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Revista ENMP Investigacion y Analisis

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3 EDITORIAL

ARTÍCULOS

5 EL ROL DEL MINISTERIO PÚBLICO EN EL SISTEMA DE JUSTICIA PENALMICHEL CAMACHO GÓMEZ

24 VÍNCULOS ENTRE LA JUSTICIA PENAL Y SEGURIDAD CIUDADANASILVINA DEL VALLE RAMÍREZ

40 SISTEMA DE JUSTICIA PENAL Y SEGURIDAD CIUDADANA: DE UN DISCURSO POPULISTA A UNA POLÍTICA ESTRATÉGICA DE SEGURIDADFÉLIX M. TENA DE SOSA

55 LOS DERECHOS HUMANOS: UN LÍMITE AL EJERCICIO ARBITRARIO DE LA AUTORIDAD DEL ESTADOEVELYN M. COLÓN ARIAS

74 POLÍTICAS PÚBLICAS Y SEGURIDAD CIUDADANASERVIO TULIO CASTAÑOS GUZMÁN

NOTAS INSTITUCIONALES

85 PERSECUCIÓN PENAL ESTRATÉGICA DR. RADHAMÉS JIMÉNEZ PEÑA

93 LA ESPECIALIZACIÓN DEL MINISTERIO FISCAL ESPAÑOL DON CÁNDIDO CONDE-PUMPIDO TOURÓN

103 QUÉ SE DEBE ENTENDER POR SEGUIRIDAD CIUDADANA ORLIDY INOA LAZALA

105 POLÍTICAS DE PUBLICACIONES ENMP

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CONSEJO ACADÉMICO

Dr. Radhamés Jiménez PeñaProcurador General de la República

Dr. Jesús María Fernández VélezProcurador General Corte de Apelación del Departamento Judicial de San Cristóbal

Dr. Pedro Mateo IbertProcurador Fiscal del Distrito Judicial de San Juan de la Maguana

Dr. Diego José GarcíaPresidente del Colegio de Abogados de la República Dominicana (CARD)

Dr. Antonio Medina CalcagnoDecano Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD)

Dr. Servio Tulio Castaños Guzmán Vicepresidente Ejecutivo Fundanción Institucionalidad y Justicia (FINJUS)

Ramón Emilio Núñez N.Director General

Wilson Manuel Camacho PeraltaGerente de Capacitación

María Olivares PaulinoGerente de Comunicaciones e Imagen Institucional

Orlidy Inoa LazalaGerente de Políticas Públicas, Investigación y Análisis

Rosa Ma. Cruz BejaránGerente de Información y Atención al Usuario

Francia Manolita SosaCoordinadora Gestión de la CapacitaciónWendy Yocasta HicianoCoordinadora de Información y Atención al UsuarioRaquel Martínez López de VivigoCoordinadora BibliotecaPiedad Antonia Cabral FloresCoodinadora de Administración y FinanzasVanessa Mariela Cobo EcheniqueCoordinadora de Políticas Públicas, Investigación y AnálisisIlena Carolina Rosario RodríguezCoordinadora de Políticas Públicas, Investigación y Análisis

Taurys Vanessa Guzmán SotoAsistente de la Dirección

Asistentes de Departamentos

Xiomara de la RosaMaría Leticia de LeónJesse James VenturaFrancis PeraltaOsmel VenturaHansel Miguel Linares

Nicolai UrracaRecepción

MINISTERIOPÚBLICOEscuela Nacional

del Ministerio Público

Presidencia Red de Capacitación del Ministerio Público Iberoamericano

(RECAMPI)

Permitida la reproducción para fines no comerciales, a la condición de citar la fuente.Las opiniones emitidas en el presente documento, son responsabilidad excusiva del autor o autora del mismo

COMITÉ EDITORIALRamón Emilio Núñez N.Director

Orlidy Inoa LazalaEditora

Wilson Manuel Camacho PeraltaMiembro

Ilena Carolina Rosario RodríguezMiembro

Félix Tena de SosaMiembro

Evelyn Ma. Colón AriasMiembro

Claudia Rocío Encarnación DíazMiembro

CONSEJO CONSULTIVO Alberto BinderInstituto Latinoamericano sobre Seguridad y Democracia (ILSED). Argentina

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Manuel Miranda EstrampesFiscal del Tribunal Constitucional. España

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Paula Ramírez BarbosaProcuraduría General de la Nación. Colombia

Semíramis Olivo de PichardoEx-Procuradora General de la República. República Dominicana

Aura Celeste Fernández RodríguezEx-Directora de la Escuela Nacional del Ministerio Público. República Dominicana

ENMP. Investigación & Análisis

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EDITORIAL

Con gran beneplácito arribamos al segundo número de nuestra Revista: ENMP. Investigación y Análisis.

Este número está dedicado a un tema que si bien trascendental para los actores del sistema de seguridad pública, ha sido muy poco debatido, y es el vínculo entre la justicia penal y la seguridad ciudadana.

Es decir, cuáles son aquellas líneas que se entrelazan cuando pensamos las po-líticas de seguridad y el desempeño de la justicia penal. No es un secreto que uno de los componentes más importantes de toda política de seguridad es el que tiene que ver con la gestión de la conflictividad, donde la justicia, no solo la penal, juega un rol de primer orden.

En una democracia, las políticas públicas en materia de seguridad deben necesa-riamente responder a las garantías legales y constitucionales de protección de dere-chos, para lo cual la justicia se convierte en ese árbitro imparcial que vela por el ade-cuado desempeño de los actores encargados del diseño y ejecución de las mismas.

Para este número contamos con la destacada participación de la experta argen-tina Silvina Ramírez, quien escribe el artículo central de la revista, titulado: Vín-culo entre Justicia Penal y Seguridad Ciudadana. La autora señala que la seguridad se ha convertido en uno de los mayores problemas de las sociedades actuales, y también en uno de los mayores desafíos.

Gran desafío porque el reto que se tiene por delante consiste en lograr que aquellos segmentos que cumplen tareas específicas, preponderantes y directas en

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el ámbito de la seguridad pública, es decir, fiscales, policías, y demás investiga-dores, instalen prácticas conjuntas para el manejo efectivo de los casos, de cara a avanzar hacia un mejor relacionamiento y comunicación entre estos importantes actores, lo que tendría un alto impacto en la disminución de la inseguridad ciuda-dana.

Esperamos que estos valiosos aportes constituyan un insumo importante para la generación de un debate que es hoy más necesario y oportuno que nunca.

Finalmente, damos las gracias a nuestros preciados colaboradores: Silvina Ra-mírez, Michel Camacho, Félix Tena, Evelyn Colón, y de modo muy especial a don Cándido Conde-Pumpido Tourón, Fiscal General del Estado del Reino de España y al Doctor Jiménez Peña, Procurador General de la República.

Ramón Emilio Núñez N.

Director

Orlidy Inoa Lazala

Editora

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«El rol del Ministerio Público en el Sistema de Justicia Penal» [5]

El rol del Ministerio Público en el Sistema de Justicia PenalMichel Camacho Gómez

INTRODUCCIÓN

La seguridad ciudadana es un conjunto de decisiones políticas y de disposiciones institucionales que procuran prevenir y evitar los conflictos sociales criminali-zados, incluso desde mucho antes que la interacción social preocupe a las institu-ciones del sistema penal. Se considera un eje primordial dentro de un sistema de respuestas al fenómeno criminal que es más comprehensivo y que pertenece a la categoría de las políticas públicas.

Dentro de las entidades públicas con-figuradas alrededor de este fenómeno, el

PALABRAS CLAVE

RESUMEN

Dentro del Sistema de Justicia Penal, el Ministerio Pú-blico debe encarar labores, no sólo de persecución que eran las que exclusivamente se le atribuían, sino que además tie-ne como función principal el diseño de la política criminal, la cual es una verdadera política pública que implica incluso tomar medidas para la seguridad ciudadana. El desarrollo de una política criminal debe dar una lectura empírica a los fenómenos sociales vinculados al delito, lo cual implica des-pojarse de las concepciones moralizantes e ideológicas que han intentado explicarlo. Sólo con esta base podrá coor-dinar los demás actores del sistema y desarrollar modelos operativos de intervención lo suficientemente eficaces y flexibles para gestionar la conflictividad criminal dentro de los parámetros dados por la Constitución.

ABSTRACT

Within  the  Criminal  Justice System, the Public Prosecutor  must  face functions,  not only  of persecu-tion  which  were  exclusively  attributed to him,  but  also, as its main function,  the design of criminal policy, which is a real public policy that involves even making decisions in the security sector. The development of crime policy should understand empirically the social phenomena linked to cri-me, which entails selling off the moralizing and  ideologi-cal conceptions that have tried to explain it. Only on this ba-sis  the prosecutor may coordinate  the  other actors and develop working models of intervention effective and flexi-ble enough to handle the criminal conflict within the para-meters given by the Constitution.

Seguridad ciudadana; Política criminal; Análisis Político Criminal; Delito; Conflictividad; Ministerio Público; Sistema de

Justicia Penal.

Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011, pp. 5-23

Abogado, magna cum laude egresado de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Especialista en Derecho Penal, con concentración en delitos no convenciona-les, por la Universidad de Buenos Aires y Doctorando en Derecho Penal por la misma universidad. Docente de Derecho Penal y Procesal Penal de la PUCMM, a nivel de pre-grado y grado. Ha sido docente de la Es-cuela Nacional del Ministerio Público. Es abogado de la Firma Salcedo & Astacio.

DATOS DEL AUTOR

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[6] Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011

Ministerio Público tiene preponderancia sobre las demás, pues de él depende tanto lo que pueda ingresar al sistema penal, como el tratamiento que reci-ben los conflictos judicializados. En efecto la Constitución de la República le confiere la facultad de formular e implementar la política del Estado contra la criminalidad así como la de ejercer la acción pública en nombre de la sociedad.

La tesis del presente trabajo es que la forma como el Ministerio Público rea-lice estas tareas depende de cómo asuma la configuración constitucional que moldea esta institución y de la visión que tenga sobre la sociedad.

Existe un interés social en que el Estado garantice la integridad de los dere-chos, bienes e intereses protegidos de las vulneraciones a las que se exponen en la dinámica de la interacción social. Pero también existe un interés legítimo en preservar los derechos y prerrogativas de aquellos que pudieran resultar objeti-vos de esas intervenciones estatales. Estos intereses, aparentemente encontra-dos, generan una inexorable tensión para el Estado que debe instrumentalizar los fines legítimos de sus ciudadanos. El mismo Estado que reconoce el derecho a la dignidad, la libertad, la privacidad, el pluralismo, entre otros y se compro-mete a respetarlos, es el que luego se inmiscuye en los ámbitos de libertad del individuo. De ahí surge el principio que hace imperativo que el Estado realice sus intervenciones en las esferas íntimas dentro de estrictos parámetros de legitimización. Sobre todo cuando el monopolio de la fuerza, como nos lo ha enseñado la historia, no ha sido utilizado de manera neutral, sino que más bien ha servido como instrumento de dominación.

La política criminal debe enmarcarse dentro de los lineamientos constitu-cionales que limitan el ámbito de actuación del Estado, dando prioridad a las políticas que no impliquen una agudización de la tensión entre el interés que reclama seguridad y aquel que promueve el respeto de los derechos individua-les. La política criminal y el Ministerio Público deben ser el punto de confluen-cia. Deben procurar la eficacia en la prevención y persecución de los delitos mientras se respetan los límites impuestos por la dignidad humana.

Toda política pública que pretenda ser eficaz, debe partir de una lectura de la realidad; no solo del fenómeno criminal sino también de las herramientas disponibles para su gestión. Esta tarea no siempre es tan sencilla sobre todo cuando se encuentran en juego visiones del mundo distintas, que parten de una posición estratégica determinada.

El mundo de la realidad a la que pertenecen los hechos que le interesan a la política criminal –delito, pena, norma, etc.– son construcciones sociales que dependen de ciertas reglas constitutivas sobre la cuales existen un acuerdo ge-

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neralizado.1 Esto da espacio para poder encerrar componentes valorativos den-tro de las aserciones sobre el mundo social y por lo tanto ordenarlo de acuerdo a intereses determinados.

Foucault plantea claramente la cuestión del conocimiento de la realidad como “el problema de la formación de ciertos dominios de saber a partir de re-laciones de fuerza y relaciones políticas en la sociedad”.2 De modo que la com-prensión de los fenómenos de la realidad socialmente construidos está sujeta a una relación de dominación, cuya representación de la realidad prima sobre otras, legitimando un cierto estado de cosas. Con razón advierte Sartori de los peligros del conocimiento empírico cuando afirma que no es el más mediato, sino en todo caso el más inmediato.3

Esto plantea preocupaciones tanto epistemológicas como políticas. En cuanto a lo primero, el análisis político criminal que precede cualquier de-cisión que efectivamente sea parte de una política pública contra el delito, asume una lectura de la realidad a impactar. Pero si los conceptos con los que edificamos el mundo del delito y la sociedad son maleables, en el sentido de que pueden contener la relación intelectual del observador con el objeto so-cial más de lo deseable, entonces obtendremos una visión distorsionada y no se explicarían de manera satisfactoria estos fenómenos porque no designen ningún hecho o estado de cosas, con la consecuencia de no ser eficaces en la búsqueda de una solución, que en ningún caso será definitiva, al problema de la criminalidad.

De ahí la importancia de hacer una revisión de conceptos que a primera vista podrían parecer como primitivos. La idea del delito, de la pena, de la so-ciedad y del sistema penal serán las premisas de la construcción de una política contra la criminalidad.

En cuanto a la preocupación política que provoca la vaguedad y ambigüe-dad de los hechos sociales, es evidente que las distorsiones de la realidad no son solo producto de un inadecuado abordaje epistemológico sino de una de-liberada interpretación ideológica de la realidad. Desde luego que el término “ideología” no implica una connotación peyorativa, pero en el sentido dado por los filósofos de la hermenéutica se entiende como el procedimiento general

1 John Searle: Actos del habla; 5ta ed., Cátedra, Madrid, 2001, p. 60.

2 Michel Foucault: La verdad y las formas jurídicas; 2da ed., Gedisa, Barcelona, 2003, p. 31.

3 Giovanni Sartori: La política; 3ra ed., Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2002, p. 37.

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[8] Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011

mediante el cual el proceso de la vida es falsificado por la representación imagi-naria que los hombres hacen de él.4

La actitud epistemológica del analista político criminal, que en nuestro país es el Ministerio Público, no es la de un asceta ajeno a las ineludibles relaciones políticas y, por lo tanto, inmaculado de posturas ideológicas. Lo que no pue-de hacer, en el plano normativo, es ignorar estas tensiones que debe afrontar con el catálogo axiológico contenido en la Constitución dominicana que traza pautas para limitar lo que el Estado puede o no hacer y así distinguir entre los reclamos legítimos de los no legítimos. En el plano descriptivo debe tener la capacidad de descifrar los discursos sobre el delito y la pena, para despojarlos de los elementos moralizantes e ideológicos, y así acercarse a una definición del delito en términos de la afectación que determinadas conductas pueden tener sobre derechos e intereses protegidos.

La importancia del desarrollo y de la implementación de la política criminal es que ella debe definir el papel que jugará el Ministerio Público a todo lo largo del Sistema de Justicia Penal.

I. BASES PARA UN MODELO DE ANÁLISIS POLÍTICO CRIMINAL

Como de alguna forma ya fue avanzado, existe una distinción fundamental entre lo que se considera análisis político criminal de política criminal. Esta úl-tima denota las acciones llevadas a cabo por los poderes públicos tendientes a solventar el fenómeno criminal; la primera se refiere al estudio de esas acciones5 pero también provee herramientas para la toma de decisión y diseño de la acción.

En este papel, el Ministerio Público deja la toga y el birrete y baja del estrado para colocarse en una posición en la que pueda determinar su función tanto dentro como fuera del Sistema Penal, pues es el tamiz que decide cuándo ju-dicializar un conflicto social que todavía no haya sido catalogado como delito.

Hay muchos elementos a tomar en cuenta que pertenecen a reinos teóricos distintos, entre los que figuran la teoría del estado, la criminología y sociología criminal, la planificación estratégica así como las disciplinas que se encargan de estudiar las normas penales tanto materiales como procesales.

4 Paul Ricoeur: Del texto a la acción; 1ra ed., Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 351.

5 Subirats, Knoepfel, Larrue, Varone: Análisis y gestión de políticas públicas; 1ra ed., Ariel, Barcelona, 2008, p. 19.

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Resulta importante que el analista político criminal discrimine los planos pres-criptivos y descriptivos, ya que la confusión de los mismos conlleva a sostener aser-ciones sobre el sistema penal, el delito y la pena que no denoten estados de cosas o lo hagan sólo parcialmente. Procediendo así se corre el riesgo de legitimar determi-nadas acciones políticas y hechos sociales que no son necesariamente compatibles con el esquema constitucional, ni con una estrategia eficaz de gestión del delito.

La decisión del Estado de afrontar el fenómeno delictual parte del interés generalizado de garantizar la seguridad de determinados bienes jurídicos a tra-vés de un conjunto de respuestas preestablecidas.

a. Fundamentos democráticos del análisis político criminal

La política criminal y su análisis parten de la existencia de un problema so-cial cuyo manejo es de interés social. Ello concuerda perfectamente con las de-finiciones dadas a las políticas públicas en general, que siempre están orienta-das a la solución de un problema. Las decisiones políticas en torno al fenómeno delictual se encuentran limitadas por los principios constitucionales propios de una república liberal.

Por política pública de lo criminal podemos entender las decisiones o ac-ciones, intencionalmente coherentes, tomadas por diferentes actores, entre los cuales tiene un papel estelar el Ministerio Público, a fin de gestionar el problema de la conflictividad potencialmente criminal. Esto da lugar a actos y disposiciones institucionales tendentes a modificar o neutralizar los factores que originan el problema colectivo.6

Las políticas públicas incluyen los acuerdos o arreglos institucionales por medio de los cuales el Estado interviene para lograr cambios sociales, a través de la mediación de las instituciones públicas.7 Se rescatan de esta definición la necesidad de consenso e inclusión en la toma de decisión puesto que parte de arreglos o acuerdos. El Estado es visto como un intermediario de las relaciones sociales, por lo cual priman los intereses sociales y se enfatiza en su función instrumental. El objetivo no es la ingenua “solución” de los problemas, sino el modesto cambio social que se pueda producir a raíz de la implementación de las decisiones políticas.

6 Cfr. Subirats, Knoepfel, Larrue, Varone, ob. cit., p. 38.

7 Cfr. Miklos, Jiménez, Arroyo: Prospectiva, gobernabilidad y riesgo político; Limusa, México D.F, 2008, p. 28.

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La forma como se realiza este consenso está condicionada por la capacidad de crear escenarios deliberativos; y el grado de intervención de los entes de inter-mediación, como lo es fundamentalmente el Ministerio Público, estará sujeto a la naturaleza del fenómeno criminal, los recursos disponibles y los límites cons-titucionales al recurso punitivo. El objeto del análisis político criminal es el de colocar, destinar y usar los recursos disponibles para dar respuesta al fenómeno criminal dentro de un marco de respeto de los derechos individuales.

En esta discusión, al menos desde el ámbito del derecho penal, se tiende a apuntalar en los cimientos de la fundamentación de la pena, que es la mani-festación más clara del poder penal y sobre todo la más violenta en cuanto al impacto que tiene sobre los derechos individuales. Pero mucho antes de que el juez declare la responsabilidad penal de un sujeto e imponga la sanción legal-mente prevista, el poder público interviene de distintas maneras en las esferas individuales de los ciudadanos, de formas a veces imperceptibles.

Cuando el Ministerio Público solicita una orden de allanamiento o para rea-lizar un secuestro de determinados objetos, y el juez de la instrucción otorga la autorización, lo debe hacer con la conciencia de que el poder de investigación que descansa sobre aquél confronta libertades constitucionalmente protegidas. Lo mismo sucede cuando un miembro de la policía nacional detiene a un conductor para revisar su vehículo y cachear al individuo. En estos casos se genera una fric-ción entre la autoridad pública y el derecho a la libertad de tránsito.

La decisión legislativa de criminalizar un conflicto social es una de esas su-tiles manifestaciones del poder penal que abre el horizonte punitivo y habilita la entrada en escena de todo el Sistema Penal, desde las agencias de prevención predelictuales, hasta aquellas instituciones que se encargan de la persecución y sanción de las conductas criminales.

Todos estos son casos de manifestaciones del poder punitivo que deben estar sometidos a controles de legitimidad. De acuerdo a los momentos en que se ejerce el poder punitivo, se suele identificar la criminalización primaria y la secundaria.8

El poder punitivo no es la única forma de control social para evitar los con-flictos sociales, de hecho es la más tardía y quizá la menos eficaz. Existen con-troles sociales informales que actúan, como bien los definió Foucault, positi-vamente, es decir creando patrones de conducta sociales mediante procesos de disciplina (escuelas, centros de formación, moral social, el trabajo, etc.).

8 Zaffaroni, Alagia, Slokar, ob. cit., p. 7.

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El Estado de derecho establece reglas para orientar las conductas de los in-dividuos y para solventar los conflictos originados de la interacción social. Las políticas de seguridad que procuran la construcción y preservación de la paz comunitaria9 son parte de las políticas públicas que el Estado puede tomar para afrontar los conflictos, sin recurrir a la violencia pública.

Por ende, el recurso punitivo debe justificarse a partir de los demás mecanis-mos de gestión. La decisión de gestionar a través del poder violento del Estado determinados conflictos sociales, que es lo que se conoce como criminalización primaria, debe tomar en consideración al menos dos cosas. Una es que el con-flicto no pueda ser adecuadamente manejado a través de otros mecanismos de control social u otras formas de coacción menos violentas.

Es lo que se conoce como los principios subsidiaridad y última ratio. Es de-cir que dentro de las alternativas de respuesta, el poder penal es subsidiario al recurso de otros mecanismos de control y coacción, y que dentro de ese menú es la última opción. Tan pronto se autoriza criminalizar un conflicto, se abre la posibilidad de penalizar a un ciudadano, y por ende tal decisión debe estar amparada de esta comparación de medios disponibles.

El otro aspecto a considerar durante el proceso de criminalización primaria es que no todo tipo de conflictos califica para recibir un tratamiento punitivo. El Estado a través de sus instrumentos coactivos no puede imponer moral a sus ciudadanos; puede exigirles que no vulneren los derechos e intereses que la constitución protege, pero no puede pedirles que lo hagan por una concep-ción moral, religiosa, ideológica o de cualquier índole. En este sentido, afirman Zaffaroni, Alagia y Slokar que el Estado que pretende imponer una moral es inmoral, porque el mérito moral es producto de la elección libre.10

Esta limitación proviene de varios derechos fundamentales que se encuen-tran protegidos por la constitución, como son la libertad de cultos, la libertad de expresión, y la libre autodeterminación de la personalidad, entre otros. De aquí surge que la única forma constitucionalmente viable para reprimir con-ducta con la pena o amenazarla con ella, es cuando se genera un daño social-mente perceptible a los intereses y derechos protegidos. Un hecho será mere-cedor de pena cuando lesione a una o más personas en sus intereses o derechos en tanto presupuestos básicos para el bienestar.11

9 Alberto Binder: Introducción al Derecho Penal; 1ra ed., Ad-Hoc, Buenos Aires, 2004, p. 43.

10 Ob. cit., p. 127.

11 Cfr. Kurt Seelman: El concepto de bien jurídico, el harm principle y el modelo de reconocimiento como criterios de merecimiento de pena, publicado en La teoría del bien jurídico, Madrid, Marcial Pons, 2007, p. 373.

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De aquí surge la noción de bien jurídico, no como un objeto protegido en el sentido de que sólo hay un interés preponderante, sino como una determinada interacción social en la que puede intervenir el poder punitivo.12 De manera que como el daño no puede ser entendido como una manifestación de la personalidad que libremente ha determinado el individuo, el criterio que aporta el bien jurídico es que debe tratarse de un suceso social reconocible que produce un estado de afec-tación a intereses legítimos o que arriesgan la integridad de los mismos.

Estas ideas se oponen a una concepción sustancialista13 del delito, según el cual no es una decisión política, sino una entidad de carácter ontológico, ya sea por considerar un acto objetivamente inmoral, antisocial o como una manifes-tación de la personalidad perversa o patológica de la persona, que pueden ser objeto de conocimiento científico o asequibles mediante un cognoscitivismo ético.

La idea del bien jurídico, como conflicto socialmente perceptible que afecta un determinado estado de cosas o lo pone en riesgo, propone la noción del de-recho penal del acto, en vez del concepto del derecho penal de autor. Es decir, se es responsable porque se hace no por lo que se es.

Esas manifestaciones político criminales autoritarias que los límites enun-ciados procuran evitar, no sólo pueden ocurrir en el ámbito de la criminaliza-ción primaria, sino también en la segunda etapa conocida como criminaliza-ción secundaria, en la que entran en acción las agencias de prevención y todo el Sistema Penal, incluido el Ministerio Público.

El sustancialismo penal y el derecho penal de autor son un discurso legiti-mador, una determinada visión del mundo que asigna significados ideológicos a los conceptos de pena, delito y delincuente, que en verdad no encuentran un soporte empírico o no son cognitivamente asequibles. Pueden permearse hasta alcanzar la etapa de individualización del sujeto sometido a alguno de los poderes propios del Sistema Penal.

Esto hace necesario que las reglas derivadas del bien jurídico, es decir la res-ponsabilidad por el acto, la materialización del conflicto, la percepción social del resultado, sean también utilizados en la criminalización secundaria.

Estos corolarios del también conocido principio de lesividad encuentran opor-tunas traducciones en el ámbito del proceso penal. Entre estas se encuentra las normas que regulan el arresto del artículo 224 del Código Procesal Penal (CPP)

12 Alberto Binder, ob. cit., p. 164.

13 Cfr. Luigi Ferrajoli: Derecho y Razón; 6ta ed., Trotta, Madrid, 2004, p. 41.

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que exige una causa probable de vinculación a un hecho punible. El artículo 175 sobre registros de personas exige la existencia de motivos razonables para supo-ner la existencia de elementos de prueba útiles. La aplicación de las medidas de coerción exige la probable vinculación con un hecho punible, según el artículo 227. Ninguna de estas prácticas puede realizarse por la simple sospecha de tener “cara de delincuente”, o un tatuaje o un determinado estilo personal.

El criterio del daño causado evita también las consideraciones relativas a la persona sobre la que recae el escrutinio punitivo, ya que no se castiga en la me-dida de la peligrosidad, ni para corregir alguna patología, sino en la medida de la afectación causada materialmente. En el proceso penal tiene varias formas, entre ellas la institución de los criterios de oportunidad que dirige la atención al grado de afectación al bien jurídico (artículo 34 del CPP); también abre la puerta a la conciliación; los parámetros para la determinación de la pena.

b. El delito como fenómeno social

Las políticas públicas están orientadas a solucionar un problema social con-siderado inaceptable. El delito, como problema de la política criminal y de se-guridad, es una construcción social y política que se articula a través de media-dores que forman parte de la sociedad,14 como son los medios de comunicación masiva, los movimientos sociales, los grupos de interés, los partidos políticos e incluso la comunidad científica.

La comprensión que se tenga del delito es de importancia capital para poder desarrollar una política criminal adecuada y eficaz. Sin una clara comprensión del problema, las respuestas desarrolladas serán difícilmente acertadas.

La perspectiva adoptada en las argumentaciones antecedentes ya ha dejado implícita una determinada concepción del delito vinculada a la idea del conflic-to. Sin embargo, hay que hacer explícitos los razonamientos por los cuales un modelo político criminal debería optar por esta postura. Estas razones no son ya prescriptivas o normativas, sino que tienen una vocación epistemológica, pues apuntan al método o la forma para comprender mejor el delito como he-cho social complejo, sabiendo que las construcciones sociales pueden interpre-tarse de acuerdo a visiones ideológicas que las distorsionen, de modo que sea posible desarrollar estrategias de respuestas adecuadas.

14 Subirats, Knoepfel, Larrue, Varone, ob. cit., p. 36.

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[14] Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011

Los tipos penales y las demás categorías dogmáticas deducidas de la ley penal son objeto de estudio jurídico. La dogmática penal ha podido clasificarlos en ca-tegorías que dependen de la formulación normativa específica y de los elementos distintivos de cada tipo penal. Pero el delito como hecho social presenta otras com-plejidades, porque pertenece al mundo de la actividad humana. No es el estático mundo de las normas, sino el imbricado universo de las relaciones de poder y do-minación. Las disciplinas que lo abordan deben informar al analista político crimi-nal y a los actores institucionales encargados de las ejecutorias, porque componen la realidad que se pretende impactar a través de las respuestas desarrolladas.

Curiosamente, el método que dio lugar a una de las primeras formas de es-tudio del delito prescindió de sus ineludibles componentes sociopolíticos. La criminología surge de una pretensión de cientificidad, en el sentido que lo son las ciencias de la naturaleza, es decir, estudiar objetos cuya existencia física no dependen de una construcción intelectual para su existencia y siendo preten-didamente posible cuantificarlos como los hechos de la naturaleza.15

La premisa epistemológica era la idea de que el delito era producto de la anormalidad individual del autor y ello otorgaba una base para dar una expli-cación universal del delito, cuya ciencia de estudio sería llamada criminología. Por eso es conocido como el paradigma positivista, pues trató de trasladar los avances de la medicina cuya epistemología responde al método científico apli-cado a las ciencias “duras”. Este es su atributo principal,16 y además su falla de origen, pues la equiparación del método científico para explicar hechos tanto del mundo físico como del social, hace de la criminología positivista una teoría indeterminada, que es aquella que no logra brindar predicciones singulares,17 por la diferencia de los objetos de ambos mundos. El comportamiento humano y social difiere grandemente de los objetos de la naturaleza.

El comportamiento desviado, según el positivismo, tiene una base patológi-ca en el individuo que la realiza, supone que existe en el individuo una suerte de predisposición biológica que lo lleva a delinquir. Por ende, el objeto de estu-dio es el individuo y su composición psicofísica. La muestra de estudio estaba compuesta por la población carcelaria y con ello fue posible, según entendieron los positivistas, concretamente Lombroso, descubrir los patrones del hombre

15 En este sentido ver Gabriel Ignacio Anitua: Historias de los pensamientos criminológicos; Ediar, Buenos Aires, 2006 p. 179.

16 Taylor, Walton, Young: La nueva criminología; 2da ed., Amorrortu, Buenos Aires, 2001, p. 29.

17 Jon Elster: Juicios Salomónicos; 2da ed., Gedisa, Barcelona, 1995, p. 11.

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criminal, sin reparar en los procesos de selección del sistema, que por sus de-ficientes logísticas y predisposiciones ideológicas identifican como blanco un determinado perfil, conformado por un visión moralizante de la desviación.

Se sabe que el delito es también cometido por personas pertenecientes a los sectores que gozan de inclusión social y económica, tal y como lo demos-tró, Sutherland, con los delitos de cuello blanco y su teoría de la asociación diferencial. La única diferencia es que los crímenes cometidos por los sectores excluidos y seleccionados por el Sistema Penal utilizan las toscas herramientas a su alcance que facilitan su persecución. En cambio los delitos cometidos por personas con entrenamiento profesional, tienden a ser más sofisticados y de difícil detección; además de que no portan el estigma social de la exclusión.18

De hecho no es posible cuantificar en qué estrato de la sociedad se comen-tan más los delitos, dado que las estadísticas se basan en aquellas infraccio-nes que llegan al conocimiento de los agentes de la justicia penal. Por lo que nuestra concepción del delito y su distribución puede estar distorsionada por la selectividad que hace el Sistema de Justicia Penal y por la difusión parcial que hacen del delito los medios de comunicación masiva. Hay otra crimina-lidad que pasa desapercibida sencillamente por la incapacidad del sistema penal de procesarla. Pensemos en las evasiones tributarias, en la corrupción, en las violencias intrafamiliares que se quedan en silencio, en los delitos eco-nómicos, etc.

La crítica epistemológica ha sido que este paradigma ha incurrido en el “in-telectualismo” que Bourdieu definió como el hecho de introducir en el con-cepto la relación intelectual del observador con el objeto, con lo cual se logra proyectar una realidad que no existe sino por y para la ciencia.19 Desde el plano político se le reprocha el haber legitimado la moral burguesa dominante.20

La evidente impronta ideológica del positivismo criminológico lo hizo vul-nerable a críticas sociológicas que finalmente superaron el paradigma. En parte fue gracias a los aportes del sociólogo norteamericano, Sutherland, quien con su teoría de los contactos diferenciales construyó una explicación general de la conducta desviada, que no solo estuviera asociada a la persona-lidad, a factores biológicos, a la pobreza o al blanco selectivo del sistema pe-

18 Sutherland, citado por Zaffaroni, Alagia, Slokar, ob. cit., p. 10.

19 Pierre Bourdieu: El sentido práctico; Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2007, p. 57.

20 Gabriel Ignacio Anitua, ob. cit., 183.

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[16] Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011

nal. El autor llegó a la conclusión de que el delito, en términos descriptivos, es un comportamiento aprendido por medio del contacto diferencial. Este aprendizaje es en todo sentido “normal”, porque ocurre igual que en todos los procesos de aprendizaje de valores y comportamientos.21 Sutherland, dio apertura a un campo de análisis muy vasto cuya premisa principal era estu-diar el delito como fenómeno social.

Particular interés tienen las teorías sociológicas del conflicto. En la versión de Sellin los seres humanos se identifican con determinadas pautas culturales de los grupos sociales a los que pertenecen.22 En su seno conforman su cosmo-visión del mundo y organizan sus prioridades y las formas de satisfacerlas. Es-tas normas pueden estar en contradicción con las valoraciones de otro grupo, incluidas aquellas que hayan sido objeto de protección penal, dando ocasión al surgimiento de un conflicto criminal.

Las ventajas que presenta el delito entendido como un tipo conflictivo de in-teracción social, es que desmonta el ropaje ideológico y moralizante del discur-so del delito, y considera a las partes del conflicto como actores de un proceso social diferencial.

Por otro lado, parece más razonable identificar esos procesos sociales que generan las tensiones entre los individuos, que hurgar, cual frenólogo, en la mente de cada uno. Esto permite una visión más abarcadora de la sociedad e implementar una visión estratégica del delito. Conociendo las lógicas par-ticulares de cada proceso de formación delictual es posible interpretar y dar seguimiento a los conflictos, para neutralizar los factores que lo detonan en cada caso.

II. CRITERIOS PARA UN DISEÑO OPERATIVO DE LA POLÍTICA CRIMINAL Y DE SEGURIDAD

La anterior argumentación sustenta que la principal preocupación de un análisis político criminal debe ser fungir como un saber útil para que el Minis-terio Público desempeñe los roles constitucionalmente asignados de manera eficaz y acorde con los constreñimientos institucionales.

21 Idem, p. 307.

22 Idem, p. 374.

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«El rol del Ministerio Público en el Sistema de Justicia Penal» [17]

a. El problema y los actores

El análisis político criminal debe servir para que el Ministerio Público pueda hacer un diseño estratégico de las acciones políticas a seguir para enfrentar la criminalidad. Para ello es preciso aclarar la extensión de la atri-bución que este órgano tiene en la formulación y ejecución de la política criminal.

La atribución constitucional derivada del artículo 169 dispone que “el Mi-nisterio Público es el órgano del sistema de justicia responsable de la formula-ción e implementación de la política del Estado contra la criminalidad”. Algu-nas matizaciones son de lugar. Que el Ministerio Público sea el órgano dentro del sistema de justicia encargado de formular e implementar política criminal no significa que sea la única institución pública con esta facultad ya que sus funciones las ejerce en el ámbito de la criminalización secundaria, es decir, luego de que el Poder Legislativo ha seleccionado los hechos sociales a ser ges-tionados de manera punitiva.

Por lo tanto, otras instancias políticas aún retendrán ciertas facultades de índole político criminal o en el ámbito de la seguridad ciudadana, como por ejemplo el Ministerio de Interior y Policía.23 Sin embargo, tal y como lo con-templa la constitución, en el Sistema de Justicia Penal, el Ministerio Público es quien tiene la facultad exclusiva de desarrollar políticas criminales. De modo que no lo puede hacer el juez, ni el defensor, ni la policía nacional, la cual, debe seguir los lineamientos trazados por el Ministerio Público.

Esta atribución es connatural a su función, ya que al tener la potestad de elegir qué hechos punibles serán finalmente procesados debe tener el control de la forma como serán perseguidos.

El canon constitucional dimensiona el rol del Ministerio Público en el Sis-tema de Justicia Penal, que ya le era reconocido por el Código Procesal Penal, que en sus artículo 88 y 259 establecen que el Ministerio Público dirige la in-vestigación.

Esto no significa que el Ministerio Público deba limitarse a la formulación de políticas de persecución. Su cercanía con la sociedad y el conflicto hace que en ocasiones esté presente aún cuando el conflicto no ha tenido una escalada penalmente relevante y sin embargo su rol de mediador social o de autoridad pública con potestades de intervención puede ser oportuno para descomprimir

23 Ver decreto 1489, sobre las funciones de este Ministerio.

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[18] Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011

las tensiones sociales y evitar la producción de resultados lesivos y vulneracio-nes a bienes jurídico protegidos.

Se encuentran dentro del espectro de formulación político criminal, tanto las directrices tendientes a gestionar los conflictos punibles como aquellas que puedan evitar una interacción social delictual. En este sentido, el Ministerio Público debe coordinar sus estrategias políticos criminales con otros actores políticos que no pertenezcan el Sistema de Justicia Penal pero que tengan como atribución la elaboración de políticas de seguridad y contra la criminalidad.

El diseño operativo que debe implementar el Ministerio Público debe invo-lucrar los siguientes aspectos: 1. El diagnóstico del problema; 2. Los actores y beneficiarios; y 3. Los recursos disponibles.24

El diagnóstico del problema a abordar por las políticas de persecución del Mi-nisterio Público se deduce de la concepción conflictual del delito. Como categoría normativa el delito siempre será una acción típica, antijurídica y culpable. Pero como entidad analítica de la fenomenología social, el conflicto varía sustancial-mente dependiendo de los procesos sociales dentro de los cuales se inserten.

Por lo tanto, una política adecuada exigirá flexibilidad y capacidad de adaptación. Los conflictos que generan los delitos imprudentes no pueden tener el mismo tratamiento que aquellos que generan delitos dolosos. Los sofisticados crímenes de lavado de activos, corrupción y los tecnológicos exi-girán respuestas distintas a delitos más convencionales como el robo y las agresiones físicas.

Cada uno de estos conflictos criminalizados tiene una lógica distinta, un proceso de aprendizaje diferencial particular, un conjunto de valores autóno-mos unos de otros y por ende deben ser clasificados y abordados de acuerdo a sus especificidades. Con una perspectiva positivista, o sustancialista en cual-quiera de sus vertientes, estos rasgos diferenciadores pasarían desapercibidos ya que la etiología del delito tenía un fundamento biológico y el objeto de estu-dio era el “delincuente”, no el delito en sí mismo.

Habiendo un problema que afecta el libre desarrollo de los individuos y que por tanto es políticamente inaceptable, surge la obligación del Estado de de-sarrollar mecanismos de intervención para manejarlo. Antes de decidir cuáles son esas políticas, es necesario identificar el responsable de desarrollarlas y la extensión de esta encomienda. En el caso de la conflictividad social potencial-

24 Subirats, Knoepfel, Larrue, Varone, ob. cit., p. 115 y ss.

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«El rol del Ministerio Público en el Sistema de Justicia Penal» [19]

mente punible, ya se estableció que el Ministerio Público es el encargado de desarrollar políticas de gestión.

Aunque el Ministerio Público es un actor del Sistema de Justicia Penal que interviene, como ya se dijo en el ámbito de la criminalización secundaria, por lo que debe partir de las herramientas ya dadas por la ley y por el propio sis-tema, no significa que no pueda articular directrices para intervenir cuando el conflicto no es criminal, pero amenaza con serlo. Esto sucede mucho en los casos de violencias intrafamiliares y de género, en los que la lógica del conflicto comprende un ciclo de la violencia que tiene diversas etapas, las cuales pue-den ser identificadas y justificar una intervención. Las fiscalías barriales son también una política importante que reconoce que el Ministerio Público es un ente mediador capaz de reducir los niveles de desacuerdo social que pueden eventualmente convertirse en un conflicto punible. Por lo tanto, las políticas de gestión no están confinadas al estadio de la judicialización de los conflictos, ni tampoco consisten en una mera estrategia judicial.

El Ministerio Público no es el único actor a considerar en el desarrollo de políticas públicas contra la criminalidad. Si la intervención estatal en las in-teracciones sociales se justifica es porque procura efectuar un cambio social que sea favorable en términos del desarrollo de los ciudadanos. Cuando una política pública refuerza el capital social, entendido éste como los recursos en los que se apoyan los ciudadanos para articular sus necesidades –redes, asocia-ciones, etc. se dice que contribuye al desarrollo.25 Las comunidades, las asocia-ciones, los grupos de familias, o en su caso la sociedad civil en general deben ser tomados en cuenta para la formulación de estas políticas públicas contra la conflictividad punible.

El objetivo básico de cualquier política pública debe ser la del desarrollo hu-mano.26 Las políticas de seguridad y de gestión de la criminalidad procuran preservar un ambiente no para la interacción social no libre de conflictos pues estos tienen un rol funcional también, sino de los que impidan la obtención o despojen a los individuos de los medios necesarios para su perfeccionamiento progresivo.

Es recomendable superar la concepción dicotómica según cual la sociedad se divide en ciudadanos y delincuentes. Claro está que este discurso refiere a ca-

25 Fernando Ugarte (dir.): La calidad de las intervenciones de desarrollo; CIDEAL-EPTISA, Madrid, 2007, p. 20.

26 Idem, p. 198.

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[20] Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011

tegorías politizadas que funcionan como paradigmas de legitimación de cual-quier tipo de medida político criminal, como acertadamente señala Garland.27 Cualquier demostración de compasión al imputado, mención de sus derechos, o intentos de humanización del castigo, se considera un apoyo al crimen.

El interés es la eficacia de la gestión y por lo tanto el Ministerio Público, debe pensar como político criminal, no como víctima o como imputado, es decir desafectarse de algún conflicto en particular, y pensar en términos estructu-rales cuál es la forma eficaz dentro de un Estado de derecho para gestionar los conflictos punibles. La consecuencia de no partir de esta actitud institucional sería la de alejarse del razonamiento instrumental del análisis del delito y basar las políticas en emociones viscerales que conducirían a un ejercicio punitivo fetichista y a una justificación de los instrumentos violentos sustentada en el sadismo moral, o lo que es lo mismo, infligir dolor por placer sin pensar en su eficacia o en la de otros mecanismos de control.

El desarrollo humano que se procura con las políticas públicas no es posible sin el respeto a los derechos humanos, pues “el desarrollo humano es esencial para hacer realidad los derechos humanos y los derechos humanos son esencia-les para el pleno desarrollo humano”.28

b. Recursos para la gestión de los conflictos

Entre los recursos disponibles para la gestión de la conflictividad, se encuen-tran la ley o las normas, el consenso, el recurso humano, la violencia, entre otros.29 Conforme al principio de subsidiaridad y de últimas ratio es evidente que el recurso de la violencia debe ser la última opción de todas las disponibles. Así lo indica la razón jurídica basada en esos principios.

Pero también hay argumentos de la racionalidad instrumental para preferir otro tipo de soluciones antes que la violencia. Los discursos legitimadores de la pena le asignan funciones o finalidades, a veces indiscriminadamente, como las de disuadir a los futuros infractores o enviar una señal al resto de los ciu-dadanos de que las normas penales mantienen su vigencia o la reeducación del infractor. Sin embargo, se tiende a confundir la finalidad (deber ser) que se le atribuye a la pena, con la función (ser) que efectivamente tiene la pena cuándo

27 David Garland: La cultura del control; Gedisa, Barcelona, 2005, p. 240.

28 Fernando Ugarte (dir.), ob. cit., p. 201.

29 Subirats, Knoepfel, Larrue, Varone, ob. cit., p. 72 y ss.

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«El rol del Ministerio Público en el Sistema de Justicia Penal» [21]

ésta es ejercida y por lo tanto confunden lo que debe ser con lo que realmente es y viceversa. Que se le asigne a la pena una finalidad de prevención general positiva no significa que efectivamente esa sea su función constatable. Tampo-co significa que la función que tenga sea la deseada.

Casi siempre este análisis se hace de manera estática, como si la compleja fe-nomenología social pudiera cristalizarse en una simbología inequívoca. No exis-te alguna verificación de que la pena tenga los mismos efectos para todos los de-litos. Si reconocemos que los conflictos potencialmente punibles son el producto de diversos procesos de aprendizaje de valores, y que por lo tanto éstos varían sustancialmente dependiendo de las condiciones que lo originan, entonces no es lógico concluir que la pena tendrá los mismos efectos cuando los diversos grupos sociales asimilan y metabolizan los conflictos de distintas maneras y cuando los sujetos en el conflicto responden a concepciones diferentes de la sociedad.

El hecho de que tengamos razones fundadas para ser escépticos ante la fun-ción de la pena no implica que la conclusión sea el abolicionismo. Es impor-tante comprender la pena, más que en base a sus efectos simbólicos, como un mecanismo de gestión de los conflictos dispuesto a favor de la víctima y para evitar la venganza privada. Así el sistema penal, a la vez que protege los derechos del imputado, permite que la víctima canalice un legítimo interés pu-nitivo como medio para solucionar cierto tipo de conflictos. Y es al Ministerio Público a quien corresponde garantizar que ello sea así.

El nacimiento del Estado moderno estuvo determinado por procesos de mo-nopolización del poder, entre ellos del poder de ejercer violencia. Los intereses afectados en los conflictos privados fueron sistemáticamente desplazados o suplantados por el interés del soberano.30 El mecanismo de expropiación fue la introducción de la noción de infracción para definir el delito, no en base al conflicto y el daño que legitimaba la víctima sino que ahora se trataría de un acto de desobediencia, que dependiendo del contexto político evolucionó como desobediencia al soberano, al Estado o un orden público, sin referencia a una afectación material a un determinado estado de cosas que es considerado deseable en términos valorativos.

Y el encargado de representar al soberano o de reivindicar el orden público fue el procurador.31 Los antecedentes históricos del Ministerio Público, que no

30 Michel Foucault, ob. cit, p. 79.

31 Idem.

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[22] Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011

pueden considerarse como cosa del pasado ya que los discursos autoritarios se reciclan continuamente, son incompatibles con su configuración constitucio-nal actual.

En un Estado democrático y de derecho, los entes públicos que lo componen tienen únicamente una función instrumental. El artículo 8 de la constitución, define la función esencial del Estado en estos términos: “Es función esencial del Estado, la protección efectiva de los derechos de la persona, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de un marco de libertad individual y de justicia social, compatibles con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y todas”. Esta norma es compatible con la noción de política pública manejada aquí.

Toda intervención pública debe estar justificada en el objetivo de lograr una transformación o un cambio social que aumente el nivel de desarrollo humano. Esto no es compatible con lo que algunos teóricos entiende por la razón de Estado, según la cual éste se concibe como un fin en sí mismo.32 Si el Estado no puede identificar un fin ajeno a su propia conservación, salvo los estados de excepción regulados en la constitución, vulnera su carácter instrumental.

La idea del conflicto resulta útil para rescatar los derechos de las partes in-volucradas en el conflicto y para que así pueda el Ministerio Público legitimar su intervención mediante el ejercicio de la acción penal pública.

Esta posibilidad no se agota solamente con los bienes jurídicos individuales que refieren a relaciones de disponibilidad muy personales con medios e inte-reses legítimo para procurar el bienestar, sino que es posible construir criterios de legitimación para el caso de conflictos sociales complejos donde los intere-ses en juego representen grupos o zonas dentro de la sociedad o que incluso la afecten en su totalidad.

Es cierto que el Ministerio Público representa al Estado en los conflictos donde este resulta lesionado, pero en este caso sirve de intermediario para representar los intereses sociales difusos que al no encontrar homogeneidad o cohesión debe asumirlo el ente público. Por eso en doctrina se entiende que hay razón para una protección político criminal de las finanzas públicas, por

32 Ver Michel Foucault: Seguridad, territorio, población; Fondo de Cultura Económica, 2006, páginas 334 y 335.

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«El rol del Ministerio Público en el Sistema de Justicia Penal» [23]

ejemplo, porque un conflicto de las mismas se revierte en la calidad de vida de los ciudadanos.33

Tomar en cuenta los intereses de la víctima o de las víctimas es lo que per-mite al Ministerio Público recurrir a las herramientas de resolución alternativa de los conflicto en vez de recurrir en todos los casos a la pena. Puede entonces, colocar sus recursos en la conflictividad criminal más preocupante, peligrosa o en aquella que por su poder no puede ser gestionada por las víctimas. Por eso uno de los roles fundamentales del Ministerio Público, sobre todo en el ámbito procesal, es la de garantizar el acceso a la justicia a la víctima del delito, que es además una de las razones de su legitimidad.

Tal y como se encuentra definida la acción pública en el CPP, la misma se ejerce de manera obligatoria cuando el Ministerio Público inicia la investiga-ción. Pero no se la vincula con la obligatoriedad de solicitar una sanción penal, porque la norma procesal pone a su disposición otras herramientas, y es aquí donde entrarán el juego el análisis político criminal que servirá para determi-nar cómo utilizar estas herramientas.

Un uso coherente de los recursos de gestión debe estar orientado a realizar una selección inversa de los conflictos a gestionar, sin dejar de dar respuesta a ninguno de los conflictos. Aplicar los mecanismos alternativos y promover la solución espontánea de los conflictos menos graves, mientras se concentra en los que verdaderamente socavan la seguridad ciudadana.

CONCLUSIONES

El rol del Ministerio Público, que tiene recursos novedosos y flexibles, no puede actuar solo contra la criminalidad y no puede contar solo con la pena. Debe ponerse especial énfasis en el recurso humano para hacer más eficientes los mecanismos de gestión de la criminalidad. De nada vale una buena ley sin el adecuado recurso humano para implementarla. Si el recurso humano es in-suficiente o deficiente, la respuesta tampoco puede ser la de readecuar la ley a esas debilidades, porque entonces no estaríamos pensando en base al recurso idóneo para la resolución del problema. Esto simplemente no responde a una adecuada política criminal orientada a la eficacia y al desarrollo humano basa-do en el respeto a los derechos fundamentales. La única víctima de un proceso de intervención de baja o mala calidad será la sociedad.

33 Andrew von Hirsh: “El concepto de bien jurídico y el principio del daño”, en La teoría del bien jurídico, p. 44 y 45.

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Vínculos entre la Justicia Penal y Seguridad CiudadanaSilvina del Valle Ramírez

Abogada argentina, experta en Derecho de los Pueblos Originarios. Cursó Doctora-do en Derecho Público en la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona, España. Ha sido docente en la Universidad Nacional de Córdoba, así como en la Pompeu Fabra. Es profesora interina de la Cátedra de Dere-cho Constitucional a caro del Dr. Roberto Gargarella, en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Dirige el Centro sobre Demo-cracia y Estado de Derecho del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales-INECIP.

DATOS DE LA AUTORA

INTRODUCCIÓN

En nuestros países, el tema de la se-guridad se ha convertido en uno de los mayores problemas, y también en un gran desafío, ya que interpela a los Es-tados cuestionando nociones básicas de los sistemas democráticos. Sin embargo, aquellos segmentos que deben cumplir un rol central en esta tarea (justicia pe-nal y políticas de seguridad) persisten en trabajar aisladamente, sin demasiados canales de comunicación, y careciendo de una planificación adecuada que pueda redundar, finalmente, en disminuir los

PALABRAS CLAVE

Conflicto; Justicia Penal; Políticas de Seguridad; Estado de Derecho; Política Criminal.

RESUMEN ABSTRACT

La seguridad se ha convertido en uno de los mayores problemas de las sociedades actuales, y también en uno de los mayores desafíos. No obstante, aquellos segmentos que deben cumplir tareas específicas y preponderantes, per-sisten en trabajar de forma aislada y sin una planificación adecuada que permita disminuir los niveles de violencia en la sociedad. Se explican, grosso modo, las complejas rela-ciones y dinámicas que se dan entre la justicia penal y las políticas de seguridad.

Security has become one of the greatest problems of contemporary societies, and also one of the greatest challen-ges. However, those segments that have specific and pre-ponderant tasks persist in working in isolation and without adequate planning to allow lower levels of violence in so-ciety. The article explains roughly the complex and dyna-mic  relationships  that  exist between  criminal  justice  and security policies.

Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011, pp. 24-39

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«Vínculos entre la Justicia Penal y Seguridad Ciudadana» [25]

niveles de violencia en la sociedad, proporcionando una mejor calidad de vida a los ciudadanos.

En este trabajo presentaré algunas de las razones que explican las complejas relaciones establecidas entre la justicia penal y las políticas de seguridad. A continuación, exploraré algunos caminos que pueden seguirse para convertir esa relación compleja en una más armónica, a través de un marco conceptual diferente que pueda ser vertido en políticas públicas de seguridad muy concre-tas, con medidas que apuntan a una articulación permanente entre el sistema penal y las fuerzas de seguridad.

Finalmente, delinearé algunas conclusiones que sólo pretenden dejar una puerta abierta para la profundización del análisis, en el entendido que las polí-ticas de gestión de la conflictividad –y dentro de éstas, las políticas de seguri-dad– son una de las caras más visibles de un genuino Estado de Derecho.

I. RELACIONES TRAUMÁTICAS ENTRE LA JUSTICIA PENAL Y LAS POLÍTICAS DE SEGURIDAD

Por lo general, las relaciones que se han establecido entre la Justicia Penal y las Políticas de Seguridad han sido siempre traumáticas y plagadas de con-tradicciones. No ha sido posible encontrar un denominador común en donde todos aquellos protagonistas –jueces, fiscales, policías– puedan planificar lle-var adelante acciones conjuntas que beneficien a los ciudadanos. Así, podemos señalar nudos que socavan esta relación:

Desentenderse de los efectos. La justicia penal vive inmersa en un contex-to cerrado, plagado de burocracias y reglas propias, que no advierte adecua-damente lo que como un sistema –principalmente coercitivo– generan en la sociedad. Así, no tienen presente ni la selectividad de la justicia, ni las condi-ciones carcelarias, ni lo que generan con su lenguaje poco comprensible. Todo esto provoca incomunicación entre el mundo de la seguridad y el mundo de la justicia penal, promoviendo malestar no sólo entre estos dos segmentos sino principalmente en la ciudadanía.

El papel de los medios de comunicación. Cada vez es más notable que los temas de seguridad son centrales en la construcción de discursos y realidades, incentivan la reacción social y provocan cortocircuitos ya que describen minu-ciosa –y hasta morbosamente– todos los sucesos violentos que se producen, en donde la policía o no actúa o fracasa en sus acciones, y cuando éstas llevan

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a la detención de un individuo es dejado en libertad por jueces inmersos en modelos que estigmatizan como garantistas. Este estado de situación así rela-tada por los medios profundiza la desconfianza entre las fuerzas de seguridad y los operadores judiciales, y aumenta la sensación de inseguridad –que muchas veces más que sensación es la constatación de una realidad– generando una opinión pública manipulable por esos mismos medios de comunicación.

El respeto de los Derechos Humanos. Así como el discurso de la importancia del respeto de los derechos humanos está cada vez más internalizado en nues-tros países, es también un lugar común considerar que la policía comete recu-rrentemente violaciones a estos derechos. Por otra parte, el sistema penal debe señalar estas violaciones, contribuyendo a aumentar las tensiones existentes, frente a una política criminal que muchas veces debe perseguir a quienes se exceden en el cumplimiento de su función.

Justicia penal como apéndice de las políticas policiales. Muchas veces se deja librada la conducción de las policías a la propia policía, sin entender la relevancia del gobierno civil en su dirección. Quienes finalmente establecen las políticas en materia de seguridad son las mismas policías, dejando a la justicia penal cumplir un papel subordinado, lo que pone en riesgo cualquier posibili-dad de construcción de una política democrática.

Estos ejemplos que traducen el vínculo entre justicia penal y políticas de se-guridad sólo pretenden indicar que es posible revertir una realidad –que se ha venido gestando hace décadas– a través de mecanismos que señalen los puntos comunes y que armonicen una relación que necesariamente debe encontrar un modo de entendimiento si se pretende alcanzar el objetivo de reducir la vio-lencia gestionando la conflictividad acompasadamente. En el siguiente aparta-do se delinean algunas pautas de cómo pueden acercarse los extremos de esta compleja relación.

II. ARMONIzACIÓN DE LA JUSTICIA PENAL Y LAS POLÍTICAS DE SEGURIDAD

a. Marco de Comprensión común

Una política de seguridad democrática requiere nuevos instrumentos y nue-vos conceptos. Un marco de comprensión común para la justicia penal y las políticas de seguridad encuentra en la gestión de la conflictividad los elemen-tos necesarios para sobreponerse a las tensiones expresadas, construyendo un

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«Vínculos entre la Justicia Penal y Seguridad Ciudadana» [27]

mismo paradigma de actuación. Cuando abordamos al tema de las políticas de seguridad, –ésta es la primera definición importante en la relación democracia /conflictividad– debemos destacar que toda política de seguridad no es nada más que una de las sub-especies de algo mayor: las políticas de gestión de la conflictividad. ¿Por qué es relevante destacar esta relación con la gestión de la conflictividad? Por una primera distinción importante en este campo, la dife-rencia entre el paradigma del orden o “la ilusión del orden”, y la gestión de la conflictividad que actúa como un paradigma alternativo. Cuando uno se intro-duce en la política de seguridad, en la política criminal o en la política judicial, es bastante común que rápidamente se caiga en la ilusión de orden.

Ese enfoque del paradigma del orden funda una determinada política de seguridad y una determinada política criminal. No obstante, existen varias es-cuelas dentro de lo que se conoce como políticas de seguridad. Así como en la economía hay escuelas liberales, monetaristas, etc., también en este campo existen escuelas. Las escuelas de mano dura corresponden claramente al pa-radigma del orden; las escuelas garantistas tienen una visión distinta del pro-blema, que aunque vinculada también con la eficacia del sistema tiene un alto componente de preservación de las libertades públicas.

La primera clarificación conceptual nos brinda elementos para avanzar en el análisis. De lo que se trata es de gestionar la conflictividad. La idea de con-flicto no es una idea negativa, a pesar de que exista una visión instalada en la sociedad de que la mera existencia de conflictos lo es, visión que comparte el paradigma del orden. Por lo tanto, el conflicto es entendido como desviación, como alteración, como desorden, etc. Está claro que el conflicto, la conflictivi-dad, no sólo es un elemento inescindible de la sociedad, por eso el orden es una ilusión, sino que el conflicto es el motor de muchos de los mejores momentos de la sociedad.

Ahora bien, si admitimos que la conflictividad es un elemento insoslayable y con muchos componentes positivos para la sociedad, eso no significa que un sistema político, llamémosle Estado, se quede inactivo frente a la conflicti-vidad. Hasta podría decirse que un sistema político se define por lo que hace respecto de la conflictividad. El Estado (en un sentido general) no puede dejar a la conflictividad librada a su propia dinámica ya que lo que posiblemente ocu-rra es que aumente permanentemente y, sobre todo, que se imponga la lógica interna del conflicto; en ese conflicto va a ganar el más fuerte, va a ganar el que tenga mayor poder. Si el conflicto es una contradicción de intereses y uno lo deja librado a su propia dinámica, ese conflicto va a ir generando la imposición

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[28] Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011

del más fuerte y dos manifestaciones que se conocen claramente: el abuso de poder y la violencia.

En la gestión de la conflictividad, a diferencia del paradigma del orden, que tiene una idea preestablecida de qué lugar le toca a cada uno, su ob-jetivo es evitar el aumento de los conflictos a un nivel que ya se vuelva intolerable para la sociedad y, sobre todo, que esa resolución de conflictos no se haga en términos de abuso de poder y de violencia. La demanda de seguridad que surge de la población tiene estrecha relación con esta idea. Esta demanda no tiene que ver con la emanación autoritaria de nuestros pueblos. Nuestra dirigencia tiene la virtud de trasladar a los ciudadanos sus propios vicios. Considero que es una de las grandes interpelaciones del sistema institucional de nuestros países y lo que la gente expresa es “no queremos vivir en una sociedad con tantos conflictos, no queremos que haya abuso de poder, no queremos que haya violencia”, todas demandas no sólo legítimas sino fundamentales en la constitución de la sociedad demo-crática. Esto puede parecer extraño, pero la demanda de seguridad tiene componentes profundamente democráticas.

Esto es importante en la medida en que tradicionalmente los sectores pro-gresistas, los sectores de izquierda, no han tomado en serio este tipo de de-mandas, no han sabido construir sistemas de gestión de la conflictividad o han quedado atrapados en el paradigma del orden. La política de gestión de la con-flictividad es la política macro y posiblemente sea una de las cuatro grandes políticas de estado junto con la política económica, la política educativa y la política de salud. Evidentemente existen relaciones entre ellas. La relación que hay entre todas estas políticas, sobre todo la relación que hay entre las otras tres políticas y la política de gestión de la conflictividad, deben ser analizadas con cuidado, ya que existe el prejuicio de que si no contamos con una política económica, educativa o de salud totalmente distintas, nada puede hacerse en términos de la política de gestión de la conflictividad.

Obviamente que existe un nexo muy profundo entre las otras políticas y la política de la gestión de la conflictividad. Obviamente que una sociedad que produce suficientes riquezas y las distribuye con igualdad y equidad, va a tener menos conflictos. Todas las políticas tienen una incidencia muy grande en la producción de conflictos, pero aquí es donde se filtra tal vez la idea negativa de conflicto. Imagínense que quisiera provocarse un cambio muy fuerte en las políticas de distribución o en los modos de producción de riquezas de nuestros países, esto sería sin dudas un generador de conflictos. Si hiciéramos la mejor

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«Vínculos entre la Justicia Penal y Seguridad Ciudadana» [29]

de las políticas educativas y reformáramos todo el sistema de educación públi-ca, generaría también un sinnúmero de conflictos.

En Latinoamérica, cualquiera sea el lugar al que dirijamos la mirada, sólo te-nemos un horizonte de conflictividad, por lo cual la política de su gestión es in-evitable. En América Latina, las políticas de seguridad han fracasado por varias razones, entre otras porque se produce un traslado de problemas específicos de la gestión de la conflictividad hacia otras áreas. Hoy, por ejemplo, debemos iluminar las calles por una cuestión de seguridad y no es así, se deben ilumi-nar las calles porque eso es calidad de vida; o debemos darle vivienda digna a la gente no por una cuestión de seguridad, sino porque esos son los objetivos específicos de esta política.

Podemos distinguir diferentes niveles de intervención dentro de las políti-cas de gestión de la conflictividad. Normalmente, encontramos cinco niveles que son los más notorios, los más visibles: el primero, tiene que ver con la inclusión y coordinación con las organizaciones sociales. Las comunidades, la propia sociedad, tienen muchos elementos para aportar, porque esto es propio de la cultura, a veces de un modo positivo, a veces de un modo negativo, ya sea que existan razones de filosofía política o no, siempre la comunidad tiene métodos de gestión de la conflictividad. Las políticas de gestión de la conflic-tividad, y en general la política de seguridad, reconocen aquello que tiene que fomentar o las situaciones frente a las cuales deben abstenerse.

Existe, entonces un primer nivel que tiene que ver con esto: fomento de la gestión social de la conflictividad. Ahora, si observamos la situación de nues-tros países, en general encontramos un fuerte debilitamiento de los mecanis-mos de gestión social, la destrucción de la vida comunitaria, la imposición del tipo de cultura individualista (la cultura del naufragio, es decir el “sálvese quien pueda”); la destrucción de organizaciones, la destrucción de ámbitos que reali-zan funciones de gestión local de la conflictividad en clubes, etc., es decir lo que llamamos la destrucción de la trama social, todo lo cual debilita este primer nivel de gestión de la conflictividad. Los procesos acelerados de migración in-terna, el espacio urbano mal concentrado, una cantidad de factores hacen que en la actualidad en América Latina tengamos en el primer nivel una debilidad en la gestión de la conflictividad.

El segundo nivel de intervención es el de los modelos de referencia para la resolución de conflictos. El sistema político trata de dar modelos ejemplares. Es aquí donde la ley cumple un papel importante para gestionar la conflictivi-dad. Por ejemplo: se tratan de regular las reglas de convivencia, del matrimonio

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o de la buena fe de los negocios, así, “usted me vendió algo que estaba en mal estado, tiene que devolverme el dinero”; cosas muy elementales. Sin embargo, brindar estos modelos de referencia a la sociedad acerca de cómo convivimos, cómo nos tratamos, qué se puede hacer con una persona o con la otra tiene por finalidad disminuir los niveles de conflictividad.

En América Latina, estos modelos de referencia están absolutamente que-brados. La ley ha perdido todo significado cultural como instrumento de ra-cionalización de la vida social, lo que provoca un fuerte quiebre en la gestión de la conflictividad. La crisis de legalidad atraviesa todas nuestras socieda-des. Fenómenos como la impunidad estructural, incumplimiento permanen-te de la Constitución, el hecho de que el mecanismo imperante en nuestras sociedades lo constituye el paradigma de que las leyes se sancionan para que no se cumplan.

Se presenta, entonces, lo que damos en llamar la “inflación legislativa”. Nuestras sociedades están regidas por miles de leyes, le llamamos ley a cual-quier cosa, tanto a la norma constitucional como al reglamento de un llamado a licitación; a todo le atribuimos el mismo sentido. Se genera una gran confu-sión en donde la ley no tiene ningún significado.

El tercer nivel de intervención es el conciliatorio. El Estado debe propender a generar ámbitos de conciliación. Esto, tradicionalmente, fue función de los jueces de paz, de las justicias municipales. Actualmente, lo poco que existía se destruyó, los ámbitos de conciliación informales, como los hospitales, las escuelas o los clubes, se han ido destruyendo; la sociedad no tiene ámbitos na-turales de conciliación. Gran parte del prestigio de la administración de justicia de Inglaterra, por ejemplo, no está asentado principalmente en los jurados, sino en los llamados jueces de equidad. En el Perú, toda la justicia de paz fue apropiada por las estructuras institucionales quechuas y aymaras, y ésta es la única justicia que funciona, se han convertido en genuinos ámbitos de conci-liación.

El cuarto nivel de intervención en esta clasificación tentativa es el de la justi-cia. Dentro de ésta encontramos distintos tipos, ya sea la justicia civil, laboral, que intervienen para resolver determinados casos, dando respuestas concretas con un procedimiento formalista preestablecido, que por lo general no sobre-sale por su celeridad y que no se presenta como el mejor canal para resolver la conflictividad.

Finalmente, encontramos el último nivel de intervención, la justicia penal, predominantemente violenta. Cuando el Estado interviene con violencia, lo

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hace a través de un mecanismo que gira, centralmente, alrededor del encie-rro carcelario. No debe quedar duda que la cárcel es violencia, con niveles de violencia superiores a los que suele reconocerse. Luego podemos discutir si es legítimo el uso de ese instrumento. Pero la discusión acerca de sí es legítima o no, no cambia la naturaleza violenta, de ese fenómeno. Existe poca conciencia de que lo que llamamos poder penal no es otra cosa que el uso de instrumentos violentos. Política criminal es un segmento de la política de gestión de la con-flictividad, donde el Estado va a usar los instrumentos violentos.

Lo que estamos discutiendo es cómo y para qué se están usando estos ele-mentos violentos. Cualquier solución está vinculada a todos estos niveles de intervención. Hoy la debilidad de la gestión de la conflictividad en cada uno de ellos es evidente. Provoca una especie de drenaje de conflictividad hacia el segmento de la violencia, el último nivel de intervención, con una cantidad de conflictos a los que no se les ha dado respuesta en otros niveles. Es así que se altera el principio de “última ratio”, al orientar gran parte de la gestión de la conflictividad a la justicia penal, con el consiguiente fracaso y la distorsión enorme de estos instrumentos.

Ese poder punitivo, que hemos definido por su intrínseca violencia, no apunta a la solución del conflicto sino que es simplemente una respuesta a él, buscando otras finalidades (atemorizar, castigar, corregir, etc.). Esta respuesta muchas veces deja intacto el conflicto, otras –casi siempre– lo transforma en otro y otras tantas veces lo intensifica. Sólo a partir de la constatación de la existencia del poder punitivo, pero no como un hecho aislado, sino funcionan-do en el marco de todo un sistema de niveles e instancias que buscan gestionar la conflictividad es que podemos estar en condiciones de interrogarnos sobre la legitimidad del poder penal. ¿Es válida la utilización de instrumentos violentos en una República democrática, fundada en el Estado de Derecho?

Esta pregunta no es un interrogante sobre el valor del poder punitivo en sí mismo, sino que siempre implica una pregunta sobre el valor del conjunto de niveles e instancias de gestión de la conflictividad, y la eficacia y la fortaleza del papel que juega esa violencia del Estado dentro de la totalidad de ese sistema. Pretender fundamentar el poder penal por fuera de este conjunto de modos y niveles de intervención ha generado un empobrecimiento de la discusión so-bre los fundamentos del poder punitivo y, sobre todo, le ha quitado riqueza al principio del uso de la violencia como “ultima ratio” de un Estado de Derecho.

Hemos llegado, pues, al nivel de la política criminal. Este largo camino era necesario porque uno de los defectos principales en la formulación actual y

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en el análisis de la política criminal es creer que ella actúa en una especie de vacío social, es decir, que ella tiene autonomía respecto de las otras formas de intervención de los conflictos y no forma parte de la Política de Gestión de la Conflictividad. La política criminal no tiene ninguna autonomía respecto de los otros niveles de intervención de los conflictos, al contrario, es dependiente de ellos y, por otra parte, forma parte de la gestión de los conflictos, como una de las políticas sectoriales que la conforman.

Hemos sostenido en el párrafo anterior que lo que caracteriza este nivel de intervención es el uso por parte del Estado de sus recursos violentos. Esta afir-mación suele provocar perplejidad ya que no le asignamos a la fuerza que ejerce el Estado el nombre de violencia. Preferimos hablar de “fuerza estatal”, “coer-ción penal o estatal” “poder penal” etc. Todas esas frases se refieren a un fenó-meno social fácilmente identificable: el uso del encarcelamiento, la detención, la participación de fuerzas de seguridad que portan armas, en fin, instituciones habilitadas para ejercer fuerza (violencia) sobre los ciudadanos.

Claro está que existe una discusión acerca de la legitimidad de ese uso y hasta podemos sostener que existen algunos consensos sobre la necesidad de su utilización, pero el hecho de que le asignemos valor de legitimidad a ese fenómeno no altera su naturaleza violenta. En el mejor de los casos se tratará de violencia legítima ejercida por el Estado. Lo que no se puede sostener es el ocultamiento de su naturaleza a través de formulas de legitimación o fra-ses rutinarias, fabricadas por la academia, que le cuesta reconocer el carácter violento de la política criminal. Al contrario, en la política criminal todo gira alrededor de la violencia del Estado. Incluso, cuando hablamos de algunos ins-trumentos menos violentos (tales como ciertas multas o penas alternativas) ella se encuentra como telón de fondo, como amenaza final.

b. Políticas Públicas de Seguridad

Toda política de seguridad debe tener en cuenta de un modo directo el grado de organización, desarrollo y eficacia de la persecución penal. Entendemos por ella el conjunto de acciones que lleva adelante un órgano específico (general-mente la fiscalía) en conjunto con sectores especializados de la policía (poli-cía de investigaciones) y de otros sectores del Estado, para lograr el castigo de aquéllas conductas que previamente han sido calificadas como delitos por una ley. Entendemos por política de persecución penal el conjunto de decisiones que se deben tomar para que dichos órganos alcancen un grado apreciable de eficacia, es decir, no permitan que exista impunidad y logren el cumplimien-

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to de esa finalidad mediante una asignación racional y no dispendiosa de los recursos públicos (eficiencia). Como dicha eficacia no se puede lograr en to-dos los casos previstos en la legislación penal o una asignación eficiente de recursos no permite hacerlo, también forma parte de la política de persecución penal el establecimiento de las prioridades de actuación de los órganos especí-ficos o los criterios de preeminencia de casos cuando se producen situaciones de saturación de la capacidad de actuación.

La política de seguridad y de persecución penal se relacionan en distintos niveles:

a. relaciones de “respaldo”

b. relaciones de “integración”

c. relaciones de “reemplazo”

En todo caso se deben evitar relaciones “patológicas” tales como las relacio-nes de contradicción, indiferencia o “boicot” o “bloqueo”.

Relaciones de “respaldo”. Las políticas de seguridad tienen principalmente un modo de intervención preventivo. Por el contrario, las políticas de perse-cución penal actúan, preferentemente, de un modo reactivo, es decir, cuando un delito ya ha sido cometido. Sin embargo, tienen un punto de confluencia ya que la finalidad última de ambas es evitar la aparición de las conductas se-leccionadas como delitos. El “castigo” propio de la persecución penal está al servicio de la finalidad de evitar que dichas conductas se realicen. El castigo nunca es un fin en sí mismo. Es bastante común que exista en este campo una relación de indiferencia, es decir, que la política de seguridad se lleve adelante con total prescindencia del funcionamiento de la persecución penal y, en senti-do contrario, que los planes de prevención se desentiendan totalmente de qué sucederá con los casos cuando ellos ingresen a la justicia penal. Así se producen situaciones tales en las que se realizan grandes “redadas” o detenciones masi-vas que luego, a los pocos días, quedan en la nada en los estrados judiciales o casos importantes en los que la justicia penal trabaja con ahínco y luego son totalmente desconocidos por los sistemas policiales.

Para superar estas situaciones de indiferencia es necesario planear con cui-dado la dimensión de respaldo. Para ello, en primer lugar, es necesario compa-tibilizar prioridades. Por ejemplo, si dentro de la política de seguridad es una prioridad prevenir una ola de asaltos a bancos, homicidios en una determinada zona o una modalidad de delitos específica (Vg. Secuestros) luego los fiscales

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deben lograr que las respuestas de la justicia penal estén acompasadas con esas prioridades. Obviamente los jueces no forman parte de esta necesaria armo-nización porque ellos no son responsables ni de la política de persecución pe-nal ni de la de seguridad, pero sí es función de los fiscales lograr este nivel de respaldo. Ya sea asignando mayores recursos a estos casos, ya sea buscando las formas concretas de abreviar los plazos o de ser mas eficientes en su trabajo, lo cierto es que debe existir una relación fluida y programada de respaldo.

Esta relación se debe construir en dos niveles. Uno en el nivel de conducción y otro en el plano operativo. En el primero, dependerá del esquema general de conducción de la política de seguridad y de la estructura unitaria o federal de cada país, pero la creación de una comisión de seguimiento en el máximo nivel, en el que participen la conducción política, la del cuerpo de fiscales y la de la policía de investigaciones es un paso ineludible para diseñar y ajustar esta po-lítica de respaldo. En el plano operativo, debe existir una comisión o personas de enlace que se halle lo suficientemente informada de las realidades de ambas dimensiones como para gestionar el acompasamiento de los trabajos de unos y otros.

Las relaciones de respaldo tiene su eje principal en la coordinación fiscales- policías de investigación. Pero no se agotan allí. Al interior de las policías tam-bién debe existir una relación de respaldo entre las funciones específicamente preventivas y las de investigación. Más allá de lo que expresen los organigra-mas no existe una suficiente práctica de respaldo entre las propias oficinas de la misma policía o de las policías cuando son cuerpos diferentes. En este caso le compete al órgano de conducción política del sistema de seguridad realizar esta tarea y darle seguimiento mediante la asignación de esa tarea a una comisión o persona en particular. Del mismo modo, dentro del cuerpo de fiscales (Fisca-lías, Ministerios públicos, etc. según los países) suele ocurrir que las directivas de las máximas autoridades no se cumplen, no se sigue su cumplimento o se lo hace de un modo deficiente. Corresponderá a los jefes de fiscales ajustar los mecanismos de control y dirección de su propia institución. Dado el carácter autónomo que tienen muchas de ellas será tarea de la conducción política del sistema de seguridad establecer el sustento político de esa relación.

La falta de una adecuada “política de respaldo” produce muchos daños y lleva rápidamente a situaciones de contradicción o boicot. Acciones eficaces de la policía son desbaratadas por la lentitud de respuesta de la justicia de tal manera que los efectos preventivos desaparecen y se establece la estrategia de dejar que la policía actúe para que luego todo se diluya en la justicia y restable-

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cer luego los circuitos de modalidades delictivas. O la policía realiza acciones preventivas que son clara y notoriamente insustentables en el plano judicial, con lo cual produce el mismo efecto y genera un gran desprestigio y sensación de impunidad. Estas relaciones de contradicción suelen llevar al bloqueo que es la peor de las relaciones patológicas. En esos casos la misma policía se encarga de difundir que la responsabilidad de todo el fracaso la tienen los órganos de persecución fiscal y de la justicia penal; se difunde, como réplica, un manto de sospecha sobre todo el actuar del sistema policial.

Uno de los obstáculos que existen para ejecutar éstas –y también las otras– acciones de respaldo, es la deficiente identificación de los sujetos que deben lle-varla a cabo. Por un lado, la falta de claridad de las organizaciones policiales no permite señalar con claridad los responsables de estos planes o los dispersan en funcionarios que tienen otra innumerable cantidad de tareas. Por el otro lado, en la gran mayoría de los países todavía se identifica a los “jueces” como los interlocutores de estas tareas cuando en realidad a ellos no les corresponde, no tienen facultades para pactar políticas con otros organismos y no son los responsables de la política de persecución penal, ni siquiera en aquellos pocos países que todavía mantienen un sistema de investigación judicial. Es crucial que los organismos de conducción del sistema de seguridad tengan claridad sobre este punto para evitar perdidas de tiempo.

Finalmente, no se trata sólo de generar una situación de respaldo entre fiscales y policías sino que deben intervenir otras oficinas del Estado que suelen estar involucradas en temas importantes. Es bastante usual que la relación de indiferencia se de con estas oficinas. Por ejemplo, se lleva adelan-te una política preventiva-reactiva en temas de impuestos o de fraudes o de accidentes de tránsito y oficinas vinculadas a estos temas permanecen impa-sibles y no dan información, no toman en cuenta la necesidad de establecer procedimientos de “urgencia” y continúan con su rutina. Así, por ejemplo, la necesidad de que medidas administrativas acompañen al accionar de la poli-cía o de los fiscales queda totalmente disminuida. Por el contrario, es nece-sario integrar a estas oficinas y señalarles con claridad el papel que cumplen como respaldo. A partir de allí ellas deben estar integradas en los niveles de seguimiento de estas políticas y deben recibir con claridad los requerimien-tos que deben transmitir al interior de sus organizaciones. Le corresponde al nivel de conducción política del sistema de seguridad o a las Jefaturas del cuerpo de fiscales mantener abierto este canal de respaldo, según el tipo de oficina de que se trate.

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Relaciones de “integración”. Las políticas de seguridad tienden a trabajar sobre clases o generalidades de casos. Por el contrario, las políticas de persecu-ción penal, como tienen que llevar sus peticiones al sistema judicial trabajan generalmente caso por caso. Esto produce dos visiones distintas que generan disfunciones. La visión del “fenómeno criminal” que suelen tener los órganos policiales y la visión del “caso” que suelen tener los cuerpos de fiscales. Esta divergencia genera problemas en ambas dimensiones. Se debe señalar que es muy difícil que exista un caso de delito por fuera de un fenómeno más o menos generalizado. Es más, la criminalidad tiene un alto grado de organización en sus fenómenos masivos o responde a patrones estructurales de base social. Por ejemplo, el robo de autos yo lo puedo ver como un tipo de delitos o como un caso particular, pero no podemos negar que el robo de autos se corresponde con una estructura (en este caso una estructura de mercado) que rige tanto el fenómeno general como el caso particular. La integración de estas dos visiones es fundamental para que ambas políticas tengan niveles de eficacia. La ausen-cia de información sobre los circuitos de criminalidad y de un adecuado análisis político-criminal conspira contra esta integración, pero es imprescindible co-menzar a realizarla para modernizar ambas políticas.

Por ejemplo, si la política de seguridad quiere disminuir el robo de autos y no tiene claridad sobre como construir casos relevantes que le den suficiente “respaldo” a su política suele saturar el sistema judicial con casos sin impor-tancia o que trabajan sobre un segmento del “mercado de vehículos usados” de fácil reconstrucción. Por otra parte, si los órganos de persecución penal no comprenden que de todos los casos que reciben no todos tiene similar impacto sobre dicho mercado, y por lo tanto tienen que darle prioridad a unos sobre otros, es decir, si el cuerpo de fiscales carece de una mirada de política criminal o de control de criminalidad de mayores alcances a la “lógica del caso indivi-dual”, entonces ambas políticas no estarán integradas y fácilmente derivarán a alguna de sus formas patológicas (indiferencia, contradicción o bloqueo).

En este campo, las oficinas de inteligencia criminal cumplen un papel de-terminante, tanto en la comprensión del circuito de criminalidad como en el seguimiento de los efectos. Por eso la integración se debe dar en tres niveles: a) compartir información y establecer una comprensión común del circuito de criminalidad (o área de criminalidad) sobre la que se quiere actuar; b) esta-blecer los segmentos de la estructura de funcionamiento sobre las que actúan las políticas de seguridad y persecución penal (por ejemplo, sobre las grandes bandas, sobre los proveedores, etc., según la estructura específica del circui-to de criminalidad); c) pactar los tiempos de permanencia de estas políticas

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en sus distintos niveles de prioridad; d) compartir el criterio de “éxito” y los instrumentos y formas de evaluación; y, e) diseñar una política de difusión y comunicación tanto al interior de las organizaciones como al público que tenga bases comunes.

Relaciones de reemplazo. Puede ocurrir que no siempre sea posible o con-veniente “integrar” las políticas de seguridad y de persecución penal. En oca-siones porque se carecen de los medios para hacerlo, en otras porque algún segmento del sistema penal no tiene capacidad para dar respuesta (por ejem-plo las cárceles se encuentran saturadas, deterioradas o en crisis de gestión) o, en otras, porque se puede lograr mayor eficacia utilizando instrumentos de menor entidad punitiva (y no utilizar el sistema penal). En estos casos se debe planear una adecuada función de reemplazo, que permite que una de las políti-cas asuma temporalmente tareas que la otra no puede hacer, sin renunciar, por supuesto a los instrumentos específicos.

Por ejemplo, puede existir un pico de criminalidad urbana de pequeña en-tidad (rapiña callejera) que molesta especialmente a la población. Al mismo tiempo la justicia penal puede estar saturada por otros casos u otras priori-dades. Quien diseñe la política de seguridad debe tener en cuenta que deberá asumir otras dimensiones para ser eficaz: por ejemplo, utilizar mucho más el sistema contravencional que el penal o diseñar otras medidas adminis-trativas. Por el contrario, pueda ocurrir que la situación sea inversa, pero la población no admite una situación de impunidad en un área determinada, entonces la justicia penal tendrá que aumentar algunos de sus mecanismos (publicidad por ejemplo) que influyen sobre las variables subjetivas de la in-seguridad.

Para desarrollar políticas de “reemplazo” se debe tener mucha claridad so-bre los límites y posibilidades de los instrumentos que se utilizan. Por ejem-plo no es una adecuada política de reemplazo que se le asignen funciones persecutorias a la policía y menos aún funciones de juzgamiento. O por el contrario que los fiscales comiencen a dirigir operativos netamente policia-les. Del mismo modo conspira enormemente contra las políticas de “reem-plazo” los altos niveles de burocratización, de tal manera que las institucio-nes de policía o el cuerpo de fiscales sólo “saben” actuar de un solo modo, generalmente rígido.

La relación de reemplazo requiere de un alto grado de planificación. Es de suma importancia que las distintas instituciones tengan oficinas de planifi-cación y que diseñen mecanismos de reemplazo con tiempo. Es probable que

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estos planes no sirvan para los casos graves de criminalidad pero si son muy útiles para fenómenos masivos que causan molestias en la población y tienen gran influencia en la percepción de inseguridad.

Es probable que la gran mayoría de los países no cuenten todavía ni con las prácticas ni con las personas ni con las estructuras necesarias para establecer este tipo de relaciones entre las políticas de seguridad y las de persecución pe-nal. Por ello, cuando veamos los instrumentos de desarrollo de estas políticas será necesario proponer dos niveles de acción:

1. Instrumentos de reorganización que tornen viable los distintos tipos de relaciones.

2. Instrumentos de desarrollo de las formas de relacionamiento.

ALGUNAS CONCLUSIONES

- Una política de gestión de la conflictividad construye un nuevo paradig-ma en un Estado democrático, que desafía el paradigma del orden. Desde esta nueva perspectivas, las políticas de seguridad adquieren otro senti-do, que atienden las demandas ciudadanas en un marco de comprensión distintivo.

- Dentro de las políticas de gestión de la conflictividad existen diferentes ni-veles de intervención, el último de ellos es la justicia penal y su aparato coercitivo. Es imprescindible en un Estado democrático seguir insistiendo con el principio de “última ratio”, que apele al ejercicio de la violencia sólo en determinadas y acotadas circunstancias.

- Las políticas de seguridad y las políticas de persecución penal se relacio-nan de distinta manera. Así, relaciones de respaldo, de integración y de reemplazo –como una vía de organizar esas distintas formas de vincula-ción– generan un escenario adecuado para tornar posible la formulación y planificación de acciones conjuntas.

- Es preciso analizar las políticas de seguridad en un marco comprehensivo que incluya la concepción de un Estado democrático y un Estado de dere-cho, que entienda la relevancia de las políticas de gestión de la conflictivi-dad, que pueda advertir los distintos niveles de intervención, y que se haga cargo de la función que desempeñan en conjunto con el sistema de justicia

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penal, para establecer políticas consistentes de Estado, que a la manera de las políticas económicas o las políticas de salud, permitan diseñar a futuro marcos de actuación.

- Finalmente, de lo que se trata es de construir Estados que puedan dar respuestas a los ciudadanos, integrando diferentes instancias de respues-tas, y privilegiando en todo momento la disminución de los niveles de violencia.

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Sistema de Justicia Penal y Seguridad Ciudadana: de un discurso populista a una política estratégica de seguridadFélix M. Tena De Sosa

Licenciado en Derecho, magna cum lau-de, Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), 2005. Egresado del Programa Intera-mericano de Capacitadores de la Reforma Procesal Penal, Centro de Justicia de las Américas (CEJA), 2006. Maestrante en Derecho Constitucional, Universidad Iberoamericana (UNIBE), 2010. Trabajó como Abogado Asistente en la Unidad Técnica del Ministerio Público, 2005-2006. Fue Asesor Legal de la Comisión de Verificación y Au-ditoria de la Asamblea Nacional Revisora de la Constitución, 2009. Desde diciembre de 2006 es Investigador Asociado de la Fundación Institucio-nalidad y Justicia (FINJUS).

INTRODUCCIÓN

Una realidad inocultable en la actuali-dad es el recrudecimiento de la violencia y la creciente inseguridad que afecta a la ciudadanía dominicana. La seguridad ciu-dadana concentra una gran atención en los medios de comunicación porque es un eje transversal de la institucionalidad pú-blica y el desarrollo nacional. Pero a pesar de que el Estado no ha adoptado una polí-tica estratégica de seguridad, influyentes sectores de la opinión pública prefieren recurrir a un discurso de carácter populis-ta que demoniza el código procesal penal,

PALABRAS CLAVE

Conflicto; Debido Proceso; Poder Penal; Populismo; Política de Seguridad; Estado democrático.

RESUMEN ABSTRACT

La exigencia de que el Estado garantice la seguridad de la ciudadanía es una pretensión legítima en cualquier régi-men democrático. Pero no es admisible que, para satisfacer esto, se adopten políticas y decisiones de carácter populista que terminen renegando de las libertades públicas y de los límites constituciones al poder penal.

The requirement that the State guarantees the security of citizens is a legitimate claim in any democratic regime. But it is not acceptable that in order to satisfy this, the government adopts populist policies and decisions which denies civil liberties and constitutional limits to criminal power.

DATOS DEL AUTOR

Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011, pp. 40-54

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responsabilizándolo de todos los problemas de inseguridad y criminalidad. Por tanto, las reflexiones que siguen, esencialmente preliminares y exploratorias, cuestionarán las falencias de un discurso que pretende ignorar la complejidad del fenómeno criminal. Con esto no se pretende que el código sea inmodifica-ble, pero sí que cualquier revisión ha de justificarse sobre la base de un estudio previo que identifique los aspectos específicos que lo requieran. Pero ninguna reforma para eficientizar las políticas de seguridad y persecución debe vulnerar los principios constitucionales que limitan el poder penal en un Estado social y democrático de derecho.

I. SEGURIDAD CIUDADANA EN LA REFORMA PROCESAL PENAL

La reforma procesal penal significó en su momento la transformación más importante en el sistema de justicia dominicano, después de la reforma cons-titucional de 1994, porque desmontó un modelo de enjuiciamiento penal mix-to con fuertes rasgos inquisitivos para instaurar uno de carácter acusatorio o adversarial. El código se legitimó normativamente a partir de la recepción de valores, principios, derechos y garantías constitucionales e internacionales que históricamente permanecieron ajenos a la práctica del sistema de justicia penal dominicano. Es así que un cotejo desapasionado permite identificar el origen constitucional o internacional de la mayoría de los 28 “principios fundamenta-les” que resumen la filosofía institucional del código.  No en vano se habla de la “constitucionalización del proceso penal dominicano”.1

La transformación del aparato procesal penal no surge en el vacío histórico ni es el fruto de reflexiones desconectadas de la realidad social, política y jurí-dica dominicana, sino que es un componente del Estado social y democrático de derecho esperado desde el final de la tiranía trujillista. Así pues “a la reforma procesal penal la insufla la democracia que se va recuperando, la libertad que se creía perdida y que se reencuentra, y el respeto por el ser humano, lo que redefine el sentido y significado garantizador del proceso penal”.2 Por esto se adopta un modelo de enjuiciamiento penal más acorde con las disposiciones constitucionales que limitan el poder penal. El diseño institucional del código

1 Véase Tena de Sosa, Félix M.: Apuntes sobre la Constitucionalización del Derecho Procesal Penal Dominicano, FINJUS-UNIBE, Santo Domingo, 2008.

2 Cafferata Nores, José Ignacio: La Reforma Procesal en América Latina, http://www.dplf.org/uploads/1190596764.pdf

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impide la condena de un imputado fundada en prueba obtenida ilícitamente o mediante un procedimiento que no respete las reglas del debido proceso y, en consecuencia, al Poder Judicial se le otorgan facultades de control para frenar los abusos del poder penal y anular las actuaciones contrarias al derecho.

El código procesal penal procuraba el destierro de la corrupción judicial, el establecimiento de mecanismos de transparencia y control de las institucio-nes del sistema de justicia penal (publicidad y participación de la ciudadanía), el fortalecimiento de los sistemas judiciales en el contexto político (indepen-dencia judicial), un mayor acceso de las personas al sistema de justicia penal (defensa pública y despachos de atención a las víctimas), la transformación de la investigación penal para hacerla más eficiente (reforma del Ministerio Público y de la Policía) y el establecimiento de un verdadero juicio oral como etapa central del proceso. Esto constituyó un loable intentó por consolidar un sistema de justicia penal que dé solución a los conflictos sociales en el marco de un sistema de gobierno civil, republicano, democrático y representativo como preludia el artículo 4 de la Constitución de la República.

La preocupación por la seguridad ciudadana no estuvo ajena a la reforma procesal penal. Por eso se avanzó en una transformación del Ministerio Público que lo convirtiera en una institución profesional para dirigir la persecución del crimen, y se intentó una reforma policial que fue truncada por la resistencia de sus altos mandos. Se tenía conciencia además que las leyes no son autoejecu-torias, sino que se requería una transformación cultural y organizacional para operativizar los cambios procesales y aprovechar al máximo los mecanismos de respuesta con que cuenta el sistema de justicia penal para contrarrestar el crimen. Pero tampoco se ignoraba que para una mejoría en la seguridad ciu-dadana producto de la reforma procesal penal era necesario una importante inversión económica y una efectiva coordinación interinstitucional entre el Ministerio Público y las agencias de investigación y seguridad.

No hay dudas de que código procesal penal podría contener errores con-ceptuales que dificulten el diseño y la ejecución de una política estratégica de seguridad ciudadana. Por eso no se puede asumir que el código es inmo-dificable como si fuera una “cláusula pétrea. Nada impide pues reformarlo, siempre que no se contraríen principios consagrados en la Constitución y los tratados internacionales de derechos humanos.3 Menos ahora que la

3 Los tratados internacionales sobre derechos humanos ostentan ya una expresa “jerarquía constitucional” conforme lo dispuesto en el inciso 3 del artículo 74 de la Constitución proclamada el 26 de enero de 2010.

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Constitución de 2010 reconstitucionaliza el proceso penal. Sólo la renuen-cia a incorporar en el análisis jurídico las asistematicidades entre los prin-cipios constitucionales y las normas legales explicaría que se pueda promo-ver una revisión del proceso penal que contraríe principios que gozan de raigambre constitucional.

Tampoco es aceptable que se piense en una contrareforma para ocultar las falencias del sistema de justicia penal, que se traducen en prisiones injustas, víctimas desprotegidas, procesos judiciales interminables, inseguridad e im-punidad generalizada. Ninguna norma, sea penal, civil o procesal, está para facilitar el trabajo de las agencias judiciales o policiales. Las leyes existen para disciplinar el ejercicio del poder. La transformación cultural iniciada por la reforma procesal penal lleva el signo propio de la Constitución. Por tanto, la efectividad del orden constitucional es puesta a prueba cada vez que se pretende morigerar el sistema de garantías de un código procesal penal que no hace sino traducir legislativamente el espíritu de la Constitución y los tratados internacionales sobre derechos humanos en un ámbito tan grisáceo como el sistema de justicia penal.

Si el código procesal penal ha de requerir cambios para eficientizar la po-lítica de seguridad ciudadana debería determinarlo un estudio previo de los indicadores de gestión de las instituciones que lo aplican y un análisis porme-norizado de su impacto concreto en el desempeño de la justicia penal y no fun-damentarse solo opiniones o percepciones que tradicionalmente confunden su función instrumental e ignoran los límites de la persecución penal como método de control de la criminalidad. Pues resulta incuestionable que algunas de las debilidades que persisten en el sistema de justicia penal corresponden, más a la falta de asimilación o empoderamiento de los actores, que a problemas de configuración normativa, porque a juristas y abogados “formados en otro espíritu [les] es muy difícil volver a enfocar su cultura jurídica alrededor de nuevos conceptos”.4 Así pues el método acertado para promover una revisión del ordenamiento procesal penal es un diagnostico concreto de las institucio-nes, para impulsar políticas públicas de impacto que permitan eficientizar el sistema de justicia penal conforme a las exigencias de la seguridad ciudadana, sin atentar contra las libertades públicas propias de un Estado social y demo-crático de derecho.

4 Favoreu, Louis Joseph: La Constitucionalización del Derecho, Revista de Derecho, Vol. XII, agosto 2001, Chile, 2001, p. 43.

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II. LA SEDUCCIÓN DE UN DISCURSO POPULISTA

Uno de los principales problemas que actualmente preocupa a la mayor parte de la sociedad dominicana es el aumento de la criminalidad violenta y la consi-guiente degradación de la seguridad ciudadana. A esto ha contribuido el auge del narcotráfico, el abuso de las armas de fuego y la violencia en los espacios públicos, junto a fenómenos sociales complejos como la desintegración familiar, la crisis educativa, la falta de oportunidades, especialmente entre la juventud y el auge de antivalores ligados al enriquecimiento ilícito y el crimen organizado. La pre-ponderancia social de esta problemática se refleja con su presencia permanente en los medios de comunicación, que, en consecuencia, terminan jugando un rol principalísimo en la construcción de la percepción social. “Esta actitud ha hecho necesario enfocar la atención criminológica hacia los medios de comunicación como instrumentos para la creación y medición de la opinión pública y, por tan-to, factor directamente determinante de la política [de seguridad ciudadana]”.5

La ciudadanía dominicana percibe que la delincuencia ha aumentado de ma-nera alarmante6 y que las instituciones responsables no han adoptado decisio-nes efectivas para controlarla. No existe pues una política estratégica de segu-ridad ciudadana que conecte con los cambios operados en la reforma procesal penal. El Programa del Barrio Seguro es una loable iniciativa que fracasó por la ausencia de una voluntad política comprometida con disminuir las causas estructurales de la violencia e inseguridad, lo que se evidenció con la falta de recursos para su adecuada implementación, la incoordinación gubernamental y la no transformación de la Policía Nacional. Pero tampoco existe una política criminal efectiva que transparente los criterios seguidos para perseguir el deli-to. El Ministerio Público no ha podido estructurar un programa de persecución penal estratégica que conecte con las necesidades concretas de las comunida-des del país. La ausencia de políticas de seguridad y de persecución se convierte en un decisivo factor de deslegitimación de la reforma procesal penal.

Esto último es aprovechado por un sector influyente en la opinión pública para reducir la problemática de la seguridad ciudadana a los supuestos “efectos criminógenos” del código procesal penal, y atribuirle, casi a título exclusivo,

5 Resumil, Olga Elena: Criminología General, 2da. Edición, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2000, pp. 234 y ss.

6 Una encuesta publicada en enero del 2011 por el Barómetro de las Américas revela que más del 70 por ciento de la población dominicana dice sentirse más insegura que hace 5 años, y que el 93 por ciento percibe un alto nivel de delincuencia.

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cuantas deficiencias exhiba el sistema de justicia penal para producir decisio-nes que envíen mensajes de responsabilidad social contra la delincuencia, tanto la común como la organizada. Para esto se recurre a un discurso populista que demoniza al código, concibiéndolo como “un trampolín para la delincuencia”.7 Se trata de un discurso poderosamente seductor, que conecta con el sentimien-to popular de inseguridad, y legitima un lenguaje bélico que exige “tolerancia cero”, “mano dura” y “guerra contra el crimen”.

El discurso populista es de carácter autoritario, porque clama por seguridad a costa de sacrificar las libertades públicas y los límites del poder penal que im-pone el Estado social y democrático de derecho; selectivo, porque niega la con-dición de persona a ciertas categorías de infractores siguiendo las tendencias del derecho penal del enemigo y no da cuenta de los miles de presos preventi-vos encerrados en las cárceles dominicanas ni de la duplicación de la población penitenciaria en los últimos seis años; y fetichista, porque ignora que la mayor parte de los problemas de seguridad poco o nada tienen que ver con la letra desnuda de la ley y pretende garantizar la eficacia de la persecución con una simple reforma legal, como si la realidad pudiera cambiarse de un plumazo.

Para el discurso populista, por demás, el poder penal no conoce límites, no sólo legales y racionales, sino tampoco materiales y físicos. Es por esto que termina legitimando el desbordamiento de las capacidades de respuesta de las agencias del sistema de justicia penal con una legislación inflada y fraccionaria-mente difuminada en innumerables instrumentos, lo que mediatiza la técnica de la codificación; legislación que por su total imposibilidad de cumplimien-to efectivo, asume fines meramente simbólicos; el procedimiento adopta una ideología de emergencia o excepción permanente que habilita reglas de actua-ción mucho menos rigurosas en detrimento de los principios básicos del debi-do proceso y se terminan adoptan las tesis de Jakobs que establecen un trato diferenciado entre ciudadanos y enemigos.

La cultura autoritaria que tradicionalmente ha delineado el discurso y la práctica institucional dominicana es un caldo de cultivo que potencia los efec-tos corrosivos de un discurso populista que termina legitimando la disolución del principio de legalidad penal, a partir de la visión de que los delincuentes no tienen derechos y, por tanto, su eliminación es socialmente deseable, pasando por el quiebre del principio de culpabilidad, el desmonte del debido proceso, la

7 Esta expresión es del magistrado Rafael Luciano Pichardo, Vicepresidente de la Suprema Corte de Justicia (Listín Diario: 28/04/2010).

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criminalización de la pobreza y la deshumanización de los infractores, quienes son responsabilizados y sancionados más por su estilo de vida o su grado de peligrosidad, que por las conductas lesivas que propiamente realizan.8

Pero lo más preocupante del discurso populista es que termina fijando en el imaginario colectivo la percepción de que los delincuentes están protegidos impunemente por el sistema de justicia penal e impone la imperiosa “necesi-dad” de un reequilibrio procesal que fortalezca las potestades represivas de las agencias de persecución y atempere las garantías de los imputados, para ga-rantizar la protección efectiva de la sociedad y las víctimas del crimen. Ello no ayuda a pensar con seriedad la reingeniería institucional que requieren la Po-licía Nacional y otras agencias púbicas para garantizar la seguridad ciudadana, y sólo sirve para alimentar una esperanza efímera que legitime sus prácticas arbitrarias y la contrarreforma procesal penal que se ha impuesto operativa-mente, al margen de la letra de la ley, con el apoyo directo de la jurisprudencia de la Sala Penal de la Suprema Corte de Justicia.

Por esto urge recordar que nunca hubo una época de oro de la justicia penal dominicana. Lo único que queda en el recuerdo colectivo son las miles de pri-siones preventivas que vivieron individuos desposeídos contra los que nunca hubo pruebas para hacerles un juicio debido y aprendieron a ser delincuentes en las cárceles; también miles de víctimas que nunca vieron satisfechas sus in-tereses en un tortuoso y lento proceso que no les permitía ser resarcidas opor-tunamente; otros cientos de supuestos delincuentes muertos por agentes del orden en unos confusos intercambios de disparos; sin mencionar las decenas de asesinatos selectivos de líderes políticos y sociales de avanzada; las desapa-riciones forzosas; los miles encarcelamientos ilegales; las degradantes tortu-ras; y a nada de esto el Poder Judicial pudo imponerle los límites que planteaba la Constitución de la República.

El discurso populista conduce inevitablemente a “un circulo vicioso en el que el aumento de la criminalidad corre pajero con un aumento de la dureza de la represión punitiva, que parece volver a los tiempos de una política penal autoritaria”. Por esto el jurista debe “plantearse el problema de los límites al poder punitivo estatal, límites que se basan, en última instancia, en la dignidad humana y en la idea de la justicia misma”.9 Es que la teoría penal debe servir

8 Véase Jorge Prats, Eduardo: Los Peligros del Populismo Penal, FINJUS-CARMJ, Santo Domingo, 2008.

9 Muñoz Conde, Francisco: Introducción al Derecho Penal, Segunda Edición, Editorial BdeF ltda, Montevideo-Buenos Aires, 2001, pp. 106-107.

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como instrumento de garantía que, consciente de “la inexistencia de un po-der bueno”, como explica Ferrajoli, reivindique la protección de los ciudadanos contra las vulneraciones de derechos que inevitablemente ocurren en el ejerci-cio del poder penal.

III. UNA POLÍTICA ESTRATÉGICA DE SEGURIDAD CIUDADANA

Es perfectamente comprensible que los juristas también se planteen el pro-blema de la eficacia de la política de seguridad y de la política de persecución penal. Esta preocupación estuvo siempre presente en la articulación de la re-forma procesal penal porque se tenía conocimiento de que sin la realización de reformas institucionales en las agencias de persecución del crimen las ga-rantías procesales causarían estragos, generando así cierta sensación de im-punidad. Pero se asumió, quizá con un exceso de optimismo, que un exigente control judicial coadyuvaría a impulsar la transformación organizacional del Ministerio Público y la Policía Nacional, el reajuste de las prácticas institucio-nales y la corrección oportuna de los errores que se fueran presentando en la implementación del ordenamiento procesal penal acusatorio.

Se obvió de buena fe que las instituciones responsables de estructurar la po-lítica estratégica de seguridad ciudadana han sido históricamente inoperantes y todavía siguen esperando a los bárbaros de Cavafis para entonces adoptar las medidas institucionales que requiere el país. Nunca faltan sin embargo diag-nósticos de expertos, informes de seguimiento, comisiones interinstituciona-les u otras expresiones de una voluntad política que no trasciende del discurso a la acción. Esa inoperancia, convenientemente ignorada por el discurso po-pulista, explica porque amplios sectores de la ciudadanía asumen que el códi-go procesal penal es responsable del aumento exorbitante de la criminalidad, y exigen, casi a gritos, que se adopte “un código de bárbaros” para legitimar, quizá sin saberlo, la contrarreforma que operativamente avanza reduciendo a simples pedazos de papel las garantías constitucionales que limitan el poder penal. El código se ha convertido de algún modo “en una solución” para justi-ficar la desidia e inactividad de instituciones que dicen tener las manos atadas para perseguir el crimen.

Para asumir en serio el problema del aumento de la criminalidad se impone superar el inactivismo institucional y las falsas ataduras que supuestamente crea el código. Si por algo debe empezarse es reformando las agencias de perse-cución e investigación, sobre todo la Policía Nacional, para que puedan ejercer

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sus funciones con eficiencia sin irrespetar los derechos fundamentales de la ciudadanía. Se requiere además implementar una política estratégica de segu-ridad que articule una amplia red social de instituciones públicas y privadas que se encarguen de realizar el trabajo de prevención para atacar las fuentes sociales que la producen. Es asimismo necesario adoptar una política criminal que defina el conjunto de mecanismos y pasos encaminados a la persecución inteligente del crimen. Pero no es posible plantear con seriedad una política estratégica de seguridad si el Estado no asume como primerísima prioridad desarticular las redes de apoyo que se han creado al interior de los organismos estatales, que dan soporte, pasan informaciones o simplemente descuidan sus responsabilidades para facilitar la entronización del crimen organizado.

Una política estratégica de seguridad debe prestar particular atención a la eficientización de la investigación penal. Es por esto que constituye un acierto la creación de un Cuerpo Técnico de Investigación de la Policía Nacional, que actúe bajo la dirección legal del Ministerio Público como manda la Constitu-ción. Se trata de una medida imprescindible para alcanzar la tecnificación de la investigación penal, que es una de las promesas incumplidas de la reforma procesal penal. La eficiencia y la eficacia de la persecución del crimen compren-den un conjunto de tareas y decisiones que deben operar en forma proactiva y no meramente reactiva. Es así que una constante y fluida comunicación entre fiscales y policías constituye un prerrequisito indispensable para garantizar una persecución penal adecuada, por lo que la creación del Cuerpo Técnico de Investigadores viene a fortalecer el necesario direccionamiento y control que debe tener el Ministerio Público sobre la persecución penal emprendida por la Policía.

Pensar que es posible lograr una persecución penal eficaz sin realizar las inversiones económicas que requiere una política estratégica de seguridad ni asumir en serio una reforma de las agencias policiales e investigativas, sólo es posible si se asume que los jueces han de ser los “refuerzos de la persecu-ción” y que, por tanto, están en la obligación de subsanar las falencias de la investigación conforme al principio “in dubio pro societate”, con lo cual se ob-viaría que al Poder Judicial corresponde “contener y reducir el poder punitivo, que es ejercido por las agencias ejecutivas y policiales para impulsar el Estado constitucional de derecho”.10 Los jueces pues no deben ser corresponsables de la eficacia de la persecución criminal, ni sus decisiones pueden basarse en los

10 Zaffaroni, Eugenio Raúl et al.: Tratado de Derecho Penal, EDIAR, Buenos Aires, 2002, p. 5.

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fines utilitaristas de una política de seguridad, sino en un contenido de verdad obtenida mediante pruebas y refutaciones con el respeto absoluto al debido proceso. Los jueces son los garantes de los derechos fundamentales, tanto de las víctimas, imputados y condenados.

Una política criminal que coadyuve a una política estratégica de seguridad debe asumir, como una de sus prioridades indispensables, que las víctimas son verdaderos sujetos de derecho y no simples “convidados de piedra” –la expresión es de Maier– portadores de un interés jurídico que el Estado ha de tutelar en beneficio del “bien común”. Para esto es necesario un cambio cultural y organizacional en la relación entre víctimas y fiscales, que rompa el paradigma tradicional de una acusación pública despersonalizada, que ac-túa solo en representación del Estado o la sociedad, para integrar el interés particular de las víctimas en el interés general que el Ministerio Público re-presenta. El acusador público debe también asumir la reparación civil como una “tercera vía”, en expresión de Silva Sanchez, que contribuye a los fines convencionales del derecho penal, y, por demás, deben desarrollarse políticas públicas de protección y atención integral que disminuyan los efectos de la victimización secundaria.

Es necesario advertir que el sistema de justicia penal tiene “una capacidad limitada para dar respuesta a los problemas sociales que rodean al tema de se-guridad ciudadana, ya que éstos encuentran sus fuentes en problemas que clara-mente exceden [su] campo de acción”. Pretender, como quieren los cultores del discurso populista, que la justicia penal sea un sanalotodo social “produce un au-mento desmesurado de las expectativas sociales con respecto a las posibilidades reales de producir cambios significativos [en la seguridad ciudadana]”.11 Es que la justicia penal opera de manera reactiva (ex-post), a partir de la comisión de los de-lito, es decir, cuando ya han fracasado (ex-ante) los mecanismos de prevención y disuasión. Por esto es importante que exista una comprensión interdisciplinaria de la política de seguridad, de forma que las instituciones y operadores responsa-bles de la diseñar y ejecutar las políticas de seguridad y persecución penal concu-rran una dirección política coordinada, en el marco de sus respectivas funciones y en concordancia con las exigencias que impone la realidad social.

Las lecciones aprendidas del trabajo realizado en países que han asumido con éxito políticas de seguridad ciudadana muestran la conformación de coalicio-

11 Duce, Mauricio y Rogelio Pérez Perdomo: Seguridad Ciudadana y Reforma de la Justicia Penal en América Latina, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, núm. 102, 2001, pp. 77-778.

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nes de trabajo intergubernamental, programas intersectoriales y acuerdos con los gobiernos locales y la sociedad civil. Ello es así porque las políticas de pre-vención del delito requieren la interacción permanente de múltiples institucio-nes públicas y organizaciones privadas, y sus objetivos deben estar orientados por los criterios de eficiencia y especialización que permitan la concentración de esfuerzos en las prioridades detectadas y consensuadas. La coordinación es vital para evitar la dispersión de esfuerzos y recursos que terminan generando culturas de trabajo disimiles en las instituciones y una relación con la ciudada-nía que tiende a confundir porque no se puede captar una unidad de criterios.

Por eso instituciones como la Fundación Institucionalidad y Justicia (FIN-JUS) promueven una política de seguridad ciudadana integral que restaure la eficacia de los tres grandes sistemas de regulación del comportamiento hu-mano: la moral, la cultura y la ley. Pues no puede haber seguridad ciudadana sin controlar la violencia intrafamiliar ni detener el desmonte de tradiciones culturales como la honradez, la convivencia pacífica y la buena vecindad. A esto necesariamente debe agregarse un reforzamiento del sistema de valores mora-les propios de un Estado social y democrático de derecho. Pero tampoco puede haber una política de seguridad pública eficiente si no se ataca frontalmen-te la corrupción pública porque ésta provoca inevitablemente la pérdida de la “autoridad moral del Estado” alimentando la crisis de la legalidad y la anomía institucional. Sin olvidar además que toda política estratégica de seguridad ciudadana se nutre de múltiples políticas públicas transversales en materia de educación, salud, trabajo, deportes o viviendas.

IV. UNA POLÍTICA DE SEGURIDAD CONSTITUCIONALMENTE LIMITADA

El poder penal es no es poca cosa porque supone la capacidad de “decidir encerrar a una persona por buena parte de su vida”,12 más aún porque opera de manera selectiva, conforme un estereotipo criminalizante que se configura con componentes clasistas, racistas, etarios, de género y estéticos. Por eso, como apunta Zaffaroni, los más propensos en caer en las redes del sistema de justicia penal son los individuos de sectores vulnerables, marginados y desheredados sociales, que terminan siendo presentados por la opinión pública como los úni-cos delincuentes. Es así que un ejercicio descontrolado del poder penal deja

12 Binder, Alberto: Política Criminal: de la Formulación a la Praxis, Ad-Hoc, Buenos Aires, 1997, p. 25.

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latente el peligro de que inocentes que encajen en el estereotipo criminal que-den enredados en sus redes y sean expuestos a expiar una culpa que calme los temores de las mayorías asustadizas. Se explica entonces porque la tradición penal ilustrada sostenga con firmeza desde hace más de dos siglos que el poder penal no puede ser ilimitado.

La “razón de Estado” pervive en el subconsciente político de los Estados so-ciales y democráticos de derecho. Pues resulta incuestionable que en muchas ocasiones se ha usado el poder penal para violentar abiertamente las libertades públicas de los ciudadanos aduciendo una “crisis de seguridad” o para neutra-lizar los “enemigos internos”. Tampoco se puede obviar que, como advirtió en 1792 Humboldt, cuando el espíritu de gobierno domina en toda disposición, de for-ma tal que el poder prevaleciente del Estado reprime el libre juego de las energías, ya no son propiamente miembros de una nación quienes viven en sociedad, sino vasallos aislados que entran en relación con el Estado.13 Por esto debe evitarse que la sen-sación de inseguridad colectiva, que es un signo distintivo de la época actual, renueve la tentación de recurrir a un ejercicio autoritario del poder penal. El jurista no puede legitimar un uso ilimitado del poder que desate la camisa de fuerza que contiene los furores del Estado de policía que inevitablemente per-viven al interior de todo Estado social y democrático de derecho

Importa destacar además que en el imaginario colectivo nacional todavía subsiste una cultura política autoritaria que asume que al poder público no deben establecérsele límites. Se trata de un vicio institucional heredado de las prácticas absolutistas de la época colonial, que penetró en el constituciona-lismo dominicano desde el primer congreso constituyente en 1844 y ha so-brevivido soterradamente en una ideología pesimista que concibe la población dominicana como una horda de bárbaros incivilizados carentes de raciocinio a quienes el Estado debe someter al orden por cualquier medio posible. Dicha ideología supone una clara inversión de la lógica del liberalismo político, en cuanto niega a las personas los mecanismos idóneos para contener los abusos del poder.14 Es a partir de ésta que son cuestionados principios clásicos que imponen la protección de los acusados como una finalidad del proceso penal y, en sentido contrario, se adopta como principio fundamental la defensa la sociedad, que históricamente ha tenido un claro raigambre autoritario como

13 Humboldt, Wilhelm von: Los Límites de la Acción del Estado. Véase una selección de sus escritos en http://www.cepchile.cl/dms/archivo_1074_20/rev12_barcelo.pdf

14 Véase Rodríguez Gómez, Cristóbal: Los Derechos Fundamentales en la Génesis del Constitucionalismo Dominicano, http://www.idpc.es/archivo/1212593902n2CRG.pdf

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demuestran las teorías de la “defensa social” y el derecho penal nazi fundado en “el sano sentimiento del pueblo”. Es por esto que el discurso populista debe resistirse con la fuerza de una “razón jurídica” que reivindique los límites cons-titucionales al poder penal.

La exigencia de garantizar la seguridad ciudadana no debe hacernos pensar ingenuamente que las agencias penales se sujetarán voluntaria y espontánea-mente a los límites que la Constitución establece para el ejercicio de su activi-dad. Hay que evitar las falacias normativas y las creencias fetichistas sobre un ejercicio bueno del poder, que es desmentido a diario por la realidad operativa del sistema de justicia penal. Se requieren así un conjunto de garantías que sirvan de contención y de anulación de actuaciones indebidas o arbitrarias de las agencias penales. Es que “una Constitución puede ser avanzadísima por los principios y los derechos que sanciona y, sin embargo, no pasar de ser un pedazo de papel si carece de técnicas coercitivas –es decir, de garantías– que permitan el control y la neutralización del poder y del derecho ilegítimo”.15

Sin unas garras cuidadosamente afiladas, a disposición del Poder Judicial y que puedan ser oportunamente activadas por los subjúdices, existe un alto riesgo de que el poder penal quiebre la Constitución y cosifique a toda persona que encuentre en su camino. En ausencia de garantías penales y procesales, la reacción estatal frente al delito, en la persona del real o supuesto delincuente, podría ser más violenta que el delito mismo. Las garantías pues no son conce-siones inmoderadas a favor de los delincuentes, imputados o condenados, sino mecanismos de defensa para asegurar que éstos, así como –y especialmente–los inocentes que inevitablemente son seleccionados por el poder penal, no sean objetos de arbitrariedades violencias injustificadas. Es por esto que cuan-do las garantías actúan, lejos de producir impunidad, señalan fallas o errores en el sistema de justicia penal y les imponen consecuencias, para evitar que las agencias policiales o persecutoras asuman como incentivo actuar a espaldas de la Constitución.

Es que la protección de las víctimas y de la sociedad no puede asumirse ne-gando la dignidad de los acusados o desconociendo los límites que la Constitu-ción impone al poder penal. La exigencia de seguridad ciudadana no debe lle-varnos a licuar las garantías penales y procesales obviando que no hay agresión más intensa y cuyo ejercicio encierre mayor peligro de arbitrariedad y exce-

15 Ferrajoli, Luigi: Derecho y Razón, 5ta. edición, Editorial Trotta, Madrid, España, 2005, p. 852.

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sos que el poder penal.16 Sin importar que tan dañina pueda ser una actividad criminal para la sociedad, no se pueden dar licencias para saltarse el debido proceso en la persecución y juzgamiento de sus autores. Admitir que existan conflictos penales exentos de controles o limitaciones es como inyectar a un enfermo un antiretroviral cuyos efectos secundarios pudieran ser más graves que la propia enfermedad. Existen evidencias en el derecho comparado de que las restricciones de garantías dispuestas para fenómenos criminales concretos o contra determinados tipos de delincuentes terminan aplicándose indiscrimi-nadamente.

Por esto hay que evitar que políticas de seguridad ciudadana, inspiradas en la emergencia o excepción o en el combate o lucha contra el enemigo, termi-nen produciendo una gradual desconstitucionalización del sistema de justicia penal, con interpretaciones mutativistas y manipulativas que flexibilicen los principios y garantías constitucionales del debido proceso y maximicen irrazo-nablemente las potestades represivas de las agencias de persecución en detri-mento de los poderes de control de los órganos jurisdiccionales, porque lo que se juega es el retorno a la premodernidad autoritaria. No debe olvidarse que el Estado social y democrático de derecho es un artificio en construcción cons-tante –e inestable– y en la base de sus instituciones descansa tranquilamente el gen del autoritarismo, esperando el más mínimo descuido para saltarse los frenos y controles que le impone la Constitución.

CONCLUSIÓN

La elaboración de una política estratégica de seguridad ciudadana requie-re articular coherentemente un complejo entramado institucional en el que participan múltiples organismos públicos e, incluso, organizaciones privadas, para atacar preventivamente las fuentes sociales que la producen la inseguri-dad. Particularmente, en lo que respecta a la eficientización de la política de la persecución, se requiere una fuerte coordinación entre el Ministerio Público, la Policía Nacional y las otras agencias especializadas de investigación para evitar la dispersión de esfuerzos y recursos.

Las reflexiones esbozadas en el presente escrito sugieren la necesidad de emprender una reforma de la Policía Nacional que, entre otras cosas, refuer-

16 Véase Tena de Sosa, Félix M.: Una Aproximación Humanista al Derecho de Defensa en el Proceso Penal Dominicano, CONAEJ-CARMJ, Santo Domingo, 2006, pp. 23-24 y 36-37.

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ce sus vínculos el Ministerio Público, pues “la Policía cumple no ya un papel cualquiera, sino el más importante en la investigación porque es la que aclara los hechos y prepara el informe para las autoridades del proceso penal”.17 Ello justifica la creación de Cuerpo Técnico de Investigadores de la Policía Nacional adscrito funcionalmente al Ministerio Público que permita eficientizar las in-vestigaciones con miras a obtener condenas conforme un debido proceso legal.

Se impone destacar que el sistema de justicia penal no puede ser el primer eslabón de la política de seguridad porque la mayor parte de los problemas en que ha de actuar ocurren fuera del ámbito punitivo. Ello no impide sin embar-go que la justicia penal pueda, con absoluto respeto de los límites constitucio-nales al poder penal, jugar un rol subsidiario para enviar mensajes de respon-sabilidad social que reafirmen la vigencia del ordenamiento jurídico frente al crimen. Pero sí hay que cuidarse de que el aseguramiento de la seguridad ciu-dadana no arrase con las libertades de la ciudadanía y el código procesal penal es uno de los principales instrumentos para evitarlo.

17 Ambos, Kai: Delincuente y Policía. ¿la misma cosa?, http://www.inwent.org/E+Z/zeitschr/ds302-9.htm

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Los derechos humanos: Un límite al ejercicio arbitrario de la autoridad del EstadoEvelyn M. Colón Arias1

Abogada. Docente universitaria. Egresada de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, Magna Cum Laude. Fue Encargada del Departamento de Asuntos Académicos de la Escuela Nacional del Ministerio Público. Actual-mente se desempeña como Abogada de la Comi-sión Interamericana de Derechos Humanos, en Washington, DC.

INTRODUCCIÓN1

El pasado 24 de mayo de 2011, el pe-riódico Hoy publicó un artículo escrito por la socióloga Rosario Espinal en el que hace una breve reflexión sobre la Re-pública Dominicana a los 50 años de la muerte del dictador Rafael L. Trujillo. La autora expresa que problemas sociales

1 Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de la autora y no representan necesariamente las opiniones de la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos ni de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

PALABRAS CLAVE

Derechos Humanos; Seguridad Ciudadana; Estado de Derecho; Constitución; CIDH; Corte Interamericana de Derechos Humanos.

RESUMEN ABSTRACT

El deber de protección del Estado no se agota única-mente con la adopción de políticas públicas que persigan garantizar la seguridad ciudadana. La implementación de dichas políticas lleva aparejada una obligación de absten-ción y respeto, que se manifiesta en el deber del Estado de no injerir, obstaculizar o impedir el disfrute de los derechos fundamentales. En cumplimiento de su función de prote-ger a la población, los encargados de hacer cumplir la ley no pueden convertirse en infractores de la ley. El presente tra-bajo surge de la necesidad de eliminar esa falsa dicotomía entre seguridad ciudadana y derechos humanos. Este cam-bio de paradigma solo será posible a través del pleno cono-cimiento de las obligaciones que tiene el Estado en materia de derechos humanos y la identificación de aquellas situa-ciones que constituyen una violación de dichos derechos.

The State’s duty to protect is not limited to the adop-tion of public policies that seek to ensure public safety. The implementation of these policies carries with it an obli-gation to refrain and respect, which is manifested in the state’s duty not to interfere with, obstruct or impede the enjoyment of fundamental rights. In fulfilling their role of protection the population, law enforcement officials can not become lawbreakers. The analysis presented in this pa-per stems from the need to eliminate the false dichotomy between citizen security and human rights. This change of paradigm will only be possible by disseminating informa-tion about the State’s obligations in human rights and the identification of the the situations that constitute a viola-tion of those rights.

DATOS DE LA AUTORA

Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011, pp. 55-73

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como la delincuencia llevan a muchos a desear la vuelta de un “jefe” y que, a pe-sar de que las encuestas revelan que los dominicanos prefieren la democracia a otro tipo de gobierno, la sociedad muestra cierta añoranza por la “mano dura”, que imperó en épocas pasadas.2

La razón por la cual muchos añoran el retorno de ciertas prácticas represi-vas, radica en el ambiente de inseguridad que perciben miles de dominicanos. Esta sensación de inseguridad no se encuentra alejada de la realidad. América Latina presenta los niveles más altos de violencia y, en palabras del Procura-dor General, la República Dominicana se encuentra entre los países con mayor índice de criminalidad en la región del Caribe.3 La inseguridad genera temor y la percepción de que para anular la fuerza del delito, se debe oponer una fuer-za superior en intensidad a través del aparato represivo del Estado. Bajo esa premisa, los derechos humanos se perciben como un obstáculo para la lucha contra el crimen.4

Muchas de las personas que defienden su derecho a ser protegidos contra la amenaza del crimen mediante el uso excesivo de la fuerza policial, bajo el entendimiento de que es la única garantía eficaz de que se aplique la ley, des-conocen que la “mano dura” no disminuye la violencia. Por el contrario, las prácticas represivas exponen a la ciudadanía al riesgo de sufrir violaciones de derechos humanos como detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales.5 En este sentido, las violaciones de derechos humanos como mecanismo de lu-cha contra el crimen no hacen otra cosa que debilitar el estado de derecho, lo que a su vez, aumenta la probabilidad de que se produzca un conflicto abierto entre las autoridades públicas y la ciudadanía.6

2 Disponible en: http://www.hoy.com.do/opiniones/2011/5/24/376843/El-trujillismo-50-anos-despues

3 Discurso pronunciado por el Procurador General de la República, Radhamés Jiménez Peña, durante el desarrollo del panel “Estrategia de Seguridad de Centroamérica Ístmica e Insular, Mecanismos de Coordinación y Seguimiento: avances, logros, desafíos y planes futuros”. Disponible en: http://www.diariodominicano.com/dominicana-hoy/2011/07/15/84649/procurador-resalta-avances-logrados-con-estrategia-de-seguridad-de-los-pases-de-la-regin

4 Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Políticas de seguridad ciudadana y justicia penal, Buenos Aires: Siglo XXI Editores, Argentina, 2004.

5 Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (PRODH), Human Rights under siege: public security and criminal justice in Mexico, 2008. Disponible en: http://centroprodh.org.mx/prodh/index.php?option=com_docman&Itemid=36&lang=en

6 Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Derechos Humanos y Aplicación de la ley. Guía para instructores en derechos humanos para la policía, Naciones Unidas, Nueva York y Ginebra, 2004, página 16.

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La tarea de brindar protección contra el crimen y la violencia le corresponde al Estado a través de la Policía Nacional, cuya misión principal es salvaguardar la seguridad ciudadana, prevenir y controlar los delitos.7 Por mandato cons-titucional, la formulación e implementación de políticas contra el crimen le corresponden al Ministerio Público.

Sin embargo, el deber de protección del Estado no se agota con la adopción de políticas públicas que persigan garantizar la seguridad ciudadana. La im-plementación de dichas políticas lleva aparejada una obligación de abstención y respeto, que se manifiesta en el deber del Estado de no injerir, obstaculizar o impedir el disfrute de los derechos fundamentales.8 En cumplimiento de su función de proteger a la población, los encargados de hacer cumplir la ley no pueden convertirse en infractores de la ley.

El presente trabajo surge de la necesidad de eliminar esa “falsa dicotomía”9 entre seguridad ciudadana y derechos humanos. Este cambio de paradigma solo será posible a través del pleno conocimiento de las obligaciones que tiene el Es-tado en materia de derechos humanos y la identificación de aquellas situacio-nes que constituyen una violación de dichos derechos. Es preciso que tanto las autoridades estatales, como la ciudadanía, asuman los derechos humanos como un resguardo esencial para la seguridad ciudadana, ya que sirven como garantía de que las herramientas legales con las que cuentan los agentes del Estado para defender la seguridad de todos, no serán utilizadas para violar sus derechos.10

A continuación se describe el marco normativo nacional e internacional so-bre el que reposa la obligación de respeto de los derechos a la vida, a la integri-dad física, a la libertad personal y a las garantías procesales; derechos particu-larmente afectados por conductas violentas o delictivas. En la segunda sección se toman como ejemplo situaciones que constituyen violaciones de los referi-dos derechos humanos y se analizan desde la perspectiva jurisprudencial de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, organismo jurisdiccional que interpreta los derechos contemplados en la Convención Americana de Dere-chos Humanos.

7 Constitución de la República Dominicana, proclamada el 26 de enero de 2010. Artículos 169 y 255.

8 Víctor Abramovich y Christian Curtis, Apuntes sobre la exigibilidad judicial de los derechos sociales, 2005. Disponible en http://www.juragentium.unifi.it/topics/latina/es/courtis.htm

9 Supra, nota 7.

10 CIDH, Informe sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos, OEA/SER.L/V/II. Doc.57, 31 de diciembre de 2009, pág. 9.

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LAS OBLIGACIONES DE ABSTENCIÓN Y RESPETO

Las obligaciones de abstención y respeto (también denominadas obligacio-nes de “no hacer”) exigen que los Estados se priven de injerir, obstaculizar o impedir el disfrute de los derechos civiles y políticos. El Estado cumple con esta obligación con la mera abstención de llevar a cabo actos contrarios a la vida e integridad física de las personas, como las ejecuciones extrajudiciales o tortu-ras, por citar algunos ejemplos.

El individuo, como titular de los derechos civiles y políticos, debe contar con herramientas legales para garantizar su ejercicio frente a la actuación del Esta-do. Por lo tanto, el ejercicio de estos derechos requiere no solo la adopción de medidas de carácter legislativo, sino también de la existencia de mecanismos judiciales y administrativos que permitan la reparación cuando sus derechos resulten vulnerados.11

La Constitución de la República Dominicana, ley fundamental del Estado que define el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos, establece como valores supremos y factores esenciales para la cohesión social, “los prin-cipios fundamentales de la dignidad humana, la libertad [y] la igualdad”.12

Bajo el título “De los derechos, garantías y deberes fundamentales”, la Cons-titución contempla un amplio catálogo de derechos civiles y políticos. Entre estos derechos se encuentran el derecho a la vida (art. 37), a la libertad y segu-ridad personal (art. 40); a la integridad personal (art.42), las garantías del de-bido proceso (art.69) y el derecho a la no injerencia en la vida privada (art.44).13

El marco normativo constitucional de protección de los derechos civiles y políticos, se complementa con las disposiciones establecidas en el Código Pro-cesal Penal, que establece principios fundamentales como el respeto a las ga-

11 A manera de ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en lo adelanta Corte I.D.H.) ha establecido que la observancia del derecho a la vida, no solo presupone el derecho a que ninguna persona sea privada de su vida arbitrariamente (obligación negativa), sino que además requiere, a la luz de su obligación de garantizar el pleno y libre ejercicio de los derechos humanos, que los Estados adopten todas las medidas apropiadas para proteger y preservar el derecho a la vida de quieres se encuentran bajo su jurisdicción. Esta protección activa del derecho a la vida por parte del Estado no sólo involucra a sus legisladores, sino a toda institución estatal y a quienes deben resguardar la seguridad, sean éstas sus fuerzas de policía o sus fuerzas armadas. Corte I.D.H, Caso de las Masacres de Ituango. Sentencia de 1 de julio de 2006. Serie C No 148, párrafos 130 y 131.

12 Preámbulo de la Constitución de la República Dominicana.

13 Unicamente se citan estos derechos porque son aquellos que resultan particularmente afectados por conductas delictivas, cuya garantía a través de la prevención y el control, es el objetivo de las políticas sobre seguridad ciudadana.

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rantías judiciales14, la prohibición de la tortura y los tratos crueles, inhumanos o degradantes15; y normas procesales vinculadas a la libertad personal16 y el registro de moradas y lugares privados.17

La Constitución dominicana otorga rango constitucional a los tratados de derechos humanos ratificados por el Estado. Según establece el artículo 74, los tratados de derechos humanos son de aplicación directa e inmediata por parte de los tribunales y demás órganos del Estado.18 ¿Significa esto que a la luz de dicha cláusula constitucional, una persona puede invocar en la juris-dicción interna tratados internacionales de derechos humanos? Apoyándonos estrictamente en el contenido de la norma, podríamos afirmar que es posible, aunque la Suprema Corte de Justicia no se ha pronunciado sobre el alcance del referido mandato constitucional. Por otra parte, amparados en el art. 74. 3 de la Constitución los jueces podrían utilizar textos convencionales y jurispru-dencia internacional para interpretar la legislación interna.

La República Dominicana es signataria de los principales tratados en ma-teria de Derechos Humanos. Relacionados al tema que nos ocupa, algunos de estos tratados abarcan conjuntos de derechos (Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, Convención Americana de Derechos Humanos), mientras que otros se centran en tipos particulares de violaciones (Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura).19

Por otra parte, según dispone el artículo 7 de la Ley No. 137-11 sobre el Tri-bunal Constitucional y los Procedimientos Constitucionales, “las interpreta-ciones que adoptan o hagan los tribunales internacionales en materia de dere-chos humanos, constituyen precedentes vinculantes para los poderes públicos y todos los órganos del Estado”.

En consecuencia, resulta de especial relevancia el estudio de los criterios expresados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos a través de su jurisprudencia. La interpretación que hace dicho organismo jurisdiccional de

14 Artículos 3, 4, 5, 7, 8, 9, 13, 14, 18, 19, 21, 23, 24 y 148.

15 Artículo 10.

16 Artículos 15, 16, 17, 107 y 224.

17 Artículos 180 y 181.

18 Artículo 74.3.

19 La Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura, fue firmada por el Estado dominicano el 31 de marzo de 1986 y ratificada el 12 de diciembre del mismo año.

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los derechos civiles y políticos constituye una valiosa herramienta legal, que a su vez, sirve para interpretar la legislación de nuestro país o adecuar nuestro derecho interno a los estándares internacionales de protección de los derechos humanos.20

EL ABUSO DE AUTORIDAD COMO UN RIESGO PARA LA SEGURIDAD INDIVIDUAL: CRITERIOS DE LA CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS

La nueva normativa constitucional exige que nuestro Ministerio Público y los miembros de las fuerzas encargadas de la seguridad ciudadana, conozcan con mayor detalle la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y su utilidad como herramienta de trabajo para adecuar las funciones públicas a los criterios vinculantes establecidos por ese órgano jurisdiccional. Sin perjuicio de la vasta documentación internacional que existe sobre el tema y el amplio acervo jurisprudencial de la Corte, en la presente sección se toman como ejemplos fragmentos de casos decididos por la Corte Interamericana, y de una manera muy sucinta, se resume el criterio jurisprudencial del tribunal.

Los casos describen la participación de agentes del Estado en la comisión de ejecuciones extrajudiciales, tortura y detenciones arbitrarias e ilegales. El interés en exponerlos radica también en la necesidad de difundir la idea de que las violaciones de derechos humanos no son situaciones ajenas que únicamen-te se desarrollan en países lejanos marcados por conflictos armados internos. Muchas veces las autoridades estatales cometen violaciones de derechos hu-manos en tiempos de paz, bajo el convencimiento de que es la única manera de eliminar la delincuencia o cualquier otro factor que amenace la seguridad ciudadana.

Para facilitar el estudio de los casos, al inicio de cada acápite se exponen los hechos que dieron origen a la violación y luego se analiza la aplicación de las disposiciones de la Convención Americana de Derechos Humanos a la luz del criterio jurisprudencial establecido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

20 Abreú Burelli, Alirio: “Jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, en La Corte Interamericana de Derechos Humanos. Un Cuarto de Siglo: 1979-2004, Corte Interamericana de Derechos Humanos, San José, Costa Rica, 2005.

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(1) Impunidad y ejecuciones extrajudiciales:

Caso de los Hermanos Gómez Paquiyauri contra Perú (Sentencia del 8 de julio de 2004)

Hechos:

Los hermanos Gómez Paquiyauri vivían en la ciudad de San Miguel, Perú. Ambos eran estudiantes y ocasionalmente ayudaban a su padre en la repara-ción de buques. En la mañana del 21 de junio de 1991, se dirigían al trabajo de su madre, cuando fueron interceptados y detenidos por agentes de la Policía Nacional Peruana que buscaban personas involucradas en supuestos actos te-rroristas. Al momento de su detención fueron arrojados al suelo y golpeados. Posteriormente fueron trasladados, bajo custodia policial, a un lugar llamado “Pampa de los Perros”, donde nuevamente fueron golpeados a culetazos de es-copeta y luego asesinados mediante disparos con armas de fuego en la cabeza, tórax y otras partes del cuerpo. Al momento de su detención, los hermanos Ra-fael y Emilio Gómez Paquiyauri tenían 14 y 17 años de edad, respectivamente.

Los padres de las víctimas denunciaron los hechos ante la jurisdicción penal el 25 de junio de 1991. El 9 de noviembre de 1993, la Tercera Sala Penal de El Callao encontró culpables de los homicidios a dos miembros de la Policía Naciona Peruana21, sentencia que fue confirmada en instancia de apelación. Transcurridos poco más de cuatro años desde la sentencia condenatoria, el au-tor material del delito obtuvo el beneficio de semi-libertad y al sub-oficial con-denado por complicidad se le otorgó la libertad condicional.22

Asunto jurídico:

A la Corte le correspondió determinar, entre otras cosas, si las violaciones llevadas a cabo por los agentes estatales fueron debidamente investigadas y

21 El sargento Francisco Antezano Santillán, fue condenado a 18 años de prisión e inhabilitación de dos años por el delito de homicidio calificado en agravio de los hermanos Gómez Paquiyauri. El sub-oficial Ángel del Rosario Vásquez Chumo fue condenado a la pena privativa de libertad de seis años, en su carácter de cómplice del delito. Se determinó que el capitán de la Policía Nacional del Perú, César Augusto Santoyo Castro, fue el autor intelectual del crimen. Al respecto, la sentencia ordenó que se reservara su juzgamiento y que se renovaran las órdenes para su ubicación, captura e internamiento en la cárcel pública.

22 Corte I.D.H. Caso de los Hermanos Gómez Paquiyauri Vs. Perú. Sentencia de 8 de julio de 2004, Serie C. No 110.

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sancionadas o, si por las circunstancias que rodearon el caso, el crimen perma-neció en la impunidad.

Alegatos del Estado:

Los representantes del Gobierno de Perú indicaron que las violaciones a los derechos humanos cometidas por sus agentes, en perjuicio de los hermanos Gómez Paquiyauri, habían sido debidamente sancionadas y, por tanto, solicitó que se declare que no hubo ninguna violación por parte del Perú.

Alegatos de la Comisión Interamericana:

Consideró que se trataba de un “típico esquema de impunidad, diseñado por la propia Policía Nacional del Perú, conforme al cual cuando existe mucha pre-sión pública en un caso, las instituciones armadas o policiales ‘entregan’ a los agentes de más bajo nivel, con la promesa de brindarles asesoría jurídica, segu-ridad en la cárcel, asistencia a sus familias, gestión de beneficios penitenciarios y, eventualmente, el reingreso a la institución luego de obtenida su libertad. A cambio de ello, los agentes de más bajo nivel se comprometen a no delatar a sus superiores, quienes, como en este caso, suelen quedar en la impunidad”. En este sentido, la Comisión concluyó que Estado era responsable, pues no investigó ni sancionó “a todos los responsables de los hechos”, ni tampoco “in-demnizó adecuadamente a las [presuntas] víctimas o sus familiares”.

Fallo:

Relacionados al tema que nos ocupa, la Corte consideró que el Estado violó el derecho a la vida consagrado en el artículo 4.1, el derecho a la libertad perso-nal, consagrado en el artículo 7 y las garantías judiciales que establece el artícu-lo 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, todos en relación con el artículo 1.1 del tratado.

Razonamiento de la Corte:

El artículo 1.1 es fundamental para determinar si una violación de los dere-chos humanos reconocidos por la Convención Americana sobre Derechos Hu-manos puede ser atribuida a un Estado Parte. En efecto, dicho artículo pone a cargo de los Estados Partes los deberes fundamentales de respeto y de garan-

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tía, de tal modo que todo menoscabo a los derechos humanos reconocidos en la Convención que pueda ser atribuido, según las reglas del Derecho interna-cional, a la acción u omisión de cualquier autoridad pública, constituye un he-cho imputable al Estado que compromete su responsabilidad en los términos previstos por la Convención.23

Los Estados tiene el deber de respetar el derecho a la vida de toda persona bajo su jurisdicción.24 También tienen la obligación de tomar todas las medi-das necesarias, no sólo para prevenir, juzgar y castigar la privación de la vida como consecuencia de actos criminales, sino también para prevenir las ejecu-ciones arbitrarias por parte de sus propios agentes de seguridad”.25

En este caso “se presentó un esquema de impunidad, de conformidad con el cual, dentro de un marco de presión pública, se procesó y condenó a los au-tores materiales, de más bajo rango en la Policía Nacional del Perú, a la vez que el o los autores intelectuales aún no han sido procesados y sólo uno ha sido presuntamente identificado. El referido esquema de impunidad reviste especial gravedad en los casos de vulneraciones al derecho a la vida en el marco de un patrón de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, entre ellas ejecuciones extrajudiciales, como en el presente caso, ya que propicia un clima idóneo para la repetición crónica de tales infracciones”.

Ante casos de ejecuciones extrajudiciales, el Estado debe investigar y sancio-nar a todos los responsables, ya que la impunidad crea las bases para que este tipo de hechos vuelvan a repetirse y compromete la responsabilidad internacional del Estado. La obligación de investigar debe cumplirse “con seriedad y no como una simple formalidad condenada de antemano a ser infructuosa”.26 Al respecto, cabe señalar que la investigación no debe depender de la iniciativa procesal de los familiares de la víctima o de la aportación privada de elementos probatorios.

Cuando agentes del Ministerio Público sospechen que la muerte de la vícti-ma pudo vincularse a una ejecución judicial, deben intentar, como mínimo: a) identificar a la víctima; b) recuperar y preservar el material probatorio relacio-

23 Supra, nota 21, párr. 72

24 Dicha obligación surge de la aplicación del artículo 1 de la Convención Americana, que establece la obligación de los Estados de respetar los derechos reconocidos en ella y del artículo 4 del mismo texto convencional que establece el derecho de toda persona a que se respete su vida.

25 Corte I.D.H., Caso Huilca Tecse Vs. Perú. Sentencia de 3 de marzo de 2005, Serie C No. 121, párr. 66.

26 Corte I.D.H., Caso de las Hermanas Serrano Cruz Vs. El Salvador. Sentencia de 1 de marzo de 2005, Serie C No. 120, párr. 61

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nado con la muerte; c) identificar posibles testigos y obtener sus declaraciones en relación con la muerte que se investiga; d) determinar la causa, forma, lugar y momento de la muerte, así como cualquier patrón o práctica que pueda ha-ber causado la muerte y; e) distinguir entre muerte natural, muerte accidental, suicidio y homicidio.27

De conformidad al criterio de la Corte, la obligación de investigar “debe tener un sentido y ser asumida por el Estado como un deber jurídico propio y no como una simple gestión de intereses particulares […], sin que la autoridad pública busque efectivamente la verdad”.28 Asimismo, las víctimas tiene derecho a sa-ber lo ocurrido, ya que sólo si se esclarecen las circunstancias de la violación, el Estado cumplirá con su obligación de investigar y sancionar efectivamente a los responsables de violaciones de derechos humanos, y las víctimas volverán a reco-brar la confianza en las instituciones del Estado y en el conjunto de la sociedad.29

(2) Tortura y tratos crueles inhumanos o degradantes:

Caso Tibi contra Ecuador (Sentencia del 7 de Septiembre de 2004)

Hechos:

Daniel Tibi, de nacionalidad francesa, se dedicaba al comercio de piedras preciosas y arte ecuatoriano. El 27 de septiembre de 1995, fue detenido por agentes de la INTERPOL, sin orden judicial y con una sola prueba que consistía en la declaración de un co-acusado. Cuando se realizó el arresto, los policías no le comunicaron los cargos en su contra.

La víctima permaneció bajo detención preventiva, en forma ininterrumpi-da, desde el 27 de septiembre de 1995 hasta el 21 de enero de 1998. Durante su detención fue objeto de actos de violencia física y amenazada por parte de los guardias de la cárcel, con el fin de obtener su autoinculpación. Le infligieron golpes de puño en el cuerpo y en el rostro; le quemaron las piernas con ciga-rrillos, varias de sus costillas resultaron fracturadas, le fueron quebrados los

27 Corte I.D.H., Caso de la Comunidad Moiwana Vs. Surinam. Sentencia de 15 de junio de 2005, Serie C No. 124, párr. 149.

28 Supra, nota 19.

29 Saavedra Alessandri, Pablo: “La respuesta de la jurisprudencia de la Corte Interamericana a las diversas formas de impunidad en casos de graves violaciones de derechos humanos y sus consecuencias”, en La Corte Interamericana de Derechos Humanos. Un Cuarto de Siglo: 1979-2004, Corte Interamericana de Derechos Humanos, San José, Costa Rica, 2005, página 408.

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dientes y le aplicaron descargas eléctricas en los testículos. En otra ocasión, le golpearon con un objeto contundente y sumergieron su cabeza en un tanque de agua. El señor Tibi recibió al menos siete “sesiones” de este tipo.

Durante su permanencia en la cárcel, Daniel Tibi fue examinado dos veces por médicos ecuatorianos designados por el Estado. Éstos verificaron que su-fría de heridas y traumatismos, pero nunca recibió tratamiento médico ni se investigó la causa de sus padecimientos.30

Asunto:

La Corte debió determinar si existieron indicios o presunciones consistentes que llevaran a concluir de manera sólida la existencia de torturas u otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes en la persona del señor Daniel Tibi.

Alegatos del Estado:

Que no era posible declarar la responsabilidad del Estado por las supuestas torturas a las que fue sometido el señor Tibi durante el período de detención, ya que el único aporte probatorio que existe sobre esta denuncia fueron los informes elaborados por médicos franceses, el informe médico legal del Depar-tamento de Investigaciones de la Policía y el testimonio de la propia presunta víctima. Sobre los informes de los médicos franceses, indican que éstos fue-ron elaborados dos y seis años después de que habrían ocurrido las supuestas torturas, y por ello son poco fiables y acertados. Al respecto, indican que cual-quier signo de maltrato habría desaparecido para ese entonces. Señalan que el informe ecuatoriano no concluyó en ningún momento que existían señales de supuestas torturas, sino que las señales eran de índole dermatológica. En cuanto al testimonio de Daniel Tibi señalan no es confiable, pues fue atendido periódicamente por médicos especializados y jamás se constató la comisión de vejámenes, como lo indica también el informe de la Corte Suprema de Justicia al señalar que “no existe constancia procesal” de las supuestas torturas.

Alegatos de la Comisión Interamericana:

En palabras de la Comisión, según quedó establecido a través de los infor-mes de los médicos franceses basados en los exámenes realizados meses des-

30 Corte I.D.H., Caso Tibi Vs. Ecuador. Sentencia de 7 de septiembre de 2004, Serie C No. 114.

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pués de la detención, el señor Daniel Tibi sufrió sesiones de tortura en siete ocasiones, que han dejado evidencias físicas y producidas secuelas que durarán toda la vida. Bajo los estándares internacionales que se aplican en materia de los abusos en custodia, el Estado tiene la carga de la prueba, y por ello debe explicar cómo fue que el señor Tibi sufrió una serie de heridas y daños físicos mientras estaba en custodia. Aunque el Ecuador niega su responsabilidad, no ha ofrecido explicación sobre estas heridas. El Estado no respondió con la de-bida diligencia para investigar las torturas infligidas al señor Daniel Tibi y los responsables han quedado –hasta el momento– en la impunidad.

Fallo:

El Estado violó el artículo 5.1, 5.2, 5.4 de la Convención Americana que con-templa el derecho a la integridad personal, en relación con el artículo 1.1 de la misma, que establece la obligación del Estado de respetar esos derechos e inobservó las obligaciones previstas en los artículos 1, 6 y 8 de la Convención Interamericana contra la Tortura, que establecen la obligación del Estado en prevenir y sancionar la tortura en el ámbito de su jurisdicción.

Razonamiento de la Corte:

La Corte reconoció que una “persona ilegalmente detenida se encuentra en una situación agravada de vulnerabilidad, de la cual surge un riesgo cierto de que se le vulneren otros derechos, como el derecho a la integridad física y a ser tratada con dignidad”.

Se entiende por tortura todo acto realizado intencionalmente por el cual se inflijan a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales, con fines de investigación criminal, como medio intimidatorio, castigo personal, medida preventiva, como pena o cualquier otro fin. Asimismo, constituyen actos de tortura la aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la per-sonalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica.31

En el caso expuesto, se reconoció que las amenazas y el peligro real de some-ter a una persona a lesiones físicas producen, en determinadas circunstancias, una angustia moral de tal grado que puede ser considerada tortura psicológica.

31 Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, artículo 2.

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Por otra parte, a pesar de que el señor Daniel Tibi fue examinado dos veces por médicos proporcionados por el Estado, nunca recibió tratamiento médico ni se investigó la causa de dichos padecimientos. Sobre el particular vale resal-tar dos puntos: la deficiente atención médica recibida por la víctima y la falta de una investigación eficaz, que permitiera determinar el origen de las lesiones e identificar a los responsables.

Con relación al primer punto, la Corte Interamericana ha expresado que en virtud del artículo 5 de la Convención Americana, el Estado tiene el deber de proporcionar a los detenidos revisión médica regular, atención y tratamientos adecuados. A su vez, el Estado debe permitir que los detenidos sean atendidos por un facultativo elegido por ellos mismos o por quienes ejercen su represen-tación o custodia legal.32

En cuanto a la obligación del Estado de investigar de oficio cualquier situa-ción donde puedan presentarse indicios de actos de tortura, corresponde citar el artículo 6 de la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tor-tura, el cual establece que los Estados parte del tratado, se asegurarán de que “todos los actos de tortura y los intentos de cometer tales actos constituyan delitos conforme a su derecho penal, estableciendo para castigarlos sanciones severas que tengan en cuenta su gravedad”. En este orden de ideas, a las auto-ridades judiciales les corresponde garantizar los derechos del detenido a través de la obtención y el aseguramiento de toda prueba que pueda acreditar dichos actos. Para ello es fundamental que el Estado actúe con diligencia, ya que la víctima, por temor, suele abstenerse a denunciar los hechos.

Asimismo, para prevenir los casos de tortura o tratos crueles, inhumanos o degradantes en los procesos realizados por las fuerzas policiales, el Estado debe proporcionar capacitación en métodos de investigación criminal, en par-ticular, para la recolección de pruebas y técnicas de interrogatorio a personas detenidas. De conformidad a lo establecido por la Corte I.D.H., “la forma en que la Policía reúne pruebas y las presenta al Ministerio Público y a los tribu-nales es fundamental para la protección del derecho a un juicio con las debidas garantías. Ello significa que han de existir mecanismos eficaces de control y supervisión interna con el objeto de garantizar que la conducta de los investi-gadores policiales en este sentido sea absolutamente irreprochable”.33

32 Corte I.D.H., Caso Bulacio Vs. Argentina. Sentencia de 18 de septiembre de 2003, Serie C No. 100, párr. 131.

33 Corte I.D.H., Caso Bayarri Vs. Argentina. Sentencia del 30 de octubre de 2008, Serie C No. 187, párr. 88.

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En concordancia con la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, las normas que regulan los procedimientos policiales deben establecer de manera clara y pre-cisa, que ningún oficial encargado de hacer cumplir la ley puede infligir, instigar o tolerar cualquier acto de tortura u otro tratamiento o pena cruel, inhumano o degradante; ni puede invocar órdenes superiores o circunstancias excepcionales, como justificación de dicho comportamiento. De otra parte, los cuerpos policiales deben subrayar la obligación de todo miembro de las fuerzas de seguridad de de-nunciar los actos de tortura, así como cualquier orden que hayan recibido de sus superiores para someter a una persona detenida a este tipo de tratamientos.34

(3) Detención arbitraria e ilegal35

Caso Vélez Loor contra Panamá (Sentencia del 23 de Noviembre de 2010)

Hechos:

El señor Jesús Vélez Loor, de nacionalidad ecuatoriana, fue retenido en Pa-namá el 11 de noviembre de 2002, por no portar la documentación necesaria para permanecer en dicho país. La zona en la cual fue aprehendido es un área fronteriza y selvática que no contaba con autoridades de migración, por lo que los controles de migración estaban a cargo de la Policía Nacional. El 6 de diciem-

34 Supra, nota 10, página 56.

35 El artículo 7 de la CADH establece el derecho a la libertad personal: (1) toda persona tiene derecho a la libertad y seguridad personales;   2. Nadie puede ser privado de su libertad física, salvo por las causas y en las condiciones fijadas de antemano por las Constituciones Políticas de los Estados Partes o por las leyes dictadas conforme a ellas; (3) Nadie puede ser sometido a detención o encarcelamiento arbitrarios; (4) Toda persona detenida o retenida debe ser informada de las razones de su detención y notificada, sin demora, del cargo o cargos formulados contra ella; (5) Toda persona detenida o retenida debe ser llevada, sin demora, ante un juez u otro funcionario autorizado por la ley para ejercer funciones judiciales y tendrá derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso. Su libertad podrá estar condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio; (6) Toda persona privada de libertad tiene derecho a recurrir ante un juez o tribunal competente, a fin de que éste decida, sin demora, sobre la legalidad de su arresto o detención y ordene su libertad si el arresto o la detención fueran ilegales.  En los Estados Partes cuyas leyes prevén que toda persona que se viera amenazada de ser privada de su libertad tiene derecho a recurrir a un juez o tribunal competente a fin de que éste decida sobre la legalidad de tal amenaza, dicho recurso no puede ser restringido ni abolido.  Los recursos podrán interponerse por sí o por otra persona; (7) Nadie será detenido por deudas.  Este principio no limita los mandatos de autoridad judicial competente dictados por incumplimientos de deberes alimentarios.

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bre de 2002, la Directora Nacional de Migración, luego de constatar que el señor Vélez Loor había sido deportado previamente de la República de Panamá por encontrarse “ilegal” en el territorio nacional, resolvió imponerle la pena dos años de prisión en uno de los centros penitenciarios del país. El proceso no respetó las debidas garantías procesales, incluida la posibilidad de ser oído y de ejercer su derecho de defensa ya que la referida resolución no le fue notificada al Sr. Vélez Loor. En septiembre de 2003 se resolvió dejar sin efecto la pena impuesta, ya que la víctima presentó un pasaje para abandonar el país. El 10 de septiembre de 2003, el señor Vélez Loor fue deportado hacia la República del Ecuador.36

Asunto:

La Corte debió analizar si la detención fue arbitraria e ilegal según los están-dares de la Convención Americana. Asimismo, le correspondió determinar si el Estado le dio cumplimiento a la obligación de garantizar el debido proceso y la protección judicial efectiva.

Argumentos de los representantes de la víctima:

La detención no fue legal, en virtud de que el detenido nunca se puso en pre-sencia de la Directora Nacional de Migración y nunca le notificaron por escrito las condiciones para salir del país. Asimismo, sostuvieron que el señor Vélez Loor nunca fue llevado ante un juez que pudiese ejercer el control sobre los términos y condiciones de su detención.

Argumentos del Estado:

Jesús Vélez Loor nunca recurrió a los mecanismos disponibles dentro de la jurisdicción interna para reclamar sus derechos de libertad personal, garantías judiciales y protección judicial. En este sentido, indican que no agotó los recur-sos disponibles en la jurisdicción interna.

Fallo:

La Corte entendió que el Estado violó el derecho a la libertad personal (artí-culo 7.1) de la víctima en relación con el deber de respeto establecido en el ar-tículo 1.1 de la misma. Asimismo, concluyó que se había vulnerado el derecho

36 Corte I.D.H., Caso Vélez Loor Vs. Panamá. Sentencia de 23 de noviembre de 2010, Serie C No. 218.

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reconocido en el artículo 7.3, y las garantías contenidas en los artículos 7.4, 7.5 y 7.6 de la Convención en perjuicio del señor Vélez Loor. Por otra parte, la Corte consideró que, el hecho de no haber posibilitado el derecho de defensa ante la instancia administrativa que resolvió la sanción privativa de libertad, constituyó una violación al derecho a ser oído contenido en el artículo 8.1 y el derecho a contar con asistencia letrada establecido en los artículos 8.2.d) y 8.2.e) de la Convención Americana de Derechos Humanos.

Razonamiento de la Corte:

La Corte consideró que la revisión judicial debió realizarse sin demora y en forma tal que garantizara el cumplimiento de la ley. La autoridad competen-te debe “oír personalmente al detenido y valorar todas las explicaciones que éste proporcione para decidir si procede la liberación o el mantenimiento de la privación de libertad”. Para satisfacer esta garantía, la legislación interna debe asegurar que el funcionario autorizado por la ley para ejercer funciones jurisdiccionales, cumpla con las características de imparcialidad e indepen-dencia.37

Por otra parte, de conformidad a la orden de detención, el señor Vélez fue detenido por no portar sus documentos legales para permanecer en Panamá y tener impedimento de entrada al territorio nacional. Dicha orden de deten-ción se fundamentó en la aplicación del Decreto Ley No. 16 que enumera en una lista las razones por las que una persona puede ser detenida (las autorida-des se fundamentaron en “razones de seguridad y orden público”). La Corte concluyó que la detención fue arbitraria porque en la referida orden de deten-ción, no se establece de forma clara cuál era el fundamento jurídico razonado y objetivo sobre la procedencia y necesidad de dicha medida. Sobre este punto, la Corte especificó que “el mero listado de todas las normas que podrían ser apli-cables no satisface el requisito de motivación suficiente que permita evaluar si la medida resulta compatible con la Convención Americana”. 38

Ante una detención arbitraria e ilegal corresponde interponer los recursos judiciales y/o administrativos correspondientes para impugnar la legalidad de la detención. Al respecto, la República de Panamá sostuvo que el señor Vélez disponía de varios recursos, sin embargo, no solicitó asistencia para la revisión

37 Las características de independencia e imparcialidad, se aplican también a las decisiones de órganos administrativos. Corte I.D.H., Caso Tribunal Constitucional Vs. Perú. Sentencia de 31 de enero de 2001, Serie C No. 71, párrafo 71.

38 Supra, nota 43, párr. 116.

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de la legalidad de lo actuado por la Dirección Nacional de Migración, ni activó los medios de control jurisdiccional a su disposición.

El artículo 7.6 de la Convención dispone el derecho a recurrir a un juez o tribunal competente para que éste decida sobre la legalidad del arresto o de-tención. De la lectura de dicho artículo se desprende que el control de la pri-vación de libertad debe ser judicial. En el caso que nos ocupa, si bien es cierto que existían recursos como el hábeas corpus o el “recurso de protección de derechos humanos” ante la vía contencioso administrativa, dichos recursos no eran efectivos para la víctima. Esto en razón a que el señor Vélez Loor no tuvo posibilidad de contar con un defensor de su elección ni con un defensor públi-co dispuesto por el Estado. Por otra parte, tampoco tuvo acceso a asistencia consular porque el Estado no proporcionó los medios para que se pusiera en contacto con el consulado de Ecuador.

En este contexto, la Corte estimó que la persona sometida a un proceso administrativo sancionatorio debe contar con el derecho de defensa desde el momento que inicia la investigación o se dispone la ejecución de actos que im-pliquen la afectación de derechos.39 Los recursos judiciales no solo deben exis-tir en el plano teórico, el Estado debe proporcionar los medios para hacerlos efectivos.

Por último, cabe precisar varios puntos en cuanto a las garantías del debido proceso.40 Primero, resaltar que estas son aplicables a procesos de orden ci-

39 Corte I.D.H., Caso Barreto Leiva Vs. Venezuela. Sentencia de 17 de noviembre de 2009, Serie C No. 206, párrafos 61-62.

40 El artículo 8 de la CADH establece las garantías judiciales. El texto legal dice lo siguiente: toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter; (2) Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad.  Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas: a) derecho del inculpado de ser asistido gratuitamente por el traductor o intérprete, si no comprende o no habla el idioma del juzgado o tribunal; b) comunicación previa y detallada al inculpado de la acusación formulada; c) concesión al inculpado del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su defensa; d) derecho del inculpado de defenderse personalmente o de ser asistido por un defensor de su elección y de comunicarse libre y privadamente con su defensor; e) derecho irrenunciable de ser asistido por un defensor proporcionado por el Estado, remunerado o no según la legislación interna, si el inculpado no se defendiere por sí mismo ni nombrare defensor dentro del plazo establecido por la ley; f) derecho de la defensa de interrogar a los testigos presentes en el tribunal y de obtener la comparecencia, como testigos o peritos, de otras personas que puedan arrojar luz sobre los hechos; g) derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable, y h) derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior. (3) La confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna naturaleza; (4) El inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio por los mismos hechos. (5). El proceso penal debe ser público, salvo en lo que sea necesario para preservar los intereses de la justicia.

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vil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter.41 En consecuencia, el Estado no puede dictar actos administrativos sancionatorios sin otorgar a las personas sometidas a dichos procesos las garantías mínimas. Como se estableció en los párrafos anteriores, el señor Vélez Loor no contó con el derecho de defensa pero tampoco conoció sobre la acusación formulada en su contra. La asistencia judicial gratuita cobra especial importancia en procedimientos administrativos o judiciales en los que cuales se pueda adoptar una decisión que implique la deportación, expulsión o privación de la libertad.42

OBSERVACIONES FINALES

La idea de que el problema de (in)seguridad ciudadana puede resolverse practicando la “mano dura” contra la delincuencia es equivocada. Al hablar de mano dura nos referimos a las prácticas represivas que agentes del Estado llevan a cabo bajo la percepción de que están cumpliendo la ley. El ejercicio de estas prácticas como herramientas de lucha contra el crimen, no hace otra cosa que generar violaciones de derechos humanos y perpetuar la desconfianza de la población en las instituciones del Estado.

Cuando los agentes del Estado respetan los derechos humanos, se restable-ce la confianza de la ciudadanía; los miembros de la policía son considerados parte de la comunidad y reconocidos por su función social; aumenta la admi-nistración de la justicia de manera imparcial y eficaz; y se contribuye a la solu-ción pacífica de conflictos y denuncias.43

Para ello, es necesario que miembros de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, fiscales y jueces conozcan las normas de protección de los derechos humanos y lleven a cabo su trabajo de manera eficaz, dentro de los parámetros de dichas normas.

La normativa constitucional permite que los tratados internacionales de de-rechos humanos ratificados por el Estado, puedan ser aplicados directamente por las autoridades nacionales. Más aun, tal como se expuso en párrafos an-teriores, la Ley 137-11 sobre el Tribunal Constitucional y los Procedimientos Constitucionales, establece de manera expresa que la jurisprudencia de la Cor-

41 Supra, nota 46, párr. 70.

42 Supra, nota 45, párr. 126.

43 Supra, nota 8, página 16.

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te Interamericana constituye un precedente vinculante para los poderes públi-cos y todos los órganos del Estado. Los motivos que llevaron a la aprobación de dichas disposiciones normativas radican en la importancia fundamental que tiene el respeto de los derechos humanos para el correcto funcionamiento de un Estado de Derecho.

Tomando esto en consideración, resulta indispensable que abogados, jueces, fiscales y defensores conozcan la jurisprudencia y funcionamiento del sistema interamericano. El interés en exponer algunos casos conocidos por la Corte In-teramericana se fundamenta en dos aspectos esenciales: la necesidad de difun-dir los criterios establecidos por el tribunal, con la finalidad de que estos sirvan como una herramienta legal útil para la aplicación de la legislación interna; y la intención de lograr un acercamiento entre la población en general y el sistema interamericano de protección de los derechos humanos.

La internet facilita ese acercamiento. Toda la jurisprudencia de la Corte In-teramericana se encuentra disponible en la página web del tribunal44 y, por otra parte, la Comisión Interamericana dispone de herramientas como formularios online para presentar denuncias e información actualizada sobre la situación de los derechos humanos en los distintos países de la región.45

Los derechos humanos no son un obstáculo para la lucha contra la (in)se-guridad ciudadana. Más bien constituyen un resguardo esencial para que esta pueda ser garantizada. Tal como expresó el entonces Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas, Kofi Annan, en el informe “Un concep-to más amplio de la libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos”: no tendremos desarrollo sin seguridad, no tendremos seguridad sin desarrollo y no tendremos ni seguridad ni desarrollo si no se respetan los de-rechos humanos.46

44 http://www.corteidh.or.cr/

45 http://www.cidh.oas.org/Default.htm

46 Annan, Kofi, “Un concepto más amplio de la libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos”, citado en: Alvárez, Alejandro, Estado, Democracia y Seguridad Ciudadana. Aportes para el Debate, 1ª Ed. Buenos Aires: Programas de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), 2008.

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Políticas Públicas y Seguridad CiudadanaServio Tulio Castaños Guzmán

Jurista y politólogo. Graduado de Doctor en Derecho, Summa Cum Laude, de la Universi-dad Autónoma de Santo Domingo. Ha realiza-do numerosos estudios de maestría, postgrado y especialización en las áreas de derecho penal, civil, empresarial, relaciones internacionales y ciencias políticas y sociales. Actualmente es Vicepresidente Ejecutivo de la Fundación Institucionalidad y Justicia (FINJUS).

INTRODUCCIÓN

El tema de la seguridad ciudadana ha concentrado la atención de la sociedad dominicana en los últimos años, debido al incremento de actos violentos aso-ciados a la criminalidad y delincuencia, lo cual se refleja permanentemente en los medios de comunicación. Si analiza-mos la situación en sus ejes fundamen-tales, nos encontramos con el hecho de que esta percepción de inseguridad se expresa en todos los niveles sociales, in-cluyendo el ámbito privado a través de la violencia intrafamiliar. La seguridad ciu-

PALABRAS CLAVE

Seguridad ciudadana; Política criminal; Políticas públicas; Esta-do de derecho; Coordinación interinstitucional.

RESUMEN ABSTRACT

En este escrito se analizan algunos de los retos que la seguridad ciudadana pone sobre las políticas públicas y de manera destacada se sugieren nuevos enfoques para propi-ciar la reforma de las políticas de seguridad ciudadana y el replanteamiento de la política criminal, para procurar una mayor y mejor coordinación entre fiscales y policías.

The article examines some of the challenges of public safety on public policies and prominently suggests new ap-proaches to promote the reform of public security policies and a rethinking of criminal policy, to ensure better coordi-nation between prosecutors and police.

DATOS DEL AUTOR

Revista de la Escuela Nacional del Ministerio Público, No. 2, julio-diciembre 2011, pp. 74-84

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dadana acapara tanta atención pública debido a que es un eje transversal de la vida social, por ser al mismo tiempo el resultado de la fortaleza de su Estado de derecho, y la expresión de las aspiraciones democráticas de sus institucio-nes y ciudadanos. De igual modo se constituye en un elemento indispensable de la seguridad jurídica y el clima de inversiones requeridas para el desarrollo nacional.

Este texto no se concentrará en analizar dichos factores, lo que ya se ha realizado, aunque no exhaustivamente, en diversos estudios auspiciados por diferentes organismos de carácter oficial, de la sociedad civil y académicos, a lo largo del país y los cuales responden a diferentes coyunturas o momentos del análisis del fenómeno de la seguridad. Las palabras que siguen versarán sobre algunos retos que la seguridad ciudadana pone sobre las políticas públicas y de manera destacada buscamos sugerir nuevos enfoques para propiciar la par-ticipación de la ciudadanía y el replanteamiento de la política criminal, como política pública, para dichos fines.

Este trabajo parte del reconocimiento de que para tener éxito en esta ma-teria debemos empezar replanteándonos el concepto mismo de seguridad ciu-dadana. La conceptualizamos como un derecho de las personas, tal como ha quedado expresado en la doctrina española, que concibe a la seguridad ciu-dadana como “una situación social en la que no existen riesgos o peligros para los ciudadanos, es decir, que éstos pueden ejercitar libremente sus derechos y libertades sin que exista obstáculo para ello. En definitiva, se trata de una situación que debe garantizar a los ciudadanos el libre y pleno ejercicio de todos y cada uno de los dere-chos y libertades que ostentan, tanto individuales como colectivos, en el marco de la Constitución”.1

CONCEPTO DE SEGURIDAD CIUDADANA

Definida así, la seguridad ciudadana permitiría exigir al Estado la creación de las condiciones necesarias para su disfrute y cambiaría el paradigma de su visión. La seguridad ciudadana está íntimamente relacionada con la reducción de la violencia y la vulnerabilidad social, del miedo y temor resultantes de un manejo inadecuado de las situaciones de riesgo social. Su logro está relaciona-do al mismo tiempo con la creación de un ambiente de efectivo respeto y pro-tección real de los derechos y libertades. De allí que la seguridad ciudadana se

1 Alonso Pérez, Francisco: Seguridad Ciudadana, Marcial Pons Editor, Madrid, 1994, pág. 14.

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convierte en un derecho que debe ser tutelado por el Estado, sin que por ello se justifique una reducción o interferencia de otras prerrogativas y sea funcional al Estado de derecho.

Se ha reconocido que la inseguridad tiene una contracara que es la toleran-cia social frente al fenómeno de la violencia. En nuestro medio esto se expresa de manera dramática a la luz de estadísticas recientes que dan cuenta que en lo que va de año de cada 3 homicidios, la delincuencia es responsable de sólo uno de ellos, lo que significa que es la sociedad la principal responsable de la alta tasa de crímenes que se cometen en su seno. El fenómeno más agudo por su gran contenido psicosocial es el del feminicidio, que sigue siendo uno de los más altos de toda América Latina.

Los preocupantes índices de homicidios (el crecimiento en los últimos 20 años ha sido alarmante, porque en 1984 sólo ocurrieron 582 homicidios, mien-tras que en 1994 ya sobrepasaban los 1,200 y el año 2009 la cifra se había duplicado), la prevalencia de la violencia callejera y las tensiones agudas en las actividades cotidianas, como el tránsito de vehículos, muestran que aún faltan muchas batallas que librar contra el autoritarismo que todos los dominicanos llevamos inculcados en nuestro psiquismo.

Todo lo anterior afecta la vigencia de un enfoque que ha sido definido como populismo penal y que consiste en una estrategia comunicativa desplegada por los actores políticos y del sistema penal para calmar el clamor popular ante la inseguridad ciudadana. La cultura autoritaria que tradicionalmente ha deli-neado el discurso y la práctica institucional dominicana es un caldo de cultivo que potencia los efectos corrosivos del populismo penal, llegando a la posición de la disolución del principio de legalidad penal, pasando por el quiebre del principio de culpabilidad, lo que incluye el desmonte del debido proceso y la deshumanización de los infractores. Si nos acogemos a esta lógica, emparenta-da con una ideología militarista, nos esperan consecuencias nefastas ya que se tratará de legitimar una guerra sucia contra la criminalidad, que a fin de cuen-tas convierte al Estado en criminal y reduce los delincuentes a “no personas”. En esta dirección apunta la obra editada en el 2008 por FINJUS del jurista Eduardo Jorge Prats, que saca a la luz los peligros del populismo penal, a partir de la definición de las características que lo definen, de la mano tanto de sus propulsores (y precursores) como de quienes son sus críticos.

Es Indudable que la seguridad ciudadana tiene otro importante componen-te a nivel institucional y está regido por la relación entre la Policía Nacional y el Ministerio Público. Es que uno de los desafíos sociales más agudos es el de

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la reforma policial, que tiene unas peculiaridades que la hacen muy compleja. Pese a los cambios introducidos en la Ley Orgánica de la Policía Nacional del 2003, la mayoría de sus reformas se encuentran aún estancadas. El control social civil sobre esta institución es aún una meta inalcanzada y no se han crea-do las estructuras que permitan medir el desempeño de los cuerpos policiales de cara a los nuevos procedimientos instaurados con el Código Procesal Penal para la investigación de crímenes y delitos.

Como es sabido, una de las ideas rectoras de la reforma procesal penal ha sido someter las investigaciones policiales al control del Ministerio Público. La activa interrelación entre fiscales y policías es la base del edificio estatal de la seguridad democrática cuyo desempeño está abonado por la eficacia del servi-cio público más que por la competencia de funciones o prerrogativas.

La eficacia de la actividad policial se mide tomando en consideración el por-centaje de casos esclarecidos según el criterio de los tribunales, y no según el criterio de los agentes. La condena obtenida en un debido proceso legal es la verdadera prueba del éxito de la investigación policíaca. Sin embargo, ante una institución tan masificada y poco cualificada como la Policía Nacional no aplican las mismas recetas que para las otras instituciones.

Si difícil es reformar el Poder Judicial o el Ministerio Público, mucho más complicado es reformar la Policía. A estos elementos, ya de por si bastantes in-trincados, debe sumarse el hecho de que está pendiente la depuración exhaus-tiva de la Policía Nacional, a fin de separar a quienes desde sus filas transgreden las leyes, siendo permisivos con la criminalidad o por formar parte de prácticas corruptas.

Lo importante es tener en cuenta que la responsabilidad del problema del control de la delincuencia se ha trasladado de la esfera gubernamental a la pú-blica, y todos estamos llamados a prestar nuestra colaboración en su solución. Pero el punto de partida más importante es la necesidad de reorientar la políti-ca criminal como la política pública más decisiva para contribuir a afianzar un clima de seguridad ciudadana.

POLÍTICA CRIMINAL Y POLÍTICAS PúBLICAS

La política criminal representa la facultad delegada por la sociedad al Estado para que defina la cuestión criminal como un tema social, a través de procesos de criminalización y descriminalización, para dirigir y organizar un conjunto

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de prácticas que deben ser usadas como respuesta ante la criminalidad en un entorno democrático de legalidad.

Ello implica establecer prioridades en cuanto a qué derechos proteger y los mecanismos necesarios para lograr esa protección. Se concentra en el estable-cimiento de los enfoques de prevención y lucha contra el crimen.

Sin embargo, la política criminal no se reduce a los comportamientos identi-ficados como delitos y a los que el Código Penal determina una sanción. Implica además, un conjunto de respuestas extrapenales realizadas muchas veces con el concurso de organismos no gubernamentales o grupos sociales, que buscan la prevención temprana de la criminalidad y la reducción de ciertos delitos. Ta-les son los casos de programas de educación, de empleo, de estimulación, de or-ganización comunitaria, de resolución de conflictos a nivel barrial, entre otros.

Por ello para la Política Criminal es vital contar con una normativa penal, encabezada por el Derecho Penal, así como con instituciones cuya finalidad sea, desde la perspectiva política, la prevención y el control del delito y la cri-minalidad.

Es importante que exista una comprensión interdisciplinaria de los distintos aspectos implicados en el proceso de criminalización, de forma que cada una de las instituciones de este sistema: Poder Legislativo, operadores del sistema de justicia (Policía, sistema penitenciario, Poder Judicial, Ministerio Público y organismos sociales) concurran en una dirección política clara y coordinada en concordancia con la realidad social.

Enfocada de esta manera la definición de la Política Criminal se convierte en una metodología participativa que une el saber empírico (estudios criminoló-gicos) y su materialización legal (legislación penal, etc.), lo cual es una condi-ción necesaria para que los principios de un derecho penal justo y equitativo se manifiesten libremente, dando lugar a la definición de la misión, el contenido y los límites de las regulaciones penales.

Todo lo anterior se ha visto afectado por el aumento del clima de inseguridad ciudadana que ha prevalecido en los últimos años, alimentado por la creencia del incremento desmedido de las tasas de criminalidad y por la forma muchas veces sensacionalista que sobre estos hechos delictivos hace la prensa, lo que ha generado que la política criminal se haya inclinado más hacia la búsqueda de métodos que den respuestas cada vez más “eficaces, rápidas y contundentes” al crimen que hacia el establecimiento de soluciones con las cuales enfrentar el fenómeno de la criminalidad y sus consecuencias.

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Sabemos que ese temor propagado en todos los sectores sociales ha dado lugar a cuestionamientos sobre el papel que deben jugar las instituciones es-tatales en materia de seguridad ciudadana. La desconfianza en la gestión de la Policía y el Ministerio Público, de manera primordial, ha provocado que la sociedad y los medios de comunicación demanden con mayor frecuencia y en forma generalizada, medidas estatales cada vez más drásticas con las que se puedan controlar y frenar los efectos que la delincuencia y la criminalidad oca-sionan en la ciudadanía.

Es preciso que el Ministerio Público asuma su responsabilidad de dirigir la política criminal, entendida como el conjunto de mecanismos y pasos enca-minados a la persecución penal del crimen y la delincuencia, al tiempo que se articula una amplia red social de instituciones públicas y privadas que se en-carguen de realizar el trabajo de prevención, el otro componente de la política criminal moderna e integral.

Es conocido de sobra que en la prevención descansa gran parte de la solución del problema de la percepción de inseguridad, y que debemos ir dejando de lado las propuestas que sólo se concentran en el control, especialmente punitivo.

Las lecciones aprendidas del trabajo realizado en países donde se ha enfren-tado con éxito y profundidad el tema de la seguridad ciudadana, muestran que sus políticas están orientadas hacia la ejecución de programas intersectoriales, la conformación de coaliciones, la realización de experiencias efectivas de tra-bajo intergubernamental y especialmente acuerdos con los gobiernos locales y la sociedad civil.

Las políticas públicas preventivas requieren del apoyo permanente de otras instituciones y deben estar orientados sus objetivos por los criterios de eficien-cia y especialización que permitan la concentración de esfuerzos en las priori-dades detectadas y consensuadas, en base a criterios como:

1. Procurar que los problemas o áreas de trabajo que se aborden per-mitan obtener resultados tanto en el largo plazo, como también en el corto o mediano plazo.

2. Ampliar el rango de responsabilidades en la gestión y administra-ción de los programas preventivos, para que instituciones locales, municipales o regionales se involucren en los mismos, tanto a nivel de participación como en la toma de decisiones.

3. Expandir los niveles de coordinación y crear sinergias positivas en-tre las instituciones involucradas.

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Es hora de tomar conciencia de que los sistemas represivos, que se concen-tran exclusivamente en la construcción de nuevas cárceles y mayor mano dura contra la delincuencia, no tendrán efectos a mediano y largo plazo si no se combinan acertadamente con políticas de prevención que tengan el apoyo de amplios sectores sociales.

Naturalmente, este nuevo enfoque implica tomar en consideración la nece-sidad de incluir a otros actores con potencial de liderazgo y, desde el gobierno central, se debe dar muestras de apertura para intervenir en un problema com-plejo.

En todas partes donde estas políticas se han desarrollado con éxito los mo-delos usados han dado un lugar central a la participación de las comunidades en la estrategia desarrollada, de forma que se fomente un control social infor-mal que se irradie hacia las comunidades, complementando las medidas espe-cíficas adoptadas por las autoridades.

REFORzAR LA INSTITUCIONALIDAD DISPERSA

En materia de seguridad ciudadana es indispensable la existencia de una política de coordinación interinstitucional que funcione como un sistema coherente e integrador. Durante años hemos padecido las deficiencias de sistemas que no han podido superar la dispersión de recursos, políticas y programas, dando lugar al debilitamiento de los liderazgos que se requieren para un combate frontal y exitoso contra el crimen organizado. Sorprende la manera autónoma como se desempeñan muchos de los organismos lla-mados a jugar un papel de responsabilidad en la estructuración de un clima de seguridad.

La dirección política de la lucha contra la delincuencia se muestra difusa en muchas ocasiones, generando culturas de trabajo y relación con las comunida-des que tienden a segregar y dividir las instituciones. Un grave problema que nos aqueja es que la ciudadanía no puede captar la unidad del mando para diri-gir acertadamente estas políticas, lo cual es aprovechado por el crimen organi-zado. Toca al Ministerio Público asumir su responsabilidad de dirigir la política criminal, entendida como el conjunto de mecanismos y pasos encaminados a la persecución penal del crimen y la delincuencia, al tiempo que se articula una amplia red social de instituciones públicas y privadas que se encarguen de rea-lizar el trabajo de prevención, que es el otro componente de la política criminal moderna e integral.

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PRINCIPALES CAMBIOS EN TÉRMINOS DE POLÍTICAS PúBLICAS

A la luz de todo lo anterior, proponemos algunas medidas básicas que am-plíen el alcance de las políticas públicas en esta materia, al tiempo que invo-lucren a las comunidades y sus organizaciones en la creación de una nueva cultura de la seguridad, la paz y la convivencia pacífica.

Reforzar el clima de seguridad ciudadana implica entonces, en la actual co-yuntura, las siguientes medidas prioritarias:

1. Definir con mayor precisión y claridad la política nacional de seguridad ciudadana, que incluya programas, proyectos, recursos adecuados y mecanis-mos rectores y operativos para su ejecución, al tiempo que se estimule la coor-dinación institucional que se requiere. Aún persisten áreas oscuras tanto en la persecución como en la prevención de la violencia y el crimen.

Se precisa extender los proyectos pilotos de Barrio Seguro a nivel nacional, con mayores recursos y mejor participación de las comunidades. En este aspec-to es recomendable que las mediciones del desempeño y el logro de todos los actores involucrados en esta iniciativa sean conocidos socialmente y que esto se pueda monitorear de manera independiente por parte de las mismas comu-nidades que son objeto de la intervención estatal.

2. Reformar profundamente el marco normativo de la Policía Nacional. Esta es una de las máximas prioridades a las cuales nos abocamos, debido a que la sociedad dominicana perdió la oportunidad de dotarse de una ley moderna en el 2003, ya que la Ley Orgánica de la P. N. que fue aprobada en ese momento no recogió las sugerencias de diferentes sectores para dar un perfil civil a esa institución, manteniéndosele segregada de la sociedad. Este problema cambia con la adopción de la nueva Constitución de enero de 2010, que claramente define los límites de la Policía Nacional y configura un nuevo estatuto de la función policial y de la relación de ésta con el Poder Ejecutivo.

3. Profesionalizar y depurar la Policía Nacional, dotándola de recursos téc-nicos, humanos y financieros, para su labor preventiva y de persecución del crimen, dando lugar al desarrollo de una perspectiva institucional de Policía Comunitaria, para estrechar los lazos de comunicación y colaboración con la sociedad y las comunidades a lo largo del país, generando relaciones de con-fianza.

Mientras se mantenga la percepción de que al interior de la Policía exis-ten intereses particulares que coinciden con el quebrantamiento de la ley,

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y que el cuerpo policial no es efectivo para realizar un trabajo preventivo, será difícil justificar la alta inversión de recursos que requiere esta institu-ción.

4. Mostrar más claramente la voluntad del Estado en la prevención y perse-cución del crimen organizado, especialmente en materia de tráfico de drogas. Lo ocurrido en casos relativamente recientes como el Figueroa Agosto, Arturo del Tiempo y otros, parecen indicar la necesidad imperiosa de que el Estado asuma la Tolerancia CERO en materia de permisividad contra las infiltraciones del crimen organizado en instituciones del Estado, y de manera particular en los organismos de seguridad.

A la luz de los últimos acontecimientos nos parece que es urgente combatir el entorno amigable o generoso en que se ha desarrollado el crimen, especial-mente el narcotráfico, en nuestro país. El Estado debe encaminarse a desarticu-lar todas las redes de apoyo del crimen organizado que se han creado al interior de los organismos de seguridad, los cuales dan soporte, pasan informaciones o simplemente descuidan sus responsabilidades, para facilitar la entronización de las redes criminales.

A las campañas sistemáticas contra el consumo de drogas, deben sumarse programas de asistencia para la reinserción de adictos y personas dedicadas al microtráfico.

5. Disminuir la cantidad de armas de fuego en manos de particulares. Las alarmantes cifras de pistolas, revólveres y otras armas de fuego en manos de particulares ha sido resaltado por los medios de comunicación e investi-gaciones recientes, que señalan que este fenómeno se ha reproducido como resultado del alto nivel de percepción de inseguridad que ha prevalecido úl-timamente.

Otra de las ilusiones que se han sembrado y cultivado en nuestro medio, incluso mediante grandes despliegues publicitarios que deberían ser controla-dos por el Ministerio de Interior y Policía, es sobre la posesión de armas como mecanismos de “seguridad”. Se sabe que mostrar un arma de fuego en el marco de un hecho delictivo incrementa la posibilidad de que las víctimas sean ulti-madas. Es urgente que se proceda a la incautación de miles de armas ilegales o el retiro de las mismas en manos de personas que no justifican su tenencia y porte. Esto debe acompañarse con campañas masivas para fomentar una cultu-ra de diálogo y convivencia pacífica, especialmente entre jóvenes, adolescentes y niñez.

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6. Diseñar programas eficientes e integrales que faciliten la reinserción so-cial y laboral de los condenados que han cumplido su pena. Estos programas implican programas de capacitación y apoyo al interior de las prisiones y acom-pañamiento y asesoría tras su puesta en libertad, que incluyan medios dignos de sustento para los ex-internos.

7. Incrementar los programas integrales de desarrollo social y comunitario en las zonas del país con mayor exclusión social, a través de la capacitación de los jóvenes para su inserción laboral, así como el mejoramiento de la calidad de los servicios sociales fundamentales (salud, educación, transporte, alumbrado público, prevención de la violencia).

8. Establecer mecanismos más efectivos y eficaces para la supervisión y con-trol de los organismos de seguridad privada, de forma que sus miembros sean personas idóneas para el servicio que brindan, reclutados con criterios profe-sionales y entrenados adecuadamente para sus funciones.

9. Incrementar la efectividad del sistema de justicia penal en las tareas de investigación, persecución y acusación de los delitos y crímenes. Se debe reforzar la capacitación de policías y fiscales y promover una ma-yor coordinación e intercambio de información entre el Poder Judicial, el Ministerio Público y la Policía Nacional, para un mejor desempeño en los tribunales.

10. Estimular las iniciativas de integración familiar y el fomento de los va-lores sociales sanos para la convivencia pacífica, a través de campañas masivas de carácter educativo contra la violencia, el consumo de drogas y alcohol y para favorecer la comunicación intrafamiliar y la cohesión social.

11. Promover programas que presten asistencia integral a niños y adoles-centes en situación de desamparo y abandono familiar, integrantes de bandas o naciones, en conflicto con la ley penal o asociados con adultos para la comi-sión de delitos.

12. Diseñar efectivos programas de comunicación que tengan por finalidad la reducción de la percepción subjetiva de inseguridad, adecuándola a la situa-ción real.

CONCLUSIONES

La seguridad ciudadana debe enmarcarse asimismo hacia la creación de me-canismos de cohesión social, ya que las políticas públicas en esta materia deben

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tender a su logro. La cohesión social implica que todos los habitantes se sien-tan seguros de que la sociedad les brindará la realización de sus metas persona-les y sociales, y que fomenta la identidad y sentido de pertenencia social.

Si la sociedad en la que vivo no solo me excluye, sino que vivo en ella de ma-nera insegura, el resultado es la anomia y la desorganización sociales. Por ello está en la base de la superación de la inseguridad ciudadana un nuevo “contra-to social”, que fomente la identidad y pertenencia sociales en base al reconoci-miento mutuo y los derechos sociales que son comunes a todos los miembros de la comunidad.

En nuestro país requerimos, siguiendo los consejos de la CEPAL, de un pac-to social centrado en la protección, lo que implica un acuerdo en el que los de-rechos sociales se consideran como el horizonte normativo y las desigualdades y restricciones presupuestarias como limitaciones que es necesario enfrentar.

Esos derechos son el mejor y más duradero antídoto contra la delincuencia y la violencia. Debe regirse por principios de universalidad, solidaridad y efi-ciencia.

Tales son algunos de los retos que este tema de la seguridad ciudadana pone en la agenda de la sociedad dominicana de hoy. Es deber de todos contribuir a que nuestro Estado de derecho se fortalezca, protegiendo los derechos y garan-tías de los ciudadanos.

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«Notas institucionales» [85]

NOTAS INSTITUCIONALES

Persecución Penal Estratégica1

Dr. Radhamés Jiménez Peña Procurador General de la República

Agradezco enormemente al Ministerio Público del Perú por la oportunidad que nos brinda de participar en este seminario internacional sobre los Desa-fíos del Ministerio Público en el marco de los primeros 30 años de la creación institucional del Ministerio Público peruano. Más que una satisfacción, cons-tituye para mi un honor compartir esta ocasión con todos ustedes, gracias a la generosidad y hospitalidad de la Señora Fiscal de la Nación, Dra. Gladys Echaíz Ramos con quien he podido fomentar una amistad abierta, sincera y fluida a través de los años.

El tema que nos ocupa, la Persecución Penal Estratégica, ya lo he abordado en otros encuentros, siendo el más reciente el que se celebró precisamente aquí en Lima en el marco de la Décimo Octava Asamblea General Ordinaria de la Asocia-ción Iberoamericana de Ministerios Públicos, celebrada en noviembre de 2010.

Me parece que un buen punto de partida es el de esclarecer el concepto mismo de Persecución Penal Estratégica. También conocida como persecu-ción penal “inteligente” o “focalizada”, la noción de Persecución Penal Estra-tégica alude a una concepción innovadora en la dirección de la persecución penal estatal, caracterizada por el diseño de estrategias de persecución que

1 Ponencia del Procurador General de la República Dominicana, Dr. Radhamés Jiménez Peña, en el primer seminario internacional “Desafíos del Ministerio Público 30 años después”, en ocasión del Trigésimo Aniversario de la Creación Institucional del Ministerio Público Peruano. Lima, 10 de mayo de 2011.

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permiten al órgano del Estado encargado de esta tarea conducir sus labores de encarar el delito de una manera más efectiva y eficaz, a partir de la integra-ción de la comunidad y el análisis del contexto específico en que se desarrolla el hecho delictivo.

De esta manera, la persecución penal estratégica se concibe como un mo-delo operativo de persecución que se aparta de los métodos y arquetipos tra-dicionales para impulsar una actuación del Ministerio Público orientada a la toma estratégica de decisiones que contribuya a incrementar la capacidad de respuesta en el ámbito de la persecución penal, ante las principales necesida-des y problemas sociales.

La persecución penal estratégica tiene como fundamento, entre otros, los siguientes elementos operacionales:

a) Un acercamiento proactivo al crimen;

b) Un área de persecución determinada;

c) Énfasis en la solución de problemas, seguridad ciudadana y calidad de vida;

d) Enlace estratégico entre fiscalía, comunidad y otros organismos auxilia-res en la persecución del delito;

e) Aplicación de diversos métodos de prevención.

La concepción de una persecución penal estratégica abarca diversas dimen-siones que incluye el análisis de los problemas identificados, el tipo de área es-tudiada, el rol de la comunidad en la implementación de las estrategias, el tipo de respuesta a los problemas comunitarios, adaptaciones organizacionales en las fiscalías, adecuación de la dinámica de procesamiento de casos y la colabo-ración interinstitucional.

La adopción de una visión estratégica de persecución que sirva de punto de partida en el marco conceptual, filosófico y empírico que rige la actividad per-secutora del Ministerio Público, opera sobre la base de una transformación o cambio desde la cultura tradicional de persecución a un enfoque de perspectiva estratégica.

Tradicionalmente, la lógica de actuación de la Fiscalía se encuentra re-gida por la respuesta caso a caso de los problemas generados. Los cambios

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operacionales que exige adoptar una política de persecución penal estraté-gica se enfocan en la sustitución de un sistema reactivo por uno proacti-vo de persecución. Bajo esta estructura, los representantes del Ministerio Público y los miembros de la policía desempeñan un rol que los convierte más allá de operadores que intervienen en el desarrollo del procedimiento penal, en verdaderos colaboradores en la solución de problemas de la co-munidad.

De este modo, la constante evolución del rol del Ministerio Público y la in-novación en la persecución penal representa un intento de armonizar los ser-vicios brindados por la fiscalía y su objetivo de responder con mayor eficacia a las necesidades locales.

Los modelos tradicionales de persecución se concentran en un ideal de jus-ticia individual que persigue la resolución de cada caso de la manera más efi-ciente y equitativa, la obtención de condenas contra los infractores, la investi-gación de las causas del crimen, la protección de las víctimas de la delincuencia y la severidad de las sanciones.

Por su parte, la persecución penal estratégica integra los presupuestos de estos modelos a un nuevo objetivo que busca adaptar la respuesta al crimen del Ministerio Público y el sistema de justicia penal a las necesidades reales de la comunidad.

La posibilidad de otorgar mayor efectividad a la tarea de persecución se vin-cula fuertemente con cambiar el foco de su atención, desde el mero tratamien-to de los casos individuales hacia una comprensión más compleja de la realidad del conjunto de los delitos que se cometen en una determinada jurisdicción, para identificar allí los problemas que generan la ocurrencia de hechos delicti-vos, diseñando estrategias para abordar estos problemas y luego poniendo las facultades de persecución al servicio de esas estrategias.

En resumidas cuentas, la evolución desde una cultura de persecución tra-dicional a un enfoque de perspectiva estratégica implica un replanteamiento filosófico de la política que guía las actuaciones del Ministerio Público en la persecución y su rol como operador en el sistema de justicia, suponiendo un reforzamiento significativo de la prevención del delito (como presupuesto de proactividad), apartado de la vieja práctica de dedicar los mayores esfuerzos a la represión del delito (reacción al delito).

En cuanto a los objetivos perseguidos con la aplicación de este tipo de mo-delo, se destacan:

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La disminución del crimen: esto es la posibilidad de lograr una menor ocurrencia de delitos a través de la determinación de metas concretas y la adopción de estrategias específicas dirigidas a reducir el número de cierto tipo de delito y/o mejorar la seguridad en ciertos lugares de la ciudad

La disminución de la percepción de inseguridad: objetivo que implica también mejorar la percepción que los ciudadanos tienen del propio sistema de justicia y otorgar una mayor promoción al trabajo de las fiscalías

Mejoramiento de la calidad de vida de la población: tomando en cuen-ta que quienes viven en un entorno de alta inseguridad, tanto objetiva (reali-dad de delitos) como subjetiva (percepción de delitos), ven afectada también de manera radical su calidad de vida.

Estoy convencido de que el cambio de enfoque que supone adoptar un mo-delo de Persecución Penal Estratégico resulta imperativo en nuestra región para encarar los desafíos del crimen organizado y del incremento de la criminalidad aun en los delitos convencionales. Pero sobre este punto volveré más tarde. Creo pertinente en este momento de mi exposición que demos un vistazo a lo que ha sido la experiencia comparada en materia de Persecución Penal Estratégica.

A finales de la década de 1970, en Estados Unidos, distintos actores del sis-tema de justicia ponen su interés en el mejoramiento de la efectividad de la política de persecución criminal. Las primeras ideas nacen asociadas en el de-recho anglosajón, al trabajo policial. En ese contexto, la policía aparece como líder de la persecución, se responsabiliza de la resolución de problemas y logra un acercamiento a la comunidad, mientras que la fiscalía se une a esta tarea con posterioridad. La investigación durante este período se refiere a serias limita-ciones en las respuestas ofrecidas por el Ministerio Público que representaron durante muchos años limitaciones propias de sus actuaciones.

Las primeras aproximaciones a la persecución penal estratégica se pueden encontrar en los experimentos realizados en Madison, Wisconsin; y Baltimore, Maryland en los primeros años de la década de 1980. La primera evaluación de esta política se llevó a cabo en el Estado de Virginia a mediados de los 80. A partir de allí, la Fiscalía y la policía auxiliar de otras localidades estadouniden-ses, pero también del Reino Unido, Canadá, Escandinavia, Australia y Nueva Zelanda han continuado implementando esta política de persecución, aplicada a un amplio espectro de delitos y problemas.

La evolución de la persecución penal estratégica en las últimos años ha coin-cidido en la importancia de la evaluación de problemas, la importancia de un

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«Notas institucionales» [89]

análisis sólido, el desarrollo de respuestas pragmáticas y la necesidad de invo-lucrar estratégicamente otro recursos, incluyendo miembros de la comunidad, departamentos del gobierno y otras agencias.

En los Estados Unidos de América se destaca la aplicación del Modelo SARA, como un método estratégico que concentra cuatro tareas fundamentales:

1. Exploración

2. Análisis

3. Respuesta

4. Evaluación

La exploración abarca las siguientes actividades: a) Identificación de los pro-blemas más recurrentes y de mayor repercusión para la sociedad y el trabajo policial; b) Identificación de las consecuencias del problema para la comunidad y la policía; c) Prioridad de estos problemas; d) Desarrollo de metas; e) Con-firmación de la existencia del problema; e) Determinación de la frecuencia del problema y tiempo de duración; f) Selección de problemas para un análisis más profundo.

La fase de Análisis se basa en las actividades siguientes: a) Identificación y asimilación de los eventos y condiciones que preceden y acompañan el proble-ma; b) Identificación de datos relevantes a ser recolectados; c) Investigación de los antecedentes del problema; d) Identificación de la forma en que el problema es enfrentado en la actualidad y las fortalezas y limitaciones de dicha respues-ta; e) Identificación de los alcances del problema; f) Identificación de la varie-dad de recursos que pudieran ser necesarios para realizar una investigación más exhaustiva del problema; g) Desarrollo de una hipótesis de trabajo sobre cuál es la causa del problema.

La Respuesta contiene los siguientes elementos: a) Reflexión para lograr nuevos aportes; b) Búsqueda de información sobre cuál ha sido la respuesta que otras comunidades le han dado a problemas similares; c) Escogencia de intervenciones alternativas; d) Diseño de un plan de respuesta e identificación de responsables; e) Establecimiento de objetivos específicos para el plan de res-puesta; f) Implementación de actividades planificadas.

Por último, la Evaluación envuelve las siguientes actividades: a) Evaluación del proceso de implementación; b) Recolección de datos cualitativos y cuanti-

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tativos del proceso; c) Determinación de los logros alcanzados sobre la base de las metas y objetivos específicos trazados; d) Identificación de nuevas estrate-gias necesitadas para aumentar el plan original; y e) Supervisión de las activi-dades en curso para asegurar la efectividad.

En síntesis, la experiencia relativamente exitosa de los países anglosajo-nes descansa en la idea de un análisis profundo del conjunto de casos que conoce el sistema permitiendo establecer patrones de comportamiento de la criminalidad, los elementos comunes al origen o a las manifestaciones concretas de los delitos que pueden dar lugar a la posibilidad de desarrollar estrategias de intervención mucho más eficaces que la mera tramitación caso por caso.

En Latinoamérica, los antecedentes en la adopción de una política de per-secución penal estratégica los encontramos en Chile y República Dominicana, en el marco de la Reforma Procesal Penal implementada en se remonta a Chile donde la Fiscalía ha alcanzado notables avances en materia de persecución cri-minal.

El profesor chileno Andrés Baytelman ha destacado en varias oportunida-des la importancia de este modelo de persecución resaltando el éxito obtenido a través de la ejecución de planes antidelincuencia basados en una “persecu-ción penal inteligente”, la detección de problemas delictuales locales y específi-cos, la incorporación de la comunidad y otros organismos públicos y una muy estrecha coordinación con la policía.

En este sentido, ha agregado Baytelman que la “persecución penal inteligen-te” consiste en analizar el ilícito enmarcándolo en el fenómeno delictual al cual pertenece, estudiando la información que genera cada caso y cruzándola con la de otros. Ello permite maximizar la persecución de la delincuencia profesional, incrementar las posibilidades de captura e identificar el problema delictual en el que se enmarca cada ilícito.

En América Latina ya tenemos experiencias del uso por el Ministerio Públi-co y la Policía de mapas georeferenciados de victimización, que han permitido identificar las locaciones más revictimizadas. A estos lugares se les ha asignado una vigilancia especial, que ha permitido ir a buscar de manera proactiva la flagrancia, describir y vigilar el modus operandi y realizar la detención maximi-zando el resultado de la acción penal.

El Centro de Estudio de Justicia de las Américas (CEJA), ha identificado la Persecución Penal Estratégica como uno de los principales desafíos del Minis-

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terio Público Fiscal en América Latina, enmarcada dentro de las tareas básicas en el trabajo de este estamento en su contribución en materia de seguridad ciudadana.

En América Latina apenas se dan los primeros pasos en la implementación de este modelo de persecución penal. Sin embargo, como dije antes adoptar un enfoque estratégico de la persecución penal resulta imperativo. Si el cri-men es cada vez más sofisticado, complejo, organizado, entonces la respuesta tradicional de encarar la criminalidad caso por caso no es suficiente. La tarea tradicional de perseguir la infracción después de su comisión, procediendo al arresto y posterior enjuiciamiento del delincuente, poco aporta para resolver el tema de la criminalidad y los niveles de delincuencia. Si en vez de esta acción, el Ministerio Público y la policía aunaran esfuerzos para desarrollar estrate-gias dirigidas de persecución, estarían en condiciones de resolver el problema. Dicha estrategia incluiría la recolección de información adicional, mediante el montaje de un sistema de vigilancia, el análisis de la hora en que ocurren los delitos, la determinación de quiénes son los infractores, porqué actúan dentro de un área determinada, examen de las áreas particulares más afectadas dentro de las localidades perjudicadas y las características específicas del medio am-biente donde se desarrollan.

Ya hemos expuesto a lo largo de este trabajo que la persecución penal estratégica, inteligente o focalizada se desvincula de la inveterada práctica reactiva y burocrática orientada a la resolución “caso por caso” de los pro-cesos penales para reforzar la capacidad proactiva del Ministerio Público en el combate del delito. Asimismo, hemos señalado que esta aproximación a un modelo estratégico de enfrentamiento del delito se dirige a la integra-ción de la comunidad, sectores públicos y privados, el combate sectorial y la garantía de la seguridad ciudadana, más allá de la mera tramitación de los casos.

En la República Dominicana hemos asumido la resolución de los problemas que afectan a la comunidad como el punto de partida para la implementación de políticas de persecución penal estratégica, partiendo de un análisis porme-norizado de las causas y características de cada delito en particular dentro del contexto social dominicano, los factores que inciden en su comisión, las áreas de mayor incidencia y la posibilidad de formular estrategias específicas para contrarrestarlos.

De esta manera, la Procuraduría General de la República viene establecien-do alianzas estratégicas con diversos organismos vinculados a la investigación

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y al auxilio del Ministerio Público, como la Policía Nacional, la Dirección Na-cional de Control de Drogas (DNCD), pero también con organizaciones de la comunidad.

Junto a esta estrategia, venimos implementando modernas y sofisticadas herramientas tecnológicas que nos permiten llevar a cabo una más eficiente labor de prevención.

Igualmente, hemos puesto en marcha un plan piloto para investigar el cono-cimiento del circuito criminal del robo de vehículos, a través del cual procura-mos enfrentar la comisión de este delito menor, como una forma de detectar a su vez otros delitos, además de que son éstos los que principalmente afectan la percepción ciudadana de seguridad.

Hemos puesto especial atención en la aplicación de mecanismos alternati-vos de resolución de conflictos a través de los cuales hacemos más eficientes nuestros trabajos de promoción de la acción penal, llevando a juicio sólo los casos más graves y de mayor incidencia social, logrando al mismo tiempo, una concertación con los intereses de las víctimas.

Por último, la implementación del modelo de gestión de fiscalías, pretende unificar en todo el territorio nacional los criterios operativos y organizativos del Ministerio Público, a la vez que lograr un acercamiento entre la comunidad y la Fiscalía.

Todo lo anterior ha estado unido al establecimiento de un nuevo modelo de ges-tión penitenciaria que reivindica la dignidad humana de los internos y que ha co-locado a la República Dominicana como un ejemplo en la región hasta el punto de que hemos sido reconocidos por las Naciones Unidas como Centro de Excelencia.

Entendemos que en República Dominicana, como en toda la región, nos fal-ta mucho camino por recorrer, que nuestros esfuerzos, a pesar de los significa-tivos resultados, aún son insuficientes frente a la necesidad latente de mayor capacidad de respuesta para la solución de los conflictos que presentan nues-tras sociedades. La Persecución Penal Estratégica constituye en ese contexto una modalidad de persecución penal que estamos seguros hará más eficiente y eficaz el trabajo del Ministerio Público para bien de la democracia y del Estado de Derecho.

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NOTAS INSTITUCIONALES

La especialización del Ministerio Fiscal Español*2

Don Cándido Conde-Pumpido Tourón Fiscal General del Estado del Reino de España

Déjenme comenzar diciendo que es para mí una gran satisfacción reencon-trarme con los amigos dominicanos y acercarme a ustedes, aunque sea desde la distancia que hoy acortamos a través de una auténtica maravilla tecnoló-gica. Quiero transmitirles, junto a esa satisfacción, y a la expresión de cariño y de cercanía que siento por su país y por su pueblo, que en varias ocasiones he tenido la ocasión y el honor de visitar, conocer y aprender a apreciar, no virtualmente como hoy, sino en persona y en directo. Y me permito, en fin, personalizar esa gratitud en mi colega y gran amigo el Dr. Radhamés Jiménez Peña, a quien, desde el otro lado del océano, quiero hacer llegar el más cordial sentimiento de proximidad, y el saludo de todos los Fiscales españoles que, en tantas ocasiones, también cuando él nos ha visitado, han tenido el placer y el honor de compartir ideas y experiencias con la mejor representación del Dere-cho y de la sociedad dominicana.

Precisamente el uso de este vehículo prodigioso que es la videoconferencia transoceánica, me da pie para poner en situación el objeto y el fin de mi inter-vención. Seguramente todos los que estamos a ese lado y a este de nuestras respectivas pantallas, compartimos, por nuestra condición de juristas, la idea clara de que uno de los grandes retos del mundo actual, globalizado y tecnifica-

* Videoconferencia inaugural, Escuela Nacional del Ministerio Público de la República Dominicana, de fecha 28 de marzo de 2011.

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do, es sin duda la supervivencia del Estado de Derecho, como centro e instru-mento de organización democrática de la sociedad.

Las reglas del mercado, los impulsos de la economía y la volatilidad de las relaciones jurídicas y económicas determinada por el impresionante desarro-llo tecnológico de los transportes, las comunicaciones y los procedimientos de trabajo, que convergen en el fenómeno de la globalización, han ido poniendo en cuestión viejas concepciones soberanistas, la realidad misma de la frontera y la capacidad de las herramientas jurídicas tradicionales para dar respuesta a los nuevos problemas.

El fortalecimiento del principio de legalidad, es decir, de la idea de que en democracia la ley, legítima expresión de la voluntad popular, está por encima de todos y a todos sujeta, constituye un importante desafío en medio de esa crisis –en el sentido etimológico del término “crisis”– conceptual e institucional.

Y no es por tanto extraño que la institución llamada precisamente a velar por el imperio de la ley desde la óptica objetiva del Estado, es decir, el Minis-terio Público, se vea situado ante un desafío histórico, que se concreta en la exigencia de adaptación a esa realidad cambiante.

En efecto, la concepción del Fiscal como órgano defensor de la legalidad, y específicamente defensor del interés público que la ley incorpora como fruto del consenso social, ha ido evolucionando al paso de esos sustanciales cambios económicos, sociales y políticos que la Humanidad ha experimentado en las últimas décadas.

En ese nuevo escenario el Fiscal afronta, por una parte, la exigencia de seguridad jurídica de una sociedad moderna y desarrollada, que se extiende a aspectos cada vez más variados y más complejos. Los ciudadanos ya no pretenden sólo cubrir sus necesidades primarias, sino que aspiran a un ni-vel de bienestar y seguridad que implica la formulación de nuevos derechos y garantías. Si hace cien años los códigos penales ofrecían el retrato de una sociedad dispuesta a luchar por derechos fundamentales como la vida y la libertad, o por el valor básico de la organización económica, que es el de-recho de propiedad, hoy los legisladores avanzan claramente por terrenos mucho más complejos, como el de la consagración de la igualdad efectiva de las personas, o, mucho más allá, el de la protección de los denominados derechos de tercera generación. La libre competencia comercial, la defensa de los consumidores, la libertad de empresa, la protección de intereses co-lectivos y difusos como el derecho al medio ambiente o a la salud pública, han ido tomando posiciones en el terreno del Derecho Penal, tradicional-

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mente incluido en el dominio del Ministerio Público, como ámbito y objeto sustancial de su dedicación.

Pero, además, ese fenómeno normativo se acompaña en algunos países como España de una reformulación de la misión del Fiscal. Frente al mode-lo clásico de identificación exclusiva y recíproca entre la figura del Fiscal y el ejercicio público del ius puniendi, es decir, frente a la concepción del Fiscal como acusador público, algunos ordenamientos, y en particular el que emana de la vigente Constitución española de 1978, abren el horizonte funcional del Ministerio Público y lo definen como defensor de la legalidad en un ámbito mucho más amplio.

Así, el artículo 124 de la Constitución española dice que “El Ministerio Fis-cal, sin perjuicio de las funciones encomendadas a otros órganos, tiene por mi-sión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los Tribunales y pro-curar ante éstos la satisfacción del interés social”.

Ese proceso de apertura y de extensión, por un lado, del derecho penal, y por otro lado de las funciones del Ministerio Público en defensa de la legalidad y de la seguridad jurídica puede observarse en otros ordenamientos. En particular, en el seno de la Asociación Iberoamericana de Ministerios Públicos que España preside hemos compartido experiencias de distintos Estados de esta región del mundo en torno a problemas y estrategias de defensa de los derechos de las víctimas y los testigos, o en el terreno del fortalecimiento institucional y constitucional frente a la corrupción, que ponen de manifiesto la importante presencia de los fiscales en esa dinámica avanzada y preactiva, que va mucho más allá de la mecánica y burocrática función de formular acusación en el pro-ceso penal.

Pues bien, dentro ese contexto novedoso, me permito proponerles una in-cursión en el sistema español, que en muchos aspectos es paradigmático.

Lo es, sobre todo, por el carácter profundamente radical del cambio. Cuando tomé posesión de mi cargo de Fiscal General del Estado, el modelo organiza-tivo del Ministerio Fiscal español permanecía prácticamente inalterado desde 1870, cuando bajo el influjo de la Constitución liberal de 1869 quedaron insta-ladas las bases modernas del sistema judicial y de la Fiscalía española.

Más de un siglo después, el impacto de la Constitución de 1978 se tradujo en la promulgación del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal de 1981, que

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ciertamente recogía y proyectaba sobre los objetivos y los procedimientos del Ministerio Fiscal los valores democráticos que instauró la propia Constitución. Pero la estructura orgánica y funcional de la institución permaneció prácti-camente inalterada. Salvo por el hecho, ciertamente original en el panorama institucional europeo, y diría que mundial, de que al Fiscalía española está activamente representada ante absolutamente todos los órganos que ejercen jurisdicción, estén integrados o no en el Poder Judicial. Es decir, que no sólo existe un fiscal constituido ante cualquier órgano judicial, desde el Juzgado de Instrucción y Primera Instancia, que representa la base del sistema de Justicia, hasta el Tribunal Supremo; sino que además tenemos presencia ante el Tribu-nal Constitucional o ante el Tribunal de Cuentas, lo que supone que el princi-pio de unidad de actuación, al que enseguida me referiré, se extiende a todos los foros de decisión jurisdiccional, incluso en el nivel de constitucionalidad de la ley.

Ese principio –el de unidad de actuación– constituye precisamente, en línea con el principio de legalidad, la clave institucional del Ministerio Público espa-ñol. Se trata de que el Fiscal, como defensor de la legalidad y de los derechos de todos, se constituya en garante de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, sosteniendo ante los tribunales posiciones homogéneas, de manera que cualquier persona, cualquiera que sea su condición social o económica y el lu-gar del territorio en el que se encuentre, sea objeto del mismo trato ante los Tribunales. Que dos supuestos iguales no obtengan, por parte del Fiscal, dos respuestas distintas. Procurando, llegado el caso, recoger e integrar las innova-ciones y los avances del sistema, que van surgiendo a través de las resoluciones de jueces absolutamente independientes. De este modo, el desenvolvimiento y el avance del derecho no quedan reñidos con la igualdad y la congruencia del ordenamiento.

El problema fue que a medida que, como decía, las relaciones humanas, económicas y jurídicas se iban haciendo más complejas, y por tanto las infracciones de la ley eran también cada vez más sofisticadas, el sistema comenzaba a presentar serias lagunas. La gran amplitud de nuestra mi-sión y esa progresiva complejidad, suponía que la formación generalista y la organización estrictamente horizontal del Ministerio Público fueran demostrando su insuficiencia. Mientras que enfrente nos comenzábamos a encontrar con grandes –o pequeñas– firmas de abogados que integraban en sus equipos verdaderos especialistas, con conocimientos y con experien-cia en esas materias especialmente complicadas, la formación sólida pero muy amplia del Fiscal, y un organigrama en el que cualquier miembro del

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Ministerio Público podía ser encargado de atender a cualquier asunto, fue-ron poniendo de manifiesto nuestras carencias. Comenzábamos a estar en situación de seria desventaja, que también se dejaba ver con cierta frecuen-cia en la dificultad de seguir el paso de las investigaciones policiales, y por supuesto de dar respuesta a los requerimientos de la cooperación judicial internacional.

Fuimos descubriendo así que determinadas formas de criminalidad no en-cajaban en nuestra forma tradicional de hacer frente al delito. Exigían conoci-mientos específicos, no sólo de derecho penal, o de la jurisprudencia que iba surgiendo en esa materia concreta, sino también técnicas especializadas de investigación, formas singulares de obtención, preparación y práctica de las pruebas en el juicio, etc.

Contábamos con la experiencia singular de la lucha antiterrorista. Dada la crudeza del fenómeno, ya en los albores del sistema constitucional, incluso an-tes de entrar en vigor la constitución misma, se había creado la Fiscalía de la Audiencia Nacional como órgano del Ministerio Fiscal especializado en las ma-terias para las que es competente ese órgano judicial. En particular, los delitos de terrorismo, los grandes delitos económicos, las formas delictivas complejas, en materia de drogas, por ejemplo, en que intervienen organizaciones crimina-les, y los delitos cometidos en el extranjero.

Junto a ella, comenzaron a funcionar como digo las fiscalías adscritas a ór-ganos jurisdiccionales constitucionales, como el propio Tribunal Constitucio-nal, o el Tribunal de Cuentas, con cometidos muy específicos en sus respectivos ámbitos de competencia.

La experiencia de la Audiencia Nacional fue la primera y satisfactoria fuen-te de comprobación de los buenos resultados que podría ofrecer la introduc-ción del principio de especialización en la lucha contra las formas singulares y especialmente graves de criminalidad. Por eso en 1988 el Parlamento decidió crear una segunda Fiscalía Especial, que fue la Fiscalía para la prevención y re-presión del tráfico ilegal de estupefacientes. La comúnmente llamada Fiscalía Antidroga partía en su configuración de esa misma idea de la especialización del trabajo, desarrollando técnicas específicas de trabajo en el terreno de la investigación y de la preparación de la acusación.

El trabajo estrechamente vinculado a la Policía Judicial, que permitía diri-gir sobre el terreno y en tiempo real los aspectos jurídicos de la investigación desde sus primeras fases, y el avance de nuevas herramientas que hasta en-tonces permanecían en buena medida inéditas en España, como el uso de la

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intervención de las comunicaciones, o el empleo de la denominada prueba de indicios, fueron dando resultados positivos en la lucha contra un problema que entonces era muy preocupante en mi país, como era el de la incipiente implan-tación de grandes organizaciones narcotraficantes, que, en una situación de crisis económica, amenazaban con generar una grave situación de inseguridad ciudadana, a partir de los diversos efectos criminógenos del tráfico masivo de drogas, como pueda ser la multiplicación de los delitos contra la propiedad, el incremento de las muertes de jóvenes por sobredosis, etc.

En la Fiscalía Antidroga aparecía además el primer embrión de lo que más tarde sería un factor clave para el proceso moderno de especialización del Ministerio Público en su conjunto. En efecto, aquella Fiscalía asumió en prin-cipio los grandes asuntos que precisamente eran competencia de la Audien-cia Nacional. Pero la ley decía además que desde esa Fiscalía especial, que tiene sede en Madrid, se coordinaría el trabajo del conjunto de las Fiscalías territoriales en la prevención del tráfico de drogas. Esa norma dio pie al es-tablecimiento de Fiscales Delegados en las Fiscalías Provinciales, que de esta manera pertenecían al equipo de la correspondiente Fiscalía territorial, bajo la dirección del Fiscal Jefe de la provincia, pero al mismo tiempo mantenían un vínculo directo con la Fiscalía Antidroga, lo que permitía, en efecto, coor-dinar a nivel estatal el trabajo de todos los Fiscales en la persecución de los delitos de narcotráfico y, en especial, de las organizaciones criminales dedi-cadas a esa actividad.

El tercer paso lo dimos a mediados de los años noventa, cuando el Legis-lador decidió hacer frente a algunos fenómenos de corrupción económica y política que habían comenzado a preocupar a la opinión pública. Para ello, en 1995, se creó la Fiscalía Espacial Anticorrupción, que, a partir del modelo de la Fiscalía Antidroga, aportaba una novedad, consistente en que su competencia no se vinculaba a un órgano judicial determinado, sino a la naturaleza de los asuntos de que debía conocer. Es decir, no se trataba de un órgano adscrito específicamente a la Audiencia Nacional, como eran la Fiscalía de ese órgano y la Fiscalía Antidroga, sino que la Fiscalía Anticorrupción podía y puede ac-tuar en el territorio y en la jurisdicción de cualquier órgano judicial penal. Esto reforzaba enormemente la capacidad de aportar los recursos concentrados e importantes de esa unidad especializada a cualquier investigación, con sólo asignarle el caso de que se trate.

La segunda gran novedad es que a la Fiscalía Anticorrupción incorporaba unidades adscritas de la policía judicial, de la Agencia Tributaria y de la Inter-

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vención General del Estado, que es el órgano de control del gasto de la Admi-nistración Pública, cuyos especialistas trabajan bajo la dirección de los fiscales y en colaboración inmediata con ellos. Este trabajo en equipo permite cubrir el vacío al que antes me referí, relativo a la necesidad de asesoramiento verdade-ramente especializado.

Por otra parte, el nombramiento de fiscales delegados en los territorios más conflictivos, siguiendo el modelo que antes expliqué que funcionaba en la Fiscalía Antidroga, nos permitía además cierta agilidad. Aunque he de de-cir que este despliegue fue muy lento, quizá por cierta resistencia política, en algunos sectores, a potenciar la capacidad de un órgano que, en efecto, se ha revelado como un auténtico revulsivo en el combate contra la corrupción que a veces salpica a miembros, incluso relevante, de los grandes partidos. Sin embargo, en los últimos años hemos conseguido que el número de Fiscales delegados se multiplicara, y hoy la actividad de la Fiscalía Anticorrupción es enormemente eficaz, hasta el extremo de que sus actuaciones han ido contri-buyendo decisivamente a mejorar determinados aspectos de la vida política y económica. Por ejemplo, en fechas recientes se ha anunciado la autodiso-lución de un partido político regional, que tenía un importante papel en el gobierno de una Comunidad Autónoma, a consecuencia de la implicación de muchos de sus miembros más representativos en diversos hechos investiga-dos por la Fiscalía.

Pero, con todo, el modelo así configurado no resolvía por completo el proble-ma. Las grandes Fiscalías especiales, formadas por un grupo de miembros del Mi-nisterio Público integrantes de un órgano único y central, y con sede en Madrid, permiten tratar adecuadamente los grandes asuntos. Pero resultan inoperantes cuando se trata de abordar otras conductas delictivas que, por su gran dispersión y difusión geográfica, o por su volumen de incidencia, hacen inviable la gestión de un modelo centralizado. Si se piensa, por ejemplo, en la protección del medio am-biente, en la tutela de la seguridad vial o en la persecución de la violencia contra la mujer, es evidente que el sistema centralizado no resulta operativo.

Por eso, al asumir la especialización del trabajo como un principio esencial de la modernización y de la adaptación del Ministerio Público a la realidad de nuestros días, era preciso buscar soluciones adecuadas.

El sistema que pusimos en pie, mediante una serie de reformas legales, fue el que denominamos de “unidad de actuación especializada”, mediante la cons-titución de redes de Fiscales especialistas que están coordinados, a nivel na-cional, por un Fiscal de Sala, es decir, por un Fiscal de la máxima categoría de

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la Carrera Fiscal, que se ocupa de coordinar todo un sector especializado de actividad, ya sea en régimen de dedicación exclusiva, ya sea compatibilizando esa actividad con otras funciones.

Por ahora ese modelo está implantado, en régimen de dedicación exclusiva –es decir, con un Fiscal de Sala que se ocupa a tiempo completo de coordinar la activi-dad de los Fiscales en esa área– en materia de medio ambiente, violencia sobre la mujer, extranjería e inmigración, siniestralidad laboral, seguridad vial, menores, y acabamos de añadir el Fiscal de Sala de Coordinación Penal Internacional, y el Fiscal de Sala de Criminalidad Informática. Y a ellos se suman, en régimen de acumulación de funciones con su cometido específico en el Tribunal Supremo, los Fiscales de Sala que coordinan a nivel nacional las especialidades de protec-ción de las víctimas del delito, vigilancia penitenciaria, delincuencia económica, derecho civil y protección de las personas discapaces, protección de los derechos de los mayores, jurisdicción contencioso-administrativa, laboral, y últimamente hemos incorporado un coordinador en materia de igualdad y no discriminación.

Pues bien, bajo la coordinación de esos Fiscales de Sala, los fiscales espe-cialistas son en realidad fiscales que están ordinariamente integrados en el organigrama de las distintas Fiscalías territoriales, y en ellas depende jerár-quicamente del Fiscal Jefe correspondiente. Según el volumen de trabajo, pue-den estar agrupados en una sección, que es dirigida por un Fiscal denominado Fiscal Decano.

De este modo, los especialistas no solo están en contacto directo con la rea-lidad local, sino que su presencia en el órgano territorial, bajo la autoridad del Fiscal Jefe del lugar, les permite detectar los asuntos que inciden en su especia-lidad, despachándolos directamente o asesorando o ayudando a sus compañe-ros, según el grado de intensidad que requiera le intervención del especialista. Y al mismo tiempo mantienen una especia de cordón umbilical, que vincula su actuación a los criterios que emanan del Fiscal de Sala coordinador de la especialidad, a quien informan y de quien reciben indicaciones y criterios. Este sistema, que denominamos “de doble dependencia”, territorial y de especiali-dad, genera una interesante dinámica de distribución del trabajo y de filtrado y control de los asuntos, en la medida en que, como es obvio, son varias las perspectivas y varios los profesionales que de un modo u otro intervienen en su catalogación dentro de una especialidad, y en la organización del trabajo del Ministerio Público a la hora de hacer frente a cada caso.

Además, hay que tener en cuenta que el conjunto de los Fiscales especialis-tas en cada materia constituyen una red, de manera que trabajan, por decirlo

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gráficamente, en comunicación horizontal en tiempo real, y se reúnen perió-dicamente con el Fiscal de Sala Coordinador, en seminarios que sirven para actualizar su formación y, sobre todo, para el intercambio de experiencias y conocimientos y para la elaboración, a partir de todo ello, de criterios comu-nes para la resolución de los problemas que cotidianamente se plantean en su trabajo. Ese enriquecedor intercambio, que va decantado así en una serie de criterios o principios de actuación, se somete a la autoridad del Fiscal General del Estado, que, al suscribir esos criterios, y difundirlos en su caso en forma de Instrucción o Circular de la Fiscalía General del Estado, los convierte en reglas de obligada aplicación para todos los Fiscales, incluidos los que no pertenecen a las redes de especialistas.

Por otra parte, esa configuración flexible nos permite desplazar recursos, concentrarlos o reforzarlos donde son necesarios, poniendo a disposición de cualquier fiscalía o de cualquier fiscal, que se encuentre en cualquier lugar del territorio nacional, toda fuerza técnica, todo el conocimiento actualizado y toda la capacidad jurídica del conjunto del Ministerio Fiscal, de los mejores y más preparados profesionales con los que contamos, cualquiera que sea su ubicación ordinaria. Esa capacidad de maniobra redunda directamente en el principio de igualdad ante la ley de los ciudadanos, es decir, en el derecho a re-cibir el mismo grado de tutela de sus derechos, y con el mismo nivel de calidad, cualquiera que sea el lugar donde se encuentren.

Si tomamos un ejemplo de la realidad, cuando el petrolero Prestige se hun-dió frente a la costa de mi tierra, Galicia, el órgano judicial competente para conocer de los hechos era un Juzgado de una pequeña localidad, servido por un Juez de entrada, con escasa experiencia y carente por completo de medios humanos y materiales para hacer frente a un asunto de esas dimensiones, en que incluso se cruzaban intereses de Estados enteros. El Ministerio Fiscal, sin embargo, pudo poner al servicio del fiscal encargado del caso toda la fuerza y todos los recursos de los que dispone, a nivel nacional, el Fiscal de Sala de Me-dio Ambiente. Los ciudadanos de aquel pequeño pueblo recibieron el mismo servicio que si el petrolero se hubiera hundido –cosa geográficamente imposi-ble, por cierto– en el centro de Madrid.

De este modo, como puede observarse el sistema de especialización, lejos de compartimentar o fragmentar la acción del Ministerio Público, contribuye a una mayor solidez de la unidad de actuación, en la medida en que permite dotarla de mayor coherencia, y sobre todo de mayor solvencia jurídica, basada en la experiencia y en el conocimiento específico de la materia.

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Y esta proyección de la unidad no sólo redunda en el derecho a la igualdad de los ciudadanos. A su vez, permite afrontar con ventaja otro de los grandes retos del Ministerio Público, en España y en cualquier otro lugar del mundo, que es el de asegurar, además de la calidad del servicio, la imparcialidad o la ob-jetividad de las decisiones que se toman, de modo que éstas se apoyen en crite-rios estrictamente jurídicos, basados en un examen rigurosamente profesional de los problemas, y con exclusión, por tanto, de influencias o de injerencias de orden político, mediático o de cualquier otra clase.

Ese empeño –común a los sistemas de justicia de todas las democracias– por hacer realidad el principio de autonomía de acción y de independencia de crite-rio del Ministerio Fiscal, se ve efectivamente facilitado por el hecho de que un sistema organizativo como el que acabo de describir asegura, en primer lugar, que ninguna decisión mínimamente trascendente se toma jamás por un solo fiscal; en segundo lugar, que quienes intervienen en la decisión son juristas especialmente formados para el tratamiento de esa clase de problemas, por lo que cualquier intento de injerencia más o menos disfrazada de argumentación jurídica choca de modo inevitable con la mayor preparación técnica de quienes están encargados del asunto; y en tercer lugar, que el sistema de intersecciones, en horizontal y vertical, en el ámbito funcional de especialización y el orgánico de la división territorial, constituyen un entramado de controles cruzados en los que la arbitrariedad o la desviación de poder devienen prácticamente im-posibles, salvo a riesgo de un gran conflicto que, por supuesto, nadie estaría dispuesto a asimilar.

Con todo ello, en sólo un quinquenio hemos conseguido cambiar por com-pleto la faz del Ministerio Público, ofreciendo un mejor servicio a los ciudada-nos, una mayor garantía de seguridad y tutela de sus derechos. Que es para lo que estamos los Fiscales en cualquier lugar del mundo. Especialmente a ambos lados de este Océano Atlántico que hoy, más que nunca y gracias al lado bueno de la tecnología, no nos separa, sino que nos une estrechamente.

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NOTAS INSTITUCIONALES

¿Qué se debe entender por seguridad ciudadana?

Orlidy Inoa Lazala*3

Tal y como señala el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos, definir un con-cepto preciso de seguridad ciudadana es vital ya que constituye un requisito esencial para la determinación del alcance de las obligaciones de los Estados conforme a los instrumentos de Derechos Humanos.

La Comisión ha destacado que en el orden jurídico internacional de los Derechos Humanos no se encuentra consagrado expresamente el derecho a la seguridad frente al delito o a la violencia interpersonal. No obstante, este derecho surge de la obligación del Estado de garantizar la seguridad de la per-sona, como su misión principal, no solo por lo que establecen los pactos y con-venciones en materia de Derechos Humanos, sino, a nivel interno, por lo que establece la propia Constitución, cuando dice en su artículo 42 que “Toda per-sona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica, moral y a vivir sin violencia. Tendrá la protección del Estado en casos de amenaza, riesgo o violación de las mismas”.

Cuando hablamos de seguridad ciudadana nos referimos, entonces, a un conjunto de derechos y garantías que deben ser preservados por el Estado. Concretamente, este grupo de derechos está integrado por el derecho a la vida,

* Gerente de Políticas Públicas, Investigación y Análisis ENMP

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el derecho a la integridad física, el derecho a la libertad, el derecho a vivir sin violencia, así como el derecho a las garantías procesales.

En algunos ámbitos académicos se maneja una definición mucho más am-plia del concepto de seguridad ciudadana, incorporando otros derechos hu-manos (como el derecho a la educación, a la salud, o al trabajo). Se utilizan, además, de forma indistinta conceptos diferentes, como “seguridad pública”, “seguridad humana”, “seguridad democrática”, lo que no permite comprender a cabalidad los límites de actuación en términos de la preservación de esos de-rechos por parte del Estado.

Innegablemente, con la evolución de los Estados autoritarios hacia los Esta-dos democráticos, ha ido evolucionando también el concepto de seguridad.  El concepto de seguridad manejado post guerra fría, se vinculaba más que nada a la defensa del orden y a la preservación de la soberanía. Hoy día, los Estados democráticos han asumido que la seguridad no debe ser entendida solo desde el punto de vista de la defensa de “lo exterior”, sino que debe ser considera-da como un derecho humano, que redunda en una mejor calidad de vida del ciudadano/a.

De ahí que una de las principales prioridades de los Estados sea el tema de la reforma policial. Cómo lograr que los agentes que están precisamente para garantizar la seguridad y crear un ambiente adecuado para la convivencia pací-fica, lo hagan en un marco de respeto por los derechos humanos.

Por ello, el concepto de seguridad debe poner mayor énfasis en el desarrollo de políticas preventivas, así como de control de los factores que generan vio-lencia e inseguridad en la población, más que en tareas represivas.

Partiendo del concepto promovido por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la seguridad ciudadana es “uno de los medios o con-diciones para el desarrollo humano, el que a su vez se define como el proceso que permite ampliar las opciones de los individuos, que van desde el disfrute de una vida prolongada y saludable, el acceso al conocimiento y a los recursos necesarios para lograr un nivel de vida decente, hasta el goce de las libertades políticas, económicas y sociales”. Vemos cómo la seguridad ciudadana se des-prende de una de las dimensiones de la seguridad humana.

En definitiva, debe de dejarse ver la seguridad ciudadana como un derecho individual, pues corremos el riesgo de que se convierta en un bien privado, como de hecho está pasando. El que tiene más recursos para costearse su segu-ridad, es quien la obtiene, el otro sigue siendo víctima y victimario.

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NOTAS INSTITUCIONALES

Políticas de Publicaciones Revista: ENMP. Investigación y Análisis

I. PROCEDIMIENTO PARA LA TRAMITACIÓN DE ARTÍCULOS

Presentación de artículos

Podrán presentar documentos a publicar todos aquellos miembros de la comu-nidad jurídica interesados, en especial, del Ministerio Público. Así también, los do-centes de la institución. Todo documento a los fines de publicación debe ser pre-sentado en medio digital e impreso, y deberá cumplir con los siguientes criterios:

Alta legibilidadTamaño 8 1/2 x 11Margen izquierdo y derecho de 3 (tres) centímetrosLetra Times New Roman tamaño de 12 puntosEspaciado de 1.5

El documento, tanto en su copia impresa como digital, debe estar completo, e incluirá, de acuerdo a sus requerimientos:

1. Resumen del artículo (dos párrafos)2. Palabras clave3. Introducción

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4. Cuerpo del texto5. Conclusiones

La extensión máxima de los artículos será de 15 páginas, y un mínimo de 10.

El sistema de citas bibliográficas a utilizar será el del SISIB-Univer-sidad de Chile: http://bibliotecas.uchile.cl/servicios/referencias-bibliografi-cas.pdf

Derechos de autor

La ENMP será la titular de los derechos de autor de estos artículos y podrá disponer de ellos, a título gratuito u oneroso, bajo las condiciones lícitas que a libre criterio dicte, mediante cualquier medio de reproducción, multiplicación o difusión, conocido o por conocer.

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Esta revista fue diagramada en los talleres de editorial Letra Gráfica, Santo Domingo, R. D. en julio de 2011.