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PRIMER AMOR IVÁN TURGUENEV

PRIMER AMOR IVÁN TURGUENEV - Dominio Público Turguenev... · Cada uno tiene que contar la historia de su primer amor. Le toca a usted, ... Me acuerdo de que entonces la imagen de

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  • P R I M E R A M O R

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    Diego Ruiz

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    PROEMIO

    Los invitados ya se haban ido. El reloj dio lasdoce y media. Slo quedaban el anfitrin, SergueyNicolayevich y VIadimir Petrovich.

    El anfitrin toc la campanilla y orden retirarlo que quedaba de la cena.

    -Entonces, est decidido- dijo, sentndose c-modamente en la butaca y encendiendo su cigarri-llo-. Cada uno tiene que contar la historia de suprimer amor. Le toca a usted, Serguey Nicolayevich.

    Serguey Nicolayevich, rechoncho, de pelo cas-tao, cara fofa y redonda, mir a su anfitrin y lue-go levant la vista hacia el techo.

    -No tuve un primer amor. Empec directa-mente con el segundo.

    -Y cmo fue eso?

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    -Muy fcil. Tena dieciocho aos cuando porprimera vez empec a cortejar a una seorita en-cantadora. Pero lo hacia como si no fuese una no-vedad para m. As cortej despus a todas lasdems. A decir verdad, a los seis aos me enamorpor primera y ltima vez, precisamente de mi nie-ra. Desde entonces ha pasado mucho tiempo. Losdetalles de nuestra relacin se han borrado de mimemoria. Y aunque me acordase, a quin podrainteresarle?

    -Entonces, qu hacemos?- dijo el anfitrin-. Enmi primer amor tampoco hay nada extraordinario.Antes de conocer a Ana Ivanovna, mi mujer, noestuve enamorado. Todo march a mil maravillas.Nuestros padres concertaron la boda, inmediata-mente iniciamos el noviazgo y nos casamos sin dila-cin. Mi historia se cuenta en dos palabras. Yo,seores, tengo que confesar que, cuando propuse eltema del primer amor, lo hice pensando en ustedes,hombres no dira viejos, pero tampoco jvenes sol-teros. Bueno, usted, VIadimir Petrovich, no podraamenizar un poco la velada?

    -Mi primer amor, en efecto, fue poco corriente-contest despus de una pausa Vladimir Petrovich,

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    hombre de unos cuarenta aos, de pelo negro, yacanoso.

    -Ah!- exclamaron simultneamente el anfitriny Serguey Nicolayevich-. Mucho mejor. Cunte-noslo.

    -Bien... O mejor dicho, no voy a contarlo. Nosoy un buen narrador. Cuando narro, o soy lacnicoy seco, o prolijo y amanerado. Si me permiten, voy aapuntar todos mis recuerdos en un cuaderno y lue-go se los leo.

    Al principio los amigos no estuvieron de acuer-do, pero VIadimir Petrovich insisti. Dos semanasdespus se reunieron de nuevo y VIadimir Petro-vich cumpli su promesa.

    Esto es lo que haba anotado en su cuaderno.

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    Captulo I

    Tena entonces diecisis aos. Era el verano de1833.

    Viva con mis padres en Mosc; ellos tenan al-quilada una dacha en Kaluzhskaya Zastava frente alparque Nescuchnoye. Estaba preparndome paraingresar en la Universidad, pero estudiaba poco, sinhacer el menor esfuerzo.

    Nadie pona trabas a mi libertad. Haca lo queme vena en gana, sobre todo cuando se fue mi tu-tor francs, que nunca pudo hacerse a la idea de quehaba cado como una bomba (comme une bombe) enRusia y se pasaba la vida tumbado en la cama concara de mal humor. Mi padre me trataba con unamezcla de indiferencia y cario. Mi madre apenasme haca caso, a pesar de ser su nico hijo, puesotras preocupaciones acaparaban su atencin. Mi

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    padre, joven y bien parecido, se haba casado conella por inters. Ella era diez aos mayor que l. Mimadre llevaba una vida triste. Siempre nerviosa ycomida por los celos, se pona de mal humor, peronunca en presencia de mi padre, a quien tema.

    l, en cambio, era seco y fro con ella y la man-tena a distancia... No he visto jams a un hombrede una tranquilidad tan digna, tan seguro de s y tandominante.

    Nunca olvidar las primeras semanas que pasen la dacha. Haca un tiempo esplndido.

    Nos instalamos el 9 de mayo, el mismo da deSan Nicols. A veces me iba a pasear por el jardnde nuestra dacha, o por Nescuchnoye o Kaluzhska-ya Zastava. Me llevaba algn libro, por ejemplo elmanual de Kaidanov, pero raramente lo abra. Yms que leer, recitaba en voz alta (me sabia muchosversos de memoria). La sangre me herva, el cora-zn se me encoga ridcula y dulcemente. Esperabay tema algo. Todo me sorprenda y estaba como ala expectativa. Mi imaginacin jugaba y revoloteabaen torno a las mismas ideas, como los pjaros alre-dedor de un campanario. Me quedaba meditabundo,me entristeca y hasta llegaba a llorar. Pero detrs delas lgrimas y la tristeza, provocadas por un dulce

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    verso o un bello atardecer, brotaba corno hierba deprimavera la sensacin de felicidad que produce unavida joven en plena ebullicin.

    Tena un pequeo caballo. Yo mismo lo ensilla-ba y me iba solo, al galope, lo ms lejos posible. Meimaginaba que era un caballero actuando en un tor-neo (qu alegre soplaba el aire en mis odos!). Almirar al cielo se me llenaba el alma de su azul y desu luz radiante.

    Me acuerdo de que entonces la imagen de unamujer, el fantasma de un amor, casi nunca aparecade manera clara y ntida en mi mente, pero en todolo que pensaba, en todo lo que senta se esconda elpresentimiento de algo nuevo, inimaginablementedulce, femenino, algo de lo que slo a medias eraconsciente, pero que hera mi pudor.

    Este presentimiento, esta espera inundaba miser, recorra mis venas y cada gota de mi sangre...Pronto quiso el destino que esto fuese realidad.

    Nuestra dacha era una casa seorial de madera,con columnas y dos alas muy bajas. En el ala iz-quierda haba una minscula fbrica de papel baratopara empapelar. Muchas veces me acercaba a vercmo una docena de nios esculidos y desarregla-dos se suban sobre las palancas de madera, que

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    presionaban sobre un cuadriltero, tambin de ma-dera, que serva de prensa, y as, haciendo peso consus dbiles cuerpos, impriman dibujos de vivoscolores. El ala derecha permaneca vaca y se alqui-laba. Un da, tres semanas despus del 9 de mayo,las contraventanas, que permanecan cerradas, seabrieron y en las ventanas aparecieron unos rostrosfemeninos. Una familia desconocida acababa deinstalarse all. Recuerdo que ese mismo da, a la horade comer, mi madre pregunt al mayordomo qui-nes eran nuestros vecinos. Al or el nombre de laprincesa Zasequin, dijo, no sin cierto respeto:

    -Ah, la princesa!...- Pero luego aadi- Debe deser alguna venida a menos.

    -Han llegado en tres carruajes de alquiler- dijo elmayordomo mientras serva uno de los platos-. Notienen carruaje propio. Y los muebles son de losms baratos.

    -S- dijo mi madre-. Pero es mejor estar aqu.Mi padre la mir framente. Ella se call.Desde luego, era imposible que la princesa Za-

    sequin fuera una mujer rica. El ala pequea de lacasa que haba alquilado era tan vieja, diminuta ybaja de techo, que nadie, medianamente acomoda-do, accedera a habitarla. Pero creo que entonces no

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    prest mucha atencin a esto. Y el ttulo principescono me impresionaba gran cosa, pues acababa de leerLos bandidos de Schiller.

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    Captulo II

    Tena la costumbre de andar por el jardn conuna escopeta esperando que un cuervo se pusiera atiro. Siempre haba odiado a estos pjaros precavi-dos, voraces y astutos. El da referido llegu al jar-dn despus de haber merodeado sin xito algunopor todos los caminos (los cuervos ya me conocany se limitaban a graznar desabridamente desde lejos)y me acerqu por casualidad a una valla muy baja,que divida nuestra propiedad de la franja estrechade jardn que se extenda detrs del ala derecha, a lacual perteneca. De repente o unas voces. Mir atravs de la valla y me qued de piedra... Vi algoinslito.

    A pocos pasos, en un claro, entre matorrales deframbuesa an verde, estaba una mujer joven, alta yesbelta, vestida con un traje rosa a rayas y con un

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    pauelo blanco en la cabeza. A su alrededor habacuatro hombres jvenes, en cuyas frentes haca es-tallar por turno unas florecitas grises, cuyo nombreno conozco, pero que los nios conocen muy bien.Estas flores tienen como unas bolsitas que estallancon un chasquido al chocar contra algo duro. Losjvenes ponan la frente con tanto entusiasmo, y enlos movimientos de la muchacha (la vea de perfil)haba algo tan delicado, exigente, mimoso, burln ytierno, que casi grit de admiracin y placer, y sentque estaba dispuesto a darlo todo para que esos de-ditos encantadores hiciesen estallar una flor sobremi frente. Se me cay la escopeta, deslizndose so-bre la hierba y me olvid de todo. Devoraba con lavista su talle tan esbelto, su cuello, sus bellas manos,sus cabellos rubios despeinados bajo el paueloblanco, los ojos entreabiertos de mirada inteligente,las pestaas, sus tiernas mejillas.

    -Oiga, joven!- dijo alguien a mi lado-. Creeusted que est permitido mirar a las damas de losotros?

    Tuve como una sacudida y me qued lvido...junto a m, al otro lado de la valla, estaba un desco-nocido de pelo negro muy corto, que me mirabacon irona. En ese mismo instante la joven se volvi

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    hacia m... Vi unos inmensos ojos grises en un ros-tro que ahora expresaba excitacin e hilaridad. Depronto la cara se estremeci, empez a rer, susdientes blancos brillaron, sus cejas se elevaron en ungesto cmico... Me puse colorado, levant del suelola escopeta y, perseguido de una carcajada sonora,aunque no maliciosa, me escap a mi cuarto y metir sobre la cama cubrindome la cara con las ma-nos. El corazn no dejaba de darme brincos en elpecho. Me senta muy nervioso y alegre. Una emo-cin nunca experimentada me inundaba.

    Cuando hube descansado, me pein, me lav ybaj a tomar el t. La imagen de la joven segua per-siguindome. El corazn dej de darme vuelcos,pero se contraa dulcemente.

    -Qu te pasa?- dijo mi padre-. Es que hasmatado un cuervo?

    Estuve a punto de contrselo todo, pero no lohice y slo sonre, imperceptiblemente para los de-ms. Antes de acostarme, sin saber por qu, di tresvueltas sobre un pie y me di crema. Luego meacost y dorm toda la noche de un tirn. Antes deamanecer, me despert durante unos segundos, le-vant la cabeza, mir extasiado a mi alrededor y mevolv a dormir.

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    Captulo III

    Cmo conocerlos? Fue lo primero que pensal despertarme por la maana. Antes de tomar el tme fui al jardn, pero no me acerqu demasiado a lavalla y no pude ver a nadie. Despus del t di variospaseos por la calle delante de la dacha, lanzando des-de lejos miradas a las ventanas. Cre ver su cabezadetrs de las cortinas y, atemorizado, me apresur aescapar. Pero hay que conocerlos, pens, andandosin rumbo por el arenoso descampado que se ex-tenda delante de Nescuchnoye. Pero, cmo?Este era el problema. Record los ms pequeosdetalles de nuestro encuentro de la vspera. No spor qu, pero con especial relieve surga el recuerdode cmo se haba redo de m... Pero mientras, ex-citado, andaba pensando distintos planes, el destinoya se haba preocupado de m.

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    Durante mi ausencia, mi madre haba recibidouna carta de nuestra vecina, escrita en papel gris ysellada con lacre de color marrn, de ese que seemplea en los avisos de correo o para lacrar botellasde vino barato. En la carta, escrita en un estilo pocoelegante y descuidada caligrafa, la princesa peda ami madre proteccin. Mi madre, al decir de la prin-cesa, conoca gente importante, de la cual dependasu suerte y la de sus hijos, ya que tena pendientesunos asuntos graves. Me dirijo a usted- escriba-como una dama noble a otra dama noble. Es param un placer aprovechar esta ocasin. Al terminar,peda permiso a mi madre para visitarle. Cuandollegu, encontr a mi madre de mal humor. Mi pa-dre no estaba en casa y no tena a nadie que le acon-sejase. No contestar a una noble dama, y ms an auna princesa, no pareca correcto. Pero mi madreignoraba cmo contestar. Le pareca inoportunoredactar la carta en francs, pero la ortografa rusatampoco era su punto fuerte. Ella lo saba y por esono quera comprometerse. Se alegr con mi llegaday me mand que fuese a ver a la princesa y le expli-case de palabra que ayudara a su alteza en lo queestuviera s su alcance y que le rogaba que la visitasehacia la una. El hecho de que se cumplieran mis

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    deseos de forma tan inesperada y rpida me alegr yme asust. Pero procur que nadie notase el azora-miento que se apoder de m y, antes de marchar-me, fui a mi habitacin, a ponerme una corbatanueva y una chaqueta. En casa, aunque muy a mipesar, andaba con blusn y cuello vuelto...

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    Captulo IV

    En la antesala, estrecha y vetusta, adonde entr-tembloroso y agitado mi cuerpo-, me recibi uncriado viejo y de pelo canoso, con cara de cobreoscuro, ojos porcinos, de mirada tosca y en la cara yen las sienes las arrugas ms profundas que jamshaya visto. En un plato llevaba la espina roda de unarenque. Abriendo con el pie la puerta que conducaa la habitacin, dijo bruscamente:

    -Qu desea?-Puedo ver a la princesa Zasequin?-Bonifacio!- grit una estridente voz femenina.El criado me dio la espalda sin decir palabra,

    vindose entonces la gastada tela de su librea, quetan solo tena un botn amarillento con un escudoestampado. Se retir, dejando el plato en el suelo.

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    -Estuviste en la comisara del barrio?- repiti lamisma voz.

    El criado dijo algo inaudible.-Qu? Que ha venido alguien? Ah, el seorito

    de al lado! Dile que pase.-Tenga la bondad de pasar a la sala- dijo el cria-

    do, apareciendo delante de m y levantando el platodel suelo.

    Me levant y pas a la sala.Me encontr en una habitacin pequea, bas-

    tante desordenada, con muebles baratos que pare-can haber sido colocados muy deprisa. Al lado de laventana, sentada en un silln que tena uno de losbrazos roto, estaba una mujer de unos cuarentaaos, despeinada y fea, ataviada con un vestido viejode color verde y con un pauelo chilln, de estam-bre, alrededor del cuello. Sus pequeos ojos de co-lor negro se clavaron en m.

    Me acerqu a ella y le hice una reverencia.-Tengo el honor de hablar con la princesa Za-

    sequin?-Yo soy la princesa Zasequin. Usted es el hijo

    del seor V.?-S, vengo con un encargo de mi madre.

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    -Sintese, por favor. Bonifacio, has visto dndeestn mis llaves?

    Transmit a la seora Zasequin la respuesta demi madre a su nota. Me escuch golpeando con susgruesos y rojos dedos sobre la ventana. Cuandotermin, volvi a mirarme fijamente.

    -Muy bien, estar sin falta- dijo al fin-. Qu jo-ven es usted todava! Cuntos aos tiene? Perm-tame que se lo pregunte.

    -Diecisis- dije, haciendo sin querer una pausa.La princesa sac del bolsillo unos papeles mu-

    grientos que tenan algo escrito, se los acerc casihasta la nariz y se puso a inspeccionarlos.

    -Buena edad- dijo dando una vuelta y remo-vindose en la silla-. Por favor, considrese en sucasa. Aqu no guardamos cumplidos.

    Demasiados pocos cumplidos, pens, obser-vndola detenidamente y sintiendo una repulsininvoluntaria al presenciar su desgarbada figura.

    En ese mismo instante la otra puerta se abri yapareci una joven, la misma que haba visto el daanterior en el jardn. Alz la mano y una sonrisacruz por su cara.

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    -Esta es mi hija- dijo la princesa sealndola conel codo-. Zenaida, el hijo de nuestro vecino V.Cmo se llama, por favor?

    -VIadimir- contest, levantndome y tartamu-deando de emocin.

    -Su patronmico?-Petrovich.-S. Conoc a un jefe de polica que tambin se

    llamaba VIadimir Petrovich. Bonifacio, no busquelas llaves. Las tengo en el bolsillo.

    La joven segua mirndome con la misma son-risa, frunciendo un poco el ceo e inclinando la ca-beza hacia un lado.

    -Ya he visto a monsieur Voldemar- dijo ella. (Per-cib como un dulce frescor el sonido plateado de suvoz.)-. Me permite que le llame as?

    -Por Dios!- dije, balbuceando.-Dnde fue eso?- pregunt la princesa.La joven no contest a su madre.-Tiene algo que hacer ahora?- dijo al fin, sin

    dejar de mirarme.-No.-Quiere ayudarme a devanar una madeja? Ven-

    ga conmigo.

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    Me hizo una seal con la cabeza y sali de lasala. Me fui detrs de ella.

    En la habitacin donde entramos los muebleseran algo mejores y estaban distribuidos con muchogusto, aunque tengo que confesar que en esos mo-mentos no me pude fijar en nada. Me mova comosi estuviera soando y senta un bienestar estpida-mente tenso.

    La princesa se sent, sac una madeja de lanaroja y sealando una silla, que estaba enfrente de mdesat con cuidado la madeja y la puso en mis ma-nos. Todo esto lo haca sin decir palabra, con unalentitud burlona y con la misma sonrisa, amplia ymaliciosa, de sus labios entreabiertos. Empez aenrollar la lana en una carta de baraja doblada por lamitad y, de pronto, me sorprendi con una miradaclara y fugaz, que me hizo bajar la cabeza. Cuandoabra del todo sus ojos, que tena normalmente se-micerrados, su cara cambiaba por completo. Eracomo si apareciese la luz en ella.

    -Qu pens de m ayer, monsieur Voldemar?-pregunt despus de una pausa-. Le he causadomala impresin?

    -Yo, princesa... yo no pens nada... Cmo po-dra...?- contest muy azorado.

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    -Esccheme- contest ella-. No me conoce to-dava. Soy muy rara y quiero que siempre me diganla verdad. Usted, segn he odo, tiene diecisis aosy yo tengo veintiuno. Como ve, soy mucho mayorque usted y por eso tiene que decirme siempre laverdad... y obedecerme- aadi-. Mreme, por quno me mira?

    Me azor an ms, pero levant la vista haciaella. Ella sonri, aunque no como antes, sino comosi quisiera darme nimo.

    -Mreme- dijo, bajando cariosamente la voz-.No me desagrada que me miren. Me gusta su cara.Presiento que seremos amigos. Y yo, le gusto?- dijocon picarda.

    -Princesa...- empec yo.-En primer lugar, llmeme Zenaida Alexandro-

    vna. Y segundo, vaya una costumbre la de los ni-os, la de la gente joven- rectific ella- de no decirllanamente lo que sienten! Eso es bueno para losmayores, pero no para nosotros. Porque yo le gusto,no es as?

    -Naturalmente, me gusta usted mucho, ZenaidaAlexandrovna. No quisiera ocultarlo.

    Ella movi lentamente la cabeza.-Tiene usted ayo, no?- pregunt de repente.

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    -No, hace mucho que no tengo ayo.Menta. No haca ni un mes que me haba des-

    pedido de mi ayo francs.-Oh, ya lo veo! Es usted ya mayor.Me dio un ligero golpe en los dedos.-Tenga derechas las manos- me advirti. Y em-

    pez a devanar con cuidado la lana.Aprovechando que no levantaba la vista, empe-

    c a mirarla, primero furtivamente, luego cada vezcon ms confianza. Su rostro me pareci an mshermoso que el da anterior. Era tan fino, inteli-gente y hermoso! Estaba sentada de espaldas a laventana, que tena echada una cortina blanca. La luzdel sol, atravesando la cortina, baada con una luzsuave sus cabellos abundantes y dorados, su castocuello, sus redondeados hombros y el pecho, suavey tranquilo. La miraba, y qu entraable y queridaempezaba a ser para m! Empec a tener la sensa-cin de que la conoca desde haca mucho tiempo yque antes de conocerla no saba nada y no habavivido. Llevaba un vestido oscuro, algo gastado, yun delantal. Pienso que hubiese acariciado congusto cada pliegue de ese vestido y de ese delantal.La punta de los zapatos asomaba debajo de su ves-tido. Me hubiera inclinado reverentemente ante esos

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    zapatos... Estoy sentado delante de ella- pensaba-.La he conocido. Qu dicha, Dios mo! Poco faltpara que saltara de emocin de la silla, pero slomov un poco los pies, como un nio que tiene ensus manos una golosina.

    Me senta a gusto, tal como se siente el pez en elagua. Me hubiera gustado quedarme en la habita-cin y no salir de ella durante un siglo.

    Sus pestaas se levantaban suavemente. Otravez brillaron cariosos sus ojos claros, volviendoella a sonrer.

    -Qu manera de mirar es esa!- dijo lentamente,hacindome un gesto amenazante con el dedo.

    Me puse colorado... Todo lo comprende, todolo ve- pens-. Y cmo no lo va a comprender y vertodo!

    De repente, en la habitacin contigua se oyeronunos golpes y el tintineo de un sable.

    - Zenaida!- grit la princesa desde la sala-. Belo-vsorov te ha trado un gatito.

    -Un gatito!- exclam Zenaida, que, levantndo-se bruscamente de la silla, tir el ovillo de lana sobremis rodillas y sali corriendo.

    Yo tambin me levant y, despus de colocar lamadeja y el ovillo sobre la ventana, entr en la sala y

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    me detuve desconcertado: en medio de la habita-cin haba un gatito a rayas, espatarrado. Zenaidaestaba de rodillas delante de l y le acariciaba concuidado el hocico. Al lado de la princesa, tapandocasi el lienzo de la pared, entre ventana y ventana, viun buen mozo, un hsar rubio, de pelo encrespado,cara sonrosada y ojos saltones.

    -Qu gracioso!- repeta Zenaida-. Sus ojos noson grises, sino verdes, y qu grandes! Muchas gra-cias, Vctor Egorovich. Es usted muy amable.

    El hsar, a quien conoc como uno de los jve-nes que haba visto el da anterior, sonri e hizo unareverencia haciendo tintinear las espuelas y los ani-llos del sable.

    -Como ayer se dign usted expresar su deseo detener un gatito a rayas y con grandes orejas... puesme he encargado de encontrarlo. Mi palabra es ley-manifest, repitiendo la reverencia.

    El gatito emiti un sonido dbil y empez a ol-fatear el suelo.

    -Est hambriento. Bonifacio!, Sonia! Triganleleche.

    La criada vestida con un traje amarillo, ya viejo,y un pauelo desteido al cuello, entr con un pla-tito de leche en la mano y lo puso delante del gatito.

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    Este se estremeci, cerr los ojos y empez a sorberle leche.

    -Qu lengita tan rosada tiene!- dijo Zenaidabajando la cabeza casi al ras del suelo y mirndolo,ladeando la cabeza, casi por debajo de su nariz.

    El gatito saci su hambre y empez a ronro-near, moviendo con coquetera las patas. Zenaida selevant y, volvindose hacia la criada, le dijo sin elmenor inters:

    -Llvatelo.-Zenaida, su mano por el gatito- pidi el hsar

    enseando los dientes y cimbreando su enormecuerpo ceido por un ajustado uniforme nuevo.

    -Las dos- replic Zenaida y le dio las dos ma-nos. Mientras las besaba el hsar, Zenaida me mira-ba por encima del hombro.

    Permaneca inmvil en el mismo sitio, y no sa-ba si rerme, decir algo, o simplemente seguir calla-do. De repente, vi por la puerta de la sala, queestaba abierta, la figura de nuestro lacayo Fiodor.Me hacia seales con las manos. Sal automtica-mente hacia l.

    -Qu quieres?- le pregunt.

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    -Su mam me ha mandado por usted- dijo envoz baja-. Est enfadada porque todava no ha re-gresado con la respuesta.

    -Llevo aqu mucho tiempo?-Ms de una hora.-Ms de una hora!- repet sin poder contener-

    me. Y, volviendo a la sala, empec a hacer la reve-rencia de despedida, moviendo los pies.

    -A dnde va?- pregunt la princesa, asomandola cabeza por detrs del hsar.

    -Tengo que ir a casa. Bueno- aad dirigindo-me a la vieja- dir que vendrn ustedes dos.

    -Dgalo as, hijo.La princesa sac precipitadamente la caja del

    rap y lo aspir emitiendo un sonido tan fuerte quehasta sent una sacudida.

    -Dgalo as- repiti, moviendo sus prpados llo-rosos y tosiendo.

    Volv a hacer la reverencia, me di la vuelta y salde la habitacin con esa sensacin incmoda quesiente todo hombre demasiado joven cuando sabeque estn mirndolo.

    -Oiga, monsieur Voldemar, venga de nuevo a vi-sitarnos- dijo la princesa y ri otra vez.

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    Por qu se reir siempre?, pensaba cuandovolva a casa acompaado de Fiodor, que no decanada, pero iba detrs de m mostrando su desapro-bacin. Mi madre censur mi tardanza. Estaba in-trigada con lo que poda haber estado haciendodurante tanto tiempo en casa de la princesa. No ledije nada y me march a mi habitacin. Me sentmuy triste de repente... Haca esfuerzos para no llo-rar... Tena celos del hsar.

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    Captulo V

    La princesa, tal como haba prometido, visit ami madre, pero no le cay simptica. No estuve enla visita, pero mi madre le coment a mi padre,cuando estbamos comiendo, que la princesa Zase-quin le pareca une femme trs vulgaire, que la habacansado con sus peticiones de que intercediera porella ante el prncipe Sergio sobre no saba qu liti-gios y asuntos des vilaines affares d'argent y que debaser muy chismosa. Pero mi madre tambin aadique haba invitado a ella y a su hija a que vinieran alda siguiente a comer (al or y a su hija hund lanariz en el plato), porque, a pesar de todo, era veci-na y con ttulo. A esto, mi padre dijo que recordabaquin era esa seora, ya que conoci de joven alprncipe Zasequin, ya fallecido, hombre de una edu-cacin esmerada, pero poco inteligente y capricho-

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    so. Era conocido en sociedad por el apodo de leParisien, porque haba vivido largo tiempo en Pars.Haba sido muy rico, pero perdi toda su fortuna enel juego, y no se sabe por qu, probablemente pordinero, aunque poda haber elegido mejor- aadimi padre y sonri framente-, se cas con la hija deun oficinista y, despus de casarse, se meti en ne-gocios y se arruin definitivamente.

    -Seguramente pedir dinero prestado- dijo mimadre.

    -Es muy posible- dijo framente mi padre-.Habla francs?

    -Muy mal.-Hum... Es igual. Me parece que te he odo decir

    que has invitado tambin a la hija. Alguien me hadicho que es una chica simptica y bien educada.

    -Ah!, entonces no ha salido a su madre.-Ni a su padre- contest mi padre-. Era tambin

    una persona bien educada, pero poco inteligente.Mi madre suspir y se qued pensativa. Mi pa-

    dre call. Yo me sent muy azorado durante estaconversacin.

    Despus de comer me fui al jardn, pero sin laescopeta. Me promet no acercarme al jardn de losZasequin, pero algo ms fuerte que mi voluntad

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    me empujaba hacia aquel lugar y no sin causa. Ape-nas me haba acercado a la valla, cuando vi a Zenai-da. Esta vez estaba sola. Tena en las manos unlibro pequeo y andaba lentamente por el camino.No advirti mi presencia.

    Casi me la dej escapar, pero me di cuenta atiempo y tos, mas no se detuvo, sino que se echhacia atrs con la mano una cinta ancha de color,azul que colgaba de su sombrero redondo de paja,me mir, sonri apenas y otra vez volvi la vistahacia el libro.

    Me quit la gorra y, demorndome un poco, memarch muy pesaroso. Que suis-je pour elle, pens(Dios sabe por qu) en francs.

    O detrs de m un sonido de pasos que cono-ca. Me volv, y vi que mi padre, con su rpida y li-gera manera de andar, se acercaba a m.

    -Es la princesa?- me pregunt.-S, es ella.-Es que la conoces?-La he visto hoy en casa de su madre.Mi padre se detuvo y girando sbitamente sobre

    sus talones se fue en la direccin que haba venido.Al alcanzar a Zenaida le hizo una reverencia corts.Ella tambin le contest con una reverencia, no sin

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    expresar cierto asombro. Vi cmo lo segua con lavista. Mi padre siempre se vesta elegantemente, conoriginalidad y sencillez. Pero nunca su figura mepareci esbelta, nunca llev con tanta distincin elsombrero sobre su cabello encrespado, que ya em-pezaba a caer.

    Quise acercarme a ella, pero ni me mir. Le-vant su libro a la altura de los ojos y se march.

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    Captulo VI

    Pas la tarde y la maana del da siguiente en unestado de triste somnolencia. Recuerdo que quisetrabajar y abr el manual de Kaidanov, pero en vanomiraba las lneas del libro y pasaba las pginas delfamoso manual. Por lo menos diez veces le queJulio Csar se distingui por su valor militar, perono comprenda nada y cerr el libro. Antes de lacomida otra vez me di crema y me puse la chaquetay la corbata.

    -Para qu te vistes as?- pregunt mi madre-.No eres todava estudiante y slo Dios sabe siaprobars. Es que hace tanto que te han hecho elblusn? O quieres que lo tiremos ya?

    -Es que tenemos invitados- dije en voz baja, casial borde de la desesperacin.

    -Vaya tontera! Qu invitados son sos?

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    Haba que obedecer. Me cambi la chaqueta porel blusn, pero no me quit la corbata. La princesamadre y su hija llegaron media hora antes de comer.La vieja se haba puesto encima de su vestido verde,que ya conoca, un chal amarillo y se puso una cofiapasada de moda con cintas de color chilln. Ense-guida empez a hablar de sus letras de cambio. Sus-piraba, lamentaba su pobreza, daba la murga, perono se andaba con ceremonias, aspiraba el rap conel ruido acostumbrado, se revolva sobre la silla co-mo la vez anterior. Daba la sensacin de que ni si-quiera le pasaba por la cabeza que era princesa. Encambio, Zenaida adopt un aire grave, casi de supe-rioridad, como una verdadera princesa. Su cara ad-quiri una expresin de fra inmovilidad y dignidad.No la conoca, ni reconoca tampoco su manera demirar y sonrerse, aunque esta nueva imagen suyame pareca bellsima. Llevaba un vestido ligero degasa con dibujos de color azul claro. El pelo le caaen bucles por las mejillas, segn la moda inglesa.Este peinado le iba muy bien a la expresin fra desu cara. Durante la comida mi padre estaba sentadoa su lado y daba conversacin a su vecina con esacortesa elegante y reposada que le caracterizaba. Devez en cuando la miraba y ella tambin, pero de una

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    manera muy extraa, casi con hostilidad. Hablabanen francs. Me acuerdo de que me sorprendi lapureza del acento de Zenaida. En el transcurso de lacomida la princesa madre segua sin arredrarse pornada, comiendo mucho y haciendo elogios de losplatos. Mi madre, al parecer, estaba ya cansada deella y le contestaba con aire de ligero y resignadodesprecio. Mi padre, de vez en cuando, frunca elceo. Zenaida tampoco le gust a mi madre.

    -Es una soberbia- dijo al da siguiente- Y porqu presume tanto? Avec sa mine de grisette!

    -Me parece que no has visto nunca a las grisettes-dijo mi padre.

    -Gracias a Dios!-Desde luego... Pero, cmo puedes opinar de

    ellas?Zenaida no me haca ningn caso. Al poco rato

    de terminar la comida, la princesa empez a despe-dirse.

    -Confo en su proteccin, Maria Nikolayevna yPiotr Vasilievich- dijo, como si entonase una melo-da, a mi padre y a mi madre-. Qu puede uno ha-cer? Tuvimos buenos tiempos, pero ya se fueron.Heme aqu, con categora de alteza- aadi rindose

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    desagradablemente-. Pero, de qu sirve la noblezasi no da para comer?

    Mi padre le hizo una reverencia corts y laacompa hasta la puerta de salida. Yo estaba depie, vestido con mi blusn corto, y miraba al suelo,como si me hubieran condenado a muerte. La acti-tud de Zenaida hacia m me aniquil definitiva-mente. Cul no sera mi sorpresa, cuando, al pasar asu lado, me dijo muy de prisa en voz baja, con esaexpresin cariosa en los ojos que ya conoca:

    -Venga a visitarnos hoy a eso de las ocho, meoye? Venga sin falta.

    Yo slo pude expresar mi sorpresa moviendolas manos, pero ella ya se haba ido, echndose so-bre la cabeza un chal blanco.

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    Captulo VII

    A las ocho en punto, vestido con la chaqueta ypeinado con esmero, entraba yo en la antesala delala de la casa donde viva la princesa. El criado viejome mir hoscamente y se levant de la silla condesgano. En la sala se oan voces alegres. Abr lapuerta y, a causa del asombro, di un paso haciaatrs. En medio de la habitacin, subida sobre unasilla, estaba la princesa sujetando con sus manos unsombrero de caballero. La rodeaban cinco hombres.Queran meter la mano en el sombrero, pero ella losuba y lo agitaba. Cuando me vio, dijo en voz alta:

    -Un momento, un momento. Tenemos un nue-vo invitado. Hay que darle tambin un billete- y,saltando de la silla con agilidad, me cogi por la so-lapa de la chaqueta-. Vamos- dijo-, por qu se que-da parado? Messieurs, permtanme que les presente a

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    monsieur Voldemar, el hijo de nuestro vecino. Aqu-dijo, dirigindose a m y mostrndome por turno alos invitados- el conde Malevskiy, el doctor Lushin,el poeta Maidanov, el capitn Nirmatskiy, ya retira-do, y Belovsorov, el hsar que usted ya conoce. Es-pero que sean buenos amigos.

    Estaba tan aturdido que no salud a nadie. Eldoctor Lushin result ser aquel seor moreno quetan despiadadamente me hizo avergonzarme en eljardn. A los otros no los conoca.

    - Conde!- sigui Zenaida-. Escrbale su billete amonsieur Voldemar.

    -Eso no es justo- replic el conde, con ligeroacento polaco, hombre moreno, de bellas facciones,vestido con mucha elegancia, ojos castaos muyexpresivos, nariz blanca y fina y un bigotito sobreuna boca minscula-. El seor no jug con nosotrosa las prendas.

    -No es justo- repitieron Belovsorov y el que ha-ba sido presentado como capitn retirado, de unoscuarenta aos, que tena la cara feamente picada deviruelas, el pelo rizado como un moro, y era carga-do de hombros, torcido de piernas, vestido con unachaqueta militar sin galones, que llevaba desabro-chada.

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    Escriba el billete, se lo ordeno! repiti la prin-cesa-. Qu motn es este? Monsieur Voldemar estcon nosotros por primera vez. Hoy no hay leyespara l. Nada de protestar! Escriba, pues as loquiero yo!

    El conde levant los hombros, pero, inclinandosumisamente la cabeza, cogi la pluma con su manoblanca adornada con varias sortijas, cort un trozode papel y empez a escribir en l.

    -Por lo menos, permtame explicarle al seorVoldemar de qu se trata- empez Lushin con vozsocarrona-, porque est completamente desconcer-tado. Ver usted, joven, y estamos jugando a lasprendas. A la princesa le toca pagar una sancin. Elque saque el billete de la suerte tendr derecho abesarle la mano. Ha comprendido usted lo que leacabo de decir?

    Slo pude dirigirle una mirada. Segua de pie,como enajenado. La princesa subi de nuevo a lasilla de un salto y empez otra vez a mover el som-brero. Todos alargaron sus manos y yo con ellos.

    -Maidanov- dijo la princesa a un joven alto, en-juto de cara, de ojos pequeos miopes y pelo muylargo de color negro-. Usted, como poeta, debera

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    ser generoso y ceder su billete a monsieur Voldemar,para que tenga dos oportunidades en vez de una.

    Pero Maidanov hizo un gesto negativo con lacabeza y agit su cabello. Yo met ltimo la manoen el sombrero y abr mi billete... Dios mo, lo queme pas cuando vi escrita la palabra! beso!

    -Beso!- grit sin querer.-Bravo, ha ganado!- dijo la princesa-. Qu

    contenta estoy!Baj de lasilla y me mir a los ojos con una mi-

    rada tan difana y dulce que mi corazn se estreme-ci.

    -Y usted est contento?- pregunt.-Yo?- respond apenas.-Vndame su billete- rugi inesperadamente en

    mi odo Belovsorov-. Le dar cien rublos.Contest al hsar con una mirada que expresaba

    tal indignacin, que Zenaida bati palmas y Lushinexclam: Bravo!

    -Pero- sigui l-, como maestro de ceremonias,tengo la obligacin de supervisar el cumplimientode todas las reglas. Monsieur Voldemar, doble unarodilla. Esa es la costumbre.

    Zenaida se plant delante de m, lade un pocola cabeza como para verme mejor y me tendi la

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    mano con mucha dignidad. La vista se me nubl.Quise doblar una rodilla, pero ca sobre las dos.Acerqu los labios a la mano de Zenaida con tantatorpeza que me ara un poco la punta de la narizcon una ua.

    -Bien!- grit Lushin y me ayud a levantar.El juego de las prendas segua. Zenaida hizo que

    me sentara a su lado.Qu castigos no inventara! Tuvo que hacer,

    por cierto, de estatua y eligi como su propio pe-destal al feo Nirmatskiy. Le mand que se y tirara alsuelo y se escondiera su cara bajo el pecho. Las risasno cesaban ni un minuto. A m, nio educado en lasoledad y en el ambiente de una casa seorial seria,se me subi a la cabeza esta alegra sin convencio-nes, casi impetuosa, esta manera de relacionarmecon gente desconocida. Simplemente me emborra-ch, como si hubiese bebido vino. Empec a rermey hablar subiendo la voz ms que nadie, de maneraque hasta la vieja princesa, que estaba en la habita-cin de al lado con un gestor de Iverskiye Vorota, aquien haba llamado para pedirle consejo, sali de lahabitacin para verme. Pero me senta tan feliz, que,como suele decirse, me importaba todo un bledo yno haca ningn caso a las rplicas irnicas y mira-

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    das de reprobacin. Zenaida segua mostrndomesu predileccin y no me dejaba marchar de su lado.Durante una sancin pude estar junto a ella, cu-bierto con su mismo pauelo de seda. Tena quedecirle mi secreto. Me acuerdo de cmo nuestrascabezas entraron en una penumbra sofocante, se-mitransparente y penetrada de un aroma que ma-reaba. Con qu suavidad brillaban sus ojos en estapenumbra! Cmo respiraban con ansiedad sus la-bios semiabiertos! Cmo se vean sus dientesmientras las puntas de su cabello me rozaban que-mndome! Yo callaba. Ella sonrea con misterio ymalicia y por fin me dijo:

    -Bueno, qu?Las prendas nos cansaron y empezamos a jugar

    a la cuerda. Dios mo! Qu arrebato sent, cuando,al distraerme, me gan un brusco y fuerte golpe enlos dedos! Despus intentaba adrede hacer como sime descuidaba, pero ella se burlaba de m y no to-caba las manos que le tenda.

    Qu no hicimos durante esa tarde! Tocamos elpiano, cantamos, bailamos, representamos un cam-pamento gitano: vestimos a Nirmatskiy de oso y ledimos de beber agua con sal. El conde Malevskiynos ense varios juegos malabares con las cartas y

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    termin barajndolas y quedndose con todos losases en el juego del whist, por lo que Lushin tuvo elhonor de felicitarlo. Maidanov nos recit frag-mentos de su poema El asesino (estbamos en plenoauge del romanticismo). Lo quera editar con pastasnegras, con el ttulo en letras de color de la sangre.Robamos al tendero de Iverskiye Vorota el gorroque tena sobre las rodillas y le obligamos, comorescate, a bailar la danza kazachoc. Al viejo Bonifaciole pusimos una cofia, y la princesa se puso un som-brero de caballero... No es posible contarlo todo.Slo Belovsorov no sala del rincn, donde perma-neca ceudo y enfadado... A veces sus ojos se lle-naban de sangre, enrojeca y pareca que en esemismo momento iba a lanzarse sobre todos noso-tros y que nos tirara, como astillas, por todos loslados. Pero la princesa le lanzaba una mirada, leamenazaba con el dedo y l volva a permaneceriracundo en su rincn.

    Por fin, se nos agotaron las fuerzas. La princesaera, como ella misma deca, incansable. No le arre-draba ningn esfuerzo, pero tambin ella sinti can-sancio y dijo que quera descansar. A las doce de lanoche la cena, que consista en un pedazo de quesoya rancio y unas empanadillas fras de jamn picado,

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    que me parecieron ms ricas que cualquier foie-gras.Haba slo una botella de vino, cuya forma era algorara: oscura, con el cuello dilatado, de tal maneraque el vino en ella pareca tinta roja. Aunque la ver-dad es que nadie lo beba. Cansado y feliz hasta laextenuacin, me march de la casa. Al despedirseZenaida, me apret la mano y sonri de una maneramisteriosa.

    La noche lanz su aliento pesado y hmedo so-bre mi cara acalorada. Pareca que se estaba prepa-rando una tormenta. Nubes negras crecan y seextendan por el cielo, cambiando, a la vista denuestros ojos, sus contornos de humo. El vientotiritaba impaciente en los rboles oscuros, y en al-gn lugar de la lejana, detrs del horizonte, murmu-raba en voz baja, enfadado, el trueno.

    Entr en la habitacin por la puerta de atrs. Micriado dorma en el suelo y tuve que pasar por en-cima de l. Se despert y me comunic que mi ma-dre otra vez se haba enfadado conmigo y quequera enviar a alguien a buscarme, pero que mi pa-dre la convenci para que no lo hiciera. (Yo nuncame acostaba sin despedirme de mi madre y sin pe-dirle la bendicin). No haba nada que hacer!

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    Dije al criado que me quitara la ropa solo y memetera en la cama y apagu la vela... Pero ni medesvest, ni me acost...

    Me sent en la silla y estuve as sentado durantemucho tiempo como hechizado... Lo que senta eratan nuevo y tan dulce! Segua sentado, mirando unpoco hacia atrs, sin moverme, y slo de vez encuando me rea calladamente, recordando algo, ome estremeca al pensar que estaba enamorado, quelo que senta era el amor. Delante de m el rostro deZenaida flotaba calladamente en la oscuridad. Flo-taba y no acababa de pasar. Sus labios seguan son-riendo misteriosamente; sus ojos me miraban unpoco ladeados, interrogantes, pensativos y cario-sos... como en el instante en queme desped de ella.Por fin me levant, me acerqu de puntillas a micama y puse con cuidado mi cabeza sobre la almo-hada, sin desnudarme, como si tuviese miedo deahuyentar con algn movimiento brusco el senti-miento que me embargaba...

    Me acost, pero ni siquiera cerr los ojos.Pronto not que empezaban a entrar en mi habita-cin unos dbiles destellos. Me incorpor y mir a laventana. El marco se distingua ya claramente de loscristales, que emitan una tibia y misteriosa luz blan-

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    ca. Hay tormenta, pens, y, en efecto, haba tor-menta, pero sonaba muy lejos. Apenas los truenosse oan: slo se vean en el cielo unos rayos opacos,largos y ramificados. Mas que brillar se sacudanconvulsivamente, como el ala de un pjaro mori-bundo. Me levant, me acerqu a la ventana y estu-ve all hasta la maana del da siguiente. Los rayosno cesaban ni un solo momento. Era lo que en elpueblo llaman una noche de gorrin. Miraba ab-sorto el descampado de arena, la masa oscura deljardn Nescuchnoye, las fachadas amarillentas de losedificios lejanos, que tambin parecan estremecersea cada destello... Miraba y no poda dejar de mirar:esos rayos mudos, esos destellos contenidos pare-can armonizar con los estremecimientos mudosque destellaban en mi interior. Empez a amanecer.Manchas de color carmn anunciaban la aurora.Conforme amaneca, los relmpagos palidecan y sehacan ms cortos. Ya iban perdiendo intensidad yal fin desaparecieron ahogados por la luz del nuevoda.

    Tambin desaparecieron los destellos luminososen mi interior. Sent un gran cansancio y el peso delsilencio... pero la imagen de Zenaida segua volandotriunfante sobre mi alma. Slo que esta imagen pa-

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    reca que estaba ya apaciguada. Como un cisneblanco se sacude las hierbas del pantano, as se se-par ella de otras figuras prosaicas que la circunda-ban, y yo, durmindome ya, le rend con mirecuerdo un culto confiado de despedida...

    Oh, sentimientos humildes, sonidos blandos,bondad y tranquilidad de un alma conmovida, ale-gra diluida de las primeras devociones del amor!Dnde estis? Dnde estis...?

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    Captulo VIII

    Al da siguiente por la maana, cuando baj paratomar el t, mi madre me ri, pero menos de loque esperaba, y me oblig a contar cmo haba pa-sado la tarde del da anterior. Le contest en pocaspalabras, omitiendo muchos detalles y tratando depresentarlo de la forma ms inocente.

    -A pesar de todo, no son gente comme il faut- dijomi madre-. No tienes por qu meter la nariz en esacasa, en lugar de preparar tu examen y estudiar.

    Como saba que las preocupaciones de mi ma-dre por mis estudios no iban ms all de estas pala-bras, no cre necesario contradecirle, pero, despusde tomar el t, mi padre me cogi del brazo y, sa-liendo conmigo al jardn, me hizo contarle todo loque haba visto en casa de los Zasequin.

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    Era extraa la influencia que tena mi padre so-bre m, y extraas eran nuestras relaciones. No seocupaba en absoluto de mi educacin, pero jamsme insultaba. Respetaba mi libertad hasta tal punto,que era, si se puede decir as, corts conmigo..., sloque no acceda a que me acercase a l. Le quera, leadmiraba, me pareca un modelo de hombre, y,Dios mo, con qu pasin me hubiese acercado a l,si no hubiese sentido la mano que nos separaba! Encambio, cuando quera, saba casi instantneamente,con una sola palabra, con un solo movimiento, ins-pirar en m una confianza sin lmites. En esos mo-mentos mi alma se abra, hablaba con l sin trabas,como si fuese un amigo comprensivo, un mentorbenevolente... Despus me dejaba de una maneraigualmente inesperada y su indiferencia volva a se-pararme de l de un modo suave y carioso, perodecidido.

    A veces estaba de buen humor y entonces eracapaz de jugar y hacer travesuras conmigo, como sifuese un nio (le gustaba cualquier movimientocorporal que exigiese esfuerzo.) Una vez (una solavez!) me acarici con tanta ternura, que falt pocopara que llorase..., pero su buen humor, junto consu ternura, desaparecieron sin dejar rastro y lo que

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    ocurri entre nosotros no me dio esperanza algunapara el futuro, como si todo hubiera sido un sueo.Me pona a veces a contemplar su rostro inteligente,difano, de bellas facciones... y mi corazn empeza-ba a temblar. Todo mi ser se diriga hacia l... pare-ca que comprenda lo que estaba pasando en m.Entonces me acariciaba la mejilla y luego se mar-chaba, o empezaba a ocuparse de otra cosa, o derepente adoptaba una actitud fra, como slo l sa-ba hacerlo. En ese mismo instante yo me quedabahelado y me replegaba sobre m mismo.

    Estos momentos de ternura hacia m, a los quepocas veces se entregaba, nunca estaban motivadospor mis splicas, silenciosas aunque evidentes.Siempre venan de una manera inesperada. Medi-tando ms tarde sobre el carcter de mi padre llegua la conclusin de que otras cosas le impedan pen-sar en m y en la vida familiar. Amaba otra cosa ysupo gozar de esa otra cosa plenamente. Coge todolo que puedas, pero no te dejes dominar. Ser dueode uno mismo, se es el truco de la vida, me dijouna vez. Otra vez, en calidad de joven demcrata,me puse en su presencia a razonar sobre la libertad(ese da tena un momento bueno, como yo lo

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    llamaba. Entonces se poda hablar con l de lo quefuese).

    -Libertad- repiti-. Sabes t lo que puede hacerlibre a un hombre?

    -Qu?-Su voluntad, su propia voluntad, y le dar tam-

    bin poder, que es mejor que libertad. Aprende aquerer y as sers libre y mandars.

    Mi padre, antes que nada y ms que otra cosa,quera vivir... y viva. Quiz presenta que no dis-frutara durante mucho tiempo del truco de la vi-da: muri a los cuarenta y dos aos.

    Le cont a mi padre con todo detalle la visita ala casa de los Zasequin. Me escuchaba medio aten-to, medio distrado, sentado en un banco y dibujan-do algo con la punta de una vara. Se rea de vez encuando, me miraba de una manera inocente y soca-rrona, y me incitaba con preguntitas y objeciones.Al principio no me atrev a pronunciar el nombrede Zenaida, pero no me pude contener y empecluego a cantar sus alabanzas. Mi padre de vez encuando se rea. Luego se qued pensativo, se ende-rez y se levant.

    Me acord de que al salir de casa haba manda-do que le ensillaran un caballo. Era un buen jinete y

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    saba domar, mucho antes que el seor Reri, a loscaballos dscolos.

    -Voy contigo, padre?- le pregunt.-No- contest, y en su rostro adopt la expre-

    sin indiferente y atenta de siempre-. Vete solo siquieres, y dile al caballerizo que esta vez no salgo.

    Me dio la espalda y rpidamente se march. Lesegu con la vista, hasta que desapareci detrs de lapuerta. Vi cmo su sombrero se mova por encimade la valla: entr en casa de los Zasequin.

    No estuvo all ms de una hora, pero inmedia-tamente despus se march a la ciudad y no volvi acasa hasta la tarde.

    Despus de la comida fui yo mismo a ver a losZasequin. En la sala encontr a la vieja princesa so-la. Al verme, se rasc la cabeza por debajo de la co-fia con el extremo de la aguja de hacer punto y, sinms, me pregunt si podra pasarle a limpio unainstancia.

    -Con mucho gusto- contest y me sent en elborde de una silla.

    -Slo que cuide de poner las letras lo ms gran-des posible- dijo la princesa, tendindome una hojallena de garabatos-. Podra hacerlo hoy?

    -Hoy lo hago.

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    La puerta de la habitacin contigua se entrea-bri un poco y pude ver en el hueco de la puerta elrostro de Zenaida, plido, pensativo, con el pelodescuidadamente echado hacia atrs. Me mir consus ojos grandes y fros y cerr con cuidado lapuerta.

    - Zenaida, Zenaida!- dijo la vieja.Zenaida no contest. Me llev la instancia de la

    vieja y la estuve copiando toda la tarde.

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    Captulo IX

    Mi pasin empez ese da. Recuerdo que sentalgo parecido a lo que debe sentir un hombre queha encontrado un empleo: dej de ser simplementeun joven adolescente para convertirme en un ena-morado. He dicho anteriormente que desde aquelda empez mi pasin. Podra aadir que mis sufri-mientos tambin empezaron ese mismo da. Sufraen ausencia de Zenaida. Mi mente no poda fijarseen nada y todo se me caa de las manos. Durantedas enteros pensaba obstinadamente en ella... Su-fra... pero en su presencia me senta ms aliviado.Tena celos, comprenda que era poca cosa para ella,me enfadaba tontamente y tontamente me humilla-ba. A pesar de todo, una fuerza irresistible me lleva-ba hacia ella, y cada vez que traspasaba el umbral desu casa senta una bocanada de felicidad. Zenaida

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    comprendi en seguida que estaba enamorado, y yono pens nunca en ocultarlo. Ella se rea de mi pa-sin, jugaba conmigo, me mimaba y me haca sufrir.Es dulce ser la nica fuente, la causa tirnica e ina-pelable de las grandes dichas y de la desesperacinms honda de otro ser, y yo era, en manos de Ze-naida, como la blanda cera.

    Hay que decir que no era el nico que se habaenamorado de ella. Todos los hombres que visita-ban su casa estaban locos por Zenaida y ella los te-na a todos a sus pies. Le diverta inspirarles unasveces confianza y otras, dudas, y manipularlos segnsu capricho (a esto llamaba hacer que los hombreschoquen los unos contra los otros), y ellos no pen-saban hacer resistencia y se sometan con gusto. Entodo su ser, lleno de vitalidad y belleza, haba unamezcla de astucia y despreocupacin, de afectaciny sencillez, de calma y vivacidad. Sobre todo lo quehaca o deca, sobre cada movimiento suyo lleno defina y delicada gracia, sobre todo su ser se traslucasu fuerza original y juguetona. Su cara tambincambiaba constantemente, como en un juego ince-sante: casi al mismo tiempo expresaba irona, serie-dad y apasionamiento. Pasaban sin cesar por susojos y labios los ms diversos, inestables y fugaces

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    sentimientos, como sombra de nubes en un da desol y viento.

    Cada uno de sus admiradores le era necesario.Belovsorov, a quien llamaba mi animal, o simple-mente mo, se hubiera dejado gustoso prenderfuego por ella. No esperando nada de sus capacida-des mentales y dems virtudes, le propuso, sin em-bargo, casarse con l, insinuando que lo de los otrosslo eran palabras. Maidanov responda a la venapotica de su alma. Hombre bastante fro, comocasi todos los escritores, trataba obstinadamente deconvencerla-probablemente tambin a s mismo- deque la adoraba. La cantaba en versos interminablesy se los declamaba con entusiasmo poco natural,pero sincero. Ella le compadeca, y a la vez se bur-laba un poco de l. No le crea demasiado y, des-pus de haber escuchado atentamente susexpansiones, le obligaba a leer algo de Pushkin, paradespejar el aire, como deca. Lushin, hombre mor-daz, aparentemente cnico y mdico de profesin, laconoca mejor que todos y la amaba ms que nin-guno, aunque a sus espaldas y en presencia de ella lainjuriaba. Lo respetaba, pero no le haca ningunaconcesin y, algunas veces con un deleite especial y

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    maligno, le haca sentir que l tambin estaba en susmanos.

    -Soy una coqueta, no tengo corazn, soy unaactriz- le dijo una vez delante de m-. Pues bien,deme su mano, que le voy a clavar un alfiler. Sentirvergenza ante este joven, sentir dolor, pero sinduda tendr la bondad de rerse.

    Lushin se sonroj, se dio la vuelta, se mordi ellabio, pero todo termin con que le dio la mano. Lepinch, y l, efectivamente, empez a rerse... y ellase rea tambin, introduciendo bastante profunda-mente el alfiler y mirndole a los ojos, que l en va-no procuraba mover de un sitio a otro.

    Lo que peor comprenda eran las relaciones queexistan entre Zenaida y el conde Malevskiy. Esteera un hombre de buen ver, hbil y listo, pero, apesar de ser un nio a mis diecisis aos, crea adi-vinar en l algo falso, algo sospechoso, y me sor-prenda que Zenaida no notara nada de esto.Pudiera ser que ella percibiera esa falsedad, pero nole molestaba. Una educacin equivocada, extraasamistades y costumbres, la presencia continua de sumadre, la pobreza y el desorden de su casa, todoello, empezando por la libertad de que gozaba lajoven y la conciencia de su superioridad sobre los

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    que la rodeaban, desarrollaron en ella una actitud deabandono e indolencia semidesdeosa. Ocurra que,pasase lo que pasase, ya viniese Bonifacio a anunciarque no haba azcar, ya saliese a relucir algn chis-me desagradable, o que se peleasen los invitados,ella slo sacuda sus rizos y deca:

    -Tonteras.Y ya no haba ms problema.En cambio, senta hervir la sangre cuando Ma-

    levskiy se acercaba a ella balancendose como unzorro, se apoyaba con elegancia en el respaldo de susilla y empezaba a decirle algo en voz baja al ladocon una sonrisita servil y autosuficiente. Ella cruza-da las manos, le miraba atentamente, sonrea y mo-va la cabeza.

    -Qu necesidad tiene de escuchar al seor Ma-levskiy?- le pregunt una vez.

    -Es porque tiene un bigotito muy bonito- con-test-. Pero eso a usted no le importa.

    -Piensa usted que le quiero?- me dijo en otraocasin-. No, no amo a los que tengo que mirar dearriba abajo. Necesito alguien me domine... No en-contrar a nadie as, si Dios quiere. No me someto anadie. Ni hablar!

    -Entonces, no amar usted nunca?

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    -Y es que a usted no lo amo?- dijo y me dio ungolpe en la nariz con la punta del guante.

    S, Zenaida se rea mucho de m. Durante tressemanas la vi a diario, y qu cosas no hara conmi-go! Rara vez nos visitaba, pero yo no lo lamentaba:en nuestra casa se transformaba en una seorita,una joven princesa, y eso me cohiba. Tema descu-brirme delante de mi madre- a quien Zenaida nocaa en gracia-, que siempre nos observaba hostil-mente. A mi padre le tena menos miedo: parecaque no adverta mi presencia, dedicndose a hablaren algunas ocasiones con ella, pero siempre de cosasque tenan mucho sentido. Dej de estudiar, leer yhasta de dar paseos y montar. Como un escarabajoal que le han atado la pata con un hilo, siempre dabavueltas alrededor del ala tan querida de la casa. Mehabra quedado all siempre... Pero era imposible: mimadre se enfadaba y a veces la propia Zenaida era laque me echaba. Entonces me encerraba en mi ha-bitacin o me iba al otro extremo del jardn, me su-ba a las ruinas de un alto invernadero de piedra y,con los pies colgando sobre la carretera, permanecasentado en el muro exterior durante horas y miraba,miraba sin ver nada. Cerca de m, sobre las ortigascubiertas de polvo, revoloteaban con parsimonia

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    mariposas blancas, mientras un diestro gorrin sesentaba cerca sobre un rojo ladrillo roto y piaba en-fadado, moviendo el cuerpo y desplegando la cola.Los cuervos, todava recelosos, graznaban de vez encuando, sentados en lo alto de la copa abierta de unabedul. El sol y el viento jugueteaban tranquilos ensu escaso ramaje, mientras el repicar tranquilo ytriste de las campanas del monasterio Donskoy lle-gaba de vez en cuando. Yo segua sentado mirandoy escuchando, y mientras todo mi ser se impregnabade un sentimiento inenarrable, en el que estaba con-centrado todo: la melancola, la alegra, el presenti-miento del futuro, el deseo y miedo de vivir. Peroentonces no comprenda absolutamente nada de esoy no saba llamar por su propio nombre nada de loque bulla en mi interior. Hoy lo llamara con unsolo nombre, el nombre de Zenaida.

    Y Zenaida segua jugando conmigo, como ungato con un ratn. Unas veces coqueteaba conmigoy yo entonces me excitaba y perda la nocin deltiempo; otras veces ella se alejaba de m y yo enton-ces no tena el valor de volver a acercarme a ella ode mirarla.

    Recuerdo que durante unos das estuvo muy fraconmigo. Yo, completamente acobardado, entraba

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    sigilosamente en su casa e intentaba sentarme juntoa la vieja princesa, a pesar de que precisamente en-tonces refunfuaba y gritaba continuamente: susasuntos financieros iban mal y haba tenido dos dis-cusiones con el polica del barrio.

    Una vez pasaba por el jardn al lado de la valla yvi a Zenaida. Estaba inmvil, sentada sobre la hier-ba, la cabeza apoyada en las manos. Quise mar-charme sigilosamente, pero qued clavado en elsitio. No la comprend al momento. Repiti sugesto. En un instante salt la valla y corr contentohacia ella. Pero me detuvo con la vista y me mostrun camino a dos pasos de ella. Aturdido, sin saberlo que haca, me puse de rodillas al borde del cami-no. Estaba tan plida, se traslucan cada uno de losrasgos de su rostro una melancola tan amarga, uncansancio tan grande, que mi corazn se encogi.Sin poder contener balbuce:

    -Qu le pasa?Zenaida alarg la mano, cort la hierba, la mor-

    di y la tir lejos.-Me quiere mucho?- me pregunt al fin-. De

    verdad?No dije nada: para qu tena que decirlo?

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    -S- dijo sin dejar de mirarme-. As es. Sus ojoslo demuestran- aadi y, quedando pensativa, setap la cara con las manos-. Todo me produce nu-sea- dijo en voz baja-. Me ira al fin del mundo, yano aguanto ms, ya no puedo con esto... Y qu meespera despus...? Qu martirio, Dios mo, qumartirio!

    -Por qu?- pregunt tmidamente.Zenaida no me contest, slo encogi los hom-

    bros. Yo segua de rodillas mirndola, invadido detristeza. Cada palabra suya se me clavaba en el cora-zn. En ese instante hubiese dado con gusto mi vi-da para que no sufriera. Segua mirndola, aunquesin comprender por qu sufra tanto, cuando se le-vant de repente, en un arrebato de tristeza, y se fuedel jardn y se dej caer al suelo como si la hubiesensegado. Todo era luz y verdor alrededor. El vientomurmuraba en el follaje, moviendo de vez en cuan-do una rama larga de frambueso sobre la cabeza deZenaida. En algn sitio se arrullaban las palomas,mientras las abejas zumbaban volando bajo sobre lahierba. Encima dulcemente se extenda el cielo azul.Y yo estaba tan triste...

    -Recteme algunos versos- me dijo Zenaida amedia voz, apoyndose sobre el codo-. Me gusta

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    usted cuando recita, porque parece que canta. Ustedes joven. Recteme En los montes de Georgia. Perosintese antes.

    Me sent y recit En los montes de Georgia.Porque no puede dejar de amar- repiti Zenai-

    da-. Por eso la poesa es buena. Porque nos habla delo que no hay y de que no slo es mejor que lo quehay, sino que es ms verdadero... Porque no puede dejarde amar... Quisiera, pero no puede!

    Quisiera, pero no puede!Se call y de repente volvi y se levant.-Vmonos. Maidonov est ahora con mam. Me

    ha trado su poema y lo he dejado solo. Tambin lest disgustado ahora... Qu se le va a hacer! Algu-na vez lo sabr..., pero no quiero que se enfadeconmigo.

    Zenaida me estrech rpidamente la mano y semarch corriendo a casa. Yo la segu. Maidanov nosempez a leer su Asesino recin publicado, pero yono lo escuchaba. Salmodiaba con voz alta sus yam-bos, las rimas se sucedan y sonaban como cascabe-les, vacas y resonantes, pero yo segua mirando aZenaida y trataba de comprender el sentido de susltimas palabras.

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    O un rival ocultoTe ha sojuzgado con alevosa?

    dijo con resonancia nasal Maidanov. Mis ojos ylos de Zenaida se encontraron. Ella los baj y sesonroj levemente. Advert que se sonrojaba y mequed helado del susto. Ya antes tena celos de ella,pero ahora por primera vez la idea de que estuvieseenamorada pas como un relmpago por mi cabeza. Dios mo, est enamorada!

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    Captulo X

    Mi verdadero suplicio empez entonces. Mecansaba de pensar en ella, de darle vueltas y, conti-nuamente, en la medida de lo posible, espiaba sincesar a Zenaida. Haba cambiado y eso era obvio. Seiba sola a pasear y estaba paseando durante muchotiempo. A veces no sala a ver a sus invitados. Sepasaba horas y horas en su habitacin. Antes jamslo haca. De pronto, me hice muy perspicaz.

    -No ser ste el elegido? O el otro?- me pre-guntaba, mientras mi imaginacin volaba de un ad-mirador a otro. El conde Malevskiy (aunque meavergonzaba, por causa de Zenaida, confesar estoante m mismo) me pareca ms peligroso que otros.

    Mi capacidad de observacin no iba ms all dela punta de la nariz. Al parecer, mi actitud reservadano pudo engaar a nadie. Por lo menos el doctor

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    Lushin muy pronto me comprendi. Pero l tam-bin haba cambiado en los ltimos das. Haba pa-lidecido y se rea tan a menudo como antes, perocon una risa ms baja, mordaz y corta. Su suave iro-na anterior y su aparente cinismo haban dado pasoa una irritabilidad incontrolada.

    -Por qu se pasa aqu las horas muertas, jo-ven?- me dijo un da cuando nos quedamos solos enla sala de los Zasequin. (La joven princesa no habavuelto todava y la voz estridente de su madre se oadesde el tico de la casa. Estaba regaando a la cria-da.)-. Usted tiene que estudiar y trabajar mientras esjoven. Pero, qu est haciendo?

    -Cmo puede usted saber si trabajo o no en ca-sa?- le contest con cierta soberbia, pero tambincon confusin.

    -De qu trabajo puede usted hablar? No es esolo que tiene en la cabeza. Bueno, no discuto... a suedad es normal. Pero lo que pasa es que su eleccinha sido poco afortunada. Es que no ve qu casa essta?

    -No le comprendo- dije.-Que no comprende? Peor para usted. Me veo

    en el deber de reprenderle. Nuestra raza, la de losviejos solterones, puede pasarse por aqu. Porque,

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    qu nos puede pasar? Somos gente curtida, no senos atraviesa nada. En cambio, usted tiene todavala piel muy fina. El aire de aqu resulta viciado parausted, puede contraer una enfermedad.

    -Qu quiere decir?-Pues eso. Es que est usted sano ahora?Es que es usted normal? Es que lo que siente

    es provechoso y bueno para usted?-Pero qu siento?- respond, aunque compren-

    d que el doctor tena razn.-Joven, joven- sigui el doctor con un severo

    tono de voz, como si en estas dos palabras hubieraalgo muy humillante para m- no est usted todavapara poder engaar. Porque lo que lleva dentro lodice la cara. Pero,para qu hablar? Tampoco yovendra, si no (el doctor apret los dientes)... si nofuese un loco como usted. Lo nico que me sor-prende es cmo usted, con la inteligencia que tiene,no ve lo que est pasando a su alrededor.

    -Qu es lo que pasa?- pregunt y me replegu ala espera de sus palabras.

    El doctor me mir con un aire de irona compa-siva.

    - Estoy bueno yo tambin!- dijo como si hablasepara s-. Pues s que hay necesidad de decrselo a l!

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    En una palabra-aadi, levantando la voz-, el aireque se respira aqu no te conviene. Le gusta estaraqu, bueno y qu? En un invernadero tambin seest muy bien, pero no se puede vivir all. Oiga, h-game caso, empiece otra vez a estudiar el manual deKaidanov.

    Entr la princesa madre y empez a quejarse aldoctor de un dolor de muelas. Luego lleg Zenaida.

    -Fjese usted, doctor- dijo la princesa-, regela.Todo el da est bebiendo agua con hielo. Es quees bueno esto para el pecho tan dbil que tiene?

    -Por qu hace eso?- pregunt Lushin.-Y qu puede pasar?-Que puede constiparse y morirse.-De veras? Bueno, pues que as sea.-Vaya...!- murmur el doctor. La vieja princesa

    se march.-Vaya...!- repiti Zenaida-. Es que el vivir es

    tan divertido? Mire alrededor. Qu me puede de-cir? Es bueno todo lo que ve? O es que usted creeque yo no lo comprendo, que no lo siento? Megusta beber agua con hielo y usted quiere conven-cerme seriamente de que una vida as vale tantocomo para no arriesgarla por un instante de placer...no hablo ni siquiera de felicidad.

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    -De acuerdo. Si, el capricho y la independencia-dijo Lushin-. Estas dos palabras la definen. Todo suser est en estas dos palabras.

    Zenaida ri nerviosamente.-Sus cartas han llegado tarde, querido doctor.

    Observa usted mal, est equivocado. Es en los ca-prichos en lo que menos pienso ahora. Distraermecon usted, distraerme conmigo misma... vaya unasuerte! Y en cuanto a la independencia... monsieurVoldemar, no ponga esa cara tan triste. No aguantoque nadie se compadezca de m- dijo y se march.

    -Muy viciado, muy viciado est aqu el aire parausted- me dijo otra vez Lushin.

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    Captulo XI

    Por la tarde, en la casa de los Zasequin se reu-nieron los invitados de costumbre.

    La conversacin gir alrededor del poema deMaidanov. Zenaida lo elogi sinceramente.

    -Pero, sabe qu le digo?- le explic a Maida-nov-. Si yo fuese poeta escogera otros poemas.Puede ser que sean tonteras, pero a veces me vie-nen a la cabeza pensamientos extraos, sobre todoantes de que amanezca, cuando el cielo empieza aponerse rosa y gris. Por ejemplo... Pero, no se reirde m?

    -No!, no!- gritamos a una voz.-Yo me imaginaria- dijo, cruzando las manos y

    mirando hacia un lado- un grupo de chicas jvenes,de noche, en una gran barca, en un ro tranquilo. La

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    luna brillando y ellas vestidas de blanco y cantandoun himno.

    -Comprendo, comprendo, siga- dijo Maidanovcon aplomo y como soando.

    -De repente, en la orilla se oye un alboroto: vo-ces, risas, antorchas, panderos. Es una multitud debacantes, que corre cantando y gritando. Ahora yaes de su incumbencia pintar el cuadro seor poeta...Slo que yo quisiera que las antorchas fueran rojas,que echen mucho humo, y que los ojos de las ba-cantes brillen bajo las coronas de flores. Las coro-nas tienen que ser oscuras. No se olvide de laspieles de tigre y de las copas, y del oro, mucho oro.

    -Dnde tiene que estar el oro? pregunt Mai-danov, echando hacia atrs su cabello terso yabriendo las ventanas de su nariz.

    -Dnde? En los hombros, en las manos, en lospies, en todas partes. Dicen que en la antigedad lasmujeres llevaban anillos de oro en los tobillos. Lasmuchachas de la bacanal llaman a quienes estn enla barca. Han dejado de cantar su himno y no pue-den seguir, pero no se mueven. El ro las acerca a laorilla. De repente, una de ellas se levanta despacio...(Esto hay que contarlo bien: cmo se levanta des-pacio a la luz de la luna, cmo se asustan sus arru-

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    gas...) Salta a la orilla y las bacanales la rodean y se lallevan impetuosamente, desapareciendo en la pe-numbra de la noche... Imagnese ahora el humo ycmo ya no puede distinguir nada. Slo queda sucorona en la orilla...

    Zenaida call. (Oh, est enamorada! pensotra vez.)

    -Y nada ms?- pregunt Maidanov.-Nada ms- contest.-Eso no puede ser un argumento para un poe-

    ma- dijo l con aplomo-. Pero aprovechar su ideapara un verso lrico.

    -En estilo romntico?- pregunt Malevskiy.-Claro a la manera romntica, a imitacin del

    poeta George Byron.-Creo que Hugo es mejor que Byron- dijo el

    conde son suficiencia-. Es ms interesante.-Hugo es un escritor de primer orden- replic

    Maidanov-. Mi amigo Toncosheyev en su novelaespaola El Trovador...

    -Ah!, es se el libro con los signos de interro-gacin al revs?- pregunt Zenaida.

    -S, as acostumbran a ponerlos los espaoles.Quiero decir que Toncosheyev...

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    -Bueno, otra vez van a discutir ustedes sobre elclasicismo y el romanticismo- le interrumpi porsegunda vez Zenaida-. Mejor vamos a jugar.

    -A las prendas?- intervino Lushin.-No, a las prendas es muy aburrido. Vamos a

    jugar a las comparaciones.(Este juego lo invent Zenaida. Se menciona

    cualquier objeto y cada uno procura compararlo conalgo, siendo premiado el que encuentre la mejorcomparacin.)

    Se acerc a la ventana. El sol acababa de poner-se. En el cielo, a gran altura, se vean nubes rojas yalargadas.

    -A qu se parecen estas nubes?- pregunt Ze-naida. A continuacin, sin esperar nuestra contesta-cin, prosigui-: Encuentro que se parecen a lasvelas purpreas del barco de oro de Cleopatra,cuando iba al encuentro de Marco Antonio. Seacuerda, Maidanov, de que me lo ha contado haceunos das?

    Todos nosotros, como Polonio en Hamlet, di-jimos que las nubes recordaban precisamente estasvelas y que nadie podra encontrar una comparacinmejor.

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    -Cuntos aos tena entonces Marco Antonio?-pregunt Zenaida.

    -Debera ser joven- dijo Malevskiy.-S, joven- afirm Maidanov muy seguro.-Perdn- dijo Lushin-, pero ya haba pasado de

    los cuarenta.-Los cuarenta- repiti Zenaida, mirndole furti-

    vamente.Me march pronto a casa. Est enamorada, pe-

    ro de quin?, decan involuntariamente mis labios.

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    Captulo XII

    Pasaban los das. Zenaida se volva cada vezms extraa, ms incomprensible. Una vez entr averla y la encontr sentada en una silla de paja conla cabeza apoyada en el borde afilado de la mesa. Selevant... Toda su cara estaba baada en lgrimas.

    -Ah, es usted!- dijo con una sonrisa cruel-.Venga aqu.

    Me acerqu. Me puso la mano en la cabeza ycogindome de repente del pelo empez a tirar del.

    -Me hace dao- dije al fin.-Ah, le hace dao! Y es que a m no me hace

    dao? No me hace dao?- repiti.

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    -Ay!- exclam de repente, al ver que me habaarrancado un pequeo mechn de pelo- Qu es loque he hecho? Pobre monsieur Voldemar!

    Estir con cuidado los pelos que me habaarrancado, se los enroll en el dedo e hizo un anillocon ellos.

    -Los voy a meter en mi medalln y los llevarconmigo- dijo, mientras las lgrimas brillaban toda-va en sus ojos-. Esto probablemente le consolarun poco... Y ahora, adis.

    Volv a casa, donde me esperaba un contra-tiempo desagradable. Mi madre tena una disputacon mi padre. Le reprochaba algo. l, segn sucostumbre, callaba fra y cortsmente y enseguida semarch.

    No pude or lo que dijo mi madre, ni estaba pa-ra eso, pero slo recuerdo que, despus de haberhablado con mi padre, me mand llamar a su cuartoy muy disgustada habl de mis frecuentes visitas a lacasa de la princesa, que, segn sus palabras, era unefemme capable de tout, me acerqu para besarle la mano(haca esto siempre que quera acabar la conversa-cin) y me fui a mi habitacin.

    Las lgrimas de Zenaida me haban dejado des-concertado. No saba qu explicacin darle al suce-

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    so. Me encontraba a punto de comenzar a llorar,pues a pesar de mis diecisis aos era un nio.

    Ya no pensaba en Malevskiy, aunque Belovso-rov cada da se haca ms amenazante y miraba almaoso conde como un lobo puede acechar a uncordero. Me perda en mis pensamientos y buscabalugares apartados. Senta predileccin por las ruinasdel invernadero. Me suba al alto muro, me sentabay permaneca sentado tan desconsolado, tan solo ytan triste en mi juventud, que me compadeca de mmismo. Cunto me complacan estos sentimientostristes! Cunto me deleitaba con ellos!

    Una vez estaba sentado en el muro, mirando lalejana y escuchando el repiqueteo de las campanas...Sent que algo se mova imperceptiblemente dentrode m: no era el soplo del viento, ni el temblor delmisterio, sino algo frgil como el aliento, delicadocomo la intuicin de que alguien estaba cerca... Bajlos ojos. Abajo, por el sendero, vestida con un trajeligero de color gris y con una sombrilla rosa que seapoyaba en el hombro, caminaba Zenaida. Me vio,se detuvo y, levantando el borde de su sombrero depaja, alz hacia m sus ojos de terciopelo.

    -Qu hace ah en las alturas- me pregunt, son-riendo de manera extraa-. Usted- sigui-, que

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    siempre me est diciendo que me quiere..., salte aqua la vereda, si es verdad lo que me dice.

    An no haba acabado Zenaida de pronunciarestas palabras, cuando ya caa yo desde lo alto, co-mo si alguien me hubiese empujado en la espalda.El muro tena unos cuatro metros de altura.

    Ca en tierra con los dos pies juntos, pero elgolpe fue tan fuerte, que no me pude mantener depie, me ca y por unos instantes perd el conoci-miento.

    Antes de abrir los ojos, sent a mi lado a Zenai-da.

    -Mi querido nio- deca inclinndose sobre m,expresando su voz asustada ternura-. Cmo pu-diste hacerlo? Cmo pudiste obedecer...? S, tequiero... Levntate.

    Su pecho respiraba frente al mo, sus manos to-caban mi cabeza.

    De pronto- qu maravillosa sensacin me inva-di entonces!- sus labios suaves, frescos empezarona cubrir mi rostro de besos... Pero pronto Zenaidadebi de darse cuenta, por la expresin de mi ros-tro, que ya haba recobrado el conocimiento, aun-que permaneca con los ojos cerrados, pues,ponindose bruscamente en pie, dijo:

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    -Levntese, nio travieso, loco! Qu es eso deestar tumbado sobre el polvo?

    Yo me levant.- Deme mi sombrilla!- dijo Zenaida-. Sabe

    dnde la dej? Por qu me mira as? Vaya tonteraque ha cometido! No se ha hecho dao? Le hanpicado las ortigas? No s por qu le pregunto todoesto! Por qu me mira?... Pero si no se entera denada! No dice nada!- prosigui , como dicindoseloa s misma-. Vyase a casa, monsieur Voldemar, ylmpiese! Y no venga detrs de m porque me voy aenfadar y entonces nunca...

    Se alej deprisa sin terminar su discurso. Yo mesent en el camino... No me tena en pie. Las ortigasme quemaban la cara, me dola la espalda y sentamareos, pero la dicha que sent entonces no la volva sentir en mi vida.

    Era como un dolor dulce diluido por todo micuerpo, que acab en saltos de jbilo y exclamacio-nes de alegra. Efectivamente, era todava un nio.

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    Captulo XIII

    Me sent tan contento y orgulloso todo aquelda, conservaba tan vivo el recuerdo de los besos deZenaida en mi cara, recordaba cada palabra suyacon tal estremecimiento y xtasis, celebraba tantomi inesperada dicha, que hasta senta pavor de lamisma, y no quera ni siquiera ver a la causante deestas nuevas sensaciones. Me pareca que ya no de-ba pedir ms al destino, que ahora haba de aspirarbien el aire por ltima vez y morir. En cambio, alda siguiente, al ir de visita, senta gran nerviosismo,que en vano procuraba encubrir bajo la mscara deuna fingida desenvoltura, muy en consonancia conla actitud de un hombre que quiere dar a entenderque sabe guardar los secretos. Zenaida me recibicon naturalidad, sin ninguna emocin. Se limit aamenazarme con el dedo y a preguntarme si tena

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    algn cardenal. Toda mi desenvoltura y aire demisterio desaparecieron en un instante y con ellosmi aturdimiento. Naturalmente, no esperaba nadaextraordinario, pero la tranquilidad de Zenaida fuecomo un chorro de agua fra.

    Comprend que para ella era un nio y eso meafligi muchsimo. Zenaida recorra los lugares de lahabitacin, y me dedicaba una leve sonrisa cada vezque me miraba, pero su pensamiento estaba lejos.Esto lo vea con toda claridad... Le hablara yomismo sobre lo de ayer?- pens-. Le preguntara adnde iba con tanta prisa para saberlo ya de unavez? Pero desist y me qued sentado en un rincn.

    Entr Belovsorov. Me alegr de su llegada.-No le he encontrado un caballo manso de

    montar- dijo en tono severo dirigindose a Zenaida-. Freutag me habl de uno, pero no me fo. Tengomiedo.

    -De qu tiene miedo?- pregunt Zenaida-.Permtame que se lo pregunte.

    -De qu? Pues de que no sabe montar. Noquiera Dios que le pase algo. Por qu se ha enca-prichado con esta idea?

    -Eso ya es cosa ma, monsieur animal mo. En-tonces se lo pedir a Piotr Vasilievich... (A mi padre

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    lo llamaban Piotr Vasilievich. Me sorprendi quemencionase su nombre con tanta naturalidad, comosi no dudara de que estuviese dispuesto a hacerleese favor.)-Ah!, entonces es con l con quien quiere mon-tar?- replic Belovsorov.

    -Con l, o con otro. Eso para usted no cuenta.No es con usted y eso basta.

    -Conmigo, no- repiti Belovsorov-. Como us-ted quiera! Qu le vamos a hacer! De todos modos,le traer el caballo.

    Tenga cuidado y no me traiga una vaca. Le digode antemano que quiero ir de prisa.

    -Vaya al trote si quiere. Con quin va a montar,con Malevskiy?

    -Y por qu no, guerrero? Bueno, tranquilcese-aadi- y no eche fuego por los ojos. Ir con ustedtambin. Ya sabe lo que siento ahora hacia Male-vskiy, uf!- dijo, sacudiendo la cabeza.

    -Lo dice para tranquilizarme- murmur Belo-vsorov.

    Zenaida entorn los ojos.-Eso le consuela? Oh, oh, oh, guerrero- dijo,

    como si no hubiese podido encontrar otra palabra-.Y usted, monsieur Voldemar, vendra con nosotros?

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    -No me gusta ir con demasiada gente...- mur-mur sin levantar la vista.

    -Prefiere tte--tte? Bueno, a quien Dios se lad, San Pedro se la bendiga- dijo-. Vyase, pues,Belovsorov, a buscar el caballo. Lo necesito paramaana.

    -Bien, pero de dnde saldr el dinero?- dijo lavieja princesa.

    Zenaida frunci el ceo.-A usted no se lo pido. Belovsorov me lo fiar.-Lo fiar, lo fiar...- gru la princesa y de re-

    pente grit a pleno pulmn-: Duniacha!-Mam, le he regalado una campanilla- objet

    Zenaida.- Duniacha!- repiti la vieja.Belovsorov se despidi y yo me fui con l. Ze-

    naida no me pidi que me quedase.

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    Captulo XIV

    Al da siguiente me levant temprano, me hiceun bastn y me march al campo. Voy a ver si ol-vido penas, me dije a m mismo. El da era hermo-so, despejado y no haca bochorno: soplaba un airefresco y juguetn, silbando entre los rboles, perosin forzar la voz, movindolo todo, pero sin in-quietarlo. Pase durante mucho tiempo por losmontes y por los bosques. No me senta feliz. Salde casa con el propsito de abandonarme a la triste-za, pero mi juventud, el da esplndido, el aire fres-co, el largo paseo, el deleite de tirarse al suelo sobrela tupida hierba influyeron en mi nimo. Los re-cuerdos de aquellas palabras inolvidables, de aque-llos besos invadieron mi alma. Me gustaba pensarque Zenaida no podra dejar de comprender justa-mente mi decisin, mi herosmo... Para ella otros

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    son mejor que yo- pensaba-. No importa. Por elcontrario: otros dicen que lo van hacer y el que lohizo fui yo... Y qu no sera capaz de hacer porella...! Mi imaginacin empez a avivarse. Empeca pensar cmo la salvara de las manos de los ene-migos, cmo, desangrado, la sacara de una mazmo-rra, cmo morira a sus pies. Me acord de uncuadro que colgaba en la pared de la sala de estar denuestra casa: Malec Adel raptando a Matilde... Enese mismo instante me fij en un pjaro carpinteroque cuidadosamente suba por el fino tronco deabedul y miraba con precaucin a la izquierda, a laderecha y hacia atrs, como un msico su contra-bajo.

    Luego empec a cantar Nieves blancas, pero mepas a una romanza, entonces muy popular: Teespero, cuando el cfiro juguetn... A continua-cin, comenc a declamar en voz alta la alocucinde Yermak a las estrellas, de la tragedia de Jomia-cov. Intent componer algo de tipo sentimental.Hasta redact el estribillo con que deba terminar elpoema Oh, Zenaida, Zenaida, pero no me salinada ms. Mientras tanto, se acercaba la hora de lacomida. Baj del monte al llano. Una senda estrechay arenosa serpenteaba y conduca a la ciudad. Me fui

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    por la vereda... O un ruido sordo de herradurasdetrs de m. Mir hacia atrs, me par sin querer yme quit la gorra. Vi a mi padre y a Zenaida. Ibanjuntos. Mi padre le deca algo, inclinndose haciaella y apoyndose con la mano sobre el crin del ca-ballo. Sonrea. Zenaida le escuchaba taciturna, ba-jando gravemente los ojos y apretando los labios.Cuando los vi, estaban solos, pero unos instantesdespus apareci por detrs de un recoveco Belo-vsorov, vestido con el uniforme de hsar y una cha-quetilla por encima, y montando un caballo negrocubierto de espuma. El animal, un pura sangre, mo-va la cabeza, resoplaba y se balanceaba rtmica-mente. El jinete lo contena y le aplicaba lasespuelas al mismo tiempo. Me apart. Mi padre co-gi las riendas con las manos y se ergui. Ella le-vant lentamente la vista hacia l y los dos salieronal galope... Belovsrov pas detrs de ellos haciendoruido con el sable. El est rojo como un cangrejo-pens-. Y ella... por qu est tan plida? Ha estadomontando a caballo toda la maana, y sin embargo,por qu est tan plida?

    Me march a toda prisa y llegu a casa justo an-tes de empezar la comida. Mi padre se haba cam-biado de ropa, y, lavado y fresco, estaba sentado al

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    lado de la silla de mi madre y le lea con su voz altay expresiva un folletn del Journal des Dbats,pero mi madre apenas le prestaba atencin. Vin-dome a m, me pregunt dnde haba estado todo elda y aadi que no le gustaba la gente que deam-bula no se sabe por dnde y no se sabe con quin.Estuve solo, quise contestar, pero mir a mi padrey no s por qu no abr la boca.

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    Captulo XV

    En los cinco o seis das que siguieron, apenaspude ver a Zenaida. Deca que estaba enferma. Estono impeda a los visitantes venir a hacer guardia,como decan ellos, todos a excepcin de Maidanov,que siempre se desanimaba mucho y empezaba aaburrirse cuando no tena la oportunidad de entu-siasmarse. Belovsorov se sentaba hurao en un rin-cn, abrochado de arriba abajo. En el rostrodelicado del conde Malevskiy siempre haba unasonrisota maliciosa. Efectivamente, haba cado endesgracia de Zenaida y con mucho esmero tratabade engatusar a la vieja princesa. Fue con ella en co-che a ver al gobernador. Aunque hay que decir queeste viaje no fue afortunado, ya que Malevskiy tuvoalgunos contratiempos. Le recordaron no s quhistoria con no se sabe qu oficiales de camino y

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    tuvo que decir, al dar explicaciones, que entoncesera un inexperto. Lushin vena unas dos veces al da,pero no se quedaba mucho tiempo. Yo le tena unpoco de miedo despus de nuestra ltima conversa-cin, pero al mismo tiempo senta una atraccinsincera hacia l. Una vez nos fuimos a pasear por eljardn de Nescuchnoye. Estuvo muy amable y servi-cial, me deca los nombres y propiedades de lashierbas y flores. Sin ms, como suele decirse, grit,dndose una palmada en la frente:

    -Y yo, imbcil de m, que deca que era una co-queta! Por lo visto es grato sacrificarse... para otros!

    -Qu quiere usted decir?-A usted no quiero decirle nada- replic Lushin.En cuanto a m, Zenaida trataba de no verme.

    Mi presencia- no poda dejar de observarlo- le cau-saba una impresin desagradable. Me daba la espal-da... sin que ella lo pudiera remediar... Eso era loamargo del caso, eso era lo que me hacia sufrir. Pe-ro no haba nada que hacer. Trataba de que no meviese y slo intentaba espiarla de lejos, lo que nosiempre consegua. Le segua pasando algo extrao.Su cara era otra, toda ella era otra. Fue en una tran-quila y clida tarde cuando me sorprendi el cambiooperado en ella. Estaba sentado en un banco pe-

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    queo que haba debajo de un frondoso saco. Megustaba ese sitio. Desde all se vea la ventana de lahabitacin de Zenaida. Yo estaba sentado. Sobre micabeza, en el sombro follaje, un pjaro pequeo semova solcito. Un gato gris, estirando su lomo, en-traba furtivamente al jardn. Los primeros escara-bajos zumbaban intensamente en el aire, quetodava permaneca transparente, aunque ya carecade luz. Estaba sentado y miraba a la ventana espe-rando a que se abriese. Y, en efecto, se abri y apa-reci Zenaida. Estaba vestida de blanco y tanto ellacomo su rostro, hombros y manos eran de una pali-dez de alabastro. Durante un rato permaneci in-mvil. Estuvo observando durante largo tiempo,con la mirada detenida bajo sus cejas fruncidas, ja-ms la haba visto con una mirada as. Despusapret fuertemente sus manos, se ech hacia atrslos mechones de pelo que le cubran la oreja, sacu-di la cabeza y, con un gesto enrgico, la agach ycerr la ventana.

    A los tres das me vio en el jardn. Quera es-conderme, pero ella misma me detuvo.

    -Deme la mano- dijo con el afecto de antes-.Hace mucho que no charlamos.

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    La mir. Sus ojos brillaban tranquilos. Su rostrosonrea como a travs de la niebla.

    -Sigue enferma?- le pregunt.-No, ya ha pasado todo- dijo y cort una pe-

    quea rosa de color rojo-. Me siento un poco can-sada, pero pronto se me pasar.

    -Y volver a ser como antes?- le interrogu.Zenaida acerc la rosa a su cara y me pareci

    ver el reflejo de los ptalos rojos en su rostro.-Es que he cambiado?- me pregunt.-S, ha cambiado- dije a media voz.-Le he tratado framente, lo s- empez Zenai-

    da-, pero no tena que haber hecho caso de esto...No poda comportarme de otra forma... Pero paraqu hablar de ello.

    -No quiere que la ame, sa es la verdad!- gritdesesperado en un arrebato incontenible.

    -No, meme. Pero no como antes.-Y cmo?-Seamos amigos, si quiere- Zenaida me dio la

    rosa para que la oliese-. Escuche, soy mayor queusted. Podra ser su ta, de verdad. Bueno, su ta no,pero s su hermana mayor. Y usted...

    -Soy un nio para usted- la interrump.

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    -Bueno, s, un nio, pero encantador, bueno,listo, a quien quiero mucho. Sabe qu le digo?Desde hoy le hago mi paje. No olvide que los pajesno deben apartarse nunca de sus seoras. He aqu elsigno de su nueva dignidad- dijo ella metiendo larosa en la solapa de mi chaqueta-. El signo de nues-tra benevolencia hacia usted.

    -Antes habla recibido de usted otros signos debenevolencia- dije.

    -Ah!- dijo Zenaida y me mir de reojo- Qubuena memoria tiene! Bien, ahora tambin estoydispuesta...

    E inclinndose hacia m, me imprimi en lafrente un beso tranquilo y puro.

    Antes de que tuviera tiempo de levantar la vista,se dio la vuelta y, dicindome: Sgame, paje!, mar-ch en direccin a su casa. La segu desconcertado.Ser posible que esta joven humilde e inteligentesea la misma Zenaida que he conocido? Hasta sumanera de andar me pareca ms pausada, su tallems majestuoso y mejor proporcionado...

    Pero, Dios mo, con qu fuerza empezaba a ar-der de nuevo en m el amor!

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    Captulo XVI

    Despus de la comida otra vez se reunieron losinvitados en el ala izquierda de la casa. La princesasali a recibirles. Todos estaban presentes como enaquella primera tarde, inolvidable para m. Estabahasta Nirmatskiy. Maidanov haba llegado antes quenadie, trayendo unos versos nuevos. Empez el jue-go de las prendas, pero ya sin las ocurrencias extra-vagantes de otros tiempos, sin locuras ni ruido;haba desaparecido de la velada el elemento gitano.Zenaida haba dado un aire nuevo a la reunin. Yo,como su paje, estaba sentado a su lado por derechopropio. Por cierto, propuso que al que le tocara pa-gar prenda deba contar su sueo. Pero esto no dioresultado. Los sueos, o resultaban poco interesan-tes (Belovsorov vio en sueos que dio de comer alcaballo un cubo de carpas y que el caballo tena una

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    cabeza de madera), o poco naturales, inventados...Maidanov nos obsequi con toda una novela llenade criptas y sepulcros, ngeles con arpas, floresparlantes y sonidos lejanos... Zenaida no le permitique acabase.

    -Bueno, ya que nos hemos desviado hacia lascomposiciones- dijo-, pues que cada uno cuentealgo inventado.

    El primero en hablar deba ser Belovsorov.El joven hsar se azor.-No puedo inventar nada!- dijo.-Qu tontera!- contest Zenaida-. Imagnense

    que est casado y cuntenos cmo pasara el