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Hacia un Imperio republicano. Estados Unidos en América del Norte 1 . Carmen de la Guardia Herrero Universidad Autónoma de Madrid. En los últimos años se ha producido un renovado interés por el estudio de la movilidad de la frontera de los Estados Unidos y, sobre todo, por las consecuencias que esa movilidad ha tenido en el desarrollo histórico de la República Federal. Aunque las investigaciones sobre la frontera han sido y son una constante de la historiografia norteamericana, la mayoría de los trabajos pertenecen a dos áreas bien diferenciadas. O bien se interesan en la frontera como espacio --físico, cultural, económico, social o político--, en donde la población construyó lo que conocemos como el Oeste; o bien analizan el proceso de asentamiento en las diferentes fronteras 2 . Sin embargo, recientemente, historiadores especializados en la historia política de la época revolucionaria, se han interesado por la frontera pero desde una perspectiva novedosa. Su atención se centra en la cultura política revolucionaria que hizo posible la emergencia de ideas que justificaban la necesidad de que la frontera de los Estados Unidos fuera movible y sobre todo expansiva 3 . En esta comunicación, tras hacer un recorrido por los debates historiográficos que han permitido diferentes aproximaciones a los estudios sobre la frontera, nos acercaremos a esta última tendencia historiográfica que está revisando las conexiones entre la cultura política del siglo XVIII y el primer expansionismo territorial de los Estados Unidos. Intentaremos reflexionar sobre los argumentos utilizados, no por los historiadores, sino por los 1 Este trabajo forma parte de un proyecto de investigación más amplio financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología de España ref. BHA2000-0709. 2 Richard White, “Western History”, The New American History, Eric Foner (ed.) (Filadelfia: Temple University Press, 1997), 205. Patricia Limerick, William Robbins, Elliot West, Richard White y Donald Worster son miembros clave del grupo de los “Nuevos historiadores del Oeste”, iteresados en el estudio de la frontera como espacio. Los “neo turnerianos”, analizan sobre todo el proceso de asentamiento. Destacan los trabajos de William Cronin, John Mack Faragher, Walter Nugent y David Weber; Richard White, “Western History”, 204. 3 Peter S. Onuf, “Liberty, Development, and Union: Visions of the West in the 1780s”, William and Mary Quarterly, 43 / 2 (April 1986): 179-213; y Jefferson´s Empire. The Language of American Nationhood, (Charlottesville: University of Virginia Press, 2000); Karl Friedrich Walling, Republican Empire, Alexander Hamilton on War and Free Government, (Lawrence: University Press of Kansas, 1999); y Stanley Elkins and Eric McKitrick, The Age of Federalism (Oxford: Oxford University Press, 1993).

Republicanism o Imperial

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Hacia un Imperio republicano. Estados Unidos en América del

Norte1.

Carmen de la Guardia Herrero

Universidad Autónoma de Madrid.

En los últimos años se ha producido un renovado interés por el estudio de la

movilidad de la frontera de los Estados Unidos y, sobre todo, por las consecuencias que esa

movilidad ha tenido en el desarrollo histórico de la República Federal.

Aunque las investigaciones sobre la frontera han sido y son una constante de la

historiografia norteamericana, la mayoría de los trabajos pertenecen a dos áreas bien

diferenciadas. O bien se interesan en la frontera como espacio --físico, cultural, económico,

social o político--, en donde la población construyó lo que conocemos como el Oeste; o bien

analizan el proceso de asentamiento en las diferentes fronteras2. Sin embargo, recientemente,

historiadores especializados en la historia política de la época revolucionaria, se han

interesado por la frontera pero desde una perspectiva novedosa. Su atención se centra en la

cultura política revolucionaria que hizo posible la emergencia de ideas que justificaban la

necesidad de que la frontera de los Estados Unidos fuera movible y sobre todo expansiva3.

En esta comunicación, tras hacer un recorrido por los debates historiográficos que han

permitido diferentes aproximaciones a los estudios sobre la frontera, nos acercaremos a esta

última tendencia historiográfica que está revisando las conexiones entre la cultura política del

siglo XVIII y el primer expansionismo territorial de los Estados Unidos. Intentaremos

reflexionar sobre los argumentos utilizados, no por los historiadores, sino por los

1 Este trabajo forma parte de un proyecto de investigación más amplio financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología de España ref. BHA2000-0709. 2 Richard White, “Western History”, The New American History, Eric Foner (ed.) (Filadelfia: Temple University Press, 1997), 205. Patricia Limerick, William Robbins, Elliot West, Richard White y Donald Worster son miembros clave del grupo de los “Nuevos historiadores del Oeste”, iteresados en el estudio de la frontera como espacio. Los “neo turnerianos”, analizan sobre todo el proceso de asentamiento. Destacan los trabajos de William Cronin, John Mack Faragher, Walter Nugent y David Weber; Richard White, “Western History”, 204. 3 Peter S. Onuf, “Liberty, Development, and Union: Visions of the West in the 1780s”, William and Mary Quarterly, 43 / 2 (April 1986): 179-213; y Jefferson´s Empire. The Language of American Nationhood, (Charlottesville: University of Virginia Press, 2000); Karl Friedrich Walling, Republican Empire, Alexander Hamilton on War and Free Government, (Lawrence: University Press of Kansas, 1999); y Stanley Elkins and Eric McKitrick, The Age of Federalism (Oxford: Oxford University Press, 1993).

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protagonistas de la era revolucionaria que justificaron el crecimiento territorial de los

Estados Unidos. Nos aproximaremos, pues, a la génesis de una de las identidades políticas

más importantes de los Estados Unidos: la republicano federal. Fue en los grandes debates

entre los defensores de la ratificación de la constitución de 1787, los federalistas, y los que

criticaron el nuevo texto, los antifederalistas, donde se otorgó un nuevo significado al

republicanismo americano. Uno de los elementos más interesantes de ese “nuevo” sentido fue

el de vincular la expansión territorial de los Estados Unidos con las virtudes republicanas.

Ese nexo, esa vinculación, hizo posible y hasta necesario, para lograr la estabilidad política,

el continuo crecimiento territorial de la nueva nación.

“Historias” de los Estados Unidos.

La historia, como todas las disciplinas, ha sufrido los mismos avatares que la propia

percepción humana de la realidad. Cuando Benedetto Croce afirmó “que toda historia

verdadera es Historia Contemporánea”, no sólo quería diferenciar nuestra disciplina de la

mera crónica sino que, sobre todo, quería resaltar que la única historia posible es aquella que

refleja en el estudio del pasado las cuestiones y problemas del presente4. Cada época se ha

diferenciado de la anterior no sólo en aquello que consideraba digno de ser recordado, sino

también en la forma de aproximarse y de analizar las “huellas” de su pasado. Por ello,

recorrer la producción historiográfica que ha producido una determinada comunidad

política es muy similar a atravesar su propia historia5.

Desde que Frederick Jackson Turner expusiese, en 1893, su tesis sobre la frontera,

las “formas de hacer Historia” han cambiado mucho en Estados Unidos. Turner junto a

Charles A. Beard y Vernon L. Parrignton lideró el grupo de historiadores que la tradición

historiográfica ha denominado Historiadores Progresistas o Nuevos Historiadores.

Formando parte de la segunda generación de historiadores profesionales norteamericanos,

pronto fueron atrapados por temas y métodos diferentes a los de sus maestros6. Licenciados

4 Citado por Gerald N. Grobb and George Athan Billias, Interpretations of American History. Patterns and Perspectives (New York: The Free Press, 1992), 1. 5 La defensa de la existencia de diferentes “paradigmas” en la historia de la historiografía norteamericana en John Higham, “Changing Paradigms: The Collpase of Consensus History”, Journal of American History 76/2 (Sept., 1989): 460-466 y Daniel T. Rodgers, “Republicanism: The Career of a Concept”, Journal of American History 79/ 1 (Jun., 1992): 11-38. 6 Sobre el proceso de profesionalización de la Historia en Estados Unidos véanse John Higham, History: Professional Scholarship in America (Baltimore: John Hopkins University Press, 1986); Peter Novick, That Noble Dream. The Objetivity Question and the American Historical Profession (Cambridge: Cambridge University Press, 1988); Dorothy Ross, “Historical Concieousness in Nineteenth-Century America”, The

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y doctores de los recién creados departamentos de Historia de las universidades americanas,

procedentes socialmente de las clases medias y muy influidos por el movimiento

progresista, mostraron una profunda preocupación por el buen funcionamiento de las

sociedades democráticas. Y además consideraron que como historiadores tenían una función

social que cumplir. La investigación histórica, tal como la entendieron los historiadores

progresistas, debía ser relevante para el presente además de ayudar a una profunda

democratización de la vida política y social de los Estados Unidos7. Los Historiadores

Progresistas o Nuevos Historiadores defendieron, además, que la historia de los Estados

Unidos tenía una trayectoria diferente a la historia de Europa. Mientras sus profesores, todos

ellos vinculados a la primera generación de historiadores científicos, se preocuparon por la

historia política y entendieron que las instituciones americanas eran una mera continuación

de las instituciones medievales germanas, los historiadores progresistas insistieron en una

ruptura con el pasado institucional europeo premoderno. América, era para esta segunda

generación de historiadores profesionales, un país de inmigrantes de origen europeo que por

sus características había generado una sociedad de “frontera” en el Oeste así como una

sociedad urbana peculiar en el Noreste y en el medio Oeste. Para ellos una historia

exclusivamente política basada en fuentes políticas, jurídicas y diplomáticas no era

suficiente. Además estos Nuevos Historiadores reivindicaron la asociación con las ciencias

de la sociedad moderna sobre todo la economía y la sociología”8.

Tanto en los trabajos de Frederick Jackson Turner, como en los de Beard y

Parrington se aprecia una concepción dialéctica de la historia. Para ellos la singularidad

americana frente a la vieja Europa había surgido de conflictos entre partes antagónicas. En

sus estudios sobre la frontera, el objetivo de Turner era explicar esa particularidad. Exponer

como la frontera --“el punto de confluencia entre la barbarie y la civilización”-- había

influido en el desarrollo histórico singular de los Estados Unidos. Contestando a sus

maestros, preocupados, sobre todo, por el análisis de la historia institucional y del derecho,

con el objetivo de hallar la prueba irrefutable de la similitud entre la organización

American Historical Review 89/4 ( (October 1984): 909-927; David D. Van Tassel, “From Learned Society to Professional Organization: The American Historical Asssociation, 1884-1900”, American Historical Review 89/4 (October 1984): 929-956, y Gordon S. Wood, “A Century of Writing Early American History: Then and Now Compared; Or How Henry Adams Got it Wrong”, American Historical Review 100/ 3 (Jun., 1995): 678-696; 7 Sobre los historiadores progresistas véanse Richard Hofstadter, The Progressive Historians. Turner, Beard, Parrington (New York: Vintage Books, 1970) y Ray Allen Billington, Frederick Jackson Turner: Historian, Scholar, Teacher (New York: Oxford University Press, 1973). También John Higham, Writing American History. Essays on Modern Scholarship (Bloomington: Indiana University Press, 1972) y Ellen Nore, Charles A. Beard: an Intellectual History (Carbondale: Southern Illinois University Press, 1983).

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constitucional americana y la anglosajona europea, Turner reivindicaba el estudio de las

“fuerzas vitales” que habían ocasionado el excepcionalismo norteamericano y que

estuvieron motivadas por la existencia de una frontera movible. “Detrás de las instituciones,

detrás de la organización constitucional y de sus modificaciones yacen las fuerzas vitales

que dan vida a estos organismos y les posibilitan su adaptación a las condiciones siempre

cambiantes”, afirmaba Turner, “La particularidad de las instituciones americanas está en el

hecho de haber sido obligadas a adaptarse, ellas mismas, a los cambios de una población

expansiva. A los cambios inherentes al hecho de tener que cruzar un continente, de tener

que “civilizar”, y transformar, en cada etapa de este proceso, zonas caracterizadas por su

organización económica y política primitivas, propias de los territorios de la frontera, en

zonas urbanas complejas”9.

De la misma forma que los historiadores progresistas habían acusado a sus maestros

de elaborar una historia estática --que exageraba la similitud entre América y Europa-- y

propusieron una Historia dinámica --que reivindicaba la singularidad de los Estados Unidos-

- los discípulos de éstos “nuevos historiadores” se alejaron también de la concepción que

tuvieron los progresistas de la disciplina histórica. “Los historiadores de la generación de

Frederick Jackson Turner y Charles Beard que habían puesto el conflicto entre grupos de

clases tan firmemente en el centro del marco histórico”, afirmaba en 1948, el antiguo

discípulo de Charles Beard, Richard Hofstadter, “llevaron tan lejos este punto de vista que,

entre las décadas de 1940 y 1950, se hizo visiblemente necesario corregirlo, y el péndulo

sólo podía oscilar muy lejos en la dirección opuesta”10. Y así fue. Durante los años de la

Guerra Fría la mayoría de los historiadores norteamericanos, manteniendo la certeza del

excepcionalismo de los Estados Unidos, defendieron que lo que hacía la historia de América

del Norte excepcional había sido la escasez de conflictos. Los historiadores norteamericanos

de los años cincuenta, la mayoría vinculados a esta “escuela del consenso”, acusaron a los

historiadores progresistas de exagerar la existencia de conflictos y rupturas en la historia de

los Estados Unidos. Era lógico que ya no criticasen a los historiadores progresistas por su

apego a la singularidad americana porque ahora eran ellos, los historiadores del consenso,

los que querían diferenciar la historia de los Estados Unidos de la conflictiva y, en

ocasiones, totalitaria historia de Europa. Esta tercera generación de historiadores científicos,

8 Georg Iggers, La ciencia histórica en el siglo XX. Las tendencias actuales (Barcelona: Idea Book, 1998), 44. 9 Annual Report of the American Historical Association for 1893 (Washington, D.C.,1894), 119-227. 10 Richard Hofstadter, La tradición política norteamericana y los hombres que la formaron (México: Fondo de Cultura Económica, 1984) 23.

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los historiadores del consenso, presentaron, durante el inicio de la Guerra Fría, una imagen

de la Historia de los Estados Unidos de estabilidad y continuidad. Estados Unidos, a

diferencia de la vieja Europa, se caracterizaba por una sociedad equilibrada donde los

conflictos entre las clases eran inexistentes, donde sus instituciones políticas habían

demostrado una gran estabilidad y longevidad y, si exceptuamos la Guerra Civil, que

además pudo “evitarse”, era una nación en donde no había habido grandes enfrentamientos.

Para la mayoría de los historiadores del consenso la economía capitalista había logrado

nivelar los abismos entre las regiones y las clases sociales. Los historiadores del consenso

contribuyeron, como nadie, a construir la imagen de los Estados Unidos como modelo del

“mundo libre”11.

Los historiadores del consenso escribieron siempre sobre las razones de esa

continuidad y falta de conflicto en la historia de los Estados Unidos comparada con la de

Europa. Así Louis Hartz, uno de los historiadores “neoconservadores” más prestigiosos, en

su obra, The Liberal Tradition in America, afirmaba que una de las razones que explican la

estabilidad de los Estados Unidos frente a Europa fue que América del Norte se colonizó

tardíamente. A las colonias inglesas no llegaron las estructuras “feudales” que

caracterizaron al Antiguo Régimen europeo. No existió una sociedad estamental, ni siquiera

las instituciones de la Monarquía Absoluta. Los Estados Unidos habían “nacido libres” y no

tuvieron que sufrir una revolución social radical para transitar del Antiguo Régimen al

estado liberal. En Estados Unidos existió así el consenso basado en una tradición única, la

liberal, caracterizada sobre todo por el individualismo lockeano12.

También los historiadores del consenso se interesaron por las consecuencias que la

movilidad de la frontera había tenido para historia de los Estados Unidos. Las conclusiones

sin embargo fueron diferentes que para los historiadores progresistas. Daniel J. Boorstin,

uno de los historiadores más prolíficos de la década de los cincuenta, quiso encontrar las

razones de la continuidad y el consenso que caracterizaron la historia de los Estados Unidos.

Un particular “neoturneriano”, Boorstin consideró en The Americans: The Colonial

Experience que Europa había influido poco en el proceso histórico norteamericano. Fue de

11 Fue John Higham quién por primera vez denominó la obra de este grupo de historiadores “historia del consenso” en “The Cult of the “American Consensus”: Homogenizing Our History”, Commentary 27 (February 1959): 93-100. Sobre las diferencias entre los historiadores de la Escuela del Consenso véanse Daniel Joseph Singal, “Beyond Consensus: Richard Hofstadter and American Historiography”, American Historiacal Review 89 (Octubre 1984): 976-1004, también John Higham, “Changing Paradigms: The Collapse of Consensus History”, Journal of American History 76/2 (Septiembre 1989): 460-466. 12 Louis Hartz, The Liberal Tradition in America. Nueva York: 1953. Véase también Gerald N. Grobb y George Athan Billias (eds.), Interpretations of American History, 12-14.

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nuevo la singularidad de contar con una frontera movible lo que había otorgado a los

Estados Unidos un sentido práctico alejándolo así de los grandes debates ideológicos

europeos que habían protagonizado los siglos XIX y XX. Distanciados de los debates y con

un gran pragmatismo, los Estados Unidos no habían sufrido los grandes conflictos, muchas

veces armados, que desolaron al Viejo Continente13.

Pero frente a estas escuelas sucesivas de historiadores que siempre resaltaban el

excepcionalismo de los Estados Unidos al que, desde luego, había contribuido la existencia

de una frontera movible que o bien contribuía a resaltar los conflictos o, por el contrario, a

reforzar el consenso, pronto se alzaron nuevas “formas de hacer historia”.

No fue tanto la defensa de otras influencias, además de la liberal, en la etapa

revolucionaria lo que enfrentó a los historiadores norteamericanos en la década de los

setenta. La influencia de la antropología cultural unida a la de otras ciencias sociales, afectó

y revolucionó la historiografía norteamericana, sobre todo, aquella que se ocupaba de la

etapa revolucionaria e inició un debate que todavía no podemos dar por concluido14. La

reivindicación de la necesidad de reconstruir el contexto del pasado, de dirigir la atención a

comprender las ideas y valores que motivaron las diferentes actitudes de los protagonistas

de las historia, fue una de las grandes aportaciones de la obra de Bernard Bailyn. “Tenía la

sensación, durante esos años, mientras estaba dando clase que algo que no había visto antes

estaba adquiriendo sentido, y estaba tremendamente excitado al darme cuenta de este

proceso” --le comentaba Bernard Bailyn a su amigo A. Roger Ekirch-- “De repente fui capaz

de comprender lo que estaba en la mente de los líderes de la revolución, su coincidencia en

ciertas costumbres...compartían determinadas ideas y puntos de vista, y estos puntos de vista

configuraban un todo coherente...no era una filosofía política sistemática --no eran filósofos-

- pero compartían un grupo de ideas que, aunque imprecisas, determinaron su

comportamiento en la crisis política”, concluía Bailyn15. Esta insistencia en comprender esa

coherente visión del mundo, que estaba directamente relacionada con las acciones de la

generación revolucionaria, supuso un gran cambio en la práctica historiográfica. También

fue novedosa la insistencia de Bernard Bailyn en defender que existieron influencias más

13 Daniel J. Boorstin, The Americans. The National Experience ( New York: Vintage Books, 1965). 14 El impacto de la antropología cultural y de la obra de Clifford Geertz en la historia intelectual en John Higham y Paul K. Conkin, eds., New Directions in American Intellectual History (Baltimore, John Hopkins University Press, 1979). Ver también Ronald G. Walters, “Signs of the Times: Clifford Geertz and the Historians”, Social Research, 47 (Otoño 1980): 537-556. 15 A. Roger Ekirch, “Sometimes an Art, Never a Science, Always a Craft: A conversation with Bernard Bailyn”, William and Mary Quarterlly, LI/4 (Octubre 1994): 625-658. Véase también Bernard Baylin, On the Teaching and Writing History, editado por Edward Connery Lathem ( Hanover: University Press of New Englend, 1994).

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importantes en la tradición política norteamericana que la de John Locke. Para Bailyn los

escritores que influyeron en la cultura política revolucionaría fueron los autores de la

oposición británicos, de comienzos del siglo XVIII. Así las obras de John Trenchard,

Thomas Gordon y Henry St. John Viscount of Bolingbroke fueron populares en las Trece

Colonias Inglesas durante todo el siglo XVIII16. Esta afirmación tuvo dos consecuencias

importantes. Por un lado, al defender la influencia de estos autores, que reivindicaban los

valores comunitarios por encima de los individuales, se rompía con la larga tradición del

excepcionalismo americano. El bagaje cultural de las trece colonias inglesas era el mismo,

según Bailyn, que el de Gran Bretaña y además no existía ningún elemento en la historia de

los Estados Unidos que invitase a un triunfo de la iniciativa individual, enfrentándose así

claramente a sus antecesores los historiadores progresistas y los del consenso.

Además, la visión, de Bernard Bailyn, del trato que la historiografía norteamericana

había otorgado a la frontera era muy crítica. Si la historia de Estados Unidos no era

excepcional sino que compartía características con la historia de la vieja Europa, la

movilidad de la frontera no podía haber tenido consecuencias en el desarrollo histórico de las

antiguas trece colonias. Para Bernard Bailyn muchos historiadores habían contribuido a

distorsionar la historia real de los Estados Unidos “viendo el mundo colonial como una

frontera --esto es, como un avance y un retroceso—con una mirada claramente externa y

contemporánea, anticipando un camino hacia una concepción de progreso que sólo en la

actualidad conocemos”. Para Bernard Bailyn las Trece colonias y después los Estados

Unidos eran en realidad “una periferia, un límite empobrecido de un mundo central, un

territorio disminuido y atrasado en relación a una talentosa metrópoli”17.

Republicanismo.

Esta ruptura radical con la tesis del excepcionalismo norteamericano así como la

insistencia en comprender la cultura política que posibilitó la acción revolucionaria, inició

uno de los grandes debates de la historiografía norteamericana. Si bien Bernard Bailyn no

había utilizado en su Ideological Origins los términos republicanismo o virtud que son los

claves de la ideología republicana, si defendió enardecidamente que la revolución americana

16 Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution, (Cambridge. Beknap Press of Harvard University Press, 1967). 17 Bernard Bailyn, The Peopling of British North America: An Introduction ( New York, 1987), 112-113. Citado por Gregory H. Nobles, “Breaking into the Backcountry: New Approaches to the Early American Frontier, 1750-1800”, William and Mary Quaterly, Third Series 46 (Oct., 1989): 641-670.

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tenía sus raíces en la cultura política republicana angloamericana18. Además Bailyn insistía

en la existencia de valores comunitarios procedentes de la cultura republicana inglesa como

los de corrupción, virtud y bien común, que inundaron el lenguaje panfletario y justificaron

las acciones revolucionarias. Fue Gordon S. Wood, en su obra The Creation of the American

Republic de 1969, el primero en denominar el esquema conceptual de los patriotas

norteamericanos como ideología republicana19. Wood dibujó a los dirigentes

norteamericanos como idealistas, al inicio de la revolución. Así los patriotas eran hombres

que querían crear una nueva comunidad siguiendo las líneas señaladas por la tradición

republicana inglesa. Deseaban instaurar una república clásica basada en la existencia de

ciudadanos y gobernantes virtuosos, una comunidad que alejaría a América del materialismo

y de las corrupciones del sistema monárquico inglés.

Para Wood el republicanismo era una ideología radical que tenía implicaciones

éticas. Los líderes republicanos afirmaban que existía una relación directa entre el modelo

de gobierno que una nación se otorga y el carácter de sus ciudadanos. Los revolucionarios

pretendían, a través del republicanismo, regenerar a la nación americana y así lograr

mantener una república que sólo se sustentaría en la virtud cívica.

Esta interpretación atacaba duramente las defensa de los historiadores del consenso

de “la tradición liberal” norteamericana y además anuló la argumentación que progresistas e

historiadores del consenso habían hecho de la singularidad de la ideología política

norteamericana, en parte motivada por la existencia de una frontera movible.

Falta la obra de J. G. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine Political

Thought and the Atlantic Republican Tradition publicada en 1975, para completar lo que el

historiador norteamericano Robert E. Shalhope denominó “La Síntesis Republicana”20. Para

Shalhope y para muchos historiadores posteriores, los trabajos de Bailyn, Wood y Pocock

fueron complementarios y con la incorporación de la ideas más relevantes de cada uno de

ellos --la síntesis republicana-- se consiguió una mayor apreciación del papel que la

ideología republicana había tenido en la configuración política y social de los Estados

18 Bernard Bailyn, The Origins of American Politics (New York: Vintage Books, 1965). 21. 19 Gordon S. Wood, The Creation of the American Republic, 1776-1787 (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 1969). 20 J.G.A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition. ( Princeton: Princeton University Press, 1975). Existe traducción española El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, Madrid: Tecnos, 2002. Traducción de Eloy García y Marta Vázquez Pimentel, estudio preliminar de Eloy García. Un estudio de la revolución americana en el capítulo XV, pp. 607-657.

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Unidos21. Pocock demostró como hubo un flujo de influencia republicana que arrancó de los

filósofos de Grecia y de Roma, que atravesó la ideología de los teóricos de las repúblicas

italianas del Renacimiento, como Maquiavelo, que también estuvo presente en el

pensamiento libertario de los republicanos ingleses y que impregno la cultura política de las

Trece Colonias Inglesas22.

La “síntesis republicana” sostenía que el republicanismo dominó la cultura política

norteamericana durante un largo periodo. La era revolucionaria, el periodo constitucional y,

si hacemos caso a Pocock, hasta la Guerra Civil, fueron influenciados, sobre todo, por la

ideología republicana. Si bien la perspectiva de J. G. A. Pocock incluía matices nuevos en su

aproximación a las fuentes y en su propia consideración del discurso político, más próxima

al “giro lingüístico que al “giro cultural”, las conclusiones, de los tres historiadores, fueron

similares. Considerando que en la historia siempre había existido un conflicto entre la esfera

de la libertad y la del poder “los revolucionarios americanos rápidamente llegaron a un

consenso en donde el concepto de republicanismo era la más pura expresión del nuevo

orden político y social”23. La finalidad de la forma de vida republicana era la de conservar la

libertad frente a las agresiones del poder. Además, según las ideas republicanas, lo que hacía

estables y prósperas a las repúblicas eran los valores de sus ciudadanos. La característica

más valorada era la virtud cívica --la capacidad para situar el bien de la comunidad por

encima del interés individual--. Y sólo a través del ejercicio de la virtud cívica se lograba la

estabilidad constitucional, y la libertad. En la vida de la polis los hombres desarrollaban

todas sus facultades humanas. El resto de los seres humanos, los jóvenes, las mujeres, los

económicamente dependientes, serían protegidos por el humanismo cívico de la elite de los

terrores de la historia: epidemias, hambrunas, tiranías y guerras24.

Muy poco después de publicarse la obra de J .G. A. Pocock, en 1975, se inició un

inmenso debate entre los historiadores norteamericanos25. En 1976 se celebró el bicentenario

de la Revolución americana y los congresos históricos debatieron la “síntesis republicana”.

21 Fue Robert Shalhope el primero en sintetizar las obras de los tres historiadores en lo que el denominó la “síntesis republicana”. Robert E. Shalhope, “Toward a Republican Synthesis: The Emergence of an Understanding of Republicanism in American Historiography”, William and Mary Quaterly 29/1 (Enero 1972): 49-80. Véase también Robert E. Shalhope, “Republicanism and Early American Historiography”, William and Mary Quarterly, 39/ 2 (Abril 1982): 334-356. 22 Ana Marta González, “Republicanismo: orígenes historiográficos y relevancia de un debate”, Revista de Occidente 247 (diciembre del 2001):121-145. También Joyce Appleby, Liberalism and Republicanism in the Historical Imagination 20-25. 23 Robert Shalhope, “Republicanism and Early AmericanHistoriography”: 334. 24 Robert Shalhope, “Toward a Republican Syntesis: The Emergence of an Understanding of Republicanism in American Historiography”: 49-80. 25 Grob y Billias, Interpretations of American History, 159-202.

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Las críticas, sobre la importancia del republicanismo cívico en la revolución americana,

partieron de frentes muy diferentes. Los historiadores tradicionales defendieron la fuerza de

la tradición liberal en la cultura política norteamericana, los historiadores de la Nueva

Izquierda les criticaron el abandono del contexto económico-social, algunos historiadores

culturales, sobre todo las feministas, el lugar ocupado por los excluidos en el esquema

republicano y, por último, los post-estructuralistas no compartían el análisis del discurso de

Pocock26. De todas las críticas la más constantes fueron las de la historiadora Joyce

Appleby27. Experta en la influencia de la obra de Locke en la tradición política

norteamericana, Appleby no compartía la insistencia de los historiadores artífices de la

“síntesis republicana” en que la única influencia visible en la época revolucionaria fuese la

republicana. Reconociendo que existían otras influencias además de la liberal insistía en que

todas convivieron en la cultura política de los revolucionarios norteamericanos28.

Esa insistencia conciliadora de algunos historiadores norteamericanos ha tenido

éxito. Si bien al principio, en las décadas de los setenta y ochenta, la influencia del concepto

de ideología de Geertz, tan presente en la obra de Bailyn y Wood; y del concepto de

paradigma de Khun, que tanto influyó en las primeras obras de Pocock, dificultaron el

acercamiento de las diferentes posiciones de los historiadores norteamericanos, desde

mediados de los años noventa, las posiciones, como deseaba Joyce Appleby, han confluido29.

Los historiadores que defendían la existencia de una ideología o de un paradigma

republicano difícilmente podían aceptar otras influencias que las del republicanismo.

Rechazando la definición liberal de las ideas como pequeñas unidades que se podían tomar o

dejar según las necesidades o intereses de cada cual, los historiadores, partidarios del

republicanismo, entendían que las ideas eran parte de un todo, paradigmas en el lenguaje

Kuhniano, y era ese todo el que permitía comprender la realidad. Para ellos, todos los

contemporáneos que compartían un paradigma eran los integrantes de una comunidad30. Sin

embargo, a finales de la década de los ochenta, los protagonistas del debate se habían alejado

26 La historiografía sobre los primeros debates sobre el republicanismo norteamericano en Peter Onuf, “Reflections on the Founding Constitutional Historiography in Bicentennial Perspective”, William and Mary Quaterly 46, (1989): 341-375 y Gary Wills, “The creation of the American Republic, 1776-1787: A Symposium of Views and Reviews”, William and Mary Quaterly 44, (1987): 550-657. Un resumen de todas las críticas en Daniel T. Rodgers, “Republicanism: the Career of a Concept”: 23. 27 Una recopilación de todos sus artículos dedicados al republicanismo en Joyce Appleby, Liberalism and Republicanism in the Historical Imagination, (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1992). 28 Joyce Appleby, “Republicanism in Old and New Contexts”, William and Mary Quaterly, 43 (1986): 20-34. 29La influencia de la obra de Clifford Geertz, Interpretations of Culture (New York: Basic Books, 1973) fue importante en los trabajos de Bailyn. La obra de Thomas Khun, Structure of Scientific Revolutions fue determinante para los primeros trabajos de Pocock. 30 Joyce Appleby, Liberalism and Republicanism in the Historical Imagination, 285.

Page 11: Republicanism o Imperial

de sus principios conceptuales y defendían posiciones más abiertas. Aunque Pocock

mantenía la utilización del concepto de paradigma ahora era la diferencia entre lenguaje y

discurso lo que le interesaba. El lenguaje político tiene reglas sin embargo el discurso

político “es típicamente políglota, el discurso de la Caverna de Platón o la confusión de las

lenguas”31. También Gordon S. Wood en el nuevo prefacio de la reedición de su Creation of

the American Republic mantenía posiciones más conciliadoras. “Como cualquier joven

historiador, esperaba que mi libro tuviera algún efecto en la profesión y también en nuestra

comprensión del proceso constitucional de la era revolucionaria”, afirmaba Wood, “Pero no

tenía ninguna sensación de estar participando en lo que Daniel Rodgers ha denominado una

“transformación conceptual”de la historiografía norteamericana…A pesar de que yo era

consciente de la importancia de los valores comunitarios del republicanismo en la generación

revolucionaria y me daba cuenta de que Hartz se había equivocado en su énfasis exclusivo

sobre la importancia del liberalismo, continuaba sin estar preparado para la emergencia de lo

que Robert Shalhope denominó, en 1972, la “síntesis republicana”. Mi libro se enlazó, para

bien o para mal, con Ideological Origins de Bernard Bailyn y con Machiavellian Moment de

J.G.A. Pocock, publicado en 1975; en los setenta y en los ochenta, nuestros tres trabajos

eran seleccionados y citados por un número cada vez mayor de historiadores que tenían toda

clase de necesidades interpretativas y de agendas políticas”, se quejaba amargo Gordon S.

Wood. Pero, además, en el mismo prefacio reconocía: “Si yo escribiera ahora el libro, un

asunto que trataría de forma diferente sería el del republicanismo. Debido a que el

republicanismo parece ser para muchos académicos un cuerpo de pensamiento mucho más

nítido y palpable de lo que en realidad era, quizás necesite darle un lugar más adecuado en el

contexto del siglo XVIII”, concluía Wood32.

Federalismo y expansión.

Una de las mejores aportaciones del debate historiográfico sobre la influencia del

liberalismo o del republicanismo en la Revolución Americana ha sido ese final conciliador

que ha permitido vislumbrar la inmensa riqueza de la cultura política de la era

revolucionaria. Sin duda, fue la existencia de esa multitud de influencias lo que posibilitó

31 J. G. A. Pocock, “Virtues, Rights and Manners”, 357, citado por Daniel T. Rodgers, “Republicanism: the Career of a Concept”: 35. 32 Gordon S. Wood, The Creation of the American Republic 1776-1787 (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 1998), v-vii.

Page 12: Republicanism o Imperial

una construcción teórica novedosa y rica que permitió, a su vez, la emergencia y el

funcionamiento de la organización institucional de la Republica Federal.

Una de las razones que ocasionaron la búsqueda de una “Unión más perfecta” en

1787, fue la dificultad de la Confederación para solucionar los graves problemas que, desde

1783, le ocasionaron las grandes potencias europeas con territorios en América limítrofes a

los Estados Unidos. Efectivamente Gran Bretaña y España no querían un futuro estable para

la joven nación por los intereses que ambas mantenían en América del Norte. Y, desde

luego, contribuyeron a través de su diplomacia a enfatizar las diferencias entre los estados

miembros de la Confederación de los Estados Unidos33.

Las estrategias de estas dos grandes potencias para debilitar a los Estados Unidos

fueron diferentes. Aunque las dos, Inglaterra y España, firmaron alianzas con las Naciones

Indias para evitar el avance de los colonos norteamericanos, por lo que consideraban como

territorios propios, sólo España negoció un tratado con Estados Unidos. En el borrador del

texto, la Monarquía Católica ofrecía ventajas comerciales, que claramente satisfacían los

intereses mercantiles de los Estados del Norte, pero prohibía a los norteamericanos la

navegación por la desembocadura del río Mississippi, lo que constituía un duro golpe para

los estados con territorios en el Oeste. Con esta estrategia resaltaba las diferencias entre los

Estados comerciales del Norte y los agrícolas del Sur y el Oeste avivando el enfrentamiento

entre los estados miembros de la Confederación. A pesar de ello, John Jay, entonces

Secretario de Asuntos Exteriores del Congreso de la Confederación, hizo una ardorosa

defensa de la necesidad de la firma del Tratado entre España y Estados Unidos, ante el

Congreso, el 3 de agosto de 1786: “Por lo menos hasta que la nación americana se convierta

más real y verdaderamente en una nación de lo que ahora es, lejos de estar bendecida con un

gobierno eficaz, destituida de presupuestos, sin crédito público dentro y fuera de sus

fronteras”, argumentaba John Jay, “Estaremos obligados a esperar pacientemente mejores

días…la situación de los Estados Unidos me parece seriamente delicada lo que nos obligará

a que nuestra conducta, tanto en casa como en el extranjero, sea muy prudente, hasta que se

33 La importancia de las dificultades en política exterior como uno de las razones para la convocatoria de la Convención constituyente de 1787 en Walter LaFeber, “The Constitution and United States Foreign Policy: An Interpretation”, Journal of American History, 74/ 3 (Dic.,1987): 695-717; John Allphin Moore, Jr., “Empire, Republicanism, and Reason: Foreign Affairs as Viewed by the Founders of the Constitution”, The History Teacher, 29/ 3 (May, 1993): 297-315; También los ya clásicos Frederick W. Marks III, Independence on Trial: Foreign Affairs and the Making of the Constitution (Baton Rouge, Louisiana State University Press, 1973) y Merrill Jensen, The New Nation: A History of the United States During the Confederation, 1781-1789 (New York:Knopf, 1950). Más reciente James E. Lewis Jr. The American Union and the Problem of Neighborhood. The United States and the Collapse of the Spanish Empire, 1783-1829 (Chapel Hill y Londres:The University of Carolina Press, 1998) y Carmen de la Guardia Herrero, “Hacia la creación de la República Federal. España y

Page 13: Republicanism o Imperial

cree un vigoroso gobierno nacional y el crédito público y la confianza restablecidos”34. Sin

embargo, como era esperable, en el debate para firmar el Tratado con España, los

representantes de los cinco Estados del Sur en el Congreso, muy perjudicados por la

prohibición, explícita en el tratado, de navegar a través del Mississippi, se negaron a firmar.

El Tratado fue así rechazado al necesitar, según los Artículos de la Confederación, el apoyo

por lo menos de los representantes de nueve estados.

Estos continuos enfrentamientos entre los estados miembros de la Confederación

debido a sus distintos intereses, que eran siempre avivados por la experta labor diplomática

de Inglaterra y España, desesperaron a los políticos norteamericanos que consideraron

imprescindible reforzar el poder común a los estados, como única forma de trascender los

enfrentamientos internos y afrontar una política exterior exitosa.

“Para ser respetado en el extranjero es necesario serlo en casa”, escribía John Jay a

Thomas Jefferson, “Y este no será el caso hasta que nuestra República adquiera más

confianza, y nuestro gobierno más fuerza”, concluía35. La conexión entre la política exterior

y la doméstica era algo habitual entre los Padres Fundadores. No sólo John Jay la resaltaba.

Cualquier dificultad de los estados de cooperar en política internacional produjo continuas

crisis en la década de los ochenta. También, por el contrario, la dificultad del Congreso de la

Confederación para proteger el comercio internacional o los asentamientos del Oeste

ocasionaron una inmensa inquietud interna. “¿Que debemos hacer?. ¿Debemos permanecer

como víctimas pasivas de la política internacional o debemos ejercer las posibilidades

legales que nuestra independencia ha puesto en nuestras manos para frenar la extorsión?”,

escribía James Madison a su amigo James Monroe, en 178536.

Esa sensación de que sólo a través de una unión más perfecta se lograría terminar con

las amenazas exteriores y que, además, un mayor respeto internacional tendría como

consecuencia una mayor unión entre los Trece Estados, fue una de las razones de la

convocatoria de lo que luego fue la Convención Constitucional de 1787.

Ya durante los debates que dieron lugar a la Constitución se constataron las múltiples

influencias de los legisladores norteamericanos, como han puesto de manifiesto los

historiadores partidarios de la influencia liberal o de la influencia republicana en la etapa

Estados Unidos en América del Norte”, Revista Complutense de Historia de América, 27 (2001): 35-67. 34 Discurso de Jay en el Congreso, Nueva York, 3 de August 1786, John Jay Papers, United States National Archives. 35 John Jay a Thomas Jefferson, Nueva York, 14 de Julio 1786, John Jay Papers, Rare Book and Manuscript Library, Universidad de Columbia. 36 James Madison a Monroe, 7 de agosto de 1785, Letters and Other Writtings of James Madison, Congressional

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revolucionaria. Pero, sobre todo, se apreció que, utilizando textos de pensadores clásicos y

también contemporáneos, eran capaces de articular no sólo una serie de nuevos conceptos

políticos para solucionar problemas internos sino, también, un grupo de respuestas

novedosas capaces de afrontar los conflictos internacionales. Leyendo y debatiendo los

textos políticos clásicos y también la producción de la Ilustración escocesa, inglesa y

francesa, los revolucionarios articularon soluciones originales que reforzaron la unión de los

estados, al conferirles un inmenso respeto internacional37.

Una de las mayores preocupaciones de los legisladores norteamericanos, en la era

revolucionaria, fue la de lograr el equilibrio entre poder y libertad. Querían frenar las

ambiciones de las grandes potencias coloniales, reforzando el poder del Congreso de la

Confederación, pero sin embargo temían que ello supusiera un recorte de las libertades

norteamericanas. “Argüir la necesidad de defenderse contra un peligro internacional siempre

ha sido el instrumento para imponer la tiranía en el interior”, afirmaba James Madison38. Ese

temor se plasmó en las funciones que la Constitución otorgó al poder ejecutivo. El presidente

no recibió en exclusiva el poder de declarar la guerra o firmar la paz porque ello significaba

“Arrojar en sus manos la influencia de un monarca dándole la oportunidad de involucrar a su

país en una guerra”, afirmaba uno de los constituyentes de Filadelfia39. Pero el reforzamiento

del poder era necesario para enfrentarse a los grandes imperios coloniales que amenazaban

su estabilidad interna y hasta la propia unión de los trece estados.

Fue en los debates para articular una solución efectiva al dilema entre poder y

libertad donde se encontró una de las soluciones más originales y también transcendentes

para el futuro de los Estados Unidos. “Debemos considerar que existen dos puntos de

importancia en nuestro país: la extensión y las tradiciones de los Estados Unidos. La primera

parece requerir el vigor de una monarquía, las costumbres americanas, sin embargo, se

oponen a la monarquía y son exclusivamente republicanas” --afirmaba el representante de

Filadelfia en la Convención Constitucional, James Wilson-- “Montesquieu esta a favor de las

republicas confederadas, yo también apoyo esa Confederación siempre que podamos

basarlas en la libertad y podamos asegurar un vigoroso cumplimiento de la ley”, concluía40.

Edition (Filadelfia, 1865) I: 169-170. 37 John Allphin Moore, Jr., “Empire, Republicanism, and Reason: Foreign Affairs”, 300. 38 James Madison, Viernes 29 de junio, 1787. En Convención. The Federal Convention. Madison´s Notes of Debates, The Federal Convention and the Formation of the Union of the American States, editdo por Winton U. Solberg, (Indianapolis: The Bobs-Merrill Company, 1979), 190. 39 Citado por Walter LaFeber, “The Constitution and United States Foreign Policy”, 697. 40 Madison Note´s, 1 de junio de 1787, Max Ferrand, Records of the Federal Convention (1911): 70-71. Citado en parte por John Allphin Moore, Jr. “Empire, Republicanism and Reason: Foreign Affairs as Viewed by the

Page 15: Republicanism o Imperial

Esta intervención, el 1 de junio de 1787, inició uno de los debates más importantes del

periodo constitucional: el de la posibilidad de preservar la libertad, reforzando el poder en

una república de gran tamaño.

Durante todo el siglo XVIII existió la creencia de que el gobierno republicano sólo

era posible en un territorio pequeño y escasamente poblado. “Es inherente a una república

constituirse sobre un territorio pequeño, de otra forma no podría sobrevivir. En un territorio

extenso existen hombres de grandes fortunas, y como consecuencia de menor moderación”,

afirmaba Montesquieu en El Espiritu de las Leyes. “...En una republica extensa el bien

común se sacrifica por la diversidad de los intereses, en una republica pequeña el interés

público se percibe con facilidad, se comprende mejor y está al alcance de todos los

ciudadanos”, concluía. El triunfo del interés individual, por encima de la búsqueda del bien

común, supondría el final de la virtud cívica y por lo tanto invadiría la república la temida

corrupción.

La imposibilidad, para muchos norteamericanos del siglo XVIII, de que la virtud

republicana pudiera sobrevivir en una república que abarcara un territorio extenso fue uno de

los temas que enfrentó a los Federalistas, partidarios de la ratificación de la Constitución de

1787, con los Antifederalistas temerosos de que el nuevo orden político terminase con las

virtudes del orden republicano41.

Nada más conocerse los resultados de la Convención de Filadelfia, de 1787, se inició

un duro enfrentamiento entre los partidarios del nuevo texto constitucional y sus detractores.

Necesitándose, según la Constitución, la ratificación de nueve de los Trece Estados para

entrar en vigor, los Federalistas y los Antifederalistas iniciaron una dura campaña mediática

defendiendo sus posiciones.

Aunque existieron diferencias entre el grupo de revolucionarios críticos con el nuevo

texto constitucional, todos compartieron un claro temor a que el incremento del poder común

a los estados hiciera peligrar la actividad ciudadana. Los Antifederalistas tenían objetivos

claros y concretos. Luchaban por la existencia de una esfera pública activa y abierta. La

concepción Antifederalista de la política estaba muy poco interesada en la organización

institucional, y en cambio defendían la existencia de un activo discurso público “reclamando

libertad de expresión, libertad de prensa y libertad de asociación, a nivel local, en donde

Founders of the Constitution”, 301. 41 James D. Savage, “Corruption and Virtue at the Constitutional Convention”, Journal of Politics 56 Issue 1 (Feb., 1994): 174-186.

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tanto el juicio por jurados como las milicias ciudadanas, garantizarían la defensa de las

virtudes cívicas”42.

La ampliación de los poderes conferidos a las instituciones comunes a los estados,

ahora divididos en tres ramas, suponía para muchos Antifederalistas que los antiguos trece

estados se habían transformado en uno, lo que para ellos significaba el fin de la república.

“Dejarnos inquirir, como al principio propuse, si sería mejor o peor que los Trece Estados se

redujeran a una sola e inmensa república”, se preguntaba Brutus, en el primero de sus 16

artículos publicados en The New York Journal criticando duramente la nueva Constitución,

“Si respetamos la opinión de los hombres más grandes y sabios que han reflexionado y

escrito sobre la ciencia política, una republica libre nunca podrá sobrevivir sobre una nación

tan inmensamente extensa”, concluía. Por supuesto eran, de nuevo, las afirmaciones de

Montesquieu las que citaba Brutus. “La Historia no nos enseña ni un solo ejemplo de una

república tan grande como los Estados Unidos. Las repúblicas griegas eran de pequeña

extensión y también lo fue la república romana. Las dos extendieron sus conquistas sobre

grandes territorios y la consecuencia fue que sus gobiernos pasaron de ser gobiernos libres a

convertirse en los más tiránicos de la historia de la humanidad”, concluía su artículo el juez

neoyorquino Robert Yates, siempre bajo el seudónimo de Brutus. De forma muy parecida se

expresaron también el gobernador de Nueva York, George Clinton, que creemos se escondía

bajo el seudónimo de Cato, y Richard Henry Lee junto a Melancton Smith, que firmaban

bajo el seudónimo del Federal Farmer. “Fue la gran extensión de la republica romana lo que

posibilitó la existencia de un Sila, un Mario, un Calígula y un Nerón”, afirmaba el Federal

Farmer43.

Desde el inicio de la aparición, en la prensa neoyorquina, de los artículos

Antifederalistas se inició la movilización de los defensores de la Constitución. Alexander

Hamilton, uno de los líderes a favor de la ratificación, en el estado de Nueva York, se

esforzó para conseguir que su estado apoyase el nuevo texto constitucional. Buscó el apoyo

de expertos políticos encontrándolo en James Madison y John Jay. Entre los tres escribieron

un total de 85 artículos, publicados en diferentes periódicos de Nueva York, siempre bajo el

seudónimo común de Publius. Su primer interés fue desmantelar la dura crítica

42 Saul Cornell, The Other Founders: Anti-Federalism and the Disenting Tradition in America 1788-1828 (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1999). Véase también la reseña a este libro realizada por Michael Lienesh, William and Mary Quarterly, Tirad Series 57/3 (Julio 2000): 713. 43 The Antifederalist Papers, editada con una introducción de Morton Borden (Michigan: Michigan State University Press, 1965). Véase también The Debate on the Constitution: Federalits and Antifederalists Speeches, Articles, and Letters During the Struggle over Ratification, editado por Bernard Bailyn (Nueva York:

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Antifederalista de que las lecciones de la Historia siempre habían enseñado que las

repúblicas extensas se transformaban en regímenes tiránicos. Desde luego para lograrlo no

podían acudir al Barón de Montesquieu. Primero fue Madison quién en el Federalista

número 9 recordaba que el tamaño de cualquiera de los Trece Estados de la Unión

transcendía, con mucho, el tamaño de las repúblicas clásicas y renacentistas. Pero la

argumentación más elaborada y más importante para el futuro crecimiento territorial de los

Estados Unidos la incluyó Madison en su Federalista número 10. Si Montesquieu había

influido en los Antifederalistas, la obra del filósofo escocés David Hume se vislumbra en

todos los escritos de Madison. Buscando la difícil solución al conflicto entre libertad y

poder, James Madison articuló la defensa de la necesidad del crecimiento territorial de los

Estados Unidos como única forma de conservar la virtud cívica. Siguiendo estrechamente la

tesis de Hume, consideró que uno de los mayores peligros de las repúblicas pequeñas es el

surgimiento de las facciones44. “Por una facción entiendo un número de ciudadanos...que

están unidos y actúan movidos por una pasión común o, lo que es lo mismo, por un interés

adverso a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses comunes y permanentes de la

comunidad”, escribía Madison45. Afirmando que las pasiones son inherentes a la naturaleza

humana la única forma de contenerlas era ideando un sistema que controlase sus efectos. Si

las facciones eran minoritarias, podrían contenerse por el ejercicio del derecho al voto,

dentro de un sistema democrático; pero si las facciones, como a veces ocurría, eran

mayoritarias, se debía articular un sistema para evitar su triunfo y por lo tanto la aniquilación

del bien común.

A diferencia de la pura democracia --que Madison definía como aquella sociedad

integrada por un pequeño número de ciudadanos que participaban directamente, a través de

asambleas, en la administración de la rex-publica-- la república era aquella en “la cual el

esquema de la representación tiene lugar”. El hecho de que en la república se delegue el

poder en “un cuerpo elegido de ciudadanos cuya sabiduría permite discernir mejor el

verdadero interés de la nación”, era una de las razones que hacia deseable “engrandecer el

territorio”. Cuanto mayor fuese la republica, afirmaba James Madison, cada representante

Library of America, Viking Press, 1993). 44 La influencia de Hume en Madison en Douglas A. Adair, “That Politics Must be Reduced to a Science: David Hume, James Madison and the Tenth Federalists”, The Huntington Library Quaterly XX (1957): 343-360. También John M. Werner, “David Hume and America”, Journal of History of Ideas, 33 Issue 3 (Jul-Sep., 1972): 439-456. 45 James Madison, The Federlist Numeber 10. The Federalist Papers, Editado con una introducción de Clinton Rossiter (New York: A Mentor Book, 1961), 78.

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sería elegido por un mayor número de ciudadanos por lo que “sería más difícil que los

candidatos deshonestos practicaran con éxito “las artes viciadas” de la política”. Además,

aumentar la extensión del territorio de los Estados Unido posibilitaría la concurrencia de

“una mayor variedad de partidos y de intereses”, siendo menos probable el triunfo de las

facciones o grupos movidos por una pasión común. Para Madison, la diversidad y

posteriormente la fragmentación del poder propuesta por el sistema federal, entre las

instituciones federales y las de los diferentes estados, impedirían el triunfo de las temidas

facciones, movidas siempre por una pasión común, que tanto harían peligrar la estabilidad

de la nación. “En el gran tamaño y en la correcta estructura de la Unión...encontramos un

remedio republicano para las enfermedades con más incidencia en los gobiernos

republicanos”, concluía James Madison46.

Al producirse la ratificación de la Constitución, en 1789, las posiciones

federalistas que vinculaban el crecimiento territorial con la virtud cívica y por lo tanto con la

estabilidad política eran ya una realidad. Para los Padres Fundadores la frontera de los

Estados Unidos debía y podía ser una frontera movible y expansiva.

Conclusión.

A lo largo del siglo XVIII existió una verdadera efervescencia de ideas políticas de

diferente procedencia en las trece colonias inglesas. Durante más de dos décadas los

historiadores norteamericanos discutieron sobre si la ideología política de la época

revolucionaria era liberal o sí por el contrario era republicana. La introducción de categorías

conceptuales más flexibles permitió un acercamiento de las diferentes posiciones y sobre

todo posibilitó una aproximación a las elaboraciones teóricas de los Padres Fundadores. Una

de ellas, la defensa de la necesidad de crecer territorialmente como única manera de evitar la

corrupción de las facciones y alcanzar la virtud cívica y por lo tanto la estabilidad política,

no sólo ha permitido sino que ha hecho deseable la continua expansión territorial de la

República Federal de los Estados Unidos.

46 James Madison, The Federalist Number 10. The Federalist Papers. 84.