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NOTAS DE LECTURA DE "ESCUELA DE MANDARINES" Francisca Moya Me atrevo a tomar la palabra en ocasión tan grata, aunque este Congreso podía pasar muy bien -y sin duda saldría ganando- sin que yo ocupase ahora el tiempo de ustedes, y unas cuantas páginas mañana. No ha sido la invitación del Dr. Polo lo que me trae aquí, sino mi ya antigua admiración hacia Miguel Espinosa y el querer demostrársela ahora a las personas que él quiso, lo quisieron y quieren. Vivía cerca de mi casa y desde la relativa distancia de los años, contemplaba su caminar pausado, que sugería un riquísimo mundo interior, sólo compartido consigo mismo, sin duda creando y viviendo otros mundos de lejanía perenne, o, en ocasiones, con "su" contertulio, pues curiosamente no le vi nunca pasear con más de una persona. Yo entonces, que de lejos contemplaba, hubiese querido, convertida en minúsculo ser inadvertible, con respeto escuchar. Ahora bien, era fácil, sin embargo, encontrar a esa persona grande y lejana repentinamente próxima y sencilla en esos lugares de parada obligada del habitual tránsito por la vecindad. Esta rara cualidad nos ofrecía el privilegio de su trato. Su hija, que mi familia conoció de cerca, y cuya responsabilidad en mi intervención de ahora es total, nos lo hizo más cercano, porque para nosotros Miguel Espinosa se convirtió en "el padre de Maravillas".

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NOTAS DE LECTURA DE "ESCUELA DE MANDARINES"

Francisca Moya

Me atrevo a tomar la palabra en ocasión tan grata, aunque este Congreso podía pasar muy bien -y sin duda saldría ganando- sin que yo ocupase ahora el tiempo de ustedes, y unas cuantas páginas mañana. No ha sido la invitación del Dr. Polo lo que me trae aquí, sino mi ya antigua admiración hacia Miguel Espinosa y el querer demostrársela ahora a las personas que él quiso, lo quisieron y quieren.

Vivía cerca de mi casa y desde la relativa distancia de los años, contemplaba su caminar pausado, que sugería un riquísimo mundo interior, sólo compartido consigo mismo, sin duda creando y viviendo otros mundos de lejanía perenne, o, en ocasiones, con "su" contertulio, pues curiosamente no le vi nunca pasear con más de una persona. Yo entonces, que de lejos contemplaba, hubiese querido, convertida en minúsculo ser inadvertible, con respeto escuchar.

Ahora bien, era fácil, sin embargo, encontrar a esa persona grande y lejana repentinamente próxima y sencilla en esos lugares de parada obligada del habitual tránsito por la vecindad. Esta rara cualidad nos ofrecía el privilegio de su trato.

Su hija, que mi familia conoció de cerca, y cuya responsabilidad en mi intervención de ahora es total, nos lo hizo más cercano, porque para nosotros Miguel Espinosa se convirtió en "el padre de Maravillas".

Cuando en 1974 obtuvo el Premio con Escuela de Mandarines, participé, siempre de lejos, de la alegría de sus amigos -yo no tuve la suene de serlo- y leí la obra y la regalé a gentes de Murcia y de fuera de Murcia, y mi admirada extrañeza crecía al hilo de la lecaira. A veces, no pocas, he vuelto sobre ella, he abierto al azar, he leído capítulos sueltos, y casi siempre mi impresión ha sido similar: admiración y sor­presa ante la historia vivida y narrada, ante el espectacular y decoroso léxico, ante la riqueza de matices, la imaginación en la creación de términos, en la fuerza evocadora de un adjetivo, que constituía él solo una metáfora y suscitaba en su plurisignificación un mundo de imáge­nes y de relaciones; ante ese andar del estilo directo al indirecto; esa ruptura de lo objetivo para dar paso a la subjetividad del pensamiento; el paso de la crítica del recuerdo a la sentencia; en cada caso eran "unas" impresiones, "unas" evocaciones.

Lo alabaron pronto y coincidieron en los lejanos setenta los críticos; la opinión era unánime: en este Miguel había otro Miguel, parecía el Miguel redivivo, y sus "Mandarines" el Quijote del XX; pero, aún sin haberlo oído jamás de nadie, su lectura indicaba a las claras, por la respuesta interior que suscitaba, que era una obra de arte, destinada, sin duda, a engrosar el número de las inmortales.

Hoy, en fin, la naturaleza de la obra, la atención de que ha sido objeto y la imposibilidad de enfrentarme con un análisis o valoración que otros han hecho o pueden hacer mejor que yo, explica el que vaya a limitarme a decir en voz alta alguna de las ideas que me vienen a la mente cuando cojo este libro entre mis manos y lo abro por cualquier página. Perdonen, por tanto, el desorden; perdonen la falta de "rigor científico". Son solamente unas "notas".

En el capítulo ocho, recordamos, se narra la "Historia de los Nudistas"; el Gran Padre, que pretendía conocer su reino, es descubierto, porque, aunque se disfraza de vagabundo, no olvida sus faltriqueras y sí, por el contrario, coser sus bolsillos. Una vez descubierto tendrá que oír una serie de quejas, no sin antes ser invitado a contemplar las bellezas que allí se muestran. El texto en el que me detengo dice así:

"Perdónanos, Gran padre que da suelta al ojo, pero no pode­mos perder la ocasión de exponerte algunas quejas -insistió el nudista-. Mira cuantas gacelas quieras: blancas, atezadas, doradas, pecosas, zanquilargas, enjutas, apretadas, leves,

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sinuosas, tímidas, ensoñadas, ágiles y sagaces. Muchas queda­ron allá, porque, en su total simpleza, perdieron la curiosidad por los sucesos. Permite que la carne de gatita te desprecie así; acepta las existencias ensimismadas y consiente que, en esta cuestión, la Premeditación no haya vencido la Naturaleza".

Al hilo de la lectura la primera idea, inconsciente, que procede de esos profundos y comunes estadios en que vive entremezclado lo que serán evocaciones luego, la primera idea, digo, va encaminada a relacio­nar, a identificar "Premeditación" y "arte" (el ars latino), evocando la siempre eterna dicotomía ars/'natura, y dando primacía a la Naturaleza; aquí el ars, lo que es artificio, que supone la repetición como forma de aprender y lograr la habilidad, ha sucumbido. La Naturaleza por encima del arte.

La Naturaleza, como reina y señora, es un tópico que deriva de una realidad sentida y perseguida en algunas épocas o en algunas personas, que, como por ejemplo en el epicureísmo-lucreciano, lleva a intuir, saber, demostrar que la felicidad radica en vivir de acuerdo con la Naturaleza y no violentándola; épocas y personas saben que la Natura­leza supera tantas veces al arte, o que el arte intenta imitar a la Natura- • leza.

La naturaleza humana está, sin embargo, aquí nombrada como el instinto natural del hombre, opuesto a la reflexión, a la razón como premeditación, una Premeditación que consiste en repetir lo que otros dijeron, en captar presupuestos ajenos, en dar por bueno el sentir o pensar común, que suele ser resultado de lo que piensa o manda pensar la clase "dominante", una Razón, que así entendida y sentida, como "Premeditación", sojuzga a la Naturaleza. Pero evidentemente no es la única "lectura"; hay muchas otras lecturas.

En fin, por naturaleza o por que se conviene que es hermoso y así se hace, buscado ó salido espontáneamente de esa Naaira, que es una NATURA universal y pródiga, inclinada a quienes también son capaces de oír sus latidos, no se sabe, el texto en que me detengo es riquísimo en sugerencias, y no podremos saber si Miguel Espinosa escribió lo que le dictaba la Naturaleza o si lo que le sugería el ars, la reflexión o premeditación de la mejor clase, inspiró y dio forma al pasaje. Vayamos de nuevo a él.

El rey,,el dios, el jefe, el caudillo que quiere saber de cerca cómo es el mundo,' no el que le transmiten sus cercanos, difícilmente objetivos y sinceros; o indagar qué piensan de él los que de él dependen, es un "tipo" convertido en lugar común en la literatura, en el folklore, en la religión, en la vida; da igual que se llame Zeus, en aquel episodio ovidiano de Filemón y Baucis, o que se llame Germánico, queriendo oír lo que piensan sus soldados, como transmite Tácito. Aquí también ocu­rre y Espinosa rinde culto a una tradición que se puede utilizar por "inversión", en tono caído y crítico, paródico sin humor. Es el punto de partida del capítulo.

Algo, un poco, me voy a detener en las palabras del nudista, que quiere exponer al "señor" ciertas quejas y, según era esperable, solicitar algo.

Como todo discurso que intenta pedir algo, quejarse de alguna carencia, necesita primero atraer el ánimo de la persona que tiene que conceder lo que se pide, es decir, de quien hace el papel de "juez-dador"; por ello un "perdónanos" abre el discurso. La irritación, la sor­presa o cualquier otro sentimiento adverso deben ser aplacados, y atraí­da la buena disponibilidad.

El destinatario del discurso, siempre en vocativo, como el "jueces", "senadores", aquí es el "Padre", nombre que hay que acompañar de adjetivos portadores de títulos, que indican virtudes, cualidades que se quieren ponderar, o reflejan simplemente un "tratamiento".

La Natura o el cus, aquí como en otros lugares de la obra, le lleva a escribir:

GRAN Padre

QUE DA SUELTA AL OJO.

El tono ritual o formulario, constante tanto en discursos como en himnos de plegaria, justifica la posición del substantivo PADRE acompa­ñado de sendos adjetivos: GRANDE y QUE DA SUELTA AL OJO.

La riqueza expresiva de Espinosa destaca, como es notorio, en la adjetivación, en la formación de palabras o en la introducción de nuevas locuciones que precisa un mundo del todo novedoso.

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A un Padre, a un señor, a un dios hay que llamarlo, entre otras cosas "grande": es uno de sus títulos perennes, entre otras muchas advocaciones, comunes a veces a héroes, o santos.

El segundo título es contexrual, deriva del momento preciso, de la acción que realiza y está representado por la oración de relativo. Evoca por contraste o ironía la divinidad que todo lo ve, el Horus egipcio, el Ihavé de los judíos, el Zeus griego, el Jano romano, el Dios de los cristianos. Pero en esta ocasión el gran Padre no ve sino los cuerpos desnudos de las mozas, y de ahí se explica la oración de relativo, que funciona como adjetivo que rodea y protege al "Padre"; evoca ese mirar inquieto, de un lado a otro, para no perderse nada, la febril actividad de unos ojos ansiosos de mirar y no ahitos; es el "mirón", le uoyeur. Aplicarle esta cualidad como natural justifica lo que hace y lo que el "subdito" quiere que siga haciendo.

Después de la introducción, en que se añade una idea típica: hay que aprovechar la ocasión -y ésta es una ocasión para quejarse- intenta el nudista ganarse la voluntad del Padre con una especie de complici­dad, que nace de saber que conoce sus debilidades. Aparece a las claras el poder que confiere conocer al otro o creer conocerlo.

"Mira cuantas gacelas quieras". En esta "orden" además de la com­plicidad hay un sentimiento, quizá ficticio, de superioridad al invitarlo también a ese disfaite de una pequeña parte de lo que él puede disfru­tar. Es un imperativo exhortativo en boca del que cree que puede mandar; el Gran Padre ha entrado en los dominios de la desnudez, en un Paraíso tras el pecado, pero los nudistas no sienten la vergüenza de mostrar sus cuerpos. Al Mandarín le place su contemplación. El Narrador ya lo había puesto de manifiesto antes: "advirtió", decía refiriéndose al Padre, "la belleza y la fealdad de los cuerpos... sintió que su mirada buscaba a las mozas... El ojo va hacia las Primeras Cosas". (Primeras cosas, pareja evocadora de los lucrecianos corpora prima, semina rerum o primordia rerum). "Cuando se trata del ojo, no valen cien años de sabiduría". De esta' complacencia se aprovechará su interlocutor, aunque con una pre­tendida sublimación: ahora las mozas se han convenido ya en GACELAS.

La justificación de lo que pudiese pensarse indecoroso, en el sen­tido del decorum, se logra acudiendo a la sublimación de la realidad. La belleza es liberadora, explica y justifica, incapacita la mancha, anula la

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posibilidad del pecado. Las "gacelas", figuras recurrentes en la obra de Espinosa, no sólo pueden mirarse, sino que tienen que ser miradas; es el tributo natural a la hermosura, que conlleva la gracilidad.

La varietas al servicio del arte; la multitud es informe, colectiva; la belleza es individualizada: la riqueza no excluye peculiaridades; la be­lleza es suma de distintos, y aquí aparecen en Espinosa de la mano del arte, que por su apárenle espontaneidad parece Naturaleza; quizá lo sea. Hallamos trece clases de gacelas, que se pueden dividir, como el relato en que aparecen, en cinco grupos:

i. BLANCAS. ATEZADAS, DORADAS

P E C O S A S

ZANQUILARGAS ENJUTAS

APRETADAS LEVES

S I N U O S A S

TÍMIDAS ENSOÑADAS

ÁGILES SAGACES

Este catálogo de muchachas hace pensar en los muchos catálogos que la literatura occidental nos tiene acostumbrados a contemplar desde Homero. Su descripción es varia. Comienza con la primera impresión del aspecto exterior, "blancas", "atezadas" o "doradas"; se trata del aspec­to general que un cuerpo desnudo ofrece, o del aspecto que, igualmen­te, se descubre bajo el vestido, pues se trata de la cara y cabello espe­cialmente.

Frente al banal "rubias y morenas", Espinosa amplía la gama; hay blancas que pueden tener unas, el cabello oscuro y otras, el cabello rubio, o rojizo-, en "blancas" se incluyen todas, sea cual sea el color de su pelo; sólo se tiene en cuenta el color de la piel, la faz; "atezadas", son las que tienen la tez tostada y obscurecida por el sol, de color negro; es posible, quizá seguro, que el autor utilizase con este valor "atezada", pero quizá no sea arriesgado imaginar que la acepción del verbo "atezar", "poner liso, terso, con lustre" es la que o subyace en este término, o puede añadirse al valor normal del color, y sugerir que las morenas son brillantes y tersas de cuerpo; "doradas" parecen ser las de cabellos ru­bios, brillantes y dorados como el sol, que conferirían el brillo a su cara toda.

Clausurando la primera clase están las "pecosas". Cuatro adjetivos que pueden distribuirse en: tres por una parte y por otra uno.

Independientemente de la relación que pueda existir entre el aspec­to externo y el interno, por ahora sólo se alude al externo, y la segunda clase es la de las altas y delgadas, pero, quizá, no adecuadamente altas; son "zanquilargas" y "enjutas", como personajes de novela picaresca; aunque los dos adjetivos parecen hacer referencia a dos tipos, se trata evidentemente de las mismas, descritas por dos características, que se suman.

Opuestas son las "apretadas" y "leves". Y al hilo de la lectura se deduce que leves son las "que pesan poco", "ligeras", y, en oposición a apretadas (si se entiende por "de carne prieta"), es deducible que son las "nacidas", "de carnes no prietas", pues "leve" se opone a "grave", y "grave" es sinónimo de "apretado". Y volvemos a comprobar cómo uti­liza Espinosa los términos con significados no canónicos, sino revolucionariamente nuevos en literatura; "apretado" aquí no es "difícil", ni "peligroso", ni menos aún "mezquino" o "miserable"; es "de carnes apretadas".

Los adjetivos se explican en sí y por sus opuestos, y el juego de relaciones a que se invita al lector supone el lazo con que atrae e introduce en la obra el escritor. Pero nadie ni nada excluye que "leve" sea "ligero", porque, aunque luego hay un "ágiles", la agilidad parece de otra clase.

"Tímidas", "ensoñadas", "ágiles" y "sagaces" representan las cuatro clases que aparentemente no plantearían interpretaciones diferentes,

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aunque los adjetivos no estén exentos de poder evocador e interés plu­ral: el "sinuosas", sin embargo, sí constituye para mí un alarde de pro­vocación mayor, pues no se sabe si son "las que muestran ondulacio­nes", "redondeces manifiestas", o son las "que tratan de disimular sus intenciones". No es posible intuir si se relaciona el adjetivo con el "tími­das" que viene a continuación, indicando ya aspectos no físicos, sino condiciones de la personalidad y de la mente o, si. por el contrario, con los adjetivos anteriores, todos ellos referentes al cuerpo.

Aunque las interpretaciones no son excluyentes. en el climax ascen­dente que comienza con "blancas" parece que este "sinuosas" sugiere "bellas formas"; pero la buena literatura debe abrir siempre posibilidades de interpretación y ofrecer lecturas varias.

Las "tímidas" corren pareja con "ensoñadas", como cualidades que se complementan; la "tímida", "corta de ánimo", "temerosa", se repliega en sí misma y se sumerge en un mundo de sueños. El escritor, sin embargo, no acude al término acuñado, no es, por tanto, en su decir, "soñadora", "imaginadora de cosas fantásticas"; él crea un término, que a primera vista parece no dar lugar a dudas; pero, después, una lectura atenta, o gramatical, hace reparar en que "ensoñada" no es en castellano lo que inconscientemente afirmamos, y descubrimos el juego de asocia­ciones que surgieron en la mente del artista, el juego de asociaciones que quiso quizá evocar, pues con (mujeres) "ensoñadas" o "soñadas" se evoca el ideal de mujer que un hombre puede tener, aunque el hecho de que exista un "soñar a uno" y signifique esta locución "temerle", "acordarse de su venganza o castigo", puede hacer, a su vez, no casual su unión a "tímidas", adjetivo en el que subyace la idea de "temor". Sin embargo, después de la excursión mental, que puede durar segundos o décimas de segundo, el lector reconduce sus pensamientos a la "timidez soñadora" de algunas mujeres, porque a continuación, y en oposición, vienen las "ágiles" y "sagaces".

De los cuerpos y sus características se ha ido pasando al espíritu; al final, y culminando, sin duda, las diferentes cualidades, como reina y señora aparece la "sagacidad", esa cualidad de "precaver", que implica la "astucia" y la "prudencia", "sagacidad", que es la sabiduría misma, a la que Espinosa hace preceder de la "agilidad", casi con seguridad, "men­tal".

Al hilo de la lectura, de esta lectura, uno puede descubrir el autor que trata de esconderse a veces y que, tras el catálogo que se muestra al Gran Padre, deja entrever, sin embargo, lo que considera más impor­tante en una mujer y que su protagonista femenina posee a raudales.

Con todo, es cierto -al menos para mí- que cada vez que se vuelve sobre las páginas de Escuela de Mandarines interesa menos la "historia" que el cómo se cuenta la historia, y no importa, o pasa a un segundo término, la clave, o el principio y el final; porque se abre un mundo de sugerencias, cuya verdadera clave es haber transcendido la temporali­dad histórica; habrá que admirar b universalidad de conocimientos, la exhaustividad de lecturas hechas suyas, la genialidad de un novelista que estaictura inteligentemente su obra (un ejemplo claro lo representa este capítulo, que tenía la intención de comentar entero) y que se sirve de una lengua que conoce y domina en toda su riqueza de matices, considerada tan viva como para introducir sin medida términos de pro­pio cuño; pero lo que existe es h indefinible y divina inspiración hecha realidad; en fin. cualquier capítulo, como ocurre con los grandes libros, es una pieza exenta, en la que se puede encontrar un mundo de ideas, belleza y sentimientos. La lectura completa de la obra corrobora y agranda, como otros han suficientemente demostrado, lo que en un breve pasaje, se puede vislumbrar.

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