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Nació en Rozadas de Viña (Ourense, - dipalme.org · Como si no fuera eso lo que más deseo en ... Se ha posado una mariposa sobre el alféizar de ... —¡Ni se te ocurra! —me

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Nació en Almería, aunque ha vivido en muchos otros lugares del país. Desde muy niña se inclinó hacia el dibujo, desarrollan-do esta disciplina y su capacidad innata. Tras cursar estudios universitarios de Bellas Artes ( 1992-1997 ), se especializó en Ani-mación ( 2D y 3D ), y participó en proyec-tos audiovisuales de diferente índole entre los años 1998 y 2003. Ha expuesto su obra, tanto de pintura como de dibujo e ilustra-ción en Almería y en Roquetas de Mar. Uno de sus trabajos de ilustración fue publicado por el IEA en el año 2007, gracias al libro infantil escrito por Concha Castro "Me gus-tan los bichos". En la actualidad se dedica a la pintura, la ilustración, y a impartir clases particulares de pintura al óleo.

E-mail : [email protected]

Nació en Rozadas de Viña (Ourense, 1941). Vive en Almería desde el año 1978.Estudió Magisterio y se especializó en Len-gua y Literatura Española.

Ha escrito una treintena de libros, mu-chos de ellos en el campo de la Literatura Infantil-Juvenil: novela, relatos, poesía y ar-tículos. Nueve libros publicados. Parte de su obra figura en numerosas antologías.

Participa como autora en el Circuito Literario del Centro Andaluz de las Letras. Es miembro del Instituto de Estudios Al-merienses y del Departamento de Arte y Literatura.

Ha obtenido, entre otros, los siguientes premios: Premio Nacional de Relatos para Enseñantes, “La tía Trudi”, (1993); Premio Extraordinario de la FAO (EU) “Hambre de todos los colores”, (1997); Finalista del Pre-mio Andalucía de la Lectura, “Copi y Seco en Crecedur”, (1985); Finalista del Premio Lazarillo, “Recítame un cuento”, (1996).

Concha Castro

Ilustradora: Asunción Jiménez Paz

Urcitania, reino del Sol

(Vuelo breve sobre la Historia de Almería)

Concha Castro

Ilustraciones: Asunción Jiménez Paz

Instituto de Estudios AlmeriensesDIPUTACIÓN DE Almería | 2012

INSTITUTO DE ESTUDIOS ALMERIENSES Colección Letras. Nº77 Serie: Narrativa infantil Urcitania, Reino del Sol. Vuelo breve sobre la Historia de Almería© Texto: Concha Castro Rodríguez Ilustraciones: Asunción Jiménez Paz© Edición: Instituto de Estudios Almerienses www.iealmerienses.es ISBN: 978-84-8108-550-1 Dep. Legal: Al-1115-2012 Primera edición: Noviembre-2012 Maquetación: Servicio técnico del IEA. Amando Fuertes. Imprime: Imprenta Provincial. Diputación de Almería Impreso en España

Dedico este libro a todos los niños,flor y nata de nuestra gente,

futuros constructores de nuestra historia.

“Urcitania, Reino del Sol” es ................................................................................ 9¡Buenos días! ...................................................................................................... 11Una hermosa mañana ........................................................................................ 14Extraña visita ..................................................................................................... 17Era maravilloso .................................................................................................. 20Junto al mar ....................................................................................................... 23En el puerto ....................................................................................................... 25

Examen ............................................................................................................ 29Otros tiempos .................................................................................................... 33Urci ................................................................................................................... 37

Un lugar encantado ........................................................................................... 41

Vuelo sobre el valle ............................................................................................ 44Historias mágicas ............................................................................................... 47Sirenas ............................................................................................................... 49

¿Vamos? ............................................................................................................. 53

Como en un paraíso .......................................................................................... 59Una canción ...................................................................................................... 63

Índice

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Romance ........................................................................................................... 65Soñar despiertos ................................................................................................. 69Leyenda ............................................................................................................. 73El viento ............................................................................................................ 76Y llegaron… ...................................................................................................... 79¿Jugamos? .......................................................................................................... 86En La Alcazaba .................................................................................................. 89Aquel rincón ..................................................................................................... 93Leyenda ............................................................................................................. 97Piratas .............................................................................................................. 100A dos voces ...................................................................................................... 103¡Cuántas historias! ............................................................................................ 105La biblioteca .................................................................................................... 109Indalo .............................................................................................................. 115Leyenda ........................................................................................................... 117Señorita… ....................................................................................................... 120

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“Urcitania, Reino del Sol” es un libro de lectura que, combinando la rigurosi-dad de los datos históricos y los recursos que ofrece la Literatura, está escrito con el propósito de despertar en los niños el interés por conocer la historia de Almería. Es también un deseo de facilitarles el acercamiento a una parte importante de su mundo más próximo.

El estudio de la Historia es, en general, una tarea que suele resultarles densa y de difícil comprensión. Un texto coloquial, ameno y cercano, puede ser un camino atractivo que les conduzca al amor por el saber. Como bien dice José Antonio de Laiglesia: “Para dirigirse al niño hay que aprender primero su lenguaje”.

En el planteamiento de este libro se incluía, además de la persona protagonista, un animal de compañía. Propuse a los niños que escribieran un cuento en el que debía figurar dicho personaje. Imaginaba que el animal preferido podría ser un pe-rro, un gato, un caballo, tal vez un pájaro. Una vez más, consiguieron sorprenderme cuando la mayoría de ellos eligió la mariposa.

Acepté el reto. Sé bien que los niños son seres prodigiosos.

C. Castro

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¡Buenos días!

Se acerca el momento de ir a la escuela.Siento la indolencia propia que en esta hora tan temprana, apenas despiertos, se

apodera de nosotros. Me dispongo a emprender el nuevo día con el mejor ánimo, convencida de que en cada jornada nos esperan nuevas cosas que conocer y viejas costumbres que recordar.

Antes de salir a la calle, me asomo a la ventana.El Sol cae a plomo, como debe ser, como se espera y ocurre en este rincón pri-

vilegiado del mundo, donde la ciudad, el mar, el valle y las montañas son del color del Sol.

El Sol vive aquí. Éste es su reino.Como buen soberano, cada mañana se levanta muy temprano y despierta a los

habitantes de este lugar. Preparara un ambiente tibio y agradable en el que cada bi-cho viviente, grande o chico, se despereza envuelto en sus rayos acogedores.

Salgo de casa. La escuela está cerca. Antes de llegar, he de atravesar algunas ca-lles de esta moderna ciudad que se mira en las aguas azules, bellísimas, del mar. ¿O se mira el mar en la ciudad? Sí. El mar se mira en la ciudad, porque Almería es “El espejo del mar”.

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Aquí, el Sol convierte en oro todo cuanto toca: la fina arena de las playas, los frutos deliciosos de los huertos, las hermosas flores de los jardines, la piel de sus habitantes.

Nunca falta a la cita. Sólo algunas veces, muy pocas, se queda dormido entre las nubes y las gentes, que ya no saben vivir sin él, miran al cielo y le preguntan: “¿Dónde estás? ¿Por qué no vienes?”. Él les responde: “¡Aquí estoooy...!”. Y se pierde su voz allá arriba, arriba.

Alguna que otra vez, se escucha otra voz cantarina, llamando en los cristales de las ventanas.

Dice así: “Soy la lluvia...¡Tenía tantas ganas de veros!”. Y baila sobre las aceras, sobre las calles y en las azoteas; le lava la cara a la ciudad, dejándola relimpia, perfu-mada, con olor a tierra húmeda.

Después de una breve estancia, se va diciendo un largo “¡Adiooós!”.El viento sopla con frecuencia. Algunas veces con gran piedad, convertido en

brisa, cuando el Sol aplica su justicia sobre el rostro de este lugar. Otras veces bufa furiosamente porque quisiera y no puede arrebatarle sus dominios al astro rey.

Al llegar la noche, el Sol nos deja dormidos, envueltos en la luz blanca, mágica, de la Luna y se va a hacer la ronda a todos los lugares del mundo que también son de su reino.

Vuelve al amanecer, un poco cansado. Se tiende sobre su trono y mientras recu-pera las fuerzas vuelve a convertir en oro todo lo que toca. Como aquel otro rey...

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Entramos en clase con un cierto orden en el que no falta la alegría de cada ma-ñana. Hoy los ánimos están un poco revueltos. Tenemos examen.

Un poco después, entre las cuatro paredes del aula reina el mayor silencio.No me gustan los días de exámenes.Juan mira al techo desde su cara regordeta y hace malabarismos con el boli entre

los dedos, como si tratara de ponerse en trance.Eva empezó a escribir, nada más copiar las preguntas. ¿Cómo se las arreglará

para saber tanto?“¡Qué desconsideración!”, piensan algunos de sus compañeros.Este ambiente, el de los exámenes, me resulta poco menos que insoportable.Estoy sentada al lado de la ventana. De vez en cuando llega hasta mí una ráfaga

de aire cálido, perfumado, tentándome a salir, a correr, a saltar... Es primavera y… ¡ya se sabe! Lo dice muy claro aquel refrán: “La primavera la sangre altera”. En este lugar del mundo, la primavera es una estación doblemente hermosa.

Miro a mí alrededor. Algunos niños parecen haber encontrado el hilo del tema y escriben afanosamente.

Una hermosa mañana

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Juan sigue mirando al techo. Carraspeo y me mira. Le guiño un ojo y hace un gesto de mal humor, como diciéndome: “¡Vete a paseo!”. ¿Será tonto? Como si no fuera eso lo que más deseo en este momento.

Yo tampoco estoy de muy buenas pulgas porque antes de venir a la escuela dis-cutí con mi tía Rosa. Se ha empeñado en quitar de mi cama una gran muñeca de trapo que hizo mi madre para mí. Dice que es muy fea y que yo ya soy mayorcita para andar con estas tonterías.

¡Hace calor...!

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Al otro lado de la ventana se balancean suavemente, como un gran abanico, las ramas de un árbol, cargado con racimos de flores blancas. Lo miro y siento como si me invitara a mecerme, a columpiarme, a arrullarme.

Huele a mar.Se ha posado una mariposa sobre el alféizar de la ventana. Vuela hasta una rama

del árbol y vuelve a posarse cerca de mí.Escucho una voz desconocida:—¡Chist, chist!Miro a todas partes para averiguar quien me llama.—¡Chist, chist! ¡Aquí, aquí!Sigo buscando pero nadie me mira. Todos están pendientes de sus exámenes.

Incluso Juan ha empezado a escribir.—¡Chiiist, chiiist! ¿Es que no me ves, o es que estás sorda?¡Cielos! ¡Es la mariposa quién me llama? Acerco mi cara a la suya, diminuta, con

el mayor asombro. Frunce el entrecejo y me dice:—¡Vaya, vaya! Veo que no sólo estás sorda sino que también estás ciega. ¿Es eso lo qué

te ocurre? —dice con una voz que parece un pito, poniendo en jarras dos de sus patitas.

Extraña visita

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—¿Qué...? ¿Qué quieres? —le respondo, sin estar segura de no haber perdido un tornillo.

—¡Mira, guapa! —siguió hablando—. Tengo muy poco tiempo y no puedo perderlo ¡Así que o te despabilas o me marcho!

—¿Qué quieres? —conseguí preguntarle de nuevo.—¿Vienes conmigo a dar una vuelta?—¿Yo...?—¡Tú, sí, tú! ¡Pareces tonta! ¿Quién va a ser? ¡Bueno! ¿Vienes o no?“¡Vaya carácter!” —pensé.Respondí a medias:—¡El examen...!—¡Qué examen ni que ocho cuartos! No pienso decírtelo otra vez —añadió, poniéndose muy seria y señalándome con una pata muy estirada—.

¡Eres más cobardica de lo que pensaba!Aunque no me gustó lo de cobardica, traté de excusarme.—No puedo ir. Yo no sé volar.—¿Lo has intentado alguna vez?—¡Claro que no! Las personas no vuelan. Además, ¿qué ocurriría si saliera vo-

lando por ahí? No me gusta la popularidad —contesté, poniéndome muy en mi papel.

—¡Tienes razón! Eres muy grandullona. Vamos a ver… ¿No sería más fácil si disminuyeras tu tamaño? Nadie se daría cuenta.

—¿Sabes tú cómo se hace? —le pregunté llena de curiosidad.—¡Pues claro! Sólo tienes que desearlo mucho, mucho.—¿Así de fácil?

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—¡Sííí! —chilló. La paciencia, al parecer, no era una de sus virtudes.Cerré los ojos y lo intenté.—¡Sí, sí! ¡Es verdad! ¡Me estoy haciendo pequeñita, pequeñita!—¡Ji, ji, ji! —reía la mariposa, poniéndose a mi lado—. ¿Ves? ¡Lo estás consi-

guiendo!Se posó sobre mi hombro y añadió:—¿Vamos?—¡Sí! —respondí entusiasmada—. ¡Qué maravilla! Ella emprendió el vuelo y yo la seguí sin ninguna dificultad.Deseé sobrevolar la clase para gastarles una broma a los niños que allí seguían

escribiendo, un poco más tranquilos pero igualmente agobiados.—¡Ni se te ocurra! —me prohibió la mariposa que debió adivinar mis inten-

ciones.—¡Es verdad! —reconocí.Se dirigió hacia la ventana y yo, tras ella, volé también hacia la libertad.

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Volábamos al aire libre. ¡Al fin! Íbamos de aquí para allá, nos colábamos entre las ramas de los árboles. ¡Era fantástico!

Al principio tuve que hacer verdaderos malabarismos para no chocar contra ellas. La mariposa lo hacía con absoluta naturalidad, pero yo tenía que poner en ello los cinco sentidos para no equivocarme.

Creí que para aprender necesitaría muchas horas de vuelo. No fue así. Después de las primeras indecisiones y de unos cuantos tropezones, aquí y allá, sorteaba los obstáculos con tal maestría que en nada tenía que envidiar a mi amiga.

Sólo tuve que creérmelo del todo.¡Era maravilloso! Entraba por un entreclaro y salía por otro, subía y bajaba sin

la menor dificultad.—¡Eh, tú! ¿Qué haces? —me recriminó mi compañera.—¡Es estupendo! —decía encantada. —¿Vas a pasarte todo el día haciendo esas bobadas?—¿Has dicho bobadas? ¿No es esto lo que tú haces siempre? ¡Me encanta, me

encanta!—¡Está bien! ¡Pues yo me marcho! —dijo poniéndose de morros.

Era maravilloso

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—¡No! ¡Espérame! ¿A dónde vamos? —le pregunté.—A dónde queramos.—Y...¿A dónde queremos ir?—¿Tienes que preguntarme a mí a dónde quieres ir? —No te enfades, mariposita. Todo esto es muy extraño para mí.—También es nuevo para mí, pasear con un bicho humano. Sólo os conocía de

paso.Dejamos la discusión para otro momento y salimos volando de aquí para allá,

calle arriba, calle abajo.Yo acababa de hacer otro extraordinario descubrimiento: comprobé que era

capaz de volar con la misma rapidez que mis deseos o que mis pensamientos. Así que, tan pronto me encontraba sobrevolando el mar como la Sierra de los Filabres, la cordillera del Cabo de Gata o el Cerro de las Panochas.

La mariposa, estupefacta, se había posado sobre una mata de geranios, en uno de los patios repletos de flores de Ciudad Jardín, y contemplaba boquiabierta mis ires y venires.

—¡Por todos los caracoles! —decía pasmada.—¡Olé! ¡Qué maravilla! ¡Yupiii! —repetía yo.—¡Detente! —chilló—. ¡He dicho que te detengas!Pensé que había de hacerle caso; al fin y al cabo, a ella le debía aquella aventura

increíble.—¡Hola! Aquí estoy. ¿Qué quieres?—¿Y me lo preguntas? Si llego a saber que eres tan desconsiderada te dejo en el

aula con el examen.—¡Horror! ¡El examen! Se me había olvidado por completo.

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—No te preocupes. Nadie se ha dado cuenta.—¡Tengo que volver enseguida!—Te he dicho que volverás a tiempo. Créeme.—¿De verdad? —le pregunté preocupada—. ¿Cómo puede ser?—Confía en mí. Las mariposas nunca decimos mentiras.—¡Está bien...! —respondí, sin estar segura de hacer lo que debía.Mi amiga, para distraer mi preocupación, dibujó en el aire algunas cabriolas

que consiguieron maravillarme. Me decidí a seguirla resueltamente, dispuesta a vivir aquella aventura que prometía ser única.

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Tenía que hacer muchos esfuerzos para volar al lado de la mariposa sin dejarme llevar de mi entusiasmo y de mi rapidez. Pero ella lo merecía.

—¿Vamos hasta la playa? —le propuse.—¡Bueno...! —contestó de mala gana.—Ya sé que a las mariposas os gusta poco el agua. Pero podrás posarte sobre el

espigón. Mientras, me doy un baño. ¿Quieres?—¡Ni lo sueñes! ¿Has pensado que en el mar hay muchos peces más grandes

que tú y que no tendrían ningún inconveniente en devorarte para desayunar?—¡Qué brutos! ¿Serían capaces?—¡Qué pregunta más tonta! ¿Es que tú no te los comes a ellos?No supe qué responderle. Añadió en un tono más complaciente:—Anda, vamos a la playa. Pero sólo a dar una vuelta. ¿Eh?—¡Sí…!Volaba tras ella para no caer en la tentación de salir disparada a dónde quisiera

o hasta dónde fuera capaz de imaginar.Cuando llegamos cerca del mar, mi compañera se detuvo sobre una de las rocas,

en el espigón de San Miguel.

Junto al mar

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—¡Aquí te espero! —dijo.—¡Allá voy!El mar, como una balsa de azul y plata, se acercaba hasta la arena en un ir y venir

de volantes de espuma blanca; en revuelos de ondas y saltos que danzaban al compás de un murmullo sereno, apacible, en tonos graves y arrulladores.

El Sol, al chocar el agua contra las rocas, convertía las gotas en pequeñas casca-das de cristales que brillaban como estrellas diminutas bajo sus rayos.

Sentada frente al mar, creía que su voz profunda interpretaba para mí las mil y una canciones que había aprendido en tantas orillas lejanas.

¡Cuántas veces me acunó en sus aguas tibias, acariciando mi cuerpo y lamiendo mi cara con dulzura!

Yo a cambio escuchaba en silencio sus confidencias con la mayor atención cuan-do gemía, cuando bramaba o cuando cantaba.

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Escuché un silbido penetrante y recordé de pronto que me esperaba mi com-pañera.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —me preguntó enfadada—. ¿Te crees que puedo perder mi tiempo de esta manera?

—¡Tienes razón, mariposa! Perdóname —respondí, acercándome a ella y besan-do su moflete diminuto.

—¡Bueno, bueno..! ¡Ejem...! —carraspeó, poniéndose un poquitín colorada.Creo que las mariposas no están acostumbradas a estos detalles. Pero me pareció

que le había gustado. Luego, dijo así:—¿Has visto? Un barco se está acercando al muelle. ¿Vamos a verlo?—Sí, vamos. Ese barco es el Melillero —traté de explicarle, creyendo que ella

sabría poco de estas cosas.—¿El qué? —preguntó, haciéndose la sorda.—He dicho, el Melillero. O sea, el barco que hace la travesía desde aquí hasta

Melilla y al revés. ¿Me comprendes?—¡Ya lo sabía! —se mofó.—¡Entonces! ¿Para qué me lo preguntas?

En el puerto

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En vez de responderme, añadió:—Me gustaría ir a Melilla pero queda un poco lejos para mí. Además, eso de

atravesar el charco me hace poca gracia.—Yo misma puedo llevarte —le propuse muy contenta, esperando darle una

alegría.—¡Ni lo sueñes! Yo no cruzo el mar.—Sería muy fácil. ¡Anda, anímate!—¡He dicho que no y es que no!—¡Bueno! Pues allá tú.Levantamos el vuelo y nos dirigimos hasta el puerto.El barco iniciaba las maniobras de atraque.Posadas sobre las oficinas de la Aduana, esperamos a que se detuviera para ver

salir a los pasajeros.Había ido al puerto algunas tardes. Me gustaba ver cómo se acercaban las em-

barcaciones, bocana adentro, para detenerse después paralelas al muelle de atraque. Sentía una gran curiosidad.

Era como si yo también regresara en cada viaje de un lugar diferente. Creo que deseaba, allá para mis adentros, que algún día ocurriera algo distinto. Esperaba a que salieran de sus entrañas hasta el último pasajero, hasta el último bulto de carga. Quizás la magia de aquella espera consistía en contemplar siempre las mismas cosas que eran, aún así, siempre diferentes.

Los pasajeros bajaban la escalerilla en fila india. Eran personas de distintas razas, oriundos en gran parte del vecino continente africano. Algunos vestían elegantes túnicas, con o sin turbantes, a la usanza de sus respectivos países. Además de los naturales habitantes del nuestro, venían también turistas centroeuropeos, luciendo

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su piel blanquísima y sus cabellos dorados. Vestidos con pantalones cortos y camisas estampadas en vivos colores, cargaban las cámaras fotográficas en las que atesoraban paisajes y mundos diferentes al suyo.

A mí, más que personas procedentes de otros países, me parecían seres de leja-nos planetas.

—¿Qué miras con la boca abierta? —preguntó la mariposa, tratando de sacar-me de aquel ensimismamiento.

—¿Qué dices? —le pregunté sin prestarle demasiada atención.—Te he preguntado qué miras. ¿Esperas a alguien?—Sí.—¿Puedo saber a quién?—Eso no lo sé.—¡Lo temía!Sólo la miré y sonreí. Debía pensar que no me encontraba muy en mis cabales.

Pero ¡quién sabe! Yo también lo he pensado alguna que otra vez.

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—¿Nos vamos? —preguntó mi compañera—. Se está haciendo tarde.Miré de nuevo al mar. El Sol se había convertido en una inmensa bola de

un rojo deslumbrante. Parecía haberse posado sobre la moderna ciudad de Ro-quetas de Mar, envolviéndola en una luz del color del fuego (del color del Sol); haciéndola aparecer en el horizonte como un lugar fantástico, irreal; como un espejismo.

—¡Qué pesada eres! —chilló la mariposa—.¿Vienes o no?—¡Me lo estoy pensando! Y estoy pensando también que eres muy antipática.—No te hagas ilusiones. Sólo soy muy sincera.Se acercó a mí y en un tono más conciliador, añadió:—¡Anda! No seas tonta. ¿Es que no tienes sentido del humor?—¡Sí! ¡Lo tengo! Pero el tuyo no me gusta.—¡Pero mujer...! —se excusó—. Si no quería molestarte. La verdad es que me

caes muy bien. ¿Por qué si no iba a elegirte a ti y no a otro para salir a pasear?—¡Ahora que lo dices! ¿Puedo saber por qué me has elegido a mí, precisamente?—¡Verás! Me había posado sobre uno de los racimos de flores blancas de aquel

árbol. Estaba chupa que te chupa, poniéndome “morada” de néctar...

Examen

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—¿En qué árbol?—¿En cuál va a ser? El que está frente a la ventana de tu clase.—¡Ah, sí!—¡Tenías una cara de aburrimiento! ¿Qué hacías allí?—¡El examen! —recordé con sobresalto.—Ya te he dicho que nadie se ha dado cuenta.—¡Pero…! ¡No puede ser!—También decías que no podías volar.—¡Espero que tengas razón! —deseé con todas mis fuerzas.—¡Un examen! ¡Los humanos hacéis cada cosa! —dijo poniendo los ojitos en

blanco.—¿Qué tiene de raro un examen? Se hacen a millares, todos los días, en todo el

mundo. ¿No lo sabías?—¡Ya, ya! ¿Y para qué sirve un examen?No sé por qué sospeché que mi respuesta iba a servir de poco. Aún así con-

testé:—¡Comprendo que no lo entiendas! Es que los humanos tenemos que aprender

cosas muy importantes.Ante mi petulancia, soltó una risita irónica y repitió:—¡Ya, ya, ya...!—Te he dicho que son cosas muy importantes.Siguió con mucha guasa:—¡Sí, sí, sí...!—¡Bueno, pues allá tú! —respondí para cortarle el pitorreo—. ¿Y tú qué sabes?

Con chupar un poquito aquí y otro poquito allá lo tienes todo resuelto.

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—¡Lista que es una! ¿No podríais aprender vosotros a hacer lo mismo?—¿Así de sencillo?Sin responderme, volvió a reírse y levantó el vuelo.Yo pensé, “¡Sería maravilloso!”.

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Desde las alturas, el puerto, el parque y la ciudad ofrecían un bello panorama. Podíamos contemplar la ciudad, surcada por una red de arterias por las que discu-rría un tráfico intenso, imparable; coches y más coches; gente que iba y venía en todas las direcciones, afanados por las obligaciones de cada día.

—¡Es una lástima! —pensé en voz alta.—¿Qué es una lástima? —preguntó la mariposa que no sabía a qué venía aque-

lla queja.—¡Sí! ¡Es una lástima —repetí—, que la gente no disponga de más tiempo para

disfrutar de este lugar, de esta ciudad! A veces creo que me gustaría volver al pasado.—¡Caracoles! ¿Para qué quieres volver al pasado?—Para saber cómo era Almería en aquellos tiempos y cómo era la gente que

entonces vivía aquí.—¡Ah, ya! —respondió mi amiga, asintiendo al mismo tiempo con la cabeza—.

¡Ya entiendo!—¡Me encantaría saberlo!—¡Bueno, bueno...! —dijo pensativamente, rascándose la casi invisible barbi-

lla—. Creo que eso no es tan difícil.

Otros tiempos

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—¿De verdad? —pregunté con impaciencia.Pensé que iba a decirme que para saber estas cosas está la Historia. Pero esta vez

me equivoqué. Señalando el Melillero con la pata extendida, prosiguió:—¿Ves aquel barco tan moderno?—Lo veo.—¿Te has fijado en que las personas que bajaban la escalerilla eran de distintas

razas y de países diferentes?—Sí. —Hace muchos, muchísimos años…—¡Cuenta, cuenta!—El Sol brillaba como ahora sobre el mar y sobre una población primitiva.

La abundante vegetación que había entonces casi ocultaba las pequeñas viviendas, esparcidas a lo largo y ancho del valle. También en aquellos tiempos llegaron a nues-tras costas hombres de diferentes razas y países.

—¿Turistas?—¡Ji, ji, ji! ¡Qué graciosa eres! Aquellos visitantes no venían de paso. Cautivados

por el clima y la belleza de este lugar, se quedaron a vivir aquí. Aunque, como te dije, venían de pueblos diferentes. Los más numerosos en nuestra tierra fueron los iberos.

—¡Ah, sí! Los iberos —repetí.—Hay quienes creen que después del Diluvio llegaron los descendientes de

Cam. ¿Sabes quién era Cam?—Sí, lo sé. Era un hijo de Noé.—Pero ésta es una de tantas teorías. Y es que los humanos lo embarulláis todo.—¿A qué viene eso?

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—¿Qué va a ser? A veces mezcláis la historia con la leyenda. ¡Así no hay quién se aclare!

—No creo que esté mal añadir a las cosas un poco de imaginación. ¿No te parece?—¿Qué imaginación ni qué lechuga? La Historia es la Historia. ¡Ea! —sentenció.Iba a decirle que no siempre fue fácil para nosotros tener las ideas tan claras.

Pero guardé silencio porque no sabía cómo decírselo para que me comprendiera. Pareció tranquilizarse y siguió hablando:

—Los iberos llegaron desde el Norte de África y se extendieron por todo el Sur de Andalucía. Supongo que ya sabrás que vivían de la caza y de la pesca.

—¡Sí, sí! Ya sé cómo vivían los hombres de aquellos tiempos prehistóricos, pero me gustaría saber cómo eran. ¿Lo sabes tú?

—¡Pues claro! —repuso con suficiencia—. Los personajes de mi especie no dejamos que las cosas importantes puedan olvidarse. Nos lo contamos todo, de ge-neración en generación.

—¡Mira qué bien!—Tus antepasados, los iberos, eran una raza hermosa —me miró como pregun-

tándose a quién habría salido yo—. Tenían una estatura mediana, la piel oscura, el pelo y los ojos negros. Eran además gente pacífica y vivían felices entre las palmeras y las flores que abundaban en este lugar. Les gustaba cantar, bailar y torear.

—¿Sabían torear?—¡Sí, guapa!—¡Gracias!—De nada. Y tenían algunas buenas costumbres que vosotros, que os creéis tan

civilizados, estáis olvidando o habéis olvidado por completo.

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—¡Pues tú dirás!—¡Pues sí! Los iberos sentían un gran respeto y admiración por los ancianos.

¿No te parece que en los tiempos que corren, en eso y en otras cosas, dejáis mucho que desear?

—¡Tienes razón, mariposita! —reconocí avergonzada—. De verdad que lo he pensado más de una vez.

—¡Vergüenza tendría que daros!—¡Creo que es cierto!—¿Sabías que tenían sus leyes escritas en verso?—¿De veras? ¡Qué punto!—Sí. Y adoraban a varios dioses y a algunas fuerzas de la naturaleza.—Creo que ahora vas a decirme que en lo de cuidar la Naturaleza tampoco

fuimos a mejor.—¡Y qué lo digas! —respondió.—Por cierto. ¿Sabes tú cómo se llamaba esta ciudad en aquellos tiempos?—Sí que lo sé. Entonces se llamaba Urci.—¡Qué precioso nombre!Repetimos al unísono:—URCI.Ella, añadió:—URCI... Urcitania, reino del Sol.

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Después de descubrir, llena de asombro, la cantidad de cosas que sabía la ma-riposa, empecé a pensar que lo que de verdad le gustaba era jugar a las escuelitas. Siempre y cuando fuera ella la maestra. ¡Claro!

Me encantaba escuchar su voz agridulce relatando la Historia de esta tierra. Se conocía al dedillo las costumbres, obras y milagros de los antiguos almerienses a los que, según ella, deberíamos llamar urcitanos ya que Urci era, en tiempos anteriores al nuestro, el nombre de esta ciudad.

Me propuso y acepté encantada volar hasta la población de Vélez Blanco para ver la cueva de Los Letreros. Allí es donde fue encontrado el Indal o Indalo, símbolo de la Almería moderna. La gente que vive en aquellos parajes lo llaman El Argar, que en el idioma de los árabes quiere decir cueva.

Después fuimos a Los Millares. Mi amiga se empeñó en entrar en uno de los túmulos funerarios que allí se conservan.

Intenté mil disculpas. A mí las cosas de los muertos me dan repelús. Pero al fin no tuve más remedio que acompañarla. ¡Pues buena era para no salirse con la suya!

Creo que a ella lo de morir le parecía algo tan natural que no iba a enten-der mi miedo. Pero es que a los humanos nos pintan tan negras las cosas de la

Urci

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muerte que acaban por asustarnos, por muy naturales que sean. Sin duda, ella tenía razón.

El túmulo estaba vacío y no había ningún esqueleto, como yo equivocadamente había pensado. Ni siquiera estaban allí algunas de las ánforas o vasijas de barro que los iberos acostumbraban a poner junto a sus muertos, llenas de alimentos y de úti-les personales para el “más allá” en el que creían a pies juntillas.

Al parecer, Los Millares constituyó el primer núcleo urbano de aquellos tiempos.Desde los Millares volamos hacia el Argar, un lugar cercano al moderno pueblo

de Antas.Mi inteligente compañera me contó que hubo allí un gran desarrollo comercial

y social; que esta zona fue un gran foco de cultura y que poco a poco fue extendién-dose hacia otros lugares y países.

—¡Ah! Y otra cosa —añadió—. Olvidaba contarte que fue, por aquellos tiem-pos y en estos lugares, cuando empezaron a fabricar unas vasijas de barro con cierta forma de campana.

—No sigas, no sigas. ¡Lo sé! Eran los vasos campaniformes.—¡Mírala qué lista! —pareció contrariarse—. ¡Pues sí! —¿Creías que no lo sabía?—¡Bah! —respondió torciendo el gesto.Estoy segura de que en el fondo se alegraba de que mi ignorancia no fuera ab-

soluta.De regreso a la ciudad, me contó que los hombres iberos vestían de negro y las

mujeres de color; que bebían una especie de cerveza hecha con cebada fermentada y comían pan amasado con harina de bellotas; además de carne de los animales que cazaban o que ellos mismos criaban.

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Añadió que eso de la coquetería debe ser condición de nuestra especie porque, ya entonces, los hombres y las mujeres cuidaban con esmero de sus cuerpos, im-pregnándolos con aceites y esencias. Les gustaba llevar el pelo largo, sujeto con una cinta sobre la frente.

—Y...¿No eran un poco brutos? —me atreví a comentar—. En los libros siem-pre los dibujan con unas porras enormes.

—No eran ni la mitad de brutos que vosotros. Porque, además de cuidar su cuer-po, cuidaban con esmero sus modales. Eran gente sumamente amable y acogedora.

—¡De piedra! ¡Me dejas de piedra!Recorrimos parte del cauce seco del río Andarax, al que nuestros antepasados

llamaban río Dalí. Ellos tuvieron la fortuna de conocerlo como río caudaloso, cuyas aguas regaron las fértiles márgenes que cultivaban.

Río Dalí o río Andarax. Antes, cinta de plata. Ahora, cicatriz.

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Regresamos a la ciudad, sobrevolando la costa. Así pudimos disfrutar del be-llo paisaje levantino de nuestra provincia; contemplar los grandes acantilados que corren hasta el mar y las playas vírgenes que cobijan y que invitan al reposo y al ensueño, hasta llegar al Cabo de Gata.

¡Cabo de Gata!Allí el Sol transforma el paisaje desértico en un paraíso inundado por su luz

radiante; allí imperan los mágicos azules del cielo y del mar; las playas de nácar, salinas esmeralda y montañitas de blanca sal que, como pequeñas incrustaciones de diamantes, destacan al pie de la gran montaña: la Cordillera del Cabo.

Siempre he creído que éste es un lugar encantado. Un lugar de hadas y de bru-jas; donde las hadas, ocultas bajo la apariencia de esbeltos flamencos, han tornado las sedas y los tules de sus ropajes en suaves plumas de blanco purísimo y rosa tenue. Y han logrado convertir a las brujas, que osaban alterar la hermosura y la paz de este lugar, en negras rocas que contribuyen, como contrapunto, a crear este fantástico ambiente en el que brillan los tonos claros y luminosos.

La mariposa me sacó del ensimismamiento que me embargaba al preguntarme:—¿Por qué estás tan callada?

Un lugar encantado

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—Contemplaba el paisaje —respondí.—La verdad es que no se puede decir que seas muy habladora —observó.—¡Tienes razón!—¿Es que no te gusta hablar?—Prefiero escuchar.—Entonces, has tenido mucha suerte al encontrarme. Somos la pareja perfecta.

Yo habla que habla y tú a escuchar.—¡Cierto!Me contó después otras cosas de las muchas que conocía sobre este lugar mági-

co e incomparable.—En el Cabo —prosiguió—, hay un altozano llamado Vela Blanca. Allí, anti-

guamente, se levantaba una torre vigía que construyeron los habitantes de estas tie-rras. Desde allí podían vigilar el mar y la costa cuando llegaban los piratas. Parecían venir de todas partes, desde levante o desde poniente.

Cuentan que en aquellos parajes existe una cueva repleta de toda clase de pie-dras preciosas, traídas hasta allí para ocultarlas de la codicia de los piratas, bandidos, navegantes y aventureros.

No quise interrumpirla. Estaba segura de que también sabía que los primeros pobladores de estas tierras fueron los argáricos y que su cultura nos dejó, entre otras cosas, el Indalo.

Después llegaron fenicios, cartagineses, romanos, visigodos, árabes, castellanos... Los fenicios llamaron a este altozano el Promontorio de Charidemo. Dice la leyenda

que los griegos construyeron aquí un templo dedicado a la diosa Afrodita y era éste un lugar sagrado donde el fuego permanecía siempre encendido en honor a sus dioses.

En la Edad Media, nuestro Cabo de Gata se llamó Cabo de Ágatas.

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Desde las alturas, podíamos contemplar un amplio paisaje. Allá abajo, abajo, el valle parecía un cuadro pintado en tonos pardos, dorados, marrones y verdes. Sobre él destacaban los pueblos blancos de la costa y del interior: Rodalquilar, Campoher-moso, El Viso, Los Albaricoques, Níjar, etc. Y junto al mar, además del Cabo, San José, Los Escullos, La Isleta del Moro, Las Negras…

Después de unos segundos de silencio, la mariposa me preguntaba:—Por cierto ¿Sabías que este valle perteneció a una importantísima civilización

que se llamó Tartessos?—¡Tartessos, Tartessos…! —me hice la longui.—¡Ji, ji, ji...! —se rió malévolamente y añadió—: Y, claro está, tampoco sabrás

que Tartessos llegó a ser uno de los lugares más importantes y más ricos del mundo.—Del mundo que entonces era conocido. ¿No? —quise interrumpirla.No me respondió y prosiguió:—Fue un reino fabuloso y fue también uno de los lugares más cultos y más

prósperos de aquellos tiempos. Abundaban el oro y la plata, el estaño y otros valio-sos metales. Había numerosos talleres de cerámica; telares que fabricaban hermosos tejidos...

Vuelo sobre el valle

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—Y, además, —la interrumpí de nuevo—, eran gente pacífica. Y ahora me di-rás que en esto también hemos ido a peor.

—¡¡Pues sí!! —chilló. Qué poco le gustaba que la interrumpiera.—¡Vale! Sigue contándome.—¡Está bien! ¡Ejem, ejem…! —Carraspeó con malas pulgas—. Hasta los puer-

tos de Tartessos llegaron barcos de otros países, dispuestos a comprar productos muy valiosos. A veces, a cambio de cosas de poco valor. Después regresaban a sus puertos de origen, repletos de todo cuanto podían comprar aquí; sobre todo oro, plata y otros metales. ¿Sabes? Oí decir que algunos barcos llegaron a cambiar sus anclas de hierro por otras de plata.

Quise tomarle el pelo y respondí:—¡Te estás pasando, mariposa!Nunca tal cosa hubiera hecho. Se enfadó tanto que tuve que pedirle perdón de

todas las maneras. Tuve que repetir, de pe a pa, todo lo que me había contado, para demostrarle así cuánto me había gustado y cuan agradecida le estaba. Me hizo pro-meterle que no volvería a poner en duda nada de cuanto me dijera.

—¡Las mariposas nunca mentimos! ¿Para qué íbamos a hacerlo?Intenté salvar la situación, haciéndole una nueva pregunta:—¿Cuándo ocurrió esto que me estás contando?—Ocurrió hace mucho tiempo; unos mil años antes de Cristo —respondió

muy seria.—¡Cada vez me gusta más la Historia!Haciéndose la importante, estiró el cuello casi imaginario, elevó la carita, entor-

nó los ojos y con un repelente aire de marisabidilla añadió:

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—Seguramente, no sabes que los tartesios tuvieron varios reyes importantísi-mos, como el rey Gerión, rey del oro y Argantonio, rey de la plata. ¿No? ¿A que no lo sabes?

Me fastidiaba su aire insolente. A punto estuve de decirle que, seguramente, ella ni había oído hablar de reyes tan originales y tan de nuestro tiempo como “el rey del pollo frito” y el “rey del rock and roll”; que, sin otro cetro que el del dinero ni otra corona que la fama, también habían tenido su importancia.

Me quedé con las ganas, claro.La tarde, vestida de oro, cerraba los ojos y se tendía a lo largo de la costa para

escuchar los arrullos del mar.Si Urcitania es el reino del Sol, Cabo de Gata es su trono.

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Si era bien cierto que me encantaba escuchar sus relatos, también lo era que pensé que no estaría demás contarle alguna de nuestras leyendas, costumbres, can-ciones…

Temía que no tuviera la paciencia suficiente para oírlas. Pero me equivoqué. Casi pegó su carita a la mía y me respondió con su voz tan fina y un tanto autori-taria:

—¡Empieza! ¡Soy toda oídos!—¡Bien! Entonces te gustará conocer algunas historias prodigiosas que, según

cuentan los abuelos, ocurrieron en nuestro mar y en tierras almerienses.—¡Cuenta, cuenta! —repetía.

Historias mágicas

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Aseguran que existen las sirenas.Hace muchos años, había un hombre que era pescador y pasaba muchas, mu-

chas, muchas horas en el Arrecife, en la zona de levante del Cabo de Gata. Contaba que había escuchado a otros pescadores, en las noches de recalá, muchas historias de sirenas que en aquel lugar y en muchos otros de la costa habían sucedido.

Cuando se quedaban dormidos se oían algunos ruidos extraños, como un eco de canciones maravillosas. Algunos decían que eran las sirenas quienes cantaban. Otros afirmaban y reafirmaban que las habían visto y que eran mujeres bellísimas, mitad mujer y mitad pez.

La sirena dorada atrapada en la red de pescar

Un día, el viejo Juan bajó hasta la orilla del mar para comprobar qué había pes-cado. Cuando sacó las redes, encontró una sirena dorada que le dijo:

—Devuélveme al mar y cumpliré todos tus deseos. El viejo Juan quedó pensativo y luego respondió:

Sirenas

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—Muy bien. Te devuelvo al mar. En cuanto a lo que me ofreces, tendré que consultarlo con mi mujer.

Volvió a casa y le contó a su mujer lo que le había ocurrido.Vuelve inmediatamente a la playa —respondió ella— y pídele lujosos vestidos

para mí, ya que sólo poseo esta vieja bata raída.Apenas regresó su marido con la ropa nueva, la mujer deseó una carroza dorada;

después pidió un castillo en las orillas del mar con un inmenso parque y servidores que la atendieran. Pero aún no estaba satisfecha.

Un día se le ocurrió una extraña idea: exigió a la sirena que viniera ella misma para servirla. La sirena se enfadó mucho y recuperó todos los regalos que le había hecho.

Entonces, la mujer volvió a encontrarse en la pobre cabaña, vestida con su bata vieja.

La maldición de las sirenas

Cuentan que unas sirenas, cansadas de bañarse siempre en el mar, decidieron conocer las aguas de una alberca.

Había en un cortijo cercano una joven que solía bañarse allí y un día oyó una voz. Era la voz de las sirenas y decía así:

“En el fondo del mar te veas, para que estés siempre dentro del agua”.La alcanzó la maldición y de pronto se encontró en las aguas del mar. Algún

tiempo después, un pescador que iba con su barca a muchos sitios diferentes de la costa, escuchaba siempre esta canción:

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A la orilla del marfui a oír cantar a la sirena.¡Válgame Dios, que me encantauna cosa tan pequeña!

Una tarde, el pescador decidió sumergirse para ver si descubría a quien cantaba.La sirena estaba esperándolo. Se acercó a él y le contó su historia. Poco después

se convirtió de nuevo en la joven que acostumbraba a bañarse en la piscina y le confesó que sólo volvería a ser como antes si alguien bajaba al fondo de las aguas y escuchaba todo cuanto le había ocurrido.

(El canto de las sirenas. Nieves Gómez López y José Manuel Pedrosa)

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—Mariposa, ¿qué te parece si nos damos un garbeo por Roquetas de Mar?—¿A estas horas?—¡Pero si es muy temprano!Puso cara de disgusto y dijo sin darle más vueltas:—¡No me apetece!—¡Anda! —le rogué, a pesar de lo poco que me gusta hacerlo.—¡Es que...!—¿Qué ocurre?—Estoy cansada.—¡Eso sí que no me lo creo!Se puso tan seria que temí que estuviera a punto de enfadarse de nuevo. Recor-

dé entonces que ya me había dicho en dos ocasiones que las mariposas no mienten y me apresuré a decirle:

—¡Es verdad, perdona!—Creo que podríamos arreglarlo… —dijo en un tonillo más que sospechoso.—¡Ah! ¿Sí? —respondí y pregunté a la vez un poco “mosca”.—¡Sí! Creo que he encontrado una solución perfecta.

¿Vamos?

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—¡Pues tú dirás!—Podemos ir a Roquetas, si tú me llevas sobre las espaldas.—¿Yooo?—¡Tú, sí, tú! ¿Quién sino va a ser?—¡Ni lo sueñes!En vez de hacer “pucheros” o algo así para convencerme, con más bigotes que

un aguerrido general, añadió:—¡Entonces, no vamos!Quise poner un poco de buena voluntad por mi parte y le pregunté:—¡Pero! ¿Cómo quieres que te lleve?—Puedes llevarme como si fuera una mochila. ¡Mo-chi-la! ¿Me entiendes? —

añadió, dándome unas palmaditas en la cara con su mano esquelética.—¡Tienes un morro...! —protesté.—Tú eres más fuerte que yo. ¡Lo tomas o lo dejas!—A punto estoy de irme sola.—¿Serías capaz?—¿Tú, qué crees?—Creo que eres muy desagradecida.—¡Y tú una abusadora!—¡Anda! —dijo cambiando de sistema y poniendo unos morritos que daban pena.—¡Al fin —reconocí— haremos lo que tú quieras!—¡Ji, ji, ji...! —se rió como una bruja diminuta.Después de unos cuantos revoloteos se posó sobre mis espaldas y sujetándose a

mi pelo con todas sus fuerzas, añadió:—Nunca he volado así. No sé si voy a marearme.

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—¡Qué tontería!Levanté el vuelo sin ninguna dificultad. Me pareció que a la mariposa no le

gustó tanto como había creído volar “de prestado”, a pesar de que había sido idea suya. Pronto empezó a quejarse:

—¡Ay, ay, ay! ¡Socorro! ¡Me mareo!—¡Cállate y no seas quejica!—¡Socorro, socorro! —seguía gritando.Seguí nuestro camino sin hacerle demasiado caso. Apenas tardaríamos algunos

segundos en llegar. Cuando nos posamos sobre la tierra se dejó caer a mi lado. Esta-ba muy pálida y se atusaba la frente.

—¡Ay, ay! ¡Qué malita estoy!Me parecía que le estaba echando mucho teatro a aquello del mareo. Y no me

equivoqué porque, de pronto, se subió de nuevo a mis espaldas y casi me ordenó:—¡Vamos!Ganas me dieron de darle un buen susto. Entramos y salimos por unas y otras

calles, entre los enormes edificios, grandes hoteles, tentadoras piscinas, casas de pes-cadores y una larguísima playa repleta de gentes que hablaban distintos idiomas.

—¿Qué dirán? —pensé en voz alta.Quedé sorprendida, una vez más, al comprobar que mi compañera podía com-

prenderles.—¿Cómo es posible? —le pregunté.—Existe un idioma universal —respondió.—¿Querrás enseñármelo? —Se rió y dijo:—Si a estas alturas no lo has aprendido, no hay nada qué hacer ¡Es cuestión de

instinto, chica!

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Después de aquellos vuelos lentos y rasos sobre la playa, la mariposa había perdido todo el miedo a volar sobre mis espaldas, hasta el punto de atreverse a es-polearme sin ninguna consideración.

—¡Arre, arre! —repetía, hincando sus huesudos talones sobre mis costados.—¡Te estás pasando! —la avisé tan en serio que comprendió al momento que

estaba dispuesta ¡y lo estaba! a darle el susto de su vida. Lo merecía, por los humos que se gastaba.

Cambió de modos y como si nunca hubiera roto un plato, respondió:—Chica, esto de tomar el sol está muy bien. Pero tengo hambre. ¿No habrá por

aquí algún jardín donde pueda reponer mis fuerzas?—¡Mejor que eso! —le contesté—. Te llevaré hasta los invernaderos de El Ejido.

Allí podrás elegir entre tantas clases de flores como quieras.Desde el mar de aguas azules, nos trasladamos hasta otro mar de plástico: el que

cubría los invernaderos en esta próspera zona de nuestro valle; donde se cultivan las más variadas clases de flores y hortalizas.

Mi amiga lanzaba gritos de alegría. Yo preferí esperarla paseando por los aires de los alrededores.

Como en un paraíso

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En un rincón insospechado, descubrí una alberca.No dudé que aquél era el mejor momento para darme un baño. Allí no habría

enormes peces que quisieran devorarme.A cualquier persona de tamaño normal, la alberca podría parecerle del tamaño

de una piscina. Para mí, en aquellas circunstancias en las que se encontraba mi habi-tual estatura, la alberca me parecía algo así como un Mediterráneo de aguas oscuras; de suelo fangoso, cubierto de hierbas y hierbajos que crecían por todas partes: de abajo arriba, en la superficie y en los bordes.

Entre sus aguas, sus hierbas y sus lodos, vivían más habitantes que en Bombay o, por no ir tan lejos, que en mi propia ciudad. Había ranas, renacuajos, moscas de agua, escarabajos nadadores…Comían, saltaban e incluso se bronceaban, —a mí me lo parecía—, entre sus aguas y sobre ellas.

Veía pasar a la mariposa, loca de contento de un lugar a otro. Tan pronto se introducía en un invernadero repleto de claveles o de esterlicias como en otros donde los tomateros, pepinos, pimenteros y habichuelos ofrecían sus flores como botones de oro, como infinitas promesas, para llevar después, por tantos rincones del mundo, el nombre y los productos de esta tierra en una embajada de sabores y de aromas multicolores.

Miré a la alberca y reconsideré la idea de zambullirme, así por las buenas. Las aguas turbias siempre me han dado miedo. Me senté en la orilla y dudé un poco antes de decidirme. Hacía mucho calor y los bichos tenían tal cara de felicidad que la envidia me pudo. ¡Hala! Me tiré en picado.

El agua estaba deliciosa. Nunca había imaginado un “Mediterráneo” tan tibio, tan agradable, a pesar de no ser éste tan claro, tan azul y tan luminoso como el ver-dadero Mar de Mares.

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Me dejaba flotar con los brazos y las piernas muy extendidos, haciendo “el muerto”.La mayoría de los habitantes de la alberca, ante mi presencia, ni caso hacían; iba

cada uno a lo suyo y en paz.Una rana atontada, medio dormida, saltó desde la orilla, sin mirar a dónde, y a

punto estuvo de echarme a pique.—¿Por qué no miras por dónde saltas? —grité.La rana asomó su cabezota frente a la mía y abriendo una boca como una cueva,

me dijo:—¡Perdona! ¡No te había visto! ¡Lo siento!La pobre no sabía cómo disculparse. Yo me avergoncé de mi primera reacción.Le dije:—¡Bah! No te preocupes. No ha sido nada. Es que me encontraba en el País de

las Delicias y me has asustado.—¡Lo siento, perdóname! —repitió.Como no sabía qué hacer para que lo olvidara, no se me ocurrió otra cosa que

proponerle:—¿Quieres cantar para mí?—¿De verdad, quieres que cante?—¡Sí, sí! ¡Por favor, canta!De un salto agilísimo llegó al borde de la charca; se subió a una piedra y, estirán-

dose sobre sus patas delanteras, infló el buche y entonó su mejor melodía:—Croac-croac, croac-croac, croac-croac...Yo intentaba, con la mejor voluntad, reconocer en su interpretación un aire de

vals o de balada. Creo que esto era lo que ella pretendía. Confieso que la música de las ranas siempre me había parecido horrorosa, pero empezaba a creer que tenía su gracia.

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No tardaron en acompañarla a coro las demás ranas de la alberca.—¿Te ha gustado? —me preguntó, acercándose a mí con otro salto prodigioso.—¡Sí, sí! Me ha gustado mucho. ¡Gracias, ranita!Le di un beso y nadé hacia la orilla.—Vuelve otro día —me pidió.—Volveré —le prometí.

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Después de bañarme, volví a la orilla de la charca y me tumbé al sol. Disfru-tando de aquella paz y de aquel silencio, me sentía en la mismísima gloria. Pero, pronto, paz y silencio quedaron rotos. La mariposa, ahíta de tanto libar, volvía can-tando y hacía honor a aquel refrán que dice así:

“Barriguita llena, corazón alegre”.Creo que pretendía interpretar una taranta. Se posó cerca de mí, sobre unas

matas, y con un desafine absoluto cantaba así:

“He nacido en Almeríay me llaman “la taranta”.No soy canto bullanguero que los mineros me cantan.Yo soy pena de mineros”.

Aplaudí, pero no tardé en arrepentirme. Se animó tanto que no dejaba de repe-

tir la canción una y otra vez, como un disco rayado.—¡Le has cogido el gusto! ¿Verdad? —protesté desesperada.

Una canción

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—¿Insinúas que no te gusta mi cantar?—Sí. El cantar me gusta mucho, pero...—¿Quieres aprenderlo?—Ya lo he aprendido. Hace mucho tiempo que me lo enseñó Alfonso López,

el “Pastor Poeta”.—¡Mira qué lista! ¿Lo qué quieres decir, entonces, es que no te gusta cómo canto?—Creo que cantar no es lo tuyo. Pero no te preocupes, sabes hacer muy bien

otras cosas.—¡Que yo no sé cantar? —protestó, poniéndose en pie de guerra—. Lo que

ocurre es que tú no sabes nada de canto, ni de música. ¡Ni de eso, de nada!—¡Ja, ja! —la desafié.—¡Ni ja, ja!, ¡Ni jo, jo! —me retó, pegando su naricilla a la mía.—¡Lo que tú digas, insecto! —le respondí, procurando demostrar el menor

interés posible.—¡Sí, señora! Insecto y a mucha honra. ¡Para que lo sepas! Y para más señas, in-

secto lepidóptero, con cuatro alas membranosas, cubiertas de escamillas imbricadas y aparato bucal modificado en sifón o espiritrompa. ¡He dicho!

—¿Espiri...qué? ¡Jolín! ¡Qué barbaridad!—¡Oye! —dijo sentándose a mi lado—. ¿Te gusta la música?—¡Claro que sí! La música es lo que más me gusta.—¿Qué clase de música?—¡Toda clase de música! ¿A ti no?—¡Sí! A mí también —respondió, entornando los ojos en un gesto que parecía

un atisbo de romanticismo.—¿Cuál prefieres? —quise saber.

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—Prefiero las melodías naturales. Las que interpreta el viento cuando silba en el valle. A su compás bailan las ramas de los árboles y las flores en los jardines. Me gusta la voz suave del agua, cuando discurre tranquila sobre el cauce del río; alegre, cuando baja a la tierra en forma de lluvia; dulce, cuando murmura en la fuente; en el mar, sosegada o aterradora...

La escuchaba sin atreverme a interrumpirla. De pronto se levantó y fue a po-sarse sobre una piedra que estaba cerca de mí. Como impulsada por una música imaginaria, empezó a moverse rítmicamente mientras decía:

—También me gusta vuestra música. —Sin dejar de bailar, siguió hablando—. ¿Sabes que en esta ciudad siempre hubo excelentes músicos? ¿Conoces el Himno de Almería? ¿Sabes quién fue el Maestro Padilla?

Como una ametralladora, siguió preguntándome:—¿Y Julián Arcos? ¡Ji, ji, ji! ¡Yea, yea, yea, yeea! ¡Uuuuh! ¿Sabías que el Fandan-

guillo de Almería, el que suena en el reloj del Ayuntamiento, lo compuso Gaspar Vivas? ¡Uuuuh! ¿A que tampoco sabes que Antonio Torres fue un fenomenal cons-tructor de guitarras?

—Cuando me lo digas más despacio, a ver si me entero de todo eso. Y de mu-chas otras cosas que me encantaría saber. ¡Lo prometo!

Sin hacerme ni caso, se arrancó por sevillanas. A continuación, marcó unos pasos de rock con un estilo increíble. Luego, entornando los ojillos, estiró el cuello, se puso de puntillas y elevó dos “bracitos”. Cambiando de ritmo, dibujó en el aire una bellísima pirueta.

—¡Me encanta la música clásica! —añadió.No podía dejar de mirarla. Mi amiga era un verdadero pozo de sorpresas.Al fin, volviendo a mi lado, continuó diciendo:

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—Pero, ¿sabes? También me gustan mucho las canciones de los Teddy Boys. Es un grupo de aquí, de Almería.

—Lo sé. A mí también me gustan. Es uno de mis grupos favoritos.El Sol inundaba el mar de plásticos.La tarde se llenó de aromas.El viento, encaramado en las copas de las palmeras, se columpiaba suavemente

y entonaba a ráfagas unos versos lejanos con la voz de Francisco Villaespesa: “Un sol de plomo y púrpura incendia el firmamento. El supremo cansancio. La llanura infinita... En un sopor de fiebre la atmósfera dormita y jadeante abrasa de la tierra el aliento. Todo es polvo. Se duerme aletargado el viento...”.

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El tiempo pasaba muy deprisa. Se acercaba el mediodía y pensé que ya era hora de regresar a la cuidad. Así se lo propuse a mi compañera.

—¿Nos vamos? Aún nos quedan muchas cosas por hacer esta mañana.No me respondió. Tumbada sobre la hoja de una planta, parecía estar ausente.

Insistí de nuevo.—¡Vamos! Se hace tarde —la animé, mientras la zarandeaba suavemente.—¡Aaaah! ¡Qué sueño tengo! —decía estirando las patitas.—¡Despabílate! Dormirás más tarde.—¡Chica, no puedo! Creo que he comido demasiado.Temí una nueva estratagema, para que volviera a llevarla sobre mis espaldas.

¡No me equivoqué! Sin decir ni media palabra más, se encaramó otra vez.—¡Anda! —casi me rogó—. ¡No seas mala! Estoy muy cansada. Si quieres, para

compensarte, cantaré para ti una canción popular.—¡Ni se te ocurra! —protesté.—¡Peor para ti! Es muy bonita. A lo mejor te la sabes.—¡Pero si cantas muy mal!—¿Quieres cantarla conmigo? Es un antiguo romance.—¡A ver…! —respondí con santa paciencia.

Romance

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—Se titula “En la calle del Turco”. ¿La conoces?—¡Claro! La he cantado en la escuela, con los niños.Nada le dije, cuando sentí que mis pelos se erizaban cual escarpias al recordar de

nuevo el examen. Pero esta vez guardé silencio. Estaba dispuesta a creerla, por muy difícil que me resultara, cuando aseguraba que nadie iba a darse cuenta.

—¿Cantamos?—¡Vale! A la de una…—A la de dos…—A la de tres.Y juntas entonamos la canción.

“En la calle del Turcoa las diez de la nochemataron a Pepitomontadito en su coche.

El coche era de plata,en donde iba metido,y al romper los cristalesle pegaron siete tiros.

Siete tiros le pegaron,siete balas le sacaron,y al romper los cristaleslo subieron a su casa.

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Al subir la escalera,y abrieran los balcones,recibieron una cartade muchísimos amores.

Quiéreme, Pepe torero,mira que soy buena moza,mira que mata de pelo,mira que cara de rosa.

En el cuarto que yo duermo,en el último rincón,hay un letrero que dice:¡Pepe de mi corazón!”

(Florentino Castro Guisasola. Canciones y juegos de los niños de Almería)

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Volvíamos a la ciudad. La mariposa, por aquello del repelús que le producía el agua, quería que regresáramos volando sobre las montañas. Yo prefería volver volan-do sobre el mar.

Llegamos a un acuerdo y lo hicimos siguiendo la línea de la costa, sobre la tie-rra, al borde del agua.

A medio camino, tomamos altura. Así podíamos contemplar al mismo tiempo el mar, el valle y las montañas.

Desde allá arriba, se divisaba un paisaje en verdad maravilloso.—¿Has visto, mariposita?—¿Qué quieres qué vea?—El paisaje. ¡Es precioso!—¡Sí, sí! Ya lo sé.—Hay una leyenda sobre este lugar. ¿La conoces? —le pregunté.—Ya sabes que lo que a mí me gusta es la Historia —respondió.—¿Quieres que te la cuente?—¿Ocurrió de verdad?

Soñar despiertos

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—Las leyendas pueden haber ocurrido o no. Ésta, por ejemplo, yo misma la he inventado para contársela a los niños. ¡Me encanta soñar! Pero, quien sabe. Quizás en la historia de nuestro mundo puede haber ocurrido algo semejante.

—A los humanos os encanta fantasear.—Porque podemos —afirmé.—¿Y de qué os sirve?—Entre otras cosas, para soñar.—¿Soñar? ¡Ji, ji, ji! ¡Qué tontería!—¿Tú, nunca has soñado?—¡Claro que no!—Entonces no sabes lo bonito que es.—No me hace falta. Me gustan las cosas tal y como son.Ella, sin duda, tenía bastante con los favores que la madre Naturaleza le ha-

bía otorgado. Por eso, en el mundo de las mariposas y de tantos otros habitantes del planeta, suelen ocurrir siempre las mismas cosas a lo largo de los años y de los siglos.

¡Pero, los hombres...! Vivimos en una continua sorpresa. Y soñar, poder crear dentro de nosotros el mundo en el que nos gustaría vivir. Puede ser también una manera de aprender a mejorar el que tenemos.

Interrumpió mis pensamientos, diciéndome a media voz:—Bonita. ¿No ibas a contarme una leyenda?—No quisiera aburrirte —me hice rogar.—¡Pero si no me aburres! A pesar de que sois tan raros, me gusta conocer vues-

tras cosas.Empecé así:

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—En los primeros tiempos de este mundo, el Rey de las Sombras Perpetuas, que es un sujeto muy avispado, buscó un lugar sobre la Tierra donde acomodarse. Desde allí pretendía planear y dirigir sus fechorías.

Cuando conoció este valle, se quedó tan prendado de su belleza que ordenó a sus secuaces que trabajaran día y noche para ocultarle de las miradas y de las ape-tencias de cualquier mortal. Para ello hizo construir la cadena de montañas que lo rodean: Las Alpujarras, El Cerro de las Panochas, los montes de Gádor, Los Filabres, Sierra Alhamilla, la Cordillera del Cabo de Gata...

Trabajaron sin descanso, hasta ver terminada esta barrera imponente que limita el valle.

El Señor de la Aurora los vigilaba, pero les dejó hacer.Cuando terminaron su obra, decidieron festejarlo ocultos en la negrura de la

noche. En ello estaban cuando de pronto vieron cómo se iluminaban el mar y las montañas.

Miraron a su alrededor y descubrieron que había desaparecido parte del valle, donde lindaba con el mar, y que en su lugar había ahora una hermosa bahía.

¿Dónde estaba la tierra que allí faltaba? Entonces, vieron cómo desde el fondo de las aguas se elevaba una gigantesca bola de luz. Iluminaba todo cuanto podían contemplar. Aquella esfera reluciente subió hasta el cielo. Y...¡Oooh! ¡Qué maravilla! Suspendida de las nubes, quedó la Luna.

El Señor de la Aurora había mandado construir, con la tierra de nuestro valle y del fondo del mar, aquel farol prodigioso que se miraba en las aguas de la bahía, en su cuna, de dónde fue arrancado. Y quiso que este lugar, en tiempos tan antiguos que la memoria no puede recordar, se llamara “La Bahía de la Luna”. Éste fue su primer nombre.

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Al verse descubiertos, el rey de las Sombras Perpetuas y sus esbirros dejaron el valle para siempre. Desde entonces, éste es uno de los rincones más afortunados del Planeta.

—¡Qué leyenda tan bonita! —aplaudió la mariposa—. ¡Es preciosa!—Me alegro de que te guste.—¡Entonces…? —preguntó sorprendida—. ¿La Luna está hecha con la tierra

que antes cubría la bahía? ¿Cómo se te ha ocurrido?—Yo así lo creo, porque así lo he soñado.Como sintiéndose incapaz de comprenderlo, me preguntó mientras rascaba su

“coco” diminuto.—O sea, que...¿Me dices que la Luna es de Almería?—¡Vaya! —palmoteé yo también—. ¡Al fin te he contado algo que no sabías!

Aunque haya tenido que inventármelo.—Dime, muñequita, ¿los sueños tienen límite?—¡No! Los sueños no tienen límite.—¡Caracoles! ¡Caracoles! —repetía una y otra vez.Bajo nuestros pies, el paisaje semejaba una gran bandeja repleta de dulces al-

mendrados, pasteles de café y leche, tartas de chocolate y menta; según el color de cada cerro, de cada montículo, de cada roca.

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Mientras volábamos, nos dimos cuenta de que aún podíamos dar un rodeo por otros lugares, un poco alejados en la geografía de la provincia.

Fue un vuelo rápido en el que aproveché la ocasión para contarle a la mariposa una leyenda que, según dicen, ocurrió en Serón hace muchos, muchos años.

Dice así:

La novia y los cuarenta caballeros

Era, por aquel entonces, cuando ocurrió la historia de unos valientes jinetes árabes y de una preciosa joven, mora, que era hija del Alcalde de Serón.

Iba a casarse con el Alcalde de Baza y era conducida lasta allí, en medio de ricas joyas y galas para celebrar una fastuosa boda.

En el camino fueron asaltados por tropas cristianas y de esta emboscada sólo pudo escapar hacia Serón uno de los jinetes árabes. Los soldados cristianos llevaron cautivos a los otros moros y a la bella muchacha.

—¿De dónde sois? —preguntó el nuevo conquistador.—Somos de Serón —respondieron los rehenes.

Leyenda

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—¿A dónde os dirigís? Los prisioneros le contaron su historia y el capitán Tomás Morata, les anunció:—Nada temáis. Os acompañaremos hasta vuestro destino.Tuvieron que enfrentarse, a lo largo del trayecto, con otros soldados que preten-

dían llevarse cautiva a la novia de Serón.El capitán Tomás Morata, como les prometido, cumplió su palabra y les con-

dujo hasta su casa.El Alcalde de Serón salió a recibirlos para mostrarle su agradecimiento y para

celebrar el feliz regreso de la joven y de sus acompañantes.

(Almería desconocida. IDEAL. Diario regional de Andalucía. Almería)

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Volvimos a Ciudad Jardín. Confieso, sin ánimo de menospreciar a ningún otro barrio de la ciudad, que

éste es mi barrio favorito.Ninguna casa suele sobrepasar la altura de los árboles más veteranos que viven

en los jardincillos que cada vivienda posee.En el momento de posarnos, mi amiga y yo lo mismo podíamos haber elegido

un ficus, una araucaria, una mimosa, los árboles chinescos del parque o las moreras que escoltan la calle Andalucía, entre el Ambulatorio y el colegio.

¡El examen! Casi doy un grito. Pero recordé a tiempo que la mariposa me había prometido que nadie se daría cuenta de mi ausencia y me había pedido que confiara en ella. No iba a defraudarla. ¡Eso, nunca! Por muy mal carácter que tuviera y por muy tonta que se pusiera a veces.

Muy cerca de allí, a menos de un suspiro, está el mar. Invade el barrio con su aroma, mezcla de todos los aromas de los mundos que visita, cuando sopla el viento a favor.

Quiero decir, cuando sopla suavemente. Cuando viene con ganas y de mal genio, quema y arrasa los brotes tiernos de las plantas que con tanto esmero cui-dan los señores vecinos; llena de tierra los patios y las casas; y a veces, sólo cuando

El viento

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está furioso, nos castiga con una nube de polvo rojizo que deja llenas de lágrimas y chorreones las blancas fachadas, los patios relimpios, la ropa tendida y todo lo que encuentra a su paso.

Sin embargo, qué agradable es sentirlo cuando hace mucho calor y volviéndose compasivo sopla con dulzura sobre nuestro rostro; o cuando se siente gentil y trae hasta nuestras ventanas los perfumes de los jazmineros, del galán de noche, de la madreselva; o el olor intenso, exótico, como a incienso, de la jacaranda.

Juega en la calle a hacer remolinos con los papeles y los plásticos que nos deja-mos tirados por ahí, como si quisiera preguntarnos: “¡Eh! Vosotros, ¿para qué sirven las papeleras?”.

Hace algunos años, jugaba a teñirlo todo con el polvillo rojo del mineral de hie-rro que desde la mina llegaba en los vagones, cargados hasta los topes, a la estación del tren. Convertía este rincón de la ciudad en un verdadero purgatorio.

La gente dejaba sus casas cerradas y se iba a vivir a otro barrio. Al fin aquel su-plicio ha terminado.

Ahora, las casas de Ciudad Jardín vuelven a lucir sus caras blancas; las plantas, las hojas lustrosas; las flores sus tonos vivos, de todos los colores; los hombres sus camisas blancas, los niños, las manos limpias...-es un decir-.

En la calle en dónde vivo, aquí, en Ciudad Jardín, en las noches de verano, el viento se duerme y las aceras se llenan de sillas de anea. Los abuelos de cada casa se sientan a charlar de las cosas de sus tiempos mozos; sus hijos vienen a sentarse junto a ellos, cuando terminan las faenas; los niños juegan en la calle hasta las tantas y no hay quien les mande a la cama. Cuando les da sueño, se sientan en los regazos de los mayores y se duermen escuchando sus historias.

Aún no saben que son niños privilegiados. Pero lo sabrán, quizás, algún día.

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Nos detuvimos cerca del parque, sobre la copa de una morera. Me senté al ca-ballete sobre una rama delgada. Me columpiaba, mientras saboreaba a dos manos uno de sus frutos dulcísimos.

La mariposa se posó a mi lado y me preguntó:—¿A qué saben las moras?—¿Quieres probarlas?—No. No creo que me gusten. No están incluidas en mi menú.—¡Vamos, pruébalas! ¿Qué puedes perder?—¡Tienes mucha razón!Dio unos cuantos sorbetones en el zumo de una de ellas y exclamó:—¡Huuum! ¡Qué rica! ¡Deliciosa!—Ya te lo decía yo. Pero hay una cosa que me fastidia mucho.—¡Ah, sí? ¿Y qué es? —preguntó, sin dejar de chupar ávidamente.—Me molesta que los niños y algunas personas mayores les arranquen las hojas

a las moreras, apenas empiezan a crecerles.Me miró sorprendida y respondió:—Si a ti te gustara comerte las hojas, no protestarías. ¿Verdad, guapetona?

Y llegaron…

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—¿Cómo quieres que me coma las hojas?—Hay quien se las come y le encantan.—¡Tonterías!—¡Nada de eso! Uno de los grupos más importantes de mi especie se alimenta

con ellas.—¿Te refieres a los gusanos de seda?—¡Claro! ¿A quién va a ser?—No me parece justo que para criar unos cuantos bichos destrocen los árboles.—¡Un respeto! ¿No? ¡Los bichos también tenemos derecho a alimentarnos!—¡Es verdad! ¡Perdona, perdona!—Has de saber que, aquí, la costumbre de criar gusanos de seda es muy, pero

que muy antigua —me explicó, casi regañándome.—¿Cómo se les ocurrió criarlos? —le pregunté—¡No me apetece contártelo! —refunfuñó.—¡Vamos, anda! Ya te he dicho que lo siento.—¡Ea…! Los criaban para fabricar seda. Y no les fue fácil saber cómo hacerlo.

Al parecer, éste era un secreto que sólo conocían los chinos y lo guardaban celosa-mente.

—¿Cómo pudieron enterarse aquí, si era un secreto tan bien guardado y en un lugar tan lejano?

—Hace muchos años, unos misioneros españoles trajeron los gusanos de aquel país.—¿De qué país? —¡De la China! —gritó.¡Qué poca paciencia! Ganas me dieron de tirarle de las antenas. Pero me pare-

ció que estaba dispuesta a seguir contándome muchas cosas sobre el pasado de esta

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ciudad y me contuve, por si acaso. Ella también reconoció su arranque de mal genio y chocando sus manos contra las mías, dijo:

—¿Amigas?—Amigas —respondí.Continuó hablando:—Hace muchos, muchísimos años...—Eso ya lo has dicho antes.—¡Ah, sí! Al parecer, aquellos misioneros trajeron unos cuantos gusanos de seda

escondidos en bastones de caña. Después enseñaron a los andaluces a cuidarlos y a usar los hilos que producen para hacer con ellos preciosos tejidos.

—¡Qué ingeniosos! Y aún dirás que la imaginación no sirve para nada.Siguió contándome, como si no me hubiera escuchado.—Los urcitanos dedicaron grandes extensiones de tierra al cultivo de las more-

ras para criar gusanos de seda.—¡Muchos gusanos!—Sí, señorita. En esta ciudad llegó a haber más de ochocientos telares en los

que se fabricaban hermosas telas de todos los colores y modelos.—¿Ochocientos telares? ¿Es que se vestían todos con seda?No respondió a mi pregunta y siguió diciendo:—¿Has oído hablar de los fenicios?—¡Claro!—¿Recuerdas lo qué te conté sobre los iberos y los tartesios?—Sí. Crearon un reino... —respondí.—¡Muy bien, muy bien! —me interrumpió.—Establecieron un gran comercio...

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—¡Eso es, eso es!—Los fenicios eran también comerciantes.—¡Sí, sí! —palmoteó.Sin poder contener su entusiasmo, siguió con su relato:—Creo que los fenicios eran muy ambiciosos. Compraban a los habitantes de

esta tierra los metales preciosos de sus minas, productos del campo, ganado, objetos de vidrio, alfarería, tejidos de seda, etc. A cambio traían cosas de poco valor; cosas que aquí no había: especias, como el azafrán y la canela, marfil, pavos reales...

—¿También pavos reales?No quise decir nada en contra de sus opiniones sobre el valor de las cosas.

Prefería seguir escuchándola en silencio. Pero recordaba muy bien lo que había aprendido anteriormente sobre los fenicios; sobre aquellos hombres que, a lo largo de muchos años, visitaron nuestros puertos y fundaron en este país importantes colonias y ciudades.

A mí me parece que hay cosas más importantes que el oro y la plata; y que si, de algún modo, explotaron la ignorancia de nuestra gente —y me parece mal—, a cambio nos dejaron gran parte de su cultura. Los fenicios eran hom-bres instruidos. Nos enseñaron el primer alfabeto, el comercio, la explotación de las minas, la pesca del atún, diferentes maneras de conservar el pescado y muchas otras cosas.

También recordaba que, ya en aquellos tiempos, se conocían las salinas de Cabo de Gata y los mármoles de Macael.

Ella siguió hablando y yo escuchándola:—Después de los fenicios vinieron los griegos. Por cierto, hicieron muy buenas mi-

gas con tus antepasados y supieron ganarse su amistad. Llegaron a fusionarse con ellos.

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—A fusio... ¿qué?—A fusionarse.—¡Vale!—¡Ea! Que hicieron el amor y no la guerra.—Los fenicios tampoco hicieron la guerra.—Yo creo que hicieron muy poco el amor.—¡A saber!—¡Eso!—Además, los griegos nos enseñaron a cultivar la vid y el olivo, a acuñar mone-

das, el gusto por el arte y la cultura...—¡Ya! Y todos eran felices.—¡Hasta que legaron los romanos!—¡Se acabó la paz!—¡Y se armó la guerra!—Los romanos y los cartagineses sostuvieron batallas terribles.—Y ganaron los romanos.—Y os enseñaron el latín.—¡No me lo recuerdes!—No sé por qué pones esa cara. También os enseñaron sus leyes. ¡No me mires

así! ¡Tontona!—¡Antipática!—¡Ji, ji, ji!—¿De qué te ríes?—De ti.—Anda, déjate de bobadas y dime qué pasó después.

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—Después pasó que los nuevos jefes de los romanos enviaron a Roma un sin fin de riquezas. De paso, ellos también se pusieron las botas.

—¿Iban descalzos?—¡No, mujer! Lo que quiero decir es que se forraron.¿Iban desnudos?—¡Qué no! Quiero decir que hicieron mucha “pasta”—Pasta...¿ De qué?—¡Huuuy! ¡Que se hicieron muy ricos!—¡Aaaah!Me encantaba hacerla rabiar.—Esta ciudad dejó de llamarse Urci.De pronto, se calló.—¿Qué ocurre? ¿Te has enfadado? —le pregunté.—No. No me he enfadado. Es que los romanos le cambiaron el nombre y, en

vez de llamarla Urci, la llamaron Portus Magnum.—¿Portus Magnum?—En latín quiere decir Puerto Magnífico o Gran Puerto. Éste era el mejor

puerto del Mediterráneo.—¡Y que lo digas!—¿Qué sabrás tú?—Yo lo que no sé es qué pasó después.—¡Vergüenza me da oírte!—Y a mí.—¡Vale! Al parecer lo de invadirnos se puso de moda y vinieron después los

bárbaros, los piratas, los árabes...

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—¡Cuánto me gustaría saber de qué raza soy! ¡Qué bien! Soy una mezcla de muchísimas razas.

—Aún no te conté muchas otras cosas de todos los pueblos que estuvieron aquí.—¡Mon Dieu!—¿Qué dices?—¡Nada, nada!

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Nos encontrábamos sentadas en un banco del “Parquecillo”. Así llaman los vecinos de Ciudad Jardín a la Plaza España. Estábamos un poco cansadas de tanto ir y venir y decidimos descansar durante algunos minutos.

Como ambas éramos algo así como “Mariquita meneo”, no quisimos perder el tiempo.

—¿Jugamos? — le propuse, antes de que me sorprendiera con alguna de sus ideas.

—¿A qué quieres que juguemos?—¿Sabes jugar al “Verde limón”? —le pregunté. Se puso en pie de un salto y extendiendo dos de sus patitas cogió mis manos.Jugamos al corro, cantando:

—Vecinica la de arriba!—¿Qué quiere usted?—Que me preste su cedazo.—¿Para qué?—Para amasar el pan de la boda.

¿Jugamos?

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—¿Quién se casa?—La Perinola.—¿Qué le va usted a regalar?—Un vestido.—¿De qué color?—De verde limón.—De verde limón, de verde limón…

—A la rueda de Miguel,que está llena de agua y miel.A la rueda de los mauros,que se vuelva fulana de culo.

Vecinica, ¿qué hora es?las doce dan.

¡Tilín! ¡Tilín!¡Talán! ¡Talán!

(Canciones y juegos de los niños de Almería. Florentino Castro Guisasola)

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Hicimos una apuesta para ver quien llegaba antes a la Alcazaba. Pensé que sería una carrera como la de la liebre y la tortuga del cuento.Así fue, pero no cómo yo había pensado. Confiándome, al igual que la liebre, di

una vuelta por el Paseo; me detuve ante los escaparates de las pastelerías; contemplé embelesada los vestidos de las tiendas; probé los helados de turrón de un kiosko; me columpié en los cinturones que colgaban en los puestos de los vendedores am-bulantes… Cuando creí que aún me sobraba tiempo, en menos que se dice “amén” llegué a la Alcazaba.

Oí los silbidos furibundos de la mariposa. Me esperaba posada sobre una piedra de la muralla, cerca de la puerta de la entrada.

—¡Pero...! ¿Ya has llegado? —le pregunté sorprendida.—¿Parezco acaso un fantasma? ¡Ya eran horas, guapa! ¿Se puede saber dónde

estabas?—Me di una vuelta por el Paseo.—¡Muy bonito! Y mientras, yo esperándote aquí como una pasmada.—¡Lo siento!—¡Huuuy!

En La Alcazaba

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—¡Qué genio! ¿Sabes una cosa? Me estoy acordando de un refrán que te viene que ni pintado.

—¡Sííí? —dijo poniéndose firme, con las manos en jarras—. ¿Y qué dice ese refrán?

—Pues el refrán dice así: “Bicho pequeño, saco de veneno”.Muy al contrario de lo que esperaba, se puso a reír como una loca.—¡Jiii, jii, jiii...! ¡Ay, qué gracioso! ¡Jiii, jiii. jiii!Me dio una palmada en la cara y sin dejar de reírse añadió:—¡Muy bueno, muy bueno! Nos colamos puerta adentro. Yo ya conocía la Alcazaba. Había recorrido todos

y cada uno de sus rincones muchas veces.Entre estas murallas, uno puede imaginar un sinfín de historias maravillosas o

terribles, según el estado de ánimo que nos acompañe.Fue el califa Abderramán III quien mandó ampliar y concluir su construcción.La Alcazaba es una maravilla y uno de mis lugares favoritos.Desde lejos, parece una corona que la historia hubiera otorgado a la ciudad.Dentro de la muralla, hay tres recintos. Cada uno tiene su propia historia:El primero servía de campamento a las tropas y de refugio a la población cuando

la ciudad era atacada. Ahora está cubierto de hermosos jardines, surcados por canalillos de agua que aparecen y desaparecen, haciéndonos creer una vez más que los árabes eran capaces de mezclar en sus construcciones la sabiduría, la belleza y la magia.

En el segundo recinto duermen las ruinas de magníficos palacios, repletos de lujos. Se dice que en nada tuvieron que envidiar a los más fabulosos palacios orien-tales. En ellos vivían los reyes y los nobles.

El tercer recinto fue construido por los Reyes Católicos, años más tarde.

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La Alcazaba está custodiada por varias torres con nombres propios: la Torre del Espejo, la de La Vela, del Homenaje, del Polvorín...

Detrás del palacio, como escondido, está el barrio de La Chanca que vive de recuerdos y...de milagro.

Cuando cierra los ojos sueña que aún es lo que fue en aquellos tiempos: uno de los primeros y más importantes lugares de la España musulmana.

Los árabes, que nunca se fueron del todo, vivieron en nuestro país durante ochocientos años y en él convivieron con los judíos y los cristianos. A veces en paz, a veces en guerra.

En las afueras de la ciudad construyeron un arrabal al que llamaron Bayyana. Pocos años después, se convirtió en la ciudad donde ahora vivimos.

Alzaron tres torres vigía para no ser sorprendidos por sus enemigos: Una de ellas en el Cerro de la Alcazaba y se llamó Al-Maryya Bayyana. Al-Maryya quiere decir atalaya. O sea, un lugar más elevado desde el que se puede vigilar.

La nueva ciudad creció a su alrededor. Fue entonces cuando dejó de llamarse Al-Maryya Bayyana. A la gente no le gusta perder el tiempo con nombres tan largos y se llamó simplemente Al-Maryya (Atalaya). Y después, Almería. Los más román-ticos creen que Almería quiere decir “Espejo del Mar”.

Si te asomas a la muralla de la Alcazaba, puedes ver la ciudad tendida a sus pies. Es como un tapiz de moderno diseño, salpicado de lugares en los que parece no ha-ber pasado el tiempo: casas antiguas, modernos edificios, hermosos patios, amplias avenidas, calles estrechas, palmeras, ficus... Y el mar.

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Mientras la mariposa merodeaba por los alrededores, me tumbé cuan pe-queñita era sobre uno de los bancos de piedra que hay en los jardines de la Al-cazaba; en aquel acogedor rincón donde está la fuente. Coloqué las manos bajo la nuca y cerré los ojos:

…Se hizo de noche...La luna filtraba su luz blanca, mágica, a través de las tupidas ramas de los árboles. Brillaba de lleno sobre la fuente, de la que brota-ban los surtidores de agua cristalina...

Bellas odaliscas, vestidas con ricos tules de color azul, blanco, rojo, rosa, danzaban al compás de una música divina... Un poco más allá, sentado sobre un trono de oro y carmesí, un apuesto rey árabe, rodeado de su corte, las con-templaba...

—¡Eeeeh! ¡Tú! —me llamó a gritos la mariposa....También los surtidores de la fuente cambiaban de colores, haciendo in-

creíbles variaciones...—¡A ver si despiertas! —me chilló al oído, sin ninguna delicadeza.—¿Queeé...? —respondí, levantándome de un salto.—¿Echabas una siestecita? ¡A saber en qué estarías pensando!¡Pues no iba a reírse poco si se lo contara!

Aquel rincón

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—¡Anda, vamos a dar una vuelta! A ver si te despabilas.—Vamos… —dije con pereza.—¿Puedo saber en qué pensabas? Parecías traspuesta.—¡Y lo estaba!—Soñando… ¿No?—Sí.—¡No tienes arreglo! ¿Qué soñabas?—Soñaba que era una hermosa princesa y que mi príncipe y señor...Creí que iba a reírse pero no lo hizo. Tuve la impresión de que empezaba

a comprender “las cosas” de los humanos que al principio tanto le extrañaban.—¡Los árabes...! —añadió—. Gracias a ellos puedo darme verdaderos ban-

quetes de Azahar.—¿Gracias a ellos?—Sí. Fueron los árabes quienes trajeron a este país los naranjos y los limo-

neros.Nos posamos sobre la muralla. Extendió una patita señalando el puerto y

dijo:—¿Ves? Allí, en los tiempos de Al-Andalus, había unas importantes atara-

zanas.—¿Qué son atarazanas?—Son fábricas de barcos.—¡Ah!—Una vez, construyeron un barco enorme, el mayor que había existido

hasta entonces. La gente al verlo discutía:—¡Se hunde!

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—¡No se hunde!—¡Se hunde!—¡No se hunde!—¡Que se hunde!—¡Que no se hunde!—¿Se hundió?—¡Claro que no! Sus constructores sabían muy bien lo que hacían.Casi consiguió suspirar cuando dijo:—¡Qué época! ¡Qué hombres de ciencia! ¡Qué poetas! He de añadir que

entre los árabes hubo personajes llenos de imaginación y de extraordinarios conocimientos.

—Sí. Ya lo sabía. ¡Pero me dejas pasmada! ¿No decías que eso de la imagi-nación es una tontería?

Siguió hablando con su entusiasmo habitual.—Allá por los siglos XI y XII, Almería alcanzó su máximo esplendor; so-

bre todo desde el gobierno del rey Jairán, uno de sus mejores gobernantes. Los hombres de ciencia y los literatos de nuestra ciudad eran muy conocidos en otras ciudades importantes. Había un árabe, llamado Ben Abás, que llegó a te-ner una biblioteca con más de cuatrocientos mil libros.

Cambió de postura y siguió contando:—Extranjeros de muchos países, atraídos por el clima y la belleza de este

lugar, vinieron a vivir aquí y aquí se quedaron pacíficamente.—En realidad -medité-, eso es lo que la gente quiere: Vivir en paz.—Por cierto, ¿sabes jugar al ajedrez?—Un poco

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—Yo te enseñaré. Lo inventaron ellos.—¿Los árabes?—Sí. También inventaron el cero.—¡Ay! ¡El examen!¡Mejor, si me hubiera callado!

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Mi amiga se puso a revolotear a mí alrededor, mientras canturreaba:—Me sé una leyenda, me sé una leyenda.—¡No me lo puedo creer! -respondí.—¡Pues sí!—¡Qué callado lo tenías!—Me daba vergüenza decírtelo.—¿Por qué?—Ya sabes por qué.—¿Me la vas a contar?—Si quieres...—Me encantaría.—Pues sí, señorita. Ahora mismo te la cuento:Hubo en Almería un poeta moro llamado Alí Ben Omar. Se hizo tan fa-

moso que su nombre traspasó las fronteras del reino y el límite de los países cristianos.

Leyenda

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Un día, el rey lo mandó llamar a la corte para invitarlo a recitar sus poe-mas ante él y sus invitados.

Quiso el azar que el poeta conociera a una de las hijas del rey, la princesa Zahira. Era una joven de tal belleza que el poeta se enamoró de ella al instante.

Se sentía tan inspirado que improvisó preciosos versos ante los oyentes, todos ellos dedicados a la joven.

El rey lo invitó a vivir en la corte y Alí Ben Omar aceptó aquel honor.Poco tiempo después, no pudiendo callarlo más, declaró su amor apasio-

nado a Zahira. Pero ella no le correspondía.Llegó hasta los oídos del rey el amor del poeta por su hija. Esto lo enfure-

ció tanto que pensó en darle un castigo ejemplar. Pero en consideración a su gran fama, ordenó que fuera desterrado.

El poeta ya no podía vivir sin ver a la princesa. Desobedeciendo las órde-nes del rey, volvió a la Alcazaba.

Cuando oscurecía, escalaba la pared hasta llegar a la habitación de su ama-da. Desde la ventana la contemplaba en silencio mientras dormía.

Una noche, olvidando toda precaución, se puso a recitar en voz alta los versos que ella le inspiraba, al pie del balcón.

Zahira se asomó para escucharle. Así pudo ver, horrorizada, cómo los soldados que hacían la guardia nocturna lo obligaban a callar a golpe de ci-mitarra.

Alí Ben Omar murió.La princesa convenció a su padre para que el poeta fuera enterrado en el

panteón del palacio, donde enterraban a los hombres importantes del reino.

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Cuenta la leyenda que en pocos días crecieron en aquel lugar unos maravi-llosos jardines que han seguido allí a lo largo de los siglos. Son los que ocupan el primer recinto de la Alcazaba.

Y esta historia se acabó. ¿Te ha gustado?—Mucho. ¡Muac!—¡Muac!

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—Mariposa, ¿por qué se fueron los árabes de Almería?—¿Tú no lo sabes?—Sí, pero me gusta escucharte.—¡Bueno, bueno...! -se esponjó, inflándose como un pavito-. Los príncipes

cristianos se unieron para expulsarlos. Reunieron un gran ejército y llegaron a Alme-ría por tierra y por mar. Se entabló una terrible batalla que duró tres largos meses. Vencieron los cristianos. Años más tarde, los árabes recuperaron la ciudad. Almería, entonces, iba perdiendo día a día su esplendor.

—¿Volvió a ser rica e importante?—No. Ya nunca pudo recuperar la prosperidad que había tenido. Se sucedieron

las intrigas y las guerras. La ciudad acabó por rendirse a los Reyes Católicos. Tres años después, consiguieron expulsar definitivamente a los árabes. Así terminó la guerra de la Reconquista.

—¿Llegó al fin la paz?—¡Ni mucho menos! En los años siguientes, los piratas del norte de África asal-

taban continuamente nuestras costas. Ocurrieron también otras calamidades: hubo un terrible terremoto que destruyó gran parte de la ciudad; siguieron los asaltos, los ataques, otros terremotos...

Piratas

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—¡Pobre gente!—Como las guerras no terminaron con la Reconquista, los gobernantes de

Almería pensaron que sería más fácil defender la ciudad desde una fortaleza que estuviera al frente de ella, dejándola a sus espaldas, dónde los habitantes pudieran refugiarse. Allí almacenaban alimentos, armas y municiones y allí se preparaban los planes para defender la ciudad.

Una de las partes de la fortaleza se dedicó al culto católico y más tarde fue nom-brada Mezquita Catedral.

—¡Ayyy! ¡Las guerras me ponen muy triste!—¡A mí también!—¿Y sabes tú quién fue el primer obispo de la Catedral?—Sí que lo sé. Fue San Indalecio.—El Patrono de Almería—¡Anda! ¡Dime que ya no hubo más guerras!—¡Lo siento! Aún faltaban los franceses. Luego hubo una revolución llamada

La Gloriosa...—¡Ojalá que la gente se entendiera hablando! -deseé.—¿Cómo tú y yo?—¡Por lo menos!—¡Aún faltaba la guerra civil!—¡Basta de guerras!—¡Eso, eso! ¡Basta de guerras!—Pues vámonos a dar un paseo por ahí.—Te sigo.—¡Yupiii!

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Mi compañera rompió el silencio en el que nos desplazábamos en aquel momento.—Me quedaba por contarte que, como los árabes se marcharon porque los

echaron de este país, algún tiempo después fueron sustituidos por gentes traídas desde otros lugares: castellanos, gallegos, levantinos, aragoneses, etc.

—Los almerienses de aquellos tiempos disfrutaron de pocas alegrías, ¿verdad? -intervine-. A tantas calamidades como habían sufrido, se añadieron las de una gran pobreza, enfermedades tan terribles como la peste, plagas en la agricultura... ¡Pobre gente! —repetí compadecida.

—Y nos invadieron los franceses. Después de durísimas y largas batallas en todo el territorio nacional, fueron al fin expulsados.

—¡Y como ya éramos pocos, padecimos al rey español que gobernó entonces: Fernando VII! Lo hizo con mano dura y reprimió cada intento de conseguir mayor libertad y bienestar para el pueblo.

—Ya se sabe: “A perro flaco, todo se le vuelven pulgas”.—¿Has oído hablar de los “Coloraos”?—¿Y quién no? Fue un grupo de hombres, liberales, que se opusieron a tanta

opresión y lucharon contra ella.

A dos voces

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—Les llamaban “Los Coloraos” porque llevaban casacas rojas.—Oye, bichico, ¿quieres que demos una vuelta por la Plaza de la Constitución,

o sea, del Ayuntamiento? Allí está el monumento que los almerienses, que somos gente bien agradecida, les hemos dedicado a los Coloraos.

—En otro memento, nena.—Cuéntame otra cosa. Soy todo orejas.—¡Y que lo digas! ¡Ji, ji, ji!—¡No me mosquees!—¡Tranqui, tranqui! ¡Jo! Pues te gustará saber que a mediados del siglo XIX fue

cuando esta ciudad empezó a crecer.—¡Vaya! ¡Al fin!—¡Pero...!—¿Más peros?—A finales de siglo hubo otra época de gran pobreza, emigración...—¡Jolín! ¡Pobreticos!—¡Sí! Aquellas gentes supieron mucho de las cosas del sufrir.—¡Ea! ¡Basta de penas!—¡Hala! ¡A cantar!

—Bartolillo, barre, barre. —Madre, no puedo barreeer que el pantalón llevo roto y el culillo se me veee...

(Canciones y juegos de los niños de Almería. Florentino Castro Guisasola)

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Íbamos de aquí para allí. Me atreví a proponerle:—¡Mira! Allí está la Biblioteca Villaespesa. ¿Entramos a leer un rato?—¡Buena idea! —respondió—Por cierto... ¿Tú sabes leer? —le pregunté.Como era muy presumida, no pudo evitar ponerse colorada antes de confesar:—Leer sí que sé. Pero no sé escribir. —Te favorecen los coloretes. ¡Ja, ja, ja...!—¡Vete al cuerno!Nos colamos por una rendija de la ventana y fuimos directamente a la sala de

lectura. Allí descubrí una inesperada faceta de mi amiga: se puso a “devorar” como una loca, uno tras otro, varios libros de poesía. De vez en cuando se emocionaba tanto que leía y recitaba en voz alta. Tuve que avisarla de que en aquel lugar había que guardar silencio. Por extraño que parezca, me hizo caso.

Cuando me encontraba más enfrascada en las páginas de mi libro, apareció por sorpresa y dijo:

—¡Te pillé!—¡Ay! ¡Me has asustado!

¡Cuántas historias!

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—Estás leyendo un libro de Historia. ¿No me habías dicho que la Historia no te gusta?

—¡Yo nunca he dicho eso! Lo que he dicho es que prefiero que tú me la cuentes. Lo haces muy bien. Además, tú también me has engañado.

—¿Yooo?—¡Sí, tú misma! Me decías que si las leyendas, que si la imaginación, que si

tonterías. Y es mentira. ¡Mentira podrida!—No. No era mentira. Es que no lo sabía. Los bichos humanos siempre me

habéis parecido muy raros. Me alegro de haberte conocido. Estoy aprendiendo mu-chas cosas de ti.

—¡Así me gusta! A mí me ocurre lo mismo contigo. Nunca hubiera imaginado que fueras tan inteligente.

—¡Gracias! Esto pasa porque nos olvidamos de que las cosas no siempre son como parecen.

Nos sentamos juntas, cabeza con cabeza, en un rincón de una repisa repleta de libros y hojeamos las páginas más interesantes de nuestra historia reciente. Ante nuestros ojos desfilaron los nombres de tantos ilustres almerienses: Nicolás Salme-rón y Alonso, Julián Arcas, Francisco Villaespesa, Carmen de Burgos (Colombine), Jesús de Perceval, Celia Viñas, María Enciso... También las negras páginas de la guerra civil y de los tristes años de la posguerra.

Sin darnos cuenta, el tiempo se fue muy deprisa y no tuvimos más remedio que aplazar la lectura para otro momento.

—¡Con lo bien que lo estábamos pasando! —se quejó la mariposa.—Volveremos en cuanto podamos. Espérame un momento —le pedí.—Te espero fuera.

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—¡Qué morro tienes!Se fue, saliendo de la biblioteca por la misma rendija por la que habíamos en-

trado. En cuanto terminé de leer, me fui tras ella.—¡Uuuuh! —vociferó, saliendo de un escondrijo.—¡Aaaah! ¡Me has dado un susto de muerte!—¡Jiii, jiii, jiii,..! Es la primera vez que asusto alguien. ¡Qué guay! ¡Jiii, jiii, jiii...!—Nunca hubiera imaginado que una mariposa pudiera darme un susto. ¡Pasa

cada cosa!—¡Tenía que haberme disfrazado de cucaracha! ¡Jiii, jiii, jiiii!Salí de estampida.

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Me hice la remolona para no alejarme demasiado. Poco tiempo tardó en alcan-zarme. Menos aún tardamos en hacer las paces.

Abrazadas por los hombros como dos viejas camaradas, nos fuimos uniendo nuestras voces a la voz del viento y al rumor del mar. Piropeaban alegremente a aquella hermosa mañana, repitiendo las palabras de tantos poetas que fueron de estas tierras; poetas cristianos y árabes.

Aber Safar

¡Valle de Almería! ¡Ha dios que nunca me vea privado de ti! Cuando te veo, vibro, como vibra al ser blandida una espada india.

Y tú, amigo que estás conmigo en su paraíso, goza de la ocasión, que hay aquí delicias que no existen en el paraíso eterno.

María Enciso

Asoma el naranjalsu florecita blanca

La biblioteca

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de azahar,flor de las noviasenamoradas.

Perfuma con su aromalos verdes pradosy las montañas

Jugando a la rondalas niñas cantanen la tarde clara…

Francisco Villaespesa

Lucerito al alba…Azul lucerotemblando en el cristal fugaz del río,¿estuviste en sus ojos prisioneroo sólo brillas en el sueño mío?

Lucerito del alba…¿En qué mañanabrillaste sobre el trémulo rocíode su negro cabello, en la ventanaque deshojaba sus rosas en el río?

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Manuel del Águila

Tengo un cortijo blancode sol y caly azul de sombra.

De sol y cal,con un horno en la esquinajunto al rosal,

un rosal y una higueray un aljibe morunocon agua fresca.

Tengo un cortijoy en el barranco hondotengo un molino.

Un molino harinerotan junto al río,que cuando pasa el aguasalpica al trigo.

Trigo de oro,blanco molino,

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bajo la verde parrasiempre contigo.

Blanco cortijo,bajo el alero azul,siempre contigo.

Julio Alfredo Egea

—Madre. ¿qué hay en el Palaciode Cristal?

Por sus ventanas más altaslos pájaros lo verán.Yo no alcanzo a sus ventanas.No lo puedo comprobar.

¿Las princesas y los gnomosde los cuentos estarándanzando en alfombras de orobajo arañas de cristal?

—Madre, cierra las ventanas,que yo quisiera soñar,

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cambiar por aquel palacionuestro piso de ciudad.

Celia Viñas

¿Tú has tenido una maestracomo yo, dí,con su falda de cerezas?

No sé cómo se llamabamás tenía una cenefaen su faldade cerezas.

Y era el campo y era el cielode mi escuelael cerezo de su faldade soltera.

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Íbamos más contentas que unas castañuelas.Volvimos a mi barrio, a Ciudad Jardín.Al pasar junto a una de las casas, sonaban en la radio unas sevillanas. Me senté con los pies colgando en el vacío, dispuesta a escucharlas. Ella se sentó

a mi lado, imitando la misma postura.Junto a la puerta de entrada colgaba un Indalo. La mariposa se acercó un poco

más a mí y me dijo:—Escucha, que te cuento la historia del Indalo. ¿Quieres?—¡Vale!—El Indalo apareció en Vélez Blanco, junto a otras figuras.—Ya lo sabía —le respondí.Prosiguió con su relato: —Muchos arqueólogos e historiadores han estudiado su origen. Algunos creen

que son figuras prehistóricas; otros opinan que fue traído a nuestras costas por los fenicios con otros de sus dioses, entre ellos la diosa Tanit; su figura es muy parecida a la de nuestro Indalo.

—Al Indalo —intervine— se le atribuyen poderes mágicos. ¿Tú lo sabías? Se le considera protector de los hombres y de sus bienes, ahuyentador de los malos

Indalo

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espíritus y de las catástrofes atmosféricas. Algunos creen que representa a un dios que sostiene entre las manos el sol o una montaña. Hay quien dice que éste y otros signos fueron marcas de grupos o de tribus.

“¡Huuum!” —refunfuñó. ¡Qué poco le gustaba que la interrumpiera!Siguió hablando.—Cuando vayas a Mojácar lo verás por todas partes: pintado, esculpido o for-

jado; especialmente en las fachadas de las casas.—El Indalo es el símbolo de Almería, dentro y fuera de nuestro país.—Sí, pero no te hagas ilusiones, guapa. También hay representaciones del In-

dalo en la Isla de Gran Canaria, en un lugar llamado El Barranco de Balos, cerca del pueblo de Agüimes; y en la Cueva del Moro, en Agaete. ¡Chica, qué lugar tan bonito! Allí dicen: “De Agaete, al cielo”.

—¿Conoces las Islas Canarias?—No las conozco pero me encantaría ir. Podríamos hacer una gira por Cana-

rias, Galicia, León, Irlanda, Egipto, etc. En todos esos lugares y países, también se han encontrado representaciones del Indalo y otras muy semejantes.

—¿Quieres que nos vayamos ahora mismo? —le pregunté.Muy seria, tal vez un poco triste, respondió:—En otra ocasión, quizás...—¡Mariposita…! ¿Qué te ocurre?Sin darme una respuesta, revoloteó a mi alrededor y se después alejó perdiéndo-

se entre las ramas de los árboles.No tardó en regresar.

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Lucinda, la enamorada

Nuestra maravillosa aventura estaba a punto de terminar. Envuelta en su magia apenas podía darme cuenta.

Sí. Mi amiga estaba triste. “¿Por qué?”, me preguntaba. Intenté animarla.—Mariposa, ¿quieres que te cuente una historia de amor?—¡Me encantan las historias de amor! —respondió, cruzando dos patitas sobre

el pecho y dejando en blanco sus ojos color de miel.No esperaba un gesto tan romántico y no pude evitar una sonrisa de sorpresa.—Siéntate aquí, a mi lado —le dije.—¡Aquí estoy!Comencé mi relato:

Vivía en Mojácar un moro muy rico y bien situado que tenía un hijo llamado Amur y una hija que se llamaba Lucinda. Vivían en la zona más alta de la muralla y desde el torreón, la bella Lucinda contemplaba el paisaje y las gentes que iban y venían.

Leyenda

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Cerca de allí, en una zona llamada “Eras del Lugar”, había una alquería de un caballero cristiano que se llamaba don Nuño.

Don Nuño tenía un hijo llamado Roque y Lucinda se había prendado de él, desde que le viera cabalgando a lomos de su caballo. A nadie contaba la bella joven sus senti-mientos, por miedo a que le prohibiesen contemplar a su amado desde la muralla.

Un día, Amur, su hermano, cayó desde un árbol al que se había subido y se hirió en una pierna. Don Nuño y su familia le atendieron y cuidaron.

Cuando se enteró el padre de Amur, quiso agradecer a don Nuño los cuidados que dio a su hijo e invitó a toda la familia a una cena en su casa.

Después de cenar, Roque pidió a Lucinda que descubriera el rostro, quitándose el velo que lo cubría. Su padre concedió el permiso necesario y la joven dejó al des-cubierto su belleza. Roque se prendó de ella en el mismo momento.

Desde entonces, Roque escalaba la muralla cada noche para verse a escondidas con su amada.

Quiso la mala suerte que la cuerda por donde escalaba, se rompiera y Roque cayó al vacío hasta el fondo del valle, junto con Lucinda, cuando ella pretendía ayudarle.

(Almería desconocida. IDEAL. Diario regional de Andalucía. Almería)

—¿Te ha gustado esta historia de amor?—¡Bah! —respondió—. Prefiero aquellas que terminan diciendo, “Fueron feli-

ces y comieron perdices”.—Las historias no siempre tienen un final feliz. Anda, dime qué te ocurre.Alzó el vuelo y desapareció.

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En el reloj del Ayuntamiento suena el fandanguillo de Almería anunciando el paso del tiempo.

El día es una maravilla.Sopla el viento suavemente. Convierte en abanicos las hojas de las palmeras y

suaviza así el cálido abrazo del Sol. La ciudad, recostada junto al mar como una bella sultana, recibe su homenaje.

Huele a flores y a primavera. Es lo común, lo natural en este valle fantástico, hermosísimo, del color del oro, del color del Sol.

Alguien apoya su mano sobre mi hombro. Cómo en sueños, oigo decir:—Señorita…Contesto distraídamente:—¿Sí...?—¡Señorita…! —repite la voz con impaciencia—. ¡He terminado el examen!Lentamente, vuelvo a la realidad.—¡Que ya he terminado el examen, seño!—¡El examen! —recordé sobresaltada.

Señorita…

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Estoy en el aula. Un ligero ruido de papeles, pequeños golpes en las mesas y algunos suspiros ponen fin al absoluto silencio que reinaba hasta este momento. Los niños también parecen despertar de un sueño. Tal vez de una pesadilla. Des-peinados y con los mofletes al rojo vivo, van desfilando ante mí para entregarme los exámenes.

Juan está a mi lado. Tiene su ejercicio en la mano mientras con la otra chupa el boli, como de costumbre.

—¿Dónde lo pongo? —pregunta—Déjalo sobre la mesa, Juan —le respondo.Se da la vuelta y a medio camino se vuelve para mirarme. Parece como si pen-

sara, “¡Jo! ¡La maestra está en las nubes!”, como suelo decirle yo a él.La hora de salir ha llegado. A algunos niños siempre les falta tiempo para escri-

bir todo lo que saben. Otros parecen seguir esperando un milagro. ¡Hace calor!Miro a la ventana. ¡La mariposa está allí! ¡Ha vuelto! Antes de levantar el vuelo

me guiña un ojo y se despide diciendo:—¡Adiós, guapetona! ¡Hasta la vista!Cuando intento responderle, ya se ha marchado.Nunca sabré si fue verdad o lo he soñado.De todos modos, ¡fue verdad!Suena el timbre. Las clases han terminado por hoy.El aula queda vacía.Me asomo a la ventana. El Sol corona la sierra de Las Alpujarras y baña el pai-

saje en oro. Una vez más vienen a mi mente las palabras de Carmen de Burgos, de Colombine:

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“El Sol se pone amarillo. Es una tarde toda amarilla; un crepúsculo de oro. Se tiñe de amarillo el mar, el aire está dorado, las nubes brillan con un puro amarillo de bronce bruñido, de oro viejo pálido.

Se ha vestido de oro la Naturaleza...”.