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N.° 75 GUARDIA. UN CONSEJO DE MELCHOR CANO Á FELIPE 11. 181 porque dan idea de los sucesos que á cada paso ocurrían y pueden servir para el estudió de costum- bres de la época. Entro ollas se dice que si «el Prior y frailes tuviesen escrúpulos de que el cape- llán de la Iglesia IK> dice la misa, es menester que, pues allí no se puede ya decir, que la digan acá en et Monasterio de Santa Catalina. Y creo que esto sería lo más seguro, según la mucha codicia y poca fidelidad de los tales capellanes. Lo -14, que el ca- pellán viva en las casas del Monasterio y duerma en ellas y no en la Iglesia. Lo uno, porque el aposento de sobre la sacristía queda libre para cuando el Prior ó algún fraile fuese allá. Lo otro, por quitar la ocasión del mal y escándalo y decir de las gen- tes, porque si duerme en las camas del corredor, como muchas veces vengan personas á velar y te- ner novenas, suelen hacer camas y dormir en el coro, que no es decente y es peligroso, porque mu- chas veces están en novenas mujeres y mozas, y no son ocasiones seguras y peligro para el mal, así el dormir tan cerca, como el levantarse y vestirse de- lante de ellas, como yo lo he visto, y tener la con- versación tan propinqua.» El primero que arrendó la isla para atender al reparo de la Iglesia, fue Fr. Francisco de Villanueva, no sin conservar el derecho de pasar á ella por la fiesta de Santa Marina á decir algunas misas, y en las advertencias de que hemos hablado prevenía que cuando se presentasen capellanes, ó hiciesen escrituras que tocaren al Señorío de la Iglesia de latas, se titulase Prior del Monasterio de Santa Ca- talina de Gorban y Señor de la Isla de Don Ponce de Santa Marina y de la Iglesia de Santa María de Latas. Para terminar estos ligeros apuntes, vamos á re- ferir la aparición de la imagen, en cuyo honor se edificó la iglesia de que nos venimos ocupando, y que tanta veneración goza en toda Tr.asmiera, to- mada á la letra de una relación hecha por Fr. Fran- •cisco de la Concepción (1), que no hizo más que trascribir la conservada por la tradición. «Aparecióse esta soberana imagen el año de 1264 á una pastorcilla de ovejas que se hallaba manca de un brazo, sobre la cima de un frondoso árbol que en el monte de Latas estaba, cuya copa hacía som- bra á una muy clara y cristalina fuente; y tan her- mosa, admirable y resplandeciente se demostró, que cual otro Moisés en el. Sinay, quedó atónita y deslumbrada la pastorcilla en este monte: pero de modo la socorrió la dulce voz de María Santísima que, cobrando aventajados bríos, pudo y mereció oir de su soberana boca: anuncia al pueblo como se halla aquí su patrona y abogada, que en un tem- plo que se erigirá será, aun do los más distantes pueblos, venerada. Quedó confusa la pastorcilla, y hallándose indeterminada oyó voz que la decía: Va i que serás luego creida por señal que de la mano que aora te alias manca-serás ya sana. Sucedió así, pues apenas reveló el misterio quedó libre de la opresión que en su brazo y mano padecía. Concur- rió el dichoso pueblo á ver la maravilla, descendió de el árbol á la Santísima Virgen y la colocó en una ermita que allí cerca estaba, en donde fue tan ve- nerada de los fieles, que cual soberano sagrario era visitada su santa casa, obrando en ella repetidas maravillas, y aun las qne se lavaban en las cristali- nas aguas de la referida fuente sanaban de sus do- lencias al contacto físico de ellas, y aun las llevaban por medicinas á diversos pueblos de la comarca, y en especial á la villa de Santander, cuyos vecinos con gran veneración dieron en visitar su santo tem- plo, en donde topaban consuelo en sus aflicciones y felicidad en sus navegaciones, y aun muchos co- jos, mancos y ciegos, quedaron sanos por interce- sión de esta Soberana Reina.» E. DE L CONSEJO PEDIDO POR FELIPE II Á MELCHOR CANO. (Conclusión.) * ni. Es preciso convenir que, para un teólogo orto- doxo, la solución de todas estas cuestiones espino- sas presentaba grandes dificultades, y que había quizá peligro en resolverlas con entera independen- cia. También Melchor Cano comenzó por asegu- rarse el «ftoyo do la Universidad de Salamanca, y su dictamen recibió la sanción previa de sabios doctores, teólogos y canonistas de esta ilustre es- cuela; de suerte, que la consulta que dio en con- testación á las cuestiones sometidas á su examen, podía pasar por la opinión colectiva de la Uni- versidad. El gran teólogo contesta directamente al rey, y desde luego declara, que el asunto de tan alta im- portancia y tan erizado de dificultades, exige más razón y buen sentido, más prudencia que saber; (Tiene más dificultades en la prudencia que en la ciencia); reconociendo, por otra parte, que los in- convenientes y el peligro se encontrarán, sobre todo, en la ejecución; pero al Consejo real corres- pondía adoptar una sabia decisión que allanara los obstáculos y disminuyera las complicaciones du- dosas. (t) Libro de ¡os 'milagros de Nuestra Sefiora de Latas. * Véase el númeeo anterior, página 142.

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N.° 75 GUARDIA. UN CONSEJO DE MELCHOR CANO Á FELIPE 11. 181

porque dan idea de los sucesos que á cada pasoocurrían y pueden servir para el estudió de costum-bres de la época. Entro ollas se dice que si «elPrior y frailes tuviesen escrúpulos de que el cape-llán de la Iglesia IK> dice la misa, es menester que,pues allí no se puede ya decir, que la digan acá enet Monasterio de Santa Catalina. Y creo que estosería lo más seguro, según la mucha codicia y pocafidelidad de los tales capellanes. Lo -14, que el ca-pellán viva en las casas del Monasterio y duerma enellas y no en la Iglesia. Lo uno, porque el aposentode sobre la sacristía queda libre para cuando elPrior ó algún fraile fuese allá. Lo otro, por quitarla ocasión del mal y escándalo y decir de las gen-tes, porque si duerme en las camas del corredor,como muchas veces vengan personas á velar y te-ner novenas, suelen hacer camas y dormir en elcoro, que no es decente y es peligroso, porque mu-chas veces están en novenas mujeres y mozas, y noson ocasiones seguras y peligro para el mal, así eldormir tan cerca, como el levantarse y vestirse de-lante de ellas, como yo lo he visto, y tener la con-versación tan propinqua.»

El primero que arrendó la isla para atender alreparo de la Iglesia, fue Fr. Francisco de Villanueva,no sin conservar el derecho de pasar á ella por lafiesta de Santa Marina á decir algunas misas, y enlas advertencias de que hemos hablado preveníaque cuando se presentasen capellanes, ó hiciesenescrituras que tocaren al Señorío de la Iglesia delatas, se titulase Prior del Monasterio de Santa Ca-talina de Gorban y Señor de la Isla de Don Ponce deSanta Marina y de la Iglesia de Santa María deLatas.

Para terminar estos ligeros apuntes, vamos á re-ferir la aparición de la imagen, en cuyo honor seedificó la iglesia de que nos venimos ocupando, yque tanta veneración goza en toda Tr.asmiera, to-mada á la letra de una relación hecha por Fr. Fran-

•cisco de la Concepción (1), que no hizo más quetrascribir la conservada por la tradición.

«Aparecióse esta soberana imagen el año de 1264á una pastorcilla de ovejas que se hallaba manca deun brazo, sobre la cima de un frondoso árbol queen el monte de Latas estaba, cuya copa hacía som-bra á una muy clara y cristalina fuente; y tan her-mosa, admirable y resplandeciente se demostró,que cual otro Moisés en el. Sinay, quedó atónita ydeslumbrada la pastorcilla en este monte: pero demodo la socorrió la dulce voz de María Santísimaque, cobrando aventajados bríos, pudo y merecióoir de su soberana boca: anuncia al pueblo comose halla aquí su patrona y abogada, que en un tem-plo que se erigirá será, aun do los más distantes

pueblos, venerada. Quedó confusa la pastorcilla, yhallándose indeterminada oyó voz que la decía: Va ique serás luego creida por señal que de la manoque aora te alias manca-serás ya sana. Sucedió así,pues apenas reveló el misterio quedó libre de laopresión que en su brazo y mano padecía. Concur-rió el dichoso pueblo á ver la maravilla, descendióde el árbol á la Santísima Virgen y la colocó en unaermita que allí cerca estaba, en donde fue tan ve-nerada de los fieles, que cual soberano sagrario eravisitada su santa casa, obrando en ella repetidasmaravillas, y aun las qne se lavaban en las cristali-nas aguas de la referida fuente sanaban de sus do-lencias al contacto físico de ellas, y aun las llevabanpor medicinas á diversos pueblos de la comarca, yen especial á la villa de Santander, cuyos vecinoscon gran veneración dieron en visitar su santo tem-plo, en donde topaban consuelo en sus afliccionesy felicidad en sus navegaciones, y aun muchos co-jos, mancos y ciegos, quedaron sanos por interce-sión de esta Soberana Reina.»

E. DE L

C O N S E J O P E D I D O P O R F E L I P E I IÁ MELCHOR CANO.

(Conclusión.) *

ni.Es preciso convenir que, para un teólogo orto-

doxo, la solución de todas estas cuestiones espino-sas presentaba grandes dificultades, y que habíaquizá peligro en resolverlas con entera independen-cia. También Melchor Cano comenzó por asegu-rarse el «ftoyo do la Universidad de Salamanca, ysu dictamen recibió la sanción previa de sabiosdoctores, teólogos y canonistas de esta ilustre es-cuela; de suerte, que la consulta que dio en con-testación á las cuestiones sometidas á su examen,podía pasar por la opinión colectiva de la Uni-versidad.

El gran teólogo contesta directamente al rey, ydesde luego declara, que el asunto de tan alta im-portancia y tan erizado de dificultades, exige másrazón y buen sentido, más prudencia que saber;(Tiene más dificultades en la prudencia que en laciencia); reconociendo, por otra parte, que los in-convenientes y el peligro se encontrarán, sobretodo, en la ejecución; pero al Consejo real corres-pondía adoptar una sabia decisión que allanara losobstáculos y disminuyera las complicaciones du-dosas.

( t ) Libro de ¡os 'milagros de Nuestra Sefiora de Latas. * Véase el númeeo anterior, página 142.

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182 REVISTA EUROPEA. \ ." DE AGOSTO DE 1 8 7 5 . N.° 75

«Entre las más graves dificultades que se presen-tan, no hay ninguna más grave que la incertidumbrede saber cómo es necesario conducirse con la per-sona misma del Soberano Pontífice. La dignidadsuprema de que está revestido, le eleva de talmodo encima de todos los cristianos, que se puedeafirmar por una comparación muy justa, que hayentre aquellos y él la misma distancia que entre unrey y sus subditos. Está en la cima de la gerarquíacatólica, y no parece razonable que, aquellos queestán debajo y son sus inferiores, quieran corre-girle y darle lecciones. ¿Qué pensaría Su Majestadsi sus subditos se reuniesen para deliberar bajopretexto de hacer orden ó desorden en su reino,suponiendo que su reino estuviese en desorden?Que Vuestra Majestad reflexione en los sentimientosque experimentaría en semejante caso, y que juz-gue por comparación de lo que sentiría el Papa,nuestro padre espiritual, á quien debemos másrespeto y deferencia que á nuestro padre carnal,que al mismo que nos ha engendrado.

«Sin duda, el Papa no os irreprochable, puestoque hay contra él justas quejas; pevo aquellos quese encuentran ofendidos por él, están en la mismasituación que el lujo atacado en sus derechos por lainjusticia de su padre. Se expone, para reivindi-carlos, á poner al descubierto la vergüenza pa-ternal».

Ha de descubrir las vergüenzas de sus padres,dice el texto, con una energía intraducibie. «Porotra parte, el Papa es el vicario de Jesucristo; ycomo no es posible separar al Papa, en cuanto hom-bre, del carácter de representante de Nuestro Se-ñor, se sigue que toda ofensa hecha al hombre re-vestido de este carácter sagrado, recae infalible-mente sobre Dios, cuyo honor se encuentra poresto mismo atacado».

Esta era, en efecto, la dificultad capital. Nin-guna reforma seria podía hacerse en la Iglesiacatólica, á causa precisamente de esta opinión tra-dicional que hacía del jefe de la gerarquía eclesiás-tica el representante de la Divinidad.

Estos preliminares de Cano son dignos de unhábil diplomático. No se presiente por este exordiolo que va á seguir; pero poco á poco, su opinión sedibuja y se muestra claramente bajo las sutilezasdel pensamiento, y los artificios del lenguaje.

«La segunda dificultad, prosigue, está en el carác-ter personal de nuestro muy santo padre, carácterinflexible, incapaz de ceder, de una tenacidad quenada puede vencer, resultado de la violencia de laspasiones que le animan, y que encuentran su ali-mento, tanto en las memorias del pasado, como enlas circunstancias presentes. Es un hombre firmecomo el hierro, templado como el acero; tiene ladureza del diamante; de suerte, que si el martillo

cae sobre el yunque, es preciso de toda necesidadque rompa ó que sea roto.»

(Es de temer que se haya, hecho, no solamente deacero, mas de diamante: y así es necesario, que si elmartillo le cae encima, ó quiebre, 6 sea quebrado).• «Esta incorregible terquedad, puede ser el origen

de muchos males. Por ella se perdió Roboam. Cier-tamente, el pueblo y los ancianos tenían mucharazón al pedir reparación de las ofensas recibidas;pero sin considerar que era de un carácter ásperoy rodeado de consejeros sin experiencia, á causade su edad, le redujeron á tal extremo, que la tenazdivisión de los dos partidos, produjo la división delreino; como cada uno tiraba de su lado, la tela sedesgarró y se hizo jirones.»

(Le apretaron de manera, que él y ellos á tirar, lerompieron la ropa, y cada cual se salió con su jirón).

Esta comparación, tomada de la historia santa,es una metáfora que indica visiblemente la inminen-cia de un cisma. «Pablo IV, es justamente parecidoá ese rey del pueblo de Israel, de un carácter in-flexible y rodeado de consejeros demasiado jóvenespara ser sabios.»

i Que tenía condición áspera y consejo de mozos).Así, Melchor Cano tiembla sólo pensando en las

resoluciones extremas que podría tomar este viejotestarudo é irascible, si las circunstancias le reduje-sen á no tomar consejo más que de sus pasiones.«Si, por nuestros pecados, dice, y por nuestra des-gracia, Su Santidad se apercibe de que se pretendeatarle las manos y sujetarle, es hombre de hacerlocuras, y sus locuras serían tan terribles y exage-radas como su cai'ácter».

(Porque, si por nuestros pecados, viendo Su Bea-titud que le ponen en estrecho, y le quieren atar lasmanos, comenzase á disparar, los disparales seríanterribles y extremados, como su ingenio es).

Es de hecho, que Pablo IV era capaz de cometergrandes faltas. Arrebatado y temerario en sus em-presas, no retrocedía delante de ninguno de losmedios que creía propios para restablecer el pres-tigio de la autoridad pontificia; y toda su conductapara con los soberanos, fue, conforme á su máximafavorita, que los reyes han sido hechos para ser los'servidores de los Papas. Pablo IV, abusaba de laexcomunión, y no parecía dudar de los inconve-nientes que ocasionaba semejante abuso. Los rayosdel Vaticano eran mucho menos formidables desdoque la herejía triunfante había osado asegurarse enpresencia de la infalibilidad romana. El ejemplodado por los protestantes, era doblemente funesto.Emancipándose atrevidamente, habían reducidoconsiderablemente la dominación pontificia, y suiniciativa, era para los descontentos una tentacióny un ejemplo. Esto es justamente lo que parecía te-mer Melchor Cano, recomendando como una cosa

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esencial, i)o menoscabar la autoridad soberana deSan Pedro. Conocía perfectamente que, si se tocabaá las atribuciones consagradas del jefe de la {jerar-quía católica, realmente se atacaba á la unidad dela Iglesia. Insiste largamente sobre esta torceradificultad, y advierte, no sin razón, que con unPapa tan celoso de su poder soberano, la menorseparación, la más pequeña protesta, podrían rom-per la armonía y desencadenar la discordia.

(Que no desacuerde la armonía y concordia de laIglesia).

«Si se quiere evitar este resultado inevitable, im-porta no imitar á los alemanes que comenzaron sulucha contra el papado bajo pretexto de una refor-ma de costumbres y de disciplina. Es cierto que,entre los abusos que señalaban, los había irritantesy que pedían corrección».

(Que en muchos dellos pedían razón, y con algunajusticia).

«Desgraciadamente las quejas de los alemanes nofueron acogidas en Roma, y los quejosos procedie-ron á la reforma por sí mismos, y sin conseguir li-brar á Roma del mal que la roía, pusieron la Alema-nia en mal estado».

(Queriendo los alemanes poner el remedio de sumano, y hacerse médicos de Roma, sin sanar áRoma, hicieron enferma á Alemania).

A favor de esta metáfora, Cano, pareciendo cen-surar la empresa de los reformadores, condenaabiertamente los abusos de la corte romana, abusosque la reforma había intentado, aunque en vano,suprimir.

«¿Qué deducir de este desgraciado ejemplo, de unaexcisión sobrevenida en la Iglesia, sin ningún pro-vecho para la Iglesia? Es que conviene procedercon una sabia lentitud, y no ceder al arrebato de lapasión, á pesar de la seguridad que se puede tenerde obrar para lo mejor. Es necesario estar en guar-dia contra las ilusiones que nos seducen y nos im-piden discernir las calamidades ocultas bajo lasapariencias engañosas del bien. En las cosas de lareligión, el castigo no se presenta jamás sino bajola máscara de la religión.

«Los alemanes lian caido en el error por emanci-parse demasiado, por haber perdido el respeto queellos debían al Papa. A decir verdad, no pensabanque su conducta con él fuese nada irreverente;creían, por el contrario, de buena fe, poner reme-dio á un mal de tal manera grave é irritante, quemiraban como débiles de inteligencia á cuantos noaprobaban sus procedimientos».

(Aunque ellos no pensaban que era desacato, sinoremedio de desafueros, tales y tan notorios, que te-nían por simples á los que contradecían el remedio).

Melchor Cano está lejos de desconocer la J tristesconsecuencias, de los abusos tolerados ó introduci-

dos en el papado, y el conocimiento que tiene delas injusticias de Roma con el catolicismo, le ins-pira vivos temores.

«El rey de España, que no tiene menos motivos dequeja de la corte romana que los protestantes antesde su rebelión, podría bien empeñarse, como estosúltimos, en el camino de las reformas urgentes, yconcluir por hacer causa común con ellos. Porqueasí sucede con todos los proyectos de reforma,cuando se procede á la ejecución: se comienza conlas mejores intenciones y sin otro deseo que esta-blecer la paz y la concordia sobre bases sólidas;luego los obstáculos que surgen, los intereses con-trarios que están en juego y las dificultades quenacen de las circunstancias, encienden las pasionesy suscitan turbaciones, desórdenes imprevistos, y,finalmente, la empresa más pacífica al principio, ter-mina por una revolución completa. Puede sucederen este caso, que la buena causa venga á ser mala,

(Y de buena causa hacen mala),y que el fin no justifique las intenciones. Por consi-guiente, para proceder con sabiduría, es necesariono ceder inconsideradamente á las sugestiones delos inferiores que quieren obtener justicia y tenerrazón contra sus superiores, tanto más, cuanto lajusticia, en este caso, no puede obtenerse por lasleyes, sino únicamente por las armas. Pues, toman-do las armas contra el Papa, hacemos causa comúncon los herejes, que son sus enemigos irreconcilia-bles. Los herejes hablan mal del Papa para paliarsu herejía, y nosotros, si entramos en campaña con-tra él, hablaremos mal á nuestra vez para justificarla guerra emprendida, para alcanzar reparación delas injusticias que nos ha hecho. La razón estará

j de nuestra parte, es verdad; poro no gritaremosmenos contra el Papa, y en esto, al menos, estare-mos acóraos con los herejes, cuando es necesarioevitar á todo trance imitarlos en actos, en palabrasy hasta en las apariencias».

Hay en esta manera de razonar tanta habilidadcomo franqueza. El teólogo católico, vivamentepreocupado, como era natural, de la unidad de laIglesia, tan comprometida ya por la rebelión de losprotestantes, expone á su soberano las consecuen-cias desastrosas que podían resultar de una guerracontra el Papa. Y como el ejemplo es contagioso,hace esta observación capital: que un hombre sahiono debe favorecer las veleidades de rebelión delos subalternos contra sus superiores, porque po-dría suceder que el descontento de los subditos sevolviese contra un príncipe que no habría respetadoun poder superior.

(Por lo cual el hombre sabio, aunque los inferio-res pretenden justicia contra sus superiores, deledesfavorecer las tales pretensiones).

Esta máxima do un teólogo es digna de un gran

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político: un soberano absoluto, que pretende redu-cir la dominación de otro soberano absoluto, pre-para, sin saberlo, su propia ruina.

No deberá creerse, sin embargo, que MelchorCano opine por la abstención. Se verá bien prontoque es de parecer, por el contrario, que la sobera-nía pontificia sea contenida en sus justos límites, yque la ambición del Papa sea refrenada, porque elsentimiento muy .justo de la situación le dominaba.Pero, lógico rigoroso, examina todas las fases delproblema, pesa las dificultades, y procede en esteexamen sin ideas preconcebidas, sin partido deter-minado, con la serenidad y el desintereres de unfilósofo. Su: espíritu curioso y sagaz se complace enponer en evidencia todo lo que no podría ser des-preciado ó disimulado sin perjuicio para el conoci-miento entero y perfecto de la cuestión. Estudia suobjeto en conciencia, si bien desplegando una granhabilidad para no comprometerse.

Abordando la quinta dificultad, comienza por de-clarar que el mal que se pretende curar parece in-curable; de suerte que cree insensato emprenderla curación de una enfermedad que sólo puede em-peorar por el uso de los remedios.

(Que la dolencia que se pretende curar es, á lo quese puede entender, incurable; y es gran yerro inten-tar cura de enfermos, que con las medicinas enfer-man más).

En apoyo de esta comparación, muy significativa,alega oportunamente un aforismo médico, recur-riendo á la escuela, y cuyo sentido es, que hay en-fermedades que el tratamiento exaspera. «Trátaseaquí precisamente de una de esas afecciones cróni-cas, que es peligroso curar, tanto más, cuanto elmal debe infaliblemente concluir por matar al en-fermo, sin que el médico comprometa su responsa-bilidad».

(Enfermedades hay, que es mejor dejarlas, y queel mal acabe al doliente, y no le dé priesa al médico.Mal conoce á Boma, quien pretende sanarla).

«No conoce á Roma quien pretende curarla. Puededecirse de ella como de la gran ciudad de la cualse ha dicho en la Escritura: «Hemos consagradonuestros cuidados á Babilonia, y Babilonia no hacurado.» Enferma desde largos años, muy avan-zada en el tercer período de la tisis, la fiebre de-vora sus huesos, el mal viene á ser intolerable; ypara este mal ya no hay remedio».

(Enferma de muchos años, entrada más que en ter-cera, f la calentura, metida en los huesos, que nopuede sufrir su mal ningún remedio).

Un reformador no hubiese dicho más.Este retrato tan parecido de la corte romana es

como una mañosa transición. Después de habermostrado el estado de indignidad á que Roma habíasido redncida por los vicios inherentes al papado,

Melchor Cano censura al rey de España por su sumi-sión á un poder fundado sobre abusos y destinadoá una ruina inevitable. Lo que sigue está lleno deironía y amargura. El teólogo consultado se dirigeexpresamente á Felipe II.

. «La última dificultad, dice, es que Vuestra Majes-tad no puede pasar sin la parte que Roma os con-cede en las rentas eclesiásticas y el producto de lasindulgencias. Mientras la necesidad os obligue ádesear tales recursos, no hay esperanzas de quelas cosas puedan ser mejoradas. La corte pontificiasabe muy bien esto; tiene en su mano armas temi-bles, que le aseguran la superioridad en toda luchaque se quiera emprender contra ella. Con tales me-dios el papado fomenta á su placer la discordia, ypuede permitirse todo, sin arriesgar nada; porque,en fin, si nosotros sufrimos y tenemos motivos dequeja, no es menos cierto que somos pagados, denuestro propio dinero bien entendido, sin que á élle cueste nada».

(Y aunque estemos agraviados y damnificados, connuestros propios dineros nos pagan, sin que nada lescueste).

Aquel era de hecho el nudo de la cuestión, y Canoha visto perfectamente que la solución del proble-ma dependía esencialmente de una reforma radicalen la administración de los beneficios y rentas ecle-siásticas. Insistiendo sobre un punto tan capital,servía, á la vez, ya la causa del Estado, ya la inde-pendencia de la Iglesia nacional, esclava y tributariade Roma, y la dignidad del rey, obligado á recibircon reconocimiento, de la munificencia pontificia,como un favor y un privilegio, una débil porción debienes que pertenecían legítimamente al tesoro. Loque dice Melchor Cano sobre este importante ob-jeto es grandemente enérgico: «Si este estado decosas cambiase, el rey de España tendría, de algúnmodo, la Italia en su mano, y ningún Papa, pormuy astuto que fuese, podría jamás hacerle frente;porque no dependiendo ya de Roma, para lo tempo-ral, es Roma la que dependería de nosotros, y po-dríamos pesarle y medirle el pan y el agua singastar nuestros bienes, sin arriesgar nuestra con-ciencia, manteniendo íntegro nuestro crédito, au-mentando nuestra influencia, tanto que, aquellos queson hoy en Roma nuestros mortales enemigos, es-tarían á nuestra devoción y se emplearían en satis-facer nuestros deseos, con un gran celo».

(Y sin duda, si en esto se diese algún buen corte,el rey de España tendría á Italia en las manos, sinque ningún Papa, por travieso que saliese, le pu-diese hacer desabrimiento. Por que no dependiendoen lo temporal de la providencia de Roma, Bomadependería de la nuestra; y les podríamos dar elagua y el pan, con peso y medida, sin gastar hacien-da, sin peligrar conciencia; con conservar mucho

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crédito, con hacer de los más enemigos que allá te-temos, los mejores y más ciertos ministros de nues-tra voluntad y pretensiones).

Si Felipe II hubiese sido un principe verdadera-mente político y resuelto, este firmo lenguaje lehubiera abierto los ojos. Melchor Cano indicaba elúnico medio, ó al menos el más eficaz para hacerentrar al papado en razón. Pero, como si hubieseprevisto que este remedio heroico no seria delgusto del rey su amo, añade inmediatamente: pordesgracia, lo he dicho ya, es tan difícil tocar á esteestado de cosas, á causa de la necesidad que osliga á Roma, que parece imposible curar los malesque nos vienen de Roma.

(Pero poner remedio en esta necesidad que V. M.tiene de Roma, es tan difícil, que hace casi imposi-ble el remedio de los males que de Roma nos vienen).

Conclusión irónica y llena de amargura, que prue-ba euán á fondo conocía Melchor Cano la incurabletimidez de Felipe II. Parece decirle: Si el mal duratodavía, es únicamente por vuestra culpa; de vosdepende que cese, puesto que está en vuestropoder suprimir la causa; pero vos no hacéis nada, y\a Santa Sede continuará, como en el pasado, triun-fando de vuestra debilidad. Tales oran su pensa-miento íntimo y su convicción. Sin embargo, insistetodavía sobre la necesidad de una reforma urgente,y, después de haber enumerado las dificultades,entra resueltamente en el examen de las razonesque deben autorizar al rey á proceder sin dilacióncontra el Papa y justificar su conducta.

Resumiendo todo lo que precede: «He aquí, dice,los principales argumentos que han hecho valerordinariamente para intimidar á los cristianos y di-suadirlos de una empresa, cuyo principio y fin nose alcanzan, y que deben, al parecer, acarrearcomo consecuencias inevitables el decaimiento delSoberano Pontífice, el desprestigio de la Santa Sede,la división y el cisma en la Iglesia, con gran escán-dalo de las almas débiles y con detrimento de lafe y de la religión cristianas, porque son otros tan-tos peligros inminentes, si la cura se intenta y no seconsigue».

(Que todas estas cosas peligran, si se intenta lacura y no se sale con ella).

Esta última parte en su enérgica concisión, signi-fica que es necesario emprender y triunfar á todacesta. Tampoco Melchor Cano se detiene en refu-tarlos débiles razonamientos que en adelante pudie-ran indicar las gentes tímidas. «Porque hay otrasrazones, prosigue, tan graves y de tan alta impor-tancia, que hablan en sentido contrario, que Vues-tra Magestad se encuentra en la obligación de reme-diar ciertos males que es necesario curar ó estirparde toda necesidad, si se quiere que este reino nosufra considerables perjuicios en el orden tempo-

; TOMO v.

ral. Sólo á este precio, por otra parte, se puedeobtener que las costumbres no sean destruidas, quela paz de la Iglesia no sea ya turbada, que las leyesde Dios no sean violadas, y que la obediencia debidaá la Santa Sede misma, tan comprometida hoy, nopeligre, con gran perjuicio de la fe cristiana».

(Pero otras razones, por el contrario, tan impor-tantes y graves hay, que parecen obligar á V. M. áque ponga remedio en algunos males, que no siendoremediados, no solamente se hace ofensa y daño áestos reinos, en lo temporal, mas también se destru-yen las costumbres, se perturba la paz de la Iglesia,se quebrantan las leyes de Dios, y peligra muy á loclaro la obediencia que se debe á la misma SedeApostólica, y por consiguiente, la fe de CristoNuestro Señor).

Este lenguaje es digno de un teólogo, habituadoá tratar las cuestiones más difíciles con esa eleva-ción de miras y esa profundidad que sólo pertene-cen al filósofo.

El desenvolvimiento de la argumentación probaráque, bajo el teólogo, había un político; de ningúnmodo indiferente á los intereses presentes y á losdestinos de su país.

«Es preciso recordaros, dice á Felipe, en primerlugar, la fidelidad que debéis, como rey, á vuestrosreinos, y el respeto de vuestro juramento á Dios;porque habéis jurado, al tomar posesión del poder,que protegeríais y defenderíais vuestros dominioscontra toda pretensión y empresa violenta.

«Pues, vos sois más que el padre de vuestros rei-nos, vos sois como la Providencia, y provocar es-crúpulos en nombre de la teología, en ocasión deuna defensa tan legítima, á causa de los inconve-nientes y del escándalo que pudieran seguirse,sería razonar locamente».

(Y pne&que V. M. es más que padre de sus reinos,imprudente y loca teología sería la que pusiese es-crúpulo en esta defensa, por temor de los escándalosy inconvenientes que de la defensa se siguen).

«Ciertamente fuera preciso ser un pobre teólogopara imputar á quien usa de su derecho de defensa,las consecuencias desastrosas de una guerra provo-cada por la injusticia. No hay un sólo hombre razo-nable que admita semejante doctrina, digna de losfariseos. Por otra parte, si el escándalo debiesesalir de una lucha abierta en tales condiciones, seríaresponsable el que hubiese provocado la guerra porsus iniquidades y no quien saca la espada para sulegítima defensa. Pues justo es que un rey defiendasus Estados contra las usurpaciones y las empresasdel enemigo.

»Esta consideración, muy importante, está fortifi-cada por otra de gran peso.—Sería un gran mal, nosolamente para España, sino también para la Iglesia,la condescendencia del rey con la Santa Sede en un

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momento tan crítico. Ceder, en esta ocasión, seriaarruinar su crédito y perder toda influencia. Laopinión pública juzgaría que habiendo faltado al reyel valor y las fuerzas para su defensa legítima ypara la protección de sus subditos, se había humi-llado, no por temor de ofender á Dios y por respetoá la Santa Sede, sino por debilidad de alma y porfalta de poder».

No se podía decir más claramente á Felipe II, queperseverando en la abstención, faltaba á su deberdo príncipe y comprometía su dignidad personal.—-«Aquí, los escrúpulos exagerados no son lícitos, y laSanta Sede, que sabe por experiencia cuan fácil esasustarnos por el espanto de un cisma en perspec-tiva, si estos escrúpulos intempestivos llegasen á suconocimiento, no dejaría de insultarnos impune-mente y de redoblar sus vejaciones, paralizandoenteramente nuestros esfuerzos. Si renunciamos ála resistencia por temor de desobediencia ó de es-cándalo, conociéndonos tan tímidos y tan resigna-dos, la corte de Roma se burlará á su placer de nos-otros, que no tenemos el valor de tomar la defensade nuestro derecho, de nuestros bienes y de nues-tro régimen interior».

(Pues con asomos de cisma y peligros de inobedien-cia y escándalos, nos tienen ya atemorizados, parano emprender el amparo de nuestra justicia, hacien-da y buen gobierno).

«Es preciso, pues, no dudar en defendernos, si noqueremos resignarnos á sufrir ultrajes é injusticias,más graves, sin comparación que los pasados.Ceder, en semejante circunstancia, sería alentar álos malvados en sus empresas contra los hombresde bien».

Vemos que, á medida que avanza en su examen,el teólogo desaparece para dejar lugar al hombre debuen sentido, que se preocupa ante todo de la cues-tión del derecho y del deber.

«Una cuarta razón muy poderosa milita aún enfavor del partido de la resistencia.—Tomando ladefensa de una causa tan justa, emprendiendo re-parar las injusticias cometidas en su perjuicio, elrey de España prestaría á la vez un servicio muygrande á la religión cristiana y á la Santa Sedeapostólica; porque nada contribuye más eficazmenteá precipitar la ruina de la Iglesia, que la conductaescandalosa de Roma en la administración de losnegocios eclesiásticos.

»Se sabe ya que esta administración no es más queun comercio, un tráfico, contrario á las prescripcio-nes de todas las leyes divinas, humanas y na-turales».

(Porque, sin duda, no hay más ciertos medios departe de Roma para acabar de destruir en pocos diasla Iglesia, que los que, alpresente, toman en la ad-ministración eclesiástica: la cual, los malos minis-

tros han convertido en negociación temporal y mer-cadería, y trato prohibido por todas leyes, divinas yhumanas, y naturales).

«Por consiguiente, si Vuestra Majestad, por res-peto religioso ó por piedad, no se atreve á pedirreparación de tantos agravios y proveer á la pro-tección de sus Estados y de sus subditos, estaabstención, fundada sobre el respeto inspirado porla religión, será el medio más eficaz para la prontadestrucción de la Iglesia. El mal, por grande quesea, puede aún ser contenido; que, si descuidáisoponer un dique al torrente, la situación no harámás que empeorar, y vuestros sucesores no podrán,á pesar de toda sit buena voluntad y la necesidadapremiante, lo que vos podríais hacer cómodamen-te, si vuestra resolución fuese firme. Es preciso noaguardar que el rio se haya desbordado para preve-nir la inundación».

(Que ciertamente los daños y agravios irán cre-ciendo de día en día, si V. M. no los ataja con tiem-po: y cuando, después, estos reinos quisiesen resistirá la creciente, han de salir de términos ordinarios,y resistir con grita, y alboroto, sin orden ni con-cierto alguno, como se hace en las grandes avenidas).

Y siguiendo hasta el fin la metáfora: «Así, pues,dice, desde ahora debéis profundizar su lecho alTiber, de manera que puedan correr tranquilamentesus aguas, sin peligro de anegar, no solamenteá Roma, si no también los Estados de VuestraMajestad».

(Por lo cual, ahora V. M. debía hacer madre alTiber, buena y convenible, por donde holgadamente

pueda ir sin que anegue, no solamente á Roma, sinoá todos los Reinos de V. M.)

Después de haberse explicado tan claramente,Melchor Cano vuelve sobre sí mismo, y repara elpeligro á que se expone, expresando libremente suopinión sobre un asunto tan espinoso. «Es un hecho,prosigue, que, acometiendo la empresa, es necesa-rio contar con inconvenientes inevitables, aunqueinciertos, y que abandonándola, se expone á au-mentar el mal que existe ya. Se puede debatir evi-dentemente el pro y el contra, pesando los incon-venientes y las ventajas. Y así, el problema es tanarduo y tan complejo, que muchas veces he estadotentado de huir muy lejos, para evitar responder álas preguntas que me son dirigidas. Pero, despuésde muchas dudas, me he decidido á hablar, cono-ciendo vuestras intenciones de obrar en concienciay vuestro deseo de hacer el bien. Es verdad, porotra parte, que me expongo á que se me trate sinmiramiento á causa de numerosas razones que pa-recían imponerme el silencio; pero yo he hablado,porque erais vos quien me interrogaba. Me atrevo,pues, á suplicaros, por amor de Dios, que si, enesta consulta encontráis algún parecer bueno, lo

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guardéis para vos, y que este escrito sea arrojadoal diego, para que no so haga mal uso de mi conse-jo; porque podría suceder que en otra circunstanciay dirigido á otro príncipe, fuese malo. Sin embargo,creo muy firmemente que, dirigiéndose á vos y ensemejante circunstancia, os no solamente bueno,sino también sabio y cristiano».

Melchor Cano se esfuerza en calmar los escrúpu-los de conciencia de Felipe II, recordándole quepor lo mismo que la guerra abierta por Su Santidades injusta, la defensa del rey es justa y en lodo casoobligatoria. «No tenéis, dice, para combatirle sinremordimientos, más que considerar que no lo ha-céis en su carácter de Papa, y que en el momentoque toma la iniciativa de las hostilidades, es unprincipe, un soldado, contra el cual debéis em-plear la fuerza para rechazar la fuerza. Aquí, elpoder espiritual está fuera de cuestión, porque esúnicamente con el poder temporal con quien laguerra es posible.»

(Pnes Su Santidad no hace la guerra con el poderespiritual, sino con el temporal).

«No es, pues, del Soberano Pontífice y del vicariode Jesucristo de quien debéis defenderos, sino eon-íra un príncipe italiano, vuestro vecino, que os hacela guerra con objeto de apoderarse de vuestros Es-tados. Es necesario que vuestra conducta para conel Papa responda á la suya para con vos. Tambiénsería de parecer de que, puesto que el Papa se con-tenta con combatir con escrituras (breves, bulas 6indulgencias) para hacer valer en España su preten-dida autoridad de Soberano Pontífice, se aguantenpor el momento sus pretensiones, sin quejarse de-masiado en cuanto es posible; pero en Italia, dondecombate con soldados, á cada uno de sus soldadoses necesario oponer otro».

(Por esta misma suerte, viendo yo que el Papa pe-leaba con papeles de España, pretendiendo autoridadde Sumo Pontífice, me pareció cosa muy acertadaque, al presente, se disimulase y sufriese todo loposible. Mas en Italia, donde peleaba con soldados,q%e á un soldado le echasen otro.)

Á esta solución tan clara, Melchor Cano añadeconsideraciones llenas de lógica, sacadas de los de-beres de los soberanos para con sus subditos. Esnecesario considerar que los príncipes que tienencargo de almas, se deben conducir como tutorespara con sus pupilos, y no como tiranos injustos yúnicamente guiados por la arbitrariedad; y esta-blece la doctrina muy razonable de que los senti-mientos respetuosos de deferencia y obediencia nopueden tenerse con los príncipes que se conducencontra su obligación. Es necesario protestar y de-fenderse contra los que abusan de su autoridad.«Tenéis el derecho de legítima defensa, dier al rey

indeciso el intrépido teólogo, y si tenéis escrúpulo

en este punto, vendríais forzosamente á entregar alPapa la Italia y aun la Espafia, si tuviese «1 propó-sito de apoderarse de ella».

(Y V. M. había de desamparar á Italia, y aun áEspaña, si el Papa se la quisiese tomar, si la de-fensa que V. M. hace fuese ilícita).

«En circunstancias tan críticas preciso es no tomarconsejo más que de la necesidad. Por muy profundoque sea el amor filial, un hijo, si quiere vivir, nopuede, en conciencia, proceder con mesura cuandoes obligado á defenderse contra su padre enfureci-do. Por otra parto, un rey amenazado por el Papa yatacado en sus intereses más caros, puede oponerresistencia legítima sin que por su firmeza falte alrespeto á su adversario».

Aquí Melchor Cano se sirve do una comparacióningeniosa y ligeramente irónica. «Eos príncipes jó-venes, dice, so ponen á veces en el caso de recibirazotes de mano de su ayo, y este último no hacemás que llenar estrictamente su deber cuandoaplica á su príncipe la corrección merecida; sola-mente las conveniencias exigen que antes de pro-ceder á su oficio, el maestro quite su gorro y bajeel instrumento do dolor».

(Que aún á los príncipes niños, alguna vez con-viene que su ayo los azote: pero es justo miramiento,que besado el azote, y quitado el bonete, haga la cor-rección que conviene en su propio príncipe).

El comentario que viene en seguida está sobre elmismo tono que la comparación. Como si no estu-viese suficientemente explicado, Cano añade: «Esjusto también que nuestro Santo Padre que, encole-rizado, hace violencia á sus hijos, sea contenido ydesarmado por vos, que siendo su hijo primogénito,debe ayuda y protección á los más jóvenes. Debéis,pues, impedirle hacer daño, y, liara ello, atarle lasmanos, síes preciso, pero procediendo siempre conmesura, con respeto, sin ultrajes ni insultos, y deesta suerte, se verá bien que vuestra conduela noes efecto de un deseo de venganza, sino que que-réis aplicar al mal un remedio eficaz».

(Bien así es justo y santo, que si nuestro muySanto Padre, con enojo, hace violencia á los inocen-tes hijos, V. 31., que es hijo mayor y protector delos menores, le desarme, y si fuese necesario, le atelas manos; pero lodo esto con gran reverencia y me-sura, sin baldones ni descortesías, de suerte que sevea que no es venganza, sino retnedio; no es castigo,sino medicina).

«Es necesario advertir, además, que la defensaestá doblemente autorizada, ya por la iniciativa queha tomado el agresor, declarando públicamente laguerra, ya porque está demostrado que aquél con-tra el cual so levanta en armas no tiene nada quereprocharse, y no ha suministrado nunca al Papaningún pretexto para la guerra. Este es un hecho

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tan bien demostrado, que no era en rigor indispen-sable señalarlo; pero es preciso hacerlo, sin embar-go, en consideración á los que una piedad supersti-sa alarma sin motivo».

(Mas hay algunos tan supersticiosamente píos, queibí timent, ubi %on erat timor).

Resuelta la cuestión de legítima defensa, MelchorCano pasa al examen de los medios más convenien-tes para la ejecución. Reconoce que este asunto esdifícil para un teólogo, y declinando enteramentela competencia, indica delicadamente al rey, que elparecer de los capitanes y veteranos en la guerraes el que debe ser preferido.

(Mejor lo averiguarán capitanes y soldados viejos,y el consejo de guerra de V. M.)

Pero, después de haber aconsejado al rey tomarlas armas y entrar en campaña sin tardanza, le in-dica el medio infalible de reducir al enemigo, im-pidiendo la circulación del dinero, privando el tri-buto que España pagaba regularmente á Roma.«Preciso es cuidar, dice, que no reciba ninguna es-pecie da socorros en numerario, y basta para estoprohibir expresamente enviar dinero á Roma, auncuando sea para subvenir á las necesidades de loscardenales españoles que residen en la corte ro-mana».

(Que durante la guerra, ni por cambio, ni por otramanera directe ni indirecte, no vayan dineros de losreinos de V. M. á Boma, aunque sean para los mis-mos cardenales españoles que allá están).

«Esta privación tendrá una eficacia inmediata, y sipor ella sufren los que no han causado mal, sufriránaún más los que, haciendo conscientemente el mal,se persuaden de que las rentas acostumbradas noíes faltarán, sin que duden que la simple suspensión,de este tributo que aguardan, puede reducirlos á lamiseria.

»Es cierto que una medida general de esta natura-leza tiene el inconveniente de alcanzar á los ino-centes al mismo tiempo que á los culpables; peroasí lo quiere la necesidad de la guerra. Supongamosque Roma sea sitiada y pueda desviarse el curso delrio; el medio sería excelente para vencer la resis-tencia de los sitiados, y el enemigo lo emplearía debuena gana sin inquietarse por los sufrimientos detoda una población. Lo mismo sucede con el oro.Importa que ninguna suma entre en Roma. Seríaciertamente perjudicial para aquellos que no hanmerecido ser asi privados de recursos; pero es pre-ciso no detenerse por esta consideración. El arti-llero no debe dejar do cumplir con su deber, auncuando la bala vaya á herir á personas inofensivas.

»Y no basta impedir que el oro salga de Españapara ir áRoma; es necesario que, durante la guerra,ningur, indígena vaya á Roma. En cuanto á aquellosque se encuentran allí ahora, sería lo mejor llamar-

los sin tardanza, si su repentina partida no ha deocasionarles ningún peligro. Y por lo que hace álos prelados habituados á vivir en Roma, como essoberanamente injusto que gocen las rentas de susdiócesis, cuando no tienen motivo alguno legítimopara ausentarse, sería lo mejor privarles de estosproductos, porque la manera en que gozan de ellos,sin merecerlos, puesto que faltan á su obligación,equivale á un robo».

(Se les podrían quitar las temporalidades...,pueslas llevan con la misma conciencia que si la ro-

Aquí Melchor Cano pone la mano sobre, la llagaque devoraba la Iglesia de España, cuyos obisposeran la mayor parte hechura de Roma y cortesanosdel Papa, no teniendo cuidado alguno de la admi-nistración moral de sus diócesis. Estas quedabanabandonadas á curadores mientras que el Santo Ofi-cio, secundado por algunas Ordenes religiosas, ex-tendía prodigiosamente su jurisdicción, en perjuiciode la dignidad y de la autoridad episcopales. Lacorte romana se había naturalmente aprovechadode la incuria de los obispos, de tal suerte que buennúmero de negocios eclesiásticos se habían sus-traído á la jurisdicción del Ordinario, y no sólopodían ser despachados por el Papa ó con su per-miso. Melchor Cano, que conocía muy bien lasituación de la Iglesia nacional, presenta directa-mente á Felipe II los inconvenientes de una depen-dencia humillante y que costaba muy cara á la Es-paña, porque la corte romana no despachaba losasuntos más que por dinero. «Las cosas espiritualesdeben sustraerse á este tráfico; y si sufren perjui-cio, por pequeño que sea, á consecuencia de las me-didas económicas que importa adoptar sin tardan-za, la falta estará en el soberano Pontífice y no enel rey, que no hace más que usar de su derechoadoptando los mejores medios de defensa. Por otraparte, impedir que el dinero de España vaya á Romaes obligar á la corte romana á despachar los nego-cios gratis, y á no vejar con exacciones indebidasá los fieles; de suerte, que bien considerado, estamedida tan rigorosa en apariencia, tendría, porefecto inmediato, reducir al Papa á su deber y á laobservancia de la ley divina».

(Porque, con quitar V. M. que no vayan dineros,no quita que no haya despachos, sino que no loshaya por dineros; y bien puede Su Santidad, y todossus oficiales despachar gratis, libremente..., y endespachar así harían lo que la ley de Dios lesmanda, y lo que importa á la Iglesia tanto, cuantono se puede encarecer).

«Por otra parte, correspondiendo al Papa velaratentamente por los intereses del orden espiritual,si persiste en continuar la guerra en lugar de cum-plir las altas funciones de su cargo, debe delegar

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sus poderes en el nuncio apostólico ó en el Ordi-nario. Si descuida hacerlo, ó si esta delegación sehace aguardar largamente, corresponderá á losobispos obrar en consecuencia y usar de su autori-dad legitima-".

(Los obispos, cada mal en su obispado, puedenproveer todo lo necesario para la buena gobernacióneclesiástica y salud de las almas).

«Los más sabios teólogos, de acuerdo en esto conlos decretos del derecho canónico, sostienen quelos obispos tienen los poderes necesarios para re-emplazar al Papa en los casos urgentes, porque esesencial que las cosas de la religión no sufran nin-gún perjuicio, aun en las circunstancias difíciles.Y por lo que hace á los casos reservados especial-mente al Papa, la necesidad debe hacer ley; porqueno se ha de creer que la reserva sea tan tiránica,que los intereses de la Iglesia deben ser sacrifica-dos á los del soberano Pontífice. Por consiguiente,si la guerra con el Papa se prolonga, sería precisoproveer las sillas y los beneficios vacantes».

(Y si por pecados del mundo, y por la apasionadacólera de S. S. viniésemos á tal extremo, fácilmentese daría orden, en que, sin embargo de la guerra, ysin ofensa de Dios, se proveyese á la necesidad delas iglesias que vacasen en el entretanto, si S. S.no quisiese proveer en ello, como puede y debe/.

Para el nombramiento de los obispos, lo mismoque para la colación de los beneficios, Cano opinabaabiertamente que la sanción pontificia no era indis-pensable. Este principio, convenientemente aplica-do, habría podido librar para siempre la Iglesia deEspaña del yogo pesado de la dominación romana.

Volviendo á tomar el hilo de su razonamiento, elprudente teólogo aconseja al rey de España proce-der con mucho miramiento y conducirse de talsuerte, que sea visible para todo el mundo, que ladefensa provocada por el Papa, tiene de su parte elderecho, la razón, la equidad. «Conviene tambiéndesconfiar y no ceder á las promesas que podríahacer un enemigo, estrechado de cerca y reducidoal extremo. Hay que tomar precauciones; que elrey podía descubrir por sí mismo, á menos que noquiera tomar parecer de su consejo de la guerra.La teología no puede nada en materia de ataques,de sitios y de batallas; y sin embargo, si un hom-bre de guerra experimentado emitiese un buen pa-recer y aconsejase al rey, por ejemplo, asegurar laposesión de una buena fortaleza, apoderarse delcastillo do Santo Angelo y guardarlo, la teología noencontraría en ello nada que reprender».

(Que ya podría haber alguno que dijese convenir,para que V. M. se asegurase, como es razón, que elcastillo de Sant-Ángel estuviese por de V. M., sinpeligro, que desta parte le pudiese venir '/nal ni

o. Yá esta tal seguridad no se extieide por

ahora mi theología; pero no me escandalizaría delsoldado que lo dijese, si diese razón de ello).

Para un teólogo, esto es caminar un tanto ligero.Cano, si se ha de juzgar por esto parecer que dacomo do paso, creía, sin duda alguna, que una guar-nición pcrmanenle do tropas españolas era el mediomás eficaz de proteger seguramente al Papa, pre-servándole de la tentación de guerrear. Hace votosmuy sinceros por la realización de un proyecto queacaricia con la predilección evidente de un inven-tor, y, al mismo tiempo, incita al rey á sacar parti-do de las ventajas que le prepara el triunfo de susarmas.

Suponiendo al Papa vencido y reducido á implo-rar su gracia, se pregunta cómo debe conducirse elvencedor y no duda en decir que es preciso usar dela victoria, fijándose principalmente en el porvenir.

«Puesto que el Papa ha comenzado las hostilida-des contra toda justicia, es preciso tratarle comoun culpable, y ponerle en un estado tal, que nopueda jamás reincidir. Que el rey se conduzca, pues,como un juez severo, y que la corrección sea bas-tante fuerte para impedir toda reincidencia. El casti-go debe, además, ser ejemplar, porque no solamenteel Papa actual debe ser reducido al buen sentido yá la moderación, sino que sus vecinos y sucesoresno deben tener la idea de imitar su ejemplo. Enotros términos, debe conservar por expiar sus pro-pias faltas, y de tal modo que no so reproduzcanya jamás. El rey puede, por otra parte, aun demos-trando alguna indulgencia, arrancar á la Santa Sedeconcesiones que, sin disminuir el prestigio de laautoridad pontificia, procurarían graneles ventajas ála Iglesia española.

«Se podría obtener, entre otras cosas, que la co-lación de los beneficios no dependiese ya de Roma;que el soberano Pontífice autorizase en España elestablecimiento de un tribunal en el cual seríanjuzgadas en último recurso las causas ordinarias.Se dispensaría así de ir á Roma; y, de hecho, nodebería irse á Roma, siguiendo los consejos dela razón, y los preceptos del Evangelio (si Evange-lio y razón so guardase), más que en las circuns-tancias extremadamente graves y de alta importan-cia para los intereses de la Iglesia, según el parecerde algunos Papas y las decisiones de los Conci-lios.—El Papa debería renunciar en adelante á per-cibir las rentas de los obispados vacantes, y obligará su nuncio á despachar los negocios gratuitamente,con la ayuda de un asesor, nombrado por el rey.Se podría exigir cuando más una pequeña retribu-ción para ayudar á la subsistencia del nuncio.»

(Puede proceder como juez á castigar al acome-tedor de su temerario é injusto acometimiento. Yen este castigo ha de haber dos respetos: el uno áque el castigado quede escarmentado, para que otra

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vez no acometa semejante temeridad: el otro á que elcastigo sea ejemplar, para que asi los vecinos, comolos sucesores del delincuente, escarmienten en ca-beza ajena, y entiendan, que si tal hicieren, tal pa-garán. Lo que algunos reyes cuerdos y comedidoshan hecho en este punto, es conmutar este linaje decastigo en sacar para sus reinos, y para sus iglesiasdellos algunas cosas importantes, justas y santas,que después de dadas, no quedaban los sumos Pontí-fices desacatados, y quedaban escarmentados y cura-dos. Corno sería, si V. M. sacase ahora en con-cierto que todos los beneficios en España fuesenpatrimoniales. ítem, que hubiese una audiencia delsumo Pontífice en España donde se concluyesen lascausas ordinarias, sin ir á Roma; porque allá sola-mente se había de ir (si evangelio y razón se guar-dasen), por las cosas muy graves y muy importantesá la Iglesia, como Inocencio lo confiesa en el capítuloMajores de baptismo, y lo confiesan otros Pontíficesy Concilios. ítem, que los espolias y J"rucios de sedevacantes no los llevase S. S. de hoy más en losReinos de V. M. ítem, que el Nuncio de S. S., enestos Reinos, expidiese gratis los negocios, ó almenos tuviese un asesor señalado por V. M. concuyo consejo los negocios se expidiesen, con una tasatan medida, que no excediese de una cómoda susten-tación para el Nuncio).

Hé aquí reformas capitales, que Melchor Cano secontenta con señalar de paso, porque no quiereocuparse en el examen de todos los abusos, y su-plica muy humildemente al Rey no le exija en estepuntounarespuostainmcdiata. «Nuestro Señor,dice,os volverá á este reino, en la primavera (Felipe es-taba entonces en Bruselas), estación favorable paracomenzar el tratamiento del mal. No osaría, en ver-dad, hacerme su médico, atendido su estado y elinvierno que comienza. Tendréis, pues, á bien es-perar que pueda dar mi parecer en tiempo oportuno.Todo lo que puedo decir desde ahora, es que, ni lacontinuación del Concilio de Trento, ni los Conciliosnacionales, apenas darán la solución del problema.Es necesario emplear medios más eficaces, sea paracurar la enfermedad de Roma, sea para impedir lasinjusticias que los malos ministros de la Iglesia ro-mana ejercen sobre vuestros subditos, en nuestrosdominios. Para llegar á la reforma de todos estosabusos, es preciso, según mi juicio, tomar otro ca-mino. Lo que se podría hacer desde ahora, aguar-dando mejor ocasión, sería anunciar, al mismotiempo que la partida del duque do Alba, la deobispos y doctores, que dejarían sus obispados ysus universidades para reunirse en Roma. Esta ex-pedición de prolados y hombres doctos causaríaquizá á Roma más terror que vuestro ejército deItalia».

Preciso es confesar que esta última idea no es de

las más felices. Quizá este consejo extraño ocultouna intención irónica, que no alcanzamos. 0 MelchorCano ha querido decir que la Iglesia nacional debíalevantarse contra la tiranía romana, ó bien ha indi-cado por esta aproximación burlesca de un ejércitoverdadero y de una falange de prelados y de cano-nistas, que la cuestión que se le propone es de aque-llas que deben resolverse por las armas y no por laintervención de los doctores. Si ha querido deciresto, se habría burlado él mismo de su propia con-sulta, que es, sin embargo, excelente, y más digna,bajo todos conceptos, de un hombre de Estado sinpreocupaciones, que de un teólogo habituado á lasdisputas de la escuela.

Lo que dice al terminar es muy curioso, muy de-licado, muy sagaz, y enteramente conforme al es-píritu y al tono general del conjunto: «Comprendoyo que hay en esta consulta expresiones y pensamien-mientos que parecen reñidos con el hábito que yovisto y la theología que profeso. Por eso Jie tenidocuidado de decir al principio que la cuestión es deaquellas que requieren prudencia más bien queciencia. El asunto es, por otra parte, tan grave, queno podía, salvo error, razonar regularmente, sin ex-presarme con un poco más de libertad que lo hubierahecho, á no consultar más que la teología y las con-veniencias de mi estado. Que Dios Nuestro Señor,en su infinita misericordia, tenga piedad de su Igle-sia, y os conceda su gracia y su protección, su espí-ritu y su consejo, á fin de que podáis, estando Diosde vuestra parte, arrancar la Iglesia á los males quela afligen y á los peligros que la amenazan. Fechaen el Convento de San Pablo de Valladolid, el 15 deNoviembre de 1555».

(Yo veo que en este parecer hay algunas pala-bras y sentencias que no parecen muy conformes imi hábito, ni á mi theología; mas, por tanto, dije alprincipio, que este negocio requería más prudenciaque ciencia. Y en caso de tanto riesgo..., no puedo(si no me engaño) hablar prudentemente sin hablarcon alguna más libertad de la que la theología y pro-fesión me daba. Nuestro Señor, por su infinita mi-sericordia, se apiade de su Iglesia, y dé á V. M. gra-cia y favor, su espíritu y consejo,para que remedie,teniendo á Dios de su parte, los males, trabajos ypeligros en que la Iglesia está. D'esU Convento deSan Pablo de Valladolid, á 45 de Noviembrede 1555).

Tal es, en sustancia, la consulta de Melchor Cano,monumento notable del espíritu de sabiduría quereinaba en España á mediados del siglo XVI, en elmomento en que España podía aún escapar á la de-cadencia inminente, tomando una dirección mejory claramente indicada por las circunstancias. Se veque las inspiraciones de una razón levantada y deuna política atrevida, no faltaron á Felipe II. Entre

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los prelados, los teólogos, los canonistas y los ju-ristas que formaban su Consejo real, había muchosque pensaban exactamente como este teólogo, tansensato y tan firme en la expresión de sus ideas. Noestá fuera de razón que tomara frecuentemente me-táforas ó comparaciones médicas. Cano habla com-petentemente del objeto sometido á su examen,como un médico hábil y experimentado habla deuna enfermedad. Conoce bien el mal y sus causas,y no duda en indicar los remedios heroicos, únicosque podían producir una curación radical.

Las reformas, cuya urgencia demuestra, amaga-ban, en verdad, una revolución; porque se trataba,en definitiva, de sustraer la Iglesia de España á lajurisdicción romana y de librar el reino de la tutelapontificia. Había allí una cuestión de dignidad parala Nación y para el Soberano, y además una cues-tión de economía, puesto que hubiera bastado,como dice Cano perfectamente, privar á la corteromana de sumas exhorbitantes que sacaba regu-larmente de España como un tributo. Cano queríaque Roma fuese reducida á no representar ya nadaen España, ó, cuando más, á no representar másque un poder nominal, pero suficiente, según sumanera de ver, para mantener el prestigio de la ge-rarquía sacerdotal y la tradición de la unidad ca-tólica.

Ciertamente, la ocasión era buena para obtenertodas estas reformas. Pero Felipe II, siempre tímidoé indeciso, dejó pasar esta ocasión única, y despuésde haber tenido el Papa en su mano, por decirlo así,se hizo más que nunca humilde y devoto servidorde la Santa Sede. El duque de Alba, á la cabeza deun ejército victorioso, era dueño de imponer suscondiciones al Papa humillado. El Papa encontró lascondiciones demasiado duras y propuso tratar di-rectamente con el rey, á quien conocía bien y des-preciaba demasiado. El rey se apresuró á responderal duque de Alba, indignado, que era preciso some-terse y hacer en todo la voluntad del Santo Padre.No fue el Papa quien pidió perdón. El duque deAlba se vio obligado á doblar la rodilla delante delviejo maniaco, y le presentó humildemente sus ex-cusas, en nombre del rey y del emperador; desuerte que, en lugar de ser tratado como lo habíasido Clemente VII después de la toma de Roma porlas tropas imperiales, Pablo IV dio la ley al ven-cedor.

Se refiere que después de haber obtenido seme-jante triunfo, se jactó en el consistorio de los car-denales de ser, de todos los Papas, el que habíaimpuesto al reinado el más rudo castigo.

Por su parte, el duque de Alba, furioso por la hu-millación que había sufrido por complacer á su amo,gritó, volviendo al campamento, en el consejo desus capitanes: «El rey mi amo acaba de hacer una

gran necedad. Si yo hubiese sido rey, colocado ensu lugar, el cardenal Caraffa habría venido á Bruse-las para implorar de rodillas el perdón de Folipe II,como yo he implorado hoy para Felipe II y para to-dos nosotros el del Soberano Pontífice.»

Estas palabras enérgicas del duque de Alba ates-tiguan, lo mismo que la consulta de Melchor Cano,que Felipe II tenía jefes militares y consejeros quevalían infinitamente masque él. Este orgulloso y dé-bil monarca había de tal manera doblado la cabeza &los pies del Papado, que en 1575, veinte años des-pués de haber recibido los firmes consejos que seacaban de leer, dirigía una humilde súplica á Gre-gorio XIII, sucesor del inflexible Pío V, para obte-ner el restablecimiento de las corridas y combatesde toros, que este último había creido deber prohi-bir, en nombre de la religión y de las costumbrespúblicas (1). Así, este pobre rey no era dueño dedar satisfacción á la pasión favorita de este pueblo,cuyos gustos procuraba halagar sin curarse de losintereses de la moral; y no podía prescindir de laautorización del Papa para abrir el circo á esosjuegos sangrientos á que asistía con gusto, ya porel placer que encontraba, ya por mantener su popu-laridad; porque Felipe II era como aquel emperadorromano que creía que era buena política mezclarseen las diversiones de la canalla, et civile rebaturmisceri voluptatibus vulgi, dice Tácito en susAnales.

J. M. GUARDIA.Traducción de MANUEL PRIETO GETINO.

Jtevue Germanique.)

(1) Este documento, poco común, vale la penade ser reproducido:

A Su Santidad.Muy Sanuto Padre, á D. Juan do Qufiiga mi Emba-

jador "y del mi Consejo escribo, que de mi partehable "á Vuestra Sanctidad sobre el proprio motivoque dio la buena memoria de nuestro muy SanctoPadre Pió Quinto á causa del correr de los toros, ypor ser de la importancia que es á causa de los da-ños ó incombinientes, que de no se correr en estosReynos se sigue, como más largo informará el dichoEmbajador, humildemente suplico á V. S. que, dán-dole crédito á lo que de mi parte le dijese, aquellomande conceder, que en ello recibiré singular gra-cia y beneficio de V. B., cuya muy Sancta personanuestro Señor guardo á bueno y próspero regimien-to de su universal Iglesia. De Sant Lorenzo el real,á quince de Junio de MDLXXV.

De V. Sanctidad.Muy humilde y devoto hijo D. Phelipe,

por la gracia de "Dios, Rey de las Españas, de lasDos Sicilias, de Hier., que sus sanctos píes y ma-nos besa,

Yo el Rey.Antonio de Grasso.

(Theiner. Coutin. de Barón., tom. II, Mantissa do-cumentorum, n.° XXXII, Í575, fol. 89.)