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Revista EL ÁNIMA DE SAYULA No. 1 May –Jul 2005

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EL ÁNIMA DE SAYULA . PRIMER REVISTA ELECTRÓNICA DE LITERATURA HUMORÍSTICA, SATÍRICA Y DE MAL GUSTO. No. 1 Publicación trimestral. Mayo – Junio – Julio 2005 / DIRECTOR: Nicolás López.Contenido: MARGARITA O LA BLANCA CERVATILLA poema anónimo. Francois Villón, poeta de ladrones y prostitutas. BALADAS. Francois Villón. DE SIR WALTER RALEIGH A SU HIJO. El club de los parricidas. Ambrose Bierce: ACEITE DE PERRO. EL HIPNOTIZADOR. LA MUERTE DE HALPIN FRAYSER. SÁTIRA, EL LIBRO CABRÓN Salvador Novo. Reseñas: SADDAM HUSSEIN, ¿NOVELISTA? CLUB EUTANASIA y el cine de humor negro.

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REVISTA ELECTRÓNICA DE LITERATURA HUMORÍSTICA, SATÍRICA Y DE MAL GUSTO

No. 1 Publicación trimestral Mayo – Junio – Julio 2005 _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

índice

MARGARITA O LA BLANCA CERVATILLA ........................ 3 Francois Villón, poeta de ladrones y prostitutas............... 5 BALADAS. Francois Villón ................................. ................ 7 DE SIR WALTER RALEIGH A SU HIJO ............................. 10 El club de los parricidas. Ambrose Bierce ..................... . 11 ACEITE DE PERRO......................................................... 13 EL HIPNOTIZADOR........................ ................................ 16 LA MUERTE DE HALPIN FRAYSER.............................. 19 SÁTIRA, EL LIBRO CABRÓN Salvador Novo................... 29 Reseñas: SADDAM HUSSEIN, ¿NOVELISTA?................ 45 CLUB EUTANASIA y el cine de humor negro......... 47

avisos

EL ÁNIMA DE SAYULA es una revista

dedicada a la literatura humorística, satírica, grosera, irreverente, irrespetuosa, macabra, popular o urbana; a la historieta, a la mal llamada literatura experimental, y a todo lo que se pueda considerar literatura menor o de mal gusto.

Para inscribirte y recibirla gratuitamente cada

tres meses, sólo debes mandar un correo a la dirección [email protected] o inscribirte al grupo de correos [email protected]

donde puedes bajar directamente tanto los números recientes como los ejemplares anteriores y atrasados.

Invitamos a los lectores y autores de cualquier país a que colaboren enviando a las

direcciones mencionadas poemas, cuentos, grafittis y demás textos humorísticos que les agraden y escuchen, encuentren en libros, en baños públicos, en donde sea. Manden sus propios textos, historietas, etc.

Pronto aparecerá la versión impresa de esta revista, en ella se publicarán los mejores

trabajos recibidos. Mientras juntamos varo para ello, aquí tienes la versión electrónica.

EL ÁNIMA DE SAYULA

PORTADA

Xilografía de una edición antigua del EPITAFIO EN

FORMA DE BALADA QUE COMPUSO VILLÓN

ESPERANDO SER AHORCADO JUNTO A SUS COMPAÑEROS

POR SUS FECHORÍAS

COLABORACIONES

Y MENTADAS

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subscribe@yahoogrupos.

com.mx

DIRECCIÓN EDITORIAL

nicolás lópez

COLABORADORES

lain S.(pez loco) ziumi juárez paco nezillos leonzo caspil

PRÓXIMO NÚMERO:

RELATOS DESDE EL MATADERO JOSEPH BRODSKY(PREMIO NOBEL 1987)

DÉCIMAS GROSERAS Y PICARESCAS

Y +

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MARGARITA O LA BLANCA CERVATILLA

Romance Anónimo francés

Allá pasan por el bosque.

Va la madre con la hija.

La madre canta un cantar,

pero la niña suspira.

-―¿Qué te hace suspirar?

¿Por qué lloras, Margarita?‖

-―Es que sufro sin decirlo.

Soy una joven de día,

pero de noche me vuelvo

una blanca cervatilla;

condes y duques me siguen,

cazadores y jaurías,

y el que más me acosa, madre,

es mi hermano Roldanías.

Anda, pronto, madre, pronto,

dile que no me persiga,

dile que amarre sus perros

hasta que amanezca el día‖.

-―Roldanías, ¿dónde tienes

tus pajes y tus jaurías?‖

-―Están en el bosque, madre,

tras de blanca cervatilla‖.

-―Deténlos, hijo, deténlos,

¡deténlos, por vida mía!‖

Con su cuerno plateado

llama tres veces seguidas.

A la tercera llamada

cazan a la cervatilla.

-―Mandemos despellejarla

y servirla a la comida‖.

Dice el que la despelleja,

bien oiréis lo que decía:

-―Tiene rubios los cabellos,

tiene el seno de una niña‖.

Saca el cuchillo del cinto

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y en trozos la descuartiza.

Ofrecen una gran cena

al rey y su comitiva.

-―Estamos todos reunidos;

sólo falta Margarita‖.

-―Yo me senté de primera.

Empezad vuestra comida;

mi cabeza está en la fuente

y mi carne en la vajilla;

mi sangre está derramada,

fresca aun, en la cocina;

y entre ascuas, mis pobres huesos

se queman en la parrilla‖.

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FRANCOIS VILLÓN

Poeta de ladrones y prostitutas

Primero Estudiante y maestro de la Soborna, luego ladrón, asesino y condenado a muerte,

Francois Villón, feo y pobre, ―seco y negro como escoba de horno‖, es sobre todo un poeta

sin ilusiones, descarnado, autor de poemas que nos llevan de viaje por los burdeles,

cementerios, tabernas y barrios bajos del París de la edad media.

Nace en 1431. En 1455, a los 24 años, mata de una pedrada a un clérigo. En 1456 participa

en un robo de 500 escudos de oro al Colegio de Navarra. En 1460 está preso en Orleáns. Al

parecer es liberado, porque vuelve a caer preso en 1462, por otro robo, y es condenado a la

horca. Escribe una balada pidiendo clemencia, y la pena de muerte se le permuta por el

destierro. Escribe otra balada para agradecer el perdón y para solicitar se le concedan 3 días

de estancia en la ciudad para arreglar sus asuntos. Desde 1463, los documentos de la época

dejan de mencionarlo, y Villón desaparece. Se desconocen la fecha y circunstancias de su

muerte.

Vivo, no careció de cierta fama: Mencionamos ya que una de sus baladas influyó para

salvarle de la soga. Ganó en algunos torneos de poesía. Muerto, se le considera el mejor

poeta francés del medioevo.

En una cuarteta el poeta se presenta y resume su vida:

Yo soy Francois, aunque no quiera,

nacido en París, de Pontoise cerca,

y en el extremo de una cuerda

sabrá mi cuello lo que mi culo pesa.

En su aparente tosquedad, esta cuarteta puede dar una idea de los juegos de palabras que

hay en sus poemas. ―Francois‖ -Francisco, diría un español- es su nombre, pero en el

idioma del autor significa a la vez francés. También hace un retruécano de importancia

entre dos zonas geográficas: Para que sepan donde queda París, dice que está cerca de

Pontoise, pero Pontoise es una zona tan pequeña, que muy pocos, aún en París, la conocen.

EL LEGADO

Antes de desaparecer deja dos poemas largos: El Legado y El Testamento. El Legado lo

escribe a punto de abandonar París, según el poema, para curarse de un mal de amor, según

la historia, para huir de ser encarcelado. Imitando la redacción notarial de los testamentos

(repite, por ejemplo, la fórmula ítem, común en aquella época a esos documentos), ―da‖ en

burla, como si fuera caballero adinerado, cosas que no le pertenecen ni tuvo nunca: regala a

sus amigos distintos monumentos y edificios celebres de París, guantes y capas de seda,

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bosques.... a alguno le lega ―las guayabas de un naranjo‖, a otro ―una oca podrida, los hijos

de un capón bien cebado, y dos pleitos, para que no engorde mucho‖. Juega con nombres

de comercios: a uno le deja un ―Rubí‖ -nombre de una tienda-, a otro le deja una ―Linterna‖

-nombre de un prostíbulo-, etc. Como caballero noble, no se olvida de legar parte de su

herencia para obras de caridad:

Ítem, dejo a los hospitales

las telarañas de mis ventanas,

y a los enfermos, un puñetazo en cada ojo,

a cada uno, que tiemblen flacos, peludos,

y llenos de mocos, helados y empapados.

Ítem, dejo a mi barbero

mis pelos cortados, y a mi zapatero,

mis zapatos viejos, y a mi ropavejero,

mis ropas tal como estén cuando me abandonen.

Ítem, dejo a los mendicantes,

a las hijas de dios y a los párrocos

sendas cascaras de huevo

llenas de francos y escudos viejos.

Los carmelitas cabalgan a nuestras vecinas,

pero eso es lo de menos.

EL TESTAMENTO VILLÓN

El Testamento es su obra más importante. En él vuelve a hacer parodia de la jerga

burocrática, y vuelve a dejar la mitad de París a sus conocidos, pero también dedica algunas

baladas a distintas personas. El poema se convierte así en una especie de recopilación de su

obra poética. Junto al humor, hay grave patetismo y duro realismo.

A continuación, dos baladas que Villón dedicó en su testamento a una novia de tan fina

alcurnia como el autor y a un envidioso, respectivamente, así como su Epitafio en forma de

balada, que compuso para él y sus compañeros de robo cuando se veía a unos pasos de la

muerte y esperaba el momento de ser colgado.

En estos poemas Villón hace varios juegos de palabras, a veces difíciles de captar para

nuestra época. Cuando dice ―por su amor ciño escudo y daga‖, hace burla de los romances

de caballeros andantes que dedican sus triunfos a princesas hermosas. Los Envíos con que

remata sus baladas son parodia de otros que los poetas de la época dedican a príncipes,

caciques y otras personas dizque importantes. Si Villón se burla de esta zalamera

costumbre, también demuestra que es capaz de usarla en su provecho, e incluso de

superarla: en su Epitafio, el Envío no va a ningún poder terrenal, sino al mismo Jesucristo.

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BALADAS

FRANCOIS VILLÓN

BALADA DE LA GORDA MARGOT

Si Amo y sirvo a mi señora de buen corazón,

¿me tendréis por vil o tonto?

Ella tiene en sí virtudes para un gusto sutil.

Por su amor ciño escudo y daga;

cuando vienen gentes, corro y tomo una jarra

y me voy discretamente, sin hacer gran ruido;

les sirvo agua, queso, pan y fruta.

Si pagan bien, les digo bene stat,

cuando estén en celo, vuelvan a visitarnos,

en este burdel donde trabajamos.

Pero hay gran enfado

cuando Margot va a acostarse sin dinero;

no la puedo ver, mi corazón la odia a muerte.

Tomo su vestido, su cinturón y su camisa,

le juró que lo tendré en pago.

A los lados se me agarra: ―¡es el anticristo!‖,

grita y jura por la muerte de Jesucristo

que no será así. Empuño entonces un trozo de lo que sea

y sobre la nariz le dejo un escrito,

en este burdel donde trabajamos.

Después se hace la paz y me suelta un gran pedo,

más gordo que un escarabajo venenoso.

Riendo me pone la mano sobre la cabeza,

―¡go, go!‖ me dice, y me golpea el muslo...

borrachos los dos, dormimos como un zueco.

Al despertar, cuando le suena el vientre,

se monta sobre mí, para que no estropee su fruto.

Gimo bajo ella, que me deja más liso que una tabla;

con tantos excesos me agota

en este burdel donde trabajamos.

(ENVÍO)

Haga viento, granice, hiele, tengo mi pan cocido.

Soy lujurioso, la lujuria me persigue.

¿Qué vale más?, cada uno imita al otro.

Ambos son equivalentes; a mala rata, mal gato.

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Nos gusta la suciedad, la suciedad nos colma.

Huimos del honor, el honor nos rehuye,

en este burdel donde trabajamos.

BALADA A LOS ENVIDIOSOS

En rejalgar, en arsénico de roca;

en oropimiente, en salitre y cal viva;

en plomo hirviendo, para consumirlas mejor;

en hollín y pez empapados de lejía

hecha de excrementos y orines de judía;

en agua que ha lavado las piernas de leprosos;

en raspaduras de pies y calzados viejos;

en sangre de culebra y medicinas venenosas;

en hiel de lobo, de zorro y de tejón,

sean fritas esas lenguas envidiosas.

En sesos de gato que odia pescar,

negro, tan viejo que no tenga un diente en las encías;

de un viejo mastín, que vale igual de caro,

rabioso, en la baba y saliva;

en la espuma de una mula asmática

bien troceada con buenas tijeras;

en agua en que las ratas zambullen morros y hocicos,

igual que ranas, sapos y alimañas peligrosas,

serpientes, lagartos y otros nobles pájaros,

sean fritas esas lenguas envidiosas.

En sublimado, peligroso de tocar;

y sobre el ombligo de una culebra viva;

en sangre que se ve seca en las bacías

de los barberos, cuando llega la luna llena

y que una parte es negra, y la otra, más verde que cebollino;

en pupas y tumores y en los sucios compuestos

donde las nodrizas aclaran sus paños;

en los enjuagues de muchachas amorosas

(quien no me entiende no ha visto burdeles),

sean fritas esas lenguas envidiosas.

(ENVÍO)

Príncipe, colocad estos sabrosos trozos,

si no tenéis estameña, saco o tamiz,

en el fondo de unas bragas sucias;

pero antes, en excremento de cerdo,

sean fritas esas lenguas envidiosas.

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EPITAFIO EN FORMA DE BALADA

(Que compuso Villón esperando ser ahorcado

junto a sus compañeros por sus fechorías)

Hermanos humanos que viviréis tras nuestra muerte,

no tengáis contra nosotros endurecido el corazón.

Y si se compadecen de nosotros, infelices,

Dios premiará vuestra consideración.

Vednos suspendidos aquí a cinco, a seis,

y la carne, que tan a menudo alimentamos,

está siendo consumida en pedazos y se pudre,

y nosotros, los huesos, convertidos en ceniza y polvo.

¡Que nadie se burle de nuestra desgracia,

mejor rogad a Dios que se digne perdonarnos!

La lluvia nos ha mojado y lavado,

el sol, desecado y ennegrecido

los pies, las rodillas: tenemos los ojos hundidos

que nos han cavado urracas y cuervos,

y tenemos arrancada la barba y las cejas.

Nunca permanecemos quietos;

de acá para allá, igual que el viento varía,

así, a su placer, sin cesar nos agita.

Más picoteados por las aves que un dedal.

¡No os hagáis de nuestra cofradía,

mejor rogad a Dios que se digne perdonarnos!

(ENVÍO)

¡Señor Jesús, que dominas sobre todo,

evita que Lucifer se apodere de nosotros:

a él nada queremos devolver ni pagar.

¡Hombres, no os burléis de todo esto,

mejor rogad a Dios que se digne perdonarnos!

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DE SIR WALTER RALEIGH A SU HIJO

Para finalizar, incluimos un poema de otro poeta-bandido celebre, el pirata Sir Walter

Raleigh, quien después de asaltar por años barcos españoles en nombre de la reina,

aumentando grandemente la fortuna de esta -por ello fue nombrado Sir-, fue traicionado por

sus patrones, y compuso algunos de sus mejores sonetos encarcelado en la Torre de

Londres, mientras esperaba se cumpliera su sentencia de muerte.

Tres cosas hay que crecen muy deprisa

y florecen mientras crecen separadas;

hasta que un día, las tres se encuentran en un lugar,

y al encontrarse, se echan a perder las unas a las otras.

Y son estas tres: la madera, la hierba y el niño.

La madera es la que sirve para árbol de la horca,

la hierba para trenzar el lazo del verdugo;

el niño, pillete guapo, te toca a ti.

Fíjate, hijo del alma, mientras no se reúnan las tres

reverdece el árbol, el cáñamo crece, corre el niño;

pero cuando se juntan, se pudre la madera,

se desgasta la soga, y se asfixia el niño.

Ven en paz, y guárdate en mí, y roguemos

que no nos aparte el día de ese encuentro.

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EL CLUB DE LOS PARRICIDAS

Ambrose Bierce

Ambrose Gwinett Bierce (1842-1914?) participó en la guerra civil estadounidense, que

le inspiró algunos de sus cuentos. Escribió para periódicos y revistas corrosivos artículos y

relatos. Junto a Jonathan Swift, Mark Twain, Curzio Malaparte y Samuel Beckett, es uno de

los escritores satíricos más despiadados y crueles de la literatura occidental. H. P.

Lovecraft, en su ensayo El horro sobrenatural en la literatura, escribió: ―Todos los cuentos

de Bierce pertenecen al género macabro... La inhumanidad -de sus relatos- corre libremente

a través del torrente de sardónica comedia y de humor fúnebre y en una especie de alegría

en las imágenes de crueldad y de desilusión. El primer rasgo queda bien ilustrado a través

de algunos subtítulos de los relatos más tenebrosos, tales como el de: ―uno no ha de

comerse siempre lo que está en la mesa‖, que describe a un cadáver encontrado durante una

investigación judicial, y ―aunque desnudo, un hombre puede estar en jirones‖ que se refiere

a un cuerpo espantosamente destrozado.‖

Los cuentos de Bierce se pueden dividir en tres grupos:

-CUENTOS DE LA GUERRA. Son relatos antibélicos que muestran el horror de la guerra

con un realismo descarnado muchas veces cercano al gore.

-CUENTOS DE HUMOR NEGRO. En El Club de los parricidas, una serie de cuentos,

Bierce, que desprecia a sus padres, goza desarrollando sus fantasías. Para dar una idea,

basta citar la frase con la que inicia el cuento Una conflagración imperfecta: ‖Una mañana

de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa

época‖. El diccionario del diablo, titulado originalmente El diccionario del cínico, inaugura

dentro de la literatura humorística el subgénero de los diccionarios satíricos, que en México

han desarrollado con éxito autores como los caricaturistas Rius –con su Pequeño Rius

Ilustrado- y Patricio.

-CUENTOS DE HORROR. En estos relatos, a la descripción de los horrores físicos, se

agrega la de los horrores sobrenaturales. Bierce, como casi todos los ateos que tocan el

género con éxito, usa el relato de miedo para obviar la explicación de sus rencores y miedos

más profundos y orgánicos.

Por su dominio del relato, se le ha comparado muchas veces con Edgar Allan Poe y

Nathaniel Hawtorne, entre otros escritores. Como ellos, es parte de la conciencia oscura de

Estados Unidos. En la ―filosofía de la competitividad‖ veía sólo hipocresía. Cuando

encontró unas cartas que algún admirador había enviado a su esposa, le dijo a esta: ―Yo no

compito por nada, y menos por una mujer‖, y la dejó. Dos años después ella exigió el

divorcio por abandono.

Tal vez más que por su obra, Bierce es conocido en México por su final, que inspiró una

novela de Carlos Fuentes, ―Gringo Viejo‖, y la película basada en esta. En 1913 viajó a

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México con intenciones suicidas, y nunca más se supo de él. Antes de partir, cuando se le

preguntó por qué se atrevía a ir a ese país en medio de una guerra, contestó: ―Porque me

garantiza una muerte segura ser un gringo en medio de mexicanos en guerra‖.

En esta ocasión publicamos dos cuentos de Bierce pertenecientes a su ciclo de relatos El

club de los parricidas: Aceite de perro y El hipnotizador, y uno de sus mejores cuentos de

horror, cuyo tema está asociado al de El club de los parricidas: La muerte de Halpin

Frayser

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ACEITE DE PERRO

Ambrose Bierce

Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él fabricaba

aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del pueblo, en donde se

deshacía de los niños no deseados. Desde mi adolescencia me inculcaron hábitos de trabajo:

ayudaba a mi padre a capturar perros para sus calderos y a veces mi madre me empleaba

para hacer desaparecer los «restos» de su labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve

que recurrir con frecuencia a mi talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban

en contra del negocio materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias

que salían elegidos no eran de la oposición; era sólo una cuestión de gusto, nada más. La

actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los perros

desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se hacía extensible a

mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del pueblo, quienes raras veces

recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban llamar Ol.can. Y es que realmente el

aceite de perro es una de las más valiosas medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello,

mucha gente no estaba dispuesta a hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no

dejaban que los perros más gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven

sensibilidad, y me faltó poco para hacerme pirata.

Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado indirectamente la

muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron tan profundamente mi

futuro.

Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un huérfano,

pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar atentamente mis

movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que hagan, siempre actúan

inspirados por los más execrables motivos; así que, para eludirle, me escabullí por una

puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba entreabierta. Una vez dentro cerré

rápidamente y me quedé a solas con el pequeño cadáver. Mi padre ya se había ido a descan-

sar. La única luz visible era la del fuego que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos,

producía unos reflejos rojizos en las paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en

cuando un trozo de perro asomaba a la superficie. Me senté a esperar que el guardia se

fuera y empecé a acariciar el pelo corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había

colocado en mi regazo. ¡Qué hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban

apasionadamente los niños, y al contemplar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que

la pequeña herida roja que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido

mortal.

Mi costumbre era arrojar a los bebés al río que la naturaleza había dispuesto sabiamente

para tal fin, pero aquella noche no me atreví a salir de la fábrica por miedo al guardia.

«Seguro que si lo echo al caldero no pasará nada -me dije-. Mi padre nunca distinguirá sus

huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pueda ocasionar la administración de

un tipo de aceite diferente al incomparable Ol.can no pueden ser importantes en una

población que crece con tanta rapidez.» En resumen, di mi primer paso en el crimen y

arrojé al niño al caldero con una tristeza inexpresable.

Al día siguiente, y para asombro mío, mi padre nos informó, frotándose las manos de

satisfacción, que había conseguido la mejor calidad de aceite nunca vista y que los médicos

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a los que había enviado las muestras así lo afirmaban. Añadió que no tenía la menor idea de

cómo lo había hecho, pues los perros eran de las razas habituales y habían sido tratados

como siempre. Consideré mi deber dar una explicación y eso fue lo que hice, aunque de

haber previsto las consecuencias, me habría callado. Mis padres, tras lamentar haber

ignorado hasta entonces las ventajas que la fusión de sus respectivos quehaceres suponía,

pusieron manos a la obra para reparar tal error. Mi madre trasladó su negocio a una de las

alas del edificio de la fábrica y mis obligaciones respecto a ella cesaron: nunca más volvió a

pedirme que me deshiciera de los cuerpos de los niños superfluos. Como mi padre había

decidido prescindir totalmente de los perros, tampoco hubo necesidad de causarles más

sufrimientos. Eso sí, aún conservaban un lugar honorable en el nombre del aceite. Al

encontrarme abocado, tan repentinamente, a llevar una vida ociosa, me podría haber

convertido en un chico perverso y disoluto, pero no fue así. La santa influencia de mi

querida madre siguió protegiéndome de las tentaciones que acechan a la juventud, y además

mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay! ¡Y pensar que por mi culpa unas personas tan

estimables tuvieran un final tan trágico!

Debido al doble provecho que encontraba en su actividad, mi madre se entregó totalmente

a ella. No sólo aceptaba encargos para eliminar bebés no deseados, sino que se acercaba a

las carreteras y caminos en busca de niños más crecidos, e incluso adultos, a los que

conseguía arrastrar con engaños hasta la fábrica. Mi padre, encantado con la superior

calidad del producto, también se dedicaba con diligencia y celo a abastecer sus calderos. La

transformación de sus vecinos en aceite de perro llegó a ser, en pocas palabras, la pasión de

sus vidas; una codicia absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y pasó a ocupar el

lugar antes destinado a la esperanza de alcanzar la Gloria, que, por cierto, también les

inspiraba.

Se habían hecho tan emprendedores que llegó a celebrarse una asamblea pública en la que

se aprobaron varias mociones de censura contra ellos. El presidente hizo saber que en lo

sucesivo los ataques contra la población hallarían una contundente respuesta. Mis pobres

padres abandonaron la reunión con el corazón partido, sumidos en la desesperación y creo

que algo desequilibrados. A pesar de ello, creí prudente no acompañarles a la fábrica

aquella noche y preferí dormir fuera, en el establo.

Hacia la medianoche, un misterioso impulso me hizo levantarme y espiar a través de una

ventana el cuarto en el que, junto al horno, mi padre dormía. Los fuegos ardían vivamente,

como si la cosecha del día siguiente fuera a ser abundante. Uno de los enormes calderos

hervía lentamente, con un misterioso aire de contención, en espera de la hora propicia para

desplegar todas sus energías. La cama estaba vacía: mi padre se había levantado y, en

camisón, estaba haciendo un nudo en una soga. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta

de la habitación de mi madre, adiviné lo que estaba tramando. Mudo e inmóvil por el terror,

no supe qué hacer para evitarlo. De pronto, la puerta de la alcoba se abrió sin hacer el

menor ruido y los dos, algo sorprendidos, se encontraron. Mi madre también estaba en

camisón y blandía en la mano derecha su herramienta de trabajo: una larga daga de hoja

estrecha.

Ella, como mi padre, no estaba dispuesta a quedarse sin la única oportunidad que la

actitud poco amistosa de los ciudadanos y mi ausencia le dejaban. Por un instante sus

miradas encendidas se cruzaron e inmediatamente saltaron el uno sobre el otro con una

furia indescriptible. Lucharon por toda la habitación como demonios: mi madre gritaba y

pretendía clavar la daga a mi padre, que profería maldiciones e intentaba ahogarla con sus

grandes manos desnudas. No sé durante cuánto tiempo tuve la desgracia de contemplar

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aquella tragedia familiar pero, por fin, después de un forcejeo particularmente violento, los

combatientes se separaron de pronto.

El pecho de mi padre y la daga mostraban pruebas de haber entrado en contacto. Durante

un momento mis progenitores se miraron de la forma más hostil; entonces, mi pobre padre,

malherido, al sentir la proximidad de la muerte, dio un salto hacia delante y, sin prestar

atención a la resistencia que ofrecía, agarró a mi madre en brazos, la llevó hasta el caldero

hirviente y, sacando fuerzas de flaqueza, se precipitó con ella en su interior. En solo un

instante los dos desaparecieron y su aceite se unió al del comité de ciudadanos que habían

traído la citación para la asamblea del día anterior.

Convencido de que estos desafortunados acontecimientos me cerraban todas las puertas

para llevar a cabo una carrera honrada en aquel pueblo, me trasladé a la conocida ciudad de

Otumwee, desde donde escribo estos recuerdos con el corazón lleno de remordimiento por

aquel acto insensato que dio lugar a un desastre comercial tan espantoso.

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EL HIPNOTIZADOR

Ambrose Bierce

Algunos amigos, conocedores de mi afición a fenómenos como el hipnotismo y, en

general, a las lecturas que tratan sobre los poderes de la mente, me preguntan con

frecuencia si tengo una idea clara de cuáles son sus fundamentos. Siempre les respondo que

ni la tengo, ni deseo tenerla, pues no soy de esas personas que, por simple curiosidad, pegan

el oído a la puerta del laboratorio de la naturaleza. Los intereses de la ciencia me importan

tan poco como a ella los míos.

Sin duda dichos fenómenos son bastante simples y, si somos capaces de interpretar sus

huellas, nunca escaparán a nuestra capacidad de comprensión. Por lo que a mí respecta,

prefiero no hacer tal cosa, pues, dado mi carácter especialmente romántico, encuentro

mayor satisfacción en el misterio que en el conocimiento. Cuando era niño, debido a mis

frecuentes momentos de abstracción y a la indiferencia que mostraba hacia lo que ocurría a

mi alrededor, la gente decía que mis grandes ojos azules, extraordinariamente bellos, daban

la impresión de indagar en mi interior en vez de mirar hacia afuera. Creo que en eso se

parecían al alma que hay tras ellos, siempre más atenta a alguna atractiva idea creada por su

imaginación que a las leyes naturales y al aspecto material de las cosas. Todo esto, aunque

parezca irrelevante y egoísta, sirve para explicar mi escasa habilidad a la hora de dilucidar

un tema que siempre me ha llamado la atención y en torno al cual existe una honda

curiosidad general. Cualquier otra persona con mis poderes y oportunidades podría sin duda

explicar gran parte de los hechos que yo me limitaré a exponer a modo de narración.

La primera vez que fui consciente de mis extraños poderes fue a los catorce años, en el

colegio. Me había olvidado el bocadillo en casa y contemplaba con hambre el que una niña

se iba a comer. La cría levantó los ojos y nuestras miradas se encontraron: parecía anulada

e incapaz de apartar la vista. Tras un momento de indecisión, se acercó y me cedió su bolsa,

que estaba llena de manjares tentadores. Luego, se marchó. Enormemente complacido,

maté el hambre y al terminar destruí la bolsa. Desde aquel momento no volví a

preocuparme del almuerzo, pues aquella niña pasó a ser mi proveedor habitual. Con

frecuencia provecho y gozo se combinaban: mientras apuraba el frugal sustento, la hacía

asistir al banquete con ilusorios ofrecimientos de unas viandas que al final sólo yo

consumía. Ella estaba convencida de que se lo comía todo, pero horas más tarde, sus

lastimosos quejidos hambrientos sorprendían al profesor, divertían a la clase (que la

llamaba «Barriga comilona»), y a mí me producían una placidez difícil de comprender.

Lo más desagradable era la necesaria discreción con que teníamos que hacer el traspaso

de la comida lejos del mundanal ruido, por ejemplo en el bosque. Me produce rubor

recordar los muchos otros subterfugios a los que tuve que recurrir. Dado mi carácter franco

y abierto, tales tretas me resultaban cada vez más violentas y, si mis padres no se hubieran

empeñado en aprovecharse de las ventajas del nuevo régime, de buena gana habría vuelto al

antiguo. El plan que finalmente ideé para liberarme de las consecuencias de mis poderes

provocó un gran interés en aquella época; sólo la parte referente a la muerte de la chica

motivó la más severa condena. Pero no la voy a contar porque apenas tiene relación con mi

relato.

Durante los años siguientes tuve pocas ocasiones de practicar el hipnotismo. Los

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pequeños ensayos que realizaba casi siempre eran recompensados con un encierro a pan y

agua. En otras ocasiones lo único que conseguí fueron unos cuantos zurriagazos. Pero cuan-

do ya estaba a punto de acabar con estos pequeños desengaños, tuvo lugar mi hazaña más

importante.

Me habían llevado al despacho del alcaide para darme ropa de paisano, una ridícula

cantidad de dinero y un montón de consejos que, tengo que decirlo, eran de mejor calidad

que la ropa. Cuando por fin salía por la puerta, camino de mi libertad, me di la vuelta y

clavé la mirada en los ojos del alcaide. En un instante lo tuve bajo mi control.

-Eres un avestruz -le dije.

Cuando le practicaron la autopsia encontraron en su estómago varios objetos de madera y

metal, difícilmente digeribles. Atascado en el esófago apareció lo que, según el forense,

había sido la causa inmediata de la muerte: un picaporte.

Por naturaleza, yo era un hijo bueno y cariñoso, pero cuando regresé al mundo del que me

habían apartado durante tanto tiempo recordé que mis tacaños padres habían sido los

responsables, desde el asunto de los almuerzos en el colegio, de todas las desgracias que me

habían ocurrido. Y nada parecía indicar que se hubieran reformado.

En el camino de Succostash Hill a South Asphyxia existe un pequeño solar en el que

había una chabola conocida como «la covacha de Pete Gilstrap»; en ella dicho caballero se

dedicaba a asesinar caminantes para ganarse la vida. La muerte del señor Gilstrap y el

desvío de casi todo el tránsito hacia otro camino tuvieron lugar en tan breve espacio de

tiempo que nadie sabe decir cuál fue la causa y cuál el efecto. De cualquier modo, el solar

estaba desierto y la covacha había sido quemada hacía tiempo. Fue precisamente en aquel

lugar, de camino a South Asphyxia, pueblo de mi niñez, donde me encontré con mis padres,

que iban a Succostash Hill. Habían amarrado los caballos y estaban almorzando bajo un

roble que había en el centro. La visión de la comida me trajo desagradables recuerdos

escolares y despertó a la fiera que dormía en mi interior. Me acerqué a aquellos dos

culpables, que enseguida me reconocieron, y les indiqué que quería compartir su

hospitalidad.

-De esta comida, hijo mío -dijo mi progenitor con la pomposidad que le caracterizaba,

patente aún tras el paso de los años-, sólo hay para dos. No es que sea insensible al hambre

que tus ojos reflejan, pero...

No pudo terminar la frase. Lo que él llamaba el reflejo del hambre no era otra cosa que la

mirada firme de un hipnotizador. En pocos segundos le tuve a mi merced. Cuando, tras

unos pocos más, tuve lista a mi madre, me dispuse a efectuar lo que mi justo resentimiento

me dictaba.

-Ex-padre -dije-, supongo que eres consciente de que tú y esta señora ya no sois lo que

erais.

-Sí, he observado un ligero cambio -fue la dudosa respuesta del anciano-. Debe de ser la

edad.

-Es más que eso -le expliqué-. Es algo que tiene que ver con el carácter, con la especie.

En realidad tú y esta mujer sois dos broncos, dos caballos salvajes bastante brutos.

-Pero John -exclamó mi madre-, no estarás diciendo que soy...

-Señora -repliqué con mis ojos clavados en los suyos-, sí, así es.

Apenas había acabado de decir esto, se puso a cuatro patas y, gritando como una posesa,

reculó hacia el viejo al que lanzó una tremenda coz en la barbilla. En un segundo, mi padre

adoptó la misma postura, se dirigió hacia ella y empezó a cocear con ambas piernas. Mi

madre manejaba las suyas con la misma solemnidad aunque, debido a la ropa que llevaba,

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con menos soltura. Sus cruces y entrelazamientos en el aire eran de lo más asombroso: a

veces sus pies chocaban de lleno a media altura, tras lo cual, sus cuerpos, proyectados hacia

adelante, se desplomaban y quedaban exhaustos. Una vez recuperados, volvían al ataque

emitiendo en tono delirante unos irreconocibles sonidos, propios de las bestias que creían

ser, que inundaban toda la región con su clamor. Dieron vueltas y vueltas mientras sus

patadas caían «como rayos». Se encabritaban y retrocedían para golpear con ambos remos;

después, caían sobre las manos que resultaban demasiado débiles para aguantar su peso. La

hierba y los chinarros habían desaparecido bajo sus pies; su ropa, al igual que el pelo y el

rostro, estaba llena de sangre. Al dar las coces soltaban salvajes gritos de rabia que se

convertían en bufidos y gruñidos cuando las recibían. Nada había más parecido a Waterloo

o Gettysburg que aquel campo de batalla. El valor que demostraron en todo momento

siempre fue para mí un motivo de orgullo y satisfacción. Al final, sus rostros

ensangrentados y deshechos testificaban que el responsable de la pelea había quedado

huérfano.

Me detuvieron por perturbar el orden público, y desde entonces siempre he sido juzgado

por un Tribunal de Detalles Técnicos y Aplazamientos. Por ello, después de quince años,

mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que mi caso sea transferido al

Tribunal de Revisión de Nuevos Procesos.

Éstos han sido algunos de los experimentos que he realizado en el campo de la sugestión

hipnótica. Que ésta pueda emplearse con malos propósitos, es algo que desconozco.

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LA MUERTE DE HALPIN FRAYSER

Ambrose Bierce

I

Porque la muerte provoca cambios más importantes de lo que comúnmente

se cree. Aunque, en general, es el espíritu el que, tras desaparecer, suele

volver y es en ocasiones contemplado por los vivos (encarnado en el mismo

cuerpo que poseía en vida), también ha ocurrido que el cuerpo haya andado

errante sin el espíritu. Quienes han sobrevivido a tales encuentros

manifiestan que esas macabras criaturas carecen de todo sentimiento

natural, y de su recuerdo, a excepción del odio. Asimismo, se sabe de

algunos espíritus que, habiendo sido benignos en vida, se transforman en

malignos después de la muerte. -Hali.

Una oscura noche de verano, un hombre que dormía en un bosque despertó de un sueño

del que no recordaba nada. Levantó la cabeza y, después de fijar la mirada durante un rato

en la oscuridad que le rodeaba, dijo: «Catherine Larue». No agregó nada más; ni siquiera

sabía por qué había dicho eso.

El hombre se llamaba Halpin Frayser. Vivía en Santa Helena, pero su paradero actual es

desconocido, pues ha muerto. Quien tiene el hábito de dormir en los bosques sin otra cosa

bajo su cuerpo que hojarasca y tierra húmeda, arropado únicamente por las ramas de las que

han caído las hojas y el cielo del que la tierra procede, no puede esperar vivir muchos años,

y Frayser ya había cumplido los treinta y dos. Hay personas en este mundo, millones, y con

mucho las mejores, que consideran tal edad como avanzada: son los niños. Para quienes

contemplan el periplo vital desde el puerto de partida, la nave que ha recorrido una distan-

cia considerable parece muy próxima a la otra orilla. Con todo, no está claro que Halpin

Frayser muriera por estar a la intemperie.

Había pasado todo el día buscando palomas y caza por el estilo en las colinas que hay al

oeste del valle de Napa. Avanzada la tarde, el cielo se cubrió y Frayser no supo orientarse.

Aunque lo más apropiado hubiera sido descender, como todo el que se pierde sabe, la

ausencia de senderos se lo impidió y la noche le sorprendió en el bosque. Incapaz de abrirse

camino en la oscuridad a través de las matas de manzanita y otras plantas silvestres,

confuso y rendido por el cansancio, se echó debajo de un gran madroño donde el sueño le

invadió rápidamente. Sería horas más tarde, justo en la mitad de la noche, cuando uno de

los misteriosos mensajeros divinos que se dirigía hacia el oeste por la línea del alba,

abandonaría las filas de las nutridas huestes celestiales y pronunciaría en el oído del dur-

miente la palabra que le haría incorporarse y nombrar, sin saber por qué, a alguien que no

conocía.

Halpin Frayser no tenía mucho de filósofo ni de hombre de ciencia. El hecho de que al

despertar de un profundo sueño hubiera pronunciado un nombre desconocido, del que

apenas se acordaba, no le resultó lo bastante curioso para analizarlo. Le pareció, eso sí,

extraño y, tras un ligero escalofrío, en atención a la extendida opinión del momento sobre la

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frialdad de las noches, se acurrucó de nuevo y se volvió a dormir; pero esta vez su sueño sí

iba a ser recordado.

Soñó que iba por un camino polvoriento cuya blancura resaltaba en la oscuridad de una

noche de verano. No sabía de dónde venía aquel camino ni adónde iba, ni tampoco por qué

lo recorría, pero todo parecía de lo más normal y natural, como suele ocurrir en los sueños:

en el país que hay más allá del lecho las sorpresas no turban y la razón descansa. Enseguida

llegó a una bifurcación: del primer camino partía otro que parecía intransitado desde hacía

tiempo porque, en opinión de Frayser, debía conducir a algún lugar maldito. Empujado por

una imperiosa necesidad, y sin la menor vacilación, lo siguió.

Según avanzaba, llegó a la conclusión de que por allí rondaban criaturas invisibles cuyas

formas no conseguía adivinar. Unos murmullos entrecortados e incoherentes, que a pesar de

ser emitidos en una lengua extraña Frayser comprendió en parte, surgieron de los árboles

laterales. Parecían fragmentos de una monstruosa conjura contra su cuerpo y su alma.

Aunque ya estaba muy avanzada la noche, el bosque interminable se encontraba bañado

por una luz trémula que, al no tener punto de difusión, no proyectaba sombras. Un charco

formado en la rodada de una carreta emitía un reflejo carmesí que llamó su atención. Se

agachó y hundió la mano en él. Al sacarla, sus dedos estaban manchados. ¡Era sangre!

Sangre que, como pudo observar entonces, le rodeaba por todas partes: los helechos que

bordeaban profusamente el camino mostraban gotas y salpicaduras sobre sus grandes hojas;

la tierra seca que delimitaba las rodadas parecía haber sido rociada por una lluvia roja.

Sobre los troncos de los árboles había grandes manchas de aquel color inconfundible, y la

sangre goteaba de sus hojas como si fuera rocío.

Frayser contemplaba todo esto con un temor que no parecía incompatible con la

satisfacción de un deseo natural. Era como si todo aquello se debiera a la expiación de un

crimen que no podía recordar, pero de cuya culpabilidad era consciente. Y este sentimiento

acrecentaba el horror de las amenazas y misterios que le rodeaban. Pasó revista a su vida

para evocar el momento de su pecado, pero todo fue en vano. En su cabeza se

entremezclaron confusamente imágenes de escenas y acontecimientos, pero no consiguió

vislumbrar por ningún lado lo que tan ansiosamente buscaba. Este fracaso aumentó su

espanto; se sentía como el que asesina en la oscuridad sin saber a quién ni por qué. Tan

horrorosa era la situación -la misteriosa luz alumbraba con un fulgor amenazador tan

terrible, tan silencioso; las plantas malignas, los árboles, a los que la tradición popular

atribuye un carácter melancólico y sombrío, se confabulaban tan abiertamente contra su

sosiego; por todas partes surgían murmullos tan sobrecogedores y lamentos de criaturas tan

manifiestamente ultraterrenas- que no la pudo soportar por más tiempo y, haciendo un gran

esfuerzo por romper el maligno hechizo que condenaba sus facultades al silencio y la

inactividad, lanzó un grito con toda la fuerza de sus pulmones. Su voz se deshizo en una

multitud de sonidos extraños y fue perdiéndose por los confines del bosque hasta apagarse.

Entonces todo volvió a ser como antes. Pero había iniciado la resistencia y se sentía con

ánimos para proseguirla.

-No voy a someterme sin ser escuchado -dijo-. Puede que también haya poderes no

malignos transitando por este maldito camino. Les dejaré una nota con una súplica. Voy a

relatar los agravios y persecuciones que yo, un indefenso mortal, un penitente, un poeta

inofensivo, estoy sufriendo. Halpin Frayser era poeta del mismo modo que penitente, sólo

en sueños.

Sacó del bolsillo un pequeño cuaderno rojo con pastas de piel, la mitad del cual dedicaba

a anotaciones, pero se dio cuenta de que no tenía con qué escribir. Arrancó una ramita de

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un arbusto y, tras mojarla en un charco de sangre, comenzó a escribir con rapidez. Apenas

había rozado el papel con la punta de la rama, una sorda y salvaje carcajada estalló en la

distancia y fue aumentando mientras parecía acercarse; era una risa inhumana, sin alma,

tétrica, como el grito del colimbo solitario a media noche al borde de un lago; una risa que

concluyó en un aullido espantoso en sus mismos oídos y que se fue desvaneciendo

lentamente, como si el maldito ser que la había producido se hubiera retirado de nuevo al

mundo del que procedía. Pero Frayser sabía que no era así: aquella criatura no se había

movido y estaba muy cerca.

Una extraña sensación comenzó a apoderarse lentamente tanto de su cuerpo como de su

espíritu. No podía asegurar qué sentido, de ser alguno, era el afectado; era como una

intuición, como una extraña certeza de que algo abrumador, malvado y sobrenatural,

distinto de las criaturas que le rondaban y superior a ellas en poder, estaba presente. Sabía

que era aquello lo que había lanzado esa cruel carcajada, y ahora se aproximaba; pero

desconocía por dónde y no se atrevía a hacer conjeturas. Sus miedos iniciales habían desa-

parecido y se habían fundido con el inmenso pavor del que era presa. A esto se añadía una

única preocupación: completar su súplica dirigida a los poderes benéficos que, al cruzar el

bosque hechizado, podrían rescatarle si se le negaba la bendición de ser aniquilado.

Escribía con una rapidez inusitada y la sangre de la improvisada pluma parecía no agotarse.

Pero en medio de una frase sus manos se negaron a continuar, sus brazos se paralizaron y el

cuaderno cayó al suelo. Impotente para moverse o gritar, se encontró contemplando el

rostro cansado y macilento de su madre que, con los ojos de la muerte, se erguía pálida y

silenciosa en su mortaja.

II

En su juventud, Halpin Frayser había vivido con sus padres en Nashville, Tennessee. Los

Frayser tenían una posición acomodada en la sociedad que había sobrevivido al desastre de

la guerra civil. Sus hijos habían tenido las oportunidades sociales y educativas propias de su

época y posición, y habían desarrollado unas formas educadas y unas mentes cultivadas.

Halpin, que era el más joven y enclenque, estaba un poquito mimado; en él se hacía patente

la doble desventaja del mimo materno y de la falta de atención paterna. Frayser père era lo

que todo sureño de buena posición debe ser: un político. Su país, o mejor dicho, su región y

su estado le llevaban tanto tiempo y le exigían una atención tan especial que sólo podía

prestar a su familia unos oídos algo sordos a causa del clamor y del griterío, incluido el

suyo, de los líderes políticos.

El joven Halpin era un muchacho soñador, indolente y bastante sentimental, más amigo

de la literatura que de las leyes, profesión para la que había sido educado. Aquellos

parientes suyos que creían en las modernas teorías de la herencia veían en el muchacho al

difunto Myron Bayne, su bisabuelo materno, quien de ese modo volvía a recibir los rayos

de la luna, astro por cuya influencia Bayne llegó a ser un poeta de reconocida valía en la

época colonial. Aunque no siempre se observaba, sí era digno de observación el hecho de

no considerar un verdadero Frayser a aquél que no poseyera con orgullo una suntuosa copia

de las obras poéticas de su antecesor (editadas por la familia y retiradas hacía tiempo de un

mercado no muy favorable); sin embargo, y de forma incomprensible, la disposición a

honrar al ilustre difunto en la persona de su sucesor espiritual era más bien escasa: Halpin

era considerado la oveja negra que podía deshonrar a todo el rebaño en cualquier momento

poniéndose a balar en verso. Los Frayser de Tennessee eran gente práctica, no en el sentido

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popular de dedicarse a tareas orientadas por la ambición, sino en el de despreciar aquellas

cualidades que apartan a un hombre de la beneficiosa vocación política.

Para hacer justicia al joven Halpin, hay que confesar que, aunque él encarnaba fielmente

la mayoría de las características mentales y morales atribuidas por la tradición histórica y

familiar al famoso bardo colonial, sólo se le consideraba depositario del don y arte divino

por pura deducción. No sólo no había cortejado jamás a la musa sino que, a decir verdad,

habría sido incapaz de escribir correctamente un verso para escapar a la muerte. Sin

embargo nadie sabía cuándo esa dormida facultad podría despertar y hacerle tañer la lira.

Mientras tanto, el muchacho resultaba bastante inútil. Entre él y su madre existía una gran

comprensión, pues la señora era, en secreto, una ferviente discípula de su abuelo; pero, con

el tacto digno de elogio en personas de su sexo (algunos calumniadores prefieren llamarlo

astucia), siempre había procurado ocultar su afición a todos menos a aquél que la com-

partía. Este delito común constituía un lazo más entre ellos. Si bien es cierto que en su

infancia Halpin era un mimado de su madre, hay que decir que él había hecho todo lo

posible porque así fuera. A medida que se acercaba al grado de virilidad característico del

sureño, a quien le da igual la marcha de las elecciones, la relación con su hermosa madre -a

quien desde niño llamaba Katy- se fue haciendo más fuerte y tierna cada año. En esas dos

naturalezas románticas se manifestaba de un modo especial un fenómeno a veces olvidado:

el predominio del elemento sexual en las relaciones humanas, que refuerza, embellece y

dulcifica todos los lazos, incluso los consanguíneos. Eran tan inseparables que quienes no

los conocían, al observar su comportamiento, los tomaban a menudo por enamorados.

Un día, Halpin Frayser entró en el tocador de su madre, la besó en la frente y, después de

jugar con un rizo de su pelo negro que había escapado de las horquillas, dijo, intentando

aparentar tranquilidad:

-¿Te importaría mucho, Katy, si me fuera a California por unas semanas?

Era innecesario que Katy contestara con los labios a una pregunta para la que sus

delatoras mejillas habían dado ya una respuesta inmediata. Evidentemente le importaba y

las lágrimas que brotaron de sus grandes ojos marrones así lo indicaban.

-Hijo mío -dijo mirándole con infinita ternura-, debería haber adivinado que esto

ocurriría. Anoche me pasé horas y horas en vela, llorando, porque el abuelo se me apareció

en sueños y, en pie, tan joven y guapo como en su retrato, señaló al tuyo en la misma pared.

Cuando lo miré, no pude ver tus facciones: tu cara estaba cubierta con un paño como el que

se pone a los muertos. Tu padre, cuando se lo he contado, se ha reído de mí; pero, querido,

tú y yo sabemos que tales sueños no ocurren porque sí. Se veían, por debajo del paño, las

marcas de unos dedos sobre tu garganta. Perdona, pero no estamos acostumbrados a

ocultarnos tales cosas. A lo mejor tú le das otra interpretación. Quizá significa que no debes

ir a California. O tal vez que debes llevarme contigo.

Hay que decir, a la luz de una prueba recién descubierta, que esta ingeniosa interpretación

no fue completamente aceptada por la mente, más lógica, del joven. Por un momento tuvo

el presentimiento de que aquel sueño presagiaba una calamidad más sencilla e inmediata,

aunque menos trágica, que una visita a la costa del Pacífico: Halpin Frayser tuvo la

impresión de que iba a ser estrangulado en su patria chica.

-¿No hay balnearios de aguas medicinales en California -continuó la señora Frayser, antes

de que él pudiera exponer el verdadero significado del sueño- en los que puedan curarse el

reumatismo y la neuralgia? Mira qué dedos tan rígidos; estoy casi segura de que hasta

durmiendo me producen dolor.

Extendió las manos para que las viera. El cronista es incapaz de señalar cuál fue el

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diagnóstico que el joven prefirió guardar para sí con una sonrisa, pero se siente en la

obligación de añadir, de su cosecha, que nunca unos dedos parecieron menos rígidos y con

menos apariencia de insensibilidad.

El resultado fue que, de estas dos personas con los mismos raros conceptos sobre el

deber, una se fue a California, tal y como demandaba su clientela, y la otra se quedó en

casa, obedeciendo así al deseo, apenas consciente, de su marido.

Una oscura noche Halpin Frayser iba caminando por el puerto de San Francisco y, de un

modo tan repentino como sorprendente, se vio convertido en marinero. Lo que ocurrió en

realidad fue que le emborracharon y le arrastraron a bordo de un barco enorme que zarpó

con destino a un país lejano. Pero sus desventuras no acabaron con el viaje, pues el barco

encalló en una isla al sur del Pacífico y pasaron seis años antes de que los supervivientes

fueran rescatados por una goleta mercante y devueltos a San Francisco.

Aunque volvía con la bolsa vacía, Frayser no era menos orgulloso de lo que había sido en

los años anteriores, ya tan lejanos para él. No quiso aceptar ayuda de extraños, y fue

mientras vivía con otro superviviente cerca de la ciudad de Santa Helena, en espera de

noticias y dinero de su familia, cuando se le ocurrió salir a cazar y soñar.

III

La aparición del bosque -esa cosa tan parecida y, sin embargo, tan distinta a su madre- era

horrible. No despertaba ni amor ni anhelo en su corazón; tampoco le traía recuerdos

agradables de los días felices. En resumen, no le inspiraba ningún sentimiento especial,

pues cualquier emoción quedaba ahogada por el miedo. Intentó volverse y huir pero las

piernas no le obedecieron: ni siquiera podía levantar los pies del suelo. Los brazos le

colgaban inertes en los costados; sólo conservaba el control de los ojos y no se atrevía a

apartarlos de las apagadas órbitas del espectro, del que sabía que no era un alma sin cuerpo,

sino lo más espantoso que aquel bosque hechizado podía albergar: ¡un cuerpo sin alma! En

su mirada vacía no había amor, piedad o inteligencia alguna, nada a lo que apelar. «No ha

lugar a apelación», pensó, rememorando absurdamente el lenguaje profesional tiempo atrás

aprendido. Pero de su ocurrencia no se dedujo ningún alivio.

La aparición continuaba frente a él, a un paso, observándole con la torpe malevolencia de

una bestia salvaje. Fue tan largo este momento que el universo envejeció, cargado de años y

culpas, y el bosque, triunfante tras aquella monstruosa culminación de terrores, desapareció

de su mente con todas sus imágenes y sonidos. De pronto, el espectro extendió sus manos y

se abalanzó sobre él con terrible ferocidad. Halpin recuperó sus energías, pero no su

voluntad: su poderoso cuerpo y sus ágiles miembros, dotados de una vida propia, ciega e

insensata, resistieron vigorosamente, pero su mente seguía hechizada. Por un instante vio

ese increíble enfrentamiento entre su inteligencia muerta y su organismo vivo como un

simple espectador; esto, como se sabe, suele suceder en los sueños. Pero enseguida recobró

su identidad, y dando un salto hacia su interior, el valeroso autómata recuperó de nuevo su

voluntad rectora, tan expectante y agresiva como la de su detestable rival.

Pero, ¿qué mortal puede derrotar a una criatura hija de su propio sueño? La imaginación

que crea al enemigo está vencida de antemano; el resultado del combate es su misma causa.

A pesar de sus esfuerzos, de una fortaleza y actividad que parecían inútiles, sintió cómo

unos dedos fríos se aferraban a su garganta. De espaldas sobre la tierra, vio, a un palmo de

distancia, aquel rostro muerto y descarnado. Al instante todo se oscureció. Se oyó el sonido

de tambores lejanos y el murmullo de voces bulliciosas, a los que siguió un grito agudo y

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distante que redujo todo al silencio. Halpin Frayser soñó que estaba muerto.

IV

Tras una noche templada y clara, la mañana amaneció con niebla. El día anterior, hacia la

media tarde, se había visto una cortina de vapor -el fantasma de una nube- que se acercaba

a la ladera oeste del monte Santa Helena, a sus estériles alturas. Era una capa tan fina y

translúcida, tan parecida a una fantasía hecha realidad que uno habría exclamado: «¡Miren,

miren, rápido: en un momento habrá desaparecido.»

Pero enseguida empezó a hacerse mayor y más densa. Mientras un extremo se adhería a

la montaña, el otro se elevaba cada vez más por encima de los cerros. Al mismo tiempo se

extendía hacia el norte y hacia el sur y se fundía con pequeños jirones de niebla que, con la

sensata intención de ser absorbidos, surgían de las laderas. Fue creciendo y creciendo hasta

hacer imposible la visión de la cumbre desde el valle, que quedó cubierto por un dosel gris

y opaco. En Calistoga, que se extiende al pie de la montaña, donde el valle comienza,

tuvieron una noche sin estrellas y una mañana sin sol. La niebla se hundía cada vez más y

se extendía en dirección sur, cubriendo rancho tras rancho hasta alcanzar la ciudad de Santa

Helena, a nueve millas de distancia. El polvo se había asentado sobre el camino y los

pájaros estaban posados en silencio sobre los árboles empapados. La luz de la mañana era

pálida y fantasmal, sin color o brillo alguno.

Al despuntar el alba, dos hombres abandonaron la ciudad de Santa Helena en dirección

norte, hacia Calistoga. Aunque llevaban escopeta al hombro, nadie les habría confundido

con un par de cazadores; eran el ayudante del sheriff de Napa y un detective de San

Francisco, Holker y Jaralson, respectivamente. Su misión era cazar a un hombre.

-¿Está muy lejos? -preguntó Holker, mientras sus pisadas dejaban al descubierto la tierra

seca que había bajo la superficie húmeda del camino.

-¿La iglesia blanca? Como a media milla -contestó el otro-. Por cierto -añadió-, ni es una

iglesia ni es blanca; se trata de una escuela abandonada, gris por los años y el descuido. En

otro tiempo, cuando era blanca, se realizaban en ella servicios religiosos. Tiene un

cementerio que haría las delicias de un poeta. ¿Adivina usted por qué mandé buscarle y le

advertí que viniera armado?

-Oh, nunca se me ha ocurrido preguntarle sobre esos temas. Sé que usted siempre informa

en el momento oportuno. Pero si se trata de hacer conjeturas, creo que lo que usted quiere

es que le ayude a detener a uno de los cadáveres del cementerio.

-¿Se acuerda usted de Branscom? -preguntó Jaralson, respondiendo al ingenio de su

compañero con la indiferencia que se merecía.

-¿El tipo que degolló a su mujer? Ya lo creo. Me costó una semana de trabajo y un

montón de dólares. Ofrecen quinientos de recompensa, pero no hemos conseguido echarle

la vista encima. No querrá usted decir que...

-Exacto, lo han tenido bajo sus narices todo este tiempo. Por las noches viene al viejo

cementerio de la iglesia blanca.

-¡Demonios! Es donde está enterrada su mujer.

-Bueno, deberían ustedes haber supuesto que algún día tendría la tentación de volver.

-Es el último lugar que se nos habría ocurrido.

-Como ya habían rastreado todos los demás, al conocer su fracaso, le esperé allí.

-¿Y le encontró?

-¡Maldita sea! Él me encontró a mí. El muy bribón me tomó la delantera: se me echó

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encima y me hizo correr a gusto. Fue una suerte que no acabara conmigo. ¡Menudo pájaro!

Me contentaría con la mitad de la recompensa, si es que usted necesita la otra mitad.

Holker se echó a reír y dijo que sus acreedores estaban más impacientes que nunca.

-Quería sencillamente mostrarle el terreno y preparar un plan con usted -dijo el detective-.

Creí que, aunque fuera de día, era mejor ir bien armados.

-Ese hombre debe de estar loco -dijo el ayudante del sheriff. La recompensa es por su

captura y condena. Si está loco, no le condenarán.

El señor Holker, profundamente afectado por tal posibilidad, se detuvo involuntariamente

un instante y reanudó la marcha con menos entusiasmo.

-Bueno, lo parece -asintió Jaralson-. Debo admitir que nunca he visto un canalla con peor

pinta: mal afeitado, con el pelo totalmente revuelto... Reúne todo lo peor de la vieja y

honorable orden de los vagabundos. Pero he venido a por él y no se me escapará. La gloria

nos espera. Nadie más sabe que está a este lado de las Montañas de la Luna.

-De acuerdo -dijo Holker-. Vamos allá e inspeccionemos el terreno donde pronto yacerás

-añadió empleando las palabras que en tiempos fueran tan usadas en las inscripciones

funerarias-. Quiero decir, si es que el viejo Branscom llega a cansarse de usted y de su

impertinente intromisión. Por cierto, el otro día oí decir que su verdadero nombre no es

Branscom.

-Entonces ¿cuál es?

-No me acuerdo. Había perdido todo interés por ese rufián y no lo grabé en la memoria.

Era algo como Pardee. La mujer a la que tuvo el mal gusto de degollar era viuda cuando él

la conoció. Había venido a California a buscar a unos parientes. Ya sabe, hay gente que lo

hace. Pero bueno, usted ya conoce esa historia.

-Naturalmente.

-Pero si no sabía su verdadero nombre, ¿por qué feliz inspiración encontró la tumba? El

mismo que me dijo el nombre comentó que está grabado en la lápida.

-Yo no sé dónde está esa tumba -contestó Jaralson, algo reacio a admitir su ignorancia

acerca de un detalle tan importante en el plan-. He estado inspeccionando el lugar, nada

más. Precisamente identificar esa tumba es una parte del trabajo que hemos de realizar esta

mañana. Aquí tenemos la iglesia blanca.

El camino había estado bordeado por campos hasta entonces. Ahora, a la izquierda, se

veía un bosque de encinas y madroños y unos abetos gigantescos cuya parte inferior era

difícil de distinguir entre la niebla. Los arbustos, bastante espesos, no llegaban a ser im-

practicables. Al principio Holker no veía el edificio pero, al adentrarse en el bosque, sus

vagos contornos, que parecían enormes y distantes, aparecieron entre la bruma. Unos

cuantos pasos más y ahí estaba, claramente visible, oscurecido por la humedad y de un

tamaño insignificante. Era la típica escuela de aldea con un basamento de piedra y forma de

caja de embalar. Tenía el tejado cubierto de musgo, y los cristales y marcos de las ventanas

rotos. Su estado era ruinoso, pero no era una ruina, sino uno de los típicos sucedáneos

californianos de lo que las guías extranjeras llaman «monumentos del pasado». Tras un

rápido vistazo a una construcción tan poco interesante, Jaralson se dirigió hacia la parte

posterior, llena de maleza húmeda.

-Le voy a mostrar dónde me sorprendió -dijo-. Éste es el cementerio.

Por todas partes surgían pequeños recintos con tumbas, en ocasiones no más de una, entre

los matorrales. Unas veces se las reconocía por las piedras descoloridas y las tablas

podridas que, cuando no estaban en el suelo, descansaban sobre sus cuatro ángulos; otras,

por las estacas carcomidas que las rodeaban y, más raramente, por un montículo de hoja-

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rasca bajo la que se podían distinguir algunos cascotes. En muchos casos el lugar que

acogía los restos de algún pobre mortal -quien, con el paso del tiempo, había sido

abandonado por el círculo de sus afligidos amigos- no estaba indicado más que por una

depresión en la tierra, más duradera que la de sus propios deudos. Los senderos, si es que

alguna vez los hubo, no habían dejado huella alguna. Entre las tumbas crecían unos grandes

árboles que arrancaban con sus raíces las cercas de los recintos. Por todas partes reinaba esa

atmósfera de abandono y decadencia que en ningún otro sitio parece tan indicada y

significativa como en una aldea de muertos olvidados.

Los dos hombres, con Jaralson a la cabeza, atravesaron los espesos matorrales; de pronto,

aquel hombre decidido se detuvo y, tras levantar la escopeta a la altura del pecho, musitó

una palabra de alerta y permaneció con la vista clavada frente a él. Su compañero, en

cuanto pudo librarse de la maleza, le imitó y, aunque no había visto nada, se puso en

guardia ante lo que pudiera suceder. Un instante después Jaralson comenzó a avanzar

cautelosamente, con Holker tras él.

Bajo las ramas de un enorme abeto yacía un cuerpo sin vida. Los dos hombres, en

silencio junto a él, examinaron los detalles que en un primer momento suelen llamar la

atención: el rostro, la actitud, la ropa: todo aquello que más rápidamente responde a las

mudas preguntas de una curiosidad sana.

El hombre estaba boca arriba, con las piernas separadas. Tenía un brazo extendido hacia

arriba y el otro doblado en ángulo con la mano cerca de la garganta. Sus puños estaban

fuertemente apretados, en actitud de desesperada pero inútil resistencia a... no se sabe qué.

Junto a él había una escopeta y un morral de cazador a través de cuyas mallas se veían

plumas de pájaros muertos. A su alrededor había rastros de una lucha encarnizada; unos

pequeños brotes de encina venenosa aparecían tronchados, sin hojas ni corteza. Alguien

había acumulado con sus pies hojarasca en torno a sus piernas. Unas huellas de rodillas

humanas aparecían junto a sus caderas.

La ferocidad de la lucha era evidente con solo observar la garganta y el rostro del

cadáver. A diferencia del color blanco de su pecho y manos, aquellos tenían un color

púrpura, casi negro. Sus hombros descansaban sobre una leve prominencia del terreno, lo

que hacía que la cabeza cayera bruscamente hacia atrás, con los ojos en dirección contraria

a la de los pies. Una lengua, negra e hinchada, surgía de entre la espuma que llenaba su

boca abierta. Sobre la garganta había unas marcas horribles: no eran las simples huellas de

unos dedos, sino magulladuras y heridas producidas por unas manos fuertes que debían de

haberse hundido en la carne, manteniendo su terrible tenaza hasta mucho después de

producir la muerte. El pecho, la garganta y el rostro estaban húmedos; tenía la ropa

empapada y unas gotas de agua, condensación de la niebla, salpicaban el pelo y el bigote.

Los dos hombres observaron todo esto casi de un vistazo, sin hacer ningún comentario.

Después Holker rompió el silencio.

-¡Pobre diablo! Debió de tener un final horroroso.

Jaralson, con la escopeta firmemente agarrada y el dedo en el gatillo, inspeccionó

atentamente el bosque con la mirada.

-Esto es obra de un loco -dijo sin apartar la vista de la espesura-. La obra de Branscom...

Pardee.

Algo que había en el suelo, semicubierto por las hojas, llamó la atención de Holker. Era

un cuaderno rojo con pastas de piel. Lo cogió y lo abrió. Contenía hojas en blanco para

anotaciones en la primera de las cuales estaba escrito el nombre «Halpin Frayser». Con

tinta roja y garabateadas a lo largo de varias páginas, aparecían las siguientes líneas, que

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Holker leyó en voz alta, mientras su compañero seguía vigilando los oscuros confines de

aquel entorno y escuchaba con aprensión el gotear de los árboles. Decía así:

Víctima de algún oculto maleficio, me encontré

entre las tinieblas crepusculares de un bosque encantado.

El ciprés y el mirto entrelazaban sus ramas

en simbólica y funesta hermandad.

El sauce cavilante murmuraba al tejo;

debajo, la mortal belladona y la ruda,

con siemprevivas trenzadas en extrañas formas

funerarias, crecían junto a horribles ortigas.

No había ni cantos de pájaros ni zumbidos de abejas,

ni hojas suavemente mecidas por la fresca brisa.

El aire estaba estancado y el silencio era

un ser vivo que respiraba entre los árboles.

Los espíritus conspiradores murmuraban en las tinieblas,

de un modo inaudible, los secretos de las tumbas.

Los árboles sangraban y las hojas exhibían,

a la luz embrujada, un fulgor rojizo.

¡Grité! El hechizo, aún sin romper,

dominaba mi espíritu y voluntad.

¡Desamparado, sin aliento ni esperanza,

luché contra monstruosos presagios de maldad.!

Al fin, lo invisible...

Holker se detuvo. No había nada más. El manuscrito se interrumpía a mitad de un verso.

-Suena a Bayne -dijo Jaralson, que, a su manera, era un hombre culto. Había dejado de

vigilar y estaba observando el cadáver.

-¿Quién es Bayne? -preguntó Holker sin mucho interés.

-Myron Bayne, un tipo que escribió en la época colonial, hace más de un siglo. Sus

poemas eran tremendamente tétricos. Tengo sus obras completas. Este poema, por algún

error, no aparece en ellos.

-Hace frío -dijo Holker-. Vámonos. Debemos avisar al juez de Napa.

Sin decir palabra, Jaralson siguió a su compañero. Al pasar junto a la elevación del

terreno sobre la que descansaban la cabeza y los hombros del muerto, su pie tropezó con un

objeto duro que había bajo la hojarasca. Era una lápida caída sobre la que, con dificultad, se

podían leer las palabras «Catherine Larue».

-¡Larue, Larue! -exclamó Holker con excitación repentina-. Ese es el verdadero nombre

de Branscom, no Pardee. Y, ¡Dios mío!, ahora me acuerdo de todo: ¡el nombre de la mujer

asesinada era Frayser!

-Aquí hay algo que me huele muy mal -dijo el detective Jaralson-. No me gustan nada

estas historias.

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De entre la niebla -y al parecer desde muy lejos-, les llegó el sonido de una risa sofocada

y desalmada, tan desprovista de alegría como la de una hiena que ronda en la noche del

desierto en busca de presa. Una risa que se elevó poco a poco y se fue haciendo cada vez

más nítida, fuerte y terrible, hasta que pareció rozar los límites del círculo de visión de los

dos hombres. Era una risa tan sobrenatural, inhumana y diabólica que les produjo un pavor

indescriptible. No movieron sus armas, ni siquiera pensaron en ellas: la amenaza de aquel

horrible sonido no era de los que se combaten con ellas. Tras un grito culminante que

pareció sonar junto a sus oídos, comenzó a disminuir paulatinamente hasta que sus débiles

notas, tristes y mecánicas, se extinguieron en el silencio, a una distancia enorme.

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SÁTIRA, EL LIBRO CABRÓN

Salvador Novo

Salvador Novo, integrante del grupo ―Los Contemporáneos‖, aparte de sus poemas más

conocidos, dejó una serie de versos que han sido poco difundidos debido a su malaleche y

humor soez. Estos textos no se encuentran en las antologías de poesía mexicana, ni

siquiera en las de la obra del autor. En vida llegó a reunir algunos en su libro Sátira, que

pocas veces se ha reimpreso. Son todavía ―textos malditos‖ de la literatura mexicana,

gracias a una critica ciega y cobarde.

Elías Nandino, otro integrante de aquel grupo, dedicó en su libro de memorias Contando

mis pasos unos párrafos a Novo que nos pareció mejor poner aquí, en lugar de lanzar

nuestro choro:

―SALVADOR NOVO fue muy amigo mío al principio. Después me convencí de que era

incapaz de tener sentimientos amables para nadie. Cada día que lo trataba, reconocía la

imposibilidad de ser sincero con él, porque él no lo era con nadie.

―Salvador era horrendamente feo y, ya de viejo, su figura se perdió en joroba, altura y

barriga. Fui su médico particular durante el tiempo que fue pobre. Cuando alcanzó gran

auge económico ya no me ocupó, y entonces solamente atendía a su mamá que me tenía

mucha fe. Recuerdo cuando fue a los baños del Regis —ahora desaparecidos— y quiso

hacer un paso de danza a lo Imperio, pero se resbaló y se rompió la clavícula. Tuvimos que

encamarlo en el Hospital Juárez y el doctor José Castro Villagrana y yo lo operamos con

anestesia local. "Ya acabamos", le dijimos, y nos contestó naturalmente: "Yo también."

Desgraciadamente, cuando optó por ocupar médicos de gran fama, lo descuartizaron poco a

poco. Le quitaron el apéndice, la vesícula, le amputaron las hemorroides y al último,

cuando le vino una flebitis después de una operación, le operaron también las venas.

Pudiéramos decir que murió de múltiples operaciones quirúrgicas.

―En lo particular, Novo era difícil. Todo lo enfadaba y el fastidio fue un gran compañero

de su vida. En realidad, nunca tuvo un amigo íntimo. El chiste mordaz o la ofensa baja

estaban a flor de labio en él. Como es sabido, siempre le gustó golpear a los amigos que le

caían mal, pero los escogía miopes y prefería que fuera en el elevador. Rápidamente les

quitaba los lentes, les pegaba y se los devolvía para salir corriendo. Así lo hizo con Ermilo

Abreu Gómez y con Rodolfo Usigli. El único que le devolvió los golpes fue Rafael Solana.

Cuando los periodistas le preguntaron a Rafael qué había sentido cuando le pegó a Novo, él

contestó: "Sencillamente sentí como si le pegara a la manteca."

―Eso sí: era divertidísimo; tenía un ingenio tremendo. Cuando lo acompañaba en el

coche, siempre en las esquinas, si veía que el gendarme era guapo, se acercaba, le pedía que

lo infraccionara y le daba una tarjeta con su teléfono. Y una vez, cuando él trabajaba en

Educación, antes de ir a una conferencia, fuimos al baño, y en uno de los muros estaba

escrito: "Salvador Novo es puto." Entonces, debajo de su nombre, puso el nombre del

Secretario de Educación con la misma acusación y el de los altos empleados, por lo que yo

le pregunté: "Pero, ¿por qué haces eso, Salvador?", y él me contestó: "Para que borren."

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―Intelectual y mordazmente era el más atrevido del grupo, y se valía de su cuerpo y de

su fama para cierto cinismo exagerado. Su afeminamiento era un poquito ridículo, como si

un elefante quisiera hacer jotería. Indudablemente que si Salvador hubiera tenido respeto

por sus amigos y si hubiera sido más sincero en la poesía, hubiera triunfado mucho.‖

En sus poemas satíricos Novo es muy personal. Por ellos conocemos al homosexual

mexicano que se atrevió a salir del closet en una época en que hacerlo era casi una condena

a muerte, pero también conocemos al censor de la SEP que alimentaba odios y ataques

contra medio mundo, y que fue capaz de robarle una obra al dramaturgo Carlos Prieto- hace

poco fallecido- y firmarla como suya, escudándose en su poder de burócrata intelectual (por

cierto, poco antes de su muerte, acelerada tal vez por la de su hija Dennis, una de las

primeras integrantes de lo que luego sería el EZLN caídas en batalla, un fallo casi póstumo

le devolvió a Prieto los derechos de su obra, algo que hubiera sido imposible mientras

Novo vivía).

Es muy sano leer los ataques y burlas que Salvador Novo le dedica a figuras hoy

consagradas e intocables como Diego Rivera, Agustín Yáñez, Ermilo Abreu Gómez, o a las

choteadísimas Frida Khalo y Sor Juana. Por esa salud mental, y por el ingenio grosero y

populachero que muestran, estos poemas merecen más atención de la que se les da, no

merecen ser relegados a un lugar segundón entre su producción, por eso es que decidimos

ofrecer esta pequeña antología de la poesía satírica escrita por Salvador Novo.

SÁTIRA, EL LIBRO CABRÓN

SELECCIÓN

PRÓLOGO

Escribir porque sí, por ver si acaso

se hace un soneto más que nada valga;

para matar el tiempo, y porque salga

una obligada consonante al paso.

Porque yo fui escritor, y éste es el caso

que era tan flaco como perra galga;

crecióme la papada como nalga,

vasto de carne y de talento escaso.

¡Que le vamos a hacer! Ganar dinero

y que la gente nunca se entrometa

en ver si se lo cedes a tu cuero.

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Un escritor genial, un gran poeta...

Desde los tiempos del señor Madero,

es tanto como hacerse la puñeta.

LA DIEGADA (1926)

*

La diestra mano sin querer se ha herido

el berrendo del muro decorado,

y por primera vez tiene vendado

lo que antes tuvo nada más vendido.

Un suceso espantable es lo ocurrido;

descendió del andamio tan cansado,

que al granero se fue, soltó un mugido

y púsose a roncar aletargado.

Y una mosca inexperta e inocente,

aficionada a mierda y a pantano,

vino a revolotear sobre su frente.

Despertó de su sueño soberano

y al quererla aplastar -¡hado inclemente!-

se empitonó la palma de su mano.

*

Marchóse a Rusia el genio pintoresco

a sus hijas dejando –si podría

hijas llamarse a quienes son grotesco

engendro de hipopótamo y arpía.

Ella necesitaba su refresco

y para procurárselo pedía

que le repiquetearan el gregüesco,

con dedo, poste, plátano o bujía.

Simbólicos tamales obsequiaba

en la su cursi semanaria fiesta,

y en lúbricos deseos desmayaba.

Pero bien pronto, al comprender que esta

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consolación estéril resultaba,

le agarró la palabra a Jorge Cuesta.

*

El berrendo mural, Tauro eminente,

becerro babilonio, Apis moderno,

chivo de la expiación, hijo del cuerno

que las nubes abolla con la frente,

para darse renombre entre esta gente

de multiversidad y desgobierno,

tiene pincel y mugimiento alterno

de rojo y de amarillo conveniente.

Consumado cabrón, buey sin arado,

habla de los burgueses, y alquilado

del Gobierno y de gringos se amamanta.

Para que no los llene de defectos,

le pondrán los muchachos arquitectos

un asta aquí –donde le crece tanta.

*

Un buey cansado, sucesor del Giotto,

enchicagó su carne enlatecida,

en andamios trepó, y en la Avenida

Quinta de Nueva York hizo alboroto.

Vacío de criadillas el escroto,

su mierda se borró porque despida

estableril aroma, y en su huida

se vino a hacer revistas para Soto.

A San Ángel volvióse con la mica

de su pinche mujer, porque lo arrope

y le prevenga alfalfa y bacinica.

Y ansioso de embestir, salta al galope

y con otros cornélidos publica

una revista que se llama El Tope.

SALUTACIONES

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A mi queridísimo compadre don AGUSTÍN ARROYO CH. para desearle muy feliz

Año Nuevo, después de leer su salutación a 1967 en la 1ª. plana de El Nacional.

En este comienzo de año

que sus misterios alberga,

rememoro al ermitaño

que no vestido de paño,

sino envuelto en pobre jerga,

solo desciende cada año

a que le pelen la verga.

¡Compadrito! ¡Vaya carga!

Me llena de sobresalto

ir ―con el pendón en alto

y en el brazo, con la adarga‖.

¡Mire si será monserga

lo mismo aquí que en Pisuerga!

Pues es mi esperanza amarga

que nos halle el Año Nuevo

con decadencia de huevo

¡y abatimiento de verga!

¿Enfrentarnos con la adarga?

¿No es errata por aderga?

¡No me la fiéis tan larga!

Voy –como el buen ermitaño

lo hacía año con año-

a ver quién jijos me asperga

lo que usted llama la adarga

y el diccionario, la verga.

1959

Juguemos al pendejo, vida mía;

verás qué divertido, cuando a huevo

tienes qué celebrar el Año Nuevo

con Sonetos y muecas de alegría.

Verás qué lindo, cuando cada día

(al surgir en Oriente el rubio Febo)

sientes que el mundo ya te importa sebo

y un ardite nomás la poesía.

Acaso te amanezca alborotada

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-otrora erecta, dura y agresiva-

la dulce prenda, por mi mal hallada.

No te hagas ilusiones. Pensativa,

en cuanto expulses la primera miada,

se volverá a arrugar, triste y pasiva.

1960

Doce veces menstruó 59.

¡Y en tanto tú, vencido y cabizbajo,

discurrías meciendo ese badajo

que ningún repicar yergue o conmueve!

¡Ah, cuánto fuera nuestra vida breve

para cortarle a la epopeya un gajo!

¡Cuán presto desistió de su trabajo

este huevón que no hace lo que debe!

En vano es que le invoquen o lo llamen,

amenacen, exhorten o supliquen,

estrujen, froten, rueguen o reclamen.

Perezoso y undívago cual liquen,

no pretendemos ya que nos lo mamen,

sino -¡siquiera!- que nos lo mastiquen.

1961

Desde que el huevo se me hinchó derecho

(transposición se llama esta figura)

tanto disminuyó mi donosura,

que paso rara vez del dicho al lecho.

No vale darme ya golpes de pecho;

pues esta menopáusica criatura,

privada de vigor, sólo procura

rendir al mingitorio su provecho.

Resignación. Consistan mis jolgorios

en disfrutar, porque los haya bien gua-

recido, mis recursos supletorios.

Ejerceré, mientras su fuerza mengua,

la función que por méritos notorios

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me adscribe a la Academia de la Lengua.

ESTE FÁCIL SONETO COTIDIANO

Blonda de leche y miel, cuando te miro,

y calcular tu natalicio quiero,

que el acta en que tal consta, considero,

es hecha del más sólido papiro.

El origen del pedo y del suspiro

con tu aliento mezcláronse primero;

súpolo Urbina, fuese a tu trasero

y se escapó, mas con violento giro.

Fatigada del soplo y del efluvio,

tu menstruadora máquina caduca,

puesta a marcha a tiempo que el Diluvio.

Y un siglo se acomoda y acurruca

como paloma o dinosaurio rubio,

en los rizos sin par de tu peluca.

*

Muestra que transportaron desde Suiza

como vaca ejemplar y literaria;

prolongada vejez de la araucaria,

¿crees que no tu peluca se divisa?

¿A quién vas a dejarle, María Luisa,

aquella dentadura hipotecaria

que aplicaste a la glándula mamaria

cuando se ataba el can con longaniza?

Tú brindaste -¡oh, feliz!- hospitalaria

acogida en tu cueva estercoliza

de un siglo a la oropéndola urinaria.

Tu juventud pasó como la brisa

que el radio lleva en onda estrafalaria.

Entre tus piernas queda una poetisa:

(Es fulana de tal, que gargariza).

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LOS AGORISTAS

Dime ¿por qué razón, José, Benítez

a sacar a María del Mar-asmo,

si por mucho que pujes aún no la has mo-

jado con tus estériles quelites?

Si a su Mirlo te pones, no te quites;

y cuando en el idílico entusiasmo

ella te pida bis, dobla o pleonasmo,

métele el dedo, pero no recites.

¡Complicada mujer de quien escurre

por el suntuoso cuerpo de canela

genio y belleza clara en cuanto zurre!

Si alumbramiento no le da tu vela,

acude, acorre, acógete, recurre,

al juicio de Solón de Mel apela.

*

Hijo de Erasmo Castellanos Quinto,

fruto de la manzana panochera

con que una suripanta pesetera

manchó la tierra al aflojarse el cinto.

Salió de putrefacto laberinto,

y su hueca y atónita sesera

versos mugió con voce lastimera

en jugo puerperal húmedo y tinto.

Y pues era de caca solamente

el hijo de la mustia verdolaga,

pugnó por de algo ser, aunque demente.

Fulano se nombró de Luzuriaga:

para que su familia se alimente,

en su sepulcro, caminante, caga.

CRISOL

Como encuentra el gargajo escupidera,

cieno el reptil, albergue los ladrones,

hallaron los versíferos ramplones

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común deleite en única trasera.

Olieron la nutrida pedorrera

de Héroes de Nacozari, y Obregones

y Caudillos, que en pautas y renglones

el culo de Bojórquez escurriera.

Dios los crió. Y en medio del camino

un solo arriero organizó su trino,

que en revista mensual rebuznifica.

Gentuza asnal, solípeda y bellaca,

aquello en que fermenta vuestra caca

no le llaméis Crisol, que es bacinica.

*

Ultrapiojo, archiliendre, multichinche,

bufoncete, soplón, semiladilla,

no hay festival, fiestaza o fiestecilla,

en la que no rebuzne o no relinche.

Puta como la clásica malinche,

actrizuela, metiche, estudiantilla,

con todo el que se deja se atornilla,

le pide un peso y le presta el pinche.

¡Oh, pareja feliz! Este es el cuento:

aliáronse una meretriz y un pillo

(que para todo da el departamento).

Invitáronme a ver El Laborillo:

y en premio a su magnífico talento,

nutridas palmas dioles mi fundillo.

UN MAROF

¿Qué puta entre sus podres chorrearía

por entre incordios, chancros y bubones

a este hijo de tan múltiples cabrones

que no supo qué nombre se pondría?

Prófugo de la cárcel, andaría

mendigando favores y tostones;

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no pudieron crecerle en los cojones,

en la cara la barba le crecía.

Bandido universal, como la puta

que el ser le dio, ridícula pipilla

suple en su labio verga diminuta.

Treponema ultrapálido, ladilla

boliviana, el favor de que disfruta

es lamerle los huevos a Padilla.

LA BIBLIOTECA, SUS DIRECTORES

Un pedo de Ramón López Velarde,

sazonado con todo lo que sobra

ejecutó diabólica maniobra

y se vistió de noche por la tarde.

Venga pues sin remedio y nos enfarde;

tuerza la charamusca de Zozobra,

ponga las cuatro manos a la obra,

que no faltará quién lo desalbarde.

Y se puso a vagar de Ceca en Meca

en busca de difíciles palabras,

y de chiripa entró en la Biblioteca.

Suave Patria, tú sola te la labras,

porque lo mismo aquí que en Zacatecas,

suceden los cabrones a las cabras.

BANDERA DE PROVINCIAS

Plegad vuestra Bandera provinciana,

imprimidla en papel de clase fina,

que pueda aprovecharse en la letrina

en premio a vuestra musa soberana.

Yáñez, Ulloa, Franco, Vidrio, Arana,

polluelos de parvada clandestina,

id a que condimente Valentina

vuestra cresta prolífica y temprana.

Salid, pero salid en quince días,

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gaceta literil; váyanse lejos

vuestras inteligencias tapatías.

Y no nos chinguéis más, niños pendejos,

que son vuestras bucólicas poesías,

reflejos de reflejos de reflejos.

*

Antes que el documento se nos pierda

en las indoctas sombras del mañana,

has de saber, Ermilo, que sor Juana,

cual todas las demás, cagaba mierda.

Esta opinión, como verás, concuerda

con la que dio Miss Schons cuando en la Habana,

halló que se pelaba la banana

y que a cada reloj le daban cuerda.

Otro dato importante de la vida

de esa monja que estudias con empeño,

es que tenía su entrada y su salida.

Y que a fin de engendrar Primero sueño,

a falta de una verga a su medida,

entre las piernas deslizóse un leño.

*

Aqueste sorjuanete grafococo,

desmedrado, calvillo, yucateco,

cuyo padrote, eyaculado en seco,

le diera el semi-ser en semi-moco;

este de ciencia no, pero sí foco

de liter-reportérico embeleco,

me viene a la memoria si defeco,

y en mis huevos lo espulgo si los toco.

Este proliferado treponema,

esta liendre de seis en bastardillo,

pegajoso producto del enema:

este que alargo para darle brillo,

este huevo de pájaro sin yema,

para abreviarlo más, este Ermilillo...

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REDONDILLAS

En que felicita, y aconseja, al doctor Ermilo, pluma ingeniosa, con ocasión del nuevo

estampamiento de sus elegantes, sutiles, claros, ingeniosos, útiles versos.

Que intentas, dícenme, Fabio,

-diré Fabio por Ermilo,

que es tropo muy de mi estilo

al decir burro por sabio-,

los reporteros del cielo

-que aquí hay también Dalevueltas,

magazines, hojas sueltas

y alguno que otro libelo-

publicar –no me propase

con incidentales nuevos,

que en metáfora de huevos

son cáscaras de la frase-

las obras que en el convento

entretuvieron mis ocios

y que con otros negocios

me ganaron el sustento.

Grata ha sido la noticia,

y te digo verdadera

que aplaudírtela quisiera

si hallara ocasión, propicia.

Mas llegada a revestir

el seráfico abolengo

ni con qué sentarme tengo

ni tengo con qué aplaudir.

En mi estado duradero

soy sólo cabeza, y alas,

y ando, en las etéreas salas,

con alas, y sin sombrero.

Mas para que no presumas

soberbia altiva en mi parte,

voy a arrancarme, y a enviarte,

de mis alas cuatro plumas.

Mójalas en los torrentes

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de tu erudición sin par

y así las podrás usar

como cuatro plumas fuentes.

A tus discípulos dalas;

escribirán ellas solas,

y allí donde yerren olas

corregirán solas alas.

Y allá te van, si las quieres,

las póstumas instrucciones

para que mis ediciones

purifiques y moderes.

No tomes gato por liebre.

Fue imperdonable desliz

darle mis autos a Ortiz

viendo garage en pesebre.

Cálate bien los quevedos

cuando mis versos traslades;

no pongas por jodes jades

ni saques por podos pedos.

¿Te parece bien, a fe?

¿No te parece un insulto

que donde yo puse el culto

tú me suprimas la t?

Y en aquella linda glosa

―qué importa cegar o ver‖

hiciste cosas de oler

la que era visible cosa.

Cegaste, y en vez del e

una a me colocaste,

con que no diré cegaste

sí que cagaste diré.

Y mis partos repartidos

son espectáculo triste,

puesto que los dividiste

como si fueran ejidos.

Y si una errata me pierde

cuida de mi Romancero;

pues saber dél más no quiero

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si ese Monterde es Tonmerde.

No eches a perder papel

y haz que por vida de Urano

ya no monte Montellano,

sí que lo monten a él.

Y que mi teatro me espanta

haga persona tan leda,

pues Julio Jiménez, Rueda,

pero su suegra no yanta.

Y desespera, desola,

anonada y contrapincha

un cuñado que relincha

y una suegra que habla sola.

Ya me asegura mi instinto

que el tal tiene en la cabeza

maleza tal, que en certeza

ni ―Amor es más laberinto‖.

¿Cómo, Fabio, se acompasa

que un reprobado en idiomas

les ponga puntos y comas

sin empeños de una casa?

Ya termino, por mi mal.

Veremos a ver si puedes;

la Condesa de Paredes

quiere echar un nixtamal.

*

A una pequeña actriz, tan diminuta

que es de los liliputos favorita,

y que a todos el culo facilita:

¿es exageración llamarle puta?

Por mucho que se diga y se discuta

ella es tan servicial, que cuando cita,

las vergas que recibe de visita

ornamenta con una cagarruta.

Cuando logra que un golfo se la embuta,

en gritos de placer se desgañita

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y gráciles piruetas ejecuta.

Y satisfecha abrocha su levita,

y corre al excusado y le tributa

los górgoros de mecos que vomita.

Y HE DE CONCLUIR, SONETO, Y CONTENERTE...

*

Pienso, mi amor, en ti todas las horas

del insomnio tenaz en que me abrazo;

quiero tus ojos, busco tu regazo

y escucho tus palabras seductoras.

Digo tu nombre en sílabas sonoras,

oigo el marcial acento de tu paso,

te abro mi pecho –y el falaz abrazo

humedece en mis ojos las auroras.

Está mi lecho lánguido y sombrío

porque me faltas tú, sol de mi antojo,

ángel por cuyo beso desvarío.

Miro la vida con mortal enojo;

y todo esto me pasa, dueño mío,

porque hace una semana que no cojo.

*

¿Qué hago en tu ausencia? Tu retrato miro;

él me consuela lo mejor que puedo;

si me caliento, me introduzco el dedo

en efigie del plátano a que aspiro.

Ya sé bien que divago y que deliro,

y sé que recordándote me enredo

al grado de tomar un simple pedo

por un hondo y nostálgico suspiro.

Pero en esta distancia que te aleja,

dueño de mi pasión, paso mi rato,

o por mejor decir, me hago pendeja,

ora con suspirar, ora con pedo,

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premiando la ilusión de tu retrato

y los nuevos oficios de mi dedo.

*

Me dije: ―Ya por fin la vida mía

el objeto encontró de su ternura;

es él quien llenará con su dulzura

para todos los siglos mi alegría‖.

Pero un año pasó desde aquel día;

monótona tornóse mi ventura,

y vi junto a su carne prematura

huerto en sazón que mieles ofrecía.

Déjame en mi camino. Por fortuna

ni el Código Civil ha de obligarte

ni tuvimos familia inoportuna.

El tiempo ha de ayudarte a subsanarte.

Nada en mí te recuerda –salvo una

leve amplitud mayor- en cierta parte.

*

Nos volvemos a ver. Año tras año

soñé con encontrarte en mi camino.

¡Sol de mis ojos, luz de mi destino!

¿No quisieras, mi bien, tomar un baño?

Nos encontramos uno al otro extraño:

Gordo tú, flaco yo -¡mundo mezquino!

Y me complace ver -¡oh, desatino!-

que hay cosas que no cambian de tamaño.

Te quiero como antaño te quería:

con pasión, con dolor, con amargura,

cual si este siglo hubiese sido un día.

Quiero corresponder a tu ternura:

Levanta tu barriga, vida mía,

que me voy a quitar –la dentadura.

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RESEÑAS

SADDAM HUSSEIN, ¿NOVELISTA?

Zabiba y el rey

Mohamad Alsaqar (¿Saddam Hussein?)

De esta novela filosófica, que ha sido llevada con gran éxito al teatro en Bagdad, dicen los

iraquíes que su autor es Saddam Hussein. Zabiba y el Rey es algo así como la noche 1002

de Scherezade. Una noche en la que el pueblo –simbolizado por Zabiba- debate con el Rey

sobre todas las cuestiones de la vida, de la política, de la justicia, de la libertad y de la

muerte.

¿Es o no es Saddam Hussein el autor de esta novela que cuenta las relaciones de una hija

del pueblo y un Rey en un espacio-tiempo indeterminado? Sí, todo parece acreditar que

Saddam Hussein es el autor de esta novela, y ello nos remite a muchos casos de políticos

que se dedicaron a la literatura y de escritores que se metieron en la política, y también a

casos de oportunismo, como el de la Academia Sueca que le otorgó a Wiston Churchill el

Premio Nobel de Literatura. Pero también están casos ilustres como el de José Martí, alto

dirigente político y militar de la independencia de Cuba, o el de Leopold Sedar Senghor,

que, además de un gran escritor, fue Presidente de la república de Senegal, su país, durante

veinte años.

¿Saddam Husein es un gran escritor? No me atrevo a decir tanto, pero sí que, puesto a

escribir un relato de ficción, no lo usa para apoyar su propaganda política, al menos

directamente. Esta novela no es un panfleto, se sitúa muy bien en cierta tradición de la

literatura árabe (la novela filosófica), como dice con acierto una nota que acompaña a la

edición española: "una de cuyas obras maestras fue el Al Andalus, del filósofo autodidacto

Abucháfar Abentofáil (siglo XII)".

La imagen de Saddam Hussein aparece aquí bajo una nueva luz, no se sabe cómo entender

la delicadeza de esta historia, aplicada a la imagen de un guerrero, que es la más circulante.

Si Bush con su sangrienta invasión para obtener el petróleo Irakí lo único que logró fue un

acto de magia: Convertir al otrora represor Hussein en héroe nacional y símbolo de la

resistencia, algo añade esta novela a la posible dilucidación de tan contradictoria figura,

pero sobre todo al establecimiento de su esencial complejidad.

Es curioso el carácter ambiguamente filosófico o poéticamente polisémico de estas

fascinantes páginas, en las que Zabiba, la mujer del pueblo convertida en favorita del

monarca, cuando sale de un episodio terrible -su violación-, en lugar de ponerse a dar gritos

y a llorar desesperadamente, se pone a pensar, y además cosas como ésta: "Incluso un

animal tiene en cuenta el deseo de una persona cuando se dispone a poseerla. En las

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montañas del norte de Iraq o en las aldeas próximas, cuando una osa apresa a un pastor lo

lleva hasta su cueva para obligarlo a poseerla y satisfacer así sus deseos. Para ganar el

deseo del pastor la osa lo alimenta con nueces recogidas de lo alto de un árbol o del suelo, y

por las noches intenta robar de las casas de los campesinos queso, almendras, nueces e

incluso uvas pasas".

Un mensaje político, que puede asociarse a la amenaza y al acoso a que estaba sometido el

país cuando Saddam Hussein escribió su novela, y que propondría a su pueblo una

resistencia hasta la muerte -una resistencia numantina-, está acaso en pasajes como aquel en

el que Zabiba dice haber resistido a la violación con todas sus fuerzas: "Pero yo resistí hasta

que mi cuerpo se llenó de heridas y perdí todas mis fuerzas casi como si fuese un cadáver.

Sí, me convertí en un cadáver. ¿Puede ser un cadáver humillado por la violación? ¿Puede

una patria ser humillada cuando su pueblo ha sido exterminado y no queda quien sea capaz

de llevar las armas?"

La historia de amor entre el Rey y Zabiba es muy pulcra y respetuosa, y muy tierna. La

calidad de Zabiba y la entidad de sus reflexiones se impone a la majestad del Rey, y su

mensaje redunda en una crítica de la monarquía, que convive con el amor a la persona de

este rey. ¿Pero qué se defiende? En definitiva, una dialéctica de Pueblo y Poder personal (el

Rey). Pero habrá que acudir a los escritos políticos de Saddam Hussein para hallar

formulaciones políticas propiamente dichas. Por ejemplo: "La Revolución no ha sido

realizada por esfuerzos del Partido Baaz Árabe Socialista aisladamente, sino por el papel

del pueblo y de las fuerzas patrióticas".

En Irak ya se agotó la segunda edición del libro, que es todo un best-seller en ese país. Se

está esperando que llegue la tercera edición, impresa en Beirut. En España, Zabiba y el rey

fue editada por Hiru desde hace dos años (www.hiru-ed.com) y firmada por el seudónimo

Mohamad Alsaqar. En su nota de presentación, la editora Eva Forest cuenta cómo un árabe

le entregó en Bagdad el manuscrito pidiendo mantener el anonimato del autor, si bien le

reveló a la editora la identidad del escritor. También en Argentina la publicó una pequeña

editorial, pero aún falta la edición mexicana.

Estados Unidos invadió, destruyó, y actualmente sojuzga como colonia, el país donde nació

la cultura occidental, la lengua escrita, el alfabeto, la literatura y el primer poema épico del

mundo –El Gilgamesh, que no es sólo origen de libros como la Biblia, la Odisea y el

Mahabaratha, sino que es en si una de las obras mas bellas e intensas de la literatura

humana-. Hussein podrá haber sido un Dictador, pero es imposible imaginar a un cowboy

ignorante, neoliberal, racista y fascista del tipo Bush o Fox, escribiendo una novela

filosófica de honda poesía, donde haya lugar para la ambigüedad y la incertidumbre.

Roke Aldekoa

©The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

y

Robert Fisk

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La Jornada/Rebelión

18/07/2004

CLUB EUTANASIA Y EL CINE DE HUMOR NEGRO EN MÉXICO

El cine de humor negro no ha tenido mucha suerte en México. Mientras la literatura del

país tiene a las calaveras y la plástica a Posada y Manilla, en el cine brilla por su ausencia

una tradición que cualquier extranjero supondría existe.

La excepción a la regla es EL ESQUELETO DE LA SEÑORA MORALES, de Rogelio A.

González, donde Arturo de Córdova la hace de un simpático taxidermista. El guión de la

película es de Luis Alcoriza –también co-guionista de LOS OLVIDADOS de Buñuel-,

basado en la novela El misterio de Islingston del escritor Galés Arthur Machen, uno de los

maestros en el género del horror, inventor de la llamada literatura de horror ―materialista‖.

La película está entre las 10 mejores que se han hecho en este país.

Otra notable excepción: MÁTENME PORQUE ME MUERO, donde aparte de ver bailar a

Tongolele ―El mambo de la muerte‖, presenciamos como TÍN-TAN, lleno tanto de ansias

suicidas como de cobardía, contrata para que lo suiciden a un sindicato de asesinos, que le

garantizan no verá el próximo amanecer.

Estas obras carecen de continuadores. Pocas películas han incursionado después en el

género, aunque muchas aprovecharon rasgos que le son propios para sazonar sus tramas, así

sucedió con CRÓNICA DE UN DESAYUNO, PACHITO REX, MATANDO CABOS y varios

videohomes, entre muchas otras.

Tal vez es en la animación donde hay que buscar la mejor obra de humor negro de los

últimos años: HASTA LOS HUESOS, de René Castillo.

El cine de humor mexicano actual se reduce a imitaciones malas del extranjero, de

Almodovar o Bigas Luna, y a supuestas ―comedias‖ igual de supuestamente ―románticas‖

(cómo desgracian al verdadero romanticismo con esas etiquetas).

Por eso es agradable ver una película como CLUB EUTANASIA(Entre menos burros...),

escrita y dirigida por Agustín Oso Tapia. Su tema es de lo más logrado: Cuatro ancianos

forman un club secreto consagrado a la aniquilación de sus compañeros de asilo, pues la

escasez de alimentos y medicinas los ha orillado a tomar esa medida.

Lo que ya no es tan logrado es el desarrollo de la trama, algo predecible y falta de

sorpresas. Pero aún así la cinta es recomendable y entretenida.

Aparte del tema, tiene otros 2 aciertos: El principal es la dirección fotográfica de Javier

Morón, quien logra una textura oscura, opaca y claustrofóbica -al menos en la copia pirata

que vi-, cercana en cierto modo al cuento gótico. El otro logro es el casting de actores. Es

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divertido ver a Xavier López ―Chabelo‖, eterno niño de las ―queteasfixias‖, haciéndole de

viejito chocheador. También es agradable encontrarse con el sobreviviente de los todavía

entretenidos Polivoces, Eduardo Manzano, quien la hace muy bien de enfermo de

Alzheimer. Aparecen también Sergio Corona, Ofelia Medina, Rosita Quintana, Magda

Guzmán, Lorenzo de Rodas y Héctor González, actores que hasta hace pocos años nos

hartaban con tanta aparición en cine y TV, pero que por su edad son ahora parte de la

mayoría mexicana de los desempleados. Así, tal vez sin quererlo, la película se convierte en

una versión chacotera de EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES, donde actores como

Marlene Dietrich y Buster Keaton la hacen de olvidadas ex-estrellas. De hecho, Rosita

Quintana interpreta a una actriz venida a menos.

En fin, una película recomendable para ver con los abuelitos.

Nicolás

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