71
Wolfgang Koeppen PALOMAS EN LA HIERBA Traducción de Carlos Fortea

Palomas en la Hierba

Embed Size (px)

DESCRIPTION

Palomas en la Hierba. Autor: Wolfgang Koeppen. Suhrkamp Verlag. Trilogie des Scheiterns

Citation preview

Page 1: Palomas en la Hierba

Wolfgang Koeppen

PALOMAS EN LA HIERBA

Traducción de Carlos Fortea

Page 2: Palomas en la Hierba

La acción y los personajes de la novela Palomas en la hierba son imaginarios. Las similitudes con personas y acontecí­

. mientos de la vida real son fruto del azar y no intención del autor.

Palomas en la hierba fue escrita poco después de la reforma monetaria, cuando empezó el milagro económico en la par­te occidental de Alemania, cuando los primeros cines nue­vos, los primeros nuevos palacios de las compañías de segu­ros, se alzaron sobre las ruinas y las tiendas improvisadas, en el momento de esplendor de las potencias de ocupación, cuando Corea y Persia atemorizaban al mundo y el sol del milagro económico quizá fuera a volver a ponerse, sangrien­to, por el Este. Era la época en la que los nuevos ricos toda­vía se sentían inseguros, en la que los ganadores del mercado negro buscaban inversiones y los ahorradore� pagaban la gu.erra. Los nuevos· billetes alemanes tenían el aspecto de buenos dólares, pero se confiaba más en los valores reales, y había mucho que recuperar, había que llenar por fin la tripa, la cabeza aún estaba algo confusa a causa del hambre y de los estampidos de las bombas, y todos los sentidos buscaban placer antes de que quizá llegara la Tercera Guerra Mundial. Esa época, el origen de nuestro presente, es la que he descri­to, y quisiera suponer que la he descrito bien, porque mu­chos han creído ver en la novela Palomas en la hierba un es-

7

Page 3: Palomas en la Hierba

pejo en el que ellos, en los que no pensaba cuando la escribí, creyeron reflejarse, y algunos a los que nunca supuse en cir­cunstancias y agobios como los que se pintan aquí se sintieron, para mi perplejidad, ofendidos por mí, que sólo he actuado como escritor y, como dice la frase de George Bernanos, «fil­tré la vida en mi corazón para extraer su secreta esencia, re­llena de bálsamo y veneno».

WOLFGANG KOEPPEN

(Prefacio a la segunda edición alemana)

8

Aviones sobre la ciudad, pájaros mensajeros de desgracia.

El ruido de los motores era trueno, era granizo, era tormen­

ta. Tormenta, granizo y trueno, día y noche, aterrizaje y des­pegue, ejercicios de la Muerte, un estrépito hueco, un tem­

blor, un recuerdo entre las ruinas. Aún estaban vacíos los cráteres de las bombas de los aviones. Los augures sonreían.

Nadie alzaba la vista al cielo.

Aceite de las venas de la Tierra, petróleo, sangre de medusa,

grasa de saurio, coraza de lagarto, el verde de los helechales, gigantescas colas de caballo, naturaleza absorta, tiempo an­

terior a los hombres, soterrada herencia vigilada por enanos, codiciosos, mágicos y malvados, las leyendas, los cuentos, el

tesoro del diablo: fue sacado a la luz, sometido. ¿Qué escri­bían los periódicos? Guerra en torno al petróleo, el conflic­to se agrava, la voluntad popular, el petróleo para los nati­vos, la flota sin petróleo, atentado contra el oleoducto, las

tropas protegen las torres de perforación, el Sha se casa, in­trigas en torno al trono del pavo, los rusos al fondo, portaa­viones en el Golfo Pérsico. El petróleo tenía a los aviones en

9

Page 4: Palomas en la Hierba

el cielo, tenía a la prensa sin aliento, atemorizaba a los hom­bres e impulsaba, con débiles detonaciones, las ligeras mo­tocicletas de los repartidores de prensa. Con las manos rígi­das, malhumorados, maldicientes, sacudidos por el viento, empapados por la lluvia, aturdidos por la cerveza, corroídos por el tabaco, faltos de sueño, atormentados por las pesadi­llas, todavía en la piel el aliento del compañero de noche, del compañero de vida, con artritis en los hombros, reuma en las rodillas, los comerciantes recibían la mercancía recién im­presa. El comienzo de año era frío. Las últimas noticias no calentaban. Tensión, conflicto, se .vivía en el filo de la nava­ja, quizá en el punto de ruptura, el tiempo era precioso, una pausa en el campo de batalla, y cuando aún no se había res­pirado a fondo volvía el rearme, el rearme encarecía la vida, el rearme restringía la alegría, a un lado y a otro atesoraban pólvora para saltar la Tierra por los aires, Pruebas nuclearesen Nuevo México, fábricas atómicas en los Urales, excava-han cámaras para explosivos en la mampostería remendada de urgencia de los puentes, hablaban de reconstrucción y preparaban la demolición, seguían destrozando lo que ya es­taba roto: Alemania estaba partida en dos trozos. El papel de periódico.olía a máquinas recalentadas, a mensajes de in­fortunio, muerte violenta, falsos juicios, cínicas bancarrotas, a mentira, cadenas y suciedad. Las hojas se pegaban pringo­sas las unas a las otras, como si rezumaran miedo. Los titu­lares gritaban: Eisenhower, de inspección en la RepúblicaFederal, Se exige una contribución a la defensa. Adenauer, contra la neutralización, La conferencia, en un callejón sin salida, Los expulsados acusan, Millones de trabajadores for­zosos, el mayor potencial de la inf anteria alemana. Las re­vistas vivían de los recuerdos de los pilotos y generales, de las confesiones de sus eficientes simpatizantes, de las memo­rias de los valientes, de los que se mantuvieron firmes, de los

IO

inocentes� so�prendidos,. engañados •. Hasta el cuello de cru­ces y hojas de róbie, mira.han furibundos desde las paredes. de los quioscos. ¿Captaban anuncios para los periódicos, o reclutaban un ejército? Los aviones que llenaban el cielo de rumores eran los aviones de los otros.

El archiduque fue vestido, fue fabricado. Aquí una medalla, allá una banda, una cruz, una radiante estrella, lazos del des­tino, cadenas del poder, las relucientes charreteras, la faja plateada, el vellocino de oro, Orden del Toisón de oro, Au­reum Vellus, la piel de cordero sobre el pedernal, en elogio y alabanza del Redentor, de la Virgen María y de san Andrés, como para la protección y el fomento de la fe c¡istiana por la Santa Iglesia, fundada para la virtud y el acrecentamiento de las buenas costumbres. Alexander sudaba. Las náuseas le atormentaban. La chapa, la magia del abeto, el cuello bor­dado del uniforme, todo le ataba y agobiaba. El criado traji­naba a sus pies. Ponía las espuelas al archiduque. ¿Qué era el criado ante las botas altas y lustrosas del archiduque? Una hormiga, una hormiga en medio del polvo. La luz eléctrica del camerino, ese cobertizo de madera que se atrevían a ofre­cer a Alexander, luchaba con el amanecer. ¡Vaya una maña­na! El rostro de Ale'.{ander estaba pálido bajo el maquillaje; era un rostro como de leche cuajada. Aguardientes y vino y falta de sueño fermentaban y sulfuraban la sangre de Ale­xander; le golpeaban el cráneo por dentro. Le habían traído aquí a primera hora. La inmensa aún estaba en la cama, Me­salina, su esposa, la potranca, como la llamaban en los ba­res. Alexander amaba a su mujer; cuando pensaba en su amor por Mesalina, el matrimonio que compartía con ella era hermoso. Mesalina dormía, hinchado. el rostro, borrado el rímel; los párpados como alcanzados por dos puñetazos, la piel de grandes poros, un cutis de cochero, devastado por

II

Page 5: Palomas en la Hierba

la bebida. ¡Qué personalidad! Alexander se inclinó ante su personalidad. Cayó de rodillas, se inclinó sobre la durmien­te gorgona, besó la boca torcida, respiró la bebida que salía por entre los labios como un puro destilado de alcohol: «¿Qué pasa? ¿Te vas? ¡Déjame! ¡Oh, me siento mal!». Eso era lo que le gustaba de ella. De camino al baño, tropezó con unos trozos de vidrio. En el sofá dormía Alfredo, la pintora, pequeña, desgreñada, hundida, linda, con el agotamiento y la decepción en el rostro, patas de gallo en torno a los ojos cerrados, inspirando compasión. Alfredo era divertida cuan­do estaba despierta, una antorcha que se quemaba con rapi­dez; chispeaba, bromeaba, contaba, arrullaba, cínica, asom­brosa. La única persona con la que se podía reír. ¿Cómo llamaban los mexicanos a las lesbianas? Era algo como tor­titas, tortilleras, como un bollo plano y seco. Alexander lo había olvidado. ¡Lástima! Hubiera podido apuntarlo. En el cuarto de baño estaba la chica que había pescado, a la que había atraído con su fama, con esa sonrisa torcida que todo el mundo conocía. Titulares de las revistas de cine: Alexan­. der hace de archiduque, la superproducción alemana, el ar­chiduque y la pescadora, él la había pescado, atrapado, ser­vido en la mesa. ¿Cómo se llamaba? ¡Susanne! Susanne en el baño. Y a se había vestido. Ropa de confección barata. Un trazo de jabón sobre una carrera en las medias. Se había echado el Guerlain de su mujer. Estaba de mal humor. Que­jicosa. Siempre lo estaban después.

-¿Te ha sentado bien?No sabía qué decir. En realidad estaba confuso.-¡Guarro!Lo era. Le querían. ¡Alexander, el gran amante! ¡Nada de

eso! Tenía que ducharse. Abajo, el coche pitaba como loco. Le esperaban. ¿ Qué conservaba su atractivo? Él conservaba su atractivo. Alexander, el amor del archiduque. La gente es-

I2,

taba ,harta; ya ��ían bastante.de esa época,. ba�tªo!e .�� l��ruinas; la gente no quería sus preocupaciones, su temor, su vida cotidiana, no querían ver reflejada su miseria. Alexan­der se quitó el pijama. La chica Susanne miró curiosa, decep­cionada y con malicia, todo por lo que en Alexander estaba fláccido. Él pensó: «mira, cuenta lo que quieras, no te cree­rán, yo soy su ídolo». Tosió. El chorro frío de la ducha gol­peó su piel fláccida como un látigo. Abajo volvieron a pitar. Tenían prisa, necesitaban a su archiduque. En la casa chilló una niña, Hillegonda, la hija pequeña de Alexander. La niña gritó: «¡Emmi!». ¿Pedía ayuda la niña? Había miedo, deses­peración, abandono en el grito infantil. Alexander pensó: «Tendría que ocuparme de ella, tendría que tener tiempo, está pálida». Gritó:

-Hille, ¿te has levantado ya?¿Por qué se levantaba tan temprano? Tosió la pregunta a

la toalla. La pregunta se ahogó en la toalla. La voz de la niña calló, o desapareció bajo el furioso pitar del coche que espe­raba. Alexander fue al estudio. Le vistieron. Le pusieron las botas y las espuelas. Estaba ante la cámara. Todos los focos le iluminaban. Las medallas resplandecían a las mil luces de las arañas. El ídolo se pavoneaba. Se rodaba el archiduque, Una superproducción alemana.

Las campanas llamaban a misa. ¿Oyes-la-campanita? Los ositos Teddy escuchaban, las muñecas escuchaban, un ele­fante de lana sobre ruedas rojas escuchaba, Blancanieves y el toro Ferdinando del papel pintado percibían la triste can­ción que Emmi, la niñera, cantaba con voz arrastrada y pla­ñidera mientras frotaba el flaco cuerpo de la niña con un ce­pillo áspero. Hillegonda pensaba «Emmi, me haces daño, Emmi, ·me rascas, Emmi, me das tirones, Emmi, me arañas con esas uñas», pero no se atrevía a decir a la niñera, una per-

13

Page 6: Palomas en la Hierba

sona tosca del camp.o, .. en cuyo ancho rostro estaba, petrifi­cada y maligna, la sencilla devoción de los campesinos, que le hacía daño y que sufría. La canción de la niñera, oyes-la­c:ampanita, era una perpetua advertencia que decía: no te quejes, no preguntes, no te alegres, no te rías, no juegues, no tontees, aprovecha el tiempo, porque nos debemos a la Muerte. A Hillegonda le habría gustado seguir durmiendo. Le habría gustado seguir soñando. También le habría gusta­do jugar con sus muñecas, pero Emmi decía: «¡Cómo puedes jugar cuando Dios te llama!». Los padres de Hillegonda eran malas personas. Emmi lo decía. Había que pagar por los pe­cados de los padres. Así empezó el día. Fueron a la iglesia. Un tranvía frenó ante un perrillo. El pelo del perro era hir­suto, y no llevaba collar, un perro sin amo, extraviado. La niñera apretaba la manita de Hillegonda. No era una pre­sión amable, de ayuda; era la presa firme e implacable del guardián. Hillegonda miró al perrillo sin amo. Habría prefe­rido correr detrás de él que ir a la iglesia con la niñera. Hi­llegonda juntó las rodillas, el miedo a Emmi, el miedo a la iglesia, el miedo a Dios oprimía su pequeño corazón; se hizo pesada, se dejó arrastrar para alargar el camino, pero la mano del guardián seguía tirando. Aún era tan temprano. Aún hacía tanto frío. Tan temprano ya estaba Hillegonda de camino hacia Dios. Las iglesias tenían portones hechos de gruesas vigas, pesada madera; herrajes y pernos de cobre. ¿Tiene miedo Dios? ¿O también él está preso? La niñera co­gió el picaporte artísticamente forjado y abrió la puerta una rendija. Se podía uno escurrir hasta Dios. En casa de Dios olía como el día de Navidad, a velas mágicas. ¿Se estaba pre­parando el milagro aquí, ese terrible, anunciado milagro, el perdón de los pecados, la absolución de sus padres? «Hija de comediantes», pensaba la niñera. Sus estrechos labios caren­tes de sangre, labios de a�eta en un rostro de campesina,

eran como un nítido -.trazo marcado para la eternidad. «Emmi, tengo miedo», pensó la niña. «Emmi, la iglesia es tan grande, Emmi, las paredes se caen, Emmi, ya no te quie­ro, Emmi, querida Emmi, Emmi, ¡te odio!» La niñera roció con agua bendita a la niña temblorosa. Un hombre pasó por la rendija de la puerta. Llevaba a sus espaldas cincuenta años de esfuerzo, trabajo y preocupaciones, y ahora tenía el ros­tro de una rata perseguida. Había sobrevivido a dos guerras. Dos dientes amarillos se pudrían detrás de su,s labios siem­pre susurrantes; estaba enredado en una interminable con­versación; hablaba consigo mismo: ¿quién si no le habría es­cuchado? Hillegonda seguía' de puntillas a la niñera. Las pilastras eran lúgubres, la mampostería tenía heridas de es­quirlas. Un frío como salido de una tumba soplaba sobre la niña. «Emmi, no me abandones, Emmi, Hillegonda miedo, buena Emmi, mala Emmi, querida Emmi», rezaba la niña. «Llevar a la niña hasta Dios, Dios castiga hasta el tercer y el cuarto miembro», pensaba la niñera. Los creyentes estaban arrodillados. En la elevada estancia, parecían ratones acon­gojados. El sacerdote leyó el canon de la misa. La transus­tanciación. La campanilla sonó. Señor-ten-piedad. El sacer­dote estaba helado. ¡Transustanciación! El poder concedido a la Iglesia y a sus servidores. El sueño vano de los alquimis­tas. Soñadores y farsantes. Eruditos. Inventores. Laborato­rios en Inglaterra, en América, incluso en Rusia. Desintegra­ción. Einstein. Un vistazo a la cocina de Dios. Los sabios de Gottingen. El átomo fotografiado: diez mil millones de au­mentos. El sacerdote sufría por estar en ayunas. El susurro de los ratones orantes caía como arena sobre él. Arena de la tumba, no arena del Santo Sepulcro, arena del desierto, la misa en el desierto, la predicación en el desierto. Santa-María­ruega-por-nosotros. Los ratones se santiguaron.

Page 7: Palomas en la Hierba

Philipp salió del hotel en el que había pasado .. .la noche pero._ apenas dormido, el hotel Zum Lamm, en un callejón de la ciudad vieja. Había estado tumbado despierto en el duro colchón, la cama del viajante de comercio, la pradera sin flo­res del apareamiento. Philipp se había entregado a la deses­peración, un pecado. El destino le había apretado las tuer­cas. Las alas de las Erinnias batían con el viento y la lluvia contra la ventana. El hotel era un edificio nuevo; las instala­ciones estaban frescas de fábrica, madera lacada, limpia, higiénica, mísera y ahorrativa. Una cortina, demasiado cor­ta, demasiado estrecha y demasiado fina para proteger del ruido y la luz de la calle, con el diseño impreso de un papel pintado de la Bauhaus. A intervalos regulares, el resplandor de un letrero luminoso destinado a atraer clientes al club de juego de la acera de enfrente inflamaba la habitación: un tré­bol se desplegaba ante Philipp y desaparecía. Al pie de la ventana maldecían jugadores que habían perdido su dinero. Los borrachos salían tambaleándose de la cervecería. Orina­ban contra las casas y cantaban la-infantería-la-infantería, conquistadores despedidos, derrotados. En la escalera del edificio había un constante ir y venir. El hotel era una col­mena del diablo, y todo el mundo en ese infierno parecía condenado al insomnio. Detrás de las paredes expuestas al viento se daban voces, se eructaba y se limpiaba porquería. Más tarde la Luna se abrió paso por entre las nubes, la dul­ce Luna, la cadavérica.

El dueño le preguntó: -¿Va a quedarse?Lo preguntó de forma grosera, y sus ojos fríos, mortal­

mente amargos en medio de una lisa y rancia grasa de gula satisfecha, de lujuria agriada en el lecho conyugal, miraron desconfiados a Philipp. Philipp había llegado al hotel por la noche, sin equipaje. Llovía. Su paraguas estaba mojado, y

16

apart�_ paraguas.n.o llevaba naqa.,oosigo ... ¿J.ba..a quedarse? No lo sabía. Dijo:

· -Sí, sí. Pagaré dos días.Los ojos fríos, mortalmente amargos, se apartaron de él.-Usted vive aquí, en la Fuchsstrasse -dijo el dueño.

Contemplaba la hoja de registro de Philipp. « Y a él qué le importa�, pensó Philipp, «qué le importa, con tal de que re­ciba su dinero» . Dijo:

-Están encalando mi casa.Era una excusa ridícula. Cualquiera se daría cuenta de

que era una excusa. «Va a pensar que me estoy escondiendo, pensará exactamente lo que pasa, pensará que me buscan. »

Ya no llovía. Philipp salió de la Brauhausgasse a la Bott­cherplatz. Dudó ante la puerta principal de la cervecería, por la mañana unas fauces cerradas de las que salía olor a vómi­to. Al otro lado de la plaza estaba el Café Schon, el club de los soldados negros americanos. Las cortinas detrás de los grandes ventanales estaban corridas. Las sillas estaban enci­ma deº las mesas. Dos mujeres barrían hacia la calle la sucie­dad nocturna. Dos ancianos barrían la plaza. Levantaban posavasos con la escoba, serpentinas, gorros de fantasía de los bebedores, arrugados paquetes de cigarrillos, globos re­ventados. Era una sucia marea la que se acercaba a Philipp con cada golpe de escoba de los hombres. El aliento y el pol-

· VO de la noche, el insípido y muerto desecho del placer, en-volvieron a Philipp.

La señora Behrend se había puesto cómoda. Un leño chis­porroteaba en la estufa.- La hija de la portera trajo la leche. No había dormido mucho y estaba hambrienta. Hambrien­ta de la vida que mostraban las películas, era una princesa encantada, obligada a tareas serviles. Esperaba al Mesías, el claxon del príncipe que venía a salvarla, el hijo del millona-

17

Page 8: Palomas en la Hierba

rio en su coche deportivo, el bailarín de frac del Cocktail­Bar; el genio tecnológlt::'6-, �f-cottsttllctor con visión de futu: ro, el vencedor por knock-out sobre los que se quedaban atrás, los enemigos del pro�reso, el joven Sigfrido. Era estre­cha de pecho, con articulaciones raquíticas, una cicatriz en el abdomen y la boca amargada. Se sentía explotada. Su boca amargada susurró:

-La leche, señora directora.Susurrado o gritado: el tratamiento conjuraba la imagen

de días más hermosos. Erguido, el director de la banda de música recorría la ciudad a la cabeza del regimiento. La mar­cha retumbaba en los tambores y metales. Las campanillas tintineaban. Banderas al viento. Piernas al viento. Brazos al viento. Los músculos del señor Behrend se tensaban contra el paño del estrecho uniforme. ¡La música en el templete del bosque! El maestro dirigía El cazador furtivo. A las órdenes de su tendida batuta, los románticos sonidos de Carl María von Weber se alzaban atenuados, pianíssímo, hacia las copas de los árboles. El pecho de la señora Behrend subía y baja­ba, como las olas del mar, en la mesa de jardín de la terra­za. Sus manos enfundadas en guantes de cadeneta descan­saban sobre la tela a cuadritos de colores que cubría la bandeja del café. Durante esa hora de arte, la señora Beh­rend se veía acogida en el círculo de las damas del regi­miento. La lira y la espada, Orfeo y Marte se hermanaban. La señora del mayor ofrecía amablemente lo que había tra­ído, hecho por ella misma, el hojaldret de tres cremas, meti­do en el horno mientras el mayor, a caballo, mandaba en el I tio del cuartel, el mar-chen-mar-chen, y el torbellino de t1111h iles del barranco del lobo.

No podían dejarnos en paz? La señora Behrend no ha­h,, ·1ue ido la guerra. La guerra infestaba a los hombres. La 111 1 1 illa mortuoria de Beethoven miraba, pálida y severa,

I8

la estrecha buhardilla. Un Wagner de barba broncínea y ca-·•lbeza tocada con birrete se intlinaoa apenado sobre un rime­

ro de extractos clásicos de piano, la amarillenta herencia deldirector, que en alguna región de Europa ocupada por el

Führer y vuelta a perder después se había prendado de algu­na sucia pintarrajeada y ahora tocaba «Cuando llegue a Ala­bama» en sabe Dios qué cafetines para negros y Verónicas.

No llegó a Alabama. No escapó. Los tiempos de la anar­quía habían pasado, los tiempos que decían jefe de escuadra

como rabino en Palestina, barbero director de la clínica

ginecológica. Sus protagonistas estaban presos; cumplían,cumplían entre rejas sus nuevas y suavísimas penas: guar­dianes en campos de concentración, perseguidos, desertores,falsificadores de títulos de doctor. Otra vez había jueces enAlemania. El director pagaba la buhardilla, pagaba el leñoque había en la estufa, la leche que había en la botella, elcafé en el puchero. Lo pagaba con su sueldo de pecador deAlabama. ¡Un tributo a la honradez! ¿De qué sirve? Todo sehace más caro, y otra vez son caminos sec�etos los que con­ducen a las comodidades de la existencia. La señora Behrendtomaba café Maxwell. Compraba el café a los judíos. Los ju­díos ... eran gente de negros cabellos, que chapurreaba el ale­mán, indeseados, extranjeros traídos por el viento, que lemiraban a una llenos de reproches desde unos ojos de refle­jos oscuros, entretejidos de noche, querían hablar de gas yde cavar tumbas y de ejecuciones al amanecer, creyentes, res­catados, que no sabían hacer otra cosa con su rescatada vidaque vender, en las escombreras de las ciudades bombardea­das (¿por qué bombardeadas? Dios mío, ¿por qué vencidos?¿Por qué pecado castigados? Las cinco habitaciones deWürzburg, el hogar en la ladera sur, la vista sobre la·ciudad,la vista sobre el valle, el Main centelleando, el sol de la ma­ñana en el balcón, el Führer con el Duce, ¿por qué?), en pe-

19

Page 9: Palomas en la Hierba

queñas barracas levantadas a toda prisa, en inseguras tien­das· dé ehi.e'rgenciá;p:ro'tfoctos no sometidos a ata:nceles ni impuestos. «No nos dejan nada», decía la de la tienda de ultramarinos, «nada, quieren hundirnos». En el chalet de la señora de la tienda de ultramarinos vivían los americanos. Vivían desde hacía cuatro años en la casa incautada. Se pasa­ban la casa unos a otros. Dormían en la cama ,..:. ! matrimo­nio de abedul tallado, el dormitorio del ajuar. Se sentaban en el salón estilo alemán antiguo, en las sillas señoriales, en medio del esplendor de los años ochenta, con las piernas en­cima de la mesa, y �aciaban sus latas de conserva,, la alimenta­ción de cinta móvil Chicago envasa mil bueyes por minuto,

festejaba su prensa. En el jardín jugaban los niños ajenos, azul eléctrico, amarillo chillón, rojo fuego, vestidos como pa­yasos, niñas de siete años con los labios pintados como pros­titutas, las madres con pantalones· de fontanero, remangados hasta las pantorrillas, gente vagabunda, gente poco seria. El café de la tienda de ultramarinos se llenaba de moho, después de haber pagado sus aranceles y sus altos impuestos. La se­ñora Behrend asintió. Nunca olvidaba el respeto que debía a la tendera, el temor, aprendido en la dura escuela del tiempo de las marcas Llamamiento sesenta y dos gramos y medio de

queso fresco. Ahora volvía a haber de todo. Aquí por lo me­nos. ¿Quién podía comprarlo? Cuarenta marcos por cabeza.

Seis por ciento de revalorización de lo ahorrado y noventa y cuatro por ciento escrito en el viento. La propia tripa era lo que estaba más cerca. El 'mundo era duro. Un mundo de sol­dados. Los soldados son duros. Valor probado. El peso vol­vía a coincidir. ¿Durante cuánto tiempo? El azúcar desapare­cía de las tiendas. En Inglaterra faltaba carne. ¿Dónde está el vencedor? que voy a ponerle una corona. Bacon significa to­cino. Ham es lo mis�o que jamón. Los grasientos ahumados yacían en el escaparate del carnicero Schleck.

20

-Por favor, del fino.El ·cuchill-d de matarife· separaba la grasa amatiiJenta ·

blanquecina temblona de la rojiza fibra del núcleo. ¿Dónde está el vencedor?, que voy a ponerle una corona. Los ameri­canos eran ricos. Sus automóviles eran como barcos, retor­nadas carabelas de Colón. Nosotros hemos descubierto su país. Nosotros hemos poblado su continente. Solidaridad de la raza blanca. Era hermoso formar parte de la gente rica. Los parientes enviaban paquetes. La señora Behrend abrió el fascículo que ayer había estado leyendo antes de irse a dor­mir. Una historia emocionante, una novela real como la vida misma: El destino alcanza a Hannelore. La señora Behrend quería saber cómo seguía. La ponada, en tres colores, mos­traba la imagen de una joven, honrada, conmovedora e ino­cente, y al fondo se agrupaban los canallas, cavando sus túne­les, campañoles del destino. La vida era peligrosa, el camino de las personas decentes estaba lleno de trampas. El desti­no no sólo alcanzaba a Hannelore. Pero en el último capítu­lo triunfaban los buenos.

Philipp no se ponía de acuerdo con el tiempo. El instante era como una imagen viva, el gracioso objeto de una fosiliza­ción, la existencia vertida en escayola, un humo que produ­cía tos la rodeaba como un arabesco caricaturizador, y Phi­lipp era un niño pequeño en traje de marinero. Sentado en una silla en la Sala Alemana, en la cinta de la gorra, barco de S.M. Grillo, y las damas de la Liga Femenina representaban,en un escenario sobre el telón de fondo de un bosque, esce­nas de la historia patria, Germanía y sus hijos, eso gustabaenton . :s, o se hacía como si gustara, la hija del director sos­tenía la sartén con la brea inflamada, que debía dar a la es­cena algo solemne, perdurable, alejado del día. La hija deldirector había muerto hacía mucho. Eva, él le había tirado

21

Page 10: Palomas en la Hierba

bardana en el pelo. Los chicos estaban muertos, todos los ' que' se sentaban junto a él en fa.s sillas tle la Sala Alemana. La

ciudad era una ciudad muerta como tantas ciudades del Este, una ciudad en algún lugar de Masuria, pero ya no se podía ir a la estación y sacar un billete para ese lugar. La ciu­dad había sido borrada del mapa. Es curioso: no había nadie en la calle. Las aulas del instituto estaban mudas y vacías. En las ventanas anidaban los grajos. Él lo había soñado, lo ha­bía soñado durante las clases: la vida en la ciudad había muerto, las casas estaban vacías, las calles, el mercado mudo y vacío, y él, el único superviviente, había recorrido la ciu­dad muerta en uno de los coches abandonados al borde de la carretera. El decorado del sueño había sido trasladado a la vida, pero Philipp ya no actuaba en ese escenario. ¿Sufría cuando pensaba en los muertos, en los lugares muertos, en los compañeros enterrados? No. El sentimiento se volvía rí­gido, como ante los cuadros vivientes de la Liga Femenina, la rep¡��entación era de algún modo pomposa, triste y re­pulsiva; una avenida triunfal de estuco y laurel troquelado, pero sobre todo era aburrida. Pero a la vez ese mismo tiem­po que corría y se detenía y era Ahora, ese instante de casi eterna duración pasaba cuando el tiempo se veía como ia suma de todos los días, la alternancia de luz y oscuridad que nos ha sido dada en la Tierra era igual que el viento, era algo y nada,.,.medible con astucia, pero nadie podía decir qué me­día, envolvía la piel, daba forma a la persona y escapaba ina­sible, imposible de detener: ¿de dónde? ¿adónde? Pero él, Philipp,. seguía estando al margen de ese paso del tiempo, no propiamente expulsado de la corriente, sino llamado origi­nariamente a un puesto, un puesto de honor quizá, porque él debía observarlo todo, pero lo necio fue que se mareó y no pudo observar nada, y por fin no vio más que una ola en la <f llC las cifras de algunos años resplandecían como señales,

22

ya no eran números naturales, boyas artificiales astutamen­te 'clava'das 'én el mar del tiemp�, un vádlañ'te monumento humano sobre las indomables olas, aunque a veces el mar se congelaba, y de las aguas de la infinitud se alzaba una ima­gen helada, muda, entregada ya a las risas.

Al cine Engel se puede huir ya por la mañana, antes de que emerja la luz del día. El último bandido es un éxito de ta­quilla. El propietario del cine telegrafía las cifras de público al distribuidor. Récord de la casa, acrobacia numérica como antaño el noticiero especial Toneladas de registro bruto · hundidas. Wiggerl, Schorschi, Bene, Kare y Sepp estaban de­bajo del altavoz, estaban bajo la cascada de palabras, victo­ria y fanfarrias, pequeños miembros de las juventudes hit­lerianas, niños soldados, camisa parda, pantalones cortos, muslos desnudos. Sacudían las huchas, despertaban los cén­timos, tamborileaban con la insignia de chapa. «¡Para la ayu­da invernal! ¡Para el frente! ¡Para el Führer!» En medio de la noche la sírena ululaba. La defensa antiaérea callaba. Ahora los pilotos salían de caza. Brillantes en la medalla de ca­ballero de la Cruz de Hierro. Minas. La luz titilaba. ¡Agá­chate! En 1as tuberías de los sótanos susurraba el agua. En la casa de al lado se han ahogado. Todos se han ahogado en el sótano. Schorschi, Bene, Kare y Sepp están sentados ante el último bandido. Sus duras posaderas se clavan en la des­tripada y fría tapicería de las butacas del cine. No estudian ni tiene.n irabajo. No tienen dinero, pero sí un marco para el bandido; vuela hacia ellos, pajarillo en el campo. Se fuman las clases de la escuela de oficios, porque no tienen ningún oficio o tienen oficios que no se aprenden en la escuela, sino en las esquinas de las calles, en las puertas cocheras de los cambiadores de dólares, en los callejones de las mujeres, las avenidas de los amigos a la sombra del Palacio de Justicia, el

Page 11: Palomas en la Hierba

oficio de las manos ágil�s que tqman y no dan, el oficio de 1os puños firmes que"gotplañ"y sa:quean: y la gira caliente; lk profesión de la mirada tierna, de las caderas ondulantes, del culo que se balancea. Wiggerl está en la legión, al otro lado del mar, tan lejos, con los annamitas entre los matorrales, serpientes y lianas, templos derruidos, o con los franceses en el fuerte, chicas y vino en Saigón, olor de los alojamientos, celdas de castigo en las casamatas, lagartijas al sol. Indife­rente. Wiggerl lucha. Canta: que siga ondeando la bandera. Cae. La muerte del soldado es la más bella. Oído tantas ve­ces, inculcado en la infancia, vivido por los padres y los her­manos, consuelo de las madres, que nunca olvidarán las pa­labras. Schorschi, Bene, Kare y Sepp esperan al tamborilero. Esperan en la penumbra del cine. El último bandido. Están dispuestos; dispuestos a seguir, dispuestos a luchar, dispues­tos a morir. No hace falta ser un dios que les llame, un car­tel en todas las paredes, una máscara de moda, una perilla marca registrada, un augur sonrie�, la máscara robótica de chapa troquelada, un rostro por debajo de la media, sin ninguna promesa en los ojos, aguas vacías, espejos pulidos que no te reflejan más que a ti, Calibán det que los genios se apartaban, el flautista sintético de Hamelin, su grito: efica­cia, sangre, dolores y muerte, yo te'guiaré hasta ti mismo, Calibán, no tienes por qué avergonzarte de ser un monstruo. Todavía está en pie el cine; el dineroiafluye a la taquilla. To­davía está en pie el Ayuntamiento; se re :auda el impuesto de espectáculos públicos. La ciudad crete aún.

La ciudad crece. Revocada la prohibición de entrada. Regre­san, una marea, los arrojados por el mar, depositados en el campo, en las granjas, cuando las ciudades ardieron, cuando el asfalto se fundió en los callejones por los que caminaban todos los días, cuando se convirtió en laguna Estigia, ardien-

te y corrosiva, allá donde los pequeños corrían al colegio, donde se caminaba comd··rtov-ia T n"Ovio,' lá patria de piedrli"'

tembló, y entonces se escondieron en los pueblos, perdido su ajuar, perdido el nido donde las crías vinieron al mundo, perdido lo siempre conservado, lo que-tú-eras, la juventud desterrada al cajón más bajo del armario, una foto de niños, la clase del colegio, aquel amigo que murió ahogado, la des­teñida caligrafía de una carta, adiós Fritz, adiós Marie, un poema, ¿fui yo el que lo compuso? ...

El cuerpo pequeño, delicado y tieso del doctor yacía, bien entrenado en jadeantes ejercicios levemente atléticos, sobre la mesa cubierta con un hule, y desde uná vena de su brazo la sangre afluía hacia otro ser humano ni visible ni próximo, y ninguna cálida mirada del receptor de la nueva savia vital daba las gracias al donante; el doctor Behude era un samari­tano abstracto, su sangre se convertía en un número, una fórmula química� expresada por mediq.,;Ciel lenguaje de sig­nos de Matemática, afluía a un tarro, se le ponía una etique­ta, zumo de frambuesa, mermelada de fresa, el grupo estaba escrito en la etiqueta, el zumo se esterilizaba y la conserva se podía enviar a alguna parte, por aire, cl,'uzando los océanos, allá donde en ese momento había un campo de batalla, y eso siempre era fácil de encontrar, un paisaje antes inofensivo, naturaleza con el cambio de las estacii:mes, un campo con semillas y cosechas hacia el que ahora marchaban hombres llegados por tierra y por aire para dejarse herir y matar. En­tonces yacían pálidos en una camilla de,,campaña, el bande­rín de la Cruz Roja ondeaba a un viento ajeno y ies recorda­ba las ambulancias que corren entre ruido de sirenas por las calles de las ciudades atascadas de tráfico, de las ciudades de las que v:enían, la antitetánica quemaba, y la sangre del doc­tor Behude les era bombeada en el cuerpo destroza40. Behude

25

Page 12: Palomas en la Hierba

recibía diez marcos por la extracción. Se p¡igaba en metálico en la caja del hospital. Los médicos jóvenes, que-ya habían cortado, aserrado, inyectado y cosido a los soldados de la Segunda Guerra Mundial y ahora, en puestos de voluntarios y ayudantes sin sueldo, tenían que reconocer que eran su­perfluos y demasiados, demasiados médicos de guerra se apiñaban para vender su sangre, lo único que tenían para vender. También el doctor Behude necesitaba los diez mar­cos, pero no era sólo la suma, sangre por dinero, lo que le movía a hacer ese trato. El doctor Behude se mortificaba. Se sometía a una flagelación monacal, y la extracción de sangre era un intento, como las pesas, las carreras matinales, las flexiones, los ejercicios respiratorios, de establecer un equili­brio entre las energías y exigencias del cuerpo y del alma. El doctor Behude se analizaba mientras yacía sobre el frío hule de la mesa de transfusiones. No era ningún filántropo, ningún donante; la sangre se separ:..ba de él, se convertía en un medicamento como cualquier otro, podía ser enviad~, se podía actuar con ella, salvar vidas, eso no conmovía al doc­tor Behude; él se depuraba, se preparaba. Pronto los locales de su consulta se llenarían, se llenarían de gente que quería extraer de él fuerza y valor. La horda de los medio locos ama y apremia al doctor Behude, los neuróticos, los embusteros que no saben por qué mienten, los impotentes, los homose­. 11.1les, los pedófilos, que se enamoran de niños, que sigpen 1, t lldas cortas, las piernas desnudas, los literatos que lo 1 , 11d1rn todo, los pintores a los que los colores de la vida se I l u1 1 Jrn l!n rayas geométricas, los actores que se ahogan

· 111 1 il d ·, 1 muertas, Pan había muerto, había muerto por 111 l I v , todos los que necesitaban sus complejos como

11 111111 111 , . ot1diano, los atemorizados e incapaces, <lema- , 11 1 . 111 ·I' 1 rusta para apuntarse a un seguro o pagar ja-

1111 11111 1 , llll 1 ••

2.6

Ellos habían salvado su vida, una existencia inútil, se afoTaban ama:iga'éfos en los pueblos, en los pddos' f lo~ va­lles, en cabañas y en granjas, el humo se retiraba y ellos escu­chaban a las excavadoras que metían la pala entre las ruinas, escuchaban de lejos, excluidos de Nínive, de Babilonia, So­doma, las ciudades amadas, las grandes calderas que les ca­lentaban, fugitivos condenados a veranear, turistas que no podían pagar, mirados con envidia por la gente del campo, locos de nostalgia de las piedras. Volvían a casa, la barrera se alzaba, la odiada orden de la prohibición de entrada caía, se había revocado la expulsión y regresaban, entraban como la marea, el nivel subía ciudad centro de la demanda de vivien­da. Volvían a estar en casa, se alineaban; se frotaban los unos con los otros, se engañaban, negociaban, creaban, construían, fundaban, engendraban, se sentaban en sus viejas tabernas, respiraban el familiar olor, observaban el coto, el lugar de apareamiento, la descendencia de los callejones del asfalto~ las risas y disputas y la radio de los vecinos, morían en et hospital municipal, eran transportados por la funeraria, ya­cían en el cementerio del cruce Este-Sur, rodeado de auto­pistas, envuelto en olor a gasolina, felizmente en la patria. Superbombarderos estacionados en Europa.

Ulises Cotton salió de la estación. Del brazo colgante, de la mano parda colgaba bamboleándose una maletita. Ulises Cotton no estaba solo. Una voz le acompañaba. La voz salía de la maleta, suave, cálida, tierna, una voz profunda, respi­ración agradable, un aliento como de terciopelo, una piel ca~ liente debajo de un"'· vieja y raída manta de coche, dentro de una casita de chapa ondulada, gritos, croar de las ranas gi­gantes, noche en el : 1ississippi, el juez Lynch cabalga, oh, jornada de Gettysburg, Lincoln entra en Richmond, olvida­do el barco esclavista, eterna la marca impresa en la carne a

27

Page 13: Palomas en la Hierba

fuego. África, tierra perdida, la espesura de los bosques, la -Vóz de una negra. La vótcantaba 'Nig'ht and' day, protegía con su sonido al portador de la maleta de la plaza delante de la estación, lo enlazaba como los miembros de los amantes, le calentaba en el extranjero, le daba cobijo. · :lises Cotton estaba indeciso. Miraba por encima de las paradas de los ta­xis, hacia los grandes almacenes Rohn, al otro lado de la ca­lle, veía niños, mujeres, hombres, los alemanes, ¿quiénes eran? ¿qué pensaban? ¿cómo soñaban y amaban? ¿Eran amigos? ¿Enemigos?

La pesada puerta de la cabina telefónica se cerró tras de Phi­lipp. E1 cristal le aislaba del bullicio de la plaza de la es­tación, el ruido sólo era un susurro, el tráfico un juego de sombras sobre las rugosas superficies de las paredes. Philipp seguía sin saber cómo iba a pasar el día. La hora bostezaba. Se sentía como uno de los envases vacíos que la escoba ba­m'.¡1J;llacia la basura, inútil, privado de su destino. ¿ Qué des­tino? ¿Había estado él destinado a algo, se había sustraído a ese destino, era posible acaso sustraerse a un destino, supo­niendo que lo hubiera? El siglo de la Astrología, el horósco­po semanal, las estrellas de Truman y Stalin. Habría podido irse '1:l casa. Podía ir a casa, a la Fuchsstrasse. La primavera se abría paso. En el asilvestrado jardín del chalet florecía la malá hierba. ¿A casa? un refugio en el que granizaba: Emilia se habría tranquilizado hacia el amanecer. En las puertas ha­bríalarañazos, en las pare'des agujeros, la porcelana estaría rota. Emilia, agotada de gritar, cansada de soñar, vencida por el miedo, yacía en la cama rosa heredada, el lecho mor­tuorio de la bisabuela, que aún había vivido una hermosa vida, Heringsdorf, París, Niza, la di visa oro v el brillo de un verdadero título de consejero privado. Los perros, los gatos, el papagayo, celosos entre sí y enemistados, pero unidos en

un frente común de odio hacia Philipp, una falange de mira-.• das pérfida§ como todo en esi:i casa'léodiiba, lós parientes

de su esposa, sus coherederos, los muros que se desmorona­ban, el parqué sin brillo, los tubos que goteaban y murmu­raban de la calefacción estropeada, los baños sin arreglar durante largo tiempo, los animales ocupaban los muebles como torres defensivas y observaban el sueño de su señora con los párpados entreabiertos, el sueño de su víctima, a la que estaban encadenados y a la que vigilaban. Philipp llamó al doctor Behude. ¡En vano! El psiquiatra aún no había re­gresado a su consulta. Philipp no esperaba nada de un en­cuentro con el doctor Behude, ninguna interpretación, nin­guna iluminación, ni confianza ni valor, pero se había convertido en costumbre visitar al psiquiatra, tumbarse en la consulta oscurecida y dar libre curso a sus pensamientos, una fuga de imágenes que le acometía en la consulta del doc­tor Behude, un caleidoscópico cambio de lugar y de tiempo, mientr~l terapeuta del alma quería liberarle, con voz sua­ve y adórmecedora, del crimen y el castigo ... El doctor Behu­de guardó su camisa en la consulta de su clínica. Su rostro brillaba pálido en el espejo de la pared, enmarcado en blan­co. Sus ojos, que debían poseer una fuerza hipnótica, esta­ban turbios, cansados y ligeramente inflamados. Cien centí­metros cúbicos de su sangre descansaban en el frigorífico de la clínica.

Night and day. Ulises Cotton se echó a reír. Estaba conten­to. Barr:Soleaba su maleta. Mostraba unos dientes robustos y relucientes. Tenía confianza. Tenía un día ante él. El día se ofrecía a todos. Bajo el alero de la estación esperaba Josef, el maletero. La roja gorra de maletero le asentaba rigurosa, con rectitud militar, sobre la calva cabeza. ¿Qué había do­blegado la espaldas de Josef? Las maletas de los viajeros, el

Page 14: Palomas en la Hierba

equipaje de décadas, medio siglo de P.ªfl con el sudor de su frent~, 111. maldición de Adán, marthU c'ofi bot'as baja's, fusi­les al hombro, el correaje, el morral con las bombas de mano, el pesado casco, el pesado matar. Verdún, el bosque de Argonner, el Chemin-des-Dames, había salido ileso, y otra vez maletas, viajeros sin fusil, turistas hacia la estación de montaña, turistas hacia el hotel, los Juegos Olímpicos, la juventud del mundo, y otra vez banderas, otra vez marchas, arrastró el equipaje de los oficiales, los hijos se fueron sin bi­llete de vuelta, la juventud del mundo, sirenas, la vieja mu­rió, la madre de los hijos engullidos por la guerra, los ameri­canos vinieron con bolsas de colores, sacos de impedimenta, equipaje ligero, dinero para cigarrillos, el nuevo marco, lo ahorrado se esfuma, paja, pronto setenta años, ¿qué ha que­dado? El asiento delante de la estación, la placa con el nú­mero en la gorra: El cuerpo se había encogido, los ojos se­guían brillando vivaces detrás de las gafas de montura de acero, unos alegres pliegues corrían desde el párpado al campo de la piel, se precipitaban hacia el gris de la anciani­dad, hacia el moreno del aire, hacia el rojo de cerveza del rostro. Los compañeros sustituían a la familia. Dejaban a papá los pequeños encargos que tocaban entre pesado equi­paje y pesado equipaje, llevar una carta, entregar unas flores, sujetar un bolso de señora. Josef atrapaba los enéargos con humildad y también con astucia. Conocía a las personas. Sa­bía ponerlas de su parte. Le entregaban algunos bolsos que no habían querido entregarle. Confiaba en el día."~io a Uli­ses Cotton. Coqueteó con la maletita de la que salíá la músi­ca. Dijo: «Usted, Míster, yo llevar». No se dejó alterar por eJ canto, que construía una tienda de campaña en torno a Uli­ses, penetró en ese mundo ajeno, el mundo de Night and ,iay, metió la mano morena en el asa de la maletita, se apre­to, ¡wqueño, modesto, perseverante, cordial, contra el oscuro

gigante, King Kong, que le sobrepasaba, los jamás vencidos son insóndahlés, los bosques primigenio~. Josef se quedó fuera del hechizo de la voz, voz de la ancha, pesada y cálida corriente, voz del entretejimiento, voz de la secreta noche. Como madera en ·el río, lo uno se deslizaba hacia lo otro; tótems de animales en torno al corral, un tabú en torno a los renegados de la tribu, Josef no sentía ni gusto ni disgus­to, nada le atraía ni le atemorizaba: ninguna necesidad libi­dinosa, Ulises no tenía relación de afecto alguna hacía J osef, J osef no era la máscara de Edipo para Ulises, ni el odio ni el amor le movían, J osef intuía liberalidad, tiró del bulto, suave y persistentemente, veía un tiempo de pan, veía una cerveza Night and day ...

El papagayo graznó, un pájaro del amor, Kama, el dios del amor, cabalga sobre un papagayo, los relatos del libro del pa­pagayo, fantásticos y obscenos, la menor los cogía del arma­rio de su padre, los escondía debajo de la cama, el PªRa,gayo en las viejas representaciones de la Sagrada Familia, símbo­lo de la inmaculada concepción, era un flemático papagayo Rosella, redondo como una vieja actriz de éxito, rojo, ama­rillo, verde pita, azul acero su plumaje, el vestido que agita­ba furioso, la libertad estaba olvidada, era un sueño olvida­do que ya no era cierto, el pájaro graznaba, no graZJ7.aba pidiendo libertad, se quejaba pidiendo luz, que subie, :i la persiana, que echaran a un lado las pesadas cortinas 1 que rasgaran la oscuridad de la habitación, el final de la noche artificialmente prolongada. También los perros y los gatos se inquietaron. Saltaron a la cama con la durmiente, se pe­learon, tiraron de la raída seda del edredón, y el plumón re­voloteó por la estancia como nieve invisible en la oscuridad. Emilia aún yacía bajo el manto de la noche, que fuera había transcurrido ya hacía horas. Su conciencia aún estaba cu-

Page 15: Palomas en la Hierba

bierta por la noche. Sus miembros yacían en la profundidad tle la 'noche como en una: tumba: -La llfngua rosa del gato ne­gro lamió la oreja de la joven muerta. Emilia se movió, bra­ceó a su alrededor, se volvió de espaldas, tanteó la piel cru­jiente de los gatos, cogió la cabeza de un perro, jadeó «¿qué es esto, qué pasa?». ¿De dónde venía? ¿De qué oscuros abis­mos del sueño? Escuchó el eterno rumor de los tubos de la casa, el desmigajarse del revoco, el resoplar, ronronear, tan­tear y batir de colas de los animales. Los animales eran sus amigos, los animales eran sus compañeros, eran los compa­ñeros de la infancia feliz de la que Emilia había sido expulsa­da, eran los compañeros de la soledad en la que vivía Emilia, eran juego y alegría, eran inofensivos, devotos y entregados al momento, eran la criatura inofensiva y entregada al mo­mento, sin falsedad ni cálculo, y sólo conocían a la buena Emilia, una Emilia que era realmente buena con los anima­les. La Emilia mala se dirigía contra las personas. Se incor­.P.Pl;Ó y gritó:

. -¡Philipp! Escuchó, los rasgos de su rostro entre el llanto y la amar­

gura. ¡Philipp la había abandonado! Encendió la lámpara de la,mesilla, se puso en pie de un salto, corrió desnuda por la habitación, apretó el interruptor de la luz del techo, bombi­lla~ plateadas en forma de vela que se mecían en ramas de níspero cubiertas de cardenillo, los apliques se encendieron, l~ que se repetía en los espejos, multiplicada y teñida por la~ pantallas, amarilla y rojiza, caía como sombras amarillas y rojizas sobre la piel de la mujer, sobre su cuerpo casi in­fantil aún, las largas piernas, los pequeños pechos, las estre­chas caderas, el vientre liso y elástico. Corrió al cuarto de Philipp, y la luz natural del turbio día que penetraba por la ventana sin cortinas hizo palidecer de pronto su hermosa fi­gura .. Los ojos relucían enfermizos, en sombras, el párpado

32

1 • . .. izquierdo colgaba como privacio de toda t~,nsión, la frente péqJeña y testaruda esfaba sJrcada de ar'r~gas, en la piel se clavaban partículas de suciedad, los negros cabellos se bamboleaban delante del rostro en cortos mechones. Con­templó la mesa con la máquina de escribir, el papel en blan­co, las herramientas del trabajo que ella detestaba y del que se prometía milagros, fama, riqueza, seguridad, ganadas de la noche a la mañana, en una noche de embriaguez en la que Philipp escribiría una obra importante, en una noche, pero no de muchos días, no con una especie de servicio, no con el constante golpeteo de la pequeña máquina de escribir.

-Es incapaz. Te odio -susurró-. ¡Te odio! Se había ido. Se le había escapado. Volvería. ¿Adónde

iba a ir? Pero se había ido; la había dejado sola. ¿Acaso era tan insoportable? Estaba desnuda en el cuarto de trabajo, desnuda a la luz del día, un tranvía pasó, los hombros de Emilia se desplomaron, las clavículas sobresalieron, su carne perdió f.¡~scura, y su piel, su juventud, estaba rociada como de leche ·agria, cuajada, por un segundo caseosa, ácida, des­migajada. Se tumbó en' el sofá de cuero lleno de surcos, que estaba duro y frío como una camilla de médico y por eso le resultó desagradable, y pensó en Philipp, lo conjuró con el pensamiento, le forzó a regresar a la habitación, el grotesco, el torpe, el no-hombre de negocios, el compañero, el amado y odiado~ el escarnecedor y escarnecido. Se metió un dedo en la boca, lo chupó, lo humedeció, una niña pequeña, pensati­va, abandonada, confusa, acaríciame, sacó el dedo, jugueteó consigo misma, lo hizo penetrar en su interior y cayó en el profundo estupor del placer, que, una vez entregada ál día y cubierta por su hostil resplandor, le proporcionaba un poco más de noche interior, un palmo de intimidad y de amor, un aplazamiento ...

33

Page 16: Palomas en la Hierba

Nigh,t ptJd d~y. Ulis¡;~ bajó la vista hacia la gorra ro}~ del mozo, ti.ida ese paño manchado y quebradizo, vio la 'visera puesta con militar rectitud sobre las gafas y los ojos, vio el número de latón, reconoció los cansados hombros, la mise­rable lana de la chaqueta, las desflecadas cintas del mandil, y finalmente advin:ió una tripita, apenas digna de mencion. Ulises rió. Rió como un niño que hace amigos con rapidez, sintió, infantil, al viejo como un niño viejo, como un com­pañero de juegos de la calle. Ulises se alegró, estaba de buen humor, saludó al compañero, le cedió algo de su momentá­nea plenitud, le dio algo de su posición de vencedor, le dio la maleta: la música, la voz, colgaban de la mano del viejo mozo. Pundonoroso, una sombra pequeña y débil, Josef cru­zó la plaza de la estación caminando junto a la figura alta y

ancha del soldado. De la maleta salían chillidos, crujidos, graznidos: Limehouse-Blues. Josef siguió al hombre negro, siguió al libertador, al conquistador, siguió a la ciudad a la potencia protectota :.y de ocupación.

Un relicario, un altar, una sombra seria, moho de supuesto conocimiento vuelto a descartar, una amenaza percibida y

no percibida, manantial de esperanza, engañoso oasis para el sediento: con las alas abiertas, la estantería de los libros era un tríptico profano de la escritura tras la desnuda Emi­lia. ¿Para quién se ~acrificaba, sacerdotisa y cierva en una, una Ifigenia venida a menos, sin la protección de ninguna Artemisa, camino a ningún Táuride? Los libros heredados, los lujosos volúmen.es de los años ochenta, las intactas edi­ciones con filos dorados, los clásicos alemanes y El faro jun­to al mar de la vida para el salón de la señora, La lucha por Roma y los Pensamientos y recuerdos de Bismarck para el cuarto de los caballeros, y además el compartimento para ·I e <>ñac y los puros, la biblioteca de los antepasados, que

34

habían_g,ap~d? 1inero y no habían leído, es~aba junto aJa colecci~Íi ~llibrós

1de Philipp, el lector incan~able, lleno de

inquietud y análisis, el corazón desnudo, el instinto someti­do a disección. Y ante ellos, los volúmenes lujosamente en­cuadernados y los manoseados e inútilmente consultados, ante ellos y en cien:o modo a sus pies reposaba desnuda la heredera, la mano entre los muslos que seguían siendo infan­tiles, y trataba de olvidar, de olvidar lo que ~hora llamaban realidad y dureza de la vida y lucha por la vida e inserción social, y Behude hablaba de la no conseguida adaptación al entorno, y todo eso quería decir tan sólo que era una mala vida, un maldito mundo, y los puestos especiales perdían la finura debida al feliz nacimiento, la caída en el bien prepa­rado nido, ¿qué había sido del necio aluvión de halagos de su infancia? Eres rica, preciosa, heredarás, guapa, heredarás el patrimonio de la abuelita, los millones de la fábrica del consejero privado, él pensaba en ti, el consejero privado que hacía su dieta, el previ~or pater familias, pensaba en su nie­ta, aún no nacida, la dotó de manera abundante, con abun­dante seguridad y previsión, en su testamento, para que te vaya bien, niña, y la estirpe pudiera florecer y hacerse aún más rica, no tienes que· hacer nada, él hizo tanto, no tienes que esforzarte, él se esforzó y ochocientos trabajadores, «por ti, palomita, nadas encima» (¿qué nada encima? ¿qué nada encima en un estanque? huevos de rana, estiércol de pájaro, madera podrida, manchas de colores estridentes, inquietos espectros de porquería, fodo y putrefacción, los cadáveres de los jóvenes amantes), «podrás celebrar, niña, ,fiestas en el jardín, preciosa, ¡siempre serás la reina del baile, Emilia! ».

Quería olvidar, olvidar las devaluadas hipotecas, los expro­piados derechos, los bonos del tesoro imperial en depósito postal colectivo, papel, maculatura, olvidar la propiedad de la casa no rentable y en ruinas, las cargas del suelo, los in-

35

Page 17: Palomas en la Hierba

ve~dibles. sillares, el en~adef~lfiz~,:9. ra f s ofi~inas, los for­mularios, los aplazamientos concedidos y revocados, los abogados, quería olvidar, quería escapar de los estafadores, demasiado tarde, escapar de la materia, entregarse sólo al espíritu, hasta ahora no apreciado, desconocido, él era un nuevo salvador, sus ingrávidas fuerzas, les fieurs du mal, flo­res de la Nada, el consuelo en desvanes, cómo-odio-a-los­poetas, sablistas, viejos gorrones, el espíritu consolador en mansiones derruidas, sí-éramos-ricos, une saison en enfer: il semblait que ce fut un sinistre lavoir, tou;ours accablé de la pluie et noir, Benn, Gottfried, poemas tempranos, La Mor­gue es un oscuro y dulce onanismo, les paradis artificiels equivocados, Philipp equivocado, perplejo en la espesura de los abrojos de Heidegger, el olor de bombones jamás vueltos a probar en la excursión con las amigas, el Lido de Venecia, los hijos de los pudientes a la recherche du temps perdu, What is Life? de Schrodinger, la esencia dé la mutación, la conducta de los átomos en el organisno., el organismo no es un laboratorio de Física, una corriente de orden, escapas a la decadencia en el caos anatómico, el alma, sí, el alma, Deus factus sum, los Upanishads, orden del orden, orden del de­sorden, la migración de las almas, la hipótésis de la plurali­dad, regresa-como-animal, sé-ar..~able-con.:.fos-animales, el­ternero-q ue-chilla ba -de-ese-m odo-an te-el-mata dero-de-Gar misch, el sentirse arrojado, el miedo de Kierkegaard, seduc­tor escritor de diarios que no se iba con Cordelia ala cama, Sartre la náusea yo-no-tengo-náuse~,. yo practico el oscuro y dulce onanismo, el Mismo, la existencia y la filosofía de la existencia, millonaria era una vez, érase-una-vez, los viajes de la abuela, Verdadera Consejera Privada, onanismo oscuro dulce, la luz de gas de Auer zumba, cuando-lo -engastaban­todo-en-oro, comienzos de la seguridad social, debería-pegar­cupones-para-mi-vejez, el joven Káiser, inflación billonaria,

si:lo~t~rieran~en-o~o. Corre_spo~d~ )~ eNre~ de ayuda in­mediata, eso fue Niza, onanismo, la l>romenaae des Anglais, los sombreros de garza, en El Cairo el Shepheards Hotel. Mena House Hotel delante de las pirámides, la cura del ri­ñón del Verdadero Consejero Privado, desecación de los pantanos, dima desértico, postal, carte posta/e Wilhelm-y­Lieschen-subidos-en-un-camello, los antepasados, Luxor la Tebas de cien puertas, la necrópolis, el campo de los muertos, la ciudad de los muertos, yo-muero-joven, Admet el joven Gide en Biskra l'immoraliste amor sin nombre, el Verdadero Privado murió pompes fúnebres, millones, millones-no­en-oro, la hipoteca de la devaluación, el Templo de Amón, Ramsés no sé cuántos entre escombros, la esfinge Cocteau: amo, ¿quién-me-ama?, el gen el núcleo del hielo fecunda­do, no-tengo-que-tomar-precauciones-doce veces-con-toda­regularidad, la Luna, ningún médico, Behude-es-curioso, todos­los-médicos-son-lu j uriosos, mi regazo, mi-cuerpo-es-mío, ningún dolor, dulce-oscura-bajeza... .

El agotamiento perlaba su frente, cada perla un micro­cosmos del inframundo, un bullicio de átomos, electrones y cuántos, Giordano Bruno cantaba en la hoguera la canción de la infinitud ad Universo, la Primavera de Boticelli madu­raba, se volvía verano, se volvía otoño, era ya invíerno, ¿una nueva primavera? ¿Un embrión de nueva primavera? El agua se acumulaba en sus cabellos, se sentía húmeda,; y ante su mirada reluciente, que nadaba en la humedad, el escritorio de Philipp volvió a parecerle el lugar del hechizó, un lugar odiado, desde luego, pero el lugar del milagro posible: ¡ri­queza y fama, también ella en la ensalzable riqueza y seguri­dad! Se tambaleó . La seguridad que el tiempo le había qui­tado, que ahora le negaba la herencia anunciada, recibida y devaluada, que ya no le otorgaban las casas, las grietas en los muros, por todas partes grietas en la materia, ¿le traería

37

Page 18: Palomas en la Hierba

esa seguridad perdid,a, aparecida corno un .estafador Y. fraca­sada: co'rno un estafador, el débil, sin recurso~, as~diadb por taquicardias y mareos Phlipp, que de todos modos, y eso era nuevo para ella, estaba en conexión con lo invisible, con el pensamiento, con el espíritu, con el arte, que aquí apostaba a nada, pero allí en lo espiritual quizá tenía un saldo positi­vo? Pero, para empezar, toda seguridad se había perdido. Philipp decía que nunca había habido una seguridad. ¡Men­tía! No quería compartir sus bienes con ella. ¿Cómo podía él vivir sin seguridad? Emilia no tenía la culpa de que la vieja seguridad se hubiera derrumbado, en su seno se habían aco­modado dos generaciones. ¡Ella pedía cuentas! Exigía su he­rencia de alguien que era mayor que ella. En medio de la noche había corrido por la casa, una pequeña y flaca furia, seguida por sus animales, que no podían hablar y por eso eran sus inocentes favoritos, ayer, cuando Philipp se fue, cuando no pudo soportar sus gritos, su insensata protesta escaleras arriba y escaleras abajo a ver al portero al sótano, pies y pu­ños contra la puerta cerrada: « Vosotros, nazis, por qué le habéis elegido, por qué habéis elegido la rnisefr. por qué el abismo, por qué la ruina, por qué la guerra, por qué ha­béis tirado el patrimonio por los aires, yo tenía dinero, na­zis» (y el portero estaba tumbado detrás de la puerta cerra­da, contenía la respiración, no se movía, pensaba, «espera, pasará, una tormenta, las cosas volverán a cambiar, se cal­mará»), y los otros nazis detrás de otras puertas de la casa, su padre coheredero detrás del cerrojo, «tú, nazi, tú necio, derrochador, tenías que desfilar, tenías que desfilar con ellos, acompañarlos, compañero de viaje, cruz gamada en.el pecho, perdido el dinero, ¿no podíais daros un descanso? te­níais que ladrar» (y el padre estaba sentado detrás de la puerta, no oía los gritos, no enfrentaba la acusación, justifi­cada o no, se cubría el rostro con los expedientes, los docu-

mentos bancarios, las cédulas de deuda, los certificad "' de depósito," Calculaba «y me queda esto aún y esta participa­ción y aquella y allí un quinto de la casa de al lado y quizá la hipoteca de Berlín, pero en el sector oriental, quién sabe» Estados Unidos contra la guerra preventiva). ¿Por qué no se preocupaba Philipp? ¿Quizá porque seguía alimentándose de lo que aún le quedaba a ella, del Dios de sus abuelos, y el Dios de él era un falso Dios? ¡Si se pudiera-saber todo! El pá­lido rostro cuvo una convulsión. Se tambaleó, se tambaleó desnuda hasta el escritorio, 'Cogió una hoja de la pila de pa­pel en blanco, del montoncito de la pureza de la concepción no sucedida, lo puso en la pequeña máquina y tecleó caute­losa, con un dedo: «No te enfades. Te quiero aún, Philipp. Quédate conmigo».

Él no la amaba. ¿Por qué iba a amarla? Él no estaba orgu­lloso de su parentela. La indiferencia le llenaba. ¿Por qué iba a sentirse conmovido? Ninguna sensación especial ie opri­mía ni le ensanchaba el pecho. Los que vivían allá abajo no preocupaban más a Richard que otros pueblos antiguos: su­perficialmente. Viajaba en acto de servicio, no, en acto de servicio es lo que habrían dicho los de allá abajo, la estirpe de los cuarteles, los viejos criados de los príncipes, viajaba por motivos de utilidad, por mandato de su país y de su tiempo, y creía que ahora era el tiempo de su país, el siglo de los instintos depurados, del orden útil, de la planificación, de la administración y de la eficiencia, y al principio, ader:;;4s del servicio, sería una visita irónico-romántica al mundo y sus palacios. Lo que podían esperar de él era imparcialidad. Esa era su oportunidad. Augusto no se embarcó hacia la Hé­lade como benefactor de los griegos. La Historia obligó a Augusto a ocuparse de la embarullada situación de Grecia. Puso orden. Puso bajo su tutela ~ un montón de fanáticos,

39

Page 19: Palomas en la Hierba

soñadores y patrioteros; apoyó la razón, a los moderados, al tapitá1 /"alas á~ademias y se conformó con"lós focos,' los sa­bios y los pederastas. Fue su interés y su oportunidad. Ri­chard se sentía libre de enemistad y de prejuicios, no pesaban sobre él ni el odio ni el desprecio. Los malos sentimientos eran sustancias tóxicas, enfermedades superadas por la civi­lización, como la peste, el cólera y la viruela. Richard estaba vacunado, tenía una educación higiénica y libre de escorias. Quizá fuera condescendiente sin querer ser condescendiente, porque era joven, sobreestimaba la juventud y miraba desde arriba, desde arriba en todo el sentido de la palabra, a paí­ses, sus reyes, sus fronteras, sus disputas, sus filósofos, sus enterradores, todo su humus estético, pedagógico, intelec­tual, sus eternas guerras y revoluciones, miraba desde arriba a un único y ridículo campo de batalla, la tierra estaba a sus pies como sobre una mesa de operaciones: terriblemente des­cuartizada. Desde luego que no lo veía en realidad así; no veía ni reyeS"·ni fronteras donde por el momento sólo había niebla y nodie, ni tampoco el ojo de su mente se lo imagina­ba, eran sus conocimientos escolares los que veían así el con­tinente. La Historia era pasado, el mundo de ayer, fechas en libros, un martirio para los niños, pero cada día volvía a constituir Historia, nueva Historia, Historia en presente, y eso significaba estar ahí, devenir. Crecer, actuar y volar. No siempre se sabía hacia dónde se volaba. Sólo mañana todo recibiría su nombre histórico, con el nombre su sentido, se volvería auténtica historia, envejecería en los libros escolares, y ese día esté hoy, este mañana, sería para él «mi juventud». Era joven, era curioso, echaría un vistazo: la tierra de lo:, padres. Era un viaje hacia Oriente. Ellos eran cruzados d,~1

orden, caballeros de la razón, de la utilidad y de la mode ­rada libertad burguesa: no buscaban ningún Santo Sepul­cro. Era de noche cuando llegaron al continente. En el cielo

claro resplandecía delante de ellos una gélida luz: la estrel 1 •

d~ ta ltrtafianafi>hos~heros, Ludfér~ ei-que traía 'la lúz en el mundo clásico. Se convirtió en príncipe de las tinieblas. La noche y la niebla yacían sobre Bélgica, sobre Brujas, Bruse­las y Gante. La catedral de Colonia se alzaba del amanecer. La aurora se desprendía del mundo como una cáscara de huevo: había nacido el nuevo día. Volaron remontando el Rhin. Querida-patria-puedes-estar-tranquila-la-guardia-del­Rhin-está-firme-y-vigila: canción de su padre cuando él te­nía dieciocho años, canción de Wilhelm Kirsch c¡ntada en las clases del colegio, en las salas de los cuarteles, en el cam­po de maniobras, en las marchas, guardia del padre, guardia del abuelo, guardia del bisabuelo, guardia del Rhin, guardia de hermanos, guardia de primos, guardia del Rhin, tumba de antepasados, tumba de parientes, guardia del Rhin, guardia no cumplida, guardia malentendida, no-será-suyo, ¿de quién? de los franceses, ¿tle quién era ya? de los hombres junto al río, marinos, pe~ores, jardineros, viticultores, comercian­tes, fabricantes, am.antes, el poeta Heine, ¿de quién sería? de quien quiera, de quien estuviera ahí, era ahora él, Richard Kirsch, soldado de la Fuerza Aérea a~ericana, dieciocho años, que le contemplaba desde arriba, ¿o volvía a ser él el que hacía la guardia junto al Rhin, de buena fe como ellos y quizá otra vez en la trampa del malentendimiento del mo­mento histórico? Fensó: ((si fuera un poco mayor, si tuviera veinticuatro quizás en vez de dieciocho, habría podido volar aquí, destruir aqufy morir aquí a los dieciocho, habríamos traído bombas, habríamos lanzado bombas, habríamos en­cendido un árbol de Navidad, habríamos te.ndido una al­fombra, habríamos sido su muerte, sus focos nos habrían bañado en el cielo, ¿dónde ocurrirá eso? ¿dónde pondré en práctica lo que estoy aprendiendo? ¿dónde lanzaré bombas? ¿a quién bombardearé? ¿aquí? ¿esto? ¿más allá? ¿otros? ¿más

Page 20: Palomas en la Hierba

atrás? ;otra vez otros? Sobre Baviera, el país se enturbió. Volaban por entiiti~· ;de llas 'nubes.- Cuando aterríz:t:rdn, la tierra olía a húmedo. El aeropuerto olía a hierba, a gasolina, a gases de escape, metal y a algo nuevo, a extranjero, era un olor a pan, un olor a mas_á de pan a fermentación, levadura y alcohol, apetitoso y que levanuba el ánimo, olía a la malta de las grandes cervecerías de la ciudad.

Caminaban por las calles, Ulises delante, un gran rey, un pe­queño vencedor, joven, de fuertes caderas, inocente, animal, y Josef tras él, encogido, encorvado, viejo, cansado y sin em­bargo astuto, y con sus ojillos astutos miraba por las gafas baratas del seguro las negras espaldas, expectante, con con­fianza, una carga ligera, un buen encargo entre las manos, la maletita de música Bahama Joe con_ sus sonidos, Bahama Joe con su repiqueteo musical, repiqueteo de voces, Bahama Joe con las trompetas con sordina, los tambores, los plati­llos, los chillidos y aullidos y eJ:-:ritmo, que se expandía y atrapaba a las chicas, las chicas; que pensaban «ese negro, ese negro descarado, ese negro espantoso, no, yo no lo haría», Bahama Joe, y otras pensaban, «tienen dinero, tanto dinero, un soldado negro gana más que uno de nuestros inspectores jefe, US-Private, nosotras las chicas hemos aprendido nues­tro inglés, Liga de Muchachas A~emanas, ¿es posible casarse con un negro? no hay leyes raci~les en Estados Unidos, dis­criminación, ningún hotel la ac~pta a una, los hijos medio negros, niños de ocupación, pobres pequeños, no saben de dónde serían, nada a cambio, ¡no, yo no lo haría!». Bahama Joe, la rúbrica del saxofón. Una mujer estaba delante de una zapatería, vio pasar al negro en el espejo del escaparate, pen­só: <<esas sandalias · Jn tacón de cuña me gustarían, si pu­diera, esos tipos tienen cuerpo, fuerza viril, se veía en el bo-n>, mi padre estaba agotado después, ése no» ... Bahama Joe.

•• Pasaron ante los puestos de bebidas, locales para estar de pie,\ prohibidos a los 5'\:>1dldos iliaM:ds, y de los' cobertizos d"e I

madera salieron arrastrándose los tratantes, los cambistas, los descuideros:

-Eh, Joe, ¿dólar? Joe, ¿tienes gasolina? Joe, ¿una chica? Estaban ya sentadas en los puestos, mercancía, junto a

una limonada, una Coca-Cola, un mal café, un brebaje apes­toso, el vapor de la cama, el olor de los abrazos de ayer aún sin lavar, las manchas de la piel tapadas con polvos, el cabe­llo de muñeca, muerto de palidez y de tinciones, como paía enredada, esperaban, pollos para llevar recién hechos, mira­ban por los cristales lo que hacían los tratantes, si hacían una seña, un negro, esos tenían buen humor, eran generosos, como debía ser, tipos inferiores, le rajaban a una la tripa: «Tendrían que estar contentos de pescar una mujer blanca, una degradación por nuestra parte, una linda y asquerosa degradación».

-Eh, Joe, ¿tienes algo para darq9s? Eh, Joe, ¿quieres comprar algo? ... ¡Joe, yo te doy! ¡Joe, yo te cojo!

Le rodearon: como moscas, rostros caseosos, rostros hambrientos, rostros a los que Dios había olvidado, ratas, ti­burones, hienas, batracios, disfrazadQs apenas con piel hu­mana, hombros guateados, chaquetas a cuadros, sucias trin­cheras, calcetines de colores, suelas protuberantes bajo los grasientos zapatos de gamuza, caricat;uras de una .moda de cine del otro lado, pobres borrachas a,demás. Sin hogar, di­sipadas, víctimas de la guerra. Se volvieron a Josef, Bahama Joe:

-¿Necesita tu negro dinero alemán? ... Le cambiamos a tu negro ... ¿Quiere follar? Tres marcos para ti. Puedes mi­rar, viejo, pon la música.

Bahama Joe, la música con su sonido argénteo. Josef y Ulises oían el murmullo y no lo oían. Bahama Joe: dejaron

43

Page 21: Palomas en la Hierba

plantado al enjambre, las siseantes culebras, Ulises las apar-.... tó\ suave,~ert.le como una ballena, las ~ché'\l un léfdo, peí.

queñas y frágiles timadoras, los rostros picados, las narices malolientes, los tipos hartos de cama. Josef siguió al robus­to Ulises, chapoteando dentro de su estela. Bahama Joe: si­guieron caminando, pasaron ante las obras del cine Pasión inmortal el destino implacable de un médico, ante las obras del hotel jardín cubierto sobre las ,:uinas hora de cóctel, los rociaron de cal, les echaron mortero, pasaron por las caU . ~ comerciales levantadas sobre campos de escom9ros, a dere­cha e izquierda las barra~as a suelo llano, relu~ientes de va­rillas cromadas, luces de neón y espejos: perfume de París, nylon Dupont, piña de California, whisky escocés, abigarra­dos puestos de periódicos: Faltan diez millones de toneladas de carbón. El semáforo estaba en rojo e impedía el paso. Tranvías, automóviles, ciclistas, vacilantes vehículos de tres ruedas y pesados camiones militares americanos se precipi­taban a través del cruce.

La luz roja cortaba el camino ante Emilia. Quería ir'á la casa de empeño, cerraba a mediodía, luego a Unverlacht, el anticuario, en su húmedo sótano, le metería la mano bajo la falda, a la lastimera anticuaria señora de Voss, que no com­praría nada, pero vivía cerca de Unverlacht, y finalmente~· lo intuía, lo sabía, las perlas serían sacrificadas, la joya ensar­tada de lunar palidez, tenía que ir a Schellack, el joyero. Lle­vaba zapatos de buen corte de auténtica piel de serpiente, pero los tacones estaban desgastados y oblicuos. Sus medias eran del. tejido más fino, porque Philipp amaba las medias finísimas y se ponía tierno cuando en invierno, con una fuer­te helada, ella volvía a casa con las pantorrillas frías, pero, oh Dios, en ese tejido ensalzado como firme los hilos se aflo­jaban y precipitaban como en torre1~tes de la rodilla al tobillo. La falda tenía un desgarrón triangular en el borde. ¿Quién

44

iba a coserlo? La chaqueta de piel de Emilia, demasiado cá-, lida,,ára la estación; era de la más fina ardilht, ·dtshitachatta

y rota, qué importaba, sustituía el abrigo de entretiempo que Emilia no tenía. Su joven boca estaba pintada, la palidez de las mejillas oculta tras un poco de carmín, los cabellos flota­ban sueltos al viento preña90 de lluvia. Las cosas que había llevado consigo estaban envueltas en un plaid inglés de via­je, el equipaje de los lores y ladys en las obras de Wilhelm Busch y en las octavillas. Emilia soportaba mal el entusias­mo de los viejos pumoristas. Cada carga le causab~ moles­tias reumáticas ·en ·fos hombros. Cada molestia la volvía insoportable y la llenaba de obstinación y amargura. Se de­tuvo malhumorada tras el semáforo en rojo y miró malhu­morada la corriente del tráfico.

En el coche del cónsul, en el Cadillac que se deslizaba sin rui­do y sin sacudidas, en el vehículo de los ricos al lado de los ricos, de los hombres de Estado, de los exitosos, de los direc.­tivos planificadores, si uno no se dejaba engañar, en un es-'"' pacios.o ataúd reluciente y negro, Mr. Edwin atravesó el cru­ce. Se sentía cansado. El viaje, que desde luego había hecho acostado, pero insomne, le había agotado. Miró desanima­do al turbio día, desanimado la calle desconocida. Era el país de Goethe, el país de Platen, el país de Winckelmann, .. por esa plaza había caminado Stefan George. Mr. Edwin tuvo frío. De pronto se vio sobrante, dejado solo, viejo, vie­jísimo, tan viejo como era. Apretó el cuerpo por tanto viejo, el cuerpo mantenido en una juvenil delgadez, contra el sua­ve acolchado del vehículo. Fue un gesto de retirada. El ala de su sombrero negro golpeó contra la tapicería, y él se lo qui­tó -un producto de Bond Street, ligero como una pluma-y se lo puso en el regazo. Su noble rostro, que indicaba asce­tismo, disciplina y reflexión, se volvió torvo. Bajo los cabe-

45

Page 22: Palomas en la Hierba

llos grises cuidadosamente peinados a raya, largos y sedo-• l, sos/ádquirió los ra-sgos'afilados\-de lih-.. iej'bibuitre codicioso. • 1,,...., ·

El secretario del consulado y el agente literario de la Casa de América, que habían sido enviados a recibir a Mr. Edwin en la estación, iban sentados frente a él en los transportines del coche, se inclinaban hacia él y se sentían obligados a entre-tener al famoso, al premiado, al raro animal. Señalaban su-puestos monumentos de la ciudad, hablaban sobre la forma en que habían organizado su discurso, charlaban ... sonaba como si unas mujeres de la limpieza pasaran incansables unos paños mdjados·sobre un suelo polvoriento. A Mr. Ed-win le pareció que los caballeros hablaban una jerga vulgar. Era .irritante. Mr. Edwin amaba la jerga vulgar, a veces, cuando iba asociada a la belleza, pero aquí, en estos caballe-ros bien educados de su clase social «¿mi clase social? ¿qué clase? sin prejuicios contra nadie, marginados desclasados, nada en común, nada», esa jerga, ese americano mascado como chicle, era penoso, agobiante y motivo de disgusto. Edwin se encogió más aún en el rincón del coche. ¿Qué apor-taba él a ese país, Goethe, Winckelmann, Platen, qué aporta-ba él? Serían sensibles, quizá receptivos, los vencidos, esta-rían alerta, despiertos ya a causa de la desgracia, estarían llenos de presentimientos, cercanos al abismo, familiariza-dos con la muerte. ¿Venía él con un mensaje, traía consuelo, interpretaba la desgracia? Iba a hablar de la inmortalidad, de la eternidad del espíritu, del alma imperecedera de Occi-dente, ¿y ahora? Ahora: dudaba. Su mensaje era frío, su sa-biduría escogida. Escogida en el doble sentido del término, sacada de libros, pero también selecta, un extracto del espí-ritu de los milenios, escogido, escogido de todas las lenguas, el Espíritu Santo, vertido a las lenguas, escogido, precioso, la quintae · :ncia, chispeante, destilada, dulce, amarga, veneno-sa, curati va, casi ya la interpretación, pero la interpretación

de la Historia tan solo, al fin y al cabo tamhién cuestionable, las bien• formadas e intéligentes esfrofa~, stn'Sibles reaccio­nes, y aún así: venía con las manos vacías, sin don, sin con­suelo, sin esperanza, tristeza, cansancio, no pesadez, vaciedad de corazón. ¿No debía callar? Ya había visto antes los des­trozos de la guerra, ¿quién no los conocía en Europa?, los había visto en Londres, en Francia, en Italia, terribles heri­das abiertas en las ciudades, pero lo que aquí veía, en el lu­gar probablemente más afectado de su peregrinación, por las ventanillas del coche del consulado, m~cido sobre goma, aire a presión y una ingeniosa amortiguación, protegido del polvo, estaba recogido. Ordenado, asfaltado, ya reconstrui­do, y precisamente por eso tan espantoso, tan decrépito: nunca se podría reparar. Él debía hablar sobre Europa y en favor de Europa, pero en secreto quizá deseaba la destruc­ción, la ruina de las vestiduras en las que el amado continen­te, en espíritu tan amado continente, se mostraba, o era que él, Mr. Edwin, había salido tarde de viaje, a recaudar la fama tardía y llegada por algún malentendido, a dejarse festejar, era que conocía el significado del delito, era un amigo del ave Fénix, que tenía que precipitarse en el fuego; en la ceni­za el abigarrado plumaje, esas tiendas de ahí, esa gente, todo provisional, la cháchara en jerga en su coche ... necio, ¿qué iba a . decirles? Quizá muriera en esa ciudad. Una noticia. Una nota en las ediciones vespertinas. Unas cuántas necro­lógicas en Londres, en París, en Nueva York. Ese Cadillac negro, era un ataúd. En ese momento rozaron a un ciclista «oh, Dios, vacila, se sostiene» ...

Mantuvo el equilibrio. Se balanceó, pedaleó, llevó la bici hacia el hueco libre, el doctor Behude, médico especialista en psiquiatría y neurología, dio pedales, avanzó, esta noche oirá en la Casa de América la conferencia de Mr. Edwin, la charla sobre el espíritu occidental, el discurso sobre el poder

47

Page 23: Palomas en la Hierba

del espíritu, la victoria del espíritu sobre la materia, el espí-ritu vence alla· btíerti'redad, las enfermedades están condj... .~ cionadas por la mente, las dolencias se curan con psicología. El doctor Behude sintió vértigo. Esta vez, la extracción de sangre le había debilitado. Quizá se dejaba pinchar <lema-. siado a menudo. El mundo necesitaba sangre. El doctor Behude necesitaba dinero. La victoria de la materia sobre el espíritu. ¿Debía apartarse del camino, bajar de la bici, entrar a un bar, tomar algo, estar contento? Nadaba en la corriente del tráfico. Sentía dolores de cabeza que ignoraba en sus pa­cientes. Siguió pedaleando camino a Schnakenbach, el can­sado maestro industrial, el capaz resolvedor de fórmulas, el Einstein de la universidad popular, una sombra ansiosa de pervitina y bencidrina. Behude se arrepentía de haber nega-do ayer a Schnakenbach las píldoras que mantenían despier-to al maestro. Ahora quería llevarle a casa la receta que cal­maba la ansiedad, que mantenía por un margen de tiempo la miserable vida y sin embargo seguía destruyéndola. Le ha-bría gustado ir a ver a Emilia:-Le gustaba: la consideraba más en peligro que a Philipp, «él lo superará todo, superará in­cluso sus matrimonios, un corazón valeroso, neurosis, sin duda que neurosis, una pseudoangina pectoris, da lo mismo, pero un valeroso corazón, se le nora», pero Emilia no iba a su consulta y se escondía cuando él visitaba a Philipp en casa. No se dio cuenta de que Emilia esperaba la luz verde en el cruce que acababa de pasar. Iba inclinado sobre el mani-llar, con la mano derecha en el freno, el índice de la izquier-da en el timbre: una llamada· en falso podía matar, un acto fallido desenmascarar, la llamada en falso .' el timbre noc­turno, ¿entendía a Kafka? ...

Washington Price guió la limusina azul horizonte a través del cruce. ¿Debía? ¿No debía? Sabía que los camiones cis-

terna de su depósito tenían grifos secretos. El riesgo era pe­. queño. Sólo tenía 1ql't&-i>aed··pa:rtes iguales con el condu~tor del camión, pasar por la gasolinera alemana que todos los conductores de cisternas conocían y despistar unos cuántos galones. Era seguro que sacaría un buen dinero. Necesitaba dinero. No quería irse a pique. Quería a Carla, y quería al niño de Carla. Aún no tenía marcas en su expediente. Creía en la decencia. A cada ciudadano, su oportunidad. También al hombre negro su oportunidad. Washington Price, Sergeant in the Army. Washington tenía que ser rico. Por lo menos te­nía que ser rico por un tiempo; tenía que ser rico aquí y áho­ra. Carla confiaría en la riqueza. Confiaría más en el dinero que en sus palabras. Carla no quería traer a su hijo al mun­do. Tenía miedo. Dios mío, ¿por qué había que tener miedo? Washington era el mejor, el más fuerte, el más ágil crack de béisbol del famoso equipo de los Red Stars. Pero ya no era el más joven. ¡Esas criminales carreras en torno a la base! Se agotaba. Ya no le llegaba el aire. P~ro aún aguantaría uno o dos años. Aún sería bueno en el campo. Un dolor reumático cruzó su brazo; era una advertencia. No haría lo de la gaso­lina. Tenía que ir al Central Exchange. Tenía que comprarle un regalo a Carla. Tenía que llamar por teléfono. Necesita­ba dinero. Enseguida ...

Enseguida de la línea seis a la once. Todavía encontraría al doctor Frahm. Era bueno ir un poco después de la consulta. Entonces Frahm tenía tiempo. Tenía que librarse de eso. En­seguida. Washington era un buen tipo. ¡Qué miedo había te­nido ella! El primer día en el cuartel de los negros. El tenien­te había dicho: «No sé si se quedará usted». Se apiñaban ante los cristales de la puerta, apretaban las planas narices como plastilina contra el cristal, un rostro al lado del otro. ¿Quién estaba en la jaula? ¿Quién representaba a 1a especie

49

Page 24: Palomas en la Hierba

en el zoo? ¿Ella, a este lado del cristal? ¿Ellos, al otro? ¿Es-. · ~ba'tan lejos de la oficina deJt efék-it<9 álemán, secretaria del

comandante de la plaza, con los soldados negros del grupo de transporte americano? Escribía, escribía muy bien en in­glés, inclinaba la cabeza sobre la máquina para no ver a esos seres extraños, esa piel oscura, esa flexibilidad de ébano, ese hombre, ese ruido gutural, únicamente el text:0 que dicta, te­nía que trabajar, no podía quedarse con su madre, ni con la señora Behrend, ella no le daba la razón en la condena del director de orquesta, tenía que cuidar de su hijo, su padre es­taba en el Volga; quizás ahogado, quizás enterrado, desapa­recido en la estepa, ya no se enviaban saludos a Stalingrado, tenía que conseguir algo, estaba al borde del hambre, los malos años cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, el hambre, tenía que, ¿por qué no? ¿acaso no eran también personas? Por la noche, él estaba allí. «La llevaré a casa.» La guió por los pasillos del cuartel. ¿Es que iba desnuda? Los hombres estaban en el pasillo, oscuros en la, penumbra del pasillo, sus ojos eran como inquietos murciélagos blancos y sus miradas. como discos adhesivos sobre su cuerpo. Él se sentó a su lado al volante del jeep. «¿Dónde vive usted?» Se lo dijo. Él no habló durante el trayecto. Paró delante de su casa. Abrió el maletero. Le dio chocolate, conservas, cigarri­llos, mucho en aquellos días. «Adiós». Nada más. Todas las noches. La recogía en la oficina, la guiaba por el pasillo con los hombres oscuros que miraban con fijeza, la llevaba a casa, sentado en silencio junto a ella en el coche, le regalaba algo y decía: «Adiós». A veces pasaban una hora en el coche, delante de su casa: mudos y sin moverse. En la calle aún es­taban entonces los escombros de los edificios bombardea­dos. El viento levantaba polvo. Las ruinas eran como un ce­menterio fuera de toda realidad de la noche, eran Pompeya, I lerculano, Troya, un mundo desaparecido. Un muro se vino

50

abajo con una sacudida. Nuevo polv~ se posó sobre el jeep come-uña nube. La sexta semana; Cdrla ya· nó pudo ·sopor­tarlo. Soñaba con negros. En sueños, la violaban. Brazos ne­gros la cogían como serpientes, salían como serpientes de los sótanos de las ruinas. Dijo: «No puedo más». Él fue con ella a su habitación. Fue como ahogarse. ¿Era eso el Volga? No era una corriente helada, sino ardiente. Al día siguiente vi­nieron los vecinos, vinieron los conocidos, su antiguo jefe del Ejército, todos vinieron, querían cigarrillos, conservas, café, chocolate, «dile a tu amigo, Carla», «tu amigo tiene ac­ceso al Central Exchange, al almacén americano, Carla», «si tu amigo se acuerda, Carla, jabón»: Washington Price pro­curó, consiguió, trajo. Los amigos daban las gracias de pa­sada. Era como si Carla les diera un tributo. Los amigos ol­vidaban que los productos del almacén americano costaban dólares y centavos. ¿Era cosa de risa? ¿Era hermoso? ¿Era como para estar orgullosa? ¿Carla, la benefactora? Pronto ya no lo supo, y reflexionar la agotaba. Dejó su pm~sto en el cuartel de transportes, fue a otra casa donde otras chicas te­nían trato con otros hombres, vivió con Washington, le fue fiel, aunque se le ofrecieron muchas, incontables oportun.?­dades de acostarse con alguien, porque ahora que vivía con Washington todo el mundo, negro o blanco, alemán o ex­tranjero, creía que ella se iba a la cama con todos, la codi­ciaban, y Carla no estaba segura de sus sentimientos y se preguntaba «¿le quiero? ¿le quiero de veras? extraño, extra­ño pero sigo siéndole fiel, le debo lealtad a él, y a ningún otro» y en medio de la inacción se acostumbró al mundo de imágenes de innumerables revistas que le mostraban la vida de las señoras en América, las cocinas automáticas, las pro­digiosas lavadoras y lavavajillas que lo limpiaban todo mientras una veía la televisión desde una tumbona, Bing Crosby entraba en todos los hogares, los Niños Cantores de

Page 25: Palomas en la Hierba

Viena cantaban jubilosos ante la estufa eléctrica, en los a~ol­chados asientos-del PuHmah'se viajaba de Este a Oeste, des,. de un coche aerodinámico se disfrutaba al atardecer del es­plendor de luces y palmeras del golfo de san Francisco, fabricantes de pastillas y compañías de seguros ofrecían se­guridad de todo tipo, ningún sueño atemorizaba ya, porque you can sleep soundly tonight con leche de magnesio May­bel, y la mujer era la reina, a cuyo servicio y a cuyos pies es­taba todo, ella era the gift that stars the home, y para los ni­ños había muñecas que lloraban lágrimas de verdad; eran las únicas lágrimas que se lloraban en aquel paraíso. Carla que­ría casarse con Washington. Estaba dispuesta a seguirle a Estados Unidos. A través de su antiguo jefe, el comandante de la plaza, que ahora era jefe de la secretaría de un bufete de abogados, promovió la declaración de fallecimiento de su marido desaparecido en el Volga. Y entonces vino el niño, un ser négro, se movía en su vientre, llegaba demasiado pronto, le daba náuseas, no, no lo quería, el doctor Frahm · tenía que ayudarla, tenía que quitárselo, enseguida ...

-El centro, que están viendo, quedó completamente des­truido. Cinco años de construcción de una administración democrática y de comprensión por parte de los aliados han vuelto a convertir la ciudad en un centro floreciente del co­mercio y la industria.

Ayuda del Plan Marshall también para Alemania, Los recursos del Programa Europeo de Reconstrucción recorta­dos, El senador Taft critica los gastos. El autobús con el gru­po de maestras de Massachussets pasó por el cruce. Viaja­ban, sin sospecharlo, de incógnito. A ningún alemán que veía a esas mujeres detrás de las ventanillas del autobús se le ocurría tomarlas por maestras. Eran damas sentadas en asientos de cuero rojo, bien vestidas, bien maquilladas, bien

conservadas y realmente jóvenes, por lo menos, se podía pensar, señoras rici!s, cuid:tdas; ociosas, que pasaban H -tiempo visitando ciudades. «Si no hubiérais prendido fuego a la ciudad, aquí habría otras cosas que ver, y no estaríais aquí, soldados, bien, pero también mujeres a costa de la ocu­pación, no son más que zánganas.» Una maestra americana gana -¿cuánto gana?-, oh, infinitamente más que una co­lega alemana en Starnberg, una pobre criatura intimidada, «no causar escándalo, un poco de colorete, el señor vicario podría tomarlo a mal, el señor consejero escolar podría apun­tarlo en el expediente». La educación en Alemania es una cuestión seria y gris, lejana a toda alegría de vivir, que rehu-ye lo mundano, y siempre será inimaginable ver a una mujer en una cátedra alemana, maquillada, perfumada, de vaca­ciones en París, en viaje de estudios en Nueva York y en Bas­tan, Massachussets, Dios mío, se te ponen los ·pelos de pun-ta, somos un país pobre, y esa es nuestra virtud. Kay estaba sentada junto a Katharine Wescott, Kay tenía veintiún años, Katharine treinta y ocho.

-Estás enamorada de los ojos verdes de Kay-dijo Mil­dred .13urnett.

«Ojos verdes ojos de gato ojos falsos.» Mildred tenía cuarenta y cinco años e iba sentada delante de ellas. Tenían un día para la ciudad y otros dos para la zona americana de ocupación de Alemania. Katharine escribía todo lo que le contalSa el _hombre de la oficina de American Express que es­taba junto al conductor. Pensaba: «puedo decirlo en clase de Historia, ésta es una hora histórica. América en Alemania, las stars and stripes sobre Europa, yo lo he visto, yo lo he vi­vido». Kay había dejado de llevar un cuaderno de notas du­rante las visitas. De todos modos se veía demasiado poco. Sólo en el hotel Kay pasaba a su diario de viaje los datos más importantes tomados taquigráficamente por Katharine. Kay

53

Page 26: Palomas en la Hierba

estaba decepcionada. ¿La Alemania romántica? Era som­bría: ¿El país dé los poetas y los pensadorls; de la música y las canciones? La gente tenía el mismo aspecto que en todas partes. En el cruce había un negro. Una pequeña maleta-ra­dio tocaba Banana Joe. Era como en Boston; como en un su­burbio de Boston. La otra Alemania era probablemente una invención del profesor de Germanística del college. Se lla­maba Kaiser y había vivido en Berlín hasta el año treinta y tres. Lo habían echado. «Quizá tenga nostalgia», pensó Kay, «al fin y al cabo es su patria, él lo ve distinto que yo, él no quiere a América, cree que aquí todos son poetas, no son tan eficientes como nuestra gente, pero le expulsaron, ¿por qué? es un hombre simpático, en América también tenernos poe­tas, Kaiser dice que son escritores, escritores importantes, pero sigue haciendo una diferencia: Hemingway, Faulkner, Wolfe, O'Neill, Wilder, Edwin vive en Europa, nos volvió la espalda, también Ezra Pound, en Boston teníamos a Santa­yana, los al~manes tienen a Thomas Mann, pero él está con nosotros, qué curioso, también él expulsado, ellos tenían, te­nían a Goethe, Schiller, Kleist, Holderlin, Hofrnannsthal; Holderlin y Hofmannsthal son los dos poetas favoritos del doctor Kaise.r, las elegías de Rilke, Rilke murió a los veinti­séis, ¿a quién tienen ahora? se sientan sobre las ruinas de Cartago y lloran, tendría que dar esquinazo a las otras, qui­zá conociera a alguien, un poeta, hablaría con él, yo, una americana, le diría que no debe estar triste, pero Katharine no me pierde de vista, pesada, soy adulta, no quería que le­yese Across the River, un libro que jamás debía haber sido impreso, dijo, ¿por qué no? ¿por la pequeña Contessa? ¿también yo, tan rápido?» ... «La ciudad es incolora», pensó Mildred, «y las mujeres van mal vestidas». Katharine anotó: Sigue siendo visible la opresión de la mujer, ningún puesto equivalente al del hombre. Hablaría de ello en el club de mu-

54

jer_es de Massachussets. Mildred oensó: «es una tontería via­Jat Jon tnhje~es, tenemos que apestar, l'a mujer el sexo débil agotador este viaje, ¿qué se ve? nada, todos los años me dejo liar, los peligrosos Krauts, los desolladores de judíos, cada alemán bajo un casco de acero, no veo nada de eso, gente pacífica, más bien pobre, un pueblo de soldados, cuidado con la propaganda sin nosotros, a Katharine no le gusta He­mingway, cómo se puso, la muy ridícula, cuando Kay quiso leer el libro, un libro terrible, la condesa se va a la cama con el viejo mayor, Kay también se iría a la cama con Heming­way, per~1 no hay ningún Hemingway a mano, en cambio hay chocolate como regalo de buenas noches de Katharine, Kay, cariño, sus ojos verdes, se han hecho con ella, ¿qué veo yo?, naturalmente un urinario, yo nunca veo monumentos, siem­pre cosas así, ¿debería hacerme analizar? ¿para qué? dema­siado tarde, en París en estos lugares chapa ondulada .como cortos mandiles hotentotes, ¿para que los tipos no se aver­güencen?».

Luz verde. Mesalina la había descubierto. La lujuriosa espo­sa de Alexander. Emilia quiso escapársele, quiso esconderse, pero la huida en .la retirada fracasó: había un urinario de ca­balleros justo en la esquina de la calle, y Emilia sólo lo advir­tió cuando le salieron al paso caballeros que se cerraban los pantalones. Emilia se sobresaltó, tropezó y, aturdida ahora también por el fuerte olor a amoniaco y alquitrán, estuvo a punto de dar con el pesado plaíd, el divertido y cómico plaid de los caricaturistas, contra las espaldas de los que orinaban, las espaldas por encirr: '1 de las cuales se volvían cabezas hacia ella, ojos que miraban pensativos al vacío, rostros simples, que iban asumiendo lentamente una expresión de asombro. Mesalina no había soltado a su víctima una vez divisada; ha­bía despedido su taxi, el coche de alquiler que iba a llevarla a

55

Page 27: Palomas en la Hierba

la peluquería, a aclararle y ah.uecarle los cabellos: ahora es­peraba el final de la retirada:. Erriilia saiió corriendo, rojá como un tomate, del refugio masculino, y Mesalina gritó:

-Emilyniña si buscas un chapero puedo recomendarte al pequeño Hans, es el amigo de Jack, ya sabes quién es Jack, quedan en mi casa. Buenos días, cómo estás, deja que te dé un beso, tienes un cutis tan fresco, tan rojo. Follas demasia­do poco, ven esta noche a mi casa, doy una fiesta, quizá ven­ga Edwin el poeta, dicen que está en la ciudad, yo no le co­nozco, no sé lo que ha escrito, le han dado un premio. Quizá Jack lo traiga, a que conozca al pequeño Hans, ¡sería estu­pendo!

Emilia se dobló cuando Mesalina la llamó Emilyniña, odiaba que Mesalina mencionara a Philipp, todas las obser­vaciones de Mesalina la herían y la confundían, pero como veía en la mujer de Alexande.r, arreglada a la manera de un demonio, con esa figura de boxeador; un gran montón de mierda que no se podía evitar, una eno.rme y violenta seño­ra, el pomposo y grotesco monumento de una señora, Emilia siempre se sentía intimidada ante ella y salía a su encuentro, al encuentro del monumento, casi como una niña pequeña, haciendo reverencias y mirando hacia lo alto del monumen­to, lo que a su vez volvía codiciosa a Mesalina, con vertigi­nosa admiración, con escogida cortesía. Mesalina pensó: «es encantadora, ¿por qué vive con Philipp? le ama, de otro modo no es posible, qué gracioso, durante mucho tiempo no he podido entenderlo, quizás él le quitó la virginidad, hay vínculos así, el primer hombre, no. me atrevo a preguntarle, pobre, todo en ella está raído, una fina figura una fina ca­beza, sigue teniendo buen aspecto, esa piel sarnosa, ardilla, princesa del lumpen, ¿será capaz de algo en la cama? creo que sí, Jack la desea, cuerpo de niña, ¿y si con Alexander? pero ella no vendrá a mi casa, o vendrá con Philipp, va a

arruinar a esta chica, habríc:l gue salvarla, la explota, un · inútil, Alexander le pidió un gu16n y ¿qfié escribió? na'da, se rió confuso, no se volvió a dejar ver, impenetrable, un ge­nio incomprendido, un literato de café en Berlín, en el Café Románico de París, en el Dome, y además serio, un ver­dadero espantapájaros, lástima por la pequeña, tiene una boca sensual». Y Emilia pensó: «qué desastre tener que en­contrármela, siempre que estoy haciendo cosas me encuentro a alguien, me avergüenzo, este tonto plaíd, desde luego que se . dará cuenta de que tengo que vender algo, de que voy camino a la casa de empeño a los anticuarios, se me nota, hasta un ciego tendría que verlo, esas indirectas acerca de Philipp, enseguida preguntará por su libro, las páginas va­cías y blancas están en casa, me avergüenzo, lo sé él podría escribir un libro y no puede, ataque significa guerra mundial, ¿qué entiende ella? para ella Edwin es un nombre que ha vis­to en el periódico, no ha leído una sola línea suya, coleccio­na celebridades, el prodigioso doctor Gron,iµg estuvo en su casa, será cierto que Alexander le pega cuando está con otras mujeres, ¿qué sabe ella? tengo que apresurarme, la luz verde ... ».

La luz vérde. Siguieron caminando, Baham!1 Joe. Josef par­padeó mirando la vieja taberna «Zur Glocke>->,.en la acera de enfrente; estaba quemada, salvo los muros maestros, y aho­ra había resurgido en forma de chamizo. Josef tiró de la manga de su amo negro:

-¿Míster quizá querer cerveza? Aquí muy buena cerveza. Le miró esperanzado. -Oh, beer -dijo Ulises. Rió, Bahama Joe, la risa alza­

ba y descendía el ancho pecho: olas del Mississippi. Le dio una palmada en el hombro a Josef, que cayó de rodillas.

-Beer! ... ¡Cerveza!

57

Page 28: Palomas en la Hierba

Entraron, entraron al famoso viejo destruido y resucit~­cfo «Glocke», del brazo, Bahama Joe, bebieron: la espuma se· posó como nieve en sus labios.

Ante la tienda de máquinas de escribir, Philipp titubeó. Contempló el escaparate. Era un error. No se atrevió a en­trar. La seca condesa Anne --era una mujer extremadamen­te hábil para los negocios, sin escrúpulos de conciencia, sin corazón y conocida por todo el mundo, de la familia políti­ca que había ayudado emre bastidores a subir a Hitler al si­llón de la cancillería, a cambio de lo cual, al llegar al poder, Hitler había exterminado a la familia salvo a la seca Anne, una nazi con pasaporte de víctima del fascismo, lo uno por naturaleza, el pasaporte por derecho-, la seca condesa Anne había encontrado a Philipp, el autor de un libro prohi­bido en el Tercer Reich y olvidado después del Tercer Reich, triste en un triste café y, siempre emprendedora y dispuesta a mantener una buena conversación, había emprendido una

· también con Philipp. Unilateral, muy unilateral -«Dios mío, ¿qué quiere esta mujer?»- «No puede dejarse llevar», había dicho ella. « ¡Philipp, qué es esto! ¡ Un hombre de su ta­lento! No puede dejarse alimentar por su mujer. Tiene que

- rehacerse, Philipp. ¿Por qué no escribe un guión? Conoce a Alexander. Tiene relaciones. ¡Mesalina espera mucho de us­ted!» Pero Philipp pensaba: «¿Qué guión voy a escribir? ¿De qué habla? ¿Películas para Alexander? ¿Películas para Me­salina? Amor archiducal en el estudio, no puedo hacerlo, ella no lo entenderá pero yo no puedo hacerlo no entiendo de eso, amor archiducal, ¿qué me dice eso a mí? falsos senti­mientos, auténticos falsos sentimientos, no hay un órgano para eso, ¿quién quiere ver una cosa así? todo el mundo, di­cen, no lo creo, no lo sé, ¡no quiero!». «Si no quiere», decía la condesa, «haga otra cosa, Philipp, venda un artículo fácil de colocar, yo tengo la representación de un pegamento pa-

58

1 •

tentado, todas las tiendas lo necesitan, véndalo en ellas. Hoy riingúh embalaje es pós18le sin el\ peg':trnento' patentado, a­horra tiempo y material, no tiene más que ir a la primera tien­da que encuentre y se habrá ganado dos marcos. Puede ven­der veinte o treinta ·envases al día ... ¡haga la cuenca!». Así había sido la conversación con Anne, la seca, la eficaz, una charla sugerente, ahora estaba en un buen apuro, no, estaba allí con el engrudo ... abrió la puerta. Un dispositivo de alarma chilló y lo asustó. Se estremeció como un ladrón. Su mano izquierda se aferró al pegamento, patentado de la condesa, que había en el bolsillo del abrigo. Las máquinas de escribir relampagueaban a la luz de neón, y Philipp tuvo la sensación de que sus teclados le sonreían: el frente de letras se convir­tió en una boca abierta de manera burlona, en la que el alfa­beto intentaba atraparlo enseñando los dientes. ¿Acaso no era Philipp escritor? ¿El Señor de las máquinas de escribir? ¡Un Señor humillado! Si abría la boca, si pronunciaba lapa­lab.r,a mágica, aplaudirían como dóciles sirvientes. La había olvidado. No tenía nada que decir. No tenía nada que decir a la gente que pasaba. Esa gente estaba condenada. Él esta­ba condenado. Estaba condenado de otro modo que la gen­te que pasaba. Pero también él estaba condenado. El tiempo había condenado ese lugar. Lo había condenado al ruido y al silencio. ¿Quién hablaba, qué se decía? De cómo Emmy conoció a Hermann Goering, los estridentes carteles lo gri­taban desde todas las paredes. Ruido para un siglo. ¿Qué hacía Philipp aquí? Era superfluo. Era cobarde. No tenía va­lor para ofrecer a ese hombre de negocios de traje elegante, mucho más nuevo que el de Philipp, el pegamento patenta­do condal, un objeto, según le parecfo ahora a Philipp, to­talmente ridículo e in~til. «Me falta el sentido de la realichd, no soy un hombre serio, este hombre de negocios es un hom­bre serio, simplemente yo no puedo tomar en serio esto que

59

Page 29: Palomas en la Hierba

todos p~~n, encuentro grotesco venderle algo a este hombre, y al mtsmt>· hem.po1foy dehiasiado cobarde para hacéilo, que pegue sus paquetes con lo que quiera, ¿qué me importa a mí? ¿Por qué pega paquetes? Para enviar sus máquinas. ¿Por qué las envía? Para ganar dinero, para comer bien, para ves­tirse bien, porque quiere dormir bien, Emilia hubiera debido casarse con este hombre, ¿y qué hace la gente con las má­quinas que le han comprado? Quieren gan. · dinero con ellas y vivir bien, emplean secretarias, les miran las pantorrillas y les dictan cartas "Muy señores míos confirmamos haber re­cibido la suya de ayer y les damos la nuestra de hoy", me gustaría reírme en su cara y son ellos los que se ríen en la mía, tienen razón, yo soy el fracasado, un crimen para Emilia, in­capaz, cobarde, superfluo es lo que soy: un escritor alemán.»

-¿Qué puedo enseñarle al señor? El hombre de negocios elegantemente vestido se inclinó

ante Philipp, también él se amargaba la vida. La mirada de Philipp resbaló por -las estanterías con las máquinas relu­cientes y engrasadas·; esos inventos perversos listos para cualquier travesura, a los que el hombre confiaba sus pensa­mientos, sus comunicaciones, sus mensajes, las declaracio­nes de guerra. Luego vio el dictáfono. Era un maletín de gra­bación como los que había visto en dos lecturas radiofónicas que había hecho en cinta, y encima del aparato figuraba la palabra Reporter. Re~orter significa informador. «¿Soy yo

. un informador?», pensó Philipp. «Yo podría informar con ese aparato, informar que soy demasiado cobarde y dema­siado incapaz de vendet un engrudo, que me siento demasia­do sublime como para escribir para Alexander un guión al gusto de la gente qu • pasa por ahí fu· ca, y que,.) me siento capaz de cambiar el gusto de la gente, ese es el problema, soy superfluo y grotesco y me siento superfluo y grotesco, pero veo a los otros, por ejemplo a este hombre de negocios que

60

.1

se imagina qu: r.~e?\:erderme algo mientras yo~? me atre­vo a endosJrle ufi engrudo, ¡no le encuentro menos super­fluo y grotesco que a mí!» El propietario de la tienda miró expectante a Philipp.

-Me interesa ese dictáfono -dijo Philipp. -Es el mejor producto que hay en el mercado -repuso

el elegante caballero. Era muy diligente-. Un aparato de primera clase. Se amortiza solo. Puede dictar sus cartas en todas partes, durante los viajes, en el coche,. en la cama. Pruébelo, por favor.

Conectó el aparato y le entregó a Philipp unpeqtieño mi­crófono. La cinta pasaba de una bobina a otra. Philipp ha­bló al micrófono:

-El Neues Blatt quiere que entreviste a Edwin. Podría llevarme este aparato y recoger nuestra conversación. Me in­comoda presentarme ante Edwin como periodista. Puede que tema a los periodistas. Se sentirá obligado a decir algo general y comprensivo. Me. ofenderá. Me avergonzaré. Des­de luego, él no me conoce. 'Por otra parte me alegra ir a co­nocer a Edwin. Le aprecio. Quizá sea un buen encuentro. Podría pasear con él por el parque. O mejor le coloco el en­grudo ...

Se detuvo, sobresaltado; El hombre de negocios sonrió comprensivo y dijo:

-¿El señor es periodista? Ya hay muchos periodistas que tienen nuestro Reporter ...

Rebobinó y Philipp escúthó reproducida su propia voz sus propios pensamientos sobre la entrevista con Edwin. La voz le causó extrañeza. Lo que decía le avergonzó. Era una exhibición, una exhibición ir· lectual. También habría po­dido desnudarse. Su propia voz, las palabras que decía, asus­taron a Philipp, y huyó de la tienda.

61

Page 30: Palomas en la Hierba

.... como nieve en los hbios. Se la secaron y volvieron a su-• =fuktttti eh Ia jatfa terrenal, fa «B'ól:k'» entró'·en §ii interior,

bajó dulce amarga pegajosa aromática por sus gargantas, «Beer» ... «cerveza»: Ulises y Josef brindaron el uno a lasa­lud del otro. El pequeño aparato de radio estaba en la silla junto a Josef. Ahora tocaba Candy, Candy-I-call-my-sugar­candy. En alguna parte, a millas de distancia, sonaba el dis­co, el sonido recorría mudo e invisible el aire, y aquí en la si­lla del mesón una voz mantecosa, la voz de un hombre gordo con su voz mantecosa que ganaba un buen sueldo cantaba el texto Candy-I-call-my-sugar-candy. El «Glocke» tenía una buena clientela. Gentes del campo vestidas de lo­den que querían comprar algo en la ciudad, y hombres de negocios que tenían sus tiendas en las cercanías y querían que las gentes del campo les vendieran algo, comían salchi­chas blancas. El peluquero Klett quitaba con los dedos la piel del envoltorio blanco y se metía la salchicha, rotunda y plena, en la bck.a. Candy-I-call-my-sugar-candy. Klett chas­queaba la lengua y gruñía satisfecho. Sus manos acababan de estar sobre los cabellos de Mesalina. «Mesalina, esposa del actor. Alexander interpreta Amor archiducal, seguro que será una estupenda película.»

-El pelo un poco quebradizo, señora, quizás un masaje lubricante. Su señor esposo de uniforme, qué ganas tengo de verlo, Amor ar-chiducal, las películas alemanas son las mejo­res, eso no nos lo pueden quitar.

Ahora Mesalina estaba sentada bajo el secador. Cinco minutos más. ¿Quería otra salchicha blanca? Esa carne deli­cada, ese jugo en los dedos. Candy-I-call-my-sugar-candy,. En una mesa, unos griegos jugaban a los dados. Parecía que fueran a tirarse al cuello los unos de los otros. ¡Teatro!

-Eh Joe, ¿quieres sentarte? ¿Cinco veces la apuesta? -Esos son mala gente, Míster, tienen cuchillos.

62

I · l.

Josef alzó la vista de la jarra de cerveza y parpadeó con leaitJc:fdri~hZfo t Ulise'J, su Señor. El pé"¿hb de Uli~s se es­tremeció de risa, olas del Mississippi, ¿ quién podía hacerle algo a él? «Beer» «Cerveza». El «Glocke» era agradable. Co­merciantes italianos medían pacas de tela, cortaban cuadri­tos con una tijera pequeña y ágil: viscosa con sello inglés. Dos devotos judíos infringían la Ley de Moisés. Comían co­mida que no era koscher, pero nada de cerdo, en vano, en vano de viaje, en vano en la emigración, siempre en la emi­gración, siempre en camino hacia Israel, siempre en medio de la suciedad. Combates junto al lago de Genezareth, la Liga Árabe exige la intervención de Jordania. Un hombre le contaba historias a otro del desembarco en Narvik bajo el mando de Dietl, «estábamos en el Círculo Polar», el otro ha­blaba de la Cirenaica, del desierto de Libia, «el sol de Rom­mel», habían ido dando vueltas por el mundo, victoria y adelante, viejos camaradas, se alzaba desde el olvido, uno de ellos había estado en fa.s SS «en Tarnopol, te digo que cuan­do el jefe silbaba ellos saltaban» ... «Cierra el pico, bebe y caga.» Se pusieron las manos en los hombros y cantaron das war ein Edelweiss. ~<Beer» «Cerveza». Las muchachas pasa­ban rozándose, muchachas regordetas, muchachas de caras rasposas Candy-I-

ca/1-the-States! En una cabina telefónica acolchada en el gran salón postal del Central Exchange se encontraba Wash­ington Price. Sudaba en la cabina cerrada. Se secaba el ::udor de la frente, y el pañuelo flameaba bajo la cansada bombilla eléctrica de la cabina como un pájaro blanco excitado den­tro de una jaula. Washington hablaba con Batan Rouge, su ciudad natal en el Estado de Luisiana. En Baton Rouge eran las cuatro de la mañana, aún no había salido el sol. La cam­panilla del teléfono les había sacado del sueño, tan temprano,

Page 31: Palomas en la Hierba

no podía tratarse de naga bueno, un mensaje de desgracia, Jú·. ésta&ari temerosos en A~pa~ínt5 ae ta: 1impta casita:, los ár-ho::: t

les de la avenida susurraban, el viento susurraba en las copas de los olmos, los trenes iban hasta los silos de cereal, las ca­noas con el trigo se deslizaban hacia el muelle, un remol­cador gritaba, Washington les veía, a los dos ancianos, él con el pijama a rayas, ella se había puesto un mandil a toda prisa, él los veía en espíritu, titubeando, temerosos, él con la mano ya extendida hacia el auricular y ella la suya para suje­tar la de él, mensaje nocturno mal presagio en la casa traba­josarp.em:e asegurada, la cabaña del tío Tom, una casa de pie­dra~· casa de un ciudadano de color, un hombre respetable, pero el teléfono con su voz desde lejos, una llamada desde el mundo blanco, el mundo hostil, voz que sobresalta y sin em­bargo voz tan anhelada, lo sabían incluso antes de que se oyera en el auricular y se hiciera real, su voz, la voz del hijo, ¿por qué seguía allí? hijo perdido, no había ningún cordero que matar, él mismo matado, se había ·quedado en el ejérci­to más allá de la guerra, más allá del deber, ¿qué le importa­ba a él todo eso? Alemania. Europa, qué lejos sus disputas, los rusos, ¿por qué no los rusos? Nuestro hijo sargento, su foto en uniforme en el aparador . junto a la jarra de alpaca, junto a la radio, Ofensiva roja, amar a los niños, Ludens Drops, ¿qué quiere? ah, lo intuyen, y él sabe que lo intuyen: complicaciones. El anciano coge el auricular y contesta, el padre, capataz del silo, Washington jugaba entre el cereal, casi se ahogó, un niño con un imperrrteable a rayas rojas y blancas, un duende negro, en la abundancia, en un mar de trigo amarillo: pan.

-¡Hola! Ahora tiene que decirlo: Carla, la mujer blanca, el niño,

no va a volver a casa, va a casarse con la mujer blanca, ne­cesita dinero, dinero para casarse, dinero para salvar al niño,

eso no puede decirlo, Carla amenaza con el médico, Wa-1 "'Shi'rtgt0nquiere dinero del qüélds '.\riejos aenen a'horradb, les -. .

anuncia la boda, el niño, ¿qué saben ellos? Saben: complica­ciones, su hijo en apuros. Nada bueno: pecado. O no peca-do a los ojos de Dios, pero sí a los de los hombres. Ven a la hija desconocida en el barrio negro de Batan Rouge, ven a la de piel distinta, a la mujer del otro lado, mujer de más allá de las trincheras, ven el compartimento para gentes de color, la calle del Apartheid, ¿cóm.o piensa vivir con ella? ¿cómo va a alegrarse cuando ella llore? demasiado estrecha la casa la

' casa en el gueto, la limpia cabaña del tío T om y el susurro de los árboles en la avenida, el confortable deslizarse del río, ancho Y profundo, y en lo profundo paz, música de la casa vecina, el murmullo de las voces, las voces oscuras al atar­decer, demasiado para ella, demasiadas voces y sin embargo solo una voz, demasiado estrecho demasiado angosto dema­siado cerca demasiado oscuro, negrura y noche y el aire y los cuerpos y las voces son como un pesado telqn, de terciopelo que cae sobre el día con sus mil pliegues. Cúándo anochez­ca ... ¿la llevará a bailar a Napoleon 's Inn? Washington lo sabe, lo sabe tan bien como lo saben ellos, los viejos, los bue­nos viejos en el pasillo de la casa bajo los susurrantes árbo­les junto al río que murmura en los pliegues de terciopelo de la noche, ante la taberna de Napoleón habrá un cartel la no­che del baile, ante la mujer enemiga la amiga enemiga la amante enemiga, que no fue robada sino merecida, como Ja­cob cortejó a Raquel, nadie leerá el cartel y lo leerán todos, en cada uno de sus ojos se Jeerá Los blancos no son bienve­nidos. Washington telefonea, habla desde el otro lado del océano, su voz se adelanta a la Aurora, y la vo7, del padre sale descontenta a la noche, y el cartel que un día colgó en I.a puerta de la cabina que Washington ha cerrado detrás de él decía Prohibido a los judíos. El presidente Roosevelt oyó ha-

Page 32: Palomas en la Hierba

blar entonces de ese cartel, los diplomáticos y los periodistas .t 6t ,lo é0F1ffaront y. habló de la estrella sufo:tJ.U"a,. <ileJ)ávid jun­

to a la chimenea, y el discurso junto a la chimenea resplan­deció a través del éter y resplandeció desde la radio junto a la jarra de alpaca en la cabaña del tío Tom y se desplegó en los corazones. Washington se convirtió en soldado y marchó a la guerra, Adelante soldados cristianos, y en Alemania desaparecieron los infames mandamientos y las tablas de la no Ley, que avergonzaban a cualquier ser humano, fueron arrancadas, quemadas y escondidas. Washington fue conde­corado, pero en la patria que le distinguía con la cintita y la medalla al valor, en la patria se afirmaban los carteles de la arrogancia, el pensamiento de los infrahombres, con car­teles o no, se mantuvo en Prohibido a los negros. Complica­ciones, Washington tiene complicaciones. Sueña mientras habla con los padres de su amada (¡ah, digna de su amor! ¿Es digna de su amor? ¿Es arrogancia? ¿Arrogancia por parte de él? ¿Washington contra todos? ¿Washington caballero con­tra el prejuicio y la proscripción?), sueña, y en sueños tiene un pequeño hotel, un bar simpático y agradable, y en una guirnalda iluminada por bombillas que nunca se apagan está escrito todo el mundo es bien.venido ... así sería Washington's Inn. ¿Cómo va a hacérselo comprender? Él está lejos en Ale­mania, ellos lejos junto al Mississippi, y el mundo es ancho y el mundo es libre, y el mundo es malo y en el mundo hay odio, y el mundo está lleno de violencia, ¿por qué? porque todos te­men. Washington s~ seca el rostro sudoroso. El blanco p~jaro del pañuelo flamea preso en su jaula. Enviarán el dinero, los buenos viejos, el dinero para la boda, el dinero para el parto: es trabajo, es sudor, son pesadas paletadas, paletadas de gra­no, es pan, y nuevas complicaciones, y la desgracia es nuestra compañera ...

66

Pero en cuanto el niño se movió en su cuerpo también ella temió los carte1es visibles e invisibles, sueñoside Ntibucodo:. nosor, escrituras de Baltasar que podrían expulsarla del pa­raíso de las cocinas automáticas y la seguridad de las pasti­llas, Los blancos no son bienvenidos, los negros no son bienvenidos, ambas cosas la afectaban y por culpa de los ju­díos no son bienvenidos había ido a la guerra, sin saberlo o quererlo especialmente, el padre de su hijo. No le era bien­venido el nuevo hijo, el oscuro, el manchado, todavía igno­rante en su cueva de que iba a ser fruta silvestre, desprecia­da por el hortelano, cargada de culpa y de reproche antes de tener ocasión de atraer la culpa y el reproche, y ella estaba en la sala de exploración, ¿qué más quería explorar? ella lo sabía, era innecesario sentarse en la silla, quería la interven­ción, el raspado, debía quitárselo, ¿acaso no estaba en deu­da con ella? ¿qué había obtenido? Café, cigarrillos, whisky caro, en una época en la que no había ni café, ni cigarrillos ni aguardiente, ni el más miserable de los garrafones, ¿a cambio de qué lo había cogido? de limpiezas, palpaciones, remedios, «él ha tocado mis pechos, ahora debe hacer algo por mí». Y él, el doctor Frahm, especialista en ginecología y cirugía, sabía lo que debía hacer, lo sabía sin que ella lo di­jera, sabía lo que significaba ese abdomen prominente, y pensaba «juramento hipocrático, no tomarás ninguna vida, ¿qué significa ahora ese juramento, a quién se le ocurrió? Resaca después de los procesos de eutanasia, del asesinato de enfermos mentales, del asesinato de no nacidos, está es­crito en letra gótica en el pasillo, delante de la consulta, está un poco oscuro en el pasillo, y la frase queda muy bien allí, ¿qué es la vida? los cuántos y la vida, los físicos se atormen­tan ahora eón la Biología, no sé leer sus libros, demasiadas matemáticas fórmulas conocimiento abstracto acrobacia ce­rebral, un cuerpo ya no es un cuerpo, disolución de la obje-

Page 33: Palomas en la Hierba

, i tualidad en los cuadros de los nuevos pintores, eso no me

' ·dice ·nada,: yo soy médico, qtiizá demasiado poco formado, tampoco tengo tiempo, apenas para las revistas especializa­das, siempre cosas nuevas, por la tarde estoy cansado, mi mujer quiere ir al cine, película de Alexander, yo le conside­ro un chulo, pero ¿y las mujeres? ¿Vida ya en el esperma? ¿En el óvulo?, entonces también protección contra la go­norrea, los sacerdotes dicen, naturalmente, el alma, deberían verla disecada, ¿Hipócrates era médico del seguro? ¿Tenía una consulta en una gran ciudad? Los espartanos arrojaban los abortos a las fosas del T arigeto, una dictadura militar un Estado totalitario sin duda condenable, mejor Atenas filo­sofía y amor a los niños, pero ¿Hipócrates? Debería venir aquí un día y escuchar "voy a matarme" ... "si usted no co­labora, señor doctor" ... "quiero quitármelo", y saber dónde van entonces, abortos chapuceros, mueren a miles, depen­dientas, secretarias, apenas pueden mantenerse a sí mismas, ¿en qu,é se convierte una cosa así? Sopa boba asistencia so­cial cüidados familiares paro cárcel guerra, he sido médico de campaña, las cosas que caían rojas sobre la mesa, otra vez recién nacidos, los miembros ya arrancados, nacidos para morir, dieciocho años, mejor que no hubieran nacido, ¿qué le espe~a a ese niño negro? Habría que prohibirles el coito, sin expectativas, nunca dejarán de hacerlo, yo no ten­dría nada en contra de la despoblación, Malthus, cuando se ve una cosa así llegar a la consulta, tendría que buscarme otro oficio, asno del seguro, para el seguro palacios admi­nistrativos y para nosotros los céntimos, el buen tío doctor, mi padr _. :onducía un coche de caballos por el campo, el ca­ballo llevaba en verano un sombrero de paja, ¿qué les daba' . mi padre? unos golpecitos en la tripa y les prescribía tila, hoy cualquiera prescribe una fórmula química que nadie sabe leer o pronunciar, signos secretos de los hombres de

68

medicina entre los matorrales, oposición, los psicoterapeu­-i:·ts tatnBién sotl hermanos, ame-r1~hea dé fa· es~osa p¿rque el marido en la oficina sospecha del mozo de los recados y no se fía, la vieja discusión de los pezones, las pacientes siempre quieren lo último, hoy ultrasonidos, mañana algo con fisión nuclear, viene de las revistas, tengo esas cosas eri la sala de espera, todos esos aparatos brillantes y relucien­tes, tratamientos en cinta móvil, ¿quién paga eso? el tío doc­tor, tributo a la industria, los plazos del coche, ella lo pasa­rá bien con su negro, en París est:; dan como loco& si lo supieran, ennegrecimiento, propaganda de guerra en el Vol­kischer Beobachter, traición racial, ¿de dónde salieron, con sus observancias raciales? Una raza viviendo en un búnker, la indicación social crea dificultades, la indicación eugenési­ca no está permitida, también hay niños blancos y negros que son muy hermosos, ¿qué diría mi mujer si aceptara uno? Indicación médica ... »

-DéjemC!;_ver ... «sano, ríécesitamos un nombre, quiebra del secreto pro­

fesional». -¿Tiene vómitos continuados? «apenas la punta de la jeringuilla, en la clínica de Schul-·

te, con comodidad, enfermeras de verdad, me gusta trabajar con ellas, tengo que hablar acerca de los honorarios, sólo­los-canallas-$on-modestos, decía Goethe».

-Señora Carla, lo mejor será que vayamos enseguida a la clínica. , «Lo mejor para Carla.» Washington estaba en la gran

sala comercial del Central Exchange. Fue a la zona de ar­tículos de señora. ¿Qué quería? «Lo mejor para Carla. ,, Las dependientas alemanas eran amables. Dos mujeres elegían camisones. Eran esposas de oficiales, y los camisones eran largos ropones de crepé de china rosa y verde junco. En la

Page 34: Palomas en la Hierba

cama, esa~ m'"jeres serían como exuberantes diosas griegas. La vend¿iMti tiejó tsJlas t fas mujeres éoti ·los camiione~: Se volvió hacia Washington y sonrió. ¿Qué deseaba? Había un zumbido en el aire. Era como si aún tuviera el auricular en la oreja y escuchara palabras pronunciadas a través del océa­no. A través de la magia tecnológica, había estado en casa, en Baton Rouge. ¿Por medio de qué magia estaba en el Cen­tral Exchange de una ciudad alemana? ¿Qué quería? Era bueno, y era vergonzoso: quería casarse. ¿ A quién quería dar preocupaciones, hacer desdichado? ¿Era cada paso peligro­so? ¿También aquí? En Baton Rouge le habrían matado a golpes. La vendedora pensaba «es tímido, estos gigantes siempre son tímidos, buscan lencería para sus amigas y no se atreven a decir lo que quieren». Le enseñó lo que en este caso le pareció adecuado, braguitas y camisolas, ligeros y delica­dos velos, auténtica ropa de fulana, «lo más adecuado para una se;:orita», fina como una sombra, más destinada a esti­mular que a cubrir. La dependienta llevaba la misma ropa. «Podría enseñársela», f5'ensó. Washington no quería lencería:

-Ropa de niño -dijo. La dependiente pensó: «oh, cielos, ya le ha hecho un hijo».

«Deben de ser buenos padres», pensó, «pero no me gustaría tener un hijo de ellos». Él pensó: «ahora hay que pensar en cosas de niños, hay que tenerlo todo a tiempo, pero Carla tendría que escogerlo, se pondrá furiosa si yo lo elijo y se lo llevo».

-No, no me dé ropa de niño -dijo. ¿Qué quería? Señaló indeciso los ligeros tejidos de la se­

ducción erótica. Las mujeres de los oficiales habían encon­trado sus camisones y miraban a Wáshington con expresión indignada. Llamaron a la dependienta. «Va a dejarla planta­da con el niño», pensó la dependienta, «ya tiene una novia nueva y le regala ropa sugerente, así son, lo mismo los ne-

1

1 gros que los blancos». Dejó plantado a Washington y escri­bió la nota dé &\ripra pala las rrlujeres de los ofidiies. Wash! ington puso su gran mano parda sobre una pieza de seda amarilla. La seda desapareció bajo su mano como una mari­posa prisionera. La mano negra del negro y las manos sucias y amarillentas de los griegos cogieron los dados, los lanza­ron sobre el paño, los hicieron brincar, saldar y rodar. Ulises había ganado. Josef le tiró de la chaqueta:

-Míster, vámonos, mala gente. Los griegos lo apartaron. Josef sujetaba con fuerza la

maletita de música. Tenía miedo a que se la robaran. La mú­sica calló ¿ · ·ante un rato. Una voz de hombre decía noti­cias. Josef no entendía lo que decía el hombre, pero entendió algunas palabras, las palabras Truman Stalin Tito Corea. La voz en la mano de Josef hablaba de guerra, hablaba de dis­cordia, hablaba de miedo. Los dados volvieron a caer. Ulises perdió. Miró sorprendido las manos de los griegos, manos de jugadores que recogían su dinero. La orquesta de vien­to del «Glocke» empezó su trabajo de mediodía. Tocaron una de las más populares marchas atronadoras. «Nadie como nosotros.» La gente tarareó la marcha. Algunos seguían. el ritmo con sus jarras de cerveza. La gente había olvidado las sirenas, había olvidado los búnkers, las casas que se derrum­baban, los hombres ya no pensaban en el grito del suboficial que los perseguía entre la porquería del patio del cuartel, ni en las trincheras, los hospitales de sangre, el fuego graneado, las bolsas, la retirada, pensaban en entradas triunfales y ban­deras. «París si la guerra hubiera terminado entonces, fue in­justo que no terminara en ese momento.» Les habían estafa­do su victoria. Ulises perdió por segunda vez. Los dados cayeron en su contra. Las manos de jugador hacían magia. Era un truco. Ulises quería averiguar el truco. No se dejaba engañar. Nada de nuevo militarismo, pero sí disposición a

71

Page 35: Palomas en la Hierba

defenderse. Josef alzó, entre el n~ido de la orquesta de vien­tb, li caja d¿ música de Ulises }{~'tlsu "ordól. ¿:Tenía la voz de la caja un mensaje para Josef, el mozo? La voz era ahora . muy insistente, un susurro insistente. Josef sólo entendía de vez en cuando una palabra, n•:.nbres de ciudades, nombres lejanos nombres ajenos, nombres pronunciados en lengua extranjera, Moscú, Berlín, Tokio, París ...

En París brillaba el sol. París no estaba destruido. De confiar en lo que veían los ojos, se podía pensar que la Segunda Guerra Mundial no había ocurrido. Christopher Gallagher estaba unido a París. Estaba en la cabina desde la que Wa­shington Price había llamado por teléfono a Baton Rouge. También Christopher sostenía un pañuelo en la mano. Se frotaba la nariz con el pañuelo. La nariz tenía los poros grandes y estaba un poco enrojecida. La piel de su rostro era áspera. Su cabello rojo. Parecía un hombre de mar, pero era abogado especialista en fiscalidad. Habl¡i_ba con Hen­riette. Henriette era su esposa. Vivían en Santa Ana, en Ca­lifornia. Su casa estaba junto al Océano Pacífico. Se podía imaginar que por las ventanas de la casa se veía China. Aho­ra Henriette estaba en París. Christopher estaba en Alema­nia. Christopher echaba de menos a Henriette. Antes, no ha­bía pensado que la echaría de menos. La echaba en falta. Le hubiera gustado tenerla con él. Le hubiera gusfado especial­mente tenerla con él en Alemania. Pensaba: «estamos tan bien juntos, ¿por qué será? La amo». Henriette estaba en su habi­tación de un hotel del Quai Voltaire. Delante del hotel fluía el Sena. Enfrente, en la otra orilla, estaba el jardín de las Tu­llerías, una imagen pintada con frecuencia, fotografiad:1 con más frecuencia aún, una imagen siempre recurr :nte. Chris­topher tenía una voz sonora. En el auricular, su voz sonaba como un rugido. Rugía una y otra vez las mismas frases:

--:lt~e ~~qqipre"do; pero créem~?. !y ~;'J~rja,, S~guro qpe te gustaría. Te gustaría mucho. A m1 tamb1en me gusta mucho.

Y ella decía una y otra vez las mismas palabras: -No, no puedo. Lo sabes, no puedo. Él lo sabía, pero no lo entendía. O lo entendía, pero

como se entiende el relato de un sueño, y luego se dice «¡ol­vídalo!». Mientras hablaba con Christopher, ella veía el Sena, veía las Tullerías tendidas al sol, veía el amable día de primavera parisiense, el paisaje delante de la ventana como un Renoir, pero era como si a través del revoco de las pare­des penetrara otra imagen, un cu~dro más oscuro. El Sena se transformaba en el Spree, y Henriette estaba junto a la ven­tana de una casa junto al Kupfergraben, y al otro lado esta­ba la Isla de los Museos, estaban los templos prusiano-helé­nicos, en cuya construcción se trabajaba eternamente, y veía a su padre irse por la mañana a la oficina, caminaba como un personaje de un cuadro de Menzel, erguido, correcto, sin una mota de polvo, con el rígido sombrero negro par.alelo a los quevedos dorados, cruzando el puente hacia su museo. Él no era un historiador del arte, no tenía directamente que ver con los cuadros, aunque naturalmente los conocía todos; era técnico superior de la dirección general, un administra­dor que tenía bajo su responsabilidad el orden de la casa, pero para él era su museo, que no perdía de vista ni en los días festivos y a cuyo director artístico de turno consideraba un menor de edad, un artista contratado para entretener a los visitantes, cuya acción e indicaciones no había que tomar en serio. Rechazó trasladarse a las viviendas del nuevo Oes­te, lejos de la vista del museo, se quedó en su casa del Kup­fergraben, austera y prusiana (se quedó · í también después de su despido, hasta el día en que fueron a llevárselo, a él y a su tímida esposa, la madre de Henriette, apagada en la sombra, privada de voluntad y autonomía por tanto prusia-

73

Page 36: Palomas en la Hierba

aj.~~?), De niña , Henriette J1.u:.iba 1m lap escaleras del Kaiser Friedrich Museum, bajo el monumento del marcial y ecues­tre emperador de los tres meses, con los sucios, ruidosos y espléndidos mocosos de la Oranienburgerstrasse, los rapa­ces de Monbijouplatz, y luego, cuando, después de su etapa en el Liceo, se convirtió en estudiante de teatro con Rein­hardt en el Deutsches Theater y cruzaba el puente hacia la Karlstrasse, los adolescentes, sus antiguos compañeros de juegos, que se reunían en secretos abrazos bajo los cascos del caballo imperial, le llamaban tiernamente «Henri», y ella les sal~daba extasiada y gritaba «Fritz» y «Paule», y el correc­to e impoluto técnico superior decía:

-Henriette, esto no puede ser. ¿Qué podía ser, y qué no? Podía ser que en Berlín reci­

biera el Premio Reinhardt como mejor alumna de su promo­ción; pero no podía ser que en el Sur de Alemania, donde la habían contratado, representara la amante en El pretendiente de Eichendorff. Podía ser que la insultaran; no podía ser que mantuviera su compromiso. Podía ser que llevara una vida errante y trabajara con una compañía de exiliados en pe­queños locales de Zürich, Praga, Amsterdam y Nueva York. No podía ser que en ningún momento le dieran un permiso de residencia ilimitado, un permiso de trabajo o un visado permanente para cualquier país. Podía ser que, junto a otros miembros de la compañía, se le privara de la ciudadanía ale­mana. No podía ser qµe el correcto técnico superior siguiera trabajando en el museo. Podía ser que se le prohibiera usar el teléfono y tener depósitos bancarios. Podía ser que ella fregara platos en una casa de c : nidas de Los Angeles. No podía ser enviar desde B-~::-lín dinero a la hija para que pu­diera esperar un papel en una película de Hollywood. Podía ser que la echaran de su empleo fregando platos, que se en­contrara en la calle, en una calle muy desconocida, y que

74

~ceptara.?a~brienta la invitació~ d~ un desconocido que, phr c!1ua1iclid; era un cristiaño! !'e1c1is6 'torl é1, ChHstopher Gallagher. No podía ser que su padre mantuviera su nombre de Friedrich Wilhelm Cohen; podía ser que se le llamara Is­rael Cohen. ¿Se arrepentía Christopher de su matrimonio? No se arrepentía. No podía .ser que el personaje de Menzel, el funcionario prusiano y su tímida esposa, siguieran en su ciudad natal de Berlín. Podía ser que estuvieran entre los pri­meros judíos en ser deportados: salieron por última vez de la casa del Kupfergraben al atardecer, subieron a un coche de la policía, e Israel Friedrich Wilhelm, correcto e impecable, tranquilo, con su educación de los tiempos de Federico el Grande, la ayudó a subir a ella, Sarah Gretchen, que lloraba, y luego la puerta del coche de policía se cerró, y no se volvió a saber nada de ellos hasta que, después de la guerra, se supo todo, nada personal desde luego, sólo lo general, la falta de rostro del destino, la naturalidad de la muerte ... ya bastaba. La sonora voz de Christopher rugió:

-¿Entonces te quedas en París? Y ella dijo: -Compréndeme. y él gritó: -Desde luego que te comprendo. Pero te gustaría. Te

gustaría mucho. Todo ha cambiado. A mí me gusta. Y ella dijo: -Ve alguna vez a la cervecería de la Brauhausgasse. En­

frente hay un café. El Café Schon. Allí me aprendía los pa­peles.

Y él gritó: -Claro. Seguro que iré. Pero te gustaría. Estaba furioso porque ella se quedaba en París. La echa­

ba de menos. ¿Amaba ella París? Volvió a mirar el Renoir, vio el Sena, las Tullerías, la clara luz. Sin duda que amaba

75

Page 37: Palomas en la Hierba

esa vista, carente de destrucción, pero la destrucción se abría paso en Eur6p1 hasta 1~· fofacto, salía a la luz, era un farítás:· ma de mediodía: los templos heleno-prusianos en la Isla de los Museos de Berlín estaban saqueados y en ruinas. Ella los había amado más que a las Tullerías. No sentía ninguna satisfacción. Ya no odiaba. Sólo temía. Tenía miedo a ir a Alemania, aunque no fuera más que por tres días. Deseaba marcharse de Europa. Deseaba volver a Santa Ana. En el Océano Pacífico había paz, había olvido, había paz y olvido para ella. La. olas eran el símbolo del eterno retorno. En el viento estaba el aliento de Asia. Ella no conocía Asia, :Asia, el problema número uno del mundo, pero el Océano Pacífi­co le daba algo de la tranquilidad y seguridad de la criatura que se entrega al momento, su pena se convertía en una me­lancolía tendida hacia el ancho mundo, la ambición de ser admirada como actriz murió, no era satisfacción, era confor­midad lo que la llenaba, algo parecido al sueño, la conformi­dad con la casa, con la terraza, con la playa, con ese punto del infinito al que había llegado por suerte, azar o predesti­nación.

-Saluda a Ezra -dijo. -Es grandioso -rugió él-. Es capaz de hacerse enten-

der con tu alemán. Me lo traduce todo. Te divertiría. Te gus­taría.

-Lo sé -dijo ella-. Te comprendo. Os espero. Os es­pero en París. Luego iremos a casa. Será estupendo. Será estu­pendo estar en casa. ¡Díselo a Ezra! Dile que os espero. Dile que lo vea todo. Dile a Ezra ...

Ezra estaba en el espacioso coche de Christopher, reves­tido de madera color caoba. El coche parecía el modelo an­ticuado de un avión deportivo degradado a prestar servicio en tierra. Ezra volaba en círculos sobre la plaza. Les daba desde todas las armas de a bordo. Disparaba alegremente

76

sobre la calle. El pánico se apoderaba de la multitud, dtl tu

'multo de pasean't~s1y asesülós, d~ ese montón de cazadort , y perseguidos. Caían de rodillas, rezaban y movían la cola pi · diendo clemencia. Se revolcaban por el suelo. Levantaban los brazos sobre la cabeza para protegerse. Huían como ani­males espantados al interior de las casas. Los escaparates de los grandes comercios saltaban por los aires. Las balas en­traban en las tiendas dejando un rastro luminoso. Ezra se lanzó en picado sobre el monumento del centro del aparca­miento americano, ante el Central Exchange. En los escalo­nes del monumento se sentaban chicos y chicas de la misma edad que Ezra. Charlaban, jaleaban y jugaban, negociaban, cambiaban y disputaban en torno a pequeñas cantidades de mercancías americanas; se burlaban de un desgreñado ca­chorro de perro; se pegaban y se reconciliaban. Ezra dispa!Ó un peine de su reluciente munición sobre los niños. Los ni­ños yacían muertos o heridos en los escalones del monu­mento. El cachorro se escondió en un sumidero. Un chico gritó: «¡Ese era Ezra!». Ezra sobrevoló el tejado del Central Exchange y ascendió en vertical. Cuando estuvo alto sobre la ciudad, lanzó una bomba. Los científicos advierten en contra de su empleo. ·

Una niña pequeña limpiaba el polvo de la pintura azul horizonte de una limusina. La niña trabajaba con entusias­mo; se podía pensar que limpiaba el vehículo celestial de un ángel. Heinz se había escondido. Había trepado al pedestal del monumento y estaba debajo del caballo d~! príncipe elec­tor. Los historiadores llamaban al ·príncipe elector El Pío. En las guerras de religión, había combatido por la verdadera fe. Sus enemigos también luchaban por la 'verdadera fe. En cuestiones de fe no había vencedores. Quizá la fe resultaba vencida en general en cuanto se luchaba por ella. Pero la guerra había convertido al piadoso príncipe elector en un

77

Page 38: Palomas en la Hierba

hombre poderoso. Se había vuelto tan poderoso que sus súb .. ditos no tenían nada de lo que reír. Heinz no se preocupaba de la disputa de fe y del poder de los príncipes. Observaba la plaza.

Era una nación de conductores la que se expandía. Los coches aparcaban en largas filas. Si se les acabase la gasolina se convertirían en desvalidas carrozas, chozas para pastores, si después de la próxima guerra quedaban ovejas para pas­tar, escondites para parejas, si después de la muerte aún que­rían esconderse para el amor. Ahora, ágiles y relucientes, los coches eran una orgullosa exposición automóvil, un triunfo del siglo de la tecnología, una saga del dominio del ser hu­mano sobre las fuerzas de la Naturaleza, un símbolo de la aparente superación de la gravedad y de la resistencia del es­pacio y del tiempo. Quizás un día los coches fueran abando­nados. Se quedarían en la plaza como cadáveres de chapa. No podrían ser conducidos. Se les quitaría lo que se pudiera utilizar, una tapicería para las posaderas. El resto se oxida­ría. Mujeres, mujeres desenvueltas vestidas a la moda, muje­res orgullosas y juveniles, mujeres con uniformes verde oliva, tenientes y mayores femeninos, chiquillas maquilladas con frescura, muchas mujeres, luego empleados civiles, oficiales y soldados, negros y negras, todos ellos formaban parte de la ocupación, poblabanJa plaza, gritaban, reían, hacían señas, conducían con habilidad los hermosos automóviles que ta­rareaban la canción de la riqueza por entre los vehículos ya aparcados. Los alemanes admiraban y repudiaban ese gasto rodante. Algunos pensaban «los nuestros desfilaban». En su concepción, era más decente desfilar hacia un país extranje­ro que conducir; el desfile salía al encuentro de su mentali­dad marcial; correspondía mejor a las reglas de juego que se les habían insuflado ser vigilados por infantes que por con­ductores. Los conductores eran más amables, los soldados

78

l .

podían ser más ásperos;.pero.no.se trataba.de eso; se,tr~taba, de las reglas del juego, de la observancia de los usos de la guerra, la victoria y la derrota. Oficiales alemanes que se ganaban la vida como viajantes de comercio, y esperaban el tranvía con sus maletitas de muestras, se indignaban al ver a soldados rasos americanos pasar sin saludar ante sus superio­res como turistas ricos, sentados en sus cómodas tapicerías. Eso era democracia y desorden. Los lujosos coches daban a la ocupación un toque de arrogancia, sacrilegio y sibaritismo.

Washington se acercó a su limusina azul horizonte. Era el ángel para el que la chiquilla había sacado brillo al celes­tial vehículo. La pequeña hizo una reverencia. Hizo una reverencia y pasó el paño por la portezuela del coche. Wash­ington le dio chocolate y plátanos. Había comprado el cho­colate y los plátanos para la pequeña. Era cliente habitual suyo. Heinz, bajo el caballo del devoto príncipe, sonrió con ironía. Esperó a que Washington se fuera y bajó del pe­destal.

Escupió contra la lápida con el catálogo de las victorias del príncipe fundidas en hierro. Dijo:

-Ese era el negro de mi madre. Los niños miraron con respeto a Heinz. Les impuso la

forma en que se quedó allí, escupió y dijo: «Ése era el negro de mi madre». La diligente chiquilla había ido hasta el mo­numento y se comía pensativa uno de los plátanos regalados por el negro-de-su-madre. El cachorro olfateó las cáscaras de plátano tiradas al suelo. La chiquilla no prestó atención al perro.,No llevaba collar. Le habían puesto un cordel. Pare­cía preso, pero sin dueño. Heinz se vanaglorió: había con­ducido el coche del americano, tenía permiso para hacerlo siempre que quisiera:

-Mi ·madre va con un negro. El oscuro amigo, el negro alimentador de la familia, la

79

Page 39: Palomas en la Hierba

. .ap.arjd(m, que traía regalos y sin embargo. era e.xtraña,y. per~-­turbadora, en la casa, ocupaba su mente sin cesar. Algunos días mentía eliminando de su vida al negro. «¿Qué hace vuestro negro?», preguntaban los chicos. «No sé. No hay ningún negro», decía él. Otras veces practicaba una especie de culto con Washington, describía su enorme fuerza física, su riqueza, su importancia como deportista, para al fin lan­zar al rostro de sus compañeros su último triunfo, el que po­nía todos los logros del importante negro bajo la auténtica luz personal, el triunfo de que Washington vivía consuma­dre. Los compañeros conocían la historia mil veces contada, la contaban en sus casas, pero aún así esperaban con una tensión parecida a la del cine el momento de ese triunfo irre­batible: va con mi madre, come a nuestra mesa, duerme en nuestra cama, ellos quieren que le llame Dad. Todo eso ve­nía de las profundidades del gozo y del dolor. Heinz no po­día acordarse de su padre, desaparecido en el Volga. Una fo­tografía que mostraba a su padre con un uniforme gris no le decía nada. Washington podía ser un buen padre. Era ama­ble, era generoso, no castigaba, era un conocido deportista, llevaba un uniforme, era uno de los vencedores, para Heinz era rico y conducía un gran coche azul horizonte. Pero en contra de Washington hablaba su piel negra, el llamativo signo de la diferencia. Heinz no quería distinguirse de otros. Quería ser exactamente igual que los otros chicos, y ellos te­nían padres de piel blanca, nativos, que gozaban del recono­cimiento general. Washington no gozaba del reconocimien­to general. Se hablaba con desprecio de él. Algunos se reían de él. A veces Heinz quería defender a Washington, pero lue­go no se atrevía a tener una opinión distinta de la mayoría, los adultos, los compatriotas, los sensatos, y decía « ¡Ese ne­gro!». Decían cosas feas sobre la relación de Carla con Wa­shington; no dudaban en emplear malvadas denominaciones

80

en prese11cia-del niño; . pero.)o. que más . .odiapa Heinz.~era~.-;-. cuando le acariciaban la cabeza con falsa compasión y llori­queaban: «Pobre muchacho, tú sí que eres un chico ale­mán». Así que, sin sospecharlo (quizá lo sospechaba, losa-bía incluso, y rehuía a Heinz, tímido y mirando al vacío), Washington era una preocupación para Heinz, un motivo de irritación, sufrimiento y un permanente conflicto, y ocurría que Heinz evitara a Washington, aceptara sus regalos a re­gañadientes y subiera pocas veces y a desgana al admirado y magnífico vehículo. Andaba por ahí, se convencía de que despreciaba todos juntos a los negros y los americanos, y

. para atormentarse por · una actitud que en el fondo conside­raba cobarde y para demostrar que podía expresar él mismo aquello con lo que los otros creían doblegarlo graznaba in­cansable su «va con un negro». Cuando se sintió observado por Ezra desde ese coche que tanto se parecía a un avión, ru­gió en un inglés bastante suelto (que había aprendido de Washington con la única finalidad de escuchar las conversa­ciones de su madre con el negro, de oír qué preparaban, lo que también a él le importaba, el viaje a América, la emigra­ción e inmigración, en la que él, Heinz, no sabía si par­ticiparía o no, quizás insistiría en que lo llevaran, quizá se escondería cuando todo estuviera empaquetado): « Yes, she goes with a nigger». Heinz sujetó al perro por el cordel. El chico y el perro estaban como atados juntos. Eran como dos pobres borrachos condenados a estar juntos. El perro ti­raba de Heinz. Ezra observó a Heinz y al perro. Era como si lo estuviera soñando todo. El chico que gritaba «Yes, she goes with a nigger», el perro atado con un cordel, el monu­mento ecuestre de oscuro mineral verde, eran irreales, no ha­bía un verdadero chico, un verdadero perro, un verdadero monumento; eran ideas; tenían la ligera y vertiginosa trans­parencia de los personajes de los sueños; eran sombras, y a

81

Page 40: Palomas en la Hierba

la vez eran él mi&mo,..el s,0ña.dor;liabía una íntima -Y-perv~· sa vinculación entre ellas y él, y lo mejor sería despertar con un grito. Ezra tenía el pelo corto, del color de los zorros. Su pequeña frente se arrugó bajo la caperuza rojo zorro. Tenía la sensación de estar en casa, en Santa Ana, tumbado en la cama. El Océano Pacífico rompía con monótono susurro contra la playa. Ezra estaba enfermo. En Europa había guerra. Euro- . pa era un lejano continente. Era el país de los pobres ancia­nos. Era el continente de las crueles leyendas. Allí había un país malo, y en ese país malo había un gigante malo, Hitler Aggressor. También América estaba en guerra. América lu­chaba contra el gigante malo. América era generosa. Lucha­ba por los derechos humanos. ¿Qué derechos eran esos? ¿Los tenía Ezra? ¿Tenía derecho a no comerse la sopa, ama­tar a sus enemigos, los niños de la playa norte, a llevar la contraria a su padre? Su madre estaba sentada en la cama. Henriette hablaba en alemán con él. Él no entendía el idio­ma, y sin embargo lo entendía. Ese alemán era la lengua ma­terna, en sentido literal, era la lengua de su madre, más anti­gua, más misteriosa que el americano habitual, el único decente en casa, el americano de todos los días, y su madre lloraba, lloraba en la habitación infantil, lloraba por extra­ñas personas, desaparecidas, raptadas, secuestradas, muer­tas, y junto a la cama de un niño enfermo en Santa Ana, Ca­lifornia, el técnico superior juc!eo-prusiano y su silenciosa y dulce Sarah-Gretchen, deportados en los trenes de la liqui­dación, se convirtieron en personajes de los cuentos de Grimm, tan reales, tan queridos, tan tristes como el rey men­digo, como Pulgarcito y la abuelita y el lobo, y la historia era tan inquietante como la leyenda del enebro. Henriette ense­ñó a su hijo su lengua materna leyéndole cuentos alemanes, pero cuando pensaba que dormía contaba para sí misma, ve­lando su sueño febril y preocupada por él, el cuento de los . -

abuelos:.:y, -como-el-zumbido"d.eL.último,.gramófono para aprender idiomas, que le enseñaba a uno en sueños los soni­dos ajenos, las palabras alemanas del dolor, las palabras del murmullo y del llanto, se asentaron en el ánimo de Ezra. Ahora estaba en la espesura, en el inquietante bosque mági­co del sueño y de la leyenda ... el aparcamiento era el bosque, la ciudad era la espesura: el ataque aéreo no había servido de nada. Ezra tenía que superar el combate en tierra. Heinz te­nía largos cabellos rubios, una melena enmarañada. Veía con desagrado el corte de pelo corto a la nueva moda ameri­cana, el revisado peinado a lo Barras de Ezra. Pensó: «es un engreído, yo le enseñaré». Ezra preguntó:

-¿ Quiere usted vender el perro? Por inseguridad lingüística, le pareció indicado decir us­

ted en vez de tú. Heinz lo recibió como una nueva prueba de la arrogancia de ese chico desconocido que se sentaba por derecho propio en ese coche tan interesante (no, como Heinz en el coche de Washington, en una discutible posición), era un rechazo, un guardar las distancias (quizá, quizá realmen­te estaba pensado como barrera, defensa para Ezra, y no confusión verbal), y él, Heinz, lo empleó también, ese usted, y los dos niños de once años, los dos niños engendrados en medio del terror de la guerra, charlaron con la rigidez de adultos de la vieja Franconia:

-¿Quiere usted comprar el perro? -dijo Heinz. No te­nía la menor intención de venderlo. Ni siquiera era su perro. El perro era de la banda de niños. Pero quizá se le pudiera vender. Había que mantener la conversación. Heinz tenía la sensación de que de aquí saldría algo. No sabía qué, pero algo saldría. Ezra no aspiraba en absoluto a comprar el perro. Durante un tiempo tuvo la sensación de que tenía que salvar al perro, pero luego el salvamento quedó olvidado, no era lo esencial, lo esencial era la conversación y algo que ya se ve-

Page 41: Palomas en la Hierba

• ,....... ._ría. Aún no se-veía. El sueño . aún no había llega<lo ha-sta:.-ahfr ·" -El sueño acababa de empezar. Ezra dijo:

-Soy judío. Era católico. Como Christopher, había sido bautizado

como católico y recibía clase de religión católica. Pero for­maba parte del estilo del cuento que fuera judío. Miró ex­pectante a Heinz. Heinz no supo qué hacer con la confesión de Ezra. Le sorprendió como rasgo impenetrable del otro. También le habría sorprendido que Ezra le hubiera contado que era indio. ¿Quería hacerse el interesante? ¿Judíos? Eran comerciantes, gentes de negocios de poca confianza, no que­rían a los alemanes. ¿Era eso? ¿Con qué comerciaba Ezra? En el coche avión no había ninguna mercancía. Quizá que­ría comprar barato el perro y venderlo caro más adelante. ¡Le echaría a perder el negocio! Por si acaso, Heinz repitió su propia confesión:

-Tiene usted que saber que mi madre vive con un negro. ¿Amenazaba Heinz con un negro? Ezra no tenía ningún

contacto con negros. Pero sabía de bandas de niños blancos y negros que se peleaban. Heinz pertenecía a una banda de negros, eso era sorprendente. Ezra tenía que tener cuidado.

-¿Qué quiere por el perro? -dijo. Heinz respondió: -Diez dólares. Eso se podía hacer. Por diez dólares se podía hacer. Si ese

bobo pagaba diez dólares, habría picado. El perro no valía ni diez marcos. Ezra dijo:

-Bien. No sabía cómo lo haría. Pero lo haría. Ya vería. Tendría

que inventar algo para Christopher. Christopher no enten­dería que sólo fuera un sueño, y no real. Dijo:

-Primero, tengo que conseguir los diez dólares. Heinz pensó: «Ya quisieras, mierda». Dijo: . -Sólo tendrá el perro cuando me dé el dinero.

--El ,per~o·tir.aba--4el. co.tdel,:.sin-.,participa tc.tlR-el,-af.r.~k>M,..,~ • La chiquilla le había tirado un trozo de chocolate de la madre del negro de Heinz. El chocolate había caído en un charco y se disolvía con lentitud. El perro no podía llegar al charco.

Ezra dijo: -Tengo que preguntar a mi padre. Él me dará el dinero. -¿Ahora? -preguntó Heinz. Ezra reflexionó. Una vez ·más, su pequeña frente se arru­

gó bajo la caperuza rojo zorro de su corto cabello. Pensó: «aquí no puede ser». Dijo: .

-No, esta noche. Vaya usted a la cervecería de la Briiuhausgasse. Mi padre y yo éstaremos esta noche allí.

Heinz asintió. Gritó: -¡Okay! Conocía esa zona. En la Briiuhausplatz estaba el club de

los soldados negros. Heinz se detenía a menudo delante del local y observaba a su madre y Washington bajar de la li­musina azul horizonte y entrar al club pasando ante los po­licías militares negros. Conocía a todas las prostitutas que andaban por la plaza. A veces, le regalaban chocolate que les habían dado los negros. Heinz no necesitaba el chocolate, pero le gustaba cogérselo a las prostitutas . Luego podía decir­le a Washington: «No me gusta el chocolate». Pensó: «Ten­drás tu perro, ya te he atrapado».

Ulises los atrapó. Atrapó al griego, atrapó las ágiles ma­nos que se movían sobre la mesa como ágiles lagartos amari­llos. Le tocaba tirar a él. Recogieron los dados y se los dieron a Ulises; Ulises perdió; volvieron a cogerlos, los lanzaron, la suerte estuvo de su lado; se trataba de marcos y dólares, de marcos para hombres y dólares para chicas, se trataba de lo que ellos llamaban vida, se trataba de llenar la panza, se tra­taba de l~ embriaguez, del placer, del dinero para el día, porque lo que permitía soportar el día costaba dinero, comer,

85

Page 42: Palomas en la Hierba

beber,. 1\111•(, igdp.c9,SW>_a.~mawes -0 dólares; aquí.se- • 1 ponían en juego: ¿qué eran los griegos, qué era el rey Ulises sin dinero? Tenía ojos de depredador. La orquestina del «Gloc­ke» tocó Abatí-el-ciervo-en-el-monte. Todos en el «Glocke» perseguían al ciervo blanco de sus deseos e ilusiones. La cer­veza les había sentado en caballos imaginarios; eran orgullo-sos cazadores montados. Sus instintos hacían una batida, ca­zaban por placer el ciervo blanco del autoengaño. El tirador de montaña entonó la canción de la orquestina, el combatien-te de África, el hombre del frente del Este se swnaron. Josef, separado por las maquinaciones de los griegos de su negro Se­ñor de esa jornada, oía en la caja de música de Ulises una con­ferenci~ sobre la situación en Persia paracaidistas a Malta, y seguía sin ser más que un susurro en voz alta para Josef y sin ser más que una rompiente de la Historia, una rompiente lle­vada hacia él desde el éter, Historia incomprensible vivida fer­vorosamente, un bizcocho amargo que subía. Se batían con él nombres, nombres y más nombres, nombres escuchados con frecuencia, los nombres de esa hora del mundo, los nombres de los grandes jugadores, los nombres de sus directivos, los nombres de los escenarios, conferencias, campos de batalla, lugares del crimen, ¿cómo subirá ese bizcocho agrio? ¿Qué pan comeremos mañana?

-Fuimos los primeros en Creta -exclamó el soldado de Rommel-, primero nos emplearon en Creta. Simplemente saltamos allí.

¡Ahí estaba el ciervo! ¡Ahora lo había visto, con ojos de depredador! La mano negra fue más rápida que el truco mágico de los lagartos amarillos. Ulises los agarró. Tenía los dados. Esta vez eran los buenos, los cargados, los vacia­dos, que traían la suerte, los que cambiaban con astucia una y otra vez. Los lanzó sobre la madera: ¡ Victoria! Los lanzó · de nuevo y volvió a lanzar la suerte. Dio un golpe con el

86

C'ódb. r.os,gfje'gC:fS'.'feUOCedier..mt;,,ba espslda·d8Ulises- cubrió . la mesa. La mesa era el frente. Lanzó series enteras sobre el tablero, un bombardeo de suerte: el cacique Ulises el rey Ulises el general Ulises el director general Míster Ulises Cot-

ton, Esquire. -Limpiamos las Montañas Blancas. Cuando bajamos al

valle, nos hicieron falta bombas de mano en racimo, en los matorrales el cuchillo, Tommys y cagapasas. Nos dieron la

medalla de Creta. -Me cago en eso. -Eso es lo que tú te crees. -Te he dicho que me cago en eso. La guerra fue en Ru-

sia. Todo lo demás son cosas de críos. Tebeos con tapas de colores. ¡Romanticismo, muchacho! ¡Tapas de colores! Unas veces una puta desnuda, otras un paracaidista con mirada de asesino. ¡Eso mismo! Le desollaré el culo a mi hijo si trae a

casa una cosa así. La voz de la caja de música dijo: «Chipre». Chipre tenía

importancia estratégica. La voz dijo: «Teherán». La voz no dijo Schiras. La voz no mencionó las rosas de Schiras. La voz no dijo Hafis. La voz no conocía al poeta Hafis. Para esa voz, Hafis nunca había vivido. La voz dijo: «Oil». Y otra vez hubo susurros, susurros en voz alta, sordo chapoteo de sílabas, la corriente de la Historia pasaba susurrando, Josef estaba sentado a la orilla, viejo, cansado, desgastado por la lucha, aún parpadeando en busca de una dicha vespertina, le resultaba incomprensible la corriente, incompre1:1sible el chapoteo, adormecedor el susurro de las sílabas. Los griegos no se atrevieron a echar mano de las navajas. El ciervo blanco se les había escapado. El Ulises negro se les había es­capado: astuto y gran Ulises. Le dio dinero a Josef para pa-

gar la cerveza. -Demasiado, Míster -dijo Josef.

87

Page 43: Palomas en la Hierba

~)No demasiado money , ... ,. ... dijo..Ulises. :L-a--<a-amarera::--crr-:-_ gió el billete: esplendor y clemencia de Ulises. -Ven -ex­clamó Ulises.

«Apelación a La Haya», dijo la voz. Josef portaba la voz Guillermo 11 Káiser de la paz, erigida por La Haya, sacudí~ da por Josef, sacudía con su paso de anciano el derramarse d~ las grandes palabras. La corriente de la Historia fluía. A veces, la corriente rebasaba la orilla. Inundaba la tierra de Historia. Dejaba atrás ahogados, dejaba atrás el lodo, el abono, el apestoso campo materno, un brebaje de fertilidad: ¿dónde está el hortelano? ¿cuándo estará maduro el fruto? Josef le seguía, pequeño y parpadeante, también él en el lodo siempre en el lodo, otra vez en el lodo, seguía a su amo ne­gro, al Señor elegido para ese día. ¿Cuándo llegaría la eclo­sión? Cuándo llegaba la Edad de Oro, la edad de la abun­dancia ...

Él estaba hecho para la abundancia. La limusina azul ho­ri,zonte se detuvo _delante de la casa de alquiler en la que vi­v1a Carla. Washmgton había comprado flores de tallos amarillos. Cuando salió del coche, el sol atraves~ba el cielo cubierto. La luz reflejaba en la carrocería de la limusina y hacía que las flores florecieran en amarillo azufre. Washing­ton sentía que le observaban desde las ventanas de la casa de alquiler. Los pequeños burgueses, que vivían aquí en mu­cho~ lu~~res, e~ cada habitación tres, cuatro personas, cada hab~tac10n una Jaula, en el zoo estaban más amplios, los pe­quenos burgueses se apretaban contra los visillos zurcidos a menudo Y almidonados una y otra vez y se chocaban unos contra otros. «Trae flores. Ves las flores. Qué no hará ... » Por ~lguna clase de complejo, les indignaba que Washington tra­Jera flores a casa. Washington por sí sólo era relativamente poco digno de atención; era un ser humano, aunque fuera un negro. Se prestaba atención a las flores, se contaban los pa-

88 .

1 .

..•. _qµ,e_J:~s .. que .tf-3--!ª-,. .s.~_fQP.1~.ropJª_~ .. L~!f P,~J!F. f.'l_~.;..~~~a.<;;i,.Q!J:,.,.,_.., __ El coche costaba en Alemania más que Úna casa pequéaá:-- - -' Costaba más que la casita al borde de la ciudad que anhela-ban en vano durante toda una vida. Max lo decía. Max te-nía que saberlo. Max trabajaba en un garaje. La limusina azul horizonte a la puerta de la casa era una provocación.

Unas cuantas ancianas se habían quejado del jaleo en la casa del tercer piso. La W elz debía tener contactos en la po­licía. La policía no intervino, el cáncer de la democracia. En realidad, la policía no veía motivo para intervenir. No podía intervenir en todos los lugares de la ciudad en que algo olía a podrido. Aparte de eso, las ancianas hubieran lamentado mucho la intervención de la policía. Les habría quitado el único espectáculo que podían permitirse.

Washington subió por la escalera: la jungla le rodeaba. Estaban escuchando detrás de cada puerta. Eran animales de rapiña domesticados; seguían venteando la presa, pero los tiempos no eran favorables, los tiempos no permitían a la manada lanzarse sobre la criatura extraña que había pene­trado en el coto de la manada. La Welz abrió la puerta. La mujer era desgreñada, gorda, de nalgas colgantes, sucia. Para ella, Washington era a su vez un animal doméstico amansa­do: no precisamente una vaca, pero sí una cabra, «ordeñaré a la cabra negra».

-No está en casa -dijo. Quiso cogerle los paquetes. Él dijo: -Oh, no importa. Lo dijo con la voz amable e impersonal de los negros

cuando se dirigen a los blancos, pero la voz tenía un tono reprimido e impaciente. Quería librarse de la mujer. Le re­pugnaba. Caminó por el sombrío corredor hasta las habita­ciones de Carla. Desde algunas puertas le contemplaban las chicas que se reunían con los soldados en casa de la señora

Page 44: Palomas en la Hierba

_Welz. W ll,~bin.g!:o.n ~ufrJ~~O!J. .~~.3:0-f~~·. f<;f,<l.J).Cl.P._Qdj-ª, C~Ol~­

biar nada en eso. Carla no encontraba otra habitación. De­cía: «Contigo no encontraré otra». También Carla sufría con esa casa, pero menos que Washington, al que aseguraba incansablemente lo mucho que sufría, lo indigno que todo eso era para ella, y eso significaba, sin decirlo, cuánto se en­tregaba, cuán condescendiente era contigo, con él, y que él tenía que compensarla un poco, ún poquito solo, mediante un renovado amor, nuevos regalos, nuevo sacrificio. Carla despreciaba e insultaba a la señora W elz y a las chicas, pero cuando estaba sola, cuando se aburría, cuando Washington trabajaba en el cuartel, charlaba con ellas, las invitaba, chis­morreaba con ellas el cotilleo de las muchachas, la cháchara de las prostitutas, o se sentaba en la cocina con la señora Welz, se bebía junto al fogón el café de mezcla del puchero que hervía constantemente al fuego y contaba todo lo que la señora Welz (que luego se lo contaba a las vecinas) quería saber. Las chicas del pasillo mostraban a Washington lo que tenían; se abrían las batas, se arreglaban las ligas, emanaban nubes de olor del cabello teñido. Era una competición entre las chicas para ver si algún día una lograba llevarse a Wa­shington a la cama. Como sólo conocían a los negros en esta­do de celo, su pequeño cerebro deducía que todos los negros eran lujuriosos. No entendían a Washington. No compren­dían que él no era de los que van a los burdeles. Washington había nacido para una feliz vida familiar; por desgracia, desdichados azares le habían alejado del camino y llevado a esta casa, había ido a parar al lodo y la jungla. Washington esperaba encontrar en el cuarto un mensaje que quizá Carla hubiera dejado. Creía que Carla volvería pronto. Quizás ha­bía ido a la peluquería. Buscó en la cómoda con espejo una nota que le dijera dónde había ido. En la cómoda había fras­cos con laca de uñas, loción facial, tarritos de crema y botes

de coloret~. En el marco del espejo.había fc:>togra(ías_.~µ~ai~;- ~ das. Ún~ foto mostraba al marido desaparecido de Carla, que ahora se encaminaba a su declaración de fallecimiento, su muerte oficial, que eliminaría la traba que les ataba a él y a Carla a este mundo hasta-que-la-muerte-os-separe. Lleva­ba un uniforme de campaña gris. En su pecho se veía la cruz gamada contra la que Washington había ido a luchar. Wash­ington contempló indiferente al hombre. Contempló indi­ferente la cruz gamada en el pecho del hombre. La cruz ha­bía perdido su significado. Quizás esa cruz racial nunca había significado nada para ese hombre. Quizá Washington nunca había luchado contra esa cruz. · Quizás ambos habían sido engañados. No odiaba a ese hombre. Ese hombre no le in­quietaba. No estaba celoso de su predecesor. A veces le en­vidiaba por haber dejado todo aquello atrás. Era un senti­miento oscuro; Washington siempre lo reprimía. Junto a su esposo, Carla estaba en el marco del espejo vestida de novia, con velo blanco. Tenía dieciocho años cuando se casó. Ha­cía doce años. En esos años, el mundo en el que Carla y su marido creyeron que vivirían seguros durante mucho tiempo se había venido abajo. Desde luego, su mundo ya no había sido el mundo de sus padres. Carla estaba embarazada cuan­do fue al juzgado, y el velo blanco de la fotografía era men­tira y sin embargo no era mentira, porque nadie estaba sien­do engañado ni podía ser engañado, porque el velo blanco · tenía desde hacía mucho un sentido meramente decorativo y se convertía en una embarazosa mascarada expuesta al sar­casmo si se le tomaba por signo de virginidad intacta, Y no era frívolo pensar así, porque los tiempos se inclinaban más bien a tomar por frívola y desvergonzada la idea de que el novio, concluida la conducción y fiesta públicas, se lanzara sobre la nóvia, sobre el cordero blanco en el que realizaba el sacrificio del himen; aún así hacía falta el matrimonio, hacía

91

Page 45: Palomas en la Hierba

..fill~~}O.~fr?. e~o en ar~s del_.ord~n.y oficialidad de la-l'OOnién, de la bendición de la comunidad, de los niños, de los niños que iban a ser paridos para la comunidad e incluso atraídos a la vida con propaganda, Visite la hermosa Alemania, y Carla y su marido, los recién casados, creían entonces en un Reich al que se podía dar hijos, confiados, conscientes de su deber, responsables, Los niños, riqueza de la nación; présta­mo matrimonial para jóvenes. Los padres de Carla también estaban en el marco del espejo. La señora Behrend se había fotografiado con flores al brazo, el director de orquesta iba de uniforme, pero en vez de la batuta su mano izquierda sos­tenía el arco de un violín que, sentado, apoyaba contra el muslo. El señor y la señora Behrend estaban pacíficamente unidos como una pareja de inclinación poética y artística. Había una foto de Heinz cuando era un bebé. Estaba ergui­do en el cochecito y hacía señas. Ya no sabía a quién, pro­bablemente algún adulto; el adulto era su padre, que estaba detrás de la cámara que hacía la foto, y poco después se ha­bía ido a la guerra. Una foto, de mayor tamaño que las otras, le mostraba incluso a él, Washington Price: en traje de béisbol, con la gorra blanca de visera, el guante para atrapar la pelota y el bate. La expresión de su rostro era digna y se­ria. Esa era la familia de Carla. Washington formaba parte de la familia de Carla. Durante un rato, Washington se que­dó mirando estúpidamente las fotos. ¿Dónde podía estar Carla? ¿Qué estaba haciendo él aquí? Se vio en el espejo con sus flores y los paquetes. Era grotesco estar en ese cuarto de­lante de las fotos de familia, las cosas de tocador y el espejo. Por un instante, Washington tuvo la sensación de que su vida era absurda. Le entró vértigo ante su imagen en el espe­jo. Desde uno de los cuartos de las chicas venía música de ra­dio. La emisora americana tocaba la melodía, afligida y su­blime, de El cielo de los negros, de Ellington. A Washington

le hubiera ,gus_tad9 llorar. Mientras . ~cu~haba..esi ,.yi,el.oP(<b una canción de su patria que venía del cuarto de una prosti­tuta en el extranjero (¿y dónde no estaba en el exrranjero?), sintió toda la fealdad de la existencia. La Tierra no era nin­gún cielo. Sin duda la Tierra no era el cielo de los negros. Pero enseguida su energía vital corrió en pos de un espejis­mo, se aferró a la idea de que pronto habría en el espejo una foto nueva, la foto de un niño pequeño y oscuro, el niño que él y Carla iban a traer al mundo.

Entró en la cocina y se acercó al fogón de la señora Welz, a los pucheros burbujeantes, y ella le dio a entender, una bruja entre nubes de humo, vapor y olores, que sabía dónde estaba Carla, no debía inquietarse pero Carla no es­taba bien, había pasado algo, él ya sabía, no se tiene cuida­do cuando se ama a alguien, no se tiene cuidado, ella sabía de eso, aún no se le notaba, pero ella sabía, y las chicas de aquí, todas sabían, lo de Carla no era grave (él no entendía, él, Washington, no entendía, no entendía la tabla de multi­plicar brujeril alemana, una mala mujer. ¿qué quería? ¿qué le pasaba a Carla? ¿por qué no decía que había ido a la pe­luquería, al cine? ¿por qué ese murmurar? tantas malas pa­labras); no era grave cuando se tenía un buen doctor y siem­pre se había atendido al doctor en los malos tiempos, «yo le decía a Carla, es demasiado, Carla, pero Carla quería lle­varle lo mejor, ahora se sabe para qué servía que Carla le llevara lo mejor», no había motivos para inquietarse, «Wa­shington, el doctor Frahm lo arreglará». Eso lo entendió. Entendió el nombre del doctor Frahm. ¿Qué pasaba? ¿Esta­ba Carla enferma? Washington se sobresaltó. ¿O había ido al médico a causa del niño? Pero eso no podía ser, eso no podía ser. No podía hacer eso, justo eso era lo que no podía hacer ...

93

Page 46: Palomas en la Hierba

Era una _bromª. _A1,g11kn.. se ha.bí_a permitido la. broma .de .ataL ."" a Emilia a un número excesivo de posesiones. Pero quizá ni siquiera era una broma, quizás Emilia era tan indiferente a todo poder, a toda planificación, a toda consideración, a toda hada buena o mala, al espíritu del azar, que no alcan­zaba ni para una broma, y había sido tirada a la basura jun-to con sus posesiones sin que nadie hubiera querido tirarla, había sucedido por azar, sin duda por azar, pero por un azar completamente insípido, necio, insignificante, que la ha­bía atado a bienes que le eran constantemente descritos por otros, y también por sus propios deseos, como medios para llevar una vida espléndida, mientras la herencia en realidad

. no permitía más que una existencia bohemia, con desorden, incertidumbre, limosnas y días de hambre, una existencia bohemia que estaba unida de manera grotesca a la adminis­tración de un capital y a unos plazos fiscales. Los tiempos no habían tenido ningún plan para Emilia, no la habían busca­do ni para bien ni para mal, la herencia de Emilia sólo había sucumbido al espíritu de los tiempos y a su planificación, el capital había saltado por los aires, en algunos países había saltado ya, en otros iba a ser volado, y en Alemania la hora desprendía la propiedad como el aguafuerte, corroía la ri­queza acumulada, y era una tontería por parte de Emilia to­marse como algo personal las salpicaduras de la corrosión cuando la solución cáustica la alcanzaba, tomarla por una maquinación del destino especialmente pensada para ella. Nadie pensaba nada para ella. La vida, que Emilia era inca­paz de dominar, era tiempo de cambio, tiempo del destino, pero sólo en lo grande, y en lo pequeño se podía seguir te­niendo buena y mala suerte, y Emilia tenía la desgracia de aferrarse terca y temerosamente a aquello que se iba, a aque­llo que yacía en una agonía distorsionada, desordenada, ma­lafamada e incluso un poco ridícula; pero el nacimiento de la

94

nueva era estaba muy pocctJilefü>S i:odeadq de lo grQte~co., desordenado, riialafamado y ridículo. Se podía vivir en un lado y en el otro, y se podía morir a este y a aquel lado del foso temporal.

-Vendrán grandes guerras de religión -decía Philipp. A Emilia le confundía todo eso, se veía en el pozo de la

bohemia debido a dificultades económicas, se veía sentada junto a gentes a las que los padres de Emilia habían conce­dido barra libre y libertad de expresión, pero no atención, y los abuelos, que de forma tan fructífera habían acrecentado la riqueza familiar, ni siquiera habrían recibido a esos cas­quivanos. Emilia odiaba y despreciaba la bohemia, a los in­telectuales sin recursos, a los charlatanes incapaces para la vida, a los que llevaban pantalones raídos y a sus amigas ba­ratas vestidas de segunda mano, conforme a una moda de sótano tabú de París largamente pasada, con las que com­partía la misma basura, mientras Philipp sencillamente evi­taba el estrato que Emilia tanto despreciaba porque no lo re­conocía como bohemia, la bohemia había muerto hacía mucho, y la gente que hacía como si aún existieran los jóve­nes intelectuales, los revolucionarios y teóricos del arte de los cafés, eran personajes disfrazados para pasar la noche que querían divertirse de un modo antiguo mientras duran­te el día, no tan incapaces como Emilia pensaba, trabajaban como dibujantes publicitarios, escribían textos para anun­cios, se ganaban la vida en el cine y en la radio, y las chicas tabú se sentaban formales detrás de máquinas de escribir; la bohemia había muerto, ya estaba muerta cuando el Café Románico de Berlín ardió alcanzado por las bombas, ya es­taba muerta cuando entró al café el primer SA, en sentido es­tricto ya había sido estrangulada por la política antes de Hi­tler. Cuando partió para Rusia, el bohemio de Zürich Lenin había cerrado la puerta del café de los lit.eratos para los pró-

95

Page 47: Palomas en la Hierba

ximos. :iiglQS..Lo que .quedó en el café despu~s de Lenin era en el fondo conservador, era pubertad conservadora, amor conservador hacia Mimí, era miedo conservador para el burgués (y además había que tener en cuenta que Mimí, que había de ser amada, y el burgués que había de ser asustado también habían muerto y se habían convertido en persona­jes de cuento), hasta que la bohemia encontró al fin sumo­numento fúnebre en algunos bares, se convirtió de conserva­dora en conservada, una pieza de museo, una atracción para el turismo. Esos locales, las boites, los mausoleos de Scenes­de-la-vie-de-boheme, eran visitados con gusto por Emilia, que tenía que conseguir el dinero para la odiada gira por la bohemia, mientras que, con sus criaturas bailantes y el me­cenazgo de vaso de vino de las gentes de negocios, eran un espanto para Philipp. «No vamos a ninguna parte», gritaba Emilia entonces, «olvidas que soy joven». Y él pensaba: «¿está tan reseca tu juventud que necesita de ese rociado, ese rociado de embriaguez, alcohol y síncopes, necesitan tus sentimientos el aire de lo no sentido, tu cabello el viento del acuéstate-conmigo-esta-noche "pero luego tendré que irme temprano?"». Emilia estaba en tierra de nadie, amenazada por todos lados. Era rica y había sido expulsada del usu­fructo de la riqueza, no había sido aceptada por la plutocra­cia, no había sido acogida, no era su hija, pero tampoco ha­bía sido acogida ni aceptada por el mundo trabajador, Y estaba frente a ese que tenía-que-irse-temprano con un re­chazo, suave, frío, pero completamente inocente.

Ya había avanzado, había progresado, había dejado atrás un trozo del camino del plaid escocés. Emilia había es­tado en la casa de empeño. Había estado entre los pobres en el vestíbulo del monte de piedad municipal. El vestíbulo es­taba revestido de mármol y se asemejaba a una piscina de la que hubieran sacado el agua. Los pobres no nadaban. Se ha-

bían.hundido. -No.~staban arriba. Estaban abajo. Aír.iba, lo superior, la vida, ah, ese esplendor, ah, esa plenJ.tud, la vida estaba más allá de las paredes de mármol, estaba por encima del techo de cristal que cubría el vestíbulo, por encima de las lechosas vidrieras, de ese cielo neblinoso sobre el estanque

·- de los hundidos. Estaban en el fondo de la existencia y lle­vaban una vida fantasmagórica. Estaban delante de los mos­tradores y llevaban en brazos sus antiguas posesiones, los bienes de otra vida que ya nada tenía que ver con su presen­te vida, una vida que habían llevado antes de ahogarse, y los bienes que llevaban al mostrador les parecían posesiones ajenas, como bienes robados -que quisieran colocar, y se comportaban con la timidez de ladrones atrapados. ¿Se ha­bía terminado su vida? Tocaba a su fin, pero aún no se había terminado. Los bienes les unían aún con la vida, igual que los fantasmas se aferran a tesoros enterrados; pertenecían al inframundo de la Estigia, aún había una prórroga, el mos­trador prestaba seis marcos por el abrigo, tres por los zapa­tos, ocho por el edredón, los ahogados cogían aire, volvían a ser lanzados a la vida durante horas, durante días, favoreci­dos durante semanas cuatro meses de plazo de caducidad. Emilia había llevado al mostrador unos cubiertos de pesca­do de plata. El diseño renacentista de los cubiertos no fue te­nido en cuenta, el arte del platero no fue apreciado, se bus­có el contraste de la plata y los cubiertos fueron depositados en la báscula. Los cubiertos de pescado de la rica cena del consejero privado yacían en la báscula de la casa de empeño. «¡Excelencia, el salmón!» Al general del Káiser se kpresen­taba el plato por segund~ vez. Adelante a toda máquina, pa­labras imperiales para un cambio de siglo. Los cubiertos no pesaban mucho. Los mangos de plata eran huecos. Manos de grande's industriales, banqueros y ministros habían soste­nido esos mangos, se habían servido salmón, esturión y tru-

97

Page 48: Palomas en la Hierba

cha: manos gruesas, manos . adornadas con anillos, manos funestas. «Su Majestad mencionó a África en su discurso. Valores coloniales, le digo ... » «¡Necios! Hubieran debido invertir y enterrarlo todo en oro, ¡necios, en oro se habría salvado todo, y yo no estaría aquí!» El monte de piedad presta tres céntimos por cada gramo de cubertería de plata. A Emilia el mostrador le dio dieciocho marcos y el boleto de empeño. Los ahogados de la laguna Estigia la envidiaban. Emilia todavía formaba parte de la elite de las sombras, to­davía era la princesa con piel de harapos.

Y había seguido avanzando en su calvario, avanzando con la piel de princesa de los harapos y con el paquete de mercancías envuelto en el grotesco plaid escocés de viaje: es­taba ante el sótano del señor Unverlacht, también ésta una entrada al inframundo, resbaladizos escalones conducían abajo, y detrás de unos sucios cristales Emilia vio brillar, a la luz de lámparas de alabastro, pesadas lámparas opalescentes en forma de pera que había comprado un día de la herencia de un suicida y de las que hasta ahora no se había librado, la poderosa calva de Unverlacht. Era rechoncho y ancho de hombros; parecía un cargador de muebles que un día hubie­ra descubierto que era más fácil y más rentable traficar con trastos viejos en vez de cargarlos, o un gordo vigoroso que hace de malo en una compañía de luchadores de lucha libre, pero seguro que no había siqo ni cargador ni luchador de lu­cha libre, quizás una rana, una rana tosca y traicionera que esperaba las moscas en su sótano. Emilia descendió, abrió la puerta, y empezó a sentirse horrorizada. Su piel se contrajo. El que miraba hacia la puerta con ojos fríos y acuosos no era el rey de las ranas, Unverlacht era tal como era, sin hechizo alguno, y no cabía esperar el final del encantamiento, no ha­bría ningún príncipe que saltara nunca de esas ropas de rana. Un mecanismo musical puesto en marcha por la entra·

da de Emilia tocó N14¡~s_tro D.i.o.s,J:Á-1:'.'ULbrJ'1l~~a.fir,nl}. No tenía ningún sentido, no era ninguna profesión de fe. Unver­lacht había comprado barato tanto el mecanismo como las lámparas, y esperaba ahora un comprador para esos tesoros. En lo concerniente a las lámparas, era necio por su parte querer venderlas: con su brillo de alabastro, daban a su só­tano el auténtico resplandor del Hades.

-Bueno, Sissy, ¿qué me traes? --dijo, y la mano de rana (en verdad los dedos habían crecido juntos, como dotados de una membrana de escamas córneas) ya tenía cogida por la barbilla a Emilia, su barbillita resbalaba en la concavidad de la mano de rana como en ·un abismo, mientras la otra mano de Unverlacht palpaba su trasero joven y firme. Por UJ.?. motivo que no estaba claro, Unverlacht llamaba a Emilia Sissy; quizá le recordaba a una verdadera portadora de ese nombre, y Emilia y la desconocida Sissy, quizás enterrada hacía mucho, se fundían en el sótano en un ser al que el pro­pietario trataba con lasciva ternura. Emilia se apartó de él.

-Vengo a hablar de negocios --dijo. De pronto se sin­tió mal. El olor del sótano le quitaba el aliento. Tiró su plaid al suelo y se dejó caer en una silla. La silla era una mecedo­ra, que se agitó con violencia con el impulso con que ella se derrumbó. Emilia se sintió como si fuera por el mar en un bote; el bote se mecía en alta mar; un monstruo sacaba la ca­beza de las olas; amenazaba el naufragio; Emilia temió ma­rearse.

-Basta, Sissy -exclamó Unverlacht-. No tengo dine­ro. ¿Qué te has creído? No hay negocio. -Contempló a Emilia, que se balanceaba arriba y abajo; la vio delante de él, debajo de él, tendida en la mecedora; se le había subido la falda, vio los muslos desnudos por encima de las medias; «muslos de niña», pensó; él tenía una mujer gorda y celosa. Se puso de mal humor. Emilia le excitaba, sus muslos de

99

Page 49: Palomas en la Hierba

' •'

d.e, como !os.Yiejos caseros de la época dqrada, vivir cómo­damente y satisfechos del alquiler, con las manos cruzadas en el regazo?), ¡si pudiera!. .. era uno de sus mayores sueños, librarse al fin de una de sus casas, pero los compradores no querían ni regalada esa mala inversión, expuesta a cual­quier intervención del Estado... quizás Emilia abriera en­tonces una tienda de antigüedades y, como Unverlacht, vi­viera de la riqueza del pasado y de las herencias de los muertos. ¿Era esa la transformación, el desencantamiento? No era Unverlacht el que salía convertido en príncipe de sus ropas de rana, sino que ella, la encantadora Emilia, la her­mosa y joven heredera del patrimonio del consejero priva­do, la princesa de los harapos, quería viajar al inframundo del más vil regateo, bajar al sótano de la pequeña codicia, llevar por puro miedo al futuro la máscara de la rana, de la fría criatura que espera a las pobres moscas. ¿ Era esa su ver­dadera esencia, la lenta vida de los charcos, la boca ace­chando para cerrarse? Pero hasta la tienda de antigüedades aún faltaba mucho, no se veía ningún comprador de casas, y para entonces Philipp habría escrito su libro, y el mundo habría cambiado.

Philipp ya la había temido antes, y su miedo había atraído tal vez los malentendidos como la carroña atrae a las mos­cas, o, como dicen en el campo, mirar a las nubes invita al trueno. Había caído en un torbellino de ridículas confusio­nes destinadas tan sólo a él, como trampas puestas sólo en su camino, cuando fue a visitar a Edwin por encargo del Neues Blatt (con gusto y sin embargo frenado por la timi­dez, y eso precisamente a causa del encargo de la revista, que habría dado valor a otros). El Abendecho, que sólo mencio­naba los nombres de los escritores cuando debido a alguna distinción se convertían en personajes de la vida pública, no se les podía seguir ignorando y además habían muerto

102

-una . mención que ocurría en la columna- Otras noticias,. bajo el epígrafe de los c~tilleos el gato del cónsul de Argen­tina huido, André Gide falleció ayer-, ese periódico tan in­teresado en la Literatura había enviado una aprendiz de re­dactora al hotel de Mr. Edwin para entrevistar al famoso escritor, para preguntarle para los lectores del Abendecho si creía que habría una Tercera Guerra Mundial ese verano, qué opinaba de la nueva moda baño y si pensaba que la bomba atómica devolvería a lbs hombres a la condición de monos. Por alguna errónea consideración, quizá porque Phi-. lipp tenía aspecto de estar preocupado y porque se había di­cho a la joven escribidora, a la: cazadora de noticias en prác­ticas, que el animal premiado a abatir era un hombre serio, tomó a Philipp, nada famoso y mucho más joven, por Ed­win, y se precipitó sobre él con su inglés de instituto, mezcla­do con la jerga de bar de un americano que había conocido en los últimos carnavales, mientras dos jóvenes descarados y de mirada imperativa, acompañantes de la reportera y, como ella, representantes del poder de la prensa, cargaban con pe­sados aparatos de aspecto peligroso e iluminaban a Philipp con la luz de sus flashes.

La escena, iluminada por los flashes, que causó expecta­ción y resultó tan penosa como en cierto sentido vergonzo­sa para Philipp (vergüenza que pasó inadvertida a los cir­cundantes, vergüenza que atormentó interiormente a Philipp) tuvo la consecuencia de que otros visitantes del vestíbulo del hotel, curiosos, se enterasen de que se había producido una confusión, un error que afectaba al famoso Mr~ Edwin, un malentendido que seguía sin estar del todo aclarado, y se sintieran inclinados a tomar a Philipp por el secretario de Edwin y, llenos de repentino interés por la vida del autor, le asedia.ran a preguntas: cuándo se podría hablar con el Illaestro, interrogarle, verle y fotografiarle. Un hombre con

103

·..:+ 1

1

Page 50: Palomas en la Hierba

,.wi.impermeable de ancho cint1.Jr_ón, que. parecía volar en.-' torno al globo en importante misión, pero durante el vuelo no se había enterado de nada y se había limitado a hacer un crucigrama, ese hombre bien armado contra posibles incle­mencias del tiempo y tentaciones intelectuales, se informó con Philipp de si el famoso Mr. Edwin estaría dispuesto a declarar, en una fotografía que aparecería en todas las re­vistas, que no podía vivir ni escribir sin fumar una deter­minada marca de cigarrillos representada por el · imper­meabilizado. Cuando Philipp estaba saliendo del apuro con silencio y paso rápido, se vio atrapado y sometido a exigen­cia de explicaciones por el grupo de maestras de Massa­chussets. Miss Wescott sujetó a Philipp, le miró a través de sus gafas de concha de montura ancha como un búho ama­ble y cuidado y le preguntó si no podía pedir a Edwin que dictara una pequeña conferencia para la excursión de maes­tras y bien se podía decir admiradoras de Edwin, algo tran­quilo y muy privado, darles una introducción a su obra, de acceso demasiado dificultoso, demasiado oscura, necesita­da de interpretación. En ese momento, antes de que Philipp pudiera tomar la palabra y explicar que no podía hacer nada, Miss Burnett interrumpió a Miss Wescott. Por muy privado y mucha admiración que hubiera, dijo Miss Bur­nett, Edwin tendría otras cosas que hacer, mejores, más en­tretenidas, que charlar con unas maestras de viaje, pero Kay, la más joven de ellas, la benjamina del grupo por así decirlo, la joven y guapa, Miss Burnett casi habría gritado «la de los ojos verdes», se entusiasmaba de veras, de forma sincera, sin distorsión y juvenil, con los poetas, naturalmen­te sobre todo con Edwin, y quizá, Philipp el secretario lo comprendería, sería refrescante para el homenajeado, le descansaría del viaje y del extranjero, verse admirado por tanto y tan juvenil encanto, en pocas palabras, Philipp de-

104

bía :.arriesgarse· a ·guia-r-a Kar ,hasta Edw-in ,pa.Fa-que ·él -pu-- · -~ diera escribir una dedicatoria, un recuerdo del día de su en­cuentro en Alemania, en su ejemplar de sus poemas, un vo­lumen que llevaba consigo en flexible edición en rústica. Miss Burnett empujó a Kay hasta la luz, y Philipp la miró conmovido. Pensó: «yo sentiría, como dice esta enérgica se­ñora, lo que Edwin sentirá cuando aparezca su joven admi­radora». Kay parecía tan ingenua, tan fresca, era de una ju­ventud como pocas veces se veía aquí, era una persona despreocupada, eso era, venía de otro aire, de un aire más nítido y más puro, le parecía a Philipp, de otro país lleno de amplitud, frescura y juventud, y admiraba a los poetas. Desde luego Edwin había escapado del país del que Kay ve­nía: había huido de la amplitud o de la juventud del país, pero no, no se había ido para no volver a causa de Kay, qui-zá de Miss Wescott, el amable búho con gafas, pero tampo-co ella era tan espantosa, era difícil juzgar por qué había huido Edwin sin conocer el país; a él, Philipp, el Nuevo Mundo, representado en ese instante por Kay, le era simpá­tico. Envidió a Edwin. Y le resultó tanto más embarazoso no poder hacer nada por la encantadora admiradora de la poesía venida de la amplia y joven América, y pensó que se­ría demasiado ridículo y difícil hablar y explicar todas las confusiones y malentendidos que operaban en esta máquina loca y perversa. Trató de revelar a esas señoras maduras que no era en absoluto el secretario de Edwin y sólo había venido a hablar con él, pero con esto dio lugar a un nuevo error, porque todo el mundo entendió las palabras · de Phi­lipp en el sentido de que era amigo de Edwin, un compañe-ro familiar, el amigo alemán de Edwin, su colega alemán, tan famoso en Alemania como Edwin en el mundo, y las maestras ·se disculparon enseguida, corteses y educadas ·(eran mucho más corteses y tenían mucho mejores modales que

!05

Page 51: Palomas en la Hierba

las maestras aleRiana-&},_por-no conocer a -Philippf'le pidieron su nombre y Burnett empujó aún más a Kay hacia Philipp· y dijo:

-Él también es un poeta, un poeta alemán.

Kay tendió la mano a Philipp y se lamentó de no tener a mano un libro suyo para poder pedirle su dedicatoria. Kay olía a reseda. A Philipp no le gustaban los aromas florales, prefería los perfumes de indeterminados ingredientes artifi­ciales, pero el olor a reseda le iba bien a Kay, era un atribu­to de su juventud, un aura de sus ojos verdes, y le recordaba algo a Philipp. En el jardín del rector florecía la reseda, la bienoliente reseda, y el buen olor formaba parte de los días de verano en que Philipp, de niño, se tumbaba en el césped con Eva, la hija del rector. La reseda era de color verde cla­ro. Y de color verde claro era Kay. Era una primavera de co­lor verde claro. Kay pensó «me está mirando, le gusto, ya no es joven pero seguro que es muy famoso, no llevo más que unas horas aquí y ya he conocido a un poeta alemán, los ale­manes tienen unas caras tan terriblemente expresivas, tienen cabezas de carácter, como nuestros malos actores, seguro que es porque son un pueblo antiguo y han pasado por tan­tas cosas, quizás ese poeta estuvo enterrado en un refugio antiaéreo, debe de haber sido espantoso, mi hermano dice que era espantoso, estuvo con la aviación, lanzó bombas aquí, yo no soportaría ser bombardeada, ¿o sí? quizá sólo se piensa de antemano que no se soporta, los poetas de la His­toria de la Literatura Alemana del doctor Kaiser tienen to­dos un aspecto tan terriblemente romántico, como gente sa­cada de un álbum de delincuentes, sólo que llevan barba, probablemente él se pasa las noches trabajando, por eso está tan pálido, ¿o está triste por que su patria ha sufrido una desgracia? quizá beba, muchos poetas beben, él beberá vino

106

del Rhin, a -mf,-también .me,,gu~taría· bebet' .,vino :.del 7~~ Katharine no me dejará, ¿para qué he venido? él se irá a pa­sear a un hayedo y escribirá, en realidad un poeta es una cosa grotesca, creo que Hemingway es menos grotesco, He­míngway pesca, es menos grotesco pescar que pasear por el bosque, pero yo me iría con el poeta alemán a pasear por su hayedo si me lo pidiera, me iría a pasear con él aunque sólo fuera para contárselo al doctor Kaiser. El doctor Kaiser se alegrará de que le cuente que he estado paseando con un poeta alemán por un hayedo, pero el poeta no me lo pedirá, soy demasiado joven, quizá se lo pida a Katharine o a Mil­dred, pero a mí me amaría si ·se atreviese a amar a una ame­ricana, a mí me amaría más que a Katharine o a Mildred». Katharine Wescott dijo:

-Seguro que conoce muy bien a Mr. Edwin. -Sus libros -respondió Philipp. Pero al parecer no en-

tendían su inglés. Mildred Burnett dijo: -Sería estupendo que nos viéramos luego. Quizá nos

veamos si usted está con Mr. Edwin. Quizá todavía moleste­mos a Mr. Edwin.

Seguían creyendo que Philipp iba a ver a Edwin en cali­dad de amigo esperado y de confianza. Philipp dijo:

-No sé si veré a Edwin; no es en absoluto seguro que me encuentre usted con él.

Pero una vez más las maestras parecieron no entenderle. Asintieron amablemente y graznaron a coro «con Edwin, con Edwin». Kay mencionó que estudiaba alemán con el doc-tor Kaiser, Historia de la Literatura Alemana. ·

-Quizás haya leído algo de usted-dijo-. ¿No es gra­cioso que haya leído algo de usted y le conozca ahora?

Philipp se inclinó. Estaba confuso y se sentía ofendido. Le _ofendían unas desconocidas que no querían ofenderle. Era como sí a esas desconocidas les soplar.:~n las frases ofen-

107

Page 52: Palomas en la Hierba

,:x!.<,w:..SWe,.;1--ell.ü,las~repitiesen con -la me-jor-intención ;-de--buena::­fe, como palabras de halago y respeto, y sólo Philipp y el in­visible apuntador comprendían la ofensa. Philipp estaba fu­rioso. Pero también se sentía atraído. Se sentía atraído por la muchacha, por su fresco, sincero e ingenuo aprecio hacia va­lores que también Philipp apreciaba, cualidades que él había poseído y perdido. Había un amargo estímulo en todo ese malentendido con Kay. Algo en Kay le recordaba también a Emilia, sólo que Kay era una Emilia ingenua, despreocupa­da, y que no le conocía-eso hacía mucho bien-y no sabía nada de él. Pero aún así resultaba embarazoso que se le mos­trara respeto de un modo tan sospechosa y traidoramente burlón, que se honrara a un Philipp que no existía, pero que fácilmente habría podido existir, un Philipp que él había querido ser, un escritor importante, cuya obra se leyera in­cluso en Massachussets. Y enseguida se dio cuenta de que ese 4(incluso en Massachussets» era un pensamiento idiota, porque Massachussets estaba igual de lejos e igual de cerca que Alemania, desde el punto de vista del escritor, natural­mente, el escritor estaba en el centro y el mundo en torno a él estaba igual de lejos e igual de cerca, o el escritor estaba fuera y el mundo era el centro, era la tarea en torno a la cual giraba, algo inalcanzable, insuperable, y no había lejanía ni proximidad; quizá también en Massachussets hubiera un ne­cio literato deseando ser leído «incluso en Alemania», para los tontos la distancia geográfica siempre era el desierto, la incultura, el fin del mundo, el lugar donde los zorros se dan las buenas noches, y sólo había luz donde uno mismo avan­zaba a tientas en la oscuridad. Pero por desgracia Philipp no se había convertido en un escritor importante, finalmente tan sólo era alguien que se. llamaba a sí mismo escritor por­que figuraba en el padrón como escritor: era débil, se había quedado en el campo de batalla en el que se habían desfoga-

108

"'~:.do·-la,;polfri~:i-.vergonzant~··y la--peor de.las,guertas; k:.l~µf~\'.:i~:·, . f\$'!'·

y el crimen, y el pequeño grito de Philipp, el primer intento, su primer libro, había sucumbido entre el rugir de los alta-voces y el ruido de las armas, había sido sobrepujado por los gritos de los asesinos y de los asesinados, y Philipp se había quedado como paralizado, y su voz estaba como ahogada, y veía con espanto que quizá no quería abandonar el escena-rio maldito que no podía abandonar, y que se estaba prepa-rando para un nuevo drama sangriento.

Después de los malentendidos en el vestíbulo del hotel, después de la conversación con las maestras viajeras, a Phi­lipp le resultaba imposible ir realmente a ver a Edwin. Tenía que rechazar el encargo del Neues Blatt de visitar a Edwin. Volvía a ser un fracaso. Philipp quería huir del hotel. Pero le dio vergüenza, después de haber despertado tanta expecta­ción, volver a salir ante las miradas de todos, escurrirse como un perro apaleado . Sobre todo, le daba vergüenza de los ojos verdes de Kay. Subió la escalera que llevaba a las habitacio­nes, pero esperaba encontrar en alguna parte una escalera trasera por la que poder bajar para encontrar una salida de emergencia. Sin embargo, en la escalera principal se encon­

tró a Mesalina. -Llevo mucho rato observándole -exclamó la inmen­

sa, cruzándose en el camino de Philipp--. ¿Viene a visitar a Edwin? -preguntó-. ¿Quién es la pequeña de los ojos ver­des? ¡Es un encanto!

-No vengo a visitar a nadie -dijo Philipp. -¿Entonces qué hace aquí? -Subo escaleras. -A mí no me engaña -Mesalina hizo un intento de

darle un coqueto golpecito en el hombro--. Escuche, damos una fiest~ esta noche, y me gustaría que asistiera Edwin. Será estupendo. También será estupendo para Edwin. Vendrán

109

Page 53: Palomas en la Hierba

Jack Y ~l .p,eqq.eñ~~ ... ~ab(t.ado que me refier.~j-,$dos t:' los escritores son así.

Su cabello recién ondulado temblaba como gelatina de frambuesa.

-No conozco a Mr. Edwin -<lijo enfadado Philipp-. E_stáis locas. Todas me ponéis en conexión con Edwin. ¿A qué viene esto? Estoy en el hotel por casualidad. Tengo cosas que hacer aquí.

-Antes dijo que era amigo de Edwin. ¿Quería seducir a la de los ojos verdes? Se parece a Emilia. La chica y ella ha­rían buena pareja -Mesalina bajó la vista hacia el vestíbulo.

-Es todo un malentendido -<lijo Philipp-. Tampoco conozco a esa chica. No volveré a verla -pensó: «lástima, me gustaría volver a verte, pero, ¿te gustaría a ti?».

Mesalina se mantuvo en sus trece: -¿Entonces qué hace aquí, Philipp? -Estoy buscando a Emilia -<lijo, desesperado. -¡Ah! ¿Viene aquí? ¿Tenéis una habitación aquí? -se

le acercó más. «Ha sido un error, ha sido un error decirle eso», pensó Philipp.

-No -<lijo-. Sólo estoy buscándola. Pero seguro que no viene por aquí.

Trató de pasar de largo ante el monumento, pero la ge­latina de frambuesa temblaba de forma demasiado peligro­sa, en cualquier momento po~ía deshacerse, convertirse en nube, una nube roja que se disolviera en niebla roja, un humo en el que Philipp moriría.

-Déjeme -exclamó, desesperado. Pero ella tan sólo su­surró, apretando contra su oído el ancho rostro devastado por el alcohol, como si tuviera que decirle algo confidencial:

-¿Qué pasa con el guión? El guión para Alexander. Él siempre pregunta cuándo le traerá el guión. Lo espera con tanta ilusión. Podríamos encontrarnos todos en la conferen-

IIO

1 '

~'-~~. de gdwin. :;(r~ig_ª"11_,~~ª,~~~i! ., 9t_q~::Y~~~1w mos a la conferencia de Edwin antes de la fiesta, y luego es~ pero ...

-No espere nada -la interrumpió bruscamente Phi­lipp-. No hay nada que esperar. Ya no hay esperanzas. Y menos para usted.

Subió corriendo la escalera, lamentó su sinceridad al lle­gar al descansillo, quiso volver, tuvo miedo y abrió una puerta que, pasando ante los almacenes de la ropa de cama, llevaba a un pasillo descendente y por fin a la famosa cocina del hotel, destacada en la guía de viajes con varias estrellas.

¿Había Edwin perdido el gusto por los placeres culina­rios? La comida no le gustó. No despreció con inapetencia, no, sino con repugnancia, los productos del famoso fogón, las sabrosas especialidades de la casa que le habían llevado a su cuarto en cazuelas plateadas y fuentes de porcelana. Be­bió un poco de vino, vino de Franconia, del que había leído, oído y por el que sentía curiosidad, pero la bebida, que salía burbujeando luminosa de la ventruda botella, se le antojó demasiado áspera para esa hora del mediodía de un día tur­bio. Era un vino solar, y Edwin no veía ningún sol, el vino sabía a tumbas, sabía como huelen los viejos cementerios cuando el clima es húmedo, era un vino que se adaptaba, que hacía reír a los alegres y llorar a los tristes. Decidida­mente, Edwin tenía un mal día. No sospechaba que abajo, en el vestíbulo, otro que involuntariamente le representaba recibía y soportaba las molestias y pequeños homenajes sin importancia aparejados a la fama de la imagen en prensa, aproximaciones y halagos que a Edwin le repugnaban tanto como atormentaban a Philipp, que tenía que soportarlos y a quien no estaban destinados. La mala fortuna de Edwin aún habría contribuido más al malhumor de Edwin; Edwin no se hubiera sentido descargado por Philipp de ningún peso, tan

III

Page 54: Palomas en la Hierba

,.,~l,ahi!1,fi.iJ'L~.!9)Q cU~.c:u~i~fo :f .grotesco .de Sij. i>.l.9P~·.e1{iS;.= tenéla ampliado, marcado y revelado por la entrada de Phi­lipp como por una sombra. Pero Edwin no sabía nada de Philipp. Caminaba calzado con unas zapatillas de cuero ro­jinegras, envuelto en una túnica de monje budista, su ropa de trabajo, alrededor de la delicada mesa sobre la que humea­ban y esparcían su olor los despreciados placeres alimenti­cios. La mesa intacta le irritó; temió ofender al cocinero, un maestro cuyo arte normalmente Edwin habría apreciado. Se alejó con mala conciencia de la mesa y midió a pasos el bor­de de la alfombra, en cuyo dibujo se entrelazaban dioses y príncipes, flores y animales fabulosos, de forma que el bor­dado sobre la lana recordaba una ilustración de una de l;s historias de Las mil y una noches. La cobertura del suelo era tan espléndidamente oriental y legendaria, tan floridamente mítica, que el poeta no quiso atravesar pisándolo el trenza­do y se mantuvo respetuosamente al borde, aunque con za­patillas y vestido como un sabio de la India. Las alfombras auténticas eran, junto a la buena cocina, el orgullo de la vie-ja casa, sustancialmente a salvo de las destrucciones de la guerra. Edwin amaba los alojamientos antiguos, los carava­sares de la Europa ilustrada, lechos en los que habían yacido Goethe o Laurence Sterne, simpáticos escritorios, un tanto temblones, que quizás habían utilizado Platen, Humboldt, Herman Bang o Hofmannsthal. Prefería con mucho las hos­pederías bien conocidas desde antiguo a los palacios recién levantados, a las máquinas de alojarse de arquitectura a lo Le Corbusier, los relampagueantes tubos de acero y las pa­redes de cristal que lo dejaban todo al descubierto, y así ocu­rría que en sus viajes tenía que padecer una calefacción que no funcionaba o un agua del baño demasiado fría, incomo­didades que no quería observar, pero a las que su gran e hi­persensible nariz solía reaccionar con un catarro. La nariz de

112

Mr~ '.iE4~ifl:cl1_1,1pj_~~hP!-(;feri4.9;,~l~lor,.y c:t.~~QP:~f~~!é~ ·:i•·J;t~~ olor a serrín de carcoma de los secreteres antiguos, al olor a antipolillas, sudor humano, lascivia y lágrimas que se alzaba del tejido de las viejas tapicerías. Pero Edwin no vivía para su nariz ni para su bienestar (aunque amaba la comodidad, nunca podía entregarse por entero a ella), vivía en la disci­plina, en la estricta disciplina del espíritu y bajo los tirantes de la activa tradición humana, una tradición altamente su­blime, se entiende, de cuya imagen y existencia formaban parte también los viejos albergues, el elefante, el unicornio y las estaciones, al margen, desde luego, pero por lo demás le consumía la inquietud, porque el poeta nacido en el nuevo mundo se contaba (con indiscutible derecho) dentro de la elite europea, la elite tardía y, como cada vez más cabía te­mer, última del amado continente occidental, y nada indig­naba y hería más a Edwin que el grito bárbaro, al que por desgracia no faltaba genio y grandeza, la, por eso mismo, tanto más terrible profecía, el grito de esos rusos, esos epi­lépticos, esos posesos, esos grandes incultos, incultos en el sentido de los griegos ilustrados, afirmaba Edwin, pero tam­bién del vidente y del poeta primigenio, según Edwin tenía que admitir (un poeta al que él veneraba y evitaba, porque él mismo no se sentía unido a los demonios, sino a la razón helenístico-cristiana, que no excluía -dentro de unos límites­lo suprasensorial; pero los expulsados fantasmas de lo cruel y absurdo parecían volver a emerger); esa palabra proceden­te de la pequeña península antepuesta a Asia, que después de tres milenios de autonomía, de temprana madurez, de im­pertinencia, de ordenado desorden, de delirio de grandeza, regresaba o volvía a caer en manos de Asia. ¿Había llegado ese momento? ¿Había vuelto a cumplirse el tiempo? Edwin, cansado" del viaje, había querido tumbarse, pero el descanso Y el sueño se habían mantenido alejados de él, y la cena, des-

113

Page 55: Palomas en la Hierba

. l'!Cr,CÍ~~~ ! c~mt~q:¡pl_~~g~aj~no.había ,podido ~---·, refrescarle. La ciudad le asustaba, la ciudad no le acogía, ha-bía pasado por demasiadas cosas, había vivido el horror, ha-bía visto la cabeza cortada de la Medusa, de blasfema gran­deza, un desfile de bárbaros brotados de su propio subsuelo, la ciudad había sido castigada con el fuego y con la destruc­ción de sus muros, asediada, había pasado por el caos, la ca-ída en el pozo de la Historia, y ahora volvía a ascender por su ladera, colgaba oblicua y florecía, ¿era un florecimiento aparente? ¿qué la mantenía en la ladera? ¿la fuerza de sus propias raíces (qué inquietante la cena de sibarita en la deli­cada mesa en este lugar)? ¿o la sostenía la fina cadena que la ataba con toda clase de intereses, con los intereses pasajeros y contradictorios de los vencedores, la floja vinculación a los planes cotidianos de la estrategia y del dinero, la fe supersti­ción o superchería de las esferas de influencia de la diploma-cia y las posiciones del poder? No la Historia, sino la Eco­nomía, no la confusa Clio, sino Mercurio con su bolsa llena dominaba la escena. Edwin veía en esta ciudad un espec-

. táculo y un ejemplo, colgaba, colgaba del abismo, estaba en el borde, se mantenía en un peligroso y trabajoso equilibrio, podía vacilar hacia lo viejo y aún así acreditado, podía vaci­lar hacia lo nuevo y desconocido, podía mantenerse fiel a la cultura heredada, pero también hundirse en una incultura quizá pasajera, desaparecer quizá como ciudad, convertir­se quizás en un masivo presidio, hacer realidad en hormigón y alta tecnología la visión de las fantásticas prisiones de Pira­nesi, ese curioso grabador cuyas ruinas romanas tanto ama­ba Edwin. El escenario había sido construido para la trage­dia, pero lo que ocurría en primer plano, ante el proscenio de las horas, los contactos personales con el mundo, se man­tenían por el momento en lo burlesco. En el hotel había gen­te que esperaba a Edwin. Se lo habían anunciado: periodistas,

II4

fotógrafos, una entre.vistado,:it -había-env-iaap, su petición~ . preguntas absurdas, una conversación entre imbéciles. Edwin no siempre evitaba la publicidad y a sus representantes, le agotaban, sin duda, le costaba un esfuerzo de superación ha­blar con desconocidos, pero a veces, incluso a menudo, lo había hecho ya, lo había conseguido, había satisfecho la ne­cedad con una broma y se había ganado las simpatías de los creadores de opinión, pero aquí en esta ciudad temía a los pe­riodistas, los temía porque aquí, donde la tierra Y el tiempo habían temblado y podían romper en cualquier momento hacia la nada o hacia lo nuevo, hacia otro futuro descono­cido del que nada se sabía, aquí ·no podría bromear, no en­contraría fácilmente la palabra buena, inteligente Y jugue­tona que se esperaba de él. ¿Y si dijera la verdad? ¿Conocía él la verdad? Oh, la más antigua de las preguntas: ¿Qué era verdad? Sólo habría podido hablar de temores, miedos in­sensatos quizá, dejar curso a la melancolía que le había aco­metido, pero el temor y el luto le parecían aquí desterrados a un sótano, al sótano sobre el que se habían derrumbado las casas, y allí sólo se podía acceder por un tiempo. El olor de ese sótano cubierto de escombros yacía sobre la ciudad. Nadie parecía advertirlo. Quizá se olvidaban por entero las criptas. ¿Debía recordar Edwin?

La ciudad le atraía. A pesar de todo, le atraía. Se quitó la túnica de seda de monje y se vistió, adaptado al mundo, con­venientemente contemporáneo. Quizá al hacerlo se disfraza­ba. Quizá no era un ser humano. Bajó corriendo las escaleras, con el ligero sombrero negro de la Bond Street de Londres un poco inclinado sobre la frente. Tenía un aspecto extre­madamente distinguido, un poco como el de un chulo viejo. En el descansillo de la escalera, ante el vestíbulo, advirtió a Mesalina. Le recordó a un personaje espantoso, a un fantas­ma que trabajaba en América como periodista de sociedad,

II5

Page 56: Palomas en la Hierba

- ~~una, cotilla . pJofesio@J;;.Y.~ vmvió .. a subir .corriendo ·la,eseai:e:=-0

ra, buscó la puerta de una salida trasera, pasó ante los al­macenes de la ropa de cama, ante muchachas que se reían por lo bajo tendiendo sábanas lienzos mortajas, envoltorios para los cuerpos y envoltorios para el amor, para el abrazo, la concepción y el último estertor, pasó corriendo por entre un mundo de mujeres, por entre los distritos marginales del reino materno y, sediento de otro aire, abrió una puerta y se encontró en la amplia y famosa cocina del hotel. ¡Funesto! ¡Funesto! La cena intacta en su habitación volvió a agobiar­le. Con qué gusto habría charlado en otras circunstancias con el chef acerca de la Physiologie du gout y se habría que­dado mirando a los guapos pinches de cocina que esca­maban suaves pescados brillantes como el oro. Así que se precipitó por entre el vapor de la sopa de carne y el áspero aroma de la verdura hacia otra puerta, que ojalá condujera por fin al exterior ... pero tampoco esa conducía de veras al exterior. Edwin estaba ahora en el patio del hotel, delante de un soporte de hierro que albergaba las bicicletas del perso­nal, de los cocineros, camareros, botones y criados, y detrás del soporte había un caballero que, en la confusión de un se­gundo, Edwin tomó por sí mismo, por su imagen en el espe­jo, por su doble, una aparición simpática y antipática, pero entonces vio que, naturalmente, era un espejismo, un absur­do intelectual, no era su imagen quien allí estaba, sino un ca­ballero más joven, que no se le parecía ni de lejos, pero que aún así seguía resultándole emparentado, simpático y anti­pático, y parecido a un hermano al que no se quisiera. Ed­win comprendió: el caballero era un escritor. ¿Qué hacía él allí, detrás de las bicicletas? ¿Le espiaba? Philipp reconoció a Edwin, y pasado el primer instante de sorpresa pensó: «esta es la ocasión de hablar con él». «Podríamos tener nues­tra conversación», pensó. «Edwin y yo, charlaríamos, nos

II6

·etttencleríamosr(fUÍzás.:;él,;~ ;k).;que,so.y.~ ,F,ero-,.flt"~..S:a: ~::....::L~

peranza ya huía de Philipp, la confusión triunfaba, el asombro de ver a Edwin aquí, en el patio del hotel, y pen-só «es ridículo, no puedo hablarle ahora», y en vez de ade­lantarse retrocedió un paso, y también Edwin retrocedió y pensó «si este hombre fuera joven, podría ser un joven poe-ta, un admirador de mi obra», y no fue consciente de lo ri-dículo que era ese pensamiento y su formulación; llevado al papel Edwin nunca habría admitido esa frase, se habría ru­borizado, pero aquí, en lo invisible en lo flotante del pen­samiento que aspiraba en ese momento a brotar, no venció la reflexión, sino el deseo, le hubiera gustado encontrar en esa ciudad a un joven poeta, a un aspirante, a un emulador, le hubiera gustado encontrar a un discípulo, a un poeta del país de Goethe y de Platen, pero este de aquí ya no era nin-gún joven, ningún radiante creyente, en el rostro del otro estaban escritas sus propias dudas, sus propias penas, sus propias preocupaciones, y ambos pensaron en el patio del hotel, huidos de la compañía de los hombres, «tengo que evitarle». Philipp ya llevaba un rato en el patio. No podía salir. Dudaba ante la salida de personal del hotel, temía pa-sar delante de un reloj de control y del portero. El portero le tomaría por un ladrón. ¿ Cómo iba a explicar su deseo de desaparecer de la casa sin ser visto? ¿Y Edwin? También él parecía perplejo. Pero, de pie a la cabecera del patio, Edwin llamaba más la atención que Philipp, y el portero salió de su

cuarto y gritó: -¿Qué desean los señores? Ambos poetas se encaminaron entonces, guardando tí­

mida distancia entre ellos, hacia la salida, pasaron por de­lante del reloj de control, del capataz mecánico de los escla­vos, medidor de horas y contador de trabajo, al que nunca se habían sometido, y el portero los tomó por hombres que te-

II7

Page 57: Palomas en la Hierba

nían que utili~f...Ja-.-.sali-da~,petsoaahper,-1tn~ ·hist-0tia 0~ :i

mujeres, y pensó «chusma» y «vagos».

Sin hacer nada charla~do soñando, pequeños sueños planos Y complacientes en un eterno dormitar, un dormitar de di­cha, soñador, cuarentona guapa busca caballero en posición asegurada, se sentaban las mujeres, las que vivían de las pen­siones del Estado, los desembolsos asegurados en caso de muerte, las pensiones de divorcio y las indemnizaciones por separación, en el Café de la Catedral. También la señora Behrend amaba esos lugares, el lugar de reunión preferido de sus almas gemelas, donde junto al café y la nata era posi­b_le entregarse complacidas al dolor del abandono, compla­cidas a la amargura de la decepción. Carla aún no tenía ni pensión ni renta, y la señora Behrend vio con temor e inco­modidad salir a su hija de la sombra de la torre de la catedral Y entrar a la luz de color rosa bombón del farol, a ese cómo­do puerto de la vida, a la bahía de tranquilo chapoteo, al ve­dado de los amablemente preocupados: una perdida. Carla estaba perdida, era la víctima, una víctima de. la guerra, ha­bía sido arrojada a un monstruo devorador, se evitaba a la víctima, estaba perdida para la madre, para el decente círcu­lo de la madre, para todo origen y moral, arrancada a la casa paterna. Pero, ¿qué importaba? Ya no había casa paterna. Cuando la casa quedó destruida por los bombardeos, la fa­milia se había disuelto. Los lazos habían saltado por los ai­res. Quizá la bomba sólo había puesto de manifiesto que eran vínculos laxos, una cuerda de costumbre trenzada de. azar, error, decisiones erróneas y estupidez. Carla vivía con un negro, la señora Behrend en una buhardilla con las notas amarillentas de los conciertos en la plaza, y el director de or­questa tocaba, arrojado a los brazos de una ramera, para las fulanas. Cuando vio a Carla, la señora Behrend miró inq__1:Jie-_

rr8

i .

dondo · .Jr i.., · • · ., í't\ta,.CJt.:,f.t! · .. ..para,~~r~1 .. cw./~~...&:~~ "'!l\'.~-~1 .. _ enemigas, conocidas sentadas cerca. No gustaba de mostrar-se en público con Carla {¿quién sabe? quizás aparezca tam-bién su negro, y las damas del café verían la vergüenza), pero la señora Behrend aún temía más las conversaciones con Carla en la soledad de la buhardilla. Madre e hija ya no te-nían nada que decirse. Y Carla, que había buscado a la se-ñora Behrend en el café que conocía como sede vespertina de su madre, con el sentimiento de tener que verla antes de ir a Ja clínica para abortar el fruto indeseado del amor, ¿del amor? ah, ¿era amor? ¿no era sólo soledad compartida, de­sesperación del ser arrojado al inundo, el cálido yacer perso-na contra persona? y ese ser cercano y ajeno que había en su vientre, ¿no era sólo fruto de la costumbre, de la costumbre de un hombre, de sus abrazos, su penetración, fruto de la pe-queña contención, fruto del miedo, del no poder resistir sola, que a su vez había engendrado nuevo miedo, que que-ría dar a luz nuevo miedo? Carla vio a su madre con su cara de pez, su cabeza de platija, con un rechazo frío de pez, su mano se mezclaba con la cucharita de café y nata y era como la aleta de un pez, la aleta un poco temblorosa de un pez la­mentable en un acuario, así lo veía Carla ¿era una visión de­formante? ¿era ese el verdadero rostro de su madre? seguro que otro distinto se había inclinado sobre la cuna de Carla, Y sólo entonces, después, mucho después, cuando no había nada pequeño que cuidar y que hacer, el pez se había esca-pado de su piel, la cabeza de platija, y el sentimiento de Car-la, que la había impulsado a ver a su madre, a intentar una conversación, murió cuando llegó hasta el sitio en el café de la señora Behrend. Por un momento, la señora Behrend tuvo la sensadón de que no era su hija, sino la torre de la catedral la que se ·alzaba opresiva ante ella.

II9

Page 58: Palomas en la Hierba

:!~~-:\%c_ll1-JIJ.i§,e_M~.Jp¿e{))ib.íM subj,cf.fl~J~toue~Josef est-aba sin a!ierr-,:'-'-'*. to, Y aspiró el aire de la altura cuando al fin, una vez supe­rados los escalones que se deshacían en la muralla y las em­pinadas escalas de madera, alcanzaron el escenario superior de la torre. La cajita de música callaba. Había una pausa en la emisión. Sólo se oía la respiración acelerada, quizás el can­sado corazón del viejo maletero. Deslizaron la vista sobre la ciudad, sobre los viejos tejados, sobre las iglesias románicas góticas, barrocas, sobre las ruinas de las iglesias, sobre lo~ armazones recién levantados, sobre las heridas de la ciudad, las superficies libres de los edificios volados. Josef pensaba en lo viejo que se había vuelto, siempre había vivido en esta ciudad, nunca había salido de viaje, salvo la excursión al bosque de Argonner y al Chemin-des-Dames, no había he-cho más que llevar las maletas de la gente que viajaba, pero en el bosque de Argonner había llevado un fusil y en el Che­min-des-Dames granadas de mano; y quizás, había pensado entonces, en el refugio, durante una hora de muerte, duran-te el fuego graneado, quizá disparaba sobre viajeros y derri-baba viajeros con explosivos, gente que en casa, cuando eran viajeros de fuera, le habían dado una buena propina, así que ¿por qué la policía no prohibía que disparase y ma-tase con bombas? habría sido tan fácil, él habría obedecido: la guerra bajo prohibición policial; pero ellos estaban locos, todos estaban locos, hasta la policía se había vuelto loca, to­leraba el crimen, ah, era mejor no pensar en eso, Josef se atu-vo a ello, el fuego graneado disminuyó, se habían cansado de matar, la vida, las maletas de los viajeros, la hora del bo­cadillo Y la cerveza habían recobrado sus derechos hasta

' que todos se habían vuelto locos por segunda vez, seguro que era una enfermedad recurrente, esa peste se había llevado a su hijo, le había quitado a su hijo, y por hoy le había dado un negro, un negro con una maleta que hablaba y hacía mú-

12.0

..~s ,~2 .~w;g~a ,te..)lª1?i~~ª-~~~~Ji9 .• ~~.§g,l;J .. q{f$SÍt!~.-~~-~ catedral, Josef nunca había estado en la torre; solo a un ne-gro se le podía ocurrir subir a la torre. «Es un caballero muy extraño», pensó Josef, mientras miraba parpadeando a lo le­jos. Incluso le tenía un poco de miedo a Ulises, y se pregun­tó: «¿qué hago si este diablo negro quiere de repente tirarme abajo?». Se mareó de tanto pensar y de tanta amplitud. Uli­ses miraba satisfecho la ciudad. Él estaba arriba. Ella estaba a sus pies. No sabía nada de la vieja historia de la ciudad, no sabía nada de Europa, pero sabía que esta era una capital de los hombres blancos, una ciudad de la que habían venido para fundar lugares como Nueva York. Los Black Boys ha­bían salido de la selva. ¿Aquí nunca había habido selva, sólo casas? Naturalmente, aquí también había habido selva, den­sa selva virgen, verde espesura, Ulises vio junglas enormes crecer a sus pies, espesura, helechos, lianas recubrieron las casas; lo que había sido, siempre podía volver. Ulises dio una palmada en los hombros de Josef. El viejo maletero se tam­baleó bajo el golpe. Ulises rió, rió con su ancha risa de rey Ulises. El viento se agitaba en las alturas. Ulises acarició una gárgola gótica que sobresalía de la torre, una figura en pie­dra de la Edad Media que expulsaba al diablo de las torres, Y Ulises sacó un lápiz rojo de su chaqueta y escribió en dia­gonal sobre el vientre de la gárgola, orgulloso, su nombre: Ulises Cotton, de Memphis, Tenneseee, Estados Unidos.

¿Qué le daban a una los americanos? Era vergonzoso que Carla se hubiera unido a un negro; era terrible que estuviera embarazada de un negro; era un crimen que quisiera matar al niño que llevaba dentro de sí. La señora Behrend se nega­ba a seguir pensando en ello. Lo espantoso no se podía ex­presar. Si ocurría algo que no debía ocurrir, había que ca­llar. Aquí no había amor, aquí había abismos. Esta no era la

12.I

Page 59: Palomas en la Hierba

~ajWt . .SS-.a:~ .Ht~~la.iefu;>~Jk~~c;11c;.h~Ja.,rca­dio, esta no era la película que le gustaba ver, aquí no se tra-ta ha de la pasión de un conde o un ingeniero jefe como en las novelas que tanto emocionaba leer. Aquí sólo se abrían abismos, perdición y vergüenza. «Si al menos estuviera ya en América», pensó la señora Behrend. «América debe ver cómo termina con esta vergüenza, aquí no tenemos negros, pero Carla nunca se irá a América, se quedará aquí con su bastardo negro, vendrá a este café con el niño negro en bra­zos» ... «No quiero», pensó Carla, «¿cómo lo sabe ella? ¿es que esa cabeza de pez tiene ojos de vidente? yo quería decír­selo, pero no se lo he dicho, no le puedo decir nada» ... «Yo lo sé todo», pensó la señora Behrend, «yo sé lo que quieres decirme, se te ha ocurrido, quieres hacer algo malo, quieres consejo en lo que no te puedo aconsejar, haz lo malo, ve al médico, no te queda otro remedio que hacer lo malo, no quiero verte aquí con un niño negro ... »

Él quería el niño. Veía en peligro al hijo de su amor. Carla no era feliz. Él no había hecho feliz a Carla. Había fracasa­do. Estaban en peligro. ¿Cómo iba a decirlo Washington? ¿Cómo podía decir lo que temía? El doctor Frahm había sa­lido al pasillo a regañadientes. Estaban limpiando la consul­ta. La puerta estaba abierta. Una mujer limpiaba con un pafio húmedo el linóleo del suelo. El paño húmedo pasó por las patas blancas de la gran silla de exploración. El doctor Frahm había sido molestado durante su comida. Se había le­vantado de la mesa. Tenía una servilleta blanca en la mano .. En la servilleta había una mancha roja' reciente: vino. Un olor a carbol salía de la consulta, la mujer que limpiaba la estancia lanzaba al aire un viejo aroma a desinfectarlte. ¿Cómo iba a decírselo Washington al médico? Carla había estado aquí. El doctor Frahm lo dijo. Dijo que todo estaba

122. l

en_ pf9~ :¿Q~{J~!J~.paq;~q~-~w (W.~JJ.@~ fiJ~.~9: . . aquí si todo estaba en orden?

-Un pequeño trastorno -dijo Frahm. ¿Se abría paso la.indignación? Así que era él, el padre ne­

gro. Un hombre guapo, si uno se acostumbraba a la piel. -Esperamos un hijo-dijo Washington. -¿Un hijo? -preguntó Frahm. Miró sorprendido a

Washington. Pensó: «voy a hacerme el tonto», el doctor Frahm tuvo la extraña idea de que el negro, en el corredor oscuro -estaba justo debajo de la frase enmarcada, el lla­mado juramento de Hipócrates-, palidecía.

-¿No se lo ha dicho? -preguntó Washington. -No -dijo Frahm. ¿Qué pasaba con este negro? El doctor Frahm plegó la

servilleta . .La mancha roja desapareció en los pliegues blan­cos. Fue como si se cerrase una herida. La cosa no se podía hacer. Carla debía traer su hijo. al mundo. El pequeño negro quería vivir. Aquí amenazaba la vergüenza.

La señora Behrend callaba, callaba tercamente, ofendida y con cabeza de platija, y Carla seguía adivinando suspensa­mientos. Eran pensamientos que Carla podía adivinar y com­prender, su propio pensamiento no se movía lejos del de su madre, quizá era una vergüenza, quizá un crimen, lo que ha­cía y quería hacer, a Carla no le importaba nada su vida, ha­bría negado gustosa su vida, la sufría, no la llevaba, creía te­ner que disculparse, y creyó tener para sí la disculpa de la época, la disculpa de una época que se había vuelto de desor­den, que había traído el crimen y la vergüenza y volvía cri­minales y vergonzantes a sus hijos. Carla no era ninguna rebelde. Ella creía. ¿En Dios? En la convención. ¿Dónde es­taba Dios? Quizá Dios habría aprobado a su novio negro. Un Dios para todos los días. Pero ya para su madre Dios

123

Page 60: Palomas en la Hierba

sóloJit~i~}}<l.9. uµ_Dje>s. 4~-~f~~{iYps. ~!lrla: no había~do,, , C-óndudd'a há,sta Dios. E~ ia 'éomunión, sóÍo ia habí'a'~· iie~a:. do hasta su mesa.

Ella quería conducirle hasta Dios. Emmi, la niñera, quería conducir hacia Dios a la niña que le había sido confiada; con­sideraba su misión impuesta por Dios educar a Hillegonda, la hija de los actores, la hija del pecado, la hija de la que los pa­dres no se ocupaban, en el temor de Dios. Emmi despreciaba a Alexander y Mesalina; estaba empleada con ellos y le paga­ban, le pagaban muy bien, pero los despreciaba. Emmi creía querer a la niña. Pero no se podía mostrar amor a Hillegonda, sólo severidad, para arrancarla del infierno en el que había caído ya debido a su nacimiento. Emmi hablaba a Hillegonda de la muerte para mostrarle la insignificancia de la vida, y la llevaba a altas y oscuras iglesias para dirigir sus sentidos hacia la eternidad, pero la pequeña Hillegonda se estremecía ante la muerte y se helaba de frío en las iglesias. Estaban en la capilla lateral de la catedral, junto al confesionario. En la pilastra que Hillegonda contemplaba habían tapado a duras penas con mal mortero el destrozo causado por una bomba, y algo pa­recido a una herida apenas cicatrizada se extendía hasta la co­rona de hojas de piedra del capitel de la pilastra. «Llevar la niña hacia Dios.» La niña tenía que ser llevada hacia Dios. Emmi veía lo pequeña, lo desvalida que estaba la niña junto a la maciza pilastra manchada de mortero. Dios ayudaría a Hi­llegonda. Dios le asistiría. Él se encargaría de la pequeña y desvalida, de la inocente culpable cargada de pecados. Hille­gonda debía confesar. Debía confesar incluso antes de la edad de la confesión, para ser absuelta de sus pecados. ¿Qué debía confesar? Hillegonda no lo sabía. Sólo tenía miedo. Tenía miedo al silencio, tenía miedo al frío, a la grandeza y sublimi­dad de la nave de la iglesia, tenía miedo a Emmi y a Dios.

,· .. _J:?a, .la mano a ;Eip.mi. . . .._ ~..,.....-_ ¿Los-pecaaos 'de los padres?' ¿Qué pecados eran esos?

Hillegonda no lo sabía. Sólo sabía que sus padres eran peca­dores rechazados por Dios. «Hija de actores, hija de come­diantes, hija del cine», pensó Emmi.

-¿Dios es malo? -preguntó la niña.

-¡Espléndido! ¡Grandioso! ¡Magnífico! El archiduque se desvistió, se le quitó el Toisón de Oro.

«¡Espléndido! ¡Grandioso! ¡Magnífico!» El jefe de produc­ción había visto el esquema: las tomas del día eran espléndi­das, grandiosas y magníficas. El jefe de producción elogió a Alexander. Él se elogió a sí mismo. Una superpelícula. El jefe de producción se Sentía el creador de una obra de arte. Era Miguel Ángel hablando por teléfono con la prensa Amor ar­chiducal en marcha, gran reparto. Alexander sentía ardor de estómago. Le habían quitado el maquillaje. Volvía a tener un aspecto caseoso. ¿Dónde estaría Mesalina? Le habría gus­tado llamarla. Le habría gustado decirle: «Estoy cansado. Esta noche nada de fiestas, nada de compañía. Estoy cansa­do. Quiero dormir. Tengo que dormir. Voy a dormir. Mal­dita sea. ¡ Voy a dormir!». Se lo habría dicho por teléfono. Le habría dicho a Mesalina lo cansado, vacío y miserable que se sentía. Por la noche ya no lo diría.

Ella estaba en el bar del hotel, tomando un Pernod. Pernod, eso era algo de tan mala reputación que estimulaba: «Pernod París, París la ciudad del amor, casas públicas cerradas, da­ñan el prestigio de Francia». Mesalina hojeó su cuaderno de notas. Buscaba direcciones. Necesitaba mujeres para esa no­che, chicas, chicas guapas para su reunión. Era improbable que Emiliá viniera. Philipp no vendría. Tampoco le llevaría a la pequeña verde, la pequeña y encantadora americana de los

125

Page 61: Palomas en la Hierba

ojqs verdes. J,>~r.o había qµe tener chicas enJa fiesta. ¿Quién iba a desnudarse? ¿Sólo Íos efebos? Tambié~ había heterose­xuales. ¿Y si llamaba a Susanne? ¿Otra vez Susanne? Era aburrida. No inflamaba. Y a no había chicas. Susanne no era más que una ramera tonta .

«Hay tantas fulanas», pensó la señora Behrend, «y tiene que lanzarse precisamente sobre Carla, y ella tiene que decir que sí, tiene que lanzarse sobre él sin horrorizarse, a mí me horro­rizaría, ¿por qué fue al cuartel, por qué fue con los negros? porque no quería quedarse conmigo, porque no quería oír cómo me quejaba de su padre, entonces aún ine quejaba de su crimen, ella tenía que defenderle, tenía que defenderle a él y a su ramera, la tiene de él, la sangre musical, son gitanos, sólo el ejército los tenía a raya, a ella y a él, qué hombre cuando iba a la cabeza del regimiento, la guerra le echó a perder».

No era tan grave. Los periódicos habían exagerado. Aquí al menos la guerra no parecía haber sido tan grave, y precisamente de esta ciudad los reporteros habían escrito que la furia de la guerra la había asediado especialmente. A Richard, que iba a la ciudad en el autobús del aeropuerto, le decepcionaba la estampa de destrucciones que se le ofre­cía. Pensó «he volado muy lejos, ayer aún estaba en Améri­ca, hoy estoy en Europa, en el corazón de Europa diría el bueno de Wilhelm, y ¿qué veo? no veo ningún corazón, una luz marchita, tengo suerte de no tener que quedarme». Ri­chard había esperado ver terribles devastaciones, calles cu­biertas de escombros, fotos como las que se habían publicado en la prensa después de la capitulación alemana, imágenes que de muchacho había contemplado con curiosidad y que habían hecho llorar a su padre. El trozo de estopa con el que su padre se había secado los ojos estaba empapado en

!26

aceite.Jimpiador, y_ los párpados ma,nchados parecían . mar­cados a puñetazos. Richard Kirsch estabá atravesando una ciudad que no era tan distinta de Columbus, Ohio, y Wil­helm, su padre, había lamentado en Columbus, Ohio, pre­cisamente la ruina de esta ciudad. ¿ Qué había sucumbido aquí? Se habían derrumbado unas cuántas casas viejas. Ha­cía mucho que estaban listas para el derribo. Los huecos en las calles se cerrarían. Richard pensó que le gustaría ser jefe de obra aquí; por un tiempo, y jefe de obra americano, cla­ro. ¡Qué rascacielos iba a plantar sobre las escombreras! La región tendría un rostro más avanzado . Bajó del autobús y vagó por las calles. Buscaba la ·calle en la que vivía la señora Behrend. Miró los esc.:aparates, vio vitrinas surtidas, aumen­ta el índice del coste de la vida, una cantidad de productos que le sorprendió, aquí y allá faltaban anuncios, pero por lo demás las tiendas eran exactamente iguales a las tiendas de casa, a menudo eran más amplias y vistosas que la tienda de armas de su padre en Columbus. Esta calle comercial era ahora la frontera, la tierra fronteriza que Richard debía proteger. Desde lo alto, desde el avión, todo se veía más sencillo, más plano, se pensaba en amplios espacios, se pen­saba de forma geográfica, geopolítica, inhumana, se traza­ban frentes a través de continentes como un trazo de lápiz en un mapa,"pero abajo, en la calle, entre las gentes, que te­nían todas algo de tonto y espantable, le pareció a Richard, vivían en una enfermiza desproporción entre lentitud y agi­tación, parecían en su conjunto pobres y vistos de uno en uno otra vez ricos, Richard tuvo la sensación de que aquí había varias cosas que no cuadraban, no cuadraban en con­junto, y que esas gentes eran impenetrables para él. ¿Quería protegerlas? Ellos verían cómo se las arreglaban con su de­sorden eúropeo. Él quería defender a América. Si había de ser así, defendería a América incluso en Europa. El viejo

r2z

Page 62: Palomas en la Hierba

--''"'J..~lg¡.Jl9 .del .~j#EitQ ~lemáQ WilhelmXirsch se habia ido de. Alemarúa después de diez años de servicios. Había podido retirarse a tiempo al otro lado del océano con su indemni­zación por años de servicio. Luego vino Hitler, y con Hitler vino la guerra. Wilhelm Kirsch se habría convertido en un héroe muerto o en general. Quizás en caso de ser general habría sido ahorcado por Hitler o, después de la guerra, por los aliados como criminal de guerra. Con su oportuna emi­gración a América, Wilhelm había escapado a todas las po­sibilidades históricas, tanto de honor como de ahorcamien­to. Pero no había escapado del todo al oprobio. Desde sus primeros pasos vacilantes por la tienda, Richard había vis­to a su padre manejar armas, las firmes empuñaduras, los fríos cañones que podían matar de las armas de fuego. A Ri­chard le había dejado perplejo, como si le hubiera alcanza­do una bala de uno de los fusiles, que su padre no fuera a la guerra como los padres de sus compañeros, sino que se ins­talara como viejo armero en un puesto en fábricas que lle­vaba aparejada la exención del servicio en el frente. Richard se equivocaba: su padre no era ningún cobarde, no había tratado de sustraerse a las fatigas, sufrimientos y peligros de la guerra, ni tampoco fue indiferencia hacia la nueva patria elegida lo que le hizo quedarse en Estados Unid~s, sino más bien la reticencia y el titubeo a la hora de atacar a la vieja patria abandonada de su nacimiento; pero la verdadera ra­zón por la que Wilhelm Kirsch rehusó ir a la guerra fue su educación en el Ejército Imperial, el áspero pulimento red· bid o, la capacitación de von Seeckt, la enseñanza del modo rápido y directo de matar al enemigo, que habían convenci­do a Wilhelm Kirsch de que toda violencia era repugnante y todo conflicto _ debía ser resuelto mediante el diálogo, la ne­gociación, la disponibilidad al compromiso y la concilia­ción antes que mediante la pólvora. Para el soldado emigra-

n8

do Wilhelm l<ir.sch, América .había sido la tieua...de. pr.omi: sión, el nuevo reino de los pacíficos, la sede de la tolerancia y de la renuncia a la violencia; Wilhelm Kirsch había viaja­do al nuevo mundo con la fe de los padres peregrinos, y la guerra que América practicaba, por justa que pudiera ser, era una conmoción de su fe en la razón, la comprensión y el pacifismo alcanzada en un cuartel alemán, y finalmente Wilhelm Kirsch dudó de la veracidad de los viejos ideales de América. El viejo soldado del ejército imperial alemán se había convertido -una de esas rarezas de la vida- en un pacifista que manejaba armas de fuego, pero Richard, su hijo nacido en América, volvía a pensar de forma diferente sobre el ejército y la guerra, y al padre casi le parecía como si su hijo fuera igual que los jóvenes oficiales del ejército alemán de los años veinte, y en cualquier caso Richard se alistó en las fuerzas aéreas americanas en cuanto su edad se lo permitió. Wilhelm Kirsch no había luchado en la guerra. Richard Kirsch estaba dispuesto a combatir por América.

Schnakenbach no quería luchar. Rechazaba la guerra como medio de confrontación humana, y despreciaba la condición de soldado, que consideraba un residuo de las épocas bárba­ras, un atavismo indigno de una civilización avanzada. En silencio, había ganado y perdido para sí la Segunda Guerra Mundial. Había ganado su guerra, la guerra justa, peligrosa Y rica en escarceos contra las comisiones de reconocimiento, pero había vuelto inválido de la lucha. Schnakenbach había tenido una idea, una idea científica, porque todo en él se re­gía por principios científicos, y quizás habría estado dispues­to a practicar una guerra científica, una guerra sin soldados, una guerra global de los .cerebros cuyos solitarios portadores incuban fórmulas mortales, se sientan detrás de cuadros de mandos y apretando un botón aniquilan la vida en un lejano

!2.9

Page 63: Palomas en la Hierba

-~contineoJe. En:-la-S.egunda. Gueua .Mundial, Schnakenbadi no había tenido la tentación de pulsar uno de esos botones mortales, y esa guerra no había sido su guerra, pero había tomado pastillas. Tornó pastillas estimulantes, pastillas que, to­madas en cantidad suficiente, le hicieron pasar días, sema­nas, meses casi sin dormir, de manera que al fin, mediante la permanente privación de sueño, llegó a tal estado de deca­dencia física que incluso un médico militar tuvo que man­darlo de vuelta a casa por inútil. Schnakenbach . no sucumbió al reclutamiento, ese atavismo de la degradación humana, pero cuando la guerra hubo terminado había sucumbido a las drogas. Su hipófisis, las glándulas suprarrenales, funcio­naban a la inversa, los órganos se pusieron en huelga contra la competencia de la química y siguieron tercamente en huel­ga cuando la comisión de reclutamiento quedó disuelta y el riesgo de convertirse en soldado dejó de existir en Alemania por un tiempo. Schnakenbach padecía de somnolencia, el sueño se vengaba de él, un profundo sueño había caído so­bre él, se dormía allá donde fuera y se quedase quieto, y necesitaba dosis inusualmente grandes de pervitina y benci­drina para alcanzar durante unas horas al día al menos un estado de semisueño. Los estimulantes requerían receta, y como Schnakenbach no las obtenía en cantidad suficiente asaltaba a Behude en demanda de prescripciones o intenta­ba, dado que era un químico capaz, fabricar las sustancias por sí mismo. Echado de su trabajo por somnolencia, gas­tando su poco dinero en experimentos científicos, el empo­brecido Schnakenbach vivía en el sótano de la casa de una

. baronesa, una paciente de Behude que, desde que había reci­bido hacía años una citación de la oficina de empleo, sufría la alucinación de haber sido reclutada para tranviaria, y to­das las mañanas salía temprano de su hermosa vivienda y pasaba ocho horas recorriendo de forma insensata la ciudad

· en 1:lllª ~ftef.!P-i!!a4~ !!I!~~i_~e~~!1:!!.Y!~it>.9u.e. 1.~.Egit.~P--~-~~~,, .... marcos diarios y, lo que era peor, la «enervaba», como ella le decía a Behude, al que pedía certificados de exención laboral que él no podía extenderle porque ella no trabajaba en ningún sitio. Behude trató de librar a la paciente de sus viajes entran­vía mediante un análisis de su primera infancia. Había esta­blecido a los ocho años tendencias incestuosas hacia su padre, un general con mando en plaza, proyectadas sobre un cobra­dor del tranvía. Pero el descubrimiento de su enterrado pasa­do sólo había hecho que la . baronesa faltara a su imaginario trabajo, lo que, según contaba a Behude, le había causado grandes inconvenientes. Behude no encontró a Schnakenbach en su sótano. Encontró un catre desecho, sucio de polvo de carbón, encontró la chaqueta y los pantalones rotos del maes­tro industrial tirados en el suelo, vio en una mesa de jardín los frascos, retortas y hornillos de su cueva de alquimista, y por todas partes, dispersos por la cama, el suelo y la mesa, encon­tró notas con fórmulas químicas, dibujos de estructuras quí­micas que parecían microfotografías muy ampliadas de abs­cesos cancerosos, tenían algo de proliferante, peligrosamente enfermizo y devorador, desde puntos y círculos salían otros puntos y círculos, carbono, hidrógeno y nitrógeno se dividían, reunían y multiplicaban en esas imágenes hechas de trazos y manchas de tinta y, unidos al fósforo y al ácido sulfúrico, de­bían conjurar el sueño de Schnakenbach y dar ~orno resulta­do la anhelada droga de la reanimación. Behude pensó al c~n­tcmplar los dibujos de las fórmulas, «así ve Schnakenbach el mundo, el universo, así se ve a sí mismo, todo en su concep­ción es abstracto y crece desde las partes más pequeñas hasta formar gigantescas operaciones aritméticas». Behude dejó un envase .de pervitina sobre la mesa de jardín. Tenía mala con­ciencia. Salió del sótano como un ladrón.

Page 64: Palomas en la Hierba

La c,a,rn_~.t:~f~ re~ogió la mesa. El sitio d~ cabecera dt .l~ .$.~tig­ra Behrend en el Café de la Catedral estaba libre por hoy. Madre e hija se habían ido. Se habían separado a la puerta del café, a la sombra de la torre de la catedral. Lo que quizá quisieron decirse había quedado sin decir. Ambas habían sentido fugazmente la necesidad de un mutuo abrazo, pero sólo se habían rozado con frialdad las manos por un instan­te. La señora Behrend pensó «tú lo has querido así, tienes que seguir tu camino, déjame en paz», y eso significaba «no me molestes en mi café, en mi tranquilidad, en mi conformi­dad en mis creencias», y su creencia era que las mujeres de­centes como ella tenían que conservarse de algún modo, que el mundo nunca podría salirse tanto de sus casillas como para que a ella no le quedara como premio de consolación la charla vespertina con señoras como ella. Y Carla pensó «no sabe que su mundo ya no existe». Pero, ¿qué mundo existía? Una mierda de mundo. Un mundo total y absolutamente de­jado de la mano de Dios. El reloj de la catedral dio una hora. Carla tenía que apresurarse. Antes de que Washington llega­ra a casa del partido de béisbol, quería recoger sus cosas e ir a la clínica. Había que librarse del niño. Washington estaba loco por querer que trajera su hijo al mundo. El otro mun­do, el hermoso mundo de las revistas, de las cocinas mecáni­cas, de los aparatos de televisión y de las viviendas al estilo de Hollywood, no pegaba con ese niño. Pero, ¿acaso no daba ya igual? ¿No daba incluso igual ya ese niño, su naci­miento o su muerte? Carla dudaba ahora de que fuera a al­canzar jamás el hermoso mundo de ensueño de las revistas americanas. Había sido un error unirse a Washington. Car­la había subido al tren equivocado. Washington era un buen tipo, pero por desgracia iba en el tren equivocado. Carla no podía hacer nada contra eso, no podía cambiar que él fuera en el tren equivocado. Todos los negros iban en el tren equi-

132

vocado. Incluso los. dirt~tores de las orquestas de jazz iha!J..--.-.; en el tren eq~ivoc~do; ihá.ñ e~ el departamento de lujo del tren equivocado. Qué tonta había sido Carla. Hubiera debi-do esperar a un americano bÍanco. «También habría podido tener un blanco, también un blanco habría estado satisfe­cho, ¿me cuelgan los pechos? no me cuelgan, están firmes y redondos, ¿cómo los llamó ese tipo? Manzanas de leche, si- · guen siendo manzanas de leche, el vientre es blanco, un poco gordo, pero a ellos les gustan los muslos rotundos, lo rollizo, yo estoy rolliza, en la cama siempre estoy blandita, eso gus­ta, ¿es que no puedo divertirme? ¿qué se consigue a cambio? Dolor de vientre, pero también ·habría podido tener un blan­co.» Carla hubiera podido subir al tren correcto. Nunca se podría arreglar. Sólo el tren de los americanos blancos con­ducía al mundo de ensueño de las fotos de las revistas, al mundo del bienestar, la seguridad y el confort. La América de Washington era oscura y mísera. Era un mundo tan os­curo, tan mísero, tan sucio, tan abandonado por Dios como el mundo de aquí. « Quizá muera», pensó Carla. Quizá lo mejor fuera morir. Carla se volvió, .miró atrás por encima de la plaza, volvió a mirar hacia su madre, pero la señora Beh­rend ya había dejado la plaza de la catedral cobardemente, con rápidos pasos que escapaban de la desgracia y sin vol­verse a mirar a su hija. Desde la iglesia, desde los huecos de las ventanas que aún no habían vuelto a ser instaladas, rugía el órgano bajo las manos del organista en prácticas, se alza-ba el Stabat mater.

Stormy-weather: la música del organillo soplaba, se me­cía, temblaba y rechinaba desde todos los altavoces. En sin­cronía con los altavoces soplaban, se mecían, temblaban y rechinaban los sonidos de la maleta de música que Josef ha­bía puesto a su lado en el banco. Mordía un sándwich. Mor­día con dificultad el grueso pan de muchos pisos. Tenía que

133

Page 65: Palomas en la Hierba

abrir ~l m~ü:p.oJa. . .hogi,par.a,_p.odeJ: morder algo del grueso_ sándwich. Era un sabor soso. Sobre el jamón habían untado una pasta dulzona. El jamón sabía como a echado a perder. El sabor dulzón perturbaba a Josef. Era como si el jamón se hubiera estropeado y luego lo hubieran perfumado. Tampo­co las hojas verdes de ensalada que habían puesto entre el ja­món y el pan eran del gusto de Josef. El sándwich era como la tumba de un bocadillo de jamón, sembrado de yedra. Jo­sef se lo tragaba con repugnancia. Pensaba en su muerte. Se comía la comida extraña, de sabor extranjero, sólo por obe­diencia aprendida. No podía ofender a Ulises, su Señor. Uli­ses tomaba Coca-Cola. Se llevó la botella a la boca y la va­ció. Escupió el último trago bajo el banco de delante. Acertó exactamente en el listón inferior del banco de delante. Josef había podido librarse. Había podido librarse de la Coca­Cola. No le gustaba esa cosa nueva.

Washington corría. Oía el rebotar y chapotear · de la pe­lota. Oía el soplar, mecer, temblar y rechinar del organillo. Oía voces, las voces de la multitud, voces de la comunidad deportiva, gritos, silbidos y risas. Corría en torno al campo de juego. Jadeaba. Estaba bañado en sudor. El estadio pare­cía, con sus tribunas, una concha gigantesca llena de nerva­duras. Era como si las valvas se cerraran, como si le quita­ran para siempre el cielo, como si fueran a apretarse la una contra la otra y aplastarlo. A Washington le faltaba el aire. El organillo calló. El locutor del micrófono elogió a Washing­ton. Los altavoces repetían las palabras del reportero. El re­portero hablaba por la maleta de Ulises. El nombre de Wash­ington llenaba el estadio. Había ganado la base. El nombre del vencedor se afirmaba contra las valvas y les impedía cerrarse. Durante un tiempo, Washington había vencido al molusco. No se cerraría, no le aplastaría, no le devoraría en ese instante. Washington tenía que ganar una y otra vez.

134

«No está en forma»-,-peasó -l:leinz.µ -:.n.otaba a Washing­ton que no estaba en forma. Pensó: « Va a perder la próxima base, si pierde la próxima base se lo comerán». A Heinz le irritaba que silbaran a Washington, que se rieran y se burla­ran de él. No todo el mundo podía estar en forma. ¿Estaban ellos en forma? «Mocosos. » Se avergonzó. No sabía muy bien de qué se avergonzaba. Dijo:

-La próxima no lo conseguirá. -¿Quién no lo conseguirá? -preguntaron los chicos. El club juvenil germano-americano les había dado las en­

tradas para el estadio. Se habían llevado a la tribuna al perri­llo sin amo atado con su cordel.

-El negro de mi madre -dijo Heinz-, ese negro ya no lo conseguirá.

Richard había encontrado la casa de la señora Behrend. Habló con la hija de la portera. La hija de la portera le ha­blaba de arriba abajo, de arriba abajo completamente de he­cho, porque estaba dos peldaños más arriba que Richard, pero también de arriba abajo en sentido figurado. Richard no era el hombre radiante, el hombre de éxito, el héroe que la fea muchacha esperaba. Richard había venido a pie; los fa­voritos de los dioses venían en coche. Richard, ella se daba cuenta, era un simple soldado, aunque fuera un aviador. Desde luego, los aviadores eran algo mejor que los soldados corrientes, la fama de ÍCaro los elevaba, pero la hija de la portera no sabía nada de ícaro. Si Richard hubiera aterriza­do en avión en la escalera y hubiera saltado con flores en el brazo quizás hubiera podido ser el novio que esperaba esa criatura carente de encantos; pero no, no hubiera podido ser su novio: incluso entonces, le habría faltado la cruz de caba­llero. La muchacha vivía en un mundo de espantosos prejui­cios de clase. Se había imaginado una jerarquía de clases, en sU ·cabeza reinaban costumbres más E_ígidas Y-más severas_~

135

Page 66: Palomas en la Hierba

q~e.en.~iempos ~el K_áiser, y el abismo que.separaba una ·~,_",,... se de otra era insalvable. La idea de una escala social con un arriba y un abajo permitía a la hija de la portera soportar su baja posición en la casa, baja en su opinión, porque tanto más atractivo resultaba lo que le estaba deparado, el ascen-so social que el horóscopo del Abendecho le anunciaba: pre­cisamente ella conseguiría lo que casi nadie conseguía, esta-ba abajo, desde luego, pero vendría un príncipe o un jefe y la llevaría al escalón de rango y prestigio que le estaba asigna-do. Por el momento el príncipe o el jefe se mantenían en un reino inferior social por motivos que sólo el destino conocía, y quizá disfrazados, pero seguro que el príncipe o el jefe la conducirían al esplendor del reino superior. Por suerte la hija del portero sabía que ella reconocería al instante al dis­frazado; no podía haber ningún error. Richard no era un ser superior disfrazado, ella se daba cuenta, formaba parte de la gente de abajo y como tal tenía que ser tratado. Todos los americanos formaban parte de la gente de abajo. Tan sólo a veces hacían como si formaran parte de un estrato mejor. Pero aunque pudieran ser ricos la hija de la portera los tenía calados: eran gente que estaba abajo. Los americanos no eran príncipes de verdad, no eran oficiales de verdad, no eran jefes de verdad. No creían en la jerarquía: El pensamiento democrático, asentado en Alemania. Con aire respondón, la muchacha envió a Richard a la tienda de ultramarinos. Qui-zá la señora Behrend estuviera con la tendera. Richard pen-só: «¿qué le pasa a ésta? Es tan absurda, ¿es que no nos quiere?». La muchacha le siguió con ojos fijos. Tenía los ojos fijos y los movimientos mecánicos de una muñeca. Te-nía la boca abierta, y le sobresalían un poco los dientes. Pa­recía una muñeca mísera y fea que alguien había dejado en la escalera.

136

· Esta vez, ,Washington no fue ·lo:· bastante · rápido .,· Perdió ·la, '. · __ .,. base. Jadeó. Su pecho se alzaba y descendía como un fuelle hinchado y deshinchado en una fragua. Perdió la base. El hombre del micrófono ya no era amigo de Washington. El re­portero maldecía por todos los altavoces. Maldecía exci-tado desde la maletita entre Josef y Ulises. Ulises tiró una botella de Coca-Cola al campo de juego. Josef se volvió par­padeando temeroso por si había algún policía. No quería que se llevaran a Ulises. En todas las tribunas chillaban y silbaban. «Ahora lo han cogido, van a acabar con él», pen-só Heinz. Se resistía a que chillaran a Washington y acaba-ran con él. Pero también él chillaba y silbaba. Aullaba con los lobos:

-El negro ya no puede. El negro de mi madre ya no puede.

Los niños reían. Incluso el perrillo sin amo aullaba. Un niño gordo dijo:

-Se lo merece, ¡que le den! Heinz pensó: «ya te daré yo a ti, repugnante mocoso».

Aullaba, chillaba y silbaba. Era un partido de los Red Stars contra un equipo visitante. Las simpatías de los espectadores estaban de parte de los visitantes.

Ezra no tenía simpatías ni por un equipo ni por el otro. El juego en el campo de béisbol le aburría . Una de las partes iba a ganar. Siempre era así. Siempre vencía una de las par­tes. Pero después del partido se estrechaban las manos y se iban juntos a los vestuarios. Eso era aburrido. Uno t_enía que combatir con sus verdaderos enemigos. Frunció su pequeño ceño. Incluso la caperuza de su corto cabello rojo se frunció. Había vuelto a ver al chico del perro, el chico y el perro del aparcamiento ante el Central Exchange. El problema le tenía ocupado: Eso no era un juego, eso era lucha. Seguía sin sa­ber cómo iba a hacerlo. Christopher preguntó:

137

Page 67: Palomas en la Hierba

-t Q1:1é-te p:asa:?'iNo:,prestas~atenei.ónl -- _ . _ : ,. -No me gusta el béisbol -dijo Ezra. Christopher se en-

fadó. Le gustaba ir al béisbol. Se había alegrado de poder ver un partido incluso en Alemania. Había creído que iba a dar­le a Ezra una alegría al llevarlo al estadio. Estaba de mal hu­mor. Dijo:

-Si no te gusta podemos irnos. Ezra asintió. Pensó: «así es como hay que hacerlo». Dijo: -¿Puedes darme diez dólares? Christopher se sorprendió de que Ezra quisiera diez dó­

lares. -Diez dólares es mucho dinero-dijo-. ¿Hay algo que

quieras comprar? -No los quiero para gastarlos -dijo Ezra. Vio a los ni­

ños sentados con el perro en la tribuna lateral. Christopher no entendía a Ezra. Dijo:

-Si no quieres gastar ese dinero, ¿por qué voy a dártelo? A Ezra le atormentaba el dolor de cabeza detrás de la

pequeña frente surcada de arrugas. ¡Cuánto le costaba a Christopher entenderlo todo! ¡No había forma de explicár­selo! Dijo:

-Necesito los diez dólares por si me pierdo. Podría ex­traviarme.

Christopher se echó a reír. Dijo: -Te preocupas demasi~do. Te preocupas lo mismo que

tu madre -Pero luego encontró muy razonable la idea de Ezra. Dijo-: Muy bien. Te daré los diez dólares.

Se levantaron y se abrieron paso por entre las filas. Ezra descendió rápidamente con un avión y dejó caer una bomba sobre el campo de juego. Hubo pérdidas en ambos equipos. Ezra volvió a mirar hacia Heinz y el perro y pensó: «¿Ven­drá esta noche? Sería un asco si no viniera».

-La señora Behrend se alegraría =<füo1ª. tendera de los

u1trama.rinos~:.:¡6i vinier:a~la::~Behren-d-pseguro-que se -alegraría!

Empujó a Richard hacia el rincón de la tienda donde, es­condido bajo papel de envolver, estaba el saco del azúcar, que volvía a escasear. Richard se sintió de pronto hambrien­to y sediento. Vio un jamón tumbado en una bandeja entre la tendera y él, y una caja con cervezas a sus pies. El aire de Alemania, o el aire de esta tienda que olía a alimentos pasa­dos, parecía ponerle hambriento y sediento. Le hubiera gus­tado pedir a la mujer que le vendiera una botella de cerveza y una loncha µe jamón. Pero la mujer le agobiaba demasia­do. Se sentía como preso en él rincón. Le parecía estar bajo custodia como el azúcar, y ser vendido a discreción o a vo­luntad. Le irritaba haber atendido la idea sentimental de su padre y haber venido a visitar a la señora Behrend, una pa­riente lejana a la que enviaban paquetes poco después de la guerra. Precisamente, la tendera estaba hablando de los pa­quetes. Describía la angustia de los primeros tiempos de pos­guerra, y al hacerlo se inclinaba sobre el jamón, al que Ri­chard miraba con creciente deseo.

-Nos lo habían quitado todo, no había nada de nada -dijo la tendera-, y nos enviaron negros, usted desciende de alemanes, usted lo entenderá, teníamos que relacionarnos con los negros para no morir de hambre. ¡Esa es la gran pre­ocupación de la señora Behrend!

Miró expectante a Richard. Richard no dominaba del todo la lengua alemana. ¿Qué pasaba aquí con los negros? En las fuerzas aéreas tenían negros. Los negros volaban en las mismas máquinas que los demás aviadores. Richard no tenía nada en contra de los negros. Le eran indiferentes.

-S1:1 hija -dijo la tendera. Bajó la voz y se inclinó aún más hacia Richard. El pico de su delantal tocó el borde gra­

E sienJo del jamónLRichard no sabía nada de una hija de la se-- ---

139

Page 68: Palomas en la Hierba

~::..&.:;;.ña.ra,B~d. La . señora -Behrend-no-ha:bía~mendmmi~4,s¡r·,;-, hija en sus cartas a Wilhelm Kirsch. Richard pensó si la se­ñora Behrend habría tenido una hija con un negro al que hu­biera tenido que entregarse por hambre. Pero era demasiado vieja como para poder venderse a cambio de pan. ¿Seguía apeteciéndole el jamón a Richard? Pensó en la hija de la se­ñora Behrend y dijo:

-He traído juguetes. -¿Juguetes? -la tendera no entendía a Richard. ¿Esta-

ba ese joven, nacido en América, pero engendrado por un padre alemán, tan americanizado como para haber perdido el sentido de la moral y de la decencia? ¿ Quería reírse de la angustia y extravío de los alemanes? Preguntó, severa:

-¿Juguetes para quién? Ya no tenemos trato con la hija. Suponía que tampoco Richard se trataría con la hija de

la señora Behrend. Richard pensó: «¿A mí qué me importa? ¿Qué me importa la hija de la señora Behrend?, es como si me hundiera en algo, es el origen, el viejo hogar de mi padre, la familia que tiene su casa aquí, la estrechez, son panta­nos». Se apartó de la visión del jamón y se liberó de los en­redos de esa tienda, que era una curiosa mezcla de miseria y sabrosos alimentos, de envidia, carencias e ilusiones. Su pie topó contra la cerveza. Dijo que por la noche estaría en la cervecería de la Brauhausgasse, su padre le había aconsejado acudir allí, la señora Behrend podía buscarlo allí si quería. No le importaba nada ver a la señora Behrend ... ni a ella ni a su hija negra.

-No hay ninguna cama. No hay ninguna cama a su nom­bre -dijo la enfermera. La enfermera tenía la voz monótona de un disco del servicio telefónico que, cuando se ha marca­do su número, repite una y otra vez la misma información. «No hay nada pedido. No sabemos nada », decía la voz.

-Pero el doctor Frahm dijo ... -Carla estaba confusa-.

140

L.r.n.,,.ne;ruv>-;¡er~tot · .. ..,."-e-""'"ar·--t:'I ..ln<::to.r-l:1PdJ..m,me,.&;9't':.""'=-'"= ~V -.,..--- ,.~,...1:J.l· ·~~ .... ,...... ..... ... ~8 ....... ,S.~~~ ..... ~,¡. ... .,¡.'"W. ... ~~~~,.~ i..'n.,.

que llamaría. -No sabemos nada. El doctor Frahm no ha llamado -la

enfermera tenía el rostro de una estatua de piedra. Parecía una talla de una fuente pública. Carla estaba con una male­tita en la recepción de la clínica Schulte. En la maleta lleva­ba ropa, llevaba un estuche de goma con cosméticos, llevaba las últimas revistas americanas; las abigarradas revistas 'ilus­tradas que describían la dicha doméstica de los actores de Hollywood. Equipada con la dicha de Hollywood, Carla es~ taba dispuesta a hacerse quitar el niño, a hacer matar al hijo de su amigo negro, el enemigo amigo de la América oscura.

-Tiene que haber -una cama para mí. El doctor Frahm lo prometió. Tengo que operarme. Es urgente -dijo.

-No hay nada pedido. No se ha pedido ninguna cama. La estatua no se conmovería salvo, como mucho, por un

terremoto, y sólo despejaría el camino hasta el lecho del aborto siguiendo instrucciones de un médico.

-Esperaré al doctor Frahm -dijo Carla-. Pero le digo, enfermera, que se trata de un error.

Hubiera querido llorar. Hubiera querido hablarle a la enfermera de los muchos regalos que le había traído al doc­tor Frahm en los tiempos en que no había nada, ni café; ni aguardiente, ni cigarrillos. Se sentó en un duro banco. El ban­co estaba duro como un banco de penitentes . La enfermera atendía el teléfono, y hablaba exactamente igual que uno de los discos de telefónica:

-Lo lamento, no hay nada libre. Lo lamento, no hay ninguna cama libre.

Monótona, indiferente, mecánica, la enfermera despa­chaba a lo~ invisibles demandantes de ayuda. Las camas de esta clínica parecían muy codiciadas.

Page 69: Palomas en la Hierba

Jfi>Sef. do,Jll:Ía·.~g...Jntl,ia,-:demndo:,sentado .. Se4tabm-=quemrdo~ dormido en la tribuna del estadio, pero era como si durmie­ra en una cama. Estaba acostumbrado a los lechos duros

' pero esta en la que dormía era una cama de hospital, una cama en un hospital de pobres, una cama especialmente dura, un lecho de muerte. Era el final del viaje de su vida. Jo­sef, dormido en el estadio y de servicio, durante su servicio de mozo, al servicio de un Señor extranjero venido del leja­no extranjero, rodeado por el torrente de los altavoces de un absurdo juego sobre césped, absurdamente interpelado por ese mismo ruido y torrente, que salía más bajo, dirigido a él personalmente con un absurdo mensaje, de la maletita que tenía que llevar y guardar hoy, el durmiente Josef sabía que ese había sido su último servicio, el transporte de esa maletita, el acarreo de esa pequeña maleta de música, un servicio ligero, un servicio en realidad divertido con un Señor grande y ge­neroso, aunque negro. Josef sabía que iba a morir. Sabía que iba a morir en esa cama de hospital. ¿Cómo podía ser de otra manera más que, al final del camino de su vida morir

' en un hospital de pobres? ¿Estaba preparado para irse, equi-pado .para acometer el gran viaje? Pensó: «Dios me perdo­nará, me perdonará las pequeñas astucias con los turistas, los extranjeros vienen para que se les engañe un poco, para que se les lleve un poco más allá de donde quieren ir». Ha-bía extrañas enfermeras en este hospital. Iban por ahí con traje de béisbol y sostenían bates en las manos. ¿Estaba Dios enfadado con Josef? ¿Iban a pegar a Josef? A la puerta del hospital estaba Ulises. Pero no era el amable y generoso Uli-ses de los caminos de la ciudad. Era el Ulises de la torre de la catedral, un demánio temible y peligroso. Se había vuelto uno con la gárgola del saliente de la torre, la gárgola sobre la que había escrito su nombre y su origen; Ulises era un de­monio negro, de veras, ~~emonio negro y malY_ado;_ no ~!'.~~ '

---------.,

: ... IF~~. 9u~,~~ll-,tE~J&f!,c¡.~~@»tL~9ffiiw.!e:;b~~'!li&:~· ría de Josef ese demonio? ¿No había sido Josef siempre bue- -~ · - · no, salvo las pequeñas astucias con los turistas, que forma-ban parte del negocio? ¿No había llevado la maleta de todo

· el mundo? ¿No había ido a la guerra? ¿O había sido un pe­cado precisamente ir a la guerra? ¿Había sido un pecado el cumplimiento del deber? ¿ El deber era pecado? ¿ El deber del que todos hablaban, escribían, gritaban, y al que glorifica­ban? ¿Estaba apuntado su deber, apuntado con tiza en la pi­zarra de Dios, como una cerveza sin pagar en la pizarra del mesonero? ¡Eso era! A Josef siempre le había atormentado. En secreto, le había atormentado. No le había gustado pen­sar en ello: había matado, había matado personas, había matado viajeros; los había matado en el Chemin-des-Dames y en el bosque de Argonner. Habían sido las únicas excur­siones de su vida, Chemin-des-Dames, bosque de Argonner, no eran unas comarcas bonitas, y allí se iba para matar y para que lo mataran a uno. «Señor, ¿qué debía hacer? ¿Qué podía hacer, señor?» ¿Era justo que ahora, por esa deuda apuntada y jamás tachada de la muerte forzosa, se le entre­gara al demonio, al demonio negro Ulises?

-¡Eh! ¡Eh! ¡Hola! Ya le estaban pegando. El demonio ya le estaba pegan­

do. Josef gritó. Su grito se perdió entre otros gritos. Le pe­garon en los hombros. Se sobresaltó. Volvió sobresaltado a la vida. Ulises el demonio, Ulises el amable, el rey Ulises, el demonio amable, golpeaba a Josef en los hombros. Luego, Ulises saltó al banco de la tribuna. Sostenía una botella de Coca-Cola como una granada de mano lista para ser lanzada. los altavoces rugían. El estadio chillaba, silbaba, pateaba, gritaba. La voz del reportero salía ronca de la pequeña ma­leta radio. Los Red Stars habían vencido.

Había vencido. Washington había vencid~ Había gana-

143

Page 70: Palomas en la Hierba

:SW.k-;11!·~2.fL~ 4~:li~ q_é!~~S-~~w~_¿3:_c;é!e,9}J~ -~U\~.Y!~ppe~.Ja., r ·~

victoria para los Red Stars. La concha no se cerró. La con-cha aún no se cerró. Quizá la concha nunca se cerraría sobre Washington, nunca le quitaría el cielo. El estadio no lo de­voró. Washington era el héroe de las tribunas. Gritaban su nombre. El locutor de radio se había reconciliado con Wash­ington; Washington volvía a ser amigo del locutor. Todos ja­leaban a Washington. Él jadeaba. Era libre. Era un ciudada­no libre de Estados Unidos. No había discriminación. ¡Cómo sudaba! Seguiría corriendo siempre. Seguiría corriendo más y más rápido en torno al terreno de juego. La carrera hacía li­bre, la carrera conducía a la vida. La carrera creaba espacio en el mundo para Washington. Creaba espacio para Carla. Creaba espacio para un niño. Si Washington seguía corrien­do bien, si corría más deprisa cada vez, todos tendrían sitio en el mundo.

-Pues estaba en forma. -Claro que estaba en forma. -Estaba en forma, el negro. -No digas negro. -Digo que estaba en forma. -Estaba en una forma grandiosa. -Tú decías que no estaba. -Y o he dicho que sí estaba. Washington siempre está en

forma. -Tú has dicho que el negro de tu madre no estaba. -Cierra el pico, imbécil. -¿Apostamos? Lo has dicho. -He dicho cierra el pico. Muerto de hambre, chepudo. Se pegaron a la salida del estadio. Heinz pegó por Wash­

ington. Nunca había dicho que Washington no estuviera en forma. Washington estaba en una forma. Era impresionan­t1, Schorschi, Bene, Kare y Sepp rodearon a los niños que

.... ~~pj:g~J?M.~~.ª-9.~t:! ~óytg JqS)}iíio~~E.C:~ -~JH~ -~ ~-z~~¡; tro.

-¡Dale! --gritó Bene. Heinz dejó de golpear. -Por ti no, pelao. Escupió sangre. La escupió a los pies de Bene. Bene le­

vantó la mano. -Déjale -dijo Schorschi-. ¡No te enfades! Deja a ese

idiota. -Tú sí que eres idiota -gritó Heinz. Pero retrocedió un

poco. -El partido ha sido aburrido -dijo Sepp. Bostezó. El club

juvenil germano-americano les había dado las entradas . No les habían costado nada.

-¿Qué hacemos ahora? -preguntó Kare. -No sé -dijo Schorschi. -¿Sabes tú? -preguntó a Sepp. -No, no sé. -¿Cine? -dijo Kare. -Y a las he visto todas --dijo Schorschi. Había visto to-

das las películas policíacas y del Oeste que estaban ponien­do-. En el cine no hay nada.

-Si ya fuera por la tarde -dijo Bene. -Si ya fuera por la tarde -hicieron eco los demás. Po-

nían vagas esperanzas en la tarde. Salieron del estadio incli­nados hacia delante, con las manos en los bolsillos de las chaquetas y los codos abiertos, los hombros cansados, como . después de un duro trabajo. La horda dorada.

-¿Dónde está el chucho? -gritó Heinz. Mientras se peleaba, Heinz había soltado el cordel. El perrillo sin amo se había ido. Había desaparecido entre la multitud-. Mal­dita sea· -dijo Heinz-, necesitaba el chucho esta noche -se volvió furioso hacia sus compañeros-. También ha-

145

Page 71: Palomas en la Hierba

bríais podido vigilar, mocosos. ¡Ese chucho valía diez dó.: lares!

-Haber vigilado tú, bastardo negro, mierda.

Volvieron a pegarse. Washington estaba bajo la ducha, en los vestuarios del

estadio. El frío chorro le espabiló. Su corazón temblaba. Por un instante le faltó el aire. Un sudor áspe{o escumo de su

cuerpo ¡unto con el agua. Aún estaba en buena forma. Su cuer­

po aun estaba en buena forma. Estiro los músculos alzó el

pecho, los músculos y el pecho estaban en orden Se toe) los

·nit l . E, al n bien y en orden. l > ¿ el corazon? ¿Y la

respiración I · daban que hac r. ' ,o e ban en orden ¡ \ ade-·nas I reum 1! Qui za ya no podna , m en ct1vo. o po-

dn seguir rn · í > en el campo d porte n e v en

~ama se u111a n activo ¿Que potl hace:r ·(~u I >día hac r >r st mi mo, por Carla, por l r 1ño, y quiza 11b1en

pequeño por Heinz? Ya se hab1a duchado lo uhuen­seco. Podía renunciar al sen Il o, vender la hmu .ma

ul horizonte, tr •ba¡ar un año ma orno deport1 ta lu,

< qu1za . abr.ir un local en Pan . In P.,ns no t man pre1uí­H • Pod1a ab ir su local en Pans: \Xi a mgton Inn T nía ¡u hablar m ( ria. Podía VJ\, ir ..;· n ( arla en Pans sm te-

1 r di rencias l. >n nadie a cau , d ,u pasado. Pod1an abrir

I loe l en Pans, ld1an colgar u rtel, ilumina lo con lu-

de color s: tt l mundo s nido. En P n senan

·lil.es; tQdos se 1an felices. Washington silbó una canc1on.

1 1 a feliz. Salio silbando de 1a ducha.

l l doctor Frahm se lavaba. Estaba en el lavabo de la clmica

h dte, J.a, andose las manos. <<Con la inocencia del \1e10

P{ 10 Piratas, una h rmosa sensacron», se la-..aqa las ma­nos i.; >n Hfl l uen j..a ·~ n y se t;'( ,t t=oo: 1os dedos con un Gepillo

dur.o metía las ce..rdas del t:~pi119 ba10 las ufí.as de los dedos.

t· nso piincípal causa de infección», pensó: «tengo q~e 'v oL, 1 \ , ortarme las uñas, blancas como el pan, van a fil-

¡ lo h leído en el periódico, ¿mostrarán una metritis? 11 .H O.

na nq 1do, bien ampliad< podría espantar, podría es-

carrn :ntai de todo lo posible, nadie va a filmar mi vida, eso

t tá b1rn . D1¡0: _ 0 puede ser. Lo siento, < arla, no s~ puede hacer.

Carla taba a su lado, estaba junto al lavabo, sobre el

que él se frotaba las manos ba¡o el fuerte chorro,del agu~ ~ue ara del gnfo d mquel Carla miro 1 grifo de mqu l miro el

agua, 011 , > la e puma, las manos del médico r~jas como u,n cangrejo po l ¡abón; el cepillo , · agua cah_en . Pen.~o· «manos de carnicero, auténtica m nos de carmcerc . Dqo:

- o u h rme o doctur. Su vo , sote insegura ah da. El médico dijo· -A usted n< le ocurrn nad, 'stá embarazada. Proba·

blemente n l tercer mes. ~so , todo. Carla sintio nauseas. Eran la repugnantes y asfi 1antes

náusea de las rnbarazadas. P ·nso ·Por qué v nim > as1 al mundo? . l habna gustado golp1 rse el vientre, e ,entre que ol 1a hin harse, a crecer como una calabaza. Penso:

«tengo que hablar con él, teng( qt hablar con el ro no

puedo abiar con él». Dqo· . -En u consulta me dij> que viniera.

El méd1-::o dijo: -Yo no he dicho nada. Mire, el padre qwere tener el

niño. No puedo hacer nada. Ella penso: ha estado aqu1, ese negro canalla ha estado

aquí, me ha echado a perg.<;r el médico, ahora Frahn: ya no qwere, ahora ya no qmere y se lo he .dado t~d~». Se arre­pel'lÚa ~ haber!~ dado al mé.d1co ta.n10. c~Íe; .c;.1gar 1Hc, Y aguardiente. Se sentia cada vez peor _1 uvo que agarrarse al

lavabo. Pensó: voy a tener que vomitar, voy a vomitar en