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1 PASCUA 2016 TEMAS FRANCISCANOS GRANADA GRUPO SAN FRANCISO TEMA 1. DAR DE BEBER AL SEDIENTO. -Pág. 2- TEMA 2. VISITAR Y CUIDAR A LOS ENFERMOS. -Pág. 23- TEMA 3. DAR DE COMER AL HAMBRIENTO. -Pág. 47-

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PASCUA 2016

TEMAS

FRANCISCANOS GRANADA

GRUPO SAN FRANCISO

TEMA 1. DAR DE BEBER AL SEDIENTO. -Pág. 2- TEMA 2. VISITAR Y CUIDAR A LOS ENFERMOS. -Pág. 23- TEMA 3. DAR DE COMER AL HAMBRIENTO. -Pág. 47-

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TEMA 1. DAR DE BEBER AL SEDIENTO. Juan Martín Velasco

Oración. Ángelus. El ángel del Señor anunció a María. Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo. Dios te salve María…. He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Dios te salve María… Y el verbo se hizo carne. Y habitó entre nosotros. Dios te salve María… Ruega por nosotros Santa Madre de Dios para que seamos dignos de alcan-zar las promesas de nuestro Señor Jesucristo. Amén Te rogamos Señor, derrames tu gracia en nuestras almas para que los que por el anuncio del ángel hemos conocido la encarnación de tu Hijo, por su pasión y cruz seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro señor. Amén. (Jn 4, 7-10) Jesús, agotado del camino, se sentó sin más junto al pozo. Era casi medio-día. Una mujer de Samaria llegó a sacar agua, y Jesús le dijo: - dame de beber. (Es que sus discípulos habían ido al pueblo a comprar provisiones). La samaritana le preguntó: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samaritana? (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le contestó: -Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú a él y él te daría agua viva.

RINCÓN ORANTE

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DAR DE BEBER AL SEDIENTO Me resulta imposible iniciar una reflexión sobre la segunda de las obras corporales de misericordia sin ofrecer previamente, al menos en sus grandes líneas, un resumen del riquísimo contenido significativo de la pa-labra «misericordia», a la que remiten todas ellas.

ALGUNOS ELEMENTOS PARA UNA INICIAL FENOMENOLO-GÍA DE LA MISERICORDIA.

Con «misericordia» nos referimos en el lenguaje ordinario al senti-miento, la virtud o la acritud de una persona cuyo «corazón» reacciona a la «miseria», a la necesidad, al sufrimiento, a las mil penalidades por las que pasamos todos, testimoniándole piedad, afecto, amor, compasión, ter-nura, solicitud, perdón. La palabra remite, pues, a un sentimiento propio de los humanos, enormemente rico en aspectos, que pone de manifiesto la gran variedad de nombres sinónimos con que acabamos de referimos a ella. En su raíz, la misericordia es una forma de realización y de manifesta-ción del amor, al que se refiere la palabra «cor», «corazón», contenida en ella, vuelto a, volcado sobre los necesitados, cualquiera que sea la necesi-dad, la forma de «miseria» que padezcan.

Comporta como primer paso una determinada manera de «mirar» al necesitado, que se detiene ante él, fija en él su mirada y así supera la «in-visibilización» a la que la sociedad tiende a condenar a los «desgraciados», generalmente excluidos de ella; y que rompe el anonimato al que los con-dena su situación. «Quieres hacerte invisible, hazte pobre», escribió Si-mone Weil.

Ese tipo de mirada comporta, además, dejarse afectar por esa situa-ción, superando la mirada objetivadora del mero espectador; se deja con-mover por ella y convierte al sentimiento que provoca, de sentimiento del otro o sobre el otro, en sentimiento con el otro, en compasión, que supera la relación asimétrica anterior y sitúa al «desgraciado» en el mismo nivel de sujeto de la relación compartida.

La misericordia instaura una nueva relación que supera las motivadas por el interés, por el beneficio que el otro pueda procurarme, e instaura otro tipo de relación basada en el reconocimiento del otro, de su dignidad, fundada ya no en la posible «etiqueta» con que se le designaba, sino en su condición de otro que yo, cuyo rostro desnudo reclama un reconocimiento incondicional y hace posible entablar con él una relación gratuita que le

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deja lugar para su intervención como sujeto copartícipe en ella. Una mirada y una relación así renovadas, verdadera «percepción participativa y com-partida del sufrimiento ajeno», ponen inmediatamente de manifiesto la in-justicia y el sufrimiento indebido que esa situación comporta para el ex-cluido, y hace posible la movilización del sujeto de la misericordia hasta conseguir su superación.

LA MISERICORDIA DIVINA. Desde ese primer significado de «misericordia» en el lenguaje ordi-

nario, es frecuente que, cediendo al recurso, inevitable para nosotros, del antropomorfismo cuando pensamos en Dios o hablamos de él, atribuya-mos a Dios ese mismo sentimiento cuya descripción hemos esbozado, con la salvedad de que en él esa «reacción ante la miseria», las penalidades humanas, cobraría el grado sumo de infinita que corresponde a todas las perfecciones divinas. Así, como nos sucede tantas veces al hablar de Dios, tomamos el significado de la palabra de nuestro lenguaje ordinario y se lo atribuimos a Dios como si en él se diese ese mismo sentimiento o actitud, pero realizado de la forma infinita propia de Dios.

La prioridad absoluta de Dios en relación con nosotros y con todo lo creado -«¡Dios primero!», «No me buscarías si no me hubieses encon-trado»; «Dios se precede a sí mismo en nuestro corazón»-, que caracteriza la visión religiosa de la realidad, expresada y mantenida con todo rigor en la Biblia, hace que en ella la misericordia aparezca atribuida siempre origi-nariamente a Dios como su sujeto por excelencia, para, desde él, atribuír-sela también al hombre como un reflejo suyo, en cuanto creado a su ima-gen, o como una consecuencia en la relación entre los humanos de la acti-tud que Dios mantiene con nosotros. La analogía «ascendente» que con frecuencia prevalece en la forma de explicar nuestro conocimiento y nues-tra relación con Dios, desde una poco depurada filosofía, en la que atribui-mos a Dios, en grado sumo, las perfecciones presentes en nosotros y en el mundo, es sustituida en el mundo religioso reflejado en la Biblia por una analogía «descendente» en la que, iluminados por la luz de la presencia de Dios y, en este caso, de su misericordia para con nosotros, nos descubrimos como destinatarios y beneficiarios de la misericordia de Dios, que nos mueve después a hacerla realidad en nuestras relaciones con los demás.

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Dicho de otra forma, la comprensión de la misericordia puede ha-cerse desde un doble movimiento: llamando misericordioso a Dios desde la experiencia humana de la misericordia y atribuyéndosela a él como su causa, en grado sumo. O desde la experiencia en nosotros del Dios miseri-cordioso, que genera nuestra posibilidad de acoger y de practicar la mise-ricordia. Sin entrar en toda la problemática de esta doble forma de proce-der, que probablemente no presente dos formas que se excluyan, nuestra reflexión va a seguir el segundo camino.

LA MISERICORDIA DIVINA EN LA BIBLIA Y EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA.

La frecuencia con que la Escritura atribuye la misericordia a Dios, y la importancia que la misericordia reviste en la consideración de su relación con el hombre es tal, que con frecuencia «misericordia» aparece en la 3iblia como «el atributo divino por excelencia- y hasta el «nombre propio de Dios».

Un nombre proclamado por Dios mismo, como cuando el Libro del Éxodo lo presenta exclamando, al pasar ante Moisés: «El Señor, el Señor: un Dios compasivo y misericordioso, lleno de amor y fiel, .. » (Ex 34). Y un nombre que permite a los fieles reconocerlo e invocarlo como tal: «Tú, Se-ñor mío, Dios compasivo y misericordioso» (Sal 86,5-6; 111,4; 116,5-6). «La virtud de la misericordia, escribirá santo Tomás siguiendo la estela bíblica, es propia de Dios».

Esta forma de proceder explica que la Biblia atribuya a la misericordia divina rasgos que se corresponden con la comprensión que todos sus libros presentan de Dios mismo: «La misericordia de Dios llena la tierra»; «se ex-tiende a todas sus obras»; «sostiene a los que caen, levanta a los que des-fallecen»; «se extiende de generación en generación, por mil generacio-nes». Hasta llegar al punto de que en algunos salmos de alabanza, «mise-ricordia» sirve de ritornello que acompaña a todas sus estrofas, como razón de las diferentes acciones que le atribuye el salmista y por las que le alaba: «: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericor-dia»; «al único que hace maravillas, porque es eterna su misericordia» (Sal 118,1-4, 29; Sal 136,1-26).

La misericordia de Dios es, «a la medida sin medida» de Dios, in-mensa, eterna, inefable, como corresponde a su sujeto divino. El paren-

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tesco literal de una de las palabras hebreas para «misericordia» con la pa-labra con que se designa el seno materno, ha llevado a afirmar que la atri-bución a Dios de la misericordia confiere a la concepción bíblica de Dios, junto a su condición de Padre, ese aspecto maternal que tan bien traduce el adjetivo de «entrañable» que acompaña casi siempre a la misericordia divina en las versiones castellanas de la Biblia. En la misma dirección puede entenderse la tendencia de .a devoción a María, la «llena de gracia», la llena de Dios y su misericordia, a distinguirla con la condición de misericor-diosa y de «Madre de la misericordia», que le aplica la Salve Regina.

El corazón mismo del contenido significativo de «misericordia» apli-cada a Dios podría, pues resumirse: es la palabra para el amor de Dios, para el amor que es Dios, vuelto hacia nuestra «miseria»: nuestra pequeñez, nuestro pecado, nuestra debilidad y las penalidades que acompañan nues-tra vida moral, para ayudamos a superadas.

El Nuevo Testamento se hace eco de las expresiones veterotestamen-tarias sobre la misericordia divina, las desarrolla profundizando todos sus aspectos, y utiliza numerosos términos griegos para expresar la riqueza de aspectos de la misericordia divina: tener piedad, compasión, misericordia, entrañas de misericordia; «estar siempre dispuesto al perdón»; «no can-sarse de perdonar», como le gusta repetir al papa Francisco. Lo esencial del mensaje evangélico de la misericordia, su novedad, está en la atribución a Jesús de la misericordia divina, como su revelación personal. Su condición humana, puede decirse, le permite encarnarla, haciendo de Jesús la encar-nación de la misericordia de Dios que, habiendo experimentado como hombre todas nuestras flaquezas, a excepción del pecado, es capaz de compadecerse de ellas, convirtiéndose así para nosotros en «el trono de la gracia, al que podemos acercamos con la confianza de alcanzar misericor-dia» ~b 4,15-16).

La misma aparición de Jesús en el mundo está expresamente ligada en el Cántico de Zacarías a la misericordia divina: «Por la entrañable mise-ricordia de nuestro Dios nos visitará el Sol que nace de lo alto», es decir, Jesús, el Salvador. Son muchas las ocasiones en que los rasgos y aspectos atribuidos en el Antiguo Testamento a la misericordia divina son referidos literalmente a Jesús: ante enfermos, la desgracia de una madre que ha per-dido a su hijo, la muchedumbre que lleva tres días sin comer, el pueblo que camina como ovejas sin pastor, etc.

Por otra parte, las parábolas de Jesús dibujan el retrato más fiel de la misericordia divina que él encarna en su vida, subrayando rasgos que le

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confieren ese rostro enteramente original que muestran «las parábolas de la misericordia» del evangelio de Lucas: la oveja perdida de vuelta al redil sobre los hombros del pastor; el trabajo de la mujer hacendosa, poniendo en juego todos sus recursos, por encontrar la moneda extraviada; la espera por el padre de la vuelta del hijo, su interrupción del discurso preparado por él para pedirle perdón, y el abrazo y la fiesta con que celebra su re-torno. Las tres parábolas de Lucas 15 subrayan la alegría que el ejercicio de la misericordia supone para el mismo Dios: «habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse». Verdaderamente, los evangelios muestran a Jesús como «la misericordia de Dios encarnada».

De la revelación de la misericordia divina en Jesús deduce el Nuevo Testamento como una consecuencia inseparable de ella, la necesidad, para el ser humano que la acoge y trata de ser fiel a ella, de ser también él mi-sericordioso. Porque, creados a imagen y semejanza de Dios, el ideal de nuestra realización es Dios mismo; su presencia en el ser humano, fuerza de atracción hacia sí, revelada bajo la forma de la misericordia, hace que ese ideal, que todo nuestro ser y nuestra vida aspira a realizar, se perfile bajo la forma de la práctica de la misericordia: «Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso», que es la forma que reviste en Lucas la invitación de Jesús en el evangelio de Mateo a aspirar a la perfec-ción: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». «Como ele-gidos de Dios, santos y amados, concluye san Pablo, revestíos de entrañas de misericordia» (Col 3,12). Por eso, en esa descripción del ideal del discí-pulo que son las bienaventuranzas, se incluye: «Bienaventurados los mise-ricordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia». La Iglesia ha proseguido a lo largo de la historia la asunción de la misericordia como rasgo central de la vida cristiana. Y en una cultura como la grecorromana, en la que las más importantes sabidurías y corrientes espirituales: platonismo, epicu-reísmo, estoicismo, consideraban la misericordia «una enfermedad del alma» o una debilidad o deficiencia, excusable solo en los ancianos y los niños, el cristianismo la presenta como principio básico del ideal moral del cristiano; la introduce en su liturgia, en la que invoca a Dios permanente-mente como misericordioso, y le suplica con insistencia en cada celebra-ción: «Señor, ten piedad de nosotros»; y la propone como principio orde-nador de la moral cristiana y rasgo característico de la forma de vivir de los cristianos. Por eso se ha escrito con razón que si «la curiosidad por saber»

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es el legado fundamental de Grecia a la cultura occidental y «el pensa-miento Jurídico» es el de Roma; el legado fundamental del cristianismo a la cultura de Europa ha sido el espíritu de la compasión, de la misericordia (J.. B. Metz).

De hecho, si a pesar de sus momentos oscuros, la Iglesia no ha dejado de ser nunca el sacramento de la presencia del Señor en la historia, es por-que nunca han faltado en ella testigos eminentes de la caridad y la miseri-cordia de Dios que la anima.

ALGUNAS DIFICULTADES PARA LA RECTACOMPRENSIÓN Y LA ACEPTACIÓN CORDIAL DELMENSAJE DE LA MISERICOR-DIA

Solo algunas desviaciones pertinaces en la configuración de la imagen de Dios y, consiguientemente, en la comprensión de la vida cristiana han conducido en determinados momentos de la historia de la Iglesia a un eclipse del mensaje de la misericordia, con consecuencias muy negativas para la calidad de la vida cristiana de quienes las han padecido. Anotemos algunas que tal vez pervivan en la mentalidad y las actitudes de determi-nados grupos cristianos de nuestros días.

Una primera reproduce casi literalmente las actitudes de grupos reli-giosos de tiempos de Jesús que hacían consistir su religiosidad en el cum-plimiento riguroso de la ley hasta sus más mínimos detalles e ignoraban el centro del mensaje evangélico: la revelación en Jesús del amor infinito de Dios y la aceptación de ese amor en el amor a Dios con todo el corazón, manifestado en el amor efectivo, servicial, a los hermanos. Llama la aten-ción que los reproches de Jesús a algunos grupos de escribas, fariseos y letrados de su tiempo, y su advertencia recordándoles como palabra di-vina: «Misericordia quiero y no sacrificios», sigan teniendo vigencia para la Iglesia de nuestro tiempo ante la actitud de determinados grupos cristianos que, como el fariseo de la parábola, «presumen de ser justos y menospre-cian a los demás» (Le 18,9).

Recordemos también el recurso en tiempos no muy lejanos de la Igle-sia a la llamada «pastoral del miedo» que intentaba conseguir de cristianos tibios el cumplimiento exacto de todas sus normas apelando a los «casti-gos» de un Dios al que se presentaba como implacablemente riguroso con quienes no las cumplieran.

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LA MISERICORDIA DE DIOS Y SU JUSTICIA Pero la dificultad más frecuente para aceptar la misericordia de Dios

como el atributo por excelencia en su relación con nosotros, y hasta el nombre propio con que podemos invocarle, procede probablemente de una distorsionada comprensión de la justicia divina que la haría incompa-tible con la aceptación de su misericordia. Tal comprensión perdura en al-gunas formas de entender y vivir la vida cristiana bajo la forma del temor a que la apelación a la misericordia lleve a ignorar o incluso contradecir la radicalidad del Evangelio y del seguimiento de Jesús, o constituya una pro-puesta pastoral que «vacíe de contenido los dogmas y mandamientos» y ponga en peligro verdades cristianas adquiridas y mantenidas en la tradi-ción. En la cuestión fundamental de la aparente contraposición entre justi-cia y misericordia ya en el Antiguo Testamento, justicia y misericordia apa-recen atribuidas simultáneamente a Dios para referirse a su relación con la creación y con los humanos: «El Señor es justo en todos sus caminos; es misericordioso en todas sus obras» (Sal 145,17). La palabra justicia)), por otra parte, tiene en el Antiguo Testamento un doble sentido: el jurídico o judicial, que se refiere a la actuación de acuerdo con la ley y la norma, que sirve al juez de criterio para absolver o condenar; y un segundo sentido que se refiere a la intervención de Dios a favor de los hombres para liberarlos y salvarlos. Afirmar de Dios que es justo significa que no hace acepción de personas, no se deja «corromper por los ricos y los poderosos», sino que hace justicia al pobre, a la viuda, al huérfano y al extranjero (Dt 10,18), jus-tamente, mostrándoles su misericordia.

La justicia de Dios se ejerce y se manifiesta ciertamente, y de manera eminente, en la actitud de Dios para con los pecadores. Pero en ella, res-plandece igualmente su misericordia en el hecho de que basta que el pe-cador reconozca su culpa para que la justicia divina se realice y se mani-fieste bajo la forma del perdón y la misericordia, que no solo declara justo como los jueces humanos, sino que «borra la culpa», «limpia los pecados», «crea en el pecador un corazón puro», «renueva en su interior un espíritu firme», «le devuelve el gozo de su salvación», tornándose así justicia que justifica, que hace justo al pecador (Sal 51; Sal 130).

En Jesús, encarnación y revelación del amor infinito de Dios a los hu-manos llamados en él a ser sus hijos, se radicaliza esta comprensión de la justicia de Dios que, lejos de oponerla a la misericordia, aparece como una

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forma excelsa, solo posible para Dios, de ejercicio para con los humanos, también los pecadores, de su amor infinito.

Son compatibles el Dios Padre amoroso y misericordioso que nos re-vela Jesús y el Dios juez, al que remiten las páginas del Nuevo Testamento relativas al juicio? ¿O será Dios un Dios juez de unos, padre para otros? En Jesús aparece con claridad que Dios es Padre, y padre de todos los huma-nos a los que Jesús ha venido a «dar la potestad de hacerse hijos de Dios». La aparente contradicción entre justicia y misericordia se desvanece si con-sideramos la justicia tal como se realiza en el horizonte del Dios Padre.

La justicia divina no es la meramente judicial, exigitiva o retributiva, por la que el juez humano declara inocente o culpable al que juzga de acuerdo con la ley. Es la «justicia de Dios» de la que habla san Pablo, es decir, la justicia «creadora de algo nuevo», la justicia como gracia y don, que hace justo al hombre otorgándole la justificación. Así entendida, la jus-ticia de Dios no solo no se opone a su misericordia, sino que constituye su más alta realización; porque, gracias a su amor que nos precede, su mise-ricordia se nos ofrece, «siendo nosotros todavía pecadores» (Rm 5,8); no, por tanto, en virtud de nuestros méritos, sino como ejercicio de su amor compadecido de nuestra situación de necesidad. Jesús dijo de sí mismo haber venido a llamar no a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13), porque ellos son los más necesitados de su misericordia

El Papa respondía recientemente a los temores de quienes piensan que la misericordia pueda llevar a la negación de la justicia destacando: «Si no somos capaces de unir la compasión a la justicia, terminamos siendo inútilmente severos Y profundamente injustos».

DE LA MISERICORDIA, A LAS «OBRAS DE MISERICORDIA» La misericordia del ser humano que ha sido agraciado con la miseri-

cordia de Dios no puede reducirse a los sentimientos de compasión con el que sufre. Tener misericordia exige la puesta en práctica de las acciones que la situación de desgracia reclama y que esos sentimientos suscitan. A Jesús se le conmueven las entrañas ante los enfermos los necesitados, los excluidos que acuden a él pidiéndole ayuda; pero, además, responde a su situación curando, perdonando, consolando. El buen samaritano, modelo de misericordia, comienza sintiendo lástima del que había caído en manos de los salteadores; pero su sentimiento desencadena una serie de acciones sucesivas que terminan, con todo realismo, haciéndole asumir los gastos

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que ocasiona su cuidado. Por eso, la realización efectiva del sentimiento y la actitud de la com-

pasión provoca una serie de acciones cuya enumeración permite comple-tar la descripción de la que ha partido nuestra reflexión inicial sobre la na-turaleza y el estilo del ejercicio de la misericordia. Ya en nuestra primera aproximación al significado de la palabra, nos referimos a la mirada hacia el necesitado y sus condiciones para que abra el camino hacia una nueva forma de relación con el otro. Se trataba, decíamos, de una mirada que preste atención al otro como otro. La mirada compasiva supone la supera-ción de la instalación en la indiferencia. Es lo que distingue al buen samari-tano del sacerdote y el levita, que ven al herido, pero pasan de largo. El mirar de la misericordia supone vivir abierto a los otros, dejarse afectar por ellos, ser sensible hacia ellos y hacerse vulnerable por su desgracia. Una mirada así requiere superar los prejuicios que tantas veces impiden ver lo evidente; y auto implicarse en ella, superando la observación neutral de la mirada que se contenta con hacerse una idea de lo que le rodea.

La mirada de la misericordia pone en juego, además de los ojos y la razón del sujeto, su corazón -se ha dicho con razón que solo se ve bien con el corazón-, que despierta sus sentimientos más profundos hasta conmo-ver las mismas entrañas de la persona, haciendo posible una relación afec-tiva, cordial, entrañable para con las necesidades de los otros. Si para ver la realidad es necesario eliminar los prejuicios, para hacerse sensible a ella se necesita eliminar las tomas previas de postura que endurecen el corazón o le blindan para la percepción del dolor ajeno: «esto no va conmigo»; «el sufrimiento es inevitable»; «yo no puedo hacer nada»; cuando no: «le está bien empleado»; «algo habrá hecho».

Jesús nos enseñó, además, que la mirada compasiva hacia el necesi-tado debe evitar mirar a la vez «de reojo» hacia los otros: «hacer el bien para ser vistos y alabados por los demás»; o hacia uno mismo, cayendo en el «espíritu reflejo)) y la vana autocomplacencia.

La misericordia con los otros surge de la misericordia de Dios hacia nosotros y es una forma de responder a ella. Pero puede suceder que esa relación conduzca a quien la practica a revestir su acción misericordiosa con unas motivaciones o unas justificaciones pretendidamente teológicas que la perviertan. Las sentencias de Jesús: «cuando acogisteis a uno de es-tos pequeños, a mí me acogisteis», o «tuve hambre y me disteis de comer», pueden llevar al cristiano a hacer de Jesús el destinatario único de su acción

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y del amor con que la hace, pasando por alto al destinatario directo, al her-mano necesitado. Se olvida entonces que los que son alabados por Jesús por haberle dado de comer cuando lo hacían con el hambriento, le confie-san no haberle visto a él cuando lo hacían, sin que esto les haya privado de hacérselo efectivamente a él.

También sabemos que nuestro amor a Dios se hace realidad en el amor al hermano, pero esto puede llevar a una forma de hacer efectiva la misericordia con el hermano como si el amor del que surge tuviese como destinatario único a Dios, y al hermano solo le fuese destinada la ayuda que le hacemos por el amor de Dios. La obra de misericordia con el her-mano surge también del amor hacia él. Recordemos a san Vicente de Paúl: «El pobre solo te perdonará el pan que le das, por el amor con que se lo das». Y ganará mucho si ese amor se hace patente en la actitud, los gestos y hasta la sonrisa con que le procuramos la ayuda.

Pero evitar falsos revestimientos teológicos no significa ignorar la. raíz teologal de la misericordia del cristiano. La presencia amorosa de Dios es para los humanos la fuente del ser, del bien y del amor de que somos capaces. Solo el amor de Dios, con su Pondus in altum, su fuerza de atrac-ción hacia sí, contrarresta la ley de la gravedad que lleva al hombre a ha-cerse el centro de todo; solo él le descentra de sí mismo, y hace posible el amor a los demás. Solo gracias a ella se hace posible una relación con el otro que evite la tentación de convertirle en objeto, aunque sea de mi be-neficencia. Sin perder de vista, al mismo tiempo, que solo el amor al otro, del que surge la actitud de misericordia hacia él, hace real y efectivo en la vida humana el amor de Dios. Se ha dicho de muchas maneras. Desde la filosofía y la teología, por ejemplo: «Dios no es objeto directo de ninguna facultad ni acto humano»; «Dios no es término objetual para el hombre». Pero eso no significa que no podamos mantener con él una relación tan íntima como la de «la experiencia de Dios». Solo que, cuando nosotros di-rigimos nuestra mirada a Dios o elevamos hasta él nuestras voces, el rostro del Dios misericordioso está siempre vuelto hacia los sufrimientos de sus hijos; sus oídos están atentos al clamor de su pueblo y es en ellos donde tenemos el lugar por excelencia para encontramos con él (Is58). Con otras palabras, solo quienes han pasado por pedir perdón y han hecho la expe-riencia de ser perdonados por aquel «de quien procede el perdón», dispo-nen de capacidad para perdonar a su vez. Solo quien se sabe y se reconoce agraciado, tiene capacidad para «agraciar», para dar gratuitamente a otros.

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Con todo, no podemos dejar de advertir que ni tener constantemente la palabra «Dios» en los labios garantiza que su amor está en nosotros y que hayamos hecho la experiencia de su misericordia; ni la ausencia de esa palabra en el lenguaje de otras personas significa que sea necesariamente ajena a toda experiencia de Dios y de su misericordia. No olvidemos que Jesús nos advirtió que las prostitutas y los publicanos podrían preceder en el Reino a los oficialmente religiosos.

LAS OBRAS DE MISERICORDIA. La mirada compasiva ilumina y permite descubrir en toda su densidad

y en toda su riqueza la realidad y la vida del ser humano. Su corazón, motor físico y simbólico de su ser, encendido por el sentimiento que suscitan la mirada y la actitud compasiva, moviliza todas las energías de nuestro ser, espíritu encarnado, para la puesta en práctica de la actitud misericordiosa, tanto en la dimensión corporal, como en la dimensión espiritual de nuestra condición humana. La mirada y el sentimiento, que ciertamente son aspec-tos de la misericordia, se encarnan, se hacen realidad efectiva y se consu-man en las obras con las que el sujeto responde a la situación de necesidad, al sufrimiento del otro, tratando de remediarlo y aportarle el consuelo que necesita. Las obras de misericordia son tan variadas como las necesidades a las que responden. Todas tienen algo en común: darse a los otros, bajo las variadas formas de dar que representan todas ellas. La donación de sí es la obra por excelencia del amor. Porque la relación interpersonal es el rasgo distintivo por excelencia de nuestro ser de sujetos. «Existimos desde el diá-logo». Somos en relación. No somos primero y después entablamos deter-minadas relaciones. Todo nuestro existir consiste en responder a la lla-mada a la existencia que la Presencia originante, el ser de Dios, autodonán-dose a nosotros, posibilita, suscita y reclama. Y esta raíz relacional de Dios con nosotros, y nuestra respuesta a ella, se ejercita en nuestra relación con el mundo y en la relación de donación recíproca con los demás, generando así el ser en comunidad de la familia, de la sociedad de iguales en derechos y en dignidad y, en definitiva, de la gran familia humana. Las muchas y muy variadas necesidades humanas sirven de cristal poliédrico que difracta esa autodonación amorosa en las múltiples obras de caridad. Como la luz pro-duce la gama de los colores, el amor produce la gama amplísima de las obras del amor al que los muchos rostros de las necesidades humanas con-vierten en las diferentes obras de misericordia.

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Las dimensiones corporal y espiritual del ser humano originan dife-rentes situaciones de necesidad. A las situaciones de necesidad de cada una de esas dimensiones responden las obras corporales y espirituales de misericordia. Todas ellas se refieren a situaciones en las que las personas sufren la carencia de bienes de primera necesidad para una vida satisfac-toriamente humana. Los diferentes «catálogos» existentes en la tradición cristiana están sacados de la Biblia, del Evangelio y de las situaciones a las que Jesús se refiere como ocasiones para la puesta en práctica del amor efectivo a los hermanos necesitados con los que él ha querido identificarse: «Tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, enfermo y encarcelado ... y me socorristeis». Pero es evidente que los cambios sociales y culturales que se producen en el devenir de la historia fuerzan a su actualización y reformu-lación constante.

El pan, palabra en muchas culturas para el alimento en general, y el agua representan para los humanos los bienes de primera, de absoluta ne-cesidad. Su carencia provoca en ellos el hambre y la sed, dos situaciones que, prolongadas, hacen al hombre la vida insoportable y le acarrean una muerte segura. Por eso, no es extraño que «dar de comer al hambriento» y «dar de beber al sediento» aparezcan en primer lugar en todas las listas de las obras corporales de misericordia, esas respuestas del amor y la com-pasión que nos mueven a venir en ayuda de las necesidades de los huma-nos en su dimensión corporal. Para que la formulación de cada una de las «obras de caridad» cobre todo su sentido, sería útil detenerse a tomar clara conciencia de lo que significa la situación de necesidad a la que corres-ponde cada una. Es muy diferente contentarse con la definición nominal en los diccionarios de uso del lenguaje de la palabra «sed»: «falta o caren-cia de agua»; «deseo de beber»; y haber pasado por la experiencia de la sed del pueblo de Israel que trasparentan tantas páginas del relato del Éxodo, o leer el relato escalofriante de Saint- Exupéry de las horas angus-tiosas que pasaron él y su copiloto tras el accidente de su avión en medio del Sahara, y del papel preponderante que cobró en ellas la falta prolon-gada de agua y la terrible sed que sufrieron.

DAR DE BEBER AL SEDIENTO. En los caminos por las tierras esteparias y los desiertos por los que

discurrió gran parte de su historia del pueblo de Dios, y especialmente en el éxodo desde la cautividad en Egipto hasta la tierra prometida, la sed

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constituyó su necesidad más frecuente y apremiante. Y el Dios que los sacó de Egipto y los acompañó en esa larga travesía aparece siempre atento a ella, escuchando los gritos de auxilio, con frecuencia casi desesperados, que le dirigen los miembros de su pueblo, y acudiendo en su ayuda. La mi-sericordia de Yahvé, el atributo por el que el pueblo le reconoce, se mani-fiesta, cada vez que la falta de agua los pone al borde de la extenuación física y de la pérdida de la confianza en él, haciendo brotar fuentes, en me-dio del desierto y de las mismas rocas, para que pudieran beber ellos y sus ganados (Ex 17,3).

Los profetas se lo recordarán al pueblo más tarde, como prueba de la fidelidad y la misericordia de Dios para con ellos: «Les llevó por la estepa y no pasaron sed, pues hizo brotar agua de la roca» (Is 48,21). «Anduvieron errantes por el desierto solitario, sin encontrar el camino hacia un lugar habitable. Estaban hambrientos y sedientos y se les agotaron las fuerzas, pero clamaron al Señor en su angustia y él los salvó de la aflicción ... y los condujo para que llegaran a un lugar habitable ... Porque dio de beber a los sedientos y colmó de bienes a los hambrientos» (Sal 107,4-9). Y cuando esos tiempos difíciles reaparezcan en la historia de Israel, siempre habrá profetas que les recuerden las maravillas operadas antes, y les anuncien nuevas intervenciones divinas a favor de su pueblo, entre las que nunca faltará la de procurarle el agua que calme su sed. A la inversa, en el paisaje idílico que dibujan en ocasiones difíciles las promesas proféticas no falta nunca la referencia al agua abundante y a los cambios que produce en la situación del pueblo: «Haré brotar ríos en las cumbres peladas y fuentes en medio de los valles: Transformaré el desierto en estanque, la tierra árida en manantiales de agua ... , para que vean que lo ha hecho la mano del Señor» (Is 41,18-20)

Como siempre que se habla de la misericordia divina, las referencias veterotestamentarias a la misericordia de Dios, que remedia las calamida-des del hambre y la sed de su pueblo, van siempre acompañadas de invita-ciones a sus beneficiarios a que hagan llegar su amor y su misericordia a todas las criaturas, siendo ellos mismos misericordiosos con todos: «Al que llega sediento, dadle agua, habitantes de Temá; ofreced pan a los fugiti-vos» (Is 21,14); y como Dios lo hace con todos, así han de hacerlo ellos, incluso con los extraños y enemigos, saciando su hambre y procurándoles el agua que apague su sed:« Si tu enemigo tiene hambre, dale pan: si tiene sed, dale de beber» (Pr 25,21)

En el Nuevo Testamento, «agua» aparece referida, sobre todo en san

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Juan, a los muchos significados que confiere a la palabra su frecuente uso simbólico: a su virtud purificadora en referencia al bautismo de Juan; a su poder sanante, como en el episodio de la piscina de Siloé; a su condición de principio de vida y también a la que define su propia naturaleza, la de ser remedio para el tormento de la sed. En este último sentido, Jesús se queja de la sed, el más agudo tormento de esa suma de todos los tormen-tos que es la crucifixión, aunque es probable que en esa queja aparezcan alusiones a sentidos que no podemos más que sospechar. También en el sentido literal, Jesús, sentado junto al pozo de Jacob, cansado tras un largo camino, y aquejado por el calor del mediodía y por la sed, pide a la samari-tana: «dame de beber», para hablarle después del agua que él puede dar y que hace que quien beba de ella no vuelva a tener sed, porque de sus entrañas brotará un manantial de vida eterna (jn4,6-14). Tampoco en el Evangelio falta la recomendación expresa de Jesús a sus discípulos a la práctica de la misericordia bajo la forma «dar de beber al sediento». Re-cordemos las dos más explícitas: «Quien dé un vaso de agua a uno de estos pequeños por ser discípulo mío, os aseguro que no se quedará sin recom-pensa» (Mt 10,42). Y en la referencia al juicio final, entre los que escucha-rán de labios del Señor: «venid benditos de mi Padre», se cuentan aquellos a quienes pueda decir: «tuve sed y me disteis de beber».

El conjunto de las referencias a la sed en la Biblia muestra cuán nu-merosas eran en las culturas que se reflejan en ella las ocasiones en las que la sed constituía una ocasión privilegiada para la experiencia de la miseri-cordia de Dios y la práctica de la misericordia en la vida cotidiana, sencilla-mente procurando el agua que calmase la sed de los sedientos.

«DAR DE BEBER AL SEDIENTO», EN NUESTRO TIEMPO A primera vista, en esta pequeña parte privilegiada del mundo que

constituimos los países desarrollados, la práctica de esta obra de miseri-cordia resulta prácticamente anacrónica. Salvo accidente o alguna muy rara circunstancia extraordinaria, pocas veces se producen ocasiones para su práctica. En todas las ciudades y hasta en los pueblos más pequeños, todos tenemos el agua en nuestras casas al alcance de la mano. Con mucha frecuencia las fuentes públicas, sobre todo en las ciudades, se han conver-tido en elementos decorativos o en signos de ostentación. Las carreteras y los mismos caminos ofrecen a cada paso albergues, ventas, posadas y todo tipo de instalaciones en las que abundan las más variadas bebidas. Entre

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nosotros, una persona puede pasar muchos años de su vida sin que nadie se acerque a ella para pedirle de beber. Solo en muy contadas ocasiones tenemos la oportunidad de ofrecer a alguien ese vaso de agua para el que Jesús aseguraba que no faltará recompensa.

Pero la verdad es que ese «a primera vista» al que acabamos de re-ferimos constituye una «vista muy corta» de la realidad. Primero, porque deja fuera de su alcance las «bolsas de pobreza» existentes también en los llamados países ricos en los que el agua sigue siendo un problema serio en la vida de los que viven en ellas: por la precariedad de las instalaciones a través de las cuales les llegan; por la insalubridad a la que está expuesta su utilización y su consumo; por los peligros de inundaciones con fatales con-secuencias a que se ven expuestas sus frágiles viviendas cada vez que se producen lluvias torrenciales. Los «servicios sociales» y los numerosos vo-luntarios que tratan de mejorar las condiciones de vida de esos grupos mar-ginados saben muy bien y denuncian con frecuencia la existencia escanda-losa de esa sed, de esos sedientos, a las puertas mismas de nuestras ciuda-des, que desde su situación de exclusión están interpelando nuestras con-ciencias, y a los que la sociedad hace llegar tan solo algunas gotas del agua que los demás malgastamos. Solo unas pocas personas generosas, las más atentas a las situaciones de necesidad de su entorno, saben detenerse ante estos nuevos heridos en las fronteras sociales, como lo hizo el buen sama-ritano, y prestarles una ayuda que nos corresponde prestarles a todos.

Pero existen otros hechos que muestran la vigencia y la actualidad en nuestro tiempo de la segunda obra corporal de misericordia: dar de beber al sediento. No olvidemos que los «países ricos», tan acostumbrados a con-sideramos el centro del mundo, representamos una parte bien pequeña de la aldea global en que se ha convertido nuestro mundo. Hoy la sed no se reduce a la falta y la necesidad de agua de algunas personas en determina-das circunstancias. El mejor conocimiento de las distintas partes del mundo y de las condiciones de vida de sus habitantes, gracias al intercambio per-manente de noticias y al tejido de relaciones cada vez más estrechas entre ellas, están poniendo de manifiesto la necesidad de una nueva escala para considerar, plantear y resolver problemas, que, incluso si se producen le-jos, no dejan de afectamos también a nosotros por afectar a la casa común de todos los humanos que es nuestro planeta.

La encíclica Laudato sí' lo ha puesto de relieve al referirse desde el co-mienzo al nacimiento de una ya visible conciencia ecológica: en los últimos tiempos se está produciendo una «creciente sensibilidad con respecto al

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ambiente y al cuidado de la naturaleza y crece una sincera y dolorosa preo-cupación por lo que está sucediendo con nuestro planeta». Entre los mu-chos aspectos objeto de esa preocupación está el agua. De hecho, el agua aparece, en todos los informes que llaman la atención sobre los problemas actuales a escala mundial, como uno de los más graves. Su manifestación más importante es da enorme cantidad de personas que no tiene acceso al agua potable en condiciones suficientes de salubridad». Su importancia ha hecho que uno de los «objetivos del desarrollo del milenio» se proponga «reducir para 2015 a la mitad el porcentaje de personas que no tiene ac-ceso sostenible al agua potable y al saneamiento básico». «Dar de beber al sediento» no ha perdido en absoluto pertinencia en nuestro tiempo. Las voces que hoy nos piden agua nos llegan del mundo entero a través de los muchos datos aportados por los informes y los estudios de la situación atentos a su dimensión ecológica. En ellos se percibe con claridad que la puesta en práctica de esta obra de misericordia reclama hoy formas nuevas que respondan a las nuevas formas que reviste la sed.

La mirada a la necesidad y al necesitado sigue siendo el primer paso. Pero la complejidad y las proporciones de la necesidad, de la sed en este caso, exigen nuevas formas de «mirar». Son muchas, sin duda, las causas de la situación. Las hay naturales, como las condiciones geográficas o cli-máticas de los países que sufren insuficiencia o carencia de agua. Pero aun en estas causas naturales están influyendo los comportamientos humanos, también y sobre todo los de los países que disfrutamos del agua en abun-dancia, en la medida en que influyen de manera decisiva en fenómenos como la desertización y el cambio climático. Pero, además, existen también causas económicas de esas situaciones de carencia de agua en numerosas zonas de la tierra, porque son muchos los países que disponen de agua dulce suficiente para satisfacer las necesidades de agua de sus poblaciones y de su agricultura, pero que no disponen de los medios para hacerla llegar a su destino. Y es indudable que en las causas económicas ejerce gran in-fluencia una pervertida organización de la economía que debería ponerse al servicio de los hombres, de todos los hombres y sus derechos fundamen-tales, entre los que se cuenta el acceso al agua potable, de la que depende la supervivencia de las personas, condición para el ejercicio de los demás derechos humanos (LS 27-32).

La mirada a una situación que afecta al mundo entero, a la «casa co-mún», no puede hacerse desde la perspectiva limitada de algunos países.

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«La interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo, en un pro-yecto común», que requiere un «consenso mundial que lleve, por ejemplo, a programar una agricultura sostenible y diversificada ... a asegurar a todos el acceso al agua potable» (LS 164).

Las propuestas a las que conduce una mirada informada, universal, realista, pero atenta y abierta al futuro de las nuevas generaciones, pueden producir en la generalidad de los creyentes y sus comunidades una sensa-ción de desánimo por la incapacidad en que se encuentran para hacerse debidamente cargo de la situación en toda su complejidad y, sobre todo, por la imposibilidad de intervenir en la búsqueda de respuestas a la misma. El último capítulo de la encíclica Laudato si' propone los rasgos de una es-piritualidad, de una forma de vivir a la altura de lo que comporta ser hu-mano, que facilitaría el desarrollo de una nueva forma de ser, de pensar, de sentir, de relacionarse con el mundo y con el resto de los hombres, que serviría de motor para la movilización de las personas, las comunidades y los pueblos hacia proyectos, programas y acciones que, compartidos por todos, harían posible la búsqueda de respuestas comunes a los graves pro-blemas comunes que padece nuestro mundo, y lo aproximaría a ese pro-yecto común que Dios tiene para sus criaturas, que los cristianos recono-cemos como Reino de Dios.

Sin pretender resumir unas páginas que es indispensable leer, medi-tar y compartir, ofrezco para terminar mi reflexión algunos puntos que em-palman con la comprensión de la misericordia, y de la misericordia de Dios revelada en Cristo, que propusimos como fundamento para la puesta en práctica de las obras de misericordia.

El principio y fundamento de toda visión y realización del ser humano a la altura de su dignidad es Dios, el Dios misericordia, no lo olvidemos, presente como su origen permanente en todo lo creado y en el corazón humano, que le abre al abismo de bien, de verdad, de belleza, de genero-sidad, y dota a todos los seres humanos de una dignidad, reflejo de la suya.

Esta apertura a la Trascendencia, esta polarización hacia el Infinito permite al ser humano superar la ley de gravedad hacia sí mismo, la ten-dencia a constituirse en el centro de todo y en «la medida de todas las co-sas» y le invita a vivir en referencia permanente, en diálogo y colaboración constante con los humanos, como una forma de realizar el ideal al que está destinado. Como destaca literalmente la encíclica: «Cuando los humanos se vuelven autorreferenciales y se aíslan en su propia conciencia, acrecien-tan su voracidad», con las terribles consecuencias personales y sociales que

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esa obsesión por la posesión genera en ellos. «Siempre es posible volver a desarrollar la capacidad de salir hacia el otro». Y esa salida es la que abre los oídos al sufrimiento de los otros y genera actitudes y acciones destina-das a aliviado y colaborar en su curación. Esa salida de sí al reconocimiento de la Presencia del Dios misericordia fomenta y hace crecer en el ser hu-mano la actitud, la virtud, el sentimiento de la misericordia que desgranan las múltiples formas en que se realiza.

LA SED DE AGUA, METÁFORA PARA LA «SED DE DIOS». DAR DE BEBER ALIMENTANDO ESTA SED RADICAL

Las palabras con que nos referimos a aspectos importantes de nues-tra condición, a dimensiones profundas de nuestro ser, suelen cargarse en el uso del lenguaje de significados de otro orden que las convierten en sím-bolos a través de los cuales se reconoce y se expresa la verdadera condición humana. Así ha sucedido con «sed», la palabra para la falta de ese ele-mento indispensable para la vida que es el agua, y para el deseo ardiente de ella a que esa falta da lugar. Lo mismo sucede con «agua», palabra para el término del deseo apremiante de la sed y para la única realidad capaz de apagado.

En la Biblia son incontables los usos simbólicos de las dos palabras y de la relación que las une. La sed se ha convertido en ella en una metáfora permanente para el deseo de Dios: «Mi alma tiene sed de Dios ... », «¡oh Dios ... !, ¡mi alma tiene sed de ti, mi carne tiene ansía de ti!», «como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío». Se trata del deseo radical que es el hombre, por debajo de los muchos deseos que tiene. Deseo profundo como ninguno. «Abisal» lo llama san Juan de la Cruz. José Antonio Marina lo identifica como «vaciado de infinito». Es esa aspi-ración a ser, a ser plenamente, a ser siempre, a ser feliz que constituye el fondo sin fondo sobre el que se asienta el milagro que supone ser, sin tener en sí su propio fundamento ni su propio origen.

A esta sed radical no responde ningún bien mundano ni la suma de todos ellos. San Agustín identifica esa realidad indefinible con Dios: «Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». El salmista se refería a él cuando cantaba: «Todas mis fuentes están en Ti». Para Unamuno, «Dios es el agua de nuestra sed».

La obra de misericordia que hemos comentado no se refiere a ella; se refiere al sediento de agua, en su realidad física, y al agua física que apaga

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su sed. Pero, ¿debemos los cristianos cuando la practicamos ignorarla del todo y prescindir de su existencia en el sediento y en los que le damos de beber? No creo en absoluto que debamos practicar la misericordia convir-tiéndola en un gesto de propaganda «proselitista». Pero, si las obras de misericordia son para los creyentes la puesta en práctica de la misericordia de Dios, de su amor volcado hacia nosotros ¿no sería natural y deseable que la transparentasen de alguna manera? Jesús, el Enviado por excelen-cia, el Evangelio en persona, hizo del anuncio del amor de Dios la tarea de su vida. Pero de él se dice también que «pasó haciendo el bien», dando de comer a la multitud hambrienta, curando a los enfermos; es decir, po-niendo en práctica obras incontables en las que manifestaba la misericor-dia del Padre. Sus milagros pueden ser una muestra de su «pedagogía»: sana a los enfermos, pero les invita a la fe, la alaba cuando la descubre en ellos, y culmina sus milagros destacando: «Tus pecados han sido perdona-dos», «tu fe te ha salvado», un efecto de su acción sanante, que va más allá de la curación. De hecho, siempre se ha reconocido que el medio más apro-piado para anunciar el Evangelio es la forma de vivir de los que lo anuncian, informada por el amor, el servicio a los demás, la práctica de la misericor-dia. A eso atribuyen los estudiosos de la evangelización la prodigiosa ex-pansión del cristianismo de los primeros siglos.

Con esto no pretendo sugerir una práctica de la caridad que vaya acompañada de gestos que atraigan la atención de la gente y palabras que exalten y expliquen el sentido y la intención que las inspira. Se trata, más bien, de que nuestras obras de caridad transparenten la misericordia, el amor enteramente gratuito de Dios hacia nosotros. Él es el medio más efi-caz para abrir la atención a su presencia; suscitar actitudes que permitan su acogida; mover a la puesta en práctica de «obras de misericordia» que la encarnen en la propia vida y en la sociedad en que vivimos.

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Señor:

Haz de mí un instrumento de Paz Que allí donde haya odio, ponga yo Amor

Donde haya ofensa, ponga yo Perdón Donde haya discordia, ponga Unión

Donde hay error, ponga Verdad Donde hay duda, que yo ponga Fe

Donde hay desesperación, ponga Esperanza Donde hay tinieblas, ponga vuestra Luz Donde hay tristeza, ponga yo Alegría.

¡OH MAESTRO!

Que no me empeñe tanto en ser consolado como en consolar,

en ser comprendido como en comprender a los demás, en ser amado como en amar.

Porque dando, se recibe, olvidando, se encuentra,

perdonando, se es perdonado y muriendo, se resucita a la vida eterna.

CUESTIONES PARA PENSAR Y DIALOGAR.

1. ¿Me siento destinatario y beneficiario de la misericordia de Dios?

2. ¿Estoy siempre dispuesto al perdón?

3. ¿Es la justicia divina incompatible con su misericordia? ¿Cómo se ejerce la justicia de Dios?

4. Cuando me acerco al otro, ¿transparento de alguna forma la misericordia de Dios, su amor

gratuito volcado hacia nosotros?

5. ¿Soy consciente de la falta de agua en nuestra casa común que es el mundo? ¿Cómo utilizo

el agua en mi vida cotidiana? ¿La derrocho?

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TEMA 2. VISITAR Y CUIDAR A LOS ENFERMOS JOSÉ CARLOS BERMEJO

Señor Jesucristo, que para redimir a los hombres y sanar a los enfermos quisiste asumir nuestra condición humana, mira con piedad a todos los que están enfermos y necesitan ser curados en el cuerpo y en el espíritu. Reconfórtalos con tu poder para que levanten su ánimo y puedan superar todos sus males, y ya que has querido asociarlos a tu pasión redentora, haz que confíen en la eficacia de su dolor para la salvación del mundo. Danos entrañas de misericordia, Señor, ante el hermano que sufre la enfermedad. Des-pierta en nosotros tu sensibilidad para saber aliviar su dolor y no ser una carga. Todos tenemos cerca la enfermedad a lo largo de nuestras vidas en familiares, amigos, conocidos. Ayúdanos a estar disponibles, a descubrir tu rostro en la persona enferma. Muchas veces nos preguntamos: ¿quién cuida al que cuida al enfermo?. Sin ninguna duda, Tú, Señor. Porque tú siempre estás ahí, dándonos ánimos, fuerzas, espe-ranza,…Ayúdanos a descubrir tu consuelo y tus mimos cuando asumimos la tarea que Tú nos confías de hacernos cargo de tus favoritos, los débiles. Danos una fe fuerte para saber acompañar procesos y anunciarte en esos momentos clave de la vida. Haznos misericordiosos con el hermano enfermo, como Tú eres misericordioso. Me invitas a cargar sobre mis hombros con las penas del que sufre, curarle las heridas al que padece dolor, sacar del agujero a ese que la pena hunde, dedicar mi tiempo al que no ve solución, acompañar caminos y llenarlos de alegría. Hace falta un poquito de calor en este mundo frío, hace falta tu ternura, hace falta tu amor entre tanta indife-rencia y dolor. Haznos misericordiosos, oh, Dios.

RINCÓN ORANTE

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VISITAR Y CUIDAR A LOS ENFERMOS. 1. INTRODUCCION. Que visitar y cuidar a los enfermos es un precepto antiquísimo, nadie lo duda. Además de ser la formulación de una de las implicaciones de ser misericordioso, los seres humanos experimentamos visitar y cuidar a los enfermos como un deber ético que se siente de manera muy intensa por razones de vínculos de consanguinidad y se favorece incluso por las leyes actuales vigentes. Pero que visitar y cuidar a los enfermos sea también un arte que se debe hacer con prudencia, lo muestran incluso las normas de las institucio-nes hospitalarias y sociosanitarias, donde se tiende a proteger a los enfer-mos, ancianos, etc., de posibles visitas inoportunas, molestas o dañinas para el propio enfermo, estableciendo medidas de horarios más o menos restringidos y de número de personas permitidas según casos. Si uno desea documentarse sobre cómo hacer bien una visita al en-fermo, no le faltaran referentes en la red, hasta encontrar catálogos de in-dicaciones con pormenores que indican lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer, normalmente buscando la protecci6n de este y su bienestar, que podría verse disminuido por lainadecuaci6n de algunas visitas. En el pasado, algunos referentes recogían las frases y tópicos, frecuentemente en tono dolorista, evocando antes la ley que la misericordia. Y el cuidado al enfermo es la esencia de algunas profesiones. Enfermería en particular y los conocidos como auxiliares de enfermería o auxiliares de ayuda a do-micilio, o los actuales técnicos en atención sociosanitaria... tienen el cui-dado como clave de referencia fundamental para definir su esencia. Se diría que la compasión y la misericordia como actitud que compor-tan una cierta inclinación del ánimo hacia la persona desgraciada, no ga-rantiza que se realice de manera adecuada. Sentimos compasión y nos pro-duce misericordia ver a una persona en duelo, un enfermo mal atendido, una persona mayor abandonada, una mujer víctima de la violencia ... Pues bien, la misericordia requiere ser desplegada de manera competente. Situaciones que retan.

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Describir algunas situaciones específicas puede servirnos de ayuda para tomar conciencia de la necesidad de no conformarnos con la buena voluntad en la visita al enfermo y su cuidado. Es el caso, por ejemplo, de la situación conocida como «el síndrome del hijo de Bilbao», que se produce cuando en un núcleo familiar, al cons-tatar el posible final de un enfermo, los familiares llaman al que vive fuera por el motivo que sea. Este intenta llegar al lugar donde se encuentra el enfermo antes de que el paciente fallezca. Es frecuente que el que viene de fuera, al encontrarse con su ser querido, como reacción al impacto -shock- que puede producirle ver la realidad, proyecte la agresividad, la ra-bia, contra los cuidadores habituales profesionales o familiares. Y, de no ser conscientes de que se trata de un mecanismo habitual de proyección y, por tanto, de defensa, los cuidadores pueden caer en el error de acusar a quien viene de fuera, defenderse y añadir agresividad a una situación que podría gestionarse con un poco de compresión y competencia. Asimismo, es también frecuente encontrar al familiar que vive la re-lación con su ser querido enfermo en clave de codependencia, es decir, de falta de salud relacional interdependiente. En efecto, podemos encontrar, por ejemplo, a una mujer a los pies de la cama de un paciente, sin separarse de él ni a sol ni a sombra, justificando una dedicación y atención desmesu-rada por razones de necesidad y en clave de ser imprescindible su presen-cia. El espectador que no observe bien, familiar o profesional, puede que no descubra el riesgo de la codependencia. Podría suceder incluso que el espectador elogiara como virtuosa una conducta que, en realidad, puede ser codependiente. No faltan dificultades relacionales entre los cuidadores que claudican familiarmente, es decir, que se agotan simultáneamente en el reparto de las tareas de cuidadores. Hay personas que se sienten como en medio de un sándwich, debiendo cuidar a los padres además de a los hijos, mientras llevan adelante otras tareas como puede ser el trabajo y la propia vida do-méstica. La claudicación familiar, que en ocasiones justifica el interna-miento de un paciente, constituye un reto para la solidaridad y también para una buena competencia relacional con quien se encuentra en ella. No es fácil visitar al enfermo en una circunstancia de «pacto de silen-cio» desadaptativo (2), es decir, de juego a las mentiras sobre el diagnós-tico o el pronóstico del paciente. En realidad, visitar al enfermo sin la clave

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de la veracidad en la comunicación genera desconfianza y puede hacer sur-girla soledad más cruel: soledad en la relación, sentimiento de abandono aunque se esté acompañado. Constituyen un reto para la comunicación, igualmente, aquellas situa-ciones en que el paciente tiene deterioro cognitivo. Es fácil encontrarse con expresiones inadecuadas en el visitante o cuidador, tales como «se entera de lo que quiere», «si es que se lo tengo que decir mil veces», «solo oye lo que le interesa», «ya te lo he dicho; ¿otra vez?, ¿pero es que no te acuer-das?», «bien que se da cuenta de otras cosas»... Son expresiones que indi-can una falta de reflexión de quien las pronuncia y, en todo caso, una ne-cesidad de superar la buena voluntad en la visita. Cabe pensar que estas situaciones descritas son solo ejemplos del hecho de que visitar y cuidar al enfermo es un arte que se ha de cultivar como hortelanos de la relación y el cuidado. Visitar y cuidar con competencia. «¿Qué demonios estás haciendo? Le pregunte al mono cuando le vi sacar un pez del agua y colocarlo en la rama de un árbol. Estoy salvándole de perecer ahogado, me respondió» (3) Así es, no es infrecuente la falta de sentido común o de competencias blandas en las visitas a los enfermos y en las tareas de cuidado. Las compe-tencias blandas son aquellas que las personas necesitamos, junto con la competencia científico-técnica, para relacionarnos adecuadamente con aquel a quien deseamos ayudar de alguna manera. Se trata de competen-cias conductuales o interpersonales, que permiten mantener relaciones eficaces de escucha, de respuesta, de apoyo emocional, de abordaje de sentimientos difíciles (tanto del enfermo como del visitante), de enfrenta-miento sereno y deliberativo, prudente y dialogado de los conflictos éticos, así como de manejo de las cuestiones no tangibles, de la dimensión espiri-tual, del mundo de los valores, del sentido y de la diversidad cultural. No heredamos estas competencias relacionales, emocionales, éticas, espirituales y culturales por vía genética. Más bien son el resultado de un trabajo de entrenamiento, aprendizaje y supervisión. Deberían ser materia de educación familiar y escolar, y los medios de comunicación podrían con-tribuir a algo que todos necesitamos. Porque de visitar a un enfermo no se libra nadie. Sin embargo, pocas son las energías invertidas en nuestra cul-tura para reflexionar y aprender-enseñar modos eficaces de relación de ayuda centrada en la persona.

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Sucede también que las profesiones de ayuda, tales como enferme-ría, medicina, trabajo social, psicología, así como la teología que debería capacitar para el acompañamiento pastoral, son deficitarias en capacitar para este tipo de competencias. Es fácil encontrar a un médico, a un pres-bítero ... que haya invertido centenares de horas en aprender sobre las mi-tocondrias o sobre aspectos de los libros sagrados, y que no haya invertido apenas tiempo (o nada) en entrenarse en el arte del uso de la palabra y la escucha al servicio de los protagonistas de su profesión: enfermos, fieles que sufren ... Se trata de un gran desafío cultural y personal.

2. SABER ESTAR, SABER NO ESTAR. La visita al enfermo es, con frecuencia, una experiencia vivida como ansiógena. No son pocas las personas que sienten que «no sabré qué de-cir» o «y si no me puedo escapar con los tópicos... » Porque, en efecto, los seres humanos hemos aprendido formas estereotipadas de realizar este tipo de encuentro, particularmente caracterizadas por el uso de frases he-chas. "Hay que tener esperanza», «antes o después nos toca a todos», «eso no es nada», «otros están peor, «Dios aprieta pero no ahoga», «con el tiempo todo se cura», «debes tener fe y confianza y poner de tu parte», «llorar solo empeora las cosas»... Podríamos hacer un vademécum de frases con las que fácilmente nos despachamos en la pretendida relación de ayuda. Desaprender. Si: desaprender. Desaprender lo sabido es ahora mucho más importante que aprender en el terreno del saber acompañar al enfermo. Desaprender no es lo con-trario de aprender. Desaprender puede suponer desterrar años de conoci-miento, de esfuerzos o de costumbres. Desaprender no implica olvidar to-dos los conocimientos y experiencias adquiridos, sino más bien ampliar el bagaje cultural con aspectos nuevos o renovados que resultan ser más im-portantes y eficaces. Fácilmente nos hicimos con formas de visitar al enfermo centradas en el lenguaje exhortatorio, invitando al paciente a cultivar pensamientos y sentimientos relacionados con virtudes y distantes del sabor del displacer de las emociones normales con las que cursa la experiencia de la enferme-dad. Liberarse de las frases hechas, de las respuestas aprendidas es em-prender un camino creativo de mayor humildad y escucha.

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En efecto, quien se dispone a escuchar y utilizar esta clave como re-ferente fundamental para salir al paso de la persona que sufre, tendrá que enfrentarse a los propios sentimientos de impotencia, de inadecuación, de sorpresa y apertura a un tú diferente, frecuentemente inseguro y amena-zado por la vulnerabilidad que evoca la radical necesidad de otro y el cho-que con la naturaleza humana limitada (5) Hemos podido cultivar estas costumbres como amarras en la insegu-ridad. Consejos fáciles que solucionaban la cuestión de cómo estar con el enfermo. Normalmente más con la razón Que con el corazón. Las diferentes tendencias en psicología nos han ayu-dado a tomar conciencia de la importancia de validar sentimientos, de acompañar en la verdad del otro, de sostener el silencio y aprender tanto a estar como a no estar. En efecto, si la escucha activa es una clave para la visita al enfermo, esta será tanto más eficaz cuanto más conviva con el profundo silencio in-terior de quien se dispone a acoger al otro en el corazón. Si es importante saber estar, no lo es menos saber no estar, es decir, callar, no visitaren el momento inoportuno, dejar descansar, no imponer el propio criterio, dejar al enfermo con otros visitantes cuando procede. Los amigos de Job e Iván Ilich. El viejo libra de la Sagrada Escritura es de rabiosa actualidad. La trama recoge la situación de una persona que está realmente mal, pues ha sufrido diferentes perdidas (salud, bienes, amigas... ) y recibe, como si de las esce-nas de una obra de teatro se tratara, varias visitas. Son buenos amigos y buenos te6ricos. Pero han aprendido bien lo malo. Han aprendido a decir lo de siempre y lo que a todos. Para la época, lo que tocaba decir era: «si estas mal, algo habrás hecho». Era la doctrina de la retribución circulante: al justo le debe ir bien, al pecador le debe ir mal; una justicia «demasiado humana». De este planteamiento se derivan estereotipos en la relación de los amigos de Job que también persisten hoy en diferentes maneras. Son las frases hechas, los tópicos a lo grande, la moralización sin medida... Po-dríamos releer el libro de Job de manera individual y colectiva para revisar nuestra cultura. En particular, nos vendría bien escuchar la reacción de Job, que no puede ser más clara: «¿Hasta cuándo pensáis atormentarme, aplas-tándome con tanta palabrería?», «¿a qué consolarme con vaciedades?», «escuchad atentos mis palabras, dadme si quiera ese consuelo». Job, el hombre sufriente de siempre, nos lanza el reto de ser prudentes con lo que

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decimos: ¿qué le importan los juicios moralizantes al enfermo?, ¿Y el len-guaje exhortatorio: hay que ser fuerte, hay que tener paciencia, tienes que poner de tu parte, hay que... , hay que ... ? Como si tuviéramos que repetir lo que hemos escuchado que dicen otros y no supiéramos crear nuestro propio discurso o ... nuestro propio silencio. Parece que con el mismo objetivo encontramos que Tolstoi nos re-galó una obra de arte con este título: La muerte de Iván Ilich. Debería ser leída por todos los profesionales sanitarios y todos los que visitamos enfer-mos. Ivan Ilich se encuentra realmente mal. Por delante de él pasan tam-bién los visitantes cargados de buenas intenciones. ¿Qué dicen? Ilich es ge-neroso en mostrarlo que piensa y lo que siente al oír los comentarios de los visitantes. El argumento gira en torno a Ivan Ilich, un pequeño burócrata que fue educado en su infancia con las convicciones de poder alcanzar un puesto dentro del gobierno del Imperio zarista. Poco apoco sus ideales se van cum-pliendo, pero se dará cuenta de que no ha servido de nada dicho esfuerzo; al llegar cerca de la posición que siempre ha soñado, se encontrara con el dilema de descifrar el significado de tanto sacrificio, y de valorar también el malestar reinante en el pequeño entorno familiar que se ha construido. Un día, se golpea al reparar unas cortinas y comienza a sentir un dolor que lo aqueja constantemente. Dicho golpe es totalmente simbólico: sube a una escalera y cuando está en lo más alto -no solo en la escalera, sino en el estatus que ha tornado en su posición social, cae, y ahí comenzara su declive. Poco a poco, Iván Ilich irá muriendo y planteándose el porqué de esa muerte y de esa soledad que lo corroe, a pesar de estar rodeado de personas en el mundo aristocrático que él mismo ha construido. Algunos fragmentos de la obra son especialmente elocuentes. Una visita médica se relata así: Todo resultó tal y como él esperaba; todo fue tal y como siempre ocurre. La espera, la fingida y doctoral gravedad que tan bien conocía por sí mismo en la Audiencia, las percusiones y ausculta-ciones, las preguntas que exigen cierto tiempo para ser contestadas y cuyas respuestas son a todas luces inútiles, el imponente aspecto, que parecía decir: «Póngase en nuestras manos y lo arreglaremos todo, tenemos la so-lución indudable de todo, todo se hace de la misma manera, se trate de quien se trate». Lo mismo, punto por punto, que en la Audiencia. De la misma manera que el procedía con los acusados, procedía con él el famoso doctor.

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El doctor decía: «Esto y esto indica que dentro de usted hay esto y esto; pero si esto se ve confirmado por los análisis de lo otro y esto, etc.». Para Iván Ilich había una sola pregunta importante: ¿Era o no era grave lo suyo? Ahora bien, el doctor no quería detenerse en una pregunta tan fuera de propósito. Desde su punto de vista, era superflua y no debía ser tomada en consideración; lo único que existía era un cálculo de probabilidades: el riñón flotante, el catarro crónico y el intestino ciego. No existía el problema de la vida de Ivan Ilich, de lo que se trataba era de un conflicto entre el riñón flotante y el intestino ciego. Y este conflicto lo resolvió brillante-mente el doctor, ante Iván Ilich, en favor del intestino ciego, con la reserva de que el análisis de orina podía ofrecer nuevas pruebas y entonces habría que revisar el asunto. Lo mismo, punto por punto, que Ivan Ilich había rea-lizado mil veces con los procesados y con idéntica brillantez. No menos bri-llante fue el resumen del doctor, quien, con la mirada triunfante y hasta alegre, contempló al «procesado» por encima de las gafas. De este resu-men, Ivan Ilich dedujo que su asunto presentaba mal cariz y, por mucho que dijese el doctor y todos, la cosa era grave. Esta conclusión produjo en Ivan Ilich, gran lastima hacia su propia persona y gran cólera hacia el doc-tor, que tal indiferencia mostraba en tan trascendental problema. Pero no dijo nada de esto, sino que se levantó, puso el dinero sobre la mesa y, exhalando un suspiro, se interesó una vez más: -Nosotros, los enfermos, les hacemos muy a menudo preguntas inoportunas. En general, ¿es peligroso lo mío …? El doctor se le quedó mirando severamente con un ojo a través de las gafas, como si dijera: “Procesado, si no se ciñe a contes-tar las preguntas que se le hacen, me veré obligado a hacer que lo saquen de la sala». Ya le he dicho lo que consideraba necesario y oportuno -replicó-. Lo demás nos lo indicara el análisis. E hizo una inclinación en señal de despe-dida.(6) Más claro imposible. Será un sencillo criado el único capaz de hablar clara y directo con Ivan Ilich sobre lo que realmente le interesa a él, a su ritmo, centrado en sus necesidades. jCuántas conversaciones inoportunas alrededor del enfermo! ¿Nos centramos en el que sufre o la ansiedad y el miedo que experimentamos marcan nuestro diálogo a ritmo del palpito emocional que no sabemos manejar con sencillez, con humildad, con más escucha y menos palabra? Psicología humanista y counselling.

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De la mano de la psicología humanista y la psicología pastoral, se está promoviendo en los últimos años la formación en relación de ayuda y coun-selling. Son formas de cuestionarse el modo más saludable de acompañar en el sufrimiento. ¿Conseguiremos realizar los cambios necesarios para promover una medicina centrada en la persona? ¿Será que la atención a la dependencia superará los viejos modelos de atención individualizada, pero al fin y al cabo seriada, porque es igual para todos en cuestiones de hospitalidad, de institucionalización, de normas de funcionamiento y pro-tocolos? Hay quien presenta como propuesta un modelo de “atención integral centrada en la persona” como algo bien articulado en dos características consustanciales: la integralidad y la centralidad de la persona a la que se quiere acompañar en el sufrimiento. En cuanto a la atención integral, lo que se busca es el desarrollo de una forma de atender y de una serie de servicios que van más allá de la mera prestación de atenciones médicas y sociales biologicistas y centradas en las necesidades. Se busca una articulación de los programas y servicios que permita el desarrollo máximo de los proyectos vitales de los enfermos en su entorno personal. Por otro lado, además de la integralidad, la atención ha de estar cen-trada en la persona, es decir, ha de ir más allá de la atención individualizada clásica, muy centrada en las necesidades detectadas en la persona, y de-berá hacer el esfuerzo por adaptarse a las características individuales de cada uno, estimulando y apoyando que el enfermo participe activamente en su proceso de atención, cuyo objetivo final es siempre el apoyo para el desarrollo de los proyectos de vida a los que aspire cada uno. En realidad, en el fondo del counselling hay una antropología, obvia-mente. En todos los escenarios pretendidamente humanizadores, se habla de holismo, de consideración integral de la persona. En efecto, uno de los indicadores de un cuidado humanizador es la consideración de la persona ayudada en sentido holístico. La palabra «holístico» proviene del griego:«holos/n»: todo, entero, total, completo, y suele usarse como sinó-nimo de integral. El counselling centrado en la persona comporta acompañar en sen-tido holístico. Esto significa considerar a la persona en todas sus dimensio-nes, es decir, en la dimensión física, intelectual, emocional y espiritual y religiosa.

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El counselling tiende a capacitar a las persona para acompañar en el sufrimiento. Entendemos por ello un tipo de acompañamiento que pre-tende generar salud holística, es decir, hacer experimentar la armonía y responsabilidad en la gestión de la propia vida, de los propios recursos, de sus límites y disfunciones en cada una de las dimensiones de la persona ya citadas. Así una persona está sana físicamente cuando, al considerar su cuerpo, lo cuida y lo trata más como cuerpo animal; lo ve en su aspecto de corporeidad: el ser humano completo, superando viejos dualismos que consideraban el cuerpo como cárcel del alma, con sus connotaciones ne-gativas. El cuerpo humano, en efecto, evoca y vehicula la dimensión rela-cional. Hay salud física, pues, también con grandes límites en el cuerpo, como de hecho sucede cuando las personas sufren diferentes tipos de dis-capacidades. De la misma manera, acompañar a la persona en sentido holístico su-pone generar salud también en el ámbito mental. La salud mental no es solo ausencia de patologías psíquicas, sino que se entiende además como apropiación de las propias cogniciones, ideas, teorías, paradigmas, modos de interpretar la realidad, libres de obsesiones y visiones cerradas y pre-tendidamente definitivas de las casas y de la vida. A esto puede contribuir mucho el counselling. Igualmente, la visión integral de la persona en el counselling, com-porta ayudarla a promoverla salud relacional: salud en la dimensión social, cuando se puede decir que se relaciona bien consigo misma porque expe-rimenta un cierto equilibrio en la relación con su cuerpo, porque promueve el autocuidado, la belleza, la autoestima. Una persona vive sanamente su dimensión relacional cuando se relaciona positivamente con toda la geo-grafía humana física, cuando sabe disfrutar y tiene capacidad de posponer la gratificación. Una persona vive sanamente las relaciones con los demás cuando estas están impregnadas de buen uso de la mirada, cuando es ca-paz de experimentar ternura y vivir el contacto corporal de manera respe-tuosa y positiva, sin huir del mismo, pero sin invadir la intimidad ajena ni exhibir la propia. Una persona posee salud relacional cuando se reconoce interdependiente. Pero hablamos también de salud emocional y nos referimos a ella en el marco de este acompañamiento holístico, porque la dimensión emotiva es una más de las que consideramos. Queremos generar salud emocional como manejo responsable de los sentimientos reconociéndolos, dándoles

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nombre, aceptándolos, integrándolos y aprovechando su energía al servi-cio de los valores. La persona emocionalmente sana controla sus senti-mientos de manera asertiva, afirmativa. Y acompañar en sentido holístico a la persona significa también ge-nerar salud espiritual, que implica tener conciencia de ser trascendente, conocimiento de los propios valores y respeto de la diversidad de escalas, gestión saludable de la pregunta por el sentido y adhesión o no, libre, a una religión liberadora y humanizadora que no genere fanatismos, esclavitu-des, moralización, sentimientos de culpa morbosos, anestesia de lo hu-mano ... En realidad, el counselling interviene holísticamente, es decir, recu-pera la visión integral, va contracorriente en relación a la mentalidad con-temporánea, que va par el camino de la fragmentación y la superspeciali-zación. El visitador de enfermos, el agente de salud y de intervención social no debería ser un técnico del modelo centrado en la persona, sino una per-sona -vulnerable también- que se encuentra con otra persona. La clave: el encuentro; dos biografías construyendo salud. La persona del visitante puede ser terapia (8)

3. EMPATIA y COMPASION. Si hay una clave importante en la visita y el cuidado al enfermo, esa es la empatía y la compasión. Es frecuente que reflexiones y experiencias de entrenamiento sobre counselling o incluso espacios de reflexión sobre acompañamiento espiritual, provoquen también la cuestión sobre la rela-ción entre empatía, compasión y hospitalidad. Más particularmente entre empatía y compasión. La compasión. Analizando diferentes fuentes, podemos constatar que el deseo de matizar los conceptos de empatía y compasión parece ir en aumento, puesto que parte de la literatura tendía a identificarlas prácticamente al final del siglo XX, si bien se utiliza más la palabra empatía en contextos psi-cológicos y la palabra compasión en contextos de reflexión sobre espiritua-lidad o ética (9). Dice Maurice Blondel que el corazón del ser humano se mide por su capa-cidad para acoger el sufrimiento (10). Hoy no falta quien se pregunta si es

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culturalmente posible la compasión, si somos capaces de interpretar el modo de comportarnos con los demás con el lenguaje de la compasión. La compasión es un sentimiento fundado en bases mucho más físico-psicológicas que las relativas a la piedad, a la misericordia y a la ternura, entendidas desde el punto de vista psicológico y espiritual. La compasión es la atracción inevitable de la fragilidad, la debilidad y el sufrimiento ajeno, que hace a la persona participe de la necesidad de compadecer. Es una vulnerabilidad que impulsa a arriesgar y hasta perder, por el otro, los pro-pios intereses. Es, pues, un movimiento de participación en la experiencia del necesitado, con el cual se establece una estrecha solidaridad y una obli-gación consiguiente de asistencia. La compasión (del latín cumpassio, traducción del vocablo griego sympathia) es una palabra compuesta que significa «sufrir juntos» es una emoción humana que se manifiesta a partir del sufrimiento de otro ser. Más intensa que la empatía, en principio, la compasión describe el enten-dimiento del estado emocional de otro, y es con frecuencia combinada con un deseo que se traduce en verdadero compromiso por aliviar o reducir su sufrimiento. El budismo ha hecho de este sentimiento su actitud espiritual propia. Todo ser vivo merece esta piedad cuidadora, esta solidaridad en la finitud o por la menesterosidad. Pablo de Tarso invitaba a «reír con los que ríen y llorar con los que lloran» (Rm 15, 12), reforzando la idea de compartir los sentimientos y vicisitudes solidariamente, lo cual no se identifica exac-tamente ni con la empatía ni con la compasión. La compasión se ha asociado popularmente con un sentimiento pa-sivo de Iástima o pena ante la desgracia que nos produce el dolor de otro. Los monoteísmos de origen semita (judaísmo, islam y cristianismo) han dado mucho valor a la compasión divina o misericordia. Para el sufí mur-ciano Ibn 'Arabi (m. 1240 d.C.), el nombre real de Dios es «el Misericor-dioso». En el cristianismo, San Agustín especialmente habla de compasión como misericordia y amor al prójimo, que viene del amor a Dios. Los estoi-cos laven como una debilidad, en especial Seneca, que decía que se debe auxiliar al prójimo pero sin sentir compasión. En la tradición bíblica, compadecerse se expresa como un estremeci-miento de las entrañas que comporta la misericordia y tiene diferentes mo-mentos: ver, es decir, entrar en contacto con alguna realidad de sufri-miento mediante los sentidos; estremecerse, o sea, el impulso interior o movimiento íntimo de las entrañas; y actuar, esto es, que no es un impulso infecundo, sino que mueve a la acción. Se trata, pues, de una voluntad de

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“volver del revés el cuenco del corazón” y derramarse compasivamente so-bre el sufrimiento ajeno sentido en uno mismo. Compasión y misericordia están estrechamente relacionados como con-ceptos. La misericordia es esa actitud bondadosa de compasión hacia el otro, especialmente el otro sufriente por cualquier causa. En la tradición bíblica, el término «misericordia», como es sabido, está estrechamente relacionado con la palabra «matriz» o «entrañas», las cuales se ven afectadas cuando se siente de manera afectuosa y tierna la compasión o piedad. Al fin y al cabo, la compasión no puede quedarse en mero sentimiento, sino que ha de dar lugar a una transformaci6n activa de la persona hacia la vida gozosa, cuidada, atendida en su fragilidad, tanto física como espiritual. Es frágil la vida, es fuerte la compasión. Quizás por eso Agustín de Hipona llamó a la misericordia «el lustre del alma» que la enriquece y la hace aparecer buena y hermosa; y Tomas de Aquino llamó la atención sobre el serio riesgo de que la «justicia sin misericordia es cruel-dad». La compasión se despierta ante el sufrimiento humano como realidad que aflige y angustia, y de este modo inicia el altruismo o el comporta-miento compasivo. La compasión se compromete en eliminar, evitar, ali-viar, reducir o minimizar el sufrimiento. Es lo contrario, más que de la indi-ferencia o impasibilidad ante el sufrimiento ajeno, de la crueldad ante el mismo. Se trata de cultivar los mecanismos de incumbencia. El sufrimiento del otro «me incumbe», «me afecta», «me hace sentir incómodo», de modo que la compasión es un “sentir con” que permite asumirlo como pro-pio. Por otro lado, «es un misterio el hecho de que con frecuencia, la com-pasión se convierte en real para las personas, no solo como consecuencia de las acciones de un individuo hospitalario, sino a causa de la intangible atmosfera que deriva de la vida comunitaria» (13) Empatía terapéutica y compasión. Para Torralba, citando a Brykczynska, la compasión es uno de los ele-mentos básicos e ineludibles que se requieren para cuidar a un ser humano con excelencia profesional que se sitúan en el “deber ser” del cuidador en términos de los constructoséticos del cuidar, que son las virtudes (14) A la compasión, él le reconoce la virtud fundamental de todas, si bien es una condición necesaria, pero no suficiente, para cuidar de manera óp-tima.

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No resulta fácil distinguir tampoco entre empatía y compasión si te-nemos en cuenta que Hoffman y otros psicólogos no pasan por alto el papel que desempeña la cognición en lo que llaman la «precisión empática» y tienden a contemplar la empatía como una respuesta total al sufrimiento de otra persona, desencadenada por una participación emocional pro-funda del estado de esa persona acompañada de una evaluación cognitiva de su estado actual y de una respuesta afectiva cuyo objetivo es atender sus necesidades y ayudar a aliviar su sufrimiento (15). Según este concepto de empatía, la posible línea divisoria entre empatía ycompasi6n, como va-mos viendo, se esfuma. Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza dice: «Una sociedad que no logra aceptara los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhu-mana»(SS 38). Se subraya así el potencial humanizador de la compasión ante el sufrimiento humano. El concepto de compasión, a nuestro entender, se definiría como la actitud que consiste en ser sensible ante el sufrimiento de alguien y sentir el deseo de aliviarle. En un primer momento la compasión implica una es-pecie de fusión con el otro, de lo que se deriva que se tome partido y se realicen juicios de valor en su defensa, contrariamente a la empatía, que no es sino una herramienta de percepción y de reconocimiento. La compa-sión está relacionada con el sufrimiento y con las emociones negativas y tiende a pasar al acto para remediarlas. La empatía permite comprender todas las emociones, tanto positivas como negativas. La compasión con-duce a un estado emocional de carencia, de febrilidad o de inacabamiento mientras el problema no se haya solucionado. Se podría decir que no hay compasión sin empatía, pero un cierto nivel o modo de vivir la empatía es posible sin la compasión (16). No es la empatía terapéutica que promove-mos como genuina disposición para la comprensión y la ayuda. Sandrin, al relacionar empatía y compasión, subraya no solo la dimen-sión de la acción para aliviar el sufrimiento, sino también la motivación. Dice: «La compasión presupone la empatía, pero en la compasión está pre-sente una fuerte dimensión motivacional y operativa: es un participar en el sufrimiento del otro con el deseo de aliviar o reducir este sufrimiento, buscando los modos concretos de realizarlo. Es ser movidos por el sufri-miento del otro, un entrar dentro de su sufrimiento con la perspectiva y la voluntad de aliviarlo» (17)

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Hospitalidad compasiva. La hospitalidad compasiva es la forma particular de dar respuesta compasiva a quien, habiéndose puesto en su lugar, se revela necesitado porque sufre. En ocasiones, nos servirá prestar una particular atención al mundo del sufrimiento por la enfermedad. Camilo de Lelis, un referente del siglo XVI en la compasión por los enfermos cuando era necesaria una intervención particularmente humani-zadora, tuvo la posibilidad de definir los criterios de acogida del hospital del Espíritu Santo de Roma. Con él se produjo una gran novedad. Impuso, contra todo criterio de la época, una hospitalidad muy especial: la acogida se definía por la atención prioritaria a las necesidades experimentadas como más urgentes y básicas por parte del enfermo. Para la época, una revolución. Por entonces, la acogida había de empezar por «la limpieza del alma», aunque el enfermo estuviera sucio y dolorido en el cuerpo. Era requisito para la aceptación en el hospital confesarse primero. Así dictaban las normas de la casa. Camilo dio la vuelta al paradigma de aco-gida, como es propio de quien, disponiéndose empáticamente ante el otro, le pone en el centro; no a sí mismo, como ocurre con quien concibe la hos-pitalidad como algo sagrado y, justamente por eso, considera que la norma es la persona. Quien se pone en el lugar del otro con actitud empática, rea-liza cambios en su conducta en los procesos de acogida como este. Albrecht dice que la tan repetida regla de oro-«actúa con los demás como te gustaría que ellos actuaran contigo»- quizá sea un consejo fatal-mente defectuoso. George Bernard Shaw dijo: «No actúes con los demás como te gustaría que ellos actuasen contigo; quizás no tengan los mismos gustos. El comentario de Shaw tal vez sea algo más que un chiste; sugiere una perspectiva diferente sobre la empatía». (18). La empatía terapéutica y la compasión reclaman la acogida del mundo del otro. Y acoger es un arte. Uno percibe inmediatamente si hay disposición a la acogida. Como también percibe si molesta, si tiene que ha-cer un esfuerzo acelerado por acomodarse a las normas del lugar y de las personas que están allí donde llega. La hospitalidad compasiva es un valor ético que evoca la apertura a un «nosotros» que genere en las personas la experiencia de que «nada hu-mano me es ajeno». Evoca realidades próximas como la responsabilidad, la compasión, la empatía, la solidaridad, la acogida. Lévinas define la hos-pitalidad como la acogida de aquel diferente a mí (19).

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Y la acogida es una práctica que requiere el reconocimiento de las necesidades del otro, de su dignidad y su diversidad. La acogida puede con-siderarse como tal cuando el ser humano es tratado como un fin en sí mismo y no es cosificado. Quizás por eso, Javier Gafo evocaba como primer problema ético en el mundo de la salud la deshumanización, y refería como contenido básico de la misma, la despersonalización en la relación (20). Al ejercer la hospitalidad compasiva, se invita al otro, extraño, a for-mar parte del propio mundo, a abandonar la esfera pública para conocer el terreno de la privacidad. En este sentido, la hospitalidad funciona como punto de intersección entre lo privado y lo público. La acogida hace que el extraño deje de ser extraño y el que acoge se haga con la rica extrañeza de la vida y la considere como oportunidad de aprendizaje (21). Entre el ex-traño y el huésped nace un vínculo de afecto como consecuencia de la hos-pitalidad, una relación de ayuda (22) que Lain Entralgo llamará «amistad medica», que hace al anfitrión más vulnerable y nos llevara por eso a uti-lizar la metáfora del sanador herido (23). Si la hospitalidad compasiva se produce, ambos protagonistas se expresan con libertad y el encuentro re-sultante altera positivamente la identidad de ambos. Es el actual concepto de holismo, que no solo evoca la atención integral de la persona a la que se ayuda, sino también la consideración de la integralidad del profesional (24) Se puede decir que la hospitalidad es «el movimiento extático que realiza el anfitrión con respecto al huésped y que tiene como finalidad la superación de los prejuicios, la recepción y la escucha del otro y la meta-morfosis del otro extraño en el tú familiar»(25). La tradición cristiana ha reclamado la acogida evocando textos fun-damentales de la Sagrada Escritura que han fundamentado las conviccio-nes de la espiritualidad de grandes personas referentes para la historia de la humanidad. La hospitalidad ha sido, en la tradición bíblica, una ley (con-templada en diferentes códigos), una práctica (ejercida de múltiples mane-ras), una costumbre (tradición viva), un deber (vivido como imperativo), un valor moral (como horizonte de sentido de la vida de muchas personas) (26). Desde los inicios, la hospitalidad está ligada a normas, pero normas que permiten la humanización delo que, de otra manera, podrían ser inter-cambios hostiles o indiferentes. San Pablo, considerándola fundamental, la redama con esta sentencia: «No olvidéis la hospitalidad» (Hb 13,2).

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La tradición del Antiguo Testamento es muy rica en relatos en los que la acogida es reclamada como algo fundamental. Piénsese en el famoso texto de Sodoma y Gomorra (Gn 19,1-11). Donde se suele interpretar casi exclusivamente una reprobación de la conducta homosexual, lo que realmente se reprueba es una conducta de hostilidad frente a una esperable de hospitalidad. La tradición cristiana arrastra a muchas personas que atendían y atienden a enfermos «en el nombre del Señor», y convencidos de que así «atienden al mismo Señor>> (Mt 25,31ss). La afirmación de la presencia del Señor en el que sufre es una potente fuente de espiritualidad. En el precioso texto de Mt 25,31-46 conocido como el juicio final, podríamos de-cir que se nos presenta la profecía ética (27) cuyo contenido fundamenta-les: «El juicio es hoy». El hombre tiene que vérselas con el juez celestial cada vez que esté delante de su prójimo. Se podría decir, a la vista de este texto, que el hombre es juzgado absolutamente según su conducta para con el prójimo. Jesús se identifica con aquellos a quienes se acoge, se presta, se omite o se niega el servicio, de modo que el comportamiento con los hombres es también comporta-miento con Dios. Y no se citan obras que sean habitualmente consideradas necesarias u obligatorias; se juzga al hombre a propósito de cosas que no está habituado a considerar obligatorias: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, visitar al enfermo, etc. (28) La identificación de Jesús con los necesitados es un acto soberano de identificación que arruina toda idea de que exista un bien en sí, una justicia abstracta, y que da un peso infinito y una gloria divina al más humilde gesto de hospitalidad compasiva. Dios no quiere ser servido más que en las per-sonas, en aquellos que nada tienen que ofrecer, que simplemente son (Flp 2,5-11).El evangelista, pues, no está hablando de un juicio en tono severo y para el más allá. «La discriminación escatológica que tiene lugar en Mt 25,31-46 sanciona la condición de benditos o malditos que los hombres han adquirido en el presente de su relación interpersonal» (29). Lo que ha-bitualmente imaginamos como el juicio final en realidad subraya la impor-tancia de la discriminaci6n operada desde ahora en el secreto de los cora-zones (30). En último término, es el amor, traducido en compasión y en empatía eficaz, el que determina si los hombres son buenos o malos. Son la compasi6n y el amor los que mueven a buscar activamente al necesitado, porque, como dice Gustavo Gutiérrez, «prójimo no solo es aquel que yo me encuentro en mi camino sino aquel en cuyo camino yo me pongo» (31).

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El juicio consiste en la permanente confrontación con la presencia interpe-lante del prójimo vulnerable necesitado. El hombre se las ve con el «juez celestial» cada vez que se las ve con el prójimo (32) Camilo de Lelis, patrono de enfermos, enfermeros y hospitales, junto con san Juan de Dios, n el siglo XVI, afirmaba: «En el servicio a los enfermos, mientras las manos realizan su tarea, estén atentos: los ojos a que no falte nada, los oídos a escuchar, la lengua a animar, la mente a entender, el co-razón a amar y el espíritu a orar> . Para la época -y quizás mucho más para hoy-una buena expresión de ese aspecto de la consideración holística que compromete al que acoge y no solo al hospedado. La acogida de la hospi-talidad exige que uno esté atento incesantemente a la meteorología del corazón del otro. La experiencia de sentirse o no acogido está relacionada con diferentes variables y sentidos. Hay una acogida espacial, una acomo-dación al universo del lenguaje, una acogida en la intimidad del corazón ... Ya dice la tan antigua sabiduría recogida en el Eclesiastés: «Duro es esto para el hombre consentimientos, reproches del casero». Y como men-ciona la aleya del Corán, ofrecer algo «con rapidez» (sin demora), revela las ganas y la modestia del anfitrión a la hora de servir a su invitado. El diálogo acogedor es, en el fondo, el camino más directo para facilitar la liberaci6nen el crecimiento personal. No habrá palabra oportuna y hospitalaria sino está profundamente arraigada en la gran clave de la hospitalidad, que es la escucha activa en la que se encarna el comportamiento compasivo y la empatía terapéutica. Sentirse escuchado, comprendido en el mundo de los sentimientos, ser captado en el voltaje emocional con que uno vive, ser vista con el ojo del espíritu, son frutos de la hospitalidad compasiva. Wilber ha referido tres tipos de ojos para subrayarla importancia del ojo del espíritu (33).Sí, el ojo de la cara, el que nos permite ver, a no ser los invidentes; el ojo de la mente, el que nos permite entender y expresarnos espontáneamente diciendo «ya lo veo», para querer decir «ya lo entiendo, ya me hago cargo» y el ojo del espíritu, que nos permite comprender el significado de la interioridad de las personas, la justicia, el modo como una persona ama, la compasi6n que un ser humano siente. El ojo del espíritu, el ojo del corazón es el más genuinamente humano. Es el que más cualifica la especificidad de la acogida y la hospitalidad compasiva. Y es que el corazón también tiene heridas que esperan ser vendadas con las vendas de la mirada, con el suave ungüento del contacto físico, con

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la palabra y el tono calibrados adecuadamente, con la proximidad gene-rada por todos los sentidos transformados en terapia eficaz para la enfer-medad de la exclusión o del sentirse foráneo en el mundo. «La hospitalidad -dice Nouwen- es la habilidad para atender al hués-ped. Todo el que quiere prestar atención, limpia de cualquier otra in-tenci6n,debe quedarse en su propia casa y, sin moverse, debe descubrir el centro de su propia vida en su propio corazón» (34).

4. CELEBRAR LA VIDA Y LA GRACIA. La presencia simbólico-celebrativa es de particular importancia en la visita y el cuidado al enfermo. La tradición ha sido sabia a la hora de ritua-lizar el acompañamiento a los enfermos avanzados y al final de la vida y a los que viven el duelo, si bien hoy es frecuente la pérdida de los ritos y la no sustitución por otros elementos cargados de contenido valido para acompañar a vivir sanamente en medio de las dificultades. Cuando se habla de celebraci6n tendemos a imaginar fiestas alegres, movidas, en las que se olvidan por un momento las dificultades de la vida metiéndonos en una atmosfera de música, baile, bebidas y conversaciones agradables. Sin em-bargo, en el sentido cristiano de la palabra, celebrar es mucho más que esto. La celebración, como nota Nouwen, es posible solo donde amor y te-mor, alegría y dolor, sonrisas y lágrimas puedan coexistir. Celebración es aceptaci6n de la vida en la conciencia cada vez más clara de su preciosidad, y la vida es preciosa, valiosa, no solo porque se puede ver, tocar y gustar, sino también porque un día ya no la tendremos. Celebrar la muerte significa aceptarla como un misterio que hay que vivir en comunión. Es, pues, concelebrar el misterio de la vida que llega a su fin y que está invadida por el amor. En la celebración confluyen de modo armónico las tres dimensiones del tiempo: el pasado que se recapitula, que se recuerda, que se hace vivo en el presente y el futuro al que se proyecta y que se espera. Esta estruc-tura consciente de la historicidad supone vivir sanamente la enfermedad y el proceso de morir y, por lo tanto, invita a acompañar espiritualmente a quien se encuentra envuelto por tales misterios. El modo que tienen los cristianos de celebrarla propia fe, la presencia de Dios en los momentos importantes de la vida, es a través de los sacra-mentos. En este sentido, tanto en la enfermedad avanzada, grave o al final de la vida, como en el periodo de dificultad, tienen especial relevancia tres

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sacramentos: la celebraci6n de la misericordia de Dios manifestada en el perdón, la celebraci6n de la gracia de Dios en medio de la enfermedad grave en el sacramento de la Unción de enfermos, y el Viático o la Eucaristía en los momentos críticos del final. La importancia del sacramento de la Reconciliaci6nconecta con una necesidad fundamental del ser humano, vivida habitualmente con ocasión de la enfermedad: hacer la paz consigo mismo, restablecer el equilibrio es-piritual al realizar una mirada ética a la propia responsabilidad. Por su parte, el Viático quiere significar la identificación con Cristo precisamente en el momento en que se experimenta la muerte cercana, ante el paso a la Vida eterna. El verdadero sentido de la celebraci6n del misterio de la vida y de la muerte cuando se está envuelto en el sufrimiento producido por la enfer-medad grave, tiene su culmen en el sacramento de la Unci6n de enfermos. El encuentro de amor misericordioso con Dios, núcleo central del signifi-cado del sacramento de la Unción, hace que la celebración del mismo tenga como objeto vivir cristianamente la enfermedad, es decir, reconocer y aco-ger en comunidad el don de la gracia de Dios en media de la dificultad im-puesta por la enfermedad y presentar a Dios el profunda desea de una cu-ración total (cuyo núcleo es precisamente la relación con Dios que ya tiene lugar en el sacramento-de ahí su efecto sobre la salud-). Este es el núcleo del sacramento de la Unción: «Un sacramento que, como los demás, actualiza el misterio único y central de la Pascua, pero que en la situación de enfermedad vivida por los hermanos, les permite no tanto sufrir el dolor con paciencia y resignación, sino luchar contra él y ven-cerlo con actitud pascual. Pero un sacramento también que expresa y tes-timonia una comunidad que, con signos y palabras, hace presente el mis-terio de curación recibido de su Señor". El sacramento de la Unción se inscribe en el contexto de la comunidad cristiana que lucha contra la enfermedad mediante todos los medios posi-bles. Por eso hay que decir que «el sacramento es el punto culminante de nuestra preocupación cotidiana por los enfermos; es la epifanía de las di-mensiones y de las motivaciones de esa preocupación». Es la condensación de la «sacramentalidad difusa» presente en la actividad sanitaria. El ritual litúrgico dice: «La Santa Unción no es, de ningún modo, el anuncio de la muerte cuando la medicina no tiene ya nada que hacer. Más aun, la Unción no es ajena al personal sanitario y asistencial, pues es expresión del sentido cristiano del esfuerzo técnico».

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5. RIESGOS DEL VISITADOR Y CUIDADOR. A finales de los años setenta, el psiquiatra alemán Freudenberger em-pezó a hablar del síndrome del “burn-out” como un riesgo laboral resul-tante del manejo del estrés en el que confluyen diferentes factores perso-nales, organizacionales, propios de la naturaleza del trabajo, etc. Y el lema «cuidarse para cuidar» se ha convertido, en estos treinta años, en una lla-mada a la prevención de este síndrome en profesionales que intentan ayu-dar mediante la relación, particularmente personas que visitan y trabajan frecuentemente con enfermos. Fatiga por compasión. Más recientemente, la literatura está evocando el «desgaste por em-patía» o la «fatiga por compasión» presentada particularmente por Figle-yen 1995, como cuadro más bien agudo que está en el centro de nuestra capacidad de realizar el trabajo de ayuda con la actitud empática. La actitud empática y la pena que experimentamos por otro que está enfermo, acompañada por el fuerte sentimiento de aliviarle el dolor y re-solverle sus problemas, ponen de relieve también nuestra capacidad para ser lastimados. La fatiga por compasión, o desgaste por empatía, es el conjunto de emo-ciones y conductas naturales resultantes de interactuar con una persona que vive un evento doloroso y traumático. Esta vivencia se suele describir a partir de tres grupos de síntomas. En primer Iugar, una cierta re-experimentación o re-vivencia (recuerdo) del drama del otro, evocado con gran carga emocional. En segundo Iugar, una cierta evitación o embotamiento psíquico, es decir, actitudes de distancia-miento tanto físico como afectivo de las personas, no solo destinatarias de la ayuda pasada. Y en tercer Iugar, una especie de hiperactivación o no es-tado de tensión y alerta más o menos sostenida. La fatiga por compasión, pues, es considerada como un tipo de estrés resultante de la relación de ayuda terapéutica, de la empatía y del compro-miso emocional. Este término, visibiliza una realidad que afecta específica-mente a profesionales que trabajan con el objetivo de aliviar el sufrimiento en la vida de las personas que atienden, aparte de ser vulnerables a otros tipos de estrés o al desgaste por el trabajo.

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La empatía es una variable clave para comprender el cuadro. El cerebro humano tiene una capacidad innata para trascender las fronteras de la pro-pia piel de su cuerpo. Los mecanismos neurobiológicos implicados en el proceso empático sugieren que se desencadena por mecanismos de imita-ción que hacen aparecer en quien observa emociones similares a las que se observan, a través de la activación de la amígdala, la corteza orbito-fron-tal y las neuronas espejo. De algún modo, vibra en mi lo que siente otra persona, y cuando las emociones a las que una personase expone son de profundo sufrimiento, el impacto es evidente. El síndrome del burn-out. Otra cosa es el síndrome del burn-out ( «estar quemado») del que hoy tanto se habla y que ha llegado a convertirse incluso en una fácil arma arrojadiza para expresar sentimientos de cansancio o hartura en contextos laborales relacionados con enfermos, por cualquier motivo estresante. En las primeras publicaciones realizadas, referentes a la implicaci6n con distintos profesionales, tales como médicos, enfermeras, trabajadores sociales, profesores, policías, etc., así como en ladivulgaci6n de los medios de comunicaci6n, se destacaba más la importancia de las diferencias indi-viduales, como la personalidad previa (perfeccionismo, idealismo, excesiva implicación en el trabajo), que la influencia de las condiciones objetivas de trabajo. Más tarde se evocaron también las causas organizacionales y la misma naturaleza del trabajo, en particular el contacto con el sufrimiento ajeno o con personas demandantes. Hoy en día, todo el mundo habla de la necesidad de cuidarse para cuidar, de arbitrar una serie de estrategias para regular saludablemente la implicaci6n emocional, para reducir los efectos de la fatiga por compasión, aumentar los satisfactores y prevenir el síndrome del burn-out. Quien evoca la necesidad de cambios organizacionales, horarios anti estrés, etc., pone la atención en uno de los aspectos que pueden contribuir al equilibrio en el manejo del autocuidado. Pero son esenciales también unas relaciones afectivas suficientes en los cuidadores para que cuenten con apoyo saludable de descarga, afecto positivo que de sentido a una vida comprometida con el sufrimiento ajeno, así como el cultivo de los satisfac-tores intrínsecos de la propia motivación. No es menos importante el au-tocuidado en campos como el descanso y la monitorización del propio es-tado emocional. Hay quien subraya más los recursos intelectuales como la formación, la capacidad de hacer bien el propio trabajo ...Otros insisten en

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los aspectos sociales, como los amigos, los compañeros, la supervisión ... y los hay que insisten en la utilidad de técnicas como el manejo de la respi-raci6n, la relajación, laconversaci6n con uno mismo, el ejercicio físico, la meditación consciente (“mindfulness”), la visualización, arte-terapia, mú-sico-terapia, llevar un diario, tener un hobby, etc.

CONCLUYENDO. Uno de los grandes en la historia de la humanidad visitando y cui-dando a los enfermos es, precisamente, san Camilo de Lelis (35), que en el siglo XVI invitaba a sus seguidores a «poner más corazón en las manos». En la tradición bíblica, así como en la poesía griega, el corazón es el que regula las acciones. En él se asienta la vida psíquica de la persona, así como la vida afectiva, y a él se le atribuye la alegría, la tristeza, el valor, el desánimo, la emoción, el odio. Contiene también los recuerdos y los pen-samientos, los proyectos y las decisiones. Se puede tener anchura de corazón o también corazón endurecido y poco atento a las necesidades de los demás. El corazón es, en el fondo, la fuente de la personalidad consciente, inteligente y libre, la sede de sus elecciones decisivas, de la ley no escrita; con él se comprende, se proyecta. En la visita y el cuidado a los enfermos es importante la actitud inte-rior, pero normalmente el exterior de una persona manifiesta lo que hay en el corazón. La expresión de Camilo de «poner el corazón en las manos» podría significar impregnar la visita y el cuidado a los enfermos de la sabi-duría del corazón, de su afecto y de la ternura que le son propios cuando se actúa con libertad y responsabilidad. Poner «más corazón en las manos», como quería san Camilo, significa, en el fondo, que allí donde haya una persona que sufre, haya otra que se preo-cupe de él con todo el corazón, con toda la mente y con todo su ser.

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TEMA 3. DAR DE COMER AL HAMBRIENTO Mons. Víctor-Manuel Fernández.

PREGUNTAS PARA LA REFLEXION:

1. De visitar a un enfermo no se libra nadie. ¿Te has planteado alguna vez la necesidad de formarte para aprender-enseñar modos eficaces de relación de ayuda centrada en la persona, cuando llega el momento de acompañar a un enfermo? ¿Piensas que un buen cristiano debe ser un buen samaritano?

2. Cuando sabes que alguien cercano sufre una enfermedad muy grave ¿te pones en su lugar y vas a visitarlo, o piensas en ti, en el mal rato que vas a pasar, en qué le dirás,… y te quedas ajeno a su sufrimiento, esperando que sea otro quien se encargue de cuidarlo?

3. ¿Eres consciente de la importancia de saber estar-no estar, hablar-callar, respetar el descanso, planificar, ofrecer mi tiempo y no monopolizar al enfermo,…?

4. ¿Nos centramos en el que sufre, o la ansiedad y el miedo que experimentamos marcan nuestro diálogo a ritmo del palpito emocional que no sabemos manejar con sencillez, con humildad, con más escucha y menos palabra?

5. ¿Eres consciente de que la atención al enfermo debe ser integral (dimensión física, intelectual, emocional y espiritual y religiosa) y centrada en la persona a la que se cuida y acompaña en el sufrimiento, y no en el cuidador?

6. “No actúes con los demás como te gustaría que ellos actuasen contigo; quizás no tengan los mismos gus-tos”. ¿Qué te sugiere esta frase? ¿Empatizas con el enfermo?

7. Cuando acompañas la enfermedad de una persona creyente, ¿le facilitas una atención pastoral ade-cuada? ¿Te has planteado alguna vez tu vocación de servicio a los enfermos desde este punto de vista?

8. ¿Le pides a Dios que transforme tu corazón de piedra en un corazón de carne? ¿Te has sentido alguna vez enviado por Dios a alguien que sufre para ser sus manos que acarician, consuelan y transmiten su ternura?

9. ¿Te has planteado la magnífica labor que puedes hacer cuidando a los que cuidan a los enfermos?

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La gente dice:

“Pobres tiene que haber siempre” Y se quedan tan anchos tan estrechos de miras, tan vacíos de espíritu,

tan llenos de comodidad. Yo aseguro

con emoción que en un próximo futuro

sólo habrá pobres de vocación. Gloria Fuertes.

“Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento

y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas,

tu oscuridad se volverá mediodía” (Is 58,9-10).

DAR DE COMER AL HAMBRIENTO.

RINCÓN ORANTE

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1. ¿DE QUÉ ME SIRVE DAR? Cuando resuena la propuesta del Evangelio que nos invita a dar, es posible que la reacción sea una molestia interior. Se siente como una obli-gación que se nos impone o como un sacrificio que afecta nuestro bienes-tar. En el fondo, es como si uno dijera en su corazón: “Yo tengo mis propios problemas. ¿De qué me sirve pensar en los que están peor que yo? Ya hay otras preocupaciones en mi vida.” Por eso es bueno recordar que lo que el Evangelio pide no es un puro sacrificio, no es un esfuerzo que no nos aporta nada. Al contrario, nos com-promete esto: “Dad a otros y Dios os dará a vosotros (…) Dios os medirá con la misma medida con que vosotros midáis a los demás” (Lc 6, 38). Tam-bién proclama: “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericor-dia” (Mt 5, 7). Es una promesa preciosa para el que da, resaltada también en otros textos bíblicos: “Quien si apiada del pobre da a Yahvé y recibirá su recompensa” (Pr 19, 17). “No vuelvas tu rostro ante ningún pobre y Dios no apartará de ti su rostro” (Tob 4,7). El profeta Isaías lo decía con otras palabras cuando se preguntaba qué es lo que más agrada a Dios: “¿No será partir al hambriento tu pan? (…) Entonces brotará tu luz como la aurora y rápidamente se curará tu herida (...). Si repartes al hambriento tu pan, y dejas saciado al afligido, entonces brillará tu luz en las tinieblas y lo oscuro de ti se volverá mediodía. Yahvé te seguirá continuamente… “(Is 58, 7-8. 10-11). De este modo, la Palabra de Dios me invita a descubrir que dar es un bien para mí, que me conviene dar. Cuando doy, me vuelvo objeto de una mirada especialísima de amor, porque “Dios ama al que da con alegría” (2Co 9,7). ¡Qué maravilla! No es que Dios me ama cuando hago una obra buena, porque él me ama gratis. Pero cuando doy al necesitado con alegría, me convierto en un reflejo terreno de su propio amor divino, me entrego como instrumento de su feliz generosidad, me vuelvo una ayuda para que el agua de su fuente llegue a los demás. Por eso la Biblia elogia a Cornelio, que “daba mucha limosna al pueblo” (Hch 10,2), y a Tabitá, que “era rica en buenas obras y en limosnas que hacía” (Hch 9, 36). Dios se goza en cada acto generoso, que es obra de su propia gracia, y nunca lo olvida: “El Señor guarda la limosna del hombre como un sello y su generosidad como la pu-pila de sus ojos” (Si 17,22).

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2. EN EL CANAL DE SU BENDICIÓN. Cuando una persona necesitada clama a Dios, Él quiere responderle a través de mí. Por esa razón entre Dios y el necesitado está el canal de la bendición divina. Si yo me ubico entre ellos dos para ser instrumento de la generosidad y del consuelo divino para el necesitado, entonces me sitúo dentro de ese canal de la misericordia divina y me sumerjo en ese río de la compasión amorosa. Pero también puedo optar por las y por situarme fuera de ese canal ignorando al que sufre. Así, yo mismo rechazó la bendición divina el Papa Francisco, en Evan-gelii gaudium (EG) nos invitó a ser “dóciles y atentos para escuchar el cla-mor del pobre y socorrerlo”, porque “basta recorrer las escrituras para des-cubrir como el Padre bueno quiero escuchar el clamor de los pobres” (EG 187). En ese mismo párrafo nos recordó algunos textos bíblicos suficiente-mente claros para que descubramos nuestra propia misión ante el dolor de los demás en ello se advierte que el señor quiso necesitar de instrumentos humanos para ayudar a socorrer al pobre que clama pidiendo ayuda: “He visto la afición de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. (…) Ahora, pues, ve, yo te envío... (Ex 3,7- 8,10). “Entonces los israelitas clamaron al señor y el resucitó un libertador” (Jue 3,15). Cuando el pobre que clama no es socorrido, o es objeto de una injus-ticia, ese clamor no deja de ser escuchado por Dios: "El salario de los obre-ros que serán vuestros campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los segadores ha llegado a los oídos del Señor de los ejércitos” (St 5,4). Esto tiene consecuencias graves, porque si haces oídos sordos al clamor de alguien que vive mal, él “Clamaría al Señor contra ti y tú te car-garías con un pecado” (Dt 15,9); y “si te maldice lleno de amargura, su crea-dor escuchará tu imprecación” (Si 4,6). Teniendo en cuenta todo esto, “la iglesia guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quieres responder a él con todas sus fuerzas”. Pero si renunciamos a ser los instrumentos de Dios para socorrer a los necesitados, huimos de la mi-sericordia del Señor: "Si alguno que posee bienes del mundo, vea su her-mano que está necesitado y le cierra las entrañas, ¿cómo puede permane-cer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra" (1Jn 3, 17-18). Entonces, “hacer hoy dos sordos a ese clamor, cuando nosotros somos

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los instrumentos de Dios para escuchar al pobre, no sitúa fuera de la vo-luntad del Padre y de su proyecto (EG 187). Por eso cuando Juan el Bautista invitaba a la conversión y lo demás le preguntaban que tenían que hacer, el resumía en pocas palabras: “El que tenga dos túnicas que la reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo” (Lc 3,11).

3. MÁS RAZONES PARA DAR. Nosotros nos creamos una religiosidad a la medida de nuestras co-modidades, pero “no podemos escapar de las palabras del Señor y con base en ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento” (bula Misericordiae vultus, 15). A quienes se preocupaban por ser muy puros, Jesús les decía: “Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas eran puras para vosotros” (Lc 11,41). También hay una advertencia del apóstol Santiago que contiene una hermosa promesa: " Tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la mise-ricordia triunfa en el juicio” (St. 2,13). ¡La misericordia nos hace salir triun-fantes cuando nuestra vida es juzgada! Si somos misericordiosos nuestra existencia es un triunfo luminoso. En cambio, si alguien está necesitado "y no le das el sustento para el cuerpo", tu fe " está realmente muerta" (St 2, 16-17). Muchos otros textos bíblicos con fin dan el valor salvífico de la gene-rosidad. Vale la pena leer algunos de ellos para terminar de convencernos: " Rompe tus pecados con obras de justicia, y tus iniquidades con misericor-dia para con los pobres " ( Dn 4, 24). " La limosna libro de la muerte y puri-fica de todo pecado " ( Tob 12,9). " Como el agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados " (Si 3,30). " Tened ardiente caridad unos por otros, porque la calidad cubrirá la multitud de los pecados " (1Pe 4,8). Seguramente San Agustín había leído estos textos, porque enseñaba que " así como, en peligro de incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo (...) del mismo modo, si de nuestra paja surgiera la llama del pe-cado, y por eso nos tumbamos, cuando se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el incendio". Entonces el asunto ya no es solamente " no matar ", " no robar ", " no fornicar " o cumplir con la norma la norma de la iglesia. Se trata sobre todo de dar. El papa Francisco intentó despertarnos diciendo que " es un men-

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saje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéu-tica eclesial tiene derecho a relativizarlo (...). ¿Para qué complicar lo que es tan simple?" (EG 194). Quienes queremos ser fieles al evangelio y respon-der al amor de Dios, tendremos que dejar de esconder este mensaje, aca-bar con nuestras excusas, y empezar a pensar de qué maneras concretas podemos practicarlo en nuestras vidas.

4. LA PLENITUD DE LA JUSTICIA. La obra de misericordia que nos ocupa en este libro es la primera: dar de comer al hambriento. Está referida a una necesidad muy básica y, por tanto, nos coloca ante una gran pobreza, ante una situación miserable, de abandono. Nos invita a entrar en contacto con los últimos, con los más de-legados de la vida social. Al mismo tiempo, nos plantea un deber de justicia. La Iglesia ha recordado varias veces el principio del destino común de los bienes, que nos permite decidir que, cuando alguien no tiene lo básico, es porque la sociedad le está negando algo que le corresponde, algo suyo. Devolvérselo no es bondad, es pura justicia. Recordemos la frase de San Gregorio Magno, que varias veces ha ci-tado el papa Francisco: "Cuando damos las cosas necesarias a los pobres no les estamos dando generosamente lo que es nuestro, sino que les de-volvemos lo que les pertenece, estamos pagando una deuda de justicia”. Hay un orden justo, querido por Dios, que ha sido pervertido. Hay que re-cuperarlo, incluyendo a los excluidos de la sociedad. Pero cuando a esta preocupación por los necesitados le llamamos " misericordia ", expresamos una acción atravesada por el amor, por la ter-nura, y no sentimos una sola cosa con esa persona necesitada. Ese amor es la plenitud de la justicia. El problema es que, cuando hablamos de justicia, pensamos dema-siado en nuestros propios derechos y entonces sólo terminamos ayudando a quienes puedan darnos algo a cambio. Por eso, detengámonos a releer este texto bíblico que nos invita a superar la lógica de la falsa justicia: "A todo el que te pida da, y al que tome lo tuyo no se lo reclames. Tratar a los demás como queréis que ellos los traten (...). Si prestáis aquellos de quienes espera y recibir, ¿ qué gracia tiene? También los pecadores hacen eso " (Lc 6,30-31.34). Quienes llevan una vida muy cómoda llegan a sentirse dignos de su alto nivel de consumo, como si las carencias de los demás no existieran. El

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papa Francisco dijo en Laudato si (LS) que "seguimos tolerando que uno se consideren más dignos que otros seguimos admitiendo en la práctica que uno se sienta más humanos que otros, como si hubiera nacido con mayores derechos"(LS 90). Llevar una vida llena de comodidades, incapaces de ha-cer algo por los demás, es una verdadera injusticia, un modo de pisotear a los pobres: " pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles "(AM 2,7). En cambio, "el que es justo y práctica del derecho y la justicia (...) da su pan al hambriento " (Ez 18,5.7). Recordemos esta hermosa invitación a la verdadera justicia: " Aprender hacer el bien, buscan lo que es justo, dar sus derechos al oprimido, hacer justicia al huérfano, defender a la viuda. Entonces venid y disputaremos, dice Yahvé. Si vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve" (Is 1, 17-18).

5. UN ESTILO DE VIDA CAPAZ DE DAR. Para convertir la propia vida en un hogar generoso que da de comer, hay que sanar la obsesión por poseer, por acumular, por buscar sólo el pro-pio beneficio. Todo cambia si uno entiende que una vida bien vivida tiene que ver con la fraternidad, con el servicio, con la generosidad, con la con-templación. El papa Francisco explico que necesitamos "una noción más amplia de lo que es la calidad de vida " (LS 192), porque de otra manera, " las personas terminan sumergidas en la vorágine de las compras y los gas-tos innecesarios " (LS 203). ¿Cómo puede interesarnos dar de comer al hambriento, si nuestra obsesión es estar pendientes de las novedades que se pueden comprar y poseer? Porque todo eso " consagra una fugacidad que no se arrastra por la superficie, en una única dirección " (LS 113). No es fácil ir en contra de la corriente, porque " mucho saben que el progreso actual y la mera suma de objetos o placeres no basta para darle sentido y gozo al corazón humano, pero no se sienten capaces de renunciar a lo que el mercado les ofrece " (LS 209). Dentro de un estilo de vida egoísta, hay un vicio que no nos ayuda a dar: es el de usar y tirar, la "cultura del descarte, que afecta tanto a los seres humanos excluidos como a las cosas que rápidamente se convierten en basura " (LS 22). Los desperdicios que producimos muestran la manera superficial como tratamos las cosas de este mundo. Hay familias que des-perdician la mitad de lo que cocinan o frecuentemente arrojan a la basura muchos productos porque han comprado demás y ya pasado la fecha de

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vencimiento. ¿No hay detrás de este comportamiento un poco de prepo-tencia egocéntrica? A veces sufro cuando veo el cesto de la basura de mi casa, tomo conciencia y me digo: "¡Yo consumí todo eso! Todo eso se con-virtió en desperdicio al servicio de mi vida. ¿Vale la pena?". Por eso resue-nan las preguntas del Papa Francisco: " ¿para qué pasamos por este mundo?, ¿para qué vinimos a esta vida?, ¿para qué trabajamos y lucha-mos? ¿Para qué nos necesita esta tierra?" (LS 160). A veces es sano expe-rimentar con dolor que es muy poco lo que le dejamos a este mundo a cambio de todo lo que consumimos y desperdiciamos. Algunos han sido capaces de asumir una forma de vida alternativa. Pero esto supone un camino de transformación, porque “si una persona, aunque la propia economía le permita consumir y gastar más, habitual-mente se abrirá un poco en lugar de encender la calefacción, se supone que hay incorporado convicciones y sentimientos favorables al cuidado del ambiente " (LS 221). Pensemos en el cuidado del papel, en la reutilización de las cosas, en la sobriedad a la hora de hacer las compras, en la costum-bre de apagar la luz es innecesarias y en tantos gestos que nos llevan a vivir con más conciencia y dignidad. Eso también es cuidar del mundo para los necesitados, es cuidar la comida que pertenece a los hambrientos y los bie-nes que debemos a los necesitados.

6. VIDA QUE SALE DE SÍ Y SE DETIENE. Pero hay más que eso. En el fondo tenemos que volver a una convic-ción del Papa Francisco, que es la necesidad de salir de nosotros mis-mos: "Cuando las personas se vuelven autorreferenciales y se aíslan en su propia conciencia, acrecienta su voracidad. Mientras más vacío está el co-razón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consu-mir" (LS204). El Señor nos llama a salir de ese encierro, a vivir en salida hacia los demás. Porque gracias a Dios, a pesar de todo, " siempre es posi-ble volver a desarrollar la capacidad de salir de si hacia el otro (...). La acti-tud básica de autotrascenderse, rompiendo la conciencia aislada y la auto-rreferencialidad, es la raíz que hace posible todo cuidado de los demás " (LS 207). En definitiva, sólo así es posible dar de corazón. El consumismo no sólo nos convierte en seres voraces, sino al mismo tiempo en individua-listas cómodos, sin sentido social. Todo está relacionado. Cuando el sentido social se debilita, la necesidad de consumir sin que nadie nos moleste nos concentra tanto en nosotros mismos que nos vuelve atropelladores de las

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personas y del ambiente al mismo tiempo: "muchas personas experimen-tan un profundo desequilibrio que las nueve hacer las cosas a toda veloci-dad para sentirse ocupadas, en una prisa constante que a su vez las lleva a atropellar todo lo que tienen a su alrededor" (LS 225). Para pasar del consumismo a la generosidad hacen falta sólida se in-tensas motivaciones interiores, que nos muevan a " un estilo de vida pro-fético y contemplativo, capaz de gozar profundamente " (LS 222). Un eje de esta verdadera " calidad de vida " es la capacidad de detenerse, porque " en realidad, quienes disfrutan más y vive mejor cada momento son los que dejan de picotear aquí y allá, buscando siempre lo que no tienen, y experimentan lo que es valorar cada persona y cada cosa, aprenden a to-mar contacto con cada pequeño regalo de Dios y saben gozar con lo más simple. Así son capaces de disminuir las necesidades insatisfechas y redu-cen el cansancio y la obsesión " (LS 223). En contra de la ansiedad consumista, necesitamos desarrollar un es-píritu sereno que nos permita detenernos a disfrutar de las sencillas cosas de la vida. Con esa misma serena actitud podemos detenernos ante el que nos necesita, recordando que esa persona es única y sagrada. Pero eso brota de lo profundo: " estamos hablando de una actitud del corazón, que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente ante alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada momento como donde vino que debe ser plenamente vivido " (LS 226). Esa es la manera de vivir que nos permite estar realmente atentos a las nece-sidades de los demás.

7. GRATIS. ¿Qué es dar gratuitamente? No significa sólo dejar de esperar pagos o retribuciones. También es dejar de hacerlo para cuidar la apariencia, para ser alabado, para ser reconocido en la sociedad: "Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha" (Mt 6,3). Esto es muy profundo: " que no sepa tu mano izquierda " significa no estar calculando todo lo que hago, no estar midiendo y sumando mis obras para sentirme generoso y santo. Es hacer las cosas ante Dios, y nada más, porque me interesa sólo lo que veo el Padre, "que está allí en lo secreto (...) Y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará " (Mt 6, 6.18). Por otra parte, nunca le daré algo gratis a alguien si esa persona no me parece grata. Santo Tomás enseñaba que "del amor por el cual aún no

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les grata la otra persona depende de que le dé algo gratis". Pero ¿no basta hacerlo por puro amor a Dios? No, porque uno puede renunciar a todo interés y ofrecerlo a Dios, pero si mira el pobre con ojos de desprecio, su generosidad no es realmente gratuita. Cuando uno da algo menospre-ciando al otro, rechazándolo interiormente, no está dando gratis, porque no está dando de corazón. Siento que esa persona no es digna de su gene-rosidad y entonces no experimenta la pura alegría de dar gratuitamente. En cambio, si yo imagino como es la mirada del Padre Dios hacia ese hijo suyo, cuanto lo valora su Creador, entonces sí, esa persona me parecerá grata y podré darle algo de manera verdaderamente gratuita. Es bueno aprender de la historia. El antiguo testamento invitaba a ser generosos con el forastero: " Lo amarás como a ti mismo, porque foraste-ros fuisteis también vosotros en el país de Egipto " (Lv 19,34). Quien ha sido liberado gratuitamente por Dios, ya no debe poner condiciones a los demás. Como dijo el Papa Francisco, " estamos llamados a vivir de miseri-cordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia ". No importa si es un extranjero o un vecino, si es agradable o no lo es, si es bello inteligente. Por eso San Pablo decía: " si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber " (Rm 13,20). Yo fui rescatado por pura misericordia, la vida misma es un regalo completamente gratuito que Dios me dio, y por eso yo también estoy llamado a dar gratis, más allá de lo que me hagan los demás. Jesús nos pide en el Evangelio: " vosotros recibisteis gratuitamente, dad también gratuitamente " (Mt 10,8). Cuando damos gratuitamente, invitamos y prolongamos la generosi-dad de Dios, que es "Padre de los huérfanos" (Sal 68,6), que "A los ham-brientos los colmo de bienes" (Sal 107,9), que es "compasivo y misericor-dioso " (Ex 34,6), que "levanta al pobre de la basura" (Sal 113,7). Jesús dice que las personas que dar generosamente a los buenos y los malos, a los amigos y a los enemigos, sin esperar recibir algo, se vuelven semejantes al padre Dios, y serán " hijos del altísimo " (Lc 6,35). Entonces, la misericordia gratuita " se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos".

8. PARA NO VIVIR EN VANO. Cuando san Pablo se acercó a los apóstoles de Jerusalén para saber «si no corría o había corrido en vano» (Ga 2,2), le dijeron que lo que él hacía

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estaba bien. Pero sólo le recordaron «que debía tener presentes a los po-bres» (Ga 2,10). Sólo eso le reclamaron. ¿Era una actitud interesada de los apóstoles de Jerusalén, que buscaban una ayuda económica de Pablo para sus comunidades, que eran más pobres? No, había algo más. Los apóstoles pusieron el «dedo en la llaga». Querían evitar que los paganos convertidos conservaran el estilo de vida individualista del mundo griego de esa época, centrado en el placer o en la perfección individual. Ese era un mundo donde el pobre no tenía lugar. Pero si se acordaban de los pobres, esa era la señal de que realmente tenían el corazón transformado por el Señor. De hecho, leyendo la primera carta de san Pablo a los corintios, cons-tatamos que en las comunidades griegas existía una escandalosa di-visión entre ricos y pobres. El mensaje del amor no lograba provocar un acerca-miento de los ricos hacia los de una clase social más baja. Las familias ricas habían formado un grupo separa-do donde no había lugar para los pobres. Esto ocurría también en el ágape que acompañaba a la celebración de la Eucaristía. Unos disfrutaban de sus manjares, mientras los pobres miraban: «Mientras uno pasa hambre, otro se embriaga» (1Co 11 21). Pablo es muy duro contra esta costumbre, y dice que así cada uno «come y bebe su pro-pia condenación» (1Co 11,29). Porque la comunión siempre «tiene un ca-rácter social». Este pasó a ser entonces el gran criterio de Pablo: acordarse de los pobres. Dar de comer a los pobres se convirtió en una cuestión esencial. Es el mismo criterio que nos permite a nosotros reconocer si realmente esta-mos abiertos a la luz del Evangelio. El papa Francisco indicó que este crite-rio «tiene una gran actualidad en el contexto presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo paganismo individualista. La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por noso-tros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha» (EG 195). Podríamos pen-sar que es un pedido dirigido a los ricos, pero no es así, porque siempre hay alguno que está peor que nosotros: «Si tienes poco, da de acuerdo con ese poco, pero nunca temas dar limosna» (Tob 4,8).

9. MIS PRIVILEGIADOS. Hay un texto del Evangelio que quizá sea el más motivador para nues-tra relación con las personas necesitadas, y tiene mucho que ver con «dar de comer». Vale la pena releerlo y tomarlo muy en serio: «Cuando des una

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comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos, no sea que ellos a su vez te inviten y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete invita a los pobres, a los lisia-dos, a los cojos, a los ciegos, y serás dichoso, porque ellos no te pueden corresponder. Y se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14,12-14). Aquí no se trata de dar algo de comer a un pobre, sino de considerarlo digno de participar de mi banquete. Cuando alguien da un banquete pre-para lo mejor, porque quiere pasar un buen momento con sus invitados, desea que se sientan bien atendidos y que se vayan felices. El pedido de Jesús es que eso sea para los pobres y para los despreciados, para esos que nadie invita. Se trata de darles lugar en mi propia mesa, como a mis hijos y a mis seres más queridos. Eso significa dos cosas: por una parte, que quiero lo mejor para ellos, que a los pobres les debo cosas de calidad, lo mejor, no las sobras, no lo que no sirve. Por otro lado, que deberían ser ellos mis preferidos, los privilegiados de mi afecto. En la carta de Santiago se pone el ejemplo de una persona rica que llega a una reunión de cristianos y es invitada a sentarse en un lugar prefe-rencial, pero luego llega un pobre y le indican que se quede de pie (cf. St 2,2-3). Entonces pregunta: «¿No sería eso hacer distinciones entre voso-tros y ser jueces con malos criterios?» (St 2,4). La propuesta es hacer exac-tamente lo contrario, es decir, privilegiar a los pobres: «¿Acaso no ha ele-gido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman? ¡Pero vosotros habéis menospre-ciado al pobre!» (St 2,5-6). Son palabras que atacan fuerte nuestro deseo vanidoso e interesado de quedar bien con las personas importantes. La Pa-labra de Dios nos vuelve a pedir que los privilegiados de nuestro corazón y de nuestra entrega sean los pobres, los abandonados, los desechados. Los necesitados no podrán ser realmente nuestros privilegiados si no tenemos «entrañas de misericordia» (Col 3,12). Eso no es hacer obras bue-nas porque nos sentimos obligados a ser amables, gentiles y compasivos. Significa que la compasión nos brota sinceramente «de las entrañas», de un interior transformado por la misericordia. Algo tan sublime no se fabrica con el propio esfuerzo, sino que es don divino, y por eso la Iglesia lo pide en la Liturgia: «Señor, Padre de misericordia, derrama sobre nosotros el Espíritu del Amor [...]. Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana»9. También podemos pedirlo con la oración de santa Faustina:

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«Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso, para que yo sienta los sufrimientos de mi prójimo».

10. UNA ALTÍSIMA VIRTUD. Santo Tomás de Aquino se detuvo a preguntarse cuál es la más grande de todas las virtudes. En otras palabras, se preguntaba qué acción es la que más le agrada a Dios. El no olvidaba que lo más bello que puede brotar en el corazón humano es el acto interior de amor a Dios (que se llama «dilección»), pero la cuestión es qué obra exterior expresa mejor ese amor a Dios. Su respuesta fue que los actos más perfectos que podemos hacer para manifestar nuestro amor son las obras de misericordia. Cuando damos limosna, cuando atendemos a otro en una necesidad, cuando da-mos de comer a quien tiene hambre, eso «nos hace semejantes a Dios». Porque la virtud más grande de Dios es la misericordia, ya que «le compete derramarse en los otros, y, lo que es más aún, socorrer sus defi-ciencias» . ¡Qué hermosa expresión! Lo más propio del obrar divino es «de-rramarse en los otros», como un cántaro, como un manantial. Por eso, donde el evangelio de Mateo dice: «Sed perfectos como es perfecto vues-tro Padre celestial» (Mt 5,48), el de Lucas simplemente traduce: «Sed mi-sericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Si la misericordia es la virtud que mejor refleja el obrar de Dios, po-demos decir con santo Tomás que en ella se resume nuestra religión: «En cuanto a las obras exteriores, la suma de la religión cristiana está en la mi-sericordia». Frente a esta respuesta, podemos preguntarnos si no son más importantes los actos de culto a Dios, pero santo Tomás insiste, y explica que lo que mejor expresa nuestro amor a Dios no es un acto de culto, sino una obra de misericordia. Así lo explica: «Dios no necesita nuestros sacrifi-cios [...]. Por lo tanto la misericordia, por la que socorremos las carencias ajenas, al producir más directamente la utilidad del prójimo, es el sacrificio que más le agrada». El Señor no necesita nuestros actos de culto, pero sí necesita que sea-mos sus instrumentos para poder llegar con su amor y su ayuda al que tiene hambre. Por eso Jesús dijo a sus discípulos ante la multitud hambrienta: «Dadles vosotros de comer» (Me 6,37). Dar de comer al hambriento es en-tonces un maravilloso acto de adoración. Por lo tanto, ¿qué duda puede quedar? Quien de verdad quiere agradar a Dios con su vida y responder a

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su infinito amor con su propia existencia, ya sabe cuál es el camino. Pode-mos decir, con el rabino Hillel, que en esto se concentra toda la Palabra de Dios y que «lo demás es comentario»", así como san Pablo enseña que todo se resume en un único precepto: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14).

11. UN MODO DE DAR. La verdadera misericordia parte de la valoración del otro como su-jeto. Porque puedo darle de comer como si fuera un objeto, un recipiente, un receptáculo donde calmo mi conciencia o donde cumplo con un man-dato. Mientras tanto, a él como persona no le prestó atención. Hay quienes acusan a los pobres de ser viciosos, haraganes, seres de menor categoría, y por eso ni siquiera los miran a los ojos cuando les dan algo. Pero disfrazan una sonrisa y dan unas monedas para que nadie los trate de egoístas. Otros llegan a organizar alguna cena para reunir dinero destinado a obras de be-neficencia, pero a los pobres siguen considerándolos objetos desprecia-bles, marginales de la sociedad, seres perturbadores que ensucian el mundo. Prefieren tenerlos lejos. Por eso el papa Francisco dijo que «nues-tro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia [...] sino ante todo en una atención puesta en el otro» (EG 199), en amar su dignidad. La clave está en el modo de dar, en la manera de situarme frente al otro. Porque el amor siempre supone estar ante el otro con aprecio, con una atención afectiva puesta en él, «considerándolo como uno conmigo». Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, porque reconoce el infinito amor de Dios hacia ese ser humano y recuerda que es «un hermano por el cual Cristo murió» (1Co 8,11). El ver-dadero amor siempre es contemplativo, me permite servir al otro no por obligación o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia. El pobre, cuando es amado, «es estimado como de alto valor». Si acompañamos a los demás en su camino de liberación con esta mi-rada atenta y amante, haremos posible que los pobres, en nuestras comu-nidades, se sientan como «en su casa». Dar es también acoger, valorar, dar lugar en el corazón, incorporar la dignidad del otro en la propia mirada y en la propia vida. De ese modo, uno no mira sólo el hambre del otro, su miseria, su necesidad, sino ante todo, su dignidad personal. Así la miseri-cordia se convierte en piedad. San Buenaventura lo enseñaba con mucha

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claridad en estas palabras: «La misericordia considera la miseria en la que está sumido el hombre, imagen de Dios; pero la piedad considera la imagen de Dios en el hombre que está sumido en la miseria». Esto cambia total-mente nuestro modo de dar.

12. LOS VALORES DE LOS POBRES. La actitud adecuada no es la de quien se siente un redentor más desa-rrollado que se compadece de otro ser infradotado. Algunos piensan que las personas más necesitadas son seres carentes de toda virtud. Para no caer en esa actitud despreciativa, hace falta percibir muy concretamente la riqueza propia del pobre, los valores que él tiene con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. En muchas personas pobres suele haber, por ejemplo, una espontánea atención a las demás personas, una capacidad para dedicar tiempo a los demás y socorrer a otro sin cálculos de tiempo ni de sacrificios. Los pobres suelen ser muy generosos con un amigo, pueden dar la vida por una persona cercana, son capaces de pasar noches enteras al lado de un vecino enfermo sin que nadie se lo pida. En cambio, las personas que han crecido sin problemas, pendientes de sus co-modidades, frecuentemente tienen dificultades para conceder atención y tiempo a otros que los necesiten. Miden su tiempo, calculan hasta dónde se exponen a los otros. Además, los más pobres, con todos sus problemas y carencias, generalmente tienen una admirable paciencia, mientras que las personas que llevan una vida acomodada reaccionan con una ira mayor frente a dificultades menores. Ya constataba san Ambrosio que los pobres, además de tener mejores sentimientos y ser más capaces de comprender y de compadecerse, suelen ser más agradecidos a Dios por sus dones coti-dianos. Es verdad que la acción de la gracia en ellos puede estar acompañada de imperfecciones morales. Lo explicaba san Gregorio Magno de la si-guiente manera: «Cuando en este mundo vean algún miserable, no lo des-precien aunque vean en él algo digno de reprensión, porque tal vez estos que tienen costumbres débiles se curan con la misma medicina de la po-breza». Algo semejante enseñaba san Buenaventura, y ponía como ejem-plo al pobre Lázaro del evangelio. Hay grandes valores que pueden coexis-tir con imperfecciones en la fe y con defectos en las virtudes. Santo Tomás enseñaba que determinados santos «parecen no tener algunas virtudes»,

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porque debido a costumbres adquiridas «tienen dificultades en los actos de esas virtudes». También el catecismo enseña que una persona limitada puede no ser culpable de algunas malas acciones que comete, por distintas razones, como «la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales». Podemos en-contrar en los pobres muchas limitaciones, errores, malas acciones, pero cabe recordar lo que nos enseñó el papa Francisco: «Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar im-portantes dificultades» (EG 44). Entonces, es mejor cumplir el Evangelio: «No juzguéis y no seréis juzgados» (Le 6,37).

13. SABIDURÍA ESCONDIDA. San Buenaventura enseñaba que la revelación de los misterios divi-nos se realiza plenamente gracias a la Cruz, que es el «libro de la sabiduría». Precisamente, el pobre está especialmente unido a la Cruz, al Hijo de Dios anonadado, sumergido en los límites, en el anonimato, en el desprecio so-cial, carente de todo poder en la sociedad. Por eso recibe un don especial de la gracia y una forma secreta de sabiduría, íntimamente ligada a su sim-plicidad interior. Los pobres no pueden poner la confianza en sus bienes, en su poder, en sus títulos, en su apellido. Por eso pueden más fácilmente confiar en Dios. Es «el misterio de venir a este mundo, de estar en él, y no ganar el mundo». De hecho, la riqueza y cualquier forma de poder suelen ser un obstáculo para tener un corazón humilde, desprendido, despojado ante Dios, porque la persona tiene otras cosas donde apoyarse. Es lo que expre-saba san Agustín al decir que, cuando hay riquezas, «no hay ninguna enfer-medad tan temible como la soberbia». El pobre puede mirarse a sí mismo desde la mirada de Dios, y eso le permite valorar su dignidad en cuanto fundada en el Señor: «Se trata de captar al propio ser en sus raíces, es decir, en Dios como fuente de nuestro ser. De sentirse como una dádiva, bro-tando de Otro, desde el principio, desde el comienzo. Cuando me capto brotando del seno originario del ser es cuando me experimento pobre, sin-tiéndome hacer desde fuera, sintiéndome crear continuamente». Quien crece en la pobreza tiene otra experiencia de la vida que le per-mite ver la realidad desde otro punto de vista. Así, advierte cosas que otros

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no perciben tan espontáneamente. Entonces, la experiencia de la pobreza puede ser la fuente de una profunda sabiduría. El problema es que los po-bres suelen tener dificultades para expresarse, y, quizás, tampoco han te-nido una formación religiosa. Tienen una sabiduría interior que se produce, como enseña san Buenaventura, «por contacto y abrazo» con las cosas di-vinas, porque «el amor se extiende mucho más que la visión [...] y donde falla el intelecto, allí avanza el afecto». También explica este maestro que, por falta de formación, es posible que las personas pobres ignoren los ar-tículos de la fe, pero que no hay que exigir a los más simples la confesión de todos ellos de forma explícita. Pueden tener una profunda fe y una gran sabiduría, aunque les sea difícil expresarla con un lenguaje apropiado. Por el contrario, una persona con gran formación y con mucha capacidad para expresarse, puede tener una sabiduría mucho menor a causa de la vanidad, el orgullo, la autosuficiencia. Por todo esto, la limosna que damos a las personas pobres y limitadas no nos coloca en un plano superior. Lo mejor es admirar el misterio que llevan dentro, por su unión con la pobreza de Cristo, porque así como Cristo vino «para enriquecernos con su pobreza» (2Co 8,9), lo mismo hacen los pobres con los que él se identificó. Entonces, cuando nos acercamos a dar de comer al hambriento, nos estamos exponiendo a esa sabiduría que no se expresa con palabras, y en algún momento aprenderemos a recono-cerla. Dar de corazón es también saber recibir la sabiduría de los pobres.

14. AMIGOS. Cuando uno reconoce realmente el valor de una persona necesitada, es capaz entonces no sólo de dar algo, sino de «hacerse amigo», de com-partir la intimidad con esa persona. Un amigo destaca las cosas buenas del otro y disimula o excusa sus defectos y caídas. Tener un amigo pobre indica que uno abrió verdaderamente el corazón a los pobres, y así puede tener con ellos la actitud y la mirada de Cristo. La amistad no es una palabra vacía. ¿Cuáles son sus características? Es una unión afectiva estable con alguien con quien tenemos cosas en co-mún y cuyo bien buscamos. Es decir, en primer lugar tiene que haber una unión de afecto, un cariño que nos mueve a buscar su bien. Esa relación debe ser estable, de tal manera que esa persona sepa que tiene un lugar en mi vida para siempre y no sólo por un instante. También implica tener cosas en común. ¿Se pueden tener cosas en común con una persona muy

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pobre? Quizá entre su forma de vivir y la mía haya grandes diferencias, quizá no me reconozco en él y me siento de otra especie, pero en realidad somos humanos los dos y poco a poco podremos encontrar puntos de con-tacto. Es una aventura. Recuerdo muy bien que en el documento de Aparecida (DA), por vo-luntad del entonces cardenal Bergoglio, se agregaron unos párrafos que invitaban no sólo a dar cosas a los pobres, sino a hacerlo desde una amis-tad. Retomemos aquellas hermosas palabras: «Sólo la cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. La opción por los pobres debe conducirnos a la amistad con los pobres» (DA 398). «La misma adhesión a Jesucristo es la que nos hace amigos de los po-bres y solidarios con su destino» (DA 257). Lo que en Aparecida se destaca como característica de la amistad es dar tiempo: «Se nos pide dedicar tiempo a los pobres» (DA 397). Uno da tiempo con gusto a sus amigos, los escucha con interés, disfruta estando con ellos y compartiendo largas conversaciones. Si ayudamos a un amigo, lo hacemos dedicándole tiempo, dedicándonos a él por un momento, de-jando otras cosas para estar sólo con él. Además, cada amigo es diferente, único, especial. No amo a la humanidad o a los pobres en general, amo a «esta» persona. Así, dar de comer al hambriento no puede ser un gesto mecánico y ansioso, como de quien se quita un peso. Debería hacerse, al menos, con una pequeña conversación, con un instante de intimidad y de afecto que exprese la actitud de un amigo.

15. PROMOVER. Una cosa es dar algo para resolver una necesidad inmediata. Otra es ayudar a la persona para que pueda lograrlo con su propio esfuerzo y con su creatividad. Eso es promover al otro, para que pueda ser artífice de su vida aprovechando los dones que Dios le regaló. Promover es la manera más perfecta de dar. Es ayudar al otro a vivir de acuerdo con la dignidad que recibió del Señor. Alguien que ama de verdad siempre busca promo-ver. De hecho, un padre no es feliz viendo que su hijo vive en el ocio, el abatimiento, la pasividad, y sabe que no basta con darle dinero. Más im-portante que dar dinero a alguien es darle un trabajo que le permita ga-narse ese dinero con su esfuerzo responsable. Crear puestos de trabajo,

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enseñar oficios o estimular el desarrollo de los dones de cada uno son ma-neras de promover el desarrollo de las personas. Por supuesto que, cuando hay una necesidad básica insatisfecha, no se puede esperar, las urgencias son urgencias. Pero el amor nos mueve a hacer algo más que eso. Recuerdo el ejemplo del escultor Alejandro Marmo, que reúne a ni-ños pobres o enfermos y los estimula a realizar obras de arte con desechos. También a los alumnos de Música de la Universidad Católica Argentina, que visitan un barrio muy pobre y enseñan a los adolescentes a tocar el violín y otros instrumentos, de manera que llegan a formar una orquesta que toca piezas de Mozart frente a sus familiares y amigos. Esos que suelen ser con-siderados incapaces o perezosos, cuando son bien estimulados, pueden sa-car lo mejor de sí y producir belleza. Cabe recordar especialmente los ban-cos Grameen, creados por Muhammad Yunus, con el objetivo de prestar dinero sólo a los más pobres y fomentar su trabajo independiente. El men-ciona los errores de quienes no conocen a los más pobres: creer que no saben economizar, que no saben trabajar en equipo, que no les interesa mejorar, etc. Pero muchas hermosas experiencias demuestran lo contrario. El papa Francisco menciona el ejemplo de quienes se preocupan juntos por una plaza de su barrio, o «para proteger, sanear, mejorar o embellecer algo que es de todos» (LS 232). También que «en algunos lugares, donde las fachadas de los edificios están muy deterioradas, hay personas que cuidan con mucha dignidad el interior de sus viviendas [...]. A veces es encomiable la ecología humana que pueden desarrollar los pobres en medio de tantas limitaciones» (LS 148). Quien quiera ayudar a los pobres debería ayudarles para que desde ellos desarrollen estas iniciativas. No somos misericordiosos «desde arriba», creando dependencia, sino «desde abajo», alentando y motivando poco a poco y con paciencia la participación de ellos, pero siempre a su manera y no a la nuestra. Porque «la acción de la Iglesia no debe ser sola-mente orientada hacia el pueblo, sino también, y principalmente, desde el pueblo mismo».

16. ESTRUCTURAS QUE NO ESTÁN HECHAS PARA DAR. ¿Justificamos un mundo que excluye a los más débiles? El papa Fran-cisco lo expresó sin vueltas: «Dejamos de advertir que algunos se arrastran en una degradante miseria, sin posibilidades reales de superación, mien-

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tras otros ni siquiera saben qué hacer con lo que poseen, ostentan vanido-samente una supuesta superioridad y dejan tras de sí un nivel de desperdi-cio que sería imposible generalizar sin destrozar el planeta» (LS 90). El problema es que a veces los cristianos justificamos las estructuras de este mundo por comodidad, por consumismo, porque nos con-viene, por miedo a perder lo que tenemos. Pero amar a los pobres nos exige iden-tificarnos con ellos, defender sus derechos, gritar, reclamar por ellos, exigir un sistema económico, político y social más justo. La Iglesia enseña que el Evangelio «reclama la liberación de múltiples esclavitudes de orden cultu-ral, económico, social y político, que, en definitiva, derivan del pecado, y constituyen tantos obstáculos que impiden a los hombres vivir según su dignidad». Lo sabemos, pero no nos ocupamos, porque nos encerramos en nues-tro pequeño mundo y en nuestros propios problemas, en lugar de luchar junto a otros para crear un mundo más justo. Si queremos ser fieles al Evan-gelio, no nos basta tener una doctrina correcta: «La Iglesia, que quiere ser en el mundo entero la Iglesia de los pobres, intenta servir a la noble lucha por la verdad y por la justicia [...]. A los defensores de "la ortodoxia", se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y de los regíme-nes políticos que las mantienen». Muchas personas de clase media o de buena posición, en general, se quejan por la inseguridad, y reclaman con ira que la justicia castigue a los pobres que cometen crímenes. Hablan frecuentemente de los vicios de al-gunos pobres, y generalizan, como si todos los pobres fueran iguales, para poder justificar así su egoísmo. De esa manera, más que promover a los pobres para que se desarrollen y vivan dignamente, lo que les preocupa es controlarlos, contenerlos, castigarlos, relegarlos. Ese es el modo más co-mún de consentir un mundo injusto, en lugar de ser voz de los que no tie-nen voz. Las estructuras del mundo injusto, hechas para consumir y vender, terminan anestesiando las conciencias. Pero eso es como escupir al cielo, porque tarde o temprano provocará más violencia, ya que los pobres ter-minarán reaccionando ante una desigualdad que se vuelve insoportable. Dar de comer al hambriento también es prestarles nuestra voz contra las estructuras injustas de la sociedad, donde unos parecen tener más dere-chos que otros.

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17. INVISIBLES Y SILENCIOSOS. A quienes necesitan nuestra ayuda, especial-mente a los más pobres, muchas veces no los vemos, porque no son parte de nuestras vidas cotidia-nas. El papa Francisco se refirió a esa «ciudad bella y llena de espacios ver-des bien cuidados en algunas áreas "seguras", pero no tanto en zonas me-nos visibles, donde viven los descartables de la sociedad» (LS 45). En cam-bio, «¡qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfer-miza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favore-cen el reconocimiento del otro!» (EG 210). Pero murar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad y sintámonos provocados». Cada vez que me acerco a rendir culto al Padre Dios, él me pregunta por mi hermano (cf. Gn 4,9). Una respuesta puede ser la de Caín: «No lo sé. ¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano?» (ibíd.). Esta respuesta es como decir: «No lo vi, no sé dónde está, no tengo idea, no está dentro de mis intereses, está fuera de mi campo de visión., para mí no existe». Otra res-puesta puede ser la de Job: «Libré al pobre que clamaba [...] Fui padre de los pobres» (Job 29,12.16). En este mundo competitivo, muchos somos como Caín. El que logra sobresalir suele hacerlo a costa de cauterizar su conciencia ante los males ajenos, ignorando al débil y negando todo espa-cio al diferente. Para sobresalir no hay que perder tiempo con los que no nos sirven para alcanzar poder o satisfacción. Pero siempre está dentro de nosotros el llamado divino al amor universal, a ensanchar el corazón y ha-cerlo disponible, de manera que en él haya espacio para los olvida-dos y abandonados. Si no queremos volvernos ciegos ante los necesitados o sor-dos a su clamor, quizá nos convenga repetir la oración de santa Faustina: «Ayúdame, oh Señor, a que mis oídos sean misericordiosos, para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus sufri-mientos y sus quejas».

18. UNIÓN MÍSTICA. Si lentamente aprendemos a detenernos ante los pobres y sufrientes, ante los hambrientos y sedientos, nos encaminamos hacia las más profun-das alegrías, hacia la armonía interior, hacia la auténtica paz espiritual. En

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ese arte de detenernos ante ellos, podemos alcanzar una pro-funda expe-riencia mística. Es la de reconocer a Cristo en ellos, ver el rostro de Cristo en el rostro de ellos, contemplar la luz de Cristo en sus personas sufridas, porque él quiso ser pobre (cf. 2Co 8,9). Por eso decía san Agustín: «Cuando está necesitado, no quieres darle. Cristo está necesitado cuando lo está un pobre». Esto va más allá de su atractivo sensible o de su forma de ser. Por eso pedía Teresa de Calcuta: «Ha que sepa reconocerte, aun oculto bajo el disfraz poco atrayente de la ira, la arrogancia o la demencia». Muchas veces hemos leído el texto de Mt 25,35 donde Cristo nos dice que cuando dimos de comer a los hambrientos le dimos de comer a él mismo. Lo sabemos y lo repetimos; pero, ¿hemos hecho la experiencia de tratar de ver realmente a Cristo en ellos? ¿Hemos sentido de verdad que al darles de comer a ellos le estábamos dando de comer al mismo Cristo? ¿Vivimos esa convicción tan intensa y preciosa de estar aliviando real-mente a nuestro amado Señor cuando tratábamos de dar alivio a un nece-sitado? Si uno vive esa experiencia mística ante los pobres, entonces co-mienza a dar porque sí, porque es inevitable, empieza a amar por amar y ya no siente que ser misericordioso es una obligación. Esta experiencia se alimenta en la Eucaristía, porque cuando comul-gamos el Señor nos impulsa fuera del templo para reconocerlo en los po-bres. Los Padres de la Iglesia hacían este planteamiento: «¿Quieres honrar al cuerpo de Cristo? No permitas que ande desnudo. No lo honres visitán-dolo aquí con ropas de seda, mientras permites que afuera pase frío y des-nudez». Por tanto, quien se acerca a recibir la comunión, debe sentir la llamada a reconocer a Cristo en los pobres, y el deseo de dejarse comer, de dejarse molestar, de dejarse interrumpir, de dejarse desinstalar por las ne-cesidades de los descartables. No es una mística cómoda o individualista, sino que provoca una comunión verdadera con los que reclaman nuestra entrega. Entonces sí, cuando realizamos «la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales» logra-mos «entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina».

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Así como la mística se vive en un constante crecimiento, estamos lla-mados a crecer en la misericordia, a madurar en una generosidad capaz de dar más y más. San Pablo exhortaba: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros» (1Ts 3,12). «En cuanto al amor mutuo [...] os exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando más y más» (1Ts 4,9-10). La medida es la que nos dio Jesús: «como yo os he amado» (Jn 13,34). Entonces no hay que ponerse límites en el dar, sino buscar la manera de dar más y más, para entrar más y más en el manantial divino.

Oración ante el crucifijo de San Damián (FF 276)

Francisco recitaba esta oración ya en 1205-1206, durante su período de discernimiento vocacional, cuando fre-

cuentaba la pequeña iglesia de San Damián donde se encontraba el Crucifijo bizantino que aún hoy puede verse

en la Basílica de Santa Clara.

¡Oh alto y glorioso Dios! ilumina las tinieblas de mi corazón.

y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,

sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento.

PREGUNTAS PARA LA ORACIÓN Y LA REFLEXIÓN. 1. ¿Veo el hambre a mi alrededor? ¿Tiene rostro? 2. ¿Qué estilo de vida permite compartir? 3. ¿Qué es la gratuidad evangélica? 4. ¿Qué significa “tener entrañas de misericordia”? 5. Reflexiona: “La opción por los pobres debe conducirnos a la amistad con los

pobres.”