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Antonio López Baeza P A L A B R A S E N L A F R O N T E R A INCURSIONES EN EL MISTERIO DEL SER

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Antonio López Baeza

P A L A B R A S

E N

L A

F R O N T E R A

INCURSIONES EN EL MISTERIO DEL SER

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A cuantos vivimos con ilusión y entusiasmo el alba

del Vaticano II, sufrimos su eclipse en las décadas

siguientes, y seguimos confiando en el resurgir de

una Iglesia Cristiana, Humilde y Servidora del

Mundo.

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Yo no quiero hablar de Dios en los límites, sino en el centro; no en las debilidades, sino en la fuerza; esto es, no a la hora de la muerte y de la culpa, sino en la vida y en lo bueno del hombre. En los límites, me parece mejor guardar silencio y dejar sin solución lo insoluble.

Dietrich Bonhoeffer

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Contenido

0- PRESENTACIÓN Y TESTIMONIO 5

1- POR AMOR A ESTE MUNDO 9

2- CONVERSACIÓN CON LA MADRE TIERRA 14

3- LLAMANDO A LAS COSAS POR SU NOMBRE 19

4- EL VALOR DE LA PALABRA 22

5- SER PERSONA 26

6- LA MIRADA INTERIOR 30

7- DESDE ABAJO 34

8- AMAR Y SER AMADO 37

9- CONCIENCIA DE MISIÓN 40

10- TENER AMIGOS 44

11- MIRAR EL MAR 48

12- TODOS LOS RÍOS DEL MUNDO 52

13- DAR LA MANO 56

14- LO INTOCABLE 59

15- LEER Y SER LEÍDO 62

16- LA BELLEZA COMO MISTERIO 66

17- EL MISTERIO DEL PERDÓN 69

18- DESDE LO HONDO A TI GRITO, SEÑOR 72

19- CREER EN DIOS 77

20- EL VERBO Y YO 82

21- EL EVANGELIO DE LA VIDA 85

22- MI RELIGIÓN 87

23- SER IGLESIA 92

24- LO SINGULAR DE MARÍA DE NAZARET 96

25- EL REINO DE LO HUMANO Y EL REINADO DE LO DIVINO 100

26- EL REINO EN QUE CREEMOS 103

27- EL HOMBRE LITÚRGICO O, LOS RITOS DEL AMOR 107

28- CARA A LA MUERTE 111

29- LOS SEPULCROS VACÍOS 115

30- LA VIDA COMO ORACIÓN 118

31- ESCRIBIR SOBRE SÍ MISMO 121

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0- PRESENTACIÓN Y TESTIMONIO

(A modo de prólogo)

Palabras en la frontera. Sí; pero no en la frontera de la vida, como si con ellas quisiéramos marcar el confín hasta donde llega el territorio de una existencia temporal. La vida no tiene fronteras. Ni entre tú y yo, ni entre generaciones, ni entre animales de distintas especies, ni siquiera entre seres animados e inanimados. La vida lo abarca todo y es la corriente infinita que todo lo unifica: cielo y tierra, altura y abismo, moléculas elementales y bacterias que se estructuran hasta formar organismos vivos en el espacio y en el tiempo. Todos, sí, configuran el resultado final de esta vida, que se transforma, se comunica, se expande…, que, en definitiva, no tiene fronteras. En muchos aspectos se puede afirmar que mi vida es tu vida; que la vida del universo es la misma vida de cada uno de los seres que lo componen. ¿Dónde, pues, poner las lindes, los hitos, los muros entre una vida y toda la vida? La vida no admite fronteras que la limiten en sus posibilidades de expandirse en un acto de comunión universal. Por eso nuca es mía si no la vivo como un bien de todos. No será feliz para mí si no se trata de una felicidad compartida. No habré vivido, al final de mi existencia temporal, si ésta no ha consistido en derribar las barreras artificiales que, a veces (¡y no pocas!), levantamos los vivientes frente -¡contra!- la vida misma, ora por miedo a enemigos (más imaginarios que reales), ora por ambiciones desmedidas; siempre por alguna forma de incuria que hemos dejado apoderarse de nuestra conciencia. La vida, para ser vida, no consiente rupturas que nieguen la necesidad universal que tenemos los unos de los otros, todos de todos, incluidos los sistemas galácticos más alejados de nuestra Vía Láctea; incluidos los movimientos más imperceptibles de los cuarts, átomos, ácidos y aminoácidos combinándose con otras substancias y energías en busca de la masa orgánica… ¡Es la vida; vida que nos hace ser uno con todos y con todo, todo en uno! Y cuanto rompe o dificulta la unidad originaria de los seres vivientes entre sí, resulta nefasta negación de la vida misma. Resulta mutilación de la máxima alegría en el ser que la vida encierra para todos la reconocen como bien supremo a cultivar y compartir.

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El alumbramiento de cada ser que viene a este mundo, pone de manifiesto que somos vida: venimos de la vida y vamos a la vida, sin que antes del nacimiento ni después del óbito, se establezca ruptura significativa en la corriente transmisora de la energía vital, en la que, de alguna manera (o, muchas) ya éramos vivientes antes de adquirir nuestra conciencia autónoma, y lo seguiremos siendo en el universo de la constante renovación vital. Nada nace que no haya de morir. Nada muere que no sea para dar nueva vida, formando parte de la fuerza recreadora que es ley del universo. La muerte no es el paradero de la vida; más bien es su laboratorio de transformación, su clepsidra de gusano a mariposa, su posibilidad de llegar a ser en otra forma, llamando a la comunión con otras formas de vida. Esta verdad tan elemental la sabe todo el mundo (cada ser a su manera y medida). Lo sabe el plancton marino y aquellas sustancias primigenias que fueron primero moléculas generadas por átomos en explosión, y más tarde células atraídas por otras células en búsqueda de mayor complexión orgánica. La vida es un grito a favor de la vida. Lo sabe el recién nacido que llora y gimotea para que no le falte lo que precisa a fin de no ser privado de esta vida en la que acaba de aterrizar. Lo sabe el minero y el trabajador de la tierra que reivindican su dignidad humana fundida con las riquezas que extraen del subsuelo para el bien común. Lo sabe el instinto de conservación que llama, consciente o inconscientemente, a defender los derechos de cada especie, como mandato sagrado inscrito en su constitución orgánica, cuyas leyes se remontan a ancestros incontables, años luz abiertos a sistemas y necesidades de vida, cada vez más evolucionadas y compartidas. Por ello, la verdad más grande la vida es el amor a la vida misma. Y todas las sabidurías que han ido apareciendo sobre la Tierra, tienen en el amor a la vida la fuente de su ser útiles a la Humanidad y al Universo. Por ello, podemos decir también que, quien no ama su propia vida, corta las raíces de su ser con el universo. Y quien no ama la vida de los demás, se engaña si cree que se ama a sí mismo. Cuanto más consciente es un ser de su propia vida, más se sabe en camino de admiración y deuda con todo cuanto es vida en el universo. La vida no tiene fronteras. Las fronteras, por ejemplo, entre el planeta Tierra y su terrícola que llamamos hombre, sólo existen en la mente de este segundo. Hombre y Tierra, Tierra y Hombre se pierden y se salvan juntos cada día. Y, gracias a que siempre habrá mujeres y hombres, que amen la vida más que a sí mismos, estamos convencidos de que el futuro, aún incierto, es de sentido positivo para la vida en su conjunto. Será el futuro encendido, magnífico, esplendoroso, de un nuevo Sol eterno: el que habrá nacido cuando todas las chispas del amor a la vida de los mejores hijos de la

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Tierra, así como de todas las realidades informadas de vida -mineral, vegetal, animal y espiritual-, se junten para dar forma a una fuerza superior a todas las leyes del Universo, para dar paso al Abrazo incandescente y de gozo imperecedero, que hoy, algunos, llamamos Dios; otros, prefieren llamarlo Fuerza Motriz de la Evolución de la Materia. Mientras tanto, siempre a la espera de tan glorioso evento, estas Palabras en

la frontera. En la frontera de quién detiene su paso tras haber andado un buen trecho de camino, y se dispone a entrar en un nuevo espacio a recorrer. ¿No es eso lo que significa la etapa final de la existencia terrena, que llamamos edad madura o vejez? En ella me encuentro con mis setenta y cinco años ya cumplidos. Y me encuentro gozoso y dispuesto al porvenir de vida que, seguro, me aguarda. Sin miedo, por supuesto, y sin prisas; pues en la frontera entre la manera de ser viviente que disfruto actualmente y la que se me haya de otorgar después, me acompaña el hilo conductor de la experiencia, de la fe y del amor a la vida, en cuyo seno he gozado, no pocas veces, la certeza de que la vida es más grande (y poderosa) que todos sus enemigos. Cada momento vivido en intensidad de fidelidad a sí mismo, de respuesta a las llamadas concretas del camino, o, simplemente, de conciencia de ser habitado por una pasión de vida, hace de nuestra existencia un predio de abundante cosecha de sentido. Es la facilidad -y felicidad- de encontrar en cada paso de esta vida el valor incorruptible de la vida entera. Todo cuanto he vivido en profundidad me vive a mí en cada comento como mi futuro ya alcanzado. Sin prisa y sin miedo se han ido escribiendo estas palabras que componen las páginas que siguen. Mi visión del mundo, de la vida, antes de que deje de ser este peregrino de lo imposible por amor a todo lo posible, este peregrino de lo invisible por amor a todo lo visible. Y creo que, tras de haber peregrinado en pos de los más audaces sueños, lo real me acogerá en sus brazos, y en ellos continuaré siendo ese amante apasionado, rastreador de todos los vericuetos por los que la vida crece y crece, en abrazos cada vez más concretos y universales, más cerrados y abiertos, más apretados y libres, más fieles a esa ley de la ternura que está inscrita en la carne humana (y del universo en expansión). En la frontera en que estoy situado, la de aprender a decir “adiós” sin nostalgias ni aferramientos, las palabras se reducen a pocas, pero substanciosas: tales como amistad, comunicación, acompañamiento, solidaridad…; tales como sabiduría, creatividad, búsqueda, experiencia…; tales como naturaleza, arte, poesía, música…: palabras que dejan en el corazón que las regusta la clarividencia de que no ha sido inútil luchar y sembrar, sufrir y morir por algo que nunca muere, y que es la fuente

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inagotable de todas las inquietudes que ennoblecen y ensanchan el panorama de la existencia humana. La frontera que se alza ante nosotros (entre unos y otros seres de la vida) en el camino de la vida, sólo es el trampolín desde el cual somos invitados a lanzarnos a ese futuro de plenitud en abrazo, que siempre nos ha movido -¡mueve al sol, la luna y las estrellas!- desde adentro. Porque la vida, en sí misma, en su núcleo sustentador, es abrazo. Y todo abrazo entre criaturas es presagio (nostalgia y preámbulo) de lo universal y eterno irrenunciable.

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1- POR AMOR A ESTE MUNDO

PORQUE creo que el mundo en que vivo es el mismo en que he de seguir

viviendo tras de mi muerte… El mismo, sí, pero regenerado, embellecido por todas aquellas vidas que supieron amarlo más que a sí mismas… El mismo, no otro, donde cada uno podrá encontrar los frutos más gloriosos y apetecibles de su diaria entrega de amor… Mi amor de hoy al Mundo, me garantiza mi permanencia en el mismo Mundo para siempre. Porque así lo creo, así lo defiendo y así trato de vivirlo día a día, con compromiso renovado. Es demasiado grande este mundo para poder conocerlo y disfrutarlo en una sola existencia temporal. Son muchos los desafíos que nos lanza este Mundo para que podamos responder a todos ellos en el curso limitado de una historia individual. Quiero vivir. Vivir toda la vida. Vivir todas las vidas. Porque es demasiado lo que el Mundo me da y me pide a cada instante. Y yo quiero saber aceptar agradecido cuanto me da, y responder gozosamente a cuanto me pide. Mi amor al Mundo me cerciora en su experiencia diaria, que él es mucho más grande que yo, pero que yo siempre formaré parte de su grandeza incalculable. Que mi grandeza humana consiste en ser parte consciente, responsable, amante, de la realidad global de este Mundo. Que yo he necesitado del Mundo para llegar a ser, y el Mundo me necesita para continuar siendo: esto es para mí como un dogma de fe. Y que yo he de seguir siendo en el Mundo, porque toda mi pasión, mi entusiasmo, mi creatividad…, son dedicación para hacer este Mundo más ancho, más habitable, mejor conocido y respetado. Más de todos y más para siempre. Todos contribuimos a salvar (o, a perder) una parte de este Mundo, según el uso que en él hacemos de nuestra libertad, respecto a las llamadas que recibimos de la vida en el devenir de nuestra existencia; llamadas que se concretan en conservarla en su mayor fecundidad y hermosura posibles a nuestro alcance, y en saber disfrutarla en beneficio de la misma vida común, lejos de la depredación y abuso egoísta de los bienes que nos ofrece. ¡Qué dos maneras más hermosas de definir el sentido de la vida humana: responsabilidad y disfrute! He venido a este Mundo para ser responsable en

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parte de él, y para saber disfrutar de sus bienes con actitudes solidarias y fraternas. Formamos parte del destino de este Mundo, desde su explosión original hasta su futuro indescifrable. Y somos nosotros, los vivientes con autoconciencia, quienes estamos llamados a librarlo de otra (posible) explosión (ahora) aniquiladora. Si el Big-bang no dependió en su origen de nosotros, sí que depende de nosotros en su más feliz realización. ¿No somos la conciencia que orienta el devenir de cuanto existe? ¿No somos, en nuestra unidad sustancial con el Cosmos, el espíritu que aporta (debe aportar) los valores más últimos y los medios más eficaces? ¿Podrá el humano defender su dignidad sin defender al mismo tiempo el campo de energías múltiples de que es depositario nuestro Mundo? Hermana, hermano: salvar el Mundo es salvarte a ti mismo. Hermano, hermana: amar el Mundo es el único seguro de vida conforme con el ansia de eternidad que vive en ti. Piensa lo que te digo: tu grado de amor al Mundo define la hermosura y la fecundidad de tu paso por él. Más aún: sólo sabe de los verdaderos placeres de la vida contenidos en este Mundo quien los disfruta en acción de gracias, sin afanes de explotación ni dominio sobre otros. Por demás -¡y cómo me gustaría que lo creyeras de todo corazón!-, la etapa final, la última estación de la marcha de cada ser humano por este Mundo, ¡será la Primavera! No la estación de los frutos, sino la de las flores, No la estación de las hojas caídas ni de las cumbres nevadas, sino la de la explosión de la vida en savia nueva de belleza y de amor. ¡La última estación de este Mundo será la de la gracia de un corazón enamorado de la vida! Y ¿no te apetece morir así, hermana, hermano, enamorado de la vida? ¡Morir dejando lo mejor de ti en este Mundo, y llevándote lo mejor de él! El Mundo no fue creado para la muerte, sino para la danza y la canción. El ser humano, cuanta más cabida dé en su corazón a la luz y a la armonía, ¡mejor sabrá que en su carne bulle la savia de la Resurrección! (Todo es un renacer de gracia allí donde el humano se abre a las llamadas de infinito que hacen señales al corazón amante desde todo lo finito). Sí; el Mundo, nuestro Mundo, camina al resplandor del Misterio; y su paradero no es el valle de las cenizas frías ni de los huesos secos, sino las cumbres de más dilatados horizontes, en que, la luz que deslumbra nuestros ojos, deja abierto e indefenso nuestro corazón. Desde mi mirada al Mundo realizada con amor, crece dentro de mí la certeza de que entre las bondades del Mundo y mi corazón se da una alianza eterna.

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La última estación de la marcha de este Mundo, la estación término del despliegue de esta vida (tanto para cada individuo como para el conjunto de seres existentes)…, será el Abrazo eterno e infinito en que Dios y Hombre, fundidos en Uno, se sabrán el Sol vivo de todas las edades de la historia y de todas las galaxias del universo. Y en su mutuo amor, ya sin las sombras de la temporalidad, brillará, para todos los hambrientos y sedientos, el agua de la vida para siempre, la vida que ya sólo es Vida, el amor que sólo es Amor.

Por eso, hermana, hermano, esta es la hora de amar, hora de amarnos. La hora de amarnos es la hora de siempre. La hora de amarnos es la hora de la lucha contra cuanto nos impide ser todos uno en el amor. Si no nos amamos ahora, ¿cómo nos amaremos después? El amor de cada hora -cada momento de amor- contiene el universo de todos los amores vivos. Al amarnos ahora, salvamos el amor de todas las trampas de promesas vacías de humanidad, pletóricas de intereses inconfesados. Si nos amamos ahora, mañana será otro ahora de mayores y más hermosas dimensiones en el amor. El amor de mañana depende del de hoy. ¡Salvemos el amor de mañana amándonos sinceramente en el presente! Todo presente que no es de amor es un presente baldío. Es un presente sin futuro. Amemos el futuro del amor amando vivamente el presente, que sólo lo es, si lo llenamos de amor. Amémonos en esta hora en que se despliegan las mortíferas armas del poder del dinero, de la sociedad de mercado y del final -dicen- de la historia, como si la historia no dependiera del amor con que se escriben sus páginas. El amor hace la historia. Y no puede haber historia humana sin amor. La historia y la vida forman alianza que busca el triunfo del amor. Tu historia de amor, hermana, hermano, es muy importante para la historia de amor del universo. Hagamos el amor como el que hace la guerra a la guerra. Hagamos el amor como el que hace nuevas todas las cosas. Esta es la hora, la hora precisa, la hora incuestionable en que si no amamos, si no nos amamos, si no defendemos el amor contra todos los fantasmas del conformismo, el miedo, la búsqueda compulsiva de seguridades, las ventajas de un bienestar que no es para todos…, habremos acelerado un final sin retorno. Habremos hecho de nuestro ahora un mundo sin corazón. Esta es la hora, tu hora, mi hora, de orar. De hacer que nuestras vidas sean oración. Que nuestras vidas sean amor (¡ah, este salto del amor a la oración, qué fácil darlo en las palabras, y qué urgente redescubrirlo en la experiencia

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personal!). Que nuestras vidas sean santa rebeldía, inconformismo evangélico, denuncia profética…, todo ello para salvar el amor en el mundo, tan amenazado, tan vulnerado, ya por afanes incontrolados de poder, por hegemonías salvajes del dinero, por incontables violencias contra la vida en general, la humana y la del planeta entero, que no encontrarán freno ni alternativa si en este mundo faltan los adoradores del Padre en espíritu y en verdad. Ha sonado en el mundo la hora de los que saben orar, de los que saben amar.

YO amo a este mundo tal como es, y creo que así lo ama Dios. Y no es que Dios quiera que este mundo siga siendo siempre igual, sino que, dándole su amor, Dios confía en que este mundo será cada vez mejor. Dios no ama (no bendice) las injustas desigualdades de este mundo, ni jamás ve con indiferencia el atropello de los fuertes sobre los débiles. Dios ha puesto su corazón (su salvación) en el empeño de que los humanos sean felices, y lo sean en el pleno uso de su libertad. Mi amor a este mundo me ha ayudado a comprender mejor el amor de Dios. El amor de Dios lo he comprendido como necesidad que Él tiene de nosotros, hijos lo mismo de su amor como del mundo.

El amor de Dios al mundo es amor a todas sus criaturas, hasta compartir con cada una de ellas su aventura temporal y su destino eterno. Es un Dios que nace con el que nace, lucha con el que lucha y muere con el que muere. De esta manera Dios nunca abandona a este mundo, a fin de que, cuantos en él vivimos -criaturas en camino hacia sí mismas, y que jamás alcanzarán su plenitud las unas sin las otras-, tampoco le podamos encontrar ya fuera del propio mundo. Buscar a Dios en el mundo es buscar su salvación dentro (nunca fuera) de este mundo. Buscar la salvación de Dios en este mundo es verlo a Él comprometido con todos los caminos de felicidad y bien común, llamándonos a colaborar con su acción salvadora, siempre en marcha.

Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. No es la victoria de unas fuerzas humanas contra otras fuerzas igualmente humanas, sino la del amor que sabe dar la vida por los que ama. Es la fe que no puede separar jamás la esperanza de la lucha, ni la lucha de la esperanza. Es la confianza en que Dios está más interesado que todos los interesados en el triunfo de la vida sobre todas las formas de muerte, en la victoria del amor sobre todos los estigmas del odio, marginación y violencia, que nacen del orgullo, de la ambición y del abuso de poder; pero que también suelen derivarse, no pocas veces, tanto de actitudes optimistas (las que se niegan a ver –por comodidad o cobardía-, que este mundo puede -y debe- ser mejor), como de aquel

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pesimismo lastrante que ha perdido la confianza en que Dios lucha con todo el que lucha por un mundo de justicia y paz.

Yo amo a este mundo tal como es. Y creo que así lo ama Dios. Y sólo amando a este mundo tal como es, puedo amar a este Dios que no está lejos ni fuera de él, sino presente y actuante en el corazón de todas las palabras sinceras, de todas las rebeldías que se niegan a aceptar el orden injusto la explotación de los recursos naturales a favor de las minorías dominantes), y de todas las esperanzas que no renuncian a hacer de la Tierra la Patria del Abrazo Universal, donde el concepto “bienestar” haya dejado de significar el triunfo de los valores del consumo sobre los valores de la solidaridad entre hermanos y del respeto a las fuentes de la vida. Yo amo a Dios tal cual es: ¡incomprensible en su tanto amor al mundo!

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2- CONVERSACIÓN CON LA MADRE TIERRA

DIÓSEME un día poder hablar con la Madre Tierra, y le pregunté: ¿Qué

piensas de tus hijos, los humanos, aparecidos sobre tu faz, hace un millón de años, tras largos procesos de adaptación a su medio, evolucionando en especies cada vez más capaces de adaptación? Me miró la Madre Tierra en profundo silencio, como meditando bien la respuesta que podía dar, y al fin me habló así: Amo tanto a mis hijos, los humanos, que hasta me siento orgullosa de ellos. Yo he sido testigo ensimismado del largo camino que ha recorrido su especie, desde la Sopa Primitiva, hasta el descenso del árbol, pasando por el paisaje floral que le ofreció los primeros frutos alimenticios. Yo he estado en el origen de esa red fluida que terminaría dando configuración a sus neuronas, para la reflexión y la actividad, para el ensueño y la creatividad. Yo he tejido el milagro de la vida, desde el átomo a la molécula, y desde la célula al organismo en complicidad con otros organismos. Yo sé que el humano nació para vivir en armonía con sus semejantes y con los otros seres vivientes de su entorno. En las células de cada ser humano se guarda el rumor del océano primitivo. Y cada cuerpo animado por el cerebro evolucionado del homo sapiens, contiene en sí la historia de la entera evolución de la especie. ¡Cómo gocé yo, la Madre Tierra, cuando el sexo humano llegó a configurarse como capacidad de transmitir a un tercero, distinto a ellos, la vida misma de sus progenitores! ¡Ha estallado la diversidad de la humanidad histórica, que ya siempre la acompañará, y será exigencia de convivencia y enriquecimiento mutuo! ¡El sexo, que tantas veces y de tantas maneras habría de ser considerado tabú a mantener a distancia, cuando do ídolo de una falsa concepción de la vida basada en el hedonismo a ultranza! ¡El sexo, vértice de mi esencia de gozo y fecundidad depositado, como mi mejor tesoro, en la carne de mis hijos, los humanos!

Animado por la respuesta generosa de la Madre Tierra, le pregunté de nuevo: Y desde ese millón aproximado de años en que comenzó a existir la especie humana sobre tu faz, ¿cómo ha sido su evolución posterior? ¿Ha mejorado realmente su calidad de vida? Sus costumbres, ¿han evolucionado en el sentido

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de hacer más feliz su estancia en su medio vital? ¿Puede decirse que desde el Cro-Magnon hasta nuestros días, el ser humano, llamado a superarse de continuo, haya alcanzado su mejor talla de criatura libre, dueña de sí misma, responsable de su hábitat, solidaria con las necesidades de su entorno vital y creativa en función de una colectividad humana en paz y en abrazo? A mi nueva pregunta se ensombreció un poco el rostro de la Madre Tierra; y añadió: El ser humano es el más complejo de mis hijos. Su larga y penosa trayectoria de evolución (posiblemente no concluida) arrastra experiencias inscritas en sus genes que hacen de él un ser tan magnífico como contradictorio. La grandeza y la debilidad del ser humano sólo tienen parangón (y aún la superan) con la maravilla total del Universo. Es demasiado grande para bastarse a sí mismo. Y es demasiado pequeño como para no vivir siempre abierto a algo nuevo y mejor. Él es el que puede distinguir entre espíritu y materia. Sabrá, a partir de tal distinción, que la energía concentrada en su cerebro, procedente del big-bang, está en comunión con el destino, siempre imprevisible, del Orbe, siendo los dos polos de su eje dinamizador el Conocimiento y el Amor. Fiel a tales polos, sin negar ninguno de ellos, y buscando siempre la más estrecha colaboración entre ambos. el humano tiene en sus manos el futuro de la humanidad, y con ella, la posibilidad de que cuanto de bueno existe en el Universo de Universos, siga existiendo para siempre. Dime, Madre Tierra, en tu relación tan estrecha con tu criatura el hombre, ¿puedes decir de él que es un hijo agradecido a su madre nutricia, que sabe cultivar cuanto de ti ha recibido y sabe defender en ti las fuentes de su propia existencia? Si él es tu hijo más amado, ¿te sientes correspondida con su mayor capacidad de pensar y de sentir, que le sitúa a la cabeza de todos sus hermanos terrestres, en el camino hacia su más feliz realización en ti y contigo? Con la ternura con que toda madre habla de sus hijos, aún cuando de ellos sólo reciba acíbares y motivos de congoja, me compartió dulcemente la Madre Tierra: Mi hijo, el humano, no siempre sabe ver o tener en cuenta que él sin mí no puede ser; y que yo, sólo soy por él y para él. Quiero decir: igual que yo soy parte de un sistema planetario; y más aún, parte de una espiral galáctica; y más aún, parte de un universo en expansión con miles o millones de estrellas y supernovas en movimiento…, así, el género humano, no puede olvidar que es parte de un todo, y que no puede hacer daño ni destruir parte de ese todo sin hacerse daño o destruirse a sí mismo. Yo, la Tierra, soy la raíz más cercana del hombre con el Universo. El Universo, a través de mí, sostiene al hombre. Si yo le falto -y eso es posible si se agotan las materias primas y se contaminan las fuentes vivas de la

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naturaleza-, el humano no estará presente para contarlo: con mi destrucción se habrá aniquilado a sí mismo. Y, aunque no llegara mi destrucción total, con mi destrucción parcial habría hecho muy difícil la continuidad en el proceso de un crecimiento en el bien común. Según lo que dices, Madre Tierra, puede entenderse que es posible que el humano se autodestruya, si no sabe respetar las leyes de su hábitat natural, colaborando contigo en mantener condiciones de vida sana y compartida en todo el planeta. ¿Hablas de una muerte prematura -posible- del hombre y de su mundo? Con gesto grave, me responde: la muerte, ciertamente, forma parte de la vida del hombre. Todo cuanto está compuesto de partes tiende a descomponerse. Pero son dos cosas muy distintas la muerte del individuo humano y la de su medio de subsistencia. Cuando perece un individuo, existe una lógica en el Universo que vuelve a poner en circulación los átomos, las moléculas y las sales minerales que mantenían vivo su organismo, realizando aquel gigantesco reciclaje que regenera la vida animal en tierra, mar y aire. El hombre muere como parte de un todo, para seguir alimentando la vida de ese todo, que siempre tiende a ser más vida. Yo, no; yo, la Tierra, si muero antes de tiempo -porque también he de morir, y tengo mi hora fijada-, será porque ya no tengo recursos para alimentar la vida del hombre, y el hombre mismo habrá dejado de ser el cultivador del espacio en que ambos podíamos relacionarnos como madre e hijo. Mi razón de ser madre acaba en el mismo momento en que los hombres han perdido la conciencia de ser mis hijos. Creo, Madre Tierra, que, de cuanto me dices, se puede desprender la urgente necesidad de tomar conciencia de lo mucho que te debemos, y de cómo hemos de corresponder a tu generosidad con nuestro amor, a tu lógica de regeneración de las fuentes de la vida con nuestra lógica de evitar toda superexplotación. Si la vida que en ti ha florecido es el resultado de un intercambio constante, de mecanismos precisos de aproximación que invitan a ligarse unas energías vivas con otras, unos productos de la naturaleza con otros distintos, superando todo sistema monolítico y monocorde, a fin de fundirnos en un único himno de comunión universal…, dime, una vez más, Tierra Madre, Madre Buena, dime: ¿Cuál es tu consejo actual al hombre? ¿Qué esperas hoy de él? ¿Qué está en sus manos todavía para que una armónica relación del humano con su medio, regenere muchas fuentes de vida hoy tan amenazadas? Me dijo: Yo sólo pido y espero del humano que sea humano. Como yo, la Tierra, sólo soy Tierra. Como el Sol de nuestro sistema planetario sólo es el Astro Rey. Todo cuanto es fiel a sí mismo está prestando en sí mismo el servicio que de él precisa el cosmos. Yo sólo espero y pido al hombre que no

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reniegue a su condición de animal pensante y sintiente, que piense, por tanto, en el bien común del que él depende; que no piense jamás que se puede salvar en solitario, porque lo mismo que no existe en solitario, aislado del resto de seres con vida propia, lo mismo, la muerte de otros seres es su propia muerte, lo mismo, la defensa de otras vidas es su propia vida. El humano que siente la hermosura de la vida no puede permitir que ésta sea pasto de una muerte desnaturalizada, una muerte provocada por reacciones (orgullo de especie, ambición desmedida, olvido de la dimensión solidaria de la existencia) que niegan su condición pensante y sintiente. El hombre que es capaz de sentir un hondo vacío dentro de sí, sabe que no puede pretender que dicho vacío se llene con objetos y posesiones que valen menos que la vida misma y que, al ser hechos propios acaban dominando la conciencia y robando la libertad de quienes los acaparan.. (Y, ¿hay algo que valga más que la vida?). El hombre, ese mi hijo tan débil y vulnerable, posee en sí el poder mágico de soñar, con el que siempre ha abierto caminos nuevos, horizontes de verdad y de belleza a conquistar. ¡Es un conquistador por naturaleza! Yo le di forma bípeda, y él me conquistó. Yo puse a su disposición todos mis recursos naturales, los secretos mismos de la vida, y él se los fue apropiando, lentamente, paso a paso, convirtiéndose en el centro y cumbre de cuanto existía en su entorno. ¡Yo le amo! ¡No puedo dejar de amarle porque veo en él lo mejor de mí, su Madre; y veo que hay algo en él superior a mí (y que tal vez no haya recibido de mí)! ¡No puedo dejar de amarlo! Si me destruye, destruyéndose a sí mismo, ¡nadie me podrá arrebatar la alegría de haber sido su Madre! Hubo un silencio largo. Tan largo como la eternidad. Yo, representante de todos mis hermanos y hermanas de la Humanidad Histórica, reposé mi cabeza sobre el seno materno palpitante de indecibles emociones. Hubiera querido hacerle nuevas preguntas que bullían en mi corazón, al unísono con el suyo. Pero no fue necesario, porque ella, intuyendo mi pensamiento, añadió, como un desahogo de su alma: Si el humano quiere vivir, vivirá; pero es imprescindible que ame la vida más que a sí mismo; que rompa todas las cadenas de su orgullo y ambición desmedida, y salga de esa noche de lóbrega violencia en pos del poder, con la que sólo viene consiguiendo entropía y mortandad. Mas si su pasión por la vida no alcanza niveles universales, si de su propio vacío no sabe hacer hambre de infinito, si su yo individual no encuentra la fórmula para convertirse en un nosotros de brazos abiertos, cálidos, inconmensurables, en los que el pasado y el futuro, el bien y el mal, la vida y la muerte, han sido cosechados en

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brazadas de espigas dispuestas a ser pan de todos y para todos…, la vida del Humano acabará siendo el milagro más bello hecho imposible por el Hombre mismo. Yo, dijo para acabar la Madre Tierra, bendigo a los insatisfechos, cuantos nacieron de mi sed de ser madre de muchos hijos, y cultivaron dentro de sí la sed de ser hermanos de muchos hermanos. A fin de cuentas, sólo puedo contar entre mis buenos hijos, a aquellos que gustaron afrontar el peligro, que no temieron las fauces del fracaso que les desafiara a sacar de sí mismos las mejores herramientas de combate, y les hizo entrever que la Esperanza (esa débil chispa que nunca perece en el corazón humano) lleva consigo una implosión de Espíritu capaz de armonizar el Cielo con la Tierra; y, en esta, de hacer de todos los recursos energéticos un servicio a la vida que ya es sólo vida, que no quiere ser otra cosa que vida; la misma vida, desde el organismo más elemental que burbujea en la charca, hasta la luz chispeante de las estrellas más remotas; la misma vida consciente que deja al Humano abocado al asombro de esa luz de eternidad que lo habita desde su origen. Tras escuchar estas últimas, tan conmovedoras palabras, no me cupo decir nada más. Caí de bruces, besé largamente el suelo que me sostenía, lloré hasta que mis lágrimas amasaron barro que se fue adhiriendo a mi rostro, a mis manos, a mis rodillas hincadas en hondos surcos; me sentí más hijo y más hermano de la Tierra que nunca. Y se me reveló que sólo las lágrimas del hombre, cuando son suficientes para amasar barro con la tierra, cuando son lágrimas de reconocimiento y responsabilidad histórica, tienen el poder de regenerar espacios baldíos de la relación del humano con su medio vital. La Madre Tierra siempre será buena madre, en tanto sus hijos, los humanos, no desgarren insensatamente el vientre de donde procede su destino de libertad y felicidad compartida.

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3- LLAMANDO A LAS COSAS POR SU NOMBRE

LLAMANDO a las cosas por su nombre (que es el género literario

denominado “poesía”), me he encontrado con la no pequeña sorpresa de que la vida, sólo es vida; el amor, sólo amor; y yo, el que está en medio para captar el paso del tiempo, sólo soy realmente “yo”, cuando no me dejo engañar por las palabras de olorosa fragancia y recovecos de poder. No deja de ser un gran descubrimiento advertir que, no pocas veces, usamos palabras que ocultan la realidad. en lugar de revelárnosla. Cuando la vida sólo es vida, y el amor sólo es amor, el hombre puede llegar a ser humano, y, lo que es más, a ser libre y feliz. Llamar a las cosas por su nombre consiste en desnudar la palabra que las pretende nombrar; y si ésta, en su desnudez, no posee el instinto de unirse con la cosa nombrada, a fin de engendrar una nueva realidad viva, en un coito deslumbrante de éxtasis, hay que renunciar (por infecunda) a dicha falsa palabra. La palabra desnuda siempre invita al alumbramiento de lo desconocido. Por ejemplo: digo “la rosa” (contradiciendo al poeta de Moguer*), y si de mis ojos no se irradia la belleza inmortal, y de mi corazón no emana el aroma de lo desconocido, es cualquier cosa lo que pronuncio, pero no “la rosa”. Porque las cosas existen para ser nombradas. Y nos perdemos en la vida la miel más dulce, cuando, al nombrar la cosa, la cosa misma no engendra en mí el fenómeno de su verdad inconfundible, suya y mía ya para siempre. Así, si nombro mesa, escritorio, silla, ordenador…, no nombro un objeto común a todos los objetos designados por dicho nombre; nombro momentos en que mi vida ha sido hermosa y fecunda, dura o incitadora, gracias al ordenador, o a la silla, o al escritorio, o a la mesa. Nombro, pues, un agradecimiento y una lucha personal. Nada me diría el ordenador si nada tuviera que agradecerle. Nunca habría sabido que la palabra, por ejemplo,

• Así dice el poema de Juan Ramón Jiménez: ¡No la toquéis ya más,, que así es la rosa!

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“mesa” escondiera en su desnudez una multitud de fragmentos vivos destinados a integrarse en un instante de felicidad intemporal y compartida. La palabra no despojada de todo ropaje de pretensión ajeno a ser fusión con la realidad, no es apta para el amor a la vida. Todos los nombres deben ser dignos de la cosa nombrada (especialmente si se trata de personas y de relaciones interpersonales); y lo son cuando, al ser pronunciado por los labios, queda el corazón suspendido por el rapto de una imprevista luz. Porque nombrar un ser, un objeto, una vivencia -ya está dicho- no es designar, distinguir, catalogar, sino compartir el misterio que lo hace (y nos hace) ser. ¿No es el ser, todo ser, en sí mismo relación, necesidad de ser en otros y con otros? Y así, el nombre de la amada, el del hijo, el del amigo, nunca será para mí una palabra más sin más, una palabra más al lado de las demás palabras. Es entraña con entraña, carne con carne, destino con destino, compartido dentro y más allá -y en el corazón mismo- de risas y lágrimas lo que se expresa con tales nombres. Nada de cuanto soy y tengo puede quedar indiferente, frío, sumido en rutina, no abrasado en pasión, cuando nombro al ser amado. El nombre del amado es núcleo iluminador en todo lo nombrado. Y esto lo he llegado a saber (que, llamando a las cosas por su nombre, las palabras se desnudan ante mí invitándome a un abrazo que nos trasciende), porque un día, cuando pronuncié “cuerpo”, creyendo que estaba hablando de un simple fenómeno biológico, bien conocido y dominado por la descripción anatómica, allá, donde la luz de la vida sólo se enciende por fogonazos instintivos, mi ser entero se unificó en el deseo de otro cuerpo, hasta saber que todos los cuerpos formamos un cuerpo, un solo Cuerpo, y que sólo puedo reconocer el mío verdadero al perderlo en la verdad total de otro cuerpo adorado. Por su nombre, la Luz (su nombre pronunciado desde adentro), es más que un fenómeno natural; más que la hija del sol, más que la portadora de energía y calor que generan vida en el espacio sideral y en el planeta Tierra. He visto como las plantas, pequeñas y grandes, ante los rayos tímidos aún de la nueva mañana, se alborozan y desperezan cantando la alegría de vivir al escuchar la palabra “luz”, que se desnuda ante ellas invitándolas a la fiesta del amor. La palabra Luz se escucha con todos los sentidos; y traspasa todas las regiones del ser para instalarse como reina de la mente humana. Una mente no iluminada (sin razón suficiente) es de ruina y mortandad. Y a mi alma (un substantivo éste, “alma”, que precisa ser despojado, más que muchos otros, de ropajes ocultadores), el término “luz” ha tenido la habilidad

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de desnudarla de todos sus fatuos idealismos y vacías trascendencias, que la enemistaban con su otra e inseparable mitad, llamada “cuerpo”. Mi alma, acrisolada por la Luz de la razón, esclarecida por la humildad de sus propios límites, era incitada a nombrar todas las realidades del ser y del existir, del vivir y del amar, no como objetos a poseer, sino como a hermanos y compañeros en el camino de ascensión hacia esa plenitud irrenunciable que se desvela en todo abrazo. Mi cuerpo y mi alma, abrazados -intrincados- en el sonido de la palabra “Luz”, alcanzaban el sentido de la vida misma, la vida entera, desplegada (entendida y aceptada) como don y conquista. No había sentido para mi vida si mi cuerpo dejaba de tener toda su dignidad pareja a la de mi alma, tan inalienable en su ser carne como el alma en su ser espíritu. Seguiremos llamando al alma “alma”, y, al cuerpo, “cuerpo”; pero en el laboratorio de la razón (Luz) suficientemente iluminada por el amor a la vida, todo cuanto sea siempre beneficioso par la una, lo será igualmente para el otro. Llamando a las cosas por su nombre (que es el género literario denominado Poesía), he sido conducido a un nuevo e inexplorado terreno, donde he de ser introducido siempre por la luz espiritual (cordial) de las palabras, sin temor a que dicha luz ciegue (ha ocurrido más de una vez) la claridad de mi entendimiento y abrase la densidad de mi carne convertida en ascua de pasión. (¿Será por eso que tanto nos cueste a los humanos llamar las cosas por su nombre?). La Poesía como esencia de la vida: nombrarlo todo nombrándote a la vez a ti mismo.

Llamando a las cosas por su nombre, que es lo mismo que buscar un sentido para la vida (un sentido que vaya más allá de la vida y de la muerte), un sentido que abarque las lágrimas, el sudor, el semen y la sangre, que integre el calor de los abrazos rotos junto al de los abrazos cumplidos…, me encontré con que sólo busca el sentido quien lo ha perdido; y que, quien ama la vida y la muerte, las lágrimas, y el sudor, el semen y la sangre, los abrazos rotos y los abrazos cumplidos…, posee ya en sí el sentido más cabal y cierto, la orientación inequívoca de sus pasos, el valor insuperable de su vida y de su muerte: aquel que nos viene de no haber temido llamar a las cosas por su nombre, el que nos hace despertar de toda vana ilusión, hasta encender en el corazón la antorcha de una esperanza: tabla única de salvación ante el naufragio que aguarda, seguro, a toda existencia, abocada a la travesía de la vida, afrontando el constante desafío de llamar a las cosas por su nombre.

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4- EL VALOR DE LA PALABRA

ALGUNOS dicen: con palabras no se salva el mundo. Y yo digo: pero sin palabras, tampoco. Eso que tú dices está bien -arguyen-; pero son sólo palabras. (Y en sus labios se dibuja un profundo desprecio al pronunciar la palabra “palabras”). ¿De qué han servido -siguen diciendo- hasta ahora, las solemnes declaraciones de Derechos Humanos, y las innumerables leyes, definiciones, tratados y encíclicas a favor de la vida del mundo? ¿Qué ha cambiado en la historia humana a raíz de tantas bellas palabras contenidas en los libros sagrados y en los sabios de todas las tradiciones filosóficas y religiosas? ¿No continúa siendo el hombre lobo para el hombre? ¿No está viéndose la naturaleza olímpicamente depredada, a favor de hegemonías económicas y del bienestar de unos cuantos? Y yo, que defiendo el valor supremo de la palabra (sí, supremo); yo, que he hecho de la palabra profesión de vida y de amor…, no puedo menos que escuchar con sumo gusto tales disertaciones, tan ardientes argumentos, porque en ellos mismos descubro el valor insustituible de la palabra, que se pretende negar. Es la palabra contra la palabra. Y al final de tal controversia habremos de reconocer que, sin la palabra (a favor o en contra) nada valioso existe para nosotros, los humanos, que somos precisamente humanos por la palabra, por el uso de la palabra, por la facultad de someter nuestras palabras a sanos criterios de veracidad y de bien común. Y así, ¿de veras tú crees que no es cuestión de palabras? ¡Yo también lo creo así! Pero, a la vez, creo que las más nobles, generosas y sabias acciones de los hombres, son radicalmente el fruto más sano y sabroso de unas cuantas palabras verdaderas, pronunciadas desde un corazón amante. Mira, amigo, yo considero que la palabra es en sí ya una acción que puede ser de gran utilidad para la buena marcha de la humanidad histórica. Y que si tú pretendes decir que sólo las bellas acciones tienen poder de salvación, yo te arguyo que las palabras (al menos algunas de ellas, ¿no?) pueden contarse entre las acciones más bellas producto de los humanos; y siempre lo serán, con tal de que no sean utilizadas como argumentos del poder, o lecturas del desengaño, o evasiones ante la responsabilidad que nos lanza la vida real a través de las palabras encarnadas. ¿No pueden (y deben) llegar a ser las palabras

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(recordemos al poeta de Orihuela) las armas más eficaces para la construcción de un mundo justo y fraterno?* Si miramos detenidamente nuestro hablar de cada día, nuestros argumentos ofensivos o defensivos, con los que pretendemos alcanzar algo justo, es fácil que advirtamos que, no pocas veces, llamamos palabra humana a lo que sólo es hojarasca de instintos desmedidos, balbuceos de una mente sin una escala de valores en que la verdad suprema sea el amor que da la vida por los que ama. Sí; algunos dicen: con palabras no se salva el mundo. Con palabras, tal vez no. Pero sí con una palabra que sale empapada de sangre de las entrañas de un hombre enamorado de la vida. Las palabras, ciertamente, no valen ni significan según su utilización acrisolada en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, con su exacta etimología y diferentes acepciones populares. Las palabras valen, y significan, sobre todo, porque acercan mentes y corazones, porque señalan objetivos comunes, porque tarde o temprano desvelan las intenciones de aquellos que las pronunciamos. ¿Cuántas veces detrás de la palabra Paz, no se esconde la intención de guerra? Y siempre, siempre, el mal uso (ético/político) de las palabras, constituirá un cáncer de difícil curación. ¿Quién no ha advertido que con palabras se llega a justificar lo más inicuo, y a condenar (¡a veces con las mismas palabras!) lo más justo? No quepa a nadie duda mínima: valorar y defender el recto (humano/convivencial) uso de las palabras, será siempre garantía de un desarrollo en el cultivo de todos los intereses verdaderamente humanos. Si de

las palabras ociosas se nos pedirá cuenta, ¡cuánto más de las palabras prostituidas, que vinieron a engendrar ruina por su utilización falseada, mentirosa, heñidas de intenciones ocultas! De donde resulta que la mayor responsabilidad del hombre radica en hacer buen uso de las palabras que pronuncia, evitando que nieguen la verdad y los valores de la existencia humana. Pero también la auténtica libertad del ser humano se vincula con las palabras, pues nada esclaviza más (destruye más la dignidad humana) que una palabra mentirosa.

• Este es el poema de Miguel Hernández al que se alude: Tristes guerras si no es amor la empresa;

tristes, tristes.

Tristes armas si no son las palabras; tristes, tristes.

Tristes hombres si no mueren de amores;

tristes,, tristes.

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A favor de mi amor a las palabras, de su valor insustituible para la vida del mundo, he aquí estas afirmaciones que comparto, sin temor a equivocarme.

He dicho y digo, que el abrazo apasionado y tierno que une en cuerpo y alma al varón con la hembra, es la más hermosa escultura (la imagen más divina) que se puede levantar en cualquier rincón de la tierra, sin temor a equivocarme.

He dicho y digo, igualmente, que, cuando dos adultos del mismo sexo, se sienten inflamados en un sentimiento de atracción mutua y valorativa del ser del otro, ha triunfado el amor invencible sobre viejos prejuicios, sin temor a equivocarme.

He dicho y digo, con temblor de ternura en cada una de mis palabras, que, la edad de la infancia merece el primer puesto en la atención, cuidado y respeto de todas las instituciones de este mundo, sin temor a equivocarme. He dicho, digo, y no ceso de repetir, que, quien ama, respeta y cuida el medio ambiente, sabe, mejor que nadie, que todos los seres vivos somos ramas del mismo árbol de la vida, y todos dependemos de las raíces comunes, sin temor a equivocarme.

He dicho y digo, dejando al Espíritu que hable por mí, que no se puede leer impunemente el Evangelio de Cristo, sin poner cuanto somos y tenemos al servicio liberador de los más desposeídos de la tierra, sin temor a equivocarme.

He dicho y digo que, cuando un ser humano adora a Dios en espíritu y en verdad, no precisa de templos ni ritos oficiales de iniciación para encontrarse con el Ser Viviente en su propia existencia, sin temor a equivocarme.

He dicho y digo, con convencimiento que sustenta mi ser, que, los seguidores de Jesús de Nazaret, tenemos razones de enorme peso para escuchar reverentemente a Buda, Lao Tse, Krishna, Mahoma, y otros grandes iniciados, sin temor a equivocarme.

He dicho y digo, y me gustaría saberlo decir mejor, con más fuerza y mayor poder convincente, que, ser persona humana, es un don, tan grande, tan maravilloso, que sólo tiene término de comparación (respetando las distancias) con el Ser Mismo de Dios, sin temor a equivocarme.

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Y, no tengo miedo alguno a equivocarme en las anteriores afirmaciones, porque, al repetirlas de una en una en lo profundo de mi conciencia, encuentro que todas tienen el mismo fundamento, para mí inamovible: el Amor de Dios como sentido de la vida y salvación para todos. ¡Sin temor a equivocarme!

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5- SER PERSONA

NUNCA se llega a saber del todo bien en esta vida qué es ser persona. (Al menos, ese es mi caso). Sé que lo soy, porque desde niño aprendí en la Primaria que, ser persona, es ser individuo (varón o hembra) de la especie humana; y que todas las personas somos iguales en dignidad y derechos fundamentales. ¡No fue pequeño aprendizaje! Pero insuficiente para aprender a vivir. Por otro lado, ¿llegará alguno en esta vida a saber bien, del todo, qué es ser persona humana? Lo malo es que eso de “la especie humana”, es algo muy complicado de entender; desde que en dicha especie, ya desde niños, advertimos cabe el pluralismo más salvaje y las diferencias más injuriosas. Por ejemplo: el que asesina y el que es asesinado (¿ambos son persona de la misma manera?); el que consigue cierto grado de bienestar y felicidad, y el que no logra sacar los pies del plato ni el estómago del hambre: ¿cómo llamar persona indistintamente al uno y al otro? La razón infantil ya encontraba escollos para ello. ¿Cómo y por qué unos humanos son buenos y otros malos, unos felices y otros desdichados, si todos somos igualmente persona humana? ¡Demasiados calentamientos para la cabeza de un niño, ¿no?! Sí, señores; me costó mucho trabajo ir acercándome a la realidad de ser persona. Y digo a la “realidad”, porque ninguna noción ni experiencia ajena a la que tanto acudía, me resultaron (ni me resultan) suficientes. Es ésta una intuición que navega en el mar de todos los saberes. En mi adolescencia consultaba frecuentemente los diccionarios (castellano y latino); y en ellos fui captando una serie de conceptos que me ayudaron en tan ardua empresa. Primero, que ser persona no es ser personaje de comedia ni tragedia, puesto que los personajes que las representan esconden detrás de su careta una realidad íntima con frecuencia más cómica o dramática que la misma representada. Luego, que ser persona, es saber aceptar la representación que te ha tocado en suerte, pero sin olvidar que la procesión (es decir, el verdadero drama) va por dentro: y es por dentro, desde adentro, como se aprende a ser persona, siendo más fiel a tu realidad íntima que a tu función social. ¡Nunca aceptar ser personaje de ninguna institución, para no acabar en un simple funcionario, incapacitado para ser yo mismo y con

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conciencia de misión en la vida! Tal es el drama (a veces comedia, a veces tragedia) en que consiste la fidelidad de la persona humana a sí misma. No fue éste pequeño descubrimiento para mí mente buceadora. Pero me hizo mucha gracia la acepción cuarta del Diccionario de la Real Academia Española, que dice que ser persona es ser hombre de prendas, capacidad,

disposición y prudencia. Y a quién le falte una o más de esas cualidades, ¿qué es? Me di a pensar. Y mi conclusión -que mantengo hasta ahora mismo- fue que en dicha acepción se nos recordaba a las mentes en camino hacia su propia síntesis, que dichas cualidades, son siempre propias de la persona, de toda persona, aunque no todas las personas lleguen a desarrollarlas en su peculiar medida. O sea, que en dichas cualidades se estaba haciendo el retrato robot de la persona, pero que la persona jamás se identifica con su retrato robot. Dichoso aprendizaje: lo ideal nunca (o, casi nunca) es lo real; pero lo real sí debe tender a lo ideal. Desde mi entera realidad físico/anímica, mi herencia genética, el medio influyente en que me he desarrollado, he de tender a ser el que debo ser, todo cuanto de prendas,

capacidades, disposición y prudencia pudieran caber dentro de mí. El éxito está en no renunciar al máximo posible, y en no empeñarse en ser (o, aparentar ser) más de lo que uno es. Comprendí, por tanto que, ser persona, es luchar por llegar a serlo. No renunciar nunca a serlo, y a serlo en la máxima expresión posible. Porque si, según lo que yo había entendido, se dan grados en el ser persona; grados que no significan mayor o menor dignidad humana, pero sí mayor conciencia responsable y libre de la propia personalidad, entonces, ser persona es una aventura apasionante, en la que vale la pena quemar todas las naves que no conduzcan al puerto de la máxima realización en fidelidad a sí mismo. Apasionante aventura, que convierte la existencia del humano que no renuncia a serlo, en una travesía orientada siempre y sólo por la brújula de la conciencia más desnuda, apasionada, insatisfecha... Porque la conciencia humana, cuando se viste de trajes de poder, de seguridades, de ambiciones, de medias tintas -ni frío ni caliente-, pronto deriva a puertos de refugio y techos de defensa frente a las tempestades de llegar a alcanzar las propias irrenunciables metas, que cada vida lleva consigo; y en dichos refugios, se aduerme y acomoda el individuo (a veces, generaciones enteras) en la mediocridad, que le traicionan y le hacen imposible la simple y pura alegría de ser. Porque sólo llega a ser persona quien nunca pierde de vista que lo es y lo que ello lleva consigo. Ser persona se convirtió en mi Ítaca, la patria donde me espera una vida con calor de intimidad y responsabilidades del presente compartidas.

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Pasaron años y años en que tales conclusiones me servían; me ayudaban a mantenerme en línea de una buena conciencia, inquieta y buscadora. Son los años del coraje de existir. Soy persona -me decía- en tanto no claudique al ímpetu de la violencia que me asalta de ambiciones desmedidas, ni a las sirenas del conformismo enervante, ni a la frustración de los fracasos sobrevenidos en la lucha. Pero, ¿basta con esto, cuando tantos y tantas hermanas y hermanos de la especie humana, no pueden, ni siquiera, plantearse estas cuestiones existenciales, porque su única razón es la supervivencia o escapar de la bota que los aplasta? Fue entonces cuando Dios entró en escena; y lo hizo para mostrarme que Él es la Persona que vive en todas las personas. Y que nos espera, en cada persona, para que le ayudemos a manifestarse en ella. ¡Qué enorme descubrimiento y responsabilidad! (¡Cada vez más complicado esto de ser persona!). Y que no hay vuelta atrás. Si no eres persona, no eres nada. Una nada con conciencia de amargo resentimiento que va devorando todo el espacio de futuro personal, dejando en su lugar el fantasma del miedo a todo y a todos. Una vida sin vida que busca llenar su vacío con cosas contables y medibles en imagen social, comodidades, hedonismo a ultranza. Para ser persona he nacido, y nadie lo llega a ser sin comprometerse con otras vidas porque lleguen a serlo. Si Dios es Persona, y yo también lo soy -pensé-, cuanto más sepa de Dios, más sabré de mí mismo, de qué quiero decir cuando digo que yo soy persona, y de cómo debo vivir para no dejar de serlo. Y pensé bien. Comenzó un nuevo camino y un destino más hondo y relajado. ¿Puedo yo conocer a Dios? No debe ser empresa fácil ¿Puede Dios darse a conocer a mí? Si no fuera así, todo habría acabado en su mismo comienzo. ¿Para qué habría sido hecho yo persona, sino para comunicarme con otras personas, entre ellas Dios -si es que en verdad Dios es Persona-, consciente de que serlo es relacionarse en libertad y responsabilidad con las demás personas? Pero… ¿será cierto que Dios me enseña a ser persona comunicándose conmigo al modo personal, es decir, mediante el amor, con el ansia de plenitud que es motor de la vida, con la necesidad indomable de ser uno en otro, uno con todo? El modo personal humano de comunicación ¿es también el modo divino?. Si ser persona es comunicarse compartiendo vida, dando vida, creando espacios nuevos para el gozo de ser en comunión, ¿es así el modo divino de comunicación, a través del cual me hace ser yo mismo, enamorado de la vida, responsable de hacer crecer la vida en cada lance de

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amor en que la existencia me recuerda que vivir es compartir con Dios el amor a todo lo creado? Si el eje de la personalidad humana es el amor, como necesidad de amar y ser amado, y la esencia del amor es la comunicación que ansía derribar toda frontera entre el otro y yo, ya no me puede caber duda de que cuando alcanzo a ser más persona, más humano en mí mismo, es cuando reconozco que Dios me ama y en su amor me espera en todas las cosas. Yo sé que no respiraré hondo hasta el momento en que mire a Dios cara a cara, como se nos ha prometido; será entonces cuando termine de comprender que ser persona humana es infinitamente más de cuanto dicen los diccionarios y los manuales de psicología, antropología, sociología, etc. Y que, quien haya mirado con verdadero cariño, siquiera a una sola persona humana en este mundo, llegó en conocimiento del corazón humano mucho más lejos que el cómputo total de las investigaciones científicas más sofisticadas. ¡Ah!; y no quiero otra cosa en este mundo que ser persona -relación, comunión, intercambio, amor- pues en serlo descubro la reciprocidad de la vida: el recibir y el dar, en que a todos necesito y todos me necesitan.

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6- LA MIRADA INTERIOR

ESTA mañana, sentado al aire libre en la terraza donde leo y medito, la humedad ambiente, se ha colado entre mis ojos y las lentes que los presiden, y no me permite ver nada con claridad. ¡Qué fastidio! Creo que nunca he tenido una nube tan metida en los ojos. Todo mi entorno lo veo tan borroso que he terminado por decidirme a no mirar con los ojos de la cara, y he acabado agradeciendo el tener esos otros ojos (del corazón), que alcanzan a ver donde no llegan los de fuera.

De modo que me he puesto a ver el mundo de otra manera. Para empezar, el paisaje desde mi terraza, ha dejado de ser el familiar, ya un tanto desgastado por el repetido ir y venir de mis miradas, inquisitivas unas veces, buscando en él matices y detalles nuevos, concentradas y relajas otras veces, saboreando un solo aspecto que las ha seducido, para pasar a ser el mismo paisaje, sí, pero como descubierto por primera vez; ¿cómo diría?, visto sin la rutina del mirar, virgen, salvaje, majestuoso, y a pesar de ello, más humano, más acogedor, más abierto a algo definitivo y misterioso. La niebla de mis ojos extiende su pátina desde el cielo a la tierra y borra lejanías al par que invita al recogimiento dentro de lo mirado.

¡Caramba! ¿Cómo lo veré después, cuando la humedad ambiente se diluya, y pueda volver a mirarlo, sin el ropaje de la niebla, a través sólo de mis antiparras? Me da un poco de miedo. Pienso si sabré unir ambas visiones en una; porque, de lo contrario, el paisaje que me acompaña en tantas horas de mi vivir reflexivo, se me habrá hecho algo ajeno, y no podré moverme frente a él, desprovisto de aquella luz de gracia que le imprimiera mi mirada interior. Lo que ahora estoy viendo, menos hiriente de formas y colores, resulta más descansante a mi espíritu, vuelto hacia el recinto de los sentidos interiores. Y es verdad que he llegado a sentirme tan a gusto durante esos cortos minutos de ceguera virtual, que consideré haber alcanzado una cima.

Animado por la experiencia gratuita de haber descubierto con la mirada interior la novedad inagotable del paisaje cotidiano, pasé después a mirar el mundo en que vivo de la misma manera: desde adentro. Pronto advertí que, al retrotraer las impresiones más fuertes del suceder cotidiano al ámbito de la luz interior, era el mismo mundo el que se ofrecía a mi consideración, pero muy distinto al que se me ofrece día a día en los medios de comunicación y a

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través de mis actuaciones y trato normal con los humanos. ¡Era un mundo sin los horrores de la mentira y la violencia que forman el paisaje normal de la vida ordinaria! ¿Era el mundo de mis sueños proyectados sobre la pantalla del mundo real, como si quisiera que mis ilusiones de felicidad universal, compartida, sanearan el hábitat de todas las relaciones humanas, limaran todas las aristas de una convivencia conflictiva? Advertí claramente que el mundo de mis sueños era también un mundo más humano, más identificado con las verdaderas necesidades de los hombres. Y me dije: no es malo soñar (mirar el mundo desde adentro), pues significa no renunciar a lo mejor que podemos encontrar (realizar) en él.

En mis sueños, los países ricos no explotan a los países pobres. Millones de niños no mueren de hambre programada. No levanta la espada pueblo contra pueblo. La Naturaleza recobra su pulso más vital, y bosques, mares y ríos, descontaminados y alegres, contagian a los seres humanos la euforia del sano vivir, y le enseñan a cantar con la letra de la verdad y la melodía de la libertad sin fronteras. Mi mirada interior me recuerda que, si el mundo no es como debería ser, es porque sólo (o principalmente) es mirado con ojos de ambición, explotación, dominio.

Por momentos, ante esta visión, desee no volver nunca más a mirar el mundo que nos proporcionan los mass media, y que se empeñan en hacernos creer que es el mundo verdadero. ¿El mundo verdadero? ¿Quién podrá aceptar que el horror es la única verdad de este mundo? Pero haber olvidado, hasta atrofiarse, la mirada interior, nos hace conceder que siempre ha sido así y no puede ser de otra manera. ¿Qué pasaría si la mayoría de los humanos cultivase su mirada interior y aprendiera a ver el mundo desde la perspectiva de la verdad, bondad y belleza que nunca le faltan?

¡Quiero quedarme, para siempre en este mundo de mi mirada interior, de mis sueños de humanidad proyectados como realidad definitiva -dije en arrebato de entusiasmo y cólera-¡ Pero, ¡quiá! Es el otro mundo el que me llama, al que pertenezco, el que me necesita. Si me quedara en el mundo de mi mirada interior, acabaría por ser un extraño a este mundo de punzantes realidades inhumanas. Igual que si renunciara a soñar que otro mundo es posible, porque ya en este se encuentran las claves más poderosas para alcanzarlo, sería un traidor a la Utopía. Y agradecí la niebla matinal en mis ojos, las gafas empañadas y calurosas, que me obligaron a mirar el paisaje desde dentro, y me advirtieron de que hay otra manera de ver las cosas de fuera: con un compromiso mayor desde el núcleo más profundo de nuestro ser: allí donde la mirada exterior es corregida y/o completada por una visión que no renuncia a lo mejor posible.

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Ya en la brecha, tras haber visto el paisaje familiar con la mirada transfigurada del amor, y haber contemplado el mundo enriquecido por las posibilidades de bien común que son la luz propia de una mirada esperanzada, en lucha contra toda visión pesimista del hombre y de la historia -me dije-, voy a intentar hacerlo ahora sobre mí mismo. ¿Cómo soy yo, el de fuera, visto desde dentro? De seguro que mi automirada no es ni puede ser imparcial; perdonen, pues, los rasgos míos que no coincidan con lo que ustedes suelen ver en mí. De entrada, al comenzar a mirarme por dentro, me veo muy semejante a como cuando me miro en el espejo.

No soy más “atractivo” por dentro que por fuera. No soy tampoco más joven, ni más fuerte, ni más… nada. Soy el que soy. ¡Qué alegría me inunda al verme por dentro semejante al que soy por fuera! Y si por fuera soy torpe en el andar, desgarbado en el moverme, inclinado hacia delante al mirar…, es que así soy yo: un humano que camina siempre inclinado hacia algo nuevo, y por tanto, inseguro de sí mismo y necesitado de los demás. Si me inclino tanto a los seres, cosas y acontecimientos con que tropiezo (literalmente, tropiezo) en mi camino, es porque mi naturaleza entera se aboca en cada mirar, en cada escuchar, en cada interrogar, en cada abrazar y besar a lo que la ocupa en cada trayecto. Y no sé, ni puedo, ¡ni quiero!, caminar de otra manera. Tal vez los inveterados problemas de mis ojos que, desde niño, no me han permitido una mirada fácil ni larga, fueron inclinándome a poner todo mi cuerpo, todo mi interés, en cada una de mis miradas a los seres y objetos del camino. Y a la vez que la cercanía entre lo mirado y mi conciencia se hacían mi forma normal de mirar y ver, se iba desarrollando una proximidad más latente entre mi corazón y todo lo mirado.

La mirada interior me ha revelado el fátum de mi vida: no poder ser “yo” sin los demás. Es también el pathos de mi existencia: estar llamado a gozar de todo en acto de cercanía (comunión, admiración, alabanza). La mirada interior me ha conducido a desterrar el afán posesivo, dominador, tan propio de la mirada exterior. Y en mi naturaleza física parecía venir ya escrito este instinto de empatía e intimidad compartidas.

Todo esto que queda dicho sobre la mirada interior, que conste, lo he escrito con los ojos cerrados (los de la cara, claro, que bien abiertos los del corazón). Lo he escrito sobre papel de silencio y con tinta de amor a la vida. Ahora, más de tres cuartos de hora después de que empezara esta reflexión (tres cuartos de hora que han sido un instante de eternidad), habiendo desaparecido la neblina matinal que empañaba la facilidad de mi visión hacia fuera, me dispongo a trasladar al Microsoft Word todo lo en este rato vivido con los ojos cerrados y mano sobre mano. Lo que importa es que lo he vivido, que lo he amado. Que el paisaje familiar, el mundo en que habito, y

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mi propia persona, a la luz de la mirada interior, sin dejar de ser los mismos, son más bellos, más ricos en energías de bien y felicidad compartidos. Y sé, y no podré olvidar jamás, que la mirada interior no quiere ser nunca enemiga de la mirada exterior, sino correctora, enriquecedora con aquellas luces del espíritu que pretenden poner de relieve las realidades más inalienables, por humanas, de lo que somos y de cuanto nos rodea. Reitero que la pérdida o atrofia de la mirada interior, puede llegar a ser la raíz de males, individuales y colectivos, sin posible retorno.

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7- DESDE ABAJO

a prueba de derrotas y de olvidos

Mario Benedetti

DESDE ABAJO no se ven las cosas como desde arriba. Arriba están los satisfechos, los seguros de sí mismos y de sus sistemas (de poder o de pensamiento), los especuladores de la banca, los que han hecho de su ambición de poder un baluarte de seguridades, para sí y para los suyos, para hoy y para mañana. Arriba están los que pueden perder mucho porque tienen mucho acumulado. Mirar desde arriba es hacerlo para defender lo propio contra toda amenaza, venga de donde viniere. Abajo, abajo, se encuentran (me gustaría decir: nos encontramos), todos los sospechosos, los inconformistas, los rebeldes, los soñadores; pero muy sobre todo, los marginados: los que sufren a causa de los que están arriba. Mirar desde abajo es la única manera de liberar la vida humana de las falsas concepciones generadas por el egoísmo, la ambición, el orgullo, y sus derivados: la sagacidad, el odio y la violencia. Desde abajo podemos experimentar que este mundo no anda como debiera andar, y que es posible que otro mundo mejor (mejor, por supuesto, que el mundo de los ricos y satisfechos), otro mundo que no esté gobernado por los de arriba y acabe por hacer desaparecer las categoría de “arriba” y “abajo”. Desde abajo se comprende muy bien que los de arriba nunca podrán solucionar los problemas de los de abajo, de modo que, los que ven el mundo desde abajo (si es que es verdad que miran con el anhelo de hacer desaparecer las injustas desigualdades) ¡jamás ambicionarán verlo desde arriba! Desde abajo, el sueño, la utopía y la Esperanza vendrán a ocupar el lugar que hoy detentan la fuerza, la explotación del fuerte sobre el débil y el afán de seguridades de todo tipo y a toda costa. Desde abajo, la máxima seguridad se encuentra en la fidelidad del hombre a su condición humana, y en la conciencia solidaria que sabe ver en cada humano un hermano con idénticos derechos e iguales necesidades vitales.

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Cuando se está conscientemente abajo, no se pretende, de ninguna manera, estar arriba; sino hacer posible la horizontalidad sin notables altibajos, donde todos nos veamos como iguales (semejantes), nos podamos mirar fijamente a los ojos y abrazarnos en el mismo plano de valoración, respeto y cariño. Desde abajo no tenemos miedo a los de arriba -pese a que en sus manos están las armas más mortíferas-, porque sabemos que el miedo es lo que nos impide enfrentarnos cara a cara con ellos, hasta hacerles ver que lo humano es la Fraternidad que destruye todo “arriba” y todo “abajo”, abriendo en su lugar un espacio de comunión en lo bueno y en lo malo, y un recinto de fiesta en el que todos los bienes de la Tierra están sobre la mesa para quien los necesite.

Desde abajo se aprende a amar la vida por la vida misma; cosa que estará siempre vedada a los de arriba. Para los de arriba la vida vale por todos sus añadidos: lujos, desenfrenos, seguridades, armas defensivas y ofensivas…). Quien, siquiera una vez, ha visto la vida desde abajo, desenmascarando las falsas concepciones del poder y de la violencia, posee en su corazón el germen de la Nueva Humanidad. Porque nunca podrá considerarse humano un status social que te impide ver la realidad sufriente de la mayoría, si no es que voluntariamente la provoca en su particular provecho. Parece como si, todo el que no ha sufrido por ser pobre, extranjero, marginado social, paria de la tierra…, estuviese vacunado contra la clara percepción de ver el mundo y la vida desde abajo. ¡Qué infausta condición la de aquellos que nunca bajaron al polvo del campo de batalla, donde se dirime el futuro de la humanidad, una humanidad sin vencedores ni vencidos, todos convencidos de que nada mata más que el pretender arreglar los problemas de los de abajo desde arriba! A veces, arrastrados por la corriente del tiempo que impone sus garras de inmediatez y supervivencia, sumergidos en tanto horror que arrasa tantas vidas hermanas, sin encontrar sentido válido para tanto atropello absurdo, tanta devastación que arruina espacios comunes para el canto y el abrazo…; cuando el vivir ya era sólo sufrir por no poder escapar a tanto desvarío…, no me ha sido extraño, no, escuchar una palabra de paz, ¡una sola, entre tantas proclamas de guerra!; una voz que se insinuaba penosamente entre el tumulto de voces desabridas, para invitarme a bajar hasta el fondo del sinsentido, a no huir de la soledad ni del llanto, fiado en que, el tiempo humano del amor (el silencio que acoge y besa la realidad inmediata), es un vientre preñado de eternidad.

Desde abajo... ¡Ven! ¡Vamos! ¡Es el lugar de cuantos aman la vida en abrazo comprometido con todos los vivientes! Si eres de los de arriba, comienza por

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pedir perdón a los de abajo. Si eres de los de abajo, comienza por reconocer que los de arriba son seres humanos como tú, y víctimas también de la lepra del acumular que les infectara, hasta desnaturalizarles, el corazón. ¿Quién salvará a los ricos de su riqueza, como ya dijera el poeta castellano*?

* Alusión a León Felipe

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8- AMAR Y SER AMADO

¡TAMPOCO es fácil amar y ser amado! Primero hay que saber qué es el amor. Y el amor se aprende amando. Y a amar se aprende sufriendo, renunciando, perdiendo, perdonando Y el que tiene miedo al sufrimiento jamás sabrá lo que es amar y ser amado. No; no es que todo sea sufrir en el amor; por el contrario: él nos reserva los gozos más profundos y duraderos; pero a costa de que aprendamos a amar sin miedo al sufrimiento (y a la muerte). ¡Vaya una manera de comenzar a hablar del amor -dirá alguno-: acudiendo al sufrimiento para hacerlo creíble! ¡Y a la muerte! Pero el que esto escribe, está seguro de que también, más de uno que haya metido el hocico en este escrito, estará afirmando con la cabeza que sí; que amor, sufrimiento y muerte son inseparables, a fin de que el amor llegue a ser la ley de la vida del mundo. Todos, sin duda, hemos sido, más o menos, amados por la vida. El hecho de haber venido a este mundo (que en su conjunto es una realidad de amor), nos lleva a formar parte de un movimiento de atracción entre seres (cuerpos, células, moléculas, átomos y subátomos) que, en lenguaje humano, se traduce por empatía, simpatía, eros, ágape, filia…, en definitiva, amor. No debe sonar a disparate decir que en el cosmos reina el amor, como fuerza de conjunción y expansión indefinida de un universo de universos. Afirmar que el sólo hecho de haber nacido ya es resultado del amor que rige el proceso de las leyes universales y nos destina a realizarnos como seres vivos dentro de un intercambio amoroso…, no debe ser para nadie artículo de discusión. Sí es posible -también constatable en el día a día- , que nos encontremos con personas que se creen no amadas, que se consideran a sí mismas víctimas de una soledad vitalmente insuperable. Pero en su mismo sentimiento, yace la necesidad de amar y ser amado, porque en tanto sean criaturas vivientes, el amor permanece en el horizonte de todos sus movimientos psíquicos. Ni sus células ni sus neuronas cesarán de recordarles que el amor es la vida. Todos hemos sido amados, más o menos, por la vida, de manera que a nadie le falte su poquito de amor, y pueda, desde ese amor suficiente (por muy poco que sea), llegar a saber quién es él en sí mismo; y cómo, aprender a decir “tú”, lleva consigo una salida del “yo”, que lo fortalece más allá de todas sus posibilidades aisladas. Porque la vida en sí misma es amor, el amor en sí mismo es la vida Y el que no ama está muerto. Y el que no aprende a

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decir “tú” en olvido del “yo”, jamás desarrollará las inmensas posibilidades del ser (felicidad) que en él se esconden. Es posible, es muy posible que, los no amados, los que naufragan en una soledad irredenta, lo sean precisamente por no haber descubierto que el sendero entre el “tú” y el “yo”, es el más corto para llegar a la vida. La afectividad, el cariño, la ternura… pueden ser o no ser amor. Pero sean o no sean amor, la ternura, el cariño, la afectividad, pueden conducir al amor, si trascendemos el carácter instintivo de estas manifestaciones que, por otro lado, siempre serán valores irrenunciables del corazón humano. Pienso que ningún tipo ni experiencia de amor humano subsiste sin alguna de esas expresiones físicas, sensibles, que definen las entrañas más conmovidas de nuestra carne, sedienta de dar y de recibir amor. La carnalidad así entendida es el sustrato de todo amor, y más cuanto de un amor más espiritual se trata. Si el lenguaje de los místicos tiene tanto de sensual, no es sino porque es vivido por seres carnales que no renuncian a serlo, aunque su sed sea de amor divino. Y Dios, que quiere ser amado por el humano tal y como es, acepta y eleva a divino ese intercambio en que el creyente se abre con toda su afectividad a la entrega que Dios hace de sí mismo. El amor entre los sexos -y, todo amor ¿no tiene su dimensión sexual?- se purifica, tanto de excesos como de insuficiencias que lo amenazan, en la medida en que integra los ingredientes del cariño, la ternura, la afectividad. Porque el amor no es, al menos principalmente, un acto de la razón. Pero la razón de amor sí lleva consigo el placer sensible, ese temblor que sacude el árbol desde las raíces hasta la cúpula. El amor humano, aquel en que se plenifica el gozo de amar y ser amado, conoce muy bien de aquellos actos pequeños que revelan su mayor grandeza: una caricia, un beso, una mirada de entusiasmo…, son capaces e elevar la vida de quien los da y quien los recibe a cielos insólitos de eternidad compartida. Pero no debe ser nada fácil esto de amar y ser amado, pese a que ser viviente signifique estar vocacionado al amor, y no poder vivir sin alguna forma de él. Aún habiendo admitido que estar solo es una especie de maldición para el humano que peregrina en este mundo, porque nos perdemos la dimensión más gratificante de la comunicación y el intercambio que enriquecen al ser en camino hacia sí mismo…, no siempre llegamos a sentirnos vivos y vivificados por el sol del amor. Como si temiéramos exponernos a sus rayos de abrasadora necesidad. ¿Qué caparazón de hermética contextura formado por miedos y prejuicios nos aísla del hecho simple y natural de amar y ser amados?

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Es preciso dar un salto. Un salto terrible. Un salto en el vacío. El salto de pasar de la necesidad del amor a la fe en el amor. Y la fe en el amor, es tan exigente, tan descaradamente superior a toda otra creencia, que no admite convivir con otros tipos de fe, tales como la confianza en el poder, el dinero, el éxito, el prestigio, la comodidad, las seguridades… (¡Tantos son los enemigos del amor que no siempre estamos suficientemente avisados para esquivarlos en nuestro camino!). Todo otro tipo de creencia (dado que la creencia es una especie de ligadura del creyente con aquello en que cree) hace imposible la fe en el amor, porque ésta no es una fe cualquiera, no es hija de ninguna ideología, no se aprende en ninguna escuela de pensamiento, no forma parte de los misterios de ninguna religión, ya que ella, la fe en el amor, revela el misterio mismo de la vida y es el principio y fin de toda creencia religiosa. ¿Acaso la revelación judeocristiana no comienza con un acto de amor creador (y vio Dios que todo cuanto había hecho era muy

bueno: Gén. 1,31) para termina con otro acto de amor plenificador de todo lo creado (Eh aquí que todo lo hago nuevo. Cielos nuevos y tierra nueva,

habitados por la Justicia: cf. Apc.21-22)? Creer en el amor es esperarlo todo del amor y nada importante fuera del amor. Amar y ser amado, como vivencia de la fe en el amor, manifiesta el hecho más sublime de nuestra especie, que consiste en haber traspasado los límites del instinto de conservación (e incluso el de procreación), hasta haber encontrado el verdadero yo en la pérdida de sí en otro. ¿No es así todo acto de amor sincero? En cuestión de amor es donde más cierto resulta aquello de que nada gana quien no arriesga. Pero -reconozcámoslo-, ¡qué difícil practicar este amor en un mundo donde tanto domina el doy para que me des, la mercantilidad como base del sistema social, la competitividad como forma principal de afirmación propia, el miedo a la soledad y a la muerte! Pero -reconozcámoslo también-, por mucho que dominen en el mundo el odio, el egoísmo, la violencia…, jamás desaparecerá de la especie humana la necesidad de amar y ser amado! Siempre quedará un humano verdadero: capaz de amar el amor más que a su propia vida, dispuesto a entregar su vida para que triunfe el amor. ¿Tiene esta reflexión sobre el carisma del amor alguna conclusión convincente? Creo que no la necesita. Hemos venido a la vida desde la vida para aprender a amar la misma vida. No es nuestra: se nos ha dado. Pero amándola tal como se nos da, la hacemos cada día más hermosa y digna de ser compartida. Es este el único aprendizaje imprescindible. En el amor a la vida encuentro dentro de mí el núcleo que me une con el Cosmos y con Dios. Porque, el que no ama la vida que vive en sí, no tendrá capacidad para amar la misma vida que vive en los otros.

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9- CONCIENCIA DE MISIÓN

SÓLO ella nos librará de ser funcionarios -piezas del engranaje- de ninguna institución o aparato de poder. ¡Sólo ella! La misión en la vida es lo más propio, particular y genuino que cada uno de nosotros posee cuando viene a este mundo, como expresión social de su ser individual. Por ello es lo que no admite ser preterido (¡y menos, traicionado!). Nadie viene a la vida sin misión en la vida. Formamos parte de la gran misión vitalizadora que es el universo mundo. Sólo acaban por ser inútiles en este mundo aquellos seres que, pudiendo, renunciaron a saber cual era su tarea en la vida y a favor de la vida. A todos se nos ha dado la vida para hacer crecer la vida. Y la vida de cada uno vale lo que, en su conciencia de misión y fidelidad a la misma, es capaz de llevar a cabo, sorteando escollos y enfrentándose a retos. Porque la vida no crea seres inútiles. Porque la conciencia de misión, aunque en muchas situaciones no sea percibida con claridad, siempre es un motor en movimiento en el núcleo más profundo de cada viviente. Podrá ocurrir que, preguntados algunos por su misión en la vida, no sepan qué responderte; pero si sigues atentamente sus pasos, si penetras en los valores que sostienen su existencia, no tardarás en percatarte de que una hermosa tarea imanta las mejores energías de su psiquismo. La misión que me ha sido encomendada, sólo por el hecho de haber venido a este mundo, no debe ser para nadie difícil de precisar en términos de actividad cotidiana, aunque sí lo sea de definir con palabras técnicas. Se la sigue con la intuición, más que en fórmulas y proyectos de vida. No es ni puede ser un reglamento a cumplir, aunque sí una escala de valores en la que el individuo sitúe en uno de los primeros puestos el espíritu de servicio, el deseo de ser útil a su paso por este mundo. Por ser misión en la vida, debe ser también misión a favor de la vida. Nunca podrá considerarse una misión aquella que se cifra en hacer daño a otras vidas, o impedir que, de algún modo, la vida progrese en felicidad y fecundidad para todos. De modo que, Misión en la Vida y Bien Común resultan dos caras de la misma moneda. Por eso, quien orienta sus pasos y ayuda a otros a que los orienten hacia una vida digna para todos, una convivencia pacífica y un intercambio de valores en la gratuidad, encontrará su misión en la vida, aunque para él sólo se trate de un ideal irrenunciable. Pienso también que misión en la vida y pasión vital,

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tienen mucho en común, pues en la propia misión se suelen concentrar creativamente todos los instintos vitales de la persona. Los misioneros de la vida aman la vida apasionadamente La aman en sí y en los demás. La aman por ser vida. Y no necesitan añadir más abalorios ni parafernalias para ver en ella, la vida, el milagro de los milagros y el amor de los amores. Misionero = persona con misión; y más persona cuanto mejor realice su misión. Dedúcese que en el mundo hay tantas personas cuantos individuos se entregan a llevar a cabo aquello que les compete de manera directa, como para no poder declinar en otros su responsabilidad íntima. Todas las misiones en la vida coinciden en una entrega generosa a la vida. Hasta tal punto es liberadora la conciencia de misión, hasta tal punto nos hace dueños de nosotros mismos y, por ello, con capacidad de entrega, que cuando la convierto en mi opción fundamental, ella fundamenta todos mis actos como una raíz vitalizadora, siempre portadora de la savia justa, oportuna para el fruto que los demás necesitan de mí. ¿Puede darse otra opción fundamental que supere en grandeza la entrega de la propia vida a favor de la vida que es de todos? ¿No es en dicha entrega donde cada uno se descubre viviente en comunión con la vida del universo? De modo que el que es fiel a su misión, no tardará en verse a sí mismo unido y traspasado por las mejores fuerzas del universo. Soy libre porque dejo de buscarme a mí mismo. Y no necesito buscarme porque me encuentro renovado en cada entrega a mi misión, en cada entrega por amor a la vida. Aquellos individuos que pasan por la vida sin saber quienes son, ni para qué han venido a este mundo, nunca son verdaderamente libres, porque la libertad humana es la disponibilidad para una empresa noble y grande; y porque, quien renuncia a tales empresas de respeto a la dignidad humana y de concordia entre humanos, termina, más pronto que tarde, refugiándose en las mentiras esclavizadoras del miedo, la sospecha, la agresividad, los resentimientos, los orgullos…, todos ellos demoledores de una conciencia libre, feliz y fecunda. La misión en la vida es un centro que nos unifica en medio de la constante dispersión a que la actividad suele conducirnos. Y la unificación interior que obra en mí, me guía a otras unificaciones, tales como con el prójimo y con el universo. La persona con conciencia de misión se vive a sí misma, gozosa y espléndidamente, como acto puro de comunión con todas las fuerzas que mantienen vivo el proceso de la vida. Todo lo que es creatividad, imaginación, sensibilidad y tacto, viene a mí como estilo propio, como inspiración puntual, en cada una de mis entregas a la misión que me ha sido confiada. Así se distinguirá siempre a una persona con conciencia de misión

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de otra que se limita a ser funcionario de una institución. El misionero crea condiciones superiores de vida y abre caminos nuevos; en cambio, el funcionario se limita a cumplir lo estricto mandado, cerrando el horizonte a más hermosas posibles realidades. Lo que es un mundo de funcionarios, todos lo sabemos. Y, aunque no abunde el encontrarnos con personas con misión en la vida, ¡también sabemos que éstas hacen la vida más fácil y hermosa! Amar mi misión en la vida, ha venido a ser mi manera personal de amar la vida misma. Amo esta misión, que se me presenta, a veces, con diversas facetas, que me obligan a tomar opciones arriesgadas, pero que en ello mismo me enseña a ser responsable y libre ante el destino, y es como un prisma que refleja y condensa una sola luz: la identificación de mi ser con la obra que llevo entre manos. Sólo me interesa en cada momento lo que la vida me pide en ese mismo momento. Centrado, concentrado en mi hacer, es mi ser más profundo -más amante- el que se proyecta y realiza en la obra. Y no se trata de “mi” obra, cual si detentase su propiedad; antes al contrario, resulto ser yo uno con ella y enriquecido por las bondades que comparte. Pues toda obra bien hecha, por encima de las coordenadas espacio y tiempo, es un acto de comunión que genera vida más allá de sí misma. El conocimiento amoroso de Dios, la fraternidad entre todos los humanos (empezando por la amistad y el compromiso con quienes más sufren), y la actividad poética (que no es simplemente escribir versos), son los tres paralelogramos del prisma de mi vocación única, es decir, de mi misión en la vida. O sea, que una misión en la vida, tiene un eje dinamizador, pero puede tener más de una proyección. El conocimiento de Dios, la Fraternidad Universal y la Poesía como conciencia y actividad de lo telúrico de la existencia, tienen en el amor a la vida que los unifica, su estructura prismática, su eje potenciador en mi experiencia. Soy cuando soy en Dios, en la Amistad y en la Poesía. Uno cualquiera de los tres me lleva a los otros dos. El amor a la vida, en mi carisma personal, me ha conducido a ese pasadizo secreto -¡sólo mío!- en el que discurro sin esfuerzo entre la Poesía, la Amistad y Dios. Cuando se vive con misión, la vida es más vida y la muerte menos muerte. La muerte no es el fin de la vida. No vivimos para tenernos que morir. Vivimos y morimos para que nuestra misión se realice, y en ella, nosotros seamos cumplidos. Nunca está realizada del todo nuestra misión en la vida antes de nuestra muerte. Algo así como si la necesidad de morir formase parte (¡y parte muy importante!) de nuestra fidelidad a la misión encomendada. Y es en dicha fidelidad donde aprendemos que lo temible no es la muerte, sino una vida sin sentido, una vida sin misión.

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Sí; la misión en la vida, nos enseña a no temer la muerte, pues cada día nos pide entregar la vida, y cada día nos cerciora que vale la pena morir a favor de una vida que es más grande -por universal- que la de mi “yo aislado”. Quien es fiel a su misión en la vida es quien, con más facilidad y claridad, intuye que el amor es la única respuesta eficaz a todos los problemas y oscuridades de la existencia terrena. También la respuesta a las crudas interrogantes de la muerte suenan más dulces y convincentes en un corazón que ha hecho de su misión siembra de todas sus fuerzas vitales. Intenta -si es que todavía no lo has conseguido- descubrir tu misión en la vida. Ella hará que te descubras y te poseas a ti mismo.

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10- TENER AMIGOS

NUNCA he podido vivir sin amigos. Cuando, en mi adolescencia, conocí el

relato MARCELINO PAN Y VINO, no leído directamente por mí, sino contado por un amigo de mi edad, una noche de verano, contemplado las estrellas, sentados ambos en una piedra de la falda de un monte en los aledaños de nuestro pueblo, fui sintiendo, conforme se desarrollaba la aventura del niño de los frailes y el Cristo del desván, junto a un escalofrío que recorría la médula de mi ser, cómo las innumerables estrellas se asociaban a la narración haciendo fiesta por tan hermosa historia de amistad. Mi amigo también se mostraba conmovido en la transmisión del relato*. Nunca he podido vivir sin amigos. Pareciera como si todos los valores de la existencia se sostuvieran en la amistad; y, si faltaran los amigos, lo más grande y hermoso conocido o poseído, perdiera todo su brillo y poder de atracción. Lo más íntimo de mi ser, lo que mejor me retrata en las dimensiones de mi psiquismo emocional, es mi confianza en los amigos, mi facilidad de comunicación con ellos, mi sentirme habitado por sus vidas que suman con la mía una aventura apasionante en el afán de felicidad compartida. Yo he visto cómo todo lo interesante de mi vida, o era compartido con los amigos, o perdía su interés para mí hasta perecer en horizonte de insulsas brumas. Cierto que, no siempre, lo interesante para mí lo fuera igualmente para el amigo de comunicación inmediata. Y a lo largo de toda mi vida, pero especialmente en la infancia y adolescencia, cuando todavía no sabía distinguir entre amigos y meros compañeros de escuela o juego, la frustración se apoderaba de mi ánimo cuando al querer comunicar un punto de vista que me parecía original o una simple experiencia que enaltecía mi espíritu, el otro lo tomaba a chifladura o extravagancia dignos del mínimo caso. Me costó, pero aprendí que lo más propio de mi ser no es para compartirlo con todos. Pero la necesidad (a veces impaciencia) de compartir mi alma con otra alma, me condujo a sentirme parte de una constelación de amistades en que la estructura básica era el intercambio sincero.

* Obra de José María Sánchez-Silva y García-Morales (1911-2002).

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Por eso, he tenido, tengo, amigos en todos los valores de mi vida. Y sólo continúan siendo valores de interés para mí, cuando puedo extenderlos ante ellos como el mapa de mi corazón. Amigos en la fe, amigos en la poesía, amigos en el sueño de una humanidad en abrazo. A veces coinciden más de uno de estos valores en el intercambio amistoso; otras, sólo alguno de ellos. La amistad que surge como llamada común desde dentro de cada uno, no exige una identidad total en criterios ni actitudes ante la vida. Pero mi experiencia me cerciora que tales valores valen todavía más tras haber sido compartidos en la amistad. Comparto ideas políticas con personas muy alejadas a mis ideales religiosos, y es así porque la base de comunicación no son las ideas de uno y otro, sino la disposición innata a la amistad, cuyo valor es un sentimiento vital muy por encima de esquemas y síntesis de pensamiento. Por demás, ¿podría yo solo, abandonado a mis únicas fuerzas, sostener valores tan altos, de tanto peso espiritual y humano cuales son el sentido creyente de la vida, la dimensión poética de la realidad y el descanso en un corazón con latidos gemelos? Convencido de que no, siento -ahora que mi vida se inclina pesadamente hacia la tierra que la sostiene-, que la fe en Dios, el amor a la humanidad histórica y la creación poética, son ya mis tres maneras virtuales de vivir la amistad con toda la creación. Es decir, que desde un principio vital de amistad, el conjunto de todos los valores y uno por uno separados, se convierten en amistad. Y que, si no tuviera amigos en estos campos, tampoco existirían para mí como valores vitales, ni la naturaleza, ni el arte, ni la experiencia de Dios. ¡Nada sin los amigos! ¡Todo por y para los amigos! El ser por el que somos demanda amistad ara seguir siendo. Y cuando se ha llegado a descubrir que Dios es el Amigo de los hombres, se sabe que nada nos hace más semejantes a Él que la pasión de la sincera amistad. La Amistad Universal como forma de toda amistad particular. Toda vivencia amistosa en la realidad humana como camino hacia el encuentro con Dios. Aunque la soledad rodee tus pasos con alambradas de punzantes decepciones, aunque el fracaso muerda los objetivos más lúcidos de tu anhelar, aunque la feroz impotencia te aísle de la obra más personal, en la que se funde tu íntima vocación, tu opción fundamental y tu conciencia de ser único, irrepetible …, ¡sigue abriendo tu corazón a la amistad, siempre posible, siempre amiga de soledades y coloquios a media voz, siempre agazapada en cualquier rincón de la existencia, donde menos te la esperas, con una carga nueva de ilusión en el futuro y de alegría en el presente! Incluso, los momentos más decepcionantes de la vida, si tienes un corazón abierto a la amistad, pueden convertirse en preludios de gozo compartido. No

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está el final del camino donde lo proyecta el límite de tu amargura, sino donde tu entusiasmo a favor de la vida en relación tiene fuerza para desgarrar nubarrones*. Quien tiene corazón de amigo siempre contará con un amigo a su lado. Un corazón amistoso, afable, acogedor, comprensivo…, es imán de muchos corazones. Nunca he podido vivir sin amigos. Los he buscado en la lectura, en la música, en la pintura, en el intercambio intelectual. Los he encontrado en la calle, en las playas, en los caminos solitarios, en los problemas compartidos. Y sé que son mis amigos porque con ellos se ha abierto dentro de mí un nuevo espacio vital, con cada uno un horizonte a conquistar porque lo vivimos ya como real cada uno dentro de sí mismo. Y en ese recinto de amigos procedentes de tan variados aspectos de la vida, ninguno de ellos estorba al otro, y todos juntos elevan el edificio de mi no poder ser sin mis amigos, so pena de que mi ser entero se diluya en sombras de fantasmas sin retorno. Con un poco de vergüenza y un mucho de dolor confieso que, en varias ocasiones he sido infiel a la amistad. He cortado la comunicación con aquella amiga con la que tanta vida llegamos a compartir; no he facilitado el encuentro con aquel muchacho que buscaba en mi amistad adulta un acompañamiento en la aventura personal de llegar a ser; abandoné el trato con aquella amiga que llegó a morir con muchos años -más de noventa- enviándome constantes llamadas a las que muchas veces no respondí por incuria. Y otros casos similares. Pero nunca he olvidado a ninguno de ellos. Aún lo más valioso de nuestra vivencia humana -en este caso la amistad- tiene sus sombras que realzan la hermosura de su ser luminoso. Mi infidelidad a los amigos ha venido a ser la mayor infidelidad a mí mismo. Y el dolor más difícil de aliviar. Creo, con la contundencia de una fe religiosa, que la amistad necesita de un culto reverente y piadoso, como si se tratara de una especie de contemplación mística, en el trato con todos y cada uno de los amigos. Como el silencio, unas veces de admiración y gozo, otras de expectante ansiedad (tan propio de la búsqueda del Amado interior), así un mundo de silencio extático y receptivo se convierte en el núcleo regenerador de toda experiencia de amistad. Creo que el corazón de cada amiga, de cada amigo, me revela algo más del insondable Corazón de Dios. Y creo que, por muchos y buenos amigos que haya llegado a tener en este mundo, siempre esteré hambriento

* Así lo dice J.R.J.:

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de amistad, hasta que aquel abrazo con el Cristo del desván* desvanezca mi

existencia temporal en una intimidad universal y eterna. ¿Puede la amistad conformarse con menos?

* Nueva referencia a la narración de Sánchez Mazas, MARCELINO PAN Y VINO, antes citada.

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11- MIRAR EL MAR

I

AHORA que estoy ya, unos cuatro años sin ver el mar…, lo pienso, lo

siento muy agudamente como clavado en mi ser, y rememoro cuanto me ha sido dado, en tantos momentos de mi vida, instantes de exultante felicidad, cada vez que he podido mirar tranquilamente el mar, plantado junto a él como testigo de su prodigioso darse, de su ser cambiante que nunca niega su latente hermosura original. Mi añoranza del mar me empuja a hablar de él, ahora que es mío en el recuerdo, es decir, en la vivencia más acendrada (recordar es volver a vivir lo de antes, pero con una nueva dimensión de profundidad imperdible), como del amigo siempre deseado. Nunca me cansé de estar junto al mar. Me arrancaban de su orilla las ineludibles necesidades del cuerpo y de la vida social; pero mi espíritu siempre quedaba con él, y él, el mar contemplado, me acompañaba con un sentido de la vida más ancho y generoso, más inquieto y eterno. Mirar el mar… Dejar que tu vista se pierda en su azul, ya sereno, ya encrespado. Contemplado en el plácido amanecer..., o bajo el titilar de las estrellas… Mirarlo fijamente, hasta el punto de sentirte naufrago dichoso en medio de tanta claridad y tanta vida en movimiento que te acogen y te transportan, que te originan en un nuevo ser. Siempre me he sentido un hombre nuevo junto al mar. Desde aquel mi primer deslumbramiento (ya dicho en otros lugares), allá a mis nueve o diez años, hasta las horas sin cuento de ser adormecido y arrullado por esa explosión de música y luz que tantas veces me ha hecho sentirme una criatura sobrenatural…, el mar ha bajado hasta las raíces más vivas de mi ser a comunicarme esa savia que no sabe de cansancios ni de muerte. Ya nunca he podido encontrar vida lejos del mar, ni he podido disfrutar mensajes tan consoladores y estimulantes como los recibidos, cuerpo a cuerpo, el mar y yo, mi sombra y su luminosidad. Si todos los paisajes de la tierra y todos los fenómenos naturales tienen poder para subyugar mi alma, y conducirla a cimas de entusiasmo rayano en la locura…, reconozco que ninguno, como el mar, ha logrado sumergirme en sueños de eternidad sin regreso, en coloquios de desbordante intimidad compartida. ¿Sería mucho afirmar que me he llegado a conocer más y mejor a mí mismo, gracias a las confidencias que el mar me ha entregado, de su grandiosidad compuesta de multitudes de pequeñeces y de su profundidad constantemente arremetiendo hacia la superficie?

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Cada luz del mar, cada color de su cambiante juego con el sol y el viento, enardecía mis sentidos, que pasaban a ser una nota más de su himno gigante y un destello más entre los infinitos ojos que el astro rey abría al reflejarse en su dilatada superficie rizada. Me llegaba a sentir uno con el cielo, el sol, el viento y esos mil ojos guiñantes que me seducían desde la explanada marina. Desde la línea más lejana del horizonte serenado, formando ángulo con el azul incisivo, retornaba a mi cuerpo -despojo en la ribera- mi alma, que había emigrado a los confines en busca de su alimento más sagrado. Siempre mis ojos en el mar (desde la primera vez que en su inmensidad se me perdieran). Siempre sintiéndome mirado por el mar (testigo de la eternidad que nunca me abandona). El mar representa para mí la desnudez total de la creación. El mar no necesita ropajes de belleza prestada, palabras rebuscadas para tratar de ornamentar lo que ya en sí es fulgor abrasador de espacio y forma, líneas y reflejos de la más seductora armonía. Siempre, en su constante vaivén, sabe ganar más de lo que pierde, describiendo en el recorrido de sus olas la confianza del camino de ida y vuelta. Tan lozano al venir como al marcharse. Tan altivo y airoso al encenderse en el salto del acantilado como al apagarse fundiendo su energía con las arenas de la playa y al alejarse buscando un nuevo abrazo con las aguas profundas o liminares. Nunca he permanecido indiferente en la playa, ni me he quedado hundido en el horizonte último del mar, porque, mirándolo, he viajado con él aprendiendo de él a darlo todo, a borrar todas las huellas, y a tender siempre a un más allá de todo lo conocido. Junto al mar se hace camino sin andar…, dije aquel día de ya lejana juventud. ¡Y cuán lejos me ha llevado aquel camino de entonces, aquel caminar junto al mar de mis entusiasmos juveniles! El susurro penetrante y casi imperceptible del mar en calma, los bramidos furiosos de su embestir desatado en olas gigantes, me suenan por igual a la voz de Dios: suave en su ternura que convoca al abrazo, enérgica e imperiosa para recordarnos la realidad de nuestros límites y la necesidad de no renunciar a nuestras metas. ¡La voz de Dios!: la que sólo se escucha en el silencio del alma recogida, es esta misma que, con el siseo de las olas al morir en la arena, o con el estruendo de su empuje al romper en los cantiles, me asegura la melodía siempre inédita de su inabarcable presencia! ¡Nada ni nadie me ha hablado de Dios tan limpiamente como el mar! Entre todas las voces de la creación, para mí, junto a un cielo estrellado en profunda noche, ésta del mar, majestuosa e incitante, madre de todos los ritmos y de todas las melodías, acompaña mi oración ensanchando mis pulmones con un aire de eternidad lograda.

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No es preciso, para quien contempla desde la calma y el asombro, descender a las profundidades del mar para conocer la última realidad de su ser soberano y genésico, seno maternal de la vida, tesoro de formas y colores incatalogables. Movimiento del constante renacer de la vida, luminosidad cegadora y oscuridades impenetrables, simas de ultimidad irreconocible y prados de festiva coralidad. No es preciso para el que contempla descender a las sinuosidades del océano. Él mismo, el que contempla, es el mar. Ningún secreto del mar se le resiste. Hoy miro el mar en el recuerdo preñado de momentos irrepetibles pero eternizados en mi manera de ser hombre. Me muevo por su superficie con la facilidad de la luz y la agilidad del viento. Me sumerjo en sus profundidades que me llaman a encontrar en su seno ese arsenal de belleza irrenunciable para mis ojos desorbitados por el espanto. Y retozan, como parte de mi ser, todos los amaneceres en que vislumbré en su horizonte el estallido de un sol naciente, dispuesto a recorrer su camino en derroche de todas sus bondades. Y las ondas encendidas que acariciaron mi carne, beso a beso, que se posaron en cada uno de los poros de mi cuerpo, con su toque de virginal transparencia..., me sostienen en vilo ante todo amanecer, preludio de singulares gracias. Es un recuerdo que no vive sólo en la memoria. Es un recuerdo que renace conmigo como las células en mi organismo regenerando un modo de ser inconfundible. Es un tatuaje espiritual que cubre la carne de mi ser más despierto, el mismo que no sabe (ni puede ni quiere) vivir sin la ternura de la continua entrega. Tampoco sé si volveré a ver el mar antes de mi muerte. Pero mi muerte dejó de ser temible desde que aprendí a confiarme y abandonarme al mar. Y, si es cierto que, en las pupilas del humano, allí donde las retículas bailan cosiendo fragmentos de luz fugaz, queda para la eternidad una imagen imborrable de un amor invencible…, sé que ésta será para mí la del mar (sin duda, la de alguien más; pero ciertamente, ¡la imagen del mar! Y, desde el mar, yo, Antonio López Baeza, el enamorado del mar, yo, seguiré mirando en todos y por todos cuantos miren el mar, hasta el fin de los tiempos; seguiré latiendo en todos los corazones que contemplan el mar absortos en su misterio; permaneceré abrazando a todos los cuerpos que se sumergen abandonándose al movimiento acariciador de sus vaivenes. Quien, siquiera una vez, al mirar el mar, ha visto sólo el mar, nada más que el mar, despojado de toda idea o imagen anterior del mar, desnudo de todo afán de interpretación, análisis o apropiación alguna…, ese tal, no podrá nunca pronunciar la palabra “mar” sin tocar -besar- con sus labios las fuentes de la vida.

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II

MI primer encuentro con el mar, fue una derrota para mí. A veces, en el celuloide, había visto escenas de mar, paisajes marinos, que despertaban en mi imaginación el gozo de un encuentro personal, a la vez que una aguda interrogante: ¿cómo será en la realidad el mar? Y llegó mi encuentro con el mar. Más bien pronto. Nueve años cumplidos, y una infancia abierta a la magia de los sueños imposibles. ¿Fue mi primera contemplación del mar el acontecimiento más significativo de mi infancia? Así lo he pensado alguna vez

Y fue una derrota para mi alma sedienta de aventuras, abierta a lo inasible, aquel Primer encuentro, en que quedé rendido de asombro y admiración, ante el infinito movimiento de luz y agua, azul y oro en juegos de maravillosos intercambios que se apoderaban de mi entera capacidad de sentir.

Nunca podré saber en este mundo qué pasó dentro de mí, cuando, arrebatado por el espectáculo de la sábana gigante de agua en constantes olas, golpeando con ritmo sostenido la extensa franja de arena blanca de la playa, me quedé completamente desnudo frente al mar; me sentí instintivamente hijo del mar, uno con él en su inalcanzable lejanía y en su tender hacia mí sus amorosos brazos de cegadora luz y claro rumor de misterio.

Fue la vez primera en que supe que los sueños se hacen realidad; y que, los ensueños todos de belleza que nacen en nuestras almas, son presagio de esa verdad irrenunciable a ser más, en la comunión con las bondades del camino. El mar contemplado de desnudez a desnudez, nada tenía que ver con aquel otro de la pantalla cinematográfica. ¿O, tal vez, sí? ¡Sí! Desde la primera vez que se reflejó en mi mirada niña, fijando en mi espíritu las imágenes filmadas, comenzó a preparar para mí aquel encuentro que representaría un hito en el conjunto y sentido de mi vida.

Desde entonces, el mar, permanece para mí como símbolo de cuanto, lejano y cercano a un tiempo, nos revela la anchura y profundidad de nuestros anhelos más vivos. (¿Cada uno encuentra en la vida cuanto de belleza porta en su corazón?). Y, aquella infancia mía desnuda frente al mar (conmovida en sus raíces más tiernas por el mar), el mar me la devuelve -cada vez que lo miro-, irrenunciable esencia de mi ser hombre.

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12- TODOS LOS RÍOS DEL MUNDO

Para el Doctor D. Emilio Pérez Pérez, insigne defensor del Bien Común del Agua

AMO todos los ríos del mundo, los que he visto y los que no he visto (¡qué

lástima, morirse sin haber visto todos los ríos del mundo!).Yo amo todos los ríos del mundo, porque, los ríos son como vidas, y yo amo todas las vidas del mundo. Yo para esto vine al mundo: para ser río, es decir, para ser vida, que corre y corre a otros ríos, que corre y corre a otras vidas, buscando siempre el océano de un abrazo en que perderse. Para esto vine yo al mundo, para ser río que mana y mana de las entrañas telúricas de la tierra, que brota y brota de las fuentes misteriosas del ser, y ama y ama todo cuanto encuentra a lo largo de su curso, hasta llegar, habiéndolo abrazado todo a su paso, a la mar, que es el morir. Pero no, los ríos no mueren: quedan cantando en el verdor matizado de las plantas que erigen (como al descuido) en su fluir manso por las riveras; se hacen dulzura encaramada en el frutecer (tan variado) de los árboles; y mantienen, durante largo tiempo, la humedad de la tierra a fin de que las semillas soterradas rompan un día en asombro de primaveras efímeras en su loca eternidad. No, no; los ríos no mueren, porque después de haber sembrado a su paso belleza, dulzura, frescor y sombra, ¡todavía, a muchos ríos, les queda ímpetu y entusiasmo para desposarse con la mar; la mar, inmensa en su inquieta soledad y en su impaciente espera de amante! Porque los ríos -me lo han dicho ellos a mí mismo-, corren tanto, dejan tanto tras de si, tienen que olvidar tanto de cuanto han amado, besado, acariciado, en su divagar constante por parajes de enhiesta hermosura, bajo cielos de luces cambiantes y amenazantes ceños, soportar tanto..., mientras discurren por montes y laderas, por vaguadas y cañadas, entre ásperas rocas o dulces arenales, soñando siempre, en su corazón despierto, con los brazos amantes

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del mar, la mar…, su irrenunciable descanso eterno; ¡y sin poder retornar a la cuna -nunca olvidada- de su desnuda infancia…!

Yo amo todos los ríos del mundo, todas las luces del mundo, todas las canciones del mundo. Yo, como el río, no sé vivir sin un abrazo. Y, como el río, muero siempre en un abrazo que me desvela y confirma que la vida es noche, noche profunda de olvido de sí en otro. Pero, ¡qué universal y qué dulce la vida que queda del río, después de haber muerto, exhausto de tanto abrazar!: césped suave y brillante de las praderas, para que lo pisen los pies desnudos y alados de los niños, o sirva de lecho mullido a los cuerpos vencidos de los amantes; tronco robusto donde se encarama la savia rompiente de la primavera; y la noche, entre sus ramas, despliega extática su telar inabarcable de estrellas impacientes; donde el pájaro (no sin su pájara) cuelga su nido de paz y de canciones, para festejar la vida que se nos da, se multiplica y expande, como vuelo de inmensidad aprisionada. Música, mucha música, en el variado discurrir de sus aguas: adagio susurrante entre las piedras somnolientas del arroyuelo; sinfonía estrepitosa y atronadora en el arrojo de las cataratas; y canción melancólica, romántica, en su fluir por cañones y valles, haciendo más largo el lamento de su entrega vigorosa y total. (¡Ah, si los ríos no tuvieran música, serían cualquier cosa menos ríos!). Yo, río, vida, abrazo, música, hombre, Antonio, yo, tampoco sé vivir si no es cantando; tampoco sé morir si no es amando. Por eso, como el río (como la vida misma) ¡yo tampoco tengo miedo a la muerte! (¿No es cierto que la muerte sólo existe para los que no aman apasionadamente la vida, y que la vida es más viva para los que no temen ya a la muerte?). Por eso, yo, hombre, río, cauce para el amor, canción para el camino, no tengo miedo a tener que dejar esta vida; porque a mi paso, como cualquier río, pequeño o grande, caudaloso o débil en su elemento, he podido -¡muchas veces!- saciar la sed de un caminante fatigado que buscara, confiado, junto a mí, alivio en mis aguas, en mis márgenes reposo, en mis ondas frescor. Porque nosotros, los humanos, hombres-río, mujeres-río, multitud-río, -¡ríos que buscan otros ríos!-, caminamos, caminamos, con esa ansia profunda, que nos empuja desde dentro, sin que nunca lleguemos a saber del todo qué agua es la que puede saciarla para siempre, para siempre…, ¡ese siempre que anhelamos como nuestra liberación definitiva y total, y que es la verdadera cárcel en la que gemimos víctimas de nuestra eterna insatisfacción! ¿Habrá otro siempre, un para siempre, distinto al que cada vida pudo encontrar en un abrazo de total entrega?

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Somos (paradoja de las paradojas), somos ríos con sed: agua que puede saciar a otros pero no puede saciarse a sí misma. Y buscamos y buscamos, para nuestra sed, el agua por todas partes, de mil maneras, en solitario y en compañía; la buscamos con la garganta, con los ojos, con el pecho, con las manos, (porque la sed es patrimonio de nuestro entero ser); la buscamos con el corazón, y la buscamos con el alma (y, al buscarla con el alma, sabemos que tenemos alma, e intuimos que el alma de nuestro cuerpo es la sed, la misma insaciable sed que nos devora). Taladramos horizontes, cercanos y lejanos, (el horizonte de un cuerpo abierto a nuestra ávida mirada, o el de un paisaje dilatado, que atrae por su misma impalpable lejanía) en demanda del agua que nos sacie; escarbamos cielos, penetramos miembros, tallamos la hermosura en la tosquedad, navegamos melodías, desnudamos palabras, conjugamos los misterios de la luz y el color, esculpimos silencios con palabras temblorosas…: todo, todo, para ver si alguna vez -¡siquiera una vez!- se calma esta sed que somos, que nos empuja hacia lo desconocido (¿lo inasible?), destino al que no podemos renunciar. Yo, hombre, río, vida, abrazo, música, palabra, agua, silencio, Antonio, sed..., yo confieso que, deseo no se apague nunca esta sed, por acuciante que fuere; que quiero ser siempre sed, y saber que sólo otros (hombres-río, mujeres-río, Dios-Río) me pueden saciar, me pueden dar la verdadera armonía -el descanso de mi ser-, que sólo el agua que corre de otros hacia mí, de mí hasta otros, puede apagar este incendio de amor que me puso en marcha, Antonio-Río, desde las entrañas incandescentes de este misterio de pasión: no poder vivir sin amar, ni poder amar sin estar muriendo en cada entrega. Y que, sólo el agua que se ha bebido en otra boca, sedienta como la mía, en otro río, que corre como yo hacia la mar -que es el morir-, certifica en mi corazón que nunca moriré; que tu sed y mi sed, fundidas en una misma sed, es más caudalosa (impresionante, sobrecogedora) que todos los ríos del mundo, y arrastra irresistiblemente más allá de nosotros mismos, más allá de nuestra propia sed; más allá de todas las músicas, canciones y danzas, en que se resuelve el discurrir, sobre la superficie de la tierra, del arrojo confiado con que brotan y se entregan los manantiales del subsuelo virgen en los brazos de lo desconocido. Sí, yo amo todos los ríos del mundo; yo para esto vine al mundo, para ser río, que corre y corre a otro río, que corre y corre a otras vidas, anhelando siempre el océano de un abrazo en que fundirse. ¡Y, qué pena, tenerme que

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morir, sin haber visto todos los ríos del mundo; sin haberme bañado en todos los ríos del mundo; sin haber bebido el agua de todos los ríos del mundo; sin haber abrazado todos los cuerpos del amor que, a mi paso, se reflejaron, un instante, en el fluir ansioso de mis corrientes!

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13- DAR LA MANO

ES UN gesto que se repite mucho, hasta trivialmente: dar la mano a un

semejante, como saludo o despedida, como forma de sellar un pacto, como manifestación de afecto... Tal vez resulte un gesto cómodo porque se trata de la extremidad del cuerpo con la que antes llegamos al otro cuerpo (aunque también podríamos hacerlo con un puntapié, pero ya no sería educado); pero… ¿siempre es amistoso el acto de dar la mano? ¿Siempre con la mano va algo más del que la da y del que la recibe? Veamos. Tal vez la facilidad de dar la mano se fundamente en que pensamos que, al hacerlo, realizamos algo convencional, que a nada nos compromete. En este caso, dar la mano, equivale a poner una barrera. Tal vez porque, dando primero nuestra mano, pensemos poder sacar algo más del otro que el hecho simple de haber tenido un minuto su mano en la mía. Esto revelaría un hipócrita interés. Tal vez se lleven a cabo muchas otras formas de dar la mano en las cuales la mano no representa ni a la cabeza ni al corazón del que la da… Pero… Dar la mano es mucho más que unir el órgano principal del tacto humano con otro tacto semejante que se le abre. La mano -derecha o izquierda, ¡qué más da!- es el órgano corporal del tocar, del acariciar, del hacer, del modelar, del gesticular, del reñir… ¡Vaya, cuantas cosas es la mano! Unos alzan la mano para pedir orden y/o participación en la asamblea. Otros la cierran y alzan en puño para pedir justicia por las calles. Y otros, la extienden en las puertas de los supermercados y de los templos, para pedir por caridad algo que comer. La mano viene a ser, pues, un símbolo muy rico de la vida y sus vicisitudes humanas. ¿Quién duda de que en las manos de un artista, por ejemplo, o de un cirujano, o de un fisioterapeuta, actúe, si lo son auténticos, mucho más que la energía física y la habilidad adquirida? ¿Sería -podría- la mano algo sin una intención positiva en su estrella abierta en cinco dedos, sin un espíritu de hermandad navegando por sus nervios y venas? Sólo los enamorados saben muy bien cuántas puertas abren las manos a los secretos más recónditos y puros del corazón anhelante. Tú me tocas. Yo te toco. ¡Un mundo nuevo se ha abierto entre nosotros y para nosotros! Todos los enamorados saben, aunque no lo hayan reflexionado, que las delicias del tacto propician un salto a un más allá cada uno de sí mismo. Las más

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ardorosas caricias nunca son posesivas, nada tienen que conquistar, pues sumergen en un cielo de comunión en que la vida resume en sí éxtasis y sobresalto. Cuando al tenderle mi mano a una persona, ésta me la ha despreciado, no he necesitado saber nada más para comprender que no quiere nada conmigo (y esto me ha ocurrido más de una vez). En cambio, cuando al dar la mano, el otro, la aprieta dulcemente o la sostiene acariciadoramente entre las suyas, ya sé que, a través de nuestras manos, hemos llegado a rincones últimos (o, podemos llegar) de la conciencia más abierta y hambrienta de intercambio. ¡Y esto me ha ocurrido multitud de veces! No dejo de compadecer a aquellos que no quieren dar su mano a otra mano, sea porque se creen superiores o porque expresamente le niegan su amistad. De modo que negar la mano a otro ser que te la tiende confiadamente, no es sólo un desprecio al otro, sino una de las más claras maneras de rebajarse uno a sí mismo (¡cuán mísero el individuo que no sabe acoger en una mano el misterio de la vida que se le ofrece!). En la mano de cada persona está representado y condensado todo su ser persona, su cuerpo y su alma, las luces de su mente y los latidos de su corazón, los vacíos no colmados de la carne temblorosa que busca otro temblor de carne con que fundirse, y los fuegos tatuadores que marcan cada milímetro de la piel con imborrables señales de haberse sentido tacto inmortal en el calor de otra piel acariciada. La mano es un campo roturado por innumerables experiencias del ser compartido. Y todo lo que no es compartido, tarde o temprano deja de ser vida propia. Cuando estrecho una mano, pronto advierto si es fría o caliente; si en ella se da el corazón o sólo una distancia infranqueable. Y me dan pena todas esas manos, todas esas vidas, que han perdido -o, no han llegado a tener- esa capacidad de ser vehículos de cariño, de simpatía, de cordialidad, de compromiso mutuo. Al dar abierta y desnudamente mi mano, me hago cómplice de toda la realidad personal del otro, solidario en su amargura o en su felicidad. Y ya no puedo retirar mi mano de la suya sin la reconfortante sensación de haber compartido una existencia para acrecentar su felicidad con la mía, o para el firme propósito de hacer posible la felicidad ausente, buscando herir en sus raíces las causas de la amargura. Nunca retorna mi mano a mí de la misma manera que estaba en el momento de tenderla al otro. Nunca me he arrepentido de haber dado la mano y, con ella, sentimientos de paz y bien, para el que aceptaba estrecharla. Siempre siento que yo he recibido más de cuanto pueda haberle dado con mi mano abierta y tendida,

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Y he llegado a pensar, fundado en mi experiencia que, el que sólo da una partecita de su mano, no entera (y si la da entera lo hace con gélido gesto), es que no es dueño de toda su realidad personal. No se posee a sí mismo en la disponibilidad al diálogo mutuamente enriquecedor. Dar francamente la mano es ya inicio de sincero intercambio. Todos tenemos, más o menos, sin poder determinar muy bien en qué grado y forma, todos tenemos las manos sucias. Al darte mi mano, te pido que aceptes mi suciedad, poca o mucha, pero cierta. Al estrechar tu mano, acepto pasar a ser reo/culpable de tus propias ruindades. Pero siempre, siempre, con el propósito de luchar por la honradez máxima posible de tu vida y de la mía. ¡Por eso quisiera poder darte una mano libre de todo contagio de mal moral, que no tuviese repercusión negativa alguna en tu dignidad de persona! ¡Pero no es posible! He de continuar dando y recibiendo las humanas manos, estrechando en ellas los humanos corazones, aunque con tan noble acto inoculemos algún veneno el uno en el otro. Convencido estoy de que con el daño que propago al dar mi mano (siempre de algo sucia), propicio también el antiveneno, pues el único antídoto de la muerte es el amor que sostiene tu mano y la mía cuando las unimos en un apretón de cariño. La pureza no es incontaminación, sino comunión en la realidad humana aceptada tal cual es. Cuando me tiendes tu mano sin ambigüedad, y yo la estrecho suprimiendo toda distancia, algo impuro desaparece y una mayor pureza se adueña de nuestro existir. En la mano, dicen, que se lee el sino (el porvenir, la suerte de la persona). Mi suerte está en tus manos, amiga, amigo, cada vez que te doy la mía, y recibo la tuya como a ti mismo, a ti misma, compartiendo salvación o perdición; y no me importa que sea lo segundo, pues que al haber unido nuestras manos en un sentimiento de sincero altruismo, hemos anclado nuestras vidas más allá del bien y del mal. Si la cara es el espejo del alma, no lo dudes, hermano, hermana, la mano es la llave del corazón.

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14- LO INTOCABLE

LO INTOCABLE, lo absolutamente intocable en el mundo de hoy, es el dinero. Para el mundo de las finanzas, de la especulación, del gran capital, todas las puertas están abiertas (¡y ay de quien se le resista!). El poder del dinero es lo intocable. El dinero, sí, lo pueden tocar (manejar) los magnates; y los que no lo son, pueden, a lo sumo, contar con contados recursos económicos para con ellos seguir consumiendo e incrementando el capital en pocas manos. Es -dicen los detentadores de la abundancia- la única manera de garantizar el orden y el bien común cara al futuro de la humanidad. Una humanidad que crece y crece desaforadamente; ¿quién dará de comer a tantos millones de criaturas si nosotros -ricos del mundo y entidades financieras- no guardáramos para mañana lo que ya se necesita hoy? Y con este sarcasmo se quedan bien tranquilitos en su torre de oro donde no llega el grito de los desposeídos de la Tierra. Lo fanáticamente intocable hoy, el valor supremo y el objetivo dominante sobre todos los objetivos es -desmiéntanme, que os lo agradeceré- acumular y manejar el uso del dinero según criterios de rendimiento económico. Otros valores y objetivos, tales como…, la honestidad personal, la austeridad de costumbres, la solidaridad con los más necesitados y la justa distribución de los bienes de este mundo, la alianza entre pueblos, razas y culturas, la Justicia y la Paz, el sacrificio de los que tienen más a favor de los que tienen menos…, eso -dicen- ¡utopías!; sueños de los débiles, que deben ser arrasados de la mente del planeta, como enemigos públicos del sistema que promete bienestar para todos (eso sí: bienestar a base del consumo consumidor). Con palabras descalificadoras: utópico, idealista, ingenuo, soñador, revolucionario (y a este término le dan una enorme carga de subversión demoledora), intentan conseguir -y lo consiguen a gran escala- que la mayoría piense como ellos y se rinda a su poder enmascarado. ¡Oh, maravilloso diseño de un orden mundial sin más poder que el dinero en pocas manos, sin más autoridad que la libre circulación del capital, sin más objetivo social que el sálvese quien pueda! ¿Cuántos millones de habitante sobran todavía en el planeta Tierra para conseguir la plena realización de tal diseño? ¿Quién no se ha percatado todavía de que el bienestar -lo que ellos llaman así- es el nuevo Molog devorador de vidas, el nuevo ídolo sembrador sin discriminación de muerte? El Leviatán bíblico se nos revela en las

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circunstancias actuales del mundo, como un poder político absolutamente en manos del dinero. ¿No es más grande el sacrificio que se pide hoy a los pueblos para mantener tal sistema que los frutos reales y posibles por él prometidos? ¿No conduce el diseño del pensamiento único a dejar para los habitantes del futuro un mundo inhabitable, o lo que es lo mismo, un retorno al caos de la fuerza bruta, de los sentimientos frustrados? ¿Podrá dar el Capital lo que no tiene: entrañas de misericordia? ¡Oh, diseño latente a lo largo de siglos y milenios, diseño del egoísmo convertido en rapacidad, diseño de la ley del más fuerte como razón suprema, y ahora facilitado por una superpotente técnica en manos de seres sin conciencia, de mentes sin corazón! ¡Qué duro eres -me dicen algunos- con el sistema capitalista! ¿Es que tú no necesitas el dinero para vivir? Lo que más necesito para vivir es una sana conciencia y un sentido de la vida fundado en el amor. ¿El amor? -tornan a argüir-, ¡vaya palabrita! Acaso los que han sabido hacer dinero en abundancia, incrementarlo en negocios que dan trabajo a los pobres y defenderlo con su sistema mundial de bancos y multinacionales, ¿son seres sin amor? ¿No aman a nadie? ¿O, tal vez, es que tienen doble vida, dos personalidades en una única existencia, y con una niegan a la otra, con la ambición asfixian al amor, y con el amor (a los suyos íntimos, ¡claro!), mantienen sin cortar el hilo sutil que todavía los ata a la humanidad? Lo cierto es que se trata de una especie muy especial la de los multimillonarios: un pequeñísimo grupo que mantiene en jaque a miles de millones de seres vivos, y que no se ocupa lo debido en no hacer daño al medio ambiente. Seguir esperando las verdaderas soluciones de ellos -los capitalistas de dinero o de ideología- resulta como negar a la mayoría, a favor de una minoría, el bien que es de todos. ¡Oh, gloria de pertenecer a una etapa de la historia humana marcada por el poder más corrosivo que jamás haya existido en manos del hombre: el de manejar las fuentes mismas de la vida y poder trasformarlas en beneficio del más fuerte! (¿Pensará el más fuerte de hoy que lo seguirá siendo mañana? ¿Existirá un mañana para quienes no ha sabido respetar hoy las fuentes de la vida?). Hoy las fuentes de la vida son equiparadas a fuentes de riqueza económica y poder administrativo y legal (político y social) que dicta lo que conviene o no a la mayoría. Tal es el diseño del llamado pensamiento único. Pero lo que no ha conseguido ni conseguirá el poder del dinero, por mucha influencia que tenga sobre usos y costumbres de la humanidad actual (y tal es su objetivo más claro), es reducir al hombre a un ser de necesidades materiales. Las otras, las necesidades del espíritu, no se nutren con el dinero, y entre ellas destacan la de todo hombre es mi hermano en paridad de derechos y necesidades, y, la vida es mucho más, incomparablemente más,

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que la mera satisfacción de las primeras necesidades y el desahogo de los instintos primarios. ¡Pero que mucho más! Porque lo intolerable, lo absolutamente intolerable hoy en el mundo, es que los grandes lo sigan siendo a costa de los pequeños (pequeños países, pequeñas comunidades, pequeñas empresas, personas empequeñecidas a fuerza de reducirlas a seres de producción y consumo, desprovistas de información o, lo que es peor, manejadas por un exceso manipulado de la misma; información deformadora de mentes y conciencias). Que la vida de millones de individuos -¡y aunque se tratara de un solo individuo humano!-, no valga más, ¡infinitamente más!, que el oro acumulado en los grandes bancos, y que todo el progreso técnico-científico, feudo del dominio expoliador de las multinacionales, es el pecado colectivo del que nadie se puede sentir totalmente exculpado. Sólo los que se rebelan contra tal sistema de pensamiento y de poder; sólo los indignados ante el avance arrollador del poder económico en pocas manos, podrán saber, con sabiduría invencible, con energía constructiva que, lo intocable, lo absolutamente intocable en el mundo de hoy -¡y siempre!-, es el derecho de todos los humanos a disfrutar por igual de los bienes de la tierra; y es el respeto sagrado a las fuentes de la vida, donde cada humano es y aprende a ser hermano solícito y solidario de todos los seres del Universo. Lo intocable es la Dignidad de la Persona Humana, la que perdemos tú y yo siempre que aceptamos, aunque nos parezca en grado insignificante, que el dinero (léase la violencia, la explotación, el odio…) tenga la última palabra. Alguien lo dijo hace ya mucho tiempo: Nadie puede servir a dos señores: a

la Dignidad Humana y a manmón: el dios dinero. ( Mt 6,24). Cuando lo intocable de verdad es la Dignidad Humana, se hace mucho más fácil descubrir que Dios -Creador y Señor, Padre y Hermano- vive en medio de nosotros.

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15- LEER Y SER LEÍDO

YO PERTENEZCO, todavía, a la cultura del libro impreso. Leer es uno de

los placeres permitidos con el único handicap de no perder la cabeza (como le ocurriera al buen Quijano, de tanto pasar las noches de claro en claro y

los días de turbio en turbio). Los libros están bien; pero los libros no son la vida. Pueden ser parte de la vida, pero nunca serán la vida misma. Mi buen profesor de filosofía me enseñó aquello de primum, vivere; deinde,

filosofare. Leer para pensar la vida que ya se ha vivido y para corregir errores que antes se han podido cometer. Leer es un placer; pero leer como búsqueda, como diálogo, como cultivo de la propia lengua.. Ni la Ilíada, ni el Quijote, ni la Divina Comedia, ni Hamlet, ni Los Hermanos Karamazov (ponga cada uno aquí sus títulos preferidos), podrán sustituir la experiencia directa de la vida, de estar vivo y encontrarse solo frente a los desafíos de la propia libertad. Por mucha vida que contengan en sus páginas las obras maestras de la literatura universal, son parte de la vida vivida por su autor, o bebida por su autor en otras vidas cercanas. Porque la vida es un pozo insondable de aguas frescas y oscuras, que exige a cada sediento encontrar su forma propia de extraerlas de las profundidades de su experiencia existencial. Pozal para aguas tan soterrañas nunca estará en el solo pensamiento de la razón discursiva. Y esto (extraer la más viva energía de las aguas más profundas del espíritu) lo han sabido hacer muy bien los grandes escritores de la humanidad. Por eso es recomendable escucharlos, es decir, saber leerlos en intercambio de experiencias. Tal intercambio es sin duda más enriquecedor para el que lee, si lo hace aportando su propia síntesis personal en torno a los valores transmitidos por el autor. Y esto, a todas luces, supone que no soy tantum tabula rassa frente a la página que devoro. Leer es beber a sorbos, en las manos del mismo autor, la esencia de vivencias, paisajes, intuiciones, descubrimientos… que le motivaron el texto que ahora yo saboreo en mi soledad. Unas veces será agua del amor sufriente, alumbrador de verdades estimulantes para seguir en la brecha de la fidelidad; otras veces, el agua corrompida por el desencanto y visiones negativas de la realidad, que cierran las puertas a la esperanza y a la combatividad (no es inusitado que algún lector haya encontrado su muerte

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ahorcado o asfixiado en las páginas de un libro*). Por ello leer es elegir, seleccionar, enjuiciar…, actitudes que nos piden ponernos en guardia, con conciencia crítica ante la página leída, a fin de saber decir “no” a cuanto pueda negar la hermosura de la vida, o pretende sustituir (impostar) la vida real por imaginarios de poder, autosuficiencia, violencia y muerte. Se desprende de lo recién dicho que leer no es cosa fácil. Hay que aprender. Con frecuencia me he encontrado con personas que, ante un texto sombrío, marcado por la exposición de situaciones lúgubres y trágicas, desisten de continuar con la lectura, se ahogan en las tintas negras, y no intuyen la intención luminosa del autor de extraer de tales descripciones saludables. enseñanzas. Poner el dedo en la llaga -que es lo que estos autores quieren hacer- es condición imprescindible para denunciar el mal y disponernos a luchar contra el mismo. La cultura libresca (así suele denominarse a aquella que se alimenta sólo o principalmente de páginas impresas) revela un alma menguada, sin horizontes vitales, que ha preferido refugiarse en la seguridad y fragancia de la página escrita con buen pulso, antes que salir al aire libre del combate por la propia identidad y la síntesis personal de su visión sobre el mundo, a que suelen invitar los libros que nos llegan empapados de las entrañas de sus autores. La llamada cultura libresca es en realidad incultura vital. No se ha buscado en los libros respuesta a las grandes interrogantes de la existencia. Se ha acudido a la letra impresa, no pocas veces, para dispensarse a sí mismo del esfuerzo que supone un vivir libre y responsable, en actitud sincera de búsqueda, con hambre de fidelidad a sí mismo. La acumulación de conocimientos teóricos, constituye una barrera infranqueable para volver a ponerse en contacto con el aire fuerte de la realidad. Leer mucho en poco es gran sabiduría de lector avisado. Una página bien leída puede valer por todo un magnífico tratado. El que lee para conocer mejor el mundo en que vive y a sí mismo, encuentra en cada momento el libro (el texto) que necesita para seguir avanzando por el camino de la fidelidad a sí mismo y de su conciencia de misión. Aquí me atrevo a decir que los lectores asiduos de poesía tienen una gran ventaja sobre quienes no hincan el diente al género lírico. Leer poesía es leer mucha vida en poco texto. Y el habituado a la lectura poética es más difícil de ser engañado por lo novedoso, lo exótico y superficial que el marketing publicitario impone como lo que hay que leer para no quedarse en la cuneta del conocimiento.

* Romano Guardini habla de que su libro LA ACEPTACIÓN DE SÍ MISMO, arrancó de la cabeza de un lector la idea del suicidio; en tanto que Pablo Neruda tuvo que reconocer el suicidio de un joven con su libro MEMORIAL DE ISLA NEGRA en las manos.

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Mas, leer y comprender, es tarea de muchos esfuerzos continuados. Se comienza por el sacrificio de renunciar, por largos ratos, a la compañía de seres queridos con quienes te encuentras a gusto, y de quienes recibes también mucho s bienes. El libro ha de ser en esos momentos, en el tiempo que a él le dedicas, tu amigo, tu amante, tu confidente, tu maestro, todo. Es un amigo exigente que te pide todo tu tiempo y emoción para él, sólo para él. Otro sacrificio -a veces muy intenso- del aprender a leer, es el de llegar a sintonizar con el estilo literario del autor que te ocupa (¡cuántas veces hemos renunciado a una mina del saber por haber rechazado demasiado pronto el lenguaje poco comprensible -para mí- de un creador!). Porque en el estilo de cada escritor está la esencia de su experiencia vital. Y, las mejores experiencias, las más universales y liberadoras, vienen envueltas en un lenguaje peculiar, emanado de una profundidad humana, individual, única e irrepetible, difícil de verter en otra forma de comunicación verbal. El estilo es la esencia de la comunicación escrita. Y a la vez, el estilo es la garantía de que al hincarle el diente, voy a tener que extraer de mí mismos energías -luces- antes desconocidas. ¡Cómo agradezco a autores, tales como Teresa de Ávila entre los clásicos, y Marcel Lègaut en nuestro tiempo, el haberme pedido un esfuerzo, no pequeño en su momento, para `poder traspasar la corteza de su estilo, y gustar la pulpa de su sabiduría concentrada! Hay otra cuestión: ser leído. ¿No es esa la pretensión de todo el que escribe? Si lo que buscamos beber en los libros que leemos es la vida, la vida misma, la vida real con toda su hermosura y dureza, con sus riesgos y desafíos, sin evasiones ni autoengaños, es preciso recapacitar que mi vida, lo que yo soy, pienso, siento, sueño, digo y hago, aunque no lo escriba en páginas impresas, forma parte del gran libro de la vida universal, en el que muchos leen hoy y podrán leer mañana. Si los libros se leen a la luz de la vida, y la vida es comprendida mejor a la luz de los libros, nunca hay que olvidar que la existencia en sí misma es el gran libro de la vida que entre todos los vivientes escribimos. Todo aquel que vive su vida en intercambio de amor con otras vidas está escribiendo la mejor historia, la que podrán leer las futuras generaciones dando gracias a sus antepasados. Esta es la mejor y más segura manera de que todos seamos leídos por otros congéneres, y en distintos momentos y lugares del proceso humano global. Si se me entiende, no sólo el escritor profesional o aficionado busca ser leído; todo el que vive en fidelidad a sí mismo y a las llamadas de su época, se hace materia de lectura en el devenir histórico en que su ser y su testimonio se une al de otros muchos para escribir páginas vivas. La escritura que llega a nosotros en páginas impresas, sólo es posible (y valiosa) en

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cuanto recoge y se conecta con el gran teatro del mundo, donde cada viviente es una página (más o menos luminosa) que tiene algo (o mucho) que decir al volumen de la Historia del Universo. Que la historia la escribimos entre todos. Que cada generación tiene su página en blanco para llenarla con lo que sea capaz de llevar a cabo, en respuesta a las demandas del momento, en las que siempre se escucharán junto a los gemidos de los últimos, los rugidos de los dictadores, y la ley del más fuerte. Y cada miembro de cada generación tiene sus renglones de redacción personal, que nadie puede escribir en su lugar. El mensaje o sentido que cada generación ha de aportar a la historia universal, no viene escrito, aunque sí condicionado, por generaciones anteriores. Cada generación tiene algo propio que decir. Y los que saben leer en el libro de la vida, ayudados muchas veces por las mejores páginas impresas de todos los tiempos, son quienes aportan a su generación la sensibilidad que la capacita para avanzar hacia el más allá siempre necesario, irrenunciable por contener las respuestas adecuadas a la necesidades de cada momento, y las preguntas acuciantes para no dormirse en los laureles. ¡Yo seré leído! ¡Yo, el que tanto leí, seré también leído! Y seré juzgado por generaciones venideras. Y espero que dichas generaciones serán mejores que la mía, porque habrán bebido (leído) de la mía páginas hermosas, no de heroísmo, pero sí de amor desinteresado, de búsqueda apasionada, y de una necesidad incoercible de ser con los demás y para los demás. ¡Yo seré leído, escrutado, desentrañado, puesto al viento del discernimiento universal para el bien común! Lo seré, ciertamente, en la lectura que hagan generaciones futuras de en la que yo he vivido y actuado. Me gustaría, me satisfaría al máximo, que algunas de las páginas de mis libros más amados, más leídos y con más fruición por mí (el Nuevo Testamento, en primer lugar), apareciesen como valores incuestionables de mi generación, valores encarnados en las luchas, éxitos y fracasos de muchos de mis coetáneos como lo fueron de mí mismo. A nadie que conozca un tanto de mi escritura (y a través de ella de mi vida real) se le ocultará que el ser con nosotros constituyó la base más firme de mi existencia. Mi amor a la literatura nunca ha dejado de ser amor a la vida, amor a la Humanidad Histórica. Leí para conocer mejor el mundo en que vivía y a mí mismo. Por eso hube de andar con pies de plomo en la elección de mis lecturas. Fueron muchos los libros que cayeron en mis manos y pasaron ante mis ojos; ¡pero cuán pocos los que tocaron mi corazón y levantaron mi ánimo para seguir amando la vida! Leer es elegir. Y en el fondo, fondo, el que elige el bien se elige a sí mismo.

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16- LA BELLEZA COMO MISTERIO

CREO QUE nada puede ser bello en este mundo si no es a la vez bueno y verdadero. A la vez. Esto significa -ha significado para mí- que, cuantas veces me he dejado seducir por algo bello (experiencia no infrecuente a lo largo de mis años ya no pocos), he llegado a abismos tales de entusiasmo -diríase paroxismo-, que me he visto obligado, ya al borde de la aniquilación, a buscar algún terreno en que pisar firme, un asidero al que sujetar mi conciencia derivada hacia fuegos devoradores en paraderos sin retorno. La belleza, por sí sola, tiene un gran poder destructivo. Pero al mismo tiempo, en sí y por sí misma, invoca la necesidad de otros valores o categorías, tales como la justicia, la armonía, la inmortalidad, en los que se apoya para poder seguir siendo belleza. Que la belleza aislada de otros valores humanos puede tener gran poder aniquilador, lo han sabido artistas de todos los tiempos*. Y sólo se han visto a salvo de su poder desgarrador al encontrar sus asideros en el amor a la humanidad y en el sentido de más allá a que toda belleza convoca. Algo así como decirnos que la belleza por la belleza no es la belleza que nos salva**. La belleza, tanto física como moral, estética como espiritual, tiende a tomar posesión absoluta del ser que se deja conquistar por sus luces cegadoras. Algo así como si estuviéramos hechos con moldes cuyas formas y dimensiones tienen su medida colmada en la belleza que les seduce. ¿Es el ser humano un receptor natural de rayos de belleza que lo deslumbran y le hacen perder pie en su camino? ¿Hemos sido creados para la belleza de modo que no llegamos a ser nosotros mismos sin ella? Yo confieso que he estado muchas veces a punto de ser devorado por olas de belleza que se sucedían impetuosamente en las playas de mi alma para dejar en ella mensajes de lo inasible. Incluso he llegado a culpar al Creador por haber poblado este mundo de tantas y tan singulares bellezas, cada una de ellas con el poder dominador de golpear mis entrañas haciéndolas derivar hacia sensaciones inalcanzables. Belleza como hambre de cuanto es más de lo que mi ser natural precisa para su feliz cumplimiento. Aunque migajas de belleza sean suficiente para un espíritu hambreante de lo sublime, éste nunca se

* Un buen ejemplo de ello lo tenemos en la producción de Stendhal, y muy en concreto en su relato ¿QUIÉN ME

DEFENDRÁ DE TU BELLEZA?, alusivo a la obra y el sentimiento de Miguel Ángel Buonarroti. ** Tan patente en toda la obra de F. Dostoievski, pero de una manera especial en su novela EL IDIOTA.

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satisface intuyendo que cada migaja contiene el aviso de un todo irrenunciable. ¿Quién puede negar que la belleza es una chispa que salta al camino, e incendia con su fuerza avasalladora los últimos recursos defensivos del alma? ¿Por qué aquel rostro, visto y no visto, dejó en mi sensibilidad un regusto que es deseo de fusión, esperanza de nuevo encuentro, angustia de una pérdida irreparable, pasión de un imposible…? Decid, decidme... ¿Por qué la leve caricia sobre aquel cuerpo amado, me hacía saber en cada pálpito encendido de mis dedos sobre su piel, que toda la belleza del universo estaba contenida ya en el hecho mudo del asombro de constatar que en toda carne mortal habita un cielo de entusiasmo compartido? ¿Y, por qué, por qué -¡conteste quién lo sepa!-, tantas y tantas veces me he quedado sumido, perdido de mí mismo, en la contemplación de un paisaje, un espacio recortado de tierra y cielo, donde podía leer los más ardiente poemas, escuchar las más melodiosas canciones, y abrazar, uno a uno, a todos los seres del universo, hasta descubrir que, esencialmente, todos somos uno con todo? ¿No será que el misterio mayor de la belleza está contenido en la comunión y solidaridad esencial entre todo lo existente? ¡Ah, sí!: la belleza es parámetro de unidad. Toda belleza llama a una fusión. Pero tal unión no es posesiva -la belleza siempre es esquiva- ni dependiente, pues se trata de una singular vivencia de entrelazamiento en el misterio, que hace señas, constante e invariable, desde dentro de cuanto es bello. Y al revelarse así toda belleza, como dato inmanente y característico de la realidad que somos, en que vivimos y nos movemos, llegamos a la conclusión de que el amor es el ingrediente y la cuestión fundamental en el fenómeno de la belleza. Se da para llamarnos al amor, para entregarnos a la unidad, para hacernos salir de nosotros mismos y descubrir un universo de abrazos en cadena. Es la presencia oculta del amor la que nos obliga en toda belleza a comulgar con el misterio . Así (aunque a tropezones) di el primer paso para comprender vivamente que no existe belleza sino en el amor y por el amor. El mundo es bello -o, al menos, contenedor de innumerables bellezas-, porque el mundo es reclamo de amor; y, al atender sus encantos como escuela de comunión, de admiración y de servicio, pude descubrir que tal síntesis de la belleza tiene poder para vencer nuestro inveterado egoísmo, al par que nos arranca de esa apatía existencial que tan fácilmente degenera en nihilismo y/o en ambición

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de poder. Si la belleza se viese vinculada sólo al placer físico o moral (a los cuales, ciertamente, lo está), no sería ese ángel terrible de Rilke, propiciador de las más nobles aspiraciones del alma*. Es el camino que todos debemos recorrer para que seamos enriquecidos con las cualidades exquisitas, regeneradoras, que sólo la belleza puede aportar a la vida humana. ¿La belleza como camino de libertad? ¡Sin duda! Con tal de que nunca pierda su cualidad de señales del amor que nos llama, nos realiza, nos salva.. El amor ama la belleza (diríase que están hechos el uno para la otra). El amor quiere ser belleza recibida en admiración, alabanza, acción de gracias y fruición sin hastío. La belleza quiere ser amor; amor no posesivo, sino dilatador de todas las posibilidades y anhelos del espíritu. La belleza, que señala al amor como puerto de todos sus descansos, señala con la misma dirección a la verdad de la condición humana: entonces, a la luz de la belleza, advierto que mi verdad es tener hambre de amor, y aceptar que dicha hambre me define como caminante solitario, siempre en pos de más verdad, de más fidelidad a mí mismo, de más amor a cuanto es vida en mi ser y en torno a mí. Ningún amor, ninguna belleza, es suficiente para mi hambre de comunión con lo infinito que me define. Esa es la verdad de mi vida. Esa es también la belleza que me salva de pretender ser yo mi propio salvador. Una vez que el misterio de la Belleza -su imposible separación de la Bondad y la Verdad- ha sido revelado a un alma humana, esta no tiene más función en la vida que la de hacerse bella para los demás, es decir, mostrar en la búsqueda de la Verdad su pasión más excitante, y en la Bondad que traza caminos de abrazo, su mayor fidelidad a sí mismo.

* Alusión a los poemas I y II de LAS ELEGÍAS DEL DUINO.

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17- EL MISTERIO DEL PERDÓN

¿SE PERDONARÁ Dios a sí mismo haber creado al hombre? (Por lo menos sabemos de buen cuño que alguna vez se arrepintió de haberlo hecho*). ¿No es el humano la única criatura capaz de negar -y aún despreciar- a su propio Creador? ¿No ha pretendido, muchas veces, el hombre, crearse a sí mismo, sin tener en cuenta el proyecto de vida que el Creador le ofrece para su propia y feliz realización? ¿Y no ha venido a ser, con su orgullo demoníaco, causa de daño para el resto de criaturas (incluida su propia especie) así como para el conjunto de la Creación? Dios, sí; Dios se ha perdonado a sí mismo su audacia de haber creado al hombre a imagen y semejanza suyas. Se perdonó en su propio Hijo, hecho en todo Hombre, Semejante a nosotros, Siervo Doliente, Amigo de pecadores y prostitutas, entregado a la muerte a fin de que el Perdón fuese la palabra definitiva en las relaciones de Dios con la humanidad histórica. En la cruz de Jesús de Nazaret se escuchó de sus labios la petición de perdón, como la certera palabra creadora de un mundo nuevo. Desde entonces, el perdón tiene el poder de hacer nuevas todas las cosas. ¿No resulta la aportación más fascinante y genuina del Cristianismo al espíritu y a la cultura humanos el perdón a los enemigos hasta destruir la enemistad, como base de toda la convivencia humana? Perdón que no siempre será fácil, pero siempre imprescindible, a fin de que la justicia no derive en saña y venganza. Mas… ¿y si el hombre no perdonara a Dios el haberlo creado a imagen de su omnímoda Libertad, a semejanza de su divino Amor? ¿Y si el hombre prefiriera hacerse a sí mismo a imagen y semejanza de los ídolos del poder, la ambición, la eficacia a ultranza, el placer y el prestigio…, antes que haber sido hecho poco inferior a los ángeles, coronado de gloria y dignidad,

destinado a mirar a su Creador cara a cara? ¿Y si el hombre no perdonara a Dios la vocación de eternidad, el hambre de infinito, que lleva impresos en el trasfondo de sus más vivos deseos, y que no se satisfacen con ninguno de los bienes limitados de este mundo? ¿Por qué he de ser una criatura inadaptada a mi medio natural, que tanto tengo que luchar -se pegunta el humano- para alcanzar supervivencia y sentido?

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¿Para qué me has creado en estado de libertad temporal a la vez que en gracia de un destino eterno, cuando a mí me habría bastado con ser hijo de esta tierra, compartiendo la suerte de luces y tinieblas con el total de las criaturas que se arrastran sobre la corteza terrestre y en los abismos de las aguas? ¿Para qué me has dado este mirar a las alturas, escudriñar el cosmos, medir la velocidad de la luz, codificar la existencia de lo infinito y lo infinitesimal, cuando mis años sobre la Tierra están contados, y tan mermada es mi capacidad de disfrutar de tanta hermosura y grandeza, que componen el hábitat en que me muevo, y pulsan las cuerdas más sensibles de mi ser carnal, sin que nunca halle descanso definitivo en nada de este mundo? ¿Qué pretendes de mí, Tú, que te nombras mi Creador, y que sólo me has dado un espacio de libertad temporal que, en su uso, no siempre adecuado, me remite a ser esclavo de mis muchas pasiones insatisfechas? ¿Por qué me has hecho también, en la hondura de mi conciencia, capaz de culpa, de remordimiento, de desesperanza…, que con tanta frecuencia y facilidad dejan mi vida abocada al absurdo y el desencanto? ¿Podré perdonarte -¡oh Dios!- lo desmesurado que se encierra en la pequeñez de mi ser, incompleto pero complejo, limitado pero rico en anhelos y posibilidades de ser y de decirse? ¿Es verdad, Creador invisible de todo lo visible, que Tú ya te has perdonado a ti mismo la audacia de crear al ser humano con vocación de ser divino? ¿Es verdad que el Hombre Jesús de Nazaret ha venido a comunicarnos que Dios se perdona a sí mismo su desmedido amor a los hombres, y que, para siempre, el perdón será ya el mejor eslabón que une lo Divino con lo Humano? En el saber perdonar ¿es donde el humano encuentra su talla más divina? ¡Sólo de Dios -de Dios que se perdona a sí mismo-, procede todo perdón que reconcilia al hombre consigo mismo, con su entorno vital y con y su destino eterno! Este es el misterio del perdón: Dios que se ha perdonado a sí mismo, y es perdón en sí para todos y para siempre; pero sólo experimenta y goza dicho perdón, quien sabe perdonarse a sí mismo, aceptando su quebradiza condición de ser incompleto, sus contradicciones morales, sin renunciar jamás a su dignidad de criatura libre y responsable; sabiendo igualmente perdonar a su prójimo, en la conciencia de que todos formamos parte del misterio del perdón. Jamás un hombre, una mujer, perdonará a un congénere suyo que le haya ofendido si antes no se ha perdonado a sí mismo. (¡¿Cuántas veces no se ha repetido en este párrafo la expresión “sí mismo” referida unas veces a Dios, otras a la criatura humana?!). Y si el “sí mismo” de Dios es su Misericordia inquebrantable manifestada en el perdón cuya única condición puesta por Él es que lo acepte el humano, el “sí mismo” de la criatura con autoconciencia, libertad y responsabilidad, es la de

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reconocerse “criatura”, alguien todavía no realizado del todo, que tiene en sí tesoros de posibilidades inmensas en felicidad, creatividad, relación…, pero que todo ello lo lleva en vasos de barro, en quebradiza naturaleza expuesta a la fuerza bruta del inconsciente y de leyes físicas que se nos escapan. El que acepta el Amor de Dios, sabe, que el perdón de Dios a sí mismo, es infinitamente más grande que su osadía de haber creado al Hombre. Y es, por supuesto, el sol que destierra de una vez para siempre todas las tinieblas de nuestro actuar débil, ignorante, imperfecto, sobre la tierra. Seguiré haciendo el mal que no quiero; pero sabiendo que es mal, que hace daño a mí y a mis semejantes, y que no lo quiero, lo detesto como tal mal, aunque lo haya llevado a cabo yo con mi conducta que reconozco rechazable. ¡Y cuán difícil es mantener la humildad de tal reconocimiento, dado que todos queremos ser perfectos a nuestros propios ojos y ante la mirada de los demás! A nadie debe parecerle extraño que haya tantos humanos que niegan a Dios, cuando no han descubierto en el perdón, el perdón en sí, el perdón a sí mismos y el perdón a los otros, el camino más expedito hacia la verdadera libertad. Y es que, cuando muere la libertad de un hombre, muere Dios para el hombre. Cuando un humano cae esclavo del odio, el castigo inexorable, la venganza demoledora…, sin que desaparezca su ser a imagen y semejanza

del Creador, queda tan debilitada, tan a punto de borrarse dicha imagen que, lo primero que se nubla es la libertad; la Libertad, el soplo más vivificador de Dios en el Hombre. La omnímoda Libertad de Dios se nos muestra en su capacidad de perdón sin límites. La Libertad creatural del Hombre se incrementa a base de amor, comprensión, indulgencia, perdón.

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18- DESDE LO HONDO A TI GRITO, SEÑOR

DESDE lo hondo a ti grito, Señor. Desde la fuente incesante del dolor de la existencia humana; desde la impotencia que me corroe ante el sufrimiento de los más indefensos y desfavorecidos; desde mi conciencia de hombre que no se resigna ante tanto absurdo y sinsentido que afean la hermosura del mundo en que vivimos…, te pregunto: ¿Tú, quién eres? Desde mi ser hambriento, abierto a disfrutar de todas las bondades de las criaturas, pero por eso mismo condenado a sufrir y morir con cada una de ellas…, dime, ¿Tú, quién eres? ¡Es la pregunta más acuciante que hiere mis entrañas. Creo que tengo derecho a preguntártelo, y a no conformarme con las respuestas prefabricadas que muchos han dado de ti (estampitas manoseadas que el tiempo y el mal uso se encargaron de hacer ininteligibles e inútiles). Creo que no dejarás sin respuesta mi pregunta, si es verdad que Tú existes, seas quien seas, seas como seas, estés donde estés…; Tú, a quien llamo “mi Dios”…; Tú, dime, ¿quién eres? Me han dicho que eres un Dios que habla, y eso me ha animado, en la esperanza de llegar a saber algo de ti, en éste mi deseo que me abrasa de escuchar tu voz. Me he dedicado a aprender a hacer silencio, a fin de que ninguna distracción ni preocupación superficial me dificulte oír tu voz. Quiero escucharte; escucharte, sí, aunque no pueda verte. Porque también me ha dicho que nadie puede ver a Dios y no morir en el acto. Y, precisamente, lo que yo quiero es vivir, y porque quiero vivir, es por lo que desde lo hondo, grito a ti, Señor; Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de

mi súplica. No te pediré nada, Señor, que no sea vivir, ser humano, y amar a mis hermanos como a mí mismo. (¿No es exactamente eso lo que Tú quieres que te pidamos?). Sé que creer en ti y buscar una conciencia libre y responsable es la garantía de no engañarse uno a sí mismo. Quiero vivir. Ser consciente de lo que significa estar vivo. Amar la vida que, sin ser mía, pasa por mí y me une a todos los vivientes. La orientación de todas mis súplicas, Señor, es siempre la misma: ¡dame vida!

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Si es verdad que puedes oírme y responderme, debe ser porque no estás lejos. Dicen que estás en todas partes. Pero ¿cómo estás? ¿Y cómo puedo saber yo que estás? Yo estoy en lo hondo, he bajado a lo más profundo de mi ser para hablar contigo: ¿Tú, también estás en lo hondo de mi ser? Yo estoy en la duda, en la búsqueda, en la esperanza, en el fracaso…; yo estoy en la necesidad de llegar a ser yo mismo; yo estoy en la lucha diaria y pertinaz contra la muerte... ¿Y Tú? ¿También estás en la duda, en el fracaso, en la necesidad de ser tú mismo, en lucha contra la muerte vencedora? Si estás en todo, si estás en mí..., ¡tal vez no tenga ni siquiera que gritarte, porque Tú lo vives todo, lo eres todo, eres el mismo grito y la respuesta! De veras, Señor, ¿me escuchas cuando te grito? Y, aunque no te grite, ¿me escuchas? ¡Curioso! ¡Muy curioso! No me cuadra nada de esto último (un Dios que se identifica con el grito de las entrañas humanas) con la idea de Dios que se nos ha trasmitido tradicionalmente: el Todopoderoso, Infinito y Eterno… Algo así como un señor autosuficiente, que se basta a sí mismo y hace lo que quiere y cuando quiere y como quiere, según sus designio inescrutables. ¿Es ese el Dios al que yo grito? ¿Qué confianza podría tener en tal caso de ser escuchado y respondido? ¿Qué solución puede haber o esperarse para tanta miseria humana, tanto sufrimiento acumulado, tanta soledad irredenta, tantas atrocidades cometidas por el hombre contra el hombre, si Tú, Dios, sólo eres ese señor que permanece “separado” de las entrañas que te gritan? Pero frente a esa imagen del Dios siempre lejano, totalmente Otro a la realidad temporal de sus criaturas, nos ha llegado la otra imagen de un Dios cercano, identificado con todas las causas por las que “sus hijos” gritamos a Él desde lo hondo de nuestras situaciones tantas veces insostenibles. Desde lo hondo del dolor humano, ¿grita lo hondo del dolor divino? Cuando grito a mi Dios, ¿no sólo sé que me escucha y responde, sino más aún, que Él hace suyo mi grito, y, por tanto, introduce dentro de sí mi propia necesidad y miseria hasta hacerlas suyas? ¿Es, pues, el dolor, la verdadera hondura, en que el humano se encuentra con su propio Creador, compartiendo realidad y suerte? El sufrimiento y la muerte, las grandes grietas existenciales de la vida humana, ¿son en sí mismas revelación de un Dios eterno, diferenciado pero enteramente entregado a la íntegra condición humana? Y además, ¿cómo seguir gozando de las bondades y bellezas de esta vida, si, al fin y al cabo, son sólo tapaderas de corrupción y muerte? ¿Acaso la única verdad que puede consolarnos un poco es aquella de: comamos y bebamos,

que mañana moriremos; o aquella similar de carpe diem: goza lo que puedas y cuanto puedas del bien que cada instante te presenta, pues otro bien es sólo hipotético, cuando no irreal? Cosas que no puedo conciliar con la fe en un

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Dios bueno, un Dios que ama a sus criaturas, y hace suyo el grito de su dolor y la misma causa que lo provoca. De modo que, si no me respondes, Tú, a quien grito desde lo hondo; Tú que, si estás en todas partes (dando con tu Ser el ser a todas las cosas), no puedes estar lejos de ningún sufrimiento humano; Tú, que si eres un Dios que habla con palabras verdaderas, con respuestas eficientes, has de ser capaz de hacerme oír hoy tu voz…; si no me respondes, habré de concluir que yo no sé quien soy ni qué hago aquí en este mundo. Me habrás dejado caer en el sinsentido de la existencia humana; pues por mí mismo, ni siquiera por la sabiduría acumulada a través de todas las búsquedas e inquietudes de largas generaciones, hallo una respuesta que me satisfaga al sufrimiento de la humanidad. Sólo puede ser respuesta a mi grito desde lo hondo, respuesta venida de un Dios digno de crédito y confianza, el que Tú has tomado sobre ti mi miseria, sus causas y sus consecuencias. Y Tú mismo me empujas a la confianza de gritar a ti desde lo hondo. Yo anhelo felicidad, y me sobreviene inesperadamente la desgracia; grito pidiendo libertad, y me descubro esclavo de mis límites y pasiones; quiero vivir, vivir, vivir…, y me encuentro con la muerte como paradero ineludible de todos mis pasos; quiero, sobre todo, amar, ¡quiero amar!, ¡necesito amar y ser amado! Y ésta necesidad me ha conducido a buscar siempre en otro las respuestas, ¡la respuesta! ¿Eres Tú ese otro, siempre anhelado, o he de seguir buscándolo entre mis congéneres? Te grito pidiendo amor, ¿y eres Tú el Amor mismo que me sale al paso en todos mis amores terrenales? Por tales imperiosas e irrenunciables necesidades de felicidad, libertad, vida y amor que configuran mi ser hombre entre los hombres, yo, un simple mortal entre lo mortales, yo, sería más grande que Tú, el Señor a quien grito desde el abismo, en caso de que, tal Señor, sufra menos que yo (o, tal vez no sufra nada) ante tanta hermosura humana amenazada de continuo por contradicciones y absurdos. Necesitamos a un Dios Sufriente para poder creer en Él. Es la grandeza de mi amor la que hace más agudo y firme mi grito. Y no tendría por qué suplicarte, ni pedirte nada, porque Tú mismo deberías ser la respuesta antes de la pregunta, ya que no te suplico nada que no sea cuanto necesito para ser yo mismo, para poder seguir vivo y poderte reconocer como mi Dios y Creador, amándote en tus criaturas. En definitiva, no te pido nada que no seas Tú el primero en desearlo para mí. ¿No lo comprendes, Señor? ¡Sólo sabré que eres mi Dios si me siento escuchado y respondido por ti, porque lo que yo amo es lo mismo que Tú amas, una vez que me has revelado -en lo hondo, desde donde te grito- que toda realidad creada es en su profundidad manifestación de una presencia

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divina, de un destino eterno! Cuando clamo por la vida, ¿no es por ti por quien clamo? Cuando mi corazón se desborda en busca de un amor grande y suficiente, ¿no es tu Amor lo que anhelo? Cuando me rebelo contra la muerte, que camina conmigo, ¿no es una vida sin fin la que siento que me llama desde la misma rebeldía y desesperanza que brota de lo más hondo de mi ser y de mi sentir? ¿Quién ha jugado tan cruelmente con la masa humana, para hacerla hambrienta de todo lo mejor, y verse, tantálicamente, con las manos vacías del fruto apetecible; para hacerla sensible a tanta ternura y belleza, que prometen éxtasis de comunión y de placer, y dejan siempre en el alma rescoldos de heridas irrestañables; para poner en la mente del humano la idea de infinito, de eternidad, de lo sublime y trascendente, cuando tal idea sería sólo el fruto de sus neuronas, cuyas energías de razonamiento y lucidez mental se mantienen dentro de lo finito y temporal, dentro de la tensión del arco del pensamiento, cuya flecha, lanzada a lo más alto y lejano, acaba cayendo una y otra vez en el terreno de sus cavilaciones, hipótesis y teoremas? ¡Dios! ¡Dios mío! ¡No puedo creer en la vida humana como una pasión inútil! ¡Tampoco como un pensamiento (in)suficiente! He terminado por creer en el Hombre para poder seguir creyendo en ti, Señor. ¿Quién se atreverá a decir que la casta humana no está amasada por ingredientes de múltiples contradicciones y rotundos fracasos? ¿Quién no advertirá que el progreso de los humanos es mitad cielo mitad infierno, llegando este último, no pocas veces, a acaparar todo el espectro de nuestra capacidad visual? ¿Quién, que no haya integrado su propia muerte en su experiencia de estar vivo, podrá alcanzar niveles de sentido, siendo capaz de seguir dando a su paso por este mundo una orientación positiva y esperanzada? ¿Quién, que nunca haya gritado desde lo más hondo de su ser, conseguirá saber que se trata de un ser habitado de muchos seres, y que de todos ellos brota espontáneamente la respuesta a su grito? ¡Desde lo hondo, a ti grito, Señor! Me cuesta trabajo aceptar la frustración y la muerte como destino de tanto entusiasmo que bulle en mi diario sentir y hacer, de tanto enamoramiento que me encandila e ilusiona con un futuro de plenitud, de tanta belleza que me seduce con luces de lo inefable, como señales de otra belleza inmarcesible. Me cuesta trabajo aceptar la nada como abismo de perdición, para la vida, como paradero de la alegría de vivir. ¡Clamo a ti desde la hondura de mi rebeldía, Señor! Acostumbrado a gritar a ti desde lo hondo, desde el sufrimiento, propio y solidario, que invade y aturde mi corazón, aún me queda un espacio de luz, un resquicio de serenidad, para ver que tanta injusticia, depredación y

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atropello, de que somos capaces los humanos, ¡no han podido acabar con esta hermosura que es la vida de nuestro planeta, que es la conciencia de sentirme vivo en comunión con todo viviente! (Y…, ¿no eres Tú el primero de los Vivientes, el Eterno Viviente, que vive en cada criatura?). Porque amo la vida, Señor, porque en medio de tanta oscuridad que nos cerca, continúo amando la vida real, sin pretender idealizarla, aceptando sus asperezas y negatividades como desafíos, es por lo que continúo gritando a ti desde el abismo. Y en el amor percibo que Tú gritas conmigo. Y mi grito confundido con el tuyo fortalece más mi amor a la vida y la conciencia de que hay que seguir gritando, aunque nadie -ni Tú- me escucharas. Y al gritar desde el abismo de amor, se me abre la conciencia de haber alcanzado lo más alto a que un hombre puede aspirar en este mundo. Y, si después de la muerte, no hubiera nada, nada me importa desde ahora lo que haya de ser de mi vida. Me basta con haber amado la vida, la vida real, la vida cotidiana, la vida mía y la de tantos seres, ora gozosa, ora encadena a luctuosas penalidades. Y haberla amado por ser vida; y haberla podido compartir, desde lo hondo. Porque sólo desde lo hondo se puede compartir la vida. Desde mi amor a la vida, ¡clamo a ti, Señor! Es el abismo en que me debato por llegar a ser digno de mi existencia. Es el abismo en que la hondura de un corazón habitado permite a sus latidos romper el marco de lo individual y mezquino, para abrirse, en cruz de misericordia y ternura, al abrazo que confina lo divino con lo humano. Desde mi hambre de ser fiel a cuanto he recibido de la vida, ¡grito a ti, Señor! Dios es el llanto de los hombres -de nuevo León Felipe-. Y el Verbo se hizo llanto para levantar la vida

*.

* Antología Rota, 73- Losada, Buenos Aires 1965

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19- CREER EN DIOS

I

¿EN QUÉ Dios creo? Es imprescindible preguntárselo. Y estar convencido

de que el Dios en que yo creo, tampoco es el Dios que, si existe, tenga que ser forzosamente como yo me lo represento, y no de otras muchas maneras posibles (o, de ninguna). Porque Dios, si es Dios, no tiene representación alguna que lo pueda identificar. Ni siquiera el concepto de misterio nos puede decir quién es Dios. (El misterio es también una categoría de la mente humana). ¿En qué Dios creo? Pero… ¿es que hay más de uno? ¿O es que, el Uno y Único, al no tener representación posible en las imágenes del mundo, es tan singular como se lo representa cada ser que piensa en Él? Imposible no hacerse una “idea” de quien es Dios, cómo es Dios, una vez que hemos tenido fe en Él. La creencia en la divinidad lleva ya consigo para el ser humano alguna especie de representación mental y cordial; pero, una representación que no le representa, simplemente nos deja referidos a Él, abocados a su deseo y búsqueda insaciables ¿Y el amor? ¿Podrá acaso el amor decirnos algo de quién es Dios, cómo es Dios, cual el estilo de su actuar divino? Pues la verdad, la verdad…, para mí (no pretendo que sea igual para los demás), estas tres categoría: Dios, el Misterio y el Amor, forman una sola categoría; como una plataforma común de acercamiento al Absoluto. Esto facilita algo el camino para la fe en Dios. Pero no soluciona sus inconvenientes, pues Dios sigue siendo distinto y más grande que las categorías de misterio y de amor entendidas en su máxima pureza expresiva. Decir que el Dios en quien yo creo es un Misterio de Amor, lleva en su trasfondo, por un lado, la idea de Trascendencia tan vinculada a la de Misterio; por otro, la de Inmanencia, reveladora de la estrecha cercanía del Amor. La Trascendencia, que nos habla de aquello que nada podemos decir, realidad inefable y apofática. La Inmanencia, que nos dice de una presencia y permanencia que funde un ser con otro, dando origen a una nueva realidad. Así es como entiendo el Misterio del Amor: trascendente en su Inmanencia, inmanente en su Trascendencia. Cuanto más inmanente, mejor revela el alcance de su ser Trascendente.

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Y así, el Dios en quien yo creo (Misterio de Trascendencia y Amor de Inmanencia), para poder entregarme a Él en acto de fe pura y desnuda, me pide aceptar esa paradoja de su Ser Trascendente e Inmanente a un tiempo, que me habrá de conducir a aceptar gozosamente mis propias contradicciones existenciales: la paradoja de querer hacer el bien y terminar haciendo el mal; la desconcertante verdad de que sólo amando mis propias miserias las convierto en energía liberadora; que, en el amor a mí mismo, sin despreciarme por mis impurezas y flaquezas, llegaré a descubrir aquel que verdaderamente soy para Dios, en su Amor de Creador y Padre. Imagen y semejanza de mi Creador, en mí hallo también la Trascendencia de su Ser y la Inmanencia de su Amor. Mis deseos y posibilidades, siempre me superan, me llevan más allá de mí mismo. Mi amor encarnado y testimonial, me hace ser otro en otras muchas vidas cuya suerte comparto. Tal vez no estemos muy lejos de la verdad de Dios si aceptamos que también Dios, de alguna manera que nos sobrepasa, está en camino hacia sí mismo. Un Dios en camino hacia su propio modo de ser, es parte del misterio de la Trascendencia divina. Y no quiere decirse que Dios se trascienda en el sentido de ir más allá, o fuera de, su propio Ser; sino que al ser su Trascendencia inseparable de su Inmanencia (pues en Dios todo es uno) al amarse a sí mismo como destinatario original de su Amor, se busca a sí mismo realizado en el Amor a sus criaturas, donde Él se reconoce de manera inconfundible, total, naciendo en cada ser que nace y prolongando en él y con el su Amor eterno. En ese intercambio que la fe experiencial te permite vivir, descubres que Dios se ama a sí mismo al amarte a ti, y que tú amas a Dios al amarte a ti como criatura saliendo de sus manos. Y esto es lo que me convence de Dios: a fin de realizarse a sí mismo en el Amor ha creado un cosmos. Y dentro de ese cosmos me ha puesto a mí para que lo busque a Él. Y Él que me amó primero, porque es el Misterio Absoluto del Amor Eterno, me busca a mí en el espacio y tiempo, deseándome, llamándome desde todos mis caminos, desde todos mis abismos, para que encontrándose mi amor con su Amor, yo llegue a ser mi auténtico “yo”; Dios llegue a ser Dios en mí; yo, Dios en Dios. Se trata de una fe que lleva consigo la afirmación rotunda de todos los valores radicales de la vida. Y es, creyendo en este Dios, el del Misterio de su Trascendencia inseparable de su Inmanencia, como Dios deja de ser lejano, inaccesible, temible; hasta convertirse en ese Dios que, desde dentro de mí mismo, desde todas mis necesidades vitales, me desvela el secreto de la existencia como una pasión irrenunciable de amor.

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II

¡QUE SÍ; que yo sí creo en el Dios-Más-Grande. Más Grande que todas las religiones e iglesias del mundo. Más Grande que el cosmos en expansión. Más Grande que el corazón inescrutable del ser humano. ¡Más Grande! Si alguna religión de la tierra pretendiera apropiarse la revelación del Dios Viviente, su misma pretensión la constituiría en falsa. Si los astrofísicos u otros científicos punteros concluyeran de sus investigaciones, tanto la afirmación como la negación de la existencia de Dios, harían de Dios un ser inferior a sus conocimientos al pretender que éstos lo pueden contener y explicar; y ya no se trataría del Dios-Más-Grande, que es el único que merece ser creído. Si el corazón del ser humano dejara de ser el misterio más insondable para sí mismo, sólo podría afirmar de Dios conceptos manejables, equiparables a otros conocimientos de la razón humana, incapaces e insuficientes todos ellos para satisfacer su hambre de infinito. Pero, afortunadamente, no se pliega tan fácilmente el corazón humano a los razonamientos del sujeto pensante; y más allá de todo lúcido razonar permanece la oscura noticia de un algo, de un alguien, que nos llama siempre desde nosotros mismos a un más allá de nosotros mismos. El propio concepto de un Dios-Más-Grande permanece ligado a la capacidad humana de anhelar siempre más, de soñar mejores posibilidades de libertad y felicidad, de encontrar un amor que satisfaga la total necesidad de amar y ser amado. Y no es que sea el más grande entre todos los dioses, porque destaca por encima de todas las divinidades, pues su grandeza consiste en que sólo Él es Dios. Sólo El puede hacer todo lo que no podemos hacer los demás sin Él (pese a nuestra mucha ciencia, técnica y experiencias acumuladas). Y que es Él quiere compartir con nosotros su grandeza, todo su Poder (todo su Amor), a fin de que los humanos podamos dominar todas las cosas poniéndolas al servicio del Bien Común, de la vida para siempre. Para mí, uno de los rasgos más distintivos de la grandeza única de Dios, es que teniendo todo el Poder no lo quiere ejercer sin nosotros (y, menos aún, contra nosotros). Siempre consideraremos “superiores” a aquellos seres que se consideran necesitados de los demás, y cuyo poder es ejercido como amoroso (humilde) servicio. Es el Dios más Grande porque niega todo poder que no sea el del Amor. Es el Dios más Grande porque rechaza toda grandeza que no sea la del servicio humilde y gratuito a la vida. Es el Dios más Grande porque comparte con cada uno de los seres que vienen a este mundo, el camino de fidelidad a sí mismo, la conciencia de misión y de abrazo con el universo. Es el Dios más Grande, porque por su Amor fueron creadas todas las cosas, su Amor es

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destino y plenitud de cuanto existe, y sabe -siempre por medio de su Amor- sacar un bien eterno de todos nuestros males temporales. Pero ¡ah!: este Dios-más-Grande, por ser Grande en el Amor, es a la vez un Dios Débil, necesitado de sus criaturas; un Dios que no quiere nada sin nosotros, ni siquiera quiere ser Dios si no lo es para nosotros y con nosotros. Un Dios que ha hecho suya nuestra Humanidad para que lo encontremos en nosotros mismos, dejándonos amar por Él. ¡Así es el Dios más Grande! ¿Quién se resistirá a este Dios-Más-Grande? ¿Quién no intuirá que en este Dios está revelada la medida más justa y gloriosa del Hombre y de su Mundo? Hasta un punto tal, que el humano, mujer u hombre, sólo alcanza a ser él mismo, siendo Dios-en-Dios. Destinado a ser Dios en Dios, el hombre no puede conformarse con menos. La verdadera aventura de la humana criatura consiste en aceptar el desafío de llegar a ser Dios. ¿Es posible imaginar un Dios más Grande? ¿Es posible pensar en un Hombre más Divino? ¿Podremos ya jamás separar el futuro de Dios del destino del Hombre? ¿Podrá, jamás, el humano que cree en este Dios, buscar otro tipo de grandeza que no sea la solidaridad con los más débiles y el servicio más desinteresado? ¿Se puede creer en un Dios que no se haga débil con el débil, pecador con el pecador, en camino con todos los insatisfechos y rebeldes?

III

LOS QUE creemos en el Dios de la vida, los que buscamos a Dios en la vida, conscientes de que si no está en ella no puede estar en ningún otro lugar… Los que amamos a Dios (y nos dejamos amar por Él) en las cosas amables de la existencia (y en las que son menos amables…)... Los que para conocer a Dios buscamos conocer al hombre. Los que para conocer al hombre interrogamos a Dios… Los que consideramos que la mayor alegría de ser persona humana es que Dios también lo es (y lo es en todo hombre y mujer que viene a este mundo)… Los que sabemos que Dios no necesita ni nos pide que defendamos su Nombre, si no es defendiendo su Imagen viva en el hombre que vive… (Puntos suspensivos tras cada afirmación anterior, como invitación a que cada uno añada sus razones más propias para creer en el Dios de la Vida). Los que amamos tanto y ¡tanto! este mundo, que desearíamos no haber venido a él, si tuviéramos que separarnos de él para siempre… Los que cuando nuestros ojos se nublan de compasión, tristeza y rabia, ante los graves sufrimientos que afligen a los más débiles, no los cerramos, hasta

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experimentar que estamos estrechamente unidos a Dios en tales sufrimientos… (Tales son mis razones más íntimas para creer en el Dios de la Vida). Los que ya sólo amando podemos vivir, porque fuera del amor todo es muerte para nosotros… Los que creemos en el Dios de la vida…, llegamos a ver este mundo tan hermoso, tan acogedor, tan capaz de revelarnos la grandeza de su Autor, que ya jamás podemos separar: a Dios del mundo, al amor de la vida, al tiempo de la eternidad… (¡Así es la experiencia de fe de cuantos creen en el Dios de la Vida!). La Trascendencia de Dios -la transparencia en Dios- mana del corazón mismo de la vida, donde el amor se revela como alegría de vivir, como servicio gozoso a la vida, y, mediante el servicio no negado, como victoria total sobre la muerte. Quién ama la vida ama a Dios en su misterio más profundo a la vez que más explícito. ¡Oh, Dios: porque Tú amas este mundo que yo amo, sé que Tú sufres por este mundo que yo sufro, por este mismo mundo en que yo padezco tu ausencia provocada por la muerte del hombre. (¡Tantos son los que no alcanzan a verte vivo -¡oh, Dios!- por llevar en sí mismos la muerte de sus ser hombre! Cuando el humano no sabe reconocer -agradecer y cultivar- su propia grandeza, no es extraño que termine no viendo a Dios). Si el hombre vive, ¡vive Dios! Entre el Mundo, Dios y el Hombre, sólo hay vida en el amor.

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20- EL VERBO Y YO

EN EL principio existía el Verbo; y en el Verbo estaba la vida; la vida comenzaba por el Verbo llena de sentido, valores y metas irrenunciables. En el principio existía el Verbo -Palabra, Comunicación-, y así, tanto el comienzo cuanto el final de la vida, no podía ser otro que el diálogo y el intercambio que enriquece y unifica el ser de cuanto es vida en su apertura a todo lo otro. En el principio, el Verbo, nombraba el Amor y la Verdad como origen y meta de todo lo creado. Todo final estaba escrito en su principio, porque todo principio contenía un impulso, una energía incontenible de Amor y de Verdad. En el principio se nos reveló el verdadero camino hacia la plenitud en la reciprocidad, en la abierta r elación, en el abrazo. El sentido de la vida se daba por el Verbo, y era el de un destino de amor superior a la misma vida. Desde entonces, vida sin amor, es muerte anticipada, y en el amor toda vida se descubre eterna. Por el Verbo, cuya palabra siempre resonando dentro de cada uno es el amor, todos podemos volver a la fuente del amor manando en las coordenadas de nuestra existencia cotidiana En el principio, con el Verbo, comenzaron todos los anhelos más firmes del corazón humano, incapaz de saciarse ya en nada que no fuera definitivo, total, eterno. Y en el centro más recóndito del corazón humano, en el principio, se encendía la chispa de la comunión universal, que ya jamás permitiría al corazón humano bastarse a sí mismo. (Retornar a su principio, siempre permitirá al corazón humano ser más fiel a sí mismo y alcanzar sus más nobles metas en el amor). La criatura, sometida a tan tremenda tensión entre lo limitado de su ser y las llamadas de lo infinito escuchadas dentro de sí, se vio desgarrada en sus entrañas por un más allá inalcanzable para sus solas fuerzas. ¿Quién soy yo?, se preguntó asombrada la criatura, al verse dueña de todos los deseos e impotente para saciarlos uno por uno... ¿Cuál es el Verbo que define mi existencia terrenal, cuya conjugación, en el ser y en el existir, en el tener y el disfrutar, rompe todos los moldes de mi singladura carnal, medida en espacio y tiempo, en deseos y frustraciones? ¿Qué principio me origina que no tiene fin? ¿Qué amor me enardece que es más amor del que puedo dar y recibir? ¿Qué verdad poseen mis conceptos más preciados, tales como: vida, mundo,

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persona, relación…, siempre vulnerables bajo la duda que me acomete y las contradicciones en que me es dado experimentarlos, muchas veces hasta naufragar lejos de sus playas? ¡Si pudiera, al menos, olvidarme de las corrientes más infinitas que inundan mi espíritu! ¡Si pudiera dejar de desear cuanto apetezco, dejar de soñar tanta hermosura que tira de mí hacia un futuro tan lejano que parece inasible! soñador me concibió mi madre. Ninguna meta tiene para mí descanso. La Verdad y el Amor pronunciados dentro de mí por el Verbo tienen que rehacer su sentido continuamente frente al babel de sentidos con que cada día me enfrento. Soy criatura del Verbo, sin que su raíz constante en mí me haya permitido romper el nudo de todas mis contradicciones existenciales. ¿Soy yo el que vive en mí, o alguien me vive conmigo, teniendo que compartir con ello toda mi libertad, toda mi responsabilidad y todos mis fracasos? ¿Por qué tiendo siempre a ser en otro como si mi ser estuviese incompleto en sí mismo e insuficiente para sí mismo? Y, ¿por qué tengo que morir, ¡sí!, por qué tengo que morir, yo, que escucho el canto de las inmensidades en las entrañas de mi ser, y me habla interiormente el Verbo (mi principio) de una felicidad inextinguible? Pienso que si yo muriera, moriría conmigo el Verbo; pienso que si yo dejara de imaginar nuevos mundos, de soñar realidades de plenitud en abrazo, ¡moriría para siempre el sentido de la vida!; por eso pienso, por eso sé, que ¡yo no puedo morir! En el principio de mi existencia está la vida como su final (cumplimiento) escrito ya por el Verbo. Tal vez aquí radique toda la contradicción del humano: saberse eterno pero en lucha con la temporalidad de su ser. En el principio, en el origen de toda luz, estaba escrito el servicio universal del Verbo a la ascensión de la vida hacía plenitudes insospechadas; y en el Verbo, ya apuntaba mi pequeña luz en busca de comunión con todas las luces que no cesan de roturar espacios nuevos para el encuentro. Mi pequeña luz habría de ser contenedora de experiencias intransferibles de amor y de muerte, en las que siempre triunfaba el abrazo que rescata una partícula de todo lo vivido para la suma de la eternidad. Y cada vez que mi pequeña luz se unía a otra pequeña luz en el amor, la eternidad traspasaba nuestros cuerpos que quedaban heridos de divinidad (la del Verbo). Era verdad: cada experiencia nueva de amor (fundir mi luz con la del hermano, hasta ser sólo una sola luz), me cercioraba que hay vida en la muerte, muerte como trampolín hacia más vida. En el principio se me dio una Palabra original, tan mía, tan inalienable, que sólo por ella puedo saber que poseo una conciencia personal y libre. Pero esa palabra, pronunciada sobre mi ser por el Verbo (λογοσ) no es traducible al

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lenguaje ordinario. Ni siquiera yo la puedo articular en mi interior. Pero la escucho. El no escucharla significaría caer en las garras de la ignorancia más supina de mí mismo, la mayor de las pérdidas que cabe experimentarse en el camino de llegar a ser, que es el paso del hombre por la tierra. La escucho, sí; y, al escuchar al Verbo que me dice, que pronuncia con sus labios el misterio de mi ser, se enciende dentro de mí la melodía capaz de entonar el cántico del amor sin límites, que es arrobo y adoración sin término. Y la Palabra, que en mí se hizo carne, en la consistencia de los más vivos impulsos de mi corazón; enardece mi sensibilidad ante toda bondad y belleza, y hace de mi afectividad un terreno propicio, roturado y disponible para la experiencia del Amor, único que nos salva. Se hizo carne en mí, porque la Palabra, el Verbo, sólo es Λογοσ, si lo es encarnada. Y desde ella que es el principio y fin de mi carne habitada, yo sólo soy siendo palabra encarnada en todas las situaciones de mi vida, de mi mundo, donde se me reclama un gesto de Paz o de Justicia. Y la Palabra -poesía de las entrañas de la vida-, me conduce a caminar en admiración y respeto, en comunión y acción de gracias, enriquecido a cada paso con las semillas del Verbo que florecen en todos los senderos, y enriqueciendo, a mi vez, con mirada contemplativa, todos y cada uno de los fenómenos que conforman mi peregrinación entre seres y acontecimientos, todos ellos iluminados por el Verbo. Y cada ser y todo acontecer trae para mí una palabra del Verbo. Palabra y Poesía, Verbo y Vida son tan una sola cosa para mí, que no me ha costado entender lo del Evangelio: Una sola cosa es

necesaria*. Y me ha conducido a encontrar el todo en la entrega a cada una

de sus partes. El Verbo y yo. Yo y el Verbo: ¿cuál de las dos formulaciones es la exacta? Una vez más resulta impotente el lenguaje para desvelar el contenido más genuino del espíritu que en él subyace. El leguaje nada dice sin el espíritu, pero el espíritu se comunica a través del leguaje. El Verbo y yo manifiesta que el Verbo es anterior a mí, y que yo soy por el Verbo. Pero, yo y el

Verbo, pone de relieve que para llegar a tener conciencia del Verbo, he tenido que tomar contacto con mi propia personalidad, saber que soy yo mismo, reconocerme como criatura distinta a todas las demás, y que, por tanto, nada sabría del Verbo si no lo aprehendiera desde mí mismo, en mí mismo, abierto (hambriento) a la necesidad de todos. (El Verbo se manifiesta más en mí cuanto más capaz soy de escucharlo en los otros).

* cf Lc 10,38-42

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21- EL EVANGELIO DE LA VIDA

ME SUBYUGA ver cómo el evangelio de Cristo está tan cerca de todos los que aman la vida como la vida misma. Porque yo amo la vida, y amo el evangelio de Cristo, he llegado a sentirme, muchas veces más cristiano cuanto más he sabido disfrutar de la vida, la vida real; y defenderla de sus enemigos, depredadores de la felicidad humana, ha venido a ser la tarea de todas mis actuaciones conscientes y más deseadas. Al no poder distinguir diferencia intelectual ni práctica entre el evangelio y la vida del mundo, se ha logrado una unificación dentro de mí por la cual sólo tengo que cuidarme de amar la vida, en mí y en los demás, para sentirme en la mejor órbita del Evangelio de Cristo, es decir, de la voluntad salvífica universal de Dios.. Pienso que la vida es el primer valor dentro de la fe en el Dios de Jesús. Que no es posible creer en Dios y no amar la vida concreta y real que a cada uno corresponde. Que es imposible servir a Dios si no es a través de la vida, respondiendo a lo que ella nos pide en cada momento de nuestro existir. Pienso que, al Dios de Jesús, se le encuentra en la vida mucho antes que en las instituciones y ritos sagrados. Más aún: pienso que no pocas veces los ritos sagrados e instituciones religiosas cierran el camino de los fieles para encontrarse con Dios en sus propias vidas. Y esto ocurre cada vez que el acto de culto y la pertenencia a una comunidad creyente no es espacio de cultivo de la vida interior, dispensa a los fieles de avanzar en valores humanos, o se les presenta prioritariamente como vehículo para la salvación eterna. Pienso que el evangelio de Jesús está al servicio de la vida a todos sus niveles y en todo el universo; y lo está como invitación a saborear todas sus bondades, a conocer mejor todas sus posibilidades de luz para la mente y de calor para el corazón, y a hacer crecer el arsenal de felicidad compartida (única digna del Evangelio de Cristo). Pienso que, en el fondo de todo amor, de toda fidelidad a la existencia, de todo gozo de estar vivo, se despierta la experiencia de un más allá, de una más vida que es vivencia de ese abrazo inconmensurable en el que llego a experimentarme uno con el todo, todo en cada entrega particular. Me apasiona leer el evangelio de Jesús como la saga interminable de la pasión de amor de un Dios Eterno con una Humanidad Histórica, en camino hacia sí misma. En Jesús, en su evangelio del Reino, el Génesis y el Éxodo, los Patriarcas, los Sabios y los Profetas, van marcando etapas de un Dios

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cada vez más cerca, más comprometido con la vida del Universo. Me enciende de alegría inenarrable descubrir a este Dios que, ya no puede ser Dios sin el Hombre; y a un Hombre que puede sentirse hermano mayor de este universo de universos, en que él, una ínfima parte, dependiente de las leyes que rigen el devenir de todas las cosas, encarna el Espíritu de creatividad y la conciencia de solidaridad que se extiende y se establece, desde el más mínimo átomo o cuart poblado de energía, hasta los valores que afirman la existencia de una Justicia universal y eterna. Mi regocijo se hace contagioso cuando concluyo que, según el evangelio de la Vida, el Hombre y Dios son ya dos realidades inseparables e incluso destinadas a vivir la única Vida Divina. Lector apasionado del evangelio de Jesús, he aprendido a leer la vida humana como espacio de libertad en vuelo, de entusiasmo por todos los valores que expresan ternura, belleza, afán de búsqueda y crecimiento indefinido; en suma: hacer de mi vida un tiempo acrisolado por y para el amor. No necesito viajar por regiones siderales, acercarme a soles y galaxias; ni siquiera visitar los lugares más espectaculares del planeta Tierra, para saber que, el hilo conductor de cuanto alienta, es el amor; amor que ensarta a todos los seres de la creación en el sacrificio de saber morir para dar vida; amor que hace sagrada la conciencia del nosotros, por encima de todo yo

encerrado en su roedora mezquindad. Así se resume para mí el evangelio de Cristo: se ama la vida al darla sin avales de recuperación. Y es en un nosotros de risas y llantos compartidos, donde se nos colma del sentido del amor como salvación única para el humano. Quien se ha sentido amado por un Amor inmenso en su pequeñez de criatura, sabe que el amor desborda desde él a todas las criaturas. Me subyuga perderme en el Evangelio de Cristo, en el que puedo leer, una y otra vez, mi propia aventura humana y la de todos mis congéneres, como Buena Nueva de un Dios enamorado de la vida, recreador de la vida, que se recrea en mí y me invita a recrearme con Él en todas sus criaturas. Buceando en las aguas profundas del evangelio de Cristo, me recreo en toda Verdad, Bondad y Belleza que me alertan desde las criaturas, y me encienden con chispas de Resurrección que de ellas me asaltan. Y ya sé que la aventura de ser hombre, se identifica con el desarrollo de la máxima capacidad posible de Verdad, Bondad y Belleza en el propio corazón. Con el evangelio de Jesús en el corazón, cada vez que entro dentro de mí por la concentración que me vacía de todo ruido, prisa y ansiedad, escucho una declaración de amor que llena de paz todos los rincones de mi existencia, y que me dice una y otra vez, sin cansarse: criatura de mi amor, cuando te dejas amar por mí, a través de ti se hacen nuevas todas las cosas.

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22- MI RELIGIÓN

NUNCA rehúyo hablar de mi condición de creyente (aunque reconozco

que, en la Ciudad Secular, no siempre cae bien la referencia a la trascendencia). Mi fe religiosa: mi manera de ser eclesiástico y mundano al mismo tiempo; mi manera de ser fiel a mí mismo y de luchar por un mundo mejor para todos; mi manera de amar la vida en sí y más allá de sus estructuras fisiológicas y morales; mi manera, estilo, provocación, de decir “¡Dios!”, como quien nombra la Verdad que nos hace libres… ¡Tal es mi religión! No es mi religión ni lacaya de un dogma definido, ni adversaria de la razón pensante. Nada se armoniza mejor en mi creencia religiosa que el uso de la razón con la obediencia de la fe. Cuanto más alto es mi pensamiento, por ejemplo, cuando indaga los orígenes del Universo y de la Vida en el planeta Tierra, más me percato de que la fe en un Dios Creador no puede estar en contradicción con tanta hermosura, grandiosidad y sencillez al mismo tiempo, que se refleja en el orden de las leyes universales. ¿No avanza siempre lo grande desde lo más pequeño? ¿No hay en todo final un comienzo de algo nuevo, programado por las mismas leyes naturales? Mirando lo inescrutable del Universo de universos, la fe en Dios se me confirma como obediencia a la realidad que, por muy conocida y dominada, siempre he de caminar bajo ella*. Pero mi religión me ha enseñado, no sólo a obedecer, sino también a dialogar con todo y con todos. No es su proceder el de la fácil condena que ve adversarios por todas partes y mucho menos en la facultad humana de pensar, dudar, imaginar, inquirir, investigar. En obediencia y diálogo de fe, conjuntamente, he aprendido a situarme ante todo fenómeno físico, social, moral…, como ante un desafío que me obliga a sacar lo mejor de mi experiencia de Dios. Y, como tal experiencia lo es de amor a la vida, de respeto sagrado a la realidad, jamás será de enfrentamiento y ruptura con nada que pueda poseer en sí un mínimo valor vital. Entender esto es muy

* Se hace aquí referencia a uno de los sentidos más aceptados del termino “obedecer” = caminar bajo la autoridad o poder de otro.

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definitivo a la hora de convivir, compartir y luchar por el bien común con creyentes y no creyentes. Pero, lo que más agradezco a mi religión -que, como ya dije, es la Cristiana-, es haberme mostrado que Dios es gratuito; y que podemos edificar la Ciudad Secular con Él o sin Él; pero que Él siempre estará de parte de su más justa -por humana- edificación. Sin la gratuidad de Dios mi razón sería adversaria de la fe. Pero afortunadamente, el Dios cristiano es tan gratuito, tan lejos de todo te doy para que me des, tan diferente de los cálculos humanos en que los méritos equivalen a conquistas personales…, que, para Él, lo más valioso no es lo que se da, sino como se da; porque el valor de las personas y de sus acciones radica en el amor que nada pide a cambio. Si Dios no fuera gratuito tampoco sería necesario. Te necesito, oh mi Dios, porque de ti espero lo que nunca podría alcanzar con mis propias fuerzas; y porque, pudiéndolo Tú todo, has querido tener necesidad de mí para tu proyecto de vida en plenitud. El Dios de mi religión (con el que me siento atado desde lo más profundo hasta lo más periférico de mi ser), el que sólo admite adoradores en espíritu

y en verdad; el que sabe mejor y antes que nosotros lo que realmente necesitamos, pero que nunca se adelantará a nuestra confianza y abandono para darnos su colaboración; el que respeta mi libre albedrío hasta el punto de permitir, no sin gran dolor de su parte, que me pierda en mi obstinación…, es un Dios cuya tarea consiste en acompañarme, igual en mi suerte que en mi desgracia, y esperar hasta lo infinito (hasta el absurdo) que acepte su Amor, que Él me ofrece a cada paso de mi caminar. ¡Hasta que aprenda de Él mismo a ser el que debo ser! Mi religión es una relación, un trato, una amistad, una entrega, en la que soy educado para toda clase de amistad y toda entrega en el servicio a la verdad, al bien... En mi religión no existe el proselitismo, porque está convencida de que Dios busca al Hombre antes (y con más pasión) de que el Hombre se ponga en camino hacia Dios. La Verdad o Dogma central de mi religión es que Dios está al servicio del Hombre, y en él y por medio de él, al servicio de la entera Creación. Que Dios necesita al Hombre a fin de llevar a acabo, en él y con él, la divinización del Universo. Mi religión se llama “Cristiana”, porque en ella todos los seguidores de Jesús de Nazaret somos ungidos de Yahvé. Todos compartiendo el sufrimiento del Siervo de Dios en el mundo y por el mundo; todos ciudadanos del Reino que está viniendo en medio de nosotros; todos habitados por el Espíritu de constante renovación y por la audacia de poder gritar a los cuatro vientos la Buena Noticia de que ¡Sólo el Amor Salva!

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Nunca me avergüenzo de hablar de mi religión (sería como avergonzarme de Dios y de mí mismo). Acepto que mi religión tenga una historia temporal no siempre a la altura de su contenido espiritual y de su misión histórica. Mi religión me enseña a comulgar con el pecado del mundo, a saberme yo mismo pecador, y a aceptar las consecuencias del pecado con corazón contrito y ánimo sereno, ¡nunca el pecado del Mundo -y, menos, el de la Iglesia- será más fuerte y poderoso en su siembra de mal, que la Misericordia de Dios manifestada en Cristo, como comienzo de un Mundo Nuevo! Mi religión sabe que la cruz puede ser, instrumento de tormento, o peldaño de crecimiento en todos los niveles y valores de la existencia humana. Y que lo trágico y desgarrador de la figura del Crucificado no está en contradicción con la hermosura de la vida humana y su destino de felicidad eterna. Que la Cruz de mi religión es la de aquel mucho amor que da la vida por sus amigos

(que no sabe negar nada a sus amados); la que representa la urgencia de no amarse uno a sí mismo si con dicho amor negare el amor debido a los demás (ya que ningún amor es verdadero si no trasciende los límites del yo individual); es el reconocimiento de que todos nos salvamos o nos perdemos juntos; y es el abrazo que comparte desde dentro todas las luchas de liberación, todos los gritos de desesperación, todas las noches oscuras de esta historia que escribimos entre todos: noches hijas, unas, del orgullo autosuficiente, otras del inconformismo y rebeldía que empuja a ir más allá en cualquier conquista del desarrollo humano. Éstas segundas noches, llevan en las entrañas de su desolación la energía de una esperanza que nace de la experiencia de un Dios Amor, comprometido con la vida. En cambio, las otras noches, las hijas del orgullo y de la ambición de poder, son noches porque oscurecen los ojos y endurecen los corazones de cuantos aceptan la mentira de la fuerza que impone la férrea garra de su autoridad anónima y el sálvese quien pueda como única tabla de libertad. Si no hubiera conocido esta religión, la cristiana, ¿sería mi vida de la misma manera que hoy es? ¿La misma libertad, la misma esperanza, la misma alegría de vivir? Creo que no es posible responder a tal pregunta. Pero sí sé que, mi religión, se me presentó un día como alternativa ante otra religión anteriormente aceptada (tenían el mismo nombre, pero ¡qué distinto contenido!). Me quité el caparazón de miedos, complejos y dependencias de aquella religiosidad infantilizada, y comencé a marchar con Jesús de Nazaret por las sendas de Galilea, por los caminos de la confianza en el Padre, por los vericuetos de la fraternidad, modelo-tipo del Reino; a la sombra de Jesús deambulé por los extramuros del poder político y de la autoridad incontestable de las jerarquías eclesiásticas (que son los únicos caminos por los que les es permitido itinerar a los soñadores, los utópicos, los poetas, los

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amantes insatisfechos…). En el seguimiento de Jesús comprendí que a lo único que no puede r enunciar un hombre es a ser libre. Y aquí estoy. Aquí estamos mi religión y yo. Ni ella suplanta mi personalidad humana ni yo menguo en nada (pese a mis contradicciones e infidelidades) su espléndida belleza y poder liberador. Yo soy con ella, y gracias a ella; y ella es también conmigo, queriendo a través de mí ser para otros experiencia de un Amor que todo lo incluye, dinamiza y trasciende. Mi religión me hace ser otro Cristo, sin que el Cristo de la tradición cristiana llegue a ser por ello menos grandioso en su espléndida sencillez. No se deja empequeñecer por mi torpe seguimiento. Es, precisamente, a través de mis debilidades aceptadas, como se manifiesta su fuerza. Pues, en su seguimiento, pronto uno aprende que uno no es salvador de nada ni de nadie, pero sí instrumento en las manos de Dios para la salvación del mundo. Tal vez, por todo ello, porque me sé salvado por un amor de gratuidad, que lo único que me pide es que lo acepte y me deje transformar por él, mi religión es también la de la Alegría. Alegría de saber que la Vida es más hermosa, infinitamente más hermosa, que la experiencia tenida de la misma, tanto por cada uno de los vivientes, cuanto por la suma insumable de cuantos han sido, son y serán en ella. La revelación de la hermosura de esta vida es la que me ha abierto las puertas para creer en una vida eterna. Tantas bondades que el conjunto del universo ofrece y en las que todos participamos, en distintos grados y formas, al amar nuestra pequeña vida real, no pueden terminar siendo pasto del absurdo, de la nada, de una muerte sin exégesis. Aceptar tal nihilismo, sería la peor de las locuras, pues conduciría al odio a la propia existencia y a la autodestrucción de la especie humana y de su universo consciente. Hay, sin duda, más sentido cristiano en el carpe diem que en semejante nihilismo sin alma. No son las catástrofes ni dificultades de la existencia, por duras y extensas que aparezcan, las que determinan el valor de la vida en general. La vida siempre es más que los problemas que conlleva el vivir. Y quien ama la vida encuentra siempre los vericuetos para avanzar desde la más pequeña bondad hasta el bien más absoluto. Alegría de saber gozosamente que la Libertad es lo que me hace auténticamente humano, siempre y cuando la concibo como responsabilidad, creatividad y servicio a la libertad y el bien de las criaturas. ¿No es cierto que, cuando un humano toma conciencia de su individualidad (su ser único e irrepetible) es la libertad, su poder de autodeterminación, lo que identifica su valor más inalienable? Mi religión me hace libre, gozosamente libre, al haberme emancipado de toda necesidad de salvarme a mí mismo para la vida eterna, y, a la vez, haberme responsabilizado de mi más plena posible realización personal en este mundo. ¡Qué hermosa y digna de crédito aquella

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religión que estimula la libertad del creyente hasta hacerlo responsable de su talla humana! Alegría de haber perdido todo miedo a la muerte, desde la experiencia viva de haber muerto muchas veces en la fidelidad y el amor, en la solidaridad y el compromiso, llegando así a saber que la muerte no me puede quitar nada, pues una vida nueva y más gozosa renace tras cada entrega. Alegría de creer en un Dios que primero ha creído en mí, su criatura, hasta poner en mis manos las llaves de su eterna Gloria, que Él ha identificado con la Dignidad de cada persona humana. Si su imagen y semejanza se malogra en mí, de alguna manera, su amor creador, al no lograr su objetivo, se frustra en Él. ¿Un Dios frustrado en sus proyectos? Su fe en la criatura de su amor, cuando esta no responde a dicho amor, es causa de dolor para Dios. Y si el dolor de Dios es tan grande como su amor…, ¿qué imaginación podrá darle figura? ¡Mi religión es la de la alegría del Momento Presente: todo cuanto yo pueda necesitar, lo encuentro en mi entrega generosa a él; todo cuanto los demás necesitan de mí, es que acepte plenamente cuanto el momento presente me pide y me da! Mi religión es la alegría de saberme religado a un pasado que tiene futuro; a un futuro que visita constantemente nuestro presente; a un presente que me pone en contacto directo con el origen y meta de toda la creación en sus contenidos de plenitud de vida. En el Misterio de Cristo, celebrado y contemplado en la fe de la Iglesia, lo mejor de la historia humana se me da como alimento en el presente a fin de construir un futuro en abrazo cósmico, dinámico.

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23- SER IGLESIA

YO HE conocido y pertenecido a una Iglesia en la que, para ser miembro de su comunidad de fe y de amor, piedra viva para la edificación del templo de Comunión y Alabanza en el Espíritu, era, dentro de ella, lo más determinante y total a que se podía aspirar, merecer ante Dios la salvación eterna por medio de las prácticas piadosas y un comportamiento impecable (un solo pecado “mortal” realizado en el contexto de una vida “justa” era suficiente para ir al castigo eterno). Yo estaba en aquella Iglesia sin saber muy bien donde estaba ni por qué estaba. Creí en ella y la acepté durante mucho tiempo como una sociedad de culto y plegaria, una institución de dogma y jerarquía, una mediación jurídico/institucional para salvar mi alma; hasta que…, sí; hasta que descubrí, por caminos que se me fueron abriendo al paso de sucesivas gracias, que lo importante y decisivo de mi ser Iglesia, no era buscar en ella mi salvación de ultratumba, sino disfrutar aquí en la tierra de un sentido de la vida basado en el amor universal y gratuito; y, con el gozo de dicho amor, sabiéndome ya salvado en el tiempo y para la eternidad, entregar mi vida cada día a la construcción del Reino de Justicia y Paz para todos. Participar con la fe y las obras en la constante venida del Reino de Dios entre nosotros. Aprendí a respirar hondo en la Iglesia. Sus pecados (de sus miembros y jerarquías) dejaron de asustarme o escandalizarme. Que la Iglesia era comunión de santos y de pecadores, me permitió sentirme a gusto dentro de ella, más responsable de no pecar y más agradecido a la santidad de muchos de sus fieles. Me supe más hermano de todos los hombres y mujeres de la historia, puesto que la fraternidad bautismal era acicate a trabajar por un mundo sin distinciones humillantes entre varón y hembra, epulones y

lázaros, creyentes y no creyentes, porque en Cristo Jesús se ha llevado a cabo una unidad que está por encima de todas las categorías de la mente humana*. Supe que, en la Iglesia, el ser todos Hermanos hijos de un único Padre, es el título y galardón mayor que cabe recibir en su seno. Supe que Jesús de Nazaret era mi Hermano Mayor. Y que todo lo que el Padre había realizado

* cf Gál 3,26-29

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en Él, y a través de Él, en su existencia de campesino galileo, quiere seguir realizándolo en mí y a través de mí en las circunstancias en que me ha tocado vivir. Supe que, para alcanzar un corazón bienaventurado como el de Cristo, no hay más que aceptar la propia pobreza, compartir la pobreza de los más pobres, y pasar por el mundo con las manos abiertas, vacías de ambición, llenas de ternura, necesitando a todos y de todos, ofreciéndome a las necesidades de otros, y poniendo perdón y misericordia en las heridas seculares que los hombres nos hacemos unos a otros, estando siempre del lado de los que más sufren. ¡Qué gozo haber descubierto tal Iglesia! ¡Y qué libertad haber dejado atrás aquella otra de leyes, ritos, normas, dogmas y jerarquías! Ahora, dentro de esta, dispongo de todo el tiempo que quiero para mirar a Jesús, Maestro y Modelo único. No tengo que almacenar ningún tipo de méritos, porque el Padre me ama simplemente por ser una persona, criatura de sus delicias; y porque, en el seguimiento de su Hijo Jesús, he aprendido a buscar su voluntad y a abandonarme en su infinita Misericordia. Mi abandono en sus brazos me abre el torrente de las delicias de su divino corazón. Es una Iglesia donde respiro hondo, y, al respirar fluye ese amor que me unifica con Dios y con el universo. ¿Cómo no sentir inmensa gratitud a esta Iglesia donde aprendo a ser yo en el gozo de un amor que me hace libre? Y ¿qué me puede pedir esta Iglesia más allá de compartir en su seno, con otros creyentes, la experiencia de Dios, celebrarla en asamblea y testimoniarla en el mundo? Ahora dispongo de todo el tiempo que quiero para rastrear las huellas del Creador en sus criaturas, y unirme a Él en el disfrute de sus múltiples bondades (ésta ha venido a ser mi ocupación más acaparadora); y así, descubrir a ese Dios cercano del que Jesús tanto hablara como Padre providente; darme cuenta, a la vez, de qué es lo que Él espera de mí, lo que Él me da y me pide, a través de cada una de las circunstancias que me ha tocado vivir. Ahora sé lo que quiere decir ser Iglesia de Cristo. No simplemente pertenecer a la Iglesia de Cristo; sino serlo en plenitud de comunión y acción de gracias con el Misterio que nos salva. La palabra “Comunión” contiene resabios del Arcano Divino. Decir que Dios es Comunión responde a la revelación trinitaria, por la cual sabemos que Dios es relación interpersonal y que, en la Segunda Persona de la Trinidad, está presente la relación/comunión de lo divino con lo humano. Quien vive en Comunión con Cristo, “Cabeza” de su Iglesia, participa de todos los dones y poderes del Espíritu; y, con misión en la vida, se sabe enviado, con audacia y sencillez, con humildad y osadía creadora, a compartir con el mayor número posible de hermanos la experiencia singular de saberse amado y amante del Dios vivo y

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eterno. En la Comunión (Koinonía) que es la Iglesia que yo amo y a la que pertenezco, el río de la Gracia corre desde mí a todas las criaturas. Cuando digo “yo soy Iglesia”, me recorre todo el cuerpo la alegría de saber que soy hermano universal, testigo en medio de los hombres y mujeres de mi generación, de aquel amor que prefiere a los últimos y despreciados, desde la íntima experiencia de que así he sido preferido yo mismo, no por méritos y cualidades destacables en mi persona, sino por mis debilidades e impotencias, reconocidas en la confianza de quien me ha amado primero. Y se me ha puesto la Palabra de Jesús en mi boca; y se me ha dado el Pan de Vida para partirlo y repartirlo; y se ha escrito en mi corazón la Esperanza invencible de los Cielos Nuevos y la Tierra Nueva; y la Buena Noticia de un Dios y Padre de todos, que está en todos, a favor de todos y sobre todos, ensancha todas las capacidades de mi pensar y de mi sentir, hasta verme a mí mismo -que soy Iglesia, y porque soy Iglesia- como minúsculo grano de mostaza, o un pellizco de levadura en la masa, fermentando la vida de un Mundo al que cada día amo más, porque, ¡tanto amó Dios al Mundo! que hizo de la Iglesia hermana menor y servidora de ese Mundo, donde Él no cesa de realizar maravillas a favor de los pequeños. Si el pórtico de las Iglesias cristianas lo hemos de poner en el Magníficat de María*, es porque en Jesús (Yahvé nos salva) se han cumplido las Promesas de una salvación que no admite fronteras dentro de las cuales unos humanos puedan considerarse más o mejores que otros para Dios, en quien no hay acepción de personas, con tal que teman a Dios (¿cómo se puede temer a un Dios que es Amor, sino buscando en el amor lo más auténtico/realizador de una existencia humana) y practiquen la justicia**. Yo conozco una Iglesia que vive despierta, atenta, solícita en el corazón del Mundo, en medio de las realidades temporales, favorable al auténtico progreso de la Ciudad Secular, para señalar, celebrar y colaborar con la Obra Divina a favor de todo lo auténtico humano. Yo soy Iglesia en el Mundo, y quiero ser Mundo en la Iglesia. Mi amor a ambos es ya mi único amor. Amando a la par al Mundo que a la Iglesia es como amo a Dios como Él quiere ser amado. Nada del Mundo me es ajeno en mi vivencia eclesial: sus éxitos y fracasos, su pecado y miserias multiseculares que hieren la carne de los más desfavorecidos; su pensamiento que busca la luz por los conductos de las ciencias y la técnica, las artes bellas y las inquietudes espirituales y sociales: ¡todo ello forma parte de mi responsabilidad y compromiso como

* Lc 1,46-55 ** cf Hch 10,34-43

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cristiano, de mi acción de gracias como persona sensible a tantas bondades y posibilidades que se encierran en la naturaleza de este Mundo! En este mundo, en su compleja marcha, contradictoria y no pocas veces desconcertante, Dios espera a cuantos creen en Él, para, juntos, construir el Reino de la Paz y de la Justicia. Y esto mismo (y nada más) es la Iglesia de Cristo. Un Pueblo que camina por el desierto diciendo, ¡ven, Señor!, porque sin ti no podemos construir el Reino de Dios en la Ciudad Secular.

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24- LO SINGULAR DE MARÍA DE NAZARET

EN EL corazón de todas las empresas cristianas, vive, alienta, la presencia

y el testimonio de María de Nazaret. No está allí para gobernar, dirigir, decidir; sino para acompañar. Es la maestra del acompañamiento que nada impone, que comparte y estimula hacia las metas más valiosas de la existencia humana en el seguimiento de Jesús. Todo el que quiera ser buen acompañante en la fe deberá volver los ojos hacia María de Nazaret, y contemplar sus pasos y sus silencios (también sus pocas palabras). Desde antes de nacer su Hijo ya fue su silenciosa acompañante: lo llevó en su seno como un secreto a compartir y un tesoro a proteger. Ya nacido, en el ritmo de la convivencia hogareña, lo acompaña con sus desvelos y primores de madre, ayudándole a crecer en edad, sabiduría y gracia ante Dios y ante

los hombres. Y, lo que le pudiera faltar de aprendizaje en el difícil arte del acompañamiento, lo aprendió pronto María de Nazaret, cuando, en la vida pública de su Hijo, Él dijo que todos sus seguidores éramos su madre y sus hermanos. Le arrebató a su madre biológica el papel absoluto de madre, para dárselo compartido al pequeño rebaño de sus seguidores. Y ella aprendió la lección, como tal vez nadie en la historia del cristianismo, pasando a ser una acompañante más de su Hijo (¿una acompañante sin más?) en los caminos de la proclamación de la Buena Nueva. Tal vez incluso antes de la Encarnación del Verbo, desde que la joven María tomó conciencia de que el Dios de Israel lo era de los pobres y pequeños, de los desposeídos y marginados, ella deseó la venida de su Salvador, y su espera confiada y anhelante constituyó todo un acompañamiento espiritual a los preludios del Evangelio. Representante genuina del pueblo de los anawim, mantuvo con su pertenencia a la clase de los humillados la esperanza en una Justicia superior a la de los hombres. Y nos sigue alertando a vivir la escatología cristiana como un acompañamiento a todos los movimientos de ascensión humana que se puedan producir en la historia. A través de todos ellos seguimos esperando al Señor, al Libertador. El papel singular de María de Nazaret en la Iglesia es el de ayudarnos a ser compañeros y acompañantes del misterio de Jesús Libertador. Jesús ha

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querido tener compañeros de vida. Jesús ha querido ser acompañado en su misión. Y así, siendo acompañado por cada uno de nosotros, al modo y estilo de María de Nazaret, sin pretender ninguna clase de privilegios ni títulos de posesión, se convierte en nuestro Acompañante número uno, el que respeta todos nuestros pasos, sufre con nuestros errores y desviaciones del yo auténtico, y espera siempre, silencioso, a nuestro lado, que recapacitemos sobre nuestra propia verdad de hijos de Dios, y recuperemos nuestra genuina libertad de mujeres y hombres enamorados de la vida, al servicio de la hermosura de esta vida humana. Si primero María acompañó a Jesús, más tarde tuvo ella que dejarse acompañar por Él; de este modo se convirtió en la mejor maestra del acompañamiento, pues nadie puede acompañar sin ser acompañado, incluso de sus propios acompañados. Y, al estilo de María y de Jesús, acompañar será señalar metas más altas, siempre más altas, a quienes amamos compartiendo el Amor del Padre. El cristianismo es la historia de Dios Eterno acompañando al Hombre Peregrino. El Dios del cielo atareado en las cosas de la tierra. El cristianismo es la revelación de la Paciencia de Dios con el ser humano, incapaz el primero de dejar al segundo perdido por caminos de muerte. No escatima Dios esfuerzo ni gracia oportuna, para decirnos que cuenta con nosotros, y nos acompaña discretamente en todos nuestros senderos. Él es el primer Acompañante de la Humanidad Histórica en general, y de cada humano en su devenir particular. Y el misterio de Cristo -del que María es carne virginal y espíritu vigilante-, consiste en despertar en el mundo de los humanos el valor incomparable y la necesidad insustituible del acompañamiento mutuo. Como el sol acompaña a su sistema planetario, y el universo de universos forma un tejido interminable de acompañamientos que sostienen el orden y el equilibrio del Cosmos con sus leyes…, así en el acompañamiento mutuo y recíproco el seguidor de Jesús se sabe en su lugar propio y ayudando a otros a que ocupen el suyo. María nos enseña: cuando un humano acompaña a otro humano, Dios en persona acompaña al mismo tiempo a los dos cual si fuesen una unidad. Es el sentido sagrado de Alianza, tan de las entrañas del judeocristianismo. El Dios que acompañó a Abraham para la construcción de un pueblo creyente, sigue acompañando a todos aquellos que no renuncian a la aventura de buscar formas nuevas, más afines, más patentizadoras de que la salvación que viene de Dios es por Misericordia. Y el discernimiento de nuestro acompañar siempre lo habremos de buscar en la Misericordia que supera al juicio. Sólo la Misericordia puesta en el corazón de las miserias humanas transforma el pecado en Gracia.

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María nos enseña también: quien se deja acompañar por el Espíritu de Dios, se hace buen acompañante de sus hermanos los hombres, a los que no les exigirá nada que no sea para crecer en fidelidad a sí mismos. María no cesa de avisarnos que, quien escucha la llamada de Jesús y se pone en movimiento tras Él, se hace buen compañero de todos los que caminan luchando, buscando un mundo de Justicia y de Paz, en el que la sagrada dignidad humana inspire el lenguaje de todas las relaciones y normas de convivencia. Acompañar a Jesús y dejarse acompañar por Él en un discipulado en que predomina la amistad, conduce por sí mismo al descubrimiento deslumbrante de que ninguna lucha temporal por los verdaderos contenidos y metas de la existencia humana dejan de ser acompañados por Dios en Cristo con la fuerza del Espíritu. María, modelo de acompañamiento en su instinto maternal y su corazón fraterno, en la humildad de su espíritu arrodillado ante la voluntad del Altísimo, en su identificación con el resto de Israel, fiel a la Alianza de la Salvación por el Amor, muestra que no podemos renunciar a ser acompañados y acompañantes en el anuncio del Reino, que es reflejo vivo y operante en la tierra del Acompañamiento Trinitario de Dios. En el Seno de la Trinidad, cada una de las Personas divinas es acompañada y acompañante de las otras dos. La Iglesia se realiza en el tiempo como Icono del acompañamiento divino. Y todo ser que viene a este mundo resulta acompañado por el Logos (Verbo Eterno, Palabra Encarnada), en unión con el cual, el Padre nos acompaña con su infinita Misericordia, y el Espíritu con su poder renovador. Lo singular de María de Nazaret es ser acompañante (seno materno) universal. De ella ha nacido algo nuevo para la humanidad histórica. No sólo, pues, acompañante de los seguidores de su Hijo. En ella se reúne el ser Madre, Esposa y Hermana del Misterio Divino del Acompañamiento Trinitario revelado en Cristo para beneficio de todos los hombres. En ella, María de Nazaret, todos somos invitados a ese triple acompañar y ser acompañados: el de Dios que nos acompaña como Padre (de cuyas manos estamos viviendo constantemente al ser); el de Dios como Hermano y Amigo que da su vida por nosotros; el de Dios como Esposo que fecunda nuestras entrañas con la experiencia de su ternura inacabable. Acompañados y acompañantes del mismo Dios contenido (que se da -se gesta por el Espíritu-) en la fe y en el Bautismo cristiano, cada bautizado se convierte en un seno materno, dando a luz a su paso por este mundo un sentido de la vida que se basa en saber dejarse acompañar y ser acompañante de otros. Sólo acompañando y dejándonos acompañar al estilo de Jesús y su Madre, seremos la Iglesia de Cristo, animadora, impulsora de todo bien particular

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como universal; fiel a su compromiso de anunciar con hechos y palabras que el Reino de Dios ya está en medio de nosotros, que hay más felicidad en dar que en recibir, y que el venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me

disteis de comer* constituye la regla de oro del acompañamiento global (es

decir, de la única aceptable globalización). María nos acompaña. Especialmente en los momentos más difíciles y duros de la misión evangelizadora. Cuando a sus Iglesias les falta el vino de los desposorios místicos, y no consiguen aportar al mundo la alegría de la salvación por el amor; cuando ha de seguir siendo predicado el evangelio del Reino entre incomprensiones, persecuciones y malentendidos sin cuento; cuando hay que subir a la Cruz de la impotencia divina (supremo escándalo para los que buscan eficacia inmediata y razones demostrables**) que mejor nos manifiesta la voluntad de Dios de salvar al mundo, no por la violencia de la ley ni del poder que avasalla, sino por la vulnerabilidad y la ternura de un corazón encarnado en las miserias humanas…, María nos acompaña. Otro tipo de acompañamiento no se puede esperar de las entrañas maternales de Dios. ¿Te sientes, te has sentido alguna vez, hermana, hermano, acompañado tú de María? ¡No es posible haber gustado su acompañamiento en tu interior, sin que a través de ti no mane un río de ternura acogedora, de misericordia entrañable, de infinita comprensión que restaura llagas y contradicciones de nuestros miedos seculares y estériles enfrentamientos! Serás, en tu etapa de peregrino en la tierra, un buen acompañante de ti mismo y de muchos otros, si te dejas enseñar en la escuela de acompañamiento que a todos se ofrece en María de Nazaret. Acompañante no defraudada por la dolorosa lejanía mostrada por su Hijo hacia ella. Acompañante de la Esperanza de una salvación definitiva al pie de la Cruz. Acompañante de la noche más oscura de todas las experiencias místicas, en tanto permaneció su hijo en el sepulcro. Acompañante en adelantar la hora (experimentar el gozo) del vino de los divinos desposorios…, María, siempre a tu lado para que nunca te encuentres solo, para que puedas acompañar a otros. María, tipo de una Iglesia cuya misión es acompañar al Mundo a rastrear dentro de sus coordenadas espaciotemporales las señales del Reino, los signos de una salvación siempre posible.

* cf Mat 25 ** cf 1ª Cor 2,1-10

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25- EL REINO DE LO HUMANO Y EL REINADO DE LO DIVINO

EL REINO de Dios ¿en qué se diferencia del reino de lo humano? El Reino

de lo humano ¿podrá ser distinto en algo del Reino de Dios? ¡Yo pienso que no! Que no puede reinar Dios donde no se respeta, valora, defiende y cultiva, íntegramente, la dignidad humana, los valores humanos, los Derechos Humanos. Que no se puede hablar religiosamente de Dios si no es desde el lenguaje del compromiso con todo lo humano. Que no puede ser conocido el Dios Viviente allí donde se pisotea a la persona humana, depositaria de su Imagen, de su Amor, de su Destino Eterno. Porque Dios ya no tiene destino temporal sin el hombre. Y es en el hombre, con el hombre y para el hombre como Dios quiere ser reconocido en cuanto Dios, sin reclamar para sí más honra y gloria que la felicidad del humano, la plena realización de toda criatura humana, hembra o varón, que viene a este Mundo. El reino de lo

humano lo encontramos en cada humano realizado fiel a sí mismo en todas sus dimensiones, en lucha siempre contra los enemigos de su feliz realización, tales como el miedo, la autosuficiencia, el afán de seguridades. En tanto que el reinado de lo divino representa el triunfo de la Voluntad Salvífica Universal de Dios, que busca que todos los seres se realicen en fidelidad a su propia naturaleza, alcanzando así sus metas de vida en plenitud. La mayor felicidad de Dios es dejarse encontrar por el hombre; y así, poder colaborar con él en la edificación de un Mundo de Hermanos, en que Él pueda al fin ser el Padre de todos. Dios se ha dejado atar las manos por su amor al hombre; y espera que el mismo hombre se las desate, por amor también al hombre. Es una historia de amor la de Dios y el hombre, una historia de pasión en la que Dios ha mostrado siempre estar dispuesto a perder para que no se pierda el hombre.. Nada sabríamos de Dios si Él no hubiera amado primero al hombre. Nada más grande puede saber el hombre de sí mismo sino que Dios le ama y cuenta con él para su proyecto de Bien Universal. De modo que, cuando Dios que busca al hombre, y el hombre que se deja encontrar por Dios unifican sus voluntades, el hombre alcanza su máxima realización y Dios su mayor Gloria.

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El Reino de lo humano no es nada distinto al Reino de Dios. Dios reina donde un ser humano ama con pasión a otro ser humano, encerrando su libertad en una entrega sin vuelta atrás. Dios reina donde lo humano consiste en la defensa de los Derechos Humanos y en el respeto a las diferencias que definen la pluralidad de una sociedad formada por personas. Dios reina donde es reconocido el Reino de lo humano como lo más importante para Dios. Dios reina donde un corazón humano se deja llenar por el amor del corazón divino. Porque Dios tiene corazón, y sus latidos se escuchan en todo el orbe como llamas a la Paz y la Justicia. Cuando un hombre busca el Reino de Dios está buscando lo que necesitan todos los hombres. El Reino de Dios, como manifestación pública de un Dios que no quiere

nada sin el hombre, y de un hombre consciente de que no puede nada sin

Dios, se identifica plenamente con el Reino de lo Humano. Por eso ha sido permitido hablar de la muerte de Dios ante el fenómeno constatable de la

muerte del hombre. Un hombre que muere a la conciencia de su propia dignidad y a la responsabilidad de colaborar con lo mejor de su ser en la consecución de un mundo fraterno, en abrazo, ha dado muerte en sí mismo (tal vez sin percatarse de ello) a la imagen de Dios. Y un hombre sin conciencia de la imagen de Dios en sí mismo, como un camino siempre abierto de libertad y responsabilidad, termina por ver a otro hombre como un competidor, un enemigo a eliminar, un objeto del que aprovecharse o un estorbo a erradicar en el camino de sus ambiciones inconfesadas. (¿No es esta la explicación de gran parte de los horrores y atrocidades cometidos por el hombre en la Historia Universal?) La pérdida del Reino de la Humano lleva consigo el eclipse del Reino de lo Divino. Y allí donde lo humano no es lo más divino (más digno de valoración, respeto y cultivo) para el hombre, Dios no puede reinar. Es la debilidad de un Dios, este Dios, que tan en serio se ha tomado al Hombre. El Reino de Dios fue predicado por un Hombre que supo ver en él el proyecto de un mundo nuevo y unos cielos nuevos (de un Hombre Nuevo y de un Dios Nuevo) habitados por la Justicia. Y este Hombre (que no podía ser sino Dios mismo por el altísimo grado de Humanidad mostrada), selló con su sangre lo irrenunciable de ese Reino de Dios identificado con el Reino del Hombre. Y su sangre se convirtió para muchos en el recordatorio permanente de que todo humano que es fiel a sí mismo y su conciencia de misión, hace crecer el Reinado de lo Divino en el corazón de todo lo Humano. La gran novedad del Dios de Jesús de Nazaret la encontramos en su manera de hacerse más consciente, más cercano y presente al Hombre, cuanto más cercano, presente y consciente es el Humano de su inviolable dignidad. Desde aquí, ningún ser humano puede ser sacrificado a ninguna

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ideología de poder político, económico, religioso.., porque el valor máximo de este mundo, a cuyo servicio deben estar todos los poderes, es cada uno de los individuos concretos que vienen a formar parte de la humanidad en Marcha. Y el único sacrificio que está de acuerdo con el Reino de Dios, es el que cada uno puede hacer de sí, voluntariamente, por el bien de otros. Y, la mayor grandeza de un humano, será -ha sido siempre- dar su vida por los que ama.

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26- EL REINO EN QUE CREEMOS

I

¿CÓMO podríamos creer en ese Reino de Dios por ti anunciado, ¡si Tú mismo no hubieras muerto por él!? ¿De qué nos serviría que Tú hubieses curado a los leprosos, entado a la mesa con los pecadores y marginados, i tras de ti, los leprosos siguieran soportando su ignominia, los pecadores quedaran excluidos del banquete de Misericordia? ¿Cómo habría de creerse que reina Dios, si la autoridad se continúa ejerciendo como poder, si la religión se asienta sobre el miedo a una condena eterna y la fe se entiende como sumisión de los creyentes a una jerarquía sagrada? ¿Qué Dios es ese que reina, si su reinado no es el de los pobres que tienen en Él toda su riqueza, el de quienes arriesgan su vida por salvar otras vidas, y el de los que llevan en sus frentes el resplandor de haber sido besados en sus entrañas por un amor eterno? ¿Acaso podemos creer en un Dios que no esté al servicio del Hombre? ¿Acaso puede reinar Dios donde los humanos han perdido el norte de su propia humanidad, y se resisten a cultivar su vida interior, y se entregan a la mentira, la envidia, la violencia, considerados como caminos conductores a la única felicidad posible en este mundo? ¿Puede reinar Dios sobre un humano que ha renunciado a serlo?

II

Pero Tú, Jesús de Nazaret, predicaste ese Reino con tu vida y con tu muerte. Con tu vida, por caminos de Galilea, en compañía de un puñado de hombres rústicos y pescadores, acercándote peligrosamente a leprosos, publicanos y prostitutas; devolviendo el amor a la vida de los que lo habían perdido, y dando fe a los enfermos en el poder restaurador de la salud que habita en el núcleo de toda existencia, nos enseñaste a mirar hacia lo alto, hasta descubrir que no estamos nunca solos en este mundo, y que, cuando cada uno salimos

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de nuestra propia soledad, siempre encontramos una mano amiga y un círculo de hermanos donde todos somos iguales en dignidad, respetando todas las diferencias que enriquece la fraternidad.

Con tu vida nos mostraste que somos hijos de un Padre cuya única felicidad es ver a sus hijos libres de toda dependencia, y esclavos uno de otros en el amor que nada pide a cambio. Con tu vida, que no quisiste sólo para ti, ni en las alegrías ni en las penas, haciendo de la solidaridad con los últimos el santo y seña de todas las empresas liberadoras.

III

Pero sería con tu muerte, con tu muerte de malhechor proscrito, ejecutado a las afueras de la ciudad santa, como nos abrirías los ojos más hambrientos de Verdad y de Justicia, para comprender que ninguna ley de los hombres tiene poder para salvar a los hombres; para comprender que, con palabras de autoridad basada en el ejercicio del poder, se llega a condenar lo más santo y a justificar lo más inicuo de este mundo. Sería con tu muerte, en fidelidad a la misión encomendada, como nos mostrarías que el humano sólo es merecedor de su vida cuando sabe entregarla a una causa noble y elevada; cuando sabe que el valor de su existencia sobre la Tierra se mide por el grado de generosidad con que se sacrifica a que reine el Amor sobre todas las demás construcciones del orgullo y la ambición de los humanos.

IV

¡Cómo hemos aprendido, de tu vida y de tu muerte, que ser humano, mujer u hombre, es un ejercicio de libertad que sólo da sus frutos tras entregar la propia vida, en olvido de sí, y en memoria del Reino en que la Voluntad de bien común y universal (única con la que puede reinar Dios entre los hombres), destierra de nuestros corazones todas las visiones mezquinas de la existencia, basadas en el afán de poseer y dominar, basadas en el lucro, la competencia agresiva, y las más fatua de todas las pretensiones, cual es la de tener la Verdad, que se convierte en la gran mentira tan pronto nos creemos en su posesión. ¿Cómo podríamos creer en todo esto, y en que todo esto encierra la más total realización de la persona humana, si, tras de tu muerte, Jesús el Galileo, no hubiera nacido en el campo de la Historia Humana, la más firme convicción de que no vale la pena venir a este mundo, si no es para dejarlo un poco mejor que antes, si no es para dejarlo abierto a la esperanza radical de que sólo el Amor vence a la Muerte?

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V

Si hoy podemos darte gracias, Jesús, el que murió para que desterráramos todo miedo a la muerte, y el que resucitó para que entendiéramos que sólo tiene muerte eterna, aquella vida que a su paso por la tierra no supo abrirse a los valores de bien común y de abrazo universal; si nuestra acción de gracias es al Padre, porque Tú eres el Hijo que nos enseña a se hermanos, y eres el Hermano que quiso ocupar el último lugar para tener necesidad de todos; si hoy nos podemos reunir en tu Nombre para brindar por los cielos nuevos y la tierra nueva, es porque, con tu vida y tu muerte, Jesús, el Hombre Libre, nos has mostrado que ambas, vida y muerte, en cada criatura, son Vida de Dios y Muerte de Dios, donde el gozo de ser se abre a dimensiones de infinito. ¡Nadie aprende a vivir -ni a salvar su vida- si no es sintiéndose ya salvado por ese Amor que extrae vida -y vida inmortal- de todas nuestras muertes! ¡Gracias, Jesús de Nazaret! Tú entregaste tu vida por el Reino, a fin de que cada uno de nosotros podamos encontrar nuestra propia vida, más allá de sí mismo.

VI

Estás dentro de mí, ciertamente, dentro de mí. Lo sé porque la luz de tu presencia ilumina los ojos de mi corazón para contemplarte. ¡Y cómo sacias las ansias más vivas de mi ser con los rayos de tu oscuridad deslumbradora queme habita! Con todo, aún subyugado por tu presencia dentro de mí, ¡no ceso de buscarte también fuera de mí! Como si Tú mismo, desde mis adentros, fueses la razón y la fuerza de mi ternura desatada por todas las bondades y bellezas del camino. Es mi existencia una constante peregrinación de dentro a fuera, de fuera a dentro. Y cada vez que las criaturas pulsan las cuerdas de mi sensibilidad acuciada de insaciable belleza, te alzas Tú, Amor de los amores, sed y fuente que se confunden como cumplimiento en uno de todos mis deseos. ¡Tú eres la fuente y eres la sed en el alma tocada por tu hermosura incandescente! ¡Cuánto, de ti, me acercan las bondades múltiples que acierto a gustar en mis hermanos de camino! ¡Y cuánto de mí se llevan, a destino incógnito: momentos tantos de dulzura inefable en que mi corazón se rindió a las llamadas del abismo! Porque, son ya tantas las veces que me he perdido en un abrazo a lo concreto pretendiendo abrazar él lo infinito…

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Porque innumerables veces la flor de la carne destelló para mí fulgores de un espíritu inmortal… Porque tu Nombre se me fue haciendo, beso a beso, más mío y más inabarcable a un tiempo, en la medida en que olvidaba mi nombre al entregarme… Porque siempre que retorno a tu presencia en mí, la vida y la muerte, el orden y el caos, la felicidad y la desdicha, cantan el mismo cántico de alabanza a las bondades del universo, que sólo alcanzo a ver con los rayos de tu oscuridad deslumbradora en que me meces… Sólo porque has querido ser dentro de mí, encuentro mi fin (mi más feliz realización) en el rapto de toda ternura y belleza!

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27- EL HOMBRE LITÚRGICO O, LOS RITOS DEL AMOR

EL CORAZÓN del hombre es el templo y el altar del único sacrificio agradable a Dios. Todo otro templo, todo otro altar, se justifican si en ellos se inmola un corazón en obediencia y alabanza al Eterno Viviente, y en comunión y servicio al orden creado.

El hombre sacrificado a Dios, sin posibilidad de volverse atrás (cuando Dios seduce, atrapa), es en medio de la vida una llama de amor vivo, luz y calor para muchos, aún cuando él (y mejor es que así lo sea) no se percate de serlo. Es la sal que restituye el sabor de lo trascendente en el corazón de lo ordinario y trivial. Es la pizca de levadura que fermenta toda la masa con destellos de inconformismo, e incluso rebeldía, ante todo lo anodino, sofocante, despersonalizador.

Nadie más libre, más fiel a sí mismo y más útil a sus hermanos, que aquel que ha entendido (experimentado) lo litúrgico como el espacio que torna sagrado lo que sin el sacrificio del altar seguiría siendo profano. Él ya no sabe distinguir entre sagrado y profano, porque en el fuego de la adoración al Invisible, todo lo visible ha quedado santificado por el Amor Creador y Redentor. En el altar del sacrificio litúrgico se realiza la sacralización (divinización) de todo lo humano.

El hombre litúrgico, se identifica con el hombre nuevo: nacido del agua y del Espíritu, no puede conocerse a sí mismo fuera de una relación amorosa con un Tú que lo desafía a ser cada vez más él mismo. Lo que se inmola en el altar del sacrificio, lo que es purificado hasta su destrucción por la llama sagrada, son mis miedos, mis complejos, mis afanes de seguridad, mis aislamientos -¡todo cuanto me aleja de mi auténtica dignidad humana!-; y, mediante la confianza y abandono, alcanzo a ser aquel que, desde la eternidad, soy en Dios y para Dios.

Por supuesto, sin la fe en Dios no existe el hombre litúrgico. Fe que, enraizada en el amor a la vida, nos conduce a descubrir que es Dios quien más ama esta misma vida, la defiende y se muestra comprometido con todo aquel que no renuncia a mar la vida, especialmente en los momentos difíciles

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y en las llamadas a hacerla crecer en todas sus posibilidades y dimensiones. Cuando el creyente sabe que su vida y la del mundo entero es más interesante para Dios que para él mismo y para el conjunto de la historia humana…, ya no tiene reparo alguno en ponerla incondicionalmente en las manos de ese Dios. Y la pone en el acto litúrgico de inmolarse a su voluntad de amor universal.

El hombre litúrgico ama apasionadamente la vida, su vida y la de todos, esta vida real y concreta que le ha tocado vivir. Pero sabe que se le ha dado, y que sólo le pertenece cuando la entrega a algo -alguien- más grande que sí mismo. La escuela de la liturgia es la de la gratuidad. Recibirlo todo en acción de gracias, y darlo todo sin esperar nada a cambio. ¿Es esto último posible (darlo todo sin esperar nada a cambio), para un ser, el humano, que vive regido instintivamente por el afán de conservación individual y de la especie? ¿Puedo darme hasta el punto de aceptar mi autodestrucción en el don (el fuego del sacrificio sagrado)? ¿Puede Dios, autor de la vida, pedirnos tal cosa? ¿Cómo hay que entender aquello de que quien quiera guardar su

vida, ha de saber perderla? En entender correctamente o no, esta demanda del Evangelio del Reino, nos jugamos es llegar a ser verdaderamente hombres nuevos, hombres litúrgicos.

Una vez que he aceptado el Amor de Dios como sentido de mi vida, vive en mí la más firme confianza en que mi vida está escondida con Cristo en Dios. Nada puede apartarme de su Amor. Entregándome, al estilo de Cristo, en sacrificio por un mundo reconciliado con Dios, encuentro la única manera de no echar a perder mi vida aquí en la tierra. El acto litúrgico resume así la más alta y fecunda fidelidad del hombre a su Dios y a su propia humanidad.

Para el hombre litúrgico la vida no vale por lo que produce, sino por lo que es. Y cuando ser es el valor fontal, el mismo ser que somos nos deja abocados al misterio de todo cuanto es. Un abismo grita a otro abismo con

voz de cascadas. El ser se nos revela comunión. Somos en la participación amorosa del Ser que lo es por sí mismo. La liturgia es misterio de comunión en las raíces de todo cuanto es vivo. Y, al comulgar en el acto litúrgico con Dios, fuente de la vida, comulgo conmigo mismo y con cuanto es vida en este mundo.

Cuando yo vivo para ser (yo mismo) y para decirme (en comunión existencial), cuando los objetivos de mi vida no son las modas, las ambiciones de poder ni el cultivo de la propia imagen…, experimento que la vida es una novedad inagotable, de la que siempre recibo más de cuanto hubiera podido desear; y que la muerte (como desaparición del yo aislado) es un fantasma hijo de mis miedos, que se ha esfumado en el acto sacrificial

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(sacramental) de no querer para mi existencia otra cosa que la voluntad de Dios, por la que soy en Él y para los demás. La vida litúrgica es una manera de ser y de decirse en la vida, a través de la cual el humano se recibe, siempre enriquecido, tras cada don.

Cuando yo vivo en consonancia con la voluntad de Dios, realizada y actualizada en cada acto litúrgico, en cuyo rito renuncio a vivir para mí mismo, con el deseo único de ser cauce abierto a sus gracias, las que Él quiere repartir a través de mí, me siento parte del mundo, de sus alegrías y de sus penas (llorar con el que llora y reír con el que ríe), y enviado a compartir y enjugar lágrimas de muchos rostros, lo mismo que a estimular esa alegría de vivir y el disfrute de todas las cosas buenas de la vida, en el mayor número posible de hermanos y hermanas. El amor es la liturgia viviente del corazón nuevo: un corazón universal que sabe sembrarse en todo lo particular. Además, un amante que intentara entrar en el amado avasallando con la vehemencia de su amor, perdería la cualidad de amante delicado, tierno, respetuoso, admirativo. ¡Cuán poco saben del amor aquellos que no han aprendido a expresarlo mediante ritos sagrados! Sagrados, como el tacto que se demora por la piel del amado, conmovido ante el misterio del otro.

El rito litúrgico es el ropaje de aquel amor que no ha renunciado a lo cósmico de su entrega. Porque os amo a todos y os necesito a todos, y no os lo puedo decir uno a uno y de aquella manera particular en que cada uno necesita que se le diga, he adoptado estos signos de sacrificio, entrega al abismo de lo desconocido, a través de los cuales se expresa la reconciliación, el ofrecimiento respetuoso, la comunión en el presente, la esperanza de un futuro en abrazo total, y la lucha en el camino… Mediante los ritos sacrificiales estoy diciendo que mi vida es de todos, enteramente vuestra, uno por uno y con todos a la vez.

Los ritos -la liturgia- no los ha inventado el hombre; le vienen de su ser a imagen y semejanza del Creador, quien tan delicada y respetuosamente deja lugar a su creación y pide permiso para entrar en su criatura el hombre. Dios es ritual. Dios maneja los símbolos para llenarlos de su eficacia salvadora. El encuentro de cada corazón con Dios se lleva a cabo mediante ritos de deseo, espera, silencio, cortesía, adoración... La liturgia es la invitación de Dios llamándonos a acercarnos a Él con la naturalidad y la sencillez de lo verdaderamente poético. Por ello, toda celebración litúrgica que no deviene poesía compartida, es rito vacío, cauce alejado del agua del misterio.

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Amar es siempre una forma de alianza, de prometer y prometerse. Así nos ha mostrado Dios su Amor. Promete un futuro de vida en plenitud para el hombre, y Él mismo se identifica con ese futuro de eternidad compartida, al dársenos en comunión ritual, haciendo de cada corazón que lo recibe una cámara nupcial. Y, mientras tanto, en el rito litúrgico, en la anticipación del banquete del Reino, a la vez que nos promete los cielos nuevos y la tierra

nueva habitados por la justicia, se nos da como alimento (Tomad y comed,

esto es mi cuerpo. Tomad y bebed, esta es mi sangre) de fidelidad a todo lo auténticamente humano, de todo cuanto ayuda al hombre a ser fiel a sí mismo, encontrando el sentido de la vida y la alegría de vivir en una entrega semejante a la de Dios hecho Hombre. (Tocamos el vértice de la liturgia cristiana: Dios se nos da primero para que nosotros podamos darnos a Él, y en Él y con Él, nos situemos en el eje dinamizador que hace nuevas todas las cosas).

Al hombre litúrgico -no en todos los casos- después de su partida de este mundo, lo llaman santo. Pretenden encerrar en cánones la hermosura de una vida que llegó a ser universal a fuerza de ser fiel a sí misma, a su condición peregrinante, incapaz de conformarse con nada menos que no sea ser Dios en Dios. El hombre litúrgico es el que descubre la presencia de la eternidad en el corazón del tiempo, y celebra, hace fiesta con frecuencia y en fraternidad, para no olvidarse de que Dios emplea su eternidad en visitar nuestro tiempo, hasta dejarlo abierto a todas las posibilidades de bien presente y futuro. En el tiempo del hombre litúrgico es donde mejor se toca la eternidad de Dios.

Así he querido, mi Señor, que sea mi existencia. Existencia del hombre litúrgico. Existencia desde el corazón, desde la gratuidad, desde la comunión universal. Así me has conducido Tú a hacer de mi vida una liturgia de alabanza, de adoración y de servicio. Enamorado del Amor, me has hecho comprender que no hay amor sin ritos de acogida, de entrega, de creatividad, de audacia soñadora… Ser creyente y ser hombre litúrgico es aprender a resumir la vida en un acto de entrega sin retorno. ¡Ojalá te sea grata la liturgia de mi corazón -como confío- al permitirme reconocer lo mejor de mí mismo en todo lo hermoso, verdadero y fecundo de los demás! Amén.

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28- CARA A LA MUERTE

NUESTRA civilización, tecnológica y postmoderna, ha sido frecuentemente (y no sin razón) denominada “Cultura de la Muerte”. Terrible nombre y terrible realidad la que tras él se esconde. Como si se quisiera decir que los objetivos de nuestra época (políticos, económicos, hegemónicos…) sólo fuesen alcanzables a través de la muerte, de muchas muertes, de incontables muertes, muertes masivas, muertes anónimas, genocidios planificados. Se nos ha querido acostumbrar a ver la muerte amontonada en nuestras ciudades y calles, y los muertos insepultos porque no hay vidas suficientes para inhumarlos. Algo así como el triunfo de la muerte sobre la vida. Algo así como, acostúmbrate a verlo, y date por contento, porque (de

momento) no te ha tocado a ti. Cultura de la Muerte: hábil manejo de los medios de comunicación para generar conformismo, seres domesticados por el miedo a la muerte. ¡Y yo que he querido ser el muerto tantas veces! ¡Y yo que, al ver los cadáveres tendidos en las plazas, o semiocultos entre los escombros, víctimas de la violencia bélica o de la catástrofe natural que siempre hace más daño entre los más desfavorecidos…; yo que al ver la cara famélica -sólo huesos, piel y ojos- de niños y adultos en bastas regiones desoladas de África…; yo, que pertenezco al atroz privilegio de estar condenado a ver todo esto…; yo, he querido morir muchas veces en lugar de muchos de esos muertos! ¡Si pudiera uno morir para que nadie ya fuese víctima de inicuas mortandades…! Porque no son simplemente muertos (¡eso sería otra cosa!). Son descaradamente víctimas. Son las víctimas escogidas, programadas de una (in)civilización) que sostiene su poder y su ambición sobre los cimientos de muchas vidas masacradas. (¿No es cierto que alguien tiene que morir para que otros vivamos mejor? ¿O que, para mantener las ciudades del bienestar tienen que mantenerse e incluso acrecentarse las villas miseria?). No hemos aprendido a repartir equitativamente porque no hemos comprendido todavía que toda muerte injusta es un atropello al bien común, y, por tanto, a mi propia humanidad. Con cada ser que muere injustamente, víctima de

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violencias y masacres del poder o de la incuria individual, muere una parte de lo mejor que cada uno somos. Desde que la ciencia puntera, asociada a la técnica, y ambas dependientes de la razón autosuficiente (hoy, pensamiento único), en manos del poder absoluto del dinero…, señoras, señores…, no será el fin de la historia, pero sí el comienzo de una historia entenebrecida, abominable como ella sola, capaz de desembocar en grandes guerras, campos de exterminio, otras Hiroshima y otros Auschwit, hambruna y epidemias y, suma y sigue el cómputo sin fin del producto aniquilador bruto de las desigualdades económicas y de los regímenes pseudodemocráticos, rendidos al poder del dinero. ¡Nunca la muerte ha de parar de extender sus dominios sobre la tierra, en tanto se pretenda sostener el bienestar de unos pocos sobre la aniquilación de otros muchos! Y, ¿no es eso precisamente el objetivo de la mal llamada “globalización”? ¿Se distingue mucho lo que aquí llamamos “cultura de la muerte” de los programas financieros que tejen los hilos de la Globalización que se pretende imponer hoy? ¿Puede extrañar que yo haya deseado, montones de veces, desde las honduras más vivas de mi conciencia humana, ser uno de esos fallecidos de “muerte injusta”? ¡Al menos no estaría condenado a ver el genocidio constante con el que pretenden defender intereses inconfesables (los del gran capital) que, a veces, algunos de arriba se atreven a llamar “sagrados” e “intocables”. Al menos, muriendo en lugar de otro, sabría ya desde el otro lado (si es que allí se sabe algo), sabría ya que ninguna muerte es inútil, aunque -lo que seguiría haciéndola dolorosa- ¡sí evitable! ¿No está escrito en el instinto de conservación, en el amor a la propia especie, que la vida se hace buena en la defensa de la vida, en la lucha contra la muerte? Luchar contra la muerte ¿no será la mejor forma de merecer la vida? Pretender la defensa de la vida con la cultura de la muerte es el invento más infernal que los humanos hayamos puesto en marcha en cuanto recordamos de historia. ¿Quién parará los pies a tan enorme artefacto de producción de muerte masificada? ¿Cuándo se dejarán de fabricar y vender armas mortíferas de todo calibre y alcance? ¿Cuándo los gobiernos de pueblos y naciones decretarán leyes basadas en el amor al prójimo, privilegiando los intereses de los más débiles, y no ya en la defensa de intereses privados? ¿Cuándo cada país será dueño de sus recursos naturales, sin depender de explotadores y especuladores extraños y sin conciencia? ¿Cuándo todas las ideologías -de Izquierda o de Derecha- serán relativizadas en el alcance de su verdad y fuerza liberadora, para ponerse al servicio de la Dignidad y de los Derechos Humanos, valorando la crítica que nos ayuda a rectificar? ¿Cuándo la corrupción y la mentira dejarán de vestir de guante blanco? ¿Cuándo la

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aplicación judicial de las leyes escritas dejará de ser tapadera de verdades a medias y trampas escondidas para incautos e indefensos? ¿Cuándo la Conciencia Humana ocupará el lugar que ahora ocupa -acapara- el miedo de unos a otros, o el empeño de mantener una hegemonía sobre los demás? ¿¡Cuándo?! Mientras tanto seguiremos enrolados en la cultura de la muerte. Pero no. Nos quieren hacer creer que vivimos irremediablemente en la cultura de la muerte. Que hemos nacido para tenernos que morir, y , por tanto, ¡sálvese quién pueda!; ¡que cada palo aguante su vela!; ¡mientras a mí

no me toque! Eso es: mientras no seas cadáver has de ser consumista, consumista de todo, incluso de muerte. Consumiendo la muerte de otros es como voy sabiendo que yo he sobrevivido al naufragio… hasta ahora. Pero ¿cómo sabes que estás vivo?, ¿sólo porque no eres uno de los cadáveres olvidados o amontonados en cualquier rincón de la tierra o cuneta del camino? ¿Tan poca cosa es para ti la vida? ¿Tan ligera cosa es para ti la muerte? ¿Has intentado, alguna vez, escribir Vida, así, con Mayúscula? ¡VIDA

CON MAYÚSCULA! Te aseguro que no es lo mismo. No es lo mismo. Con minúscula, la vida es algo pasajero y fútil, trivial y rutinario, aunque la defiendas con uñas y dientes porque dices que es tuya, por instinto de conservación, pero sin haber llegado a descubrir el verdadero significado (valor, sentido) de tu propia existencia. La vida, para ser Vida, ha de ser siempre con Mayúscula. Y ello, porque su identidad es la de crecer y crecer, comunicarse y comunicarse, transmitirse y transmitirse. Y, si no es todo ello, ya es en algún grado y forma muerte en vida, vida muerta, muerte camuflada de vida. Todo ser que sabe hacer crecer su vida, acierta a comunicarse con otras vidas y transmite a otros algo de su propia viva realidad; sabe, aún en el corazón de la necesidad de morir, que la vida nunca muere, y que la muerte -propia o ajena- es el desafío constante que nos lanza la existencia para luchar contra la misma muerte y sus maquinarias de poder. Que está vivo quien ama la vida y lucha contra la muerte. Que nunca muere quien encierra su vida cada día en una muerte por amor, en un amor que sabe dar la vida por los demás. El que así vive nunca teme la muerte. La vida es ese bien común que sólo puede defenderse en abrazo con otras vidas. Y perder la propia vida para evitar otras muertes, es la única manera de salvarla. Para llegar a saberme vivo, viviente, en reciprocidad con muchas vidas (de hoy y de siempre) tuve que perder todo miedo a la muerte. Aprendí a mirarla de frente. La desnudé de sus ropajes de fatum y de sus pompas funerarias. Y una vez enteramente desnuda ante mí, la muerte, era también bella, atrayente, seductora, como una invitación al amor total. Sí; la muerte, mi muerte era tan

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mía como mi vida. Yo elegía mi forma de morir al elegir una forma digna de vivir, una manera humana de entregar la vida. Y era hermosa la muerte en cuya desnudez se evidenciaban los signos -llagas- de una vida de amor, de solidaridad, de servicio. Vivir cara a la muerte no es desear la muerte en sí: es haber vencido a la muerte en mí. Mi enorme amor a la vida no me permitirá nunca morir sin

más ni más. Porque si una vida ha tenido sentido, quedará patente sobre todo en su forma de muerte. Viviré en todo aquello por lo que di la vida, en todos aquellos a quienes amé en la vida. Y, en todas las muertes -¡tantas!- que compartí, que no pude evitar, logré ya vivir -¡saborear!- la conciencia victoriosa del bien sobre todas las formas de mal, la bondad que rechaza con toda energía que la muerte sea el punto final de la vida. De cara a la muerte. ¡Es inútil darle la espalda! La llevo conmigo y la amo como parte de mi vida, más grande en sí que todas mis muertes juntas. La amo porque me enseña a vivir con responsabilidad sobre cuanto soy y tengo. La amo, porque, en la solidaridad de todo dolor y de toda lucha compartidos, me hago más hermano de todas las vidas al hacer mías todas las muertes, no sólo las físicas, sino igualmente las que lo fueron en la privación de un sentido elevado y hermoso para sus vivientes. Pertenezco, habitante terráqueo de la segunda mitad del siglo XX y primeras décadas del XXI, pertenezco, aunque no por mi voluntad, a la cultura de la muerte. Pero mi esencia es el amor a la Vida, la fe en la Vida, la defensa y la lucha por la vida. En tal lucha he descubierto, con el mayor gozo y esperanza, que la cultura de la muerte tiene los pies de barro, porque por “cultura” sólo se puede entender cuanto ennoblece y embellece la Vida Humana y la del planeta en que se despliega. Seguir siendo feudos de la cultura de la muerte equivaldría a creer que no podemos rebelarnos contra ella. Equivaldría a renunciar a continuar interesándonos por el origen y meta de la vida en nuestro universo. Equivaldría a caer en las garras de un dios maligno, molog de sus propias criaturas. Caer en las garras de la cultura de la muerte, no rebelarse con todos los medios a nuestro alcance contra ella, terminaría por hacer imposible que un humano pudiera decir a otro humano, con todo su ser inscrito en cada letra: ¡te amo!

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29- LOS SEPULCROS VACÍOS

YO HE VISTO, a lo largo de mi vida, muchos sepulcros vacíos; muchas

tumbas en las que depositamos los restos mortales de un ser querido, el cual, al recuperarlo en nuestro recuerdo con todo su amor, con la entrega generosa de su vida, lo volvíamos a encontrar vivo en el mucho bien que había sembrado entre nosotros, y que seguía fructificando como árbol cuyas raíces extraían su savia de una eternidad gozosa. ¡Yo he visto muchos sepulcros vacíos! El primero, fue el de mis padres, cuya fe pura y sencilla, sigue siendo alimento de mi fe, la que me impulsa a buscar el bien y luchar contra el mal, que, de tantas maneras, se alza como cizaña en medio del trigo, pretendiendo anular toda cosecha de libertad en el amor. El primer sepulcro vacío que he podido contemplar, ha sido, ciertamente, el de mis padres, Antonio y Josefa. Ellos han sido los primeros en enseñarme que no puede morir el amor que da la vida. También en Segovia, donde, al celebrar la Eucaristía sobre el mausoleo que encierra los restos de san Juan de la Cruz (esto ocurría en agosto de mil novecientos sesenta y seis), sentí la plena evidencia de que allí no yacía un muerto, que el sepulcro estaba vacío. Y era el propio Juan de Yepes quien me había conducido, peregrino, hasta aquel lugar, para que experimentara la sensación de vida eterna que alienta en toda carne que muere enamorada. Cuando una vida, tal como la del insigne carmelita, está consagrada al amor -Que ya sólo en amar es mi ejercicio- la muerte no puede quitarle nada, porque el amor es en sí mismo vida que se goza y se comparte, haciéndose en su misma experiencia cada vez más grande. Otra vez, en los sótanos del Vaticano, allí donde reposaban los restos de Ángelo Roncalli, junto a los de otros papas de la Iglesia Católica, al contemplar los ojos iluminados y llorosos de muchas personas adultas, y al escuchar la explicación emocionada que daba un padre a su hijo de no más de diez años, diciéndole que allí estaba enterrado el Papa Bueno (esto ocurría en agosto de mil novecientos noventa), se respiraba, junto a la tumba de este papa campesino, un espíritu de humildad y de servicio, de paz y de consuelo, que recorría, como un flujo de energía renovadora, todos los cuerpos apretujados en torno a la capilla ardiente por la presencia luminosa de una vida evangélica.. No. No era un sepulcro lo que allí visitábamos. Era una

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vida más viva, compartida, universal, que penetraba en nuestras almas encendiéndolas con los valores del Reino, los que hacen de este mundo una familia en el respeto a la dignidad sagrada de todos y cada uno de sus miembros. ¡He conocido tantos sepulcros vacíos, que no me cuesta nada creer en el sepulcro vacío del Nazareno Crucificado! ¡Creo que la muerte jamás podrá hacer suyo nada que reciba su vida del amor! Sé que todo corazón humano es un sepulcro vacío, un vacío inmenso, que sólo puede llenar una vida divina, una fe capaz de derribar todos los muros de miedo, ambición, violencia. Sé que vivimos a fuerza de la resurrección, que esas vidas de amor, entregadas sin negar nada de sí hasta la muerte, nos siguen comunicando. Y sé, con la esperanza que no defrauda, que dentro de cada corazón -cada sepulcro vacío-, una Vida Nueva está naciendo siempre, dándose siempre, abriendo constantemente nuevos horizontes de vuelo compartido, de belleza acariciada, del triunfo definitivo de los sueños más audaces, que jamás se dejaron vencer por el desencanto, ni por el ceño amenazante de los señores de la muerte. Que cada corazón transido de amor, cariño, ternura, responsabilidad por los demás, es un sepulcro vacío, hemos de entenderlo como que en él, las experiencias de fracaso, incomprensión, soledad, abandono por parte de los suyos (tal el caso de Jesús de Nazaret) e incluso la muerte temporal, no significa la frustración ni la pérdida de sentido para sus vidas, antes bien, es la ocasión de ahondar en una fe en la vida que va más allá de todos los éxitos que se apoyan en el poder, el orgullo y la violencia. Vacío porque a fuerza de haberse dejado modelar por el amor de gratuidad, está totalmente abierto a dar y a recibir, en la conciencia de que todo don de sí ensancha la capacidad de amar y la conciencia de que todos nos necesitamos. Mientras existan sepulcros vacíos, en tanto creamos que el amor es más fuerte que la muerte, en la misma medida en que sepamos recibir en nuestros corazones la herencia de generosidad, entusiasmo, creatividad, audacia…, que impulsara a los mejores de la humanidad a dar su vida por una causa justa, el mundo en que vivimos, nuestro mundo, continuará teniendo metas de vida en plenitud, de resurrección como fiesta de todas las canciones ensalzadoras del amor, de todos los abrazos que derribaron muros de enemistad.. Todo sepulcro vacío -¡y, en mi experiencia, hay muchos!- es elocuente testimonio de que es el amor lo único que salva al mundo. Jamás se ha visto un corazón vacío de egoísmo en cuyo espacio dilatado no floreciera la mejor cosecha de fraternidad. Son los sepulcros vacíos que más necesita nuestro mundo.

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El tiempo de nuestra vida terrenal se nos ha dado para vaciar nuestro corazón de tantas muertes producto de las falsas concepciones de la vida, que lo suelen dominar con garras de miedo (miedo al fracaso, miedo a la soledad, miedo a la muerte…), hasta convertirlo en un espacio cerrado sobre sí mismo, sin relación vital con el universo. ¡Son sepulcros rebosantes de su propia podredumbre! ¡Sólo de los sepulcros vacíos -las vidas entregadas- se puede experimentar que la Resurrección es un germen que crece y se expande desde el vacío.

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30- LA VIDA COMO ORACIÓN

LA ORACIÓN, la plegaria, el rezo que brota de las profundidades del

humano y se dirige a lo desconocido, es la forma suprema a nuestro alcance para poseer el propio ser y ponerlo en comunión con el infinito. El que ora va asociando a su paso por este mundo todo acontecimiento como gracia alentadora de su ser en marcha hacia su más feliz realización, Oración es la palabra que calla en boca del hombre, al tiempo en que es pronunciada por sus entrañas ateridas. Quien sabe rezar sabe decirse sin engañarse a sí mismo ni a los demás. Quien habla en profundidad con Dios aprende a hacerlo en sinceridad con los hombres. La plegaria es la mejor forma de dejarse desnudar para el amor de cada día. Cuando rezo desde el silencio de mi ser concentrado en un acto de fe en el Dios que me habita, soy puesto a punto para dar de mí lo que necesitan los demás. No hay mayor pureza de vida que la que propicia la oración en espíritu y en verdad. El que ora hace de cada una de sus experiencias en el tiempo un motivo de crecimiento en el amor y una certeza de que nada verdaderamente humano se pierde para siempre. Cuando fui iniciado en la oración (una etapa ya en las brumas del recuerdo), comencé por aprender a silenciarme ante una lamparita, siempre encendida y oscilante en un ángulo de altar ante el que me arrodillaba. ¡Todo mi ser se sumía en aquel punto luminoso de una oculta presencia! Y aquella lucecita casi imperceptible, pasaba a encender mi corazón que dejaba de mirarla -¡ya no era necesario!- ante el susurro enamorado que comenzaba a fluir en mi corazón. Fue la etapa del descubrimiento de la vida interior, a la que se accede por un silencio que unifica sentidos y potencias en una mirada que se olvida de sí misma. Después (gracias, sin duda, a aquella iniciación), fue el mundo mismo, su vastedad y hermosura, sus ofertas y desafíos constantes a la autenticidad del ser propio, la nueva lucecita, suficiente para mantener mi vista y mi corazón fijos en un punto de encuentro (porque encuentro es siempre la oración).Y así ha sido como la vida, mi vida, incluidos mis errores y fracasos, mis pecados y contradicciones, se me hizo camino de abrazos, sentimiento de amistad y fraternidad con todo lo existente; pero, sobre todo, se me hizo capacidad de visión más allá del alcance de mis miradas. Era como ver el mundo a través

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de otros ojos que los míos. Verlo tal como es, sin negar sus puntos negros (que solían ser muchos) pero bañados todos ellos por una luz envolvente y transfiguradora. Entonces comprendí que el amor al mundo y la oración guardan entre sí una relación inescrutable e irrompible. Si el destino de la oración es el Ser Infinito, yo, el orante, toco el Infinito siempre que me sumerjo en oración de fe pura y desnuda. Al salir de mí mismo en mi entrega al misterio que me seduce, el misterio tocado por las manos de mi fe, se deshace en luz, luz que llega a todos los rincones de mi ser y del ser del mundo. Se alcanza a ver la realidad total iluminada por un amor de vida en plenitud. Si el impulso que hace posible la oración es Dios mismo, habitante número uno de nuestras telúricas entrañas, todo mi hacer y sentir, mi buscar y amar, mi crear y luchar…, se convierte en obediencia y comunión con ese Dios que, desde mí mismo, me lanza a ser fiel, en todo acontecer y hacer, a su Voluntad de Bien Universal. En la oración que es abismo de abandono en el Invisible, Dios me toca, yo le toco; y en nuestro mutuo tocarnos, Él me despoja de los accidentes más feos de mi ser, a la vez que me capacita para ver su belleza en todo lo creado. La oración me devino punto equidistante entre el cielo y la tierra, tránsito abierto entre lo divino y lo humano, fusión fecundadora e indestructible de carne y espíritu. Vivir, el simple vivir, ya era orar. Orar ya era amar la vida concreta y real (sentirte amado por la vida), la vida como lugar privilegiado para el encuentro con Dios. Fuera de la vida no hay salvación; la misma salvación que viene de Dios es vida; cuanto más vivo me siento, más experimento y gozo la salvación por amor; quien de veras ama la vida -desde la suya a los demás- se convierte en testigo del Eterno Viviente y estímulo de oración para otros. Cuando, al mirarlas desde adentro, al contemplarlas con amor, escuchamos a las cosas decir “DIOS”, es el Dios Vivo y Verdadero quien se dice en nosotros, al par que nos hace, con Él y como Él, vivos y verdaderos, con capacidad de transmitir algo suyo a nuestros hermanos. Y así es el fenómeno contemplativo: Dios diciéndose en cada criatura contemplada, es decir, mirada con amor gratuito, y volviéndose a decir a través del contemplativo empapado de su Bondad.

La mirada del hombre sostiene las estrellas: si de mirar al Cielo desistieran los hombres, ¡no habría luz en la Tierra!

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Queremos decir que, gracias a la mirada contemplativa, podemos seguir viendo a Dios enredado en los caminos de lo hombres, y a los hombres invitados a ver-a-Dios-Todo-en-todas-las-Cosas.

Sólo quien aprende a orar hace suya la alegría de vivir como elemento indestructible en todos los contenidos y avatares de su existencia. Es en la oración donde la vida se revela universal y eterna. Es en la oración donde mejor percibo que la vida sólo es mía cuando la entrego sin miedo a la muerte y sin avales de recuperación (sólo se puede recuperar lo antes perdido). Es en la oración donde mi conciencia de criatura se ve, como un espejo, totalmente inundada, cegada, por la Luz del Ser Divino. Veo a Dios en mí. Me veo a mí mismo en Dios. Es demasiada luz para lo contado y medido de mis recursos concedidos (por eso sé que no es el fruto de mi esfuerzo programado). Yo mismo soy oración, sin necesidad de hacer otra cosa que en todo amar y servir. Pero se trata de un amor y un servicio que no dependen de mi voluntad, porque yo tampoco me pertenezco en nada a mí mismo. Yo no quiero ser ya el que obra, sino el que deja a Dios obrar. En la oración de largo silencio y espera confiada, me he dejado hacer vehículo de su voluntad para conmigo mismo y para con mis hermanos. La perseverancia en la oración me ha convertido en cauce de una Gracia que me desborda. La vida como oración no es otra cosa que vivir una vida que se ha encontrado a sí misma. En el gozo de ser yo descubro que soy más grande de cuanto se encierra en mi vida. En el asombro de haber aprendido a amar, se me evidencia que estamos todos unidos en un Amor más Grande que el que podemos dar y recibir. Orar -la oración- jamás podrá entenderse al margen de la vida real: la que me ha sido dada y yo debo cuidar como un valor absoluto.

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31- ESCRIBIR SOBRE SÍ MISMO

(A modo de epílogo)

TODA VIDA PROPIA (sin olvidar que lo propio de la vida es ser compartida), contada por el viviente que se interroga sobre sí mismo con hambre de claridad en sus entrañas, constituye un relato extraordinario, una aventura apasionante. Al narrarla nos hacemos conscientes de que no somos nosotros, los que la escribimos, quienes hemos trazado a nuestro libre albedrío su curso y determinado sus contenidos anecdóticos. Más bien ella nos ha vivido a nosotros, y, al vivirnos ha dejado escrita una buena parte (nunca la totalidad) de quienes realmente hemos sido. Pero el estar viviéndola, más o menos conscientemente, me capacita para ser su intérprete, sin que pueda serlo ningún otro con el mismo sello de cercanía. Su intérprete, he dicho; pues todo género autobiográfico es interpretación a

posteriori, donde lo real sucedido se mezcla con lo ideal soñado y los olvidos piadosos (olvidos intencionados sería traición a la verdad). No obstante, al escribir uno sobre sí mismo, sobre sus experiencias e ideas fundamentales, sobre sus sueños y anhelos de plenitud, sobre sus pasiones, éxitos y fracasos, si se es movido por el afán de veracidad existencial, de conocerse mejor y tratar de avanzar por el sendero de la fidelidad a sí mismo, tales escritos estarán más cerca, mucho más cerca de lo real que las posteriores -si las hubiere- biografías escritas por vidas ajenas.

Las biografías jamás darán un cuadro plenamente creíble de la vida del biografiado, sino intentos de acercamiento: sólo aspectos parciales de su personalidad y acontecimientos aislados de su paso por este mundo, que el biógrafo se empeña en ensartar en su relato como un cuadro real, sin poder conseguirlo del todo. El alma de la persona está mas en sus propias confesiones que en los análisis realizados sobre la misma. Pues la confesión como género literario jamás podrá confundirse con un escaparate de lo que uno considera mejor en sí para vender a los demás: nacería muerta en tal intento. Confesión es sinónimo de sinceridad, desnudez, transparencia; también de humildad, confianza en el otro, necesidad de airear las fosas más profundas del propio ser, de la inquieta conciencia. Quien pretende hablar de sí, de sus experiencias, para ponerse a sí mismo como modelo de algo, de algún valor vital a imitar por otros, comete el acto

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más ridículo e irrisible que se pueda dar entre humanos. Y como a mí me ha horrorizado siempre la posibilidad de imitar a nadie (ni siquiera a Jesús de Nazaret, de quien acepté su llamada a vivir en su seguimiento y dejarme enriquecer por su amistad en el trato íntimo), de modo semejante me horrorizaría que alguien me tomase como ejemplo de nada bueno para él. Mi máxima aspiración al escribir sobre mí mismo, no es la de influir, sino la de compartir en diálogo amistoso con el lector. La vida se narra a sí misma. Una vida que no ha sido fiel a sí misma no tiene nada qué decir; permanece estéril. Sólo cuanto se ha vivido conscientemente (o arrancado mediante imágenes, símbolos y ensueños al inconsciente), llega a ser auténticamente humano y por ello materia de narración. Cuando el viviente se pone a su escucha interior, se convierte en el médium (intérprete) de su propia existencia. Traduce en leguaje inteligible para otros lo que era lenguaje intuitivamente sólo suyo. El hilo conductor de su ser biológico, arranca, del ingente almacén de sus neuronas, recuerdos de sus vidas anteriores, anticipaciones de posibilidades inscritas en sus genes, influencias reveladoras de su inconsciente colectivo (mitos, arquetipos, anhelos incontenibles del alma…); y todo esto, junto con otras experiencias claramente codificadas por su mente, funden el magma originante de una historia personal, viva, en proceso, intransferible, indomesticable. Y sólo aquella vida que ha sabido enriquecer su consciente con los valores (chispazos) del inconsciente está en condiciones de decir algo aproximativo a la realidad de su propio ser, sobre sí mismo, su modo peculiar de saberse persona*. La escritura confesional, más o menos autobiográfica, no puede ser más que un ensayo de autenticidad en la fidelidad a la síntesis personal que cada cual haya sido capaz de conseguir a su paso por este mundo. Quien escribe dentro de este género, no lo hace tanto para darse a conocer, cuanto para llegar a conocerse a sí mismo lo mejor posible. Y, al conocerse a sí mismo, tratar de poseerse para darse. La misma escritura es ya un don de su liberalidad a los posibles lectores. Por eso, la escritura confesional, merece el mismo respeto sagrado que el misterio de la persona.

Por eso, decíamos al comienzo de este apartado, que, toda vida contada en primera persona, posee la categoría de un relato extraordinario. Extraordinario, por ser único e irrepetible. Extraordinario (excepcional y magnánimo) por contener vivencias, experiencias que, siendo únicas,

* Como cualquier lector mínimamente avisado habrá advertido, este párrafo íntegro es deudor del pensamiento psicológico de Carl Gustav Jung.

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pertenecen al acerbo de la historia humana a la que se restituyen por medio de su escritura. La humanidad histórica se va enriqueciendo con lo más auténtico de cuantos hicieron de su paso por este mundo una búsqueda de fidelidad a su propia humanidad, pues que, cuando un hombre se realiza, se salva una parte de todos los hombres. Cuando tales actitudes se vierten en relato, se convierten en historia sagrada. Ya no pretendo que me lean a mí (mi intimidad quedaría avergonzada), sino la obra que la vida (para mí, Dios) va levantando para todos a partir de cada uno. Leer páginas testimoniales, es, como dijera el bardo americano: el que toma

en sus manos este libro, toca mi propio cuerpo**. Y no se trata de una

metáfora más o menos ingeniosa, sino de una tangente realidad. El cuerpo humano es la expresión en el espacio y en el tiempo de un ser particular con su individualidad consciente y abierta al mundo de todos. Al compartir mi vida mediante mis escritos confesionales, aquello que expresa y representa mi cuerpo (su capacidad de comunicación y de afirmación en la existencia común, su necesidad de amar y ser amado) es lo que se pone en manos de los lectores, no sin superar antes variados escrúpulos feudos del pudor instintivo. El narrador de sí mismo suele ser un buscador infatigable de la verdad. La verdad, que no puede ser nada abstracto, sino algo muy en relación con la experiencia cotidiana y sus exigencias de autenticidad. Al escribir va descubriendo que él no es como muchas veces había creído ser, sin juzgarse mejor ni peor por ello. Buscándose a sí mismo, no sólo va conociéndose, poco a poco, más y mejor, sino que va descubriendo el nexo indestructible que ata su vida con toda la vida del universo. ¡Glorioso ejercicio éste de la introspección en uno mismo, cuando no conduce al aislamiento, sino a la comunión con un mundo en expansión! Toda búsqueda apasionada lleva consigo un riesgo y un hallazgo, frecuentemente ligados entre sí. Para buscar lo nuevo, lo desconocido, lo que nos llama desde más allá, hay que desligarse de lo bien sabido y manoseado, sin temor a posibles situaciones de sinsentido o desconcierto. Porque lo único incuestionable digno de ser sabido en la existencia humana es que la verdad

nos hace libres. Que, quien busca la verdad en relación con su propio ser, no puede atarse a nada, a nadie. Los mismos seres queridos se vuelven mentiras existenciales si no buscamos en ellos y con ellos la verdad de nuestra relación interpersonal y en ella y con ella nuestra libertad en el universo. La libertad es la garantía de la verdad y del amor en toda vida humana.

** cf Walt Whuitman, HOJAS DE HIERBA

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Con este epílogo a mis Palabras en la frontera, lanzo también una invitación, a cuantos no lo consideren una pérdida de tiempo, a hacer sus propios relatos autobiográficos. Hay muchas maneras de hacerlo. Yo he elegido en este caso la de investigar en torno a ideas capitales de mi conciencia de estar vivo, aquellas raíces que, a mi parecer, más me han ayudado a ser libre y feliz, abriendo cada vez más los ojos de mi responsabilidad ante la marcha del mundo. El enorme bien que a mi me viene proporcionando este tipo de escritura estoy convencido lo puede proporcionar igualmente a otros muchos (no en vano se ha llegado a considerar una terapia muy eficaz en el camino de la autoestima y superación de variados conflictos del “yo”). Es como una especie de exorcización, porque al buscar la verdad que nos hace libres, siempre descubrimos que en toda vida, empezando cada uno por la suya, hay mucho más bueno que malo, mucha más riqueza a compartir que carencias a colmar; y que, en definitiva, lo más hermoso de una vida de mujer o de hombre, es saberse en camino hacia sí mismo; y que, el sí mismo, nunca se alcanza sin los demás. En Archena (Murcia) a veinticinco de febrero de dos mil quince