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Neftis Amonet y Otros Relatos Por Quique Ruiz

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© Derechos reservadosEnrique Ruiz HernándezContacto: [email protected]

Primera edición: Septiembre 2010© Diseño editorial: Aydeé Bravo Castellanos© Fotografía: Eduardo Manchón Aguilar

Producido y distribuido por:El Under EdicionesContacto: [email protected]

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida total o parcialmente,sin la autorización previa por escrito del autor o El Under Ediciones.

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Neftis Amonety otros relatos

Quique Ruiz

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. Prólogo

. Jessy Bulbo y el Dos97

. Un sueño del futuro (y coleópteros)

. ¡Pedro!

. Biopotamología por un teenek

. Teor funda Arit

. Segurito es un matón

. Adivina adivinanza. ¿Qué tiene el rey en la panza?

. El maizal

. La ciudad (y Brandon Lee Gómez Martínez)

. La piedra que perdió su peso

. ¡Qué barbaridad!

. Catalania

. Neftis Amonet

. Amor pétreo y conjeturado

. Hare

. La mirada

Índice

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Prólogo

Emulando voces de antiguas deidades egipcias en su título, pláticas teológico-matemáticas, ambientes citadinos, menes-teres del alma como la soledad o la embriaguez, la actividad mágica de criaturas extrañas, ciencia ficción, entre varios tópicos más en su contenido, este libro es un conjunto de historias instaurado en una tendencia contemporánea: dignificar el relato como género. Quique Ruiz plantea esce-narios, personajes, situaciones, de manera casi pulcra, revisa lo interesante de microuniversos y nos transporta a ellos, casi sin querer.Pero sus historias son anticlimáticas. En estas historias no se trata de salvar el destino de una raza o cambiar el orden del cosmos, no hay héroes indesafiables ni un conflicto ancestral. Si tomamos con la lupa hiperrealista el conjunto de textos incluidos en este volumen, nos percataremos de que Quique traza en lo cotidiano el placer último de cada ser literario: existir. Si bien autores contemporáneos como Mauricio Bares nos hablan de que más allá de las ficciones literarias, en la realidad no hay principios y finales, sino un continuo espacio tiempo y los autores sólo elegimos en dónde empezar y cómo terminar; si bien autores como Haruki Murakami, nos llevan por tediosos senderos de vidas enteras noveladas, cual dunas del camino desierto de un lector con la panza llena de agua; Neftis Amonet es un libro que reitera en cada historia y personaje el ejercicio de la primer profesión del mundo, y se equivocan si piensan en la palabra con P; pues la primer profesión del mundo, del universo, aun antes que respirar o abrir los ojos; es

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haber sido creado. Por lo menos eso pasa en lo que concierne a la ficción literaria. Comencé a leerlo con algo parecido al morbo, y cuando me di cuenta no podía escapar a esta trampa de letras.

Quique, sin pretensiones ociosas nos hace partícipes, testigos, cómplices, de los relatos que descubre en Neftis Amonet. Un libro multifacético. Un libro fresco. Un muy buen libro.

Carlos CamaleónMéxico, Septiembre 2010.

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Jessy Bulbo y el Dos97

Mi amigo Macías y yo, en una noche de ocio, decidimos ir al Dos97, donde sabíamos que se presentaría Jessy Bulbo (a quien no conocíamos y queríamos ver por eso) y donde, debido a la gran espera por su aparición, tomamos toda la variedad de vodkas Absolut que tenía la barra, o sea, Absolut Vodka, Absolut, Absolut Mandrin, Absolut Citron y Absolut Vanilia, que fueron precedidos por un Midori, el cual nunca había probado y que, por lo tanto, me sorprendió cuando me lo sirvieron en un caballito dentro de un vaso bajo y ancho con hielo; así que antes de que apareciera Jessy Bulbo, nosotros ya estábamos bastante alcoholizados, felices y listos para esperar más su aparición y para ir a buscar más alcohol, y que fuera barato, como el que encontramos disponible en forma de barrilito en una tienda cerca del Dos97, adonde regresamos todavía más ebrios, más ansiosos y más felices y donde, para nuestra grata sorpresa, la Bulbo ya estaba tocando y cantando Maldito, canción seguida de otras canciones igualmente desconocidas para mí, después de las cuales hubo un receso que aproveché para acercarme a Jessy y a Galaxis, quien yo creía que era mujer, pero que no era más que un tipo de barba e incipiente calvicie que tocaba la batería que acompañaba al bajo y a la voz de Jessy; a quien me acerqué con las desfachatada soltura e intrepidez características de mi ebriedad; con quien platiqué con el brazo izquierdo sobre sus hombros como si fuera mi cuate; a quien olí el aliento de tan cerca que estaba, y quien estaba vestida con una playera, falda y zapatos lilas, los cuales se quitó al final de su toquín, final que aproveché

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para volver a acercarme y pedirle su teléfono, el cual, después de una cara de que no se lo esperaba, me dijo y luego repitió varias veces (ya que yo no traía pluma y quería memorizarlo) pero que finalmente escribió sobre un papel porque me di por vencido al no poder retenerlo en la memoria.

Tengo el teléfono de Jessy Bulbo.

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Un sueño del futuro(y coleópteros)

Hoy soñé que estaba en el futuro: era el año 4612, vivía en NoiCalifornia y hablaba calogo.

Debido al calentamiento mundial (global warming) —desapa-recieron las islas de Japón y se inundaron la costa oeste de Canadá y la mayor parte de Quebec: desde 2050, esta provincia se separó de Canadá según algunos fotoscritos— hubo grandes migraciones de japoneses y quebecenses; extrañamente también llegaron muchos alemanes a esta región; de aquí, el calogo: español, inglés, francés, japonés y alemán juntos, de alguna manera. No recuerdo que hubiera ciudades, no había más que aldeas. Varios fotoscritos que se encontraron hablaban de unos grandes sabios: los Vochos. Aquéllos estaban redactados, según chamanes, en un lenguaje codificado y místico; que no estuvieran en calogo hacía más difícil su comprensión. Toda nuestra vida estaba regida por las interpretaciones que hacían los chamanes de tales fotoscritos, los cuales no fueron obra de los Vochos, sino de los Volvos —un pueblo muy posterior—, quienes recolectaron su sabiduría. No hace largo tiempo que se tienen los fotoscritos; anteriormente, sólo se conocía la sabiduría vocha por antiguos relatos-metáforas transmitidos oralmente de generación en generación. Quien descubrió los primeros fotoscritos fue el chamán John Szmanda. Los más viejos de las aldeas siempre lo cuentan así:

Fue el chamán John Szmanda quien descubrió los fotoscritos, casi intactos.

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Mientras caminaba por el bosque, cerca de su aldea, absorto, sin dioses, perdido en la confusión en la que a veces lo sometía la naturaleza, vio unas ruinas que lo intrigaron. Las recorrió meticulosamente, revisando cada rincón, cada objeto de construcción, cada objeto que yacía dentro de la estructura citadina. Una planaridad lisa con luces de colores que semejaban letras llamó su atención: los Volvos las llamaban hojas. La mente de John Szmanda se iluminó y comprendió lo que leía: eran escritos luminosos de los Vochos, los sabios de la ciudad:

Vochi pestis sunt, vochi moderator sunt pestium, ubique vochi sunt, vochos Deus amat.

De pronto, un ardor intenso en su talón derecho lo sacó de la estupefacción; rápidamente miró al piso: trémulo, negro, un insecto con alas envainadas caminaba sobre las hojas.

Esto sucedió el 23 de septiembre de 4528.1

1El relato de los ancianos lo soñé en calogo. Recuerdo el sueño con precisión, porque he estado practicando la técnica tibetana de la esfera azul. Definitivamente he podido ver el futuro. Aquí está la narración. Fut der matemaatiko Yoonno Smaanda qui decuvrit die lijtoschriifton, caasi incoolume.

Mieentras marchet bai dem foreesto, ceerca saaines villaayo, absoortor, vitaauto goodon, perdur in der confusion in veelcher som taims ihn sumetet die natuura, vit som falencitibildiinon qui ihn intrigerent. Sie parcurut meticulosament, revisaanto caadan rincorneero, caadan bildinobyeekto, caadan obyeekto yisant in der citistruktuura.

Aaina planaritet liisa mit koloriroliijton qui schaineent jandoschriifton atira saaina atencion: die voolvon sie apeleent “hojas”.

Der coocoro Yoonnos Smaanda eclata to comprit vas liset; eteent schriifton lijtoofero der Voochon, die saayon der viilla:

Los vochos son una peste, los vochos controlan pestes, los vochos están por todas partes, los vochos tienen el afecto de Dios.

Suden, aainer ardor inteensor in saainem talon druaaton ihn sortit de der stupefaccion; rapidament mira sur dem sol: treemulor, neegror, aainer inseekto mit aalan schaidaaden marchet sur die fooyan.4528 yaahro 9 tsuki 23 yuuro.

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Ayer, mientras vagaba en la Wikipedia, me encontré con algo que le pondría una sonrisa de oreja a oreja a Gil Grissom:

Los escarabajos son uno de los grupos de insectos más diversos. Su orden, Coleoptera (que significa ‘ala envainada’), tiene más especies descritas que cualquier otro orden en el reino animal. Cuarenta por ciento de todas las especies de insectos descritas son escarabajos (alrededor de 350,000 especies), y nuevas especies continúan descubriéndose. Las estimaciones ponen el número total de especies, descritas y no descritas, entre cinco y ocho millones. Por esta razón, cuando se le preguntó a J. B. S. Haldane, un genetista escocés, qué revelan acerca de Dios sus estudios de la naturaleza, contestó: “un afecto desmesurado por los escarabajos”.

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¡Pedro!

El Barritador Gordo llegó a las Puertas del Cielo y, al ver a Pedro, le dijo: “¡Oh generoso, oh siempre pío y tres veces negador, te pido con vehemencia y cortesía que me dejes entrar al Reino de Dios!”. Pedro, extrañado de la excéntrica apariencia de El Barritador, le preguntó: “¿Quién eres?”. “El Barritador Gordo”, contestó con un sonido estruendoso que sobresaltó a Pedro. Éste consultó, con ojo meticuloso, paranoico y raudo como la luz, la lista de los dignos de entrar al Cielo. “Mmmmh, no estás, Barritador Gordo”, dijo Pedro con delicadeza. El Barritador Gordo, con su trompa, colérico, asfixió a Pedro hasta que éste se encontró a sí mismo a las Puertas del Cielo preguntándose: “¿Dios Hijo siente la tentación de negarme la entrada al Cielo?”. Pedro se contestó: “No, Dios Hijo no la siente”, tres veces. Finalmente, se dejó entrar y El Barritador Gordo le dijo: “¡Oh generoso, oh siempre pío y tres veces negador, te pido con vehemencia y cortesía que me dejes entrar al Reino de Dios!”. Pedro, extrañado de la excéntrica apariencia de El Barritador, le preguntó: “¿Quién eres?”. “El Barritador Gordo”, contestó con un sonido estruendoso que sobresaltó a Pedro. Éste consultó, con ojo meticuloso, paranoico y raudo como la luz, la lista de los dignos de entrar al Cielo. “Mmmmh, no estás, Barritador Gordo”, dijo Pedro con delicadeza. El Barritador Gordo, con su trompa, colérico, asfixió a Pedro hasta que éste se encontró a sí mismo a las Puertas del Cielo preguntándose: “¿Dios Hijo siente la tentación de negarme la entrada al Cielo?”. Pedro se contestó: “No, Dios Hijo no la siente”, tres veces. Finalmente se dejó entrar y El Barritador Gordo le dijo:

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“¡Oh generoso, oh siempre pío y tres veces negador!, te pido que...”.

Una vez en el Cielo, El Barritador Gordo, a la izquierda de Dios, le dijo: “la tercera es la vencida”.

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Biopotamología por un teenek

Mi especialidad es la biopotamología, la vida, de cualquier tipo, en los ríos. He viajado por todo el mundo y he hecho descubrimientos zoológicos, algunos con apoyo (de algunas fundaciones, como el WWF, el cual definitivamente tuvo que ver con el descubrimiento del interesantísimo arctopótamo).

Antes que nada, quisiera hablar del porqué me interesé tanto en la vida animal, sobre todo, en los ríos. Mi infancia, como muchos teeneks (o huastecos si prefieren), la pasé cerca de un río, el Pánuco, el cual siempre me pareció fascinante por su caudal tan vigoroso y sus extraordinarios animales. Ahí vi mi primer críptido, el laab pay’loom te’, o elafopótamo, como lo llamo ahora.

La criptozoología es —como los teeneks— pobre, sin interés, indulgente y dócil; desdeñada por considerar animales del folclor con posibilidad de existencia, por su frecuente falta de método científico, por su cercanía con el mito. Los teeneks somos distintos a los ejeks (los mestizos, los españoles, los occidentales), quienes son exigentes, interesantes, ricos. Los baatsik’ son los primeros habitantes del mundo, los seres del inframundo; los teeneks —agricultores—, sus descendientes, como Caín en ser el primer hijo en llegar a la Tierra; los ejeks —criadores— llegaron a nuestro mundo. Todo como desde el comienzo: Caín frente a Abel, baatsik’ frente a teeneks, teeneks frente a ejeks, agricultores frente a criadores, criptozoólogos frente a zoólogos.

Por supuesto, el primer biopótamo del que hablaré será el elafopótamo, o ciervo de río, en teenek, laab pay’loom te’,

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árbol padrino. Nosotros los teeneks atribuimos a este animal el papel de cuidar al niño después de que nace; la vida del niño depende de la robustez de su árbol padrino.

El elafopótamo en realidad no pertenece a la familia Cervidae, ya que es omnívoro: se alimenta de pintontles moribundos, caracoles, bagres enfermos y de plantas ribereñas; pocas veces sale del agua, y se alimenta durante la noche: es mascota de los baatsik’, protectriz de lo salvaje. El elafopótamo suele revolcarse en el lodo de zonas poco profundas, o en marismas: es sucio como los teeneks. Su cornamenta es intrincada, desordenada, cubierta por un terciopelo, con una envergadura de hasta dos metros. Tiene una altura de dos metros y medio, dos metros diez hasta la cruz, y pesa entre 550 y 730 kg. Su pelo es áspero, de color pardo rojizo; tiene una melena de pelo hirsuto y más oscuro que el resto del pelo, incluso llega a ser negro. El laab pay’loom te’ es de los primeros, los baatsik’, los temorosos del sol, y nosotros los kwitol, los niños, los sin razón.

En el sur de Vietnam, a unas cuantas horas de Can Tho, a lo largo del río Mekong, se extiende un vasto territorio muy poco explorado debido a su difícil acceso. En el río Mekong habita el Cuu Long, o el arctopótamo como yo lo llamo y que quizás debería llamar artopótamo. El arctopótamo, u oso de río, es un mamífero herbívoro de color rojo óxido, cola larga y rayada: podría estar emparentado con el panda rojo, es decir, podría pertenecer a la familia de los elúridos (Ailuridae); sin embargo, presenta dos grandes diferencias con el panda rojo: (1) su tamaño: llegan a medir hasta dos metros y medio de largo, y (2) sus patas, que son más largas y desarrolladas, posiblemente adaptadas para nadar largas distancias en el difícilmente navegable Mekong, en vietnamita, Cuu Long Giang, río de los nueve dragones, seres paradójicamente baatsik’, y de luz y fuego.

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El coracopótamo, o cuervo de río, se encuentra en el río Podkamennaya, en Rusia. Debido a que no hay reportes de dicha ave sino a partir del acontecimiento de Tunguska, explosión termonuclear aérea debida probablemente a un meteorito, es posible que el coracopótamo sea una mutación de algún córvido de la regíon, tal vez el Corvus corax. Su plumaje es todo negro con brillos púrpuras, verdes y azules; su pico y patas también son negros. Se alimenta de pequeños peces en el río y de carroña en tierra. Llega a medir, de pie (pues en tierra anda como los pingüinos), hasta 110 cm. Los coracopótamos son bastante agresivos y andan en pequeñas parvadas (aunque no vuelan) de hasta diez miembros. En ocasiones se atacan entre sí hasta llegar al canibalismo.

Finalmente voy a hablar de mis tres últimos y más fascinantes descubrimientos en el río Cuando, en la frontera de Zambia, Angola y Namibia: los teratopótamos, o monstruos de río: el egopótamo, el sipótamo, y el utopótamo (o alopótamo, o antropopótamo). Desde generaciones, los avistamientos de estas criaturas han formado parte de la cultura Yauma, Kuhane y Lozi. Ellos los llaman lifatal, kakundukundu y pula, respectivamente. Dichos nombres no presentan variaciones de una lengua a otra.

Me encontraba ya cerca de la frontera tripartita cuando el Cuando comenzó a ponerse cenagoso y a transformarse en un laberinto de pequeños pantanos; muy pronto, árboles gigantescos, negros y cubiertos por bejucos atiborraron el laberinto del Cuando de manera que poca luz llegaba hasta el curso del río. Mi canoa andaba lento; se detuvo varias veces. La última ocasión que lo hizo, traté de hacerla avanzar pero tuve que desembarcar: mi remo se había atascado en el cieno del fondo, succionante en el interior y resbaloso en la superficie. De pronto, me hundí: todo estaba turbio; empecé a andar sobre el fondo del río, a cuatro patas, cuando me encontré, de repente, frente a frente con un ser gris, de ojos redondos de un

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color negro abismal, desolador y glacial; vi en ellos los tiempos anteriores a todo hombre, cuando el Sol no aparecía todavía. Miré hacia arriba: apenas si pude ver su tronco delgado, cuyo extremo superior parecía dividirse en tres; eran sus piernas. Quise retirarme, pero un murmullo-torbellino me detuvo y, como un reflejo, dirigí la mirada al rostro inesperadamente sin boca de ese ser gris; me perdí en su mirada y el murmullo comenzó a hacerse nítido: me hablaba desde la intuición, el primer pensamiento, desde lo salvaje, lo no-verbal, la oscuridad-vacío. Lo confundí conmigo, giramos uno alrededor del otro, fuimos fundamento el uno del otro, conformamos un diálogo primordial: Yo y Tú confundidos, cofundados. Pero apareció la Luz, el Otro, Él, con su cuerpo de hombre. Yo y Tú temieron-temimos. Yo y Tú preguntaron-preguntamos quién era Él. Yo-Tú se hizo caracol. Él estaba ahí siempre, tan lleno de luz, cegador. Finalmente Yo-Tú supe quién era: Teenek.

Entonces todo se tornó superluminoso, el agua se hizo clara y se llenó de una espuma de gruesas burbujas. Me faltaba la respiración y salí del agua de manera súbita, como impulsado desde abajo. Hice una parábola de medio metro hasta el borde de la gran garganta de las cataratas Victoria: quedé colgando, sobre el vientre, en el borde de la Piscina del Diablo, una piscina natural a 103 metros de altura, a la orilla del acantilado de la cascada, del lado zambio del río Zambeze, adonde afluye el Cuando. Jadeaba mientras miraba el abismo cubierto por un rocío y estruendo constantes, pensando en ese encuentro con el baatsik’ y las otras dos criaturas. No podía pensar con claridad por el cansancio, así que reposé un rato y luego salí del río. Justo en la ribera, encontré a un hombre de la etnia lozi, quien pensó que era un turista perdido, pero le aclaré que era un criptozoólogo y que estaba tras el rastro del kakundukundu, el lifatal y el pula. Luego le hablé de mi experiencia; él dijo al final de mi relato: “El animal-conciencia llama a la palabra, el hombre nace del animal-conciencia”. Fuimos a un pequeño

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hostal cerca de ahí, el Zambezi Sun, donde permanecí tres días, cavilando mis conclusiones.

Zoología. Los reportes y hallazgo de los teratopótamos sitúan a éstos a lo largo de 128 km del río Cuando en la frontera compartida por Angola, Zambia y Namibia, y muy probablemente en una cadena de cenotes en gruta de por lo menos 230 km, que es la distancia entre la zona fronteriza del Cuando y las cataratas Victoria: ningún yauma, kuhane o lozi menciona haber visto tales criaturas en el área entre dicho río y las cataratas. El sipótamo, o tú fluvial (en lozi, kakundukundu, torbellino), cuando se mantiene inmóvil, flota cabeza abajo, y nada impulsándose con sus tres piernas, lo cual hace con mayor rapidez gracias a la forma fusiforme de su cabeza, muy parecida a la de un tiburón. Debido a la ausencia de boca, se puede distinguir un rostro únicamente por la presencia de dos ojos negros, saltados y sin párpados. Tiene la piel gris y al tacto es como de papel de lija. Las características anteriores hacen pensar en un posible parentesco con los escuálidos, lo que podría sugerir la presencia de ampollas de Lorenzini mutadas, órganos sensibles a los campos eléctricos pero capaces de alterar la conciencia de sus presas. El utopótamo, o él fluvial (en lozi, pula, rayo), es bioluminiscente y antropomorfo. Ya que se lo ha visto siempre en presencia del sipótamo, éste y el utopótamo conviven en algún tipo de simbiosis. El egopótamo, o yo fluvial (en lozi, lifatal, gemelo), es una presencia intermitente a lo largo de todo el contacto con el sipótamo. Según estudios del psicólogo fisiológico Michael Persinger, si se estimula el lóbulo temporal derecho de un individuo con campos magnéticos débiles y complejos, dicho individuo experimenta una presencia cercana pero vaga. Es posible que la intermitencia genere esta sensación de diálogo no-verbal y súbita percatación de sí.

La objetividad. Los baatsik’ residen en la oscuridad de la conciencia sin palabra, en donde los rayos y destellos del campo

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cultivado jamás llegan. Los baatsik’ son la conciencia salvaje, la colectividad silvestre: se miran, tocan, escuchan y huelen como animales: el diálogo brota de percibirse el uno al otro. Una mirada se asoma a la conciencia del otro, sin verbo; hay sólo una danza en donde los cuerpos reconocen una emoción, un lenguaje interior. Los teeneks proceden de los baatsik’. En el hombre vive la oscuridad, en él está la semilla del diálogo: uno y su gemelo. La mente y el mundo se iluminan con la palabra.

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Teor funda Arit

El código de Arit dice lo siguiente: Si Zuunya lo hace y si cada vez que un avazya lo hace, lo hace el avazya más próximamente superior en el sistema de castas, entonces todos lo hacen en Arit.

Dicho código, bien llamado por los avazyas el principio del buen comportamiento, mantiene el orden en la fantásticamente numerable ciudad de Arit.

En el riguroso sistema de castas de Arit, los muulabhuutas son primordiales, los supervisores de Teor; sin ellos, Arit sólo habría sido habitada por Zuunya y Ekam: todo avazya superior a Ekam y Zuunya en el sistema de castas de Arit es supervisado por un único consejo finito de muulabhuutas.

Zuunya, Ekam y muulabhuutas avazyas también son.Un muulabhuuta es sólo supervisado por sí mismo y Ekam.

Si un consejo de avazyas es supervisado por un muulabhuuta, dicho muulabhuuta supervisa a algún avazya de dicho consejo; es claro que no a todo avazya, pues algún avazya muulabhuuta podría ser.

Yamala, el próximo superior a Ekam en el sistema de castas de Arit, es un muulabhuuta. Si un avazya no es ni Yamala ni un muulabhuuta, entonces es supervisado por un consejo de avazyas inferiores a él; así que, por el principio del buen comportamiento, que mantiene el orden en Arit, cada avazya de dicho consejo es supervisado por un consejo finito de muulabhuutas; de modo que el avazya superior a cada avazya del consejo, el que no es ni Yamala ni un muulabhuuta, es supervisado por un consejo, más grande, pero finito de muulabhuutas.

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Sólo aquel que comprenda de verdad el principio del buen comportamiento sabrá por qué es único el consejo de muulabhuutas que a un avazya supervisa.

Así fundó Teor Arit.1

1Según expertos en historia de las matemáticas, este texto contiene el Teorema Fundamental de la Aritmética y pertenece, quizás, a una sociedad pitagórica española de finales del siglo XVII y principios del XVIII. Esto hace pensar que, tal vez, Carl Friedrich Gauss no fue el primero en demostrar tal teorema.

El documento aparece sin título. Yo lo presento con éste y una ortografía actual, porque el texto me pareció casi un relato.

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Segurito es un matón

Había unos hombres a la entrada de la puerta, todos con sombreros, verdes, extrañamente, si se piensa con detenimiento y sesudez. Uno llevaba una pistola dorada, posiblemente de oro de 24 kilates, como todo hombre que se quiere dar a respetar. Los demás simplemente lo imitaban. Nosotros, impresionados por aquel hombre de pistola dorada, abrimos un poco los ojos de asombro pero lo bastante poco como para pensar que el hombre de la pistola dorada no se hubiera dado cuenta.

Después de unos segundos todo volvió a la normalidad: hombres que juegan a las cartas mientras se beben un tequila, un pulque o un mezcal; mujeres vehementemente maquilladas hasta casi hacer desaparecer sus rasgos frescos, lozanos y jóvenes o caducos, marchitos y viejos, que se pasean entre los ebrios, jugadores y simples parroquianos que sólo quieren apaciguar su soledad; dos cantineros que entienden de gestos cualquier deseo de los clientes: una mano levantada con pesadez y dejada caer con prontitud, un tequila; los dos brazos recargados con negligencia y aparente despreocupación, un pulque; una inclinación hacia la barra con una mano que pide acercamiento para ser escuchado atentamente por el cantinero, un mezcal.

— Nunca había visto una pistola como ésa —dije en voz baja, casi entre los dientes y con los ojos dirigidos hacia el grupo de hombres con sombreros verdes.

— Ni yo tampoco —dijo Maclovio con indiferencia, mientras miraba sus cartas.

— Segurito es un matón —dijo Lencho con harta seguridad,

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mirando de soslayo al grupo de hombres con sombreros verdes, bajando y subiendo la vista, por miedo a tropezar su mirada con la del hombre de la pistola dorada. Lencho siempre ha sido un collón.

— Segurito que sí —enfaticé, con esa mueca en que las comisuras de la boca hacen una herradura con los extremos hacia el piso, con seguridad mecánica y aparente reflexión, pues.

Los hombres con sombreros verdes caminaron entre las mesas, el de la pistola dorada por delante; éste lo hacía mirando de un lado al otro, con superioridad, soberbia, con tanta seguridad y temeridad, que hasta los perros que descansaban en el suelo se levantaban chillando a su paso; los otros no eran nada: simples seguidores, lacayos lamebotas que hasta la más débil tolvanera asustaría.

El hombre de la pistola dorada levantó su mano derecha con pesadez y la dejó caer con prontitud sobre la barra. El cantinero más gordo ya estaba sirviendo un tequila. “Un tequila”, reclamó el hombre de la pistola dorada. Justo cuando el cantinero ya lo llevaba en la mano, el sudor lo traicionó: pasmado, vio caer, con una lentitud sobrenatural, el caballito de tequila. Crrrsh: alzó rápidamente su mirada hacia la del hombre de la pistola dorada. “Imbécil”, gritó éste. “Tráeme otro”.

Maclovio se levantó de su silla, ruidosamente. Los hombres con sombreros verdes se volvieron, lo miraron, salvo el de la pistola dorada.

— Nadie le grita “imbécil” a mi amigo —reclamó Maclovio.— Yo le grito “imbécil” a quien me venga en gana, imbécil

—dijo con desafío, con su mano pegadita en la funda de su pistola color oro, como el de un buen mezcal de gusano.

— ¿Tons qué? ¿Afuera? —dijo Maclovio, como si invitara a un niño a un duelo de canicas.

— Ja. Seguro —dijo con tanta confianza, que todos pensamos:

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“Pobre Maclovio, ya se lo cargó la chingada”.Mirábamos al hombre de la pistola dorada y a Maclovio

enfrentados, algunos en el porche, como yo, y otros detrás de las ventanas, con un temor que apretaba el cuello y cerraba la garganta pero con una postura tan indiferente, que nadie vería nuestro miedo, ni yo en un espejo.

El sol estaba en el zenit. Un viento abrasador sopló, calentando las pistolas hasta casi hacerlas intomables. Maclovio movió primero su mano; el hombre de la pistola dorada ya le apuntaba a Maclovio, cuando un tronido de bala derribó a aquél; sin embargo, el hombre de la pistola dorada alcanzó a sacar un tiro; Maclovio nunca disparó, él estaba herido. El hombre de la pistola dorada, muerto.

Maclovio se dio cuenta; me miró; se acercó lentamente hacia mí, indeciso, pero siempre manteniendo su mirada en la mía. Se detuvo; pude percibir su olor fermentado por el miedo y el calor; vi lo rojos que estaban sus ojos, llorosos, cristalinos.

Maclovio me mató.

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Adivina adivinanza.¿Qué tiene el rey en la panza?

El lunes 4 de septiembre de 2006 escuché a conocidos, cuates y amigos discutir sobre el porqué de la tabla de verdad del ‘si... entonces...’. El tema llamó mucho mi atención; me hubiera gustado comentar, pero como había sólo personas por lo menos conocidas, no me sentí con la suficiente confianza como para decir algo. Esa discusión me dejó pensando.

Una de las tareas que se dejó a los alumnos de Álgebra Superior I fue demostrar que dos igualdades de conjuntos eran equivalentes: la distribución de la unión respecto de la intersección y la distribución de la intersección respecto de la unión. Lo que hizo la mayoría fue demostrar que ambas eran ciertas. No sabía cómo calificar ese problema: ¿estaba bien o mal? Antes de que todo me quedara claro, decidí ponérselo mal con la siguiente nota: “Hay que demostrar que si la primera igualdad es cierta entonces la otra también, y viceversa”.

Ahora lo tengo claro: se les pedía demostrar ‘A si y sólo si B’, no ‘A y B’ Por otro lado, si ‘A y B’ es cierto entonces ‘A si y sólo si B’ también; así que lo más justo, y razonable, habría sido calificar con tres cuartos de punto a aquellos que demostraron ‘A y B’, a menos que hubieran dicho que dado que A y B entonces A si y sólo si B, porque en ese caso lo justo habría sido calificar con el punto completo.

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El maizal

Estaban en un maizal. Él era un espantapájaros y ella, como se podía esperar, un cuervo, terrestre por cierto.

“¿Dónde estará?”, miró el niño espantapájaros, con tanta inquisición, que casi logró ver a la niña cuervo.

De pronto, a unos 10 metros de él, comenzó a formarse una estela de tallos que caían y se enderezaban otra vez. La niña se movía de tal modo que si uno recordaba todo el trayecto, lo primero que venía a la mente era una circunferencia con centro en el niño espantapájaros.

El niño miraba atentamente el recorrido de la niña, con los ojos tensos y las parcelas de las pestañas bien apretadas.

La niña comenzó a hacerse errática en su recorrido. El niño no despegó en ningún momento su mirada de las milpas que caían. La estela se interrumpió: todo se volvió silencio y quietud.

Los ojos del niño espantapájaros se movían rápidamente a la izquierda y derecha, una y otra vez; sus oídos permanecían alertas: si pudiera mover las orejas, seguramente veríamos su concentrada atención al menor sonido.

De repente, una mano le tomó el pie derecho, y gritó tan fuerte y tan agudo, que silbaron las hojas de las milpas, así como la tierra silba cuando los elefantes emiten infrasonido. La niña cuervo lo jalaba con todas sus fuerzas, pero él simplemente no caía: se había amarrado muy bien. La niña cuervo trepó, por detrás, el palo donde él estaba amarrado, y lo jaló del cuello bien fuerte hacia atrás. El niño espantapájaros se asfixiaba, gritaba ahogadamente que lo ahorcaba.

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La niña cuervo no lo oía, no lo oía. El palo cayó, y los niños fantásticos con él.

“¿Ya viste cómo no sirven para nada los espantapájaros?”, le decía la niña, sin darse cuenta de que el niño estaba inconsciente o muerto. “¿Ya viste?”, insistió, al ver que nada salía de la boca del niño, que nada se movía en aquel cuerpo. “Yaa, contesta; me estás asustando”, decía mientras agitaba el cuerpo entumido del espantapájaros de carne y hueso. Comenzó a llorar: era un caudal de lágrimas sin cesar, estaba inconsolable: era la primera vez que mataba a alguien, además, jugando. Se tranquilizó, y arrancó una hoja de una milpa que tenía al lado; se puso a jugar con ella: la repasaba por la tierra de un lado a otro, entre jalones de mocos, con una nariz roja por el llanto. Así pasó una hora entera, y comenzó a llorar de nuevo. “Yaaa, despiértate; no seas así; namás me quieres asustar... ¿verá?”, inquirió, con duda y con una voz que se apagaba. No sabía qué hacer. Dejó de llorar otra vez; se limpió las lágrimas con el antebrazo, los mocos con la mano, y se levantó. “Bueno, si así quieres quedarte...”, le dijo con una voz un tanto altiva pero preocupada. Se fue.

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La ciudad (y Brandon Lee Gómez Martínez)

Son las nueve de la mañana y sólo una tenue luz anaranjada logra traspasar las cortinas de la pequeñísima habitación de paredes algo mohosas; Brandon sigue en su cama, sin ganas de levantarse, recostado sobre su lado derecho, produciendo pensamientos que pesan y se arrastran en la base de su cráneo “por la fuerte gravedad depresiva del planeta”.

“¿Qué hora es?”, saca su mano derecha de entre sus piernas, levanta un poco la cabeza, toma el reloj y lo mira como si las manecillas fueran apenas hilos capilares; levanta las cejas, lo que arruga su frente, y, con los ojos entrecerrados, las manecillas finalmente son lo bastante anchas para ser vistas: “Son las 9:05, las 9:05, las... 9:05, las 9... :05... Ah, ya son las 9:06, las 9:06, las...”. Pone el reloj en su lugar, recuesta su cabeza otra vez y vuelve a meter la mano entre sus piernas al mismo tiempo que un suspiro de aburrimiento se le escapa de la boca, halitosa y anaranjada por exceso de Cheetos.

Gira para acostarse sobre su espalda, saca su mano izquierda, la estira, la mantiene en el aire y la observa como un bebé aburrido: “No hay nada de comer”. Mira a su derecha y ve la bolsa de Cheetos, arrebujada tras una intensa búsqueda, incitada por el apetito frenético debido a los bajos niveles de serotonina, síntoma inconfundible de depresión prolongada; la bolsa está tan arrugada, que asemeja el rostro de un viejo payaso melancólico; Brandon le sonríe, con empatía, y se da cuenta de que el universo le ha hecho un chiste triste.

De forma precipitada toma la bolsa y comienza a comer como si no lo hubiera hecho en días, para rápidamente ser

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interrumpido por el vacío en la bolsa, vacío que le recuerda el que tiene en el estómago. Permanece quieto, catatónico, con la mirada perdida. “No hay comida, no hay comida, no hay comida”, se repite con la esperanza, por supuesto perdida, de así poder encontrar una solución con una mente que ya no reflexiona, también vacía.

Lentamente se recuesta sobre su espalda, otra vez, y se duerme.

***

Brandon se despierta por el olor nauseabundo que sube por el hoyo de desagüe del lavabo; sin embargo, no se sobresalta; sólo abre medianamente los ojos, bordeados de lagañas amarillentas, secas y viejas, y otras frescas como natilla en los lagrimales.

Está recostado sobre su lado derecho; levanta un poco la cabeza y mira con cansancio las manecillas ahora bien gordas y negras de sobrealimentadas por el hedor del lavabo: “Ya son las 5... :17”. Se quita las sábanas percudidas y sucias de meses y se levanta con tanta prisa, que haría creer a cualquiera que es un hombre ocupado y lleno de actividades, pero sólo logra sentarse.

Se pone de pie. Va al baño, caga, termina, y se moja un poco la cara, porque, como tantas veces vio de niño en las películas de la tele, piensa que así despejará su mente, pero al igual que las tantas veces que lo ha hecho, su mente permanece la misma: atrancada, paralizada, apopléjica.

Sale del baño; se viste; toma los mil quinientos treinta y cuatro pesos con cincuenta centavos que le quedan; abre la puerta de su pocilga, que llama casa; sale; cierra con llave; baja las escaleras; camina de prisa por el pasillo de la entrada apenas iluminado por el rectángulo de luz en el que se ha

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convertido el vano de la puerta; sale, y es enceguecido por una luz blanca azulada dolorosamente brillante. Se recupera. Está sobre Leona Vicario. Mira con aburrición extática lo que le parece una repetición infinita de actos monótonos sin sentido: vendedores ambulantes con productos iguales y al mismo precio que los del vendedor contiguo, compradores de ambulantes que buscan al vendedor del mejor precio, bromas entre valedores que parecen déjà vu, transeúntes con caminar lento y mirada cansada que parecen no querer llegar nunca a casa o con caminar apresurado porque no tendrán comida si no se apresuran, y presente, la repetida y confusa sensación de que todo se repite. Está decidido a gastar el dinero en cualquier cosa que le guste o se le ocurra, quizás como una salida a la depresión.

“La Pagoda”.Camina sobre el asfalto entre la gente hacinada como ganado

nervioso en un matadero y entre los puestos permanentemente improvisados con blancas rejillas de cuadrícula, ideales para colgar ropa, o para corral. Ya quiere llegar a Mixcalco: ahí los puestos desaparecen. Atraviesa Mixcalco, luego República de Guatemala, y se detiene a mirar con asombro melancólico y con una sonrisa como cuando se mira el mar con el sol en la cara, a un hombre sucio que baila, extasiado y con los ojos cerrados, la música de merengue que sale de una bocina enorme colocada en medio del paso y dirigida a un altarcito de la virgen de Guadalupe, adornado con una diadema de globos azules, blancos y rosas; por un momento brevísimo siente una fiesta dentro; agacha la cabeza, y sigue caminando, ahora sobre Santísima. Baja al paso a desnivel; pasa al lado de dos comerciantes indiferentes con montones de bolsas llenas de retazos de tela, de cartoncitos y de estuches de discos, y luego al lado de la iglesia de la Santísima, distraído por el follaje, las flores, los frutos, los querubines y las conchas de la fachada, mientras unos niños juegan con una pelota de hule

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anaranjada que hace un alegre contraste entre las paredes grises de los dos pasos a desnivel que se cruzan, Santísima y Emiliano Zapata. Dobla a la derecha apresurado, animado por la pelota; atraviesa Jesús María ya casi contento; sigue sobre Zapata, y es tentado de pronto por un jochero que grita con esmero “3x10 pesos” y que fríe salchichas en la cajuela de una guayín Chrysler ochentera de color negro y guinda abollada y que pierde ya la pintura. La inercia de la pelota lo impide detenerse. Atraviesa deprisa Academia, y ya sobre Moneda, siente ganas de comprarse un uniforme de policía mientras mira los aparadores con maniquís policías de color carne, color con que se les pinta la piel a los monitos en la primaria. Se mete al Proveedor Militar Sarra, pide el uniforme (y un silbato), se lo prueba ahí mismo, lo compra y sale con su bolsa de plástico azul celeste rotulada con una leyenda de letras doradas que dice SARRA. Ya con menos ímpetu, cruza Correo Mayor; sigue sobre Moneda, y se detiene justo cuando pasa por enfrente del local de tacos de canasta al lado de El Nivel, el que “no tiene nombre, pero que es Tacos Pablito”. Está inmóvil, indeciso, contrariado; el taquero lo percibe; Brandon se da cuenta: avanza un paso, retrocede, avanza otra vez, retrocede de nuevo: el taquero lo mira con impaciencia y extrañeza; entonces Brandon se confunde más y mejor se va: “Se me antojó un taco de canasta”. Continúa; pasa por enfrente de la Catedral, ya algo ansioso por el incidente con el taquero, y tropieza con una mujer empantuflada vieja pero no tanto que va en silla de ruedas y que es empujada por un cuarentón con sobrepeso: Brandon miraba las nalgas sabrosas y redonditas de una niña de unos 14 años, forradas con unos pantalones blancos bien bien apretados que dejaban ver a través una tanga que echaba a volar la imaginación. La niña voltea hacia la pequeña riña de Brandon con la vieja, levanta el pecho y se sube un poco los pantalones para que estén más apretados. [Algo pasa con la niña, en la mente de Brandon].

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Todavía más adelante, sobre la acera de la Catedral, se encuentra con una poco inspiradora estatua viviente blanca de gafas oscuras y una gabardina larga y laxa, que le explica a un niño su interesantísimo oficio de permanecer quieto, como Brandon en su cama. Atraviesa República de Brasil; continúa por Cinco de Mayo, y comienza a sentirse cansado, al igual que los gigantes de piedra gris que sostienen el frente del edificio Cántabro. Su estómago gruñe. Camina más deprisa. Ve la Palestina, esa tienda de artículos de piel que tiene hermosas marquesinas negras de herrería y que está ceñida por una baranda dorada protegida por unos caballitos terrestres que parecen de mar: se siente cerca, se imagina lo que va a comer: unas colosales enfrijoladas rellenas de pollo y rociadas con pedacitos de chorizo algo plástico pero que bien acompañan el platillo. Ve el toldo rojo, se emociona y esboza una pequeña sonrisa ladeada casi imperceptible. Está frente a la entrada, contento, mirando el pasillo de piso blanco bordeado a la derecha por rosados y acolchados gabinetes tan grandes como para gigantes y a la izquierda por la barra, usada por solitarios o por parejas de amor que se aventuran a no sentarse tan pegaditos o de frente para verse las caras. Adelanta lentamente la pierna derecha mirando el piso con las manos agarradas entre sí, detrás de la espalda, como alguien que vive con calma, los éxitos en la vida; su pie se planta: está dentro.

***

— ¿Barra está bien? —le pregunta el asignador de lugares.— Sí.Brandon lo sigue hasta el banquito giratorio con tapiz rosado

que le señala a la vez que le extiende la carta. Se sienta.— ¿Qué te sirvo para tomar, mi vida? —le dice una mujer

sesentañera, de cabello corto y notoriamente teñido, con los labios pintados de color rojo-fucsia o magenta oscuro y en

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el habitual vestido naranja pastel, mientras limpia la zona de la barra que cualquier niño o humano territorial pensaría que le toca a Brandon a pesar de la ausencia de líneas de demarcación.

— ¿Boingues de qué tiene?— Fresa, mango, guayaba, manzana... —mira con algo de

incertidumbre hacia la repisa con Boings.— ¿Tiene de tamarindo? —se atreve a preguntar a pesar

de que sabe que la probabilidad de encontrar un Boing de tamarindo es baja pero no desanimante.

— ¿Déjame ver, sí?, es que luego hay —responde, y se va a la derecha a algún lugar que Brandon imagina que está lleno de rejas de refresco hasta hacer torres que forman pasillos muy estrechos y laberínticos que sólo el muchacho moreno de cabello hirsuto y mojado de pantalón gris, camisa blanca, zapatos negros ya muy viejos y mandil blanco supersucio, conoce como la palma de su mano.

La mesera vuelve con un rostro atareado pero relajado, casi feliz: “Sí hay, corazón”.

— Gracias —le clava la mirada fascinada a la botella de líquido café que parece agua sacada de un tinaco lodoso.

— ¿Ya sabes qué vas a querer de comer, mi vida?— Sí, unas enfrijoladas —responde con los ojos bien abiertos,

trémulos y brillantes, a modo de animé japonés.Le traen sus enfrijoladas. Como sabe que será un festín, saca

protocolariamente el tenedor y el cuchillo de la envoltura hecha con una servilleta, blanca, no naranja pastel, como de pronto imagina que podría ser, para combinar. Hinca el tenedor en la tortilla y mueve para adelante y para atrás el cuchillo que se hunde y se pierde en esa salsa espesa que son los frijoles; pica bien el trozo, para que no se le caiga ridículamente mientras lo lleva a la boca; lo remoja en los frijoles, de manera que queden pedacitos de ese queso artificialmente rayado, para que se hagan intermitentes contrastes de sabor en su boca:

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frijoles y trocitos de queso; lo mete en su boca; cierra los ojos, y respira profundamente mientras mastica y pasa de un lado a otro en la lengua los frijoles con trocitos de queso, lo que hace más intensos los sabores; podría ser un pequeño momento de meditación: “No mames, tan bien buenos los frijoles”.

Los trocitos de chorizo contrastan con el pollo.Remueve el popote dentro de la botella para eliminar las

dos capas de distintas densidades en el jugo de tamarindo, chasquea los dientes al tratar de sacar un trocito de chorizo atorado entre las muelas y se bebe, sin detenerse, todo su Boing. Termina con un Aaaaaaaah.

Espera a que la mesera sesentañera pase para pedirle la cuenta cuando, de repente, nota a una mesera bicolor por vitiligo, de ojos grandes y rasgados, labios gruesos, nariz con alas levantadas, como la de un toro bufante: rasgos todos que dejan ver el furor y la libido latentes contenidos sólo por la barrera de los malos hábitos de malas relaciones: un hermoso animal salvaje bravo e ingenuo que pide ser liberado: “Ella no sabe que es bien jariosa; nomás hay que quererla”.

Finalmente pasa la sesentañera querendona.— Me trae la cuenta, por favor.— Sí, como no, mi vida.“Barra 6”, grita la mesera hacia la izquierda.— Aquí tienes, corazón. ¿Me podrías dejar un comentario de

mi servicio? —le pide la vieja cariñosa, con un tono más suave todavía y con una cabeza pedigüeña que sube y baja.

— Gracias.Busca en su bolsillo derecho; palpa los billetes y trata de

adivinar la denominación por la sola textura y tamaño, cosa que no logra, así que saca, casi furtivamente, su fajo de billetes sin liga —no quiere que vean que trae mucho dinero—; toma el de quinientos porque quiere cambio, va a la caja, paga, le dan su cambio, vuelve a su banquito giratorio y deja la propina. Camina hacia la puerta por donde entró, tan rápidamente y

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con tanta determinación, que la mesera bicolor por vitiligo bruscamente voltea y apenas alcanza a mirar de reojo la estela de movimiento y de sombra: una mano invisible y abstracta acarició dulcemente su pepita. Brandon está afuera. Levanta el brazo derecho para detener un taxi. Le pide que lo lleve a la Zona Rosa.

***

Está sobre Hamburgo. Se pone a caminar, mirando los establecimientos. Se detiene frente a una entrada cuyo paso es rápidamente interrumpido por un muro que obliga a entrar por un costado, hacia la izquierda. Entra.

Todo el lugar está iluminado con luces negras y rojas tenues, lo que hace que las camisas de los meseros se vean de color azul o morado fosforescentes, al igual que las líneas blancas del suéter de Brandon. En el centro del lugar, hay una pista rectangular bien iluminada desde el techo; ésta tiene una baranda en dos de sus lados paralelos, y está rodeada por mesitas circulares que, a su vez, están rodeadas por silloncitos con respaldo circular; todos estos, mesas y sillones, sumidos en la penumbra azulada rojiza: así, los rasgos de la cara son menos distinguibles o más difusos: se es menos feo o más hermoso, se es menos reconocible o más desconocido: se es menos inhibido o más libertino: se está desatado. A la derecha, pegado a la pared, más o menos a la mitad del lugar, hay un cincuentón rodeado por cinco mujeres, sentado como un hombre poderoso: “Segurito es narco”. El lugar está casi vacío: sólo está ocupado por cuatro o cinco hombres que parece que no se divierten, que están, más bien, a la expectativa, y por el hombre sultánico, y Brandon; en las esquinas más cercanas a la entrada, hay grupitos de tres o cuatro mujeres, vestidas con ropas que se antoja quitarles, que platican y se carcajean animosamente.

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Atrae la atención de Brandon una mujer joven que camina soltando la pierna justo al final del paso, de manera que cae, casi completa, la planta del pie, y se levanta, por tanto, la nalga del mismo lado: como si mascara un chicle con las nalgas; está vestida con una chaqueta de plástico blanca, con rojo y azul marino, y con un short blanco tan corto y apretado, que sus ricas nalguitas se ven realzadas y sus piernas largas y carnosas se desbordan de las valencianas; lleva unas botas largas y negras, de cuero o de plástico, de tacón alto, por supuesto. Brandon sólo la mira pasar frente a él: casi saca la lengua para lamerla.

Un mesero se acerca y le pregunta si viene solo; a lo que Brandon contesta que sí. El mesero lo lleva a una mesa.

— ¿Qué te traigo de tomar?— Una Negra Modelo, por favor.Mientras espera su cerveza, busca casualmente a la nalgas-

masca-chicles: discretamente mira a su derecha: nada; discretamente, a su izquierda: el presunto narco.

— Aquí tienes. ¿Alguna chica que quieras que te traiga?— Hmmm, no sé. A ver, tú, ¿cuál me recomiendas?El mesero hace una sonrisa tonta y pícara: ya se le ocurrió a

quién llevar; mira para todos lados, y dice:— A ver: espérame tantito; orita te traigo una.La nalgas-masca-chicles camina altivamente hacia la mesa

del poderoso; Brandon prefiere mirar para otro lado. Agarra su cerveza, le da un pequeño trago y aprieta los labios.

“Aquistá”, aparece el mesero con una mujer de 1.80 de alto, vestida con un vestido plateado muy corto. “Es la mejor de todas”, le dice a Brandon, mirándola, mientras le toma el brazo con la mano, a la vez que sonríe orgulloso de recomendar a ese mujerón. Ella mira a Brandon con una sonrisa de ‘mira, qué tierno’.

“A ver, querido”, dice aquella mujer con un acento argentino. Brandon la deja pasar, mirándole, según él, discretamente las

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piernas. Ella se sienta en el sillón que está al lado derecho de Brandon. Él la mira con una sonrisa que no muestra los dientes.

— ¿Querés que me siente en tus piernas? —lo quiere complacer.

— Bueno —contesta, como si no tuviera importancia, como si todos los días una mujer desconocida se sentara en sus piernas: él quiere, sin que ella se dé cuenta, ver cómo se le levanta ese vestido plateado cuando se sienta, qué tanto se le ensanchan las piernas cuando se aprieten contra las suyas, cómo se aprietan los muslos contra ese enfaldo de carne en que tanto se antoja guardar una mano.

Ella se sienta. “Me llamo Jessy. Vos, ¿cómo te llamás?”. “Brandon”. Ella levanta la mano para llamar al mesero y le pide algo de tomar. A Brandon se le entume la pierna derecha. Nada fluye. Jessy quiere hacer plática hablando de futbol, pero a Brandon no le interesa, aunque sí la escucha. El tiempo pasa y Jessy no para de hablar, hasta que dice: “¿No querés un privado?”. “Sí”, contesta, sin mostrar emoción o algún cambio de ánimo más que esa sonrisa que ha tenido desde que Jessy apareció. “Mirá, es a él al que le tenés que decir”, le dice Jessy, al darse cuenta que está con alguien que es como un niño, al que hay que decirle a quién se dirija cuando va a pagar con una moneda en la tiendita. Brandon levanta el brazo para llamar al expendedor de boletos de privados y le pide dos boletos. “Por aquí, por favor”, le dice el expendedor, y le muestra una habitación con un estrecho pasillo que tiene por un lado un muro y por el otro los accesos a unos cubículos, que están uno al lado del otro. Brandon y Jessy entran a uno.

Jessy lo sienta y sale del cubículo, caminando hacia atrás. Justo cuando llega al muro, se pone a bailar: se quita el vestido a la vez que pone bien derechas las piernas, empujando hacia atrás las nalgas: las tetas quedan al aire, no trae más que una tanguita de color blanco. Junta las piernas, se agacha sin

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doblar las rodillas: su cabello casi llega al piso, y comienza a subir lentamente, con las manos pegadas a sus muslos; cuando está completamente erguida, su cara queda completamente cubierta por sus cabellos, por los que se asoman, a la altura del pecho, unos pezones oscuros, grandes y carnosos: piden ser chupados casi hasta el dolor. Entonces, separa un poco las piernas, coloca sus manos en la cintura, flexiona un poco las rodillas, empuja hacia atrás las nalgas, saca las tetas, sus pezones quedan mirando hacia los ojos de Brandon; esta contorsión la repite varias veces. Se acerca, abre las piernas y se sienta sobre él. Lo besa, él a ella, se besan. Ella le acerca las tetas a la cara. Comienza a chupárselas. Los pezones se yerguen, se aprietan. Brandon les pasa la punta de la lengua, rodeándolos; hace otras tres o cuatro vueltas; los mordisquea, primero el izquierdo, luego el derecho. Jessy se separa colocando la mano sobre la boca de Brandon, donde mete sus dedos. Él los lame, los chupa. Jessy menea la cabeza, luego se encorva hacia atrás. Brandon la toma de la cintura, siente sus caderas que se ensanchan por el doblez de la piernas, lo que lo excita, y comienza a moverla de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás. Ella responde, con el mismo vaivén. Jadean. Lo acerca para abrazarlo. Él queda cerca del cuello y comienza a besárselo; lo succiona, lo estimula enterrando levemente los dientes sobre los músculos de tal manera que éstos resbalen. Jessy se levanta, gira y se sienta ahora de espaldas. Él vuelve al cuello, le toma las tetas, por debajo de los brazos; comienza a bajar la mano derecha hacia los calzones, donde la mete; baja, baja, baja: encuentra lo que buscaba; se da cuenta de que está rasurada: siente, con las yemas de los dedos, los poros saltados y ásperos; mueve su mano de derecha a izquierda, para palpar la hendidura; la siente; coloca un dedo en cada lado para separar los labios. Ella se inclina hacia atrás para encontrase con la cara de Brandon. Son interrumpidos por una voz que, a lo lejos, dice: “Se terminó”.

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Antes de que se levanten, Brandon le dice al oído: “Traigo un traje de policía”.

Jessy se levanta. Brandon se queda sentado, jarioso: “Chale, nomás lo dejan con ganas a uno”. Brandon se levanta, se le acerca y le dice: “Te espero en la puerta de salida”.

Brandon va a su sillón, le paga al mesero, toma su bolsa de SARRA y se va al baño. Ahí se cambia, pensando en la panochita de Jessy; cierra los ojos: quiere tener más presenta su humedad; baja su mano derecha y se aprieta la verga erguida, la jala; la suelta: “Al rato”.

Jessy se viste y también va al baño: no quiere que sus calzones queden llenos de humedad. Ya en el cubículo del retrete, de pronto, justo después de que los limpia, baja la mano izquierda y desliza su dedo índice sobre la abertura todavía húmeda; mete el dedo, lo saca, se toca el clítoris, y lleva el dedo a su boca, lo chupa y lo saca suavemente. Levanta la mirada, la fija en la pared: la libido y el rumor de una redada están sobre la balanza; no tiene permiso de trabajo: se inclina la balanza: prefiere irse con Brandon.

Jessy está en la puerta. Brandon camina por el pasillo más oscuro, dirigiéndose a la puerta. Toca el silbato. Todos voltean, ven una silueta de policía: unos dicen en voz alta, otros en voz baja: “Puta madre, la tira”. Brandon toma a Jessy del brazo, y salen. En el interior todos están confundidos; algunos se preguntan si los policías todavía usan silbatos. El gerente se da cuenta: “Puta madre, ese güey ni madres que era policía, chale”. Brandon y Jessy ya están muy lejos del lugar.

Se ponen a jugar al policía y la puta arrestada y ganosa.

***

Brandon la lleva a Belgrado, forcejeando un poco; de pronto, la pega contra la pared, con el rostro en el muro; le dice “separa las piernas; te voy a revisar”, se niega, así que él le mete el

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pie derecho entre las piernas, aventándolas hacia los lados. Empuja su mano derecha sobre la espalda de Jessy. Se agacha, sin aflojar la mano en la espalda; entonces, empieza a subir lentamente la otra por la pantorrilla izquierda, suavemente pasa la mano a la parte interna de la pierna, sube poco a poco, jala con fuerza hacia arriba el vestido, vuelve a la parte interna de la pierna izquierda; entre más se acerca a la panocha, más lento desliza la mano. Jessy comienza a gemir. Brandon llega a la panocha y ahí deja su mano; entonces, aprieta un poco. Ella gime un poco más fuerte, sólo un poco. Afloja la mano. Sigue por la parte interna de la pierna derecha. De pronto, Jessy se da media vuelta y le dice: “Metémela”, con un sobrecito de condón en su mano izquierda. Jadeando e interrumpido, la mira a la cara, luego el condón. Rápidamente se afloja el cinturón, se desabotona el pantalón, baja el cierre, baja el resorte de los boxers, y sale una verga bien erecta que hace un pequeño sube y baja, como una catapulta. Jessy baja la vista, pero casi no puede ver; sube un poco la mano y la palpa, la aprieta, la aprieta más y más fuerte. Brandon gime. Ella lo jala, comienza a masturbarlo. Brandon masculla: “Chúpamela, chúpamela”. Ella se pone en cuclillas; suavemente le pasa la lengua por el glande; éste se hincha más todavía, a la vez que la verga tiene un espasmo. Jessy se la mete a la boca. Él siente ese calor y humedad que espasman, a la vez que relajan; se excita más y le toma la cabeza: comienza a movérsela para adelante y para atrás. Ella lo acompaña; siente el borde del glande, lo que la excita, la hace gemir. La saca de la boca, la frota para secarla, abre el sobre y le pone el condón. Brandon le sube el vestido por completo y le baja los calzones. Lo detiene: no quiere que sus calzones toquen el suelo, así que se agacha un poco, levanta la pierna, la saca y mantiene en el aire los calzones, repite la operación con la otra pierna. Guarda los calzones en su pequeñísimo bolso de mano. Brandon la toma de la cintura, la acerca agachándose un poco, para que la verga quede entre

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las piernas. Jessy gime cuando la siente. Él arremete. Jessy se humedece más, le agarra la verga y la mete, lentamente. Brandon se excita y comienza a moverse más rápido; empuja a Jessy contra la pared y le abre más las piernas, de manera que ella esté como sentada a horcajadas: ella es mucho más alta que él. Los dos empiezan a moverse, más y más rápido. De pronto, ella le pone la mano en el pecho, lo que hace que Brandon se mueva más lento; se detiene y saca la verga. Él se agacha: “Yo también quiero”. Comienza a chuparle la panocha. Jessy comienza a gemir con fuerza. Brandon mete la lengua lo más que puede, la agita un poco en el interior. Ella gime aún más fuerte. Saca la lengua y sube un poco: quiere sentir el clítoris en la lengua; lo encuentra, y mueve la lengua en todas las formas que se le ocurren: la aprieta contra el clítoris, la mueve rápidamente hacia arriba y abajo, la mueve en círculos, vuelve a apretar, círculos, subibaja, círculos, aprieta, círculos, subibaja, aprieta, aprieta más fuerte, círculos. Se detiene. Sube y se la mete lo más rápido que puede. Sus gemidos se hacen muy fuertes, más fuertes, más fuertes. Primero llega Jessy, luego Brandon, todo en unos gritos mezclados y superpuestos que se oyen hasta casi una cuadra: los transeúntes cercanos se detienen, tratan de ver de dónde viene, pero ya no oyen más. Todo vuelve a la normalidad.

***

El aire está seco y la noche algo fresca: se percibe una calma vacía, hueca, ligeramente terrible, tediosa.

Brandon está sentado sobre una plataforma blanca que está casi enfrente de la estación del metrobús Glorieta Insurgentes; mira a la gente que baja por Génova desde algún antro, después de haberla pasado más o menos bien: alguno estuvo solo, sintiéndose poco, mirando a los otros reír en una mesa llena de vasos de alguna bebida alcohólica, muy probablemente un

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coctel; otros estuvieron con amigos, olvidando su situación, riéndose de las historias del que siempre tiene las anécdotas más inverosímiles y ridículas. Sin embargo, todos vuelven a su casa, recordando que están solos y que quisieran tener a alguien a su lado, o recordando que están con alguien que ya no quieren más, que los hace sentir insatisfechos.

Brandon los mira bajar, iluminados por una luz rosa-amarilla, sobre un fondo de establecimientos baratos y de vigas de acero —el metrobús—, con un paso involuntario, que no muestra ni prisa ni lentitud: vuelven porque tienen que volver. Levanta la cabeza y se encuentra con la enorme pantalla que está por encima de la marquesina de lo que fue un cine. En la pantalla se ve a un hombre gordo de chaleco gris con una camisa blanca que notablemente hace como si estuviera congelado pero que tiembla porque no es capaz de permanecer inmóvil. Brandon deja una mirada perdida y fija sobre la imagen. De pronto, justo debajo de la imagen, ve un letrero que dice “Impactrónica”: Brandon esboza una sonrisa en su interior; afuera, ni un gesto. Baja la mirada. Mira los establecimientos de enfrente: en el extremo derecho, un establecimiento de maquinitas de videojuegos cuyos ruidos son el sonido de fondo: el grito aparentemente en japonés de algún arte marcial quizás ficticia (“Aduken”), el tronido del disco en las orillas de la mesa de hockey, los ruidos del motor de un auto a toda velocidad en una ciudad simulada, los disparos láser, la música electrónica de un videojuego de baile; al lado, una librería ya cerrada; luego, un Domino’s; casi en medio, la estética unisex Wao, “donde al salir, después del corte, todos te dirán ‘wao’ ”; en el extremo izquierdo, un restaurante sin nombre o cuyo nombre es Restaurante. Brandon se queda mirando el interior: todo está iluminado por una luz amarilla, aburrida; sólo hay una pareja comiendo, sentados en unas sillas naranjas, del mismo color que los carros del metro, un color setentero y moderno. Por encima de la pareja hay una falsa cornisa inclinada de

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falsas cerámicas amarillas de madera que le da un mal logrado toque melancólicamente campestre y feliz al restaurante. Hay un mostrador del lado izquierdo, atendido por un ocioso. Todo se ve tan pesado, que se antoja borroso.

La humedad y tibieza de Jessy en su mano le vienen a la mente; quizás la extraña. “¿Ahora qué?”. Brandon se levanta.

***

Las puertas se abren. Apenas si puede entrar. Mira hacia atrás con la esperanza de encontrar un asiento vacío. Entre el poco espacio que se abre, logra ver un hombre sentado, dormido, en el asiento junto a la ventana, que está extrañamente rodeado por un vacío de gente, un halo o campo de fuerza que impide a los demás acercarse. Al lado del hombre dormido, un asiento vacío: “Ahí me siento”. Sin reflexionar mucho sobre el halo, se abre paso entre la gente. Se da cuenta de que el halo es más amplio de lo que vio: al lado del asiento no hay nadie de pie. Se sienta. Inesperadamente, es golpeado por un olor nauseabundo, un olor a camión de basura. Se da vuelta a la izquierda: hay un hombre con la nariz roja, descarapelada en la punta, vestido con unos pantalones grises sin cierre y con un suéter color ladrillo, con las mangas y la parte baja ennegrecidas. Después de unos segundos, el hombre despierta. Gira un poco la cabeza a su derecha. Brandon voltea y se encuentra con unos ojos rojos, muy rojos.

— ¿Ya llegamos a Tlatelolco? —pregunta el hombre.— No, todavía no.— Llevo cuatro días tomando —tiene la mano en la frente,

mirando de reojo a Brandon, los labios resecos: parece que quiere que le digan que no lo haga, que no tome, que no le hace bien.

— ¿Cuatro días? —no sabe qué otra cosa decirle, no quiere meterse en la vida del hombre, así que sólo repite parte de la afirmación en forma de pregunta.

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— Sí... —se interrumpe como para reflexionar—. Desde el martes... —levanta la mirada: no está seguro—. Llevo cuatro días tomando —repite como si fuera una hazaña preocupante.

— ¿Y por qué tomas tanto?— ¿Sabes lo que es abrir a un niño? —le dice, con la cabeza

de lado, la mirada desde arriba, en tono algo pedante.— ...No —contesta tardíamente: no sabe de qué está

hablando.— Soy patólogo —con ese mismo tono patético y pedante.— ¿Patólogo? —simula un poco de asombro, pero más bien

está fascinado; quiere saber más.— Abro los cuerpos —se endereza en su asiento, mira al

frente, coloca sobre su pecho su mano derecha simulando un cuchillo y comienza—: mira, primero se corta así —con el borde del lado del meñique hace un corte hacia abajo, hasta la cintura—, luego así —ahora hace un corte perpendicular al primero, sobre el pecho, y abre.

— ... —mira con fascinación, imaginando las vísceras, la sangre, la palidez del cuerpo.

— ¿Alguna vez has abierto a un niño? —lo mira con un gesto de desazón, de terror, de clemencia.

— No —confiesa sinceramente, mientras piensa: “Pero sí lo haría”: el cuerpo humano lo ha hechizado últimamente.

— Mira, éstos son del hospital —se levanta un poco del asiento, sin quedar de pie, y pone sus manos sobre sus pantalones; vuelve a sentarse—. Mira —le extiende un papelito enmicado como de 10 cm por 7 cm donde se puede ver una foto-mancha-de-Rorschach y el nombre Alberto Ballesteros Gutiérrez.

— ¿Ahí trabajas? —le señala el nombre del hospital sobre la tarjeta.

— Trabajo en la Clínica 4. Vas y preguntas por José Rangel Benítez.

— Ok —asiente: “¿Por qué su tarjeta dice Alberto Ballesteros Gutiérrez si se llama José Rangel Benítez?”.

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— Así no se puede vivir.— Ya no tomes. Mira cómo estás: hueles muy mal. Cuando me

subí, no había nadie alrededor tuyo —dice, algo aprehensivo: no quiere que se altere: está borracho.

— No, si no es que yo quiera —dice, colocando sus manos sobre el asidero del asiento de enfrente, agachando la cabeza y girándola de izquierda a derecha.

— ¿Y por qué no dejas de trabajar de eso? —cree que ha encontrado una solución.

— No, no puedo: de eso vivo.— A ver: ps ¿cuánto ganas? —cree que si sabe la cantidad, se

le ocurrirá algún trabajo en el que paguen lo mismo.— Ocho mil pesos.— ¿Ocho mil pesos? —se repite: no se le ocurrió nada.— Sí —cabecea.— Mmmh —mira al frente: ha perdido el interés en encontrar

una solución...—. Aquí me bajo.José Rangel Benítez echa una mirada patética, algo

descompuesta, perdida hacia Brandon.

***

Baja en Metrobús Revolución. Camina sobre Puente de Alvarado, entre putos, policías y niños de la calle. Llega a la Alameda. Desde afuera se ve muy oscura. Ya adentro, se siente más iluminada. La atraviesa. Pasa por detrás de Bellas Artes. Se va todo Tacuba hasta Mixcalco. Dobla a la izquierda. Está sobre Leona Vicario. Saca su llave, abre la puerta metálica negra de su edificio. Recorre el pasillo de la entrada, rodeado por las imágenes espectrales formadas por la pintura descascarada de las paredes. Sube las escaleras casi arrastrando los pies: ya está muy cansado. Llega al piso de su pocilga, mete la llave y gira la llave jalando la puerta: tiene truco. Entra. Bota por ahí la bolsa de SARRA con el uniforme, se va a su cama, se recuesta

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sobre su espalda, gira a su izquierda y toma del piso un libro de medicina, incompleto, abandonado, que encontró ahí cuando se mudó: Tratado de Fisiología Médica.

Se quedó dormido leyendo.

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La piedra que perdió su peso

Estoy en el campo. Es un campo de colinas verdes que semejan las olas de un mar verde y estático. El cielo contrasta con el campo.

Inclino la cabeza hacia abajo y dejo fija la mirada sobre el pasto, pensando un poco. Camino y encuentro una piedra, enorme, tan larga como una charola. Me propongo levantarla, a pura fuerza de brazo. Me agacho, la tomo de sus extremos y la levanto: sorprendido, me doy cuenta de que, por encima de mí, sólo sostengo su peso: todavía veo la piedra en el suelo. Con mis piernas, intento empujarla, pero nada sucede: no veo ni siento mis piernas golpeando la piedra, lo que me desespera y me pone en estado de pánico, así que lanzo el peso, y camino, ya más tranquilo, otra vez. De pronto, mi abdomen topa con algo; no veo qué es; entonces adelanto mis manos para palparlo; lo primero que siento es un paralelepípedo, muy plano; debajo de él, hay otros cuatro, muy altos y delgados. Pienso que es una mesa. Doy media vuelta: enfrente de mí, la mesa, visible. Me acerco para tocarla. Al llegar, frente a mí, se yerguen unos brazos que van a parar sobre la mesa; allí, reconozco mis manos, a pesar de que no las siento ni siento la mesa en mis manos. Me da sed y tomo un vaso de algún lado. A pesar de que palpo lo liso y sólido del vaso, no veo vaso alguno en mi mano, dispuesta en forma de C. Entonces, me vuelvo y veo un vaso que flota por encima del suelo; siento curiosidad y giro, lentamente, mi cuerpo entero. La imagen y el peso ahora están juntos, o eso parece. Levanto la otra mano, con la palma hacia arriba, donde coloco el vaso, pero inmediatamente la

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imagen cae y el vaso, su imagen, se hace añicos silenciosamente. Continúa el peso en mi mano, pero pierdo interés: aflojando el brazo, dejo caer la mano. Oigo entonces el estruendo de un vaso que se hace añicos y me pregunto si el peso se ha roto.

Poco a poco comienzo a experimentar cólera, ira. Estoy enojado contra la mesa; quiero matarla, pero inmediatamente me siento desconcertado, a la vez que imagino trozos de mesa, con una profunda tristeza, y pienso: discontinuidad es la muerte. Pero entonces me siento aliviado: la vida está llena de interrupciones: cuando me quedo dormido, sueño; y los sueños son interrumpidos por la vida.

Suspiro y miro a mi alrededor; veo un libro a lo lejos y decido acercarme. La portada es una pintura; es el retrato de una niña con coletas muy risueña y pícara: uno creería que acaba de hacer una travesura o que está esperando a que uno se equivoque y pueda ella decir algún comentario irónico al respecto. Detrás de ella, por encima de ella, del lado derecho, hay un sol amarillo ambiguamente alegre o misterioso. La pintura es de trazos gruesos y muy marcados. El autor es Amanda Matta y el libro se llama La niña que conoció a Dios.

Flotaba en el mar, boca arriba. Le encantaba flotar en el mar; sentir el agua chasquear en sus oídos; ver su vientre cubrirse y descubrirse de agua; mirar el cielo, con esa sensación de ser levantada y acogida suavemente por el agua, el mar, inmenso e inabarcable por la vista; sentir cómo el agua la acariciaba y la palpaba con tanta calma; reclinar la cabeza un poco, con los oídos en el agua y perderse en la inmensidad de su interior, protegida, abrazada, por el mar y ella misma.

El silbato de un buque la sacó de su interior y del mar.Cuando llegó a su casa, su mamá, con una cara de enojo fin-

gido, le dijo: “¿Dónde andabas Adriana? Ya mero llega tu papá, y a él no le gusta que andes tan tarde en la calle”. Adriana sólo retorció un poco los ojos y fue a su cuarto.

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Se cambió y fue a la azotea, a mirar, por un rato, los eucaliptos detrás de su casa, al pie del cerro. En realidad, no podía ver nada, pues ya había oscurecido, pero le gustaba imaginar lo que podría haber dentro de ese bosque ceniciento y de olor penetrante. Seguido se descubría a sí misma imaginando algo terrorífico, pero enseguida tornaba la vista hacia las luces de las casas que se veían desde lo alto e imaginaba que en algún lugar, detrás de esa oscuridad, detrás de las casas, se encontraba el mar, y se calmaba.

“Adriana, baja, ya te tienes que dormir, que mañana hay escuela”, dijo su mamá, con una voz monótona y algo exasperante. “Ya voy, ma”.

Adriana bajó, fue a la cocina, tomó unas galletas y un poco de leche y se fue a su pieza a leer, porque le encantaba leer, transportarse a esos mundos que no eran su aburrida escuela de monjas sólo para niñas, ni sus vecinos de enfrente, que nada más se la pasaban espiando o intentando entablar conversación sólo para enterarse de algún chisme jugoso, porque su vida... era aburrida, y sus papás casi siempre sólo conversaban entre ellos, y su hermano era un mundo aparte.

A la mañana siguiente, se fue a la escuela, como casi siem-pre.

Ese día tenía clase de religión. La madre Pera hablaba de la bondad de Dios cuando, de pronto, Adriana alzó la mano y se levantó: “¿Por qué hay terremotos si Dios es bueno, o por qué hay niños que nacen con enfermedades raras?”. La madre estaba por replicar cuando Adriana continuó: “La otra vez vi en la tele unos niños que cuando se caían, se les formaban huesitos; si se lastimaban por dentro, su lastimadura se hacía como hueso, y luego caminaban todos tiesos; al final se morían porque ya no podían respirar. ¿Por qué? A mí se me hace que es malo”. La madre Pera no sabía qué responder; por un lado, nunca había oído de una enfermedad tan rara como ésa; por otro, a su mente venía una sola idea que, a su parecer, una niña,

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incluso preguntona y replicadora, pudiera entender: el Pecado Original, el Pecado Original, el Pecado Original. A la falta de otra respuesta, dijo: “el Pecado Original”. Adriana contestó: “Pero si yo ni hice nada. Además, si mi papá matara a alguien, ¿Dios me castigaría porque mi papá mató a ese señor? No entiendo”. “Precisamente, nuestra inteligencia no nos basta para entender los designios de Dios”, replicó la monja con prontitud: la falta de entendimiento de la niña le indicó el camino. Adriana se sentó, murmurando: “Dios es bien raro”.

Ese mismo día, ya en la tarde, mientras Adriana acompañaba a su mamá a la tiendita, cuando pasaron al lado de un niño de la calle que pedía dinero, su mamá dijo: “Lo que necesitan esos niños es amor; por eso son malos: nomás se la pasan molestando a la gente”. Adriana miró al niño, que comía un trozo de pan, acompañado de un vasito de unicel con café, y luego miró a su madre. Entonces, pensó: “A lo mejor por eso dicen las monjas que hay que amar a Dios: para que deje de ser malo”.

De regreso a su casa, fue a buscar amigas. Fue por Carlita, la Verónica y la Brenda, que ern sus mjors amgs. Carta empezó a platicar sbre lo qe le ha ecro s ago, pero

Creo que me estoy quedando dormido. Mis ojos se cierran.

Hay unos profesores frente a mí. Los tres estamos en una salita de café. Estoy sentado en un sillón; ellos, cada uno en un sofá, uno frente al otro. Me levanto, camino hacia el ventanal: me gusta mirar los arbustos que están abajo, enfrente del edificio; parecen brócolis recién cocidos, enraizados en esa tierra roja como ladrillo, como de cancha de tenis. El edificio está sobre un peñasco. Se alcanza a ver una barranca; ésta luego se convierte en cerro; los cerros se multiplican a la distancia. Unos zopilotes planean en círculos, montados en una corriente caliente. El cielo se ve grisáceo. Vuelvo a mi asiento. La plática de mis profesores atrae mi atención.

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— Las cosas sólo tienen significado cuando han pasado a través de nuesta experiencia corporal y sensorial; nuestras experiencias más elementales les otorgan significado; la simultaneidad, unidad. Esos átomos experienciales asociados entres sí son las cosas en la mente, y las combinaciones son muchas —dice con la mirada perdida, perdida en su reflexión.

— ¿A qué le llamas átomos experienciales?— Al color, la textura, el olor, el peso, la temperatura, formas

geométricas, los movimientos que hacemos al relacionarnos con las cosas y, por supuesto, las emociones. Creo que no lo tengo muy claro todavía, jajaja.

— No entiendo... espera, ya entendí.— ...El sonido... —añade para completar su lista. Otra cosa

se le ocurre—: Eso podría explicar por qué hablar de Dios es tan difícil: porque no se compone de ninguna cosa elemental: es indetectable, luego, incognoscible... O se le otorgan significaciones ridículas, absurdas, contradictorias.

— Eso que ni qué —lo secunda, pero regresa al tema de lo que son las cosas—. Supongo que así también es como llegamos a identificarnos con partes del Mundo: mis brazos, mis piernas, mi cabeza... —dice, enfatizando los adjetivos posesivos.

— Ajá — asiente, y vuelve al punto donde estaba—. No tiene color, olor, peso, textura, forma. Ni tampoco se deriva de alguna relación superior con las cosas, derivada a su vez de átomos experienciales: Él creó el Universo, está fuera del Universo. Y las únicas asociaciones con él con sentido, o aparentemente con sentido, son las emocionales.

— Mmmh, parece que la única manera de percibir la existencia de Dios es emocionalmente, a través de un sentimiento de maravillamiento, sobrecogimiento...

— Ajá. Algunas personas dicen después de ver algo maravilloso: “Por eso Dios existe”.

— Ah, y tenemos sentimientos por las personas: tenemos emociones asociadas a las personas... Y a animales, y a veces a

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cosas. Además, a las personas las pensamos con emociones, les asociamos sentimientos... No a las cosas.

Despierto y me asusto un poco al recordar el incidente del vaso. Miro al cielo; tiene un azul intenso y unas hermosas nubes regordetas que se rasgan lentamente. Levanto mi mano, simulando que están a mi alcance. Sorpresivamente, veo una mano que se hunde en aquel algodón. ¡Es mi mano! Siento frío y humedad en la mano. Me asusto, me sobresalto y la retiro rápidamente. Mi mano está mojada. No entiendo. Trato de entender. Ahora levanto las dos manos. ¡Qué agradable fría humedad! Cierro y aprieto las manos en el interior de las nubes. Me emociono. Sonrío y agito los brazos, desgarrando las nubes en el centro de mi campo visual. Ha quedado, justo arriba de mí, un círculo azul cielo sobre un fondo blanco nebuloso. Hago otro círculo, y debajo de los dos, un pequeño arco: una cara abstracta en el cielo me sonríe, y me alegra un poco por dentro.

Me levanto del suelo y me sacudo el pasto. Miro al Sol, entrecerrando los ojos. Levanto la mano, lo apunto con el índice y le digo: “¡Tú!”. Me encorvo y me tapo la boca: me ha ganado la risa: el Sol no sabe que le he hecho una broma. Caigo de rodillas al suelo, llorando: ¡Estoy tan contento!

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¡Qué barbaridad!

Yo soy teólogo y entre nosotros los teólogos, por lo menos los que conozco, hay un teólogo matemático, y cuando digo “teólogo matemático” realmente quiero decir “teólogo matemático”. Ahora verán por qué.

Cuando le decía con esa mueca en que las comisuras de la boca hacen una herradura con los extremos hacia el piso, con seguridad mecánica y aparente reflexión: “Acá pocos tomamos en serio la Teoría del Diseño Inteligente...”, me interrumpió, acercándoseme a la oreja, como para que le pusiera una atención de complicidad.

— Sí, pero mira, ayer se me ocurrió algo bien loco. Ya ves que si alguien o algo inteligente diseñó al ojo, ese alguien o algo inteligente tiene que ser por lo menos tan complejo como el ojo que diseñó... ¿Me sigues? —me dijo y me puso su mano en el hombro, para que mi atención no cesara, ni mi complicidad.

— Sí.— Bueno, como el diseñador del ojo tiene que ser por lo

menos tan complejo como el ojo, esto supondría una cadena infinita de diseñadores. ¿Estás de acuerdo?

— Sí.— Ah, pues se me acaba de ocurrir una posible interpretación

matemática de esa cadena infinita —dijo, al mismo tiempo que abrió los ojos bien grandes, subiendo y bajando la cabeza, como diciendo “¿tú crees?”—. Para empezar, denotemos por Dk a los diseñadores de la cadena. Ahora interpretemos a los diseñadores como conjuntos y a la complejidad de los diseñadores como la cardinalidad, el número de elementos

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de los conjuntos, que son los diseñadores para nosotros. Entonces, pensemos que la cadena de diseñadores, la cadena de conjuntos para nosotros... ¿Los diseñadores para... nosotros? ¿O cómo era? Bueno, la cadena es de la siguiente forma: Dn es subconjunto de Dn-1 y Dn-1 es subconjunto de Dn-2, etcétera, D2 es subconjunto de D1 y D1 es subconjunto de D0, y la cadena continúa indefinidamente hacia atrás. Ora sí que nuestra cadena tiene último elemento pero no necesariamente primero, poniéndose así así ya bien matemático, ¿no? Por cierto, los subíndices son el dual de los naturales —dijo como si fuera una broma... no sé, simplemente le dio risa. De pronto, su mirada quedó un poco perdida en la nada y volvió—. Ah, ahora representemos a los objetos en el Universo igualmente por conjuntos, pero finitos, pues vamos a suponer que son de complejidad finita, es decir, que requieren una cantidad finita de pasos para ser construidos... Ajá —asintió consigo mismo, tamborileando los dedos bajo su barbilla—. Bueno, entonces si suponemos que D0, el último diseñador en nuestra cadena infinita, es de complejidad finita entonces terminaríamos con una cadena finita de diseñadores; por lo tanto, D0 tiene que ser de complejidad infinita, por lo menos numerable. Supongamos que es de complejidad infinita numerable; ya sé: supongamos de hecho que D0 es el conjunto de los números naturales. ¿Te late? —consideradamente me dijo, como si yo no entendiera apenas su explicación—. Y que Dk es D0 menos el conjunto que contiene al cero, al uno, al dos, al tres, y así, hasta el k-1 —dijo, entrelazando sus dedos; parecía que eso lo relajaba—. Tales conjuntos forman una cadena infinita decreciente... Sí, sí —dijo con unas íes muy cortas—. Ahora, todos los objetos, ya sea que haya una cantidad finita o infinita numerable en el Universo, debieron ser construidos por algún diseñador Dk

con k distinto de 0, pues el último diseñador es posiblemente el diseñador que resultó de crear todo en el Universo... a menos que Dn haya terminado el Universo primero y los n-1 posteriores

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hicieran a D0, en realidad D1 —me dijo, mirándome de lado y dando un empellón en mi antebrazo con su codo, como si eso fuera muy simpático—. Bueno, entonces a cada objeto se le puede asignar una subcadena finita de diseñadores del mismo tamaño que la complejidad del objeto; es decir, complejidad del objeto igual al tamaño de la subcadena. Por último, hagamos una relación de equivalencia en nuestra cadena de diseñadores. ¿Cómo ves?

— Muy bien —le contesté con un entusiasmo casi simulado pero cómplice.

— Digamos que Dk está relacionado con Dj si y sólo si tienen la misma complejidad. Luego, todos los diseñadores están en la misma clase, y podemos concluir que todos son un mismo diseñador, bajo la relación. La única clase sería el Diseñador. ¿Qué tal?, jajajajajajaja.

Parecía que se divertía tanto... 1

1Las discusiones entre teólogos son muy comunes; de hecho, de muchas de esas discusiones, sale el material para algún artículo, así que siempre traigo conmigo una grabadora de voz.

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Catalania

Arista v1v2

No me desperté enseguida; seguía con los ojos cerrados y oníricas imágenes disconexas que se hilaban poco a poco me venían a la mente. La gente hablaba con vocales muy largas o repetitivas; asimismo con las consonantes. Sí, hablaban con palabras de sólo dos letras, y no siempre tenían vocales. Me sentía un poco tenso: quería entender todo lo que decían; sí entendía, pero estaba tenso: no quería interrumpir con un “cómo”. Decidí levantarme.

Justo cuando puse un pie en el piso, vinieron a mi mente los números de Catalan, y las palabras de Dyck. Entonces me reí del sueño.

La primera vez que me encontré con los números de Catalan, me fascinaron. Desde entonces no paro de pensar en ellos, y no soy el único: Richard Stanley también tiene catalanía.

Al lado de mi cama siempre tengo una libreta donde escribo todo lo que se me ocurre, o casi todo lo que se me ocurre, porque también se me ocurren imágenes; aunque el ‘casi todo’ era porque a pesar de que todo el tiempo se me ocurren cosas, no siempre las escribo; realmente no tengo un criterio para decir qué escribiré y qué no. A veces escribo argumentos que demuestran alguna afirmación que he pensado previamente; otras, algún pensamiento suelto, y otras, no sólo escribo, sino también dibujo: triángulos, cuadrados, tableros, diagramas... Las demostraciones con diagramas me fascinan: son simples, sintéticas y, por lo tanto, bellas; no me considero un teórico en Categorías, pero sí un aficionado a la Teoría de Categorías.

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Tomé mi libreta y me puse a garabatear: acabo de descubrir que el n-ésimo número de Catalan es el número de maneras de unir con n cuerdas que no se intersectan, 2n puntos sobre la circunferencia de un círculo, y que también es el número de maneras de conectar 2n puntos del plano que yacen sobre una línea horizontal, por medio de n arcos que no se intersectan, de tal manera que cada arco conecta dos de los puntos y está por encima de los puntos; aunque tal vez esto ya lo sabe Stanley.

De pronto, todo me pareció distinto: mi cama, mi cuarto, mi casa, mi edificio, mi unidad, el cielo, las nubes, el sol, mi mundo. Dejé mi libreta sobre el buró y me levanté despacio, muy despacio, cautelosamente, con el cuidado de provocar la menor perturbación posible: no quería que este estado de cosas cambiara, se me escapara, se desvaneciera; era uno de esos momentos que cualquier pequeña inmutación podía hacer desaparecer, como una mariposa que se asusta al menor movimiento a su alrededor, como un pajarito que al menor acercamiento parte volando. Con lentitud y reserva me vestí y puse los tenis. Caminé hacia la puerta, descolgué las llaves del perchero para llaveros y cerré deslizándome por el pequeño resquicio que dejé entre la puerta y el marco. Bajé las escaleras y abandoné el edificio. Miré hacia arriba: el cielo tenía un color peculiar; tal vez se veía lila, con pequeñas vetas verdes, cubierto por rizos blancos y pequeñas masas globulares, los cuales se veían como una pila piramidal incompleta de bolitas de algodón. Hice una mueca por el sol: tengo astigmatismo y la luz me molesta un poco. Bajé la mirada y seguí. Caminé por los pasillos laberínticos de mi unidad hasta salir a la avenida; estaba un poco vacía, condición que me pareció extraña después. Tomé un micro. Bajé cerca de la Terminal del Norte, que fue hacia donde me dirigí.

En la terminal la atmósfera se percibía ligera, tenue, algo inverosímil. Me acerqué a uno de los mostradores de las líneas de autobuses.

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Un nombre en el tablero de destinos llamó mi atención: Catalania. Decididamente y sólo motivado por mi afición a los números de Catalan, compré un boleto para Catalania. Me dirigí al andén 1, de donde saldría mi camión, con el número 2; al mirar mi número de asiento, me percaté que sin darme cuenta había escogido el número 5. Esperé durante una hora a que mi autobús estuviera listo, no sin impacientarme y pensar con recurrencia progresiva en los números de Catalan, y en el posible aspecto de Catalania. La imaginaba como un pueblito fundado por catalanes, y que, por lo tanto, era un lugar famoso por su buena butifarra.

Finalmente abordé. Ya sentado, acomodándome y espe-rando que nadie se sentara a mi lado, o por lo menos nadie desagradable, recordé el número de mi andén, el de mi autobús y el de mi asiento: 1,2,5; intrigado, miré el reloj que estaba justo por encima del chofer: marcaba las 14 horas: 1,2,5,14; no le di importancia y me puse a mirar por la enorme ventanilla mientras pensaba que los asientos en el autobús estaban distribuidos según módulo 4: por ejemplo, el asiento 17 está del lado de la ventanilla y en la misma fila en que estaba mi asiento; más precisamente, los asientos cero módulo 4 están del lado de la ventanilla y no del lado del chofer, los asientos 3 módulo 4 están del lado del pasillo y no del lado del chofer, los asientos 2 módulo 4 están del lado del pasillo y del lado del chofer —aunque no en la fila del chofer—, los asientos 1 módulo 4 están del lado de la ventanilla y del lado del chofer, es decir, de mi mismo lado. Supongo que el asiento del chofer es el -3.

Resoplé un poco: me quería concentrar. Siempre que voy a Oaxaca, me pongo a ver atentamente la ruta que toma el autobús: “cuando vaya en auto a Oaxaca...”; creo que es una buena ruta; pero siempre me intrigan los sonidos de la película en el autobús, y me atrapan: yendo a Oaxaca he visto buenas películas; así que termino sin darme cuenta cómo sale de la ciudad. En esta ocasión, me ocurrió lo mismo.

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Ya en la carretera, contemplando las nubes, los cerritos con sus arbustos ralos, la línea blanca de la carretera, los letreros, un número atrajo mi atención: 42; estaba escrito en una de esas paletas metálicas de fondo blanco y signos negros. Justo después, el autobús tomó el lado derecho de una bifurcación: ahora estábamos en el kilómetro 132. El último cartel que pude ver decía “km 429”: el paisaje comenzaba a ponerse borroso por la increíble rapidez aparente con la que empezamos a movernos; aparente, porque el autobús no parecía sufrir ningún tipo de vibración o algo que pudiera esperar que fuera consecuencia de tal velocidad. Enseguida repasé en mi mente: “429 es el séptimo número de Catalan, 132 el sexto, 42 el quinto, 14 el cuarto, 5 el tercero, 2 el segundo y 1 el primero”. Estaba desconcertado, asombrado, incrédulo, emocionado; reí por un momento; en otro, tuve miedo: “¿adónde voy?, ¿nuestra velocidad crecerá desmesuradamente? Lo más seguro, y quizás lo menos insólito, es que recorramos una espiral de longitud infinita; Catalania ha de estar en el centro, en el centro de la espiral”.

Llegamos en 30 minutos. Supongo que me encontré con todos los números de Catalan en una hora y media.

Caminé por el pasillo del autobús con calma, mirando y sintiendo cada uno de mis pasos, avanzando pacientemente y con expectación, detrás de los pasajeros más apresurados. Cuando llegué a los escalones que van a dar al tablero del chofer, miré al chofer de reojo: siempre creo que quieren que les dé las gracias; alguno que está delante de mí es de los que lo hace, y eso me hace dudar: ¿tengo que hacerlo o no? Pero esta vez era distinto: también lo miré de reojo porque pensé que tal vez me daría una pista del lugar al que habíamos arribado. Pero nada.

Al salir del autobús, un aire fresco —más bien fresco por el contraste del aire acedo del autobús, como si hubiéramos viajado por horas— me sopló en la cara y en el cuerpo, refrescándome el rostro, las axilas y el vientre. Enseguida sentí hambre.

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Comencé a buscar alguna tienda de chucherías. Pronto me di cuenta de que en Catalania no se hablaba español, o por lo menos el español no se escribía igual que de donde venía: todas las palabras de todos los letreros que vi tenían sólo dos letras, latinas por cierto. Rápidamente encontré una tienda. Tenían papas, cacahuates y gomitas, y otras chatarritas; en sendas envolturas se leían sendas leyendas: “papa”, “uauauuauaa” y “ogoogogg” respectivamente. Tomé una bolsa de papa y fui con el tendero. Levanté la bolsa frente a él, sacudiéndola, suponiendo que me entendería, pero simplemente tomó otra bolsa de papa como la mía y la sacudió igual. Me animé y le dije “cuánto”, en español. Tomó mi bolsita y la pasó por lo que parecía un lector de código; sólo aparecieron ceros y unos en la pantalla donde normalmente aparecen cantidades. “Binario”, sonreí. Sin pensarlo mucho, pasé la cantidad a sistema decimal y le pasé el dinero, mexicano. Entonces me señaló una ventanilla a lo lejos, justo enfrente. Supuse que quería dinero catalanio, y que existía el dinero catalanio. Fui a esa ventanilla, cambié mi dinero y pagué con dinero catalanio, cuyos billetes eran todos de colores muy vistosos; había uno de un color púrpura muy intenso y brillante, con un edificio romanesco gótico en relieve por un lado y con el perfil de Eugène Charles Catalan por el otro, y sobre el edificio, estaba impresa una iridiscente espiral acotada de longitud infinita. A decir verdad, todos tenían, por uno de los lados, el perfil de Eugène Charles Catalan, y por el otro, una espiral iridiscente acotada de longitud infinita, lo cual me dejó francamente muy emocionado. Las monedas que me dieron eran de color cobre opaco; tenían, en una de las caras, un león estilizado parado sobre sus patas traseras sobre un fondo de franjas horizontales; en la otra, la denominación y algún personaje que desconocía. Todo eso me hizo pensar en Lesotho. Tomé un tata (taxi), y al taxista le dije con gestos que quería dormir —acostándome sobre el asiento y fingiendo que roncaba—; no porque quisiera dormir, sino porque no se me ocurrió otra manera de decirle que quería ir a un hotel.

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El hotel se llamaba La On Lolo Trtr Momomo. Haciendo cuentas, sólo me alcanzaba para una noche. Salí a caminar.

Arista v2v3

Llegué a lo que parecía un café y me senté. “Qué lástima que no traigo una llave sin cortar”, pensé, al recordar Siete pecados capitales de Milorad Pavić. Una mujer de pie apareció al lado de mi mesa y me dijo: “Me llamo Bibi, pero cuando pienso en Siete pecados capitales de Milorad Pavić, me llamo Aseneta. ¿Traes una llave sin cortar? Porque yo traigo en mi bolso un pendiente”. Sonreí y le dije: “De traer una llave sin cortar, Aristin sería mi nombre”. Nos miramos detenidamente; ella con un rostro indeciso, pensativo, inseguro y las manos tensas; yo pensando: “Quédate... por favor”. Poco a poco su rostro y sus manos comenzaron a relajarse, hasta que finalmente se movió a la izquierda, jaló la silla y se sentó. Me emocioné al pensar que podía enamorarme, y supongo que ella también.

Me sentía tan inesperada y sorpresivamente cómodo con ella. Era juguetona con la semántica, de un humor sutilmente mordaz pero primoroso: me hizo reír de mí mismo, varias veces. La compañía del uno al otro era una diamantina pompa de jabón: éramos un mundo en el mundo; nuestras palabras y gestos nos envolvían, nos abrazaban y nos levantaban en el aire; nos transportaban suave y sinuosamente sin rumbo, en el mundo; porque veíamos el mundo. Inesperadamente me dijo que me enseñaría catalanio, y acepté. También me dijo que iríamos a un parque.

Levantó la mano para llamar al mesero. Yo ordené un té de manzanilla con regaliz y ella su té chai. Le gusta el té chai, me dijo, por sus esencias picositas, además de que le gusta el té con leche. A mí, después que el vaho de manzanilla me sube por el paladar, me agrada que el regaliz me estimule las papilas, primero la punta, luego la base de la lengua.

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En algún momento, mientras tomábamos té, sacó una libreta de su bolso. Cuando la abrió, vi letras alineadas en renglones. Daba vuelta a las páginas; de repente se detenía, tal vez para recordar algo o quizás sólo para mirar algo que le gustaba. Entre las cosas que vi, o me pareció ver, había fórmulas químicas. “¿Será química, bióloga, médico?”. Se detuvo, parecía que cambiaba de opinión, hizo un gesto de no con la cabeza, cerró su libreta y la guardó.

Me puse a observar a mi alrededor, a la gente en el café. Al principio todo parecía normal, como en cualquier otro lugar; sin embargo, al mirar con mayor cuidado, casi sin parpadear, la gente se veía traslúcida, sólo un poco, a ratos, muy breves, no todas las personas al mismo tiempo. Abrí los ojos grandes por el asombro. Bibi ha de haberlo notado porque me preguntó “¿qué pasa?”. Dije “nada”, dando el último sorbo a mi té. “Pues vamos al parque mientras te explico la gramática catalania”.

Arista v2v4

Caminé durante horas. Varias veces me perdí, hasta que en-contré un parque, donde me senté a mirar la gente pasar. (En realidad no dejé de estar perdido cuando encontré el parque, pero me sentí tan tranquilo en el parque, que la ansiedad cesó; porque sería un poco extraño que si no conocía la ciudad, sí conociera un parque de la ciudad sin nunca haber estado en él: estaba igualmente perdido en el parque. Tal vez sería mejor decir que varias veces me perdí, hasta que salí de un parque; porque bien podría haber sucedido que al salir del parque me encontrara con la calle que me llevó al parque, la cual ya conocía antes. Pero no, eso no sucedió). No pasó nadie.

Todo el parque era de un tono amarillo, naranja, rojo y café, con pequeños manchones verdes aquí y allá. El viento soplaba de pronto, levantando las hojas delicadamente, arrastrándolas un poco y haciendo sonar las copas de los árboles como una

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víbora de cascabel arrulladora. Algún pájaro solitario emitía su canto colorido, desde lejos, desde cerca.

Entretenido con el viento, con el canto y el arrullo, me percaté de que los árboles eran un poco extraños: los troncos tenían unas partes nudosas que los seccionaban en segmentos de igual longitud. Quisiera decir que no llamaré “ramas” a los segmentos de tronco; porque había árboles que no tenían precisamente un tronco vertical del cual salieran los demás segmentos de tronco, sino que tenían, por ejemplo, un tronco bifurcado desde el suelo, como una V; ni tampoco era muy distinto el grosor de los segmentos de tronco más cercanos a las hojas que el grosor de los más cercanos al suelo. Al final de cada tronco había un manojo de hojas. Lo siguiente que noté, caminando entre los árboles y volviendo a mi banca, hasta que alguien la ocupó, fue que había varios tipos de árboles.

Había unos árboles de cuyos nódulos partían a lo más tres segmentos de tronco; en otras palabras, eran árboles binarios. Encontré exactamente dos árboles binarios con dos nódulos, cinco árboles binarios con tres nódulos, 14 con cuatro nódulos, 42 con cinco nódulos, 132 con seis, 429 con siete, y con velocidad vertiginosa, pude contar una cantidad infinita de árboles en un tiempo finito, y otra vez, me había encontrado con todos los números de Catalan. Algo bastante abracadabrante.

Otro tipo de árboles era el de unos de una extrañeza, diría, llana. ¡Crecían como dentro de un plano! Había un ángulo desde el que se les podía ver como un árbol que yacía entre dos placas de vidrio verticales que lo aplastaban. Éstos también eran árboles binarios, árboles planos binarios. Había exactamente dos árboles planos binarios con cinco nódulos, cinco árboles planos binarios con siete nódulos, 14 con nueve nódulos, 42 con once nódulos, 132 con trece, 429 con quince nódulos, y otra vez, en un profundo ensimismamiento, pude contar una cantidad infinita de árboles en un tiempo finito.

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Otro tipo de árboles, igualmente planos, no necesariamente binarios, era el de unos cuya trayectoria más a la derecha de cada subárbol de la raíz tenía longitud par. El n-ésimo número de Catalan era el número de árboles de ese tipo con n+2 nódulos. Cada vez me sorprendía menos encontrarme con todos los números de Catalan en la naturaleza, en esta naturaleza.

El hombre en la banca era joven pero triste, cansado. Me acerqué y me senté a su lado. Desinhibidamente el hombre comenzó a hablar, al aire, o a mí; miraba al frente. Hablaba de su esposa; de su forma de vestir, de caminar, de dormir, de reír; de sus gestos cuando lloraba, se conmovía, se alegraba, se emocionaba, se irritaba, se impacientaba, se confundía. La extrañaba. El hombre se callaba y continuaba. Se cocinaban, se atendían en la enfermedad, se consolaban en la pena, se procuraban placer. Tenían pláticas sin fin, momentos inacabables de risas contagiosas e indetenibles, ocios cautivantes hasta que sus mentes se agotaban, caricias ubicuas sin motivo, besos eternos; hacían el amor interminablemente: eran dos adolescentes apasionados y fogosos cuando el amor físico los inundaba y dos niños tiernos cuando el amor inmaterial los envolvía. Se amaban como el Sol da vida a la Tierra.

El hombre se puso de pie, luego yo, me miró a los ojos, me dio la mano y la tomé, momento en que vi a través, brevemente; vislumbré a su mujer, difusa y varia, mujer múltiple cuya muerte aumentaba la carga en sus hombros, a un ritmo que se antojaba vertiginoso y alucinante, de la misma manera en que recorrí estos árboles caprichosamente catalanios. Solté su mano enseguida. Me miró con aflicción benevolente y afable y se fue con paso lento; pero desapareció como una ráfaga.

Mientras miraba el recuerdo del hombre que se alejaba, superpuesto al sendero del parque que tenía frente a mí, una araña pequeñísima se posó en mi hombro izquierdo. Me levanté de manera que la araña quedara suspendida, meciéndose en el aire. Seguí el hilo de seda que iba desde sus hileras hasta una horqueta del árbol justo detrás de la banca, donde el hilo desaparecía.

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Trepé al árbol y me encontré con una telaraña, la cual estaba hecha de exactamente 20 cuerdas que cruzaban un anillo de seda empotrado horizontalmente cerca de la base de la horqueta. Ninguna de las cuerdas se cruzaban entre sí, lo que me hizo recordar lo que había garabateado en mi libreta por la mañana; así que supuse que habría seis mil quinientos sesenta y cuatro millones ciento veinte mil cuatrocientas veinte configuraciones distintas (quizás asociadas a cada subespecie de araña) de telarañas hechas de 20 cuerdas sin cruzarse entre sí que cruzaban una circunferencia de seda. Al darme cuenta de la posible cantidad de arañas que podrían habitar el parque, sentí un miedo que me erizó los vellos y me secó la boca. Quería huir de ahí lo más rápido que pudiera. Inmediatamente salté del árbol. Me recompuse por la caída y comencé a correr desesperadamente. Mi respiración de pronto se hizo lenta, perdía fuerzas en mis piernas, me desvanecía. Involuntariamente mis piernas se flexionaron; yacía recostado sobre mi lado derecho, con una cefalea intensa y punzante, con un hormigueo incipiente y creciente por todo el cuerpo. Respirando con mayor dificultad y con un frío recorriendo mi cuerpo, vi cómo una araña pequeñísima, como aquella en mi hombro izquierdo, recorría mi hombro derecho sobre mi brazo extendido. Mi cuerpo se transformó en espasmos insoportables y en sudoración intensa. Se me cerró la garganta, el tiempo se detuvo, me hice frágil como una escultura de cristal.

Arista v3v5

No caminamos más que por callejas y callejones, bordeados por casas de aspecto medieval, de frontones triangulares, de dos o tres pisos, de ventanas cuadradas u ojivales. Las ventanas solían estar acomodadas en arreglos de tres renglones por tres columnas o tres renglones por dos columnas, o con otras variaciones no mucho más complicadas.

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Las puertas solían ser de madera con herrajes de volutas foliáceas y con aldabas sencillas. Los muros eran en su mayoría blancos y lisos o de piedra color arena o de ladrillo.

Mientras caminábamos por uno de esos callejones y saludábamos a la gente de vez en vez —Bibi por convención y yo por imitación—, Bibi me explicaba algunas reglas del idioma catalanio. Primero me habló de las formas de las palabras, de su forma interna; pero no desde un punto de vista gramatical sino uno puramente formal. Diría que hablamos de la logomorfía catalania. Todas las palabras en catalanio están formadas por dos letras distintas, sin importar que tengan un sonido vocálico o consonántico; cuando tiene puros sonidos consonánticos, la palabra es pronunciada, sin emisión de algún sonido vocálico distinguible, con una resonancia baja y grave que sólo sirve de apoyo sonoro. Tal vez la resonancia asemeja la u del japonés. Las dos letras distintas en la palabra aparecen un mismo número de veces —así que toda palabra es de longitud par—. La primera letra, mientras se lee la palabra, aparece más o igual número de veces que la otra letra pero no menos. Es decir, las palabras catalanias son palabras de Dyck.

Después me habló de las reglas gramaticales, las cuales me recordaron un poco el francés. Algo que sin duda atrajo mi atención fue que las conjugaciones de cualquier verbo en modo indicativo eran simplemente las cinco variaciones que se pueden obtener al considerar palabras de Dyck de longitud seis.

Al salir de una calleja bastante estrecha, tan estrecha como para que sólo cupieran tres hombres más o menos robustos, colocados hombro con hombro, nos topamos con una calzada, en cuyo costado más alejado de nosotros se encontraba un parque, el cual tenía las hojas de sus árboles secas, de un hermoso color anaranjado brillante, con algunas tonalidades rojas y amarillas. Tenía bancas a lo largo de toda su orilla que podía ver. Éstas estaban dirigidas hacia la calzada.

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Nos sentamos en una banca, quedándonos en silencio por un rato, escuchando los escasos autos pasar como las olas lejanas del mar, el viento silenciante a través de las copas de los árboles, el gorjeo extraordinario de sílabas burbujeantes de algún pájaro contento, o de una oropéndola de Moctezuma. Bibi se levantó repentinamente, a la vez que me dijo “espérame aquí”, y se dirigió a la acera de enfrente. La vi entrar a una casa de dos pisos, de color rojo, con un gablete de bordes almenados; parecía una tienda gótica Dulces de Celaya, lo que me llevó a ensoñar en los interiores art nouveau de aquella tienda en el Centro Histórico sobre Cinco de Mayo, en las molduras orgánicas y vegetales, en los pimpollos con tallos de volutas sensuales, en lo vivo, en lo cálido y acogedor. Luego imaginé a Bibi siendo atendida por una mujer quizás vieja, de una alegría malvada y atrayente, sin embargo, cuyos actos no la harían más que una mujer amable, o incluso buena, y por lo tanto más sospechosa. La imaginé comprando turrones de yema, manzanitas de guayaba, de limón, piñoninas, doraditas de pistacho, cocadas... Me detuve. Tuve la impresión de que Bibi ya hacía bastante rato que no volvía. Me levanté preocupado y fui a la tienda. El reflejo en los cristales no me dejaba ver y puse mis manos a los lados de mis ojos para mirar a través. El lugar estaba vacío. El vértigo se adueñó de mi cuerpo. Miré a la izquierda y derecha, dando un paso inacabado y por lo tanto torpe. Me dirigí a la izquierda, dudando. Llegué al callejón por donde habíamos salido y di vuelta a la derecha. Di vuelta a la derecha otra vez, y rápidamente me topé con un edificio que me hizo dar vuelta a la izquierda. Caminaba y caminaba. El muro no tenía fin. Las ventanas eran una cinta interminable de rectángulos monótonos y enajenantes; buscaba una puerta que no aparecía nunca. Pensaba más y más en Bibi, con más y más ansiedad. El muro terminó, ni una puerta me encontré. Di vuelta a la derecha. Caminaba, mirando el piso, pensando en que quería verla, saber que existía, que sí existía. “¿Dónde está?”.

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Finalmente apareció una puerta, con una aldaba quimérica difícil de no querer azotar. La puerta se abrió, apenas, y desde ese resquicio negro, se asomó un hombre de capucha oscura y de rasgos increíblemente extraños. Cuando me miró detenidamente a los ojos, abrió la puerta casi por completo, y la luz iluminó a cinco hombres igualmente vestidos y de rasgos igualmente extraños. Pasé y todos comenzaron a hablar, a mí, al de junto, al de enfrente, al de más allá; hablaban de Dios y de los números de Catalan. Lo sé porque Dios en catalanio se dice Toto y los números enteros no negativos se dicen no, uc, uucc, uuuccc, uuuucccc, uuuuuccccc, uuuuuucccccc, uuuuuuuccccccc,... Entre más grande era el número, más exaltados lo pronunciaban. La discusión se hizo eterna, infinita, angustiante. Nunca encontré a Bibi.

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Mientras caminábamos por callejones empedrados y casas de estilo medieval, con gablete y buhardillas, recordé que quería preguntarle si era bióloga, química o médico, y lo hice. Sonrío, entre sorprendida y consciente: “Seguramente viste las fórmulas en mi libreta”. Hizo una pequeña pausa, de alivio, de gusto y, finalmente, de seguridad: “Pues soy química. ¿Y tú?”. “Matemático”, dije, con lentitud, como si fuera un secreto del cual no quisiera deshacerme. Soltó una carcajada hacia arriba, insonora, y dijo: “Qué divertido”; entonces fijamente miró el piso y luego, a mí, traviesamente: “Pues entonces lo que te voy a contar te va a gustar”, y comenzó a explicarme las estructuras de enlace de las moléculas.

“La molécula más pequeña es un cuadrado. Los vértices del cuadrado son los átomos y los lados los enlaces. Cualquier otra molécula es una colección de cuadrados cuyos lados contiguos empatan perfectamente unos con otros y que forman una sola pieza cuyo perímetro se puede recorrer con pasos hacia arriba o

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a la derecha y luego regresar al punto de partida con el mismo número de pasos hacia abajo o a la izquierda... Esto último lo dije de memoria”, sonreía, ella en mis ojos; yo en los suyos. Éramos dos niños que se perseguían el uno al otro. “Sí me gustó”: esas colecciones de cuadrados que cumplen la condición del recorrido mencionada son poliominós paralelogramos, y el n-ésimo número de Catalan es el número de poliominós paralelogramos de perímetro 2n+2. Casi nos abrazamos.

“Si eres química, seguramente sabes algo de Mecánica Cuántica”. “Muy poco, la verdad, muy poco. ¿Por qué?”. “Porque me gusta la física... De hecho, estudié Relatividad Especial”. Entonces su rostro perdió toda expresión, como si tratara de recordar algo: “Hay una sola cosa que recuerdo, por lo inverosímil, extravagante pero posible de ésta: la Interpretación de los Múltiples Mundos. Según esta interpretación, el Universo se compone de muchos mundos, además del mundo que percibimos. El Universo es todo lo que existe y un mundo es una totalidad de objetos macroscópicos, que son aquellos que están en un estado descrito de manera clásica, desde la Física Clásica. Un mundo definido en un momento particular corresponde a un único mundo en el pasado pero a una multitud de mundos en el futuro; es decir, un mundo definido en un tiempo particular es un cúmulo arbóreo de mundos, y así como hay varios mundos, hay varias Bibis: yo estoy definida por una descripción clásica en un tiempo particular. Yo y Bibi no son la misma cosa. A Bibi le corresponde una única Bibi del pasado pero todas las posibles Bibis en el futuro. Yo correspondo a una sola descripción. No tiene sentido hablar de varios yos”. Se detuvo momentáneamente y continuó: “Algunos creen que los breves traslucimientos, los que seguramente ya notaste, son escisiones, ramificaciones, de nuestro mundo, del mundo de cada uno”. Entonces se quedó en silencio, como si hubiera salido de un trance, y dijo: “Eso es lo que recuerdo”. Miramos al frente y nos topamos con un parque, tocado por el otoño,

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anaranjado, amarillo y rojo, con algunos salpicones verdes aquí y allá. “Pues éste es el parque”, me dijo. “¿Te gusta?”. “Sí, me gusta mucho”, le contesté, con complacencia.

Entramos, y caminamos, ligeramente ensimismados, acompañados por el crujir de las hojas, escuchando los pájaros y mirando los árboles. Éstos eran extraños: en las horquetas, de donde partían los troncos o ramas, había unos nódulos, y no había una diferencia notable entre lo que podría ser un tronco y lo que podría ser una rama. Antes de poder observarlos con mayor detenimiento, Bibi dijo, inesperadamente: “La gente le teme a este parque: creen que está densamente poblado por arañas”. Miró al suelo, inmóvil: “Yo estudio su veneno”. No sabía si besarla, preguntarle qué tipo de veneno, asombrarme visiblemente, tomarle la mano, fruncir el ceño de extrañamiento: no sabía qué hacer... pero me enamoraba cada vez más de esta insólita mujer, de Bibi. Me decidí y tomé su mano, y no me soltó. Salimos del parque, de esa alameda de enamoramiento nostálgico, etéreo, anaranjado, amarillo y rojo: (paradójicamente) intenso y vasto.

Arista v6v7

Desde ese extremo del parque podíamos ver las montañas, co-ronadas por unas hermosas nubes lenticulares, sobre un cielo azul intenso, casi como en una visión de dibujo animado, lo que me hizo recordar la sensación de suspensión, de laxitud, de emocionalidad libre y resguardada cuando, de niño, miraba las caricaturas, y a mi lado, presente, también en paréntesis, Bibi. Me puse a contemplar las montañas, sus relieves y depresiones alineadas, sus contornos acerados y sus puntas culminantes en forma de triángulo. Las del frente eran de un color terroso, las del medio de un verde profundo y las del fondo de un azul plomo de una tranquilidad penetrante. Al observar prolijamente el perfil de las montañas, se podían ver

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unos peñascos, desde la falda hasta la cima, separados unos de otros a la misma distancia. Si se seguía la silueta de izquierda a derecha y se pensaba el segmento entre peñascos como un paso, se obtenían trayectorias con pasos inclinados hacia arriba y hacia abajo, las cuales nunca rebasaban el pie de la montaña. El número de montañas que tenían tres pasos hacia arriba, no necesariamente consecutivos, era 5; sabía que eran cinco porque se encontraban justo al frente. Al no poder ver el pie de las montañas posteriores, conjeturé, sin vacilación y guiado por el perímetro visible, que las de cuatro pasos hacia arriba eran 14, que las de cinco eran 42, que las de seis eran 132... Avistando más y más hacia atrás, la cordillera se tornó más y más negra, las montañas se hicieron más y más colosales; la oscuridad invadió mi campo visual, la insensibilidad se apoderó de mi percepción; la mano de Bibi se escurrió entre mis dedos; extendí desesperadamente mi mano, para alcanzarla nuevamente; momentáneamente sentí la caricia de uno de sus dedos. Todo se ennegreció: me hice infinitamente pequeño; me quedé infinitamente solo, para siempre.

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Tropecé con la raíz de un árbol y me golpeé fuertemente la cabeza con una piedra de bordes afilados. Yacía derribado en la banqueta, aturdido, mientras Bibi me decía: “Repite después de mí: 112233”. Yo repetía: “112233”. Entonces ella: “112332”. Yo la seguía: “112332”. Ella: “122331”, y así, alternadamente (ella, yo), continuó recitando: “123321, 122133”. Me sentía desazonado, confundido, mientras ella proseguía: “11223344, 11223443, 11233244, 11233442...”. Sólo se me ocurría pensar en permutaciones de multiconjuntos. Bibi se detuvo y sacó una servilleta de su bolso: por una de mis mejillas, cerca de la patilla, sentí la humedad de la sangre que comenzó a escurrirme por la cabeza: una gota escarlata chocó contra el piso, espesa

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y pesada. Bibi comenzó a moverse de manera errática: se paraba, se acuclillaba, caminaba de aquí para allá, cubría su boca nerviosamente, balbuceaba. Finalmente se arrodilló a mi lado, casi llorando: “Cuando caminaba contigo en la alameda, las hojas tenían un color tan hermoso, tan intenso, tan brillante, crepitaban como la leña en una fogata, dando calor, arrebatando la mente; los pájaros cantaban haciendo un eco embelesante en mi interior hasta casi llegar al llanto, al llanto alegre y tranquilo de incredulidad, de gratitud. Los árboles lucían gallardos pero afables, con sus copas grandes y atentas; eran comprensibles y sabios... No nos hizo falta la llave sin cortar para enamorarnos”. Todo comenzó a girar en espiral, desvaneciéndose, mezclándose, vertiginosamente; yo caía precipitadamente, en mi interior, a ningún lado. Todo se ha ido.

Epílogo

Estoy tendido en un campo de hierbas altas y secas. Una pequeña mariposa amarilla parte volando mientras pienso en un árbol plantado trivalente con ocho nódulos.

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Neftis Amonet

Un ave rapaz vuela ligera sobre un cielo azul claro, emba-durnado con dos nubes deshilachadas, una mucho más grande que la otra, y con un sol brillante que irradia todo. Una mujer desnuda y amarillenta yace tendida en la tierra, en el desierto. El ave se posa cerca de su mollera, se muestra vigilante y protectora. La mujer se levanta, flemáticamente, y el ave se acurruca a sus pies, como una hija, o una hermana. La mujer se acuclilla y con ternura le besa la cabeza.

Trece de noviembre. El hombre abrió los ojos y, expectante, giró la cabeza, a su derecha. Su amada estaba recostada, con la boca entreabierta; llevaba puesto un camisón de seda que le llegaba a la mitad de los muslos. Era de color verde oscuro, el cual contrastaba de una manera desconcertadamente pictórica con su piel amarillenta. Tenía tres manchas oscuras color ámbar en el labio superior, y eso a él le preocupaba.

“Buenos días, mi amor. ¿Fruta y pan tostado con mermelada o dos huevos sin yema?”, se acercó besando su mejilla. “Ya sé: hoy es martes: fruta y pan tostado con mermelada”. Se sentó en la orilla de la cama, miró el reloj despertador, pensativo: “Hoy me gustaría pasar el día entero contigo, mi amor; platicaríamos... Tengo que ir a dar clases”, y se levantó decididamente. Le preparó el desayuno y se lo llevó a la cama: “Que tengas un buen día”. Desayunó lo más rápido que pudo. Antes de salir, verificó que todas las llaves de la estufa estuvieran cerradas: su anosmia podría provocar un accidente.

El hombre regresó cansado, pero animado porque estaría con ella, con Neftis, quien siempre lo escucha con una serenidad

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sepulcral, de viento tibio en la soledad de un bosque oscuro, con las sombras de los árboles por todos lados. “Te amo, Neftis”, besó su labio superior, apoyando los labios largo rato, para sentirla, respirarla, vivir, por un instante, del aire mezclado con ella. Se separó y entonces la miró a los ojos, con una sonrisa de una melancolía alegre. “Me gusta viajar en el metro cuando me dirijo al instituto”, dijo, sin ninguna expresión, mirando al techo, mientras se recostaba a su lado, colocando las manos en la nuca. Entonces le tomó la mano, le acarició el brazo, el hombro, el cuello. Se acurrucó a su lado, abrazándola fuertemente.

Catorce de noviembre. Neftis estaba desnuda, iluminada por una tenue luz anaranjada y lila que entraba por la ventana que estaba del lado derecho de la cama. Apenas si se notaba el moretón color salami en el dorso de su mano izquierda y en la parte interior de su codo del mismo lado. Tenía tres leves moraduras azuladas en el abdomen. Él estaba de pie, ya vestido para ir a trabajar, frente a la cama, bajo esa tenue penumbra del amanecer, contemplándola: miraba su cabello lacio y negro, su vientre, sus caderas, sus piernas delgadas pero, sobre todo, ese lunar ligeramente carnoso en la ingle, cerca de la cadera, que tanto le gustaba acariciar, mediante círculos, con la yema de su dedo índice de la mano derecha, mientras su mano izquierda hacía, involuntariamente, el mismo movimiento con el mismo dedo, como una mano reflejada en el espejo. Inclinó un poco la cabeza hacia abajo y apretó los ojos, respirando profundamente; tal vez retenía el llanto: tenía un doloroso nudo en la garganta. Con una voz trémula y casi silente, le dijo: “te amo”, después de lo cual comenzó a calmarse. Salió del departamento, no sin antes verificar que todos los vanos de ventanas y puerta de entrada estuvieran bien sellados.

“Neftis Amonet, ya volví”, la saludó desde la puerta de entrada, con una voz agudizada, como la de un niño; caminó deprisa hacia la habitación llevando un beleño blanco, flor

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amarilla de garganta purpúrea, y se la extendió, con una sonrisa ingenua; así permaneció largo rato, inmóvil, a la vez que la sonrisa se le desdibujaba. Se le acercó y le colocó la flor en la mano derecha. “Espero que te guste”, dijo en voz baja. Se desvistió y se acostó dándole la espalda, como un hombre que se siente solo por el abandono de su mujer, que lo ama en silencio.

Quince de noviembre. El hombre seguía durmiendo: los jueves trabaja a partir de las dos. Los rayos del sol entraban intensos por la ventana. Despertó, y, al verla, se percató de que los moretones en el abdomen se habían oscurecido y que aparecía un leve cambio de color en el empeine derecho, también notó unas pequeñas estrias rojas que asomaban de las axilas y unos puntos rojos alrededor del cuello, y fijó la mirada en las venas del brazo izquierdo, ahora visibles. “Me encanta verte en la falda de tubo color rojo”, le dijo, recostado boca abajo, levantando la cabeza y abriendo bien los ojos: le ratificaba: a ella le gustaba que le dijera que le gustaba verla en esa falda. Se levantó, fue al clóset y sacó la falda de tubo junto con una camisa blanca que bien delineaba la cintura y las caderas de Neftis; la vistió. La miraba de pie frente a la cama.

Recordó el día en que se conocieron. Ella estaba justo en el centro del Kiosco Morisco, en el centro del octágono, rodeada por los ocho pilares, mirando la cúpula. Llevaba esa misma falda de tubo color rojo y esa misma camisa blanca. Era un ave del paraíso regia en la jaula de un sultán. Él la contemplaba desde las escaleras. Neftis se volvió y le sonrió. El hombre se le acercó: “Cuando era niño, me gustaba venir al kiosco, pararme en su centro, mirar la cúpula y dar vueltas; era como un caleidoscopio”. Entonces ella giró y miró la cúpula: “Me gustan los caleidoscopios”. Imaginando lo que ella estaría viendo, el hombre dijo apresurado y lleno de ansiedad, como si tuviera ocho años: “Yo también quiero girar”, y la tomó de los brazos, suavemente, con las manos en los codos; a Neftis se le puso la

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piel chinita, de emoción, de que no se lo esperaba, y escondió un poco el rostro: se había enrojecido; dio un paso hacia atrás, involuntariamente, y lo vio girar, emocionado, emocionada. Él se detuvo, encogiéndose y riendo de timidez nerviosa: se dio cuenta de que era observado, e hizo una risa boba; entonces los dos se carcajearon, encorvándose, recargando las manos sobre las rodillas y estirando el cuello como unas tortugas que quieren besarse: se dieron cuenta de que eran unos adultos hechos niños (o tortugas). Ese día casi se tomaron de las manos.

Con la risa congelada y los ojos perdidos (en los recuerdos) le preguntó como un autómata, o como quien le habla a su imaginación: “¿Quieres ir al Kiosco Morisco?”. Las palabras no recorrieron el cuarto como mariposas que revolotean; cayeron como bolas de acero haciendo un ruido seco sobre el concreto. Con una aflicción aplastante caminó hasta su buró, de donde sacó un cortauñas. Se cortó las uñas de los pies, hasta que una gota de sangre apareció hipnotizante en el borde izquierdo donde precisamente se hunde la uña del dedo gordo del pie. “La gente me desespera; no quiero estar con la gente; no quiero que me toquen, que me rocen, que me hablen: se me estrecha aquí donde se juntan los conductos nasales, los lacrimales y la garganta, se me aprieta el ceño, y me duele... Neftis...”. Lloró. Limpio, con una camisa azul cielo y pantalones oscuros, y con unos contrastantes ojos rojos, se fue a trabajar.

Llegó tarde: había estado sentado durante horas en la Alameda Central; ya había oscurecido; miraba, a través de unas córneas relajadas, deprimidas, a la gente pasar, como sombras o fantasmas. Se desvistió cansado, murrio e intolerante. No la quiso saludar; sólo se acostó, como quien se siente listo para morir. Se durmió.

Dieciséis de noviembre. Se levantó temprano, a pesar de que los viernes no trabaja. Estaba perplejo: “Buenos días, mi amor”; hizo una pausa, pensativo: “Estaba soñando contigo. Era de noche, pero un sol todo rojo atravesaba el cielo, de izquierda a

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derecha; tu pelo era de lino y me envolvía, me apretujaba, me asfixiaba; yo me liberaba y entonces me mirabas orgullosa; yo me sentía vivo, muy muy vivo. Todo eso había pasado bajo un ulular de fondo que se oía penetrante, poderoso, pero también tranquilizante, protector”. Se quedó en silencio, y se puso de pie, a los pies de Neftis; la desvistió, estaba a gatas sobre la cama mientras lo hacía: había venas ahora visibles en la parte posterior de ambos brazos; también en las costillas, en donde hacían un recorrido meándrico hacia la espalda. Mirando los cambios, notó que el labio inferior aparecía enjuto, el abdomen comenzaba a tener un tinte amarillo verdoso y la parte interior de los codos tenía un color azulado. Abrió amplio los ojos, se levantó deprisa, cayendo de espaldas en el piso. Tendido, con las manos en el rostro y una voz que sollozaba, dijo: “Perdóname... perdóname”. Ya más calmado, fue a preparar el desayuno.

Freía dos huevos sin yema, a fuego lento, cuando se le desenfocó la vista y su mente quedó sin palabras; sólo escuchaba el crepitar del aceite, con una imagen blanca ante sus ojos. Recordaba el día en que ella se quedó callada para siempre. Volutas de humo se acumulaban en el techo, más tenues eran a la altura de su cara. Cerró enseguida la llave de la hornilla. Tuvo que freír otros dos huevos. Éstos no eran para ella, eran para él. Desayunó solo, en la cocina, masticando lento, bajo un olor a quemado imperceptible para él.

El día lo pasó leyendo filosofía en la red, en una computadora vieja que requería que se estuviera deprimido para soportar su lentitud. Casi nunca la encendía. Se acostó a las tres de la mañana.

Diecisiete de noviembre. El día era gris; llovía, se escuchaban las gotas tamborilear sobre la ventana empañada. La luz entraba tenue, apacible: tocaba casi en silencio el cuerpo de Neftis: era el silencio de un disco de acetato cuando termina, acompañado por el zumbido de algunos mosquitos. El vientre comenzaba a hincharse, ahora se podían ver moretones y una

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coloración azul verdosa en los hombros, las venas del cuello tomaron la misma coloración, los costados del torso estaban completamente marmoleados por venas de un tenue color rojo, los brazos tenían una ligera tumefacción y el pie derecho tenía una mancha enorme y amoratada en el empeine. El hombre se despertó, sobresaltado por el zumbido rasante de algunos mosquitos. Molesto, se puso a aplaudir como un energúmeno que con sarcasmo ovaciona un acto que le ha parecido abominable. Jadeando, contemplaba a Neftis, con el cuerpo cubierto por mosquitos muertos, como salidos de un salero. La limpió. Entonces recordó el sueño en que Neftis lo envolvía con su cabello de lino, y, dejándose caer, se sentó en el piso, al lado de la cama, con la espalda en la pared, y comenzó a reír, a carcajearse, como un loco; rompió en llanto; pasaba de la risa al llanto, alternadamente. Resbaló sobre la pared hacia el piso, quedando tendido de lado, en posición fetal, moqueando, sollozando. Su respiración se hizo lenta, tranquila; se quedó dormido.

Se despertó ya de noche, con la mejilla derecha sobre un charco de baba; dijo para sí: “Metempsicosis, sí, metempsicosis; va de aquí para allá”, haciendo el ademán con los dedos, de ir y venir. “Esto hará que ella siga viviendo, sí, viviendo”. Pero se intranquilizaba, y respiraba hondo, muy hondo. Entonces lloró, torciéndosele la boca: “Es que me duele tanto verte así”: el hombre tenía la faz roja y desfigurada. Se detuvo; levantó el rostro, con los ojos sanguinolentos en una mirada altiva, hacia Neftis: “Te amo... y perdóname: olvido que te amo a ti y no a este cuerpo que quizás ya no es tuyo... Sí, lo sé: tengo que esperar, y lo haré”.

Diecinueve de noviembre. Abrió los ojos: era lunes, otro día de frustración con esos alumnos que no saben lo que quieren y sólo están ahí porque eso es lo que hay que hacer: seguir estudiando, luego tener un auto y una familia; o que dicen querer ser ingenieros pero que no toman lo que necesitan:

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no consultan libros, no les interesa recordar lo que se les ha enseñado el día anterior, no tienen dudas, no reflexionan; como un incongruente que se dice sediento pero que no bebe del vaso de agua que tiene enfrente. Pero se sintió feliz, al mirar y recordar a Neftis (“recordar”, porque ella se transformaba), quien yacía a su lado, apacible, inmutable.

En los costados del tronco las venas ahora estaban verdes o azules, también la parte posterior de los brazos, el labio inferior se enjugaba de manera que ahora podían verse los dientes, apareció una tenue coloración verde alrededor de los ojos, las moraduras en el abdomen se desvanecían, había puntitos rojos en las caderas y los muslos, apareció una cuarta mancha en el labio superior. Los mosquitos habían aumentado y estaban por todo el cuerpo, encima y alrededor, como en alguna playa paradisiaca. Una mosca yacía muerta sobre el piso.

El hombre estaba tranquilo: sabía que tenía que esperar, sabía que la volvería a ver. Se bañó, y desayunó mientras leía obituarios en el periódico, pensando en Neftis, olvidando por un rato a sus alumnos. Fue al instituto.

Veintidós de noviembre. Había un viento fuerte que afuera agitaba los árboles: algunas ramas se asomaban a la ventana por el vaivén, como un niño curioso pero que se avergüenza, que quiere mirar el acto circense de las fauces del león, luctuosamente reinterpretado, o algún otro acto lúgubre lleno de color, o alguna excentricidad: muchos mosquitos cubrían la cara y se paseaban dentro de la boca; el moretón en el dorso de la mano izquierda se había ennegrecido; había pequeños manchones verdes en la otra mano y los brazos, y en el vientre, sobre un torso de un verde de tono más claro, como un estanque poblado de nenúfares sin florecer; la planta de los pies tenía una fuerte coloración naranja; los dedos gordos de los pies y las puntas de los otros dedos eran púrpuras; toda la parte posterior del torso tenía unas ampollas llenas de sangre estancada y ennegrecida; el cuello estaba repleto de manchas

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moradas; el vientre ya no se veía con una pequeña depresión, ahora se veía como un costal de arena, y el olor, fantasmal para el hombre, comenzó a hacerse presente.

Leer las necrologías se había convertido en hábito, otra vez. Un obituario llamó su atención. Susurró: “Amonet”.

Veinticuatro de noviembre. Todo estaba por culminar: pequeñas larvas de moscardas de la carne deambulaban en la boca, en las fosas nasales, en los ojos y bajo la piel de la frente; la parte interna de los codos y el dorso completo de la mano derecha se habían ennegrecido; la piel en los dedos de los pies se había enjugado tanto, que las uñas parecían más largas; las puntas de los dedos de la mano derecha, todos los dedos de los pies y la planta de los pies eran color ámbar, al igual que una mancha que cubría la mejilla izquierda. El hombre tomó el cuerpo, el capullo de su amada crisálida lista para la transformación, y lo envolvió en cintas de lino y lo llevó al cementerio. Cavó con vehemencia y exaltación; el capullo permaneció a un lado del hoyo que fabricaba. La pala hizo un ruido seco: era un ataúd. Quitó apresuradamente la tierra con sus manos; abrió el féretro solemnemente, con los ojos iluminados; levantó, por el cuello, el cuerpo que yacía dentro, y se acercó a la cara con lentitud sobrenatural: “Amonet, mi Neftis Amonet, por fin vuelvo a verte”.

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Amor pétreo y conjeturado

El sol estaba en el orto. En el horizonte se abrazaban la oscuridad de la Tierra y el fuego del disco solar; la lejanía se dividía en dos. Unas cuantas nubes abultadas con el vientre ennegrecido manchaban el cielo; una flotaba sobre la capilla. Y la lluvia se desató, azotaba la piedra caliza, y las gotas sobre la piedra estallaban al ser golpeadas por las que caían. El dolor en las gárgolas era evidente. El agua comenzó a correr por los canalones, el ruido era perceptible; las gárgolas se preparaban; el agua llegó a los goterones; atravesaba las gárgolas, desde el ano hasta el hocico; éstas expulsaban el agua, la vomitaban con ira y padecimiento: sólo purificadas podían combatir el mal.

A cada contrafuerte, firmemente se agarraban, con todas sus patas, dos gárgolas que eternamente se prolongaban y precipitaban hacia el vacío, y torcían sus cabezas hacia un costado, alejándose entre sí. Dos estaban enamoradas, la una de la otra, sendas gárgolas en sendos contrafuertes contiguos. Se contemplaban fija y perpetuamente, boquiabiertas, seduciéndose y amándose. “Te amo”, se gritaban, durante la lluvia, y se entregaban: “soy tuya, mi amor”, y caían en trance: sus dientes parecían más puntiagudos, sus ojos se veían más feroces y sus hocicos más largos.

Desde el aire, veo un bosque de piedra: todo mi campo visual es columnas megalíticas hacinadas; los árboles apretados entre las rocas apenas pueden asomarse. Ahora estoy en tierra, frente a unas rocas calcarias que parecen verrugas gigantes; más adelante, hay un muro rocoso, no muy alto, surcado por líneas horizontales;

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encima de éste, casi colgante, yace una roca cuadrada; más allá, hacia abajo, todo el paisaje es de rocas con tantos surcos, que parecen tornillos, y en el fondo, niebla, densa, blanca, impenetrable, hermosa.

La lluvia cesó. La gota final que pendía del colmillo de una de las gárgolas enamoradas, cayó y su amada volvió en sí, resoplando, erotizada, con los colmillos más afilados, el cuello tenso. “Tu cuello...”, el alma le palpitaba, como una respiración profunda y sonora: la deseaba; entonces los rayos del sol iluminaron sus garras, sus patas y finalmente sus alas, que lucían robustas, sólidas y potentes. “El Sol besa tus alas húmedas, su aliento tibio acaricia tu cuerpo”, su interior se hinchaba, colmaba su cuerpo, pulsaba, y estalló cuando el Sol por fin iluminó el rostro de su amada y una nube se abrió, dando paso a una línea de luz: el sol se fragmentaba en su globo ocular.

La luz del día es amarilla, quizá la de un atardecer. Serenamente miro esta piedra inmensa, con cortes como los de un hacha de un gigante; su extremo inferior casi termina en punta, en donde se sostiene increíblemente sobre una roca muy plana rodeada de arbustos secos: es un acantilado, a lo lejos veo las montañas. Yo soy una roca. La piedra me contempla, desde su interior: una brillante y bonita melancolía me sobreviene de pronto; se siente tibio y colosal.

En la fachada de la capilla, justo encima de los portones, se encontraba una hilera de santos; ahí estaba San Román, aquel arzobispo de Ruan que, acompañado por un condenado y haciendo la señal de la cruz con sus dedos índices, salvó a su rebaño del terrible dragón de agua La Gargouille, que devoraba o ahogaba a la gente en el Sena. (Ésta es la leyenda que precede a todas las gárgolas). El San Román de piedra las observaba con detenimiento, y alegría de presenciar el amor aunque fuera entre estos dos seres deformes e indignos; Dios Misericordioso les había dado el regalo del amor.

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Conforme el sol comenzó a calentar el aire, nubes blancas y esponjosas empezaron a formarse en el cielo, el cual aparecía de un color intenso: invitaba a demorarse en él. De pronto, sopló un viento del sur, pero no llegaba solo; con él venían algunos sirocquitas (almas de suicidas, que traen consigo el calor del Infierno), los cuales comenzaron a circular alrededor de la capilla. Las gárgolas estaban atentas, listas para la lucha. Los sirocquitas intentaron atravesar el recinto divino: cuando las almas apenas tocaron el edificio, una vibración cundió por toda la estructura santificada; un grito anímico, inaudible pero agudísimo vino entonces de todas las gárgolas. A cada alarido, los sirocquitas se retiraban pero volvían, porque la esperanza todavía residía en ellos; después de todo, todo suicida no vive alejado de Dios durante toda su vida: Dios es omnipresente. Finalmente, las gárgolas ulularon tan agudo, que sus gritos se clavaron como cuchillos en aquellas almas perdidas, que se retiraron por fin.

Otros seres demoniacos llegaron durante el transcurso del día. Como los Lucilii de Aquilón, demonios provenientes del norte, cuya forma es desconocida; hay quienes dicen que, en su presencia, la vista se nubla y sólo se percibe el movimiento de manchones verdes metálicos, como las moscas verdes, y el aire se enfría, lo que licua las imágenes y da una sensación de vértigo y realidad que rezuma hacia la nada. Y los Humorópteros, monstruos voladores de alas húmedas y cuerpo de humo que, al atravesar el alma, hacen que el pánico se aloje en la mente. También los Singultus, ciempiés con cara de guagua, de patas difusas y cuerpo sombrío y esponjoso, cuyos sollozos pueden parecer los de un niño, y producen una profunda tristeza. Y muchos otros monstruos.

Llegó la noche. El cielo se cerró, los rayos iluminaban las nubes profusamente, aquí y allá. Pronto aparecieron las Nubícolas, serpientes luminosas que habitan las nubes nocturnas y se alimentan de las almas de los seres vivos, necrosando todo

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su tejido. Los que han sobrevivido a su ataque cuentan que se confunden con el rayo; que sólo de tan cerca es posible mirar esos ojos llenos de horror y muerte, que paralizan. Las Nubícolas cada vez más se acercaban a la capilla, hasta que una alcanzó el frente: una de las gárgolas quedó decapitada.

Estoy en este peñasco laminar, en donde descansa un árbol solitario, a cuyo lado permanece, con aire terrible, todavía de pie, lo que queda de un tronco carbonizado. Aquel árbol solitario mira al vacío, como un suicida. “¿Tú también perdiste a tu ser amado?”.

San Román petrificado, que miraba hacia ese cielo tor-mentoso, vio a la otra gárgola, empapada, golpeada por la lluvia, abatida, padeciendo un dolor inmenso. San Román clamó: “Vuela, criatura de Dios, eres libre, pues ahora estarás eternamente enamorada”. Y la piedra se hizo añicos, liberando aquella alma amartelada.

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Hare

Saltaré sobre el pasto, giraré mis orejas y sacudiré mis labios. No sabré si saltar porque nunca sabré nada más que lo que veré, escucharé, palparé y oleré. Todo olerá hermoso, a pasto verde y largo. Querré imaginar que el pasto hiciere algo, pero mi mente se detendrá, y entonces saltaré, sacudiendo mis labios y mis bigotes. Sentiré el pasto en mi vientre, que será abajo, pero no sabré su nombre. Miraré a un lado y saltaré y saltaré, hasta que una hoja crujiere, porque crujirá, y me detendré a escuchar el crujido, pero cesará para mi sorpresa, y estaré atento a su regreso; me moveré y crujirá de nuevo. Crujirá al moverme y me moveré de nuevo. Pero olvidaré el crujido, porque algo volará y saltaré para mirar; será rojo y revoloteará, y será pequeño, muy pequeño. Me gustará el revoloteo y querré olerlo y comerlo. Pero no lo comeré, porque desaparecerá. Miraré a otro lado y veré pasto, verde, muy verde, y me emocionará y saltaré y saltaré, y tendré hambre y comeré. Me sentiré relajado entonces. Olvidaré el pasto y a mí. De pronto, todo frente a mí tomará un color más claro, como llenándose de luz. Mis patas se sacudirán, y estaré mirando el pasto. Entonces saltaré, sólo un poco, y parpadearé. Escucharé un ruido que sonará peligroso y me pondré nervioso; mis orejas girarán hacia atrás, luego hacia adelante, y seguiré nervioso, con miedo. Entonces saltaré y saltaré. Olvidaré todo, porque habrá pasto verde y largo, y ningún ruido peligroso. Repentinamente, la luz será fuerte y todo será brillante. Cerraré los ojos e imaginaré pasto, mucho pasto. Pero me alertaré porque habrá un ruido peligroso, y no se detendrá. Tendré un miedo gigante, y saltaré y saltaré, y eso me perseguirá; tendré

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más miedo, mucho más. Saltaré para aquí, para allá, para otro lado: zigzag, zigzag, zagzig. Saltaré, saltaré, saltaré; el miedo seguirá, porque eso estará tras de mí, y hará un ruido horrible, y sentiré atrás algo ligero que me tocará, pero correré; sentiré que no tuviere fin. Pero lo tendrá, porque habrá un hoyo, donde me meteré y nunca saldré, eso creeré. Oleré la tierra, que estará húmeda y fresca; me relajaré. Y querré meterme en la tierra; entonces empujaré y me aplastaré contra el olor, que será bueno. Oleré y oleré. Moveré mis patas y me relajaré; todo lo olvidaré. De pronto, todo estará oscuro, aunque veré. Giraré mi cuerpo, saltaré un poco, luego otro poco, hasta que mi cabeza saldrá. Sacudiré mis labios, pero nada vibrará y no habrá ningún ruido peligroso, aunque quizá algo en mis patas crujirá, y estaré quieto, quieto, y volveré al hoyo, y oleré la tierra. Todo lo olvidaré. Súbitamente, habrá un poco de luz y querré salir a ver. La luz será brillante y cerraré los ojos, sólo un poco, porque querré ver, y veré pasto, poco pasto. Entonces saltaré y saltaré; estaré emocionado, porque habrá pasto, mucho pasto, verde y largo, y comeré, porque tendré hambre. Un crujido repentino se escuchará muy cerca y tendré pánico, y correré y saltaré, para aquí y para allá. Algo pesado me tirará. Sólo habrá pánico, pánico, mucho pánico. Agitaré mis patas, para saltar, pero no saltaré, no...

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La mirada

Ese día me encontré dos cosas muy buenas en las cosas que tira la gente: un disco de los Beatles, el del Sargento Pimienta, y una bolsa plástica llena de muñecos, de esos que parecen bebés. Y una muchacha me miró. Viajaba en el metro, en uno de esos vagones cuyos asientos son azules y quedan unos frente a otros. Iba solo, en esa especie de cabina de tren superdiminuta. En la siguiente estación, entró una joven de veintitantos y se sentó en el asiento de enfrente, pero no frente a mí (si los asientos formaran un tablero de ajedrez de sólo cuatro cuadrados, estaríamos sentados en cuadrados del mismo color). Por cierto, yo iba en la ventanilla; me gusta la ventanilla, y la veinteañera también me gustaba. Después de unos segundos, me lanzó una mirada fugaz, quizá de quiero saber qué aspecto tiene. Volvió a mirarme otra vez, ahora tomándose un poco más de tiempo para observarme. Intuí que imaginó que no tengo auto ni casa ni novia ni amigos, quizá ni trabajo. Sin embargo, volvió a mirar; estoy seguro de que fue porque me vio feliz: a muchos les atrae la felicidad. No tengo dudas de que me vislumbró como un niño que se la pasaba todo el día en bicicleta por todas las calles de su colonia, andando a toda velocidad, con la frente descubierta debido al viento; que me supuso un niño cuyo padre lo llevaba al parque Tezozómoc a jugar básquet, a patinar, a ver los patos del pequeño lago y, por supuesto, a andar en bici con él, uno tras del otro, ora haciendo caballitos, ora derrapones; que se figuró que tenía una imaginación desbordada, casi la de un loco; que tal vez por eso no tenía novia, no por la imaginación sino por la locura. Pasaron dos

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estaciones desde que se subió. Me echó otra mirada, en cuyo fondo pude ver su mente imaginando que mi papá murió cuando yo tenía 15 años, que mi mamá murió cuando nací, que él me enseñaba toda clase de cosas, porque yo era un preguntón y porque él tenía una gran memoria y era un lector compulsivo; que vivíamos en la casa de la abuela, donde había montones y montones de libros, en montones de idiomas; que seguro mi papá sabía varios: italiano, alemán, francés, inglés, hebreo, mandarín, japonés e hindi. Especuló que tenía una familia bien rara: un tío borracho que siempre estaba botado sobre las banquetas; una tía rica que tenía 14 perros y un solo hijo, con síndrome de Kallman, de Tourette o Down; otro primo que tenía síndrome de Proteo, y otro esquizofrénico... Ah, y una prima bellísima que era modelo pero que genéticamente era hombre (era mujer porque tenía insensibilidad a los andrógenos) y quería tener muchos hijos pero era estéril. Ya habían pasado cuatro estaciones desde que se subió. Entonces, ella se olvidó de mí por una estación, pero a la siguiente volvió a mirarme, repentinamente y con una sonrisa; creo que se dio cuenta de que cuando me imagino sentado dentro de un transporte, siempre me imagino sentado al lado de la ventanilla izquierda, si uno mira en la misma dirección en la que normalmente se dirigen los autos en el continente americano. Poco a poco su sonrisa se desvaneció: había notado una mancha blanca en mi rostro, como de maquillaje, y supo entonces que era un payaso, pero no callejero sino de circo. Vi claramente en su rostro que me había reconocido (por la mirada: eso nunca cambia en la gente; al ver fotografías en que soy un niño, me veo la misma mirada), a pesar de no recordar mi nombre artístico; entonces, imaginé que le vino a la mente que era un payaso secundario, que no actuaba en un circo fijo, que deambulaba, que vagaba y divagaba como mi imaginación. Entonces, de una bolsa negra que llevo casi a todos lados, saqué una flor amarilla hecha con globos y se la extendí. Justo en ese momento alzó la mirada porque habíamos llegado a la estación en que ella bajaba.

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Se levantó deprisa y, sin la flor en la mano, corrió hacia afuera, mirándome por última vez; con la mirada me dijo “gracias”; con gran amabilidad, le contesté “de rien”.

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