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PARA LOS EXPERTOS, ES LA MEJOR ARTISTA QUE DIO EL MUSICAL EN LOS ULTIMOS AñOS. NACIO EN BARRACAS Y TRIUNFA EN EL MUNDO. EN BUENOS AIRES INTERPRETARA A EDITH PIAF ESA JOYA ARGENTINA ELENA ROGER CEREBROS DEL FUTURO LAS CINCO MENTALIDADES PARA ENFRENTAR LOS RETOS DEL SIGLO XXI MODA BLUSAS, INDISPENSABLES PARA EL INVIERNO SERGIO SINAY LOS VERICUETOS DE LA ESENCIA HUMANA DOCUMENTO VIAJE AL INTERIOR DE LA MAFIA NAPOLITANA LN R LA NACION REVISTA 28 DE JUNIO DE 2009

Revista LNR

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Edición de LNR del domingo 28 de junio de 2009

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para los expertos, es la mejor artista que dio el musical en los ultimos años. nacio en barracas y triunfa en el mundo. en buenos aires interpretara a edith piaf

esa joya argentina

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modablusas, indispensablespara el invierno

sergio sinaylos vericuetos de la esencia humana

documentoviaje al interior de la mafia napolitana

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la nacionreVista

28 de junio

de 2009

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provocador Hace poco se puso faldas. "Lo de la pollera es algo viejo, más viejo que nosotros, y además no es nuestro", asegura

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Andrew Lloyd Webber la eligió para ser Evita. Después llegaron la fama y los premios: se ganó el Olivier como

mejor actriz por ser Edith Piaf. A punto de estrenar en Buenos Aires el musical que le valió ese reconocimiento, su director

afirma: “Es la actriz más talentosa que jamás haya conocido”

Nota de tapa I Entrevista

U na ventisca –rara, irreal– se coló por el ventanal. El cortinado –pesado, ina-movible– bailó un baile extravagante

y la mujer –pequeña, mínima– se apoyó en el piano y siguió cantando. El viento llegaba desde el Sur. Y ella lo aprovechaba para hilva-nar las palabras en el aire.

Corría el año 2006 y en la casa de lord An-drew Lloyd Webber, la argentina Elena Roger cantaba Don’t cry for me Argentina en un idioma que todavía no comprendía del todo. La evaluaban, desparramados en el sillón, el dueño de casa y Tim Rice, próceres del teatro musical y creadores de la música y las pala-bras que Roger entonaba.

Era 2004, Buenos Aires. En la puerta de un teatro de la calle Corrientes Ana Moll fastidia-ba a Elena Roger: “Vos tenés que hacer Evita en Londres, vas a ver que vas a hacer Evita”. Y Roger respondía: “Sí, sí. Nos hablamos”.

Tiempo después, trabajando en la produc-tora de Andrew Lloyd Webber, en Londres, la misma Moll fastidiaba a los productores que le pedían que consiguiera orquestadores y coreógrafos: “Yo tengo a Evita”. Los producto-res –ingleses al fin– bufaban: “Bueno, bue-no… Ya veremos”.

Ninguno de los orquestadores que Moll presentó fue tomado.

Ninguno de los coreógrafos. Pero ella insis-tía en su Evita.

Los productores la toleraban. Elena Roger la ignoraba. –Por supuesto que no pensaba que iba a

hacer Evita. ¿Por qué en el país de los musica-les me iban a contratan a mí teniendo gente mucho más preparada? ¡Yo ni siquiera habla-ba inglés!

Un DVD de Mina, che cosa sei, el tributo a la cantante italiana que hicieron Elena Roger y Valeria Ambrosio en Buenos Aires, despertó el interés de los ingleses. Aunque no tanto como para correr con los gastos de pasajes y estadía: Roger usó sus ahorros y se instaló, sin muchas esperanzas, en la casa de Moll.

Desde la primera audición rompió todos los moldes. Ana Moll estaba ahí.

–Los desarmó. Cantó con una fuerza y brilló de tal manera que los volvió locos. Elena, chi-quitita, en el escenario, cantando Evita, en Londres. ¡No sabés la cara de los tipos! Lo cuento y se me pone la piel de gallina…

Desorientados, los productores convoca-ron a Webber para que la viera. El hombre

la vio. La oyó. Y dio su veredicto: “¿Que-ríamos reinventar a Evita? Reinven-

témosla con ella”. Ana Moll estaba ahí.

elenauna joya argentina

p o r leonardo

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gUstavo saIegh

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LO QUE VIENE

La Piaf que veremos los argentinos desde mediados de julio es la misma que vieron los ingleses. “Pero no es un clon –se preocupa en aclarar su productora general, Mariana Correa–. Jamie, el director, tiene una manera de trabajar con los actores muy intensa. Y la puesta depende mucho de ellos. El no quiere de ninguna manera que sea un clon.”

Según Correa, la obra, una producción de Fernando Blanco y Adrián Suar, con una inversión aproximada de un millón de pesos, “Es una delicatessen. No tiene el despliegue típico de las comedias musicales sino una interesante sofisticación en lo chiquito. Es una joyita. Con una exactitud artística conmovedora.”

El equipo de trabajo es mixto, lo integran ingleses y argentinos. Y la obra tiene previstos cinco meses de cartel en el Liceo.

– Los productores se querían matar… Acep-tar a Elena significaba volver a cero un traba-jo de mucho tiempo. Había que rearmar la puesta. Había que rearmarla para ella…

Nadie aceptaba correr el riesgo. Y los in-gleses insistían en que Roger viajara una y otra vez para seguir sorteando pruebas.

A lo largo de cuatro viajes –seis audicio-nes– Ana Moll se convirtió en anfitriona, hermana, secretaria, madre y terapeuta de su amiga en Londres.

–Llega el día en que tenemos que ir a la casa de Lloyd Webber para que la viera por segunda vez y Elena me decía: ¿Qué más quieren de mí? ¡Ya di todo lo que podía!

Pero dio más. Lloyd Webber, Tim Rice, Ana Moll y un promisorio viento sur esta-ban ahí para confirmar a Elena Roger como la única capaz de interpretar a Evita.

***El bar –mesas de fórmica amarilla, estufas

que caldean el ambiente, espejos en las pare-des y una cafetera ruidosa – está casi vacío.

Elena Roger –polera de lana verde, cartera, morral y bolsa– atraviesa la puerta sin que el único parroquiano que hay se entere. Es me-nuda. Mide poco más de un metro y medio y tiene unos ojos de verde/gris/azul incandes-cente, con profundas pupilas negras.

Llega demorada. Viene de ensayar La Piaf, la obra que protagonizará a partir del 15 de julio, en el teatro Liceo.

– Tengo 45 minutos porque después tengo una clase. Un té con limón por favor…

Elenita Roger nació hace 35 años en una tí-pica familia de clase media de Barracas.

Mamá –Mimí– dejó de trabajar para dedi-carse a sus tres hijos (Amalia, Sergio y Elena) y papá –Ricardo– hizo carrera como empleado de una empresa que vendía caucho.

Desde que los tres hermanos eran chicos se respiró en la casa de Barracas cierto aire creativo. Tal vez por la influencia de una abuela, Amalia Castellani, que fue condesa hasta que su padre se jugó el título nobilia-rio y pasó de la riqueza a la pobreza total–

que leía hasta las cuatro de la mañana y cantaba Un bel di vedremo, el aria de Mada-me Butterfly, como quien canta un tango o un bolero (“No era ninguna estúpida mi nona”). O de los tíos Corrado y Valdoni, pintor uno y luthier otro. O del tío abuelo Fausto Danesa, que tocaba el bandoneón.

Amalia y Sergio, sus hermanos, tomaban clases de guitarra. Pero Elena era demasia-do movediza para tolerarlo. La nena imitaba a Julio Bocca y a Gene Kelly haciendo pirue-tas en el patio de la casa. Así que sus padres resolvieron que ella podía ser su propio instrumento y consiguieron un lugar para que estudiara danzas. Eso hizo durante un año, a razón de una hora por semana, en el Barracas Juniors (“No teníamos ni barra, nos agarrábamos de las sillas”)

Elenita era una nena de barrio (“casi un hombrecito”). Inocente, muy inocente (“has-ta los 18 años era raro que viaje sola en co-lectivo”). Andaba con los pelos largos y algo descuidados, y era muy varonera. Al juego de las piruetas en el patio supo incorporarle el de andar a los gritos cantando óperas por toda la casa. Gracias a la nona leía la letra de las partituras en italiano.

Atenta, mamá Mimí siguió buscando opcio-nes hasta que apareció Marcela Avila, una profesora que iba a Barracas dos veces por semana y daba clases de tap, clásico, jazz y español. Ideal para una movediza. Y ésa fue su rutina, desde los 10 hasta los 21 años. Con el tiempo empezó ella misma a dar clases.

A los 15 años, mientras estudiaba lo mínimo indispensable como para no repetir de año en el colegio, empezó a hacer canto lírico en el Conservatorio Silvestri, también en Barracas. Y a los 18 intentó entrar al Teatro Colón…

–Pero me bocharon en canto. Todavía no tenía graves. Era muy aguda. Era muy sopra-no ligera… Y me faltaba desarrollar la voz.

Cuando logró superar la angustia y se atenuaron las cargadas de su hermano (“Al Colón, al Colón, a pasar el papelón”), hizo un curso en el Teatro San Martín y después aprendió canto y piano en el Conservatorio Manuel de Falla.

Un día se enteró de que su capacidad ar-tística podía traspasar las fronteras de la familia y el conservatorio: El aria de La Sonnambula, de Bellini, interpretada a ca-pella, le sirvió a toda su división para ganar el viaje a Bariloche en Feliz Domingo.

Elena Roger era feliz. Hasta que, un do-mingo de abril, una llamada de teléfono le mostró lo rápido, lo inmediato, que puede aparecer el dolor. Desde el otro lado de la línea su hermana le decía que su papá había sufrido un accidente cerebrovascular y ha-bía quedado hemipléjico.

–Así, un domingo, plum. Fueron 45 días de coma. Fueron días de mucho dolor y de mucha unión familiar.

Pero su papá logró superarlo. Mimí, Ama-lia, Sergio, Elena y la tía Chichi (que se ofre-

evita. La llegada del protagónico de los sueños, en Londres, dirigida por su creador. mina, che cosa sei. En Buenos Aires, un ensayo junto a Diego Reinhold. fuerza y talento. Una trabajadora incansable, en medio de un ensayo de La fiaca

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“elena es increiblemente unica. es, sin duda, la actriz mas talentosa que jamas haya conocido. tiene una brillante capacidad para la comedia, y puede alcanzar las profundidades mas extremas." (JAMIE LLOYD, DIRECTOR DE LA PIAF)

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tras impresionar por segunda vez a lloyd Webber en su propia casa, roger tuvo que sortear una prueba mas: competir con cinco actrices llegadas de broadway dispuestas a quedarse con el papel de eva peron

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ció incondicional) se abroquelaron para so-breponerse al desgarro y sostener a Ricardo. Ricardo, por su parte, se transformaría en el mayor ejemplo de vida para Elena.

–Después del accidente logró caminar otra vez. Aprendió a decir “hola” y “cómo te va”. Y sigue practicando su escritura. Interactúa todo el tiempo con nosotros. Lee el diario todos los días. Y cuando ve notas mías enseguida la llama a mi mamá con el diario levantado.

El armonio de su celular vuelve a sonar otra vez. La fastidia pero no lo apaga.

Hay que hacer un esfuerzo para ver en esa mujer, limitada detrás de una mesa de fór-mica amarilla de bar, a la increíble intérpre-te que se despliega en los escenarios. A la actriz que, según su amiga Ana Moll “se luce aunque haga de árbol”. Porque tiene una luz especial. Porque hace magia en el escenario. Porque “no miente. Se dedica. Compone sus personajes sin copiar, con na-turalidad. Y tiene una calidad humana que pocos tienen”.

El celular sigue sonando, Elena abre y cie-rra la tapa con un único movimiento. Se con-centra para no perder el hilo de lo que quiere decir y si uno interfiere sube naturalmente el tono de su voz para superponerse.

Su derrotero artístico, visto a la distancia, parece lineal, unívoco y sin sobresaltos, hacia el final feliz.

En 1995, cuando Pepe Cibrián la seleccio-nó para el Jorobado de París, descubrió que lo que hacía desde pequeña, lo que la movía cuando inventaba bailes en el patio de la casa de Barracas, podía ser una profesión. Que era algo que le gustaba hacer a mucha gente. Y que mucha gente disfrutaba y sabía valorar. Descubrió, a su otra familia. Gente de su raza. Así lo dice…

– Gente de mi raza, la de los artistas. Y parece pensarlo por primera vez. – Entonces decidí seguir con la artistada.

Dejé el conservatorio y empecé a tomar clases particulares, primero con Oscar Ruiz y con Mirta Arrua Lichi.

El resto es la parte de la historia más o menos pú-blica de Elena Roger: al-gunos papeles en televi-sión (Floricienta y Hom-bres de honor). Y muchos en teatro: Yo que tu me enamoraba, Nine, La Bella y la Bestia, Los Miserables, Fiebre de sábado por la noche, Mi Bello dragón (con Enrique Pinti), El vio-linista sobre el tejado, El Pelele, La fiaca, Houdini, Tango por dos, Jazz Swing Tap y su trabajo más personal, Mina, che cosa sei.

– Mina, che cosa sei fue el momento más importante de mi carrera. Mi viejo había tenido el accidente. El proyecto de Cabaret se había suspendido. Y yo había terminado haciendo de “árbol 34” en El Violinista so-bre el tejado (se ríe). Hacer Mina fue mi gran crecimiento personal. Fue hacer algo pro-pio, en mi país, y con mi gente querida en la platea. Te diría que más importante que

todo lo que vino después…Y lo que vino después fue importante.

***Tras impresionar por segunda vez a Lloyd

Webber, en su propia casa, Roger tuvo que sortear una prueba más: competir con cinco actrices llegadas de Broadway dispuestas a quedarse con el papel de Eva Perón.

– Eran chicas muy experimentadas –dice Ana Moll–. Pero Elena robó otra vez. Ella, maravillosa, intuitiva, hizo la diferencia. Ella sabía qué era el Río de la Plata, la calle Corrientes, los descamisados. Les dio signi-ficado a esas cosas que el personaje de Evita tiene que cantar.

Seis audiciones y cuatro viajes, Elena Roger se quedaba con el papel.

Ana Moll, como siempre, estaba ahí.–Salimos del teatro y Elena lloraba. Yo

gritaba por las calles de Londres y ella tra-taba de callarme. Me decía: “Yo soy de Ba-rracas, ¿me entendés?”. Y yo le decía: “Y yo soy de Quilmes boluda”. Nos reíamos y llorábamos...

El ringtone del organito vuelve a sonar. La fastidia (“Uhhh qué barbaridad”), pero si-gue hablando sin dedicarle ni siquiera una mirada. Dice que nunca sintió haber llegado a ninguna cima. Pero reconoce claramente el día en que la sorprendió su recorrido.

“Esta no te la creo”, se dijo. Estaba en la Casa Blanca. Había sido invitada para cantar en un homenaje a Lloyd Webber frente a gente como Tom Hanks, Spielberg, Aretha Franklin

y George Bush. Y no se la podía creer.– Ahí dije ¡Guau…! Esta no te la creo. Ve-

nir de Barracas y estar en la Casa Blanca con estas personalidades no te la creo.

La nena varonera y desaliñada de Barra-cas se había transformado. Había tenido que aprender inglés para interpretar a Eva Pe-rón en Londres (por su trabajo fue nomina-da al premio teatral Laurence Olivier, el más destacado dentro del rubro en el Reino Uni-do, pero no lo ganó). Había tenido que apren-der a actuar en inglés sin cantar para la comedia Boeing–Boeing. Y tuvo que apren-der francés cuando le propusieron interpre-tar a Edith Piaf. Protagónico que, esta vez sí, le valió el premio Olivier.

– Fue como una victoria (piensa)… más allá del premio fue como cerrar un ciclo de mucho esfuerzo, tres años trabajando duro.

Para Mariana Correa, productora de Piaf en la Argentina ese trabajo la convirtió en un monstruo. “Tuvo un crecimiento que a mí me resulta emocionante. Es un monstruo en el escenario. Ver lo que creció en poco tiempo es muy impresionante. Porque siem-pre cantó bien, pero ahora le incorporó una interpretación conmovedora.”

Jamie Lloyd, su director inglés en La Piaf lo confirma: “Ella es increíblemente única. Es, sin duda, la actriz más talento-sa que jamás haya conocido. Tiene una brillante capacidad para la comedia, y puede alcanzar las profundidades más extremas. En Piaf, se transforma frente a la audiencia, de una joven chica de la calle a una anciana mujer en silla de ruedas, deteriorada por el tiempo y una horrorosa adicción a la morfina. Es una actuación espeluznante”.

En el bar, bajo las estufas y ajena al calor de los elogios, Elena Roger juega con la ro-daja de limón que flota en su té frío y habla del viento sur. No aquel que se metió en el living de Lloyd Webber sino de Viento Sur, el disco que editó en Inglaterra y pronto llegará a las bateas de Buenos Aires.

En el bar, con el gor-goteo de la máquina de café de fondo, Elena Roger dice que lo que más le interesa es se-guir evolucionando.

–Me gusta aprender más y más y más… Me

gusta buscar los desafíos. Es lo que me permi-te mejorar mi artista, meter más data en mi cabeza, educarme más…

Su crecimiento estuvo a la vista del público inglés y estará pronto disponible para el pú-blico argentino, cuando Piaf se estrene en el teatro Liceo.

–Me moviliza mucho estrenar acá. Este es mi lugar. Donde tengo mi historia… Hasta lo hago para que mi mamá y mi papá me vean.

Mientras tanto, Ricardo agitará esta revista llamando a Mimí.

Y Mimí estará orgullosa. ✖

[email protected]

"Me gusta aprender mas y mas y mas… Me gusta buscar los desafios. es lo que me permite mejorar, meter mas data en mi cabeza, educarme mas…"

edith piaf. Según Elena Roger

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{documentoel mundo}

t e xto y f oto s Sergio ra m a zzot ti / tcS / zum a

En Nápoles, la ciudad con más delitos de Italia, agentes de civil armados hasta los dientes y a bordo de motos de gran

cilindrada miden sus fuerzas con la mafia organizada

Los enemigos

de Lacamorra

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robo en corso umberto primo. Dos Halcones, agentes especiales de la policía napolitana, reprimen un asalto a un banco en la céntrica diagonal de la ciudad de Nápoles, donde se comete el mayor número de delitos de toda Italia

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blancoS en doS ruedaS. Así son llamados los Halcones, que patrullan las calles en motos Aprilia que llegan a lugares de difícil acceso

Cada año, en Nápoles –la ciudad con el índice de delitos más alto de Italia– son asesinados casi setenta propietarios de

comercios, hay cuatrocientos turistas asalta-dos y miles de personas que sufren robos de toda clase. Para combatir a los criminales, que se ocultan en un intrincado laberinto de calle-jones inaccesibles para los vehículos, la policía creó el cuerpo de los Halcones, una fuerza única de agentes vestidos de civil que patrullan las calles montados en motos poderosas, con la esperanza de resolver y –siempre que sea posible– prevenir los delitos. Es una misión riesgosa que suele llevarlos hasta la puerta misma de la camorra… la mafia napolitana. Y por esa razón, han llegado a ser conocidos como los “blancos en dos ruedas”.

Cada mañana, a las ocho y cuarto, salen por la puerta trasera del edificio de mármol blanco situado en el centro de la ciudad. Montados en sus motocicletas, vestidos de civil, armados y nada queridos por el públi-co. Son policías. Frente a ellos está Nápoles, impredecible y despiadada como el mar, y en particular las peores zonas de la ciudad: las zonas en las que ladrones, arrebatadores, carteristas, estafadores, vendedores de droga, reducidores de productos robados y chicos de la calle se juntan como maleza, exuberante

e invasiva, hasta convertirse en una jungla. Así, el combate es de treinta hombres contra miles, incluso decenas o centenas de miles. Es su cotidiana batalla de las Termópilas, conde-nada a no resolverse nunca en victoria ni en derrota. Recomienza cada día la misma lucha, la misma dinámica y la misma estrategia, la misma línea en la arena que marca la frontera entre los que viven del delito y los que arries-gan su existencia para combatirlos.

Los Halcones son un escuadrón policial de civil único en Italia, que fue creado en la década de 1970 como unidad antirrobo. Está formado por 60 agentes voluntarios, todos ellos motociclistas consumados, cuyo salario básico es de apenas 1300 euros men-suales… 1500 para los extraordinarios. Son hombres de los que el comisionado policial de Nápoles, Oscar Fiorolli, me dijo: “Llevan el oficio en su ADN”. Si no fuera así –y quedé convencido después de seguirlos durante unos días– no durarían ni un mes.

Para ellos la moto es un arma, un elemento vital en una tarea que exige agilidad, efi-ciencia y la velocidad de una pistola. Y un conocimiento casi perfecto del trazado de esta ciudad, con sus barrios españoles, la Forcella, el Pallonetto, que constituyen una intrincada red de callejuelas apenas más

anchas que los manubrios de las motos, con empinadas escaleras que bajan de las colinas y estrechos cañones de casas decrépitas en los que rara vez entra el sol, y que crean un oscuro refugio para cualquiera que tenga buenas razones para ocultarse. Y la moto (un modelo Aprilia de gran resistencia) es el úni-co medio de darles caza, de saltar sobre las veredas o de bajar los tramos de escaleras.

La tarea asignada es la constante búsqueda de criminales que operan en las sombras, lejos del centro de atención. “En el curso de los primeros seis meses de este año hicimos casi trescientos arrestos”, dice el jefe de los Halcones, el comisario Pasquale Toscano. “Esa cifra no puede compararse con la de New York”. Por supuesto, Nápoles no es New York: es peor.

Dos hombres, que se cuentan entre los veteranos del escuadrón (están cerca de los cuarenta años) han estado cumpliendo ese rol durante 12 años. En la frecuencia policial se los llama “Halcón 7”, por razones prácticas los lla-maremos Totò y Peppino (“es mejor no publi-car sus nombres verdaderos”). Son amistosos y afables, tienen un apetito de león y no son exactamente la clase de personas con las que uno querría enfrentarse en un ring de boxeo. “Siempre trabajamos con ropa de civil”, dice

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controleS. Los policías especializados que luchan contra la camorra patrullan las calles de Nápoles y enfrentan lo peor del delito organizado

Totò, “pero todos los criminales de la ciudad nos conocen de vista y pueden localizarnos a un kilómetro de distancia. Y en realidad así funciona mejor: la prevención del crimen es más eficaz. Cuando oyen el ruido de nuestras motos, interrumpen lo que están haciendo y escapan como ratas. De toda la fuerza policial, nosotros somos los únicos a quienes lo crimi-nales verdaderamente temen, y los únicos por los que sienten verdadero respeto”.

La prueba de ello, según Totò, es el apodo que les han adjudicado los delincuentes: los autos policiales con todo su equipamiento electrónico son conocidos como “Robocops”, las camionetas policiales son “Stranamore” (una referencia al superficial programa de TV del mismo nombre), y los motociclistas de uniforme son conocidos como “CHiPs”. Pero los Halcones son simplemente “los guardias”, un apodo engañosamente simple que oculta una dosis subyacente de genuino temor re-verente… esos términos nada burlones no se usan con levedad en el submundo de los malvivientes. “Nos respetan”, prosigue Totò, “porque somos de la misma calaña que ellos; crecimos en sus barrios, hablamos su mis-ma lengua, conocemos las leyes de la calle y dominamos su mismo juego. Sabemos cómo tratar a un canalla para convertirlo en infor-

mante, y cuando no quiere hablar usamos una buena técnica de persuasión. No se puede hacer nada de eso cuando uno lleva uniforme: el uniforme es un obstáculo”.

Cuando dice “hablamos su misma lengua”, Totò no se refiere tan sólo al dialecto, sino a algo más complejo, una suerte de especializa-ción antropológica que requiere conocimien-to de gestos específicos, apariencia, dinámica grupal, expresiones y costumbres, tales como saber de qué manera humillar al adversario,

o salir bien parado del enfrentamiento. Pep-pino dice: “Una vez me topé con dos idiotas en ciclomotores que estaban corriendo por el Corso Umberto Primo (una calle céntrica de la ciudad) en una sola rueda, sin fijarse si atropellaban a los peatones. Los detuve, y los obligué a abofetearse entre sí. Termina-ron golpeándose en serio, y creo que por un tiempo eso les enseñó la lección”.

La vida en Nápoles es una representación teatral colectiva: una paradoja social, una comedia que constantemente deja a los es-pectadores sin saber si llorar o reírse. Es tal como la gente decía de Africa en la época de las colonias inglesas: Africa gana otra vez, queriendo decir que para sobrevivir uno tenía que adaptarse a las costumbres africanas. Esta idea se resume en una postal pegada en la pared de la oficina de los Halcones, en el cuartel general de la policía, entre un calendario con imágenes de San Miguel Ar-cángel, crucificado por decreto, y un retrato de Falcone y Borsellino, dos fiscales sicilianos que fueron asesinados por la Mafia tras haber dedicado sus vidas a la lucha contra esa orga-nización criminal. La postal dice: “Abandonad toda esperanza los que entráis aquí”, y no está claro, ni tiene importancia, qué parte de esa pared es la que representa al infierno.

“nos respetan porque

somos de la misma calaña que

ellos, crecimos en sus barrios, conocemos las

leyes de la calle"

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en carne propia. Un Halcón a punto de salir del boquete abierto por ladrones de un banco céntrico

a todo rieSgo. La policía antimafia enfrenta misiones difíciles, que ponen su vida en juego cada día

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Esto es la “napolización”, la versión local de la “africanización”. Para los Halcones significa tener que elegir entre respetar un decreto oficial que establece que deben usar cascos cuando están de servicio, algo que podría dejarlos en el lugar equivocado en el momento equivocado y confundirlos con un asesino de una banda rival –sólo los ase-sinos contratados usan cascos, para ocultar su identidad– y provocar que los baleen (es algo que ha ocurrido), o ignorar la orden y salir sin casco, lo que les evita el riesgo de ser baleados, pero que los pone en peligro de muerte si chocan con su moto durante una persecución a través del tráfico (eso también ha ocurrido). Totò dice con sinceridad: "Soy valiente, pero el miedo es quien me cuida”. Su compañero confiesa: “Es mejor perder la cabeza que recibir una bala de 9mm en el estómago”.

Salimos de la jefatura de policía a las ocho de la mañana, demasiado temprano para haber abandonado ya toda esperanza. De patrulla, Totò y Peppino permanecen alerta,

atentos a todas las señales. Los Halcones pueden ver cosas que nosotros pasamos por alto, de hecho perciben todo a su alrededor, desde lo que ocurre en los umbrales, del otro lado de los postigos entrecerrados, en los za-guanes: las miradas desconfiadas de la gente, sus ojos que nos observan como predado-res. Recorremos el laberinto de callejuelas… siempre las mismas, siempre siguiendo la misma ruta. “Eso mantiene bajo control a los que nos cruzamos. No queremos hacer nada raro”.

Cuando entramos a Rione Sanità, un chico de guardia en una esquina hace una señal, y un momento más tarde dos hombres en una moto aparecen detrás y nos siguen por unas cuadras, antes de desaparecer nuevamente. “Esos eran ojos”, dice Peppino, y los envia-ron, me explica: “Para controlar quién ha entrado al barrio”.

Seguimos circulando (una mujer gorda está sentada frente a su casa, en el medio de la callejuela, como una diosa hindú, y cada vez que nos ve pasar le dice al mundo: “¡Ah, qué maravilloso aire fresco!”), las estrechas

en todaS parteS. Una moto con dos Halcones acompaña un patrullero luego de un arresto callejero.

contra la droga. Los policías,de civil, persiguen a ladrones y traficantes, como esta mujer

“en napoles son asesinados

por año casi setenta comerciantes

y asaltados cuatrocientos turistas. es la

ciudad con mas delitos

en italia."

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calles se convierten en callejuelas, después en meros pasadizos; sobre nuestras cabezas pasa un avión que va a aterrizar en el aero-puerto, bajo nuestras ruedas hay pasto, y a un costado se ve un basural de bicicletas robadas, bolsas, a veces incluso cadáveres: es un panorama de desolación. Totò encien-de un cigarrillo. Es un poco después de las diez, y no albergamos más esperanza que dos horas antes.

A las diez y media entramos lado a lado en el mercado de Maddalena, el teatro de operaciones de los “pacchisti”: vendedores de cigarrillos falsos (el interior es un tubo de poliestireno con un clavo adentro para crear la sensación de peso exacto), computadoras y teléfonos celulares llenos de sal y arroz, y bicarbonato de sodio vendido como cocaína. Son viejos trucos que se han usado durante décadas, y se creería que ya nadie caería en la trampa, pero muchos aún son engañados, suficientes como para que los vendedores puedan mantener a su familia.

Totò y Peppino detienen a un viejo co-nocido y le arrebatan de las manos la bolsa plástica que el hombre intentaba ocultar. “Gennarié, ¿qué tienes aquí?”. “Nada, oficial.” “Demonios si no es algo!” Totò extrae un Marlboro, lo parte en dos, y pequeñas boli-tas de poliestireno caen como papel picado, mientras otra docena de vendedores se ba-ten en apresurada retirada. “Gennarié, mejor te vas de aquí como un buen chico”. Y con eso se marcha, el rabo entre las piernas pero no con la cabeza gacha. Pregunto si Gennarié regresará para dedicarse a sus viejos trucos. La respuesta es brillante y desarma: “Agente de policía, muerto como un loco, renacido como santo”.

A las dos menos cuarto nos detenemos en el bar de Louis, en la calle Umberto, el lugar preferido por los Halcones para tomarse un café al final de su turno. Totò dice: “Los ladrones y los vendedores callejeros saben perfectamente que el turno de la mañana termina a las dos y que el de la tarde em-pieza a las dos y media, así que concentran todo su trabajo en esa media hora”. Mientras estamos allí sentados, por casualidad pasa Gennarié por la vereda, esta vez con un bol-so de computadora colgado al hombro. Totò se le pone delante con toda su corpulencia y su estatura de 1,90m.

“¿Y dónde crees que vas?” Gennarié ex-tiende los brazos a los costados y se encoge de hombros, con una expresión tan inocente como Blancanieves. Dice: “Oficial, ¿qué quie-re que haga? La estoy llevando a reparar.” To-tò suelta una risita con los dientes apretados y se vuelve hacia mí: “¿Ve lo que este idiota es capaz de decirme a la cara?”

El día siguiente, a media mañana. El pre-sidente de la república italiana ha llegado a Nápoles de visita, y las autoridades tratan de hacer la ciudad más presentable desvian-do el tráfico y poniendo controles en todas partes. Pero para Pierino es un día como cualquiera: se levantó alrededor de las diez,

se tomó su café habitual en el bar México, armó su puesto y se puso a trabajar en la plaza frente a la estación central. Trabaja ante un grupo de espectadores o, como él mismo los llama, tontos crédulos. Pierino es el rey del juego de “las tres cartas”, el maes-tro indisputado. “Queremos que lo conozca”, dice Totò. Eso no resulta ser tan simple, porque ante la vista de Halcón 7 el hombre apresuradamente recoge las herramientas de su oficio y escapa… sin éxito, sin embargo, ya que a los 63 años sus piernas son demasiado lentas. Y allí, flanqueado por Totò y Peppino el hombre me cuenta su historia, mientras agita furiosamente sus manos en el aire, sus centelleantes anillos y sus uñas pintadas reluciendo bajo el sol.

“He estado haciendo esto durante 50 años, tuve que aprender porque después de la gue-rra aquí todos nos moríamos de hambre. Mi vida ha sido un constante desfile, entrando y saliendo de la cárcel. A veces te atrapan, pero otros días me he llevado a casa millo-nes de liras. Un maravilloso día las cartas se

despenalizaron, y ya no tuve que convencer más al juez de que yo no estaba estafando a nadie. Mi abogado me advirtió que en los trucos que empleo, el juez debe creer que las cartas no ganan siempre, a diferencia de lo que ocurre con el truco de los tres vasos, en el que la pelotita nunca está allí porque se la oculta en la mano del que recoge el dinero. Así, desde entonces me absolvieron y ya no voy más a la cárcel.

“Sin embargo, mi hijo todavía se arriesga, porque no quiere aprender los trucos con las cartas. Entonces, se ha especializado en los vasos, pero el también tiene una familia que mantener. Y además, trampa o no, si la gente que uno tiene enfrente es tonta, ¿qué se puede hacer? Simplemente, es mi trabajo”. Es un trabajo como cualquier otro, sin dudas, y esa es la lógica con la que se justifican estas acti-vidades delictivas –los estafadores, ladrones, extorsionistas, asesinos… todos se consideran comerciantes– y por raro que parezca, eso es lo que suelen alegar como defensa.

En una ocasión Totò y Peppino participa-ron en el allanamiento de la casa del jefe de

una pandilla. El hombre había estado preso mucho tiempo, y la esposa se vio obligada a aceptar huéspedes para sobrevivir. En un momento, indicando con un gesto los cientos de ventanas desde las que todos los habitan-tes del barrio los observaban, la mujer le dijo a Totò: “Oficial, hágame un favor, váyase. Ya ve a cuánta gente tengo que pagarle para poder comer”. No era una apelación al buen corazón del policía, sino una amenaza. “En más de una oportunidad ha bastado con que una mujer gritara para que todo el vecinda-rio saliera a la calle dispuesto a matarnos”, dice Peppino. “Una vez alguien nos arrojó un lavarropas desde una ventana”.

Mientras en otra parte de la ciudad el pre-sidente de la república inaugura una nueva cárcel, Totò y Peppino encuentran una moto robada en un patio de Rione Sanità, frente a una puerta acerrojada. En el piso de arriba, una anciana enfermiza se asoma al balcón. La conversación que se produce es la siguiente, un lacónico intercambio. Totò: “Señora, ¿sa-be algo de esta moto?” Ella, con indiferencia: “No sé nada”. “¿Sabe quién vive en la planta baja?” “No lo sé”. “Señora, muéstreme sus documentos.” Ella finge una expresión de ultraje, y alza la voz: “¡Y me ca.. en usted por pedirme los documentos!”

Más de una vez, en el transcurso de la semana en la que abandoné toda esperanza, vi a Totò y Peppino tragarse esta clase de insulto, y pasarse el resto del día tratando de digerirlo: es la frustración típica de todos los policías. Un día en Pallonetto, durante una comprobación de rutina, nos encontramos frente a frente con cuatro asesinos de la ma-fia (o del “sistema”, como les gusta llamarla aquí), todos ellos en libertad condicional. Peppino, con la mano derecha sobre la funda de su pistola, se ocupó de ellos. Totò estaba en contacto con el cuartel general escuchan-do la información sobre esos hombres: seña-la a uno sin llamar la atención y me susurra: “¿Ve a ese canalla? En la jefatura dicen que no tienen tiempo de leerme la lista completa de sus delitos anteriores, porque son once pági-nas. Y si decide escaparse ahora, y lo persigo, tendré que hacerlo de cerca y cuidarme de escribir en mi informe que nunca lo perdí de vista mientras corría. De otra manera, su abogado dirá que me equivoqué de hombre, y él saldrá en libertad. Como si yo no supiera a quién estoy persiguiendo”.

De hecho Totò lo sabe, pero al mismo tiempo nunca puede estar del todo segu-ro, porque las persecuciones que él y sus colegas emprenden, cada día que pasan montados en sus montos, cambian cons-tantemente. El enemigo tiene rostro y no lo tiene, se transforma, se oculta tras un casco o tras la mirada vacía de una frágil anciana. Los Halcones son un ejército, como el de Jerjes en las Termópilas, fortalecido por la desesperación, enfrentando una adversidad insuperable, pero con la convicción de estar en lo correcto, y de estar haciendo lo correc-to. No son policías. Son algo más. ✖

( Traduccion: MirTa rosenberg)

“los pacchisti venden

cigarrillos falsos, computadoras

y celulares llenos de sal y arroz o bicarbonato de sodio como

cocaína"