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D D el lado francés, la primera víctima de México fue el almirante Jurien de la Gravière, a quien el general Latrille de Lorencez –sobrino nieto, por parte de su madre, del mariscal Oudinot– vino a reemplazar al mando del cuer- po expedicionario. No podía ser de otra manera: Napoleón estaba todavía bajo el embrujo de Saligny y de los emigrados mexicanos y no podía comprender cómo una incongruencia como el asunto de La Soledad había podido producirse. Puebla, 5 de mayo de 1862. Una seria advertencia* *Tomado de su libro La intervención en México, 1862–1867. El espejismo americano de Napoleón III. Ediciones de Educación y Cultura / Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México) y Trama editorial (Madrid), 2012. 2

Puebla, 5 de mayo de 1862. Una seria advertencia* · de su madre, del mariscal Oudinot– vino a reemplazar al mando del cuer-po expedicionario. No podía ser de otra manera:

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DDel lado francés, la primera víctima de México fue el almirante Jurien de laGravière, a quien el general Latrille de Lorencez –sobrino nieto, por partede su madre, del mariscal Oudinot– vino a reemplazar al mando del cuer-

po expedicionario. No podía ser de otra manera: Napoleón estaba todavía bajo elembrujo de Saligny y de los emigrados mexicanos y no podía comprender cómouna incongruencia como el asunto de La Soledad había podido producirse.

Puebla, 5 de mayo de 1862.Una seria advertencia*

*Tomado de su libro La intervención en México, 1862–1867. El espejismo americano de Napoleón III. Ediciones de Educación y Cultura / Benemérita Universidad Autónoma de Puebla(México) y Trama editorial (Madrid), 2012.

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PERFIL • VIERNES 4 DE MAYO DE 20122

Lorencez desembarcó el 10 de marzoen Veracruz, a la cabeza de 4 500 hom-bres de buenas tropas, quienes elevabanel número de los efectivos franceses alnivel de una división. Los mexicanoshabían tenido que mantenerse firmes–al igual que los españoles–, ya que esta-ba allí la élite del ejército francés, todosveteranos de Argelia, de Crimea y deItalia. Como a Napoleón le preocupaba,de todas maneras, que los aliados mexi-canos tan anunciados no hubieran apa-recido, había ordenado al general llevarconsigo a un pequeño grupo de emigra-dos, entre ellos al padre Francisco Xa-vier Miranda y sobre todo a Juan Al-monte, quien se había hecho precursordel imperio de Maximiliano y quien sepresentaba ahora como el “delegado”de Napoleón III en México.

Al ver desembarcar a esos hombres,Wyke y Prim elevarán los brazos alcielo: ¡decididamente, los franceses sequitaban la máscara! En la ciudad deMéxico, el gobierno de Juárez sintió lamisma indignación y, el 3 de abril,Doblado rogó a los aliados “dar la ordenpara que esas tropas vuelvan a sus em-barcaciones y sean transportadas sin tar-danza fuera de la República”. Nos en-contrábamos entonces a menos de dossemanas de la apertura, el 15 de abril, delas negociaciones previstas por la con-vención de La Soledad.

¿Qué hacer?Decidieron reunirse entre “aliados”

el 9 de abril, en Orizaba, con el fin detomar una decisión. Ese día, el español yel inglés protestaron contra la protecciónconcedida por Francia a conspiradoresque habían venido a derrocar al gobier-no de México. Jurien de la Gravière –to-davía ignorante de su reemplazo, anun-ciado la víspera en París– se esforzó porsostener, con toda mala fe, que “la pro-tección concedida al general Almonteno sería para nada diferente a la queFrancia otorgaba a los proscritos de to-dos los países”, que “no implicaba por símisma ninguna intervención en losasuntos internos de la República” y que

“una vez concedida, no había ejemploalguno de que jamás hubiera sido retira-da”… Era anunciar el fin no solamentede la convención del 31 de octubre, yacasi muerta y enterrada, sino tambiénde La Soledad, firmada unas semanasantes, y con la cual españoles e inglesescontaban firmemente para cerrar su ex-pediente y volver a embarcarse lo másrápidamente posible. Wyke y Prim sedeclararon entonces a favor de la de-manda de expulsión presentada por Do-blado unos días antes. Jurien y Salignyse sublevaron: para el primero, Almonteera el hombre “más capaz de cumplir sumisión pacificadora y conciliadora” –sinprecisar cuál– y era “digno, por sus an-tecedentes, de ser escuchado por suscompatriotas y de hacerles entender lasintenciones benévolas” de las potencias.En cuanto al segundo, afirmó no habertenido jamás “la menor confianza enninguno de los actos del gobierno mexi-cano” y que esta “opinión se aplicaba nosolamente a los Preliminares de los quese hablaba” –los de La Soledad– “sino atodas las convenciones futuras que pu-dieran concertarse con él”…

Por esto, el comodoro Dunlop explo-tó: “Pero entonces, si usted no tiene con-fianza alguna en la palabra del gobiernomexicano, ¿por qué ha firmado los Pre-liminares en cuestión?” A lo que Salignyrespondió, soberbio, que él “no teníaque rendirle cuentas a nadie sobre losmotivos que lo habían llevado a firmaresos Preliminares” y que además, “elgobierno mexicano los había transgredi-do él mismo de mil maneras”.

La discusión se hizo más acalorada.Los franceses afirmaron que “nin-

gún gobierno había instaurado nuncaun clima de terror comparable al quereinaba en México esos días”. Wyke yPrim se preguntaron si no estarían so-ñando. ¿Se hacía alusión a la ejecución,el 23 de marzo, del general conservadorManuel Robles Pezuela por parte de losliberales? El general Robles –un viejoamigo de Saligny– acababa de tratar devolver a unir los campos aliados. Había

sido, como era natural, arrestado, juz-gado por traición y pasado por las ar-mas. Pero los franceses agregaban: paraSaligny, “los franceses de México gemí-an bajo la más atroz tiranía y pedíanque las tropas francesas entraran a lacapital”. Jurien aseguraba que “la partemás moderada de la nación deseaba elapoyo de los aliados y manifestaría porsí misma sus sentimientos el día en que,libre de toda opresión, pudiera formu-lar su propia opinión”. Y concluía: “Esnecesario dirigirse de inmediato a laciudad de México.”

No había nada de sorprendente eneste cambio de tono: las tropas de refuer-zo del general Lorencez estaban allí desdehacía un mes. Ellas habían anunciado elfinal de la convención de La Soledad:¿cómo veían los mexicanos la situación,ellos que, habiendo pedido en enero lapartida de la mayoría de las tropas quehabían puesto pie en México, habían vistodesembarcar a otras en marzo?

Así el punto de quiebre hacia el quese tendía desde hacía cuatro meses sehabía alcanzado, este 9 de abril de 1862.No les quedaba a los aliados más queredactar una nota colectiva dirigida a lasautoridades mexicanas, en la que decíanhallarse “ante la imposibilidad de po-nerse de acuerdo en cuanto a la inter-pretación de la convención del 31 deoctubre de 1861”. A esta confesión losfranceses agregaron su propio mensaje,a saber que ellos se negaban terminante-mente a reenviar a La Habana al ex ge-neral Almonte, a quien osaban presentarcomo un hombre “ajeno a las pasionesde los partidos”. Uniendo el gesto con lapalabra, le entregaron, así como a Mi-randa, salvoconductos que “autoriza-ban” a los dos hombres –consideradosen México como enemigos del Estado– apenetrar en el interior del país bajo laprotección de la bandera y de las bayo-netas del ejército francés. Los ingleses, yluego los españoles, se volvieron a em-barcar después de hacer como si estu-vieran satisfechos con las nuevas pro-mesas de pago… que no serían más res-

petadas que las precedentes. Al menosse retiraban del “nido de avispas” en elque los franceses se iban a encontrarsolos desde el 24 de abril, y a quienes,desde el momento en que se había dadovuelta a la página de las falsas aparien-cias, no faltaría más que un pretextopara dar rienda suelta a las hostilidades.

Uno de los artículos del convenio deLa Soledad les daría ese pretexto.

Había sido acordado, en efecto, queen caso de ruptura de las negociaciones,las tropas aliadas se replegarían rumboa la Tierra Caliente sin dejar tras ellasninguna unidad armada. Ahora bien,las negociaciones se habían roto. Y losfranceses habían reagrupado a todos susenfermos –los únicos que se habíanrecuperado completamente–, en núme-ro de 340, en el hospital de Orizaba.Había entonces que dejarlos sin protec-ción, “a salvaguarda de la nación mexi-cana”, como precisaba el artículo 3° dela convención.

Habiendo empezado por evacuarTehuacán y después Orizaba, las tropasde Jurien de la Gravière se habían rea-grupado el 8 de abril en Córdoba, dondese habían unido a los refuerzos de Lo-rencez, que los habían alcanzado desdela costa. Se tenían allí a 7 000 hombres deexcelentes tropas. ¿Se podía hablar toda-vía de replegarse hacia la Tierra Calientey hacia el peligro de la fiebre amarilla?Estaban más bien tentados, por el con-trario, a recuperar el tiempo perdido.

El 12 de abril, tomando en cuenta losúltimos acontecimientos, Benito Juárezlanzó una proclama: ponía al país enestado de sitio, llamaba a las armas a to-dos los ciudadanos de entre 30 y 60 añosde edad y amenazaba con la pena capi-tal a cualquiera que fuera hallado culpa-ble de apoyar al enemigo.

Es cierto que el presidente, que nodejaba de declarar sus buenas intencio-nes frente a los franceses, tenía motivospara sentirse agredido y, como lo escri-biría a Montluc el 28 de abril, no hacíamás que “prepararse para responder ala fuerza con la fuerza”.

El 17 de abril, Almonte daba de quéhablar: reanudando la tradición de lospronunciamientos, el “delegado de Na-poleón III en México” publicaba suplan de Córdoba –eco lejano del plande Iguala– que se suponía daría a cono-cer su propio proyecto para México yelevarse a sí mismo al rango de “jefesupremo interino de México”. Al díasiguiente, la ciudad de Orizaba procla-maba su adhesión al plan y su adhe-sión a la persona de Almonte. Más pre-cisamente se encontró, en una aglome-ración de 25 000 habitantes, a menos deuna centena de “notables” de espíritumás bien aventurero para plasmar susfirmas en lo que Sir Charles Wyke lla-maría un poco más tarde, después deuna segunda “adhesión” –la de Vera-cruz–, “una farsa… cuya existencia eraignorada en la mayor parte de la Re-pública, que la opinión rechazaba pordondequiera que esa existencia era co-nocida y que no mandaba más que enlas dos ciudades en las que estaba sos-tenida por las bayonetas francesas”.

Cierto número de signatarios hicie-ron saber que su “adhesión” había sidoproclamada en su ausencia y que habíasido registrada “por suposición”.

El general Bazaine ataca el fuerte de San Xavier durante el sitio de Puebla de 1863. Jean–Adolphe Beaucé, 1867. Óleo sobre tela.Museo Nacional del Castillo de Versalles. © Photo RMN - G. Blot

VIERNES 4 DE MAYO DE 2012 • PERFIL 3Es cierto que esas maniobras empeza-

ban a dar frutos: dos generales reacciona-rios, Tomás Mejía y Leonardo Márquez, aquienes los mexicanos considerabancomo viles jefes de banda “disidentes”,fueron a ponerse a las órdenes del jefesupremo interino prometiéndole tropas.Un tercero, de apellido Gálvez, hizo suaparición ante los franceses, a la cabezade 200 hombres andrajosos, mal equipa-dos, con aspecto de salteadores de cami-nos, seguidos, al estilo mexicano, de unahorda de soldaderas –las mujeres de lossoldados– caminando con los pies des-calzos, en harapos, cargadas de paquetes,de recipientes y de ollas y frecuentemen-te con un niño amarrado a la espalda. Erala intendencia que “seguía”…

Para los veteranos de Crimea, era uncuadro tan pintoresco como el que leshabían presentado en Bulgaria, en 1854,los bachi–bouzouks del Gran Turco, queSaint–Arnaud y Youssouf se habían par-tido el lomo en vano para organizar enuna caballería temporal en apoyo a lastropas francesas. La llegada de este re-fuerzo local dejó perplejos, es lo menosque se puede decir, a los soldados de pro-fesión de Jurien y de Lorencez, pero leencantó al alto mando: ¡las prediccionesde Saligny y los emigrados se confirma-ban al fin!

El ministro de Francia echaba las cam-panas al vuelo, proclamaba la victoria ga-nada antes de que se hiciera un solo dis-paro y se decía capaz de marchar triun-falmente hasta la ciudad de México “a lacabeza de un solo batallón de zuavos”.

Al respecto, un rumor se difundióentre los mexicanos: los franceses habrí-an dejado en Orizaba, en contra del artí-culo 3° del convenio, a 500 soldados ar-mados para garantizar la seguridad desus enfermos. El general Ignacio Zarago-za, quien acababa de renunciar a la carte-ra de Guerra para reemplazar a Uraga almando del ejército de Oriente, indignadoal saber que se había dudado del honor yde la palabra de su gobierno, escribió aLorencez para pedirle explicaciones. Hu-bo un intercambio de correspondencia,seguido de otra carta de Zaragoza, a lacual Lorencez reaccionó de manera bru-tal: forzando a sus tropas a realizar unamedia vuelta completa, marchó de Cór-doba a Orizaba, que volvió a ocupar el 20de abril, tras haber tenido, la víspera, cercade Fortín, una breve escaramuza con lossoldados del general Porfirio Díaz, a quienmató a 5 hombres e hirió a otros diez.

La guerra de México acababa deempezar.

Este mismo 20 de abril, el general Lo-rencez lanzó una proclama destinada ajustificar su conducta: “¡Mexicanos! A pe-sar de los asesinatos cometidos contranuestros soldados y las declaraciones delgobierno de Juárez incitando a esos aten-tados, yo quisiera cumplir con fidelidad,hasta el último momento, las obligacio-nes contraídas por los plenipotenciariosde las tres potencias aliadas. Pero he reci-bido del general Zaragoza una carta se-gún la cual la seguridad de nuestros en-fermos, dejados en Orizaba bajo la fe dela convención, se veía indignamenteamenazada. En presencia de tales he-chos, no hay lugar para la duda: tuve queentrar a Orizaba para proteger a mis en-fermos amenazados por un atentado tanvil. La nación mexicana no deberá preo-

cuparse porque la guerra solo ha sido de-clarada a un gobierno inicuo, que ha co-metido contra nuestros compatriotas ul-trajes inauditos que, créanme, yo sabrévengar.”

¿Había sucedido algo en Orizaba quehaya podido hacer temer a Lorencez un“atentado vil” contra los enfermos fran-ceses? De ninguna manera. Si algo suce-día en esa ciudad, sería más debido aAlmonte, quien maniobraba para obte-ner las firmas de algunas decenas de“notables” conservadores locales. Y siZaragoza se había dirigido también haciaOrizaba era para vigilar los movimientosde Almonte. Si tenemos en cuenta elhecho de que los franceses no publicaránjamás el contenido de la carta de Zarago-za –ni tampoco su autor, quien moriríade tifo el 8 de septiembre siguiente–, unaevidencia se impone: la preocupaciónpor la seguridad de los enfermos de Ori-zaba no era más que un pretexto. Ade-más, está comprobado que los “ultrajesinauditos sufridos por parte de nuestroscompatriotas” evocados por Saligny du-rante la conferencia del 9 de abril y pos-teriormente por Lorencez en su proclamadel 20, no eran más que puras invencio-nes: Saligny había solicitado algunos fal-sos testimonios entre un puñado de fran-ceses de México, que habían compradobonos Jecker y contaban con el ministrode Francia para poder obtener su reem-

bolso con intereses. Nada de esto era dig-no, pero, después de todo, se dirían Ju-rien y Lorencez, “el fin justifica los me-dios”. Y aunque fuera “a un gobierno ini-cuo”, todos lo sabían: “La guerra ha sidodeclarada.” Los pretextos eran débiles,pero ¿quién los necesitaba? Estaban en ellugar preciso, tenían fuerza y libertad pa-ra actuar: “¡Gracias a Dios!, exclamabaentonces Eugenia en una carta a su ami-ga Paulina de Metternich, ¡no tenemosaliados!”

Y además, la buena conciencia de es-tos europeos muy de su época era total.Compartiendo todas las ilusiones deSaligny, el nuevo comandante en jefe,que su pasado de valiente soldado conhorizontes limitados no había preparadoen lo absoluto para convertirse en unnuevo Cortés, escribió a Napoleón: “Ca-minaremos hacia adelante, llegaremos ala ciudad de México y el príncipe Ma-ximiliano será proclamado soberano deMéxico, donde su gobierno firme y pru-dente será fácilmente mantenido para lafelicidad y la regeneración del más des-moralizado de los pueblos.” Y el generalfanfarroneaba: “Tenemos sobre los mexi-canos una superioridad de raza, de orga-nización, de moral tales que, desde estemomento, a la cabeza de mis seis mil sol-dados, soy el amo de México.”

El pobre Lorencez, que había recibido,el 21 de abril, la carta que lo elevaba al

grado de general de división y coman-dante en jefe del cuerpo expedicionario,era un buen candidato para convertirsepronto, después del oficial general queacababa de reemplazar, en la víctima deMéxico.

En cuanto al emperador Napoleón, éllo ignoraba todavía, pero ya había perdi-do el control de los acontecimientos. Por-que el cuerpo expedicionario, que iba atomar el camino hacia la ciudad de Mé-xico, acababa de agregar a sus impedimen-ta al más pesado de todos: el poder auto-proclamado de Almonte. Frente a estaamenaza de un retorno de la reacción y,en consecuencia, de una nueva guerracivil, los mexicanos que habrían podido,por diversas razones, sumarse a la inter-vención, se cuidaron de manifestarse reti-rando al mismo tiempo todo crédito aesta empresa. Esta pérdida de credibili-dad sería resentida también por los ofi-ciales y los soldados del cuerpo expedi-cionario, de quienes un leitmotiv iba a ser:“Nosotros queremos hacer la guerra porFrancia, pero no jugar a los gendarmespara beneficio de un Almonte o de unarchiduque”…

El 27 de abril de 1862, el general Lo-rencez emprende con sus tropas el cami-no hacia la ciudad de México. Deja a doscompañías de infantería de marina enOrizaba y se lleva consigo, además de suartillería y algunos elementos de ingenie-ría militar, al 2° regimiento de zuavos delcoronel Gambier, el 99° regimiento delínea del coronel L’Hériller y el 1er bata-llón de cazadores de infantería del co-mandante Mangin, el regimiento de in-fantería de marina del coronel Henniquey el batallón de fusileros marinos bajo lasórdenes del capitán de fragata Allègre.En su camino encuentra la gran ciudadde Puebla, situada a 240 kilómetros de lacosta, en la meseta del Anáhuac, de lacual va a apoderarse. Ello no le preocupaen lo absoluto: Saligny y los emigrados leaseguraron que Puebla de los Ángeles–la Ciudad de los Ángeles– es la capitalde los conservadores de México, con sus75 000 habitantes, su catedral, sus 80 igle-sias y sus innumerables edificios religio-sos. No solamente, le repitieron, no sedefenderá, sino que se alzará contra suspropios defensores si Zaragoza se atrevea combatir a los franceses dentro de susmuros. Lorencez camina entonces confia-do, completamente apegado a los conse-jos –y a las órdenes– de Dubois de Sa-ligny, más cercano que nunca de las Tu-llerías y que acaba de ser investido por elemperador con plenos poderes diplomá-ticos y militares.

Desde el día siguiente, 28 de abril, lle-gan al pie del impresionante talud de lasCumbres, que culmina cerca de los 900metros de altitud y sostiene la meseta delAnáhuac. A lo largo de la subida y de labajada de las dos murallas sucesivas delas grandes y las pequeñas Cumbres, elcamino dibuja 38 curvas, que podríanconstituir el mismo número de puntos deresistencia para una tropa decidida. Peroel general Zaragoza ha dispuesto a sus 4000 hombres de otro modo en estas mon-tañas, repartidos en cinco brigadas y apo-yados por tres baterías de artillería.

Lorencez se lanza de manera decididaa la acción: desdeñando el camino, zua-vos y cazadores de infantería escalan laspendientes, como en los mejores días de

Portada de la edición francesa de La guerre du Mexique, de Gouttman

PERFIL • VIERNES 4 DE MAYO DE 20124

Alma y, al caer la tarde, la primera líneade las alturas es conquistada. Después dehaber acampado en el lugar, el ejércitodescubre, a la mañana siguiente, que lasegunda línea ha sido también evacuadapor los mexicanos. El camino a Pueblaestá libre. Sorprendente victoria, en ver-dad, conseguida por dos batallones deinfantería contra una posición aparente-mente inexpugnable defendida por fuer-zas cinco veces superiores y dieciochopiezas de artillería, al precio irrisorio dedos muertos y unos treinta heridos. Elcomandante, ya pleno de ilusiones, nonecesitaba las certezas que el triunfo ha-ría surgir.

El 29 de abril atravesaron las peque-ñas Cumbres y desembocaron en la me-seta del Anáhuac. Después de haber he-cho un alto en Cañada de Ixtapan, partende nuevo el 1 de mayo, con un tiempoterrible, para llegar el 4 a Amozoc, a 12kilómetros de la Ciudad de los Ángeles,donde pasaron la noche. Más allá de esepueblo grande, célebre en toda AméricaCentral por la calidad de sus espuelas ysus frenos, se abre el desfiladero que des-emboca en la gran planicie de Puebla. Yel 5 de mayo por la mañana, escoltadopor un Dubois de Saligny de quien lascontinuas intervenciones en las cuestio-nes de orden militar empiezan a exaspe-rar seriamente a sus oficiales, flanqueadopor un Almonte que hace como si toma-ra en serio su nuevo poder de opereta,Lorencez se presenta ante la Ciudad delos Ángeles, gran mancha blanca erizadade campanarios y de cúpulas, extendidaal pie de enormes y oscuros macizosmontañosos.

Pero, más allá de la majestuosidad delespectáculo, lo que sorprende sobre todoal ejército es el silencio, el hecho de queno se observe ningún movimiento, ni enla planicie ni en las orillas de la ciudad.Hay mucho que cuestionarse, sobre todosi se piensa en que han caminado casi aciegas desde hace ocho días, en un paísenemigo y en terreno completamentedesconocido, sin estar informados en loabsoluto, sin haber esclarecido su ruta,haciendo así depender la vida de 6 000hombres de las garantías –inverificables–de Saligny y de Almonte. En el momentoen que Lorencez llega a la meta, toda suestrategia se desmorona: no ve ni a losnotables, que debían presentarle en uncojín bordado las llaves de la ciudad, ni alas multitudes entusiastas, los arcostriunfales, las mujeres lanzando flores.Tampoco a los 4 000 hombres con los queMárquez debía reforzar el cuerpo expe-dicionario en Puebla. No había nada ninadie delante de él, aparte de algunostiradores enemigos que huyen tras haberdisparado sus fusiles.

Será entonces necesario luchar.Luchar sin aliados, contra fuerzas que

Lorencez estima –con razón– en 12 000hombres, el doble de los que él dispone.Y luchar sin tener los medios –en cuantoa víveres, artillería, municiones, mate-rial– para poner un sitio a la ciudad, siacaso para una simple escaramuza.Había que jugarse el todo por el todo, yaque no había ningún refuerzo que espe-rar de Orizaba ni de Veracruz.

A la derecha de la ciudad, cerca de unkilómetro al oeste, se levanta una colinacon relieve accidentado, de unos cienmetros de altura, el cerro de Guadalupe,

en la cima del cual un convento de murosespesos ha sido transformado en fortale-za guarnecida con una fuerte artillería. A1 200 metros detrás de él, en la cresta dela montaña, apresuradamente unida alfuerte de Guadalupe mediante los traba-jos de acondicionamiento, se eleva elfuerte de Loreto. El ataque de estas dosposiciones, en ausencia de una prepara-ción sólida, parece excesivamente arries-gado. Un informante se presentó ante elestado mayor para recordar a los france-ses que en guerras precedentes, la ciudadhabía sido atacada y tomada siempre porel sur, y no por el oeste. Más valía tratarde penetrar en la ciudad, con el riesgo decombates callejeros difíciles, en lugar deestrellarse contra fortificaciones inexpug-nables. Pero Lorencez es un general deprincipios, que no se decidía a atacar unaciudad sin haberse antes apoderado desus partes altas. Opta entonces por atacarel cerro de Guadalupe y, tras haberlesdado a sus tropas una hora de descanso,da sus órdenes: los dos batallones de zua-vos y cuatro compañías de cazadores apie iniciarán el asalto, los fusileros mari-nos se colocarán en la planicie como pro-tección contra la caballería enemiga, elregimiento de infantería de marina semantendrá en reserva.

Cerca de las once horas, la artilleríaabre el fuego. Desafortunadamente nodispone más que de piezas de campaña,poco eficaces contra grandes construccio-nes. De tal suerte que, a falta de poderprotegerse de los cañones de los fuertes,las baterías se instalaron a 2 000 metrosdel objetivo, una distancia demasiadogrande para permitir un tiro útil. Lo quees más, teniendo en cuenta el relieve, laspiezas disparan de abajo hacia arriba, enla peor configuración posible. Así, des-pués de tres cuartos de hora se ha agota-do la mitad de las municiones de artille-ría sin haber logrado hacer la más míni-ma brecha en las murallas. Hace faltaentonces decidirse, porque la caballeríade Zaragoza, lejos de permanecer pasiva,hace su aparición en la planicie y se lanzaal ataque. Cerca de las doce treinta, Lo-rencez da la orden de asalto y las tropasse lanzan con su fogosidad habitual. Peroel 1er batallón de zuavos choca contracinco batallones mexicanos desplegadosentre los dos fuertes, mientras que loscazadores a pie se encuentran bloquea-dos delante de una cuneta cuya existen-cia desconocían. Del lado de Loreto, bajola lluvia de balas, era imposible acercarse.Los hombres del 2° batallón de zuavoshacen gala de un gran valor delante delde Guadalupe y algunos consiguen lle-gar a la cuneta, donde solo saltan para serasediados por los defensores que surgende todos lados. Muy poco numerosos, nopueden imponerse. Un clarín de nombreRoblet consigue izarse sobre el parapeto,donde hace sonar la carga a pleno pul-món, indiferente a las balas que zumbana su alrededor. Algunos hombres, que lle-van tablas provistas de escalones clavete-ados, se suben a su vez al parapeto, perono pueden sostenerse y caen unos trasotros.

En la zanja, es una masacre.De pronto, se escucha alzarse la voz

del coronel Gambier: “¡A mí! ¡A la ban-dera! ¡Los oficiales! ¡Los suboficiales!”: elenemigo está a punto de apoderarse deláguila del 2° regimiento de zuavos, ador-

nada con la cruz de honor que había reci-bido en Magenta. Gracias a un últimoesfuerzo, el emblema fue salvado, perodecididamente “todo estaba perdidoexcepto el honor”. Los hombres de la ma-rina se lanzaron a su vez y trataron detomar el fuerte de Guadalupe por detrás,sin mayor éxito. No había de qué sor-prenderse: lanzado sin estudio previo nipreparación suficiente, un asalto a esaspendientes empinadas, barridas por unfuego intenso, solo podía llevar a un fra-caso. Encima de esto, una gran tormentase desata y un verdadero diluvio trans-forma el terreno, en unos instantes, enpendientes fangosas y resbaladizas sobrelas que ya no es posible tenerse en pie.

A Lorencez no le queda, a su pesar,más que ordenar la retirada, que se efec-túa en orden a pesar del dolor de los ofi-ciales y de los soldados, profundamenteafectados no solamente por el fracasosufrido, sino también y sobre todo por lanecesidad de abandonar en el campo anumerosos heridos.

El hecho le costó 476 hombres al cuer-po expedicionario, de los cuales 172 mu-rieron, contra una baja de la mitad del la-do de los mexicanos. El general FelipeBerriozábal, uno de los tenientes de Za-ragoza, pudo declarar con todo derecho“la victoria de los niños del Anáhuacsobre los primeros soldados del mundo”y exclamar en su reporte: “Las águilasfrancesas atravesaron los mares para ve-nir a depositar al pie de la bandera mexi-cana sus laureles de Sebastopol, de Ma-

genta y de Solferino. ¡Habéis combatidoa los primeros soldados de la época y loshabéis vencido!”

¡Y qué importa si la población de Puebla,efectivamente más cerca de los conserva-dores que de los liberales, manifiesta me-nos entusiasmo ante la derrota de los fran-ceses que los generales de la República!

El 8 de mayo en la noche, después dehaber esperado en vano el error que Za-ragoza no iba a cometer –salir de la ciu-dad para combatir en campo raso–,Lorencez hace tomar a sus tropas el cami-no de regreso. Es la triste pero digna “re-tirada de los Seis Mil”, a lo largo de lacual los hombres bajan la cabeza peroconservan toda su combatividad. Y losmexicanos, que siguen o flanquean suscolumnas acechando la ocasión favora-ble, no se arriesgan a acercarse demasia-do. Lejos de guardarle rencor a su jefe,oficiales y soldados echan pestes contraDubois de Saligny, a quien adjudican in-mediatamente la responsabilidad de laderrota: decididamente el hombre ha en-gañado a Lorencez, y los muertos caídosen el cerro, los 215 prisioneros heridos ycurados en los hospitales de Puebla, sonlas víctimas directas de sus taras y susartimañas. El ejército comparte el dolorde su general y se une a su desgracia, ad-mirando la sangre fría de la que da prue-ba al llevarlo de regreso, desde el 17 demayo, a su base de partida en Orizaba,con el enemigo a los talones y a través deun terreno difícil, sin haber perdido ni unhombre ni un cañón.