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Emma Jane Austen Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Obra reproducida sin responsabilidad editorial¡sicos en... · Era la menor de las dos hijas de un padre muy cariñoso e indulgente y, como consecuen-cia de la boda de su hermana,

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Emma

Jane Austen

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CAPÍTULO PRIMERO

EMMA WOODHOUSE, bella, inteligente yrica, con una familia acomodada y un buencarácter, parecía reunir en su persona los mejo-res dones de la existencia; y había vivido cercade veintiún años sin que casi nada la afligiera ola enojase.

Era la menor de las dos hijas de un padremuy cariñoso e indulgente y, como consecuen-cia de la boda de su hermana, desde muy jovenhabía tenido que hacer de ama de casa. Hacíaya demasiado tiempo que su madre habíamuerto para que ella conservase algo más queun confuso recuerdo de sus caricias, y habíaocupado su lugar una institutriz, mujer de grancorazón, que se había hecho querer casi comouna madre.

La señorita Taylor había estado dieciséis añoscon la familia del señor Woodhouse, más comoamiga que como institutriz, y muy encariñadacon las dos hijas, pero sobre todo con Emma. La

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intimidad que había entre ellas era más dehermanas que de otra cosa. Aun antes de que laseñorita Taylor cesara en sus funciones nomi-nales de institutriz, la blandura de su carácterraras veces le permitía imponer una prohibi-ción; y entonces, que hacía ya tiempo que habíadesaparecido la sombra de su autoridad, habí-an seguido viviendo juntas como amigas, muyunidas la una a la otra, y Emma haciendosiempre lo que quería; teniendo en gran estimael criterio de la señorita Taylor, pero rigiéndosefundamentalmente por el suyo propio.

Lo cierto era que los verdaderos peligros dela situación de Emma eran, de una parte, queen todo podía hacer su voluntad, y de otra, queera propensa a tener una idea demasiado buenade sí misma; éstas eran las desventajas queamenazaban mezclarse con sus muchas cuali-dades. Sin embargo, por el momento el peligroera tan imperceptible que en modo alguno po-dían considerarse como inconvenientes suyos.

Llegó la contrariedad -una pequeña contra-

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riedad-, sin que ello la turbara en absoluto deun modo demasiado visible: la señorita Taylorse casó. Perder a la señorita Taylor fue el pri-mero de sus sinsabores. Y fue el día de la bodade su querida amiga cuando Emma empezó aalimentar sombríos pensamientos de cierta im-portancia. Terminada la boda y cuando ya sehubieron ido los invitados, su padre y ella sesentaron a cenar, solos, sin un tercero que ale-grase la larga velada. Después de la cena, supadre se dispuso a dormir, como de costumbre,y a Emma no le quedó más que ponerse a pen-sar en lo que había perdido.

La boda parecía prometer toda suerte de di-chas a su amiga. El señor Weston era un hom-bre de reputación intachable, posición desaho-gada, edad conveniente y agradables maneras;y había algo de satisfacción en el pensar conqué desinterés, con qué generosa amistad ellahabía siempre deseado y alentado esta unión.Pero la mañana siguiente fue triste. La ausenciade la señorita Taylor iba a sentirse a todas horas

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y en todos los días. Recordaba el cariño que lehabía profesado -el cariño, el afecto de dieciséisaños-, cómo la había educado y cómo habíajugado con ella desde que tenía cinco años...cómo no había escatimado esfuerzos paraatraérsela y distraerla cuando estaba sana, ycómo la había cuidado cuando habían llegadolas diversas enfermedades de la niñez. Teníacon ella una gran deuda de gratitud; pero elperíodo de los últimos siete años, la igualdadde condiciones y la total intimidad que habíanseguido a la boda de Isabella, cuando ambasquedaron solas con su padre, tenía recuerdosaún más queridos, más entrañables. Había sidouna amiga y una compañera como pocas exis-ten: inteligente, instruida, servicial, afectuosa,conociendo todas las costumbres de la familia,compenetrada con todas sus inquietudes, ysobre todo preocupada por ella, por todas susilusiones y por todos sus proyectos; alguien aquien podía revelar sus pensamientos apenasnacían en su mente, y que le profesaba tal afec-

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to que nunca podía decepcionarla.¿Cómo iba a soportar aquel cambio? Claro

que su amiga había ido a vivir a sólo mediamilla de distancia de su casa; pero Emma sedaba cuenta de que debía haber una gran dife-rencia entre una señora Weston que vivía sólo amedia milla de distancia y una señorita Taylorque vivía en la casa; y a pesar de todas sus cua-lidades naturales y domésticas corría el granpeligro de sentirse moralmente sola. Amabatiernamente a su padre, pero para ella no eraésta la mejor compañía; los dos no podían sos-tener ni conversaciones serias ni en chanza.

El mal de la disparidad de sus edades (y elseñor Woodhouse no se había casado muy jo-ven) se veía considerablemente aumentado porsu estado de salud y sus costumbres; pues, co-mo había estado enfermizo durante toda suvida, sin desarrollar la menor actividad, ni físi-ca ni intelectual, sus costumbres eran las de unhombre mucho mayor de lo que correspondía asus años; y aunque era querido por todos por la

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bondad de su corazón y lo afable de su carácter,el talento no era precisamente lo más destacadode su persona.

Su hermana, aunque el matrimonio no lahabía alejado mucho de ellos, ya que se habíainstalado en Londres, a sólo dieciséis millas dellugar, estaba lo suficientemente lejos como parano poder estar a su lado cada día; y en Hart-field tenían que hacer frente a muchas largasveladas de octubre y de noviembre, antes deque la Navidad significase la nueva visita deIsabella, de su marido y de sus pequeños, quellenaban la casa proporcionándole de nuevo elplacer de su compañía.

En Highbury, la grande y populosa villa, casiuna ciudad, a la que en realidad Hartfield per-tenecía, a pesar de sus prados independientes,y de sus plantíos y de su fama, no vivía nadiede su misma dase. Y por lo tanto los Woodhou-se eran la primera familia del lugar. Todos lesconsideraban como superiores. Emma teníamuchas amistades en el pueblo, pues su padre

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era amable con todo el mundo, pero nadie quepudiera aceptarse en lugar de la señorita Tay-lor, ni siquiera por medio día. Era un tristecambio; y al pensar en ello, Emma no podía pormenos de suspirar y desear imposibles, hastaque su padre despertaba y era necesario poner-le buena cara. Necesitaba que le levantasen elánimo. Era un hombre nervioso, propenso alabatimiento; quería a cualquiera a quien es-tuviera acostumbrado, y detestaba separarse deél; odiaba los cambios de cualquier especie. Elmatrimonio, como origen de cambios, siemprele era desagradable; y aún no había asimiladoni mucho menos el matrimonio de su hija, ysiempre hablaba de ella de un modo compasi-vo, a pesar de que había sido por completo unmatrimonio por amor, cuando se vio obligado asepararse también de la señorita Taylor; y suscostumbres de plácido egoísmo y su total inca-pacidad para suponer que otros podían pensarde modo distinto a él, le predispusieron no po-co a imaginar que la señorita Taylor había co-

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metido un error tan grave para ellos como paraella misma, y que hubiera sido mucho más felizde haberse quedado todo el resto de su vida enHartfield. Emma sonreía y se esforzaba por quesu charla fuera lo más animada posible, paraapartarle de estos pensamientos; pero a la horadel té, al señor Woodhouse le era imposible norepetir exactamente lo que ya había dicho almediodía:

-¡Pobre señorita Taylor! Me gustaría que pu-diera volver con nosotros. ¡Qué lastima que alseñor Weston se le ocurriera pensar en ella!

-En esto no puedo estar de acuerdo contigo,papá; ya sabes que no. El señor Weston es unhombre excelente, de muy buen carácter y muyagradable, y por lo tanto merece una buenaesposa; y supongo que no hubieras preferidoque la señorita Taylor viviera con nosotros parasiempre y soportara todas mis manías, cuandopodía tener una casa propia...

-¡Una casa propia! Pero ¿qué sale ganandocon tener una casa propia? Ésta es tres veces

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mayor. Y tú nunca has tenido manías, querida.-Iremos a verles a menudo y ellos vendrán a

vernos... ¡Siempre estaremos juntos! Somosnosotros los que tenemos que empezar, tene-mos que hacerles la primera visita, y muy pron-to.

-Querida, ¿cómo voy a ir tan lejos? Randallsestá demasiado lejos. No podría andar ni lamitad del camino.

-No, papá, nadie dice que tengas que ir an-dando. Desde luego que tenemos que ir en co-che.

-¿En coche? Pero a James no le gusta sacar loscaballos por un viaje tan corto; ¿y dónde vamosa dejar a los pobres caballos mientras estamosde visita?

-Papá, pues en las cuadras del señor Weston.Ya sabes que estaba todo previsto. Ayer por lanoche hablamos de todo esto con el señor Wes-ton. Y en cuanto a James, puedes estar comple-tamente seguro de que siempre querrá ir aRandalls, porque su hija está sirviendo allí co-

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mo doncella. Lo único de que dudo es de quequiera llevarnos a algún otro sitio. Fue obratuya, papá. Fuiste tú quien consiguió a Hannahel empleo. Nadie pensaba en Hannah hasta quetú la mencionaste... ¡James te está muy agrade-cido!

-Estoy muy contento de haber pensado enella. Fue una gran suerte, porque por nada delmundo hubiese querido que el pobre James secreyera desairado; y estoy seguro de que seráuna magnífica sirvienta; es una muchacha bieneducada y que sabe hablar; tengo muy buenaopinión de ella. Cuando la encuentro siempreme hace una reverencia y me pregunta cómoestoy con maneras muy corteses; y cuando latienes aquí haciendo costura, me fijo en quesiempre sabe hacer girar muy bien la llave en lacerradura, y nunca la cierra de un portazo. Es-toy seguro de que será una excelente criada; yserá un gran consuelo para la pobre señoritaTaylor tener a su lado a alguien a quien estáacostumbrada a ver. Siempre que James va a

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ver a su hija, ya puedes suponer que tendránoticias nuestras. Él puede decirle cómo vamos.

Emma no regateó esfuerzos para conseguirque su padre se mantuviera en este estado deánimo, y confiaba, con la ayuda del chaquete,lograr que pasara tolerablemente bien la vela-da, sin que le asaltaran más pesares que lossuyos propios. Se puso la tabla del chaquete;pero inmediatamente entró una visita que lohizo innecesario.

El señor Knightley, hombre de muy buen cri-terio, de unos treinta y siete o treinta y ochoaños, no sólo era un viejo e íntimo amigo de lafamilia, sino que también se hallaba particu-larmente relacionado con ella por ser hermanomayor del marido de Isabella. Vivía aproxima-damente a una milla de distancia de Highbury,les visitaba con frecuencia y era siempre bienrecibido, y esta vez mejor recibido que de cos-tumbre, ya que traía nuevas recientes de susmutuos parientes de Londres. Después de va-rios días de ausencia, había vuelto poco des-

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pués de la hora de cenar, y había ido a Hart-field para decirles que todo marchaba bien enla plaza de Brunswick. Ésta fue una feliz cir-cunstancia que animó al señor Woodhouse porcierto tiempo. El señor Knightley era un hom-bre alegre, que siempre le levantaba los ánimos;y sus numerosas preguntas acerca de «la pobreIsabella» y sus hijos fueron contestadas a plenasatisfacción. Cuando hubo terminado, el señorWoodhouse, agradecido, comentó:

-Señor Knightley, ha sido usted muy amableal salir de su casa tan tarde y venir a visitarnos.¿No le habrá sentado mal salir a esta hora?

-No, no, en absoluto. Hace una noche esplén-dida, y con una hermosa luna; y tan templadaque incluso tengo que apartarme del fuego dela chimenea.

-Pero debe de haberla encontrado muyhúmeda y con mucho barro en el camino. Con-fío en que no se habrá resfriado.

-¿Barro? Mire mis zapatos. Ni una mota depolvo.

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-¡Vaya! Pues me deja muy sorprendido, por-que por aquí hemos tenido muchas lluvias.Mientras desayunábamos estuvo lloviendo deun modo terrible durante media hora. Yo que-ría que aplazaran la boda.

-A propósito... Todavía no le he dado a ustedla enhorabuena. Creo que me doy cuenta de laclase de alegría que los dos deben de sentir, ypor eso no he tenido prisa en felicitarles; peroespero que todo haya pasado sin más compli-caciones. ¿Qué tal se encuentran? ¿Quién hallorado más?

-¡Ay! ¡Pobre señorita Taylor! ¡Qué pena!-Si me permite, sería mejor decir pobre señor

y señorita Woodhouse; pero lo que no me esposible decir es «pobre señorita Taylor». Yo lesaprecio mucho a usted y a Emma; pero cuandose trata de una cuestión de dependencia o in-dependencia... Sin ninguna duda, tiene que serpreferible no tener que complacer más que auna sola persona en vez de dos.

-Sobre todo cuando una de esas dos personas

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es muy antojadiza y fastidiosa -dijo Emmabromeando-; ya sé que esto es lo que está pen-sando... y que sin duda es lo que diría si noestuviera delante mi padre.

-Lo cierto, querida, es que creo que esto es lapura verdad -dijo el señor Woodhouse suspi-rando-; temo que a veces soy muy antojadizo yfastidioso.

-¡Papá querido! ¡No vas a pensar que me refe-ría a ti, o que el señor Knightley te aludía! ¡Aquién se le ocurre semejante cosa! ¡Oh, no! Yome refería a mí misma. Ya sabes que al señorKnightley le gusta sacar a relucir defectos mí-os... en broma... todo es en broma. Siempre nosdecimos mutuamente todo lo que queremos.

Efectivamente, el señor Knightley era una delas pocas personas que podía ver defectos enEmma Woodhouse, y la única que le hablabade ellos; y aunque eso a Emma no le era muygrato, sabía que a su padre aún se lo era muchomenos, y que le costaba mucho llegar a sospe-char que hubiera alguien que no la considerase

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perfecta.-Emma sabe que yo nunca la adulo -dijo el

señor Knightley-, pero no me refería a nadie enconcreto. La señorita Taylor estaba acostum-brada a tener que complacer a dos personas;ahora no tendrá que complacer más que a una.Por lo tanto hay más posibilidades de que salgaganando con el cambio.

-Bueno -dijo Emma, deseosa de cambiar deconversación-, usted quiere que le hablemos dela boda, y yo lo haré con mucho gusto, porquetodos nos portamos admirablemente. Todo elmundo fue puntual, todo el mundo lucía lasmejores galas... No se vio ni una sola lágrima, yapenas alguna cara larga. ¡Oh, no! Todos sa-bíamos que íbamos a vivir sólo a media millade distancia, y estábamos seguros de vernostodos los días.

-Mi querida Emma lo sobrelleva todo muybien -dijo su padre-; pero, señor Knightley, laverdad es que ha sentido mucho perder a lapobre señorita Taylor, y estoy seguro de que la

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echará de menos más de lo que se cree.Emma volvió la cabeza dividida entre lágri-

mas y sonrisas.-Es imposible que Emma no eche de menos a

una compañera así -dijo el señor Knightley-. Nola apreciaríamos como la apreciamos si supu-siéramos una cosa semejante. Pero ella sabe lobeneficiosa que es esta boda para la señoritaTaylor; sabe lo importante que tiene que serpara la señorita Taylor, a su edad, verse en unacasa propia y tener asegurada una vida des-ahogada, y por lo tanto no puede por menos desentir tanta alegría como pena. Todos los ami-gos de la señorita Taylor deben alegrarse deque se haya casado tan bien.

-Y olvida usted -dijo Emma- otro motivo dealegría para mí, y no pequeño: que fui yo quienhizo la boda. Yo fui quien hizo la boda, ¿sabeusted?, hace cuatro años; y ver que ahora serealiza y que se demuestre que acerté cuandoeran tantos los que decían que el señor Westonno volvería a casarse, a mí me compensa de

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todo lo demás.El señor Knightley inclinó la cabeza ante ella.

Su padre se apresuró a replicar:-¡Oh, querida! Espero que no vas a hacer más

bodas ni más predicciones, porque todo lo quetú dices siempre termina ocurriendo. Por favor,no hagas ninguna boda más.

-Papá, te prometo que para mí no voy a hacerninguna; pero me parece que debo hacerlo porlos demás. ¡Es la cosa más divertida del mundo!Imagínate, ¡después de este éxito! Todo elmundo decía que el señor Weston no se volve-ría a casar. ¡Oh, no! El señor Weston, que hacíatanto tiempo que era viudo y que parecía en-contrarse tan a gusto sin una esposa, siempretan ocupado con sus negocios de la ciudad, oaquí con sus amigos, siempre tan bien recibidoen todas partes, siempre tan alegre... El señorWeston, que no necesitaba pasar ni una solavelada solo si no quería. ¡Oh, no! Seguro que elseñor Weston nunca más se volvería a casar.Había incluso quien hablaba de una promesa

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que había hecho a su esposa en el lecho demuerte, y otros decían que el hijo y el tío no ledejarían. Sobre este asunto se dijeron las mássolemnes tonterías, pero yo no creí ninguna.Siempre, desde el día (hace ya unos cuatroaños) que la señorita Taylor y yo le conocimosen Broadway-Lane, cuando empezaba a lloviz-nar y se precipitó tan galantemente a pedirprestados en la tienda de Farmer Mitchell dosparaguas para nosotras, no dejé de pensar enello. Desde entonces ya planeé la boda; y des-pués de ver el éxito que he tenido en este caso,papá querido, no vas a suponer que voy a dejarde hacer de casamentera.

-No entiendo lo que quiere usted decir coneso de «éxito» -dijo el señor Knightley-. Éxitosupone un esfuerzo. Hubiera usted empleadosu tiempo de un modo muy adecuado y muydigno si durante estos cuatro últimos añoshubiera estado haciendo lo posible para que serealizara esta boda. ¡Una ocupación admirablepara una joven! Pero si es como yo imagino, y

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sus funciones de casamentera, como usted dice,se reducen a planear la boda, diciéndose a símisma un día en que no tiene nada que pensar:«Creo que sería muy conveniente para la seño-rita Taylor que se casara con el señor Weston»,repitiéndoselo a sí misma de vez en cuando,¿cómo puede hablar de éxito?, ¿dónde está elmérito? ¿De qué está usted orgullosa? Tuvouna intuición afortunada, eso es todo.

-¿Y nunca ha conocido usted el placer y eltriunfo de una intuición afortunada? Le com-padezco. Le creía más inteligente. Porque pue-de estar seguro de una cosa: una intuición afor-tunada nunca es tan sólo cuestión de suerte.Siempre hay algo de talento en ello. Y en cuan-to a mi modesta palabra de «éxito», que ustedme reprocha, no veo que esté tan lejos de poderatribuírmela. Usted ha planteado dos posibili-dades extremas, pero yo creo que puede haberuna tercera: algo que esté entre no hacer nada yhacerlo todo. Si yo no hubiese hecho que elseñor Weston nos visitara y no le hubiera aten-

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tado en mil pequeñas cosas, y no hubiese alla-nado muchas pequeñas dificultades, a fin decuentas quizá no hubiéramos llegado a estefinal. Creo que usted conoce Hartfield lo sufi-cientemente bien para comprender esto.

-Un hombre franco y sincero como Weston yuna mujer sensata y sin melindres como la se-ñorita Taylor, pueden muy bien dejar que susasuntos se arreglen por sí mismos. Mezclándo-se se exponía usted a hacerse más daño a símisma que bien a ellos.

-Emma nunca piensa en sí misma si puedehacer algún bien a los demás -intervino el señorWoodhouse, que sólo en parte comprendía loque estaban hablando-; pero, por favor, queri-da, te ruego que no hagas más bodas, son dis-parates que rompen de un modo terrible launidad de la familia.

-Sólo una más, papá; sólo para el señor Elton.¡Pobre señor Elton! Tú aprecias al señor Elton,papá... Tengo que buscarle esposa. No hay na-die en Highbury que le merezca... y ya lleva

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aquí todo un año, y ha arreglado su casa de unmodo tan confortable que sería una lástima quesiguiera soltero por más tiempo... y hoy me haparecido que cuando les juntaba las manos po-nía cara de que le hubiese gustado mucho quealguien hiciera lo mismo con él. Yo aprecio mu-cho al señor Elton, y ése es el único medio quetengo de hacerle un favor.

-Desde luego, el señor Elton es un joven muyagraciado y un hombre excelente, y yo le tengoen gran aprecio. Pero, querida, si quieres teneruna deferencia para con él es mejor que le pidasque venga a cenar con nosotros cualquier día.Eso será mucho mejor. Y confío que el señorKnightley será tan amable como para acom-pañarnos.

-Con muchísimo gusto, siempre que usted lodesee -dijo riendo el señor Knightley-; y estoytotalmente de acuerdo con usted en que esoserá mucho mejor. Invítele a cenar, Emma, ymuéstrele todo su afecto con el pescado y elpollo, pero deje que sea él mismo quien se elija

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esposa. Créame, un hombre de veintiséis oveintisiete años ya sabe cuidar de sí mismo.

CAPÍTULO II

EL señor Weston era natural de Highbury, yhabía nacido en el seno de una familia honora-ble que en el curso de las dos o tres últimasgeneraciones había ido acrecentando su noble-za y su fortuna. Había recibido una buena edu-cación, pero al tener ya desde una edad muytemprana una cierta independencia, se encon-tró incapaz de desempeñar ninguna de las ocu-paciones de la casa a las que se dedicaban sushermanos; y su espíritu activo e inquieto y sutemperamento sociable le había llevado a in-gresar en la milicia del condado que entoncesse formó.

El capitán Weston era apreciado por todos; ycuando las circunstancias de la vida militar lehabían hecho conocer a la señorita Churchill, de

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una gran familia del Yorkshire, y la señoritaChurchill se enamoró de él, nadie se sorpren-dió, excepto el hermano de ella y su esposa, quenunca le habían visto, que estaban llenos deorgullo y de pretensiones, y que se sentíanofendidos por este enlace.

Sin embargo, la señorita Churchill, como yaera mayor de edad y se hallaba en plena pose-sión de su fortuna -aunque su fortuna no fueseproporcionada a los bienes de la familia- no sedejó disuadir y la boda tuvo lugar con infinitamortificación por parte del señor y la señoraChurchill, quienes se la quitaron de encima conel debido decoro. Éste fue un enlace desafortu-nado y no fue motivo de mucha felicidad. Laseñora Weston hubiera debido ser más dichosa,pues tenía un esposo cuyo afecto y dulzura decarácter le hacían considerarse deudor suyo enpago de la gran felicidad de estar enamoradade él; pero aunque era una mujer de carácter notenía el mejor. Tenía temple suficiente comopara hacer su propia voluntad contrariando a

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su hermano, pero no el suficiente como paradejar de hacer reproches excesivos a la cóleratambién excesiva de su hermano, ni para noechar de menos los lujos de su antigua casa.Vivieron por encima de sus posibilidades, peroincluso eso no era nada en comparación conEnscombe: ella nunca dejó de amar a su esposopero quiso ser a la vez la esposa del capitánWeston y la señora Churchill de Enscombe.

El capitán Weston, de quien se había conside-rado, sobre todo por los Churchill, que habíahecho una boda tan ventajosa, resultó quehabía llevado con mucho la peor parte; puescuando murió su esposa después de tres añosde matrimonio, tenía menos dinero que al prin-cipio, y debía mantener a un hijo. Sin embargo,pronto se le libró de la carga de este hijo. Elniño, habiendo además otro argumento de con-ciliación debido a la enfermedad de su madre,había sido el medio de una suerte de reconcilia-ción y el señor y la señora Churchill, que notenían hijos propios, ni ningún otro niño de

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parientes tan próximos de que cuidarse, seofrecieron a hacerse cargo del pequeño Frankpoco después de la muerte de su madre. Yapuede suponerse que el viudo sintió ciertosescrúpulos y no cedió de muy buena gana; perocomo estaba abrumado por otras preocu-paciones, el niño fue confiado a los cuidados ya la riqueza de los Churchill, y él no tuvo queocuparse más que de su propio bienestar y demejorar todo lo que pudo su situación.

Se imponía un cambio completo de vida.Abandonó la milicia y se dedicó al comercio,pues tenía hermanos que ya estaban bien esta-blecidos en Londres y que le facilitaron los co-mienzos. Fue un negocio que no le proporcionómás que cierto desahogo. Conservaba todavíauna casita en Highbury en donde pasaba lamayor parte de sus días libres; y entre su pro-vechosa ocupación y los placeres de la socie-dad, pasaron alegremente dieciocho o veinteaños más de su vida. Para entonces había yaconseguido una situación más desahogada que

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le permitió comprar una pequeña propiedadpróxima a Highbury por la que siempre habíasuspirado, así como casarse con una mujer in-cluso con tan poca dote como la señorita Tay-lor, y vivir de acuerdo con los impulsos de sutemperamento cordial y sociable.

Hacía ya algún tiempo que la señorita Taylorhabía empezado a influir en sus planes, perocomo no era la tiránica influencia que la juven-tud ejerce sobre la juventud, no había hechovacilar su decisión de no asentarse hasta quepudiera comprar Randalls, y la venta deRandalls era algo en lo que pensaba hacía yamucho tiempo; pero había seguido el caminoque se trazó teniendo a la vista estos objetivoshasta que logró sus propósitos. Había reunidouna fortuna, comprado una casa y conseguidouna esposa; y estaba empezando un nuevo pe-ríodo de su vida que según todas las probabi-lidades sería más feliz que ningún otro de losque había vivido. Él nunca había sido un hom-bre desdichado; su temperamento le había im-

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pedido serlo, incluso en su primer matrimonio;pero el segundo debía demostrarle cuán encan-tadora, juiciosa y realmente afectuosa puedellegar a ser una mujer, y darle la más grata delas pruebas de que es mucho mejor elegir queser elegido, despertar gratitud que sentirla.

Sólo podía felicitarse de su elección; de su for-tuna podía disponer libremente; pues por loque se refiere a Frank, había sido manifiesta-mente educado como el heredero de su tío,quien lo había adoptado hasta el punto de quetomó el nombre de Churchill al llegar a la ma-yoría de edad. Por lo tanto era más que impro-bable que algún día necesitase la ayuda de supadre. Éste no tenía ningún temor de ello. Latía era una mujer caprichosa y gobernaba porcompleto a su marido; pero el señor Weston nopodía llegar a imaginar que ninguno de suscaprichos fuese lo suficientemente fuerte comopara afectar a alguien tan querido, y, según élcreía, tan merecidamente querido. Cada añoveía a su hijo en Londres y estaba orgulloso de

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él; y sus apasionados comentarios sobre él pre-sentándole como un apuesto joven habíanhecho que Highbury sintiese por él como unaespecie de orgullo. Se le consideraba pertene-ciente a aquel lugar hasta el punto de hacer quesus méritos y sus posibilidades fuesen algo deinterés general.

El señor Frank Churchill era uno de los orgu-llos de Highbury y existía una gran curiosidadpor verle, aunque esta admiración era tan pococorrespondida que él nunca había estado allí. Amenudo se había hablado de hacer una visita asu padre, pero esta visita nunca se había efec-tuado.

Ahora, al casarse su padre, se habló muchode que era una excelente ocasión para que rea-lizara la visita. Al hablar de este tema no huboni una sola voz que disintiera, ni cuando la se-ñora Perry fue a tomar el té con la señora y laseñorita Bates, ni cuando la señorita Bates de-volvió la visita. Aquella era la oportunidadpara que el señor Frank Churchill conociese el

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lugar; y las esperanzas aumentaron cuando sesupo que había escrito a su nueva madre sobrela cuestión. Durante unos cuantos días en todaslas visitas matinales que se hacían en Highburyse mencionaba de un modo u otro la hermosacarta que había recibido la señora Weston.

-Supongo que ha oído usted hablar de la pre-ciosa carta que el señor Frank Churchill ha es-crito a la señora Weston. Me han dicho que esuna carta muy bonita. Me lo ha dicho el señorWoodhouse. El señor Woodhouse ha visto lacarta y dice que en toda su vida no ha leído unacarta tan hermosa.

La verdad es que era una carta admirable. Porsupuesto, la señora Weston se había formadouna idea muy favorable del joven; y una defe-rencia tan agradable era una irrefutable pruebade su gran sensatez, y algo que venía a sumarsegratamente a todas las felicitaciones que habíarecibido por su boda. Se sintió una mujer muyafortunada; y había vivido lo suficiente parasaber lo afortunada que podía considerarse,

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cuando lo único que lamentaba era una se-paración parcial de sus amigos, cuya amistadcon ella nunca se había enfriado, y a quienestanto costó separarse de ella.

Sabía que a veces se la echaría de menos; y nopodía pensar sin dolor en que Emma perdieseun solo placer o sufriese una sola hora de tedioal faltarle su compañía; pero su querida Emmano era una persona débil de carácter; sabía estara la altura de su situación mejor que la mayoríade las muchachas, y tenía sensatez y energía yánimos que era de esperar que le hiciesen so-brellevar felizmente sus pequeñas dificultadesy contrariedades. Y además era tan consoladorel que fuese tan corta la distancia entre Randalby Hartfield, tan fácil de recorrer, el camino in-cluso para una mujer sola y en el caso y en lascircunstancias de la señora Weston que en laestación que ya se acercaba no pondría obstácu-los en que pasaran la mitad de las tardes decada semana juntas.

Su situación era a un tiempo motivo de horas

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de gratitud para la señora Weston y sólo demomentos de pesar; y su satisfacción -más quesatisfacción-, su extraordinaria alegría era tanjusta y tan visible que Emma, a pesar de queconocía tan bien a su padre, a veces quedabasorprendida al ver que aún era capaz de com-padecer a «la pobre señorita Taylor», cuando ladejaron en Randalls en medio de las mayorescomodidades, o la vieron alejarse al atardecerjunto a su atento esposo en un coche propio.Pero nunca se iba sin que el señor Woodhousedejara escapar un leve suspiro y dijera:

-¡Ah, pobre señorita Taylor! ¡Tanto como legustaría quedarse!

No había modo de recobrar a la señorita Tay-lor... Ni tampoco era probable que dejara decompadecerla; pero unas pocas semanas traje-ron algún consuelo al señor Woodhouse. Lasfelicitaciones de sus vecinos habian terminado;ya nadie volvía a hurgar en su herida felicitán-dole por un acontecimiento tan penoso; y elpastel de boda, que tanta pesadumbre le había

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causado, ya había sido comido por completo.Su estómago no soportaba nada sustancioso yse resistía a creer que los demás no fuesen co-mo él. Lo que a él le sentaba mal considerabaque debía sentar mal a todo el mundo; y por lotanto había hecho todo lo posible para disua-dirles de que hiciesen pastel de boda, y cuandovio que sus esfuerzos eran en vano hizo todo loposible para evitar que los demás comieran deél. Se había tomado la molestia de consultar elasunto con el señor Perry, el boticario. El señorPerry era un hombre inteligente y de muchomundo cuyas frecuentes visitas eran uno de losconsuelos de la vida del señor Woodhouse; y alser consultado no pudo por menos de recono-cer (aunque parece ser que más bien a pesarsuyo) que lo cierto era que el pastel de bodapodía perjudicar a muchos, quizás a la mayoría,a menos que se comiese con moderación. Conesta opinión que confirmaba la suya propia, elseñor Woodhouse intentó influir en todos losvisitantes de los recién casados; pero a pesar de

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todo, el pastel se terminó; y sus benevolentesnervios no tuvieron descanso hasta que noquedó ni una migaja.

Por Highbury corrió un extraño rumor acercade que los hijos del señor Perry habían sidovistos con un pedazo del pastel de boda de laseñora Weston en la mano; pero el señorWoodhouse nunca lo hubiese creído.

CAPÍTULO III

A su manera, al señor Woodhouse le gustabala compañía. Le gustaba muchísimo que susamistades fueran a verle; y se sumaban unaserie de factores, su larga residencia en Hart-field y su buen carácter, su fortuna, su casa y suhija, haciendo que pudiese elegir las visitas desu pequeño círculo, en gran parte según susgustos. Fuera de este círculo tenía poco tratocon otras familias; su horror a trasnochar y a lascenas muy concurridas impedían que tuvieramás amistades que las que estaban dispuestas a

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visitarle según sus conveniencias. Afortunada-mente para él, Highbury, que incluía a Randallsen su parroquia, y Donwell Abbey en la parro-quia vecina -donde vivía el señor Knightley-comprendía a muchas de tales personas. Nopocas veces se dejaba convencer por Emma, einvitaba a cenar a algunos de los mejores y máselegidos, pero lo que él prefería eran las reu-niones de la tarde, y a menos que en algunaocasión se le antojase que alguno de ellos noestaba a la altura de la casa, apenas había algu-na tarde de la semana en que Emma no pudiesereunir a su alrededor personas suficientes parajugar a las cartas.

Un verdadero aprecio, ya antiguo, dio entra-da a su casa a los Weston y al señor Knightley;y en cuanto al señor Elton, un joven que vivíasolo contra su voluntad, tenía el privilegio depoder huir todas las tardes libres de su negrasoledad, y cambiarla por los refinamientos y lacompañía del salón del señor Woodhouse y porlas sonrisas de su encantadora hija, sin ningún

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peligro de que se le expulsara de allí.Tras éstos venía un segundo grupo; del cual,

entre los más asiduos figuraban la señora y laseñorita Bates, y la señora Goddard, tres damasque estaban casi siempre a punto de aceptaruna invitación procedente de Hartfield, y aquienes se iba a recoger y se devolvía a su casatan a menudo, que el señor Woodhouse no con-sideraba que ello fuese pesado ni para James nipara los caballos. Si sólo hubiera sido una vezal año, lo hubiera considerado como una granmolestia.

La señora Bates, viuda de un antiguo vicariode Highbury, era una señora muy anciana, in-capaz ya de casi toda actividad, exceptuando elté y el cuatrillo.1 Vivía muy modestamente consu única hija, y se le tenían todas las considera-ciones y todo el respeto que una anciana in-ofensiva en tan incómodas circunstancias pue-

1 Cuatrillo: juego de naipes de cuatro personas,semejante al tresillo.

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de suscitar. Su hija gozaba de una popularidadmuy poco común en una mujer que no era nijoven, ni hermosa, ni rica, ni casada. La posi-ción social de la señorita Bates era de las peorespara que gozara de tantas simpatías; no teníaninguna superioridad intelectual para compen-sar lo demás o para intimidar a los que hubie-ran podido detestarla y hacer que le demostra-ran un aparente respeto. Nunca había presu-mido ni de belleza ni de inteligencia. Su juven-tud había pasado sin llamar la atención, y ya deedad madura se había dedicado a cuidar a sudecrépita madre, y a la empresa de hacer consus exiguos ingresos el mayor número posiblede cosas. Sin embargo era una mujer feliz, yuna mujer a quien nadie nombraba sin benevo-lencia. Era su gran buena voluntad y lo conten-tadizo de su carácter lo que obraba estas mara-villas. Quería a todo el mundo, procuraba lafelicidad de todo el mundo, ponderaba en se-guida los méritos de todo el mundo; se consi-deraba a sí misma un ser muy afortunado, a

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quien se había dotado de algo tan valioso comouna madre excelente, buenos vecinos y amigos,y un hogar en el que nada faltaba. La sencillezy la alegría de su carácter, su temperamentocontentadizo y agradecido, complacían a todosy eran una fuente de felicidad para ella ' misma.Le gustaba mucho charlar de asuntos triviales,lo cual encajaba perfectamente con los gustosdel señor Woodhouse, siempre atento a las pe-queñas noticias y a los chismes inofensivos.

La señora Goddard era maestra de escuela,no de un colegio ni de un pensionado, ni decualquier otra cosa por el estilo en donde sepretende con largas frases de refinada tonteríacombinar la libertad de la ciencia con una ele-gante moral acerca de nuevos principios y nue-vos sistemas, y en donde las jóvenes a cambiode pagar enormes sumas pierden salud y ad-quieren vanidad, sino una verdadera, honradaescuela de internas a la antigua, en donde sevendía a un precio razonable una razonablecantidad de conocimientos, y a donde podía

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mandarse a las muchachas para que no estorba-ran en casa, y podían hacerse un pequeña edu-cación sin ningún peligro de que salieran de allíconvertidas en prodigios. La escuela de la seño-ra Goddard tenía muy buena reputación, y bienmerecida, pues Highbury estaba consideradocomo un lugar particularmente saludable: teníauna casa espaciosa, un jardín, daba a las niñascomida sana y abundante, en verano dejabaque corretearan a su gusto, y en invierno ellamisma les curaba los sabañones. No era, pues,de extrañar que una hilera de a dos de unascuarenta jóvenes la siguieran cuando iba a laiglesia. Era una mujer sencilla y maternal, quehabía trabajado mucho en su juventud, y queahora se consideraba con derecho a permitirseel ocasional esparcimiento de una visita paratomar el té; y como tiempo atrás debía mucho ala amabilidad del señor Woodhouse, se sentíaparticularmente obligada a no desatender susinvitaciones y a abandonar su pulcra salita, ypasar siempre que podía unas horas de ocio

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perdiendo o ganando unas cuantas monedas deseis peniques junto a la chimenea de su anfi-trión.

Éstas eran las señoras que Emma podía reunircon mucha frecuencia; y estaba no poco conten-ta de conseguirlo, por su padre; aunque, por loque a ella se refería, no había remedio para laausencia de la señora Weston. Estaba encantadade ver que su padre parecía sentirse a gusto ymuy contento con ella por saber arreglar lascosas tan bien; pero la apacible y monótonacharla de aquellas tres mujeres le hacía darsecuenta que cada velada que pasaba de este mo-do era una de las largas veladas que con tantotemor había previsto.

Una mañana, cuando creía poder asegurarque el día iba a terminar de este modo, trajeronun billete de parte de la señora Goddard quesolicitaba en los términos más respetuosos quese le permitiera venir acompañada de la señori-ta Smith; una petición que fue muy bien acogi-da; porque la señorita Smith era una muchacha

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de diecisiete años a quien Emma conocía muybien de vista y por -quien hacía tiempo quesentía interés debido a su belleza. Contestó conuna amable invitación, y la gentil dueña de lacasa ya no temió la llegada de la tarde.

Harriet Smith era hija natural de alguien.Hacía ya varios años alguien la había hechoingresar en la escuela de la señora Goddard, yrecientemente alguien la había elevado desdesu situación de colegiala a la de huésped. Engeneral, esto era todo lo que se sabía de su his-toria. En apariencia no tenía más amigos que losque se había hecho en Highbury, y ahora aca-baba de volver de una larga visita que habíahecho a unas jóvenes que vivían en el campo yque habían sido sus compañeras de escuela.

Era una muchacha muy linda, y su belleza re-sultó ser de una clase que Emma admiraba par-ticularmente. Era bajita, regordeta y rubia, llenade lozanía, de ojos azules, cabello reluciente,rasgos regulares y un aire de gran dulzura; yantes del fin de la velada Emma estaba tan

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complacida con sus modales como con su per-sona, y completamente decidida a seguir tra-tándola.

No le llamó la atención nada particularmenteinteligente en el trato de la señorita Smith, peroen conjunto la encontró muy simpática -sinninguna timidez fuera de lugar y sin reparospara hablar- y con todo sin ser por ello en abso-luto inoportuna, sabiendo estar tan bien en sulugar y mostrándose tan deferente, dandomuestras de estar tan agradablemente agrade-cida por haber sido admitida en Hartfield, y tansinceramente impresionada por el aspecto detodas las cosas, tan superior en calidad a lo queella estaba acostumbrada, que debía de tenermuy buen juicio y merecía aliento. Y se le daríaaliento. Aquellos ojos azules y mansos y todosaquellos dones naturales no iban a desperdi-ciarse en la sociedad inferior de Highbury y susrelaciones. Las amistades que ya se había hechoeran indignas de ella. Las amigas de quien aca-baba de separarse, aunque fueran muy buena

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gente, debían estar perjudicándola. Eran unafamilia cuyo apellido era Martin, y a la queEmma conocía mucho de oídas, ya que teníanarrendada una gran granja del señor Knightley,y vivían en la parroquia de Donwell, teníanmuy buena reputación según creía -sabía que elseñor Knightley les estimaba mucho- pero de-bían de ser gente vulgar y poco educada, enmodo alguno propia de tener intimidad conuna muchacha que sólo necesitaba un poco másde conocimientos y de elegancia para ser com-pletamente perfecta. Ella la aconsejaría; la haríamejorar; haría que abandonase sus malas amis-tades y la introduciría en la buena sociedad;formaría sus opiniones y sus modales. Seríauna empresa interesante y sin duda tambiénuna buena obra; algo muy adecuado a su situa-ción en la vida; a su tiempo libre y a sus posibi-lidades.

Estaba tan absorta admirando aquellos ojosazules y mansos, hablando y escuchando, ytrazando todos estos planes en las pausas de la

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conversación, que la tarde pasó muchísimo másaprisa que de costumbre; y la cena con la quesiempre terminaban esas reuniones, y para laque Emma solía preparar la mesa con calma, es-perando a que llegara el momento oportuno,aquella vez se dispuso en un abrir y cerrar deojos, y se acercó al fuego, casi sin que ella mis-ma se diera cuenta. Con una presteza que noera habitual en un carácter como el suyo que,con todo, nunca había sido indiferente al pres-tigio de hacerlo todo muy bien y poniendo enello los cinco sentidos, con el auténtico entu-siasmo de un espíritu que se complacía en suspropias ideas, aquella vez hizo los honores dela mesa, y sirvió y recomendó el picadillo depollo y las ostras asadas con una insistencia quesabía necesaria en aquella hora algo temprana yadecuada a los corteses cumplidos de sus invi-tados.

En ocasiones como ésta, en el ánimo del bue-no del señor Woodhouse se libraba un penosocombate. Le gustaba ver servida la mesa, pues

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tales invitaciones habían sido la moda elegantede su juventud; pero como estaba convencidode que las cenas eran perjudiciales para la sa-lud, más bien le entristecía ver servir los platos;y mientras que su sentido de la hospitalidad lellevaba a alentar a sus invitados a que comierande todo, los cuidados que le inspiraba su saludhacía que se apenase de ver que comían.

Lo único que en conciencia podía recomendarera un pequeño tazón de avenate claro 2como elque él tomaba, pero, mientras las señoras notenían ningún reparo en atacar bocados mássabrosos, debía contentarse con decir:

-Señora Bates, permítame aconsejarle quepruebe uno de estos huevos. Un huevo duropoco cocido no puede perjudicar. Serle sabehacer huevos duros mejor que nadie. Yo norecomendaría un huevo duro a nadie más, perono tema usted, ya ve que son muy pequeños,

2 Avenate: bebida hecha de avena mondada y co-cida en agua.

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uno de esos huevos tan pequeños no puedenhacerle daño. Señorita Bates, que Emma le sirvaun pedacito de tarta, un pedacito chiquitín.Nuestras tartas son sólo de manzana. En estacasa no le daremos ningún dulce que puedaperjudicarle. Lo que no le aconsejo son las nati-llas. Señora Goddard, ¿qué le parecería mediovasito de vino? ¿Medio vasito pequeño, mez-clado con agua? No creo que eso pueda sentarlemal.

Emma dejaba hablar a su padre, pero servía asus invitados manjares más consistentes; yaquella noche tenía un interés especial en quequedaran contentos. Se había propuesto atraer-se a la señorita Smith y lo había conseguido. Laseñorita Wodhouse era un personaje tan impor-tante en Highbury que la noticia de que iban aser presentadas le había producido tanto miedocomo alegría... Pero la modesta y agradecidajoven salió de la casa llena de gratitud, muycontenta de la afabilidad con la que la señoritaWoodhouse la había tratado durante toda la

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velada; ¡incluso le había estrechado la mano aldespedirse!

CAPÍTULO IV

LA intimidad de Harriet Smith en Hartfieldpronto fue un hecho. Rápida y decidida en susmedios, Emma no perdió el tiempo y la invitórepetidamente, diciéndole que fuese a su casamuy a menudo; y a medida que su amistadaumentaba, aumentaba también el placer queambas sentían de estar juntas. Desde los prime-ros momentos Emma ya había pensado en loútil que podía serle como compañera de suspaseos. En este aspecto, la pérdida de la señoraWeston había sido importante. Su padre nuncaiba más allá del plantío, en donde dos divisio-nes de los terrenos señalaban el final de su pa-seo, largo o corto, según la época del año; ydesde la boda de la señora Weston los paseosde Emma se habían reducido mucho. Una sola

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vez se había atrevido a ir sola hasta Randalls,pero no fue una experiencia agradable; y por lotanto una Harriet Smíth, alguien a quien podíallamar en cualquier momento para que leacompañara a dar un paseo, sería una valiosaadquisición que ampliaría sus posibilidades. Yen todos los aspectos, cuanto más la trataba,más la satisfacía, y se reafirmó en todos susafectuosos propósitos.

Evidentemente, Harriet no era inteligente, pe-ro tenía un carácter dulce y era dócil y agrade-cida; carecía de todo engreimiento, y sólo de-seaba ser guiada —por alguien a quien pudieseconsiderar como superior. Lo espontáneo de suinclinación por Emma mostraba un tem-peramento muy afectuoso; y su afición al tratode personas selectas, y su capacidad de apre-ciar lo que era elegante e inteligente, de-mostraba que no estaba exenta de buen gusto,aunque no podía pedírsele un gran talento. Enresumen, estaba completamente convencida deque Harriet Smith era exactamente la amiga

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que necesitaba, exactamente lo que se necesita-ba en su casa.

En una amiga como la señora Weston nohabía ni que pensar. Nunca hubiera encontradootra igual, y tampoco la necesitaba. Era algocompletamente distinto, un sentimiento dife-rente y que no tenía nada que ver con el otro.Por la señora Weston sentía un afecto basadoen la gratitud y en la estimación. A Harriet laapreciaba como a alguien a quien podía ser útil.Porque por la señora Weston no podía hacernada; por Harriet podía hacerlo todo.

Su primer intento para serle útil consistió enintentar saber quiénes eran sus padres; peroHarriet no se lo dijo. Estaba dispuesta a decirletodo lo que supiera, pero las preguntas acercade esta cuestión fueron en vano. Emma se vioobligada a imaginar lo que quiso, pero nuncapudo convencerse de que, de encontrarse en lamisma situación, ella no hubiese revelado laverdad. Harriet carecía de curiosidad. Se habíacontentado con oír y creer lo que la señora

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Goddard había querido contarle, y no se pre-ocupó por averiguar nada más.

La señora Goddard, los profesores, las alum-nas, y en general todos Ios asuntos de la escuelaformaban como era lógico una gran parte de laconversación, y a no ser por su amistad con losMartin de Abbey-Mill-Farm, no hubiera habla-do de otra cosa. Pero los Martin ocupaban granparte de sus pensamientos; había pasado conellos dos meses muy felices, y ahora le gustabahablar de los placeres de su visita, y describirlos numerosos encantos y delicias del lugar.Emma le incitaba a charlar, divertida por estadescripción de un género de vida distinto alsuyo, y gozando de la ingenuidad juvenil con laque hablaba con tanto entusiasmo de que laseñora

Martin tenía «dos salones, nada menos quedos magníficos salones»; uno de ellos tan gran-de como la sala de estar de la señora Goddard;y de que tenía una sirvienta que ya llevaba conella veinticinco años; y de que tenía ocho vacas,

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dos de ellas Alderneys, y otra de raza galesa, laverdad es que una linda vaquita galesa; y deque la señora Martin decía, ya que la tenía mu-cho cariño, que tendría que llamársele su vaca;y de que tenían un precioso pabellón de veranoen su jardín, en donde el año pasado algún díatomaban todos el té: realmente un precioso pa-bellón de verano lo suficientemente grandepara que cupieran una docena de personas.

Durante algún tiempo esto divirtió a Emmasin que se preocupase de pensar en nada más;pero a medida que fue conociendo mejor a lafamilia surgieron otros sentimientos. Se habíahecho una idea equivocada al imaginarse quese trataba de una madre, una hija y un hijo y suesposa que vivían todos juntos; pero cuandocomprendió que el señor Martin que tanta im-portancia tenía en el relato y que siempre semencionaba con elogios por su gran bondad enhacer tal o cuál cosa, era soltero; que no habíaninguna señora Martin, joven, ninguna nueraen la casa; sospechó que podía haber algún pe-

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ligro para su pobre amiguita tras toda aquellahospitalidad y amabilidad; y pensó que sí al-guien no velaba por ella corría el riesgo de ir amenos para siempre.

Esta sospecha fue la que hizo que sus pregun-tas aumentaran en número y fuesen cada vezmás agudas; y sobre todo hizo que Harriethablara más del señor Martin... y evidentemen-te ello no desagradaba a la joven. Harriet siem-pre estaba a punto de hablar de la parte que élhabía tomado en sus paseos a la luz de la luna yde las alegres veladas que habían pasado juntosjugando; y se complacía no poco en referir queera hombre de tan buen carácter y tan amable.Un día había dado un rodeo de tres millas parallevarle unas nueces porque ella había dichoque le gustaban mucho... y en todas las cosas¡era siempre tan atento! Una noche había traídoal salón al hijo de su pastor para que cantarapara ella. A Harriet le gustaban mucho las can-ciones. El señor Martin también sabía cantar unpoco. Ella le consideraba muy inteligente y cre-

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ía que entendía de todo. Poseía un magníficorebaño; y mientras la joven permaneció en sucasa había visto que venían a pedirle más lanaque a cualquier otro de la comarca. Ella creíaque todo el mundo hablaba bien de él. Su ma-dre y sus hermanas le querían mucho. Un día laseñora Martin le había dicho a Harriet (y ahoraal repetirlo se ruborizaba) que era imposibleque hubiese un hijo mejor que el suyo, y quepor lo tanto estaba segura de que cuando secasara sería un buen esposo. No es que ella qui-siera casarle. No tenía la menor prisa.

-¡Vaya, señora Martin! -pensó Emma-. Ustedsabe lo que se hace.

-Y cuando yo ya me hube ido, la señora Mar-tin fue tan amable que envió a la señora God-dard un magnífico ganso; el ganso más her-moso que la señora Goddard había visto entoda su vida. La señora Goddard lo guisó undomingo e invitó a sus tres profesoras, la se-ñorita Nash, la señorita Prince y la señorita Ri-chardson a cenar con ella.

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-Supongo que el señor Martin no será unhombre que tenga una cultura muy superior ala que es normal entre los de su clase. ¿Le gustaleer?

-¡Oh, sí! Es decir, no; bueno no lo sé... perocreo que ha leído mucho... aunque seguramenteson cosas que nosotros no leemos. Lee las Noti-cias agrícolas y algún libro que tiene en una es-tantería junto a la ventana; pero de todo eso nohabla nunca. Aunque a veces, por la tarde, an-tes de jugar a cartas, lee en voz alta algo de Elcompendio de la elegancia, un libro muy diverti-do. Y sé que ha leído El Vicario de Wakefield.Nunca ha leído La novela del bosque ni Los hijosde la abadía. Nunca había oído hablar de estoslibros antes de que yo se los mencionase, peroahora está decidido a conseguirlos lo antes po-sible.

La siguiente pregunta fue:-¿Qué aspecto tiene el señor Martin?-¡Oh! No es un hombre guapo, no, ni muchí-

simo menos. Al principio me pareció muy co-

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rriente, pero ahora ya no me parece tan corrien-te. Al cabo de un tiempo de conocerle ya no loparece, ¿sabes? Pero ¿no le has visto nunca?Viene a Highbury bastante a menudo, y por lomenos una vez por semana es seguro que pasapor aquí a caballo camino de Kingston. Hastenido que cruzarte con él muchas veces.

-Es posible, y quizá le haya visto cincuentaveces, pero sin tener la menor idea de quiénera. Un joven granjero, tanto si va a caballocomo a pie es la última persona que despertaríami curiosidad. Esos hacendados son precisa-mente una dase de gente con la que siento queno tengo nada que ver. Personas que estén pordebajo de su clase social, con tal de que su as-pecto inspire confianza, pueden interesarme;puedo esperar ser útil a sus familias de un mo-do u otro. Pero un granjero no necesita nada demí, por lo tanto en cierto sentido está tan porencima de mi atención como en todos los de-más está por debajo.

-Sin duda alguna. ¡Oh! Sí, no es probable que

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te hayas fijado en él... pero él sí que te conocemuy bien... quiero decir de vista.

-No dudo de que sea un joven muy digno. Laverdad es que sé que lo es, y como a tal le deseomucha suerte. ¿Qué edad crees que puede te-ner?

-El día ocho del pasado junio cumplió veinti-cuatro años, y mi cumpleaños es el día veinti-trés... ¡exactamente dos semanas y un día dediferencia! Qué casual, ¿verdad?

-Sólo veinticuatro años. Es demasiado jovenpara casarse. Su madre tiene toda la razón al notener prisa. Ahora parece ser que viven muybien, y si ella se preocupara por casarle proba-blemente se arrepentiría. Dentro de seis años siconoce a una buena muchacha de su mismaclase con un poco de dinero, la cosa podría sermuy conveniente.

-¡Dentro de seis años! Pero, querida Emma,¡él entonces ya tendrá treinta años!

-Bueno, ésa es la edad a la que la mayoría delos hombres que no han nacido ricos tienen que

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esperar para casarse. Supongo que el señorMartin aún tiene que labrarse un porvenir; yantes de eso no puede hacerse nada. Por muchodinero que heredase al morir su padre, por im-portante que sea su parte en la propiedad de lafamilia me atrevería a decir que todo no estádisponible, que está empleado en el rebaño; yaunque con laboriosidad y buena suerte dentrode un tiempo puede hacerse rico, es casi impo-sible que ahora lo sea.

-Desde luego tienes razón. Pero viven muybien. No tienen ningún criado en la casa, perono les falta nada, y la señora Martin habla decontratar a un mozo para el año próximo.

-Harriet, no quisiera que te encontraras condificultades cuando él se case; me refiero a tusrelaciones con su esposa, pues aunque sushermanas hayan recibido una educación supe-rior y no pueda objetárseles nada, eso no quieredecir que él no pueda casarse con alguien queno sea digno de alternar contigo. La desgraciade tu nacimiento debería hacerte aún más cui-

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dadosa con la gente que tratas. No cabe ningu-na duda de que eres la hija de un caballero ydebes mantenerte en esta categoría por todoslos medios a tu alcance, o de lo contrario seránmuchos los que se complacerán en rebajarte.

-Sí, sí, tienes razón, supongo que hay genteasí. Pero mientras YO frecuente Hartfield y túseas tan amable conmigo no tengo miedo de loque otros puedan hacer.

-Harriet, comprendes muy bien lo que influ-yen las amistades; Pero yo quisiera verte tansólidamente establecida en la sociedad que fue-ras independiente in luso de Hartfield y de laseñorita Woodhouse. Quiero verte bien relacio-nada y ello de un modo permanente... y paraeso sería aconsejable que tuvieses tan pocasamistades inferiores como fuera posible; y porlo tanto lo que te digo es que si aún sigues en lacomarca cuando el señor Martin se case, seríapreferible que tu intimidad con sus hermanasno te obligara a relacionarte con su esposa, queprobablemente será la hija de un simple granje-

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ro, sin ninguna educación.-Desde luego. Sí. Pero no creo que el señor

Martin se case con alguien que no tenga unpoco de educación y que no sea de buena fami-lia. Sin embargo, no quiero decir con eso que tecontradiga, yo estoy segura de que no sentiréningún deseo de conocer a su esposa. Siempretendré mucho afecto a sus hermanas, sobre to-do a Elizabeth, y sentiría mucho dejar de tratar-las, porque han recibido tan buena educacióncomo yo. Pero si él se casa con una mujer vul-gar y muy ignorante claro está que haría mejoren no visitarla, si puedo evitarlo.

Emma estuvo analizándola a través de lasfluctuaciones de este razonamiento y no vio enella síntomas alarmantes de amor. El jovenhabía sido su primer admirador, pero ella con-fiaba que las cosas no habían pasado de ahí, yque no habrían dificultades muy grandes porparte de Harriet como para oponerse al partidoque ella pensaba proponerle.

Al día siguiente se encontraron con el señor

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Martin mientras paseaban por Donwell Road.Él iba a pie, y tras mirar respetuosamente aEmma, miró a su compañera con una satisfac-ción no disimulada. Emma no lamentó dispo-ner de esta oportunidad para estudiar sus reac-ciones; y se adelantó unas cuantas yardas,mientras ellos hablaban y su aguda mirada notardó en formarse una idea suficiente acerca delseñor Robert Martin. Su aspecto era muy pulcroy parecía un joven juicioso, pero su personacarecía de otros encantos; y cuando lo comparómentalmente con otros caballeros, pensó queera forzoso que perdiese todo el terreno quehabía ganado en el corazón de Harriet. Harrietno era insensible a las maneras distinguidas, yle había llamado la atención la cortesía del pa-dre de Emma, de la que hablaba con admira-ción, maravillada. Y parecía que el señor Mar-tin no supiera ni lo que eran las buenas mane-ras.

Sólo estuvieron juntos unos pocos minutos,ya que no podían hacer esperar a la señorita

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Woodhouse; y entonces Harriet alcanzó co-rriendo a su amiga, tan confusa y con una son-risa en el rostro, que la señorita Woodhouse notardó en interpretar debidamente.

-¡Piensa lo casual que ha sido el encontrarle!¡Qué coincidencia! Me ha dicho que ha sidomucha casualidad que no haya ido a dar lavuelta por Randalls. Él no sabía que paseára-mos por aquí. Creía que la mayoría de los díaspaseábamos en dirección a Randalls. Aún no hapodido conseguir un ejemplar de La novela delbosque. La última vez que estuvo en Kingstonestaba tan ocupado que se olvidó por completo,pero mañana volverá allí. ¡Qué casualidad quele hayamos encontrado! Bueno, dime, ¿es comotú creías? ¿Qué te ha parecido? ¿Te parece muyvulgar?

-Desde luego lo es, y bastante; pero eso no esnada comparado con su absoluta falta de «da-se»; no tenía por qué esperar mucho de él, y laverdad es que no me hacía muchas ilusiones;pero no suponía que fuese tan basto, de tan

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poca categoría. Confieso que le imaginaba unpoco más refinado.

-Desde luego -dijo Harriet, en un tono de con-trariedad-, no tiene los modales de un verdade-ro caballero.

-Me parece, Harriet, que desde que tratas connosotros has tenido muchas ocasiones de estaren compañía de verdaderos caballeros, y quedebe llamarte la atención la diferencia entreéstos y el señor Martin. En Hartfield has cono-cido a modelos de hombres bien educados ydistinguidos. Me sorprendería si ahora que losconoces pudieras tratar al señor Martin sin dar-te cuenta de que es muy inferior, y más bienasombrándote de que antes hubieras podidoconsiderarlo como una persona agradable. ¿Noempiezas a sentir algo así? ¿No te ha llamado laatención esto? Estoy segura de que has tenidoque reparar en su aspecto desmañado, en susmodales bruscos y en la rudeza de su voz, queincluso desde aquí se advertía que no tenía lamenor modulación.

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-Desde luego no es como el señor Kníghtley.No tiene un aire tan distinguido como él, nisabe andar como el señor Knightley. Veo muybien la diferencia. Pero el señor Knightley ¡esun hombre tan elegante!

-El señor Knightley es tan distinguido que nome parece bien compararle con el señor Martin.Entre den caballeros no encontrarías uno quemereciera tan bien este nombre como el señorKnightley. Pero no es el único caballero a quienhas tratado en estos últimos tiempos. ¿Qué medices del señor Weston y del señor Elton?Compara al señor Martin con cualquiera de losdos. Compara sus maneras; su modo de andar,de hablar, de guardar silencio. Tienes que ver ladiferencia.

-¡Oh, sí! Hay una gran diferencia. Pero el se-ñor Weston es casi un viejo. El señor Westondebe de tener entre cuarenta y cincuenta años.

-Lo cual aún da más mérito a sus buenas ma-neras. Harriet, cuanta más edad tiene una per-sona más importante es que tenga buenas ma-

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neras... y es más notoria y desagradable cual-quier falta de tono, grosería o torpeza. Lo quees tolerable en la juventud, es imperdonable enla edad madura. Ahora el señor Martin es rudoy desmañado; ¿cómo será cuando tenga la edaddel señor Weston?

-Eso nunca puede decirse -replicó Harriet concierto énfasis.

-Pero es bastante fácil de adivinar. Será ungranjero tosco y completamente vulgar, que nose preocupará lo más mínimo por las aparien-cias y que sólo pensará en lo que gana o deja deganar.

-Si es así, la verdad es que no será muy atrac-tivo.

-Hasta qué punto, incluso ahora, le absorbensus ocupaciones, se advierte por el hecho deque haya olvidado buscar el libro que le reco-mendaste. Estaba tan preocupado por sus ne-gocios en el mercado que no ha pensado ennada más... que es precisamente lo que debehacer un hombre que quiera prosperar. ¿Qué

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tiene él que ver con los libros? Y yo no dudo deque prosperará y de que con el tiempo llegará aser muy rico... y el que sea un hombre pocorefinado y de pocas letras no tiene por qué pre-ocuparnos.

-Me extraña que se olvidara del libro -fue to-do lo que respondió Harriet, y en su voz habíaun matiz de profunda contrariedad en la queEmma no quiso intervenir. Por lo tanto, dejópasar unos minutos en silencio, y luego reco-menzó:

-En cierto aspecto quizá las maneras del señorElton son superiores a las del señor Knightley oel señor Weston; son más delicadas. Podríanconsiderarse como más modélicas que las delos otros. En el señor Weston hay una franque-za, una vivacidad, casi una brusquedad, que enél todo el mundo encuentra bien porque res-ponden a lo expansivo de su carácter... peroque no deberían ser imitadas. Y lo mismo ocu-rre con la llaneza, ese aire resuelto e imperiosodel señor Knightley, aunque a él le siente muy

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bien; su rostro y su aspecto físico, e incluso susituación en la vida, parecen permitírselo; perosi cualquier joven se pusiera a imitarle re-sultaría insufrible. Por el contrario, a mi enten-der, a un joven podría recomendársele muybien que tomase por modelo al señor Elton.Tiene buen carácter, es alegre, amable y cortés.Y me parece que en estos últimos tiempos semuestra especialmente amable. No sé si tiene elpropósito de llamar la atención de alguna delas dos, Harriet, redoblando sus amabilidades,pero me sorprende que sus maneras sean aúnmás delicadas de lo que eran antes. Si algo sepropone tiene que ser agradarte. ¿No te dije loque había dicho de ti el otro día?

Y entonces repitió una serie de calurosos elo-gios que el señor Elton había hecho de su ami-ga, sin omitir ni inventar nada; y Harriet seruborizó y sonrió, y dijo que siempre habíacreído que el señor Elton era muy agradable.

El señor Elton era precisamente la personaelegida por Emma para conseguir que Harriet

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no pensara más en el joven granjero. Le parecíaque iba a formar una magnífica pareja; sólo queuna pareja demasiado evidente, natural y pro-bable para que, para ella, tuviese demasiadomérito el planear su boda. Temía que no fuesealgo que todos los demás debían pensar y pre-decir. Sin embargo, lo que no era probable eraque a nadie más se le hubiese ocurrido antesque a ella, ya que la idea la había tenido la pri-mera vez que Harriet fue a Hartfield. Cuantomás lo pensaba, más oportuna le parecía aque-lla reunión. La situación del señor Elton era lamás favorable, ya que era un perfecto caballeroy no tenía relación con gente inferior, y al pro-pio tiempo no tenía familia que pudiese ponerobjeciones al dudoso nacimiento de Harriet.Podía ofrecer a su esposa un hogar confortable,y Emma suponía que también una posicióneconómica decorosa; pues aunque la vicaría deHighbury no era muy grande, se sabía que po-seía algunos bienes personales; y tenía muybuen concepto de él, considerándolo como un

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joven de buen_, carácter, juicio claro y respeta-bilidad, sin nada que enturbiase su compren-sión o conocimiento de las cosas del mundo.

Emma estaba satisfecha de que él consideraseatractiva a Harriet, y confiaba que contandocon que se encontraran frecuentemente enHartfield, en principio aquello bastaba parainteresar al señor Elton; y en cuanto a Harriet,no cabía apenas duda de que la idea de ser ad-mirada por él tendría la influencia y la eficaciaque tales circunstancias suelen tener. Y es queél era realmente un joven muy agradable, unjoven que debía gustar a cualquier mujer queno fuera melindrosa. Se le consideraba comomuy atractivo; su persona en general era muyadmirada, aunque no por ella, ya que echabade menos una distinción en sus facciones que leera imperdonable; pero la muchacha que sentíatanto agradecimiento porque un Robert Martinrecorriese unas millas a caballo para llevarleunas nueces, bien podía ser conquistada por laadmiración del señor Elton.

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CAPÍTULO V

-No sé qué opinión tendrá usted, señora Wes-ton -dijo el señor Knightley- acerca de la granintimidad que hay entre Emma y Harriet Smith,pero a mi entender no es nada bueno.

-¿Nada bueno? ¿Cree usted realmente que esalgo malo? ¿Y por qué?

-No creo que sea beneficioso para ninguna delas dos.

-¡Me sorprende usted! Emma puede hacermucho bien a Harriet; y al proporcionarle unnuevo motivo de interés puede decirse queHarriet le hace un bien a Emma. Yo veo suamistad con una gran satisfacción. ¡En eso síque opinamos de un modo distinto! ¿Y diceusted que ninguna de las dos va a salir benefi-ciada? Señor Knightley, sin duda éste será elcomienzo de una de nuestras discusiones acer-ca de Emma...

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-Tal vez piense que he venido con el propósi-to de discutir con usted sabiendo que Westonestaba ausente, y que usted debería defendersesola.

-Sin duda alguna el señor Weston me apoya-ría si estuviera aquí, porque sobre este asuntopiensa exactamente lo mismo que yo. Ayermismo hablamos de ello, y estuvimos deacuerdo en que Emma había tenido muchasuerte de que hubiera en Highbury una mu-chacha así que pudiera frecuentar. SeñorKnightley, lo que es yo, no le admito que seausted buen juez en este caso. Está usted tanacostumbrado a vivir solo que no sabe apreciarlo que vale la compañía; y quizá ningún hom-bre sería buen juez cuando se trata de valorar lasatisfacción que proporciona a una mujer lacompañía de alguien de su mismo sexo, des-pués de estar acostumbrada a ello durante todasu vida. Ya me imagino la objeción que va aponer a Harriet Smith: no es una joven de tantacategoría como debería serlo una amiga de

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Emma. Pero por otra parte, como Emma quiereilustrarla, para ella misma será un incentivopara leer más. Leerán juntas; sé que eso es loque se propone.

-Emma siempre se ha propuesto leer cada vezmás, desde que tenía doce años. Yo he vistomuchas listas suyas de futuras lecturas, de épo-cas diversas, con todos los libros que se propo-nía ir leyendo... Y eran unas listas excelentes,con libros muy bien elegidos y clasificados conmucho orden, a veces alfabéticamente, otrassegún algún otro sistema. Recuerdo la lista queconfeccionó cuando sólo tenía catorce años, queme hizo formar una idea tan favorable de subuen criterio que la conservé durante algúntiempo; y me atrevería a asegurar que ahoradebe de tener alguna lista también excelente.Pero ya he perdido toda esperanza de queEmma se atenga a un plan fijo de lecturas.Nunca se someterá a nada que requiera esfuer-zo y paciencia, una sujeción del capricho a larazón. Donde nada pudieron los estímulos de

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la señorita Taylor, puedo afirmar sin temor aequivocarme que nada podrá Harriet Smith.Usted nunca logró convencerla para que leyerani siquiera la mitad de lo que usted quería; yasabe usted que no lo consiguió.

-Yo diría -replicó la señora Weston sonrien-do- que entonces opinaba así; pero desde queme casé no me es posible recordar ni un solodeseo mío que Emma haya dejado de satisfacer.

-Comprendo que no sienta usted un gran de-seo de evocar recuerdos como éstos -dijo el se-ñor Knightley vivamente.

Permaneció en silencio durante unos momen-tos, y en seguida añadió:

-Pero yo, que no he sufrido el efecto de susencantos tan directamente, aún debo ver, oír yrecordar. A Emma la ha perjudicado el ser lamás inteligente de su familia. A los diez añostenía la desgracia de saber contestar a pregun-tas que dejaban desconcertada a su hermana alos diecisiete. Siempre ha sido rápida y ha esta-do segura de sí misma; Isabella siempre ha sido

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lenta e indecisa. Y siempre, desde los doceaños, Emma ha sido la dueña de la casa y detodos ustedes. Con su madre perdió a la únicapersona capaz de hacerle frente. He heredadoel talento de su madre y hubiera debido edu-carse bajo su autoridad.

-Señor Knightley, en bonita situación mehubiera visto de tener que depender de unarecomendación suya, en caso de que hubiesetenido que dejar la familia del señor Woodhou-se y buscarme otro empleo; no creo que ustedhubiera hecho ningún elogio de mí a nadie.Estoy segura de que siempre me consideró co-mo alguien poco adecuado para la misión quedesempeñaba.

-Sí -dijo sonriendo-. Su lugar es éste; es usteduna esposa admirable, pero no sirve en absolu-to para institutriz. Pero estuvo usted preparán-dose para ser una excelente esposa durantetodo el tiempo que estuvo en Hartfield. Ustedno podía dar a Emma una educación tan com-pleta como su capacidad parecía prometer; pe-

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ro estaba usted recibiendo, precisamente deella, una magnífica educación para la vida ma-trimonial en lo que se refiere a someter su vo-luntad a otra persona, haciendo lo que se lemandaba; y si Weston me hubiera pedido quele recomendase una esposa, sin duda alguna yohubiese nombrado a la señorita Taylor.

-Muchas gracias. Tiene muy poco mérito seruna buena esposa con un hombre como el señorWeston.

-Verá usted, a decir verdad temo que no ten-ga ocasión de emplear sus dotes, y que estandodispuesta a soportarlo todo, no tenga nada quesoportar. Sin embargo, no desesperemos. Wes-ton puede llegar a sentirse molesto por llevaruna vida excesivamente regalada, o quizá suhijo le dé disgustos.

-Espero que no sea así. No es probable. No,señor Knightley, no pronostique usted disgus-tos por esa parte.

-No, claro que no. No hago más que mencio-nar posibilidades. No pretendo tener la intui-

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ción de Emma para hacer predicciones y adi-vinar el futuro. Deseo de todo corazón que eljoven pueda ser un Weston en méritos y unChurchill en fortuna. Pero Harriet Smith... co-mo ve aún no he concluido, ni mucho menos,con Harriet Smith. A mi entender es la peorclase de amiga que Emma podía llegar a tener.Ella no sabe nada de nada, y se cree que Emmalo sabe todo. No hace más que adularla; y loque aún es peor, la adula sin proponérselo. Suignorancia es una continua adulación. ¿Cómopuede Emma imaginarse que tiene algo queaprender mientras Harriet ofrezca una inferio-ridad tan agradable? Y en cuanto a Harriet, meatrevería a decir que no puede salir beneficiadaen nada de esta amistad. Hartfield sólo conse-guirá que se sienta desplazada en todos losdemás ambientes a los que pertenece. Adquiri-rá más refinamientos, pero sólo los precisospara que se sienta incómoda con aquellas per-sonas con las que tiene que vivir por su naci-miento y su posición. Me equivocaría de medio

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a medio si las enseñanzas de Emma le dan máspersonalidad o consiguen que la muchacha seadapte de un modo más racional a las diferen-tes situaciones de su vida. Lo único que lograráserá darle un poco de lustre.

-Yo tengo más confianza que usted en el sen-tido común de Emma, o quizá me preocupomás por su bienestar de ahora; porque yo nolamento esta amistad. ¡Qué buen aspecto teníala noche pasada!

-¡Oh! Veo que habla usted de su persona y node su vida interior, ¿no? De acuerdo; no pre-tendo negar que Emma sea muy bonita.

-¡Bonita! Sería más propio decir muy hermo-sa. ¿Concibe usted algo que se aproxime más ala belleza perfecta que Emma, que su rostro ysu figura?

-No sé qué es lo que podría concebir, peroconfieso que pocas veces he visto un rostro ouna figura más agradados que los de ella. Peroyo soy un viejo amigo y en eso soy parcial.

-¡Y sus ojos! Ojos de verdadero color avellana,

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¡y qué brillantes! ¡Y las facciones regulares, lofranco de su semblante y lo proporcionado desu cuerpo! ¡Qué aspecto más saludable y quéarmoniosa silueta! Tan erguida y firme. Rebosasalud, no sólo en sus frescos colores, sino tam-bién en todo su porte, en su cabeza, en sus mi-radas. A veces se oye decir de un niño que es«la viva imagen de la salud»; pero a mí Emmasiempre me da la impresión de ser la imagenmás completa de lo saludable en pleno desarro-llo. Parece la encarnación de la lozanía. ¿No leparece a usted, señor Knightley?

-Yo no encuentro ni un solo defecto en supersona -replicó-. Creo que es exactamente co-mo usted la describe. Es un placer mirarla. Y yoañadiría aún este elogio: que no me parece quesea vanidosa. Teniendo en cuenta lo atractivaque es, da la impresión de que no piensa mu-cho en ello; su vanidad es por otras cosas. Peroyo, señora Weston, sigo manteniendo que nome complace su intimidad con Harriet Smith, yque temo que una y otra salgan perjudicadas.

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-Y yo, señor Knightley, también sigo soste-niendo que confío en que eso no será un malpara ninguna de las dos. A pesar de todos susdefectillos, Emma es una muchacha excelente.¿Puede existir una hija mejor, una hermana másafectuosa, una amiga más fiel? No, no, puedeconfiarse en sus virtudes; es incapaz de causarverdadero daño a alguien; no puede cometerun disparate que tenga importancia; por cadavez que Emma se equivoca hay cien veces queacierta.

-De acuerdo; no quiero importunarla más.Emma será un ángel, y yo me guardaré misrecelos hasta que John e Isabella vengan porNavidad. John siente por Emma un afecto ra-zonable, y por lo tanto no le ciega el cariño, eIsabella siempre piensa igual que él; exceptocuando su marido no se alarma suficientementecon alguna cosa de los niños. Estoy seguro deque estarán de acuerdo conmigo.

-Ya sé que todos ustedes la quieren demasia-do para ser injustos o demasiado duros con

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ella; pero usted me disculpará, señor Knightley,si me tomo la libertad (ya sabe que me conside-ro con el derecho de exponer mi opinión comohubiera podido hacerlo la madre de Emma), sime tomo la libertad de indicar que no creo quese consiga ningún bien haciendo que la amistadde Harriet Smith y Emma sea materia de unalarga discusión entre ustedes. Le ruego que nolo tome a mal; pero suponiendo que encontrá-ramos algún pequeño inconveniente en estaamistad, no es de esperar que Emma, que notiene que dar cuentas de sus actos a nadie másque a su padre, quien aprueba totalmente esaamistad, pusiera fin a ella mientras sea algo quela complazca. Han sido muchos años en los quemi misión ha sido la de dar consejos, o sea queno puede usted extrañarse, señor Knightley, deque aún me quede algún resabio.

-¡En absoluto! -exclamó-; yo se lo agradezcomucho; es un magnífico consejo, y tendrá mássuerte de la que han solido tener sus consejos;porque éste será seguido.

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-La señora de John Knightley se alarma fácil-mente, y no quisiera que se preocupe por suhermana.

-Tranquilícese usted -dijo él-, no voy a provo-car ningún alboroto. Me guardaré el malhumor. Siento un interés muy sincero porEmma. No considero a mi cuñada Isabella máshermana que ella; no siento mayor interés porella que por Emma, y quizá ni siquiera tanto.Lo que siento por Emma es como una ansiedad,una curiosidad. Me preocupa lo que pueda serde ella.

-También a mí, y mucho -dijo la señora Wes-ton quedamente.

-Emma siempre dice que nunca se casará, locual, por supuesto, no significa absolutamentenada. Pero no creo que haya encontrado aún aun hombre que atraiga su atención. Le sería ungran bien enamorarse perdidamente de alguienque la mereciese. Me gustaría ver a Emmaenamorada, sin que estuviera segura del todode ser correspondida; le haría mucho bien. Pero

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por estos alrededores no hay nadie en quienpueda pensarse, y sale tan poco de casa.

-Lo cierto es que ahora me parece aún menosdecidida que antes a romper esta resolución -dijo la señora Weston-; mientras sea tan feliz enHartfield, yo no puedo desearle que se formenuevas relaciones que crearían tantos proble-mas al pobre señor Woodhouse. Por el momen-to yo no aconsejaría a Emma que se casase,aunque le aseguro a usted que no pretendo enabsoluto desdeñar el estado matrimonial.

En parte, lo que ella se proponía con todo es-to era ocultar, dentro de lo posible, los proyec-tos que ella y el señor Weston acariciaban acer-ca de aquella cuestión. En Randalls existíanplanes respecto al futuro de Emma, pero no eraconveniente que nadie sospechase nada deellos; y cuando el señor Knightley no tardó encambiar tranquilamente de conversación, pre-guntando: «¿Qué piensa Weston del tiempo?¿Cree que vamos a tener lluvia?», se convencióde que él no tenía nada más que decir acerca de

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Hartfield y que no barruntaba nada de todoaquello.

CAPÍTULO VI

EMMA no tenía la menor duda de que habíaencauzado bien la imaginación de Harriet, y deque había hecho que su instinto juvenil de va-nidad se orientase hacia el buen camino, ya queadvertía que la muchacha era mucho más sen-sible que antes al hecho de que el señor Eltonfuese un hombre considerablemente atractivo yde maneras muy agradables; y como no des-aprovechaba ninguna oportunidad para hacerque Harriet se convenciese de la admiraciónque él sentía por ella, presentándoselo de unmodo sugestivo, Emma no tardó en estar segu-ra de haber suscitado en la muchacha tantointerés como era posible; por otra parte estabaplenamente convencida de que el señor Eltonestaba a punto de enamorarse, si es que ya no

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estaba enamorado. Emma no dudaba de lossentimientos del joven. Le hablaba de Harriet yla elogiaba con tanto entusiasmo que Emma nopodía por menos de pensar que sólo con quepasase algún tiempo más todo iba a ser perfec-to. El que él se diera cuenta de los sorprenden-tes progresos que había hecho Harriet en susmaneras desde que frecuentaba Hartfield, erauna de las más gratas pruebas de su crecienteinterés.

-Usted ha dado a la señorita Smith todo loque ella necesitaba -decía el joven-; le ha dadogracia y naturalidad. Cuando empezaron a tra-tarse ya era una muchacha muy bella, pero enmi opinión los atractivos que usted le ha pro-porcionado son infinitamente superiores a losque ha recibido de la naturaleza.

-Me alegra saber que usted cree que le he po-dido ser útil; pero Harriet sólo necesitaba unpoco de orientación, recibir unas escasas, muyescasas, indicaciones. Tenía el don natural de ladulzura de carácter y de la naturalidad. Yo he

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hecho muy poco.-Si fuera posible contradecir a una dama... -

dijo el señor Elton, galantemente.-Yo quizá le he dado un poco más de deci-

sión, tal vez le he hecho pensar en cosas queantes nunca se le habían ocurrido.

-Exactamente, eso es; eso es lo que más measombra. La decisión que ha adquirido. ¡Hatenido un magnífico maestro!

-Y yo una buena alumna, a quien le aseguroque ha sido grato enseñar; nunca había conoci-do a alguien con mayores disposiciones, conmás docilidad.

-No lo dudo.Y estas palabras fueron pronunciadas con una

especie de viveza anhelante, que parecía ya lade un enamorado. Otro día no quedó Emmamenos complacida al ver cómo secundó el jo-ven su repentino deseo de pintar un retrato deHarriet.

-Harriet, ¿nunca te han hecho un retrato? -dijo-; ¿nunca has posado para un pintor?

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En aquel momento Harriet se disponía a salirde la estancia, y sólo se detuvo para decir conuna candidez un tanto afectada:

-¡Oh, querida! No, nunca.Apenas hubo salido, Emma exclamó:-¡Sería precioso un buen retrato suyo! Yo lo

pagaría a cualquier precio. Casi me dan ganasde pintarlo yo misma. Supongo que usted loignoraba, pero hace dos o tres años tuve unagran afición por la pintura, y probé a hacer elretrato de varios de mis amigos, y en generalme dijeron que no lo hacía mal del todo. Peropor una u otra razón, me cansé y lo dejé correr.Pero claro está que podría probar otra vez siHarriet quisiera posar para mí. ¡Sería maravi-lloso tener un retrato suyo!

-Permítame que le anime a hacerlo -exclamóel señor Elton-, sería precioso. Permítame quele anime, señorita Woodhouse, a ejercer susexcelentes dotes artísticas en beneficio de suamiga. Yo he visto sus dibujos. ¿Cómo podíasuponer que ignoraba que fuese usted una ar-

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tista? ¿No hay en este salón abundantes mues-tras de sus pinturas de paisajes y flores?; ¿notiene la señora Weston en su salón de Randallsunos inimitables dibujos que son obra suya?

«Sí, hombre de Dios -pensó Emma-, pero todoeso ¿qué tiene que ver con saber reproducir elparecido de una cara? Sabes muy poco de dibu-jo. No te quedes en éxtasis pensando en losmíos. Guárdate los éxtasis para cuando estésdelante de Harriet.»

-Verá usted, señor Elton -dijo en voz alta-, sime anima usted de un modo tan amable, creoque trataré de hacer lo que pueda. Las faccionesde Harriet son muy delicadas, y por eso sonmás difíciles de reproducir en un retrato; y tie-ne rasgos muy peculiares, como la forma de losojos o el trazado de la boca, que es preciso re-producir exactamente.

-Usted lo ha dicho... La forma de los ojos y eltrazado de la boca. Yo no dudo de que usted loconseguirá. Por favor, inténtelo. Estoy segurode que tal como usted lo haga será, para usar su

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propia expresión, algo precioso.-Pero yo temo, señor Elton, que Harriet no

quiera posar. Concede tan poco valor a su be-lleza. ¿Ha visto usted la manera en que me hacontestado? ¿Qué otra cosa quería decir si no:«Para qué hacer un retrato mío?»

-¡Oh, sí! Le aseguro que ya me he fijado. Nome ha pasado por alto. Pero no dudo de quepodremos convencerla.

Harriet no tardó en regresar, y casi inmedia-tamente se le hizo la proposición; y sus reparosno pudieron resistir mucho ante la insistenciade ambos. Emma quiso ponerse manos a laobra sin más demora, y por lo tanto fue a bus-car la carpeta en donde guardaba sus bocetos,ya que ninguno de ellos estaba terminado, a finde que entre todos decidieran cuál podía ser lamejor medida para el retrato. Les mostró susnumerosos bocetos. Miniaturas, retratos demedio cuerpo, de cuerpo entero, dibujos a lápizy al carbón, acuarelas, todo lo que había idoensayando. Emma siempre había querido

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hacerlo todo, y había sido en el dibujo y en lamúsica donde sus progresos habían sido mayo-res, sobre todo teniendo en cuenta la escasadisciplina en el trabajo a la que se había some-tido. Tocaba algún instrumento y cantaba; ydibujaba en casi todos los estilos; pero siemprele había faltado perseverancia; y en nada habíaalcanzado el grado de perfección que ellahubiese querido poseer, ya que no admitíaerrores. No se hacía muchas ilusiones acerca desus habilidades musicales o pictóricas, pero nole disgustaba deslumbrar a los demás, y no leimportaba saber que tenía tina fama a menudomayor que la que merecían sus méritos.

Todos los dibujos tenían su mérito; y quizálos mejores eran los menos acabados; su estiloestaba lleno de vida; pero tanto si hubiera teni-do mucho menos, como si hubiese tenido diezveces más, la complacencia y la admiración desus dos amigos hubiera sido la misma. Ambosestaban extasiados. El parecido gusta a todo elmundo, y en este aspecto los aciertos de la se-

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ñorita Woodhouse eran muy notables.-No verá usted mucha variedad de caras -dijo

Emma-. No disponía de otros modelos que losde mi familia. Aquí está mi padre (otra de mipadre), pero la idea de posar para este cuadrole puso tan nervioso que tuve que dibujarlecuando él no se daba cuenta; por eso en ningu-no de estos esbozos le saqué mucho parecido.Otra vez la señora Weston, y otra y otra, ya ve.¡Ay, mi querida señora Weston! Siempre mimejor amiga en todas las ocasiones. Siempreque se lo pedía estaba dispuesta a posar. Esta esmi hermana; y la verdad es que recuerda mu-cho su silueta fina y elegante; y las faccionesson bastante parecidas. Hubiera podido hacerleun buen retrato si hubiera posado más tiempo,pero tenía tanta prisa para que dibujara a suscuatro pequeños que no había modo de que seestuviera quieta. Y aquí está todo lo que conse-guí con tres de sus cuatro hijos; éste es Henry,éste es John y ésta es Bella, los tres en la mismahoja, y apenas se distinguen el uno del otro. Su

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madre puso tanto interés en que los dibujaraque no pude negarme; pero ya sabe usted queno es posible lograr que niños de tres o cuatroaños se estén quietos; y tampoco es muy fácilsacarles parecido, aparte de un vago aire per-sonal y de la construcción de la cabeza, a no serque tengan las facciones más- acusadas de loque es normal en una criatura; éste es el esbozoque hice del cuarto, que aún estaba en pañales.Lo dibujé mientras dormía en el sofá, y le ase-guro .que esta cabecita sonrosada se parece a lasuya todo lo que puede desearse. Tenía la cabe-za inclinada de un modo muy gracioso. Se leparece mucho. Estoy bastante orgullosa de mipequeño George. El rincón del sofá está muybien. Y aquí está mi último dibujo (y desenvol-vió un esbozo muy bonito, de pequeño tamaño,que representaba a un hombre de cuerpo ente-ro), el último y el mejor: mi cuñado, el señorJohn Knightley. Me faltaba muy poco para ter-minarlo cuando lo arrinconé en un momento demal humor y me prometí a mí misma que no

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volvería a hacer más retratos. No puedo sopor-tar que me provoquen; porque después de to-dos mis esfuerzos, y cuando había conseguidohacer un retrato lo que se dice muy bueno (laseñora Weston y yo estuvimos totalmente deacuerdo en que se le parecía muchísimo), sóloque quizá demasiado favorecido, demasiadohalagador, pero eso era un defecto muy discul-pable, después de esto, llega Isabella y su opi-nión fue como un jarro de agua fría: «Sí, se leparece un poco; pero, desde luego, no le hassacado muy favorecido.» Y además nos costómuchísimo convencerle para que posara; comosi nos hiciera un gran favor; y todo en conjuntoera más de lo que yo podía resistir; de modoque no pienso terminarlo, y así se ahorraránexcusarse ante sus visitas de que el retrato no sele parezca; y como ya he dicho entonces mejuré que nunca más volvería a dibujar a nadie.Pero siendo por Harriet, o mejor dicho, por mímisma, pues ahora no va a intervenir ningúnmatrimonio en el asunto, estoy decidida a rom-

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per mi promesa.El señor Elton parecía lo que se dice muy

emocionado y complacido con la idea, y repe-tía:

-Cierto, por el momento no va a intervenir nin-gún matrimonio, como usted dice. Tiene ustedmucha razón. Ningún matrimonio.

E insistía tanto en ello que Emma empezó apensar si no sería mejor dejarles solos. Perocomo Harriet quería que le hicieran el retrato,decidió que la declaración podía esperar.

Emma no tardó en concretar las medidas y lamodalidad del retrato. Debía ser un retrato decuerpo entero, a la acuarela, como el del señorJohn Knightley, y estaba destinado, si es quecomplacía a la artista, a ocupar un lugar dehonor sobre la chimenea.

Empezó la sesión; y Harriet sonriendo y ru-borizándose, y temerosa de no saber adoptar laposición más conveniente, ofrecía a la escruta-dora mirada de la artista, una encantadoramezcla de expresiones juveniles. Pero no podía

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hacerse nada con el señor Elton, que no parabani un momento, y que detrás de Emma seguíacon atención cada pincelada. Ella le autorizó aponerse donde pudiera verlo todo a plena satis-facción sin molestar; pero terminó viéndoseobligada a poner fin a todo aquello y a pedirleque se pusiera en otro sitio. Entonces se le ocu-rrió que podía hacerle leer.

-Si fuera usted tan amable de leernos algo, selo agradeceríamos mucho. Haría más fácil mitrabajo y distraería a la señorita Smith.

El señor Elton no deseaba otra cosa. Harrietescuchaba y Emma dibujaba en paz. Tuvo quepermitir al joven que se levantara con frecuen-cia para mirar; era lo mínimo que podía pedír-sele a un enamorado; y a la menor interrupcióndel trabajo del lápiz, se levantaba para acercar-se a ver los progresos de la obra y quedar mara-villado. No había modo de que se contrariaracon un crítico tan poco exigente, ya que su ad-miración le hacía advertir parecidos casi antesde que fuera posible apreciarlos. Emma no

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hacía mucho caso de su opinión, pero su amory su buena voluntad eran indiscutibles.

En conjunto la sesión resultó muy satisfacto-ria; los esbozos del primer día la dejaron lo su-ficientemente satisfecha como para desear se-guir adelante. El parecido era evidente, habíaestado acertada en la elección de la postura, ycomo pensaba hacer unos pequeños retoquesen el cuerpo, para darle un poco más de alturay hacerlo considerablemente más esbelto y ele-gante, tenía una gran confianza en que termina-ría siendo, en todos los aspectos, un magníficodibujo, que iba a ocupar con honor para ambasel lugar al que estaba destinado; un recuerdoperenne de la belleza de una, de la habilidad dela otra, y de la amistad de las dos; sin hablar deotras muchas gratas sugerencias, que el tanprometedor afecto del señor Elton era probableque añadiese.

Harriet tenía que volver a posar al día si-guiente; y el señor Elton, como era de esperar,pidió permiso para asistir a la sesión y servirles

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de nuevo de lector.-Con mucho gusto. Estaremos más que en-

cantadas de que forme usted parte de nuestrogrupo.

Al día siguiente hubo los mismos cumplidosy cortesías, el mismo éxito y la misma satisfac-ción, y todo ello unido a los rápidos y afor-tunados progresos que hacía el dibujo. Todo elmundo que lo veía quedaba complacido, peroel señor Elton estaba en un éxtasis continuo y lodefendía contra toda crítica.

-La señorita Woodhouse ha dotado a su ami-ga de las únicas perfecciones que le faltaban -comentaba con él la señora Weston sin tener lamenor sospecha de que estaba hablando a unenamorado-. La expresión de los ojos es admi-rable, pero la señorita Smith no tiene esas cejasni esas pestañas. Precisamente no tenerlas es eldefecto de su cara.

-¿Usted cree? -replicó él-. Lamento no estarde acuerdo con usted. A mí me parece que hayun parecido perfecto en todos los rasgos. En mi

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vida he visto un parecido semejante. Hay quetener en cuenta los efectos de sombra, sabe us-ted.

-La ha pintado demasiado alta, Emma dijo elseñor Knightley.

Emma sabía que esto era cierto, pero no esta-ba dispuesta a reconocerlo, y el señor Eltonintervino acaloradamente.

-¡Oh, no! Claro está que no es demasiado alta,ni muchísimo menos. Tenga usted en cuentaque está sentada... lo cual naturalmente signifi-ca una perspectiva distinta... y la reducción daexactamente la idea... y piense que tienen quemantenerse las proporciones. Las proporciones,el escorzo... ¡Oh, no! Da exactamente la idea dela estatura de la señorita Smith. Desde luego,exactamente su estatura...

-Es muy bonito -dijo el señor Woodhouse-;está muy bien hecho. Igual que todos tus dibu-jos, querida. No conozco a nadie que dibuje tanbien como tú. Lo único que no me acaba degustar es que la señorita Smith simule estar al

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aire libre y sólo lleva un pequeño chal sobre loshombros... y da la impresión de que tenga queresfriarse.

-Pero papá querido, se supone que es en ve-rano; un día caluroso de verano. Mira él árbol.

-Sí, querida, pero siempre es expuesto per-manecer así al aire libre.

-Puede usted pensar lo que quiera -exclamó elseñor Elton-, pero yo debo confesar que meparece una idea acertadísima el situar a la seño-rita Smith al aire libre; ¡y el árbol está tratadocon una gracia inimitable! Cualquier otra am-bientación hubiera tenido mucho menos carác-ter. La ingenuidad de la postura de la señoritaSmith... ¡En fin, todo! ¡Oh, es algo más que ad-mirable! No puedo apartar los ojos del dibujo.Nunca había visto un parecido tan asombroso.

Y lo inmediato fue pensar en enmarcar elcuadro; y aquí surgieron algunas dificultades.Alguien tenía que cuidarse de ello; y debíahacerse en Londres; el encargo tenía que con-fiarse a una persona inteligente de cuyo buen

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gusto se pudiera estar seguro; y no podía pen-sarse en Isabella, que era quien solía ocuparsede estas cosas, ya que estaban en diciembre, yel señor Woodhouse no podía soportar la ideade hacerla salir de casa con la niebla de di-ciembre. Pero todo fue enterarse el señor Eltondel conflicto y quedar éste resuelto. Su galante-ría estaba siempre alerta.

-Si se me confiara este encargo, ¡con qué infi-nito placer lo cumpliría! En cualquier momentoestoy dispuesto a ensillar el caballo e ir a Lon-dres. Me sería imposible describir la satisfac-ción que me causaría ocuparme de este encar-go.

«¡Es demasiada amabilidad por su parte!»,«¡Ni pensar en darle tantas molestias!», «¡Pornada del mundo consentiría en darle un encar-go tan incómodo!»... Cumplidos que suscitaronla esperada repetición de nuevas insistencias yfrases amables, y en pocos minutos se acordóque así se haría.

El señor Elton llevaría el cuadro a Londres,

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elegiría el marco y se encargaría de todo lo ne-cesario; y Emma pensó que podía arrollar latela de modo que pudiese llevarla sin peligro ysin que ocasionase demasiadas molestias aljoven, mientras que éste parecía temeroso deque tales molestias fueran demasiado peque-ñas.

-¡Qué precioso depósito! erijo suspirandotiernamente cuando le entregaron el cuadro.

--Casi es demasiado galante para estar ena-morado -pensó Em

ma-. Por lo menos eso es lo que me parece,pero supongo que debe de haber muchas ma-neras distintas de estar enamorado. Es un jovenexcelente, y eso es lo que le conviene a Harriet;«exactamente, eso es», como él dice siempre;pero da unos suspiros, se enternece de una ma-nera y gasta unos cumplidos tan exageradosque es más de lo que yo podría soportar en unhombre. A mí me toca una buena parte de loscumplidos, pero en segundo plano; es su grati-tud por lo que hago por Harriet.

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CAPÍTULO VII

EL mismo día de la partida del señor Eltonpara Londres ofreció a Emma una nueva oca-sión de prestar un servicio a su amiga. Comode costumbre, Harriet había ido a Hartfieldpoco después de la hora del desayuno; y al ca-bo de un rato había vuelto a su casa para regre-sar a Hartfield a la hora de la cena. Regresóantes de lo que se había acordado, y con un airede nerviosismo y de turbación que anunciabanque le había ocurrido algo extraordinario queestaba deseando contar. No tardó ni un minutoen decirlo todo. Apenas volvió a casa de la se-ñora Goddard, le dijeron que una hora anteshabía estado allí el señor Martin, y que al noencontrarla en casa y que quizás iba a tardartodavía, había dejado un paquetito para ella departe de una de sus hermanas y se había ido; yal abrir el paquete había encontrado, junto con

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las dos canciones que había prestado a Eliza-beth para que las copiara, una carta para ella; yesta carta era de él -del señor Martin- y conte-nía una proposición de matrimonio en todaregla.

-¡Quién hubiera podido pensarlo! Quedé tansorprendida que no sabía qué hacer. Sí, sí, todauna proposición de matrimonio; y una cartamuy atenta, o al menos a mí me lo parece. Meescribe como si me amara muy de veras... peroyo no sé... y por eso he venido lo antes posiblepara preguntarte qué tengo que hacer...

Emma casi se avergonzó de su amiga al verque parecía tan complacida y tan dudosa.

-¡Vaya! -exclamó-. El joven está decidido a nodejarse perder nada por tiimdez. Por encima detodo quiere relacionarse bien.

-¿Quieres leer la carta? -preguntó Harriet-. Telo ruego. Me gustaría tanto que la leyeras...

Emma no se hizo rogar mucho. Leyó la cartay quedó asombrada. La carta estaba muchomejor redactada de lo que esperaba. No sólo no

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había ningún error gramatical, sino que su re-dacción no hubiera hecho desmerecer a ningúncaballero; el lenguaje, aunque llano, era enérgi-co y sin artificiosidad, y la expresión de los sen-timientos decía mucho en favor de quien lahabía escrito. Era breve, pero revelaba buensentido, un intenso afecto, liberalidad, correc-ción e incluso delicadeza de sentimientos. Sedemoró leyéndola, mientras Harriet la mirabaansiosamente esperando su opinión, y murmu-rando:

-¡Vaya, vaya!Hasta que por fin no pudo contenerse y aña-

dió:-Es una carta bonita ¿no? ¿O quizá te parece

demasiado corta?-Sí, la verdad es que es una carta muy bonita -

replicó Emma con estudiada lentitud-, tan boni-ta, Harriet, que, teniendo en cuenta todas lascircunstancias, creo que alguna de sus herma-nas ha tenido que ayudarle a escribirla. Apenaspuedo concebir que el joven que vi el otro día

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hablando contigo se exprese tan bien sin ayudade nadie, y sin embargo tampoco es el estilo deuna mujer; no, desde luego es demasiado enér-gico y conciso; no es suficientemente difusopara ser escrito por una mujer. Sin duda es unhombre de sensibilidad, y admito que puedatener un talento natural para... Piensa de unmodo enérgico y conciso... y cuando coge lapluma sabe encontrar las palabras adecuadaspara expresar sus pensamientos. Eso les ocurrea ciertos hombres. Sí, ya me hago cargo de có-mo es su manera de ser. Enérgico, decidido, nosin cierta sensibilidad, sin la menor grosería.Harriet -añadió devolviéndole la carta- estámejor escrita de lo que esperaba.

-Sí -dijo Harriet, que seguía aguardando algomás-. Sí... y... ¿qué tengo que hacer?

-¿Qué tienes que hacer? ¿Qué quieres decir?¿Te refieres a esta carta?

-Sí.-Pero ¿cómo es posible que dudes? Desde

luego tienes que contestarla... y además en se-

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guida.-Sí. Pero ¿qué le voy a decir? ¡Querida Emma,

aconséjame!-¡Oh, no, no! Es mucho mejor que la carta la

escribas tú sola. Te expresarás con mucha máspropiedad, estoy segura. No hay ningún peli-gro de-que no te hagas entender, y eso es lomás importante. Tienes que expresarte con todaclaridad, sin vaguedades ni rodeos. Y estoysegura de que todas esas frases de gratitud, yde sentimiento por el dolor que le causas, y queexige la urbanidad, se te ocurrirán a ti misma.No necesitas que nadie te aconseje para escri-birle lamentando la decepción que le causas.

-Entonces tú crees que tengo que rechazarle -dijo Harriet, bajando los ojos.

-¿Que si tienes que rechazarle? ¡QueridaHarriet!, ¿qué quieres decir con eso? ¿Es quetienes alguna duda? Yo creía... pero, en fin, tepido mil perdones porque tal vez estaba equi-vocada. Desde luego, si dudas acerca de lo quetienes que contestar es que yo te había com-

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prendido mal. Yo me imaginaba que sólo meconsultabas sobre la manera de redactar la con-testación.

Harriet callaba. Emma, adoptando una acti-tud más reservada, prosiguió:

-Según veo piensas darle una contestación fa-vorable.

-No, no es eso; quiero decir, yo no quiero...¿Qué tengo que hacer? ¿Qué me aconsejas quehaga? Por favor, Emma querida, dime qué es loque debo hacer...

-Harriet, yo no puedo darte ningún consejo.No tengo nada que ver con eso. Ésta es unacuestión que debes decidir tú sola, según tussentimientos.

-Yo no tenía ni la menor idea de que le atraje-se tanto -dijo Harriet, contemplando la carta.

Por unos momentos Emma siguió guardandosilencio; pero empezó a comprender que elhalago seductor de aquella carta podía llegar aser demasiado poderoso, y pensó que era prefe-rible intervenir:

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-Harriet, para mí hay una norma general quees la siguiente: si una mujer duda si debe acep-tar o no a un hombre, lo evidente es que debe-ría rechazarle. Si puede llegar a dudar de decir«Sí», debería decir «No», sin pensárselo más. Elmatrimonio no es un estado en el que se puedaentrar tranquilamente con sentimientos vacilan-tes, sin tener una plena seguridad. Creo que esmi deber como amiga tuya, y también por teneralgunos años más que tú, el decirte todo esto.Pero no creas que quiero influir en tu decisión.

-¡Oh, no! Estoy tan segura de que me quieresdemasiado para... Pero, sólo si pudieras aconse-jarme qué es lo mejor que podría hacer... No,no, no quiero decir eso... Como tú dices, debe-ría estar completamente segura... No se puedevacilar en estas cosas... Es algo demasiado se-rio... Quizá será más seguro decir que no; ¿creesque hago mejor diciendo que no?

-Por nada del mundo -dijo Emma sonriendograciosamente te aconsejaría que tomaras una uotra decisión. Tienes que ser tú el mejor juez de

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tu propia felicidad. Si prefieres al señor Martinmás que a cualquier otra persona; si te parece elhombre más agradable de todos los que hastratado, ¿por qué dudas? Te ruborizas, Harriet.¿Es que en este momento piensas en algún otroa quien convendría mejor esta definición?Harriet, Harriet, no te engañes a ti misma; no tedejes llevar por la gratitud y la compasión. ¿Enquién piensas en este momento?

Los indicios eran favorables... En vez de con-testar, Harriet volvió la cabeza llena de turba-ción, y se quedó pensativa junto al fuego; yaunque seguía aún con la carta en la mano, laiba arrollando maquinalmente, sin mirarla.Emma esperaba el resultado con impaciencia,pero no sin grandes esperanzas. Por fin, convoz vacilante, Harriet dijo:

-Emma, ya que no quieres darme tu opinión,procuraré expresar la mía lo mejor que sepa;estoy totalmente decidida, y la verdad es queya casi me he hecho a la idea... de rechazar alseñor Martin. ¿Crees que hago bien?

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-Haces muy bien, querida Harriet, te aseguroque haces muy bien; haces lo que debes. Mien-tras estabas vacilando, yo me reservaba missentimientos, pero ahora que te veo tan decidi-da, no tengo ningún inconveniente en aprobartu actitud. Querida Harriet, no sabes cuánto mealegro. Me hubiera apenado mucho perder tuamistad y dejar de tratarte, y ésta hubiera sidola consecuencia de que te casaras con el señorMartin. Mientras te hubiera visto dudosa, aun-que hubiera sido en lo más mínimo, no tehubiera dicho nada acerca de esta cuestión,porque no quería influirte; pero para mí hubie-ra significado perder a una amiga. Yo no hubie-ra podido visitar a la señora de Robert Martinen Abbey-Mill Farm. Ahora ya estoy segura deno perderte nunca.

A Harriet no se le había ocurrido pensar enaquel peligro, pero entonces la sola idea la dejómuy impresionada.

-¿Que no hubieras podido visitarme? -exclamó horrorizada-. No, desde luego no

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hubieras podido; pero nunca se me había ocu-rrido pensar en eso antes de ahora. Hubierasido demasiado horrible. ¿Y eso iba a ser la so-lución de mi vida? Querida Emma, por nadadel mundo renunciaría al placer y al honor detu amistad.

-Sí, Harriet, para mí hubiera sido un golpe te-rrible perderte; pero hubiera tenido que ser así;tú misma te habrías apartado de toda la buenasociedad. Yo hubiera tenido que renunciar a ti.

-¡Querida! ¿Cómo hubiese podido soportarlo?¡Sería mi muerte el no volver nunca más aHartfield!

-¡Pobre criatura, tan cariñosa! ¡Tú, desterradaen Abbey-Mill Farm! ¡Condenada durante todatu vida a no tratar más que a gente vulgar y sincultura! Me pregunto cómo ese joven ha tenidola osadía de proponerte tal cosa. Debe tener loque se dice muy buena opinión de sí mismo.

-Tampoco creo que sea un engreído -dijoHarriet, cuya conciencia se oponía a esta censu-ra-; sea como sea, es una persona de intenciones

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rectas, y yo siempre le estaré muy agradecida ypensaré de él con afecto... Pero esto es una cosa,y casarse con él... Y además, aunque yo puedaatraerle, eso no quiere decir que yo vaya a... ydesde luego tengo que confesar que desde quevengo aquí he conocido a personas... y si mepongo a hacer comparaciones, me refiero a laapostura y al trato, pues desde luego no haycomparación posible... aquí he conocido a caba-lleros tan atractivos y de trato tan agradable...Sin embargo, la verdad es que considero al se-ñor Martin como un joven amabilísimo, y tengomuy buena opinión de él; y el que se muestretan atraído por mí y el que me escriba una cartacomo ésta... Pero yo no me separaría de ti pornada del mundo.

-Gracias, muchas gracias, querida amiga;¡eres tan cariñosa! No nos separaremos. Unamujer no tiene por qué casarse con un hombresólo porque él se lo pida, o porque le haya ins-pirado un afecto, o porque él sea capaz de es-cribir una carta aceptable.

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-¡Oh, no! Y además es una carta demasiadocorta...

Emma se daba cuenta del mal sabor de bocaque le había quedado a su amiga, pero quisopasarlo por alto y siguió:

-Desde luego; y de poco consuelo te iba a ser-vir el saber que tu marido sabe escribir bienuna carta cuando puede estar poniéndote enridículo cada momento del día, con la ordina-riez de sus modales.

-¡Oh, sí! Tienes mucha razón. ¿Qué importauna carta? Lo que importa es gozar siempre dela compañía de personas agradables. Estoy to-talmente decidida a rechazarle. Pero ¿cómo voya hacerlo? ¿Qué voy a decirle?

Emma le aseguró que no había ninguna difi-cultad en contestar, y le aconsejó que le escri-biera inmediatamente, a lo cual la muchachaaccedió con la esperanza de contar con la ayudade su amiga; y aunque Emma seguía afirmandoque no necesitaba ninguna clase de ayuda, locierto fue que colaboró en la redacción de todas

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y cada una de las frases de la carta. Al releer ladel señor Martin para contestarla Harriet sesintió más propensa a ablandarse, tanto que fuepreciso que Emma robusteciera su decisión conunas pocas pero decisivas frases; Harriet estabatan preocupada por la idea de hacerle desdi-chado, y pensaba tanto en lo que iban a pensary decir su madre y sus hermanas, y tenía tantomiedo de que la considerasen como una ingra-ta, que Emma no pudo por menos de conven-cerse de que si el joven hubiese acertado a pa-sar por allí en aquel momento, a pesar de todohubiese sido aceptado.

Sin embargo la carta fue escrita, sellada y en-viada. La cuestión estaba zanjada y Harriet asalvo. Durante toda la noche la muchacha estu-vo más bien deprimida, pero Emma escuchócon paciencia sus tiernas lamentaciones, y devez en cuando intentaba levantarle el ánimohablándole del afecto que ella le profesaba, y, aveces también, reavivando el recuerdo del se-ñor Elton.

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-Nunca más volverán a invitarme a Abbey-Mill -dijo Harriet en un tono más bien lastime-ro.

-Y si te invitaran, Harriet, yo nunca sabría se-pararme de ti. Eres demasiado necesaria enHartfield para que te deje perder el tiempo enAbbey-Mill.

-Y estoy segura de que nunca tendré deseosde ir allí; porque el único sitio donde yo soyfeliz es en Hartfield. Y al cabo de un rato,Harriet prosiguió:

-Estoy pensando que la señora Goddard sequedaría sorprendidísima si supiera todo loque ha pasado. Y estoy segura de que la señori-ta Nash también... Porque la señorita Nash creeque su hermana ha hecho una gran boda, y esoque sólo se ha casado con un pañero.

-Sería penoso ver que una maestra de escuelatiene más orgullo o unos gustos más refinados.Me atrevería a decir que la señorita Nash teenvidiaría una oportunidad como ésta paracasarse. Incluso esta conquista sería de gran

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valor a sus ojos. En cuanto a algo que para tifuera más valioso, supongo que ella no es capazni de imaginárselo. Dudo que las atenciones decierta persona sean aún motivo de chismes enHighbury. Hasta ahora me imagino que tú y yosomos las únicas para quienes sus miradas y suproceder han sido suficientemente explícitos.

Harriet se ruborizó, sonrió y dijo algo acercade su extrañeza de que hubiera quien pudieseinteresarse tanto por ella. Evidentemente, lehalagaba pensar en el señor Elton; pero al cabode un rato volvía a conmoverse pensando en lanegativa que había dado al señor Martin.

-A estas horas ya habrá recibido mi carta -dijoquedamente-. Me gustaría saber qué estánhaciendo todos... si lo saben sus hermanas... siél se siente desdichado los demás lo serán tam-bién. Confío en que esto no le afecte mucho.

-Pensemos en nuestros amigos ausentes queviven horas más felices -exclamó Emma-. Enestos momentos quizás el señor Elton está en-señando tu retrato a su madre y a sus herma-

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nas, y les está contando hasta qué punto es máshermoso el original, y después de habérselohecho rogar cinco o seis veces consentirá enrevelarles tu nombre, tu nombre tan queridopara él.

-¡Mi retrato! Pero ¿no lo ha dejado en BondStreet?

-¡Es posible! Si lo ha hecho así es que yo noconozco al señor Elton. No, mi querida y mo-desta Harriet, puedes estar segura de que nollevará el retrato a Bond Street hasta un mo-mento antes de montar a caballo para volverhacia aquí mañana. Durante toda esta nocheserá su compañero, su consuelo, su deleite. Leservirá para mostrar sus intenciones a su fami-lia, para que te conozcan, para difundir entrelos que le rodean los más gratos sentimientosde la naturaleza humana, la viva curiosidad yla calidez de una predisposición favorable.¡Qué alegres, qué animados deben de estar!¡Cómo deben de rebosar de fantasías las imagi-naciones de todos ellos!

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Harriet volvió a sonreír, y sus sonrisas se fue-ron acentuando.

CAPÍTULO VIII

AQUELLA noche Harriet durmió en Hart-field. En las últimas semanas pasaba allí casi lamitad del día, y poco a poco fue teniendo undormitorio fijo para ella; y Emma juzgaba pre-ferible en todos los aspectos retenerla en sucasa, segura y contenta, todo el tiempo posible,por lo menos en aquellos momentos. A la ma-ñana siguiente tuvo que ir a casa de la señoraGoddard por una o dos horas, pero ya se habíaconvenido que volvería a Hartfield para que-darse allí durante varios días.

Durante su ausencia llegó el señor Knightleyy estuvo conversando con el señor Woodhousey Emma, hasta que el señor Woodhouse, queaquella mañana se había propuesto salir a darun paseo, se dejó convencer por su hija de que

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no lo aplazara, y la insistencia de ambos logróvencer los escrúpulos de su cortesía, que seresistía a dejar al señor Knightley por aquelmotivo. El señor Knightley, que no tenía nadade ceremonioso, con sus respuestas concisas yrápidas ofrecía un divertido contraste con lasinterminables excusas y corteses vacilacionesde su interlocutor.

-Señor Knightley, permítame que me tome es-ta licencia; si usted quisiera excusarme, si nome considerara usted demasiado grosero, yoseguiría el consejo de Emma y saldría a dar unpaseo de un cuarto de hora. Como el sol se hapuesto creo que sería mejor que diera mi paseí-to antes de que refrescara demasiado. Ya veque no hago ningún cumplido con usted, señorKnightley. Nosotros los inválidos nos conside-ramos con ciertos privilegios.

-Por Dios, no faltaba más, no tiene usted quetratarme como a un extraño.

-Le dejo con mi hija, que es un excelente subs-tituto. Emma estará muy complacida de aten-

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derle. Así que vuelvo a pedirle mil perdones, yme voy a dar mi vueltecita... mi paseo de in-vierno.

-Me parece muy buena idea, señor Woodhou-se.

-Yo le pediría muy gustoso que tuviera a bienacompañarme señor Knightley, pero ando muydespacio, y a usted le sería muy pesado aco-modarse a mi paso; y además, ya tiene ustedque dar otro largo paseo para volver a DonwellAbbey.

-Muchas gracias, es usted muy amable; peroyo me voy ahora mismo; y creo que lo mejorsería que saliese usted cuanto antes. Voy a bus-carle la capa larga y le abro la puerta del jardín.

Por fin el señor Woodhouse se fue; pero elseñor Knightley, en vez de disponerse a salirtambién, volvió a sentarse como si estuvieradeseoso de más conversación. Empezó hablan-do de Harriet y haciendo espontáneamentegrandes elogios suyos, más de los que Emmahabía oído jamás en sus labios.

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-Yo no podría alabar su belleza tanto comousted -dijo él-, pero es una muchacha linda, yme inclino a creer que no le faltan buenasprendas. Su personalidad depende de la de losque le rodean; pero en buenas manos llegará aser una mujer de mérito.

-Me alegra saber que piensa usted así; y con-fío en que no eche de menos esas buenas ma-nos.

-¡Vaya! -dijo él-. Veo que lo que está deseandoes que le haga un cumplido, de modo que lediré que gracias a usted ha mejorado mucho.Usted le ha hecho perder su risita boba de co-legiala, y eso dice mucho en favor de usted.

-Muchas gracias. Confieso que me llevaría undisgusto si no pudiera creer que he servidopara algo; pero no todo el mundo nos elogiacuando lo merecemos. Usted, por ejemplo, nosuele abrumarme con demasiadas alabanzas.

-Decía usted que la está esperando esta ma-ñana, ¿no?

-Sí, de un momento a otro. Por lo que dijo ya

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hubiera debido de estar de vuelta.-Algo la debe de haber hecho retrasarse; tal

vez alguna visita. -¡Qué gente más charlatana lade Highbury! ¡Qué fastidiosos son!

-A lo mejor Harriet no encuentra a todo elmundo tan fastidioso como usted.

Emma sabía que esto era una verdad dema-siado evidente para que pudiera llevarle la con-traria, y por lo tanto guardó silencio. Al cabo deun momento el señor Knightley añadió con unasonrisa:

-No pretendo fijar tiempo ni lugar, pero debodecirle que tengo buenas razones para suponerque su amiguita no tardará mucho en enterarsede algo que la alegrará.

-¿De verás? ¿De qué se trata? ¿Qué clase denoticia será ésta? -¡Oh, una noticia muy impor-tante, se lo aseguro! -dijo aún sonriendo.

-¿Muy importante? Sólo puede ser una cosa.¿Quién está enamorado de ella? ¿Quién le hahecho confidencias?

Emma estaba casi segura de que había sido el

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señor Elton quien le había hecho alguna insi-nuación. El señor Knightley era un poco elamigo y el consejero de todo el mundo, y ellasabía que el señor Elton le consideraba mucho.

-Tengo razones para suponer -replicó- queHarriet Smith no tardará en recibir una propo-sición de matrimonio procedente de una perso-na realmente intachable. Se trata de RobertMartin. Parece ser que la visita de Harriet aAbbey-Mill el verano pasado ha surtido susefectos. Está locamente enamorado y quierecasarse con ella.

-Es muy de agradecer por su parte -dijoEmma-; pero ¿está seguro de que Harriet que-rrá aceptarlo?

-Bueno, bueno, ésa ya es otra cuestión; demomento quiere proponérselo. ¿Conseguirá loque se propone? Hace dos noches vino a vermea la Abadía para consultar el caso conmigo.Sabe que tengo un gran aprecio por él y portoda su familia, y creo que me considera comouno de sus mejores amigos. Vino a consultarme

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si me parecía oportuno que se casara tan joven;si no la consideraba a ella demasiado niña; enresumidas cuentas, si aprobaba su decisión;tenía cierto miedo de que se la considerase (so-bre todo desde que usted tiene tanto trato conella) como perteneciente a una clase social su-perior a la suya. Me gustó mucho todo lo quedijo. Nunca había oído hablar a nadie con mássentido común. Habla siempre de un modomuy atinado; es franco, no se anda por las ra-mas y no tiene nada de tonto. Me lo contó todo;su situación y sus proyectos, todo lo que seproponían hacer en caso de que él se casara. Esun joven excelente, buen hijo y buen hermano.Yo no vacilé en aconsejarle que se casara. Medemostró que estaba en situación de poderhacerlo, y en este caso me convencí de que nopodía hacer nada mejor. Le hice también elo-gios de su amada, y se fue de mi casa alegre yfeliz. Suponiendo que antes no hubiera tenidoen mucho mi opinión, a partir de entonces sehubiera hecho de mí la idea más favorable; y

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me atrevería a decir que salió de mi casa consi-derándome como el mejor amigo y consejeroque jamás tuvo hombre alguno. Eso ocurrióanteanoche. Ahora bien, como es fácil de supo-ner, no querrá dejar pasar mucho tiempo antesde hablar con ella, y como parece ser que ayerno le habló, no es improbable que hoy se hayapresentado en casa de la señora Goddard; y porlo tanto Harriet puede haberse visto retenidapor una visita que le aseguro que no va a con-siderar precisamente como fastidiosa.

-Perdone, señor Knightley -dijo Emma, queno había dejado de sonreír mientras él hablaba-, pero ¿cómo sabe usted que el señor Martin nole habló ayer?

-Cierto -replicó él, sorprendido-, la verdad esque no sé absolutamente nada de ello, pero lohe supuesto. ¿Es que ayer Harriet no estuvotodo el día con usted?

-Verá -dijo ella-, en justa correspondencia a loque usted me ha contado, yo voy a contarle ami vez algo que usted no sabía. El señor Martin

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habló ayer con Harriet, es decir, le escribió, yfue rechazado.

Emma se vio obligada a repetirlo para que suinterlocutor lo creyese; y al momento el señorKnightley se ruborizó de sorpresa y de contra-riedad, y se puso de pie indignado diciendo:

-Entonces es que esta muchacha es muchomás boba de lo que yo creía. Pero ¿qué le ocu-rre a esa infeliz?

-¡Oh, ya me hago cargo! -exclamó Emma-. Aun hombre siempre le resulta incomprensibleque una mujer rechace una proposición de ma-trimonio. Un hombre siempre imagina que unamujer siempre está dispuesta a aceptar al pri-mero que pida su mano.

-¡Ni muchísimo menos! A ningún hombre sele ocurre tal cosa. Pero ¿qué significa todo eso?¡Harriet Smith rechazando a Robert Martin! ¡Sies verdad es una locura! Pero confío en queestará usted mal informada.

-Yo misma vi la contestación a su carta, nohay error posible.

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-¿De modo que usted vio la contestación deHarriet? Y la escribió también, ¿no? Emma, estoes obra suya. Usted la convenció para que lerechazara.

-Y si lo hubiera hecho (lo cual, sin embargo,estoy muy lejos de reconocer), no creería haberhecho nada malo. El señor Martin es un jovenmuy honorable, pero no puedo admitir que sele considere a la misma altura de Harriet; y laverdad es que más bien me asombra que sehaya atrevido a dirigirse a ella. Por lo que ustedcuenta parece haber tenido algunos escrúpulos.Y es una lástima que se desembarazara de ellos.

-¿Que no está a la misma altura de Harriet? -exclamó el señor Knightley, levantando la voz yacalorándose; y unos momentos después aña-dió más calmado, pero con aspereza-: No, laverdad es que no está a su altura, porque él esmuy superior en criterio y en posición social.Emma, usted está cegada por la pasión quesiente por esa muchacha. ¿Es que Harriet Smithpuede aspirar por su nacimiento, por su inteli-

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gencia o por su educación a casarse con alguienmejor que Robert Martin? Harriet es la hija na-tural de un desconocido que probablemente notenía la menor posición, y sin duda ningunarelación más o menos respetable. No es másque una pensionista de una escuela pública. Esuna muchacha que carece de sensibilidad y detoda instrucción. No le han enseñado nada útil,y es demasiado joven y demasiado obtusa co-mo para haber aprendido algo por sí misma. Asu edad no puede tener ninguna experiencia, ycon sus cortas luces no es fácil que jamás lleguea tener una experiencia que le sirva para algo.Es agraciada y tiene buen carácter, eso es todo.El único escrúpulo que tuve para dar mi opi-nión favorable a esta boda fue por ella, porquecreo que el señor Martin merece algo mejor, yno es muy buen partido para él. Por lo que serefiere a la cuestión económica, también meparece que él tiene todas las probabilidades dehacer un matrimonio mucho más ventajoso; yen cuanto a tener a su lado a una mujer com-

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prensiva y sensata que le ayude, creo que nopodía haber elegido peor. Pero yo no podíarazonar de ese modo con un enamorado, y meincliné a confiar en que no habiendo en ellanada fundamentalmente malo, poseía ciertasdisposiciones que, en manos como las suyas,podían encauzarse bien con facilidad y dar ex-celentes resultados. En mi opinión, quien real-mente salía beneficiada en este matrimonio eraella; y no tenía ni la menor duda (ni ahora latengo) de que la opinión general sería la queHarriet había tenido mucha suerte. Incluso es-taba seguro de que usted estaría satisfecha.Inmediatamente se me ocurrió pensar que nolamentaría usted separarse de su amiga viéndo-la tan bien casada. Recuerdo que me dije a mímismo: «Incluso Emma, con toda su parciali-dad por Harriet, convendrá en que hace unabuena boda.»

-No puedo por menos de extrañarme de queconozca usted tan poco a Emma como paradecir semejante cosa. ¡Por Dios! ¡Pensar que un

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granjero (porque, con todo su sentido común ytodos sus méritos el señor Martin no es nadamás que eso) podría ser un buen partido parami amiga íntima! ¡Que no lamentaría el que seseparara de mí para casarse con un hombre alque yo nunca podría admitir entre mis amista-des! Me maravilla el que creyera usted posibleel que yo pensara de este modo. Le aseguro quemi actitud no puede ser más distinta. Y deboconfesarle que su planteamiento de la cuestiónno me parece nada justo. Es usted demasiadosevero cuando habla de las posibles aspiracio-nes de Harriet. Otras personas estarían deacuerdo conmigo en ver el caso de un modomuy diferente; el señor Martin quizá sea el másrico de los dos, pero sin ninguna duda es infe-rior a ella en calidad social. Los ambientes enque ella se desenvuelve están muy por encimade los de este joven. Esta boda rebajaría aHarriet.

-Pero ¿le llama usted rebajarse a que una mu-chacha que tiene orígenes ilegítimos y que es

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una ignorante se case con un propietario ruralhonorable e inteligente?

-En cuanto a las circunstancias de su naci-miento, aunque ante la ley podría considerárse-le como hija de nadie, ésta es una postura quepara una persona con un poco de sentido co-mún es inadmisible. Ella no tiene por qué pagarlas culpas de otros, como ocurre si la situamosen un nivel inferior al de las personas con lasque ha sido educada. No cabe duda alguna deque su padre es un caballero... y un caballero defortuna... La pensión que recibe es muy genero-sa; nunca se ha escatimado nada para mejorarsu educación o rodearse de más comodidades.Para mí, el que sea hija de un caballero es algoindudable. Que se trata con hijas de caballerossupongo que nadie puede negarlo. Por lo tantosu clase social es superior a la del señor RobertMartin.

-Sean quienes sean sus padres -dijo el señorKnightley-, sean quienes sean las personas quese han ocupado de ella hasta ahora, no hay na-

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da que permita suponer que tenían la intenciónde introducirla en lo que usted llamaría la bue-na sociedad. Después de haberle dado unaeducación muy mediana, la confiaron a la seño-ra Goddard para que se las compusiera comopudiese... Es decir, para que viviera en el am-biente de la señora Goddard y se relacionaracon las amistades de la señora Goddard. Evi-dentemente, sus amigos juzgaron que eso lebastaba; y en realidad le bastaba. Ella misma nodeseaba nada mejor. Antes de que usted deci-diese hacerla su amiga no se sentía desplazadaen su ambiente, no ambicionaba nada más. Elverano pasado con los Martins se sentía com-pletamente feliz. Entonces no se creía superiora ellos. Y si ahora cree esto es porque usted laha hecho cambiar. No ha sido usted una buenaamiga para Harriet Smith, Emma. Robert Mar-tin nunca hubiera llegado tan lejos si no hubie-ra estado convencido de que ella no le mirabacon indiferencia. Le conozco bien. Es demasia-do realista para declararse a una mujer al azar

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de un afecto que no sabe correspondido. Y encuanto a que sea vanidoso, es la última personaque conozco de la que pensaría tal cosa. Puedeusted estar segura de que ella le alentó.

Para Emma era mejor no contestar directa-mente a esta afirmación; de modo que prefirióreanudar el hilo de su propio razonamiento.

-Es usted muy buen amigo del señor Martin;pero como ya dije antes es injusto con Harriet.Las aspiraciones de Harriet a casarse bien noson tan desdeñables como usted las presenta.No es una muchacha inteligente, pero tienemejor juicio de lo que usted supone, y no mere-ce que se hable tan a la ligera de sus dotes inte-lectuales. Pero dejemos esa cuestión y supon-gamos que es tal como usted la describe, tansólo una buena muchacha muy agraciada;permítame decirle que el grado en que poseeestas cualidades no es una recomendación depoca importancia para la gran mayoría de lagente, porque la verdad es que es una mucha-cha muy atractiva, y así deben de considerarla

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el noventa y nueve por ciento de los que la co-nocen; y hasta que no se demuestre que loshombres en materia de belleza son mucho másfilosóficos de lo que en general se supone; hastaque no se enamoren de los espíritus cultivadosen vez de las caras bonitas, una muchacha conlos atractivos que tiene Harriet está segura deser admirada y pretendida, de poder elegir en-tre muchos como corresponde a su belleza.Además, su buen carácter tampoco es una cua-lidad tan desdeñable, sobre todo, como ocurreen su caso, con un natural dulce y apacible, unagran modestia y la virtud de acomodarse muyfácilmente a otras personas. O mucho me equi-voco o en general los hombres consideraríanuna belleza y un carácter como éstos como losmayores atractivos que puede poseer una mu-jer.

-Emma, le doy mi palabra de que sólo el oírcómo abusa usted del ingenio que Dios le hadado, casi me basta para darle la razón. Es me-jor no tener inteligencia que emplearla mal co-

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mo usted hace.-¡Claro! exclamó ella en tono de chanza-. Ya

sé que todos ustedes piensan igual acerca deeso. Ya sé que una muchacha como Harriet esexactamente lo que todos los hombres an-helan... la mujer que no sólo cautiva sus senti-dos, sino que también satisface su inteligencia.¡Oh! Harriet puede elegir a su capricho. Parausted mismo, si algún día pensara en casarse,ésta es la mujer ideal. Y a los diecisiete años,cuando apenas empieza a vivir, cuando apenasempieza a darse a conocer, ¿es de extrañar queno acepte la primera propuesta que se le haga?No... Déjela que tenga tiempo para conocermejor el mundo que la rodea.

-Siempre pensé que esta amistad de ustedesdos no podía dar ningún buen resultado -dijoen seguida el señor Knightley-, aunque meguardé la opinión; pero ahora me doy cuentade que habrá sido de consecuencias muy funes-tas para Harriet. Usted hace que se envanezcacon esas ideas sobre ' su belleza y sobre todo a

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lo que podría aspirar, y dentro de poco ningu-na persona de las que le rodean le parecerá desuficiente categoría para ella. Cuando se tienepoco seso la vanidad llega a causar toda clasede desgracias. Nada más fácil para una damitacomo ella que poner demasiado altas sus aspi-raciones. Y quizá las propuestas de matrimoniono afluyan tan aprisa a la señorita HarrietSmith, aun siendo una muchacha muy linda.Los hombres de buen juicio, a pesar de lo queusted se empeña en decir, no se interesan poresposas bobas. Los hombres de buena familiase resistirán a unirse a una mujer de orígenestan oscuros... y los más prudentes temerán lascontrariedades y las desdichas en que puedenverse envueltos cuando se descubra el misteriode su nacimiento. Que se case con Robert Mar-tin y tendrá para siempre una vida segura, res-petable y dichosa; pero si usted la empuja adesear casarse más ventajosamente, y le enseñaa no contentarse si no es con un hombre degran posición y buena fortuna, quizá sea pen-

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sionista de la señora Goddard durante todo elresto de su vida... o por lo menos (porqueHarriet Smith es una muchacha que terminarácasándose con uno u otro) hasta que se deses-pere y se dé por satisfecha con pescar al hijo dealgún viejo maestro de escuela.

-Señor Knightley, en esta cuestión nuestrospuntos de vista son tan radicalmente distintosque no serviría de nada que siguiéramos discu-tiendo. Sólo conseguiríamos enfadarnos el unocon el otro. Pero en cuanto a que yo haga que secase con Robert Martin, es imposible; ella le harechazado, y tan categóricamente que creo queno deja lugar a que él insista más. Ahora tieneque atenerse a las malas consecuencias quepueda tener el haberle rechazado, sean las quesean; y por lo que se refiere a la negativa en sí,no es que yo pretenda decir que no haya podi-do influir un poco en ella; pero le aseguro queni yo ni nadie podía hacer gran cosa en eseasunto. El aspecto del señor Martin le perjudicamucho, y sus modales son tan bastos que, si es

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que alguna vez estuvo dispuesta a prestarleatención, ahora no lo está. Comprendo que an-tes de que ella hubiera conocido a nadie de máscategoría pudiera tolerarle. Era el hermano desus amigas, y él se desvivía para complacerla; yentre una cosa y otra, como ella no había vistonada mejor (circunstancia que fue el mejoraliado de él), mientras estuvo en Abbey-Mili nopodía encontrarle desagradable. Pero ahora lasituación ha cambiado. Ahora sabe lo que es uncaballero; y sólo un caballero, por su educacióny sus modales, cuenta con probabilidades deinteresar a Harriet.

-¡Qué desatinos, en mi vida había oído cosamás descabellada! -exclamó el señor Knightley-.Robert Martin pone sentimiento, sinceridad ybuen humor en su trato, todo lo cual lo hacemuy atractivo. Y su espíritu es mucho más deli-cado de lo que Harriet Smith es capaz de com-prender. -

Emma no replicó y se esforzó por adoptar unaire de alegre despreocupación, pero lo cierto

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es que se iba sintiendo cada vez más incómoda,y deseaba con toda su alma que su interlocutorse marchase. No se arrepentía de lo que habíahecho; seguía considerándose mejor capacitadapara opinar sobre derechos y refinamientos dela mujer que él; pero, a pesar de todo, el respetoque siempre había tenido por las opiniones delseñor Knightley le hacía sentirse molesta deque esta vez fueran tan contrarias a las suyas; ytenerle sentado delante de ella, lleno de indig-nación, le era muy desagradable. Pasaron va-rios minutos en un embarazoso silencio, quesólo rompió Emma en una ocasión intentandohablar del tiempo, pero él no contestó. Estabareflexionando. Por fin manifestó sus pensa-mientos con estas palabras:

-Robert Martin no pierde gran cosa... ojalá sedé cuenta; y confío en que no tardará muchotiempo en comprenderlo. Sólo usted sabe losplanes que tiene respecto a Harriet; pero comono oculta usted a nadie sus aficiones casamen-teras, es fácil adivinar lo que se propone y los

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planes y proyectos que tiene... y como amigosólo quiero indicarle una cosa: que si su objeti-vo es Elton, creo que todo lo que haga será per-der el tiempo.

Emma reía y negaba con la cabeza. Él prosi-guió:

-Puede tener la seguridad de que Elton no leva a servir para sus planes. Elton es una perso-na excelente y un honorabilisimo vicario deHighbury, pero es muy poco probable que searriesgue a hacer una boda imprudente. Sabemejor que nadie lo que vale una buena renta.Elton puede hablar según sus sentimientos,pero obrará con la cabeza. Es tan consciente decuáles pueden ser sus aspiraciones como ustedpuede serlo de las de Harriet. Sabe que es unjoven de muy buen ver y que vaya donde vayase le considerará como un gran partido; y por elmodo en que habla cuando está en confianza ysólo hay hombres presentes, estoy convencidode que no tiene la intención de desaprovecharsus atractivos personales. Le he oído hablar con

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gran interés de unas jóvenes que son íntimasamigas de sus hermanas y que cuentan cadauna con veinte mil libras de renta.

-Le quedo muy agradecida -dijo Emma, vol-viendo a echarse a reír-. Si yo me hubiese em-peñado en que el señor Elton se casara conHarriet me haría usted un gran favor al abrirmelos ojos; pero por ahora sólo quiero guardar aHarriet para mí. La verdad es que ya estoy can-sada de arreglar bodas. No voy a imaginarmeque conseguiría igualar mis hazañas deRandalls. Prefiero abandonar en plena fama,antes de tener ningún fracaso.

-Que usted lo pase bien- dijo el señor Knigh-tley levantándose bruscamente y saliendo de laestancia.

Se sentía muy enojado. Lamentaba la decep-ción que se había llevado su amigo, y le dolíaque él al aprobar su proyecto fuera también unpoco responsable de lo ocurrido; y la interven-ción que estaba convencido de que Emma habíatenido en aquel asunto le irritaba extraordina-

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riamente.Emma quedó enojada también; pero los mo-

tivos de su enojo eran más confusos que los deél. No se sentía tan satisfecha de sí misma, tanabsolutamente convencida de que tenía razón yde que su adversario se equivocaba, como erael caso del señor Knightley. Éste salió de la casamucho más convencido que Emma de tenertoda la razón. Pero la joven no quedó tan abati-da como para que, al cabo de poco, el regresode Harriet no le hiciera volver a estar segura desí misma. La larga ausencia de Harriet empeza-ba a inquietarla. La posibilidad de que RobertMartin fuera a casa de la señora Goddard aque-lla mañana y se entrevistara con Harriet e in-tentara convencerla la alarmó. El horror a expe-rimentar un fracaso terminó siendo el motivoprincipal de su desasosiego; y cuando aparecióHarriet, y de muy buen humor, y sin que sularga ausencia se justificara por ninguna deaquellas razones, sintió tal satisfacción que lahizo reafirmarse en su parecer, y la convenció

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de que, a pesar de todo lo que pudiera pensar odecir el señor Knightley, no había hecho nadaque la amistad y los sentimientos femeninos nopudieran justificar.

Se había asustado un poco con lo que habíaoído acerca del señor Elton; pero cuando re-flexionó que el señor Knightley no podía ha-berle observado como ella lo había hecho, nicon el mismo interés que ella, ni tampoco (mo-destia aparte, debía reconocerlo, a pesar de laspretensiones del señor Knightley) con la agudapenetración de que ella era capaz en cuestionescomo ésta, que él había hablado precipitada-mente y movido por la cólera, se inclinaba acreer que lo que había dicho era más bien loque el resentimiento le llevaba a desear quefuera verdad, más que lo que en realidad sabía.Sin duda alguna que había oído hablar al señorElton con más confianza de lo que ella habíapodido oírle, y era muy posible que el señorElton no fuese tan temerario y tan despreocu-pado en cuestiones de dinero; era posible que

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les prestase más atención que a otras; pero esque el señor Knightley no había concedido sufi-ciente importancia a la influencia de una pasiónavasalladora en pugna con todos los interesesde este mundo. El señor Knightley no veía talpasión y en consecuencia no valoraba debida-mente sus efectos; pero ella lo había visto consus propios ojos y no podía poner en duda quevencería todas las vacilaciones que una razona-ble prudencia pudiera en un principio suscitar;y estaba muy segura de que el señor Elton enaquellos momentos no era tampoco un hombredemasiado calculador ni excesivamente pru-dente.

La animación y la alegría de Harriet le devol-vieron la tranquilidad: volvía no para pensar enel señor Martin sino para hablar del señor El-ton. La señorita Nash le había estado contandoalgo que ella repitió inmediatamente muycomplacida. El señor Perry había ido a casa dela señora Goddard para visitar a una niña en-ferma, y la señorita Nash le había visto y él

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había contado a la señorita Nash que el día an-terior, cuando regresaba de Clayton Park, sehabía encontrado con el señor Elton, advirtien-do con gran sorpresa que éste se dirigía a Lon-dres y que no pensaba volver hasta el día si-guiente, por la mañana, a pesar de que aquellanoche había la partida de whist, a la cual antesde entonces nunca había faltado; y el señor Pe-rry se lo había reprochado, diciéndole que noera justo que se ausentara precisamente él, elmejor de los jugadores, e intentó por todos losmedios convencerle para que aplazara su viajepara el día siguiente; pero no lo consiguió; elseñor Elton había decidido partir, y dijo que lereclamaba un asunto por el que tenía un espe-cialísimo interés y que no podía aplazar porninguna causa; y añadió algo acerca de que lehabían encargado una envidiable misión, y queera portador de algo extraordinariamente va-lioso. El señor Perry no acabó de entenderlemuy bien, pero quedó convencido de que debíahaber alguna dama por en medio, y así se lo

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dijo; y el señor Elton se limitó a sonreír muysignificativamente y se alejó de allí con su caba-llo, dando muestras de hallarse muy satisfecho.La señorita Nash le había contado a Harriettodo esto, y le había dicho otras muchas cosassobre el señor Elton; y dijo, mirándola con mu-cha intención, «que ella no pretendía saber dequé podía tratarse aquel asunto, pero que loúnico que sabía era que cualquier mujer a laque el señor Elton eligiese se consideraría lamás afortunada del mundo; pues, sin ningunaclase de dudas, el señor Elton no tenía rival nipor su apostura ni por la afabilidad de su tra-to.»

CAPÍTULO IX

EL señor Knightley podía pelearse con ella,pero Emma no podía pelearse consigo misma.Él estaba tan contrariado que tardó más de loque tenía por costumbre en volver a Hartfield;

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y cuando volvieron a verse la seriedad de surostro demostraba que Emma aún no habíasido perdonada. Eso a ella le dolía, pero no searrepentía de nada. Al contrario, sus planes ysus procedimientos cada vez le parecían másjustificados, y el cariz que tomaron las cosas enlos días siguientes le hicieron aferrarse aún mása sus ideas.

El retrato, elegantemente enmarcado, llegósano y salvo a la casa poco después del regresodel señor Elton, y una vez estuvo colgado sobrela chimenea de la sala de estar subió a verlo, yante la pintura balbuceó entre suspiros las fra-ses de admiración que eran de rigor; y en cuan-to a los sentimientos de Harriet era evidenteque se estaban concretando en una sólida e in-tensa inclinación hacia él, según su juventud ysu mentalidad se lo permitían. Y Emma quedóvivamente satisfecha al ver que ya no se acor-daba del señor Martin más que para hacercomparaciones con el señor Elton, siempre ex-tremadamente favorables para este último.

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Sus proyectos de cultivar el espíritu de suamiguita mediante lecturas copiosas e instruc-tivas y mediante la conversación, no fueronmás allá de leer los primeros capítulos de algu-nos libros y de la intención de proseguir al díasiguiente. Charlar era mucho más fácil que es-tudiar; mucho más agradable dejar volar laimaginación y hacer planes para el futuro deHarriet que esforzarse por aumentar su inteli-gencia o ejercitarla en materias más áridas; y laúnica labor literaria que por el momento em-prendió Harriet, el único acopio intelectual quehizo con vistas a la madurez de su vida, fue elcoleccionar y copiar todos los acertijos de lasclases más variadas que pudo encontrar, en uncuadernillo de papel lustroso confeccionadopor su amiga y adornado con iniciales pintadasy viñetas.

En aquella época eran frecuentes libros degran extensión con recopilaciones como ésta. Laseñorita Nash, la directora del pensionado de laseñora Goddard, había copiado por lo menos

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trescientos de esos acertijos; y Harriet, quehabía tomado la idea de ella, confiaba que conla ayuda de la señorita Woodhouse reuniríamuchos más. Emma colaboraba con su inventi-va, su memoria y su buen gusto; y comoHarriet tenía una letra muy bonita, todo hacíaprever que sería una colección de primer ordentanto por el esmero de la presentación comopor lo copioso.

El señor Woodhouse estaba casi tan interesa-do en aquel asunto como las muchachas, y muya menudo intentaba procurarles algo digno defigurar en la colección.

-¡Tantos buenos acertijos como había cuandoyo era joven!

Y se maravillaba de no recordar ninguno. Pe-ro confiaba que con el tiempo se iría acordando.Y siempre terminaba con: «Kitty, una mozalinda, pero fría... »

Tampoco su gran amigo Perry, a quien habíahablado acerca de aquello, pudo por el momen-to facilitarle ningún acertijo; pero le había pe-

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dido a Perry que estuviera alerta, y como élvisitaba tantas casas suponía que algo iba aconseguirse por ese lado.

Su hija no pretendía que todo Highbury seexprimiese el cerebro. La única ayuda que soli-citó fue la del señor Elton. Se le invitó a aportartodos los enigmas, charadas y adivinanzas quepudiese recoger; y Emma tuvo la satisfacciónde verle interesarse muy de veras por esta la-bor; y al mismo tiempo advirtió que ponía elmayor empeño en que no saliese de sus labiosnada que no fuese un cumplido, una galanteríapara el sexo débil. Él fue quien aportó los dos otres rompecabezas más galantes; y la alegría yel entusiasmo con que finalmente recordó yrecitó, en un tono más bien sentimental, aquellacharada tan conocida

Mi primera denota cierta penaque mi segunda tiene que sentir; para

calmar la pena aquélla

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a mi conjunto habrá de recurrir.3

se convirtió en desilusión al advertir que yala tenían copiada unas páginas atrás.

-Señor Elton, ¿por qué no escribe usted mis-mo una charada para nosotras? -dijo ella-; sóloasí podremos estar seguras de que es nueva; ypara usted nada más fácil.

-¡Oh, no! En toda mi vida no he escrito jamásuna cosa de ésas. Para esto soy la más negadade las personas. Incluso temo que ni siquiera laseñorita Woodhouse... -hizo una pausa- o la se-ñorita Smith puedan inspirarme.

Sin embargo, al día siguiente su inspiraciónprodujo ciertos frutos. Les hizo una rapidísimavisita, sólo para dejarles una hoja de papel so-bre la mesa que contenía, según dijo, una cha-rada que un amigo suyo había dedicado a unajoven de la que estaba enamorado; pero Emma,

3 «Primera y «segunda» se refieren a las sílabas deque se compone la Palabra que hay que adivinar.

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por su manera de proceder, se convenció in-mediatamente de que su autor no era otro queél mismo.

-No se la ofrezco para la colección de la seño-rita Smith –dijo-. Porque, como es de mi amigo,no tengo derecho a hacer que se divulgue nipoco ni mucho, pero he pensado que quizás austedes les gustará conocerla.

Sus palabras iban dirigidas a Emma más quea Harriet, lo cual Emma comprendía muy bien.Él estaba muy serio y nervioso, y le resultabamás fácil mirarla a ella que a su amiga. Y almomento se fue. Hubo una pequeña pausa, yEmma dijo sonriendo y empujando el papelhacía Harriet:

-Toma, es para ti.Pero Harriet estaba trémula y no podía ni

alargar la mano; y Emma, a quien nunca impor-taba ser la primera, se vio obligada a leerlo ellamisma.

A la señorita...

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CHARADA

Ofrece mi primera la pompa de los reyes,¡los dueños de la tierra! Su fasto y su es-

plendor.Presenta mi segunda otra visión del hom-

bre,¡vedle allí cómo reina, de los mares señor!

Pero ¡ah!, las dos unidas, ¡qué visión másdistinta!

Libertad y poderío, todo ya se extinguió;señor de mar y tierra, se humilla cual es-

clavo;una mujer hermosa reina en su corazón.

Descubrirá tu ingenio la pronta solución.¡Oh, si sus dulces ojos brillaran con amor!

Emma leyó lo que decía el papel, analizó sucontenido, captó su significado, volvió a leerlopara estar completamente segura, y habiendodesentrañado ya el sentido de aquellos versos,

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lo pasó a Harriet y sonrió beatíficamente, di-ciendo para sí, mientras Harriet intentaba des-cifrarlo en medio de la confusión que le produ-cían sus esperanzas y su torpeza:

-Muy bien, señor Elton, muy bien. Peorescharadas que ésta he leído. «Courtship»4... unverdadero hallazgo. Le felicito. Eso es saber loque se hace. Eso es decir con toda claridad: «Selo ruego, señorita Smith, permítame dedicárse-la. Que el brillo de sus ojos apruebe al mismotiempo mi charada y mis intenciones.»

¡Oh, si sus dulces ojos brillaran con amor!

Eso sólo puede referirse a Harriet. «Dulces»es el adjetivo más adecuado para sus ojos... elmejor que podía usar.

4 Courtship»: esta palabra, que significa «cortejo» o«galanteo», puede descomponerse en las dos sílabasa las que alude la charada: court (corte real) y ship(barco).

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Descubrirá tu ingenio la pronta solución.

¡Hum! ¡El ingenio de Harriet! Tanto mejor.Un hombre tiene que estar lo que se dice muyenamorado para describirla así. ¡Ah, señorKnightley! Me gustaría que pudiera usted asis-tir a todo eso; creo que se convencería. Por unavez en su vida se vería obligado a reconocerque se ha equivocado. ¡Una magnífica charada,eso es lo que es! Y muy oportuna. Los aconte-cimientos se están precipitando.

Emma se vio obligada a interrumpir sus gra-tas reflexiones, que de otro modo se hubieranprolongado mucho más, porque Harriet le es-taba ya acosando a preguntas.

-¿Qué quiere decir todo eso, Emma? ¿Quéquerrá decir? No tengo ni la menor idea, no séni por dónde empezar. ¿Qué puede significar?Intenta encontrar la solución, Emma, ayúdame.Nunca he visto nada tan difícil. ¿Crees que es lapalabra «reino»? Me gustaría saber quién es el

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amigo, y quién puede ser la joven a quien sedirige. ¿Te parece una buena charada? ¿No será«mujer»?

Una mujer hermosa reina en su corazón.

A lo mejor es «Neptuno»:

¡Vedle allí cómo reina, de los mares señor!

¿Y «tridente»? ¿Y «sirena»? ¿Y «tiburón»?¡Oh, no, «tiburón» no puede ser, «shark» sólotiene una sílaba!5 Tiene que ser más ingenioso,si no no nos lo hubiera traído. ¡Oh, Emma,¿crees que llegaremos a encontrar la solución?

-¡Sirenas! ¡Tiburones! ¡Qué bobadas! QueridaHarriet, ¿en qué estás pensando? ¿Por qué iba atraemos una charada de un amigo suyo sobreuna sirena o un tiburón? Dame el papel y escú-chame.

5 «Tiburón», shark en inglés.

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Aquí donde pone «A la señorita...» puedesleer «señorita Smith».

Ofrece mi primera la pompa de los reyes,¡los dueños de la tierra! Su fasto y su es-

plendor.

Esto se refiere a la primera sílaba, «court», lacorte de un rey.

Presenta mi segunda otra visión del hom-bre,

¡vedle allí cómo reina, de los mares señor!

Esto se refiere a la segunda sílaba, «ship», unbarco. Más fácil no puede ser. Y ahora viene lobueno.

Pero ¡ah!, las dos unidas («courtship», loves, ¿no?) ¡qué visión más distinta!

Libertad y poderío, todo ya se extinguió;señor de mar y tierra se humilla cual es-

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clavo;una mujer hermosa reina en su corazón.

Es una galantería muy fina... Y luego siguela conclusión, que supongo, querida Harriet,que no tendrás mucha dificultad en com-prender. Puedes estar satisfecha. No hay dudade que ha sido escrita para ti y en honor tuyo.

Harriet no pudo resistir por mucho tiempo ladeliciosa tentación de dejarse convencer. Leyólos versos de la conclusión y quedó toda ellaconfusa y feliz. Era incapaz de hablar. Perotampoco se le pedía que hablase. Con que sin-tiese bastaba. Emma hablaba por ella.

-Es una galantería tan ingeniosa -dijo- y de unsentido tan concreto que no tengo la menorduda acerca de las intenciones del señor Elton.Está enamorado de ti... y no tardarás en tenerlas pruebas más evidentes de ello. Es como yocreía. Me hubiese extrañado mucho engañarme;pero ahora todo está claro. Sus intenciones son

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tan claras y decididas como lo han sido siempremis deseos sobre esta cuestión desde que teconocí. Sí, Harriet, desde entonces he estadoesperando que ocurriera precisamente lo queahora está ocurriendo. Yo nunca hubiese podi-do decir si la mutua atracción entre el señorElton y tú era algo más deseable que natural o ala inversa. Hasta tal punto se igualaban su pro-babilidad y su conveniencia. Estoy muy conten-ta y te felicito de todo corazón, querida Harriet.Despertar un afecto como éste es algo que debehacer sentir orgullosa a toda mujer. Ésta es unaunión que sólo puede traer buenas consecuen-cias. Que te proporcionará todo lo que necesi-tas: respetabilidad, independencia, un hogarpropio... que te fijará en el centro de todos tusverdaderos amigos, cerca de Hartfield y de mí,y que confirmará para siempre nuestra amis-tad. Este enlace, Harriet, nunca puede hacernossonrojar g ninguna de las dos.

-¡Querida Emma! ¡Querida Emma! -era todolo que Harriet podía balbucear en aquellos

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momentos, entre innumerables y afectuososabrazos.

Pero cuando consiguieron entablar algo másparecido a una conversación, Emma advirtióclaramente que su amiga, antes y ahora, se po-nía en el lugar que le correspondía. No dejabade reconocer la total superioridad del señorElton.

-Tú siempre tienes razón en todo lo que dices-exclamó Harriet-, y por lo tanto supongo, creoy confío que ahora también la tengas; pero deotro modo nunca hubiera podido imaginárme-lo. ¡Es algo tan superior a todo lo que merezco!¡El señor Elton, que puede elegir entre tantasmujeres! Y todo el mundo opina lo mismo deél. ¡Es un hombre tan superior! Piensa tan sóloen estos versos tan armoniosos... «A la señori-ta...» ¡Oh, querida, qué buen poeta es! ¿Es posi-ble que los haya escrito para mí?

-De eso no cabe la menor duda. Es seguro.Créeme, tengo la absoluta certeza. Es una espe-cie de prólogo a la obra, el lema del capítulo; y

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no tardará en llegar la prosa de los hechos.-Es algo que nadie hubiese podido esperar.

Estoy segura, hace un mes yo misma no tenía nila menor idea. ¡Ocurren cosas tan inesperadas!

-Cuando una señorita Smith se encuentra conun señor Elton ocurren tales cosas... y realmen-te es algo poco frecuente; no suele ocurrir queuna cosa tan evidente, de una conveniencia tanobvia que requíriría la intervención de otraspersonas, se concrete tan aprisa por sí misma.Tú y el señor Elton, por vuestra posición esta-bais destinados a encontraros; la situación devuestros respectivos ambientes os empujaba eluno hacia el otro. Vuestra boda será igual a lade los de Randalls. Parece como si hubiera algoen el aire de Hartfield que orienta el amor porel mejor sentido que hubiera podido tomar, y loencauza del mejor modo posible.

El verdadero amor no es nunca río

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de apacible curso...6

En Hartfield, una edición de Shakespearerequeriría un largo comentario sobre este pasa-je.

-¡Que el señor Elton se haya enamorado deveras de mí... de mí... que me haya elegido en-tre tantas muchachas, de mí, que por la Sanmi-guelada aún no le conocía y no había habladonunca con él!7 Y él, el más apuesto de todos loshombres, y a quien todo el mundo tiene tantorespeto como al propio señor Knightley. El,cuya compañía es tan solicitada que todo elmundo dice que si come alguna vez en su casaes porque quiere, pues no le faltan invitaciones;que tiene más invitaciones que días la semana.¡Y es tan interesante en la iglesia! La señoritaNash tiene copiados todos los sermones que ha

6 Cita de Shakespeare.7 La Sanmiguelada, los últimos días de setiembre,

próximos a la fiesta de san Miguel Arcángel (día 29).

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predicado desde que llegó a Highbury. ¡Pobrede mí! ¡Cuando me acuerdo de la primera vezque le vi! ¡Qué lejos estaba yo de pensar...! Lashermanas Abbot y yo corrimos a la habitacióndelantera y miramos por entre los postigos,cuando oímos que se acercaba; la señorita Nashvino y nos riñó y nos echó de allí... y se quedó amirar ella; pero en seguida me llamó y me dejómirar también, lo cual fue muy amable por suparte, ¿no? ¡Y qué guapo le encontramos! Ibadando el brazo al señor Cole.

-Ésta es una unión que todos tus amigos, seancomo sean, tienen que ver con buenos ojos contal de que tengan un poco de sentido común; yno vamos a amoldar nuestro proceder a la opi-nión de los necios. Si lo que quieren es que seasfeliz en tu matrimonio aquí tienen al hombreque por la afabilidad de su carácter ofrece todaslas garantías; si su deseo es que te instales en lamisma comarca y frecuentes los mismos am-bientes que ellos hubieran deseado para ti, conesta boda sus sueños se verán realizados; y si

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su único objetivo es el de, como se dice vul-garmente, hacer una buena boda, el señor Eltontiene que satisfacerles a la fuerza por su respe-table fortuna, la honorabilidad de su posición ysu brillante carrera.

-¡Oh, tienes razón! ¡Qué bien hablas!; me gus-ta tanto oírte hablar. Tú lo comprendes todo.Tú y el señor Elton sois igual de inteligentes.¡Esta charada...! Aunque lo hubiese intentadodurante todo un año no hubiese sido capaz desacar algo semejante.

-Por la manera en que ayer se negó a compla-cernos ya supuse que tenía la intención de pro-bar su ingenio.

-Estoy segura de que es la mejor charada quehe leído en mi vida.

-Sí, la verdad es que nunca había leído unamás oportuna.

-Es una de las más largas de las que tenemoscopiadas.

-No creo que el que sea más o menos largatenga un gran mérito. En general no pueden ser

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demasiado cortas.Harriet estaba tan absorta en la lectura de los

versos que no podía oírla. En su mente surgíanlas comparaciones más favorables para su ad-mirador.

-Una cosa -dijo en seguida con las mejillas en-cendidas- es tener algo de ingenio, como todoel mundo, y si hay que decir alguna cosa sen-tarse a escribir una carta y expresarse de unmodo claro; y otra es escribir versos y charadascomo ésta.

Emma no hubiese podido desear un ataquemás directo a la prosa del señor Martin.

-¡Qué versos tan armoniosos! -continuóHarriet-. ¡Sobre todo los dos últimos! Pero ¿có-mo voy a devolverle el papel? ¿Tengo que de-cirle que he descubierto el acertijo? ¡Oh, Emma!¿Qué vamos a hacer?

-Déjame a mí. Tú no hagas nada. Apostaría aque vuelve esta tarde y entonces le devolveré elpapel y charlaremos de alguna que otra boba-da, y así tú no sueltas prenda... Tus dulces ojos

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deben elegir el momento oportuno para brillarcon amor. Confía en mí.

-¡Oh, Emma, qué lástima que no pueda copiaresta charada tan preciosa en mi álbum! Estoysegura que no tengo ninguna que sea ni la mi-tad de bonita.

-Quita los dos últimos versos y no veo quehaya ninguna razón para que no la copies en tuálbum.

-¡Oh, pero estos dos versos son...!-... los mejores de todos. De acuerdo; para dis-

frutarlos tú sola; y para disfrutarlos tú solaguárdalos. No van a estar peor escritos porquelos separes de los demás. El pareado no des-aparece ni cambia de sentido. Pero si los sepa-ras lo que desaparece es toda alusión personal,y queda una charada muy bonita y galantepropia para cualquier colección. Puedes estarsegura de que no le gustaría ver que desdeñassu charada, como tampoco que desdeñas supasión. Un poeta cuando está enamorado nece-sita que le alienten como poeta y como galán.

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Dame el álbum, yo misma la copiaré y así túquedas completamente al margen de esto.

Harriet se sometió, pero le resultaba difícilimaginar separadas las dos partes hasta el pun-to de tener la plena seguridad de que su amigano iba a copiar una declaración de amor. Leparecía un obsequio demasiado valioso comopara exponerse a que se divulgara.

-Este álbum nunca saldrá de mis manos -dijo.-Me parece muy bien -replicó Emma-, es un

sentimiento muy natural; y cuando más dureen ti más contenta estaré yo. Pero aquí llega mipadre; no tendrás inconveniente en que le lea lacharada. ¡Le gustará tanto! Le entusiasman to-das esas cosas, y sobre todo lo que representaun cumplido para las mujeres. ¡Es el hombremás delicado y galante que conozco! Tienes quedejarme que se la lea.

Harriet se puso seria.-Querida Harriet, no tienes que exagerar tan-

to con esta charada. Delatarás tus sentimientossin ninguna necesidad, si estás demasiado pre-

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ocupada o nerviosa y demuestras conceder másimportansia a sus versos, o incluso toda la im-portancia que pueda concedérseles. No te des-lumbres por lo que no es más que un pequeñotributo de admiración. Si hubiese tenido tantointerés por mantener el secreto no hubiese de-jado así el papel cuando yo estaba delante; ymás bien lo empujó hacia mí que hacia ti. No ledes demasiada importancia al asunto. Le hasdado muestras más que suficientes para que notenga que desalentarse, y no tenemos por quépasarnos el día suspirando por esa charada.

-¡Oh, no! Confío en que no voy a ponerme enridículo. Haz lo que te parezca mejor.

Entró el señor Woodhouse y no tardaron enhablar del asunto gracias a la pregunta que leshacía constantemente:

-Qué, hijas mías, ¿cómo va el álbum? ¿Tenéisalguna novedad?

-Sí, papá, tenemos algo que enseñarte que nopuede ser más nuevo. Esta mañana hemos en-

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contrado sobre la mesa una hoja de papel (su-ponemos que la habrá dejado un hada) conte-niendo una charada preciosa, y nosotras lahemos copiado.

Se la leyó a su padre del modo que a él le gus-taba que se lo leyeran todo, despacio y con cla-ridad, y dos o tres veces, con explicaciones so-bre cada una de las partes a medida que iba le-yendo... y quedó muy complacido, y, según ellaya había previsto, le llamó mucho la atención elcumplido del final.

-¡Espléndido, lo que se dice espléndido, muybien expresado! ¡Qué gran verdad! «Una mujerhermosa reina en su corazón.» Querida, es unacharada tan preciosa que no me cuesta muchoadivinar qué hada la ha dejado aquí... Nadiemás que tú es capaz de escribir una cosa tanbonita, Emma.

Emma se limitó a asentir con la cabeza y son-rió. Después de reflexionar brevemente, dejóescapar un profundo suspiro y añadió:

-¡Ay, no es difícil saber a quién te pareces! ¡Tu

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querida madre era tan inteligente para estascosas! ¡Sólo con que yo pudiera tener tu memo-ria! Pero ya no me acuerdo de nada; ni siquierade aquel acertijo que siempre me 'oyes mencio-nar; sólo me acuerdo de la primera estrofa; yhabía varias.

Kitty, una moza linda pero fría,una llama encendió que es sufrimiento;al niño de ojos ciegos llamaría,a pesar del temor que ahora sientopor lo cruel que me fuera hasta ese día.

No me acuerdo de nada más... pero sé que esmuy ingenioso. Pero, querida, creo que me di-jiste que este acertijo ya lo tenías.

-Sí, papá, lo tenemos copiado en la segundapágina. Lo sacamos de las Citas elegantes. Es deGarrick, ¿sabes?8

8 David Garrick (1717-1779), el más famoso de losactores ingleses del siglo xvirr, escribió una serie deadaptaciones de las obras de Shakespeare, y nume-

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-Sí, es verdad. Me gustaría poder acordarmede algún trozo más.

Kitty, una moza linda pero fría...

El nombre me hace pensar en la pobreIsabella; al bautizarla estuvimos a punto deponerle Catherine, igual que su abuela. Su-pongo que vendrá a vernos la semana próxima.Querida, ¿ya has pensado dónde vas a poner-la... y qué habitación reservarás para los niños?

-¡Oh, sí! Dormirá en su cuarto, por supuesto;su cuarto de siempre; y los niños también tie-nen el suyo... el de cada vez que vienen, ya losabes. ¿Por qué vamos a cambiar nada?

-No sé, querida... ¡pero es que hace tantotiempo que no han venido! La última vez fuepor Pascua, y sólo por muy pocos días... El queel señor John Knightley sea abogado es un graninconveniente... ¡Pobre Isabella! ¡Qué triste es

rosas obras originales de gran popularidad.

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que tenga que estar separada de todos noso-tros! ¡Y qué pena tendrá cuando venga y noencuentre aquí a la señorita Taylor!

-Papá, pero no va a ser ninguna sorpresa paraella.

No lo sé, querida. Lo que sí sé es que yo mequedé muy sorprendido la primera vez que oídecir que iba a casarse.

-Tenemos que invitar a cenar con nosotros alos señores Weston cuando Isabella esté aquí.

-Sí, querida. Con tal de que haya tiempo... Pe-ro -en un tono muy deprimido- sólo viene poruna semana. No habrá tiempo para nada.

-Es una lástima que no puedan quedarse mástiempo... pero parece ser que es un caso defuerza mayor. El señor John Knightley debeestar de regreso en la ciudad para el día 28, yyo creo, papá, que deberíamos estarles agrade-cidos de que nos dediquen todo el tiempo quevan a pasar fuera de Londres y que no nos pri-ven de su compañía durante dos o tres díaspara estar en la Abadía. El señor Knightley

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promete que por esta Navidad renuncia a susderechos... a pesar de que ya sabes que hacemás tiempo que no han estado en su casa queen la nuestra.

-Querida, la verdad es que me resultaría muyduro ver que la pobre Isabella va a algún otrolugar que no sea Hartfield.

El señor Woodhouse nunca estaba dispuestoa conceder que el señor Knightley tuviese dere-chos con su hermano, y muchísimo menos quehubiera alguien, excepto él mismo, que los tu-viese sobre Isabella. Se quedó pensativo duran-te unos momentos y luego dijo:

-Pero lo que no comprendo es por qué la po-bre Isabella tiene que estar obligada a regresartan pronto, aunque él se vaya. Me parece,Emma, que intentaré convencerla para que sequede más tiempo con nosotros. No sé por quéella y los niños no pueden quedarse.

-¡Pero, papá, esto es algo que nunca has po-dido conseguir, y no creo que llegues a conse-guirlo jamás! Isabella no quiere separarse de su

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marido por nada del mundo.Esto era algo demasiado evidente para que

pudiese discutirlo. Y aunque muy a pesar suyo,el señor Woodhouse se limitó a emitir un suspi-ro de resignación; y cuando Emma vio a supadre afectado por la idea de la sumisión de suhija a su marido, inmediatamente cambió detema y llevó a la conversación por unos de-rroteros que sabía tenían que serle gratos.

-Harriet nos hará compañía todo el tiempoque pueda, mientras mis hermanos estén connosotros. Estoy segura de que le gustarán losniños. Estamos muy orgullosos de los niños,¿verdad, papá? No sé a cuál de los dos va aencontrar más guapo, si a Henry o a John.

-No, no sé a cuál de los dos preferirá. ¡Pobrespequeñuelos, qué contentos estarán de venir!¿Sabes?, Harriet, se sienten muy a gusto enHartfield.

-Eso sí que no lo pongo en duda. No sé quiénno puede sentirse muy a gusto en Hartfield.

-Henry es muy buen chico, pero John es igual

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que su mamá. Henry es el mayor, y le pusieronmi nombre, no el de su padre. Y a John, el se-gundo, le pusieron el nombre de su padre. Su-pongo que hay gente que se extraña de que nosea el mayor quien se llame así, pero Isabellaprefirió que se llamara Henry, y a mí me pare-ció un rasgo muy bonito por su parte. Y es unchico muy inteligente, ¿eh? Los dos son muyinteligentes; ¡y tienen cada salida... ! Un día seacercaron a mi sillón y me dijeron: «Abuelito,¿quieres darme un trozo de cordel?», y una vezHenry me pidió una navaja, pero yo le dije quelas navajas sólo eran para los abuelitos. Me pa-rece que su padre suele ser demasiado durocon ellos.

-A ti te parece duro erijo Emma- porque túeres demasiado blando; pero si pudieras com-pararle con otros padres no te parecería duro.Él quiere que sus hijos sean trabajadores y de-cididos; y cuando de vez en cuando se desca-rrían, tiene que pararles los pies con algunapalabra enérgica; pero es un padre muy cariño-

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so... ¡y tanto como es un padre cariñoso el señorJohn Knightley! Los dos niños le adoran.

-Y luego llega su tío, y los lanza al aire de unmodo que asusta, y casi les hace tocar el techo.

-Pero, papá, a ellos les gusta; es lo que lesgusta más de todo. Les divierte tanto que si sutío no hubiera impuesto la norma de que debenturnarse, cuando empieza con uno nunca que-rría ceder su sitio al otro.

-Bueno, pues eso yo no lo entiendo.-Papá, eso nos ocurre a todos. La mitad del

mundo es incapaz de entender las diversionesde la otra mitad.

A última hora de la mañana, ya cuando lasjóvenes iban a separarse para preparar la habi-tual comida de las cuatro, el héroe de aquellainimitable charada volvió a pasar por la casa.Harriet volvió el rostro; pero Emma le recibiócon la sonrisa de siempre, y su perspicaz mira-da no tardó en advertir que él era consciente dehaber jugado una baza importante... de habersearriesgado a echar los dados sobre la mesa; y

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supuso que venía a ver si la suerte le había fa-vorecido. Sin embargo, el pretexto de su visitaera el de preguntar si podían prescindir de élen la reunión de aquella noche, en casa del se-ñor Woodhouse, o si es que era absolutamentenecesaria su presencia en Hartfield. De ser así,dejaría de lado todo lo demás. Pero en casocontrario, su amigo Cole había insistido tantoen que cenara con él... había puesto tanto inte-rés en ello, que le había prometido, aunquecondicionalmente, que acudiría a su casa.

Emma le dio las gracias, pero no consintióque desatendiese a su amigo por causa suya;sin duda su padre podría encontrar otro juga-dor. P-1 insistió... ella rehusó de nuevo; y cuan-do el joven se disponía ya a iniciar la reverenciapara despedirse, Emma cogió la hoja de papelque estaba encima de la mesa y se la devolvió.

-¡Ah! Aquí tiene usted la charada que tuvo laamabilidad de prestarnos; muchas gracias porhabérnosla dejado. Nos ha gustado tanto queme he tomado la libertad de copiarla en el ál-

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bum de la señorita Smith. Espero que su amigono lo va a tomar a mal. Desde luego sólo hecopiado los ocho primeros versos.

Se veía claramente que el señor Elton no sabíamuy bien qué decir. Parecía indeciso, y algoconfuso; dijo algo acerca de que «era un granhonor»; miró a Emma y a Harriet, y luego,viendo el álbum abierto sobre la mesa, lo cogióy lo examinó muy atentamente. Con objeto desalir de aquella situación un tanto embarazosa,Emma dijo sonriendo:

-Le ruego que me excuse delante de su amigo;pero no era posible que una charada tan bonitacomo ésta fuera conocida tan sólo por una odos personas. Mientras escriba de un modo tangalante, su amigo puede contar con la admira-ción de todas las mujeres.

-No vacilo en declarar -replicó el señor Elton,aunque vacilaba no poco al pronunciar estaspalabras-, no vacilo en declarar... por lo menossi es que mi amigo siente lo que yo siento... notengo la menor duda de que si viese su modes-

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ta expansión poética honrada como yo la veoahora -dirigiendo de nuevo la mirada hacia elálbum y volviendo a dejarlo sobre la mesa-consideraría este instante como uno de los másdichosos de su vida.

Y tras decir esto se fue lo antes que pudo. Pe-ro a Emma aún le pareció que tardaba dema-siado; pues, a pesar de sus brillantes dotes, eljoven hacía unas pausas al hablar que a ella leprovocaban la risa. Salió, pues, de allí para reíra sus anchas, dejando que Harriet paladeara asolas la ternura y la sublimidad de la escena.

CAPÍTULO X

A pesar de estar ya a mediados de diciembre,el mal tiempo aún no había impedido a los jó-venes realizar sus acostumbrados paseos; y aldía siguiente Emma tenía que visitar a un en-fermo de una familia pobre, que vivía a ciertadistancia de Highbury.

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Para ir a esta cabaña, que quedaba apartada,debía pasar por el callejón de la Vicaría, un ca-llejón que nacía en la ancha aunque irregularcalle mayor del pueblo; y allí, como es de supo-ner por su nombre, se hallaba la bienaventura-da mansión del señor Elton. Primero había quepasar frente a una serie de casas más modestas,y luego, después de andar alrededor de uncuarto de milla, aparecía el edificio de la vica-ría; una casa antigua y sin grandes pretensionesque no podía estar más pegada al camino. Susituación no era muy buena; pero su actualpropietario había introducido en ella muchasmejoras; y en aquellas circunstancias no eraposible que las dos amigas pasaran por delantesin moderar el paso y aguzar la vista.

El comentario de Emma fue:-Aquí la tienes. Aquí vendrás tú y tu álbum

de charadas uno de esos días.El de Harriet fue:-¡Oh, qué preciosidad de casa! ¡Pero qué boni-

ta es! ¡Mira, las cortinas amarillas que le gustan

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tanto a la señorita Nash!-Ahora vengo pocas veces por este lado -dijo

Emma, mientras seguían andando-, pero dentrode poco ya tendré un aliciente para venir poraquí, y poco a poco me irán siendo familiareslos setos, cercas, estanques y árboles de estaparte de Highbury.

Entonces se enteró de que Harriet nuncahabía estado dentro de la Vicaría, y su curiosi-dad por verla por dentro era tan extremadaque, teniendo en cuenta el aspecto exterior de lacasa y su apariencia, Emma sólo pudo conside-rarlo como una prueba de amor, igual quecuando el señor Elton vio «ingenio» en la mu-chacha.

-A ver si se nos ocurre algo para entrar -dijo-;pero ahora no tenemos ningún pretexto vero-símil; no necesito pedir informes a su ama dellaves sobre ningún criado... ni tengo ningúnrecado que darle de parte de mi padre...

Estuvo reflexionando, pero no se le ocurríanada. Después de que las dos hubieran guar-

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dado silencio durante unos minutos, Harrietexclamó:

-¡Lo que me extraña más, Emma, es que no tehayas casado aún, ni vayas a casarte dentro depoco! ¡Con lo encantadora que eres!

Emma se echó a reír y replicó:-Harriet, el que yo sea encantadora no basta

para hacerme pensar en el matrimonio; es pre-ciso que encuentre encantadoras a otras perso-nas... por lo menos a una. Y no sólo no voy acasarme por ahora, sino que tengo poquísimasintenciones de casarme.

-¡Oh! Eso es lo que tú dices; pero yo no puedocreerlo.

-Para que me tiente esta idea tendría que en-contrar a alguien muy superior a todos loshombres que he conocido hasta ahora; desdeluego, el señor Elton -dijo recordando conquien hablaba no cuenta para el caso. Pero esque tampoco tengo ningún deseo de encontrara una persona así. No creo que me sintiera ten-tada a casarme. Mejor que ahora no voy a estar.

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Y si me casara, es lógico suponer que termina-ría arrepintiéndome de haberlo hecho.

-¡Querida! ¡Es tan extraño que una mujerhable así!

-Yo no tengo ninguno de los motivos que sue-len empujar al matrimonio a las mujeres. Claroque si me enamorara la cosa sería muy distinta;pero yo nunca me he enamorado; no va con mimanera de ser o con mi carácter, y creo quenunca me enamoraré. Y sin amor estoy segurade que sería una loca si dejara la situación quetengo ahora. Dinero no me hace falta; cosas enqué ocuparme tampoco; y posición social tam-poco; creo que habrá muy pocas mujeres casa-das que sean tan dueñas de la casa de su mari-do como yo lo soy en Hartfield; y sé que nunca,nunca podría esperar ser tan querida y conside-rada; ser siempre la primera y tener siemprerazón para un hombre, como ahora soy la pri-mera y tengo siempre razón para mi padre.

-¡Pero entonces terminarás siendo una solte-rona, como la señorita Bates!

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-Me pones el más temible de los ejemplos,Harriet; si yo supiera que terminaría siendocomo la señorita Bates, tan tonta, tan aco-modaticia, tan llena de sonrisas, tan pesada, tanvulgar y tan insulsa... y siempre tan dispuesta acontar chismes de todo el mundo, me casabamañana. Pero estoy convencida de que entrenosotras nunca habrá el menor parecido, excep-to en el hecho de no habernos casado.

-¡Pero a pesar de todo no dejarás de ser unasolterona! ¡Y eso es espantoso!

-No te preocupes, Harriet, nunca seré una sol-terona pobre; y para la mujer que no se casa lapobreza es lo único que le hace parecer despre-ciable a los ojos de los que viven holgadamente.Una mujer soltera con una renta muy pequeñasiempre será una solterona ridícula y desagra-dable; objeto de eterna burla para muchachos ymuchachas; pero una mujer soltera con buenafortuna siempre es respetada, y puede ser taninteligente y de trato tan agradable como cual-quier otra persona. Y no creas que esta distin-

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ción atenta tan gravemente, como podría pare-cer en un principio, contra la buena fe y el sen-tido común de la gente; porque una renta muypequeña tiende a encoger el ánimo y agria elcarácter. Los que apenas pueden vivir y se venobligados a tratar a poca gente, y aun ésta, porlo común, de muy baja condición, adquierencon facilidad una mentalidad estrecha y sevuelven malhumorados. Sin embargo, eso nopuede aplicarse a la señorita Bates; sólo que esdemasiado candorosa, demasiado tonta paraservirme de ejemplo; pero en general suele gus-tar a todo el mundo, aunque sea soltera y po-bre. La verdad es que la pobreza no le ha enco-gido el ánimo. Estoy segura de que aunque sólotuviera un chelín en el bolsillo, no tendría nin-gún inconveniente en gastar seis peniques; ynadie le tiene miedo: esto es un gran encanto.

-¡Pero querida! ¿Qué vas a hacer? ¿A qué vasa dedicarte cuando envejezcas?

-Harriet, si no me engaño acerca de mí mismasoy una persona activa, que no sabe estar ocio-

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sa y que cuenta con muchos recursos propios; yno sé por qué tienen que faltarme cosas quehacer a los cuarenta o a los cincuenta años,cuando ahora, a los veintiuno, no me faltan. Lasocupaciones habituales de una mujer, por loque se refiere a los ojos, a las manos y al cere-bro, igual puedo tenerlas entonces que las ten-go ahora; o por lo menos sin que haya una grandiferencia. Si dibujo menos, leeré más; si dejo lamúsica, me dedicaré a bordar tapetes. Y encuanto a seres que reclamen nuestra atención,personas en quien poner nuestro afecto, y laverdad es que en ese punto es en donde hayuna mayor inferioridad, y cuya ausencia es elmayor peligro que tienen que evitar las que nose casan, por ese lado estoy totalmente tranqui-la, porque podré cuidarme de todos los hijos demi hermana, a quien tanto quiero. Según todaslas probabilidades, su número bastará paraatender toda la necesidad de cariño que puedasentir en el declive de mi vida. Ellos bastaránpara todas mis esperanzas y todos mis temores.

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Y aunque el afecto que yo pueda darles nuncaserá igual al de una madre, se ajusta mejor amis ideas de comodidad que si fuera más ar-diente y más ciego. ¡Mis sobrinos y sobrinas! Enmi casa tendré a menudo a alguna de mis so-brinas.

-¿Conoces a la sobrina de la señorita Bates?Bueno, ya sé que has tenido que verla centena-res de veces... pero, quiero decir si la has trata-do.

-¡Oh, sí! Siempre tenemos que tener trato conella cuando viene a Highbury. A propósito delo que hablábamos, éste es un caso como paraperder todo el orgullo que se pueda sentir poruna sobrina. ¡Santo Cielo! Confío en que yo,con todos los hijos de los Knightley, no fastidia-ré a la gente ni la mitad de lo que la señoritaBates nos fastidia a todos con Jane Fairfax. Es-tamos hartos incluso del mismo nombre deJane Fairfax. Cada carta suya se lee cuarentaveces; los saludos que envía para sus amigoscirculan no sé cuantas veces por todo el pueblo;

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y sólo con que envíe a su tía los patrones de uncorsé o un par de ligas de punto para su abuela,en todo un mes no se oye hablar de otra cosa. AJane Fairfax le deseo todos los bienes imagina-bles; pero me tiene lo que se dice aburrida.

Se encontraban ya cerca de la cabaña, y deja-ron aquella conversación ociosa. Emma eramuy caritativa y socorría las necesidades de lospobres no sólo con su dinero, sino también consu dedicación personal, su afecto, sus consejosy su paciencia. Comprendía su modo de ser, nose escandalizaba de su ignorancia y de sus ten-taciones, ni concebía novelescas esperanzas deextraordinarios actos de virtud en aquellas per-sonas por cuya educación tan poco se habíahecho; en seguida se interesaba realmente porsus preocupaciones, y siempre les ayudaba contanta inteligencia como buena voluntad. Enaquella ocasión, la enfermedad y la pobreza sehabían adueñado a la vez de la familia a la queiba a visitar; y después de permanecer allí todoel tiempo que pudo darles ánimo y consejos,

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salió de la cabaña tan impresionada por la es-cena que acababa de presenciar, que dijo aHarriet mientras regresaban:

-Harriet, esos espectáculos son los que noshacen mejores. Al lado de esto ¡qué trivial pare-ce todo lo demás! Ahora me siento como si nopudiera pensar en nada más que en esos pobresseres durante todo el resto del día; y sin embar-go ¡qué poco va a tardar en desaparecer de mimente!

-Tienes razón -dijo Harriet-. ¡Pobre gente! Re-sulta difícil pensar en otra cosa.

-La verdad es que no creo que esta impresiónse desvanezca tan pronto -dijo Emma, mientrascruzaba un seto de poca altura apoyando el pieen la vacilante pasarela con la que terminaba elestrecho y resbaladizo sendero que atravesabael huerto de la cabaña, y que les dejaba de nue-vo en el callejón-. Creo que no se desvanecerátan pronto -añadió, deteniéndose para contem-plar una vez más la miseria exterior de aquellugar, y recordar que aún era mayor la que es-

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condía la cabaña.-¡Oh, no, querida! -dijo su compañera.Siguieron andando. El callejón daba una lige-

ra vuelta; y apenas pasada la vuelta, se encon-traron frente al señor Elton; y tan cerca queEmma sólo tuvo tiempo para añadir:

-¡Ah! Harriet, mira que pronto se pondrá aprueba nuestra perseverancia en los buenospensamientos. Bueno -sonriendo-, por lo menosespero que si la compasión ha conseguido ayu-dar y consolar a los que sufren, ya ha cumplidosu misión más importante. Si nos compadece-mos de los desdichados hasta el punto de hacerpor ellos todo lo que podemos, lo demás sólo esuna simpatía inútil que sólo sirve para entriste-cernos a nosotras mismas.

Antes de que el caballero llegase junto a ellas,Harriet apenas tuvo tiempo de contestar:

-¡Oh, sí, querida!Sin embargo, las necesidades y las desventu-

ras de aquella pobre familia fueron el primertema de la conversación. Él también se dirigía

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ahora a la cabaña, aunque aplazaría la visita;pero sostuvieron una interesante charla acercade lo que podía hacerse y de lo que se haría. Elseñor Elton dio media vuelta para acompa-ñarlas.

«Encontrarse en una ocasión como ésta -pensó Emma-, teniendo los dos un fin caritati-vo, aumentará no poco el amor que sienten eluno por el otro. No me extrañaría que eso pro-vocara la declaración. Estoy segura de que se ledeclararía si yo no estuviera presente. Cómome gustaría poderme encontrar ahora en cual-quier otro lugar.»

Deseosa de alejarse de ellos todo lo que fueraposible, Emma no tardó en tomar un estrechocaminito que bordeaba el callejón desde unaaltura un poco superior, dejándoles solos en elcamino principal. Pero aún no habían pasadodos minutos cuando vio que la costumbre deHarriet de imitarla en todo y de seguirla a to-das partes, le hacía ir tras de sus pasos, y que,en resumen, dentro de poco los dos iban a ca-

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minar tras de ella. Aquello no servía; entoncesinmediatamente se detuvo, y con el pretexto detener que atarse los cordones de los botines, separó en medio del caminito, rogándoles quetuvieran la bondad de seguir andando, que ellaya les alcanzaría en menos de un minuto. Am-bos hicieron lo que se les pedía; y cuando juzgóque había ya pasado un tiempo razonable parahaber terminado con sus botines, tuvo la suertede encontrar un nuevo pretexto para retrasarsemás, ya que fue alcanzada por la niña de lacabaña, que, de acuerdo con sus órdenes, habíasalido con un jarro para ir a buscar caldo aHartfield. Andar al lado de la niña, hablar conella y hacerle preguntas era la cosa más naturaldel mundo, o hubiese sido la más natural sihubiera obrado sin segundas intenciones; y deeste modo los otros pudieron seguir llevándolecierta delantera sin ninguna obligación de espe-rarla. Sin embargo, involuntariamente les ga-naba terreno; el paso de la niña era rápido y elde la pareja más bien lento; y Emma lo sintió

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más porque veía con toda claridad que ambosestaban muy interesados en la conversaciónque sostenían. El señor Elton hablaba animada-mente, Harriet le escuchaba con complacidaatención; y Emma, que había enviado por de-lante a la niña, empezaba a pensar en cómopodría retrasarse un poco más cuando ambosvolvieran la cabeza y se viese obligada a unirsea ellos.

El señor Elton seguía hablando, todavía deba-tiendo algún inteteresante detalle; y Emma sin-tió cierta decepción cuando se dio cuenta deque sólo estaba refiriendo a su linda compañeracómo se había desarrollado la reunión del díaanterior en casa de su amigo Cole, y que le in-formaba acerca del queso de Stilton, el del nortedel Wiltshire, la mantequilla, el apio, la remola-cha y los postres en general.

-Bueno, espero que eso les lleve a hablar dealguna cosa más interesante -fue su consolado-ra reflexión-; entre dos personas que se quierentodo resulta interesante; y todo les sirve para

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manifestar lo que llevan dentro del corazón. ¡Sipudiera dejarles solos durante más tiempo!

Siguieron andando calmosamente los tresjuntos hasta llegar a la vista de la valla de lavicaría, cuando la súbita resolución de hacerque por lo menos Harriet entrase en la casahizo que Emma tuviese que detenerse otra vezpor culpa de su botín, y rezagarse para atarsede nuevo los cordones; entonces se las ingeniópara romperlos y los arrojó a una zanja, vién-dose obligada a rogarles que se detuvierantambién, y a reconocer que se veía incapaz dellegar hasta su casa con relativa comodidad.

-Se me ha roto el cordón -dijo- y no sé cómocomponerlo. La verdad es que soy una compa-ñera muy engorrosa para los dos, pero creo queno siempre voy tan mal equipada. Señor Elton,no me queda más remedio que rogarle que mepermita entrar un momento en su casa y pedir-le a su ama de llaves un trozo de cinta o de cor-del o algo por el estilo, sólo para poder llegarhasta casa.

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El señor Elton acogió esta proposición congran alegría; y se desvivió en atenciones y cui-dados para acompañar a las jóvenes a entrar ensu casa y hacerles los honores de ella. El salon-cito en el que fueron recibidas era el que él solíaocupar la mayor parte del día, y daba a la fa-chada de la casa; al lado había otra estancia quecomunicaba con el salón por una puerta; éstaestaba abierta, y Emma pasó a la otra estanciaen compañía del ama de llaves, que se disponíaa ayudarla del mejor modo posible. La joven sevio obligada a dejar la puerta entreabierta, talcomo la había encontrado; peso su deseo eraque el señor Elton la cerrara. Sin embargo no secerró, sino que quedó entreabierta; pero al en-tablar con el ama de llaves una larga conversa-ción, confió que en la estancia contigua él ten-dría ocasión de decir todo lo que quisiera. Du-rante diez minutos no pudo oírse más que a símisma. La situación no podía prolongarse. Y sevio obligada a terminar y a pasar a la otra es-tancia.

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Los enamorados estaban de pie, uno al ladodel otro, junto a una de las ventanas. La cosapresentaba un aspecto más que favorable; ydurante medio minuto Emma se sintió orgullo-sa del éxito de sus planes. Pero la realidad eraalgo distinta; él no había llegado al fondo de lacuestión. Había estado muy atento, muy deli-cado; había dicho a Harriet que las había vistopasar y había decidido seguirlas; y había aña-dido algún otro pequeño cumplido y algunaalusión, pero nada importante.

«Prudente, muy prudente -pensó Emma-;avanza pulgada a pulgada y no quiere arries-garse hasta saber que pisa terreno seguro.»

Sin embargo, aunque su ingeniosa estratage-ma no había dado los resultados que ella espe-raba, no pudo por menos de sentirse halagadaal pensar que había dado ocasión a ambos degozar de aquellos gratos momentos que debíanayudarles a seguir adelante hacia el gran acon-tecimiento.

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CAPÍTULO XI

AHORA la iniciativa debía dejarse en manosdel señor Elton. Ya no estaba en manos deEmma encauzar su felicidad o hacer que apre-surara los acontecimientos. La llegada de lafamilia de su hermana eran tan inminente que,primero en la imaginación y luego en la reali-dad, se convirtió en el objeto primordial de suinterés; y durante los diez días de su estanciaen Hartfield no era de esperar -ella misma no loesperaba- que pudiese ayudar a los dos enamo-rados más que de un modo ocasional y fortuito.Sin embargo, si ellos querían, los progresospodían ser rápidos; y de todos modos, tanto siquerían como si no, debían progresar en susrelaciones. Y Emma ahora no lamentaba notener tiempo para dedicarles. Hay personas quecuanto más se hace por ellos menos hacen ellospor sí mismos.

Como la ausencia de Surry del señor y la se-

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ñora John Knightley había sido más larga quede costumbre, lógicamente despertaban uninterés mayor que el habitual. Hasta aquel añotodas las vacaciones largas que se habían to-mado desde su boda las habían dividido entreHartfield y Donwell Abbey; pero todas las fies-tas de aquel otoño se habían dedicado a bañosde mar para los niños, y por lo tanto habíanpasado muchos meses desde la última vez enque habían hecho una visita regular a sus pa-rientes de Surry, y habían visto al señor Wood-house, quien era absolutamente incapaz dedejarse llevar a Londres, ni siquiera por la po-bre Isabella; y quien por lo tanto se encontrabaahora nerviosísimo y lleno de una inquieta feli-cidad pensando en una visita que iba a ser de-masiado corta.

Pensaba mucho en los peligros que el viajepodía encerrar para su hija y no poco en la fati-ga que iba a producir a sus propios caballos y asu cochero, que irían a recoger a parte de losviajeros aproximadamente a mitad del camino;

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pero sus temores eran injustificados; se reco-rrieron sin ningún incidente las dieciséis millas,y el señor y la señora John Knightley, sus, cincohijos y un número adecuado de niñeras llega-ron a Hartfield sanos y salvos. El alboroto y laalegría de su llegada, la presencia de tantaspersonas a quienes hablar, dar la bienvenida,animar y acomodar en la casa, produjeron talbarahúnda y confusión que los nervios del se-ñor Woodhouse no hubieran podido resistirlopor ninguna otra causa, e incluso por ésta tam-poco por mucho más tiempo; pero las costum-bres de Hartfield y la sensibilidad de su padreeran tan respetados por la señora de JohnKnightley que, a pesar de su solicitud maternalporque sus pequeños se encontraran a su gustolo antes posible, y porque tuvieran al momentotoda la libertad y todos los cuidados que re-querían, y porque comieran y bebieran y dur-mieran y jugaran a sus anchas, a los niños no seles permitió que molestasen por mucho tiempoal señor Woodhouse; ni ellos ni el continuo

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trabajo que significaba cuidarles.La señora de John Knightley era una mujerci-

ta linda y elegante, de maneras finas y reposa-das, y de carácter extremadamente sensible ycariñoso; enamoradísima de su marido y en-candilada con sus hijos, sentía un afecto tanvivo por su padre y su hermana que ningúnotro amor más intenso, exceptuando el de estosvínculos superiores, le hubiera parecido posi-ble. No sabía ver ni un defecto en ninguno deellos. No era mujer de gran inteligencia ni deingenio muy despierto; y no era eso lo único enlo que se parecía a su padre, ya que tambiénhabía heredado de él su constitución física y sutemperamento; era de salud delicada, preocu-pada con exceso por la de sus hijos, se asustabapor cualquier cosa, tenía muchos nervios y eratan aficionada a su señor Wingfield de la ciu-dad como su padre podía serlo a su señor Pe-rry. Ambos se parecían también en lo bon-dadoso de su carácter y en una fuerte tendenciaa la veneración por los viejos amigos.

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El señor John Knightley era un hombre alto,de aspecto distinguido y muy inteligente; bri-llante en el ejercicio de su profesión, de cos-tumbres hogareñas y de vida intachable; peromuy reservado, lo cual hacía que no todos leencontraran simpático; y capaz de tener de vezen cuando accesos de mal humor. No era hom-bre de mal carácter, ni sus enojos sin causa jus-tificada eran tan frecuentes como para hacerlemerecedor de tal reproche; pero su carácter noera la mayor de sus perfecciones; y lo cierto esque, con la adoración que le tributaba su espo-sa, era difícil que sus defectos naturales no seacrecentaran. La extremada sumisión de ellachocaba con su temperamento. Él poseía toda laclaridad de juicio y la viveza de inteligenciaque faltaban a su esposa, y a veces no podíaevitar hacer o decir algo ofensivo o desagrada-ble. El señor Knightley no era precisamente elfavorito de su linda cuñada. Ninguno de susdefectos se le escapaban. Nunca dejaba de ad-vertir las pequeñas ofensas a Isabella, de las

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que ésta jamás se daba cuenta. Quizás hubierasido más benévola en sus juicios si él se hubiesemostrado más deferente para con la hermanade Isabella, pero la actitud del señor Knightleypara con Emma era la de un hermano y amigofríamente objetivo y cortés, sin prodigar lasalabanzas y sin que le cegara el cariño; pero pormucho que él hubiese querido halagarla, difí-cilmente Emma hubiese podido pasar por altolo que a sus ojos era la más imperdonable de lasfaltas, y en la que su cuñado incurría a veces:carecer de respetuosa paciencia para con supadre. No siempre tenía con él la paciencia quehubiera sido necesaria. Y las rarezas y lasaprensiones del señor Woodhouse a veces pro-vocaban en él palabras de sentido común untanto bruscas o réplicas demasiado duras. Esono ocurría a menudo, pues lo cierto es que elseñor John Knightley sentía un gran afecto porsu suegro, y en general era muy consciente delrespeto que le debía; pero aún así era demasia-do a menudo para la susceptibilidad de Emma,

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sobre todo porque con demasiada frecuenciatenían que estar todos con el alma en vilo, te-miendo que se produjera una situación des-agradable que por fin no se producía. Sin em-bargo, en los primeros días de cada visita suyasolía reinar un ambiente muy afectuoso, y comoaquella visita debía ser necesariamente tan cor-ta, era de esperar que aquellos días trans-currieran en medio de la mayor cordialidad.

Apenas se habían instalado y acomodado enla casa, cuando el señor Woodhouse, cabecean-do melancólicamente y dando un suspiro, lla-mó la atención de su hija acerca de los tristescambios que se habían producido en Hartfielddesde la última vez que ella había estado allí.

-¡Ay, querida! -dijo-. ¡Pobre señorita Taylor!¡Qué lástima!

-¡Oh sí, papá, ya me hago cargo! -exclamóella, adivinando inmediatamente sus senti-mientos-. ¡Cómo debes echarla de menos! Y tútambién, Emma. ¡Qué terrible pérdida para losdos! ¡Lo he sentido tanto por vosotros! No pue-

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do imaginarme cómo podéis arreglároslas sinella... La verdad es que es un cambio tan lamen-table... Pero supongo que ella se encuentra muya gusto, ¿no?

-Sí, muy a gusto, querida... por lo menos esosupongo... Muy a gusto... Lo único que sé esque el lugar le sienta bien, dentro de todo...

El señor John Knightley preguntó en tonoapacible a Emma si había dudas acerca de lasalubridad de los aires de Randalls.

-¡Oh, no, en absoluto! En mi vida había vistoa la señora Weston encontrarse tan bien... nitener mejor aspecto. Papá habla así porque leduele haber tenido que separarse de ella.

-Lo cual dice mucho en favor de ambos -fuela amable respuesta.

-Y ¿al menos puedes verla a menudo, papá? -preguntó Isabella en un tono quejumbroso quecorrespondía exactamente al de su padre.

El señor Woodhouse vaciló antes de contes-tar:

-Querida, no tan a menudo como yo desearía.

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-¡Por Dios, papá! Desde que se casaron sóloha pasado un día sin que no nos hayamos visto.Unas veces por la mañana y otras por la tarde,todos los días con una única excepción, hemosvisto o al señor o a la señora Weston, y gene-ralmente a los dos, a veces en Randalls, otrasaquí... y ya puedes suponer, Isabella, que lomás frecuente ha sido vernos aquí. Han sidomuy complacientes, pero lo que se dice muycomplacientes, en sus visitas. Y el señor Westonha sido tan amable como ella misma. Papá, sihablas de este modo tan lastimero darás aIsabella una idea falsa de todos nosotros. Todoel mundo tiene que darse cuenta de que la se-ñorita Taylor ha de echarse de menos, perotambién todo el mundo debería tener la seguri-dad de que los señores Weston hacen todo loposible para que no la echemos de menos, talcomo nosotros ya habíamos imaginado antesque harían... y ésta es la pura verdad.

-Así es como debe ser -dijo el señor JohnKnightley- y como yo suponía que era por lo

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que decían vuestras cartas. Que ella deseecomplaceros no puede ponerse en duda, y queél esté desocupado y sea un hombre sociable lohace todo más fácil. Siempre te he dicho, queri-da, que no podía creer que en Hartfield hubierahabido un cambio tan importante como tú su-ponías; y ahora, después de lo que ha dichoEmma, supongo que te quedarás convencida.

-Sí, desde luego -dijo el señor Woodhouse-, sí,la verdad es que no puedo negar que la señoraWeston, la pobre señora Weston, viene a vernosmuy a menudo... pero, es que... siempre tieneque volver a irse.

-Y el señor Weston lamentaría mucho que nofuera así, papá. Te olvidas por completo delpobre señor Weston.

-La verdad -dijo John Knightley con ironía- esque a mi entender el señor Weston tambiéntiene algún pequeño derecho. Tú y yo, Emma,nos arriesgaremos a tomar la defensa del pobremarido. Yo por estar casado y tú por ser soltera,lo más probable es que nos hagamos cargo por

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igual de los derechos que pueda alegar unhombre. En cuanto a Isabella, lleva ya casada eltiempo suficiente como para ver la convenien-cia de dejar de lado siempre que sea posible atodos los señores Weston.

-¿Yo, querido? -exclamó su esposa, que sóloescuchaba y comprendía parte de lo que esta-ban hablando-. ¿Estás hablando de mí? Estoysegura de que no hay nadie que pueda ser par-tidaria tan acérrima del matrimonio como yo; yde no ser por la desgracia de que tuviera quedejar Hartfield, nunca hubiese pensado en laseñorita Taylor más que como en la mujer másafortunada del mundo; en cuanto a lo de dejarde lado al señor Weston, que es una personaexcelente, creo que se merece lo mejor. En miopinión es uno de los hombres de mejor carác-ter que jamás han existido. Exceptuándote a ti ya tu hermano, no conozco a nadie que puedaigualársele. Siempre me acordaré del día aquelque hacía tanto viento, en la última Pascua,cuando le levantó la cometa a Henry... y desde

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que tuvo una delicadeza tan bonita, en setiem-bre hizo un año, al escribirme aquella nota, alas doce de la noche, para asegurarme de queno había escarlatina en Cobham, siempre heestado convencida de que no podía existir en elmundo corazón más sensible ni hombre mejor;si alguien puede merecerle es la señorita Tay-lor.

-¿Y el chico? -preguntó el señor Knightley-.¿Ha venido para la boda o no?

-Aún no ha venido -replicó Emma-. Se le es-peraba con gran expectación poco después dela boda, pero todo quedó en nada; y última-mente no he vuelto a oír hablar de él.

-Pero cuéntale lo de la carta, querida -dijo supadre-. Le escribió una carta a la pobre señoraWeston dándole la enhorabuena, y era una car-ta muy fina y muy bien escrita. Ella me la ense-ñó. La verdad es que me pareció un detallemuy bonito en él. Ahora si fue idea suya o no,eso ya no sabría decirlo. Es muy joven todavía,y quizá su tío...

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-Pero papá querido, si ya tiene veintitrésaños. Te olvidas de que pasa el tiempo.

-¿Veintitrés años? ¿Es posible? Pues... nuncalo hubiera creído... ¡Si sólo tenía dos añoscuando murió su pobre madre! Sí, sí, la verdades que el tiempo pasa volando... y yo tengo tanmala memoria. Sea como fuere era una cartapreciosa, lo que se dice preciosa, y al señor y laseñora Weston les hizo mucha ilusión. Meacuerdo que estaba escrita en Weymouth y fe-chada el 28 de setiembre... y empezaba: «Apre-ciada señora», pero ya he olvidado cómo se-guía; y firmaba «F. C. Weston Churchill»... Esolo recuerdo perfectamente.

-¡Qué amable y qué educado! -exclamó labondadosa señora Knightley-. No tengo la me-nor duda de que es un joven de grandes pren-das. ¡Pero es una lástima que no viva en casa desu padre! ¡Produce tan mala impresión ver a unniño lejos de sus padres y de su verdaderohogar! Nunca he podido comprender cómo elseñor Weston consintió en separarse de él.

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¡Abandonar a su propio hijo! Nunca podríatener buena opinión de alguien que propusierasemejante cosa a otra persona.

-Me malicio que nunca nadie ha tenido muybuena opinión de los Churchill -observó fría-mente el señor John Knightley-. Pero no creasque el señor Weston sintió lo que tú podríassentir al abandonar a Henry o a John. Más queun hombre de sentimientos muy arraigados, elseñor Weston es una persona acomodaticia yun tanto despreocupada; se toma las cosas talcomo vienen, y de un modo u otro se aprove-cha de las circunstancias; y yo sospecho quepara él eso que llamamos sociedad tiene másimportancia desde el punto de vista de sus co-modidades, es decir, el poder comer y beber yjugar al whist con sus vecinos cinco veces a lasemana, que desde el punto de vista del afectofamiliar o de cualquier otra cosa de las queproporciona un hogar.

A Emma le contrariaba todo lo que significaseinsinuar una crítica del señor Weston, y estaba

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casi decidida a intervenir en su defensa; pero sedominó y no dijo nada. Si era posible preferíaque no se turbara la paz; y había algo digno yestimable en la intensidad de los afectos hoga-reños, en la idea de la autosuficiencia de unhogar, que predisponía a su hermano a desde-ñar el trato social de la mayoría de la gente y alas personas para las que este trato resultabaimportante... Y Emma se daba cuenta de quesus argumentos eran poderosos y que habíaque ser tolerante con su interlocutor.

CAPÍTULO XII

EL señor Knightley cenó con ellos... lo cualmás bien contrarió al señor Woodhouse, quienprefería no tener invitados el primer día de laestancia de Isabella. Pero el buen sentido deEmmalo había decidido así; y además de laconsideración que se debía a los dos hermanos,tenía especial interés en invitarle debido a la

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reciente disputa que había habido entre el señorKnightley y ella.

Confiaba en que podrían volver a ser buenosamigos. Le parecía que ya era hora de hacer laspaces. Pero la verdad es que no iban a hacer laspaces. Desde luego ella tenía razón, y él jamásreconocería que no la había tenido. O sea queera indudable que ninguno de los dos cedería;pero era la ocasión de aparentar que habíanolvidado su disputa; y cuando él entró en laestancia, Emma, que estaba con uno de los pe-queños, pensó que aquella era una buena opor-tunidad que podía contribuir a reanudar suamistad; la niñita era la menor de los hermanosy tenía unos ocho meses; era su primera visita aHartfield, y parecía muy satisfecha de sentirsemecida por los brazos de su tía. Y efectivamen-te la oportunidad fue favorable; pues aunque élempezó poniendo cara muy seria y haciendopreguntas bruscas, no tardó en hablar de lospequeños en el tono ordinario, y en quitarle laniña de los brazos con toda la falta de ceremo-

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nia de una perfecta amistad. Emma se dio cuen-ta de que volvían a ser amigos; al principio ellole produjo una gran satisfacción, y luego le ins-piró una cierta insolencia, y no pudo por menosde decirle mientras él admiraba a la niña:

-Es un consuelo que por lo menos estemos deacuerdo respecto a nuestros sobrinos y sobri-nas. Porque a veces sobre las personas mayorestenemos opiniones muy distintas; pero respectoa estos niños observo que siempre estamos deacuerdo.

-Si al juzgar a las personas mayores, en vezde dejarse arrastrar por su imaginación y suscaprichos se dejara guiar por los sentimientosnaturales, como hace usted cuando se trata deestos niños, siempre podríamos estar de acuer-do.

-Desde luego, nuestras diferencias siempre sedeben a que yo estoy equivocada, ¿no es así?

-Sí -dijo él, sonriendo- y hay una buena razónpara ello: cuando usted nació yo tenía ya dieci-séis años.

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-Cierto, es una diferencia de edad -replicóEmma-, y no dudo de que en aquella épocatenía usted mucho más criterio que yo; pero,¿no cree que los veintiún años que han transcu-rrido desde entonces pueden haber contribuidoa igualar bastante nuestras inteligencias?

-Sí... bastante.-A pesar de todo, no lo suficiente como para

concederme la posibilidad de que sea yo la quetenga razón si disentimos en algo.

-Aún le llevo la ventaja de tener dieciséis añosmás de experiencia y de no ser una linda mu-chacha y una niña mimada. Vamos, mi queridaEmma, seamos amigos y no hablemos más delasunto. Y tú, Emmita, dile a tu tía que no te déel mal ejemplo de remover antiguos agravios, yque si antes tenía razón ahora no la tiene.

-Es verdad -exclamó-, es la pura verdad.Emmita, tienes que llegar a ser una mujer mejorque tu tía. Sé muchísimo más lista, y no seas nila mitad de vanidosa que ella. Ahora, señorKnightley, permítame dos palabras más y ter-

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mino. Creo que los dos teníamos las mejoresintenciones, y debo decirle que aún no se hademostrado que ninguno de mis argumentossea falso. Sólo quiero saber si el señor Martinno ha sufrido una decepción demasiado gran-de.

-No podía sufrirla mayor -fue la breve y ro-tunda respuesta.

-¡Ah! De veras que lo siento mucho... ¡Vaya,démonos las manos!

Apenas habían acabado de estrecharse lasmanos, y con gran cordialidad, cuando hizo suaparición John Knightley y los «¿Qué tal, Geor-ge?», «Hola, John, ¿qué tal?», se sucedieron enel tono más característicamente inglés, ocultan-do bajo una impasibilidad que lo parecía todomenos indiferencia, el gran afecto que les unía,y que de ser necesario hubiera llevado a cual-quiera de los dos a hacer cualquier sacrificiopor el otro.

La velada era apacible e invitaba a la conver-sación, y el señor Woodhouse renunció total-

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mente a los naipes con objeto de poder charlara sus anchas con su querida Isabella, y en lapequeña reunión no tardaron en formarse dosgrupos: de una parte él y su hija; de otra los dosseñores Knightley; en ambos grupos se hablabade cosas totalmente distintas, y muy raras vecesse mezclaban las conversaciones... y Emma tanpronto se unía a unos como a otros.

Los dos hermanos hablaban de sus asuntos yocupaciones, pero sobre todo de los del mayor,quien era con mucho el más comunicativo deambos y que siempre había sido el más habla-dor. Como magistrado solía tener alguna cues-tión de leyes que consultar a John, o por lo me-nos alguna anécdota curiosa que referir; y comohacendado y administrador de la heredad fami-liar de Donwell, le gustaba hablar de lo que sesembraría al año siguiente en cada campo y daruna serie de noticias locales que no podían de-jar de interesar a un hombre que como su her-mano había vivido allí la mayor parte de suvida y que sentía un gran apego por aquellos

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lugares. El proyecto de construcción de unaacequia, el cambio de una cerca, la tala de unárbol y el destino que iba a darse a cada acre detierra -trigo, nabos o grano de primavera- eradiscutido por John con tanto apasionamientocomo lo permitía la frialdad de su carácter; y sila previsión de su hermano dejaba alguna cues-tión por la que preguntar, sus preguntas llega-ban incluso a tomar un aire de cierto interés.

Mientras ellos se hallaban así gratamenteocupados, el señor Woodhouse se complacíaabandonándose con su hija a felices añoranzasy aprensivas muestras de afecto.

-Mi pobre Isabella -dijo cogiéndole cariñosa-mente la mano e interrumpiendo por brevesmomentos la labor que hacía para alguno desus cinco hijos-; ¡cuánto tiempo ha pasado des-de la última vez que estuviste aquí! ¡Y qué lar-go se me ha hecho! ¡Y qué cansada debes deestar después de este viaje! Tienes que acostartepronto, querida... pero antes de irte a la cama terecomiendo que tomes un poco de avenate. Los

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dos tomaremos un buen bol de avenate, ¿eh?Querida Emma, supongo que todos tomaremosun poco de avenate.

Emma no podía suponer tal cosa porque sa-bía que los hermanos Knightley eran tan rea-cios a aquella bebida como ella misma... y sólose pidieron dos boles. Después de pronunciarunas frases más en elogio del avenate, extra-ñándose de que no todo el mundo lo tomaracada noche, dijo en un tono gravemente re-flexivo:

-Querida, no creo que hicierais bien en ir apasar el otoño a South End9 en vez de veniraquí. Nunca he tenido mucha confianza en elaire de mar.

-Pues el señor Wingfield nos lo recomendócon mucha insistencia, papá... de lo contrariono hubiéramos ido. Nos lo recomendó paratodos los niños, pero sobre todo para Bella, que

9 South End on Sea: pueblo costero en la emboca-dura del Támesis, en el condado de Essex.

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siempre tiene la garganta tan delicada... aire demar y baños.

-No sé, querida, pero Perry tiene muchas du-das de que el mar pueda hacerle algún bien; yen cuanto a mí, hace tiempo que estoy total-mente convencido, aunque tal vez nunca te lohabía dicho antes de ahora, de que el mar casinunca beneficia a nadie. Estoy seguro de que enuna ocasión a mí casi me mató.

-Vamos, vamos -exclamó Emma, dándosecuenta de que aquél era un tema peligroso-. Porfavor, no hables del mar. Siento tanta envidiaque me pongo de mal humor; ¡yo que nunca lohe visto! De modo que queda prohibido hablarde South End, ¿de acuerdo, papá? QueridaIsabella, veo que aún no has preguntado por elseñor Perry; y él nunca se olvida de ti.

-¡Oh, sí! ¡El bueno del señor Perry! ¿Cómo es-tá, papá?

-Pues bastante bien; pero no bien del todo. Elpobre Perry sufre de la bilis y no tiene tiempopara cuidarse... me dice que no tiene tiempo

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para cuidarse... lo cual es muy triste... perosiempre le están llamando de toda la comarca.Supongo que no hay nadie más de su profesiónpor estos alrededores. Pero además es que nohay nadie tan inteligente como él.

-Y la señora Perry y sus niños, ¿cómo están?Los niños deben de estar ya muy crecidos...Siento un gran afecto por el señor Perry. Esperoque pronto venga a visitarnos. Le gustará ver amis pequeños.

-Creo que vendrá mañana porque tengo quehacerle dos o tres consultas de cierta importan-cia. Y cuando venga, querida, sería mejor quediera un vistazo a la garganta de Bella.

-¡Oh, papá! Está tan mejorada de la gargantaque ya casi no me preocupa. No sé si han sidolos baños o si la mejoría tiene que atribuirse auna excelente cataplasma que nos recomendó elseñor Wingfield y que hemos estado poniéndo-le una serie de veces desde el mes de agosto.

-Querida, no es muy probable que hayan sidolos baños los que le hayan sentado bien... y si

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yo hubiese sabido que lo que necesitabais erauna cataplasma hubiera hablado con...

-Me parece que os habéis olvidado de la seño-ra y la señorita Bates -dijo Emma-; no os heoído preguntar por ellas ni una sola vez.

-¡Oh, sí, las Bates, pobres! Estoy totalmenteavergonzada de mí misma... pero las mencio-nabas en la mayoría de tus cartas. Supongo queestán bien, ¿no? ¡Pobre señora Bates, con lobuena que es! Mañana iré a visitarla y me lleva-ré a los niños... ¡Están siempre tan contentas dever a mis niños! ¡Y la señorita Bates también estan buena persona! Lo que se dice gente buenade veras... ¿Cómo están, papá?

-Pues en conjunto bastante bien, querida. Pe-ro la pobre señora Bates hace poco más o me-nos un mes tuvo un resfriado muy maligno.

-¡Cuánto lo siento! Yo nunca había visto tan-tos resfriados como en este otoño. El señorWingfield me decía que él nunca había vistotantos ni tan fuertes... excepto cuando hay unaepidemia de gripe.

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-Sí, querida, desde luego ha habido muchos;pero no tantos como piensas. Perry dice queeste año ha habido muchos resfriados, pero notan fuertes como él los ha visto muchas vecesen el mes de noviembre. Perry no consideraque en conjunto ésta haya sido una temporadade las peores.

. -No, no creo que el señor Wingfield conside-re esta temporada de las peores, pero...

-¡Ay, pobre hija mía! La verdad es que enLondres todas las temporadas son malas. Nadieestá sano en Londres ni nadie puede estarlo. ¡Eshorrible que te veas obligada a vivir allí! ¡Tanlejos! ¡Y en una atmósfera tan malsana!

-No, la verdad es que donde vivimos no hayuna atmósfera malsana en absoluto. Nuestrobarrio queda mucho más alto que la mayoría delos demás. Papá, no puedes decir que es igualvivir donde vivimos nosotros que en cualquierotra parte de Londres. La parte de BrunswickSquare es muy distinta de casi todo el resto.Allí el aire es mucho más puro. Reconozco que

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me costaría acostumbrarme a vivir en cualquierotro barrio de la ciudad; no me gustaría quemis hijos vivieran en ningún otro... ¡pero aquíes un lugar tan oreado! El señor Wingfield opi-na que para aire puro no hay nada mejor quelos alrededores de Brunswick Square.

-¡Ay, sí, querida, pero no es como Hartfield!Tú dirás lo que quieras, pero cuando hace unasemana que estáis en Hartfield todos parecéisotros; tú no pareces la misma. Ahora, por ejem-plo, yo no diría que ninguno de vosotros tenéismuy buen aspecto.

-Cómo siento oírte decir eso, papá; pero teaseguro que, exceptuando aquellas jaquecasnerviosas y las palpitaciones que tengo en to-das partes, me encuentro perfectamente bien; ysi los niños estaban un poco pálidos antes deacostarse era sólo porque estaban más cansadosque de costumbre, debido al viaje y a las emo-ciones de llegar a Hartfield. Confío en que ma-ñana les verás con mejor aspecto; porque teaseguro que el señor Wingfield me ha dicho

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que nunca nos había mandado al campo conmejor salud. Por lo menos espero que no tengasla impresión de que mi marido parece enfermo-dijo volviendo la mirada con afectuosa ansie-dad hacia el señor Knightley.

-Pues así así, querida; contigo no voy a hacercumplidos. En mi opinión, el señor John Knigh-tley está lejos de tener un aspecto saludable.

-¿Qué ocurre? ¿Hablabais de mí? -preguntó elseñor John Knightley al oír pronunciar su nom-bre.

-Querido, siento decirte que mi padre no teencuentra un aspecto saludable... pero esperoque sólo sea porque estás un poco cansado. Apesar de todo ya sabes que te dije que mehubiera gustado que el señor Wingfield te visi-tara antes de salir de Londres.

-Querida Isabella -exclamó él con impacien-cia-, te ruego que no te preocupes por mi aspec-to. Confórmate con mimar y medicinar a losniños y a ti misma y déjame tener el aspectoque quiera.

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-No he entendido bien lo que estabas contan-do a tu hermano -exclamó Emma -sobre tuamigo el señor Graham, que quería tomar unmayordomo escocés para que cuidara de susnuevas propiedades. ¿Crees que dará resulta-do? ¿No son demasiado fuertes los viejos pre-juicios?

Y así siguió hablando durante tanto rato ycon tan buena fortuna que cuando volvió a ver-se obligada a prestar atención de nuevo a supadre y a su hermana, lo más grave que oyó fueque Isabella se interesaba amablemente porJane Fairfax... y aunque Jane Fairfax no era pre-cisamente una de sus favoritas, en aquellosmomentos sintió un gran alivio al escuchar elo-gios suyos.

-¡Oh, Jane Fairfax! ¡Es tan cariñosa y tan ama-ble! -dijo la señora John Knightley-. ¡Hace tantotiempo que no la he visto...! Excepto unas cuan-tas veces que nos hemos encontrado por casua-lidad en Londres y hemos hablado sólo unosmomentos... ¡Qué contentas deben de estar su

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anciana abuela y su tía, que son tan buenaspersonas, cuando viene a visitarlas! Siempreque pienso en ella, lo siento tanto por Emma,que no pueda pasar más tiempo en Highbury...Pero ahora que su hija se ha casado, supongoque el coronel y la señora Campbell no consen-tirán en separarse de ella. ¡Hubiera sido unacompañera tan agradable para Emma... ! Elseñor Woodhouse estuvo de acuerdo con todoesto, pero añadió:

-Sin embargo, nuestra joven amiga, HarrietSmith, también es otra muchacha excelente. Tegustará, Harriet. Emma no podía tener mejorcompañera que Harriet.

-No sabes-lo que me alegra oír esto... sólo queJane Fairfax es tan fina, tan distinguida... Yademás tiene exactamente la misma edad queEmma.

La cuestión fue discutida con toda cordiali-dad, y al cabo de un rato se pasó a otro de simi-lar importancia que también se debatió en me-dio de la mayor armonía; pero la velada no

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concluyó sin que un nuevo incidente volviera aturbar un poco aquella calma. Llegó el avenateproporcionando nueva materia de conversa-ción... grandes elogios y muchos comentarios...la irrefutable afirmación de que era saludablepara toda clase de personas, y lo que se diceseveras filípicas contra las numerosas casas enlas que no se podía tomar un avenate media-namente tolerable... pero, por desgracia, entrelos lamentables casos que su hija citó comoejemplos para corroborar lo que decía el señorWoodhouse, el más reciente y por lo tanto elmás importante había ocurrido en su propiohogar, en South End, en donde una muchachaque habían contratado para la temporada nun-ca había sido capaz de comprender lo que ellaquería decir cuando hablaba de un bol de buenavenate que no fuera espeso, sino más bienclaro, aunque tampoco demasiado claro. Ni unasola vez de las que había querido tomar avena-te y se lo había pedido había sido capaz dehacerle algo que pudiera beberse. Éste era un

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principio peligroso.-¡Ay! -dijo el señor Woodhouse meneando la

cabeza y contemplando a su hija con una mira-da de afectuosa preocupación.

La exclamación para Emma quería decir:«¡Ay! No tienen fin las tristes consecuencias devuestra estancia en South End; pero de eso nose puede hablar.» Y durante unos minutosEmma confió en que no iba a hablar de ello yque sus silenciosas cavilaciones bastarían paradevolverle al placer de saborear su avenateclaro, como debía ser. Pero al cabo de unos mi-nutos añadió:

-Siempre lamentaré que este otoño hayáis idoal mar en vez de venir aquí.

-Pero ¿por qué tienes que lamentarlo, papá?Te aseguro que a los niños les fue muy benefi-cioso.

-Además, si teníais que ir al mar hubiera sidomejor no ir a South End. South End es un lugarpoco saludable. Perry quedó muy sorprendidoal saber que habíais elegido South End.

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-Ya sé que hay mucha gente que opina así,pero la verdad, papá, es que se equivocan deltodo... Allí nos hemos encontrado perfectamen-te bien de salud, y el limo no nos molestó lomás mínimo; y el señor Wingfield dice que esun gran error suponer que es un lugar malsano;y estoy segura de que puede confiarse en sucriterio, porque él sabe perfectamente de qué secompone el aire, y su propio hermano ha esta-do allí con su familia varias veces.

-Sí, querida, pero si queríais tomar baños po-díais haber ido a Cromer; Perry hace tiempoque pasó una semana en Cromer y considera ellugar como el mejor de todos para los baños demar. Tiene una playa grande y hermosa, y diceque allí el aire es muy puro. Y por lo que heoído decir, allí podríais alojaros bastante lejosdel mar, a un cuarto de milla de distancia... ycon todas las comodidades. Deberíais consul-tarlo con Perry.

-Pero, papá querido, piensa que eso está mu-cho más lejos; tendríamos que hacer un viaje

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larguísimo... Cien millas por lo menos, en vezde cuarenta.

-¡Ay, querida! Como dice Perry, cuando setrata de la salud, no debe tenerse en cuentanada más; y si hay que viajar, tanto da recorrercuarenta millas como cien... Es mejor no mo-verse de casa, es mejor quedarse en Londresque recorrer cuarenta millas para ir a buscar unaire que es peor que el de la ciudad. Eso fueexactamente lo que dijo Perry. A su entendervuestra decisión no podía ser más equivocada.

Los esfuerzos de Emma por hacer callar a supadre fueron en vano; y cuando las cosas llega-ban a este punto a Emma ya no le extrañabaque su cuñado interviniera.

-El señor Perry dijo en un tono de voz que re-velaba una profunda contrariedad- haría mejoren guardarse sus opiniones para quien se laspidiera. ¿Él qué tiene que ver con eso y por quése mete en lo que hago? ¿Por qué tiene queopinar sobre si llevo mi familia a un pueblo dela costa o a otro? Espero que se me permitirá

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dar mi opinión igual que al señor Perry... Nonecesito ni sus consejos ni sus medicinas. -Hizouna pausa, Y calmándose rápidamente agregócon sarcástica sequedad-: Si el señor Perry pue-de decirme cómo trasladar a la esposa y a cincohijos a una distancia de ciento treinta millas sinmás gastos ni molestias que a una distancia decuarenta, estaré de acuerdo con él en que espreferible ir a Cromer en vez de a South End.

-Sí, sí, eso es verdad -exclamó su hermano, in-terviniendo apresuradamente en la conversa-ción-, es la pura verdad. Eso es algo muy im-portante. Pero, John, sobre lo que te decía acer-ca de mi proyecto de desviar el camino deLangham, de hacerlo pasar un poco más haciala derecha para que no atraviese los prados dela finca, yo no veo que haya ninguna dificultad.Si tuviera que representar molestias para loshabitantes de Highbury no seguiría adelante,pero si te acuerdas bien del trazado que tiene elcamino... Pero el único modo de demostrárteloes consultar nuestros planos. Supongo que te

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veré mañana por la mañana en la Abadía, ¿no?,y entonces podremos volverlos a estudiar y medarás tu opinión.

El señor Woodhouse se sentía un poco turba-do por los duros comentarios que se habíanhecho sobre su amigo Perry, a quien en reali-dad, aunque inconscientemente, había atribui-do muchas de sus propias ideas y de sus pro-pias expresiones; pero los apaciguadores cui-dados de sus hijas consiguieron que poco apoco se fuera desvaneciendo su inquietud, y lainmediata intervención de uno de los dos her-manos y las mejores disposiciones del otro evi-taron que se renovase la violencia de aquellasituación.

CAPÍTULO XIII

NADIE más feliz que la señora John Knigh-tley durante su breve estancia en Hartfield,visitando cada mañana a sus antiguas amista-

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des en compañía de sus cinco hijos, y por lanoche contando a su padre y a su hermana todolo que había hecho durante el día. No podíadesear nada mejor... excepto que los días nopasaran tan aprisa. Eran unas vacaciones mara-villosas, perfectas a pesar de ser demasiadocortas.

En general, por las tardes estaba menos ocu-pada con sus amigos que por las mañanas; peroel compromiso de reunirse todos en una cena,fuera de casa, no había manera de evitarlo, apesar de ser Navidad. El señor Weston nohubiera aceptado una negativa; debían cenartodos juntos en Randalls; e incluso el señorWoodhouse se dejó convencer de que esta ideaera posible y que era mejor hacerlo así que di-vidir el grupo.

De haber podido, el señor Woodhouse hubie-ra puesto reparos al modo en que iba a trasla-darse a todos a Randalls, pero como el coche ylos caballos de su yerno se encontraban enHartfield en aquellos días, tuvo que limitarse a

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hacer una simple pregunta sobre aquella cues-tión; de modo que no pudo hacer de ello unconflicto; y a Emma no le costó mucho conven-cerle de que en uno de los coches también po-drían acomodar a Harriet.

Harriet, el señor Elton y el señor Knightley,los habituales de la casa, fueron los únicos invi-tados; la cena iba a ser a una hora temprana, ylos comensales pocos y escogidos; y en todoslos detalles se tuvieron en cuenta las costum-bres y preferencias del señor Woodhouse.

La víspera de este gran acontecimiento (puesera un gran acontecimiento que el señor Wood-house cenara fuera de casa el 24 de diciembre),Harriet pasó toda la tarde en Hartfield, y habíavuelto a su casa tan destemplada por un fuerteresfriado que, a no ser por su insistencia enquerer que la cuidara la señora Goddard,Emma no le hubiera permitido salir de la casa.Al día siguiente Emma la visitó, y comprendióque habría que renunciar a su compañía en lacena de aquella noche. Tenía mucha fiebre y un

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fuerte dolor de garganta. La señora Goddard leprodigaba los cuidados más afectuosos, sehabló del señor Perry, y la propia Harriet seencontraba demasiado enferma y abatida pararesistir a la autoridad que la excluía de la gratareunión de aquella noche, aunque no podíahablar de ello sin derramar abundantes lágri-mas.

Emma le hizo compañía todo el tiempo quepudo para atenderla durante las obligadas au-sencias de la señora Goddard, y levantarle elánimo describiéndole cuál sería el abatimientodel señor Elton cuando supiera su estado; y porfin la dejó bastante resignada, con la grata con-fianza de que él iba a pasar una mala velada yde que todos la echarían muchísimo de menos.Apenas Emma había andado unas pocas yardasdesde la puerta de la casa de la señora God-dard, cuando se encontró con el propio señorElton, que evidentemente se dirigía hacia allí, ycomo siguieron andando juntos poco a poco,conversando acerca de la enferma (habían lle-

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gado hasta él rumores de que se trataba de unaenfermedad grave y había ido a enterarse a finde poder ir a informar luego a los de Hartfield),fueron alcanzados por el señor John Knightley,que volvía de su cotidiana visita a Donwell encompañía de sus dos hijos mayores, cuyas carasencendidas y saludables mostraban todos losbeneficios de un paseo por el campo, y parecíanaugurar la rápida desaparición del corderoasado y del pudding de arroz por los que seapresuraban a volver a casa. Se unieron a ellosy siguieron andando todos juntos. En aquellosmomentos Emma estaba describiendo los sín-tomas de la enfermedad de su amiga:

-... una garganta inflamadísima, con muchafiebre y con un pulso rápido y débil... etcétera.

Y contó que la señora Goddard le había dichoque Harriet era propensa a las inflamaciones degarganta y que muchas veces le había dadosustos como aquél. El señor Elton pareció alar-madísimo al oír esto, y exclamó:

-¡Inflamaciones de garganta! Confío en que

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no habrá infección. No será una infección ma-ligna, ¿verdad? ¿La ha visto Perry? La verdades que debería cuidarse tanto de usted mismacomo de su amiga. Permítame aconsejarle queno se exponga demasiado. ¿Por qué no la visitaPerry?

Emma, que la verdad es que no estaba alar-mada en absoluto, calmó esos temores exage-rados asegurándole que la señora Goddardtenía mucha experiencia y le prestaba los cui-dados más solícitos; pero como aún debía que-darle una cierta inquietud, que ella no deseabahacer desaparecer, sino que más bien preferíaatizar para que aumentara, no tardó en añadircomo si hablara de algo totalmente distinto:

-Oh, hace tanto frío, tantísimo frío, y da tantola impresión de que va a nevar que si se tratarade cualquier otro lugar o de cualquier otra reu-nión, la verdad es que haría lo posible para nosalir de casa esta noche... y para disuadir a mipadre de aventurarse a cenar fuera de casa;pero como él ya se ha hecho a la idea e incluso

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parece que no siente tanto el frío, prefiero noponer obstáculos, porque sé que sería una grandecepción para el señor y la señora Weston.Pero le doy mi palabra, señor Elton, de que yo,si estuviera en su lugar, daría una excusa parano asistir. Me parece que ya está usted un pocoronco, y teniendo en cuenta lo mucho que ten-drá que hablar mañana y lo cansado que va aser para usted ese día, creo que la más elemen-tal prudencia aconseja que se quede en casa yque esta noche se cuide lo mejor que pueda.

El señor Elton daba la impresión de que nosabía muy bien qué responder; y en realidadeso era lo que le ocurría; pues aunque muyhalagado por el gran interés que se tomaba porél una dama tan bella, y sin querer negarse aseguir ninguno de sus consejos, lo cierto es queno sentía la menor inclinación por dejar de asis-tir a la cena; pero Emma, demasiado confiadaen la idea que se había hecho de la situaciónpara oírle imparcialmente y darse cuenta de suestado de ánimo en aquel momento, quedó

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plenamente satisfecha con oírle murmuraraprobadoramente que hacía «mucho frío, ver-daderamente mucho frío», y siguió andandocontenta de haberle alejado de Randalls permi-tiéndole así interesarse cada hora por la saludde Harriet.

-Hace usted muy bien -dijo-; nosotros ya leexcusaremos con los señores Weston.

Pero apenas acababa de pronunciar estas pa-labras, cuando su cuñado le ofrecía cortésmenteun lugar en su coche, si es que el tiempo era elúnico obstáculo para el señor Elton, y éste acep-tó inmediatamente el ofrecimiento con unagran satisfacción. No tardó en ser cosa hecha; ynunca sus grandes y correctas facciones ex-presaron más contento que en aquellos instan-tes; nunca había sido más amplia su sonrisa nimás brillantes de alegría sus ojos que cuandovolvió el rostro hacia Emma.

«¡Vaya! -se dijo Emma para sus adentros-¡Eso sí que es curioso! Yo le encuentro una ex-cusa para no venir, y ahora prefiere acompa-

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ñarnos y dejar a Harriet enferma en su casa...Me parece pero que muy extraño... Aunquetengo la impresión de que hay muchos hom-bres, sobre todo los solteros, que sienten tantaafición, que les entusiasma tanto cenar fuera decasa, que una invitación así es una de las cosasque más les ilusiona, lo consideran como unode los mayores gustos que pueden darse, casicomo un deber de su posición social y de suprofesión, y todo lo demás pasa a segundo tér-mino... y ése debe ser el caso del señor Elton;sin duda alguna, un joven de grandes prendas,muy correcto y agradable, y enamoradísimo deHarriet; pero, a pesar de todo, no es capaz derechazar una invitación y tiene que cenar fuerade casa sea donde sea que le inviten. ¡Qué cosamás extraña es el amor! Es capaz de ver ingenioen Harriet, pero por ella no es capaz de cenarsolo.»

Al cabo de poco el señor Elton se despidió deellos, y Emma no pudo por menos de hacerlejusticia apreciando el sentimiento que puso al

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nombrar a Harriet cuando se iba; el tono de suvoz al asegurarle que la última cosa que haríaantes de prepararse para el placer de volver aver a Emma sería ir a casa de la señora God-dard a pedir noticias de su linda amiga, y queesperaba que podría darle mejores nuevas, eramuy significativo; y suspirando esbozó unatriste sonrisa que inclinó definitivamente labalanza de la aprobación en favor suyo.

Después de unos minutos que pasaron encompleto silencio, John Knightley dijo:

-En mi vida he visto a un hombre más empe-ñado en ser agradable que el señor Eton. Cuan-do trata con señoras se le ve afanosísimo porcomplacerlas. Con los hombres es más sensatoy más natural, pero cuando tiene una dama aquien complacer cualquier ridiculez le parecebien.

-Las maneras del señor Elton no son lo que sellama perfectas -replicó Emma-; pero cuando seve que se desvive por agradar, hay que pasarpor alto muchas cosas. Cuando un hombre hace

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lo que puede, aunque sea con dotes limitados,siempre será preferible al que sea superior perono tenga voluntad. El señor Elton tiene tanbuen carácter y tan buena voluntad que no esposible dejar de apreciar esos méritos.

-Sí -dijo rápidamente el señor John Knightleycon cierta socarronería-, parece tener muy bue-na voluntad... sobre todo por lo que se refiere ati.

-¿A mí? -exclamó Emma con una sonrisa deasombro-; ¿imaginas que el señor Elton estáinteresado por mí?

-Confieso, Emma, que esta idea me ha pasadopor la imaginación; y si antes de ahora nuncahabías pensado en ello ya tienes motivo parahacerlo.

-¡El señor Elton enamorado de mí! Pero ¡aquién se le ocurre!

-Yo no digo que sea así; pero no estaría demás que pensaras en si es o no es verdad, paraamoldar tu conducta a lo que decidas. Yo creoque le das alas siendo tan amable con él. Te

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hablo como un amigo, Emma. Sería mejor queabrieras bien los ojos y te aseguraras de lo quehaces y de lo que quieres hacer.

-Te agradezco el interés; pero te aseguro quete equivocas por completo. El señor Elton y yosomos muy buenos amigos, nada más.

Y siguió andando, riéndose para sus adentrosde los desatinos que a menudo se le ocurren ala gente que sólo conoce una parte de loshechos, y de los errores en que incurren ciertaspersonas que pretenden tener un criterio infali-ble; y no muy complacida con su cuñado que lacreía tan ciega e ignorante, y tan necesitada deconsejos. Él no dijo nada más.

El señor Woodhouse se había hecho tanto a laidea de salir aquella noche que a pesar de queel frío era cada vez más intenso no parecía enabsoluto dispuesto a asustarse de él, y al finalestuvo listo para la marcha con toda puntuali-dad, y se instaló en su coche junto con su hijamayor, en apariencia prestando menos atenciónal tiempo que ninguno de los demás; demasia-

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do maravillado por su propia hazaña y pen-sando demasiado en la ilusión que iba a pro-porcionar a los de Randalls para darse cuentade que hacía frío... aparte de que iba demasiadobien abrigado para sentirlo. Sin embargo el fríoera muy intenso; y cuando el segundo coche sepuso en movimiento empezaron a caer unoscopos de nieve, y el cielo parecía tan cargadocomo para necesitar tan sólo un soplo de airemás tibio para dejarlo todo blanquísimo al cabode muy poco tiempo.

Emma no tardó en advertir que su compañe-ro no estaba del mejor de los humores. Lospreparativos para salir y la salida misma conaquel tiempo, unido al hecho de tener que re-nunciar a la compañía de sus hijos después dela comida, eran inconvenientes lo suficiente-mente desagradables como para disgustar alseñor John Knightley; la visita no le parecíaofrecer compensaciones dignas de aquellas con-trariedades; y durante todo el trayecto hasta laVicaría no dejó de expresar su descontento.

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-Se necesita tener muy buena opinión de unomismo –dijo- para pedir a la gente que abando-ne su chimenea y vaya a verle en un día comoéste, sin más objeto que hacerle una visita. Debede considerarse alguien muy agradable; yo nosería capaz de hacer una cosa así. Es el mayorde los absurdos... ¡Y ahora se pone a nevar! Esuna locura no permitir que la gente se quedecómodamente en su casa... y lo es el no quedar-se cómodamente en casa cuando uno puedehacerlo. Si nos obligaran a salir en una nocheasí para cumplir algún deber o para algún ne-gocio, ¡cómo nos quejaríamos de nuestra malasuerte; y aquí estamos probablemente con ro-pas más ligeras que de costumbre, siguiendoadelante por nuestra propia voluntad, sin nin-gún motivo justificado y desafiando la voz dela naturaleza que dice al hombre por todos losmedios que tiene a su alcance que se quede encasa y que se resguarde lo mejor que pueda;aquí estamos en camino para pasar cinco horasaburridas en una casa ajena, sin nada que decir

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u oír que no se dijera u oyera ayer y que nopueda decirse u oírse de nuevo mañana. Sa-liendo con mal tiempo para volver probable-mente con un tiempo peor; obligando a salir acuatro caballos y a cuatro criados sólo para lle-var a cinco personas ociosas tiritando de frío aunas habitaciones más frías y entre peorescompañeros de lo que se hubiese podido teneren casa.

Emma no estaba dispuesta a asentir compla-cida a estos comentarios a lo cual sin duda élestaba acostumbrado, para emular el «Tienestoda la razón, querido», frase con la que solíaobsequiarle su habitual compañera de viaje;pero tuvo la fuerza de voluntad suficiente paracontenerse y no responderle nada. No podíaestar de acuerdo con él y temía que una discu-sión degenerase en disputa; su heroísmo sólollegaba al silencio. Le dejó seguir hablando yarregló los cristales y se arrebujó bien en susropas sin despegar los labios.

Llegaron, el coche dio la vuelta, se bajó el es-

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tribo y el señor Elton, bien acicalado, sonriendoy con su traje negro, se reunió con ellos al ins-tante. Emma tenía la esperanza de que se cam-biara el tema de la conversación. El señor Eltonse deshacía en amabilidades y parecía de muybuen humor; la verdad es que de tan buen hu-mor que Emma pensó que debía haber recibidonoticias distintas acerca del estado de Harrietde las que habían llegado hasta ella. Mientrasse vestía había enviado a alguien a preguntar, yla respuesta había sido: «Sigue lo mismo, nohay mejoría.»

-Las noticias que he recibido de la casa de laseñora Goddard -dijo al cabo de un momento-no son tan buenas como yo esperaba. Me handicho que no hay ninguna mejoría.

Su rostro se ensombreció inmediatamente; ycuando contestó lo hizo con una voz llena desentimiento:

-¡Oh, no! Lo sentí tanto al enterarme... estabaa punto de decirle que cuando fui a casa de laseñora Goddard, que fue la última cosa que

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hice antes de volver a la Vicaría para vestirme,me dijeron que la señorita Smith no había mejo-rado nada, lo que se dice nada, sino que másbien estaba peor. Lo sentí tanto y me quedémuy preocupado... yo tenía esperanzas de queiba a mejorar después del cordial que le dieronesta mañana.

Emma sonrió y contestó:-Confío en que mi visita le haya sido benefi-

ciosa para la parte nerviosa de su enfermedad;pero mi presencia aún no tiene poder suficientepara hacer desaparecer una inflamación degarganta; es un resfriado verdaderamente fuer-te. El señor Perry la ha visitado, como segura-mente ya le han dicho a usted.

-Sí... yo suponía... es decir... no me lo habíandicho...

-Él ya la había tratado de cosas parecidas, yconfío que mañana por la mañana podrá dar-nos a los dos mejores noticias. Pero es imposi-ble no sentirse inquieto. ¡Es una ausencia tanlamentable para nuestra reunión de esta noche!

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-Sí, muy lamentable... Usted lo ha dicho, éstaes la palabra... la echaremos de menos a cadamomento.

Eso ya era ponerse más en carácter; el suspiroque acompañó estas palabras era muy digno detenerse en cuenta; pero hubiera tenido que du-rar más. Emma no pudo por menos de desalen-tarse cuando sólo al cabo de medio minuto elseñor Elton empezó a hablar de otras cosas; yen un tono de voz totalmente despreocupado yalegre.

-Es una idea excelente -dijo- usar las pieles decordero en los coches. Así se va muy cómodo;es imposible tener frío tomando estas precau-ciones. Esas innovaciones modernas la verdades que convierten el coche de un caballero enalgo perfectamente completo. Se está tan prote-gido y defendido del tiempo que no hay co-rriente de aire que pueda penetrar. De este mo-do el tiempo deja de tener importancia. Hoyhace una noche muy fría... pero en este cochenosotros ni nos enteramos... ¡Ah! veo que nieva

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un poco.-Sí -dijo el señor John Knightley-, y me parece

que vamos a tener mucha nieve.-Tiempo navideño -comentó el señor Elton-.

Es lo propio de la estación; y podemos conside-rarnos como muy afortunados de que no em-pezara a nevar ayer y hubiera habido que apla-zar la reunión de hoy, lo cual hubiera podidoocurrir muy fácilmente, porque el señor Wood-house no se hubiera atrevido a salir si hubiesenevado demasiado; pero ahora ya no tiene im-portancia. La verdad es que ésta es la estacióndel año más adecuada para las reuniones amis-tosas. Por Navidad todo el mundo invita a susamigos y la gente no se preocupa mucho por eltiempo que haga, aunque sea muy malo. Unavez me quedé sitiado una semana en casa de unamigo. Nada podía serme más agradable. Fuiallí para pasar sólo una noche y no pude irmehasta al cabo de siete días justos.

El señor John Knightley no parecía muy pro-picio a comprender este placer, pero sólo dijo

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fríamente:-A mí no me gustaría nada verme sitiado por

la nieve en Randalls durante una semana.En otra ocasión Emma hubiera encontrado

divertido todo aquello, pero en aquellos mo-mento estaba demasiado asombrada al ver elinterés que el señor Elton prestaba a otras cues-tiones. Harriet parecía haber sido olvidada to-talmente ante la perspectiva de una grata vela-da.

-Podemos tener la seguridad de contar con unbuen fuego en la chimenea -siguió diciendo-, ysin duda todo estará dispuesto para ofrecernoslas mayores comodidades. El señor y la señoraWeston son encantadores; la señora Westonmerece todos los elogios, y él por su parte esuna persona admirable, tan hospitalario y tansociable; desde luego seremos pocos, pero lasreuniones en las que hay poca gente pero esco-gida son quizá las más agradables de todas. Elcomedor de la señora Weston tampoco es capazde acomodar debidamente a más de diez per-

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sonas; y por mi parte en estas circunstancia yosuelo preferir que sobre espacio para dos a quefalte espacio para dos. Seguramente estará us-ted de acuerdo conmigo -dijo volviéndose haciaEmma con aire meloso-, estoy seguro de quecontaré con su aprobación aunque tal vez elseñor Knightley que está acostumbrado a lasgrandes reuniones de Londres no esté total-mente de acuerdo con nosotros.

-Yo no sé nada de las grandes reuniones deLondres, nunca ceno fuera de casa.

-¿De veras? -en un tono entre asombrado ycompasivo-. No tenía ni la menor idea de quelas leyes significaran una esclavitud tan grande.Pero no desespere usted, ya llegará el tiempoen que encuentre la recompensa, cuando tengaque trabajar poco y pueda disfrutar mucho.

-Cuando más disfrutaré -replicó el señor JohnKnightley cuando cruzaban ya la verja de lacasa- será cuando vuelva a estar sano y salvo enHartfield.

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CAPÍTULO XIV

AL entrar en el salón de la señora Westonambos tuvieron que componer su actitud; elseñor Elton refrenar un poco su entusiasmo y elseñor John Knightley ahuyentar su mal humor.Para acomodarse a las circunstancias y al lugar,el señor Elton tuvo que sonreír menos, y el se-ñor John Knightley que sonreír más. Emma fuela única que pudo ser espontánea, y mostrarsetan contenta como estaba en realidad. Era unagran alegría para ella el estar con los Weston. Elseñor Weston era uno de sus amigos favoritos,y no había nadie en el mundo con quien pudie-ra hablar con tanta franqueza como con su es-posa; nadie en quien confiara con tanta se-guridad de ser escuchada y comprendida, des-pertando siempre el mismo interés y la mismacomprensión, nadie que se hiciera tanto cargode los pequeños conflictos, proyectos, dudas eilusiones, suyos y de su padre. No podía hablar

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de nada de Hartfield por lo que la señora Wes-ton no sintiera un vivo interés; y media hora deininterrumpidas confidencias acerca de todasesas cuestiones menudas de las que dependenla felicidad cotidiana de la vida íntima de cadacual, era uno de los mayores placeres que am-bas podían concederse.

Éste era un placer del que quizá no podríandisfrutar durante toda aquella visita, en la quesería difícil encontrar media hora para sus ex-pansiones; pero sólo la presencia de la señoraWeston, su sonrisa, su contacto, su voz, era yareconfortante para Emma y decidió pensar lomenos posible en las rarezas del señor Elton, oen cualquier otra cosa desagradable, y disfrutarhasta el máximo de todo lo grato que pudieraofrecer la velada.

Antes de su llegada ya se había hablado mu-cho de la mala suerte que había tenido Harrietal resfriarse. Hacía rato que el señor Woodhou-se se hallaba cómodamente instalado en unsillón contando toda la historia, además de toda

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la historia de los incidentes del trayecto hastaallí que había hecho con Isabella; entonces seanunció la llegada de Emma, y apenas habíaterminado unas frases en las que se congratula-ba de que James al ir con ellos tuviera ocasiónde ver a su hija, cuando aparecieron los demás,y la señora Weston, que hasta entonces habíadedicado casi toda su atención al señor Wood-house, pudo dejarle y dar la bienvenida a suquerida Emma.

Emma encontró ciertas dificultades para po-ner en práctica su decisión de olvidarse delseñor Elton por un rato, ya que cuando todos sesentaron resultó que el joven estaba a su lado.Era muy difícil apartar de su mente la idea desu sorprendente insensibilidad respecto aHarriet, mientras no sólo le tenía pegado a ella,sino que además le dedicaba de continuo lasmás atentas sonrisas y le dirigía la palabra conla mayor deferencia siempre que tenía ocasión.En vez de olvidarle, su proceder era tal que nopudo evitar el decirse para sus adentros:

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-¿Es posible que tenga razón mi cuñado? ¿Esposible que empiece a olvidarse de Harriet y aponer su afecto en mí? ¡Sería absurdo, no puedeser!

Sin embargo, el señor Elton se desvivía de talmodo porque Emma no sintiera frío, se mostra-ba tan atento con su padre y tan amable paracon la señora Weston, y por fin demostró tantoentusiasmo y tanta falta de criterio ante susdibujos, que no podía por menos de pensarseque parecía enamorado, y ella tuvo que hacerun esfuerzo por conservar la calma y la natura-lidad. No quería mostrarse descortés, en primerlugar por ella misma y luego por Harriet, con-fiando en que todo podría volver a encauzarsebien, como al principio; de modo que fue muyamable con él; pero le costaba un esfuerzo so-bre todo cuando los demás hablaban de cosaspor las que ella estaba interesada, mientras queel señor Elton la aturdía con su insípida locua-cidad. Por algunas palabras sueltas que pudooír comprendió que el señor Weston estaba

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hablando de su hijo; oyó las palabras «mi hijo»y «Frank», y que repetía «mi hijo» varias vecesmás; y por alguna otra cosa que llegó hasta susoídos, supuso que estaba anunciando la próxi-ma visita de su hijo; pero antes de que pudieradeshacerse del señor Elton la conversaciónhabía cambiado por completo, hasta el puntode que cualquier pregunta suya que hubieseresucitado el tema hubiera parecido fuera delugar e impertinente.

Lo que ocurría era que, a pesar de la decisiónque había tomado Emma de no casarse nunca,había algo en el nombre, en la idea del señorFrank Churchill que siempre la había atraído.Con frecuencia había pensado -sobre todo des-de que el padre del joven había contraído ma-trimonio con la señorita Taylor- que si ella tu-viera que casarse Frank Churchill sería la per-sona más indicada, tanto por su edad como porsu carácter y su posición social. Por la relaciónque existía entre ambas familias parecía unaunión perfectamente natural. Y Emma no podía

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por menos de suponer que era una boda en laque debería de pensar todo el mundo que lesconocía. Estaba totalmente persuadida de quelos Weston pensaban en ello; y aunque no esta-ba dispuesta a que ni él ni ningún otro hombrele hiciera abandonar su actual situación queconsideraba más pletórica de bienestar queninguna otra nueva que pudiese substituirla,sentía una gran curiosidad por verle, una deci-dida intención a encontrarle agradable, a que élse sintiera atraído hasta cierto punto, y unaespecie de placer ante la idea de que en la ima-ginación de sus amigos ambos aparecieranunidos.

Bajo el influjo de estas sensaciones, las corte-sías del señor Elton no podían ser más inopor-tunas; pero ella se consolaba pensando que enapariencia era muy atenta, cuando en realidadno podía contrariarla más aquella situación... ysuponiendo que durante el resto de la veladaforzosamente se volvería a hablar del mismotema que al principio, o que por lo menos se

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aludiría a lo esencial del asunto, tratándose deuna persona tan comunicativa como el señorWeston; y así resultó ser; y cuando por fin sehubo desembarazado del señor Elton y se- sen-tó a la mesa junto al señor Weston, éste aprove-chó la primera tregua que pudo hacer en susdeberes como anfitrión, la primera pausa quehubo desde que se sirvió el lomo de carnero,para decir a Emma:

-Sólo nos faltan dos personas más para ser elnúmero exacto. Quisiera poder tener con noso-tros a dos invitados más... la amiguita de usted,la señorita Smith, y mi hijo... sólo entonces po-dría decir que la reunión es completa del todo.No sé si me ha oído usted decir a los demáscuando estábamos en el salón que esperábamosa Frank. Esta mañana he tenido carta suya, yme dice que estará con nosotros dentro de dossemanas.

Emma no tuvo que esforzarse mucho pormanifestar su alegría; y se mostró totalmente deacuerdo con la idea de que el señor Frank

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Churchill y la señorita Smith eran los dos co-mensales que faltaban para completar la reu-nión.

-Desde el mes de setiembre -siguió diciendoel señor Weston- estaba deseando venir a ver-nos; en todas sus cartas hablaba de lo mismo;pero no puede disponer de su tiempo; se veforzado a complacer a ciertas personas, y com-placer a estas personas (y que eso quede entrenosotros) a veces cuesta muchos sacrificios.Pero ahora no tengo la menor duda de que lotendremos con nosotros hacia la segunda se-mana de enero.

-¡Qué alegría va a tener usted! Y la señoraWeston está tan ansiosa por conocerle bien quedebe estar casi tan ilusionada como usted.

-Sí, tendría una gran alegría, pero ella es de laopinión de que este viaje volverá a aplazarseuna vez más. No está tan segura como yo deque venga. Pero yo conozco mejor que ella elintríngulis de ese asunto. Verá usted, el caso esque... (pero sobre todo que eso quede entre

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nosotros; en la sala de estar yo de eso no hedicho ni una palabra. Ya sabe usted que en to-das las familias hay secretos...). Le decía que elcaso es que hay un grupo de amigos que hansido invitados a pasar unos días en Enscombe,en el mes de enero; y para que Frank venga espreciso que esta invitación se aplace. Si no seaplaza, él no puede moverse de allí. Pero yo séque se aplazará, porque se trata de una familiapor la que cierta señora, que tiene bastante im-portancia en Enscombe, siente una particularaversión; y aunque se considera necesario in-vitarles una vez cada dos o tres años, cuandollega el momento siempre terminan aplazandola visita. No tengo la menor duda de que va aocurrir así. Estoy tan seguro de que Frank va aestar aquí antes de mediados de enero, como deestar aquí yo mismo. Pero su querida amiga -eindicó con la cabeza el otro extremo de la mesa-tiene tan pocos caprichos, y en Hartfield estabatan poco acostumbrada a ellos, que no prevé losefectos que pueden tener, mientras que yo ten-

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go ya una práctica de muchos años en esas co-sas.

-Lamento que todavía hayan dudas en estecaso -replicó Emma-; pero estoy dispuesta aponerme a su lado, señor Weston. Si usted opi-na que vendrá, yo seré de su misma opinión;porque usted conoce Enscombe.

-Sí... bien puedo decir que lo conozco; aunqueen mi vida haya estado allí... ¡Es una mujer ex-traña! Pero yo nunca me permito hablar mal deella por consideración a Frank; porque sé queella le quiere de veras. Yo solía pensar que noera capaz de querer a nadie excepto a sí misma;pero siempre ha sido muy afectuosa con él (a sumodo... consintiéndole pequeños antojos y ca-prichos, y queriendo que todo salga de acuerdocon su voluntad). Y a mi entender dice muchoen favor de él haber despertado un afecto así;porque, aunque eso yo no lo diría a nadie más,la verdad es que para el resto de la gente esamujer tiene un corazón más duro que la piedra;y un carácter endiablado.

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Emma estaba tan interesada por aquel temaque volvió a abordarlo, esta vez con la señoraWeston, cuando al cabo de poco volvieron atrasladarse a la sala de estar; le deseó que pu-diera tener esta ilusión... aun reconociendo quecomprendía que la primera entrevista deberíaser más bien violenta... La señora Weston estu-vo de acuerdo con ella; pero añadió que acepta-ría con gusto la violencia que pudiese haber enesta primera entrevista con tal de poder tener laseguridad de que sería cuando se había anun-ciado...

-...porque yo no confío que venga. No puedoser tan entusiasta como el señor Weston. Mu-cho me temo que todo esto terminará en nada.Supongo que el señor Weston te ha contado yaexactamente cómo están las cosas.

-Sí... parece ser que todo depende exclusiva-mente del mal humor de la señora Churchill,que imagino que es la cosa más segura delmundo.

-Querida Emma -replicó la señora Weston,

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sonriendo-, ¿qué seguridad puede haber en uncapricho?

Y volviéndose hacia Isabella, que antes nohabía estado atendiendo a la conversación,añadió:

-Debe usted saber, mi querida señora Knigh-tley, que en mi opinión no podemos estar tanseguros ni muchísimo menos de poder tenercon nosotros al señor Frank Churchill, comopiensa su padre. Depende exclusivamente delbuen o mal humor y del capricho de su tía; enresumen, de si ella quiere o no. Entre nosotras,porque estamos como entre hermanas y puededecirse la verdad: la señora Churchill manda enEnscombe, y es una mujer de un carácter capri-chosísimo; y el que su sobrino venga aquí de-pende de que esté dispuesta a prescindir de élpor unos días.

-¡Oh, la señora Churchill! Todo el mundo co-noce a la señora Churchill -replicó Isabella-; yyo por mi parte siempre que pienso en ese po-bre muchacho me inspira una gran compasión.

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Vivir constantemente con una persona de malcarácter debe de ser horrible. Eso es algo queafortunadamente ninguno de nosotros conocepor experiencia; pero tiene que ser una vidaespantosa. ¡Qué suerte que esa mujer nuncahaya tenido hijos! ¡Pobres criaturas, qué des-graciados los hubiera hecho!

Emma hubiese querido estar a solas con laseñora Weston. De este modo se hubiese ente-rado de más cosas; la señora Weston le hubierahablado con una franqueza que nunca se atre-vería a emplear delante de Isabella; y estabasegura de que no le hubiera ocultado casi nadareferente a los Churchill, exceptuando sus pro-yectos sobre el joven de los que instintivamentepresumía ya algo gracias a su imaginación. Pe-ro allí no podía decirse nada más. El señorWoodhouse no tardó en ir a reunirse con ellasen la sala de estar. Permanecer durante muchorato sentado a la mesa después de comer erauna penitencia que no podía soportar. Ni elvino ni la conversación lograron retenerle; y se

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dispuso alegremente a reunirse con las perso-nas con las que siempre se encontraba a gusto.

Y mientras él hablaba con Isabella, Emma tu-vo oportunidad de decir a su amiga:

-De modo que no crees que esta visita de tuhijo sea segura ni mucho menos. Lo siento. Seacuando fuere, la presentación tiene que ser unpoco violenta. Y cuanto antes se termine coneso mejor.

-Sí; y cada aplazamiento hace temer que ven-gan otros. Incluso si esa familia, los Braithwai-tes, aplazan otra vez su visita, aún temo quepuedan encontrar alguna otra excusa y tenga-mos una nueva decepción. No puedo imagi-narme que haya ningún obstáculo por parte deél; pero estoy segura de que los Churchill tie-nen un gran interés en retenerle a su lado. Tie-nen celos. Estás celosos incluso del afecto quesiente por su padre. En resumen, que no tengoninguna seguridad de que venga, y preferiríaque el señor Weston no se entusiasmara tantocon esta idea.

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-Debería venir -dijo Emma-. Aunque sólo pu-diera estar con vosotros un par de días, deberíavenir; casi es difícil imaginarse un joven de suedad que no pueda ni siquiera hacer eso. Unajoven, si cae en malas manos, puede ser aparta-da y alejada de aquellas personas con las queella desearía estar; pero es inconcebible que unhombre esté tan supeditado a sus parientescomo para no poder pasar una semana con supadre si lo desea.

-Para saber lo que él puede o no puede hacer-replicó la señora Weston- deberíamos estar enEnscombe y conocer la vida de la familia. Quizáfuera eso lo que deberíamos hacer siempre an-tes de juzgar el proceder de cualquier personade cualquier familia; pero estoy segura de quelo que ocurre en Enscombe no puede juzgarsede acuerdo con normas generales... ¡Es una mu-jer tan antojadiza! Y todo depende de ella...

-Pero quiere mucho a su sobrino: es su prefe-rido, ¿no? Ahora bien, de acuerdo con la ideaque yo tengo de la señora Churchill, sería más

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natural que mientras ella no hace ningún sacri-ficio por el bienestar de su marido, a quien se lodebe todo, se dejara gobernar con frecuenciapor su sobrino, a quien no debe nada en absolu-to, aun sin dejar de hacerle víctima de sus cons-tantes caprichos.

-Mi querida Emma, tienes un carácter dema-siado dulce para comprender a alguien que lotiene muy malo, y poder fijar las leyes de suconducta; déjala que sea como quiera. De loque yo no dudo es de que en ocasiones su so-brino ejerce sobre ella una considerable in-fluencia; pero puede ocurrir que a él le sea to-talmente imposible saber de antemano cuándopodrá ejercerla.

Emma escuchaba, y luego dijo fríamente:-No me convenceré a menos que venga.-En ciertas cuestiones puede tener mucha in-

fluencia -siguió diciendo la señora Weston -yen otras muy poca; y entre estas últimas queestán fuera de su alcance, es más que probableque figure eso de ahora de poder separarse de

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ellos para venir a visitarnos.

CAPÍTULO XV

EL señor Woodhouse no tardó en reclamar suté; y cuando lo hubo bebido se mostró dispues-to a regresar a su casa; y lo único que consi-guieron las tres mujeres que estaban con él fuedistraerle, haciéndole olvidar que era ya tarde,hasta que hicieron su aparición los demáshombres. El señor Weston era una personahabladora y jovial, y muy poco amiga de dejarir a sus invitados a una hora demasiado tem-prana; pero por fin todos fueron pasando a lasala de estar. El señor Elton, que parecía demuy buen humor, fue uno de los primeros quedejó el comedor por el salón. La señora Westony Emma estaban sentadas en el sofá, una al la-do de la otra. Él inmediatamente se les acercó ycasi sin pedirles permiso se sentó entre ambas.

Emma, que estaba también de buen humor

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por la noticia de la inminente llegada del señorFrank Churchill, estaba dispuesta a olvidar loenojosamente inoportuno que había sido elseñor Elton y a mostrarse con él tan atenta co-mo al principio, y cuando Harriet se convirtióen el primer tema de conversación, se dipuso aescucharle con la más cordial de sus sonrisas.

El señor Elton se mostró muy inquieto acercadel estado de su linda amiga... su linda, adora-ble, simpática amiga.

-¿Sabe usted algo nuevo? ¿Ha tenido algunanoticia de ella desde que estamos en Randalls?Estoy muy intranquilo... tengo que confesarque esta enfermedad suya me alarma muchísi-mo...

Y en este tono siguió hablando durante unbuen rato, muy en su punto, sin esperar que lecontestaran, realmente preocupado por aqueldolor de garganta tan maligno; y así llegó acaptarse de nuevo todas las simpatías deEmma.

Pero poco a poco la cosa degeneró en algo

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distinto; de pronto dio la impresión de que siestaba tan preocupado por la malignidad deaquel dolor de garganta era más por Emma quepor Harriet... que más que el que la enferma serecuperase de su mal, le inquietaba el que ésteno fuera contagioso. Rogó encarecidamente aEmma que se abstuviera de visitar a su amiga,por lo menos por ahora... insistiendo en que leprometiese a él que no se expondría a aquelpeligro hasta que él hubiese hablado con el se-ñor Perry y conociera la opinión del médico; yaunque Emma intentó tomárselo a broma, yhacer que la cuestión volviera a sus caucesnormales, no hubo modo de poner fin a su ex-tremada solicitud por ella. Se sentía molesta.Era manifiesto -y él no hacía ningún esfuerzopor ocultarlo- que hacía como si estuviera ena-morado de ella, en vez de estarlo de Harriet;una muestra de inconstancia, que de ser ver-dad, resultaba la cosa más despreciable y abo-minable del mundo. Y a Emma le costaba es-fuerzos conservar la calma. El señor Elton se

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volvió hacia la señora Weston para implorar suayuda.

-Ayúdeme, se lo suplico; ¿me ayudará usted aconvencer a la señorita Woodhouse de que novaya a casa de la señora Goddard hasta quetengamos la seguridad de que la enfermedadde la señorita Smith no es contagiosa? No esta-ré tranquilo hasta que no me prometa que nova a ir allí... ¿No quiere usted usar de su in-fluencia para conseguir arrancarle a la señoritaWoodhouse esta promesa? ¡Tanto como se pre-ocupa por los demás -siguió diciendo- y tanpoco que se cuida de sí misma! Quería que estanoche me quedara en casa para cuidarme unresfriado, y ahora no quiere prometerme queno se expondrá a contagiarse una peligrosainflamación de garganta... ¿Le parece razonableese proceder, señora Weston? Juzgue ustedmisma. ¿No tengo cierto derecho a quejarme?Estoy seguro de que es usted demasiado com-prensiva para no ayudarme en esta empresa.

Emma vio la sorpresa de la señora Weston y

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comprendió que ésta debía de ser mayúsculaante aquellas frases, que por su sentido y por lamanera en que se habían dicho hacían suponerque el señor Elton se atribuía más derecho quenadie a interesarse por ella; y en cuanto a ellamisma estaba demasiado encolerizada y ofen-dida para poder decir algo sobre la cuestión. Loúnico que hizo fue mirarle fijamente; una mira-da que creyó bastaría para devolverle el buenjuicio; y luego, levantándose del sofá fue a sen-tarse en una silla al lado de su hermana, dedi-cando a ésta toda su atención.

Pero Emma no tuvo ocasión de observar elefecto que producía en el señor Elton aqueldesaire, ya que inmediatamente la atención detodos se concentró en otro asunto; ya que elseñor John Knightley entró en la estancia, des-pués de haber estado observando el tiempo quehacía, y les espetó la noticia de que todo estabacubierto de nieve y de que aún seguía nevandocopiosamente entre violentas ráfagas de viento;y concluyó con estas palabras dirigidas al señor

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Woodhouse:-Será un comienzo muy animado para la pri-

mera de sus visitas de este invierno. Algo nue-vo para su cochero y los caballos tener queabrirse paso en medio de una tormenta de nie-ve.

La consternación había vuelto silencioso alpobre señor Woodhouse; pero todos los demástenían algo que decir. Unos estaban asustados,otros no, pero todos tenían alguna preguntaque hacer o algún consuelo que ofrecer. La se-ñora Weston y Emma intentaron animarle portodos los medios, distrayendo su atención delas palabras de su yerno, que seguía implacableen son de triunfo:

-Yo estaba admirado de su valentía -dijo- alarriesgarse a salir con un tiempo así, porquepor supuesto que ya veía usted que no iba atardar mucho en nevar. Todo el mundo veíaque estaba a punto de desatarse un temporal denieve. Su valor ha sido admirable; y confío enque podremos volver a casa sanos y salvos.

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Aunque nieve durante una o dos horas más, nocreo que los caminos se pongan intransitables;y tenemos dos coches; si uno vuelca en el des-campado del prado comunal, siempre podemosrecurrir al otro. Confío en que antes de media-noche todos estaremos de regreso en Hartfieldsanos y salvos.

El señor Weston, también triunfalmente, peropor otros motivos, confesaba que ya hacía ratoque se había dado cuenta de que estaba nevan-do, pero que si no había dicho nada había sidopara no intranquilizar al señor Woodhouse, queasí hubiera tenido una excusa para irse en se-guida. En cuanto a lo de que hubiera caído oestuviera a punto de caer tanta nieve que impi-diera su regreso, no era más que una broma; loque temía era que no encontraran dificultadespara regresar. Lo que él deseaba era que loscaminos fuesen impracticables para poder rete-nerlos a todos en Randalls; y con buena volun-tad estaba seguro de que se encontraría acomo-do para todo el mundo; y dijo a su esposa que

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suponía que estaba de acuerdo con él en que,con un poco de ingenio, podía alojarse a todo elmundo, lo cual ella lo cierto es que no sabíacómo iba a conseguirse, ya que sabía que en lacasa no había más que dos habitaciones sobran-tes.

-¿Qué vamos a hacer, querida Emma... quévamos a hacer? -fue la primera exclamación delseñor Woodhouse, y todo lo que pudo decirpor un buen rato.

Miró a su hija, como en demanda de auxilio;y cuando ésta le tranquilizó recordándole lobuenos que eran los caballos, la pericia de Ja-mes y la confianza que debía inspirarle tener atantos amigos a su alrededor, le reanimaron unpoco.

El susto de su hija mayor fue semejante al su-yo. El horror de quedar bloqueados en Randallsmientras sus hijos estaban en Hartfield dominósu imaginación; y pensando que los caminosserían sólo transitables para gente muy decidi-da, pero en un estado que no admitía más de-

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mora, propuso rápidamente que su padre yEmma se quedaran en Randalls, mientras ella ysu esposo se pusieran en marcha inmediata-mente desafiando todas las posibles acumula-ciones de nieve y temporales que pudieran sa-lirles al paso.

-Me parece, querido, que lo mejor que po-dríamos hacer es que guiaras tú mismo el coche-dijo-; estoy segura de que ese modo consegui-remos llegar a casa si salimos ahora mismo; y sitropezamos con algún obstáculo insuperable,yo puedo bajar y seguir andando. No tengoningún miedo. No me importaría ir andando lamitad del camino. Cuando llegáramos a casame cambiaría los zapatos; ya sabes que eso esuna cosa que no me da frío.

-¿De veras? -replicó su marido-. Entonces, miquerida Isabella, eso es lo más extraordinariodel mundo, porque en general todo te da frío.¡Ir andando hasta casa...! Pues me parece quellevas buen calzado para volver andando. Nilos caballos creo que puedan llegar.

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Isabella se volvió hacia la señora Weston conla esperanza que aprobara su plan. La señoraWeston no podía por menos de aprobarlo.Isabella entonces se volvió hacia Emma; peroEmma no se resignaba del todo a abandonar laesperanza de que todos pudieran irse; y esta-ban aún discutiendo la cuestión cuando el se-ñor Knightley, que había salido de la estanciainmediatamente después de que su hermanohubiera dado las primeras noticias acerca de lanieve, regresó y les dijo que había salido paraexaminar de cerca la situación y que podía ase-gurarles que no había la menor dificultad deque regresaran a sus casas cuando quisieran,entonces o al cabo de una hora. Había ido hastamás allá de la verja y habían andado un trechodel camino en dirección a Highbury... en loslugares de mayor espesor la nieve no pasaba demedia pulgada de grosor... en muchos lugaresapenas había nieve suficiente para blanquear latierra; en aquellos momentos caían unos cuan-tos copos, pero las nubes se estaban dispersan-

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do y todo parecía anunciar que la tormenta notardaría en cesar. Había estado hablando conlos cocheros y ambos estuvieron de acuerdocon él en que no había nada que temer.

Estas noticias fueron un gran alivio paraIsabella, como lo fueron también para Emma,principalmente a causa de su padre, quien in-mediatamente se tranquilizó todo lo que se lopermitieron sus nervios; pero la alarma que sehabía producido no le permitía seguir sintién-dose a gusto mientras continuara en Randalls.Estaba convencido de que por el momento nohabía ningún peligro en regresar a su casa, peronadie podía convencerle de que no había nin-gún peligro en seguir allí; y mientras unos yotros seguían discutiendo sus respectivas opi-niones, el señor Knightley y Emma resolvieronel caso en unas pocas frases escuetas:

-Su padre no estará tranquilo; ¿por qué no sevan ustedes?

-Yo estoy dispuesta si los otros me siguen.-¿Quiere que llame a los criados?

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-Sí, por favor.Sonó la campanilla y se dieron órdenes para

que se dispusieran los coches. Al cabo de unosminutos Emma pensó con alivio que no tarda-rían en dejar en su casa al fastidioso acompa-ñante que había tenido aquella noche -tal vezallí recuperaría la sensatez y la serenidad-,mientras que su cuñado volvería a su estadonormal de calma y equilibrio una vez termina-da aquella ardua visita.

Llegaron los coches; y el señor Woodhouse,siempre la persona más solícitamente cuidadaen tales ocasiones, fue acompañado hasta elsuyo por el señor Knightley y el señor Weston;pero nada de lo que uno y otro le dijeron pudoevitar que volviera a asustarse un poco al ver lanieve que había caído y al darse cuenta de quela noche era mucho más oscura de lo que élhabía supuesto.

-Me temo que vamos a tener un mal viaje deregreso. No quisiera que la pobre Isabella seasustase. Y la pobre Emma, que vendrá en el

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coche de atrás. No sé qué es lo mejor que po-dríamos hacer. Los dos coches tendrían que irtan cerca el uno del otro como fuera posible.

Hablaron con James y le ordenaron que fueramuy despacio y que esperara al otro coche.

Isabella subió detrás de su padre; John Knigh-tley, olvidando que él no pertenecía a aquelgrupo, subió con toda naturalidad detrás de suesposa; de modo que Emma se encontró escol-tada y seguida hasta el segundo coche por elseñor Elton, dándose cuenta de que la puertaiba a cerrarse tras ellos y de que iban a hacer elviaje solos. Antes de que se despertaran lassospechas de aquella noche con el fastidiosoincidente de poco antes, a Emma el viaje lehubiera resultado agradable; ella le hubierahablado de Harriet, y los tres cuartos de milla lehubieran parecido apenas un cuarto. Pero aho-ra hubiera preferido que la situación hubiesesido otra. Tenía la impresión de que su acom-pañante había abusado del excelente vino delseñor Weston, y tenía la seguridad de que no

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dejaría de decir necedades impertinentes.Para imponerle el máximo respeto posible

con la frialdad de sus modales, se dispuso in-mediatamente a hablarle con extremada calmay seriedad del tiempo y de la noche; pero ape-nas había empezado, apenas habían traspuestola verja en pos del otro coche, cuando el señorElton le quitó la palabra de la boca, le cogió lamano, solicitó su atención y empezó a declarar-le su apasionado amor; aprovechando aquellaoportunidad inmejorable, le manifestó «senti-mientos que debían de ser ya bien conocidos deella», su esperanza, su temor, su adoración...Estaba dispuesto a morir si ella le rechazaba...;pero confiaba en que lo profundo de su afecto,lo insuperado de su amor, lo ardiente de supasión, tenían que encontrar cierta correspon-dencia en ella, y, en resumen, le proponía quele aceptase formalmente tan pronto como fueraposible. Así estaban las cosas. Sin ningún escrú-pulo, sin ninguna excusa, sin que al parecer sesintiera responsable de la menor infidelidad, el

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señor Elton, el enamorado de Harriet, estabadeclarándose a Emma. Ésta intentó pararle lospies; pero fue en vano; él estaba dispuesto aseguir adelante y a decirlo todo. A pesar de loenojada que estaba, al pensar en la situación enque se veía le hizo contenerse al responderle.Pensaba que por lo menos la mitad de aquellalocura debía atribuirse a la embriaguez, y quepor lo tanto era de esperar que fuese algo pasa-jero. Así, en un tono entre grave y burlón queconfiaba sería más adecuado para su turbioestado mental, replicó:

-Me asombra usted, señor Elton. ¿Es a mí aquien se dirige usted? Se está usted confun-diendo... me está tomando por mi amiga... sitiene algún recado para la señorita Smith, se lotransmitiré muy gustosa; pero, por favor, re-cuerde que yo no soy ella.

-¿La señorita Smith? ¿Un recado para la seño-rita Smith? ¿Qué quiere usted decir?

Y repetía las palabras de ella con tal convic-ción, dando muestras de tal estupor, que Emma

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no pudo por menos que replicar con viveza:-Señor Elton, su proceder es totalmente inex-

plicable. Y sólo puedo justificarlo de un modo:no está usted en su sano juicio; de lo contrariono me hablaría de esta manera, ni aludiría aHarriet como acaba de hacerlo. Domínese y nodiga nada más, y yo intentaré olvidar sus pala-bras.

Pero el vino que había bebido el señor Eltonle había dado ánimos, pero no le había entur-biado la cabeza. Sabía perfectamente lo queestaba diciendo; y después de protestar convehemencia, considerando como altamenteofensivas las sospechas de Emma, y de aludiraunque muy de pasada al respeto que le mere-cía la señorita Smith... aunque afirmando queno podía por menos de asombrarse de que se lamencionase en aquellos momentos, volvió ainsistir sobre su gran amor, apremiando a lajoven para que le diese una respuesta favorable.

Emma se iba dando cuenta de que las pala-bras de su interlocutor más que a la embria-

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guez eran debidas a la inconstancia y a la pre-sunción; y haciendo ya menos esfuerzos paraser cortés, replicó:

-Ya me es imposible seguir dudando. Se hamanifestado usted tal cual es. Señor Elton, noencuentro palabras para expresar mi asombro.Después de su proceder, del que yo he sidotestigo, durante este último mes, respecto a laseñorita Smith... después de las atenciones queyo he visto día a día, como usted le prodigaba...dirigirse a mí con estas pretensiones, le aseguroque me parece una falta de formalidad quenunca hubiera creído posible en usted. Créameque no puedo estar más lejos de congratularmede ser el objeto de su interés.

-¡Santo Cielo! -exclamó el señor Elton-. Pero¿qué quiere usted decir con esto? ¡La señoritaSmith! En ningún momento de mi vida he pen-sado en la señorita Smith... jamás le he prestadola menor atención... a no ser como amiga deusted; nunca he manifestado el menor interéspor ella excepto por el hecho de ser amiga de

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usted. Si ella ha creído otra cosa, han sido suspropias ilusiones las que la han engañado, y yolo lamento mucho... muchísimo. Pero la verdades que la señorita Smith... ¡Oh, señorita Wood-house! ¿Quién puede pensar en la señoritaSmith cuando se tiene cerca a la señoritaWoodhouse? No, le doy mi palabra de honorde que no se trata de una falta de formalidad.Yo sólo he pensado en usted. Le aseguro quenunca he prestado la menor atención a nadiemás. Desde hace ya muchas semanas, todo loque yo hacía o decía no tenía otro objeto quemanifestar mi adoración por usted. ¡No puedeusted ponerlo en duda! ¡No!... -en un tono quepretendía ser insinuante- y estoy seguro de queusted se ha dado cuenta de ello y me ha com-prendido...

Sería imposible describir cuáles eran los sen-timientos de Emma al escuchar todo esto... quele producía una enojosa sensación de disgustoy contrariedad. Quedó demasiado abrumadapara poder darle una respuesta inmediata, y la

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breve pausa de silencio que siguió dio nuevosánimos al exaltado señor Elton, quien intentóvolver a cogerle la mano mientras exclamabajubilosamente:

-¡Encantadora señorita Woodhouse! Permí-tame que interprete este significativo silencio,con el que usted reconoce que hace ya muchotiempo que me había comprendido.

-¡No! -exclamó Emma-. Este silencio no reco-noce semejante cosa. No sólo no he podido es-tar más lejos de comprenderle a usted, sino quehasta este mismo momento había estado com-pletamente equivocaba respecto a sus intencio-nes. Y por lo que a mí se refiere, lamento mu-chísimo que haya estado alimentando esas es-peranzas... Porque nada podía ser más contra-rio a mis deseos... El afecto que demostrabatener a mi amiga Harriet... el modo en que lehacía la corte (por lo menos así lo parecía), mecausaban un gran placer, y le deseaba de todocorazón el mayor éxito; pero si hubiera supues-to que lo que le atraía en Hartfield no era ella,

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inmediatamente hubiera pensado que se equi-vocaba usted al visitarnos con tanta frecuencia.¿Tengo que creer que jamás ha sentido ustedningún interés particular por la señorita Smith?¿Que nunca ha pensado seriamente en ella?

-¡Nunca! -exclamó él, sintiéndose ofendido asu vez-; nunca, se lo aseguro. ¡Yo, pensar se-riamente en la señorita Smith! La señoritaSmith es una joven excelente; y me alegraríamucho verla bien casada. Yo le deseo toda clasede venturas; y sin duda hay hombres que notendrían nada que objetar a... Pero no creo queesté a mi altura; me parece que puedo aspirar aalgo mejor. ¡No tengo porqué pensar que novoy a poder casarme con alguien de mi mismaposición como para tener que dirigirme a laseñorita Smith! No... mis visitas a Hartfield notenían otro objetivo que usted; y como allí seme alentaba...

-¿Que se le alentaba? ¿Que yo le alentaba? Metemo que se haya usted equivocado por com-pleto al suponer semejante cosa. Yo sólo le con-

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sideraba como un admirador de mi amiga. Bajocualquier otro punto de vista, no hubiera podi-do ser usted más que un conocido como cual-quier otro. Lo lamento muy de veras; pero esmejor que se haya aclarado este error. De habercontinuado como hasta ahora la señorita Smithhubiera podido llegar a interpretar mal susintenciones; probablemente sin advertir, comotampoco lo había advertido yo, la gran des-igualdad a la que usted da tanta importancia.Pero, una vez aclarado el asunto, todo se redu-ce a una decepción por parte de usted, que,confío, no durará mucho. Por el momento notengo la menor intención de casarme.

Él estaba demasiado enojado para contestar; yel tono de Emma había sido demasiado cortan-te para invitar a nuevas súplicas; y ambos irri-tados y ofendidos, y profundamente molestosel uno con el otro, tuvieron que seguir juntosdurante unos minutos más, ya que los temoresdel señor Woodhouse les obligaban a ir a unpaso muy lento. De no haber estado tan encole-

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rizados, la situación hubiese sido muy embara-zosa, pero la intensidad de sus emociones nodaba lugar a los pequeños zigs-zags de esteestado de ánimo. El coche enfiló el callejón dela Vicaría y se detuvo, y ellos inesperadamentese encontraron delante de la puerta de la casadel señor Elton, quien bajó sin pronunciar niuna palabra... A Emma le pareció indispensabledesearle buenas noches; y él se limitó a corres-ponder a la cortesía fría y orgullosamente; y lajoven, presa de una indescriptible turbación,siguió su camino hasta Hartfield.

Allí fue acogida con grandes muestras de ale-gría por su padre, quien temblaba de miedo alpensar en los peligros que podía representar elque viniera sola desde el callejón de la Vicaría...y el doblar aquella esquina cuya sola idea lehorrorizaba... y todo ello con el coche conduci-do por manos extrañas... por un cochero cual-quiera... no por James; y pareció como si todosesperaran su regreso para que todo empezara amarchar perfectamente; ya que el señor John

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Knightley, avergonzado de su mal humor deantes, ahora se deshacía en amabilidades yatenciones; mostrándose particularmente solíci-to con su suegro, hasta el punto de parecer -yaque no dispuesto a tomar con él un bol de ave-nate- por lo menos totalmente comprensivorespecto a las grandes virtudes de esta bebida;y así fue cómo el día concluyó en paz y sosiegopara toda la familia, excepto para Emma... quese hallaba tan turbada y nerviosa que tuvo quehacer un gran esfuerzo por mostrarse alegre yfingir que prestaba atención a lo que se decía;hasta que al llegar la hora en que como de cos-tumbre todos se retiraron a descansar, pudopermitirse el alivio de reflexionar con calma.

CAPÍTULO XVI

UNA vez rizado el cabello y despedida lacriada, Emma se puso a meditar en sus desven-turas... ¡La verdad es que todo había salido mal!

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Todos sus planes deshechos, todas sus espe-ranzas frustradas ¡y de qué modo! ¡Qué golpepara Harriet! Eso era lo peor de todo. Todas lascircunstancias de aquella cuestión eran penosasy humillantes por un motivo u otro; pero com-parándolo con el mal que se había hecho aHarriet, lo demás carecía de importancia; yEmma hubiera aceptado gustosa haberse equi-vocado aún más -haberse hundido aún más enel error-, tenerse que reprochar una falta decriterio aún mayor, con tal de que ella fuera laúnica que pagase por sus torpezas.

-Si yo no hubiese convencido a Harriet paraque se inclinara hacia él, ahora me sería másfácil sobrellevarlo todo. Él quizás hubiera redo-blado sus pretensiones respecto a mí... pero¡pobre Harriet!

¡Cómo podía haber estado tan ciega! Y él ase-guraba que nunca había pensado seriamente enHarriet... ¡nunca! Intentó recapitular lo ocurridoen aquellas semanas; pero todo lo veía confuso.Supuso que tenía una idea fija y que había

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hecho que todo lo demás se acomodara a suprejuicio. Sin embargo, el modo de comportarsedel señor Elton forzosamente tenía que habersido ambiguo, incierto, poco claro, o de lo con-trario ella no hubiera podido equivocarse tanto.

¡El cuadro! ¡Cómo se había interesado poraquel cuadro! ¡Y la charada! Y cien detallesmás...; ¡todos parecían apuntar tan claramente aHarriet...! Desde luego que la charada conaquello del «ingenio»... aunque por otra partelo de los «dulces ojos»... El hecho era que aque-llo podía decirse de cualquiera; era un embrollode mal gusto y sin gracia. ¿Quién hubiera po-dido sacar algo en claro de aquella tontería taninsípida?

Claro está que a menudo, sobre todo última-mente, Emma había notado que sus modalespara con ella eran innecesariamente galantes;pero lo había considerado como una rarezasuya, como una de sus exageraciones, unamuestra más de su falta de tacto, de buen gus-to, una prueba más de que no siempre había

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alternado con la mejor sociedad; que a pesar delo cortés de su trato a veces ignoraba lo que erala verdadera distinción; pero hasta aquel mis-mo día, nunca ni por un momento había imagi-nado que todo aquello significaba algo más queun respeto agradecido como amiga de Harriet.

Debía al señor John Knightley el primer vis-lumbre de la verdadera situación, la primeranoticia de que aquello era posible. Era inne-gable que ambos hermanos tenían el juicio muydato. Recordaba lo que el señor Knightley lehabía dicho en cierta ocasión acerca del señorElton, la prudencia que le había aconsejado, laseguridad que tenía de que el señor Elton norenunciaría a una boda ventajosa; y Emma sesonrojaba al pensar que aquellas opiniones de-mostraban un conocimiento mucho mayor delcarácter de aquella persona que a lo que ellahabía llegado. Era algo terriblemente mortifi-cante; pero el señor Elton en muchos aspectosdemostraba ser todo lo contrario de lo que ellahabía creído; orgulloso, arrogante, lleno de va-

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nidad; muy convencido de sus propias excelen-cias, y muy poco preocupado por los senti-mientos de los demás.

Contrariamente a lo que suele ocurrir, el se-ñor Elton al querer rendir homenaje a Emmahabía perdido toda estimación ante los ojos dela joven. Su declaración de amor y sus proposi-ciones no le sirvieron de nada. Ella no se sintióhalagada por esta predilección, y sus preten-siones le ofendieron. El señor Elton queríahacer una boda ventajosa y tenía el atrevimien-to de poner los ojos en ella, de fingir que estabaenamorado; pero de lo que estaba totalmentesegura es de que su decepción no sería muyprofunda, ni había por qué preocuparse porella. Ni en sus palabras ni en su manera de ac-tuar había verdadero afecto. Gran abundanciade suspiros y de palabras bonitas; pero Emmaapenas podía concebir expresiones, un tono devoz que tuviesen menos que ver con el amorverdadero. No tenía por qué preocuparse porcompadecerle. Lo único que él quería era me-

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drar y enriquecerse; y si la señorita Woodhousede Hartfield, la heredera de treinta mil librasanuales de renta, no era tan fácil de conseguircomo él había imaginado, no tardaría en probarfortuna con otra joven que sólo tuviera veintemil, o diez mil.

Pero... que él hablara de que Emma le había«alentado», que le supusiera enterada de susintenciones, aceptando sus deferencias, en re-sumen, consintiendo en casarse con él... ¡Esosignificaba que creía que ambos eran iguales enposición social y en inteligencia! Que mirabapor encima del hombro a su amiga, distin-guiendo cuidadosamente entre las categoríassociales que estaban por debajo de la suya, yque era tan ciego para todo lo que estaba porencima de él como para imaginarse que ponerlos ojos en ella no era ningún atrevimiento ex-cesivo... En fin, ¡era algo indignante!

Tal vez no tenía derecho a esperar que élcomprendiera el abismo que les separaba entalento natural y en delicadezas de espíritu. La

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simple ausencia de esta igualdad impedía quese diera cuenta de ello; pero lo que sí debía sa-ber era que en fortuna y en posición social ellaestaba muy por encima. Debía saber que losWoodhouse, que procedían de la rama segun-dona de una antiquísima familia, se hallabaninstalados en Hartfield desde hacía varias ge-neraciones... y que los Elton no eran nadie.Ciertamente que las tierras que dependían deHartfield no eran de una gran extensión, ya queconstituían sólo como una especie de mella dela heredad de Donwell Abbey, a la que perte-necía todo el resto de Highbury; pero su for-tuna, que procedía de otras fuentes, les situabaen una posición que sólo cedía en importancia ala de los propietarios de la misma Donwell Ab-bey; y los Woodhouse hacía ya tiempo que eranconsiderados como una de las familias másdistinguidas y estimadas de aquellos contornos,a los que el señor Elton había llegado hacía me-nos de dos años para abrirse camino como pu-diera, sin contar con otras amistades que co-

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merciantes, y sin otra recomendación que sucargo y sus maneras corteses.

Pero había llegado a imaginar que Emma es-taba enamorada de él; evidentemente eso habíasido lo que le dio confianza; y tras haber fanta-seado un poco pensando en la poca adecuaciónque a veces existía entre unos modales cortesesy una mente vanidosa, Emma, con toda honra-dez se vio obligada a hacer alto y a admitir quese había mostrado con él tan complaciente y tanamable, tan llena de cortesías y de atenciones(suponiendo que él no se hubiese dado cuentade cuál era el verdadero móvil que la guiaba)que podía autorizar a un hombre cuyas dotesde observación y buen criterio no eran excesi-vos, como era el caso del señor Elton, a imagi-narse que ella le distinguía con sus preferen-cias. Si Emma se había engañado de tal modoacerca de los sentimientos del joven, no teníamucho derecho a extrañarse de que él, cegadopor el interés, también hubiera interpretadomal las intenciones de ella.

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El primer error y el más grave de todos lohabía cometido ella. Era un disparate, una granequivocación empeñarse en casar a dos perso-nas. Era ir demasiado lejos, hacer algo que no leincumbía, convertir en frívolo algo que deberíaser serio, en artificioso lo que debería ser natu-ral. Estaba muy preocupada por todo aquello ysentía vergüenza de sí misma, y decidió novolver nunca más a hacer nada parecido.

«He sido yo -se decía a sí misma- quien haconvencido a la pobre Harriet para que se sin-tiera atraída por ese hombre. Si no hubiera sidopor mí, nunca hubiera pensado en él; y desdeluego nunca hubiera pensado en él alimentan-do esperanzas si yo no le hubiese aseguradoque el señor Elton se interesaba por ella, porqueHarriet es tan modesta y humilde como yo cre-ía que era él. ¡Oh! ¡Si me hubiera contentadocon convencerla de que no aceptase al jovenMartin! En eso sí que no me equivoqué. Hicebien; pero tendría que haberme conformadocon eso y dejar que el tiempo y la suerte hicie-

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ran lo demás. Yo la estaba introduciendo en labuena sociedad y dándole ocasión de que al-guien de más categoría se sintiera atraído porella; no debería haber intentado nada más. Peroahora, pobre muchacha, se le acabó el sosiegodurante algún tiempo. Sólo he sido buena ami-ga a medías; pero es que aparte de la decepciónque ahora pueda tener, no se me ocurre nadiemás que pueda convenirle del todo... ¿WilliamCox...? ¡Oh, no! A William Cox no puedo sopor-tarle... un abogadillo presuntuoso...»

Se detuvo para sonrojarse y se echó a reír alver cómo reincidía; pero en seguida se puso areflexionar más seriamente, aunque con menosoptimismo, acerca de lo que había ocurrido y loque podía y debía ocurrir. La penosa explica-ción que tenía que dar a Harriet y todo lo queiba a sufrir la pobre Harriet, además de lo vio-lentas que iban a ser para las dos las futurasentrevistas, las dificultades de seguir con aque-lla amistad o de romper, de dominar su pena,disimular su resentimiento y evitar que se su-

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piera todo aquello, bastaron para ocuparla enmelancólicas reflexiones durante algún tiempomás, y por fin se acostó sin haber decidido na-da, pero convencida de haber cometido unaterrible equivocación.

Emma, con su temperamento juvenil y espon-táneamente alegre, con la llegada del nuevo díano podía dejar de sentirse animosa de nuevo, apesar de los sombríos pensamientos que lahabían dominado la noche anterior. La juven-tud y alegría de la mañana parecían correspon-der a las de su espíritu, y ejercían sobre él unapoderosa influencia; y si sus cuitas no habíansido lo suficientemente graves como para im-pedirle cerrar los ojos, éstos al abrirse hallaronsin duda las cuitas más aliviadas y las esperan-zas más luminosas.

Por la mañana Emma se levantó mejor dis-puesta para encontrar soluciones de lo que sehabía acostado, más resuelta a ver con buenánimo los problemas que tenía que afrontar, ycon más confianza para salir airosa de ellos.

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Era un gran alivio que el señor Elton no estu-viese realmente enamorado de ella y que nofuera una persona de extremada delicadeza aquien sentía tener que causar una decepción...que Harriet no tuviera tampoco una de esassensibilidades superiores en las que los senti-mientos son más intensos y duraderos... y queno hubiera necesidad de que nadie más se ente-rara de lo que había pasado, que todo quedaraentre ellos tres, y sobre todo que su padre notuviera ni un momento de preocupación portodo aquello.

Éstos eran pensamientos muy alentadores; yla espesa capa de nieve que cubría la tierra vinotambién en su ayuda, ya que en aquellos mo-mentos cualquier cosa que pudiese justificar elque los tres se mantuvieran totalmente alejadoslos unos de los otros debía ser bien acogida.

Así pues, el tiempo le era francamente favo-rable; a pesar de ser día de Navidad no podía ira la iglesia. El señor Woodhouse se hubiesepreocupado mucho si su hija lo hubiera inten-

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tado, y por lo tanto Emma se evitaba así el sus-citar o revivir ideas desagradables y deprimen-tes. Como la nieve lo cubría todo y la atmósferase hallaba en este estado inestable entre lahelada y el deshielo, que es el que menos invitaa estar al aire libre, y como cada mañana em-pezaba con lluvia o nieve y al atardecer volvía ahelar, durante muchos días Emma tuvo el me-jor pretexto para considerarse como prisioneraen su casa. No podía comunicarse con Harrietmás que por escrito; no podía ir a la iglesia nin-gún domingo, igual que el día de Navidad; yno necesitaba dar ninguna excusa para justifi-car la ausencia del señor Elton.

El tiempo que hacía explicaba perfectamenteque todo el mundo se encerrara en su casa; yaunque Emma confiaba, y casi estaba segura deello, que el señor Elton se consolaría con el tratode alguna otra persona, era muy tranquilizadorver que su padre se hallaba tan convencido deque el vicario no se movía de su casa, y de queera demasiado prudente para exponerse a salir;

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y oírle decir al señor Knightley, a quien ningúntiempo podía impedir que les visitara:

-¡Ah, señor Knightley! ¿Por qué no se quedausted en su casa como el pobre señor Elton?

Aquellos días de reclusión fueron muy gratospara todos -excepto para Emma, que seguía consus íntimas vacilaciones- ya que este tipo devida era muy del agrado de su cuñado, cuyoestado de ánimo era siempre de gran importan-cia para los que le rodeaban; el señor Knightley,además de haber dejado todo su mal humor enRandalls, durante el resto de su estancia enHartfield no había dejado de mostrarse amabley contento. Estaba siempre lleno de cordialidady de deferencias, y hablaba bien de todo elmundo. Pero a pesar de sus esperanzas opti-mistas y del alivio que le proporcionaba aquellatregua, Emma se sentía amenazada por la ideade que tarde o temprano tendría que dar unaexplicación a Harriet, y ello hacía imposible quela joven se sentía totalmente tranquila.

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CAPÍTULO XVII

EL señor y la señora John Knightley no sequedaron en Hartfield por mucho tiempo más.El tiempo no tardó en mejorar lo suficiente paraque pudieran irse los que tenían que hacerlo; yel señor Woodhouse, como de costumbre, des-pués de haber intentado convencer a su hijapara que se quedara con todos los niños, tuvoque ver partir a toda la familia y volver a suslamentaciones sobre el destino de la pobreIsabella... la pobre Isabella que se pasaba lavida rodeada de personas a quienes adoraba,ensalzando sus virtudes y sin ver ninguno desus defectos, y siempre inocentemente atarea-da, podía considerarse como un verdaderomodelo de felicidad femenina.

Al atardecer del mismo día en que ellos sefueron, llegó una nota del señor Elton para elseñor Woodhouse, una larga, cortés y cere-moniosa nota, en la cual, en medio de los ma-

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yores cumplidos, el señor Elton anunciaba «queal día siguiente por la mañana se proponía salirde Highbury para dirigirse a Bath, en donde,correspondiendo a las reiteradas invitacionesde unos amigos, se había comprometido a pa-sar unas cuantas semanas, y lamentaba infini-tamente que, debido a una serie de circunstan-cias derivadas del mal tiempo y de sus ocu-paciones, le fuera imposible despedirse perso-nalmente del señor Woodhouse, de cuyas ama-bles atenciones guardaría siempre un grato re-cuerdo... y en caso de que el señor Woodhousetuviera algún encargo que darle, lo cumpliríacon mucho gusto...»

Emma tuvo una agradabilísima sorpresa... Laausencia del señor Elton precisamente en aque-llos días era lo mejor que hubiera podido de-sear. Le quedó agradecida por habérsele ocu-rrido la idea de marcharse, pero lo que ya no leparecía tan bien era el modo en que anunciabasu partida. No podía haber mostrado su resen-timiento de un modo más claro que limitándose

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a ser cortés para con su padre, sin citarla a ellapara nada. Ni siquiera la mencionaba en loscumplidos con que empezaba la carta... Sunombre no aparecía por ninguna parte... Y todoello implicaba un cambio de actitud tan acusa-do, y la despedida, llena de amables frases degratitud, respiraba tal énfasis que al principioEmma pensó que no dejaría de despertar sos-pechas en su padre.

Y sin embargo no fue así... Su padre estabademasiado absorto por la sorpresa que le pro-dujo un viaje tan inesperado, y por sus temoresde que el señor Elton no pudiese llegar sano ysalvo, y no encontró extraño el tono de la carta;que por otra parte les fue muy útil, ya que lesproporcionó un nuevo tema de reflexión y con-versación durante todo el resto de aquella soli-taria velada. El señor Woodhouse hablaba desus temores, mientras que Emma, con su habi-tual solicitud, hacía todo lo posible por desva-necerlos.

Emma decidió por fin informar a Harriet de

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lo ocurrido. Según sus noticias ya casi se habíarecuperado del todo de su resfriado, y era pre-ferible que tuviera el mayor tiempo posiblepara rehacerse de su otro mal antes de que re-gresara el señor Elton. Así pues, al día siguientese dirigió a casa de la señora Goddard paratener aquella penosa y necesaria explicación;era forzoso que fuera un momento difícil... Te-nía que destruir todas las esperanzas que ellamisma había estado alimentando con tantoafán... mostrarse en el ingrato papel de la quehabía sido preferida... y reconocer que se habíaequivocado totalmente y que todas sus ideassobre aquella cuestión habían sido erróneas,como todas sus observaciones, todas sus con-vicciones, todos los augurios que ella habíahecho durante las últimas seis semanas.

La confesión renovó por completo en Emmael sonrojo de unos días atrás... y al ver las lá-grimas de Harriet pensó que aquello nuncapodría perdonárselo.

Harriet aceptó la realidad con mucho tem-

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ple... sin hacer ningún reproche a nadie... y de-mostrando en todos los detalles un candor yuna modestia que en aquellos momentos teníanun gran valor ante los ojos de su amiga.

Emma estaba en una buena disposición deánimo para apreciar hasta el máximo la senci-llez y la modestia; y todo lo que era afecto ycomprensión, todo lo que debería resultar tanatractivo, le parecía estar de parte de Harriet,no de la suya. Harriet no se creía con derecho aquejarse de nada. Ganarse el afecto de un hom-bre como el señor Elton le parecía una distin-ción demasiado grande para ella... Nuncahubiera podido ser digna de él... Y nadie, ex-cepto una amiga tan parcial y tan cariñosa co-mo la señorita Woodhouse hubiera pensadoque tal cosa fuera posible.

Derramó abundantes lágrimas... pero su aflic-ción era tan auténtica, tan poco afectada, queninguna otra actitud hubiera podido impresio-nar más a Emma... y la escuchaba e intentabaconsolarla recurriendo a todo su afecto y a toda

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su inteligencia... aquella vez realmente conven-cida de que Harriet era muy superior a ella... yque de parecerse más a su amiga conseguiríamás bienestar y felicidad de lo que podríanproporcionarle todo su talento y toda su sensi-bilidad.

Quizá ya era demasiado tarde para proponer-se ser ingenua y candorosa; pero Emma se se-paró de su amiga reafirmándose en su anteriorpropósito de ser humilde y discreta, y de refre-nar su imaginación durante todo el resto de suvida. Ahora su segundo deber, inferior tan sóloa las obligaciones que tenía para con su padre,era el de procurar el bienestar de Harriet y de-mostrarle su afecto por algún otro medio mejorque el de prepararle una boda. Se la llevó aHartfield, dándole continuas pruebas de sucariño y esforzándose por distraerla y hacerque se divirtiese, y valiéndose de la conversa-ción y de la lectura para apartar de sus pensa-mientos al señor Elton.

Ya sabía que era preciso que transcurriera

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tiempo para lograr lo que se proponía; y Emmase daba cuenta de que no era la más indicadapara opinar sobre esas cuestiones en general nipara compenetrarse demasiado con alguien quese sintiera atraída por el señor Elton en concre-to; pero le parecía lógico pensar que a la edadde Harriet, y una vez extinguida toda esperan-za, para cuando regresara el señor Elton podíahaberse llegado ya a un cierto estado de sereni-dad que permitiera a ambos volver a encontrar-se en la común rutina de la amistad sin ningúnpeligro de delatar sus sentimientos ni de acre-centarlos.

Harriet le consideraba_ como un hombre to-talmente perfecto, y seguía sosteniendo que nopodía existir nadie que pudiera comparársele nifísica ni moralmente... y la verdad es que de-mostraba estar mucho más enamorada de loque Emma había previsto; pero, a pesar de to-do, le parecía una cosa tan natural, tan inevita-ble tener que luchar contra una inclinación nocorrespondida de aquella clase, que no suponía

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que pudiera seguir siendo tan intensa durantemucho más tiempo.

Si el señor Elton a su regreso manifestaba suindiferencia de un modo evidente e inequívoco,como Emma no dudaba que tendría interés enhacer, no creía que Harriet siguiese- empeñadaen cifrar su felicidad en verle o recordarle.

El hecho de que los tres estuvieran tan arrai-gados, tan profundamente arraigados en elmismo lugar, era un mal para todos y cada unode ellos. Ninguno de los tres podía cambiar deresidencia ni cabía otra posibilidad de elecciónen el trato social. Era inevitable que se encon-traran unos con otros, y tenían que componér-selas como pudieran.

Harriet además tenía poca suerte por el am-biente que había entre sus compañeras del pen-sionado de la señora Goddard, ya que el señorElton era objeto de adoración por parte de to-das las maestras y alumnas mayores de la es-cuela; y Hartfield era el único lugar en dondepodía tener ocasión de oír hablar de él con fría

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serenidad o con crudo realismo. Donde sehabía producido la herida allí debía ser curada,si es que era posible; y Emma se daba cuenta deque hasta que no viese a su amiga en vías decuración no podría recuperar la verdadera paz.

CAPÍTULO XVIII

EL señor Frank Churchill no se presentó.Cuando el tiempo señalado se fue acercando,los temores de la señora Weston se vieron justi-ficados con la llegada de una carta de excusa.Por el momento, «con gran pesar y contrarie-dad por su parte», le era imposible visitarles;pero «confiaba en que más adelante, al cabo deno mucho tiempo, pudiera ir a Randalls».

La señora Weston tuvo un gran disgusto... dehecho un disgusto mucho mayor que el de suesposo, a pesar de que siempre joven; pero lostemperamentos muy vehementes, aun cuandosiempre ponen demasiadas esperanzas en el

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futuro, no siempre al sentirse defraudados ex-perimentan una depresión de ánimo proporcio-nada a sus ilusiones fallidas. Pronto se olvidande su decepción, había tenido mucha menosconfianza. que él en llegar a ver al y vuelven aalimentar nuevas esperanzas. El señor Westonpermaneció desconcertado y apenado durantemedia hora; pero luego empezó a pensar que siFrank les visitaba al cabo de dos o tres mesestodo sería mejor; la estación del año sería mejory el tiempo también; y que, sin ninguna clasede dudas, entonces podría quedarse con ellosmucho más tiempo que si hubiese venido porenero.

Tales pensamientos le devolvieron rápida-mente el buen humor, mientras que la señoraWeston, que tendía más a la desconfianza, sólopreveía nuevas disculpas y nuevos aplazamien-tos; y además de la preocupación que sentíapor lo que su esposo iba a sufrir, sufría tambiénmucho más por ella misma.

En aquellos días Emma no estaba en disposi-

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ción de preocuparse demasiado porque el señorFrank Churchill aplazara su visita, a no ser porla contrariedad que ello causaba en Randalls.Ahora no tenía ningún interés especial en cono-cerle. Prefería estar tranquila y alejarse de latentación; pero, a pesar de esto, como preferíamostrarse delante de todos como si nadahubiese ocurrido, no dejó de manifestar tantointerés por el hecho, y de intentar aliviar la de-cepción de los Weston, como debía correspon-der a la amistad que les unía.

Ella fue la primera en anunciarlo al señorKnightley; y se lamentó todo lo que era de es-perar (o tal vez, por estar fingiendo, algo másde lo que era de esperar) el proceder de losChurchill, al retener al joven con ellos. Luegohizo una serie de comentarios en los que pusomás interés del que en realidad sentía acerca delo beneficioso que sería la incorporación de unjoven como él a una sociedad tan limitada co-mo la del condado de Surrey; la ilusión queproduciría el ver una cara nueva; la fiesta que

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sería para todo Highbury su sola presencia; yterminó haciendo nuevas reflexiones sobre losChurchill, lo cual le llevó a disentir abiertamen-te de la opinión del señor Knightley; y con ín-timo regocijo por su parte se dio cuenta de queestaba defendiendo todo lo contrario de suverdadera opinión, y utilizando contra sí mis-ma los argumentos de la señora Weston.

-Es muy probable que los Churchill tenganparte de culpa -dijo el señor Knightley fríamen-te-; pero estoy casi seguro de que él hubiesepodido venir si hubiera querido.

-No sé por qué supone usted eso. £1 sientegrandes deseos de venir; son su tío y su tía losque no le dejan.

-Yo no puedo creer que si él se empeña no lesea posible venir. Es demasiado inverosímilcreer una cosa así sin tener ninguna prueba.

-¡Qué extraño es usted! ¿Qué ha hecho el se-ñor Frank Churchill para hacerle suponer quees un hijo desnaturalizado?

-Yo no supongo que sea un hijo desnaturali-

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zado, ni muchísimo menos; lo único que digoes que sospecho que le han enseñado a creerseque está por encima de sus parientes y a pre-ocuparse muy poco de todo lo que no le repre-sente un placer, por haber vivido con unas per-sonas que siempre le han dado ejemplo de esto.Es mucho más natural de lo que fuera de de-sear que un joven criado entre personas queson orgullosas, amantes de la vida regalada yegoístas, sea también orgulloso, amante de lavida regalada y egoísta. Si Frank Churchillhubiese querido ver a su padre se las hubieraingeniado para venir entre setiembre y enero.Un hombre a su edad... ¿Qué edad tiene?¿Veintitrés o veinticuatro años?... A esa edad nopuede dejar de contar con recursos para haceruna cosa así. No es posible.

-Eso es fácil de decir, y usted que nunca hadependido de nadie lo encuentra muy natural.Usted, señor Knightley, es quien menos puedeopinar sobre las dificultades que surgen cuan-do dependemos de alguien. No sabe lo que es

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tener que habérselas con ciertos caracteres.-Es inconcebible que un hombre de veintitrés

o veinticuatro años carezca de libertad moral ofísica para hacer una cosa así. Dinero no le fal-ta... y tiempo libre tampoco. Por el contrario,sabemos que dispone en abundancia de ambascosas y que las despilfarra alegremente comouno de los mayores holgazanes del reino. Con-tinuamente oímos decir de él que está en tal ocual balneario. Hace poco estaba en Weymouth.Eso demuestra que puede separarse de losChurchill cuando quiere.

-Sí, hay ocasiones en que puede.-Y estas ocasiones son siempre que cree que

vale la pena; siempre que se siente atraído poralguna diversión.

-No podemos juzgar la conducta de nadie sinconocer íntimamente su situación. Nadie queno haya vivido en el seno de una familia puededecir cuáles son las dificultades con que puedeencontrarse cualquiera de los miembros de estafamilia. Tendríamos que conocer Enscombe, y

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además el carácter de la señora Churchill, antesde decidir acerca de lo que puede hacer su so-brino. Probablemente habrá ocasiones en lasque podrá hacer muchas más cosas que enotras.

-Emma, hay algo que un hombre siemprepuede hacer si quiere: cumplir con su deber; novaliéndose de artimañas y de astucia, sino sólocon energía y decisión. El deber de Frank Chur-chill es dar esta satisfacción a su padre. Él sabeque es así, como lo demuestran sus promesas ysus cartas; y si tuviera verdaderos deseos, po-dría hacerlo. Un hombre de sentimientos rectosdiría inmediatamente a la señora Churchill, deun modo sencillo y resuelto: «En beneficio suyome encontrarán siempre dispuesto a sacrificarun gusto o un placer; pero tengo que ir a ver ami padre inmediatamente. Sé que ahora iba adolerle mucho una falta de consideración comoésta. Por lo tanto, mañana mismo saldré paraRandalls...» Si le hubiera dicho esto en el tonodecidido que corresponde a un hombre, no se

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hubieran opuesto a que se fuera.-No -dijo Emma, riendo-; pero tal vez se

hubieran opuesto a que volviese. No podemoshablar así de un joven que depende completa-mente de otros... Nadie excepto usted, señorKnightley, consideraría posible una cosa así.Pero no tiene usted idea de lo que es precisohacer en situaciones en las que usted nunca seha encontrado. ¡El señor Frank Churchill sol-tando un discurso como ése a su tío y a su tíaque le han criado y que le mantienen... ! ¡De pieen medio de la habitación, supongo, y alzandola voz todo lo que pudiese! ¿Cómo puede ima-ginar que sea posible obrar así?

-Créame, Emma, a un hombre de corazón nole parecería demasiado difícil. Se daría cuentade que estaba en su derecho; y el hablarles deeste modo (desde luego, como debe hablar unhombre de criterio, de una manera adecuada) lesería más beneficioso, le elevaría más en suconsideración, reafirmaría mejor sus interesesante las personas de quienes depende, que toda

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una serie de subterfugios oportunistas. Sentirí-an por él no sólo afecto, sino también respeto.Se darían cuenta de que podían confiar en él;que el sobrino que cumplía su deber para consu padre, también lo cumpliría para con ellos;porque ellos saben, como lo sabe él y como to-do el mundo debe de saberlo, que tiene el deberde hacer esta visita a su padre; y mientras sevalen de los medios más bajos para irla apla-zando, en el fondo no pueden tener la mejoropinión de él por someterse a sus caprichos. Unproceder recto inspira respeto a todo el mundo.Y si él obrara de este modo, de acuerdo con losbuenos principios, con firmeza y con constan-cia, sus mezquinos espíritus se inclinarían antesu voluntad.

-Lo dudo. A usted le parece muy fácil hacerque se inclinen los espíritus mezquinos; perocuando se trata de gente rica y autoritaria, esamezquindad se hincha de tal modo que se con-vierte en tan poco manejable como si no lo fue-ra. Me imagino que si usted, señor Knightley,

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tal como es ahora, pudiera de repente encon-trarse en la situación del señor Frank Churchill,sería capaz de decir y hacer lo que le recomien-da; y es muy posible que consiguiera lo que sepropone. Quizá los Churchill no supieran quécontestarle; pero es que usted no tendría queromper con unos arraigados hábitos de obe-diencia y de supeditación; para quien los tieneno puede ser tan fácil convertirse de pronto enuna persona totalmente independiente y nohacer ningún caso de los derechos que ellospueden reclamar para tener su gratitud y suafecto. Es posible que él se dé tanta cuenta co-mo usted de cuál es su deber, pero que en lascircunstancias concretas en que se halla nopueda obrar como usted lo haría.

-Entonces es que no se da tanta cuenta. Si nose ve con ánimos para poner los medios, es queno está tan convencido como yo de que debehacer este esfuerzo.

-¡Oh, no! Piense en la diferencia de situacióny de costumbres. Quisiera que intentara usted

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comprender lo que puede llegar a sentir unjoven de sensibilidad al oponerse abiertamentea las personas que durante su niñez y su ado-lescencia siempre ha considerado como sussuperiores.

-No será un joven de sensibilidad, sino un jo-ven débil, si ésta es la primera ocasión en quetiene que llegar hasta el fin con una decisióncon la que cumple con su deber contra la volun-tad de otros. A la edad que tiene debería ser yauna costumbre en él el cumplir con su deber, envez de preocuparse tanto por si es o no oportu-no hacerlo. Puedo admitir los temores de unniño, no los de un hombre. A medida que ibaadquiriendo uso de razón, hubiera debido des-pabilarse y liberarse de todo lo que fuera in-digno en la autoridad que tenían sobre él.Hubiera debido oponerse a la primera tentativade sus tíos para que desairara a su padre. Si hu-biera empezado cumpliendo con su deber, aho-ra no tropezaría con ninguna dificultad.

-Nunca nos pondremos de acuerdo sobre esta

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cuestión -exclamó Emma- y no tiene nada deextraño. Yo no tengo en absoluto la impresiónde que sea un joven débil; estoy segura de queno lo es. El señor Weston no podría estar tanciego, aun tratándose de su propio hijo; sóloque es muy probable que ese joven tenga uncarácter más dócil, más condescendiente, máscomplaciente de lo que usted considera propiode un hombre perfecto. Estoy casi segura deque es así; y aunque eso pueda privarle de al-gunas ventajas, le asegura en cambio otras mu-chas.

-Sí; todas las ventajas de quedarse muy tran-quilo en su casa cuando debería estar en otrositio, todas las ventajas de llevar una vida dediversiones y de ociosidad, y de imaginarseextraordinariamente hábil para encontrar excu-sas para ello; así puede sentarse a escribir unacarta preciosa y llena de floreos que contengatantas protestas de afecto como falsedades, yconvencerse a sí mismo de que ha encontradoel mejor sistema del mundo para conservar la

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paz dentro de casa y evitar que su padre tenganingún derecho a quejarse. Sus cartas no megustan en absoluto.

-Pues tiene usted gustos muy particulares. Alparecer todo el mundo las encuentra bien.

-Sospecho que a la señora Weston no le pare-cen tan bien. No creo que puedan ser del agra-do de una mujer que tiene tan buen juicio y unainteligencia tan despierta como ella; que ocupael lugar de una madre, pero que no está ciegapor el cariño de las madres. Por ella su visita aRandalls es doblemente necesaria, y debe desentir doblemente esa desatención. Si ellahubiera sido una persona de posición, estoyseguro de que el señor Frank Churchill yahubiera venido a Randalls; y entonces pocovalor hubiese tenido el que viniese o no. ¿Creeusted que su amiga no se ha hecho aún esasreflexiones? ¿Supone usted que a menudo no sedice todo eso para sus adentros? No, Emma,

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ese joven que usted cree tan «amable»10 sólo loes en francés, no en inglés. Puede ser muy «ai-mable», tener muy buenos modales, ser de tratomuy agradable; pero carece de lo que en inglésentendemos por delicadeza hacia los sentimien-tos de los demás; en él no hay nada verdade-ramente «amiable».

-Está usted empeñado en tener muy mal con-cepto de él.

-¿Yo? En absoluto -replicó el señor Knightleyun poco contrariado-; no tengo ningún interésen pensar mal de él. Estoy tan dispuesto a re-conocer sus méritos como los de cualquier otro;pero los únicos de los que he oído hablar serefieren solamente a su persona; que es alto yapuesto, y de modales finos y de trato agrada-ble.

-Pues aunque sólo pudiera alabársele por es-

10 Juego de palabras intraducible: «amiable», en in-glés, significa «afectuoso», «atento», «cariñoso»;«aimable», en francés, «amable», «cortés».

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to, en Highbury sería inapreciable. Aquí notenemos muchas ocasiones de encontrar a jóve-nes de buen ver, bien educados y de trato agra-dable. No podemos ser tan exigentes y pedirque lo tenga todo. ¿Se imagina usted, señorKnightley, la sensación que producirá su llega-da? No se hablará de otra cosa en las parro-quias de Donwell y Highbury; no se prestaráatención a nadie más... no habrá otro objeto decuriosidad; todo el mundo tendrá los ojos pues-tos en el señor Frank Churchill; no pensaremosen nada más ni hablaremos de ninguna otrapersona.

-Ya me disculparán porque no me deslumbretanto como ustedes. Si me parece que puedecambiar, me alegraré de conocerle; pero si sóloes un mequetrefe presuntuoso y hablador, pocotiempo y pocas reflexiones voy a dedicarle.

-La idea que tengo de él es la de que sabeadaptar su conversación al gusto de cada per-sona, y que tiene el don y el deseo de resultaragradable a todo el mundo. A usted le hablará

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de cuestiones de agricultura; a mí de dibujo ode música; y así hará con todos, ya que tieneconocimientos generales sobre todos los temasque le permiten seguir una conversación o ini-ciarla, según requieran las circunstancias, ytener siempre algo interesante que decir sobretodas las cosas; ésta es la idea que yo me hagode él.

-Pues la mía -dijo vivamente el señor Knigh-tley- es que si resulta ser como usted dice, seráel sujeto más insoportable que hay bajo la capadel cielo... ¡Vaya...! A los veintitrés años pre-tendiendo ser el primero de todos, el granhombre, el que tiene más experiencia del mun-do, que sabe adivinar el carácter de cada cual yaprovecha el tema de conversación que interesaa cada uno para exhibir su propia superiori-dad... Que prodiga adulaciones a diestra y si-niestra para que todos los que le rodean parez-can necios comparados con él... Mi queridaEmma, cuando llegue el momento, su sentidocomún no le permitirá soportar a semejante

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fantoche.-No voy a decirle nada más de él -exclamó

Emma-; porque usted todo lo toma a mal. Losdos tenemos prejuicios; usted en contra y yo afavor; y no habrá modo de que nos pongamosde acuerdo hasta que lo tengamos aquí.

-¿Prejuicios? Yo no tengo prejuicios.-Pues yo sí, y muchos, y no me avergüenzo en

absoluto de tenerlos. El afecto que tengo a losseñores Weston me hace tener un fuerte prejui-cio en favor suyo.

-Ésta es una persona en la que apenas piensouna vez al mes -dijo el señor Knightley con unaire tan molesto que movió a Emma a cambiarinmediatamente de conversación, a pesar deque no podía comprender por qué se enojabatanto.

Mostrar tanta aversión por un joven sólo por-que parecía ser de carácter distinto al suyo eraimpropio de la gran amplitud de miras queEmma estaba acostumbrada a reconocer en él;porque a pesar de la elevada opinión que él

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tenía de sí mismo -defecto que Emma le repro-chaba a menudo-, antes de entonces ella nuncahubiera supuesto ni por un momento que talcosa le hiciera ser injusto para con los méritosde otra persona.

CAPÍTULO XIX

AQUELLA mañana Emma y Harriet habíansalido a pasear juntas, y a juicio de Emma poraquel día ya habían hablado bastante del señorElton. Consideró que para el consuelo deHarriet y la expiación de sus propias faltas nohabía por qué hablar más de aquel asunto; demodo que mientras regresaban hacía todo loposible para cambiar de conversación...; perocuando Emma creía haber logrado ya su propó-sito, volvió a hablarse de lo mismo, y despuésde hablar durante un rato de lo que los pobresdebían de padecer en invierno, y de recibir portoda contestación un murmullo quejumbroso -

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«¡El señor Elton es tan bueno con los pobres!»-,Emma creyó que debía buscarse otro medio decambiar de tema.

Precisamente estaban muy cerca de la casa enque vivían la señora y la señorita Bates, y sedecidió a visitarlas para ver si la compañía deotras personas distraía a Harriet. Siempre habíauna buena razón para hacer esta visita: la seño-ra y la señorita Bates eran muy aficionadas arecibir gente; y Emma sabía que las escasaspersonas que pretendían ver imperfecciones enella la consideraban como negligente en eseaspecto, opinando que no contribuía todo loque debiera a los limitados placeres que podíanofrecerse en el pueblo.

El señor Knightley le había hecho muchas ob-servaciones acerca de ello, y la propia Emma sedaba cuenta también de que ésta era una de susdeficiencias... pero nada podía imponerse a laimpresión de que era una visita muy poco gra-ta... de que eran unas señoras aburridísimas... ysobre todo al horror del peligro que corría de

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encontrarse allí con la gente de medio pelo deHighbury, que siempre estaban visitándolas ypor lo tanto raras veces se acercaba por aquellacasa. Pero ahora adoptó la súbita decisión de nopasar por delante de su puerta sin entrar... ob-servando, cuando se lo propuso a Harriet, quesegún sus cálculos, en aquellos días estabancompletamente a salvo de una carta de JaneFairfax.

La casa pertenecía a una familia de comer-ciantes. La señora y la señorita Bates ocupabanla planta de la sala de estar; y allí, en la reduci-da habitación que les servía de todo, los visitan-tes eran recibidos con gran cordialidad e inclu-so con gratitud; la pulcra y plácida anciana quese hallaba sentada en el rincón más caliente consu labor, quería incluso levantarse para cedersu sitio a la señorita Woodhouse, y su hija, másactiva y habladora, seguía como siempre abru-mándoles con atenciones y amabilidades, agra-deciéndoles la visita, preocupándose por suszapatos, interesándose vivamente por la salud

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del señor Woodhouse, dándoles buenas noti-cias acerca de la de su madre, y ofreciéndoles elpastel que había sobre el aparador.

-La señora Cole acaba de irse, vino sólo pordiez minutos y ha sido tan buena que se haquedado una hora con nosotras, y ha comidoun pedazo de pastel y ha sido tan amable quenos ha dicho que le había gustado muchísimo;espero que la señorita Woodhouse y la señoritaSmith querrán complacernos y también lo pro-barán.

Habiendo nombrado a los Cole, era inevitableque no tardaran en mencionar al señor Elton;había mucha amistad entre ellos, y el señorCole había tenido noticias del señor Elton des-pués de la marcha de éste. Emma sabía lo queiba a venir; les releerían la carta, se hablaría deltiempo que hacía que estaba ausente, de cómofrecuentaba la vida de sociedad, de que endonde él estaba era siempre el preferido y de loconcurrido que había estado el baile del Maes-tro de Ceremonias; y pasó por todo ello con

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mucho tacto, mostrando todo el interés yhaciendo todos los elogios que eran de rigor, ysiempre adelantándose a hablar para evitar queHarriet se viese obligada a decir algo.

Emma ya estaba dispuesta a pasar por todoesto cuando entró en la casa; pero suponía queuna vez hubieran terminado de hacer grandeselogios de él, no las importunarían con ningúnotro tema de conversación enojoso, y que sepondrían a divagar extensamente acerca detodas las señoras y señoritas de Highbury y desus partidas de cartas. Lo que no esperaba eraque Jane Fairfax sucediese al señor Elton; perola señorita Bates inesperadamente inició estaconversación; abandonó bruscamente el temadel señor Elton para pasar a los Cole, y por finacabar hablando de una carta de su sobrina.

-¡Oh, sí, señor Elton!; me han dicho que comobailar... La señora Cole me decía que ha bailadomucho en los salones de Bath... La señora Coleha sido tan amable que se ha quedado un ratocon nosotras charlando de Jane; porque apenas

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llegar ya ha preguntado por ella... ya sabe us-ted, Jane es su preferida... Siempre que la tene-mos con nosotras, la señora Cole no sabe másque colmarla de atenciones; claro que hay quedecir que Jane se merece eso y mucho más; demodo que apenas llegar, ha preguntado ya porella; y dice: «Ya sé que últimamente no puedenhaber tenido noticias de Jane, porque no son losdías en que ella escribe»; y entonces yo le hecontestado: «Pues mire, sí que tenemos, estamisma mañana hemos recibido carta suya.»Creo que en mi vida he visto a nadie más sor-prendido. «Pero ¿lo dice usted de veras?», meha dicho ella. «Vaya, pues esto sí que no lo es-peraba. Cuénteme, cuénteme lo que dice.»

Emma tuvo que demostrar su cortesía dicien-do con una sonrisa de interés:

-¿Hace tan poco que han tenido noticias de laseñorita Fairfax? No sabe cuánto me alegro.Supongo que estará bien.

-Muchas gracias. ¡Es usted tan amable! -replicó la tía, feliz y engañada, mientras se de-

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dicaba afanosamente a buscar la carta ¡Oh!Aquí está. Estaba segura de que no podía andarmuy lejos; pero ya ve, había puesto encima sindarme cuenta la cesta de la costura y habíaquedado completamente escondida, pero hacíatan poco que la había tenido en las manos queestaba casi segura de que tenía que estar sobrela mesa. La estaba leyendo a la señora Cole, ycuando ella se fue se la he vuelto a leer a mimadre... Le hace tanta ilusión una carta de Janeque nunca se cansa de oírla leer; o sea que yoya sabía que no podía andar muy lejos, y aquíestá, sólo que había quedado debajo del cestode la costura... y ya que es usted tan amableque desea oír lo que dice... Pero, antes que na-da, para que no se forme usted una mala opi-nión de Jane tengo que excusarla por haberescrito una carta tan corta... sólo dos páginas,ya ve usted, apenas dos páginas... y general-mente llena toda la hoja y luego escribe cruza-do por encima hasta la mitad. Mi madre siem-pre se extraña de que yo sepa descifrar tan bien

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su letra. Cuando abrimos una carta, ella sueledecir: «Bueno, Hetty, a ver si sacas algo en clarode este tablero de damas»... ¿verdad, mamá? Yentonces yo le digo que si no tuviera a nadieque lo hiciese en su lugar, ella sola conseguiríadescifrar toda la carta hasta la última sílaba. Yla verdad es que, aunque la vista de mi madreya no es tan buena como lo era antes, con susgafas todavía ve magníficamente bien, gracias aDios. Y eso es una gran cosa ¿eh? La verdad esque mi madre tiene una vista excelente. Jane,cuando está aquí, suele decir: «Abuelita, estoysegura de que para ver lo que usted ve ahora,tiene que haber tenido una vista prodigiosa...¡Las labores tan delicadas que ha hecho usted!Yo sólo deseo que cuando tenga su edad puedaver como usted ahora.»

Como todo eso se dijo extraordinariamenteaprisa, la señorita Bates se vio obligada a haceruna pausa para tomar aliento; y Emma dijo unafrase cortés acerca de las excelencias de la escri-tura de la señorita Fairfax.

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-Es usted extremadamente amable -replicó laseñorita Bates, muy agradecida-; ¡y que lo digaquien puede juzgar tan bien como usted, quetiene una letra tan preciosa! Créame, señoritaWoodhouse, que ningún elogio puede dejarnostan satisfechas como el suyo. Mi madre no la haoído; es un poco sorda, ya sabe usted. Mamá -dirigiéndose a ella-, ¿has oído lo que la señoritaWoodhouse ha tenido la amabilidad de decirsobre la letra de Jane?

Y Emma tuvo el placer de oír repetir dos ve-ces más sus insustanciales elogios antes de quela buena anciana pudiese entenderlo. Mientras,estudiaba la posibilidad de huir de la carta deJane Fairfax sin parecer demasiado descortés, yya casi estaba resuelta a escapar de allí inme-diatamente dando cualquier excusa trivial,cuando la señorita Bates se volvió de nuevohacia ella y reclamó su atención.

-La sordera de mi madre es algo que carecede importancia, sabe usted, no es casi nada.Sólo con levantar un poco la voz y repetir lo

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que sea dos o tres veces lo oye perfectamente;pero lo que ocurre es que está acostumbrada ami voz. Pero es muy notable que siempre oigamejor a Jane que a mí. ¡Jane habla de un modotan claro! A pesar de todo no va a encontrar asu abuelita más sorda de lo que estaba hace dosaños; que ya es decir mucho a la edad de mimadre... Y han pasado ya dos años enteros,sabe usted, desde la última vez que Jane nosvisitó. Es la primera vez que pasa tanto tiemposin que venga a vernos, y como le decía a laseñora Cole, ahora sí que todo lo que hagamospara obsequiarla nos parecerá poco.

-¿Esperan ustedes a la señorita Fairfax paradentro de poco? -¡Oh, sí! Para la semanapróxima.

-¿De veras? No sabe cuánto me alegro.-Muchas gracias. Es usted muy amable. Sí, la

semana próxima. Todo el mundo se queda tansorprendido al saberlo; y todo el mundo de-muestra tanto interés por ella; estoy segura deque se alegrará tanto de volver a ver a sus ami-

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gos de Highbury como ellos de volver a verla.Sí, el viernes o el sábado; no puede precisar lafecha porque el coronel Campbell necesitará elcoche uno de esos días. ¡Son tan buenos que laacompañan hasta aquí mismo! Pero siempre lohacen, ¿sabe usted? Oh, sí, el próximo viernes osábado. Esto es lo que dice en la carta. Ésta es larazón de que haya escrito fuera de tiempo, co-mo decimos nosotras; porque si todo hubiesesido normal, no hubiéramos tenido noticiassuyas hasta el próximo martes o miércoles.

-Sí, eso era lo que yo me imaginaba. Temíaque hoy tuviera pocas posibilidades de saberalgo nuevo de la señorita Fairfax.

-¡Oh, es usted tan amable! No, no hubiéramostenido carta suya de no ser por esta circunstan-cia especial de que va a venir dentro de tanpoco. ¡Mi madre está tan contenta! Porque estavez se quedará con nosotros por lo menos du-rante tres meses. Tres meses, eso es lo que dicecon toda seguridad, y lo que voy a tener el gus-to de leerle a usted. Verá usted, lo que ocurre es

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que los Campbell se van a Irlanda. La señoraDixon ha convencido a sus padres para quevayan a verla ahora. Ellos no tenían intenciónde ir a Irlanda hasta el verano, pero su hija estátan impaciente por volverles a ver... porqueantes de casarse, el pasado octubre, nunca sehabía separado de ellos más de una semana, locual hace que le resulte muy penoso vivir si noen otro reino, como iba a decir, por lo menos síen un país diferente, de modo que le escribióuna carta urgentísima a su madre... o a su pa-dre, confieso que no sé a cuál de los dos, peroahora lo veremos por la carta de Jane... le escri-bió pues en nombre del señor Dixon y en elsuyo propio rogándoles que fueran a verles loantes posible y diciéndoles que les irían a bus-car a Dublín y que desde allí les llevarían a sucasa de campo, Baly-craig, un lugar precioso,me imagino yo. Jane ha oído hablar mucho delo bonito que es; el señor Dixon es quien se loha dicho... no sé si alguien más le ha hecho elo-gios del lugar; pero es muy natural, ¿sabe us-

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ted?, que a él le gustara hablar de su casa cuan-do cortejaba a su prometida... y como Jane salíamuy a menudo a pasear con ellos... porque elcoronel y la señora Campbell eran muy riguro-sos en que su hija no saliera a pasear a menudosola con el señor Dixon, y yo no les censuro enabsoluto por pensar así; y claro, ella oía todo loque él le contaba a la señorita Campbell sobresu casa de Irlanda; y me parece que Jane nosescribió diciéndonos que les había enseñadounos dibujos del lugar, unas vistas que él mis-mo había dibujado. Creo que es un joven tanatento, lo que se dice encantador. Después deoírle hablar de su país, Jane tenía muchas ganasde ir a Irlanda.

En aquel momento, en el cerebro de Emmasurgió una ingeniosa y divertida sospecha refe-rente a Jane Fairfax, al encantador señor Dixony al hecho de que ella no fuera a Irlanda, y dijocon la insidiosa intención de descubrir algomás:

-Deben de estar ustedes muy satisfechas de

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que la señorita Fairfax pueda venir a visitarlesen esta ocasión. Teniendo en cuenta la íntimaamistad que tiene con la señora Dixon, era lógi-co que ustedes creyeran que no podría excusar-se de acompañar al coronel y a la señoraCampbell.

-Cierto, muy cierto; eso era lo que siemprehabíamos temido; porque no nos hubiera gus-tado tenerla tan lejos de nosotras durante mesesy meses... sin que hubiera podido venir sihubiera ocurrido algo. Pero ya ve usted quetodo se ha resuelto de la mejor manera. Ellos(me refiero a los señores Dixon) estaban empe-ñados en que acompañara al coronel y a la se-ñora Campbell; puede usted tener la seguridad;y Jane dice, como ahora mismo oirá usted, queinsistieron muchísimo en que hiciera tambiéneste viaje; el señor Dixon no parece ser una per-sona descuidada o desatenta en estas cosas. Esun joven realmente encantador. Desde que sal-vó la vida a Jane en Weymouth cuando estabanpaseando en barca y de pronto una de las velas

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dio la vuelta bruscamente y ella hubiera caídoal mar, y estaba irremisiblemente perdida a noser que él, con una gran presencia de ánimo, lahubiese cogido por el vestido... (cada vez que lopienso me dan temblores)... Pues desde que nosenteramos de lo que había ocurrido aquel díasentimos un gran aprecio por el señor Dixon.

-Y a pesar de la insistencia de todos sus ami-gos y de los deseos que tenía de ver Irlanda, laseñorita Fairfax prefiere dedicar su tiempo austed y a la señora Bates, ¿no?

-Sí... ha sido ella quien lo ha decidido, segúnsu libre voluntad; y el coronel y la señoraCampbell opinan que hace muy bien, que esoes exactamente lo que ellos le hubieran aconse-jado; y la verdad es que ellos tienen un especialinterés porque pase una temporada respirandoel aire de su tierra natal, porque últimamenteha estado un poco delicada, y no tan bien desalud como de costumbre.

-No sabe cuánto lo siento. Me parece que esun criterio muy acertado. Pero la señora Dixon

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debe haber tenido una gran decepción. Segúncreo la señora Dixon no es una belleza muyllamativa, ¿verdad?; me refiero a que no puedecompararse en modo alguno con la señoritaFairfax, ¿no?

-¡Oh, no! Es usted muy amable al decir estascosas... pero la verdad es que no. No hay com-paración posible entre ellas. La señorita Camp-bell siempre ha sido una joven que no ha lla-mado en absoluto la atención... pero, eso sí,muy elegante y de trato muy agradable.

Sí, eso por supuesto.-Jane pilló un resfriado bastante fuerte, la po-

brecilla, el día siete de noviembre (ya se lo leeréa usted), y todavía no se ha repuesto. ¿Verdadque es demasiado tiempo para que siga aúnresfriada? Hasta ahora no nos había dicho nadaporque no quería alarmarnos. ¡Siempre la mis-ma! ¡Tan considerada! Pero por lo visto tardatanto en restablecerse que unos amigos que laquieren tanto como los Campbell opinan que lomejor que puede hacer es venir aquí a respirar

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este aire que siempre le sienta tan bien; y no tie-nen la menor duda de que pasando tres o cua-tro meses en Highbury se repondrá por com-pleto... y no encontrándose bien del todo, desdeluego es mucho mejor que venga aquí que vayaa Irlanda... Nadie va a cuidarla mejor que noso-tras.

-Sí, me parece que es la mejor decisión quehubieran podido tomar.

-De modo que ella vendrá el próximo vierneso el sábado, y los Campbell saldrán de la ciu-dad camino de Holyhead el lunes siguiente...como ya verá usted por la carta de Jane. ¡Todoha sido tan precipitado! Ya puede suponer,querida señorita Woodhouse, lo preocupadaque me tiene todo eso. Si no fuera por las con-secuencias de su enfermedad... pero me temoque vamos a verla muy desmejorada y con muymal aspecto. A propósito, tengo que contarlealgo que me ha ocurrido esta mañana y que hesentido tanto... Yo siempre tengo la costumbrede leer primero para mí las cartas de Jane, antes

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de leerlas en voz alta para mi madre, ¿sabe us-ted?, por miedo a que digan algo que puedapreocupar a mamá. Jane prefiere que lo hagaasí, y yo así lo hago siempre; y hoy empiezo aleer la carta con las precauciones de costumbre;pero apenas leo que no se encuentra bien, mehe asustado tanto que no he podido contener-me y he exclamado «¡Dios mío! ¡La pobre Janeestá enferma!» Y mi madre, que estaba pres-tando atención, lo ha oído claramente y se haalarmado mucho. Sin embargo, cuando he se-guido leyendo ya he visto que no era una cosatan grave como me había imaginado al princi-pio; y ahora al intentar tranquilizar a mi madre,le he quitado tanta importancia que no me hacreído mucho. ¡Pero no sé cómo ha podido co-germe tan desprevenida! Si Jane no mejorapronto llamaremos al señor Perry. No podemosreparar en gastos; y aunque él sea tan generosoy quiera tanto a Jane que me atrevería a asegu-rar que no querrá cobrar nada por sus visitas,nosotras tampoco podemos consentirlo, sabe

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usted. Tiene una esposa y una familia que man-tener y no puede perder su tiempo. Bueno, aho-ra que ya le he dado una idea de lo que nosdice Jane, pasemos a la carta, y estoy convenci-da de que ella le contará mucho mejor su histo-ria de lo que yo puedo contársela.

-Lo siento muchísimo, pero tendríamos queirnos -dijo Emma, volviéndose hacia Harriet yempezando a levantarse-. Mi padre nos estaráesperando. Cuando entramos no tenía inten-ción ni podía quedarme más de cinco minutos.Sólo que hemos decidido visitarles para no pa-sar por delante de la casa sin preguntar por laseñora Bates; pero ha sido una conversación tanagradable que el tiempo me ha pasado volan-do. Pero ahora tenemos que despedirnos deusted y de la señora Bates.

Y todo lo que intentaron para retenerlas mástiempo fue en vano. Emma salió a la calle...satisfecha, porque a pesar de que se había vistoobligada a oír muchas cosas que no le interesa-ban en absoluto, a pesar de que había tenido

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que enterarse de todo lo que en sustancia decíala carta de Jane Fairfax, había logrado evitarque le leyeran la dichosa carta.

CAPÍTULO XX

JANE FAIRFAX era huérfana, el único frutodel matrimonio de la hija menor de la señoraBates.

La boda del teniente Fairfax, del... regimientode Infantería, y la señorita Jane Bates, habíatenido su época de esplendor y de ilusiones, deesperanzas y de atractivos; pero ahora nadaquedaba de él, excepto el melancólico recuerdode la muerte del marido en acción de guerra enel extranjero... de su viuda, consumida por latisis y la tristeza pocos años más tarde... y aque-lla hija.

Por su nacimiento Jane pertenecía a Highbu-ry; y cuando a los tres años, al perder a su ma-dre se convirtió en la propiedad, la carga, el

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consuelo y la niña mimada de su abuela y de sutía, todo parecía indicar que iba a vivir allí elresto de su vida; que iba a recibir una educa-ción proporcionada a los escasos medios de sufamilia, y que iba a crecer sin frecuentar la bue-na sociedad y sin poder perfeccionar los dotesque la naturaleza le había proporcionado: en-canto personal, viveza de ingenio, un corazónsensible y un trato agradable.

Pero los compasivos sentimientos de un ami-go de su padre le dieron la oportunidad decambiar su destino. Ese amigo era el coronelCampbell, que había tenido en gran estima alteniente Fairfax, considerándolo como un exce-lente oficial y como un joven de grandes méri-tos; y además le debía tales atenciones, duranteuna terrible fiebre que se declaró en un cam-pamento, que creía deberle la vida. Éstas erancosas que no podía olvidar, a pesar de que pa-saron una serie de años, después de la muertedel pobre Fairfax, en los que él se hallaba en elextranjero, pero su regreso a Inglaterra le per-

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mitió llevar a cabo sus propósitos. Cuando re-gresó averiguó el paradero de la niña y se in-formó acerca de ella. El coronel estaba casado ysólo tenía un hijo, una niña que debía tener lamisma edad que Jane; y Jane se convirtió enhuésped habitual de su casa, en la que pasabalargas temporadas, siendo muy querida portodos; y antes de que cumpliera los nueve años,el gran cariño que su hija sentía por, ella y supropio deseo de dispensarle su protección, mo-vieron al coronel Campbell a ofrecerse paracorrer con todos los gastos de su educación. Laoferta fue aceptada; y desde entonces Janehabía pertenecido a la familia del coronelCampbell y había vivido siempre con ellos, sinvisitar a su abuela más que de vez en cuando.

Se decidió que Jane se preparara para la en-señanza, ya que los escasos centenares de librasque había heredado de su padre hacían impo-sible toda posición independiente. Y el coronelCampbell carecía de medios para asegurar suporvenir de otro modo; pues a pesar de que sus

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ingresos, procedentes de su paga y sus asigna-ciones, no eran nada despreciables, su fortunano era muy grande, y debía ser íntegra para suhija; pero dándole una buena educación, con-fiaba proporcionarle para más adelante los me-dios para vivir decorosamente.

Ésta era la historia de Jane Fairfax. Había caí-do en buenas manos, los Campbell no habíantenido más que bondades para con ella y se lehabía dado una excelente educación. Viviendoconstantemente con personas de recto criterio ycultivadas, su corazón y su entendimiento sehabían beneficiado de todas las ventajas de ladisciplina y de la cultura; y como el coronelCampbell residía en Londres, sus aptitudes másdescollantes habían podido ser plenamentecultivadas gracias al concurso de los mejoresmaestros. Sus facultades y su capacidad erantambién dignos de todo lo que aquella amistadpudiera ofrecerle; y a los dieciocho o diecinue-ve años era ya, dentro de lo que a una edad tantemprana se puede estar capacitado para ense-

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ñar a los niños, muy competente en cuestionesde enseñanza; pero la querían demasiado paraque permitiesen que se separara de ellos. Ni elpadre ni la madre tuvieron valor para pro-ponerlo, y la hija no hubiera podido soportaruna separación. El día funesto fue, pues, apla-zado. Fue fácil encontrar la excusa de que eraaún demasiado joven; y Jane siguió viviendocon ellos, participando como una hija más enlos honestos recreos de la sociedad elegante, ydisfrutando de una juiciosa mezcla de vidahogareña y de diversiones, sin más preocupa-ción que la de su porvenir, ya que su buen sen-tido no podía por menos de recordarle pru-dentemente que todo aquello no tardaría enterminarse.

El afecto que le profesaba toda la familia, ysobre todo el gran cariño que sentía por ella laseñorita Campbell, decía mucho en favor deellos, ya que el hecho era que Jane era clara-mente superior tanto en belleza como en cono-cimientos. Los encantos de que le había dotado

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la naturaleza no podían pasar inadvertidospara su joven amiga, y los padres tenían tam-bién que darse cuenta de la superioridad de suinteligencia. Sin embargo, siguieron viviendojuntos unidos por un cálido afecto, hasta la bo-da de la señorita Campbell, quien tuvo la for-tuna, esta buena suerte que tan a menudo des-barata todas las previsiones en cuestiones ma-trimoniales, haciendo que tenga preferencia lamedianía a lo que es superior, de conquistar elcorazón del señor Dixon, un joven rico y agra-dable, casi desde el mismo momento en que seconocieron; y no tardó en verse casada y feliz,mientras que Jane Fairfax tenía aún que empe-zar a pensar en ganarse el pan cotidiano.

La boda se había celebrado hacía muy pocotiempo; demasiado poco para que la menosafortunada de las dos amigas hubiera podidoemprender ya la senda del deber; aunque habíallegado a la edad que ella misma se había fijadopara este comienzo. Hacía tiempo que teníadecidido que a los veintiún años empezaría su

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nueva vida. Con la fortaleza de una noviciadevota había resuelto completar el sacrificio alos veintiún años, y renunciar a todos los place-res del mundo, a todo honesto trato con losdemás, a toda sociedad, a la paz y a la esperan-za, para seguir para siempre el camino de lapenitencia y de la mortificación.

El buen juicio del coronel y de la señoraCampbell les impidió oponerse a esta decisión,aunque sus sentimientos les impulsaran a ello.Mientras ambos viviesen, no era necesario queJane lo pidiera: su casa estaría siempre abiertapara ella; por su gusto, no hubieran consentidoque se fuera de allí; pero eso hubiera sido ego-ísmo: lo que por fin tenía que llegar era mejorhacerlo pronto. Tal vez entonces empezaron acomprender que hubiera sido más sensato ymejor para ella haber resistido a la tentación deir aplazando aquel momento y evitar que Janeconociera y disfrutara las ventajas del ocio deuna vida desahogada que ahora se veía obliga-da a abandonar. Sin embargo, todavía el afecto

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se esforzaba por aferrarse a cualquier pretextorazonable para demorar en lo posible aqueltriste momento. Jane no se había vuelto a en-contrar completamente bien desde la boda de lahija de la casa; y hasta que no se hubiera recu-perado del todo creyeron necesario prohibirleque emprendiera ningún trabajo, cosa que nosólo era incompatible con una salud delicada yun ánimo decaído, sino que, aun en las circuns-tancias más favorables, parecía exigir algo másque la perfección humana de cuerpo y de espí-ritu, para poder llevarlo a cabo de un modo de-sahogado.

Respecto a lo de no acompañarles a Irlanda,en el relato que hizo a su tía no decía más quela verdad, aunque tal vez hubiera algunas ver-dades que se callaba. Fue ella quien decidióconsagrar a los de Highbury el tiempo que du-rara la ausencia de los Campbell; quizá parapasar los últimos meses de libertad total ro-deada de afectuosos parientes que tanto la que-rían; y los Campbell, por el motivo o motivos

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que fuesen, tanto si era uno como dos o tres, seapresuraron a aprobar ese proyecto y dijeronque tenían más confianza en unos pocos mesesque pasara en su tierra natal para recobrar lasalud, que en cualquier otro remedio. Era, pues,seguro que volvería a Highbury; y que allí, envez de dar la bienvenida a una novedad abso-luta que hacía tanto tiempo que se les prometía--el señor Frank Churchill- deberían conformar-se por ahora con Jane Fairfax, que sólo era unanovedad por sus dos años de ausencia.

Emma no estaba contenta... ¡Tener que seramable durante tres largos meses con una per-sona que le desagradaba! ¡Tener que estarsiempre haciendo más de lo que deseaba y me-nos de lo que debía! Sería difícil explicar porqué Jane Fairfax no era persona de su gusto; encierta ocasión el señor Knightley le había dichoque era porque veía en ella a la joven perfecta,como Emma hubiese querido que se la conside-rara; y aunque entonces la acusación había sidovivamente refutada, habían momentos de re-

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flexión en que su conciencia no se sentía total-mente limpia de aquello. Pero nunca había po-dido trabar amistad con ella; no sabía por qué,pero veía en Jane una frialdad y una reserva...una aparente indiferencia por gustar o no gus-tar... ¡y además su tía era una charlatana tan te-rrible! Y todo el mundo armaba tal alborotocuando se trataba de ella... Y siempre imagina-ban que las dos tenían que llegar a ser íntimasamigas... porque tenían la misma edad todo elmundo había supuesto que era forzoso quecongeniasen... Éstas eran sus razones... no teníamejores.

Sus motivos eran tan poco justificados... todosy cada uno de los defectos que le imputaba es-taban tan agrandados por su imaginación, quesiempre que veía por primera vez a Jane Fairfaxdespués de una ausencia considerable tenía lasensación de haber sido injusta con ella; y aho-ra, cuando efectuó la anunciada visita, a su lle-gada, después de un intervalo de dos años,Emma quedó extraordinariamente sorprendida

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al ver los modales de aquella muchacha a laque había estado menospreciando durante dosaños enteros. Jane Fairfax era muy elegante,notablemente elegante. Su estatura era propor-cionada, como para que casi todo el mundo laconsiderase alta, y nadie pudiera pensar que loera demasiado; su figura era particularmenteagraciada; un justo término medio, ni demasia-do gruesa ni demasiado delgada, aunque unaleve apariencia de salud un tanto frágil parecíadescartar la posibilidad del más probable deesos dos peligros. Emma no pudo por menosde darse cuenta de todo esto; y además en surostro, en sus facciones, había mucha más be-lleza de lo que ella creía recordar; sus faccionesno eran muy regulares, pero sí de una bellezamuy agradable. Nunca había regateado su ad-miración por aquellos ojos de un gris oscuro yaquellas pestañas y cejas negras; pero la tez, ala que siempre había solido poner reparos pordescolorida, tenía una luminosidad y una deli-cadeza que ciertamente no necesitaba mayor

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lozanía. Era un tipo de belleza en el que el ras-go predominante era la elegancia, y por lo tan-to, en conciencia y de acuerdo con su criterio,no podía por menos de admirarla... eleganciaque, tanto en lo exterior como en lo espiritualtenía muy pocas ocasiones de encontrar enHighbury. Allí no ser vulgar era una distincióny un mérito.

En resumen, durante la primera visita, Emmacontemplaba a Jane Fairfax con redobladacomplacencia; al placer que experimentaba alverla se unía la necesidad que sentía de hacerlejusticia, y decidió abandonar su actitud hostil ala joven. Y cuando pensaba en su historia, susituación le impresionaba tanto como su belle-za; cuando reflexionaba sobre el destino que ibaa tener esta elegancia, sobre cómo tendría querebajarse, sobre cómo iba a vivir, le parecía im-posible que pudiera sentirse algo que no fueracompasión y respeto por ella; sobre todo, si alas circunstancias bien conocidas de su vidaque la hacían merecedora de tanto interés, se

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unía el hecho más que probable de que sehubiera sentido atraída por el señor Dixon,sospecha que tan espontáneamente había sur-gido en la imaginación de Emma. De ser así,nada más digno de compasión ni más nobleque los sacrificios que se hallaba dispuesta aaceptar. Ahora Emma no podía ser más contra-ria a creer que la joven hubiese intentadoatraerse al señor Dixon rivalizando con su ami-ga, o que hubiese sido capaz de cualquier otraintención malévola, como en un principio habíallegado a suponer. Si había existido amor, debíade haber sido un sentimiento puro y sencillo,sólo experimentado por ella, no correspondido.Inconscientemente debía de haber ido sorbien-do aquel triste veneno mientras atendía al ladode su amiga a las palabras de él; y ahora debíade ser el más limpio, el más puro de los moti-vos el que le hiciera negarse a efectuar esta visi-ta a Irlanda y decidirse a separarse definitiva-mente de él y de su familia para iniciar su vidade trabajo.

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En conjunto, pues, Emma se separó de Janesintiendo por ella tanta simpatía y tanto afectoque al regresar a su casa se vio forzada a pensaren la posibilidad de encontrarle un buen parti-do, y a lamentar que Highbury no contase conningún joven que pudiese proporcionarle unasituación independiente; no encontraba quienpudiese convenir a Jane.

Sentimientos admirables los de Emma... peroque duraron poco. Antes de que se comprome-tiera con alguna profesión pública de eternaamistad con Jane Fairfax, antes de que hubierahecho algo más por enmendar sus pasados pre-juicios y errores, que decir al señor Knightley:«La verdad es que es muy linda, más que lin-da», Jane pasó una velada en Hartfield con suabuela y su tía, y todo volvió al estado de cosasanterior. Reaparecieron los mismos motivos deenemistad de antes. La tía era tan pesada comosiempre; más pesada aún, porque ahora ade-más de admirar las cualidades de su sobrina, sesentía inquieta por su salud; y tuvieron que oír

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la descripción exacta del poco pan y mantequi-lla que comía en el desayuno y de lo pequeñaque era la tajada de cordero de la comida, apar-te de la exhibición de los nuevos gorros y de lasnuevas bolsas para la labor que había confec-cionado para su abuela y para ella; y Emmavolvió a sentirse irritada con Jane. Tuvieron unpoco de música; Emma se vio obligada a tocar;y las gracias y los elogios que obligadamentesiguieron a su ejecución parecieron a Emma deuna ingenuidad afectada, de un aire de supe-rioridad destinado tan sólo a demostrar a todosque ella, Jane, seguía estando muy por encima.Lo peor de todo era que además era tan fría, tancautelosa... No había manera de saber qué es loque realmente pensaba. Envuelta en una capade cortesía, parecía decidida a no arriesgarse ennada. Resultaba molesta su actitud de suspica-cia y de reserva.

Y si todavía era posible serlo más, se mostróaún más reservada en lo referente a Weymouthy a los Dixon. Parecía interesada en no querer

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hablar del carácter del señor Dixon, ni en opi-nar acerca de su trato, ni en hacer ningún co-mentario sobre lo conveniente que había sidoaquella boda. Todo lo aprobaba por igual; ensus palabras no había nada de concreto ni des-tacado. Sin embargo de poco le sirvió. ParaEmma esta cautela era artificiosidad, disimulo,y la joven volvió a sus sospechas de antes. Pro-bablemente allí había algo más que ocultar quesus simples preferencias. Tal vez el señor Dixonhabía estado a punto de dejar una amiga porotra, o sólo se había decidido por la señoritaCampbell pensando en sus futuras doce millibras.

La misma reserva prevaleció tratándose deotros temas. Ella y el señor Frank Churchillhabían coincidido en Weymouth. Era sabidoque habían tenido cierto trato; pero Emma nopudo arrancarle ni una sílaba que pudieraorientarla acerca de la verdadera personalidaddel joven. «¿Es apuesto?» «Creo que se le con-sidera como un joven muy atractivo.» «¿Es

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agradable de trato?» «Se le suele considerarcomo muy agradable.» «¿Da la impresión deser un joven de inteligencia despierta y cultiva-do?» «En un balneario o en casa de un amigocomún en Londres es muy difícil formarse unaopinión sobre esas cosas. Los modales sonsiempre lo primero que puede apreciarse, peroa pesar de todo se requiere conocer mejor a lapersona de lo que yo he podido conocer al se-ñor Frank Churchill. Tengo la impresión de quetodo el mundo le encuentra muy amable y cul-tivado.» Emma no podía perdonarle.

CAPÍTULO XXI

EMMA no podía perdonarle... Pero como elseñor Knightley, que había estado también enla reunión, no había advertido ningún motivode provocación ni ningún resentimiento, y sólohabía visto las mayores amabilidades y cortesí-as por ambas partes, al día siguiente por la ma-

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ñana, cuando volvió a Hartfield para tratar deunos asuntos con el señor Woodhouse, expresósu satisfacción por la velada de la noche ante-rior; no de un modo tan claro como lo hubierahecho de no encontrarse presente el padre deEmma, pero siendo lo suficientemente explícitopara que ésta le comprendiera a la perfección.Había solido reprochar a Emma el ser injustapara con Jane, y ahora se alegraba muchísimode ver que la situación había mejorado.

-Una velada agradabilísima empezó diciendo,después de haber hablado de todo lo necesariocon el señor Woodhouse, de que éste le hubieradicho que había comprendido y de que guarda-ran los papeles-; muy agradable. Usted y laseñorita Fairfax nos obsequiaron con una músi-ca deliciosa. Señor Woodhouse, no conozcomayor placer que estar cómodamente instaladoen un sillón mientras dos jóvenes como éstasnos regalan los oídos durante toda una velada;a veces con música, a veces con su conversa-ción. Estoy seguro, Emma, de que a la señorita

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Fairfax tiene que haberle parecido agradable lavelada. En cualquier caso, por usted no queda-ría. Me alegré de ver que le dejaba tocar tanto,porque como en casa de su abuela no tienenningún instrumento, ella debe de haberlo agra-decido mucho.

-Me alegra saber que le pareció acertado -dijoEmma sonriendo-; pero no creo que acostum-bre a ser descortés con las personas que invita-mos a Hartfield.

-¡Oh, no, querida! -dijo su padre al momento-,de eso sí que no tengo la menor duda. No haynadie que sea ni la mitad de atenta y de cortésque tú. Si acaso eres demasiado atenta. Ayernoche los panecillos... creo que con que hubie-ses ofrecido una sola vez hubiese bastado.

-No -dijo el señor John Knightley casi al mis-mo tiempo-; no suele ser usted descortés; ni enmodales ni en comprensión; en fin, creo queusted ya me entiende.

La maliciosa mirada de Emma significaba:«Le entiendo perfectamente»; pero sólo dijo:

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-La señorita Fairfax es muy reservada.-Siempre le he dicho que lo era... un poco; pe-

ro no tardará usted en disculpar la parte de sureserva que debe ser disculpada, la que tiene suorigen en la timidez. Lo que es discreción ha derespetarse.

-¿Le parece tímida? A mí no.-Mi querida Emma -dijo trasladándose a una

silla que estaba más cerca de ella-, supongo queno irá a decirme que no le pareció agradable lavelada de ayer.

-¡Oh, no! Me, divirtió mucho mi perseveran-cia en hacer preguntas y el pensar que obteníatan poca información. -Lo lamento -fue su únicarespuesta.

-Yo supongo que todo el mundo lo pasó bien-dijo el señor Woodhouse, con su habitual pla-cidez-. Por lo menos yo sí. Al principio estabademasiado cerca del fuego; pero luego retiré unpoco la silla, muy poquito, y ya dejó de moles-tarme. La señorita Bates estaba muy locuaz y debuen humor, como siempre, aunque para mi

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gusto habla demasiado aprisa. Pero es muyagradable, y la señora Bates también, aunquede un modo distinto. Me gustan las antiguasamistades; y la señorita Jane Fairfax es una jo-vencita muy linda, muy linda y muy bien edu-cada. Estoy seguro, señor Knightley, de quepasó una velada muy agradable, gracias aEmma.

-Sin duda; y Emma gracias a la señorita Fair-fax.

Emma advirtió el tono de inquietud del señorKnightley, y deseando tranquilizarle, al menospor entonces, dijo con una sinceridad de la quenadie se hubiera atrevido a dudar.

-Es una muchacha elegantísima, de la queuna casi no puede apartar los ojos. Yo no mecansaba de contemplarla con verdadera admi-ración; y también compadeciéndola con todami alma.

El señor Knightley dio la impresión de sentirmás gratitud de la que quería aparentar; y antesde que pudiera responder, el señor Woodhou-

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se, que seguía pensando en las Bates, dijo:-¡Qué lástima que sus medios sean tan esca-

sos! ¡La verdad es que me dan mucha pena! Ymuchas veces he querido hacerles algún regalo,algo pequeño, sin gran importancia, pero de loque no hay corrientemente... ¡pero es tan pocolo que uno puede arriesgarse a hacer! Ahorahemos matado un cerdo, y Emma piensa en-viarles lomo o un jamón... Es un regalo de pocovalor, pero exquisito... Los cerdos de Hartfieldno pueden compararse con ningún otro... pero,a pesar de todo es cerdo... y, mi querida Emma,si no podemos estar seguros de que van a cor-tarlo en tajadas, bien fritas, como las freímosnosotros, quitando toda la grasa, y sin asarlo,porque no hay estómago que resista el cerdoasado... me parece que sería mejor que les en-viáramos el jamón, ¿no crees, querida?

-Mi querido papá, les he enviado todo uncuarto trasero. Ya sabía que éste era tu deseo. Eljamón tendrán que salarlo, ya lo sabes, y esriquísimo, y el lomo pueden comérselo como

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quieran.-Has hecho muy bien, querida... muy bien. Yo

no sabía nada de esto, pero era lo mejor quepodía hacerse. Pero el jamón que no lo salendemasiado; y si no está demasiado salado yqueda bien hervido, como Serle nos hierve losnuestros, si se come con mucha moderaciónacompañándolo de nabos hervidos y un pocode zanahoria o de chirivía, no creo que puedahacerles daño.

-Emma -dijo bruscamente el señor Knightley-,tengo una noticia para usted. A usted le gustanlas noticias... y cuando venía he oído algo quecreo que le interesará.

-¿Noticias? ¡Oh, sí, siempre me gusta saber loque ocurre! ¿De qué se trata? ¿Por qué sonríeusted de ese modo? ¿Dónde lo ha oído usted?¿En Randalls?

Él sólo tuvo tiempo para decir:-No, no, no ha sido en Randalls; no me he

acercado por allí.Cuando la puerta se abrió de repente y la se-

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ñorita Bates y la señorita Fairfax entraron en laestancia. La señorita Bates, rebosando agrade-cimiento y noticias, no sabía a cuál de las doscosas dar libre curso antes que la otra. El señorKnightley en seguida comprendió que habíaperdido la oportunidad y que ya no le iban adejar decir ni una sílaba más.

-¡Querido señor Woodhouse! ¿Cómo se en-cuentra esta mañana? Mi querida señoritaWoodhouse... ¡Estoy verdaderamente abruma-da! ¡Qué magnífico cuarto de cerdo! ¡Son uste-des demasiado buenos! ¿Conocen ya la noticia?El señor Elton va a casarse.

En aquellos momentos en quien menos pen-saba Emma era en el señor Elton, y quedó tanextraordinariamente sorprendida que no pudoevitar un pequeño sobresalto y un ligero ruboral oír aquellas palabras.

-Éstas eran mis noticias... Supuse que le inte-resarían -dijo el señor Knightley con una sonri-sa que parecía aludir a lo que había pasadoentre ellos.

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-Pero ¿dónde ha podido usted enterarse? -exclamó la señorita Bates-; ¿dónde es posibleque lo haya usted oído, señor Knightley? Por-que aún no hace cinco minutos que he recibidouna nota de la señora Cole... no, no puede hacermás de cinco minutos... o, en fin, como máxi-mo, diez... porque ya me había puesto el som-brero y el chal, y estaba a punto de salir... bajésólo un momento para volver a hablar con Pat-ty sobre el cerdo... Jane estaba esperando en elpasillo... ¿verdad, Jane?... porque mi madretenía miedo de que no tuviéramos un recipientelo suficientemente grande para salarlo. Y yo medije, bajaré a verlo, y Jane dijo: «¿Quieres quevaya yo? Porque me parece que estás un pocoresfriada, y Patty ha estado fregando la cocina.»«¡Oh, querida...», dije yo... Bueno, pues preci-samente en aquel momento llegó la nota. Unatal señorita Hawkins, eso es todo lo que yo sé.Una tal señorita Hawkins de Bath. Pero, señorKnightley, ¿cómo es posible que se haya en-terado usted? Porque en el mismo momento en

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que el señor Cole se lo dijo a la señora Cole, ellame escribió. Una tal señorita Hawkins...

-Hace una hora y media he estado hablandode negocios con el señor Cole. Cuando yo lle-gué acababa de leer la carta del señor Elton, yme la enseñó en seguida.

-¡Vaya! Eso sí que... Me parece que nunca hahabido una noticia que interese a más gente.Querido señor Woodhouse, es usted demasiadobueno. Mi madre me ha encargado que le désus saludos más afectuosos y un millar de gra-cias, y dice que usted nos está verdaderamenteabrumando con sus amabilidades.

-La verdad -replicó el señor Woodhouse- esque consideramos (y en realidad así es) nues-tros cerdos de Hartfield tan superiores a cual-quier otro cerdo, que Emma y yo no podíamostener mayor placer que...

-¡Oh, mi querido señor Woodhouse! Comodice siempre mi madre, nuestros amigos sondemasiado buenos para con nosotras. Si hayalguien que sin tener grandes medios de fortu-

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na dispone de todo lo que puede llegar a de-sear, estoy segura de que somos nosotras. No-sotras sí que podemos decir que nos ha tocadola mejor parte. Bueno, señor Knightley, de mo-do que usted llegó incluso a leer la carta; vaya,vaya...

-Era muy corta... sólo para anunciar la boda...pero desde luego, alegre y exultante... -y al de-cir esto miró significativamente a Emma-. Decíaque había tenido la suerte de... En fin, no meacuerdo exactamente de lo que decía... tampocome interesaba tanto como para recordarlo. Enresumen, lo que decía es lo que usted ha dichoya, que iba a casarse con una tal señorita Haw-kins. Por el tono de la carta me imagino que laboda acababa de concertarse.

-¡El señor Elton se va a casar! -dijo Emmaapenas pudo hablar-. Todo el mundo hará vo-tos por su felicidad.

-Es muy joven para casarse -fue el comentariodel señor Woodhouse-. Hubiera hecho mejor noteniendo tanta prisa. A mí me parecía que vivía

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muy bien tal como estaba. Siempre nos alegra-ba verle en Hartfield.

-¡Una nueva vecina para todos, señoritaWoodhouse! -dijo la señorita Bates, jubilosa-mente-. Mi madre está encantada... Dice que leparecía mal que en esta pobre y vieja Vicaría nohubiese un ama de casa. Eso sí que son grandesnoticias. Jane, tú no conoces al señor Elton... nome extraña que tengas tanta curiosidad porverle.

La curiosidad de Jane no parecía ser lo sufi-cientemente intensa como para absorber suatención.

-No, no conozco al señor Elton -replicó al serinterpelada-. ¿Es... es alto?

-¿Quién puede contestar a esta pregunta? --exclamó Emma-. Mi padre diría que sí, el señorKnightley que no; y la señorita Bates y yo quees el justo término medio. Cuando lleve ustedmás tiempo aquí, señorita Fairfax, ya se irádando cuenta de que el señor Elton es el mode-lo de perfección en Highbury, tanto en lo físico

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como en lo moral.-Tiene usted mucha razón, señorita Wood-

house, ya se irá dando cuenta. Es un joven degrandes prendas... Pero querida Jane, recuerdaque ayer te decía que era precisamente de lamisma talla que el señor Perry. La señoritaHawkins... estoy convencida de que es una jo-ven excelente. ¡Ha sido siempre tan atento conmi madre! Hacía que se sentara en los primerosbancos para que pudiera oír mejor, porque mimadre es un poco sorda, ¿sabe usted? No mu-cho, pero un poco dura de oído. Jane dice queel coronel Campbell es un poco sordo. Él tienela impresión de que los baños le sientan bien...baños de agua caliente... pero Jane dice que lamejoría no le dura mucho. El coronel Campbell,¿sabe usted?, es lo que se dice un ángel. Y elseñor Dixon parece ser un joven de grandesprendas, digno de él. ¡Es una suerte tan grandeque la gente buena se encuentre...! ¡Y siempretermina encontrándose! Ahora por ejemplo, elseñor Elton y la señorita Hawkins; y aquí están

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los Cole, que son personas tan buenas; y losPerry... Yo creo que nunca ha habido un ma-trimonio más feliz que los Perry. Lo que yodigo, señor Woodhouse -dijo volviéndose haciaél-, es que creo que hay muy pocos lugares enque haya tan buenas personas como en High-bury. Yo siempre digo que tenemos muchasuerte de tener vecinos como éstos... Mí queri-do señor Woodhouse, si hay algo en el mundoque le gusta a mi madre es el cerdo... lomo decerdo bien asado...

-En cuanto a quién es la señorita Hawkins oqué hace o cuánto tiempo hace que el señorElton la conoce -dijo Emma-, supongo que nadapuede saberse. Yo no creo que se hayan cono-cido hace mucho. Hace sólo cuatro semanasque se fue.

Nadie conocía ningún detalle; y después deque se formularan varias preguntas más, Emmadijo:

-Está usted muy callada, señorita Fairfax...pero confío en que llegará a interesarse por

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estas noticias. Usted que últimamente ha tenidoocasión de ver y oír tantas cosas referentes aesas cuestiones y que ha conocido tan de cercauno de estos procesos, con la boda de la señori-ta Campbell... no podemos excusarle el que semuestre indiferente con el señor Elton y la se-ñorita Hawkins.

-Cuando conozca al señor Elton -replicó Jane-estoy convencida de que me interesaré por sucaso... pero me parece que para ello es indis-pensable que antes le conozca. Y como hace yavarios meses que la señorita Campbell se casó,tal vez las impresiones de entonces se han bo-rrado bastante.

-Sí, hace exactamente cuatro semanas que sefue, como usted muy bien dice, señorita Wood-house -dijo la señorita Bates-, ayer hizo cuatrosemanas... Una tal señorita Hawkins... No sé,yo siempre me había imaginado que se casaríacon alguna joven de estos alrededores... No esque yo nunca... Pero una vez la señora Cole meconfesó en secreto... Pero yo inmediatamente le

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dije: «No, el señor Elton es un joven que merecealgo más...» Pero... En resumidas cuentas, yo nome creo excesivamente lista para descubrir esascosas. Tampoco pretendo serlo. Veo lo que ten-go delante de los ojos. Por otra parte nadiehubiera podido extrañarse de que el señor El-ton aspirara a... La señorita Woodhouse medeja charlar, no se enfada, ¿verdad? Ya sabeque por nada del mundo quisiera ofender anadie. ¿Cómo está la señorita Smith? Pareceque ya se encuentra bien del todo, ¿no? ¿Hantenido noticias recientes de la señora de JohnKnightley? ¡Oh, tiene unos niños tan preciosos!Jane, ¿sabes que siempre me imagino al señorDixon como al señor John Knightley? Me refie-ro al aspecto físico... alto, y con aquella manerade mirar... y no muy hablador.

-Pues te equivocas del todo, querida tía; no separecen en nada.

-¿Ah, no? ¡Qué cosa más singular! Claro queuna nunca puede formarse una idea exacta denadie antes de conocerle. Nos imaginamos una

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cosa y luego no hay quien nos la saque de lacabeza. Tú decías que el señor Dixon no es pre-cisamente muy guapo.

-¿Guapo? ¡Oh, no...! Ni muchísimo menos...Ya te dije que era un hombre más bien corrien-te.

-Querida, tú dijiste que la señorita Campbellno quería admitir que fuese un hombre másbien corriente, y que fuiste tú...

-¡Oh! En cuanto a mí, mi opinión no tieneningún valor. Cuando siento aprecio por unapersona siempre creo que es bien parecida.Cuando dije que no era excesivamente apuesto,no hacía más que repetir lo que supongo quepiensa la mayoría.

-Bueno, mi querida Jane. Me parece que te-nemos que irnos. El tiempo está inseguro, y laabuelita estará intranquila. Es usted muy ama-ble, mi querida señorita Woodhouse; pero deveras que tenemos que irnos ya. Vaya, eso síque han sido noticias agradables. Pasaré unmomento por casa de la señora Cole; para estar

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sólo dos o tres minutos; y tú, Jane, sería mejorque fueras directamente a casa... no quisieraque te pillara un chaparrón... Sí, será una grancosa para Highbury... Muchas gracias, muyagradecidas. No, no creo que avise a la señoraGoddard, ella sólo se interesa por el cerdo her-vido; cuando preparemos el jamón ya será otracosa. Bueno, hasta la vista, mi querido señorWoodhouse. ¡Oh, el señor Knightley tambiénviene! ¡Oh, es usted tan amable...! Si Jane estácansada, ¿querrá usted ofrecerle su brazo? Elseñor Elton y la señorita Hawkins... Adiós,adiós a todos.

Cuando Emma quedó a solas con su padre, lamitad de su atención la reclamó el señorWoodhouse, quien se lamentaba de que losjóvenes tuvieran tanta prisa por casarse... y deque además se casaran con desconocidos... y laotra mitad pudo dedicarla a reflexionar sobre loque acababa de oír. Para ella era una noticiadivertida, francamente una buena noticia, yaque probaba que el señor Elton no había sufri-

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do mucho por su desaire; pero lo sentía porHarriet. Harriet iba a sentirlo... y lo único quepodía hacer era ser ella misma la primera enenterarla y evitarle así que otros le dieran lanoticia con menos delicadeza. Era precisamentela hora en que ella solía ir a Hartfield. ¡Si seencontrara por el camino con la señorita Bates!Y cuando empezó a llover, Emma se vio obli-gada a resignarse a esperar que el mal tiempola retendría en casa de la señora Goddard; sinduda alguna iba a enterarse de todo antes deque ella tuviese ocasión de prevenirla.

El aguacero fue intenso, pero no duró mucho;y apenas hacía cinco minutos que había termi-nado cuando llegó Harriet inquieta y acaloradapor venir corriendo con el corazón angustiado.Y la primera frase que brotó de sus labios mos-traba con toda evidencia la turbación de suánimo:

-¡Oh, Emma! ¿Te imaginas lo que ha ocurri-do?

Emma se dio cuenta de que el mal ya estaba

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hecho, y de que lo mejor que podía hacer porsu amiga era escucharla; y así Harriet pudocontar sin obstáculos todo lo que llevaba de-ntro.

-Hace una media hora que he salido de casade la señora Goddard. Tenía miedo de que llo-viera, y parecía que iba a empezar a llover deun momento a otro... pero he pensado que aúnme daría tiempo de llegar a Hartfield... y hevenido todo lo de prisa que he podido; pero alpasar cerca de la casa de una muchacha que meestá haciendo un vestido, he pensado que podíaentrar un momento para ver cómo lo tenía, yaunque sólo he estado allí un momento, apenassalir ha empezado a llover, y yo no sabía quéhacer; y entonces he seguido andando muyaprisa y he ido a refugiarme en la tienda deFord -Ford era el propietario de la mejor tiendade pañería y mercería, la primera en importan-cia de Highbury por sus dimensiones y su buengusto-. Y allí he estado sentada más de diezminutos, sin imaginarme ni muchísimo menos

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lo que iba a pasar... Cuando de repente veo queentran dos personas... ¡Desde luego ha sido unagran casualidad! Aunque claro que ellos sonclientes de Ford... ¡Pues entraron nada menosque Elizabeth Martin y su hermano! ¡QueridaEmma!, ¿tú te imaginas? Yo creí que me iba adesmayar. No sabía qué hacer. Estaba sentadacerca de la puerta... Elizabeth me vio en segui-da; pero él no; estaba distraído con el paraguas.Estoy segura de que ella me vio, pero desvió lamirada e hizo como si no me hubiera conocido;y los dos se fueron hacia el otro extremo de latienda; y yo me quedé sentada cerca de la puer-ta... ¡Oh, querida, pasé tan mal rato...! Estoysegura de que debía estar tan blanca como mivestido. Pero no podía irme, claro, porque esta-ba lloviendo; pero hubiera querido estar encualquier parte del mundo, menos allí. ¡Oh, miquerida Emma...! Bueno, por fin, supongo queél volvió la cabeza y me vio; porque en vez deseguir prestando atención a lo que compraban,empezaron a cuchichear los dos. Y estoy segura

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de que hablaban de mí; y yo no podía por me-nos de pensar que él la estaba convenciendopara que me hablara (¿crees que me equivoca-ba, Emma?)... porque en seguida ella vino haciamí... se me acercó... y me preguntó cómo esta-ba, y parecía dispuesta a darme la mano si yoquería. No parecía la misma de siempre; yo medaba cuenta de que estaba nerviosa; pero pare-cía querer hablarme de un modo amistoso, ynos dimos la mano, y estuvimos charlando du-rante un rato; pero ya no me acuerdo de nadade lo que dije... ¡yo estaba temblando! Recuerdoque ella dijo que sentía mucho que ahora nonos viéramos nunca, lo cual a mí casi me pare-ció demasiado amable por su parte. ¡QueridaEmma, me sentía tan mal! Y entonces empezó aaclararse el tiempo... y yo pensé que nada meimpedía el irme... pero entonces... ¡imagínate!...vi que él se dirigía hacia nosotras... muy despa-cito, -¿sabes? como si no supiera muy bien loque tenía que hacer; y se nos acercó, y mehabló, y yo le contesté... y así estuvimos un mi-

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nuto, poco más o menos, y yo me sentía tanapurada... ¡Oh, no puedes hacerte idea!; y en-tonces me armé de valor y dije que ya no llovíay que tenía que irme; y me fui, y cuando estabaen la calle y aún no había andado ni tres yardasdesde la puerta, cuando él vino tras de mí sólopara decirme que si iba a Hartfield, él creía queiría mucho mejor dando la vuelta por las cua-dras del señor Cole, porque si seguía el caminomás directo lo encontraría todo encharcado.¡Oh, querida, yo creí que me moría! De modoque le dije que le agradecía mucho el interés; yaves, no podía decirle menos; y entonces él vol-vió con Elizabeth, y yo di la vuelta por las cua-dras... bueno, me parece que sí que fui por allí,pero ahora te aseguro que ya casi no sé pordónde iba ni lo que hacía. ¡Oh, Emma! Hubieradado cualquier cosa para que eso no me ocu-rriera; y a pesar de todo, ¿sabes?, me dio alegríaver que se portaba de un modo tan cortés y tanatento. Y Elizabeth también. ¡Oh, Emma, dimealgo, te lo ruego, tranquilízame un poco!

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Emma no hubiera deseado otra cosa; pero enaquellos momentos no estaba en sus manos elconseguirlo. Se vio obligada a hacer una pausay a reflexionar. Ella también se sentía desazo-nada. El proceder del joven y de su hermanaparecían responder a unos sentimientos since-ros, y Emma no podía sino compadecerles. Talcomo lo describía Harriet, en su modo de ac-tuar había habido una curiosa mezcla de afectoherido y de auténtica delicadeza. Pero es queantes de entonces ella siempre les había consi-derado como personas dignas y de buen cora-zón; pero eso no tenía nada que ver con el queemparentar con ellos no fuese lo más recomen-dable. Era una tontería preocuparse por aque-llas cosas. Por supuesto, él debía de sentir ha-berla perdido... todos debían de sentirlo. Pro-bablemente para ellos era un doble fracaso dela ambición y del amor. Todos debían de haberconfiado en elevarse de rango social gracias alas amistades de Harriet. Y por otra parte, ¿quévalor podía darse a la descripción de Harriet?

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Ella que era tan fácil de complacer... de tan po-co criterio... ¿qué valor podía tener un elogiosuyo?

Emma hizo un esfuerzo por dominarse e in-tentó consolarla, haciéndole ver que todo lo quehabía pasado no tenía ninguna importancia, yque no valía la pena que se preocupara por ello.

-Han tenido que ser unos momentos des-agradables -dijo-; pero parece que tú te has por-tado muy bien; ahora todo ha terminado; y co-mo un primer encuentro no puede volver arepetirse, no tienes por qué pensar más en eso.

Harriet dijo que Emma tenía razón, y que novolvería a pensar en aquello... pero siguióhablando de lo mismo... no podía hablar deotra cosa; y por fin Emma, con objeto de sacarlea los Martin de la cabeza, se vio obligada a re-currir a las noticias que antes se había propues-to comunicarle con tantas precauciones y tantadelicadeza; casi sin saber si tenía que alegrarseo indignarse, si avergonzarse o tomárselo abroma, visto el estado de ánimo de la pobre

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Harriet... para quien el señor Elton parecíahaber perdido ya todo interés...

Sin embargo, poco a poco el señor Elton vol-vió a adquirir importancia. Quizá no tanta co-mo le concedía el día anterior o tan sólo unahora antes, pero volvía a interesarse por él; yantes de que terminara aquella conversación,Harriet había expresado todas las sensacionesde curiosidad, de asombro, de pesar, de pena yde ilusión acerca de aquella afortunada señoritaHawkins, que en su imaginación había vuelto arelegar a un lugar secundario a los Martin.

Emma llegó a sentirse casi satisfecha de quese hubiera producido aquel encuentro, ya quehabía servido para amortiguar el primer golpesin producir ninguna influencia alarmante. Conel género de vida que llevaba ahora Harriet, losMartin no podían llegar hasta ella de no ser quefueran a buscarla exprofeso a donde no querrí-an ir por falta de valor y de condescendencia;porque desde que ella había rechazado al señorMartin, sus hermanas no habían vuelto a poner

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los pies en casa de la señora Goddard; y así eraposible que pasase todo un año sin que volvie-ran a coincidir en algún sitio, careciendo puesde la necesidad y de la posibilidad incluso dehablarse.

CAPÍTULO XXII

LA naturaleza humana está tan predispuestaen favor de los que se encuentran en una situa-ción excepcional, que la joven que se casa o semuere puede tener la seguridad de que la gentehabla bien de ella.

Aún no había pasado una semana desde queen Highbury se mencionó por vez primera elnombre de la señorita Hawkins, cuando de unmodo u otro se le descubrían toda la clase deexcelencias físicas e intelectuales; era hermosa,elegante, muy bien educada y de trato muyagradable. Y cuando el propio señor Elton llegópara gozar del triunfo de tan fausta nueva y

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para difundir la fama de sus méritos, apenastuvo otra cosa que hacer que decir cuál era sunombre de pila y explicar por qué clase de mú-sica tenía preferencia.

El señor Elton regresó rebosando felicidad. Sehabía ido rechazado y herido en su amor pro-pio... viendo frustradas sus mayores es-peranzas, después de una serie de hechos queél había interpretado como favorables síntomasde aliento; y no sólo no había conseguido elpartido que le interesaba, sino que se habíavisto rebajado al mismo nivel de otro por el queno sentía el menor interés. Se había ido profun-damente ofendido... regresó prometido con otrajoven... y con otra que era, por supuesto, tansuperior a la primera como en esas circunstan-cias suele serlo siempre cuando se compara loque se ha conseguido con lo que se acaba deperder. Regresó contento y satisfecho de símismo, activo y lleno de proyectos, sin preocu-parse lo más mínimo por la señorita Woodhou-se y desafiando a la señorita Smith.

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La encantadora Augusta Hawkins añadía atodas las ventajas inherentes a una perfectabelleza y a sus grandes méritos, la del hecho deestar en posesión de una fortuna personal deunos millares de libras que siempre se cifrabanen diez mil; cuestión que afectaba tanto a sudignidad como a sus intereses; los hechos de-mostraban perfectamente que no había malo-grado sus posibilidades... había conseguido unaesposa de diez mil libras, poco más o menos... yla había conseguido con una rapidez tan asom-brosa... la primera hora que siguió a su primerencuentro había sido tan pródiga en grandesacontecimientos; el relato que había hecho a laseñora Cole acerca del origen y del desarrollodel idilio le presentaba bajo un aspecto tan fa-vorable... todo había ido tan aprisa, desde suencuentro casual hasta la cena en casa del señorGreen y la fiesta en casa de la señora Brown...sonrisas y rubores creciendo en importancia...cavilaciones e inquietudes floreciendo profu-samente por doquier... ella había quedado im-

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presionada en seguida... se había mostrado tanfavorablemente dispuesta para con él... en re-sumen, y para decirlo con palabras más claras,demostró tan buenas disposiciones para acep-tarle que la vanidad y la prudencia quedaronsatisfechas por igual.

Lo había conseguido todo, fortuna y afecto, yera exactamente el hombre feliz que siemprehabía soñado ser; hablando tan sólo de sí mis-mo y de sus cosas... esperando ser felicitado...dispuesto en todo momento a reír... y ahora,con amables sonrisas libres de todo temor, diri-giendo la palabra a las jóvenes del lugar, aquienes tan sólo unas pocas semanas anteshubiera hablado de un modo mucho más cir-cunspecto y cauteloso.

La boda era un acontecimiento que no podíaestar muy lejos, ya que ambos no habían tenidootro trabajo que el de gustarse, y sólo teníanque esperar los preparativos necesarios; ycuando él volvió de nuevo a Bath, todo elmundo supuso, y el aire que adoptó la señora

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Cole no parecía contradecir esas suposiciones,que cuando regresara a Highbury sería yaacompañado de su esposa.

Durante esta breve estancia suya, Emma ape-nas le había visto; lo justo para tener la sensa-ción de que se había roto el hielo, y para queella pensara que la presuntuosa jactancia deque ahora hacía gala el señor Elton no le favo-recía en nada; lo cierto es que Emma empezabaa preguntarse cómo había sido posible quehubiera llegado a considerarle como un hombreatractivo; y su persona iba tan indi-solublemente unida a recuerdos tan desagrada-bles, que, excepto con un fin moral, como peni-tencia, como lección, como fuente de una pro-vechosa humillación para su espíritu, hubierasentido un gran alivio de tener la seguridad deno volverle a ver nunca más. Le deseaba todaslas venturas; pero su presencia la turbaba, yhubiese quedado mucho más satisfecha de sa-berle feliz a veinte millas de distancia.

Sin embargo, la turbación que le proporcio-

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naba el hecho de que siguiera residiendo enHighbury, sin duda iba a aminorarse con suboda. Iban a evitarse muchos cumplidos inúti-les y muchas situaciones embarazosas se suavi-zarían. La existencia de una señora Elton seríaun buen pretexto para todos los cambios quehubieran en sus relaciones; su intimidad deantes podía desaparecer sin que a nadie le pa-reciera extraño. Ambos podrían casi reempren-der de nuevo su vida social.

Sobre ella personalmente Emma no hubierasabido qué decir. Sin duda era digna del señorElton; con una educación suficiente para High-bury... lo suficientemente atractiva también...aunque lo más probable es que desmereciera allado de Harriet. En cuanto a posición social,Emma sabía muy bien a qué atenerse; estabaconvencida de que a pesar de todos sus presun-tuosos alardes y de su desdén por Harriet, larealidad había sido muy distinta. Sobre estacuestión la verdad parecía estar muy clara. Nose sabía exactamente qué era; pero quién era

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fácil saberlo; y dejando aparte las diez mil li-bras, en nada parecía ser superior a Harriet. Noaportaba ni un apellido ilustre, ni sangre noble,ni siquiera relaciones distinguidas. La señoritaHawkins era la menor de las dos hijas de un...comerciante -desde luego, hay que llamarle así-de Bristol; pero como, a fin de cuentas, los be-neficios de su comercio no parecían haber sidomuy elevados, era lógico suponer que los nego-cios a que se había dedicado no habían sidotampoco de mucha importancia. Cada inviernosolía pasar una temporada en Bath; pero sucasa estaba en Bristol, en el mismo centro deBristol; pues aunque sus padres habían muertohacía ya varios años, le quedaba un tío... quetrabajaba con un abogado... todo lo que se atre-vieron a decir de él fue que «trabajaba con unabogado»...; y la joven vivía en su casa. Emmasuponía que se trataba del empleadillo de al-gún procurador y que era demasiado obtusopara subir de categoría. Y todo el lustre de lafamilia parecía depender de la hermana mayor,

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que estaba «muy bien casada» con un caballeroque vivía «a lo grande» cerca de Bristol, y quetenía ¡nada menos que dos coches! Éste era elpunto culminante de toda la historia; éste era elmáximo motivo de orgullo de la señorita Haw-kins.

¡Ah, si Emma pudiese lograr que Harriet pen-sara como ella acerca de todo aquel asunto! Ellahabía introducido a Harriet en el amor; pero¡ay!, ahora no era tan fácil arrancarlo de su co-razón. No era posible desvanecer el hechizo dealgo que ocupaba tantas horas vacías comotenía Harriet. Sólo podía ser desvirtuado porotro; y sin duda llegaría este momento; nadapodía estar más claro; pero Emma temía queesto era lo único que podía curarla. Harriet erauna de esas personas que una vez han conocidoel amor, durante todo el resto de su vida tienenque estar enamoradas. Y ahora, ¡pobre mucha-cha!, lo pasaba mucho peor desde que el señorElton había regresado. En todas partes creíadescubrir su silueta. Emma sólo le había visto

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una vez; pero Harriet dos o tres veces cada díaestaba segura de estar a punto de encontrarsecon él, o a punto de oír su voz, o a punto de divi-sar sus hombros, a punto de que ocurriera algoque mantuviera vivo el recuerdo de él en suimaginación, con toda la favorable calidez de lasorpresa y de la conjetura. Además, continua-mente estaba oyendo hablar de él; pues, excep-to cuando estaba en Hartfield, se hallaba siem-pre entre personas que no veían ningún defectoen el señor Elton, y que consideraban que nohabía nada tan interesante como discutir acercade sus asuntos; y por lo tanto todas las noticias,todas las suposiciones... todo lo que ya habíaocurrido, todo lo que podía llegarle a ocurrir enel desarrollo de sus asuntos, incluyendo su ren-ta anual, sus criados y sus muebles, eran temasque se debatían sin cesar en torno a ella. Sussentimientos se robustecían al no oír más queelogios del señor Elton, su pesar se avivaba, yse sentía herida ante las incesantes ponde-raciones de la felicidad de la señorita Hawkins

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y por los continuos comentarios acerca de laintensidad del afecto que el vicario le pro-fesaba... el aire que tenía cuando andaba por lacasa... incluso el modo en que se ponía el som-brero... todo eran pruebas de lo enamorado quellegaba a estar...

De haber sido posible tomarlo a broma, de noser algo tan penoso para su amiga y que impli-caba tantos reproches para sí misma, todasaquellas desazones del estado de ánimo deHarriet hubieran constituido un motivo de di-versión para Emma. A veces era el señor Eltonquien predominaba, otras los Martin; y el unoservía para contrarrestar los efectos del otro. Lanoticia del próximo matrimonio del señor Eltonhabía sido el mejor remedio para la desazónque le produjo el encuentro con el señor Mar-tin. La tristeza que le produjo esta noticia habíasido superada en gran parte por la visita quepocos días después Elizabeth Martin efectuó ala señora Goddard. Harriet no estaba en casa;pero le había escrito y dejado una nota redacta-

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da de un modo que no pudo por menos deconmoverla; una mezcla de un poco de repro-che y un mucho de afectuosidad; y hasta quereapareció el señor Elton estuvo muy ocupadareflexionando sobre aquello, cavilando acercade lo que debía hacer para corresponder, y de-seando hacer más de lo que se atrevía a confe-sarse. Pero el señor Elton en persona había ale-jado todas aquellas preocupaciones. Mientras élestuvo en Highbury los Martin fueron olvida-dos; y en la misma mañana en que salió denuevo para Bath, Emma, para disipar la penosaimpresión que aquello producía en su amiga,opinó que lo mejor que podía hacer era devol-ver la visita a Elizabeth Martin.

Qué debía pensarse de aquella visita... qué eslo que era necesario hacer... y qué era lo másseguro, habían sido cuestiones sobre las que eramuy difícil tomar una determinación. No hacerningún caso de la madre y de las hermanas,cuando se la invitaba, hubiera sido una ingrati-tud. No era posible; y sin embargo ¿y el peligro

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de que se reanudase aquella amistad?Después de mucho pensar decidió, a falta de

una idea mejor, que Harriet devolviese la visita;pero de un modo que, si ellos eran un pocodespiertos se convencieran de que aquello noaspiraba a ser más que una relación formularia.Emma decidió que acompañaría a Harriet en sucoche, que la dejaría en Abbey Hill, y que ellaseguiría adelante durante un corto trecho, yque volvería a recogerla al cabo de poco rato,para evitar ocasión de que hubiesen demasia-das evocaciones intencionadas y peligrosas delpasado, dando también así la prueba más con-cluyente de qué grado de intimidad tenía quehaber entre ellos en el futuro.

No se le ocurrió nada mejor; y aunque habíaalgo en todo aquel plan que en el fondo no po-día aprobar... como una sombra de ingratitudapenas disimulada... debía hacerse así, de locontrario, ¿qué iba a ser de Harriet?

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CAPÍTULO XXIII

Pocos ánimos tenía Harriet para ir de visita.Tan sólo media hora antes de que su amigapasara a recogerla por casa de la señora God-dard, su mala estrella la condujo precisamenteal lugar en donde en aquel momento un baúldirigido al «Reverendo Philip Elton, White-Hart, Bath», era cargado en el carro del carnice-ro que debía llevarlo hasta donde pasaba ladiligencia; y para Harriet todo lo demás deluniverso, excepto aquel baúl y su rótulo, deja-ron de existir.

No obstante se puso en camino; y cuando lle-garon a la granja y descendió del coche al finaldel ancho y limpio sendero engravillado queentre manzanos dispuestos a espaldera condu-cía hasta la puerta principal, el ver todas aque-llas cosas que el otoño anterior le habían pro-porcionado tanto placer, empezó a producirleuna cierta desazón; y cuando se separaronEmma advirtió que miraba a su alrededor con

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una especie de curiosidad temerosa que la de-cidió a no permitir que la visita se prolongaramás allá del cuarto de hora que se habían pro-puesto. Emma siguió adelante para dedicaraquel rato a un antiguo criado que se habíacasado y que vivía en Donwell.

Al cabo de un cuarto de hora, puntualmente,volvía a estar de nuevo ante la blanca entrada;y la señorita Smith, obedeciendo a sus llama-das, no tardó en reunirse con ella sin la compa-ñía de ningún peligroso joven. Se acercó solapor el sendero de grava... sólo una señoritaMartin apareció en la puerta, despidiéndola alparecer con ceremoniosa cortesía.

Harriet tardó un poco en poder dar una ex-plicación medianamente inteligible de lo quehabía ocurrido. Sus sentimientos eran demasia-do intensos; pero por fin Emma logró enterarsede lo suficiente como para hacerse cargo decómo se había desarrollado aquella entrevista yde qué clase de heridas había dejado en suamiga. Sólo había visto a la señora Martin y a

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sus dos hijas. La habían acogido de un modoreceloso, por no decir frío; y casi durante todoel tiempo no se había hablado más que de sim-ples lugares comunes... hasta el último momen-to, cuando inesperadamente la señora Martinhabía dicho que tenía la impresión de que laseñorita Smith había crecido, llevando así laconversación hacia un tema más interesante ymostrándose más efusiva. En el pasado mes desetiembre, en aquella misma habitación Harriethabía comparado su estatura con la de sus dosamigas. Allí estaban aún las señales de lápiz ylas inscripciones en el marco de la ventana. Lohabía hecho él. Todos parecieron recordar eldía, la hora, la fiesta, la ocasión... sentir la mis-ma inquietud, el mismo pesar... estar dispues-tos a volver a ser los mismos de antes; y ya ibanhaciéndose a la idea de que todo volviera a serigual que unos meses atrás (Harriet, comoEmma debía de sospechar, estaba tan dispuestacomo cualquiera de ellas a mostrarse de nuevotan afectuosa y tan contenta como antes), cuan-

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do reapareció el coche y todo se esfumó. Enton-ces el carácter de la visita y su brevedad se sin-tieron más intensamente. ¡Conceder catorceminutos a las personas a quienes hacía menosde seis meses debía agradecer una feliz estanciade seis semanas! Emma no podía por menos deimaginarse la situación y de darse cuenta de larazón que tenían de sentirse ofendidos, y de lonatural que era que Harriet sufriera por todoello. Era un mal asunto. Ella hubiera estadodispuesta a hacer cualquier cosa, hubiera tole-rado cualquier cosa para conseguir que losMartín estuvieran en un nivel social más eleva-do. Tenían tan buena voluntad que sólo un pocomás de altura ya hubiera podido bastar; pero,tal como estaban las cosas, ¿de qué otra manerapodía obrar? Imposible... No podía arrepentir-se. Tenían que separarse; pero aquella era unaoperación muy dolorosa... para ella tanto enaquella ocasión que en seguida sintió la necesi-dad de buscar un poco de consuelo, y decidióregresar a su casa pasando por Randalls para

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procurárselo. Estaba ya harta del señor Elton yde los Martin. El refrigerio de Randalls era ab-solutamente necesario.

Había sido una buena idea. Pero al acercarsea la puerta les dijeron que «ni el señor ni la se-ñora estaban en casa»; los dos habían salidohacía ya bastante rato; el criado suponía quehabían ido a Hartfield.

-¡Qué mala suerte! -exclamó Emma mientrasvolvían al coche-. Y ahora cuando lleguemosallí ellos se habrán acabado de ir; ¡esto ya esdemasiado! Hacía tiempo que no me fastidiabatanto una cosa así.

Y se recostó en un rincón del coche para des-fogar su mal humor o para disiparlo a fuerza derazonamientos; probablemente un poco ambascosas... como suele ocurrir con las personas debuen natural. De pronto el coche se detuvo;levantó la mirada; lo habían detenido el señor yla señora Weston, que estaban ante ella dispo-niéndose a hablarle. Sintió una gran alegría alverles, alegría que fue aún mayor cuando oyó

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el sonido de sus voces... porque el señor Wes-ton la abordó inmediatamente.

-¿Qué tal, cómo está? ¿Qué tal? Hemos visi-tado a su padre... y nos ha alegrado mucho ver-le con tan buen aspecto. Frank llega mañana...esta misma mañana he tenido carta suya... ma-ñana a la hora de comer ya lo tendremos encasa, esta vez es seguro... hoy está en Oxford, yviene para pasar dos semanas completas; yasabía yo que tenía que ser así. Si hubiera venidopor Navidad no hubiese podido quedarse connosotros más que tres días; yo desde el primermomento me alegré de que no viniera por Na-vidad; ahora disfrutaremos de un tiempo mu-cho mejor, hace unos días claros, secos, el tiem-po es estable. De este modo disfrutaremos mu-cho más de su compañía; todo ha salido mejorde lo que hubiéramos podido desearlo.

No había modo de resistir a estas noticias, niposibilidad de evitar la influencia de un rostrotan feliz como el del señor Weston, confirmán-dolo todo las palabras y la actitud de su esposa,

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menos locuaz y más reservada, pero no menosalegre por lo ocurrido. Saber que ella conside-rara segura la llegada de su hijastro era sufi-ciente para que Emma lo creyese también así, yparticipó sinceramente de su júbilo. Era la másgrata recuperación de unos ánimos abatidos. Lopasado se olvidaba ante las felices perspectivasde lo que iba a ocurrir; y en aquel momentoEmma tuvo la esperanza de que no volvería ahablarse más del señor Elton.

El señor Weston les contó la historia de todolo que había sucedido en Enscombe, y quehabía permitido a su hijo escribirles diciendoque disponía de dos semanas completas y des-cribiéndoles cuál sería el camino que seguiría yel modo en que llevaría a cabo el viaje; y la jo-ven escuchaba, sonreía y se alegraba muy deveras.

-Y en seguida le llevaré a Hartfield erijo el se-ñor Weston, como conclusión.

Al llegar a este punto Emma supuso que suesposa le llamaba la atención apretándole el

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brazo.-Tendríamos que irnos, querido -dijo-; esta-

mos entreteniéndolas.-Sí, sí, cuando quieras... -y volviéndose de

nuevo a Emma-: pero ahora no crea que es unjoven tan apuesto, ¿eh?; usted sólo le conoce através de lo que yo le he dicho; me atrevería adecir que en realidad no es nada tan extraordi-nario...

Pero el centelleo que tenían sus ojos en aquelmomento decía bien a las claras que su opiniónno podía ser más distinta. Emma por su parteconsiguió aparentar una total tranquilidad einocencia, y responder de un modo que no lacomprometiera en absoluto.

-Emma, querida, piensa en mí mañana alre-dedor de las cuatro -fue el ruego con el que sedespidió la señora Weston; y en sus palabras,que sólo iban dirigidas a ella, había una ciertainquietud.

-¡A las cuatro! Puedes estar segura de que alas tres ya lo tendremos aquí -le corrigió rápi-

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damente el señor Weston.Y así terminó aquel afortunado encuentro.

Emma había cobrado nuevos ánimos y se sentíacompletamente feliz; todo parecía distinto; Ja-mes y sus caballos no parecían ni la mitad delentos que antes. Cuando posó la mirada en lossetos pensó que los saúcos por lo menos notardarían ya mucho en echar brotes, y cuandose volvió a Harriet también en su rostro creyóver como un atisbo primaveral, algo semejantea una vaga sonrisa. Pero la pregunta que hizono era excesivamente prometedora:

-¿Crees que el señor Frank Churchill ademásde pasar por Oxford pasará por Bath?

Pero ni los conocimientos geográficos ni latranquilidad se adquieren en un abrir y cerrarde ojos; y en aquellos momentos Emma se sen-tía dispuesta a conceder que tanto una cosacomo otra ya llegarían con el tiempo.

Llegó la mañana de aquel día tan esperado, yla fiel discípula de la señora Weston no se olvi-dó ni a las diez, ni a las once ni a las doce, que a

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las cuatro tenía que pensar en ella.«¡Pobre amiga mía! -se decía para sí mientras

salía de su alcoba y bajaba las escaleras-. ¡Siem-pre preocupándose tanto por el bienestar detodo el mundo y sin pensar en el suyo! Ahoramismo te estoy viendo atareadísima, entrandoy saliendo mil veces de su habitación para ase-gurarte de que todo está en orden. -El reloj diolas doce mientras atravesaba el recibidor-. Lasdoce, dentro de cuatro horas no me olvidaré depensar en ti. Y mañana a esta hora, poco más omenos, o quizás un poco más tarde, pensaréque estarán todos a punto de venir a visitarnos.Estoy segura de que no tardarán mucho entraerle aquí.»

Abrió la puerta del salón y vio a su padrehablando con dos caballeros: el señor Weston ysu hijo. Hacía pocos minutos que habían llega-do, y el señor Weston apenas había tenidotiempo de acabar de explicar porqué Frank sehabía anticipado un día a lo previsto, y su pa-dre se hallaba aún dándoles la bienvenida y

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felicitándoles con sus ceremoniosas frasescuando ella apareció para participar del asom-bro, de las presentaciones y de la ilusión deaquellos momentos.

Frank Churchill, de quien tanto se habíahablado, que tanta expectación había suscitado,estaba en persona ante ella... se hicieron laspresentaciones y Emma pensó que los elogiosque se habían hecho de él no habían sido exce-sivos; era un joven extraordinariamente apues-to; su porte, su elegancia, su desenvoltura noadmitían ningún reparo, y en conjunto su as-pecto recordaba mucho del buen temple y de lavivacidad de su padre; parecía despierto deinteligencia y con talento. Emma advirtió in-mediatamente que sería de su agrado; y vio enél una naturalidad en el trato y una soltura enla conversación, propias de alguien de buenacrianza, que la convencieron de que él aspirabaa ganarse su amistad, y de que no tardaríanmucho en ser buenos amigos.

Había llegado a Randalls la noche antes.

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Emma quedó muy complacida al ver las prisaspor llegar que había tenido el joven y que lehabía hecho cambiar de plan, ponerse en cami-no antes de lo previsto, hacer jornadas más lar-gas y más intensas para poder ganar medio día.

-Ya le decía ayer -exclamaba el señor Westonlleno de entusiasmo-, yo ya les había dicho atodos que le tendríamos con nosotros antes deltiempo fijado. Me acordaba de lo que yo solíahacer a su edad. No se puede viajar a paso detortuga; es inevitable que uno vaya mucho másaprisa de lo que había planeado; y la ilusión desorprender a nuestros amigos cuando no se loesperan vale mucho más que las pequeñas mo-lestias que trae consigo una cosa así.

-Hace mucha ilusión poder dar una sorpresacomo ésta -dijo el joven-, aunque no me atreve-ría a hacerlo en muchas casas; pero tratándosede mi familia pensé que podía permitírmelotodo.

La expresión «mi familia» hizo que su padrele dirigiera una mirada de viva complacencia.

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Emma se convenció plenamente de que el jovensabía cómo hacerse agradable; y esta convicciónse robusteció oyéndole hablar más. Hizo mu-chos elogios de Randalls, la consideró comouna casa admirablemente ordenada, apenasquiso conceder que era pequeña, elogió su si-tuación, el camino de Highbury, el propioHighbury, Hartfield todavía más, y aseguróque siempre había sentido por la comarca elinterés que sólo puede despertar la tierra pro-pia, y que siempre había sentido una enormecuriosidad por visitarla. Por la mente de Emmacruzó suspicazmente la idea de que era extrañoque hubiese tardado tanto tiempo en podercumplir este deseo; pero incluso si sus palabrasno eran sinceras, resultaban gratas, y eran hábi-les y oportunas. No daba la impresión de unapersona afectada o amanerada. Lo cierto es quesu entusiasmo parecía totalmente sincero.

En general, el tema de la conversación fue elnormal entre personas que acaban de conocer-se. Él le preguntó si montaba a caballo, si le

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gustaba pasear por el campo, si tenía muchosamigos por aquellos contornos, si estaba satis-fecha de la vida social que podía pro-porcionarles un pueblo como Highbury -«Hevisto que hay casas preciosas por estos alrede-dores»-, si había bailes, si celebraban reunionesde carácter musical...

Pero una vez satisfecha su curiosidad acercade todos esos puntos, y cuando su conversaciónse hizo ya un poco más íntima, el joven se lasingenió para encontrar la oportunidad, mien-tras sus padres conversaban solos aparte, parahablar de su madrastra y hacer de ella los ma-yores elogios, declarándose un gran admiradorsuyo, y diciendo que le profesaba tanta gratitudpor la felicidad que había proporcionado a supadre y por la cálida acogida que le había dis-pensado a él, que venía a constituir una pruebamás de que sabía cómo agradar... y de que sinduda consideraba que valía la pena intentaratraérsela. Sin embargo, sus elogios nunca re-basaron lo que Emma sabía que la señora Wes-

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ton merecía sobradamente; pero claro está queél tampoco podía saber demasiado acerca deella. Lo que sabía era que sus palabras iban aser agradables; pero no podía estar seguro demuchas cosas más.

-La boda de mi padre -dijo- ha sido una desus decisiones más afortunadas; todos sus ami-gos deben alegrarse; y la familia gracias a lacual ha sido posible esta gran suerte para mísiempre será merecedora de la mayor gratitud.

Casi llegó a agradecer a Emma los méritos dela señorita Taylor, aunque sin dar la impresiónde que olvidara completamente, que, en buenalógica, era más natural suponer que había sidola señorita Taylor quien había formado el carác-ter de la señorita Woodhouse que la señoritaVoodhouse el de la señorita Taylor. Y por fin,como decidiéndose a justificar su criterio aten-diendo a todos y cada uno de los aspectos de lacuestión, manifestó su asombro por la juventudy la belleza de su madrastra.

-Yo suponía -dijo- que se trataba de una dama

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elegante y de maneras distinguidas; pero con-fieso que en el mejor de los casos no esperaba'que fuese más que una mujer de cierta edadtodavía de buen ver; no sabía que la señoraWeston era una joven tan linda.

-A mi entender -dijo Emma- exagera usted unpoco al encontrar tantas perfecciones en la se-ñora Weston; si descubriera usted que tienedieciocho años, no dejaría de darle la razón;pero estoy segura de que ella se enojaría conusted si supiese que le dedica frases como ésas.Procure que no se entere de que habla de ellacomo de una joven tan linda.

-Espero que sabré ser discreto -replicó-; no,puede usted estar segura (y al decir esto hizouna galante reverencia) de que hablando con laseñora Weston sabré a quién poder elogiar sincorrer el riesgo de que se me considere exage-rado o inoportuno.

Emma se preguntó si las mismas suposicionesque ella se había hecho acerca de las conse-cuencias que podía traer el que los dos se cono-

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cieran, y que habían llegado a adueñarse tancompletamente de su espíritu, habían cruzadoalguna vez por la mente de él; y si sus cumpli-dos debían interpretarse como muestras deaquiescencia o como una especie de desafío.Tenía que conocerle más a fondo para saberqué es lo que se proponía; por el momento loúnico que podía decir era que sus palabras leeran agradables.

No tenía la menor duda de los proyectos queel señor Weston había estado forjando sobretodo aquello. Había sorprendido una y otra vezsu penetrante mirada fija en ellos con expresióncomplacida; e incluso cuando él decidía no mi-rar, Emma estaba segura de que a menudo de-bía de estar escuchando.

El que su padre fuera totalmente ajeno acualquier idea de ese tipo, el que fuese absolu-tamente incapaz de hacer tales suposiciones ode tener tales sospechas, era ya un hecho mástranquilizador. Por fortuna estaba tan lejos deaprobar su matrimonio como de preverlo...

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Aunque siempre ponía reparos a todas las bo-das, nunca sufría de antemano por el temor deque llegara este momento; parecía como si nofuese capaz de pensar tan mal de dos personas,fueran cuales fuesen, suponiendo que preten-dían casarse, hasta que hubieran pruebas con-cluyentes contra ellas. Emma bendecía aquellaceguera tan favorable. En aquellos momentos,sin tener que preocuparse por ninguna conjetu-ra poco grata, sin llegar a adivinar en el futuroninguna posible traición por parte de su hués-ped, daba libre curso a su cortesía espontánea ycordial, interesándose vivamente por los pro-blemas de alojamiento que había tenido FrankChurchill durante su viaje -con molestias tanpenosas como el dormir dos noches en camino-,preguntando ansiosamente sí era cierto que nose había resfriado... lo cual, a pesar de todo, élno consideraría totalmente seguro hasta des-pués de haber pasado otra noche.

Había transcurrido ya un tiempo razonablepara la visita, y el señor Weston se levantó para

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irse.-Ya es hora de que me vaya. Tengo que pasar

por la hostería de la Corona para hablar de unheno que necesito, y la señora Weston me hahecho muchísimos encargos para la tienda deFord; pero no es preciso que me acompañe na-die.

Su hijo, demasiado bien educado para recogerla insinuación, también se levantó inmediata-mente diciendo:

-Mientras te ocupas de todos esos asuntos, yoaprovecharía la ocasión para hacer una visitaque tengo que hacer un día u otro, y por lo tan-to puedo quedar bien hoy mismo. Tuve el gus-to de conocer a un vecino suyo -volviéndosehacia Emma-, una señora que vive en Highbu-ry, o por aquí cerca; una familia cuyo nombrees Fairfax. Supongo que no tendré dificultad enencontrar la casa; aunque creo que no se apelli-dan Fairfax propiamente... es algo así comoBarnes o Bates. ¿Conoce usted alguna familiaque se llame así?

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-¡Ya lo creo! -exclamó su padre-; la señora Ba-tes... cuando pasamos por delante de su casa vique la señorita Bates estaba asomada a la ven-tana. Cierto, cierto que conoces a la señoritaFairfax; me acuerdo que la conociste en Wey-mouth, y es una muchacha excelente. Sobretodo no dejes de visitarla.

-No es necesario que vaya a visitarles estamisma mañana -dijo el joven-; puedo ir cual-quier otro día; pero en Weymouth nos hicimostan amigos que...

-Nada, nada, no dejes de ir hoy mismo; notienes por qué aplazar la visita. Nunca es de-masiado pronto para hacer lo que se debe. Yademás, Frank, tengo que hacerte una adver-tencia; aquí tendrías que poner mucho cuidadoen evitar todo lo que pudiera parecer un desai-re para con ella. Cuando tú la conociste vivíacon los Campbell y estaba a la misma altura detodos los que la trataban, pero aquí está con suabuela, que es una anciana pobre, que apenastiene la suficiente para vivir. O sea que si no la

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visitas pronto le harás un desaire.Su hijo pareció quedar convencido. Emma di-

jo:-Ya le he oído hablar de su amistad; es una

joven muy elegante.Él asintió, pero con un «sí» tan escueto que

casi hizo dudar a Emma de que ésta era su opi-nión; y sin embargo, en el gran mundo se debíade tener una idea muy distinta de la eleganciasi Jane Fairfax sólo era considerada como unajoven corriente.

-Si antes de ahora nunca le habían llamado laatención sus maneras -dijo ella-, creo que hoy leimpresionarán. Podrá verla en un ambiente quele da más realce; verla y oírla... bueno, aunqueme temo que no le oirá decir ni una palabra,porque tiene una tía que no para de hablar niun momento.

-¿De modo que conoce usted a la señorita Ja-ne Fairfax? -dijo el señor Woodhouse, siempreel último en tomar parte en la conversación-;entonces permítame asegurarle que le parecerá

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una joven muy agradable. Está pasando unatemporada aquí, en casa de su abuela y de sutía, gente muy bien; les conozco de toda la vida.Se alegrarán muchísimo de verle, estoy seguro,y uno de mis criados le acompañará para ense-ñarle el camino.

-¡Por Dios, señor Woodhouse, de ningunamanera, no faltaba más! Mi padre puedeguiarme.

-Pero su padre no va tan lejos; va sólo a la Co-rona, que está al otro lado de la calle, y por allíhay muchas casas y es fácil equivocarse; puedeusted desorientarse, y se va a poner perdido deandar por allí si no cruza por el mejor paso;pero mi cochero puede indicarle el mejor sitiopara cruzar la calle.

Frank Churchill siguió declinando el ofreci-miento, con toda la seriedad de que era capaz,y su padre acudió en su ayuda exclamando:

-¡Mi querido amigo, pero si es completamenteinnecesario! Frank no es tan tonto como parameterse en un charco sin verlo, y desde la Co-

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rona puede llegar a casa de la señora Bates enun instante.

Se les permitió que se fueran solos; y con uncordial movimiento de la cabeza por parte deuno y una graciosa reverencia por parte delotro, los dos caballeros se despidieron. Emmaquedó muy complacida con el comienzo de estaamistad, y a partir de entonces a cualquier horadel día que pensara en todos los miembros dela familia de Randalls, tenía plena confianza enque eran felices.

CAPÍTULO XXIV

A la mañana siguiente Frank Churchill sepresentó de nuevo allí. Vino con la señora Wes-ton, por quien, como por el propio Highbury,parecía sentir gran afecto. Al parecer amboshabían estado charlando amigablemente en sucasa hasta la hora en que se solía dar un paseo;y cuando el joven tuvo que decidir la dirección

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que tomarían, inmediatamente se pronunciópor Highbury.

-Él ya sabe que yendo en todas direccionespueden darse paseos muy agradables, pero sise le da a elegir siempre se decide por lo mis-mo. Highbury, ese oreado, alegre y feliz High-bury, ejerce sobre él una constante atracción...

Highbury para la señora Weston significabaHartfield; y ella confiaba en que para su acom-pañante lo fuese también. Y hacia allí encami-naron directamente sus pasos.

Emma no les esperaba; porque el señor Wes-ton, que les había hecho una rapidísima visitade medio minuto, justo el tiempo de oír que suhijo era muy buen mozo, no sabía nada de susplanes; y por lo tanto para la joven fue unaagradable sorpresa verles acercarse a la casajuntos, cogidos del brazo. Había estado de-seando volver a verle, y sobre todo verle encompañía de la señora Weston, ya que de suproceder con su madrastra dependía la opiniónque iba a formarse de él. Si fallaba en este pun-

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to, nada de lo que hiciera podría justificarle asus ojos. Pero al verles juntos quedó totalmentesatisfecha.. No era sólo con buenas palabras nicon cumplidos hiperbólicos como cumplía susdeberes; nada podía ser más adecuado ni másagradable que su modo de comportarse conella... nada podía demostrar más agradable-mente su deseo de considerarla como una ami-ga y de ganarse su afecto; y Emma tuvo tiempomás que suficiente de formarse un juicio máscompleto, ya que su visita duró todo el resto dela mañana. Los tres juntos dieron un paseo deuna o dos horas, primero por los plantíos deárboles de Hartfield y luego por Highbury. Eljoven se mostraba encantado con todo; su ad-miración por Hartfield hubiera bastado parallenar de júbilo al señor Woodhouse; y cuandodecidieron prolongar el paseo, confesó su deseode que le informaran de todo lo relativo al pue-blo, y halló motivos de elogio y de interés mu-cho más a menudo de lo que Emma hubierapodido suponer.

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Algunas de las cosas que despertaban su cu-riosidad demostraban que era un joven de sen-timientos delicados. Pidió que le enseñaran lacasa en la que su padre había vivido durantetanto tiempo, y que había sido también la casade su abuelo paterno; y al saber que una ancia-na que había sido su ama de cría vivía aún,recorrió toda la calle de un extremo al otro enbusca de su cabaña; y aunque algunas de suspreguntas y de sus comentarios, no tenían nin-gún mérito especial, en conjunto demostrabanmuy buena voluntad para con Highbury engeneral, lo cual para las personas que le acom-pañaban venía a ser algo muy semejante a unmérito.

Emma, que le estudiaba, decidió que con sen-timientos como aquellos con los que ahora semostraba, no podía suponerse que por su pro-pia voluntad hubiera permanecido tanto tiem-po alejado de allí; que no había estado fingien-do ni haciendo ostentación de frases insinceras;y que sin duda el señor Knightley no había sido

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justo con él.Su primera visita fue para la Hostería de la

Corona, una hostería de no demasiada impor-tancia, aunque la principal en su ramo, dondedisponían de dos pares de caballos de refrescopara la posta, aunque más para las necesidadesdel vecindario que para el movimiento de ca-rruajes que había por el camino; y sus acompa-ñantes no esperaban que allí el joven se sintieseparticularmente interesado por nada; pero alentrar le contaron la historia del gran salón quea simple vista se veía que había sido añadido alresto del edificio; se había construido hacía yamuchos años con el fin de servir para sala debaile, y se había utilizado como tal mientras enel pueblo los aficionados a esta diversión habí-an sido numerosos; pero tan brillantes díasquedaban ya muy lejos, y en la actualidad ser-vía como máximo para albergar a un club dewhist que habían formado los señores y los me-dios señores del lugar. El joven se interesó in-mediatamente por aquello. Le llamaba la aten-

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ción que aquello hubiera sido una sala de baile;y en vez de seguir adelante, se detuvo duranteunos minutos ante el marco de las dos ventanasde la parte alta, abriéndolas para asomarse yhacerse cargo de la capacidad del local, y luegolamentar que ya no se utilizase para el fin parael que había sido construido. No halló ningúndefecto en la sala y no se mostró dispuesto areconocer ninguno de los que ellas le sugirie-ron. No, era suficientemente larga, suficiente-mente ancha, y también lo suficientemente biendecorada. Allí podían reunirse cómodamentelas personas necesarias. Deberían organizarsebailes por lo menos cada dos semanas duranteel invierno. ¿Por qué la señorita Woodhouse nohacía que aquel salón conociese de nuevo tiem-pos tan brillantes como los de antaño? ¡Ella quelo podía todo en Highbury! Se le objetó que enel pueblo faltaban familias de suficiente posi-ción, y que era seguro que nadie que no fueradel pueblo o de sus inmediatos alrededores sesentiría tentado de asistir a esos bailes; pero él

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no se daba por vencido. No podía convencersede que con tantas casas hermosas como habíavisto en el pueblo, no pudiera reunirse un nú-mero suficiente de personas para una velada deese tipo; e incluso cuando se le dieron detalles yse describieron las familias, aún se resistía aadmitir que el mezclarse con aquella clase degente fuera un obstáculo, o que a la mañanasiguiente habría dificultades para que cada cualvolviera al lugar que le correspondía. Argu-mentaba como un joven entusiasta del baile; yEmma quedó más bien sorprendida al darsecuenta de que el carácter de los Weston preva-lecía de un modo tan evidente sobre las cos-tumbres de los Churchill. Parecía tener toda lavitalidad, la animación, la alegría y las inclina-ciones sociales de su padre, y nada del orgulloo de la reserva de Enscombe. La verdad es quetal vez de orgullo tenía demasiado poco; suindiferencia a mezclarse con personas de otradase lindaba casi con la falta de principios. Sinembargo no podía darse aún plena cuenta de

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aquel peligro al que daba tan poca importancia.Aquello no era más que una expansión de sugran vitalidad.

Por fin le convencieron para alejarse de la fa-chada de la Corona; y al hallarse ahora casienfrente de la casa en que vivían las Bates,Emma recordó que el día anterior quería hacer-les una visita, y le preguntó si había llevado acabo su propósito.

-Sí, sí, ya lo creo -replicó-; precisamente ahoraiba a hablar de ello. Una visita muy agradable...Estaban las tres; y me fue muy útil el aviso queusted me dio; si aquella señora tan charlataname hubiera cogido totalmente desprevenido,hubiese sido mi muerte; y a pesar de todo me viobligado a quedarme mucho más tiempo delque pensaba. Una visita de diez minutos eranecesaria y oportuna... y yo le había dicho a mipadre que estaría de vuelta en casa antes que él;pero no había modo de irse, no se hizo ni lamenor pausa; e imagínese cuál sería mi asom-bro cuando mi padre al no encontrarme en nin-

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gún otro sitio por fin vino a buscarme, y me dicuenta que había pasado allí casi tres cuartos dehora; antes de entonces la buena señora no medio la posibilidad de escaparme.

-¿Y qué impresión le produjo la señorita Fair-fax?

-Mala, muy mala... es decir, si no es demasia-do descortés decir de una señorita que producemala impresión. Pero su aspecto es realmenteinadmisible, ¿no le parece, señora Weston? Unadama no puede tener ese aire tan enfermizo. Y,francamente, la señorita Fairfax está tan pálidaque casi da la impresión de que no goza debuena salud... Una deplorable falta de vitali-dad.

Emma no estaba de acuerdo con él y empezóa defender acaloradamente el saludable aspectode la señorita Fairfax.

-Es cierto que nunca da la sensación de querebosa salud, pero de eso a decir que tiene uncolor quebrado y enfermizo va un abismo; y supiel tiene una suavidad y una delicadeza que le

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da una elegancia especial a sus facciones.Él la escuchaba con una cortés deferencia; re-

conocía que había oído decir lo mismo a muchagente... pero, a pesar de todo debía confesarque a su juicio nada compensaba la ausencia deun aspecto saludable. Cuando la belleza no eraexcesiva, la salud y la lozanía daban realce eincluso hermosura a la persona; y cuando labelleza y la salud se daban juntas... en este casoañadió con galantería, no era preciso describircuál era el efecto que producían.

-Bueno -dijo Emma-, sobre gustos no hay na-da escrito... Pero por lo menos, exceptuando elcolor de la tez, puede decirse que le ha produ-cido buena impresión.

El joven sacudió la cabeza y se echó a reír:-No sabría dar una opinión sobre la señorita

Fairfax sin tener en cuenta este hecho.-¿La veía usted a menudo en Weymouth? ¿Se

encontraban con frecuencia en los mismos cír-culos sociales?

En aquel momento se estaban acercando a la

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tienda de Ford, y él se apresuró a exclamar:-¡Vaya! Ésta debe de ser la tienda a la que, se-

gún dice mi padre, acude todo el mundo cadadía sin falta. Dice que de cada semana seis díasviene a Highbury y siempre tiene algo quehacer aquí. Si no tienen ustedes inconvenienteme gustaría entrar para demostrarme a mímismo que pertenezco al pueblo, que soy unverdadero ciudadano de Highbury. Tendríaque hacer unas compras. Me someto, abdico demi independencia de criterio... Supongo quevenderán guantes ¿no?

-¡Oh, sí! Guantes y todo lo que usted quiera.Admiro su patriotismo. Le adorarán en High-bury. Antes de su llegada ya era muy popularpor ser el hijo del señor Weston... pero deje us-ted media guinea en casa Ford y tendrá muchamás popularidad de la que merece por sus vir-tudes.

Entraron, y mientras traían y desplegabansobre el mostrador los suaves y bien liados pa-

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quetes de «Men's Beavers» y «York Tan»,11 eljoven dijo:

-Le ruego que me disculpe, señorita Wood-house, me estaba usted hablando, ¿qué me de-cía en el momento de mi estallido de amor pa-triae? ¿Sería tan amable de repetírmelo? Le ase-guro que por mucho que aumentara mi renom-bre en el pueblo, no me consolaría de la pérdi-da de un gramo de felicidad en mi vida priva-da.

-Sólo le preguntaba si había tratado mucho ala señorita Fairfax en Weymouth.

-Ahora que entiendo su pregunta, debo con-fesarle que me parece muy delicada. El derechode decidir el grado de amistad que se tiene conun caballero siempre se concede a las damas.La señorita Fairfax ya debe haber dado su pare-

11 Se trata de dos especialidades de guantería:«Men's Beavers» debían de ser guantes de piel decastor para uso masculino; «York Tan» otra clase deguantes de piel curtida.

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cer sobre la cuestión. No voy a ser tan indiscre-to como para atreverme a atribuirme más delque ella haya decidido concederme.

-Palabra que contesta usted con tanta discre-ción como podría hacerlo ella misma. Perosiempre que ella hablaba de algo lo hace de unamanera tan ambigua, es tan reservada, se resis-te tanto a dar la menor información acerca decualquiera, que creo que usted puede decirnoslo que le plazca acerca de su amistad con ella.

-¿De veras? Entonces les diré la verdad, y na-da me complace tanto como poder hacerlo. EnWeymouth la veía con frecuencia. En Londresyo había tenido cierto trato con los Campbell; yen Weymouth frecuentábamos los mismos cír-culos. El coronel Campbell es un hombre muyagradable, y la señora Campbell una dama muyamable y muy cordial. Les profeso un granafecto.

-Entonces supongo que conocerá usted la si-tuación de la señorita Fairfax; la clase de vidaque le espera.

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-Sí contestó titubeando-, creo estar enteradode todo eso.

-Emma -dijo la señora Weston sonriendo-,ésas son cuestiones muy delicadas; recuerdaque estoy yo presente. El señor Frank Churchillapenas sabe qué decir cuando le hablas de lasituación de la señorita Fairfax. Si no te impor-ta, me apartaré un poco.

-La verdad es que me olvido de pensar en tierijo Emma-, porque para mí nunca has sidootra cosa que mi amiga, la mejor de mis amigas.

El joven pareció comprender todo el sentidode las palabras de Emma y rendir homenaje asus sentimientos. Y una vez comprados losguantes, de nuevo en la calle, Frank Churchilldijo:

-¿Ha oído tocar alguna vez a la señorita de laque estábamos hablando?

-¿Si la he oído tocar? -exclamó Emma-. Olvidausted que ha pasado muchas temporadas enHighbury. La he oído todos y cada uno de losaños de nuestra vida desde que las dos empe-

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zamos a estudiar música. Toca de una maneraencantadora.

-¿De veras lo cree así? Tenía interés por cono-cer la opinión de alguien que pudiera juzgarcon conocimiento de causa. A mí me parecíaque tocaba bien, es decir, con mucho gusto,pero yo no entiendo nada en estas cuestiones...Soy muy aficionado a la música, pero me con-sidero un profano, y no me creo con derecho ajuzgar a nadie... Siempre que la oía tocar mequedaba admirado; y recuerdo una ocasión enque vi que la consideraban como una buenaintérprete: un caballero muy entendido en mú-sica, y que estaba enamorado de otra dama...estaban prometidos y faltaba poco para la bo-da... pues este señor siempre prefería que fuerala señorita Fairfax la que se sentara a tocar envez de su prometida... nunca parecía tener inte-rés en oír a la una si podía oír a la otra. Eso enun hombre muy entendido en música, yo con-sideré que significaba algo.

-Pues claro que sí -dijo Emma muy divertida-.

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El señor Dixon entiende mucho de música,¿verdad? Vamos a enterarnos de más cosas detodos ellos en media hora gracias a usted quelas que en medio año la señorita Fairfax sehubiera dignado a decirnos.

-Sí, el señor Dixon y la señorita Campbelleran las personas a que aludía; y yo lo conside-ré como una prueba concluyente.

-Desde luego, creo que lo es; para serle since-ra, demasiado concluyente para que, si yohubiera sido la señorita Campbell, la hubieseaceptado de buen grado. No encontraría dis-culpas para un hombre que prestara más aten-ción a la música que al amor... que tuviera másoído que ojos... una sensibilidad más aguzadapara los sonidos armoniosos que para mis sen-timientos. ¿Cómo reaccionó la señorita Camp-bell?

-Era íntima amiga suya, ¿sabe usted?-¡Vaya consuelo! -dijo Emma riendo-. Yo pre-

feriría verme preterida por una extraña que poruna amiga muy íntima... por lo menos con una

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extraña hay la posibilidad de que la cosa novuelva a suceder... pero lo triste es que unaamiga muy íntima siempre está cerca de noso-tros, y si resulta que lo hace todo mejor que unamisma... ¡Pobre señora Dixon! Bueno, me ale-gro de que haya decidido ir a vivir a Irlanda.

-Tiene usted razón. No era muy halagadorpara la señorita Campbell; pero la verdad esque ella no parecía darse cuenta.

-Tanto mejor... o tanto peor... No lo sé. Pero,tanto si era por dulzura de carácter como portontería, porque siente intensamente la amistado porque es corta de luces, a mi entender habíauna persona que debería haberse dado cuentade ello: la propia señorita Fairfax. Era ella quiendebía advertir lo impropio y lo peligroso de lasdistinciones de que era objeto.

-Por lo que a ella se refiere, no creo que...-Oh, no crea que espero que usted o cualquie-

ra otra persona me describa cuáles son los sen-timientos de la señorita Fairfax. Ya supongoque nadie puede conocerlos, excepto ella mis-

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ma. Pero si seguía tocando siempre que se lopedía el señor Dixon, cada cual puede suponerlo que quiera.

-En apariencia todos parecían vivir en muybuena armonía -empezó a decir rápidamente,pero en seguida añadió como corrigiéndose-:aunque me sería imposible decir exactamenteen qué términos se hallaba su amistad... todo loque pudiera haber detrás de estas apariencias.Lo único que puedo decir es que exteriormenteno parecía haber dificultades. Pero usted queha conocido a la señorita Fairfax desde niña,debe de tener más elementos que yo para juz-garla y para adivinar cómo puede llegar a con-ducirse en una situación crítica.

-Desde luego, la he conocido desde niña; jun-tas hemos sido niñas y luego mujeres; y es na-tural el suponer que tenemos intimidad... quehemos vuelto a vernos a menudo siempre quevisitaba a sus amigas. Pero nunca ha ocurridoasí. Y no sabría explicarle muy bien por qué;quizás haya influido un poco una cierta malig-

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nidad mía que me ha llevado a sentir aversiónpor una muchacha tan idolatrada y tan alabadacomo siempre ha sido ella, por su tía, su abuelay todas las personas de su círculo. Por otra par-te está su reserva... nunca he podido haceramistad con alguien que fuera tan extrema-damente reservado.

-Ciertamente -dijo él- es un rasgo de caráctermuy poco agradable. Sin duda a menudo resul-ta muy conveniente, pero nunca es grato. Lareserva ofrece seguridad, pero no es atractiva.No es posible querer a una persona reservada.

-No, hasta que no abandone esta reserva paracon uno; y entonces la atracción puede ser ma-yor. Pero por lo que a mí respecta, hubiera de-bido tener más necesidad de una amiga, de unacompañera agradable, de la que he tenido, paratomarme la molestia de conquistar la reserva dealguien para atraérmelo. Una amistad íntimaentre la señorita Fairfax y yo es totalmente im-pensable. Yo no tengo motivos para pensar malde ella... ni un solo motivo... pero esa perpetua

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y extremada cautela en el hablar y en el obrar,ese temor a dar una opinión clara sobre cual-quiera se prestan a despertar la sospecha deque tiene algo que ocultar.

El joven estuvo totalmente de acuerdo conella; y después de haberse paseado juntos du-rante largo rato y de haber advertido que coin-cidían en muchas cosas, Emma se sintió tanfamiliarizada con su acompañante que apenaspodía creer que era sólo la segunda vez que leveía. No era exactamente como ella había espe-rado; era menos mundano en algunas de susideas, menos niño mimado de la fortuna, y porlo tanto mejor de lo que ella esperaba. Sus ideasparecían más moderadas, sus sentimientos másefusivos. Lo que más la sorprendió fue su acti-tud ante la casa del señor Elton, que al igualque la iglesia estuvo contemplando por todoslos lados, sin que les diera la razón en encon-trarle demasiados defectos. No, él no estaba deacuerdo en que aquella casa tuviera tantos in-convenientes; no era una casa como para com-

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padecer a su dueño. Si tuviera que ser compar-tida con la mujer amada, en su opinión ningúnhombre podía ser compadecido por vivir allí.Forzosamente debía tener habitaciones grandesque serían realmente cómodas. El hombre quenecesitase algo más tenía que ser un necio.

La señora Weston se echó a reír, y le dijo queno sabía lo que estaba diciendo. Que estabaacostumbrado a vivir en una casa grande, y quenunca se había parado a pensar en las muchasventajas y comodidades que representaba eldisponer de mucho espacio, y que por lo tantono era la persona más indicada para opinaracerca de las limitaciones propias de una casapequeña. Pero Emma en su fuero interno deci-dió que el joven sabía muy bien lo que estabadiciendo, y que demostraba una agradablepropensión a casarse pronto, y ello por motivoselevados. Posiblemente no se hacía cargo de lostrastornos que forzosamente tenían que ocasio-nar en la paz doméstica el carecer de una habi-tación para el ama de llaves o el hecho de que

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la despensa del mayordomo no reuniera lasdebidas condiciones, pero sin duda se dabaperfectamente cuenta de que Enscombe no po-día hacerle feliz, y de que cuando se enamorararenunciaría gustoso a muchos lujos con tal depoder casarse pronto.

CAPÍTULO XXV

LA excelente opinión que Emma se habíaformado de Frank Churchill, al día siguienterecibió un duro golpe al oír que el joven sehabía ido a Londres sin más objeto que el dehacerse cortar el cabello. A la hora del desayu-no de pronto tuvo ese capricho, había mandadoa por una silla de postas y había partido con laintención de estar de regreso a la hora de lacena, pero sin alegar motivo de más importan-cia que el de hacerse cortar el cabello. Desdeluego no había nada malo en que recorriera dosveces una distancia de dieciséis millas con este

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fin; pero era algo de una afectación tan exage-rada y caprichosa que ella no podía aprobarlo.No concordaba con la sensatez de ideas, la mo-deración en los gastos e incluso la cordial efusi-vidad ajena a toda presunción, que había creídoobservar en él el día anterior. Aquello represen-taba vanidad, extravagancia, afición a los cam-bios bruscos, inestabilidad de carácter, esa in-quietud de ciertas personas que siempre tienenque estar haciendo algo, bueno o malo; falta deatención para con su padre y la señora Weston,e indiferencia para el modo en que su procederpudiera ser juzgado por los demás; se hacíaacreedor a todas estas acusaciones. Su padre selimitó a llamarle petimetre y a tomar a bromalo sucedido; pero la señora Weston quedó muycontrariada, y ello se vio claramente por elhecho de que procuró cambiar de conversaciónlo antes posible y no hizo otro comentario queel de «todos los jóvenes tienen sus pequeñasmanías».

Exceptuando esta pequeña mancha, Emma

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consideraba que hasta entonces sólo podía juz-gar muy favorablemente el comportamiento deljoven. La señora Weston no se cansaba de repe-tir lo atento y amable que se mostraba siemprepara con ella y las muchas cualidades que enconjunto poseía su persona. Era de caráctermuy abierto, alegre y vivaz; no veía nada demalo en sus principios, y sí en cambio muchode inequívocamente bueno; hablaba de su tíoen términos de gran afecto, le gustaba citarle ensu conversación... decía que sería el hombremás bueno del mundo si le dejaran obrar segúnsu modo de ser; y aunque no profesaba el mis-mo cariño a su tía, no dejaba de reconocer congratitud las bondades que había tenido paracon él, y daba la impresión de que se habíapropuesto hablar siempre de ella con respeto.Todo ello obligaba a concederle un margen deconfianza; y sólo por la desdichada fantasía dequerer cortarse el cabello no podía considerár-sele indigno de la alta estima con que en sufuero interno Emma le distinguía; estima que si

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no era exactamente un sentimiento de amor porél, estaba muy cerca de serlo, y cuyo único obs-táculo era su terquedad (aún seguía firme en sudecisión de no casarse nunca)... estima que, enresumen, se traducía en el hecho de que Emmale consideraba por encima de todas las demáspersonas que conocía.

Por su parte, el señor Weston añadía a las ex-celencias de su hijo una virtud que tampocodejaba de tener su peso: había dejado entrever aEmma que Frank la admiraba extraordinaria-mente... que la consideraba muy atractiva yllena de encantos; y por lo tanto, con tantoselementos a su favor Emma creía que no debíajuzgarle duramente. Como había comentado laseñora Weston, «todos los jóvenes tienen suspequeñas manías».

Pero no todas sus nuevas amistades del con-dado mostraban disposiciones tan benevolen-tes. En general en las parroquias de Donwell yHighbury se le juzgaba sin malicia; no se dabamucha importancia a las pequeñas extravagan-

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cias de un joven tan apuesto... siempre sonrien-te y siempre amable con todos; pero había al-guien que no se ablandaba fácilmente, a quienreverencias y sonrisas no hacían deponer suactitud crítica: el señor Knightley. El hecho encuestión le fue referido en Hartfield; por elmomento no dijo nada; pero casi inmediata-mente después Emma le oyó comentar para símismo, mientras se inclinaba sobre el periódicoque tenía entre las manos:

-Hum, no me equivocaba al suponer que seríaun memo y un vanidoso.

Emma estuvo a punto de replicarle; pero enseguida se dio cuenta de que aquellas palabrasno habían sido más que un desahogo, y que notenían ningún carácter de provocación; y lasdejó sin respuesta.

Aunque por una parte eran portadores demalas noticias, la visita que aquella mañana leshicieron el señor y la señora Weston en otroaspecto no pudo ser más oportuna. Mientrasellos se hallaban en Hartfield ocurrió algo que

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hizo que Emma necesitara su consejo; y se diola feliz coincidencia de que necesitaba precisa-mente el mismo consejo que ellos le dieron.

Las cosas ocurrieron del modo siguiente:Hacía ya una serie de años que los Cole sehabían instalado en Highbury, y eran personasexcelentes... cordiales, generosos y sencillos;pero, por otra parte eran de origen muy modes-to, de familia de comerciantes y no demasiadorefinados en su educación. Cuando llegaronpor vez prie mera a la comarca, vivían ajustán-dose a sus posibilidades económicas, llevandouna vida apacible, teniendo poco trato social, ydentro de ese poco trato, sin grandes dispen-dios; pero en los últimos dos años sus mediosde fortuna habían aumentado considera-blemente... su negocio de Londres les habíadado mayores beneficios y en general podíadecirse que la fortuna les había sonreído. Y alverse con más dinero, sus ambiciones aumenta-ron; sintieron la necesidad de poseer una casamás grande y creyeron oportuno tener más

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trato social. Agrandaron la casa, aumentaron elnúmero de criados y en todos los aspectos susgastos se multiplicaron; y en aquella época enfortuna y en tren de vida sólo eran superadospor la familia de Hartfield; su afán de alternar ysu comedor nuevo hicieron suponer a todo elmundo que no tardarían en tener invitados; yefectivamente había habido ya algunas invita-ciones, sobre todo a hombres solteros. PeroEmma no les creía tan audaces como para atre-verse a invitar a las familias más antiguas y demás posición, como las de Donwell, Hartfield oRandalls. Por nada del mundo se hubiese deci-dido a aceptar una invitación suya, aunque losdemás lo hicieran; y sólo lamentaba que al serconocidas de todos las costumbres de su padre,ello restara significado a su negativa. Los Coleeran muy respetables a su manera, pero debíaenseñárseles que no eran ellos quienes debíanestablecer las condiciones en las que las fami-lias de más posición les visitaran. Y Emma te-mía mucho que esta lección sólo podrían reci-

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birla de ella misma; no podía esperar muchodel señor Knightley, y nada del señor Weston.

Pero se había preparado para enfrentarse conesta presunción tantas semanas antes de que elcaso se planteara, que cuando por fin llegó laofensa la afectó de un modo muy diferente. EnDonwell y en Randalls habían recibido unainvitación, pero no había llegado ninguna parasu padre y para ella; y la explicación que dio laseñora Weston («Supongo que con vosotros nose tomarán esa libertad, ya saben que nuncacoméis fuera de casa»), no le bastó en absoluto.Se daba cuenta de que hubiese preferido poderdarles una negativa; y luego, como todas laspersonas que iban a reunirse en casa de los Co-le eran precisamente sus amigos más íntimos,empezó a darle vueltas y más vueltas a la cues-tión, y terminó sin estar ya muy segura de queno se hubiera visto tentada a aceptar. Entre losinvitados figuraría Harriet, y también las Bates.Estuvieron hablando de ello mientras paseabanpor Highbury el día anterior, y Frank Churchill

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había lamentado vivamente su ausencia. ¿Noera posible que la velada terminase con un bai-le?, había preguntado el joven. La mera posibi-lidad de que fuese así sólo contribuyó a irritarmás a Emma; y el hecho de que la dejaran en suorgullosa soledad, aun suponiendo que la omi-sión debiera interpretarse como un cumplido,era un mezquino consuelo para ella.

Y fue precisamente la llegada de esta invita-ción, mientras los Weston estaban en Hartfield,lo que hizo que su presencia fuera tan útil; por-que aunque su primer comentario al leerla fue«desde luego hay que rechazarla», se dio tantaprisa en preguntarles qué le aconsejaban ellos,que su consejo de que aceptara la invitación fuemás decisivo.

Emma reconoció que, teniendo en cuenta to-das las circunstancias, no dejaba de sentir ciertainclinación por aceptar. Los Coles se habíanexpresado con tanta delicadeza, habían puestotanta deferencia en el modo de formular la invi-tación, revelaba tanta consideración para con su

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padre... «Hubiéramos solicitado antes el honorde su grata compañía, pero esperábamos quenos enviaran un biombo que habíamos encar-gado en Londres y que confiamos protegerá alseñor Woodhouse de las corrientes de aire, su-poniendo que ello contribuirá a hacerle otorgarel consentimiento y a proporcionarnos así elplacer de su asistencia...» En vista de todo locual Emma se mostró muy dispuesta a dejarseconvencer; y después de acordar rápidamenteentre ellos cómo podría llevarse a cabo el pro-yecto sin contrariar a su padre -sin duda podíacontarse con la señora Goddard, si no con laseñora Bates, para que le hicieran compañía-, seplanteó al señor Woodhouse la cuestión de que,con la aquiescencia de su hija, pensaban aceptaruna invitación para cenar fuera de casa un díaque ya estaba próximo, lo cual significaría verseprivado de su hija durante una serie de horas.Emma prefería que su padre no consideraseposible la idea de que él también podría asistir;la reunión terminaría demasiado tarde y habría

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demasiada gente. El buen señor se resignó in-mediatamente.

-No soy nada aficionado a esas invitaciones acenar -dijoNunca lo he sido. Y Emma tampoco.El trasnochar no se ha hecho para nosotros.Siento que el señor y la señora Cole hayan teni-do esta idea. A mí me parece que hubiese sidomucho mejor que hubieran venido cualquiertarde del próximo verano después de comer, yhubieran tomado el té con nosotros... y luegohubiéramos podido dar un paseo juntos; eso noles hubiera costado ningún esfuerzo porquenuestro horario es muy regular, y todos hubié-ramos podido estar de regreso en casa sin tenerque exponernos al relente de la noche. Lahumedad de una noche de verano es algo a loque yo no quisiera exponer a nadie. Pero yaque tienen tantos deseos de que Emma cenecon ellos, y como ustedes dos estarán allí tam-bién, y el señor Knightley igual, ya cuidaréis deella... yo no puedo prohibirle que vaya con talde que el tiempo sea como debe ser, ni húme-

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do, ni frío, ni ventoso.Luego, volviéndose hacia la señora Weston

con una mirada de suave reproche, añadió:-¡Ah, señorita Taylor! Si no se hubiera casado

se hubiese podido quedar en casa conmigo.-Bueno -exclamó el señor Weston-, ya que fui

yo quien me llevé de aquí a la señorita Taylor, amí me corresponde encontrarle un substituto, sies que puedo; si a usted le parece bien, puedopasar ahora en un momento a ver a la señoraGoddard.

Pero la idea de hacer algo «en un momento»no sólo no calmaba sino que aumentaba la in-quietud del señor Woodhouse. Ellas en cambiosabían cuál era la mejor solución. El señor Wes-ton no se movería de allí, y todo se haría de unmodo más pausado.

Cuando desaparecieron las prisas, el señorWoodhouse no tardó en recuperarse lo sufi-ciente como para poder volver a hablar contoda normalidad.

-Me gustaría charlar con la señora Goddard;

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siento un gran afecto por la señora Goddard;Emma podría ponerle unas letras e invitarla.James podría llevar la nota. Pero antes que na-da hay que dar una respuesta por escrito a laseñora Cole. Tú, querida, ya me disculparástodo lo cortésmente que sea posible. Dile quesoy un verdadero inválido, que no voy a nin-guna parte y que por lo tanto me veo forzado adeclinar su amable invitación; empieza pre-sentándole mis respetos, desde luego. Pero yasé que tú lo harás todo muy bien; no necesitodecirte lo que tienes que hacer. Tenemos queacordarnos de decir a James que necesitaremosel coche para el martes. Yendo con él no tengoningún miedo de que te pase nada. Creo quedesde que se construyó el nuevo camino nohemos ido por allí más que una vez; pero a pe-sar de todo estoy segurísimo de que condu-ciendo James no te va a ocurrir nada; y cuandolleguéis allí tienes que decirle a qué hora quie-res que vuelva a recogerte; y sería mejor que nofuera muy tarde. Ya sabes que a ti no te gusta

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trasnochar. Cuando terminéis de tomar el té yaestarás cansadísima.

-Pero, papá, no querrás que me vaya antes deestar cansada, ¿no?

-¡Oh, claro está que no, pequeña mía! Pero tesentirás cansada en seguida. Habrá mucha gen-te que se pondrá a hablar a la vez. A ti no tegusta el ruido.

-Pero, querido amigo -exclamó el señor Wes-ton-, si Emma se va temprano se deshará todala reunión.

-Pues no veo que nadie salga perjudicadoporque se deshaga pronto -dijo el señor Wood-house-. Una velada de ésas cuanto antes se aca-be mejor.

-Pero piense usted en el mal efecto que esoproduciría en los Cole; el que Emma se fueseinmediatamente después del té podría parecercomo una ofensa. Son gente de buen natural, yno creo que sean demasiado susceptibles; peroa pesar de todo tienen que pensar que el quealguien se vaya con tanta prisa no es hacerles

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un gran cumplido; y si fuese la señorita Wood-house la que lo hiciera, se notaría más quecualquier otra persona de la reunión. Y estoyseguro de que usted no desea hacer un desairey mortificar a los Cole; siempre han sido buenagente, muy cordiales, y en estos últimos diezaños han sido vecinos suyos.

-No, no, señor Weston, por nada del mundoconsentiría una cosa así, le estoy muy agrade-cido por habérmelo hecho ver. Me sabría muymal darles un disgusto. Ya sé que son gentemuy digna. Perry me ha dicho que el señorCole nunca prueba ninguna clase de cerveza.Nadie lo diría al verle, pero padece de la bilis...El señor Cole es muy bilioso. No, desde luegono puedo consentir que por mi culpa tenga undisgusto. Querida Emma, tenemos que tener encuenta esto. Estoy decidido: antes que correr elriesgo de ofender al señor y a la señora Cole esmejor que te quedes hasta un poco más tardede lo que tú hubieras preferido. Procura que nose te note el cansancio. Ya sabes que estarás

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entre amigos, no tienes que preocuparte pornada.

-Desde luego que no, papá. Por mí no tengoningún miedo; y yo no tendría ningún incon-veniente en quedarme hasta que se fuera laseñora Weston, si no fuera por ti. Lo único queme preocupa es el que me esperes durante de-masiado tiempo. Ya sé que estarás muy a gustocon la señora Goddard. A ella le gusta jugar alos cientos,12 ya lo sabes; pero cuando ella vuel-va a su casa, tengo miedo de que te quedes le-vantado esperándome, en vez de acostarte a lahora de siempre... y sólo de pensar en esto yoya no puedo estar tranquila. Tienes que prome-terme que no me esperarás.

Y así lo hizo, aunque poniendo como condi-ción que ella le hiciera a su vez una serie de

12 El «juego de los cientos» -en inglés llamado pi-quet» o «picket» en su forma más britanizada- es unjuego de naipes para dos personas en el que inter-vienen treinta y dos cartas; resulta ganador el pri-mero que consigue apuntarse cien puntos.

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promesas tales como: que si al regresar teníafrío no se olvidara de calentarse conveniente-mente; que si tenía hambre, no dejaría de comeralgo; que su doncella se quedase esperándola; yque Serle y el mayordomo se ocuparan decomprobar que en la casa todo estaba en orden,como de costumbre.

CAPÍTULO XXVI

FRANK CHURCHILL regresó; y si hizo espe-rar a su padre a la hora de cenar, en Hartfieldno se enteraron; la señora Weston tenía dema-siado interés en que el señor Woodhouse tuvie-se un buen concepto del joven para revelar im-perfecciones que pudieran ocultarse.

Regresó con el cabello cortado, riéndose de símismo con mucha gracia, pero sin dar la im-presión de que se avergonzase ni lo más míni-mo de lo que había hecho. No veía ningún malen querer llevar el pelo corto, ni consideraba

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reprochable este deseo; no concebía que hubie-se podido ahorrar aquel dinero y emplearlo enalgún otro fin más elevado. Se mostraba tanimpertérrito y animado como de costumbre; ydespués de haberle visto, Emma razonaba parasí del modo siguiente:

-No sé si debería ser así, pero lo cierto es quelas tonterías dejan de serlo cuando las cometealguien que tiene personalidad y sin avergon-zarse de ellas. La maldad siempre es maldad,pero la tontería no siempre es tontería... De-pende de la personalidad de cada cual. El señorKnightley no es un joven alocado y vanidoso. Silo fuera hubiera hecho esto de un modo muydistinto. O bien se hubiera jactado de lo quehacía o se hubiese sentido avergonzado. Sehubiese tratado o de la ostentación de un peti-metre o del temor de alguien demasiado débilpara defender sus propias vanidades. No, estoycompletamente segura de que no es ni un vani-doso ni un alocado.

El martes le trajo la agradable perspectiva de

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volver a verle, y esta vez por más tiempo de loque le había sido posible hasta entonces; dejuzgarle por su actitud en general, y luego dededucir el significado que podía tener su acti-tud con respecto a ella; de adivinar cuándo lesería necesario adoptar un aire de frialdad; y deimaginarse cuáles serían los comentarios queharían los demás al verles juntos por primeravez.

Se proponía pasar una magnífica velada, apesar de que el escenario tuviese que ser la casadel señor Cole; y aunque no pudiese olvidarque de los defectos del señor Elton, incluso enlos tiempos en que gozaba de su favor, ningunole había inquietado más que su propensión acenar con el señor Cole.

La comodidad de su padre quedaba amplia-mente asegurada, ya que tanto la señora Batescomo la señora Goddard podían ir a hacerlecompañía; y antes de salir de casa, su último ygustoso deber fue ir a despedirse cuando sehallaban de sobremesa; y mientras su padre

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prorrumpía en entusiásticos comentarios sobrela belleza de su vestido, se esforzó por atendera las dos señoras lo mejor que pudo, sirviéndo-les grandes trozos de pastel y vasos llenos devino para compensar las posibles e involunta-rias negativas que hubiera podido motivar du-rante la comida, el habitual interés que su pa-dre sentía por la salud de sus invitadas... Leshabía hecho preparar una abundante cena; perotenía sus dudas de que su padre hubiera con-sentido a las dos señoras el disfrutarla.

Cuando Emma llegó a la puerta de la casa delseñor Cole, su coche iba precedido de otro; yquedó muy complacida al ver que se tratabadel señor Knightley; porque el señor Knightley,que no tenía caballos y no disponía de muchodinero sobrante, y sí en cambio de una salud atoda prueba, de gran vigor y de una inusitadaindependencia de criterio, era más que capaz,según la opinión de Emma, de presentarse porlos sitios como le pluguiera, y de no utilizar sucoche tan a menudo como correspondía al pro-

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pietario de Donwell Abbey. Y entonces tuvoocasión de manifestarle su aprobación más ca-lurosa por haber ido en coche, ya que él se leacercó para ayudarla a bajar.

-Esto es presentarse como es debido -le dijo-,como un caballero. Me alegro mucho de verque ha cambiado de actitud. Él le dio las gra-cias, y comentó:

-¡Qué feliz casualidad haber llegado en elmismo momento! Porque por lo visto, si noshubiéramos encontrado en el salón, no hubierausted podido advertir si hoy me mostraba máscaballero que de costumbre... y no hubiera po-dido darse cuenta por mi aspecto o mis moda-les.

-Oh, no, estoy segura de que sí me hubiesedado cuenta. Cuando la gente se presenta en unsitio de un modo que sabe que es inferior a loque le corresponde por su posición, siempretiene un aire de indiferencia afectada, o de de-safío. Debe usted de creer que le sienta muybien esta actitud, casi lo aseguraría, pero en

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usted es una especie de bravata que le da unaire de despreocupación artificial; en esos casossiempre que me encuentro con usted lo noto.Hoy en cambio no tiene que esforzarse. No tie-ne usted miedo de que le supongan avergon-zado. No tiene que intentar parecer más altoque los demás. Hoy me sentiré muy a gustoentrando en el salón en su compañía.

-¡Qué muchacha más desatinada! -fue su res-puesta, pero sin mostrar la menor sombra deenojo.

Emma tuvo motivos para quedar tan satisfe-cha del resto de los invitados como del señorKnightley. Fue acogida con una cordial defe-rencia que no podía por menos de halagarla, yse le tuvieron todas las atenciones que podíadesear. Cuando llegaron los Weston, las mira-das más afectuosas y la mayor admiración fue-ron para ella, tanto por parte del marido comode la mujer; su hijo la saludó con una jovialdesenvoltura que parecía distinguirla de entretodas las demás, y al acercarse a la mesa se en-

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contró con que el joven se sentaba a su lado... y,por lo menos así lo creyó Emma firmemente,Frank Churchill no era ajeno a aquella «coinci-dencia».

La reunión era más bien numerosa, ya que sehabía invitado también a otra familia -una fa-milia muy digna y a la que no podía hacerseningún reproche, que vivía en el campo, y quelos Cole tenían la suerte de contar entre susamistades- y los miembros varones de la fami-lia del señor Cox, el abogado de Highbury. Elelemento femenino de menos posición social, laseñorita Bates, la señorita Fairfax y la señoritaSmith, llegarían después de la cena; pero yadurante ésta, las damas eran lo suficientementenumerosas para que cualquier tema de conver-sación no tardara en generalizarse; y mientrasse hablaba de politica y del señor Elton, Emmapudo dedicar toda su atención a las galanteríasde su vecino de mesa. No obstante, al oír citarel nombre de Jane Fairfax se sintió obligada aprestar atención. La señora Cole parecía estar

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contando algo referente a ella que al parecertodos consideraban como muy interesante. Sepuso a escuchar y se dio cuenta de que era algodigno de oírse. Su imaginación, tan desarrolla-da en ella, encontró allí una grata materia sobrela que actuar. La señora Cole estaba contandoque había visitado a la señorita Bates y que,apenas entrar en la sala, se había quedadoasombrada al verse delante de un piano... unmagnífico instrumento, muy elegante... cua-drado, no demasiado' grande, pero sí de unasdimensiones considerables; y el meollo de lahistoria, el final de todo el diálogo que siguió aaquella sorpresa, y las preguntas, y la enhora-buenta por parte de la visitante, y las explica-ciones por parte de la señorita Bates, era que elpiano lo habían mandado de la casa Broad-wood el día anterior, con el gran asombro deambas, tía y sobrina, ante aquel inesperadoregalo; que al principio, según había dicho laseñorita Bates, la propia Jane tampoco sabíaqué pensar de aquello, y tampoco tenía la me-

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nor idea de quién hubiera podido enviarlo...pero que luego ambas se habían convencidoplenamente de que el piano no podía tener másque un origen; tenía que tratarse forzosamentede un obsequio del coronel Campbell.

-Era la única explicación posible -añadía laseñora Cole-, y a mí sólo me sorprendió quehubieran tenido dudas acerca de esto. Pero pa-rece ser que Jane acababa de tener carta suya, yno le decían ni una palabra del piano. Ella co-noce mejor su manera de ser; pero yo no consi-deraría su silencio como un motivo para des-cartar la idea de que han sido los Campbellquienes le han hecho el regalo. Es posible quehayan querido darle una sorpresa.

Todos los presentes estaban de acuerdo con laseñora Cole, y al dar su opinión nadie dejó demostrarse igualmente convencido de que elobsequio procedía del coronel Campbell, y dealegrarse de que hubiesen tenido una finezasemejante; y como fueron muchos los que semostraron dispuestos a comentar lo ocurrido,

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Emma tuvo ocasión de formarse un criteriopersonal, sin dejar por ello de escuchar a la se-ñora Cole, quien seguía diciendo:

-Les aseguro que hace tiempo que no habíaoído una noticia que me alegrase más... Siem-pre he sentido mucho que Jane Fairfax, quetoca tan maravillosamente, no tuviese un piano.Me pareció una vergüenza, sobre todo teniendoen cuenta que hay tantas casas en las que haypianos magníficos que no sirven para nada. Yoesto casi lo considero como un bofetón paranosotros, y ayer mismo le decía al señor Coleque me sentía verdaderamente avergonzada demirar nuestro gran piano nuevo del salón y depensar que yo no distingo una nota de otra yque nuestras hijitas, que apenas empiezan aho-ra a estudiar música, tal vez nunca harán nadade este piano; y aquí está la pobre Jane Fairfaxque entiende tanto en música y que no tienenada que se parezca a un instrumento ni si-

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quiera la espineta más vieja y más lamentable13

para distraerse un poco... Ayer mismo le estabadiciendo todo eso al señor Cole, y él estabacompletamente de acuerdo conmigo; pero estan extraordinariamente aficionado a la músicaque no resistió la tentación de comprarlo, con-fiando que alguno de nuestros buenos vecinosfuera tan amable que viniese de vez en cuandoa darle un uso más adecuado del que a noso-tros nos es posible darle; y en realidad éste es elmotivo de que se comprara el piano... de no serasí estoy convencida de que deberíamos aver-gonzamos de tenerlo... Tenemos la esperanzade que esta noche la señorita Woodhouse acce-derá a tocar para nosotros.

La señorita Woodhouse dio la debida con-formidad; y viendo que no iba a enterarse denada más por las palabras de la señora Cole sevolvió a Frank Churchill.

13 La espineta, especie de clavicordio pequeño,uno de los antepasados del piano.

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-¿Por qué sonríe? erijo ella.-¿Yo? ¿Y usted?-¿Yo? Supongo que sonrío por la alegría que

me da el ver que el coronel Campbell es tan ricoy tan generoso... Es un regalo precioso.

-Lo es.-Lo que me extraña es que no se lo hubiese

hecho antes.-Tal vez la señorita Fairfax es la primera vez

que pasa aquí tanto tiempo.-O que no le regalara su propio piano... que

ahora debe de estar en Londres cerrado y sinque nadie lo toque.

-Debe de ser un piano muy grande y debía depensar que en casa de la señora Bates no ten-drían espacio suficiente.

-Puede usted decir lo que quiera... pero su ac-titud demuestra que su opinión acerca de esteasunto es muy semejante a la mía.

-No sé. Más bien creo que me considera ustedmás agudo de lo que en realidad soy. Sonríoporque usted sonríe, y probablemente sospe-

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charé siempre que usted sospeche; pero ahorano acierto a ver claro en todo eso. Si no ha sidoel coronel Campbell, ¿quién habrá podido ser?

-¿No ha pensado usted en la señora Dixon?-¡La señora Dixon! Cierto, tiene usted mucha

razón. No había pensado en la señora Dixon.Ella debe de saber igual que su padre la ilusiónque le haría un regalo así; y tal vez el modo dehacerlo, el misterio, la sorpresa, todo ello esmás propio de la mentalidad de una joven quela de un anciano. Estoy seguro de que ha sidola señora Dixon. Ya le he dicho que serían sussospechas las que guiarían las mías.

-Si es así, debe usted extender sus sospechasy hacer que alcancen también al señor Dixon.

-¡El señor Dixon! Muy bien, de acuerdo. Aho-ra me doy cuenta de que ha tenido que ser unregalo conjunto del señor y la señora Dixon. Elotro día ya sabe usted que estábamos hablandode que él era un apasionado admirador de susdotes musicales.

-Sí, y lo que entonces me dijo usted acerca de

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este caso confirmó una suposición que yo mehabía hecho hacía tiempo... No dudo de lasbuenas intenciones del señor Dixon o de la se-ñorita Fairfax, pero no puedo por menos desospechar que, o bien después de haber hechoproposiciones matrimoniales a su amiga tuvo ladesgracia de enamorarse de ella, o bien se diocuenta de que Jane sentía por él algo más queafecto. Claro está que siempre es posible imagi-nar veinte cosas sin llegar a acertar la verdad;pero estoy segura de que ha tenido que haberun motivo concreto para que prefiera venir aHighbury en vez de acompañar a Irlanda a losCampbell. Aquí tiene que llevar una vida deprivaciones y aburrimiento; allí todo hubieransido placeres. En cuanto a lo de que le conveníavolver a respirar el aire de su tierra natal, loconsidero como una simple excusa... Si hubierasido en verano, aún; pero ¿qué importanciapuede tener para alguien el aire de la tierranatal en los meses de enero, febrero y marzo?Una buena chimenea y un buen coche son más

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indicados en la mayoría de los casos de unasalud delicada, y me atrevería a decir que en elsuyo también. Yo no le pido que me siga usteden todas mis sospechas, aunque sea usted tanamable como para pretenderlo; yo sólo le digohonradamente lo que pienso.

-Y yo le doy mi palabra de que sus suposicio-nes me parecen muy probables. Lo que puedoasegurarle es que la preferencia que siente elseñor Dixon por la manera de tocar de la seño-rita Fairfax es muy acentuada.

-Y además él le salvó la vida. ¿Ha oído ustedhablar alguna vez de eso? Un paseo en barca;no sé qué pasó que ella estuvo a punto de caeral agua. Y él la sujetó a tiempo.

-Sí, ya lo sé. Yo estaba allí... iba con ellos en labarca.

-¿De veras? ¡Vaya! Pero por supuesto enton-ces usted no advirtió nada, porque al parecereso no se le había ocurrido antes de ahora... Siyo hubiera estado allí no hubiera dejado dehacer algún descubrimiento.

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-Estoy seguro de que los hubiera hecho; peroyo, pobre de mí, sólo vi el hecho que la señoritaFairfax estuvo a punto de caer al agua y de queel señor Dixon la sujetó a tiempo... Todo ocu-rrió en un momento y aunque la consiguientesorpresa y el susto fueron muy grandes y dura-ron más tiempo (la verdad es que creo que pasómedia hora antes de que ninguno de nosotrosvolviera a tranquilizarse) fue una impresióndemasiado general para que nos fijáramos enlos matices de las reacciones. Sin embargo esono quiere decir que usted no hubiese podidodescubrir algo más.

La conversación se interrumpió en este pun-to. Se vieron obligados a compartir con los de-más el tedio de una pausa demasiado largaentre plato y plato, y a intercambiar con losotros invitados las frases triviales y corteses derigor; pero cuando la mesa volvió a estar con-venientemente cubierta de platos, cuando cadafuente ocupó exactamente el lugar que le co-rrespondía y se restableció la calma y la norma-

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lidad, Emma dijo:-La llegada de este piano ha sido algo decisi-

vo para mí. Yo quería saber un poco más y estome lo revela todo. Puede usted estar seguro, notardaremos en oír decir que ha sido un regalodel señor y la señora Dixon.

-Y si los Dixon afirmaran que no saben abso-lutamente nada de ello tendremos que concluirque han sido los Campbell.

-No, estoy segura de que no han sido losCampbell. La señorita Fairfax sabe que no hansido los Campbell, o de lo contrario lo hubieseadivinado desde el primer momento. Nohubiera tenido ninguna duda si se hubieseatrevido a pensar en ellos. Tal vez no le he con-vencido a usted, pero yo estoy totalmente con-vencida de que el señor Dixon ha tenido el pa-pel principal en este asunto.

-Le aseguro que me ofende usted suponiendoque no me ha convencido. Sus razonamientoshan hecho cambiar totalmente mi criterio. Alprincipio, cuando yo suponía que estaba usted

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convencida de que el coronel Campbell habíasido el donante, lo consideraba sólo como unamuestra de afecto paternal y creía que era lacosa más natural del mundo. Pero cuando us-ted ha mencionado a la señora Dixon me hedado cuenta de que era mucho más probableque se tratara de un tributo de cálida amistadentre mujeres. Y ahora sólo puedo verlo comouna prueba de amor.

No hubo ocasión para ahondar más en la ma-teria. El joven parecía verdaderamente conven-cido; daba la impresión de que era sincero.Emma no insistió más y se pasó a otros temasde conversación; y mientras terminó la cena; sesirvieron los postres, entraron los niños y fue-ron ellos los que atrajeron la atención de todosy motivaron las frases de ritual en esos casos; seoían algunas frases inteligentes, muy pocas,algunas rematadamente bobas, tampoco mu-chas, y la gran mayoría no era ni una cosa niotra... Nada más y nada menos que los comen-tarios de siempre, los tópicos anodinos, las vie-

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jas noticias que todo el mundo sabía y las bro-mas de dudosa gracia.

Hacía poco que las señoras se habían instala-do en la sala de estar cuando llegaron las otrasdamas en diversos grupos. Emma prestó mu-cha atención a la entrada de su amiga más ín-tima; y aunque su elegancia y su distinción nofueran como para entusiasmarla demasiado, nopudo por menos de admirar su lozanía, su dul-zura, y la espontaneidad de sus movimientos, yde alegrarse de todo corazón de que poseyeraaquel carácter superficial, alegre y poco dado alsentimentalismo, que le permitían distraersetan fácilmente en medio de las congojas de unamor contrariado. Hela allí sentada... ¿Y quiénhubiera podido adivinar las incontables lágri-mas que había vertido hacía tan poco tiempo?Verse rodeada de gente, llevando un vestidobonito y viendo que las demás llevaban tam-bién otros muy lindos, verse sentada en un sa-lón sonriendo y sabiéndose atractiva, y no decirnada, era suficiente para la felicidad de aquel

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momento. Jane Fairfax la aventajaba en bellezay en gracia de movimientos; pero Emma sospe-chaba que se hubiera cambiado muy gustosapor Harriet, que muy gustosamente hubieraaceptado la mortificación de haber amado (sí,de haber amado en vano, incluso al señor El-ton) a cambio de poderse privar del peligrosoplacer de saberse amada por el marido de suamiga.

En una reunión tan concurrida no era indis-pensable que Emma la abordara. No queríahablar del piano, se sentía poseedora del secre-to y no le parecía honrado demostrar curiosi-dad o interés, y por lo tanto se mantuvo lejos deella a propósito; pero los demás introdujeroninmediatamente este tema de conversación, yEmma advirtió el sonrojo con el que recibía lasfelicitaciones, el sonrojo de culpa que acompa-ñaba el nombre de «mi excelente amigo el coro-nel Campbell».

La señora Weston, siempre cordial y ademásmuy aficionada a la música, se mostraba parti-

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cularmente interesada por el caso, y Emma nopudo por menos de encontrar divertida su in-sistencia en tratar de la cuestión; y sus innume-rables preguntas y comentarios acerca del tono,del teclado y de los pedales, totalmente ajena aldeseo de decir lo menos posible sobre aquelloque podía leerse claramente en el agraciadorostro de la heroína de la reunión.

No tardaron en unirse al grupo varios de loscaballeros; y el primero de todos fue FrankChurchill, el más apuesto de los invitados; ytras dedicar unas frases de cortesía a la señoritaBates y a su sobrina, se dirigió directamentehacia el lado opuesto del grupo, donde estabala señorita Woodhouse; y no quiso sentarsehasta que no encontró sitio al lado de ella.Emma adivinaba lo que todos los presentesdebían de estar pensando. Ella era el objeto desus preferencias y todo el mundo tenía que dar-se cuenta. Emma le presentó a su amiga, la se-ñorita Smith, y algo más tarde, cuando se pre-sentó la ocasión, pudo enterarse de las opinio-

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nes respectivas que cada uno de los dos sehabía formado del otro. La del joven: «Nuncahabía visto una cara tan atractiva, me encantasu ingenuidad.» La de ella, que sin duda pre-tendía ser un gran elogio: «Tiene algo que merecuerda un poco al señor Elton.» Emma con-tuvo su indignación y se limitó a volverle laespalda en silencio.

La joven y Frank Churchill cambiaron unassonrisas de inteligencia cuando ambos divisa-ron a la señorita Fairfax; pero lo más prudenteera evitar todo comentario. Él le dijo que habíaestado impaciente por salir del comedor... queno le gustaba prolongar la sobremesa... y quesiempre era el primero en levantarse cuandopodía hacerlo... que su padre, el señor Knigh-tley, el señor Cox y el señor Cole se habíanquedado allí discutiendo animadamente sobreasuntos de la parroquia... pero que, a pesar detodo, el rato que había estado con ellos no sehabía aburrido, ya que había visto que en gene-ral eran personas distinguidas y de muy buen

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criterio; y empezó a hacer tales elogios deHighbury, considerándolo como un lugar en elque abundaban extraordinariamente las fami-lias de trato muy agradable, que Emma estuvotentada de pensar que hasta entonces no habíasabido apreciar debidamente el pueblo en quevivía. Ella le hizo preguntas acerca de la vidade sociedad que se llevaba en el condado deYork, acerca de los vecinos que tenían en Ens-combe y otras cosas por el estilo; y de sus res-puestas dedujo que por lo que se refería a Ens-combe, la vida social era muy limitada, quesólo se trataban con unas pocas familias degran posición, ninguna de las cuales vivía muycerca de allí; y que incluso cuando se había fija-do una fecha y se había aceptado una invita-ción, no era demasiado raro que la señoraChurchill, bien por falta de salud, bien por faltade humor, no se viera con ánimos para salir desu casa; que tenían a gala no hacer visitas a na-die que no conocieran de tiempo atrás; y que,aunque él tenía sus amistades particulares, se

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veía obligado a vencer una gran resistencia y adesplegar toda su habilidad para que, sólo devez en cuando, le permitieran efectuar visitas élsolo o introducir en la casa por una noche aalguno de sus conocidos de todo lo que se pro-pusiera con tal de disponer de tiempo.

Emma se daba cuenta de que en Enscombe nose encontraba demasiado a gusto y que era na-tural que Highbury, mirado con buenos ojos,atrajera más a un joven que en su casa llevabauna vida mucho más retirada de lo que hubieradeseado. La influencia de que gozaba en Ens-combe era más que evidente. Aunque no sejactaba de ello, por sus palabras se adivinabaque en cuestiones en las que su tío nada podíahacer, él conseguía convencer a su tía, y cuandoEmma se lo hizo notar sonriendo él reconocióque creía que (exceptuando una o dos cosas)podía llegar a convencer a su tía de todo lo quese propusiera con tal de disponer de tiempo. Yentonces mencionó una de esas cosas en las quesu influencia era nula. Le hacía mucha ilusión

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salir al extranjero, y la verdad es que había in-sistido mucho para que le permitieran empren-der algún viaje, pero su tía no quería ni oírhablar de ello. Eso había ocurrido el año ante-rior.

-Aunque -añadió- ahora empiezo a no desear-lo tanto como antes.

El otro punto en el que su tía era irreductibleel joven no lo mencionó, aunque Emma adivi-naba que era portarse debidamente con su pa-dre.

-Acabo de hacer un desagradable descubri-miento... -dijo él tras una breve pausa-. Mañanahará una semana que estoy aquí... La mitad demi tiempo disponible. Nunca creí que los díaspasaran tan aprisa. ¡Pensar que mañana haráuna semana! Y apenas he empezado a disfrutarde Highbury. El tiempo justo para conocer a laseñora Weston y a algunas otras personas... Mees muy penoso pensar en eso...

-Tal vez empiece usted ahora a lamentarhaber dedicado todo un día, teniendo tan po-

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cos, a hacerse cortar el cabello.-No -dijo él sonriendo-, eso no lo lamento en

absoluto. No me encuentro a gusto entre misamigos si no tengo la seguridad de que mi as-pecto es irreprochable.

Como el resto de los invitados había entradoya en el salón, Emma se vio obligada a separar-se de él durante unos breves minutos y a aten-der al señor Cole. Cuando el señor Cole tuvoque separarse de ella y pudo volver a prestaratención al joven, vio que Frank Churchill esta-ba mirando fijamente a la señorita Fairfax, quese hallaba exactamente enfrente de él, en el ladoopuesto de la estancia.

-¿Ocurre algo? -le preguntó.Él se sobresaltó y contestó rápidamente:-Gracias por llamarme la atención. Creo que

lo que estaba haciendo no era muy cortés; peroes que la señorita Fairfax se ha peinado de unmodo tan extraño... tan extraño... que no puedoapartar los ojos de ella. ¡En mi vida había vistoalgo tan exagerado! Esos rizos... Esa fantasía

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tiene que habérsele ocurrido a ella. No veo quenadie más lleve un peinado semejante. Tengoque ir a preguntarle si es una moda irlandesa.¿Qué hago? Sí, iré a preguntárselo... Fíjese us-ted cómo reacciona; a ver si se ruboriza.

El joven se dirigió inmediatamente hacia ella;y Emma no tardó en verle de pie delante de laseñorita Fairfax y hablándole; pero lo que res-pecta a su reacción, Emma no pudo apreciarabsolutamente nada, porque sin querer FrankChurchill se había colocado entre las dos, exac-tamente enfrente de la señorita Fairfax.

Antes de que él volviera a su silla, la señoraWeston reclamó su atención:

-Una reunión con tanta gente es deliciosa -dijo-; una puede acercarse a todo el mundo yhablar de todo con todos. Mi querida Emma,hace rato que estoy deseando hablar contigo.He estado enterándome de una serie de cosas yhaciendo planes, igual que tú, y tengo quehablar contigo ahora que las ideas aún estánfrescas en la cabeza. ¿Ya sabes cómo han veni-

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do la señorita Bates y su sobrina?-¿Que cómo han venido? Supongo que las in-

vitaron, ¿no?-¡Oh, claro que sí! Quiero decir de qué modo

han venido... quién las ha traído...-Pues supongo que han venido a pie; ¿de qué

otro modo iban a venir?-Cierto... Pero, verás, hace un rato se me ha

ocurrido que podría ser peligroso que JaneFairfax volviera andando a su casa a una horaya tan avanzada y con lo frías que son ahora lasnoches. Y mientras .la contemplaba, aunque laverdad es que nunca la había encontrado conun aspecto más saludable, me di cuenta de queestaba un poco acalorada y que por lo tanto eramucho más fácil que al salir de aquí se resfria-se. ¡Pobre muchacha! No podía soportar la ideade que se expusiera de este modo. De modoque, apenas entró el señor Weston en el salón,cuando pude hablar con él a solas le propuseque la acompañáramos en nuestro coche. Yapuedes suponer, que inmediatamente estuvo

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dispuesto a complacerme; y contando con suaprobación, entonces me dirigí a la señoritaBates para tranquilizarla y decirle que el cocheestaría a su disposición antes de que nos llevaraa nosotros a casa; porque yo creía que al decirleeso le quitaría un peso de encima. ¡Vaya porDios! Desde luego te aseguro que se mostrómuy agradecida (ya sabes, «Nadie puede con-siderarse tan afortunada como yo»), pero des-pués de darnos las gracias no sé cuántas veces,me dijo que no había motivo de que nos tomá-ramos ninguna molestia porque habían venidoen el coche del señor Knightley, y el mismocoche volvería a dejarlas en su casa. Yo no po-día quedarme más sorprendida; y muy conten-ta, desde luego; pero realmente pasmada. Esoes una atención amabilísima... y además unaatención meditada de antemano... Algo que seles hubiera ocurrido a muy pocos hombres. Ydespués de todo, conociendo su manera de ser,estoy casi segura que fue tan solo para llevarlasa ellas que se decidió a sacar su coche. Me sos-

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pecho que para él solo no se hubiera molestadoen buscar un par de caballos, y que si lo hizofue exclusivamente para poder hacerles estefavor.

-Es muy probable -dijo Emma-, eso es lo másprobable de todo. No conozco a nadie más pro-penso que el señor Knightley a hacer ese tipode cosas... a hacer cualquier cosa que sea real-mente amable, útil, bien intencionada y carita-tiva. No es un hombre galante, pero sí de muybuenos sentimientos, muy humano; debe dehaber tenido en cuenta la delicada salud deJane Fairfax, y ha debido de creerlo un caso dehumanidad; no hay nadie como el señor Knigh-tley para hacer una obra de caridad con menosostentación. Yo ya sabía que hoy había venidocon caballos... porque nos encontramos al lle-gar; y yo me reí de él por este motivo, pero nodejó escapar ni una palabra acerca de todo eso.

-¡Vaya! -dijo la señora Weston sonriendo-.Veo que en este caso le concedes una bondadmás desinteresada que yo; porque mientras la

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señorita Bates me estaba hablando empecé aconcebir una sospecha, y aún no he logradodesecharla. Cuanto más pienso en ello, másprobabilidades le veo. En fin, para resumir, queestoy previendo una boda entre el señor Knigh-tley y Jane Fairfax. ¡Ya ves las consecuencias dehacerte compañía! ¿A ti qué te parece?

-¿El señor Knightley y Jane Fairfax? -exclamóEmma-. Querida, ¿cómo se te ha podido ocurriruna cosa semejante? ¡El señor Knightley! ¡Elseñor Knightley no tiene que casarse! No que-rrás que el pequeño Henry no herede Donwell,¿verdad? ¡Oh, no, no, Donwell tiene que serpara Henry! De ningún modo puedo consentirque el señor Knightley se case; y además estoysegura de que no hay la menor probabilidad deello. Me deja pasmada que hayas podido pen-sar en una cosa así.

-Mi querida Emma, ya te he contado lo queha hecho que se me ocurriese esta idea. Yo notengo ningún interés por que se haga esta bo-da... ni quiero perjudicar al pequeño Henry...

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pero han sido las circunstancias las que me lohan sugerido; y si el señor Knightley quisierarealmente casarse no serías tú la que le hicieradesistir de su proyecto con el argumento deHenry, un niño de seis años que no sabe nadade todo esto.

-Sí que lo conseguiría. No podría soportar elque alguien suplantara a Henry. ¡Casarse elseñor Knightley! No, nunca se me había ocurri-do esta idea y ahora no puedo aceptarla. ¡Yademás precisamente con Jane Fairfax!

-Bueno, sabes perfectamente que siempre tu-vo una gran predilección por ella.

-¡Pero una boda tan inoportuna!-Yo no digo que sea oportuna; sólo digo que

es probable.-Yo no veo que sea nada probable, a no ser

que tengas mejores argumentos que los que mehas contado. Su bondad, sus buenos sen-timientos, como ya te he dicho, bastan paraexplicar perfectamente lo de los caballos. Yasabes que siente un gran afecto por las Bates,

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independientemente de Jane Fairfax... Y siem-pre está dispuesto a hacerles un favor. Querida,no te metas ahora a casamentera. Lo haces muymal. ¡Jane Fairfax la dueña de Donwell Abbey!¡Oh, no, no!... No quiero ni imaginármelo. Porel propio bien del señor Knightley no quisieraverle cometer una locura así.

-Podría ser una cosa inoportuna... pero nouna locura. Exceptuando la desigualdad defortuna y tal vez una pequeña diferencia deedades, no veo nada más que se oponga.

-Pero el señor Knightley no quiere casarse.Estoy segura de que jamás se le ha ocurridoesta idea. No se la metas en la cabeza. ¿Por quése tiene que casar? Él solo es todo lo feliz quepuede desear; con su granja, sus ovejas, suslibros y toda la parroquia para manejar; y quie-re muchísimo a los hijos de su hermano. Notiene ningún motivo para casarse, no va ahacerlo ni para ocupar su tiempo ni su corazón.

-Mi querida Emma, mientras él piense así lascosas serán como tú dices; pero si se enamora

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de veras de Jane Fairfax...-¡Qué bobada! El no piensa lo más mínimo en

Jane Fairfax. Fijarse en ella en el sentido deenamorarse, estoy segura de que no lo hahecho. A ella o a su familia les haría toda clasede favores; pero...

-Verás -dijo riendo la señora Weston-, tal vezel mayor favor que podría hacerles sería el deofrecer un nombre tan respetable a Jane.

-Es posible que esto fuera un bien para ella,pero estoy segura que para él las consecuenciasserían funestas; sería un enlace poco digno desu posición, del que se avergonzaría. ¿Cómoiba a aceptar que la señorita Bates entrase en sufamilia? ¿Qué cara iba a poner cuando la vieserondando por Donwell Abbey dándole las gra-cias durante todo el santo día por la gran bon-dad que había mostrado al casarse con Jane?«¡Es un caballero tan amable, tan atento!... ¡Cla-ro que siempre había sido tan buen vecino!» Ysiempre interrumpiéndose en mitad de unafrase para hablar de las faldas viejas de su ma-

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dre. «No, en el fondo no es que sean unas fal-das tan viejas... porque todavía podrían durarmucho tiempo y la verdad es que ya puedeestar contenta de que sus faldas sean todas deun género tan resistente...»

-¡Emma, por Dios, no la imites escarneciéndo-la! Me haces reír, aunque mi conciencia me loreproche. Y por mi parte tengo que decirte queno creo que la señorita Bates causara muchasmolestias al señor Knightley. Las cosas peque-ñas no le irritan. Desde luego ella no para dehablar; y para decir algo no tendría otro reme-dio que hablar en voz más alta y ahogar la su-ya. Pero la cuestión no está en si éste sería unenlace poco digno de él, sino en si el señorKnightley lo desea; y a mí me parece que así es.Yo le he oído hablar, y supongo que tú tam-bién, haciendo los mayores elogios de Jane Fair-fax. El interés que se toma por ella... lo que sepreocupa por su salud... lo que lamenta que notenga perspectivas más halagüeñas... ¡Le heoído hablar con tanto apasionamiento acerca de

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todo eso...! ¡Es un admirador tan entusiasta desu habilidad como pianista y de su voz! Le heoído decir que se pasaría la vida escuchándola.¡Oh! Y aún se me olvidaba una idea que se meha ocurrido... ese piano que le ha regalado al-guien... aunque todos nosotros estemos tanconvencidos de que haya sido un obsequio delos Campbell, ¿no puede habérselo mandado elseñor Knightley? No puedo por menos de sos-pecharlo. Me parece que es la persona másapropiada para hacer una cosa así incluso sinestar enamorado.

-Entonces éste no es un argumento que prue-be que esté enamorado. Pero no me parece quesea una cosa propia de él. El señor Knightley nohace nada de un modo misterioso.

-Yo le he oído lamentarse muchas veces deque Jane no tuviese piano; muchas más vecesde lo que hubiera supuesto que una circunstan-cia como ésta, si todo hubiera sido completa-mente normal, le hubiese preocupado.

-Bien, de acuerdo; pero si hubiera querido re-

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galar un piano se lo hubiese dicho.-Mi querida Emma, ha podido tener ciertos

escrúpulos de delicadeza. He observado unacosa en él que me ha llamado mucho la aten-ción. Estoy segura de que cuando la señoraCole nos lo contó todo durante la cena su silen-cio era muy significativo.

-Querida, cuando te empeñas en una cosa nohay quien te haga cambiar de opinión; y consteque eso es algo que hace mucho tiempo quevienes reprochándome. Yo no veo que nadademuestre este enamoramiento del quehablas... De lo del piano no creo nada... Y nece-sitaría tener pruebas evidentes para conven-cerme de que el señor Knightley ha pensadoalguna vez en casarse con Jane Fairfax.

Siguieron discutiendo la cuestión en términosparecidos durante un rato más, y era Emma laque parecía ir ganando terreno respecto a laopinión de su amiga; porque de las dos la seño-ra Weston era la que estaba más acostumbradaa ceder; hasta que un pequeño revuelo en el

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salón les indicó que el té había terminado y quese estaba disponiendo el piano; inmediatamen-te el señor Cole se les acercó para rogar a laseñorita Woodhouse que les hiciese el honor detocar alguna pieza. Frank Churchill, a quienella había perdido de vista en el arrebato de sudiscusión con la señora Weston, excepto paraadvertir que se había sentado al lado de la se-ñorita Fairfax, llegó tras el señor Cole para ter-minar de convencerla con sus insistentes súpli-cas; y como en todos los aspectos, le correspon-día a Emma ser la primera, no tuvo inconve-niente en dar su conformidad.

La joven conocía demasiado bien sus propiaslimitaciones como para atreverse a tocar algoque no se supiera capaz de ejecutar con ciertabrillantez; no le faltaban ni gusto ni talento pa-ra la música, sobre todo en las composicionesde poco empeño que suelen interpretarse enesos casos, y se acompañaba bien con su propiavoz. Pero esta vez tuvo la agradable sorpresade oír que una segunda voz acompañaba su

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canción... la de Frank Churchill, no muy vigo-rosa, pero bien entonada. Al terminar la can-ción, Emma se disculpó como era de rigor, y sesucedieron los cumplidos de costumbre. El jo-ven, por su parte, fue acusado de tener una vozmuy bonita y un perfecto conocimiento de lamúsica; lo cual él negó como era de esperar,afirmando que era totalmente profano en lamateria, y dando toda clase de seguridades deque no tenía nada de voz. Ambos volvieron acantar juntos una nueva canción; y luego Emmatuvo que ceder su lugar a la señorita Fairfax,cuya interpretación, tanto desde el punto devista vocal como instrumental, Emma no pudopor menos de reconocer en su fuero interno queera infinitamente superior a la suya.

Presa de sentimientos contradictorios, Emmafue a sentarse a cierta distancia de los invitadosque formaban corro en torno al piano para es-cuchar mejor. Frank Churchill cantó de nuevo.Al parecer ambos habían cantado juntos una odos veces en Weymouth. Pero el hecho de ver

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que el señor Knightley figuraba entre los oyen-tes más atentos, no tardó en distraer la atenciónde Emma; y empezó a reflexionar sobre las sos-pechas de la señora Weston, y las bien entona-das voces de los dos cantores sólo interrumpíanmomentáneamente sus meditaciones. Los in-convenientes que veía al matrimonio del señorKnightley seguían pareciéndole muy graves.Era algo que sólo podía traer malas consecuen-cias. Sería una gran decepción para el señorJohn Knightley; y por lo tanto también paraIsabella. Algo que perjudicaría muchísimo a losniños... un cambio que crearía una situaciónmuy desagradable, y que significaría una granpérdida material para todos; el propio señorWoodhouse sería uno de los que más lo sentirí-an, ya que vería sensiblemente alterado el ritmohabitual de su vida... y en cuanto a ella, le re-sultaba inconcebible pensar en Jane Fairfaxcomo en la dueña de Donwell Abbey. ¡Una se-ñora Knightley ante la cual todos deberían in-clinarse! No, el señor Knightley no debía casar-

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se. El pequeño Henry tenía que seguir siendo elheredero de Donwell.

En aquel momento el señor Knightley volvióla cabeza, y al verla fue a sentarse al lado de lajoven. Al principio sólo hablaron de la música.Desde luego el entusiasmo que manifestaba porlas dotes de la intérprete era considerable; peroEmma pensó que, de no ser por las palabras dela señora Weston, ello no le hubiese sor-prendido. Sin embargo, como buscando unapiedra de toque, Emma sacó a relucir su amabi-lidad al traer a la reunión a tía y sobrina; yaunque su respuesta fue la de alguien que pre-feriría cambiar de conversación, Emma consi-deró que ello sólo indicaba que su interlocutorera muy poco aficionado a hablar de los favoresque había hecho.

-Muchas veces -dijo ella- pienso que es unalástima que nuestro coche no sea más útil a losdemás en estas ocasiones. Y no es que yo noquiera; pero ya sabe usted que es imposible quemi padre se avenga a que James se ponga al

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servido de otras personas.-Desde luego, no hay ni que pensarlo, ni que

pensarlo -replicó-; pero estoy seguro de que sipudiera usted lo haría muy a menudo.

Y le sonrió como si estuviera tan satisfecho deesta convicción, que dio pie a Emma para inten-tar un paso más.

-Ese regalo que han hecho los Campbell -dijoella-, este piano, ha sido algo muy amable porsu parte.

-Sí -replicó, sin dejar de traslucir ni la menorsombra de embarazo-; pero hubieran hechomejor avisándola de antemano. Estas sorpresasson una tontería. La alegría que proporcionanno es mayor, y a menudo los inconvenientessuelen ser considerables. Yo creía que el coro-nel Campbell era un hombre de más criterio.

A partir de aquel momento Emma hubiese ju-rado que el señor Knightley no tenía nada quever con el regalo del piano. Pero de lo que aúntenía ciertas dudas era acerca de si no sentíaningún afecto especial por la joven... de si no

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tenía por ella una clara preferencia. Hacia elfinal de la segunda canción de Jane, su voz sehizo más grave.

-Basta ya -dijo él, cuando hubo terminado,como pensando en voz alta-. Por esta noche yaha cantado suficientemente... ahora descanse.

Sin embargo en seguida le rogaron que canta-ra otra canción. -Una más, por favor. No le fati-gará mucho, señorita Fairfax; y será la últimaque le pediremos.

Y se oyó la voz de Frank Churchill que decía:-Creo que esta canción no le requerirá un

gran esfuerzo; la primera voz no tiene granimportancia; es la segunda la que lleva todo elpeso.

El señor Knightley se indignó.-Ese individuo -dijo encolerizado- no piensa

en nada más que en exhibir su voz. Esto nopuede ser.

Y abordando a la señorita Bates, que en aquelmomento pasaba cerca de allí, le dijo:

-Señorita Bates, ¿está usted loca? ¿Cómo deja

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que su sobrina siga cantando con la ronqueraque ya tiene? Haga algo por impedirlo. No tie-nen compasión de ella.

La señorita Bates, que estaba ya verdadera-mente preocupada por la garganta de Jane,apenas sin tiempo para agradecer esta indica-ción, se dirigió hacia el grupo e impidió que susobrina siguiera cantando. Y aquí terminó,pues, el concierto de la velada, ya que la señori-ta Woodhouse y la señorita Fairfax eran lasúnicas jóvenes presentes que sabían música;pero muy pronto (al cabo de unos cinco minu-tos) alguien -sin que se supiera exactamente dequién había partido la iniciativa- propuso bai-lar, y el señor y la señora Cole acogieron la ideacon tanto entusiasmo que rápidamente se em-pezó a desembarazar el salón de estorbos paradejar espacio libre. La señora Weston, especia-lista en las contradanzas, se sentó al piano, yempezó a tocar un irresistible vals; y FrankChurchill, acercándose a Emma con un gestoirreprochablemente galante, la tomó de la mano

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y ambos iniciaron el baile.Mientras aguardaban que los demás jóvenes

se les unieran, Emma, sin dejar de atender a loscumplidos que su pareja le dedicaba acerca desu voz y de su talento musical, tuvo ocasión demirar a su alrededor y de fijarse en lo que hacíael señor Knightley. De la actitud que adoptasepodía sacar muchas deducciones. En general nosolía bailar. Si ahora se apresuraba a ofrecer subrazo a Jane Fairfax, el hecho sería muy signifi-cativo. Pero de momento no parecía decidido atal cosa. No... estaba hablando con la señoraCole y mostraba un aire indiferente; alguiensacó a bailar a Jane y él siguió hablando con laseñora Cole.

Emma dejó de sentir miedo por el porvenirde Henry; sus intereses estaban a salvo; y seentregó al placer del baile con una jovial y es-pontánea alegría. Sólo llegaron a formarse cincoparejas; pero como había sido algo tan inespe-rado y un baile era una cosa tan poco frecuenteen Highbury, el acontecimiento ilusionaba a

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todos, y por otra parte Emma estaba satisfechade su acompañante. Formaban una pareja dig-na de ser admirada.

Desgraciadamente sólo pudieron permitirsedos bailes. Se iba haciendo tarde, y la señoritaBates tenía prisa por volver a su casa, en dondele esperaba su madre. De modo que, despuésde varios intentos frustrados para que se lesdejara empezar un nuevo baile, se vieron obli-gados a dar las gracias a la señora Weston y,muy a pesar suyo, dar por terminada la velada.

-Quizás ha sido mejor así -decía Frank Chur-chill, mientras acompañaba a Emma hasta sucoche-. De lo contrario hubiese tenido que sacara bailar a la señorita Fairfax, y después dehaberla tenido a usted por pareja no hubiesepodido adaptarme a su manera lánguida debailar.

CAPÍTULO XXVII

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EMMA no se arrepentía de la concesión quehabía hecho al aceptar la invitación de los Cole.Al día siguiente la velada le proporcionó multi-tud de gratos recuerdos; y todo lo que hubiesepodido perder de digno aislamiento lo habíacompensado con creces en irradiación de popu-laridad. Había complacido a los Cole... ¡per-sonas excelentes, que también merecían que seles hiciera felices...! Y había dejado tras de síuna fama que tardaría en olvidarse.

Pero la felicidad perfecta, incluso en el re-cuerdo es poco frecuente; y había dos puntosque la tenían intranquila. No estaba segura deno haber infringido el deber de lealtad que todamujer siente por las otras, haber revelado sussospechas acerca de los sentimientos de JaneFairfax a Frank Churchill. Era algo difícil deexcusar; pero su convicción era tan fuerte queno había podido contenerse, y el que él estuvie-ra de acuerdo en todo lo que Emma le dijohabía sido un homenaje tal a su penetraciónque le hacía difícil persuadirse a sí misma por

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completo de que hubiera sido mejor callarse loque pensaba.

El segundo motivo de inquietud se referíatambién a Jane Fairfax; y aquí sí que no cabíaninguna duda. A Emma le dolía de un modoclarísimo e inequívoco su inferioridad en lainterpretación y en el canto. Lo que más lamen-taba era la pereza de su niñez... y se sentó alpiano y estuvo haciendo prácticas durante unahora y media.

Le interrumpió la llegada de Harriet; y si elelogio de Harriet hubiese podido satisfacerla,no hubiese tardado mucho en consolarse.

-¡Oh! ¡Si yo pudiese tocar tan bien como tú yla señorita Fairfax!

-No nos pongas a la misma altura, Harriet.Compararme con ella es como comparar unalámpara con la luz del sol.

-¡Oh, querida...! A mí me parece que de lasdos tú eres la que tocas mejor. Tú lo haces tanbien como ella. Te aseguro que yo prefiero es-cucharte a ti. Ayer por la noche todo el mundo

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decía que tocabas muy bien.-Los que entienden algo en música tienen que

haber notado la diferencia. La verdad, Harriet,es que yo sólo toco como para que se me haganalgunos elogios, pero la ejecución de Jane Fair-fax está mucho más allá de todo eso.

-Pues yo siempre pensaré que tocas tan biencomo ella y que si hay alguna diferencia nadiees capaz de notarlo. El señor Cole dijo que tení-as mucho talento; y el señor Frank Churchillestuvo hablando un buen rato sobre tu gustomusical, y dijo que para él el gusto era muchomás importante que la ejecución.

-Ah, pero es que Jane Fairfax tiene las dos co-sas.

-¿Estás segura? Yo vi que tenía mucha prácti-ca, pero me pareció que no tenía nada de gusto.Nadie dijo nada de esto. Y a mí no me gusta elcanto a la italiana. No se entiende ni una pala-bra. Además, si toca tan bien, ¿sabes?, sólo esporque tiene que saber mucho a la fuerza, por-que tendrá que enseñar música. Ayer por la

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noche los Cox se estaban preguntando si podríaentrar en alguna casa bien. ¿Qué impresión teprodujeron los Cox?

-La de siempre... son muy vulgares, no tienenclase.

-Me dijeron una cosa -dijo Harriet titubean-do-, pero no es nada que tenga mucha impor-tancia.

Emma se vio obligada a preguntar qué era loque le habían dicho, aunque temía que fueraalgo referente al señor Elton.

-Me dijeron que el señor Martin cenó conellos el sábado pasado.

-¡Oh!-Fue a ver a su padre para hablar de negocios,

y le invitó a quedarse a cenar.-¡Oh!-Me estuvieron hablando mucho de él, sobre

todo Anne Cox. No sé lo que se proponía coneso; pero me preguntó si pensaba volver a pa-sar una temporada en su casa el próximo vera-no.

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-Se proponía ser impertinente e intrometida,como siempre suele serlo Anne Cox.

-Me dijo que había estado muy amable el díaen que cenó con ellos. Se sentó a su lado duran-te la cena. La señorita Nash opina que cualquie-ra de las Cox estaría muy contenta de casarsecon él.

-Es muy probable... Creo que en cuanto avulgaridad esas muchachas no tienen rival entodo Highbury.

Harriet tenía que hacer unas compras en casaFord. Emma consideró más prudente acompa-ñarla. Era posible que se produjera otro encuen-tro casual con los Martin, y en el estado deánimo en que se hallaba la cosa hubiera podidoser peligrosa.

En una tienda Harriet se encaprichaba de to-do, no acababa de decidirse por nada, y siem-pre necesitaba mucho tiempo para hacer suscompras; y mientras estaba aún comparandounas muselinas y cambiando continuamente deopinión, Emma se asomó a la puerta para dis-

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traerse. No podía esperarse mucho del movi-miento de la calle, incluso en las partes máscéntricas de Highbury; el señor Perry andandoapresuradamente, el señor William Cox en-trando en su despacho, el coche del señor Colevolviendo de un paseo, o uno de los chicos quehacían de cartero luchando con una mula re-belde que se obstinaba en llevarle en otra direc-ción, eran los personajes más interesantes quepodía esperar encontrar; y cuando su miradatropezó tan sólo con el carnicero con su batea,una pulcra anciana que se dirigía a su casa des-pués de salir de una tienda con su cesta llena,dos perros callejeros que se disputaban un hue-so sucio y una hilera de muchachos haraga-neando delante del pequeño escaparate delpanadero, como si quisieran comerse con losojos el pan de jengibre, Emma pensó que notenía motivos para quejarse y que no le faltabadiversión; la suficiente para quedarse junto a lapuerta. Un espíritu despierto y equilibrado nonecesita contemplar grandes cosas, y para todo

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lo que ve encuentra respuesta.Volvió la vista hacia el camino de Randalls.

La escena se amplió; aparecieron dos personas;la señora Weston y su hijastro; se dirigían haciaHighbury; iban a Hartfield, por supuesto. Sinembargo se detuvieron primero ante la casa dela señorita Bates; esta casa estaba un poco máscerca de Randalls que el almacén de Ford; yapenas habían llamado cuando vieron aEmma... Inmediatamente cruzaron la calle y sedirigieron hacia ella, y la agradable velada deldía anterior pareció hacer aún más grato esteencuentro. La señora Weston le informó que ibaa visitar a las Bates con objeto de poder oír elnuevo piano.

-Frank -dijo ella- me ha recordado que ayerpor la noche prometí formalmente a la señoritaBates que esta mañana iría a visitarla. Yo casi nime di cuenta que se lo prometía. Ya no meacordaba que había fijado una fecha, pero yaque él lo dice ahora mismo iba para allí.

-Y mientras la señora Weston hace esta visita,

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espero -dijo Frank Churchill- que se me permitaunirme a ustedes y esperarla en Hartfield... si esque ya vuelven a su casa.

La señora Weston pareció contrariada.-Creía que querías venir conmigo. Las Bates

se alegrarían mucho de volver a verte.-¿A mí? Creo que estaría de más. Pero tal

vez... tal vez estaré de más aquí. Parece como sila señorita Woodhouse no desease mi compa-ñía. Mi tía nunca quiere que la acompañecuando va de compras. Dice que la pongo en-ferma de los nervios; y tengo la impresión quela señorita Woodhouse si se atreviera me diríaalgo semejante. De modo que ¿qué hago?

-No he venido a hacer compras para mí -dijoEmma-. Sólo estoy esperando a mi amiga. Su-pongo que ya no tardará mucho en salir, y en-tonces nos iremos a casa. Pero usted haría me-jor de acompañar a la señora Weston y oír có-mo suena el piano.

-Bien... Si usted me lo aconseja... pero -conuna sonrisa- si el coronel Campbell se hubiese

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valido para elegir el instrumento de un amigopoco cuidadoso, y si ahora resultara que el pia-no no suena bastante bien... ¿Yo qué voy a de-cir? No voy a hacer quedar muy bien a la seño-ra Weston. Ella sola podrá salir del paso perfec-tamente. Una verdad desagradable en sus la-bios debe de resultar incluso grata, pero yo soyla persona más incapaz del mundo para deciruna mentira cortés.

-Eso sí que no lo creo... -replicó Emma-. Estoyconvencida de que cuando es necesario puedeusted ser tan insincero como cualquier serhumano; pero no hay ningún motivo para su-poner que el piano no sea bueno. Yo más bienpensaría todo lo contrario, por lo que le oí decira la señorita Fairfax la noche pasada.

-Ven conmigo -insistió la señora Weston-, sino es mucha molestia. No tenemos por quéquedarnos mucho tiempo. Y luego iremos aHartfield. No vamos a llegar mucho más tardeque ellas. La verdad es que quiero que meacompañes en esta visita. ¡Lo considerarán co-

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mo una atención tan grande! Además, yo creíaque pensabas venir.

El joven no se atrevió a replicar; y con la es-peranza de tener luego la compensación de ir aHartfield, volvió junto con la señora Westonhacia la puerta de la casa de las Bates. Emmavio cómo entraban y luego fue a reunirse conHarriet, que se hallaba confusa ante el mostra-dor... y poniendo en juego toda su inteligencia,trató de convencerla de que si lo que quería eramuselina lisa no tenía ningún objeto el mirar larameada; y que una cinta azul, por muy bonitaque fuera, nunca iba a armonizar con aquelmodelo amarillo. Por fin todos esos problemasquedaron resueltos, incluso el lugar al que de-bían llevar el paquete.

-¿Prefiere usted que se lo mande a casa de laseñora Goddard, señorita? -preguntó la señoraFord.

-Sí... No... Sí, a casa de la señora Goddard. Pe-ro la falda envíenla a Hartfield. No, no, envíelotodo a Hartfield, por favor, pero entonces la

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señora Goddard querrá verlo... y yo podríallevar la falda a casa cualquier día. Pero necesi-taré en seguida la cinta... o sea que es mejor quelo envíen a Hartfield... por lo menos la cinta.Podría usted hacer dos paquetes, señora Ford,¿no?

-Harriet, no es necesario dar tantas molestiasa la señora Ford y hacerle hacer dos paquetes.

-No, claro.-No es ninguna molestia, señorita, no faltaba

más -dijo la amable señora Ford.-¡Oh! Pero es que ahora la verdad es que pre-

fiero que sólo me hagan un paquete. Por favor,mándelo todo a casa de la señora Goddard...pero, no sé... no, creo, Emma, que lo mejor seráque lo envíen todo a Hartfield y que yo me lolleve todo a casa esta noche. ¿A ti qué te pare-ce?

-Que no dediques ni medio segundo más apensar en esta cuestión. A Hartfield, por favor,señora Ford.

-Sí, eso será mucho mejor -dijo Harriet com-

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pletamente satisfecha-; no me gustaría nadaque lo enviasen a casa de la señora Goddard.

Se oyeron unas voces que se acercaban a latienda... o mejor dicho, una voz y dos señoras;la señora Weston y la señorita Bates se encon-traron con ellas en la puerta.

-Mi querida señorita Woodhouse -dijo esta úl-tima-, precisamente venía a buscarla para pe-dirle el favor de que viniera un rato a nuestracasa y nos diera su opinión sobre el piano nue-vo; usted y la señorita Smith. ¿Cómo está ustedseñorita Smith? Muy bien, gracias... y he roga-do también a la señora Weston que viniera connosotras para contar con otra opinión de peso.

-Espero que la señora Bates y la señorita Fair-fax estén...

-Muy bien, no sabe cómo agradezco su inte-rés. Mi madre está maravillosamente bien yJane no se resfrió ayer por la noche. ¿Cómosigue el señor Woodhouse?... No sabe lo queme alegra saber que se encuentra tan bien desalud. La señora Weston me ha dicho que esta-

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ban ustedes aquí... ¡Oh! Y entonces yo me hedicho, voy en seguida antes de que se vayan,estoy segura de que a la señorita Woodhouseno le importará que la moleste y le pida quevenga un ratito a casa; mi madre se alegrarátanto de verla... Y ahora que somos tantos nopodrá negarse. «Sí, sí, es una gran idea», hadicho el señor Frank Churchill, «será muy inte-resante conocer la opinión de la señoritaWoodhouse sobre el piano...» Pero, les he dichoyo, es más probable que la convenza para venirsi uno de ustedes me acompaña...» «¡Oh!», hadicho él, «espere medio minuto a que hayaterminado mi trabajo». Porque, no sé si querráusted creerlo, señorita Woodhouse, pero es unjoven tan amable que estaba arreglando la mon-tura de las gafas de mi madre... Los cristales sesalieron de la montura esta mañana, ¿sabe us-ted? ¡Oh, es tan amable...! Porque mi madre nopodía usar las gafas... no podía ponérselas. Y apropósito, todo el mundo debería tener dospares de gafas; sí, sí, todo el mundo. Jane ya lo

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dijo. Yo esta mañana la primera cosa que queríahacer era llevarlas a John Saunders, pero du-rante toda la mañana tenía que hacer otras co-sas que me iban distrayendo; primero una cosa,luego otra, no se acaba nunca, ya sabe usted.Primero me vino Patty diciéndome que le pare-cía que había que limpiar la chimenea de lacocina. ¡Oh Patty!, dije yo, no me vengas ahoracon esas malas noticias. A la señora se le haroto la montura de las gafas. Luego llegaron lasmanzanas asadas que la señora Wallis memandaba con su chico; los Wallis siempre sonextraordinariamente atentos y amables connosotros... He oído decir a cierta gente que laseñora Wallis a veces es mal educada y contestade un modo muy grosero, pero con nosotrossólo han tenido atenciones. Y no será porquesomos clientes muy buenos, por el pan que lescompramos, ¿sabe usted? Sólo tres panecillos...y eso que ahora tenemos con nosotros a Jane...Y es que ella no come prácticamente nada...desayuna tan poco que se quedaría usted asus-

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tada si la viera. Yo no me atrevo a decirle a mimadre lo poco que come... Y, mire, una vezdigo una cosa y luego digo otra y así va pasan-do. Pero hacia el mediodía tiene hambre y nohay nada que le guste tanto como esas manza-nas asadas, que por cierto es una fruta muysaludable, porque el otro día tuve la ocasión depreguntárselo al señor Perry; dio la casualidadde que le encontré en la calle. No es que yo du-dara de que fuera una fruta sana... Muchas ve-ces le he oído recomendar al señor Woodhouselas manzanas asadas. Creo que es el único mo-do que el señor Woodhouse considera que lafruta es totalmente recomendable. Sin embargonosotras hacemos muchas veces tarta de man-zana. Patty hace una tarta de manzana exquisi-ta. Bueno, señora Weston, creo que ha conse-guido usted lo que nos proponíamos, confío enque estas señoras serán tan amables de venir anuestra casa.

Emma estaba «realmente encantada de visitara la señora Bates», etcétera, y por fin salieron de

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la tienda sin más demora que la obligada porparte de la señorita Bates:

-¿Cómo está usted, señora Ford? Le ruegoque me perdone. No la había visto hasta ahora.Me han dicho que ha recibido usted de Londresun nuevo surtido de cintas que es un primor.Ayer Jane llegó a casa encantada con ellas. ¡Ah,los guantes son espléndidos...! Sólo que un po-co demasiado largos; pero Jane ya les estáhaciendo un dobladillo.

-¿Qué estaba diciendo? -dijo empezando denuevo cuando todos hubieron salido a la calle.

Emma se preguntó a cuál de las innumerablescosas de las que había hablado se estaría refi-riendo.

-Pues confieso que no puedo acordarme de loque estaba diciendo... ¡Ah, sí! Las gafas de mimadre. ¡Ha sido tan amable el señor FrankChurchill! «¡Oh!», ha dicho, «me parece quepuedo arreglarles la montura; me encantan esetipo de trabajos». Lo cual demuestra que es unjoven muy... la verdad, debo decirles que aun-

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que antes de conocerle ya había oído hablarmucho de él y le tenía en gran estima, la reali-dad es muy superior a todo lo que... SeñoraWeston, le doy la enhorabuena de todo cora-zón. A mi entender posee todo lo que el padremás exigente podría... «¡Oh!», me ha dicho, «yopuedo arreglarles la montura; me encanta esetipo de trabajos». Nunca podré olvidar su ama-bilidad. Y cuando yo he sacado de la despensalas manzanas asadas, confiando que nuestrosamigos serían tan amables que las probarían,«¡Oh!», ha dicho él en seguida, «no hay frutamejor que ésa, y además en mi vida habla vistounas manzanas asadas en casa que tuvieran tanbuen aspecto». Ya ve usted, eso es ser lo que sedice de lo más... Y por la manera en que lo dijoestoy segura de que no era un cumplido. Claroestá que son unas manzanas deliciosas, y que laseñora Wallis le saca todo el partido posible...Aunque sólo las hemos asado dos veces y elseñor Woodhouse nos hizo prometer que loharíamos tres... Pero la señorita Woodhouse

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será tan buena que no se lo contará ¿verdad?Estas manzanas son las mejores que hay paraasar, eso sin ninguna duda; todas son de Don-well... Una parte de la generosa ayuda que nospresta el señor Knightley. Todos los años nosmanda un saco; y desde luego no hay mejoresmanzanas para guardar que la de los árboles desus tierras... Creo que sólo tiene dos manzanosde esta clase. Mi madre dice que el huerto yaera famoso en su juventud. Pero el otro día mellevé un verdadero disgusto porque el señorKnightley vino a visitarnos una mañana y Janeestaba comiendo esas manzanas, y nosotras nospusimos a alabarlas y le dijimos que a ella legustaban mucho, y él nos preguntó si ya lashabíamos terminado. «Estoy seguro de quetienen que habérseles terminado», nos dijo,«voy a mandarles otro saco; yo tengo muchasmás de las que puedo comer. Este año WilliamLarkins me ha entregado una cantidad superiora la de costumbre. Les enviaré unas cuantasmás antes de que se estropeen». Yo le supliqué

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que no lo hiciese... Pero como era verdad que senos estaba terminando la provisión tampocopodía decirle que nos quedaban muchas... locierto es que sólo teníamos media docena; perolas guardábamos todas para Jane; y yo no podíatolerar que nos mandara más después de logeneroso que había sido con nosotras. Y Janedijo lo mismo. Y cuando se hubo ido ella casi sepeleó conmigo... Bueno, no, no es que nos pe-leáramos, porque entre nosotras nunca haypeleas; pero sintió tanto que yo hubiese recono-cido que las manzanas estaban a punto de ter-minarse; ella quería que yo le hiciese creer queaún nos quedaban muchas. ¡Oh, querida!, ledije yo, no podía mentirle. Pero aquella mismatarde se presentó William Larkins con un enor-me cesto de manzanas, la misma clase de man-zanas, por lo menos media arroba, y yo quedémuy agradecida, y salí a hablar con WilliamLarkins, y así se lo dije como ya pueden ustedessuponer. ¡Hace tantos años que conocemos aWilliam Larkins! Siempre me alegra volver a

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verle. Pero luego me enteré por Patty que Wi-lliam había dicho que aquellas eran todas lasmanzanas de aquella clase que le quedaban asu amo. Las había traído todas... Y ahora a suamo no le había quedado ni una sola para asaro para hacer hervida. A William esto no parecíapreocuparle lo más mínimo, él estaba muy con-tento de pensar que su amo había vendido tan-tas; porque ya saben ustedes que William pien-sa más en los beneficios de su amo que en nin-guna otra cosa; pero dijo que la señora Hodgesse disgustó mucho al ver que se habían queda-do sin ninguna. No podía tolerar que su amono pudiese volver a comer tartas de manzanasesta primavera. Eso es lo que William le contó aPatty, pero le dijo que no se preocupara por elloy seguramente que no nos dijera nada a noso-tras, porque la señora Hodges se enfada a me-nudo, y como ya se habían vendido muchossacos no tenía mucha importancia quién se co-miera el resto. Y Patty me lo contó a mí, y yotuve un verdadero disgusto. Por nada del

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mundo consentiría que el señor Knightley seenterara de nada de todo esto. Seguramente sepondría... Yo quería evitar que se enterara Jane;pero por desgracia, cuando me di cuenta ya lohabía dicho.

Apenas la señorita Bates había acabado dehablar cuando Patty abría la puerta; y sus visi-tantes empezaron a subir las escaleras ya sintener que prestar atención a ninguna historia,perseguidos tan sólo por las manifestacionesinconexas de su buena voluntad.

-Por favor, señora Weston, tenga cuidado,hay un escalón al dar la vuelta. Por favor, seño-rita Woodhouse, la escalera es más bien oscu-ra... Más oscura y más estrecha de lo que seríade desear. Por favor, señorita Smith, tenga cui-dado. Señorita Woodhouse, sufro por usted,estoy segura de que está tropezando. SeñoritaSmith, cuidado con el escalón que hay al dar lavuelta.

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CAPÍTULO XXVIII

CUANDO entraron la pequeña sala de estarera una perfecta imagen del sosiego; la señoraBates, privada de su habitual entretenimiento,dormitaba junto a la chimenea, Frank Chur-chill, sentado a la mesa cerca de ella, estabatotalmente absorbido por la tarea de componerlas gafas, y Jane Fairfax, dándoles la espaldacontemplaba el piano.

A pesar de hallarse totalmente concentradoen lo que hacía, el rostro del joven se iluminócon una sonrisa de placer al volver a ver aEmma.

-No saben lo que me alegro -dijo más bien envoz baja-; llegan ustedes por lo menos diez mi-nutos antes de lo que había calculado. Comoven estoy tratando de ser útil; díganme si loconseguiré.

-¡Cómo! -dijo la señora Weston-. ¿Todavía nohas terminado? Al paso que vas no te ganaríasmuy bien la vida arreglando gafas.

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-Es que también he estado haciendo otras co-sas -replicó-; he ayudado a la señorita Fairfax aintentar nivelar el piano; una de las patas que-daba en el aire; supongo que era un desniveldel suelo. Como ve, hemos puesto una cuña depapel debajo de una pata. Han sido ustedesmuy amables al dejarse convencer para venir.Yo casi temía que quisieran irse en seguida acasa.

Él se las ingenió de modo que Emma se sen-tase a su lado; y se mostró tan solicito que eli-gió para ella la manzana mejor asada, in-tentando que la joven le ayudara o le aconsejaraen el trabajo que hacía, hasta que Jane Fairfaxvolvió a estar dispuesta a sentarse de nuevo alpiano. Pasó un rato antes de hacerlo, y Emmasospechó que la pausa era debida a su nervio-sismo. Hacía poco tiempo aún que poseía elinstrumento y no podía tocarlo sin cierta emo-ción; tenía que dominar sus nervios antes depoder tocar normalmente; y Emma no pudopor menos de compadecerse de ella y com-

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prender sus reacciones, fueran cuales fuesensus motivos, y decidió no volver a hablar másde sus sospechas a su joven amigo.

Por fin, Jane empezó a tocar, y aunque losprimeros acordes resultaron demasiado débiles,gradualmente fueron poniéndose de manifiestotodas las posibilidades del instrumento. Laprimera vez la señora Weston había quedadoencantada de su sonoridad, y ahora volvía aestarlo; y los calurosos elogios de Emma seunieron a los suyos; y después de haber mati-zado debidamente las frases de encomio, elpiano fue considerado en conjunto como unmagnífico instrumento.

-Sea quien sea, la persona a quien el coronelCampbell ha hecho este encargo -dijo FrankChurchill sonriendo a Emma-, no ha elegidomal. Èn Weymouth se hablaba mucho del buengusto del coronel Campbell; y estoy seguro deque la suavidad de las notas altas es exacta-mente lo que él y todos sus amigos de allí hubie-ran apreciado más. Me atrevería a decir, señori-

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ta Fairfax, que o bien dio él mismo instruccio-nes muy precisas a su amigo o bien escribió enpersona a Broadwood. ¿No lo cree usted así?

Jane no se volvió. No estaba obligada a escu-char lo que decían. La señora Weston en aquelmismo momento también estaba dirigiéndole lapalabra.

-Eso no está bien -dijo Emma en un susurro-;lo que yo le dije sólo fue una suposición hechaal azar. No la ponga en un aprieto.

Él negó con la cabeza mientras sonreía yadoptó el aire de alguien que tiene muy pocasdudas y muy poca compasión. Poco despuéscomenzó de nuevo:

-¿Se imagina usted, señorita Fairfax, lo con-tentos que estarán sus amigos de Irlanda pen-sando en la ilusión que tendrá usted al recibireste regalo? Me atrevería a suponer que pien-san a menudo en usted y que incluso calculanel día, el día preciso en que el piano habrá lle-gado a sus manos. ¿Cree usted que el coronelCampbell sabe que el piano está en su poder?

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¿Supone usted que este regalo ha sido la conse-cuencia inmediata de un encargo suyo o másbien que sólo dio instrucciones generales, sinconcretar la cuestión del tiempo y haciéndolodepender de ciertas contingencias y conve-niencias?

Hizo una pausa. Esta vez la joven tenía quedarse forzosamente por aludida; no podía evi-tar el dar una respuesta...

-Hasta que no tenga carta del coronel Camp-bell -dijo ella con una voz forzadamente tran-quila- no puedo suponer nada con seguridad.Sólo pueden hacerse conjeturas.

-Conjeturas... sí, a veces se hacen conjeturasacertadas, y a veces conjeturas erróneas. Lo queme gustaría poder conjeturar es lo que aún tar-daré en conseguir arreglar la montura de estasgafas. ¡Cuántas tonterías dice uno cuando estáabsorbido por un trabajo y se pone a hablar!¿Verdad, señorita Woodhouse? Los trabajado-res de verdad supongo que están siempre ca-llados; pero nosotros los caballeros que traba-

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jamos por afición, cuando oímos una palabra...La señorita Fairfax dijo algo sobre las conjetu-ras. Por fin, ya está. Señora -dirigiéndose a laseñora Bates-, tengo el honor de devolverle susgafas, por ahora arregladas.

Madre e hija le dieron las gracias muy efusi-vamente; para tratar de escapar a esta última sedirigió hacia el piano y rogó a la señorita Fair-fax que aún estaba sentada ante el instrumentoque tocara algo más.

-Si es usted tan amable -dijo él-, toque usteduno de aquellos valses que bailamos ayer por lanoche; me gustaría tanto volver a oírlos. Ustedno disfrutó de la velada tanto como yo; dabausted la impresión de estar cansada todo eltiempo. Me parece que se alegró de que no bai-láramos más; pero yo hubiera dado todo lo delmundo y todos los mundos que hubiera tenido,por otra media hora.

Jane tocó lo que le habían pedido.-¡Qué placer volver a oír una melodía que nos

ha hecho felices! Si no me equivoco esta pieza

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la bailamos en Weymouth.La joven levantó por un momento la mirada

hacia él, se ruborizó intensamente, y se puso atocar otra cosa. É1 cogió unos cuadernos demúsica que habían en una silla cerca del plano,y volviéndose hacia Emma dijo:

-Esto es algo completamente nuevo para mí.¿Lo conoce usted? Cramer... Y ésta es una nue-va colección de canciones irlandesas. Claro queya era de esperar que hubiese algo irlandés.Todo eso lo enviaron con el piano. El coronelCampbell está en todo, ¿verdad? Sabía que laseñorita Fairfax aquí no disponía de música. Yoreconozco mi admiración por estos detalles tanatentos; se ve que es algo salido del corazón.Todo está hecho sin prisas, meditándolo bien,hasta el último detalle. Se ve la mano de al-guien a quien mueve un gran afecto.

Emma hubiera deseado que el joven se mos-trara menos intencionado, pero la situación nodejaba de divertirla; y cuando al mirar de reojoa Jane Fairfax se dio cuenta de que en sus labios

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flotaba una vaga sonrisa, cuando advirtió queal rubor de la responsabilidad de poco anteshabía sucedido una sonrisa de oculta compla-cencia, sintió menos escrúpulos de que todoaquello le divirtiera y mucha menos compasiónpor ella... La encantadora, digna, perfecta JaneFairfax, al parecer se complacía en sentimientosmuy reprensibles.

Frank Churchill entregó a Emma todos loscuadernos de música, y ambos los ojearon jun-tos... Emma aprovechó la oportunidad parasusurrar:

-Habla usted demasiado claro. Tiene a la fue-ra que entenderlo.

-Así lo espero. Lo que quisiera es que me en-tendiese. No me avergüenzo lo más mínimo delo que estoy diciendo.

-Pues le aseguro que yo sí que estoy un pocoavergonzada, y preferiría que no se me hubieseocurrido la idea.

-Yo me alegro mucho de que se le ocurriera ytambién de que me la comunicase. Ahora ya sé

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cómo interpretar sus rarezas y sus extravagan-cias. Déjele que se avergüence. Si obra mal de-bería darse cuenta de lo que hace.

-A mí me parece que no deja de darse cuenta.-No me da la impresión de que esté muy

arrepentida. En este momento está tocandoRobing Adair... La canción favorita de él.

Poco después la señorita Bates, al pasar cercade la ventana, descubrió al señor Knightley quepasaba a caballo no lejos de allí.

-¡El señor Knightley! ¡Qué sorpresa! Tengoque hablar con él en seguida aunque sólo seapara darle las gracias. Pero no quiero abrir estaventana; podrían resfriarse todos ustedes; pero¿saben lo que voy a hacer? Abriré la ventanadel cuarto de mi madre. Estoy segura de queentrará cuando sepa quién hay en casa. ¡Oh,qué alegría tenerles a todos reunidos aquí! ¡Quéhonor para nuestra humilde casa!

Cuando acabó de pronunciar esta frase ya es-taba en la estancia de al lado, y después deabrir la ventana inmediatamente llamó la aten-

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ción del señor Knightley, y hasta la última síla-ba de la conversación que sostuvieron fue per-fectamente oída por los demás, como si la esce-na tuviese lugar en aquella misma habitación.

-¿Cómo está usted?... ¿Cómo está usted?...Muy bien, gracias. Agradecidísima porque ayernos prestara el coche. Llegamos a muy buenahora; mi madre nos estaba esperando. Por fa-vor, entre usted, se lo ruego. Encontrará ustedaquí a varios amigos.

Así empezó la señorita Bates; y el señorKnightley pareció firmemente resuelto a dejar-se oír, porque replicó de un modo decidido ytajante:

-¿Cómo está su sobrina, señorita Bates? Dí-game usted cómo se encuentran todos, perosobre todo su sobrina, ¿cómo está la señoritaFairfax? Supongo que ayer por la noche no seresfrió. ¿Cómo se encuentra hoy? Dígame cómosigue la señorita Fairfax.

Y la señorita Bates se vio obligada a dar res-puesta a todas estas preguntas antes de que él

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consintiera en oírla hablar de algo más. Losoyentes sonreían divertidos; y la señora Westondirigió una mirada de inteligencia a Emma.Pero ésta movió negativamente la cabeza comoreafirmándose en su escepticismo.

-¡Le estamos tan agradecidas! ¡Le estamos tanagradecidas por el coche...! -prosiguió la señori-ta Bates.

Pero él la interrumpió bruscamente diciendo:-Voy a Kingston. ¿Desea usted algo?-¡Oh! ¿De veras? ¿De veras va usted a Kings-

ton? El otro día la señora Cole me decía quenecesitaba algo de Kingston.

-La señora Cole puede enviar a sus criados.¿Desea algo para usted?

-No, gracias. Pero, por favor, entre usted unmomento. ¿Quién cree usted que está aquí? Laseñorita Woodhouse y la señorita Smith; hansido tan amables que nos han hecho una visitapara oír el nuevo piano. Por favor, deje usted elcaballo en la Corona y entre un momento.

-De acuerdo -dijo de modo resuelto-, pero só-

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lo cinco minutos.-¡También están aquí la señora Weston y el

señor Frank Churchill! ¡Ay, qué alegría! ¡Verreunidos a tantos amigos!

-No, no, gracias, ahora no puedo. No podríaquedarme ni dos minutos. Tengo mucha prisapor llegar a Kingston.

-¡Oh, por favor, entre un momento! Se alegra-rán tanto de verle.

-No, no, ya tiene usted bastante gente en casa.Ya les visitaré otro día y oiré el piano.

-Bueno, como quiera, pero lo siento mucho...¡Oh, señor Knightley! ¡Qué velada más delicio-sa la de ayer! ¡Que agradable fue! ¿Había ustedvisto alguna vez un baile como aquél? ¿No fueverdaderamente encantador? ¡Qué pareja for-maban la señorita Woodhouse y el señor FrankChurchill! Yo nunca había visto nada parecido.

-¡Oh, sí, sí, sí, verdaderamente delicioso! Nopuedo decir otra cosa porque supongo que laseñorita Woodhouse y el señor Frank Churchillestarán oyendo todo lo que hablamos. Y -

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levantando aún más la voz- no sé por qué nomenciona también a la señorita Fairfax. En miopinión la señorita Fairfax baila muy bien. Y laseñora Weston tocando contradanzas no tienerival en toda Inglaterra. Ahora si sus amigosfueran un poco agradecidos para correspondertendrían que hacer algunos elogios en voz altasobre usted y sobre mí; pero no puedo que-darme más tiempo para oírlos.

-¡Oh, señor Knightley, espere un momento!Es algo importante... ¡Lo sentimos tanto! ¡Jane yyo hemos sentido tanto lo de las manzanas!

-¿De qué me está usted hablando ahora?-¡Pensar que nos ha enviado usted todas las

manzanas que le quedaban! Usted dijo que te-nía muchas, pero ahora se ha quedado sin nin-guna. ¡Le aseguro que lo hemos sentido tanto!La señora Hodges tiene motivos para estar en-fadada. William Larkins nos lo contó. No debe-ría usted haberlo hecho. No, le aseguro que nodebería haberlo hecho. ¡Oh! Ya se ha ido. Nopuede sufrir que le den las gracias. Pero yo cre-

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ía que iba a entrar, y hubiera sido una lástimano haber mencionado... Bueno -volviendo aentrar en el salón-, no he tenido éxito. El señorKnightley no podía detenerse. Iba camino deKingston. Me ha preguntado si necesitaba algode...

-Sí -dijo Jane-, ya hemos oído sus amablesofrecimientos, lo hemos oído todo.

-¡Oh, sí, querida, ya supongo que habéis po-dido oírlo!; porque, verán ustedes lo que pasa-ba, la puerta estaba abierta y la ventana tam-bién, y el señor Knightley hablaba en voz muyalta. Desde luego, seguro que han tenido queoírlo todo. «¿Desea usted algo de Kingston?»,me ha dicho; y yo, claro, me he acordado...¡Oh!, señorita Woodhouse, ¿ya tiene usted quemarcharse? Pero si acaba de llegar... Ha sidousted tan amable...

Emma consideró que ya había llegado la horade volver a su casa; la visita había durado mu-cho; y al consultar los relojes vieron que habíapasado buena parte de la mañana, de modo

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que la señora Weston y su acompañante tam-bién se despidieron, sin poder permitirse másque acompañar a las dos jóvenes hasta la en-trada de Hartfield antes de tomar el camino deRandalls.

CAPÍTULO XXIX

Es posible vivir prescindiendo totalmente delbaile. Se conocen casos de jóvenes que han pa-sado muchos, muchos meses enteros, sin asistira ningún baile ni a nada que se le pareciera, sinsufrir por ello ningún daño ni en el cuerpo ni elalma; pero una vez se ha empezado... una vezse ha sentido, aunque sea levemente, el placerde girar rápidamente al son de una música... esdifícil renunciar a la tentación de pedir que serepita.

Frank Churchill ya había bailado una vez enHighbury, y ahora suspiraba por volver a bai-lar; y la última media hora de una velada que el

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señor Woodhouse consintió en pasar con suhija en Randalls, los dos jóvenes la dedicaron ahacer proyectos sobre aquella cuestión. La ini-ciativa había sido de Frank, así como el mayorinterés en conseguir lo que deseaba; ya que ellaprestaba gran atención a las dificultades, y con-sideraba que debía ser algo digno y adecuado alas circunstancias. Pero, a pesar de todo, Emmatenía tantos deseos de volver a demostrar lomaravillosamente que bailaban el señor FrankChurchill y la señorita Woodhouse -algo de loque no tenía que enrojecer al compararse conJane Fairfax- ...y también tantos deseos sim-plemente de bailar, sin que contara el malignoaguijón de la vanidad... que le ayudó primero amedir el salón en que estaban para saber cuán-tas personas podrían caber allí... y luego a to-mar las medidas de la otra sala de estar, con laesperanza de descubrir -a pesar de todo lo queel señor Weston podía decirles que eran exac-tamente de las mismas dimensiones- que era unpoco más grande.

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La primera proposición del joven de que elbaile que había empezado en casa del señorCole debía terminar en aquella casa... que sereunirían las mismas personas que la vez ante-rior... y que la encargada de tocar el piano seríala misma... halló la aprobación más inmediata.El señor Weston acogió la idea con gran entu-siasmo, y la señora Weston se comprometiógustosamente a tocar durante todo el tiempoque ellos quisieran dedicarse al baile; y actoseguido se aplicaron a la grata tarea de calcularexactamente cuáles serían las parejas, y a desti-nar a cada una de ellas la porción de espacioindispensable.

-Usted, la señorita Smith y la señorita Fairfaxserán tres, y las dos señoritas Cox cinco -repetíaFrank Churchill una y otra vez. Y por otra parteestán los dos Gilbert, Cox hijo, mi padre y yo, yademás el señor Knightley. Sí, seremos los sufi-cientes para divertirnos. Usted, la señoritaSmith y la señorita Fairfax, serán tres, y las dosseñoritas Cox, cinco; y para cinco parejas habrá

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mucho espacio.Pero no tardó mucho en cambiar de opinión.-Bueno, no sé si habrá espacio suficiente para

cinco parejas... Casi me parece que no.Y poco después:-Después de todo, por cinco parejas no vale la

pena organizar nada. Si uno piensa con calmaen lo que eso significa, cinco parejas no sonnada. No va a salir bien invitando sólo a cincoparejas. Ha sido una idea que se nos ha ocurri-do en un mal momento.

Alguien dijo que estaban esperando a la seño-rita Gilbert en casa de su hermano, y que debíaser invitada con los demás. Otro era de la opi-nión que la señora Gilbert, si se lo hubiesenpedido, hubiera bailado en casa de los Cole. Sehabló también del hijo menor de los Cox; y porfin, después de que el señor Weston hubiesenombrado a unos primos suyos que tambiéndebían ser incluidos en la lista, y de otra amis-tad suya muy antigua a la que no podía desai-rar, se llegó al convencimiento de que las cinco

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parejas serían por lo menos diez, y empezarona hacerse curiosos cálculos acerca de las posibi-lidades de meter a toda aquella gente en el sa-lón.

Las puertas de las dos salas se hallaban en-frente la una de la otra.

-¿No podríamos usar las dos salas y aprove-char también el espacio de la puerta para bai-lar?

Ésta parecía ser la mejor idea; pero la mayoríapidió que se buscase una solución más adecua-da. Emma dijo que resultaría un poco vulgar; laseñora Weston se preocupaba por la cena; y elseñor Woodhouse se opuso decididamente pormotivos de salud. La cosa le hubiera inquietadotanto que había que desechar el proyecto.

-¡Oh, no! -dijo-. Esto sería el colmo de la im-prudencia. No puedo consentirlo por Emma...Emma no es una muchacha fuerte. Iba a pillarun resfriado terrible. Y la pobre Harriet tam-bién. Y todos ustedes igual. Señora Weston,tendría usted que guardar cama; no les deje

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hablar de disparates como éste; por favor, noles deje hablar de estas cosas. Ese joven -dijobajando la voz- no tiene ni pizca de seso. No selo diga a su padre, pero ese joven no rige bien.Toda la tarde a cada momento está abriendo laspuertas y las deja abiertas sin ninguna conside-ración. No piensa en las corrientes de aire. Yono quiero indisponerle con él, pero le aseguroque ese joven de seso tiene muy poco.

La señora Weston quedó muy apenada al oírestas frases de reproche. Sabía la importanciaque tenían e hizo todo lo que pudo por disiparsus aprensiones. Se cerraron todas las puertas,se abandonó el proyecto de comunicar las dossalas y se volvió de nuevo al plan primitivo debailar tan sólo en el salón en el que entonces seencontraban; y con tan buena voluntad porparte de Frank Churchill que el espacio que uncuarto de hora antes apenas se considerabasuficiente para cinco parejas, se intentó conver-tirlo en holgado para diez.

-Hemos sido demasiado generosos -dijo-;

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concedíamos mucho más espacio del necesario.Aquí diez parejas caben perfectamente.

Emma protestó:-Sería un gentío... un gentío horrible; no hay

nada peor que bailar sin espacio para moverse.-Sí, sí, cierto -replicó él muy serio-, sería

horrible.Pero siguió tomando medidas y por fin ter-

minó diciendo:-A pesar de todo, creo que diez parejas ten-

drían espacio más que suficiente.-No, no -dijo Emma-, sea usted un poco razo-

nable. Sería horroroso estar tan apretados. Nohay nada más desagradable que bailar rodeadode mucha gente... ¡y ese gentío en un sitio tanpequeño!

-Desde luego, eso no puedo negarlo -replicó-.Estoy totalmente de acuerdo con usted... Esegentío en un sitio tan pequeño... SeñoritaWoodhouse, tiene usted el don de describirmuy gráficamente las cosas en muy pocas pala-bras. ¡Exquisito, verdaderamente exquisito! Sin

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embargo, después de haberle dado tanta vuel-tas cuesta mucho dejarlo correr. Mi padre sellevaría una decepción... y en resumidas cuen-tas... aunque no sé muy bien por qué... yo másbien soy de la opinión de que diez parejas ca-brían perfectamente aquí dentro.

Emma se dio cuenta de que sus galanterías noeran muy espontáneas, y que él opondría resis-tencia antes de renunciar al placer de bailar conella; pero aceptó el cumplido y olvidó todo lodemás. Si alguna vez llegaba a pensar en casarsecon él, valdría la pena detenerse a pensar concalma y tratar de calibrar el valor de su inclina-ción por ella, y de comprender las característi-cas de su temperamento; pero para todos losefectos de su amistad el joven era más que sufi-cientemente amable.

Antes de las doce de la mañana del día si-guiente, Frank Churchill llegaba a Hartfield; yentró en la sala exhibiendo una sonrisa tanagradable que demostraba bien a las claras queno había abandonado su proyecto. Pronto se

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vio que venía a anunciar alguna idea feliz.-Bueno, señorita Woodhouse -empezó a decir

casi inmediatamente-, confío que la afición queusted siente por bailar no ha desaparecido porcompleto con el terror que le inspiran las redu-cidas dimensiones de las salitas de la casa de mipadre. Traigo una nueva proposición acerca deeste asunto: ha sido una idea de mi padre quesólo espera su aprobación para ser puesta enpráctica. ¿Puedo aspirar al honor de que meconceda usted los dos primeros bailes de estapequeña velada que pensamos que podría cele-brarse no en Randalls, sino en la Hostería de laCorona?

-¿En la Corona?-Sí; si usted y el señor Woodhouse no ven

ningún obstáculo y confío en que no, mi padreespera de la amabilidad de sus amigos que lehonren con su visita en la hostería. Allí puedeofrecerles más comodidades y una acogida nomenos cordial que en Randalls. Ha sido ideasuya. La señora Weston no ve ningún inconve-

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niente, con tal de que ustedes estén de acuerdo.Y ésta es también nuestra opinión. ¡Oh! Teníausted toda la razón. Diez parejas en cualquierade las dos salas de Randalls hubiera sido algorealmente insufrible. ¡Qué horror! Durante todoel rato yo ya me daba cuenta de que usted teníamucha razón, pero tenía demasiados deseos dedefender algo para demostrar que cedía. ¿No leparece una idea mucho mejor? ¿Está usted deacuerdo? Confío en que dará usted su consen-timiento.

-Me parece que es un proyecto al que nadiepuede poner reparos, si no los ponen el señor yla señora Weston. A mi modo de ver es esplén-dido. Y por lo que a mí respecta, estaré conten-tísima de... Sí, creo que era la única soluciónque podía encontrarse. Papá, ¿no te parece unasolución excelente?

Emma se vio obligada a explicárselo de nue-vo antes de ser comprendida del todo; y luego,como se trataba de algo nuevo, para que loaceptara fue preciso que le hicieran una serie de

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consideraciones.-No; a mí lo que me parece es que dista mu-

cho de ser una solución excelente... es una ideamuy desafortunada... mucho peor que la otra.La sala de una posada siempre es un sitiohúmedo y peligroso, nunca está bien ventiladoy no es un lugar propio para ser habitado. Sitienen que bailar es mejor que bailen enRandalls. Nunca he estado en esta sala de laCorona... ni conozco a nadie que la haya vistopor dentro... pero, ¡no, no! Lo encuentro unplan pero que muy malo. En la Corona todo elmundo va a pillar unos resfriados peores queen cualquier otro sitio.

-Precisamente iba a decirle -dijo Frank Chur-chill- que una de las grandes ventajas de estenuevo proyecto es el poco peligro que hay deque alguien coja un resfriado... ¡En la Corona elpeligro es mucho menor que en Randalls! Qui-zás el señor Perry tuviera motivos para lamen-tar este cambio, pero nadie más.

-Caballero -dijo el señor Woodhouse, acalo-

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rándose un poco-, se equivoca usted de medio amedio si supone que el señor Perry es un hom-bre capaz de una cosa así. El señor Perry losiente muchísimo cuando alguno de nosotroscae enfermo. Pero lo que no entiendo es porqué cree usted que el salón de la Corona seráun lugar más seguro que el de casa de su padre.

-Pues sencillamente por el simple hecho deque es más espacioso. No tendremos necesidadde abrir ninguna ventana... ni una sola ventanaen toda la velada; y es esta horrible costumbrede abrir las ventanas, dejando que entre el airefrío que actúa sobre el cuerpo sudoroso, la que(como usted sabe muy bien) es la responsablede esas desgracias.

-¡Abrir las ventanas! Pero sin duda alguna,señor Churchill, a nadie se le hubiera ocurridoabrir las ventanas en Randalls. ¡Nadie hubierapodido ser tan imprudente! En mi vida he oídodecir una cosa semejante. ¡Bailar con las venta-nas abiertas! Estoy seguro de que ni su padre nila señora Weston (la pobre señorita Taylor, co-

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mo antes la llamábamos) lo hubieran consenti-do.

-¡Ah! Pero siempre hay algún joven alocadoque se escurre sin que nadie le vea detrás deuna cortina, y entreabre la ventana. Yo mismolo he visto hacer muchas veces.

-¿Lo dice de veras? ¡Dios nos asista! Nunca lohubiera supuesto. Pero es que yo vivo fuera delmundo, y muchas veces me quedo asombradode lo que me dicen. Sin embargo, esto ya signi-fica una diferencia; y quizá, cuando volvamos ahablar de ello... pero esta clase de cosas requie-ren pensárselo mucho. No se pueden decidircon prisas. Si el señor y la señora Weston fue-ran tan amables que vinieran a verme una ma-ñana, podríamos hablar del asunto, y veríamoslo que se puede hacer.

-Pero es que, por desgracia, dispongo de tanpoco tiempo...

-¡Oh! -interrumpió Emma-, tendremos tiempode sobras para hablar de todo. No hay ningunaprisa. Si pudiera lograrse que el baile fuera en

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la Corona, papá, sería muy conveniente paralos caballos. Tendrían las cuadras muy cerca.

-Sí, querida, en eso tienes toda la razón. Estoes una gran cosa. No es que James se quejenunca; pero siempre que se pueda es mejortener consideración con los caballos. Si pudieraestar seguro de que la sala estará bien ventila-da... pero ¿podemos fiarnos de la señora Sto-kes? Lo dudo. Yo no la conozco ni de vista.

-Puedo responder de todos esos detalles por-que la señora Weston en persona se ocupará deellos. La señora Weston se encarga de la direc-ción general de todo.

-¡Ya ves, papá! Supongo que esto te tranquili-zará... Nuestra querida señora Weston, que esel cuidado personificado. ¿Te acuerdas de loque dijo el señor Perry, hace muchos años,cuando tuve el sarampión? «Si la señorita Taylorse encarga de arropar a la señorita Emma, notiene que tener usted ningún miedo de que sedestape.» Muchas veces te lo he oído contarcomo haciéndole un gran elogio.

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-Sí, sí, es verdad, es verdad que el señor Perrylo dijo. Nunca lo olvidaré. ¡Mi pobre Emmita!Llegaste a estar muy mal con el sarampión;bueno, quiero decir que hubieses llegado a es-tar muy mal, de no ser por los muchos cuida-dos de Perry. Durante una semana vino cuatroveces al día. Desde el principio ya dijo que eraun sarampión muy benigno... y esto era lo quenos consolaba más, pero a pesar de todo el sa-rampión siempre es una enfermedad terrible.Confío en que cuando alguno de los pequeñosde la pobre Isabella tenga el sarampión, man-dará llamar a Perry.

-Mi padre y la señora Weston están en la Co-rona en estos momentos -dijo Frank Churchill-estudiando la capacidad del local. Yo les dejéallí, y vine a Hartfield porque estaba impacien-te por saber su opinión, y también porque espe-raba que la convencería para que fuera a re-unirse con ellos y pudiera exponer su criteriosobre el terreno. Los dos me rogaron que se lodijera así. Les daría usted una gran alegría si

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ahora me permitiera acompañarla hasta allí. Sinusted no podemos tomar ninguna decisión de-finitiva.

Emma se sintió muy halagada al ver que laconvocaban para tal asamblea; y después dehacer prometer a su padre que durante su au-sencia reflexionaría sobre todo lo que habíanestado hablando, los dos jóvenes salieron in-mediatamente en dirección a la Hostería de laCorona. Allí les esperaban el señor y la señoraWeston; muy contentos de verla y de recibir suaprobación, muy ocupados, y muy felices, cadacual de un modo diferente; ella poniendo pe-queños reparos, y él encontrándolo todo perfec-to.

-Emma -dijo ella-, el papel de las paredes estáen peor estado de lo que yo pensaba. ¡Mira!Hay trozos en que ya ves que está espantosa-mente sucio; y el arrimadero está mucho másamarillento y deslucido de lo que podía imagi-narme.

-Querida, eres demasiado exigente -dijo su

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esposo-. ¿Qué importancia tiene? A la luz de lasvelas no vas a ver nada de todo eso. Te parece-rá tan limpio como Randalls a la luz de las ve-las. Nunca nos fijamos en esas cosas cuandovamos a un club.

Aquí probablemente las señoras cambiaronuna mirada que significaba: «Los hombres nun-ca saben cuándo las cosas están limpias o no loestán»; y los caballeros tal vez pensaron parasus adentros: «Las mujeres siempre se preocu-pan por esas pequeñeces y naderías.»

Sin embargo, surgió una dificultad que lospropios caballeros no desdeñaron. Se tratabadel comedor. En la época en que se construyó lasala de baile no se había pensado en la posibili-dad de que allí se celebrasen también comidas;y el único anexo que habían añadido había sidouna pequeña sala de juego. Ahora bien, estasala de juego se necesitaría como tal; y, en elcaso de que los cuatro organizadores conside-rasen más conveniente prescindir del juego, ¿noera demasiado pequeña para que allí se pudiera

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cenar cómodamente? Para aquel objeto podíadisponerse también de otro salón mucho másespacioso; pero se hallaba en el otro extremodel edificio, y para llegar hasta él se tenía quepasar por un corredor muy poco presentable.Eso creaba una dificultad. La señora Westontemía que en este corredor, los jóvenes estuvie-ran demasiado expuestos a las corrientes deaire; y ni Emma ni los dos caballeros se resig-naban a la perspectiva de tener que cenar apre-tujados en una estancia pequeña.

La señora Weston propuso que no se prepa-rara una cena en toda regla; sino que sólo sesirvieran emparedados, etc. en la salita másreducida; pero la sugerencia se descartó comouna idea poco afortunada. Un baile particular,en el que los invitados no pudieran sentarse ala mesa para cenar, fue considerado como unvergonzoso fraude a los derechos de las damasy de los caballeros; y la señora Weston tuvo querenunciar a volver a hablar de ello. Pero pocodespués se le ocurrió otra solución, y asomán-

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dose a la salita de juego, comentó:-Tampoco me parece que sea tan pequeña. Al

fin y al cabo tampoco seremos tantos.Y al mismo tiempo el señor Weston, mientras

recorría a grandes pasos el corredor, exclama-ba:

-Querida, me parece que exageras un pococon este corredor; después de todo, no es tanlargo como dices; y no se nota ni la menor co-rriente de aire de la escalera.

-Lo que yo quisiera -rujo la señora Weston- essaber lo que preferirían la mayoría de nuestrosinvitados; debemos decidirnos por lo que seadel agrado del mayor número de nuestros ami-gos... si es que puede averiguarse qué es lo quepiensa la mayoría...

-Sí, esto es verdad -exclamó Frank-, la puraverdad. Usted quiere saber cuál es la opiniónde sus vecinos. Es una idea que sólo podía ocu-rrírsele a usted. Si pudiéramos consultar a losprincipales... a los Coles, por ejemplo. No vivenmuy lejos de aquí. ¿Voy a visitarles? ¿O la se-

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ñorita Bates? Aún vive más cerca... Aunque nosé si la señorita Bates representaría la opinióndel resto de los invitados... Me parece que nece-sitamos consultar con más personas. ¿Qué lesparece si voy a ver a la señorita Bates y le digoque venga a reunirse con nosotros?

Pues... me parece muy bien, si es usted tanamable -dijo vacilando la señora Weston-. Sicree usted que puede sernos de alguna utili-dad...

-La señorita Bates no nos va a solucionar na-da -dijo Emma-. Se deshará en cumplidos y enagradecimientos, pero no nos va a resolver elproblema. Ni siquiera prestará atención a loque se le pregunte. No veo ninguna ventaja enconsultar a la señorita Bates.

-¡Pero es tan divertida, tan extraordinaria-mente divertida! A mí me encanta oír hablar ala señorita Bates. Y tampoco necesito traer atoda la familia.

En este punto el señor Weston se incorporó algrupo, y al oír la proposición que se había

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hecho, le dio su decidida aprobación.-Sí, sí, Frank; ve a buscar a la señorita Bates, y

terminemos de una vez con este asunto. Estoyseguro de que le entusiasmará la idea; y noconozco a ninguna persona más indicada queella para ayudarnos a resolver estas dificulta-des. Ve a buscar a la señorita Bates. Nos esta-mos poniendo demasiado escrupulosos. Ella esuna lección viviente de cómo ser feliz. Pero traea las dos. Diles a las dos que vengan.

-¿Las dos? ¿Aquella señora anciana...?-¿Qué anciana? ¡No, hombre, no, te estoy

hablando de la joven! Te consideraré un zoque-te si traes a la tía sin la sobrina.

-¡Oh, comprendido, comprendido! Al princi-pio no lo había captado. Pues, desde luego, si loprefiere así intentaré convencerlas a las dospara que vengan.

Y salió rápidamente. Mucho antes de que re-gresara acompañando a la menuda, pulcra yvivaz tía, y a su elegante sobrina, la señoraWeston, como mujer equilibrada y como buena

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esposa, había vuelto a examinar las condicionesdel corredor, y advirtió que sus inconvenienteseran mucho menores de lo que antes había su-puesto... la verdad es qué casi insignificantes; yaquí terminaron las dificultades para tomar unadecisión. Todo lo demás, por lo menos en teo-ría, no presentaba ningún problema. Los deta-lles complementarios de la mesa y las sillas, lasluces y la música, el té y la cena, se resolveríansolos; o se dejaron de lado como nimiedades, aresolver en cualquier momento entre la señoraWeston y la señora Stokes... No cabía duda deque todos los invitados iban a asistir; Frank yahabía escrito a Enscombe, proponiendo prolon-gar su estancia en Highbury durante unoscuantos días más de las dos semanas acorda-das, y no era posible que se negaran a compla-cerle. Iba, pues, a celebrarse un magnífico baile.

Cuando llegó, la señorita Bates se declaró to-talmente de acuerdo con todo lo que le propu-sieron. Ya no se requería su ayuda para darideas; pero para aprobarlas (y en ese aspecto

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era mucho más de fiar) fue acogida con todacordialidad. Su aprobación, que fue total e in-mediata, circunstanciada, calurosa e incesante,no podía por menos de complacer a todos; ydurante media hora más estuvieron yendo deun lado a otro de las diferentes salas, los unoshaciendo sugerencias, los otros recibiéndolas ytodos gozando ya de antemano de la alegrereunión que se estaba organizando. El grupo nose disolvió sin que Emma no hubiese prometi-do en firme al héroe de la velada los dos prime-ros bailes, ni sin que el señor Weston, que lahabía oído por casualidad, murmurase al oídode su esposa:

-Se los ha pedido a ella, querida. La cosa mar-cha. ¡Ya sabía ya que lo haría!

CAPÍTULO XXX

EMMA sólo echaba de menos una cosa paraque el proyecto del baile fuese completamente

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satisfactorio: el que la fecha fijada cayera dentrode las dos semanas que su familia había conce-dido a Frank Churchill para su estancia enHighbury; pues, a pesar de la confianza delseñor Weston, la joven no consideraba tan im-posible que los Churchill no consintieran a susobrino quedarse allí un día más de los quinceque le habían concedido. Pero esto no era fac-tible. Los preparativos requerían tiempo, y nopodía prepararse nada para antes de que em-pezara la tercera semana de su estancia, y du-rante unos cuantos días tenían que hacer pla-nes, preparativos y concebir esperanzas en laincertidumbre -en el peligro-, según su opiniónel gran peligro, de que todo fuera en vano.

Sin embargo, en Enscombe se mostraron ge-nerosos, generosos en los hechos, ya que no enlas palabras. Evidentemente, su deseo de que-darse más tiempo allí les contrarió; pero no seopusieron. Se hallaban, pues, seguros, y se si-guió adelante con el proyecto; y como una pre-ocupación generalmente al desaparecer cede su

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lugar a otra, Emma, una vez ya segura de queel baile iba a efectuarse, empezó a considerarcon inquietud la provocadora indiferencia queel señor Knightley mostraba para con estosplanes. Ya fuera porque él no bailaba, ya por-que los planes se habían hecho sin consultarle,parecía haber decidido que no sentía ningúninterés por aquello, que no sentía ninguna cu-riosidad por enterarse de los detalles, y quepara él la fiesta no iba a proporcionarle ningúngénero de diversión. Cuando Emma, entusias-mada, le explicó de lo que se trataba, no logróobtener una respuesta más aprobadora queésta:

-Perfectamente. Si los Weston consideran quevale la pena tomarse todas estas molestias porunas cuantas horas de ruidosas expansiones, yono tengo nada que decir en contra, pero quenadie quiera elegírmelas diversiones por mí...¡Oh, sí! Claro está que tengo que ir; no puedonegarme; y procuraré estar tan animado comopueda; pero preferiría quedarme en casa repa-

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sando las cuentas que cada semana me presen-ta William Larkins; confieso que preferiría estomucho más. ¿Es un placer ver cómo bailan losdemás? No para mí, se lo aseguro... Nunca meha gustado ver bailar... ni sé de nadie que leguste. En mi opinión, el bailar bien, como lavirtud, no necesita espectadores, y la satisfac-ción que proporciona basta. Generalmente losque se quedan a ver bailar suelen estar pensan-do en otras cosas muy diferentes.

Emma se dio cuenta de que se estaba refi-riendo a ella, y esto la puso fuera de sí. Sin em-bargo no era para favorecer a Jane Fairfax quese mostraba tan indiferente y tan ofensivo; nopensaba en ella al censurar la idea del baile, yaque Jane se hallaba entusiasmadísima con elproyecto; tanto que parecía más alegre, másfranca, y le había dicho por propia iniciativa:

-¡Oh, señorita Woodhouse! Supongo que noocurrirá nada que impida que se dé el baile.¡Qué desilusión tendríamos! Confieso que pien-so en este baile con muchísima ilusión.

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No era pues para halagar a Jane Fairfax queprefería la compañía de William Larkins. No...cada vez estaba más convencida de que la seño-ra Weston se había equivocado completamenteen sus suposiciones. Lo que él sentía por la jo-ven era mucha amistad y una gran compasión...pero no amor.

Pero, ¡ay!, no tardó en pasar mucho tiemposin que dejara de haber motivos para disputarcon el señor Knightley. Dos días de jubilosaseguridad fueron seguidos inmediatamente porel derrumbamiento de todas sus ilusiones. Lle-gó una carta del señor Churchill instando a susobrino a regresar lo antes posible. La señoraChurchill estaba enferma... demasiado enfermapara poder prescindir de su presencia; cuandohabía escrito a su sobrino dos días antes ya seencontraba muy mal (según decía su esposo),pero resistiéndose, como era habitual en ella,, apreocupar a los demás y siguiendo su invaria-ble costumbre de no pensar nunca en sí misma,no lo había mencionado; pero ahora se había

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agravado tanto que la cosa no podía tomarse ala ligera, y debía rogar a Frank que regresase aEnscombe inmediatamente, sin la menor demo-ra.

La señora Weston anticipó a Emma lo esen-cial de la carta en una nota que se apresuró aenviarle. En cuanto a la partida del joven erainevitable. Debía partir al cabo de pocas horas,aunque sin sentir ni la menor alarma por elestado de su tía que pudiera contrarrestar surepugnancia a irse. Ya conocía sus enfermeda-des, que sólo se presentaban cuando le conve-nía.

La señora Weston añadía que «Frank sólotendrá tiempo de pasar un momento por High-bury, después de desayunar, para despedirsede los pocos amigos que supone que sientenalgún interés por él; de modo que no tardarámucho en aparecer por Hartfield».

Esta triste nota llegó a las manos de Emmacuando terminaba de desayunar. Una vez lahubo leído no pudo por menos de lamentarse

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de su mala suerte. Adiós al baile... adiós al jo-ven... ¡y cómo debía de sentirlo Frank Chur-chill! ¡Era demasiada mala suerte! ¡Una fiestatan maravillosa como hubiera sido! ¡Todo elmundo hubiese sido tan feliz! ¡Y ella y su parejalos más felices de todos!

-¡Yo ya dije que pasaría eso! -fue su únicoconsuelo.

Mientras, su padre se preocupaba por cosastotalmente distintas; pensaba sobre todo en laenfermedad de la señora Churchill, y queríasaber qué tratamiento seguía; y en cuanto albaile, sentía que su querida Emma hubiese te-nido aquella desilusión; pero estarían más se-guros quedándose en casa.

Emma estaba ya dispuesta a recibir a su visi-tante un rato antes de que éste apareciera; perosi su tardanza no decía mucho en favor de suimpaciencia por verla, su aire apenado y el ab-soluto desánimo que reflejaba su rostro cuandollegó, bastaban para que se le perdonara. Sumarcha entristecía demasiado al joven para que

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quisiera hablar de ella. Su abatimiento era evi-dente. Durante unos minutos permaneció ensilencio, sin saber qué decir; y cuando logródominarse, fue sólo para comentar:

-De todas las cosas horribles, la peor es unadespedida.

-Pero volverá usted -dijo Emma-. Esta no serála única visita que haga a Randalls.

-¡Ah! -dijo cabeceando tristemente-, ¡es tanincierto el día en que podré regresar! Pondré demi parte todo lo posible... No pensaré en nadamás, ni me ocuparé de otra cosa, se lo aseguro...y si mis tíos van a Londres esta primavera...pero temo... la primavera pasada no salieron deEnscombe... temo que ésta sea una costumbreque haya desaparecido para siempre.

-O sea que hay que abandonar la idea denuestro pobre baile...

-¡Ah! El baile... ¿Por qué hemos puesto nues-tra ilusión en una esperanza? ¿Por qué noaprovechamos la felicidad cuando pasa pornuestro lado? ¡Cuántas veces la dicha queda

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destruida por los preparativos, los necios pre-parativos! Usted ya dijo que pasaría esto... ¡Oh,señorita Woodhouse! ¿Por qué tiene ustedsiempre tanta razón?

-Le aseguro que en este caso siento muchohaber tenido razón. Hubiese preferido muchomás no tenerla y ser feliz.

-Si puedo volver, celebraremos nuestro baile.Mi padre no abandona la idea. Y usted no olvi-de lo que me prometió.

Emma sonrió halagada, y él siguió diciendo:-¡Qué dos semanas hemos tenido! ¡Cada día

más radiante y más maravilloso que el día ante-rior! Cada día haciéndome más incapaz de so-portar la vida en cualquier otro sitio. ¡Feliceslos que pueden quedarse en Highbury!

-Ya que ahora es usted tan amable con noso-tros -dijo Emma riendo-, me arriesgaré a pre-guntarle si no vino usted con ciertos recelos.¿No nos ha encontrado usted más interesantesde lo que esperaba? Estoy segura de que sí.Estoy segura de que no confiaba usted mucho

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en encontrarse a gusto en este pueblo. Si hubie-ra tenido una buena opinión de Highbury, nohubiese tardado tanto en venir.

Él se rió un poco forzadamente; y aunque ne-gó las predisposiciones que le atribuían, Emmaestaba convencida de que estaba en lo cierto.

-Y ¿tiene usted que ir esta misma mañana?-Sí; mi padre vendrá aquí a buscarme; volve-

remos juntos a Randalls y en seguida me pon-dré en camino. Casi tengo miedo de que se pre-sente aquí de un momento a otro.

-¿Y no ha tenido ni cinco minutos para des-pedirse de sus amigas la señorita Fairfax y laseñorita Bates? ¡Qué mala suerte! Los convin-centes y sólidos argumentos de la señorita Ba-tes quizá hubiesen podido consolarle.

-Sí... ya he estado en su casa; pasaba por de-lante, y he pensado que era mejor entrar. Teníaque hacerlo. Entré sólo para quedarme tres mi-nutos, pero me entretuve más porque la señori-ta Bates estaba ausente. Había salido; y me pa-reció que era forzoso esperar a que volviera. Es

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una persona de la que uno se puede, y casi di-ría que se debe, reír; pero a la que no se es ca-paz de dar un desaire. O sea que lo mejor eraque aprovechase la ocasión para hacer la visi-ta...

El joven titubeó, se levantó y se dirigió haciala ventana. Luego siguió diciendo:

-En fin, señorita Woodhouse, tal vez... creoque usted ya debe de haber sospechado algo...

Él la miró como si quisiera leer en su pensa-miento. Emma casi no sabía qué decir. Aquelloparecía como el anuncio de algo muy serio delo que ella no deseaba enterarse. De modo quehaciendo un esfuerzo por hablar, con la espe-ranza de que él no siguiera adelante, dijo conmucha calma:

-Obró usted muy bien; era la cosa más naturaldel mundo aprovechar la ocasión para hacer lavisita...

Él guardaba silencio. Emma creía que la esta-ba mirando; probablemente reflexionaba sobrelo que ella le había dicho y trataba de interpre-

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tar su actitud. Le oyó suspirar. Era natural quese creyese con motivos para suspirar. Era im-posible creer que ella le estaba alentando. Pasa-ron unos momentos embarazosos, y el jovenvolvió a sentarse; y de un modo más resueltodijo:

-Eso me hizo caer en la cuenta de que todo eltiempo restante de que disponía iba a dedicarloa Hartfield. Siento un gran afecto por Hart-field...

Volvió a interrumpirse, se levantó de nuevo ydio la impresión de hallarse muy turbado...Estaba más enamorado de ella de lo que Emmahabía supuesto; y ¿quién sabe cómo hubiesepodido terminar aquella escena si su padre nohubiese entrado en aquellos momentos? El se-ñor Woodhouse no tardó mucho en hacer actode presencia; y la necesidad obligó al joven adominarse.

Sin embargo, pasaron todavía varios minutosantes de que se pusiera fin a aquella penosasituación. El señor Weston, siempre tan activo

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cuando había algo que hacer, y tan incapaz dediferir un mal que era inevitable, como de pre-ver el que era incierto, dijo:

-Ya es hora de irnos.Y el joven tuvo que resignarse a lanzar un

suspiro, asentir con la cabeza y levantarse paradespedirse.

-Tendré noticias de todos ustedes -dijo-; estoes lo que más me consuela. Me enteraré de todolo que les ocurra. He hecho prometer a la seño-ra Weston que me escribirá. Ha sido tan buenaque me ha asegurado que no dejará de hacerlo.¡Oh! ¡Qué maravilloso es poder contar con unamujer que nos escriba cuando se está realmenteinteresado por alguien ausente! Ella me lo con-tará todo. Gracias a sus cartas volveré a estar eneste querido Highbury.

Un fuerte apretón de manos y un cordialisi-mo «adiós» siguieron a sus palabras, y la puertano tardó en cerrarse detrás de Frank Churchill.La comunicación había sido breve... y breve suentrevista; él se había ido; y Emma se encontra-

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ba tan apenada por su marcha, y preveía que suausencia iba a ser una pérdida tan grande en supequeño círculo de amistades, que empezó atener miedo de estar demasiado triste y de sen-tirlo demasiado.

Frank dejaba un gran vacío. Desde su llegadaa Highbury se habían visto casi todos los días.Desde luego su presencia en Randalls habíaanimado mucho aquellas dos semanas que aca-baban de transcurrir... una vida indescriptible;la idea, la ilusión de verle que le había traídocada mañana, la seguridad de sus delicadezas,de su alegría, de sus cumplidos... Habían sidodos semanas muy felices y ahora costaba resig-narse volver al curso ordinario de la vida deHartfield. Y además de todo eso, él casi le habíadicho que la amaba. La firmeza, la constanciaen el afecto de que podía ser capaz ya era otracuestión; pero por el momento Emma no podíatener ninguna duda de que sentía por ella unacálida admiración y una sensible preferencia; yesta convicción, unida a todo lo demás, le hizo

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pensar que también ella debía de estar un pocoenamorada del joven a pesar de todos sus pre-juicios en contra de ello.

«Sí, sin duda debo estarlo -se decía-. ¡Esa sen-sación de desánimo, de cansancio, de agota-miento, esa falta de ganas de ponerme a haceralgo, esa impresión de que todo lo que me ro-dea en la casa es triste, aburrido, insípido...! Sí,debo de estar enamorada; sería el ser más ex-traño de la creación si no lo estuviera... al me-nos durante unas semanas. Bueno, lo que paraunos es malo es bueno para otros. Muchos selamentarán conmigo por lo del baile, ya que nopor la marcha de Frank Churchill; pero el señorKnightley estará contento. Ahora si quiere po-drá quedarse en casa con su querido WilliamLarkins.»

Sin embargo, el señor Knightley no demostróuna alegría desbordante. No podía decir que lolamentaba, por lo que a él se refería; la vivazexpresión de su rostro hubiera contrarrestadoel efecto de sus palabras; pero lo que dijo, y ello

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con gran convicción, era que lo sentía por ladesilusión que habían tenido los demás, y aña-dió con una notable amabilidad:

-Usted, Emma, que tiene tan pocas oportuni-dades para bailar, usted sí que tiene mala suer-te; ¡ha tenido usted muy mala suerte!

Transcurrieron varios días antes de que la jo-ven volviera a ver a Jane Fairfax y pudiese juz-gar cómo había reaccionado ante aquella terri-ble decepción; pero cuando volvieron a verse lafría compostura de Jane le resultó odiosa. Sinembargo, en los últimos días se había encon-trado bastante mal, y había tenido tales jaque-cas que habían hecho decir a su tía que dehaberse celebrado el baile en su opinión Jane nohubiese podido asistir; y era más caritativoatribuir aquella indiferencia afectada a la post-ración que le producía su falta de salud.

CAPÍTULO XXXI

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EMMA seguía totalmente convencida de queestaba enamorada. Sus ideas sólo variaban enlo referente a la intensidad de este amor; alprincipio le pareció que lo estaba mucho; luego,más bien que poco. Sentía un gran placer en oírhablar de Frank Churchill; y por él, mayor pla-cer que nunca en ver al señor y a la señora Wes-ton; pensaba muy a menudo en el joven, y es-peraba carta suya con mucha impaciencia parapoder saber cómo estaba, cuál era su estado deánimo, cómo seguía su tía y qué posibilidadeshabía de que volviera a Randalls aquella pri-mavera. Pero por otra parte se resistía a admitirque no era feliz y, pasada aquella mañana, lu-chaba contra la tentación de abandonarse a unavida menos activa que la que tenía por costum-bre llevar; seguía siendo activa y animosa; y apesar de ser él tan agradable, no dejaba de ima-ginarle con defectos; y más adelante, a pesar depensar mucho en el y de forjar, mientras dibu-jaba o bordaba, innumerables y divertidos pla-nes sobre el desarrollo y la conclusión de sus

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relaciones, imaginando ingeniosos diálogos einventando elegantes cartas; el final de todaslas imaginarias declaraciones que él le hacía erasiempre una negativa. El afecto que les uníadebía encauzarse por las vías de la amistad. Suseparación iba a estar adornada de toda la ter-nura y de todo el encanto imaginables; perotenían que separarse. Cuando reparó en ello, sedio cuenta de que no debía de estar muy ena-morada; porque a pesar de su previa y firmedeterminación de no abandonar nunca a supadre, de no casarse nunca, un verdadero amorera forzoso que causara muchas más luchasinteriores de las que por sus sentimientosEmma podía prever.

«No veo que yo saque a relucir nunca la pa-labra sacrificio -se dijo-. En ninguna de mis pru-dentes réplicas ni de mis delicadas negativashay la menor alusión a hacer un sacrificio. Sos-pecho que en el fondo no le necesito para serfeliz. Tanto mejor. No voy ahora a convencer-me a mí misma de que siento más amor del que

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existe en realidad. Ya estoy suficientementeenamorada. No quiero estarlo más.»

En conjunto, también estaba contenta con laimpresión que había sacado de los sentimientosde él.

«Sin ninguna duda, él está muy enamorado...todo lo demuestra... ¡lo que se dice muy ena-morado! Y cuando vuelva, si sigue teniéndomeel mismo afecto tendré que andar con muchocuidado para no alentarle... obrar de otro modosería imperdonable, ya que mi decisión ya estátomada. No es que imagine que él pueda pen-sar que hasta ahora le he estado alentando. No,si él hubiera creído que yo compartía sus sen-timientos, no se hubiese sentido tan desgracia-do. Si él hubiera podido considerarse alentado,sus maneras y su lenguaje hubiesen sido dife-rentes al despedimos... Pero, a pesar de todo,tengo que andar con mucho cuidado. Eso su-poniendo que su afecto por mí para entoncessea todavía lo que es ahora; pero la verdad esque no creo que ocurra así; no me parece un

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hombre como para... No me fiaría mucho de sufirmeza o de su constancia... Sus sentimientosson apasionados, pero tengo la impresión deque más bien variables. En resumidas cuentas,que cada vez que pienso en esta cuestión estoymás contenta de que mi felicidad no dependademasiado de él... Dentro de poco volveré aestar perfectamente bien... y entonces podrédecir que he salido bien librada; porque dicenque todo el mundo tiene que enamorarse unavez en la vida, y yo habré salido del paso conbastante facilidad.»

Cuando llegó la carta de Frank para la señoraWeston, Emma pudo leerla; y la leyó con tantoplacer y tanta admiración que al principio lehicieron dudar de sus sentimientos y pensarque no había valorado suficientemente su fuer-za. Era una carta larga y muy bien escrita quedaba detalles de su viaje y de su estado de áni-mo, que expresaba toda la gratitud, el afecto yel respeto que era natural y digno el expresar, yque describía todo lo exterior y local que pudie-

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ra considerarse atractivo, con ingenio y conci-sión. Pero nada que delatase el tono de la excu-sa o del interés forzado; aquél era el lenguaje dequien sentía verdadero afecto por la señoraWeston; y la transición de Highbury a Enscom-be, el contraste entre los lugares en algunas delas primeras ventajas de la vida social, apenasse esbozaba, pero lo suficiente para que se ad-virtiera con qué agudeza lo había sentido eljoven, y cuántas cosas más hubiera podidoañadir de no impedírselo la cortesía... No falta-ba tampoco el encanto del nombre de Emma. Laseñorita Woodhouse aparecía más de una vez, ynunca sin relacionarlo con algo halagador, yafuera un cumplido para su buen gusto, ya unrecuerdo de algo que ella hubiera dicho; y en laúltima ocasión en la que sus ojos tropezaroncon su nombre, despojado aquí de los adornosde su florida galantería, Emma advirtió el efec-to de su influencia, y supo reconocer que aquélera tal vez el mayor de los cumplidos que lededicaba en toda la carta. Apretadas en el único

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espacio libre que le había quedado, en uno delos ángulos inferiores del papel, se leían estaspalabras: «El martes, como usted ya sabe, notuve tiempo para despedirme de la bella ami-guita de la señorita Woodhouse; le ruego que lepresente mis excusas y que me despida deella.» Emma no podía dudar de que aquello ibadirigido exclusivamente a ella. A Harriet se lacitaba solamente por ser su amiga. Por lo quedecía de Enscombe se deducía que allí las cosasno iban ni mejor ni peor que antes; la señoraChurchill iba mejorando, y Frank aún no seatrevía, ni siquiera en su imaginación, a fijarfecha para un posible regreso a Randalls.

Pero aunque la carta en su redacción, en laexpresión de sus sentimientos, fuese satisfacto-ria y estimulante, Emma advirtió, una vez lahubo doblado y devuelto a la señora Weston,que no había alimentado ningún fuego perdu-rable, que ella podía aún prescindir de su autor,y de que éste debía hacerse a la idea de pres-cindir de ella. Las intenciones de la joven no

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habían cambiado. Sólo su decisión de mante-nerse en una negativa se hizo más interesante,al añadírsele un proyecto del modo en queFrank podía luego consolarse y encontrar lafelicidad. El que se hubiera acordado deHarriet, aludiéndola galantemente como «subella amiguita», le sugirió la idea de que podíaser Harriet quien le sucediera en el afecto deFrank Churchill. ¿Es que era algo imposible?No... Desde luego Harriet era muy inferior a élen inteligencia; pero el joven había quedadomuy impresionado por el atractivo de su rostroy por la cálida sencillez de su trato; y todas lasprobabilidades de circunstancia y de relaciónestaban en favor de ella... Para Harriet seríaalgo muy ventajoso y muy deseable.

«Pero no debo hacerme ilusiones -se dijo- notengo que pensar en esas cosas. Ya sé lo peli-groso que es dejarse llevar por estas suposicio-nes. Pero cosas más extrañas han ocurrido. Ycuando dos personas dejan de sentir una mutuaatracción, como ahora nosotros la sentimos,

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éste puede ser el medio de afirmarnos en esaespecie de amistad desinteresada que ahorapuedo ya prever con gran ilusión.»

Era mejor tener en reserva el consuelo de unposible bien para Harriet, aunque lo más pru-dente sería no dejar demasiado suelta la fanta-sía; porque en cuestiones así el peligro acecha-ba constantemente. Del mismo modo que eltema de la llegada de Frank Churchill habíaarrinconado el del compromiso matrimonialdel señor Elton en las conversaciones de High-bury, eclipsando como novedad más reciente ala otra, tras la partida de Frank Churchill, el in-terés por el señor Elton volvió a privar de unmodo indiscutible... Ya se había fijado el día desu boda. Apenas hubo tiempo de hablar de laprimera carta que se recibió de Enscombe, antesde que «el señor Elton y su prometida» atraje-ran la atención general, y Frank Churchill que-dara olvidado. Emma se ponía de mal humor alvolver a oír hablar de aquello. Durante tressemanas se había visto libre de la pesadilla del

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señor Elton, y había empezado a confiar quedurante aquel tiempo Harriet se había recupe-rado notablemente. Y con el baile del señorWeston, o mejor dicho, con el proyecto del bai-le, había llegado a olvidarse casi por completode todo lo demás; pero ahora se veía obligada areconocer que no había alcanzado un grado deserenidad suficiente como para afrontar lo quese le venía encima... otra visita, el sonar de lacampanilla de la puerta, y lo restante.

La pobre Harriet se hallaba en una confusiónde espíritu que requería todos los razonamien-tos, las atenciones y los consuelos de toda claseque Emma pudiera proporcionarle. Emmacomprendía que aunque no pudiese hacer grancosa por ayudarla, tenía la obligación de dedi-carle todo su interés y toda su paciencia; peroempezaba a cansarse de estar siempre inten-tando convencerla sin producir ningún efecto,de que le diesen siempre la razón sin conseguirque sus opiniones coincidieran. Harriet escu-chaba sumisamente y decía que sí, que era ver-

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dad... que era tal como Emma decía... que novalía la pena seguir pensando en aquello... yque nunca más volvería a atormentarse... peroinevitablemente volvía a hablar de lo mismo, yal cabo de media hora se mostraba de nuevotan inquieta y tan preocupada por los Eltoncomo antes... Por fin Emma se decidió a atacar-la en otro terreno:

-Harriet, el que te preocupes tanto y te sientasdesgraciada porque el señor Elton se case, es elmayor reproche que puedes hacerme. Es elmodo más directo de acusarme del error quecometí. Ya sé que todo fue culpa mía. Te asegu-ro que no lo he olvidado... Al engañarme a mímisma hice que tú te engañaras también de lamanera más lamentable... y para mí éste serásiempre un recuerdo muy penoso. No creas quehaya ningún peligro de que lo olvide.

Aquello impresionó demasiado a Harriet pa-ra dejarle proferir más que unas palabras deviva sorpresa. Emma Prosiguió:

-Harriet, si te digo que intentes dominarte, no

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es por mí; si te digo que pienses menos en esto,que hables menos del señor Elton no es por mí;sobre todo por tu propio bien quisiera que mehicieses caso, por algo que es más importanteque mi comodidad, un hábito de imponerte a timisma, una consideración de cuál es tu deber,una preocupación por tu dignidad, una necesi-dad de evitar las sospechas de !_os otros, decuidar de tu salud y de tu buen nombre, y derecuperar la tranquilidad. Éstos son los motivosque me impulsan a insistir tanto en este asunto.Son cosas muy importantes, y me sabe muymal el ver que no te das suficientemente cuentade hasta qué punto lo son como para obrar enconsecuencia. El quererme evitar una violenciaes algo muy secundario. Lo que yo quiero essalvarte de un desasosiego mucho mayor. Aveces he podido tener la impresión de queHarriet no iba a perdonarme nunca... ni si-quiera por el afecto que me profesa.

Esta apelación al cariño que las unía pudomás que todo el resto. La idea de que estaba

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faltando a sus deberes de gratitud y de conside-ración para con la señorita Woodhouse, a la quela muchacha quería muy de veras, la dejó su-mida en la aflicción, y cuando su desconsueloempezó a ceder en intensidad, se encontrabaaún lo suficientemente conmovida como paraseguir los buenos consejos de Emma, y perse-verar en su decisión.

-¡Tú, que has sido la mejor amiga que he te-nido en mi vida! ¡Con la gratitud que te debo!¡No hay nadie como tú! ¡No me importa nadietanto como tú! ¡Oh, Emma... qué ingrata hesido!

Estas exclamaciones, acompañadas de las mi-radas y de los gestos más convincentes, hicie-ron pensar a Emma que nunca había queridotanto a Harriet, y que nunca había apreciado suafecto tanto como entonces.

«No hay ningún encanto comparable al de laternura de corazón -decía para sí misma mástarde-. No hay nada que pueda comparársele.La efusividad y la ternura de corazón, unidas a

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un temperamento abierto y cariñoso, valen másy son más atractivas que toda la clarividenciadel mundo. Estoy segurísima. Es su bondad, subuen corazón lo que hace que todo el mundoquiera tanto a mi padre... lo que hace queIsabella sea tan popular... Ahora me doy cuen-ta... pero ya sé cómo apreciarla y respetarla...Harriet es superior a mí por el encanto y la feli-cidad que irradia... ¡Mi querida Harriet...! No tecambiaría por la mujer más inteligente, de me-jor criterio, de más claridad mental... ¡Oh, lafrialdad de una Jane Fairfax...! Harriet vale cienveces más que las que son como ella... Y paraesposa... para esposa de un hombre de buenjuicio... es inapreciable. No quiero citar nom-bres; pero ¡feliz el hombre que cambie a Emmapor Harriet!»

CAPÍTULO XXXII

LA primera vez que vieron a la señora Elton

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fue en la iglesia. Pero aunque se turbara la de-voción, la curiosidad no podía quedar satisfe-cha con el espectáculo de una novia en su recli-natorio, y era forzoso esperar a las visitas entoda regla que entonces tenían que hacerse,para decidir si era muy guapa, si sólo lo era unpoco o si no lo era en absoluto.

Emma, menos por curiosidad que por orgulloy por sentido de la dignidad, decidió no ser laúltima en hacerles la visita de rigor; y se empe-ñó en que Harriet la acompañara, a fin de quelo más embarazoso de aquella situación se re-solviera lo antes posible.

Pero no pudo volver a entrar en la casa, nipermanecer en aquella misma estancia a la que,valiéndose de un artificio que luego había re-sultado tan inútil, se había retirado tres mesesatrás, con la excusa de abrocharse la bota, sinrecordar. A su mente volvieron innumerablesrecuerdos poco gratos. Cumplidos, charadas,terribles equivocaciones; y era imposible nosuponer que la pobre Harriet tenía también sus

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recuerdos; pero se comportó muy dignamente,y sólo estuvo un poco pálida y silenciosa. Lavisita fue breve; y hubo tanto nerviosismo ytanto interés en acortarla que Emma casi nopudo formarse una opinión de la nueva dueñade la casa, y desde luego más tarde fue incapazde poder dar su opinión sobre ella, aparte delas frases convencionales como que «vestía conelegancia y era muy agradable».

En realidad no le gustó. No es que se empe-ñara en buscarle defectos, pero sospechaba queaquello no era verdadera elegancia; soltura,pero no elegancia... Estaba casi segura de quepara una joven, para una forastera, para unanovia, era demasiada soltura. Físicamente eramás bien atractiva; las facciones eran correctas;pero ni su figura, ni su porte, ni su voz, ni susmodales, eran elegantes. Emma estaba casiconvencida de que en esto no le faltaba razón.

En cuanto al señor Elton, su actitud no pare-cía... Pero no, Emma no quería permitirse niuna palabra ligera o punzante respecto a su

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actitud. Recibir estas primeras visitas despuésde la boda siempre era una ceremonia embara-zosa, y un hombre necesita poseer una granpersonalidad para salir airoso de la prueba.Para una mujer es más fácil; puede ayudarse deunos vestidos bonitos, y disfruta del privilegiode la modestia, pero el hombre sólo puede con-tar con su buen sentido; y cuando Emma pen-saba en lo extraordinariamente violento quedebía de sentirse el pobre señor Elton al encon-trarse con que se habían reunido en la mismahabitación la mujer con la que se acababa decasar, la mujer con la que él había querido ca-sarse, y la mujer con la que habían querido ca-sarle, debía reconocer que no le faltaban moti-vos para estar poco brillante y para sentirserealmente incómodo.

-Bueno, Emma -dijo Harriet, cuando hubieronsalido de la casa, después de esperar en vanoque su amiga iniciara la conversación-; bueno,Emma -con un leve suspiro-, ¿qué te ha pare-cido? ¿Verdad que es encantadora?

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Emma vaciló unos segundos antes de contes-tar.

-¡Oh, sí ... ! Mucho... Una joven muy agrada-ble.

-A mí me ha parecido atractiva, muy atracti-va.

-Ah, sí, sí, viste muy bien; iba muy elegante.-No me extraña en absoluto que él se haya

enamorado.-¡Oh, no...! Realmente no es de extrañar... Co-

sas del destino... Tenían que encontrarse.-Me atrevería a asegurar -siguió Harriet sus-

pirando de nuevo-, me atrevería a asegurar queestá muy enamorada de su marido.

-Es posible; pero no todos los hombres termi-nan casándose con la mujer que les quiere más.Tal vez la señorita Hawkins quería un hogar yconsideró que ésta era la mejor oportunidadque podía presentársele.

-Sí -replicó Harriet rápidamente-, y no le fal-taba razón, es muy difícil tener oportunidadescomo ésta. Bueno, yo les deseo de todo corazón

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que sean felices. Y ahora, Emma, me parece queno volverá a preocuparme el verlos. Él está tanpor encima de mí como antes; pero, ya sabes,estando casado es algo totalmente distinto. No,no, Emma, te aseguro que no tienes por quétener miedo. Ahora puedo admirarle sin sen-tirme muy desgraciada. Saber que ha en-contrado la felicidad ¡es un consuelo tan gran-de! Ella me parece una joven encantadora, justolo que él merece. ¡Dichosa de ella! Él la llama«Augusta». ¡Cuánta felicidad!

Cuando devolvieron la visita Emma se dispu-so a prestar más atención. Ahora podría obser-varla más detenidamente y juzgar mejor. Debi-do a que Harriet no se encontraba en Hartfieldy que estaba allí su padre para entretener alseñor Elton, dispuso de un cuarto de hora paraconversar a solas con ella y pudo prestarle todala atención; y el cuarto de hora bastó para con-vencerla totalmente de que la señora Elton erauna mujer fatua, extremadamente satisfecha desí misma y que sólo pensaba en darse impor-

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tancia; que aspiraba a brillar y a ser muy supe-rior a los demás, pero que se había educado enun mal colegio y que tenía unos modales afec-tados y vulgares, que todas sus ideas procedíande un reducido círculo de personas y de unúnico género de vida; que si no era necia eraignorante, y que indudablemente su compañíano haría ningún bien al señor Elton.

Harriet hubiera sido una elección mejor.Aunque no fuese ni lista ni refinada, le hubieserelacionado con las personas que lo eran; perola señorita Hawkins, según se deducía clara-mente por su presunción, había sido la flor ynata del ambiente en que había vivido. El cu-ñado rico que vivía cerca de Bristol era el orgu-llo de la familia, y su casa y sus coches el orgu-llo del señor Elton.

El primer tema de su conversación fue MapleGrove, «la propiedad de mi hermano el señorSuckling»... Una comparación entre Hartfield yMaple Grove. Las tierras de Hartfield no eranmuy extensas, pero sí bien cuidadas y bonitas;

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y la casa era moderna y estaba bien construida.La señora Elton parecía muy favorablementeimpresionada por las dimensiones del salón,por la entrada y por todo lo que pudiera ver oimaginar.

-¡Le aseguro que es tan igual a Maple Grove!¡Estoy maravillada del parecido! Este salóntiene la misma forma y es igual de grande quela salita de estar de Maple Grove; la habitaciónpreferida de mi hermana.

Se solicitó el parecer del señor Elton. ¿No eraasombrosa la semejanza? Casi tenía la impre-sión de encontrarse en Maple Grove.

-Y la escalera... Al entrar, ¿sabe usted?, ya mefijé que la escalera era exactamente igual; situa-da exactamente en la misma parte de la casa.¡No pude por menos de lanzar una exclama-ción! Le aseguro, señorita Woodhouse, que estan maravilloso para mí el que me recuerdenun lugar por el que siento tanto cariño comoMaple Grove. ¡He pasado allí tantos meses feli-ces! -con un leve suspiro de sentimiento-. ¡Ah,

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es un lugar encantador! Todo el mundo que loconoce se queda admirado de su belleza; peropara mí ha sido un verdadero hogar. Si algunavez tiene usted que cambiar de residencia comoyo ahora, ya sabrá usted lo grato que es encon-trarse con algo tan parecido a lo que hemosabandonado. Yo siempre digo que éste es unode los peores inconvenientes del matrimonio.

Emma dio una respuesta tan evasiva comopudo; pero para la señora Elton, que sólo de-seaba hablar, ello bastaba sobradamente.

-¡Es tan extraordinariamente parecido a Ma-ple Grove! Y no sólo la casa... Le aseguro quepor lo que he podido ver, las tierras que la ro-dean son también asombrosamente semejantes.En Maple Grove los laureles crecen con tantaprofusión como aquí, y están distribuidos casidel mismo modo... Exactamente en mitad delcésped; y me ha parecido ver también un mag-nífico árbol muy corpulento que tenía un bancoalrededor, y que me ha hecho pensar a otroidéntico de Maple Grove. Mis hermanos estarí-

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an encantados de conocer este lugar. La genteque posee grandes terrenos siempre coincide ensus gustos y lo hace todo de una manera seme-jante.

Emma dudaba de la verdad de esta opinión.Estaba plenamente convencida de que la genteque posee grandes terrenos se preocupan muypoco de los grandes terrenos de los demás; perono valía la pena combatir un error tan groserocomo aquél, y por lo tanto se limitó a contestar:

-Cuando conozca usted mejor la comarca metemo que pensará que ha dado demasiada im-portancia a Hartfield. Surry está lleno de belle-za.

-¡Oh! Sí, sí, ya lo sé. Es el jardín de Inglaterra.Surry es el jardín de Inglaterra.

-Sí; pero no sé si podemos fundar nuestro or-gullo en esta frase. Creo que hay muchos con-dados de los que se ha dicho que son el jardínde Inglaterra, igual que Surry.

-No, estoy segura de que no -replicó la señoraElton con una sonrisa muy complacida-, el úni-

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co condado del que lo he oído decir es el deSurry.

Emma no supo qué contestar.-Mis hermanos nos han prometido hacernos

una visita esta primavera o el próximo verano alo más tardar -prosiguió la señora Elton-, yaprovecharemos la ocasión para hacer excur-siones. Estoy segura de que mientras estén connosotros haremos muchas excursiones. Desdeluego traerán su landó en el que caben perfec-tamente cuatro personas; y por lo tanto, no ne-cesita usted que le haga ningún elogio de nues-tro coche, para que se haga cargo de que po-dremos visitar los lugares más pintorescos de lacomarca con toda comodidad. No creo proba-ble que vengan en su silla de posta, no suelenusarla en esta época del año. La verdad es quesi cuando tengan que venir hace ya buen tiem-po yo les recomendaré que traigan el landó;será mucho mejor, cuando se visita una comar-ca tan bella como ésta, ¿sabe usted, señoritaWoodhouse?, como es natural uno desea que

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los forasteros conozcan el mayor número posi-ble de cosas; y el señor Suckling es muy aficio-nado a ese tipo de recorridos. El verano pasadorecorrimos dos veces el Kings Weston de estemodo; fue un viaje delicioso; por cierto, era laprimera vez que utilizaban el landó. Supongo,señorita Woodhouse, que todos los veranoshacen ustedes muchas excursiones de esta cla-se, ¿no?

-No; no tenemos esa costumbre. Highburyqueda más bien lejos de los lugares más pinto-rescos que atraen a ese tipo de viajeros de losque usted habla; y además, me parece que so-mos gente muy sedentaria; más propensa aquedarse en casa que a organizar salidas y ex-cursiones.

-¡Ah, para estar cómodo de veras no hay nadacomo quedarse en casa! Nadie más amante delhogar que yo. Estas aficiones mías ya eran pro-verbiales en Maple Grove. Muchas veces,cuando Selina iba a Bristol, decía: «Pero es queyo no sé cómo lograr que esta muchacha salga

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de casa. Siempre tengo que irme sola, a pesarde lo poco que me gusta no ir en compañía enel landó; pero Augusta se empeña en no ir máslejos de la valla del parque.» Muchas veces lodecía; y sin embargo no es que yo sea partidariade estar siempre encerrada en casa. Por el con-trario, en mi opinión cuando la gente se retraede ese modo y vive completamente apartada dela sociedad obra de un modo muy equivocado;creo que es mucho más aconsejable alternar conlos demás de un modo moderado, sin tener de-masiado trato social y sin tener demasiado po-co. Pero no crea, señorita Woodhouse, que nome hago perfecto cargo de cuál es su situa-ción... -dirigiendo la mirada hacia el señorWoodhouse- el estado de salud de su padretiene que ser un gran obstáculo. ¿Por qué noprueba en pasar una temporada en Bath? Debe-ría intentarlo. Permítame que le recomiendeBath. Le aseguro que no tengo la menor dudade que le sentaría muy bien al señor Woodhou-se.

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-Hace años mi padre lo probó más de unavez; pero sin sentir ninguna mejoría; y el señorPerry, cuyo nombre me atrevo a suponer queno es desconocido para usted, no opina queahora le resultaría más beneficioso que antes.

-¡Ah! ¡Qué lástima! Porque le aseguro, señori-ta Woodhouse, que en los casos en que estánindicadas las aguas los beneficios que producenson realmente maravillosos. Durante el tiempoen que he vivido en Bath ¡he visto tantos ejem-plos! Y es un lugar tan alegre que sin duda le-vantaría el ánimo del señor Woodhouse, por-que tengo la impresión de que a veces está muydeprimido. Y en cuanto a las ventajas que ten-dría para usted no creo que necesite insistirmucho para convencerla. Nadie ignora las ven-tajas que tiene Bath para los jóvenes. Para us-ted, que ha llevado una vida tan retraída, seríauna magnífica oportunidad para alternar so-cialmente; y yo podría introducirla en algunosde los círculos más selectos de la ciudad. Unasletras mías le harían ganar a usted inmediata-

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mente una pequeña turba de amistades; y miíntima amiga, la señora Partrige, en cuya casasiempre he vivido cuando estaba en Bath, sealegraría mucho de poder colmarla a usted deatenciones, y sería la persona más indicada pa-ra acompañarla cuando hiciese vida social.

Eso era más de lo que Emma podía soportarsin mostrarse descortés. La idea de deber a laseñora Elton lo que solía llamarse «la presenta-ción en sociedad»... de hacer vida social bajo losauspicios de una amiga de la señora Elton, pro-bablemente alguna viuda arruinada de lo másvulgar que para ayudarse a malvivir habíapuesto una casa de huéspedes... ¡Realmente, ladignidad de la señorita Woodhouse, de Hart-field, no podía caer más bajo!

Sin embargo se contuvo y se guardó los de-nuestos que hubiera podido dirigirle limitán-dose a dar las gracias a la señora Elton con todafrialdad; no cabía ni pensar en ir a Bath; y du-daba tanto de que el lugar conviniese a su pa-dre como a ella misma. Y luego, para evitar

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nuevas afrentas y la consiguiente indignación,cambió inmediatamente de tema:

-Ya no le pregunto a usted si es aficionada ala música, señora Elton. En estas ocasiones lafama de una dama generalmente la precede yya hace tiempo que Highbury sabe que es usteduna pianista de primera categoría.

-¡Oh, no, claro que no, desde luego que no!Tengo que protestar de una idea tan elogiosa.¡Una intérprete de primera categoría! Le asegu-ro que estoy muy lejos de serlo. Su informacióndebe de proceder de alguien muy parcial. Soyenormemente aficionada a la música, eso sí... esuna verdadera pasión; y mis amigos dicen queno dejo de tener cierto gusto para tocar el pia-no; pero en cuanto a algo más, le doy mi pala-bra de que toco de un modo completamentemediocre. Usted en cambio, señorita Woodhou-se, sé muy bien que toca maravillosamente. Leaseguro que para mí ha sido una gran satisfac-ción, un consuelo y una alegría saber que en-traba a formar parte de una sociedad tan me-

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lómana. Sin música yo no puedo vivir. Es algoabsolutamente necesario para mi vida, y comosiempre he vivido entre personas muy aficio-nadas a la música, tanto en Maple Grove comoen Bath, prescindir de ella hubiese sido para míun sacrificio muy penoso. Eso fue lo que le dijecon toda sinceridad al señor E. cuando élhablaba de mi futuro hogar y expresaba sustemores de que me fuera poco agradable viviren un lugar tan retirado; y también en lo refe-rente a la humildad de la casa... Sabiendo a loque yo había estado acostumbrada... Por su-puesto que no dejaba de tener ciertos temores.Cuando él me planteó las cosas de ese modo yole dije sinceramente que no tenía inconvenientede abandonar el mundo (fiestas, bailes, teatros)porque no tenía miedo a la vida retirada. Alestar dotada de tantos recursos interiores elmundo no me era necesario. Podía pasarmemuy bien sin él. Para los que no tienen esosrecursos es muy distinto; pero mis recursos mehacen completamente independiente. Y en

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cuanto a lo de que las habitaciones fuesen máspequeñas de lo que yo estaba acostumbrada, enrealidad no consideré ni que valía la pena te-nerlo en cuenta. Yo sabía que iba a sentirmeperfectamente bien incluso sacrificando algu-nas de aquellas comodidades. Desde luego enMaple Grove estaba acostumbrada a tener to-dos los lujos; pero yo le aseguré que tener doscoches no era algo necesario para mi felicidad,como tampoco disponer de alcobas muy espa-ciosas. «Pero», le dije, «para ser totalmente sin-cera, no creo que pueda vivir sin tratar a perso-nas aficionadas a la música. No pongo ningunaotra condición; pero sin música para mí la vidaestaría vacía».

-No creo -dijo Emma sonriendo- que el señorElton dudase ni un momento antes de asegu-rarle que iba usted a encontrar en Highburyuna gran afición a la música; y confío en que noconsiderará usted que exageró más de lo quepuede ser disculpable, teniendo en cuenta losmotivos que le impulsaron.

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-No, de verdad que sobre este particular notengo la menor duda. Estoy encantada de en-contrarme entre personas como ustedes. Confíoen que organizaremos juntas muchos y delicio-sos pequeños conciertos. Mi opinión, señoritaWoodhouse, es que usted y yo deberíamosformar un club musical y celebrar reunionesregulares cada semana en su casa o en la nues-tra. ¿No sería una buena idea? Si nosotras nos lopropusiéramos creo que no tardaríamos muchoen tener quien nos siguiese. Para mí, algo por elestilo me sería muy provechoso, como estímulopara no dejar de hacer prácticas; porque lasmujeres casadas, ya sabe usted... en general esla triste historia de siempre. Es tan fácil ceder ala tentación de abandonar la música...

-Pero usted, que es tan aficionada... sin dudano corre este peligro.

-Espero que no; pero la verdad es que cuandomiro a mi alrededor y veo lo que les ha ocurri-do a mis amigas me echo a temblar. Selina hadejado por completo la música... nunca abre el

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piano... y eso que tocaba maravillosamente. Ylo mismo podría decirse de la señora Jeffereys(de soltera, Clara Partrige) y de las dos herma-nas Milman, que ahora son la señora Beard y laseñora James Cooper; y de muchas más quepodría citarle. ¡Oh, le aseguro que hay paraasustarse! Yo me enfadaba mucho con Selina;pero la verdad es que ahora empiezo a com-prender que una mujer casada tiene que prestaratención a muchas cosas. ¿Querrá usted creer-me si le digo que esta mañana me he pasadomedia hora dando instrucciones a mi ama dellaves?

-Pero todas esas cosas -dijo Emma- en segui-da se convierten en una rutina cotidiana...

-Bueno -dijo la señora Elton riendo-, ya vere-mos.

Emma, después de verla tan decidida en lacuestión del abandono de la música, no teníanada más que decir; y tras un momento depausa la señora Elton cambió de materia.

-Hemos estado de visita en Randalls -dijo-, y

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encontramos en casa a los dos; parecen ser per-sonas muy agradables. Me han producido unaimpresión excelente. La señora Weston se veque es muy buena persona... Una de mis prefe-ridas de las que conozco hasta ahora, se lo ase-guro. Y se la ve tan bondadosa... tiene un no séqué tan maternal y tan sincero que en seguidase gana las simpatías. Creo que fue la institutrizde usted, ¿no?

Emma casi estaba demasiado sorprendida pa-ra contestar; pero la señora Elton apenas esperóuna respuesta afirmativa para proseguir.

-Sabiéndolo, me maravillé que tuviera tantoaire de señora. ¡Pero es toda una gran dama!

-Los modales de la señora Weston -dijoEmma- siempre han sido impecables. Su digni-dad, su sencillez y su elegancia pueden ser elmejor modelo para cualquier joven.

-¿Y quién cree usted que llegó mientras noso-tros estábamos allí?

Emma estaba totalmente desconcertada. Porel tono parecía aludir a algún viejo amigo... ¿de

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quién podía tratarse?-¡Knightley! -prosiguió la señora Elton-. El

mismísimo Knightley! ¿Verdad que fue buenasuerte? Porque, como cuando él nos visitó elotro día no estábamos en casa yo aún no habíapodido conocerle; y claro, tratándose de unamigo tan íntimo del señor E., sentía muchacuriosidad. «Mi amigo Knightley» era una fraseque he oído pronunciar tan a menudo que esta-ba realmente impaciente por conocerle; y a de-cir verdad, tengo que confesar que mi caro sposono tiene por qué avergonzarse de su amigo.Knightley es todo un caballero. Me ha parecidoencantador. Realmente, en mi opinión, es unverdadero caballero.

Afortunadamente ya era hora de irse. Por finsalieron y Emma pudo respirar libremente.

-¡Qué mujer más insufrible! -fue su exclama-ción inmediata. Peor de lo que había supuesto.¡Totalmente insoportable! ¡Knightley! Si no looigo no lo creo ¡Knightley! ¡En su vida le habíavisto y le llama Knightley! ¡Y descubre que es

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un caballero! Una advenediza cualquiera, unser vulgar, con su señor E. y su caro sposo, Y sus«recursos», y todo su aire de pretensión fatua yde refinamiento postizo. ¡Descubrir ahora queel señor Knightley es un caballero! Dudo mu-cho que él le devuelva el cumplido y descubraque es una dama. ¡Es algo increíble! ¡Y propo-ner que ella y yo formáramos un club musical!¡Como si fuéramos amigas de la infancia! ¡Y laseñora Weston! ¡Se ha quedado maravillada deque la persona que me educó a mí sea una grandama! Peor que peor. En mi vida había vistonada parecido. Esto va mucho más allá de loque yo imaginaba. No puede ni compararse conHarriet. ¡Oh! ¿Qué hubiese dicho de ella FrankChurchill si hubiese estado aquí? ¡Cómo sehubiese indignado y también divertido! ¡Ah!,ya vuelvo a estar en lo mismo... pensar en él eslo primero que se me ocurre. ¡Siempre la pri-mera persona en quien se me ocurre pensar! Yomisma me sorprendo en falta. ¡Frank Churchillvuelve con tanta frecuencia al recuerdo...!

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Estas ideas cruzaron tan rápidamente por sucerebro, que cuando su padre se hubo recupe-rado del alboroto producido por la marcha delos Elton y se mostró dispuesto a hablar, ellaera ya bastante capaz de poder prestarle aten-ción.

-Bueno, querida -empezó a decir con ciertoénfasis-, teniendo en cuenta que es la primeravez que la vemos, parece ser una joven degrandes prendas; y estoy seguro de que ha sa-cado muy buena impresión de ti. Tal vez hablademasiado aprisa. Tiene una voz un poco chi-llona, y eso molesta al oído. Pero me parece queson manías mías; no me gustan las voces des-conocidas; y nadie habla como tú y como lapobre señorita Taylor. A pesar de todo, me pa-rece una joven muy amable y muy bien educa-da, y no tengo la menor duda de que será unabuena esposa. Aunque en mi opinión el señorElton hubiera hecho mejor en no casarse. Le hepresentado todo género de excusas por nohaberles podido visitar a él y a la señora Elton

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con motivo de este feliz acontecimiento; les hedicho que confiaba que podría hacerles una visi-ta durante el próximo verano. Pero hubiesetenido que ir a verles. No visitar a unos reciéncasados es una falta de cortesía muy grave...¡Ah! Esto me demuestra hasta qué punto soyun verdadero inválido... Pero es que no me gus-ta aquella esquina del callejón de la Vicaría.

-Estoy segura de que han aceptado tus dis-culpas, papá. El señor Elton ya te conoce.

-Sí... pero una joven... una recién casada...hubiese tenido que hacer todo lo posible por ira presentarle mis respetos... Ha sido una des-cortesía por mi parte.

-Pero, querido papá, tú no eres amigo del ma-trimonio; y siendo así, ¿por qué te crees obliga-do a presentar tus respetos a una recién casada?Esto es algo contrario a tus convicciones. Pres-tarles tanta atención es alentar a la gente a quese case.

-No, querida, yo nunca he alentado a nadie aque se case, pero siempre he querido cumplir

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con mis deberes de cortesía para con las da-mas... y a una recién casada sobre todo, nopuede hacérsele un desaire. Hay más motivospara tenerles consideración. Ya sabes, querida,que donde está una recién casada siempre es lapersona más importante, sean quienes sean losdemás.

-Bueno, papá, pero si eso no es animar a lagente a que se case, yo no sé lo que es. Y nuncame hubiera imaginado que te prestaras a esasmanifestaciones de vanidad de las jóvenes po-bres.

-Querida, no me entiendes. Es sólo una cues-tión de cortesía y de buena crianza, y no tienenada que ver con alentar a la gente a que secase.

Emma no añadió nada más. Su padre se esta-ba poniendo nervioso y no podía entenderla.Sus pensamientos volvieron a las ofensas de laseñora Elton, y estuvo un largo rato dándolesvueltas en su mente.

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CAPÍTULO XXXIII

NINGÚN descubrimiento ulterior movió aEmma a retractarse de la mala opinión que sehabía formado de la señora Elton. Su primeraimpresión había sido certera. Tal como la seño-ra Elton se le había mostrado en esta segundaentrevista se le mostró en todas las demás vecesque volvieron a verse... con aire de suficiencia,presuntuosa, ignorante, mal educada y con unaexcesiva familiaridad. Poseía cierto atractivofísico y algunos conocimientos, pero tan pocojuicio que se consideraba a sí misma como al-guien que conoce a la perfección el mundo yque va a dar animación y lustre a un pequeñorincón provinciano, convencida de que la se-ñorita Hawkins había ocupado un lugar tanelevado en la sociedad que sólo admitía com-paración con la importancia de ser la señoraElton.

No había motivos para suponer que el señor

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Elton difiriese en lo más mínimo del criterio desu esposa. Parecía no sólo feliz a su lado, sinotambién orgulloso de ella. Daba la impresión deque se felicitaba a sí mismo por haber traído aHighbury una dama como aquella, a la que nisiquiera la señorita Woodhouse podía igualar-se; Y la mayor parte de sus nuevas amistades,predispuestas al elogio o Poco acostumbradas apensar por sí mismas, aceptando el siemprebenévolo juicio de la señorita Bates, o dandopor seguro que una recién casada debía ser taninteligente y de trato tan agradable como ellacreía serlo, quedaron muy complacidas; demodo que las alabanzas a la señora Elton fue-ron de boca en boca, como era de rigor, sin quese diera la nota discordante de la señoritaWoodhouse, quien se mostró dispuesta a seguirfiel a sus primeras frases, y afirmaba con exqui-sita gracia que se trataba de una dama «muyagradable y que vestía muy elegantemente».

En un aspecto, la señora Elton empeoró res-pecto a la primera impresión que había produ-

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cido a la joven. Su actitud para con Emma cam-bió... Probablemente ofendida por la fría acogi-da que habían encontrado sus propuestas deintimidad, se hizo a su vez más reservada, ygradualmente fue mostrándose más fría y másdistante; y aunque ello le fue muy agradable,este despego no hizo más que aumentar la oje-riza que Emma le profesaba. Por otra parte,tanto ella como el señor Elton adoptaron unaactitud despectiva respecto a Harriet; la trata-ban con un aire de burlona superioridad.Emma confiaba que ello iba a contribuir a larápida curación de Harriet; pero la mala impre-sión que le causaba su proceder acentuaba aúnmás la aversión que Emma sentía por ambos...No cabía duda de que el enamoramiento de lapobre Harriet había sido motivo de confiden-cias por parte del señor Elton (quien debía depensar que de ese modo contribuía a la mutuaconfianza conyugal), y lo más verosímil era quehubiese hecho todo lo posible para presentar elcaso de la muchacha bajo un aspecto poco favo-

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rable, al tiempo que él se atribuía el papel másairoso. Como consecuencia, Harriet ahora seveía aborrecida por ambos... Cuando no teníannada más que decir, siempre existía el recursode criticar a la señorita Woodhouse... y estaenemistad que no se atrevían a manifestarabiertamente encontraba una fácil expansión entratar con desprecio a Harriet.

En cambio, la señora Elton demostraba gransimpatía por Jane Fairfax; y ello desde elprincipio. No sólo cuando su enemistad conuna de las dos jóvenes supuso el inclinarsehacia la otra, sino desde los primerosmomentos; y no se contentó con expresar unaadmiración normal y razonable, sino que sinque ella se lo pidiera o se lo insinuara, y sin quehubieran motivos, se empeñó en ayudarla y enprotegerla... Antes de que Emma se hubieseenajenado su confianza, y hacia la terceraocasión en que se vieron, ya tuvo ocasión dedarse cuenta de cómo la señora Elton aspirabaa convertirse en el paladín de Jane.

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-Jane Fairfax es realmente encantadora, seño-rita Woodhouse.. No sabe usted lo que yo llegoa querer a Jane Fairfax... ¡Es una muchacha tanafable, tan atractiva...! ¡Tiene tan buen caráctery es tan señora! ¡Y el talento que tiene! Le ase-guro que en mi opinión tiene un talento extra-ordinario... No tengo ningún reparo en decirque toca admirablemente bien. Entiendo lo su-ficiente de música para poder decirlo con cono-cimiento de causa. ¡Oh, es verdaderamente en-cantadora! Tal vez se ría usted de mi entusias-mo... pero le prometo que sólo sé hablar de JaneFairfax... Y su situación es tan penosa que esforzoso que le conmueva a una. SeñoritaWoodhouse, tenemos que hacer algo, hay queintentar hacer algo por ella. Hay que ayudarla.No puede permitirse que un talento como elsuyo permanezca ignorado... Estoy segura deque ha oído usted alguna vez estos maravillo-sos versos del poeta...

Tantas flores que tienen por destino

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nacer para que nadie las contemple,prodigar su fragancia en un desierto...14

No podemos consentir que eso le suceda a laencantadora Jane Fairfax.

-No me parece que haya ningún peligro -fuela serena respuesta de Emma-, y cuando conoz-ca usted mejor la situación de la señorita Fair-fax y se entere bien de cómo ha vivido hastaahora, en compañía del coronel y de la señoraCampbell, estoy convencida de que no temeráusted que su talento vaya a permanecer igno-rado.

-¡Oh!, pero, mi querida señorita Woodhouse,ahora vive tan retirada, tan desconocida portodos, tan abandonada... Todas las ventajas deque pudiera haber disfrutado con los Campbell,¡es tan evidente que han llegado ya a su térmi-no! Y a mi entender ella se da perfecta cuenta.

14 De la Elegía escrita en un cementerio de aldea»,de Thomas Gray (1716-1771).

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Estoy segura. Es muy tímida y callada. Se notaque echa de menos un poco de aliento. A misojos eso la hace todavía más atractiva. Deboconfesar que para mí es un mérito más. Sientouna gran predilección por los tímidos... y estoysegura de que es poco frecuente encontrar per-sonas así... Pero en las que son tan ma-nifiestamente inferiores a nosotros, ¡es un rasgotan simpático! ¡Oh! Le aseguro que Jane Fairfaxes una joven lo que se dice maravillosa Y quesiento por ella un interés mucho mayor del quesoy capaz de expresar.

-Tiene usted una gran sensibilidad, pero noacabo de ver cómo usted o cualquier otra per-sona que conozca a la señorita Fairfax, cual-quiera de las que la conocen hace más tiempoque usted, pueden hacer por ella algo másque...

-Mi querida señorita Woodhouse, los que seatrevan a actuar Pueden hacer mucho. Usted yyo no tenemos nada que temer. Si nosotras da-mos el ejemplo muchos nos seguirán dentro de

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lo que Puedan; aunque no todo el mundo dis-frute de nuestra posición. Nosotras tenemoscoches para irla a recoger y devolverla a su ca-sa, y llevamos un tren de vida que nos permiteayudarla sin que en ningún momento nos re-sulte gravosa. Me contrariaría mucho queWright nos preparase una cena que me hicieselamentar el haber invitado a Jane Fairfax acompartirla, porque no era lo suficientementeabundante para todos... Yo nunca he visto unacosa semejante; ni tenía por qué verla dada laclase de vida a la que he estado acostumbrada.Tal vez, si peco de algo en la administración dela casa, es precisamente por el extremo contra-rio, por hacer demasiado, por no prestar muchaatención a los gastos. Probablemente tomo pormodelo a Maple Grove más de lo que hubieradebido hacerlo... porque nosotros no podemosaspirar a igualarnos a mi hermano, el señorSuckling, en posibilidades económicas... Sinembargo, yo ya he tomado mi decisión en cuan-to a lo de ayudar a Jane Fairfax... La invitaré

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con mucha frecuencia a mi casa, la presentaréen todos los lugares en que pueda hacerlo, ce-lebraré reuniones musicales para poner de re-lieve sus habilidades, y me preocuparé constan-temente por buscarle un empleo adecuado. Misamistades son tan extensas que no tengo la me-nor duda de que dentro de poco encontraréalgo que le convenga... Desde luego, no dejaréde presentarla a mi hermana y a mi cuñado,cuando vengan a visitarnos. Estoy segura deque congeniarán mucho con ella; y cuando losconozca un poco, su timidez desaparecerá porcompleto porque son las personas más cordia-les y acogedoras que existen. Cuando seannuestros huéspedes me propongo invitarlamuy a menudo, y me atrevería a decir que enocasiones incluso podemos encontrarle un sitioen el landó para que nos acompañe en nuestrasexcursiones.

«¡Pobre Jane Fairfax! -pensó Emma-. ¿Qué hashecho para merecer esta penitencia? Tal vez tehayas portado mal con respecto al señor Dixon,

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pero ése es un castigo que va más allá de todolo que hayas podido merecerte... ¡El afecto y laprotección de la señora Elton! "Jane Fairfax,Jane Fairfax..." ¡Santo Cielo! No quiero ni ima-ginármela atreviéndose a ir por el mundo,haciéndose la ilusión de que es una EmmaWoodhouse... ¡Es inaudito! ¡No tiene límites laaudacia de la lengua de esa mujer...!»

Emma no tuvo que volver a soportar ningunaotra perorata como ésta... tan exclusivamentedirigida a ella... tan fastidiosamente adornadacon los «mi querida señorita Woodhouse». Elcambio de actitud de la señora Elton no tardóen hacerse evidente, y Emma quedó muchomás tranquila... y no se vio obligada a ser laamiga íntima de la señora Elton ni a convertirseen la protectora activísima de Jane Fairfax bajoel patronazgo de la señora Elton... ahora podíalimitarse como cualquier otro habitante delpueblo a enterarse en líneas generales de lo queella opinaba, proyectaba y hacía.

Más bien le parecía divertido todo ese trajín...

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La gratitud de la señorita Bates por las atencio-nes que la señora Elton prodigaba a Jane era deuna sencillez y de una efusividad cándidas. Erauna de sus incondicionales, la mujer más afec-tuosa, más afable y más encantadora que puedaexistir... una mujer de tantas prendas, tan bon-dadosa... (precisamente como la señora Eltonquería que la consideraran). Lo único que sor-prendía a Emma era que Jane Fairfax aceptasetodas estas atenciones, y tolerase a la señoraElton, como al parecer así era. Se decía que salíaa paseo con los Elton, que visitaba a los Elton,que pasaba el día con los Elton... ¡Era asom-broso! Emma no podía concebir que el buengusto y el orgullo de la señorita Fairfax pudie-sen tolerar la compañía y la amistad que se lebrindaba en la Vicaría.

«¡Es un enigma, un verdadero enigma! -sedecía-. ¡Preferir quedarse aquí meses y meses,aceptando privaciones de todas clases! Y ahoraadmitir la penitencia de que la acompañe a to-das partes la señora Elton y que la aburra con

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su conversación, en vez de volver al lado depersonas tan superiores, que siempre le hanprofesado un cariño tan sincero y tan genero-so...»

Jane había venido a Highbury sólo para tresmeses; los Campbell habían ido a Irlanda paratres meses; pero ahora los Campbell habíanprometido a su hija quedarse a su lado por lomenos hasta mediados del verano, y habíaninvitado de nuevo a Jane a que fuera a reunirsecon ellos. Según la señorita Bates -todas las no-ticias procedían de ella- la señora Dixon lehabía escrito en términos muy insistentes. SiJane se decidía a partir, se le prepararía el viaje,se enviarían criados, se movilizarían amigos...no parecía existir ningún inconveniente pararealizar aquel viaje; pero a pesar de todo, ellahabía declinado el ofrecimiento.

«Debe de tener algún motivo más poderosode lo que parece para rechazar esta invitación -fue la conclusión de Emma-. Debe de estarcumpliendo como una especie de penitencia, tal

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vez impuesta por los Campbell, tal vez por ellamisma. Quizá tenga mucho miedo, o debaobrar con gran precaución o esté coaccionadapor alguien. El caso es que no quiere estar conlos Dixon. Alguien lo exige así. Pero, entonces,¿por qué consiente en estar con los Elton? Éseya es un enigma completamente distinto.»

Cuando expresó su asombro sobre esta cues-tión ante algunas de las pocas personas queconocían su parecer acerca de la señora Elton,la señora Weston se aventuró a hacer esta de-fensa de Jane:

-No vamos a suponer que lo pasa demasiadobien en la Vicaría, mi querida Emma... perosiempre es mejor que quedarse siempre en casa.Su tía es muy buena mujer, pero para tenerlasiempre al lado debe de ser fastidiosísima. Te-nemos que tener en cuenta a qué renuncia laseñorita Fairfax, antes de criticar su buen gustopor las casas que frecuenta.

-Creo que tiene usted toda la razón, señoraWeston erijo vivamente el señor Rnightley-, la

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señorita Fairfax es tan capaz como cualquierade nosotros de formarse una opinión certera dela señora Elton. Si hubiese podido elegir laspersonas con quien tratar, no la hubiese elegidoa ella. Pero dirigiendo a Emma una sonrisa dereproche-, la señora Elton tiene con ella unasatenciones que no tiene nadie más.

Emma advirtió que la señora Weston le lan-zaba una rápida mirada, y ella misma quedósorprendida del apasionamiento con que elseñor Knightley acababa de hablar. Sonroján-dose levemente, se apresuró a replicar:

-Atenciones como las que ahora tiene con ellala señora Elton, yo siempre hubiera supuestoque la hubiesen contrariado más que com-placido. Las invitaciones de la señora Elton mehubiesen parecido cualquier cosa menos atra-yentes.15

-A mí no me extrañaría -dijo la señora Wes-

15 Juego de palabras intraducible: «invitations, (in-vitaciones) e «inviting" (atrayentes).

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ton- que la señorita Fairfax hiciera todo esocontra su voluntad, forzada por la insistenciade su tía a que aceptase las atenciones que laseñora Elton tenía para con ella. Es muy proba-ble que la pobre señorita Bates haya empujadoa su sobrina a aceptar un grado de intimidadmucho mayor del que su propio sentido comúnle hubiese aconsejado, aparte del deseo muynatural de cambiar un poco de vida.

Ambas esperaban con curiosidad que el señorKnightley volviera a hablar; y después de unosminutos de silencio dijo:

-También hay que tener en cuenta otra cosa...la señora Elton no habla a la señorita Fairfax delmismo modo que habla de ella. Todos sabemosla diferencia que hay entre los pronombres «él»o «ella» y «tú», que es el más directo en la con-versación. En el trato personal de los unos conlos otros, todos sentimos la influencia de algoque está más allá de la cortesía normal... algoque se ha adquirido antes de aprender urbani-dad. Al hablar con una persona no somos capa-

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ces de decirle todas las cosas desagradables quehemos estado pensando de ella una hora antes.Entonces lo vemos de un modo distinto. Yaparte de eso, que podríamos considerar comoun principio general, pueden estar seguras deque la señorita Fairfax intimida a la señora El-ton porque es superior a ella en inteligencia yen refinamiento; y que cuando están frente afrente, la señora

Elton la trata con todo el respeto que ella me-rece. Probablemente, antes de ahora la señoraElton nunca había conocido a una mujer comoJane Fairfax... y por muy grande que sea suvanidad, no puede dejar de reconocer, sinoconscientemente por lo menos en la práctica,que a su lado es muy poca cosa.

-Ya sé que tiene usted muy buena opinión deJane Faírfax -dijo Emma.

En aquellos momentos estaba pensando en elpequeño Henry, y una mezcla de temor y deescrúpulo la dejó dudando acerca de lo quedebía decir.

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-Sí -replicó él-, todo el mundo sabe que tengomuy buena opinión de ella.

-Y a lo mejor -dijo Emma rápidamente mi-rándole con intención, e interrumpiéndose enseguida... pero era preferible saber lo peorcuanto antes... de modo que siguió diciendomuy aprisa-: Y a lo mejor ni siquiera ustedmismo se ha dado cuenta del todo de hasta quépunto la aprecia. Tal vez un día u otro le sor-prenda a usted mismo el alcance de su admira-ción.

El señor Knightley estaba muy ocupado conlos botones inferiores de sus gruesas polainasde cuero, y ya fuera por el esfuerzo que hacía alabrochárselos, ya por cualquier otro motivo,cuando replicó se le habían subido los colores ala cara.

-¡Oh! ¿Pero aún estamos así? Anda usted la-mentablemente atrasada de noticias. El señorCole me sugirió algo de eso hace ya seis sema-nas.

Se interrumpió de momento... Emma sentía

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que el pie de la señora Weston apretaba el su-yo, y estaba tan desconcertada que no sabía quépensar. Al cabo de un momento el señor Knigh-tley prosiguió:

-Sin embargo, puedo asegurarle que eso noocurrirá jamás. Me atrevería a asegurar que laseñorita Fairfax no me aceptaría si yo pidiese sumano... Y estoy completamente seguro de quenunca la pediré.

Emma devolvió rápidamente con el pie la se-ñal a su amiga; y quedó tan satisfecha que ex-clamó:

-No es usted vanidoso, señor Knightley, es lomínimo que yo diría de usted.

Él no dio muestras de haberla oído. Estabapensativo... y en un tono que delataba la con-trariedad, no tardó en preguntar:

-¿De manera que ya suponían ustedes que ibaa casarme con Jane Fairfax?

-No, le aseguro que yo no. Me ha escarmen-tado usted demasiado en lo de amañar bodaspara que me permitiera tomarme esta libertad

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con usted. Lo que he dicho ha sido sin darleimportancia. Ya sabe usted que siempre se di-cen esas cosas sin ninguna intención seria. ¡Oh,no! Le prometo que no tengo el menor deseo nide que usted se case con Jane Fairfax, ni de queJane se case con cualquier otra persona. Si estu-viera usted casado, ya no vendría a Hartfield, ynos haría compañía de este modo tan agrada-ble.

El señor Knightley había vuelto a quedarpensativo. El resultado de sus meditacionesfue:

-No, Emma, no creo que el alcance de mi ad-miración por ella llegue nunca a darme algunasorpresa... Le aseguro que nunca he pensado enella de este modo.

Y poco después añadió:-Jane Fairfax es una joven encantadora... pero

ni siquiera Jane Fairfax es perfecta. Tiene undefecto. No tiene el carácter abierto que unhombre desearía para la que ha de ser su espo-sa.

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Emma no pudo por menos de alegrarse al oírque Jane tenía un defecto.

-Bueno -dijo-, entonces supongo que no lecostaría mucho hacer callar al señor Cole.

-No, no me costó nada. Él me hizo una ligerainsinuación; yo le contesté que se equivocaba;entonces me pidió disculpas y no dijo nadamás. Cole no quiere ser más listo o más inge-nioso que sus vecinos.

-¡Entonces no se parece en nada a nuestraquerida señora Elton, que quiere ser más lista ymás ingeniosa que todo el mundo! Me gustaríasaber cómo habla de los Cole... cómo les llama...¿Qué fórmula habrá podido encontrar parallamarles de un modo lo suficientemente ínti-mo, dentro del género vulgar? A usted le llamaKnightley a secas... ¿Cómo llamará al señorCole? Por eso no tendría que sorprenderme queJane Fairfax acepte sus atenciones y consientaen ir siempre con ella. Querida, tu argumentoes el que más me convence. Estoy más tentadaa atribuir todo esto a la señorita Bates que a

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creer en el triunfo de la inteligencia de la seño-rita Fairfax sobre la señora Elton. No tengo lamenor esperanza de que la señora Elton se re-conozca inferior a nadie en inteligencia, en gra-cia en el hablar ni en ninguna otra cosa; ni queadmita otros valores que los de sus rudimenta-rias normas de cortesía; no puedo creer que noesté ofendiendo continuamente a sus visitantescon elogios fuera de lugar, palabras de aliento yofertas de ayuda; que no esté insistiendo conti-nuamente en lo magnánimo de sus intenciones,desde el procurarle una situación sólida, hastael aceptarla en estas deliciosas excursiones quetienen que hacer en el landó.

-Jane Fairfax es una muchacha muy despierta-dijo el señor Knightley-, yo no la acuso de noserlo. Y adivino en ella una gran sensibilidad...y un temple excelente, como se ve por su resig-nación, su paciencia y su dominio de sí misma;pero le falta franqueza. Es reservada, creo quemás reservada de lo que era antes... Y a mí megustan los caracteres abiertos. No... antes de

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que Cole aludiera a mi supuesto interés porella, nunca me había pasado por la cabeza unacosa semejante. Siempre he visto a Jane Fairfaxy he conversado con ella con admiración y conplacer... pero sin pensar en nada más.

-Bueno -dijo Emma triunfante, cuando el se-ñor Knightley las dejó-, ahora, ¿qué me dices dela boda del señor Knightley con Jane Fairfax?

-Verás, mi querida Emma, te digo que le veotan obsesionado por la idea de no estar enamo-rado de ella, que no me extrañaría mucho queterminara estándolo. Aún no me has vencido.

CAPÍTULO XXXIV

TODO el mundo de Highbury y de sus con-tornos que hubiese visitado alguna vez al señorElton, estaba ahora dispuesto a obsequiarle conmotivo de su boda. En honor suyo y de su es-posa se organizaron una serie de comidas y decenas; y las invitaciones afluyeron en tal núme-

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ro, que la señora Elton no tardó mucho en tenerel placer de comprobar que no iban a tener nin-gún día libre.

-Ya veo lo que ocurrirá -decía ella-; ya veo ladase de vida que voy a tener que llevar a tulado. Sí, vamos a llevar una existencia disipada.La verdad es que parecemos estar muy de mo-da. Si eso es vivir en el campo, te aseguro queno es nada envidiable. ¡Fíjate, desde el luneshasta el sábado no tenemos ningún día libre!Una mujer con menos recursos de los que yotengo ya no sabría donde tiene la cabeza.

Pero ninguna invitación le parecía inoportu-na. Gracias a las temporadas que había pasadoen Bath, estaba ya totalmente acostumbrada acenar fuera de casa, y Maple Grove le habíahecho familiarizarse con las invitaciones a co-mer. No dejó de quedar desagradablementesorprendida al ver que en muchas de aquellascasas no había más que un salón, que los paste-les eran de tamaño bastante exiguo y que du-rante las partidas de cartas de Highbury no se

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servían bebidas heladas. A la señora Bates, laseñora Perry, la señora Goddard y otras, lesfaltaba mucho mundo, pero ella no tardaría endemostrarles cómo debían hacerse las cosas.Antes de que terminara la primavera iba a co-rresponder a estas atenciones, invitándolas auna reunión de gran estilo... en la que exhibiríasus mesas de juego con sus propios candela-bros, y las barajas por estrenar, tal como es de-bido... contratando para la cena a más criadosde lo que les permitía su fortuna, a fin de quesirviesen los refrescos exactamente en la horaadecuada, y en el orden debido.

Entretanto Emma no podía sentirse satisfechahasta haber organizado una comida en Hart-field para los Elton. No podían ser menos quelos demás, de lo contrario se exponía a malévo-las sospechas y a ser considerada capaz de untriste resentimiento. La comida tenía que cele-brarse. Después de que Emma hubiese estadohablando de ello durante diez minutos, el señorWoodhouse se mostró dispuesto a ceder, y sólo

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puso la habitual condición de que no fuera élquien presidiera la mesa, creando así la dificul-tad, también habitual, de tener que decidirquién ocuparía la cabecera.

En cuanto a las personas a quienes debía invi-tarse, no había mucho que pensar. Además delos Elton, tenían que venir los Weston y el se-ñor Knightley; hasta aquí todo iba bien... perotambién era inevitable pedir a la pobre Harrietque fuese el octavo invitado; pero esta invita-ción Emma ya no la hizo con el mismo entu-siasmo, y por muchos motivos se alegró de queHarriet le rogara que le permitiese excusarse.

-Si puedo evitarlo, prefiero no verle mucho.Aún no puedo verle en compañía de su encan-tadora y feliz esposa sin sentirme un poco in-cómoda. Si tú no te lo tomas a mal, yo casi pre-feriría quedarme en casa.

Y eso era precisamente lo que Emma hubiesedeseado, de haber creído que era lo suficiente-mente posible como para desearlo. Estaba ad-mirada de la entereza de su amiguita... porque

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sabía que en ella era entereza renunciar a unareunión y preferir quedarse en casa. Y ahorapodía invitar a la persona que realmente desea-ba que fuese el octavo invitado, Jane Fairfax...Desde su última conversación con la señoraWeston y el señor Knightley, sentía que su con-ciencia le inquietaba más que antes en lo refe-rente a Jane Fairfax... No había podido olvidarlas palabras del señor Knightley. Había dichoque la señora Elton tenía atenciones para conJane Fairfax que nadie más había tenido.

«Ésta es la pura verdad -se decía a sí misma-,por lo menos por lo que respecta a mí, que es loque ahora me importa... y es una vergüenza...Teniendo la misma edad... y conociéndonosdesde niñas... yo hubiera debido ser más amigasuya... Ahora ella no querrá saber nada de mí.La he tenido olvidada durante demasiado tiem-po. Pero le dedicaré más atención que antes.»

Todas las invitaciones fueron aceptadas. Na-die tenía otro compromiso y todos estaban en-cantados de asistir... Sin embargo todavía sur-

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gieron inconvenientes en los preparativos de lacena. Se dio una circunstancia en principio po-co grata. Se había acordado que los dos hijosmayores del señor Knightley hicieran aquellaprimavera una visita de varias semanas a suabuelo y a su tía, y su padre ahora propusotraerlos, sin que él pudiera permanecer enHartfield más que un día... precisamente elmismo día en que iba a celebrarse la cena. Susocupaciones profesionales no le permitíancambiar la fecha, pero padre e hija quedaronmuy contrariados de que las cosas ocurrieranasí. El señor Woodhouse consideraba que ochopersonas en una cena era lo máximo que susnervios podían soportar... y tendría que habernueve... y Emma pensaba que el noveno invita-do estaría de muy mal humor ante el hecho deque no podía ir a Hartfield ni por cuarenta yocho horas sin encontrarse con una cena o unafiesta.

Consoló a su padre mejor de lo que podíaconsolarse a sí misma, haciéndole ver que aun-

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que evidentemente serían nueve en vez deocho, su yerno hablaba tan poco que el aumen-to de ruido sería casi imperceptible. En el fondopensaba que ella saldría perdiendo con el cam-bio, ya que el lugar del señor Knightley lo ocu-paría su hermano, con su seriedad y su pocaafición a hablar.

En conjunto, todo lo que ocurrió fue más fa-vorable al señor Woodhouse que a Emma. Lle-gó John Knightley; pero al señor Weston se lereclamó urgentemente en Londres y tuvo queausentarse precisamente aquel mismo día. A suregreso podía ir a reunirse con ellos y participarde la velada, pero ya no podía asistir a la comi-da. El señor Woodhouse se tranquilizó porcompleto; y al darse cuenta de ello, unido a lallegada de los niños y a la filosófica resignaciónde su cuñado al enterarse de lo que le esperaba,hizo que desapareciera buena parte de la con-trariedad de Emma.

Llegó el día, todos los invitados acudieronpuntualmente y desde el primer momento el

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señor John Knightley pareció dedicarse a latarea de hacerse agradable. En vez de llevarse asu hermano junto a una ventana para conversara solas mientras esperaban la comida, se puso ahablar con la señora Fairfax. Había estado con-templando en silencio (queriendo sólo formarseuna idea para poder luego informar a Isabella)a la señora Elton, quien mostraba tanta elegan-cia como podían prestarle sus encajes y susperlas, pero la señorita Fairfax era una antiguaconocida y una muchacha apacible, y con ellase podía hablar. La había encontrado antes deldesayuno, cuando regresaba de dar un paseocon los niños, en el mismo momento en' queempezaba a llover. Era natural decir algunafrase cortés sobre el estado del tiempo, y él dijo:

-Supongo que esta mañana no se aventuraríausted muy lejos, señorita Fairfax, de lo contra-rio estoy seguro de que se habrá mojado. Noso-tros apenas tuvimos tiempo de llegar a casa.Confío en que usted también regresó en segui-da.

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-No iba más que a correos -dijo ella-, y cuan-do la lluvia arreció ya volvía a estar en casa. Esmi paseo de cada día. Cuando estoy aquí siem-pre soy yo la que va a recoger las cartas. Así seevitan inconvenientes, y tengo un pretexto parasalir. Un paseo antes del desayuno me sientabien.

-Pero supongo que un paseo bajo la lluvia no.-No, pero cuando salí de casa no caía ni unagota. El señor John Knightley sonrió y replicó:

-Eso es un decir, pero parece que tenía ustedmucho interés en dar este paseo, porque cuan-do tuve el placer de encontrarla no había anda-do usted ni seis yardas desde la puerta de sucasa; y ya hacía bastante rato que Henry y Johnveían caer más gotas de las que podían contar.Hay un período de la vida en el que la oficinade correos ejerce un gran encanto. Cuando ten-ga usted mis años, empezará a pensar que nun-ca vale la pena mojarse para ir a buscar unacarta.

Ella se ruborizó ligeramente, y luego contes-

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tó:-No puedo tener esperanzas de llegar a verme

en la situación en que se halla usted, rodeadode todos los seres más queridos, y por lo tantotampoco puedo suponer que sólo por tener másaños vayan a serme indiferentes las cartas.

-¿Indiferentes? ¡Oh, no! No he querido decirque vayan a serle indiferentes. Con las cartasno se trata de indiferencia. Generalmente lo queson es una verdadera peste.

-Usted habla de cartas de negocios; las míasson cartas de amistad.

-Más de una vez he pensado que son muchopeores que las otras -replicó él fríamente-. Losnegocios pueden dar dinero, pero la amistad esmuy difícil que lo dé.

-¡Ah! No hablará en serio. Conozco demasia-do bien al señor John Knightley... Estoy con-vencida de que sabe apreciar lo que vale laamistad tan bien como cualquier otra persona.Comprendo perfectamente que las cartas signi-fiquen muy poco para usted, mucho menos que

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para mí, pero la diferencia no está en el hechode que sea usted diez años mayor que yo... nose trata de la edad, sino de la situación. Ustedtiene siempre a su lado a las personas a las quequiere más, mientras que yo probablementenunca más volveré a verlas reunidas a mi alre-dedor; y por lo tanto, hasta que no hayan muer-to en mí todos mis afectos, una oficina de co-rreos tendrá siempre el suficiente poder deatracción como para hacerme salir de casa, in-cluso con un tiempo peor que el de hoy.

-Cuando le decía que con la edad, que con elpaso de los años cambiará usted -dijo JohnKnightley-, me refería también al cambio desituación que generalmente los años traen con-sigo. En mi opinión son dos cosas que suelen irjuntas. El tiempo casi siempre debilita nuestroafecto por las personas que no se mueven de-ntro de nuestro círculo cotidiano... pero no eraéste el cambio que yo preveía para usted. Seño-rita Fairfax, permita que un viejo amigo le des-ee que dentro de diez años vea usted reunidas a

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su alrededor a tantas personas queridas comoyo ahora.

Eran palabras verdaderamente cordiales yque no podían estar más lejos de tener malaintención. La joven le correspondió con un cor-tés «muchas gracias», como dando la impresiónde que lo tomaba a broma, pero su rubor, eltemblor de sus labios y la lágrima que se asomóa sus ojos demostraban que lo había tomadomuy en serio. Inmediatamente reclamó su aten-ción el señor Woodhouse, quien, de acuerdocon su costumbre en estas ocasiones, iba degrupo en grupo saludando a cada uno de susinvitados, y sobre todo dedicando cumplidos alas damas, y con ella terminaba su recorrido... Ycon la más ceremoniosa de sus cortesías le dijo:

-Señorita Fairfax, acabo de oír que esta maña-na ha salido usted de su casa cuando llovía...No sabe usted cuánto lo siento. Las jóvenesdeberían tener mucho cuidado. Las jóvenes sonplantas delicadas. Deberían cuidar mucho desu salud. Querida, ¿ya se ha cambiado las me-

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dias?-Sí, sí, desde luego. No sabe usted lo que le

agradezco que se tome tanto interés por misalud.

-Mi querida señorita Fairfax, una joven siem-pre merece toda clase de solicitudes. Supongoque su abuela y su tía siguen bien, ¿verdad?Forman parte de mis amistades más antiguas.Ojalá mi salud me permitiera cumplir mejorcon mis deberes de vecino. ¡Ah! Esta noche noshace usted un gran honor con su presencia,puede estar segura. Mi hija y yo apreciamos subondad en todo lo que vale, y tenemos unagran satisfacción de verla en Hartfield.

El cordial y cortés anciano podía entoncesvolver a sentarse convencido de que ya habíacumplido con su deber, contribuyendo a dar labienvenida a todas las bellas damas que habíainvitado.

Mientras, la noticia del paseo bajo la lluviahabía llegado a oídos de la señora Elton, y aho-ra fueron sus reconvenciones las que se dirigie-

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ron contra Jane.-¡Mi querida Jane! ¿Qué es lo que he oído? ¡Ir

a la oficina de correos cuando llovía! Te digoque nos has debido hacer eso... ¡Atolondrada!¿Cómo has podido hacer una cosa semejante?¡Cómo se ve que yo no estaba allí para cuidarde ti!

Jane, muy paciente, le aseguró que no sehabía resfriado.

-¡Oh! ¡Qué me vas a contar! Eres una atolon-drada y no sabes cuidar de ti misma... ¡Ir a co-rreos! Señora Weston, ¿ha oído usted decir algoparecido? Desde luego, usted y yo tenemos queejercer nuestra autoridad.

-Me siento tentada -dijo la señora Weston deun modo amable y persuasivo- a dar mi pare-cer. Señorita Fairfax, no debería usted exponer-se a esos peligros... Siendo propensa a los res-friados fuertes, la verdad es que debería ustedir con mucho más cuidado, sobre todo en estaépoca del año. Siempre he pensado que la pri-mavera es una estación que requiere tomar más

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precauciones. Es mejor esperar una hora o dos,o incluso medio día, para ir a recoger las cartas,que exponerse a volver a tener tos. ¿No le pare-ce que hubiese sido más sensato esperar unpoco más? Sí, estoy segura de que es usted muyrazonable. Tengo la impresión de que ya novolvería a hacer una cosa así.

-¡Oh! ¡No volverá a hacerlo! -intervino rápi-damente la señora Elton-. ¡No le permitiremosque vuelva a hacerlo! -y cabeceando como sireflexionara, añadió-: Buscaremos un modo dearregrarlo, sí, lo buscaremos. Hablaré con elseñor E. Cada mañana un criado nuestro (unode nuestros criados, no me acuerdo de cómo sellama) va a recoger nuestras cartas... Puede pe-dir también las tuyas y llevártelas a tu casa. Deeste modo se evitan todos los inconvenientes; yme parece, mi querida Jane, que tratándose denosotros, no tendrás ningún escrúpulo en acep-tar este pequeño favor...

-Es usted muy amable -dijo Jane-; pero nopuedo renunciar a mi paseo de la mañana. Me

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han recomendado que tome el aire todo lo quepueda, y tengo que ir a algún sitio, y con lo delas cartas tengo un pretexto; y le aseguro quecasi es la primera vez que hace un tiempo tanmalo por la mañana.

-Mi querida Jane, no digas nada más. Ya estádecidido... quiero decir -riendo con afectación-hasta donde llegue mi autoridad de decidiralgo sin el consentimiento de mi dueño y señor.Ya sabe, señora Weston, usted y yo tenemosque ir con mucho cuidado en cómo nos expre-samos. Pero yo puedo vanagloriarme, mi que-rida Jane, de tener cierta influencia sobre miesposo. Por lo tanto, si no tropezamos con difi-cultades insuperables, considéralo como unacosa hecha.

-Perdone -dijo Jane con firmeza-, pero en mo-do alguno puedo consentir en una cosa así queforzosamente dará tantas molestias a su criado.Si el ir a correos no fuera un placer para mí, yairía a por las cartas la criada de mi abuela, co-mo va siempre cuando yo no estoy en Highbu-

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ry...-¡Oh, querida...! ¡Pero Patty tiene tanto que

hacer! Y no es ninguna molestia para nuestroscriados...

Jane no parecía dispuesta a dejarse conven-cer; pero en vez de contestar volvió de nuevo adirigir la palabra al señor John Knightley.

-La oficina de correos es algo maravilloso --dijo-. Me admira su regularidad y su pronti-tud... Si se piensa en todo lo que tienen quehacer y en que lo hacen tan bien, es algo real-mente asombroso.

-Desde luego, está muy bien organizada.-Es tan poco frecuente que tengan olvidos o

errores... Es tan poco frecuente que una carta,entre millares que van constantemente de unlado a otro del reino, se lleve a un lugar equi-vocado... ¡y yo supongo que ni siquiera una deentre un millón llega a perderse! Y cuando sepiensa en la variedad de escrituras, y en la malaletra de muchos, que tiene que descifrarse, aúnresulta mucho más asombroso...

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-La costumbre da mucha práctica a los em-pleados... Cuando empiezan necesitan tenercierta rapidez de vista y de manos, y con lapráctica adquieren mucha más. Y si quierecomprenderlo mejor -siguió diciendo mientrassonreía-, les pagan por eso. Ésta es la explica-ción de que sean tan hábiles. El público paga ytienen que servirle bien.

Luego se habló de la gran variedad de los ti-pos de letra, y se hicieron los comentarios decostumbre.

-Me han asegurado -decía John Knightley-que generalmente los miembros de una mismafamilia tienen el mismo tipo de escritura; ycuando el maestro es el mismo, la cosa no pue-de ser más natural. Pero por esta misma razónyo más bien imagino que el parecido debe delimitarse sobre todo a las mujeres, porque losniños apenas son un poco mayores ya dejan deestudiar, y entonces sacan la letra que pueden.En mi opinión, Isabella y Emma tienen unaletra muy parecida. Yo nunca he sido capaz de

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distinguir la escritura de la una y de la otra.-Sí -dijo su hermano, dubitativamente-, hay

un parecido. Ya sé a lo que te refieres... peroEmma tiene una letra más enérgica.

-Tanto Isabella como Emma tienen una letrapreciosa -dijo el señor Woodhouse-, y siemprela han tenido. Y la pobre señora Weston tam-bién -añadió dedicándole a un tiempo un sus-piro y una sonrisa.

-Nunca había visto una letra de caballero co-mo... -empezó a decir Emma, mirando tambiénhacia la señora Weston.

Pero se interrumpió al darse cuenta de que laseñora Weston estaba conversando con otrapersona... y la pausa le dio tiempo para re-flexionar. «Y ahora ¿cómo voy a hablar de él?¿Voy a llamar la atención si cito su nombre de-lante de todos? ¿Tengo que emplear algún ro-deo? Tu amigo del Yorkshire... Tu corresponsaldel Yorkshire... Supongo que es lo que tendríaque hacer si me sintiese muy desgraciada. No,puedo pronunciar su nombre sin que me pro-

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duzca la menor desazón. Desde luego, cada vezme siento mejor... Adelante pues...» La señoraWeston volvía a prestarle atención, y Emmaempezó de nuevo:

-El señor Frank Churchill tiene una de las le-tras de hombre más bonitas que he visto en mivida.

-A mí no me gusta -dijo el señor Knightley-;es demasiado menuda, le falta energía. Pareceletra de mujer.

Ninguna de las damas presentes estuvo deacuerdo con esta opinión. Todas protestaron deaquella dura crítica. No, no le faltaba energía nimucho menos... no era una letra grande, pero símuy clara y de mucho carácter. Preguntaron ala señora Weston si no llevaba encima ningunacarta suya para poderla enseñar. Pero aunquehabía tenido noticias suyas hacía muy pocotiempo, ya había contestado a su carta y la teníaguardada.

-Si estuviéramos en la otra sala -dijo Emma-,donde tengo mi escritorio, podría enseñarles

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una muestra. Tengo una nota suya que me es-cribió. ¿No recuerdas que un día le hiciste es-cribirme una nota en tu nombre?

-Fue él quien se empeñó en...-Bueno, bueno, el caso es que tengo la nota.

Después de la cena se la enseñaré para conven-cer al señor Knightley.

-¡Oh! Cuando un joven tan galante como elseñor Frank Churchill -dijo secamente el señorKnightley- escribe a una dama tan encantadoracomo la señorita Woodhouse, es de esperar quese esfuerce en hacerlo lo mejor que sepa.

La cena estaba servida... y la señora Elton, an-tes de que le dijeran nada ya estaba dispuesta; yantes de que el señor Woodhouse se le acercasepara ofrecerle su brazo y entrar juntos en elcomedor, dijo:

-¿Yo tengo que ser la primera? La verdad esque me da un poco de reparo ser siempre laprimera de todos...

La insistencia de Jane en ir personalmente arecoger sus cartas no había pasado inadvertida

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para Emma. Lo había oído y visto todo; y sentíacierta curiosidad por saber si el paseo bajo lalluvia de aquella mañana había sido fructífero.Ella sospechaba que sí; que no hubiese tenidotanto empeño en salir de no tener la certeza derecibir noticias de alguien muy querido... y lomás probable era que la salida no hubiese sidoen vano. La parecía que tenía un aire más ale-gre que de costumbre... que tenía más aspectode salud, de animación.

Hubiese podido hacer una o dos preguntasacerca del envío y el coste del correo para Ir-landa; casi las tuvo en la punta de la lengua...pero se contuvo. Estaba totalmente decidida ano dejar escapar ni una sola palabra que pudie-se herir los sentimientos de Jane Fairfax; y si-guiendo a las demás señoras las dos jóvenesentraron en el comedor cogidas del brazo, conuna apariencia de buena concordia que armo-nizaba perfectamente con la belleza y la graciade ambas.

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CAPÍTULO XXXV

CUANDO las damas volvieron a la sala deestar, después de la cena, Emma se dio cuentade que le era casi imposible evitar que se for-maran dos grupos; tanta era la perseveranciacon que juzgando y obrando equivocadamentela señora Elton acaparaba a Jane Fairfax y ladejaba a ella de lado; así pues, Emma y la seño-ra Weston se vieron obligadas a estar todo elrato o hablando entre sí o guardando silenciojuntas. La señora Elton no les dio otra po-sibilidad. Si Jane lograba llegar a contenerla unpoco, ella no tardaba en volver a empezar; yaunque la mayor parte de lo que hablaron eracasi en susurros, sobre todo por parte de la se-ñora Elton, no dejaron de enterarse de los prin-cipales temas de la conversación: la oficina decorreos... pillar un resfriado... ir a recoger lascartas... la amistad... fueron las cuestiones quese discutieron largamente; y a éstas sucedió

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otra que resultaba por lo menos tan desagrada-ble para Jane como las anteriores... preguntasacerca de si había tenido noticia de alguna co-locación que le conviniera, y afirmaciones porparte de la señora Elton de que no dejaba deocuparse de aquel asunto.

-¡Ya estamos en abril! -decía-. Me tienes muypreocupada. Junio ya está muy cerca.

-Pero es que yo no me he puesto como plazoni el mes de junio, ni ningún otro mes... yo sólopensaba en el verano en general.

-Pero ¿de verdad no te has enterado de nadaque te convenga?

-Aún no he empezado a buscarlo; todavía noquiero hacer nada.

-¡Oh, querida! Pero nunca es demasiadopronto para eso; tú no te das cuenta de lo difícilque es conseguir exactamente lo que queremos.

-¿Que no me he dado cuenta? -dijo Jane sacu-diendo tristemente la cabeza-; querida señoraElton, ¿quién puede haber pensado en eso tantocomo yo?

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-Pero tú no conoces el mundo como yo. Nosabes cuántos candidatos hay siempre para lascolocaciones más ventajosas. Sé que hay mu-chas por las cercanías de Maple Grove. Unaprima del señor Suckling, la señora Bragge,puede ofrecer infinitas posibilidades de ésas;todo el mundo estaba deseando entrar en sucasa, porque pertenece a la sociedad más refi-nada. ¡Hasta tiene velas de cera en la salitadonde se dan las clases!16 ¡Ya puedes imaginar-te la categoría de la casa! De todas las familiasdel reino, la de la señora Bragge es la que yopreferiría para ti.

-El coronel y la señora Campbell ya habránregresado a Londres para mediados de verano -dijo Jane-. Y tengo que pasar una temporadacon ellos; estoy segura de que lo querrán. Lue-go, probablemente podré hacer lo que me pa-

16 En esta época la vela de cera constituía un lujo,y las familias modestas utilizaban para el alumbra-do la maloliente vela de sebo.

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rezca. Pero por ahora no quisiera que se tomarausted tantas molestias para buscarme un em-pleo.

-¿Molestias? ¡Ah! Ya veo qué reparos me po-nes. No quieres causarme molestias; pero teaseguro, mi querida Jane, que es difícil que losCampbell se tomen tanto interés por ti comoyo. Mañana o pasado escribiré a la señora Par-tridge, y le encargaré que no deje de estar alcuidado de cualquier cosa que pueda interesar-nos.

-Muchas gracias, pero preferiría que no le di-jera nada de todo eso; hasta que no llegue elmomento oportuno no quiero causar molestiasa nadie.

-Pero, criatura, el momento oportuno ya estámuy cerca; estamos en abril, y junio, o si quie-res julio, está a la vuelta de la esquina y aúntenemos que hacer muchas cosas. Créeme, tufalta de experiencia casi me hace sonreír. Unabuena colocación como la que mereces, y comolas que tus amigos te buscarían, no sale todos

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los días, no se consigue en un momento; sí, sí,te lo aseguro, tenemos que empezar a mover-nos inmediatamente.

-Perdone, pero ésta no es mi intención, nimucho menos. Todavía no quiero dar ningúnpaso, y lamentaría mucho que mis amigos lodieran en mi nombre. Cuando esté completa-mente segura de que haya llegado el momentooportuno, no tengo ningún miedo de estar mu-cho tiempo sin empleo. En Londres hay oficinasen las que en seguida encuentran trabajo paraquien lo pide... Oficinas para vender, no carnehumana, sino inteligencia humana.

-¡Oh, querida! ¡Carne humana! ¡Qué cosas di-ces! Si es una alusión a la trata de esclavos, teaseguro que el señor Suckling siempre ha sidomás bien partidario de la abolición.

-No quería decir eso, no me refería a la tratade esclavos -replicó Jane-; le aseguro que sólopensaba en la trata de institutrices; y los que sededican a ella ciertamente que no tienen lamisma responsabilidad moral que los otros;

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pero en cuanto a la desgracia en que están su-midas sus víctimas, no sé cuál de las dos espeor. Pero lo único que quería decir es que hayoficinas de anuncios, y que dirigiéndome a unade ellas no tengo la menor duda de que muypronto encontraría algo que convenga.

-¡Algo que convenga! -repitió la señora Elton-. Esto denota la triste idea que tienes de ti mis-ma; ya sé que eres una muchacha muy modes-ta; pero son tus amigos los que no se contenta-rán con que aceptes lo primero que te ofrezcan,con un empleo inferior a tus posibilidades, vul-gar, en una familia que no se mueva en un am-biente de cierta categoría, que no pertenezca aun círculo elegante.

-Es usted muy amable; pero todo esto nopuede serme más indiferente; para mí no ten-dría objeto vivir entre ricos; creo que aún mesería más penoso; la comparación todavía meharía sufrir más. La única condición que pongoes que sea la familia de un caballero.

-Te conozco, te conozco; te conformarías con

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cualquier cosa; pero yo voy a ser un poco másexigente, y estoy segura de que unas personastan buenas como los Campbell se pondrán demi parte; con un talento como el tuyo tienesderecho a vivir en los ambientes más elevados.Sólo tus habilidades musicales ya te permitenimponer condiciones, tener tantas habitacionescomo quieras, y compartir la vida de la familiaen el grado en que te plazca; es decir... no sé... sisupieras tocar el arpa estoy segura de que po-drías pedir todo eso; pero cantas tan bien comotocas el piano; sí, sí, estoy convencida de queincluso sin saber tocar el arpa podrías imponerlas condiciones que quisieras; tienes que encon-trar un acomodo digno, conveniente y agrada-ble, y lo encontrarás, y ni los Campbell ni yodescansaremos hasta haberlo logrado.

-No le faltan motivos para suponer que lodigno, lo conveniente y lo agradable puedeencontrarse reunido en un mismo empleo -dijoJane-; son cosas que suelen ir juntas; pero estoydecidida a no dejar que nadie haga nada por mí

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por ahora. Le estoy muy agradecida, señoraElton, estoy agradecida a todo el que se preo-cupa por mí, pero insisto en que no quiero quenadie haga nada antes del verano. Durante doso tres meses más seguiré donde estoy y comoestoy.

-Y yo -replicó la señora Elton bromeando-también insisto en que he decidido estar al ace-cho de una oportunidad y hacer que mis ami-gos lo estén también, a fin de que no se nosescape ninguna ocasión realmente excepcional.

Y así continuó hablando, sin que pareciesehaber nada capaz de interrumpirla, hasta que elseñor Woodhouse entró en el salón; entonces suvanidad encontró otro objeto en que aplicarse,y Emma oyó cómo decía a Jane, en el mismocuchicheo de antes:

-¡Mira, aquí está mi queridísimo galán madu-ro! Si ha venido antes que los demás hombres,sólo es por su galantería, puedes estar segura.¡Oh, es verdaderamente encantador! Te digoque lo encuentro de lo más agradable... ¡Oh, yo

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adoro esa cortesía tan original y tan a la anti-gua! Me gusta mucho más que la desenvolturade ahora; la desenvoltura de ahora muchas ve-ces me molesta. Pero este buen señor Wood-house... Me hubiera gustado que hubieses oídolas galanterías que me dijo durante la cena. ¡Oh,te aseguro que yo empezaba a pensar que micaro sposo iba a ponerse pero que muy celoso.Me parece que siente predilección por mí; se hafijado en mi vestido. Por cierto, ¿te gusta? Loeligió Selína... Es bonito, ¿verdad? Pero no sé sino tiene demasiados adornos; me horroriza laidea de ir demasiado engalanada... me ho-rripilan las cosas muy recargadas. Claro queahora tenía que ponerme unos cuantos ador-nos, porque es lo que esperaban de mí. Ya sa-bes que una recién casada tiene que pareceruna recién casada, pero por naturaleza mi gus-to es mucho más sencillo; un vestido sencillosiempre es preferible a todos los adornos. Perome parece que en esto son pocos los que pien-san coma yo; poca gente parece valorar la senci-

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llez de un vestido... la ostentación y los adornoslo son todo. Se me ha ocurrido ponerle algúnadorno de estos a mi popelina blanca y platea-da. ¿Crees que va a quedar bien?

Apenas todos los invitados habían vuelto areunirse en la sala de estar, cuando hizo su apa-rición el señor Weston. Había vuelto a su casapara cenar, aunque un poco tarde, e inmedia-tamente des-s pués de haber terminado se diri-gió a Hartfield. Sus íntimos le habían esperadocon demasiada impaciencia para que les produ-jera sorpresa, pero sí les causó una gran alegría.El señor Woodhouse estuvo tan contento deverle ahora como hubiese estado inquieto deverle antes. Sólo John Knightley quedó mudode asombro... Que un hombre que podía haberpasado la velada tranquilamente en su casa,después de un día de negocios en Londres, vol-viese a salir y andase media milla para ir a unacasa ajena, con el único objeto de no estar solohasta la hora de acostarse, para terminar sujornada en medio de constantes esfuerzos para

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ser cortés y del bullicio de una reunión de so-ciedad, era un hecho que le dejaba totalmenteasombrado. Un hombre que se había levantadoa las ocho de la mañana, y que ahora podíaestar tranquilo, que había estado hablando du-rante una serie de horas, y que ahora podíaestarse callado, que había estado rodeado demucha gente, y que ahora podía estar solo...Que un hombre en estas circunstancias renun-cie a la tranquilidad y a la independencia de susillón junto a su chimenea, y en el atardecer deun día de abril frío y con aguanieve, se lance denuevo fuera de su casa buscando la compañíade los demás... Si haciendo una simple señalcon el dedo hubiese podido conseguir que suesposa le acompañara inmediatamente de re-greso a su casa, hubiese sido un motivo; perosu llegada, antes prolongaría la reunión quecontribuiría a disolverla. John Knightley le con-templaba estupefacto; luego se encogió dehombros y dijo:

-Nunca lo hubiese creído, ni siquiera de él.

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Entretanto, el señor Weston, incapaz de sos-pechar la indignación que estaba suscitando,feliz y jovial como de costumbre, y con todo elderecho que confiere un día pasado fuera decasa para que le dejen hablar, iba dirigiendopalabras amables a todo el resto de los invita-dos; y después de haber contestado a las pre-guntas de su esposa acerca de su cena, y dehaberla dejado convencida de que ninguna delas minuciosas instrucciones que había dado alos criados, había sido olvidada, y después decomunicar a todos las últimas noticias de quese había enterado en Londres, procedió a daruna noticia familiar que, aunque iba dirigidaprincipalmente a la señora Weston, no tenía lamenor duda de que iba a ser de gran interéspara todos los que estaban allí reunidos. Entre-gó a su esposa una carta de Frank que estabadestinada a ella; la había encontrado en su casay se había tomado la libertad de abrirla.

-Léela, léela -le dijo-, tendrás una alegría. Sóloson cuatro letras, no te llevará mucho tiempo.

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Léesela a Emma.Las dos amigas se pusieron a leer la carta jun-

tas; y él se sentó sonriendo, y sin dejar dehablarles durante todo el rato, en una voz másbien baja, pero perfectamente audible para todoel mundo.

-Bueno, ya veis que viene; buenas noticias,creo yo. Bueno, ¿qué decís? Yo siempre te habíadicho que no tardaría en volver, ¿es cierto o no?Anne, querida, ¿no es verdad que yo siempre telo decía y que tú no querías creerme? Ya ves, lasemana próxima en Londres... eso suponiendoque tarden tanto; porque la señora cuando tieneque hacer algo se pone muy impaciente; lo másprobable es que lleguen mañana o el sábado. Encuanto a su enfermedad, desde luego no hasido nada. Pero es magnífico volver a tener aFrank entre nosotros, quiero decir, tan cerca, enLondres. Creo que esta vez estarán bastantetiempo en la ciudad, y la mitad de su tiempo éllo pasará con nosotros. Eso es precisamente loque yo deseaba. Bueno, qué, buenas noticias de

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verdad, ¿no? ¿Ya habéis terminado? ¿Emmatambién la ha leído toda? Bueno, pues ya habla-remos; ya hablaremos largamente en otra oca-sión, ahora no es el momento. Sólo voy a in-formar a los demás de lo que dice en líneas ge-nerales.

La señora Weston estaba radiante de alegría;y así lo dejaban traslucir su rostro y sus pala-bras. Era feliz, se daba cuenta de que era feliz yse daba cuenta también de que debía serlo. Fe-licitó a su esposo de un modo entusiasta y sin-cero. Pero Emma no se sentía tan comunicativa.Estaba un poco absorta, sopesando sus propiossentimientos, y tratando de comprender hastaqué punto se hallaba inquieta; la impresión quetenía era que lo estaba bastante.

Sin embargo, el señor Weston, demasiadoimpaciente para ser un buen observador, de-masiado locuaz para desear que los demáshablasen, se contentó con lo que ella le dijo, yno tardó en ir de un lado a otro para hacer feli-ces al resto de sus amigos, para hacerles partí-

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cipes individualmente de una noticia que todoslos del salón ya habían oído.

Como daba por descontado que la nueva ibaa causar alegría a todo el mundo, no advirtióque ni el señor Woodhouse ni el señor Knigh-tley quedaban demasiado complacidos con ella.Ellos fueron los primeros, después de la señoraWeston y Emma, a quienes quiso hacer felices;luego hubiese comunicado la noticia a la seño-rita Fairfax, pero ésta se hallaba conversandotan animadamente con John Knightley que nohubiese sido correcto interrumpirles. Y en-contrándose al lado de la señora Elton, cuyaatención nadie retenía, se vio obligado a tratarde la cuestión con ella.

CAPÍTULO XXXVI

-CONFÍO en que pronto tendré el placer depresentarle a mi hijo -dijo el señor Weston.

La señora Elton, muy predispuesta a suponer

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que con este deseo se le tenía una atención muyparticular, sonrió amabilísimamente.

-Supongo que habrá usted oído hablar de untal Frank Churchill -siguió él-, y que sabrá us-ted que es mi hijo, a pesar de que no lleve miapellido.

-¡Oh, sí, desde luego! Y tendré mucho gustoen conocerle. Estoy segura de que el señor El-ton se apresurará a visitarle; y tanto él como yotendremos un gran placer de verle por la Vica-ría.

-Es usted muy amable... Estoy seguro de queFrank se alegrará mucho de conocerla. La se-mana que viene, y tal vez incluso antes, estaráen Londres. Nos hemos enterado por una cartasuya que hemos recibido hoy. La he visto estamañana, y al ver la letra de mi hijo me he deci-dido a abrirla... aunque no iba dirigida a mí,sino a la señora Weston. Verá usted, es mi es-posa la que suele escribirse con él. Yo apenasrecibo cartas suyas.

-Pero ¿de verdad que ha abierto usted la carta

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que iba dirigida a su esposa? ¡Oh, señor Wes-ton! -riendo afectadamente-. Debo protestar...¡Acaba usted de sentar un precedente peligrosí-simo! No puede usted dar ejemplos como éste asus vecinos... Le doy mi palabra que si eso es loque me espera a mí, las mujeres casadas ten-dremos que empezar a defendernos... ¡Oh, se-ñor Weston! ¡Nunca hubiera creído una cosasemejante de usted!

-Sí, sí, no se fíe usted de los hombres. Tengamucho cuidado, señora Elton. En esta carta noscuenta... es una carta muy corta... escrita a todaprisa, sólo para darnos la noticia... nos cuentaque en seguida van a ir todos a Londres porcausa de la señora Churchill... No se ha encon-trado bien durante todo el invierno, y cree queel clima de Enscombe es demasiado frío paraella... de modo que van a venir todos para elsur sin pérdida de tiempo.

-¡Vaya, vaya! De modo que viven en elYorkshire, ¿no? Enscombe está en el Yorkshire,¿verdad?

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-Sí, viven a unas 190 millas de Londres. Unviaje considerable.

-Sí, ya lo creo, muy considerable. Sesenta ycinco millas más de la distancia que hay entreMaple Grove y Londres. Pero, señor Weston,¿qué son estas distancias para las personas degran fortuna? Se quedaría usted maravillado sisupiera cómo a veces mi cuñado, el señor Suc-kling, viaja de una parte a otra. No sé si mecreerá, pero... en la misma semana él y la seño-ra Bragge fueron a Londres y volvieron dosveces, con cuatro caballos.

-Lo malo de este viaje desde Enscombe -dijoel señor Westones que la señora Churchill, se-gún nos dicen, ha estado toda una semana sinpoder levantarse del sofá. En la última cartaque le escribió a Frank, según nos contó mi hijo,se quejaba de que estaba demasiado débil parair hasta su «invernadero» sin que él y su tío lacojan de los brazos. Ya ve usted, esto indica queha llegado a un grado extremo de debilidad...pero ahora resulta que está tan impaciente por

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estar en Londres que quiere hacer el viaje sinpasar más que dos noches en el camino... Es loque dice literalmente Frank. La verdad, señoraElton, es que las señoras delicadas tienen natu-ralezas realmente singulares. Tiene usted queadmitirlo.

-Pues no, no le admito nada de eso ni muchomenos. Yo siempre saldré en defensa de misexo. Como ahora. Ya se lo advierto... En estacuestión encontrará en mí un temible antago-nista. Yo siempre estoy al lado de las mujeres...y le aseguro que si usted supiera la opinión deSelina con respecto a eso de dormir en las po-sadas no se extrañaría de que la señora Chur-chill hiciera los esfuerzos más increíbles paraevitarlo. Selina dice que a ella la horroriza... yyo creo que me ha contagiado algo de sus es-crúpulos. Mi hermana siempre viaja llevandosus propias sábanas. Una precaución excelente.¿Sabe usted si la señora Churchill hace lo mis-mo?

-Tenga usted la seguridad de que la señora

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Churchill hace todo lo que cualquier otra grandama ha podido hacer. La señora Churchill nova a ser menos que cualquier dama, tratándo-se...

La señora Elton le interrumpió vivamente di-ciendo:

-¡Oh, señor Weston! No interprete mal mispalabras. Le aseguro que Selina no es una grandama. No imagine usted lo que no es verdad.

-¿No? Entonces no puede compararse con laseñora Churchill, que es tan gran dama como laque puede serlo más.

La señora Elton empezó a pensar que nohabía obrado bien al negar tan tajantemente laalta condición social de su hermana; lo últimoque hubiera podido desear es que creyeran suafirmación de que su hermana no era una grandama; no había sabido expresarse de un modolo suficientemente ingenioso como para que lainterpretara bien; y aún estaba pensando dequé modo podía volverse atrás sin quedar mal,cuando el señor Weston siguió diciendo:

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-Yo no siento una gran simpatía por la señoraChurchill, como usted ya puede suponer... peroque quede entre nosotros. Quiere mucho aFrank, y por lo tanto yo no debería hablar malde ella. Además, ahora no tiene salud; aunquela verdad es que, según propia afirmación,nunca la ha tenido. Eso yo no se lo diría a todoel mundo, señora Elton, pero no creo mucho enla enfermedad de la señora Churchill.

-Si está verdaderamente enferma, ¿por qué nova a Bath, señor Weston? A Bath o a Clifton.

-Se ha empeñado en que Enscombe tiene unclima demasiado frío para ella. Supongo que loque ocurre es que se ha cansado de Enscombe.Es la primera vez que pasa allí una temporadatan larga, y empieza a necesitar un cambio. Esun lugar apartado. Muy bonito, pero muy apar-tado.

-¡Ah...! Entonces igual que Maple Grove...Nada más apartado del camino real que MapleGrove. ¡Está rodeado de tierras de cultivo taninmensas! Allí una se encuentra aislada de to-

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do... en un retiro completo. Y probablemente laseñora Churchill no tiene la salud o el buenánimo de Selina para saber apreciar esa clase desoledad. O tal vez no tenga dentro de sí recur-sos suficientes para vivir en el campo. Yo siem-pre digo que una mujer nunca tiene demasia-dos recursos... y estoy muy contenta de tenertantos que me permitan ser completamenteindependiente de la sociedad.

-En febrero Frank pasó dos semanas con no-sotros.

-Sí, recuerdo haberlo oído decir. Cuandovuelva encontrará un aditamento más a la so-ciedad de Highbury; es decir, si es que puedoconsiderarme a mí misma como un aditamento.Pero quizá no tenga la menor noticia de que yoexista en el mundo.

Esta incitación a que se le hiciera un cumpli-do era demasiado directa para que pasara in-advertida, y el señor Weston, muy galante, ex-clamó inmediatamente:

-¡Mi querida señora! Nadie excepto usted po-

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dría considerar posible una cosa semejante. ¡Nohaber oído hablar de usted! Estoy seguro queen las últimas cartas de la señora Weston lehablaba de muy pocas cosas que no estuvieranrelacionadas con la señora Elton.

Una vez cumplido su deber, el señor Westonpodía volver a ocuparse de su hijo.

-Cuando Frank se fue -siguió diciendo-, noteníamos ninguna seguridad de cuándo po-dríamos volver a verle, y por eso las noticias dehoy nos han causado aún más alegría. Ha sidoalgo totalmente inesperado. Es decir, yo siem-pre he tenido el presentimiento de que no tar-daría en volver, estaba seguro de que iba a ocu-rrir algo, no sabía el qué, que haría posible suregreso... pero nadie me creía. Tanto él como laseñora Weston estaban terriblemente desalen-tados. «¿Cómo va a arreglárselas para venir?¿Cómo vamos a suponer que sus tíos consenti-rán en volver a separarse de él?» Y así por elestilo... Pero yo seguía pensando que iba a ocu-rrir algo que nos iba a ser favorable; y ya ve

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usted que ha sido así. A lo largo de mi vida,señora Elton, he podido comprobar que cuandolas cosas nos son contrarias un mes, al siguientesiempre se arreglan.

-Tiene usted mucha razón, señor Weston,muchísima razón. Eso es precisamente lo queyo solía decirle a cierto galán en la época en queme cortejaba, cuando, porque las cosas no ibantotalmente a su gusto, sin la rapidez que,hubiera correspondido a sus sentimientos, seentregaba a la desesperación y exclamaba queestaba seguro de que a este paso llegaría el mesde mayo antes de que Himeneo nos recubriesecon sus azafranadas vestiduras... ¡Oh, cuántome costó disipar esas sombrías ideas y hacerleconcebir pensamientos más alegres! El coche...teníamos muchas dificultades con el coche; unamañana recuerdo que vino a verme completa-mente desesperado...

Tuvo que interrumpirse debido a un accesode tos, y el señor Weston aprovechó inmedia-tamente la oportunidad para continuar.

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-Acaba usted de mencionar el mes de mayo.Mayo es precisamente el mes que la señoraChurchill tiene que pasar, según le han acon-sejado, o se ha aconsejado a sí misma, en unlugar más cálido que Enscombe... en resumen,que tiene que pasar en Londres; y de este modotenemos la grata perspectiva de que Frank noshaga frecuentes visitas durante toda la prima-vera... precisamente la estación del año quehubiéramos elegido de haberlo podido hacer;cuando los días son muy largos, la temperaturaes suave y agradable, todo invita a estar al airelibre y no hace demasiado calor para hacer ejer-cicio. Cuando estuvo aquí la otra vez se hizo loque se pudo; pero había humedad, llovió y eltiempo era desapacible; como suele serlo enfebrero, ya sabe usted; y no pudimos hacer ni lamitad de las cosas que proyectábamos. Ahoraserá la época más adecuada. Vamos a pasarlomuy bien. Y yo no sé, señora Elton, si la insegu-ridad de sus visitas, esa especie de constanteespera, no saber si llegará hoy o mañana ni a

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qué hora, no sé, le decía, si esto dará más ali-cientes a nuestra felicidad que si le tuviéramossiempre en casa. Creo que sí. Creo que en esteestado de ánimo vamos a disfrutar más de sucompañía. Confío en que encontrará ustedagradable a mi hijo; pero no debe esperar nin-gún prodigio. Suele considerársele como unjoven de grandes prendas, pero no espere ustedningún prodigio. La señora Weston siente ungran afecto por él, lo cual, como puede ustedsuponer, me halaga mucho. Mi esposa cree queno hay nadie que pueda comparársele.

-Y yo le aseguro, señor Weston, de que notengo casi ninguna duda de que mi opinión leserá francamente favorable. ¡He oído hacer tan-tos elogios del señor Frank Churchill...! De to-das maneras, me veo en el deber de advertirleque yo soy una de esas personas que siemprejuzgan por sí mismas y que en modo alguno sedejan guiar por el criterio de los demás. Le ad-vierto que la opinión que forme de su hijo res-ponderá a mi criterio personal... No me gusta

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adular a nadie...El señor Weston estaba meditabundo.-Confío -dijo inmediatamente- en que no he

sido demasiado severo al juzgar a la pobre se-ñora Churchill. Si está enferma, sentiría muchoser injusto con ella; pero hay ciertos rasgos desu carácter que me hacen difícil hablar de ellacon la comprensión que yo desearía. No debeusted de ignorar, señora Elton, las relacionesque he tenido con esta familia, ni la clase detrato que me han dispensado; y, entre nosotros,toda la culpa sólo puede atribuírsele a ella. Ellafue la instigadora. De no ser por ella, la madrede Frank nunca hubiera sido menospreciada enla forma en que lo fue. El señor Churchíll tienemucho orgullo; pero su orgullo no es nadacomparado con el de su esposa; el de él es unorgullo pacífico, indolente, caballeroso, que nohace daño a nadie, y que sólo contribuye ahacerle un poco más desamparado y aburrido;¡pero el orgullo de ella es arrogancia e insolen-cia! Y lo que lo hace aún más insoportable es

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que no tiene ningún fundamento de nobleza defamilia o de sangre. Cuando se casó con él noera nadie, simplemente la hija de un caballero;pero una vez se hubo convertido en una Chur-chill, sobrepasó a todos los Churchill en altane-ría y en grandes pretensiones; pero en realidadpuede usted estar segura de que no es más queuna advenediza.

-¡Hay que ver! Eso tiene que ser verdadera-mente indignante. Yo siento horror por los ad-venedizos. Maple Grove me ha hecho detestaresa clase de gente; porque en aquellos contor-nos vive una familia que tiene tantos humosque resultan fastidiosísimos para mi hermana ymi cuñado... La descripción que ha hecho ustedde la señora Churchill me ha hecho pensar in-mediatamente en ellos. Son una gente que sellaman Tupman, que hace muy poco que se haninstalado allí y que se han encumbrado graciasa una serie de relaciones de lo más bajo, peroque tienen unos humos... y que aspiran a po-nerse al mismo nivel de las familias que hace ya

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muchos años que están establecidas en aquellugar. Como máximo hace un año y medio queviven en West Hall; y nadie sabe cómo hanhecho su fortuna. Proceden de Birmingham,que, como usted ya sabe, señor Weston, no esprecisamente una ciudad de la que pueda espe-rarse mucho. ¿Qué puede salir de un lugar co-mo Birmingham? Yo siempre digo que estenombre suena de un modo desagradable; peroesto es lo único que se sabe con certeza de losTupman, aunque, le aseguro a usted que deellos se sospecha pero que muchas cosas... Y sinembargo, a juzgar por sus modales, evidente-mente se consideran al mismo nivel incluso quemi cuñado, el señor Suckling, que da la casua-lidad que es uno de sus vecinos más próximos.¡Oh, es algo francamente horrible! El señorSuckling, que hace ya once años que vive enMaple Grove, propiedad que ya había sido desu padre... por lo menos eso creo... estoy casisegura de que el padre del señor Sucklingcuando murió ya había comprado la propiedad.

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Su conversación fue interrumpida. Se estabasirviendo el té y el señor Weston, como yahabía dicho todo lo que quería decir, no tardóen aprovechar la oportunidad de dejar a la se-ñora Elton.

Después del té, el señor y la señora Weston yel señor Elton se pusieron a jugar a las cartascon el señor Woodhouse. Las cinco personasrestantes fueron abandonadas a sus propiosrecursos, y Emma dudó de que pudieran com-ponérselas medianamente bien, ya que el señorKnightley parecía poco dispuesto a conversar;la señora Elton buscaba alguien que le prestaseatención, y como nadie mostraba deseos dehacerlo, se sentía tan desairada que preferíaencerrarse en su mutismo.

En cambio el señor John Knightley parecíamás comunicativo que su hermano. Iba a mar-charse al día siguiente por la mañana; y em-pezó diciendo:

-Bueno, Emma, creo que ya no tengo nadamás que decirte sobre los niños; pero ya te he

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dado la carta de tu hermana y podemos estarseguros de que allí todo se explica con los me-nores detalles. Mis recomendaciones son mu-cho más breves que las suyas, y probablementeno coincidirán con las de ella; todo lo que qui-siera pedirte es que no los miméis mucho ni lesdeis demasiados potingues.

-Espero que podré complaceros a los dos -dijoEmma-; haré todo lo que pueda para que lopasen bien, lo cual a Isabella ya le bastará; ypara mí el que lo pasen bien excluye el mal-criarlos y el darles demasiados potingues, comotú dices.

-Y si se ponen muy revoltosos, los envías otravez a casa. -Eso es bastante probable, ¿no teparece?

-Creo que ya me doy cuenta de que son de-masiado bulliciosos para tu padre... y de queincluso para ti pueden llegar a ser un estorbo, sivuestros compromisos sociales aumentan tantocomo en estos últimos tiempos.

-¿Nuestros compromisos sociales?

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-Ya lo creo; supongo que te has dado cuentaque en estos últimos seis meses habéis cambia-do considerablemente vuestro género de vida.

-¿Cambiado? No, la verdad es que no me hedado cuenta.

-Pues no hay la menor duda de que ahora al-ternáis más de lo que antes solíais hacerlo. Lode esta noche, por ejemplo. Vengo de Londressólo para un día y me encuentro con que habéisorganizado una cena con una serie de invita-dos. Hace unos meses, ¿cuándo ocurría unacosa así? Tenéis más vecinos y alternáis máscon ellos. Desde hace algún tiempo todas lascartas que recibe Isabella hablan de fiestas yreuniones como ésta; cenas en casa del señorCole, bailes en la Hostería de la Corona... Loque ha cambiado mucho es Randalls, y esRandalls tan sólo la que os empuja a todo eso.

-Sí -dijo rápidamente su hermano-, todas esascosas salen de allí.

-Perfectamente... y como supongo que no esprobable que Randalls vaya a tener menos in-

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fluencia de la que ha tenido hasta ahora, se meocurre pensar, Emma, que es posible que Henryy John a veces puedan seros un estorbo. En esecaso sólo te ruego que los envíes a casa.

-No -exclamó el señor Knightley-, ésta no tie-ne por qué ser la consecuencia. Que vengan aDonwell. Yo estaré encantado con ellos.

-¡Por Dios! -exclamó Emma-. ¡Todo eso es ri-dículo! Me gustaría saber a cuántos de estosnumerosos compromisos sociales que dices quetengo no has asistido; y por qué supones quehay la posibilidad de que me falte tiempo paracuidarme de los niños. ¿Cuáles han sido todosesos fantásticos compromisos sociales míos?Cenar una vez con los Cole y hablar de organi-zar un baile que nunca se ha celebrado. Com-prendo perfectamente -dijo dirigiéndose al se-ñor John Knightley- que la buena suerte quehas tenido al encontrar reunidos aquí a tantosde tus amigos te ha dado tanta alegría que hasconcedido demasiada importancia a la cosa.Pero usted -volviéndose hacia el señor Knigh-

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tley-, que sabe en qué pocas ocasiones llego aausentarme de Hartfield por dos horas, nopuedo concebir que suponga que yo lleve unavida tan disipada. Y en cuanto a mis sobrinitos,debo decir que si tía Emma no tiene tiempopara dedicarles no creo que tío Knightley que,por cada hora que ella pasa fuera de casa élpasa cinco, y que cuando está en casa o se ponea leer o repasa sus cuentas, disponga tampocode mucho tiempo para ellos.

El señor Knightley parecía estar haciendo es-fuerzos para no sonreír; y no tuvo que hacermás esfuerzos cuando la señora Elton empezó ahablarle.

CAPÍTULO XXXVII

UNA pequeña y tranquila reflexión sobre lanaturaleza de su inquietud al oír aquellas nue-vas de Frank Churchill, bastó para tranquilizara Emma. No tardó en convencerse de que no

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era por sí misma que se sentía temerosa y con-fusa; era por él. La verdad era que el afecto deella se había convertido en algo tan tenue en loque ya casi no valía la pena pensar; pero si eljoven, que, indudablemente de los dos siemprehabía sido el más enamorado, iba a regresarcon un sentimiento tan intenso como el que leembargaba cuando se fue, la situación seríamuy penosa; si una separación de dos meses nohabía enfriado su corazón, ante Emma se pre-sentaban una serie de peligros y de males; tantopor él como por ella sería preciso tener muchasprecauciones. Emma no estaba dispuesta a quela paz de su espíritu volviera a verse compro-metida, y por lo tanto era ella quien debía evi-tar cualquier cosa que pudiera alentar al joven.

Su deseo era no permitir que Frank Churchillllegara a una declaración de amor en toda re-gla. ¡Eso significaría una conclusión tan doloro-sa para su amistad! Y sin embargo no dejaba deprever que iba a ocurrir algo decisivo. Tenía laimpresión de que no terminaría la primavera

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sin traer un estallido, un acontecimiento, algoque alterase su actual estado de ánimo, equili-brado y tranquilo.

No pasó mucho tiempo, aunque sí más delque el señor Weston había supuesto, antes deque tuviera oportunidad de formarse una opi-nión acerca de los sentimientos de Frank Chur-chill. La familia de Enscombe no se trasladó aLondres tan pronto como se había imaginado,pero muy poco después de su instalación eljoven estaba ya en Highbury. Hizo el camino acaballo en un par de horas; no podía pedírselemás; pero como desde Randalls se trasladó in-mediatamente a Hartfield, Emma pudo ejerceren seguida sus dotes de observación, y deter-minar rápidamente cuál era la actitud que éladoptaba y cuál la que ella debía adoptar. En laentrevista reinó la máxima cordialidad. No ca-bía ninguna duda de que él se alegraba muchode volver a verla. Pero desde el primer momen-to Emma tuvo la impresión de que ya no seinteresaba por ella tanto como antes, de que la

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intensidad de su afecto había disminuido. Leestuvo estudiando detenidamente. Era obvioque ya no estaba tan enamorado como tiempoatrás. La ausencia, unida probablemente a laconvicción de la indiferencia de ella, habíanproducido este efecto tan natural y tan desea-ble.

Frank estaba muy animado; tan locuaz y ale-gre como de costumbre, y parecía encantado dehablar de su visita anterior y de evocar recuer-dos de entonces; pero no dejaba de mostrarseinquieto. No fue su serenidad la que movió aEmma a creer que se había producido un cam-bio en él. Se le veía intranquilo; evidentementealgo le desazonaba, no tenía sosiego. Aunquejovial como siempre, la suya parecía una jovia-lidad que no le dejara satisfecho. Pero lo quedecidió la opinión de Emma sobre aquel asuntofue el hecho de que sólo permaneció en su casaun cuarto de hora, y que la disculpa que diopara irse tan precipitadamente fue la de quetenía que hacer otras visitas en Highbury.

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-En la calle me he encontrado con varios co-nocidos... no me he parado a hablar con ellosporque no tenía tiempo... pero soy lo su-ficientemente vanidoso para creer que se senti-rían desilusionados si no les visitara, y aunqueme gustaría mucho poder prolongar mi visitatengo que irme en seguida.

Emma no dudaba de que él estaba menosenamorado... pero ni la desazón de su espírituni su prisa por irse parecían anunciar una cu-ración perfecta; y más bien se sintió inclinada apensar que todo aquello debía atribuirse al te-mor de que se avivasen sus antiguos sentimien-tos y a una prudente decisión de no querer fre-cuentar demasiado su trato.

En diez días ésta fue la única visita de FrankChurchill. Varias veces creyó posible volver aHighbury como tanto deseaba... pero siempresurgía algún obstáculo que se lo impedía. Su tíano consentía que la dejara. Por lo menos éstaera la explicación que daba a los de Randalls. Siera completamente sincero, si realmente hacía

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todo lo posible por visitar a su padre, debíapensarse que el traslado a Londres de la señoraChurchill no había significado ninguna mejorapara su enfermedad, tanto si ésta era simple-mente imaginaria como si era de nervios. Queestaba realmente enferma era seguro; él, enRandalls, había afirmado que estaba convenci-do de ello. A pesar de que una buena parte desus males no eran más que manías, comparan-do con épocas anteriores el joven no tenía lamenor duda de que la salud de su tía era mu-cho más delicada ahora que medio año atrás.No es que creyera que sus dolencias fuesenincurables o que las medicinas ya no le sirvie-sen de nada, ni tampoco dudaba de que aúntenía muchos años de vida por delante; perotodas las sospechas de su padre no lograronhacerle decir que la señora Churchill se quejabade males imaginarios y que estaba tan rebosan-te de salud como siempre lo había estado.

Pronto se demostró que Londres no era el lu-gar más adecuado para ella. No podía soportar

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tanto ruido. Tenía los nervios alterados y encontinua tensión; y al cabo de diez días unacarta de su sobrino que se recibió en Randallscomunicaba un cambio de plan. Se iban a tras-ladar inmediatamente a Richmond. Habíanaconsejado a la señora Churchill que se pusieraen las manos de una eminencia médica quevivía allí, y además se le había antojado pasaruna temporada en aquel lugar. Se alquiló unacasa amueblada en un terreno muy bien situa-do, y se tenían muchas esperanzas de que elcambio de aires le sería beneficioso.

Emma oyó contar que Frank había escrito asu familia muy contento de aquel nuevo trasla-do, satisfechísimo de disponer de dos mesescompletos durante los que viviría tan cerca desus amigos más queridos... ya que la casa habíasido alquilada para los meses de mayo y junio.Por lo visto en sus cartas expresaba la casi se-guridad de que podría estar a menudo conellos, casi tan a menudo como deseaba.

Emma se daba cuenta de a quién atribuía el

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señor Weston aquellas jubilosas perspectivas.Consideraba que ella era el origen de toda lafelicidad que iban a procurarle. Emma confiabaen que no era así. Aquellos dos meses iban ademostrarlo.

La alegría del señor Weston era indiscutible.Estaba radiante de contento. Las cosas no podí-an ocurrir más de acuerdo con sus deseos. Aho-ra iba a tener a Frank más cerca que nunca.¿Qué eran nueve millas para un joven? Unahora de caballo. Estaría allí continuamente. Enese aspecto la diferencia entre Richmond yLondres era tan radical como la de verle siem-pre y no verle nunca. Dieciséis millas... mejordicho, dieciocho (había más de dieciocho millashasta Manchester Street) eran un obstáculoconsiderable. Cuando le fuera posible salir dela ciudad se pasaría todo el día en ir y volver.No era ninguna ventaja tenerle en Londres; eracomo si estuviera en Enscombe; pero Richmondestaba a la distancia ideal para que les visitaracon frecuencia. ¡Era mejor que tenerlo aún más

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cerca!Inmediatamente este traslado convirtió en

realidad un ilusionado proyecto de meses atrás:el baile en la Corona. No es que se hubieranolvidado de ello, pero no tardaron en reconocerque era inútil toda tentativa de fijar una fecha.Pero ahora se decidió que se celebraría; se re-anudaron los preparativos, y muy poco des-pués de que los Churchill se hubieran instaladoen Richmond una breve carta de Frank anuncióque el cambio había sentado muy bien a su tía yque no tenía ninguna duda de que podría acu-dir a Highbury por veinticuatro horas en cual-quier momento que fuera preciso, rogándolestan sólo que fijaran la fecha para lo antes posi-ble.

El baile del señor Weston iba a ser una reali-dad. Muy pocos días se interponían ya entre losjóvenes de Highbury y la felicidad.

El señor Woodhouse se resignó. Pensó queaquella estación del año era la menos peligrosapara esas expansiones. En todos los aspectos

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mayo era mejor que febrero. Se solicitó de laseñora Bates que fuera a pasar la velada enHartfield, James fue debidamente prevenido yel dueño de la casa puso todas sus esperanzasen que mientras su querida Emma estuvieseausente ni su querido Henry ni su querido Johnle pidiesen nada.

CAPÍTULO XXXVIII

No volvió a ocurrir ningún contratiempo queimpidiese que se celebrara el baile. La fecha sefue acercando y por fin llegó. Y tras una maña-na de una espera un tanto ansiosa, Frank Chur-chill, muy seguro de sí mismo, llegó a Randallsantes de la hora de comer. Todo estaba, pues, apunto.

No había vuelto a verse con Emma. El salónde la Hostería de la Corona iba a ser el escena-rio de su segunda entrevista; pero iba a ser algomás íntimo que un encuentro en medio de to-

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dos los demás invitados. El señor Weston habíainsistido tanto en que Emma llegara a la hoste-ría antes de la hora prevista, lo antes que lefuera posible después de los propios organiza-dores, a fin de que diese su opinión respecto albuen orden y al acomodo de los salones, antesde que llegara nadie más, que no pudo negarse,y por lo tanto era previsible que debía de pasarun rato de amigable y tranquilo coloquio encompañía del joven. Después de recoger aHarriet, ambas se dirigieron a la Corona a unahora muy temprana, muy poco después que lapropia familia de Randalls.

Frank Churchill parecía haber estado espe-rándolas; y aunque fue parco en palabras, susojos declaraban que se proponía pasar una ve-lada deliciosa. Todos juntos se pusieron a reco-rrer los salones para comprobar que todo esta-ba en orden; y al cabo de unos minutos se lesunieron los invitados que acababan de llegar enotro coche; al oír el ruido Emma, sorprendidí-sima, estuvo a punto de exclamar: «¡Pero si aún

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es muy temprano!»; pero en seguida vio que losrecién llegados eran viejos amigos a quienescomo a ella se había rogado que acudieran loantes posible para ayudar con sus consejos alseñor Weston; y a ese coche no tardó en seguirotro de unos primos, a quienes también sehabía suplicado encarecidamente que llegarantemprano por el mismo motivo, de modo quedaba un poco la impresión de que la mitad delos invitados tenían que reunirse previamentecon objeto de proceder a la última inspecciónpreliminar.

Emma se dio cuenta de que su criterio no erael único criterio en el que confiaba el señorWeston, y pensó que ser amiga predilecta eíntima de un hombre que tenía tantos amigosíntimos de toda confianza no era lo que máspodía halagar la vanidad. Le gustaba su ca-rácter abierto, pero un poco menos de cordiali-dad con todo el mundo hubiese contribuido adar más relieve a su personalidad. Un hombredebía ser amable con todos, pero no amigo de

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todos... Y Emma pensaba en alguien que eraexactamente así...

Los reunidos lo recorrieron todo, inspeccio-nándolo y haciendo grandes elogios; y luego,como no tenían nada más que hacer, formaronuna especie de semicírculo frente a la chimenea,comentando cada cual a su modo, y hasta quesurgieron otros temas de conversación, que apesar de estar en mayo a la caída de la tarde unbuen fuego aún resultaba muy agradable.

Emma advirtió que si el número de conseje-ros privados no era todavía mayor, no habíasido por culpa del señor Weston. Ya que al ve-nir se habían detenido en casa de la señora Ba-tes para ofrecerles su coche, pero tía y sobrinahabían acordado con los Elton que pasarían arecogerlas.

Frank estaba a su lado, pero no continuamen-te; su desasosiego revelaba una inquietud inter-ior. Iba de un lado a otro, se dirigía a la puerta,prestaba oídos al ruido de otros coches... impa-ciente por empezar o temeroso de estar de con-

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tinuo al lado de ella. Se hablaba de la señoraElton.

-Supongo que no tardará en llegar -dijo él-.Tengo mucha curiosidad por conocer a la seño-ra Elton, he oído hablar tanto de ella... Supongoque ya no puede tardar...

Se oyó el ruido de un coche; el joven se dis-puso inmediatamente a salir a recibirles, perono tardó en regresar diciendo:

-Olvidaba que no nos han presentado. Yo enmi vida he visto ni al señor ni a la señora Elton.O sea que no puedo recibirles.

Aparecieron el señor y la señora Elton; yhubo todas las sonrisas y cortesías de rigor.

-Pero ¿y la señorita Bates y la señorita Fair-fax? -dijo el señor Weston mirando en tornosuyo-. Nosotros creíamos que iban a venir conustedes.

El olvido era reparable y en seguida se man-dó el coche a recogerlas. Emma tenía una grancuriosidad por saber cuál sería la primera opi-nión de Frank sobre la señora Elton; cómo iba a

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reaccionar ante la afectada elegancia de su ves-tido y sus empalagosas sonrisas. El joven, unavez hechas las presentaciones, se dispuso in-mediatamente a formarse una opinión de ellaobservándola con toda atención.

Al cabo de pocos minutos el coche ya estabade vuelta; alguien comentó que llovía.

-Voy a ver si encuentro un paraguas -dijoFrank a su padre-; hay que pensar en la señori-ta Bates.

Apenas hubo salido cuando el señor Westonse disponía a seguirle; pero la señora Elton ledetuvo para felicitarle por la buena impresiónque le había causado su hijo; abordándole contanta rapidez que incluso el propio joven, apesar de no ser precisamente lento en sus mo-vimientos, tuvo que oírlo a la fuerza.

-Un joven encantador, señor Weston, se loaseguro. Ya le dije con toda sinceridad que megustaba opinar por mí misma, y ahora me com-plazco en decirle que me ha producido unamagnífica impresión... Puede usted creerme. Yo

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no hago cumplidos. Me parece un joven muyapuesto, y con una elegancia y una distinciónque es la que más me agrada... un verdaderocaballero, sin una pizca de afectación ni de va-nidad. Debe usted saber que detesto a los jóve-nes fatuos... no puedo soportarlos. En MapleGrove nunca los tolerábamos. Ni el señor Suc-kling ni yo teníamos paciencia para sufrirlos; ya veces les decíamos cosas muy mordaces...Selina, que es demasiado blanda (un verdaderodefecto en ella), los toleraba mucho mejor.

Mientras le hablaba de su hijo, la atención delseñor Weston estuvo fija en sus palabras; perocuando empezó a hablar de Maple Grove re-cordó que acababan de llegar unas damas a lasque había que atender, y con la más amable desus sonrisas se apresuró a salir también delsalón.

Entonces la señora Elton se dirigió a la señoraWeston.

-Seguro que es nuestro coche con la señoritaBates y Jane. Nuestro cochero y nuestros caba-

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llos son tan rápidos... Me atrevería a decir quenuestro coche va más aprisa que ningún otro...¡Qué alegría da enviar el coche de uno a querecoja a unos amigos! Creo que han sido uste-des tan amables que les han ofrecido su coche,pero ya saben para otra ocasión que no es nece-sario que se molesten. Pueden tener la seguri-dad de que yo siempre me ocuparé de ellas...

La señorita Bates y la señorita Fairfax escolta-das por los dos caballeros penetraron en el sa-lón; y la señora Elton pareció considerar queera su deber, tanto como el de la señora Wes-ton, salir a recibirlas. Sus gestos y ademanespodían ser entendidos por cualquiera que laestuviese mirando como Emma, pero sus pala-bras, mejor dicho, las palabras de todos, notardaron en quedar ahogadas por la incesantecharla de la señorita Bates, que ya entróhablando y que no terminó de hablar hasta mu-chos minutos después de haberse incorporadoal grupo que se formaba alrededor de la chi-menea. Al abrirse la puerta, ya se le oía decir:

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-¡Son ustedes tan amables! Pero si no lluevenada... Casi ni una gota. Por mí no me preocu-po. Llevo unos zapatos bien gruesos. Y Janedice que... ¡Vaya...! -apenas hubo franqueado lapuerta-. ¡Vaya! ¡Eso sí que está bien! ¡Me dejanadmirada! ¡Qué gran idea han tenido...! ¡Nofalta nada! Nunca hubiera podido imaginarmealgo así... ¡Y qué iluminación! Jane, Jane, mira...¿Has visto alguna vez algo parecido? ¡Oh, se-ñor Weston, forzosamente debe usted de tenerla lámpara de Aladino! La buena de la señoraStokes no reconocería su salón. Ahora al entrarla he saludado, porque la he encontrado en lapuerta. «¡Qué tal, señora Stokes!», le he dicho,pero no tenía tiempo de decirle nada más. -Enaquel momento se hallaba frente a la señoraWeston-. Muy bien, gracias, ¿y usted? Esperoque siga usted bien. No sabe cuánto me alegro.¡Tenía tanto miedo de que tuviese jaqueca! Lahe visto pasar tan apresurada estos días por lacalle, y sabiendo los quebraderos de cabeza quehabrá tenido con todo esto... No sabe lo que me

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alegro... ¡Ah, querida señora Elton! ¡Le estamostan agradecidas por el coche...! Sí, sí, ha llegadomuy a punto. Jane y yo ya estábamos listas pa-ra salir. No hemos hecho esperar a los caballosni un momento. ¡Y qué coche más cómodo...!¡Ah! Por cierto que ya sé que también tengo quedarle las gracias a usted, señora Weston... Laseñora Elton había sido tan amable que envióuna nota a Jane para prevenirnos, de lo contra-rio hubiéramos aceptado su ofrecimiento conmucho gusto... ¡Señor, dos ofrecimientos comoéstos en un mismo día...! No hay vecinos mejo-res que los nuestros. Yo le decía a mi madre:«Mamá, puedes estar segura...» Muchas gra-cias, mi madre está perfectamente bien. Ha idoa casa del señor Woodhouse. He hecho que sellevara el chal porque ahora las noches sonfrescas... El chal grande, el nuevo... Un regaloque le hizo la señora Dixon cuando se casó...¡Oh, fue tan amable al acordarse de mi madre!Lo compraron en Weymouth, ¿sabe usted? y loeligió el señor Dixon. Jane dice que habían tres

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más y que estuvieron dudando durante muchorato. El coronel Campbell prefería uno coloraceituna. Jane, querida, ¿estás segura de que notienes los pies mojados? Sólo han sido cuatrogotas, pero tengo tanto miedo con ella... Claroque el señor Frank Churchill ha sido tan... In-cluso nos ha puesto una estera al bajar del co-che... No puede imaginarse lo atento que hasido con nosotras... ¡Ah, por cierto, señor FrankChurchill! Tengo que decirle que las gafas demi madre no han vuelto a romperse; la montu-ra no se ha vuelto a salir. Mi madre se acuerdamuchas veces de lo bueno que es usted. ¿Ver-dad que sí, Jane? ¿Verdad que hablamos a me-nudo del señor Frank Churchill? ¡Ah, aquí estála señorita Woodhouse! ¡Querida señoritaWoodhouse! ¿Cómo está usted? Muy bien, gra-cias, perfectamente. ¡Ay, tengo la impresión deestar en el país de las hadas! ¡Qué transforma-ción! No quiero adularla, ya sé... -contemplando a Emma con complacencia- ya séque a usted no le gusta que la adulen, pero... le

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prometo, señorita Woodhouse, que parece us-ted... Por cierto, ¿le gusta el peinado de Jane?Usted entiende tanto de esas cosas... Se ha pei-nado ella sola... ¡Oh, es asombroso ver cómo sepeina! Estoy convencida de que ningún pelu-quero de Londres sería capaz de... ¡Ah, allí veoal doctor Hughes... y a la señora Hughes...! Dis-cúlpeme, pero tengo que hablar un momentocon el doctor y la señora Hughes... ¿Cómo estáusted? ¿Cómo está usted? Muy bien, gracias.Encantadora reunión, ¿verdad? ¿Dónde estánuestro querido señor Richard? ¡Ah, ya le veo!No, no, no le molesten; está muy ocupado con-versando con unas jóvenes. ¿Cómo está usted,señor Richard? El otro día le vi cuando iba acaballo por el pueblo... ¡Caramba, pero...! ¡Si esla señora Otway! ¡Y el bueno del señor Otway yla señorita Otway y la señorita Caroline! ¡Cuán-tos buenos amigos reunidos! ¡Y el señor Georgey el señor Arthur! ¿Cómo está usted? ¿Cómoestá usted? Perfectamente. Muy agradecida.Nunca me he encontrado mejor. Me parece que

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oigo llegar otro coche. ¿De quién podrá ser? Ya,probablemente los Cole. ¡Qué buenas personasson! ¡Y qué agradable es sentirse rodeada detan buenos amigos! ¡Y con un fuego que calien-ta tanto! Tengo la impresión de estar asada. No,café no, gracias... nunca tomo café. Un poco deté, por favor... pero no corre ninguna prisa, nose apresure... ¡Oh, ya está aquí! ¡Qué bien orga-nizado está todo!

Frank Churchill volvió junto a Emma. Ycuando la señorita Bates se apaciguó un poco,la joven no tuvo otro remedio que oír la con-versación entre la señora Elton y la señoritaFairfax, que estaban detrás y no muy lejos deella. Mientras Frank estaba pensativo; su com-pañera no hubiera podido decir si estaba tam-bién prestando oídos a aquella conversación.Después de dedicar muchos cumplidos al pei-nado y al vestido de Jane, elogios que fueronacogidos con una digna serenidad, evidente-mente la señora Elton quería ser elogiada a suvez... e insistía: «¿Qué te parece mi vestido? ¿Y

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estos adornos que me he puesto? ¿Me ha pei-nado bien Wright?», junto con otras muchaspreguntas por el estilo, que eran contestadascon paciente cortesía. Luego la señora Eltondijo:

-No hay mujer que se preocupe menos por suvestido que yo... eso en general, pero en unaocasión como ésta, cuando todo el mundo estátan pendiente de mí y no se me pierde de vista,y además como una atención para los Weston...que estoy segura que han dado este baile sobretodo en mi honor... no quisiera parecer inferiora las demás. Y exceptuando las mías, veo muypocas perlas en el salón... Me han dicho queFrank Churchill baila maravillosamente... Vere-mos si nuestros estilos armonizan bien... Desdeluego Frank Churchill es un joven distinguidí-simo... realmente encantador.

En este momento Frank empezó a hablar envoz tan alta que Emma no pudo por menos depensar que había oído los elogios que se hacíande él y no quería oír más; y durante un rato las

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voces de las dos quedaron ahogadas por el bu-llicio, hasta que hubo otra pausa que permitióoír claramente a la señora Elton... El señor Eltonacababa de incorporarse al grupo, y su esposaestaba exclamando:

-¡Ah! Por fin nos has encontrado, ¿eh? ¿Vie-nes a sacarnos de nuestro aislamiento? Ahoramismo le estaba diciendo a Jane que suponíaque empezarías a estar impaciente por saberalgo de nosotras.

-Jane! -repitió Frank Churchill, sorprendido ycontrariado. Ya es tener confianza... Pero veoque a la señorita Fairfax no le parece mal.

-¿Qué le parece la señora Elton? -preguntóEmma en un susurro.

-Que no me gusta en absoluto.-Es usted un ingrato.-¿Ingrato? ¿Qué quiere usted decir?Luego, desarrugando el entrecejo y sonrien-

do, añadió:-No, no me lo diga... Prefiero no saber lo que

quiere decir... ¿Dónde está mi padre? ¿Cuándo

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vamos a empezar a bailar?Emma no acababa de entenderle; parecía que

se había puesto de mal humor. Salió para ir enbusca de su padre, pero no tardó en regresar encompañía del señor y la señora Weston. Losencontró preocupados por resolver una dificul-tad que querían plantear a Emma. A la señoraWeston acababa de ocurrírsele que debía pedir-se a la señora Elton que abriera el baile; porqueella así esperaba que lo harían; lo cual contra-riaba todos sus deseos de que fuese Emmaquien tuviese esta distinción... Emma recibióaquella noticia tan poco grata con entereza.

-¿Y qué pareja sería la más adecuada paraella? -preguntó el señor Weston-. Supongo quepensará que es Frank quien debería sacarla abailar.

Frank se volvió rápidamente hacia Emma pa-ra recordarle el compromiso que había contraí-do con él; dijo que ya estaba comprometido, locual tuvo la más completa aprobación de supadre... Y entonces a la señora Weston se le

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ocurrió la idea de que podría ser su maridoquien bailase con la señora Elton, y rogó a losjóvenes que le ayudasen a convencerle, para locual no necesitaron mucho tiempo... El señorWeston y la señora Elton abrirían el baile, y elseñor Frank Churchill y la señorita Woodhouseles seguirían. Emma tuvo que someterse a acep-tar un segundo lugar, respecto a la señora El-ton, a pesar de que siempre había consideradoaquel baile como organizado propiamente enhonor suyo. Aquello era casi motivo suficientepara hacerle pensar en casarse.

Indudablemente, en aquella ocasión la señoraElton la aventajaba en vanidad totalmente satis-fecha; pues aunque había aspirado a abrir elbaile junto con Frank Churchill, no perdía nadacon el cambio. El señor Weston debía de juz-garse superior a su hijo. A pesar de este peque-ño revés, Emma sonreía feliz contemplando consatisfacción el considerable número de parejasque se iban formando, y dándose cuenta de quele esperaban una serie de horas de una diver-

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sión muy poco frecuente... El que el señorKnightley no bailase era tal vez lo que más lapreocupaba de todo. Estaba entre los especta-dores, es decir, donde no debiera haberse que-dado; hubiera debido estar bailando... no po-niéndose al lado de los esposos, de los padres,de los jugadores de whist, que no mostraronningún interés por el baile hasta que hubieronterminado sus partidas... ¡él, que parecía tanjoven! Tal vez no hubiera resaltado tanto enmedio de cualquier otro grupo. Su figura alta,enérgica, erguida, en medio de aquellos hom-bres mucho mayores que él, obesos y de espal-das encorvadas, debía forzosamente atraer lasmiradas de todos, y Emma se daba cuenta deello; y exceptuando a su propia pareja, ni unosolo de los que componían aquella hilera dejóvenes podía compararse con él. Dio unos pa-sos hacia delante que bastaron para demostrarcon qué elegancia, con qué gracia naturalhubiese podido bailar sólo con que se tomara lamolestia de proponérselo... Cada vez que sus

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miradas se cruzaban, ella le obligaba a sonreír;pero en general estaba muy serio. Emma hubie-ra deseado que fuera más amigo de las salas debaile, y también más amigo de Frank Chur-chill... Él a menudo parecía estarla observando.No creyó posible que el señor Knightley presta-ra atención a su manera de bailar, pero si lo quebuscaba eran motivos para censurar su proce-der, no tenía el menor miedo. Entre ella y supareja no había ni la menor sombra de coque-teo. Daban más la impresión de unos amigosalegres y despreocupados que de enamorados.Era indudable que Frank Churchill pensabamenos en ella que unos meses atrás.

El baile se desarrolló agradablemente. Laspreocupaciones, los incesantes desvelos de laseñora Weston no fueron en vano. Todo elmundo parecía contento; y el elogio de quehabía sido un baile delicioso, elogio que pocasveces se otorga hasta que el baile ha terminado,fue repetido una y otra vez desde los mismosinicios de la velada. Acontecimientos muy im-

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portantes, muy dignos de ser recordados, noocurrieron más de los que suelen ocurrir en esetipo de fiestas. Hubo uno, sin embargo, al queEmma concedió cierto interés... Se había inicia-do el penúltimo baile antes de la cena y Harrietno tenía pareja... era la única joven que sehallaba sentada; y como hasta entonces el nú-mero de bailarines había sido tan igualado,resultaba sorprendente que ahora quedase al-guien sin pareja; pero la sorpresa de Emma notardó en disminuir al ver al señor Elton vagan-do por allí. No iba a pedir a Harriet que bailaracon él, si es que le era posible evitarlo; Emmaestaba segura de que no la sacaría a bailar... yesperaba de un momento a otro ver cómo huíahacia la sala de juego.

Sin embargo, no era huir lo que se proponíahacer. Se dirigió hacia un ángulo del salón endonde se encontraban reunidos los mirones,habló con algunos de ellos y se paseó por allícomo para mostrar su libertad y su decisión demantenerla. No omitió pararse a veces enfrente

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de la señorita Smith ni hablar con personas queestaban al lado de ella... Emma no le perdía devista... Aún no estaba bailando, sino que reco-rría el trecho que había de un extremo a otro dela hilera, y por lo tanto podía mirar a su alre-dedor, y con sólo volver ligeramente la cabezalo vio todo. Pero cuando estuvo hacia la mitadde la hilera, todo el grupo quedó exactamente asus espaldas y ya no pudo seguir observándo-les; pero el señor Elton estaba tan cerca quepudo oír hasta la última sílaba de un diálogoque precisamente en aquellos momentos sedesarrollaba entre él y la señora Weston; y ad-virtió que la esposa del vicario, que precedía a

Emma en la fila, no sólo escuchaba también,sino que incluso alentaba a su marido con sig-nificativas miradas... La bondadosa y afableseñora Weston se había levantado para acercár-sele y decirle:

-¿No baila usted, señor Elton?A lo cual él replicó rápidamente:-Desde luego, señora Weston, si accede usted

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a bailar conmigo. -¿Yo? ¡Oh, no...! Le buscaréuna pareja mejor que yo, que no bailo.

-Si la señora Gilbert desea bailar -dijo él-, seráun gran placer para mí... pues, aunque ya em-piezo a sentirme más bien como un señor casa-do un poco viejo, y que ya me ha pasado laedad de bailar, para mí sería un gran placerformar pareja con una antigua amistad como laseñora Gilbert.

-No creo que la señora Gilbert piense en bai-lar, pero allí hay una señorita sentada que megustaría mucho ver bailando... la señoritaSmith...

-La señorita Smith... ¡Oh...! No me había fija-do... Es usted muy amable, y si no fuera ya unhombre casado un poco viejo... Pero ya me hapasado la edad de bailar, señora Weston. Ustedsabrá disculparme. En cualquier otra cosa queme pida será un honor para mí complacerla...estoy a sus órdenes... pero ya me ha pasado laedad de bailar.

La señora Weston no insistió; y Emma podía

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imaginarse cuál sería su sorpresa y su mortifi-cación mientras regresaba a su sitio. ¡Éste era elseñor Elton! ¡El afectuoso, el amable, el atentoseñor Elton! Por un momento miró a su alrede-dor; el vicario había ido en busca del señorKnightley, a poca distancia de ella, y estabaintentado trabar conversación con él mientrascambiaba sonrisas de triunfo con su esposa.

No quiso seguir mirando; estaba indignada ytemía que el color de su cara delatase sus sen-timientos.

Poco después lo que vio le hizo brincar el co-razón de alegría; ¡el señor Knightley sacaba abailar a Harriet! Nunca había tenido una sor-presa tan grande y pocas veces tan jubilosa co-mo en aquel momento. Estaba llena de contentoy de gratitud, tanto por Harriet como por ellamisma, y deseaba ardientemente darle las gra-cias a él; y aunque estaban demasiado lejos pa-ra poderse hablar, cuando sus miradas volvie-ron a cruzarse, los ojos de Emma eran ya sufi-cientemente elocuentes.

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Tal como ella había imaginado, el señorKnightley bailaba magníficamente bien; yHarriet hubiera podido parecer casi demasiadofeliz de no haber sido por la penosa escena quese había desarrollado poco antes, y por la ex-presión de placer absoluto y de perfecta com-prensión de la distinción que se le había hecho,que se leía en' su alegre rostro. Aquello nohabía sido en vano, Harriet estaba más contentaque nunca y se deslizaba por entre las parejasen medio de una continua sucesión de sonrisas.

El señor Elton se había retirado a la sala dejuego, con la sensación (según confiaba Emma)de haber hecho el ridículo; Emma no le consi-deraba tan insensible como su esposa, a pesarde que se estaba volviendo como ella; ella ex-presó su opinión, comentando en voz alta consu pareja:

-¡Knightley se ha compadecido de la pobreseñorita Smith! ¡Tiene tan buen corazón!

Se anunció la cena y todos se dispusieron adirigirse hacia el comedor; y desde aquel mo-

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mento, y hasta que se sentó a la mesa y cogió sucuchara, sin ninguna interrupción sólo se oyóhablar a la señorita Bates.

-¡Jane, Jane, querida Jane! ¿Dónde estás? Aquítienes una palatina.17 La señora Weston diceque por favor te pongas su palatina. Dice quetiene miedo que haya corriente de aire en elpasillo, aunque se haya hecho todo lo posiblepara procurar... Han clavado una puerta... Yhan puesto muchos burletes... Querida Jane,¡tienes que ponértela! Señor Churchill... ¡Oh,qué amable es usted! Muchas gracias por ayu-darle... ¡Muy agradecida! ¡Qué baile más deli-cioso!, ¿verdad? Sí, querida, como ya te habíadicho, he salido un momento para ir a casa yayudar a la abuelita a acostarse... y he vuelto enseguida, y nadie me ha echado de menos... Mehe ido sin decir una palabra a nadie, como ya te

17 «Palatina» stippet»: «Especie de corbata ancha,de plumas o pieles, que usaban las mujeres comoabrigo» (J. Casares).

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dije que lo haría. La abuelita se encuentra muybien, ha pasado una velada encantadora con elseñor Woodhouse; han estado charlando mu-cho y han jugado al chaquete... Antes de que sefuera sirvieron el té allí mismo, con galletas,manzanas asadas y vino; en algunas partidasha tenido una suerte loca; y me ha hecho mu-chas preguntas sobre ti, si te divertías y conquién bailabas. «¡Oh!», le he dicho yo, «no pue-do adivinar lo que va a hacer Jane; cuando yome he ido estaba bailando con el señor GeorgeOtway; mañana ella misma te lo contará todo;su primera pareja ha sido el señor Elton, perono sé quién será la próxima, tal vez el señorWilliam Cox». ¡Por Dios, oh, qué amable esusted! ¿De veras no prefiere dar el brazo a nin-guna otra señora? No soy una inválida... ¡Oh, esusted tan amable! ¡Vaya, Jane en un brazo y yoen el otro! ¡Alto, alto, no vayamos tan aprisaque viene la señora Elton! ¡Querida señora El-ton, qué elegante está usted! ¡Qué encajes másbonitos! Ahora entraremos todos detrás de us-

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ted, que es la reina de la fiesta... Bueno, ya es-tamos en el corredor. Dos escalones, Jane, cui-dado con los dos escalones. ¡Oh, no, sólo hayuno! Bueno, pues yo estaba convencida de quehabía dos. ¡Qué raro! Yo estaba segura de quehabía dos y sólo hay uno... ¡Oh! Nunca se habíavisto nada igual en comodidad y en distin-ción... ¡Velas por todas partes! Te estabahablando de la abuelita, Jane... Sólo ha tenidouna pequeña decepción... Las manzanas asadasy las galletas eran excelentes, ¿sabes?; pero paraempezar sirvieron un delicioso fricasé de mo-llejas de ternera con espárragos, y el bueno delseñor Woodhouse opinó que los espárragos noestaban bien hervidos e hizo que se los volvie-ran a llevar. Pero, claro, a la abuelita no haynada que le guste tanto como las mollejas deternera con espárragos... o sea que se quedó unpoco decepcionada... pero lo que acordamosfue que no se lo diríamos a nadie para que nollegue a oídos de la querida señorita Woodhou-se, que se llevaría un disgusto si lo supiera...

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¡Vaya! ¡Eso sí que es...! ¡Estoy deslumbrada!¡Nunca hubiera podido imaginarme...! ¡Quéelegancia y qué lujo...! No había visto nada pa-recido desde... Bueno, ¿y dónde nos sentamos?¿Dónde nos sentamos? En cualquier sitio, contal de que Jane no tenga corriente de aire. A míme da igual sentarme en un sitio o en otro. ¡Ah!¿Me aconseja usted este sitio? Bueno, entoncesseñor Churchill... sólo que me parece demasia-do bueno... pero, en fin, como usted quiera... Loque usted mande en esta casa no puede estarmal hecho. Jane, querida, ¿cómo vamos a acor-darnos después ni de la mitad de los platospara contárselo a la abuelita? ¡Incluso sopa!¡Santo Cielo! No tendrían que haberme servidotan pronto... pero huele tan maravillosamenteque no puedo resistir la tentación de probarla.

Emma no tuvo oportunidad de hablar con elseñor Knightley hasta que terminó la cena; perocuando volvieron a reunirse de nuevo en la salade baile, sus ojos le invitaron de un modo irre-sistible a acercársele y a recibir su gratitud. Él

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censuró duramente la conducta del señor Elton;había sido una grosería imperdonable; y lasmiradas de la señora Elton su parte correspon-diente de reprobación.

-Se proponían algo más que humillar aHarriet -dijo él-. Emma, ¿por qué se han con-vertido en enemigos de usted?

Él la miraba sonriendo, como queriendo pe-netrar en sus pensamientos; y al no recibir res-puesta añadió:

-Sospecho que ella no tiene motivos para es-tar enfadada con usted, aunque él sí los tenga...Ya sé que no va a aclararme nada de esta supo-sición mía... Pero, Emma, confiese que ustedquería casarlo con Harriet.

-Sí, lo confieso -replicó Emma- y no puedenperdonármelo.

El señor Knightley sacudió la cabeza; perosonreía indulgentemente y se limitó a decir:

-No voy a reñirla. La dejo con sus reflexiones.-¿Puede usted tener una idea tan halagadora

de mí? ¿Cree que mi vanidad puede permitir

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que me dé cuenta de que me equivoco? -Suvanidad no, pero sí su sinceridad. Si una cosa laempuja a equivocarse, la otra la obliga a reco-nocer su error.

-Reconozco haberme equivocado completa-mente con el señor Elton. Hay una mezquindaden él que yo no supe descubrir y que usted síadvirtió; y yo estaba plenamente convencida deque estaba enamorado de Harriet... ¡Toda unaserie de grandes errores!

-Correspondiendo a su sinceridad, tengo quedecirle para ser justo con usted, que le habíaelegido una esposa mucho mejor de lo que él hasabido elegirla... Harriet Smith tiene cualidadesespléndidas de las que la señora Elton carece enabsoluto. Es una muchacha sin pretensiones,sencilla, sin ningún artificio... como para quecualquier hombre de buen criterio y de buengusto la prefiera cien veces más a una mujercomo la señora Elton. La conversación deHarriet me ha parecido más agradable de loque yo esperaba.

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Emma se sentía muy agradecida... Les inte-rrumpió el revuelo que causaba el señor Wes-ton al llamar a todos para reemprender el baile.

-¡Señorita Woodhouse, señorita Otway, seño-rita Faírfax, vengan! ¿Qué están haciendo? Va-mos, Emma, dé usted el ejemplo a sus compa-ñeras. ¡Oh, qué perezosos! ¡Todo el mundo estádormido!

-Yo estoy a punto -dijo Emma- cuando quie-ran pueden sacarme a bailar.

-¿Con quién va a bailar? -preguntó el señorKnightley.

Ella vaciló un momento y luego replicó:-Con usted, si me lo pide.-¿Me concede este honor? -le preguntó, ofre-

ciéndole su brazo.-Desde luego. Usted ha demostrado que sabe

bailar; y ya sabe que no somos hermanos, o seaque no formamos una pareja nada impropia.

-¿Hermanos? No, desde luego que no.

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CAPÍTULO XXXIX

ESTA pequeña explicación con el señorKnightley dejó muy satisfecha a Emma. Erauno de los recuerdos más agradables del baile,que al día siguiente por la mañana, paseandopor el césped, la joven evocaba complacida-mente... Se alegraba mucho de que estuviesentan de acuerdo respecto a los Elton, y de quesus opiniones sobre marido y mujer fuesen tanparecidas; por otra parte, su elogio de Harriet,las concesiones que había hecho en favor suyoeran particularmente de agradecer. La imperti-nencia de los Elton, que por unos momentoshabía amenazado con estropearle el resto de lavelada, había dado ocasión a que tuviese lamayor alegría de la fiesta; y Emma preveía otrabuena consecuencia... la curación del enamo-ramiento de Harriet... Por la manera en que éstale habló de lo ocurrido antes de que salieran dela sala de baile, deducía que habían grandesesperanzas... Daba la impresión de que hubiese

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abierto súbitamente los ojos, de que fuese yacapaz de ver que el señor Elton no era el sersuperior que ella había creído. La fiebre habíapasado, y Emma no podía abrigar muchos te-mores de que el pulso volviera a acelerarse anteuna actitud tan insultantemente descortés. Con-fiaba en que las malas intenciones de los Eltonproporcionarían todas las situaciones de me-nosprecio voluntario que más tarde fuesen ne-cesarias... Harriet más razonable, Frank Chur-chill no tan enamorado, y el señor Knightley sinquerer disputar con ella... ¡qué verano tan felizle esperaba...!

Aquella mañana no vería a Frank Churchill.Él le había dicho que no podría detenerse enHartfield porque tenía que estar de regresohacia el mediodía. Emma no lo lamentaba.

Después de haber reflexionado detenidamen-te sobre todo eso y de haber puesto en ordensus ideas, se disponía a volver a la casa con elánimo avivado por las exigencias de los dospequeños (y del abuelito de éstos), cuando vio

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que se abría la gran verja de hierro y que entra-ban en el jardín dos personas, las personas quemenos hubiera podido esperar ver juntas...Frank Churchill llevando del brazo a Harriet...¡a Harriet en persona! En seguida se dio cuentade que había ocurrido algo anormal. Harrietestaba muy pálida y asustada, y su acompañan-te intentaba darle ánimos... La verja de hierro yla puerta de entrada de la casa no estaban sepa-radas por más de veinte yardas; los tres no tar-daron en hallarse reunidos en la sala, y Harrietinmediatamente se desvaneció en un sillón.

Cuando una joven se desvanece hay quehacer que vuelva en sí; luego tienen que contes-tarse una serie de preguntas y explicarse unaserie de cosas que se ignoran. Estas situacionesson muy emocionantes, pero su incertidumbreno puede prolongarse por mucho tiempo. Po-cos minutos bastaron a Emma para enterarse detodo lo sucedido.

La señorita Smith y la señorita Bickerton, otrade las pensionistas de la señora Goddard, que

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también había asistido al baile, habían salido adar una vuelta y habían echado a andar por uncamino... el camino de Richmond, que aunqueen apariencia era lo suficientemente frecuenta-do para que se considerase seguro, les habíadado un gran susto... A una media milla deHighbury, el camino formaba un brusco recodosombreado por grandes olmos que crecían aambos lados, y durante un considerable trechose convertía en un lugar muy solitario; y cuan-do las jóvenes ya habían avanzado bastante, depronto advirtieron a poca distancia de ellas, enun ancho claro cubierto de hierba que había auno de los lados del camino, una caravana degitanos. Un niño que estaba apostado allí paravigilar, se dirigió hacia ellas para pedirles li-mosna; y la señorita Bickerton, mortalmenteasustada, dio un gran chillido, y gritando aHarriet que la siguiera trepó rápidamente porun terraplén empinado, franqueó un pequeñoseto que había en la parte superior y tomandoun atajo volvió a Highbury todo lo aprisa que

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pudo. Pero la pobre Harriet no pudo seguirla.Después del baile se había resentido de fuertescalambres, y cuando intentó trepar por el terra-plén volvió a sentirlos con tanta intensidad quese vio incapaz de dar un paso más... y en estasituación, presa de un extraordinario pánico, sevio obligada a quedarse donde estaba.

Cómo se hubieran comportado los vagabun-dos si las jóvenes hubiesen sido más valerosasnunca podrá saberse; pero una invitación comoaquella a que las atacaran no podía ser des-atendida; y Harriet no tardó en verse asaltadapor media docena de chiquillos capitaneadospor una fornida mujer y por un muchacho yamayor, en medio de un gran griterío y de mira-das amenazadoras, aunque sin que sus palabraslo fueran... Cada vez más asustada inmediata-mente les ofreció dinero, y sacando su bolso lesdio un chelín, y les suplicó que no le pidieranmás y que no la maltrataran... Para entonces sevio ya con fuerzas para andar, aunque muylentamente, y empezó a retroceder... pero su

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terror y su bolso eran demasiado tentadores, ytodo el grupo fue siguiéndola, o mejor dicho,rodeándola, pidiéndole más.

En esta situación la encontró Frank Churchill,ella temblando de miedo y suplicándoles, ellosgritando cada vez con más insolencia. Por unafeliz casualidad, Frank había retrasado su par-tida de Highbury lo suficiente como para poderacudir en su ayuda en aquel momento crítico.Aquella mañana la bonanza del tiempo le habíamovido a salir de su casa andando y a hacerque sus caballos fueran a buscarle por otro ca-mino a una milla o dos de Highbury... y comola noche anterior había pedido prestadas unastijeras a la señorita Bates y había olvidado de-volvérselas, se vio forzado a pasar por su casa yentrar por unos minutos; de modo que em-prendió la marcha más tarde de lo que habíaimaginado; y como iba a pie no fue visto porlos gitanos hasta que estuvo ya muy cerca deellos. El terror que la mujer y el muchachohabían estado inspirando a Harriet, entonces

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les sobrecogió a ellos mismos; la presencia deljoven les hizo huir despavoridos; y Harrietapoyándose en seguida en su brazo y apenassin poder hablar, tuvo fuerzas suficientes parallegar a Hartfield antes de caer desvanecida.Fue idea de él el llevarla a Hartfield; no se lehabía ocurrido ningún otro lugar.

Ésta era toda la historia... lo que él, y luegoHarriet, apenas hubo recobrado el sentido, lecontaron... El joven, una vez hubo visto que yase encontraba mejor, declaró que no podía que-darse por más tiempo; todos aquellos retrasosno le permitían perder ni un minuto más; ydespués de que Emma le hubo prometido quela dejaría sana y salva en casa de la señoraGoddard, y que avisaría al señor Knightley dela presencia de los gitanos por aquellos contor-nos, él se fue entre las mayores muestras deagradecimiento de Emma, tanto por su amigacomo por ella misma.

Una aventura como aquélla... un apuesto jo-ven y una linda muchacha encontrándose en un

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lance como aquél, no podía por menos de suge-rir ciertas ideas al corazón más insensible y a lamente menos fantasiosa. Por lo menos eso eralo que pensaba Emma. ¿Cómo era posible queun lingüista, un gramático, incluso un matemá-tico, hubiesen visto lo que ella, hubiesen pre-senciado la llegada de los dos juntos y oído elrelato de su historia, sin pensar que las circuns-tancias habían hecho que los protagonistas delhecho tenían que sentirse particularmente inte-resados el uno por el otro? ¡Cuánto más ella contoda su imaginación! ¿Cómo no iba a estar co-mo sobre ascuas, haciendo proyectos y pre-viendo acontecimientos? Sobre todo teniendoen cuenta que encontraba el terreno abonadopor las suposiciones que había hecho de ante-mano.

Realmente había sido un suceso de lo más ex-traordinario... A ninguna joven del lugar lehabía ocurrido nunca nada parecido, al menosque ella recordase; ningún encuentro comoéste, ningún susto de este género; y ahora le

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ocurría a una persona determinada y a unahora determinada, precisamente cuando otrapersona daba la casualidad de que pasaba porallí y que tenía ocasión de salvarla... ¡Cierta-mente algo extraordinario! Y conociendo comoella conocía el favorable estado de ánimo deambos en aquellos días, todavía la dejaba másasombrada. Él estaba deseando ahogar su afec-to por Emma, ella apenas empezaba a recupe-rarse de su enamoramiento por el señor Elton.Parecía como si todo contribuyese a prometerlas consecuencias más interesantes. No era po-sible que aquel encuentro no hiciese que ambosse sintieran mutuamente atraídos...

En la breve conversación que había sostenidocon él, mientras Harriet aún estaba medio in-consciente, Frank Churchill le había habladodel terror de la muchacha, de su candidez, de laemoción con que se había cogido a su brazo yapoyado en él de un modo que le mostraba a lavez halagado y complacido; y al final despuésde que Harriet hubiera hecho su relato, él ex-

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presó en los términos más exaltados su indig-nación ante la increíble imprudencia de la seño-rita Bickerton. Sin embargo, todo iba a discurrirpor sus cauces naturales, sin que nadie intervi-niera ni ayudase. Ella no daría ni un paso, noharía ni una insinuación. No hacía daño a nadieteniendo proyectos, simples proyectos pasivos.Aquello no era más que un deseo. Por nada delmundo accedería a hacer nada más.

La primera intención de Emma fue procurarque su padre no se enterara de lo que habíaocurrido... para evitarle la inquietud y el susto;pero no tardó en darse cuenta de que ocultarloera algo imposible. Al cabo de media hora todoHighbury lo sabía. Era un acontecimiento delos que apasionan a los más aficionados ahablar, a los jóvenes y a los criados; y toda lajuventud y toda la servidumbre del lugar notardaron en poder disfrutar de noticias emo-cionantes. El baile de la noche anterior parecíahaber quedado eclipsado ante lo de los gitanos.El pobre señor Woodhouse se quedó temblan-

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do, y tal como Emma había supuesto no setranquilizó hasta haberles hecho prometer quenunca más se arriesgarían a pasar del plantío.Pero le consoló bastante el que fueran muchoslos que vinieran a interesarse por el y por laseñorita Woodhouse (porque sus vecinos sabí-an que le encantaba que se interesasen por él), ytambién por la señorita Smith, durante todo elresto del día; y se daba el placer de contestarque nadie de ellos estaba muy bien, lo cual,aunque no era exactamente cierto, ya queEmma se encontraba perfectamente y Harrietcasi también, nunca era desmentido por su hija.En general la salud de Emma no armonizaba enabsoluto con los temores de su padre, ya queraras veces sabía lo que era encontrarse mal;pero si él no le inventaba una enfermedad, elseñor Woodhouse no podía hablar de su hija.

Los gitanos no esperaron a que la justicia en-trara en acción, y levantaron el campo en unabrir y cerrar de ojos. Las jóvenes de Highburypodían volver a pasear con toda seguridad an-

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tes de que empezaran a tener pánico, y toda lahistoria pronto degeneró en un suceso de pocaimportancia... excepto para Emma y para sussobrinos; en la imaginación de ella seguía sien-do un acontecimiento, y Henry y John pregun-taban cada día por la historia de Harriet y delos gitanos, y corregían tenazmente a su tía, siésta alteraba el menor de los detalles con res-pecto al relato que les había hecho en un prin-cipio.

CAPÍTULO XL

HABÍAN transcurrido muy pocos días des-pués de esta aventura cuando Harriet se pre-sentó una mañana en casa de Emma, llevandoun paquetito en la mano, y después de sentarsey de vacilar empezó diciendo:

-Emma... si tienes tiempo... quisiera decirteuna cosa... tengo que hacerte una especie deconfesión... luego, ya habrá pasado, ¿sabes?

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Emma quedó bastante sorprendida, pero lerogó que hablara. La actitud de Harriet era tangrave que la predispuso tanto como sus pala-bras a escuchar algo fuera de lo común.

-Es mi deber, y estoy segura de que tambiénes mi deseo -continuó-, no ocultarte nada deesta cuestión. Como, en cierto modo, y para suer-te mía, mis sentimientos han cambiado, meparece bien que tú tengas la satisfacción de sa-berlo. No quiero decir más de lo que es necesa-rio... Estoy demasiado avergonzada de haber-me dejado llevar tanto por mi corazón, y estoysegura de que tú me comprendes.

-Claro -dijo Emma-, claro que te comprendo.-¡Cómo he podido imaginarme durante tanto

tiempo...! -exclamó Harriet con exaltación-. ¡Meparece una locura! Ahora no sé ver en él nadaextraordinario... Me da igual verle o no verle...aunque entre las dos cosas prefiero no verle...bueno, la verdad es que daría cualquier rodeo,por largo que fuera, para no tropezar con él...Pero no tengo ninguna envidia de su mujer; ni

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la admiro ni la envidio, como antes hacía... Su-pongo que es encantadora y todo eso, pero meparece de muy mal carácter y muy desagrada-ble. Nunca olvidaré su actitud de la otra no-che... Sin embargo, te aseguro, Emma, que no ledeseo ningún mal... No, que sean muy feliceslos dos juntos, yo no volveré a sentirme desgra-ciada por esto. Y para convencerte de que teestoy diciendo la verdad, ahora mismo voy adestruir... lo que ya hubiese debido destruirhace mucho tiempo... lo que nunca debierahaber guardado... lo sé muy bien... -ruborizándose mientras hablaba-. Pero ahora lodestruiré todo... y quisiera hacerlo en presenciatuya, para que veas lo razonable que me hevuelto. ¿No advinas lo que contiene este paque-te? -preguntó adoptando un aire muy serio.

-No, no tengo la menor idea. ¿Es que algunavez te regaló alguna cosa?

-No... no puedo llamar a eso regalos; pero soncosas que para mí han tenido mucho valor.

Le tendió el paquete y Emma leyó escritas en-

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cima del papel las palabras Mis tesoros más pre-ciados. Aquello le despertó una gran curiosidad.Harriet desenvolvió el paquete mientras suamiga lo miraba con impaciencia. Envuelta enabundante papel de plata había una linda cajitade Tunbridge que Harriet abrió; la cajita estabaforrada de un algodón muy suave; pero, excep-to el algodón, Emma sólo veía un trocito detafetán inglés.

-Ahora -dijo Harriet- supongo que te acorda-rás de esto.

-Pues no, la verdad es que no me acuerdo.-¡Querida! Casi me parece imposible que

hayas podido olvidar lo que ocurrió en estamisma habitación con el tafetán una de las úl-timas veces en que nos vimos aquí... Fue muypocos días antes de que yo tuviera aquella in-flamación de la garganta... muy poco antes deque llegaran el señor John Kníghtley y su espo-sa... creo que fue aquella misma tarde... ¿No teacuerdas de que se hizo un corte en el dedo consu nuevo cortaplumas y que tú le aconsejaste

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que se pusiera tafetán? Pero como tú no lleva-bas encima y sabías que yo sí llevaba, me pedis-te que se lo diera; y entonces yo saqué el mío yle corté un trocito; pero era demasiado grandey él lo recortó un poco y estuvo jugando con elque había sobrado antes de devolvérmelo. Yentonces yo, tonta de mí, no pude evitar consi-derarlo como un tesoro... y lo puse aquí, paraque no lo usara nadie, y de vez en cuando lomiraba como si fuese un regalo suyo.

-¡Harriet de mi alma! -exclamó Emma cu-briéndose la cara con una mano y levantándo-se-. ¡No sabes cómo me has hecho avergonzar!¿Si me acuerdo? Claro, claro que me acuerdo detodo; de todo menos de que tú guardaras esareliquia... hasta ahora no había sabido nada deeso... ¡Pero de cuando se hizo el corte en el de-do, y yo le aconsejé tafetán inglés y le dije queno llevaba encima! ¡Ay, si me acuerdo! ¡Peca-dos míos! ¡Y tanto tafetán como llevaba yo en elbolsillo! ¡Una de mis estúpidas mañas! Merezcotener que estar ruborizándome durante todo el

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resto de mi vida... Bueno... -volviéndose a sen-tar-. Sigue... ¿Qué más?

-¿De veras que entonces llevabas en el bolsi-llo? Pues te aseguro que no sospeché nada, lohiciste con mucha naturalidad.

-Y entonces tú guardaste este trozo de tafetáncomo recuerdo suyo -dijo Emma, recobrándosede su sensación de vergüenza, entre asombraday divertida.

Y luego añadió para sus adentros:«¡Santo Cielo! ¡Cuándo se me hubiera ocurri-

do a mí guardar en algodón un tafetán queFrank Churchill hubiera manejado! Nuncahubiera sido capaz de una cosa así.»

-Aquí -siguió Harriet, volviendo a su cajita-,aquí hay algo aún más valioso, quiero decir queha sido aún más valioso, porque es algo que fuesuyo, y el tafetán no lo fue.

Emma sentía una gran curiosidad por ver estetesoro aún más preciado. Se trataba de la puntade un lápiz viejo... el extremo que ya no tienemina.

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-Esto fue suyo de veras -dijo Harriet-. ¿No re-cuerdas aquella mañana? No, supongo que note acordarás. Pero una mañana... he olvidadoexactamente qué día era... pero debió ser elmartes o el miércoles antes de aquella tarde, que-ría apuntar una cosa en su libro de notas; eraalgo referente a la cerveza de pruche.18 El señorKnightley le había estado contando cómo sepodía hacer, y él quería anotárselo; pero cuan-do sacó el lápiz le quedaba tan poca mina, queal sacarle punta en seguida la acabó, y ya no leservía, y entonces tú le prestaste otro, y éste lodejó encima de la mesa como para que lo tira-ran. Pero yo me fijé; y cuando me atreví ahacerlo, lo cogí y desde aquel momento nuncamás me he separado de él.

-Sí, ya recuerdo -exclamó Emma-, lo recuerdo

18 Spruce-beer, una clase de cerveza que se obtienetiñendo o aromatizando la cerveza común con losbotones del llamado «abeto falso o negro», »spruce»en inglés.

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perfectamente... Hablaban de cerveza de pru-che... ¡Oh, sí! El señor Knightley y yo decíamosque nos gustaba, y el señor Elton parecía em-peñado en que le gustara también. Lo recuerdoperfectamente... Espera... El señor Knightleyestaba sentado allí, ¿verdad? Me parece recor-dar que estaba sentado exactamente allí.

-¡Ah! Pues no lo sé. No puedo acordarme... Esraro, pero no puedo acordarme... Lo que re-cuerdo es que el señor Elton estaba sentadoaquí casi en el mismo sitio en que estoy yo aho-ra.

-Bueno, sigue.-¡Oh! Eso es todo. No tengo nada más que en-

señarte ni que decirte... excepto que ahoramismo voy a echar al fuego las dos cosas, yquiero que veas cómo lo hago.

-¡Mi pobre Harriet! ¿De verdad has sido felizguardando esto como un tesoro?

-Sí... ¡Ah, qué tonta he sido! Pero ahora me damucha vergüenza, y quisiera olvidarlo tan fá-cilmente como voy a quemar esto. Hice muy

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mal, ¿sabes?, de guardar esos recuerdos des-pués de que él ya se había casado. Yo ya sabíaque hacía mal... pero no tenía valor para sepa-rarme de ellos.

-Pero, Harriet, ¿crees que es necesario quemarel tafetán inglés? Del trozo de lápiz no tengonada que decir, pero el tafetán aún puede serútil.

-Seré más feliz si lo quemo -replicó Harriet-.Me trae recuerdos desagradables. Tengo quelibrarme de todo esto... Allá va... Gracias aDios... Por fin terminamos con el señor Elton...

«¿Y cuándo -pensó Emma- empezaremos conel señor Churchill?»

No tardó mucho en tener motivos para pen-sar que la cosa ya había empezado, y confió enque los gitanos, aunque no le hubieran dicho labuenaventura, hubieran contribuido a dar ven-tura a Harriet... Al cabo de unas dos semanasdespués de aquel susto tuvieron una ex-plicación que dejó las cosas claras, explicaciónque tuvo lugar sin que ninguna de las dos se lo

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propusiera. En aquel momento Emma estabalejos de pensar en aquello, lo cual le hizo consi-derar la información que recibió como muchomás valiosa. Ella se limitó a decir en el curso deuna charla sin ninguna importancia:

-Bueno, Harriet, cuando llegue el momentode casarte yo ya te daré consejos.

Y no volvió a pensar más en aquello hastaque después de un minuto de silencio oyó decira Harriet en un tono muy serio:

-Yo no me casaré.Emma la miró, e inmediatamente se dio cuen-

ta de qué se trataba; y después de dudar unmomento acerca de si era mejor no hacer co-mentarios, dijo:

-¿Que no te casarás? ¡Vaya! Ésa es una deci-sión nueva.

-Sí, pero no volveré a cambiar de opinión.Su amiga, después de una breve vacilación,

dijo:-Espero que esto no sea por... Supongo que no

es un cumplido al señor Elton...

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-¡El señor Elton! -exclamó Harriet indignada-.¡Oh, no!

Y murmuró algo de lo que Emma sólo pudoentender las palabras «¡... tan superior al señorElton! »

Entonces se tomó más tiempo para reflexio-nar. ¿No debía decir nada más? ¿Debía guardarsilencio y aparentar que no sospechaba nada?Tal vez entonces Harriet creyera que sentíapoco interés por ella o que estaba enfadada; otal vez si guardaba un silencio absoluto sólolograría que Harriet le pidiera que recibiesemás confidencias de las que quería recibir; yEmma estaba dispuesta a evitar que de ahoraen adelante hubiese una confianza tan extremaentre ellas, tanta franqueza y un cambio tanfrecuente de opiniones y esperanzas... Le pa-reció que sería mejor para ella decir y saber enseguida todo lo que quería decir y saber. Lomás sencillo era siempre lo mejor. Se fijó deantemano los límites que no debía sobrepasar,en ningún aspecto. Y pensó que ambas queda-

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rían más tranquilas, si Emma podía exponerinmediatamente sus sensatos juicios. Estaba,pues, decidida, y empezó:

-Harriet, no voy a pretender que no sé lo quequieres decir. Tu decisión, o mejor dicho, laprobabilidad que crees ver de que nunca tecases, se debe a que crees que la persona aquien tú podrías preferir está tan por encima deti que no va a pensar en la señorita Smith. ¿Noes eso?

-¡Oh, Emma, créeme! No soy tan vanidosaque suponga... ¡No estoy tan loca, desde luego!Pero para mí es un placer admirarle a distan-cia... y pensar en lo infinitamente superior quees a todo el resto del mundo, con la gratitud, laadmiración y la veneración que se le debe, so-bre todo yo.

-No me sorprende en absoluto, Harriet; el fa-vor que te hizo bastaba para conmover tu cora-zón.

-¡Oh, calla! Fue algo que nunca podré pagar-le... Cada vez que lo recuerdo, y todo lo que

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sentí en aquel momento... cuando vi que se meacercaba... con aquel aspecto tan noble... y yotan insignificante, tan desamparada... ¡Cómocambió todo! ¡En un momento cómo cambiótodo! ¡Del abandono más total a la mayor de lasfelicidades!

-Es muy natural. Es muy natural, y es algoque te honra... Sí, que te honra, eso creo yo, alelegir tan bien y con tanta gratitud... Pero siesta predilección será correspondida, eso ya nopuedo asegurártelo. No te aconsejo que te dejesllevar por tus sentimientos, Harriet. No tengoninguna seguridad de que seas correspondida.Piensa en quién eres. Quizá sería más sensatooponerte a esta inclinación mientras te sea po-sible; pero no te dejes llevar en modo algunopor tu corazón, a menos de que estés convenci-da de que él se interesa por ti. Obsérvale. Dejaque sea su proceder el que guíe tus sensaciones.Te digo ahora que seas precavida, porque nun-ca más volveré a hablar contigo de esta cues-tión. Estoy decidida a no volver a mezclarme en

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ningún caso de ésos. A partir de este momentoyo no sé nada de esto. No pronuncies ningúnnombre. Antes hacíamos muy mal; ahora sere-mos más precavidas... Él está por encima de ti,de eso no hay duda, y parece que hay inconve-nientes y obstáculos muy serios; pero, a pesarde todo, Harriet, cosas más difíciles han ocurri-do, matrimonios más desiguales han llegado acelebrarse. Pero ten cuidado contigo misma; noquisiera que te entusiasmaras; a pesar de todo,termine como termine, ten la seguridad de quehaber pensado en él es una señal de buen gustoque yo siempre sabré apreciar.

Harriet besó su mano, como muestra de grati-tud silenciosa y sumisa. Emma cada vez estabamás convencida de que aquel enamoramientono podía perjudicar a su amiga. Era algo quesólo podía conducirle a elevar su espíritu y arefinarlo... y que debía salvarla del peligro decualquier enlace de categoría inferior a la suya.

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CAPÍTULO XLI

EN este estado de cosas, por lo que se refierea proyectos, esperanzas y relaciones mutuas,empezó el mes de junio en Hartfield. En High-bury en general no hubo ningún cambio con-creto. Los Elton seguían hablando de la visitaque iban a hacerles los Suckling, y del uso queharían de su landó, y Jane Fairfax se hallabaaún en casa de su abuela; y como el regreso deIrlanda de los Campbell volvió a aplazarse, y sefijó la fecha de su vuelta, en vez de para me-diados de verano para el mes de agosto, eraprobable que Jane se quedase en el pueblo dosmeses más, con tal de que pudiera contrarrestarla actividad que la señora Elton estaba desarro-llando para ayudarla, y salvarse de verse obli-gada a aceptar a toda prisa un magnífico em-pleo contra su voluntad.

El señor Knightley que, por algún motivo quesólo él conocía, desde el primer momento habíademostrado sentir una profunda aversión por

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Frank Churchill, cada vez la sentía mayor. Em-pezó a sospechar que el joven, al cortejar aEmma hacía un doble juego. Que cortejaba aEmma era algo indiscutible. Todo lo demostra-ba; las atenciones que le dedicaba, las insinua-ciones de su padre, la significativa reserva desu madrasta; todo coincidía; palabras, conduc-ta, discreción e indiscreción, todo apuntabahacia lo mismo. Pero mientras tantas personasle consideraban interesado por Emma, y lapropia Emma le creía interesado por Harriet, elseñor Knightley empezó a sospechar que eljoven tenía cierta inclinación por Jane Fairfax.No podía comprenderlo; pero había indicios deque entre los dos pasaba algo... por lo menosasí se lo parecía... indicios de que él la admira-ba... Y después de haber observado sus reac-ciones, el señor Knightley, aun proponiéndoseevitar a toda costa el exceso de imaginación queinducía a Emma a cometer tantos errores, nopudo por menos de admitir que sus su-posiciones no eran totalmente equivocadas. Ella

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no estaba presente la primera vez que se des-pertaron sus sospechas. Fue en casa de los El-ton, durante una comida a la que habían invi-tado a la familia de Randalls y a Jane; y habíasorprendido miradas, más de una mirada diri-gida a la señorita Fairfax, que en un admiradorde la señorita Woodhouse parecía algo incon-gruente. En la siguiente ocasión en que coin-cidieron no pudo por menos de recordar lo quehabía visto la otra vez; ni evitar el observar de-talles que, a menos de creerse como Cowper,soñando junto a su chimenea a la caída de latarde,

Creándome yo mismo las visiones

forzosamente tenían que reafirmarle en lasospecha de que había una relación oculta, unasecreta inteligencia entre Frank Churchill y Ja-ne.

Cierto día después de comer el señor Knigh-tley salió a pasear, y decidió hacer una visita a

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Hartfield, como solía hacer muy a menudo;encontró a Emma y a Harriet que se disponíantambién a dar un paseo; él las acompañó, y alregresar se encontraron con un grupo muchomás numeroso que al igual que ellos habíanconsiderado más prudente salir a hacer un pocode ejercicio a primera hora de la tarde, ya que eltiempo amenazaba lluvia; se trataba del señor yde la señora Weston, y de su hijo, y de la seño-rita Bates y de su sobrina, que se habían encon-trado por casualidad. Cuando llegaron todosjuntos ante la verja de Hartfield, Emma, quesabía que éstas eran exactamente la clase devisitas que le gustaban a su padre, insistió enque todos entraran y tomaran el té con él. Elgrupo de Randalls accedió inmediatamente;después de un discurso francamente largo de laseñorita Bates, a quien muy pocas personasprestaron atención, también ella consideró po-sible aceptar la amabilísima invitación que leshacía la señorita Woodhouse.

Cuando atravesaban el jardín pasó cerca de

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allí el señor Perry a caballo, y los caballeroshicieron algunos comentarios acerca de sumontura.

-Por cierto -dijo inmediatamente Frank Chur-chill dirigiéndose a la señora Weston-, ¿sigueteniendo intenciones de comprarse un coche elseñor Perry?

La señora Weston pareció muy sorprendida,y dijo: -No sabía nada de esas intenciones.

-Por Dios, pero si fue usted quien me lo dijo.Me lo decía en una carta hace unos tres meses.

-¿Yo? ¡Imposible!-Sí, sí, seguro. Lo recuerdo perfectamente. Us-

ted lo mencionaba como algo inminente. Laseñora Perry se lo había dicho a alguien, y esta-ba muy contenta. Usted decía que había sidoella quien le había convencido, porque opinabaque cuando hacía mal tiempo era muy expuestohacer las visitas a caballo. ¿Todavía no lo re-cuerda?

-¡Te prometo que es la primera vez que oigohablar de ese asunto!

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-¿La primera vez? ¿De veras? ¡Santo Cielo!Entonces, ¿cómo lo sé yo? Debo de haberlo so-ñado... Pero estaba completamente conven-cido... Señorita Smith, tengo la sensación de queestá usted cansada. Supongo que se alegrará deestar ya en casa después de tanto andar.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? -exclamó el señorWeston-. ¿Qué decíais de Perry y de un coche?Frank, ¿va a comprarse un coche Perry? Nosabes lo que me alegro. Te lo ha dicho él mis-mo, ¿no?

-Pues no -replicó su hijo riendo-. Parece serque no me lo ha dicho nadie... ¡Qué raro! Yo, laverdad es que estaba convencido de que la se-ñora Weston lo había mencionado en una de lascartas que me escribía a Enscombe, hace mu-chas semanas, dándome todos esos detalles...pero como ella dice que es la primera vez queoye hablar de eso, no hay otra explicación quela de que lo he soñado. Yo sueño mucho. Sueñocon todo el mundo de Highbury cuando estoylejos de aquí... y cuando ya he terminado con

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todos mis amigos íntimos, entonces empiezo asoñar con el señor y la señora Perry.

-Sí que es extraño -comentó su padre- quehayas tenido un sueño tan lógico y tan verosí-mil sobre gente en la que no es probable quepienses mucho en Enscombe. ¡Perry que secompra un coche! ¡Y su mujer que le convencepara que se lo compre, por motivos de salud!Exactamente lo que ocurrirá un día u otro, notengo la menor duda; sólo que ha sido un pocoprematuro. ¡Qué cosas tan lógicas llegan a so-ñarse a veces!, ¿verdad? ¡Y a veces en cambioqué cantidad de absurdos! Bueno, Frank, desdeluego tu sueño lo que demuestra es que piensasen Highbury cuando estás ausente. Emma, creoque tú también sueñas mucho, ¿verdad?

Emma estaba demasiado lejos para oírle; sehabía adelantado a los demás para avisar a supadre de la presencia de sus invitados, y nopudo oír la pregunta del señor Weston.

-Verán, para ser franca -exclamó la señoritaBates, que en los últimos dos minutos había

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estado intentando en vano hacerse oír-, si mepermiten decir algo sobre esta cuestión... no esque yo niegue que el señor Frank Churchillpueda haber tenido... yo no quiero decir que nolo haya soñado... porque a veces yo misma ten-go los sueños más raros que puedan imaginar-se... pero si me preguntaran acerca de este caso,debería confesar que ya se habló de eso la pri-mavera pasada; porque la propia señora Perryse lo dijo a mi madre, y los Cole también losabían igual que nosotros... pero era un secreto,no lo sabía nadie más, y sólo se habló de ellodurante unos tres días. La señora Perry teníamuchas ganas de que su marido tuviese uncoche, y una mañana vino a ver a mi madremuy contenta, porque creía que había logradoconvencerle. Jane, ¿no te acuerdas que la abue-lita nos lo contó, cuando volvimos a casa? Nome acuerdo adónde habíamos ido... lo másprobable es que fuéramos a Randalls; sí, creoque fue a Randalls. La señora Perry siempre haquerido mucho a mi madre... bueno, la verdad

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es que todo el mundo la quiere mucho... y lecontó eso como haciéndole una confidencia;desde luego que no se opuso a que nos lo con-tara a nosotras, pero no tenía que saberlo nadiemás; y desde entonces hasta hoy yo no he dichoni una palabra a nadie. Claro que yo no puedoresponder de que alguna vez no se me hayaescapado algo, porque ya sé que a veces digocosas que no quería decir, sin darme cuenta. Yosoy habladora, ¿saben? Soy bastante habladora;y de vez en cuando se me escapan cosas que nodeberían escapárseme. No soy como Jane; ojalálo fuera. Estoy segura de que a ella nunca se leescapa nada. Por cierto, ¿dónde está? ¡Ah, aquí,detrás de mí! Sí, sí, me acuerdo perfectamentede cuando vino a vernos la señora Perry... ¡Laverdad es que es un sueño curioso!, ¿eh?

Estaban ya en el vestíbulo. La mirada del se-ñor Knightley había precedido a la de la señori-ta Bates en posarse sobre Jane; del rostro deFrank Churchill, en el que creyó ver turbaciónreprimida y seriedad, sus ojos se volvieron in-

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voluntariamente hacia el de ella; pero se habíarezagado mucho y estaba distraída con su chal.El señor Weston ya había entrado. Los otrosdos caballeros esperaron en la puerta para de-jarla pasar. El señor Knightley sospechaba queFrank Churchill se proponía cambiar una mira-da con ella... y parecía estar acechando la oca-sión propicia... pero, de ser así, fue en vano...Jane pasó entre los dos y entró en la sala sinmirar a nadie.

No hubo ocasión de hacer más comentarios nide dar más explicaciones. Se admitía lo delsueño, y el señor Knightley tuvo que sentarsejunto con los demás, alrededor de la gran mesacircular, tan moderna, que Emma había intro-ducido en Hartfield, y que sólo Emma hubiesepodido tener autoridad para poner allí y con-vencer a su padre de que se usara, en vez de lapequeña Pembroke en la que, durante cuarentaaños, se habían servido dos de sus comidasdiarias. El té pasó sin incidentes, y nadie pare-cía tener prisa por irse.

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-Señorita Woodhouse -dijo Frank Churchill,después de haber revuelto los objetos de la me-sa que tenía a sus espaldas y que alcanzaba conla mano-, ¿se han llevado sus sobrinos los abe-cedarios... aquella caja de letras? Solía estaraquí. ¿Dónde está? Es una velada un poco tris-te, casi debería considerarse como de inviernomás que de verano. Una mañana nos diverti-mos mucho con aquellas letras. Me gustaríavolver a jugar a los acertijos.

A Emma le gustó la idea; trajo la caja y la me-sa pronto quedó cubierta por las letras del abe-cedario, que nadie más, excepto ellos dos, pare-cía dispuesto a manejar. En seguida empezarona formar palabras que se intercambiaban entresí o que presentaban a cualquiera que quisiesedescrifrar el acertijo. Lo apacible del juego lohacía particularmente grato al señor Woodhou-se, que a menudo había tenido que soportarjuegos mucho más movidos que había introdu-cido en la casa el señor Weston; el padre deEmma, ahora era feliz, lamentando con melan-

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cólicos acentos la marcha de «los pobres niñi-tos», o comentando con satisfacción, cuandoalguna letra se extraviaba cerca de su sitio, lobien que Emma había sabido dibujarlas.

Frank Churchill puso una palabra delante dela señorita Fairfax; ésta, después de lanzar unarápida mirada a su alrededor, se aplicó a desci-frarla. Frank estaba al lado de Emma, Jane en-frente de ellos... y el señor Knightley situado detal manera que podía verles a todos; y su pro-pósito era ver todo lo que pudiese sin demos-trar que estaba observándoles. La palabra fuedescifrada, y Jane apartó las letras con una levesonrisa. Si hubiese querido que se mezclarancon las demás y que la palabra no pudiera re-componerse, hubiera tenido que mirar a la me-sa en vez de mirar a los que tenía enfrente, yaque las letras no se mezclaron; y Harriet, queseguía con atención todas las palabras nuevas,al ver que no salía ninguna por el momento,recogió la última y se afanó por descifrarla.Estaba sentada al lado del señor Knightley, y se

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volvió hacia él para pedirle que le ayudara. Lapalabra era error; y cuando Harriet la proclamótriunfalmente en voz alta, la única reacción deJane fue ruborizarse. El señor Knightley rela-cionó aquello con el sueño; pero no acertaba acomprender qué tenía que ver una cosa con laotra. ¿Cómo era posible que fa agudeza y la in-tuición de Emma estuvieran tan embotadascomo para no darse cuenta de todo aquello?Temía que allí había algo oculto. A cada mo-mento tenía indicios de que en ellos había unafalta de sinceridad, un doble juego. Aquellasletras sólo les servían para un disimulado ga-lanteo. Era un juego de niños que Frank Chur-chill había elegido para ocultar otro juego demás importancia, secreto.

Siguió observándole con gran indignación; ytambién con alarma y desconfianza al ver hastadónde llegaba la ceguera de sus dos com-pañeras. Vio que preparaba una palabra cortapara Emma, y que se la presentaba con un airede forzada seriedad. Vio que Emma la des-

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cifraba en seguida y que la encontraba muydivertida, aunque por lo visto había algo en ellaque la obligaba a no darle su aprobación; por-que le oyó decir:

-No, por Dios, eso sí que no. Es demasiado.Luego oyó que Frank Churchill le decía, mi-

rando de reojo a Jane:-Sí, sí, se la daré... ¿Se la doy?Oyó claramente que Emma se oponía viva-

mente entre risas.-No, no, no. No lo haga, eso sí que no. No de-

be hacerlo.Sin embargo, ya estaba hecho. Aquel joven

tan galante que parecía amar sin sentir emocio-nes y elogiarse a sí mismo sin complacencia,tendió inmediatamente la palabra a la señoritaFairfax, rogándole con una insistencia particu-larmente cortés que intentara descifrarla. Ladesmedida curiosidad del señor Knightley porsaber qué palabra era le hizo aprovechar todaslas oportunidades para mirar de reojo, y notardó mucho en darse cuenta de que la palabra

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en cuestión era Dixon. Jane Fairfax parecióhaberla descifrado al mismo tiempo que él; des-de luego a ella debía de serle más fácil el acerti-jo, ya que penetraba en el sentido oculto queposeían aquellas cinco letras dispuestas deaquel modo. Evidentemente quedó muy con-trariada; levantó los ojos, y al ver que la mira-ban se ruborizó más de lo que antes había ob-servado el señor Knightley; se limitó a decir:

-No sabía que también valían los nombrespropios.

Apartó las letras con enojo y pareció decididaa no intentar descifrar ninguna otra palabra quele propusieran. Volvió el rostro de los que lehabían dirigido aquel ataque, y miró hacia sutía.

-Sí, sí, querida, tienes mucha razón -exclamóésta antes de que Jane tuviera tiempo de decirnada-. Precisamente ahora mismo lo iba a decir.Sí, sí, ya es hora de que nos vayamos. Está ano-checiendo y la abuelita nos espera. Es ustedmuy amable, pero tenemos que decirle adiós.

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La rapidez con que se levantó Jane demostróque tenía tanta prisa por irse como su tía habíaimaginado. Inmediatamente se puso de pie yabandonó la mesa; pero fueron tantos los quese levantaron también que se produjo una cier-ta confusión; y el señor Knightley creyó ver quealguien empujaba ansiosamente hacia la mu-chacha otra serie de letras, que ella apartó conun ademán brusco antes de mirarlas. Luegobuscó su chal... Frank Churchill le ayudaba abuscarlo... Iba oscureciendo y en la sala habíauna gran confusión; el señor Knightley nohubiera podido decir cómo se despidieron.

Él, una vez se hubieron ido los demás, sequedó en Hartfield muy preocupado por todolo que había visto; tan preocupado que, cuandose encendieron las velas, como para crear unambiente propicio a las confidencias, pensó quedebía... sí, que debía, sin ningún género de du-das, como amigo, como amigo leal... insinuaralgo a Emma, hacerle alguna pregunta. No eracapaz de verla en una situación de peligro co-

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mo aquella sin tratar de defenderla. Era su de-ber.

-Por favor, Emma -dijo-, ¿puedo preguntar enqué consistía la gracia, la malicia, de la últimapalabra que les han dado a usted y a la señoritaFairfax para descifrar? He visto la palabra, ytengo curiosidad por saber por qué ha sido tandivertida para la una y tan poco divertida parala otra.

Emma quedó muy turbada. No podía ni pen-sar en darle la verdadera explicación; puesaunque estaba lejos de haber visto disipadassus sospechas, se sentía realmente avergonzadade haberlas comunicado a alguien.

-¡Oh! -exclamó visiblemente nerviosa-. Noquería decir nada. Una simple broma entre no-sotros.

-Una broma -replicó él gravemente- que sóloles hizo a gracia a usted y al señor Churchill.

Él esperaba tener una respuesta, pero no laobtuvo. Emma prefería hacer cualquier otracosa menos hablar. El señor Knightley per-

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maneció en silencio durante un rato haciendoconjeturas. Por su mente cruzó la posibilidadde una serie de peligros. Inmiscuirse... inmis-cuirse en vano. La turbación de Emma y sureconocimiento de su intimidad con Frank pa-recían ser como una confesión de que sentía ungran interés por él. Sin embargo debía hablar.Prefería correr el riesgo de que le tomara porun entrometido antes de que ella pudiera salirperjudicada; prefería cualquier cosa antes dequedarse con la mala impresión de que hubierapodido evitarle algún mal.

-Mi querida Emma -dijo por fin, de la maneramás afectuosa-, ¿cree usted que conoce perfec-tamente el grado de amistad que existe entre elcaballero y la dama de los que estamos hablan-do?

-¿Entre el señor Frank Churchill y la señoritaFairfax? ¡Oh sí! Perfectamente... ¿Por qué lopone en duda?

-¿No ha tenido en ninguna ocasión motivospara pensar que él sentía una gran admiración

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por ella o viceversa?-¡Oh, no, nunca, nunca! -exclamó Emma con

gran apasionamiento-. Nunca, ni por una frac-ción de segundo se me ha ocurrido esta idea.¿Cómo es posible que se le haya ocurrido a us-ted?

-Últimamente he creído ver indicios de queexistía algo más que amistad entre ellos... cier-tas miradas significativas que no creo que ellossupieran que alguien iba a interceptar.

-¡Oh, casi me hace usted reír! Me encanta verque también usted se permite dejar vagar suimaginación... pero se equivoca... siento muchotener que cortarle las alas al primer intento...pero lo cierto es que se equivoca. Entre ellos nohay nada más que amistad, se lo aseguro; y lasapariencias que puede usted haber advertidoson fruto de alguna circunstancia especial...sentimientos de una naturaleza totalmente dis-tinta... es imposible explicar exactamente... esalgo bastante absurdo... pero lo que puede con-tarse, lo que no es absurdo del todo, no puede

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estar más lejos de ser una mutua atracción oadmiración. Es decir, supongo que las cosas sonasí por lo que a ella respecta; por lo que respec-ta a él, estoy segura. Yo le respondo de que él esabsolutamente indiferente.

Emma hablaba con una seguridad que hizovacilar al señor Knightley, con una satisfacciónque le hizo callarse. Estaba muy alegre y hubie-se querido prolongar la conversación con eldeseo de enterarse de los detalles de sus sospe-chas, de que le describiera cada mirada, cadauno de los pormenores y circunstancias, por losque decía sentir tanto interés. Pero la jovialidadde ella no encontró eco en su interlocutor. Elseñor Knightley se daba cuenta de que no po-día ser útil, y aquella conversación le estabairritando demasiado. Y a fin de que su irrita-ción no se convirtiera en verdadera fiebre. conel fuego que las delicadas costumbres del señorWoodhouse obligaban a que se encendiese casitodas las tardes del año, no tardó en despedirseapresuradamente y en encaminarse hacia su

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fría y solitaria Donwell Abbey.

CAPÍTULO XLII

HIGHBURY, después de haber alimentadodurante largo tiempo la esperanza de que elseñor y la señora Suckling no tardarían enhacer una visita al pueblo, tuvo que resignarsea la mortificante noticia de que no les era posi-ble acudir hasta el otoño. Por el momento,pues, su acervo intelectual se veía privado deenriquecerse con una importación de noveda-des de aquella magnitud. Y en el cotidiano in-tercambio de noticias de nuevo se vieron obli-gados a limitarse a los demás temas de conver-sación que durante algún tiempo habían idoemparejados al de la visita de los Suckling, co-mo las últimas nuevas sobre la señora Chur-chill, cuya salud parecía ofrecer cada día aspec-tos diferentes, y el estado de la señora Weston,cuya felicidad era de esperar que pudiese verse

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incrementada por el nacimiento de un hijo,acontecimiento que iba también a producirgran contento entre todos sus vecinos.

La señora Elton se sentía muy decepcionada.Aquello representaba tener que aplazar unagran ocasión para divertirse y para presumir.Todas sus presentaciones y todas sus recomen-daciones debían esperar, y todas las fiestas yexcursiones de las que se había hablado, por elmomento quedaban en simple proyecto. Por lomenos eso fue lo que pensó en un principio...pero después de reflexionar un poco, se con-venció de que no era preciso aplazarlo todo.¿Por qué no podían hacer una excursión a BoxHill aunque los Suckling aún no hubieran ve-nido? En el otoño, cuando ellos ya estuvieranallí, podría repetirse la excursión. Quedó, pues,decidido que irían a Box Hill. Todo el mundo seenteró de este plan; e incluso sugirió la idea deotro. Emma nunca había estado en Box Hill;tenía curiosidad por ver aquello que todos con-sideraban tan digno de verse, y ella y la señora

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Weston habían acordado elegir alguna mañanaen que hiciera buen tiempo para ir hasta aquellugar. Sólo se pensaba admitir en su compañíaa dos o tres personas más, cuidadosamenteescogidas, y la excursión debía tener un carác-ter apacible, elegante y sin ninguna pretensión,sin que pudiera compararse con el bullicio y losaparatosos preparativos, el gran acopio de pro-visiones, y toda la ostentación de las giras cam-pestres de los Elton y los Suckling.

Esto había quedado ya tan claro entre ellos,que Emma no pudo por menos de sentirse unpoco sorprendida y un tanto contrariada al oírdecir al señor Weston que había propuesto a laseñora Elton que, puesto que su cuñado y suhermana aplazaban su visita, las dos excur-siones podían fundirse en una e ir todos juntosal mismo sitio; y que, como la señora Eltonhabía aceptado inmediatamente esta proposi-ción, se había decidido hacerlo de ese modo, siella no tenía inconveniente. Ahora bien, comosu único inconveniente era la aversión que sen-

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tía por la señora Elton, de lo cual el señor Wes-ton debía de estar ya perfectamente enterado,no valía la pena insistir más en aquello... Nopodía negarse sin hacerle un desaire a él, locual sería dar un disgusto a su esposa; y así fuecomo se vio obligada a aceptar un arreglo quehubiese querido evitar por todos los medios asu alcance; un arreglo que probablemente laexponía incluso a la humillación de que se di-jese de ella que había asistido a la excursión dela señora Elton... Aquello la contrariaba extra-ordinariamente; y el tener que resignarse aaquella aparente sumisión dio una cierta acri-tud a sus íntimas opiniones acerca de la inco-rregible buena voluntad que caracterizaba eltemperamento del señor Weston.

-Me alegro mucho de que apruebe mi plan -dijo él muy satisfecho-. Pero ya suponía que loencontraría bien. Para esas cosas se necesitamucha gente. Nunca son demasiados. Una ex-cursión con muchos siempre resulta divertida.Y en el fondo la señora Elton es muy buena

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persona. No podíamos dejarla de lado.Emma no le contradijo en nada, pero en su

fuero interno no podía estar más en desacuerdocon tales opiniones.

Estaban a mediados de junio y el tiempo eraexcelente; y la señora Elton se impacientaba porfijar la fecha y por acabar de ponerse de acuer-do con el señor Weston en lo referente al pastelde pichones y al cordero frío, cuando uno delos caballos del coche se torció una pata, dejan-do todos los preparativos en la más lamentablede las incertidumbres. Antes de que el caballopudiera volver a utilizarse podían pasar sema-nas, o tal vez sólo unos pocos días, pero no po-dían arriesgarse a preparar nada, y todos losplanes quedaron aplazados en medio de la de-solación general. A la señora Elton le faltaronrecursos para hacer frente a aquella contrarie-dad.

-¿No le parece indignante, Knightley? -exclamaba-. ¡Y con un tiempo tan bueno parahacer excursiones! ¡Esos aplazamientos y la

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inseguridad! ¡Es algo odioso! ¿Qué vamos ahacer? A este paso va a pasar todo el año sinque hagamos nada. Mire, el año pasado, antesde que llegara esta época, ya habíamos hechouna excursión deliciosa desde Maple Grove aKings Weston.

-Sería mejor que hicieran la excursión a Don-well -replicó el señor Knightley-. Para eso nonecesitan caballos. Vengan y comerán mis fre-sas. Ya están empezando a madurar.

Si el señor Knightley lo había dicho en bromano tardó en verse obligado a tomárselo en serio,porque su proposición fue aceptada en el acto ycon gran entusiasmo; y los ademanes queacompañaron al «¡Oh! ¡Cuánto me gustaría!»,fueron tan expresivos como las palabras mis-mas. Donwell era famoso por sus fresales, locual parecía justificar el entusiasmo con queacogió la invitación; pero no era necesario justi-ficar nada; un campo de coles hubiera bastadopara tentar a aquella dama, que sólo estabadeseando ir a alguna parte, fuera donde fuese.

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Ella le prometió una y otra vez que irían.., conmás insistencia de lo que él había supuesto... yquedó extremadamente complacida ante aque-lla prueba de íntima amistad, de tan marcadadeferencia, pues se empeñó en considerarlo deeste modo.

-Puede usted contar conmigo -le dijo-. Tengala seguridad de que iré. Fije usted mismo lafecha, e iré a su casa. ¿No le importará quevenga conmigo Jane Fairfax?

-No puedo fijar el día -dijo él- hasta que nohaya hablado con otras personas que quisieraque viniesen con usted.

-¡Oh! ¡Déjelo todo de mi cuenta! Sólo le pidoque me dé carta blanca... Deje que yo lo organi-ce todo, ¿eh? Es mi excursión. Yo ya llevaréamigos.

-Confío en que lleve usted a Elton -le dijo-;pero no quiero que se tome la molestia de bus-car más invitados.

-¡Ah, qué desconfiado es usted! Pero mire...No tiene que tener ningún miedo de delegar su

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autoridad en mí. No soy una jovencita sin expe-riencia. Puede tener confianza en una mujercasada como yo, ¿sabe usted? Ésta es mi excur-sión. Déjelo todo de mi cuenta. Yo ya me en-cargaré de invitar a los demás.

-No -replicó él calmosamente-, sólo hay unamujer casada a la que yo permitiré que invite aquien quiera a Donwell; y esa mujer es...

-... la señora Weston, supongo -le interrumpióla señora Elton, un poco molesta.

-No... La señora Knightley; y mientras aún noexista, de esas cuestiones me encargo yo mis-mo.

-¡Ah! ¡Qué original es usted! -exclamósatisfecha al no verse preterida por nadie-.Tiene usted mucho sentido del humor, y todolo que dice queda bien. Mucho sentido delhumor, sí. Bueno, pues me acompañará Jane...Jane y su tía... Los demás se los dejo parausted... No tengo ningún inconveniente en quevenga la familia de Hartfield... Ni el menorreparo. Ya sé que tiene usted mucha amistadcon ellos.

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-Si puedo convencerles, no dude usted de quevendrán; en cuanto a la señorita Bates, antes devolver a mi casa pasaré a visitarla.

-¡Oh! Pero es completamente innecesario; yoveo a Jane todos los días... pero como ustedprefiera. Tiene que ser por la mañana, ¿sabeusted, Knightley? Una cosa de lo más sencilla.Yo me pondré un sombrero de alas anchas yllevaré uno de mi cestitos colgando del brazo.Éste... probablemente este mismo, con una cintade color rosa. Ya ve, no puede ser más sencillo.Y Jane llevará otro igual. Quiero decir que noserá ninguna exhibición... un poco a lo gitano...Pasearemos por sus jardines, nosotros mismoscogeremos las fresas y nos sentaremos debajode un árbol... y todo lo demás con lo que quierausted obsequiarnos se sirve al aire libre... Unamesa a la sombra, ¿sabe usted? Todo de la ma-nera más natural y más sencilla que sea posible.¿No es eso lo que pensaba usted hacer?

-No, en absoluto. Para mí, lo sencillo y lo na-tural es que se ponga la mesa en el comedor. A

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mi entender, la naturalidad y la sencillez de loscaballeros y las damas, junto con sus criados ylos muebles, se observa mejor cuando las comi-das se sirven dentro de casa. Cuando se cansenustedes de comer fresas en el jardín, se serviráuna comida fría en el comedor.

-Bueno... como quiera; pero que no sea muyostentoso. Y, dicho sea de paso, si cree ustedque mi ama de llaves o yo podemos serle dealguna utilidad... Dígalo con toda sinceridad,Knightley. Si quiere que hable con la señoraHodges o que me cuide de algo...

-Muchas gracias, pero no hace ninguna falta.-Bueno... pero si surge alguna dificultad mi

ama de llaves es una mujer muy dispuesta.-Tengo la seguridad de que la mía se conside-

ra tan dispuesta como la que más, y de querechazaría la ayuda de cualquier otra persona.

-Me gustaría que tuviéramos borricos. Todasnosotras podríamos ir montadas en borriqui-llos, Jane, la señorita Bates y yo... y mi carosposo, andando a mi lado. Sí, sí, tengo que

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hablar con él para que compre un borrico. Vi-viendo en el campo, me parece una cosa muynecesaria; porque, aunque una mujer tengamuchos recursos, no es posible que se quedesiempre encerrada en casa; y, ya sabe usted,para dar paseos largos... en verano hay polvo, yen invierno todo es barro.

-En el camino de Highbury a Donwell no en-contrará usted ni una cosa ni otra. Es un cami-no en el que nunca hay polvo, y ahora no pue-de estar más seco. De todas maneras, si lo pre-fiere venga montada en un borrico. Puede pe-dirlo prestado a la señora Cole. Quisiera quetodo fuera tan a su gusto como fuese posible.

-¡Ah, de eso sí que estoy segura! No crea queno sé apreciar sus cualidades, mi buen amigo.Ya sé que bajo esa especie de sequedad y demodales un poco bruscos, oculta usted un grancorazón. Como le digo siempre al señor E., tie-ne usted un gran sentido del humor... Sí, sí,créame, Knightley, me doy perfectamente cuen-ta de la deferencia que ha tenido conmigo al

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imaginar todo ese plan. Ha elegido usted lacosa que más me complace.

El señor Knightley tenía otro motivo para ne-garse a que se sacara una mesa al aire libre, a lasombra de un árbol. Deseaba convencer al se-ñor Woodhouse para que aceptase su invita-ción junto con Emma, y sabía que era darle undisgusto permitir que delante de él alguien ' sepusiera a comer al aire libre. Ni siquiera con laexcusa de hacer un poco de ejercicio matinal yde pasar un par de horas en Donwell, el señorWoodhouse se sentiría tentado a ser testigo deuna imprudencia semejante.

Se le invitó, pues, de buena fe. Sin que se lereservaran penosos espectáculos que le hubie-ran hecho arrepentirse de su ingenua creduli-dad. Y aceptó. Hacía dos años que no habíaestado en Donwell.

-Una mañana que haga buen tiempo pode-mos llegamos hasta allí con Emma y Harriet.Yo me quedo sentado charlando tranquilamen-te con la señora Weston, mientras ellas dan un

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paseo por los jardines. No creo que haya muchahumedad a esas horas del mediodía. Me gusta-ría mucho volver a ver aquella casa, y charlarcon el señor y la señora Elton y otros amigos...No tengo ningún inconveniente en ir conEmma y Harriet, con tal de que sea una maña-na en que haga un tiempo muy bueno... El se-ñor Knightley ha tenido una gran idea al invi-tarnos... es muy amable de su parte... es unagran persona... Y es mucho mejor así que nocomer al aire libre... No me gustan las comidasal aire libre.

El señor Knightley tuvo la buena suerte deque todo el mundo aceptara con gran entu-siasmo su ofrecimiento. La invitación fue tanbien acogida por todos que parecía como si, aligual que la señora Elton, cada cual consideraseel plan como una especial deferencia que setenía con ellos... Emma y Harriet esperabanpasar un día muy divertido; y el señor Weston,sin que se lo pidieran, prometió hacer todo loposible para que Frank pudiese también acom-

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pañarles; una demostración de agrado y degratitud que hubiese podido ahorrarse... ya queentonces el señor Knightley se vio obligado adecir que se alegraría mucho de que pudieravenir; y el señor Weston se comprometió a es-cribirle sin pérdida de tiempo, y a no escatimarargumentos para convencerle para que viniese.

Entretanto, el caballo cojo había sanado tanaprisa que volvió a pensarse jubilosamente enla excursión a Box Hill; y por fin se fijó la ida aDonwell para un día, y la excursión de Box Hillpara el siguiente... ya que el buen tiempo pare-cía ya estable.

En una luminosa mañana de sol, casi de ple-no verano, el señor Woodhouse se trasladó có-modamente en su coche con una ventanillabajada, hasta Donwell Abbey; allí, en una de lashabitaciones más confortables, especialmenteacondicionada para él con el fuego de la chi-menea que había estado encendido durantetoda la mañana, se arrellanó en un sillón, y felizy tranquilo, se dispuso a charlar complacida-

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mente de la hazaña que había llevado a cabo, ya aconsejar a todos que fueran a sentarse con ély que no se acaloraran demasiado... La señoraWeston, que parecía haber ido andando con elúnico objeto de cansarse y estar con él durantetodo el tiempo, se quedó a hacerle compañíacomo la más cordial y pacienzuda de sus oyen-tes, mientras los demás se dejaban convencerpara salir al aire libre.

Hacía tanto tiempo que Emma no había esta-do en la Abadía, que tan pronto como se con-venció de que su padre se hallaba plenamente asu gusto, no tuvo reparo en dejarle y en dar unavuelta por allí; ansiosa de refrescar su memoriay corregir los errores de sus recuerdos, fijándo-se con más atención en cada detalle, formándo-se una idea más exacta de una casa y de unastierras que tan íntimamente ligadas iban a estarpara siempre a ella y a toda su familia.

Sentía todo el justo orgullo y la complacenciaque su parentesco con el actual y el futuro pro-pietario de Donwell podían permitirle, mien-

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tras contemplaba las considerables dimensionesy el estilo de la construcción de la casa, su ca-racterística situación tan ventajosa, en un terre-no bajo y bien resguardado... sus amplios jardi-nes que descendían hasta unos prados regadospor un arroyuelo que, desde la Abadía, debidoa la típica indiferencia que se sentía en otrostiempos por las buenas vistas, apenas se divi-saban... y su abundancia de árboles formandohileras y avenidas, árboles que ni las modas nila extravagancia habían logrado hacer cortar...La casa era mayor que la de Hartfield y total-mente distinta; ocupaba una gran extensión deterreno de forma irregular, y contenía muchasestancias cómodas y una o dos realmente mag-níficas... Era exactamente lo que debía ser, y pa-recía lo que era... Emma contemplándola sentíacrecer el respeto que sentía por ella, como lacasa solariega de una familia de auténtico abo-lengo, intachable tanto desde el punto de vistade la sangre como desde el de la inteligencia.John Knightley tenía ciertos defectos de ca-

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rácter; pero al casarse con él Isabella habíahecho una boda excepcionalmente buena. Ni elapellido, ni la familia, ni los bienes de ella des-merecían al lado de los de su marido. Éstoseran pensamientos agradables, y Emma mien-tras paseaba iba paladeándolos hasta que le fuenecesario imitar a los demás e ir a reunirse conellos en los fresales... Allí se habían reunidotodos, exceptuando a Frank Churchill, que seesperaba llegase de Richmond de un momentoa otro; y la señora Elton, agresivamente feliz,con su sombrero ancho y su cestita, abría lamarcha, sin consentir que se pensara ni hablarade otra cosa que no fueran fresas, y sólo fresas...«Es la fruta mejor que se cría en Inglaterra... laque prefiere todo el mundo... siempre sientabien... éstos son los mejores fresales... las fresasde mejor clase... es delicioso cogerlas una mis-ma... es la única manera de disfrutarlas de ve-ras... desde luego la mañana es la mejor hora...nunca me cansan... todas las clases son bue-nas... pero la hautboy es infinitamente superior a

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las demás...19 no pueden compararse... las de-más apenas son comestibles... pero hay muypocas hautboy... prefieren las de Chile... lasblancas son las que tienen más perfume a bos-que... el precio de las fresas en Londres... abun-dan en la región de Bristol... Maple Grove...cultivos... fresales cuando tienen que renovar-se... los jardineros opinan todo lo contrario... nohay una norma general... a los jardineros nohay quien les haga cambiar de costumbre... unafruta deliciosa... lástima que sea demasiadodulce para poder comer muchas... no son tanbuenas como las cerezas... las grosellas son másrefrescantes... el único inconveniente de cogerfresas es que hay que agacharse... el sol picamucho... estoy cansadísima... ya no puedomás... tengo que ir a sentarme a la sombra.»

Durante media hora ésta fue la conversa-ción... interrumpida sólo una vez por la señora

19 «Hautboy,, clase de fresa cuyo nombre científicoes fragaria elatior.

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Weston que salió, preocupada por su hijastro,para preguntar si ya había llegado... Estaba unpoco inquieta... Tenía miedo de que le hubieraocurrido algo con el caballo.

Se encontraban lugares adecuados para sen-tarse a la sombra; y Emma se vio obligada a oírlo que hablaban la señora Elton y Jane Fairfax...Un empleo, un magnífico empleo, era el temade la conversación. La señora Elton se habíaenterado de él aquella mañana, y estaba entu-siasmada. No era con la señora Suckling, no eracon la señora Bragge, pero era una casa casi tandigna y conveniente como en cualquiera de lasotras dos; se trataba de una prima de la señoraBragge, una amiga de la señora Suckling, unaseñora muy conocida en Maple Grove. Agra-dabilísima, encantadora, alta posición, granmundo, distinción, buena sociedad, todo... y laseñora Elton deseaba ardientemente que elofrecimiento se aceptara sin perder ni un se-gundo... Se mostraba exultante, enérgica, triun-fal... y se negó en redondo a aceptar la negativa

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de su amiga, a pesar de que la señorita Fairfaxseguía asegurándole que por el momento noquería comprometerse con nadie, repitiéndolelos mismos motivos que ya le había dado enotras ocasiones... Pero la señora El ton seguíainsistiendo para que se le autorizara para escri-bir al día siguiente mismo aceptando el ofreci-miento... Emma se maravillaba de que Janepudiese soportar todo aquello... Se la notabamolesta y hablaba en un tono casi agresivo...Hasta que por fin, con una decisión que no erahabitual en ella, propuso que se fueran de allí.

-¿Y si diéramos un paseo? El señor Knightleypodría enseñarnos los jardines... todos los jar-dines... Me gustaría verlo todo...

La terquedad de su amiga parecía superior alo que ella podía soportar.

Hacía calor; y después de pasear un rato porlos jardines, todos desperdigados, sin que ape-nas hubieran grupos de tres, insensiblementeuno tras otro fueron acercándose a la deliciosasombra de una ancha y corta avenida de lime-

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ros, que, extendiéndose más allá del jardín y amedio camino del río, parecía marcar el límitede los terrenos destinados al recreo... No con-ducía a ninguna parte; y terminaba en un murode piedra bajo, con altos pilares, que parecíadestinado a anunciar la proximidad de la casa,que nunca había estado allí. Sin embargo, aun-que el gusto de quien lo había construido eradiscutible, no dejaba de constituir un paseoencantador, y el panorama que se disfrutabadesde allí era extraordinariamente sugestivo...La considerable cuesta casi al pie de la cual sehallaba la Abadía iba haciéndose cada vez másabrupta a medida que se iba alejando de sustierras; y a una media milla de distancia habíauna ribera de impresionante aspecto, conside-rablemente escarpada y bien cubierta de árbo-les; y debajo, en una situación muy favorable ybien resguardada, se elevaba la granja de Ab-bey-Mill, ante la cual se extendían unos prados,y que el río abrazaba formando un bello y pro-nunciado recodo.

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Era una vista preciosa... que halagaba los ojosy el espíritu. Verdor inglés, civilización inglesa,bienestar inglés, bajo un luminoso sol no dema-siado agobiante.

En este paseo Emma y la señora Weston en-contraron reunidos a todos los demás; y al fon-do de la avenida, la joven distinguió inmedia-tamente al señor Knightley y a Harriet, delantede los demás, encabezando la marcha. ¡El señorKnightley y Harriet! ¡Un singular tête-à-tête!Pero se alegró de verlo; en otro tiempo élhubiera desdeñado su compañía y se la hubiesequitado de encima con pocos cumplidos. Ahoraparecían disfrutar de una agradable conversa-ción. También en otro tiempo a Emma le hubie-se preocupado ver a Harriet en un lugar quefavorecía tanto sus recuerdos de Abbey-MillFarm; pero ahora ya no lo temía. No había peli-gro en que contemplara todas sus muestras deprosperidad y de belleza, sus ricos pastos, susrebaños diseminados, su huerta floreciente y laleve columna de humo que ascendía hasta el

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cielo. Fue a reunirse con ellos junto al muro yles encontró más atentos a la conversación quea la vista que se disfrutaba desde allí. Él estabainformando a Harriet sobre cuestiones de agri-cultura, etc., y Emma recibió una sonrisa queparecía querer decir: «Esto es lo mío. Tengoderecho a hablar de esas cosas sin que se sospe-che que estoy favoreciendo la causa de RobertMartin...» Ella no sospechaba tal cosa. Era unahistoria demasiado vieja. Probablemente RobertMartin ya había dejado de pensar en Harriet...Juntos dieron varias vueltas por el paseo... Lasombra era un consuelo refrescante, y Emmapensó que aquéllos eran los momentos másagradables del día.

Luego se dirigieron hacia la casa, donde to-dos debían reunirse para comer; se aposentaronen el interior y Frank Churchill seguía sin lle-gar. La señora Weston salía una y otra vez paravigilar el camino, pero en vano. Su esposo noquería reconocer que estaba intranquilo y sereía de sus temores; pero ella no podía por me-

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nos de formular el deseo de que no hubiesevenido en su yegua negra. El joven les habíaasegurado con toda certeza que iría... Su tíahabía mejorado tanto que no tenía la menorduda de que conseguiría el permiso para irse...Pero como muchos recordaron a su madrastra,el estado de salud de la señora Churchill erapropicio a cualquier variación inesperada quepodía frustrar las más razonables esperanzas desu sobrino... y por fin convencieron a la señoraWeston de que pensara, o al menos dijera, queno había podido acudir debido a alguna súbitaindisposición de la señora Churchill... Mientrasse discutía este asunto, Emma no perdía devista a Harriet; pero la muchacha parecía indi-ferente y no delataba ninguna emoción.

Una vez terminada la comida fría, todos vol-vieron a salir para visitar lo que aún les faltabapor ver, los estanques de la antigua abadía; otal vez llegar hasta el prado de los tréboles, queiba a empezar a guadañarse al día siguiente, o,en cualquier caso, tener el placer de acalorarse,

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para poder refrescarse luego... El señor Wood-house, que ya había dado una pequeña vueltapor la parte más alta de los jardines, en dondeni siquiera él tuvo la sensación de notar lahumedad del río, ya no volvió a moverse; y suhija decidió quedarse a hacerle compañía paraque la señora Weston aceptara salir con su ma-rido, hacer un poco de ejercicio y tener la dis-tracción que su estado de ánimo parecía necesi-tar en aquellos momentos.

El señor Knightley había hecho todo lo posi-ble para que el señor Woodhouse no se aburrie-ra. Libros de grabados, cajones de medallas,camafeos, corales, conchas y todas las demáscolecciones familiares que había en la casa, sesacaron para que su viejo amigo se distrajesedurante la mañana; y su solicitud obtuvo elresultado deseado. El señor Woodhouse habíaestado muy entretenido. La señora Westonhabía estado enseñándoselo todo, y ahora él selo enseñaría a Emma; por fortuna el buen señorsólo se parecía a los niños en su total falta de

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criterio para apreciar lo que veía, pues era len-to, constante y metódico... Sin embargo, antesde que empezara este repaso Emma salió alvestíbulo para contemplar por unos momentoscon toda tranquilidad la entrada de la casa y lastierras inmediatas a ella, pero apenas estuvo allíapareció Jane Fairfax, que venía del jardín agrandes pasos como si huyera de alguien...Como no esperaba encontrar tan pronto a laseñorita Woodhouse, al principio se sobresaltóun poco; pero precisamente la señorita Wood-house era la persona a quien andaba buscando.

-Por favor -dijo-, ¿será tan amable de decirles,cuando me echen de menos, que me he ido acasa? Me voy ahora mismo... Mi tía no se dacuenta de lo tarde que es y de que hace ya de-masiado tiempo que estamos ausentes... Peroestoy segura de que mi abuela nos echará demenos y prefiero irme ahora mismo. No hedicho nada a nadie. Sería ocasionarles molestiasy hacer que se preocuparan. Unos han ido a verlos estanques y otros están en el paseo de los

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limeros. Hasta que vuelvan no me echarán demenos, y entonces, ¿tendrá usted la bondad dedecirles que me he ido?

-Desde luego, si es eso lo que desea; pero... nova a volver a Highbury andando y sola.

-Sí... no hay ningún peligro; yo ando de prisa;en veinte minutos estoy en mi casa.

-Pero, por Dios, es demasiado lejos para irandando completamente sola. Puede acompa-ñarle el criado de mi padre... Voy a mandar quepreparen el coche. En cinco minutos está listo.

-Gracias, muchas gracias... Pero no vale lapena... Prefiero ir andando... Y no voy a tenermiedo a ir sola... ¡Yo que tan pronto tendré quevigilar y proteger a otros!

Hablaba con gran agitación, y Emma le res-pondió con afecto:

-Eso no justifica el que ahora se exponga a unpeligro. Voy a hacer que preparen el coche.Incluso el calor puede perjudicarla... Ya estácansada...

-Sí... -respondió ella-, sí, estoy cansada; pero

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no es la clase de cansancio... Andar aprisa mesentará bien... Señorita Woodhouse, todos sa-bemos lo que es estar a veces cansado de espíri-tu. Y confieso que ahora mis ánimos están ago-tados. El mayor favor que puede hacerme esdejar que me vaya sola y sólo decir que me heido cuando sea necesario.

Emma no podía decirle nada más. Se hacíacargo de lo que le ocurría; e identificándose consus sentimientos, le instó a que abandonara lacasa inmediatamente, y con el celo de una ami-ga le ayudó a salir sin ser vista. Al despedirseJane le miró con gratitud, y las palabras quepronunció, «¡Oh, señorita Woodhouse! A veces,¡qué con, suelo poder estar sola!», parecían bro-tar de un corazón atribulado y expresar algo dela continua tensión en que se hallaba, inclusoentre las personas que más la querían.

«¡Con una casa como aquélla! ¡Y con aquellatía! -se dijo Emma, mientras volvía a entrar enel vestíbulo-. Te compadezco. Y cuanta mássensibilidad muestras para todos estos horro-

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res, más cariño te tengo.»Apenas hacía un cuarto de hora que Jane se

había ido y que padre e hija no habían hechomás que ver unas cuantas vistas de la plaza deSan Marcos de Venecia cuando Frank Churchillentró en la estancia. Emma no había estadopensando en él, se había olvidado de pensar enél... pero se alegró mucho al verle. La señoraWeston se tranquilizaría. La yegua negra notenía la culpa de nada; habían tenido razón alsuponer que la señora Churchill había sido elmotivo. Se había retrasado debido a un empeo-ramiento temporal de su salud; un ataque denervios que había durado varias horas... y eljoven abandonó la idea de su partida hastamuy tarde; y, según dijo, de haber previsto elcalor que le esperaba durante el camino, y quea pesar de todas sus prisas iba a llegar tan tar-de, no hubiese venido. Había pasado un calorhorroroso... nunca había tenido tanto... casihabía deseado haberse quedado en casa... elcalor era lo que más le incomodaba... era capaz

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de resistir todo el frío del mundo... pero el calorno podía sufrirlo... Y se sentó a la mayor dis-tancia posible de los rescoldos del fuego de lachimenea del señor Woodhouse con un aspectorealmente lamentable.

-Si no hace ejercicio -dijo Emma- en seguidase le pasará el calor.

-Apenas se me haya pasado el calor tendréque regresar. Podía ahorrarme perfectamente elvenir... pero se empeñaron tanto... Supongo queya no tardarán mucho en irse. Ya deben de es-tar despidiéndose. Al venir encontré a alguienque se iba... ¡Qué locura con ese tiempo! ¡Hayque estar loco de remate!

Emma le escuchaba, le miraba y no tardó endarse cuenta de que el estado de ánimo deFrank Churchill podía definirse con la ex-presiva frase de que estaba de un humor deperros. Hay personas que cuando tienen calorson intratables. Y él debía de ser una de ésas; ycomo sabía que comer y beber a menudo ali-vian esos estados accidentales de mal humor, le

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recomendó que tomara algo; en el comedorencontraría abundancia de todo... y le señalóafectuosamente la puerta.

-No, no quiero comer; no tengo apetito. Aúntendría más calor.

Sin embargo, al cabo de dos minutos empezóa pasársele el enfado, y murmurando entredientes algo sobre la cerveza pruche salió de laestancia. Emma volvió a dedicar toda la aten-ción a su padre, diciendo para sus adentros:

«Me alegro de no estar enamorada de él. Nome gustan los hombres que se ponen de malhumor porque una mañana se acaloran. Harriettiene un carácter más suave y no le preocupanesas cosas.»

Tardó el tiempo más que suficiente parahaber hecho una comida considerable, y regre-só mucho mejor... ya sin acaloramiento... y conbuenos modales, como era costumbre en él...capaz de acercar una silla a donde ellos se en-contraban e interesarse por lo que estabanhaciendo; y lamentarse de un modo más razo-

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nable que fuera tan tarde. No estaba de muybuen humor, pero parecía hacer esfuerzos porestarlo; y por fin consiguió hablar de naderíasde un modo muy agradable. Estaban contem-plando unas vistas de Suiza.

-Tan pronto como mi tía se reponga me iré alextranjero -dijo-. No me quedaré tranquilo has-ta haber visto algunos de estos lugares. Un díau otro ya verán mis dibujos... o podrán leer lahistoria de mis viajes, o mi poema. Haré algo yse hablará de mí.

-Es muy posible... pero no por sus dibujos deSuiza. Usted nunca irá a Suiza. Sus tíos nuncale dejarán salir de Inglaterra.

-A lo mejor se ven obligados a salir ellos tam-bién. A mi tía pueden recomendarle un climacálido. No dejo de tener esperanzas de que to-dos nos vayamos al extranjero. Le aseguro queyo sí iré. Esta mañana estoy firmemente con-vencido de que no tardaré mucho en salir delpaís. Tengo que viajar. Estoy cansado de nohacer nada. Necesito un cambio. Le hablo se-

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riamente, señorita Woodhouse... no sé lo que seestán imaginando sus penetrantes ojos, pero...estoy harto de Inglaterra... si pudiera me iríamañana mismo.

-Usted está harto de dinero y de comodida-des. ¿No puede inventarse algún trabajo y con-tentarse con quedarse aquí?

-¿Harto de dinero y de comodidades? ¿Yo? Seequivoca usted del todo. No me considero unapersona con dinero ni con comodidades. En elaspecto material me sale mal todo. No creo seruna persona afortunada.

-Sin embargo, ya no es usted tan desgraciadocomo cuando llegó. Vaya a comer y a beber unpoco más y se sentirá perfectamente. Otra taja-da de carne fría, otro vaso de vino de Maderacon un poco de agua y se sentirá usted casi tanbien como el resto de nosotros.

-No... prefiero no moverme... Me quedo al la-do de usted. Usted es mi mejor medicina.

-Mañana vamos a Box Hill; vendrá usted, su-pongo... No es Suiza, pero para un joven que

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desea tanto cambiar, algo es algo. ¿Se quedaráusted y vendrá con nosotros?

-No, desde luego que no; regresaré a casa conel fresco de la tarde.

-Pero puede volver a venir mañana, con elfresco de las primeras horas.

-No... no valdría la pena. Si vengo estaré demal humor.

-Entonces, por favor, quédese en Richmond.-Pero si me quedo aún estaré de peor humor.

No puedo sufrir el pensar que todos ustedesestarán allí sin mí.

-Éstos son problemas que debe usted resolverpor sí mismo. Elija su grado de mal humor. Yoya no volveré a insistir.

El resto de los invitados empezaba a regresar,y pronto estuvieron todos reunidos. Algunos sealegraron mucho de ver a Frank Churchill;otros manifestaron menos entusiasmo; perocuando se explicó la desaparición de la señoritaFairfax las lamentaciones fueron generales; yaera hora de que todos se fueran cuando cesaron

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los comentarios; y después de ponerse rápida-mente de acuerdo sobre el plan del día siguien-te, cada cual se fue por su lado. La contrariedadde Frank Churchill al sentirse excluido de todoaquello fue en aumento, hasta el punto de quesus últimas palabras a Emma fueron:

-Bueno... si quiere usted que me quede y ma-ñana vaya con los demás, me quedaré.

Ella le sonrió en señal de asentimiento; y sólouna orden de Richmond hubiese podido hacer-le regresar con sus tíos antes de la tarde del díasiguiente.

CAPÍTULO XLIII

TUVIERON muy buen día para ir a Box Hill;y todas las circunstancias externas de prepara-tivos, comodidad y puntualidad parecíananunciar una excursión muy agradable. El se-ñor Weston fue el organizador, el intermediarioentre Hartfield y la Vicaría, y todo el mundo

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llegó a su debido tiempo. Emma y Harriet ibanjuntas; la señorita Bates y su sobrina con losElton; los hombres iban a caballo. La señoraWeston se quedó con el señor Woodhouse. Sólofaltaba que una vez allí disfrutaran del día; re-corrieron siete millas con la esperanza de diver-tirse, y al llegar hubo como un estallido generalde entusiasmo; pero en conjunto, el balance deldía dejó mucho que desear. Hubo una apatía,una falta de animación, una falta de unión queno pudieron superarse. En seguida se formarongrupos independientes. Los Elton paseabanjuntos; el señor Knightley cuidaba de la señori-ta Bates y de Jane; y Emma y Harriet per-tenecían a Frank Churchill. Y el señor Westonintentaba en vano conseguir que hubiese másarmonía entre ellos. Al principio, la división engrupos parecía casual, pero de hecho no se alte-ró en ningún momento. Lo cierto es que el se-ñor y la señora Elton no parecían muy dispues-tos a alternar con los demás ni a mostrarse todolo agradables que podían; pero durante las dos

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horas completas que pasaron en la colina reinóun espíritu tal de separación entre los demásgrupos, demasiado fuerte para ser superadopor ninguna buena intención, ninguna comidafría, ningún efusivo señor Weston.

Al principio Emma se aburría muchísimo.Jamás había visto a Frank Churchill tan calladoy tan torpe. No decía nada digno de oírse...miraba sin ver... se admiraba sin ningún moti-vo... la oía sin saber lo que le decía. Y cuando élestaba tan apagado no era de extrañar queHarriet lo estuviese aún más, y en conjunto losdos resultaban insufribles.

Cuando se sentaron todos juntos la cosa fueun poco mejor; para el gusto de ella, muchomejor, ya que Frank Churchill se volvió máscomunicativo y alegre, dedicándole toda suertede atenciones; todas las atenciones que podíatener, las tuvo para con Emma. Divertirla yserle agradable parecía ser lo único que se pro-ponía... y Emma, halagada, sin lamentar el quela adulasen un poco, se mostraba también ale-

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gre y espontánea, le alentaba amistosamentepermitiéndole ser galante, tal como se lo habíapermitido en el primer y más emocionante pe-ríodo de su amistad; todo lo cual, sin embargo,en aquellos momentos para ella no significabanada, aunque en la opinión de la mayoría delos que les miraban debía parecer algo para locual, en nuestra lengua sólo existe una palabrapropia y adecuada: coqueteo. «La señoritaWoodhouse coquetea mucho con el señorFrank Churchill.» Ellos mismos daban pie a quese pronunciara esta frase... y a que se escribieraen una carta que una de aquellas damas iba aenviar a Maple Grove y otra a Irlanda. No esque Emma se sintiese alegre y rehuyera pensaren una felicidad real; más bien era debido a quese sentía menos feliz de lo que había esperado.Se reía porque estaba decepcionada; y aunqueagradecía al joven sus cumplidos, y los consi-deraba, tanto si eran fruto de la amistad, comode la admiración, como de un simple discreteo,como muy correctos, no conseguían ganar te-

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rreno en su corazón. Emma seguía proponién-dose tenerle sólo por amigo.

-No sabe la gratitud que le debo -decía él- porhaber insistido en que viniera hoy. De no habersido por usted, me hubiese perdido una excur-sión tan magnífica como ésta. Yo estaba com-pletamente decidido a volver a casa ayer mis-mo.

-Sí, estaba de muy mal humor; y no sé exac-tamente por qué, si es que no era por haberllegado demasiado tarde para las mejores fre-sas. Fui una amiga más amable de lo que mere-cía. Claro que usted fue humilde. Y me rogómucho que le ordenara venir.

-No diga que estaba de mal humor, no es cier-to. Estaba cansado. El calor puede conmigo.

-Pues hoy hace más calor.-Yo no lo siento tanto. Hoy me encuentro

muy a gusto. -Se encuentra a gusto porqueobedece órdenes. -¿órdenes de usted? Sí.

-Quizás era eso lo que esperaba que me dije-ra, pero me refería a órdenes que se daba usted

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mismo. Podría decirse que ayer perdió los es-tribos y perdió el dominio de sí mismo; hoy havuelto a recobrar este dominio... y como yo nopuedo estar siempre a su lado es preferible quedependa usted de las órdenes que se dé ustedmismo que no de las mías.

-Viene a ser lo mismo. Yo no puedo domi-narme a mí mismo sin un motivo. Usted me daórdenes, tanto si habla como si no dice nada. Yusted puede estar siempre a mi lado. Siempreestá usted conmigo.

-Desde las tres de la tarde de ayer. Mi in-fluencia perpetua no debía haber empezadoantes, de lo contrario no se hubiera puesto us-ted de tan mal humor antes de esta hora.

-¡Las tres de la tarde de ayer! Para usted talvez sea éste el principio. Yo creía que la habíavisto por vez primera en el mes de febrero.

-Realmente no hay modo de contestar a susgalanterías. Pero... -bajando la voz- nosotrossomos los únicos que hablamos, y quizá seademasiado estar diciendo tonterías para diver-

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tir a siete personas silenciosas.-¡Yo no me avergüenzo de nada de lo que he

dicho! -replicó él con desenfadada viveza-. Yola vi por primera vez en el mes de febrero. Y yapueden oírme todos los de la colina. Y que eleco de mi voz llegue por una parte a Mickle-ham y por otra a Dorking. La vi por primeravez en el mes de febrero. -Y luego, en un susu-rro-: Nuestros compañeros están medio dormi-dos. ¿Qué vamos a hacer para despertarles?Cualquier tontería servirá. Vamos a hacerleshablar. ¡Señoras y caballeros! La señoritaWoodhouse, que en cualquier parte en que seencuentre es siempre la reina, me ha ordenadoque les diga que desea saber en qué están pen-sando.

Unos rieron y contestaron de buen humor; laseñorita Bates habló, y no poco; la señora Eltondio un respingo al oír lo de que la señoritaWoodhouse era la reina; la respuesta más cohe-rente fue la que dio el señor Knightley:

-¿Está segura la señorita Woodhouse de que

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le gustaría enterarse de todo lo que estamospensando?

-¡Oh, no, no! -exclamó Emma riendo y apa-rentando toda la despreocupación de que fuecapaz-. Por nada del mundo quisiera saberlo.En estos momentos es la cosa que menos deseo.Cuéntenme cualquier cosa menos lo que estánpensando. No me refiero a todos los presentes.Quizás haya uno o dos -mirando primero alseñor Weston y luego a Harriet- cuyos pensa-mientos no tendría ningún miedo en conocer.

-Eso es algo -exclamó enfáticamente la señoraElton- que no me hubiese creído con derecho apedir. Aunque, claro está, que siendo la señorade más respeto de las que estamos aquí... nuncahabía ido a ninguna excursión... en el campo...señoritas... señoras casadas...

Refunfuñaba dirigiéndose fundamentalmentea su marido; y éste murmuró en contestación:

-Cierto, querida, tienes toda la razón; sí, sí, esexactamente como tú dices... yo nunca habíaoído... pero siempre hay jóvenes que se atreven.

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Es mejor considerarlo como una broma. Todo elmundo sabe el respeto que se te debe.

-Eso no sirve -musitó Frank al oído de Emma-, la mayoría se ha ofendido. Les atacaré conmás malicia. ¡Señoras y caballeros! La señoritaWoodhouse me ordena decirles que renuncia asu derecho de saber exactamente todo lo queestán pensando, y sólo les pide que cada unode ustedes diga algo divertido, sea lo que sea.Ustedes son siete, sin contarme a mí (que, mo-destia aparte, ya estoy diciendo algo divertido),y ella sólo pide que cada uno de ustedes digauna cosa muy ingeniosa en verso o en prosa,como quieran, original o imitado de alguien, odiga dos cosas más o menos ingeniosas o trescosas muy aburridas, y se compromete a reírsecon toda su alma de todo lo que se diga.

-¡Oh, espléndido! -exclamó la señorita Bates-.Eso sí que no me preocupa. «Tres cosas muyaburridas.» Eso es muy fácil para mí, ¿eh? Sólocon abrir la boca puedo tener la seguridad dedecir inmediatamente tres cosas muy aburri-

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das, ¿verdad? -Mirando a su alrededor comoaguardando humorísticamente el asentimientode todos-. ¿No les parece a todos ustedes queme será fácil?

Emma no pudo contenerse.-¡Ah, pero quizá tenga una dificultad! No sé...

pero tengo la impresión de que son_ muy pocaspara usted... Sólo tres a la vez.

La señorita Bates, engañada por la ceremo-niosidad burlona de su expresión, no captóinmediatamente el significado de aquello; peroal comprenderlo, aunque no se enojó, un leverubor demostró que no había dejado de herirla.

-¡Ah...! Bueno... sí, sí, desde luego. Ya entien-do lo que quiere decir -volviéndose hacia elseñor Knightley-, y haré lo posible por mor-derme la lengua. Debo de hacerme muy pesa-da, de lo contrario Emma no habría dicho unacosa así a una antigua amiga.

-Me gustar su propuesta -exclamó el señorWeston-. ¡Aceptado, aceptado! Yo haré todo loque pueda. Estoy pensando una adivinanza.

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¿Qué tal una adivinanza?-Bueno -respondió su hijo-, me temo que no

sea gran cosa, pero seremos indulgentes... sobretodo con el que tenga el valor de empezar.

-No, no -dijo Emma-, me parece muy bien.Una adivinanza del señor Weston servirá paraél y para el siguiente. Dígala, por favor.

-A mí mismo no me parece muy ingeniosaerijo el señor Weston-. Es demasiado fácil, peroahí va. ¿Cuáles son las dos letras del alfabetoque expresan la perfección?

-¿Dos letras? ¿Que expresan la perfección?Pues no tengo ni la menor idea.

-¡Ah! Nunca lo adivinarán. Y tú -a Emma- es-toy seguro de que nunca lo adivinarás... Bueno,te lo diré... La «em» y la «a»... Em...ma. ¿Com-prenden?20

A la comprensión se unieron las felicitacionesde todos. Como muestra de ingenió no era grancosa, pero Emma se rió mucho y la encontró

20 «Em» es el nombre inglés de la letra «eme».

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muy de su agrado... y lo mismo Frank yHarriet. Pero el resto de los presentes no pare-cieron quedar tan complacidos; unos la escu-charon imperturbables, y el señor Knightleydijo muy serio:

-Este ejemplo ilustra el tipo de cosas ingenio-sas que se nos pide, y el señor Weston ha salidomuy airoso de la prueba; pero hubiera tenidoque preguntar a todos los demás. La perfecciónse ha descubierto demasiado pronto.

-¡Oh! Por mi parte, les ruego que me excluyandel juego -dijo la señora Elton-. No sería capazde acertar nunca. No me gustan ni pizca esaclase de cosas. Una vez me mandaron un acrós-tico con mi propio nombre que no me hizo na-da feliz. Yo ya sabía quién me lo enviaba. Untontaina de pretendiente. Ya saben a quien merefiero -indicando con la cabeza a su marido-.Esa dase de cosas están muy bien por Navidad,cuando se está sentado alrededor del fuego;pero en mi opinión están completamente fuerade lugar cuando se hace una jira campestre en

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verano. La señorita Woodhouse tendrá queperdonarme. Yo no soy una de esas personasque siempre tienen cosas ingeniosas que decirpara divertir a todo el mundo. No pretendo seringeniosa. A mi manera yo también tengo mu-cha viveza de ingenio, pero quisiera que se mepermitiera decidir cuándo tengo que hablar ycuándo prefiero callarme. O sea que, por favor,señor Churchill, pásenos por alto. Pásenos poralto al señor E., a Knightley, a Jane y a mí. Notenemos nada ingenioso que decir... ninguno denosotros.

-Sí, sí, por favor, no cuente conmigo -añadiósu marido, con una especie de seriedad burlo-na-. No tengo nada que decir que resulte diver-tido para la señorita Woodhouse o para cual-quier otra joven. Un hombre ya mayor y casa-do... que ya no sirve para nada. ¿Damos unpaseo, Augusta?

-Sí, me apetece mucho. Ya estoy cansada deestar siempre en el mismo sitio. Vamos, Jane,cógeme del otro brazo.

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Sin embargo Jane declinó el ofrecimiento ymarido y mujer se alejaron paseando.

-¡He ahí un matrimonio feliz! -dijo FrankChurchill apenas estuvieron lo suficientementelejos para que no le oyeran-. ¡Están hechos eluno para el otro! Eso sí que es una gran suerte...Casarse tan acertadamente conociéndose tansólo de unas cuantas reuniones... Creo que enBath sólo se trataron durante unas pocas sema-nas... ¡Qué suerte más extraordinaria! Porqueconocer a fondo el carácter de una persona enBath o en cualquier otro lugar por el estilo... nohay manera; no es posible conocerse. Sóloviendo a las mujeres en su propio hogar, en suambiente, donde siempre están, puede tenerseuna idea más o menos aproximada de cómoson. A falta de eso, todo lo demás es intuición ybuena suerte... y generalmente se tiene mala.¡Cuántos hombres han depositado demasiadasesperanzas en una amistad breve y luego lo hanlamentado durante todo el resto de su vida!

La señorita Fairfax, que hasta entonces había

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hablado muy poco, excepto con sus aliados,ahora se decidió a hablar.

-Desde luego, esas cosas ocurren...La interrumpió un acceso de tos. Frank Chur-

chill se volvió hacia ella para escuchar.-¿Decía usted? -dijo muy serio.La joven había recobrado la voz y siguió:-Sólo iba a comentar que aunque esos casos

tan desgraciados a veces ocurren tanto a muje-res como a hombres, no creo que sean tan fre-cuentes. Una atracción rápida e imprudentepuede originar... pero en general luego haytiempo para reflexionar. Lo que quiero decir esque en el fondo sólo hay caracteres débiles,indecisos (cuya felicidad estará siempre a mer-ced del azar), que consentirán que una amistaddesafortunada sea un estorbo y una rémorapara toda la vida.

Él no contestó; seguía mirándola e inclinó lacabeza como aceptando su opinión; y pocodespués dijo en un tono desenfadado:

-Bueno, yo tengo tan poca confianza en mi

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criterio que confío que cuando me case alguienme elegirá esposa por mí. ¿Acepta usted el en-cargo? -dijo volviéndose hacia Emma-. ¿Quiereusted elegirme esposa? Estoy seguro de que lapersona que eligiera sería de mi gusto. No seríael primer caso en mi familia, ya lo sabe -conuna sonrisa a su padre-. Busque a alguien paramí. No tengo prisa. Aconséjela, edúquela...

-¿Tengo que hacer que se parezca a mí?-¡Oh, desde luego! Si le es posible...-Muy bien. Acepto el encargo. Tendrá usted

una esposa encantadora.-Tiene que ser muy alegre y tener los ojos de

color avellana. Lo demás me da igual. Pasaréun par de años en el extranjero y cuando vuel-va vendré a verla para pedirle mi esposa. Re-cuérdelo.

No había peligro de que Emma lo olvidase.Era un encargo que halagaba sus aficiones fa-voritas. ¿No sería Harriet aquella esposa quehabía descrito? Excepto en el color de los ojos,dos años más podían convertirla exactamente

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en la mujer que él deseaba. Tal vez incluso enaquellos momentos era en Harriet que él pen-saba. ¡Quién sabe! Aludir a que ella la educaseparecía referirse a la muchacha...

-Bueno -dijo Jane a su tía-, ¿qué te parece sifuéramos a buscar a la señora Elton?

-Como quieras, querida, me parece muy bien.Yo estoy dispuesta. Por mí ya me hubiera idoentonces con ella, pero me da igual ir ahora. Enseguida la alcanzaremos. Allí está... no, no esella. Es una de las señoras del coche irlandésque no se le parece en nada... Bueno, tengo queconfesarte...

Se alejaron seguidas al cabo de medio minutopor el señor Knightley. Los únicos que se que-daron fueron pues el señor Weston, su hijo,Emma y Harriet; y el buen humor del jovenllegó ahora a extremos casi molestos. InclusoEmma se cansó finalmente de tantos cumplidosy halagos, y deseó pasear tranquilamente conalguien que no fuera él, o sentarse a descansarcasi sola sin que nadie se fijara en ella, contem-

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plando apaciblemente el hermoso panoramaque tenía ante sus ojos. La aparición de loscriados que les buscaban para avisarles de quelos coches estaban a punto, más bien la alegró;y todo el bullicio de volver a reunirse y prepa-rarse para la marcha, y el interés de la señoraElton por que fuera su coche el primero que tra-jeran, lo soportó muy bien, pensando en la gra-ta perspectiva de un tranquilo regreso a su casaque iba a poner punto final a las dudosas di-versiones de aquella gira campestre. No volve-ría a sentirse tentada por otra excursión comoaquella a la que asistiesen tantas personas tanmal avenidas.

Mientras esperaba su coche, vio que el señorKnightley se le acercaba para hablarle. Él miróa su alrededor como para cerciorarse de quenadie podía oírles, y luego dijo:

-Emma, quisiera hablar con usted una vezmás, como tengo por costumbre hacerlo: unprivilegio que supongo que usted más quepermitírmelo, lo soporta, pero debo seguir

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usando de él. No puedo ver que obra ustedmal, sin hacerle reproches. ¿Cómo ha podidoser tan cruel con la señorita Bates? ¿Cómo hapodido ser tan insolente con una mujer de sucarácter, de su edad y de su situación? Emma,nunca lo hubiera creído de usted.

Emma hizo memoria, enrojeció, se sintió ape-nada, pero trató de tomarlo a broma.

-Bueno, no resistí la tentación de decirlo...Nadie la hubiera resistido. No creo que obrasetan mal. Estoy casi convencida de que no meentendió.

-Le aseguro que sí. Comprendió muy bien loque quería usted decir. Luego lo ha estado co-mentando. Y me hubiese gustado que hubiesepodido oírla... con qué buena fe y con qué ge-nerosidad hablaba. Me hubiera gustado quehubiese podido oírla al elogiar la paciencia deusted al tener tantas atenciones con ella, comosiempre ha recibido de usted y de su padre,cuando su compañía debe de ser tan fastidiosa.

-¡Oh! -exclamó Emma-. Ya sé que es la mujer

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más buena del mundo. Pero debe usted recono-cer que en ella la bondad y la ridiculez vanunidas de la manera más lamentable.

-Sí -dijo él-, reconozco que son dos cosas queen ella van unidas; y si estuviese en buena po-sición no tendría gran inconveniente en que, deun modo ocasional, la ridiculez prevalecierasobre la bondad. Si fuese una mujer rica dejaríaque todas sus tonterías inofensivas tuviesen elcomentario que merecen, y no la regañaría austed por haberse permitido ciertas libertadesde expresión. Si su posición fuera igual a lasuya... pero, Emma, piense que éste no es elcaso ni muchísimo menos. Es pobre; ha venidoa menos y ha tenido que abandonar las como-didades entre las que nació; y probablemente,si aún le quedan muchos años de vida, todavíatendrá que renunciar a más cosas. En su situa-ción es obligado que usted la compadezca. ¡No!¡Hizo usted muy mal, muy mal! Usted, a quienella ha conocido desde niña, que la ha vistocrecer en una época en la que su trato honraba

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a todo el mundo... que ahora sea usted la queen un, momento de ligereza y de orgullo se ríade ella, quien la humille... y además delante desu sobrina... y delante de otras personas, mu-chas de las cuales (por lo menos algunas) seguiarán ciegamente por el modo en que ustedla trate... Eso no es digno de usted, Emma... y amí no puede resultarme agradable de ningúnmodo; pero creo que debo... sí, que debo, mien-tras pueda, decirle esas verdades y tener el con-suelo de saber que me he portado como unamigo leal que le da un buen consejo, y confiaren que un día u otro se dará usted cuenta de larazón que tengo.

Mientras hablaban iban andando hacia el co-che, que ya estaba dispuesto; y antes de queEnema pudiera replicar él ya la había ayudadoa subir; el señor Knightley había interpretadomal los sentimientos que habían impulsado a lajoven a mantenerse con la cara vuelta y en si-lencio. No eran más que una mezcla de indig-nación consigo misma, de mortificación y de

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profundo pesar. No le había sido posiblehablar; y al entrar en el coche se dejó caer en elasiento, verdaderamente abrumada por unosinstantes... luego se reprochó a sí misma nohaberse despedido, no haber reconocido la ver-dad de aquellas reconvenciones, haberle dadola impresión de estar enojada; se asomó a laventanilla con el propósito de corregir su acti-tud por todos los medios; pero ya era demasia-do tarde. Él se había alejado y los caballos ini-ciaban la marcha. Siguió mirando hacia atrás;pero en vano; y en seguida, con lo que le pare-ció una rapidez mayor que la habitual, estuvie-ron ya a media cuesta de la colina y todo quedódemasiado lejos. Emma se sentía más irritadade lo que hubiera podido expresar con pala-bras... incluso más de lo que era capaz de disi-mular. Nunca, en ningún momento de su vidase había sentido tan nerviosa, tan mortificada,tan abatida. Aquella escena había sido superiora todo. La verdad de los reproches que le habí-an hecho era innegable. Lo sentía de todo cora-

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zón. ¡Cómo había podido ser tan brutal, tancruel con la señorita Bates! ¿Cómo había podi-do exponerse a que los que la apreciaban for-masen tan mala opinión de ella? ¿Y cómo habíadejado que el señor Knightley se separase deella sin decirle ni una palabra de gratitud, deaceptación de sus censuras, de simple afecto?

El tiempo no la consolaba. Cuanto más re-flexionaba sobre todo aquello más profunda-mente apenada se sentía. Nunca había estadotan abatida. Afortunadamente no le era necesa-rio hablar; a su lado sólo iba Harriet, que tam-bién parecía de mal humor, cansada y sin ganasde hablar; y durante casi todo el camino Emmasintió que las lágrimas le corrían por el rostro,sin que ningún suceso la obligara a reprimiraquella expansión tan poco frecuente en ella.

CAPÍTULO XLIV

DURANTE toda la tarde Emma no pudo ol-

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vidar el mal sabor de boca que le había dejadola excursión a Box Hill. No hubiera sabido decircómo los demás habían considerado aquellagira. Posiblemente, cada cual en su casa y cadacual a su modo, la recordarían con placer; peropara ella había sido la mañana más completa-mente desperdiciada, más falta de toda com-pensación razonable y que más deseos tenía deque se borrara de su recuerdo de todas las desu vida. Toda una tarde de jugar al chaquetecon su padre representó la felicidad. Aquél erael mayor, el mas real de sus placeres, ya queconsagraba las mejores horas de las veinticua-tro de aquel día a dar satisfacción a su padre;pensaba que, aunque no era merecedora delprofundo afecto y de la segura estima del señorKnightley, en general su conducta tampocomerecía un reproche muy severo. Como hijaconfiaba en que no dejaba de tener corazón;confiaba en que nadie podía decirle: «¿Cómo hapodido ser usted tan cruel para con su padre?Creo que debo... sí, que debo, mientras pueda,

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decirle esas verdades.» La señorita Bates... ¡oh,no, nunca más, nunca más volvería a hacerlo! Silas atenciones que en el futuro pudiera tenercon ella hacían que se olvidase el pasado, esta-ba segura de que lograría ser perdonada. Amenudo se había portado mal con ella, su con-ciencia ahora se lo decía. Quizá se había porta-do peor de pensamiento que de hecho; habíasido despectiva, poco amable. Pero no volveríaa ocurrir. En el ardor de un verdadero arrepen-timiento, al día siguiente por la mañana iría avisitarla, y aquél no sería por su parte más queel principio de una relación regular, justa yamistosa.

Al día siguiente seguía firme en su propósito,y salió temprano de su casa para que nada pu-diese estorbar su plan. Consideró probable queencontrase por el camino al señor Knightley; otal vez se presentara en casa de las Bates mien-tras ella estaba de visita. No tenía ningún in-conveniente. No iba a 'avergonzarse porquevieran su penitencia, tan merecida e impuesta

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por ella misma. Mientras andaba su mirada nose apartó de la dirección de Donwell, pero no levio.

«Todas las señoras están en casa.» Palabrasque nunca le habían producido mucha alegría,como nunca antes de entonces había penetradopor aquel corredor, ni subido aquellas escalerascon deseos de proporcionar un placer, sinosimplemente de cumplir con una obligación,que no iba a darle ningún gusto a no ser el delespectáculo de la ridiculez.

Mientras se acercaba oyó que se producía unrevuelo; pasos rápidos y palabras apresuradas.Oyó la voz de la señorita Bates que daba prisasa alguien; la sirvienta parecía asustada y confu-sa; le rogó que esperara un momento y luego lahizo entrar demasiado pronto. Tía y sobrinaparecieron huir a la habitación de al lado; yEmma tuvo la visión fugaz de una Jane quedaba la impresión de encontrarse muy mal; yantes de que la puerta acabara de cerrarse oyóque la señorita Bates decía:

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-Bueno, querida, diré que te has acostado yestoy segura de que te encuentras mal para eso.

La pobre señora Bates, cortés y humilde comode costumbre, no parecía haber entendido muybien todo lo que estaba pasando.

-Temo que Jane no se encuentre muy bien -dijo-, pero no lo sé; ellas dicen que está bien.Creo que mi hija vendrá en seguida, señoritaWoodhouse. Coja una silla para sentarse, porfavor. Si Hetty no se hubiera ido... Yo sirvo pa-ra tan poco... ¿Ya ha encontrado la silla? Siénte-se donde usted prefiera. Seguro de que mi hijaviene en seguida.

Emma deseaba ardientemente que fuera así;por un momento tuvo miedo de que la señoritaBates no quisiera salir a recibirla; pero la señori-ta Bates no tardó en aparecer.

-¡Oh, qué alegría verla! ¡No sabe cómo se loagradezco!

Pero la conciencia de Emma le decía que nohablaba con la misma afectuosa volubilidad deantes... que era menos espontánea en sus pala-

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bras y en sus modales. Confió en que el mos-trarse vivamente interesada por la señoritaFairfax podía contribuir a restablecer la cordia-lidad de antes. El efecto fue inmediato.

-¡Ah! Señorita Woodhouse... ¡qué amable esusted! Supongo que habrá oído usted decir... yque viene usted a consolarnos. La verdad esque yo no doy la impresión de estar muy con-solada... -enjugándose una o dos lágrimas- peroes que es muy duro para nosotras separarnosde ella después de haberla tenido en casa du-rante tanto tiempo; y ahora tiene una jaquecatan horrible... claro que ha estado escribiendotoda la mañana... Y cartas tan largas, ¿sabe us-ted?, tenía que escribir al coronel Campbell y ala señora Dixon... «Querida», le he dicho yo,«vas a volverte ciega»... porque constantementetenía los ojos llenos de lágrimas. No es de ex-trañar, no es de extrañar. Es un gran cambio; yaunque haya tenido una suerte increíble... unempleo como éste... Yo supongo que ningunajoven ha encontrado jamás una cosa parecida la

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primera vez que lo intenta... No crea que somosdesagradecidas, señorita Woodhouse... Nosdamos cuenta de que ha tenido muchísimasuerte... -volviendo a secarse unas lágrimas-pero... ¡pobrecilla mía...! ¡Si viera usted la ja-queca que tiene! Cuando se tiene una pena muygrande ya sabe usted que no se puede apreciarla buena suerte como merece... Y está tan abati-da... Viéndola nadie diría que está tan contenta,que se siente tan feliz por haber conseguido unempleo como éste. Usted ya perdonará que nosalga a verla... es que no podría... se ha ido a suhabitación... yo le he dicho que se acostara.«Querida», le he dicho, «diré que te has acosta-do»; pero la verdad es que no se ha metido enla cama; está dando vueltas por la habitación.Pero ahora que ya tiene escritas las cartas, diceque en seguida se encontrará bien. No sabe loque lamentará el no verla a usted, señoritaWoodhouse, pero usted que es tan comprensi-va, sabrá perdonarla. La hemos hecho esperaren la puerta... ¡yo estaba tan avergonzada!...

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pero como había un poco de revuelo... porque,verá, lo que ha pasado ha sido que no la hemosoído llamar, y hasta que estaba en la escalera nonos hemos dado cuenta de que venía alguien.«Sólo es la señora Cole», he dicho yo, «podéisestar seguras. Ella es la única que viene tantemprano». «Bueno», ha dicho ella, «un día uotro tendré que verla, tanto da que sea ahoramismo». Pero entonces ha entrado Patty y hadicho que era usted. «¡Oh!», he dicho, «es laseñorita Woodhouse. Estoy segura de que tegustará verla». «No puedo recibir a nadie», hadicho ella, y se ha levantado y se ha ido; y ésteha sido el motivo de que la hayamos hechoesperar... nosotras lo hemos sentido tanto, nosha dado tanta vergüenza. «Si tienes que irte,querida, vete», le he dicho, «diré que te hasacostado».

Emma quedó sinceramente conmovida; hacíatiempo que cada vez sentía más afecto por Jane;y la descripción de las tribulaciones por las quepasaba en aquellos momentos borraron de su

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memoria toda sospecha y todo recelo, y sólo leinspiró compasión. Y el recordar impresionesmenos justas y menos amables del pasado, leobligaron a admitir que era muy natural queJane decidiese ver a la señora Cole o a cualquierotra de sus amigas más constantes, y que nosoportase la idea de verla a ella. Habló, pues,de acuerdo con sus sentimientos, lamentandovivamente la situación y mostrándose interesa-da por ella.., deseando sinceramente que lascircunstancias que según acababa de referirle laseñorita Bates eran ya un hecho, representaranlas máximas ventajas que fuera posible para laseñorita Fairfax. Dijo que comprendía que erauna dura prueba para todos ellos; pero quehabía oído decir que iba a aplazarse hasta elregreso del coronel Campbell.

-¡Qué amable es usted! -replicó la señorita Ba-tes-. Pero usted ¡es siempre tan amable!

Emma no podía soportar aquel «siempre»; ypara esquivar su temible gratitud, preguntódirectamente:

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-Y ¿adónde, si me permite la curiosidad, irá laseñorita Fairfax?

-A casa de la señora Smallridge... una mujerencantadora... de gran posición... se cuidará desus tres hijas... unas niñas deliciosas. No eraposible imaginar un empleo más adecuado,más conveniente; exceptuando tal vez la propiafamilia de la señora Suckling y la de la señoraBragge; pero la señora Smallridge es íntimaamiga de las dos y vive muy cerca de ellas...;vive a sólo cuatro millas de Maple Grove. Janeestará sólo a cuatro millas de Maple Grove.

-Supongo que la señora Elton es la persona aquien la señorita Fairfax debe...

-Sí, nuestra buena señora Elton. La más infa-tigable y leal de las amigas. No hubiera acepta-do una negativa; no hubiese consentido queJane le dijera que no; porque la primera vez quese lo dijo a Jane (eso fue anteayer, o sea la ma-ñana que estuvimos en Donwell), la primeravez que se lo dijo a Jane ella estaba completa-mente decidida a no aceptar el ofrecimiento, y

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precisamente por las razones que usted hamencionado; exactamente como usted ha dichose había propuesto no comprometerse a nadahasta que regresara el coronel Campbell, y porel momento no había manera de convencerla deque aceptara ningún empleo... y así se lo dijo ala señora Elton una y otra vez... y bien sabeDios que yo no tenía la menor idea de que iba acambiar de opinión... Pero la buena señora El-ton, que siempre es tan aguda, vio más claroque yo. Ella era la única capaz de insistir de unmodo tan amable como lo hizo y negarse aaceptar la respuesta de Jane... Se negó en re-dondo a escribir dando esta negativa ayer, co-mo Jane quería que lo hiciese; dijo que espera-ría... y sí señor, ayer por la tarde se acordó queJane aceptaba. ¡Para mí ha sido una gran sor-presa! ¡Yo no tenía ni la menor idea! Jane sellevó aparte a la señora Elton y le dijo en segui-da que después de haber pensado sobre lasventajas del empleo en casa de la señora Small-ridge, había decidido aceptarlo... Yo no supe ni

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una palabra de ello hasta que todo estuvo re-suelto.

-¿Pasaron ustedes la tarde en casa de la seño-ra Elton?

-Sí, todos. La señora Elton insistió en que fué-ramos. Lo decidimos en la colina, mientras pa-seábamos con el señor Knightley. «Todos uste-des van a venir a mi casa esta tarde, ¿verdad?»,nos dijo; «quisiera que todos ustedes vinieran ami casa esta tarde».

-Entonces, el señor Knightley también estuvoallí, ¿no?

-No, el señor Knightley no; él ya dijo desde elprimer momento que no podía; y aunque yocreía que acabaría yendo, porque la señora El-ton afirmó que no consentía que se negase, nofue; pero estuvimos mi madre, Jane y yo, lastres, y pasamos una tarde muy agradable. Yasabe usted, señorita Woodhouse, entre amigostan amables una siempre lo pasa bien, aunquetodo el mundo parecía estar un poco cansadodespués de la excursión de la mañana. Ya se

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sabe, incluso divertirse es cansado... y no es quepueda decir que dieran la impresión de que sehubiesen divertido mucho. A pesar de todo yosiempre pensaré que fue una excursión muyagradable, y me siento muy agradecida a losbuenos amigos que me invitaron.

-Pero supongo que la señorita Fairfax, aunqueustedes no se dieran cuenta, estuvo todo el díadándole vueltas al asunto.

-Yo también lo supongo.-Era forzoso que al llegar este momento lo

sintieran tanto ella como todos sus amigos...Pero confío en que su trabajo le sea lo másagradable posible... Me refiero al carácter y altrato de esa familia.

-Muchas gracias, querida señorita Woodhou-se. Sí, la verdad es que parece ser que no va afaltarle nada para ser totalmente feliz. Entretodas las relaciones de la señora Elton, excep-tuando las casas de los Suckling y de los Brag-ge, no había otro puesto de institutriz en otrafamilia más generosa y distinguida. ¡La señora

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Smallridge es una dama encantadora! Llevanun tren de vida casi igual al de Maple Grove...Y en cuanto a los niños, exceptuando a los delos Suckling y a los de los Bragge, no es posibleencontrar criaturas más finas y más distingui-das. ¡Jane será tratada con tanto afecto y tantadelicadeza! No tendrán más que atencionespara con ella, lo que se dice una vida regalada...¡Y qué sueldo! Yo es que no me atrevo a citarese sueldo delante de usted, señorita Wood-house. Incluso usted, que está acostumbrada asumas tan elevadas, apenas podría creer que sedé tanto dinero a una muchacha tan joven co-mo Jane...

-Verá usted -exclamó Emma-, si todos losdemás niños son como recuerdo que yo era depequeña, me inclino a creer que pagar cincoveces lo que suele darse a las institutrices no esregalarles el dinero.

-¡Usted siempre tan comprensiva y generosa!-¿Y cuándo va a dejarles la señorita Fairfax?-Pues muy pronto, la verdad es que muy

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pronto. Eso es lo peor de todo. Dentro de quin-ce días. La señora Smallridge tiene mucha pri-sa. No sé cómo podrá soportarlo mi pobre ma-dre. Yo hago lo que puedo por sacárselo de lacabeza y le digo: «Vamos, mamá, no piensesmás en eso...»

-Todos sus amigos sentirán mucho perderla;y ¿no les sentará mal al coronel y a la señoraCampbell que se haya comprometido antes deque ellos regresen?

-Sí; Jane dice que está segura que lo lamenta-rán; pero, claro, éste es un empleo que no secree con derecho a rechazar. ¡Yo me quedé tansorprendida cuando me dijo lo que le habíadicho a la señora Elton, y cuando la señora El-ton vino en seguida a felicitarme! Fue antes detomar el té... no, espere... no podía ser antes delté porque empezábamos a jugar a las cartas...pero, sí, sí, era antes del té porque recuerdo quepensé... ¡Oh, no! Ahora me acuerdo, ya está;antes del té ocurrió algo, pero no esto. Antesdel té al señor Elton le llamaron porque el hijo

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del viejo John Abdy quería hablar en él. ¡PobreJohn...! Yo le tengo mucho afecto; trabajó parami pobre padre durante veintisiete años; y aho-ra el pobre tiene mucha edad, no puede levan-tarse de la cama y lo pasa muy mal con su reu-ma... Hoy mismo tengo que ir a verle; y estoysegura de que Jane si sale a la calle también iráa verle. Y el hijo del pobre John fue a hablar conel señor Elton para ver si la parroquia podíaayudarle; él se gana bien la vida, ¿sabe usted?,le pagan bien en la Corona, es mozo de mulas ytodas esas cosas, pero a pesar de todo necesitaayuda para mantener a su padre. Y cuandovolvió a entrar el señor Elton nos dijo lo que lehabía estado contando John, el mozo, y luego sehabló de que habían enviado a Randalls unasilla de posta para recoger al señor Frank Chur-chill que tenía que volver a Richmond. Eso es loque ocurrió antes del té. Y después del té Janehabló con la señora Elton.

La señorita Bates apenas dio ocasión a Emmade que dijese que aquel hecho era absolutamen-

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te nuevo para ella; pero, aunque sin creer posi-ble que pudiese ignorar ninguno de los detallesde la partida del señor Frank Churchill, inme-diatamente se los notificó todos, la joven notuvo que hacer ninguna pregunta.

De lo que el señor Elton se había enterado porel mozo era la suma de lo que éste sabía y de loque sabían los criados de Randalls; poco des-pués del regreso de la excursión a Box Hillhabía llegado un mensajero de Richmond, quetraía noticias que no causaron ninguna sorpre-sa; el señor Churchill había escrito una carta asu sobrino, en la que le refería el estado de sa-lud, relativamente normal, de la señora Chur-chill, y sólo le rogaba que regresase a lo mástardar al día siguiente por la mañana; pero elseñor Frank Churchill había decidido regresarinmediatamente sin demorar más su partida, ycomo al parecer su caballo tenía un enfriamien-to, Tom había salido al punto en busca de lasilla de posta de la Corona, y el hijo de JohnAbdy lo había encontrado por el camino y se

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había dejado adelantar por él, ya que iba a todaprisa y conduciendo con mano muy firme.

Nada de todo aquello resultaba ni sorpren-dente ni muy interesante, y sólo llamó la aten-ción de Emma cuando ésta lo relacionó con elcaso que la preocupaba en aquellos momentos.Quedó impresionada pensando en el contrasteentre los caprichos que podía permitirse la se-ñora Churchill y la vida de Jane Fairfax; la unalo tenía todo, la otra no tenía nada... Y estuvoreflexionando sobre la diversidad del destinode ciertas mujeres, totalmente ajena a lo quetenía ante los ojos, hasta que se sobresaltó al oírdecir a la señorita Bates:

-¡Ay, sí! Ya sé en lo que está pensando usted...el piano. ¿Qué vamos a hacer del piano? Sí, sí,es cierto. Ahora mismo la pobre Jane estabahablando de esto. Hablaba con el piano y ledecía: «Tendrás que irte de aquí. Tendremosque separarnos. Aquí ya no servirías para na-da...» Y luego nos ha dicho a nosotras: «Pero nolo toquéis hasta que vuelva el coronel Camp-

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bell. Yo hablaré con él y ya se lo llevará; él meayudará a resolver todos mis problemas...» Yaún hoy estoy convencida de que no sabe toda-vía si fue un regalo del coronel o de su hija.

Emma se vio obligada, pues, a pensar en elpiano; y el recuerdo de todas sus antiguas su-posiciones fantasiosas e injustas le fue tan des-agradable, que no tardó en permitirse conside-rar que la visita ya había sido lo suficientemen-te larga; y, después de repetir todo lo que creíapropio decir en cuanto a buenos deseos, queeran sinceros, se despidió.

CAPÍTULO XLV

MIENTRAS regresaba andando a su casa, lasmeditaciones de Emma no fueron interrumpi-das; pero al entrar en el salón encontró allí aquienes debían distraerla de sus pensamientos.El señor Knightley y Harriet habían llegadodurante su ausencia y estaban conversando con

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su padre. El señor Knightley al verla se levantóinmediatamente, y con un aire más serio que decostumbre dijo:

-No quería irme sin verla, pero no tengotiempo que perder, o sea que tengo que ir di-rectamente al asunto. Me voy a Londres a pasarunos días con John e Isabella. ¿Quiere ustedque les dé o les diga algo de su parte, ademásdel «afecto» que no puede transmitirse por unatercera persona?

-No, no, nada. Pero, ¿lo ha decidido usted derepente?

-Pues... sí... más bien sí... Hace poco que seme ha ocurrido la idea.

Emma estaba segura de que él no la habíaperdonado; su actitud era distinta. Pero confia-ba que el tiempo le convencería de que debíanvolver a ser amigos. Mientras él seguía de pie,como dispuesto a irse de un momento a otropero sin acabar de hacerlo, su padre empezó ahacer preguntas.

-Bueno, querida, ¿no te ha ocurrido nada por

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el camino? ¿Cómo has encontrado a mi buenaamiga y a su hija? Estoy convencido de quehabrán estado muy contentas de que fueras averlas. Emma ha ido a visitar a la señora y a laseñorita Bates, señor Knightley, como ya le hedicho antes. Siempre es tan atenta con ellas...

Emma enrojeció al oír un elogio tan inmere-cido; y sonriendo y negando con la cabeza, ges-to que no podía ser más elocuente, miró al se-ñor Knightley... Creyó percibir una instantáneaimpresión en favor suyo, como si los ojos de élcaptaran en los suyos la verdad y todos aque-llos buenos sentimientos de Emma fueran enun momento comprendidos y honrados... Él lamiraba con afecto. Emma se sentía sobrada-mente recompensada... y más aún cuando unmomento después él inició un ademán que de-lataba algo más que una simple amistad... Lecogió la mano... Emma no hubiera podido decirsi no había sido ella quien había hecho el pri-mer movimiento... quizá más bien se la habíaofrecido... pero él le cogió la mano, la apretó y

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estuvo a punto de llevársela a los labios... peroalgo le hizo cambiar de idea y la dejó caer brus-camente... Ella no adivinaba por qué había te-nido aquel reparo, por qué había cambiado deopinión cuando sólo faltaba completar el ges-to... Según Emma hubiese hecho mejor de llegarhasta el fin... Sin embargo la intención era in-dudable; y ya fuera porque aquello contrastabacon sus maneras en general poco galantes, yapor cualquier otro motivo, consideró que nadale sentaba mejor... En él era un gesto tan senci-llo y sin embargo tan caballeresco... No podíapor menos de recordar el intento con grancomplacencia. Revelaba una amistad tan cor-dial... Inmediatamente después se despidió... yse fue en seguida. El señor Knightley siemprelo hacía todo con una seguridad enemiga detoda indecisión y toda demora, pero en aque-llos momentos su partida parecía más bruscade lo que era habitual en él.

Emma no lamentaba haber ido a visitar a laseñorita Bates, pero sí hubiese preferido haber

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salido de allí diez minutos antes; le hubiesegustado mucho poder hablar con el señorKnightley sobre el empleo de Jane Fairfax...Tampoco lamentaba el que visitara a la familiade Brunswick Square porque sabía la alegríaque iba a proporcionar su visita... pero hubiesepreferido que hubiera elegido una época me-jor... y que se hubiese enterado de su marchacon más antelación... Sin embargo, se separaronmuy amistosamente; Emma no podía dudar delo que significaba su actitud y su galantería ina-cabada; todo aquello tenía por objeto darle laseguridad de que volvía a tener buena opiniónde ella... El señor Knightley había estado enHartfield más de media hora... ¡Qué lástimaque no hubiese vuelto más temprano!

Con la esperanza de distraer a su padre de ladesagradable impresión de la marcha a Lon-dres del señor Knightley (¡una marcha tan pre-cipitada, y además teniendo en cuenta que iba acaballo, lo cual podía ser tan peligroso!), Emmale comunicó las noticias de Jane Fairfax, y sus

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palabras produjeron el efecto que esperaba;consiguió distraerle... e interesarle, sin llegar ahacer que se preocupara. El señor Woodhousehacía ya tiempo que se había hecho a la idea deque Jane Fairfax iba a emplearse como institu-triz y podía hablar de ello tranquilamente; perola súbita partida para Londres del señor Knigh-tley había sido un golpe inesperado.

-No sabes lo que me alegro de saber que haencontrado un empleo tan conveniente. Laseñora Elton es muy buena persona y muyagradable, y estoy seguro de que sus amistadesson como deben ser. Confío en que el clima seráseco y que se ocuparán de su salud. Deberíantenerle todas las atenciones, como estoy segurode que yo siempre tuve con la pobre señoritaTaylor. Mira, querida, ella será para esta señoralo mismo que la señorita Taylor era para noso-tros. Y espero que en un aspecto tendrá mássuerte, y no la obligarán a irse para casarsedespués de haber estado tanto tiempo en lacasa.

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Al día siguiente las noticias que se recibieronde Richmond hicieron olvidar todos los demásacontecimientos. ¡A Randalls llegó un propiopara anunciar la muerte de la señora Churchill!A pesar de que no se habían dado motivosalarmantes a su sobrino para que se apresuraraa regresar, cuando llegó apenas le quedabantreinta y seis horas de vida. Un ataque repenti-no, de un mal de naturaleza distinta de lo quehacía prever su estado general, le había causa-do la muerte tras una breve agonía. ¡La granseñora Churchill había dejado de existir!

Su muerte fue sentida como deben sentirseesas cosas. Todo el mundo se mostró un pocoserio, un poco apenado; compasivo para con laque se había ido, interesado por los amigos quela sobrevivían; y al cabo de un tiempo razona-ble, curioso por saber dónde la enterrarían.Goldsmith dice que cuando una mujer encan-tadora empieza a volverse un poco loca lo me-jor que puede hacer es morirse; y que cuandoempieza a volverse desagradable, ésta es tam-

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bién la mejor solución para evitar tener unamala fama. Después de haber sido aborrecida almenos durante veinticinco años, ahora la seño-ra Churchill hubiera podido oír cómo se habla-ba de ella con compasiva benevolencia. En unaspecto había demostrado tener razón. Antesde entonces nunca nadie había creído que seencontraba gravemente enferma. Su muertejustificó, pues, todas sus manías, todos los ma-les imaginarios que inventaba su egoísmo.

«¡Pobre señora Churchill! Sin duda había su-frido mucho; más de lo que nadie había su-puesto... y el sufrimiento continuo siempreagria el carácter. Un lamentable acontecimien-to... dejaba un gran vacío... a pesar de todos susdefectos... ¿Qué haría ahora el señor Churchillsin ella? Ciertamente, para el señor Churchill lapérdida era irreparable. El señor Churchillnunca lograría sobreponerse a ella...» Incluso elseñor Weston cabeceó tristemente y adoptandoun aire de solemnidad dijo:

-¡Ah! ¡Pobre mujer! ¡Quién lo hubiera pensa-

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do!Y decidió que su luto sería lo más serio que

fuera posible; mientras su esposa, inclinadasobre sus anchos dobladillos, suspiraba y hacíacomentarios llenos de sentido común y decompasión sincera y profunda. Una de las pri-meras cosas que se les ocurrió a ambos fue pre-guntarse qué repercusiones iba a tener en Frankaquel hecho. Ésta fue también una de las prime-ras cosas en las que pensó Emma. La personali-dad de la señora Churchill, el dolor de su mari-do... pensaba en ellos con respeto y con compa-sión... y luego, con una visión menos sombría,se preguntaba hasta qué punto aquel aconteci-miento podía afectar a Frank, hasta qué puntopodía beneficiarle, liberarle. En un momentocreyó prever todas las ventajas posibles. Ahora,sus relaciones con Harriet Smith no iban a en-contrar ningún obstáculo. Nadie temía al señorChurchill, una vez su esposa hubiera dejado deejercer influencia sobre él; un hombre blandode carácter, dócil, a quien su sobrino convence-

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ría de cualquier cosa. Lo único, pues, que falta-ba por desear era que el sobrino se propusierafijar su interés en una persona concreta, yEmma, a pesar de la buena voluntad que mos-traba en aquella causa, no tenía ninguna certezade que ello fuese ya un hecho real.

Harriet se portó extraordinariamente bien enaquella ocasión, con gran dominio de sí misma.Fueran cuales fuesen las esperanzas que elsuceso le permitieran alimentar, no delató nadade sus sentimientos. Emma quedó muycomplacida al observar esta demostración deque su carácter se estaba robusteciendo, y seabstuvo de hacer la menor alusión que pudieradebilitar su entereza. Por lo tanto, las dos ami-gas hablaron de la muerte de la señoraChurchill con mucha circunspección.

En Randalls se recibieron varias breves misi-vas de Frank Churchill, comunicándoles lo másimportante de su situación actual y de sus pla-nes inmediatos. El estado de ánimo del señorChurchill era mejor de lo que pudiera haberse

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esperado; y al partir el cortejo fúnebre en direc-ción al condado de York, la primera visita quehabía hecho había sido a un viejo amigo suyoque vivía en Windsor y a quien el señor Chur-chill había estado prometiendo que visitaríadesde hacía diez años. Por el momento no po-día hacerse nada por Harriet; por parte deEmma lo único que le era posible era formularbuenos deseos para el futuro.

Mucho más urgente era prestar atención a Ja-ne Fairfax, cuyo porvenir se ensombrecía tantocomo el de Harriet se aclaraba, y cuyos com-promisos inminentes no permitían que nadiede Highbury que tuviese deseos de mostrarseamable para con ella, se demorase lo más mí-nimo, porque quedaba muy poco tiempo... yéste era precisamente el deseo que ahora domi-naba a Emma. Jamás había lamentado tanto laactitud de frialdad que había tenido para conella en otros tiempos; y la misma persona quedurante tantos meses le había sido totalmenteindiferente, ahora era con la que se consideraba

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más en deuda, a quien hubiera distinguido contodo su afecto y su simpatía. Quería serle útil;deseaba demostrarle que apreciaba su com-pañía, que la creía digna de respeto y de consi-deración. Decidió convencerla para que pasaraun día en Hartfield. Y le escribió una nota invi-tándola. La invitación fue rechazada con unasimple respuesta verbal. «La señorita Fairfax nose encontraba en condiciones de poder escri-bir»; y cuando el señor Perry fue a Hartfieldaquella misma mañana, se supo que la joven sehabía encontrado tan mal que había tenido queser visitada por el médico, aun contra su propiavoluntad, y que sufría una jaqueca tan fuerte yuna fiebre nerviosa tal que era dudoso que pu-diera acudir a casa de la señora Smallridge enlos días que se habían acordado. Por el momen-to su salud no podía ser más precaria... habíaperdido del todo el apetito... y aunque no habíaningún síntoma decididamente alarmante, na-da que pudiera hacer pensar en su antiguaafección pulmonar, que era lo que más temía su

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familia, el señor Perry estaba preocupado porella. Según su opinión, la señorita Fairfax sehabía lanzado a una empresa superior a susfuerzas, y aunque ella misma comprendía queera así, no quería reconocerlo. Estaba muy aba-tida. La' casa que habitaba -el médico no pudopor menos de comentarlo- no era la más ade-cuada para su estado de nervios... siempre en-cerrada en una habitación... él hubiese reco-mendado otro género de vida... Y en cuanto asu tía, aunque era una antigua amiga del señorPerry, éste debía confesar que no era la personamás apropiada para hacer compañía a una en-ferma como ella. Que la cuidaba y que la aten-día en todo era indudable; sólo que en realidadla cuidaba y la atendía demasiado. Y él se temíaque aquellos cuidados contribuían más a em-peorarla que a mejorarla. Emma le escuchabapreocupadísima; cada vez más apenada poraquella situación, y afanosa por encontrar elmodo de serle útil. Apartarla... aunque sólofuera por una o dos taras... de su tía, hacerle

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cambiar de aires y de panorama, ofrecerle unaconversación apacible y sensata, aunque sólofuera por una o dos horas, podía hacerle muchobien. Y a la mañana siguiente volvió a escribirlecon las palabras más afectuosas que se le ocu-rrieron, diciéndole que iría a buscarla en sucoche a la hora que Jane prefiriese... indicandoque contaba con el asentimiento del señor Pe-rry, quien se había mostrado decididamentefavorable a que su paciente hiciera un poco deejercicio. La respuesta llegó en esta breve nota:

«Muchas gracias y afectuosos saludos departe de la señorita Fairfax, pero no seencuentra en condiciones de hacer ningunaclase de ejercicio.»

Emma tuvo la sensación de que su nota me-recía algo mejor; pero era imposible luchar co-ntra aquellas palabras cuya trémula desigual-dad decía bien a las claras que habían sido es-critas por una enferma, y sólo pensó en cuálpodía ser el mejor medio para vencer su re-pugnancia a ser vista o ayudada; por lo tanto, a

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pesar de esta respuesta mandó preparar el co-che y se dirigió a casa de la señora Bates con laesperanza de que podría convencer a Jane deque saliera con ella; pero fue en vano; la señori-ta Bates fue hasta la puerta del coche, des-haciéndose en muestras de gratitud y afirman-do que coincidía totalmente con ella en pensarque tomar un poco el aire le sería muy benefi-cioso.., y sirviendo de intermediaria entre am-bas hizo lo que pudo para convencer a su so-brina, pero todo en vano. La señorita Bates sevio obligada a regresar sin haber conseguido supropósito; no había modo de que Jane se dejaraconvencer; la simple proposición de salir pare-cía que le hacía sentirse peor... Emma tenía de-seos de verla, y de probar su poder de persua-sión; pero casi antes de que pudiera insinuareste deseo, la señorita Bates le dijo que habíaprometido a su sobrina que por nada del mun-do dejaría entrar a la señorita Woodhouse.

-La verdad es que la pobre Jane no puede su-frir el ver a nadie... a nadie en absoluto... Claro

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que, a la señora Elton no hemos podido decirleque no... y la señora Cole ha insistido tanto... ycomo la señora Perry también ha demostradotanto interés... Pero, exceptuando estos casos,Jane no recibe a nadie.

Emma no quería ponerse a la misma alturaque la señora Elton, la señora Perry y la señoraCole, que consiguen casi por la fuerza entrar entodas partes; tampoco creía tener ningún dere-cho de preferencia... por lo tanto, se resignó, ylas demás preguntas que hizo a la señorita Ba-tes sólo se referían al apetito de su sobrina y alo que comía, por el deseo de auxiliarla en algo.Sobre esta cuestión la pobre señorita Bates es-taba desolada y fue muy comunicativa; Janeapenas quería comer nada... el señor Perry lerecomendaba que tomase alimentos nutritivos;pero todo lo que le daban (y bien sabía Diosque nadie como ellos podían alabarse de tenervecinos tan buenos) lo rechazaba.

De regreso a su casa, Emma llamó inmedia-tamente a su ama de llaves para que la ayudase

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a pasar revista a las alacenas; y mandó inme-diatamente a casa de la señorita Bates ciertacantidad de arrurruz de la mejor calidad, juntocon una nota redactada en los términos máscordiales. Al cabo de media hora el arrurruz eradevuelto con mil gracias de parte de la señoritaBates pero «mi querida Jane no ha estado tran-quila hasta saber que lo habíamos devuelto; esalgo que ella no iba a poder tomar... y una vezmás insiste en decir que no necesita nada».

Cuando poco después Emma oyó decir quehabían visto a Jane Fairfax paseando por losprados a cierta distancia de Highbury, la tardedel mismo día en el que, con la excusa de queno estaba en condiciones de hacer ninguna cla-se de ejercicio, había rechazado tan tajantemen-te su ofrecimiento de salir con ella en el coche,no pudo tener ya la menor duda, teniendo encuenta todos aquellos indicios, que Jane estabadecidida a no admitir ningún favor de ella. Losintió, lo sintió mucho. Estaba muy dolida alverse en una situación como aquélla, quizá la

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más penosa de todas, sintiéndose mortificada,dándose cuenta de que todo lo que hiciera seríainútil y de que no podía luchar contra aquello;y la humillaba el que dieran tan poco crédito asus buenos sentimientos y la considerasen tanpoco digna de amistad; pero tenía el consuelode pensar que sus intenciones eran buenas y depoderse decir a sí misma que si el señor Knigh-tley hubiese podido conocer todos sus intentospara ayudar a Jane Fairfax, si hubiera podidoincluso leer en su corazón, esta vez no hubieraencontrado motivos para hacerle ningún repro-che.

CAPÍTULO XLVI

UNA mañana, unos diez días después de lamuerte de la señora Churchill, Emma tuvo quebajar precipitadamente a la puerta para recibiral señor Weston, que «sólo podía quedarse cin-co minutos y tenía una gran urgencia de hablar

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con ella». El señor Weston salió a su encuentroa la puerta del salón, y después de saludarla ensu habitual tono de voz, inmediatamente lesusurró al oído para que no les oyera su padre:

-¿Puede venir a Randalls esta misma maña-na? Venga por poco que pueda. La señora Wes-ton quiere verla. Necesita verla. -¿Se encuentramal?

-No, no; en absoluto; sólo un poco nerviosa.Hubiese podido hacer preparar el coche y venirella misma; pero tiene que verla a solas, y, claro,aquí... -señalando a su padre con la cabeza-.Bueno... ¿puede usted venir?

-Desde luego. Ahora mismo si quiere. Me esimposible negarme a una cosa que me pide deeste modo. Pero ¿de qué se trata? ¿De verdadque no está enferma?

-No, no, no se trata de nada de eso... Pero nohaga más preguntas. En seguida lo sabrá todo.¡Es lo más increíble...! Pero ¡vamos, vamos!

Incluso a Emma le resultaba imposible adivi-nar lo que significaba todo aquello. Por su tono

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dedujo que se trataba de algo realmente impor-tante; pero como su amiga se encontraba bien,intentó tranquilizarse, y después de explicar asu padre que iba a salir a dar un paseo, ella y elseñor Weston no tardaron en salir juntos de lacasa y en dirigirse a Randalls a un paso muyvivo.

-Ahora -dijo Emma, cuando ya se hubieronalejado bastante de la verja de la casa-, ahora,señor Weston, dígame lo que ha ocurrido.

-No, no -replicó él muy serio-, no me lo pre-gunte a mí. He prometido a mi esposa que ledejaría contárselo todo. Ella se lo contará mejorque yo. No sea impaciente, Emma, dentro deun momento lo sabrá todo.

-No, dígamelo ahora -exclamó Emma dete-niéndose horrorizada-. ¡Santo Cielo! SeñorWeston, dígamelo en seguida... ha ocurridoalgo en Brunswick Square, ¿verdad? Sí, estoysegura. Dígamelo, cuénteme ahora mismo todolo que ha pasado.

-No, no, se equivoca usted...

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-Señor Weston, no juegue usted conmigo...piense usted en cuántos seres queridos tengoahora en Brunswick Square. ¿Cuál de ellos es?Le ruego por lo más sagrado... no trate de ocul-tármelo...

-Emma, le doy mi palabra...-¡Su palabra...! ¿Por qué no me lo jura? ¿Por

qué no me jura que es algo que no tiene nadaque ver con ninguno de ellos? ¡Santo Cielo!¿Qué pueden tener que comunicarme que nosea referente a alguien de aquella familia?

-Le juro -dijo él gravemente- que no tiene na-da que ver con ellos. No tiene la menor relacióncon nadie que lleve el apellido Knightley.

Emma cobró ánimos y siguió andando.-Me he expresado mal -siguió diciendo el se-

ñor Weston- al decir que era algo que teníamosque comunicarle. No hubiera tenido que decír-selo así. En realidad no le concierne a usted...sólo me concierne a mí... es decir, eso es lo queesperamos... Sí, eso es... en resumen, mi queridaEmma, que no hay motivos para que se intran-

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quilice. No es que diga que no se trata de unasunto desagradable... pero las cosas podríanser mucho peor... si apretamos el paso en se-guida llegaremos a Randalls.

Emma comprendió que debía esperar; y aho-ra ya no le exigía tanto esfuerzo; por lo tanto nohizo más preguntas, dedicándose simplementea dejar volar su fantasía, y ello no tardó en lle-varle a la suposición de que debía de tratarsede algún problema de dinero... algún hechodesagradable que se habría acabado de descu-brir en el seno de la familia... algo de lo que sehabrían enterado gracias al reciente fa-llecimiento de la señora Churchill. Su fantasíaera incansable. Tal vez media docena de hijosnaturales... ¡Y el pobre Frank desheredado! Unacosa así no era nada agradable, pero tampocoera como para angustiarla. Apenas le inspirabaalgo más que una viva curiosidad.

-¿Quién es aquel señor a caballo? -dijo ellamientras seguían andando.

Emma hablaba sobre todo con la intención de

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ayudar al señor Weston a guardar su secreto.-No lo sé... uno de los Otway... no es Frank; le

aseguro que no es Frank. No le verá usted. Aestas horas está a medio camino de Windsor.

-Entonces es que les ha hecho una visita, ¿no?-¡Oh, sí! ¿No lo sabía? Bueno, no tiene impor-

tancia.Permaneció en silencio durante unos momen-

tos; y luego añadió en un tono mucho más pre-cavido y grave:

-Sí, Frank ha venido a vernos esta mañana só-lo para saber cómo estábamos.

Apretaron el paso y no tardaron en llegar aRandalls.

-Bueno, querida -dijo al entrar en el salón-, yaves que te la he traído; ahora supongo quepronto te sentirás mejor. Os dejaré solas. Noserviría de nada seguir aplazándolo. No me irémuy lejos por si me necesitáis.

Y Emma oyó claramente que añadía en vozmás baja antes de abandonar la estancia:

-He cumplido mi palabra, no tiene ni la me-

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nor idea.La señora Weston tenía tan mal aspecto y pa-

recía tan preocupada que la inquietud deEmma aumentó; y apenas estuvieron solas lajoven dijo rápidamente:

-¿Qué ocurre, mi querida amiga? Veo que hasucedido algo muy desagradable; dime inme-diatamente de qué se trata. He venido durantetodo el camino sin saber qué pensar. Las dosodiamos los misterios. No me tengas por mástiempo en esta incertidumbre. Te hará bienhablar de esta desgracia, sea lo que sea.

-¿Es cierto que aún no sabes nada? -dijo la se-ñora Weston con voz temblorosa-. ¿No adivi-nas, mi querida Emma... no eres capaz de adi-vinar lo que vas a oír?

-Supongo que es algo referente al señor FrankChurchill, ¿no?

-Sí, lo has acertado. Es algo que se refiere a él,y voy a decírtelo sin más rodeos -reemprendiendo su labor y pareciendo decidi-da a no levantar los ojos de ella-; esta misma

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mañana ha venido a vernos para decirnos algoinimaginable. No puedes imaginar la sorpresaque hemos tenido. Ha venido para hablar consu padre... para anunciarle que estaba enamo-rado...

Se interrumpió para tomar aliento. Emmaprimero pensó en sí misma y luego en Harriet.

-Bueno, en realidad se trata de algo más quede un enamoramiento -siguió diciendo la seño-ra Weston-; es todo un compromiso... un com-promiso matrimonial en toda regla... ¿Qué vasa decir, Emma... qué van a decir los demáscuando se sepa que Frank Churchill y la señori-ta Jane Faírfax están prometidos; mejor dicho,¡que hace ya mucho tiempo que están prometi-dos!?

Emma, boquiabierta, se incorporó... y excla-mó llena de estupefacción.

-¡Jane Fairfax! ¡Cielo Santo! ¿No hablarás enserio? No puedo creerlo.

-Comprendo que te quedes asombrada -siguió la señora Weston aún sin levantar los

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ojos y hablando con rapidez para que Emmatuviese tiempo de rehacerse-, comprendo que tequedes asombrada. Pero es así. Entre 'ellos hayun compromiso formal desde el pasado mes deoctubre... la cosa ocurrió en Weymouth y hasido un secreto para todo el mundo. Nadie máslo ha sabido... ni los Campbell, ni la familia deella ni la de él... Es algo tan fuera de lo comúnque aunque estoy totalmente convencida delhecho a mí misma me resulta increíble. Apenaspuedo creerlo... yo que creía conocerle...

Emma apenas oía lo que le decían... su mentese hallaba dividida entre dos ideas... Las con-versaciones que ellos dos habían sostenidotiempo atrás acerca de la señorita Fairfax y lapobre Harriet; y durante un rato sólo fue capazde emitir exclamaciones de sorpresa y de pediruna y otra vez que le confirmasen la noticia,que le repitiesen la confirmación.

-Bueno -dijo por fin tratando de dominarse-;es algo en lo que tendré que pensar por lo me-nos medio día antes de llegar a comprenderlo

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del todo... ¡Vaya!... Ha estado prometido conella durante todo el invierno... antes de queninguno de los dos viniera a Highbury, ¿no?

-Se prometieron en octubre... en secreto... esome ha dolido mucho, Emma, muchísimo. Tam-bién ha dolido mucho a su padre. Hay detallesen su conducta que no podemos excusar.

Emma reflexionó durante unos momentos yluego replicó:

-No voy a pretender que no te entiendo; y pa-ra consolarte dentro de lo que me es posible, tediré que puedes estar segura que sus atencio-nes para conmigo no han tenido el efecto que tútemes.

La señora Weston levantó la mirada como sinatreverse a creer lo que oía; pero la actitud deEmma era tan firme como sus palabras.

-Para que tengas menos dificultad en creer es-ta jactancia de que ahora me es totalmente indi-ferente -siguió diciendo-, te diré algo más: quehubo una época en los primeros tiempos denuestra amistad en que me sentía atraída por

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el, en que estaba muy propensa a enamorarmede él... mejor dicho, en que estuve enamorada...y tal vez lo más extraño es cómo terminó eseenamoramiento. Sin embargo, por fortuna elhecho es que terminó, y la verdad es que haceya tiempo, por lo menos estos últimos tres me-ses, que ya no siento ninguna atracción por él.Puedes creerme; ésta es la pura verdad.

La señora Weston la besó con lágrimas dealegría; y cuando pudo articular unas palabrasle aseguró que lo que le acababa de decir lehabía hecho más bien que ninguna otra cosa delmundo.

-El señor Weston se alegrará casi tanto comoyo misma -dijo ella-. Este detalle nos ha preocu-pado muchísimo. Era nuestro mayor deseo elque os sintierais atraídos el uno por el otro. Ynosotros estábamos convencidos de que habíasido así... imagínate lo que hemos sufrido por tial saber todo eso.

-Me he salvado de este peligro; y el habermesalvado es una agradable sorpresa tanto para

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vosotros como para mí. Pero eso no le libra desu responsabilidad; y debo decir que su proce-der me parece muy censurable. ¿Qué derechotenía a presentarse aquí de una manera tandesenvuelta estando ya prometido?21 ¿Qué de-recho tenía a querer agradar (porque eso es loque hizo), a distinguir a una joven con susconstantes atenciones (como lo hizo), cuandoen realidad ya pertenecía a otra? ¿Cómo nopensaba en el mal que podía llegar a hacer?¿Cómo no pensaba que podía inducirme a mí aenamorarme de él? Todo esto es indigno, to-talmente reprobable.

-Por una cosa que él dijo, mi querida Emma,yo más bien imagino...

-Y ¿cómo podía ella tolerar una conducta se-mejante? ¡Verlo todo con tanta sangre fría! ¡Vercómo se tenían constantes atenciones a otra

21 Juego de palabras intraducible: «engaged»(«prometido en matrimonio») y «disengaged» («des-envuelto», «libre de maneras»).

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mujer, en presencia suya, sin demostrar nada!¡Éste es un tipo de impasibilidad que no puedoni comprender ni respetar!

-Había desavenencias entre ellos, Emma; él loha dicho con toda claridad. No ha tenido tiem-po de dar muchas explicaciones. Sólo ha estadoaquí un cuarto de hora, y su excitación no lepermitía aprovechar el poco tiempo de quedisponía... pero que había desavenencias entreellos lo ha dicho explícitamente. Parece ser queésta ha sido la causa de esta crisis de ahora; ylas desavenencias posiblemente surgieron de-bido a lo impropio de su proceder.

-¡Impropio! ¡Oh, querida, eres muy benigna alcensurarle! ¡Mucho peor que impropio, muchopeor! Ha sido algo que le ha desmerecido tantoa mis ojos... ¡Oh, tanto...! ¡Es tan indigno de unhombre hacer una cosa semejante! Es algo tanopuesto a la honradez inflexible, a la fidelidad ala verdad y a los buenos principios, al desdénpor el engaño y la ruindad que debe demostrarsiempre un hombre en todas las situaciones de

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su vida...!-Bueno, querida Emma, me obligas a salir en

defensa suya; porque aunque en este caso hayaobrado mal, le conozco lo suficiente para podertener la seguridad de que posee muchas, peroque muchas buenas cualidades; y...

-¡Cielo Santo! -exclamó Emma interrumpien-do a su amiga. Y además lo de la señora Small-ridge! ¡Jane que estaba a punto de irse a traba-jar como institutriz! ¿Qué pretendía con esahorrible falta de delicadeza? ¡Consentirle que secomprometiera a ponerse a trabajar...! ¡Consen-tirle que incluso pensara en tomar una decisióncomo ésta!

-Frank no sabía nada de todo esto, Emma. Enese asunto sí que tengo que justificarle. Fue unadecisión que tomó ella por sí misma... sin co-municárselo a Frank... o por lo menos sin co-municárselo de un modo resuelto... Hasta ayersé que él dijo que no sabía nada de los planesde Jane. Se enteró, no sé cómo... debió de serpor alguna carta o por alguien que se lo dijo... y

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al saber lo que ella iba a hacer, al enterarse deeste proyecto, fue cuando se determinó a des-cubrirlo todo en seguida, a confesarlo todo a sutío y a acogerse a su bondad, y en resumen aponer fin a esta lamentable situación de enga-ños y disimulos que ya había durado tantotiempo.

Emma empezó a escuchar con más atención ysosiego.

-Pronto tendré noticias suyas -continuó di-ciendo la señora Weston-. Al irse me dijo queme escribiría en seguida; y lo dijo de una mane-ra que parecía prometerme que daría muchosdetalles más que entonces no tenía tiempo deaclarar. Por lo tanto esperemos esta carta. Qui-zá contenga muchos atenuantes. Quizás enton-ces podamos comprender y excusar muchascosas que ahora nos resultan incomprensibles.No seamos severas, no tengamos tanta prisapor condenarle. Tengamos paciencia. Yo lequiero; y ahora que ya me has tranquilizadosobre una cuestión que me preocupaba, una

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cuestión muy concreta, deseo con toda mi almaque todo termine bien y no pierdo la esperanzade que así sea. Los dos tienen que haber sufridomucho en medio de tantos secretos y tantosdisimulos.

-¿Sufrir él? -replicó Emma secamente-. No pa-rece que todo esto le haya hecho mucha mella.Bueno, ¿y cómo se lo tomó el señor Churchill?

-Pues muy favorablemente para su sobrino...dio su consentimiento apenas sin poner dificul-tades. ¡Imagínate cómo los acontecimientos deesta semana han llegado a introducir cambiosen la familia! Mientras vivía la pobre señoraChurchill supongo que no había ni una espe-ranza, ni la menor posibilidad... pero apenassus restos descansan en el panteón de lafamilia, su esposo se deja convencer para hacertodo lo contrario de lo que ella hubiese querido.¡Qué gran suerte es el que las influencias que seejercen indebidamente no nos sobrevivan! Lecostó muy poco dejarse convencer para dar suconsentimiento.

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«¡Ah! -pensó Emma-. Igual hubiese ocurridosi se hubiera tratado de Harriet.»

-Eso se acordaba ayer por la noche, y Franksalía de Richmond al amanecer. Se detuvoalgún tiempo en Highbury... en casa de lasBates, supongo... y luego vino directamentehacia aquí; pero tenía tanta prisa por volver allado de su tío que ahora le necesita más quenunca, que, como ya te he dicho, apenas pudoestar con nosotros un cuarto de hora... Estabamuy nervioso... sí, mucho... hasta el punto deque me parecía ser casi otra persona distinta ala que yo conocía... Y añade a todo lo demás lainquietud que tenía porque acababa de ver queJane estaba tan enferma, de lo cual él no tenía lamenor sospecha... y por todas las apariencias,yo deduje que eso le tenía preocupadísimo.

-Pero ¿crees de veras que este asunto ha sidollevado tan en secreto como dice...? Los Camp-bell, los Dixon... ¿ninguno de ellos sabía nadade su compromiso?

Emma no podía citar el nombre de Dixon sin

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un ligero rubor.-Nadie; nadie lo sabía. Insistió en que no lo

sabía absolutamente nadie, salvo ellos dos.-Bueno -dijo Emma-, supongo que ya nos

iremos acostumbrando poco a poco a la idea, yles deseo que sean muy felices. Pero siemprepensaré que el suyo ha sido un proceder odio-so. ¡Ha sido algo más que toda una red dehipocresías y de engaños... de intrigas y de fal-sedades! Presentarse aquí fingiendo esponta-neidad, sinceridad... y haber urdido toda esacombinación en secreto para poder conocernosy juzgarnos a todos... Durante todo el inviernoy toda la primavera hemos vivido completa-mente engañados, imaginando que éramos to-dos igualmente sinceros y francos mientrashabía entre nosotros dos personas que se co-municaban sin que nadie lo supiera, que com-paraban y juzgaban sobre sentimientos y pala-bras de las que nunca hubieran debido enterar-se ambos... Ahora tienen que atenerse a las con-secuencias si han oído hablar el uno del otro de

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un modo no del todo agradable...-Eso no me preocupa lo más mínimo -dijo la

señora Weston-. Estoy completamente segurade que nunca he dicho nada a uno de los dosrespecto al otro que los dos no pudieran oír.

-Tienes suerte... yo fui la única que me enteréde tu error... cuando imaginaste que ciertoamigo nuestro estaba enamorado de esta se-ñorita.

-Sí, cierto. Pero como siempre he tenido muybuena opinión de la señorita Fairfax, ningúnerror ha podido hacerme hablar mal de ella; yen cuanto a criticarle a él, de eso jamás he sen-tido la menor tentación.

En aquel momento apareció el señor Westona cierta distancia de la ventana, evidentementevigilando lo que ocurría. Su esposa le invitó aentrar con un ademán; y mientras él iba a dar lavuelta, la señora Weston añadió:

-Ahora, mi querida Emma, te suplico que di-gas a mi marido todo lo que creas que puedaservir para tranquilizarle y hacerle ver esta

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unión como algo ventajoso. Hagamos lo quepodamos para convencerle... y al fin y al cabosin necesidad de mentir pueden hacerse casitodos los elogios de ella. No es que sea unaboda como para quedar excesivamente satisfe-cho; pero si el señor Churchill no pone obstácu-los, ¿por qué vamos a ponerlos nosotros? Y enel fondo tal vez sea una suerte para él... Quierodecir que puede ser muy beneficioso paraFrank haberse enamorado de una muchacha detanta firmeza de carácter y de tanto criteriocomo yo siempre he creído que tenía Jane... yaún estoy dispuesta a creerlo, a pesar de que enesta ocasión se haya desviado tanto de las nor-mas que rigen una conducta leal. Y a pesar detodo, en una situación como la suya no seríamuy difícil justificar un error como éste...

-Sí, es verdad -exclamó Emma vivamente-. Sipuede disculparse a una mujer por pensar sóloen sí misma es en una situación como la de JaneFairfax... En esos casos casi puede decirse que«no pertenece al mundo, ni a las normas del

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mundo...»Emma recibió al señor Weston con un aspecto

sonriente, y exclamó:-¡Vaya! Veo que me ha gastado una buena

broma... Supongo que todo eso estaba destina-do a excitar mi curiosidad y ejercitar mis dotesde adivinación. Pero la verdad es que me asus-tó usted. Yo ya creía que por lo menos habíaperdido la mitad de su fortuna. Y ahora resultaque en vez de ser una cosa como para consolar-les, es algo que merece que le den la enhora-buena... Señor Weston, le doy mi enhorabuenade todo corazón porque va usted a tener pornuera a una de las jóvenes más encantadoras yde mejores prendas de toda Inglaterra.

Una mirada o dos que cambiaron marido ymujer acabaron de convencerle de que todo ibatan bien como parecían proclamar aquellas pa-labras; y el beneficioso efecto de esta convicciónse dejó sentir inmediatamente en su estado deánimo. Su porte y su voz recobraron su habi-tual jovialidad. Lleno de gratitud, estrechó cor-

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dialmente la mano de la joven, y empezó ahablar de la cuestión en un tono que demostra-ba que ahora sólo necesitaba tiempo y persua-sión para creer que aquel compromiso matri-monial después de todo no era una cosa dema-siado mala. Ellas sólo le sugirieron lo que podíapaliar la imprudencia y suavizar las dificulta-des; y una vez hubieron hablado de ello todosjuntos, y el señor Weston hubo vuelto a hablarcon Emma en el camino de regreso a Hartfield,se acostumbró totalmente a la idea y llegó a noestar lejos de pensar que había sido lo mejorque Frank hubiese podido hacer.

CAPÍTULO XLVII

-HARRIET, pobre Harriet!Éstas eran las palabras que compendiaban las

tristes ideas de las que Emma no podía librarse,y que para ella constituían el peor de los malesde aquel caso. Frank Churchill se había portado

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muy mal con ella... muy mal en muchos aspec-tos... pero lo que le hacía estar más encolerizadacon él no era sólo su proceder para con ella. Loque más le dolía era la confusión a que la habíainducido respecto a Harriet... ¡Pobre Harriet!Por segunda vez iba a ser víctima de los erroresy del afán de casamentera de su amiga. Laspalabras del señor Knightley habían sido profé-ticas cuando le había dicho en cierta ocasión:«Emma, usted no es una buena amiga paraHarriet Smith...» Ahora temía que sólo lehubiera causado males... Claro que esta vez nopodía acusarse, como la anterior, de haber sidola única y exclusiva responsable de la desgra-cia; entonces había insinuado la posibilidad deunos sentimientos que, de otro modo, Harrietnunca se hubiera atrevido a concebir; mientrasque ahora Harriet había reconocido su admira-ción y su predilección por Frank Churchill an-tes de que ella hubiese insinuado nada acercade la cuestión; pero se sentía totalmente culpa-ble de haber alentado unos sentimientos que

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hubiese debido contribuir a disipar; hubiesepodido evitar que Harriet se complaciera enesta idea y alimentara esperanzas. Su influenciahubiera bastado para ello. Y ahora se daba per-fecta cuenta de que hubiese debido evitar aque-lla situación... Comprendía que había estadoexponiendo la felicidad de su amiga sin tenermotivos lo suficientemente sólidos. De haberseguiado por el sentido común, hubiese dicho aHarriet que no debía permitirse pensar en él,que había una sola posibilidad entre quinientasde que Frank llegase alguna vez a interesarsepor ella.

«Pero me temo -añadía para sí- que sentidocomún no he tenido mucho.»

Estaba muy enojada consigo misma; y de noestar enojada también con Frank Churchill, suestado de ánimo hubiese sido mucho peor. Encuanto a Jane Fairfax, por lo menos podía des-entenderse de sentir inquietud por ella. Harrietle preocupaba ya suficientemente; no necesi-taba, pues, seguir preocupándose por Jane, cu-

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yos problemas y cuya falta de salud, como tení-an, por supuesto, el mismo origen, debían tenerigualmente la misma curación... Su vida de pe-nurias y de desgracias había terminado... Pron-to recuperaría la salud, sería feliz y disfrutaríade una buena posición... Emma comprendíaahora por qué su solicitud por ella había sidodesdeñada. Aquella revelación había aclaradootras muchas cuestiones de menor importancia.Sin duda la causa habían sido los celos. ParaJane ella había sido una rival; y lógicamentetodo lo que quisiera ofrecerle como ayuda oatenciones tenía que rechazarlo. Dar un paseoen el coche de Hartfield hubiese sido una tortu-ra, el arrurruz procedente de las alacenas deHartfield hubiese sido un veneno. Lo com-prendía todo; y cuando lograba desprendersede los sentimientos injustos que le inspiraba suorgullo herido, reconocía que Jane Fairfax me-recía sobradamente todo el encumbramiento yla felicidad que sin duda iba ahora a tener. Pero¡la pobre Harriet era un reproche viviente para

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ella! No podía dedicar sus atenciones a nadieque lo necesitase más. A Emma le dolía infinitoque esta segunda decepción fuese aún más gra-ve que la primera. Teniendo en cuenta que estavez sus aspiraciones eran mucho mayores, de-bía serlo; y a juzgar por los poderosos efectosque aparentemente aquel enamoramiento habíaproducido sobre el espíritu de Harriet, impul-sándola al disimulo y al dominio de sí misma,así era... Sin embargo, debía comunicarle aque-lla penosa verdad lo antes posible. Al despe-dirse de ella el señor Weston la había conmina-do a guardar el secreto.

-Por ahora -le había dicho- todo este asuntodebe seguir en secreto absoluto. El señorChurchill lo ha exigido así como muestra derespeto por la esposa que ha perdido hace tanpocos días; y todos estamos de acuerdo en quees a lo que nos obliga el decoro más elemental.

Emma lo había prometido; pero a pesar detodo Harriet debía ser una excepción; creía queéste era un deber superior.

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A pesar de su mal humor, no pudo por me-nos de encontrar casi ridículo el que ahora tu-viera que dar a Harriet la misma penosa y deli-cada noticia que la señora Weston acababa dedarle a ella misma. El secreto que con tantomiedo se le había comunicado, ahora era ellaquien con no menos intranquilidad debía co-municarlo a otra persona. Sintió acelerarse loslatidos de su corazón al oír los pasos de Harriety su voz; pensó que lo mismo debía de haberleocurrido a la pobre señora Weston cuando ellaentraba en Randalls. ¡Ojalá la conversación tu-viera un desenlace igualmente feliz! Pero pordesgracia de ello no había ninguna posibilidad.

-Bueno, Emma -penetrando apresuradamenteen la estancia-, ¿no te parece la noticia más ex-traordinaria que jamás se ha oído?

-¿A qué noticia te refieres? -replicó Emma, in-capaz de adivinar por su aspecto o su voz siHarriet se había enterado de algo.

-Lo de Jane Fairfax. ¿Has oído alguna vez unacosa tan rara? ¡Oh!, no tienes que tener ningún

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reparo en confesármelo porque el señor Westonya me lo ha dicho todo. Acabo de encontrarle.Me ha dicho que era un secreto para todos; ypor lo tanto yo no pensaba decírselo a nadieexcepto a ti, pero me ha dicho que ya lo sabías.

-¿Qué te ha contado el señor Weston? -preguntó Emma, aún sin saber qué pensar.

-Pues... Me lo ha contado todo; que Jane Fair-fax y el señor Frank Churchill van a casarse, yque han estado prometidos en secreto desdehace mucho tiempo. ¡Qué cosa tan rara!, ¿ver-dad?

Ciertamente era muy raro; la reacción deHarriet era tan extremadamente rara queEmma no sabía cómo interpretarla. Parecía co-mo si su carácter hubiese cambiado por com-pleto; como si se propusiera no demostrar nin-guna emoción, ninguna decepción, ningún in-terés especial por aquel hecho. Emma la con-templaba muda de asombro.

-¿Tú suponías -preguntó Harriet- que estabanenamorados el uno del otro? Bueno, a lo mejor

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tú sí que lo supusiste... Como sabes leer tanbien -dijo ruborizándose- en los corazones detodo el mundo...; pero nadie más.

-Te prometo -dijo Emma- que empiezo a du-dar de que tenga semejante don. Pero, Harriet,¿cómo puedes preguntarme en serio si yo su-ponía que estaba enamorado de otra mujercuando (si no de un modo declarado, sí tácita-mente) te estaba alentando a concebir espe-ranzas? Hasta hace una hora nunca he tenido nila menor sospecha de que el señor Frank Chur-chill se sintiese atraído por Jane Fairfax. Puedestener la seguridad de que si yo hubiese sospe-chado algo de este tipo te hubiera prevenido deacuerdo con mis sospechas.

-¿A mí? -exclamó Harriet ruborizándose llenade asombro. ¿Por qué tenías que prevenirme?No supondrás que yo me interesaba por el se-ñor Frank Churchill...

-No sabes lo que me alegra oírte hablar de es-te asunto con tanta serenidad -replicó Emmasonriendo-; pero no pretenderás negarme que

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hubo una época... que por cierto, no está aúnmuy lejos... en que me diste motivos para su-poner que te interesabas por él ...

-¿Por él? ¡Oh, nunca, nunca! Querida Emma,¿cómo pudiste entenderme tan mal? -dijoHarriet, volviendo el rostro, muy dolida.

-¡Harriet! -exclamó Emma, después de unmomento de pausa. ¿Qué quieres decir? ¡Por loque más quieras, dime qué has querido decir...!¿Que te he entendido mal? Entonces, tengo quesuponer...

No pudo seguir hablando... Había perdido lavoz; y se sentó esperando con ansiedad a queHarriet contestara. Harriet, que estaba de pie, acierta distancia, volviéndole la espalda, tardóunos minutos en hablar; y cuando por fin lohizo, su voz estaba tan alterada como la deEmma.

-Nunca me hubiese parecido posible -empezódiciendo- que me entendieras tan mal ... Ya séque acordamos que nunca le nombraríamos...pero teniendo en cuenta lo infinitamente supe-

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rior que es a todos los demás, nunca hubiesecreído posible que creyeras que me refería aotra persona. ¡El señor Frank Churchill! Nadiepuede fijarse en él estando presente el otro.Creo que no tengo tan mal gusto como parapensar en el señor Frank Churchill, que no esnadie al lado de él. ¡Y que tú hayas tenido estaconfusión...! ¡No lo entiendo! Estoy segura deque si no hubiera creído que tú aprobabas missentimientos y que los alentabas, al principiohubiese considerado casi como una presunciónexcesiva por mi parte el atreverme a pensar enél; al principio, si no me hubieras dicho quecosas más difíciles habían ocurrido; que sehabían celebrado matrimonios más desiguales(éstas fueron las palabras que empleaste)...; dehaberme dicho todo esto, yo no me hubieraatrevido a tener esperanzas... No lo hubieseconsiderado posible... Pero si tú, que tienes tan-ta amistad con él...

-Harriet... -exclamó Emma, dominándose re-sueltamente-. Es mejor que ahora nos entenda-

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mos las dos, sin que haya posibilidad de quevolvamos a equivocarnos otra vez... Estáshablando de... del señor Knightley, ¿no?

-Desde luego. No podía haber pensado ennadie más... y creía que tú debías de saberlo.Cuando hablamos de él no podía quedar másclaro.

-No tan claro -replicó Emma, con forzadacalma-, porque todo lo que entonces dijiste mepareció que se refería a una persona distinta.Casi hubiera podido asegurar que habías citadoal señor Frank Churchill. Recuerdo perfecta-mente que se habló del favor que te habíahecho el señor Frank Churchill al defenderte delos gitanos.

-¡Oh, Emma! ¡Cómo olvidas las cosas!-Mi querida Harriet, recuerdo muy bien lo

que en substancia te dije en aquella ocasión. Tedije que no me extrañaba que te hubieses ena-morado; que teniendo en cuenta el favor que tehabía hecho era la cosa más natural del mun-do... Y tú estuviste de acuerdo, y dijiste con

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mucho apasionamiento que estabas muy agra-decida, e incluso mencionaste las sensacionesque tuviste al verle venir en tu ayuda... Fue unaimpresión que me quedó grabada en la memo-ria.

-¡Querida! -exclamó Harriet-. ¡Ahora meacuerdo de lo que quieres decir! Pero es que yoentonces estaba pensando en algo muy diferen-te. No me refería a los gitanos... ni al señorFrank Churchill. ¡No! -adoptando un tono mássolemne-. Pensaba en otra circunstancia másimportante... Pensaba en el señor Knightleyacercándose e invitándome a bailar, después deque el señor Elton se negó a bailar conmigo,cuando no había ninguna otra pareja en el sa-lón. Éste fue el gran servicio que me prestó; éstafue su noble comprensión, su generosidad; esofue lo que hizo que empezara a darme cuentade que estaba muy por encima de todos losdemás seres de la tierra.

-¡Santo Cielo! -exclamó Emma-. ¡Qué errormás desgraciado...! ¡Oh, qué lamentable! Y aho-

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ra, ¿qué puede hacerse?-¿No me hubieras alentado si entonces hubie-

ses sabido a lo que me refería? Por lo menosahora mi situación no es peor que lo que lohubiera sido de haberse tratado de la otra per-sona; y ahora... es posible...

Hizo una breve pausa. Emma no se veía conánimos para hablar.

-Emma, no me extraña -siguió diciendo- queveas una gran diferencia entre los dos... tantoen mi caso como en el de cualquier otra. Debespensar que está infinitamente mucho más porencima de mí que el otro. Pero yo espero,Emma, que suponiendo... que si... por extrañoque pueda parecer... Ya sabes que fueron tuspropias palabras: Cosas más difíciles han ocu-rrido, matrimonios más desiguales se han cele-brado, que el que hubiera podido celebrarseentre Frank Churchill y yo; y, por lo tanto, meparece que si, incluso una cosa así puede haberocurrido antes de ahora... y si yo fuese tan afor-tunada, tanto, que... si el señor Knightley llega-

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ra... si a él no le importara la desigualdad, con-fío, querida Emma, que tú no te opondrías...que no nos crearías dificultades. Pero estoysegura de que eres demasiado buena para haceruna cosa así.

Harriet estaba de pie, junto a una de las ven-tanas. Emma se volvió para lanzarle una mira-da llena de consternación y dijo rápidamente:

-¿Tienes algún indicio de que el señor Knigh-tley corresponde a tus sentimientos?

-Sí -replicó Harriet, con humildad, pero sintemor-. Puedo decir que sí lo tengo.

Inmediatamente Emma desvió la mirada. Ydurante unos minutos permaneció en silencio,meditando, con los ojos fijos. Unos pocos mi-nutos bastaron para revelarle lo que había en supropio corazón. Una inteligencia como la suyauna vez concebía una sospecha hacía rápidosprogresos hacia su objeto. Emma suponía...admitía... reconocía toda la verdad. ¿Por quéera mucho peor que Harriet estuviera enamo-rada del señor Knightley en vez de estarlo de

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Frank Churchill? ¿Por qué aquella contrariedadadquiría proporciones tan enormes con elhecho de que Harriet tuviera esperanzas justifi-cadas de ser correspondida? Una convicción seabrió paso con la celeridad de una flecha en elánimo de Emma: ¡el señor Knightley sólo podíacasarse con ella!

En aquel corto espacio de tiempo comprendiócuál había sido su conducta y vio claro en supropio corazón. Lo vio todo con una lucidezcomo hasta entonces nunca había tenido. ¡Quémal se había estado portando con Harriet! ¡Conqué falta de atención y de delicadeza! ¡Qué in-sensato y qué cruel había sido su proceder!¿Cómo había podido dejarse llevar por aquellaceguera, aquella locura? Se daba perfectamentecuenta de lo que había hecho y estaba tentadade aplicarse a sí misma los términos más duros.Sin embargo, un resto de respeto por sí misma,a pesar de todas sus culpas... la preocupaciónpor salvar las apariencias, y un intenso deseode ser justa para con Harriet... (no necesitaba

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compasión la muchacha que se creía amada porel señor Knightley... pero era justo que ahoraella no pudiera sentirse dolida al verse tratadacon frialdad)... impulsaron a Emma a esperar ya soportarlo todo con calma e incluso con apa-rente afabilidad... Por su propio bien era preci-so que se enterara de todo lo posible concer-niente a las esperanzas de Harriet; y Harriet nohabía hecho nada para que le negara el cariño yel interés que ella le había otorgado tan volun-tariamente... ni merecía ser ahora menosprecia-da por la persona cuyos consejos siempre habí-an sido desacertados... Así pues, abandonandosus reflexiones y dominando su emoción, sevolvió de nuevo hacia Harriet y en un tono másacogedor reanudó la conversación; porque eltema que la había iniciado, la sorprendente his-toria de Jane Fairfax, había ya perdido todointerés; ambas pensaban tan sólo en el señorKnightley y en ellas mismas.

Harriet, que había estado absorta en sus gra-tos ensueños, no dejó de sentirse halagada

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cuando la despertaron de ellos, al ver la alenta-dora invitación a hablar que le hacía una per-sona de tanto criterio, une amiga como la seño-rita Woodhouse, y no necesitó más que unainsinuación para referir toda la historia de susesperanzas con gran deleite, pero temblorosade emoción... Mientras hacía preguntas y re-cibía las respuestas, Emma lograba ocultar me-jor que Harriet su emoción, que no era menorque la suya. Su voz no temblaba; pero su espíri-tu no podía hallarse más turbado por aqueldescubrimiento que acababa de hacer, por laaparición de aquel peligro tan amenazador, porla confusión que producían todas aquellas im-presiones tan súbitas... Escuchó el relato deHarriet con un gran sufrimiento interior, peroaparentando una gran serenidad; no podía es-perar de su amiga que se expresase de un modometódico, ordenado ni tampoco demasiadoclaro; pero, una vez distinguidos los equívocosy las repeticiones de la narración, ésta conteníaaún sustancia suficiente como para dejarla muy

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abatida... sobre todo teniendo en cuenta lascircunstancias que su propia memoria evocabaahora, y que corroboraban el hecho de que elseñor Knightley había ido teniendo cada vezuna opinión más favorable de Harriet.

Desde aquellos dos bailes decisivos Harriet sehabía ido dando cuenta de que la actitud delseñor Knightley respecto a ella era distinta...Emma sabía que en aquella ocasión él la habíaencontrado muy superior a todo lo que espera-ba. Desde aquel día, o por lo menos desde elmomento en que la señorita Woodhouse laalentó a pensar en él, Harriet había empezado aadvertir que su amigo hablaba con ella muchomás de lo que antes tenía por costumbre y deque la trataba de una manera totalmente dife-rente; en su trato había una amabilidad, unafecto... Cada vez iba siendo más consciente deello. Cuando habían estado paseando todosjuntos, ¡él se le había acercado tan a menudopara andar a su lado y le había hablado de unmodo tan cariñoso! Parecía como si quisiera

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tener más amistad con ella. Emma sabía queesta impresión respondía a una realidad. Mu-chas veces ella misma había observado el cam-bio casi tanto como su amiga... Harriet repetíafrases de aprobación y de elogio que él le habíadedicado... y Emma se daba cuenta de que con-cordaban perfectamente con lo que ella sabía desus opiniones acerca de Harriet. La elogiabapor carecer de artificio y de afectación, por sersencilla, sincera, generosa... Sabía que él veíatodas estas cualidades en Harriet; le habíahablado de ellas en más de una ocasión... Mu-chas de las cosas que ella guardaba en su me-moria, muchos pequeños detalles que revela-ban la atención que él le prestaba, una mirada,una frase, el hecho de pasar de una silla a otra,un cumplido disimulado, una preferencia so-breentendida, habían pasado inadvertidos paraEmma porque no había sospechado nada seme-jante. Circunstancias que hubieran bastado pa-ra llenar un relato de media hora, y que conte-nían múltiples indicios para quien las había

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presenciado, habían pasado por alto a Emma,que ahora escuchando a Harriet se enteraba porvez primera; pero los dos últimos indicios quemencionó, los que constituían las mejores espe-ranzas para la muchacha, habían tenido comotestigo a la propia Emma... El primero era elcoloquio que habían sostenido los dos solos enel paseo de los limeros de Donwell, dondehabían estado paseando durante un rato antesde la llegada de Emma, y donde él había tenidomucho interés (según ella estaba convencida)por hacer que ambos se separaran de los de-más... Y al principio él le había hablado de unmodo muy particular, como no lo había hechonunca antes de entonces, sí, de un modo muyparticular... (Harriet al recordarlo no pudo evi-tar sonrojarse.) Él parecía estar casi preguntán-dole si había entregado su corazón a alguien...Pero apenas apareció (la señorita Woodhouse)y dio la impresión de que iba a reunirse conellos, cambió de tema y empezó a hablar de suscultivos... El segundo indicio era la conversa-

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ción que sostuvo con ella durante casi mediahora antes de que Emma regresase de su visita,la última mañana en que el señor Knightleyestuvo en Hartfield... a pesar de que cuandollegó dijo que no podía quedarse más de cincominutos... y el haberle dicho durante la conver-sación que aunque debía ir a Londres, era muycontra su voluntad que dejaba su casa, lo cualera mucho más (como advirtió Emma) de loque su amigo había reconocido ante ella. El que,como este hecho indicaba, tuviera más confian-za con Harriet, dejó a Emma muy dolida.

Acerca del primero de estos dos indicios,después de reflexionar un poco Emma se atre-vió a formular la siguiente pregunta:

-¿Y si hubiese querido decir otra cosa? ¿No esposible que al preguntarte, según creíste enten-der, si ya habías entregado tu corazón, estuvie-se aludiendo al señor Martin? ¿No podía estarpensando en los intereses del señor Martin?

Pero Harriet rechazó enérgicamente la supo-sición:

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-¿El señor Martin? No, no, desde luego queno. No aludió para nada al señor Martin. Creoque ahora tengo demasiada experiencia parapensar en el señor Martin o para que se sospe-che que pienso en él.

Una vez Harriet hubo terminado su relato,apeló a la señorita Woodhouse para que le dije-ra si tenía motivos o no para alimentar espe-ranzas.

-Yo nunca me hubiese atrevido a pensar en él-le dijo Harriet- si no hubiese sido por ti. Medijiste que le observara bien, y que mis senti-mientos se dejaran guiar por su proceder... yeso es lo que he hecho. Pero ahora empiezo apensar que tengo motivos justificados para sen-tir lo que siento; y que si él me elige no me pa-recerá una cosa tan extraordinaria.

La amargura, la terrible amargura que Emmasintió en su interior al oír estas palabras, leobligó a hacer un gran esfuerzo para dominarsey poder contestar:

-Harriet, yo lo único que puedo decirte es que

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el señor Knightley es una persona absoluta-mente incapaz de dar a entender deliberada-mente a una mujer que siente por ella másatracción de la que en realidad siente.

Harriet pareció casi dispuesta a adorar a suamiga por una frase tan grata; y Emma sólologró evitar sus manifestaciones de entusiasmoy de cariño, que en aquel momento le hubieransido particularmente penosas, gracias a que seoyeron los pasos de su padre que se dirigía ha-cia el salón; Harriet estaba demasiado alteradapara poder presentarse ante él.

-No podría dominarme... El señor Woodhou-se se alarmaría... Es mejor que me vaya...

Y así, con la inmediata aprobación de su ami-ga, salió por otra puerta... Y apenas hubo salidolos sentimientos de Emma se exteriorizaron enuna espontánea exclamación:

-¡Dios mío! ¡Ojalá nunca la hubiese conocido!El resto del día y la noche siguiente apenas

bastaron a sus pensamientos... Se hallaba tur-bada por la confusión de todo lo que había

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irrumpido en su vida en aquellas últimashoras... Cada momento había aportado unanueva sorpresa; y cada sorpresa era un motivomás de humillación para ella... ¿Cómo podíacomprenderlo todo? ¿Cómo podía comprenderque hubiera estado engañándose a sí misma deaquel modo hasta entonces, viviendo en aquelengaño? ¡Aquellos errores, aquella ceguera desu mente y de su corazón! Se quedó sentada, sepaseó, anduvo de una a otra habitación, probóa pasear por el plantío... En todos los lugares,en todas las posiciones no podía dejar de pen-sar que había obrado de un modo insensato;que se había dejado engañar por los demás deun modo mortificante; que se había estado en-gañando a sí misma de un modo más mortifi-cante aún; que se sentía desgraciada y que pro-bablemente aquel día no era más que el princi-pio de sus desgracias.

Por el momento lo primero que debía hacerera ver claro, ver totalmente claro en su propiocorazón. Hacia este objetivo tendieron todos los

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momentos de ocio que le permitían tener susobligaciones para con su padre, y todos losmomentos de involuntario ensimismamiento.

¿Cuánto tiempo hacía que sentía aquel afectopor el señor Knightley que ahora sus sentimien-tos le revelaban con toda evidencia? ¿Cuándohabía empezado a ejercer su influencia, aquellaclase de influencia, sobre ella? ¿Cuándo habíaconseguido ocupar en su afecto el lugar queFrank Churchill por un breve espacio de tiem-po había ocupado también? Intentó recordar;comparó a los dos... les comparó según la esti-mación que había sentido por cada uno de ellosdesde la época en que conoció a Frank... y comotarde o temprano hubiera tenido que comparar-los... ¡Oh! ¡Qué feliz ocurrencia hubiese tenidosi se le hubiera ocurrido antes hacer aquellacomparación! Se daba cuenta de que en todomomento había considerado al señor Knightleycomo infinitamente superior al otro, que entodo momento había sentido por él un afectomucho mayor. Se daba cuenta de que al con-

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vencerse a sí misma de lo contrario, al imagi-narse que así debía ser y obrar en consecuencia,se había engañado, ignorando totalmente loque había en su propio corazón... y en resu-men... ¡que en realidad nunca había sentido lamenor atracción por Frank Churchill!

Ésta fue la conclusión de sus primeras re-flexiones. Ésta fue la primera convicción sobresí misma a la que llegó respondiendo a las pri-meras preguntas que se había formulado; y sinque necesitara mucho tiempo para ello... Sesentía a un tiempo enojada y apenada... Y seavergonzaba de todos sus sentimientos, menosdel que acababa de descubrir... su afecto por elseñor Knightley... Todo lo demás que en-contraba en su interior le repugnaba.

Con una imperdonable vanidad, se habíacreído poseedora del secreto de los sentimien-tos de todo el mundo; con una inexcusablearrogancia, se había propuesto arreglar las vi-das de todo el mundo. Y se había demostradoque se había equivocado en todo; y ni siquiera

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no había hecho nada... porque había provocadodesgracias... Había traído la desgracia a Harriet,a ella y mucho se temía que también al señorKnightley.... Si aquella unión, la más desigualde todas las que podían imaginarse, llegaba aser una realidad, ella sería la responsable dehaberla alentado en sus inicios; porque sólopodía pensar que aquel mutuo afecto no habíanacido de otra cosa que de la actitud de Harriet;y aunque no hubiera sido así, él nunca hubierallegado a conocer a Harriet de no ser por lasfantásticas imaginaciones de Emma.

¡El señor Knightley y Harriet Smith! Unaunión como para hacer olvidar el asombro quepudiera producir cualquier otro enlace... Allado de éste, el enamoramiento entre FrankChurchill y Jane Fairfax era una cosa corriente,vulgar, que no despertaba ninguna sorpresa niofrecía ninguna disparidad, que no se prestabaa decir ni a comentar nada... ¡El señor Knightleyy Harriet Smith! ¡Cómo iba a encumbrarse ellay cómo iba a rebajarse él! A Emma le horrori-

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zaba pensar en cómo iba a desmerecer su ami-go en la opinión general, le horrorizaba preverlas sonrisas, las burlas, las mofas que se haríana sus expensas; la humillación y el desdén de suhermano, las mil dificultades que aquello re-presentaría para él mismo... ¿Era posible? No;no lo era. Y sin embargo estaba lejos, muy lejosde ser algo imposible... ¿Sería la primera vezque un hombre de grandes prendas se sintieseatraído por una mujer muy inferior a él? ¿Seríala primera vez que alguien, quizá demasiadoocupado en sus negocios para buscar por símismo, se dejase seducir por una muchachainteresada en agradarle? ¿Sería la primera vezque ocurría en el mundo algo desproporcio-nado, inconsistente, incongruente... y que unazar o unas circunstancias, como causas segun-das, dirigiesen el destino humano?

¡Oh! ¡Ojalá no se le hubiera ocurrido nunca laidea de querer mejorar la posición de Harriet!¡Ojalá la hubiera dejado en el puesto que debíaocupar y que él siempre le había dicho que era

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el suyo! ¡Ojalá nunca hubiese impedido, come-tiendo una insensatez que no tenía palabrasbastantes para expresar, que se hubiese casadocon un joven irreprochable que la hubiesehecho feliz y respetada dentro del género devida al que debía pertenecer, y no hubiese ocu-rrido nada de todo aquello! No se hubieranproducido ninguna de aquellas terribles conse-cuencias.

¿Cómo había sido posible que Harriet sehubiera atrevido a pensar en el señor Knigh-tley? ¿Cómo podía atreverse a imaginar que erala elegida de un hombre como aquél antes deque él se lo asegurara formalmente? PeroHarriet era menos humilde, tenía menos escrú-pulos que antes... Parecía sentirse menos infe-rior, tanto intelectualmente como de posiciónsocial... Había parecido admirarse más de queel señor Elton accediera a casarse con ella, deque fuese el señor Knightley quien lo hiciese...¡Pero, ay! ¿No era ésta también su propia obra?¿Quién si no ella se había preocupado tanto por

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conseguir que Harriet se valorase a sí misma?¿Quién sino ella le había inculcado que iba aencumbrarse socialmente, dentro de lo que fue-ra posible, y que tenía grandes condiciones pa-ra aspirar a una situación mucho más elevada?Si Harriet había dejado de ser humilde para servanidosa, ésta era también obra suya.

CAPÍTULO XLVIII

HASTA entonces, en que se veía amenazadade perderlo, Emma nunca se había detenido apensar en lo mucho que dependía su felicidaddel hecho de ser la primera para el señor Knigh-tley, la primera en su interés y en su afecto...Convencida de que era así, y creyendo que eracomo un derecho suyo, había disfrutado de ellosin pararse a reflexionar; y sólo ante el temor deverse suplantada advirtió lo indeciblementeimportante que había sido para ella... Hacíatiempo, mucho tiempo que sabía que era la

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primera; ya que, al no tener mujeres en su fami-lia, sólo Isabella podía aspirar a compararse conella, y Emma siempre había sabido exactamentehasta qué punto quería y apreciaba a Isabella.Durante muchos años Emma siempre habíasido su amiga favorita. Ella no lo había mereci-do; a menudo se había mostrado indiferente, eincluso con mala intención, había desdeñadosus consejos y en ocasiones incluso se habíaopuesto voluntariamente a él, sin reconocer nila mitad de sus méritos, disputando con él por-que se negaba a admitir la falsa e insolente ideaque tenía de sí misma... pero, a pesar de todo,por la relación familiar y por la costumbre, ygradas a su espíritu superior, él la había queri-do, y había velado por ella desde niña con elpropósito de que fuera mejor y con un afán deque obrara rectamente que nadie más habíacompartido con él. A pesar de todos sus defec-tos, Emma sabía que la quería; acaso podía de-cir que la quería mucho... Sin embargo, cuandopensaba en las posibilidades del futuro no se

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veía con ánimos de verlas muy halagüeñas.Harriet Smith podía considerarse a sí mismadigna de ser amada de un modo especial, ex-clusivamente, apasionadamente por el señorKnightley. Ella no. No podía engañarse a símisma pensando que él estaba ciego al sentirseinteresado por Harriet. Tenía una prueba muyreciente de su imparcialidad... ¡Cómo se habíadisgustado al ver su proceder con la señoritaBates! ¡De qué modo tan claro y tan enérgico sehabía expresado sobre aquel caso! No demasia-do enérgico si se tenía en cuenta la ofensa...pero sí, con mucho, demasiado enérgico, comopara suponer que detrás de aquella actitudhabía un sentimiento menos rígido que el deuna justicia inexorable y una buena voluntadclarividente... No tenía esperanzas, nada quemereciera el nombre de esperanzas de que pu-diera sentir por ella aquella clase de afecto en laque ahora pensaba; pero había una esperanza(a veces débil, otras mayor) de que Harriet sehubiese engañado a sí misma y diera al afecto

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que el señor Knightley sentía por ella más im-portancia de la que en realidad tenía... debíadesear por el bien de su amigo... que ella fuerala única en pagar las consecuencias, pero quesiguiera soltero hasta el fin de su vida. Si Emmahubiera estado segura de esto, de que él nuncase iba a casar, estaba convencida de que queda-ría totalmente satísfecha... Sólo que siguierasiendo el mismo señor Knightley para ella ypara su padre, el mismo señor Knightley paratodo el mundo; que Donwell y Hartfield noperdieran nada de su inapreciable trato amis-toso y cordial, y la paz de Emma quedaría ase-gurada para siempre... en realidad el matrimo-nio no estaba hecho para ella. Sería incompati-ble con sus deberes para con su padre y con loque sentía por él. Nada podría separarla de supadre. No se casaría, ni siquiera si se lo pidieseel señor Knightley.

Su más ardiente deseo debía ser que Harriettuviera una decepción; y confiaba que cuandopudiera volver a verles juntos por lo menos po-

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dría conjeturar qué posibilidades habían paraello. A partir de entonces les observaría con lamáxima atención; y por desgracia como hastaentonces ni siquiera había sabido comprender alas personas que había estado vigilando, nosabía cómo llegar a admitir que también enaquella ocasión podía equivocarse... Esperabavolver a ver al señor Knightley un día u otro.No tardaría en poder ejercitar sus dotes de ob-servación... incluso le parecía demasiado pron-to cuando pensaba en el rumbo que podíantomar las cosas. Entre tanto decidió no volver aver a Harriet... No beneficiaría a ninguna de lasdos ni se sacaría ninguna ventaja de hablar másde aquel asunto... Estaba decidida a no dejarseconvencer mientras pudiera dudar, y sin em-bargo no tenía motivos para oponer a las espe-ranzas de Harriet. Hablando sólo conseguiríaenojarse... Por lo tanto le escribió de un modoamable pero resuelto rogándole que por elmomento no fuera por Hartfield; reconociendode que estaba convencida que era mejor evitar

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toda nueva discusión confidencial acerca decierto tema; y diciendo que confiaba que si de-jaban pasar unos cuantos días sin verse exceptoen compañía de otras personas... sólo se oponíaa un tête-à-tête... podrían obrar como si hubie-sen olvidado la conversación del día anterior...Harriet se sometió, aprobó la idea y manifestósu gratitud.

Apenas acababa de resolver esta cuestión,cuando tuvo una visita que vino a distraerla unpoco de aquel único tema en el que había esta-do pensando tanto dormida como despierta,durante las últimas veinticuatro horas. La seño-ra Weston que había visitado a su futura nuera,al regresar a su casa había decidido pasar porHartfield considerando como un deber paracon Emma y un placer para ella misma el refe-rirle todos los detalles de una entrevista taninteresante.

El señor Weston la había acompañado a casade la señora Bates, y allí había desempeñado elpapel que le correspondía con toda dignidad;

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pero luego su esposa había convencido a laseñorita Fairfax para que salieran juntas a darun paseo, y ahora volvía con muchas más cosasque contar, y muchas más cosas que contar consatisfacción, de las que un cuarto de hora pasa-do en el salón de la señora Bates, en la embara-zosa situación que allí se hubiera creado,hubiesen podido sugerirle.

Emma sentía un poco de curiosidad; y prestómucha atención a todo lo que le iba contandosu amiga. La señora Weston había efectuadoaquella visita en un estado de ánimo muy in-cierto; y al principio había pensado que por elmomento era mejor no visitarlas, y conformarsecon escribir a la señorita Fairfax aplazando estaceremoniosa visita hasta que hubiera pasadoalgún tiempo más, y el señor Churchill acce-diera a que se hiciese público el compromiso;ya que había que tener en cuenta que en suopinión una visita como aquélla no podíahacerse sin que se diera pábulo a comentarios...Pero el señor Weston pensaba de un modo muy

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distinto; estaba extraordinariamente ansiosopor demostrar a la señorita Fairfax y a su fami-lia que aprobaba la elección de su hijo, y noconcebía que aquello pudiese despertar ningu-na sospecha; y en caso de ser así, no tendríaninguna importancia; porque «esas cosas», se-gún dijo, «siempre acaban por saberse». Emmasonrió y pensó que el señor Weston tenía muybuenas razones para opinar de este modo. Enresumen, que habían ido... encontrándose conque el desconcierto y la turbación de la jovenno podía ser mayor. Apenas había podido decirni una palabra, y todo su aspecto y sus actitu-des demostraban que se hallaba profundamen-te afectada. La serena y cordial satisfacción dela anciana y la entusiástica alegría de su hija,que resultó ser tan intensa que ni siquiera ledejaba hablar tanto como de costumbre, consti-tuyeron en medio de todo un grato espectáculo,casi conmovedor; tan respetable parecía su feli-cidad, tan desinteresada en sus manifestacio-nes; pensaban tanto en Jane, tanto en todo el

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mundo, y tan poco en ellas mismas, que susci-taban los sentimientos más entrañables. La re-ciente enfermedad de la señorita Fairfax ofrecióa la señora Weston una excelente excusa parainvitarla a dar un paseo; al principio se habíamostrado retraída y había rechazado el ofreci-miento, pero al ver que se insistía, terminóaceptando; y durante aquel paseo en coche laseñora Weston, alentándola con palabras llenasde afecto, consiguió vencer su reserva, y hacerque conversaran sobre el tema que a ambas lesinteresaba más. Jane empezó por excusarse porel silencio poco amable con que había recibidoa los dos esposos, y manifestó la enorme grati-tud que siempre había sentido por ella y por elseñor Weston; pero una vez terminadas estasefusiones, hablaron durante un buen rato delestado presente y futuro de aquel compromisomatrimonial. La señora Weston estaba conven-cida de que aquella conversación debía consti-tuir un gran alivio para su compañera, que du-rante tanto tiempo había estado tan encerrada

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en sí misma, y quedó muy complacida con todolo que ella le dijo acerca del caso.

-Sobre todo lo que había sufrido, ocultándolodurante tantos meses -continuó la señora Wes-ton-, me ha hablado con mucha energía. Una delas cosas que me ha dicho ha sido: «No voy adecir que desde que me prometí con él no hayatenido momentos felices; pero sí que desde en-tonces no he disfrutado de una sola hora detranquilidad...» Y al decir esto le temblaban loslabios, Emma, y te aseguro que ha sido algoque me ha llegado muy hondo.

-¡Pobre muchacha! -dijo Emma-. Entonces,ella cree que hizo mal al aceptar el prometerseen secreto, ¿no?

-¿Que hizo mal? Creo que nadie le haría másreproches de los que está dispuesta a hacerse así misma. «Las consecuencias», me decía, «paramí han sido un estado de continua zozobra; yasí tenía que ser; pero a pesar de todo el castigoque un mal proceder puede acarrearnos, el pro-ceder no por eso deja de ser menos malo. Sufrir

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no es expiar. No puedo disculparme. He estadoobrando contrariamente a lo que yo creía queera justo; y el final feliz que ahora ha tenidotodo y las atenciones que estoy recibiendo es loque mi conciencia me dice que no merezco».«No se imagine usted», me ha dicho también,«que he recibido malas enseñanzas. No creaque pueden tener la culpa los principios queme dieron ni los amigos que se cuidaron deeducarme. El error ha sido sólo mío; y le asegu-ro que, a pesar de todas las disculpas que laspresentes circunstancias aparentemente puedandarme, espero con mucho temor el momento enque tenga que contar esta historia al coronelCampbell».

-¡Pobre muchacha! -repitió Emma-. Estoy se-gura de que le quiere apasionadamente. Sólo elamor ha podido empujarla a aceptar una situa-ción como ésta. Sus sentimientos pudieron másque su razón.

-Sí, no tengo la menor duda de que está muyenamorada de él.

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-Me temo -replicó Emma suspirando- que yomuchas veces debo haber contribuido a que sesintiera desgraciada.

-¡Oh, querida! Por tu parte tú no podías sermás inocente. Pero probablemente ella estabapensando en algo de eso cuando ha aludido alas desavenencias de que Frank ya nos habíadicho algo. Me decía que una consecuencianatural de esta situación insostenible en la queella misma se había puesto, era que se habíavuelto poco comprensiva. Al ser consciente deque obraba mal, estaba expuesta a mil inquie-tudes y se había vuelto suspicaz e irritable, has-ta un extremo que forzosamente tenía, como asífue, que resultar difícil de soportar para él. «Yono era comprensiva, como debía haberlo sido»,me ha dicho, «con su manera de ser, con sucarácter alegre, expansivo, con su propensión atomarlo todo un poco como un juego, que encualquier otra circunstancia estoy segura deque me hubieran hechizado constantementecomo me hechizaron en un principio». Luego

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me ha empezado a hablar de ti, de lo amableque habías estado con ella durante su enferme-dad; y ruborizándose de un modo que me hademostrado hasta qué punto estaba relacionadauna cosa con la otra, me ha suplicado quecuando tuviera ocasión te diera las gracias... Yonunca podré agradecerte bastante todos tusdeseos y todos tus intentos de ayudarla. Ella seda cuenta de que nunca te ha correspondidocomo merecían tus buenas intenciones.

-Si yo ahora no supiese que ella es feliz -dijoEmma muy seria-, y tiene que serlo, a pesar delos escrúpulos de conciencia que pueda teneren estos momentos, no podría aceptar que mediese las gracias... Porque si fuéramos a hacerrecuento de todo el bien y todo el mal que yohe hecho a Jane Fairfax... Bueno -dominándose,e intentando mostrarse más alegre-, hay queolvidar todo eso. Has sido muy amable al dar-me todos esos pormenores tan interesantes.Demuestran lo mucho que vale esta muchacha.Estoy segura de que es muy buena... y espero

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que será muy feliz. Es mejor que ya que la for-tuna está toda de parte de él, las cualidadesestén todas de parte de ella.

La señora Weston no podía dejar de dar unaréplica a esta conclusión. Ella seguía pensandobien de Frank en casi todos los aspectos; y, másaún, le quería mucho, y su defensa fue por lotanto muy apasionada; impulsada por su granafecto, expuso una serie de argumentos muyrazonables... pero todo aquello no bastaba pararetener la atención de Emma; ésta no tardó enestar pensando en Brunswick Square o enDonwell y se olvidó de escuchar. Y cuando laseñora Weston terminó diciendo «Todavía nohemos recibido la carta que estamos esperandocon tanto interés, pero no creo que pueda tar-dar mucho...», se vio obligada a hacer una pau-sa antes de contestar, y por fin a contestar albuen tuntún, antes de que pudiese recordar quécarta era aquella que tenían tanto interés por re-cibir.

-¿Te encuentras bien, Emma? -fue la última

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pregunta de la señora Weston al despedirse.-¡Oh! Perfectamente... Yo siempre me encuen-

tro bien, ya lo sabes. No te olvides de decirmealgo de la carta tan pronto como la recibáis.

Las confidencias de la señora Weston propor-cionaron a Emma más materia para reflexionesdesagradables al aumentar su estima y su com-pasión, por la señorita Fairfax, y al avivar elrecuerdo de lo injusta que había sido con ellatiempo atrás. Lamentaba amargamente nohaber intentado tener con ella una amistad másíntima, y enrojecía de vergüenza al tensar queen buena parte la causa de su actitud no habíasido otra que la envidia. Si hubiese hecho casode los deseos del señor Knightley prestandoestas atenciones a la señorita Fairfax, como eraen todos los aspectos su deber; si hubiese inten-tado conocerla mejor; si hubiese hecho todo loposible por su parte porque se estableciera untrato más íntimo; si hubiese tratado de hacer deella su amiga en vez de elegir a Harriet Smith...De haber obrado así, según todas las probabili-

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dades ahora se hubiese ahorrado aquellas zo-zobras que entonces estaban acosándola... Porsu cuna, por sus aficiones, por su educación,parecía destinada a ser amiga suya, a que ella laacogiese con agrado; y por parte de Jane...¿Cómo era aquella muchacha? Suponiendoincluso que nunca hubieran llegado a ser ami-gas íntimas; que la señorita Fairfax no hubiesetenido la suficiente confianza con ella comopara revelarle el secreto... lo cual era lo másprobable... a pesar de todo, conociéndola comohubiese podido y debido conocerla, se hubieseevitado concebir aquellas odiosas sospechasacerca de un indigno enamoramiento con elseñor Dixon, sospechas que no sólo había con-cebido y alimentado en su mente, sino quetambién había confiado de un modo imper-donable a otras personas; una idea que ella mu-cho temía que hubiera sido uno de los mayoresmotivos de aflicción para los delicados sen-timientos de Jane, debido a la ligereza y al ato-londramiento de Frank Churchill. De todo lo

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que podía hacer daño a la joven desde su llega-da a Highbury, estaba convencida de que ellahabía sido la fuente principal de sus inquietu-des. Tenía que ver en ella a un enemigo perpe-tuo. Los tres nunca habían estado juntos sin queEmma no hubiese perturbado la paz de JaneFairfax en mil detalles; y en Box Hill tal vezhabía conocido unos sufrimientos espiritualesque le habían hecho pensar que ya no podíaresistir más.

Aquel día en Hartfield el atardecer fue muylargo y muy triste. Y el tiempo pareció contri-buir a hacer más sombrías aquellas horas. Sedesató una borrasca de lluvia fría, y julio sóloera patente en los árboles y arbustos, que elviento iba desnudando, y en la duración de laluz, que prolongaba aún por más tiempo aquelmelancólico espectáculo.

El mal tiempo afectaba al señor Woodhouse;y el único modo de que se sintiera pasablemen-te a gusto fue recibir constantes atenciones porparte de su hija, que a Emma le costaron doble

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esfuerzo del que hasta entonces había necesita-do en aquellos casos. Aquella tarde le recorda-ba la primera vez en que padre e hija quedaronsolos, la tarde del día en que se casó la señoraWeston; pero poco después del té, el señorKnightley había ido a visitarles disipando asíhasta la última sombra de tristeza. Pero, ¡ay!,aquellas gratas demostraciones de la atracciónque ejercía Hartfield, como lo probaba aqueltipo de visitas, no tardarían mucho en tener unfin. Las perspectivas de tedio que entoncesEmma había previsto para el invierno siguientehabían resultado erróneas; ningún amigo leshabía abandonado, no habían perdido ningunadistracción... Pero ahora temía que no iba a sertan afortunada como entonces en el resultadode sus sombrías predicciones... El porvenir quese abría ante ella era tan amenazador que nopodía ser totalmente conjurado... que ni siquie-ra en parte parecía poder llegar a ser más hala-güeño. Si todo lo que podía ocurrir en el círculode sus amistades ocurría, Hartfield debía que-

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dar relativamente abandonado; y ella tendríaque alentar a su padre con los ánimos que lequedaran de su desaparecida felicidad.

El niño que iba a nacer en Randalls crearía unvínculo mucho más fuerte que el que represen-taba ella misma; y el corazón y el tiempo de laseñora Weston serían absorbidos por él. Laperderían. Y probablemente en gran parte ibana perder también a su marido... Frank Churchillno volvería más; y era lógico suponer que laseñorita Fairfax pronto dejara de pertenecer aHighbury. Se casarían y se instalarían en Ens-combe o cerca de allí. Iba a perder a las perso-nas que más apreciaba; y si a estas pérdidashabía que añadir la de Donwell, ¿qué amigoscordiales e inteligentes iban a quedar cerca deella? ¡El señor Knightley ya no volvería a hacer-les compañía por las tardes! ¡Ya no volvería avisitarles a todas horas, como si estuvierasiempre dispuesto a cambiar su propio hogarpor el suyo! ¿Cómo iba a poder soportar todoeso? Y si la causa de que le perdieran era

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Harriet; si a partir de entonces había que resig-narse a la idea de que encontraba en la compa-ñía de Harriet todo lo que él necesitaba; siHarriet iba a ser para él la elegida, la primera,la amiga más querida, la esposa en quien debíacifrar toda la felicidad del mundo; ¿qué ideapodía resultar más desconsoladora para Emma,sino la que no podría jamás apartarse de sumente, de que todo habría sido obra suya?

Cuando sus reflexiones llegaban a este puntoextremo, no podía evitar estremecerse, emitirun profundo suspiro e incluso pasear por lahabitación durante unos breves segundos... y elúnico pensamiento del que podía extraer algoparecido a un consuelo, a una resignación, erasu decisión de que a partir de entonces iba acorregirse, y la esperanza de que, aunque elpróximo invierno y todos los demás inviernosque vinieran no pudieran compararse a los pa-sados en animación y en alegría, iban a encon-trarla más sensata, conociéndose más a sí mis-ma, y terminarían dejándole menos cosas de

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que arrepentirse.

CAPÍTULO XLIX

DURANTE toda la mañana siguiente conti-nuó haciendo más o menos el mismo tiempo; yen Hartfield parecía reinar la misma soledad yla misma melancolía... pero a primera hora dela tarde el cielo se despejó; el viento cedió enfuerza; las nubes se disiparon; lució el sol;había vuelto el verano; con toda la vehemenciaque inspira un cambio de tiempo como éste,Emma se propuso salir al aire libre lo antesposible. Nunca el maravilloso espectáculo, losolores, la sensación de la naturaleza tranquila,cálida, brillante, después de una tempestad, lehabían resultado más atractivos; ansiaba la se-renidad que todo ello iba a introducir gradual-mente en su espíritu; y al visitarles el señorPerry poco después de comer, con toda unahora libre para consagrar a su padre, aprovechó

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en seguida la ocasión para salir al jardín... Allí,con el ánimo más reposado, y las ideas un pococalmadas, dio unas cuantas vueltas; cuando vioal señor Knightley franqueando la puerta deljardín y dirigiéndose hacia ella... Era la primeranoticia que tenía de que había vuelto de Lon-dres. Un momento antes Emma había estadopensando en él considerándole sin la menorvacilación a dieciséis millas de distancia. Sólotenía tiempo para hacer una rápida composi-ción de lugar. Tenía que dominarse y sosegarse.Al cabo de medio minuto estuvieron el unoenfrente del otro. Los «¿Cómo está usted?» fue-ron tranquilos y mesurados por una y otra par-te. Ella le preguntó por sus amigos mutuos;estaban todos bien.

-¿Cuándo ha salido de Londres?-Esta misma mañana.-Ha debido mojarse por el camino.-Sí.Emma vio que deseaba que dieran un paseo

juntos.

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-He echado una ojeada al comedor, y como hevisto que no me necesitaban prefiero estar alaire libre.

Por su aspecto y su manera de hablar parecíacontrariado; y la joven, inspirada por sus temo-res, pensó que posiblemente la causa de ello eraque tal vez había comunicado sus proyectos asu hermano, y estaba preocupado por la actitudcon que éste los había acogido. Se pusieron aandar juntos. Él guardaba silencio. Emma teníala impresión de que de vez en cuando la mirabade reojo, como si quisiera leer en su rostro másde lo que a ella le convenía dejar entrever. Yesta suposición le inspiró otro temor. Quizáquería hablarle de su amor por Harriet; posi-blemente sólo esperaba que ella le diera piepara empezar sus confidencias... Pero Emma nolo hacía, no podía hacerlo, no se sentía confuerzas para hacer que la conversación derivasehacia aquel tema. Él tendría que hacérselo todo.Pero no podía soportar aquel silencio, que, tra-tándose de él, era algo tan fuera de lo común.

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Estuvo pensando... se decidió... y por fin, in-tentando sonreír, empezó:

-Ahora que ha regresado se enterará usted denoticias que más bien le sorprenderán.

-¿De veras? -dijo él con calma, mirándola-. Y¿de qué clase?

-¡Oh! Las mejores noticias del mundo... unaboda.

Tras hacer una breve pausa, como para ase-gurarse de que ella no iba a decir nada más,replicó:

-Si se refiere a la de la señorita Fairfax y FrankChurchill ya me lo han dicho.

-¿Cómo es posible? -exclamó Emma, volvien-do hacia él su rostro encendido.

Pero mientras hablaba se le ocurrió que yen-do hacia allí podía haberse detenido a visitar ala señora Goddard.

-Esta mañana he recibido una carta del señorWeston sobre asuntos de la parroquia, y al finalme hacía un pequeño resumen de todo lo quehabía ocurrido.

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Emma se sintió más aliviada, y al momentopudo decir con un poco más de serenidad:

-Entonces probablemente le habrá sorprendi-do menos que a los demás, porque usted yatenía sus sospechas... No he olvidado que encierta ocasión usted intentó prevenirme... Ojalále hubiera hecho caso... pero -bajando la voz ydando un profundo suspiro- está visto que es-toy condenada a no saber ver nunca esas co-sas...

Durante unos momentos hubo un silencio, yEmma no advirtió que sus palabras habían cau-sado una profunda impresión en su in-terlocutor, hasta que sintió que le cogía la manoy se la llevaba al corazón, y le oyó decir en vozbaja en un tono muy emocionado:

-El tiempo, mi querida Emma, el tiempo cura-rá esta herida... Tiene usted un gran sentidocomún... tiene que hacer un esfuerzo pensandoen su padre... ya sé que para usted misma...

Volvió a apretar de nuevo la mano de la jo-ven, mientras añadía con voz aún más cálida y

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más entrecortada:-El más fiel de los amigos... indignación...

aquel odioso canalla... -Y en un tono más bajo,más resuelto-: Pronto se irá... Pronto se irán alYorkshire. Lo siento por ella. Merece mejorsuerte.

Emma le comprendió; y apenas pudo recupe-rarse de la intensa sensación de gozo que lehabía producido aquella prueba de afecto porparte de él, replicó:

-Es usted muy bueno... pero se equivoca... Ytengo que decirle cuál es la verdad... No necesi-to esta clase de compasión. Mi ceguera antetodo lo que estaba pasando me llevó a actuarde un modo del que siempre me avergonzaré, yme vi neciamente tentada a decir y a hacer mu-chas cosas que pudieron dar pie a las suposi-ciones más desagradables, pero ésta es la únicarazón que tengo para lamentar el no haber es-tado antes en el secreto.

-¡Emma! -exclamó él mirándola afanosamen-te-. ¿Es cierto lo que dice? -Pero en seguida,

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dominando su entusiasmo-: No, no... ya le en-tiendo. Perdóneme... me alegro de que puedadecir eso... No, ciertamente no vale la pena la-mentar su pérdida. Y confío en que no pasemucho tiempo antes de que no sea sólo su ra-zón la que reconozca todo eso... ¡Ha tenido us-ted suerte de que su corazón no se hubieracomprometido más! Le confieso que, por laactitud de usted, yo nunca podía estar segurode hasta dónde llegaban sus sentimientos... sólotenía la seguridad de que había una predilec-ción... una predilección de la que yo nunca leconsideré merecedor. Es alguien que deshonrael apelativo de hombre... ¿Y un ser así ha derecibir en recompensa una muchacha tan en-cantadora? ¡Jane, Jane! ¡Qué desgraciada serás!

-Señor Knightley -dijo Emma, tratando demostrarse animosa, pero sintiéndose en reali-dad en medio de la mayor confusión-, me poneusted en una situación muy delicada. No puedodejar que siga en este error; y, sin embargo, talvez, puesto que mi proceder le dio esta impre-

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sión, no me faltan motivos para sentirme tanavergonzada de confesar que nunca me he sen-tido enamorada de la persona de que estamoshablando, como podría sentirse una mujer queconfesara exactamente todo lo contrario...¡Nunca...!

Él la escuchó en silencio. Emma hubiese que-rido que le hablara, pero él seguía callado. Su-puso que debía añadir algo más antes de hacer-se merecedora de su clemencia; pero se resistíaa verse obligada a rebajarse a sí misma ante él.Sin embargo, siguió diciendo:

-Mi proceder tiene pocas disculpas... Me ten-taron sus atenciones, y me permití a mí mismamostrarme complacida... Una vieja historia...probablemente un caso muy corriente... algoque les habrá ocurrido a centenares de mujeresantes que a mí; y con todo no es la más discul-pable la que como yo sienta plaza de «inteligen-te». Concurrieron muchas circunstancias en esatentación. Él era el hijo del señor Weston... letenía constantemente junto a mí... siempre le

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encontraba muy agradable... y, en resumen -con un suspiro-, no voy a ocultarle con frasesingeniosas cuál ha sido la causa más im-portante de todo esto... halagaba mi vanidad, yconsentí sus atenciones. Sin embargo, en estosúltimos tiempos... la verdad es que durantecierto tiempo yo no pensaba que aquello pudie-ra significar algo... lo consideraba como unacostumbre, un juego... nada que me comprome-tiese seriamente ante mí misma... En cierto mo-do había triunfado sobre mí, pero sin hacermedaño. Nunca había estado enamorada de él. Yahora puedo interpretar aproximadamente suconducta. Él nunca quiso enamorarme. Aquellono era más que una pantalla para ocultar suverdadera situación con otra mujer... -Su pro-pósito era engañar a todos los que le rodeaban;y estoy segura de que nadie pudo engañarse deun modo más efectivo que yo... sólo que no meengañé... ésta fue mi mayor suerte... por el mo-tivo que fuera, me libré de él.

Al llegar a este punto Emma hubiera deseado

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que él le respondiera... aunque sólo fueran unaspocas palabras para decir que por lo menos suconducta era comprensible; pero seguía en si-lencio; y, por lo que ella podía conjeturar, su-mido en sus pensamientos. Por fin, casi en sutono habitual, dijo:

-Nunca he tenido una buena opinión deFrank Churchill... Sin embargo, siempre puedosuponer que no haya sabido apreciar sus cuali-dades... Mi relación con él ha sido muy superfi-cial. E incluso admitiendo que hasta ahora lehaya juzgado como merece, creo que puedellegar a ser mucho mejor... Con una mujer co-mo Jane tiene una posibilidad... No tengo nin-gún motivo para desearle mal... y por el bien deella, cuya felicidad va a depender de su buencarácter y de su conducta, desde luego le deseotodo el bien del mundo.

-No tengo ninguna duda de que serán felicesjuntos -dijo Emma-; estoy segura de que estánsinceramente enamorados el uno del otro.

-¡Es un hombre afortunado! -exclamó el señor

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Knightley con énfasis-. Tan joven aún, a losveintitrés años, a una edad en la que cuando unhombre elige esposa generalmente elige mal...¡A los veintitrés años conseguir algo de tantovalor! Dentro de lo que es humanamente posi-ble prever, ¡cuántos años de felicidad le espe-ran! Haber conquistado el amor de una mujercomo ella... un amor desinteresado, porque elmodo de ser de Jane Fairfax es el de una per-sona del máximo desinterés; todo está en favorde él... igualdad de situación..., me refiero, porlo que respecta a la sociedad, y todas las cos-tumbres y modales que realmente cuentan; hayigualdad en todos los aspectos, excepto enuno... y éste, ya que no es posible dudar de lapureza de intenciones de ella, aún contribuirá ala felicidad de él, ya que le permitirá ofrecerlelas únicas ventajas de las que ella carece aho-ra... Un hombre siempre desea dar a una mujerun hogar mejor que aquel de donde la ha saca-do; y quien puede hacerlo, cuando no hay du-das acerca del amor de ella, debe de ser, en mi

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opinión, el más feliz de los mortales... Sí, FrankChurchill es un favorito de la fortuna. Todo loque le ocurre es en beneficio suyo... Conoce auna joven en un balneario, conquista su afecto,ni siquiera la alarma con la ligereza de su carác-ter... y si él y toda su familia hubiesen dado lavuelta al mundo buscándole una esposa perfec-ta, no la hubiesen encontrado superior a ella...Su tía se opone... su tía muere... Sólo tiene quehablar... Sus amigos están dispuestos a ayudar-le a ser feliz... Se ha portado mal con todo elmundo... y todo el mundo está encantado deperdonarle... ¡La verdad es que es hombre desuerte!

-Habla usted como si le envidiase.-Y le envidio, Emma. En una cosa le aseguro

que le envidio.Emma no se atrevió a decir nada más. Parecí-

an estar ya a medio camino de hablar deHarriet, y en aquel momento todo lo que queríaera evitar aquel tema, si era posible. Se trazó unplan; le hablaría de algo totalmente distinto...

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los niños de Brunswick Square; y cuando ya sedisponía a hablar, el señor Knightley la sor-prendió diciendo:

-No va usted a preguntarme en qué le envi-dio... Veo que está decidida a no tener curiosi-dad... Es usted prudente... pero yo no puedoserlo. Emma, debo decirle lo que no va a pre-guntarme, a pesar de que quizás un momentodespués me arrepienta de haberlo dicho.

-¡Oh! Entonces no me lo diga, no me lo diga -exclamó ella rápidamente-. Tómese más tiem-po, reflexione, no se precipite.

-Muchas gracias -dijo él en un tono ofendido.Y no añadió ni una sílaba más. Emma no po-

día soportar la idea de haberle hecho daño. Éltal vez deseaba hacerle una confidencia... talvez consultarle algo...; por mucho que le costa-ra, le escucharía. Podía ayudarle a resolverse oa confirmarle en su opinión. Podía limitarse aelogiar a Harriet o, recordándole el valor de suindependencia, sacarle de aquel estado de in-decisión que para un espíritu como el suyo de-

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bía de ser más doloroso que cualquier alterna-tiva... Habían llegado frente a la puerta de lacasa.

-¿Entra usted? -le preguntó él.-No -replicó Emma, segura ya de su decisión,

al ver el abatimiento que demostraba él alhablar-. Me gustaría seguir el paseo. El señorPerry aún no se ha ido.

Y después de dar unos pasos añadió:-Hace un momento le he interrumpido muy

bruscamente, señor Knightley, y temo haberleofendido... Pero si desea hablar francamenteconmigo como amiga, o pedirme la opiniónsobre cualquier cosa que tenga usted enproyecto... como amiga estoy a su disposición.Escucharé todo lo que quiera decirme. Y le diréexactamente lo que piense.

-¡Como amiga! -repitió el señor Knightley-.Emma, lo que temo es una palabra... No, no,prefiero que no... Sí... quédese... ¿por qué voy avacilar? Ya he ido demasiado lejos para poderocultarlo ahora... Emma, acepto su ofrecimien-

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to... Por raro que pueda parecerle, lo acepto yme confío a usted como amiga... Dígame...¿Puedo tener alguna esperanza?

Se interrumpió como para dar más énfasis asu pregunta, mientras con la mirada dominabacompletamente a la joven.

-Mi querida Emma -siguió diciendo-, porquequerida lo será usted siempre para mí, sea cualsea el resultado de esta hora de conversación,mi querida Emma, mi amada Emma... contés-teme en seguida. Diga «no» si es eso lo que tie-ne que decir.

Emma era absolutamente incapaz de decirnada, y él exclamó muy excitado:

-¡Se calla usted! ¡No dice nada! Por ahora nopregunto más.

Emma estaba casi a punto de desvanecersepor la emoción de aquellos momentos. Enton-ces el sentimiento más acusado en ella era eltemor a despertar del más feliz de los sueños.

-No soy hombre de muchas palabras, Emma -siguió diciendo en un tono tan sincero, tan de-

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cidido, tan afectuoso, que no podía sino con-vencer-. Si la quisiera menos tal vez podríahablar más. Pero ya sabe cómo soy... De mí sóloha oído la verdad... Yo le he hecho reproches yla he sermoneado, y usted lo ha soportado co-mo ninguna otra mujer en toda Inglaterra lohubiese hecho... Soporte ahora las verdades quetengo que decirle, mi querida Emma, comosiempre las ha soportado... Mis modales tal vezno las abonan demasiado. Sé bien que no hesido un enamorado ejemplar... Pero usted yame comprende... Sí, usted ve, usted comprendemis sentimientos... Y, si puede, corresponderá aellos. Ahora sólo le ruego que me deje oír, aun-que sólo sea una vez, que me deje oír su voz.

Mientras el señor Knightley hablaba, la mentede ella estaba en plena actividad, y con toda laprodigiosa celeridad del pensamiento habíapodido, sin perder ni una palabra, captar ycomprender cuál era la verdad exacta de todoaquello; ver que las esperanzas de Harriet habí-an sido totalmente infundadas, un error, un

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engaño, un engaño tan total como cualquierade los suyos propios... que Harriet no era nadapara él; que ella lo era todo; que lo que ellahabía estado diciendo relativo a Harriet habíasido tomado como expresión de sus propiossentimientos; y que su agitación, sus dudas, sucontrariedad, su desánimo, él los había tomadocomo un medio de desanimarle a él que Emmahabía adoptado... y no sólo tenía que ir hacién-dose cargo de todas esas cosas que significabantanta felicidad para el porvenir; había tambiénque alegrarse de no haber revelado el secretode Harriet, y de decidir que ya no era necesario,ni se haría... Ahora era todo lo que podía hacerpor su pobre amiga; ya que, por lo que se refie-re al heroísmo del sentimiento que podía haber-la impulsado a intentar que él transfiriese suamor de Emma a Harriet, como la más digna,infinitamente más digna, de las dos... o inclusoa la actitud mucho más sencilla y sublime dedecidir rechazarle al momento y para siempre,sin confesar los motivos, por el hecho de que no

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pudiera casarse con ambas... No, Emma no es-taba dispuesta a esos sacrificios. Pensaba enHarriet con pena y arrepentimiento; pero en suespíritu el impulso de generosidad no alcanzóextremos de insensatez que se hubieran opues-to a todo lo que podía ser probable o razonable.Había desencaminado a su amiga, y ésta seríasiempre para ella un reproche viviente; pero subuen juicio era tan firme como sus sentimien-tos, tan firme como lo había sido siempre, y nopodía aceptar para él una unión como aquélla,tan desigual y tan impropia. El camino queEmma veía ante sí era claro, pero no sin difi-cultades... Ante sus apremios se vio forzada ahablar... ¿Qué es lo que dijo? Exactamente loque debía decir, por supuesto... Como hacesiempre una dama... Dijo lo suficiente para dar-le a entender que no tenía por qué desesperar-se... invitándole a decir algo más. Por un mo-mento él había perdido las esperanzas, al verque se le instaba a la prudencia y al silencio,como si aquello representase una negativa...

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ella había empezado por, negarse a oírle... Lue-go el cambio de actitud había sido un tantobrusco... Su proposición de seguir paseando, elmodo en que Emma había reanudado la con-versación que ella misma acababa de interrum-pir no había dejado de causarle sorpresa... Ellase daba cuenta de que había obrado de un mo-do incongruente; pero el señor Knightley fuetan amable que prefirió olvidar el caso, y no lepidió más explicaciones.

Pocas veces, muy pocas, sucede que los sereshumanos pueden obrar mostrando la verdadcompleta acerca de sus actos; casi siempre que-da algo un poco oculto, algo en una cierta pe-numbra; pero cuando, como en este caso, si hayalgo oculto en la manera de obrar, pero no enlos sentimientos, no tiene gran importancia... Elseñor Knightley no podía encontrar un corazónmás enamorado que el de Emma, un corazónmás dispuesto a aceptar el suyo.

En realidad él no había tenido ni la menorsospecha de la influencia que ejercía sobre la

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joven; había salido a su encuentro en el jardínsin la intención de ponerla a prueba. Habíaacudido a Hartfield preocupado por ver cómoella había tomado la noticia del compromisomatrimonial de Frank Churchill, sin ningunamira egoísta, sin ninguna intención de ningunaclase, excepto la de intentar, si ella se lo permi-tía, consolarla o aconsejarla... El resto habíasido obra de las circunstancias, el efecto inme-diato de lo que oyó y también de sus sentimien-tos. La grata certidumbre de que Emma sólosentía indiferencia por Frank Churchill, de quejamás le había entregado su corazón, hizo naceren él la esperanza de que con el tiempo podíallegar a conquistarlo para sí; pero no había sidouna esperanza de algo concreto, inmediato...tan sólo, en aquellos momentos en los que lavehemencia de su anhelo se impuso a su razón,aspiraba a oír que ella no se oponía a su tenta-tiva de llegar a conquistar su amor... Las espe-ranzas de algo más que progresivamente se lefueron ofreciendo le dejaron enajenado de ale-

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gría... El afecto que él había estado rogando quele permitiera crear dentro de lo posible, era yasuyo... En media hora había pasado de un esta-do de ánimo totalmente abatido, a algo tan se-mejante a la felicidad perfecta, que éste era elúnico nombre que podía darle.

El cambio experimentado por ella fue pareci-do... Aquella media hora había dado a ambos lamisma inapreciable certeza de ser amados,había disipado en uno y otro las mismas bru-mas de la incomprensión, de los celos, de ladesconfianza... Por parte de él habían sido unoscelos muy antiguos, que se remontaban a laépoca de la llegada de Frank Churchill, e inclu-so antes, cuando aún se le esperaba... Habíaestado enamorado de Emma y celoso de FrankChurchill desde aquellos días en los que proba-blemente un sentimiento le había permitidodarse cuenta del otro... Habían sido sus celos deFrank Churchill que le habían hecho dejarHighbury... La excursión a Box Hill le habíaimpulsado a partir. Consideró que por lo me-

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nos así evitaría el volver a ser testigo de todasaquellas atenciones que ella permitía y alenta-ba... Se había ido para aprender a ser indiferen-te... Pero para ello había elegido un mal lugar.Había demasiada felicidad doméstica en la casade su hermano; la mujer representaba allí unpapel demasiado atractivo; Isabella se parecíademasiado a Emma... diferenciándose sólo deella en una serie de cosas en las que era clara-mente inferior, y que no hacían más que evo-carle con mucha más fuerza el recuerdo de suamiga; por mucho que hubiese hecho, aunquese hubiese quedado allí mucho más tiempo,hubiese sido inútil. Sin embargo, permanecióallí tercamente, día tras día... hasta que aquellamisma mañana el correo le había traído la his-toria de Jane Fairfax... Entonces, junto a la ale-gría que forzosamente debía sentir, y que nosentía el menor escrúpulo en sentir, porquenunca había creído que Frank Churchill mere-ciera a Emma, surgió en su ánimo una solicitudtan afectuosa, una inquietud tan intensa por

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ella, que no pudo seguir en Londres ni un díamás. Había regresado a Highbury bajo la lluvia;e inmediatamente después de comer se habíaencaminado a Hartfield para ver cómo la mejory la más encantadora de todos los seres huma-nos, perfecta a pesar de sus imperfecciones,sobrellevaba la noticia.

La encontró nerviosa y deprimida... FrankChurchill era un villano... Emma le dijo quenunca le había amado... Al fin y al cabo, FrankChurchill no era un caso tan ruin como podríasuponerse... Cuando ambos volvieron a la casa,Emma era ya «su» Emma, su mano y sus pala-bras lo atestiguaban; y si entonces hubiera po-dido pensar en Frank Churchill, probablementele hubiera considerado como un excelente mu-chacho.

CAPÍTULO L

¡QUÉ enorme diferencia había entre los sen-

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timientos de Emma al salir de su casa y al vol-ver a entrar en ella! Había salido al jardín sinatreverse a esperar más que un pequeño respiropara sus zozobras... Y ahora se sentía invadidapor una maravillosa sensación de felicidad...felicidad que, además, sabía que iba a ser aúnmayor cuando hubiese pasado la turbación deaquellos primeros momentos.

Se sentaron a tomar el té... las mismas perso-nas reunidas en torno a la misma mesa... ¡Cuán-tas veces se habían reunido los tres en aquelmismo lugar! ¡Y cuántas veces los ojos deEmma se habían posado en los mismosarbustos que crecían entre la hierba, y habíancontemplado el hermoso efecto de la puesta desol! Pero nunca en aquel estado de ánimo, nun-ca como aquella vez; y ahora le resultaba difícildominarse lo suficiente para ser la atenta amade casa de siempre, incluso la hija cariñosa decostumbre.

El pobre señor Woodhouse no podía estarmás lejos de sospechar lo que se estaba tra-

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mando contra él en el corazón de aquel hombrea quien había acogido con tanta cordialidad, aquien había preguntado con tanto interés si nose había resfriado al venir de Londres bajo lalluvia... De haber podido penetrar en su cora-zón, se hubiera preocupado muy poco por suspulmones; pero sin imaginar ni el más remotoatisbo de los peligros que le amenazaban, sinadvertir ni la menor diferencia anormal en elaspecto o la actitud de ninguno de los dos, lesrepitió feliz y tranquilo todas las noticias queacababa de darle el señor Perry, y siguió con-versando con ellos muy satisfecho de sí mismo,incapaz de sospechar las noticias que ellos a suvez hubieran podido contarle.

Mientras el señor Knightley permaneció en lacasa, la agitación de Emma no se calmó; perouna vez se hubo ido empezó a tranquilizarse unpoco y a lograr dominarse... y durante toda lanoche que pasó en vela, que fue el precio quetuvo que pagar por una tarde como aquella, vioque había una o dos cuestiones muy graves

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sobre las que reflexionar y que le hicieron ad-vertir que incluso su felicidad no iba a dejar detener ciertas sombras. Su padre... y Harriet. Nopodía quedarse a solas sin darse cuenta de laenorme importancia que tenían para ella losderechos de ambos; y lo difícil era conseguirpara los dos la máxima felicidad posible. Conrespecto a su padre el problema sólo admitíauna solución. Apenas sabía aún lo que el señorKnightley iba a exigir; pero tras un breve son-deo de su propio corazón, adoptó la solemnedecisión de no abandonar nunca a su padre...Incluso descartó la simple idea de hacerlo, co-mo si sólo al pensarlo se hiciese responsable deuna grave culpa. Mientras él viviera sólo debíaprometerse, no casarse; pero se dijo a sí mismaque, alejado el peligro de perderla, aumentaríael bienestar y la seguridad de su padre... Encuanto al mejor modo de obrar respecto aHarriet, la decisión era mucho más difícil...¿Cómo evitarle un dolor innecesario? ¿Cómosacrificarse por ella dentro de lo que fuera po-

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sible? ¿Cómo conseguir demostrarle que no erasu enemiga? En lo tocante a estos puntos, susdudas y su desasosiego no podían ser mayo-res... y su memoria tuvo que volver a evocaruna y otra vez aquellos amargos reproches,aquellas penosas lamentaciones que no habíandejado de obsesionarla en los últimos días... Porúltimo sólo pudo decidir que seguiría evitandoencontrarse con ella y que le comunicaría todolo que tuviera que decirle por carta; pensó queen aquella situación lo mejor sería que Harrietse fuera de Highbury por algún tiempo, y pa-sando ya a esbozar otro plan, casi concluyó quepodría lograrse que la invitaran en BrunswickSquare... Isabella estaría encantada de tener aHarriet a su lado... y unas cuantas semanas enLondres no dejarían de distraerla... Por otraparte no creía que Harriet fuese una muchachacomo para olvidar sus pesares distrayéndosecon cosas nuevas y distintas, con calles, tiendasy niños. En todo caso, sería una prueba deatención y de cariño por parte de ella, que era

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la responsable de todo; una separación momen-tánea; un aplazamiento de aquel triste día en elque era forzoso que volvieran a encontrarsetodos juntos.

Se levantó temprano y escribió la carta aHarriet; una ocupación que la dejó tan pensati-va, casi podría decirse tan triste, que cuando elseñor Knightley llegó a Hartfield para desayu-nar aún le pareció que llegaba demasiado tarde;luego necesitó media hora de pasear con él y deconversar sobre los últimos acontecimientos,para poder recuperar la misma sensación defelicidad de la tarde anterior.

Al poco rato de haberla dejado, demasiadopoco para que Emma tuviese aún la menor ten-tación de pensar en nadie más, trajeron unacarta de Randalls... un sobre muy abultado;Emma adivinó lo que contenía y pensó que eranecesario leerla... En aquellos momentos sesentía muy benévola para con Frank Churchill;no quería explicaciones... sólo quería que ladejaran a solas con sus pensamientos... y por

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otra parte se sentía incapaz de comprender na-da de lo que él podía escribir; sin embargo teníaque desembarazarse de aquella cuestión. Abrióel sobre, segura de lo que contenía... Una brevenota de la señora Weston dirigida a ella, acom-pañada de la carta que Frank Churchill habíaescrito a la señora Weston:

Mi querida Emma, te envío con el mayor placer lacarta adjunta. Sé que sabrás apreciarla en todo loque vale y que no tendrás la menor duda de las bue-nas consecuencias que ha tenido... No creo que nun-ca más volvamos a disentir gravemente en nuestraopinión acerca de quien la ha escrito; pero no quieroentretenerte más haciendo un prólogo demasiadolargo... Estamos todos bien... Esta carta ha sido lamejor medicina para todos los pequeños trastornosnerviosos que he tenido últimamente... No me dejótranquila el aspecto que tenías el martes, pero lamañana no era de las más propicias; y aunque túnunca quieres reconocer que el tiempo te influye entu estado de ánimo, creo que todo el mundo se re-siente cuando sopla viento del noreste. Me acordé

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mucho de tu querido padre durante la tormenta delmartes por la tarde y de ayer por la mañana, peroayer por la noche me tranquilicé al saber por el señorPerry que no se había encontrado mal. Recibe uncariñoso saludo de

A. W.22

(A la señora Weston)

Windsor. Julio.Apreciada señora:Si ayer supe expresarme como era mi deseo,

habrán estado ustedes esperando esta carta; perotanto si la esperaban como si no, sé que será leídacon buena voluntad y con indulgencia... Usted, tanbondadosa, creo que necesitará recurrir a toda subondad para disculpar ciertos aspectos de mi pasadaconducta... Pero ya he sido perdonado por alguienque tenía más motivos para sentirse ofendido. Amedida que voy escribiendo me siento con más valor.

22 Annie Weston.

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Es difícil para el afortunado ser humilde. Yo he teni-do ya tanta fortuna en las dos ocasiones en las quehe solicitado perdón, que corro el peligro de creermedemasiado seguro de obtener el de usted ahora, yluego el de aquellos de sus amigos que tengan algúnmotivo para considerar que me he portado mal conellos. Todos ustedes deben intentar comprender cuálera exactamente mi situación cuando llegué por vezprimera a Randalls; debe usted pensar que entoncesposeía un secreto que debía seguir siéndolo costara loque costase. Ésta era la realidad. El derecho que te-nía a ponerme en una situación que requería taldisimulo ya es otro asunto. No voy a discutirlo aquí.En lo referente a mi tentación de creerlo un derecho,remito a quien no opine así a una casa de ladrillos deHighbury, una casa con simples ventanas en laplanta baja y con puertas ventanas en el primer piso.Yo no me atrevía a dirigirme a ella abiertamente;mis dificultades, en el estado de cosas que había en-tonces en Enscombe, son ya lo bastante conocidaspara que necesite explicarme más; y fui tan afortu-nado que conseguí mi propósito antes de que nosseparáramos en Weymouth, y convencí a la mujer

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más recta de toda la creación para que consintiese,dadas las circunstancias, en un compromiso matri-monial secreto... Si ella se hubiese negado me hubie-ra vuelto loco... Supongo que usted me preguntaráqué esperaba conseguir con todo eso... Cuáles eranmis propósitos... Yo esperaba cualquier cosa, todo...que pasara el tiempo, que surgiera una posibilidad,que se diese una circunstancia favorable... lo espera-ba todo de los efectos lentos, de los estallidos impre-vistos, de la perseverancia y del cansancio, de lasalud y de la enfermedad. Tenía ante mí todas lasposibilidades de felicidad, y asegurada la mayor delas dichas al conseguir que me prometiera fidelidad ycorrespondencia. Si necesita usted más explicacio-nes, mi apreciada señora, sólo le diré que tengo elhonor de ser el hijo de su esposo, y la ventaja de -haber heredado su predisposición a esperar que lascosas siempre salgan bien, herencia que siempre serámucho más valiosa que la de casas y tierras... Pienseusted entonces en mí, en estas circunstancias, efec-tuando mi primera visita a Randalls; en este puntotengo conciencia de haber obrado mal, porque aque-lla visita debiera haberla hecho mucho antes. Si re-

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cuerda usted aquellos meses advertirá que yo noacudí hasta que la señorita Fairfax estuvo en High-bury; y como era precisamente usted la persona aquien hice el desaire, sabrá perdonarme inmediata-mente; pero diré, para atraerme el perdón de mi pa-dre, que debo recordarle que si permanecí tantotiempo alejado de su casa, fue tiempo en el que nopude disfrutar del bien de conocerla a usted. Confíoen que mi conducta durante aquellas dos semanastan felices que pasé con ustedes no merezca ningúnreproche, exceptuando un aspecto. Y ahora entro enlo principal, el único aspecto importante de mi con-ducta mientras estuve en su casa que me tiene in-quieto y que requiere explicaciones más detalladas.Con el máximo respeto y con los sentimientos de lamás afectuosa de las amistades, tengo que mencionaraquí a la señorita Woodhouse; mi padre tal vez pen-sará que debería añadir «y con la más profundahumillación»... Por algunas palabras que se le esca-paron ayer vi cuál era su opinión, y reconozco queyo mismo considero justos ciertos reproches... A mientender, mi trato con la señorita Woodhouse se in-terpretó de un modo exagerado... A fin de contribuir

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a guardar aquel secreto tan esencial para mí, me viempujado a hacer un usa indebido de la amistad quese estableció inmediatamente entre nosotros... Nopuedo negar que la señorita Woodhouse era ostensi-blemente el objeto de todas mis atenciones... Peroestoy seguro de que me creerá usted si le digo que deno haber estado yo convencido de que le era indi-ferente, no hubiese consentido que mis miras perso-nales me impulsaran a seguir adelante... La señoritaWoodhouse, aun siendo tan afectuosa, tan encanta-dora, nunca me dio la impresión de una joven fácilde enamorar; y el que ella fuese completamente ajenaa cualquier propensión a enamorarse de mí, era nosólo mi convicción, sino también mi deseo... Acogíamis deferencias del modo desenvuelto, amistoso,jovial, que a mí más me convenía. Parecíamos en-tendernos muy bien. Y en nuestras respectivas si-tuaciones, yo estaba obligado a tener aquellas defe-rencias, y ella también lo creía así... No sabría decirsi la señorita Woodhouse empezó a entenderme deveras antes de que terminaran aquellos quince días;cuando la visité para despedirme de ella, recuerdoque estuve a punto de confesarle la verdad, y que en-

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tonces imaginé que ella no dejaba de abrigar ciertassospechas; pero no tengo la menor duda de que apartir de aquel momento me ha descubierto, aunqueno sé hasta qué punto... Quizá no lo haya des-cubierto todo, pero con su agudeza ha tenido quedarse cuenta de algo... No me cabe ninguna duda.Ya comprobará usted, cuando pueda hablarse conmás libertad que ahora de todo este asunto, que nova a tener una gran sorpresa. En muchas ocasionesme lo insinuó. Recuerdo que en el baile me dijo queyo tenía que estar muy agradecido a la señora Eltonpor las atenciones que tenía con la señorita Fairfax.Confío en que toda esta historia de mi proceder conella será admitida por usted y por mi padre como unconsiderable atenuante de lo que ustedes hayan con-siderado reprochable en mi conducta. Mientras con-sideren que me he portado muy mal con EmmaWoodhouse, no merece la estimación de ninguno delos dos. Discúlpenme en este punto y aboguen pormí cuando sea posible, para que la señorita Wood-house me otorgue su perdón y me devuelva su amis-tad; díganle que siento por ella un afecto de verdade-ro hermano, y que sólo deseo que llegue a estar tan

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enamorada y que sea tan feliz como yo lo soy ahora...Ahora ya saben ustedes cómo interpretar todas lascosas extrañas que dije o hice durante aquellas dossemanas. Mi corazón estaba en Highbury, y yo sóloprocuraba trasladarme allí tan a menudo como meera posible sin despertar sospechas. Si recuerda us-ted alguna rareza mía, sepa ahora a lo que debe atri-buirla. Por lo que se refiere a aquel piano del quetanto se habló, sólo creo necesario decir que lo com-pré sin que la señorita Fairfax tuviera la menor noti-cia de ello, ya que en caso de habérselo comunicadonunca hubiese querido aceptarlo... La delicadeza desentimientos de la que ha dado prueba durante todoeste tiempo, mi apreciada señora, va mucho más alláde todo lo que yo podría explicarle. No tardará usted,como deseo vivamente, en conocerla bien por símisma. Nada de lo que yo le diga serviría para des-cribirla. Ella misma le demostrará a usted cómo es...pero no de palabra, pues hay muy pocas personastan empeñadas como ella en ocultar sus propiosméritos. Mientras estaba escribiendo esta carta, queserá más larga de lo que yo preveía, he tenido noti-cias suyas... Buenas noticias en lo que respecta a su

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salud... pero como nunca se queja, no me atrevo aestar seguro sobre este punto. Prefiero tener su opi-nión acerca de su aspecto. Sé que usted no tardaráen visitarla; ella teme esta visita. Tal vez la hayahecho ya. Dígame algo acerca de esto lo antes posi-ble; estoy impaciente por que me dé mil detalles.Recuerde qué pocos minutos estuve en Randalls, yen qué estado de ánimo tan turbado y exaltado; aúnno estoy mucho mejor. Aún turbado tanto por lafelicidad como por el dolor. Cuando pienso en laamabilidad y el afecto que han tenido para conmigo,en lo que ella vale y en la paciencia que ha tenido, yen la generosidad de mi tío, me vuelvo loco de ale-gría; pero cuando recuerdo todos los trastornos quehe ocasionado y lo poco que merezco que me perdo-nen, me pongo loco de ira. ¡Si pudiese volver a verla!Pero aún no debo hacer tal cosa. Mi tío ha sido de-masiado bueno conmigo para que yo abuse de estemodo... Todavía no he terminado con esta larga mi-siva. Aún no le he dicho todo lo que debería ustedsaber. Ayer no pude darles muchos detalles más;pero lo inesperado, y en cierto modo lo inoportuno,del modo en que se ha desvelado el secreto, necesita

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explicación; pues aunque el acontecimiento del pasa-do día 26, como usted ya habrá pensado, significópara mí la posibilidad de las más felices perspectivas,yo no hubiera tomado medidas tan rápidas de noforzarme a ello circunstancias muy peculiares queme obligaron a no perder ni una hora. Yo hubiesequerido evitar todo este apresuramiento, y ellahubiese compartido todos mis escrúpulos con muchamás intensidad y una delicadeza mucho mayor quela mía... Pero no pude elegir... El inesperado com-promiso que había contraído con aquella señora...Aquí, mi apreciada señora, me veo obligado a inte-rrumpir bruscamente esta carta, y a serenarme unpoco... He estado paseando por el campo y ahora creoque estoy lo suficientemente sosegado para escribir elresto de la carta como debo hacerlo... En realidadéstos son recuerdos muy penosos para mí. Me portéde un modo vergonzoso. 'Y aquí puedo admitir quemi actitud con la señorita Woodhouse, de querer serdesagradable para la señorita Fairfax, fue verdade-ramente indigna. Ella quedó muy contrariada y estohubiera debido bastarme para reparar en lo quehacía; no consideró justificada mi excusa de hacer

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todo lo posible por ocultar la verdad... Quedó muycontrariada; yo pensaba que sin fundamento; yoconsideraba que en muchas ocasiones era inne-cesariamente escrupulosa y precavida; incluso meparecía demasiado fría. Pero siempre tenía razón. Siyo hubiese seguido su criterio y hubiese dominadomi carácter hasta el punto en que ella lo creía con-veniente, hubiese evitado los mayores sinsabores quehe conocido en toda mi vida... Disputamos... ¿Re-cuerda usted la mañana que pasamos en Donwell?Allí todas las pequeñas diferencias que hasta enton-ces habíamos tenido desembocaron en una verdaderacrisis. Yo llegué tarde; la encontré regresando a sucasa sola y quise acompañarla, pero ella no lo con-sintió. Se negó rotundamente a permitírmelo, lo cualentonces me pareció lo más irracional del mundo.Ahora sin embargo sólo veo en ello una actitud dediscreción muy natural y muy fundada. Mientrasyo, para engañar a todos ocultando nuestro compro-miso, dedicaba todas mis preferencias a otra mujer,de un modo muy poco grato para ella, ¿cómo iba aldía siguiente a aceptar una proposición que podíahacer completamente inútiles todas las precauciones

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anteriores? Si alguien nos hubiera visto juntos en elcamino entre Donwell y Highbury, hubiera debidosospecharse la verdad... Sin embargo, yo fui lo sufi-cientemente loco como para ofenderme... Dudé de sucariño. Dudé aún más al día siguiente en Box Hill;cuando, provocada por mi conducta, por aquellaindiferencia insolente y humillante que yo le mos-traba y por la aparente predilección que manifestabapor la señorita Woodhouse, hasta un extremo queninguna mujer de sensibilidad hubiera podido sopor-tar, expresó su resentimiento con unas palabras queyo comprendí perfectamente. En resumen, mi apre-ciada señora, que fue una disputa de la que ella notenía la menor culpa, y yo la tenía toda; aunquehubiese podido quedarme en casa de usted hasta lamañana siguiente, yo volví a Richmond aquellamisma tarde, simplemente porque no podía estarmás encolerizado con ella. Aún entonces no fui tannecio como para no pensar que ya volvería a reconci-liarme con ella; pero yo era el ofendido, ofendido porsu frialdad, y me fui decidido a que fuese ella quiendiese el primer paso. Siempre me alegraré de queusted no fuera a la excursión de Box Hill. De haber

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presenciado usted la conducta mía allí, dudo quenunca más hubiera vuelto a tener una buena opiniónde mí. El efecto que tuvo en ella se vio por la deci-sión inmediata que tomó; tan pronto como supo queyo me había ido de veras de Randalls, aceptó el ofre-cimiento de la entrometida de la señora Elton; cuyomodo de tratarla, dicho sea de paso, siempre mehabía llenado de indignación y me la había hechoantipática. No puedo hablar_ ahora contra un espíri-tu de tolerancia del que han dado muestras tantaspersonas para conmigo; pero de no ser así protestaríaairadamente por el modo en que se le tolera todo aesta mujer... ¡Jane!»... ¡Santo Dios! Habrá ustedobservado que aún no me permito llamarla por estenombre, ni siquiera dirigiéndome a usted. Hágaseusted cargo de lo insufrible que me era el verlo cita-do continuamente por los Elton con toda la vulgari-dad de las repeticiones innecesarias y toda la inso-lencia de una supuesta superioridad. Tenga pa-ciencia conmigo, no tardaré en terminar... Aceptóeste ofrecimiento decidida a romper definitivamenteconmigo, y al día siguiente me escribió diciendo quenunca más volveríamos a vernos. Decía que se había

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dado cuenta de que nuestro compromiso sólo noshabía traído sinsabores y desdichas a los dos, y quepor lo tanto lo consideraba deshecho... Esta cartallegó a mis manos la misma mañana en que muriómi pobre tía. Al cabo de una hora ya la había contes-tado. Pero debido a la confusión de mi espíritu y alas innumerables cuestiones que tenía que resolveren seguida, mi respuesta, en vez de enviarse con lasotras muchas cartas de aquel día, se quedó encerradadentro de mi escritorio; y yo, confiado que ya lehabía dicho lo suficiente para tranquilizarla, a pesarde que no eran más que unas breves líneas, me quedésin ninguna inquietud... Me decepcionó un poco notener respuesta suya inmediatamente; pero la dis-culpé, y estaba demasiado atareado, y ¿se me permitedecirlo?, demasiado contento con las perspectivasque se me ofrecían, para reparar en aquello; nos fui-mos a Windsor... y dos días más tarde recibí un pa-quete de ella que contenía todas mis cartas... y almismo tiempo unas breves líneas por correo en lasque expresaba la gran sorpresa que había tenido alno recibir ninguna respuesta a la última de sus car-tas; y añadía que como mi silencio sobre aquella

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cuestión no podía interpretarse más que de una ma-nera, lo mejor para ambos era que todos los detallessecundarios se resolvieran lo antes posible, que meenviaba por conducto seguro todas mis cartas, y merogaba que si no podía mandarle las suyas a High-bury antes de una semana, que se las mandase a sunombre a... En fin, que tenía ante mis ojos la direc-ción de la casa de la señora Smallridge, cerca deBristol. Yo sabía el nombre, el lugar, estaba enteradode todo aquel asunto, e inmediatamente comprendílo que había decidido. Algo que estaba totalmente deacuerdo con un carácter tan resuelto como yo sabíaque era el suyo; y el secreto que había mantenido ensu última carta respecto a este propósito, revelabatambién su extremada delicadeza... Por nada delmundo hubiese consentido en decirme algo quehubiese sonado como una amenaza... Imagine ustedmi sorpresa y mi contrariedad; imagine cómo maldi-je al servicio de correos, hasta que advertí que sólo setrataba de un descuido mío. ¿Qué podía hacer? Sóloera posible una cosa... Debía hablar con mi tío. Sinsu consentimiento no podía esperar que volviera aescucharme... Le hablé pues... Las circunstancias me

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eran favorables; la muerte tan reciente de su esposahabía suavizado su orgullo, y mucho antes de lo queyo había previsto, se avenía a mis deseos. Y aúnterminó diciendo con un profundo suspiro, pobrehombre, que me deseaba que fuera tan feliz en elmatrimonio como él lo había sido... Yo pensé quesería muy diferente al suyo... ¿Se siente usted incli-nada a compadecerme por todo lo que sufrí al expli-carle mi caso, y por mi incertidumbre mientras todoparecía aún indeciso? No; no me compadezca poreso, sino por cuando llegué a Highbury y me dicuenta de todo el daño que le había hecho; no mecompadezca sino por el momento en que volví a ver-la, pálida y enferma. Llegué a Highbury a una horaen la que, por lo que sabía acerca de sus costumbressobre el desayuno, estaba seguro de tener probabili-dades de encontrarla sola... Y no me equivoqué; co-mo no me equivoqué tampoco al decidir efectuaraquel viaje. Tenía que disipar una contrariedad muyjusta y razonable por su parte. Pero lo logré; estamosreconciliados, y nos queremos más, mucho más queantes, y en ningún momento habrá una nueva in-quietud que vuelva a interponerse entre nosotros.

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Ahora, mi apreciada señora, tengo que concluir; perono podía hacerlo antes. Mil y mil gracias por todaslas bondades que usted siempre me ha dispensado, ydiez mil gracias por todas las atenciones que su co-razón quiera tener en lo sucesivo para con ella. Sicree usted que en el fondo soy más feliz de lo quemerezco, yo le doy toda la razón... La señoritaWoodhouse me llama el niño mimado de la fortuna.Confío en que tenga razón. En un aspecto al menosmi buena suerte es indiscutible: en el de poder con-siderarme como

su agradecido y afectuoso hijoF. C. WESTON CHURCHILL

CAPÍTULO LI

ESTA carta no pudo dejar de conmover aEmma. Y a pesar de estar predispuesta en co-ntra de él, se vio obligada a considerarle de unmodo mucho más benévolo, como ya habíasupuesto la señora Weston. Cuando llegó allugar en el que aparecía su propio nombre, el

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efecto se hizo irresistible; todo lo relativo a ellaera interesante, y casi cada línea de la carta quela concernía agradable; y cuando cesó este mo-tivo de interés, el tema siguió apasionándolapor la natural evocación del afecto que habíaprofesado al joven y el poderoso atractivo quetenía siempre para ella toda historia de amor.No se interrumpió hasta haberlo leído todo; yaunque le era imposible dejar de reconocer queél había obrado mal, opinaba que en el fondosu proceder había sido menos censurable de loque había imaginado... Y había sufrido tanto yestaba tan arrepentido... y mostraba tanta grati-tud para con la señora Weston, y tanto amorpara con la señorita Fairfax, y Emma era enton-ces tan feliz, que no podía ser demasiado seve-ra; y si en aquel momento Frank Churchillhubiese entrado en la habitación, ella le hubieseestrechado la mano tan cordialmente comosiempre.

Quedó tan bien impresionada por la carta quecuando volvió el señor Knightley quiso que él

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la leyera; estaba segura de que la señora Wes-ton no se hubiera opuesto a ello; sobre todo,tratándose de alguien que, como el señorKnightley, había encontrado tan reprochable suconducta.

-Me gustará leerla -dijo-. Pero parece que esun poco larga. Me la llevaré a casa y la leeréesta noche.

Pero esto no era posible. El señor Weston lesvisitaría aquella tarde y tenía que devolvérsela.

-Yo preferiría hablar con usted -replicó él-;pero ya que, según parece, se trata de una cues-tión de justicia, la leeremos.

Empezó la lectura... pero en seguida se inte-rrumpió para decir: -Si hace unos meses mehubieran ofrecido leer una de las cartas de estejoven a su madrastra, le aseguro, Emma, que nome lo hubiese tomado con tanta indiferencia.

Siguió leyendo para sí; y luego, con una son-risa, comentó:

-¡Vaya! Un encabezamiento de lo más cere-monioso... Es su manera de ser... El estilo de

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uno no va a ser norma obligatoria para todoslos demás... No seamos tan exigentes.

Al cabo de poco añadió:-Yo preferiría expresar mi opinión en voz alta

mientras leo; así notaré que estoy al lado deusted. No será perder el tiempo del todo; perosi a usted no le gusta ...

-Sí, sí, lo prefiero, de verdad.El señor Knightley reemprendió la lectura con

mayor celo.-Eso de la «tentación» -dijo- cuesta creer que

se lo tome en serio. Sabe que no tiene razón, ycarece de argumentos sólidos para convencer...Hizo mal... No debería haberse prometido... «lapredisposición de su padre...» No, no es justopara con su padre... El señor Weston siempreha puesto su carácter impetuoso al servicio deempresas dignas y honrosas... Pero antes deintentar conseguir algo, el señor Weston siem-pre se ha hecho merecedor de ello... Sí, eso esverdad... No vino hasta que la señorita Fairfaxestuvo ya aquí.

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-Y yo no he olvidado -dijo Emma- lo seguroque estaba usted de que si él hubiese querido,hubiera podido venir antes. Es usted muyamable al pasar por alto este asunto... pero te-nía usted toda la razón.

-Emma, yo no era totalmente imparcial en mijuicio... pero, a pesar de todo. creo que... inclusosi usted no hubiese andado por en medio... yotambién hubiese desconfiado de él.

Cuando llegó al pasaje en que se hablaba dela señorita Woodhouse, se vio obligado a leerlotodo en voz alta... todo lo relativo a ella, conuna sonrisa; una mirada; un movimiento decabeza; una palabra o dos de asentimiento o dedesaprobación; o simplemente de amor, segúnrequería la materia; sin embargo, después deunos momentos de reflexión, concluyó dicien-do muy seriamente:

-Muy mal... aunque hubiese podido serpeor... Ha estado haciendo un juego muy peli-groso... ¡Tener tanta confianza en que el azar selo va a solucionar todo! No juzga bien la con-

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ducta que ha tenido con usted... En realidad seha ido dejando engañar por sus propios deseos,sin tener la menor consideración por todo loque no fuera su conveniencia... ¡Imaginarse queusted había descubierto su secreto! ¡No puedeser más natural! Misterio... intriga... todo estoenturbia el juicio... Mi querida Emma, ¿no creeque todo nos demuestra cada vez con más evi-dencia, la belleza de la verdad y de la sinceri-dad en nuestras mutuas relaciones?

Emma asintió, pero no pudo evitar ruborizar-se al pensar en Harriet, a quien no podía daruna explicación sincera de lo ocurrido.

-Es mejor que siga erijo ella.Así lo hizo, pero en seguida volvió a inte-

rrumpir la lectura para exclamar:-¡El piano! ¡Ah! Eso es algo muy propio de un

muchacho, de un muchacho de poca edad, de-masiado joven para comprender que a veces enun regalo así pesan más los inconvenientes quela ilusión que produce. ¡Sí, es una idea de chi-quillo! No puedo concebir que un hombre se

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empeñe en dar a una mujer una prueba de suafecto que sabe que ella preferiría no recibir; ysabía que de haber podido, ella se hubieseopuesto a que le enviara el piano.

Tras esto siguió leyendo durante unos minu-tos sin hacer ninguna otra pausa. La confesiónde Frank Churchill de que se había portado deun modo vergonzoso fue la primera cosa que leincitó a dedicarle algo más que unas escuetaspalabras.

-Estoy totalmente de acuerdo contigo, amigomío -fue su comentario-. Se portó usted de unmodo imperdonable. En su vida ha escrito us-ted una frase más verdadera.

Y después de leer,» que seguía diciendo acer-ca del desacuerdo de ambos, y de su insistenciaen obrar de un modo contrario a lo que parecíamás justo a Jane Fairfax, hizo una pausa máslarga para decir:

-Eso es increíble... Obligarla por el interés deél a ponerse en una situación tan difícil y tanincómoda, cuando su máxima preocupación

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hubiera debido ser evitarle todo sufrimientoinnecesario... Ella tenía que haber exigido unaigualdad de circunstancias. Y él tenía que haberrespetado incluso los escrúpulos poco funda-dos, en caso de que lo hubieran sido, que ellatuviese; y todos eran muy fundados. A ella te-nemos que atribuirle un error, y recordar queobró muy mal consintiendo en aquel compro-miso, tolerando el que se le pusiera en una si-tuación que sólo podía traerle sinsabores.

Emma sabía que ahora estaban llegando alpasaje en que se hablaba de la excursión a BoxHill, y se sintió incómoda. Su actitud ¡habíasido tan poco digna en aquella ocasión! Se sen-tía profundamente avergonzada y un poco te-merosa de que él volviese a mirarla. Sin embar-go lo leyó todo sin pestañear, atentamente y sinhacer el menor comentario; exceptuando unarápida mirada que dirigió a Emma, y que fuesólo instantánea, porque tenía miedo de ape-narla... no se hizo la menor alusión a Box Hill.

-La delicadeza de nuestros buenos amigos,

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los Elton, no queda muy bien parada -fue elsiguiente comentario-. Comprendo la actitudde él. ¡Vaya! ¡De modo que ella se decidió aromper definitivamente...! Un compromiso quesólo había traído sinsabores y desdichas paralos dos... que lo consideraba deshecho... ¡Cómose ve aquí que ella se daba cuenta de lo repro-bable de la conducta de él! Bueno, desde luegoeste muchacho es de lo más...

-Espere, espere... Siga leyendo... Ya verá có-mo él también ha sufrido mucho.

-Así lo espero -replicó el señor Knightleyfríamente, mientras volvía a absorberse en lalectura de la carta-. ¿Smallridge? ¿Qué quieredecir? ¿Qué significa todo eso?

-Ella había aceptado un empleo de institutrizen casa de la señora Smallridge... una íntimaamiga de la señora Elton... que vive cerca deMaple Grove; y, dicho sea de paso, no sé cómova a tomarse este chasco la señora Elton.

-Mi querida Emma, no me distraiga ya queme obliga a leer... no me diga nada, ni siquiera

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de la señora Elton. Sólo falta una página. Ya seacaba. ¡Vaya con la cartita del joven!

-Me gustaría que la leyera con mejor predis-posición para con él.

-Bueno, parece que aquí hay un poco de sen-timiento... Parece que se impresionó mucho alverla enferma... Desde luego, no tengo la menorduda de que está enamorado de ella. «Nos que-remos más, mucho más que antes...» Confío enque sepa siempre reconocer el valor de unareconciliación como ésta... ¡Ah! No puede sermás generoso en dar las gracias... las distribuyea miles... «Más feliz de lo que merezco...» ¡Va-ya! Aquí demuestra que se conoce a sí mismo.«La señorita Woodhouse me llama el niño mi-mado de la fortuna...» ¿Ah, sí? ¿Es así cómo lellama la señorita Woodhouse? Y un bello final...Bueno, ya está. «Niño mimado de la fortuna...»¿Era así como usted le llamaba?

-No parece usted haber quedado tan satisfe-cho como yo con esta carta; pero por lo menosespero que le haya dado una idea más favo-

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rable de él. Confío en que ahora tenga una opi-nión mejor.

-Sí, desde luego. Puede acusársele de culpasgraves, de egoísmo y de ligereza; y estoy total-mente de acuerdo con él en que probablementeserá más feliz de lo que merece; pero como, apesar de todo y sin ninguna duda, está real-mente enamorado de la señorita Faírfax, y es-pero que no tarde en gozar del privilegio deestar constantemente con ella, estoy dispuesto acreer que su carácter mejorará, y que gracias aella adquirirá una firmeza y una delicadeza desentimientos que ahora no tiene. Y ahora déje-me hablarle de algo distinto. En estos momen-tos mi corazón está tan interesado por otra per-sona, que no puedo dedicar mucho tiempo mása pensar en Frank Churchill. Emma, desde quenos hemos separado esta mañana, no he dejadode pensar en un problema.

Y se lo planteó inmediatamente; la cuestión,expresada en un lenguaje llano, sencillo y caba-lleresco, como el que el señor Knightley em-

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pleaba siempre incluso con la mujer de quienestaba enamorado, era la de que cómo podíapedirle que se casara con él, sin dañar por ellola felicidad de su padre. Emma tenía preparadala respuesta desde que él pronunció la primerapalabra.

-Mientras mi padre viva no puedo pensar encambiar de estado. No puedo abandonarle.

Sin embargo, sólo una parte de esta respuestafue admitida. El señor Knightley estaba total-mente de acuerdo con ella en la imposibilidadde abandonar a su padre. Pero no podía aceptarel que fuera inadmisible el que se produjesecualquier otro cambio. Había estado pensandomucho en aquel asunto; al principio había con-cebido la esperanza de lograr convencer al se-ñor Woodhouse para que se trasladase a Don-well junto con ella; se había empeñado en con-siderarlo como algo factible, pero conocía de-masiado bien al señor Woodhouse como parapoder engañarse a sí mismo durante muchotiempo; y ahora confesaba que estaba conven-

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cido de que este cambio de casa repercutiría enel bienestar de su padre e incluso en su vida,que en modo alguno debía arriesgarse. ¡El se-ñor Woodhouse sacado de Hartfield! No, sedaba cuenta de que era algo que no debía inten-tarse. Pero el proyecto que había forjado, des-pués de descartar el otro, confiaba en que enningún aspecto sería recusable por su queridaEmma; se trataba de que él fuese admitido enHartfield; de que, mientras el bienestar de supadre -en otras palabras, su vida- exigiese queHartfield siguiera siendo el hogar de Emma,fuese también un hogar para él.

Emma también había reflexionado sobre laposibilidad de trasladarse todos a Donwell; ytambién después de meditar, había rechazadoel proyecto; pero la otra alternativa no se lehabía ocurrido. Se daba cuenta del afecto quedemostraba por parte de él; se daba cuenta deque al abandonar Donwell el señor Knightleysacrificaba gran parte de su independencia encuanto a horarios y a costumbres; y el vivir

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constantemente con su padre y en una casa queno era la suya para él significarían muchas,muchísimas molestias. Emma prometió que lopensaría y le aconsejó que él también siguierapensándolo; pero el señor Knightley estabaplenamente convencido de que por mucho quelo pensara no cambiaría sus deseos ni su opi-nión en lo tocante a aquel asunto. Lo había es-tado meditando, según aseguró, con tiempo ycon calma; durante toda la mañana había esta-do rehuyendo a William Larkins para poderestar a solas con sus pensamientos.

-¡Ah! -exclamó Emma-. Pero no ha pensadoen un inconveniente. Estoy segura de que aWilliam Larkins no le gustará la idea. Tendríaque pedir su consentimiento antes de pedir elmío.

Sin embargo, Emma prometió que lo pensa-ría; y muy poco después prometió además quelo pensaría con la intención de encontrar queera una solución excelente.

Es digno de notarse que Emma, al considerar

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ahora desde innumerables puntos de vista laposibilidad de vivir en Donwell Abbey, en nin-gún momento tuvo la sensación de perjudicar asu sobrino Henry, cuyos derechos como posibleheredero tiempo atrás tanto la habían preocu-pado. Era forzoso pensar en la posible diferen-cia que ello representaría para el niño; y sinembargo, al pensarlo, sólo se dedicaba a símisma una insolente y significativa sonrisa, yencontraba divertido el reconocer los verdade-ros motivos de su violenta oposición a que elseñor Knightley se casita con Jane Fairfax o concualquier otra, que entonces había atribuidoexclusivamente a su solicitud como hermana ycomo tía.

En cuanto a aquella proposición suya, aquelproyecto de casarse y de seguir viviendo enHartfield... cuanto más lo pensaba más alicien-tes creía encontrarle. Sus inconvenientes pare-cían disminuir, sus ventajas aumentar, y elbienestar que proporcionaría a ambos parecíaresolver todas las dificultades. ¡Poder tener a su

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lado a un compañero como aquél en los mo-mentos de inquietud y de desaliento! ¡Un apo-yo como aquél en todos los deberes y cuidadosque el tiempo debía irremisiblemente ir hacien-do cada vez más penosos!

Su felicidad hubiese sido perfecta de no serpor la pobre Harriet; pero cada una de las di-chas que iba poseyendo ella parecían represen-tar un aumento de los sufrimientos de su ami-ga, a la que ahora debían incluso excluir deHartfield. La pobre Harriet, como medida debeneficiosa prudencia, debía quedar al margende aquel delicioso ambiente familiar con el queEmma ya soñaba. En todos los aspectos saldríaperdiendo. Emma no podía lamentar su futuraausencia como algo. que echaría de menos parasu bienestar. En aquel ambiente, Harriet seríasiempre como un peso muerto; pero para lapobre muchacha parecía una necesidad dema-siado cruel tener que verse en una situación deinmerecido castigo.

Por supuesto que con el tiempo el señor

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Knightley sería olvidado, mejor dicho, suplan-tado; pero no era lógico esperar que ello ocu-rriera en un plazo muy breve. El señor Knigh-tley no podía hacer nada para contribuir a lacuración; no podía hacer como el señor Elton.El señor Knightley, siempre tan amable, tancomprensivo, tan afectuoso con todo el mundo,nunca merecería que se le tributase un cultoinferior al de ahora; y realmente era demasiadoesperar, incluso dé Harriet, que en un año pu-diera llegar a enamorarse de más de tres hom-bres.

CAPÍTULO LII

PARA Emma fue un gran consuelo ver queHarriet estaba tan deseosa como ella de evitarencontrarse. Sus relaciones ya eran bastantepenosas por carta. ¡Cuánto peor hubieran sido,pues, de haber tenido que verse!

Como puede suponerse Harriet se expresaba

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prácticamente sin hacer ningún reproche, sindar la sensación de que se considerase ofen-dida; y sin embargo Emma creía advertir en suactitud un cierto resentimiento o algo que esta-ba muy próximo a ello, y que aún aumentabasus deseos de que no tuvieran un trato másdirecto... Quizá todo eran imaginaciones suyas;pero ni un ángel hubiese dejado de sentir ciertoresentimiento ante un golpe como aquél.

No tuvo dificultades para que Isabella la invi-tase; y tuvo la suerte de encontrar un pretextosatisfactorio para pedírselo sin necesidad derecurrir a su inventiva. Harriet tenía una muelacariada, y ya hacía tiempo que quería ir a undentista. La señora John Knightley se manifestóencantada de poder serle útil; toda cuestiónrelacionada con médicos despertaba en ella elmayor interés... y aunque no era aficionada aningún dentista como al señor Wingfield, semostró inmediatamente dispuesta a aceptar aHarriet en su hogar... Una vez se hubo puestode acuerdo con su hermana, Emma lo propuso

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a su amiga, a quien resultó fácil convencer...Harriet iría a Londres; estaba invitada por lomenos durante dos semanas; y el viaje lo efec-tuaría en el coche del señor Woodhouse; sehicieron todos los preparativos, se resolvierontodas las dificultades, y Harriet no tardó enllegar sana y salva a Brunswick Square.

Ahora Emma podía ya gozar tranquila de lasvisitas del señor Knightley; ahora podía hablary podía escuchar, sintiéndose verdaderamentefeliz, sin el aguijón de aquel sentimiento deinjusticia, de culpabilidad, de algo aún másdoloroso, que la inquietaba cada vez que recor-daba que no muy lejos de ella en aquellos mis-mos momentos sufría un corazón por unos sen-timientos que ella misma había contribuido adesarrollar equivocadamente.

Quizá no era muy lógico que Emma conside-rase tan distinto el que Harriet estuviera encasa de la señora Goddard o en Londres; peroal pensar que estaba en Londres se la imagina-ba siempre distraída por la curiosidad, ocupa-

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da, sin pensar en el pasado, sin ocasiones paraencerrarse en sí misma.

Emma no quería consentir que ninguna otrapreocupación viniera a substituir inmediata-mente a la que había sentido por Harriet. Teníaante sí una confesión que hacer, en la que nadiepodía ayudarla... el confesar a su padre queestaba enamorada; pero por el momento nohabía que pensar en ello... Había decidido apla-zar la revelación hasta que la señora Westonhubiese dado a luz. En aquellos momentos noquería causar aún más preocupaciones a laspersonas que quería... y hasta que llegase elmomento que ella misma se había fijado, noquería amargarse con tristes pensamientos...Disfrutaría por lo menos de dos semanas detranquilidad y de paz de espíritu para paladearaquellos intensos y turbadores goces.

En seguida decidió que, tanto por deber comopor gusto, dedicaría media hora de aquellosdías de ocio espiritual, a visitar a la señoritaFairfax... Debía ir... y sentía grandes deseos de

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verla; la semejanza de las situaciones en queambas se encontraban en aquellos momentos,aún daba más valor a todos los demás motivosde buen entendimiento. Sería como un des-agravio secreto; pero indudablemente, el hechode que ahora los proyectos para el futuro de lasdos fueran tan similares, no dejaría de aumen-tar el interés con que Emma acogería cualquierconfidencia que Jane pudiese hacerle.

Y hacia allí se dirigió... últimamente en unaocasión había llamado en vano a aquella puer-ta, pero no había entrado en la casa desde lamañana del día que siguió al de la excursión aBox Hill, cuando la pobre Jane se hallaba en unestado tan lastimoso que la había llenado decompasión, a pesar de que entonces ni sospe-chaba el peor de sus sufrimientos... El miedo ano ser bien recibida la decidió, a pesar de queestaba segura de que la joven estaba en casa, ahacerse anunciar y a esperar en el pasillo... Oyócómo Patty anunciaba su visita, pero no se pro-dujo ningún revuelo como el que la otra vez la

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pobre señorita Bates hizo tan claramente inteli-gible... No; sólo oyó la instantánea respuestade: «Haga el favor de decirle que suba...» Y unmomento después salió a recibirla a la escalerala propia Jane, adelantándose apresuradamentea las demás, como si no hubiese consideradosuficiente ningún otro género de acogida...Emma nunca la había visto con un aspecto mássaludable, tan atractiva, tan bella. Todo en ellaera equilibrio, alegría y efusividad; en su portey en sus modales parecía rebosar de todo lo quehasta entonces le había faltado... Salió a su en-cuentro tendiéndole la mano; y dijo en voz nomuy alta, pero sí muy afectuosa:

-¡Qué amable ha sido usted...! SeñoritaWoodhouse, no sé cómo expresarle... Esperoque me crea... Usted sabrá disculparme, porqueahora no encuentro las palabras...

Emma quedó muy complacida, y no hubiesetardado en encontrar ella las palabras adecua-das, de no contenerse al oír la voz de la señoraElton, que llegó desde el salón, incitándola a

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resumir todos sus sentimientos de amistad y degratitud en un cariñosísimo apretón de manos.

La señora Bates estaba conversando con laseñora Elton. La señorita Bates había salido, locual explicaba la falta de revuelo a la llegada dela joven. Emma hubiese preferido que la señoraElton estuviese en cualquier otro lugar menosallí; pero estaba en disposición de tener pacien-cia con todo el mundo; y como la señora Eltonla recibió con una deferencia poco habitual enella, confió en que la conversación podría dis-currir por cauces pacíficos.

Emma no tardó en creer adivinar los pensa-mientos de la señora Elton, y en comprenderpor qué también ella estaba de tan buen humor;la causa era la confidencia que acababa dehacerle la señorita Fairfax, ya que creía que ellaera la única en saber algo que aún era un secre-to para los demás. Emma creyó descubrir in-mediatamente indicios de esta suposición en laexpresión de su rostro. Y mientras prestabaatención a la señora Bates, y aparentaba escu-

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char las respuestas de la buena anciana, vio queella, con una especie de ostentoso misterio, do-blaba una carta que al parecer había estadoleyendo en voz alta a la señorita Fairfax, y vol-vía a guardarla en el bolso metálico pintado depurpurina que tenía a su lado, mientras decíacon significativos movimientos de cabeza:

-Bueno, ya terminaremos cualquier otro día; anosotras no nos faltarán ocasiones; y en reali-dad ya te he leído lo esencial. Sólo quería de-mostrarte que la señora S. acepta nuestras dis-culpas y no se ha ofendido. Ya ves qué maravi-llosamente escribe... ¡Oh, es una mujer encan-tadora! Hubieses estado muy bien en su casa...Pero, ni una palabra más. Seamos discretas... Eslo mejor que se puede hacer... ¡Ah! ¿Recuerdasaquellos versos? En este momento no meacuerdo de qué poema son:

Cuando a una dama se mentatodo lo demás no cuenta.

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Y ahora, querida, yo digo: cuando se menta,no a una dama, sino a... Pero... ¡chist! A buenentendedor... Creo que hoy estoy de buen hu-mor, ¿verdad? Pero lo que quiero es tranquili-zarte respecto a la señora S... Ya ves que mimediación la ha apaciguado por completo.

Y, en seguida, cuando Emma se limitó a vol-ver la cabeza para contemplar la labor que es-taba haciendo la señora Bates, añadió en uncuchicheo:

-Ya te has fijado que no he citado ningúnnombre... ¡Oh, no! Prudente y diplomática co-mo un ministro de Estado. Sé muy bien cómollevar esas cosas.

A Emma no le cabía la menor duda. Aquelloera una ostentosa exhibición, repetida hasta lasaciedad en todas las ocasiones posibles, de loque ella creía un secreto para los demás. Des-pués de que todas hubieran hablado en buenaarmonía durante un rato, acerca del tiempo yde la señora Weston, de pronto vio que la seño-ra Elton se dirigía inesperadamente a ella:

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-¿No le parece, señorita Woodhouse, quenuestra pícara amiguita se ha rehecho de unmodo prodigioso? ¿No le parece que es unacuración que hace mucho honor al señor Perry?-lanzando una significativa mirada de reojo aJane-. Sí, sí, Perry ha hecho que se repusiera enun tiempo increíblemente corto... ¡Oh! ¡Si lahubiera usted visto, como yo la vi, en los díasen que se encontraba peor!

Y cuando la señora Bates dijo algo que distra-jo la atención de Emma, añadió en un susurro:

-No, no, no diremos nada de la ayuda quehayan podido prestar a Perry; no diremos nadade cierto médico muy joven de Windsor... ¡Oh,no! Perry se llevará toda la fama.

Y al cabo de unos momentos volvió a empe-zar:

-Me parece, señorita Woodhouse, que nohabía tenido el placer de volverla a ver desde laexcursión a Box Hill. ¡Qué excursión más agra-dable! A pesar de todo en mi opinión faltabaalgo. Parecía como si... como si hubiera alguien

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un poco malhumorado... Al menos eso fue loque me pareció, pero pude muy bien equivo-carme... Sin embargo, yo creo que salió lo sufi-cientemente bien como para tentarnos a repetirla salida. ¿Qué les parece si volvemos a reunir-nos los mismos y hacemos otra excursión a BoxHill, mientras dure el buen tiempo? Tienen quevenir los mismos, ¿eh? Exactamente los mis-mos... sin ninguna excepción.

Al poco rato llegó la señorita Bates, y Emmano pudo por menos de sonreír al ver la perple-jidad con que respondió a su saludo, in-certidumbre debida, según supuso, a que du-daba de lo que podía decir y estaba impacientepor decirlo todo.

-Muchas gracias, señorita Woodhouse... Esusted toda bondad... Yo no sé cómo expresar-le... Sí, sí, comprendo perfectamente... los pro-yectos de nuestra querida Jane... Bueno, río, noes que quiera decir... Pero, se ha recuperado deun modo asombroso, ¿verdad? ¿Cómo sigue elseñor Woodhouse?... No sabe cuánto me ale-

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gro... sí, le aseguro que no está en mis manos...Ya ve usted la pequeña reunión, tan feliz, queencuentra usted aquí... Sí, sí, desde luego...¡Qué joven más encantador...! Bueno, quierodecir... ¡qué amable! Me refiero al bueno delseñor Perry... ¡Tan atento para con Jane!

Y por su efusividad, por sus extraordinariasmanifestaciones de gratitud y de alegría, al verque la señora Elton les había visitado, Emmadedujo que en la Vicaría se habían mostrado untanto resentidos por la decisión de Jane, y queahora se habían allanado los obstáculos. Y trasunos cuantos cuchicheos más, de los que Emmano pudo enterarse de nada, la señora Elton,hablando en voz más alta, dijo:

-Pues sí, ya ve que aquí estoy, mi buena ami-ga; y hace ya tanto rato que he venido, que an-tes que nada considero necesario dar una expli-cación; pero la verdad es que estoy esperando ami dueño y señor. Me prometió que vendría abuscarme, y aprovecharía la ocasión para salu-darlas.

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-¿Qué dice usted? ¿Que vamos a tener el gus-to de recibir la visita del señor Elton? Eso sí quese lo agradeceremos... Porque yo ya sé que a loscaballeros no les gusta hacer visitas por la ma-ñana, y el señor Elton está tan ocupado...

-Pues sí, le aseguro, señorita Bates, que lo estámucho... En realidad está ocupado todo el día,desde la mañana a la noche... Es incontable lagente que va a verle por una razón u otra...Magistrados, superintendentes, capilleres, to-dos quieren pedir su opinión. Parece que nosepan hacer nada sin él. Hasta el punto que yomuchas veces le digo: «Francamente, es mejorque te molesten a ti que a mí; yo sólo con lamitad de todos estos importunos ya no sabríadónde tengo mis lápices ni mi piano...» Aunquela verdad es que no creo que las cosas pudieranir peor, porque he abandonado completamente,de un modo imperdonable, el dibujo y la músi-ca... Me parece que hace dos semanas que no hetocado ni una nota... Sin embargo, va a venir, selo digo yo; sí, sí, él tiene intención de saludarlas

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a todas.Y poniéndose la mano junto a la boca, como

para evitar que Emma oyese sus palabras, aña-dió:

-Es para darles la enhorabuena, ¿saben? ¡Oh,sí! Es algo completamente indispensable.

La señorita Bates se esponjó de felicidad.-Me prometió que vendría a buscarme tan

pronto como terminara de hablar con Knigh-tley; porque él y Knightley han tenido que reu-nirse para asuntos muy importantes... El señorE. es el brazo derecho de Knightley.

Emma no hubiese sonreído por nada delmundo, y se limitó a decir:

-¿Ha ido a pie a Donwell el señor Elton? Pueshabrá pasado calor.

-¡Oh, no! La entrevista era en la Hostería de laCorona, una de esas reuniones periódicas; tam-bién estarán con ellos Weston y Cole; pero sólovale la pena hablar de los que lo dirigen... Estoysegura de que tanto el señor E. como Knightleysaben muy bien lo que se hacen.

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-¿No se equivoca usted de día? -preguntóEmma-. Yo casi estoy segura de que la reuniónde la Corona no se celebrará hasta mañana. Elseñor Knightley estuvo en Hartfield ayer, y dijoque iba a ser el sábado.

-¡Oh, no! Seguro que la reunión es hoy -fue labrusca respuesta que demostraba la imposibili-dad de que la señora Elton cometiese ningunaequivocación-. Estoy convencida -siguió di-ciendo- de que tiene más conflictos en todo elpaís. En Maple Grove ni siquiera sabíamos loque eran esas cosas.

-Es que su parroquia debía de ser pequeña -dijo Jane.

-Pues mira, querida, eso no lo sé, porquenunca oí hablar de la cuestión.

-Pero se ve por lo pequeña que es la escuela,que según dice usted, está dirigida por su her-mana y por la señora Bragge; la única escuelaque hay, y que sólo tiene veinticinco niños.

-¡Ah! ¡Qué lista eres! Tienes toda la razón.¡Qué inteligencia más despierta la tuya! Te di-

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go, Jane, que de las dos saldría una mujer per-fecta. Con mi vivacidad y tu solidez lograría-mos la perfección... Y no es que yo me atreva ainsinuar que no haya personas que ya te consi-deren perfecta... Pero... ¡chist! No añadamos niuna palabra más.

Prudencia que parecía innecesaria; Jane esta-ba deseando hablar, no con la señora Elton,sino con la señorita Woodhouse, como ésta veíaclaramente; su voluntad de prestarle más aten-ción, dentro de lo que permitía la cortesía, nopodía ser más evidente, aunque en la mayoríade las ocasiones no pudiese manifestarse másque por medio de miradas.

Hizo su aparición el señor Elton. Su esposa lerecibió con su característica y chispeante viva-cidad.

-¡Vaya, muy bonito! Hacerme venir hastaaquí para que esté molestando a mis amigos, ytú apareces mucho más tarde de lo que mehabías dicho que vendrías... ¡Ay! Estás tan se-guro de tener una esposa sumisa... Ya sabías

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que no iba a moverme hasta que apareciese midueño y señor... Y aquí me he estado una horaentera, dando ejemplo a estas jóvenes de autén-tica obediencia conyugal... porque, quién sabe,a lo mejor no van a tardar mucho en tener quepracticar esta virtud.

El señor Elton estaba tan acalorado y tan can-sado que dio la impresión de que con él su es-posa estaba desperdiciando su ingenio. Antesque nada tenía que saludar a las demás señoras;y luego lo primero que hizo fue lamentarse delcalor que había pasado y de la caminata quehabía hecho inútilmente.

-Cuando llegué a Donwell -dijo- resultó queKnightley no estaba allí. ¡Qué raro! ¡No puedoexplicármelo! Después de la nota que le enviéesta mañana, y de la respuesta que me devolviódiciéndome que estaría seguro en su casa hastala una.

-¡Donwell! -exclamó su esposa-. Mi queridoseñor E., tú no has estado en Donwell; querrásdecir la Corona; debes de venir de la reunión de

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la Corona.-No, no, eso será mañana; y precisamente

quería ver a Knightley hoy para hablarle de lareunión... ¡Uf! Esta mañana hace un calor es-pantoso... He ido andando a campo través -hablaba en un tono ofendido- y aún he pasadomucho más calor. ¡Y luego para no encontrarleen casa! Les aseguro que estoy muy enojado. Ysin dejar ninguna disculpa, ni una nota. El amade llaves me ha dicho que no sabía que yo tu-viera que venir... ¡Qué extraño es todo esto! Ynadie sabía dónde había' ido. Quizás a Hart-field, quizás a Abbey Mill, quizás a los bos-ques... Señorita Woodhouse, eso no es propiode nuestro amigo Knightley... ¿Usted se lo ex-plica?

Emma se divertía asegurando que realmenteera muy raro, y que no sería ella quien intenta-se defenderle.

-No puedo comprender -dijo la señora Elton,sintiendo la ofensa como debía sentirla unabuena esposa-, no puedo comprender cómo ha

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podido hacerte una cosa semejante, precisa-mente él... La última persona del mundo que yohubiese esperado que tuviese un olvido así. Miquerido señor E., por fuerza ha tenido que de-jarte un recado, estoy segura; ni siquiera Knigh-tley ha podido hacer una cosa tan disparatada;y los criados se han olvidado. Puedes estar se-guro de que eso es lo que ha ocurrido; y es muyprobable que haya ocurrido así, por los criadosde Donwell, que, según he podido observarmuy a menudo, son todos muy torpes y des-cuidados. Por nada del mundo quisiera yo te-ner a mi servicio a un criado como Harry. Y encuanto a la señora Hodges, Wright la tiene enmuy mal concepto... prometió a Wright unareceta y nunca se la envía.

-Cuando estaba cerca de Donwell -siguió di-ciendo el señor Elon- encontré a William Lar-kins, y me dijo que no iba a encontrar su amoen casa, pero yo no le creí... William parecíamás bien de mal humor. Me dijo que no sabíalo que le pasaba a su amo en estos últimos

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tiempos, pero que no había modo de sacarle niuna palabra; o no tengo nada que ver con lasquejas de William, pero es que era muy impor-tante que viese hoy mismo al señor Knightley;y por lo tanto es un contratiempo muy seriopara mí haber hecho la caminata con este calor,total para nada.

Emma comprendió que lo mejor que podíahacer era volver en se;uida a su casa. Con todaseguridad, en aquellos momentos alguien eestaba esperando allí. Quizás así pudiera lo-grarse que el señor Knighley fuera más amablecon el señor Elton, si no con William Larkins.

Al despedirse, se alegró mucho de ver que laseñorita Fairfax salía con ella de la estancia pa-ra acompañarla hasta la misma puerta de lasalle; se le ofrecía así una oportunidad queaprovechó inmediatamente para decir:

-Tal vez es mejor que no haya habido ocasión.De no estar en compañía de otros amigos, mehubiese visto tentada a abordar algún asunto, ahacer preguntas, a hablar con más franqueza de

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lo que quizás hubiese sido estrictamente correc-to... Comprendo que sin duda subiera sido im-pertinente...

-¡Oh! -exclamó Jane, ruborizándose y mos-trando una incertidumbre que a Emma le pare-ció que le sentaba infinitamente mejor que todala elegancia de su habitual frialdad-. No habíaningún peligro. El único peligro hubiese sidoque yo la aburriese. No podía usted hacermemás feliz que expresando un interés... La ver-dad, señorita Voodhouse -hablando ya con máscalma-, soy muy consciente de lue he obradomal, muy mal, y por eso mismo me resulta mu-cho más consolador el que aquellos de misamigos cuya buena opinión vale más la pena deconservar, no están enojados hasta el punto leque... No tengo tiempo para decirle ni la mitadde lo que quería explicarle. No sabe lo que de-seo disculparme, excusarme, decir algo que mejustifique. Creo que es mi deber. Pero por des-gracia... Sí, a pesar de su comprensión, no pue-de usted admitir que seamos siendo amigas...

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-¡Oh, por Dios! Es usted demasiado escrupu-losa -exclamó Emma efusivamente, cogiéndolela mano-. No tiene que darme ninguna excusa;y todo el mundo a quien podría usted pensarque se las debe, está tan satisfecho, incluso tancomplacido...

-Es usted muy amable, pero yo sé cómo mehe portado con usted... ¡De un modo tan frío,tan artificial! Estaba siempre representando mipapel... ¡Era una vida de disimulos! Ya sé queha tenido que disgustarse conmigo...

-Por Dios, no diga nada más. Yo pienso quetodas las excusas debería dárselas yo. Perdo-némonos ahora mismo la una a la otra. Y esmejor que lo que tengamos que decirnos lo di-gamos lo antes posible, y creo que en eso novamos a perder el tiempo en cumplidos. Su-pongo que habrá tenido buenas noticias deWindsor.

-Muy buenas.-Y las próximas supongo que serán que va-

mos a perderla, ¿no? Precisamente ahora que

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empezaba a conocerla.-¡Oh! De eso todavía no puede pensarse en

nada. Me quedaré aquí hasta que me reclamenel coronel y la señora Campbell.

-Quizá todavía no puede decidirse nada -replicó Emma sonriendo-, pero, si no me equi-voco, ya tiene que pensarse en todo.

Jane le devolvió la sonrisa mientras contesta-ba:

-Sí, tiene razón; ya hemos pensado en ello. Yle confesaré (porque estoy segura de su discre-ción) que ya está decidido que el señor Chur-chill y yo viviremos en Enscombe. Por lo menoshabrá tres meses de luto riguroso; pero una vezhaya pasado este tiempo, espero que ya nohaya que esperar nada más.

-Gracias, muchas gracias... Eso es justamentelo que yo quería saber con certeza... ¡Oh! ¡Sisupiese usted cuánto me gustan las situacionesfrancas y claras...! Adiós, adiós...

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CAPÍTULO LIII

TODOS los amigos de la señora Weston tu-vieron una gran alegría con su feliz alumbra-miento. Y para Emma, a la satisfacción de saberque todo había ido perfectamente bien, se aña-dió la de que su amiga hubiese sido madre deuna niña. Ella había manifestado sus preferen-cias por una señorita Weston. No quería reco-nocer que era con vistas a una futura boda conalguno de los hijos de Isabella; sino que decíaque estaba convencida de que una niña iba aser mucho mejor tanto para el padre como parala madre. Sería una gran ilusión para el señorWeston, que empezaba a envejecer... y diezaños más tarde, cuando el señor Weston tuvieraya una edad más avanzada, vería alegrado suhogar por los juegos y las ocurrencias, los ca-prichos y los antojos de aquella niña que perte-necería propiamente a la casa; y en cuanto a laseñora Weston... nadie podía dudar de lo queiba a significar para ella una hija; y hubiese sido

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una lástima que una maestra tan buena comoella no hubiese podido volver a enseñar.

-Ha tenido la suerte de haber podido practi-car conmigo -decía Emma-, como la baronesade Almane con la condesa de Ostalis, en Adelai-da y Teodora, de Madame de Genlis, y ahoraveremos cómo sabe educar mejor a su pequeñaAdelaida.

-Ya verá -replicó el señor Knightley- cómo leconsentirá incluso más de lo que le consentía austed, y estará convencida de que no le con-siente nada. Ésta será la única diferencia.

-¡Pobre criatura! -exclamó Emma-. Entonces,¿qué va a ser de ella?

-No hay que alarmarse mucho. Es el destinode millares de niños. Durante su niñez estarámuy mal criada, y a medida que vaya creciendose corregirá a sí misma. Ya no soy severo conlos niños mimados, mi querida Emma. Yo quele debo a usted toda mi felicidad, ¿no sería unaingratitud monstruosa ser severo para con losniños mimados?

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Emma se echó a reír y replicó:-Pero yo tenía la ayuda de todos sus esfuer-

zos para contrarrestar la excesiva benevolenciade los demás. Dudo que sin usted, sólo con misentido común, hubiese llegado a enmendarme.

-¿De veras? Yo no tengo la menor duda. Lanaturaleza le dotó de inteligencia. La señoritaTaylor le inculcó buenos principios. Tenía ustedque terminar bien. Mi intervención tanto podíahacerle daño como beneficiarla. Era lo más na-tural del mundo que pensara: ¿Qué derechotiene a sermonearme? Y me temo que era tam-bién lo más natural que pensase que yo lo hacíade un modo desagradable. No creo haberlehecho ningún bien. El bien me lo hice a mímismo al convertirla a usted en el objeto de mispensamientos más afectuosos. No podía pensaren usted sin mimarla, con defectos y todo; y afuerza de encariñarme con tantos errores creoque he estado enamorado de usted por lo me-nos desde que tenía trece años.

-Yo estoy segura de que me ha hecho mucho

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bien -dijo Emma-. Muchas veces me dejabainfluir por usted... muchas más veces de lo quequería reconocer en aquellos momentos. Estoycompletamente convencida de que me ha ser-vido de mucho. Y si a la pobre Anna Westontambién van a mimarla, haría usted una granobra de caridad haciendo por ella todo lo queha hecho por mí... excepto enamorarse de ellacuando tenga trece años.

-¡Cuántas veces, cuando era usted una niña,me ha dicho con una de sus miradas arrogan-tes: «Señor Knightley, voy a hacer esto y aque-llo; papá dice que me deja»; o «La señorita Tay-lor me ha dado permiso»... Algo que usted sa-bía que yo no iba a aprobar. En estos casos, alintervenir yo le daba dos malos impulsos envez de uno.

-¡Qué niña más encantadora debía de ser! Nome extraña que usted recuerde mis palabras deun modo tan cariñoso.

-«Señor Knightley». Siempre me llamaba «se-ñor Knightley»; y con la costumbre dejó de so-

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nar tan respetuoso... Y sin embargo lo es. Megustaría que me llamara de algún otro modo,pero no sé cómo.

-Recuerdo que una vez, hace unos diez años,en una de mis encantadoras rabietas le llamé«George»; lo hice porque creí que iba a ofen-derse; pero como usted no protestó nunca másvolví a llamarle así.

-Y ahora, ¿no puede llamarme «George»?-¡Oh, no, imposible! Yo sólo puedo llamarle

«señor Knightley». Ni siquiera le prometo igua-lar la elegante concisión de la señora Elton lla-mándole «señor K.»... Pero le prometo -añadióen seguida riéndose y ruborizándose al mismotiempo-, le prometo que le llamaré una vez porsu nombre de pila. No puedo decirle cuándo,pero quizá sea capaz de adivinar dónde... enaquel lugar en el que dos personas aceptan vi-vir unidos en la fortuna y la adversidad.

Emma lamentaba no poder hablarle con másfranqueza de uno de los favores más importan-tes que él, con su gran sentido común, hubiese

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podido hacerle, aconsejándole de modo que lehubiese evitado incurrir en la peor de todas suslocuras femeninas: su empeño en intimar conHarriet Smith; pero era una cuestión demasia-do delicada; no podía hablar de ella. En susconversaciones sólo muy raras veces mencio-naban a Harriet. Por su parte ello podía atri-buirse simplemente a que no se le ocurría pen-sar en la muchacha; pero Emma se inclinaba aatribuirlo a su tacto y a las sospechas que debíade tener, por ciertos detalles, de que la amistadentre ambas amigas comenzaba a declinar. Sedaba cuenta de que en cualquier otra circuns-tancia era lógico esperar que se hubiesen car-teado más, y que las noticias que tuviera de ellano tuviesen que ser exclusivamente, como en-tonces ocurría, las que Isabella incluía en suscartas. P-1 también debía haberlo advertido. Ladesazón que le producía el verse obligada aocultarle algo era casi tan grande como la quesentía por haber hecho desgraciada a Harriet.

Las noticias que Isabella le daba acerca de su

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invitada eran las que cabía esperar; a su llegadale había parecido de mal humor, lo cual le pa-reció totalmente natural teniendo en cuenta queles estaba esperando el dentista; pero una vezsolucionado aquel contratiempo, no tenía laimpresión de que Harriet se mostrara distinta acomo ella la había conocido antes... Desde lue-go, Isabella no era un observador muy pene-trante; sin embargo, si Harriet no se hubieraprestado a jugar con los niños, su hermana nohubiese podido dejar de darse cuenta; Emmadisfrutaba más de sus consuelos y de sus espe-ranzas sabiendo que la estancia de Harriet enLondres iba a ser larga; las dos semanas proba-blemente iban a convertirse por lo menos en unmes. El señor y la señora John Knightley volve-rían a Highbury en agosto, y la habían invitadoa quedarse con ellos hasta entonces para regre-sar todos juntos.

-John ni siquiera menciona a su amiga -dijo elseñor Knightley-. Aquí traigo su contestaciónpor si quiere leerla.

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Era la respuesta a la carta en la que le anun-ciaba su propósito de casarse. Emma la aceptórápidamente, llena de curiosidad por saber loque diría de aquello y sin preocuparse lo másmínimo por la noticia de que no mencionaba asu amiga.

-John comparte mi felicidad como un verda-dero hermano -siguió diciendo el señor Knigh-tley-, pero no es de los que gastan cumplidos; yaunque sé perfectamente que siente por ustedun cariño auténticamente fraternal, es tan pocoamigo de los halagos que cualquier otra jovenpodría pensar que es más bien frío en sus elo-gios. Pero yo no tengo ningún miedo de que lealo que escribe.

-Escribe como un hombre muy juicioso -replicó Emma, una vez hubo leído la carta-. Meinclino ante su sinceridad. Se ve claramente queopina que de los dos en esta boda el más afor-tunado voy a ser yo, pero que no deja de tenerciertas esperanzas de que con el tiempo llegue aser tan digna de mi futuro marido como usted

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me considera ya. Si hubiese dicho algo que di-era a entender otra cosa no le hubiese creído.

-Mi querida Emma, él no-ha querido decir es-to. Sólo ha querido decir que...

-Su hermano y yo diferiríamos muy poco ennuestra opinión acerca del valor dé nosotrosdos -le interrumpió ella con una especie de son-risa pensativa-, quizá mucho menos de lo queél cree, si pudiéramos discutir la cuestión, sincumplidos y con toda franqueza.

-Emma, mi querida Emma...-¡Oh! -exclamó ella, mostrándose más alegre-,

si se imagina usted que su hermano es injustopara conmigo, espere a que mi querido padreconozca nuestro secreto y dé su opinión. Puedeestar seguro de que él aún será mucho más in-justo con usted. Le parecerá que todas las ven-tajas estarán de su lado; y que yo tengo todaslas cualidades. Espero que para él no me con-vertiré inmediatamente en su «pobre Emma»...Su compasión por los méritos ignorados suelereducirse a eso.

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-No sé -dijo él-, sólo deseo que su padre seconvenza, aun que sólo sea la mitad de fácil-mente de lo que John se convencerá, de quetenemos todos los derechos que la igualdad deméritos puede proporcionar para ser felicesjuntos. Hay una cosa en la carta de John que meresulta divertida. ¿No la ha notado? Aquí, don-de dice que mi noticia no le ha cogido del todopor sorpresa, que casi estaba esperando que leanunciase algo por el estilo.

-Pero si no interpreto mal a su hermano, sólose refiere a que tuviera usted proyectos de ca-sarse. No pensaba ni remotamente en mí. Pare-ce que esto le haya pillado totalmente despre-venido.

-Sí, sí... pero me resulta divertido que hayasabido ver tan claro en mis sentimientos. No séqué es lo que puede haberle hecho suponer eso.No atino qué puede haber visto de distinto enmi modo de ser o en mi conversación comopara hacerle pensar que estaba más predispues-to a casarme que en cualquier otra época de mi

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vida... Pero supongo que algo debió de ver. Meatrevería a decir que ha notado la diferenciaestos días que he pasado en su casa. Supongoque no jugué con los niños tanto como de cos-tumbre. Recuerdo una tarde en que los pobreschiquillos dijeron: «Ahora el tío siempre pareceque está cansado.»

Había llegado el momento en que la noticiadebía comunicarse y ver cómo reaccionabanotras varias personas. Tan pronto como la seño-ra Weston se hubo repuesto lo suficiente comopara recibir la visita del señor Woodhouse,Emma, pensando que los persuasivos ar-gumentos de su amiga podían influir favora-blemente en su padre, decidió dar primero lanoticia en su casa, y luego en Randalls... Pero¿cómo iba a hacer aquella confesión a su padre?Había resuelto decírselo cuando el señorKnightley estuviera ausente, o cuando su cora-zón no pudiera guardar por más tiempo el se-creto y se viera forzada a revelarlo; entoncespreveía la llegada del señor Knightley al poco

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rato, y él sería el encargado de completar lalabor de convencimiento iniciada por ella...Tenía que hablar, y hablar además de un modoalegre. No debía emplear un tono melancólicodando la impresión de que era como una des-gracia para él. No debía parecer que Emma loconsiderase como un mal para su padre... Ha-ciéndose fuerte, le preparó pues para recibiruna noticia inesperada, y luego en pocas pala-bras le dijo que si él le concedía su consenti-miento y su aprobación... lo cual no dudabaque él otorgaría sin inconvenientes, ya queaquello no tenía otro objeto que hacerles másfelices a todos... ella y el señor Knightley pen-saban casarse; de este modo Hartfield contaríacon un habitante más, una persona que era laque su padre más quería, como ella sabía per-fectamente, después de sus hijas y de la señoraWeston.

¡Pobre hombre! De momento tuvo un sustoconsiderable e intentó disuadir a su hija portodos los medios. Le recordó una y otra vez que

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siempre había dicho que no pensaba casarse, yle aseguró que para ella sería muchísimo mejorquedarse soltera; y le habló de la pobre Isabellay de la pobre señorita Taylor... Pero todo fue envano. Emma le abrazaba cariñosamente, le son-reía y le repetía que tenía que ser así; y que nopodía considerar su caso como el de Isabella yel de la señora Weston, cuyas bodas, al obligar-las a abandonar Hartfield, habían significadoun cambio de vida tan triste; ella no se iría deHartfield; se quedaría siempre allí; si se intro-ducía algún cambio en la casa era solamentecon miras a su bienestar; y estaba completa-mente segura de que él sería mucho más felizteniendo siempre al lado al señor Knightley,una vez se hubiese acostumbrado a la idea...¿No apreciaba mucho al señor Knightley? Nopodía negar que sí que le apreciaba, estaba se-gura de ello. ¿Con quién quería siempre consul-tar las cuestiones de negocios sino con el señorKnightley? ¿Quién le prestaba tantos servicios,quién estaba siempre dispuesto a escribirle sus

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cartas, quién le ayudaba de tan buen grado entodas las cosas? ¿Quién era más amable, másatento, más fiel que él? ¿No le gustaría tenerlesiempre en casa? Sí; ésta era la pura verdad.Nunca se cansaba de recibir las visitas del señorKnightley; le gustaría verle cada día; pero hastaentonces había estado viéndole casi cada día...¿Por qué no podía ser todo igual que hasta aho-ra?

El señor Woodhouse no se dejó convencer enseguida; pero lo peor ya había pasado, la ideaya estaba lanzada; el tiempo y el insistir conti-nuamente debían hacer lo demás... A los per-suasivos argumentos de Emma sucedieron losdel señor Knightley, cuyos grandes elogios deella contribuyeron a dar una perspectiva másfavorable a la proposición; y el señor Wood-house pronto se acostumbró a que uno y otro lehablaran continuamente del asunto en todas lasocasiones propicias... Ambos contaron con todoel apoyo que Isabella podía prestarles mediantecartas en las que expresaba su más decidida

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aprobación; y en la primera ocasión que tuvo laseñora Weston para hablarle del asunto no dejóde presentar el proyecto en los términos másfavorables... en primer lugar como una cosa yadecidida, y en segundo, como algo beneficio-so... ya que era muy consciente de que ambosargumentos tenían casi el mismo valor para elseñor Woodhouse... Llegó a convencerse de queno podía ser de otro modo; y todo el mundopor quien solía dejarse aconsejar le asegurabaque aquella boda sólo contribuiría a hacerlemás feliz. En su fuero interno casi llegó a admi-tir aquella posibilidad... y empezó a pensar queun día u otro... quizá dentro de un año o dedos... no sería una gran desgracia el que se ce-lebrara aquel matrimonio.

La señora Weston decía lo que pensaba, notenía que fingir al declararse en favor del pro-yecto de boda... Al principio había tenido unagran sorpresa; pocas veces la había tenido ma-yor que cuando Emma le reveló el secreto; peroera algo en lo que sólo veía un aumento de feli-

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cidad para todos, y no tuvo ningún reparo enconvertirse en acérrima defensora del proyec-to... Sentía tanto afecto por el señor Knightleyque le creía merecedor incluso de casarse consu querida Emma; y en todos los aspectos erauna unión tan adecuada, tan conveniente, taninmejorable, y en un aspecto en concreto, qui-zás el más importante, tan particularmente de-seable, una elección tan afortunada, que parecíacomo si Emma no hubiese debido sentirseatraída por ningún otro hombre, y que hubiesesido la más necia de las mujeres si no hubierapensado en él y no hubiera deseado casarse conél desde hacía ya mucho tiempo... ¡Qué pocoshombres cuya posición les hubiera permitidopensar en Emma, hubiesen renunciado a supropia casa por Hartfield! ¡Y quién como elseñor Knightley podía conocer y soportar alseñor Woodhouse hasta el punto de conseguirque una decisión como aquélla fuese algohacedero! Los Weston siempre habían tenidoque plantearse el problema de lo que debía

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hacerse con el pobre señor Woodhouse, cuandoforjaban planes acerca de un posible matrimo-nio entre Frank y Emma... Cómo conciliar losintereses de Enscombe y de Hartfield habíasido siempre uno de los inconvenientes másgraves con que habían tropezado... el señorWeston no solía darle tanta importancia comosu esposa... pero, con todo, nunca había sidocapaz de solucionar la cuestión sino diciendo:

-Esas cosas se solucionan solas; ellos ya en-contrarán el modo de resolverlo.

Pero en aquel caso no era necesario aplazarningún conflicto ni hacer vagas suposicionessobre el futuro. Todo resultaba satisfactorio,claro, perfecto. Nadie hacía un sacrificio dignode ese nombre. Era una boda que ofrecía lasmáximas perspectivas de felicidad, y en la queno existía ninguna dificultad efectiva, razona-ble para que nadie se opusiese a ella, o para quefuera preciso aplazarla.

La señora Weston teniendo a su hija en el re-gazo, y pudiendo hacerse todas estas reflexio-

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nes, era una de las mujeres más felices delmundo. Y si algo existía que pudiese aumentaraún más su dicha, era el advertir que el primerjuego de gorritos no tardaría mucho en venirlepequeño a la niña.

Cuando se difundió la noticia constituyó unasorpresa para todos; y durante cinco minutos elseñor Weston fue uno de los más sorprendidos;pero cinco minutos bastaron para que su vivezamental le familiarizara con la idea... En seguidavio las ventajas de aquella boda, y su alegría nofue inferior a la de su esposa; pero no tardó enolvidar el asombro que le había producido lanoticia; y al cabo de una hora casi estaba a pun-to de creer que él siempre había imaginado queacabaría ocurriendo una cosa así.

-Supongo que tiene que ser un secreto -dijo-.Esas cosas siempre tienen que ser un secreto,hasta que uno se entera que todo el mundo lassabe. Sólo quiero saber cuándo se puede hablarde la boda... No sé si Jane tendrá alguna sospe-cha...

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Al día siguiente por la mañana fue a Highbu-ry y disipó sus dudas acerca de este punto. Lecomunicó las nuevas; ¿no era Jane como unahija suya, una hija ya mayor? Tenía que decírse-lo; y como la señorita Bates estaba presente,como es lógico, no tardó en enterarse la señoraCole, la señora Perry, e inmediatamente des-pués la señora Elton; era el tiempo que habíanprevisto los protagonistas del hecho; por lahora en que se enteraron en Randalls, habíancalculado lo que tardaría en saberlo todo High-bury; y con gran intuición habían supuesto queaquella noche sólo se hablaría de ellos en todaslas familias de los alrededores.

En general todo el mundo aprobó calurosa-mente el proyecto de boda. Unos pensaron queel afortunado era él, otros que la afortunada eraella. Unos aconsejarían que se trasladasen todosa Donwell y que dejaran Hartfield para JohnKnightley y su familia; y otros auguraban dis-putas entre los criados de ambas casas; pero enconjunto nadie puso objeciones muy graves,

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excepto en una habitación de la Vicaría... Allí lasorpresa no fue suavizada por ninguna alegría.El señor Elton, en comparación con su esposa,apenas se interesó por la noticia; se limitó adecir que «aquella orgullosa podía estar ya sa-tisfecha»; y a suponer que «siempre había que-rido pescar a Knightley»; y sobre el que se ins-talarán en Hartfield se atrevió a exclamar: «¡Debuena me he librado!»... Pero la señora Elton selo tomó con mucha menos serenidad... «¡PobreKnightley! ¡Pobre hombre! ¡Qué mal negociohace!» Estaba muy apenada porque, aunquefuese muy excéntrico, tenía muchas cualidadesmuy buenas... ¿Cómo era posible que se hubie-se dejado pescar? Tenía la seguridad de que élno estaba enamorado... no, ni muchísimo me-nos... ¡Pobre Knightley! Aquello sería el fin dela grata relación que habían tenido con él... ¡Es-taba tan contento de ir a cenar a su casa siem-pre que le invitaban! Todo esto se habría termi-nado... ¡Pobre hombre! No volverían a hacersevisitas a Donwell organizadas por ella... ¡Oh,

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no! Ahora habría una señora Knightley que lesaguaría todas las fiestas... ¡Qué lamentable!Pero no se arrepentía en absoluto de haber cri-ticado al ama de llaves de Knightley unos díasatrás... ¡Qué disparate vivir todos juntos! Nopodía salir bien. Conocía a una familia que vi-vía cerca de Maple Grove que lo había intenta-do, y habían tenido que separarse al cabo deunos pocos meses.

CAPÍTULO LIV

PASÓ el tiempo. Unos días más y llegaría lafamilia de Londres. Algo que asustaba un pocoa Emma; y una mañana que estaba pensandoen las complicaciones que podía traer el regresode su amiga, cuando llegó el señor Knightleytodas las ideas sombrías se desvanecieron. Trascambiar las primeras frases del alegre encuen-tro, él permaneció silencioso; y luego en untono más grave dijo:

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-Tengo algo que decirle, Emma. Noticias.-¿Buenas o malas? -dijo ella con rapidez mi-

rándole fijamente.-No sé cómo deberían considerarse.-¡Oh! Estoy segura de que serán buenas; lo

veo por la cara que pone; está haciendo esfuer-zos para no sonreír.

-Me temo -dijo él poniéndose más serio-, metemo mucho, mi querida Emma, que no va us-ted a sonreír cuando las oiga.

-¡Vaya! ¿Y por qué no? No puedo imaginarque haya algo que le guste a usted y que le di-vierta, y que no me guste ni me divierta tam-bién a mí.

-Hay una cuestión -replicó-, confío en que só-lo una, en la que no pensamos igual.

Hizo una breve pausa, volvió a sonreír, y sinapartar la mirada de su rostro añadió:

-¿No se imagina lo que puede ser? ¿No seacuerda...? ¿No se acuerda de Harriet Smith?

Al oír este nombre Emma enrojeció y tuvomiedo de algo, aunque no sabía exactamente de

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qué.-¿Ha tenido noticias de ella esta mañana? -

preguntó él-. Sí, ya veo que sí y que lo sabe to-do.

-No, no he recibido carta; no sé nada; dígamede qué se trata, por favor.

-Veo que está preparada para lo peor... yrealmente no es una buena noticia. HarrietSmith se casa con Robert Martin.

Emma tuvo un sobresalto que no dio la im-presión de ser fingido... y el centelleo que pasópor sus ojos parecía querer decir «No, no esposible...» Pero sus labios siguieron cerrados.

-Pues así es -continuó el señor Knightley-. Melo ha dicho el mismo Robert Martin. Acabo dedejarle hace menos de media hora.

Ella seguía contemplándole con el más elo-cuente de los asombros.

-Como ya esperaba, la noticia la ha contraria-do... Ojalá coincidieran también en esto nues-tras opiniones. Pero con el tiempo coincidirán.Puede usted estar segura de que el tiempo hará

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que el uno o el otro cambiemos de parecer; yentretanto no es preciso que hablemos muchodel asunto.

-No, no, no me entiende usted, no es eso -replicó ella dominándose-. No es que me con-traríe la noticia... es que casi no puedo creerlo.¡Parece imposible! ¿Quiere usted decir queHarriet Smith ha aceptado a Robert Martin? Noquerrá decir que él ha vuelto a pedir su mano...Querrá decir que tiene intenciones de hacerlo...

-Quiero decir que ya lo ha hecho... -replicó elseñor Knightley sonriendo, pero con decisión- yque ha sido aceptado.

-¡Cielo Santo! -exclamó ella-. ¡Vaya!Y después de recurrir a la cesta de la labor

para tener un pretexto para bajar la cabeza yocultar el intenso sentimiento de júbilo quedebían de expresar sus facciones, añadió:

-Bueno, ahora cuéntemelo todo; a ver si lo en-tiendo. ¿Cómo, dónde, cuándo? Dígamelo todo;en mi vida había tenido una sorpresa igual...pero le aseguro que no me da ningún disgus-

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to... ¿Cómo... cómo ha sido posible...?-Es una historia muy sencilla. Hace tres días

él fue a Londres por asuntos de negocios, y yole di unos papeles que tenía que mandar a John.Fue a ver a John a su despacho, y mi hermanole invitó a ir con ellos al Astley aquella tarde.Querían llevar al Astley a los dos mayores. Ibana ir mi hermano, su hermana, Henry, John... yla señorita Smith. Mi amigo Robert no podíanegarse. Pasaron a recogerle y se divirtieronmucho; John le invitó a cenar con ellos al díasiguiente... él acudió... y durante esta visita (porlo que se ve) tuvo ocasión de hablar conHarriet; y desde luego no fue en vano... Ella leaceptó y de este modo hizo a Robert casi tanfeliz como merece. Regresó en la diligencia deayer, y esta mañana después del desayuno havenido a verme para decirme el resultado desus gestiones: primero de las que yo le habíaencomendado, y luego de las suyas propias.Eso es todo lo que puedo decirle acerca del có-mo, dónde y cuándo. Su amiga Harriet ya le

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contará muchas más cosas cuando se vean... Lecontará hasta los detalles más insignificantes,ésos a los que sólo el lenguaje de una mujerpuede dar interés... En nuestra conversaciónsólo hemos hablado en general... Pero tengoque confesar que Robert Martin me ha parecidomuy minucioso en los detalles, sobre todo co-nociendo su modo de ser; sin que viniera mu-cho a cuento, me ha estado contando que alsalir del palco, en el Astley, mi hermano se cui-dó de su esposa y del pequeño John, y él ibadetrás con la señorita Smith y con Henry; y quehubo un momento en que se vieron rodeadosde tanta gente, que la señorita Smith incluso seencontró un poco indispuesta...

Él dejó de hablar... Emma no se atrevía a dar-le una respuesta inmediata... Estaba segura deque hablar significaría delatar una alegría queno era explicable. Tenía que esperar un pocomás, de lo contrario él creería que estaba loca.Pero este silencio preocupó al señor Knightley;y después de observarla durante unos momen-

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tos, añadió:-Emma, querida mía, dice usted que este

hecho ahora no le representa un disgusto; perotemo que le preocupe más de lo que usted es-peraba. La clase social de él podría ser un obs-táculo... pero tiene usted que pensar que parasu amiga eso no es un inconveniente; y yo lerespondo que tendrá cada vez mejor opinión deél a medida que le vaya conociendo más. Susentido común y la rectitud de sus principios lecautivarán... Por lo que se refiere a él como per-sona, no podría usted desear que su amiga es-tuviera en mejores manos; en cuanto a su cate-goría social, yo la mejoraría si pudiese; y le ase-guro, Emma, que ya es decir mucho por miparte... Usted se ríe de mí porque no puedoprescindir de William Larkins; pero tampocopuedo prescindir en absoluto de Robert Martin.

Él quería que le mirase y sonriese; y comoEmma ahora tenía una excusa para sonreírabiertamente, así lo hizo, diciendo de un modoalegre:

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-No tiene usted que preocuparse tanto porhacerme ver los lados buenos de esta boda. Enmi opinión Harriet ha obrado muy bien. Lasrelaciones de ella quizá sean peores que las deél; sin duda en respetabilidad lo son. Si me hequedado callada ha sido sólo por la sorpresa;he tenido una gran sorpresa. No puede ustedimaginarse lo inesperado que ha sido para mí...lo desprevenida que estaba... Porque tenía mo-tivos para creer que en estos últimos tiemposestaba más predispuesta contra él que tiempoatrás.

-Debería usted de conocer mejor a su amiga -replicó el señor Knightley-; yo hubiese dichoque era una muchacha de muy buen carácter,de corazón muy tierno, que difícilmente puedellegar a estar muy predispuesta en contra de unjoven que le dice que la ama.

Emma no pudo por menos de reírse mientrascontestaba:

-Le doy mi palabra de que creo que la conoceusted tan bien como yo... Pero, señor Knightley,

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¿está usted completamente seguro de que le haaceptado inmediatamente, sin ningún reparo?Yo hubiese podido suponer que con el tiempo...pero ¡tan pronto ya...! ¿Está seguro de que en-tendió usted bien a su amigo? Los dos debieronde estar hablando de muchas cosas más: denegocios, de ferias de ganado, de nuevas clasesde arados... ¿No es posible que al hablar detantas cosas distintas usted le entendiera mal?¿Era la mano de Harriet de lo que él estaba tanseguro? ¿No eran las dimensiones de algúnbuey famoso?

En aquellos momentos el contraste entre elporte y el aspecto del señor Knightley y RobertMartin se hizo tan acusado para Emma, era tanintenso el recuerdo de todo lo que le había ocu-rrido recientemente a Harriet, tan actual el so-nido de aquellas palabras que había pronun-ciado con tanto énfasis -«No, creo que ya tengodemasiada experiencia para pensar en RobertMartin»-, que esperaba que en el fondo estareconciliación fuese aún prematura. No podía

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ser de otro modo.-¿Cómo puede decir una cosa así? -exclamó el

señor Knightley-. ¿Cómo puede suponer quesoy tan necio como para no enterarme de lo queme dicen? ¿Qué merecería usted?

-¡Oh! Yo siempre merezco el mejor trato por-que no me conformo con ningún otro; y por lotanto tiene que darme una respuesta clara ysencilla. ¿Está usted completamente seguro deque entendió la situación en que se encuentranahora el señor Martin y Harriet?

-Completamente seguro -contestó él enérgi-camente- de que me dijo que ella le había acep-tado; y de que no había ninguna oscuridad,nada dudoso en las palabras que usó; y creoque puedo darle una prueba de que las cosasson así. Me ha preguntado si yo sabía lo quehabía que hacer ahora. La única persona aquien él conoce para poder pedir informes so-bre sus parientes o amigos es la señora God-dard. Yo le dije que lo mejor que podía hacerera dirigirse a la señora Goddard. Y él me con-

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testó que procuraría verla hoy mismo.-Estoy totalmente convencida -replicó Emma

con la más luminosa de sus sonrisas-, y les de-seo de todo corazón que sean felices.

-Ha cambiado usted mucho desde la últimavez que hablamos de este asunto.

-Así lo espero... porque entonces yo era unaatolondrada.

-También yo he cambiado; ahora estoy dis-puesto a reconocer que Harriet tiene todas lasbuenas cualidades. Por usted, y también porRobert Martin (a quien siempre he creído tanenamorado de ella como antes), me he esforza-do por conocerla mejor. En muchas ocasioneshe hablado bastante con ella. Ya se habrá ustedfijado. La verdad es que a veces yo tenía la im-presión de que usted casi sospechaba que esta-ba abogando por la causa del pobre Martin, locual no era cierto. Pero gracias a esas charlasme convencí de que era una muchacha naturaly afectuosa, de ideas muy rectas, de buenosprincipios muy arraigados, y que cifraba toda

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su felicidad en el cariño y la utilidad de la vidadoméstica... no tengo la menor duda de quegran parte de esto se lo debe a usted.

-¿A mí? -exclamó Emma negando con la ca-beza-. ¡Ah, pobre Harriet!

Sin embargo supo dominarse y se resignó aque le elogiaran más de lo que merecía.

Su conversación no tardó en ser interrumpidapor la llegada de su padre. Emma no lo lamen-tó. Quería estar a solas. Su estado de exaltacióny de asombro no le permitía estar en compañíade otras personas. Se hubiera puesto a gritar, abailar y a cantar; y hasta que no echara a andary se hablara a sí misma y riera y reflexionara,no se veía con ánimos para hacer nada a dere-chas.

Su padre llegaba para anunciar que Jameshabía ido a enganchar los caballos, operaciónpreparatoria del ahora cotidiano viaje a Ran-dalls; y por lo tanto Emma tuvo una excelenteexcusa para desaparecer.

Ya puede imaginarse cuál sería la gratitud, el

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extraordinario júbilo que la dominaban. Conaquellas halagüeñas perspectivas que se abríanpara Harriet su única preocupación, el únicoobstáculo que se oponía a su dicha desaparecí-an, y Emma sintió que corría el peligro de serdemasiado feliz. ¿Qué más podía desear? Nada,excepto hacerse cada día más digna de él, cuyasintenciones y cuyo criterio habían sido siempretan superiores a los suyos. Nada, sino esperarque las lecciones de sus locuras pasadas le en-señasen humildad y prudencia para el futuro.

Estaba muy seria, muy seria sintiendo aque-llos impulsos de gratitud y tomando aquellasdecisiones, y sin embargo en aquellos mismosmomentos no podía evitar reírse. Era forzosoreírse de aquel desenlace. ¡Qué final para todasaquellas tribulaciones suyas de cinco semanasatrás! ¡Qué corazón el de Harriet, Santo Dios!

Ahora le ilusionaba pensar en su regreso...todo le producía ilusión. Sentía gran ilusión porconocer a Robert Martin.

Una de las cosas que ahora contribuían a su

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felicidad era pensar que pronto no tendría queocultar nada al señor Knightley. Pronto podríanterminar todas aquellas cosas que tanto odiaba;los disimulos, los equívocos, los misterios. En elfuturo podría tener en él una confianza plena,perfecta, que por su manera de ser considerabacomo un deber.

Así pues, alegre y feliz como nunca se pusoen camino en compañía de su padre; no siem-pre escuchándole, pero siempre dándole la ra-zón a todo lo que decía; y ya fuera en silencioya hablando, aceptando la grata convicción quetenía su padre de que estaba obligado a ir aRandalls todos los días, ya que de lo contraríola pobre señora Weston tendría una desilusión.

Llegaron por fin... La señora Weston estabasola en la sala de estar; pero cuando apenashabía recibido las últimas noticias sobre la niñay se dio las gracias al señor Woodhouse por lamolestia que se había tomado, agradecimientoque él reclamó, a través de los postigos se divi-saron dos siluetas que pasaban cerca de la ven-

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tana.-Son Frank y la señorita Fairfax -dijo la señora

Weston-. Ahora mismo iba a decirles que estamañana hemos tenido la agradable sorpresa deverle llegar. Se quedará hasta mañana y haconvencido a la señorita Fairfax para que paseel día con nosotros... Creo que van a entrar.

Al cabo de medio minuto entraban en la sala.Emma se alegró mucho de volver a verle, peroambos quedaron un poco confusos... Por lasdos partes había demasiados recuerdos emba-razosos. Se estrecharon las manos sonriendo,pero con una turbación que al principio les im-pidió ser muy locuaces; todos volvieron a sen-tarse y durante unos momentos hubo un silen-cio tal que Emma empezó a dudar de que eldeseo que había tenido durante tantos días devolver a ver a Frank Churchill y de verle encompañía de Jane le procurara algún placer.Pero cuando se les unió el señor Weston y traje-ron a la niña, no faltaron ni temas de conversa-ción ni alegría... y Frank Churchill tuvo el valor

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y la ocasión de acercarse a ella y decirle:-Señorita Woodhouse, tengo que darle las

gracias por unas cariñosas frases de perdón queme transmitió la señora Weston en una de suscartas... confío que el tiempo que ha transcurri-do no la ha hecho menos benevolente. Confíoen que no se retracte usted de lo que dijo en-tonces.

-No, desde luego -exclamó Emma contentísi-ma de que se rompiera el hielo-, en absoluto.Me alegro mucho de verle y de saludarle... y defelicitarle personalmente.

Él le dio las gracias de todo corazón y duran-te un rato siguió hablando muy seriamenteacerca de su gratitud y de su felicidad.

-¿Verdad que tiene buen aspecto? -dijo vol-viendo los ojos hacia Jane-. Mejor del que solíatener, ¿verdad? Ya ve cómo la miman mi padrey la señora Weston.

Pero no tardó en mostrarse más alegre, y conla risa en los ojos después de mencionar el es-perado regreso de los Campbell citó el nombre

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de Dixon... Emma se ruborizó y le prohibió quevolviese a pronunciar aquel nombre delante deella.

-No puedo pensar en todo aquello sin sentir-me muy avergonzada -dijo.

-La vergüenza -contestó él- es toda para mí, odebería serlo. Pero ¿es posible que no tuvierausted ninguna sospecha? Me refiero a los últi-mos tiempos. Al principio ya sé que no sospe-chaba nada.

-Le aseguro que nunca tuve ni la menor sos-pecha.

-Pues la verdad es que me deja sorprendido.En cierta ocasión estuve casi a punto... y ojalá lohubiera hecho... hubiese sido mejor. Pero aun-que estaba continuamente portándome mal, meportaba mal de un modo indigno y que no mereportaba ningún beneficio... Hubiese sido unatransgresión más tolerable el que yo le hubieserevelado el secreto y se lo hubiese dicho todo.

-Ahora ya no vale la pena de lamentarlo -dijoEmma.

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-Tengo esperanzas -siguió él- de poder con-vencer a mi tío para que venga a Randalls;quiere que le presente a Jane. Cuando hayanvuelto los Campbell nos reuniremos todos enLondres y espero que sigamos allí hasta quepodamos llevárnosla al norte... pero ahora es-toy tan lejos de ella... ¿Verdad que es penososeñorita Woodhouse? Hasta esta mañana nonos habíamos visto desde el día de la reconci-liación. ¿No me compadece?

Emma le expresó su compasión en términostan efusivos que el joven en un súbito exceso dealegría exclamó:

-¡Ah, a propósito! -Y entonces bajó la voz y sepuso serio por un momento-. Espero que elseñor Knightley siga bien.

Hizo una pausa... ella se ruborizó y se echó areír.

-Ya sé -dijo- que leyó mi carta y supongo querecuerda el deseo que formulé para usted. Per-mita que ahora sea yo quien la felicite... le ase-guro que al recibir la noticia he sentido un gran

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interés y una inmensa satisfacción... es unhombre de quien nunca se podrá decir que se leelogia demasiado.

Emma estaba encantada y sólo deseaba que élsiguiese por aquel camino; pero al cabo de unmomento el joven volvía a sus asuntos y a suJane. Y las palabras siguientes fueron:

-¿Ha visto usted alguna vez una tez igual?Esa suavidad, esa delicadeza... y sin embargono puede decirse que sea realmente bella... nopuede llamársele bella. Es una clase de bellezaespecial, con esas pestañas y ese pelo tan ne-gro... Un tipo de belleza tan peculiar... Y tandistinguida... Tiene el color preciso para quepueda llamársele bella.

-Siempre la he admirado -replicó Emma in-tencionadamente-; pero si no recuerdo malhubo un tiempo en que usted consideraba supalidez como un defecto... la primera vez quehablamos de ella. ¿Ya lo ha olvidado?

-¡Oh, no! ¡Qué desvergonzado fui! ¿Cómopude atreverme...?

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Pero se reía de tan buena gana al recordarloque Emma no pudo por menos que decir:

-Sospecho que en medio de todos los conflic-tos que tenía usted por entonces se divertíamucho jugando con todos nosotros... Estoy se-gura de que era así... estoy segura de que eso leservía de consuelo.

-Oh, no, no... ¿Cómo puede creerme capaz deuna cosa así? ¡Yo era el hombre más desgracia-do del mundo!

-No tan desgraciado como para ser insensiblea la risa. Estoy segura de que se divertía ustedmucho pensando que nos estaba engañando atodos... y tal vez si tengo esta sospecha es por-que, para serle franca, me parece que si yohubiese estado en su misma situación tambiénlo hubiera encontrado divertido. Veo que hayun cierto parecido en nosotros.

Él le hizo una leve reverencia.-Si no en nuestros caracteres -añadió en se-

guida con un aire de hablar en serio-, sí ennuestro destino; ese destino que nos llevará a

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casarnos con dos personas que están tan porencima de nosotros.

-Cierto, tiene toda la razón -replicó él apasio-nadamente-. No, no es verdad por lo que res-pecta a usted. No hay nadie que pueda estarpor encima de usted, pero en cuanto a mí sí escierto... ella es un verdadero ángel. Mírela. ¿Noes un verdadero ángel en todos sus gestos? Fí-jese en la curva del cuello, fíjese en sus ojosahora que está mirando a mi padre... Sé que sealegrará usted de saber -inclinándose hacia ellay bajando la voz muy serio- que mi tío piensadarle todas las joyas de mi tía. Las haremosengarzar de nuevo. Estoy decidido a que algu-nas de ellas sean para una diadema. ¿Verdadque le sentará bien con un cabello tan negro?

-Le sentará de maravilla -replicó Emma.Y se expresó con tanto entusiasmo que él, lle-

no de gratitud, exclamó:-¡Qué contento estoy de volverla a ver! ¡Y de

ver que tiene tan buen aspecto! Por nada delmundo me hubiese querido perder este encuen-

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tro. Desde luego si no hubiera venido usted yohubiera ido a visitarla a Hartfield.

Los demás habían estado hablando de la niña,ya que la señora Weston les había contado quehabían tenido un pequeño susto puesto que lanoche anterior la pequeña se había sentido in-dispuesta. Ella creía que había exagerado, perohabía tenido un susto y había estado casi a pun-to de mandar llamar al señor Perry. Quizá de-biera avergonzarse, pero el señor Weston habíaestado tan intranquilo como ella. Sin embargo,al cabo de diez minutos la niña había vuelto aencontrarse completamente bien; esto fue loque contó; quien se mostró más interesado fueel señor Woodhouse, quien le recomendó quese acordara siempre de Perry y que le mandarallamar, y que sólo lamentaba que no lo hubiesehecho.

-Cuando la niña no se encuentre bien del to-do, aunque parezca que no sea casi nada yaunque sólo sea por un momento, no deje dellamar siempre a Perry. Uno nunca se asusta

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demasiado pronto ni llama demasiado a menu-do a Perry. Quizás ha sido una lástima que noviniera ayer por la noche; ahora la niña pareceestar muy bien, pero hay que tener en cuentaque si Perry la hubiera visto probablemente seencontraría mejor.

Frank Churchill recogió el nombre.-¡Perry! -dijo a Emma, intentando que mien-

tras hablaba su mirada se cruzase con la de laseñorita Fairfax-. ¡Mi amigo el señor Perry!¿Qué están diciendo del señor Perry? ¿Ha ve-nido esta mañana? ¿Iba a caballo o en coche?¿Ya se ha comprado el coche?

Emma recordó en seguida y le comprendió; ymientras unía sus risas a las suyas creyó adver-tir por la actitud de Jane que ella también lehabía oído, aunque intentaba parecer sorda.

-¡Qué sueño más raro tuve aquella vez! -exclamó-. Cada vez que me acuerdo de aquellono puedo por menos de reírme... Nos oye, nosoye, señorita Woodhouse. Se lo noto en la meji-lla, en la sonrisa, en su intento inútil de fruncir

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el ceño. Mírela. ¿No ve que en este instantetiene ante los ojos aquel trozo de su carta en elque me lo contó...? ¿No ve que está pensandoen aquella torpeza mía que no puede prestaratención a nada más aunque finja escuchar a losotros?

Por un momento Jane se vio obligada a sonre-ír abiertamente; y aún seguía sonriendo en par-te cuando se volvió hacía él y le dijo en voz bajapero llena de convicción y de firmeza:

-¡No comprendo cómo puedes sacar a reluciresas cosas! A veces tendremos que recordarlasaun a pesar nuestro... ¡Pero que seas capaz decomplacerte recordándolas!

Él contestó aduciendo muchos argumentos ensu defensa, todos muy hábiles, pero Emma seinclinaba a dar la razón a Jane; y al irse deRandalls y al comparar como era natural aque-llos dos hombres, comprendió que a pesar deque se había alegrado mucho de volver a ver aFrank Churchill y de que sentía por él una granamistad, nunca se había dado tanta cuenta de lo

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superior que era el señor Knightiey. Y la felici-dad de aquel felicísimo día se completó con lasatisfactoria comprobación de las cualidades deéste que aquella comparación le había sugerido.

CAPÍTULO LV

SI en algunos momentos Emma aún se sentíainquieta por Harriet, si no dejaba de tener du-das de que le hubiera sido posible llegar a olvi-dar su amor por el señor Knightley y aceptar aotro hombre con un sincero afecto, no tardómucho tiempo en verse libre de esta incerti-dumbre. Al cabo de unos pocos días llegó lafamilia de Londres, y apenas tuvo ocasión depasar una hora a solas con Harriet quedó com-pletamente convencida, a pesar de que le pare-cía inverosímil, de que Robert Martin habíasuplantado por entero al señor Knightley, y deque su amiga acariciaba ahora de nuevo todossus sueños de felicidad.

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Harriet estaba un poco temerosa... Al princi-pio parecía un tanto abatida; pero una vez huboreconocido que había sido presuntuosa y neciay que se había estado engañando a sí misma, suzozobra y su turbación se esfumaron junto consus palabras, dejándola sin ninguna inquietudpor el pasado y exultante de esperanza por elpresente y el porvenir; porque, dado que en lorelativo a la aprobación de su amiga, Emmahabía disipado al momento todos sus temoresal recibirla dándole su más franca enhorabue-na, Harriet se sentía feliz relatando todos losdetalles del día que estuvieron en el Astley y dela cena del día siguiente; se demoraba en lanarración con el mayor de los placeres. Pero¿qué demostraban aquellos detalles? El hechoera que, como Emma podía ahora confesar aHarriet, siempre le había gustado Robert Mar-tin; y el hecho de que él hubiera seguido amán-dole había sido decisivo... Todo lo demás resul-taba incomprensible para Emma.

Sin embargo sólo había motivos para alegrar-

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se de aquel noviazgo y cada día que pasaba ledaba nuevas razones para creerlo así... Los pa-dres de la joven se dieron a conocer. Resultó serla hija de un comerciante lo suficientementerico para asegurarle la vida holgada que habíallevado hasta entonces, y lo suficientementehonorable para haber querido siempre ocultarsu nacimiento... Llevaba, pues, en sus venassangre de personas distinguidas como Emmatiempo atrás había supuesto... Probablementesería una sangre tan noble como la de muchoscaballeros; pero ¡qué boda le había estado pre-parando al señor Knightley! ¡O a los Churchill...o incluso al señor Elton...! La mancha de ilegi-timidad que no podía lavar ni la nobleza ni lafortuna hubiera seguido siendo a pesar de todouna mancha.

El padre no puso ningún obstáculo; el jovenfue tratado con toda liberalidad; y todo fue co-mo debía ser; y cuando Emma conoció a RobertMartin, a quien por fin presentaron en Hart-field, reconoció en él todas las cualidades de

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buen criterio y de valía que eran las más desea-bles para su amiga. No tenía la menor duda deque Harriet sería feliz con cualquier hombre debuen carácter; pero con él y en el hogar que leofrecía podía esperarse más, una seguridad,una estabilidad y una mejora en todos los ór-denes. Harriet se vería situada en medio de losque la querían y que tenían más sentido comúnque ella; lo suficientemente apartada de la so-ciedad para sentirse segura, y lo suficientemen-te atareada para sentirse alegre. Nunca podríacaer en la tentación. Ni tendría oportunidad deir a buscarla. Sería respetada y feliz; y Emmaadmitía que era el ser más feliz del mundo porhaber despertado en un hombre como aquél unafecto tan sólido y perseverante; o si no la másfeliz del mundo, la segunda en felicidad des-pués de ella.

A Harriet, ligada como era natural por susnuevos compromisos con los Martin, cada vezse la veía menos por Hartfield, lo cual no era delamentar... la intimidad entre ella y Emma de-

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bía decaer; su amistad debía convertirse en unaespecie de mutuo afecto más sosegado; y afor-tunadamente lo que hubiese sido más deseabley que debía ocurrir empezaba ya a insinuarsede un modo paulatino y espontáneo.

Antes de terminar setiembre Emma asistió ala boda de Harriet y vio cómo concedía su ma-no a Robert Martin con una satisfacción tancompleta que ningún recuerdo ni siquiera losrelacionados con el señor Elton a quien enaquel momento tenían delante, podía llegar aempañar... La verdad es que entonces no veía alseñor Elton sino al clérigo cuya bendición des-de el altar no debía de tardar en caer sobre ellamisma... Robert Martin y Harriet Smith, la úl-tima de las tres parejas que se habían prometi-do había sido la primera en casarse.

Jane Fairfax ya había abandonado Highbury,y había vuelto a las comodidades de su amadacasa con los Campbell... Los dos señores Chur-chill también estaban en Londres; y sólo espe-raban a que llegase el mes de noviembre.

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Octubre había sido el mes que Emma y el se-ñor Knightley se habían atrevido a señalar parasu boda... Habían decidido que ésta se cele-brase mientras John e Isabella estuvieran toda-vía en Hartfield con objeto de poder hacer unviaje de dos semanas por la costa como habíanproyectado... John e Isabella, y todos los demásamigos aprobaron este plan. Pero el señorWoodhouse... ¿Cómo iban a lograr convencer alseñor Woodhouse que sólo aludía a la bodacomo algo muy remoto?

La primera vez que tantearon la cuestión semostró tan abatido que casi perdieron todaesperanza... Pero una segunda alusión parecióafectarle menos... Empezó a pensar que teníaque ocurrir y que él no podía evitarlo... Unprogreso muy alentador en el camino de la re-signación. Sin embargo no se le veía feliz. Másaún, estaba tan triste que su hija casi se des-animó. No podía soportar verle sufrir, saberque se consideraba abandonado; y aunque larazón le decía que los dos señores Knightley

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estaban en lo cierto al asegurarle que una vezpasada la boda su decaimiento no tardaría enpasar también, Emma dudaba... no acababa dedecidirse...

En este estado de incertidumbre vino en suayuda no una súbita iluminación de la mentedel señor Woodhouse ni ningún cambio es-pectacular de su sistema nervioso, sino un fac-tor de este mismo sistema obrando en sentidoopuesto... Cierta noche desaparecieron todoslos pavos del gallinero de la señora Weston...Evidentemente por obra del ingenio humano.Otros corrales de los alrededores sufrieron lamisma suerte... En los temores del señorWoodhouse un pequeño hurto se convertía enun robo en gran escala con allanamiento de mo-rada... Estaba muy inquieto; y de no ser porquese sentía protegido por su yerno hubiese pasa-do todas las noches terriblemente asustado. Lafuerza, la decisión y la presencia de ánimo delos dos señores Knightley le dejaron completa-mente a su merced... Pero el señor John Knigh-

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tley tenía que volver a Londres a fines de laprimera semana de noviembre.

La consecuencia de estas inquietudes fueronque con un consentimiento más animado y másespontáneo de lo que su hija hubiese podidonunca llegar a esperar en aquellos momentos,Emma pudo fijar el día de su boda... Y un mesmás tarde de la boda del señor y de la señoraRobert Martin, se requirió al señor Elton paraunir en matrimonio al señor Knightley y a laseñorita Woodhouse.

La boda fue muy parecida a cualquier otraboda en la que los novios no se muestran afi-cionados al lujo y a la ostentación; y la señoraElton, por los detalles que le dio su marido, laconsideró como extremadamente modesta ymuy inferior a la suya... «muy poco raso blan-co, muy pocos velos de encaje; en fin, algo de lomás triste... Selina abrirá unos ojos como platoscuando se lo cuente...» Pero, a pesar de talesdeficiencias, los deseos, las esperanzas, la con-fianza y los augurios del pequeño grupo de

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verdaderos amigos que asistieron a la ce-remonia se vieron plenamente correspondidospor la perfecta felicidad de la pareja.