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1 RELATOS DE UN BEJARANO

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RELATOS DE UN BEJARANO

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AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTÍN

Escritos en Béjar y Plasencia.

A Ana María Arévalo García, agradecido por tanto amor, y a Miguel Cosmes

Sánchez, que disfrutó leyéndolos.

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INDICE:

1. SENSACIONES (1975)…………………………………. Pag. 4

* Finales de agosto…………………………………………..Pag. 4

* Sol entre álamos……………………………………………Pag. 7

* El súbito arrancar del tren………………………………...Pag. 9

* Cumbres…………………………………………………….Pag. 12

* Romería de la Virgen del Castañar……………………….Pag. 16

* El día de los calvotes………………………………………..Pag. 19

* El Cristo de la Vega de Sanchotello…………………….….Pag. 21

2. MI PRIMER GRAN VIAJE (1975)………………………Pag. 22

3. LA PENSIÓN SALMANTINA (1994)……………………Pag. 56

4. EL PRADO DEL FIN DEL MUNDO (1998)……………..Pag. 130

5. LA RUTA FLUVIAL (1999)……………………………….Pag. 141

6. UN SOPLO DEL AYER (2003)…………………………….Pag. 146

7. ACAMPADA EN EL TRAMPAL (2006)………………….Pag. 156

8. UN VIAJE IMAGINARIO (2007)………………………….Pag. 166

9. BARRIONEILA, 20 (2008)………………………………….Pag. 177

10. EL BOTÁNICO (2008)…………………………………….Pag. 187

11. RELATO PARA MIGUEL (2011)………………………..Pag. 192

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SENSACIONES

Conjunto de relatos, a modo de diario, escritos del 30 de agosto al 17 de septiembre

de 1975, en Béjar. Edad 17 años.

FINALES DE AGOSTO

Algunas tardes, aún calurosas, mi padre y yo tomamos el sendero hacia algún lugar

de la campiña bejarana para dibujar. Hoy recorrimos la senda amarilla, limitada por

muros de piedras con zarzales y ensombrecida por los álamos, que conduce a los

jardines de El Bosque. Llevábamos los utensilios de dibujo y buscábamos motivos

artísticos. El sol iluminaba los espacios y los objetos proyectaban sombras intensas

creando bellos contrastes.

Al llegar, abrimos y rechinó el portón metálico de la entrada. Una muchacha de mi

edad nos miró desde el umbral de la casa del portero. “Tendremos pinta de

extravagantes -pensé-, aunque supongo que no seremos los primeros pintores que se

adentren en estos jardines en busca de la belleza”.

Descendimos los peldaños de roca. Rodeamos las orillas del estanque, de un color

verde oscuro, casi negro con brillos plateados. Dos hombres descansaban tendidos en

sus mecedoras verdes, en la zona de hierba. Parecían los dueños, tal vez fuesen

descendientes de los Duques de Béjar, ya sin feudo ni vasallos.

Nos detuvimos a contemplar la superficie del agua, la continua fuga de luces y

sombras, las primeras hojas secas y amarillas flotando. Escudos de los Zúñiga lucían en

los muros del palacio y en algunas fuentes de piedra, que rompen con el rumor del agua

la calma del lugar. Nos sentamos en el césped, frente al antiguo y noble caserón, e

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hicimos un primer boceto sobre el papel grueso del bloc. Dibujo rápido, a grandes

rasgos, despreciando detalles minuciosos. Mi lápiz, aproximadamente de tres

centímetros de longitud, se me escurría entre los dedos, aunque mis órdenes volaban a

su través con precisión, como si fuese una prolongación viva de mi cuerpo.

Sólo se oía el impacto del agua de los surtidores sobre la piedra y las voces alegres

de una pandilla de niños, a lo lejos.

Melchor también dibujaba.

Él afirma que el arte es siempre un robo a la naturaleza.

Cambié de sitio para bosquejar la Fuente de los Ocho Caños, una fontana de granito

con forma de cáliz y adornada por feos rostros de bocas redondas por donde fluía el

agua. “¿Qué intentarán decirme? -pensé- acaso quieran narrarme leyendas de tiempos

remotos, o hazañas de los nobles que ayer combatieron en importantes batallas. Estas

horribles cabezas son testigos de muchos sucesos: damas afligidas, romances

apasionados, declaraciones amorosas, despedidas tristes…”

Mi padre levantó sus ojos del papel y su mirada profunda se clavó en un único

detalle, su mano derecha se movía con agilidad.

Mientras dibujaba intenté conversar con la fuente. Entorné la vista para percibir las

zonas de luz y sombra. Me fijé luego en la textura de la piedra, tapizada de líquenes,

musgo y verdín. Tracé la extraña perspectiva del pilón octogonal. Cansado de precisar

los detalles, aparté la mirada, que voló como un pájaro y quiso posarse sobre los

plataneros y los castaños de Indias, cuyas sombras se proyectaban en las orillas del

estanque y parecían flotar.

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Me agradaba el silencio melódico de los surtidores, pues insistía con su monólogo

indescifrable, enigmático pero armónico. “¡Qué sé yo del idioma de las fuentes!” -me

dije.

La vida era hermosa y plácida en el jardín, tan cerca de la naturaleza, tan apartado

de las rutinas cotidianas.

A lo lejos, vi las copas majestuosas de viejas coníferas: tuyas, pinsapos, secuoyas

gigantes, cedros del Líbano… y magnolios; árboles con resinas o flores aromáticas.

Aspiré el perfume de la hierba buena y me entretuve con el revoloteo caprichoso de las

mariposas blancas y amarillas sobre las últimas flores del estío. “Pocos hombres saben

para qué viven y son como insectos atraídos por el néctar del momento” - medité.

El propietario de la finca se acercó hasta nosotros caminando despacio, entre las

sombras cambiantes de los árboles. No quiso interrumpirnos. Ni siquiera saludó. Se fue

con sus tribulaciones, arrastrando los pies sobre las primeras hojas marchitas.

Se oía el apacible sonido del agua, los trinos de pájaros ocultos y la caricia de los

lápices sobre el papel áspero. Vi el sol del atardecer enredado entre las ramas, como si

fuese un fruto amarillo y maduro. Poco después, su luz se desvaneció en la oscuridad.

Era tarde. Hacía fresco. Recogimos lo bártulos en sendas carpetas y nos marchamos. Al

pasar junto al estanque, descubrí vencejos que volaban rozando la superficie líquida con

su pico. El reflejo del templete me pareció un garabato.

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SOL ENTRE ÁLAMOS

Cada vez que bajo por las callejas de Fuente Honda, me asalta un extraño

presentimiento. Sé que pronto llegaré a tu casa, que después correremos por la carretera

de Aldeacipreste hacia algún paraje desconocido. Lo sé, pero, durante el corto trayecto

de la travesía, me siento como el Cuerpo de Hombre encajonado en su cauce. Camino

hacia la libertad por este angosto sendero acotado por altos muros de granito. El último

tramo me seduce por su soledad umbría: de lo alto de las paredes cuelgan ramas de

higueras y ciruelos, sobre una regadera, que recoge el agua de los arroyos y favorece el

crecimiento de líquenes y musgos sobre las manchas de humedad. Al fondo, encuentro

tu casa y el huerto, bien aprovechado, en la parte trasera.

Grito tu nombre o golpeo la puerta con los nudillos. Escucho pasos en el interior, me

abre Ángel. Otros amigos esperan en el piso de abajo, sentados sobre el cemento,

comiendo pipas de calabaza secadas al sol. Bajamos al Regato, al lado del pozo hay un

viejo ciruelo que tiene su tronco carcomido y habitado por hormigas rojas. Trepamos a

lo alto para recoger sus frutos. Al mover las ramas, algunas ciruelas maduras se

desprenden y caen sobre el agua transparente y los surcos. Este año son más pequeñas,

tal vez por la sequía. El aire huele a sequedad y polvo. La campiña agostada arde en La

Centena y una densa columna de humo se eleva en la distancia y ensucia el cielo azul.

Luego subimos a los corrales. En el interior de una caseta Luis pone a hervir la

comida de los cerdos: mondas, nabos y patatas chicas, con harina de cebada y agua, en

un caldero de hierro, sobre una lumbre de retama seca y leños de roble. El humo se filtra

a través de la techumbre, a falta de chimenea.

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En un cuarto adyacente está el gallinero, que también sirve de palomar. Mi amigo

atrapa al palomo, un bonito ejemplar con reflejos irisados en el cuello y lo lanza al aire.

No hay que temer, siempre regresa al nido.

La estancia huele a humo, el fuego se ha consumido y brillan las ascuas, rojas como

pedazos de sandía. Hierve el agua con un murmullo de burbujas rotas. Pelamos y

comemos algunas patatas asadas al rescoldo, entre las cenizas.

Corremos calleja abajo. A la izquierda quedamos la estación de Ferrocarril de Béjar.

Un milano negro vuela en la altura, planea en el cielo otoñal, queda anclado en el aire,

las plumas de sus alas vibran en tensión, como si fuese una cometa. Desde su atalaya

escudriña el suelo buscando otra víctima. Luego se deja caer, en picado, y oímos un

chillido agudo. Aletea sobre la superficie pajiza del prado, lucha unos instantes y

remonta el vuelo con un ratón entre sus garras, majestuosamente.

Al final de la larga calleja de Fuente Honda, hay una vaquería con una pocilga y una

jauría de perros. Como siempre nos atacan, los apedreamos. En la pared principal leo

una pintada escrita con pintura verde, con letras feas con chorreones: “Esta finca no se

puede vender, hay que contar antes con los herederos, si no quieren tener problemas”.

Mal sitio para cruzar entre mierda, fauces amenazantes y ladridos, palo en mano y a la

carrera.

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EL SÚBITO ARRANCAR DEL TREN

Aquella mañana de finales de agosto madrugué. Salí de mi casa medio dormido.

Eran las siete. Algunos bandos de aviones y golondrinas ennegrecían el cielo de la

alborada. El desayuno, café con leche migada, aún calentaba mi estómago y el aliento

visible salía de mi boca con cada respiración. Hacía fresco. Una vez más crucé el puente

de piedra sobre el Charco Umbrío y sin quererlo mis ojos se clavaron en las pestilentes

aguas del Cuerpo de Hombre, hoy eran negras. Era un entretenimiento cotidiano y

motivo de apuestas adivinar el color del río, pues dependía de la suma de tintadas de las

fábricas que vertían sus residuos coloreados. Hoy eran negras, pero he visto un caudal

rojo como la sangre, violeta como los lirios, azul zafiro o verde esmeralda… Apoyado

en el pretil metálico, contemplé las ratas de la orilla hurgando en la basura arrojada por

algunos desaprensivos. Es tanto el cieno del fondo, que libera continuamente burbujas

de metano y al estallar rompen la quietud de la superficie.

Subí la Cuesta del Río, por una trocha enfangada por vertidos de cloacas, sorteando

los cascotes del basurero que ruedan por el terraplén. Entre ellos florece el estramonio y

exhibe la blancura de sus corolas finas como papel de fumar. Coroné Campo Pardo.

Bajé por Ronda de Navarra. Crucé la Plaza Mayor. Las calles estaban vacías y

silenciosas. Atajé por Barrioneila, el barrio donde nací. Encontré a mi amigo Luis en la

encrucijada de la calleja de Fuente Honda y caminamos juntos hasta la estación del

ferrocarril. Amanecía. El primer rayo de sol saltó entre los hierros y maderas de viejos

vagones abandonados en vía muerta e incendió los cuatro rieles que la perspectiva

fundía en un punto lejano.

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La estación me pareció sucia por la carbonilla, el humo y los aceites vertidos desde

las locomotoras; sin embargo, aquella mañana olía a tierra húmeda. Encontramos el

andén vacío. Las agujas del enorme reloj que sobresalía de la pared marcaban, sobre el

círculo de números romanos una hora concreta: las ocho menos cuarto. Adquirimos en

taquilla dos billetes de ida y vuelta a Sanchotello. Tomamos asiento en los bancos de la

sala de espera. Frente a nosotros dos hombres charlaban de temas intranscendentes. Allí

dentro olía a cartón y tabaco rancio.

Al llegar la hora salimos al apeadero. “Estación de Béjar” -leí en un rotulo sucio.

“¿Por qué se acumulará tanto polvo negro en las estaciones? ¿Por qué siempre se

percibe un cierto abandono?” -pensé. Desde allí se contemplaba la ciudad; sus murallas

sumidas en un letargo de siglos, las torres de las iglesias y del Palacio Ducal sobre las

almenas…

Un pájaro suicida posado sobre un riel.

Escuchamos un silbido e, inmediatamente, apareció la máquina escupiendo lenguas

de vapor por su reducida chimenea. Aquel enorme y oscuro monstruo de metal se

aproximaba a la estación. El roce de los frenos rechinó a lo largo del andén solitario.

Los dos hombres salieron. Un empleado arrojó tres sacas de correo en uno de los

vagones. La locomotora expulsó una última bocanada de vapor.

Subimos al vagón por unas empinadas escaleras. Dentro olía a grasa.

Sentimos un leve tirón al arrancar, seguido de un crujir de maderas y de hierros,

como si a la locomotora le costase arrastrar su pesada carga. Las enormes ruedas

giraban sobre su cauce metálico, cada vez con más soltura y rapidez, con un traqueteo

monótono.

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Entramos desde el pasillo a un compartimento. Me senté al lado de la ventanilla.

Ganas me dieron de acurrucarme y dormirme, pero era la primera vez que recorría aquel

trayecto y sentía curiosidad por la nueva experiencia. Descorrí los visillos para disfrutar

del paisaje. El tren ganaba velocidad. Entramos en el túnel. A través del cristal vi el

negro muro. Al final luz. Luz a torrentes. Luz a mares. El tren atravesaba profundas

trincheras labradas en granito. Desde la ventanilla divisé la parte antigua de la villa, las

construcciones en un equilibrio extraño sobre las murallas y el valle enjoyado por el

otoño.

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CUMBRES

Al coronar la última loma, avisto la cumbre, aún muy lejana, gris verdosa bajo el

cielo gris del amanecer. Atravesamos la inmensidad de la sierra en silencio. El rocío

brilla sobre la hierba y me pregunta por la noche.

-La noche se desvaneció mientras cruzábamos por pinares extensos, en la ladera de

la montaña. Sólo nos queda Venus, el candil del alba. Ese lucero que refulge en un

rincón del paisaje recién iluminado.

Ascendemos por una pendiente cuajada de retama y genistas, sorteando canchales.

Yo miro al suelo, a cualquier parte, pero no a la cima, porque el cansancio ya aflora. Me

pesan las piernas. Me agobia la mochila, como si cargara con todo el plomo del mundo.

Me paro. No puedo más. Me doy una tregua. Miro atrás, las nubes a la deriva, casi a

mi altura; la niebla en el fondo del valle, la línea del horizonte… Me libero de la carga

que oprime mi espalda. Me quito el gorro de lana, a franjas azules, blancas y rojas, y lo

engancho en la correa. Seco el sudor de mi frente con un pañuelo. Las sombras de mis

amigos se proyectan en el descampado. Seis sombras delante de mí. Hago firme

propósito de no perder su estela.

El rocío humedece mis botas engrasadas con sebo.

Levanto la cabeza y miro a la cumbre, descaradamente. Asumo el reto que supone

contemplarla, ahora sin respeto. Es hermosa y blanca, pues el sol del amanecer incide

sobre su nieve transformándola en un faro luminoso.

-Tengo que continuar. Haré otro esfuerzo.

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El vericueto pedregoso serpea entre matas de piornos. Después se transforma en un

sin fin de huellas de pasos sobre la nevada. Vamos de hito en hito. Tales vetustos

montones de piedras menudas nos marcan el rumbo a seguir.

Nubes bajas se aproximan, velozmente, borrando el paisaje.

-“¡Agrupaos, que viene la niebla!” -gritan alrededor-. ¡No perdáis el contacto para

que nadie se extravíe!

“Cada paso que doy me acerca un poco más a la cumbre. Adelante.”

El viento nos azota frío y húmedo. Mis pies están helados. Me ajusto el gorro.

Atravesamos la entraña vaporosa de una nube, a su través penetra la luz débil del sol,

permitiendo una visibilidad escasa y fantasmal, somos sombras sin colores.

-¡No deberíamos haber venido! ¡Todavía es posible dar media vuelta! -exclama una

voz anónima.

-¡Tenemos que pisar la cumbre! -responde otra-. ¡Merece la pena seguir!

-¿Para qué? ¡No vamos a ver nada!

-¡Ya escampará!

-¿Tú crees?

-¡Sí!

Comienza a llover. La lluvia nos va calando hasta los huesos pero nadie se rinde.

Ganamos altura. El aire se enrarece. El cuerpo parece pesar menos.

Los jirones de niebla se retiran y la cumbre emerge cercana.

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El sol juega a esconderse entre las nubes: se asoma y nos ilumina el rostro, se

esconde y oscurece la ladera, surge y nuestros cuerpos proyectan largas sombras…

Tengo sed. Destapo la cantimplora y echo un trago de una mezcla fría de cerveza y

gaseosa.

-“Quiero continuar”.

Cruzamos la cima llana, una planicie desértica y mineral donde sólo crecen los

líquenes y unas masas vegetales glutinosas y esféricas, gratas de pisar por los pies

doloridos. Llegamos al último hito en el Calvitero, que sirve de soporte para la imagen

de la Virgen del Castañar, un bajorrelieve de cemento agrietado por las inclemencias de

la altitud. Virgen oculta bajo el hielo, prisionera de una soledad silenciosa y magnífica,

asomada al balcón de la altura, donde baten todos los vientos y se divisan grandiosas

panorámicas.

-Dicen que La Ceja es aún más alta. ¡Vamos allá! -alguien decide.

Bordeamos el borde curvo del circo del antiguo glaciar, un abismo de escarpadas

pendientes de granito, con rocas inmensas pulidas por el hielo y tapizadas de líquenes

verdinegros, que contrastan con la blancura azulada de los neveros. En el fondo brillan

las lagunas del Trampal.

Camino maquinalmente.

Mis labios aún me saben al aluminio de la cantimplora.

Coronamos La Ceja. La visión es fascinante.

-¿Qué pico es aquel? -pregunto.

-El Almanzor en Gredos.

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-Parece más alto.

-Lo es.

-¡Qué pequeños somos…!

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ROMERÍA DE LA VIRGEN DEL CASTAÑAR

Son las once de la mañana. Caminamos por la empinada senda de los atajos. La tierra

del suelo aún muestra las cicatrices de la lluvia nocturna. Los nubarrones se desplazan

entre las copas de los viejos castaños. Huele a humedad.

En la curva del depósito de agua, sentado a la orilla, sobre una manta colocada sobre

la hierba, mendiga un anciano. Muestra el muñón de sus piernas amputadas por debajo

de las rodillas. Cerca ha puesto un tapete verde, sobre el que los romeros caritativos

arrojan las limosnas, sostenido entre dos aparatosas muletas de madera. Permanece en

silencio, aunque sus labios se mueven, como si musitara una plegaria.

Son muchos los fieles que suben, cada cual a su ritmo.

En El Castañar hay una ruidosa muchedumbre.

Terminó la misa. Suenan los cohetes y el tañer frenético de las campanas. Sobre un

mar de cabezas y hombros cruza la imagen de la Virgen del Castañar, luce un manto de

seda azul celeste bordado en oro y plata, y una sonrisa misteriosa cercada por una

corona de estrellas.

Bulle la multitud.

En el cielo nublado estallan pólvora y campanadas.

Huele a sudor y agua de colonia barata.

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Cruza el cortejo. Primero los monaguillos con varias cruces metálicas y cirios.

Luego los portadores de los estandartes. Después la Virgen, una flor sobre los ramos de

gladiolos blancos y claveles rojos, custodiada por la Benemérita con traje de gala. A su

paso, unos se persignan, otros inclinan su cabeza en respetuoso silencio, pero los más

aplauden emocionados. Le siguen sacerdotes y políticos de turno, capistas, beatas de

mantilla y personajes influyentes. Cierran los acordes armónicos de la banda municipal.

El viejo Pipi toca sus castañuelas de pizarra danzando ágilmente y gesticulando. El

Pipi canta coplas improvisadas para divertimento del personal. Canta y baila como un

duende grotesco, pero sus palabras fluyen del alma a los labios.

Alguien grita: “Viva la Virgen del Castañar”.

Sigo el cortejo hasta el mirador, adornado para la ocasión con ramos de margaritas.

Desde allí la Virgen contempla por unos minutos la antigua villa, con sus murallas

árabes, con las torres sencillas de sus templos y del Palacio Ducal, con sus tejados

rojizos, sus balconadas y galerías modernistas con arcos, sus ventanas que miran al

monte frondoso.

Rezan algo, aunque nunca pude estar lo suficientemente cerca para oírlo. Luego,

alguien grita: “¡Viva Béjar!”. Y de mi garganta sale con fuerza: “¡Viva!”.

La Virgen regresa a su santuario entre vítores y aplausos. Hoy disfruta el sol y la

sombra perfumada de los castaños. Hasta la brisa acaricia su cara con ternura.

Inmediatamente, detrás de la procesión, viene el caos: pisotones, empujones, niños

extraviados de sus madres que lloran, voces…

Ahí está el Pipi, en el centro del corro, junto a un viejo que toca dulzaina y tamboril,

vestido con traje charro de pana desteñido por el tiempo y el uso. Al dulzainero le

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tiembla, rítmicamente, su labio inferior. Ambos divierten al personal con sus canciones

y ocurrencias.

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EL DÍA DE LOS CALVOTES

Subí hasta el lugar donde ardían las hogueras, en lo más alto de la colina, cargado

con un haz de leña mojada. Sentía en mis brazos el mordisco del frío, pues el chaparrón

me calaba hasta los huesos. Al llegar, distinguí las siluetas negras de mis amigos al

contraluz de las llamas. Tomé asiento en una roca, cerca de la lumbre, para entrar en

calor. Las llamaradas eran espectros jugueteando. Aproximé mis manos ateridas. Mis

pies no parecían míos, pues apenas los sentía. Quizá fuesen un par de carámbanos

colgando de un oxidado canalón. Arrojé más leña al fuego. Como estaba húmeda, al

principio crepitó, resistiéndose a arder, pero al final una lengua roja ascendió lamiendo

el tronco de la encina que nos daba cobijo en aquella tarde lluviosa y desapacible. Me

puse la chaqueta de pana sobre los hombros y me acurruqué en aquel rincón. Miré,

furtivamente, la lluvia, que caía muy cerca. Me rodeaba un fondo negro y vacío. Sus

gotas impactaban contra las copas de los árboles y los canchales. Preferí contemplar el

rescoldo que quedó cuando se consumieron las llamas. Llené la calvotera y la puse

encima para asar varios puñados de castañas.

“Ya voy entrando en calor” -pensé.

De cuando en cuando, me incorporaba, asía la sartén por el mango y volteaba su

contenido con maestría. Uno de los frutos explotó, su metralla vegetal me alcanzó la

cara. Al finalizar la calvotada, vacié la calvotera sobre un pedazo de cartón. Entre las

cáscaras negras brillaba alguna chispa. Puse la sartén acribillada bajo la lluvia y crepitó

al enfriarse. Entre todos pelamos las castañas asadas. Las palmas ennegrecidas de las

manos soportaban el calor del contacto. Saboreamos los calvotes recién hechos y

echamos un buen trago de sangría.

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Era de noche y decidimos regresar. Cruzamos la negrura de los campos húmedos del

otoño, algunos ya medio borrachos. La sangría invitaba a cantar y a reírse del

lamentable estado. Seguía lloviendo con fuerza.

-Qué llueva, qué llueva, / la Virgen de la Cueva, / los pajaritos cantan, / las nubes se

levantan. / Qué sí. Qué no. / Qué llueva a chaparrón…

No importaba mojarse, nada podía enmudecer nuestras risas.

-¡Qué llueva! ¡Qué llueva!

La hojarasca cubría el sendero, resbaladizo por el barro y encharcado en algunos

tramos. Nos perdimos. Cruzamos campo a través, calados por la lluvia, por prados de

hierba mojada, chocando con las escobas húmedas…

-¡No importa! ¡Pasa el garrafón! ¡Voy a calentarme por dentro!

-¡Qué llueva! ¡Qué llueva!

Nos chorreaba el cabello empapado.

En el Caserón había gente saltando sobre las llamas de una enorme fogata.

La negrura era tan densa que tropezábamos y caíamos.

-¡No importa tampoco el barro! ¡En pie! ¿Quién tiene la garrafa?

La luna aparece por un hueco entre las nubes y luce una sonrisa nacarina.

Al coronar la loma descubrimos las luces lejanas de Béjar, como un faro tras aquella

cortina de lluvia.

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EL CRISTO DE LA VEGA DE SANCHOTELLO

“Cuánto me gustaría ser brisa, o pájaro, o nube en esta hermosa mañana, para subir

por el cielo azul y contemplar desde lo alto el pueblo y las cumbres cercanas de los

Picos de Valdesangil” -pensé.

No sé por qué no entramos al interior del templo. Permanecimos sentados en la

plaza, esperando que terminara la ceremonia. Yo me entretuve contemplando las laderas

del monte, los canchales de granito y aquella torre gris que perforaba el cielo. Una torre

con su nido de cigüeña, con pararrayos, veleta y nidos de aviones en sus oquedades.

Una torre con campanas que pronto tañeron asustando a gorriones y palomas, que

levantaron el vuelo sorprendidos por la estridencia. En efecto, terminó la misa y los

fieles abandonaron la iglesia. Iban preparados para la ocasión, con traje de fiesta. El

interior del templo debía ser sombrío, pues el sol deslumbraba a los que salían y por la

puerta escapaba un borbotón de oscuridad. La muchedumbre esperaba entre murmullos,

risas, bromas y comentarios. Hasta que surgió de la penumbra el Cristo de la Vega,

portado a hombros por cuatro fornidos mozos de la localidad. Una imagen antigua,

tallada en madera, de Jesús crucificado, que también se estremeció al sentir la luz de la

mañana.

Estallaron los primeros cohetes en el cielo, tres impactos netos tras tres nubecillas

de humo blanco.

El párroco repartió velas amarillas a sus feligreses, los velones de todos los años. La

gente se colocó como era costumbre y comenzó la procesión por las calles empedradas

del pueblo.

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MI PRIMER GRAN VIAJE

AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTÍN.

Escrito del 7 de febrero al 15 de marzo de 1975.

16 años.

A mis tíos Prudencio y Lea Álvarez, que hicieron posible esta ilusión.

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CAPÍTULO PRIMERO

Tenía 15 años y en junio había concluido con éxito el quinto curso de Bachillerato.

Aprovechando que mi tío Rufo Álvarez y su esposa Lola se encontraban de vacaciones

en Béjar, junto a sus cuñados Yoyo Nonniez (Núñez) y Renée, mis padres me

organizaron un viaje a Francia, como premio y para que pudiera practicar el idioma,

pensando en mi futuro, pues el trabajo escaseaba en Béjar y la emigración era una

alternativa. Viajaría con ellos hasta Clermont-Ferrand, donde también vivían su

hermano Prudencio Álvarez y su esposa Léa, mis anfitriones.

Aquella mañana del 29 de julio de 1974 un nuevo horizonte se abría ante mis ojos,

pero yo sentí miedo por cuanto se avecinaba. Acompañado por mis padres y hermanos,

caminé, cabizbajo, hasta la Corredera, una plaza de donde salía “La Serrana”, el autocar

con destino a Salamanca. Aún recuerdo las calles oscuras y solitarias, el piar alocado de

los gorriones cayendo como una lluvia ruidosa y alegre. Era un hermoso día de verano,

con un cielo tan azul que invitaba a soñar. Después, sentí una íntima confusión y todo

empezó a arremolinarse. Las acacias, los plataneros de sombra, las fachadas y los

transeúntes parecían fijarse en mí y captar mi tristeza. En efecto, era yo quien debería

marcharse y no otro. Mi padre adquirió los billetes en el “Novelti”, un bar próximo, y el

conductor hizo lo últimos preparativos para la partida. Mis parientes concluyeron su

conversación sobre la úlcera de estómago y alguien me ayudó a meter las maletas.

Luego me rodearon y aprecié un instante de tensión. Mis abuelos, Pedro y María

Antonia, la tía Teresa, los tíos Cándido y Eusebio, mi primo Pedro Maudo y mis

hermanos Javi, Melchor y Mayte, me besaron en silencio. No hubo dudas: era yo el que

se marchaba. Recogí y guardé las pequeñas sumas de dinero con las que me

obsequiaron los mayores y subimos al autocar. Dentro olía a gasoil y tabaco. Por la

ventanilla contemplé el Parque impregnado por el sol de la mañana y a dos ancianos

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charlando apaciblemente. Rufino se sentó a mi lado. Sentí la arrancada súbita y potente.

Miré al grupo de personas que agitaban las manos en señal de despedida y que pronto

desaparecieron. Atrás quedaron los montes, tantas veces recorridos: castañares y

robledales bajo el perfil quebrado de las cumbres de la sierra. Siguió una conversación

amena y una llanura interminable con encinas, retorcidas como mi dolor, y el gran vacío

del cielo sobre las tierras rojizas y arcillosas. Anotaba en mi cuaderno los pueblos que

cruzábamos, con la idea de recomponer, en un mapa, el itinerario del viaje emprendido.

Escribiría un diario para no olvidar. Una hora más tarde, divisé, desde un altozano, las

torres poderosas de las catedrales de Salamanca y pensé en su esqueleto de piedra

tallado con imágenes de ángeles, demonios, santos, deidades... Cuando crucé el Tormes

por el Puente Nuevo supe que la aventura era imparable.

Nos trasladamos a la estación del ferrocarril en taxi. Entre la multitud presente

percibí una confusión aún mayor, pues el ruido ambiental se incrementaba con los

continuos avisos de la megafonía y el silbido de las locomotoras. Los viajeros

circulaban en el aparente caos esquivándose y acarreando su equipaje. Mientras nos

expedían los billetes, me entretuve mirando varias revistas. Nunca antes había visto a

tantos jóvenes extranjeros juntos, me llamó la atención que esperasen recostados en el

suelo, entre sus bolsos y maletas. Luego subimos al tren con destino a Hendaya, al

parecer una población fronteriza. Aquella máquina me pareció un enorme gusano

metálico. Ocupamos un departamento libre en un vagón de segunda clase y me acomodé

pensando en los casi 1.500 kilómetros de viaje: una locura. Mis padres, Melchor y

Teresa, convirtieron la despedida en un funeral, con el tren en marcha me besaron

precipitadamente y saltaron a tierra. No olvidaré su tristeza ni su contorno entre el humo

y la niebla gris de la mañana, ni su pequeñez en la grandiosa estación.

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Desde este momento, Rufo comenzó a hablarme en francés, pero yo no comprendía

casi nada y le contestaba en castellano. Llegamos a un acuerdo: hablar en el idioma del

país donde estuviéramos. A mediodía, comimos la comida que llevábamos en el mismo

vagón, sobre un soporte extraíble que hizo las veces de mesita y utilizando platos de

plástico. Pasé la tarde asomado a la ventanilla, viendo el árido paisaje de la meseta

castellana, sus tierras incultas y resecas, algunos pinos resineros de troncos inclinados y

aldeas míseras en la lejanía. Mientras la corriente de la velocidad revolvía mis cabellos,

miré de reojo a los pasajeros del corredor: varias turistas inglesas rubias, tres emigrantes

portugueses y uno marroquí, aproximadamente de mi edad, su expresión era sombría

bajo sus cabellos oscuros y rizados. Junto a mí y como yo, miraba por la ventanilla,

mientras se fumaba un cigarro y sujetaba, entre los pies, un hatillo de tela sucio; iba sólo

y el humo desfiguraba sus ojos negros. Pensé en los emigrantes, en las circunstancias

que obligan a abandonar el propio país para buscar una vida mejor. Unos viajábamos

por placer y otros por necesidad. Así les sucedió a mis tíos de Francia, hace ya muchos

años, y a otros parientes que se fueron a Holanda y Suiza porque en Béjar no

encontraban trabajo. La crisis textil arruinó demasiadas fábricas en poco tiempo y el

paro golpeó a muchas familias, dejándolas en la miseria, forzadas a labrarse un porvenir

lejos de la villa. Los jóvenes tampoco teníamos el futuro asegurado y, tarde o temprano,

tendríamos que abandonar aquel hermoso nido entre cumbres. Mi tío Prudencio,

hermano de Rufino, fue encargado de la Michelín en Clermont-Ferrand y empleó a

bastantes españoles en la factoría de neumáticos; mi padre pensó en esa salida para mí,

si suspendía los estudios, por eso era importante aprender el francés.

Al final de la tarde cesó el bochorno y el paisaje se vistió de verde. Me abrigué con

mi chaqueta de tergal, pues la llovizna me salpicaba a través de la ventanilla. Rufo me

dijo que estábamos en el “País Vasco”. En un transistor próximo sonaba una canción de

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Roberto Carlos: “el gato que está triste y azul”. Cerré la ventanilla y vi, deformados por

los goterones que se deslizaban sobre el cristal, montes empinados, pinares frondosos,

prados de hierba recién segada y caseríos como palomas entre la niebla. Me sorprendió

la noche escrutando moles imprecisas, pueblos luminosos que cruzaban fugaces y

desleídos en el chaparrón, estaciones grasientas y estrellas entre nubes… El silbido de la

locomotora en los túneles me devolvía, de cuando en cuando, a la realidad: cada vez

más lejos de casa y más cerca de lo desconocido. Me zumbaban los oídos del traqueteo

continuo y monótono.

Cuando llegamos a San Sebastián, la noche era densa como una mancha de aceite.

Al cesar el movimiento tren, abandoné mis tinieblas. De su estación sólo percibí la

negra estructura metálica y algunos carteles propagandísticos, mal iluminados, escritos

en una lengua ajena. Al reiniciar la marcha, más adelante, descubrí sus hermosas

mansiones y los reflejos temblorosos de los barcos en el agua. Era la primera vez que

veía el mar. Un mar sin colores, pero con un aroma inconfundible, penetrante y húmedo.

Al circular por las cercanías del puerto de Pasajes, descubrí los perfiles de enormes

grúas, camiones de carga, contenedores, montones de chatarra y grandes barcos

atracados como fantasmas en la oscuridad. Me acomodé en el asiento, cansado por

tantas horas de viaje y estuvimos hablando de Béjar. Desde el pasillo, una señora nos

preguntó si llegaría a París antes del amanecer. La gente se incorporó, comenzó a reunir

su equipaje y algunos se agolparon frente a la salida. El tren se detuvo en Hendaya, final

del trayecto. Cogí mi maleta y descendimos al arcén. Aquella estación era un túnel

sombrío, aparentemente sin salida. Cuando me supe en la frontera, un escalofrío me

recorrió de pies a cabeza. Miré a través de la alambrada para descubrir lo que había más

allá, en la otra parte. Me puse en la fila, detrás de mis tíos, y me acerqué al puesto de

control con el pasaporte en la mano derecha y cierto temor en mi rostro. Un gendarme

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lo recogió, miró la fotografía y me dijo algo que no entendí. Menos mal que Rufino

acudió en mi ayuda y resolvió la situación. Sobre el inmaculado documento estamparon

el sello de entrada. Unos pasos más adelante, otro gendarme nos detuvo con el propósito

de registrar nuestras maletas. Rufo fue policía aduanero, mostró el carnet que lo

acreditaba, se saludaron y cruzamos sin más incidentes a Francia.

Subimos al tren con destino a Bourdeaux (Burdeos). Los primeros compartimentos

estaban ocupados por emigrantes portugueses. Recorrimos varios vagones, con la

maleta apoyada en la rodilla y el muslo, hasta encontrar tres vacíos. Mis compañeros

ocuparon dos y se echaron a dormir. Entonces me quedé solo, me tendí sobre un asiento

y me arropé con mi chaqueta. Intenté conciliar el sueño. Me sentía agotado. En el

compartimento de enfrente, viajaba una pandilla de jóvenes franceses, que no paraban

de bromear, reír y canturrear. Cerré los ojos y escuché el traqueteo monótono de las

ruedas sobre los raíles. Traté de imaginar cómo sería el paisaje que cruzábamos. Al

poco rato, los muchachos salieron a dar las buenas noches a los viajeros del vagón; así

irrumpieron donde yo estaba, pero no respondí a sus palabras, simplemente me hice el

dormido. Cuando se marcharon, me incorporé, descorrí el visillo y estuve contemplando

los bultos de la noche deformados por la velocidad: luces lejanas, sombras oscilantes

como péndulos; falsas estrellas fugaces… Escuché conversaciones en un idioma

extraño, sonidos débiles que brotaban de labios anónimos, casi imperceptibles; y me

recorrió un bienestar inexplicable como si fuese una crisálida.

Llegamos a Burdeos. Los adolescentes vecinos se despidieron entre besos, lágrimas

y abrazos. Una pareja se quedó abrazada en el andén, no querían separarse y lloraban

sin pudor ni consuelo. Me emocionó comprobar que aquí no se ocultaban los

sentimientos. En Béjar no se hubiera entendido que un joven llorase en público.

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Rufo se acercó a mí y me dijo:

-Anoche te invitaron a unirte a su fiesta…

-No les comprendí – contesté diciendo la verdad.

En el aire de la noche flotaba un denso humo gris, quizá fuese niebla. Por debajo de

las puertas huían reflejos de luz agónica. El próximo tren a Clermont-Ferrand saldría

dentro de tres horas, por lo que dejamos el equipaje en consigna y nos fuimos a pasear

por la ciudad. Nunca oí un sonido tan vacío como el resonar de nuestros pasos sobre los

adoquines de aquellas calles oscuras y solitarias. Rufo conocía un restaurante que no

cerraba nunca y nos sentamos en la terraza, cerca de una mesa en la que cuatro soldados

jugaban al póker. A pesar de la hora, el local estaba abarrotado y desayunamos café con

un croissant que me vino de perlas. Nunca antes había visto estos dulces tan sabrosos,

pero su forma me extrañó. Luego transitamos por calles tenebrosas y húmedas, ya que el

asfalto reflejaba la luz rojiza de las farolas como si fuesen llamas invertidas. En uno de

los muros sucios, escrita con grandes letras rojas, leí la frase “¡Franco, asesino!”.

-¡Eso no es verdad! –dije indignado.

-¡Si lo es! –respondió Rufo-. ¡Cómo todos los dictadores fascistas...!

Entonces nos enzarzamos en una fructífera conversación sobre el significado de los

totalitarismos en Europa y del régimen del Generalísimo en España.

-A nosotros nos enseñaron que Franco puso orden en una España intolerante, caótica y

violenta, donde los “rojos” quemaban las iglesias y asesinaban a los sacerdotes. Así

arruinaron la de “El Salvador”, en Béjar; aunque mucho peor fue lo que hicieron a mi

tío “el Santo”, Lorenzo Cosmes Martín, uno de los muchos religiosos torturados y

asesinados en un convento de Madrid por no renunciar a su fe en Jesucristo.

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-En todas las guerras se cometen atrocidades –aseguró con tristeza– pero la Guerra Civil

Española fue una locura, porque locura fue que los hermanos se asesinaran. Yo participé

en la Segunda Guerra Mundial y sé de qué hablo. Estuve prisionero de los alemanes,

hasta que conseguí escapar… Ojalá tu generación no conozca más guerras… Rufo me

esbozó su duro pasado y me exhortó a luchar sin rendirme ante las adversidades con las

que, tarde o temprano, nos golpea la vida.

Recorrimos una avenida desierta, que terminaba en el puerto. Allí percibí la

humedad salada del aire, el aroma de las algas marinas y el océano, negro como el

azabache, tras las luces de las embarcaciones amarradas y de las tascas. Escuché el

golpe de las olas despedazándose contra el muro y creí adivinar, asomado a la

penumbra, la espuma blanca y las gaviotas en mi imaginación.

Regresamos al pequeño restaurante y desayunamos otra vez. El paseo nos había

abierto el apetito. Entonces me alegré de haber emprendido aquel viaje y recobré la

confianza en mí mismo.

Terminó la escala nocturna y regresamos al ajetreo de la estación: viajeros con su

equipaje, algunos durmiendo en los bancos o en el suelo, el sonido de los altavoces, los

horarios, los trenes entrando y saliendo como monstruos envueltos en su aliento

maloliente y pardusco, bajo la inmensa bóveda formada por un entramado de hierro y

cristales ennegrecidos, que ensuciaban la luz del amanecer.

Tomamos el tren con destino a Clermont-Ferrand, un moderno ferrocarril, pintado

de verde y amarillo, con el suelo enmoquetado y asientos más cómodos. Cuando

salimos de la enorme jaula ya era de día. Mientras cruzábamos uno de los puentes vi,

por fin, el mar; gris bajo un cielo de tormenta salpicado de gaviotas.

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A las nueve sentí los primeros síntomas de mareo. Me tomé dos pastillas para

contrarrestarlo, pero fue inútil. Entré al servicio y vomité varias veces. Yoyo trabajaba

en una farmacia y me proporcionó un remedio, según él, infalible, pero aquel potingue

amargo tampoco hizo efecto. Como último recurso, me encerré en el lavabo dispuesto a

concluir allí el viaje. Entre vómito y vómito, me miraba al espejo para sugestionarme,

lavaba mi cara pálida como la cera y mojaba, una y otra vez, la nuca con agua fresca. En

la imagen reflejada reconocí a un muchacho delgado, con el cabello revuelto y un

aspecto lamentable. Me peiné por parecer mejor. En mi cabeza se repetían dos

preguntas: “¿quién eres?, ¿qué haces aquí…?” Por suerte, el tren se averió, nos

detuvimos y paseamos media hora bajo la lluvia. En una estación próxima hicimos,

nuevamente, transbordo. El nuevo ferrocarril vino repleto de viajeros y yo, todavía

nauseabundo, me senté sobre la maleta hasta que quedó un asiento libre. Miré por la

ventanilla y descubrí un paisaje con nogales y campos de cereales en sazón, amarillos y

castigados por la lluvia. Yoyo se acercó a mí para mostrarme las pistas de prueba de la

Michelín y los primeros edificios industriales de Clermont-Ferrand, eran las trece horas.

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CAPÍTULO SEGUNDO

Cuando descendí del tren, me pareció que el suelo se movía y un chubasco fino

cristalizaba los edificios. Rufo telefoneó a Prudencio y vino a buscarme en su

automóvil, acompañado de su sobrino, algo más joven que yo, llamado Laurent. Me dio

la bienvenida y me despedí de mis compañeros de viaje, agradeciendo sus atenciones.

De camino al domicilio, hablamos en francés sobre las incidencias del desplazamiento.

Vivía en un hermoso edificio, con jardín privado, al que se accedía por una pequeña

escalinata, en la que Léa me recibió. En los pasillos lucían tiestos con enredaderas en las

que se mecían pajaritos de trapo. Subimos al tercer piso. Nos esperaba Courinne, la

hermana de Laurent, de aproximadamente mi edad.

Léa había cocinado una tortilla de patatas, por si yo extrañaba la comida española,

pero no quise comer ni beber, porque el estómago no hubiera admitido nada. Agradecí

el detalle y solicité retirarme a descansar. Léa me mostró mi dormitorio. Rebusqué el

pijama en la maleta, me lo puse y me metí en la cama. Aún recuerdo lo suaves y

perfumadas que me parecieron las sábanas y el bienestar que recorrió mi cuerpo

maltrecho. Ni siquiera utilicé la almohada, apoyé la cabeza sobre dos cojines de adorno,

verdes y ásperos. Fue maravilloso. Caí en un plácido agujero sin fondo y soñé con

estaciones sombrías, andenes interminables, rieles relucientes, locomotoras ruidosas y

grasientas, envueltas en un vapor blanquecino, y vagones con emigrantes tristes.

Me desperté sobresaltado por un fuerte trueno. Miré el reloj. Había dormido

diecisiete horas de manera ininterrumpida. Me acerqué a la ventana y oí el golpear de la

lluvia en los cuarterones metálicos. Me vestí iluminado por los relámpagos. Al

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escucharme, entró Prudencio preocupado por mi salud y dispuesto a avisar al médico.

Yo le tranquilicé, asegurándole que simplemente estaba cansado del largo viaje.

Cuando Léa me preguntó qué prefería comer, respondí que mi ilusión era probar la

comida francesa, con fama de exquisita.

El salón comedor tenía en el centro una mesa grande de madera con sus sillas, dos

cómodos sillones junto al rincón del tocadiscos y, enfrente, un aparador con un espejo.

El suelo estaba enmoquetado. En las paredes colgaban varios cuadros de Melchor

Cosmes, mi padre, alusivos a paisajes bejaranos, y otros de autores franceses pintados a

espátula; además de una fotografía ampliada de la casa de campo de Saint Bonnet de

Condat.

Conocía a Prudencio y Léa porque varios veranos fueron a Béjar a pasar sus

vacaciones y a conocer a la familia española. La casa donde vivíamos, en Barrio Neila

número 20, perteneció a su madre, la señora Petra; cuando se marchó a Francia la cedió

a mis abuelos Miguel Castaño y Teresa Álvarez. Por eso regresó a esta dirección,

después de casi una vida ausente. Aunque Prudencio nació en Béjar, se había criado y

vivido en el país vecino y se consideraba francés. Reforzaba este sentimiento haber

convivido con Léa, francesa que no hablaba en castellano, aunque lo comprendía.

Durante el curso me carteaba con ella, para mejorar mi francés escrito, pues era una

mujer culta que corregía mis cartas y me daba consejos gramaticales. En ocasiones me

envió sellos de Canadá, donde tenía familia, y de otros países tan exóticos como Túnez

o Arabia Saudita.

Por la tarde escribí a mis padres, dándoles noticias de mi llegada y buena acogida.

Luego dispuse de tiempo para pensar. Saqué del bolsillo un poema escrito el día anterior

a mi partida y lo releí. Me asomé al balcón y contemplé la niebla sobre los tejados y las

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calles mojadas. Regresé al dormitorio, vacié la maleta y organicé su contenido. Saqué la

cámara de fotos, la vieja Kodac que el tío Diego “el Aviador” cambió a mi padre por un

cuadro al óleo, puse un carrete en color, calculé el tiempo de exposición y la abertura

del diafragma y me dispuse a plasmar la primera instantánea. Desde la ventana se veía,

a mano derecha, la figura majestuosa del “Sagrado Corazón de Jesús”, con sus brazos

abiertos; parte de un rosetón con vidrieras y las torres de la iglesia cercana, de estilo

neogótico; enfrente y hacia la izquierda avisté hermosas mansiones pintadas de colores

llamativos y cada cual con su jardín. Sobre la mesilla de noche, descubrí una fotografía

enmarcada de Corinne y Laurent. Me senté en la cama y, en aquellos momentos de

mágica intimidad, recordé a familiares y amigos, tan lejanos en la distancia, y recorrí,

mentalmente, otras llanuras agostadas por el sol, con cardos y encinas retorcidos, esta

vez buscándome a mí mismo, contento de haber emprendido aquella aventura.

Después de la cena, recorrimos las principales avenidas de la ciudad en coche,

porque aún llovía. Primero visitamos la catedral gótica: los santos de su pórtico dormían

petrificados; sus torres, apenas perfiladas, perforaban la oscuridad de un cielo sin

estrellas. A continuación, nos dirigimos al Jardín Botánico: recuerdo los troncos de los

árboles, añosos y exóticos, alumbrados por las luces desvaídas entre la niebla densa. Vi

altas coníferas, lánguidos sauces, palmeras y otras especies desconocidas para mí.

Caminamos en la penumbra aspirando el aroma de la tierra mojada. Por un puente de

madera accedimos al lago artificial con sus juegos de luces verdes, rojas, azules… Me

acordé de las luciérnagas entre el cabello de las noches de verano.

Al llegar a casa, advertí el daño ocasionado por la tormenta en el jardín. El suelo

estaba tapizado por pétalos de rosas arrancados por la lluvia. Prudencio me dijo que le

apasionaba ser jardinero en su tiempo libre y que madrugaría para arreglar los

desperfectos.

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En el salón encontré un puñal de doble filo, con su empuñadura de madera, en la que

distinguí varias palabras, escritas con un clavo en un idioma desconocido. Pregunté a

Prudencio y me explicó que el arma fue tomada a un soldado alemán muerto por el

padre de Léa y la frase decía “Dios está con nosotros”. Dudé que Dios se involucrara en

los conflictos humanos. Sentí que las heridas de la Segunda Guerra Mundial

permanecían abiertas en los franceses que la sufrieron. Prudencio me explicó que él

luchó en el frente y también fue hecho prisionero por los alemanes y obligado a trabajos

forzados, hasta la extenuación, reparando las carreteras que los aliados destruían con sus

bombardeos. Su vecina hablaba cuatro idiomas, pues nació en Rusia, emigró a Polonia,

durante la guerra fue deportada a un campo de concentración de Alemania y allí conoció

a su marido de nacionalidad francesa. El destino hilvanó estas coincidencias

sorprendentes, aunque con final feliz en el caso referido.

Dormí bien. Por la mañana vino Laurent y salimos a dar un paseo en bici. Prudencio

nos acompañó en su motocicleta. Nos acercamos a la zona residencial de la Michelín

para visitar a “Memée”, la abuelita, la madre de Léa, una anciana viuda de cabellos

grises y rostro afable, que, según me dijo, gozaba de una salud y un humor envidiables.

Vivía en una casa individual de dos pisos, con jardín y huerta propios, delimitados por

una valla de color verde claro y un seto de boj. Dentro de la casa nos esperaba Corinne.

Salimos al exterior y nos mostró orgullosa los frutales y las flores que tenía sembrados.

Después nos dio un jarabe dulzón, diluido en agua, que sabía a fresa. Laurent y yo

fuimos a la panadería en bicicleta.

Por la tarde visitamos el Museo de Historia Antigua, en el que se hizo realidad otra

de mis aficiones, la Arqueología. Me ilusionó ver por vez primera numerosos objetos

pertenecientes al Paleolítico, Mesolítico y Neolítico; estatuillas de bronce de la cultura

celta; momias y otros restos egipcios; y antigüedades griegas y romanas. En la entrada

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del museo se exponía el anteproyecto en bronce del monumento a Vercingétorix, un

héroe galo que se enfrentó a César en el año 52 antes de Cristo. Venció a los romanos

en Gergovia, pero finalmente fue hecho prisionero y murió ejecutado en Roma.

Aparecía sobre un pedestal soportado por seis columnas, con la espada y el brazo

derecho en alto, en actitud hostil, a galope sobre su caballo, que saltaba sobre un

enemigo muerto.

De regreso, esta vez con luz a raudales, nos detuvimos en el Jardín Botánico. El

aroma de la vegetación me recordó los melojares y castañares de Béjar. Los jardines

lucían decorados con preciosos escudos y mariposas, que eran la suma de mil diminutas

flores. En el lago, los cisnes nadaban entre nenúfares flotantes, como si fuese un cuadro

impresionista. Poseía un pequeño zoológico con animales salvajes enjaulados y un

palacete de rosas, con columnas de piedra, por las que trepaban enredaderas, imitando

las ruinas de un templo griego, alrededor de una fuente semicircular con rosales en sus

orillas; un conjunto maravilloso de colores y aromas. En el invernadero nos cruzamos

con dos mujeres españolas. Prudencio me explicó que en Clermont-Ferrand vivían

bastantes emigrantes españoles y se reunían los domingos por la mañana en la Plaza de

Jaude.

Recogimos a Léa y nos dirigimos al circuito de carreras de la Michelín, donde el

campeón de Francia perdió la vida en un terrible accidente. Cerca de allí, estaba el Club

de Golf, un edificio lujoso para socios adinerados y un campo de hierba muy cuidada

con sus hoyos correspondientes. Estuvimos viendo, desde lejos, a un grupo de jugadores

acompañados por los cadis, muchachos que les transportaban los palos y unos asientos

portátiles, que clavaban en el césped para descansar. Me pareció un deporte extraño,

pero tranquilo. Fuera, la gente se divertía jugando a la petanca, un juego muy popular en

Francia que yo tampoco conocía. Laurent se incorporó a la partida para explicarme los

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fundamentos y sus jugadas fueron muy alabadas por los participantes. Prudencio y yo

paseamos hasta un pinar cercano charlando sobre las setas comestibles, otra de sus

aficiones. Fue muy grato sentir el olor de la resina y de la hojarasca húmeda.

Después de la cena, me mostraron su colección de discos, algunos de cantantes

españoles, pero yo preferí escuchar dos piezas clásicas de Strauss: “El Danubio Azul” y

“Vino, Mujeres y Canciones”. Me enseñó a manejar el tocadiscos y me dio permiso para

ponerlo cuando me apeteciera escuchar música.

Era de noche cuando llegamos a la casa de Robert, el padre de Corinne y Laurent, un

chalé situado a las afueras de la ciudad. Esta familia estuvo viviendo en Canadá.

Laurent y yo subimos a su cuarto para jugar una partida de damas, pero no nos

poníamos de acuerdo sobre las reglas. El comía hacia atrás y hacia adelante, pero en

Béjar sólo se permitía comer hacia adelante. Laurent hablaba muy deprisa y me costaba

comprenderle. Cenamos en el jardín, sentados en unos taburetes de plástico, cerca de la

lumbre en la que Robert preparó patatas asadas y unos pinchos de carne, tomate y

cebolla. Corinne me pedía con insistencia que tradujera diversas palabras francesas al

español. Al final, Léa confesó a Robert mi afición por degustar cosas nuevas y su

hermano me ofreció un queso completamente podrido, de Roquefort, muy picante al

gusto aunque sabroso. En Francia eran muy aficionados a comer queso de postre, así

descubrí el queso azul y el de Chantal, mis favoritos.

Al día siguiente, por la mañana, visitamos a Rufo, Lola y Michelle, su hija con

síndrome de Down. Su casa era la típica de un emigrante español, pues tenía la muñeca

sevillana y adornaban las paredes un cartel de toros y otros objetos procedentes de

España y de Argelia. Me llamó la atención un vergajo hecho con tendones de toro y

rodeado de alambre. Rufo tenía un hijo policía y se mostró preocupado porque en una

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manifestación le rompieron los dientes de una pedrada. Una de sus aficiones era jugar a

los “caballitos”, apostar en las carreras de caballos, y me dejó rellenar un boleto. Yo

marqué los números 5, 8 y 13 (el día y el mes que nací más los dígitos de la mala

suerte).

Rufo me ofreció una motocicleta, si encontraba la forma de llevarla a Béjar. Era un

medio de locomoción muy utilizado allí. Prudencio, el día anterior, me quiso prestar la

suya para que diera una vuelta y se extrañó cuando le dije que no sabía conducirla.

Incluso Laurent intentó enseñarme, pero a mí me pareció peligroso circular así y preferí

desplazarme en la bici.

Después de un rato de conversación, bajamos a la Plaza de Jaude, a entregar el

boleto en un bar de apuestas donde se hablaba en castellano y los hombres bebían de

pie, junto al mostrador. Por eso saben que somos españoles –me comentó Rufino–, los

franceses se sientan a beber en las mesitas.

Luego jugamos a la petanca con las bolas de Rufo y pronto aprendí a lanzar con

puntería y malicia.

Ya en el domicilio de Prudencio, Rufino nos dijo que había acudido al médico, pues

continuaba con fuertes dolores abdominales, y éste le prohibió fumar y consumir

bebidas alcohólicas. Se acordó de los cólicos que padeció durante sus vacaciones. Mi

padre le acompañó a la consulta privada de un doctor afamado que, tras una exploración

a fondo, le aconsejó realizar determinadas pruebas cuando llegase a Francia. (Meses

después, fue diagnosticado del cáncer de colon que le causó la muerte). Rufino estuvo

en Béjar con el amigo de su niñez, apodado “el Perrito”, al cual reconoció en la

Corredera por una cicatriz.

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Por la tarde fuimos a recoger a Corinne para visitar el Puy de Dôme, un antiguo

volcán inactivo desde el que se divisaba una panorámica impresionante: Clermont-

Ferrand ocupaba el corazón de la llanura, rodeado por varios volcanes con cráteres bien

visibles aún. A orillas del camino, encontré pensamientos silvestres. Más tarde,

visitamos el templo de Mercurio, unas ruinas romanas que conservaban la escalinata y

algunas columnas deterioradas en el transcurso del tiempo. Desde la torreta de las

antenas de la televisión de la Auvergne, a modo de mirador, pues disponía de un panel

donde figuraba el nombre de colinas y pueblos, oteé la comarca con los prismáticos de

Prudencio. El Puy de Dôme tiene una pendiente muy pronunciada, conocida por los

aficionados al ciclismo porque en su cumbre suele acabar alguna etapa del Tour de

Francia.

Al pie de la montaña, nos detuvimos en la Gruta Taller, construida con bloques de

lava, acogía en su interior una magnífica colección de minerales, algunos cristalizados

en geodas. Supe distinguir el azufre, la galena, el cuarzo de distintos colores… Pero lo

que más me impresionó fue la uranita, porque emitía una fosforescencia de color

verdosa como si la roca latiera en la oscuridad. En la sección taller se confeccionaban y

vendían collares y otros adornos con piedras semipreciosas. Prudencio me regaló una

hermosa amatista sobre una gamuza.

Después fuimos al lago Aidat, que ocupa el cráter de un antiguo volcán. En aquel

paraje de recreo veraneaban muchas familias. Rodeaban sus orillas extensos bosques de

abetos gigantescos y su verdor rutilante reflejado en las aguas deslumbró mis ojos.

Descubrí una naturaleza espléndida, tan distinta de la llanura castellana, desértica bajo

el sol o como un mar de trigo salpicado de amapolas y golondrinas. A pesar de ello, me

sentía orgulloso de Castilla, mi patria.

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Las orillas del lago estaban llenas de bañistas, pues el día invitaba al baño. En el

embarcadero, Prudencio y yo alquilamos una barca de pedales; y Léa con Corinne, otra;

subimos y nos adentramos navegando sobre las aguas transparentes como un espejo

donde se reflejaban los árboles del entorno y el cielo azul. Después, Corinne me regaló

bombones. Era amable conmigo, pero yo aún no comprendía bien el francés, por eso

procuraba hablar lo menos posible, un tanto avergonzado por mi ignorancia y mi

timidez.

Atardecía camino del “Plateau de Gergovie”, una colina gris donde las tribus galas,

capitaneadas por Vercingétorix, derrotaron a los romanos. En el lugar de la batalla han

erigido un monumento que conmemoraba la victoria. Fue construido en 1900 con piedra

de Volvic y constaba de tres enormes columnas unidas en lo alto mediante una

llamativa cúpula. La base era una plataforma a la que se accedía por empinadas

escalinatas. En el frontal lucía una placa de mármol con un texto en latín, que traduje al

francés a petición de Corinne. Léa quedó impresionada por la rápida y correcta

traducción y yo le expliqué que en España estudiábamos latín en el Bachillerato, un

idioma bastante parecido al castellano. En los alrededores, como ambientación de la

batalla, había carros romanos oxidados, catapultas y máquinas de guerra de la época,

junto a restos de fortificaciones ruinosas.

De regreso, nos detuvimos en el centro comercial “Mammouth”. Prudencio me

compró una cazadora de cremallera, más moderna que mi chaqueta de traje, y un libro

escrito en francés titulado “L’Auvergne”, de Georges Conchon, para que practicara la

lectura y conociera mejor la comarca. Era la primera vez que entraba en un

hipermercado y me sorprendió que se vendiese tan variada cantidad de artículos. Como

decía Prudencio, allí se podía adquirir desde una bolsa de patatas fritas a un yate.

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Cenamos en el autoservicio.

Volvimos al domicilio de Robert a tiempo para celebrar el cumpleaños de Laurent.

La noche estaba fresca y las risas huían a esconderse entre las flores recién regadas.

Suzanne, su esposa, nos sorprendió con dos tartas: una de fresas y otra de piña; pues,

según me explicó, también festejábamos mi cumpleaños, aunque con dos días de

antelación. Ambos apagamos las velitas casi al mismo tiempo y luego brindamos con

auténtico champán francés. “Memée” sonreía feliz. Al oír el silbido del tren, Laurent y

yo corrimos al paso a nivel para verlo cruzar. La barrera ya estaba cerrada y saludamos

al ferroviario. Una lucecita lejana se fue acercando y creciendo, acompañada de un

traqueteo cada vez más intenso de sobra conocido. La locomotora nos pasó tan cerca

que yo me estremecí al ver sus grandes ruedas metálicas girando como un torbellino que

amenazaba con tragarnos. Quedó una estela de luz azul en las ventanillas e imaginé

pasajeros cansados.

Corinne me dio un beso de despedida. Laurent me regalo, como recuerdo, varias

monedas de Estados Unidos y Canadá. A cambio, yo le prometí enviarle, a la vuelta,

algunas monedas españolas para su colección. Suzanne anotó mis señas y prometió

escribirme. Al día siguiente se marcharon de vacaciones a la Costa Azul y, aunque

recibí sus cartas, nunca más volví a verlos.

El día 4 de agosto amaneció despejado y radiante. Por la mañana, fuimos a visitar a

Yoyo a su farmacia y me enseñó el laboratorio. Disponía de numerosos tarros,

ordenados en vitrinas, con las sustancias químicas usadas para elaborar sus fórmulas

magistrales y una báscula de precisión para pesar los componentes. Yoyo disfrutaba con

su trabajo y ayudando a los demás. Estaba orgulloso de haber progresado gracias al

estudio y a la dedicación personal.

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Después entramos en “Notre Dame du Port”, una iglesia románica de los siglos XI y

XII, la más antigua de Clermont-Ferrand; a destacar el tímpano; los capiteles de sus

columnas, ornados con motivos vegetales e historiados; y la oscuridad interior, que

invitaba al recogimiento y a la oración. Me sorprendió que cobrasen por visitar la iglesia

y vendiesen postales en su interior. Chocaba con la idea de una casa de Dios con las

puertas siempre abiertas a todos sus fieles. Sin embargo, en Francia era habitual, porque

los sacerdotes no recibían un sueldo del Estado. Prudencio aseguró conocer a un cura

que había trabajado para la Michelin. Al salir del templo, me compró varias postales,

para que las coleccionase y recordara los lugares visitados. Cruzamos el mercado y nos

dirigimos, caminando, a “Notre-Dame” de Clermont-Ferrand, la catedral, construida

con piedra de Volvic, bello y grandioso monumento cuyas dos torres puntiagudas se

elevaban sobre los demás edificios incrustándose en el cielo. De la sobriedad y

tenebrosidad del románico, pasamos a la altura y claridad del gótico, con un rosetón y

unas vidrieras donde la luz era pura fantasía de colores.

Por la tarde recogimos a “Memée” y fuimos a al viaducto de Fades, uno de los más

altos de Europa. Fue construido sobre el río Sioule, para servir de paso al ferrocarril con

destino a Montluçon. Obra del ingeniero Vidard, en 1901. Constaba de dos gigantescos

pilares de piedra sobre los que se apoyaba la estructura metálica. Cerca existía una

enorme presa rodeada de bosques.

De regreso, nos detuvimos en Chatel-Guyon, bella ciudad conocida por sus

balnearios y sus manantiales de agua medicinal, indicada en las enfermedades

intestinales y hepáticas. Me acerqué a una fuente, bebí un trago y comprobé que salía

tan caliente y con un sabor tan amargo que fui incapaz de tragar. Las calles estaban muy

concurridas, principalmente por personas mayores. Paseamos hasta el Casino y en su

jardín, bajo frondosos árboles, en un palacete rodeado de rosales, asistimos a la

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actuación de un músico al piano, acompañado por un niño al violín y una niña de voz

angelical.

Después, visitamos Volvic, famosa por sus canteras y sus fuentes termales,

beneficiosas para el sistema cardiovascular. Aquí embotellaban el agua para su

comercialización. Nos acercamos hasta la factoría, pero no nos dejaron entrar en las

instalaciones. En las oficinas nos dieron a probar diversas bebidas elaboradas con

aquella agua medicinal. Recogí, de recuerdo, algunos trozos de lava.

Ya en Clermont-Ferrand, nos dirigimos a la casa de Yoyo, que me sorprendió con

una segunda fiesta de cumpleaños, en compañía de Renné, su mujer; la señora Ribery,

su suegra; Rufo, Lola y Michelle. Yoyo me prometió en Béjar regalarme un libro sobre

la Segunda Guerra Mundial, como premio por lo mucho que yo sabía del tema, pero al

final me regaló otro titulado “L´Espagne” de la colección “Monde et Voyages”, de la

editorial Larousse. En la primera hoja, junto a una foto de varias sevillanas con el traje

típico andaluz, montadas a caballo, en la Feria, puso: “Clermont-Ferrand el 4 de agosto

de 1974. En recuerdo de tu cumpleaños 16, pasado en Francia y con alegría de estar

todos juntos.” Y debajo firmamos los presentes, aunque Rufo firmó como Francisco y

Léa Álvarez, pues aquí las mujeres adoptan el apellido del marido cuando se casan.

También hubo tarta con velitas y champán. Luego, Yoyo me dejó sus prismáticos para

que avistara el aeropuerto cercano, desde una de las ventanas, y estuve viendo aterrizar

y despegar los aviones.

El día 5 de agosto cumplí 16 años. Nos amaneció en la carretera, camino al Puy de

Sancy. Atravesamos extensos pinares y campos donde crecían frambuesos. Hicimos una

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parada para que viera una pared de basalto formando columnas prismáticas, como si

fuese un gran panal de abejas. Otro ejemplo de la actividad volcánica en el pasado.

Luego nos detuvimos en Orcival, una población típica, con una iglesia románica

erigida en el siglo XII, que fue destruida por los revolucionarios y por un terremoto,

aunque se reconstruyó siguiendo los planos de la época. En su interior guardaba una

imagen de cobre y plata, la Virgen de Orcival, de estilo románico. Todos los años se

celebraba una romería hasta un monte cercano. En la fachada exterior pendían las

cadenas y los grilletes herrumbrosos de los cautivos liberados.

Mont-Dore, nuestro siguiente destino, era una estación para los amantes de los

deportes de la nieve. La ciudad se extendía a los pies del Puy de Sancy, una cumbre de

1.886 metros de altitud, formada por la explosión de tres volcanes. Subimos a la

plataforma y Prudencio sacó del maletero una mesita portátil y tres sillas plegables, que

instalamos en la hierba. Cerca de nosotros, un grupo de soldados franceses hacían

maniobras. Comimos sobre un prado rutilante plagado de incontables florecillas alpinas

de color amarillo. Soplaba un viento desapacible. Por la altura iban y venían los

teleféricos. En la puerta del bar cercano, vi un perro de San Bernardo, igualito al de la

Enciclopedia de Ciencias Naturales, pero sin el recipiente de ron. Me impresionó su

enorme tamaño y su corpulencia. Prudencio compró tres billetes para ascender a la

cumbre en teleférico y me preguntó si tenía miedo. Le respondí que no, aunque no fuese

cierto. Montamos en la cabina con otros valientes, pues aquel aparato colgaba de un

cable y, francamente, parecía inseguro. Durante la ascensión, todo se iba reduciendo de

tamaño. A medio camino, me atenazó el vértigo y cerré los ojos para no ver el suelo. El

fuerte viento nos bamboleaba. Cuando bajé y pisé, otra vez, la hierba, sentí un inmenso

alivio.

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Recorrimos a pie el tramo final, hasta la cima, por una pradera en pendiente, de un

verde rutilante y esmaltado de flores multicolores, bordeando el precipicio. Desde

arriba, la panorámica me pareció extraordinaria, pues avisté el valle labrado por un

antiguo glaciar. Luego, nos tumbamos sobre la hierba perfumada para contemplar la

inmensidad del cielo y recuperar el aliento.

Camino de la Bovoule, nos detuvimos en un claro del bosque, donde vimos

instalado un tobogán de saltos de esquí. Como no había nieve, cubrieron la pista de un

material resbaladizo. Se celebraba una competición y nos impresionó ver a aquellos

muchachos volando por los aires, jugándose la vida… La Bovoule es una población

famosa por sus manantiales, cuya agua es beneficiosa para la garganta. Aquí residían los

suegros de Roland, el único hijo de Prudencio y Léa. Visitamos su barbería y paseamos

por un jardín próximo.

Ya en Clermont-Ferrand, Léa preparó un enorme pastel y volvimos a celebrar mi

cumpleaños junto a Rufo, Yoyo y sus respectivas familias. A Rufino le encantaba hablar

de España. Recordaba con emoción sus últimas vacaciones en Béjar. Prudencio

guardaba varias botellas de vino de calidad para ocasiones especiales y descorchó una

para que yo lo degustara. Doy fe de que el vino francés es uno de los mejores del mundo

y también su coñac, del que probé un único trago. Léa cocinaba muy bien y durante mis

vacaciones degusté sus guisos exquisitos. En Francia era costumbre alabar a la cocinera

y dar las gracias cuando te servían la comida.

El miércoles, 6 de agosto, nos trasladaríamos a la casa de campo, en Saint Bonnet de

Condat, una aldea situada en la región de Cantal, famosa por sus vacas y sus quesos; allí

pasaríamos el resto de las vacaciones, hasta el 14 de agosto.

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Por la mañana estuve recogiendo mis pertenencias y dejé lista la maleta. Luego

acompañé a Prudencio a las oficinas de la Michelín para formalizar el seguro de viaje.

Las aceras de la factoría estaban abarrotadas de bicicletas, porque muchos obreros las

utilizaban como medio de locomoción para acudir al trabajo. Permanecimos allí media

hora y me presentó a varios españoles y portugueses.

Por la tarde, nos pasamos a recoger a “Memée”, que vendría con nosotros.

Ya de camino, hicimos una parada en el lago Pavin, a 1.197 metros de altitud.

También ocupa el cráter de un volcán extinto. Asegura la leyenda que bajo sus aguas

yace la ciudad de Besse, lugar de placeres y corrupción; sus habitantes desafiaron a los

dioses y fueron sepultados como castigo. Sus aguas son muy frías y en los inviernos

permanecen heladas.

Cantal es una comarca montañosa de origen volcánico. En la campiña existen

abundantes prados y un tipo de caserío muy típico con el tejado de escobas.

Durante el viaje, el cielo fue cubriéndose de oscuros nubarrones, aunque cuando

llegamos despejó, deleitándonos con un rojo crepúsculo. Atravesamos el pueblo con

rapidez y nos detuvimos en una casa rústica, vieja pero reformada. Hallamos la puerta

abierta y entramos. La vivienda estaba dividida en dos, una parte pertenecía a “Memée”

y la otra a Pierro, un primo de Léa alto y delgado, al contrario que su mujer. Los pisos

eran de madera. En la planta baja tenía la cocina, que también servía de comedor, y un

dormitorio que me asignaron. En el piso superior había otro con dos camas y un

armario. Embellecían las paredes varias fotografías y dibujos coloreados a la acuarela.

Cenamos y me fui a dormir. Deshice la maleta, me puse el pijama y colgué varios

pantalones en las perchas del armario, el resto de las cosas no las moví. Sobre la mesilla

me habían dejado una linterna por si necesitaba salir al servicio, situado en el sótano, al

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que se accedía por detrás de la casa. Nunca dormí en una cama tan grande y bajo unas

mantas tan pesadas, aunque la encontré blanda y confortable. Estuve pensando un rato,

hasta que me rindió el sueño.

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CAPÍTULO TERCERO

Cuando desperté, me di cuenta de la existencia de una ventana, a través de la cual

entraba el sol hasta mis pies, mezclado con los trinos de los pájaros y el rumor del agua

de un arroyo próximo.

Desayunamos y fui con Prudencio a comprar el pan. La casa tenía una cerca de color

verde y un alto ciprés, que proyectaba su sombra picuda sobre el tejado de pizarra. La

propiedad estaba rodeada de fresnos. Para llegar al pueblo tuvimos que cruzar sobre un

puentecillo de madera. Las calles estaban sin asfaltar y en el centro de la plaza se erigía

un monumento a los caídos en la guerra. Algunos hombres jugaban, apasionadamente, a

la petanca. Como era una aldea pequeña, los vecinos se conocían, se saludaban y se

paraban a charlar unos con otros. Todos se interesaban por quién era yo y Prudencio les

respondía, orgulloso: “es mi sobrino de España”.

Aquellos días vestía ropa más vieja, especialmente un jersey gris prestado, de una

talla superior y unas botas katiuskas de goma, para salir al campo sin la preocupación de

donde pisaba. Por las mañanas, Prudencio y yo nos internábamos en el bosque, cada uno

con una lechera de metal, y recogíamos frambuesas, cerca del río. En aquellos parajes

húmedos y de alta hierba abundaban las víboras, para evitar su mordedura accidental al

pisarlas, íbamos protegidos con botas altas. Aunque los frambuesos carecían de espinas,

prosperaban cerca de las ortigas, lo que nos obligaba a ser muy cuidadosos en la faena.

Léa elaboraba mermelada y licor con las frambuesas que recogíamos. Los franceses

eran muy aficionados a las conservas. Gracias a las enseñanzas de Prudencio durante los

paseos campestres, aprendí a reconocer otras frutas comestibles del bosque, como las

fresas silvestres, más pequeñas, aromáticas y sabrosas; las bolitas azul negruzcas de los

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arándanos; las grosellas rojas y los “ballons”. Especies, hasta entonces, desconocidas

para mí, pues no crecían en la campiña bejarana.

Por la tarde caminábamos hasta una pesquera, construida artificialmente con cantos

rodados, a modo de presa, donde los vecinos se bañaban o se entretenían en pescar

truchas a mano o con caña. Era un río similar en tamaño y profundidad al Cuerpo de

Hombre, aunque de un fondo muy liso y resbaladizo, por ser de una roca sedimentaria.

No quise meterme en el agua por miedo a caer. En aquel paraje, a la sombra de los

alisos y los álamos, disfrutábamos de frescura y tranquilidad en las tardes de verano, no

tan calurosas como en España.

El día 9 de agosto, viernes, amaneció con el cielo encapotado y una llovizna

insistente embarró las calles de la aldea. Casi toda la mañana la pasé en casa,

escribiendo a mis padres y pasando a limpio las notas que iba escribiendo en mis ratos

de ocio. Luego leí en un volumen de comic escrito en francés y comprobé mis avances

sorprendentes. Ya entendía casi todo lo que me decían e incluso me sorprendí a mí

mismo pensando y soñando en ese idioma.

La lluvia no fue impedimento para que, a mediodía, nos pusiéramos los

impermeables y saliéramos a buscar unos hongos, delicados y muy aromáticos, que

llaman “musteron”, abundantes en las márgenes de los caminos. Anduvimos varios

kilómetros, a lo largo de la carretera, e hicimos un buen acopio. Llegamos hasta un

caserío donde elaboraban quesos de Cantal.

Por la tarde volvimos al campo, bajo la lluvia. Prudencio me dijo que, cuando la

caminata fuese a ser larga, consiguiera una vara donde apoyarme, a modo de bastón, y

así hacíamos. También nos servía para abrirnos paso en la maleza y ganarnos el respeto

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de los perros. Mi tío, al saltar una alambrada, se desgarró el pantalón, hiriéndose en un

muslo. No por ello regresamos. Fuimos hasta un bosque de hayas a buscar una especie

de hongo delicioso que sólo crece bajo estos árboles. Fue muy agradable pisar sobre la

hierba húmeda y la hojarasca, buscando y descubriendo aquellos manjares. Prudencio

era un experto conocedor de las setas comestibles y las recogía de muchas especies,

incluso algunas que yo creía venenosas. Me explicó que la mayoría de las setas se

pueden comer, pero que muchas no tienen buen sabor o su textura es áspera al paladar.

Yo le expliqué que nosotros consumíamos únicamente tres tipos: los níscalos, el

champiñón silvestre y los parasoles, también conocidos como lepiotas. Con los

ejemplares recolectados, Léa preparó, para cenar, una tortilla realmente exquisita, pero

yo me despedí de los tres, pues tenía el convencimiento de que los íbamos a morir

intoxicados aquella noche. Obviamente me equivoqué.

Al día siguiente, sábado, fuimos de compras a Condat. Léa necesitaba más azúcar,

había gastado la que tenía en la elaboración de la mermelada, y también pan con miga.

Condat es una población con un casco antiguo medieval de casas muy típicas y una

valiosa iglesia, también es conocida por su artesanía en cobre. “Memée” me regaló un

bolígrafo a modo de puñal o abrecartas con el escudo de la villa, animándome para que

nunca perdiera mi afición por la escritura. Al llegar a casa lo estrené con un poema que

titulé “Saint Bonnet de Condat” y decía así:

El aire de lluvia / flota entre el ramaje; / qué suave melodía, / qué sollozo lejano. / Un

verde torbellino / de esmeraldas y praderas / me evoca cuan distinta, / antagónica es mi

patria. / Cuando al cielo / elevo mis pupilas / encuentro las nieblas / como flores de

almendro, / tan sutiles y limpias. / Buscábamos / a las hadas de la foresta. / Un silbido

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en mis labios, / un agrado melancólico / en mi corazón: / gracias Señor. / Los bosques

de hayas / arrullados por mil ecos, / cadencias de pájaros / o ramas que gotean. / Suma

de belleza / y armónicas proporciones. / Mi corazón lluvioso, / húmedo hasta su sótano,

/ busca la poesía / flexible de las formas. / Saturado está / de una paz simbólica. / Mi

hogar / es un desierto / -alguien me lo dijo-. / Buscábamos / diminutos paraguas / en los

contornos / del pizarroso pueblo.

El domingo por la mañana, nos dirigimos a la iglesia, pero la misa ya había

finalizado. Mis tíos eran poco religiosos. Rufo se definía como ateo y Prudencio como

católico no practicante. Me llamó la atención que hubiese banderas de Francia junto al

altar. Prudencio me recordó que allí los sacerdotes no recibían ninguna paga del Estado

y que la mayoría trabajaba. Como es lógico, la escasez de vocaciones les obligaba a

atender varias poblaciones, a ser párrocos itinerantes en el medio rural. Pensaba

Prudencio que las banderas eran cosa de algún vecino patriótico en exceso. Nos

sentamos en la terraza del bar a tomar un aperitivo, llamaban así a varios tipos de

bebidas alcohólicas, que aguaban y consumían antes del almuerzo, para abrir el apetito.

Solían beber “Richard” o “Pernaud”. Las probé en casa de Rufino, pero no fueron de mi

agrado.

Por la tarde nos desplazamos en coche hasta el pantano de “Brot-les-Orgues”, la

mayor presa que yo había visto. A bordo de un barco turístico recorrimos 15 kilómetros

para visitar el castillo de Val, construido en el siglo XV, en una colina, ahora islote con

embarcadero. Me pareció preciosa la imagen de sus torres reflejadas en el agua junto a

numerosos barcos de velas multicolores. En el interior de la fortaleza vimos una

colección de tapices antiguos y desde su atalaya almenada una preciosa panorámica

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vestida de atardecer. El guía turístico no cesaba de contarnos anécdotas y, durante la

travesía de regreso, disfrutó atemorizando a los que no sabíamos nadar, vaticinando un

naufragio.

El 12 de agosto hubiera sido un día perfecto para pasear por los hayedos, pero

partimos con rumbo al Puy de Mary, una cumbre de 1.787 metros de altitud, a la que se

accedía por una carretera mal asfaltada. En los prados de montaña pastaban las vacas de

Salers, de color marrón rojizo y con largas cornamentas. Cuando nos disponíamos a

ascender por sus laderas, tapizadas de castañares, sufrimos un embotellamiento y nos

fue imposible continuar, nos paramos en el bar del refugio y, sentados en la terraza,

contemplamos la impresionante cumbre. Léa me regaló para mis padres un cartelito que

decía: «Petite est la maison, grand est notre cœur ». (Pequeña es la casa, grande nuestro

corazón). Fuimos caminando hasta una loma cercana para recoger arándanos. Toda la

ladera estaba alfombrada por unas matas rastreras, tupidas y adornadas por las bolitas

violáceas. Léa las usaba para elaborar mermelada muy sabrosa.

El día 14 de agosto Prudencio madrugó y se fue con un vecino a buscar setas.

Regresaron con la cesta hasta arriba. Por la tarde nos despedimos de Pierro, del lechero

y de la “Marsellesa” una anciana que vivía sola en una choza de madera con refuerzos

de latón. Además de francés, hablaba italiano e incluso me cantó tres canciones en

español. Camino de Clermont-Ferrand silbamos música clásica. A mi tío le encantaba

silbar cuando conducía. Llegamos a su domicilio de noche.

El día 15 de agosto por la mañana hice las maletas. Prudencio me enseñó a doblar

los pantalones y otras prendas; me compró el primer cepillo de dientes y de él aprendí a

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dar las gracias por casi todo. Fuimos a despedirnos de Rufo, Lola y Michelle; me

insistieron que diera recuerdos en Béjar, mientras paseamos por la plaza de Jeade, entre

españoles. También vino a despedirse Yoyo, con regalos para mis padres.

Por la tarde lavamos el automóvil. Luego nos despedimos de “Memée” y muchos

buenos ratos quedaron para siempre en su jardín.

-Seguramente no nos volvamos a ver –me dijo-, pero al menos escríbeme una vez. Me

hará ilusión.

El día 16 de agosto, a las cinco de la madrugada, partimos para España. Las

desiertas avenidas de la ciudad y la estatua de Vercengétorix, en la plaza de Jeaude, aún

revolotean en el recuerdo. Cruzamos cerca de la imponente silueta del Puy de Dome.

Dejamos atrás inmensos bosques y campos fértiles. Desayunamos en Argentar. Nos

extraviamos a eso de las diez horas de la mañana y tras retomar el rumbo correcto

visitamos, en Padirac, uno de los complejos cársticos más importante de Europa,

conocido como “Le Gouffre”. Narrar los sentimientos y sensaciones que allí

experimenté me resultaría imposible. En un museo adyacente nos mostraron los restos

arqueológicos encontrados: hachas de piedra del paleolítico y del neolítico, armas

romanas, monedas de distintas épocas… Durante siglos arrojaron cadáveres en el

interior de aquel enorme agujero que horadaba las entrañas de la tierra. Los primeros

espeólogos que consiguieron bajar encontraron miles de huesos humanos. Montamos en

un ascensor y descendimos al fondo de una sima calcárea de 75 metros de profundidad

y 35 de diámetro. Desde abajo se divisaba el cielo como un círculo azul; las paredes

cubiertas de musgo, líquenes y helechos goteando rítmicamente; y los sucesivos estratos

sedimentarios con diversos tonos y grosores. Luego, profundizamos a 110 metros a

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través de un pasadizo estrecho, hasta un curioso embarcadero de madera. Subimos a la

barca y navegamos por un río subterráneo. Introduje mi mano derecha bajo la superficie

tranquila y mojé mis labios. El agua tenía un extraño sabor alcalino y la sentí muy fría.

Atravesamos por angosturas mal iluminadas, bajo bóvedas de piedra blanquecina.

Desembarcamos y recorrimos a pie salas gigantescas, adornadas por cientos de

estalactitas y estalagmitas; junto a lagos y presas escalonadas que la naturaleza formó

con finas y onduladas cintas de caliza. Atravesamos por el paso conocido como “le

Cocodrile”, al borde de un abismo tan profundo que no se escuchaba el caer de una

piedra. La corriente se despeñaba ruidosamente en la negrura formando cascadas

misteriosas. Al regresar al exterior, la luz del día deslumbró nuestros ojos. Me trajo a la

memoria la novela “Un Viaje al Centro de la Tierra”, de Julio Verne.

A las 14 horas visitamos Roc-Amadour, una villa de calles empinadas y con

importantes monumentos medievales que parecen colgar de las rocas negruzcas. Me

dijeron que fue lugar de peregrinación, incluso para reyes y santos.

Comimos en un bar.

Emprendimos el viaje, pero el calor era sofocante y nos detuvimos en Cahors para

refrescarnos. A la vuelta, pedí permiso para proseguir el viaje sin camisa. Por el camino

nos sorprendió una fuerte tormenta y Prudencio tuvo que detenerse en el arcén de la

carretera, pues carecía de visibilidad para conducir. La etapa concluyó en Auch.

Cenamos en el hotel y después de un corto paseo por el pueblo nos fuimos a dormir.

Léa no se encontraba bien, tuvo una crisis de asma y precisó utilizar los inhaladores.

Los tres dormimos en la misma habitación, por no dejarme solo.

Salimos a las 8 de la mañana con dirección a Lourdes. Una vez allí, dejamos el

vehículo en una cochera y nos dirigimos a la Basílica. En las calles cercanas,

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encontramos numerosos comercios que vendían artículos religiosos: imágenes de la

Virgen, medallas, rosarios con agua milagrosa, fotografías, figuritas de un material

fosforescente… Cruzamos la enorme explanada que hay frente al templo, enlosada de

piedra, entre gentes de muchas nacionalidades, incluyendo españoles. A lo lejos, las

torres puntiagudas perforaban las nubes y los accesos laterales semejaban unos brazos

abiertos. En el centro de la explanada, había una imagen de la Virgen de Lourdes,

rodeada por una verja de hierro forjado, repleta de gladiolos y otras flores en vistosos

ramos, depositados por los fieles. Me emocionó ver cuántos enfermos y con qué fe,

individual y colectiva, acudían en busca de un milagro. Unos en silla de ruedas, otros en

camilla o asistidos por sus familiares. Era el final de una larga peregrinación física y

espiritual que concluía en la inmediación divina. Visitamos el interior de las dos

Basílicas y una capilla donde se exponían exvotos, presentes depositados como acción

de gracias por los favores recibidos. Innumerables brazos, piernas y cabezas de cera

colgaban de sus paredes. Estuvimos, después, en la cueva donde tuvo lugar la aparición

de María a Santa Bernadette Soubirous, en 1858. Los creyentes soportaban largas colas

para besar el altar y tocar las paredes de la gruta, rodeados de cirios ardientes y flores.

Más allá, brotaba el manantial milagroso y existían unos baños de uso restringido, solo

para los enfermos autorizados. Allí escuché cientos de voces en oración, mezcladas con

el llanto y el rumor del agua. A través de la megafonía, repetían, sin descanso, rezos en

multitud de idiomas y en latín. Finalmente, entramos en la Basílica Subterránea de Pio

X, construida por los arquitectos Pierre Vago, Pierre Pinsard y André le Donne, como

un refugio religioso en el tiempo de las grandes peregrinaciones. Compré de recuerdo:

un plato de adorno, una bola de cristal con agua y falsa nieve, dos medallas, un rosario

de plata para mi madre y una pequeña imagen para mi abuela, todos con la Virgen de

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Lourdes. Allí gasté el dinero que llevaba, pues en Francia no me dejaron pagar ni una

simple postal. También acabé las veinte fotos del carrete.

Una vez completada la visita, partimos hacia la frontera. En Biarritz había retención

y circulamos a una media de tres kilómetros por hora. Daba igual, yo disfrutaba

contemplando el mar y las olas.

En el puesto de control aduanero tuve que mostrar el pasaporte, pero no me lo

sellaron. Entonces era más fácil entrar que salir de España. En la radio del automóvil se

escucharon canciones en un idioma para mí incomprensible. Es vascuence, me dijo

Prudencio. Las fachadas de los edificios me parecieron sucias, comparándolas con las

de las casas francesas. Cenamos y dormimos en un hotel de carretera, el “Castillo de

Beasain”.

Al día siguiente, cruzamos la meseta castellana. Comimos en un pinar, cerca de

Valladolid y por la tarde llegamos a Béjar.

FIN.

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LA PENSIÓN SALMANTINA

AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTÍN.

35 años.

PLASENCIA, enero y febrero de 1994.

A Ana María Arévalo García y a Sebastián López Álvarez.

En las vacaciones de verano de 1988 me reuní varias tardes con mi primo Sebastián

López Álvarez con el propósito de escribir juntos una novela basada en nuestra increíble

estancia en una pensión salmantina. Esbozamos el primer capítulo, pero decidimos

abandonar el proyecto porque nos pareció absurdo perder el tiempo recordando aquella

historia lamentable. Hoy, 18 años después, por mi cuenta y sin su permiso, me dispongo

a relatar, con la fidelidad que mi memoria permita, lo sucedido. Aquel trabajo no

quedará pendiente.

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CAPÍTULO PRIMERO

DE CÓMO DOS ESTUDIANTES BEJARANOS FUERON A DAR EN UNA

PENSIÓN SALMANTINA Y DE LOS PUPILOS QUE EN ELLA HABITABAN

Poco me duró la alegría y aquel inexplicable orgullo por haber conseguido el acceso

a la Universidad de Salamanca, para cursar estudios en su Facultad de Medicina. Según

mi padre, institución reservada para la flor y nata de los estudiantes, coto para una

minoría selecta de personas inteligentes y ansiosas por ampliar sus conocimientos. El

lógico miedo al fracaso empañó mi satisfacción inicial y me sumió en un océano

turbulento de dudas y temores. En tan pretenciosa aventura arriesgaba mi prestigio

académico, hasta entonces irreprochable, y el dinero de mi progenitor, un obrero

bejarano con familia numerosa. Con estas y otras conjeturas, caminaba por la campiña

hasta parajes agrestes y solitarios para contemplar la puesta de sol, las nubes ardientes y

el avance imparable de las sombras sobre las frondas cercanas. Mis amigos y familiares

me buscaban en otro mundo. Al final, me recluí en mi dormitorio con la excusa de

escribir un poemario que titulé “Versos antes de la Marcha” y que aún conservo.

Unos días antes de partir, mi padre me comunicó que ya tenía la pensión apalabrada.

La patrona era una mujer de mediana edad, soltera, que vivía en un piso amplio y de

nueva construcción, cerca de la Facultad y de la casa de mis dos tías abuelas, viudas

desde hacía muchos años. Sebastián, mi primo segundo y amigo del Instituto, aceptó ser

mi compañero, lo cual me alegró el alma, pues era una persona buena, responsable,

inteligente y estudiosa.

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Con tales certezas pasé los últimos días de libertad en compañía de mis amigos y

hermanos, seguro de que algunas cosas cambiarían a partir de entonces. Y disfruté los

baños en las pesqueras sombrías, los combates sobre la hierba, las carreras entre árboles

y canchos, las fiestas junto al río Cuerpo de Hombre… El destino me arrastraba como al

insecto que cae en un torrente. Adiviné, frente a mí, una nueva encrucijada en penumbra

sin el conocido perfil de nuestra sierra; un horizonte que las sombras, lentamente, se

tragaban en un cruce de incertidumbres.

El primer día me acompañaron mis padres, Teresa y Melchor. Cuando avistamos

desde la lejanía la ciudad de Salamanca llovía a mares. Aún recuerdo el tono dorado de

sus torres, surgiendo verticales en la llanura arcillosa, de los chopos otoñales de las

orillas del Tormes y de la niebla donde las luces artificiales se reflejaban… Sólo el ocre

rojizo de la tierra y de los tejados rompía tan apacible tonalidad.

Anduvimos un largo trecho desde la estación de autobuses hasta la pensión, situada

en la avenida de Italia, en el tercer piso de un edificio nuevo con ascensor. Nos salió a

recibir la patrona, una mujer de mediana edad, baja de estatura y obesa, lo que le

confería un aspecto rechoncho y abotargado, ya que sus rasgos faciales eran toscos y

mongólicos.

-¡Buenos días! -nos saludó la dueña.

-¡Buenos días! -respondimos los tres.

-¿Qué tal viaje han tenido ustedes?

-Muy bueno –contestó mi padre.

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-¡Pero pasen, por favor! ¡Pasen!

Desde el primer momento me llamó la atención el tono compasivo de su voz y la

actitud que adoptaba, con ambas manos cogidas a altura del pecho, como un único

aplauso persistente, se seguía de una inclinación leve de su cabeza en perfecta sincronía.

Mis ojos, sin pretenderlo, se clavaron en aquellos dedos cortos, regordetes y torpes, que

parecían estorbarse entre sí. La señora iba muy abrigada, pues vestía un jersey de lana

gruesa de color gris negruzco, medias del mismo material y falda oscura.

Entramos en el recibidor, que cumplía a las mil maravillas su función, baste decir

que sobraban adornos, espejos, cuadros y hasta luz.

-¡Por aquí! -nos indicó el ama-. Está será su habitación.

Pasamos al dormitorio situado justo a la derecha de la entrada. El mobiliario lo

formaban: un viejo armario de madera, una mesa camilla colocada estratégicamente en

un rincón, cerca de la puerta de salida a la terraza y de un ventanal contiguo, para

aprovechar la luz del exterior, dos camas pequeñas y dos mesillas de noche.

-Yo me llamo María -se presentó-. ¿Cómo te llamas tú?

-Pedro.

-¡Qué casualidad: tengo otro inquilino que se llama así! Espero que te encuentres

como en casa… ¿Qué les parece? -preguntó la señora a mis padres-. Cómo ven la

habitación es amplia y dispone de buena iluminación para que no se le cansen los ojos

durante el estudio. Pueden comprobar -dijo señalando el radiador- que disfrutamos de

calefacción individual; aquí no pasará frío.

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Mientras mi madre colocaba la ropa en los cajones del armario y de la mesilla, la

patrona proseguía sus explicaciones:

-Yo les doy bien de comer, porque sé que los estudiantes gastan muchas energías y

es necesario reponerlas.

-Este muchacho es muy tímido y, como es la primera vez que sale del pueblo, nos

tiene preocupados -confesó Teresa.

-Es natural, pero váyanse ustedes tranquilos porque aquí estará bien -aseguró María.

- Si algún fin de semana quieres pasarlo en Béjar estaremos encantados -me dijo mi

madre para contentarme.

-¡Claro que sí! -afirmó la patrona, algo contrariada-. Por mi parte no pondré ningún

impedimento, aunque es mejor que se quede y piense sólo en estudiar. Los días que no

coma aquí le cobraré la mitad, por la reserva de la habitación ¿Les parece caro el precio

convenido?

-Es razonable -contestó Melchor.

-Incluye el alquiler del cuarto, desayuno, comida, cena, un baño con agua caliente

por semana y el lavado de la ropa sucia. A diario, haré las camas y arreglaré el

dormitorio.

-Nos parece bien.

-El pago a final de mes y no admito retrasos superiores a diez días.

-No se preocupe usted, somos buenos pagadores, sabemos lo necesario que es el

dinero.

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-¡Mejor que mejor!

Después nos mostró el resto de la casa y pudimos apreciar una gran sobriedad

decorativa: el pasillo, que conducía al aseo, a la cocina y al resto de los dormitorios era

largo, lúgubre y tenebroso; todas las paredes del domicilio, a excepción de las

correspondientes al vestíbulo, estaban vacías; y en el balcón no vimos ni una triste

maceta.

-¿Tiene usted muchos inquilinos? - quiso saber mi padre.

-A pensión completa tres: dos ciegos de la O.N.C.E. y un representante de bebidas,

aunque este último para poco por aquí, casi siempre está de viaje. De ninguno tengo

queja, todos son personas decentes.

-Me alegra saberlo -respondió Melchor.

-¿Qué vas a estudiar?

-Medicina.

-Has escogido una carrera larga y difícil…

Súbitamente retumbó el vozarrón de un hombre.

-¡Señora María! ¡Señora María!

-¡Ya voy! ¡Estoy atendiendo a unos clientes…! –Chilló la mujer para ser oída-.

Perdónenme -nos dijo- voy a ver que quiere…

-¡Vaya usted! No se preocupe por nosotros -respondió mi padre.

-¡María!

-¡Qué poca paciencia…!

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Al cabo de pocos minutos regresó al dormitorio, acompañada por un hombre joven,

alto y corpulento, que vestía un jersey de lana gorda con dibujos y llevaba un bastón

metálico forrado de plástico blanco.

-Este es Marino.

-Mucho gusto -respondieron mis padres.

Después la patrona acercó al invidente, que me ofreció su mano derecha en la

dirección equivocada, pero la cogí y la estreché.

-Es Pedro -le confirmó María- uno de los estudiantes que esperábamos y que vivirá

con nosotros.

-Yo te llamaré “Pedro Chico” porque ya tenemos otro compañero que se llama como

tú.

-Y bien chico es -aclaró mi madre- sólo tiene 18 años.

-¡¿18 años?! -exclamó con sorpresa- cada curso empezáis más jóvenes…

Había oído relatos acerca de las novatadas, sobre juicios extravagantes en los que los

repetidores barbudos condenaban a los alumnos nuevos a besar una calavera, a desfilar

por la calle en pijama o a otras bromas aún más humillantes. Pensando que yo correría

idéntica suerte en la pensión, le pedí a Marino que me librara de tal trance y a cambio

invitaría a merendar a todos los inquilinos. El ciego, que rebosaba cordialidad y alegría,

se río a carcajadas, un tanto sorprendido por mis temores, y cuando paró me dijo:

-¡No te preocupes, muchacho, aquí nadie bromea! Las novatadas las hacen en los

colegios mayores. Tampoco es necesario que nos invites.

Después se despidió de nosotros para ir a trabajar.

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Mi madre colocó la ropa en los cajones del armario y de la mesilla.

-He bordado la inicial de tu nombre en los pañuelos y en la ropa interior, para que no

se confunda con la de otros compañeros.

-Es la matrícula- respondí.

Mi padre me dio algo de dinero para gastos.

-No te importe comprar los libros y el material de estudio que necesites. Si no fuera

suficiente háznoslo saber.

-¿Dónde lo guardo? -no sabía cómo ocultar aquel dinero.

-¡Escóndelo en un calcetín del cajón! -me recomendó Melchor, y así lo hice.

Después María me entregó una copia de la llave del piso y del portal, insistiéndome

en que pusiera mucho cuidado en no perderlas.

Como no conocía Salamanca, mis padres me enseñaron el camino para acudir a la

Facultad de Medicina, situada en la calle Fonseca, al lado de un hermoso jardín con

enormes olmos, cedros y cipreses puntiagudos, conocido como el parque de San

Francisco y cuyos únicos visitantes eran los gorriones.

Caminamos bajo una llovizna persistente, entre una niebla que suprimía los detalles

y reforzaba los perfiles de las torres y los edificios, cruzando plazuelas doradas por el

otoño y callejas de arcilla ocre resbaladiza. Mi padre intentaba animarme:

-¡Béjar está a un paso! Si tienes cualquier problema nos llamas por teléfono. Deja de

preocuparte pues llegar a la Universidad de Salamanca, ya tiene mérito, aquí solamente

admiten a la flor y nata de los estudiantes… Y tú eres uno de los mejores.

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-¿Y si me suspenden? -pregunté en voz baja.

-Da igual, el no ya lo llevas, has venido a buscar el sí… ¿Quién dijo miedo…?

-Yo.

-¿Y qué quieres? -insistió Melchor, con cierto enfado- ¿trabajar en una fábrica textil

toda tu vida? ¿Pasar las noches de invierno helado junto a una máquina que te rompe

los tímpanos y puede arrancarte los dedos en un descuido? ¡Hay que aspirar a algo más!

¡Sabes que confiamos en ti! ¡Tira adelante!

-No es tan fácil… - respondí.

-Tómatelo como un reto personal… ¡qué Dios nos de salud para seguir trabajando, tú

aquí y yo en Béjar!

-Así lo haré.

-Ahora lo ves todo difícil, pero dentro de unas semanas estarás como un pez en el

agua.

Paseamos hasta la Clerecía, junto a la Casa de las Conchas, y nos detuvimos a

contemplar los adornos esculpidos en la arenisca dorada procedente de Villamayor.

Seguimos hasta la Universidad donde me maravillé buscando, en su fachada plateresca,

la ranita sobre el cráneo, y al descubrir la escultura de Fray Luis de León, uno de mis

poetas favoritos. La ruta emprendida incluyó una visita a las catedrales, magníficos

templos de estilos gótico y románico, construidos para impresionar por los siglos de los

siglos. No perdía detalle y me paraba a mirar cada animal o persona esculpidos en la

roca, seres fantásticos, hermosos y terribles. Nunca antes vi bóvedas tan altas ni

espacios interiores tan inmensos y majestuosos, me sentí tan pequeño…

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Recibí muchos consejos mientras mis ojos captaban, con curiosidad insaciable, cada

rincón artístico de nuestro camino, incluso resbalé del bordillo o tropecé, alguna vez,

absorto en tan bella distracción. Nuestros pasos terminaron en la Plaza Mayor, muy

animada en aquel momento por numerosos estudiantes que iban con sus carpetas y

libros. A nuestro lado cruzó una fila de novatos en camisón, con un orinal por montera y

con portando letreros alusivos a su grado o con motes, ocurrencias graciosas sólo para

quien las inventa. Eran, efectivamente, internos de un colegio mayor, según deduje de

alguna leyenda. En aquel momento, me alegró ser inquilino de la señora María.

Comimos el plato del día en un bar cercano a la plaza del mercado, ya que sus

dueños eran casi paisanos de mi padre.

Por la tarde visitamos a mis tías, Carmen y Teresa, hermanas de mi abuelo Pedro y

nacidas también en Macotera, aunque llevaban viviendo en Salamanca muchos años.

Dos hijos de Carmen, Roque y Eloy, fueron los primeros de la familia en concluir una

carrera universitaria, por eso serían para mí punto obligado de referencia y modelo a

seguir. Eloy se licenció en Medicina y Roque, un portento de la inteligencia, se doctoró

en Derecho Civil y Canónigo, y estudió hasta tercero de Medicina, porque el Obispo de

Salamanca le obligó a abandonar tales estudios, pues, entonces, era sacerdote; fue, así

mismo, uno de los catedráticos de Derecho más jóvenes de España. Estas señoras

conservaban, como oro en paño: su biblioteca, repleta de libros mohosos; apuntes

manuscritos y amarillentos, por la caricia implacable del tiempo; y, en la pared, sendas

orlas donde contemplábamos su retrato con toga y gesto serio. Mientras mis padres

trataban asuntos familiares o evocaban las fiestas de San Roque, yo estuve ojeando

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aquellos libros, que olían a humedad y guardaban estampas entre sus hojas… Investigué

sus ficheros con cientos de reseñas bibliográficas… Leí sus notas y resúmenes. Una

extraña sensación me atravesó como un relámpago en la soledad de aquella habitación

sombría. Tuve la evidencia de un trabajo metódico y tenaz. Supe que tendría que

esforzarme muchos años para concluir la carrera.

Mis tías se ofrecieron a ayudarme en todo lo que pudieran y yo se lo agradecí de

corazón, porque me sentía muy solo en aquella preciosa ciudad. En la tarde desapacible,

mientras los cristales chorreaban con la lluvia, sentados en torno a una camilla, entre

firma y firma al brasero de cisco, me relataron la historia de dos universitarios

ejemplares.

Anochecía cuando acompañé a mis padres a la estación del ferrocarril, las luces

rojizas se reflejaban en la niebla y en el suelo mojado. Subieron al tren, arropado de

humo, que pronto arrancó con torpeza y desapareció en la oscuridad. Yo permanecí

inmóvil, al borde del andén, solo en una ciudad desconocida. Regresé a la pensión a

través de una niebla densa que atrapaba el aliento de mi boca. Era un personaje anónimo

entre la gente, de su tránsito ajetreado y con prisas. Me encerré en mi habitación y

estuve escribiendo poemas durante varias horas, para un libro que titulé “El Vuelo

Azul”, hasta que me quedé dormido.

Madrugué para acudir al primer día de clase. Camino de la facultad hice el firme

propósito de poner toda mi ilusión en los estudios. Al pasar por el parque de San

Francisco me detuve para contemplar una bandada de gorriones. Aquel trozo de

naturaleza urbana me trajo a la memoria, inevitablemente, parajes del campo bejarano.

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Estuve mirando las evoluciones de los pájaros entre las hojas caídas sobre el césped y

me pareció que tiritaban de frío.

Nunca imaginé que seríamos tantos los alumnos de primero, más que una minoría

selecta éramos multitud. Como fui pronto, me entretuve curioseando por los pasillos del

viejo edificio y patio de la Facultad de la calle Fonseca. Los celadores no abrieron las

puertas del Anfiteatro hasta la hora en punto y el gentío que esperaba se abalanzó,

súbitamente, contra la entrada. Me arrastró la avalancha y, a pesar del forcejeo, me

quedé atrapado contra una de las columnas del pasillo, donde casi me fracturaron un

brazo. Ayudé a levantarse a una alumna minusválida, que permaneció caída en el suelo,

y entramos los últimos. No sé si aquello fue un exceso de impaciencia por parte de

todos, un triste ejemplo del egoísmo humano o la tan cacareada masificación. Para

colmo faltaban asientos, por lo que asistí a la primera clase de pie y tomé apoyado sobre

el radiador de la calefacción mis primeros apuntes. Aún recuerdo los comentarios de

sendos profesores:

-¡Ya ven ustedes, la Universidad de Salamanca no puede ofrecerles ni un lugar

donde sentarse! -ironizó uno de ellos.

-Sólo puedo prestar mi mesa y mi sillón a uno de ustedes -dijo el otro dirigiéndose a

los que permanecíamos de pie - les pido disculpas.

Pasé la mañana con algunos compañeros de Béjar que también se matricularon en

Medicina.

A pesar de los incidentes me impresionó la anciana Facultad.

Regresé a la pensión a la hora de la comida. En el salón comedor encontré a Marino

sentado a la mesa.

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-¡Buenos días!

Miró en mi dirección esforzándose por distinguirme.

-¿Quién está ahí?

-Soy Pedro “Chico”, el nuevo inquilino…

-¡Ah, Pedro! ¡Ven! ¡Siéntate aquí, a mi lado! -me ordenó amablemente golpeando

con suavidad la silla situada a su derecha- así me ayudarás cuando lo precise.

Me senté en el lugar indicado. Marino descolgó varios pliegos de cupones del

respaldo de otra silla y me los entregó.

-¡Toma! Cántame los números que me han dado para que me los aprenda y de pasó

los colocaremos por orden de menor a mayor.

Quité la pinza metálica que los sujetaba y se la entregué al invidente.

-El más bajo es el 7.401. ¡Ten!

Marino palpó la superficie del pliego para comprobar que estuviera completo y

luego lo colocó a su gusto.

-Otro. El 15.555

-¡Qué feo! -murmuró entre dientes.

-El último es el 40.000

-¡Esto no hay quien lo venda! -exclamó con gran enfado- ¡Siempre igual! ¡Mira que

les tengo dicho que no me den cifras con números repetidos!

-Todos tienen las mismas posibilidades de salir premiados.

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-Sí. Pero… ¡¿Quién compra un 40.000?!

Me devolvió los pliegos.

-¡Corrígeme si me equivoco! 7.401, 15.555 y 40.000.

-¡Correcto! ¡Tienes buena memoria! ¡Toma! -le entregué los cupones y los colgó del

respaldo de una silla.

-¿Cómo reconoces los billetes? - pregunté con verdadera curiosidad.

-Por el tamaño.

-¿No ves su color?

-No veo colores, sólo distingo bultos en blanco y negro. Pedro, el otro ciego, no ve

absolutamente nada, por eso es muy importante que no cambiéis nada de sitio, para que

no tropiece y se haga daño. Hace un año se cayó por la trampilla abierta de una bodega

y casi se mata, se rompió las dos piernas.

El siguiente en aparecer fue Sebastián, Chan para los amigos, y nos saludó

efusivamente. Mi primo segundo era un joven bien parecido, alto y corpulento, pues

practicaba deportes como la natación, el balonmano y el salto de longitud. Tenía un

carácter de natural alegre. Era un muchacho inteligente, optimista, culto, religioso,

extrovertido y gran conversador. Se matriculó en Magisterio, aunque hubiera preferido

estudiar Biología.

-Le decía a Pedro -le advirtió Marino- que no debéis cambiar las cosas de sitio, pues

aquí vivimos dos personas ciegas y podemos tener un accidente.

-Pondremos cuidado -dijo tranquilizándole-.

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Oímos un tintineo metálico característico y tras él apareció Pedro, un hombre mayor,

bajo de estatura y con barriga abultada, de aspecto desaliñado, triste y sombrío, que

vestía una chaqueta vieja y descolorida, demasiado justa, sobre un jersey de lana gorda

con bolas. Aunque su ceguera era total se movía con destreza, pues había memorizado

la habitación y la distribución del mobiliario en el espacio. Manejaba con gran soltura el

bastón y palpaba con minuciosidad los objetos. Pedro tenía un carácter serio y tranquilo,

rara vez hablaba y nunca sonreía.

-¡Tenemos compañía! -anunció Marino-. Te presento a Chan y “Pedro Chico”, los

estudiantes que esperábamos.

-¡Otro Pedro! -comentó, mientras ocupaba su sitio, al lado de su compañero.

-Chan, siéntate junto a “Pedro Grande”, para que puedas ayudarle si lo precisa. Ese

lugar está libre –le confirmó Marino.

Después llegó Ricardo, un hombre de mediana edad, cojo, bien trajeado. Supimos

que era representante de bebidas alcohólicas. Y él mismo nos contó que había intentado

suicidarse en varias ocasiones. Su carácter era irónico y burlón, se mofaba de todo y de

todos, para él no existía nada respetable sobre la faz del mundo, era un superviviente

condenado a la desesperación por sus fracasos. Sencillamente nos despreciaba. Tras las

presentaciones de rigor tomo asiento y llamó a la patrona.

-¡María, ya estamos todos!

Ambos ciegos se coloraron las servilletas a modo de babero y Ricardo les llenó los

vasos de agua, pues la mesa estaba puesta.

-¡María, la comida!

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-¡Ya va! ¡Qué impaciencia! - respondió la mujer desde la cocina.

-¿Qué estudiáis? - nos preguntó el vendedor.

-Chan Magisterio y yo Medicina.

-¡Vaya, tendremos otro matasanos y otro maestro de escuela! ¿Sabéis dónde trabaja

este par de ciegos?

-Venden cupones… - respondí.

-Sí, en el barrio Chino.

-¡Pues no es mala zona…! -contestó Marino algo molesto-. ¿Díselo, Pedro…?

-No lo es, a pesar de la fama. Si no fuera porque trabajamos de noche y por la

delincuencia que sufrimos…

-Tienes toda la razón. A nosotros nos han robado ya varias veces, y tenemos que

considerarnos afortunados, pues a un compañero, hace unas semanas, le asestaron un

navajazo en el vientre… Desde entonces, yo voy a trabajar con miedo. Ayer mismo, sin

ir más lejos, levanté el bastón y amenacé a varios jóvenes que se me acercaron con

malas intenciones…

-Pues llevaos a estos dos mozos de lazarillos y que os defiendan… -sugirió Ricardo.

-¡No es mala idea! -dijo Marino, bromeando-, si me acompañáis esta noche os

presento a las amigas del bar donde vendo.

-¡Yo tengo novia formal! -aclaró Sebastián con prontitud.

-¡Entonces vendrá tu primo! -insistió-, ¡qué me acompañe “Pedro Chico”, por lo

menos hasta la puerta del local, después, si no quiere entrar, que se marche…!

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-¿A qué hora vas? -pregunté.

-A las doce.

-Demasiado tarde para mí -respondí, aliviado por disponer de una disculpa- tengo

que madrugar para ir a clase.

-A mal sitio habéis venido -afirmó Ricardo con ironía-, desde el primer día os

quieren llevar de putas.

-Es una broma -contestó Marino molesto.

El dialogo se interrumpió al entrar la patrona, con marcha oscilante, arrastrando los

pies a cada paso, lo que producía un rumor peculiar. Traía una cazuela grande, que

colocó sobre el salvamantel, luego sirvió a cada uno de los pupilos y la estancia fría se

adornó con el vapor caliente.

-¡Vaya bazofia! -dijo Ricardo en tono despectivo.

-¡Tú eres el único que protesta! -respondió María, visiblemente irritada por el

comentario.

-¡Claro, estos ciegos se conforman con cualquier cosa! -afirmó refiriéndose a los

invidentes-. ¡Como no ven lo que comen!

-¡No digas eso! –le advirtió Marino.

-¡Vosotros no habéis comido bien en vuestra puta vida, por eso os conformáis con

cualquier cosa! -insistió el cojo en un tono desafiante.

-¡Qué sepas que yo he servido en muy buenas casas en Argentina y ninguno de mis

señores tuvo queja! –se justificó la mujer dolida.

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-¡Esto se puede mejorar…! - replicó Ricardo señalando la sopa de fideos.

-¡¿Por lo que me pagas…?!

-Escatimas para ahorrarte dos perras que ni te lucen ni te van a sacar de la miseria…

-¡¿Acaso tú trabajas por la cara?!

-¡Cállate! ¡No te gastas ni un duro en bragas…! -gritó el pupilo con mala fe y ánimo

de ofender- ¿Cuándo te compraste las últimas? ¿Hace veinte años?

- ¡A ti que te importa! -respondió la patrona a punto de perder la paciencia y nerviosa

por el comentario.

-¡Ahí las tienes, tendidas en la terraza, a la vista de todos! –insistió el hombre,

señalando la ropa interior, visible a través del cristal de la puerta del balcón- ¡coses

remiendos sobre remiendos! ¿O no?

-¡Deslenguado! ¡Qué eres un deslenguado! -chilló la mujer, mientras Ricardo

mostraba una sonrisa socarrona por haber conseguido molestarla-. ¡Grosero! ¡¿No te da

vergüenza hablarme así?! ¡Buenas enseñanzas das a estos jóvenes!

-¡Estos saben más que tú y yo juntos…! Aunque no por estudiar se aprende más.

Algunos nos hemos doctorado en la Universidad de la vida. ¡¿A qué tengo razón,

Marino?! -preguntó, mientras la señora salía malhumorada del comedor murmurando en

voz baja.

-¡Tienes contestación para todo! -puntualizó el joven ciego.

-Yo os enseñaré cómo tratar a las patronas. Por mi trabajo me ha tocado lidiar con

unas cuantas… - Aseguró el viajante.

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-¡María, no diga eso de mí! -gritó Marino fuera de sí, con la mirada perdida en el

techo-. ¡No hable mal de nosotros!

-¡¿Qué pasa?! -exclamé extrañado por la agitación repentina del invidente -.

-¿Vosotros habéis oído algo? -nos preguntó Ricardo a Sebastián y a mí, mientras

Pedro apuraba impasible su plato.

-¡Yo no he oído nada! -respondí.

-¡Yo tampoco! -nos confirmó mi primo.

-Ni yo, pero estos ciegos sí, porque ellos tienen una audición más fina que la nuestra y

pueden oír a distancia. Ya veréis: Pedro, ¿qué coños dice de mí? - inquirió el viajante-,

¿me insulta?

-¡Ya lo creo! –le confirmó en invidente.

-¡A callar, bruja! -gritó Ricardo en un tono amenazante.

-¿Son frecuentes estas broncas? -pregunté, afectado por una situación tan tensa.

-Sólo ocurren cuando estoy yo -afirmó el vendedor casi con orgullo-, tengo una mala

leche que me rebosa.

-¡Siempre anda buscando follón…! –me aclaró Marino.

-Porque defendéis a esa lechuza como si fuera vuestra madre… -ironizó Ricardo con

malicia.

-¡A mi madre no la menciones! -amenazó el invidente.

-Son ya muchos años viviendo aquí -dijo Pedro “Grande” en voz baja y en el tono

amable y sereno que le caracterizaba- somos casi una familia.

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-¡Por qué no tenéis dónde caeros muertos! -afirmó Ricardo para herir a aquel hombre

impasible y silencioso.

-¿Y tú sí? –Intervino Marino en defensa de su compañero-. ¡Por eso te has tirado tres

veces por el balcón! ¡¿Por qué no cuentas a los muchachos cual es la causa de tu

cojera?! ¡Diles que eres un suicida para que desaparezcan cuando te asomes a la terraza!

-¡Qué cojones tienes que contar de mí! -bramó el viajante iracundo-. ¡Lo que yo haga

con mi vida es cosa mía!

-¡Por lo menos yo no te veré destripado abajo! -concluyó el joven invidente en un

arranque de valentía.

-¡Calla y come! ¡Qué tienes la lengua muy larga!

-¡Calla tú primero!

-¿Tú qué dices, Pedro “Grande”? -importunó Ricardo, pero el comensal no se dio por

aludido-. Este ni habla ni pasma, es como un mueble más de la casa, a su alrededor

ocurre de todo pero él ni sufre ni padece… A veces dudo que nos escuche…

-Sordo no soy -respondió lacónico.

-¡Déjale en paz, coño! -exigió Marino en un tono disuasivo-.

-¡Pronto os acostumbraréis a las voces! -nos dijo el viajante- ¡No os asustéis: nunca

pasa nada!

El comedor era un foro de encuentro, en torno a su mesa y en el transcurso de

numerosas comidas y cenas, fuimos conociéndonos.

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Hubo otros personajes en escena, pero su paso fue fugaz, su impronta débil o

renunciaron a salir del dormitorio: algunos reclutas alquilaban los fines de semana para

pasarlos fuera del cuartel, vestidos de paisano; otros fueron viajantes de paso y

pernoctaron una sola jornada. No faltó el turista japonés, que se empeña en alojarse

desoyendo los sabios consejos de los inquilinos; ni el estudiante fanfarrón, pasado de

edad, que no cansa los ojos con la letra impresa y los reserva para los bulliciosos

tugurios nocturnos de la Latina. Uno de ellos chuleaba con un Seat 600, seguía

tratamiento psiquiátrico y jamás supimos que carrera estudiaba. Era un individuo

especialmente impulsivo que, en sus amagos de locura, arrojaba lo que tuviera a mano

contra las paredes. Así estuvo a punto de herir a Sebastián con un cuchillo. Nadie se

atrevía a contrariarle. En el tiempo que duró su estancia cundió, justificadamente, el

miedo.

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CAPITULO SEGUNDO:

APUNTES SOBRE LAS RELACIONES ENTRE LOS INQUILINOS Y LA

PATRONA.

Poco más se puede añadir sobre Ricardo, un buen día se marchó y no supimos más

de él. Aquel hombre, amargado de la vida y con mala suerte hasta para concluir con

ella, dejó de molestarnos con sus dichos hirientes y malintencionados, lo cual favoreció

un ambiente más cordial en el comedor y mejoró la convivencia.

-¿Lo habrá conseguido, finalmente? –Preguntó alguien en tono irónico-. El viajante

intentó suicidarse sin conseguirlo y, lo que era peor, con cada intento fallido le

aumentaba la cojera, porque siempre caía de pie, y tenía más razones para intentarlo de

nuevo. ¿Habrá cambiado de método? - poco importaba la mordacidad con aquel

compañero sarcástico que nunca tuvo compasión ni respeto.

Sebastián trajo su ajedrez. Fue campeón de Béjar y me maravillaba verlo jugar, a

veces consigo mismo, pues le apasionaba este juego. Iba anotando cada uno de los

movimientos en un cuaderno para poder repetir la partida y analizar los errores. Esta

afición fue compartida por todos los residentes, a excepción de Marino y María, lo que

propició numerosas e inusuales partidas. Pasamos muchas horas reunidos en torno al

tablero disfrutando de las emociones propias y ajenas, lo que contribuyó a fomentar el

compañerismo. Así pudimos abrir una puerta en el corazón amurallado de Pedro

“Grande”, que soportaba su enfermedad en silencio y sumido en una tristeza infinita.

Acaso por su ceguera, limitante a la hora de su asueto, le recuerdo despeinado, afeitado

a trozos, en ocasiones sucio, vestido con ropa vieja y descolorida; sin embargo, bajo

aquel abandono y aquella resignación apática se escondía una persona buena, inteligente

y sensible, aunque profundamente desgraciada. Vivía enjaulado en sí mismo, en un

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mundo sombrío, cruel y hostil. Muy pocas cosas le importaban, por eso rara vez sonreía

o manifestaba algún sentimiento en su rostro.

-¿Es cierto que jugáis al ajedrez? -me preguntó, en la sobremesa de una tarde

lluviosa de domingo, que hasta entonces transcurría silenciosamente.

-Sí –le respondí extrañado.

-Yo gané varios campeonatos para ciegos -me confesó-. Todos los meses recibo una

revista de ajedrez a la que estoy suscrito.

-¡Pero…! ¿Tú puedes leer o jugar al ajedrez? –exclamé, sorprendido.

-Sí. ¿Vas a salir esta tarde? ¿Tienes que estudiar?

-No.

-Entonces… ¿Te apetece jugar una partida conmigo?

-Claro que sí. Me encantaría ver cómo juegas.

Pedro se levantó y con un gesto me pidió que le acompañara. A veces, andaba por

casa sin bastón, pues había memorizado sus dimensiones y valiéndose de ligeros

contactos con sus dedos evitaba tropezar. Me condujo a su dormitorio, situado en la

mitad del largo pasillo. Descubrí una habitación pequeña, sin ventilación, con sus

paredes muy sucias, incluso con manchas de humedad, con un olor desagradable, la

cama deshecha y todo desordenado.

-¿Cómo puedes vivir aquí? - expresé sorprendido.

-¿Por qué dices eso?

-¡Tú no lo ves, pero hace falta una mano de pintura!

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-¿Tan mal está?

-Sí. Tienes que decírselo a la patrona.

-¡Qué más me da, si no veo!

-Por higiene, Pedro. Además, si traes a alguien…

-Aquí no entra nadie desde hace años.

-¡Vamos a mi habitación, hay más espacio!

Recogió algunos objetos y nos trasladamos. Ya acomodados sacó de la bolsa de

plástico una cajita de madera, un punzón, un soporte metálico para escribir en Braille

y varias hojas de papel grueso de color amarillo. Al abrir el estuche, se transformó en

un tablero de ajedrez, con un agujero en el centro de cada cuadrado, y las fichas,

talladas en madera, cayeron sobre la mesa. Cogí uno de los caballos y palpé sus

orejas puntiagudas.

-¡Qué figuras tan bonitas! -comenté-. ¡Cómo pinchan!

-Así se distinguen con el tacto.

-¿Y este armatoste de metal?

-Es un soporte para escribir en Braille, me gusta anotar las jugadas para luego

repasar la partida.

-Sebastián también lo hace. ¿Cómo escribes?

-Con este punzón.

El invidente puso un pliego.

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-Escríbeme la “a”.

-Un punto en el centro. Así. -Dijo mientras cumplía mi petición-. ¡Cierra los ojos y

tócala! ¿La distingues?

-Sí - respondí emocionado mientras palpaba la vocal.

-Cuando hay más letras es más difícil, pero es cuestión de practicar hasta aprender. A

mí me encanta leer. En la asociación tenemos una biblioteca con libros escritos en

Braille.

Mientras clavaba las piezas en el tablero perforado, la mirada de Pedro

permanecía inmóvil en el cielo negruzco por nubes de tormenta que cruzaban

veloces.

-¿Te gusta la poesía?

-Sí. ¿Cómo lo has sabido? – pregunté, asombrado por su adivinación.

-Porque ayer te oí leer un poema y me gustó. ¿Te importaría repetírmelo para que

lo copie?

- Te recitaré otro que os dediqué a Marino y a ti… ¿Preparado?

- Ya.

- Dice así:

Unos ojos que miran y no ven

son como pájaros sin alas,

como álamos sin otoño.

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La noche se alojó en ellos,

derramó su linfa de abismo.

No hay manos, ni rostros,

ni pórticos, ni jardines,

ni formas, ni colores…

Unos ojos apagados por la sombra

no ven como otros ojos miran,

si son negros o azules,

si en ese preciso momento observan

enrojecidos por el llanto,

o se iluminan de felicidad.

Pedro transcribió cada verso, con increíble destreza, y la composición final fue, a

mis ojos, un conjunto indescifrable de puntos, que pude palpar para sentirlos de otra

manera.

-¿Tantas cosas puede decir una mirada? -comentó el invidente con su habitual

deje de tristeza.

-Dicen que la mirada es el espejo del alma… - respondí.

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Comenzó aquella interesante partida con la sensación de que yo jugaba con

ventaja simplemente por ver. Sin embargo, Pedro “Grande” colocaba ambas manos

sobre la totalidad del tablero, lo que le permitía hacerse una imagen mental,

fidedigna del conjunto, y programar con precisión cada jugada.

-No te fíes de mí -le advertí bromeando-, puedo hacerte trampas…

-Me daría cuenta. Atención con las tres próximas jugadas. Me lo estás poniendo

muy fácil. ¿No te estarás dejando ganar?

-No. No tendré compasión contigo, porque no me gusta perder. Aunque no estoy

acostumbrado a jugar con un tablero tan diminuto, no se ven bien las piezas,

aparecen demasiado juntas…

-¡Excusas! ¡Jaque al rey! ¡Te lo advertí!

-Es difícil librarlo…

-¡Ya lo creo, es jaque mate!

-Tú ves más con las manos que yo con los ojos…

-El cerebro interpreta…

Se nos fue la tarde jugando al ajedrez. Sólo gané una partida. Nunca he podido

olvidar aquellas manos sensibles absorbiendo información. Finalmente le pedí que

me escribiera el alfabeto Braille para aprenderlo y me regaló una revista de ajedrez

para que pudiera practicarlo. Durante la cena Pedro rebosaba tanta alegría que la

patrona se extrañó.

-¡Qué bien te veo hoy! ¡Nunca antes te había visto tan contento! ¡Hablas y

sonríes!

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-¡Hay pocos días buenos en mi vida y hoy es uno de ellos! -contestó con una

sonrisa en sus labios.

Llevaba razón al afirmarlo, pues a tan breves destellos de felicidad sucedían

largas semanas de gran abatimiento, en las que naufragaba en un océano tenebroso

de soledad. Un sábado lluvioso, ya entrada la noche, encontré a Pedro tirado en una

calle cercana a la pensión, sobre el suelo mojado. Corrí hacia él preocupado, pues

permanecía inmóvil con su bastón blanco, y algunos peatones cruzaban indiferentes.

Le levanté como pude, ya que no colaboraba conmigo, y comprobé que estaba tan

borracho que no se tenía en pie. Quise llevarle a casa pero, ante la misma puerta de

entrada al domicilio, se puso serio y me dijo:

-Muchacho, agradezco tu preocupación por mi persona, tienes un buen corazón,

pero yo quiero seguir bebiendo hasta que reviente.

-No quiero que me agradezcas nada -le respondí- me conformo con que entres y

descanses, pues en estas condiciones no puedes ir a ningún sitio. Da por terminada la

fiesta.

-¡Déjame con mis cosas!

-¡Pasa! -quise ayudarle a entrar pero, cuando le sujeté del brazo, me empujó

amenazante hacia el interior de la vivienda.

-¡Déjame o tendré que ponerme serio! -dijo mientras cerraba la puerta.

Fui a buscar a la patrona para contarle lo sucedido y que me ayudara, pero la

mujer se encogió de hombros y no quiso saber del tema.

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-Algunos inquilinos se emborrachan y Pedro bebe en exceso desde hace muchos

años. No te preocupes por él. ¡Ya volverá! -aseveró para tranquilizarme-. Sin embargo,

yo regresé a las calles sombrías y estuve buscándole por los alrededores sin éxito. Me

dolió no haber sido más convincente. El hombre debió regresar durante la noche. Nunca

después hablamos de tal suceso. Algunos sábados le vi cruzar con paso incierto,

apoyándose en la pared y apestando a vino, pero no le dije nada para evitar una

situación violenta y vergonzosa.

Marino era analfabeto. Una tarde me dictó una carta de amor para su novia, de la que

se confesaba muy enamorado. Le costó confiarme sus sentimientos, pero la ocasión lo

requería, porque yo no estaba dispuesto a inventar ningún añadido. Cuando vino a

recogerle, para salir de paseo, se la entregó muy orgulloso e hizo las presentaciones

oportunas.

-¡Está va ser mi esposa! ¡Nos casaremos la próxima primavera y dejaré para siempre

esta pensión!

-¡Qué suerte tienes! -le respondí, mientras contemplaba su rostro iluminado por la

alegría.

-Yo no puedo verla… ¡pero me han dicho que es muy guapa! Dime… ¿qué te

parece? –me preguntó con su vozarrón seguro y jovial.

-Si te lo digo luego te pondrás celoso -bromeé.

-¡Yo no soy celoso!

-¡Pues no te han engañado!

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-¡Además es buena persona! -afirmó, mientras gesticulaba esforzándose por ver

mejor a la muchacha, que sólo sonreía, pues era muy tímida.

-¡Eso es lo más importante!

Marino apoyó el brazo izquierdo sobre el hombro de aquella frágil y menuda mujer,

no sé si afortunada, y se marcharon juntos.

Una mañana, cuando volvía de la Facultad, encontré a Marino vendiendo lotería en

una esquina y me acerqué a saludarle, pero no reconoció mi voz y se puso muy

nervioso. Pensó que yo era alguien que quería robarle.

-¡Tranquilízate, soy Pedro, tu compañero de pensión! - dije para calmarle.

-¡Me da igual quién seas! ¡No quiero que hables conmigo cuando esté trabajando!

Me fui un tanto molesto por su desconfianza y, por supuesto, nunca volví a saludarle

cuando me cruzaba con él, por temor a los escándalos que montaba en público,

posiblemente como una reacción defensiva pero desconcertante.

Después, durante la comida, me trató amablemente y, como al parecer era norma, no

se volvió a comentar el incidente. Supongo que estos ciegos vivían con miedo, lo que

justificaba, sólo en parte, su pésimo comportamiento ocasional conmigo.

Marino nunca quiso aprender aquel extraño juego donde un caballo podía comerse

una torre. El diminuto tablero le resultaba hostil al tacto, las orejas puntiagudas se

clavaban en la yema de sus dedos como alfileres y todas las piezas juntas le parecían un

enjambre de abejas enfurecido.

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Nunca comprendí como Pedro “Grande” distinguía las blancas de las negras en el

trozo de sombra que minuciosamente palpaba. Su capacidad integradora de señales era

portentosa, pues siempre adivinaba mis intenciones y anticipaba su defensa. Para

complicarle más el juego yo elaboraba dos ataques simultáneos y distantes entre sí, e

incluso realizaba algunos movimientos absurdos para confundirle, todo en vano, su

cerebro recomponía el conjunto.

-Esa jugada no tiene lógica.

-¡No se te pasa una!

-Te aventajo en muchas partidas, yo soy más viejo. Al menos tú no me haces

trampas.

-Tramposo no soy. No me importa perder si el rival es mejor, aunque a veces tiro el

rey cuando me veo perdido para privar al contrario del acto final del jaque mate.

Aquel tablero era tan diminuto que más que librar una batalla nos enzarzábamos en

una trifulca de taberna. Yo prefería la amplitud y ligereza del ajedrez de Sebastián. Mi

primo exhibía un juego minucioso y bien estructurado, lo que me produjo muchos

dolores de cabeza. Siempre se enrocaba y a salto de caballo desbarataba cada uno de

mis ataques. Hacía estragos con la reina por eso siempre que podía yo sacrificaba. Para

mí terminar en tablas era una victoria, pues sólo conseguí ganarle una vez, en una

partida histórica que duró más de seis horas y finalizó de madrugada. Con el tiempo

conseguí ser un especialista en despoblar el tablero sacrificando piezas: no era la

elegancia, sino la carnicería, lo primordial de mi estilo, aunque Sebastián siempre trató

de inculcarme las buenas maneras.

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CAPITULO TERCERO.

DE CÓMO ALGUNOS MANJARES PROPICIAN LA TEMPLANZA.

La señora María era poco original y por ello conocíamos de antemano el menú

correspondiente a cada día de la semana. Los jueves tocaba la especialidad de la

pensión, los “garbanzos gelatinosos”, así denominados porque, al enfriarse,

experimentaban un insólito proceso y el caldo, rojizo por el pimentón, coagulaba en

grumos amorfos de grasa rancia, que hacía de argamasa compactando los garbanzos

entre sí.

-Esto hay que tragarlo lo antes posible –me aconsejó Sebastián.

-¡Ni mirarlo, que desanima! - ironizó Ricardo mientras calentaba su rostro con el

humo pero sin probar bocado.

-Se necesitan tres manos para poderlo comer: una para taparse la nariz, otra para los

ojos y otra para la cuchara - dije con una mueca de asco.

-¡Qué suerte tienen estos ciegos que no lo ven! -comentó con aire gracioso el

viajante.

-¡No digas eso, no sea que Dios te castigue! -le reprendió Marino, enfadado por el

chiste.

-¡Lo que me faltaba, cojo y ciego!

En ese momento entró la patrona con el segundo plato conocido como “filete

sanguinolento”, porque lo servía casi crudo y al presionarlo rezumaba un líquido marrón

rojizo.

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-Mirad bien este filete -explicó Ricardo mostrándonos el plato recién servido -, es

más viejo que nosotros, es carne de vaca argentina, ha permanecido congelada un

montón de años.

-¡Qué cosas dice este hombre! ¡Por Dios! -replicó molesta la señora.

-¿Y este líquido negruzco?

-Está poco hecha para que conserve todas sus vitaminas…

-Querrás decir para ahorrar gas butano, porque vitaminas le quedan pocas, se

quedaron en la Pampa…

-¡Las cosas que tiene una que oír…!

-Mañana tendremos agujetas en la cara de tanto masticarla, como es vaca vieja es

dura como un trozo de cuero…

-¡Qué poca gracia tienes!

-¡Cuidado con las muelas!

Al principio pedíamos que los diera otro par de vueltas, se los llevaba a la cocina y

los volvía a traer en idénticas condiciones. Por último, el postre, una pieza de fruta de su

pueblo.

-Estas manzanas se las manda la familia y son las que no han querido comerse los

cerdos… -aseguró Ricardo- os aseguro que todas tienen gusano.

-Pedro “Chico”, mira a ver si la mía tiene agujero o si está podrida… ¡Pélamela y

quita lo malo! -me pidió Marino y obedecí al momento.

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-A mí me da igual, lo que no mata engorda… -sentenció Pedro “Grande” antes de

dar un buen mordisco a la manzana en su parte pocha.

-¡Qué estómago tienes…! ¡Tragas como los pavos…! ¡Todo te sienta bien…!

¡María, sirve café y copa! -voceó el vendedor.

-¡Y un puro…! ¡No te fastidia! ¡Las tres cosas te las ponen en el bar…! -contestó la

mujer molesta.

-¡Ahora mismo bajo!

Muchas anécdotas podrían contarse de aquellas manzanas, según Ricardo “recogidas

del suelo y despreciadas por los marranos”. La señora negaba con terquedad que su

fruta fuera domicilio de orugas, para demostrar que no decíamos ninguna mentira,

Sebastián y yo organizamos una intervención quirúrgica durante el postre para extraer

todas las larvas encubiertamente servidas. Me vestí de cirujano con mi bata de

prácticas, un gorro de papel verde, una mascarilla del mismo color y guantes de goma.

Ricardo estalló en carcajadas al verme entrar de esta guisa y la patrona acudió al

comedor.

-¡¿Qué es lo que pasa?! - chilló Marino nervioso.

-¡Pedro se ha disfrazado de operador! -le informó Ricardo entre risas.

Nos situamos de pie ante la mesa, donde extendimos varias servilletas encima de las

cuales colocamos el instrumental: una jeringuilla, un bisturí, un tenedor y un cuchillo.

Tomé la primera manzana y me dirigí al personal en tono serio y ceremonioso.

-Señores, tienen ustedes la oportunidad única de asistir a una de las intervenciones

quirúrgicas más complejas: la extirpación de gusanos. Pongan toda su atención pues

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esta técnica les será muy útil en su práctica diaria. Me ayudará Sebastián, enfermero de

incuestionable valía.

Tomé agua de un vaso con la jeringuilla y la inyecté bajo la piel de la manzana,

provocando las risas de los presentes.

-¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué es lo que hacen?! -preguntó ansioso Marino, que no estaba

dispuesto a perder detalle de lo que sucedía.

-¡Le ha pinchado la anestesia, supongo! -aclaró Ricardo.

Marino se reía sin pudor y Pedro “Grande”, que hasta ahora asistía impasible al

espectáculo, esbozó una ligera sonrisa en sus labios.

-¡Qué ocurrencias…! -murmuró la dueña.

-Lo primero es inspeccionar la manzana para comprobar que tiene un agujero…

Aquí está. Luego secciono los tejidos alrededor de esta oscura fístula. Después, desbrido

la zona lesionada… -expliqué en voz alta.

-¿Me da usted permiso para limpiarle el sudor…? -preguntó mi primo.

-Proceda, ayudante. Proceda.

Sebastián me secó la frente con un pañuelo.

-Gracias. ¡Qué momento más delicado! En el fondo visualizo una estructura

blanquecina y móvil.

-¡Procure que no le tiemble el pulso! –me aconsejó el enfermero.

-Tranquilo, no le lesionaré. ¡Ya le tengo!

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Con delicadeza extraje la larva, que se retorcía asustada por la luz y las risas, a

continuación la puse sobre uno de los platos.

Por el mismo procedimiento desalojé otros tres gusanos, pues Pedro “Grande”

prefirió comerse su manzana como solía, a mordiscos y sin pelar. La patrona asistió a

tan absurda ceremonia sin inmutarse.

-María, prefiero que siga comprando la fruta de oferta en la tienda de abajo… -

sugirió Ricardo.

-Si estas manzanas del pueblo son mejores… - respondió la mujer con cinismo.

-Sí, porque alimentan más, como llevan proteínas incorporadas… ¡Mire! -dijo el

viajante mostrando el plato con los gusanos- Aquí hay muchos inquilinos que no pagan,

se alojan en un fardo que tiene en la cocina…

-¡No me haces ni pizca de gracia! -espetó la mujer al salir del comedor y después

murmuró en voz baja-. ¡Qué guarrerías!

-¡María, no guarde los bichos para el “potaje”!

Todas las noches cenábamos sopa de fideos, pero su sabor iba agriándose,

progresivamente, en el transcurso de la semana. Al llegar el viernes era intragable. Una

mañana, mientras desayunaba en la cocina, sorprendí a la señora vaciando la sopa

sobrante de todos los platos en una perola de aluminio. Así preparaba varios litros de

sopa que recalentaba, servía y rellenaba con los restos para no desperdiciar ni un solo

fideo, hasta que se consumía. A partir de aquel momento, me invadió un asco

insoportable por la comida de aquella casa. El privilegio de ser el único al que dejaba

entrar en la cocina durante unos minutos, se tornó en mi contra para los restos. Debía

fiarse más de mí al verme delgado e inapetente y me servía el desayuno en aquel

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almacén vedado a los demás. Al principio me ponía nueve galletas para untar con

mantequilla y un tazón de café con leche, pero pronto el número disminuyó a cuatro y

cambió a una margarina con sal de oferta a punto de caducar. Entonces yo abría los ojos

como platos para curiosear las viandas allí apiladas: sacos de patatas y manzanas, una

hoja de tocino añejo que colgaba de un clavo, cajas con los más diversos productos y

sobre la rejilla de la cocina de butano el maldito perol de sopa fría, siempre a medias.

Para colmo, un domingo me quedé a comer con Pedro “Grande” y nos sirvió un plato

que ella llamaba “potaje”.

-Qué raro -le dije extrañado a mi compañero- si no tiene ni bacalao ni acelgas…

¿Qué será esto?

-¿Y no lo sabes tú, que puedes ver? Mira con atención y analiza los ingredientes,

encontrarás las sobras de toda la semana. Fíjate: hay alubias del lunes, lentejas del

martes, garbanzos del jueves, trozos de salchicha y de filetes de ternera, y… ¡cómo no!,

fideos…

Di la razón a aquel ciego que veía más y mejor que yo con los ojos del

entendimiento. Estas y otras cosas cambiaron mi vida, pues no volví a ingerir ningún

alimento sospechoso y, como casi todos lo eran, la mujer recogía mis platos intactos

incrementando sus ganancias a mi costa. Subsistí gracias a las cuatro galletas, las

manzanas y dos cartones de leche diarios, que compraba por mi cuenta y fueron mi

sustento salvador en aquella segunda lactancia.

A pesar de todo, pronto me sobrevino el lógico quebranto, adelgacé varios kilos (y

eso que ninguno me sobraba) y me aparecieron sendas ojeras lívidas y amoratadas que

delataban mi deterioro. Algunas noches me miraba al espejo y me entristecía por mi

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lamentable aspecto, más propio de uno de los esqueletos de la Facultad que de un joven

en la flor de la vida. Sebastián empezó a preocuparse por mí.

-¡Tienes que comer más…! ¡Te estás quedando en los huesos!

-Me entran náuseas sólo con sentarme en el comedor…

-¡Trágate lo que ponen como sea! ¡Tápate la nariz! ¡Come rápido para no saborear!

¡Esto no puede seguir así! ¡Te estás consumiendo!

Sebastián inventó el “día del sacrificio” para paliar mis males: nos comprometíamos

a tragar todo lo que nos sirviera los jueves, tapándonos la nariz y mirando la comida con

los ojos entornados para no verla claramente. Debía ser un espectáculo, porque la

patrona se molestó.

-¡Qué exagerados sois! ¡Cómo se ve que no os tocó vivir en el año del hambre!

-María, ¡parece que ya protestan también los estudiantes! ¡Ya no soy yo solo! -argüía

Ricardo con sorna.

-No creo que tengáis motivo de queja… - replicaba la mujer.

-¡Cómo que no! –Contestó Sebastián, levantándose de su asiento rojo de ira- ¡Mire

que mal aspecto tiene mi primo Pedro! ¡Cada día está peor, porque no come la comida

que nos sirve! ¡¿Cuánto tiempo aguantará así?!

-Yo sirvo igual en todos los platos y si alguno no come es su problema.

Todas nuestras protestas cayeron en saco roto, pero no me faltó una sonrisa en los

labios gracias a los sorbos de leche de aquellas tetas de cartón que adquiría.

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Cuando iba a Béjar mis padres se alegraban de que comiera tan bien desde que

estaba en Salamanca, yo permanecía en silencio pues no quería preocuparles ni tampoco

separarme de Sebastián.

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CAPÍTULO CUARTO

DEL FRÍO SALMANTICENSE Y DE ALGUNAS SUGERENCIAS PARA

MITIGARLO.

Al llegar el invierno, la niebla gélida brotaba del Tormes y se extendía por toda la

ciudad, insinuando la silueta de torres, edificios y personas, en un paisaje de grises

tonalidades. La cruda helada escarchaba el amanecer confiriendo a los árboles un

aspecto fantasmagórico y congelando las fuentes y las orillas del río. Aquel año también

nevó copiosamente.

Aunque la vivienda disponía de calefacción individual, con una caldera en la cocina

que funcionaba con leña, la propietaria sólo la encendía dos horas al día, porque su

obesidad dificultaba el trabajo de meter los leños y extraer las cenizas. Si mala es el

hambre, aún peor es con frío, el cuerpo nunca se acostumbra a tan desdichada

combinación. Pocos leños ardieron en aquella casa, cuyos radiadores no quemaban y

donde estuvimos contemplándonos el aliento durante varios meses. Los que llegaban

primero a comer esperaban de pie, con el trasero apoyado en los radiadores, para mejor

aprovechar el exiguo calor.

-¡Qué frío hace en esta puta casa! -gritaba Ricardo mientras se calentaba las manos

con su vaho-. ¡Se está peor que en la calle! ¡Me dan ganas de volverme al bar! ¡Esto es

una nevera!

-¡No será para tanto…! ¡Bien que os arrimáis al radiador! -respondía la dueña con un

aire irónico desde la cocina.

-¡María, échale mas leña a la caldera! ¡Nos tienes arrecidos! ¡No nos quemamos, no!

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Ante las protestas, la patrona acudía con aspecto sonriente y forrada con gruesas y

ajustadas prendas de lana.

-¿Podemos enchufar una estufa eléctrica? -pregunté inocentemente.

-¡Ni se os ocurra, demasiada luz pago porque estudiáis de noche!

-Usted no sabe lo sacrificado que es estudiar con frío, pasamos tantas horas sentados

que los pies y las manos se nos entumecen…

-¡Qué hombres! ¡Cómo los de antes, que desafiaban al cierzo arando las tierras…!

-María, no nos cuentes historias del pueblo -interrumpió Ricardo-. Mira los cristales,

no se empañan porque estamos a la misma temperatura que en la calle y eso que fuera

está nevando.

-Pues yo no siento frío… -replicó la mujer.

-Porque está gorda y va forrada, pero lo hace -insistió el viajante.

Para mí era muy duro sentarme toda la tarde a estudiar Anatomía, frente a la ventana,

y contemplar, a través de los cristales, los remolinos de copos de nieve en la ventisca.

En aquellas circunstancias era muy importante no perder el poco calor que almacenaba

mi cuerpo decrépito, por eso me ponía la ropa por duplicado, e incluso guantes, bufanda

y el abrigo, y aún más, llegué a echarme la manta de la cama sobre los hombros.

Una noche nos presentamos a cenar vestidos de tal guisa y la patrona se disgustó.

-¡Qué exagerados son estos chicos!

-Es tontería pasar frío… - contesté mientras Ricardo se reía.

-¡¿Qué pasa?! -preguntó Marino.

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-Los estudiantes se han sentado a la cenar con el abrigo puesto para protestar por el

frío que hace -explicó el viajante.

-¡Voy a ponérmelo yo también! –se solidarizó el joven ciego.

-¡Y yo! –se sumó Pedro “Grande”.

-Sabes que tenéis razón… -dijo el vendedor- ¡Voy a abrigarme!

En un santiamén regresaron todos protegidos del frío con bufandas, guantes,

chaquetones y hasta gorras.

-¡Qué hombres tengo a mi cargo! ¡Cómo los de antes, que rompían el hielo de las

charcas para dar de beber al ganado…!

-¡Echa más tarugos a la caldera, coño, y déjate en paz de decir jilipolleces! -chilló

Ricardo indignado.

-El problema no es echar, sino sacar luego las cenizas…

-Qué las saque Pedro “Chico”, el único que dejas entrar en la cocina. ¡Cómo no

come…! O lo hago yo ¡no me importa! -se ofreció Ricardo.

-Pedro entra sólo a desayunar, cuando yo estoy presente, porque allí guardo cosas de

mucho valor…

-¡Qué desconfiada eres! ¿Acaso piensas que te vamos a robar? ¿Acaso guardas un

tesoro entre las manzanas podridas? Si yo fuera un ladrón de nada te valdría tanta

cerradura como tienes puesta.

-Parece mentira que a los bejaranos, que tenéis tan cerca la nieve de la sierra, os

afecte tanto el frío… -puntualizó María con cierta sorna.

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-Béjar está más resguardada del cierzo que Salamanca… -respondí molesto.

Y para hacerla entender la situación, nos calentábamos las manos con el aliento que

humeaba en nuestras bocas y con el vapor de la sopa de fideos, que para mí no tenían

otra utilidad.

Todas las noches, antes de acostarnos, para entrar en calor, hacíamos gimnasia y

practicábamos artes marciales u otras modalidades de lucha. Era una manera de

calentarse mediante el ejercicio físico y los porrazos, combatir el sedentarismo y

liberarnos de la tensión diaria. Con el transcurrir del tiempo la ceremonia fue siendo

más compleja. Nos poníamos sólo los pantalones del pijama para desafiar, a pecho

descubierto, la baja temperatura reinante en el dormitorio. Después desfilábamos, cada

cual con su almohada al hombro, por la habitación hasta el espejo del armario, donde

gesticulábamos un repertorio de muecas que nos provocaban la risa. Más tarde,

completábamos varias series de ejercicios gimnásticos y, finalmente, combatíamos. Las

modalidades de lucha fueron variadas: lucha de almohadones, boxeo, judo, karate,

cuerpo a cuerpo con la luz apagada… Tales prácticas, bastante ruidosas por los

batacazos, caídas, ayes de dolor y carcajadas, eran un misterio fastidioso para los demás

inquilinos, aunque nosotros, gracias al ajetreo y a los golpes, nos acostábamos calientes.

-¿Qué cojones hacéis por noches? –nos preguntó Ricardo amenazante- ayer estuve a

punto de levantarme para abroncaros.

-¡Sois como potros! ¡Vais a destrozarlo todo! -le secundó la patrona, que a veces

aporreaba la puerta pidiendo silencio.

-¡No, son como loros: se pasan la noche dándole al pico…! –añadió Marino-. El otro

día oí a Pedro recitando poemas y el anterior a Sebastián cantando hasta las tantas.

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-Lo siento… procuraré hacer menos ruidos… -me disculpé avergonzado.

-Menos ruidos no, a las doce de la noche tenéis que estar dormidos -ordenó el

viajante enfadado-. Oigo llegar a los ciegos a golpes con el bastón, ¿cómo no voy a oír

vuestras risotadas?

-¿De quién os reís tanto? -quiso saber la dueña.

-¡De nadie…! ¡Nos reímos de chorradas! ¡Es relajante reírse…! -aclaró mi primo.

-¡Pues reíros a otras horas, coño, que el día es muy largo! ¡Quedáis advertidos! -

amenazó Ricardo.

A pesar de que la oposición era unánime, seguimos celebrando aquella absurda

ceremonia, pero en silencio absoluto, aunque era bastante difícil reprimir las carcajadas.

Una única manta era insuficiente para librarnos de los escalofríos en las gélidas

noches de invierno, por lo que intercalábamos, debajo de la colcha, toda nuestra ropa de

abrigo y hasta las faldillas de la mesa. A veces, nos acostamos vestidos y otras en la

misma cama por no desperdiciar ni una pizca de calor.

- ¡Qué frío hace! ¡Quién pillara una bolsa de agua caliente! - le decía a mi amigo.

-¡Calla, que dice la señora María que no lo hace! ¡Qué no lo nota!

-Es que la grasa es el mejor aislante térmico y a mí no me sobra.

Es cierto que, una vez metidos en la cama y al no poder dormir, charlábamos durante

horas; la conversación a menudo se animaba, el tono de la voz subía, discutíamos

apasionadamente sobre cualquier tema y, a veces, uno se quedaba dormido mientras el

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otro continuaba su monólogo. Por eso, de cuando en cuando, intercalábamos el famoso

“¿estás dormido?”, y si no había respuesta equivalía al punto y final. Efectivamente, yo

recitaba en ocasiones poemas de Antonio Machado, Lorca, Miguel Hernández y Paul

Valery; y Chan interpretaba canciones de la Cantata de Iquique, Jesucristo Superstar, o

Víctor Jara. Curiosamente, ambos éramos de ideología izquierdista y a la vez católicos,

aunque Sebastián era practicante y yo me debatía en un naufragio de fe.

-¡Cómo calentáis la lengua por la noche! -se quejaba Ricardo, que tenía un sueño

muy superficial.

Fueron diálogos sinceros, profundos y enriquecedores, gracias a los cuales aprendí

mucho de la vida y cambié para mejor. Aquellos debates fueron un abono para la

inteligencia.

Hartos de pasar frío, decidimos ir a estudiar a las bibliotecas públicas. Yo acudía,

todas las tardes, a la del convento de San Esteban, un lugar tranquilo y caliente, donde

daba gusto permanecer y trabajar. A la salida, solía darme un paseo por el claustro

descubriendo la diversidad de seres imaginarios de los capiteles y los viejos cipreses del

patio, que se fundían con el cielo estrellado. Así me aficioné a acudir a este hermoso

templo no sólo por motivos puramente académicos, sino también por razones artísticas,

pues me encantaba contemplar el magnífico retablo churrigueresco de enormes

columnas salomónicas, o pasear por las inmensas naves curioseando en las ricas

capillas, o tomar asiento en el coro para escuchar más cerca la música del órgano en la

misa de los viernes por la tarde. Allí no recibía sólo calor espiritual.

Atravesaba, entonces, una crisis religiosa, lógico choque entre fe y razón de las

enseñanzas científicas, avivado por la constatación personal de la enfermedad, el

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sufrimiento y la muerte en las prácticas médicas. Después de ver a un niño con parálisis

cerebral con importantes deformaciones que le condenaban a vivir postrado en un lecho,

se tambaleó la hipótesis de la existencia de Dios y mi espíritu se precipitó en un abismo

tenebroso y profundo. Sin embargo, visitaba aquel templo para apaciguar aquella lucha

interior en la que el ateísmo radical vencía.

El organista ensayaba los viernes por la tarde, antes de la misa, e interpretaba

delicadas piezas que me envolvían en un alud de emociones y de paz. Una tarde, subí al

coro para escucharle y me senté, permanecí recogido en la oscuridad y perdí la noción

del tiempo. Como tenía los ojos cerrados, no me percaté de la llegada de un monje, que

encendió la luz y me sorprendió en tal éxtasis. Me devolvió a la realidad con un toque

en un hombro.

-¿Te gusta la lectura? -me preguntó.

-Mucho.

-Entonces, sígueme. Te mostraré un libro.

Fui tras él por pasillos en penumbra pensando que me enseñaría algún antiguo códice

de su biblioteca secreta, pero acabamos en la sacristía donde me mostró la Biblia

abierta.

-Nos leerás algo de Salomón. Desde aquí hasta el final –me dijo señalando en la

página correspondiente.

-El “Cantar de los Cantares”-exclamé, mientras me familiarizaba con la lectura.

-¿Lo conoces?

-Claro.

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-¿Has leído alguna vez en misa?

-No.

-Entonces procura no ponerte nervioso.

No pude negarme, cuando el sacerdote me hizo una señal, subí al púlpito y, casi de

memoria, recité parte de aquel maravilloso poema. Por suerte no había ningún conocido

entre el público.

Estas y otras anécdotas enriquecedoras, que no contaré, nos sucedieron por buscar

calor fuera de la pensión que pagábamos.

No puedo terminar este capítulo sin un recuerdo para los gorriones, pues vivían en

peores condiciones que nosotros, pasaban la noche a la intemperie arrecidos en las

ramas desnudas y, a pesar de ello, me saludaban con sus trinos cada mañana, al cruzar el

parque de San Francisco camino de la Facultad de Medicina. Muchas veces me detuve a

contemplar el cadáver escarchado de algún pajarillo muerto de frío, y sufrí cada pérdida

como si de compañeros míos se tratasen. Descansen en paz aquellos seres dignos y

libres que, prematuramente, dejaron de revolotear en los frondosos cipreses de los

jardines y a los que dediqué varios poemas.

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CAPÍTULO QUINTO

DE LAS NOVEDOSAS EXPERIENCIAS CON CADÁVERES Y OTROS

RESTOS HUMANOS EN LA ANTIGUA FACULTAD DE MEDICINA.

Las prácticas de Anatomía trajeron nuevas y escabrosas sacudidas a mi existencia, ya

de por sí absurda. La sala de disección era amplia y luminosa; la luz se colaba desde

arriba, a través de varios ventanales desde los que se divisaba el cielo y las ramas de los

árboles del parque de San Francisco. Había dos filas de mesas de piedra artificial, con

un agujero en el centro, a través del cual drenaban los fluidos orgánicos al

correspondiente cubo de goma negra situado debajo. Como era de esperar, olía a

formalina y a putrefacción. En torno a cada mesa, los jóvenes estudiantes lucíamos

blancos uniformes y atendíamos a las explicaciones del jefe. Yo tuve suerte al poder

contemplar, desde mi posición, el ramaje de los olmos de la avenida, donde me

visitaban los pájaros y los rayos rojizos del atardecer.

Al principio recortábamos, pegábamos y coloreábamos las partes de un cuerpo

humano de papel: las venas azules, las arterias rojas, los nervios amarillos, los músculos

marrones… Era como una clase de trabajos manuales con tijeras, pegamento y lápices

de colores…

Al fondo de la estancia había un enorme cubo de goma negra, con una tapadera del

mismo material, que confundí con una papelera, pero al destaparlo para tirar los recortes

sobrantes vi dos o tres caretas humanas flotando en un líquido maloliente por el lado del

pabellón auricular. La visión de aquellos restos fue una sorpresa desagradable. Al cabo

de un rato, una compañera de mesa me preguntó:

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-¿Dónde has tirado los papeles?

-En aquel cubo -respondí señalando- pero ¡ten cuidado no te oigan!

-¡¿Por qué?!

-¡Por nada!

Un grito de terror aturdió los pabellones auriculares muertos y asustó a todos los

presentes, que miraron al fondo esperándose lo peor. Me dijeron que mi compañera no

pudo superar esta impactante visión y cambió la carrera de Medicina por la de

Enfermería. No había sido aún psicológicamente preparada.

Meses después, comenzamos el estudio del esqueleto. Al comenzar la clase, el

celador acudía con un saco lleno de huesos, como un rompecabezas desordenado, e iba

depositando en cada mesa los correspondientes a cada práctica. Como broma de mal

gusto, alguien colocó, a una alumna, un collar de vértebras humanas ensartadas en una

cuerda y perdió el conocimiento de la impresión sufrida, mientras otros extraían los

dientes de las calaveras o se batían con los fémures. Era una forma de erradicar

prejuicios y perder el respeto a la muerte, supongo. Conseguir algunos huesos

representativos, para estudiarlos en casa, era una aventura y los pocos disponibles

pasaban de una a otra generación de estudiantes por caminos oscuros, incluida su venta.

Aunque legalmente existía la posibilidad de obtenerlos en cualquier cementerio cuando

levantaran alguna tumba, siempre que se contara con los correspondientes permisos

otorgados por el Ayuntamiento, la mayoría de los sepultureros, incluidos los de Béjar,

desobedecían el mandato de las autoridades municipales. Por eso cuando presenté mi

demanda a uno de los enterradores me dijo con sarcasmo:

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-El que entra aquí no vuelve a salir ni con la firma del alcalde.

Busqué sin éxito en los mercados de Salamanca, dispuesto a pagar bien a estudiantes

de cursos superiores. Mi padre habló con un bedel conocido de la Facultad de Medicina,

empleado en el depósito de cadáveres y, aunque le puso muy buenas palabras, a la hora

de la verdad me fui con las manos vacías. Cansado de tanta incomprensión, decidí

colarme en el osario del cementerio de Béjar y tomar prestados algunos huesos.

Aprovechando las vacaciones de Navidad, un mediodía lluvioso, salté la tapia del

camposanto, mientras mi hermano Javier y mi amigo Leoncio, que también estudiaba

Medicina, vigilaban subidos a lo alto de un castaño del Plantío, para tener mejor visión

y avisarme si venía el sepulturero. Encajonado en aquel recinto angosto rebusqué en el

barro, entre cenizas de cremaciones, astillas de madera de los ataúdes, flores secas y de

plástico ajadas… Encontré algunas falanges intactas, que me guardé en los bolsillos, y

alguna otra pieza, quizá del carpo. De repente, me cegó una luz amarilla y todo

comenzó a temblar, perdí el conocimiento y me desplomé sobre los restos. No sé el

tiempo que permanecí así. Cuando desperté no sabía quién era ni dónde estaba porque

había perdido la memoria. Alguien gritaba en un árbol cercano y me dirigí en dirección

a la voz, choqué de cara contra el muro, trepé a lo más alto y di un paso en el vacío

cayendo desde una altura de más de tres metros. A pesar de todo, no sentí ningún dolor,

pues mi mente permanecía estuporosa. Me auxiliaron mis acompañantes porque yacía

manchado de barro; sangrando por la boca, porque me había mordido la lengua; y sin

poder mantenerme en pie. Entre los dos y como pudieron me llevaron a casa. Yo

andaba a trompicones con la cabeza y la mirada desviadas. Tardé muchas horas en

recuperar la memoria y estuve todo el día en cama con un gran quebranto. Mi madre,

después del susto inicial y tras oír lo sucedido, llegó a la conclusión de que había sido

obra de las ánimas para impedir el hurto. Algunos días después, el médico de cabecera

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me atendió en consulta privada y me envió a Salamanca, donde un neurólogo me

diagnosticó de epilepsia y me puso tratamiento. Yo pienso que la causa fue el mal

comer, el poco dormir y el mucho estudiar, pues nunca más volví a sufrir otro ataque.

Chor, mi hermano pequeño, por su cuenta, regresó al osar y me trajo, dentro de una

saca, dos calaveras y otros huesos que me fueron muy útiles para aprobar la Anatomía;

aunque mi madre, por respeto a los difuntos, nos prohibió que los guardáramos en casa.

Al reanudarse el curso, conté a Sebastián lo ocurrido en aquellas jornadas de

descanso frustrado.

-Tengo un amigo saqueador de osarios –me acusó, bromeando.

-Caras me salieron las cuatro falanges que cogí.

-No vuelvas al cementerio, por si acaso.

-No… Está pensión parece un hospital…Tengo que tomar seis pastillas al día y tres

son de barbitúricos… No sé si voy a rendir igual en los estudios tan sedado…

-¡Tendrás que poner más voluntad!

-¿Más todavía?

-¡Sí! Tú acabarás la carrera de Medicina, pase lo que pase. ¡Estoy seguro!

Fue mucha la ayuda moral que mi primo me dio en aquellos momentos difíciles,

cuando me parecía que el mundo se iba a derrumbar conmigo. Resultó que él también

era epiléptico, aunque sus crisis eran parciales, sufría ausencias sin derrumbarse al

suelo.

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Pronto empezamos el estudio de las extremidades y nos habituamos a ver a los jefes

de mesa transportando los decrépitos miembros amputados, y a hurgar buscando tal

músculo o tal nervio. De ahí pasamos a inspeccionar los cadáveres completos de dos

hombres y una mujer que, según los repetidores, llevaban bastantes años en uso, por lo

que era difícil soportar su olor. Yo seguía las explicaciones desde la segunda fila,

mirando entre las cabezas de mis compañeros, tapándome la nariz y con los ojos

enrojecidos por el formol. Mientras las manos de los alumnos separaban los órganos, mi

mente volaba con los gorriones, más altos que los pararrayos de la catedral.

-Desde que hago prácticas con cadáveres me asquea la carne -comentaba durante la

comida.

-No me extraña –me respondió Sebastián.

-Traes un tufo a muerto en la bata que apesta - protestó Ricardo.

-Ahora mismo me huele mal -se quejaba Marino.

-Porque ha traído un trozo de carne para el potaje de la señora María -bromeó

Ricardo.

-¡Eso no lo digas ni en broma! -le reprochó el invidente más joven.

-¿Te habrás lavado las manos antes de sentarte a la mesa? –quiso saber el viajante

con descaro.

-Claro que sí, siempre lo hago por higiene - respondí.

-¿Has escuchado, Marino? ¡Come el pan sin ascos! -insistió Ricardo.

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A pesar de tantas dificultades, aprobé todos los parciales con notable, e incluso me

atreví a cuestionar la nota de un examen al doctor Amat, el catedrático de Anatomía,

pidiendo el sobresaliente. El profesor me recibió en su despacho y me habló muy

amablemente.

- Es la primera vez que alguien no se conforma con un notable -me dijo-, acepte

usted mi felicitación…

Juntos revisamos el ejercicio y encontramos algunos errores en la inserción de

algunos músculos, que debieron producirse al tomar apuntes.

-Estudie usted en libros -me aconsejó- evitará imprecisiones.

-No puedo comprarlos -le respondí.

-No hace falta que los compre, están a su disposición en la biblioteca de la Facultad.

A partir de entonces, en largas horas de trabajo, fui copiando los libros que

necesitaba. Amat se aprendió mi apellido y siempre que nos cruzábamos nos

devolvíamos cordialmente el saludo. Durante toda la carrera tuvo un trato especial

conmigo.

Todo el día lo dedicaba al estudio de la Medicina con auténtica pasión, con

curiosidad insaciable y derrochando las pocas fuerzas que tenía. Madrugaba e iba

corriendo por las calles, para llegar pronto y sentarme en las primeras filas de bancos,

ilusionado por lo que iba a aprender en aquella jornada. Asistía a todas las clases

tomando apuntes en ocasiones artísticos, pues siempre estuve dotado para el dibujo y la

pintura. Revisaba y corregía el material manuscrito comparándolo con los libros de la

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biblioteca. Pasé muchas horas solo, estudiando y tiritando de frío, cubierto en parte por

una manta o por el abrigo, esperando la primavera más que los gorriones. Con fuerza de

voluntad inquebrantable afronté cuantas dificultades tuve, pues no estaba dispuesto a

fracasar. A veces, me contemplaba en el espejo del armario durante varios minutos y en

mi mente surgían cientos de preguntas que no podía contestar.

-¿Por qué estoy destrozándome? ¿Merece la pena quemar mi juventud entre cuatro

paredes? ¿Servirá para algo tanto sacrificio?

Me fui consumiendo, adelgacé aún más y tuve que hacer nuevos agujeros a la correa

para que no se me cayeran los pantalones. Mi rostro demacrado lucía dos patéticas

ojeras debajo de los ojos cansados y doloridos por el estudio. Hubo que poner coderas a

los jerseys, agujereados del roce contra las superficies de madera.

Consulté libros de Medicina Interna y de Neurología para saber que era la epilepsia y

no me gustó lo que leí. Vivía con el temor permanente a sufrir un ataque imprevisto en

la Facultad o en la calle, pues los factores de riesgo eran muchos y los cuidados pocos.

Aquel atiborre de pastillas disminuyó mi capacidad de concentración. No fueron días

maravillosos, aunque tampoco faltaron instantes de felicidad, como el rayo que se

filtraba entre nubes negras de tormenta. Los fines de semana Sebastián se iba a Béjar,

yo me quedaba en Salamanca estudiando, aunque en los ratos libres, salía a despejarme

y también disfrutaba con la música de los órganos de la Catedral y del convento de San

Esteban; de paseos por las orillas del Tormes bajo chopos desnudos y gaviotas libres,

cerca del soberbio puente romano y de los verracos de piedra contra los que golpearon

al Lazarillo. Sorprendí estrellas prisioneras entre el ramaje escarchado del amanecer.

Atisbé la luz en el paisaje cambiante de aquellas tierras arcillosas, rojizas y amarillentas.

Me recreé en silenciosas caminatas por la ciudad brumosa y fantasmagórica, rica en

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rincones donde el tiempo se había detenido gracias a extraordinarias obras artísticas.

Supe del recogimiento y la oscuridad de sus humildes templos románicos. Comprendí la

fantasía del gótico y la majestuosidad recargada del barroco… Compendié parte de estas

sensaciones en poemas simples, agrupados bajo el título “El Vuelo Azul”, un poemario

parido en soledad inhóspita, arrancado a impulsos, con trozos imprecisos de sueños y

esperanzas, con deseos irrealizables por imposibles, pero con el coraje que nos obliga a

luchar cada día, porque cada segundo de nuestra existencia es importante por el simple

hecho de pertenecernos. Nadie ha derrochado tanta ilusión. Aquellos apuntes estaban

plagados de frases de ánimo: “¡Vencerás! ¡Es preciso seguir luchando! ¡Continúa!

¡Falta poco para el final!”, es posible que también guarden alguna lágrima que

emborronó algún subrayado. Sebastián me ayudó en aquel trance complejo, también mi

familia cuando regresaba a Béjar algún fin de semana. En uno de estos viajes, un joven

pasajero tuvo una crisis epiléptica y cayó convulsionando en el pasillo del autocar. En

medio del lógico revuelo, algunos hombres intentaban sujetarle y devolverle a su

asiento. Sebastián y yo nos acercamos con calma.

-¡Déjenme con él, yo también soy epiléptico y sé cómo hay que atenderle! –advertí

con tanta autoridad que todos se apartaron y volvieron a sus sitios. Le dejé en el suelo

cuidando que no se lastimara hasta que recuperó la conciencia, después le ayudé a

sentarse junto a su madre, que lloraba impotente.

-¿A ti también te dan dos crisis al día? - me preguntó la buena mujer.

- No señora –respondí, aún avergonzado.

-Muchas gracias por vuestra ayuda… -nos dijo, mientras limpiaba la saliva de su hijo,

un muchacho de mi misma edad pero con evidente retraso mental.

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Al regresar a mi plaza, sentí que todas las miradas se clavaban en mí, no sé si por

nuestra buena acción o por lo que, sin querer, confesé.

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CAPÍTULO SEXTO

DE LAS OTRAS CARRERAS.

La monotonía del curso se rompió cuando publicaron el anteproyecto de una ley que

encarecía la enseñanza, entre otras cosas. Aquella mañana, alguien colocó, en los

pasillos y clases, enormes pancartas llenas de frases alusivas escritas con grandes letras

rojas. En la fachada pintaron anuncios de huelga estudiantil y convocaron una asamblea

en la Facultad de Medicina. Como no me pareció bien que hubiesen manchado con

pintura un monumento artístico, no acudí a la reunión. Me atrincheré en la biblioteca y

estuve estudiando, no podía perder un minuto en parlamentos inútiles. Al salir, me topé,

en la misma puerta del recinto, con un grupo de estudiantes insultando a la Policía

Nacional, que cargó en ese momento, por lo que di media vuelta y corrí a refugiarme en

el viejo edificio. Fuimos testigos de un tumulto lamentable, ya que algunos chavales de

instituto apedrearon a los “grises”, que respondieron disparando pelotas de goma,

atrincherados tras sus escudos de plástico. En las escaramuzas que siguieron hubo rotura

de cristales, incluidos los de la biblioteca, desde donde yo contemplaba la escena. Los

coches aparcados en la zona sufrieron múltiples abolladuras por las pedradas que

recibieron. Hubo un momento de confusión y nerviosismo cuando los agentes del orden

controlaron la situación tomando la entrada del edificio, nos temimos un desalojo

violento, quizás con represalias. No fue así, al existir leyes que impedían a los

antidisturbios entrar en la Universidad. Los más jóvenes hostigaban desde dentro, pero

pronto gastaron sus municiones. Cuando se apaciguó el panorama, atravesé el

improvisado campo de batalla y volví a la pensión, dando un rodeo y con la carpeta

escondida. Después fui a ver a mis abuelos paternos, Pedro y María Antonia, alojados

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en casa de sus hermanas, y cuando narré lo sucedido mi abuelo aplicó unos de sus

sabios refranes:

-Más vale rodear que no mal andar. Una gitana que lo oyó dijo: “no son refranes, son

verdades”. No te metas en líos de política, que tu nombre no figure en ninguna lista de

partidos o sindicatos, que a veces se usan mal cuando vienen mal dadas.

Luego me contó algunas anécdotas alabando la prudencia y para que evitara

participar en cualquier conflicto, o como él decía:

- “Qué por curiosidad no te fotografíen junto al cadáver”, o “las cárceles y las

sepulturas están llenas de valientes”.

La gente mayor era muy desconfiada a causa de la Guerra Civil. No les faltaba razón,

pues entonces vivieron atrocidades absurdas, como el martirio y asesinato de su tío, el

beato Lorenzo Cosmes Martín, fraile de la Orden de los Predicadores, muerto en Madrid

el 11 de agosto de 1936, y cuyos restos, brutalmente mutilados y desfigurados, fueron

identificados gracias a un botón de otro color, cosido por mi abuela unos días antes del

regreso. Aquellas represalias eran previsibles y le alentaron a quedarse en el pueblo

hasta que la situación mejorase, sin embargo, él era un valiente y no quiso eludir sus

responsabilidades como religioso. Volvió como un cordero a un corral de lobos por no

renunciar a su fe en Jesucristo. Mi familia paterna procedía de Macotera, un ejemplo de

castellanos religiosos, amantes de las tradiciones de este campo charro, que el sol abrasa

en estío y la escarcha endurece en invierno, donde escasean las sombras de las encinas

bajo la inmensidad limpia del cielo. Comí con ellos y disfruté con sus historias, que

reforzaban mi identidad, hundían mis raíces en la tierra para nutrirme con su sabia

ancestral y me hacían sentir miembro de una saga de luchadores.

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Al día siguiente, desoyendo consejos, acompañé a Sebastián a una asamblea de la

Universidad y los Institutos, que se celebró en el Aula Magna de la Facultad de

Medicina por su mayor aforo. Surgieron espontáneamente líderes estrafalarios, rojetes

de nuevo cuño con espesa barba ya canosa, vozarrón poderoso y autoridad para

imponerse y arrimar el ascua a su sardina. Nadie sabía por qué presidían y algunos

dudábamos que fueran universitarios, entre otras cosas por su mucha edad.

-¿Quién coño ha elegido a esos para presidir? -pregunté a Sebastián, que se

emocionaba en estos actos multitudinarios e incluso se atrevía a exponer públicamente

sus opiniones.

-Creo que son estudiantes de Derecho -me aclaró mi primo.

-Deben ser repetidores del último curso.

-¿Por qué?

-Porque algunos ya deben tener nietos… ¿No crees?

Hubo un lleno absoluto, incluso quedó gente de pie, entre las volutas del humo de los

cigarrillos y las manos levantadas solicitando turno para intervenir, vimos y escuchamos

al chistoso de turno, al revolucionario convencido, al manipulador sutil, al pardillo que

no se entera, a los que quieren votar ya, a los que aplauden y abuchean, a los que

cuentan manos… Por supuesto, Sebastián y yo también intervenimos para que

apuntasen nuestra propuesta en la pizarra. Al final la gente dejó de atender y aquello se

transformó en una reunión pajarera, donde todos hablaban, nadie escuchaba, y los que

se aburrían iban saliendo. Todo para convocar una manifestación por la tarde, trazar su

recorrido y los puntos donde volvería a comenzar en caso de ser disuelta.

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A las seis en punto, en la plaza de Anaya, junto a la Catedral, cientos de jóvenes

evidentemente nerviosos, pues no había sido autorizada, iniciamos la marcha. Todas las

bocacalles del itinerario estaban tomadas por la policía, que conocía a la perfección

nuestros planes. Mi primo y yo nos situamos en el centro de la muchedumbre y

comentábamos las proclamas, algunas graciosas. Casi todas las entradas a la Plaza

Mayor estaban bloqueadas con coches patrulla. Seguimos por la calle Zamora.

-¡Chan, esto es una ratonera! ¡Nos han metido en la boca del lobo! –exclamé, al

comprobar que estábamos rodeados.

-Tú tranquilo - me respondió - nosotros somos buenos corredores…

-¿Y cómo vamos a correr entre tanta gente?

-¡Cuándo llegue el momento lo sabrás!

La marcha se detuvo en las proximidades de la plaza Zamora, pues la calle estaba

cortada con varios furgones y vehículos policiales, detrás de una barrera perfectamente

alineada de “grises” pertrechados con escudos, porras y rifles para disparar pelotas de

goma y botes de humo.

-¡Dispérsense! ¡Dispérsense o nos veremos obligados a intervenir! –amenazó una

voz a través de la megafonía, pero la muchedumbre no hizo caso porque no había

escapatoria.

Pronto sonaron las primeras pedradas contra los cristales y la carrocería de los

automóviles. Las sucesivas cargas policiales nos obligaron a retroceder hasta la Plaza

Mayor, donde la multitud se hizo fuerte y consiguió acorralar a un grupo reducido de

antidisturbios, que tuvo que guarecerse tras sus escudos de plástico de la lluvia de

guijarros y ladrillos que caían desde todas partes.

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-¡Grises, asesinos! ¡Grises, asesinos! -gritaba la gente al unísono.

Varios furgones de refuerzo entraron en la plaza y los agentes azuzaron perros contra

los manifestantes, creando confusión y caos, que aprovecharon para detener a los

cabecillas más violentos. Fue tal el pánico ante los pastores alemanes sueltos y

enfurecidos, que forzamos una salida entre los vehículos policiales, esquivando sus

porrazos, e incluso saltando por encima de otros con peor suerte, que yacían heridos en

el suelo. Nos fuimos a casa ilesos de milagro.

-¡Cómo sonaban los palos! - exclamó Marino sonriente.

-¡Los oíste! -dijo Ricardo-. ¡Sí, algunos chillaban como ratas!

-¡Ya lo creo! ¿Vosotros no os habéis manifestado? -se interesó el invidente.

-¡Allí estuvimos! -le respondí.

-¿Os han calentado?

-No, pero por el canto de un duro…

Los días siguientes hubo nuevas asambleas y manifestaciones, pero yo no asistí. En

una de ellas los estudiantes de Medicina tuvieron la desafortunada idea de acudir con las

batas puestas, distintivo por el que fueron fácilmente identificados y escarmentados.

También lo fue, según me dijeron, una pastelera con similar uniforme pero del todo

inocente.

Sebastián estaba muy interesado en la política, por acompañarle a actos públicos de

izquierdas me vi involucrado en otros altercados, como los ocurridos en el Pabellón

Municipal de Deportes, durante un concierto de “Quilapayún”, un grupo chileno famoso

por “La Cantata de Santa María de Iquique”, obra en la que denunciaban la matanza de

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obreros de las minas de salitre en huelga a manos del ejército. Al final del espectáculo,

cuando el público emocionado cantaba el himno socialista con el puño en alto, irrumpió

en el escenario un grupo numeroso de militantes de Fuerza Nueva, armados con cadenas

y bates de madera, rompieron los instrumentos y el equipo musical, aunque los

integrantes del grupo consiguieron huir de los agresores. La reacción de los asistentes

no se hizo esperar y sonaron inmensas bofetadas a través de los altavoces. Tuvo que

intervenir la Policía Nacional, que acordonaba el polideportivo, para evitar el

linchamiento de los ultraderechistas, lo que motivó empujones y golpes en el intento de

escapar.

Con Sebastián también asistí a una conferencia de un importante líder socialista y a

un ciclo de películas de Bertolucci donde proyectaron “La Estrategia de la Araña”, entre

otras.

Aunque yo procediera de una familia obrera, en la que hubo algún sindicalista, y por

ello me sintiese más próximo a la izquierda, no estaba aún políticamente definido. Mi

gran afición era el arte, sobre todo la poesía, por eso amaba la libertad individual e

íntima inherente a cada existencia y aborrecía cualquier forma de gregarismo. La

instauración reciente de la democracia en nuestro país puso de moda el interés por los

temas políticos. La Transición trajo un indescifrable jeroglífico de siglas de partidos de

dudosas intenciones. Los domingos, a mediodía, instalaban sus puestos

propagandísticos en la Plaza Mayor para repartir panfletos y pegatinas, tramitar

afiliaciones, recoger firmas en apoyo de las más inverosímiles causas, vender insignias

o banderas… La gente acudía con curiosidad e interés a las reuniones y conferencias

que organizaban… Hasta en la Facultad de Medicina se discutía de política. Era difícil

cruzar aquel océano tenebroso como yo lo hice: como un demócrata sin pasión y sin

rumbo, pero no a la deriva. Me declaré apolítico y humanista, aunque nadie me creyó.

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Mientras Sebastián se entusiasmaba con la canción social de cantautores como Víctor

Jara, yo prefería el rock sinfónico de Pink Floid y Genesis, de los que traje dos cintas:

“La Cara Oculta de la Luna” y “Engaño en la Cola”, que escuchaba en el radiocasete de

mi primo. Así, yo veneraba la individualidad y era introvertido, tímido y poco sociable,

lo contrario de Sebastián, que participaba en múltiples proyectos y actividades, e

incluso ejercía de monitor en Junior, una asociación de jóvenes católicos para la que

quiso captarme sin éxito.

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CAPÍTULO SÉPTIMO.

SOBRE EL RITUAL DE INICIACIÓN.

A menudo, incumpliendo la norma del silencio, narré a Sebastián algunas aventuras

de la banda de los 7 K, a la cual pertenecía. Se emocionaba con estas historias y reía a

carcajadas, sin embargo, como era comunicativo, las contó en Béjar, llegaron a oídos de

mis amigos y se molestaron conmigo, así perdí las pocas influencias que aún

conservaba en el grupo. Con mi marcha hubo un cierto distanciamiento, rara vez nos

escribíamos y sólo en una ocasión vinieron a verme a Salamanca. Lo más memorable de

aquella fugaz visita, en un día invernal, fue el frío que pasamos y la bronca que me echó

un tío segundo por haber aceptado la invitación de mis tías, que se empeñaron en que

comiéramos en su casa. Les enseñé la pensión y luego fuimos a ver al otro amigo que

también cursaba primero de Medicina y vivía en una residencia de estudiantes a las

afueras de la ciudad, en la carretera de Zamora. No creo que nadie recuerde algo más de

tan desastrosa jornada que, por supuesto, no volvió a repetirse.

Yo propuse el nombre 7 K en memoria de una banda de la Plaza Mayor de Béjar,

pues todos sus integrantes llevaban tatuado en un brazo la palabra KIE, que al parecer

significaba amigos en un idioma extranjero. La K no era la inicial de karate, como

después se dijo, y aunque al principio fuimos 7 amigos, después pertenecieron a ella

otros muchachos, aunque el nombre ya no se modificó. Luis y yo empezamos a salir

juntos a la edad de 8 años, como entonces los hermanos mayores nos ocupábamos de

los pequeños, también venía Ángel y yo llevaba a Javi y Chor, y a mi primo Juan, que

siempre fue como un hermano, pues nos criamos en la misma casa, Barrioneila número

20. En una época posterior se unieron Mario y José Charli; y finalmente Leoncio.

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Aún conservo un diario que data de 1969 donde describo las batallas con otra banda

rival de la Antigua por el control de un extenso territorio: desde el puente de Don Paco

hasta el del regato Ontoria, un escenario agreste con enormes canchaleras de granito

como el Tranco del Diablo; bosques de robles, arces y avellanos como la Umbría;

pastizales como el de la Casa de la Vega; grutas como la cueva de los Murciélagos y

piscinas naturales de aguas cristalinas.

La guerra duró varios años y concluyó con la quema de todas las casetas, cuando tras

duros entrenamientos en mitad del campo, aprendimos artes marciales. Entonces

abandonamos la vieja táctica de saquear y huir, dejamos de correr y nos convertimos en

una de las bandas más respetadas de Béjar. Fue una gran paradoja, pues comenzamos

luchando entre nosotros como una práctica deportiva, ya que ninguno era especialmente

pendenciero. Hubo peleas con otros grupos, absurdas costumbres de la juventud de

entonces, y aunque no buscásemos tales afrentas tampoco las rehuíamos cuando

surgían. En una de ellas tuve que desviar un navajazo que me hubiera malherido en el

pecho, al final inmovilicé al agresor, le quité la navaja y le dije que se marchara.

Aquella noche, aprendí que la violencia es un veneno que mata en un abrir y cerrar de

ojos. En consecuencia no merecía la pena arriesgarse en reyertas inútiles que siempre

terminaban mal para alguno y generaban nuevos rencores. Hice mío aquel verso: “no

buscar más odio del que te tengan”. Aquel fue mi último combate, después permanecí

pensativo en la penumbra del Hospital Viejo, bajo un castaño de Indias, mojado por la

lluvia, cubierto de barro y con un arma ajena en mi mano derecha. También luchó y

venció Luis. Aquel incidente fue muy comentado en Béjar y nos ganamos el respeto de

los grupos más hostiles. Aunque Sebastián nos tildase de macarras, nunca lo fuimos. Mi

consideración hacia él no era mucho mejor, antes de convivir en la pensión, mi primo

simbolizaba al típico joven idealista y religioso, aparentemente feliz, que a los 18 años

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ya tenía novia formal e incluso proyectos de futuro, que nunca había peleado con nadie

ni realizado actividades de riesgo… Me gustaba hacerle rabiar con tales argumentos,

acusarle de poner la otra mejilla, traspasarle mis dudas religiosas para conocer sus más

profundos pensamientos, así cuestionaba la existencia de Dios y el amor cristiano como

norma de vida. Era difícil enfadarle y contraatacaba recordándome que, hasta hacía

algunos meses, yo también ejercí de catequista en la parroquia de los Pinos y preparé a

un grupo de niños para la Comunión. Ambos podíamos conversar sobre cualquier pasaje

del Nuevo Testamento, porque nos lo sabíamos casi de memoria.

En el transcurso de los días fuimos acercando posiciones, gracias a las largas y

educativas conversaciones sobre los más diversos temas, o a aquellas discusiones

apasionadas, tan molestas para el resto de los inquilinos.

Un día Sebastián me pidió que le enseñara a luchar y así empezamos las prácticas

nocturnas que tantos perjuicios nos trajeron. Me sorprendió cuando quiso superar las

tres pruebas del rito de iniciación para pertenecer, simbólicamente, a los 7 K. Una

mañana de finales invierno fuimos al legendario lugar, con Javi como testigo, a cumplir

con el arriesgado ceremonial. El campo olía ya a primavera, verdeaban los árboles de

las frondas y los álamos de las choperas, el rocío brillaba sobre la hierba y florecían

violetas y botones de oro. Dimos un largo rodeo corriendo campo a través entre zarzas y

arbustos, por sendas intrincadas y entre peñas, por ver si mi compañero se fatigaba y

desistía, pero no lo conseguimos. El rito comenzó en el puente de los “Tres Troncos”,

vestigio ruinoso con un trío de vigas gruesas de castaño apoyadas en dos machones de

granito, a varios metros de altura sobre el río Cuerpo de Hombre. Cruzamos como

equilibristas, pues la madera estaba húmeda y resbaladiza, cada cual sobre un tronco. Al

alcanzar el tramo final, el menos alto, Sebastián resbaló y se desplomó en la orilla

fangosa; a pesar del traspié, salió ileso, aunque embarrado hasta las rodillas. Bromeó

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sobre el incidente y quiso seguir. Caminamos por el sendero de la Umbría, un bosque

frondoso de castaños, robles, avellanos, arces y nogales, que recibía muy pocas horas de

sol, lo que explicaba un ecosistema especial con todo tipo de musgos, líquenes y

helechos. A finales de febrero, florecían los narcisos silvestres y las prímulas. Subimos

a lo alto de la Bota del Tranco del Diablo, un canchal de reducidas dimensiones en

medio de un abismo profundo, desde donde si se superaba el vértigo y la inseguridad

inherentes a la altura, se disfrutaba de una panorámica a vista de pájaro. Bajamos,

después, al fondo del precipicio por la “Cueva del Polvo”, descolgándonos por la hiedra

trepadora. No nos pareció prudente escalar la pared contraria por “El Canal”, una

pendiente vertical con rocas que se desprendían fácilmente. Dimos la prueba por

concluida y superada. Al día siguiente, los tres subimos a Hoya Moros para confirmar

su ingreso, pues una de nuestras actividades preferidas era el montañismo en la Sierra

de Béjar y en los montes cercanos.

Sebastián me hablaba a menudo del amor como eje de la vida, sin embargo en la

panda se consideraba un signo de debilidad y dependencia. Hubo amores idealizados y

platónicos, que habían de ocultarse para evitar burlas y represalias de los demás, pues

este sentimiento ni se aceptaba ni se comprendía. Aconsejado por mi primo transformé

mis pretensiones imaginarias en reales, lo que me supuso una rotunda decepción, que

quedó reflejada en algunos poemas, por aquel rechazo fui ridiculizado sin piedad, igual

que antes le sucedió a otros, pero dejé atrás un lastre del pasado que me impedía vivir

con sosiego. En la distancia fructificaron tales rupturas y el olvido limpió lo demás.

Durante los pocos fines de semana que iba a Béjar, me incorporaba a las actividades

de la panda como uno más, aunque, como no podía consumir bebidas alcohólicas,

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asistía con demasiada serenidad a las fiestas. Por aquel entonces nos gustaba ir a la

discoteca a bailar rock duro, sobre todo las canciones de “Deep Purple” incluidas en el

disco “Made in Japan”.

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CAPÍTULO OCTAVO

DE NUESTRA EXPULSIÓN, PARA EL BIEN DE TODOS

Faltaban pocos días para la Semana Santa y ambos estábamos eufóricos por las

vacaciones próximas. Sebastián había progresado en la práctica de las artes marciales.

Aquel día nos preparamos para otro combate como solíamos, desnudos de cintura para

arriba.

-¡Estás en los huesos! –me recordaba mi primo- ¡Me da pena pelear contigo!

-¡Preocúpate por ti, que yo tengo mucho nervio!

-¡Mira que músculos…!

-¡Cómo juegas a balonmano!

Después cogimos las almohadas.

-¡Toma, forzudo! - bromeé mientras le asestaba un buen golpe.

-¡Me has hecho daño! -protestó Sebastián, molesto.

-¡De eso se trata! ¿No?

-¡Tú lo has querido! ¡Voy en serio! -me dio un porrazo por todo lo alto.

-¡Ten cuidado con la bombilla!

Al escucharnos acudió la patrona enfadada.

-¡Gamberros! ¿Qué hacéis ahí dentro? ¡Vais a romper algo! -nos advirtió, mientras

golpeaba la puerta cerrada.

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Entonces nos entró la risa tonta y no la podíamos parar. En vano nos tiramos sobre la

cama y mordimos la ropa para que no se nos oyera.

-¡Culpable de adulterio! -exclamó Sebastián, apuntándome con el dedo en tono

acusador-. ¡Te pillé “in fraganti” morreando con el almohadón!

Y yo estallaba en una nueva e incontenible carcajada.

-¡Dejadme entrar! -gritó María desde el pasillo.

-¡No estamos visibles…! -dije entre risotadas, ambos ya por el suelo, cada cual con

su almohada.

-¡Apagad la luz! ¡Inmediatamente! ¡A la cama! –ordenó la dueña.

-¡Cómo mande! -respondimos y apagué.

Tardamos un buen rato en dominar las risas.

-Te reto a una pelea cuerpo a cuerpo y en la oscuridad -propuse.

-¡Vale!

Y nos enzarzamos en silencio. Intenté un volteo pero mi primo se agarró a mí con

fuerza y perdimos el equilibrio, cayendo sobre mi cama, que se desplomó con tanto

estruendo que la patrona acudió fuera de sí.

-¡Potros! ¡Sois unos potros! -gritó mientras aporreaba la puerta- ¿Qué habéis roto?

¡Salvajes!

Nosotros permanecimos inmóviles en la sombra, enredados entre la ropa y

sorprendidos por el accidente.

-¿Qué habéis roto? -insistió la patrona.

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-Nada. No ha pasado nada. –contesté con nerviosismo, pero al escuchar mi respuesta

Sebastián comenzó a reír de nuevo, su hilaridad me contagió y tuvimos que morder las

mantas muchos minutos hasta sofocar la risa. Como no abrimos la mujer se cansó y se

marchó a la cama, momento que aprovechamos para investigar los daños con una

linterna.

-Se ha roto una de las pestañas metálicas sobre las que apoya el somier y otra está

doblada - diagnosticó mi primo.

Intentamos enderezarla pero fue imposible porque amenazaba con partirse.

Solucionamos la situación sujetando el somier con una correa de cuero y, después, con

una cadena y un candado que adquirimos; así dormía, sin hacer movimientos bruscos

para no descuajaringar aquella instalación tan precaria y con miedo a partirme la cabeza

durante el sueño. Por la mañana retirábamos las ataduras y el lecho quedaba en un

estratégico equilibrio inestable, con el somier apoyado sobre dos patillas sanas y otra

torcida. El invento funcionó durante medio mes pero, como lo mal hecho mal acaba,

aquel estropicio también fue descubierto. Ocurrió mientras la señora hacía la cama, al

apoyarse derrumbó aquel castillo de naipes y quedó atrapada en sus ruinas.

-¡Socorro! ¡Qué alguien me saque de aquí! -vociferó angustiada, pues a pesar de

muchos esfuerzos era incapaz de incorporarse, en parte a causa de su gordura y torpeza.

Después de bastante rato, se despertó Marino, acudió a ayudarla asustado por las

voces y sin ver que sucedía.

-¡¿Qué pasa?! ¿Por qué grita? -preguntó el ciego con manifiesta inquietud.

-Estoy aquí, en el suelo, entre las ropas de la cama que me han destrozado esos

sinvergüenzas. ¡Ayúdame a levantarme!

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-¿Se ha hecho daño? -se interesó el invidente mientras palpaba agachado para

localizarla.

-No. Ha sido un susto de muerte.

-Tranquila. ¡Apóyese en mí, voy a tirar para sacarla de ahí!

Aunque Marino era corpulento tuvo que emplearse a fondo para conseguirlo.

Después la mujer inspeccionó el catre y localizó el desperfecto.

-¡Aquí falta una patilla!

-Tendrá que venir a un herrero a soldarla -aconsejó el hombre.

-¡El que rompe paga! ¡Me van a escuchar esos salvajes!

Al volver de la Facultad, encontré a María iracunda en el dormitorio e imaginé lo

sucedido.

-¡Mira! -me chilló señalando el amasijo de hierros, sábanas y manta-. ¡El trompazo

de la otra noche! ¡Y encima tuve que aguantar vuestras risas y burlas…!

-Fue sin querer -respondí en un intento de justificar el inesperado accidente.

-Me da igual. Recoge tus cosas y os marcháis de la pensión en cuanto venga tu primo

–me ordenó sin dudarlo.

-¿Nos echa? –pregunté, ingenuamente, para ver si recapacitaba sobre tan drástica

medida.

-¡Ya me has oído!

-¿Y adónde vamos a ir a mitad del curso?

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-¡Me da igual lo que hagáis! ¡Cuánto más lejos mejor!

-Por favor, nos deje hasta que encontremos otro alojamiento, para no perder clases -

supliqué preocupado.

-¡Tres días! ¡Ni uno más! ¡Llama a tus padres y cuéntales lo sucedido! ¡Diles que

también me adeudan lo que cueste el arreglo de la cama, a medias con tu primo!

-¡Se lo diré! ¡No se preocupe!

-Gracias a que Marino estaba en casa para socorrerme… ¡Casi me mato por vuestra

culpa!

-Discúlpenos… -dije arrepentido al ver el estado de nerviosismo de la patrona.

María salió de la habitación y Marino me narró el dramático rescate, también

enfadado con nosotros. Cuando vino Sebastián le comuniqué la noticia, aunque no le

afectó tanto como yo esperaba.

-¡Qué ingenuos hemos sido! ¡Quizá sea lo mejor para todos! ¡En cualquier otro lugar

estaremos mejor que aquí! Realmente no sé por qué no nos hemos ido nosotros a

principio del curso… -comentó mi primo sentado sobre la cama.

-Por seguir juntos, supongo… -respondí.

-Sí, una buena razón para soportar tantas calamidades… Esta tarde empezaremos a

buscar otro alojamiento, aunque será difícil encontrar para los dos a estas alturas… El

próximo año volveremos a ser compañeros y espero que tengamos mejor suerte que

éste.

-Tendremos que comportarnos mejor para que no nos echen.

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-Sí, se acabaron las peleas de almohadones.

-Y las artes marciales.

-Y cantar ópera rock de madrugada.

-Y recitar poemas a la luna.

-Y los monólogos en la oscuridad mientras el mundo duerme.

-¡Nos aburriremos como ostras…!

-¡Ya se nos ocurrirán cosas nuevas…!

Así acabó mi estancia en aquella lúgubre y gélida vivienda. Mis tías me encontraron

alojamiento a la vuelta de la esquina, en el domicilio de una patrona viuda, la señora

Alejandra, que me trató de modo muy diferente durante los cinco años que tardé en

licenciarme en Medicina. Como quedó convenido, Sebastián fue mi compañero dos

cursos más y nadie tuvo queja de nosotros, al contrario, la señora nos puso como

ejemplo de estudiantes ideales a las generaciones posteriores que residieron en su casa,

aunque esa fue otra historia.

FIN

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*

AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN

BEJAR, Noviembre de 1998.

EL PRADO DEL FIN DEL MUNDO

Casi todas las tardes de agosto iba con mi abuelo a la fuente de Doña Elisa, situada

en medio del campo, para llenar el botijo de agua fresca. Yo tenía cuatro años, pero aún

recuerdo con claridad los olmos y castaños de Indias, que bordeaban el camino, y el

frescor de la brisa, que disipaba el calor del asfalto y balanceaba, musicalmente, el

ramaje. Caminábamos en armonía, como únicos protagonistas del inmenso escenario

del mundo, como pavesas del atardecer rojizo, como sombras chinescas irrepetibles en

el contraluz del sol cuando se hundía en el horizonte para dar paso a la noche.

Mi abuelo se reunía con sus amigos en aquella fuente y charlaban de temas para mí

incomprensibles, alegrándose hasta el punto de reír.

Aquel lugar era un espacio de confluencias, tal vez por eso el arquitecto la diseñó

como un recinto cuadrangular, protegido por dos fuertes muros de granito, y con bancos

de piedra que, aunque duros e incómodos, permitieran descansar al caminante tras saciar

su sed y contemplar el paisaje.

El agua del manantial fluía tan melodiosamente como si quisiera conversar con los

allí presentes.

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Mientras tanto, yo escuchaba el monótono canto de las cigarras, el graznar de los

grajos que cruzaban hacia las choperas y el suspirar de los búhos.

La sucia mancha del anochecer me apagaba los colores y me encendía las luces del

enorme tablero de ajedrez de la villa, las luciérnagas entre la hierba y los astros del

firmamento.

Mientras aquellos ancianos se narraban las anécdotas de su vida, yo descubría el

mundo, un mundo para mí completamente nuevo.

De la mano de mi abuelo anduve los caminos y me mostró los prados en flor, los

huertos con su poza de verdín y los regatillos transparentes que surcaban la ladera

umbría del monte, las solanas áridas y pedregosas donde florece el orégano o la

manzanilla…

De aquella época de mi vida recuerdo muchas sensaciones: la rugosidad venosa de

sus manos, su respiración jadeante, el olor de los cigarrillos de estramonio que fumaba

para el asma, el corte de su navajina cuando me fabricaba flautas con las cañas secas o

pelaba la corteza del pan, pues tenía pocos dientes; o el movimiento de sus dedos sobre

las cuerdas de la bandurria… Múltiples percepciones impregnan mi memoria y se

ensamblan en recuerdos.

Robé la imagen de su rostro de un retrato al óleo y de una decena de fotos que de él

se conservan. Me apropié de su gesto serio, de las arrugas de su frente, de la cicatriz del

sablazo que le partió una ceja en dos, y que le asestó un moro en la guerra de

Marruecos. Me adueñe de sus ojos grises y azules, de su cabeza casi calva que solía

cubrir con una boina… Pude rescatar su imagen del implacable desván del olvido y

aprisionarla en el interior de mi cerebro.

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A veces, me sorprendo repasando estas antiguas secuencias, estos amarillos

fotogramas. Como en un sueño nocturno, la mente crea sus propios escenarios y los

personajes ocupan estos espejismos. A veces, regreso a aquella hermosa fuente con

nombre de mujer y contemplo su pilón, esculpido en forma de concha, con manchas de

verdín y musgo, con su chorro roto en espuma y canto; o el frontal, adornado por dos

columnas, una a cada lado; con una placa de bronce para un poema de amor y una copa

de piedra, en lo más alto, que recoge el agua de lluvia para que se miren las nubes.

Mi abuelo me dio a beber agua fresca en un vasito de aluminio plegable, que

siempre llevaba consigo.

Desde la puerta con barrotes metálicos, existente en uno de sus muros, yo

escudriñaba la oscuridad del campo nocturno, temeroso de descubrir algún lobo o

alimaña feroz del bosque cercano. A veces, creí escuchar sus pisadas sobre la hojarasca

o vi su bulto escurrirse entre los matorrales… Entonces me acercaba a aquellos hombres

mayores en busca de protección.

Ahora sé algunas cosas que me ayudan a comprender mi pasado.

Mi abuelo Miguel trabajo casi toda su vida en la hilatura, en una máquina que es

conocida en el argot textil como “el diablo”. Es un enorme cajón cerrado, de paredes de

cristal, en cuyo interior giran afiladas cuchillas. Sirve para desgarrar los vellones de lana

y suele situarse al lado de las cardas. Esta máquina ha mutilado a algunos trabajadores

bejaranos. En la sección donde se realiza el proceso de cardado, se desprenden finas

partículas de tamo, que al ser respiradas durante muchos años producen enfermedad. Mi

abuelo enfermó de los bronquios por inhalar aquel aire malsano.

Miguel no tuvo una vida fácil. Sobrevivió a dos contiendas: la de Marruecos, en la

que combatió y fue herido, y la Guerra Civil Española, en la que, aunque no luchó,

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estuvo a punto de ser fusilado por no delatar a su vecino. Pasó hambre en la postguerra

y perdió a tres hijas pequeñas. Al salir de la fábrica, recorría el bosque en busca de algo

más que llevar a sus cuatro hijos hambrientos. Luchó contra la adversidad y supo

soportar, como un roble de la sierra, hachazos de tragedias y calamidades.

Dicen que fue un sindicalista ateo, aunque nunca estuvo afiliado a ningún partido ni

sindicato, quizás por ello sobrevivió a la guerra y a las represalias que la siguieron.

Dicen que amó el campo bejarano, que lo conocía como nadie.

Dicen que prefería pasear por cualquier senda a ir trajeado por la Calle Mayor, o

degustar un buen calderillo en la Fuente del Lobo a un buen sermón en el santuario del

Castañar. Pocas veces le vieron entrar en los bares, pero su bota no estuvo vacía.

Aunque no creía en Dios, respetó siempre a los creyentes, empezando por su mujer

y sus hijos.

Como tantos obreros textiles, trabajó en una nave tenebrosa, con muros y suelo

húmedos por la cercanía del río... Pero aquel hombre supo cambiar el estruendo de las

máquinas y de los correones giratorios por el murmullo de las fuentes, por el rumor de

la brisa en los álamos, por el trino de herrerillos y jilgueros… Y quiso limpiar sus

pulmones con un aire más puro, que no oliera a tintes ni a lanolina, y aspirar el perfume

de la hierba buena de burro, del tomillo o del orégano. Quiso limpiar la grasa y la sosa

de sus manos para recolectar majuelos y moras.

Mis breves andanzas con el abuelo resultaron ser muy interesantes, pues aprendí a

disfrutar nuestros parajes hermosos. Cada paseo fue una aventura en la que descubrí

algo nuevo, que me explicaba. Sin embargo, una tarde de otoño, me condujo a un lugar

lejano, porque tuvimos que descansar varias veces en el trayecto. Nos detuvimos en un

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prado con canchales redondos y un muro de piedra sobre el que sobresalían varios

árboles picudos. Nos acercamos hasta una puerta cerrada, con barrotes metálicos, a

través de los cuales estuvo contemplando el interior del recinto durante un buen rato. Yo

no alcanzaba a ver lo que había dentro, pero él se volvió apenado y me dijo: “Este es el

final del mundo”. (Es una de las pocas frases literales que recuerdo haberle oído

pronunciar). Yo miré a mi alrededor y vi, a lo lejos, un enorme canchal y, tras él, cielo

azul con nubes de formas caprichosas. Durante años, creí que allí terminaba la tierra y

detrás de aquella roca sólo existía una sima profunda. Tardé en comprender el

significado de aquella frase.

Desde que mi abuela murió de un cáncer de ovario, Miguel sufría en silencio y mi

infantil presencia le era de poca ayuda. Como se negó, por principio, a entrar en el

cementerio mientras estuviese vivo, contemplaba, desde el exterior, la tumba de su

esposa. Entonces su gesto se tornaba serio y preocupado.

De vez en cuando, visitábamos el prado del fin del mundo, pero yo no tuve valor

para asomarme detrás de aquella roca del abismo. Un día mi abuelo me aupó y pude ver

aquel sitio extraño lleno de flores, cruces, lamparillas de aceite ardiendo sobre una

lápida de granito y varias mujeres en silencio.

Miguel quería ser enterrado en el monte, bajo un zarzal, pero no le hicieron caso.

Allí afloró el miedo a lo desconocido. Entonces no comprendí la razón de aquellas

miradas, ni la atracción por aquellos umbrales misteriosos que nunca nos atrevimos a

cruzar, que siempre contemplamos desde lejos, que nos fascinan y aterran. Sí, aquel era

un prado silencioso y triste, el borde tenebroso del mundo, la orilla de un vacío

insondable…

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Cuando murió mi abuela, Miguel no quiso abandonar la casa donde había vivido

tantos años. Para atenderle y para que no estuviera solo, mis padres se fueron a vivir con

él a Barrio Neila, un barrio judío próximo a la Plaza Mayor, en la parte antigua de Béjar.

A una centenaria casa construida con adobe y madera, llena de asimetrías, de paredes

encaladas con algún desconchón; con suelos de lanchas de pizarra o de tierra prensada.

Parece mentira que en aquel viejo edificio viviesen seis familias. En el portal había un

aseo común, con una pila de lavar de cemento y un agujero en el suelo. Miguel vivía en

el primer piso, aunque tenía una bodega y un corral. La casa tenía un balcón con vistas a

un huerto y podíamos tocar las ramas de una higuera, aspirar el aroma de un enorme

laurel y de los ramilletes de plantas medicinales que colgaba a secar, pues nunca creyó

en los médicos y trataba sus dolencias con ellas.

A mi padre no le gustó la casa y, cuando fue suya, contrató a dos albañiles para

apuntalar una viga del techo. Mi abuelo aseguró que siempre las había conocido así y

que aguantarían. El tiempo dio la razón a mi padre, pues, años después, el edificio fue

declarado en ruinas por el Ayuntamiento y, al poco tiempo de quedar vacío, se

derrumbó en una noche de vendaval.

Mi abuelo siempre tuvo gatos. Los llamaba por el color de su cara. Yo conocí a

“Cara-blanca” y “Cara-negra”. Una tarde llevó al monte una gata enferma dentro de una

cesta de mimbre y estuvimos dando vueltas para confundirla. Soltó al animal en un

claro y le abandonamos. La gata regresó a casa antes que nosotros. Como sufría mucho

decidió arrojarla a un pozo. La introdujo dentro de una saca de tela y la ató con una

cuerda. Aquel paseo no fue de mi agrado. El minino, al presentir lo peor, comenzó a

maullar, angustiosamente, y se revolvía intentado huir. En una finca lejana, mi abuelo

levantó la tapadera de un pozo, oculto entre saúcos y uvas de lagarto, anudó un

pedrusco a un extremo de la cuerda y arrojó al animal al agujero. Se oyó un golpe en el

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agua, al que siguió un silencio horroroso. A pesar de mi corta edad, comprendí la

crueldad de aquel acto y supe que la vida se puede perder fácilmente en un instante.

Aquel pozo lúgubre permaneció en mi memoria. Con los años desapareció anegado

por la maleza. Cuando quise encontrarlo, no pude y llegué a pensar que lo referido

nunca sucedió, o nunca debió haber sucedido.

No todos los paseos fueron tan tristes. Una mañana mi abuelo me condujo hasta el

túnel y esperamos, sentados en una piedra, a que apareciera el tren. Aquel agujero me

pareció más negro que el pozo, aunque posiblemente menos que la sima del prado del

fin del mundo. Al cabo de un tiempo, oímos un silbido y vi, a pocos metros, la

locomotora escupiendo humo y los vagones de colores con gente en su interior. He de

confesar que me asustó aquel monstruo de metal, pues hizo un ruido ensordecedor y creí

que iba a aplastarme con sus grandes ruedas de hierro o quemarme con su humo

maloliente. No era para tanto. Otro día fuimos a la estación del ferrocarril y mi abuelo

me dejó tocar la locomotora, subimos a los vagones e incluso caminé sobre un raíl de

una vía muerta haciendo equilibrios. Entramos en la sala de espera y descansamos en

uno de sus bancos, frente a un reloj que recordaba a los allí presentes que el tiempo

huye. Nunca supe, ni me interesó siquiera, de dónde venían y a dónde iban tantos trenes

y por qué tenían tanta prisa.

Dicen que Miguel me llamaba “compañerito”, y así debió ser. Como por aquel

entonces ya estaba muy enfermo y no renunciaba a sus salidas campestres, me dijeron

que yo debía volver a casa solo y avisar si algo le ocurriese. Nunca le sucedió nada,

pero yo me fijaba muy bien en los detalles del camino para saber regresar. En realidad,

lo que a mí me parecían largos paseos no lo eran y, salvo en las contadas ocasiones que

he descrito, no nos alejamos más de un kilómetro del barrio.

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Unos meses antes de que muriera, le dejaron un huerto próximo al túnel, desde el

que podíamos ver pasar el tren. Como era extenso sólo cultivó una pequeña parcela

cerca de la entrada. Juntos recorríamos las terrazas baldías, recogiendo las manzanas o

las peras que caían al suelo, o mirando los racimos de uvas colgar de las parras, o los

higos en las higueras, o los crisantemos sembrados en las lindes.

Casi todas las tardes bajábamos a la huerta, pero un día Miguel se marchó sin

despedirse de mí. Dicen que se fue al cielo y yo pensé que quizás se había aburrido de

mi compañía.

Mi abuelo murió de un ataque de asma y su agonía fue horrible. En sus últimos

momentos pidió asistencia religiosa y el párroco le dio la extremaunción. Dejó de ser

ateo para, según dijo, recuperar a su esposa en el más allá. Gracias a su mujer murió en

gracia de Dios.

En los días que sucedieron a su muerte yo pregunté por él y mi madre me respondía

con sus lágrimas. Llevé a mis padres a ver los prados que me enseñó, el prado de las

flores y el prado de las latas, tenía la esperanza de encontrarle allí, sentado a la sombra

de algún árbol, acaso tocando la flauta. Crecí con su recuerdo y regresé, a la edad de

diez años, al prado del fin del mundo. (Otros le llaman “el Plantío”). Me acerqué a la

oxidada puerta y, con tristeza, contemplé la tumba de mis abuelos. A continuación,

trepé hasta lo alto del temido canchal y me sorprendí al no encontrarme ante el abismo

imaginado. El mundo no terminaba allí. Contemplé las moles graníticas de los picos de

Valdesangil y el cielo con nubes viajeras.

A los quince años entré en la fábrica donde Miguel trabajó. La empresa había

quebrado y el edificio estaba en ruinas. En soledad atravesé las naves polvorientas y en

penumbra. Visité la sala de la turbina, donde se generaba la energía, y desde donde el

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movimiento era distribuido a cada máquina utilizando anchos correones de cuero,

capaces de voltear a una persona si por descuido se enganchaba en ellos. Encontré el

recinto de cardado e introduje la mano dentro del “diablo” para tocar sus cuchillas como

dientes amenazantes. Me puse los zuecos de madera para caminar sobre el barrizal y me

acerqué a las antiguas cardas, con sus filas ordenadas de cardos secos. Entré en las

oficinas y comprobé que mi abuelo trabajó allí, y en su ficha leí, junto a la fecha de

entrada y de alta, una anotación sobre su comportamiento: “bueno”. Permanecí un rato

sentado, aspirando el olor a moho, grasa y tintes. Imaginé como trabajaban

antiguamente los obreros bejaranos, las condiciones insanas, el ruido ensordecedor de

cada máquina en funcionamiento, las tragedias acaecidas en aquellos terribles

accidentes, cuando un trabajador perdía una mano o un brazo y vi el suelo aún

manchado de sangre.

Regresé al túnel y penetré en su interior hasta que la entrada fue un punto de luz en

la oscuridad completa.

Busqué el pozo donde mi abuelo ahogó la gata enferma. No lo encontré.

Volví a las ruinas de su casa de Barrio Neila y en la bodega rescaté, de entre el

polvo y los cascotes, un viejo folletín, de los que antes se vendían por entregas, con su

nombre. Al parecer todas las noches leía parte de un capítulo a su familia, para

entretenimiento.

En la búsqueda emprendida, recorrí lugares ruinosos, espacios deteriorados por el

tiempo, estancias cubiertas de polvo y moho. Al final entré al cementerio y permanecí

ante la sepultura de mis abuelos preguntando, preguntándome si aún quedaría algo de

ellos, si podrían verme, si me habrían olvidado, si Dios existe cuando los hombres y

mujeres mueren y se evapora su sabiduría. Sí, buscar a Miguel fue buscar a Dios y no

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encontrar a nadie, porque ninguno existía. Buscar a Miguel fue pasear solo, en la más

rotunda de las soledades por sitios en ruinas y por caminos solitarios. Buscando a

Miguel comprendí que la vida es un regalo, que hemos de disfrutar cada minuto y

sorprendernos de nuestra existencia, aceptar la muerte como un hecho natural, porque la

hierba se agosta, porque los pájaros del bosque también mueren, porque los robles secos

no esperan un paraíso, porque los muñecos de nieve no necesitan un Dios que los

redima. Buscando a Miguel aprendí a amar las cosas efímeras.

¿Era preciso recorrer aquellos lugares ruinosos? ¡¿Era preciso preguntar por mí

mismo, como si ya no me conociera?! Supongo que no. Hubiera sido mejor aceptar su

ausencia eterna. Me equivoqué al avivar aquellos fuegos interiores. Pregunté a mi madre

y sus recuerdos bastaron para completar la historia, para derrotar a esa segunda muerte

llamada olvido.

Mi abuelo no fue ni mejor ni peor que otros hombres, pero vivió con dignidad.

Trabajó duro para sacar a su familia adelante. Tuvo valor cuando fue necesario tenerlo.

Amó a su mujer y a sus hijos por encima de todas las cosas. Supo gozar de la

naturaleza. Supo sobreponerse a la pérdida de su esposa y de tres hijas. Cuando enfermó

sufrió y murió sin queja. Un hombre más, con sus defectos y sus virtudes.

Hoy conservo su imagen, robada de un buen cuadro, y manifiesto mi gratitud hacia

aquel anciano que gastó sus últimos días en mostrarme nuestra campiña, que me enseñó

a caminar despacio para no perder ni un detalle de cuanto a nuestro alrededor sucede, a

disfrutar de las cosas grandes y pequeñas, a apurar cada minuto de la vida, a vivir con

esperanza, con la curiosidad inmensa del que quiere y puede aprender, del que mantiene

intacta su capacidad para sorprenderse, del que ama la rectitud y la tolerancia, del que

aborrece la maldad y la violencia.

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Un hombre más, que nació y murió en Béjar. La paradoja de la conciencia

individual, que sucumbe en un universo donde la energía no se crea ni se destruye,

solamente se transforma. Mi abuelo tenía razón cuando dijo que aquel lugar era el fin

del mundo, nos importa la pérdida de los seres queridos, su ausencia eterna, y también,

cómo no, nuestro final. Porque somos individuos irrepetibles, efímeros pasajeros de un

planeta errante, que gira alrededor de su estrella, la cual fuga desbocada en un vacío

infinito.

Miguel tuvo razón cuando, en su agonía, descubrió a Dios, pues Dios existe como

una idea en la mente de los hombres, en esa realidad íntima. Su conversión final fue una

estrategia para recuperar a su esposa en los prados del más allá, en esos paraísos

imaginarios que cada cual crea a su antojo y para beneficio.

Mi abuelo descansa para siempre bajo la tierra que, en vida, no quiso pisar; en el

seno acogedor de esta noble y hermosa tierra bejarana, bajo el cielo cambiante, cerca de

un castaño que tal vez le abrace con sus raíces.

Miguel descansa al lado de su mujer.

Ambos descansan en paz.

FIN.

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AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN

BEJAR, Noviembre de 1999.

LA RUTA FLUVIAL

Los ríos, al igual que las personas, son diferentes. Cada uno posee rasgos propios

que le identifican y, a la vez, le diferencian de los demás. ¿Cuáles son las peculiaridades

del Cuerpo de Hombre? Nada mejor que aprender sobre el terreno, por eso programé

una ruta fluvial, que iría desde su nacimiento, en lo alto de la sierra de Béjar, hasta el

puente de la Malena, a pocos kilómetros de Montemayor del Río.

Los ríos, al igual que las personas, nacen, fluyen y mueren. Aunque su cauce

permanece, el agua se renueva para ser siempre distinta, delatando el fluir del tiempo. Si

los ríos tuviesen memoria, conservarían todas las imágenes reflejadas en su superficie y

también los sonidos y los aromas de los parajes que cruzaron en su imparable fuga. Pero

como nuestro querido río no la tiene, yo quise prestarle mis sentidos y mi cerebro

sensible, para elaborar una descripción escueta de su tránsito.

El Cuerpo de Hombre nace en Hoya Moros, el circo de un antiguo glaciar de la sierra

de Béjar. Coronan sus paredes graníticas, casi verticales, las cumbres de los Dos

Hermanitos y las Agujas. Los neveros, como pinceladas azules, adornan las laderas

umbrías y el fondo de su gigantesca cuna. Sólo las águilas y los cuervos vuelan en el

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paraje solitario y rompen, de vez en cuando, el silencio reinante. No es posible explicar

la pequeñez sentida en la montaña, bajo la grandiosidad del cielo. El aire y las rocas

calentados derriten la nieve y el hielo, el agua gotea y empapa la tierra. Así se forman

numerosos arroyos que discurren entre el musgo y la hierba, hilos de plata adornados,

en ocasiones, por hepáticas blancas y merenderas. Confluyen en la hondonada y forman

el Cuerpo de Hombre, un recién nacido de escaso y transparente caudal, arropado por

sábanas de nieve, aterido entre carámbanos, con la frialdad en sus aguas puras, sólo y

desvalido en la inmensidad de la serranía.

Avanza juguetón y saltarín como un niño, a lo largo del valle labrado, hace siglos,

por la lengua del glaciar, sorteando las morrenas laberínticas allí depositadas. Después

fluye veloz por el mayor de los desniveles. En Hoya Cuevas se precipita por las

pendientes y borda numerosas cascadas, colas de espuma de variados tamaños y formas.

El conjunto de todos sus rumores crea una sinfonía agreste y cambiante, que merece ser

escuchada. Los torrentes salpican genistas, escobas y brezos. El agua al golpear se

rompe y la luz que la atraviesa forma arco iris. La corriente se desliza apresurada sobre

un cauce de piedras pulidas por el lamido constante, por esa fricción implacable que

desgasta incluso los materiales más duros. El movimiento líquido se hace danza

maravillosa. Es imposible no detenerse a disfrutar de este bello espectáculo de la

naturaleza.

Un poco más abajo, el río enlentece su marcha y se suceden las pesqueras, algunas

con nombre propio. Enmarañan las orillas melojos, serbales de los cazadores, espinos,

helechos, zarzales, madreselvas, saucos, hiedras… Son parajes apacibles por su frescura

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en verano, frondas de ribera con alisos que se inclinan para contemplarse en el espejo

del agua, robles, abedules, castaños, fresnos… Los senderos están invadidos por la

maleza y, en algunos tramos, me impidieron el paso, me obligaron a rodear, saltando de

piedra en piedra hasta la otra orilla. Me refiero a la Dehesa de Candelario, un magnífico

robledal con ejemplares centenarios; Puente Nueva, con su ojo de piedra sobre el que

cruza un cordel ganadero procedente de Extremadura; el Canalizo, lugar tradicional para

el baño y la comida campestre; el Charco Umbrío, con su oscuridad verdosa y su

misterio, cerca de un molino transformado recientemente en central eléctrica… En este

tramo, se construyeron las primeras presas, para la toma de agua limpia, la cual discurre

por canales de cemento de compuertas oxidadas…

El Cuerpo de Hombre fluye estampado por el reflejo de la vegetación, por el mosaico

de luces y sombras que se precipitan desde el ramaje, tachonado por rocas redondeadas

y limpias. Sentado sobre la hierba, escuché el rumor del agua, en ocasiones fundido con

el canto del ruiseñor, del jilguero o del mirlo, con el arrullo de las tórtolas, el croar de

una rana, el aleteo sonoro de los grillos o de las cigarras… Allí descubrí el vuelo rápido

de libélulas y caballitos del diablo de un azul metalizado, el peregrinar de mariposas

multicolores, el laborioso libar de las abejas… Bajo la superficie del agua, en su entraña

transparente, sorprendí la huida veloz de la trucha, el ondulante buceo de la culebra, la

estática espera del tritón… La vida se agolpaba en su entorno. El río es un adolescente

que descubre el mundo, quiere apoderarse de paisajes tan hermosos, se adorna con las

imágenes captadas en su superficie, brilla con cada rayo de sol y se perfuma con

madreselvas y otras muchas plantas aromáticas… Un río en todo su esplendor.

Me detuve para descansar. Lavé mis manos. Refresqué mi cabeza sudorosa y bebí

hasta calmar mi sed. Tendido, sobre la hierba verde, a la sombra de los árboles, cerré

mis ojos y me inundó aquel plácido sosiego.

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Más abajo, el Cuerpo de Hombre se arrastra, a lo largo de un valle profundo. Va

encajonado y prisionero. Ya no es posible pasear por sus orillas. En las zonas menos

escarpadas hay edificios construidos con piedra de cantería, algunos ruinosos. Son

fábricas textiles, molinos inservibles y una empresa de curtir pieles. Un paisaje cubista

formado por el gris de las fachadas sucias, el negro de las ventanas en hileras y el rojo

de los tejados y las chimeneas de ladrillo. El río también trabaja, las aguas claras,

recogidas en su tramo alto, son conducidas por regaderas y tuberías hasta las diferentes

naves. En los lavaderos disuelve los detergentes y la sosa para limpiar los vellones de

lana y las telas. En los tintes fija los colorantes. En los batanes humedece los paños,

proporcionándoles su textura final. En las turbinas genera energía eléctrica para que gire

el motor de cada máquina. Hierve en las calderas, se transforma en vapor que escapa al

sonar la sirena. Circula por los tubos de la calefacción, templando las inmensas naves en

los fríos meses de invierno. El agua calma la sed en la dura jornada laboral y permite el

aseo… El agua atraviesa la entraña de las fábricas, conoce el traqueteo de la maquinaria

y se impregna de suciedad.

A su paso por Béjar, el Cuerpo de Hombre es un río contaminado y ensucia las

orillas de su cauce con grasas resbaladizas, espuma de jabón y pigmentos que le otorgan

cualquier color… Además, las bocas negras de las cloacas le vomitan sus fétidos

deshechos. A pesar su apariencia lamentable, sigue siendo un caudal digno, pues tanta

suciedad es a causa del trabajo y el trabajo siempre dignifica. Él es el obrero que nunca

descansa. Un río generoso que enfermó hasta perder sus seres vivos. Enfermo, pero no

difunto, pues el mismo sabe purificarse, depurar su mugre, recobrar la original pureza…

Y me alegré cuando vi que se alejaba de la villa.

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Me detuve en el Tranco del Diablo, una profunda garganta de paredes abruptas, por

donde, según cuenta la leyenda, Satanás descendió a los infiernos, dejando, como señal

de su paso por el mundo, su sombrero y una de sus botas petrificados. Un abismo

sobrecogedor cuyo fondo nunca recibe la luz del sol, con canchales tapizados de

musgos, helechos y líquenes, y orillas pobladas de arces de Montpellier, avellanos y

robles. Seguí por la carretera de Aldeacipreste y luego tomé la desviación que va a

Montemayor del Río, siguiendo la calzada conocida como la Vía de la Plata, también

cañada real. Así anduve la parte final del itinerario por laderas de solana, por pastizales

salpicados de fresnos, robles, encinas y alcornoques, hasta el puente de la Malena. Bajo

esta construcción romana, aunque con un arco ojival que data de la Edad Media, el

Cuerpo de Hombre fluye más limpio y lento, cerca de los miliarios que allí se

conservan. El río fabril recupera la transparencia de sus aguas y se marcha,

serenamente, a regar prados y huertos.

La ruta me ocupó dos días. Al final, en casa, satisfecho y cansado, con las mil

imágenes reflejadas en mi memoria, me quedé dormido. Aquella noche soñé con

paisajes fluviales.

FIN

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*

AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN

PLASENCIA, Septiembre del 2003.

UN SOPLO DEL AYER

Regresé a Béjar por la festividad del Corpus con intención de fotografiar a los

Hombres de Musgo. Elegí la Plaza Mayor para presenciar la procesión, pues en ella se

conservan notables edificios, que me servirían de fondo: el Ayuntamiento renacentista y

otros casonas con soportales y arcos de granito; la iglesia del Salvador, construida en el

siglo XIII, pero incendiada en 1936 y pésimamente reconstruida; aunque perdimos el

tesoro de sus obras de arte, aún podemos contemplar la torre y el ábside románico, con

sillares que lucen la marca de sus canteros; y el Palacio de los Duques de Béjar,

presidiendo este amplio espacio, con la estampa majestuosa de sus dos torres, adornadas

por los escudos de los Zúñiga y cubiertas por tejados de pizarra.

El aroma del tomillo en el aire me resultaba familiar. Nací cerca de aquí, en

Barrioneila, en una antigua casa de madera y adobe, también declarada patrimonio

artístico, que no pudo soportar el embate de un invierno: se derrumbó, como un castillo

de naipes, en el transcurso de una noche de tormenta. No hubo desgracia personal, pero

algunas de mis pertenencias infantiles quedaron sepultadas bajo el montón de

escombros. Salvé recuerdos, que aún brillan en mi memoria como luciérnagas en la

oscuridad.

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Crecí y me formé a la sombra de estas magníficas torres. Me bautizaron en el

Salvador. De niño jugaba en el patio del Instituto y en sus aulas recibí docencia durante

siete años. Aquí germinó mi afición por los castillos: una llamada silenciosa que me

invita a visitarlos por muy lejos que estén, por muy deteriorados que parezcan, por muy

difícil que su acceso sea... Una afición que me convierte en un viajero más en busca de

aventura... He recorrido cientos de kilómetros únicamente para disfrutar de tales

enclaves históricos: muchas veces un cúmulo de piedras en un páramo calcinado o en la

cima rocosa de un cerro. He conquistado casi todos los castillos de las provincias de

Cáceres y Salamanca, y otros más de Zamora, Valladolid, Ávila, Segovia, Toledo y

Badajoz. No fue una tarea fácil, aunque sí enriquecedora. Cada fortaleza tiene su

historia, sus personajes, sus leyendas, su arquitectura, sus adornos, su panorama, sus

desafíos... Hicimos muchos viajes, pues nunca fui solo, siempre me acompañó mi

esposa. Cuando fue posible, subimos a la torre del homenaje para otear la inmensidad

del campo y del cielo, para sentir el aire saturado de perfumes y calcar con la mirada la

línea del horizonte. Fueron excursiones para disfrutar de la vida, libremente, perdidos en

la geografía rural, anónimos, sin preocupaciones que interfirieran el ánimo...

Cambiábamos los problemas cotidianos por la alegría de descubrir otra fortificación en

lontananza y nuestra curiosidad aumentaba a medida que nos aproximábamos a ella.

Durante la visita, nos hacíamos fotografías junto a sus muros, puertas, cubos, torreones,

almenas... para capturar aquellos instantes de felicidad intensa. Así fui completando

álbumes preciosos con nuestras conquistas. En sus páginas aparecíamos sonrientes y

despreocupados. Visitamos castillos extraordinarios: Turégano, Castilnovo, Coca,

Cuéllar, Torrelobatón, Fuensaldaña, Simancas, La Mota, Arévalo, las Erguijuelas,

Granadilla, Trujillo, Coria, Montánchez, Jarandilla de la Vera, San Felices de los

Gallegos, Ledesma, Monleón, Miranda del Castañar, Monbeltrán, Villalonso... y otros

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en ruinas: Cabañas del Castillo, Mirabel, Portezuelo, Trevejo, El Carpio, Peñausende,

Tejeda, Salvatierra de Tormes... En todos ellos hallé algún motivo para emocionarme.

Sin embargo, el Palacio de los Duques de Béjar seguía siendo para mí especial: fue el

primero de una larga lista que seguiría creciendo. Aquí comencé a explorar subterráneos

en busca de hallazgos con los que satisfacer mi curiosidad.

Según los historiadores, el Palacio Ducal se edificó sobre una alcazaba árabe,

reconstruida por los cristianos tras la reconquista de la población en 1203, en tiempos de

Alfonso VIII de Castilla. Las primeras referencias escritas datan del siglo XIII y figuran

en el Fuero de Béjar. En el siglo XVI la familia Zúñiga transformó el viejo castillo en

palacio. En 1809, en el transcurso de la Guerra de la Independencia, las tropas francesas

saquearon e incendiaron el edificio. Posteriormente, fue rehabilitado para servir de

Consistorio, cuartel militar, cobijo de familias necesitadas y, finalmente, Instituto de

Enseñanza. El edificio tuvo su época de esplendor renacentista, de la que aún conserva

el patio porticado y la fuente de la Venera; y periodos de abandono, destrucción y

saqueo de las riquezas que albergó. Es una construcción arquitectónicamente compleja

en la que se superponen restos del castillo medieval y del palacio renacentista junto a

obras modernas.

Conservo un diario que escribí a los 13 años en un cuaderno de contabilidad, con

información sobre la venta de gusanos de seda, dibujos de flores de la comarca y sellos

de temática diversa, que incluían las fortalezas de Fuensaldaña en Valladolid y el

Alcázar de Segovia. Durante años esperé en vano, que editaran una estampilla con la

imagen elegante y poderosa de nuestro Palacio Ducal. El viejo diario también guarda

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bocetos e instrucciones para la construcción de tres arcos de San Juanito, que fueron

premiados en su día; algunos poemas sencillos y los planos del torreón de las Casas de

los Maestros. Faltan algunas páginas, las arranqué porque contenían dibujos con

información de los subterráneos que entonces exploramos ilegalmente.

De niño, durante los meses calurosos del estío, perdía el tiempo sentado a la sombra

de los tilos, mirando a los vencejos entrar y salir de sus nidos, en las oquedades de la

fachada del Instituto. Cruzaban en negras y ruidosas bandadas sobre mi cabeza. A

veces, se enzarzaban y caían al suelo, era el momento propicio para capturarlos, ya que

sus largas alas les impedían remontar con prontitud el vuelo. Después de sentir su

corazón latir entre mis dedos les arrojaba al aire para que pudiesen extender sus alas y

recobrar la libertad perdida. También anidaban entre sus piedras grajos, palomas y

alcotanes. Algunos muchachos, más intrépidos que yo, subían a las torres del Palacio

por misteriosos pasadizos, que guardaban en secreto. Entonces, dejé de contemplar los

pájaros y me fijé en las ventanas, siempre vacías, de ambos torreones. Me preguntaba

cómo llegar hasta ellas, pues no era posible el acceso desde las aulas del Instituto. Así

comprendí que existían estancias realmente excluidas e ignoradas por la mayoría, a las

que sólo era posible acceder a través de recónditos pasajes. Tal vez formaron parte del

primitivo castillo medieval o no fueron consideradas útiles en las diversas obras de

reconstrucción posteriores.

El asunto tenía mayor alcance, pues la leyenda afirmaba que existían subterráneos

utilizados por los antiguos moradores de la fortaleza para salir de la ciudad cuando

estuvo asediada. En concreto, que uno de los corredores comunicaba con el castillo de

Montemayor del Río y otros, extramuros, con la Cuesta de los Perros y con algún lugar

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cercano a la Fuente de Doña Elisa. Nunca creí que fuesen patrañas fruto de la

imaginación de la gente. A veces, las leyendas se sustentan en hechos reales. Para mí,

fue una aventura investigar la veracidad de tales afirmaciones, contadas a la caída de la

tarde ardiente de verano, mientras permanecíamos sentados en el suelo, en corro, en un

rincón sombrío. Me hablaron de un muchacho, apodado “el Inventor” porque fabricó

una ballesta y un cañón de reducidas dimensiones que disparaba con pólvora. Se sabía

que entraba en los subterráneos porque se cayó desde la ventana del torreón de las

Cadenas, sufriendo diversas fracturas. No nos atrevimos a preguntarle por sus secretos,

aunque decidimos descubrirlos por nuestra cuenta. En los días posteriores, exploramos,

minuciosamente, la base del Palacio Ducal y de la muralla de Béjar, buscando posibles

entradas. No fue en vano, descubrimos numerosas troneras alineadas (entonces

pensábamos que eran respiraderos) y cinco angostos boquetes que nos permitían el

paso. Entramos con linternas, velones y antorchas, emocionados por lo que allí

pudiéramos descubrir. Nos habían advertido de los peligros de aquellos túneles: en

algunos tramos faltaba el aire por la mala ventilación; o existían hoyos profundos en el

suelo; o techumbres en mal estado, que podían derrumbarse y sepultarnos donde nadie

jamás nos encontraría.

Conscientes de realizar algo prohibido y arriesgado, una auténtica aventura para una

pandilla de niños, visitamos el torreón de las Casas de los Maestros. Tiene dos pisos

comunicados entre sí, con estancias cubiertas por bóvedas de ladrillo y troneras de tipo

“la cruz sobre el orbe”. Desde el exterior es posible comprobar que estas aberturas

defensivas se repiten cada pocos metros, incluso más allá de la Puerta de los Aires, a lo

largo de gran parte del perímetro de la fortificación. No pudimos avanzar porque la

galería estaba derrumbada. Excavamos para salvar el derribo, pero los escombros

sueltos caían sobre nosotros, lo que nos hizo desistir. Este tipo de torreón cilíndrico o

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cubo protegía cada esquina de las fortificaciones de planta cuadrada o rectangular. En el

Palacio Ducal son perfectamente visibles dos cubos y otro más casi oculto tras los

paredones del patio exterior, que fue construido en el siglo pasado y no forma parte de

la obra original.

Otro día, exploramos el torreón de la Carrera, que está hueco por los derrumbes

sufridos en su interior. Por las distintas alturas de sus troneras, es razonable concluir que

tuvo tres pisos. Accedimos al interior vacío y desde un desnivel vertical, insalvable para

nosotros, pudimos contemplar la bóveda de ladrillo a la luz de las antorchas.

Recientemente cegaron sus vanos y en una oquedad cuadrada adyacente colocaron una

verja metálica. La torre del homenaje de los castillos cristianos era cuadrangular y de

mayor altura que el resto de los cubos.

En la fachada Sur, en la parte ruinosa y deshabitada del Palacio, bajo las ventanas

vacías, encontramos un orificio que nos condujo a una estancia similar a un torreón,

quizás el cuarto cubo. Tenía la bóveda de ladrillo y los vanos casi enterrados. Por esta

similitud, removimos la fina tierra con las manos hasta encontrar un nuevo pasadizo,

que conducía al piso superior y del que arrancaba una larga galería que no recorrimos

por miedo a extraviarnos.

A partir de aquel descubrimiento infantil dispusimos del escondite más seguro del

barrio. Un espacio recóndito, oscuro, silencioso y secreto, como una burbuja al margen

del mundo donde aislarse para permanecer en la paz absoluta, frescos en las tardes

calurosas de verano y al abrigo en las lluviosas de invierno. Era tanta la tranquilidad

bajo la cúpula de ladrillo que aquellas percepciones se grabaron en mi memoria para

siempre. A pesar de la suciedad en las ropas, del olor a humo y de las picaduras de

mosquitos que, inevitablemente, justificaban reprimendas paternas, regresábamos, una y

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otra vez, porque la calma es como las drogas: crea adicción. No encontramos ningún

tesoro material: ni joyas, ni espadas, ni monedas, ni armaduras... pero sentimos latir

nuestro corazón, expandirse el pecho con el aire inhalado, vimos volutas de aliento

dibujarse y escuchamos el retumbar de la voz con un eco único, individual, irrepetible...

Allí descubrimos que todo se consume, que cada instante es un regalo precioso que nos

otorga la vida para disfrutarlo como una primicia, como un préstamo extraordinario.

Estuvimos enterrados en vida, aspirando y saboreando el polvo, la humedad fragante de

la tierra, apartando la telaraña que molesta a la piel del rostro, limpiando el sudor sucio

de nuestra frente... Fuimos los inquilinos de las habitaciones excluidas del Palacio, las

que nadie quiso y las autoridades se empeñaron en rellenar de escombros, en tapiar sus

entradas, en prohibir el acceso para que la gente ignore que existen y sigan formando

parte de la leyenda.

No conseguí encontrar el camino hacia las torres.

El repiqué jubiloso de las campanas del Salvador interrumpió mis pensamientos,

devolviéndome a la realidad. La procesión del Corpus se acercaba. Me puse de puntillas

y alcancé a ver los pendones de la villa y la imagen vetusta de los Hombres de Musgo.

El público tomaba posiciones para ver mejor el desfile, que subía con lentitud por la

calle de la Carrera. Noté un cierto nerviosismo en los familiares de los niños que

marchaban vestidos con sus trajes de Comunión. Todos los asistentes lucían sus mejores

galas y el aroma de las colonias se mezclaba con el olor a cantueso, tomillo salsero y

rosas, que alfombraban el suelo. Busqué un lugar con más visibilidad y puse la máquina

fotográfica a punto. Pronto tuve ante mis ojos a seis Hombres de Musgo de aspecto

monstruoso, con un enorme mazo al hombro, que caminaban, torpemente, tras la

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bandera de España, encabezando el cortejo. Tras ellos la Custodia, precedida por un

monaguillo balanceando un incensario humeante. Seguían las autoridades eclesiásticas y

políticas, algunos con bastón de mando. Alguien portaba un estandarte con la imagen de

la Virgen del Castañar bordado en oro y plata. Fotografié a otros Hombres de Musgo

ante ambas filas de niños vestidos con trajes de Comunión, ellos con ramos de flores y

ellas con canastillas llenas de pétalos de rosas desmenuzadas. Hace años yo también

desfilé con un traje prestado para la ocasión: chaqueta de terciopelo con chorrera, mi

primer pantalón largo de color gris, guantes blancos, un rosario, un misal con las pastas

de nácar y zapatos nuevos de charol. Recuerdo la diferente tonalidad de las campanas de

cada iglesia de Béjar, que sonaban a nuestro paso, y la lluvia de flores que la gente

arrojaba desde las ventanas y balcones, adornados con mantillas, mantones, colchas y

banderas. Cerraban la procesión, de negro, el alguacil de la villa y dos maceros de rojo

púrpura; la Orquesta Municipal, que siempre sonó maravillosamente; y la muchedumbre

ruidosa.

Si antes mi pensamiento voló hacia los castillos, sufridos testigos del pasado,

piedras ensambladas que lograron permanecer durante siglos; después vibró reviviendo

la historia. Y es que en Béjar se conservan tradiciones que se remontan al tiempo de la

Reconquista. Como la población disponía de una muralla de altos lienzos, difíciles de

asaltar, los cristianos tuvieron que recurrir al ingenio y al camuflaje para aproximarse

hasta sus puertas sin ser descubiertos. Según la leyenda los soldados se vistieron con

musgo y pieles de animales. Los musulmanes los confundieron con seres monstruosos y

huyeron despavoridos al verlos. Este desconcierto lo aprovecharon las tropas para entrar

y rendir la plaza. En recuerdo de esta hazaña, todos los años desfilan varios Hombres de

Musgo el día de Corpus. Es nuestra leyenda viva, una leyenda que ha venido

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representándose ante los ojos de los bejaranos desde hace siglos y que forma parte de

nuestra identidad cultural.

Aquella mañana se fusionaron en mi retina y en la tarjeta de mi máquina fotográfica

los Hombres de Musgo y los niños vestidos de comunión, que representan la tradición y

el futuro de las nuevas generaciones. Lo fantástico y lo real. La marcha lenta y torpe de

los guerreros, bajo la pesada e incómoda coraza vegetal, y los movimientos gráciles de

los rapaces que buscan con la mirada a sus familiares más próximos. El cansancio

reflejado en los rostros de los soldados, que ya no despiertan el pánico, sino la

curiosidad de los forasteros y la gratitud de los paisanos, y las caritas sonrientes de los

chiquillos. Los unos vestidos con el manto de nuestra tierra, sintiendo su grosor, su

humedad y su aroma; los otros como infantes o princesas, con todas las prendas recién

estrenadas para la ocasión y adornados con flores. Un contraste que me emocionó.

Casi de forma automática, me agaché y recogí del suelo unas hebras de musgo, que

deposité con sumo cuidado entre las hojas de mi agenda. Lo hice para que me diera

suerte y para recordar, cuando estuviera lejos, mi origen bejarano. Después perfumé la

palma de mis manos con tomillo y aspiré su aroma. Esperé que la muchedumbre se

marchara y permanecí, sentado en la escalinata de la iglesia, frente al Palacio Ducal.

Cerré los ojos, durante algunos segundos, y me pareció que el tiempo no hubiera

transcurrido. En el fondo de mi mente, seguía siendo el niño que capturaba vencejos

para devolverlos al aire; que buscando el camino para subir a las torres del castillo se

detuvo en un nicho subterráneo; aquel que indagando tesoros escondidos aprendió que

no hay joya más valiosa que un minuto de existencia plena y consciente... Fue una falsa

impresión: el tiempo no se detuvo. El universo se transforma sin cesar y nosotros con él.

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Es una maravilla que nuestra identidad permanezca inalterable tantos años. Al final, la

vida es un instante que progresa, que se consume y renace de sus cenizas. Nos arrastra

el presente y muchos recuerdos son fruto de la fantasía. La mayor parte de nuestro

pasado yace en el olvido. Sólo chispean recuerdos emocionalmente reveladores y son el

rescoldo de la memoria.

Revisé las fotografías tomadas y todas me parecieron buenas. No quise borrar

ninguna imagen. En la pequeña pantalla reproduje cada detalle de la procesión. Me

sorprendió la magia de estas cámaras digitales, capaces de capturar el momento,

procesarlo en sus circuitos e imprimirlo en un pedazo de metal o de plástico. También

existe la memoria sin identidad.

Fue un día delicioso.

Recogí el equipo y caminé por la Calle Mayor saludando a familiares y amigos.

Espero no faltar el año que viene.

FIN

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*

AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN

BEJAR, Septiembre del 2006.

Viola tricolor.

ACAMPADA EN LA SIERRA DE BÉJAR

En una caja de cartón encontré nueve fotografías fechadas en agosto de 1977,

amarillentas por el paso del tiempo, único vestigio de una excursión inolvidable a la

sierra de Béjar con un grupo de amigos. Me sorprendieron las imágenes, mejor

preservadas en el papel que en mi propio cerebro; sin embargo, la técnica fotográfica

sólo puede evocar los sentimientos vividos. Aquellas nueve fotos reproducen nueve

instantes de felicidad plena.

Yo era el mayor con 19 años recién cumplidos, el benjamín tenía 15. A pesar de la

edad, estábamos acostumbrados a recorrer la campiña de Béjar. Cinco años antes

comenzamos a explorar las laderas del “Tranco del Diablo” en busca de cuevas,

aprendimos a saltar sobre los canchos de granito, a caminar sin temor por el borde de

los barrancos y a escalarlos sin ayuda de cuerdas. En sus solanas áridas y solitarias

soportamos el sol poderoso del estío, la lluvia de la tormenta, el viento gélido del

invierno, el cansancio de correr campo a través entre rocas laberínticas y matas de

robles, carrascos y zarzales que arañaban como un gato salvaje. Así forjamos la mente y

el cuerpo, con la curiosidad inmensa del que descubre el mundo y alivia una sed

insaciable por conocer, sentir y saber. Ampliamos horizontes con nuevas y distintas

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panorámicas. Coleccionamos atardeceres rojos y alboradas violáceas. Nos bañamos en

pozas de agua fría, estampadas con los reflejos de los alisos.

El siguiente reto fue coronar las cimas más cercanas: los Picos de Valdesangil, la Peña

de la Cruz y la Peña Negra. Al conquistar cada cumbre, corríamos emocionados por ver

quién se asomaba primero al nuevo paisaje de cada punto cardinal. Tras el esfuerzo,

descansábamos recostados sobre el granito. Ante nuestros ojos se abría un magnífico

panorama: la inmensidad azul del cielo, poblado de nubes con formas caprichosas y

ángeles a la deriva; las manchas brillantes de los pantanos de Santa Teresa y Gabriel y

Galán; las llanuras extremeñas y castellanas, desleídas en la lejanía; los pueblos vecinos

como palomas posadas y las sierras de Francia y de Béjar, esta última próxima y

misteriosa, con neveros, con bosques de robles y coníferas, con torrenteras, crestas y

precipicios. Pronto aprendimos a nombrar sus cimas: el Colorino, el Alaid, el Pico del

Águila, el Canchal Negro, el Calvitero, los Dos Hermanitos, el cancho de la Muela…

Incluso nos inventamos el nombre para otros relieves, hasta entonces anónimos.

Teníamos prohibido subir a la sierra, pero no nos conformábamos con avistarla desde

otras alturas. Era realmente hermosa. Sus colores camaleónicos se modificaban a lo

largo del año: en primavera, verde prado y amarillo de piornos floridos; ocres cuando el

pasto se agostaba y el otoño hería las arboledas; en invierno, negra, gris y blanca por la

nieve.

Nos advirtieron de sus peligros. Aún recuerdo relatos, narrados en tardes lluviosas,

al calor del brasero de cisco, en los que sus incautos protagonistas eran devorados por

una manada de lobos; o morían despeñados tras pisar una placa de hielo, congelados en

el transcurso de una ventisca, o como consecuencia de la picadura de un escorpión o la

mordedura de una víbora… Tristes historias contadas con todo lujo de detalles, incluso

con el nombre o el parentesco de las víctimas, que siempre concluían con una moraleja

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y consejos prácticos de cómo actuar en tales circunstancias para sobrevivir. Así nos

inculcaron el respeto a la montaña. Entonces eran pocos los que se aventuraban:

carboneros, pastores, leñadores y escasos montañeros, a veces requeridos por la Guardia

Civil para localizar a algún excursionista extraviado o recuperar el cadáver de algún

suicida.

Nuestras primeras andanzas por la sierra de Béjar fueron improvisadas y, por

supuesto, clandestinas. Como nadie nos enseñó el camino, subíamos por dónde y hasta

dónde podíamos. Cuando, por fin, obtuvimos la ansiada autorización paterna y la

posibilidad de pasar un día entero fuera de casa, me compré una mochila de lona y una

cantimplora de aluminio forrada de paño verde. Nuestras madres nos tejieron gorros con

pompón y bufandas de lana, con franjas de dos colores. Subimos hasta la Plataforma y

pasamos el día resbalándonos con plásticos por una pendiente nevada. En sucesivas

excursiones invernales exploramos más a fondo la sierra y descubrimos parajes

sorprendentes con arroyos congelados, columnas de hielo, carámbanos de mil maneras,

cascadas que al precipitarse lucían el arco iris, brezos sombreados de cristal y escamas

como cuchillos que, por su fragilidad, se rompían a cada paso… No olvidaré la imagen

de la Virgen del Calvitero, agrietada por los rigores climáticos y casi oculta bajo un

manto de nieve, sin corona de oro ni flores. En una ocasión nos perdimos en la niebla y

la ventisca nos escarchó la ropa. Sucedió en un escenario totalmente blanco en el que se

agitaban puntos luminosos y los cristales de hielo, impulsados por la fuerza del viento,

herían la piel. Caminábamos en fila, sin perdernos de vista, para que nadie quedara

rezagado. Cada vez que intentábamos un descenso aparecía un precipicio sin fondo ante

nuestros pies. El aliento se congelaba en el cabello formando bolitas de hielo que al

caminar tintineaban como cascabeles.

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Llegó la primavera y disfruté del deshielo. Las flores silvestres perforaban, con su

exiguo calor, la costra gélida y los prados esmeraldas se cubrían con pinceladas

multicolores. El agua goteaba, aquí y allá, empapando la tierra y confluyendo en

múltiples arroyos, serpientes de cristal, que reflejaban el cielo y luego se convertían en

cascadas, en una sinfonía desde la transparencia.

Con el estío quisimos vivir libres y acampar durante cinco días cerca de las lagunas

del Trampal, en el fondo del antiguo circo glaciar que se divisaba desde la cumbre del

Calvitero, a 2.425 metros de altura. La excursión se organizó a pesar de la escasez de

medios. Al no disponer de tiendas de campaña, dormiríamos en alguna cueva; el resto

era asignar utensilios y herramientas, poner dinero y aprovisionarnos. Así, uno subiría

un podón y un hacha, para cortar leña; otro un machete y cuerdas; otro la música,

linterna y pilas; otro una bota de vino, una sartén y una cacerola; otro velas, cerillas,

mechero y papel de revistas; otro se encargaría de la parte lúdica: baraja, cubilete y

dados, y taba de hueso; otro de la cámara de fotos… En los días previos compramos lo

necesario: sal, azúcar, aceite, leche condensada, café, galletas, arroz, tomate en bote,

patatas, salchichas y albóndigas enlatadas, queso, chorizo, tocino, huevos, fruta, vino y

hasta una botella de coñac…

El día clave madrugamos para evitar el calor de agosto en la subida. A las seis de la

mañana, en la oscuridad del Parque Municipal, estampada con luces de farolas y

estrellas, nos repartimos los bultos y, a ritmo de rock, comenzamos la andadura hacia la

carretera de Candelario; unos con mochila; otros con bolsa de deporte; alguien con el

temido saco de los melones; y cada cual con su manta debidamente enrollada y sujeta.

En Candelario, mientras esperábamos que abriese la panadería y para no aburrirnos,

jugamos a ver quién lanzaba más lejos su gorra, haciéndola planear y sin que cayese en

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la regadera. Sin embargo, en uno de los lanzamientos, la boina que amablemente nos

prestó mi abuelo se embocó en un tejado. Pudimos recuperarla gracias a que un vecino

nos prestó una escalera. El panadero se sorprendió cuando pedimos treinta y cinco

barras de pan: una por persona y día, e hizo la entrega en un saco vacío de harina. Otro

bulto más, por si no teníamos suficientes. Todos los miembros de la expedición

caminábamos con el agobio de la carga asignada, intentando no quedar rezagados,

cuando la luz del amanecer iluminó, muy a lo lejos, la silueta poderosa de la montaña.

Al subir la empinada rampa de los cortafuegos nos sobraba la ropa de abrigo. Llegamos

sudorosos a la Plataforma e hicimos una parada para desayunar junto a la fuente que

brota entre los pinos. Ya era de día. El porteador encargado de transportar la mochila

con los huevos se quedó dormido encima de ellos y algunos se rompieron. La primera

fotografía captó aquel instante cómico, mi hermano menor aparece tumbado en la

hierba, durmiendo plácidamente, con una gorra, unas gafas de sol y un pañuelo

colocado en la cara al modo bandolero para protegerse del sol. A su lado, otro, más

moderno, se aplica una crema protectora en el rostro y los demás contemplan sonrientes

la escena. En la segunda foto practicamos esgrima con barras de pan por espada.

Como los peores bultos eran el saco de los melones y el del pan; el primero por su

peso y el segundo porque soltaba harina, que al cargar al hombro se introducía entre

ropa y espalda causando picor, y los picos se clavaban; optamos por esconder algunos

melones para la vuelta, trocear el pan y turnarnos para su transporte.

La ascensión al Calvitero fue más dura de lo esperado, por el cargamento y porque

uno de nosotros, el menos acostumbrado a tales caminatas, quiso abandonar. La marcha

se hizo lenta, tediosa, con un rosario de paradas que empeoraban la situación, ya que el

sol calentaba con fuerza. Así cruzamos por la ladera del Travieso, siguiendo el sendero

señalizado con hitos de piedras o atajando entre piornos, brezos y peñascales. Pisamos

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la cumbre a mediodía. Aunque el sol implacable de agosto lucía en lo más alto, nos

detuvimos a comer, aprovechando la escuálida sombra del monolito de la Virgen. El

viento, que siempre sopla allí arriba, nos refrescaba. La tercera foto recoge este

momento de alegría y cansancio: rostros sonrientes, pechos al descubierto, brazos en

alto y dedos con el signo de la victoria. En la cuarta posamos en actitud triunfal: como

fondo las cumbres de Gredos; al frente, la Ceja, la cima más elevada de la sierra de

Béjar; y abajo, una cuna grandiosa, el antiguo circo labrado en la roca granítica y su

valle glaciar, en forma de U, por donde se deslizó una lengua de hielo en tiempos

remotos.

Descendimos con rapidez. Junto a la laguna grande, encontramos una choza de

pastores construida bajo una roca, que servía de techo. La rehabilitamos como refugio,

pues estaba casi derruida. Al remover aquellas piedras amontonadas huyeron espantados

una culebra y dos lagartos. Levantamos su pared semicircular, ocluimos las rendijas con

retama, forramos la parte exterior con un plástico duro y prendimos otro en la entrada.

El habitáculo resultante era pequeño para todos y los dos amigos prefirieron ocupar una

cueva próxima. Acolchamos el firme con una alfombra de helechos y una manta, para

que fuera más mullido y cómodo, ya que abultaban molestas irregularidades. Utilizamos

los espacios más angostos como despensa, para poner las viandas a buen recaudo. Sin

embargo, en aquel paraje escaseaba la leña y hubo que conseguirla en el valle que

desciende a Solana. El primer día acabamos rendidos, pero en un campamento digno y

habitable. Después nos jugamos a los naipes el lugar que cada cual ocuparía dentro de la

choza para acostarse. Tuve suerte y conseguí uno de los mejores. Cuando anocheció,

cenamos y permanecimos un tiempo sentados alrededor de la lumbre en amena y

apacible charla salpicada de risas, mientras que las estrellas y la luna prendían sus

reflejos en el agua inquieta y en la oscuridad del universo. Alguien puso reparo para

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dormir en la antigua guarida de reptiles, otro se acordó de los lobos y las tarántulas,

pero ser montañero y albañil es duro, y triunfó el cansancio. Encendimos las velas, nos

enrollamos cada cual en su manta atados con cuerdas, como si fuésemos momias, y nos

acomodamos para aprovechar el exiguo espacio disponible. Al levantar la cabeza, para

atender llamadas maliciosas, algunos se golpeaban con el techo, casi tapadera de ataúd.

Fue una noche interminable. Dormí a ratos y tirité de frío en aquel lecho duro e

irregular. Me levanté al alba y, como un fantasma en la penumbra, encendí la hoguera.

Sentado, cerca del fuego, con la manta sobre los hombros, disfruté del amanecer. Sentí

la soledad, la paz y la armonía de la montaña. Fui testigo del avance inexorable de la

luz y de su triunfo tras la ancestral batalla con las sombras. Así concluyó otra noche.

Luego acudieron los demás, atraídos por las llamas reconfortantes y el aroma del café,

que burbujeaba en la cazuela. Compartimos el novedoso despertar de la serranía : el

vuelo de los pájaros, aparentemente libres ; los primeros rayos de luz en la superficie de

la laguna ; el rocío transparente adornando la hierba y el musgo de las rocas ; los colores

indescriptibles y cambiantes del cielo. Una alborada llena de sensaciones distintas, de

sueño y escalofríos, de perfumes que impregnan el aire puro y enrarecido por la altura,

de sonidos de la naturaleza. Hasta lavarse la cara en el gélido arroyo fue gratificante,

pues su rumor me sonaba a música y su entraña transparente me servía de espejo. Todo

era primicia, recién creada y ofrecida; estreno y natural regalo. En torno a la hoguera

planificamos el nuevo día: lo primero conseguir leña, tan escasa y necesaria; luego

recorrimos las orillas de cada laguna. Me impresionó el color azul oscuro de la grande,

acaso diferente por su mayor profundidad, y tuve la impresión de que, en cualquier

momento, fuera a emerger de sus aguas un monstruo prehistórico. La presa final dejaba

correr un arroyuelo en el que estuvimos pescando truchas a mano, aunque fue imposible

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alegrar la comida con tan suculento plato. Cada cual investigaba por su cuenta y los

hallazgos, pregonados a voces, eran fielmente repetidos por el eco prodigioso del paraje.

En la quinta fotografía, estamos en la entrada de la cueva, con un arroz a la cubana

tan espeso que algunos dieron la vuelta al plato y la comida no se caía, y otros clavaron

la cuchara verticalmente en el pegote. Daba igual, en el campo todo sabe bien;

felicitaciones al cocinero por el buen rato que nos hizo pasar, no paramos de reír con los

jocosos comentarios que a cerca de su especialidad serrana se improvisaron.

Por la tarde, algunos se bañaron en las lagunas. El agua estaba demasiado fría para

mi gusto. Yo busqué una sombra y me dormí en la manta, extendida sobre la hierba, así

me repuse del insomnio de la noche anterior. Después escalamos hasta los neveros,

situados en la base del colosal paredón de la Ceja. La nieve acumulada soportaba los

calores del estío; los enormes bloques de hielo, al contactar con la roca caliente, se

fundían creando grutas maravillosas en su interior, con el techo en forma de colmena,

cuyas celdillas se derretían en el centro y dejaban pasar finos haces de luz. En la sexta

fotografía, posábamos orgullosos y sorprendidos, dentro de aquella oquedad fantástica

de hielo. En la séptima foto, los más valientes se arriesgaban al caminar sobre el

ventisquero, cuya frágil cúpula pudo hundirse. Con la nieve helada que recogimos,

esencia de limón y otros sabores, elaboramos sabrosos helados. El resto del tiempo lo

consumimos jugando a las cartas, a los dados y a la taba.

La segunda noche permanece intacta en mi memoria. Nos despertó un potente trueno

y los ecos sucesivos arrastraron la vibración de un lugar a otro, como si la montaña se

derrumbase sobre nosotros. Permanecimos inmóviles y callados durante la tormenta.

Cada relámpago iluminaba el interior de la cueva penetrando a través del plástico de la

entrada y de los resquicios de las paredes. Su potente y fugaz resplandor descubría los

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bultos yacentes de mis compañeros y el temor en sus rostros. La lluvia y el viento

azotaron furiosamente la choza, que aguantó gracias al arreglo del primer día y a la

laboriosa impermeabilización. Sin embargo, en medio de aquel diluvio, temíamos que la

laguna se desbordase y nos inundara, o que algún torrente nos arremetiera, o que nos

carbonizara un rayo… Durante dos horas, tuve la impresión de permanecer prisionero

en el corazón de una nube de ensordecedores latidos. Aún me extraña, pero nadie

bromeó; aún más, tras la experiencia, dos compañeros dieron por concluida la aventura.

Por la mañana, antes de marcharse a Béjar, nos hicimos la octava fotografía sobre un

enorme canchal con la Ceja al fondo, y la novena, al borde de la laguna. Así, tras

aquella noche infernal, sólo quedamos cinco.

Después de la lluvia, el paisaje me pareció aún más hermoso: los colores lucían

limpios, intensos y puros. En la superficie del suelo vi los socavones como cicatrices de

las torrenteras y, al lavarme, comprobé que la laguna estaba turbia. Para conseguir agua

potable fundimos hielo de los neveros. Después de calentarnos y desayunar fuimos a

recoger leña por los alrededores, dura labor, ya que cada vez era preciso acarrearla

desde más lejos. El sol de agosto evaporó pronto la humedad de la hierba. Por la tarde

escalamos la pared granítica desde la base del circo a lo alto de la Ceja. Aunque, desde

abajo, parecía una ascensión difícil por la verticalidad y lisura de sus rocas,

encontramos una vía accesible hasta la cumbre. Trepamos sin prisas, con frecuentes

descansos para contemplar, desde otras perspectivas, las lagunas y el valle, mientras una

pareja de águilas que allí anidaban, descendían para posarse en los salientes rocosos

cercanos, alarmada por nuestra presencia

El resto de los días se sucedieron con escasas incidencias. Como la mayoría de los

jóvenes, nos divertimos, despreocupadamente, en compañía de los amigos. Disfrutamos

de la vida en libertad y experimentamos la pequeñez del ser humano frente a la

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inmensidad del firmamento nocturno o al borde de los abismos verticales; y la

indefensión cuando las fuerzas de la naturaleza descargan su violencia ciega.

Aprendimos que hay otros seres, aparentemente más débiles, como las hormigas y los

pájaros, con los que compartimos un espacio y un instante universal. Valoramos la

importancia de la amistad en los momentos difíciles, el esfuerzo compartido para

superar las dificultades y el afán por vivir felices tras despertar llenos de ilusión cada

mañana.

FIN

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*

AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN

PLASENCIA, Septiembre del 2007.

UN VIAJE IMAGINARIO

A Acanthus molle.

Me desperté sobresaltado por un pitido agudo que sonaba cada vez que me movía.

Abrí los ojos para averiguar el origen de tan molesto ruido y descubrí, frente a mí, un

enorme reloj de pared cuyas agujas permanecían inmóviles. “El tiempo se ha detenido,

¿ya habré muerto?” -pensé. No tardó en acudir la enfermera y se alegró al verme

consciente.

-¿Qué tal se encuentra?, doctor. Ha sufrido un traumatismo craneoencefálico.

Miré y cerca no vi a ningún médico, me hallaba tumbado en la cama de un hospital,

acaso en la Unidad de Cuidados Intensivos, por el número de cables, catéteres y

monitores que se amontonaban a mí alrededor. Intenté pedir que me extrajeran aquel

tubo de la garganta, pero sólo oí un quejido gutural incomprensible y noté una molestia

que me persuadió de no volver a intentarlo. Me agobiaba el respirador que,

rítmicamente, introducía el aire en mis pulmones.

-Cierre los ojos y relájese -me aconsejó una voz amable- avisaré al intensivista.

Obedecí, aún adormilado y vinieron a mi cabeza imágenes sin aparente sentido. Una se

repetía insistentemente: se trataba de un polvo fino y blancuzco sobre el asfalto de una

carretera. Recordé que iba de viaje, pero la amnesia me impedía evocar los motivos.

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Debí sufrir un accidente grave, por cómo me encontraba... Pero, cuando ocurrió...

¿adónde me dirigía? ¿iba de vacaciones?, ¿de excursión?, ¿a algún acontecimiento

familiar?, ¿o acompañaba a algún paciente en la ambulancia...? Me era imposible

responder... Mi cerebro, aún obnubilado, buscaba pistas inverosímiles donde anclarse, el

hilo que le permitiese descubrir el ovillo. Como la enfermera se dirigió a mí

llamándome doctor, supuse que era médico. Por lógica, me situé en una consulta: un

habitáculo reducido, con las paredes de un blanco inmaculado, con amplios ventanales

por donde se filtraba la luz y la brisa, con una mesa de oficina sobre la cual puse el

fonendoscopio, los talonarios de recetas, el sello, el tampón de tinta y el Vademécum.

En la sala de espera, junto a la puerta, percibí el habitual bullicio de los pacientes que se

refieren sus males y sabidurías. De pronto, oí una discusión; alguien intentaba colarse.

Una anciana entró, precipitadamente, ignorando protestas e improperios.

-¿Dónde va usted?, señora –le recriminé en tono severo- ¿no sabe que la consulta

empieza a las nueve?

-¿No me recuerdas? Soy yo, la madre de tu amigo –se justificó.

-Disculpe, no la he reconocido. Por favor, siéntese... ¿Qué sucede? –pregunté

avergonzado.

-Mi hijo ha muerto -me comunicó entre sollozos.

-¿Cómo dice? ¡No es posible...! –exclamé sorprendido, al tiempo que acudí para darle

un abrazo de pésame y consolarla por tan trágica pérdida; mientras un sentimiento de

vulnerabilidad e impotencia recorría mis entrañas. Es cierto que la muerte siempre pide

una pregunta y, en ocasiones, más de una-. ¿Cómo murió...?

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-Tuvo un accidente de tráfico –gimoteó, secándose las lágrimas– dicen que se salió de

la carretera cuando regresaba de Montemayor del Río...

-¡Qué pena! ¡Le acompaño en el sentimiento...! ¡Maldita carretera, cuántas vidas se

cobra...! ¿Puedo hacer algo por usted?

-Sí... Mi hijo pidió en su testamento un deseo... –extrajo un pliego de papel de un

sobre y leyó con voz temblorosa: “...quisiera, como última voluntad, que mi mejor

amigo arrojase la mitad de mis cenizas al cañón del río Eljas, desde la torre del

homenaje de Peñafiel, y la otra mitad desde la de Cabañas del Castillo”.

-No faltaría más –respondí con tristeza.

Me entregó la urna funeraria y la coloqué en el armario, junto al viejo espirómetro

averiado, después despedí a la mujer, ya que mi obligación era pasar consulta y mis

pacientes empezaban a impacientarse por el imprevisto. Al final de la mañana, introduje

los restos en una bolsa de plástico, de esas que dan en los centros comerciales y, sin

querer, dije en voz alta: “¡siempre fuiste un caprichoso!”. Antaño, cuando alguien

fallecía se le enterraba y punto; pero en la actualidad, con esta moda de la incineración,

los familiares del finado deben arrojar las cenizas en los lugares más inverosímiles:

campos de fútbol, plazas de toros, parques naturales, santuarios y hasta en las cumbres

de la sierra. Tales voluntades caprichosas obligan a sus más allegados, ya afligidos por

la desgracia y castigados por Hacienda, a un emprender un peregrinaje no siempre bien

entendido. Sabía que mi amigo visitó más de cien castillos, pero ignoraba que le

apasionasen hasta tal punto.

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Aparqué la urna, durante varias semanas, en mi domicilio, sin encontrar el momento

idóneo para cumplir lo convenido. Pronto empezó a molestarme su presencia, pues me

dio por pensar que podría traerme malos augurios. “¡No sé por qué tu madre se acordó

de mí! ¡Pusiste “tu mejor amigo”, pero no hiciste mención expresa a mi nombre y

apellidos! Seguro que tú te referías a otro, porque desde que te marcharte al País Vasco,

hace ya veinte años, sólo contactamos en contadas ocasiones” –recriminé al vaso

funerario, como si fuese recipiente de su alma y su entendimiento.

Una mañana lluviosa de otoño, aprovechando la libranza de una guardia, decidí

zanjar el asunto, matar dos pájaros de un tiro visitando ambos castillos. Busqué en el

Mapa Oficial de Carreteras y me sorprendió la gran distancia entre ellos: uno fronterizo

con Portugal y el otro en la comarca de las Villuercas, cerca de la provincia de Toledo.

Cansado y soñoliento aseguré la tapadera de la urna con esparadrapo, para que no se

vertiera su contenido, y la introduje en el maletero del coche; así comencé un viaje

absurdo. Hubiera sido más fácil arrojar la bolsa al contenedor de basura más próximo o

haber acudido al cementerio para que el sepulturero se hiciese cargo del problema; al fin

y al cabo, cada cual tiene su ocupación, unos nos ocupamos de los vivos y otros de que

los muertos descansen en paz. Sin embargo, subí al automóvil, me puse el cinturón de

seguridad y arranqué con dirección a Zarza la Mayor, una localidad lejana, que no

conocía. Desde que salí de Plasencia y durante todo el trayecto llovió sin cesar. Gruesas

gotas golpearon el techo de metal del coche ruidosamente, como si se tratase de

granizo... Aquel golpeteo fue en aumento y sentí un dolor de cabeza insoportable, que

me impedía seguir recordando. Temía que el pedrisco rompiera el parabrisas y abollará

la carrocería. Una cortina opaca y en movimiento me dificultaba la visión. Finalmente,

me detuve en la entrada de una finca de aquella carretera secundaria sin arcén.

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Un sudor frío recorrió mis sienes y el pitido del monitor avisó a las enfermeras, que

acudieron inmediatamente y me administraron un analgésico o un ansiolítico en la goma

del gotero. No sé si quedé dormido o perdí el conocimiento.

Cuando desperté, aún recordaba la lluvia torrencial. Aparqué en Zarza la Mayor, al

lado de la picota de la plaza, y pregunté por el castillo. Me informaron que se

encontraba en mitad del campo, a tres kilómetros. Circulé por una pista de zahorra hasta

que se hizo imposible continuar en coche. Durante unos minutos, me quedé parado en la

senda embarrada, contemplando una tabla, a modo de cartel indicativo, con una flecha y

una frase, escrita con letras negras deformes, que decía: “Al castillo”. Pensé en dar

media vuelta, pero, después de tan largo viaje, me animé a caminar los 2 kilómetros

restantes. No dudé más, arrebatadamente salí del vehículo, abrí el maletero, me enfundé

un impermeable rojo y amarillo, y me resguardé bajo el paraguas. Con dificultad vertí,

aproximadamente, la mitad de las cenizas en una bolsa de plástico. Una ráfaga de viento

se introdujo en la oquedad y desencadenó una nubecilla de polvo que blanqueó mi ropa

y parte de mi cara. Al sacudirme fui más consciente de la tragedia acaecida y lo que

antes era para mí un simple encargo se convirtió en un asunto personal. Avancé, paso a

paso, por el tortuoso camino, mientras que, paradójicamente, mi cerebro retrocedía, en

un vuelo de la memoria, a aquellos años de mi juventud. Los restos que pesaban en el

extremo de mi mano derecha pertenecían a uno de mis amigos de la Facultad de

Medicina de Salamanca. Teníamos veinte años y una inteligencia clara, que nos llevaba

a cuestionarnos las razones de la vida y del mundo. Ninguno de los dos amaba la

Medicina: su auténtica vocación era la Filosofía y la mía la naturaleza y el Arte. Una o

dos horas por semana, nos fugábamos las clases para dar un paseo junto al río Tormes, y

nos sentábamos sobre el tronco de un álamo caído, cerca de la orilla, a leer y comentar

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algún poema. Fueron momentos mágicos, vividos en aquella fronda; a veces,

desdibujada por la niebla; o vitrificada por la escarcha del invierno; o engalanada con

los aromas y los colores de la primavera... En la Facultad nos enseñaron que la vida es

un conjunto finito de reacciones bioquímicas cuyo fin es, simplemente, perdurar... Pero,

entonces, los árboles, los juncos y los gorriones tenían alma... Y en nuestras mentes

ardía la ilusión por saber y un inmenso amor al universo que cada día descubríamos, no

siempre hermoso, evidentemente imperfecto, muchas veces absurdo y carente de

sentido. Nos auxiliaba la filosofía y la poesía para explicar los sentimientos o para

manifestarlos. Al final, aquel hombre amable, tranquilo, inteligente, optimista y alegre

acabó convertido en varios puñados de materia; como si el catedrático de Bioquímica

tuviese razón y el universo fuese interacción de múltiples reacciones químicas en un

mismo instante que llamamos presente; un conjunto finito de transformaciones en un

tiempo efímero por la propia naturaleza de las reacciones químicas.

Arreciaba el aguacero y el vendaval pugnaba por arrebatarme el paraguas, la bolsa y

los pensamientos. Seguí por una calleja angosta, limitada por paredones sobre los que

asomaban las copas de los olivos, ya cargadas de fruto, y algunas higueras amarillas por

el otoño. Las nubes lamían la superficie de la tierra y me ocultaban la panorámica.

Crucé un prado bajo la atenta mirada de cuarenta vacas, que sorteé como pude. Ascendí

un repecho y vislumbré el perfil arrogante de la torre del homenaje del castillo de

Peñafiel. En la fachada principal, construida con mampostería de granito, encontré una

puerta de bella factura, flanqueada por dos torres cilíndricas. Entré hasta el patio,

enmarañado por malezas y zarzales, y admiré la alta torre, con matacanes y una ventana

geminada de tracería gótica. Al otro lado, el profundo cañón del río Eljas, con paredes

rocosas donde anidan los buitres leonados y otras rapaces. El conjunto, a pesar de su

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ruina y abandono, me sorprendió gratamente. En la base de la torre, encontré una puerta

ojival, entré con intención de subir a la terraza, pero la escalera de piedra se había

desmoronado y me fue imposible arrojar las cenizas desde lo alto. Entre las rocas

desgajadas, encontré un sobre, escrito con la letra de mi colega y con la leyenda: “Para

mi mejor amigo”. No quise abrirlo sin antes haber cumplido la mitad del encargo, pues

la bolsa tenía un agujero mínimo por el que iba cayendo parte de su contenido, como si

de un reloj de arena se tratase. Me acerqué al borde del abismo, aseguré cada paso para

no resbalar, valoré la velocidad y la dirección del viento, vacié aquel polvo fúnebre y

descendió, en un torbellino, hasta la hondura.

El regreso se me hizo corto. Antes de subir al coche, arranqué el barro de las botas,

escurrí las patas de mis pantalones y sequé, con una toalla, la mezcla de sudor y agua

que chorreaba de mi cabeza. Me acomodé en el asiento del conductor, no puse música

para dar más solemnidad al acto, y leí la nota en voz alta: “Amigo: mi vida fue una

sucesión de errores y fracasos. Te deseo mucha suerte”.

De inmediato, me sentí invadido por una terrible duda. Me pareció haber leído la

típica nota que deja un suicida. Quizás el accidente que mató a mi amigo no fuese

fortuito. Me costaba creer que un médico abandonara los hilos de su destino en manos

del azar. Una salida de vía no asegura la muerte: cuántos conductores dan veinte vueltas

de campana y salen ilesos; o, aún peor, quedan tetrapléjicos o en coma profundo.

Me contaron que tuvo problemas: se divorció de su mujer, le aborrecieron sus hijos y

le denunciaron varios pacientes. Harto de todo, regresó a Extremadura dispuesto a

empezar una nueva vida. No lo tuvo fácil. Le costó encontrar trabajo, aunque,

finalmente, le contrataron de Facultativo de Urgencias. Sus ratos de ocio los aprovecho

visitando los castillos de la comarca. En la dehesa extremeña, grandiosa y despoblada,

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encontró la soledad y la hermosura que su espíritu atormentado requería. Así vivió: al

pie del cañón, pero con los ojos puestos en la línea del horizonte. Luchó en primera fila,

más supo enriquecer su intimidad y preservarse libre para sus escapadas en busca de

novedades. Me aseguraron que sus heridas cicatrizaban y el olvido diluía los malos

recuerdos, la hiel del rencor...

Doblé la cuartilla y la puse en un bolsillo. Limpié el parabrisas, empañado por la

diferencia de temperatura, y comprobé que fuera arreciaba la lluvia.

-¡Va a ser un momento! ¡Aguante la respiración! –ordenó el intensivista.

Al abrir los ojos, vi como agarraba el tubo de goma y lo extraía de mi tráquea, con el

consiguiente alivio. Llevaba un buen rato respirando sin la ayuda del ventilador y era

una experiencia maravillosa. No valoramos la importancia de estos actos, aparentemente

insignificantes, hasta que alguna enfermedad los torna laboriosos. Es un lujo poder

introducir sin trabas el aire dentro de los pulmones, notar como el pecho se hincha y se

apaga la sed por el oxígeno. Ya desconectado de la máquina, recobré la libertad de

movimiento y me incorporé en el lecho para curiosear el entorno. Unos minutos

después, me extrajeron la sonda urinaria y la vía central del cuello. Eran señales

inequívocas de que lo peor había pasado. Cambié de postura, buscando una mayor

comodidad, y me concentré en los recuerdos, que fluían trabajosamente, en un gota a

gota.

De nuevo vi el asfalto impregnado de aquel polvillo, como el residuo de las alas de las

mariposas tiznando los dedos. No conseguía recordar las circunstancias críticas del

accidente: ¿me quedé dormido al volante?, ¿choqué contra otro vehículo?, ¿la culpa fue

mía?, ¿maté a alguna persona?, ¿me acompañaba algún pasajero?, ¿cómo sucedió...?

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Las frases resonaban dentro de mi cabeza vacía. La existencia puede cambiar en un

instante, en un único y terrible instante. Todos los años fallecen miles de personas en las

carreteras. Es una masacre silenciosa, tristemente ignorada, infravalorada... Una

tragedia inconmensurable: familias rotas, niños huérfanos, padres que pierden a sus

hijos, parejas destrozadas, jóvenes fallecidos en la flor de su vida; personas quemadas,

mutiladas, paralíticas... Además, los accidentes de tráfico ocurren cuando nadie se lo

espera, porque a todos nos cuesta creer que seremos las próximas víctimas...

La ignorancia me inquietó tanto que avisé a la enfermera. A lo mejor ella podía

despejar mis incertidumbres, devolver la paz a mi conciencia.

-¡Por favor! –dije en voz alta.

-¿Qué sucede? –se interesó la joven.

-¿Sabe usted cómo fue el accidente?

-No. Nadie aquí lo sabe. Vino trasladado de otro hospital. Siento no poder informarle.

Dominé la angustia y recobré la historia que mi imaginación tejía.

Circulaba en mi utilitario rojo, atravesando la interminable cortina de lluvia, rumbo a

Cabañas del Castillo, una aldea de la comarca de las Villuercas, donde se conservan, en

lo alto de un macizo rocoso, los restos de una fortificación que fue primero árabe. Me

disponía a concluir el encargo de esparcir la mitad restante de las cenizas desde la

cumbre, porque conocía el lugar y la torre del homenaje estaba arruinada y hueca. El

emplazamiento tiene difícil y peligroso acceso; aunque, tras el esfuerzo de la subida, se

disfruta de unas vistas espectaculares: varios farallones de cuarcita rosada, paralelos

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entre sí, delimitan profundos valles; e, inmediatamente debajo, se extiende el pueblo,

presidido por una iglesia románica. La única vez que estuve allí, no encontraba el

sendero que asciende al castillo y me acompañó, amablemente, un pastor de ovejas.

Me preocupaba la nota de Peñafiel y anhelaba encontrar, en la fortaleza de Cabañas,

otro escrito que me aclarase las razones de su muerte. Tantas horas conduciendo dan

mucho que pensar. Los ojos me escocían de fijarme a través de la lluvia, iluminada por

la luz de los faros; los oídos me silbaban por el ruido insistente del limpiaparabrisas y el

vehículo hizo un “aquaplaning” al entrar a gran velocidad en uno de los charcos de la

autovía de Extremadura. La abandoné en el cruce de Deleitosa, me detuve, abrí el

maletero y trasladé la urna al asiento del copiloto.

-Amigo, hazme el honor de viajar a mi lado estos últimos kilómetros –le pedí en voz

audible.

Sentí como su alma ocupó el habitáculo y circulamos, sin prisas, por una carretera

difícil, agujereada por baches llenos de agua, de firme irregular; con ramas, piedras y

barro de las torrenteras que invadían algunos tramos. Noté, entonces, el cansancio de la

noche y el día. No iba solo, una presencia inexplicable me acompañaba. Al entrar en

una curva, vi una cruz adornada con flores e, instintivamente, di un volantazo; así perdí

el control del vehículo, derrapé y volqué sobre la calzada. Al recobrar el conocimiento,

supe que la urna se había roto porque descubrí las cenizas de mi amigo esparcidas sobre

el asfalto, mezcladas con mi sangre, con barro y con gasolina. Permanecí inmóvil

durante largos minutos, tiritando de frío, temiendo que el vehículo ardiera o que nadie

me auxiliara... Y acaso su presencia me dio fuerzas para resistir en soledad tan amarga,

hasta que un paisano dio el aviso y acudió el personal sanitario...

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¿Eso fue lo que pasó? ¡no estoy seguro! ¿Será la patraña de un cerebro estimulado por

los opiáceos o pura ideación para rellenar una laguna de la memoria? No lo sé. Si salgo

de está y mi amigo vive, le invitaré a dar un paseo por una chopera, ahora que el otoño

las viste de seda y oro. Comentaremos algún poema sobre el sentido de la existencia

humana. Pero si ocurrió como lo imaginé, no regresaré a Cabañas del Castillo. Qué se

pudra tu supuesta nota en la penumbra de la torre del homenaje; como se pudrieron

aquellas angélicas en flor, que impregnaban con su hedor la cumbre del cerro y atraían

enormes moscas, abejas, escarabajos y avispones. Le diré a tu madre que hice cuanto

pude por cumplir tu último deseo, que casi pierdo la vida en el empeño, que no logré

arrojar tus cenizas en el lugar indicado porque era imposible, y me extraña que no lo

supieses. Pero si vives, te daré un consejo: di que te entierren, porque si optas por la

incineración y dejas un regalito, ten por seguro que acabarás donde no te imaginas.

FIN

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*

AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN

PLASENCIA, Septiembre del 2008.

BARRIONEILA, 20

A Parnassia palustris L.

Nací en Barrioneila número 20, en la misma casa donde nació mi madre y vivieron

mis abuelos; situada en un antiguo arrabal de Béjar, cerca de la Plaza Mayor, con

callejuelas angostas y empinadas, por estar ubicado en una de las laderas del cerro que

corona la villa. Entonces, las mujeres parían en su domicilio, asistidas, a menudo, por

familiares, vecinas y una comadrona, si llegaba a tiempo. La vivienda de mis abuelos

maternos pertenecía a unos parientes que emigraron a Francia, buscando una vida

mejor. Formaba parte de un edificio centenario, imbricado con otros próximos, como es

típico en los barrios judíos. Tenía la entrada al final de un estrecho callejón enrollado,

junto a un corral.

Era preciso descender varios peldaños de granito para entrar en el portal, desde

donde se accedía a cinco estancias: tres domicilios, una bodega y un aseo de uso

comunitario. Esta última habitación disponía de un grifo conectado a una tubería de

plomo, una pila de lavar de piedra artificial y un agujero de cemento en el suelo, el

retrete. El techo estaba sostenido por gruesas vigas de castaño, alguna de ellas

combadas y agrietadas por el peso excesivo. El suelo era de tierra apisonada y las

paredes de mampostería de granito. También había dos portezuelas de acceso a las

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carboneras, ubicadas en el espacio existente bajo las escaleras, donde se almacenaba

cisco para los braseros.

La bodega era realmente tenebrosa, pues sólo disponía de un ventanuco de reducidas

dimensiones, que daba a la calle trasera, a ras del suelo, e iluminaba tenuemente aquel

rincón. En el centro del techo, colgada de un cable forrado de tela, lucía una bombilla

incapaz de alumbrar correctamente la estancia, aunque, después de algunos minutos, los

ojos se acostumbraban a interpretar la penumbra. Allí, bajo la pátina del polvo, se

acumulaban los más diversos e insólitos objetos, pertenecientes a dueños presentes y

pretéritos. Contra el muro de la entrada, había una cómoda de nogal con incrustaciones

de nácar y largos cajones repletos de sorpresas. Al fondo, una tinaja de barro, un baúl

lleno de ropa vieja pasada de moda y una prensa de exprimir las uvas, pues la bodega

fue, en tiempos, un lagar. Apoyados sobre sus paredes descansaban somieres, azadones,

rastrillos, artesas, una máquina de embutir, cuerdas, sacos de borra para rellenar los

colchones, un cajón usado de cisquera, bajo el cual yo escondía mis primeros poemas,

junto a cajas con herramientas de carpintero y zapatero, herrumbrosas por el desuso.

Por una escalera de madera, con pasamanos y peldaños desgastados e irregulares, se

accedía al pasillo del primer piso, enlosado con lanchas de pizarra negra. Llamaba la

atención una viga apuntalada y el tosco portón de otra carbonera, conocida como “el

cuarto de los ratones”, refugio de gatos y celda lúgubre para los niños que se portasen

mal. Del pasillo partían dos escaleras hacia los pisos superiores, una a cada extremo,

junto a dos puertas, una perteneciente a nuestra vivienda. Disponíamos de un salón

cuadrado, con una alacena y un espacio irregular, bajo los escalones del vecino, que

servía para almacenar alimentos; lo recuerdo amueblado con una mesa camilla, un sofá,

un aparador, varias sillas y una mesita forrada con una lámina de zinc, que disponía de

solo cajón, donde mi abuelo guardaba sus cosas, entre ellas la petaca de cuero y el papel

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de liar cigarrillos. Desde el salón se accedía a los dormitorios, comunicados entre sí,

uno con una cama de matrimonio y un enorme armario; y el otro con dos camas

encajadas contra la pared, dejando entre ambas un mínimo pasillo. Al principio, era

necesario salir al balcón para entrar en la cocina; años después, para evitar la intemperie

en los días inclementes, se abrió una puerta que comunicaba, directamente, el salón y la

cocina.

Ambos dormitorios tenían sendas ventanas hacia un corral sombrío, desde las que se

veían paredes húmedas y grises, parcialmente recubiertas de musgo y verdín. La terraza

daba a un huerto con una higuera, manzanos y laureles; por encima de los tejados, se

divisaba el monte y la Peña de la Cruz. Recuerdo macetas de barro adornando la

balaustrada de hierro y el suelo de cemento, con floridos geranios de olor, claveles

rojos, cóleos, alegrías y fucsias. También una olla rota de barro, llena de tierra, donde

mi abuelo sembró balsamina y cuyas hojas utilizábamos para curar las heridas

infectadas. El balcón olía a ropa limpia, pues allí se tendía y se soleaba. En una de las

vigas carcomidas clavaron el gancho donde colgábamos a secar manojos de orégano,

hierba buena de burro y manzanilla. La conjunción de colores y aromas hizo de él mi

lugar preferido y allí pasé muchas horas sentado en el suelo, leyendo, escuchando la

radio de la cocina, vigilando los agujeros de la carcoma o contemplando la lluvia, la

nieve o el paisaje cambiante según las estaciones. Solía cerrar los ojos para sentir mejor

la brisa perfumada de la primavera o el viento frío y desapacible del invierno. A

menudo, me acompañaba el gato, antaño imprescindible porque en las casas viejas

también solían vivir ratas y ratones. Tuvimos varios mininos, cuyo nombre dependía del

color del pelaje de su cara: Caranegra, Carablanca, Caraparda y la excepción: Toli,

diminutivo de Antolín y regalo de un amigo. Llevaban una vida independiente, salían y

entraban a su antojo a través de la gatera y merodeaban por los tejados y los corrales.

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Nunca faltaron a la hora de las comidas o cuando hacía frío en el exterior. A veces, se

recostaban tan cerca del brasero que, al chamuscarse el lomo, bufaban y huían

despavoridos. Otras, se acurrucaban en el regazo de las faldillas y ronroneaban

mimosos. Caranegra era aficionado a enzarzarse en ruidosas peleas con otros machos y

a comerse los gazapos del vecino; así fue como quedó cojo, al caer prendido en un lazo

de acero del que consiguió huir, aunque con una llaga profunda que tardó meses en

curar.

Por encima de nosotros, había una segunda planta con dos viviendas particulares y,

una tercera con un desván deshabitado. Subir a él era peligroso, pues los peldaños

podridos crujían amenazantes al pisarlos. Encontré la puerta abierta y dentro algunas

pertenencias de antiguos inquilinos. La escasez de viviendas en Béjar obligó a muchas

familias a residir en desvanes, donde sólo disponían de una habitación, utilizada como

cocina y dormitorio. El desván de Barrioneila, 20 poseía un ventanuco de cristales rotos

por donde se colaban el viento y las palomas buscando refugio, aunque era territorio de

caza para los gatos y sitio donde los niños se ocultaban cuando jugaban a “guardia y

ladrón” o al escondite. La primera vez que subí, encontré, desparramados por el suelo,

numerosos palitos tallados para tejer encaje de bolillos y, bajo el oxidado somier de la

cama, una maleta con libros de un estudiante de Bachillerato; uno narraba las aventuras

de un explorador inglés en África y describía lugares fabulosos, habitados por fieras

salvajes y tribus para mí desconocidos. Con aquel libro me apasioné con la lectura.

En los años 60 y 70, Barrioneila rebosaba vida y actividad, pues casi todos los

edificios estaban habitados, en ocasiones por personas singulares conocidas por su

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mote. Los niños pasábamos la mayor parte del tiempo libre en la calle, sentados en el

peñasco o jugando en la plazuela del caño La Mosca, a juegos como los pelotazos, el

balón, pídola, las canicas, las chapas, el pañuelo, el peón, el hinque con lima sin

mango… Llegamos a organizar corridas de toros con una cornamenta que atábamos al

manillar de la bicicleta; espectáculo muy del gusto del vecindario, que sentía como

suyos los revolcones y las cornadas, jaleaba emocionado a los diestros y premiaba las

buenas faenas arrojando caramelos… Las niñas preferían jugar con las muñecas, al

cordel, a la goma, a la rayuela… Todas las tardes, sin importar que hiciera frío o calor,

nos reuníamos los chavales del barrio y no faltaban las risas ni las carreras. Jugábamos

al futbol en el patio del Palacio Ducal, explorábamos sus galerías subterráneas en busca

de supuestos tesoros y participábamos, junto a los de la Plaza Mayor, en baterías contra

los muchachos de La Antigua, nuestros enemigos irreconciliables. Acudíamos a la

estación del ferrocarril a poner monedas de perra chica en los raíles, para que las ruedas

metálicas del tren las aplastasen; también cruzamos el túnel venciendo el temor a la

oscuridad y con riesgo de ser atropellados. Otras veces, íbamos a las Lanchillas, el

vertedero de Béjar, a rebuscar sellos de Correo para nuestra colección filatélica.

Algunos fuimos monaguillos de El Salvador, así nos enterábamos de los bautizos del

domingo, siempre dispuestos a pelearnos por la roña y los confites; con una vela

encendida subíamos a la torre de la iglesia para tocar las campanas y el párroco nos

mandaba a comprar el vino con la prohibición expresa de no aguarlo.

Todas las mañanas del curso escolar, excepto los domingos, acudíamos al Colegio

Nacional Filiberto Villalobos, adormilados y con la cartera de cuero. A pesar de la ropa

de abrigo, que incluía gorra de aviador o pasamontañas, sentíamos el frío en las piernas,

ya que usábamos pantalones cortos todo el año. Entonces, la calle Colón estaba

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adornada por una fila de inmensos castaños de Indias y sobre los paredones de la acera

contraria asomaban celindos, lilos y árboles frutales, que perfumaban el aire en

primavera. Durante el trayecto, el continuo traqueteo de los telares inundaba la calle, a

través de las ventanas abiertas de las fábricas existentes dentro del casco urbano. Aquel

sonido y el de las sirenas, anunciando el final de los turnos, era señal inequívoca de

donde estábamos, antes de que Béjar enmudeciese. Luego formábamos en el patio o en

la galería, cantábamos himnos patrióticos y rezábamos varias oraciones. Fueron los años

de la enciclopedia Álvarez, la vara de castaño o de mimbre, el patio de las niñas y el

vaso de leche en polvo en el recreo. Al salir del colegio, volvíamos por las callejas de

Olivillas recogiendo la fruta que caía de los huertos. Algunos niños tenían la obligación

de acudir a la fábrica donde trabajaban sus familiares, para llevarles la comida en una

cesta de mimbre, procurando no verter la sopa del cocido.

En el vecindario hubo una tienda de ultramarinos, donde por dos reales te vendían

un polo rudimentario: un cubito del frigorífico con sabor a limón o naranja, pinchado en

un mondadientes, que se transformaba en hielo de un sorbo; también tuvimos una

zapatería; una tahona; una carpintería, cuya sierra eléctrica, al cortar la madera, emitía

un chirrido horrísono y borraba el apacible rumor de la fuente y de las golondrinas. La

bodega aún sigue despachando vino de pitarra. Era común cruzarse con asnos o mulos,

pues tanto el panadero como el lechero repartían así el género a domicilio.

Barrio Neila tuvo su peculiar calendario de fiestas infantiles. Algunas celebraciones

consistían en ir a buscar determinados frutos al bosque: majuelos, castañas, nueces,

moras o avellanas. Otras imitaban las de los adultos; así, por Semana Santa, se simulaba

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la crucifixión de un niño en el suelo empedrado. Por carnavales nos disfrazábamos con

los andrajos del baúl de la bodega y subíamos a pasear por la Calle Mayor. Por San Juan

poníamos el arco, adornábamos el callejón con cadenetas y farolillos, y recorríamos las

casas con el plato de la mano, pidiendo la perrita para el santo. En Nochebuena

cantábamos villancicos, de puerta en puerta, a cambio del aguinaldo. Los Reyes Magos

solían traernos un balón de goma que, a veces, con la emoción del estreno y tras una

volea, quedaba clavado en una de las lanzas del Palacio Ducal. Por Todos los Santos

asábamos las castañas en el corral y el domingo de Resurrección comíamos el hornazo

elaborado en la tahona, que iba marcado con la letra inicial de nuestro nombre. También

participamos en la procesión de San Gregorio portando un ramo de olivo adornado con

rosquillas y espigas de trigo.

En este barrio en cuesta transcurrió mi infancia. Entonces no nos extrañaba que las

paredes se cayesen con los balonazos; que algunas vigas tuviesen carcoma; que

chorrease la humedad en ciertos rincones; o que las escaleras chirriaran a cada paso...

Eran casas viejas, construidas sobre un entramado de madera y adobe, lucidas y

encaladas: un armazón en equilibrio inestable. Así debió entenderlo mi padre, porque

revisaba minuciosamente y con preocupación cada palmo del techo. Asesorado por los

albañiles apuntaló la viga maestra de la bodega. Después cambió las paredes de adobe

por otras de ladrillo. Puso parches y más parches, pero el agua se filtraba desde el

desván debilitando los muros. Una noche me desperté sobresaltado por un sonido

espantoso, parecido a un trueno, pero que surgía del fondo de la tierra; la cama se

movía, la bombilla oscilaba y en la cocina los vasos chocaban entre sí produciendo un

agudo tintineo. Fue un terremoto, pero el edificio aguantó. Mi padre se marchó a

trabajar preocupado, temiendo que los canchales del Ventorro de Pelayo rodasen sobre

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la fábrica de García-Cascón, construida en el fondo de una profunda garganta del río

Cuerpo de Hombre.

Con los años, algunos vecinos murieron y otros se marcharon. En los domicilios

cerrados ya no se realizaban los arreglos oportunos y aparecieron nuevas grietas y

humedades. Nos fuimos quedando solos. Un buen día, a petición de mi padre, se

personó el aparejador del Ayuntamiento y, tras un examen minucioso, declaró el

edificio en ruinas. El traslado fue un auténtico drama para nosotros, pues no queríamos

abandonar el barrio ni perder los amigos ni modificar el estilo de vida. ¿Por qué la casa

no era habitable, si llevaba en pie varios siglos y había resistido un terremoto, a pesar de

sus signos evidentes de vejez?

Tras la mudanza, quedaron en la “casa vieja” muchos objetos innecesarios, junto al

gato Toli y a una pareja de palomas, que encerré en la cocina, convertida en palomar.

En las semanas siguientes, bajé, casi todos los días, a echar de comer a los animales.

Allí, en la soledad decadente del abandono, pasaba los minutos sentado en el balcón, ya

sin macetas, recordando pasajes de mi infancia; acariciando al felino, que añoraba la

compañía humana y un poco de cariño; o jugando con las palomas, que revoloteaban a

mi alrededor, se posaban en mis hombros y comían trigo o cebada de mis manos. En

ningún momento pensé que fuese peligroso permanecer en aquel edificio vacío y

solitario. Ya era imposible subir al desván, pues se había desplomado parte de la

escalera. Una capa de polvo fino y gris se extendía sin remedio y las manchas de moho

estampaban los muros. Estuve yendo hasta que murieron los animales.

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Unos años después, coincidiendo con la realización de obras en un edificio contiguo

y en una noche aciaga de vendaval y diluvio, se derrumbó estrepitosamente toda la

manzana. No hubo ninguna desgracia personal. La noticia me entristeció, pues en un

instante perdí para siempre el escenario de mi niñez, el rincón preciso del mundo donde

nací y donde aprendí tantas cosas. Una tarde, regresé con mi novia, para mostrarle las

ruinas y buscar alguna de mis pertenencias entre los cascotes. La desolación era total,

sólo permanecían en pie: el muro del corral, hasta la ventana de nuestro dormitorio, y la

bodega, intacta porque pertenecía al edificio colindante. Abrí el candado y nos

sumergimos en su penumbra húmeda. Revisé los objetos allí abandonados y rescaté un

cuadro al óleo: un florero, fechado en 1957, que mi padre regaló a mi madre cuando

eran novios. Nada más.

Los propietarios reunidos decidieron donar el terreno al Ayuntamiento de Béjar, a

cambio de que costease el desescombro.

Si alguna vez os acercáis a Barrioneila os llamará la atención este solar vacío y el

callejón tapiado. Quizá os entristezca ver el actual deterioro del barrio: hay edificios

apuntalados; sucias paredes que se curvan desafiando la fuerza de la gravedad; ventanas

de cristales rotos y marcos de madera podridos; tejados con tejas quebradas, aleros

donde prenden sus nidos las golondrinas y chimeneas sin humo; balcones sin flores pero

con gorriones; poyos de granito donde nadie se sienta y la plazoleta del caño, hoy, sin

niños. A pesar de su declive, Barrioneila sigue siendo especial para algunos bejaranos,

al igual que otros lugares tradicionales de Béjar que también han sufrido los zarpazos

del tiempo, el desinterés de las gentes y la falta de medios para rehabilitarlos. Parece

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que nos hubiéramos acostumbrado a sufrir estas pérdidas urbanísticas y aún otras

mayores. Baste visitar las fábricas ruinosas, donde nuestros antepasados dejaron el

sudor, y en cuyas largas chimeneas de ladrillo hoy anidan las cigüeñas. Es el resultado

de un mundo cambiante, donde lo viejo sucumbe para dar paso a lo nuevo. Una vez

destruida la envoltura de la crisálida, emerge la mariposa. Lo demás es devaneo de la

memoria, pura añoranza por el hogar perdido y recuerdo grato de la infancia concluida

y, acaso, mitificada.

FIN

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AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN.

PLASENCIA, Septiembre del 2008.

A Chenopodium multifidum.

EL BOTÁNICO

A los cuatro 4 años, acompañaba a mi abuelo Miguel en sus paseos cerca de su

domicilio, pues era un anciano asmático que toleraba mal el ejercicio. Acudíamos hasta

una fuente de Béjar, construida en mitad del campo, al fondo de una plazoleta con

bancos de granito, conocida como fuente de Doña Elisa. Manaba el venero en un pilón

con forma de concha, sobre el cual lucía una placa de metal con cuatro versos: “Esta

fuente es la imagen de una serena vida, / que el bien hizo a su paso de modo natural, /

sencilla y generosa, sin tregua ni medida, / lo mismo que las aguas del claro manantial.”

En la ineludible parada de descanso, nos sentábamos en la pared de una fábrica y me

construía flautas de caña, con su navajita, y animalitos con mondadientes partidos y

pinchados en castañas de Indias. Ya en la fuente, bebíamos en su vaso desplegable de

aluminio. Mientras yo jugaba, él charlaba con otros ancianos que allí se reunían.

Una mañana de primavera, fuimos, por los arrabales de la villa, hasta el “prado de

las flores”, un paraje que nunca supe situar, pero que permanece impreso en mi

memoria con una nitidez y precisión sorprendentes. En mi infancia creí que se trataba

del paraíso y, aunque encontré parajes similares, ninguno estuvo ubicado en un instante

tan bello; ni hubo una mañana tan serena y luminosa. Recuerdo la hierba de un verdor

rutilante, contrastando con el oro de los jaramagos, el rojo de las amapolas y el violeta

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de las viboreras; entonces eran un mosaico de colores y sensaciones sin nombres. Las

abejas y las mariposas revoloteaban sobre los cálices vibrantes; desde el suelo ascendía

el canto de los grillos, fusionándose al trino de los jilgueros y al crepitar monótono de

las cigarras. La luz del sol atravesaba los brotes y las hojas tiernas de los fresnos, y

envolvía el ramaje con su aura. La brisa fresca removía mis cabellos, acariciaba la piel,

mecía las espigas y nos perfumaba con aromas distintos a cada paso. Aquel momento

fue mágico porque mi abuelo sonreía, a pesar de su vejez y sus dolencias; y yo gozaba

de esa felicidad infantil fruto de la ignorancia y ajena a la incertidumbre. Existen

muchos prados como el descrito, pero aquel justo momento fue irrepetible, pues mi

abuelo murió a las pocas semanas. Miguel creía en las propiedades curativas de las

plantas: fumaba hojas secas de estramonio para mitigar el asma y bebía infusiones de

orégano para ablandar las flemas. Creo que él, con su ejemplo vital, me inculcó el amor

a la naturaleza. A los doce años, conseguí una Enciclopedia de Ciencias Naturales con

cuatro tomos que devoré de cabo a rabo. A los quince, me propuse dibujar las especies

botánicas que fuera capaz de identificar. Estuve recogiendo flores durante un verano y

compuse una colección de ochenta dibujos. Los textos consultados no me permitieron

nominar a la mayoría de las plantas recolectadas y abandoné aquel propósito

irrealizable. Sin embargo, en las excursiones campestres, seguía inspeccionando los

ejemplares más llamativos y haciéndome nuevas preguntas. Me asombraba que la gente

no supiera reconocer especies tan venenosas como el tejo, la adelfa, la digital o el

beleño. Gracias a mi interés, aprendí a valorar cuanto nos ofrecen los vegetales,

especialmente sus aromas, formas y colores. Varios años después, retomé mi afición por

la Botánica; en homenaje a aquel adolescente que fui, quise conocer y fotografiar todas

las especies del norte de Extremadura y del sur de Salamanca. Una misión compleja,

pues los expertos calculan que existen 1.500 taxones en el área geográfica acotada. Para

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no desanimarme, me propuse clasificar dos ejemplares cada semana. Aún así, la tarea

resultó ardua, pues la Botánica es una ciencia plagada de dificultades para los neófitos,

no sólo por la terminología utilizada, sino porque persisten repeticiones taxonómicas y

discrepancias. Las diferencias entre algunas especies son mínimas y obligan al empleo

del cuentahílos, para aumentar los detalles diez o quince veces. Sin embargo, la

herborización, o recogida de muestras en el campo, es una actividad agradable.

Acompañado por mi esposa, encargada de fotografiar los ejemplares con su cámara

digital, recorrimos las comarcas incluidas en el estudio y sus diferentes ecosistemas, en

busca de novedades. La ilusión es poderosa, llegué a emocionarme al descubrir alguna

especie, aunque no hasta el punto de llorar, como les sucede a algunos botánicos cuando

ven el zapatito de dama, -una escasísima orquídea de los Pirineos, al borde de la

extinción, que custodian guardias forestales-. Pronto aprendí a reconocer y disfrutar de

la inmensa gama de perfumes, ya que cada flor exhalaba su peculiar aroma, e incluso

los más desagradables, como el de las ortigas muertas o el de las orquídeas, ejercían una

misteriosa atracción no sólo para los insectos que las visitaban. Encontramos flores que

nunca imaginé, anónimos tesoros en los rincones más insospechados del campo.

Herborizábamos casi todos los fines de semana, sin importar la estación de año.

Recorrimos cientos de kilómetros en automóvil y otros muchos a pie, investigando en

los parajes más recónditos de nuestra geografía; en paraísos naturales como Monfragüe,

valles del Ambroz, del Alagón y del Jerte, comarcas de la Vera y Campo Arañuelo,

sierra de Béjar... En cada excursión fotografiábamos nuevas plantas y de paso

visitábamos pueblos, castillos, ruinas de conventos, castros celtíberos, dólmenes...

Conocimos gente amable que incluso nos acompañó en los caminos, extrañados por

nuestro interés en embolsar hierbajos considerados malezas perjudiciales para los

cultivos. Asistimos a espectáculos naturales indescriptibles, como la floración de los

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cerezos del valle de Jerte; o el tapiz cubista que forman los prados florecidos: unos

violetas de viboreras, otros dorados de giraldas o ensangrentados de amapolas; el punto

álgido de la primavera en Monfragüe, con retamas y genistas contrastando con

cantuesos; las praderas de narcisos azufrosos en la sierra de Candelario; el alcornocal de

Valcorchero con las pinceladas níveas de perales silvestres y majuelos; el otoño mágico

de los castañares de Hervás; el encanto y la música del viento en alguna chopera

olvidada; el paseo tranquilo en un pinar de Serradilla recogiendo níscalos y madroños...

No siempre fue fácil, también hubo días desapacibles en los que soportamos la canícula

de julio en el páramo, o el aguacero repentino que nos caló hasta los huesos... Al trabajo

de campo, seguían horas de estudio en textos de Botánica, búsquedas en Internet o en

atlas especializados, un laborioso proceso de identificación de cada ejemplar, a veces

infructuoso. Estuve a punto de abandonar el proyecto, llegué a pensar que tanto

sacrificio no merecía la pena. Sin embargo, mi esposa me alentaba a seguir, no por

interés botánico, sino por disfrutar de aquellos hermosos paseos en paz y armonía,

ajenos a los problemas cotidianos, libres y hermanos de los pájaros. Así visitamos

árboles centenarios, ejemplares como el melojo que llaman el “Romanejo” en

Cabezabellosa; las encinas de la dehesa boyal de Montehermoso; el cedro del Líbano en

la Centena, apodado, cariñosamente, el “Árbol Gordo” y la secuoya gigante del Jardín

del Bosque, en Béjar... Al tocar la corteza de estos gigantescos seres, sentí correr por

mis arterias la savia de los siglos, la tenacidad de los supervivientes después de sequías,

rayos, plagas y terremotos. Conmovido por una extraña empatía, me apenó ver el

esqueleto, aún erguido, de los olmos que asesinó la grafiosis; los alcornoques con las

heridas rojizas del descortezo; las encinas taladas, cuyo muñón húmedo seguía manando

sabia durante meses…; y me espantó comprobar los efectos devastadores de los

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herbicidas en las cunetas o en los cerezales, o la tierra carbonizada como consecuencia

de los incendios forestales…

Cuanto más se conoce un tema, tanto más apasiona. He clasificado 773 especies,

aproximadamente la mitad de cuantas aquí existen. Me faltan las más difíciles de

encontrar o de identificar. Ahora mi ídolo es Carl Von Linneo y mi ilusión, como la de

muchos botánicos, descubrir alguna especie nueva a la que dar nombre. No sé si algún

día veré finalizada la colección, si así fuera habré satisfecho el deseo de conocer

personalmente todas las plantas de mí querida tierra. Si lo consigo, empezaré a

investigar los insectos, aún más numerosos. Cualquier excusa es buena para salir al

campo.

FIN

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*

AUTOR: PEDRO MIGUEL COSMES MARTIN

Plasencia, marzo del 2011.

A Saxifraga dichotoma.

RELATO PARA MIGUEL

A veces pienso que es más fácil creer en el azar que en Dios; lo afirmo en este

momento, cuando la gente desconfía de los políticos, tacha de mentirosos a los

sacerdotes, llama ladrones a los banqueros, injustos a los jueces, tergiversadores a los

abogados, duda de los científicos y los controladores descontrolan con huelgas salvajes.

En esta sociedad amoral, donde lo único válido es conseguir mucho dinero, creer en sí

mismo y amar con el corazón a quien nos ama, el azar logra magníficas casualidades y

una de ellas es nuestro nombre.

Cuando nos preguntan por qué nos llamamos así, es fácil responder que en memoria

de nuestro antepasado común Miguel Martín Castaño y es cierto. Siempre me pareció

un nombre muy bejarano, puesto que el patrón de Béjar es el arcángel San Miguel. Sus

apellidos también están en consonancia: el castaño es un árbol que puebla las laderas

umbrías de nuestros montes y el martín, un pájaro de hermosos colores que pesca en

nuestros ríos. He aquí una persona cuyo nombre encaja a la perfección con su origen.

Pero voy más allá y afirmo que fue el azar el responsable de esta coincidencia, pues

antes era costumbre nominar a los recién nacidos según el santoral. Así, Miguel nació el

día de la fiesta del patrón de Béjar y eso nos afecta, pues gracias a esa magnífica

casualidad, y en connivencia con el deseo de nuestros progenitores, nosotros podemos

presumir de llevar un nombre tan bejarano.

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En mi juventud solía pensar qué religioso, posiblemente, decidió dar a nuestra villa un

patrón tan peculiar, no un santo de naturaleza humana, sino un ente espiritual como es

un ángel de rango superior, un arcángel. En la iglesia de San Salvador, en una de sus

vidrieras, podemos contemplarle como lo imaginó el artista: un joven atlético y

hermoso, eso sí, con grandes alas de plumaje blanco, pisando con sus pies sobre la

panza de un reptil semejante a un cocodrilo con alas, al que intenta atravesar con su

lanza. En otras iglesias he visto imágenes similares: es la escenificación de la lucha

entre el bien y el mal. Sin embargo, en un templo hallé un San Miguel distinto,

desarmado, con una balanza, embebido en la actividad absurda del pesado de las almas.

Hasta aquí llega la fantasía de los hombres en su afán de cuantificar lo inmaterial.

Sabido es que algunos ángeles, capitaneados por Satanás, se sublevaron contra la

autoridad de Dios, y San Miguel, obedeciendo órdenes superiores, les derrotó y arrojó a

los infiernos. En mi infancia traté de imaginar aquella colosal batalla, aquel conflicto

celeste, que mi fantasía ubicaba en el paraje conocido como el Tranco del Diablo. En

los atardeceres sangrientos del estío creí ver las figuras aladas de aquellos seres

fabulosos armados con espadas de fuego, sus embates feroces, su sangre candente como

el hierro fundido chorreando desde la altura… Y supuse un combate igualado y cruel,

en el que ninguno de los contendientes podía morir, al tratarse de entes espirituales;

donde sólo estaba en juego el destierro del perdedor, el alejamiento de Dios. Aquella

lucha, sin embargo, estuvo amañada desde el principio, pues San Miguel, como ocurre

en tantas películas, era el bueno y su único destino posible, la victoria final. Investigué

sobre la leyenda del Tranco del Diablo y encontré varias versiones, todas aseguraban

que Satanás estuvo en este misterioso paraje y dejó, como recuerdo de su visita, su

gorro y una bota. Una de ellas, sin embargo, hablaba de la llegada a Béjar, en el

Medievo, de un forastero depravado que fue detenido por sus crímenes y condenado a

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muerte; cuando iba a ser ejecutado en el patíbulo, consiguió huir, por arte de magia,

caminando sobre un hilo de araña que tendió sobre la muchedumbre allí congregada

para verificar el ajusticiamiento. El último tramo lo anduvo desde la muralla, cerca de la

puerta del Pico, hasta el abismo del Tranco. El gentío pronto asumió que aquel

equilibrista sólo podía tratarse del diablo, sobre todo cuando al final del trayecto, antes

de desaparecer por la boca de una cueva que allí existe, convirtió una de sus botas y su

sombrero en dos grandes canchales que coronaron la pared rocosa. La leyenda asegura

que lo hizo para recordar a la humanidad que, aunque él se marchase, el mal

permanecería para siempre en el mundo y así señalar la puerta del infierno a los

hombres que deberán reunirse con él. Aunque aquella mítica guerra entre ángeles

concluyó y nadie ha vuelto a ver al demonio en estos agrestes parajes, la semilla

venenosa del mal ha seguido germinando en el corazón de las personas. Basta encender

la televisión para ver, a diario y en directo, que la realidad supera cualquier relato

bíblico. He malgastado horas meditando acerca de la maldad humana, tratando de

entender la razón de tantos crímenes y atropellos, al final concluí que no existe ninguna

justificación válida. Sencillamente vivimos rodeados de gente mala, capaz de cualquier

cosa sin razón aparente. Y lo más triste de todo es que algunos de nuestros gobernantes

comparten esa calaña, ese estigma maldito. Hoy el presidente Gadafi bombardeaba a su

propio pueblo y una panda de sicarios disparaba impunemente contra personas

desarmadas; pero también otro personajillo entraba en un ambulatorio con un hacha y

mutilaba a dos secretarias y a una enfermera, según él por cuestión de una cita…

Respuestas pérfidas, desmesuradas e irracionales. ¡Ojalá volviese el arcángel San

Miguel y desterrará a todos los malvados! ¡Ojala que, al igual que en la magnífica

vidriera del Salvador, los seres infames sufriesen una transformación física que los

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convirtiera en bestias reptantes, con escamas, garras y morro de cocodrilo, pero sin

dientes! ¡Al menos así podríamos reconocerlos y evitarlos!

El apellido que compartimos procede de un pueblo de Salamanca llamado Macotera,

de allí son -según afirma una copla- los mejores charros. Es un apellido antiguo, pues ya

se menciona a un tal Antonio Cosmes en el Catastro del Marqués de la Ensenada, en el

año 1752, en un listado de los principales laneros del pueblo. El apellido Cosmes

estuvo antaño ligado al nombre Lorenzo, por eso el mote de nuestra familia es

“Lorenzana”, aunque también hubo varios hombres llamados Pedro, Diego y Roque. Tu

padre estuvo a punto de llamarse así, en memoria del tío beato Lorenzo Cosmes Martín,

fraile de la Orden de los Predicadores, que fue salvajemente torturado hasta la muerte

por los “rojos” en Madrid, el 31 de agosto de 1936. Quienes le conocieron le definen

como una persona buena, tranquila y pacífica, que gustaba regalar a los niños de la

familia escapularios para que no se olvidasen de Dios. Cuando comenzó la quema de

conventos y las matanzas de religiosos en la capital, él estaba en Peñaranda, disfrutando

unos días de permiso, y pudo quedarse allí, en casa de mis abuelos, como

encarecidamente le rogaron; sin embargo, asumió sin la menor duda y con la mayor de

las lealtades su trágico destino, que quiso fuese el mismo de sus compañeros de fe; así

renunció a huir o a esconderse y emprendió el fatídico viaje de regreso. Por esa

responsabilidad valiente de permanecer en su puesto con los suyos, fue martirizado y

asesinado a los pocos días, al parecer por negarse a pisar un crucifijo. Sus verdugos le

sometieron a todo tipo de vejaciones y crueldades, cuentan que le cortaron los

testículos, le arrancaron los ojos y la lengua, le limaron los tobillos… su cuerpo quedo

desfigurado y sólo pudo ser reconocido porque mi abuela le había cosido uno de los

botones del calzoncillo con hilo de otro color. He aquí, otro ejemplo de maldad

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irracional e impune. Desde entonces, son muchos los milagros que se le atribuyen y su

estampa ha estado presente en todas nuestras intervenciones quirúrgicas e ingresos

hospitalarios. A él dirigimos nuestras plegarias en los momentos más difíciles, pues

siempre intercede y nos ayuda. En la familia hubo varios frailes, monjas y sacerdotes,

pero el oficio que más riqueza nos proporcionó antaño fue el de lanero. Tu tatarabuelo,

Diego Cosmes Martín, hermano del santo, era el hombre más rico de Macotera y uno de

los proveedores de lana más importantes de la provincia. Se conserva una foto donde

aparece vestido con el traje charro, luciendo botonadura de plata. Compraba lana de

ovejas merinas, la de mayor calidad y precio; la lavaba en el río Tormes, en Salamanca;

y luego la distribuía por ferrocarril a ciudades textiles de Cataluña y Portugal, y también

a Béjar. En el parador de las Conchas, ya desaparecido, pero que estuvo ubicado en la

Corredera, tenía alquilada todo el año una habitación donde realizaba negocios con los

principales empresarios bejaranos, entre ellos el dueño de Navahonda, Don Cipriano.

Además era el propietario de la posada del pueblo, de fincas de cultivo y de una viña en

la Marrá, cuya cosecha transformaba en muchos cántaros de buen vino. Fue un hombre

generoso, pues en su mesa nunca faltó un plato de sopa y un trago para el que lo

necesitara; pero a la vez un hombre duro, capaz de cabalgar bajo el sol o la lluvia por el

campo charro y defender la lana de los ladrones a tiros de revólver, si era preciso. Su

hijo mayor, Roque Cosmes Blázquez, le sucedió en el negocio familiar con gran éxito,

pero tuvo mala fortuna, pues muy pronto murió de hidatidosis, una enfermedad propia

de los perros y del ganado ovino, que afectaba a laneros y pastores. Este hombre joven

fue muy querido en la comarca y cuando se supo la noticia de su fallecimiento doblaron

las campanas en muchos pueblos de los alrededores como homenaje y en señal de

respeto y dolor. La Guerra Civil trajo la ruina al comercio de la lana. Fue entonces

cuando tu bisabuelo, Pedro Cosmes Blázquez, se trasladó primero a Peñaranda, y

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finalmente a Béjar, donde, gracias a las amistades referidas, fue contratado en la Thesa,

una de las principales fábricas textiles, como tasador de lana, un oficio en consonancia

con su tradición familiar. Allí, durante años, negoció el precio final de cada partida

adquirida por la empresa, según la calidad del material y a su buen criterio.

Los Cosmes siempre estuvieron orgullosos de su apellido, porque, realmente, no

abunda; sin embargo, cuando uno analiza el árbol genealógico descubre que, por unas

razones u otras, se ha ido perdiendo y cada vez son menos los varones que pueden

trasmitirlo, actualmente sólo quedan en vuestra generación dos, tú e Iván.

Uno de los miembros más ilustres de la familia, Eloy Losada Cosmes, quien fuera Jefe

del Servicio de Alergia del hospital “Ramón y Cajal” de Madrid, afirmaba que algunos

Cosmes nacían con el “ramalazo”, lo que permitía reconocerlos por ser curiosos,

sensibles y con vocación artística. Él mismo se confesaba poseedor de este estigma y de

hecho publicó un libro con sus poemas titulado “Retazos de mi Tierra”. Algunas veces

recitamos juntos y de memoria versos de Antonio Machado, su poeta favorito. Otro

ejemplo es el de tu abuelo, Melchor Cosmes Zaballos, poeta en su juventud, pintor y

escultor casi toda su vida, y músico en la tercera edad. También ha habido buenos

fotógrafos en la familia, como Benito Cosmes. Yo mismo debería incluirme en este

grupo, pues hice mis pinitos con el dibujo a plumilla, la pintura al óleo y la literatura.

Así, tuve el privilegio de participar en varias exposiciones colectivas de artistas

bejaranos y con Melchor Cosmes. También figuro entre los ganadores de los dos

concursos literarios de Béjar: el que patrocina el Casino Obrero y el dedicado a Julián

Martín Carrasco. Sin embargo, nunca practiqué el arte para conseguir fama o algún otro

beneficio, sino por plasmar una fotografía espiritual de cada época vivida y así dejar

constancia de mis sentimientos. Comerciar con el alma sólo acarrea disgustos y

desilusión. De la actividad artística subsiste una minoría privilegiada, a los demás nos

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ayuda a vivir más libres y nos hace crecer como personas. La libertad para idear

también nos abre las puertas hacia la fantasía, ese mundo íntimo e imprevisible que

escapa a las leyes humanas y universales. Para acceder a él es preciso estar enamorado

de cada palabra y del lenguaje; y dedicar, todos los días, un tiempo al estudio y a la

lectura; así se nutre el cerebro y piensa con mayor fluidez y precisión. Cada vocablo es

una piedra de cantería y la mente el arquitecto que las dispone. Cuantas más palabras se

conozcan y más hábilmente se ensamblen más hermosa será la catedral del

pensamiento. Nacemos con el cerebro vacío, como un ordenador con el disco duro

virgen, luego las experiencias vitales, el esfuerzo personal por aprender y la práctica de

nuestras habilidades nos van llenando y haciendo mejores. Este perfeccionamiento es,

sin duda, un proceso lento, activo y laborioso. No basta la inteligencia, también es

imprescindible el trabajo. Estudiar es un privilegio que nos engrandece. Cuando

poseemos la curiosidad y la voluntad de aprender, el estudio diario llega a ser tan

indispensable como el aire. Entre las acepciones del término “ramalazo” figura la de

“señal que deja el golpe dado con el ramal”, aunque supongo que para Eloy significaba,

en sentido figurado, “marca que nos identifica”.

Es posible que este don también lo tuviese su hermano, Roque Losada Cosmes, pues

publicó varios libros de Derecho y alguien me dijo que escribía sus memorias. Roque

destacó por su inteligencia. Ingresó en el seminario y concluyó estudios eclesiásticos,

fue ordenado sacerdote y estuvo propuesto para obispo de la diócesis de Salamanca. Fue

investido Doctor gracias a una tesis que escribió durante su estancia en Roma, donde

conoció personalmente a Pio XII, quien le otorgó una bula de “indulgencia plenaria”

para nuestra familia, que aún alcanza a mi generación. Fue uno de los catedráticos más

jóvenes de Derecho Civil y Canónigo de la Universidad de Salamanca. Estudió tres

años la carrera de Medicina y fue obligado a abandonar por sus superiores, dada su

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condición de sacerdote. Conversar con él era un lujo por su inmensa cultura, su claridad

de pensamiento y su facilidad de palabra.

En fin, Miguel, acaso tú también tengas el “ramalazo”, porque en tu profesión precisas

creatividad y un cierto sentido artístico. Si es así sufrirás creando, pero también

disfrutarás viendo el resultado de cada obra concluida, y buscarás la perfección en

futuros trabajos, aunque la perfección completa no exista.

Espero que este relato sobre el origen del nombre y el apellido que compartimos, te

haya entretenido.

Un beso.

FIN