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RECUERDOS DE LA BATALLA DEL CAMPO DE LA ALIANZA Y DE LA OCUPACIÓN DE TACNA EN LA GUERRA DEL 79 NEUHAUS DE LEDGARD, Sara Emp. Edt. Rímac. S.A. Lima, 1938. Bejarano 239. [pp.20]. Dedicatoria. Fot. de autora. Pról. Rafael Larco Herrera (DEDICO A LA SANTA Y NOBLE MEMORIA DE MIS PADRES). “Los pueblos que olvidan el sacrificio de sus héroes, no pueden esperar una patria grande y digna en el porvenir”. LA GUERRA DEL 79 (PRÓLOGO) Una de las más grandes satisfacciones del espíritu y tal vez uno de sus mayores dolores, consiste en el recuerdo de todo lo que se ha ido para no retornar. Días de felicidad o de angustia, horas de gloria o de terror, después de varios años, cuando parece que ya el velo negro del olvido las hubiera guardado en la impenetrabilidad de sus tumbas. Por eso las palabras que el Dante pone en la boca de Francesca tienen tan hondo significado y parecen siempre nuevas. Y es preciso recordar cuanto se ha ido, hacer del pasado una lección que evite al futuro caer en los mismos errores y tropezar en las mismas dificultades. Por eso todo lo que se escribe del pasado tiene un raro prestigio que se impone fácilmente en los espíritus. Las páginas escritas por la señora Sara Neuhaus de Ledgard, poseen el encanto de lo que se ha visto y se ha vivido. Desfilan en ella personajes que algunos conocimos y tratamos. Por eso hay emoción y sobre todo, encierra un anhelo de justicia y de recuerdo para mucho que se ha olvidado porque sí; hechos pequeños y hermosos que la historia no ha podido consignar en sus mejores páginas de dolor y de gloria.

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Descripción de los momentos previos, durante y después de la batalla del Campo de la Alianza.

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RECUERDOS DE LA BATALLA DEL CAMPO DE LA ALIANZA Y DE LA OCUPACIÓN DE TACNA EN LA GUERRA DEL 79

NEUHAUS DE LEDGARD, SaraEmp. Edt. Rímac. S.A. Lima, 1938. Bejarano 239.[pp.20]. Dedicatoria. Fot. de autora. Pról. Rafael Larco Herrera

(DEDICO A LA SANTA Y NOBLEMEMORIA DE MIS PADRES).

“Los pueblos que olvidan el sacrificiode sus héroes, no pueden esperar una patriagrande y digna en el porvenir”.

LA GUERRA DEL 79(PRÓLOGO)

Una de las más grandes satisfacciones del espíritu y tal vez uno de sus mayores dolores, consiste en el recuerdo de todo lo que se ha ido para no retornar. Días de felicidad o de angustia, horas de gloria o de terror, después de varios años, cuando parece que ya el velo negro del olvido las hubiera guardado en la impenetrabilidad de sus tumbas. Por eso las palabras que el Dante pone en la boca de Francesca tienen tan hondo significado y parecen siempre nuevas.

Y es preciso recordar cuanto se ha ido, hacer del pasado una lección que evite al futuro caer en los mismos errores y tropezar en las mismas dificultades. Por eso todo lo que se escribe del pasado tiene un raro prestigio que se impone fácilmente en los espíritus.

Las páginas escritas por la señora Sara Neuhaus de Ledgard, poseen el encanto de lo que se ha visto y se ha vivido. Desfilan en ella personajes que algunos conocimos y tratamos. Por eso hay emoción y sobre todo, encierra un anhelo de justicia y de recuerdo para mucho que se ha olvidado porque sí; hechos pequeños y hermosos que la historia no ha podido consignar en sus mejores páginas de dolor y de gloria.

La señora Sara Neuhaus de Ledgard, ha puesto en su narración todo lo que ha visto y conocido. Perteneciente a una de las más distinguidas familias de Tacna, de la ciudad mártir por excelencia, vinculada con los elementos de mayor prestigio en esa época, estuvo en condiciones de ver cosas que pasaron tal vez inadvertidas para muchos.

Esta distinguida dama, siempre tuvo el vivo recuerdo para esa tierra encantadora en que nació y, desde Lima, ha laborado intensamente en todo cuanto estuvo a su alcance para llevar a Tacna el aliento del progreso y el deseo de su engrandecimiento, que ha comenzado ha plasmarse en realidad; alentó y ayudó a los tacneños durante las épocas amargas y hoy, se dá íntegramente a sus obras de caridad y pone en ello su enorme dinamismo, una bondad inagotable y el noble y abnegado patriotismo que se transparenta en las páginas que ha escrito como un homenaje a sus padres.

RAFAEL LARCO H.

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Tacna, antes de la guerra, era una bella, pacífica y culta ciudad del Perú. A pesar de su escasa dotación de agua, su campiña, bonita y productiva, interesó al gobierno que intentó irrigarla en mejor forma, aumentando las aguas del Uchusuma. Se repartieron lotes de terrenos entre los pobladores y los agraciados con ellos, intensificaron el cultivo de frutas y hortalizas. El éxito fue completo: esas tierras vírgenes y fértiles dieron resultados sorprendentes, causando la admiración y el gozo de las gentes que obtuvieron magníficas cosechas.

La sociedad de Tacna fue muy culta y estuvo plena de alegría y animación. Se radicaron en ella numerosos caballeros extranjeros, buenas firmas comerciales, que establecieron el intercambio con Bolivia, Cuzco y Puno.

Las casas matrices estaban en Europa. Naturalmente, con la larga permanencia de los extranjeros en la ciudad, formaron en ella sus hogares casándose con señoritas de la sociedad tacneña. Una de las razones de la cultura de esta sociedad se fundaba en que la mayoría de las familias que tenían los medios necesarios para hacerlo, mandaban sus hijos para que se educaran en Europa.

El comercio con Bolivia era intenso, transportándose las mercaderías en mulas a las cuales se les daba el nombre de “pianeras” porque podían cargar unos pianos divididos en dos partes. En esa época no había ferrocarriles ni existía el transporte fluvial por el lago Titicaca, esta era la razón por la cual, frente a las casas comerciales, se veía frecuentemente a los arrieros con sus recuas de mulas acomodando la carga que iban a llevar o descargando la que traían.

Cuando se trataba de realizar un viaje, resultaba un problema incómodo y pesado, puesto que era preciso hacerlo en mula. Con todo, el movimiento comercial de la ciudad era bastante grande, mucho mayor que el que actualmente tiene y la vida social era mucho más intensa, debido, indiscutiblemente, a la unión y a la cultura de las personas que formaban los elevados círculos sociales.

Con frecuencia se realizaban bailes, cuya suntuosidad asombraba, haciéndose derroche de lujo y buen humor, alegría y elegancia.

Los vinos, los licores, todo cuanto los gustos más exigentes podían pedir, nos venía de Europa y la vida se deslizaba fastuosa y tranquila dentro de ese ambiente lleno de serenidad. Es de imaginar la impresión dolorosa que nos causaría, el saber que chile declaró la guerra a Bolivia y había tomado por sorpresa Antofagasta el 14 de setiembre de 1878.

Nosotros crecimos en la idea de la unión de las cuatro naciones hermanas: Bolivia, Chile, Perú y Ecuador; tan es así que en los colegios como en las fiestas oficiales, nos poníamos indiferentemente los colores de las cuatro banderas.

Al conocer la declaratoria de guerra a Bolivia, el Perú se aprestó a defender a su hermana. Como no podíamos sospechar lo que era una guerra, no tomamos en cuenta la magnitud de sus efectos, ni tampoco podíamos suponer lo que es el odio al enemigo.

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Después, el 5 de abril de 1879, los chilenos declararon la guerra al Perú. Querían apoderarse de las riquezas salitreras de ambos países y por eso se prepararon con larga y meditada anticipación, para atacarnos sorpresivamente, cuando estábamos indefensos y la confianza y las imprevisiones habían preparado el terreno para el desastre.

Poco después, Tacna comenzó a tener una extraña animación muy diferente a la de los tranquilos días del pasado. Comenzó a llegar parte del Ejército peruano, el Estado Mayor y el batallón que formó y armó a su costa el coronel César Canevaro. Tacna recibió con enorme entusiasmo patriótico a las tropas peruanas. Fue una alegría efímera que estaba condenada a desaparecer en los primeros desastres.

En los últimos días de abril, llegó el Ejército boliviano, que fue recibido por todo el pueblo, que lo veía pasar lleno de fé en los triunfos soñados. Era la primera vez que veíamos nosotros tantos soldados juntos y, como la oficialidad de ambos ejércitos, tanto del peruano como del boliviano, estaba compuesta en su mayor parte, por la mejor gente de la sociedad de ambos países, naturalmente, los salones se abrieron para recibirlos y todo fue fiestas y conciertos que tenían el fín de ayudar en lo posible a ciertos gastos y con el objeto de hacer más llevadera la vida de esos jóvenes que abandonaron hogar comodidades para ofrecerla en defensa de la patria.

El primer dolor que tuvimos fue la pérdida de la “Independencia” el 21 de mayo de 1879, en aquel combate memorable en que el “Huáscar” hundió con su espolón a la “Esmeralda” y entonces, el comandante Grau con un gesto magnífico de suprema caballerosidad recogió a los náufragos, que al llegar a bordo del “Huáscar”, olvidados un momento los odios nacionales, prorrumpieron en un hermoso “viva al Perú”. Mientras tanto la “Independencia”, no se fijó en una roca desconocida o en los bajos fondos de la costa y encalló yéndose a pique y entonces, en contraste feroz con el “Huáscar” que salvaba a los marinos chilenos de la muerte, la “Covadonga” que huía, viró en redondo para fusilar en el agua a la tripulación náufraga de la “Independencia”.

Poco tiempo después, el “Rímac” trajo a Tacna unos prisioneros chilenos que fueron repartidos en varias casas. Entre ellos vino el comandante Bulnes, que fue alojado por la familia Mac-Lean en su magnífica residencia de Arica. A la familia de mis padres tocó alojar un sargento que resultó una buena persona. Como en la casa se le diera buen trato, cuando quedó libre, puesto que esos prisioneros fueron canjeados por los peruanos que tomó el ejército de Chile, se enroló nuevamente en su batallón y, recordando el trato que se le había dado en la casa de mis padres, el día de la batalla de Tacna hizo cuanto estuvo a su alcance para evitar que a nuestra casa alcanzara ningún daño.

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Lógicamente, siguiendo el orden de los acontecimientos, mi relato comienza en el momento en que vinieron de Bolivia a Tacna las tropas que deberían unirse al Ejército peruano, llegando al mismo tiempo el batallón que comandaba el entonces Coronel Canevaro, que lo había armado a su costa y estaba seleccionado entre la flor y nata de la sociedad limeña.

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A la cabeza de las tropas bolivianas, venía el batallón Murillo, seleccionado también entre lo más distinguido de la sociedad boliviana. El uniforme de estas tropas era muy llamativo. Llevaban unas capitas de paño rojo que los diferenciaban del resto del ejército que iba vestido de jerga de colores. Estos batallones estaban formados por los “colorados” que comandaba el Coronel Camacho y cuya actuación en la batalla del Campo de la Alianza, fue hermosa, pereciendo en ella la mayor parte de la tropa y la oficialidad. Después seguían, en orden los “Amarillos”, los “Verdes” y los “Checchos”, como eran llamados los sucrenses. Todos ellos venían bien equipados con sus uniformes de jerga.

Por ser esta la primera vez que se veía pasar por las calles de Tacna tal número de soldados, la entrada de las tropas bolivianas causó enorme alboroto, echándose parte de la población a la calle y llenándose los balcones y los techos, de numerosas personas que querían ver desfilar al ejército, presentando este un espectáculo enormemente sugestivo y de la más intensa animación.

Poco después, comenzó a llamar la atención de la gente, la curiosidad con que los soldados bolivianos miraban el paso de los trenes. Era la primera vez que los veían, puesto que en aquella época no existía en Bolivia ninguna de las líneas ferrocarrileras que actualmente cruzan su territorio. También fue enorme su admiración cuando contemplaron el mar, el que la mayoría de ellos no había visto nunca. Esta impresión no podemos comprenderla en toda su amplitud, los que abrimos los ojos contemplando la inmensidad de su belleza.

El grueso de las tropas bolivianas estaba formado en su mayor número por indígenas que fueron arrancados de sus chozas; analfabetos, ingenuos y pacíficos, que iban a la guerra sin saber lo que ella significaba; sin concepto de patria, de hogar, ni de deber. Su divisa era: “Voy a combatir por mi Capitán”. Para ellos, el “Capitán” encerraba el concepto de los más altos sentimientos que arrastraron a los demás hombres hasta el heroico sacrificio de sus vidas. En esa época, en ningún país de América era obligatorio el servicio militar y esta fue la causa de la falta de instrucción en ese ejército.

Años después estuve en La Paz y he visto las brillantes formaciones y el estado de adelanto en que se encontraba el ejército boliviano bajo los instructores alemanes, que lo han puesto en condiciones verdaderamente magníficas.

Una vez que las tropas, tanto peruanas como bolivianas se encontraron en Tacna, organizáronse conciertos y funciones, auspiciados por señoritas y caballeros de la sociedad, a quienes mi padre, el Sr. Carlos Neuhaus, dirigía en la parte musical, haciéndonos olvidar con ello la dolorosa situación que se avecinaba.

En estas fiestas tomaron parte mis hermanas menores, siendo la más pequeña engalanada con la bandera boliviana y otra niña con los colores de nuestro pabellón. En el transcurso de estas diversiones se olvidaba la causa para la cual nos reuníamos. Había entusiasmo y buen humor. Las casas en que se recibía siempre en las noches, estaban llenas de visitas de la oficialidad de los ejércitos aliados entre la cual había mucha gente distinguida.

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El entusiasmo producido por las fiestas decayó, enfriándose por completo, apenas se iniciaron en serio los preparativos para la próxima lucha, las ilusiones huyeron, dejando paso a la amarga realidad.

La pérdida de la “Independencia” y la llegada de las tropas que vencieron gloriosamente en la batalla de Tarapacá, que tuvieron que emprender la retirada iban llenando el ambiente de consternación. ¡Qué regreso tan triste!... Unos a pie, casi descalzos, otros cabalgando en caballos esqueletizados, otros en burros; los uniformes convertidos en harapos y los rostros demacrados por el hambre y los sufrimientos, nos dieron una idea de los horrores de la guerra. La comprobación se hizo más dolorosa al ver el número de heridos que venían en horribles condiciones. Entre ellos se encontraban muchos vecinos notables de Lima, como el Sr. Puente, padre del Ingeniero José Puente. Traía una pierna casi destrozada en la que había hecho presa una infección que hacía peligrar su vida. Fué alojado en casa de un dentista cubano apellidado Castellanos, siendo mis padres los que les enviaban el alimento. Al conocerse la noticia, la casa del señor Castellanos fué visitada por las más distinguidas señoritas de la localidad, que se disputaban el honor de atender al herido y acompañarlo algunas horas.

La tropa fué alojada en una casa de la familia Rospigliosi que quedaba frente a la mía y tuve ocasión de verlos diariamente comprobando el triste estado en que se encontraban. El invierno era crudo y sin embargo estaban o semidesnudos o vestidos con ropas demasiada ligeras. Unos estaban agripados, otros con paludismo, mal alimentados y sin posibilidades de atención. Yo los ayudé en cuanto me fué posible, pasándoles alimentos por una ventana y estimulándolos con frases caritativas que tenían el fin de levantar sus espíritus deprimidos por tanto sufrimiento físico y moral. Mi madre, viendo el mal estado en que se encontraban, intercedió para que el general Lizardo Montero ordenara se les proporcionara mantas o algo con que cubrirse, pues estaban ateridos de frío. El General contestó a mi madre que la falta de dinero imposibilitaba darles la atención que precisaban y proporcionarles el abrigo necesario.

El General Montero era un antiguo amigo de la casa y alguna vez, hablando del pueblecito de Azapa, que en virtud de los arreglos llevados a cabo ha pasado a la soberanía de Chile, sabiendo que era la cuna de mi madre, dijo, aludiendo a élla y a las Macckenie: “Azapa es el Paraíso, pues sus mujeres son las más hermosas y sus frutas las más sabrosas”. Mi madre, de soltera, se llamaba Felícita de Fernández Cornejo y Rivero. Apoyada en esta antigua amistad, mi madre sugirió al General Montero la idea de conseguir un crédito de las principales casas de Tacna, como eran las de Campell y Hellmann, comprando en ellas bayeta nacional y castillas extranjera para hacerles ponchos. Esa idea fue inmediatamente puesta en práctica y al poco tiempo, todos estos infelices caminaban con ponchos de distintos colores que les daban un aspecto original, casi ridículo, pero que en el día les servía de abrigo y en la noche de cama.

En estas condiciones lamentables llegó al fin el inolvidable 26 de Mayo, fecha de la batalla del Campo de la Alianza contra el ejército de Chile. Hasta la víspera esperamos ansiosamente y llenos de fé la división Leiva, cuyo refuerzo hubiera cambiado definitivamente la suerte de nuestras armas; pero esta división no llegó nunca porque en la capital se promovieron luchas personales que pospusieron el amor a la Patria ante el anhelo de los caudillos.

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Ese 26 de Mayo, fue uno de los días de mayor angustia para los que estábamos en la ciudad. La salida de las tropas nos impresionó mucho, viendo a numerosos enfermos que, con paso vacilante, salían a combatir quedando en su mayoría tirados en la falda del cerro Magollo, junto al cual se libró la batalla y nuestra desesperación se hacía inmensa al sentir el traqueteo de las balas.

Las familias nos asilábamos en los consulados extranjeros y desde nuestro refugio oíamos las noticias que llegaban: “Ya murió un conocido”. “Ya cayó herida tal persona”. Mientras tanto el tiroteo semejaba un mar embravecido cuyo fragor nos llenaba de espanto.

¡Qué día tan horroroso!... ¡Qué enorme angustia oprimió nuestros pechos cuando recibimos la triste nueva: “Hemos perdido”. Y esto se ratificó amargamente cuando pasaron ante nuestros ojos y en precipitada carrera, una parte de los soldados indígenas de Bolivia que por primera vez escuchaban el rugir aterrador de los cañones. A los primeros disparos se dieron a la fuga, sucediendo una cosa semejante con algunos de nuestros soldados indígenas. La desorganización fué completa y este desastre en el que el heroísmo de nuestros soldados nada pudo contra la superioridad numérica, de armamento y táctica del invasor, abrió las puertas del Perú a las tropas chilenas.

En casa de mis padres sucedió un detalle curioso e interesante: estando mi padre parado en la puerta de su casa, al atardecer del día de la batalla del Campo de la Alianza, vió pasar una camilla llevada por varios hombres, que justamente se detuvieron frente a él y le pidieron un poco de agua para el herido. Entonces papá preguntó el nombre del que llevaban y le contestaron que era el General Pérez, un anciano respetable, y uno de los jefes más queridos del ejército boliviano. Condolido papá del estado del ilustre herido y viendo que los hombres no sabían a dónde llevarlo puesto que no habían ambulancias, indicó que lo subieran a casa, siendo colocado en la cama matrimonial de mis padres por ser este el dormitorio que estaba más cerca. Papá no sabía el estado de gravedad del enfermo al que no se le veían heridas. Después se supo que un casco de granada lo había privado del conocimiento, y su estado era gravísimo dada su avanzada edad. En esta forma quedó alojado en el dormitorio de mis padres.

Todos los asilados acudieron a prestarle auxilios tratando de atenderlo en la mejor forma posible, pero no recobró el conocimiento en toda la noche y a la mañana siguiente, cuando las tropas chilenas entraban triunfantes tocando alegres marchas guerreras, cuando la música pasó bajo los balcones de la casa de mis padres llenándola toda de sus aires marciales, los que se encontraban junto al lecho del General que hasta ese momento no había dado señales de vida, se miraron consternados puesto que esta música era la ratificación de la derrota. La habitación estaba llena de gente, encontrándose en élla, además de los miembros de mi familia, el comandante Vizcarra, Canseco, Ureta y otros. Derrepente, sorprendiendo a todos, el General se incorporó como un autómata y preguntó con voz vibrante y firme: “¿Hemos ganado o perdido?”. Unísona fue la respuesta: “¡Hemos ganado!”. Se tendió de espaldas y no volvió a hablar ni a moverse más. Todos nos quedamos estupefactos. No habíamos visto cosa semejante.

Al día siguiente comenzó el estertor de la agonía. Mi hermana mayor, que era la que se había consagrado a atenderlo, se asustó de tal manera que salió gritando: “Un médico!...¿Quién puede ir a llamarlo?”. Así salió hasta la puerta de la calle en

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momentos en que entraba una comisión de oficiales chilenos, de los que actuaban bajo las órdenes inmediatas del General Baquedano, que comandaba la división que ocupaba Tacna. Estos caballeros interrogaron la causa de la agitación de mi hermana y a la respuesta: “¡Se muere el General Pérez, traigan un médico!” Atendieron inmediatamente su pedido y vino uno enviado por los militares chilenos y otro por el cónsul de Bolivia, señor Manuel Granier. Los chilenos con quienes tropezó mi hermana en el momento de salir en busca de médico, venían en comisión envíada por el Comando y con la orden de no moverse de la casa de mis padres, por haber tenido conocimiento que en ella estaba asilado un General boliviano al que pensaron llevarlo prisionero. Al día siguiente falleció el General Pérez y los chilenos se encargaron de su entierro, rindiéndole los honores correspondientes a su alta jerarquía militar. Asistieron al sepelio muchos oficiales chilenos, unos pocos bolivianos, el cónsul de su país, mi padre y nadie más. Entre tanto, la permanencia de los oficiales chilenos en casa de mis padres los hizo amigos nuestros. Todo contribuía al respeto de los invasores: la casa llevaba la bandera alemana, mi hermana estaba casada con un caballero alemán y yo con un inglés y esta era la razón por la cual se nos consideraba casi neutrales dentro de la contienda que estaba abriendo abismos de odio entre ambos países. Y en cierta manera fue útil su amistad y pudimos hacer algunos servicios a nuestros compatriotas.

Nuestros amigos chilenos eran muy correctos y sucedió lo que era natural que sucediera: el Comandante José Manuel Borgoño se enamoró de mi hermana mayor, a quien conoció llorando cuando pedía un médico para el General Pérez. Se hicieron novios y poco después, obtenido el consentimiento de mis padres, se casaron. La pareja fue muy feliz. Borgoño jamás molestó a mi hermana por su nacionalidad y fue lo bastante caballeresco para hacerse estimar de todos los peruanos que lo conocieron, ya que permaneció varios años en Tacna.

Una vez que cesaron los fuegos, terminada la acción desastrosa para el Perú en el Campo de la Alianza, en el cerro llamado Magollo, el general Baquedano, jefe del ejército invasor, mandó al parlamento constituído por Bulnes, Souper, Amengual y Vicuña, para tratar el ingreso libre de las tropas chilenas en la ciudad. Vicuña era conocido de la sociedad de Tacna por haber permanecido en ella algunos días antes de la declaratoria de guerra, siendo por esta razón recibido sin recelo y pudo preparar sin muchos inconvenientes la entrada del ejército vencedor.

En esos días, la autoridad máxima de la ciudad estaba constituida por el Alcalde Sr. Guillermo Mac Lean, el cual acompañado de los cónsules de los diferentes países, fue llevado a presencia del general Baquedano, quien despidió a los cónsules guardando al Sr. Mac Lean en prenda de seguridad para que el ejército chileno no fuera molestado. El Prefecto de Tacna, don Pedro Alejandrino del Solar, se vio obligado a abandonar la ciudad puesto que la autoridad política ya no podía subsistir durante la ocupación.

La situación del Alcalde de Tacna era sumamente peligrosa, dadas las condiciones del momento en que todavía era posible que se produjeran resistencias aisladas. Quedaban grupos dispersos y uno que otro disparo rompía el silencio de muerte que reinaba. El General Baquedano manifestó al Sr. MacLean que la muerte de un solo soldado chileno significaba para él la orden de fusilamiento. Felizmente se retorno pronto a la tranquilidad y, con la garantía del Coronel de Carabineros Sr. Manuel Bulnes, el

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Alcalde pudo regresar a su hogar. En esta forma correspondió Bulnes el alojamiento generoso que le prestara en su residencia de Arica la familia Mac Lean, cuando el transporte “Rímac” desembarcó en ese puerto varios prisioneros que poco después fueron canjeados.

Con el objeto de llevar a cabo los trabajos de la carretera de Tacna a La Paz, el Sr. Mac Lean tenía bajo su custodia el dinero necesario para esta obra el cual después del tratado de paz, fue entregado personalmente al Ministro de Hacienda Sr. Correa y Santiago, con el fin de aliviar en algo la situación angustiosa en que quedó el erario nacional. Pero el Dr. Mac Lean Puso por condición que si Tacna y Arica volvían al Perú, se reclamaría esa suma para realizar obra de tan gran importancia. Esto demostraba la clara visión que respecto al futuro tuvo este gran patriota. La obra quedó sin llevarse a cabo, pero los chilenos construyeron el Ferrocarril de Arica a La Paz que presta grandes servicios y da enormes rendimientos.

Al ingresar en Tacna el ejército invasor nos llamó profundamente la atención, ver entre los hombres una mujer que venía con botas, kepí y sable. Era una célebre cantinera que había asistido a todas las batallas libradas contra nuestro ejército. ¡Qué diferencia entre mujer y las “rabonas” que iban detrás del ejército peruano, unas pobres cholas, valientes y resignadas, que soportaban todas las fatigas de las marchas, prestando los servicios que les era posible dentro de su condición y combatiendo a veces al lado de los hombres con los fusiles que arrancaban de manos crispadas de los muertos!

Tras las tropas que formaban la vanguardia, comenzó a ingresar el grueso del ejército casi al anochecer. A esa hora nos vimos obligadas a regresar a nuestros hogares, puesto que los cónsules nos notificaron para abandonar nuestros refugios. Cuando regresé a mi domicilio, pude ver que los chilenos habían ocupado la misma casa que con anterioridad tuvieron los soldados peruanos. Dada la estrechez de la calle nos daba la sensación de tener a los chilenos en nuestra propia casa; pero siendo mi esposo un comerciante extranjero, teníamos casi la seguridad de que sería respetado, a pesar de saberse que teníamos almacenado una regular cantidad de comestibles, sobre todo chalona que fué llevada en previsión de un bloqueo. Nuestra despensa estaba surtidísima, había en ella conservas y licores finos, pues como ya lo dije antes, todo lo que se consumía en Tacna era importado directamente de Europa y los mejores licores estaban al alcance de las familias medianamente acomodadas. Yo les hubiera dado sin vacilar cuanto tenía, solo para no ser molestada.

Al día siguiente de la ocupación de Tacna, entraron en nuestra casa dos soldados chilenos y le dijeron al mayordomo que traían varias gallinas con intención de cocinarlas. Cuando vino el mayordomo a comunicarme lo que le habían manifestado los soldados, le ordené les diera las facilidades necesarias. Cumplió mi orden y a las pocas horas se llevaron las gallinas cocidas, dejando dos enormes ollas de magnífico caldo. Entonces yo le dije a Walter, mi esposo, que lleváramos ese caldo a los heridos. El mayordomo trasportó las ollas al hospital improvisado donde se encontraban los heridos y realizamos en ésta forma un bien a los nuestros con el caldo preparado por los chilenos. En esta casa, que servía de hospital, encontramos a mi madre y a mi hermana, que habían llevado varias cosas: té, leche y almohadas para dar mayor comodidad a los pobres heridos que se encontraban faltos de todo, tirados en el suelo, sin colchones ni abrigo. Cuando nos vió mi madre, nos comunicó que su casa estaba protegida por la

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bandera alemana, que era la nacionalidad de mi padre, y en ella se habían refugiado algunas familias, oficiales jóvenes del ejército peruano y empleados de las oficinas. Entre ellos estaba el Comandante Vizcarra, un joven limeño apellidado Boza y un arequipeño de apellido Ureta. También se encontraba el Sr. Abel Diez Canseco, cuñado del que fué Gerente del Banco Internacional de Lima, Sr. Benavides. Mis padres no poseían una gran fortuna personal, pero tenían un pequeño fundo en el cual se sembraban hortalizas y criaban aves y corderos. Para atender a sus huéspedes, hicieron traer de esas ricas tierras cuanto les fué posible. Esto fue lo que en esa época se llamó “lotes”, extensiones de terreno regadas por el río Uchusuma y que fueron vendidas por el gobierno peruano a un precio bastante bajo. Eran tierras enormemente fértiles puesto que recién habían comenzado a producir dando hasta cuatro cortes de alfalfa al año y alcanzando los productos un tamaño mayor que en otros sitios. En las primeras cosechas, tres o cuatro choclos llenaban una fuente y los zapallos, papas y camotes se hicieron notables por su tamaño y calidad. Esta fué la forma como mis padres, sin gran esfuerzo, pudieron sostener al número enorme de asilados que tuvieron en su casa por varios días.

En muchos sitios habían repartido heridos bolivianos y peruanos. En mi casa asilábamos a dos jóvenes bolivianos y mi hermana hospedaba a dos heridos peruanos y a una familia de Arica. Uno de mis alojados, había sido educado en Chile y por esta razón tenía varios condiscípulos y amigos entre los jóvenes que vinieron en los batallones chilenos. Apenas supieron que este jóven, apellidado Michel, estaba en casa se apresuraron a visitarlo y, siendo mi esposo inglés, no pude yo negarles la entrada. Esto dió motivo a que con frecuencia vinieran oficiales chilenos para ver a Michel, había algunos muy caballerosos, seleccionados en lo mejor de la sociedad santiaguina, hombres de esmerada educación y trato agradable y, como es natural, poco a poco, fueron haciéndose amigos nuestros.

Durante la ocupación de Tacna, las familias peruanas sufrían escasez y grandes dificultades. Los soldados chilenos heridos estaban alojados en algunas casas que abandonaron las familias peruanas. Desde luego, se tomaron las mejores instalando a sus heridos en los más hermosos salones de Tacna. La sangre corría por las ricas alfombras y los mejores muebles eran utilizados eran utilizados para fines completamente distintos de los que en realidad tenían. La imprevisión dió lugar a que no hubieran hospitales de sangre ni sitios apropiados para los heridos.

Viendo mi madre las dificultades y sufrimientos de los peruanos, escribió a Lima a Monseñor Roca y Boloña, rogándole hiciera las diligencia necesarias para mandar un buque peruano. El pedido de mi madre se atendió inmediatamente y al poco tiempo mandaron el transporte “Lima”, que comandaba el Capitán Ascárate, con el fin de recoger los heridos. Cuando mis padres supieron que ya estaba en Arica, se comenzaron a hacer las diligencias para trasladarlos.

Como el General Montero le había dicho a mi madre que no había dinero para nada, se creyó en realidad que la pobreza era muy grande, pero los chilenos encontraron almacenes completamente llenos hasta de golosinas.

El bondadoso corazón de mi madre no estaba tranquilo y como nosotros conocíamos ya a varios jefes del ejército de Chile, les recomendamos especialmente a algunos de nuestros amigos que estaban en el Morro de Arica y en particular al

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Ingeniero Elmore, quien, tras los sufrimientos de la guerra conoció el amargor de la calumnia más infame cuyo triste y doloroso epílogo fue la trágica muerte de Edwin Elmore. Después, los mismos hechos y la lógica aclaratoria de los acontecimientos, han demostrado que esa calumnia no tenía el menor fundamento, la envidia y el odio son más sangrientos que los puñales.

Una vez consumada la gloriosa hecatombe de Arica, las familias de los que allí combatieron no sabían nada de sus deudos. La desesperación de las madres, de las esposas, de las hijas y las hermanas, había llegado al colmo. Entonces, mi madre, casada con un caballero alemán y que no tenía más pariente entre los que combatieron en Arica, que el Coronel Medardo Cornejo, que aún vive, insinuó la idea de pedir al Gerente del Ferrocarril, Sr. Williams, unos carros para llevar esas familias a Arica por el precio más módico que se pudiera conseguir, lo cual le fué concedido cobrándose cuarenta centavos por persona. Nos dirigimos mis padres y sus hijas casadas, a la residencia del General Baquedano, para que nos concediera permiso para llevar esas personas y los heridos a Arica. El General nos recibió con suma cortesía y apenas le expusimos el objeto de nuestra visita, aceptó sin imponer condiciones; pero el Sr. Máximo Lira, que estaba presente en ese momento, dirigiéndose a Baquedano le dijo: “Es muy justa, Sr., General, su amabilidad con las señoras que componen un lindo grupo, Usted, como caballero, no les puede negar nada, impresionado por sus palabras, pero tal vez olvida que estamos en días de dirigirnos a Lima y que, por lo menos la concesión de esos heridos debe estipularse en canje con los que nosotros pudiéramos tener en la próxima batalla”. Aunque Lira fué muy duro con los peruanos, no se le podía negar que poseía talento y que en ese instante estaba en razón. Entonces propuso que se anotaran las firmas de los cónsules extranjeros, trabajo que llevaron a cabo mis padres sin nuestra compañía.

Conseguidas las firmas de los cónsules hubo que pensar en las camillas para transportar a los heridos y para esto tuvimos que acudir a la Ambulancia boliviana. Como las camillas eran pocas, las que faltaron fueron proporcionados por nuestros amigos chilenos que, en su condición de vencedores se habían apoderado de todo cuanto pertenecía a nuestras ambulancias. Vencidas al fin todas las dificultades que se presentaron, llegó el día en que pudimos despachar a los heridos.

Cuando nosotros llegamos había muchas personas en la plataforma de la Estación, no sé de qué nacionalidad serían, pero lo cierto es que ninguno de los que se encontraban ahí, quiso ayudarnos a subir a los heridos a las bodegas del tren. Entonces mi hermana, la señora de Hartman, y yo les hablamos tratando de llegar a su espíritu y diciéndoles: “Piensen que esto les puede suceder a ustedes porque la guerra recién comienza”. En esta forma conmovimos a algunos que comenzaron perezosamente a prestarnos su ayuda; pero al ver que muchos enfermos estaban todavía en la plataforma y entre ellos un zambo con la pierna cortada y casi gangrenada, terminamos por ofrecer dinero. Allí estaba un socio de mi esposo que nos proporcionó lo que necesitábamos. Al fin, el dinero concluyó la obra comenzada y lo que quedó, lo entregamos a los heridos que ya estaban instalados en las bodegas, diciéndoles: “Quizás en Arica les pase lo mismo. Lleven este dinero para pagar a los que los ayuden, evitando las mismas dificultades que han tenido que sufrir acá.”

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Mis padres se embarcaron en el mismo tren, porque quería entregar personalmente los heridos al transporte “Lima” y al mismo tiempo salvar a las personas que teníamos en casa y las que habían en las de algunas otras familias.

Cuando mis padres llegaron a Arica, no tuvieron donde alojarse. El puerto había quedado en la más completa desolación después de la hecatombe del Moro. Pudieron por fin alojarse en la casa de don Emilio Larrieu y, desde ese momento comenzaron sus trabajos, puesto que tenían que embarcar a todos, sanos y heridos. Los chilenos ofrecieron lanchas y en cada una de ellas iban oficiales chilenos vigilando a los que se embarcaban. En la lancha en que fueron mis padres iba el General Lagos, el más temido de los jefes del ejército invasor. Entonces mi padre, para poder embarcar a don Alfredo Benavides Cornejo, a Canseco, al Comandante Vizcarra y a otros, tuvo que hacerlos pasar ingeniosamente de diferentes maneras. A Benavides, que era blanco y rubio, le dijo papá: “Bacibalupo, tome esas maletas y embárquese con nosotros”; a Canseco, que era muy jóven, lo vistieron con el traje que usaban los de la Cruz Roja; a Vizcarra, que era trigueño, lo hizo pasar como sirviente. Y así, más o menos disfrazados pudieron llegar a bordo sin ningún peligro. Mis padres entregaron a los heridos peruanos en el transporte “Lima” y estuvieron para esto acompañados del General Lagos.

Después, cuando bajaron a tierra, formaron en el cortejo fúnebre de Bolognesi y Moore, cuyo acompañamiento era muy triste y casi solitario; pero mis padres consiguieron unas pocas flores para echarlos sobre los ataudes. Ellos y unas hermanas de caridad, los acompañaron hasta el transporte “Lima”, en el que fueron trasladados a la Capital. Mis padres habían cumplido su deber con los vivos y con los muertos.

La vida de Tacna después de la guerra sería demasiado largo narrar. Sólo puedo decir que esa guerra nos enseñó más el amor a la Patria en el verdadero sentido que tiene. Los odios se han enardecido después, cuando comprendimos el horror de las consecuencias. Antes, el patriotismo no estaba ofendido y el odio no podía sentirse. Es una herida que sangra siempre y se ha hecho más honda con la pérdida definitiva de Arica y del Morro, que es un monumento al sacrificio de toda una nación. Nuestro dolor se ha acentuado más porque no nos dejó la esperanza de recuperar todo cuanto perdimos en la más injusta de las guerras.

Meses después de la toma de Arica, se fué papá con parte de mis hermanas a Chile, puesto que Tacna ya no le ofrecía facilidades para sostener a su familia ni educar debidamente a sus hijos, y no podía pensar en ir a Lima pues sobre ella marchaba el ejército chileno y era absurdo querer establecerse ahí en tales circunstancias.

Una vez arreglado su viaje, lo hizo saber a todas las familias que tenían prisioneros en Chile, para llevarles lo que quisieran. Esta oferta fué aceptada con muestras del más vivo agradecimiento y papá con mis hermanas, hizo el viaje hasta San Bernardo para ver a los prisioneros, darles noticias de sus familias y entregarles un gran cajón que contenía las encomiendas que le habían dado. Con qué gusto vió mi padre a tantos de estos prisioneros que habían sido amigos suyos, y es de imaginar el placer con que ellos recibieron esta visita, que les recordaba mejores tiempos y les traía la esperanza de una próxima libertad.

Esto es lo que yo he visto, lo que personalmente escuché y que ahora relato, creyendo hacer con ello una obra de justicia a la memoria de los seres queridos, que en

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los momentos más amargos para la nacionalidad, cuando todo era dolor y desconcierto, supieron dar abnegación y sembrar beneficios sin la esperanza de recogerlos nunca.

Entre los prisioneros que visitó mi padre, había militares de graduación y personajes que figuraron como autoridades en esa época. Ahí estuvo el que después fué General Pizarro, Medardo Cornejo, Octavio Diez Canseco, Mugaburo, Elmore, el Coronel Flores y otros muchos, cuyos nombres no recuerdo.

Cuando llegamos a Valparaíso, nos alojamos en casa de la señora Manuela Basadre de Letts, cuyo amor a la Patria era enorme, lo cual le ocasionó serios disgustos con las familias chilenas, a las que conocía mucho por haber residido en esta ciudad bastante tiempo. Esta fue la razón por la cual se trasladó a Lima, en donde actualmente es muy conocida la familia Elmore-Letts.

Cuando años después regresé a Tacna, ya todo estaba normalizado. El comercio recuperó en parte su movimiento y la gente comenzó a amoldarse a las nuevas costumbres. Pero cuando se inició la “chilenización”, junto a ella brotaron los disturbios y las represalias, el odio pareció renovarse y la vida para muchas familias se hizo insoportable, surgiendo la necesidad imperiosa de abandonar la tierra propia para buscar paz en otros sitios. En esta forma, muchos abandonaron Tacna para trasladarse a Iquique donde había más campo de acción y más tranquilidad.

Lo demás ya todos lo saben. El destino se ha cumplido y no hemos hecho más que inclinarnos ante su poder infinito y yo, que esto escribo, doy gracias a la Providencia Divina que le facilitó a mi hijo el establecernos del todo en la capital de mi querido Perú, en donde están enterrados mis padres y ruego a Dios que cuando llegue mi hora sea enterrada junto a ellos.

De la familia que formó mi hijo, felizmente todos son peruanos y servirán al país con patriotismo. Todo cambia en la vida. Nada es estacionario. Esperemos.

El país, actualmente, está en plan de progreso como no lo ha estado en otras épocas y la paz en América tiende a fundarse sobre bases sólidas. Mientras tanto, lentamente, vamos desapareciendo todos cuanto vivimos esos días amargos en los que el odio abrió abismos que parecía no se llenaría nunca. Otros problemas se presentan para las nuevas generaciones; pero el recuerdo de aquellas épocas encierra una gran lección que es preciso no olvidar.

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SARA NEUHAUS DE LEDGARD1856-1948

Nació el 23 de diciembre.

Fueron sus padres don Carlos Teodoro Neuhaus y doña Felícitas Fernández de Cornejo, descendiente ésta por entronque del Encomendero García de Castro, fundador de Ilabaya, y defensor de Arica contra el pirata Drake en 1579.

Aprendió las primeras letras en el Colegio de la Inmaculada Concepción que dirigía doña Melchora Olivera; Colegio de rancio prestigio, en el que, por el año 1880, fueron profesores de él, don Manuel P. Barrios, don Artidoro Espejo y el poeta don Pedro Quina Castañón.

El gran poeta nicaragüense, Rubén Darío, le ofrendó en su Álbum unos hermosos versos a su paso por Valparaíso en 1888 (Letras, 1898).

Doña Sara Neuhaus, fue una mujer dotada de grandes virtudes. Una heroína, en el sentido cabal de la palabra. Quien lea sus “Recuerdos de la Batalla del Alto de la Alianza y de la ocupación de Tacna por los chilenos”, se quedará sin duda absorto ante los hechos narrados con tanto realismo y veracidad.

Dice el prólogo del folleto publicado en Lima en 1938: “Las páginas escritas por la señora Sara Neuhaus de Ledgard, poseen el encanto de lo que se ha visto y se ha vivido. Desfilan en ella personajes que algunos conocimos y tratamos. Por eso hay emoción y sobre todo, encierra un anhelo de justicia y de recuerdo para mucho que se ha olvidado porque sí; hechos pequeños y hermosos que la historia no ha podido consignar en sus mejores páginas de dolor y de gloria”.

Esta gran mujer y patriota tacneña, murió en Lima, el 12 de julio a la edad de 74 años.

En: Antología histórica de Tacna (1732 – 1916)Carlos Alberto González Marín

Imprenta Colegio Militar Leoncio PradoLima, 1952