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Para la doctora Elisa Vargaslugo en

testimonio de una Amistad siempre renovada.

de criollo estuvo ligado por largo tiempo, casi

exclusivamente, al significado que le otorgan los diccionarios. En ellos se le vincula sólo con aquellas personas que nacieron de padres europeos, principal-mente en América. Desde hace años tal concepto ha sido objeto de una suerte de revalorización, según la cual debe extenderse a otros individuos, atendiendo a ciertos elementos que bien pueden colocarse en el orden de lo ontológico. A la finu-ra de las percepciones de Edmundo O’Gorman debemos el magnífico marco de referencia para

pensar de otro modo al criollo. En efecto, en las Meditaciones sobre el criollismo, texto que leyó en la ceremonia en la que la Academia Mexicana de la Lengua lo recibió en calidad de miembro de número, y en otros escritos, como aquél en el que reflexionó sobre Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, y que acom-paña a una antología que reúne textos de este autor sobre la vida de Nezahualcóyotl Acolmiztli, O’Gorman vertió ele-mentos importantes para considerar al criollo más allá de todo ingrediente racial y, acertadamente, adecuarlo al conceptto de hombre novohispano. Dice O’Gorman:

“Descontemos, pues, el indebido peso que es habitual conceder a la preponderancia que pueda existir en la diver-sidad de los elementos raciales y manteniendo a raya dentro de sus límites la influencia de conceptos tales como los de “mestizo” y “castizo”, pongamos en su lugar el que corres-ponde al “hombre novohispano”, ese nuevo Adán que, ya al día siguiente de consumada la conquista, le fue brotando al suelo mexicano. No se trata, sin embargo, de un Adán que como el otro tan famoso hubiera sido creado todo entero y hecho de una buena vez y para siempre, sino de la progresiva resultante de un secular y complejo proceso de inventiva histórica impulsado por la necesidad vital de albergar en el corazón dos lealtades en principio opuestas, la de cómo pertenecer en cuerpo y alma a España la vieja, sin dejar de ser en alma y cuerpo hijo de la Nueva España: dramática ambi-

José Rubén Romero Galván Instituto de Investigaciones

Históricas,UNAM Recepción: 23 de septiembre de 2016

Aprobación: 06 de octubre de 2016

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valencia de dos orgullos sólo reconciliable en el seno de una visión del acaecer universal que incluyera, pero con signo positivo, la historia precristiana del Nuevo Mundo.”1

Esta definición está llena no sólo de sugerencias, sino que, y es ese su principal acierto, es incluyente. El autor la construye para mejor explicar al cronista castizo Fernando de Alva Ixtlilxóchitl; sin embargo, al considerarla con atención se hace evidente que ella describe a individuos de realidades muy diversas. En efecto, allí puede muy bien estar descrito el cronista indígena Domingo Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin2, quien, a través de su ocho Relaciones originales, escritas en náhuatl, buscó a toda costa encontrar el vínculo entre los antiguos habitantes de estas partes de la ecumene y el hombre del viejo mundo, descendiente de Adán y Eva y redimido por Cristo, a fin de dejar en claro que sus ancestros indígenas provenían también de la primera pareja bíblica y que, por lo tanto, habían recibido las gracias redentoras del Hijo de Dios y por ello participaban plenamente en el misterio que signi-ficaba la historia de la Salvación. Esta búsqueda habría fructificado en un sentimiento que implicaba la pertenencia plena a la humanidad, pero de ninguna manera una identi-ficación con los peninsulares respecto de los cuales, a lo largo de las ocho relaciones, se percibe con claridad un sentimiento de diferencia.

También se cobijan bajo la definición de O’Gorman los cronistas religiosos que, venidos de la Península, se ocuparon de entender, tan profundamente como les fue posible, la realidad indígena de antes de la conquista. Buenos ejemplos de ellos son fray Diego Durán, en su obra Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme, y fray Bernardino de Sahagún, autor de la magistral enciclopedia que lleva por título Historia general de las cosas de Nueva España. Ambos, el primero nacido en Sevilla y el segundo en Sahagún en la provincia de León, al poco tiempo de llegar a estas tierras se “acriollaron”. Posiblemente el caso de fray Diego Durán sea más notorio, pues llegó a Nueva España muy pequeño, según él mismo lo informa cuando dice respecto de

1 Edmundo O’Gorman, “Prólogo”, en Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Nezahualcóyotl Acolmiztli, selección de textos y prólogo de Edmundo O’Gorman, México, Gobierno del Estado de México, 1972, 160 p., p. 13-14. 2 Abordo esta cuestión en distintos trabajos. Remito al lector, principalmente al estudio introductorio de la Octava relación. Obra histórica de Domingo Francisco de San Antón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, edición, y versión catellana de José Rubén Romero Galván, México, Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Históricas, 1983, 200 p.

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Tetzcoco, ciudad en la que su familia se instaló, “ya que no me nacieron allí los dientes vínelos a mudar.”3 El criollismo de Durán es evidente incluso en el español de su crónica que constituye un buen ejemplo de las variantes que ya en el siglo XVI ofrecía la lengua de Castilla en estas regiones del imperio español.

Caben asimismo en la definición que arriba trans-cribimos aquellos autores que en la segunda mitad del siglo XVI escribieron sus historias e incluyeron “con signo positivo” la realidad prehispánica, pues en sus obras, cuando hablan de ella, no se percibe extrañeza alguna ni huella de desprecio; pienso en Juan Suárez de Peralta o en Antonio de Saavedra Guzmán quien, cuando describe la antigua realidad indígena, se muestra lleno de asombro.4

Por supuesto sería imposible omitir a Sor Juana Inés de la Cruz o a Carlos de Sigüenza y Góngora, quienes, en el siglo XVII, fueron ejemplos del más brillante criollismo, según lo muestra la primera componiendo villancicos en lengua náhuatl o el segundo que, además de escribir la historia de los mexicas −obra hasta hoy perdida−, diseñó un arco triunfal para la llegada del nuevo virrey en el que eligió como modelos de las virtudes del gobernante a los antiguos tlahtoque mexicas, en lugar de recurrir, según era la costum-bre, a figuras de la antigüedad clásica.5 Ambos, está claro, pensaron y se refirieron al México antiguo también “con signo positivo”.

Es acaso en los historiadores ilustrados del siglo XVIII en quienes se percibe aún con mayor claridad ese sentimiento de diferencia respecto de los españoles penin-sulares. Baste recordar las obras de Fernando de Echeverria y Veytia, Francisco Javier Clavijero y Antonio de León y Gama, por no citar sino a algunos, en las que reiteradamente se manifiesta el espíritu del hombre novohispano, del criollo.

Es cierto que la época novohispana duró del siglo XVI al XVIII. Y que el proceso al que hace alusión Edmundo O’Gorman se prolongó por todo ese tiempo y concluyó, ni más

3 Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme, 2 vols., edición de Rosa Camelo y José Rubén Romero, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995, (Serie Cien de México), vol. 1, cap. II, p. 64. 4 Antonio de Saavedra Guzmán, El peregrino indiano, estudio introductorio y notas de José Rubén Romero Galván, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1989 (Quinto Centenario), passim. 5 Carlos de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe: advertidas en los monarcas antiguos del mexicano imperio…, México; Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Humanidades, M. A. Porrúa, 1986, 231p.

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ni menos, con la separación definitiva de estos reinos y la corona española. Ello dio paso a una nueva realidad en la que imperó un fresco espíritu, independiente y libertario, que se resolvió en un nuevo proceso a través del cual se construyó el espíritu nacionalista que precisaba la patria recién nacida. Sin embargo, fue sin duda el siglo XVII aquél en el que se consolidó el espíritu del hombre novohispano, el ser del criollo. En ese tiempo se percibe con claridad el proceso al que hemos aludido. Es ese devenir y no la sola fortuna lo que podría explicar que durante la segunda mitad de esa centuria surgieran en la Nueva España los ingenios de Sor Juana y de Carlos de Sigüenza. Con justicia Irving Leonard, al referirse al siglo XVII, dijo que “De 1600 a 1700, el criollo adquirió una conciencia muy perceptible de su individualidad y fe en su latente, sino actual, paridad con sus parientes del Viejo Mundo…”6 Bástenos recordar que esa centuria inicia con la publicación aún fresca de una obra que salió a la luz precisa-mente el año anterior, 1599. Se trata del ya citado Peregrino indiano, poema épico donde el criollo Antonio de Saavedra y Guzmán narra la conquista de la Nueva España. Asimismo debemos mencionar la aparición, en 1604, de la paradig-mática Grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena,7 poeta que es ejemplo de quienes, sin haber nacido en estos reinos, sienten y piensan como si aquí hubieran visto la primera luz.

El siglo XVII se distinguió porque a lo largo de él el culto a la Virgen de Guadalupe no sólo fue cada vez más notorio, sino que se convirtió en un elemento importante del sentimiento criollo, del “espíritu novohispano” en palabras de O’Gorman.

Fue en estas circunstancias que, en 1648, salió de las prensas la obra del presbítero Miguel Sánchez llamada Imagen de la Virgen María. Madre de Dios de Guadalupe. Milagrosamente aparecida en la ciudad de México. Cele-brada en su historia, con la profecía del capítulo doce del Apocalipsis. La importancia de la obra de Miguel Sánchez en relación con en culto a la Virgen del Tepeyac es incuestionable y debe ser considerada como un elemento de primer orden. Si bien el Arzobispo Montufar no había escatimado esfuerzos por promover el culto a la imagen de la Virgen Morena, fue sin

6 Irving Leonard, La época barroca en el México colonial, México, Fondo de Cultura Económica, 1976, 334 p. p. 14-15. 7 Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana, edición y prólogo de Francisco Monterde, México, Ediciones de la Universidad Nacional Autónoma, 1941, 208 p. (Biblioteca del Estudiante Universitario 23)

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duda a raíz de la publicación de la obra de Miguel Sánchez, el primero de los llamados evangelistas guadalupanos, que este proceso cobró ímpetus más evidentes. En efecto, el padre Sánchez se dio a la tarea de dar forma al relato de las apariciones guadalupanas, con base en el documento llamado Nican mopohua,8 narración en náhuatl atribuida al indígena Antonio Valeriano, antiguo colegial de Tlatelolco.9 El padre Sánchez llega incluso explicar el portento guadalupano relacionándolo con el capítulo XII del Apocalipsis, lo que significaba conceder a la Virgen del Tepeyac una particular significación, pues habría estado ya prefigurada en la imagen de María según la describió San Juan en el último libro de la Biblia. Es un hecho que la obra de Sánchez afianzó en la Nueva España el culto a la Virgen de Guadalupe, a la vez que dio mayor solidez a un sentimiento identitario que venía forján-dose desde el siglo anterior y que era el característico del criollo novohispano.

Miguel Sánchez en diversos pasajes de su obra hace referencia expresa al carácter criollo de la advocación y de la imagen de la Virgen de Guadalupe. Debe tenerse en cuenta que para él, de acuerdo con lo que asienta en su obra, el término criollo equivale exclusivamente a oriundo,10 pues en un pasaje en el que alude a la patria de la bíblica Noemí, refiere: “quiso pagar en nombre de Belén donde era criolla…”11 Así es que cuantas veces califica con el término “criolla”, ya a la advocación de María de Guadalupe, ya a su imagen, queda más que señalado que les reconoce su absoluto origen novohispano, sin aludir de ninguna manera a elemento alguno que la pudiera vincular con la Península.

Miguel Sánchez alude a la advocación de la Virgen del Tepeyac cuando narra alguno de los momentos de contem-plación que llegó a experimentar ante la imagen de la Virgen morena: “Era decirme que todas las plumas, y los ingenios del

8 Nican mopohua es la frase inicial del relato guadalupano. Con ella el narrador rompe el silencio diciendo “Aquí se cuenta…” Una traducción muy recomendable del mismo es la de Miguel León-Portilla en Tonantzin Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el “Nican mopohua”, México, El Colegio Nacional. Fondo de Cultura Económica, 2000, 202 p., p. 91-159. 9 Hernando Alvarado Tezozómoc, Crónica mexicáyotl, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1975, XXVIII+190 p. p. 171. Allí este autor dice: “Don Antonio Valeriano que no era noble, sino tan sólo un gran sabio, “colegial”, quien sabía hablar latín”. 10 A diferencia de lo que registra el diccionario de 1729 que dice que criollo es “El que nace en las Indias de padres españoles, u de otra nación que no sean indios. Es voz inventada de los españoles conquistadores de las indias y comunicada por ellos en España” 11 Miguel Sánchez, Imagen de la virgen María Madre de Dios de Guadalupe, México, Imprenta de la viuda de Bernardo Calderón, 1648, p. 83

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águila de México, se habían de conformar, y componer en alas, para que volase esta mujer prodigio, y sagrada criolla.”12 Se trata de la “mujer prodigio”, de la Virgen bajo la advocación guadalupana. Para él, la advocación de Santa María de Guadalupe es en verdad criolla y, por si hubiera duda, se vinculaba ya con el águila, por ese entonces sólo emblema de la ciudad de México y que devendría, después de la inde-pendencia, el escudo de la patria que recién nacida. Sin duda, la imagen que la representaba era por fuerza también criolla, así lo expresa cuando dice: “La imagen milagrosa de la Virgen María de Guadalupe, nuestra soberana criolla…”13 O bien, “María en su imagen criolla de Guadalupe…”14

Estas expresiones de Miguel Sánchez son tan sólo algunas muestras de la gran exaltación guadalupana y, por fuerza, criolla, que caracteriza a su obra y que se extendía ya por la Nueva España en la segunda mitad del siglo XVII, escenario histórico en el que era cada vez más evidente la adquisición, entre los hombres de estas tierras, de “una conciencia… de su individualidad y fe en su latente, si no actual, paridad con sus parientes del Viejo Mundo…”, en palabras de Irving Leonard.15

Quisiera fijar mi atención en la primera mitad de ese siglo XVII, antes de que vinieran al mundo en estas tierras los ingenios a los que he hecho referencia: sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza. Fue en los albores de ese siglo cuando en la villa de Colima, la Nueva España vio nacer, en 1618 o 1620, al poeta Luis de Sandoval Zapata, quien pertenecía a una ilustre familia de estos reinos. Entre sus ascendientes se contaban religiosos, canónigos, bachilleres e incluso un oidor.16 La posición social y el desahogo económico de su familia le permitieron ser objeto de una formación intelectual acorde con su tiempo. Estudió algún tiempo en Guadalajara y finalmente en el Colegio de San Ildefonso en la ciudad de México.

Luis de Sandoval murió en 1671 dejando tras de sí una obra poética reconocida por sus calidades. Fue admirado no sólo por sus contemporáneos, sino por letrados que sólo lo

12 Ibidem, p[XIII] 13 Ibidem, p.11 14 Ibidem, p.12 15 Leonard, Loc.cit. 16 Los datos biográficos de Luís Sandoval Zapata que aquí se refieren provienen de Arnulfo Herrera, Tiempo y muerte en la obra de Luís de Sandoval Zapata, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1996.

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conocieron a través de sus escritos. Fue así que tiempo des-pués el propio Carlos de Sigüenza y Góngora, aunque de manera breve, hacía referencia a él en términos que dejan ver la admiración que le tenía. En efecto, en el Triunfo parténico, al dar cuenta del tercer lugar que obtuvo en un certamen poé-tico Francisco Sandoval Zapata, hijo de Luis, Carlos de Sigüenza, lo considera “heredero del heroico y sublime espí-ritu de don Luis Zapata, su padre, Homero mexicano…”.17 Otro tanto podríamos decir del jesuita guatemalteco Rafael Landivar, quien exiliado en Bolonia escribió, cuando casi concluía el siglo XVIII, la Rusticatio mexicana, obra latina en verso en la que da cuenta de las maravillas de la añorada Nueva España. Allí, en el libro primero, donde se refiere a los lagos del Altiplano mexicano, dice, cuando alude a los poetas que nacieron en estas tierras, “y aún grabaron sus nombres en los árboles ribereños Zapata y Reyna y el ponderado come-diógrafo Alarcón, cuando en el suave plectro sus tristes pesadumbres aliviaban.”18

En la producción de Luis Sandoval Zapata existen dos poemas que llaman de manera particular la atención cuando se trata de abordar las manifestaciones del espíritu criollo de la época y que compartió plenamente. Se trata de un soneto guadalupano: “A la transubstanciación admirable de las rosas en la peregrina imagen de N. Sra. de Guadalupe”, escrito poco después de 1648, y de la “Relación fúnebre a la infeliz muerte de dos caballeros…” que compuso hacia 1660. Ambos contienen elementos de importancia notable que muestran que quien los escribió albergaba en su espíritu los sen-timientos criollos más acendrados.

Aquí me ocuparé del primero, pues el segundo ha sido ya objeto de interesantes y bien logrados análisis que bien lo muestran como una manifestación del espíritu criollo que caracterizaba a su autor.19

El soneto guadalupano que nos interesa fue escrito seguramente después de 1648,20 como arriba apuntamos. No

17 Las cursivas son mías. Carlos de Sigüenza y Góngora, Triunfo parténico, prólogo de José Rojas Garcidueñas, México, Editorial Xóchitl, 1945, 328 p., p. 171(Biblioteca Mexicana de libros muy raros y curiosos 1), Esta obra la citada Herrera, Tiempo y muerte…, p. 29 y 30. 18 Rafael Landivar, Rusicatio mexicana, traducción directa del latín de Ignacio Loureda, México, Sociedad de Edición y Librería Americana, S.A., 1924, Primer libro, p. 20. 19 Me refiero tanto al libro de Arnulfo Herrera que he citado, como a los trabajos en los que José Pascual Buxo aborda este tema: Obras de Luís Sandoval Zapata, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, y “Sobre la Relación fúnebre a la infeliz, trágica muerte de dos caballeros de Luís Sandoval Zapata” en Anuario de Letras, vol. IV, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, 1964, p. 237-254. 20 Herrera, Op. Cit, p. 37.

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se duda en afirmar, y con sobrada razón, que esta pieza literaria nació bajo el influjo del libro que Miguel Sánchez publicó precisamente cuando corría ese año de 1648 y que lleva por nombre, valga recordarlo, Imagen de la Virgen María. Madre de Dios de Guadalupe. Milagrosamente apa-recida en la ciudad de México…, obra que fue, como quedó dicho y sin lugar a dudas, elemento de importancia capital en la consolidación del culto guadalupano en la época virreinal.

El soneto guadalupano de Luis de Sandoval Zapata que nos ocupa, brota de su profunda devoción a la Virgen del Tepeyac y se percibe en él la fuerza del espíritu criollo. Ambos elementos están presentes también, de manera más que evidente, en la obra de Miguel Sánchez. Tanto la devoción a la Virgen Morena como el criollismo de ambos autores los vinculan a una realidad novohispana inmersa en un proceso de diferenciación frente a la metrópoli.

El poema de Sandoval Zapata que nos ocupa fue publicado en 1688 por Francisco de Florencia21 con el título “A la transubstanciación admirable de las rosas en la peregrina Imagen de N. Señora de Guadalupe. Vencen las rosas al fénix”22 y en la centuria siguiente, en 1729, Francisco de Castro que hizo lo propio,23 esta vez con el nombre “A la portentosa metamorfosis de las rosas en la milagrosísima Imagen de N. Sra. de Guadalupe: en que se aventajaron con maravilla al fénix”.24 Salta a la vista que ambos títulos, aun con sus variantes, describen con bastante precisión aquello que el poema refiere. Es seguro que sendos títulos se deban al ingenio de quienes lo publicaron y no al de su autor.

He aquí el soneto guadalupano de Luís de Sandoval Zapata:

El astro de los pájaros expira aquella alada eternidad del viento y entre la exhalación de movimiento víctima arde olorosa de la pira.

21 Francisco de Florencia, Estrella del Norte de México, aparecida al rayar el día de la luz evangélica de este Nuevo Mundo…, México, Imprenta de doña María de Benavides, viuda de Juan Ribera, 1688, 241 fol. Cap. XXXIV, fol.199v-fol.200r. 22 Alfonso Méndez Plancarte, Op. Cit. p. 43. 23 Francisco de Castro, La octava maravilla, México, Imprenta de la viuda de Rivera Calderón, 1729. Citado por Alfonso Méndez Plancarte, “Luís de Sandoval Zapata” en Abside, enero de 1937, p.42. 24 Ibidem.

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En grande hoy metamorfosis se admira mortaja, a cada flor más lucimiento vive en el lienzo racional aliento el ámbar vegetable que respira. Retratan a María sus colores; corre cuando la luz del sol las hiere, de aquellas sombras envidioso el día. Más dichosas, que el Fénix morís, flores; que él para nacer pluma, polvo muere, pero vosotras para ser María.

Los primeros versos del soneto hacen referencia al ave Fénix, animal mitológico de antigua raigambre y al que desde siempre se le reconocían atributos maravillosos, cuyo plumaje excedía en belleza al de cualquier otra ave en el mundo. Su característica peculiar era la longevidad que, siempre renovada, devenía en eternidad, pues ya los antiguos, y me refiero a los griegos clásicos25 y a los romanos,26 consi-deraban que la vida de esta ave llegaba a los quinientos años, mismos que no eran el término de su existencia, pues habiéndose consumido en una aromática pira por ella misma preparada con vegetales y sustancias de suaves perfumes, resurgía de sus cenizas para, bella y vigorosa, con plumaje como el sol, vivir por quinientos años más. Presente en Dante y en Quevedo, esta ave llenó la imaginación del hombre, contraponiéndose a la finitud con la que fue castigado cuando se le expulsó del Paraíso. Por si fuera poco, en la Edad Media, al ave fénix se le convirtió en signo de la resurrección de Cristo, misterio que implica renovación y eternidad, y de la castidad, pues misteriosamente no se conoce que le sea propio el apareamiento.

La simbología vinculada con el ave fénix es inmen-samente rica. Por supuesto es la eternidad aquello con lo que en primer lugar se le vincula. De eso el poeta fue consciente al expresar:

El astro de los pájaros expira aquella alada eternidad del viento y entre la exhalación de movimiento víctima arde olorosa de la pira

25 Herodoto, Historia, libro segundo “Euterpe”, cap. 73. 26 Plinio el Viejo,

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En estos cuatro versos, el autor no se aparta de la tradición occidental y sólo describe la inmolación del ave fénix a la que se refiere como “astro de los pájaros”, según la realidad que le había concedido la cultura de occidente, en tanto símbolo de la eternidad y de la resurrección.

Sin embargo, el ave fénix, que eterna y bella renace del fuego, es contrapuesta en este soneto con otro elemento en apariencia de menores calidades. Se trata de las flores que, lejos de simbolizar eternidad o resurrección, son siempre señaladas por la finitud que las caracteriza.

En grande hoy metamorfosis se admira mortaja, a cada flor más lucimiento vive en el lienzo racional aliento el ámbar vegetable que respira.

En efecto, a las flores se les depara una metamorfosis admirable, pues lo que de ellas emana, “el ámbar vegetable que respira”, está llamado a ser elemento que permita el portento maravilloso. Con ello las flores desde su carácter natural dan paso a su trasmutación en la imagen de María que se reproducen en el lienzo que las envuelve como falsa mortaja.

Retratan a María sus colores; corre cuando la luz del sol las hiere, de aquellas sombras envidioso el día.

Son los colores de las flores los que plasman en la tilma de indígena la imagen de María de Guadalupe. El milagro es tal que equivale a un amanecer. El soneto se resuelve en los tres últimos versos:

Más dichosas, que el Fénix morís, flores; que él para nacer pluma, polvo muere, pero vosotras para ser María.

Aquí el poeta soluciona la contraposición en la que colocó al ave fénix del antiguo continente, símbolo de eternidad y resurrección, con las flores, surgidas de la natu-raleza de las tierras novohispanas. Las flores “dichosas” hijas de estas tierras novohispanas superan al orgulloso fénix del viejo mundo que muere para renacer en él mismo. Aquí las flores fenecen para “ser María”. La admiración que el poeta

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plasma en el soneto no queda sólo en el ámbito de la devoción guadalupana. Va más allá y se inscribe en los sentimientos criollos de la época, pues estas tierras, las que le vieron nacer, fueron capaces de prohijar flores que se trasmutaron en la imagen de María, mientras que en el Viejo Mundo, uno de los símbolos más acabado de la inmortalidad, el ave Fénix, sólo resultaba capaz de recrear su propia vida para permanecer más tiempo, acaso hasta la eternidad, en este mundo de finitud.

Se habrá percibido que el soneto hace referencia a flores sin especificar tipo alguno y que los sucesivos títulos con el que fue publicado aluden a las rosas. Al respecto debe decirse que el texto del Nican mopohua refiere que, cuando Juan Diego, por indicaciones de la Virgen María, llegó a la cumbre del cerro,

Mucho se maravilló de cuantas flores allí se extendían, tenían abiertas sus corolas, variadas flores preciosas como las Castilla, no siendo aún su tiempo de darse…27

Cuando Miguel Sánchez narra el mismo episodio dice que Juan Diego encontró en la cima del Tepeyac

…diversas flores, brotadas a milagro, nacidas a prodigio, descapilladas a portento, combinándose las rosas con su hermosura, tributando las azucenas leche, los claveles sangre, las violetas celo, los jazmines ámbar, el romero esperanzas, el lirio amor y la retama cautiverio…28

Narra el texto que Juan Diego las cortó todas “recogiendo aquella primavera del cielo en su tosca, pobre y humilde manta…”.29 Con ellas bajó del cerro y fue a la casa del obispo Zumárraga en cuya presencia ocurre, según la tradición, la milagrosa y definitiva aparición de la imagen. Pues bien, esta diversidad de flores se trocó años después en sólo rosas. En efecto, en su obra Origen milagroso del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, el bachiller Luis Becerra Tanco, al narrar la cuarta aparición alude sólo a

27 Nican mopohua, Op.cit. p. 135-137. 28 Miguel Sánchez. Op.cit, p. 27. 29 Ibidem.

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rosas.30 No deja de llamar la atención el hecho de que en los escasos treinta siete años que van de 1648, año de la publicación de la obra de Miguel Sánchez, a 1685, cuando apareció publicada la obra de Becerra Tanco, se haya operado este cambio en un elemento tan importante del milagro guadalupano. Pues en ese lapso se pasó de la diversidad de flores a solamente las rosas, tradición que hasta hoy permanece. No atisbamos las razones que pudo haber para tal cambio. El caso es que cuando el padre Florencia escribe su obra sobre la virgen de Guadalupe y reproduce el soneto de Sandoval Zapata, las flores del relato original se habían vuelto exclusivamente rosas y así aparecen tanto en su narración del milagro guadalupano que él refiere, como en el título que con seguridad le dio al soneto que nos ocupa.

Precisamente, el nombre que suponemos el padre Florencia dio al poema de Sandoval nos obliga a hacer un comentario más. En efecto, en la obra que el jesuita publicó cuando se acercaba el final del siglo XVII, al soneto se le llama: “A la transubstanciación admirable de las rosas en la peregrina Imagen de N. Señora de Guadalupe…” Llama en él la atención el uso del término “transubstanciación” cuyo significado, según lo asientan los diccionarios de la época, se refiere exclusivamente al portento que ocurre durante la eucaristía, cuando el sacerdote consagra el pan y el vino para que estos se conviertan en la sangre y el cuerpo de Cristo. No deja de sorprender que el milagro del Tepeyac sea designado con ese término, creado en el siglo XII por maestro Roland y tan perfectamente definido por Santo Tomás de Aquino en la Cuestión 75 de la Suma teológica. Sobre todo cuando el Concilio de Trento lo había definido magistralmente, fortaleciendo la devoción a la Eucaristía, en tanto uno de los misterios fundamentales de la fe católica. También nos sorprende que en un sermón, pronunciado cuando comen-zaba la centuria siguiente, en la solemne consagración del santuario guadalupano, el jesuita Juan de Goicoechea, comparara a la Eucaristía con la imagen de Guadalupana.31 Lo verdaderamente interesante es que, haya sido el propio

30 Luís Barrera Tanco, Felicidad de México en el principio y milagroso origen que tuvo el santuario de la Virgen María Nuestra Señora de Guadalupe, extramuros: en la aparición admirable desta Soberana Señora, y de su prodigiosa imagen, edición facsimilar con estudio de Ana Rita Valero de García Lascuráin, México, Archicofradía Universal de Santa María de Guadalupe, 2001, “Quarta aparicion”. 31 David Brading, La virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, México, Taurus, 2002, p. 235.

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Sandoval Zapata o el padre Florencia quien designó con el término “transubstanciación” al portento guadalupano, en la Nueva España de esa época no se viera con la menor sospecha adjudicar al milagro del Tepeyac un término creado para designar al misterio de la Eucaristía. Sirva ello para ponderar los avances del culto criollo a la Virgen de Guadalupe.

Si las flores de esta tierra fueron capaces de una transmutación, que con el andar del tiempo llegó a ser consi-derada “transubstanciación”, y con su fragancia, o acaso con su esencia, impregnaron el ayate del indígena a fin de que milagrosamente apareciera una imagen mariana, en verdad criolla, pues le nace a estas partes del mundo, estamos ante una manifestación del más acendrado espíritu novohispano. Al fin, esta tierra se convirtió en el escenario de un portento que superó a no importa cuál imaginarse pudiera en el viejo mundo. Es expresión de supremacía. Significaba probar que la Nueva España era tierra propicia para lo mejor posible en el mundo. Fue entonces en la conciencia criolla, tierra del portento que un siglo después sería llamado “La Maravilla Americana”.