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Chuang-Tzu, un contraveneno Vida de poeta Octavio Paz Durante su existencia, el gran escritor mexicano Octavio Paz, recientemente fallecido, se ocupó de difundir a los autores que admiraba. Como poeta recreaba la obra de otros poetas y les infundía nueva vida. En su homenaje se publica uno de sus textos en el que presenta al pensador chino Chuang-Tzu. Además, el lector encontrará la traducción, hecha por Paz, de algunos de los apólogos de su colega oriental. EN 1957 hice algunas traducciones de breves textos de clásicos chinos. El formidable obstáculo de la lengua no me detuvo y, sin respeto por la filología, traduje del inglés y del francés. Me pareció que esos textos debían traducirse al español no sólo por su belleza -construcciones a un tiempo geométricas y aéreas, fantasías templadas siempre por una sonrisa irónica- sino también para compartir el placer que había experimentado al leerlos. Los publiqué, ese mismo año, en “México en la cultura”, el suplemento literario de Novedades que dirigía Fernando Benítez. Más tarde reuní esos apólogos y cortos ensayos -algunos muy cerca de lo que llamamos “poema en prosa”- en Versiones y diversiones (1974), bajo un título adrede ambiguo: “Trazos”.

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Chuang-Tzu, un contravenenoVida de poeta

Octavio Paz

Durante su existencia, el gran escritor mexicano Octavio Paz,

recientemente fallecido, se ocupó de difundir a los autores que

admiraba. Como poeta recreaba la obra de otros poetas y les

infundía nueva vida. En su homenaje se publica uno de sus textos en

el que presenta al pensador chino Chuang-Tzu. Además, el lector

encontrará la traducción, hecha por Paz, de algunos de los apólogos

de su colega oriental.

EN 1957 hice algunas traducciones de breves textos de clásicos chinos. El formidable

obstáculo de la lengua no me detuvo y, sin respeto por la filología, traduje del inglés y

del francés. Me pareció que esos textos debían traducirse al español no sólo por su

belleza -construcciones a un tiempo geométricas y aéreas, fantasías templadas

siempre por una sonrisa irónica- sino también para compartir el placer que había

experimentado al leerlos. Los publiqué, ese mismo año, en “México en la cultura”, el

suplemento literario de Novedades que dirigía Fernando Benítez. Más tarde reuní

esos apólogos y cortos ensayos -algunos muy cerca de lo que llamamos “poema en

prosa”- en Versiones y diversiones (1974), bajo un título adrede ambiguo: “Trazos”.

Excluí únicamente los fragmentos de Chuang-Tzu. Ahora los recojo. Creo que

Chuang-Tzu no sólo es un filósofo notable sino un gran poeta. Es el maestro de la

paradoja y del humor, puentes colgantes entre el concepto y la iluminación sin

palabras.

Poco o nada se sabe de Chuang-Tzu, salvo las anécdotas, discursos y ensayos que

aparecen en su libro (que ostenta también el nombre de su autor). Chuang-Tzu vivió a

mediados del siglo IV antes de Cristo, en una época de intensa actividad intelectual y

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de gran inestabilidad política. Como en el caso de las repúblicas italianas del

Renacimiento o de las ciudades griegas de la época clásica, las querellas que dividían

a los príncipes y a los pequeños Estados corrían parejas con la fecundidad de los

espíritus y con la originalidad y valentía de la especulación. A grandes males, grandes

remedios. Un poco más tarde los Ch’n (249-206 a. C.) unificaron al país y fundaron el

primer Imperio histórico. Desde entonces hasta la caída de la última dinastía en

nuestro siglo, China vivió de las ideas inventadas en el período de los Reinos

Combatientes.

Durante dos milenios no hizo más que perfeccionarlas, podarlas, extenderlas o

adaptarlas a las condiciones y circunstancias históricas. La filosofía, o mejor: la moral

-y mejor aún: la política- de Confucio (Kung-Fu-Tzu) y sus grandes sucesores (Mo-Tzu

o Mencio) fueron el fundamento de la vida social; sus principios regían lo mismo la

vida de la ciudad que la de la familia. Pero la ortodoxia confuciana no dejó de tener

rivales; los más poderosos fueron el taoísmo y, más tarde, el budismo. Ambas

tendencias predican la pasividad, la indiferencia frente al mundo, el olvido de los

deberes sociales y familiares, la búsqueda de un estado de perfecta beatitud, la

disolución del yo en una realidad indecible. A diferencia del budismo -corriente de

fuera- el taoísmo no niega al yo ni a la persona; al contrario, los afirma ante el Estado,

la familia y la sociedad. El taoísmo es un “disolvente”. No es extraño que los

confucionistas lo viesen como una tendencia antisocial, enemiga de la sociedad y del

Estado. En el taoísmo hay una persistente tonalidad anarquista.

Los padres del taoísmo (Lao-Tzu y Chuang-Tzu) recuerdan a veces a los filósofos

presocráticos; otras, a los cínicos, a los estoicos y a los escépticos. También, ya en la

edad moderna, a Thoreau. Lejos de perderse en las especulaciones metafísicas del

budismo, los taoístas no olvidan nunca al hombre concreto que, para ellos, es el

“hombre natural”. Sus emblemas son el pedazo de madera sin tallar y el agua, que

adquiere siempre la forma de la roca o del suelo que la contiene. El hombre natural es

dúctil y blando como el agua; como ella, es transparente. Se le puede ver el fondo y

en ese fondo todos pueden verse. El sabio es el rostro de todos los hombres.

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He dividido mi brevísima selección en tres secciones. La primera se refiere a la lógica

y a la dialéctica. La crítica de Chuang-Tzu a las especulaciones intelectuales de los

lógicos aparece en una serie de apólogos y cuentos en los que el humor se alía al

raciocinio. Muchos entre ellos asumen la forma de un diálogo entre Hui-Tzu, el

intelectual, y Chuang-Tzu (o su maestro: Lao-Tzu). Ante las sutilezas del dialéctico el

sabio verdadero recurre, sonriente, al conocido método de reductio ad absurdum. En

nuestra época erizada de filosofías y razonamientos cortantes y tajantes (preludio

necesario de las atroces operaciones de cirugía social que hoy ejecutan los políticos,

discípulos de los filósofos), nada más saludable que divulgar unos cuantos de estos

diálogos llenos de buen sentido y sabiduría. Estas anécdotas nos enseñan a

desconfiar de las quimeras de la razón y, sobre todo, a tener piedad de los hombres.

La segunda sección está compuesta por fragmentos acerca de la moral. Con mayor

encono aún que a los dialécticos y a los filósofos, Chuang-Tzu ataca a los moralistas.

El arquetipo del moralista es Confucio. Su moral es la del equilibrio social; su

fundamento es la autoridad de los seis libros clásicos, depositarios del saber de una

mítica edad de oro en la que reinaban la virtud y la piedad filial. La virtud (jen) era

concebida como un compuesto de benevolencia, rectitud y justicia, encarnación del

culto al Emperador y a los antepasados. La acción del sabio, esencialmente política,

consistía en preservar la herencia del pasado y, así, mantener el equilibrio social.

Éste, a su vez, no era sino el reflejo del orden cósmico. Cosmología política. Nosotros,

en lengua española, tenemos una palabra que quizá dé cierta idea del término chino:

“hidalguía”. La hidalguía está fundada en la lealtad a ciertos principios tradicionales:

fidelidad al señor, dignidad personal (el hidalgo es el rey de su casa) y la honra. Todo

esto hace de la hidalguía una virtud social. Pero el hidalgo es un caballero; venera el

pasado pero no ve en él un principio cósmico ni un orden fundado en el movimiento de

la naturaleza. El discípulo de Confucio es un mandarín: un letrado, un funcionario y un

padre de familia.

El carácter utilitario y conservador de la filosofía de Confucio, su respeto supersticioso

por los libros clásicos, su culto a la ley y, sobre todo, su moral hecha de premios y

castigos, eran tendencias que no podían sino inspirar repugnancia a un filósofo-poeta

como Chuang-Tzu. Su crítica a la moral fue también una crítica al Estado y a lo que

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comúnmente se llama bien y mal. Cuando los virtuosos -es decir: los filósofos, los que

creen que saben lo que es bueno y lo que es malo-, toman el poder, instauran la

tiranía más insoportable: la de los justos. El reino de los filósofos, nos dice Chuang-

Tzu, se transforma fatalmente en despotismo y terror. En nombre de la virtud se

castiga; esos castigos son cada vez más crueles y abarcan a mayor número de

personas, porque la naturaleza humana -rebelde a todo sistema- no puede nunca

conformar a la rigidez geométrica de los conceptos. Frente a esa sociedad de justos y

criminales, de leyes y castigos, Chuang-Tzu postula una comunidad de ermitaños y de

gente sencilla. La sociedad ideal, para él, es una sociedad de sabios rústicos. En ella

no hay gobierno ni tribunales ni técnica; nadie ha leído un libro; nadie quiere ganar

más de lo necesario; nadie teme a la muerte porque nadie le pide nada a la vida. La

ley del cielo, la ley natural, rige a los hombres como rige la ronda de las estaciones.

Así, el arquetipo de los taoístas es el mismo de los confucianos: el orden cósmico, la

naturaleza y sus cambios recurrentes. Sin embargo, lo mismo en el dominio de la

política y la moral que en el de las ideas, su oposición es irreductible. La sociedad de

Confucio, imperfecta como todo lo humano, se realizó y se convirtió en el ideario y el

patrón ideal de un Imperio que duró dos mil años. La sociedad de Lao-Tzu y de

Chuang-Tzu es irrealizable pero la crítica que los dos hacen a la civilización merece

nuestra simpatía. Nuestra época ama el poder, adora el éxito, la fama, la eficacia, la

utilidad y sacrifica todo a esos ídolos. Es consolador saber que, hace dos mil años,

alguien predicaba lo contrario: la oscuridad, la inseguridad y la ignorancia, es decir, la

sabiduría y no el conocimiento.

En la tercera sección he procurado agrupar algunos textos sobre lo que podría

llamarse el hombre perfecto. El sabio, el santo, es aquel que está en relación -en

contacto, en el sentido directo del término- con los poderes naturales. El sabio obra

milagros porque es un ser en estado natural y sólo la naturaleza es hacedora de

milagros. Pero mejor será cederle la palabra a Chuang-Tzu.

Por Octavio Paz

México

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Sobre la sabiduría

Volver al punto de partida Cansados de buscar en vano, ¿no deberíamos moler nuestras sutilezas en el Mortero

Celeste, olvidar nuestras disquisiciones sobre la eternidad y vivir en paz los días que

nos quedan? ¿Y qué quiere decir moler nuestras sutilezas en el Mortero divino?

Aniquilar las diferencias entre ser y no ser, entre esto y aquello. Olvido, olvido... ser y

no ser, esto y aquello, son partículas desprendidas del infinito y volverán a fundirse en

el infinito.

La tortuga sagradaChuang-Tzu paseaba por las orillas del río Pu. El rey de Chou envió a dos altos

funcionarios con la misión de proponerle el cargo de Primer Ministro. La caña entre las

manos y los ojos fijos en el sedal, Chuang-Tzu respondió: “Me han dicho que en Chou

veneran una tortuga sagrada, que murió hace tres mil años. Los reyes conservan sus

restos en el altar familiar, en una caja cubierta con un paño. Si el día que pescaron a

la tortuga le hubiesen dado la posibilidad de elegir entre morir y ver sus huesos

adorados por siglos o seguir viviendo con la cola enterrada en el lodo, ¿qué habría

escogido?” Los funcionarios repusieron: “Vivir con la cola en el lodo”. “Pues ésa es mi

respuesta: prefiero que me dejen aquí, con la cola en el lodo, pero vivo”.

Los cerrojos y los ladronesPara protegernos de los malhechores que abren las arcas, escudriñan los cajones y

hacen saltar las cerraduras de los cofres, la gente acostumbra reforzar con toda clase

de nudos y cerrojos los muebles que guardan sus bienes. El mundo aprueba estas

precauciones, que le parecen muestra de cordura. Pero de pronto se presentan unos

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ladrones. Si lo son realmente, en un abrir y cerrar de ojos desatarán los nudos, abrirán

los cerrojos y, si es necesario, cargarán con las cajas sirviéndose para ello de las

cuerdas y nudos de que están provistas. En verdad, los propietarios ahorran a los

ladrones el trabajo de empacar los objetos.

No es exagerado afirmar que todo lo que llamamos “cordura” no es sino empacar para

los ladrones”. Y lo que llamamos “virtud”, acumular botines para los malhechores.

¿Por qué digo esto? A lo largo y a lo ancho del país de Chi (un territorio tan poblado

que el mero cacareo de los gallos y el ladrido de los perros en un pueblo se oye en el

de junto), entre pescadores, campesinos, cazadores y artesanos, en santuarios y

cementerios, prefecturas y palacios, en ciudades, poblados, distritos, barrios, calles y

casas particulares... en fin, en todo el reino, veneradas por todos sus habitantes,

imperaban las leyes de los Reyes Antiguos. Sin embargo, en menos de veinticuatro

horas Tien-Ch’eng Tzu asesinó al príncipe de Chi y se apoderó de su reino. Y no sólo

de su reino, sino también de las leyes y artes de gobierno de los sabios de antaño,

que habían inspirado a los soberanos legítimos de Chi. Es verdad que la historia llama

a Tien-Ch’eng Tzu usurpador y asesino; pero mientras vivió fue respetado como el

virtuoso Tsen y el benévolo Shun. Los pequeños reinos no se atrevieron a criticarlo, ni

los grandes a castigarlo. Durante doce generaciones sus descendientes conservaron

entre sus manos la tierra de Chi...

CausalidadLa Penumbra le dijo a la Sombra: “A ratos te mueves, otros te quedas quieta. Una vez

te acuestas, otra te levantas. ¿Por qué eres tan cambiante?”. “Dependo”, dijo la

sombra, “de algo que me lleva de aquí para allá. Y ese algo a su vez depende de otro

algo que lo obliga a moverse o a quedarse inmóvil. Como los anillos de la serpiente, o

las alas del pájaro, que no se arrastran ni vuelan por voluntad propia, así yo. ¿Cómo

quieres que responda a tu pregunta?”.

Por Chuang- Tzu

Traducción de Octavio Paz

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© Copyright 1998

La Nación On Line

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Anticipo

Me pregunto qué ha sido de Sally

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La luz del sol sobre las piedras, de Hopper

La ternura, la nostalgia y la mirada poética del autor de El vino del estío resurgen en

su nuevo libro de cuentos, A ciegas (Emecé), poblado de personajes conmovedores y

cautivantes.

ALGUIEN empezó a tocar el piano de teclas amarillas, otro comenzó a cantar y yo, el

tercero, me enfrasqué en un mar de pensamientos. La letra de la canción estaba

imbuida de un espíritu lento, dulce y triste.

Comencé a tararearla, puesto que recordaba algo de la letra.

El Sol dejó de iluminar nuestro callejón

El día en que Sally partió.

Yo conocí a una Sally -dije.

No me diga -contestó el dueño del bar, sin mirarme.

Sí. Fue mi primera novia. Como la letra de esa canción, me pregunto qué habrá sido

de ella. ¿Dónde estará hoy? Lo único que uno puede desear es que sea feliz, que

esté casada, tenga cinco hijos y un marido que no llegue tarde más de una vez por

semana y que recuerde, o no, la fecha de su cumpleaños, como ella prefiera.

¿Por qué no la busca? -preguntó el dueño del bar, que seguía sin mirarme, mientras

lustraba una copa.

Bebí lentamente.

Dondequiera que haya ido,

Dondequiera que esté,

Si nadie la quiere ahora

Entonces, la quiero yo.

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La gente reunida alrededor del piano daba fin a la canción, mientras yo escuchaba,

con los ojos cerrados.

Me pregunto qué ha sido de Sally,

Aquella amiga de otros tiempos

El piano se interrumpió con una explosión de risas y voces calladas.

Apoyé el vaso vacío en el mostrador, abrí los ojos y lo contemplé por un instante.

¿Sabes una cosa? -le dije al dueño del bar-. Acabas de darme una gran idea...

“¿Por dónde empiezo?”, pensé en cuanto salí al encuentro de la lluvia y del viento frío

de la calle, de la noche que se aproximaba, de los autos y de los ómnibus que

pasaban y del mundo que acababa de despertar con tanto ruido. “Mejor dicho,

¿empiezo o no?”.

¿Por qué no la busca? -preguntó el dueño del bar, que seguía sin mirarme, mientras

lustraba una copa.

Bebí lentamente.

Dondequiera que haya ido,

Dondequiera que esté,

Si nadie la quiere ahora

Entonces, la quiero yo.

La gente reunida alrededor del piano daba fin a la canción, mientras yo escuchaba,

con los ojos cerrados.

Me pregunto qué ha sido de Sally,

Aquella amiga de otros tiempos

El piano se interrumpe con una explosión de risas y voces calladas.

Apoyé el vaso vacío en el mostrador, abrí los ojos y lo contemplé por un instante.

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¿Sabes una cosa? -le dije al dueño del bar-. Acabas de darme una gran idea...

“¿Por dónde empiezo?”, pensé en cuanto salí al encuentro de la lluvia y del viento frío

de la calle, de la noche que se aproximaba, de los autos y los ómnibus que pasaban y

del mundo que acababa de despertar con tanto ruido. “Mejor dicho, ¿empiezo o no?”.

Se me habían ocurrido varias veces ideas semejantes; en realidad, se me ocurrían

todo el tiempo. Los domingos, cuando dormía hasta pasado el mediodía, me

despertaba con la sensación de que había oído que alguien lloraba y después

encontraba lágrimas en mi rostro y me preguntaba qué año era y a veces tenía que

levantarme y buscar un calendario para estar seguro. Durante esos domingos sentía

que afuera de la casa había mucha neblina y me asaltaba la necesidad de abrir la

puerta para asegurarme de que el sol aún brillaba sobre el jardín. No podía controlar

esas sensaciones. Las sentía cuando estaba semidormido, cuando el pasado me

envolvía en un abrazo y la luz tenía un reflejo distinto. Una vez, en un domingo así,

llamé al otro extremo de los Estados Unidos a un viejo compañero de colegio, Bob

Hartmann. Se alegró de oír mi voz, o al menos eso fue lo que dijo, y hablamos durante

media hora. Fue una charla agradable, colmada de promesas. Pero nunca llegamos a

encontrarnos, como habíamos acordado. Al año siguiente, cuando él vino de visita a la

ciudad, yo ya estaba con otro ánimo. Pero así son las cosas. Cálidas y dulces en un

momento dado y un segundo después, exactamente a la inversa.

Pero ahora, parado en la puerta del Bar de Mike, pasé revista a las actuales

circunstancias con ayuda de los dedos: primero, mi esposa estaba lejos, visitando su

pueblo natal; segundo, hoy era viernes y tenía todo el fin de semana por delante;

tercero, recordaba muy bien a Sally, aunque fuese el único que lo hiciera; cuarto, de

alguna manera quería saludarla y preguntarle cómo marchaban sus cosas; quinto,

¿por qué carajo no comenzaba la búsqueda de una vez por todas?

Y así fue como me puse en marcha.

Busqué en la guía telefónica y repasé todas las listas. Sally Ames. Ames, Ames.

Revisé todos los nombres, uno por uno. Claro. Estaba casada. Eso era lo malo de las

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mujeres: una vez que se casan, adoptan alias, se desvanecen en los confines de la

Tierra y se pierden para siempre sin dejar rastros.

Entonces pensé en contactar a sus padres.

No figuraban en guía. O se mudaron o murieron.

¿Y sus amigos que alguna vez habían sido también amigos míos? Joan no sé cuánto.

Bob no me acuerdo. Pasé las páginas una y otra vez hasta que recordé a alguien

llamado Tom Welles.

Encontré a Tom en la guía y lo llamé.

¿Es verdad? ¿Eres tú, Charlie? No puedo creerlo. Ven a verme. ¿Qué hay de nuevo,

viejo? Increíble. Hace años que no nos vemos. ¿Por qué...?

Le expliqué por qué lo llamaba.

¿Sally? Hace años que no la veo. Supe que te está yendo muy bien en la vida,

Charlie. Que ganas un sueldo de cinco cifras. Excelente para un muchacho que se

crió al otro lado de las vías. En realidad, nunca hubo ninguna vía; sólo una línea

invisible que nadie veía pero todos sentíamos.

¿Cuándo podemos vernos, Charlie?

Te llamo uno de estos días.

Era muy dulce, Sally. Le hablé de ella a mi mujer. Qué ojos tenía. Y un color de pelo

que no se logra con ninguna tintura. Y...

Mientras Tom hablaba sin parar, muchas cosas volvieron a mi mente. Por ejemplo, el

modo en que ella escuchaba o hacía que escuchaba toda mi charla grandilocuente

sobre el futuro. De pronto tuve la sensación de que ella nunca habló, que yo nunca se

lo permití. Con el sublime y estúpido egocentrismo de todo joven, me dedicaba a

llenar las noches y los días construyendo el mañana y derrumbándolo para volver a

edificarlo ante ella. Al mirar hacia atrás, me sentí incómodo conmigo mismo. Y luego

recordé cómo sus ojos se encendían y sus mejillas se arrebataban con cada una de

mis palabras, como si todos mis discursos merecieran su tiempo, dedicación y

esfuerzo. Pero a pesar de toda mi charla, no recordaba haberle dicho jamás que la

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quería. Tendría que haberlo dicho. Nunca la toqué, más allá de tomarle la mano, y

jamás le di un beso siquiera. Eso me producía una profunda tristeza ahora. Pero había

tenido miedo de que si cometía un error, como besarla, ella se disolviera como la

nieve en una noche de verano y desapareciera para siempre. Durante un año salimos

juntos y hablamos, o mejor dicho yo hablaba y ella escuchaba. No recordaba por qué

habíamos roto relaciones. De pronto, sin motivo alguno, ella se marchó casi al tiempo

en que terminamos el colegio. Meneé la cabeza con los ojos cerrados.

¿Recuerdas que quería ser cantante? Tenía una voz hermosa -dijo Tom.

Sí. Lo recuerdo todo. Hasta pronto.

Espera un minuto... -dijo la voz, pero el auricular del otro lado interrumpió la

comunicación.

Regresé al antiguo barrio y caminé por sus alrededores. Entré en los almacenes a

preguntar. Me crucé con algunas personas que había conocido pero que no me

recordaban. Por fin supe algo de ella. Efectivamente, se había casado. No, no sabían

exactamente la dirección. Sí, su apellido de casada era Maretti. A unas cuadras por

esa calle, o tal vez por la otra.

Busqué en la guía. Eso debería haberme alertado: no tenía teléfono.

Luego, preguntando en distintos almacenes de la zona, conseguí por fin la dirección

de los Maretti. Vivían en el número 407, tercer departamento del cuarto piso, al fondo.

“¿Por qué diablos haces todo esto?”, me preguntaba mientras subía la escalera y

trepaba en la oscura luz que olía a comida rancia y a polvo. “¿Acaso quieres mostrarle

qué bien que te ha ido?”.

“No”, me respondí. “Sólo quiero ver a Sally, a alguien que perteneció a mi pasado.

Quiero decirle lo que debería haberle dicho años atrás, que a mi manera, en alguna

época, la quise. Nunca se lo dije. Tenía miedo. En cambio, no tengo miedo ahora que

ya no importa”.

“Eres un reverendo tonto”, me dije.

“Sí”, respondí, “pero ¿acaso no somos todos un poco tontos?”.

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Tuve que parar a descansar en el tercer piso. De pronto, frente al espeso olor de

comidas antiguas, al percibir la susurrante y cercana oscuridad de televisores

encendidos a todo volumen y al grupo de niños distantes que lloraban, sentí el súbito

impulso de irme de aquella casa antes de que fuera demasiado tarde.

“Pero has llegado hasta aquí. No puedes dar marcha atrás ahora. Vamos, adelante”,

me dije. “Falta sólo un piso”.

Lentamente subí los últimos escalones y me detuve frente a una puerta despintada.

Detrás, se oía el movimiento de unas personas y la conversación de unos niños.

Vacilé. “¿Qué le diría? Hola, Sally, ¿te acuerdas de los viejos tiempos cuando

salíamos a andar en bote por el parque y los árboles estaban verdes y tú eras tan

esbelta como una brizna de césped? ¿Recuerdas cuando...?” Pues bien, aquí vamos.

Levanté la mano y llamé a la puerta.

La abrió una mujer: era unos diez años mayor que yo, tal vez quince. Llevaba puesto

un vestido de dos dólares que no le quedaba bien y tenía el pelo cubierto casi por

completo de canas. La grasa se le acumulaba en los sitios más inapropiados de su

cuerpo y unas líneas le surcaban las comisuras de sus labios fatigados. Estuve a

punto de decir que me había equivocado de departamento, puesto que estaba

buscando a Sally Maretti. Sin embargo, no dije nada. Sally era unos cinco años menor

que yo. Pero esa mujer, que se asomaba por la puerta en la penumbra, era ella. A sus

espaldas se alcanzaba a ver una habitación bañada por una luz mortecina, un piso de

linóleo, una mesa y un par de muebles viejos de color marrón atestados de objetos

varios.

Nos quedamos mirándonos desde la distancia de los veinticinco años transcurridos.

¿Qué podía decir? “Hola, Sally, estoy de vuelta. Ahora soy un hombre próspero, vivo

en la otra zona de la ciudad, tengo un buen auto, una buena casa, estoy casado, con

hijos que han egresado del colegio, soy el presidente de una empresa, ¿por qué no te

casaste conmigo? Entonces, no estarías viviendo aquí.” Vi cómo sus ojos se clavaron

en mi anillo masónico, en el escudo de mi solapa, en la prolija costura del flamante

sombrero que llevaba en la mano, en mis guantes, en mis zapatos bien lustrados, en

mi bronceado de las playas de la Florida y en mi corbata Bronzini. Por último, sus ojos

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se posaron en mi rostro. Estaba esperando a que yo me decidiera por una u otra cosa.

Entonces, hice lo correcto.

Disculpe. Vendo pólizas de seguros.

Lo siento. No necesito por el momento -respondió.

Mantuvo abierta la puerta por un momento, como si estuviese a punto de franquearse.

Perdóneme por haberla molestado.

No hay problema.

Miré por encima de su hombro. Me había equivocado. No había cinco niños sino seis

en la mesa del comedor junto a su marido, un hombre moreno con el entrecejo

fruncido estampado como un rictus permanente sobre su frente.

¡Cierra la puerta! ¡Hay mucha corriente de aire!

Buenas noches -dije.

Buenas noches -contestó ella.

Di un paso hacia atrás y ella cerró la puerta, sin dejar de mirarme.

Me volví para salir a la calle.

Acababa de bajar los últimos escalones de piedra marrón cuando oí una voz que me

llamaba a mis espaldas. Era la voz de una mujer. Seguí caminando. La voz volvió a

llamarme, aminoré la marcha pero no me di vuelta. Un instante más tarde, alguien me

tomó del brazo. Sólo entonces me volví.

Era la mujer del departamento 407, con los ojos alterados y la boca jadeante, al borde

de las lágrimas.

Perdón -comenzó a decir, pero estuvo a punto de echarse atrás. Sin embargo, por fin

se atrevió a continuar: -Lo que le voy a preguntar es un poco absurdo. Pero usted, por

casualidad, no es... sé que no es posible... pero ¿usted no es Charlie McGraw?

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Dudé mientras sus ojos escudriñaban mi rostro, en busca de algún rasgo familiar

oculto entre tantos años transcurridos.

Mi silencio la hizo sentirse incómoda.

No, realmente no pensé que pudiera ser...

Lo siento, pero ¿quién era él?

Ah. No sé -dijo, bajando la mirada y ahogando una risa-. Tal vez un novio que tuve

hace muchos años.

Le tomé la mano y la retuve por un momento.

Ojalá lo hubiera sido. Habríamos tenido mucho de qué conversar.

Demasiado, seguramente. -Una lágrima rodó por sus mejillas. Dio un paso hacia

atrás. -Y bueno, no siempre se puede tenerlo todo.

No -dije, liberando su mano con mucha suavidad.

Mi suavidad la impulsó a preguntármelo por última vez.

¿Está seguro de que usted no es Charlie?

Seguramente ese Charlie fue un gran hombre.

El mejor -contestó ella.

Bueno, hasta pronto -dije por fin.

No. Adiós.

Dio media vuelta, corrió hacia las escaleras y subió los escalones con tanta prisa que

casi tropieza. Una vez en lo alto, giró con los ojos relucientes y alzó la mano para

saludarme. Traté de no responder, pero mi mano lo hizo por mí.

Me quedé durante medio minuto como si hubiera echado raíces en la acera antes de

reanudar la marcha. “Dios mío, logré arruinar todos los amores que tuve”, pensé.

Llegué al bar justo cuando faltaba poco para que cerrara. El pianista, por alguna

misteriosa razón, tal vez por no querer volver a su casa, aún estaba allí.

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Después de dos vueltas de coñac y con un vaso de cerveza en la mano, le dije: -Haz

lo que quieras, pero no toques ese tema que dice “dondequiera que haya ido,

dondequiera que esté, si nadie la quiere ahora, entonces la quiero yo...”.

¿Cuál era esa canción? -preguntó el pianista, con las manos en el teclado.

Una acerca de una tal... ¿cómo se llamaba?... Ah, sí. Sally.

Por Ray Bradbury