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Rafael Urzúa Macíasrector

Ernestina León Rodríguezsecretaria general

Ma. de Lourdes Chiquito Díaz de Leóndirectora general de difusión

Eduardo Lópezeditor

Consejo Editorial

Víctor SandovalJuan Pablo de ÁvilaRosa Luz de LunaSalvador Gallardo TopeteClaudia Santa-AnaÓscar SantosBenjamín ValdiviaArturo VillalobosEdilberto Aldán

Martha Esparza Ramírezcuidado de la edición

Tierra Baldía es una revista de Literatura de la Universidad Autónoma de Aguascalien-tes. Su quehacer consiste en la difusión de la creación literaria local y nacional, sin fines de lucro ni de la promoción de un perfil úni-co estético o de pensamiento. El criterio de selección de los textos se basa únicamente en la calidad literaria. Puede dirigir sus tex-tos en poesía, narrativa y ensayo a la página electrónica: [email protected] nuestra página en Internet:http://revistatierrabaldia.blogspot.com

El Consejo Editorial no se hace responsable por las colaboraciones no solicitadas.

Impresa en el Departamento de Procesos Gráficos de la Dirección General de Servi-cios de la Universidad Autónoma de Aguas-calientes.

Tiraje: 750 ejemplares.

Marzo de 2008

gEorges bataille 4

eDilberto aldán Jauja (fotografías interiores y portada) 6

jAvier acosta Migración 14

óScar santos Regreso 15

mAría salvador Ópalo / Geodésica 16

rAúl quinto Entreacto / En la ópera del ruido 18

rAmón lópez rodríguez Breve ensayo sobre muerte y permanencia 20

cIrce vela Frases / Manada / Oscura 26

rIcardo moreno Dos tortas al pastor 28

mA. de lourdes de santos 30

aRturo villalobos El capítulo predilecto de James Joyce 32

rOsario ramos quezada El credo del poeta 38

aLejandra calderón garcía El diablo no tiene pata de cabra como se piensa 40

lAura villalobos El traje 42

cRistina márquez En vela / Anatomía de un error 44

óScar fránquez villaseñor El mago 48

éRika delfín 52

sAlvador gallardo cabrera Ernst Jünger: la resistencia al presente 57

dIana martín del campo La fiesta de las ranas 66

aTahualpa espinosa La flor y el lagarto 68

aNgélica martínez coronel La trusa impostora 70

iGnacio solares La instrucción 73

sAlvador gallardo (el hijo) Pequeña rata blanca / Lluvia / Me duele / Una voz pidiendo auxilio 78

rAmón claverán alonso Si tan sólo 82

nÉstor duch-gary Simetrías de la vida 85

aLejandra molina Carta breve y caritativa a un pintor ciego 88

iLse días Tarde de juegos y de gatos 89

cAleb olvera Tristísimo dolor: la sangre 91

kUrt levi De un lado a otro / El jardín de Frida Kahlo / Sobre el amor 92

aLberto buzali La cita 96

aLberto chimal Equipo celeste 98

eDilberto aldán Último resto del naufragio 99

gUillermo vega zaragoza Zoología poética 101

jOsé antonio alvarado 103

mArio alonso Murmullos 106

mArtha favila Las lavanderas 108

mIriam perales Cuatro poemas 110

pAloma mora Marino en casa 113

rEgina kalach atri Fragmentos de un poemario 115

rOdrigo romo cardona Prosa de la piedra 116

rUbén chávez ruiz esparza Bijou 117

bEnjamín valdivia No sólo de pan / Perduración bañada en lo terrestre 119

index

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� Tierra Baldía

E l s a b e r humanonoesmayorque esesabere l e m e n t a l sistematizado

porel lenguaje.GeorgesBataille

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�Tierra Baldía

E l s a b e r humanonoesmayorque esesabere l e m e n t a l sistematizado

porel lenguaje.GeorgesBataille

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� Tierra Baldía

Jauja

eDilberto aldán

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�Tierra Baldía

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10 Tierra Baldía

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13Tierra Baldía

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1� Tierra Baldía

jAvier acosta

Migración

Javier Acosta (Estancia de Ánimas, Zacatecas). Es Doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid) y profesor de Teoría del Arte en la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Autor de los poemarios Allen, tómate una tableta de eucalipto; Melodía de la i; El almirante busca una casa de renta; Cuadernillo del viento; Regla de tres; Largo viaje al presente (ed. Mantis /SCJ, 2008). Premio Nacional de Poesía Luis G. Ledesma, 2000. Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde, 2006.

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1�Tierra Baldía

óScar santos

Regreso

I

Un minuto antes de abrir los ojos todavía se preguntaba si esa noche larga y súbita estaría desnuda de silencios. Todavía se restregaba los párpados y miraba al rostro un río que de tan negro solía perderse entre los humos de una hoguera recién extinguida y de sus aguas lo que cantaba era la guadaña de los peces. Entonces supo que el sopor era así por la memoria que extraviada buscaba una señal en la escritura del cielo.Un minuto antes de abrir los ojos en la noche había un temblor semejante a un cuerpo dormido. Los calambres parecían surgir de la oquedad de la boca y el sonido era un gorjeo de pájaros que ardían mientras que de sus alas esa misma noche se llenaba de palabras. El incendio era un número y la cifra tenía correspondencia con cierta proporción que en algunas lenguas significaban nombres desconocidos.Un minuto antes se dio cuenta de que esa sangre en realidad era la marca de un mar que se aleja. Y que esas olas que no rompen son acentos en una palabra que estalla y que en el viaje se parece a la floración de las nubes de lluvia. Algo se agolpa entonces tras los ojos y se inflaman de constelaciones.Un minuto antes y en el sueño que no reconocía su rostro, Lázaro miraba. Supo, por sesenta segundos, qué esa es la poesía.

(A propósito del libro Lujurias y constelaciones)

Para Eduardo López

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1� Tierra Baldía

mAría salvador

María Salvador (Granada, 1986) estudia Historia del Arte. Ha cola-borado en diversas publicaciones españolas y mexicanas. Reciente-mente publicó su primer libro de poemas: El origen de la simetría (Icaria, 2007). Codirige y diseña la revista electrónica Oniria.

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1�Tierra Baldía

Ópalo

A ambos lados de la conciencia, entre las húmedas palabras del Amazonas, donde

nos encontramos cuando cerramos los ojos y recordamos los colores volcánicos del

que pudo ser nuestro hogar; donde el sueño se compone de sílabas rasgadas en la

tierra y la noche se yergue abstracta bajo las estrellas de Andrómeda.

En ese lugar donde el agua no fluye sino que te encuentra, y escondes tu piel en

cánticos olvidados porque las raíces del pensamiento se bifurcan y huyen

nocturnas al pelaje de las mariposas:

allí donde el barro reclama tu esencia, y excava ansioso hasta tus células, allí estaremos vigilando.

la pantalla te observa.hay voces de ambos sexosacariciando la texturade tus oídos.

como arena cayendo entre los dedos,aquel discurso que no acaba;

los ojos que escrutinanel óleo blanco de tus párpados – la incertidumbre

un cuerpo es tan pequeñocuando le muestran su reflejo

Geodésica

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1� Tierra Baldía

Raúl Quinto (Cartagena, 1978) es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Granada. Ha publicado los libros de poemas Grietas (Dauro, 2002), La piel del vigilante (DVD, 2005) y La flor de la tortura (Renacimiento, en prensa). Ha sido traducido a varios idiomas; actualmente codirige la revista electrónica Oniria www.revistaoniria.com y la colección de poesía de La Garúa Libros.

rAúl quinto

Entreacto

En el ángulo oscurocicatrices de amor y cacería,un teatro de hueso dibujado en el dorso de la manoy la muerte diciendo que no somos distintos.

Estamos condenados a romper las cadenasy la noche es un crimen por cometer, una amenazade cuerpos suplantándose en el ángulo oscuro de todas las miradas.

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1�Tierra Baldía

Alguien señala con el dedo la dirección a un precipicio,escribo el vértigo; escribo la caída de este verso al vacío, la página arrancada del libro.

Desde el espacio en blanco que divide el silencio de tus ojos, desde la helada boca del revólverbesándote la nucay el corazón diseccionadode los siameses,desde el latido que los une y el bisturí que los separa;

escribo el alarido. Escribo que no hay nada dentro de las palabrascomo tampoco hay nada en las pupilasdel que observa la nieve,

y desde aquí, desde este extremo de la niebla,desobedezco.

En la ópera del ruido

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rAmón lópez rodríguez

Ramón López Rodríguez. (Aguascalientes, Ags., segunda mitad del siglo XX). Es-tudió filosofía en la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Desde el año 2000, gusta contar cuentos filosóficos como profesor en su alma mater. Aunque le atrae lo misterioso y lo fantástico, sueña con ser productivo y escribir celebérrimos ensayos que ayuden a cambiar el mundo. Después recuerda que es filósofo. Com-pensa su frustración generando caos en quien lo lee. No ha ganado premios –será porque nunca participa–. Promete que lo mejor de su obra está por venir. Le anima pensar que lo mismo dijo Albert Camus en el invierno 1960.

n i -celulares se dividen y, sin que medie el en-vejecimiento o la muerte, de uno se hacen dos idénti-cos, de dos se hacen cuatro, de cuatro, ocho, y así continúan sucesivamente, en una escala de crecimiento geométrico, hasta que una catástrofe exterior interrumpe el proceso. Mientras más compleja es la forma de vida, el tránsito de un or-ganismo diferenciado anterior a uno ulterior se hace más elaborado y pe-noso. Así que hablar de brechas ge-neracionales tiene sentido si hay reemplazo de un or-ganismo por otro, si en lu-gar de di-vis ión

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Breve ensayo sobre muerte y permanencia

En alguna ocasión, el historiador británico Arnold Toynbee escribió que la muerte es

el precio que pagan los organismos plu-ricelulares por el disfrute de su comple-jidad. Vistos detenidamente, los seres unicelulares se dividen y, sin que me-die el envejecimiento o la muerte, de uno se hacen dos idénticos, de dos

se hacen cuatro, de cuatro, ocho, y así continúan sucesivamente, en una es-

cala de crecimiento geométrico, hasta que una catástrofe exterior interrumpe

el proceso. Mientras más compleja es la forma de vida, el tránsito de un organismo

diferenciado anterior a uno ulterior se hace más elaborado y penoso. Así que hablar de

brechas generacionales tiene sentido si hay reemplazo de un organismo por otro, si en lu-

gar de división hay sustitución o, dicho de otra manera, si hay extinción necesaria de uno para la comodidad heredada hacia el otro. Sustantivando arbitrariamente el verbo, diríamos muerte.

Ante este concepto, no sólo las ciencias biológicas se han sentido particularmente atraídas, sino también las ciencias y disciplinas del hombre, especialmente la filosofía

y el arte. En este escrito, por lo pronto, parto de la filosofía para hablar de la muerte. Mas, no desde toda la filosofía –empresa que se antojaría temeraria– y no para hablar

exclusivamente sobre la muerte –esfuerzo que resultaría vano–. Sin mayor ambición, me limito a ensayar una débil conexión entre el concepto de muerte y otro que queda im-

Mi madre era así, yo adoraba en ella ese mismo apaciguamiento y siempre quise estar a su lado.

Hace ocho años que no puedo decir que murió; solamente se borró un poco más que de costumbre,

y cuando me volví a mirarla ya no estaba allí.

La peste. Notas postmórtem de Tarrou, Albert Camus

n i -celulares se dividen y, sin que medie el en-vejecimiento o la muerte, de uno se hacen dos idénti-cos, de dos se hacen cuatro, de cuatro, ocho, y así continúan sucesivamente, en una escala de crecimiento geométrico, hasta que una catástrofe exterior interrumpe el proceso. Mientras más compleja es la forma de vida, el tránsito de un or-ganismo diferenciado anterior a uno ulterior se hace más elaborado y pe-noso. Así que hablar de brechas ge-neracionales tiene sentido si hay reemplazo de un or-ganismo por otro, si en lu-gar de di-vis ión

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plícito en el universo terminológico con que eslabonamos el tema, que se enraíza en nues-tra manera de entender el “ser-ante-la-muer-te” y que no es otro sino el de permanencia, que aparece como una implacable necesidad –quizá necedad– que experimentan algunos seres más bien complejos, de no doblegarse ante el reino de lo efímero. En principio, me valgo del significado que la muerte asumió en la filosofía schopenhaue-riana a principios del siglo xix. Schopenhauer concibió la muerte como el gran desengaño, el momento en que todo ente, objetivado desde la más ciega y caótica voluntad, se enfrenta contra su propia insignificancia. Inexorable-mente, la muerte nos revela cómo esas comple-jidades soberbias, substancializadas en indivi-duos menesterosos y múltiples, exigiendo con descaro su perpetuidad, su inmortalidad y su trascendencia, llegan a ser desenmascaradas para hacerse sólo reconocibles como errores que quieren prolongarse al infinito. Mientras más complejos los seres, más conscientes son; mientras más conscientes, más indefensos y arrinconados por el dolor y la finitud se vuel-ven. Este círculo consabido de dolor-satisfac-ción-tedio-dolor, que acaso hace la existencia de los animales más feliz o soportable que la del hombre, le hace padecer a esta ufana conciencia una mortificación amplificada: no sólo enfrenta su insignificancia, su vertiginosa caída a los infiernos de la pequeñez, sino que además la constata. El hombre no sólo muere,

sino que sabe que su muerte es inevitable e irremediable. Se acoge, entonces, a su prodi-giosa inteligencia para que compense el daño y re-simbolice el origen del drama. ¿Por qué, si connatural a la muerte es que sea inevitable e irremediable, no ha de ser también irrepara-ble? ¿Por qué no ha de tener la contingencia un contrapeso y toda muerte, como queriendo decir siempre mi muerte, no ha de llegar a ser una pérdida que deba estremecer el universo y alterar el devenir de los que se quedan des-pués de mí? A veces, los seres complejos experimentan un afán desmedido por eternizarse en otros ante el presagio de “su muerte”. Como con-secuencia, aquéllos que se encuentran más desesperados habrán de procurarse (incluso podríamos afirmar que sueñan) que ella sea como una huella imborrable en el mundo de los que tendrán que afrontar su pérdida. Esto impele a la inteligencia racional de este ser amenazado (en primera instancia, yo, y des-pués todos los demás) a anticiparse al desen-lace y, premeditadamente, busque ejercitar ac-ciones violentas que le garanticen mantenerse vigente e imperecedero en el recuerdo de los otros, es decir, permanecer en su historia. Ac-ciones tales como “vivir de otros”, “hablar por otros”, “poseer a otros”, “marcar indeleble-mente la memoria de otros”, sólo pueden ser convenientemente interpretadas como propias del hombre –por poner un ejemplo de este ser complejo– que sobrevalora su presencia y dei-

A veces, los seres complejos experimentan un afán desmedido por eternizarse en otros ante el presagio de “su muerte”. Como consecuencia, aquéllos que se encuentran más desesperados habrán de procurarse (incluso podríamos afirmar que sueñan) que ella sea como una huella imborrable en el mundo de los que tendrán que afrontar su pérdida... debemos aprender todavía dos lecciones significativas y, por ende, valiosas: la primera es que la individualidad es finita y que está para destruirse, disolverse y marcharse; la segunda, quizás la más incomprensible para la inteligencia que ope-ra la eternización del individuo, es que hay que reconciliarse con esa natural caducidad, pues en ello está la clave para vigorizar los lazos que unen al hombre con su historia... Schopenhauer concibió a la muerte como el gran desengaño, el momento en que todo ente, objetivado desde la más ciega y caótica voluntad, se enfrenta contra su propia insignificancia. Inexorablemente, la muerte nos revela cómo esas complejidades soberbias, substancializadas en individuos menesterosos y múltiples, exigiendo con descaro su perpetuidad, su inmortalidad y su trascen-dencia, llegan a ser desenmascaradas para hacerse sólo reconocibles como errores que quieren prolongarse al infinito.

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fica su ineludible ausencia. Sin embargo, esta reacción también lo descalifica para entender lo que es, para conocer su propia esencia, o diciéndolo a la manera del genial fenomenó-logo Max Scheler, para encontrar su puesto en el cosmos. A ese hombre con ansias de eterni-dad (que no las mismas ansias que exaltaron el romanticismo del siglo xix) le es imposible conciliarse con el hecho de que su historia no llega a ser nunca algo tan importante. En otras palabras, que su esencia se resuelve en el ser, para acabar de ser, y en el estar, para dejar de estar. Es decir: en lo efímero de su propia ma-nera de existir. De la filosofía de la historia del filósofo G. W. F. Hegel debemos aprender todavía dos lecciones significativas y, por ende, valiosas: la primera es que la individualidad es finita y que está para destruirse, disolverse y marchar-se; la segunda, quizás la más incomprensible para la inteligencia que opera la eternización del individuo, es que hay que reconciliarse con esa natural caducidad, pues en ello está la clave para vigorizar los lazos que unen al hombre con su historia –que la mayoría de las veces se confunde con su permanencia ineluc-table, pero que no son lo mismo–, con su for-ma de estar y no estar habitando el mundo. Quizá la ontología fundamental que instaura el filósofo Martin Heidegger pueda arrojar algo de luz a este asunto; si no es así, cuando menos ensayaremos un singular trabalenguas de corte filosófico. Para Heidegger, la muer-

te no es algo inhumano o sobrehumano, sino algo primordialmente humano. La muerte es la clausura de la posibilidad de ser del “ser-ahí” o dasein, que es ese ser entre los seres que es capaz de autoafirmarse desgañitándose con el grito “yo soy”, pero sólo en la medida en que es no-siendo. Su ser consiste en la posibi-lidad de ser, en la experiencia que tiene de ser como no-siendo-aún o no-siendo-totalmente. Ser totalmente, como diciendo, ser plenamen-te, acabadamente es, para este dasein, dejar de ser, pues queda imposibilitado para ex-perimentarse como no-siendo. Dicho de otro modo: significa morir. Cuando sobreviene la muerte, piensa Hei-degger, este ser-ahí, que es un ser inconcluso rodeado de mundo o, más sencillamente, un ser-en-el-mundo, al concluirse con la muer-te, deja de “ser” en el mundo del que ha sido arrebatado. Sólo queda como un ser “ante los ojos” de los otros seres que, con su mirar, le confieren el status de persona muerta, del ser que fue ser-en-el-mundo y no sólo el de un cuerpo muerto. Queda lo que comúnmente llamaríamos su recuerdo. De ninguna mane-ra, entonces, el morir del ser-ahí que experi-mentan los otros seres “ante sus ojos” es un genuino morir, pues sólo tendría una genuina experiencia del morir, que es mi morir, de la cual no habría, por supuesto, experiencia al-guna. Por lo tanto, este modo de ser del ser-ahí, que es ahora un “ser ante los ojos”, no describe todo lo que es el fin del ser-ahí, sino

A veces, los seres complejos experimentan un afán desmedido por eternizarse en otros ante el presagio de “su muerte”. Como consecuencia, aquéllos que se encuentran más desesperados habrán de procurarse (incluso podríamos afirmar que sueñan) que ella sea como una huella imborrable en el mundo de los que tendrán que afrontar su pérdida... debemos aprender todavía dos lecciones significativas y, por ende, valiosas: la primera es que la individualidad es finita y que está para destruirse, disolverse y marcharse; la segunda, quizás la más incomprensible para la inteligencia que ope-ra la eternización del individuo, es que hay que reconciliarse con esa natural caducidad, pues en ello está la clave para vigorizar los lazos que unen al hombre con su historia... Schopenhauer concibió a la muerte como el gran desengaño, el momento en que todo ente, objetivado desde la más ciega y caótica voluntad, se enfrenta contra su propia insignificancia. Inexorablemente, la muerte nos revela cómo esas complejidades soberbias, substancializadas en individuos menesterosos y múltiples, exigiendo con descaro su perpetuidad, su inmortalidad y su trascen-dencia, llegan a ser desenmascaradas para hacerse sólo reconocibles como errores que quieren prolongarse al infinito.

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sólo su finar, y finar es poder hacer del ser-ahí un ser-a-la-mano, una forma del ser-ante-los-ojos en que se determina la conclusión o inconclusión del ser-ahí. Mas esto no es sino una especie de ilusión por la cual le conferimos al finar del ser-ahí una culminación absurda o lógica, como cuando decimos: “pobre de x, era muy joven para morir” o “al momento de morir y, debió estar satisfecho, pues tuvo una buena vida”. Es una ilusión que tranquiliza al ser-ahí de los otros de la angustia de llegar a ser plenamente, de su morir, de su perder la posibilidad de seguir no-siendo. Siguiendo a Heidegger, él literalmente nos dice que “la muerte se desemboza sin duda como una pérdida, pero más bien como una pérdida que experimentan los su-pervivientes. En el padecer la pérdida no se hace accesible la pérdida misma del ser que ‘padece’ el que muere”. No podemos experimentar, pues, la muerte del otro, sino tan sólo podemos asistir a su muerte, llorar su muerte, celebrar su muerte, narrar el antes y después de su muerte, y magnificar su impacto aparentemente irreparable en el tejido fundamental del cosmos. Sin embargo, la magnificación de los efectos de la pérdida del otro es un au-toengaño. La escenificación del duelo de forma exagerada congracia a quien lo experimenta, más consigo mismo y con su particular manera de ser no-siendo, que con aquél que muere. La potestad de darle al “ser-ante-los-ojos” el sentido de su muerte o, lo que es lo mismo, elegir arbitrariamente la forma de su finar es, en todo caso, una simulación que hace la inteligencia racional inventariando un mundo posible en el que el finado puede atestiguar la experiencia del ser-ante-los-ojos de sus deudos –como cuando imaginamos que hemos muerto y podemos ver quién y cómo se asiste a nuestras exequias–, una ficción en la que se intenta anticipar el matiz del recuerdo que habrá de quedar en los otros, a través de un simulacro de la muerte propia, un ensayo mediante el cual el ser tránsfuga de la caducidad que le es propia, criba las formas dignas e indignas como él querría o no querría ser finado. Enunciándolo de otra manera, se diría que éste tiende a generar e imponer la historia que habrá de contarse en su ausencia irreparable y, para hacerlo, necesita la ocasión del ensayo: la muerte del otro. Condiciona el mapa de su permanencia y prolongación temporal, su personal eternización, a la posibilidad de que el otro, al morir, haya perdido más de lo que él ha perdido. Esto sólo se logra si la muerte del otro le representa, únicamente, la disolución de un espejo transitorio que, aunque doloroso, es un costo aceptable a la expansión irrefrenable del reflejo propio, fortalecido ahora por la desaparición del espejo. En una forma irónica, éste podría prorrumpir que: me lacera que el espejo que es el otro ya no esté, pues jamás sabrá cuánto se ha perdido de mi presencia y, menos aún, podrá ser testigo de mi ausencia. Sin embargo, de su extinción he aprendido, sin confesárselo, las estrategias para ser recordado mejor que él, incluso mejor

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que cualquier otro. Hablando en primera persona, se diría que la historia de la permanencia que cuento del ser que muere versa más sobre mi historia contando su historia, y en la que estoy (por ser el otro mi espejo) necesariamente referido. Aunque la historia que cuento no verse sobre mí, ahí estoy, imponiendo mi exclu-sividad sobre ella, es decir, mi permanencia. Ensayo la peculiar manera de estar en la historia irrevocable del otro, usando ilegítimamente mi versión de su versión. Bajo ninguna circunstancia yo podría aceptar la “caducidad de lo individual” como la nota esencial del ser del hombre –y de su esencia– y, menos aún, una su-puesta reconciliación necesaria con ésta –aquello que la segunda lección hegeliana nos enseñaba–, si puedo prolongar mi presencia, aún en mi ausencia, teniendo la única versión de la historia que será capaz de concluir “la versión del otro”, pero nunca al contrario. El momento del duelo, lejos de ser un arrojamiento del indi-viduo a la soledad, le aporta a éste los elementos fundamentales de esta versión insuflada que le distingue de los otros, misma que no podrá ser nunca superada, ni reproducida con justeza, pues de ella nadie, excepto el que la hace, tendrá la última palabra. Así, yo permanezco; yo quedo prolongado en la historia íntegra de los otros, pero jamás los otros estarán completamente en mi historia. Y sin embargo, en esta permanencia ilusoria que trastorna el curso vital de los otros, casi siempre los seres más dúctiles –caso del padre que quiere a fortiori verse reflejado en el hijo o del maestro que quiere tener su referencia en el discípulo– gravita la intuición schopenhaueriana del error prolongándose al infinito, porque no hay prolonga-ción ni eternización posibles ante la promesa de lo efímero. Tan sólo hay angustia o, si uno ha entendido algo del juego de la existencia, surge una conciencia que se reconoce autorrealizándose en cada pensamiento y en cada acción y, una vez concluido su tiempo, desapareciendo. Alguien recoge, si es que caprichosamente lo quiere, esa huella, la impronta de esa conciencia, y mientras menos forzado en el recuerdo de los otros sea el vestigio, más ligero y amable será el proceso de su recuperación en la conciencia de los otros. En otras palabras: más atesorada será nuestra ausencia por otros, si entendemos primero que nuestra permanencia está íntimamente ligada a la caducidad consentida durante nuestra presencia. “¿Es que este mundo sólo existe para el hombre?”, preguntaba Karl Jaspers. Y él mismo res-pondía: “Todo existe para sí, y la larga historia de la Tierra era vida cuando todavía no existían los hombres”. No es el problema si la historia del otro me es importante o no, o si debe llegar a serlo. Consiste, más bien, en que el otro trate de apuntalar su historia, en aras de su forzada permanencia, modificando violentamente la mía. No debería pasar, pero pasa. Muchos prófugos de lo efímero seguirán luchando contra la caducidad hasta que comprendan que, al fin y al cabo, su historia no llegará a ser nunca algo tan importante. Así que, de vez en cuando, una pequeña dosis de insignificancia sienta perfectamente bien.

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Frases como:

“¿Quieres pasar?”“¿Te ofrezco algo?”“Qué lindos ojos tienes”y todo está dicho.Lo que sigue son el pene, la vagina, la boca, combinaciones resultantes,y algo pasaque al encender un cigarrocon la poca fuerza de tu cadáver,al final siempre te resignas.Lo sabes:frases fáciles para una tipaaun más fácil como tú.Y no importa que seasla prima, la vecina, la alumna, o la amigala cosa es que llegas a casa,y es no sentir el cuerpo de la cintura para abajo,parecerse a un signo de interrogación de la cintura para arribamientras el taxista te ve las nalgas.Con las llaves en el puño,tú sólo piensas en dos cosas:“... Que me quieran, y que me cojan”.

cIrce vela

Frases

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Aterrizar de nuevoseguir a la manadaobedecer sin culpalos designios de la tierra

Dejar la lucha el idealpara otro tiempo

u olvidarlo todo

que la órbita donde gira el corazónjamás ha sido más grandeque la de la tierra

Mentir –sólo mentir–para hablar del surco y del abismo

Porque yo mismano conozco mis raíces;la nube amorfaque soy

cada vez más oscuradentro de mí la nocheAlberto

Tan grande es tu mar,que sumergiste el pasoen la arena

Desde allí observas–con el sol iracundoque llevas dentro–

el vuelo inaprensiblede la gaviota

Circe Vela nació en Aguascalientes en el año de 1987 (desde enton-ces es así de rara). Al igual que la Diosa, le gusta ser muy atenta con quien llega a su isla... Desde el 2005 asiste a talleres literarios en el ciela. En el año 2006 ingresa a la carrera de Análisis Químicos Biológicos en la uaa.

Manada

Oscura

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rIcardo moreno

Dos tortas al pastor

Apareció de la nada, prácticamente surgió sin que alguien lo notara, arrastrándose lastimero por la acera sucia, emulando a un reptil ago-nizante. Los que estábamos ahí inconsciente-mente echamos un paso atrás, más por sorpre-sa que por repulsión. El hombre del cuchillo miró de soslayo y meneó la cabeza con des-aprobación. – Ya salió este cabrón otra vez. ¡Miguel!...– Gritó con cierta naturalidad por aquello. Una joven que estaba en un extremo torció la boca con evidente gesto de incomodidad y prefirió moverse de lugar para no mirar aque-llo. Miguel llegó desde el fondo del local, con un rostro lleno de cansancio y fastidio, se se-caba las manos en un delantal de color blanco mientras que caminaba. Era como si ya estu-vieran acostumbrados a representar aquella farsa o simplemente ejecutaban el acto de una monótona rutina desprovista de emoción, pa-sión o sentimiento alguno. Al encontrarse Mi-guel con nuestras miradas, sonrió con la son-risa de un vendedor desesperado, mostrando todos sus dientes y arrugando toda la cara. Un hombre de edad avanzada se retiró un poco, pues los movimientos de aquella imi-tación de reptil lo llevaban justo a él, cuando retrocedió cayó al suelo un pedazo de bolillo con algo de salsa y carne, entonces aquello

apresuró su carrera y logró recoger aquel mendrugo de torta que había caído al piso, se lo llevó a la boca con cierta rapidez, como si alguien más tuviera la intención de arreba-tarle su comida. Todos lo presentes no pudimos evitar manifestar algún gesto, alguna expresión de evidente asco ante aquel hecho tan desagradable. – ¡Pinche Titas, ya te he dicho que te com-portes con los clientes, ora, hágase p’allá, orita le doy un taco, pero hágase p’allá!– Entonces el suceso adquirió la dimensión de la miseria y el hambre, porque el Titas le-vantó su rostro mugriento y lleno de costras negras para mirar con sus maltrechos ojos al taquero que le daba órdenes; como un perro agradecido, la piltrafa de hombre se encogió. Miguel soltó un puntapié en el estómago del teporocho aquel que no podía disimular su hambre, ¿para qué ocultarla?, si finalmente era ésta la que le daba la existencia y sentido. El otro hombre, el del cuchillo continuaba con su trabajo, sin despegar la vista de la carne que se asaba junto con la piña y con habilidad envidiable cortaba tajos de bistec ya cocido para elaborar sus tacos y tortas. El espectáculo se tornaba sobrecogedor, los presentes estába-mos incómodos ante aquello. El Titas emitió

Ricardo Moreno Zapata. Aguascalientes, Ags., 1968. Es licenciado en Medios Masivos por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Ha realizado cortometrajes y documentales para radio y televisión. Actualmente se ocupa en la preparación de talleres de guión y apre-ciación fílmica para el ciela y Casa Terán.

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un gemidillo y enconchado como pudo buscó un rincón para protegerse de otro golpe. – Disculpen ustedes, no le hagan caso, es un borracho latoso, nomás nos da puras ver-güenzas, ya no le den de comer porque des-pués no se lo van a quitar de encima...– – Déle una torta o unos tacos señor, yo los pago.– Interrumpió una mujer evidentemente consternada. – No, señito, qué tacos ni que nada, yo ho-rita le doy de las sobras, no le haga caso, a él le gusta estar así, ¿verdad, cabrón?– El Titas se limitó a menear la cabeza afir-mando semejante tesis; sus manos crispadas y raspadas se agarraban al vientre con desespe-ración, entonces pudimos ver sus ropas sucias y desgastadas tan magras como su dueño. – Señor –interrumpí–, ¿por qué lo tiene aquí?– –No, yo no lo tengo– solito llegó, pobreci-llo, pero le gusta la mala vida.– En ese momento me percaté que había ter-minado de comer mis ocho tacos al pastor, pero yo aún tenía apetito, tal vez no como la de aquel

pobre hombre, pero era hambre al fin.

– ¿Le ponemos otros joven?– dijo el

hombre del cuchillo al percatarse del hecho.

Dudé un momento antes de responder porque ya

no traía dinero para más y justo entonces interrumpió

Miguel, que en tono de bro-ma malsana o desafío dijo:

– Si le da unas patadas en los ojos a ese güey, la casa le invita

lo que guste, mi joven.– En ese instante la mirada de los presentes

se posó en mí, de algunos con horror, de otros con malicia y sarcasmo, con curiosidad mor-bosa ante semejante propuesta que más que inhumana era cruel. Miré mi plato vacío, aún con manchas de salsa, miré a Miguel que so-lemne esperaba mi respuesta, luego miré al infeliz hombre que intentaba sonreír entre su demacrado rostro...

Siempre que puedo regreso a esa taque-ría de la calle Venustiano Carranza, porque en ningún otro lugar preparan la salsa ver-de como ahí; se come a gusto y te sirven con abundancia, y si tienes suerte la casa te invi-ta, como aquella noche en que descargué dos puntapiés en los ojos del Titas, creo que le abrí la ceja derecha, no lo sé, no me importa, pero a mí me regalaron dos tortas bien servidas, al-gunos de los presentes me dijeron: provecho, otros me sonrieron y sólo algunos prefirieron evitar mirarme. Terminé de comer y entre mordida y mordida escuchaba el llanto las-timero de aquel borracho, por el cual tuve la fortuna de continuar comiendo... Buon apettit.

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La noche tiene sus propios maresde peces negros, el mar constante es esa bombilla quecambia de sexo.

una sombra atrapada en un laberinto un buscador de eternas mariposas,un enigma que lo pone de orejauna mujer que canta a la boca de piedra de una noria. EL FARO ES EL PESCADORSU LUZ ES LA RED.

mA. de lourdes de santos

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Nubes coralinas,Sale la luna,blanca faz de Geisha

los duraznos florecidos podrían ser las cerezas en flor

el pajaruelo escribe en su minutamínimos menesteres

el dragón en la jaulael unicornio fuera del cuento

el dragóncornio entre azul y nubes rojassilencios, como airones vegetales o minerales

que letra trinas, de tu abecedariomusical.

Ese anhelo del aire, que tienen los dientes de león.

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aRturo villalobos

El capítulo predilecto de James JoyceA Salvador Elizondo

In Memoriam

a manera de juego. La técnica, definitoria en este caso aunque no esencial, consiste en una serie de preguntas y respuestas en forma de catecismo, pero la desmesura del capítulo se encuentra en el punto de vista, objetivo y des-integrador, al mismo tiempo que subjetivo y compositivo, que la voz narra-dora proyecta sobre los personajes: Mr. Bloom y Stephen Dedalus, el padre simbólico y el artista exiliado de la sociedad, se encuentran en una desolada

el asombro que el capítulo [17] de Ulysses provoca en el lector. El capítulo prefe-rido, si hemos de creer a la leyenda, de James Joyce, es una de las cimas más mi-nuciosamente extrañas que el poder verbal del escritor ir-landés alcanzó pareciera casi

Escasas piezas narra-tivas han logrado –den-

tro de ese flujo milena-rio, caótico y disperso,

y sin embargo ordenado y unificado, al que so-lemos denominar como historia de la literatura–

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Ensayista y crítico de cine fugado de la narrativa a la cual espera un día retornar. Mientras tanto, continúa leyendo a los autores de su devoción y perdiéndose por horas en improvisaciones guitarrísticas. Trabaja en ingeniería de software y le gusta el arte de la conversa-ción. Ha publicado dos libros de cuentos y suele ser bastante desor-denado con lo que escribe.

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intimidad durante este capítulo para despedirse y volver a sus respectivas situaciones. La objetividad de esta voz narradora recae en ese alejamiento del narra-dor por sus personajes, que parece examinarlos con la actitud de un natu-ralista o de un cosmólogo, y en su intento por lograr a partir de ellos una desintegración de todas sus cualidades perceptibles como personajes para sintetizarlas en una versión desconocida por ellos mismos y por sus lectores. No conforme con explorar a fondo la corriente de conciencia, Joyce ha ju-gado en este capítulo a observar a sus personajes desde una interminable galería de puntos de vista que por momentos borra a los personajes hasta dejar sus presencias disueltas en un lenguaje narrativo frío pero curiosamente sensible, hipersensible hasta lo glacial. Por los datos que nos suministra el narrador atisbamos el diálogo que mantienen Bloom y Stephen, diálogo nunca representado y asimilado siempre por las operacio-nes estilísticas de esa síntesis desintegradora que la magia verbal de Joyce nos transmite como una materia de difícil manejo e inagotablemente dúctil. Sea, por ejemplo, ese pasaje en que Bloom reflexiona sobre los obstáculos a la “perfectibilidad” de la vida humana:

Quedaban las circunstancias genéricas impuestas por las leyes naturales, a di-ferencia de las leyes humanas, como partes integrantes del conjunto humano: la necesidad de destrucción para procurarse la sustancia alimenticia: el carácter doloroso de las últimas funciones de la existencia personal, las agonías al nacer y al morir: la monótona menstruación de las hembras símicas y (especialmen-te) de las humanas que se prolonga desde la pubertad hasta la menopausia: los inevitables accidentes en el mar, en las minas y en las fábricas: algunas enfermedades particularmente dolorosas y consiguientes operaciones quirúr-gicas, la locura innata y la criminalidad congénita, las epidemias diezmadoras: los cataclismos catastróficos que convierten el terror en el fundamento de la mentalidad humana: los levantamientos sísmicos cuyos epicentros se locali-zan en regiones densamente pobladas: el hecho del crecimiento vital, pasando por convulsiones de metamorfosis, desde la infancia pasando por la madurez hasta el deterioro.

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El catálogo de inconvenientes podría extenderse, pero sus límites están en re-lación directa con el trazado de Bloom como personaje. Se produce entonces un efecto imprevisto: cuando más creíamos conocer a Bloom de manera “balzaciana” o hasta “flaubertina” –y aun más allá y con mayor exhaustividad que mediante estas dos formas clásicas de dibujar al personaje, ya que hemos penetrado de lleno en su corriente de conciencia en los capítulos anteriores–, Joyce nos invita a contemplar a los personajes desde la perspectiva de un macroscopio en que lo infinitésimo del detalle se corresponda con la infinitud del paisaje cósmico donde se recortan las siluetas de Bloom y de Stephen, vueltas entes del lenguaje, pero entes al fin y al cabo: hay como una transición de lo óntico a lo ontológi-co, pero siempre desde un ángulo calculada-mente narrativo... ¿Cuál es la respuesta de Stephen a estas diva-gaciones de Bloom? Aseveró su significación como consciente animal racional que prosigue silogísticamente de lo conocido a lo desconocido y como consciente reactivo racional entre un micro y un macrocosmos ineluctablemente edificados so-bre la incertidumbre del vacío. Inmediatamente se nos advierte que esta aseveración no es comprendida literalmente por Bloom, sino sólo sustancialmente. A medida que avanza el capítulo, el desencuentro entre el padre simbólico y el artista se nos presenta con la inflexibilidad de un teorema. Apenas sí comparten algunos nexos, al-gunas pasiones, algunas posturas expresadas cada cual en diferente lengua-je. Logramos sentir el silencio de un espacio infinito entre los seres humanos y aún hay la fuerza suficiente para ese humor –corrosivo y descarnado, pero también comprensivo y jovial– con que Joyce nos acerca a a sus personajes

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como a la sustancia más íntima de nosotros mismos, así nos resulten en ciertos pasajes tan extraños como estrellas de mar o de firma-mento. El lenguaje de Joyce se aleja y retorna sin cesar a sus personajes, no se detiene en un centro específico que los iluminaría en una luz petrificante. Joyce nos entrega una lección magistral de cómo el lenguaje narrativo pue-de acceder a una instrumentalidad modelable a través, sobre, dentro o frente a los persona-jes. Entes ficticios, sin duda alguna, pero tam-bién aquí subyace la duda de hasta qué punto sólo disponemos de versiones narrativas de las personas que nos rodean, personajes ellos mismos de la universal cinematografía que re-creamos a diario en nuestras vidas. Cabe con-

siderar, sin embargo, la penetrante observación de Harry Levin acerca del arte de Joyce al compararse con el de Proust: los personajes de Ulysses fluyen en el espacio pero no se despliegan en el tiempo –como sí ocurre con los personajes de A la busca del tiempo perdido–. En su libro sobre Joyce, Levin nos lega estas líneas –que algo deben al recuerdo mitohistórico de Pompeya– en que hace como una síntesis pictórica y poética de la demiúrgica novelística en Ulysses: La ardiente intensidad de los esfuerzos crea-dores de Joyce anima la frialdad plástica de sus creaciones. Se derrama como lava de un volcán sobre una ciudad anti-gua, sorprendiendo a los desventurados habitantes en el foro o en el templo, en la casa o en el burdel, y petrificándolos en las agonías insensatas de la parálisis. Petrificándolos, pero también disolviéndolos. No es tan osado suponer que en este capítulo ya encontramos un presagio de toda una corriente na-rrativa que el siglo anterior puso en marcha y que en nuestro momento actual ha procreado obras que se mueven dentro de esa visión del hombre como un ente abocado a su potencial desintegración mediante el análisis de sus cons-tituyentes biológicos, culturales, psicológicos, económicos, sexuales. ¿Hasta qué punto Joyce presagiaría una época que advendría y donde el “hombre desintegrado” emergería como la resultante de toda una serie de concepcio-nes científicas y humanísticas arraigadas dentro de Occidente? Filmes como El experimento, El cubo o El show Truman, o hasta obras como Un mundo feliz de Huxley, Rayuela de Cortázar o las ficciones de K. Dick, nos introducen o

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nos advierten de la siniestra metanarrativa que Lévi-Strauss describiera, en un tono entre entusiasta y conminatorio, como la necesidad de disolver al hombre para arribar a unas ciencias humanas tan “rigurosas” como la quí-mica o la biología: reintegrar a la vida en el dominio de la física material y a la cultura en el espacio de la naturaleza. Estimemos que no se perciben resul-tados decisivos, sino metáforas de un estado de conocimiento inalcanzable por ahora. La novela del siglo anterior fue influida por la actitud de las cien-cias humanas pero, como suele suceder, su exploratoria avanzó a direcciones contrarias: recuérdese el rechazo de Freud al surrealismo que se inspiró en su obra, o a Sartre polemizando con Lévi-Strauss entre la idea del hombre como un ser ante todo libre y la ecuación disolutiva que lo empotra en la estructura -–ella misma como otra forma de metafísica–, parece demostrar Umberto Eco en La estructura ausente. Lo que Joyce logró con esa prodigiosa libertad de las voces narrativas que le habitaban –y que si bien disuelven al personaje sólo para mostrarnos lo im-ponderable, por carecer de toda medida, de su potencial riqueza explorato-ria– nuestros tiempos han convertido en una cierta narrativa que pretendiera simular un laboratorio conductista o de mecanismos de control. Como ya ha sido señalado, especialmente por McLuhan, el Ulysses de James Joyce resultó profético en bastantes facetas de nuestro mundo urbano, caótico, jerarquizado, pero es en su multitudinaria visión del estilo donde encontramos su poder para construir, más allá de los designios de las ciencias humanas y el control social, la virtualidad de una síntesis imaginativa que restituye al hombre occidental una esencialidad ajena a su condición instrumental: una esencia-lidad poética. El hecho de que, en nuestros audiovisuales tiempos, nos cueste trabajo creer en los personajes literarios, ¿no se deberá en parte a que ya no creemos en el ser fenomenal, trascendental, debajo del “yo” empírico, según la con-cepción de Kant, que nos permite ese salto sobre el abismo hacia otro “yo”? Pero ese otro “yo” también podemos buscarlo dentro de Ulysses, odisea de un lenguaje sustentado por las puras impresiones sensitivas y por el inco-municable monólogo interior: un ser no sólo empírico o sólo trascendental, en virtud de que su existencia es verbal, vivencial y espiritual en un solo movimiento. Aun cuando nos deje a veces en la incertidumbre del vacío, que también es proclive a transformarse en un motivo para percibir en todos sus matices la irreductible libertad de la conciencia y las metamórficas diseccio-nes de la inteligencia.

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rOsario ramos quezada

El credo del poeta

Ma. del Rosario Ramos Quezada, nació el 28 de mayo de 1988, en Minatitlán, Veracruz. Estudia Gastronomía y pertenece al taller de narrativa de Salvador Gallardo Topete.

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Creo en una sola pluma y hoja todopoderosas,

creadoras del verso y de la prosa, de todo lo imaginable y lo inimaginable.

Creo en mí y sólo en mí, en los poetas: hijos únicos de la palabra,

nacido podridos antes de todos los siglos.

Creadores de creadores.

Luz de Luz, escritor verdadero del escritor verdadero,

engendrado, no creado, de la misma naturaleza de la palabra,

por quien todo fue hecho; por nosotros, los poetas,

y por nuestra perdición bajó con las musas,

y por obra de la inspiración se encarnó de nuestro propio cuerpo,

y se hizo palabra; y por nuestra causa fue crucificada,

en hojas de papel.

Escribió y fue leída, y reescrita al tercer día,

según las lenguas, y subió a la lectura,

y está guardado a la dentro del poeta;

y de nuevo vendrá con gloria para ser leída por vivos y muertos,

y su Reino no tendrá fin.

Creo en el blues mujer y dadora de inspiración, que procede del poeta y

su pluma, que el poeta y su poema recibe una

misma adoración y gloria, y que habló por los escritores.

Creo en la poesía, que es una, perdición, profana

y blasfema.

Confieso que hay una sola poesía,

para el placer de los pecados.

Espero la perdición de los poetas muertos

y la vida del mundo culto.

Amén.

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�0 Tierra Baldía

aLejandra calderón garcía

El diablo no tiene pata de cabra como se piensa

Veía en ella lo perturbante, lo pecaminoso, aquello que desenmascaraba lo más recóndito del ser, que no era sino el reflejo del miedo, a veces veía a la muerte en ella y un miedo se encrespaba en él. No sabía si era cosa del diablo pero un olor a azufre la despertaba y envenenaba el fluido de su sangre que más bien estaba en sus pies queriendo salir de ellos como una gota recorrer el cuerpo y adentrarse un gusano en busca de la tierra. De niña lo sentía res-balar por su oído, en ocasiones se quedaba en la puerta y observaba las cosas por las que la gente se va al infierno –le decía su padre–. Muchas veces tenía miedo porque sabía que los ángeles malos se daban cuenta. Mientras sentía aquel gusano, crecía bajo su piel, una planta cuyas raíces eran interminables, casi una medusa con dos cabezas. Sus ojos de gato causaban un escalofrío revelador. Constantemente lo que se escondía tras ellos escurría como una gota tibia que se convertía en una más grande. Había perdido el juicio, el sentido común o como se le quiera llamar, no sabía si afortunada o desafortunadamente, pero en ocasiones es bueno no te-nerlo como el ruido que sólo ensordece lo poco que queda de sí. Las cosqui-llas en la garganta le volvían a recordar que existe un infierno al que llaman recinto de las almas perdidas que lloran sumidas en una constante agonía de sus cuerpos amorfos y carcomidos; su padre lo decía, sin darse cuenta de la cola de diablo que le colgaba, como las paredes de la casa, de tal forma que tenía apariencia de galería: la virgen de los remedios, la guadalupana, el

Alejandra Calderón García, nació en la ciudad de Aguascalientes el 10 el abril de 1986, estudia Arte Escénico y Audiovisuales, tercer semestre en la Universidad La Concordia. Pertenece al Taller de Cuento y varia Invención que coordina en el ciela, Salvador Gallardo Topete, el hijo.

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sagrado corazón, el cristo de la misericordia, de la cordura, la paciencia, la decencia y los buenos pensamientos, que sólo rondan muy vagamente. Había olvidado las veces que sigilosamente con osadía miraba al pecado por un morboso agujero, contemplando las cosas por las que la gente se va al infierno. Parecía que la casa siempre estaba de luto que cuando era así no había diferencia a excepción de que no había muerto, bueno sí, había uno a trescientos metros bajo la tierra del patio y según él con más razón debía haber respeto, ¿para qué?, si es un respeto que no existió nunca, por ello es cuando más se le da la razón a esa idea de que sólo después de muerto hay respeto. En una infinita expresión de espanto manifestaba cómo detestaba a los hombres y mujeres mariposa. Ana Sofía no lo entendía, lo supo una vez cuando a un niño de su escuela le gustaban los colores como a las otras niñas y a ella, aunque era algo diferente porque eran niños y niñas mariposa. El día que su padre fue a la escuela le prohibió se acercara al niño mariposa como ella le decía, lo que él definía como niño maricón, trasvesti y muchas otras cosas que no entendía. Una vez dio un grito en el cielo cuando Julián comen-zó a jugar los tacones de Enriqueta y se pintaba los labios color carmesí. Le ayudaba a dejar boquiabierto a quien fuera en cualquier situación, sólo Ana Sofía sabía que tenía novio en lugar de novia como su padre creía, pero un buen día lo corrió de la casa y no volvió. Aunque su padre lo negaba estaba segura que la conciencia le carcomía. Comenzó a sentir un odio extraño que no podía definir pero le irritaba cuando reía o no reía, cuando estaba o no estaba, mientras que no cesaba de repetir que todos sus hijos habían naci-do del demonio. Aquello le llegó a aturdir tanto que no pudo soportar esa voz y vagar hasta en sus sueños. Buscó a Julián y no lo encontró, pero por cosa del destino lo vio, totalmente demacrado con una tristeza infinita que le caló hasta el pecho. Cuando supo de la gravedad que suscitaba en su pa-dre volvió, lo encontró tendido en ese lugar color manicomio, sabía que ahí estaba mas no la miraba, como si estuviese ido, sólo reaccionó al ver a Julián frente a su cama donde la luz del sol contrastaba con su perfecta cabellera. Inusitadamente había cierto repudio en esas miradas de cuyas personas no reconocía quienes no querían sentir su presencia que le hizo partirse en dos pedazos. Nunca antes había sentido Ana Sofía tan fuerte ese odio extraño. El rostro de su padre quedó impávido, una persona parecida a Julián apareció entre lo oscuro e iluminado del cuarto como un reflejo del que sintió cierto escalofrío. Era un desconocido que a la vez en sus venas viajaba parte de esos extraños y de ella misma. Se cruzó de pronto con esa mirada que tantas veces humillaba y vio sus ojos llenarse de vergüenza. Supo entonces que el diablo siempre había sido él.

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lAura villalobos

El traje

Esa noche mi dueño y yo regresamos temprano a casa. Se desvistió lentamente y me dejó con gran cuidado sobre la silla. La noche avanzaba. Por el frío y el vacío de mi interior no atinaba a conciliar el sueño. Mis camara-das se encontraban cálidos en el armario y dialogaban gustosa-mente, mas con cautela, por lo que sólo alcanzaba a oír sus murmullos; a nadie le gusta-ría ser sorprendido. Por ejemplo, cierta noche, un traje castaño no supo aguantar la risa y el due-ño se despertó, encendió la luz y miró estremecido por todas par-tes, repasó el guardarropa y salió del cuarto empuñando la pistola. Desde entonces, nos cuida-mos de producir algún albo-roto; cosa que ciertamente no es asunto fácil, porque hay unos tra-jes provistos de portentosa joco-sidad que narran los hechos más calamitosos de la manera más có-mica.

LAURA CRISTINA VILLALOBOS. Aguascalientes, Ags. Estudiante de la licenciatura de letras de la uaa. Miembro del Taller de Cuento y Varia Invención, que coordina el Maestro Salvador Gallardo, en el ciela.

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Estaba pues trémulo en la silla y no podía dejar de cavilar, me pre-gunté qué sentido tenía mi vida. Pero me santigüé, pensé en dios y en el fuego eterno. Invoqué a todos los santos que conozco. No obstante, esa pregunta retumbaba en mi mente. Me di cuenta de que pronto envejece-ría y entonces todo habría terminado. Fue en ese momento cuando recor-dé que ese día habíamos visitado el banco. Estiré brazos y piernas y vestí el chaleco. Busqué la cartera entre la azul penumbra de la habitación; la encontré en la cama, junto al dueño. La noche era joven aún y me lancé por el balcón, caminé varias cua-dras recriminando mi acción. Las calles estaban desiertas y algunos fa-roles apagados. Me encontré casi de frente con un hombre que corrió en dirección contraria dando alaridos. Creí que la noche requería más emoción, y para ello necesitaba vestir un hombre, esta ciudad no está hecha para que los trajes an-demos por ahí. Entré en un club nocturno por una rendija de la puerta trasera, pero como lo sospechaba, todos estaban ya vestidos. Me dirigí al baño, siempre buscando los rincones oscuros, y encontré a un inquilino, era un poco largo para mí, pero serviría. Lo empujé contra el lavamanos y golpeé su cabeza contra su estructura áspera y dura. Quedó un poco manchado de sangre, pero lo aseé, lo desvestí y luego lo cubrí. El muerto y yo salimos muy satisfechos del centro aquel. Por la misma zona encon-tramos a una mujer con ropas verdaderamente lindas, nos acercamos a ella, pero se retiró con horror, la seguimos hasta enseñarle la billetera del dueño. Ella reconsideró y después de un rato abordamos un taxi. En el ca-mino ella iba haciendo caricias a la barbilla del muerto, contoneando sus piernas, pensando que lo provocaba. Aprovéchate tú, si quieres, le dije al muerto, pero el muerto qué iba a poder. Llegamos a un hotel muy lujoso, nos asignaron una habitación en el segundo piso. Subimos. Quítate el vestido, le dije y apagué la luz. Pero, ¿que no quieres verme? No contesté nada más. Me despojé del muerto y se lo eché encima. Me llevé el vestidito al armario; al principio mostró timidez, pero luego ce-dió. La mujer, en la cama, se quejaba por el bulto, encendió la luz y quiso salir, pero no encontró su vestido. Nosotros, en el guardarropa, temblá-bamos en parte por el temor de que nos encontrara y en parte por otras cosas. Mientras ella buscaba debajo de la cama, salimos a toda prisa por la ranura inferior de la puerta y entramos en la habitación contigua.

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–En vela–

Escucha el canto de la noche:

sus acordes más finos, la sinfonía de los grillos, el solo del aire

en los árboles mecidos;

son aquellas notas desvaneciéndose

–como únicas en la vida– incluso las gotas de lluvia

en tu oído –como el triangulo singular–

en el charco

Es la noche que llueve.

Los faros alumbran los pasos y las sombras los observan.

Y aquella luna nueva...

Huele a tierra mojada, a poesía inalcanzable.

Mujer de negro que elegante caminas por el mundo,

déjame que siga el destello de una lágrima tuya,

recorrer el ocaso por la orilla de tu inmenso velo,

–en vela–

sin que mi sombra adelante mis pasos.

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cRistina márquez

Estudiante de biología 4º semestre de la UAA, 19 años, orgullosa-mente aguascalentense.

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Acerca de escribir sobre el amor¿Y por qué he de escribir sobre el amor habiendo temas menos complejos por leer, por conocer?

La guerra, el país, mi hambre y la soledad me llenan menos hojas, –menos días– que hablar de él.

Porque hablar de él, es hablar del cándido cielo que me abraza y del dulce chocolate que se ha vuelto compañero persistente en cada vuelta a la cama; como hablar del amor y la Luna...

¡Oh, Luna! que sonríe a mis espaldas mientras lloro sobre tu hom-bro desencajado.

Hablar no del café que despide recuerdos amenos, –delirante sabor– sino amargos pasados que se evaporan al viento... ¡el viento! que me trae de nuevo el aroma de...

... Ah, da igual. Me estoy llenando de rosas el vestido otra vez... como cada que pienso en él...

Y digo, ¿por qué del amor? Al final el amor es, eres, somos uno bajo la piel de un áspid: sublímalo y aviéntalo, cóge-lo y destrózalo. Devóralo in situ.

Mejor no hablemos de amor...

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Ya lo sé. No me importa.

Es mi suerte. Es mi placer.

Anatomía de un error

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óScar fránquez villaseñor

El mago

Era tan mal mago, que al decir la última frase de su con-juro, quedó intacto el sombrero pero el mago desapa-reció. Divertidos, con todo el público presente lo bus-camos afanosamente entre las pacas de paja donde se relajaban los elefantes, por el acceso trasero del circo y en torno a una carcacha de camioneta que usaban las gallinas del vecindario para dormir, bajo una cubierta de cartón donde el perro guardián del circo escondía su botín de huesos y hasta en la boca de los leones. Al prin-cipio, creímos que era una más de sus bromas, por lo que acudimos al día siguiente al pueblo con la esperan-za de encontrarlo muy cruzado de pierna en la plaza, comiendo en el mercado o al menos obtener alguna re-ferencia de su paradero, pero nunca apareció. A medida que pasaron las horas y los días nos fuimos resignando a aceptar que efectivamente se había esfumado. Empe-zamos a lanzar suposiciones del por qué de su partida: mi abuelo dijo que sin duda se trataba de un vagabun-do empedernido que había tardado en irse, porque a leguas veía que era muy friolento y seguramente temía al invierno que ya se avecinaba; por su parte mi tía, la solterona, creyó ver en la cara del mago antes de su des-aparición, un gesto de sorpresa seguramente al reco-nocer a alguna mujer entre el público con la que debió haber tenido amores en el pasado y ahora venía a recla-marle su abandono, más si engendraron hijos juntos; yo por mi parte le comenté a mi madre que desapareció probablemente porque ya se había aburrido de nuestro

Oscar Fránquez Villaseñor: lector, originario de Tepic, Nayarit; miembro del taller de Cuento y Varia Invención del licenciado Sal-vador Gallardo Topete.

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circo y porque se habría enterado que los pa-yasos, ya bastante celosos y molestos, estaban buscando la manera de deshacerse de él. Nunca supimos a ciencia cierta su nombre, pero le llamábamos el mago Orman y a de-cir verdad no tenía mucho aspecto de mago. Era un hombre mediano de edad y estatura, de maneras finas aunque poco afecto a hablar. Sus ropas, aunque limpias, eran poco elegan-tes por lo viejo, que contrastaban con su mira-da alegre y vivaz aunque entornadas por unas ojeras. Era muy cuidadoso con el arreglo de su cabello y bigote que lucía relamido y brillante. Me dio más la impresión de ser un trotamun-dos acostumbrado a la aventura que un mago, pues a éstos los imaginaba gorditos como pe-lotas, bien vestidos y parlanchines. Estuvo en el circo poco más de tres meses. El día que llegó apareció tal y como se fue, de repente. Aquél día, sin que nadie lo esperara se asomó entre las lonas con una cara sonrien-te y quitándose la chistera se presentó. A mí me pareció buena persona, aunque a mi papá lo confundió porque no le pudo entender mu-cho, pues hablaba en tono grave y bajo, cual si no quisiera dar pie a muchas preguntas, pero por sus modales mi papá supuso que era un buen mago y como por esos días andaba urgi-do por ampliar el espectáculo, decidió que en el circo hubiera, además de él que era el do-mador, dos trapecistas que eran mi hermana Alondra y mi tía Agripina, tres payasos que tenían ya toda una vida trabajando para el cir-co y ahora un mago, al que mi papá en busca de un nombre espectacular decidió llamarlo el mago Orman. Realmente Orman era un hombre de pocas palabras, particularmente porque se la pasaba dormido la mayor parte del tiempo. Mi her-mana y yo supusimos después que su nombre

de pila era Romelio Armenta porque ella, un día husmeando cerca de donde el mago acos-tumbraba tirarse a dormir durante el día, se encontró una nota de lavandería con un nom-bre que supusimos era el suyo. Como nuevo miembro del circo, mi papá decidió asignarle como dormitorio una cu-bierta de camioneta que estaba contigua a donde descansábamos mi papá, mi mamá, mi hermana y yo. Creí que sería muy molesto es-tar avecindado con un señor que seguramente roncaría a tal grado que no dejaría en paz a los vecinos, pero no fue así, pues el mago resultó ajeno a esos particulares ruidos nocturnos. Era más bien tranquilo en su dormir, bueno al menos hasta después de la madrugada en que acostumbraba regresar luego de práctica-mente escapar al final de la función. Yo creo que jamás destendía la cama porque nomás se escuchaba cómo caía sobre ella sin más, no es que yo me mantuviera en vela para vigilarlo pero en ocasiones era tal el ruido que hacía a su regreso, después de tropezar con ollas y platos de alimento de perros y las gallinas, que me despertaba, pero después todo alrede-dor retornaba tranquilamente a su quietud. A media mañana se levantaba una vez que tenía hambre y satisfecho después de tomar sus ali-mentos se tiraba en la paja nuevamente a dor-mir hasta que el olor de la comida –que prepa-raba para todos mi tía Agripina– lo inquietaba y se levantaba nuevamente a comer. Mi tía lo esperaba ya con la comida servida pero no se dirigían ni media palabra. En la noche que presentó su primera fun-ción, una feliz coincidencia hizo que aque-llo no terminara en desastre. Fue al concluir la sesión de los payasos, que se presentó el mago. Aquel día el público estaba de buen humor porque el hombre más rico del pueblo

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Sin embargo, en la medida en que crecía su popularidad, también lo hacía el odio de los payasos hacia él. Colocados ya al final del espectáculo, sólo encontraban un público ex-hausto de tanto reír y apático ante sus bromas, incluso ya retirándose del circo con sonoras carcajadas después de ver al mago. Más de una vez miré al payaso Rambón acechando cerca del dormitorio del mago y en otras tantas a los tres junto a un desconocido en actitud de pla-near una conspiración. Si bien no le daban mu-cha importancia a mi presencia, de inmediato desbarataban el grupo cuando veían aparecer a mis papás, a mi tía Agripina o al mago. Después de su desaparición ya nada fue igual. Rápido también como en su momento de auge, se corrió la voz de su ausencia y el pú-blico poco a poco fue dejando de asistir a las funciones, persistiendo solamente aquellos que en actitud tenaz acudían con la convicción de que volvería en la misma forma cómica como desapareció, pero nada sucedía. Para sostener esa ilusión, mi papá ordenó poner al centro de la pista la chistera, factor que hacía que la poca concurrencia estuviera más ocupada en vigilar el sombrero que en mirar el espectácu-lo, e incluso hubo más de una familia, de las más comunicativas, que montó guardia per-manente sobre el sombrero para disponer de la exclusiva. Así, inútiles resultaron los esfuerzos de los payasos y los trapecistas por encauzar a los concurrentes, incluso mi papá se ganó una herida en el brazo por provocar de más al vie-jo león que nos acompañaba, pero todo era en

había organizado una borrachera gratuita para todos, pues quería ser presidente mu-nicipal por el partido mayoritario, en conse-cuencia todos los convencidos votantes esta-ban felices y para seguir la juerga se fueron al circo, entre vivas al seguro ganador, con boleto en mano pagado por el mismo candi-dato. Al correr de la función supusieron que las disparatadas del mago eran una prolon-gación del momento cómico. Entre peor salía el acto, el público más se reía y el mago, in-terpretándolo como un cumplido, más bar-baridades intentaba sin resultado. Hubo más de una veintena de personas que se vomita-ron por tanta risa (hilaridad) salpicando a los que estaban gradas abajo y los que estaban de pie difícilmente se mantenían así, en parte por la borrachera que traían y en parte por las incoherencias del mago, pues en lugar de conejo sacó un par de calcetines rotos que descuidadamente había guardado ahí el día anterior, mientras que el conejo se equivocó de salida y le saltó por la campana del panta-lón. El mago, tratando de atraparlo lo corre-teó por todo el circo sin resultado, lanzando tras el pobre animal los más variados como ineficaces conjuros sacados no sé de cuál li-bro de magia. Al día siguiente, aquella expe-riencia corrió como reguero de pólvora por el pueblo y localidades vecinas, hasta tal punto que la estancia del circo en ese lugar hubo de prolongarse por el aumento de la concu-rrencia, que demandaba principalmente la presencia del mago.

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vano, aquello parecía más un velorio que una fiesta, mientras nuestros ingresos caían, había menos comida preparada y a la sentimental de mi tía Agripina le daba por llorar. Teníamos que hacer algo. Fue entonces cuando apareció la idea. Al principio mi papá no quería porque eso la expondría también a las burlas del público, pero ella insistió de ma-nera tan convencida que finalmente se aceptó la propuesta: mi tía Agripina sería la nueva maga. Para eso fue necesario que ella usara el argumento, además de la caída de los ingresos, de que había observado al mago Orman hacer sus actos y suponía podría reemplazarlo con estudio y práctica. Manos a la obra consultó un viejo libro de magia que mi abuelo guardaba en un baúl que tenía años de no abrirse y des-empolvándolo, se aplicó en el aprendizaje del mismo. Fue tal su afán y urgencia de aprender las artes de la magia, como el decaimiento de su estado de salud, pues dejó de dormir y des-atendió la preparación de comida y su alimen-tación, y el contorno de sus ojos tan bellos se fue oscureciendo y marchitando. El día de su presentación no le fue tan mal, impresionó al desaparecer un conejo en el som-brero y al meter un ramo de flores en un bas-tón, pero la gente, aunque aplaudió, no se le notó entusiasmada; sin duda faltaba el mago. A medida que mi tía experimentaba más y más con sus actos, su cara se demacraba a fuerza de tanta obstinación y su mirada iba marcando una expresión de insatisfacción que nosotros no comprendíamos. Recuerdo aquel

viernes cuando al terminar la función se puso a llorar sin más, pese a no haberle ido tan mal. De nada sirvieron los abrazos y palabras de consuelo que mi mamá le dio y sólo quiso ce-nar un poco de té y pan tostado que apresu-radamente había comprado mi abuelo por tal que mi tía comiera algo. Ese día no pude dormir mucho, los coheto-nes por la fiesta de San Miguel tronaban con gran fuerza cerca del circo y por la madruga-da escuché más ruidos que de costumbre fuera de mi dormitorio, seguramente de borrachos que andaban por los alrededores. Muy tem-prano mi mamá me despertó y nos fuimos de compras al pueblo y como la fiesta estaba muy animada decidimos quedarnos a comer allá, al fin que teníamos la seguridad que no habría comida preparada al regresar. Retornamos casi al anochecer. Ya rato que había iniciado la fun-ción. Salté de la camioneta y corrí al interior del circo. En ese momento estaba el acto de mi tía. Sigilosamente, aparté el telón y me asomé curioso. Sucedió tan de repente: la caída suave del confeti y la invisibilidad paulatina de mi tía a medida que era cubierta por el mismo hasta su extinción total, el público enmudecido por la sorpresa, y la aparición consecutiva y relam-pagueante del brazo inconfundible del mago Orman, jalando su sombrero hacia el infinito tras hacer un ademán de agradecimiento al pú-blico. Sin sostén alguno, cayó el micrófono al suelo, saliendo desde él el sonido apenas per-ceptible de un profundo suspiro seguido del silencio de una pareja de enamorados.

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éRika delfín

1 metro de listón de seda de color rojo.1 foto tuya.1 metro de cordón o hilo de seda de color rojo.1 foto del que quieres enamorar.6 rosas rojas.Alguna fragancia que te guste.1 frasco de cristal grande.

Si te clavaste, aquí en mi corazón.Ángeles Azules.

Si te quiero enamorar, te tengo que amarrar, si escuchas este conjuro de mí nunca te olvidarás.

La última vez que me dejaste, hice el hechizo con los menjurjes más locos que me pude imaginar, tan locos que no es posible que no hayan funcionado. Lo leí en una revista de TV, seguí las instrucciones; quité los pétalos a las rosas, eché la fragancia al frasco junto con los pétalos, le puse patchouli porque me acordé que eso te echabas en la secu, y su olor estaba bien padre; luego puse mi foto y le empecé a rezar: Si te quiero enamorar, te tengo que amarrar, si escuchas este conjuro de mí nunca te olvidarás. Después de eso tenía que poner una foto tuya y amarrarla también y volver a decir: Si te quiero enamorar, te tengo que amarrar, si escuchas este conjuro de mí nunca te olvida-rás; luego dejarlo siete días y al octavo abrir el frasco para que el olor se fuera.

Ahora sí, por fin te iba a recuperar, pero me di cuenta que para que eso sucediera necesitaba una foto tuya, pero lo única que tenía era en la que salías de chambe-lán en mis quince años, me acuerdo que esa vez me dedicaste “Tiempo de vals” de Chayanne y aunque no te sabías la letra, me la cantaste bien bonito. Luego ya te pusiste borracho y andabas atrás de mi prima la Chelis, pero yo en el fon-

Erika María Delfín Macías. Aguascalientes, Ags., 23 de enero de 1984. Estudiante de noveno semestre de Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Estadía en la Universidad de Almería en el periodo sep 2006-marzo 2007 por el programa de intercambio anuies-cruie. Estancia en Millau, Francia por la Embajada Francesa para el intercambio Cultural. Pertenece al Taller de Cuen-to y Varia Invención que coordina Salvador Gallardo en el ciela.

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do seguía sintiendo que me querías más a mí, que había sido porque andabas jarrota, pero el colmo fue cuando empezaron las románticas y no quisiste bailar conmigo: “Cómo te voy a olvidar” de los Ángeles Azules, ahí sí que ya me dio vergüenza que en mis propios quince años estuviera así de humillada en medio de la pista y tú pegado a la Chelis como perro en celo.

No pude más y me le dejé ir a la pinche vieja esa y la agarré de las greñas y la azoté por facilota. ¡Andar de arrimada con mi viejo el Freddie en mi fiesta de quince años!

No me valió mucho porque de todos modos para mayo ya tenías escuincle con ella y le pusiste Brian de Jesús como ella siempre quiso para colmo, por una suge-rencia mía que le hice en la primaria después de conocer a los bacstritbois en una revista que me trajo mi tío Jon de los Estados Unidos. Así que ese escuincle venía a ser algo así como mi sobrino. ¡Cómo no me iba a deprimir con semejan-te situación!

Peor cuando lo metiste a la guardería en donde yo trabajaba, ahí sí que no tenías perdón, yo ya tenía diecisiete años, los acababa de cumplir en agosto, lo me-tiste ahí según tú “para que estuviera en buenas manos”. Nomás porque el chilpayate ese se parecía a ti, y me miraba extrañamente con la misma mirada cochina que tú, tenía que salir en algo a ti el pendejito ese, y yo pues lo cargaba y lo cuidaba, pero una vez, te lo confieso, sí le puse purgante en su comida, sí, el puré en vez de blancuzco se veía café, pero qué iba a saber el escuincle ese, y se lo comió todito. Todavía yo de payasota se lo daba diciendo: “el avióooon!” quesque jugando con él, pero era para empinárselo todo de un jalón. Luego ya no lo llevaron dos días y pues supuse que era por eso, y después Chelis bien apurada me dice que estuvo en el seguro internado, y yo haciéndome la mensa de que no entendía y hasta como que puse cara de pre-ocupada, pero por dentro me cagaba de la risa.

Creo que no sospechó nada de mí, también porque le dije que el niño ése había estado jugando con las lombrices y que me daba miedo de que se hubiera co-mido una. De todos modos para esas fechas ya me habían cambiado de sala y ya cuidaba a los de cuatro años, pero de cuando en cuando me daba mis vueltas y metía pañales sucios a la pañalera de la Chelis, lo dejaba en el sol toda la ma-ñana y ya así con cuidadito se lo sacaba en la tarde. Todavía de payasa le dije a la Chelis que en la guardería hablaban muy mal de ella que porque la pañalera olía muy mal, y ahí tienes a la mensa todos los sábados lavándola, pero el olor ya había penetrado un montón y pues ya no se le quitaba.

Luego que ya me tocó otra vez cuidarlo, cuando cumplió los cuatro años, el niño se me dejaba ir y me decía: “tía Lupita, tía Lupita”, pero yo ni le contestaba, lo tra-taba igual que a los demás, bueno, menos una vez que sí me dio mucho coraje porque el niño me dijo que ya iba a tener hermanito. Ahí sí que me encabrité,

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porque conmigo bien que te ibas todas las noches a visitarme diciéndome que la Chelis y tú ya no tenían vida íntima, y ahí voy yo de babosa a acostarme con-tigo pensando que le veía cara de mensa a la Chelis, pero eras tú que nos veías la cara a las dos.

Decidí no decir nada porque yo seguía rete enamorada de ti, y pues mientras a mí me cumplieras, lo demás no importaba. Además, la que andaba cuidando niños y limpiando cacas era la Chelis, no yo.

A veces también le decía a Brian que él no era hijo tuyo ni de Chelis, que lo habían adoptado porque se lo encontraron en un contenedor, y que ya se lo iban a comer los perros y que pos les dio lástima y lo agarraron, que su hermanito sí era hijo legítimo, pero que no les dijera nada, que yo se lo contaba a él porque éramos cuates, pero que por el bien de sus papás mejor no los molestara, que ya muchas molestias les había dado toda la vida. El escuincle chillaba y chillaba y a mí pues me daba risa, pero me la aguantaba.

Pensé un día en dejarme de cuidar y embarazarme de ti, así la Chelis se quedaría toda sacada de onda de saber que ella no era la única que te disfrutaba. El día que vi que ya estaba embarazada que voy corriendo a tu trabajo para avisarte, hasta ni guardé la prueba en todo el camino para que se oreara. Fui allí a la bodega de telas donde a veces hacíamos nuestras cochinadas, y que te voy encontrando con otra fu-lana, así todo calientote y encuerado, y la vieja esa postiza con los pelos güeros debajo de ti y los calzones en los pies, porque la desgraciada ni alcanzó a quitárselos. Sí, me fui corriendo y le dije a tu jefe lo que estabas haciendo, y te co-rrieron del trabajo. Al siguiente día pues yo me fui a abor-tar, y es que la verdad sí andaba bien enojada, pero creo que exageré un poquito je je, pero pues ya ni modo, ya no vimos el fruto de nuestro amor ja ja.

Me dejaste de hablar un tiempo, y yo como andaba delicadilla del aborto ni te pude buscar, pero pues como la Chelis te dejó y el Brian de Jesús se puso contento porque al fin y al cabo según él no eras su papá; yo todavía a veces le decía que todo lo que te pasaba te lo merecías, y pues por eso el niño en el juicio dijo que ya no quería verte. Como la Chelis estaba embrazada, no le quise decir que fui yo quien te sorprendió en la bodega de telas, además me iba a preguntar que qué hacía yo allí, ¿verdad? entonces pues nada más le dije que no se preocupa-ra, que lo mejor que le pudo haber pasado fue perderte. Entonces a su segundo hijo lo llamó Adolfo Ángel, como el de los Temerarios, porque a ella siempre le había gustado un montón, hasta soñaba con casarse con él. Pues si yo no sé qué te vio, si tú estás flaquísimo y tienes la cara como chupada, además ni ojos

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bonitos tienes, medio bizco y la piel prieta, ni se diga de los tatuajes que te car-gas ¿eh? Bueno, bueno, yo soy otra cosa, a mí así me gustabas, digo, yo nunca aspiré a mucho, pero te digo que la Chelis sí soñaba con el Adolfo Ángel y a su niño ya no le quiso poner tus apellidos, porque ni valía la pena; estabas tan pobre que ni para demandarte estabas bueno.

Ella no te perdonó pero yo sí, o sea, a las dos nos fuiste infiel, pero pues ella tenía bocas que alimentar y todo eso, y pues creo que yo siempre te pedí muy poco a cambio de tu amor, así que no me costó mucho trabajo. Además la güera esa también te dejó, aparte de por jodido porque no le dijiste que estabas casado, y que tenías casi dos hijos. Nunca fuiste muy listo.

Para que me volvieras a hablar tuve que hacer mil peripecias... te lo tomaste muy a pecho, pero no me querías entender, mis razones tenía, te tuve que conseguir trabajo de lavacoches para que medio vieras que yo sí era buena onda, que lo que pasaba era que pues no debías andar haciendo ese tipo de cosas. Y te fue bien al conseguir ese trabajo, con eso de que ni la secunda-ria habías terminado por andar de caliente con mi prima la Chelis. Pero gracias a mí ya no tenías esas responsabilidades de cuidar hijos ni tener que mantener una familia, y ahora sí podíamos estar juntos.

Sin embargo, si para que me hablaras fue un circo, para hacerte pasar un rato a so-las conmigo fue el infierno... hasta parecía que te pedía caridad. Ya ni porque te hospedé en mi casa de soltera. Me acuerdo que me fui a comprar los beibi dols para ponerme uno cada día de la semana, y ni me pelabas, te metías bien eno-jado a tu cuarto cada vez que llegabas de trabajar. Hasta que me harté y te dije que si no te parecía pues que te largaras, a ver quién te quería así de miserable, al cabo todos ya sabían la clase de hombre que eras; y que si te ibas a ir, por lo menos me pagaras todas las noches que te había hospedado ¿te acuerdas?, porque yo nunca te hice ese favor sin esperar nada a cambio. Tampoco funcio-nó mucho porque te me pusiste bien violento, esa noche hasta me diste miedo, Freddie.

Pero no me iba a dar por vencida. Me acuerdo que renuncié a la guardería para conseguirme un trabajo más cerquita, y ver que no anduvieras de loco en mi propia casa. Me metí a una estética unisex, y pues fui aprendiendo poco a poco, cortes, extensiones, tintes, uñas de gel y acrílico, depilación, y hasta a veces rasuraba a los hombres, pues si a ti te dejaba muy guapetón, mejor que en los comerciales.

Entonces para mi fiesta de despedida de mi otro trabajo, pues invité a todos mis ex compañeros a la casa y llevamos tonaya, maquinita, tequila de todo tipo y pues unas chelas “Chelas” pues para pasárnosla bien. De menso te ibas a negar a echarte tus copitas. Lo demás fue paciencia: me esperé a que estuvieras medio

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perdido y en cuanto vi que ya como que estabas pedo pero que si aguantabas una nochecita, le dije a los demás que se fueran porque al otro día me tenía que levantar temprano, y se fueron, y yo dije: “Pues de aquí soy” y pues ya volviste a mi lado.

En eso consistió nuestra reconciliación, en tequilitas y mucha paciencia, a veces te me ponías sentimental y te agarrabas llorando y pues yo te abrazaba como que consolándote, como siempre debió ser. Otras noches sí que te ponías amoroso y yo me sentía por fin en el cielo. Una vez nos pusimos tan borrachos que al otro día no te levantase a trabajar y te corrieron, esa vez llegué en la tarde y ya no estabas, después de seis meses de tanto amor te volviste a ir.

Localizarte fue muy difícil, pero ahora sí ya tenía todo a mi favor, como pude te encontré y fui a buscarte: trabajabas vendiendo tarjetas de crédito en la calle, me acuerdo que te veías bien guapo de traje. Cuando ya te iba a hablar para pedirte que volvieras, vi que la misma güera esa de la otra vez se te acercó y te dio un beso. Pero era la última vez que iba a pasar, saqué mis tijeras del pelo y te las encajé en la pierna, y de paso con la navaja de rasurar le di a la güera en la yugular, porque si ella seguía viviendo, se seguiría interponiendo entre nosotros y jamás te darías cuenta de que era a mí a quien amabas desde el día de mis quince años en que me dedicaste “Tiempo de vals”.

De pura mala suerte fue la última vez que te vi, llegó la ambulancia y te llevó, y a mí me llevó la patrulla, por poquito y me escapo, pero pues como yo iba de tacones muy guapa para verte, no pude correr mucho. Pero te digo que aquí nos dejan mandar cartas, y yo como tengo buenos contactos aquí me las ingenio para tener mis lujitos, como el de la revista donde vi lo del embrujo, pero qué raro, ya no ha surtido efecto, porque tú ni vienes a verme, y la Chelis nomás vino una vez, pero se veía medio preocupada y lloraba mucho.

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sAlvador gallardo cabrera

La gran mudanza

Uno. El tema de la mudanza del tiempo y de las cosas era para el saber romántico un vasto recurso literario antes que un conocimiento con-trastable. Una cuadrícula privilegiada para el juego de las represen-taciones. La mudanza, ese espacio abierto inventado por los griegos, fue convertida en figura retórica; el río que fluye y que es y no es el mismo, la progresión de las estaciones, las mutaciones en el cambiante cuerpo –y en la no menos cambiante alma–. El fluir eterno. Motivo de queja cuando el ansia y el tiempo no corrían al parejo, fue elevada a la categoría de efecto por los románticos. “Es sólo en aparien-cia que avanzamos”, escribió Novalis. La mudanza, bruma lírica. Saber edificante, reserva artificiosa de sabiduría natural.

Dos. ¿Con qué nuevos ojos se comienza a distinguir la aceleración del tiempo, la cotidianidad del cambio después de la Primera Guerra Mundial? Algo se ha roto en la realidad del tiempo. Todo lo sólido, según Marx, se desvanece en el aire. Lo que estuvo fuertemente relacio-nado, ahora ondula suelto. Rilke ve llegar vacías cosas indiferentes; man-zanas o uvas que no tenían nada en común con la fruta o el racimo en que había penetrado “la esperanza y el ensimismamiento de nuestros ante-pasados”. Ahora, “las cosas vividas y animadas, las cosas que comparten nuestro saber, decaen y no pueden ya ser sustituidas. Nosotros somos los últimos que hemos conocido todavía semejantes cosas”. El veneno de la provisionalidad permanente, de la inconsistencia en los medios, de la ambigüedad, constituye un paisaje de transición. En este paisaje se dio una mutación de conceptos e instituciones del siglo XIX; se disolvió el nomos hereditario, se redujo el estamento campesino. Con la Primera Guerra Mundial terminan las monarquías absolutas y la vieja moral parece incapaz de sobreponerse a los hechos.

Ernst Jünger: la resistencia al presente

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Se trataba de una época de mudanza, de claroscuro, en la cual los fenómenos netamente definidos perdieron sus contornos. Los antiguos valores ya no tenían curso y los nuevos todavía no se habían impuesto. Dar nombre a los nuevos poderes era el auténtico riesgo.

La edad de la radiación

Uno. La primera gran ficción de Jünger podría contarse así: los titanes han regresado del olvido en una figura que representa el sentido del mundo en esta época. La aparición de la figura del Trabajador mues-tra una nueva constelación que, por medio de la técnica, despliega la movilización del mundo. Por tanto, el Trabajador no representa ni un estamento, ni una clase, ni una nación. No es una magnitud económica sino un carácter planetario. Su meta es el dominio total en un Estado Mundial. De ahí que la técnica no sea un órgano del progreso como en el espacio burgués. Su tarea, ahora, es hacer real el dominio: lograr la totalidad del tipo “trabajador” por medio de la movilización del espacio técnico. Jünger ha dicho que en El Trabajador (1932) intentó “recobrar las esencias que Marx había destilado de Hegel y ver, en lugar de un per-sonaje económico, una figura...” Para la figura del Trabajador lo prime-ro es el poder; la economía es secundaria. Lo que muestra un quiebre, una ruptura con la concepción predominante del trabajador en el siglo XIX como un ser falto, sufriente. En ese mismo siglo se formó la idea de nación de acuerdo al modelo del individuo. Pero el Estado nacional, con sus fronteras y leyes, presupone la tierra repartida para afianzar su poder encubierto, su esclavitud encubierta. Y al Trabajador, dice Jünger, “le repugna la tierra repartida”. Además, los principios del Es-tado nacional no bastan para acceder a la identidad del poder y el derecho. De lo cual dio ejemplo la Sociedad de las Naciones cuyo vértice se asentaba en una despro-porción: la vigilancia sobre unos espacios enormes de derecho a partir de una potestad ejecutiva risible. En 1932 Jünger preveía la pérdida de sentido de las fronteras y la crisis de prestigio de los gobiernos representativos. Antes de la guerra de 1939, dice Georges Burdeau, a la vez que se criticaba su valor como doctrina, en varios estados habían desaparecido ante formas políticas que los negaban. De entonces data lo que posteriormente se conoce-ría como la crisis de la democracia representativa. Según Jünger para remontar ese estado de cosas debería surgir un Estado Mundial. Su

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dominio debía darse en la superación de los espacios de anarquía, de variabilidad, por un orden nuevo. Sólo el dominio total clausuraría la movilización del mundo.

Dos. En Abejas de cristal (1957), Jünger narra la historia de un ex oficial de caballería que, una vez terminada la primera Guerra, debe servir en la división de tanques. La técnica ha destruido las competencias individua-les, ha modificado la índole del trabajo y de su ethos. El capitán Richard, personaje de esta novela, no encuentra lugar en un mundo que prestigia el orden de la uniformidad y suprime la especificidad. La técnica ha evolucionado hasta convertirse en el lenguaje mun-dial. El poder sobrepasó la esfera del derecho. La tierra está mudando de piel. Todo es planetario: el telégrafo, las conexiones, el paisaje de talleres. Sin embargo, no hay un orden pla-netario: “países que se pueden sobrevolar en cinco minutos quieren mantener sus fronteras...” Habría que desprenderse del concepto de nación tal como lo acuñó la Revolución Francesa. De otra forma, ¿cómo se puede administrar razonablemente y valorizar económicamente los potenciales de que se dispone? Pero el cambio de piel asusta “y con razón retrocedemos ante una nueva moral que correspondiese a los hechos”. En un paisaje de transición todo es borroso; el plan total, su dirección y meta, resultan invisibles. El capitán Richard, que entretanto ha aceptado trabajar en una fábrica de prototipos de tecnología avan-zada, se sabe presa de un juego que ciertamente facilita mucho la exis-tencia, pero al mismo tiempo la pone en peligro. Porque durante la muda de piel la serpiente queda ciega.

Tres. Para una época que ha hecho de la democracia un lugar común o un paradigma político, el pensamiento de Jünger, situado fuera de las tesis liberales, resulta incómodo. Se ha dicho que el Estado mundial es un Estado totalitario; una configuración que alimentó los afa-nes expansivos del nazismo. Sería más acertado entenderlo a par-tir de su divisa: “Imperium et libertas”. Además, somos testigos de que el proyecto totalitario no ganó la carrera por la expansión mundial. Con todo, lo decisivo de esta configuración es que junto al Trabajador permite mediar cuanta verdad ha creado la gran ficción jüngeriana. Cierto, el Trabajador tiene mucho de figura y muy pocos represen-tantes singulares. Ése es el riesgo de un pensamiento, como el de Jün-ger, que establece una diferencia entre pensar con ideas o con figuras. Pero su concepción del mundo del trabajo como la unidad de la vida en

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el trabajo mismo, alumbra varias caras de este fenómeno que estaban ocultas. El trabajo en la edad de la radiación se ha convertido en trabajo dilatado, continuo, donde las supuestas compensaciones (jornadas de ocho horas, descanso sabatino) son, en realidad, restricciones en un sis-tema global, permanente, que entreteje en una materia intercambiable el trabajo y el tiempo libre. Nadie como Jünger ha sabido extraer los matices de este sistema: quien sale de trabajar no se aleja del mundo del trabajo sino que asume una función diferente, “se convierte en un consumidor o en un recep-tor de noticias”.

Por otra parte, si el Trabajador no se ha impuesto sí lo ha hecho la técnica. Fue justamente la reflexión sobre la técnica la línea de encuentro entre Jünger y Heidegger. En Heliópolis (1949) o en Eumeswil (1977), las novelas jüngerianas de anticipación del futuro, la técnica ha alcanzado su perfección, es decir, su obviedad. En el periodo de entreguerras, en el lapso que va de 1930 a 1934, Jünger configuró su teoría sobre la irrup-ción de la técnica como armazón y envoltura planetaria en la edad de la radiación. Una teoría compleja, densamente elaborada, y no únicamente una colección de imágenes o de apuntes tomados en la cresta de los acon-tecimientos. Es necesario valorar las aportaciones filosóficas jüngerianas en su espesor real. Durante mucho tiempo nos hemos contentado con la versión canónica que hace de la obra de Jünger una especie de colección de imágenes que Heidegger utilizaría en su pensamiento filosófico, sobre todo en el tramo en que éste se pregunta por la esencia de la técnica y el nihilismo. Y esto no es así, en absoluto. Jünger no sólo anticipó a Heide-gger en el planteamiento de estas cuestiones –asunto menor, por cier-to– sino que en obras como La movilización total (1930), El trabajador (1932) y Sobre el dolor (1934) creó la plataforma conceptual y los análisis morfoló-

gicos de tales cuestiones con un rigor filosófico admirable. A Heidegger, el filósofo que recorría los bosquecillos domesticados como quien escribe en bustrófedon, siempre le asustaron las grandes visiones jüngerianas. De igual manera, si el Estado mundial no se ha realizado en tanto mando único, si se ha universalizado el mercado. La segunda carta de Jünger es una carta ganadora: las naciones se están reabsorbiendo en las patrias, en las regiones, en los caracteres étnicos entramados por un mercado planetario.

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La resistencia, la observación riente

Uno. Los puntos de interés de Jünger son múltiples; lo mismo dirige su atención a los fundamentos de la guerra que a las experiencias con dro-gas, las consideraciones acerca de nuestra época, los saberes ocultos de la tradición, los relatos de viajes, la entomología y las ciencias natura-les, las gramáticas antiguas, la literatura fantástica, los mecanismos de transmisión del poder, las culturas fundacionales y sus mitos, el salto de lo micro a lo macro, los saberes yuxtapuestos en un mismo estrato: la astrología tanto como la astronomía, la ordenación de Linneo y las cualidades mágicas de las plantas. A esta multiplicidad de intereses responde una diversificación de formas literarias que siempre están imbricadas, en constante combina-ción: la luminosa mezcla de las especies. Pocas escrituras han sacado de la propia vida tanta literatura. Pero también muy pocas vidas de escritor han sido vividas de una manera tan poco literaria, fuera de los cubículos, fuera de los congresos y los circuitos de promoción; en la lí-

nea de resistencia al presente. De ahí la ambivalencia que rodea su vida y su escritura. Ambivalencia, no confusión. Escritura donde lo exacto pesa más que lo bello, lo necesario más que lo moral. En el camino de la ambivalencia o del desmarcaje Jünger se mueve como uno de sus escarabajos favoritos. Como la cicindela en la arena, primero aguarda inmóvil, después centra un objetivo y se precipita so-bre él antes de fijarse de nuevo en la inmovilidad. ¿No es éste el movi-miento de las digresiones que ramifican su discurso con nuevas tramas y datos hasta hacer del discurso una suma de digresiones? La digresión es un “extraño” en el discurso. Un extraño bienvenido que va a contar sus propias historias.

Dos. Al movimiento de la cicindela aspiran las figuras jüngerianas de resistencia al presente. Los peligros del presente, en correspondencia a un pensamiento de figuras, son caracterizados por símbolos. El símbo-lo de nuestras sociedades es el Titanic: en él aparecen juntos la hybris del progreso y el pánico, “las máximas comodidades y la destrucción, el automatismo y la catástrofe...” En su interior, las propuestas liberta-rias liberales nada pueden ante el automatismo que quiebra la libre vo-luntad y ante la coacción que se ha tornado compacta y universal. En el Titanic, que es el mismo tiempo Leviatán, “la oposición es un estímulo para los dueños de la violencia”. La propaganda sustituye a la moral;

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las instituciones son utilizadas como instrumentos de perpetuación del poder. Los derechos in-dividuales han adquirido una naturaleza dinámica: se fundan en el poder no en su propiedad como se concede por estatuto constitucional. Por ello, la moral y el derecho no concuerdan; la mayoría puede tener el derecho a su favor y ser al mismo tiempo injusta. ¿Cómo hacer, entonces, visible la libertad en la resistencia? Cuando el no estipulado como derecho en las constituciones liberales sólo sirve para otorgar curso legal al sí mayoritario; cuando ese no ya estaba previsto en la forma en que se realiza la elección, ¿cómo hace la persona singular para salir de la estadística? Jünger tantea en terrenos que escapan a la tiranía del lugar común de la demo-cracia liberal representativa. Muchos han visto esta actitud como un signo cla-ro de su vocación guerrera e irracionalista, de rechazo al universalismo de las formas democráticas de vida. Se trata, dicen, de explicaciones su-prahistóricas de corte fatalista o de propuestas metapolíticas que acomodan los hechos sin ninguna responsabilidad. “Intimismo esencialista” resume, en un marbete, la desaprobación a la postura jüngeriana. Desapro-bación apresurada si se toma en cuenta que desde otro lado de la reflexión democrática contemporánea se atiende justamente el fenómeno radical señalado por Jünger, es decir, la igualdad pasiva frente a las enormes diferencias de función que lleva a considerar las disposi-ciones que se identifican con a de-mocracia liberal como trazos para un época más lenta y socialmente menos compleja que la nuestra.

Tres. En la obra de Jünger se dis-tinguen dos figuras que están en relación directa con el problema de la libertad en la resistencia: el Embos-cado y el Anarca. Pero en letras minús-culas, entre los actos de las figuras y los datos de época, aparece la “persona singular”, una especie de estrato liberal cuya función es servir como índice de los peligros y las disyuntivas que atraviesan nues-tro tiempo. La Emboscadura (1951) es una revisión de El Trabajador, un ensayo sobre la posibilidad de la libertad dentro de nuestra situación histórica. Es también un

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diálogo con el Camus de El Hombre Rebelde: “yo me rebelo, luego so-mos”. Irse al bosque, emboscarse, no conforta ni trae paz. “No es una actividad idílica ni un acto romántico”. No cabe escoger entre el bosque y la nave, el Titanic. Es más bien “trasladarse del orden abarcable de la estadística a otro orden, invisible”. La disyuntiva que le plantea nues-tro tiempo a la persona singular es o bien poseer un destino propio o bien tener el valor de un número. Por ello el autor es un emboscado, su sustento es la independencia. El emboscado está decidido a ofrecer resistencia y tiene como propósito llevar adelante la lucha sin detenerse en que la consecuencia ética del automatismo es la fatalidad. Emboscarse era una antigua práctica islandesa que seguía a la pros-cripción. Mediante la emboscadura “proclamaba el hombre su voluntad de depender de su propia fuerza y afirmarse en ella sola...” El bosque era el lugar de la libertad. Jünger actualiza esa práctica para mostrar que existen medios de resistencia diferentes a los del no institucional. La doctrina del bosque parte de una confrontación del hombre consigo mismo pero el propósito de tales medios no es la simple colonización de reinos interiores: “no podemos limitarnos a conocer la verdad y la bondad en el piso de arriba mientras en el sótano están arrancando la piel a otros”. El emboscado sabe que la posibilidad de conculcar los de-rechos está “en relación directamente proporcional a la libertad con que se enfrenta”. Por eso, no le permite a ningún poder “que le proscriba la ley, ni por la propaganda, ni por la violencia...” Así, la embosca-dura puede hacerse realidad a cada hora, en cada sitio, también frente a una enorme superioridad de fuerzas. Contra esas fuerzas superiores las rutas extremas sirven si se mantiene franco algún camino transitable. Mientras que la rebelión del hombre rebelde de Camus era el acto de un hombre informado que posee la conciencia de sus derechos in-dividuales para el emboscado la libertad acaso exija dejar al tiempo, como botín, la cualidad de individuos tal como la entendió el libera-lismo. Camus piensa que la idea de la rebelión sólo tiene sentido en la sociedad occidental pero continuamente apela a la “humanidad”, ya sea como prueba de la soli-daridad rebelde, ya sea para encontrar el nexo entre la experiencia del sufrimiento individual y la conciencia posterior del ser colectivo. La divisa del emboscado es aquí y ahora, en cualquier lugar, a solas u organizando una minoría selecta que marque frente a Leviatán las medidas de una libertad válida; una libertad que es preciso readquirir una y otra vez.

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Cuatro. La figura del anarca está encarnada en Martín Venator, histo-riador de profesión, barman en la alcazaba del tirano de Eumeswil, el Cóndor. Una posición –otra vez como la cicindela– situada en la zona estratégica que separa el mar del bosque. El mar es el reino de Le-viatán, el bosque el indeterminado lugar de la libertad; la constelación dominante es acuario. El anarca es la contrapartida positiva del anarquista. Es una figura donde Jünger mezcla algunos principios genealógicos debidos a Nie-tzsche con observaciones de tipo geológico. Así, una precisión geológi-ca transparenta a Eumeswil como un “aluvión de acarreo de una masa popular sobre zócalo alejandrino”. El anarca encuentra su sedimento genealógico, su linaje, en la taberna de “Jacob Hippel”, lugar de re-unión de Bruno Bauer y Los Libres. Mejor conocidos como la Sagra-da Familia gracias a un panfleto que escribieron en su contra Marx y Engels. A esas reuniones asistía Johann Caspar Schimidt a quien sus compañeros apodaban “frontudo” (Stirner), apodo que convirtió en el apellido perfecto para un nombre invisible: Max. Max Stirner, autor de El Único y su propiedad. El Único dice:

“...esto no es mi causa. Nada hay superior a mí. No siendo mi objeto derribar lo que es, sino elevarme por encima de ello, mis intenciones y mis actos no tienen nada de político ni de social... la revolución y la insurrección no son sinónimos; la revolución ordena instituir. La insu-rrección quiere que uno se subleve o se alce... Yo he basado mi causa sobre nada. Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío; no es general, sino única, como yo soy único.”

Jünger recorta la figura del anarca a partir de una espiral de contra-posiciones que gira sobre la persona singular, en este caso, muy cerca-na a los atributos del “hombre natural”, del Único: el anarquista es el antagonista del poderoso, el anarca es su polo contrario. El poderoso quiere dominar a todos, el anarquista quiere acabar con él, el anarca sólo busca dominarse a sí mismo –por ello tiene una relación objetiva, y escéptica, respecto del poder–. El anarquista ha sido expulsado de la sociedad; el anarca ha expul-sado a la sociedad, no quiere mejorarla sino mantenerla a distancia. Venator puede conservar su libertad y servir como camarero porque no se compromete con nada; no toma nada con definitiva seriedad, no

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al modo nihilista sino “como un centinela en la línea de avanzada”. Únicamente retrocede ante el disfraz de la entrega última, los juramen-tos, el sacrificio. Los problemas morales o de derecho son para él ac-cidentes de circulación que, a lo más, exigen cambiar de camuflaje: el anarca puede revestir todos los disfraces. “Puede, por ejemplo, traba-jar tranquilamente tras una taquilla o en una oficina. Pero cuando las abandona, por la tarde, desempeña un papel totalmente diferente”. Su actuación política semeja la de un Robinson por la “naturalidad” en sus elecciones, por la simpleza de sus definiciones cuando hace calor se quita el sombrero, cuando llueve abre el para-guas, cuando tiembla sale de casa. No está a favor ni en contra de la ley, no la reconoce pero procura conocerla. Al anarquista, en ese mismo sentido, un simple control de pasaporte le resulta funesto. El anarca está más afirmado en sí mismo que el emboscado. Sin em-bargo, no es un individualista. No se presenta como “gran hombre” o “espíritu libre” por una razón de método: su meta no es la libertad ya que ésta es su propiedad. Además, tiene un grado mayor de distancia-miento respecto de cualquier tipo de idealismo. Quizás esto se deba a que en Eumeswil se ha consumido la sustancia histórica y “el catálogo de posibilidades parece agotado”. Resulta necesario que en un lugar así se acentúe la nostalgia por la configuración de mitos.

Cinco. El lugar de la palabra es el bosque. El bosque es el lugar de la ambivalencia, de la libertad indeterminada, de la vida y la muerte. Al final de la novela, Venator viaja a los bosques después de lograr el dis-tanciamiento total frente a la existencia física. Al final de Heliópolis Lu-cius de Geer inicia un recorrido hacia “donde se realizan los auténticos sueños”. Se trata de viajes al reino de lo ilimitadamente posible; donde “la esperanza conduce más lejos que el terror”. El reino de las pala-bras, una vía libre y salvaje donde el autor tiene que asumir sus riesgos “aunque sea él mismo uno de los animales contra los que está prohibi-do tirar”. Allí, explica Jünger en La Tijera (1990), “es posible hacer vi-sible lo invisible; las cosas que no están presentes podemos acercarlas a la razón mediante parábolas, y a la intuición, mediante símbolos” ¿Y no es esto justamente lo que ha hecho Ernst Jünger? ¿Nombrar lo invisible junto al muro del tiempo? ¿Mostrar que la resistencia puede ser posible aun en un presente que la hace aparecer como estrategia impracticable? Señalando a quien quiera ver que el camino puede con-vertir en meta a cada momento si al pensar o al crear se resiste.

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dIana martín del campo

La fiesta de las ranas

El gran día ha llegado y Renata se levanta con mucho en-tusiasmo para recibir este día de tanta dicha para ella, a su nariz llega el suculento aroma de la tarta que se dora en el horno. Con alegría se detiene frente a la ventana para aspirar un poco del maravilloso aire que impregna todo el estan-que, las abejillas vuelan sobre las flores, y los peces brin-can para darle los buenos días, con una mirada dulce, les agradece el detalle, pero no puede distraerse, tiene que prepararse para recibir a todos sus invitados, que por la tarde llegarán a felicitarla en la fecha de su cumpleaños dieciséis. Se queda un momento de pie delante del armario, qué se pondrá, qué se pondrá, su vestido azul con bolitas blan-cas, no, es muy formal, vestido rosa con encajes morados, es bonito, pero tampoco, ¡ah!, ya sabe cuál, el amarillo será, como su color favorito; su verde piel brillará debajo de aquella amarilla tela, amarilla como sus grandes ojos. Y con él, ¿qué zapatos? Mmmm, ya está, se verán perfec-tas aquellas botitas blancas, las que mamá acaba de obse-quiarle. Ahora sólo falta el tocado. Elige un bello cordón amari-llo de entre una multitud de vistosos listones para ador-nar su cabecita ovalada, se coloca frente al espejo, hace un moño y con una mirada coqueta se lo pone.

Diana Martín del Campo Flores. Estudiante de Letras Hispánicas, 9º semestre, uaa. Pertenece al Taller de Cuento y Varia Invención que imparte el Mtro. Salvador Gallardo Topete.

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Al fin vestida, al fin peinada, es un día especial en el que nada podrá salir mal. Es un día especial, en el que mamá ha preparado la sopa de alas de mosca preferida de su hijita como platillo principal, y una tarta de hormigas como postre del platillo principal. Los invitados no tardarán en llegar, y ya ha comenzado una lluvia torrencial que baña todo el estanque, Renata sale más feliz que nunca a mojarse, y sabe que esa tormen-ta no durará mucho, porque bailando entre salto y salto observa al sol salir, con sus rayos que se filtran entre las nubes grises, los charcos reflejan su luz y Renata danza más alegre porque las visitas comienzan a llegar. Una vez todos reunidos, cantan, comen y bailan, entre sapos, peces y mariposas, lirios, brisa y agua. La prima serpiente al fin ha llegado y no ha dejado de hablar, habla sin cesar, tratando de ocultar su dolido co-razón, que se duele del lagarto que nunca pudo quererla como ella a él. Renata y su prima cantan toda la noche, ¿y quién puede decir si lo hacen bien o mal? Un buen vino puede cambiar todas las cosas. Exquisito delirar con los ritmos de la música, cantar no-tas en falso, que los demás van a festejar con risas; el brillo de la luna volviendo más fresca la noche, una noche larga, entre amigos. A la mañana siguiente, sale a correr bajo la lluvia, no ha tenido un cumpleaños igual, contenta brinca de un charco a otro, sus ancas bien mojadas, enlodadas por completo, nunca sintió su piel más húmeda. Fue un gran cumpleaños, ¿podrá haber otro igual, cómo será el próximo año? Salta, brinca, se encuentra tan feliz, ha pasado un dulce cumpleaños número dieciséis, ¿será igual el diecisiete, el dieciocho, diecinueve? ¿Será más alta, será más bella, su piel más brillante y resbalosa, será más verde? Será el platillo principal en el gourmet más fino.

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Tengo un prado aterciopelado, tendido a mis pies desnudos. Nunca uso zapatos, para sentir cada detalle de esa caricia. ¿Qué monarca sincero pone, entre él y la tierra que gobierna, algo tan vulgar como la suela de un zapato? Muevo los pies sobre la hierba casi todo el tiempo. Más allá de esa oscilación, permanezco estático la mayor parte del día, sentado en mi trono y envuelto en mi manto. A menudo, me entumo y mis huesos crujen como la madera en que descanso. Siempre aguardo en la inmovilidad hasta el final, resistiendo el dolor. Son los momentos que me abren a la honda contemplación de mi reino. Poco a poco, a lo largo de varias horas, el dolor se va haciendo más intenso, mi respiración se vuelve difícil y siento miles de insectos que recorren mi cuerpo entero, justo bajo mi piel. Vuelvo la vista hacia arriba. Es entonces que se abren los poros del cielo. Al fondo de cada uno, late el brillo de un ojo y a través de él, llega nítido a mí el canto del espacio infinito. Sucede tan sólo durante un instante, al cabo del cual todo queda negro y ausente. Son las únicas veces que anochece. Despierto siempre en un lugar desconocido, un sitio nuevo del territorio en que mando. De ahí, unos cuantos pasos (nunca más de tres veces siete) me llevan de regreso hasta mi trono, en cualquier dirección que camine. El trono se halla siempre en el mismo punto, en el centro de mi reino. Es el espacio que lo rodea lo que se mueve y se dobla para que yo caiga, como una gota de agua por un embudo, hasta él. Al llegar, los pliegues y grietas del entorno se ajustan. Tamborileo los dedos con aplomo sobre el descansabrazos. Los colores de este lugar son vivos. Esto no sorprende a nadie que lo escuche, sólo que esa vida es distinta aquí. La luz de todos los objetos viene de los visitan-

aTahualpa espinosa

La flor y el lagarto

Atahualpa Espinosa Magaña. (Zamora, 1980). Narrador. Ha publica-do textos en diversos medios como “Tragaluz”, “Tierra Adentro”, “El Subterráneo”, “Amortajados”, “Ventana Interior”, “Lunamia”, entre otros. Es autor de la columna “Agujas”, que se publicó en-tre 2004 y 2007 en el suplemento “Acento”, del diario La Voz de Michoacán. Publico en 2002 el volumen de relatos “Violeta Inter-mitente” (umsnh) y recientemente escribio el libro El centro de un círculo imaginario, con el que obtuvo una mención honorífica en el concurso de narrativa joven “Salvador Gallardo Dávalos”, en su edi-cion 2007. Actualmente imparte talleres de apreciacion y creacion literaria en diversos foros. Es licenciado en psicología.

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tes (o habitantes, no lo sé) que pululan en los espacios libres. Son tan numerosos que todas las miradas se encuentran al menos con uno de ellos. Su cuerpo es lo contrario de lo opaco, de lo que la transparencia es el punto medio. No emiten luz, multiplican la que está detrás de ellos. Su vida transcurre tan veloz que pasa desapercibida ante mis ojos. No puedo darles órdenes, aunque estén aquí, ni puedo saber si me están matando o si es gracias a ellos que mi pulso no se apaga. Cuando el viento sopla, alejándose de mí como una espiral en fuga, el eco de sus incontables murmullos entrelaza-dos avanza en dirección contraria y siento que me hablan en un idioma que comprendo a tra-vés de intuiciones claras. El cuerpo de mi lengua no es cosa fácil. Aquí no hay diferencia entre imaginar las pa-labras, pronunciarlas, escribirlas o esculpirlas en piedra. Todas ellas son enteras y no hay otra cosa cuando suceden. Se encadenan como trozos de cordel anudados entre sí, que ser-pentean hacia los rincones más ralos del aire, deshebrándose en hilos cada vez más delga-dos y dispersos, hasta que no existen o es im-posible notarlo. Sólo entonces puede ocurrir la siguiente cosa. Todo lo que conozco de este lugar lo debo al olvido de las palabras, algo que he logrado con el paso del tiempo, luego de muchos esfuerzos. Si estiro la mano izquierda hacia abajo en-cuentro, apenas en la punta de mis dedos, la cabeza casi pétrea de mi lagarto fiel. (Me lan-za una mirada torva de reojo, retoza y parece sonreír con el saludo, mostrando la punta de sus dientes). Vive a mi lado porque le alimen-to. Bebe la tristeza falsa que nace de mis ojos, cuando paso el día entero extrañando el llanto. El llanto lo perdí sin remedio cuando se fueron las razones que lo despiertan. Siento nostalgia

permanente de ellas. Vivo al lado del lagarto porque su piel transpira lo que recibe de mis ojos. Su verde enamora con el brillo que toma. Necesito verlo cada día, es lo único que no so-portaría olvidar. Aunque no intento gobernar-lo, ni tan sólo para hacerlo que permanezca conmigo. Las órdenes que se dirigen a alguien libre sólo encierran al que las formula. El lagarto me mira con insistencia, quiere decirme algo más importante que mi nece-sidad de permanecer en el trono. Es como si el brillo de una vela distante sobre el océano me lanzara una urgente súplica. Me incorpo-ro, vacilante, y él avanza, para indicarme el rumbo. Su marcha es suave y uniforme, es casi una serpiente que levita y hace murmu-rar a las plantas que toca cuando se mueve. Lo veo desaparecer bajo la sombra de tréboles inmensos. Vuelvo a entender cuán poco sé del lugar en que vivo, con los estremecimientos de temor alegre y delgado, casi infantil, que recorren mi cuerpo al ver la silueta de árboles que nunca antes había visto. No me preocupa sentirme perdido, volteo atrás y el trono está siempre un paso a mi espalda, en el mismo si-tio. En cierto momento, me doy cuenta de que el lagarto ya me espera donde sucede lo que quiere mostrarme. Entonces el campo, casi sin que necesite ordenárselo a mis pies, lleva mis pasos hacia allá y me anticipa el descu-brimiento de una flor solitaria, que ya canta para el lagarto. Él bebe su voz como bebe mi melancolía imaginaria. Aún se encuentran los dos, la flor y el lagarto, lejos de aquí, aunque lo veo como si estuviera junto a ellos. Las co-sas que me anuncian los árboles ya suceden, desde el momento en que las sé. Sólo falta es-perar que el tiempo se cumpla.

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aNgélica martínez coronel

La trusa impostoraMuchas personas echan en su maleta más de lo que ésta

puede llevar, y se les olvidan los calzones –llevan tanta pendejada que no dejan espacio para un calzón.– ¿Le

ha pasado a usted que cuando va de viaje, de re-pente se da cuenta de que le faltan los calzones

en la maleta?... ¿No?... Pues a mí sí. Fíjese que acababa de llegar de México, lo mío fue un

viaje de negocios. Resulta que tenía que asistir a una conferencia: ni me acor-

daba de qué chingaos era, el patrón me había pedido que asistiera

porque, según él, yo era el más indicado (Así de jodidos

estábamos)... Le decía que... ¡Ah! –casi

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se me olvidaba contarle– la conferencia era sobre ropa interior y yo tenía que pro-mocionar nuestros productos, pues en ese entonces, éramos novatos en la industria calzonera. Iba a exponer nuestra “visión” de una de las necesidades humanas más importantes... Le estaba contando que me faltó llevar calzones en el equipaje: Yo, que vendía calzones, no tenía ninguno extra para usar aquel día. Imagínese: llego al hotel –que por cierto, ya ni la chingaba mi patronci-to, ni a pico de estrella llegaba–, echo las maletas a la cama (o colchón con manchas de dudoso proceder), me quito el saco y lo pongo en la manija de la puerta, abro una valija y comienzo a preparar mis enseres para tomar un baño e ir a la dichosa con-ferencia –hasta eso, el baño parecía decen-te, de no ser por un grabado en la puerta (de madera): “Aki me chingué a Juana”. Cuando lo vi, se me antojó que el babo-so que lo había escrito era zurdo, pero en un vistazo más cercano noté unas raras extensiones en las letras y concluí que lo escribió andando bien pedo–. Seguí yo en la preparación de mis cosas para bañarme y vestirme... ¡no encontraba mis calzones! Mi corazón comenzó a latir aceleradamen-te. No abrí la regadera. Vacié las valijas, busqué en el cuarto, llamé al aeropuerto, y nada. Una de las dos maletas que lle-vaba tenía toda la colección de productos de la compañía que yo debía mostrar a la Cámara de la Industria Textilera Mexica-na, así que, como dicen por ahí, a falta de pan, tortillas: Tomé una trusa de las que todavía ni salían a la venta y me arreglé (de traje y toda la cosa). Salí muy cómo-do del baño, me veía distinguidísimo y

estaba tranquilo. Pero, en ese momento, que me doy cuenta de que tenía una nue-va bronca: ¿Cómo iba a reponer esa pieza de colección, que ahora cubría mis nalgas (por no referirme a más cosas)? No, pues de madrazo me puse a buscar por toda la habitación para ver qué encontraba; eso hace la desesperación, pero yo nunca voy a andar “al-raíz”, siempre debo tener los calzones puestos (bien o mal, pero en su lugar). Busqué mucho tiempo y nada. Fal-taban sólo treinta minutos para que me recogiera el taxi de la compañía, pero me dije: “No mames wey, ya párale porque si te meas vas a necesitar otro calzón”. Se-guía con mi monólogo cuando me llevé una sorpresota: de las aspas del ventila-dor, cayó un calzón –seguro algún tipo lo dejó ahí en una de esas noches que... Pues sí, tomando mis precauciones, lo levanté del piso. Era casi igual que el que robé, pero éste que el ventilador me dio, estaba como, mmmm..., si quiere, digá-mosle cochambroso. Medio lo restregué en el lavabo –usé como guantes un par de bolsas de plástico para vómito que me ha-bían dado en el avión– y quedó quizá peor que como estaba, pero al menos ahora pa-recía que era de una tela al estilo batik. Por aquello de los olores, le vacié un poco de mi loción “El camionero seductor” de Petra Cárdenas –me encantan los perfu-mes con la firma de Petra–, ella dice: “Si le logras quitar lo apestoso, habrá valido la pena.”, así que confié en sus palabras. Cuando acordé, el taxista me estaba lla-mando con el cláxon. Tomé la maleta que tenía la colección y empaqué a la “trusa impostora” (que, por cierto, quedó como de fábrica).

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Al llegar a la conferencia los miembros de la Cámara notaron que en mi mano de-recha llevaba a la “Embustera” en su em-paque muy cuco. La sintieron “innovado-ra” y me pidieron que comenzara a hablar sobre ella, así que inventé un montón de pendejadas: “La tela esta teñida según el arte del batik, es de un estilo que se ajusta perfectamente al hombre de hoy. La trusa es audaz y salvaje, además tiene un aroma de la más reconocida diseñadora mexica-na Petra Cárdenas...”. Esas son algunas de las que me acuerdo ahora. Total que termi-né de presentar todo el calzonerío y la Cá-mara quedó encantada con el calzón que me dio el ventilador en el hotelucho. –Sólo una cosa, ¿cómo se llama la línea con que inició su exposición?– dijo el ge-rente de la textilera Vestimex. –Mmmm... este... se llama... –me acordé de mis célebres palabras–. Se llama Trusa Impostora– dije finalmente. –¡Qué profundidad!, excelente. Su com-pañía ha ganado las acciones de la Cámara. Y entonces pensé en decirle: –Sabe, yo la diseñé, en colaboración con Petra, claro está. –Mejor aún. Es usted un magnate... es más, llamaré a su compañía, no necesita-mos colecciones aburridas de corporacio-nes demasiado comerciales, usted tiene la gracia. Las acciones son suyas, la fábri-ca de la Cámara de la Industria Textilera Mexicana estará lista para que disponga de ella mientras le conseguimos una que solamente sea para su firma. Ese día yo saltaba como chapulín en co-mal (si eso fuera posible). ¡Tenía mi firma!Todo iba de maravilla, hasta incluimos la línea femenil, gracias a que un día que pa-

seaba en mi auto, me encontré un brasier en el asfalto de la carretera... La ropa que salía de la fábrica a la ven-ta, había tenido su tratamiento especial: en el laboratorio sometíamos a cada pren-da a las condiciones en las que encontré la primer Trusa Impostora. Los empleados cuidaron el secreto de nuestra receta porque tenían su buena paga (muy, muy buena), ni los clientes ni los familiares de mis empleados, se expli-caban por qué, quienes trabajaban para Trusa Impostora, no adquirían nunca pro-ductos de la compañía para la que se par-tían el lomo. Un día despedí a un tipo que era muy güevón y fue el fin de las Impostoras, de-claró todo sobre nuestro “secreto” a la Se-cretaría de Salud y nos vetaron. Entonces fue una bronca con todos: los de la Cáma-ra, los clientes, los empleados y sus fami-lias, Petra Cárdenas que reclamaba dere-chos (porque nunca le pagué las regalías) y despotricaba porque su perfume se ha-bía degradado... Fue así como quedé aquí en el Cereso, tengo cadena perpetua y calzones limpios todos los días. ¿Oyó?: ¡Calzones limpios todos los días!... ¡limpios y cómodos todos los días! Pero creo que lo aburrí y lo mejor será que me retire a mi celda, mi abogado me dijo que tengo esperanza de salir porque hay un juez que opina que no soy culpa-ble de la existencia de gente tan pendeja que compra calzones usados y harapien-tos como si fueran nuevos, nomás porque dizque son el último gruñido de la moda.

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iGnacio solares

La instrucción

En el puente de mando, atrás de la ventanilla de grueso cristal violáceo, el capitán contempla un mar repenti-namente calmo, de un azul metálico que parece casi negro en los bordes de las olas, los mástiles de vanguardia, el compacto grupo de pasajeros en la cu-bierta de proa, la curva tajante que abre las efímeras espumas. “Mis pasajeros”, piensa el capitán. Apenas un instante antes -algo así como en un parpadeo- dejaron atrás el puerto, que se les perdió de vista como un lejano incendio. El barco cabecea dos o tres veces, con suavidad. -Yo, la verdad, capitán, cada vez que salgo a alta mar siento la misma emoción de la primera vez –le comenta el contramaestre, un hombre de pequeña estatura, sonriente y de modales resbala-dizos–. ¿Cómo dice el poema de Baudelaire? “Hombre libre, tú siempre añorarás el mar”. Pues yo lo añoro hasta en sueños. El puro aire salino y yodado me cambia la visión del mundo. Como si fuera una gaviota suspendida en lo alto del mástil, y desde ahí

Para José Emilio Pacheco

Si tenemos capitán, ¿importan las prohibiciones?

Julio Cortázar, Los premios

Ignacio Solares nació en Ciudad Juárez, Chihuahua, en 1945. Es au-tor de La noche de Ángeles (premio Diana Novedades, 1989), Made-ro, el otro y el gran elector, también llevada al teatro. Además, ha publicado Nen, la inútil (premio Fuentes Mares, 1996), Colum-bus, El sitio (premio Xavier Villaurrutia, 1999), Cartas a una joven psicóloga, El espía del aire, No hay tal lugar (premio Mazatlán de Literatura, 2004) y La invasión. La instrucción y otros cuentos, aca-ba de aparecer bajo el sello editorial de Alfaguara.

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mirara el horizonte. Temo que un día esta emoción se me agote, usted me entiende. El paso del entusiasmo a la rutina es una de las mejores armas de la muerte, lo sabemos. El capitán realiza su primer viaje en tan importante cargo, algo que esperó con ansiedad creciente desde el instante mismo en que decidió hacerse marinero. Con actitud ceremoniosa levanta la cabeza, mete la mano al bolsillo interior del saco de hilo blanco (que apenas estrena) y toma la instrucción lacrada que, se le advirtió, sólo debería abrir ya en alta mar. Desde hace días el corazón se le desboca con facilidad. Y hoy por fin llega al momento que, supone, pondrá fin a su incertidum-bre sobre el rumbo a seguir, la clase de travesía que deberá realizar, cómo y con qué medios resolverá los problemas que enfrente. Rompe los sellos como si rasgara su propia piel, abre el sobre y, para su sorpresa y desconsuelo, se encuentra con un texto frag-mentado y casi invisible. –¡Otra vez esta maldita broma! –dice el contramaestre chas-queando la lengua al descubrir el instructivo por encima del hombro del capitán–. Siempre la hacen a quienes ocupan el cargo de capitán por primera vez. Dizque para probar sus habilidades y capacidad de improvisación. – Pues me parece una broma de lo más pesada. Y absurda, porque ahora no sabremos a dónde dirigirnos. – De eso se trata, he oído decir que dicen, precisamente, que en éste su primer viaje como capitán usted mismo decida a dónde ir, qué escalas hacer, cómo enfrentar los problemas que se le presen-ten. Incluso, cómo explicar y convencer a los pasajeros de la ruta que decida seguir y el porqué. – Algunas palabras se leen aquí con cierta claridad –dice el capitán entrecerrando los ojos para enfocar el amarillento trozo de papel. – Y si le ponemos un poco de agua quizá puedan leerse algu-nas más. Con la punta del índice, como con un suave pincel, el contra-maestre le pasa un poco de agua al papel. – ¡Mire, se han aclarado otras palabras! – No demasiadas. – Quizá sean suficientes. Por lo pronto, nos aclaran el Sur en vez del Norte y, lo más importante, que el nuestro no debe ser un

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viaje de recreo sino más bien formal y ceremonioso. Mire, aquí se lee muy clara la palabra “ceremonioso” y creo que la siguiente palabra es “ritual”. – Ya me imagino explicándoles yo a los pa-sajeros que éste será un viaje “ritual”. – Pues por lo menos tiene usted una pista de lo que debe de-cirles. He visto instructivos en que la única palabra que aparece es “convencerlos”, pero no se sabe de qué ni por qué. Además, usted por lo menos tiene muy clara la palabra “Sur”. Es mucho peor cuando le aparece “rumbo desconocido”, porque entonces toda la responsabilidad recaería sobre usted. Supe de un capi-tán que malinterpretó las instrucciones que se le daban... –y una chispita de ironía brilla en los ojos del contramaestre–. Bueno, no exactamente que se le dieran las instrucciones, sino que él debía adivinarlas en un papel como éste. Las malinterpretó y zozobró a los pocos días de haber zarpado. Otro más se desesperó tanto ante la confusión de las instrucciones que lanzó el trozo de papel por la borda. Lo único que consiguió fue que pocas horas después se pararan las máquinas del barco y no pudiéramos volverlas a echar a andar por más intentos que hicimos –las aletas de la nariz se le dilatan y respira profundamente–. O, en fin, me contaron de un caso aún más grave, porque la irresponsable y manifiesta des-esperación del capitán provocó enseguida que una enfermedad infecciosa de lo más rara se declarara a bordo.

–Pero, ¿quién puede asumir unas instrucciones que no se le dan con suficiente claridad? –pregunta el capitán al tiempo que se le marcan las comisuras de los labios, en un gesto casi de asco.

– Creo que éste es el punto más delicado que enfrentará us-ted, por lo que me ha tocado ver. Hay capitanes que con muchas menos palabras en su instructivo toman una actitud tan decidida que así se lo hacen sentir a la tripulación y a los pasajeros. La res-puesta por lo general es de lo más positiva. En cambio he visto a otros que al titubear provocan un verdadero motín a bordo y no ha faltado la tripulación que se subleva y toma el mando de una manera violenta, con todas las implicaciones que ello significa para el resto del viaje. – ¿Y los pasajeros? – Con los pasajeros más le vale tener un cuidado supremo.

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Porque si no están de acuerdo con sus deci-siones, una queja por escrito a nuestras altas autoridades puede costarle a usted el pues-to, lo cual significaría que éste fue su debut y despedida como capitán de un barco. Pueden hasta fincarle responsabilidades y demandar-lo. Supe de un capitán que tardó años en pa-gar la demanda que le pusieron los pasajeros por daños y perjuicios. – ¡Dios Santo! – Empezarán por cuestionarle el rumbo que tome. Si va usted al Sur, le dirán que ellos pagaron su boleto por ir al Norte. Le van a blandir frente a la cara sus boletos, prepárese. Pero si decide cambiar de rumbo a ir al Norte, será peor porque no faltarán los que, en efecto, prefieran ir al Sur, lo mismo, van a amenazarlo con quién sabe cuántas demandas. Otro tanto le sucederá con las escalas que realice. Nunca conseguirá dejarlos satisfechos a todos, y más le vale tomar sus decisiones sin consultarlos demasiado. Simplemente anúncielas como un hecho dado, y punto. O sea, partir de que los pasajeros nunca saben lo que en realidad quieren y tomar las decisiones por encima de ellos, por decirlo así. – ¿Y si definitivamente no están de acuerdo con esas decisiones? – Rece usted porque no le suceda algo así. Estuve en un barco en el que los pasajeros se negaron a aceptar el rumbo que decidió tomar el capitán y exigieron que les bajaran las lan-chas salvavidas para regresar al puerto del que acababan de zarpar. El capitán sostuvo el trozo de papel con dos dedos como pinzas y lo volvió para uno y otro lado. Suspiró. – Si por lo menos lograra poner en orden las palabras que aquí aparecen. Pero son de-masiados los espacios en blanco entre ellas.

– Consuélese. Recuerdo que un capitán cayó de rodillas apenas abrió el sobre sellado y se puso a orar por, según él, la gracia conce-dida de contar con unas cuantas palabras que guiarse en su viaje. Luego me decía: “Me com-place pensar que los fundadores de religiones, los profetas, los santos o los videntes, han sido capaces de leer muchas más palabras que no-sotros en estos textos casi invisibles, tras de lo cual seguramente los han exagerado, adorna-do y dramatizado, pero la verdad es que nos dejaron un testimonio invaluable para cada uno de nuestros viajes”. – Prefiero atenerme a mis limitadas capaci-dades. ¿Y si le ponemos un poco más de agua? – Inténtelo. Aunque si lo moja demasiado corre el riesgo de borrar alguna palabra. Lo mismo con la saliva, he comprobado que pue-de dar pésimos resultados. Quizá sea preferi-ble conformarse con lo que tiene a la mano y no ambicionar más. Concéntrese en algunas de las palabras que se le dieron, léalas una y otra vez, búsqueles su sentido más profundo. Ahí tiene una, por ejemplo, que si la sabe apre-ciar, debería estremecerlo hasta la médula. – ¿Cuál? – ”Constelación”. ¿Le parece poco? Nomás calcule todas las implicaciones que puede en-contrarle. Experiméntelo esta misma noche. ¿O no ha percibido usted el acorde, el ritmo que une a las estrellas de una constelación? ¿O tampoco ha notado que las estrellas suel-tas, las pobres que no alcanzan a integrarse en una constelación, parecen insignificantes al lado de esa escritura indescifrable? – ¡No me hable más de escritura indescifra-ble, por favor! –dijo el capitán con un gesto de dolor. El contramaestre no pareció escucharlo y miró fijamente hacia el cielo azul, como si sus

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palabras vehementes consiguieran ya empe-zar a oscurecerlo. – El hombre debe de haber sentido desde el principio de la historia que cada constela-ción era como un clan, una sociedad, una raza. Algunas noches yo he vivido la guerra de las estrellas, su juego insoportable de tensiones, y si quiere un buen consejo espérese a la noche para contemplar el cielo antes de tomar cual-quier decisión. El barco tiembla, crece en velas y gavias, en aparejos desusados, como si un viento contra-rio lo arrastrara por un instante a un rumbo imprevisto. Aquella noche, en efecto, el capitán ni si-quiera intenta dormir (quizá tampoco lo inten-te las siguientes noches) y furtivamente sale de su camarote a pasear por la cubierta de proa. El cielo incandescente, el aire húmedo en la cara, lo exaltan y le atemperan la angustia que lo invade. El espectáculo sube bruscamente de color, empieza a quemarle los párpados. Los astros giran levemente. “Ahí tiene una palabra que si supiera leer-la lo estremecería hasta la médula”, recuerda que le dijo el contramaestre. Contempla el trazo lechoso de la Vía Láctea cortado por oscuras grietas, el suave tejido de araña de la nebulosa de Orión, el brillo límpi-do de Venus, el resplandor contrastante de las estrellas azules y de las estrellas rojas. ¿Quién advierte la muerte de una estrella cuando todas ellas viven quemándose a cada instante? La luz que vemos es quizá tan sólo el espectro de un astro que murió hace millones de años, y sólo existe porque la contemplan nuestros pobres ojos. ¿Existe sólo por eso? ¿Existe sólo para eso? El palo mayor del barco deja de acariciar a Perseo, oscila hacia Andrómeda, la pincha y la hostiga hasta alejarla.

El capitán quiere establecer y ahincar un contacto con su nave y para eso ha esperado el sueño que iguala a sus tripulantes, se ha im-puesto la vigilia celosa que ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. ¿Será posi-ble tomar hoy mismo una decisión? Recuerda algunas de las otras palabras sueltas del instructivo, algún sustantivo re-dondo y pesado. Baja la cabeza y reconoce su incapacidad para descifrar el jeroglífico. Ya casi no entiende que no ha entendido nada. Siente que la fatalidad trepa como una man-cha por las solapas de su saco nuevo. ¿Renun-ciar de una buena vez, aceptar que le finquen responsabilidades, pagar las demandas de los pasajeros? ¿O seguir, resistir un poco más, tre-par los primeros escalones de la escalera de la iniciación? Visiones culposas de barcos fantasmas, sin timonel, cruzan ante sus ojos. Pero le basta levantar la cabeza y mirar los racimos resplandecientes en el cielo para que regrese el fervor. Entorna los labios y osa pronunciar otra palabra del instructivo, luego otra y otra más, sosteniéndolas con un aliento que le revienta los pulmones. ¿Qué otra cosa somos sino verbo encarnado?, piensa. De tan-ta fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos. La fragorosa batalla del sí y del no parece amainar, escampa el griterío que le punza en las sienes. Sus dedos se hunden en el hierro de la borda. Se vuelve y mira hacia el puente de man-do. El arco del radar gira perezoso. El capitán tiembla y se estremece cuando una silueta se recorta, inmóvil, de pie, contra el cristal vio-láceo. “Soy yo mismo”, supone. “Tenemos capitán”. Y es como si en su sangre helada se coagulara la intuición de una ruta futura, por más que se trate de una ruta inexorable.

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sAlvador gallardo (el hijo)

Pequeña rata blanca

Pequeña rata blancafuiste la primera en saltar al mar, ante el presagio de naufragio.Roto el añoso casco, el agua salina entró a mi costado,con sus corrosivos minerales, que quemaron mi ya, ardidocorazón..

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Lluvia

Llueve sobre Venecia (agua sobre agua).Una lágrima de mármol cae hasta mi corazón.

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Me duele la flor que no te aroma,el cántico del grillo adormilado, el viento que me duele en el costadoy el dolor que se duele en mi carcoma.

Me duele

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Desperté, quise levantarme y no pude, no logré ni siquiera mover un dedo. Había un lucerón de la chingada. Qué jijos de su madre me pasa. Otro intento por incorporarme y nada; puta madre, quiero saber qué pasa, qué es lo que me pasa.

Recuerdo que me acosté a las once de la noche, después de ver el noticiario en la tele, no más, y ahora por qué chingaos no puedo moverme... Oigo la voz de mi mujer: “–Doctor, mi esposo me dijo muchas veces, que si sufría un accidente o una enfermedad grave, que lo privara del conocimiento, no quería que lo conserváramos en estado vegetativo, como a una lechu-ga–”; luego, una voz de hombre, desconocida para mí, respondió: –”No, señora, su esposo apenas tiene cinco días privado de la conciencia, y los monitoreos que le hemos realizado no revelan muerte cerebral–”.

Quise hablar y decirle a mi María que no estaba muerto, que yo la estaba oyendo, que iba a despertar, a ponerme bien, que no me desconectara; pero no pude mover los labios, emitir un sonido que demostrara que es-taba con vida, fue inútil, lo intenté una y cientos de veces, todo en vano, como inútil resultó el deseo de mover las manos, los brazos, los ojos. Todo lo intenté, ni siquiera logré que el corazón aumentara su ritmo para que lo registraran los aparatos a que me tenían enchufado; permanecí en cero, en nada, en un pinche vacío de mierda.

Yo agarré una semana de pedo y comilonas; el viernes por la tarde me sentí mal, traía un dolorón de cabeza, me vino una hemorragia nasal y me asusté, les dije a mis cuates que me llevaran a casa, antes de eso me bañé con agua fría y me tomé como tres tazas de café bien cargado. El dolor de cabeza se me fue aminorando en el camino; cuando llegué, María ya esta-ba acostada, yo creo que se hizo la dormida para no pelear conmigo; me fui a la sala de estar, me serví un güisqui en la rocas, me quedé viendo el noticiero hasta que se terminó y me fui a acostar, eso es lo que recuerdo.

De pronto, un borborigmo: lo oí y sentí en mi vientre un gigantesco pedo recorriendo mis tripas, gorgoreando veloz en busca de salida. ¡Eso es!, me dije, será la señal que necesito lanzar para que se sepa que estoy vivo. Pujé con denuedo, esperanzado en producir uno ruidoso; sentí que mis tripas sí me obedecían, que una masa de aire abandonaba mi cuerpo, pero sin el estruendo esperado; luego percibí una fetidez insoportable, al tiempo que escuché a mi mujer decir: –”Doctor, desconéctenlo por el amor de Dios, que ya se está pudriendo”–.

Una voz pidiendo auxilio

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rAmón claverán alonso

Si tan sólo

Ramón Claverán Alonso, es nativo de la ciudad de Aguascalientes. Doctor en Agricultura, ha ocupado altos cargos a nivel nacional y mundial. Una vez jubilado se ha dedicado a la narrativa.

– Usted no es el primero que ha llegado hasta acá a pregun-tar por el padre, ya han venido muchos, licenciado ¿o es inge-niero?, ¿qué me dijo que era?–. – Ingeniero, don Tomás–. –Bueno, ingeniero, yo creo que ese hombre es muy im-portante y poderoso para que muchas gentes como usted se tomen la molestia de manejar cuatro horas por brechas tan malas y solitarias, para llegar hasta San Pedro de la Sierra; antes nadie se preocupaba por venir a visitarnos.– Dijo don Tomás mientras servía dos va-sos de tequila bajo la sombra fresca de los árboles del patio de su casa.

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– Lo que sucede en mi caso, don To-más, es que así como me recomendaron que viniera a verlo a usted, también me insistieron que lo viera a él. Esto me lo dijeron no sólo las gentes de Morelia sino también las de México. Me aseguraron todos que el padre participaba con mucho entusiasmo en todas aquellas cosas en beneficio de la comunidad, pero no sabían que ya se había ido del pueblo.– Comentó el in-geniero reacomodándose en la silla de tule, todavía estaba adolorido de las nalgas, después de más de cuatro ho-ras de brincar en brechas pésimas. No solamente era el cansancio físico que lo agobiaba, también la tensión a que es-tuvo sujeto por el temor de encontrarse en esos parajes, a los narcotraficantes y también a los que los persiguen; a pe-sar de las cartas explicatorios que traía consigo, donde se describía con deta-lle, el trabajo técnico que haría en San Pedro de la Sierra. – Lo que usted dijo, ingeniero, es la pura verdad; lo que sea de cada quien, ese hombre hizo mucho por este pue-blo, pero también es cierto que nos jo-dió con ganas. No había cosa difícil para él, le atoraba a todo como los machos y lo terminaba bien. Pero, eso sí, la gen-te jalaba muy parejo con él, no había quien no cooperara. Yo no sé qué era, algo tenía, que acababa por convencer-nos aunque hubiéramos dicho que no al principio. Eso era con los hombres, ´ora usted imagínese, Ingeniero, cómo sería con las mujeres que ellas se le po-nían siempre de pechito. Lo que aho-ra sabemos es que no nomás aquí nos

perjudicó, en otros lugares hizo cosas piores, ¿cómo ve? Don Tomás hizo una pausa porque pasó frente a ellos un grupo de mujeres jóvenes, con niños, que fueron a sen-tarse en el otro extremo del patio. El ingeniero terminó de tomarse su tequila, se limpió la boca y dijo: – Le repito, Don Tomás, que yo ni siquiera conozco a ese señor, pero sí me voy a quedar en San Pedro por una temporada; me gustaría saber cómo llegó aquí y qué fue lo que pasó. Por lo que usted dice, la gente lo quería y lo admiraba mucho, pero también él se portó mal con la comunidad.– Don Tomás encendió un cigarro, lle-nó nuevamente los vasos de tequila, se pasó dos veces los dedos por el bigote y con toda calma continuó: – Bueno, le voy a platicar la histo-ria desde el principio, mejor que se la cuente yo y no otra persona, porque se la pueden contar mal. Aquí en la igle-sia de nuestro patrón San Pedro estába-mos sin padre, y por más que lo pedía-mos a Morelia y hasta a Guadalajara, no lo mandaban porque decían que no había padres disponibles, ya nos avisa-rían. Al fin, un día va llegando el nue-vo curita, pero más bien era un curota, porque estaba muy grandote, güero, de plano parecía gringo. Los otros cu-ras que habíamos tenido eran prietitos y chaparritos. ¿Y éste de dónde salió?, decíamos todos. Muy pronto, se aco-modó muy bien en el pueblo, todos lo queríamos porque era muy buena gen-te, muy simpático, con decirle que has-ta tocaba la guitarra y cantaba. Él solito

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consiguió mucho dinero para arreglar la iglesia, la escuela y la plaza. Siem-pre nos decía que tenía buenos amigos aquí en Michoacán, en la Ciudad de México y hasta en Estados Unidos, y a esos amigos les gustaba mucho ayudar a la gente pobre; los trajo de visita va-rias veces, y nos dimos cuenta que eran ricos o muy poderosos, porque vinieron en un helicóptero grandote; los únicos helicópteros que habían bajado aquí antes eran los de los judiciales. Una de las veces vinieron algunos gringos, que nos trajeron a regalar muchas cosas. Hizo don Tomás otra pausa mientras bebía medio vaso de tequila y volvió a tomar el hilo del relato: – Pero las que más querían al padre eran las mujeres, has-ta dieron por decirle San Mar-tín, porque una vieja dijo que cuando el padre andaba a ca-ballo era idéntico al santo. Lo cierto es que yo nunca le vi el parecido, pero de ahí para ade-lante, todas las mujeres y hasta algunos hombres traían meda-llas de San Martín colgadas en el pescuezo, que habían sido bendecidas por nuestro San Martín de carne y hueso. Todo iba muy bonito, pero se comenzaron a saber las travesuras que el Padre an-daba haciendo por toda la región. El desgraciado se había echado al plato a siete muchachas del pueblo, y a seis de ellas las embarazó; dos de las per-judicadas son mis hijas, y como usted puede ver allá, todos los escuincles son güeros, igualitos al padre.–

Don Tomás interrumpió su historia para señalar con su dedo al otro extre-mo del patio, donde sus dos nietos y otros niños y niñas jugaban con un ve-nadito. – En esta vida todo tiene un límite. Un día nos hartamos de ese cabrón y nos juntamos todos en la escuela. Des-pués de mucho alegar, porque aunque usted no lo crea, había algunos fulanos que lo defendían. Uno de ellos propu-so, que lo correcto era que corriéramos a las muchachas y a sus hijos del pue-blo, porque eran ellas las que habían te-nido la culpa y no el padre. A mí se me subió el coraje a la cabeza y le quebré los dientes con el lomo del machete.– – Al fin nos pusimos todos de acuerdo: decidimos agarrarlo y colgarlo de un pino inmediata-mente. Fuimos a buscarlo, pero nos madrugó, ya se nos había escapado al monte. Después supimos que una mujer corrió a llevarle el chisme. ¡Así era lo que las vieja lo querían!– – Salimos todos bienes armados a darle alcance, pero el padre era muy listo y se nos fue. A mi compadre Jesús fue al único que se le puso a tiro y el pendejo le falló el plomazo. Si tan sólo mi compadre le hubiera atinado, no vi-viríamos tan a disgusto en este pueblo, y ya nos hubieran dejado en paz los fuereños.–

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nÉstor duch-gary

Simetrías de la vida

El Dr. Artemio Alcántara, una vez terminadas las clases en la universidad, en su último año de ingeniería, había optado por hacer su ser-vicio social en un poblado del sureste del país. Ahí se encontró con un niño maya que asistía a las clases de los últimos años de primaria. Un día ese niño se había acercado a la vieja estación del tren donde vivía y le había pre-guntado si podía comentarle algo que él creía haber descubierto en su clase de geometría. Artemio asintió y entonces Jacinto le dijo que

en todos los cuerpos que su profesor le había enseñado, a los que les decían poliedros regu-lares, si se contaba el número de caras y se le sumaba el número de los vértices y se restaba el número de las aristas, el resultado era siem-pre dos. Y esto era cierto para los cubos, las pirámides, los prismas... Artemio se había quedado perplejo ante la afirmación de Jacinto, porque este niño maya, en un pueblecito del sureste mexicano, había enunciado un teorema famoso. Se trataba de

Días pasados me encontré con el Dr. Artemio Alcántara. Hacía tiempo que no sabíamos el uno del otro y ese he-cho contribuyó a la alegría que nos produjo volver a vernos. Para cele-brarlo, decidimos entrar al café El Barco, situado enfrente de donde nos encontramos. Se trataba de conversar un rato con la intención de ponernos al tanto de nuestras vidas cotidianas y familiares. Sin embargo, no pudimos evitar otros temas de interés profesio-nal. El Dr. Alcántara evocó algunas de las experiencias que le ocurrieron en los inicios de su carrera. Escribo aho-ra el recuerdo de lo que me contó en aquella ocasión. Espero, así, justificar esta tarde tenuemente gris de princi-pios de diciembre, que no me ofrece ninguna otra opción más atractiva.

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uno de los primeros teoremas sobre invarian-tes de la topología combinatoria. Y recordaba que la versión más general y actual de ese teo-rema se asocia con el nombre de dos de los grandes matemáticos de todos los tiempos: Euler y Poincaré. Se dieron otros episodios en que Jacinto seguía sorprendiendo a Artemio. Ante estos hechos, Artemio habló con su maestro. Entre ambos redactaron y mandaron una carta a la Delegación de la Secretaría de Educación en el estado. La respuesta tardó algunos meses en regresar. Además, imponía tal cantidad de re-quisitos para otorgar una beca a Jacinto que le permitiese ir a estudiar a la capital del estado, y sobrevivir durante sus estudios, que, tanto el profesor, como el mismo Artemio, no abri-garon ninguna esperanza de que algo bueno saliera de la contestación que recibieron de la autoridad educativa. Artemio estaba muy presionado para re-gresar a la universidad. La doctora Ponce lo quería ya en la capital para iniciar los cursos de la maestría en matemáticas, disciplina a la que Artemio ya había decidido dedicar su vida profesional futura. Pero insistía en que antes de dejar el pueblo hizo sus últimos in-tentos. Habló con la familia de Ja-cinto, pero eran campesinos po-bres, sin ninguna relación con el mundo de la ciencia y no es-taba en sus manos favorecer el desarrollo del genio de su hijo. Así, dejó a Jacinto a su suerte y se regresó a la universidad. En ese momento no se le ocurrió hacer otra cosa. Había vivido tiempos difíciles durante sus estudios de la maestría en México, dado el rigor y la claridad en los desarrollos de los trabajos que exigía la doctora Ponce. También

la vida había sido dura durante su doctorado en París, toda vez que, en este caso, a las difi-cultades propias de su materia se agregaban las del idioma. Pero aun en estas condiciones no dejó de subrayar que en sus últimas vaca-ciones, durante su estadía en Francia, regresó al pueblito de Jacinto, pero no lo encontró. El pueblo había cambiado, ya no estaba la esta-ción del tren, la escuela era un edificio moder-no, había varios profesores nuevos, pero no estaba el antiguo profesor de Jacinto. Sólo el padre sabía algo de él. Le dijo que Jacinto se había ido con sus hermanos a trabajar al “otro lado”, pero no dijo mucho más o no conside-raba que debiera decir más. Todos esos hechos le suscitaron a Artemio un sentimiento de culpa que lo afectaba cada vez que su recuerdo volvía a esos sucesos. In-sistía en que le era difícil aceptar la idea de que hubiese estado en sus manos la posibilidad de formar un genio y que la dejara pasar sin com-prometerse con firmeza en esa tarea. Sólo el correr del tiempo pudo mitigar poco a poco ese malestar que su falta de decisión y su falta de coraje le depararan. Y en esas estaba cuan-do le ocurrió el acontecimiento que lo llevaría a platicarme todo este asunto y a recordar los tiempos y circunstancias que compartimos en nuestra juventud. Hacía unas semanas lo habían invitado a dar unas conferencias al Instituto Tecnoló-gico de California. Los miembros del labo-ratorio de matemática experimental tenían interés en las técnicas de representación vi-sual, que desarrolló como parte de su tesis doctoral, para el estudio de una amplia clase de sistemas dinámicos. Fue a California con su esposa Gaby y decidieron aprovechar la invitación para darse un paseo viajando en automóvil.

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Todo les salió bien. Las conferencias que ofreció fueron un éxito e incluso se habló de una posible estancia post doctoral en el Caltech. Regresaron paseándose por tierras californianas, disfrutando de los rasgos arqui-tectónicos que dejaron los españoles por esas tierras. Ya cerca de la frontera con México, se detuvieron en una estación a cargar gasolina. A punto de reiniciar la marcha, el joven que los había atendido le dijo: ingeniero, el número 1729 de las placas de su co-che es el menor número que se pue-de expresar como la suma de dos cubos: es igual a nueve al cubo más diez al cubo o uno al cubo más doce al cubo. Era Jacinto, moreno y risueño como su pa-dre; no podría ser otro parado ahí bajo el sol de esa excepcional tarde de finales de otoño. Artemio y Gaby se habían detenido un mo-mento; Jacinto les comentó que sus hermanos mayores lo habían invitado a trabajar en la

gasolinera. Le iba bien. Se había casado con una paisana y tenía dos niños. Finalmente les dijo que lo esperaran un momento; cuan-do regresó le dio a Artemio un grueso cuaderno muy usado, pero al mismo tiempo tratado con esmero. No había que decir nada más. Todo quedaba claro. Artemio y Gaby regresaron México. Ahora, el doctor Alcántara está escribiendo un libro a partir de las notas del cuaderno que le en-tregó Jacinto, que publicará con el nombre de Jacinto, y que Jacinto no pudo elaborar por las circunstancias que he comentado. En ese momento, cuando me anunció su decisión de escribir el libro de Jacinto, tuve la intuición de que el doctor Artemio Alcán-tara era un hombre feliz. Yo conjeturo que la felicidad del doctor Alcántara resulta de esa simetría de la vida que le otorgó el privilegio de corregir, de algún modo, su pasado.

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aLejandra molina

Carta breve y caritativa a un pintor ciego

Señor pintor: El camino rojo que lleva a su casa,esta tarde se ha inundado de ojos.Todos nadan parpadeando despreocupados, en las aceras,y yo,he ido a buscarle como es costumbre,mordiendo el asfalto, susurrando silencios y he tropezado, pupilosamente entre pestañas necias y puntiagudas.No lo encontré, pero usted ha estado ahí pintándole ojos a la calle,–pues sus escasas riquezas le han privado de lienzos–y en lo retorcido de mi mente, he pensado que usted pudiese pintar unos ojos,sin remuneración. Yome ofrezco como lienzo.

Alejandra Molina Valeria, 7 de diciembre de 1990, cursa el sexto semestre en la preparatoria de la UAA. Escribe poesía y cuento. Pertenece al Taller de cuento y Varia Invención, del Salvador Ga-llardo Topete.

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Tardes de juegos y de gatos

Cuando la familia llegó al nuevo departamen-to, el buzón seguía lleno con las cartas del in-quilino anterior. La familia eran el padre, la joven hija y un gato ronroneador. Por las tardes, a la hora en que el padre se sentaba junto a la ventana, con el gato a un lado y los dos adoptaban una postura muy similar, y miraban con los mismos ojos, pues los tenían parecidísimos, la hija se ponía a leer las cartas que había extraído del buzón el primer día. Tardó solamente tres tardes en terminar-las, y en ese tercer crepúsculo, creyendo que su padre seguía sentado junto a la gran ven-tana de cara al edificio antiguo del frente, con el gato al costado, los dos muy parecidos, casi iguales, ella fue poseedora de todos los secre-tos del ex inquilino ya perdido en la muche-dumbre de una nueva ciudad, quizá del otro lado del mar. La joven se sintió repentinamen-te feliz, como hacía mucho que no lo estaba.

Y paralelamente a ese arrebato de pleni-tud, iluminación, mordedura de alegría, en-dorfinas en el cuerpo, sucedió que un ovillo color moka llegó rodando, desenrollándose desde el salón, hasta la habitación de ella. Era el ovillo de estambre con el que estaba tejiendo un suéter para su padre ahora que se acercaba noviembre, y el mismo ovillo con el que jugaba el gato por la mañana cuando en la estufa había huevos fritos y en la mesa café con leche y croissants, en ese nuevo aparta-mento tan color de arena, ventana grande para el padre, zona vieja de la ciudad, barandillas negras con adornos rococó, no me pregunten qué piso era. La hija entonces, extrañadísima, sacada de golpe de su euforia, salió andando a gatas de la habitación, siguiendo el dichoso ovillo. Cuando llegó al salón vio al gato despatarra-do en la alfombra persa, tan feliz también con su miau-miau y su ron-ron, y fue ver como si

Estudió la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma de Aguascalientes y en la Universidad de Almería. Premio universitario de poesía “Desiderio Macías Silva” y de cuento “Elena Poniatowska” en el 2006. Ha participado en los talleres del ciela-Fraguas. Actualmente es becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes.

iLse díaz

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los ojos del padre se hubieran instalado en definitiva dentro de las cuencas del fe-lino. Esos ojos ahora apuntaba a la ven-tana abierta, a su ráfaga helada de viento, ya más cerca los meses fríos. La joven se acercó a la baranda y quiso ver allá abajo, en la calle, un charco de sangre y gente. Se asomó con el temor de verse gritan-do, llorando, desgarrada y con el temor de la muerte ajena en la cara, pero no vio absoluta-mente nada. La calle estaba tan tranquila como siempre. Sintió solamente el aire helado en la cara, cerró la gran ventana y buscó el chal. A partir de ese día ya no quiso leer las car-tas que llegaban a su buzón, pues sentía que era una forma de prevenir futuras desgracias. Cuidaba al gato muchísimo y le daba la me-jor comida; lo dejaba sentarse todas las tardes junto a la ventana y a veces, echada en el di-ván, tejiéndole un suetercillo muy a su medi-da, se concentraba por si acaso se escuchaban pasos en el tejado o en los tubos de la calefac-ción que subían por las paredes del edificio, y un ron-ron o un miau-miau en el que se reco-nociera el timbre del padre.

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Tristísimo dolor: la sangre

He vivido un dolor que estaba muerto, inserto en lo más muerto de los desiertos muertos. Que lloraba su invalidez de hombre, que se extendía enorme bajo el mar del cielo. Entre el cielo y el mar el suelo, y en el suelo se yergue inmenso, un profundo dolor ya muerto. Un dolor que vuelve la sangre recinto de espinas y silencios. Un dolor que se sufre de pie, un dolor que te ahoga en el seno de su pecho mientras juega a los matices de las palabras, de los nombres. Un dolor que crece sobre su cadera como flor de pétalos nocturnos. Imposible escapar a este sentimiento, que maldice la vida con los tonos de esa flor anaranjada sobre el negro de un vientre húmedo, de un vientre muerto. Es un dolor que escupirá sobre los huesos de una humanidad aciaga, de una humanidad ya sin sol, sin sed, sin sombra. Es la caricia de las gotas que caen sobre los labios del desierto, como sobre una piara de cadáveres, es ese último beso. Sin embargo, mi dolor también es el milagro de la resurrección. Es como este piano que ya sin cuerdas viaja en silencio hacia adentro. Mi dolor es como un alarido de huertos, como el hábito de los gatos que se escabullen para mirar en la penumbra las carnes de doncellas indispuestas. Es un dolor tan viejo que es alcohólico, tan ancestral que es ateo. Es la voz ante la cual el espacio quiere huir. Mi dolor conoce de la atracción del sexo de la mujer como tumba. Mujer alarido, mujer, tristissima mujer que bien podría llamar al viento por su nombre de pila y que nos invita a cavar profundo entre sus carnes en busca de rebautizar a dios, con un solo nombre Dolor, o Teresa, da lo mismo. Dolor, tristissimo dolor, la sangre. Un dolor que en medio del la noche afirma que podría cambiarse de nombre y que no desaparecerá jamás, que ira en busca de recuerdos para vestirse de julios y amarillos. Contra este sentimiento ya no quiero soñar, porque me falta sangre para anochecer, porque me sobra dolor para gritar, que no me doblegare y que seré eterno. Que me mantendré de pie al borde de tu cama por los siglos de los siglos hasta que la pasión se haga trizas.

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De un lado a otro

De un lado a otro he andadohe ido arrastrándome he ido en avión y manejando.Aún anhela mi corazón el cielocon los brazos abiertos como las alas de un águila.

Identidad desconocida apenas una pepita de semillas en la bolsamás allá de la libertad de necesidades para aprender cómo ser hombre. Apenas un poquito de sabiduría antes de que el tiempo acabe.

Judío alemán, huyó de la Alemania nazi y vino a dar a los Estados Unidos para hacerse de amigos como Ginsberg, Bouroughs y otros beatniks. Hoy vive en Aguascalientes. Tiene 83 años de edad.

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El jardín de Frida KahloUno puede sentir la energía fluir.

Cejas negrassobre una intensidad que le viene del espíritu.

Bigote de Stalin,tan negro,

de sonrisa chueca.Detrás el hombre de gran cabeza,detrás una masa de cabello blanco,

una filosofía para cambiar el mundo.Esperanza de libertad

de la esclavitudy la lucha de clasesque dio comienzo a todo.

La dialéctica de la revolución.Dos amantessin ser opuestos pero sí admirados

trascendiendo las muletas de la vida,uno para ser muertouno para vivir.

La energía aún fluye en un jardíntan verde.

Entre las hojas que se mecen,siento

como si aún estuvieran aquí.

Creímos y deseamos.Tal vez todo fue una ilusión,

pero fue hermoso.Después de todo, somos hermanos.

Un recordatorio del esculpido de piedrasde épocas ya muertaselimina la avaricia

ambiciones y promesas de cielos vacíos.¿Qué sucedió?

Creímos con la resonancia de la música,la intensidad del latido de nuestros corazones.

Pero el camino centelleantede algún modo perdió de vista

a las rosas rojas.

El rugir de un aviónUna realidad presente,la gente camina y el tiempo pasa

y aun así encuentra su salidacomo un gato callejero.Una belleza en sí misma

para la búsqueda del hombrede pazy de amor.

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Sobre el amor

¿Qué se apodera de mícuando te necesito?

Cuando imagino tu cuerposiento tus besos

tu cercanía y calor.Querer tu amor,estar celoso de tu otro ser.

Tus pensamientosy tus placeres

con alguien más.¿Dónde está mi intuición ahora?

Esta necesidad compulsiva de poseer.Tu necesidad de placer

sin compromisos.Recibir lo que en abundancia existe

en la carencia,o en la realidad.

Déjame sentir el ser, sin tiempoalguno,

convertirme de nuevoen lo que no es.

De sentir lo nuevo lo que no es,de sentir dolor,tener de nuevo, una respuesta a

objetos inanimados–objetos inamovibles ilusorios–

puedo verlos en abstracto,casi tan vividocomo la realidad.

¿Realidad de qué?Del tiempo, la casa, el amor.

¿Qué pueden significarcuando el tiempo es nada

y yo soy nada?

Perseguir una ideaun sueño

tal vez un nuevo camino.¿Dónde encontrar la profundidad del

alma o la intuición?

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Y encuentro en la repeticiónespejismos de cuerpos inamovibles.

Tener la noción,de abolir la maldad externa

y encontrar la paz para todos.

El consumo compulsivo de alimentopara el alma

sanar el ansia interna,calmar

la inquietud de no tenerriqueza, paz, o a ti,

o una realidad en el amor.

En mi tiempotuyosuyoo nuestro,la fusión de lo externo y lo interno.

El almao lo que llaman realidad objetiva

percibir lo intelectualdespués, yo seré sumergido.

Se completa el círculo.Hambre sin solución.

Un horno caliente para el niñohambriento

que mira el plato vacío.Una serenidad sin sustento,

estómago lleno con todos los adornosborradosun paño de sensualidad.¡Ayuden

aquellos que se encuentren en labúsqueda!Los dioses les habrán de perdonar.

Deja que el sol traiga la bellezaintrínseca del ser,la pureza del amor sencillo

en meditaciónpara encontrar eso que se encuentra

en el más allá,es el ahora.

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aLberto buzali

La cita

Hoy decido volver a echar la suerte... tal vez hoy sí me to-que. Llego caminando a las 8:30 de la mañana. Quince minu-tos antes de la cita, como es mi costumbre. Me instalo en la mesa del fondo, es la precisa para vigilar su arribo; llegará, de eso estoy seguro; aunque nunca ha sido muy puntual supongo que será después de las nueve de la mañana. A partir de entonces comenzaré a cuantificar su tradicional tiempo de retraso. A las 8:50 termino un café exprés cortado. Ahora estoy más despierto; ¡uf!, qué falta me hacía: a estas horas y sin café, ni siquiera podía articular palabra, mucho menos sos-tener una conversación; si es que alcanzo a tenerla... hoy, tal vez, ni eso. Ya es un cuarto después de las nueve y aún a solas, a excepción de esta mosca mañanera, pegajosa, que no me deja; qué tal que salió del baño sucio y viene hasta mi

“Así mi vida es una fuga

y todo lo pierdo y todo es del olvido,

o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página”.

“Borges y Yo”, J.L. Borges

La página de Alberto Buzali (1949) y su esfuerzo han sido califica-dos por Alberto Ruy-Sánchez y Juan Villoro, entre otros, como el divulgador de la cultura en México. Ha colaborado con práctica-mente todos los suplementos culturales que se publican en México. Su trayectoria se resume en el sitio www.lapaginadebetobuzali.com y agradece satisfecho haber participado en talleres literarios como los de Hugo Argüelles (qepd), Alberto Chimal y Edilberto Aldán.

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mesa a dejar excremento de otra gente. Son las 9:29, Roxana ya podría aparecer en cualquier momento; al menos debe-ría; pero no, soberbia y vanidosa, se tomará más tiempo. Entonces me descubro allí, cínico, recién llego en mi auto-móvil. ¡Claro!, ¿cómo podría faltar a esta cita? No me la iba yo a perder, se trata más de una obsesión que de otra cosa. Acabo de llegar y me estaciono –suertudo– justo frente a la cafetería, a unos cuantos metros de distancia donde yo estoy sentado. Desciendo del auto y busco instintivamente a mi alrededor: ¡Ajá!, descubro a Roxana que viene caminando. Me ve, dibuja una generosa sonrisa, acelera el paso y me planta un delicioso beso en la boca. Ahora me percato que estoy allí sentado en la mesa, es-perando, como un idiota suspendido en el tiempo. Sonrío en tono burlón y hasta desafiante. Observo a mi alrededor cuidadosamente y decido largarme de aquí. Ahora sí que nomás por joder. A manera de despedida no me resisto ha-cerme una señal obscena anunciando la victoria y guiño discretamente para ignorarme enseguida. Le propongo a Roxana caminar rumbo a un lugar distinto. ¿Motivo? –me pregunta ella con la mirada–. Realmente ninguno, quisiera decir. Aunque... bueno, ¡pues sí! Me señalo y le comento: hay un fisgón en una de las mesas, ese güey no nos quita la vista. Roxana voltea a verme entrecerrando los ojos, prote-giéndose con la mano el sol brillante. Intenta identificarme. Quiero pensar que no puede. Levanto tímido la mano pero no me reconoce. Yo sí alcanzo a leer en sus labios. ¿Y quién puede ser el tipo ése? Alzo indiferente los hombros, tomo a Roxana por la cintura y comienzo a caminar a su lado. Pago y me voy. ¡Volví a perder! Extrañamente empieza a llover. Por suerte estacioné mi carro a sólo unos metros de dis-tancia.

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�� Tierra Baldía

aLberto chimal

Equipo celesteEl Astros sorprende en la cancha desde la hora de entrar, porque entra uno solo: Luis Augusto, el portero, quien ya se ha puesto su uniforme azul y va hasta su lugar y se afana en calentamientos de lo más raro. Sube tan alto un brazo que parece a punto de desprendérsele del hombro y salir volando; una pierna se ten-sa y se relaja, la otra se estremece, la cabeza gira y la cintura también y la lengua sale y bailotea entre los dientes (–¡El zangolotéyele!– exclama el comentarista de la televisión), y los once del equipo contrario, por no hablar de los miles de espectadores en el estadio y los millones en sus casas, se llenan de terror (o creen que todo es un truco, parte del show, efectos especiales) cuando los arduos pases mágicos de Luis Augusto logran por fin su cometido y la portería, o más bien el espacio rectangular que delimita su arco, se ilumina y resplandece con viva luz blanca, y de ella, como de una niebla, salen uno por uno los Luises Augustos delanteros, los mediocampistas, los defensas, prestos a comenzar el juego, todos con el mismo rostro y el mismo cuerpo flaco, duro, listo para correr y correr. Al rato: –¡Luis Augusto! ¿Qué tal el partido? – Muy bien, muy entregados... Jugamos muy compenetrados... Tuvimos buenas llegadas... – ¿Cómo se coordinan tan bien en el equipo? – Pues es que somos... como hermanos... – Oye, ¿y no serán hermanos? –pregunta el otro comentarista, cuando la transmisión vuelve al estudio- Así como... cuatrillizos... Pero más. ¿No? Junto a él, la cantante famosa no sabe qué decir, así que guiña y sonríe a la cá-mara. A su derecha, Juan José Arreola no se digna a mirarla, pero tampoco (pues ya casi no se invita a narradores ni poetas de su generación a discutir encuentros de futbol) opina sobre ella ni sobre el hombre, quien justo ahora agrega: – ¡Oncellizos! En cambio, levanta un poco su mano derecha y con perfecta dicción, sin tro-pezar una sola vez, comienza a perorar acerca del libro de no recuerda qué autor comunista, que postula la idea de infinitos universos simultáneos en los que cada hombre se repite hasta la eternidad. El comercial entra antes de que pueda terminar, pero en los vestidores, lejos ya de toda otra mirada, los Luises Augus-tos platican y se cuentan historias (u once veces una misma historia (o casi una misma historia: salen siempre los mismos personajes, los mismos lugares, pero de un Luis Augusto al otro varían los detalles, las tribulaciones, la tristeza y la alegría de los finales)).

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��Tierra Baldía

eDilberto aldán

Último resto del naufragio

Madre me toma de la mano, aprie-ta, con la tenaza de sus dedos me apura a cruzar la calle, me está diciendo que no pare. Corremos sin precaución, apenas fijándonos en los autos que no aminoran la marcha y dejan en la espalda un golpe de aire premonitorio. Al-canzado el camellón, ella aprieta aún más, me está doliendo pero no digo nada porque sé que no es el momento (me ha enseñado a descifrar esos instantes en que sólo necesita mi compañía sin voz), aprieto los párpados para soportar, no quejarme, mantener el silencio.Unos cuantos carriles nos sepa-ran de irnos para siempre. Sobre el camellón de la avenida le esta-mos dando la espalda al mundo, a casa, a él, sobre todo a él que es todo eso quedando atrás.

Edilberto Aldán. Lector y mentiroso consuetudinario.

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100 Tierra Baldía

Al frente, apenas un paso, no dis-tinguimos la forma de los autos que van, como nosotros, a otra parte, lo único cierto es el sonido con que aplastan los charcos que dejó la llu-via sobre el pavimento y el agua sal-pica nuestras piernas. Estamos en medio de todo sin mo-vernos, dejando que las cosas pasen, en espera, eso significa la dureza de su cuerpo, la espalda recta, el galope de la sangre que es el pulso vibran-do en el cuello y la indecisión del si-guiente paso que planta sus piernas en el camellón, esa aspiración a ro-ble de quienes se quedan detenidos mucho tiempo en un solo lugar. La observo, busco su mirada para obtener el permiso de hacer pre-guntas, para saber que al decir algo, cualquier cosa, estará dispuesta a responder, pero sigue con la mirada fija en las luces de las casas al otro lado de la calle. Al fin se da cuenta que está con-migo, que somos dos los que no echarán raíces en ese camellón aun-que esperemos ahí la eternidad, sin mirarme también se da cuenta de la presión de su mano en la mía, de cómo se ha ido cerrando en puño sobre mis dedos, que me lastima. La siento temblar en el intento de un gesto distinto, un abrazo quizá; inútil, llevarlo a cabo es tanto como pedirle que al fin se decida a cruzar la calle o explique qué hacemos a esa hora de la noche, ella con una bolsa de pan en la mano y en la otra yo mismo en pijama.

El impulso de explicar cruza su mirada, vibra en el latir de su pul-so que se funde con el sudor de mis dedos apretujados, una tenaza des-mañada, pero no se vuelve palabra o movimiento. Me mira, desde la distancia de su altura aún mayor que la mía, me observa detenida-mente, entreabre los labios, pasa la saliva, incluso impulsa hacia delan-te el rostro, pero apenas y brota un hilillo de palabras que no alcanzo a distinguir. El murmullo la sorprende, espera-ba algo más que esa hebra confusa. La estremece una furia que va cre-ciendo desde el centro del pecho y hace que suelte la bolsa de pan. Eso es todo lo que alcanzamos a traer de casa, una bolsa de pan que miramos descender sobre la calle mojada con el abandono de una pluma. La bol-sa se estrella en el camellón con un ruido seco, rápido se vence el papel y las piezas de pan se desbordan. Como si esa fuera la señal se ani-ma al paso siguiente, ahora corremos hacia la otra acera, abandonamos las piezas de pan, las migajas, la bolsa de estraza deshaciéndose en un charco, a nuestra espalda también la casa, él, todo va quedando atrás. ¿A donde vamos Mamá? No al-canzo a preguntarle. Ella tiene trein-ta años, me lleva de la mano, en si-lencio. Sigue lloviendo.

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101Tierra Baldía

gUillermo vega zaragoza

Zoología poética

Esto es lo que entiendo:Para ser poetatienes que convertirte en un animal, adoptarlo como tema,sin importar que sea el más deleznable,el más traicionero, el más terrible, el más salvaje, el más ponzoñoso, el más desgraciado, el más ingrato, el más amargo.

Before I sink into the big sleep,

I want to hear the scream of the butterfly...James Douglas Morrison

Guillermo Vega Zaragoza (México, D.F., 1967). Es escritor, perio-dista y maestro universitario. Es autor del libro de cuentos Anto-logía de lo indecible (Plan C Editores/fonca/conaculta, 2004), que obtuvo mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta 2001. Sus cuentos han sido incluidos en diversas antologías del género, entre las que destacan Los mejores cuentos mexica-nos, ediciones 2002 y 2003, publicado por Joaquín Mortiz/Planeta. Recientemente Editorial Fridaura le publicó el poemario Desde la patria del insomnio, al que pertenece este texto.

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102 Tierra Baldía

Conozco tantos poetas como animales.Un cocodrilo, un tigre,una zorra, una pantera,un maxmordón(no es un animal, pero como si lo fuera).O puedes ser un dinosaurio,una cebra o una llaga (llaga dije, no llama, pendejos),un animal con el costado herido.

Pero yo escojo ser el más ruin de todos, del que todos huyen, al que todos temen, del que nadie habla,el que al final se queda siempre solo.

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103Tierra Baldía

jOsé antonio alvarado

XIII

El tío Franciscocon la bicicleta de medio turismotodavía entre las piernascambió la búfalo por una saetamás ligera decíanpero no tanto como la 38 súper del panadero Tanta rabia por revivir el vientre enmohecidode una mujer oscura

La tormenta intentando lavar las heridascalle abajo navegando el tardaniba buscando auxilionadie daba créditose abrió la cabeza en la caída

José Antonio Alvarado, Zacapu, Michoacán, 1943. Ha publicado varios títulos reunidos en el volumen Algo ha quedado desde enton-ces (Ed. Gobierno del Estado de Michoacán). Profesor Investigador de la umsnh.

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decían los curiosos desafiando la lluviaNo recuerdo si era viuda o como dicen en el puebloseñorita quedadamancillando el orgullo paternoNo se sabe si apuntó intentandoborrar de la memoriala imagen que sin la mínima galapasaba el día envuelta en un suéterde preuso bajo el mandil ceniciento

Así supe lo que es crimen pasionalhubo quien dijo que el panadero debería estar alegreporque alguien atrevidohizo vibrar un sexo reducido a la caricia solitaria

Y no faltóquien refiriera relaciones incestuosasque hicieron crecer el odiopara asechar al rival oculto en la maleza

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10�Tierra Baldía

Envidio la sabiduría de las hormigas para anunciar tormentasellas seguramente supieron con Noéde los viernes exactos que duraría el diluvio

No sé si este suelo me llegó envejecidoo los viernes se me muere un poco entre las manos polvo mohoso que ahuyenta a los fantasmascuando la vieja se santigua

Siempre supe que los viernesno son días de guardar menos de comuniónson días de levantar los pájaros muertosque buscaron encontrar refugio atrás de los cristalesson días de abrazarse a su cadáver

XV

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10� Tierra Baldía

mArio alonso

Murmullos

* * *

Una hermosa lata en su alocado aluminioun objeto luminoso

una lata estéril yaen el bordefebrilde la nueva carretera central cincuenta y sietekilómetro treinta y dos

Un auto destrozadoun hombre

Una hermosa latareciclable.

Mario Alonso. Nació en Guadalupe, Nuevo Léon, en 1959, nacio-nalizado potosino, se formó en el taller literario de Miguel Donoso Pareja, quien desde ese momento reniega de haberle conocido. Forma parte de la generación de los Poetas silvestres, del cual es miembro destacado y único ideólogo. Tiene un taller literario lla-mado, no si cierta pomposidad, “Manuel José Othón” desde 1989. Trabaja en la Secretaría de Cultura de San Luis Potosí, donde es responsable de planes y programas culturales. Desde el año 2005 organiza el Festival Internacional de Poesía abbapalabra.

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10�Tierra Baldía

* * *

El hombre es un animal modesto. Se levanta, come, lee, corre, corta, sangra, bebe.

Ama a sus hijos y los ajenos. Ama a su mujer. Ensambla, enhebra, en-sarta, envidia, suspira, engendra, engorda.

Hace sinfonías, cenizas, estatuas.Se enternece al enfermar su gato, suda, seda, sueña.A veces, escribe.

* * *

Bajo sus ramas toqué alguna vez un labio que no era mío, bajo sus aleros percibí levemente cercanías de tormenta, bajo sus dientes pude ver toda mi ceniza, la dicha del mundo,

la razón del homicidio, su tumulto.Bajo sus ramas volví muchas veces a seguir soñando punteando soledad adolorida, nuestra primera derrota.

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10� Tierra Baldía

mArtha favila

Las lavanderas

Como una iluminación, al bajar la calleprofundidad:frescura, sombra de mezquites,

lavaderos.

Corre la vida desde un cubode cantera donde nace,en medio de la sequedad,la bendición del agua.

A lo lejos, músicas de campo, de acordeón,se encuentranen el viento, chocan,se mezclan con el sonido de la roparestregada contra la piedra.

Martha Favila (Durango, Dgo., 1962), ha publicado textos poéticos, reseñas y entrevistas en diversas revistas literarias y suplementos culturales del país, y los libros de poemas Después de la lluvia (Cen-tro Queretano de Escritores- Gobierno del Estado de Querétaro); Imágenes para coleccionar en el colectivo Creció el mediodía (Col. El Ala del Tigre, unam) y Estancias (Fondo Editorial de Querétaro). “Las lavanderas” forma parte del libro, en proceso de edición, La superficie del día.

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10�Tierra Baldía

Un ritmo monótonogenera la blancura de la sábana;el vaivén de torsos femeninosanima el resplandordel día comúnen la holgura de su centro.

Cubetas de plásticochillante con sus cargas sucia y limpiaofrendan los pies de las mujeres.

Somos los invasores de la calma,de la levedad del agua, del brillode las nubes que formanel jabón y el roce de las telas.

Las mujeres friegan, exprimen,sacuden, evitan la presencia extraña.

Sin movernos, por segundosentramos a otro tiempo;se acorta la distanciaentre el instante ritualde las lavanderas en su acto de amory la sorpresa en nuestras caras.

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110 Tierra Baldía

mIriam perales

Cuatro poemas

Avaricia III

Guardar una monedaque se esfuma al respirar

Envidia I

Me corroehabita en míel solo deseo de pensarlotransforma esta pieltodo lo quisieralo merezcoy lo apetezcovoy a hurtadillasarmando este sueñosuyo alguna vezahora sólo mío

Miriam Perales, San Luis Potosí, 1977. Actual becaria del Fondo Es-tatal para la Cultura y las Artes de San Luis Potosí, miembro del Taller Literario Manuel José Othón.

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111Tierra Baldía

Por mí púdretede envidiano mereces menos

Yosimplementetomo el fruto habitante de tu bocay lo disfruto

Gula I

EntradaEnsalada de labios a la vinagreta

BebidaCristalinaEspumosa

De plato fuertePechugas tiernasAcompañadas de alcachofasBañadas en leche

Como postrePlátanos machosManzanas

Al final los comensalesvuelven a empezar

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112 Tierra Baldía

hasta el último eructohasta su último jadeo

Ira VII

Un viaje

La oscuridad nauseabunda

Un toque nada más

Oquedad entre falos

Sin voluntad

El muro lamentó su dureza

Le arrebataron el carmesí

de los labios

mientras le cortaban

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113Tierra Baldía

pAloma mora

Marino en casa

Me gusta ver cómo te vuelves barco de madrugada,cómo extiendes y eriges el cuello,los brazos, los senos, las piernas, los dedos,tus aldares reciben un soplo y te arrastran, te vas.

Yo faro te lleno de luz y caminoen esta miríada abreviada de sal.

Ambos dejamos los ojos sin luz y sin sombras,sin ruido y con olas,escuchando el respiro del ecodel roce de peces, de agua y de ti.

Una tormenta cae de una nube plateada y pequeñamás pequeña que tú,recae calurosa en tus velas tan negrasque peinas para no naufragar.

Apresurada me buscas,(o buscas salvarte)reconoces el suelo de mi abra extendida,y con tus luces de barco parpadeas y suspiraspara anunciar tu llegar.

Pero sé que ya has vueltoy lo sé porque huele a calor,a la brisa empeñada de poseerte el aliento.

Al final mi rostro de faro se inclinaa tu cuerpo de barco, y ambiciososin seña,de madrugada,

Paloma Mora. (México, D.F., 1977) Licenciada en Letras Hispánicas, realizó estudios de maestría en Lingüística Aplicada. Becaria del feca 1988. Gusta de traducir a Pavese y leer a Enrique Lizalde, Ana Ajmátova y Pessoa.

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11� Tierra Baldía

te comienzo a embarcar.

Equis:

No, no me he visto pero sé que mi rostro se ha vuelto absurdo, la maldad me sale por la piel y todo por la pinche soledad. Todo porque dejaste tus aretes negros y no me atrevo a tocarlos (pues me siguen gritando bestiali-dades desde la mesa). Pero tú sólo me dices que se me pasará, que tome un café y unas pasti-llas, que duerma, que me suicide, que de alguna manera a tus odios se los llevará la nostalgia, pero yo te espero.

Te angustia. Rubén.

P. D. Perdón por las gotas de café.

Ésta ya se durmió, sólo quedamos la tinta, los fantasmas y yo, yo que me cansé de padecerte. No quisiera terminar así la historia pero, ¿qué hacer después de que me enfrentaste todos los espejos? Lorena de los ojos chicos, del cabello chico, ya no crezcas o vas a ter-minar pisándolo todo. Lorena de niña, Lorena de joven, Lorena dura y andrógina.Entonces me quedo como invocación, entras al cuarto y me miras escon-dido en el closet, llorando; me dices con desprecio que sólo has venido por tus aretes.

-No, si regresaste es por mí que soy tu guía. -Vine por los aretes, te digo. -Yo no te he pedido que te los lleves. -Pero sé que lo harás, tarde o más tarde te molestarían.

Alguno te ha llamado desde otro infierno y así como llegaste, te vas; des-truyendo. – Aplausos –

El comediante mira las seis manos que le aplauden, se quita las lágri-mas y sale, piensa que mañana habrá mas gente, será quincena y fin de semana, le cambiarán el nombre a la obra y cree que algo de lo que dijo pudo ser cierto.

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11�Tierra Baldía

rEgina kalach atri

Fragmentos de un poemario

IV

Quieres unos labios carnosos y oscuros. Como los suyos pero que no sean de nadie. Labios llenos. Fuegos. Comer desde las comisuras, lentamente. Labios que sólo sean labios. Boca sin dientes. Quieres serte en esa boca de nadie.

V

Te duele estar ahí. Tan ahí. Tan en tu piel. Te gustaría hacer-te agua, gota. Resbalar. Tierna. Agua salada, azul aguamarina. Espuma. Te gustaría elevarte, rasgar velos, velas. Una nube. Te gus-taría no ser tanto, pero tu cuerpo ansía labios. Comerte al otro, ser devorada. Anhelas estar donde has estado sin estar. Y tus deseos chocan, se enfrentan cada día. Si pudieras romper el yugo de tu sangre y sus llamados, si pudieras tenderte al sol e irte secando. Volar como ceniza o regresar a la espuma. Al mar, a sus sonidos. De la brisa recogerías un rumor, una palabra. Deseas tan sólo aspirar la presencia del amado. Él te volvería a llamar. Irías por siem-pre atada a un nombre. Un nombre que no sabes qué significa, a una mirada que se esfuma, a una voz que al cabo de algún rato se destempla, a un ser que nunca ha terminado de encarnar y tú persigues.

Regina Kalach Atri es madre, esposa y poeta. Tiene en prensa su segundo poemario.

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11� Tierra Baldía

rOdrigo romo cardona

Prosa de la piedra

La orilla de una orilla en una playa se desprende de sí en arena al viento y revela los surcos de un designio que observo fascinado, labrándose en la palma de mi mano.Una veta en la piedra, partículas de nada, restos del mineral originario, soy uno entre un todo y ese todo soy yo.Soy un grano de sal disuelto en el océano.Habito el punto ciego en el ojo de Dios.

Futuro

Hay un lugar pendiente –cono de luz suspendido en la noche- en el que yacen los acontecimientos que aún no han sucedido.Donde podrás decir: vi el casco de un barco encallado en el desiertoy el hueso de un mamut desenterrado, vi regresar al bosque -como un prodigioso canto que se eleva-una tercera generación de mariposas migratorias que no lo conocían.Un paraje del tiempo que será construido eligiendo un camino sobre

otro y aun sobre otro más.Un ensueño profundo, como el rumor del trote de caballos. Una idea

fija o remota. Una simple palabra que promete.

Rodrigo Romo Cardona. Poeta y comunicólogo. Nació en San Luis Potosí en 1972. Tallerista del Instituto Cultural de Aguascalientes desde 1991. Su obra se encuentra dispersa en publicaciones locales y nacionales.

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11�Tierra Baldía

rUbén chávez ruiz esparza

Bijou

[Los pechos de piel] la espalda de piel las voces de piel los dientes ya limpios. Torres suicidas sus dedos de madera. La luna con gorro de dormir. Incendiada en el vientre abismal. Las alas de los cisnes. Brazos gigantescos de grúa. El silbido de las guadañas.

[Que nos oriente un grifo] si habrá tierras secas. Levamos cos-tas a millares. Una humareda hierve los pulmones. El jugue-te. Apenas si oyes respiración. Entra viento y luz. Vamos a descansar sobre tu nuca. Ahora. Esta tarde que empieza a amanecer.

[Nos apostamos a llegar tarde] Después de la ambulancia y los autos sacramentales. Unos instantes más y alcanzamos la escena como caballitos. Las miradas salen locas de furia. Cuán indecentes son algunos rostros. Nos dicen. Y morimos muy tranquilos.

[Una lenta circulación] de martes y jueves. La batalla se lle-va a otra parte. Nos da pena retener prisioneros. Echados a suertes. El 1º volverá a casa. El 2º no volverá. El 3º perdido. A causa de esa incorrección nos degradan a nubes rasas. Las estrellas esos animales de artificio. El triunfo en definitiva no es para nosotros.

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11� Tierra Baldía

[Sufre el ojo un alfa privativa] ese alfiler no deja dormir. Ahí re-side el apuro de tantas noches. La impericia. Cincuenta pasos que no bastan. Dentro de la cabeza está el cuerpo. Te repites. No se haría del rogar. Si embargo vas a ser padre. Tal es la urgencia.

[Me escuchaba pronunciándola] y seguía todo en silencio. El cuarto de las provocaciones. El rincón precipicio de la fe. Tuve frío. Tuve que responder por ella. Aún así supiste jugar al escondite. Aún quema esa llama. Guardándole su presa al miedo.

[Andará a zancos el puente venidero] las ciudades cubiertas ahora de nubes y aeroplanos. Te nacen horas de alerta. Seve-ras reflexiones. Qué esperar. A que el aire pase por los poros. A qué. Como de una boca a otra. El mundo dé la mano a sus munditos.

[En obsequio de canciones] el cielo humea. Risas asilo. Monte imantado. Me quema y se apaga en mi boca. Donde alimento con trozos de espejos los cascarones del día. Un bosque talado bajo esas cejas azules. Nubes rojas que habita un Dios airado.

[Separación de tierra y aguas] he aquí la llave estrella fugaz peineta de labios verticales. Ciruela sensible. En tan pequeño corazón. Barca desplegada cometa. Levamos pies. Vencidos una vez más. De rodillas ante una luna siempre llena.

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11�Tierra Baldía

bEnjamín valdivia

No sólo de pan

No sólo de pan sino de cosas imposiblesvive el hombre.Mastica un esplendorcon avideces dignas de mejor destino. O bien la sombra de un suceso,adolorido más que un tango,lo rumia en su rencorcarrascaloso e indecente.Deslizado —mas ruin—navega su barcaza.Lo simple es su alimento superiorporque no sabe de otra.Aquí lo veo andar medio desnudocreyéndose ferviente la leyendade que sigue siendo el rey. Roídos los mendrugos más tardíosya no tiene signos vitalescon los qué presumir. Porque el diablillose lo lleva del secreto.Y en un traspié que nadie se esperabase escuchan unas risas del infierno.

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120 Tierra Baldía

Perduración bañada en lo terrestre

A dulces jicaradas de mercuriobaño tu pielen este espacio sin sentido.Ah, la tenue prisiónde ser todo entregadocon plena libertad.Lúcido el interés de la ambición:por eso salgohacia lo descampado de esta estrellay tomo posesiónde cantos que se aroman alhelíesde los que más prefieres.La fuerza temporal—la que me queda—se ocupa en hilvanar la melodíaque revela tu estar.Espeto a la embestidade nuestra finitudel cancelarnos lo eterno.Pero mientras perdura y es la horadel baño con el agua de este cielono nos pesa la cierta incertidumbreni el espectro del mal.

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