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E n 1986, cuando dábamos apenas los primeros pasos en la concepción de un México demo- crático, leí en The New York Review of Books un ensayo que me impresionó. Su autor era Albert O. Hirschman, el célebre y heterodoxo economista que para entonces, después de un larguísimo peri- plo existencial e intelectual, había echado raíces en la Universidad de Princeton. Se titulaba “On democra- cy in Latin America” y sostenía lo siguiente: “Muchas culturas –incluidas casi todas las latinoamericanas que conozco– valoran mu- cho el tener opiniones fuertes y preconcebidas sobre casi cualquier cosa, y en ganar las discu- siones; en cambio, no valoran el acto de escu- char. Si lo hicieran, descubrirían que, en ocasio- nes, uno puede aprender algo de los demás. En este sentido, las culturas latinoamericanas es- tán predispuestas a la política autoritaria, no a la democrática”. Nunca olvidé la frase, y en estos días, tras la muerte de Hirschman, la he recordado aún más: creo que encierra una clave, y quizá la clave, de nuestra posible pero incierta maduración democrática. Todos los obituarios que han aparecido reco- nocen la originalidad de su pensamiento. Politólogo, economista, pensador y psicólogo social, The Eco- nomist considera que no recibió –como merecía– el Premio Nobel, justamente por el carácter inclasifica- ble de su obra. Pero si sus libros fueron admirables, su casi inverosímil trayectoria lo fue más. Nacido en 1915, su vida temprana coincidió con el ascenso y caída de la República de Weimar. En 1933, tras la llegada de Hitler, Hirschman salió de Alemania, se refugió en París, estudió en la London School of Economics, se doctoró en la Universidad de Trieste, luchó (y fue herido) en el frente aragonés de la Guerra Civil Española. Al comienzo de la Se- gunda Guerra Mundial, se incorporó a la lucha an- tifascista y, asentado en Marsella, participó en el he- roico rescate de cerca de 2,000 personas (entre ellas varios artistas como Max Ernst y Marc Chagall) a quienes franqueó el paso de Francia a España y de España a la libertad. Walter Benjamin hubiera podi- do ser uno de esos refugiados, pero la mala fortuna y la desesperanza lo impidieron. Durante la Postguerra, Hirschman intervino en la gestación del Plan Mar- shall, sirvió de intérprete en los Juicios de Nurem- berg y sufrió el acoso del Macartismo. A partir de 1952, Hirschman dedicó una parte de aquel bagaje vital a una especie de terapéutica inte- gral para el desarrollo, en particular el desarrollo de Latinoamérica. En una biografía de inminente salida, Jeremy Adelman –discípulo suyo en la Universidad de Princeton– aborda en detalle el paso de Hirsch- man por nuestros países: ensayos, libros, discusiones, congresos, “think tanks”. Era un economista –o, más bien, un “científico social interpretativo”– al servicio de la práctica. Sus autores favoritos eran Montaigne y La Rochefoucauld, observadores curiosos, percep- tivos y escépticos de la condición humana. Por sus lecturas y su vida, Hirschman eludió siempre las vi- siones extremas, las ideologías en boga, los determi- nismos de cualquier signo, la rigidez académica y la soberbia tecnocrática. Fue un enemigo jurado de las dictaduras del cono sur y de los gobiernos estadouni- denses que las solapaban, pero no aprobaba al régi- men cubano que condenaba a sus habitantes a salir de la isla o callar sus voces de protesta. En los seten- ta, tiempos de fervor revolucionario, siendo amigo cercano de Salvador Allende, aconsejó un reformis- mo modesto y gradual. En los ochenta, tiempos de ortodoxia neoliberal, rechazó que el mercado fuera la panacea. Advirtió que ambas corrientes, izquier- das y derechas, preconizaban por razones opuestas (unos para destruirlo con las armas, otros para en- tronizarlo desde el poder) un mito idéntico: “el mer- cado requiere déspotas”. En aquel ensayo de 1986, cuando lentamente América Latina dio visos de orientarse hacia la de- mocracia, Hirschman vio una rara oportunidad de avance: “El clima parece propicio para introducción de valores de tolerancia y apertura a la discusión no sólo en el proceso político sino en la conducta coti- diana de grupos e individuos”. Sostuvo entonces la posibilidad de consolidar un margen de progreso po- lítico sin “esperar” necesariamente un crecimiento económico paralelo o una mejor distribución del in- greso. Para lograrlo, había que desarrollar, como un fin en sí mismo, ciertas virtudes políticas. Y una de ellas era la “aceptación de la incertidumbre”: ... aceptar la incertidumbre sobre la realiza- ción práctica de nuestro propio programa, es una virtud democrática esencial: debo valo- rar más a la democracia que a la realización de programas o reformas específicas, por funda- mentales que puedan parecerme para el pro- greso democrático o económico o de cualquier otro tipo”. Lo cual, a su vez, requería de paciencia. La pa- ciencia cerraba el paso a las salidas dictatoriales o revolucionarias. Pero la paciencia era insuficien- te, porque podía llevar a la inmovilidad de unos y a la excesiva confianza de otros. Una democracia sa- na necesitaba voces de crítica y un clima de inten- sa deliberación tras la cual las posiciones iniciales –enriquecidas con información fresca y nuevos ar- gumentos– podían modificarse. Según Hirschman, esta cultura de la deliberación, llevada a cabo en diversos foros, podía “sustituir las formas utópicas, Rousseaunianas, la exigencia de unanimidad y vo- luntad popular, como sustentos de legitimidad de- mocrática”. Y concluía que “la falta de apertura a nueva información y a las opiniones de los demás representa un peligro real para el funcionamiento de la sociedad democrática”. Se trataba, en el fondo, de un ejercicio colecti- vo: “afinar nuestra concepción del mundo, para co- menzar a cambiarlo”. Y todo se resumía en dos pa- labras mágicas: saber escuchar. Saber escuchar ENRIQUE KRAUZE

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enero_06_13_Periódico Reforma de México_Artículo de Enrique Krauze

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  • En 1986, cuando dbamos apenas los primeros pasos en la concepcin de un Mxico demo-crtico, le en The New York Review of Books un ensayo que me impresion. Su autor era Albert O. Hirschman, el clebre y heterodoxo economista que para entonces, despus de un largusimo peri-plo existencial e intelectual, haba echado races en la Universidad de Princeton. Se titulaba On democra-cy in Latin America y sostena lo siguiente:

    Muchas culturas incluidas casi todas las latinoamericanas que conozco valoran mu-cho el tener opiniones fuertes y preconcebidas sobre casi cualquier cosa, y en ganar las discu-siones; en cambio, no valoran el acto de escu-char. Si lo hicieran, descubriran que, en ocasio-nes, uno puede aprender algo de los dems. En este sentido, las culturas latinoamericanas es-tn predispuestas a la poltica autoritaria, no a la democrtica.

    Nunca olvid la frase, y en estos das, tras la muerte de Hirschman, la he recordado an ms: creo que encierra una clave, y quiz la clave, de nuestra posible pero incierta maduracin democrtica.

    Todos los obituarios que han aparecido reco-nocen la originalidad de su pensamiento. Politlogo, economista, pensador y psiclogo social, The Eco-nomist considera que no recibi como mereca el Premio Nobel, justamente por el carcter inclasifica-ble de su obra. Pero si sus libros fueron admirables, su casi inverosmil trayectoria lo fue ms.

    Nacido en 1915, su vida temprana coincidi con el ascenso y cada de la Repblica de Weimar. En 1933, tras la llegada de Hitler, Hirschman sali de Alemania, se refugi en Pars, estudi en la London School of Economics, se doctor en la Universidad de Trieste, luch (y fue herido) en el frente aragons de la Guerra Civil Espaola. Al comienzo de la Se-gunda Guerra Mundial, se incorpor a la lucha an-tifascista y, asentado en Marsella, particip en el he-

    roico rescate de cerca de 2,000 personas (entre ellas varios artistas como Max Ernst y Marc Chagall) a quienes franque el paso de Francia a Espaa y de Espaa a la libertad. Walter Benjamin hubiera podi-do ser uno de esos refugiados, pero la mala fortuna y la desesperanza lo impidieron. Durante la Postguerra, Hirschman intervino en la gestacin del Plan Mar-shall, sirvi de intrprete en los Juicios de Nurem-berg y sufri el acoso del Macartismo.

    A partir de 1952, Hirschman dedic una parte de aquel bagaje vital a una especie de teraputica inte-gral para el desarrollo, en particular el desarrollo de Latinoamrica. En una biografa de inminente salida, Jeremy Adelman discpulo suyo en la Universidad de Princeton aborda en detalle el paso de Hirsch-man por nuestros pases: ensayos, libros, discusiones, congresos, think tanks. Era un economista o, ms bien, un cientfico social interpretativo al servicio de la prctica. Sus autores favoritos eran Montaigne y La Rochefoucauld, observadores curiosos, percep-tivos y escpticos de la condicin humana. Por sus lecturas y su vida, Hirschman eludi siempre las vi-siones extremas, las ideologas en boga, los determi-nismos de cualquier signo, la rigidez acadmica y la soberbia tecnocrtica. Fue un enemigo jurado de las dictaduras del cono sur y de los gobiernos estadouni-denses que las solapaban, pero no aprobaba al rgi-men cubano que condenaba a sus habitantes a salir de la isla o callar sus voces de protesta. En los seten-ta, tiempos de fervor revolucionario, siendo amigo cercano de Salvador Allende, aconsej un reformis-mo modesto y gradual. En los ochenta, tiempos de ortodoxia neoliberal, rechaz que el mercado fuera la panacea. Advirti que ambas corrientes, izquier-das y derechas, preconizaban por razones opuestas (unos para destruirlo con las armas, otros para en-tronizarlo desde el poder) un mito idntico: el mer-cado requiere dspotas.

    En aquel ensayo de 1986, cuando lentamente Amrica Latina dio visos de orientarse hacia la de-mocracia, Hirschman vio una rara oportunidad de

    avance: El clima parece propicio para introduccin de valores de tolerancia y apertura a la discusin no slo en el proceso poltico sino en la conducta coti-diana de grupos e individuos. Sostuvo entonces la posibilidad de consolidar un margen de progreso po-ltico sin esperar necesariamente un crecimiento econmico paralelo o una mejor distribucin del in-greso. Para lograrlo, haba que desarrollar, como un fin en s mismo, ciertas virtudes polticas. Y una de ellas era la aceptacin de la incertidumbre:

    ... aceptar la incertidumbre sobre la realiza-cin prctica de nuestro propio programa, es una virtud democrtica esencial: debo valo-rar ms a la democracia que a la realizacin de programas o reformas especficas, por funda-mentales que puedan parecerme para el pro-greso democrtico o econmico o de cualquier otro tipo.

    Lo cual, a su vez, requera de paciencia. La pa-ciencia cerraba el paso a las salidas dictatoriales o revolucionarias. Pero la paciencia era insuficien-te, porque poda llevar a la inmovilidad de unos y a la excesiva confianza de otros. Una democracia sa-na necesitaba voces de crtica y un clima de inten-sa deliberacin tras la cual las posiciones iniciales

    enriquecidas con informacin fresca y nuevos ar-gumentos podan modificarse. Segn Hirschman, esta cultura de la deliberacin, llevada a cabo en diversos foros, poda sustituir las formas utpicas, Rousseaunianas, la exigencia de unanimidad y vo-luntad popular, como sustentos de legitimidad de-mocrtica. Y conclua que la falta de apertura a nueva informacin y a las opiniones de los dems representa un peligro real para el funcionamiento de la sociedad democrtica.

    Se trataba, en el fondo, de un ejercicio colecti-vo: afinar nuestra concepcin del mundo, para co-menzar a cambiarlo. Y todo se resuma en dos pa-labras mgicas: saber escuchar.

    Saber escucharENRIQUE KRAUZE