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LA CABEZA DE ERIZO

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Al norte, los muros de la Ciudadela se elevaban a una altu-ra vertiginosa. Coronando el peñasco, recordaban a una rapazal acecho, desplegando sus torres y sus alas por encima del va-lle, proyectando su sombra grandiosa sobre las tranquilasaguas del río Gdavir. En otros tiempos, los invasores llegadosde Dunbraven y del reino de Norj fracasaban ante estas mura-llas: guerreros y monturas encontraban aquí su fin, y el ríoGdavir arrastraba durante meses cascos, armaduras y cadáve-res de hombres y de animales.

Al sur, en cambio, el aspecto de la Ciudadela era completa-mente distinto. Sus fachadas, perforadas por incontables ven-tanas, se extendían sobre el terreno para envolver una serie deterraplenes de suaves pendientes. Allí brotaban almendros, oli-vos y limoneros en equilibrada alineación, con los troncos hun-didos en la abundante hierba. Para refrescar el paseo y atraer alos pájaros se habían colocado estanques revestidos de mosai-cos azules y verdes. No pasó mucho tiempo antes de que el co-ronado, habiéndose aficionado a las plantas exóticas, ordenara

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transformar uno de esos terraplenes en un arrozal y otro en unpalmeral. Por todas partes se mecían extensísimos setos debambúes con la brisa ligera del verano que ya despuntaba.

Allí, en la Ciudadela, era donde latía el corazón de Galni-cia. Desde hacía años, ya lejos del fragor de los combates, el co-ronado gobernaba bajo los preceptos de Quietud y Armonía,las dos principales deidades que veneraba su pueblo. Galniciaera un país próspero, los días transcurrían felices para los gal-nicianos, y sin embargo... aquella noche nadie sospechaba queel país vivía sus últimas horas de paz y tranquilidad.

Malva logró burlar por fin la vigilancia de su madre. En circunstancias normales, ese objetivo era ya de por sí

complicado, pero aquel día, Malva creyó que no lo conseguiría:además de las horas derrochadas con el sastre y el profesor debaile, la muchacha se vio sometida a un interminable ritualfrente al Altar de las Divinidades. La coronada la había obliga-do a permanecer postrada sobre las frías baldosas y a recitarmás de cincuenta veces las invocaciones. Malva estaba acos-tumbrada a las obligaciones impuestas por el protocolo que re-gía su vida de principetta, pero aquel día a duras penas podíacontener su impaciencia. Apretaba los puños y se repetía que,dentro de poco, todo aquello no sería más que un mal recuerdo.

Finalmente, al terminar el día, otras obligaciones reclama-ron a la coronada, que, ocupadísima dando órdenes, no vio aMalva salir a hurtadillas de la Sala de las Exquisiteces, dondeun ejército de sirvientes ultimaban los preparativos para lasfestividades del día siguiente.

Sigilosa como una sombra, la principetta se encaminó rápi-damente hacia el ala sur. Pasó frente a las cocinas y después su-

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bió a la sala de baile. Allí, una docena de criadas mudas, arro-dilladas sobre sus faldas, sacaban brillo al entarimado. Atrave-sando pasillos, escaleras y galerías, se topó con una multitudde mozos que accionaban poleas para bajar las lámparas dearaña, cambiaban las velas o sacudían el polvo a las alfombras.Ninguno reparó en ella.

Fuera, los jardineros terminaban de recortar los setos y col-gaban farolillos en las ramas de los olivos. Al pasar al lado deuna ventana abierta, Malva oyó el ruido de los surtidores delgran estanque, que ya empezaban a brotar, y más lejos, bajo elquiosco, a los músicos ensayando serenatas. Sus notas se ele-vaban en la calidez de la noche y se entremezclaban con el per-fume de los jazmines.

Malva notaba la vibración de la Ciudadela y, más allá de lasmurallas, de toda Galnicia presa de una fiebre entusiasta. Ellaera la principal afectada por la fiesta que se anunciaba, y sinembargo no sentía gozo alguno. A decir verdad, tenía otra cosaen la cabeza.

Cuando Malva entró al fin en la alcoba del ala sur, soltó unsuspiro de alivio. De pie en el centro de la estancia había unamuchacha alta y delgada, aferrando su delantal con los puños.Era Filomena, su dama de compañía, que la esperaba segúnhabían acordado.

Sin decir palabra, Malva cerró la puerta con llave y se sen-tó frente al largo espejo con marco de nácar. Entonces, se quitólas horquillas que le sujetaban el pelo, cogió unas tijeras y se lasofreció a Filomena.

—Rápido —susurró—. El tiempo apremia. Pronto se haráde noche y el arconte nos espera.

Filomena se quedó de pie a su espalda, sin moverse. Su ros-tro enjuto estaba más pálido aún de lo habitual.

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—No... no lo entiendo —farfulló. Malva la obligó a coger las tijeras con impaciencia. —¿Cómo que no? ¡Lo entiendes perfectamente! ¡Date prisa!Filomena llevaba muchos años al servicio de la principetta.

La conocía desde que era un bebé, cuando ella misma no eramás que una niña. Malva siempre había confiado en ella comosi fuera su propia hermana. Por su parte, Filomena se habíamostrado en todo momento fiel a su ama. Sin embargo, ha-bía ciertas cosas que sus creencias le impedían hacer, como porejemplo burlar los principios de Armonía.

—No, no puedo hacer eso —dijo al fin con un gemido—. Pí-deme todo lo que quieras menos esto...

El espejo devolvía el reflejo de las dos caras. La de la damade compañía tenía un aspecto enfermizo en comparación conla de Malva, que, con quince años cumplidos, conservaba aúnla redondez y la dulzura propias de la infancia.

—Te lo ruego, Filomena, haz lo que te pido. El arconte nosha dicho claramente...

—¡Esto no estaba previsto! —la interrumpió la dama decompañía, arrojando las tijeras sobre el tocador, como si de unobjeto maléfico se tratara.

Al ver la actitud testaruda de su dama, que había cruzadolos brazos sobre su delgado pecho, Malva comprendió que nolograría convencerla.

—Lo tuyo es grave —suspiró la principetta, irritada—.Hace semanas que aceptas sin rechistar correr riesgos enormes,y ahora... por una simple cuestión de estética...

Filomena negó enérgicamente con la cabeza. No se tratabade una «simple» cuestión de estética... Era cierto que última-mente se lo había consentido todo. Malva le había pedido quemintiera y ella había mentido. Le había ordenado sobornar y

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robar, y ella había obedecido. Filomena estaba dispuesta a mo-rir por Malva, pero lo de las tijeras era superior a sus fuerzas.

—Con todas las veces que te he peinado desde que naciste—recordó—. Con la cantidad de pomadas y ungüentos que tehe aplicado para desenredar, alisar, suavizar... ¡Siempre haspresumido de tu melena!

—Es mi madre la que siempre presumía de ella —corrigióla principetta.

—¿Y por qué no lo haces luego? —insistió Filomena—. ¡Noes indispensable que te cortes ahora el pelo! Podrías...

Y, cogiendo el pelo de Malva con las dos manos, se lo reco-gió en un moño, sobre la nuca. Malva se contempló en el espe-jo. Con el resplandor anaranjado de las velas, era como si unlazo de seda le coronara la cabeza. Al verse recordó que, el añoanterior, al cumplir catorce años, un pintor le había hecho unretrato. Para plasmar mejor el color del pelo, había encargadouna tinta negra especial que fabrican los magos en el lejano im-perio de Orniente. «Extracto de noche», dijo, admirado, mien-tras aplicaba el pincel al lienzo. Aquel retrato, que se hizo fa-moso en toda Galnicia, adquirió la categoría de un símbolo: elcabello de la principetta era una síntesis de la altiva belleza gal-niciana.

—Bajo la capucha del disfraz —siguió diciendo Filomena,con un tono no tan convincente como hubiera deseado— nadiese dará cuenta...

Malva hizo un movimiento brusco para soltarse. Cogió lastijeras, agarró un mechón y, sin vacilar, lo cortó de raíz.

El mechón se le quedó en la mano y entonces se abrió enforma de haz como una flor que acabara de coger. Filomenaahogó un sollozo. A sus ojos, Malva acababa de cometer un sa-crilegio, pero ésta se burlaba de ella. Uno tras otro, fueron ca-

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yendo puñados de pelo a sus pies. Malva siguió cortando ycortando, sin contemplaciones, mientras un júbilo macabrobrillaba en sus pupilas de ébano. Mechones enteros de cabellosnegros se le quedaban atrapados en los pliegues del cuellopara deslizarse después entre los omóplatos y por la espaldahasta los riñones.

Cuando Malva soltó finalmente las tijeras, el espejo le de-volvió el reflejo de una pobre muchacha con cabeza de erizo.Tenía un aspecto tan extraño, tan ridículo, que se echó a reír.

—¡Galnicia se ha quedado sin su preciosa muñequita! —ex-clamó.

Entonces, le entraron ganas de correr hasta el otro extremode la Ciudadela para exhibirse ante los ojos de todos, y sobretodo de su madre. Ya se imaginaba los gritos de espanto de lacoronada: «¡Malva! Por la Santa Armonía, ¿qué has hecho?».Pero, por supuesto, no podía permitirse ese tipo de provoca-ciones. Lo habría echado todo a perder.

—Ahora —dijo a Filomena—, ve a buscar el disfraz. La dama de compañía obedeció pese a su aflicción. Malva

la vio abrir la puerta falsa del fondo de la alcoba y desapareceren el pasadizo secreto. Se sentía confiada. ¡La cantidad de ve-ces que habían ensayado aquellas maniobras durante las últi-mas semanas! Además, allí estaba el arconte; con él a su lado,todo saldría bien.

En cuanto se quedó a solas, Malva se sacó de un pliegue delvestido la carta que había escrito a su padre. El papel estabaarrugado. Lo alisó sobre el tocador, frente a ella. «A mi padre,su majestad el coronado de Galnicia...» Al releer el final, el co-razón le dio un vuelco. ¿Cómo haría para que aquella carta dedespedida no cayera inmediatamente en manos de su destina-tario? Malva no sabía a quién se la podía confiar. Tal vez se le

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ocurriera algo al arconte. Mientras tanto, volvió a doblar la car-ta y la deslizó tras el espejo.

Miró de nuevo su reflejo. Por primera vez, Malva se fijó en laforma curiosa de sus orejas. Normalmente quedaban ocultasbajo la melena, pero ahora despuntaban a los lados de la caracomo dos banderines grotescos plantados en su cráneo.

—Ahora, aunque me pillen, ¿quién va a querer casarse conun erizo orejón? —dijo, echándose a reír—. ¡Nadie!

En su imaginación, vio desfilar al tropel de invitados deldía siguiente: toda la noblezza galniciana entrando en el San-tuario, los dom con sus cuellos de toro constreñidos por los bo-tones abrochados hasta arriba y las donna con sus sombreros detul, sus reverencias, sus sonrisas empalagosas... Malva se ima-ginaba a sus padres, flanqueándola como perros guardianes,de pie frente a las divinidades. «¡El coronado y la coronada vencasarse a su hija única! ¡Qué alegría! ¡Larga vida a este enlace!»

Malva sofocó un grito. Cerró los puños y se apretó el pechocon fuerza.

—Respira, respira... —se ordenó a sí misma en voz alta—.Nada de esto va a pasar. No llevarás el vestido del Ritual, ni lacorona de conchas, ni las ofrendas sagradas. No vas a casartecon nadie.

Todo había comenzado varios meses antes, durante el Ritode Quietud. Sin darse cuenta, el arconte había pronunciadouna frase que le reveló la verdad. Malva aún podía oír aquellafrase resonando en sus oídos:

—Tendremos que prepararos para la noche de bodas, prin-cipetta.

Malva dio un respingo.

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—¿Cómo? —se sorprendió el arconte—. ¿No os ha puestoal corriente vuestra madre?

No. La coronada no vio la necesidad de avisarla de que suboda ya estaba programada. El coronado, por su parte, nuncase reservaba tiempo para hablar con su hija. Para él, ella no eramás que moneda de cambio, un objeto que se ofrece para con-seguir acuerdos políticos.

La sorpresa hizo que Malva entrase en un terrible estado de cólera. ¡Y en pleno Rito de Quietud! ¡Menuda blasfemia! Por suer-te, el arconte era un hombre hábil, respetado por todos y com-pletamente leal a la principetta desde que el coronado le enco-mendó su educación. Así, dio algunas explicaciones a los fielescongregados en el Santuario, y aquello bastó para evitar el escán-dalo. Eso sí, la cólera de Malva no se extinguió, ni mucho menos.

Durante los días siguientes, el arconte fue a visitarla confrecuencia a su habitación con el propósito de hacerla entrar enrazón.

—Todas las principettas de la dinastía se han casado muyjóvenes —decía—. ¡Vuestra madre, sin ir más lejos, no teníamás que trece años! ¡Y no se ha muerto, que yo sepa! No, deci-didamente no comprendo vuestra rebeldía.

—¡Lo sabéis perfectamente! —lloraba Malva—. ¡Sabéis per-fectamente lo que significa esta boda para mí! Tendré que re-nunciar a los únicos placeres que se me han permitido hastaahora. ¡Ya no tendré derecho a estudiar, ni a leer, ni a expresar-me como quiera, ni a salir sin escolta!

El arconte, incomodado, suspiró. —Ya lo sé, principetta. Pero no tenéis elección.Malva ardía de rabia. ¿Cómo podía el arconte resignarse

tan fácilmente? —¡Con todo lo que me habéis enseñado! —le dijo—. ¡Gra-

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cias a vos, he descubierto el privilegio de leer, escribir, inven-tar, pensar! ¡Hasta me habéis inspirado el deseo de viajar y elgusto por la libertad!

El arconte sonreía con aflicción. —Yo no soy más que un modesto preceptor. No soy yo

quien os ha enseñado todo eso, sino los autores de los librosque habéis leído. Y los libros no son la vida, principetta. Debéisresignaros a abandonar vuestros sueños de infancia. Tenéisque cumplir con vuestro deber.

Malva se sentía traicionada, abandonada. —Confiad en vuestra madre —insistía el arconte con dulzu-

ra—. Estoy seguro de que ha elegido un esposo excelente paravos. El príncipe de Andemarca sólo tiene treinta y tres años. Di-cen que es un magnífico bailarín.

A Malva le importaban tres cominos el príncipe de Ande-marca y sus pasos de baile. Cada vez que cerraba los ojos, seveía encerrada en una habitación la noche de bodas y, presa deun terror absoluto, se le hacía un nudo en el estómago.

Una vez, cuando era pequeña, asistió al Desfile de los Re-galos: misioneros llegados de todos los rincones del MundoConocido desfilaron por la plaza de la Ciudadela. Uno de ellosllevaba un reptil inmenso sujeto con una correa. «Un aligaitorhembra que he cazado en la tierra de Arémica», anunció. Se-guidamente, destapó una jaula en cuyo interior se encogía unaliebre aterrorizada. El misionero entregó la liebre al coronado,diciéndole: «¡Lanzadla al aire y veréis!». El coronado hizo vo-lar al pobre animal. Con un chasquido de dientes, el monstruo-so reptil engulló a su presa.

Viva. Ante los aplausos de toda la noblezza.Malva se sentía exactamente en la misma situación que

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aquella liebre: querían arrojarla a las fauces de un desconocidoque se la zamparía de un bocado.

A la larga, el arconte acabó comprendiendo que ella estabadispuesta a todo con tal de evitar aquello. Una noche, el hom-bre le confesó su compasión:

—Sois tan joven, tan bella, tan dotada... ¡Y siempre habéistenido un carácter tan independiente! Comprendo que no que-ráis pasaros la vida sirviendo de adorno, al lado de un hombredemasiado mayor para vos.

Malva alzó sus ojos de ébano, nublados por las lágrimas. —¡Hablad con mi madre! ¡Hablad con mi padre! —implo-

ró—. ¡Pedidles que anulen este matrimonio!El arconte negó con la cabeza. Aunque gozaba de amplios

poderes, no eran suficientes. Galnicia necesitaba aquella alian-za con Andemarca, y el coronado no iba a cambiar de opinión.

—Vuestro padre me ha confiado vuestra educación, peroaparte de eso... no hay nada que yo pueda hacer.

—¿Y qué será de mí? —exclamó Malva, desesperada. —No lo sé —respondió el arconte—. Pero sabed que, deci-

dáis lo que decidáis, podéis contar con mi ayuda.Durante un tiempo, Malva le dio mil vueltas al problema.

Al final, sólo se le presentó una solución. Una solución radicaly loca: la huida. Ciertamente, era el único modo de evitar aquelmatrimonio, aunque Malva no llegaba a decidirse. El miedo laatenazaba, y ella aplazaba una y otra vez la decisión para el díasiguiente.

Hasta que el coronado la convocó a la Sala del Consejo y laobligó a quemar sus notas. Aquella última humillación disipósu miedo y sus escrúpulos de un plumazo. Nada más salir dela Sala del Consejo fue a buscar a Filomena para comunicar-le lo que se disponía a hacer.

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—En ese caso —había murmurado Filomena—, yo huirécontigo.

Y así fue cómo, juntas y gracias a los contactos del arconte,prepararon minuciosamente su evasión.

Malva apartó el espejo, ya que su imagen empezaba a mo-lestarle. Entonces, sin que ella se diera cuenta, la carta se desli-zó por detrás del tocador. La muchacha se puso en pie y seacercó a la ventana para separar ligeramente las cortinas.

La luna todavía no había asomado. En el horizonte, detrásde los huertos, quedaba una estrecha franja de claridad cre-puscular. Al este, las colinas, de rugosa silueta, se apartabanaquí y allá para dejar paso a los meandros del río Gdavir. «Pue-de que ya no vuelva nunca más —pensó—. Ya no volveré a sa-borear los frutos de estos huertos, me perderé los veranos deGalnicia...» Se le hizo un nudo en la garganta, pero se apresu-ró a tragar saliva; aún era demasiado pronto para sentir nos-talgia. Malva volvió a cerrar las cortinas.

Filomena apareció entonces por la puerta falsa. Sin decirpalabra, dejó en el suelo el fardo que contenía el disfraz: unospantalones de algodón, una falda de tela tosca, una blusa colorcrema con mangas sencillas, una cofia sin adornos. Por enci-ma, Malva se cubrió con una esclavina de lana que una primade Filomena había birlado a una campesina, en la feria de ga-nado. Aquella ropa, gastada, raída, le permitiría pasar desa-percibida. La capucha era ancha y le caía hasta debajo de losojos al inclinar la cabeza.

—¿Qué pinta tengo? —preguntó Malva. —La de una chica cualquiera —sentenció Filomena, tras

pensarlo detenidamente. La principetta sonrió. Desde aquel momento, Malva, única

heredera al trono de Galnicia, sería una chica cualquiera.

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Filomena recogió la ropa principesca, hizo un ovillo con losmechones de pelo y lo metió todo dentro de un fardo que sepuso bajo el brazo. Aquel paquete contenía lo que serían lasúnicas posesiones de ambas: ropa de repuesto, un pan, aceitu-nas, una cantidad considerable de monedas de oro proporcio-nadas por el arconte y cuadernos nuevos para que Malva plas-mara en ellos sus aventuras.

—¡En marcha! —dijo la principetta al fin, dirigiéndose a laentrada del pasadizo secreto.

Filomena la siguió y cerró la puerta tras de sí. Cuando la os-curidad las envolvió, Malva se dio cuenta repentinamente deque lo que hacían ya no era un simple ensayo.

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