Había dejado de asistir a sus clases de actuación en la academia. No tenía fuerzas ni capacidad para poder meterse en la piel de personajes ajenos a su vida; era para él imposible hacer reír o parecer feliz cuando se sentía un total desgraciado. Y además, al mirarse al espejo, ya no veía al galán latino con grandes posibilidades de llegar a la fama que siempre había sido; sino a un tipo moreno, de ojos hundidos, cuyas esperanzas se iban diluyendo por comenzar a hacerse viejo. Se jubilaría de camarero. Y si conseguía una oportunidad quizás sería con la edad de Morgan Freeman…

La vida se le hacía cada vez más difícil. En ese momento se abrieron las puertas del metro. Salió corriendo del subterráneo; buscaba con prisas la calle de la comisaría.

 

Montgomery y Adam se encontraban en la sala de interrogatorios frente a los dos tipos que habían intentado matar al detective. Primero los habían interrogado por separado pero no habían conseguido nada. Estaban haciéndolo por segunda vez por si al estar juntos conseguían que se les soltara la lengua.

—¿Me vais a decir de una puta vez el nombre del tipo que os mandó para liquidarme?

—Lo siento, tío. No podemos decir nada. Correremos la misma suerte de Power. Y, ¿sabe? Tenemos hijos.

—Precisamente, amigo… Power no abrió el pico. Y si lo hubiese hecho no estaría ahora mismo metido en una bolsa para fiambres a la espera de su autopsia —apostilló Adam.

—A ver, tú que eres mayor que tu compañero. ¿No te gustaría

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descansar esa pierna en tu casa? Porque te debe de doler un huevo después de lo que te ha hecho la bala y el médico al extraerla. Si dices el nombre del Jefe seré yo mismo el que te lleve. —afirmó el comisario.

El de la pierna miró al otro matón con cara de súplica y éste le respondió con una mirada de advertencia. Era un allá tú sin pronunciar; una forma de decir que se lavaba las manos con lo que le ocurriera y que se atuviera a las consecuencias.

—No.

—No, ¿qué?

—Lo siento. No puedo deciros nada.

—¡Exigimos que nos asista un abogado! —protestó el otro alzando la voz.

Adam miró a Montgomery y Montgomery miró a Adam. Con aquella petición supieron que los tipos saldrían enseguida.

—Algo me dice que vendrá una abogada pelirroja. —susurró el detective en el oído de Adam.

—Pues si viene nos enteraremos del nombre de quién le paga su minuta.

 

Giuseppe puso sus brazos sobre el mostrador. Tenía la cara encarnada, el corazón alterado y la frente y las manos sudorosas. Se quedó con los ojos abiertos de par en par mirando fijamente al oficial que lo observó expectante a que comenzara a hablar para saber lo que quería.

Montgomery pasó por delante del mostrador. Los policías que estaban en continuo trasiego lo saludaban con respeto. Desde luego parecía que había hecho algo extraordinario. En ese instante reparó en la cara de Giuseppe que había clavado sus ojos en él.

—Contigo quería hablar —dijo el detective en tono amable al tiempo que sorprendido por ver al camarero en la comisaría.

Giuseppe se quedó a la espera pues si decía algo antes de saber las intenciones de Montgomery, estaba seguro, de que le iba a soltar una cascada de reproches incontrolados junto a fuertes exabruptos. No

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le convenía estar a las malas con el detective y sus nervios estaban demasiado crispados.

Como no dijo nada Montgomery comenzó:

—No sé cómo explicártelo pero...

—¡Dígame lo que sea! —exclamó.

—Verás… hay un parón en tu caso y es totalmente ajeno a mi persona.

—¿Tendrá la cara de decirme que no es por su falta de interés? ¿Por qué lo felicitan todos, signore Montgomery?

—Porque he ayudado a capturar a los tipos que han asesinado al que vio por última vez a Elisabetta. ¿Me comprendes? Han matado a la última persona que estuvo con tu chica —Giuseppe se quedó callado—. El tipo se llamaba John Power. Era un hombre negro, muy fuerte; de unos treinta y tantos años. Su trabajo era ser el guardaespaldas y matón de uno de los mayores capos de la droga que distribuye Speedball por toda la ciudad de Nueva York.

—Mio Dio! Puede… puede que… Elisabetta debiera dinero y…

—Creo que hay algo más que una simple deuda de droga, Giuseppe. Ellos no se dedicaban al trapicheo al por menor. Eran grandes distribuidores. No se la han llevado por deber un puñado de dólares.

—Per favore! Voy a reventar…

—Venga, Giuseppe. Comprendo que no puedas más. Yo me estoy jugando el pellejo. Y sé que esto va a dar pronto un vuelco: he implicado a la policía pero de forma extraoficial. Mi amigo Adam va a conseguir el nombre del capo que encargó que se llevaran a tu novia. Y entonces… entonces, sabremos qué ha pasado con ella.

Giuseppe que hacía un momento mostraba todo su cuerpo crispado por su enfado debido a la supuesta impasibilidad del detective; abrió los brazos agradecido. Montgomery recibió su acometida como si se acabara de convertir en el padre del camarero y éste fuera el hijo pródigo.

Le daba pena el muchacho y desde la última vez que lo vio notó en su cara como si le hubiesen caído un montón de años encima. Había

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perdido el brillo audaz de sus ojos que antes parecían querer comerse el mundo.

Se despidieron quedándose Montgomery solo en el pasillo de la comisaría. Miró su móvil. Esperaba ver la respuesta de Charlotte a su mensaje que le envió a través de Facebook. Sin embargo, no había nada nuevo y lo peor era que su mensaje había sido visto hacía horas; a juzgar por el signo de check que estaba junto a sus palabras. Se sintió fatal: pensó que su amiga no quería saber de él. Que se había olido sus intenciones. Era fácil descubrir que llevaba años divorciado y por ello fácil de inferir que estaba muy solo. “¡Mierda, mierda…!”, dijo golpeándose la frente con el puño cerrado.

 

Los matones, como todos los presos, tenían derecho a una llamada y desde la comisaría marcaron el número del Jefe. Le pidieron que les enviara un abogado. La respuesta del Jefe fue sumamente agresiva:

—¿Por qué coño me llamáis a mi despacho? ¿No os dais cuenta pedazo de inútiles que me pueden localizar? ¡Colgad el teléfono!

—Jefe, queremos un abogado.

—¡Colgad de una puta vez!

—Por favor, necesitamos su ayuda…

Sonó el tono intermitente. El del balazo en la pierna miró al otro y negó con la cabeza: ya no había nadie al otro lado del teléfono. Esta vez parecía que el Jefe no haría nada por sus matones.

Habían pasado toda la noche juntos. Pareciera que Michael hubiese cambiado de golpe. Estaba tan atento, se había puesto tan elegante para cenar con ella… Incluso lo vio más atractivo que de joven y eso que su vientre se había puesto tan blandito como el de un oso panda.

Se habían levantado temprano y tras un opíparo desayuno para dos consistente en huevos con bacon, zumo de naranja, unas cookies y varios besos apasionados; él se marchaba silbando a trabajar; directo hacia  su grande y bonito autobús amarillo de la escuela cuyo color hacía perfecto juego con su pelo blondo aunque entrecano.

—¡Cielos, se ha dejado el móvil! Charlotte miró por la ventana. Michael estaba demasiado lejos como para poder escucharla.

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Charlotte tenía día libre: hoy podría salir de compras con sus dos hijas. La mayor, era ama de casa y la pequeña, recién licenciada en Biología. Estaba preocupada, pues intuía que sería difícil que consiguiera un empleo relacionado con la carrera por la que tanto había luchado. Tendría que hablar con el jefe de laboratorio forense y plantarle su mejor sonrisa. No estaba bien el enchufismo, pero todos lo hacían. Así que ella no iba ser menos y lo intentaría.

Hizo la comida y arregló la casa un poco; justo cuando estaba lista para salir y con el bolso en la mano sonó el móvil de Michael. Era lo que se temía: que tuviera una llamada importante y no pudiera coger el teléfono. Sin embargo, en lugar del timbre normal, el aparato emitía silbidos insistentes. Pensó que al fin y al cabo no sería tan importante puesto que solo eran mensajes de Whatsapp. No pensaba mirar la pantalla pero el sonido era tan seguido que se vio obligada a hacerlo…

“Hola, guapo. Necesito volver a verte; a estar contigo. No quiero creer que hayamos roto”

—¿Roto?¿De qué va esto?

“Hace dos semanas que no te veo. ¿Ya no me quieres?”

—¿Quién no te quiere, Michael? —se dijo Charlotte.

Una foto de unos grandes, oscuros y tersos pechos apareció repentinamente en la pantalla del Smartphone. Y tras esto, un mensaje que le pedía que respondiera que sabía que estaba en línea. Ahora le preguntaba si es que se había vuelto frío con ella o es que tenía a la bruja vigilándole.

Quiso tirar el móvil al suelo. Pero leyó en la pantalla que tenía además un mensaje de voz en el contestador automático. Lo escuchó para ver qué otra cosa podía descubrir de su marido. Era un tal doctor Campbell que se presentó como el oncólogo que lo había estado viendo en el Lenox Hill. Le pedía que fuera personalmente para entrevistarse con él y que viniera acompañado de un familiar. Su tono de voz era serio.

Charlotte ató cabos: Michael llevaba tiempo teniendo una relación extramatrimonal con una mujer negra mucho más joven que él. Se había hecho unos análisis de los que ella no tenía noticia; seguramente porque llevaba un tiempo que se encontraba mal. Entre las pruebas que se pueden hacer en los análisis también se hacen la de los marcadores para detectar cáncer. Así que hacía dos semanas, a juzgar por la fecha del buzón de voz, recibió un mensaje en el móvil de la clínica que

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parecía indicar que el análisis era positivo. Supo las intenciones de su amado Michael: había pensado que lo mejor era arrimarse a la tonta de su mujer para que lo cuidara durante el tiempo del tratamiento. Aprovechó una discusión con la amante para cortar con ella. Y todo resuelto… Poca cosa necesitaba: un ramo de rosas rojas, una cena romántica en un restaurante francés y un par de buenos polvos.

—¡Hijo de puta! Lo va a cuidar la guarra de las tetas gordas.

Las lágrimas rodaron por la cara de Charlotte, las pestañas se le mojaron disponiéndose en pequeños grupos. Sus ojos se enrojecieron como si hubiese tenido un ataque de urticaria. El corazón le palpitaba fuerte y le dolía. Una vez Michael la había idolatrado pero ahora la había cambiado por una jovencita. ¡Qué fácil era ilusionar con un ramo de rosas!

El mensaje de Montgomery —recordó—. Aún no lo he leído. Miró la pantalla de su móvil y abrió el Facebook; sollozando y casi temblando comenzaba a leer:

 

Querida, Charlotte:

Gracias primero de todo por acordarte de mí. He sentido mucho haberte puesto en peligro. No entiendo cómo todavía puedes preocuparte por lo que me pueda pasar. Eres una gran persona, justo tal como te recuerdo.

Estoy al tanto de la puesta en libertad de Power. Pero no le temo a pesar que haya intentado atentar contra mi vida. Sé lo que estás pensando pero no, no soy un loco irresponsable. Ha cambiado, lo noté en el interrogatorio en su forma de mirar, en su tono de voz. No pudimos sacar nada sobre su jefe pero, por su gesto, sé que no mató a Perkins y no porque no pudiera sino porque no quiso: ha comenzado a sentir su conciencia. El escritor ha hecho que cambie que quiera dejar de matar. La escolta tendremos que pedírsela para John pues una vez entras en el mundo de la delincuencia y las drogas solo hay una salida y sabes mejor que yo cuál es. Gracias de nuevo por tu mensaje.

Un fuerte abrazo,

Peter

 

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Respiró hondo. A su mente regresó un aroma que recordaba de su juventud: era el olor del pelo sudoroso de Peter después de los entrenamientos; el olor de su nuca cuando se sentaban juntos durante las clases y se miraban los labios con reciprocacidad feroz.

Lo imaginó escribiendo aquel mensaje que estaba leyendo y vio sus ojos, sus grandes y expresivos ojos, que parecían escrutar al mundo mientras se paseaban de un lado a otro de la pantalla. ¡Dios, me va a dar algo! —meneó su mano para abanicarse pues le estaba dando un sofoco—. Si Michael quiere estar con una chica de color, con una india, una alemana, una rumana, una española o una italiana e incluso con cien más, me importa una mierda…

A ella su marido no la iba a tocar jamás. “Soy libre y eso es lo importante”, se dijo mientras releía el mensaje de Montgomery. Su corazón palpitaba volviendo a la vida. Parecía que hubiese despertado de un largo sueño, como lo hizo la Bella durmiente al ser besada por el príncipe, pero en lugar de cien cortos años habían pasado a ritmo de tortuga más de veinte…

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CAPÍTULO XVIII

 

 

Montgomery entró en su casa y examinó todo lo que le rodeaba: sus discos, el sofá con los cojines mullidos y en perfecto juego con la tapicería, el pequeño cuarto de baño y la mesita con restos de pizza y hamburguesas frente al televisor; recuerdo de la improvisada cena que compartió con Adam durante la madrugada.

Llamó a Hércules y éste no se hizo esperar: caminaba al tiempo que iba estirando su cuerpo; signo de haber estado todo el día sesteando sobre su cama. El animal demostró tener un hambre atroz a juzgar por el despliegue de arrumacos con que le obsequió. Cogió el paquete de comida premium que estaba sobre la nevera. Había sido un regalo de los policías por el buen trabajo que había hecho el minino salvando con su mordedura la vida del agente Adam. Mientras volcaba el pienso se le vino a la cabeza el nombre de Lucy West. ¿Y si el Jefe es Lucy? Sabía que le estaba ocultando otros pasajes de su vida que eran mucho más comprometidos. ¿Puede matar una mujer por celos enfermizos? ¿Machacar por amor la cabeza de un hombre que además era su tío? No, no —se dijo moviendo la cabeza—. No es un crimen propio de una mujer. Las mujeres envenenan o disparan pero no cogen una roca y destrozan un cráneo.

Le interrumpió en sus cavilaciones el gato que restregaba su cabeza contra su brazo. Será mejor que descansemos un poco, amigo. No quiero volver a ver el portátil en todo lo que queda de día porque me obsesionaré esperando la respuesta de Charlotte. Y mi cabeza debe de desconectar de todo para pensar mejor…

La cama estaba toda deshecha, con el edredón desparramado por el suelo y la almohada en los pies. No había vuelto al piso desde que salió por la mañana con los policías y los matones. Aquellos tipos no le preocupaban. Si los soltaban y volvían, estaba preparado para darles su merecido. Más bien debían de guardarse de él no fuera que se le volviera a escapar una bala, y esta vez no podrían castigarlo con

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expulsarlo de la policía. Alegaría defensa propia y como ya habían intentado asesinarlo, de cara a un posible juicio, nada malo podría pasarle.

Hércules que esa tarde tenía el pelo más negro azulado que nunca, se sentó sobre la cama esperando a que Montgomery se tumbara; de esa manera se acoplaría más cómodamente a la anatomía del detective. Era asombrosamente cariñoso ya  que en lugar de guardarle rencor por dejarlo todo el día solo, vivía para agradarle y recibirle cuando llegaba a casa; vaya a ser que lo devolviera al Central Park de donde salió.

—Echa a un lado, hombre —el gato emitió un pequeño lamento y obediente se puso en un extremo de la cama para no molestarlo. Al rato Montgomery roncaba a placer.

 

Llevaba un traje impecable: un maletín de cuero negro en su mano derecha y el pelo brillante y echado para atrás gracias al fijador que le daba un aspecto de hombre serio y profesional. Era elegante pero no tan carismático como su tío Richard y, con ese peinado aparentaba más años. Eso era lo que quería: impresionar a su interlocutor, dar la imagen de un hombre fuerte. Sabía que su hermano estaba perdiendo la vida en uno de sus locales. Se conocían de hacía tiempo pero solo se trataban para firmar documentos y contratos; nunca hubiese imaginado que tuviera que ir a su despacho de Gramercy Park por aquel motivo tan duro e incluso marginal.

Lo recibió con una amplia sonrisa.

—¿Cómo estás, abogado? Hace tiempo que no nos vemos.

—Bien, dentro de lo que cabe. Voy a ir al grano, vengo para pedirte ayuda.

—Habla y veremos qué puedo hacer…

—Mi hermano Tomy está enganchado a tu mierda. Todas las noches va a tu garito y vuelve al mediodía del día siguiente en un estado penoso. No está estudiando y apenas acude a las clases de la Universidad: vive solo para el Speedball.

—Mira, George. Ese chico ya es adulto y maneja dinero. No puedo hacer nada salvo prohibirle la entrada al local; aunque no hace falta entrar para conseguir la droga. Puede por ejemplo pagar a alguien para

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que se la compre. Así que… supongo que es algo más por lo que vienes; no eres tan buen hermano mayor.

—No me gusta que pienses así de mí, pero es verdad que no solo vengo a eso; necesito que pares a Tomy. Amenaza a mi hermana con contar a la prensa todas sus memorables escenas de enamorada con nuestro tío y a mí con descubrir mis tejemanejes en el tráfico de influencias y mis “asistencias” a políticos en el blanqueo de dinero y alzamiento de bienes.

—Bueno, George. Parece que tu hermanito es un buen bicho. Me gusta —esbozó una sonrisa llena de cinismo—. Ahora bien si te ayudo, ¿qué saco con ello?

—Que no diga que eres tú el que mató al negro que estuvo a punto de cargarse a William Perkins. ¿Qué te parece?

—No sé de dónde has sacado eso.

—Mi hermano me lo ha dicho. Se enteró a primera hora de la mañana cuando estaba en tu local. Buscaba a Power por todos lados y uno de tus matones le dijo que Brown y Harrison se lo habían llevado muerto anoche al Central Park. Corren rápido las noticias, ¿eh? No te extrañe que dentro de poco venga a por ti la policía.

—Tu hermano no volverá a pillar nada de nuestra mierda y no tienes de qué preocuparte: en cuanto a ti y a la puta de tu hermana… Su boca quedará cerrada. Puedes irte tranquilo.

—¡No le hagáis daño! Solo necesito que lo acojonéis un poco para que no abra el pico.  Si le ocurre algo malo juro que llamaré a la policía diciéndoles que te cargaste al negro. Y por cierto, mi hermana es todo lo que quieras menos puta. Como digas eso otra vez, te juro que te destrozo la cara.

—¡Ja, ja, ja! No he dicho nada que no sepas, joder. Pero no te preocupes, no repetiré más lo que he dicho de tu hermana. Y lo de Tomy, te prometo que solo será un susto. Mis chicos serán cuidadosos. Anda, vete ya… Me está dando coraje ver tu pelo repeinado y ese traje tan impoluto. Sabes que no me gusta que nadie vaya más elegante que yo.

 

Adam llegó a la comisaría muy temprano. Apenas se comenzaba a atisbar el fulgor del sol sobre el horizonte. La luz rojiza del alba se

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colaba por las ventanas de la comisaría. Se fue como acostumbraba a la máquina de café del pasillo y se lo tomó más rápido que nunca. Ni siquiera compartió un rato de charla con los compañeros. Fue directo al despacho del comisario: quería estar al tanto de lo que ocurría con los tipos que intentaron matar a Montgomery.

—Lo siento, la abogada no apareció en todo el día de ayer.

—Entonces, ¿el Jefe los ha dejado a su suerte?

—Sí, y eso es lo que hemos sacado de la llamada que hicieron por teléfono. El tipo colgó justo cuando íbamos a localizar dónde se encontraba. No quiere saber nada de sus matones.

Adam bajó la cabeza. Esperaba poder hablar con la pelirroja e incluso sonsacarla empleando su atractivo sexual. Ahora solo quedaba esperar que los tipos se cansaran de guardar silencio y cantaran; tenía que comunicarles su derecho a un abogado de oficio, pero procuraría prorrogar el momento de informarles sobre ese derecho. Su único instrumento de presión era que se sintieran abandonados.

Entró en el calabozo donde ambos dormitaban. Apoyados el uno sobre el otro; cuando escucharon el ruido de la puerta que se abría, se despertaron sobresaltados.

—¿Nos vamos?

—No, no podéis marcharos. Estamos averiguando sobre vuestros antecedentes y el intento de asesinato os puede dejar esperando en el calabozo hasta el día del juicio. Claro que…

—¿Claro que…? —repitió el de la pierna herida por el balazo.

—Que si nos comentáis quién os mandó al apartamento del detective, esta puerta se puede abrir de par en par esta misma mañana.

—¿Hoy mismo?

—Hoy.

El matón miró al compañero que negaba con la cabeza como la vez anterior. El tipo que tenía la pierna herida quería cantar su nombre. Sin embargo, estaba seguro de que si lo hacía, su compañero se lo chivaría al jefe para salvar su propio pellejo.

—No podemos —afirmó dudoso tras mirar de reojo la cara del otro

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matón.

—¿Aún seguís con esas? Pues nada, allá vosotros. ¡Hasta el día del juicio!

Entonces Adam cerró la puerta pesadamente; haciendo chirriar todos sus goznes y el enrejado para que sintieran la aprensión de seguir encerrados sin saber cuándo saldrían. A pesar de todo pronto terminaría aquél sufrimiento psicológico puesto que según la ley no podía tenerlos sin la asistencia de un abogado por más tiempo. No podía incurrir en una ilegalidad para conseguir el nombre del asesino de Power.

 

 

Lucy West se mesaba el pelo sentada en el Starbucks cercano a su casa en Tribeca. Cambiaba de posición sus piernas; cruzándolas primero la izquierda sobre la derecha, después la derecha sobre la izquierda. Se recolocaba la melena y miraba el reloj una y otra vez. Llevaba solo un cuarto de hora esperando a su hermano; pero se le estaba haciendo eterno. Quería saber si lograrían callar la boca a Tomy o por el contrario tendrían que enfrentarse a ser objeto de escarnio público en los programas de corazón de las cadenas más importantes de la televisión. Era una noticia muy apetecible: la sobrina enamorada del guionista oscarizado más famoso de todos los tiempos; enamorada a pesar de su consanguineidad. Y encima el morbo de que había tenido una muerte violenta que aún estaba por esclarecer. No había duda de que si saltaba la noticia sería objeto de chismorreos durante mucho tiempo.

Lucy seguía llorando su muerte; tan solo sonreía en los días que compraba compulsivamente en las tiendas super elitistas de la quinta avenida. George le quería presentar colegas suyos; bien de su despacho o bien excompañeros de facultad, pero a ella no le atraían los abogados: todos eran hombres encorsetados y aburridos como su hermano. Necesitaba la alegría y la improvisación de un hombre creativo y atractivo como fue Richard. A veces pensaba en el asesino. Si pudiera encontrárselo cara a cara no dudaría en machacarle la entrepierna con la misma crueldad con la que destrozaron la cabeza a su tío. Se sentó un tipo en su mesa; le sonrió mirándola con un descaro insolente.

—Me preguntaba qué hace una belleza como tú tan sola. Me he tomado la libertad de sentarme para compartir contigo este café.

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—¡Márchese! —gritó con ojos de espanto—. ¿Quiere que llame a la policía?

—No se ponga así. Es que no hay cosa que me gusta más que tomarme el café contemplando una obra de arte.

—¡Déjese de palabrería barata!

—Lucy, te conozco desde hace mucho —comenzó a tutearla.

Su cara cambió al oír su nombre. Aquel tipo comenzaba a asustarla. Debía de ser un salido que la había seguido a su casa y había leído su nombre en el buzón.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Soy compañero de Universidad de tu hermano Tomy. Te conozco de haberte visto un par de veces: la primera, cuando acompañaste a Tomy a matricularse y la segunda un día que lo recogiste con tu coche. Me hice amigo de tu hermano y le pregunté por ti. Me dijo que estabas soltera y sin compromiso y yo…

—¡Qué descaro! Cuando vea a Tomy se va a enterar.

—Bueno, ten mi tarjeta. Ah y quiero que sepas que en un futuro seré tan buen guionista como tu tío: Richard West. No sabes cómo lo idolatro.

A Lucy se le iluminó la cara al escuchar la última afirmación del muchacho. Quería ser como su tío… A pesar de que el chico era mucho más joven que ella; por un instante acarició la idea de que se convirtiera en su toy boy. En ese momento se lo imaginó agarrado de su brazo sonriendo a las cámaras de televisión en una entrega de premios. Él vestido de smoking junto a ella con un precioso vestido de Valentino por la alfombra roja de camino al Kodak Theather.

Su mirada tomó un brillo provocador que halagó al muchacho. Él le devolvió el gesto con una amplia sonrisa. El instante fue interrumpido por un hombre de pelo engominado y traje impoluto.

—Perdone, ya me voy —se levantó con rapidez atolondrada.

George lo miró de arriba abajo con desasosiego. Y volvió su cara hacia su hermana interrogándola sobre la procedencia del hombre; aunque ella no se apercibió de su presencia pues todavía estaba soñando despierta: volviéndose el sueño cada vez más húmedo y sexual.

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—Lucy… ¡Lucy! ¿Quién coño era ese tipo?

—¿¡Qué!? —volvió a la tierra.

—Que quién era ése que se acaba de levantar de tu mesa. Lo he visto desde la puerta y tomaba café contigo.

—Nadie, nadie.

—Bueno, me parece que es demasiado joven. Pero ya eres mayorcita. Tú sabrás lo que haces… Ahora vamos al grano; tengo que volver al despacho. Debes saber que ya no te tienes que preocupar por nada. Todo está hablado. Nuestro hermanito se llevará un susto y dejará de acosarnos con que va a hablar con Oprah. Además no va a volver a pillar droga en ningún local de la ciudad.

—Pero ahora lo va a pasar muy mal. Le entrará el mono —replicó Lucy preocupada.

—Le he buscado una clínica para que se desintoxique. Perderá el curso en Wesleyan, pero le devolveremos la salud. No te preocupes, allí van los hijos de los actores más importantes. A lo mejor pega el braguetazo de su vida conociendo a alguna niñita de papá descarriada.

Lucy abrazó a George. Aunque era demasiado serio y estricto; hacía a la perfección el papel de cabeza de familia.

—¡Gracias, George! No sabes cómo te agradezco lo que estás haciendo.

George miró la hora de su reloj y se levantó de la mesa con urgencia. Le dio un beso a Lucy a modo de despedida. Volvió a consultar su reloj: siempre iba así a todos lados. Era un esclavo del ejercicio de la abogacía.

 

Montgomery tenía en su libreta una especie de árbol de nombres y de conexiones. Tachaba y apuntaba conversaciones e ideas. Sus neuronas intentaban dilucidar nuevas vías en los casos de Elisabetta y Richard West.

Adam iba en el coche patrulla cuando vio a su amigo almorzando solo. Decidió ir a un descampado que conocía que se usaba como aparcamiento; aprovecharía para comer y charlar un rato con su amigo. No tardaría mucho en llegar. La distancia entre el descampado y el

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restaurante se salvaba en cinco minutos. Montgomery iba por el primer plato: una ensalada César.

Su mano tocó la espalda del detective que se sobresaltó saltando de su boca un trozo de lechuga y atún. Se volvió con gesto interrogante…

—Hola, Montgomery. Perdóname por el susto. Te he buscado en el apartamento. Tío eres un temerario. ¿Acaso no recuerdas que quieren liquidarte? Aquí estás… tan tranquilo, exhibiéndote en una terraza. Los matones siguen en la cárcel pero ese tipo debe de tener muchos más perros sobre tu rastro.

—¿Han cantado?

—No… y he usado todas las técnicas posibles. Tienen miedo, mucho miedo.

—Joder, mira mi libreta. Llevo toda la mañana intentando sacar algo en claro. Hasta he pensado que el caso West puede ser un asunto de celos extremos. Imagínate si Lucy quería tanto a su tío que decidiera matarlo para que la taquillera no pudiera disfrutar de su compañía. Y ese chico, Tomy. Un secundón de por vida. Si su tío siguiera vivo sus esperanzas como artista serían nulas a perpetuidad. ¿Y si la envidia le hizo acabar con Richard?

—El chico es grande podía haber agarrado esa piedra. Pero no sé… hubo demasiado ensañamiento. El cráneo había casi desaparecido. West se portó muy bien con sus sobrinos desde la muerte de sus padres. Fue un protector para ellos.

—Sé que Elisabetta es la clave: dos artistas, uno reconocidísimo; la otra anónima pero con posibilidades. Un guionista y una actriz. No sé, pero se complementan…

—Nosotros estamos hechos un lío en comisaría. Hay en juego un ascenso. Y noto cierta competitividad entre mis compañeros. Más de uno me delataría si supiera que te filtro lo que va llegando, ¿sabes?

—Me hago cargo, Adam.

Un coche oscuro, a gran velocidad, pasó por delante de la acera en la que debatían con entusiasmo bajo un sol cálido aunque no tan intenso como el del verano en Nueva York.

Un cañón asomó por el filo de la ventanilla. Y disparó varias veces

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sobre los dos. Ambos saltaron de sus sillas. Los restos de los platos cayeron en derredor. El pelo rubio de Adam, se puso pringado de mayonesa y a Montgomery se le quedaron pegados en la calva,  cuatro trozos de lechuga y una rodaja de tomate; dándole a la situación un matiz cómico-abstracto.

En el suelo donde estaban los dos tirados; se miraron. Adam tenía toda la razón: era demasiado osado exponerse en una terraza. La situación parecía sacada de un guión de Elmore Leonard. La diferencia estribaba en que los actores no corren peligro real y a ellos les había pasado una cortina de balas por encima de sus cabezas. Casi reptando se metieron en el local. La gente que presenció la escena había desaparecido.

Una vez dentro volvieron a mirarse y estuvieron callados un rato. Hasta que el policía recuperó la voz diciendo:

—Te lo dije, Montgomery, hay muchos perros sueltos…

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CAPÍTULO XIX

 

 

El aliento blanquecino emergía de las bocas de los transeúntes que se apresuraban por volver a sus casas. La noche era demasiado fría como para ir disfrutando del paseo. Las calles estaban desiertas; ofreciendo una imagen muy distinta a la acostumbrada en Nueva York. Tomy deambulaba con la mirada perdida, la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos. Acababa de estar en su local favorito y lo habían echado como si fuera un borracho. No lo entendía porque antes lo recibían como a un cliente VIP. Sobre todo su viejo amigo Power que ya no volvería a ver. No podía más: necesitaba un chute de Speedball en las venas. La mezcla de heroína con cocaína le ayudaba a estar bien. Iría a otro local que conocía de haber visitado un par de veces; aunque sabía que también era del mismo dueño.

Entonces se le pasó por la cabeza que quizás lo volvieran a echar. Parecía que estaban haciendo con él lo que hacen en los casinos con los ludópatas que están en la lista negra. Pensó que era muy extraño que le ocurriera una cosa así; pues en el negocio de la droga no ayudan a nadie a desengancharse. Lo que importa es traer el dinero que te piden. Y él desde que murió su tío, no paraba de darlo en cantidad.

Se plantó aparentando seguridad frente al matón que guardaba la puerta, pero al contrario de lo que esperaba lo dejó pasar; entonces se sonrió pues en su mente ya se estaba anticipando al placer y a la euforia que le produciría la dosis que le aguardaba al calor del local. Al fin la iba a conseguir. Era un encuentro tan esperado como el de un amante con su amada. Ya estaba sudando con profusión. Sus ojos buscaban con avidez al encargado del local. En lugar de encontrarlo, por atrás sintió un tirón muy fuerte hacia arriba: era un tipo albino de casi dos metros que con sus manazas lo estaba levantando del suelo.

—¡Vamos! —gritó.

—¿¡Qué hace!? ¡Maldito hijo de puta!

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—Cierra el pico si no quieres que te deje seco como a un conejo.

Entre el de las manazas de gigante y otro tipo, lo metieron en un callejón. Su respiración se volvió tan entrecortada que el humillo blanco del vaho saltaba de su boca zigzageando. Distinguió entre las sombras del callejón el rostro cuadrado de un tipo con nariz de boxeador. Su puño se había lanzado directo a su nariz de forma inexorable. Ahora ni veía, solo lograba escuchar las voces en derredor:

—Mira pollito. ¡Esto es un aviso! No queremos que vuelvas a nuestros locales. No habrá más Speedball para ti. Y no salgas de casa por un tiempo. Porque si volvemos a ver tu cara de mocoso drogata, la paliza será mortal. ¿Te enteras…? ¡Mortal!

—Pero si yo pago. No debo nada. ¿Queréis dinero? ¡Tengo mucho! —sacó varios billetes de cien dólares y se los tiró al de la cara de boxeador. El albino que lo había sacado del local como si fuera un saco de patatas, se agachó por detrás de su compañero metiéndoselos en el bolsillo con premura—. Entonces… —dijo dubitativo y ansioso—. ¿Me dais el Speedball o no?

Lo que le dieron fue una patada en la boca como propina. Su grito laceró la oscuridad del cielo que estaba apagado ante la ausencia de la luna.

—¡Vámonos! —gritó el boxeador al albino tras divisar la luz de un coche patrulla.

La patrulla paró justo en el lugar en el que se encontraba Tomy. La luz azulada incidió abrupta sobre sus ojos de los que solo se podía vislumbrar un atisbo de su brillo; apenas podía entreabrirlos por el cúmulo de sangre. Sintió una humedad pegajosa y un olor dulzón procedente de su boca que le hizo percatarse de su mal estado: tenía que haber perdido varios dientes. Una pareja de policías se apearon pistolas en mano. Por delante una mujer esbelta con cola de caballo; por detrás un hombre larguirucho, de nariz pronunciada y ojos asustados.

—¡Cuidado! Puede haber más personas escondidas ahí dentro.

—Déjeme adelantarla, agente Smith. Es mi obligación como hombre.

—¡Siempre con las mismas chorradas de machotes, joder! No importa el compañero que me toque. Aquí, ¿quién tiene experiencia?

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—Usted.

—¡Pues cállate!

Charlotte Smith había estado aguardando para hacer una redada en el local pegado al callejón junto al joven Jeremy; que al marcharse a fumarse un pitillo fuera del coche, pues estaba nervioso ante su primera experiencia en la calle, escuchó la pelea al pasar frente al callejón. Volvió al coche patrulla corriendo para avisar a la jefa. Lo siguiente fue el intento de capturar a aquellos dos maleantes que corrían como galgos de un canódromo. Tuvieron que desistir. Por eso habían decidido examinar el lugar que aquellos tipos acababan de abandonar; lo hicieron con unas linternas cuya luz blanca y potente iluminó de tal forma la calleja, que pareciera que se hubiese hecho de día.

Tomy aulló de dolor al incidir sobre él la luz. Entonces ambos haces se encontraron en su cara fundiéndose en uno; hiriéndole aún más.

—Por favor, ¡quiero seguir vivo! No me peguen —dijo Tomy con voz trémula y fatigada.

—Y este, ¿quién es?

—Vaya pregunta más absurda, Jeremy. Es la víctima de la pelea. A este pobre le han dado una buena paliza. Con seguridad, un ajuste de cuentas.

—¡Nooo!—farfulló—. Yo solo quería entrar en el local y de repente me han llevado hasta aquí.

—Por lo menos es capaz de hablar. Los golpes no le han afectado al cerebro. Parece muy joven… ¡Ay, chico! —exclamó—. Deberías de haber estado con tus padres y no por estos andurriales. En estos locales no solo hay mujeres, ¿sabes? Hay droga, mucha droga. Te lo dice una policía de la brigada antivicio de Nueva York. Han debido de confundir tu cara con la de alguien que debía pasta. Y esa gentuza primero ataca y luego pregunta.

—¡Pobre chaval! —exclamó el policía joven al contemplar los cuajarones de coágulos sanguinolentos—. Te llevaremos a comisaría para que pongas tu denuncia una vez te curen en el hospital.

En la ambulancia cuando le limpiaron la cara de sangre; Tomy no paraba de implorar con voz lastimera que avisaran a su hermano

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mayor. Pidió un móvil varias veces, pero nadie lo escuchaba. Lo único que hacían era colocarle cables por todos lados y hablar entre ellos. Estaba pasándolo francamente mal. Sabía que necesitaría la ayuda de George: tendría que olvidarse de su chantaje. Nada de hablar de sus prácticas de abogado corrupto. Y lo mismo con su hermana: ella tendría que cuidarle mientras estuviera en reposo. No podría salir en los programas de televisión contando los sentimientos románticos de ella hacia su tío, el gran guionista difunto.

Apenas podía respirar y, según uno de los que estaban allí, era porque tenía un par de costillas rotas. Seguía sin comprender lo que le había pasado. No debía dinero, no había buscado pelea y ni siquiera se había emborrachado o metido con alguna de las putas del local. Alguien había encargado aquel aviso y el cuerpo le tembló de pensar que en lugar de eso podrían haber encargado su asesinato. Un colombiano que conocía muy bien por ser empleado del local, le podía haber hecho la famosa corbata colombiana. La forma más salvaje que existe de matar a un hombre: te rajan la garganta y sacan la lengua en toda su extensión a modo de corbata. Y mientras te vas muriendo poco a poco viéndote convertido en un monstruo. ¡Joder, necesitaba ayuda!

El teléfono sonó en casa de George West. El abogado dormía en el sofá porque esperaba la llamada: había estado mucho rato en vela esperando la crónica de la paliza light encargada por él mismo para su hermano pequeño. No tenía muchos escrúpulos pero le entró un dolor de estómago fuerte al escuchar el teléfono.

“Espero que no se hayan pasado”, se dijo. Una gota de sudor frío hizo un suave deslizamiento por la pared de su frente en la que se había pronunciado una arruga de preocupación.

—Abogado, se ha efectuado el encargo.

—¿Cómo está?

—Bueno, quizás haya perdido algún diente; nada que no pueda remediar un buen dentista.

—Te juro que si le pasa algo malo…

—Dentro de poco te llamará gimoteando. Esa será la prueba.

De repente dejó de escuchar la voz de su interlocutor. Todo parecía indicar que le acababan de colgar con la última palabra en la boca.

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—¡Será mierda! Espero que sea verdad porque si no, si no… —apretó los puños con tanta fuerza que terminó clavándose sus propias uñas.

Cuando logró calmarse fue al piso de su hermana. Llamó a la puerta. Tuvo que pulsar el timbre varias veces. No le pareció extraño: a esas horas era lo más normal ya que estaría durmiendo. Tras cinco minutos plantado en la puerta se escuchó el sonido de unas llaves retirando los seguros.

—¿Qué pasa, George? ¿Para qué me despiertas a estas horas?

—Ya se ha efectuado el encargo.

—¡Dios mío! No creía que fueras capaz…

—Estábamos de acuerdo, ¿ahora te echas atrás?

—No —bajó la mirada—. ¿Qué sabes de él?

—Que está bien.

El móvil de George sonó con un eco que encogió el corazón de ambos hermanos. La mano de George comenzó a temblar manifestando el miedo a que la noticia fuera peor de la esperada y le hubiesen engañado.

—Buenas noches. Perdone que le molestemos a estas horas.

—Buenas, ¿quién es usted?

—Soy el doctor Johnson del Lenox Hill Hospital. ¿Usted es George West?

—Sí, el mismo.

—Su hermano pequeño está ingresado en nuestra UCI por contusiones múltiples, rotura de dos costillas y neumotórax.

—Pero, ¿cómo…?

—Una paliza. La policía hablará con usted sobre ello. Le hemos hecho una punción pleural para resolver el neumotórax. No hemos podido esperar a que usted nos firmara el consentimiento informado, espero que lo entienda: la vida de su hermano corría peligro.

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—Sí, por supuesto —su voz bajó de volumen por la culpa que estaba sintiendo—. Gracias por todo, doctor. Ahora mismo voy para allá.

—No hay de qué. Hágase la idea de que su hermano está lleno de tubos. No podía respirar debido al neumotórax y a las costillas rotas: lleva una mascarilla de oxígeno y varios sueros. Está consciente y se alegrará de verlo. Venga pronto. Adiós.

—Adiós —colgó. Su cara había adquirido un color blancuzco grisáceo.

—Dime, ¿qué le ha pasado? —el abogado se quedó callado. —Por favor, George. ¿Cómo está? Dime la verdad…

Lucy empezó a llorar a borbotones.

—Se pondrá bien… Aunque pasará unos días mal. Pero después nos lo agradecerá: no volverá a drogarse.

—No creo que eso sea lo único que te importe.

—Y a ti tampoco, ¿o es que te has olvidado? —su tono de voz ahora era más agresivo. Todo irá mejor a partir de ahora. Tú quédate tranquilita. Ahora que lo pienso, ¿por qué no te lías con el chaval que se sentó en tu mesa? Te vendría bien un buen meneo con un jovencito.

La mano de Lucy cogió impulso para acabar estampada en el lateral derecho de la cara del abogado que sorprendido, la miró mientras se tocaba la mejilla para que se le pasara el dolor. Lucy pensó que su hermano mayor era un desalmado; bromeando con su vida amorosa y jugando con la vida de su hermano Tomy. Quizás no era tan buena persona como siempre había creído y lo que quería no era ayudarla o protegerla, sino salvar su culo de ser acusado de corrupción. Ahora que lo pensaba George parecía haber sido el culpable de todas las desgracias que les estaban ocurriendo. Decidió que quizás esto también debía de incluir la primera: la muerte de su tío Richard.

—Bueno, me voy al hospital. Te has pasado con la bofetada.

—¡Márchate de una vez! Porque todavía recibes otra —los ojos de Lucy destilaban desengaño y miedo. ¿En qué clase de monstruos sin escrúpulos se habían convertido? Ambos eran unos egoístas.

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CAPÍTULO XX

 

 

Montgomery se dirigía hacia la comisaría. Ahora lo reconocían no por haber trabajado de agente sino por ser el hombre que había salvado la vida de Adam. Estaba bien que creyeran que su relación de amistad se había iniciado a partir de la lucha que tuvieron en su piso contra aquel par de matones. Necesitaba hablar en persona con su amigo para saber qué había averiguado de los tipos que les dispararon desde el coche y que les obligaron a reptar hasta estar a buen resguardo en el restaurante.

Adam estaba con un pie apoyado en la pared, con cara de preocupación, el pelo despeinado y con los ojos apagados por no haber dormido demasiado. Se comía una rosquilla y daba sorbos a un café solo, que a juzgar por la cantidad de humo que desprendía debía de estar ardiendo.

—Buenos días, Adam.

—¿Qué haces aquí? ¿Eres un inconsciente? No debes de venir a comisaría van a pensar que traemos algo entre manos. Y ya sabes que todos están pendientes de todos. El puto ascenso tiene la culpa.

—Perdóname pero no soy un inconsciente. Quiero saber si has averiguado algo de lo de ayer. Veo que tú tampoco has dormido mucho.

—¡Joder, Montgomery! Ayer no la palmamos de milagro. ¡Me cago en diez! Le he contado al comisario lo de nuestro encuentro fortuito y que al verte quise almorzar contigo ya que tengo mucho que agradecerte. Y que nos dispararon desde un coche.

—¿Y qué te dijo?

—Que eres un inconsciente. Que sabiendo que tienes a un mafioso de la droga detrás de tus pasos, no te puedes exponer tan tranquilo en

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la terraza de un restaurante. Y, ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Que tiene razón. Y además yo también estoy loco sentándome contigo con toda tranquilidad.

—Adam, ¿has averiguado quiénes son?

—Me llegué al Show Girls anoche…

—Es verdad que tú también estás loco —interrumpió.

—Déjame que te cuente… Unos tipos que querían pillar Speedball me dijeron por unos pavos que hay unos matones amigos suyos que te están siguiendo por turnos. Son tres secuaces del Jefe. Ayer dieron la orden de quitarte de en medio de una vez por todas. Además, con una buena compensación: salieron a cazarte.

—Me da igual. No tengo miedo.

—¡Todos tenemos miedo a salir ahí fuera y no volver! —dijo señalando a la puerta de la calle.

—Tienes razón. A veces me hago el valiente y yo mismo me lo creo.

—Pues que sepas que no quiero un amigo-héroe fallecido; prefiero un amigo prudente y vivo. Así que a partir de ahora, ya no podrás quedarte solo: soy tu sombra. El comisario me ha asignado tu caso. Me ha dicho que si tengo que ir a cagar contigo pues a cagar que vaya. Y te juro que así lo haré.

—¡Exagerado! Con que me acompañes a la calle ya es bastante.

—Te dije que te protegería cuando mataron a John Power, ¿no? Mira lo que nos pasó por relajarnos.

—Hablando de cagar… ¿Me quieres acompañar?

—¡Joder, Montgomery! Estamos en comisaría aquí no hará falta. Pero si quieres que vaya, voy…

Montgomery tocó el hombro de Adam con afecto. Se estaba dando cuenta que nunca antes había tenido un amigo como él. Suspiró y se alejó con prisas. Chocó con una prostituta que acababan de traer de

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alguna calle del extrarradio. Bueno con la mujer no, más bien con su delantera que era lo primero que se veía de ella.

—Si quieres en cuanto me suelten nos vemos, marinero. —le guiñó un ojo.

—Perdona, tengo prisa —aprovechó para dar una rápida ojeada a su canalillo y desapareció tras la puerta del aseo de caballeros.

 

Adam continuó en la misma postura con la que se encontró a Montgomery: apoyado en la pared con el donuts y el café solo del que ya apenas quedaba un par de sorbos. Lo esperaría pacientemente para irse con él dondequiera que necesitara ir esa mañana. Por la puerta de la comisaría había un continuo trasiego de personas: las que iban a poner denuncias y las que trabajaban allí; se ponían en cola para pasar por el arco de seguridad de la puerta. Pasó un hombre con una muleta y con una pierna escayolada. A Adam se le pasó por la cabeza lo fácil que sería entrar una pistola o una bomba llevando una simple muleta: el arco pitaría. El agente pensaría que era solo por la muleta y nadie sospecharía nada. El vello se le erizó...

Mirando las caras que se iban sucediendo: unas serias, otras cabizbajas y tristes, adormecidas o risueñas; impactó de repente contra los ojos almendrados y brillantes de Charlotte Smith que al reconocerlo, esbozó una sonrisa amplia y sincera. Se mesó la melena como ritual de rutinaria coquetería, y se dirigió hacia la máquina de café. “Tenía buen gusto, Peter”. Cuerpo con curvas todas bien colocadas y torneadas, cintura pequeña, pelo largo ondulado y unos dientes perfectos y perlados demasiado nuevos para la edad que debía de tener. Sabía que ella era mayor que él y también conocía que estaba casada con un conductor de autobús escolar y que tenía dos hijas guapísimas, una de las cuales ya había sido madre. Pero si no fuera porque su amigo le había contado desde su reencuentro a partir del caso del guionista, que vivía por respirar el aire que respiraba Charlotte, él ya hubiera hecho alguna intentona. Anteriormente que apareciera Montgomery en su vida, no se le había pasado por la cabeza porque estaba demasiado ocupado con las chicas de administración y de balística. El caso era que se había dado cuenta de golpe que la madurez de Charlotte era esplendorosa. Estaba tan guapa que parecía que no pisaba ni el suelo.

—Buenos días, Adam.

Se había quedado como un panoli contemplando cómo llegaba.

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—¡Adam, Adam! ¿Te pasa algo?

—No, perdóname. Estaba en mis cosas.

Mientras Montgomery hacía uso del servicio él estaba allí charlando con la agente Smith. Sonaba paradójico, pero así es la vida. El pobre no coincidía con ella ni a tiros. Lo hizo aquella vez en la moto pero con el casco ni la reconoció. Sin querer se relamió mirando sus caderas. ¡Sí señor, un trasero en su sitio!

—Adam, ¿me estás prestando atención?

—Sí, sí.

—Hay algo que creo que es importante para el caso West y que me pasó ayer. ¿Te lo cuento?

—Dime.

—El hermano menor de los West recibió una paliza en un callejón cercano a un club donde hemos hecho más de una redada de Speedball. Él dice que solo entró por las prostitutas, pero sus ojos enrojecidos y el temblor de sus manos indican lo contrario.

—Un ajuste de cuentas… Eso no tiene gran cosa que ver con el caso.

—Aún no lo sabemos. Posiblemente no tenga que ver. Nos extraña que sea una deuda de dinero. Porque el chico es millonario. Ahora que ha heredado no puede tener problemas para pagar; aunque se hubiese comprado todo el Speedball de Nueva York.

—¿Y dónde está el chico? Tendrá que poner una denuncia.

—Está en el hospital. Cuando salga vendrá con su hermano mayor, el abogado. O bien vendrá solo el abogado y él firmará la denuncia.

— Sí, George West; lo conozco. Fue el hombre con el que hablamos para informarle del asesinato del guionista, Richard West.

—Esta familia no levanta cabeza.

—¿Sabes con quién estaba antes de que llegaras?

—¿Con quién?

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—Con el detective Montgomery.

—¿Peter? —las mejillas se le arrebolaron como las de una quinceañera que consigue darle un beso a su ídolo.

—Sí, el mismo.

—Entonces me esperaré. Quisiera saludarlo. No le veo desde…

—¿Desde la academia?

—¡Exacto! Me gustaría saber cómo está. Cómo le ha ido la vida. En fin… “Disimula Charlotte, que se nota mucho que estás loca por verlo”, pensó.

En ese momento apareció Jeremy diciéndole que el comisario quería que fueran a su despacho para que le informaran sobre lo acontecido en la pelea nocturna del callejón. Lo que suponía que no podría ver a Peter; a su amigo de juventud.

—¿No podemos ir un poco más tarde?

—¿Qué le ocurre jefa? Es la primera vez que quiere hacer esperar al comisario.

—Nada, nada. Vamos… Hasta luego, Adam. En otra ocasión será.

—Adiós.

“¡Joder, Montgomery! Parece que el destino está luchando contra los dos…” —se dijo.

Montgomery se colocaba bien los pantalones, y salía de los servicios con cara sudorosa y blanquecina. Al llegar a una esquina que daba con el corredor se encontró de frente con Charlotte Smith que iba hablando con un chico joven. Movía las manos con amplitud. No paraba de sonreír. Al detective se le desvió la mirada hacia sus labios, que eran tan rojos y frescos como lo fueron antaño; desprendían la sensualidad de las actrices de la época dorada del cine. Al darse cuenta de que la mirada de ella iba a cruzarse con la suya; decidió volver la cara hacia la pared.

“No, no quiero que me vea. Soy un espantajo”, se dijo. El corazón se le puso a galope y comenzó a sudar con profusión por las axilas. La visión de una pared verde grisácea era triste y deslucida en comparación. El valor del que tanto había presumido con Adam se

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había quedado en nada. Tenía la certeza de que si se veían todo se iría a la mierda. Ella se decepcionaría esperando encontrar al Peter del pasado y él se llevaría el palo de su vida al tener el rechazo de la única mujer que de verdad había querido…

Charlotte volvió la cabeza hacia atrás intentando ver al hombre que acababa de sobrepasar en el pasillo. Estaba intrigada puesto que en el justo momento de cruzarse con él había vuelto la cara hacia la pared; algo sumamente extraño. No sabía qué tenía pero sintió que se habían visto antes, que le era familiar y que se conocían de mucho tiempo.

—¿Sabes, Jeremy? Acabo de ver a un hombre que creo conocer de toda la vida.

—Está muy rara hoy, jefa. ¿Por qué no le ha preguntado quién es?

—Porque no podemos perder el tiempo. ¿Recuerdas que nos espera el comisario?

Charlotte no quería dar más explicaciones a su subordinado. Se puso esquiva y un tanto arrogante. No tenía que haber dicho nada: cualquier demostración de debilidad hacía que los pipiolos se te subieran a la chepa.

Adam y Montgomery se reencontraron. Esta vez Adam ya no estaba junto a la máquina de café sino sentado en una pequeña sala de espera dispuesta para que los ciudadanos aguardaran su turno a la hora de poner las denuncias.

— ¡Ah, estás ahí!

—Me cansé de esperar. No sé pero a juzgar por el tiempo que ha pasado y por tu cara debes de haber plantado un buen pino.

—No, no tampoco tanto —respondió Montgomery con apuro—. Es que he visto a Charlotte.

El silencio se hizo entre los dos. Adam estaba a la espera de que Montgomery continuara con la historia del encuentro.

—Y no, no he podido hablar con ella. Soy un cobarde, Adam. No me importa jugarme el pellejo en una calle frente a un grupo de matones que disparan desde un coche, pero soy incapaz de enfrentarme a Charlotte.

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—Mira Montgomery. A ver si espabilas…

—No entiendo.

—Que como no te pongas las pilas, yo mismo te la voy a quitar.

—Pero si está casada.

—Eso no es ningún impedimento, Montgomery. Dime qué te pasa. ¿Por qué no la has saludado?

—Tengo miedo. Y por favor no me humilles más: ya sabes por qué.

—Ese es tu problema. No crees en ti; no tienes autoestima. Pues no lo olvides… si no soy yo será otro el que te la quite.

Montgomery se quedó un rato pensativo. Sin embargo, Adam no permitió que divagara mucho en sus pensamientos porque irrumpió en ellos preguntándole adónde iban a ir. Él le miró incrédulo. Su amigo aún no lo conocía lo bastante: lo que quería era continuar con el caso. Lo siguiente, era claro: ver a Tomy en el hospital y preguntarle sobre la soberana paliza que le propinaron. “Pondría incluso la mano en el fuego que los tipos eran los mismos que nos encañonaron desde el coche”, pensó.

Salieron de la comisaría a paso vivo. Montgomery con un sombrero sobado similar al de Humphrey Bogart en Casablanca, una anticuada gabardina a lo Colombo y un bigotito que se había dejado crecer en los últimos días: adosado sobre su labio superior y que era tan feo como ahora mismo se sentía él. Adam estaba vestido de paisano. Con una americana de buen paño y unos jeans ajustados. Las mujeres se lo comieron con la vista al pasar. Si no fuera porque eran amigos hubiese sentido un odio ancestral debido a la envidia.

El hospital estaba cerca, les llevaría pocos minutos llegar a pesar del tráfico; de la radio del coche de Adam emergió una voz femenina que les sobresaltó por lo inesperada: había un accidente grave dos calles más adelante.

—Nos meteremos por la circunvalación. Gracias por avisar, ¿Alice?

—Sí, la misma. No hay de qué, agente Adam. Encantada de ayudarle.

“Seguramente ésta también es una de sus conquistas. El tono de

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voz la delata”, pensó el detective.

El Lenox Hill Hospital era un lugar ya familiar para Peter; había estado allí hacía muy poco interrogando al escritor William Perkins. Desconocía si éste habría salido o no del hospital. Se interesaría por él aprovechando que se encontraba allí. Aunque su principal objetivo era hablar con Tomy. Saber cuál fue el motivo de la pelea. Si fue una trifulca que se buscó por su carácter problemático de joven ricachón inmaduro o bien fue algo que se escapaba de sus manos.

Nada más entrar vio a la enfermera García: la negra dominicana rolliza que trabajaba en el mostrador de admisiones. Ella respondió mirándolo con el ceño fruncido marcándosele tres rayas en el entrecejo.

—¿No se acuerda de mí, enfermera García?

—Pues… no.

—Peter Montgomery, detective. A mí en cambio no se me olvidará esa voz tan aterciopelada y dulce.

En ese momento la enfermera recordó ese mismo piropo que Montgomery le dijo la otra vez cuando le preguntó por el famoso escritor accidentado.

—Perdóneme, señor Montgomery. Por aquí pasan muchas personas todos los días. ¿Qué es lo que desea?

—Verá, quiero saber en qué habitación está un enfermo. Su nombre es Tomy West. Ingresó anoche.

—¿Es familiar? —preguntó tras comprobar el nombre en el ordenador.

—No, pero su hermano mayor es mi cliente y estoy seguro que necesitará de mi trabajo para averiguar quién le dio la paliza.

—Llamaré al Sr. West para saber si quiere que le deje pasar. ¿Algo más?

—Sí, me gustaría saber si el paciente que visité ha salido de aquí.

—Acabo de recordar que vino a hablar con el escritor William Perkins. Me temo que no podrá verlo pues le dieron el alta hace dos días. De todos modos tendrá que guardar reposo en casa. Entre el accidente y el intento de asesinato, su cuerpo se le ha quedado muy

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resentido.

—¿Y sabe dónde ha ido a descansar?

—Esa información no la tengo. Lo siento mucho. Supongo que a su residencia habitual… Y por curiosidad —dijo con mirada pícara—, ¿quién es ése rubio que lo acompaña? ¿Su guardaespaldas?

—Sí, podría decirse que sí.

La enfermera llamó por teléfono: estaba hablando con George. Montgomery se impacientaba. Al principio se puso ceñuda. Parecía que al abogado no le había hecho mucha gracia la noticia de su llegada al hospital. Unos segundos después la cara de la enfermera cambió a una pose más risueña. Parecía que al final podrían entrar a verlo.

—Sr. Montgomery —le llamó.

—¡Dígame, señorita!

—El Sr. West dice que bajará a la cafetería. Por lo visto no desea que el paciente sea molestado.

Montgomery miró a Adam. La decepción se notaba en la cara del detective. Adam le sonrió; por su expresión Montgomery supo que a él no le extrañaba en absoluto que no les dejaran pasar. Se fueron a la cafetería; eran casi las doce de la mañana. Ambos sintieron hambre. Había una plancha llena de hamburguesas cuyos efluvios llenaban la sala. Era una tortura permanecer allí sin ingerir bocado. El policía quería pedir algo. Montgomery le agarró el brazo para que no se levantara. No deseaba ni una distracción en su entrevista con George West. Y los dos debían de estar más que atentos a la cara del abogado en lugar de a darle tientos a una hamburguesa grande y grasienta.

Tras más de media hora esperando, por fin hizo aparición. Iba tan trajeado como siempre. La cara la tenía con un rictus rígido que impedía saber si se sentía triste, preocupado o una mezcla de ambas cosas. La mano del abogado se presentó enérgica ofreciéndose para estrecharse contra la mano de Montgomery y luego con la de Adam que se quedó perturbado por la fuerza con la que le dio el apretón.

—Este es el sargento Adam —dijo Montgomery al ver la cara interrogante del letrado.

—¿Un policía? Me niego a hablar delante de un policía.

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—No tiene nada de especial. Él está aquí para cuidar de mí. Estoy en el punto de mira de un capo de la droga.

—Pero puede retirarse —insistió.

A Montgomery le pareció una tontería que su compañero se tuviese que sentar dos mesas más alejadas para no escuchar una conversación cuya información ya conocería punto por punto; pues la agente Smith le habría comentado todo los pormenores de lo pasado la noche anterior. Sin embargo, no olvidaba que George West era su cliente. Y que dentro de poco le tendría que pagar sus honorarios del mes. Así que le hizo un gesto a Adam y éste se fue directamente a la barra a pedir una hamburguesa XXL con la que saciar su apetito contenido.

—Bueno, ahora estamos solos. ¿Qué ha pasado, George?

—Mi hermano ha sufrido el ataque de un par de energúmenos.

—¿Por qué? —su tono de voz ahora era intimidante.

—¡Joder, yo qué sé! ¿Por qué me pregunta? Eso le toca a usted descubrirlo.

—Mire, sé que su hermano fue hallado con claros síntomas de tener “el mono”. Tengo información y sé también que los tipos trabajaban para el Jefe.

—¿Quién le ha dicho eso? —las manos del abogado comenzaron a temblar.

—Eso no se lo puedo decir, George.

Le había dicho una mentira para sacarle una verdad. Algo que el abogado le acababa de confirmar con su insistencia en saber quién le había informado y en su sospechoso nerviosismo. West dio un puñetazo sobre la mesa; quedándose la cafetería paralizada. La gente que iba y venía con sus bandejas se congeló como en las películas en las que por un simple chasquido del protagonista, se detiene el tiempo.

—No sé qué coño se propone, detective. Pero tengo en la UVI a mi hermano pequeño con dos costillas partidas y la cara machacada. Solo quiero que pille al cabrón que le ha hecho esto, ¿me comprende?

—No se preocupe. A mí no se me escapa nada y a ése policía que está ahora mismo comiéndose una hamburguesa enorme enriquecida

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en colesterol, tampoco se le engaña con facilidad.

Los ojos de George miraron al fondo de la cafetería. Tenía el pulso acelerado. La conciencia no le dejaba tranquilo. Sintió miedo de ser descubierto. Si Montgomery supiera… Encima no podría evitar que se averiguara que su hermano era un drogata. Aunque ahora que lo pensaba quizás era incluso mejor que lo relacionaran con un ajuste de cuentas por drogas.

—Mire Montgomery… Estamos pasándolo francamente mal mi hermana y yo. El chico lleva tiempo enganchado al Speedball y desde que maneja más dinero ha empeorado. Cuando salgamos del hospital le voy a llevar a desintoxicarse a una clínica.

—Me alegra que llame las cosas por su nombre. Tendrá que llevarlo una vez la policía hable con él y pongáis la denuncia. Él tiene que contar lo que pasó. Podría tener relación con el caso de su tío.

—Pero, ¿cómo?

—En todas partes hay un nombre que se repite. Es el Jefe. ¿Quién me dice a mí que no hay algo más detrás de esa paliza callejera?

El abogado se levantó de forma inesperada; quería cortar la conversación. Le dio la mano al detective con más fuerza aún que antes hizo con el policía. Miró su reloj durante varios segundos indicándole con el gesto que ya le había dedicado demasiado tiempo. Se despidió del policía. Acababa de pillarlo mientras se parapetaba para mirarles tras la carta dónde estaban fotografiados los platos que se podían tomar en el restaurante del hospital.

Montgomery se sentó junto a su amigo. No hacía falta que le contara la conversación a juzgar por la cara de Adam. Las manos del abogado habían temblado demasiado. Los aspavientos teatralizados como el puñetazo en la mesa lo contaban todo: George West sabía más de lo que parecía. Lo peor era que se hiciera el inocente. Hacerse el ingenuo en estos casos es lo que te puede hacer a ojos de un policía y de un detective más culpable.

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CAPÍTULO XXI

 

 

Tras terminar de almorzar Adam se levantó para pagar la cuenta. Le devolvieron medio dólar. Se dio la vuelta y se tocó el estómago; notaba cierta pesadez. Esta vez la culpa no era de la calidad de la carne sino de su voracidad. Se dirigió hacia dónde permanecía sentado Montgomery mientras jugueteaba lanzando una moneda con la cara de Kennedy.

—¿Y ahora qué, Montgomery…?

—Ahora voy a hacer una llamada telefónica.

—Y qué te parece si llamamos por teléfono en la tranquilidad de tu apartamento. No sabes lo cansado que es estar con un ojo aquí y el otro dando vueltas por todo el perímetro que nos rodea.

El camino hacia el apartamento fue desolador para la moral del detective ya que pudo ser testigo de cómo en cada semáforo que paraban, las mujeres volvían la vista para contemplar el rostro apolíneo del policía rubio. Se sentía como si estuviera de copiloto en un coche llevado por Brad Pitt. Ahora una mujer les lanzaba un beso. Bueno, el claro destinatario era Adam; encima fue un beso sonoro desde un cab amarillo. Su compañero sonreía a discreción. Se le veía feliz…

—Debe de ser estupendo vivir esto todos los días de tu vida —se dijo en voz baja el detective un tanto resentido.

—Esto, ¿el qué?

Su subconsciente le había traicionado y ahora no tenía otra que responder.

—Pues ya sabes… Llamar la atención de todas las féminas. Yo solo consigo la atención de las putas. Quizás porque me ven cara de

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necesitado. Y a veces ni eso…

—Es tu aptitud, Montgomery. Vas de feo por la vida. Y las mujeres huelen tu desesperación. Eso es lo que las ahuyenta.

—Anda, cállate y mira a la carretera. Tengo espejo, Adam —Montgomery contempló con tristeza su cara en el retrovisor del coche—. Unos nacen como Apolos y otros nacen como sátiros deformes.

Siguieron discutiendo. Adam que siempre había sido un optimista apoyaba que lo importante era la autoestima y Montgomery que tenía los pies más en el suelo y también se caracterizaba por ser pesimista de nacimiento, decía que el aspecto físico lo puede todo. 

En el portal del bloque de apartamentos se encontraron con el chico de la limpieza que fregaba a la vez que tarareaba “Black or White”.

—¿Cómo va la mañana, chico? ¿Has visto alguien merodeando por aquí?

—La mañana va bien. Como siempre, intentando distraer la cabeza escuchando a Michael. Y no, señor Montgomery. No he visto a nadie raro husmeando. Oh, ¡¿ése de ahí es un policía?! ¿Verdad?

—Sí, es mi escolta. El sargento Adam.

El muchacho le extendió la mano con cara de admiración.

Policía y detective entraron en el ascensor y se despidieron del muchacho de la limpieza al tiempo que poco a poco las puertas del ascensor se cerraban. Al llegar a la planta de Montgomery escucharon el lamento desgarrado de Hércules. El detective abrió la puerta del apartamento sabiendo que el animal estaría justo detrás de ésta. Intentaba penetrar en su casa pero apenas podía andar, ya que el gato se le enredaba entre sus piernas; sin hacer siquiera caso de la presencia de Adam.

—Tendrás que darle de comer antes de hacer la llamada.

—Sí, pobre debe de estar hambriento. Se pasa muchas horas solo.

—Si fuera un perro podrías llevarlo contigo, pero un gato… Es que es una mascota para maricones.

—¡Joder, Adam! No seas tan homófobo. Y un gato es una mascota

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para toda persona que quiera tener compañía.

Montgomery abrió una lata de bocaditos de buey.  El felino se puso de pie junto a sus piernas impaciente.

—¿Y a quién vas a llamar?

—A William Perkins, el escritor al que el difunto Power intentó darle matarile.

Adam se sentó en el sofá del salón con las piernas apoyadas sobre la mesa; también quería escuchar la conversación telefónica. El teléfono estaba en el suelo bajo una novela policíaca abandonada por Peter el día en el que entraron en casa la pareja de asesinos. Montgomery se agachó refunfuñando para cogerlo. Se tocó las lumbares mientras se enderezaba entre lamentaciones.

—Ahora el problema es el número.

—¿Cómo? ¿No lo sabes?

—Pues no. Yo le di mi tarjeta al escritor pero él al estar en el hospital, no me dio la suya. Le llamé cuando estaba en Madrid, pero ha tenido que cambiar de número de teléfono pues un contestador me dice que el número ya no existe.

Adam le pidió el portátil al detective. Y empezó a buscar en internet: googleó el nombre de William Perkins. Luego buscó el título de su última novela: “La muerte acecha tras la puerta” y en una reseña del New York Times consiguió el nombre de la editorial.

—Ya tengo la editorial. Está en Madrid.

—¿Y ahora?

—Ahora pongo en el buscador las palabras: editor de editorial La mirada de Sherlock. ¡Voilá! Aquí está: el editor se llama José Ramírez González y al ladito del nombre viene su teléfono fijo y su móvil —dijo señalándolo en la pantalla.

Adam marcó el número del teléfono móvil. La reacción al otro lado de la línea los sorprendió. La voz irrumpió en el salón fuerte al tiempo que agresiva: habían puesto el manos libres.

—¿¡Quién es a estas horas!? Mañana tengo que ir a trabajar, ¿sabe?

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Ambos se quedaron callados. No habían tenido en cuenta la diferencia horaria.

—Quién coño llama… ¡Contesteee! ¡Un loco, es un loco! Sí, eso debe ser.

—Sorry, sorry!

—Y encima de cachondeo. Hablándome en inglés, el tío.

—Señor Ramírez, por favor. No cuelgue. Perdóneme por llamarle a estas horas. No he calculado la diferencia horaria —dijo Montgomery en un español con acento mejicano producto de sus excursiones a la Baja California.

—¿Qué quiere? ¿Y quién es?

Montgomery empleó sus mejores formas para convencer al editor de que no se trataba de una broma. Después de un rato escuchando el tono de voz del hombre se hizo algo más distendido. No habían calculado la hora que sería en España; pero estaba claro, por la reacción que tuvo, que debían de haberlo pillado en mitad de la fase REM.

Entre bostezos les dio el teléfono de Perkins. Y pidió al detective que si tenía que volver a llamar que por favor lo hiciera en una hora decente. Supieron de Perkins que vivía en Texas en una localidad llamada Crawford; más conocida por ser donde se localiza el rancho tejano de George Bush hijo. Según el editor, Perkins tenía que recuperarse y estar al cien por cien cuanto antes pues la editorial tenía un contrato con él para que su nuevo manuscrito fuera entregado a final de año.

Adam sintió que la vida de un escritor no era tan ideal como la televisión y otros medios hacen parecer. El estrés de crear obras como si fueran rosquillas y superarse cada vez más podría ser por lo que muchos de ellos entran en depresión, alcanzan la locura e incluso acaban en el suicidio. Montgomery marcó el número de Perkins y esperó. Las llamadas se agotaban. Al ver que éste no tenía suerte; marcó el policía. Y las llamadas volvieron a agotarse. Montgomery volvió a marcar. Esta vez al quinto tono lo cogió una mujer de voz gruesa.

—Residencia del señor Perkins, ¿dígame?

—¿Con quién hablo?

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—Bueno, eso lo debo de preguntar yo. ¿No le parece?

—Soy Peter Montgomery, de Nueva York. El señor Perkins me conoce.

—Aguarde.

Adam quiso saber quién cogió el teléfono. El detective le dijo que debía de ser la criada o una enfermera con muy malas pulgas. Mientras esperaba a que se pusiera el escritor al teléfono, el detective cogió un papel y se dedicó a hacer una caricatura de Adam que terminó rápido y acabó ornamentando, con dibujos garabateados de barquitos, gatos, estrellas y un bello perfil de mujer.

—Al habla William Perkins.

—Buenas tardes señor Perkins. Soy el detective Montgomery.

—No me suena su nombre pero de todos modos, ¿qué desea?

—¿Se ha olvidado de mi nombre? —puede pasar es un hombre convaleciente que ha estado en coma, pensó—. Me gustaría conocer la información de lo que me iba a decir justo antes de que atentaran contra su vida.

—Pues no sé lo que le iba a decir… Ni siquiera sé quién es usted.

—¿Qué no sabe quién soy? ¿No se acuerda que tuvo el accidente la misma tarde que quedó para entrevistarse conmigo?

—Perdóneme pero no me acuerdo ni de su cara.

A Montgomery le faltó llorar. Por más datos que le daba de él. El escritor parecía que no lo ubicaba. Ni siquiera se acordaba de lo que quería decirle sobre la mujer que vio en Madrid en la Gran Vía. Nada absolutamente. Adam miraba suspicaz. ¿No recordaba o no le interesaba recordar? ¿Y si estaba amenazado?

—¿Me podría poner con su enfermera?

—Claro.

A los cinco minutos volvió a escuchar la voz grave de la señora de mal genio.

—Me gustaría saber si al señor Perkins le han quedado secuelas

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del ataque que sufrió en el hospital.

—Como sabe ha estado en coma. Según el informe estuvo un tiempo sin oxígeno cuando quisieron asfixiarlo. Tiene pérdidas de memoria si es a lo que se refiere.

—Pero sabe que él es un escritor famoso, ¿no?

—Sí, por supuesto. Ha perdido la memoria pero no ha olvidado las cosas más importantes. ¿Quería saber algo más?

—No, eso es todo. Muchas gracias.

Perkins se puso de nuevo al teléfono para despedirse. El detective le dijo que tendrían que volverse a ver en Nueva York. Al contrario de lo que esperaba, el escritor no puso ninguna objeción y se mostró cordial e incluso alegre ante la posibilidad de volver a viajar a la ciudad de los rascacielos: sin duda tenía que haber olvidado que allí por muy poco no pierde la vida.

Adam que había escuchado casi toda la conversación, le pidió al detective que le narrara todo lo que acababan de hablar. Era lamentable que no se acordara de nada. Montgomery quería tirarse de los pelos pero como no podía; comenzó a comerse las uñas. Esperaba averiguar quién era la mujer que debía ser importante para el caso; ya que Perkins le llamó solo para hablarle de ese detalle y justo en ese fatídico momento, irrumpieron las manazas de Power sobre su cuello. Ahora con la amnesia no hay nada que hacer.

 

George West se mesaba el pelo engominado mientras aguardaba en la puerta de su hermana. Tras darle un par de veces al timbre se abrió. Pero en lugar de Lucy apareció un chico joven que llevaba una toalla blanca enrollada en la cintura; con un torso musculoso por el que se dibujaba el rastro de unas gotas de agua cayendo.

—¿Quién eres? —preguntó sorprendido.

—¿Y quién es usted?

Lucy apareció en albornoz, por detrás del chico, sonriendo; no sabía que en la puerta de la casa estaba su hermano. Si lo hubiera intuido no habría salido. Era obvio que el chico era el amante o novio de Lucy. George se quedó cortado sin saber si mirar al techo o irse sin más. Sin embargo, fue ella la que inició la conversación:

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—¿Qué ocurre, George?

—Venía a hablar contigo pero ya veo que estás ocupada.

—No, no estoy ocupada. Él se marchaba ya.

—¿Me marchaba? —Lucy hizo un gesto afirmativo para que cogiera la indirecta—. Sí, es verdad. Ya me marchaba.

En cinco minutos el chico estaba vestido y bajando las escaleras. El abogado se apoyó en el quicio de la puerta de Lucy y sonrió. Acababa de darse cuenta que el chico era el mismo que se había sentado con Lucy en el Starbucks. Parecía que su hermana había hecho caso de su consejo. Ahora ella estaría más relajada y las cosas irían mejor.

—Vengo para decirte que hablé con Montgomery.

—¿Y bien…?

—Montgomery está investigando junto a un policía. Ambos relacionan lo de Tomy con el Jefe. Lo que temo es…

—Que tiren del hilo y den contigo, ¿no es así?

—Hablas como si yo estuviera solo en este barco.

—No te preocupes. Por tu experiencia debes saber que cuanto más molesto demuestres que estás mayor es la posibilidad que te relacionen con el caso. Por ahora compórtate delante de ellos como un hermano indignado.

—Tienes razón. Así lo haré.

—Supongo que eso es lo único que temes, ¿no?

—No sé qué quieres decir —su mirada se oscureció.

—Yo me entiendo hermanito. Por cierto, gracias por tus consejos. Al final me han venido bien.

Lucy dijo esto último con cara de desprecio. Sin previo aviso y sin mediar palabra alguna de despedida, cerró la puerta; quedándose el abogado solo en la oscuridad del pasillo.

Ahora estaba serio y enfadado con Lucy: ni siquiera le había dicho

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adiós. Había cerrado sin más. Lo dejó con la palabra en la boca sin poder ejercer su derecho a réplica. Miró al techo en un punto en el vacío. Estaba petrificado por la pregunta que le acababa de hacer Lucy:

“Eso es lo único que temes, ¿no?”

 

El día había terminado bastante tarde para Charlotte. El caso West se había quedado estancado y la paliza al sobrino fue un acicate para que el comisario la tuviera toda la mañana y parte del mediodía narrando los hechos junto a su subordinado, Jeremy. Su todavía marido la llamó haciéndose el preocupado ante su tardanza.

No creía nada que viniera de él porque desde que lo pilló; todo fue puro teatro sensiblero para que ella lo perdonara. El olvido del móvil fue determinante y providencial. Lo primero que hizo nada más volvió Michael de terminar la ruta escolar, fue enseñarle la foto de las tetas negras que le había mandado su amante. Como cabía esperar lo negó todo. Después se defendió culpando a la mujer; diciendo que ella fue la que comenzó a echarle los tejos. Que la conocía de recoger a su hijo pequeño en la parada. Y que fue ella con su escotazo la que se le insinuó; la muy condenada había conseguido con sus malas argucias que él se hubiera dejado llevar por sus instintos más bajos… Por mucho que le dijera y que le echara la culpa a la mujer, Charlotte no iba a tragar.

Cuando Michael vio que sus justificaciones no hacían más que empeorar la situación se puso a llorar como último recurso. Luego ante la frialdad de su mujer que parecía que se hubiera convertido en un corcho; se puso de rodillas suplicando una y otra vez con las manos juntas como un niño de corta edad, al que su mamá le acaba de echar una regañina por una travesura. La diferencia era que ella no era su mamá y ahí no cabía ni reprimenda ni perdón. Le dijo que le daba unos días para que recogiera sus cosas y encontrara un apartamento en alquiler.

 

Michael creyó que con ese tiempo de gracia podría hacerla cambiar de opinión. El perdón llegaría ante el diagnóstico del doctor Campbell y gracias a que le informaría que el empeoramiento sería galopante: pronto tendría que dejar de trabajar. Michael confiaba en que la pena, el cariño por los años vividos y la conmiseración de su mujer podrían contra la rabia del engaño. Charlotte tenía tomada la decisión. Y lo que más quería en el mundo era hacer borrón y cuenta

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nueva. Acababa de llegar a casa. Se sorprendió al ver que su maridito estaba esperándola como un perro fiel que da saltos de alegría ante la vuelta de su amo.

—¡Hola, Charlotte! Has tardado mucho, debes de estar agotada.

Charlotte lo miró de soslayo. No le apetecía hablar. Se hizo la cena y se sentó en el sofá a ver la tele mientras comía. Michael se puso el delantal y echó un huevo a la sartén con el aceite más que caliente; el resultado del lanzamiento de huevo contra la sartén fue una larga quemadura en el antebrazo. Nunca antes había tenido que cocinar: su mujer siempre lo había hecho por él. Mientras gritaba de dolor pensó que le habían salido muy caros los encuentros sexuales con aquella negrita. Y lo que más le preocupaba era lo que le ocurriría cuando ya no pudiera hacer nada, cuando las fuerzas le fallaran.

“Que aprenda. Eso es lo que merece”, pensó Charlotte mientras veía Entrevista con el vampiro en la tele de su sala de estar. Llevaba rato sintiendo un vacío incómodo en la boca del estómago y no era por hambre. Siempre había sido una buena persona y a pesar de sentirse traicionada estaba intranquila por pensar en abandonar a su marido en aquel momento crucial. Tenía mala conciencia por decirlo así. No merecía su ayuda. Sin embargo, la humanidad y el altruismo era lo que siempre la habían movido.

Siguió paladeando el hot dog y las patatas que se había hecho. Se le hacía un nudo en la garganta. Escuchó como Michael se acababa de quemar haciéndose un huevo. Era tan inútil…

“Dejaré que pase una semana para que encuentre el piso y se vaya de casa y una vez ya no vivamos juntos, le diré que le ayudaré en lo que pueda. Pero que solo contará conmigo como una amiga, no como una esposa. No soy capaz de dejarlo en la estacada.

—Cariño, ¿dónde está la mostaza y el kétchup?

—No me llames cariño, ¿recuerdas? Cariño es la dueña de las tetas de la foto del móvil.

Se quedó callado.

—Y a partir de ahora no te extrañe que quede con un hombre.

“¡Anda ya! Nadie se va a fijar en una abuela como tú”, pensó.

—Ya sé lo que estás pensando, Michael. Y aunque creas que soy

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mayor hay muchos hombres que se interesan por mí.

—No, si no me extraña… ¡Si estás preciosa! —dijo con voz lastimera.

—Ya, ya…

Entonces a Charlotte no se le ocurrió otra cosa que llamar a Adam. Le iba a demostrar a su marido lo que ella valía y lo que había perdido para siempre. Marcó su móvil y el policía lo cogió al tercer tono. Adam la saludó con voz jovial y se quedó esperando para saber qué era lo que quería. Cuando se lo dijo, se quedó callado: Charlotte quería una cita con Montgomery. Pasaron unos minutos para que reaccionara. Ella le preguntó que dónde estaba y éste le contestó, bajando la voz, que precisamente en casa de Montgomery. Adam estaba alucinando; que Charlotte fuera tan lanzada y loca como para querer salir con un hombre que no veía de hacía más de veinte años le pareció cosa de brujas. Montgomery después de todo ese tiempo era un perfecto desconocido para ella. Aquella mañana pasó justo a su lado y no se había dado ni cuenta de que se habían cruzado en la comisaría.

—¿Quién es? —preguntó Montgomery en voz baja a Adam.

Adam se fue a la cocina. No quería que su amigo interviniera e hiciera que ella se lo pensara mejor. Quería ayudar a Montgomery. El detective se quedó extrañado con su comportamiento. Se dio cuenta que Adam no quería que escuchara su conversación con quienquiera que estuviese hablando; así que no lo siguió.

—Quieres quedar con Montgomery…

—Sí, y pronto.

—Charlotte, estás casada —subrayó con su voz la palabra casada.

—Pronto dejaré de estarlo. ¿Me vas a ayudar con Montgomery? ¿O me tengo que presentar en su casa para pedirle una cita?

Adam no sabía qué decirle. Le había estado diciendo a su amigo que el aspecto no era lo más importante, pero sabía que Charlotte tendría una imagen muy distinta del detective en su cabeza. Y la reacción que pudiera tener en caso de que se diera aquella cita sorpresiva podría hacerle muchísimo daño a su amigo. Hasta incluso poder hundirlo para siempre; dado su carácter pesimista.

—A ver cómo te lo digo… Peter ha cambiado.

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—Y yo también.

—Me refiero a su físico: no tiene pelo, ha engordado, tiene arrugas alrededor de los ojos y a los lados de su boca.

—No lo he visto desde hace muchos años y eso me lo figuraba. Sé que su corazón noble no puede haber cambiado.

Al policía se le saltaron las lágrimas. Ojalá alguien le quisiera así al cabo de tanto tiempo.

—De acuerdo, Charlotte. Hablaré con él. Creo que es mejor que os veáis antes de la cita. Así el compromiso será menor.

—Pero él, ¿está libre?

—Sí, sí. Se divorció hace tiempo.

—Adiós, Adam. Y gracias… —su voz se apreciaba satisfecha.

—Adiós.

¿Cómo le decía a su amigo que le acababa de arreglar una cita con Charlotte? Se sonreía imaginando lo contento que se iba a poner. Aquella llamada parecía presagiar la solución de la vida solitaria y errante del detective. Comenzó a carcajearse solo en la cocina. El detective que lo escuchó desde el salón acudió preocupado para averiguar qué era lo que le pasaba.

—¿Quién ha llamado?

Adam lo miraba y se reía cada vez más fuerte. Montgomery sospechaba que a su amigo le había dado un ataque de locura. Alzó las manos tocándole el hombro para calmarle. Quería que hablara, pero no le respondía.

—Adam, ¿es de la comisaría? ¿Es sobre los sobrinos de West?

Pero Adam se había tirado al suelo y se agarraba la tableta de chocolate, riendo a placer.

—Joder, Adam —dijo con un goterón de sudor que le surcó de lado a lado la frente—. Te voy a pegar un guantazo para ver si se te quita la risa histérica que te ha dado.

—Ha llamado Charlotte —siguió riendo.

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Montgomery lo miró con ojos redondos expectantes. Intuyó para qué le llamaba. Esa mañana se habían encontrado y a lo mejor, ella había caído en la cuenta de que el calvo regordete con el que se había cruzado era el Peter de tupé negro brillante que compartió con ella sus años de academia. Querría confirmarlo.

—Dice que quiere tener una cita contigo.

Los mofletes se le encendieron automáticamente. Subiéndole un calor por el cuello que le hizo sentir que la cara y las orejas le achicharraban. Sus manos en cambio, se le pusieron heladas.

—No tiene gracia. Dime quién coño era, Adam. No creo que jugar con mis sentimientos sea un buen pasatiempo en tus horas de trabajo.

—Para mi estupefacción; esto no es una broma. Charlotte quiere verte y tener una cita contigo. Se va a divorciar, Montgomery…

El corazón bombeaba como loco. No sabía si tenía mariposas volando o una úlcera de estómago reabierta. Iba a tener una cita con Charlotte y no era broma. Y todo sin mover un dedo…

—Pero es que si me ve, si me ve… Saldrá huyendo.

 

William Perkins escribía su novela deslizando con fuerza las manos sobre el teclado del ordenador. Su cuerpo estaba resentido y cansado. La mente tampoco es que la tuviera muy lúcida como para crear suspense y una historia verosímil con personajes bien trabajados. Los primeros días frente a la página blanca de Word serían una tortura. Pero debía de enfrentarse a ello si quería cumplir su contrato con la editorial. Su teléfono móvil comenzó a sonar. Sabía de quién se trataba sin siquiera mirar la pantalla. No quería contestar. Sin embargo, no tenía otra. Cuando le dieron el alta del hospital puso tierra de por medio. Aunque sabía que por muy lejos que se fuera la mano de su enemigo era demasiado larga como para poder escapar.

—Perkins, ¿cómo van las cosas?

—No del todo mal.

—¿Has hablado con el detective?

—Sí, por teléfono.

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—¿Le has dicho lo que acordamos? Sabes que si te sales de lo que hemos acordado que debes responder…

—¿Me mandarás de nuevo a John, el falso seguidor, para que me mate?

—No a John, ya no. Pero sí, a cualquiera de mis hombres.

El escritor miró la pantalla: a la página escrita a la mitad. El día podía darlo ya por perdido. El miedo era su mayor enemigo para tener capacidad de escribir. Por ahora no le diría nada al detective. Ese hijo de puta lo tenía bien acojonado, pero en cuanto pudiera iba a recuperar la memoria.

—Puedes estar tranquilo. Y no quiero que me llames más: estoy trabajando en una novela y pretendo terminarla.

—Sabía que podía contar con tu colaboración —una risa intimidante fue el sonido que terminó la comunicación telefónica.

El cursor parpadeante le indicaba a Perkins que debía de continuar. Sin embargo, los ánimos no estaban para eso sino más bien para resguardarse bajo la seguridad de las mantas de su cama. Así que le dio a guardar el documento, y apagó el ordenador. Intentaría dormir algo. Pensó que quizás debiera buscar en el pueblo a algún muchacho rudo que se viniera a vivir a su casa. Lo contrataría para trabajar en el jardín pero su verdadera función sería ir con él a dondequiera que fuera.

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CAPÍTULO XXII

 

 

Montgomery no había dormido en toda la noche pensando en el momento de reencontrarse con Charlotte. Quería volver a verla, pero también tenía miedo de su reacción, de su rechazo.

Después de que Adam colgara el teléfono, no se les ocurrió otra cosa que pedir un par de pizzas y emborracharse a base de cervezas para celebrar la suerte de que Montgomery volviera a reencontrarse con su amor de juventud.

A la mañana siguiente  el detective se había levantado de la cama con una sensación insoportable de martilleo en la frente: pura resaca cervecera. Adam había estado vomitando durante la madrugada a juzgar por el aspecto del váter. Si fuera un científico de un documental de la tele diría que el acetaldehído resultado del metabolismo del alcohol apenas estaría presente en ese mismo instante en la sangre del policía; ya que habría sido eliminado en el vómito, y lo restante habría sido metabolizado. Eso se traduce a que con seguridad no sufriría la más mínima resaca.

Husmeó el aire. Era un olorcillo a bacon y a huevos fritos que estaba inundado todo el espacio del apartamento. No tenía ni siquiera hambre. Se acercó a la cocina y encontró a su compañero silbando y con un delantal puesto. Montgomery —pensó—, “Aquí está el que siempre se queja de los maricones…” Cualquiera que los viera pensaría que estaba ante una pareja de homosexuales bien avenidos.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Pues no lo ves? Un buen desayuno. Debes de estar resacoso.

—Pues sí. Y tú qué, ¿no tienes resaca? —preguntó para confirmar lo que ya sabía.

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—No, porque he vomitado. Me tengo que ir, Montgomery. Dentro de un rato vendrá uno de los nuestros a sustituirme.

—Joder, tío. ¿No decías que me acompañarías hasta para plantar un pino?

—Mientras dormías, me han llamado de comisaría. Lo siento mucho pero tengo que ir. Jeremy será el que me sustituya. Por cierto, no seas bruto con el chico.

—¿Así que me mandan a un novato que más que protegerme tendré que proteger yo?

—Está aprendiendo pero sé que es bueno. Tú no te muevas del apartamento. Puedes mandarlo a hacer la compra.

 

Al llegar Adam a comisaría se cruzó con Charlotte que iba deprisa a la reunión en la que hacían la distribución de agentes por distritos. A ella siempre le tocaba el Bronx y estaba harta. Todos le decían que la elegían porque era la más respetada del cuerpo y el barrio era demasiado problemático como para que patrullara por allí cualquier mindundi. Comenzaba a estar quemada y necesitaba descansar de aquel lugar en el que no había día que no tuviera que usar su arma.

—¡Espera, Charlotte!

—No tengo tiempo de pararme contigo, Adam.

—Solo quiero saber si sigues interesada en Montgomery. No me gustaría que se llevara un palo contigo.

—No te preocupes; nunca me vuelvo atrás. Dile que ponga el día que yo me pondré tan guapa como si no hubiese pasado el tiempo —su sonrisa declaraba lo ilusionada que estaba.

Charlotte siguió andando y dobló la esquina del pasillo. Adam se quedó parado mirando al horizonte. Seguro que si ella se arreglaba para salir estaría incluso mejor que en su veintena; el problema era que había un verdadero abismo entre los dos. El detective era incapaz de mejorar su aspecto: calvicie, gordura, ojos cansados… Nada del Montgomery que quizás ella recordaba.

El comisario llamó a Adam desde la puerta de su despacho. Su gesto era grave tenía la mirada meditabunda, el mentón alto, los ojos

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serios y la boca cerrada con firmeza; dejándose ver de sus labios una fina línea.

Algo debía de ocurrir para que lo llamara con tanta urgencia y tener que ceder su puesto de escolta a un novato. Estaba tranquilo porque sabía que Montgomery no saldría del apartamento. La sensación de que algo gordo se le venía encima le hizo sentir un vacío en el estómago mezcla del vértigo y de la ansiedad. O quizás eran los síntomas de la resaca que pensaba que no había llegado a tener.

 

El timbre de la puerta sonó una sola vez con un sonido corto. Ahora reinaba de nuevo el silencio. Quién fuera parecía esperar la respuesta desde el interior del apartamento. Llamó otra vez, su forma de presionar el interruptor le hizo pensar a Montgomery que quién había pulsado debía de ser rematadamente tímido. Acercó el ojo a la mirilla. Y vio a un tipo larguirucho, de pronunciada nariz, con acné juvenil a cada lado de las mejillas y un rostro imberbe.

“Me juego lo que sea a que ése debe de ser Jeremy”, pensó.

Tras quitar todos los seguros que había instalado en la puerta se asomó. No pudo evitar esbozar una sonrisilla. ¿Ése era el que le iba a proteger? ¡Dios santo! No tenía ni un músculo en el cuerpo. Nada que ver con Adam que parecía tener una espalda formada por una cordillera montañosa.

—Señor, soy Jeremy Sadler —le lanzó la mano para estrechársela.

—Encantado, hijo —dijo Montgomery con mirada paternal—. Anda, entra y siéntate.

El gato se restregó por las piernas de Jeremy que como no podía ser de otra manera, dio un respingo con todo su cuerpo: experimentó un temblor como si se hubiera encontrado con un león del Serengeti.

“Valiente cagón”, se dijo el detective.

—¿Quería decirme algo?

—Nada… que si podrías ir por mí al supermercado.

El muchacho sonrió diligente. Quería hacer misiones más interesantes que comprar bacon, huevos, comida de gato y Coca- Cola pero le pareció mucho mejor salir él solo a tener que ir con el detective

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atemorizado ante la posibilidad de que les dispararan.

—No hay problema. Apúntemelo todo en una lista que vuelvo enseguida. No estará solo más de media hora.

El Jefe tamborileaba su gran mesa de despacho a la espera de que sus matones le dieran el informe del día. Estaba impaciente, incómodo e incluso preocupado. Tenía la sensación de que pronto estaría separado de su chica. No quería huir. Amaba demasiado aquella ciudad. Pasear por el Central Park, la Navidad en el Rockefeller Center; ir de vez en cuando a disfrutar de alguna puta al barrio chino…

—Señor, hoy Montgomery no ha salido de casa.

—¡Mierda! Si siguen las cosas así tendréis que entrar.

—No nos gustaría ir allí. Usted no ha visto a su amigo policía. El tío está tan cuadrado como Stallone en sus mejores tiempos.

—Iréis de noche. Cuando estén bien dormidos. A las dos o a las tres de la mañana es la hora óptima. No os pillarán. Esta pistola lleva silenciador. Un tiro para el detective y otro para el policía. Tardarán tiempo en tener noticias.

—Buena idea, jefe.

—Si os encontráis con alguien por el camino no lo penséis. Primero disparáis y luego preguntáis.

—De acuerdo —respondieron mirándose ambos matones entre sí.

—¿Sabéis algo de Timothy? ¿Ha llegado a Texas?

—Sí, jefe. Ya está cerquita del escritor. Cualquier movimiento extraño que tenga, lo sabremos. Puede estar tranquilo.

 

El Jefe se frotaba las manos mientras aparecía una luna rosácea en el horizonte. Caía la noche en Gramercy Park. Una pareja de enamorados paseaba en la tranquilidad de aquel parque de privilegiados. El viento soplaba con un sonido ulalante, casi humano; llevándose las nubes, dejando ver una noche clara.

Montgomery estaba acostado en su cama. Había estado todo el día con Jeremy. El muchacho era de esas personas que no paran de

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parlotear. Pasaba de un tema a otro sin ton ni son. El detective, extenuado debido a la resaca y al agotamiento generado por aquella forma de hablar que entumecía a las neuronas, había caído dormido enseguida.

Jeremy también roncaba a placer sobre el sofá. Sus piernas sobresalían colgando con una postura antianatómica. Estaba reventado: había tenido un duro día de trabajo. Sin embargo estaba orgulloso: su protegido estaba bien, lo había distraído con su nutrida conversación y le había hecho una buena compra semanal. Y eso sin equivocarse ni en las vueltas ni en los productos requeridos. Incluso había ahorrado dinero; comprando las ofertas del día.

En la quietud, el teléfono comenzó a sonar de forma demasiado dramática. Hércules que llevaba rato calentándole los pies al detective saltó despavorido. Era tarde, lo que indicaba que el contenido de la llamada no sería nada halagüeño.

—Sí, ¿dígame?

—Montgomery, Montgomery. Tienes que venir corriendo a la morgue.

—A la morgue, ¿por qué? ¿Es que ha aparecido por fin la chica del camarero del Tony’s?

—¡Sí, exacto! Pero… no hoy. Tenemos su cuerpo desde hace tiempo.

—Joder, ¿¡ y no me has dicho nada!? —su voz sonó con tono de agravio.

—Es que el cuerpo estaba identificado como el de otra persona. Cuando llegues te lo explico. Y ven con el muchacho. Sé que es torpe pero no quiero que salgas solo.

—Es que el chico no sabe proteger… Creo que es peor que ir solo. Es más bien…un lastre —dijo en voz baja—. ¿No será mejor que lo deje durmiendo?

—¡No, Montgomery! Me quedaría sin trabajo si te ocurriera algo y no estuvieras junto a tu escolta. Despiértalo de una vez. Os estoy esperando.

Los brazos de Jeremy tapaban su cara pesadamente. La boca se abría y cerraba a la vez que emitía un resoplido sonoro. El sopor era

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profundo. Montgomery lo zarandeó con suavidad. Sin embargo hizo justo el efecto contrario. El joven se sonrió y siguió durmiendo como si estuviesen acunándolo.

“¡Joder, tío! ¡Como duermes!”, se dijo.

—Chico despierta —le zarandeó más fuerte—. Seguía durmiendo. Así que esta vez gritó:

—¡Jeremy, Jeremy!

Reflejado en la pared vio una luz procedente de un vaso de agua que se habían dejado a la mitad durante la cena. No se lo pensó. Le lanzó el agua que cayó en parte a la cabeza resbalándole por la frente y sobre los ojos del asustado y recién despertado Jeremy.

—¡Sí, sí! ¡No dispare, no dispare!

—Nadie dispara; estás soñando. Vístete. Ha llamado Adam que nos espera en el anatómico. ¿Comprendes?

—¡Sí, señor!

—De buena gana te hubiera dejado aquí pero tienes que darme tu protección.

—¡Por supuesto, señor! Gracias por despertarme. Estoy dispuesto a morir por usted.

—No hará falta…

El detective se fue despavorido a vestirse. Sin embargo, aún seguía adormilado o más bien nervioso… Colocó los calcetines desparejados y abotonó la camisa coja dos veces. Rompió el cinturón al ajustárselo con demasiada fuerza. No le salía nada a derechas. Fue a ver si el chico había terminado de vestirse y con sorpresa vio que le estaba aguardando en la puerta del apartamento y con las llaves del coche patrulla en mano.

Acarició a su gato antes de marcharse, ya lo hacía como ritual para tener buena suerte. Dio un portazo y cerró la puerta con llave; cerrando cada uno de los seguros.

Jeremy ahora estaba más despierto que él. El vaso de agua le había hecho un buen efecto. Conducía con rapidez y pericia. Por lo menos en eso no era un inútil. Tenía razón Adam. No sería un mal

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policía: solo necesitaba tiempo para madurar.

 

Se metieron en el portal. Iban a oscuras por la entrada del bloque de pisos del detective. Una mano iba a tocar el interruptor pero otra más grande se lo impidió.

—¡Shhh! No, no enciendas la luz. No podemos encontrarnos con nadie porque si no, ya sabes.

—Sí, ya sé. Al jefe no le importa matar a uno, a dos o a tres. Pero él no se mancha las manos. Es un hijo de mala madre.

Subieron en el ascensor hasta llegar a la planta donde estaba el apartamento del detective. Una vez delante de la puerta tenían que asegurarse que era esa para no meterse en la casa equivocada. Se cercioraron con la linterna: el jefe les había indicado que la puerta era una puerta blindada de las de mejor calidad.

—¡Cállate! ¿Tienes el tornillo?

—Soy un profesional. Con la duda ofendes…

—Primero introdujo el tornillo que tenía dos ganchos; hizo fuerza y logró sacar el bombín. Sin embargo, la puerta no cedía. Había más cierres de la cuenta.

—Dame la palanca.

—¿No haremos mucho ruido? Mira que de pensar en el poli me cago patas abajo.

—¡Calla y dámela!

Tras estar rato trasteando; la puerta se abrió de golpe. Ambos miraron en todas las direcciones. No se escuchaba nada. Debía de ser la hora óptima; justo como decía el Jefe. El sueño suele ser profundo a las dos de la madrugada. Entraron haciendo sus pasos lo más amortiguados que pudieron. Uno de ellos miró en el sofá. Había solo una manta tirada en el suelo. Tocó el brazo de su compañero para seguir buscando. Irían a la habitación. En la cama uno de ellos vislumbró un bulto. Sin pensarlo el matón más alto ejecutó varios disparos con silenciador. Al momento la habitación se llenó de un estruendo indescriptible… La cara del de la pistola comenzó a sangrarle a chorreones.

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—¡Dios! ¡¿Qué coño…?! —gritó. Su compinche que le tapó la boca con la mano, percibió enseguida el calor procedente de la sangre de su compañero.

Descubrieron la cama: solo una almohada y, el resto del bulto que fue el causante del ruido y de las heridas del matón, había salido despavorido. Montgomery se ponía un almohadón para mejorar la mala circulación de sus piernas. Se lo había recomendado un médico hacía poco. El almohadón junto al gato había hecho el efecto engañoso en la oscuridad de una persona durmiendo.

—Era un puto gato. El famoso gato negro. Ese que destrozó la cara de Power y ahora la tuya. Parece que no hay nadie; encendamos las luces.

 

Adam estaba esperándolos junto a la puerta de acero que separaba a la vida del mundo inerte. Montgomery había estado allí en muchas ocasiones. Pero el hecho de ser las cuatro de la mañana le produjo una sensación horripilante:

El olor, aquel olor cincuenta por ciento a hospital y cincuenta por ciento a muerte. Los compartimentos numerados. El frío, la soledad y su voz retumbando contra aquellas paredes. A lo lejos vislumbró dos mesas de autopsias con sendos ocupantes: un hombre y una mujer. Un Adán y una Eva cuyas almas andarían en búsqueda del paraíso prometido.  La labor de los forenses no tiene hora cuando ocurren las muertes violentas y eso en aquella maldita ciudad, ocurría cada día. Jeremy miró los cuerpos llevándose una mano trémula a la boca. Le castañeteaban los dientes: nunca había estado en una sala de autopsias. Había visto a personas muertas en más de una redada o un escenario, pero no en un sitio tan silencioso; un lugar donde la muerte parece más real e irreversible que en ningún otro lado.

Adam no los miraba. Iba directo a uno de los compartimentos: el 207. A Montgomery se le abrieron los ojos de par en par. Había estado delante de aquella misma puerta hacía muy poco: cuando identificó a Miss Morrison. Su amigo tenía que haber errado el número.

—Adam, ¿estás seguro que…?

Adam no respondió. Su gesto era grave. Se limitó a abrir la puerta sin observar la reacción de Montgomery. Se intuía el cuerpo metido en una bolsa negra de textura gruesa. La cremallera bajó hasta descubrir su rostro.

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—¡Pero si es Miss Morrison! No entiendo porqué me has levantado para verla de nuevo.

—No, no es Miss Morrison. ¡Mírala bien, Montgomery!

El detective no entendía nada. Sin duda era ella, la que tuvo que identificar cuando le llamaron para testificar después del hallazgo de la chica ahorcada. Sin embargo, ahora que le miraba bien el rostro tenía gran semejanza con el de Elisabetta Colombini. Escrutó sus ojos, su nariz, su boca. Eran iguales a los de la foto antigua que le dio el camarero. Sin dudarlo,  ahora pondría la mano en el fuego de que era la chica italiana pero con el pelo teñido de rubio.

—Ya sé lo que ha pasado, Adam: tienes razón, ella no es Miss Morrison. Y nunca lo fue...

 

Jeremy miraba extasiado la preciosa blancura cenicienta de la joven. La boca le caía como pasmado. La costura en forma de y griega le descolocaba, pues parecía una bella durmiente esperando el beso del príncipe.

—¡Jeremy, joder! ¿Quieres dejar de mirarla de esa forma? Pareces un necrófilo.

—Perdón mi sargento.

—Aún no entiendo porqué ella no es Miss Morrison, Montgomery. Esta tarde han estado aquí los Morrison. Los padres han dicho que se parecía pero han asegurado que no era ella. Cuando se fueron le tomamos las huellas digitales al cadáver. En la base de datos han coincidido con las de Elisabetta. Estoy desorientado.

—Pues yo no lo estoy, Adam —dijo con tono solemne. Porque conozco algo que tú no. Elisabetta era actriz en un teatro de actores principiantes. Ganaba poquísimo con sus actuaciones. Casi tenía que agradecer tener un escenario y un público. Como tenían que comer, las actrices solían hacer “papeles en la vida real” hacían de novias o esposas de hombres de negocios: que o bien eran gays o bien no tenían éxito con las mujeres y estaban solos. Necesitaban aparentar una estabilidad para ganarse a sus clientes.

—¿Me estás diciendo que Elisabetta era puta?

—No, no nada de eso. Su trabajo consistía en hacer su papel no en

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acostarse con nadie. Era actriz. Y de las grandes: en unos años hubiera ganado un Oscar; estoy seguro. A Elisabetta siempre querían contratarla para sus actuaciones fuera del Mamma Theater antes que a sus compañeras. Si no hubiese sido tan buena estaría viva. Este ha sido el último trabajo: el que ha supuesto la caída del telón.

—O sea que la contrataron para ser Miss Morrison.

—¡Eso es, Adam! Elisabetta se convirtió en Miss Morrison. Fue una representación perfecta. A mí me engañó: lloraba por Richard West. Por su gran amor asesinado. Estuve consolándola; le pedí que se tranquilizara. Si la hubieses visto… Estaba desgarrada. Le dije que pronto se le pasaría con un nuevo amor de su edad. Yo mismo le quité las lágrimas con mi pañuelo.

—Entonces, ¿qué ha pasado con la verdadera Miss Morrison? ¿Y por qué mataron a la actriz?

—Miss Morrison está viva, de eso estoy seguro. Debemos averiguar dónde está. A esta pobre chica la mataron para taparle la boca; para que no contara a la policía quién le había contratado.

—Power la contrató.

—Sí, pero él solo fue a buscarla al garito donde actuaba. Ella conocía al que le hizo el encargo. Esa persona le dijo lo que tenía que decirme a mí. La preparó con todo tipo de detalles sobre la historia sentimental entre Miss Morrison y el guionista.  Elisabetta lo sabía todo sobre ella; estudió su papel a la perfección.

—Era una buena actriz. Ojalá la hubiera conocido viva —dijo Jeremy sonrojándose.

—¿Vas a dejar de mirar a la pobre chica? Cierra ya la cremallera, Adam.

Un sonido tan mínimo como el del cierre de una cremallera de plástico se amplificó al doscientos por cien en aquella sala metálica. El corazón se les puso en un puño a los tres: fue una despedida silenciosa que en sus mentes resonó con un hasta siempre. ¿Qué hubiese sido de aquella chica si nunca se hubiera topado con John Power? Seguramente hubiera alcanzado el éxito más tarde o más temprano.

Ni siquiera tuvo la oportunidad, a pesar de que todos conocían su profesionalidad y discreción: ella no habría hablado nunca. Se habían limitado a cerrarle la boca sin más.

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Le ataron el cuello con una soga: era tan fácil acabar con la vida de una mujer anónima.

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CAPÍTULO XXIII

 

 

Al darle al interruptor de la luz pudieron ver que efectivamente no había nadie. Los matones se miraron el uno al otro decepcionados. Al jefe no le haría mucha gracia saber que no habían podido cumplir la misión encomendada. En la cocina el más alto de los dos abrió el cajón de los cubiertos. Encontró un gran cuchillo; empezó a juguetear con él. Se dirigió hacia el salón. Miró el sofá en el que había una manta que quizás hacía solo un rato habría cubierto al detective mientras dormía. Esa imagen hizo que su agresividad le subiera por la cara y acabara brotando por todos los poros de su piel. Y como consecuencia, se puso a rajar toda la tapicería. De abajo a arriba y de arriba abajo. Rasgando la tela con saña.

—¿¡Qué haces, tío!?

—¿No lo ves? —Siguió con las sillas y luego con las cortinas mientras canturreaba una canción de la película Pulp Fiction.

—No, no sé qué coño…

—Le destrozo la casa. No hemos podido matarle pero por lo menos le jodemos la vida.

—Al jefe no le gusta que tomemos decisiones.

—Al jefe que le den…

Abrió la puerta de la calle. Contempló el resultado: se sentía satisfecho con su “obra”. Al detective le iba a desmoralizar ver aquello. El gato pasó por debajo de sus piernas como una exhalación. Se había largado dios sabe dónde. Una sonrisa sardónica emergió de su boca mientras se mesaba su cara lacerada.

La vuelta en el coche patrulla fue tranquila; ya no había prisas. El

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detective se había recostado en su asiento de copiloto. Su deber por ahora estaba cumplido. Sin embargo, nada más llegara a casa tendría que llamar al camarero. Al ser su detective, moralmente estaba obligado a darle la mala noticia. Esa misma noche Giuseppe iría a la morgue y tendría que reconocer el cadáver de su novia. Aunque después de la toma de huellas ya no hubiera duda sobre su identidad; era el protocolo a seguir. Adam estaría allí esperándole.

Pobrecillo, pensó. Montgomery estaba seguro de que a partir de aquí ya no levantaría cabeza. Sus aspiraciones como actor se irían al garete. La motivación, el tesón y las ganas se quedan en la nada ante una tragedia de aquel calibre. Una novia ahorcada por una actuación es algo grotesco.

Estuvo dormitando el resto del camino. A cada tironcillo que Jeremy daba se despertaba para luego volver a dejarse vencer por el sueño. El coche patrulla que había estado haciendo durante un par de minutos las maniobras de estacionamiento frente a los apartamentos, por fin se paró. Escuchó el rumor de la retirada de la llave de contacto. En ese momento notó el suave zarandeo de la mano de Jeremy.

—Señor, ya hemos llegado a casa.

En lugar de despertar se arrellanó aún más en su asiento. El calor, la falta de sueño y la tranquilidad le impedían levantar los párpados a pesar de la voz cada vez más alta del novato. Como seguía imperturbable, lo único que se le ocurrió al policía fue tocar el claxon.

—¡¿Qué haces, Jeremy?! —dijo sobresaltado.

—Despertarle. Vamos, señor —dijo sonriéndole—. Me gustaría disfrutar de su sofá lo que queda de noche.

Montgomery sacó las llaves del bolsillo de su sobada gabardina. Y abrió el portal. Se metieron en el ascensor. Al llegar a su planta accionó el interruptor del descansillo. Sus ojos se abrieron de par en par al ver la puerta de su casa abierta. Era imposible puesto que había echado todos los seguros que tenía a todo lo largo de la puerta.

—¡Señor, han entrado en su casa!

—¡Ya lo veo! ¡Joder, otra vez!

Montgomery empuñó su Colt con fuerza. No sabía si los intrusos todavía permanecían allí. El corazón lo notó en la garganta. Jeremy que tenía las piernas blandas sentía que sus rodillas se le doblaban del

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miedo. No sabía si alguien dispararía desde dentro: era demasiado joven para morir.

No encendieron las luces. Entraron con sigilo. El detective por delante y su escolta por detrás; ahora habían intercambiado los papeles. Recorrieron el apartamento pegados el uno al otro. Una vez se cercioraron de que no había nadie, Montgomery accionó el interruptor descubriéndose el lamentable estado del apartamento: la casa era un total desastre por donde la miraras…

Sillones y sillas rajadas de lado a lado. La mesita tirada patas arriba, el televisor con la pantalla destrozada, la alfombra rota a cuchilladas, el teléfono arrancado de la pared, las lámparas pequeñas tiradas por el suelo y todos los cuadros descolocados. En definitiva  parecía que hubiesen metido su piso en el bolsillo de un gigante y lo hubieran zarandeado hasta dejarlo inhabitable.

No daba crédito a lo que estaba viendo; enseguida intuyó el porqué del destrozo: los que habían entrado tenían el propósito de liquidarlo y al no conseguirlo, se habían vengado con el apartamento. Había gastado mucho dinero en arreglarlo. Ya no le quedaba casi nada del premio de la Megamillions. Tendría que pedirle dinero a George West.

Recorrió lo que quedaba del apartamento: su dormitorio, con la cama acribillada a balazos; la cocina, con el microondas reventado contra el suelo, y el cuarto de baño con las paredes pintadas de… ¿mierda? En ese instante le vino a la cabeza que le faltaba algo. Su boca se le quedó reseca. Hércules no había venido a darle la bienvenida como siempre que llegaba a casa. ¿Y si estaba muerto?

—Jeremy, ¿puedes mirar bajo la cama?

—Claro, señor.

—Mira y dime lo que hay —dijo con la inquietud flotando en el estómago.

—Muchos casquillos de bala, señor.

—¿Algo más?

—No.

El detective insufló aire a sus pulmones con fuerza. Y luego suspiró. El gato había escapado con vida. Vio sangre en un trozo de

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sábana que arrastraba por el suelo. Pero según la dispersión en puntos, la sangre había caído desde cierta altura: Hércules no se había ido sin dejar su marca. Sonrió.

Luego pensando en que no volvería a verlo jamás, el alma se le vino a los pies. Se había acostumbrado a su compañía; ya no concebía vivir la vida en total soledad.

Su teléfono fijo estaba arrancado de la pared. Así que no tuvo más remedio que usar el móvil. Marcó el número que tenía anotado en una tarjeta.

Y tomó aire con fuerza; así se insuflaría de tranquilidad para dar la noticia de la mejor manera posible. Las llamadas se iban sucediendo sin respuesta. Era lo más lógico teniendo en cuenta que aún no había ni amanecido. Se agotó la llamada. Volvió a marcar y esperó. Una voz de hombre casi afónico recién sacado del sueño profundo contestó: era Giuseppe.

“Ojo, Montgomery en cómo se lo dices”, pensó.

—Hola, Giuseppe.

—¿Montgomery? ¿¡Sabe usted la hora que es!?

—No, no he mirado el reloj. Llevo toda la noche fuera de casa.

—Dígame lo que tenga que decirme. —su voz sonaba preocupada parecía que estaba esperando que del auricular emergiera una mala noticia.

—Verá… Giuseppe. ¿Puede tomar asiento? Es que lo que tengo que decirle es mejor que lo escuche sentado. He recibido una llamada de un amigo policía y…

—Es sobre mi Elisabetta, ¿verdad?

—Sí, es sobre ella —respondió con tono serio.

—Por favor, hable de una vez. ¿Qué le ha ocurrido?

—Encontramos su cuerpo.

—Mio Dio! ¡No, no puede ser! Pero, ¿cómo? —El llanto emergía del auricular con la debilidad que proporciona la impotencia.

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—Está en el anatómico forense. Vaya allí y pregunte por el sargento Adam. Él le explicará todo. Tendrá que identificarla ya que no tiene familia en el país. Lo siento muchísimo, Giuseppe.

Dejó de escucharse la voz del camarero. En su lugar sonó el tono de haber colgado el teléfono. Montgomery no se ofendió porque no hubiera despedida. En momentos como aquel solo importaba la pena.

Jeremy que había escuchado la conversación desde el sofá que había estado recolocando como pudo para volver a conciliar el sueño, llevaba rato contemplándolo con admiración. Le preguntó si había hecho algún curso de cómo dar malas noticias. El detective le sonrió. “Aquello se lo había enseñado el trabajo del día a día”, pensó.

Recordó que en sus primeros años como policía era cruel y tan áspero como una nuez de California de poca calidad. Sin embargo, poco a poco y viendo la reacción de aquellos que recibían las malas noticias, se “hizo” con la forma menos mala de comunicar las noticias nefastas: accidentes, asesinatos, suicidios… Su forma de contar las cosas dolía pero era un dolor amortiguado por la comprensión de su voz.

El muchacho, que aún esperaba su respuesta, volvió a preguntarle quién le había enseñado a preparar a una persona para una mala noticia.

—La vida hijo, la vida —respondió mientras recorría con su mirada la casa esperando que de cualquier rincón surgiera Hércules.

 

Habían pasado más de tres horas. El despertador del móvil de Montgomery, pues el de la mesilla de noche había quedado inservible, sonó implacable. Tanto policía como detective se despertaron con un temblor del cuerpo.

Jeremy se levantó trabajosamente y fue al váter a mear. Se puso a mirar las paredes; le vinieron arcadas. Todo estaba pringado de marrón maloliente. No sabía cómo comenzarían a limpiar toda aquella porquería. Salió lo más rápido que pudo del cuarto de baño. Y se fue a la cocina. Abrió la nevera y sacó una botella de agua fría. Llenó el vaso hasta el borde. Lo bebió con rapidez. Era lo que necesitaba para librarse de aquella angustia. Prepararía el desayuno. Quería ser de utilidad: era lo menos que podía hacer por el detective.

El detective que aún estaba en su cama notó que venía un olor procedente de la cocina. Nada que ver con el maravilloso aroma del

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desayuno preparado por Adam. Parecía que se estaba quemando aceite y el mango de una sartén. Se levantó apresurado. Aquel chico era capaz de incendiarle la cocina. Eso era lo que le faltaba al piso para directamente tener que mudarse a otro apartamento que no estuviera tan desolado como aquel.

—¿Qué estás haciendo?

—El desayuno, señor —el aceite salpicaba ardiente mientras echaba el huevo desde lejos de la sartén.

—¡Para, para! Vas a provocar un incendio.

—No es para tanto. Todo está controlado.

—¡Fuera de mi cocina!

—Oiga, que yo pertenezco a una familia numerosa y estoy acostumbrado a cocinar.

—Me da igual. ¡Siéntate! Que yo freiré los huevos.

Así que mientras Montgomery freía y el otro aguardaba impaciente, el detective comenzó a contarle lo que pensaba hacer después de que desayunaran:

—Voy a ir a comisaría. Necesito hablar con Adam.

—No, señor. Usted se quedará en casa tranquilo y yo iré a comisaría a hacer o a hablar con quién usted me ordene.

Las cejas de Montgomery se levantaron hasta casi llegarles a la calva; la boca se le torció en un claro mohín de desagrado. Su puño golpeó con fuerza la encimera.

—¡Voy a salir y no podrás impedirlo!

—Pero, señor…

—No hay peros… Si tienes miedo a hacer tu trabajo ya sabes dónde está la puerta.

—Pero es más prudente…

—Sé que para ti es más fácil que me quede aquí encerrado; sin

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hacer nada. Pero recuerda que soy detective: mi vida es la calle. Si quieres cuando vaya a comisaría les pido que me manden a otro agente. No te preocupes diré que estás agotado y que no estás en condiciones de hacer un buen servicio.

—No, eso no será necesario. Iremos dónde usted quiera —dijo con tono digno.

Sirvió los huevos fritos con bacon y un zumo de naranja y cuando vio que el muchacho estaba terminándoselos le espetó:

—Si quieres venir conmigo será mejor que te vistas.

—Pero… si yo ya estoy vestido. No me he quitado la ropa.

—Ni me había fijado. Sin embargo, hueles a zorro. Lávate y cámbiate de ropa.

—Lo de lavarse, ¿no cree que es difícil en las condiciones en las que está el baño?

—Sí, es verdad. ¡Hijos de puta! Pagarán la cagada con la cárcel. Lávate en el fregadero. Cuando pueda llamaré al chico de la limpieza y le daré una buena propina.

—Por lo menos tendrá que darle veinte pavos.

Montgomery quería ir andando hasta comisaría. La cara de Jeremy era un poema cuando le comunicó que no usarían su coche patrulla.  El detective optó por desafiarle:

—¿Quieres ser un buen policía? Pues tendrás que enfrentarte a todos tus miedos.

La prudencia que se la dejara a las viejecitas. Eso no quitaba que mientras recorrían las calles Jeremy mirara hacia todas partes; esperaba que en cualquier momento apareciera un pistolero que les disparara desde un coche, un edificio o cualquier esquina.

En lugar de eso, al pasar por el distrito financiero, vieron a Chester McConney dirigiéndose a uno de los rascacielos más impresionantes y gigantescos de todo Manhattan. El detective se paró en seco; dio media vuelta y se fue corriendo tras el agente editorial. Dejó a Jeremy solo en la acera con cara de pardillo alelado.

“¿Pero qué hace?”, se dijo.

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—¡Espere, espere! ¿Adónde va, señor?

Chester McConney se dio cuenta de que un calvo gordito lo perseguía. “Joder, es el detective”, se dijo en voz alta. Entonces decidió que lo más fácil para él sería hacerse el despistado.

Al ver Montgomery que Chester se hacía el loco ante su presencia; decidió persistir en su persecución. Se había dado cuenta de que lo había reconocido. Y su aptitud era clara: en ese justo momento empezó a apretar más el paso para entrar en el edificio. En un principio no había tenido mucho interés en abordarlo, pues tan solo quería hacerle una pregunta que le quedó en el tintero. Sin embargo, aquel comportamiento hizo que le estimulara para entrar en el edificio: lo de de McConney ahora se estaba convirtiendo en una huída en toda regla.

—¡Hola, Chester! ¿No me ha visto? —dijo jadeante—. Intentaba saludarle pero parece que tenga mucha prisa.

—Bueno, hay mucha gente entrando y saliendo y no estaba más que atento a mi reloj. Efectivamente, me pilla usted con muy poco tiempo. He quedado en la planta cincuenta y ocho para firmar un contrato con un representado y una editorial bastante importante.

—Me alegro por usted. ¿Apostando por un nuevo talento o haciendo negocio con porcentajes de representación abusivos?

—Por supuesto apostando por los noveles y siempre dentro de lo legal. ¿Me deja pasar al ascensor?

—¿No me puede dedicar un minuto?

—Entre conmigo y hábleme mientras llego a la oficina.

Al detective se le perló la frente con tres goterones de sudor. Los ascensores y él eran incompatibles. Les tenía fobia desde pequeño. Se quedaba congelado cuando notaba la sensación de movimiento en su estómago. Aquel edificio tenía un ascensor acristalado desde el que se podía contemplar a la perfección toda la ciudad. En su apartamento tenía que subir en ascensor, pero él cerraba los ojos y se concentraba hasta llegar a su casa. En este caso, el vértigo sería demasiado para él. El editor esperaba el comienzo de sus preguntas mirándolo impaciente. Habían entrado los dos: estaban solos en la cabina. Se miraron cara a cara en silencio. Montgomery no abría la boca.

—Le advierto que no le voy a dar mucho más de mi tiempo,

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detective.

—Solo es una pregunta...

—Pues venga, hágamela.

El sol llenaba la cabina. El detective estaba deslumbrado ante tanta luminosidad. Ojalá el caso fuera tan claro como el día que estaba haciendo. El editor se le presentaba como un ser extraño que tenía algo que ocultar. Le vino a la mente mientras miraba su mostacho aquel día en el restaurante indio. Su comportamiento fue tan raro… Le sentó mal la comida; había vomitado desaforadamente y su bigote estaba empapado de pollo al curry mezclado con jugos gástricos. Lo raro fue que después de ponerse tan enfermo no quisiera hacer ninguna denuncia ni pedir el libro de reclamaciones... Por el contrario, se había marchado a toda prisa.

Una vibración hizo que los cristales del elevador resonaran dramáticamente. Las luces del techo empezaron a oscilar. Se apagaron y se encendieron una y otra vez. Tras varios segundos oscilando; se apagaron definitivamente. La pantallita que indicaba las plantas que iban subiendo ya no cambiaba su numeración: estaban parados en el piso treinta y tres.

La cara de Montgomery era la de un hombre en estado de shock. Miró hacia abajo y contempló la calle: los coches eran un grupo de hormiguitas en hilera y las personas minúsculos puntos en movimiento. Su cabeza no era capaz de pensar…

—Montgomery, ¿está bien? No se preocupe. Solo hay que apretar el botón de emergencia. Es este. ¿Lo ve? Ahora nos sacarán de aquí.

—Bueno… tengo un problema con los ascensores desde que de pequeño me quedé encerrado en uno. Estuve una hora solo a oscuras hasta que vinieron los bomberos. No he vuelto a vivir algo así. Espero que salgamos pronto… Venga, haré de tripas corazón. No perdamos el tiempo. Le preguntaré. Así distraeré la mente… Espere que respire hondo para relajarme.

Se agarraba a la barra de acero como si sujetándose en ella pudiera evitar la altura a la que se encontraban. ¿Y si se había roto algún cable y pendían de un solo hilo para irse a la mierda? ¿Y si la última cosa que vería en su vida sería el feo mostacho de McConney?

—Nos encontramos en un restaurante indio, ¿recuerda? Usted vomitó como un loco. ¿Por qué no pidió el libro de reclamaciones? La

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carne estaba en mal estado. ¿Por qué se marchó con tanta prisa en cuanto me vio?

—Comí allí y me puse malo, es cierto. Perdí mucho tiempo y llegaba tarde a una reunión con dos editores del New York Times; iban a coeditar conmigo a un representado novel pero magnífico escritor que nos va a dar mucho dinero a ganar…

—Perdone, pero vi su cara. No puede negar que tuvo cierto miedo cuando vio a mi compañero Adam.

—¿Miedo? No siento miedo de la policía. —dijo con tono lleno de dignidad—. Miedo me dan los drogadictos que pululan por toda Nueva York: son unos perturbados que hacen lo que sea por robar para quitarse el mono.

—¿Por qué cogió un avión con destino al lago Waterton?

—Pasa de un tema a otro con facilidad, ¿eh? ¿Es una estrategia, detective? Le respondo sin ningún tipo de problema… Verá, yo mismo le dije a West que desapareciera por un tiempo. Le sugerí este lugar apartado para que se inspirara. No sé si sabrá que estaba de sequía creativa. Además, así se alejaría de su taquillera enamorada y de sus sensaciones de persecución. Me fui tras él porque necesitaba su manuscrito cuanto antes. Quería asegurarme de que cumpliera con los plazos acordados con la editorial. No sabe el valor que tenía en el mercado una nueva novela de Richard West. Entonces pensé que podría ir a vigilar que no estuviera todo el día de juerga con mujeres.

—Y qué averiguó, ¿fue a escribir o a divertirse?

McConney volvió a presionar el botón de emergencia. Necesitaba salir de allí cuanto antes. El detective tendría miedo a los ascensores, pero gracias a la avería le estaba haciendo un interrogatorio de lo más completo.

—¡No vienen, joder! Comienzo a sentir claustrofobia —dijo con voz trémula.

—Tranquilícese, McConney. Gracias a esto creo que voy a superar mi terror a los ascensores. Aunque no le niego que tengo el cuerpo chorreando de sudor.

Entonces, el editor comenzó a decir qué ocurriría si se les acabara el aire o si el botón de emergencia tampoco funcionaba o si los cables de acero del ascensor estaban mal y la cabina estuviera a punto de

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caer.

Montgomery se dio cuenta que aquello era una maniobra para ponerlo nervioso: para bloquear su mente. Y que dejara de preguntar. Por tanto iba en buen camino con sus preguntas. McConney estaba ocultando algo bien gordo. Aquel día en el restaurante indio… ¿Por qué estaría tan lejos de su oficina comiendo? ¿Iba acompañado o solo? El restaurante estaba cerca de la comisaría. A ellos les venía muy bien comer allí pero a McConney… Intentó visualizar las mesas del salón. Habían pasado tantas cosas desde entonces que no recordaba quienes comieron allí. Si estuviera con Adam podría preguntarle. Se estaba haciendo viejo; su mente antaño fotográfica había tenido un apagón como el ascensor.

Miró hacia abajo sin querer hacerlo. Montgomery estaba haciéndose el fuerte pero el agente editorial no paraba de decir cosas negativas sobre los ascensores. Las piernas le flaqueaban, se le meneaban como un soufflé. Disimulaba lo que podía apoyándolas una sobre la otra con sus brazos agarrados casi agarrotados de la tensión a la barra de acero. Las filas de coches estaban ahora en una caravana sinuosa. Observó un coche blanco. Era grande: desde arriba destacaba de todos los demás.

“Juraría que ya ha pasado por aquí un par de veces”, se dijo.

—Volviendo al restaurante indio, ¿no le queda muy lejos de su zona?

—Sí, está lejos. Pero me hablaron muy bien de él y quise probarlo. Además, entre nosotros, me dijeron que lo mejor era la belleza exótica de las camareras. ¡Joder, Montgomery! ¡No soporto estas preguntas! No entiendo para qué tantas tonterías. El caso es que cuando salgamos de aquí me tendré que marchar sin firmar el contrato. Los editores me citaron hace ya media hora y se habrán marchado. Por supuesto que cuando salgamos de aquí daré esta conversación por terminada.

Montgomery pulsó el botón de emergencia. Aunque no hiciera calor en el habitáculo sentía como si las paredes le estuvieran asfixiando. La mirada de McConney ahora era esquiva. Su voz era cordial pero tan gélida como la morgue que había visitado la noche anterior. Todo en su interlocutor era sospechoso. Miraba su reloj cada dos minutos. Incluso la postura de su cuerpo proyectada hacia atrás denotaba que lo que quería era escapar de él. Aunque sabía que si se abrían las puertas se terminaría el interrogatorio; él también quería salir de allí cuanto antes y respirar hondo la contaminación de la calle. Miró de nuevo hacia abajo: otra vez el coche blanco. Aquel coche

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parecía una Hammer como la que conducía el negro Power. McConney escribía un mensaje con su busca.

—¿A quién llama?

—A un empleado de mi agencia. A ver si él puede llamar a los bomberos y nos sacan de una vez de aquí. Está visto que ese botón de emergencia no funciona —sus ojos miraron reiteradamente hacia abajo; no queriendo encontrarse con los de su interlocutor.

Montgomery acabó sentándose en el suelo. Estaba exhausto de tanta tensión. Aquel ascensor trasparente y McConney, del que cada vez desconfiaba más. Al sentarse vio de nuevo la Hammer blanca. Esta vez de ella salía una mujer; pudo saber que lo era porque llevaba un maxi vestido azul. Debía de ser alta: el punto amarillo de su cabeza destacaba sobre todos los demás.  Era una mujer rubia…

—Oiga, ¿conocía usted a Miss Morrison?

—¿Y eso a qué viene?

—No sé, me acabo de acordar de ella. Está usted a la defensiva. ¿Eh, McConney?

—No nada de eso… Es que no entiendo las preguntas que me está haciendo. Y sí, la conocía. Estuvo una vez en mi despacho preguntando por Richard West. Eso fue cuando él se fue de viaje. Por supuesto no le dije nada de su paradero.

—Sin embargo, usted no pudo estar en su oficina para atenderla porque salió de viaje tan solo unas horas después que Richard West.

—¿Cómo dice?

—Que usted había salido tras los pasos de su escritor. No pudo atender a Miss Morrison. Así que su visita debió de ser antes de que usted cogiera ese avión.

—No, eso no es cierto. Yo la vi después…

—¿Después de qué, señor McConney? No, no me diga nada… No se marcharon juntos. Creo que quizás se encontraron en el hotel del lago Waterton…

—¡Eso no es verdad!

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Jeremy comenzaba a inquietarse. Si aquel hombre no quería atender a Montgomery, ¿cómo llevaba el detective más de media hora en el interior del edificio? Tenía un mal presentimiento y decidió que debía hacer algo. Lo último que quería con tan poco tiempo de servicio era tener un fracaso estrepitoso y perder a su protegido. Cogió el móvil y marcó el número de Charlotte. 

—Jefa, la necesito.

—¿Qué ocurre, Jeremy?

—Iba con Montgomery hacia la comisaría. Él quería hablar con Adam. Pero en el camino ha entrado en un edificio con Chester McConney. Quería hacerle una pregunta. El tipo se veía que no estaba muy dispuesto a atenderle y se le estaba escabullendo. Montgomery ha corrido tras él y le ha dado alcance. Lo último que he visto es cómo han entrado en un ascensor.

—¿Y por qué no has entrado con ellos? ¿Es que estás alelado? ¡Eres su escolta!

—No es tan fácil. El señor Montgomery no avisa. Se marcha sin más y no me ha dado tiempo ni de reaccionar. Además, estoy seguro que no me hubiera dejado entrar con él. Soy un novato y no quiere que lo acompañe.

—No le debes preguntar lo que quiere. ¡Tan solo actúa! A ver, Jeremy… ¿Cuánto tiempo llevas sin verle?

—Más de media hora.

—Dime dónde estás que voy enseguida. ¡Mierda…! Montgomery puede estar pasándolo muy mal o incluso ya no estar entre nosotros —Charlotte se mordió el labio dejándose llevar por la ansiedad.

No podía ser que otra vez volviera a perder a aquel hombre. El único que de verdad le había hecho sentir algo en su alma. Las famosas mariposas en el estómago solo las tuvo mientras se sentaba con él, hablaba con él, reía con él… Con su marido nunca las sintió y hacía poco había vuelto a tener aquella sensación que le había hecho recuperar la juventud. Tenía que correr para impedir que le ocurriera una desgracia. Ya estaba viéndolo salir atado en una carretilla blanca; envuelto en un plástico. Ella se convertiría entonces en un fantasma de sí misma. En una sombra errante que querría desaparecer del mundo.

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“Me merezco ser feliz. Nos merecemos ser felices.”, se dijo. Si habían cometido errores en el pasado ningún agente editorial iba a truncarlos. Su pálpito no era bueno. Si el tipo no quería hablar y pasaban demasiado tiempo juntos…

 

—Le voy a decir cómo pasó… McConney. No sé si será la adrenalina pero mi cerebro ha estado trabajando frenéticamente mientras he sentido el vértigo en este ascensor. Y cuando me he sentado en el suelo, he terminado por sacar mis conclusiones.

—Usted no sabe nada —su tono de voz sonó tan amenazador como si fuera a agarrarle de la garganta si no se callaba.

—Claro que sé muchas cosas. Sé que usted le dijo a Miss Morrison dónde estaba Richard West porque sabía que ella iría a dondequiera que él estuviera. Quería que a su representado lo sacaran de sus casillas; que le extirparan de cuajo la inspiración recién recuperada. Y además, si se lo decía volvería a ver a aquella bella mujer en el hotel dónde usted también se hospedaría. Porque Miss Morrison le impresionó desde el minuto uno en el que entró en su despacho.

—¡Tonterías! A mí no me interesaba que a West lo descentraran de su novela. Le dije dónde estaba porque aquella mujer estaba desesperada y era muy agresiva. Me dijo que si no se lo decía me denunciaría a la policía inventándose lo que fuera… Se la veía obsesionada y que cumpliría su amenaza. Me asusté y le dije el paradero de Richard. Seguro que la hubiera cumplido; de hecho fíjese en cómo acabó…

—A eso ya llegaremos —al decir esto lo miró con ojos retadores—. Cuando por fin Miss Morrison llegó al hotel en el que se hospedaban Richard West y usted: fue a buscar al guionista. Sin embargo no le encontró en el hotel, ¿verdad? Le dirían en recepción que había salido a hacer senderismo al monte. Y ella no se lo pensó. Fue a por él. A darle alcance.

—¿Cree que una mujer de ciudad va a poder dar alcance a un tipo sano y fuerte como West?

—No, pero si alguien le ayuda sí es más fácil… ¿Quizás usted alquiló una moto y la llevó hasta allí para que hablaran? ¿No será que se cruzó fortuitamente con Miss Morrison y se ofreció a ayudarla? No me extraña su interés por ofrecerse con tanta gentileza porque hacía tiempo que usted lo estaba acosando a través de su guardaespaldas: un

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negro enorme llamado Power. Siempre sintió envidia por su representado. Y su acólito, Power, era su brazo ejecutor.

—¿Power? No sé de quién me habla.

—McConney… Me he dado cuenta de quién es usted desde que he visto ese coche blanco dando vueltas por la manzana. Están esperándole para recogerlo. Es usted el mismo que vende esa mierda de droga en todos los Show Girls. Es el jodido capo que mi compañera de antidroga lleva buscando desde hace años. Power era su esclavo: hacía lo que usted quisiera. Estuvo persiguiendo a Richard West durante mucho tiempo. Por eso el guionista les decía a todos que se sentía acosado. Pero usted lo convenció; le dijo que era una manía de escritor y lo mandó lejos. A un lugar fácil para hacerlo desaparecer: a un lugar lleno de naturaleza y de tranquilidad.

—¡Calle su puñetera boca! ¡Maldito detective de mieeerda!

McConney sacó una pistola de su chaqueta. Comenzó a juguetear con ella. Montgomery le miró petrificado. Ya veía el cañón sobre su frente a punto de expeler con movimiento rectilíneo uniformemente acelerado una bala en dirección a su cerebro. Imaginó los cristales del ascensor totalmente recubiertos por su sangre. Algo de su sesera descansaría en el cristal que estaba a su espalda, desde el que se podía ver al toro de los huevos gordos que todo el mundo que visita Nueva York soba para tener suerte.

Dejó incluso de sudar: se sentía muerto antes de estarlo. McConney comenzó a reír. Ahora era dueño de la situación. No tenía necesidad de disimular más. Se lo cargaría y saldría de allí. Se metería en su Hammer y se iría con su preciosa rubia sin siquiera arrugarse el traje. Nadie lo pararía. ¿Quién iba a sospechar de un gran hombre de negocios? Se necesitaban hombres como él para dar sujeción al país más rico y envidiado del mundo.

—Montgomery, reza lo que sepas porque esto que ves va a ser lo último —el arma oscilaba en el aire que cada vez se notaba más denso debido a las respiraciones agitadas de los dos.

—Si quieres apretar el gatillo hazlo de una puta vez. No te lo pensaste con Elisabetta ni con Power. Y no acabaste con Perkins porque al negro se le despertó la conciencia. Desde que te cargaste al guionista ha sido una verdadera cascada de asesinatos. Termina conmigo ya: total uno más no te va a pesar mucho.

—Al guionista no lo maté yo, que te quede esto claro antes de

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morir. No soy un idiota. Necesitaba su novela: su arte era dinero. Y a mí el dinero me gusta. Disfrutaba haciéndole sentir pánico. Persiguiéndole, atosigándole… Que su vida fuera un continuo nudo en la nuez y un tener los huevos en la boca. Me regocijaba con sus crisis de inspiración aunque éstas retrasaran nuestros proyectos. Era como ser Dios… el negarle su don por unos días o semanas.

—¿Quién lo mató entonces?

—¿Y aún lo preguntas? ¡Valiente detective de pacotilla! Llevé a Miss Morrison al monte en una moto alquilada. En eso tenías razón… Aún recuerdo el aroma de sus labios carnosos sobre mi nuca. Me dije a mí mismo que ésa mujer debía de ser mía. Luego me retiré unos metros para que saldara sus cuentas con el guionista. Los escuché escondido tras una roca. Primero ella le suplicó una oportunidad. El gilipollas de West no quería saber nada de la chica porque pensaba que ella era quién le hacía sentirse perseguido; quién lo acosaba durante la noche cuando volvía de los estudios de cerrar acuerdos con los productores y de discutir con el director. Le gritó que se marchara porque estaba intentando recuperar lo que nunca tenía que haber perdido: su capacidad de crear. Ella lo abrazó sollozando, le dijo que junto ella pronto volvería a ser lo que fue: aquel guionista que conseguía nominaciones y premios. Le gritó suplicando que no se preocupara, que el talento lo tenía; solo que por las circunstancias permanecía dormido. Dijo que le ayudaría a despertarlo. Quiso sellar su discurso con un beso en los labios. Pero él se negó y se zafó de su abrazo. La vi llorando a lágrima viva: no sé cómo se debió de sentir. West estaba de espaldas bajo la sombra de un árbol. Miss Morrison vio una piedra que estaba al borde del camino. No me podía creer que una mujer de cuerpo tan sutil pudiera levantar aquel enorme pedrusco… Pero el odio da fuerzas, ¿sabe? Así que con todo su despecho le clavó las aristas de la roca una y otra vez en su sesera. West se convirtió en poco tiempo en un zumo sanguinolento sin cabeza. Luego vi en los ojos de Miss Morrison la desesperación por el asesinato que acababa de cometer y yo aparecí en el momento justo y más dramático; puesto que debido a su arrepentimiento aquella preciosidad se iba a lanzar por el desfiladero. La salvé del suicidio y le prometí mi ayuda. Ella a cambio me dio su cariño.

Las manos de McConney sostuvieron con mayor fuerza el arma. El sudor caía por su frente grasienta. El bigote era repugnante: parecía una morsa a punto de morder a su oponente. La actitud de su cuerpo era del todo amenazante: hombros levantados, mirada profunda de odio, sudoración profusa y la cara convulsionada debido al estado de tensión; estaba a punto de golpear el percutor de la pistola.

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—Y ahora que lo conoce todo, le digo que rece lo que sepa. Porque en esta pistola hay una bala que lleva demasiado tiempo esperando.

Montgomery había estado intentando dilatar el tiempo para que el novato se diera cuenta de que estaba en peligro. Pero en realidad, no confiaba mucho en que así fuera. Quería conseguir unos minutos más aunque no sabía cómo. Se dijo que más bien debería seguir el consejo de McConney y comenzar a rezar el Padrenuestro que tenía casi olvidado. En un momento como aquel; aunque no hubiera sido practicante, el cielo se vislumbraba como la única alternativa posible.

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CAPÍTULO XXIV

 

 

Charlotte llegó a las inmediaciones del edificio donde le esperaba Jeremy; tenía el corazón desbocado y a punto del colapso. Nunca había sentido tanto miedo y eso que ella era una policía curtida en el Bronx donde como media cada uno de los habitantes infringía dos heridas de arma blanca por semana. Estaba acostumbrada a que su vida corriera peligro a diario. Sin embargo, aunque tenía siempre la certeza de que saldría bien parada de cada una de las incursiones que llevaba a cabo, en esta ocasión era diferente:

Montgomery estaba en algún lugar de aquel edificio con el editor-representante; que a juzgar por la carrera de Montgomery para darle alcance, siguiendo su instinto de detective, debía de estar implicado hasta el fondo en el asesinato de West. Ya veía con diáfana claridad cómo el tipo del mostacho empuñaría su pistola y le descerrajaría un par de balazos en toda la frente. Ahora mismo, quizás ya podía ser demasiado tarde.

Un coche blanco enorme doblaba en ese momento la esquina. A nadie podía pasársele desapercibido aquel vehículo de lujo y mucho menos a Charlotte, que llevaba meses viéndolo recorrer las calles en las madrugadas de la gran ciudad con una solemnidad y puntualidad casi británicas; no dejando de acudir a cada una de las “sucursales” del famoso franquiciado de Show Girls. El Speedball era la droga del momento: la sustancia que producía demencia a corto plazo en diez de cada diez consumidores. La reina de las mierdas —como decía ella—. Si cogía al tipo podría conseguir el mayor logro de toda su carrera policial y ella se aseguraría, una vez llegara a prisión, de que no disfrutara de ninguno de los lujos elitistas a los que estaba acostumbrado. Duchas colectivas, agua helada, ranchos inmundos y negación de la libertad era lo que más le convenía a aquel ser infecto responsable de tantas muertes prematuras. Sin embargo, y muy a su pesar, la emergencia la tenía en el edificio, no en el exterior.

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Lo último que esperaba era tener que enfrentarse a tal disyuntiva: salvar a Montgomery o coger de una vez por todas al Jefe. Pero a pesar de todo su corazón lo tenía muy claro: si estaba latiendo así era por la vida de su compañero.

Nada más entrar en el edificio vio a Jeremy al final de un largo pasillo; pegado a la puerta de los ascensores. Se dirigió a él para que le diera el parte de la situación pero sintió un fuerte empujón que la llevó al suelo de forma irremediable. Miró hacia atrás para buscar quién la había lanzado al suelo. La culpable de su caída era una rubia de mirada prepotente, vestida con un elegante maxi vestido azul y que iba escoltada por dos tipos que parecían colosos: con gafas oscuras, amplios mentones y que portaban sendos revólveres. La ira y el odio hicieron aparición en el rostro de Charlotte que hubiera dado algo por estar en condiciones para poder devolver el golpe. Sin embargo, estaba en el suelo. Se vio así misma humillada, como si fuera una persona de segunda categoría rendida a los pies de una mujer de alto standing.

“¿Quién es esa puta?”, se preguntó. La mujer fue directa a los ascensores, parecía que también iba a apartar de un manotazo a su novato de nuez abultada. Un nudo en la garganta se le tuvo que haber hecho a juzgar por el movimiento en ola de su manzana de Adán y sus ojos desencajados. La mujer lo miró con desdén. Al pobre policía casi le da un jamacuco. Pues a pesar de la mala educación de aquella tipa, su belleza era espectacular. “Una Grace Kelly del siglo XXI”, se dijo Charlotte.

—¿A dónde se cree que va? ¿Quién es usted? —le dijo rabiosa.

La mujer no se dignó a mirarla. En su lugar, se puso a aporrear las puertas del ascensor y a gritar diciendo al supuesto ocupante del elevador que ya estaba allí y que lo sacaría cuanto antes. Las lágrimas afloraban por sus ojos y llenaban su rostro de un brillo que la hacía tan irresistible como si fuera una actriz de Hollywood.

“Una actriz…” —se dijo mentalmente Charlotte— “Es tan guapa como una actriz. Lo cierto es que recuerdo a una actriz a la que se parece pero…”

De pronto Charlotte apartó a Jeremy con ojos de advertencia; tenían que actuar con cautela. La situación lo merecía. En ese mismo instante ató cabos y supo que se estaban enfrentando a una loca obsesa: se trataba de la verdadera Miss Morrison. Al ver que se había bajado indudablemente de la Hammer y, tras contemplar su llanto y su parecido a Elisabetta; intuyó quién era y decidió que después del guionista, ahora tenía un nuevo amor que no podía ser otro que el Jefe.

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Así que el famoso Jefe, estaba involucrado en la muerte de Richard West. La Hammer iba a recogerlo a su salida del edificio. Y según el relato de Jeremy dentro del ascensor solo estaban dos personas: Montgomery y Chester McConney.

“Cariño vamos a sacarte de ahí. Los chicos están dispuestos a romper el ascensor si hiciese falta.” —Fue el mensaje que la rubia le envió al busca de McConney.

“Dame un minuto que cierre una cuenta pendiente.” —le respondió el editor.

—¿Sabes qué, Montgomery? Aquí está mi chica. Ya no te queda tiempo; tras decir esto su mano accionó el gatillo. A Montgomery se le heló la sangre. Se sentía muerto pero inexplicablemente pudo a pesar del miedo, abrir de nuevo los ojos.

Lo más extraño fue que volvió a ver a McConney que tenía ahora los ojos cerrados y apretaba los dientes de puro dolor: el tiro había salido rebotado de la pared del ascensor al muslo de McConney que sangraba con una profusión alarmante.

El ascensor se tambaleaba. El tirón fue fortísimo haciendo que ambos cayeran al suelo. La cabina había debido de bajar varias plantas de golpe. Un balanceo nada halagüeño les hizo sentir como si se encontraran en el interior de un reloj de péndulo.

—¡Joder! ¿Qué es esto? —El miedo ante la sensación de caída inminente y la sangre que fluía por su pierna y mojaba el suelo, hicieron presa del pánico a McConney.

Montgomery aprovechó para poner su pierna sobre su garganta inmovilizándolo con su aromático pie. Se imaginó por un momento que le inducía un coma a base del olor a parmesano que emanaba de sus zapatos, puestos desde bien temprano, y por ello llenos de sudor y crecimiento fúngico. No se desmayó pero eso sí, Chester no podía ni mover el bigote. El detective alargó la mano hasta dar alcance al arma que iba a quitarle de en medio hacía tan solo un instante: las tornas habían cambiado.

Montgomery se puso de rodillas y puso el cañón del revólver sobre el cuello de McConney.

—No te muevas, hijo de mala madre. Podría dispararte sin sentir, ¿sabes? No es la primera vez que he matado. Y los dos sabemos que una vez un hombre mata ya no siente tanto temor de volverlo a hacer.

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McConney comenzaba a temblar. Su voz antes profunda y algo ronca se percibía debilitada y trémula. El rostro se había puesto pálido como la harina. Y se notaba que tenía dificultad para mantener los ojos abiertos. Estaba perdiendo mucha sangre. La bala debía de haber afectado a la arteria femoral. Montgomery no era médico pero a juzgar por lo que ya había en el suelo, y el olor a sangre casi irrespirable, sabía que ningún hombre puede resistir mucho tiempo así. Siguió apuntándole con el arma para evitar cualquier movimiento sorpresivo del agente editorial y luego se quitó el cinturón.

—¿Qué haces? —dijo McConney con cara de asombro.

—Te hago un torniquete. No, no me mires de ese modo. Tu vida para mí no vale una mierda pero debes pagar por lo que has hecho.

—Yo no maté al guionista —repitió con voz casi imperceptible.

—Ya lo sé. Eres un encubridor. Y para proteger a tu chica has matado a una actriz, a tu guardaespaldas y lo has intentado con el escritor y conmigo. No puedes salir de rositas muriéndote. Vas a pagarlo, ¿me comprendes? Quédate quieto que te pueda sujetar bien la pierna. Si salimos de aquí no te pasará nada pero si estamos demasiado tiempo… Puede que tengan hasta que amputarte la pierna. Te estará bien merecido. Ya te he dicho antes que sé quién eres, amigo —dijo con tono quedo.

—Claro que lo sabes… Soy Chester McConney el editor de escritores noveles y agente de Richard…

—No, no solo eres Chester McConney, también eres el Jefe —le interrumpió—. El que vende el Speedball en toda la ciudad. El dueño de la Hammer blanca. He visto tu coche en un Show Girls pero no había visto tu feo bigote. Por eso no sabía quién eras hasta que tu coche ha aparecido para recogerte. Me he dado cuenta de cómo has hablado con tu novia con ese busca. Y que ella era la que había salido de la Hammer blanca. Sé que es la taquillera, la que estaba obsesionada por tu envidiado guionista. Lo que no sabe es que la policía está al tanto de que estoy encerrado y que nada más sepan que ella es la verdadera Miss Morrison, la llevarán directa al corredor de la muerte.

Los ojos de McConney se abrieron desbocados llenos de desesperación. Ella era demasiado bella como para acabar en aquel lugar tan sórdido e infrahumano. No se podía aniquilar tanta hermosura con una vulgar inyección letal.

—Mátame o cúlpame a mí, Montgomery. Anne se dejó llevar por la

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pena de no ser correspondida y no pudo evitar matarle. Yo también le hubiera machacado con gusto la sesera. Como bien has dicho envidiaba endiabladamente a Richard West. Cada vez que me traía un borrador se superaba. Quería ser como él pero me era imposible. Me entrego si quieres, pero a ella déjala libre.

—Parece que estás mejor, eh. Puedes incluso razonar —dijo con tono sarcástico—. Pues jódete porque no te voy a matar y por supuesto no te vas a librar de la perpetua o del corredor. Has matado a cientos de jóvenes con tu mierda. Te has enriquecido a base de muchas vidas. Has pedido a otros que maten por ti. Lo pagarás y tu rubia también.

 

El estruendo que había hecho el ascensor al caer varias plantas seguidas hizo que ambas mujeres se asustaran. Mientras la rubia lloraba sorbiéndose los mocos, Charlotte no esperó ni un momento y se fue directa hacia las escaleras con una rapidez más propia de un aguerrido bombero que de una policía. Jeremy estaba de espaldas a Charlotte y no vio hacia dónde se había marchado; se había quedado embobado mirando a Miss Morrison. Lo hacía sin apenas respirar ni pestañear. Le faltó lanzarse a abrazarla con el pretexto de brindarle un hombro en el que llorar: en un legítimo acto de generosa caballerosidad.

En cada planta Charlotte gritaba el nombre del detective:

—¡Montgomery, Montgomery! ¿Estás ahí?

Al no recibir respuesta seguía subiendo. Planta dos, planta tres, planta cuatro, planta cinco... No llegaba nunca a escuchar su voz y cada vez le pesaban más las piernas; subía ya por la planta doce. Volvió a repetir la misma cantinela: seguía sin contestar.

Abajo la rubia tomó conciencia de la situación cuando se encontró con la mirada del supersalido, Jeremy. No estaba haciendo nada útil esperando con sus matones y con aquel extraño policía en la planta baja. Buscó con la mirada a la mujer policía y no la encontró. Reaccionó dignándose a hablarle a Jeremy que al escuchar su voz puso una cara que parecía que en lugar de a una mujer hubiese escuchado el canto de una sirena.

—¿Mi jefa? Pues… no sé. Quizás haya subido —los mofletes grasientos y llenos de espinillas de Jeremy se tornaron encendidos.

Miss Morrison no quiso escuchar más. Y se quitó los tacones para

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subir las escaleras casi de dos en dos. Los gorilas fueron tras ella.

“Esa mujer debe de ser rica para tener a esos dos matones tipo armario como guardaespaldas. Parece que está muy enamorada del hombre del bigote. ¡Qué mal gusto!”, se dijo Jeremy al tiempo que le tembló el cuerpo en señal de desagrado.

Pronto llegó Miss Morrison a la planta diez. A partir de aquí se comenzó a sentir desfondada. Tomaba aire entrecortadamente y su pecho subía y bajaba con rapidez.

—¿Quiere que subamos nosotros, señora? Se ve que no puede más.

—Arriba está vuestro jefe con un jodido detective. Al detective lo liquidaréis nada más se consiga abrir el ascensor. Y al Jefe nos lo llevaremos al piso de Gramercy Park y llamaremos a un médico de confianza. Algo malo le puede haber ocurrido: tengo un mal presentimiento. Y yo debo de estar lo más cerca de él; así que llegaré hasta el final como pueda y en el menor tiempo posible —dijo mientras descansaba en un tramo de escalera.

Charlotte estaba llegando a la planta veinte y tomaba aire con velocidad. Sus fosas nasales se abrían y cerraban. Los pantalones de su uniforme estaban pegados por el sudor a sus generosos muslos. Cogió aire que inspiró con fuerza hacia sus pulmones y volvió a gritar el nombre del detective. La falta de respuesta le hacía sobrecogerse cada vez más conforme alcanzaba una nueva planta.

—Tengo que subir a la siguiente escalera. ¡Fuerza, Charlotte! No puedes renunciar.

En su bolsillo tenía una ampolla de glucosa que usan los deportistas y los diabéticos para evitar hipoglucemias. Miró el líquido trasparente y dulzón y se lo tomó de un trago como si fuera un chupito de tequila. En menos de dos minutos se sintió tan renovada como el conejito de las pilas al que le acaban de colocar unas nuevas y extra potentes.

—¡Montgomery, Montgomery! Después de varios tramos, según la placa había alcanzado la planta veintidós, y aún no había obtenido respuesta. Volvió a subir las escaleras que estaban como siempre a la derecha. Las piernas se percibían extrañas como si fueran ya de otra persona o como si se posaran encima de una nube en lugar de peldaños de escalera. Ahora le vinieron unos molestos hormigueos y un súbito y horrible dolor en la zona inguinal. Todos los días subía y bajaba

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rascacielos pero nunca fue consciente del esfuerzo que representaría recorrerlos a patita. Ya la llamada se había vuelto como un ritual rutinario. Repitió una vez más y al no escuchar nada. Lo dijo de nuevo sin fe:

—¡Montgomery, Montgomery!

Se escuchó una voz pálida y encajonada que venía del ascensor. Era el detective. Su corazón que estaba todo alterado por el esfuerzo físico, ahora vibraba con alegría.

“¡Dios… Montgomery! ¡Estás vivo!”, se dijo.

—¡Montgomery!

—¿Charlotte? Estoy en el ascensor. No puedo salir. Me hubiese gustado encontrarme contigo de otra manera y en otras circunstancias. Pero si no me sacas de aquí moriré por falta de aire; ya es casi irrespirable.

—Creo que hay otra persona contigo… —dijo gritando.

—Sí. Es Chester McConney. Está herido de bala. Quiso matarme y en lugar de darme a mí la bala ha rebotado contra la pared del ascensor y luego le ha herido a él; lo hizo justo en el muslo. Creo que le ha afectado a la femoral. Le he tenido que hacer un torniquete. Puede que tengan que amputarle la pierna al salir de aquí: lleva demasiado tiempo con él puesto.

McConney que estaba escuchando la conversación entre el detective y la policía se estremeció y se llenó de angustia ante la sola idea de quedarse sin su apreciada pierna izquierda.

—El ascensor oscila a poco que nos movamos. Parece como si se fuera a caer de un momento a otro. Nos hemos sentados en el suelo, es asqueroso: está lleno de sangre coagulada de McConney.

Charlotte se dio cuenta que la situación era casi imposible. Falta de aire, sentados sobre sangre, un torniquete y un tipo que a pesar de estar gravemente herido era capaz de hacer de las suyas a la hora de intentar un rescate. “¿Qué hago?”, pensó. Si subía al piso siguiente quizás pudiera abrir la puerta del ascensor haciendo palanca y por lo menos ver cómo se encontraba la cabina.

—¡Voy a subir! Y os voy a intentar sacar de ahí.

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—Quizás no es buena idea, Charlotte. Puede ser peligroso. Mejor llama refuerzos y a los bomberos.

—Has dicho que ya no hay tiempo, ¿recuerdas? Minutos que pasen minutos que pueden ser cruciales para que a McConney no tengan que amputarle la pierna.

—¡Me da igual su puta pierna! Que se quede sin ella —McConney miró al detective con ojos asesinos—. Solo quiero que se mantenga con vida para que pague todo lo que ha hecho.

—¡Joder, Montgomery! ¿Qué te ha pasado con los años? Ya no eres el policía que conocí en la academia. La humanidad está por encima de todo. Porque trabajemos contra sinvergüenzas y delincuentes no tenemos que convertirnos en vivo reflejos de ellos y tú ahora mismo te estás comportando como un asesino: justo como el que tienes enfrente…

Ahora escúchame, McConney —hizo una parada para hacerse escuchar—. Os sacaré a los dos. Pero no quiero trucos ni intentos extraños. ¿Entendido? ¡Responde! —ordenó.

—No puedo correr. He perdido mucha sangre. Después de que me saques de aquí, me entregaré —respondió con voz debilitada.

Una vez escuchó cómo McConney le aseguraba que se rendía; la policía comenzó a subir en dirección a la siguiente planta. Esos últimos escalones los hacía con la pesadez propia de un alpinista que de un momento a otro va a coronar la cumbre de la montaña. Ella estaba dispuesta por su amigo, a arriesgar lo que hiciera falta. Los bomberos quizás subieran a galope las escaleras pero estaba segura que si veían que ponían en riesgo sus vidas no iban a continuar. Y mucho menos por un expolicía y un capo del Speedball.

Quería hacer palanca con algo. Así que miró a su alrededor. En aquel pasillo de edificio de oficinas no se vislumbraba nada útil para ejercer la presión necesaria. Fue de un lado a otro. En ese instante escuchó la voz de Montgomery que la llamaba.

—¡Charlotte date prisa!

—¿Qué pasa?

—A McConney se le está poniendo la pierna amoratada. Está casi negra y dice que tiene mucho hormigueo que apenas la siente.

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—¡Eso es el torniquete! Se lo has debido de hacer muy apretado. Suéltalo un poco.

—Salía mucha sangre. Lo he hecho como he podido y he apretado con ganas. ¡Mierda! Me da miedo aflojarlo.

—¡Hazlo, Montgomery! Hay que intentar salvarle la pierna. No voy a tardar en sacaros, te lo prometo.

Charlotte se paseó lentamente por el pasillo. En él solo había dos troncos del Brasil en sus correspondientes macetones. Miró uno de los tiestos. Estaba hecho de tablillas horizontales. En ese momento se imaginó así misma con una tablilla haciendo palanca en el ascensor. Sin pensarlo comenzó a romper la madera ayudándose de un cuchillo que siempre llevaba con ella en el bolsillo de su pierna. En lugar de salir el listón completo, saltó un trozo de madera y luego varios trocitos; fruto de las prisas y la fragilidad del material. Continuó con el siguiente listón: nada. Otro roto. Lo mismo ocurrió con el otro y con el siguiente de más abajo. Hasta que se cargó toda la maceta. No era tan fácil como parecía en su imaginación. Miró a su alrededor desolada: la tierra negra se había esparcido por todo el suelo marmóreo.

—Lo intentaré con la otra, se dijo.

Sin embargo cuando comenzó a sacar los listones el resultado fue el mismo: trozos de madera que no le servían para nada. Ahora solo quedaban dos macetas destrozadas con las vistosas plantas tiradas por el pasillo. Miró al tronco del Brasil. Sin pensar y con prisa enfebrecida comenzó a sacarle las hojas hasta dejarlo pelado. Ahora el tronco era un verdadero palo flexible.

Lo intentó meter entre las juntas de las puertas del ascensor pero el hecho de que fuera redondo no era para nada favorable. Y se le resbalaba cada vez que intentaba meterlo. Así que con su cuchillo lo empezó a partir longitudinalmente por la mitad. Tuvo miedo de que se le desviara la hoja y terminar rebanándose la mano: avanzó con lentitud pero sin parar. Las prisas, hasta ahora, no habían dado buenos resultados. Pasaron cinco eternos minutos. El sudor corría por su frente; se pasó la mano varias veces para quitárselo. Y por fin llegó al extremo del palo.

Se levantó e inspiró aire para coger fuerza. Y con todas las ganas hizo palanca cerrando los ojos y apretando la boca en una pose constreñida. “Debo de estar guapísima”, pensó. De repente las puertas se abrieron. Charlotte se quedó mirando asombrada pues ya esperaba que la maniobra fuera a ser del todo estéril.

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—¿Y ahora qué? —se preguntó.

—¿Charlotte, sigues ahí? Se ha escuchado un ruido.

—El ruido lo he hecho yo, Montgomery. Por favor, no os vayáis a mover ni un solo centímetro.

Ahora sudaba más que antes: la cabina del ascensor estaba más abajo, por la altura de sus rodillas, y más arriba se encontraba la parte alta. El corazón se le quedó casi paralizado por la congoja que le produjo el contemplar que ésta se sustentaba por un único cable de acero. No podía decírselo a Montgomery. Y aún más conociendo que tenía pánico a los ascensores. Aquello lo sabía porque se lo contó Adam en tono jocoso como una anécdota más; en uno de los almuerzos que habían compartido durante las jornadas de guardia en comisaría. Si decía lo del cable ya podía dar por perdido a su amigo.

“Cualquier persona en esta situación entraría en pánico y se pondría a dar bandazos por el ascensor. Después por el peso y la falta de sustentación, la cabina bajaría en caída libre. No, definitivamente me debo de callar.”

Sobre el techo del ascensor había un montón de cascotes. Eran restos de los trozos desprendidos procedentes de los pisos recorridos por el ascensor en su peligroso periplo agarrado por un solo cable.

—¿Qué está pasando, Charlotte? Estás muy callada.

—Nada. Solo estoy pensando.

—¡Pues no pienses y actúa! —dijo Montgomery ajeno a que estaba jugándose su propia vida.

“Eso es, Charlotte. No pienses y actúa…”

La policía se subió con lentitud propia de un perezoso a la parte superior del ascensor. En él había una rejilla encajada por un riel. Tenía que levantarla poco a poco. Ahora su vida también pendía de un hilo.

En el interior Chester McConney lloriqueaba de dolor porque su pierna cada vez estaba más inflamada; Montgomery le trataba de aflojar el correaje. Le quitó el bolígrafo que había servido de entablillado para el torniquete. Lo hizo lentamente y aflojó la correa; pero pudo hacerlo durante muy pocos segundos, pues la sangre volvió a fluir con una rapidez y fuerza alarmantes.

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Las manos de Charlotte le comenzaban a temblar; nunca le había ocurrido. Necesitaba precisión y solo conseguía más movimiento.

—“Concéntrate, Charlotte. Te tienes que controlar”.

Desencajó el techo y lo tiró por el lateral del ascensor. La pieza metálica hizo un ruido terrible en su devenir: adelanto de lo que ocurriría si el cable terminaba por soltarse. Charlotte estaba sentada en una esquina del techo. Las piernas le temblaban, el movimiento venía desde el interior de su cuerpo en un suave y extraño ronroneo. Estaba agotada y necesitaba ayuda. Sin embargo debía de valerse sola.

Montgomery vio que el techo se movía y con cara de alucinado, sentado en el suelo con el culo chorreando de sangre, vio la elegante cara de su Charlotte. Parecía una princesa vestida de policía. Tenía el rostro cansado pero los ojos le brillaban como en los tiempos en los que se embobaban sentados en un banco del parque conversando.

—¡Charlotte, estás ahí!

—¿Eres Montgomery?

En ese instante el detective sintió apuro. Notó calor en sus mejillas. A la edad que tenía y sonrojándose como un quinceañero. Estaba más feo que nunca por el miedo, el cansancio y la lucha que estaba llevando con aquel criminal. Pensó que la decepción se acababa de encarnar en el rostro de Charlotte. Sin querer se “peinó” con la mano los cuatro pelos que tenía; en un vano intento de acicalamiento. Sin embargo, se dio cuenta que no era necesario: pudo ver que de su rostro nacía una sonrisa tranquilizadora. Aquella mujer era la que le había acompañado en todos sus exámenes de la academia. Recordó sus ánimos… Y cuando ella le decía: Tú puedes, Montgomery.

Al fin y al cabo, Charlotte tenía el recuerdo de lo que él fue. Y además sabía cómo era su corazón; eso no había cambiado a pesar de estar curtido por los años. Y hombres buenos no hay apenas en el mercado. Volvió a confiar en que su amiga no saldría corriendo para siempre.

—Soy yo —respondió con su maltrecha sonrisa, destrozada por la nicotina de tantos cigarrillos consumidos durante las horas de vigilancia.

Sus ojos se clavaron en los del detective. Los años habían pasado por él dejando demasiada huella. Poco quedaba del joven fuerte y moreno del que se enamoró. Sus labios ya no eran tan carnosos; su

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sonrisa estaba desvaída; el pelo ondulado brillaba por su ausencia. Tan solo quedaban sus ojos: sinceros, románticos, compañeros… Era Peter, su Peter. Y por él se lo jugaría todo.

Charlotte contempló el cuadro completo: el ascensor era trasparente y el suelo que debió de ser de mármol blanco como el del pasillo, tenía un tono rojizo oscuro que era francamente asqueroso: fluido vital de la pierna de McConney. Luego estaba aquel olor: ese olor dulzón y acre de la sangre coagulada. Contempló al Jefe con la cara congestionada por el dolor. Su corazón estaba encogido. No sabía por quién empezar. Montgomery estaba dentro de lo que cabía en buen estado pero al capo se encontraba en una situación extrema. Así que sintiéndolo mucho supo que McConney debería ser el primero en salir del habitáculo.

—Voy a sacar primero a Chester McConney.

—¡Ni hablar! Pero Charlotte… ¿Es que no te das cuenta que estoy al límite? No puedo más; sin saber qué le ocurre a este cacharro que no para de moverse con el más leve de nuestros movimientos. Y además, ¿quién le va a vigilar si le sacas primero a él? 

—¡Nadie! Estamos a más de más de veintidós plantas de la calle, Montgomery. ¿Crees que este hombre está en condiciones de huir?

—No, pero…

—La humanidad es el principio de todo buen policía.

La decisión de sacar primero al capo del Speedball estaba tomada; aunque sentía el temor de que si se movía demasiado la cabina fuera solo aquel criminal el que se beneficiara de su salvamento.

CAPÍTULO XXV

 

 

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Jeremy estaba solo en la planta baja del edificio. No sabía qué hacer. Era un joven demasiado perezoso como para ir a buscar a su jefa. Así que decidió llamar por teléfono a otro superior: el sargento Adam. Le contó que Montgomery estaba encerrado en un ascensor con McConney, ahora sospechoso del asesinato de West. A Adam, conocedor de la problemática del Montgomery, se le pusieron las manos sudorosas de solo imaginar la pesadilla que su amigo debía de estar experimentando. Jeremy le contó que la verdadera Miss Morrison había aparecido y que, a juzgar por su comportamiento, era la amante de Chester McConney. Luego comenzó a describirle de forma detallada el físico de la mujer. A Adam todas aquellas tonterías sobre Miss Morrison le importaban un bledo: que si sus ojos eran puro fuego, sus labios carmesí del cielo, su pecho grande y de blancura lunar, su pelo brillante como un rayo del sol... Le cortó aquella sarta de cursilerías; trivialidades comparadas con lo que de verdad le importaba: saber cuánto tiempo llevaban allí encerrados el detective y el agente literario. Y si Montgomery había sufrido algún incidente con McConney o si se había escuchado algún disparo. Pues en un lugar encerrado con un supuesto asesino era fácil tener las de perder. Instó a Jeremy a que le contara qué había ocurrido. Pero Jeremy no tenía ni idea. Solo sabía que su jefa había corrido escaleras arriba para buscar al detective en la planta en la que estuviera atrapado y lo había hecho tras escuchar un gran estruendo. Era como si el ascensor hubiera bajado de golpe varias plantas.

—Jeremy, ¿quieres hacer algo útil? —dijo con apremio.

—¡Sí, señor! Por supuesto.

—Pues ve subiendo a la planta en la que se haya quedado atrapado Montgomery, te enteras de lo que está pasando y me lo comunicas mientras llego con refuerzos.

—Pero, señor… Tendré que subir muchas plantas. No solo se ha roto el ascensor donde va Montgomery, ¿sabe? Solo se puede llegar hasta allí por las escaleras.

—¿Y subir no es mejor que estar esperando mano sobre mano? ¿No querías aprender? Pues hoy es el día de tu master class.

Jeremy colgó. Mirando hacia el pasillo donde estaba la escalera se le escaparon unos cuantos suspiros; aquello era un verdadero reto. No entendía para qué subir si su jefa ya estaba arriba. El sudor le corría por la frente de pensar en el tiempo que tardaría en alcanzar su objetivo. Además estaban los gorilas de la mujer rubia. Esos tipos eran capaces de cogerlo como rehén o incluso de liquidarlo si lo vieran

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necesario. Pero no podía negarse a subir; sería desobedecer a un superior. “En qué mala hora había decidido llamar a Adam con lo tranquilo que estaba allí contemplando el infinito.”, pensó. Cogió impulso y con aire decidido comenzó su ascensión.

 

Miss Morrison seguía subiendo. Había tenido que descansar y sentarse varias veces. Pero llegar, llegaría. Los chicos habían desenfundado sus pistolas. Estaban dispuestos a llevarse por delante al detective y a la policía. Ambos deberían desaparecer de este mundo si querían salir libres de aquel edificio junto al Jefe. No era tanto el amor que sentía Miss Morrison por McConney, sino el miedo a que contara que ella había matado al guionista.

El caso es que cada vez que lo recordaba no sentía arrepentimiento alguno. A pesar de que eso fue lo que le dijo a McConney para darle pena. “Los hombres son bastante idiotas. Ven a una rubia de ojos melosos y piernas largas y creen en todo lo que se les cuenta.”, se dijo. Ella necesitaba a Chester para que la protegiera y él la necesitaba porque vivía por y para ella.

Al igual que ella vivió por y para Richard desde el día cuando en su taquilla del cine Broadway lo conoció. Rememoró cómo sufría cuando Richard estaba de crisis de inspiración y cómo se llenaba de gozo cuando volvía a ser él mismo. Lo que no podía superar era que él la considerara una conquista más. Un nombre de mujer en una lista interminable. Desde ese momento en el que vio cómo la ninguneaba negándola a su familia y amigos, decidió que su pluma creadora debía de dejar de crear para siempre. Eso la llevó con decisión a buscarle en el despacho de su representante: Chester McConney. Allí averiguaría dónde se había escondido. Porque estaba segura de que se largó con el único fin de darle esquinazo y aburrirla. Sin embargo, todo fue bien gracias a algo con lo que no contaba: que el representante nada más verla entrar en su despacho se volvió loco por ella. Por eso le reveló dónde estaba el guionista y luego la ayudó a encontrarlo llevándole hasta él: en el monte junto al lago Waterton. En cierto modo, pensándolo con frialdad, Chester también le molió la cabeza a base de golpes pues le acompañó en todos sus pasos: le dijo dónde estaba, dónde se hospedaría, la llevó en moto para darle alcance y por último omitió su ayuda cuando escuchó a su representado emitir dos profundos y gorgoteantes gritos de desesperación.

Estaba llegando a un piso en el que el pasillo estaba lleno de tierra negra. Era compos de ese que venden en saquitos en las tiendas de jardinería. Pisoteó unas astillas de madera que estaban extendidas

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por el suelo. No se imaginaba quién había formado tanto follón. Buscó el ascensor y sorprendida vio que la puerta estaba entreabierta.

—¡Chester, cariño! Estoy aquí —retumbó su voz en el pasillo vacío.

Charlotte cerró los ojos con fuerza por el susto. No esperaba que nadie irrumpiera en su concentración para no hacer movimientos bruscos mientras cogía de las manos al capo al que estaba sacando poco a poco del elevador. Lo último que necesitaba era que aquella puta rubia acompañada con sus matones estuviera en la planta donde trataba de hacer el rescate.

Se figuraba cuáles debían de ser sus planes: nada más los vieran a Montgomery y a ella les dispararían para así poder darse a la fuga, luego cogerían a McConney y lo curarían una vez estuvieran en sitio seguro; quizás saldrían del país por un tiempo y cuando las cosas se calmaran volverían a la ciudad para continuar con el negocio del Speedball. “Y claro que lo harían.”, pensó. Se imaginó el cuerpo de Montgomery tendido en el habitáculo y a ella misma cayendo al abismo tal cual acababa de hacer la parte superior del ascensor que había desencajado. Y luego estaba Jeremy… Jeremy no podría hacer nada. Quizás también recibiría otro balazo en la frente con el que caería fulminado en el hall de aquel edificio.

Soltó los dedos de McConney. Los ojos del capo la miraron extrañados. Charlotte no dijo nada para que la rubia no escuchara su voz. Podía ser que la acribillaran nada más verla: con aquella gente nunca se sabía. Se pegó en una esquina guarecida por la oscuridad.

La rubia miró por la raya entre las dos puertas por la que se había colado hacía unos minutos Charlotte. No veía nada. El ascensor estaba allí. Eso era claro. Se podía ver la cabina. Pero el silencio era sepulcral. Decidió que tenía que gritar. Así que gritó como cuando tarzán pasaba de una liana a otra en mitad de la selva. Pronunció con fuerza y lentitud el nombre del capo. Sin embargo, nada se escuchaba.

Los matones se miraron el uno al otro. Adivinaban lo que había debido de pasar. Tenían que llevarse a la Jefa de allí. Era claro que ambos: el Jefe y el detective se habían quedado sin aire. El Jefe ya no estaba en el mundo; debía de yacer en aquel ascensor. Y lo que tenían que hacer era llevarse a Miss Morrison y protegerla de los policías que no tardarían en llegar para encontrarse con los cuerpos.

—Señora, lo mejor será que bajemos. Corre peligro. Si viene la policía la detendrá.

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—¿Y Chester? ¿Es que no vais a buscarle? ¡Pedazo de maricones!

Uno de los guardaespaldas se adelantó con los brazos extendidos en pose de consuelo. Sus ojos eran de comprensión y de condolencia.

—A él le hubiera gustado que la protegiéramos de la pasma, señora. No podemos dejar que le pase nada, ¿me comprende?

Miss Morrison golpeaba el pecho del matón para zafarse de él. Volvió a acercarse a la puerta del ascensor y gritó para que Chester la escuchara:

—¡Chester, estoy aquí!

Seguía sin respuesta. Aporreó la puerta del ascensor; intentó colarse para ver lo que había en el habitáculo. Antes de que pudiera lograrlo una mano grande y peluda se lo impidió. La cogió de la parte de atrás de su maxi vestido azul y la sacó de un fuerte tirón hacia el pasillo.

—¡Vamos, no dejaré que se haga daño!

Ella protestó llorosa pero por poco tiempo pues se dio cuenta enseguida que tenían razón. En unos minutos llegarían más policías y si sabían quién era ella, le pondrían unas frías esposas; luego la llevarían a un calabozo y más tarde sería juzgada por el asesinato del mejor guionista de todo Estados Unidos. Su pena de muerte estaba cantada. Y era joven, hermosa y encima tras la muerte de Chester: multimillonaria. Pues heredaría sus negocios de Show Girls y, dentro del mismo pack, el negocio del Speedball.

 

Una vez que los pasos de los ocupantes del pasillo se percibieron más amortiguados, Charlotte pudo por fin hacer una respiración honda y sonora. Estaba apretada entre el ascensor y una de las paredes; ansiosa por no ser descubierta, su garganta se había quedado reseca y rugosa.

Chester no había podido responder a su amante porque había estado todo el tiempo amordazado por la mano de Montgomery que le había apretado con tanta fuerza que se llevó en su manaza un montón de los pelos de su mullido y cuidado bigote.

Todo ocurrió por intuición: Montgomery al ver los ojos de espanto de su compañera y cómo ella soltaba la mano del sorprendido capo,

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enseguida hilvanó los hechos en su mente y entendió, que algo raro ocurría fuera que hacía que la vida de ella corriera peligro. Así que con brusquedad inusitada se lanzó hacia él haciéndole un placaje a lo jugador de rugby, tapándole la cara completa; evitando que tuviera la oportunidad de abrir la boca.

Cuando por fin lo soltaron se puso a gritar:

—Había venido mi chica. ¡Hijos de puta! Aunque estoy contento porque por lo menos no podréis atraparla. Escapará a Europa y me esperará… ¡Ya lo creo que sí lo hará! Tengo el mejor abogado del país. Y saldré pronto de la cárcel. Y estoy seguro que si le paso un buen sobre al juez ni siquiera llegaré a estar allí.

—Eso, si sobrevives —dijo Montgomery con desdén—. Aquí estamos los dos. Tú con la pierna cada vez más amoratada y yo al borde del infarto por la ansiedad que es para mí estar aquí encerrado. Dependes de nosotros; sobre todo de mi compañera. Tus chicos se han largado. La rubia estará pensando ahora mismo en todo el dinero que heredará. Y sí, puede que se marche a Europa y huya así de la pena de muerte, pero te digo yo que no lo hará esperándote sino para irse con uno de esos dos jóvenes maromazos que le has puesto de guardaespaldas.

—¡Maldito mamón! Calla esa boca asquerosa y dile a la policía que se decida de una puta vez a quién saca.

Las manos habían aparecido de nuevo por la parte superior del ascensor. Esta vez se movían dirigiéndose a Montgomery.

El detective sonrió. Por fin se iba a dar aquel reencuentro que tanto había deseado. Ella se había percatado del peligro que suponía McConney a pesar de estar herido. Ahora el corazón del detective estaba más al borde del infarto que antes. Estaba preocupado: tenía miedo a querer.

 

En lugar de bajar las escaleras con tranquilidad. Los guardaespaldas cogieron en brazos y por turnos a Miss Morrison. El tiempo jugaba en su contra y cuanto antes llegaran al hall del edificio, antes podrían desaparecer en la Hammer blanca. La taquillera al principio quiso resistirse pero pensó que todo era por su bien. Así que se dejó llevar alternativamente por los brazos musculados de aquellos hombres; pasando de uno a otro como si fuera una liviana muñequita.

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Jeremy que había tenido que parar para descansar varias veces desde que empezara a subir escaleras; estaba casi por la planta veinte cuando escuchó las voces de varias personas que bajaban a zancadas. Sus testículos se pegaron al cuerpo como si acabara de meterse en agua helada. No podía escapar por ningún lado. Los plantones de los extremos del pasillo no eran lo suficientemente grandes como para poder ocultar su cuerpo larguirucho y desgarbado. No tenía ni idea de qué hacer. Pensó en lo que haría su jefa. Pero no se le ocurría nada. Ella tenía siempre soluciones en las situaciones más desesperadas. Por algo era la que llevaba los asuntos antidroga.

“Quizás son otras personas que necesitan bajar porque salen de sus oficinas”, pensó para tranquilizarse. Sin embargo pudo oler el perfume de la preciosa rubia que subió antes con los matones. Era ella y si bajaba era porque había conseguido su objetivo: encontrar a McConney y sacarlo del ascensor. Se le vino a la cabeza que su jefa y el detective pudieran estar ya muertos. Los ojos se le pusieron desencajados, el sudor proliferó por su frente espinillosa. Las manos le temblaban y la lengua se le puso seca como un estropajo. No sabía qué hacer… No había plan y lo único que tenía era su pistola.

—¡Espera! ¡Ahí hay un policía! Estamos perdidos; seguro que ya han rodeado el edificio y esto está blindado —dijo uno de los guardaespaldas en voz baja.

—¡Idiota! Ése es el gilipollas que estaba con nosotros abajo. Si lo despacháis con una bala ya podremos salir. Bueno, espera… pensándolo mejor… No tan rápido —interrumpió de forma inesperada al matón sujetando la mano de éste con un tono de voz morboso—. Antes quiero que se despida de la vida con un buen sabor de boca.

Miss Morrison se bajó de los brazos de los matones. Quería ver la reacción de aquel niñato ante su presencia. Sus movimientos voluptuosos rodearon pronto al embobado policía. Jeremy pensó entonces que quizás ya no corría peligro y se sintió como si estuviera en uno de esos sueños mojados de los que no quería despertar. No se veía al Jefe por ningún lado. Y aquella mujer había llegado hasta él sola…

Le rodeó con sus brazos y le dio un cálido y apasionado beso en los labios. Era como una viuda negra probando a su macho antes de matarlo. Jeremy suspiró hondo: no se podría estar más cerca del cielo. Una vez lo soltó se quedó mirando al frente con ojos enturbiados por la emoción.

Después de un par de minutos logró reaccionar:

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—¿Quiere salir de aquí? —dijo con mirada obnubilada.

—Sí, eso es lo que necesito —con su mano acarició la barbilla de pollo del imberbe Jeremy.

—Yo la ayudaré. He visto antes de entrar en este edificio que hay unas escaleras de emergencia que dan a otra calle —respondió con decisión—. La guiaré.

Los guardaespaldas se miraron el uno al otro. Un policía corrupto y por qué poco se dejaba corromper… Al fin y al cabo los encantos de la Jefa habían engatusado al propio Jefe. Menuda femme fatale estaba hecha. A pesar de todo, sus pistolas seguirían desenfundadas. Conocían el plan y como ella les dijo en un principio, una bala era para aquel niñato. Lo harían nada más salieran de aquel edificio. Al policía le duraría poco la ilusión.

 

 

Las manos de Montgomery estaban alzadas hacia afuera del ascensor. Charlotte lo agarró con fuerza. Tenía que sacar a su compañero de allí y eso le supondría un gran esfuerzo. Sin embargo, no era una mujer débil. Sus brazos eran fuertes: era una policía tan trabajada en el gimnasio o más que sus compañeros.

Contó en voz alta: ¡Uno, dos y tres! Cuando dijo tres Montgomery asomó la cabeza y pudo ver que el ascensor colgaba de un solo cable. Su rostro se puso tan blanco como si fuera el de un muerto. Aquella mujer estaba jugándoselo todo por él. La cabina se balanceó peligrosamente. Ambos respiraban agitados: Montgomery por el pavor; Charlotte por el cansancio del que lleva tiempo en la cuerda floja. De nuevo dijo: ¡Uno, dos y tres!

Ahora el detective tenía medio cuerpo sobre el ascensor. Charlotte tenía la ropa mojada del esfuerzo. Un fuerte olor axilar los envolvía. Era el olor corporal de su compañera. Para Montgomery aquello era un perfume sensual; llevaba años queriendo estar frente a ella. Ahora estaba casi cara a cara, oliéndola, pero sus piernas aún permanecían abajo.

De repente notó un tirón que lo llevaba directo de vuelta a la cabina. No se lo podía creer. Miró a Charlotte espantado. Ella lo agarró con fuerza tirando en sentido contrario.

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—Maldito, ¡hijo de puta! ¡Suelta a Montgomery! Hasta que no salga él, no saldrás tú.

—Acabo de ver vuestro plan… Me dejaréis aquí y me moriré consumido por el dolor. Quiero salir; estoy herido y tengo derecho. Llamaré a mi abogado: es el sobrino de West. No, no os quedéis así mirando. Yo valgo más por lo que callo que por lo que cuento. Él me debe mucho y me defenderá. Trabajará como el mejor picapleitos de la ciudad para el que es y seguirá siendo el puto amo de todo Nueva York.

Charlotte vio que la cabina se balanceaba cada vez más. Si seguía aquel movimiento pendular de un momento a otro el cable dejaría de resistir; se estaba rompiendo a ojos vista: morirían los tres.

—Escúchame, Montgomery. Cuando yo te diga con mi mano te pegarás hacia el lado derecho. Al levantar el tercer dedo te apartarás. ¿Me has entendido? —dijo en voz baja.

—Montgomery respondió con una mirada trémula y dubitativa.

La mano de Charlotte se levantó, los músculos del antebrazo se le pusieron rígidos y endurecidos por la tensión; sus ojos enfocaron, al tiempo que las pupilas se le dilataron como lo hacen las de un guepardo a punto de cazar a su presa. Miró hacia abajo, movió su dedo, accionó el percutor… Una leve sacudida de retroceso. La bala cortó el aire decidida, rozó la gabardina de Montgomery dejando algo de su cintilla explosiva y de su calor. Después chocó explosivamente contra el cráneo de McConney. El daño fue inmediato. La imagen de los sesos contra el cristal trasparente del ascensor y el toro de Wall Street de testigo se reprodujo fielmente. La diferencia era que el propietario de la masa encefálica era otro.

Charlotte volvió la cara. Por muchos años que pasaran para ella matar era terrible. Las manos de Montgomery ahora le rogaban ser cogidas pues su cuerpo había retrocedido de nuevo adentro del ascensor. Charlotte necesitó unos minutos para poder reaccionar. Cuando lo hizo tiró fuerte; pero con lentitud. El ascensor se balanceaba con más ímpetu.

—Uno, dos y tres ¡Uno, dos y tres! —apretaba los dientes y su cara se ponía morada del esfuerzo.

—¡Un poco más, Charlotte!

—Impúlsate cuando diga tres.

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—¡Uno… dos… y tres! ¡Arriba! Dijo agarrando la espalda de la gabardina del detective.

—Ya estoy aquí —la voz de Montgomery estaba llena de gratitud pero aún se vislumbraba su intranquilidad. Ambos sobre la cabina del ascensor y el cable casi pelado.

—Ahora voy a ir saliendo. No podemos saltar de golpe. Estoy mal, tengo el cuerpo entumecido de estar tanto tiempo sobre la cabina; me costará trabajo moverme con movimientos finos. Cuando salga no podré creerlo, Montgomery —dijo Charlotte con mirada agotada.

Tras decir esto sus pies fueron desplazándose con una lentitud milimétrica. Avanzaba de forma exasperante a los ojos de Montgomery que la observaba con admiración; fijándose en todos sus movimientos. Dentro de un rato sería él quién tendría que reproducirlos para salir de allí con éxito. Estaba en cuclillas: hizo que el brazo avanzara primero y luego desplazaba la pierna; el balanceo era terrible. Pegaba su cuerpo sobre la cabina. No tuvo más remedio que quedarse petrificada a pesar del dolor de sus articulaciones. Cuando el movimiento cesó; continuó desplazándose cual perezoso sobre un árbol de intrincado follaje. Manos, pies, observación. Una parada prudente y vuelta a empezar. El sudor resbalaba por su espalda al recordar el sonido tremebundo de la rejilla del techo que ella misma tiró por el hueco. Montgomery que no era muy creyente, recordó de nuevo el Padrenuestro que le enseñaron de pequeño. Lo repetía para sí mismo. Sentía que con que su compañera lograra salir, ya él estaba tranquilo y feliz; puesto que veía imposible que su culo gordo pudiera moverse con ese sosiego que evitara que se tambaleara toda la estructura.

Las manos de su compañera lograron llegar a la puerta. Se agarró y metió el cuerpo hacia el pasillo lleno de tierra.

—¡He llegado, Montgomery! Ahora tienes que salir tú.

—¡No voy a poder hacer lo que has hecho, Charlotte!

—¡No te vengas abajo! Ahora no puedes flaquear. Te voy a decir algo, Montgomery… He estado veinte años viviendo una farsa de matrimonio. Con un marido al que no amé y que seguramente nunca me quiso. Necesito que salgas, Peter: te necesito —no tenía fuerzas, estaba exhausta; sus ojos, por la gravedad, dejaron caer unos lagrimones tan grandes como las gotas que llenan las aceras cuando comienza una tormenta de verano—. ¡Tienes que sobrevivir!

Él que la había estado escuchando lloraba en silencio. No podía

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creer que alguien le quisiera de modo semejante. Si el matrimonio de Charlotte había sido una farsa el suyo había sido una mentira insostenible: lo había convertido en un desgraciado y ahora no podía dejar que aquel cable de acero lo venciera.

—¡Intentaré hacer lo que has hecho, Charlotte! Pero si no lo consigo, por favor prométeme que seguirás adelante y no te hundirás porque eres demasiado buena para eso. Tan solo recuérdame con una sonrisa.

—No hará falta recordarte, Montgomery. Dentro de un rato estarás aquí —sus manos cruzaron los dedos. Y la misma oración que antes dijo Montgomery se repitió como un cántico en el cerebro de Charlotte.

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CAPÍTULO XXVI

 

 

Adam había estado llamando al móvil de Jeremy de forma insistente: era extraño que no le cogiera el teléfono. Conducía su patrulla junto a un montón de patrullas más; se había organizado un verdadero despliegue. Quienquiera que se quisiera dar a la fuga lo tenía casi imposible. La imaginación del policía pronto corrió libre. Que un novato no coja el teléfono a su superior solo puede significar una cosa: que no puede contestar. Y lo único que pudo barruntar es que el chico yacía herido o muerto. Así que cada vez que podía marcaba la rellamada en el manos libres del coche.

—¡Cógelo, joder! ¿Qué te ha pasado, chico?

Por la radio del coche patrulla de Adam irrumpió la voz dubitativa de un policía. Era otro novato: el mejor amigo de Jeremy. Iba haciendo patrulla con un veterano de la edad de Adam.

—Señor, ¿se sabe algo del agente Sadler?

—Nada, O’Sullivan —intentó ocultar de su voz el desánimo y la angustia—. No te preocupes muchacho, que ya estamos cerca del edificio dónde está él.

—Tengo un mal presentimiento… señor.

—¡Eso son tonterías! ¿Me oyes? —respondió. Pero estaba afirmando justo lo contrario que lo que llevaba rato pensando.

 

 

Jeremy había conducido a su “chica” y a los matones hasta un largo pasillo. Sus pasos eran apresurados. El teléfono no le paraba de

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sonar. Uno de los matones se volvió.

—¿Por qué no apagas el puto teléfono?

—No puedo hacer eso; tengo que contestar —su nuez bajó y subió con dificultad. Se sentía morir cada vez que el gorila lo miraba. No entendía su forma de tratarlo: estaba colaborando con ellos.

Entonces el tipo lo volvió a mirar y lo hizo de una forma que le estremeció. Con su tosca y peluda mano, le arrancó el móvil de su cinturón y lo lanzó tan lejos y con tanta fuerza que se quedó destripado a unos metros.

—Vamos, ¡más deprisa! La pasma está por llegar y aún no hemos salido de aquí. 

—Me doy prisa. Tengo más ganas que usted de salir. Quiero ver cuanto antes a mi chica fuera.

Miss Morrison miró con ternura fingida a Jeremy. Su rubia y ensortijada melena, sus ojos de aguamarina y sus carnosos labios eran estupendas armas para manipular. Y él chico estaba siendo tan fácil… Por dentro ya estaba saboreando las mieles de la libertad. A pesar de ser una mujer fría le estaba dando cierta pena que nada más estuvieran fuera, sus chicos le descerrajarían al policía un tiro directo a la cabeza. Tan joven y ya sentenciado. Entonces se sonrió: la culpa la tenía él por fiarse de una mujer que había sido engañada y destrozada por la única persona de la que se había enamorado en la vida. Por el hilo musical del edificio sonó la canción One love de U2.

Jeremy agarró con romanticismo la mano de Miss Morrison que no le rehuyó sino que le respondió apretando su mano contra la de él.  Los gorilas empujaban a Jeremy por detrás; recordándole quienes eran y que todo lo que creía estar viviendo con la rubia era un mero espejismo de la realidad.

 

Montgomery miró hacia abajo; a sus pies estaba aquel tipo con el bigote chorreando de sangre y los ojos casi fuera de sus órbitas. ¡Dios, qué asco daba! Charlotte había librado a la ciudad de un buen pájaro; no debía de sentir remordimientos. Muchos jóvenes que aún no estaban enganchados a la droga quizás no llegaran a estarlo gracias a su muerte. La pena que sintió él era que no iba a pagar con la cárcel.

Tenía que salir de allí; no podía marcharse junto a aquel tipo al

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otro mundo cuando aún no había vivido en éste de verdad. Cogió aire y dejó de mirar a sus pies. Adelantó el brazo. Notó un movimiento pendular espeluznante. Entonces fue cuando sus testículos se le pegaron tanto al cuerpo que parecía que le hubieran subido hasta la garganta.

“Joder, esto es más difícil de lo que parece”. Esperó a que parara aquel movimiento y avanzó a gatas con una lentitud insoportable. La cabeza la tenía chorreando de sudor. Las manos se le resbalaban. Entonces escuchó la voz de Charlotte en su cabeza:  “¡Tienes que sobrevivir!”

“No lo dudes que lo haré.”, pensó. Siguió adelante. Una vez las manos, otra vez las piernas. El cable hizo un ruido devastador. Era el final. Sonó como si fuera el Titanic partiéndose en dos a la vez que penetraba como una exhalación en la parte más helada y profunda del Atlántico Norte. Sus manos se proyectaron en el aire. El abismo y la muerte le aguardaban sin prisa. Notó algo metálico al lanzarse y no supo lo que era. Con un ruido ensordecedor, un amasijo de escombros fue cayendo por todos lados pero sobre todo por su cabeza. Las lágrimas caían solas y el corazón le latía hasta la extenuación.

¿Cómo era posible que aún estuviera consciente? No sabía ni dónde estaba. Una humareda polvorienta lo llenaba todo de un color ceniciento amarronado; soplando logró mirar hacia el frente. Sus piernas tiraban de él. No era McConney el que tiraba ahora pues estaba más que muerto: era la gravedad la que como un monstruo ansioso de alimento estaba tirando de él con saña. Entonces miró y vio a la altura de sus ojos un suelo blanco con restos de tierra negra.

—¡Estoy al borde de la puerta de ascensor! —la cabina había desaparecido hacía unos segundos.

Unas manos blancas, límpidas y bellas aparecieron de forma milagrosa. Le asieron con ganas: eran las manos de Charlotte. Que por tercera vez, volvía al rescate. “Qué diferente estaba siendo su historia a la de los cuentos”, pensó. “En lugar de la princesa salvada por el príncipe. Era al revés aunque de una forma bastante más cutre: era el cuento de la princesa que salvaba al detective calvo y barrigón.”

—¡Venga, Peter! Has tenido mucha suerte y no vamos a cagarla ahora.

La cara principesca de Charlotte se coloreó de un rojo extremo.

—¡Prometo dejar la comida rápida si me sacas de aquí!

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Una sonrisa emergió de la cara constreñida de la policía. Sus ojos lo miraron con complicidad. Charlotte hacía ruido con su boca a la vez que se esforzaba por subirlo. Montgomery no tenía apoyo ninguno y era un peso muerto. Se sentía como un doble lastre: puesto que además de hacer sufrir a Charlotte físicamente para rescatarle, estaban perdiendo un tiempo precioso en la lucha por salir de allí dándole a Miss Morrison tiempo suficiente para huir del edificio. Y si eso ocurría, todo habría sido en vano. Bueno, todo no… Su vida cambiaría por fin a mejor. O eso esperaba. Todavía dudaba que una mujer como aquella pudiera soportar ser la mujer de un tipo tan mediocremente feo como lo era él.

Su culo cayó de golpe contra el pasillo y se resbaló por el suelo pulimentado. Charlotte, apoyada contra la pared, subía y bajaba su pecho con rapidez espasmódica. Estaba tirada del cansancio junto a un macetón que ahora solo era un montoncito de restos de madera y hojas.

—¡No puedo más, Montgomery! —consiguió decir después de un rato cogiendo aire.

—Descansa. Ahora me toca a mí. Tengo que estirar las piernas; llevo mucho tiempo metido en un cuchitril. Tengo fuerza y sobre todo ganas de luchar.

Montgomery le cogió las manos a su compañera y se las besó. A esas manos debía su vida y tenía que mostrarle toda su gratitud; aunque no solo fuera agradecimiento lo que sentía. 

Charlotte no podía creer que al paso de tantos años, desde aquella negra mañana de la boda de Peter en la que vio su destino irse a la mierda, volvería a sentir la ilusión; una alegría que parecía ser compartida por su compañero: justo en la recta final de sus vidas. Se recriminó en su mente que estaba volviendo a perder la cabeza: era una sensación que le gustaba pero que a la vez le daba miedo.

Ahora no podía correr escaleras abajo. El esfuerzo físico la había dejado incapaz. Asió a Montgomery de las manos con vehemencia y devoción. Le miró a los ojos. Su boca se entreabrió: era el deseo reprimido desde hacía tantos años. La mano de Montgomery apartó de su cara un poco de su sudorosa melena. Sus ojos se reencontraron en un diálogo mudo. Los corazones latieron fuertes. Fueron unos segundos eternos cuando sus labios se unieron: nunca antes lo habían hecho.

Montgomery sintió que su sueño de la playa se cumplía tal cual; era incluso mucho mejor. Sin embargo, no podía corretear de alegría ni bailotear: abajo tenía una misión y debía terminarla. Entonces soltó las manos de Charlotte y se fue escaleras abajo. La rubia podía estar lejos

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pero él haría lo imposible por darle alcance.

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CAPÍTULO XXVII

 

 

Montgomery estaba entumecido. Le costó un esfuerzo ímprobo conseguir cierta velocidad; pues sus piernas habían estado demasiado tiempo metidas en aquel ascensor. Tenía que recorrer una distancia notable: bajar todas las plantas hasta encontrar a la asesina de West con sus matones. Pensó que era imposible que llegara a tiempo para detenerles. Porque además de la ventaja que le llevaban en tiempo, su culo era demasiado pesado para moverse con ligereza. Se prometió así mismo comer menos pizzas precocinadas y acudir al McDonald’s como mucho un par de veces al año.

Miró a la barandilla y recordó cómo durante su niñez recorría peligrosamente las escaleras de la casa de su abuela que enfadada siempre le regañaba en italiano. La abuela de Montgomery era de Nápoles y fue al poco de llegar a Estados Unidos que se casó con un abogado pudiente; lo conoció mientras la ayudaba con su documentación. Era el abuelo de Montgomery que se dedicaba por aquel entonces, en sus momentos de ocio, a arreglar los documentos de los inmigrantes de forma gratuita. Tras casarse compraron una casa señorial con una escalera cuyo pasamano de madera era una verdadera atracción para cualquier niño. Y el detective en sus años más tiernos se convertía en un diablo enloquecido cada vez que visitaba la casa de sus abuelos.

Con cuidado pasó una pierna por encima del pasamano. Notó que la calidad del mismo era mucho peor que el de su niñez: al pertenecer a una escalera moderna era mucho más estrecho y anguloso.

Pensó que sus huevos acabarían destrozados en el trasiego. Pero a pesar de todo no le importó; puesto que ya no pensaba en tener más hijos. Así que conservar la fertilidad poco importaba ya y sobre todo y lo más importante, le debía un favor a la mujer que lo había salvado y que permanecía agotada y tirada en el pasillo por culpa de su obesidad. Aún no podía creer cómo había conseguido tirar de tantos kilos sin ayuda

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alguna. “Charlotte, daré mi culo por ti”, pensó. Y en verdad, así iba a ser literalmente.

En ese instante se puso en movimiento. Si hubiera tenido pelo como en su juventud su tupé se hubiera puesto a ondear. Ahora solo ondeaba el sudor de su frente y el que procedía de su cabeza toda brillante. Estaba llegando al final del pasamano. Tenía que saltar. Pero calculó mal y cayó de mala manera golpeándose con ganas el coxis. Un dolor intenso recorrió su cuerpo. Habían pasado demasiados años desde la última vez que se tiró por unas escaleras. A pesar del fortísimo dolor decidió hacerle caso omiso: no esperó a recuperarse. Continuó bajando; sintiendo el calor de la fricción en sus nalgas. Ahora comenzaba a notar un hormigueo preocupante en los testículos. Pensó que no importaba que era necesario. Sería el precio que debía de pagar por bajar cuanto antes y por terminar el trabajo que Charlotte inició. Debía intentar alcanzarlos ya que estaba seguro que si la rubia escapaba se convertiría en la dueña de los Show Girls y de todo el negocio del Speedball de la ciudad. Y entonces ya sería intocable.

 

Adam entró en el edificio junto a sus compañeros. Se repartieron por todo el hall. Adam y otros dos policías se dirigieron al final del pasillo donde estaba el ascensor siniestrado. Estaba casi cerrado por el aplastamiento. Pero se podía entrever que había un cadáver en su interior. El problema era que con el amasijo de cascotes no se podía identificar quién era. A Adam se le puso la garganta como un estropajo. ¿Y si el cadáver era el de Montgomery? ¿Dónde iba a encontrar a un alter ego que le comprendiera como él? Tenían un bromance desde el día ya algo lejano en el que se reencontraron en el escenario del crimen de West. No iba a tener una amistad como aquella aunque pasaran mil años. Eran como Sherlock y Watson; el doctor House y Wilson; Don Quijote y Sancho. Nadie podría sustituir a su amigo. Y tener que verlo machacado en un ascensor era para él imposible de sobrellevar.

—Sargento Brown, ¿puede comunicarme cuando rescaten el cuerpo de quién se trata?

—Por supuesto, Adam. Pero, ¿qué coño te pasa? Nunca te he visto así tan… desencajado.

—Creo que el cuerpo es el de mi mejor amigo.

El policía miró a Adam y le hizo un gesto con la cara para que se largara de allí. Había hombres suficientes para excarcelar el cadáver.

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Montgomery bajó uno de los tramos tan agotado que cayó rodando. La gabardina la había tirado por el camino para poder bajar con más soltura. Notó que el pantalón que había estado en continúa fricción con la baranda de la escalera se había roto por la zona del culo. Se tocó y tenía un buen boquete por el que asomaría el calzoncillo más hortera que tenía en el cajón de la mesilla de noche; lamentó habérselo puesto aquella mañana pero era eso o ir con el culo al aire porque era el único que tenía limpio.

Debido a la ventana que se le había abierto en el pantalón, decidió que no podía continuar desplazándose de aquella manera; pues lo siguiente sería que le asomaran sus cachetes llenos de pelo. Así que apretó el paso y comenzó a saltar los escalones casi de tres en tres. A pesar de que sus prisas eran incluso mayores que al principio ya lo daba todo por perdido: era imposible que aquella gentuza permaneciera aún allí.

De repente se percató de cómo un líquido calentón surcaba su frente dolorida. Se tocó e imaginó que se debía de haber hecho un corte bien profundo en la cocorota al caer contra el suelo. Aquel hilo sanguinolento procedía de la mediación de su cabeza y viajaba hacia su frente.

 

El sobrino de West acababa de llegar al edificio. Sus piernas se movían a grandes zancadas. Portaba su maletín. Estaba dispuesto a hablar con McConney. Había recibido un mensaje por el busca que decía que lo necesitaba. No tenía ni idea en qué estaría metido pero si quería que no largara sobre sus tejemanejes con políticos y sobre su dinero en paraísos fiscales, no tenía más remedio que acudir. Al entrar se encontró de sopetón con la policía. Estaban por todas partes; no supo qué hacer. Adam que estaba peinando la planta baja lo vio y lo reconoció nada más entrar.

“Qué casualidad que el sobrino de West esté en el sitio donde había estado McConney, el principal sospechoso del asesinato de Richard West y del que aún no sabían si había logrado huir. Quizás el abogado sea su cómplice”, pensó Adam.

Así que le puso la mano en el hombro a George West con toda la cordialidad posible pero con firmeza y tensión; en la mirada del abogado se percibía un gesto esquivo inequívoco.

—¿Qué hace por aquí, abogado?

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—Negocios, negocios… ¿Oiga, qué… qué pasa aquí?

—¿Usted lo sabe?

—No, si lo supiera no le preguntaría.

—No voy a contarle nada. Lo que voy a hacer es invitarle a que se quede con este joven —dijo señalando a O’Sullivan, el agente novato amigo de Jeremy.

—Oiga, ¿acaso me está deteniendo? —preguntó resaltando su incredulidad.

—¡No! Tan solo estoy tomando las medidas necesarias.

 

Montgomery iba exhausto. Estaba por fin en la planta cuatro. Y respiraba como un bulldog francés que pasea a mediodía en pleno agosto. Después de la mala experiencia que estaba atravesando con sus pulmones, a pesar de los años que llevaba con el vicio, dejaría de fumar.

Miró el siguiente tramo y vio algo que le pareció abstracto: era Jeremy que lloraba con desconsuelo sentado en uno de los peldaños de la escalera. ¿Qué le habría pasado para estar así? ¿Cómo estaba ileso? Se sintió aliviado al verlo con vida. Hubiese lamentado mucho que aquellos tipos lo hubieran liquidado. Pero, ¿qué había hecho para que no lo mataran? ¿Quizás se había escondido en alguna de las oficinas que albergaba aquel edificio? “Al fin y al cabo el chico no es tan tonto.”, pensó.

Se acercó a Jeremy y tocó su hombro con ánimo de consolarle pero éste dio un respingo.

—¿Quién es? —desenfundó su pistola como un acto reflejo.

—¡Joder, Jeremy! Baja eso… Soy Montgomery.

—Pero… ¿Usted no estaba metido en el ascensor?

—El ascensor se ha ido a la mierda con McConney dentro. No sé cómo no te has enterado. Con el ruido que ha tenido que hacer. A mí me ha sacado de allí tu jefa. ¿Qué te pasa? Dime, ¿por qué estás llorando?

—Señor, yo ya no merezco el puesto que ocupo. Quiero salir de la

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policía.

“Este chico debe de haber pasado mucho miedo para llegar a decir eso”, pensó.

—He traicionado los valores de un buen policía. Me he dejado corromper. No ponga esa cara, por favor. Fue un guiño de Miss Morrison y luego un beso. Y me volví loco.

—¿Les has ayudado, hijo? —dijo Montgomery incrédulo.

—¡Sí, les he ayudado! Me he comportado como un idiota…

—No te has comportado como un idiota… Es que eres idiota. ¡Joder! No te vas a marchar tú: vas a salir por la puerta de atrás.

—Aunque no soy tan gilipollas como usted cree. Me he dado cuenta de lo que iban a hacer conmigo cuando me arrancaron el móvil del cinturón. Miss Morrison no hizo nada para controlar a sus matones. Además me miraba de una forma que parecía que se estuviera despidiendo de mí: era una mezcla de remordimientos y conmiseración. Intuí que en el momento en el que llegáramos fuera del edificio iba a acabar tirado en el suelo de un balazo. Así que en lugar de sacarles por la puerta de emergencia como les prometí; los encerré en el cuarto de contadores.

—¿¡Qué dices!? ¿A los tres?

—Sí, a los tres.

—¿¡Y qué coño estás haciendo aquí llorando!? —la alegría iluminaba la cara de Montgomery antes mustia por la decepción y el cansancio.

—He escuchado llegar a los compañeros. Y me da vergüenza de cómo me he portado. Pretendía que los encontraran ellos al escuchar sus gritos.

—¡Anda, no seas idiota y muévete! Que tú y yo tenemos que bajar al cuarto de contadores —ordenó casi relamiéndose de gusto por lo que iban a cambiar las cosas en sus vidas.

—Señor, permítame… Quisiera saber qué le ha pasado en su trasero —dijo al ser adelantado por Montgomery.

—He bajado la mayoría de las plantas tirándome por el pasamano

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de la escalera, ¿qué te parece?

Los ojos de Jeremy se llenaron de admiración. Con la edad que tenía el detective y haciendo locuras propias de niños pequeños. Aunque él no era el más adecuado para juzgar porque él mismo se había comportado como un adolescente de quince años detrás de unas buenas tetas y de una cara bonita.

Sin hacer apenas ruido llegaron frente a la puerta de contadores. Y comenzaron a gritar en dirección a donde estaban los demás policías para llamar su atención. Miss Morrison y los matones no habían sido encontrados hasta ahora porque sabían que los policías estaban fuera y habían permanecido callados como muertos durante todo ese tiempo; creyendo que cuando se cansaran de buscar saldrían indemnes de todo aquello.

—¡Pero si es Montgomery! —gritó Adam emocionado.

—Adam, me alegro de verte. No me mires como a un fantasma, aún respiro. Y se lo debo a Charlotte que me ha sacado de ese maldito ascensor. Pero tengo algo importante que comunicarte: Jeremy ha atrapado a Miss Morrison y a sus gorilas.

La cara de Adam era de pura sorpresa e incredulidad. ¿Aquel policía enclenque había podido con dos armarios abiertos y con una mujer que le sacaba dos palmos?

—Bueno, no fui… yo solo. El señor Montgomery me ha ayudado. Les hicimos una emboscada y con nuestras pistolas les obligamos a meterse allí —afirmó con seguridad y gesto lleno de teatralidad.

—Bueno… eso ya es otra cosa. ¡Cielo santo, Montgomery! ¿Sabes lo que significa eso?

—Sí, que por fin tenemos a quién provocó la horrible muerte de Richard West y que pagará con la cárcel.

—Eso por supuesto. Pero creo que alguien ascenderá y que un detective va a volver a pertenecer a la policía.

Los ojos de Montgomery se convirtieron en agua temblorosa. Quién iba a decirle a él que una experiencia tan mala en un ascensor iba a ser tan fructífera.

Volver a ser policía… Por un lado era una idea estupenda. Pues aquella prejubilación obligada no le hizo ninguna gracia en su día. Sin

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embargo, su vida actual ya no le disgustaba: se levantaba cada día cuando le daba la gana, trabajaba según sus necesidades económicas y el único superior que tenía que soportar era a él mismo.

—Me lo pensaré…

—¡Joder, Montgomery! No te entiendo —dijo Adam mesándose su pelo con cara de desconcierto—. Recuerdo lo traumática que fue tu salida. Sé que para superarlo tuviste que ir a un psicólogo y solo pudiste respirar tras dejarte el dinero en un montón de sesiones; tu autoestima se fue a la mierda. ¿Y ahora me dices que te lo pensarás?

Montgomery miró a su compañero con cierta timidez. Era mucho el ofrecimiento. Sin embargo, se había acomodado a vivir a su manera. Tan solo había un acicate para querer reingresar en la policía: Charlotte Smith.

Desde el interior del cuarto de contadores se escuchaba a la mujer discutiendo con los guardaespaldas. Ella ya sabía que los policías conocían su paradero. Por ello decidió que se acababa el silencio y que antes de ser atrapada y llevada a comisaría, les tenía que decir lo mal que la habían servido.

—¡Sois escoria! Los mayores ineptos que han trabajado para el Jefe. Si no hubieseis sido tan bruscos con el policía que nos llevaba directos a la libertad, no habría ahora mismo montones de policías detrás de ésa puerta dispuestos a llevarnos a la cárcel. Estoy segura de que si le hubierais seguido la corriente, él no habría sospechado. Y ese chico con tal de volverme a besar me hubiera llevado hasta la luna si hubiera hecho falta.

Ambos permanecían callados soportando el chaparrón. Pues todo lo que les estaba diciendo era cierto. Sus cabezas miraban hacia abajo en señal de disculpa abrumada.

Adam irrumpió en la estancia de forma abrupta; interrumpiendo su discurso. Lo primero que hizo fue asir con fuerza sus manos; de manera que Miss Morrison al tiempo que sintió la frialdad de las esposas en sus muñecas se le quedó mirando con los ojos bien abiertos: Adam notó en su mirada sentimientos entremezclados de sorpresa y miedo.

“Aquel otro policía era la versión mejorada de Jeremy: más maduro y con buena musculatura; sería imposible de convencer con argumentos tan pueriles como un beso”, pensó. Sintió que ahora estaba más sola que nunca y que nadie la libraría de ir directa a la cárcel. Se

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imaginó a ella misma en el corredor de la muerte. Vestida con el antiestético mono naranja. Las lágrimas llenaron sus ojos intentando provocar compasión. Sin embargo sus esfuerzos fueron inútiles: los policías la miraban con rechazo. Todos recordaban la imagen de portada del New York Times: la cabeza de Richard West convertida en una especie de zumo grumoso y sanguinolento.

Ella ya no lo recordaba; se le había borrado toda la escena: la gran piedra que cogió, las veces que la cargó contra su cabeza mientras se escuchaban sus horribles alaridos de dolor, los insultos que profirió sobre su persona y por último, la patada de gracia que le propinó rabiosa y que le dejó la cabeza fuera de su sitio.

Se enajenó con su odio y luego cuando se refugió en los brazos de McConney, todo había cambiado a mejor: la vida se volvió dulce y glamourosa a su lado. Al contrario que el guionista, McConney presumía y la exhibía por todas los lugares por los que se movía. Ella le correspondía con su cariño porque se sentía bien bajo su manto de protección.

Ya solo había querido buscar en su vida complacer a aquel hombre que le había mostrado amor y agradecimiento por lo que ella había hecho con Richard West. Ambos habían tenido un mismo objetivo por distintos motivos y estaba segura que él también lo hubiera hecho más tarde o más temprano. Su odio había sido mucho más recalcitrante que el de ella porque venía de muchos años atrás.

De los dos guardaespaldas se encargaron un montón de policías que se lanzaron sobre ellos capitaneados por Jeremy que desde que se había hecho valedor de la hazaña de detenerlos en el cuarto de contadores, se había convertido en un brazo de mar. Montgomery contempló la escena con satisfacción. Cansado acabó marchándose al hall a la espera de salir junto a Adam hacia comisaría. Se topó con George West que estaba esposado a un novato del estilo de Jeremy.

—¡Detective Montgomery, qué alivio verle! Dígale que soy su cliente y que no debió de esposarme. Haga que me suelten.

—¿Por qué he de hacer eso? —respondió flemático—. Me hubiera gustado no haberlo encontrado aquí porque no me puede negar, ante esta situación, que usted sabía más de lo que me dijo cuando me contrató. No me gustan los clientes que me engañan y ¿sabe qué? Me lo olía desde el principio. McConney lo chantajeaba, le llamó y usted acudió como un perro ante la llamada de su amo.

—No hay pruebas.

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—En ese cuarto de contadores acaban de atrapar a Miss Morrison, la amante de su tío. Es cierto que estaba loca: lo mató por despecho con un gran pedrusco y se ensañó con él. Pero luego la loca se convirtió en la novia de Chester McConney: su cliente chantajeador. Debió usted de sufrir mucho… Sabiéndolo todo y no pudiéndome decir que la verdadera Miss Morrison estaba viva: ocultándose primero en Madrid y después viviendo una vida normal en Nueva York. No entiendo qué secreto tan grande pudiera usted tener que le hiciera preferir tener el pico cerrado antes de acusar a McConney de ser el cómplice de la asesina de su tío.

Adam apareció tras Miss Morrison y con un gesto le mandó a O’Sullivan que le trajera al abogado. La rubia le sonrió con malicia. George la miró con desprecio: desde que apareció en su vida solo había traído problemas. Ella no pudo soportar su mirada y bajó la vista. En la tensión del momento pensó que por lo menos el sobrino de West no se iba a ir de rositas —su boca se tornó amplia y dejó ver sus blancos y nacarados dientes—, el abogado también tendría que vérselas con la justicia. Y ella tenía la clave de todo lo que ocultaba. Sabía que su condena sería menor, pues eran delitos contra la hacienda pública y por tráfico de influencias pero aquella mierda le haría mucho daño en su carrera. Y ella se encargaría de que todos la conocieran. Le guardaba rencor: él tenía gran parte de la culpa de que Richard la dejara. Aún recordaba la misma mirada de desprecio aquella lluviosa tarde de otoño en la que se cruzaron por primera vez en la calle. Iba feliz del brazo de su tío. George aceleró el paso hasta que se puso a la altura de Richard y le dijo algo que no se le olvidaría en la vida… Lo dijo con un tono de voz alto para que ella pudiera captar su frase a la perfección:

—Hola, tío Richard. No sabía que ahora eras un putero de baja estofa.

Desde entonces Richard West comenzó a ocultarla. Se avergonzaba de ella ante el mundo. Y eso nunca se lo perdonaría ni a su fallecido novio ni a su sobrino, el abogado.

Por la escalera bajaban un par de policías llevando una camilla. A Montgomery se le puso el corazón a la boca: era Charlotte. No sabía si le había ocurrido algo desde que la dejó en el pasillo casi sin resuello. Tenía los ojos cerrados, parecía dormida. Su cara irradiaba un resplandor casi celestial.

—¿Cómo está? —preguntó a uno de los dos compañeros que la bajaban. Su voz tenía un ronco tono angustiado.

—¡Exhausta! Esta mujer se ha quedado sin energía. No se

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preocupe, detective. Solo necesita descansar.

El mundo se le había venido encima al ver la situación y de pronto se sintió como si fuera Atlas levantándolo con una energía titánica: al fin y al cabo nada se había perdido.  La fortuna que le comenzó a sonreír después de años miserables aún no lo había abandonado.

Tomó su mano y le susurró un “te quiero” lo más bajo que pudo para que fuera solo para ella; una declaración íntima a pesar de ser pronunciada delante de dos extraños. Entonces Charlotte entreabrió los ojos y le sonrió. A Montgomery le subió un suspiro que vino desde muy dentro.

Era un suspiro que llevaba años atrapado en su interior: llegó desde el pasado hasta aquel minuto. Estaba adormecido y guardado a buen recaudo en los años oscuros de su matrimonio y se acababa de despertar desvaneciéndolo todo como cuando al escuchar la marcha Radetzky en la mañana de Año Nuevo se borran las malas experiencias del año anterior y se comienza con la ilusión del que tiene una nueva vida. Esta vez la marcha Radetzky había sonado con antelación, justo en aquella escalera con los acordes de la sonrisa de Charlotte.

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CAPÍTULO XXVIII

 

 

La vida se veía desde otra perspectiva en la tranquilidad del Central Park. La naturaleza en el centro de la urbe parecía hacer que las manecillas del reloj no se movieran. Las hojas de los árboles resonaban secas bajo sus pies a cada paso que daban en una sinfonía de crujidos otoñales. La nieve haría pronto su aparición; convirtiéndose el paisaje en una típica estampa navideña de película.

El detective nunca había disfrutado tanto de un simple paseo. Su mano aún se ponía sudorosa al recorrer con su tacto los dedos de Charlotte; tenía que soltarla y tomar su pañuelo. Se disculpaba tímido y volvía a recoger su mano con el tacto más blando que sabía. A ella le hacía gracia que aquella mano ruda y áspera tuviera la delicadeza de la de un adolescente que toca por primera vez a una chica. Su marido nunca había sido así; Montgomery no era George Clooney pero su corazón le latía como si lo fuera…

Las ardillas huían de ellos pero cuando estaban suficientemente alejadas los contemplaban curiosas. El sol cuyos rayos cada día eran más pálidos dejaba entreverse entre las nubes despidiendo el día. En el horizonte se dibujó la luna que como si fuera una vieja cotilla, los seguía con la mirada de sus cráteres.

—Oye, Montgomery. ¿Qué vas a hacer? ¿Volverás a la policía?

Un sonido entre la maleza les interrumpió. Montgomery pensó que era un drogadicto que se ocultaba en la oscuridad para atacarles. Algo que solía ocurrir con frecuencia si te sorprende la noche en el Central Park. Enarboló su pistola y volvió la cara hacia Charlotte poniéndose el dedo sobre sus labios para que callara. 

Había cierto movimiento. Las hojas del suelo crepitaban como palomitas de maíz que se hacen en un microondas. Los rayos blanquecinos de la gran luna hicieron que unos ojos refulgieran en la

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oscuridad. Un color verdoso fluorescente se encontró con los ojos de sorpresa de Montgomery.

El detective guardó su arma. Y se tiró al suelo; esta vez fueron sus ojos los que brillaron en la oscuridad. Charlotte no entendía qué era lo que le ocurría para tirarse de ese modo sobre un suelo mojado y lleno de hojas embarradas, que le ensuciarían  la gabardina que le regaló hacía pocos días; pues la suya la perdió en aquel maldito edificio donde el ascensor por poco no termina con sus vidas.

—Peter, ¿¡qué haces!?

Escuchó al detective reír como un niño pequeño. Quizás se le estuviera yendo la cabeza. Aunque aún no era tan mayor como para eso. Montgomery era casi un total desconocido para ella; habían pasado muchos años y las personas pueden cambiar con el tiempo o incluso podría tratarse de un caso de Alzheimer precoz. Se estremeció de pensar que pudiera ser eso. De nuevo aquella risa. ¿Eran carcajadas emocionadas? ¿Estaba revolcándose sobre el suelo? —se dijo incrédula.

—¿Peter, me vas a decir qué es lo que te ocurre? —su voz dejó traslucir cierto miedo; sintió pavor de que su recién estrenado novio se hubiera enajenado bajo el propio influjo de la luna.

—Peter, ¿me escuchas?

 

 

Las risas resonaban cada vez más fuertes. Sin entender nada Charlotte decidió encender una pequeña linterna que siempre llevaba con ella en el bolso. La luz led enfocó hacia donde estaba el detective. Lo último que podía esperar era ver a Montgomery con un escuálido gato negro entre los brazos.

No sabía cómo actuar. Un hombre mayor jugando como un niño con un gato asilvestrado del Central Park en medio de la oscuridad. ¿Qué le podría decir ahora que lo acababa de descubrir?

—Mira, Charlotte… ¿A que es precioso?

—No sé… ¿Quieres quedarte con ese gato? A mí no me importa. Pero deberás llevarlo al veterinario porque puede tener alguna enfermedad y…

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—No lo comprendes. Normal, no conoces nuestra historia. Este gato se llama Hércules. No, no… no me mires así. Lo llamé así por mi venerado detective Hércules Poirot. Ha sido mi único compañero durante mucho tiempo. Además que de verdad hace honor a su nombre. Lo debes de conocer porque es el gato que posa como una pantera en mi perfil de Facebook.

—¿Cómo sabes que ése gato es el tuyo? El de perfil se veía diferente.

—Simplemente lo sé. Ha sido nada más he visto sus ojos reflectantes en la oscuridad; he podido notar que me ha reconocido. Y luego se ha echado sobre mí como si fuera un perro que lleva tiempo sin ver a su amo.

—¿Y por qué está aquí?

—Se escapó de casa el día que entraron unos tipos para matarme. Pero antes de largarse le destrozó a uno de ellos la cara. Este gato ya es casi detective —su voz estaba enronquecida por la alegría y el orgullo que le producía rememorar sus hazañas.

Charlotte estaba absorta. Se estaba dando cuenta que aquel sí era el Montgomery que conoció en la academia. El que ayudaba a los débiles, el altruista, el defensor de los animales en peligro.

—Bueno, pues entonces… Debo de presentarme —cogió de la pata delantera al gato y comenzó a hablarle—. Hola, Hércules. Soy Charlotte Smith, policía de Nueva York. Espero que seamos amigos porque yo también quiero mucho a Montgomery. A juzgar por lo delgado que estás debes de tener mucha hambre, ¿te vendrías a mi casa? No sé… Si quieres venir y traerte a tu amo me encantaría. Haré hamburguesas de ternera.

Un maullido lastimero interrumpió su discurso.

—Eso quiere decir que sí —dijo Montgomery riendo.

—Me gustaría que contestaras la pregunta que te hice antes, Montgomery… ¿Volverás a la policía?

Montgomery se estaba dejando querer por Hércules que frotaba su cabeza contra el lateral de su cara. Miró sus ojos almendrados; tocó sus costillas marcadas y acarició su pelo deslucido. “Pobre animal cuantas penalidades tuvo que haber pasado pero a la vez que dichoso fue en el momento que vio la puerta abierta: es un gato asilvestrado.”,

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pensó. El detective le mostró el gato a Charlotte que estaba sentada en uno de los bancos del parque.

—¿Ves cómo está de canijo?

—Sí, sí se le notan demasiado las costillas. Pero no entiendo… qué tiene que ver…

—¿Ves su hocico castigado por las peleas callejeras?

—Desde luego tiene muchos arañazos. Sigo sin comprenderte, Peter.

—Pues al igual que él yo amo la libertad y te digo con certeza que la policía no es mi futuro. Yo también soy un gato asilvestrado. Aunque Hércules va a dejar de serlo a poder ser para siempre. Volverá a lucir lustroso y cuidado. Hasta que un día quizás le entren las ansias de libertad y se me escape. Pero yo lo volveré a encontrar y seremos de nuevo felices juntos. He entendido que no puedo volver a la policía porque si no es mañana será pasado cuando quiera salir corriendo por la puerta. Y eso no te lo mereces. No se lo merece Adam ni los demás compañeros…

Charlotte se quedó pensativa y agarrando la mano de Montgomery con la misma fuerza que él apretaba contra su pecho al animal de azabache le respondió:

—Si no hubiera aparecido Hércules quizás nunca te hubiera comprendido, quizás te hubiera echado en cara muchas cosas… Hubiera pensado que era por cobardía, dejadez o por tu carácter pesimista… Ahora solo puedo apoyar que sigas siendo un detective de la calle. Un detective asilvestrado y bueno. Un animal de asfalto que lucha por atrapar al delincuente sin pensar en su vida. Un héroe desconocido por los habitantes de Nueva York.

 

 

FIN

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Sobre la autora

 

 

Victoria Eugenia Muñoz Solano es una escritora y bióloga malagueña ganadora del primer premio en el “I Concurso de Microrrelatos Radiofónicos Navideños Onda Cero Málaga”, del tercer premio en el “I Concurso de Microrrelatos de Semana Santa La Opinión de Málaga”, fue Premio accésit del “I Concurso de Relatos Cortos Beso de Rechenna (Valencia)” y ha sido seleccionada en varias ocasiones en el “Concurso de Microrrelatos de Abogados”.

Puedes leer sus relatos en el blog “Los relatos de Victoria Eugenia” y seguirla por la cuenta de twitter: @vemswriter

Ha sido entrevistada en radio y televisión y tiene un canal de Youtube sobre escritura creativa.

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