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Historias de Vida VOCES DE ESPERANZA

Samaritanos de la Calle: Voces de Esperanza, Historias de Vida

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Historias de Vida, habitantes de la calle

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Historias de Vida

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Historias de VidaVoces de esperanza

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Voces de esperanza

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Voces de Esperanza. Historias de vida.

© Fundación Samaritanos de la calle www.samaritanosdelacalle.org Correo electrónico: [email protected] Carrera 12 No. 10-60 Cali, Colombia.

Cronistas: Gloria Maritza GrajalesElsa Lorena Herrera CortésAndrés Mauricio Echavarría PradoLibia Fanny Mina TelloMartin Barrera TorresBeatriz Eugenia Consuegra CaiaffaFrancisco Javier VergelMónica Rincón GirónAndrés Felipe Cardona HurtadoNelson Llanos IMartha Viviana GómezJohan Rubio GaviriaOvidio Vivas Bravo,

Fotografías: Andrés Mauricio Echavarría Prado, Comunicador Social

Revisión y corrección de textos: Beatriz Eugenia Consuegra Caiaffa, Comunicadora SocialCaratula Voces de esperanza: Feriva

Impreso en Colombia en los talleres gráficos de Impresora Feriva S. A.Calle 18 No. 3 – 33PBX: (2) 5249009www.feriva.comCali, Colombia

Todos los derechos reservados

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio sin el permiso previo y por escrito del autor o del editor.

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ContenidoIntroducción ............................................................................................... 3

El parche del Astro ..................................................................................... 5 Gloria Maritza Grajales

“La estrella de la desigualdad opacó mi vida” ........................................... 9 Libia Fanny Mina Tello

Hacia una conciencia reconciliada.............................................................. 11 Martín Barrera Torres.

“Si hubiera sido un niño” ............................................................................ 15 BECC

Esperanzas .................................................................................................. 18Francisco Javier Vergel

Entre sonrisas y lágrimas ............................................................................ 21 Andrés M. Echavarría

Comunicador social .................................................................................... 21 Madre Teresa de Calcuta.

El trago amargo detrás de una sonrisa ........................................................ 24 Mónica Rincón Girón

Prácticante trabajo Social ........................................................................... 24(M. H.)

Entre guantes .............................................................................................. 28Andrés Felipe Cardona Hurtado

Yo siempre me creí un muchacho .............................................................. 32Nelson Fernando Llanos

Óscar Una luz al final del túnel .................................................................. 36Martha Viviana Gómez

Mi esperanza, mi sueño, mi todo ................................................................ 40Johan Rubio Gaviria

Sobre las cuerdas de un abismo .................................................................. 44Ovidio Vivas Bravo

Encontrando de nuevo el camino ................................................................ 47Elsa Lorena Herrera Cortés

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Introducción

Voces de Esperanza cuenta las historias de vida de usuarios del Hogar de Paso “Sem-brando Esperanza” que han cumplido o cumplen las etapas establecidas para el proceso de inclusión y resocialización. El objetivo de contarlas es conocerlos mejor, comprender sus razones, ponernos en el lugar del otro y a través del relato mostrar su travesía de la oscuridad y la marginación a la claridad y la inclusión. De su vuelta a la vida, a la familia y a la sociedad, como ellos mismos describen el proceso.

Estas historias nos ponen frente a hechos difíciles como abusos físicos y sexuales, violencia física, abandono, maltrato, y toda la gama de penalidades humanas.

Para la Fundación Samaritanos de la calle estas historias de vida corresponden a la valiente decisión de nuestros usuarios para abrirnos su corazón y mostrarnos que son seres humanos que un día por razones muy diversas justificables o no, se extraviaron y no les fue posible retornar a lo que conocemos como vida normal y que ante una oportunidad para volver han hecho el esfuerzo de desandar y deshacer ese camino y volver a comenzar.

JOSÉ GONZÁLEZ, Pbro. Director Fundación Samaritanos de la Calle.

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El parche del Astro

Gloria Maritza GrajalesPsicóloga. Asesora Hogar de Paso

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Cali despierta miles de pensamientos y percepciones. Quienes viven en la Sucursal del Cielo se sienten orgullosos de tener la oportunidad de vivir en una ciudad alegre, pujante y sobre todo salsera. Quienes no viven en Cali suponen que todos aquí cada fin de semana están rumbeando en sus cientos de discotecas y disfrutando de la noche; piensan que Cali está hecha para el deleite y el placer. Sin embargo, al conocer la historia de John se siente temor de andar la calle, porque describe lo que sucede en algunos barrios, en cualquier comuna de esta, la ciudad de la salsa. Aqui sucede lo que nadie se llega a imaginar, ni quienes viven aquí ni quienes son de otras partes.

John nació en 1981 en el barrio Sindical, y su infancia y adolescencia transcurrieron en los barrios Eduardo Santos y Nueva Floresta. Era el menor de muchos hermanos y al parecer su destino estaba marcado: su padre era el jefe de una pandilla y su madre siempre se dedicó a vender drogas en su casa.

John describe a su padre como le contaron que era: un hombre muy vago que se emborrachaba casi todos los días y lo llevaba adonde las mujeres del bar, quienes le colgaban pulseritas en los brazos para que no le hicieran ojo. Cuando John tenía dos años su padre se fue a los Llanos Orientales a recolectar coca; se fue con la promesa de volver con el dinero suficiente para comprar una casa para su madre y su hijo, pero nunca volvió. Parece que hubiera sabido que no regresaría, porque antes de irse le encargó a su madre que se ocupara de John y le pidió que lo alejara de Margoth, la madre del niño, pues sabía que con ella no tendría ningún futuro. Y así fue. John vivió con su abuela paterna hasta los seis años de edad, iba al colegio, tenía una vida normal de familia y muchos primos con quienes jugar. Pero el día menos pensado apareció Margoth en la puerta de la casa con una frase contundente: “Vengo por mi hijo”. La abuela, confundida, trató de convencerla para que no se lo llevara argumentando que allí no le hacía falta nada y que él era feliz. Pero nada pudo hacer que cambiara de opinión; estaba decidida. Ante la resistencia de la señora, Margoth le advirtió que mejor no se metiera en problemas. La abuela de John ya sabía que Margoth se relacionaba con hombres peligrosos que hacían parte de las pandillas del sector y no tuvo más remedio que dejarlo ir.

John llora al pensar cuán distinto sería todo hoy si tan sólo su madre no se lo hubiera llevado ese día: “Sería alguien –dice con tristeza–. Tendría una profesión, un trabajo decente como mis tíos y mis primos”. Pero ese día se esfumó para él cualquier esperanza de ser alguien; pudo haber tenido una vida distinta y no haber pasado todo lo que tuvo que pasar después.

Desde que empezó a vivir con su madre, John tuvo que ser testigo de lo bajo que puede llegar un ser humano, y cuánto daño puede causarse a sí mismo y causarle a los demás… Para él comenzó una etapa oscura durante la cual los pensamientos bonitos y la inocencia de la infancia se fueron perdiendo… Al llegar de la escuela veía cómo muchos hombres llegaban a su casa y después de entregar dinero a su madre seguían hacia el fondo con ella, quien le decía “no vaya para atrás”. Pero como todo niño curioso, John se escondía para espiar lo que hacían. En sus palabras, “veía y escuchaba cosas muy fuertes”: cómo se hacían arreglos para cobrar cuentas pendientes, el intercambio de pistolas y cómo se planeaba la muerte de alguien.

Así fue transcurriendo la infancia de John. Nada era un juego; todo era pura realidad. El barrio también fue cambiando. Llegó el bazuco, toda una novedad. Un tal Papi, que trabajaba con Rodríguez, comenzó a distribuirlo. El negocio de las drogas fue creciendo, y con él aumentaba la guerra entre las pandillas por el control del territorio. Y John estaba en el centro de todo esto. Su casa era llamada “la casa del movimiento”, pues su madre y sus hermanos tenían parte del control en el sector.

Recuerda que alguna vez le regalaron a su madre un muñeco keko, con la promesa de que traería mucha prosperidad, pero según John en verdad lo único que les trajo fue desgracias. Sonríe cuando recuerda el ritual que había que hacerle al keko: le amarraban billetes en el cuerpo, le ponían fríjoles en una mochila que traía consigo, le daban cada día una copa de brandy y le encendían un cigarrillo. Aún no se explica adónde se iba el licor que

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diariamente le daban porque no escurría en ningún lado, y además veían cómo salía humo del cigarrillo. También había que hacerle una fiesta cada mes, pero no podían conservarlo por más de siete meses; tenían que regalarlo. Al comienzo hubo mucha prosperidad; las ventas se incrementaron. Fue entonces cuando Margoth le compró su primer revolver a uno de los hermanos de John, convirtiéndolo así en el más “duro” de la cuadra, pues no cualquiera andaba armado. A John también le tocó parte de esa abundancia: el Niño Dios le trajo una bicicleta, que recibió con mucha ilusión aun sabiendo que su hermano había matado a uno que había intentado robársela cuando la traía luego de comprarla. El keko cumplió siete meses en casa y hubo que regalarlo. Y comenzaron las penurias. La policía pedía cada vez más plata, al hermano lo encarcelaron y Margoth decidió irse con un hombre a vivir a Miranda… La familia se desintegró y John no volvió a estudiar… En enero de 1991 cumplió diez años.

En los años que siguieron John anduvo la calle sin Dios y sin Ley. Comenzó a trabajar en un supermercado llevando las bolsas de las compras. Le iba bien porque, como él dice, siempre ha sabido ganarse a las personas. Pero después comenzó a hacerle mandados a su hermano, y como con él comenzó a ganar mucho más dejó el supermercado. Formó su propio “parche”; gracias a su carisma algunos jóvenes comenzaron a seguirlo, pues veían en él un líder nato con quien se sentían protegidos. Nadie se metía con ellos, pues John era el hermano de Nixon, y todos preferían “llevarlo en la buena”. Recuerda que se dedicaban a cosas pequeñas; a robos menores en buses, panaderías y a los carros que distribuían productos en el sector. Ganaban lo suficiente para estar a la moda, ir a las “minitekas” e invitar a las novias que comenzaban a tener.

En esa época los jóvenes querían verse bien. Era muy importante la marca de la ropa que se traía puesta. John no fue la excepción. Le encantaba estar impecablemente vestido y sólo usaba ASTRO; así se ganó su apodo y surgió el nombre de su pandilla: “El parche del Astro”.

Por esa época John decidió que no quería estar siempre cobijado por el nombre de su hermano y que debía ganarse el respeto por sí mismo. Lo que al comienzo era un juego de niños se fue convirtiendo un fuerte deseo de poder. Delimitó su territorio y empezó a apoderarse a las buenas o a las malas de los sectores más apetecidos para la venta de drogas, incluidos los linderos de los colegios. De esta manera se fue expandiendo; llegó a tener vendedores en cada esquina. El negocio creció y las ganancias también. Irremediablemente los enemigos no se hicieron esperar; John tenía que defenderse de ellos a como diera lugar. Recuerda que la gente le tenía miedo. Ya no era el niño que hacía travesuras en la calle; era un delincuente juvenil que fue enviado cuatro veces al Centro Correccional Valle del Lili, donde no alcanzó a pagar todas las penas que debía porque cuatro veces se fugó…

Cierta vez se encontró de frente con su abuela paterna y lo único que pudo hacer fue bajar la cabeza de la vergüenza que sintió, porque su maldad ya era bien conocida por todos en el barrio. Pero a pesar de todo, John tenía ciertos límites. Recuerda que conoció a hombres muy diferentes, que llegaban al punto de matar por los asuntos más irrelevantes, e incluso por diversión, como los que en una noche de rumba apostaron a ver cuál de los dos mataba mejor. John no pensaba que algo así pudiera suceder y por eso los siguió; fue testigo de dos crímenes que a su parecer eran totalmente absurdos, pues dos personas cuya única culpa era ir caminando por la calle murieron sólo por el capricho de dos irresponsables bajo los efectos de las pepas y otras sustancias. Cuenta también que otros mataban porque alguien se les atravesaba en el camino al baño en la discoteca, y que para otros asesinar era como una necesidad. John, a pesar de todo, tenía principios y pensaba que para hacer algo tan malo siempre debía haber un motivo, y no hacerlo porque sí.

John recuerda con amargura el hecho que marcó su vida para siempre: la muerte de su novia Catalina, compañera inseparable en esos agitados días. Ella murió en sus brazos luego de que recibió el impacto de una bala dirigida a él; bala que ella pudo advertir primero y con su cuerpo cubrió a John. Él casi que aún puede escuchar el “te amo” que Catalina alcanzó a pronunciar antes de morir. John nunca dejará de reprocharse el haber causado su muerte.

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Quien disparó fue un muchacho a quien John humilló delante de su parche al hacerlo desvestir amenazándolo con un revolver. Si tan solo él no hubiera hecho esto, Catalina estaría todavía con él.

Pasaron los años. John fue testigo de miles de crímenes por venganzas entre narcotraficantes y por la violencia absurda que envuelve esta ciudad. Llegó a enfrentar cosas tan graves que terminaron por salírsele de las manos: al principio estaba al frente del negocio, con todo lo que ello implica; luego tuvo que huir y esconderse porque lo buscaban para matarlo; tuvo que enterrar a sus amigos y a su hermano; y tuvo que volver a la miseria que le había tocado en los primeros años. Cada vez consumía más drogas; cada vez le cogían más ventaja. De ganar mucho dinero semanalmente e ir a los mejores sitios pasó a dormir en la calle solo y sin poder volver a los barrios donde anteriormente era el rey. Al caminar por la Avenida Sexta buscando un lugarcito para pasar la noche recordaba sus tiempos de opulencia, cuando rumbeaba y gastaba ampliamente el dinero sin pensar en que algún día le haría falta.

John había tocado fondo. En algunas ocasiones comía y se bañaba en la Fundación Samaritanos de la Calle, aunque a veces no le importaba cuán sucio pudiera estar. Algunos compañeros de la calle lo atrajeron hacia el Centro de Escucha. John recuerda y dice: “Yo llegaba todo sucio pero me gustaba venir a escuchar las charlas”. De esta manera se fue enrolando en un proceso que transformó su vida totalmente.

Cuando se abrió el Hogar de Paso Sembrando Esperanza, John sólo quería comer y dormir bien; sin embargo, con el transcurrir de los meses y a través del tratamiento que recibió, comenzó a pensar distinto, redujo paulatinamente su consumo de drogas hasta dejarlas totalmente, participó en los cursos del Sena y se dio cuenta del gran potencial que había en él, recordó cuán inteligente era y la facilidad con que aprendía nuevos contenidos. Pero lo que definitivamente cambió su vida por completo fue el teatro. Comenzó a participar activamente en las clases de teatro que dos profesores de la Secretaría de Cultura impartían en el Hogar. Aún recuerda los nervios que sentía en su primera presentación, un 24 de diciembre, y los aplausos de sus compañeros y de todo el equipo de trabajo por su maravillosa interpretación en una obra que, paradójicamente, se trataba de un habitante de la calle que ya no tenía ganas de vivir. Pero él sí las tenía y todas. Solicitó al equipo de Trabajo Social de la Fundación que le ayudara con una beca para estudiar teatro en el Instituto Popular de Cultura. Y así fue. Hizo varios niveles y se destacó siempre por su cumplimiento, seriedad y gran talento. Cuenta orgulloso que su última presentación fue en Comfenalco Valle del Lili ante un auditorio de quinientas personas de una empresa, cuyo gerente lo abrazó y lo felicitó por el papel interpretado. Le esperan muchas más presentaciones. Ahora su pretensión es ahorrar para pagar un curso de actuación en una academia reconocida de la ciudad.

No ha sido fácil para John vivir este proceso de resocialización. Incluso ha tenido algunas recaídas que lo han conducido nuevamente a los andenes, pero cada vez se recupera más rápido de ellas. Hay algo que tiene muy claro y es que jamás volverá a hacerle daño a nadie… Ya le han propuesto que continúe su carrera delictiva, e incluso algo a lo que es difícil no hacerle caso: vengar la muerte de su hermano Nixon. Pero para John ahora es impensable cometer un acto así, pues comparte la idea de que la violencia lo único que genera es más violencia.

Hoy se gana la vida en la construcción. Para un hombre con tanto carisma como él no es difícil encontrar trabajo y mantenerse en él. Su permanencia en la obra se debe a que los jefes le tienen confianza y le encomiendan tareas que no a todo el mundo le encargan. Tiene muchos sueños y planes para el futuro, como encontrar una pareja estable, conformar una familia y continuar con sus estudios de teatro. También quiere ayudar a otros jóvenes para que “enderecen el camino” y tengan una segunda oportunidad como la que él está teniendo; quiere de esta forma contribuir a que Cali sea esa ciudad soñada de la que todos se puedan sentir realmente orgullosos.

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“La estrella de la desigualdad opacó mi vida”

libia Fanny Mina telloCoordinadora de Proyectos Hogar de Paso

Las estrellas brillan con luz propia. Las hay de diferentes magnitudes y de diversos colores según el tiempo que lleven de vida. Pero la Estrella a la que me referiré no tiene ninguna de las características anteriores. En Siloé hay una estrella muy grande cerca de la cual había un tanque en el que yo me sentaba a dibujar el paisaje y a pensar en las diferencias que marcaban la desigualdad entre los todos caleños –cosa que no me gustaba–. Pero mi historia no comienza aquí.

Mi nombre es Edward Alfonso Gómez. Nací el 24 de julio de 1984 en Cali, pero fui bautizado en Bugalagrande. Tengo tres hermanos: David, Johanna y María Jazmín. Mi madre murió cuando yo apenas tenía cinco años, y mi padre falleció también al poco tiempo. Por eso mis abuelos se hicieron cargo de mí. Era un niño travieso pero feliz, hasta que mis problemas empezaron cuando se robaron uno de los chivos que yo le cuidaba a mi abuelo. Para el viejo fue una falta imperdonable, y por eso nuestra familia se dividió. Conseguí trabajo en una finca cuidando vacas. En ese tiempo era muy sano. Como ya dije, tenía muchos problemas encima, pero no por eso dejaba de ser un niño muy feliz. Hasta que a los nueve años me dio por “experimentar” y fumé marihuana por primera vez. Poco después decidí ir a Cali porque ya nadie me quería ocupar; conseguí un dinerito y viajé. Al llegar a ese lugar, al que llamaban la Sucursal del Cielo, estaba desorientado. Fue entonces cuando mi vida de calle comenzó, aunque algunas veces mis amigos me dejaban quedarme en sus casas.

Cuando tenía catorce años ya era mecánico de motos y manejaba dinero. Por ese tiempo conocí a una niña muy linda para mí llamada Marisela, de apenas doce años. Era la envidia de todos. Estaba decidido a tenerla junto a mí. Una vez la invité a que fuéramos de paseo al Lago Calima y le pedí permiso a su madre, quien aceptó. Después de disfrutar unos días en el Lago decidí robarme a Marisela, y qué mejor lugar para esconderla que la famosa Estrella, de Siloé, donde muchos entraban pero pocos salían; lugar misterioso y singular.

Nuestra felicidad duró ocho meses, pues cierta vez que fuimos ir a disfrutar a la rueda de Cosmocentro nos encontramos con una amiga de la familia de ella, quien se sorprendió porque todos daban a mi Marisela por muerta. Sus padres, para recuperar a su hija, organizaron con las autoridades un allanamiento a la casa en la que vivía. Recibí muchos golpes del padre de Marisela; fui amenazado y acusado de secuestro, pero finalmente mi Marisela salió en mi defensa y fue ella quien decidió no regresar con sus padres sino continuar viviendo conmigo.

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Marisela y yo compartíamos tranquilamente nuestra vida. Yo siempre quise ayudar a los más necesitados, a los que tenían discapacidad, y protestaba por la indiferencia de la gente. El 23 de julio 2001 subí al tanque de la Estrella porque quería pintar la desigualdad de nuestra sociedad, pero esto cambió mi vida. Quería plasmar en el tanque con aerosol lo que la gente hace con los discapacitados. Lo que no sabía era que me iba a volver uno de ellos. Mientras que hacia mi obra de arte llegaron los “Briñes”, una de las pandillas del lugar, y me ordenaron que me fuera. Aun así seguí pintando, y cuando menos me di cuenta se formó una balacera; entonces una bala perdida entró por mi cabeza y se alojó en mi aorta. No sé de dónde, llegó de un momento a otro mi amigo Johnny y me cargó en sus piernas. Me repetía muchas veces entre el llanto y el desespero: “No te mueras… no te mueras”. Se me ocurrió que cada vez que me hablara le apretaría la mano tres veces para mostrarle que estaba vivo.

Él y mi amiga Andrea me trasladaron en un “jeepeto” al hospital. Estuve un año y medio en terapia intensiva. Cuando desperté no recordaba nada de lo que había pasado, pero gracias a Dios recobré la memoria y puede darle movilidad a la mano y los ojos con muchas terapias de coordinación. Por fin logré pararme.

Mi Marisela nunca fue a visitarme porque su “mejor amiga”, enamorada de mí, le mintió y le hizo creer que estaba esperando un hijo mío. Perdí totalmente el contacto con ella. A los quince años me hundí en las drogas; consumía pepas, bazuco y por último base. Empecé a juntarme con los que me pegaron el tiro y me di cuenta de que la persona que me disparó era un soldado profesional. El dueño del territorio lo sacó.

Aumenté el consumo de los quince a los veintisiete años, pero hoy en día trato de superarme, aunque perdí más que el contacto de mi familia, no tengo cédula actualmente y perdí el amor de mi vida. Ingresé al Hogar de Paso, donde he descubierto que por medio del arte puedo dejar el vicio. Por eso entré a estudiar en el IPC. Mis trabajos se destacan entre los otros y espero poder obtener una beca para estudiar diseño gráfico.

FOTONo.8

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Hacia una conciencia reconciliada

Martín barrera torres.Pedagogo Hogar de Paso

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Existen un sinnúmero de propuestas y alternativas para el tratamiento de consumo de sustancias psicoactivas; cada una de ellas entraña un verdadero proceso para cada participante, lo cual hace que cada salida a este flagelo sea, sin importar el medio con que realícese logre, un canto a la vida. Y estoy seguro de que Dios se goza con la vida del hombre cuando le hace un quite a la autodestrucción.

La crónica de la vida de Jacob es una de esas historias en las que el dolor que ocasionamos los hombres deja huellas imborrables y es capaz de destruir si no reconciliamos nuestra conciencia. En otras palabras, necesitamos vencer nuestros odios y pasiones, que nos perturban, y defender y amar la vida propia y la de los demás.

Jacob nació en Cali el 17 de junio de 1969 en el barrio El Jardín, junto a la plaza de Santa Elena. Hijo de Antonio y Elvira, y hermano de Carlos y Alfredo. Esta es su historia:

Eran las seis de la tarde del 23 de agosto de 1976. El viento fresco de la tarde caleña soplaba fuerte sobre el rostro de Jacob, quien con su maleta a la espalda y la mirada inquieta caminaba por las calles de la plaza de mercado en Santa Elena buscando un lugar donde dormir. Iba pensativo y con el rostro endurecido; es que en su mente una pregunta una y otra vez le martillaba: “¿Por qué yo?”.

Su madre lo había salvado de ser arrollado por un carro, pero al halarlo con fuerza de un brazo y retirarlo de la orilla de la autopista ella perdió el equilibrio y fue ella quien recibió el impacto de un automóvil, tan fuerte que la elevó varios metros. Luego cayó sin vida en el asfalto, ante la mirada atónita y empavorecida de Jacob.

Hoy, después del entierro, al regresar a su casa su padre lo llama y sin explicación alguna le entrega su maleta con la orden de irse de la casa y desocuparla.

Don Antonio, su padre, era constructor y bebedor empedernido. Siempre, en cuanto regresaba a casa, buscaba motivos para azotar a Elvira, en muestra de la valentía que presumen los hombres cuando pierden el dominio de sí. Los dos hermanos mayores de Jacob, de once y diecisiete años, quedaban impotentes ante estos acontecimientos, que Jacob, a pesar de su corta edad, entendía eran reprochables y la causa de sufrimiento de su madre.

La vida en el inquilinato del barrio El Jardín se complicaba aun más para Jacob, pues Antonio empezó a maltratar cada vez más a Elvira, a lo cual hay que sumar que Rebeca, una vecina del inquilinato que había enviudado, era en ese momento el centro de todas las atenciones y dedicaciones de Antonio. Jacob recuerda que Rebeca, en las conversaciones que sostenía con Antonio, no perdía oportunidad de hacerle comentarios malintencionados acerca de su Elvira, que indisponían y enfurecían al hombre en contra de su mujer. Jacob se sentía impotente ante estos hechos, y a pesar de su corta edad quería defender a su madre, pero no era mucho lo que podía hacer. Sólo que cada vez que veía a Rebeca le hacía gestos con sus puños en actitud amenazante y cuando se la encontraba en la calle hacía todo por intimidarla, y lo lograba. Así las cosas, entre Jacob y Rebeca nació y se fortaleció una gran enemistad.

Jacob, como tantos niños colombianos, tuvo que enfrentarse prontamente al trabajo recio y arduo para poder sobrevivir. Él conserva aún la seriedad en su rostro y el temperamento fuerte inherentes a la lucha en la calle.

La necesidad de trabajar para poder vivir alejó a Jacob de las aulas y le quitó así una educación formal. Unas profesoras que lo conocían, en un acto de generosidad, lo iniciaron en lectoescritura y las operaciones básicas; esas lecciones constituyen hoy su saber. Actualmente se define como autodidacta y ha hecho de su pasión por la lectura la oportunidad para avanzar en conocimientos y crecer como persona.

Como se dijo ya, Jacob inició muy niño su vida en la calle. Por el ambiente de la plaza de mercado, a la edad de diez años empezó a consumir marihuana. A pesar de que eso marcó su existencia, no cambió su forma de relacionarse, y como siempre estaba presto a trabajar y ayudar a las personas en los puestos de mercado, se ganó el afecto de los comerciantes.

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Jacob dice: “Consumí para olvidar, para reprocharle a Dios lo que había permitido que ocurriera conmigo”. La actitud de su padre al quedar Jacob huérfano era para él algo incomprensible e inhumano. La ausencia de su madre le hacía experimentar una soledad absoluta. La indolencia y la injusticia acrecentaban en su interior todo el resentimiento que ya cargaba, y éste afloraba en cada una de sus palabras y acciones.

“Yo me quedé en el barrio. Primero vivía en los antejardines de unas tías, pero prontamente, para no tener problemas con mi papá, me cerraron la posibilidad de continuar allí”.

En una ocasión Jacob ayudó a pasar la carretera a un anciano “que tenía como temblitis” y llevaba unos paquetes. Aunque era de mal genio, el agradecido anciano le preguntó cuánto le debía, ante lo cual Jacob aprovechó para pedirle que lo dejara vivir en su antejardín. El viejo aceptó. Como siempre, Jacob estaba dispuesto a ayudarlo y a cuidarlo cada vez que lo necesitara. Ahí permaneció por espacio de doce años.

En la relación de Jacob con su padre y Rebeca crecieron el odio y el resentimiento. Una vez, cuando tenía quince años, se encontró con su padre, quien quiso agredirlo, pero él, ya grande, no se lo permitió; en cambio, devolvió la agresión con un cabezazo y se marchó del lugar. En otra ocasión cuando Jacob se enteró de que su padre no estaba bien de salud, pues le había dado un infarto, Jacob dijo: “Ojalá se muera ese viejo, para poder venir a reclamar mi parte”. Los familiares que se enteraron de esto se aterraron de su actitud. Había mucho odio en el corazón del joven.

Con el paso del tiempo Jacob se relacionó con gente mala, que lo influenció mucho; incluso llegó al punto de querer mandar a matar a su madrastra y hasta le pagó a alguien para que lo hiciera, pero luego se arrepintió. “Siempre pensaba que habían cometido una injusticia conmigo”, afirma hoy.

Su temperamento fuerte y la mala relación con Rebeca no permitieron que Jacob se acercara a sus hermanos. Más bien las relaciones con ellos se volvieron distantes. Con su hermano mayor ha tenido peleas y discusiones; en especial tenían diferencias siempre que hablaban de la posibilidad de que Jacob regresara a casa, con su padre y Rebeca, entonces ya muy ancianos. Jacob les pedía que lo dejaran construir un lugar para él en el tercer piso, pues también tenía derecho a vivir allí, pero todo terminaba en discusión.

Con Alfredo, su otro hermano, las relaciones son buenas; “aunque él no vive en la casa; está en Buenaventura”.

A los dieciocho años se fue a prestar el servicio militar. Por ese tiempo, estando en Medellín, conoció a Fabiola, la madre de su hijo Mateo, quien hoy tiene veintisiete años.

Al término de su servicio Jacob se involucró en ciertos “negocios” y se relacionó con personas con quienes rápidamente se vio envuelto en líos, que lo forzaron salir de ahí para proteger su vida y la de su familia. Pero debido a la distancia de ellos y la necesidad de volver a ver a su hijo y contarle que no lo había abandonado sino que había tenido que irse para protegerlo volvió clandestinamente a Medellín en varias ocasiones; en cada oportunidad invitaba a Fabiola a que lo acompañara, pero como respuestas recibió siempre una negativa.

Hace tres años volvió a visitarlos tras una larga ausencia, y encontró a su hijo hecho ya un hombre; a pesar de todo fue una reunión pacífica.

Luego de su huida, Jacob recorrió diferentes partes del país y finalmente retornó a Cali, su ciudad natal, donde se enganchó en las labores del reciclaje.

“Una vez, en medio de una traba, una mujer me atropelló cuando yo estaba en la plaza con un canasto de piña; al caer se me zafó la clavícula. En medio de ese dolor y el susto de la señora le pregunté que cómo íbamos a arreglar. Ella me dijo que cuánto pedía y le dije ‘deme un millón de pesos y yo no la vuelvo a ver ni usted a mí’. Ella me respondió que no tenía sino seiscientos mil pesos. En ese entonces no había tarjetas; ella sacó una libreta y me entregó el dinero”.

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Esa plata Jacob se la dio a guardar a una señora. Con una parte ella lo llevó a una droguería y al “sobandero”, quien sin anestesia le volvió a cuadrar el hombro. El resto del dinero se lo fumó. Se hizo acompañar de mujeres; incluso fue al “planchón” y contrató a la Chola, la mujer más bella del lugar. Luego compró cervezas para todos sus amigos. Cuando ya le quedaban sólo ciento cincuenta mil pesos, le dio cincuenta mil pesos en agradecimiento a la señora que le guardó la plata y se fue a comprar ropa nueva.

Jacob, con tono emocionado, relata: “Una vez venía reciclando y escuché a un misionero que predicaba en ese momento que la mente era la oficina de Dios y del diablo; que uno para poder cambiar tenía primero que vaciarse de lo que estaba dentro, sacarse lo que estaba dentro para poder nacer de nuevo”. Esas palabras le llamaron la atención. “Ese man tocó el tema que encajaba con mi vida”. Jacob se acercó a preguntarle cómo era eso. No le dio pena. El pastor, un mexicano, le explicó que cuando las personas quieren dejar de consumir lo primero que deben hacer es identificar qué los hizo consumir y sacarse eso de la cabeza. Además, el pastor le hizo ver a Jacob que consumía por el odio que llevaba por dentro contra su padre y su madrastra, y que tenía que sacárselo para poder seguir viviendo.

“El 31 de diciembre del 2007 me metí en un carro abandonado para dormir. Estaba tomando. Empecé a llorar y no paraba. No quería llegar a los cincuenta siendo un consumidor. Desde ese día no fumé ni tome más”.

Jacob quería organizar su vida. Entendió entonces la urgencia de tener cédula. Unos compañeros en la plaza de mercado de Santa Elena le dijeron que en el Hogar de Paso de Samaritanos de la Calle le ayudarían a conseguirla. Así fue. Se acercó a la Institución y allí lo orientaron en qué debía hacer. Se llevó una gran sorpresa al enterarse de que a ese lugar podía llegar a dormir en las noches y seguir trabajando en la plaza y no necesitaba internarse. Todo lo anterior le ha permitido tener más tranquilidad para dialogar con su familia. Así, decidió visitar a su padre, actualmente con setenta y seis años, y de nuevo le solicitó que lo dejara vivir en la terraza del tercer piso para construir allí un lugar donde dormir, pero él y Rebeca se negaron. Aunque la mujer se encuentra muy mal de salud, no acepta su presencia.

El hermano mayor de Jacob es jefe de personal en una importante empresa de Cali. Alfredo tuvo tres hijas y actualmente vive con una señora en Buenaventura y coadministra un hotel.

“Ahora no consumo, y aprendí en la alabanza que lo que importa es el presente. No necesito plata, riquezas; tengo lo suficiente. Hoy soy un hombre distinto. Ya no tengo odio con mi papá ni con mi madrastra; ella está muy anciana y enferma. Tampoco con mis hermanos. Soy un hombre en paz”.

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“Si hubiera sido un niño”

becc

Cuando transitamos la calle, quienes no la habitamos lo hacemos rápido y con la mirada fija buscando el lugar hacia donde vamos. Pocas veces nos fijamos en quienes están en ella. No los vemos… Pasan inadvertidos a nuestros ojos. Esos invisibles invencibles hoy son visibles a mis ojos. Digo invencibles porque resisten el olvido, el dolor, la discriminación y a veces la posibilidad de dejar la calle. La de María es tan solo una de esas historias.

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La veo venir por el pasillo con pasos cortos, casi cansados. Es pequeña, y luce más menuda al caminar con la cabeza baja. María* tiene diecinueve años; siete de ellos los ha pasado en la calle. Tiene una familia a la que dejó atrás entre la niebla fría de las montañas del Cauca cuando en el 2009 se subió a un bus escalera que la dejó en los alrededores de la galería de Santa Elena.

Le acomodo una silla y empezamos a conversar.”¿Aquí en Cali dónde vives?”, le pregunto. “En ninguna parte…”, responde haciendo

un gesto con la cabeza, como para confirmar que no tiene un lugar fijo al cual llegar. Sus días los pasa entre el Hogar de Paso y otra institución donde se gana el desayuno ayudando en las labores de limpieza. Su lugar de asentamiento, como el de muchos en la calle, es el Parque Santa Rosa. Allí pasa el tiempo “libre” dedicada a pensar y andar. Piensa cómo conseguir un trabajo. Esa idea ronda su mente. “Pienso mucho cómo trabajar… Necesito muchas cosas…”. Baja la cabeza y pone sus manos entre las piernas delgadas, que balancea como una niña en un columpio. “He ido a todas partes, pero no. He intentado todo, pero nada”. Dejar su voz refuerza la frustra.

María nació en el Cauca en 1992. Desde los doce años salió de su casa, según ella, expulsada por su mamá, quien ya tenía otras hijas y anhelaba que su próximo embarazo fuera de un varón para que ayudara con las labores del cultivo de la tierra. La familia, de origen campesino, deriva su sustento, como muchas otras familias de las parcelas cercanas a su casa en Morales, de la siembra de hortalizas y moras.

“Ella quería un niño, y somos cuatro mujeres… Todo el mundo me decía que eso no estaba bien de su parte. Yo me sentía mal porque ella no me quería; ella me dijo que me fuera… Yo era quien cocinaba, yo era quien lavaba y barría la casa… Pero ni así. Todo lo que yo hacía era malo”, manifiesta tristemente. “Mi mamá no me quería –repite–. Me decía malas palabras y no me gustaba que me dijera nada… No sé… No me molestaba que me dijera ‘vea, hágame esto o aquello’, o cosas así. Yo todo lo hacía… Es que ella me decía ‘umm, ¡qué tal si usted hubiera sido niño para ayudar a trabajar’… Todos me decían que me tocaba haber sido un hombre y no una mujer; entonces yo me iba para la casa a barrer, a cocinar”. María se queda mirando al vacío. Con la mirada fija en un punto dice con fuerza: “Desde los doce años…, desde los doce años mi mamá me echó de la casa…”. Es como si no acabara de comprender por qué. Lo dice en tono de reproche, con dolor.

Sus otras hermanas permanecen en la casa. Sólo ella se fue. Reconoce que no le gustaba que le dijeran nada cuando cometía un error o se demoraba en llegar a la casa después de salir de la escuela o se fumaba un cigarrillo; recuerda que varias veces su papá le pegó por eso.

Con la calle vinieron los riesgos. Ya fuera de su casa, María comenzó a consumir marihuana. Lo hizo casi hasta los quince años, cuando conoció a quien después fue su compañero. Con él cambió. Se fue “a hacer vida con él”. Se sintió feliz. Vivía en la casa de él y visitaba a su familia. En este punto del relato su voz se detiene. Levanta los ojos siguiendo imágenes que yo no logro ver y dice: “Hasta que mataron a mi compañero…”. Él fue víctima de un atraco.

Después de estos hechos María estuvo trabajando en Buga hasta los diecisiete años, cuando decidió volver a Morales a ver a su mamá. Con todo lo que la muchacha había hecho mientras estuvo fuera de la casa la relación se deterioró mucho más. Su madre no le hablaba, y María decidió volver a irse. La calle y la soledad le habían quitado el miedo. Con un amigo suyo consiguió prestados veinte mil pesos y así llegó al barrio Santa Elena, en Cali. “Acá me amañé”, dice. Lleva dos años en las calles de Cali.

María me cuenta con alegría que hace dos meses no consume ninguna sustancia; que aunque a veces se siente sola y quiere fumar o “soplar”, recuerda: “Dije que no más y no; no fumo. Y si veo a alguien fumando me voy de allí, porque me dan ganas; pero

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salgo y me voy a otra parte. Prefiero abrirme, irme. A veces que ando con alguien me dice que lo haga… pero yo hablo con Martha* y ella me dice que no lo haga y me habla, y sí… me parece bien…”.

Aunque me ha dicho que en la calle no tiene amigos, hace una excepción con un señor mayor que dice es como su papá. “Le digo abuelito. Es un hombre que me da muchos consejos, me cae bien y me cuida”.

Mientras hablamos sus ojos persiguen a Andrés, mi compañero de oficina. María se comporta como cualquier chica de su edad. Pero en su caso está totalmente hambrienta de cariño, de aceptación. Esa insatisfacción la confunde, busca novios todo el tiempo y se mete en problemas por eso. “Me encantan los hombres”, dice.

María piensa volver a su casa: “A ver cómo va mi mamá conmigo. No me siento bien así como estoy”. De pronto, con una expresión cómplice, manifiesta creer que está embarazada, pues siente sueño, ganas de vomitar, mareos. Afirma que si es así, es de su actual compañero, quien le ha dicho que no tenga ese niño; pero ella duda sobre qué hacer al respecto. Ha vuelto a comunicarse con su familia y con su mamá, quien le ha dicho que regrese. María lo está considerando, pero quiere primero sacar su cédula de ciudadanía y entonces decidir si regresa a casa.

“¿Cómo te sientes aquí en el Hogar?”, la interrogo. “Me siento bien. Siento que me cuidan, que no estoy sola… No paso frío en la calle, y quiero estudiar en el taller con el profe Martín;* estoy viendo a ver si se puede”. María debe irse a terminar su actividad de la tarde en Sembrando Esperanza, el hogar de paso que la saca de la calle unas horas y le hace recordar que otros lugares son posibles, que debe hacer su parte para lograrlo.

La veo alejarse por el pasillo. Antes de salir de mi vista se vuelve y me dice: “Gracias, profe. Gracias por escucharme, por hablar conmigo”. No logro responderle… Sólo puedo levantar la mano y decirle adiós.

María no cumplió nuestra segunda cita para conversar. La busqué en el Hogar, pero no había regresado. Una de sus compañeras me dijo que se “había salido”. Le pregunté por ella a Martha, y ella me respondió que no había ingresado. Me contó también que lograron hacerle la prueba de embarazo y salió negativa. Pienso entonces que tal vez esté con su novio, ya que no está embarazada, aunque en el fondo espero que haya regresado a su casa.

Tiempo después, al preguntar si había vuelto al Hogar, me contaron que no, que al parecer está viviendo con alguien, con un señor mayor. La última vez que hablaron con ella dijo estar bien.

*Nombre ficticio*Operadora del Hogar de paso.* Pedagogo del Hogar de Paso

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Esperanzas

Francisco jaVier VerGelPedagogo Hogar de Paso

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Juan nació el 10 de marzo de 1941 en Bogotá, en una familia humilde en que la pobreza reinaba cada momento del día. Las necesidades eran tantas que los diez hermanos y sus padres vivan en una posada muy pequeña y todos dormían en una sola habitación, montados uno encima del otro.

La vida no fue fácil. El desayuno todos los días era aguapanela con pan. Todos hacían el deber de reunir para el almuerzo; casi nunca se acostaban con una cena. “Había que asegurar la comida más importante. Dios siempre estuvo presente, aunque sea para el almuercito”, dice Juan.

Su madre los maltrataba mucho. Por cada error o equivocación se sufría un fuerte castigo. Los golpes siempre marcaron la relación entre madre e hijos. “Siempre estaba lista con un rejo de vaca para azotarnos”. Una mañana Juan se levantó con una firme decisión de que eso nunca volvería a pasar. Cambió por completo el rumbo de su vida. Sí. Esa mañana Juan se fue de casa, con tan solo diez años de edad.

Deambulaba por las calles. Se rebuscaba para dormir y comer con la venta de helados, y en el peor de los casos en lo que tocara, pues el hambre dictaminaba el hacer. En medio de sus locuras de niñez y con la compañía de un amigo se aventuró a irse para Armenia con la ilusión de trabajar en una pensión que conocía su amigo; pero al llegar se encontraron con la sorpresa de que no podían darles empleo por ser menores de edad.

Regresó a Bogotá. Tras mucho andar se ubicó como ayudante en una sala de fotografía. Allí aprendió el arte de revelar las fotos en blanco y negro. Poco a poco fue ascendiendo, hasta manejar las cámaras.

Ya tenía quince años cuando conoció a Ligia, se enamoró de ella y se fue a vivir a Medellín. El amor fue tan grande que al año se casó, y al siguiente estaba naciendo su hija Consuelo. Fue padre a los diecisiete años; inexperto, loco y sobre todo con muchas ilusiones y ganas de vivir. Pero el sueño no duraría mucho, pues la fotografía, que proporcionaba el sustento diario, cauzó el sufrimiento y una vida marcada por el consumo de licor. Las cosas se tornaron tan graves que a los dos años de casado Ligia lo abandonó.

Siguió la vida entre los viajes de las reuniones en las que debía tomar fotografías. Pero siempre junto al trabajo ese bendito trago, que tanto daño le hacía y que cada día tomaba más fuerza.

Pasados dos años de la separación de Ligia renació en Juan la esperanza y volvió a tener una razón, una inspiración en su vida. Una mujer llamada Marina marcaría el rumbo de toda su existencia. Vivió diez años de su vida con Marina. Estaba siempre entre la fotografía y el trago, camarada que se fortaleció con Marina, pues ella se convirtió en la compañera de cada una de sus borracheras. Con el tiempo el trago empezó a manejar su vida.

En los primeros siete años de su convivencia con Marina sólo vivían para dos cosas: tomar fotografías y beber. Al cabo de esos siete años Marina se enfermó, y después de tres años el trago le cobró un precio alto: se la llevó para siempre. Su cuerpo no aguantó tanto licor y murió de cirrosis.

La vida para Juan se convierte en una locura; las reglas las imponen la soledad de la pérdida de Marina, la fotografía y el licor, un “amigo” que se le convirtió en el centro de la existencia hasta llegar a acabar con todo lo que tenía. En tan sólo seis meses quedó en la calle. Dormía en los andenes, en los puentes, en cualquier sitio en donde lo cogiera la borrachera. Llegó incluso al punto de intoxicarse y perder el conocimiento, por lo cual tuvo que ser internado durante dos meses en el hospital San Juan de Dios. Su único amigo Germán, por recomendación del médico, llamó a Bogotá e intentó contactar a la familia de Juan, pues su salud era muy delicada y no se veía mejoría alguna. Sin embargo, la respuesta que le dieron dio un nuevo giro en la vida de Juan. Así fue consciente de que estaba solo y de que a nadie le importaba lo que le pasara. Esa frase nunca ha salido de su mente: “Él se lo buscó. No nos interesa

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nada de su vida”. Allí ratificó que estaba solo y que no había una razón para existir; no había razón para nada.

Su vida siguió entre el mundo de la fotografía y el trago, hasta que la edad empezó a limitar su futuro laboral: nadie lo contrataba para tomar fotos. Tuvo, entonces, que desempeñarse en lo que le resultara: lavar carros, vender… Cualquier cosa que diera dinero, que usaba principalmente para el trago, pues, ¿para qué más se vivía? La única compañera de camino de Juan, fiel e inseparable, era la bebida.

Cuenta Juan que, cuando nada parecía tener sentido, escuchó “una voz, que en estos momentos sé que era la voz de Dios, que me invitó a ese gran lugar: a Samaritanos de la Calle”. Allí empezó la transformación en su vida. No niega su incredulidad del principio, pero con cada día, al realizar la fila de la entrada, fue entendiendo que no estaba en Samaritanos solamente para dormir o para comer. No. Había recuperado algo que pensaba nunca en la vida volvería tener, que suponía que a su edad ya no tenía validez: Samaritanos le devolvió la razón de vivir, el motor de su existencia. Recuperó la esperanza, las ganas de transformar cada centímetro de la existencia.

Hoy Juan tiene setenta años y mucho susto, pues cada día que pasa se pregunta: “¿Qué va a ser de mis últimos días? ¿En dónde los voy a pasar?”. Sabe que Samaritanos es de paso. No es definitivo, pero sí le da tranquilidad. Va a terminar sus estudios, pues sabe que aprendiendo un arte u oficio va a tener un futuro menos incierto y una vejez en paz con Dios y con él mismo, en la que el trago y el desorden ya no tendrán cabida. Aunque esta y se siente viejo, hoy puede decir: “Gracias a Samaritanos de la Calle vuelvo a tener esperanza”.

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andrés M. ecHaVarríaComunicador social

Entre sonrisas y lágrimas

La paz comienza con una sonrisa.Madre Teresa de CalCuTa.

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El 7 de Diciembre de 1991 a las ocho de la noche Margori prendía la última vela de la noche en tributo a la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Ella, con su vientre a punto de estallar, presentaba los primeros dolores. Su hija Verónica empezaba a avisarle que estaba a punto de salir del caparazón. A las diez de la mañana del día siguiente, después de un intenso y doloroso parto, Verónica asomaba su cabeza entre las piernas de Margori. Por primera vez sería acariciada y consentida por su mamá.

Eran las once de la mañana en La María, Valle. Verónica, con tan sólo doce años, escuchó el fuerte grito de Aurelio, que la llamaba por su nombre, seguido de muchos insultos. Tan pronto oyó ese grito la niña trató de esconderse; su mamá no estaba, y todo era diferente en su ausencia. Aurelio pegó el segundo grito y la sorprendió tratando de esconderse en el armario de madera donde Verónica se refugiaba siempre que Margori salía. Pero ese día no alcanzó a esconderse y recibió del compañero de su mamá otra de las muchas golpizas sin razón. “Me cogió por el pelo y me arrastró por toda la sala hasta salir por la cocina; me tiró al jardín y me dio una patada en el estómago que me dejó quieta; alcanzó un alambre que estaba amarrado de pared a pared para extender la ropa; me ató los pies y las manos y me colgó con los pies hacia arriba en una guadua que se encontraba enterrada para hacer el cerco de las gallinas. Me dejó por media hora mirando hacia la tierra”, cuenta verónica. No se explicaba por qué era ella la que siempre recibía golpes de Aurelio y por qué sus hermanas Andrea y Yenica nunca recibían ni un grito.

En noviembre de 2004, ya con númerosas marcas en su cuerpo debido al maltrato de Aurelio, decidió irse de la casa. A sus trece años de edad se fue a “andar el mundo”. Viajó a Cartago a casa de la tía Carmen. En ese andar probó de todo lo que tal vez una joven a su edad no debería experimentar. En vez de jugar al escondite, a saltar lazo o a la rayuela con niños de su edad, empezó a jugar al “manitanteo” con hombres de veinticinco años en adelante. Vendía su cuerpo a cambio de droga (pega), la cual empezó a consumir no tanto por gusto, sino por las amistades con las que se relacionaba. En Cartago vivió cuatro años. No tuvo la oportunidad de estudiar; lo poco o mucho que sabe lo aprendió en la calle.

Junio de 2008. Margori, en una visita a sus familiares en Cartago, se encontró con Verónica y le pidió que volviera a casa; le prometió que no volvería a pasarle nada. Verónica regresó. La relación con su mamá era muy buena; Margori la escuchaba, le daba consejos… Algo que le recalcaba mucho era no embarazarse; sin embargo, esto sucedió cuando menos lo esperaban.

“Conocí a James, mi primer amor, y me fui a vivir con él. Vivíamos cerca de la finca donde mi mamá vivía. Sentía sensaciones raras en mi estómago cuando estaba con él, las manos me sudaban; me sacaba muchas sonrisas con su humor. Pero llegó el día en que las sensaciones en mi estómago se volvieron mareos y náuseas”.

Era Kevin Andrés, que se formaba en su vientre. El trato de James hacia ella cambió mucho y la relación se deterioró. Ni el bebé que venía en camino fue suficiente para que ella soportara la relación y por eso se alejó de su compañero. “Me empezó a recordar a mi padrastro con sus golpes y groserías. Quería ponerme a trabajar en mi estado, y como no le hacía caso me pegaba. No tuve otro remedio que volver a mi casa de nuevo”.

Aurelio le dio la oportunidad de regresar a casa porque estaba embarazada; pero eso no iba a cambiar que por tener comida y una cama debiera soportar muchos insultos y golpes. Kevin Andrés nació, y eso tampoco cambió en nada la situación que vivía Verónica en su casa.

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“Mi hijo es lo más maravilloso que puedo tener; es la felicidad que me pone a esforzarme a salir adelante. Quiero tenerlo de nuevo en mis brazos”.

Al cumplir Kevin un año de vida, Verónica no aguantó más y lo dejó a cargo de su mamá. Volvió a Cartago adonde su tía. Trabajaba de diez de la noche hasta que saliera el sol en un prostíbulo. daba su cuerpo a cambio de droga. Se alejó del maltrato de su padrastro pero; llegó a la calle. Dejó a su tía y las comodidades que le ofrecía por calmar su hambre con el pegante y dormir en colchones de alquitrán y gravilla que rodeaban el municipio de Cartago.

Una amiga la invitó a Pereira a trabajar como camarera en un bar. Pero cuando llegó su sorpresa fue que el trabajo que le había ayudado a conseguir su supuesta amiga era en un bar de prostitutas.

“Yo, cansada de estar vendiendo mi cuerpo a cambio de nada, llego y veo que no es un bar normal, sino un burdel de prostitutas; decido abandonarlo y seguir en la calle”.

Aun sin saber dónde viviría y qué comería pero con la convicción de que quería cambiar su vida, en ese andar por las calles encontró un hogar de paso en el cual buscó ayuda para disminuir su adicción al pegante y recuperar su vida. En este lugar no le ayudaron mucho, y las personas con las convivía murmuraban que ella se acostaba con todos los hombres del hogar de paso; esto causó su expulsión. La arrojaron a la calle nuevamente.

Con diecinueve años mostraba gran deterioro físico; su rostro, invadido por arrugas y cicatrices y con la piel reseca aparentaba muchos más años de los que tenía realmente. Andaba por las calles divagando y entre alucinaciones y sueños por el trance de la “pega”, que la hacía sonreír siempre.

En ese mundo conoció a Jimmy Alexander, el Zarco, con el cual empezó a construir una amistad. Ambos, cansados de no encontrar trabajo y no hacer nada con sus vidas sino estar dedicados al consumo y a la mendicidad en Pereira, resolvieron partir a Cali. Llegaron sin nada más que una maleta y ganas de encontrar un mejor futuro y oportunidades para ambos, pero se encontraron nuevamente con personas que no les aportaban demasiado y Verónica se sumergió mucho más en la droga. Ahora ya no solo consumía “la pega”, sino también marihuana.

Ya en Cali, Verónica con veinte años recién cumplidos, ella y el Zarco conocieron a un amigo que los invitó al Hogar de Paso Samaritanos de la Calle.

Hoy Verónica tiene aun más ganas de salir del todo de este infierno que la atormentaba a diario y anhela volver junto a su hijo, su principal motivo para buscar un camino diferente al que había seguido, para continuar escribiendo su historia pero con una mejor actitud y con el aprendizaje de los errores cometidos en el pasado. Verónica reconoce que hizo las cosas mal pero quiere crecer y tener la oportunidad de mejorar. Todavía es muy joven y conserva muchos sueños; sólo necesita encaminarse correctamente, y esto lo ha ido logrando en el hogar de paso, donde ha encontrado un puente para obtener lo que quiere. Allí le brindan la oportunidad de cambiar de vida. Es un lugar donde puede estudiar, aprender, recibir tratamiento terapéutico; donde tiene un techo y comida; donde puede bañarse; donde aprende a valorarse como persona y se rodea de personas que también buscan y esperan algo más para su futuro.

Verónica, muy estimulada por todo ese grupo de personas que quieren ayudarla, lucha con ahínco en contra de la ansiedad de volver a consumir psicoactivos. Pero ella tiene claro que su verdadera satisfacción es estar otra vez con su hijo.

“El Hogar de Paso cree en mí y me da el mejor trato que puede tener una persona que necesita ayuda para salir adelante. Quiero estar con Kevin Andrés y escuchar de nuevo su voz diciéndome mamá”.

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“Esta soy yo, y yo soy yo, quien les sonrió a las dificultades” (M. H.)

El trago amargo detrás de una sonrisa

Mónica rincón GirónPrácticante trabajo Social

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Un fuerte llanto interrumpió los cálidos sueños de los inquilinos y de doña Martha, la dueña de un hostal ubicado en el centro de Cali, una noche de octubre en los años sesenta. Doña Martha, muy preocupada, buscó cuarto por cuarto el origen del ruido. Para su sorpresa, en la cama de una de las habitaciones encontró a una pequeña criatura a quien su madre había dejado abandonada. Pasados los días nadie volvió en busca de ella, por lo cual doña Martha decidió hacerla parte de su familia y junto con su esposo convertirla en su primera hija, después de sus dos varones. La bautizaron con el nombre de Dulce.

Dulce no había cumplido su primer año de vida aún cuando su familia decidió establecerse en Buenaventura, donde la playa, la brisa y el mar iban a deleitar su día a día. El padre, como Oficial de la Armada, tenía que hacer honor a su juramento: “Con unión, respeto y compromiso, navegando hacia la prosperidad”, y debía trasladarse al Bello Puerto del Mar: Buenaventura.

Desde la llegada de Dulce a la calidez de este hogar su vida estuvo llena de amor, gustos y protección. Su padre, aunque un poco ausente por su trabajo, la consentía mientras le era posible. Ahí en ese lugar conoció lo que era un regalo, una celebración de cumpleaños, una palabra bonita, un paseo familiar… Pero la vida de Dulce cambió drásticamente cuando nació la hija de sangre de sus padres. Las atenciones ya no eran para ella y esa nueva integrante de la familia le hizo imposible y amarga su estadía en el hogar. Desde que la bebé llegó Dulce fue relegada, y cuando su hermana ya estaba grande la culpaba de todo lo que pasaba en su casa, lo que hacía que la castigaran muy fuerte. Los besos y las caricias cambiaron por los gritos y los golpes. Ya no volvió a haber regalos, paseos, cumpleaños. Recuerda que aunque Ángel, su hermano mayor, le daba un mejor color a su vida y la consolaba entre tanto maltrato, humillación y desprecio, terminaba concluyendo: “Ni forma de decir nada. Soy una intrusa aquí”.

En vísperas de entrar a su adolescencia, Dulce no toleraba tantos “tragos amargos” y tuvo una fuerte pelea con su hermana, quien le había cortado con unas tijeras toda la ropa que ella tenía en su armario. Pese a que Dulce había sido la víctima de esta situación, la madre defendió a su hermana menor y castigó severamente a Dulce, quien decidió desde ese momento que ese no era su lugar. Cargó lo poco que tenía y dejando una carta para su hermano Ángel se fue de la casa.

Fue así como empezó el nuevo estilo de vida de Dulce: la calle, su nueva experiencia. Rodó por muchos lugares de Buenaventura. Un día construyó un cambuche para refugiarse y se dedicó a vivir “del rebusque”. “Barría las calles de los vecinos y ellos me pagaban con comida; y comía poquito para que me rindiera para más tarde”. Comía una vez al día, para que lo poco que tenía le alcanzara. La luz era la que obtenía de una vela, su estufa eran dos latas, el agua la sacaba del mar, su cama eran dos cartones y su “compañero fiel y su familia” era un pequeño pollo a quien llamó Pepe. Se lo había obsequiado un vecino a quien algunas veces le trabajaba.

Después de varios días su hermano Ángel la encontró y la visitaba frecuentemente para convencerla de que volviera a casa, pero ella no accedió a sus peticiones, por lo que él decidió pagarle un cuarto en una pensión y apoyarla con la comida. Dulce nunca se sintió cómoda en ese lugar, en la cama, en su privacidad; al contrario, buscaba siempre colocar las cobijas en el piso y era ahí donde dormía. Se había acostumbrado a la calle. Sin haber completado una semana en el decidió dejar el cuarto. Por segunda vez huyó dejando a su hermano un mensaje de despedida y agradecimiento en su cama tendida y nunca utilizada. Fue así como volvió a su cambuche, a barrer las calles del vecindario y pasear a su amigo Pepe.

Clara, una vecina, llevaba muchos meses observando a Dulce. Le daba ropa y comida y entablaba conversaciones con ella. Un buen día le ofreció que se fuera a vivir a su casa y a cambio Dulce la cuidaría y atendería las labores de la casa. Así fue. Pero pasadas unas

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semanas, y dado que el cuerpo de niña de Dulce se transformaba en el de una adolescente, el esposo de Clara empezó a pretenderla y tratar de sobrepasarse, lo que la hizo huir de nuevo. “No era justo con Clarita que después de ser tan buena yo trajera amarguras y desengaños a su vida; además, yo no quería dañar un hogar”.

Volvió a su cambuche por tercera vez, pero las cosas ya eran diferentes. Ya ni Ángel ni Clarita la visitaban; ya los vecinos la despreciaban; aguantaba frío, hambre, y vivía en soledad. La situación estuvo tan crítica que Dulce tuvo que vender a Pepe, su mejor amigo, su único amigo. “Lloraba todos los días porque lo extrañaba. Ahora estaba más sola que nunca. Yo con él me andaba las calles, él me seguía para donde fuera, dormía conmigo, escuchaba lo que le leía; siempre que tenía algo para comer él era el primero que comía”.

Un día Dulce se encontraba en el parque cuando su hermano mayor pasó por su lado y siguió derecho; no la reconoció. Esto y la pérdida de Pepe ocasionaron una fuerte depresión a Dulce y la llevaron a tener malas amistades, quienes le daban vicio y la incentivaban a que robaran. Cuando apenas empezaba a conocer la vida del “parche”, Dulce se involucró sentimentalmente con uno de sus integrantes y fruto de esa relación quedó embarazada de gemelas. Estando Dulce encinta su madre Martha la encontró, le pidió perdón y se la llevó con ella de nuevo a casa; la cuidó, la atendió, le enseñó a ser madre y le dio lecciones de cómo debía criar a su dos bebitas.

Una fría noche la tranquilidad del vecindario fue interrumpida por el llanto desconsolado de Dulce. Su madre había muerto. Esa mujer que la rescató del abandono y que meses atrás la había acompañado en tan dura misión de ser madre ya no estaría más. Dulce se refugió en el licor. Ella no quería tener a sus hijas y decidió entregárselas al padre de ellas, quien al verse enfrentado al papel de padre abandonó su pandilla, buscó trabajo y le dio un giro a su vida.

Fue así como a sus quince años Dulce “se tiró al ruedo”. Ya no estaba su madre. Ya no había razón para mantenerse en Buenaventura; decidió irse para Cali, a conocer la Sucursal del Cielo, su ciudad natal. Además, resolvió cambiarse de nombre con el fin de no “boletiar el propio”, y desde entonces es conocida como “Miriam Hernández”, igual que una famosa cantante de la época. Llegó a Cali a vivir. Deambulaba por las calles del centro de la ciudad, dormía debajo del parasol de algún negocio y se levantaba antes de que llegaran los dueños del lugar, pedía en los semáforos y vivía del “retaque” o de la limosna. Después de un tiempo se vio en la necesidad de empezar a desempeñarse como trabajadora sexual; una dura y difícil experiencia, la cual ella describe así:

“Me vine para Cali a sufrir; a aguantar necesidad y hambre. Un amigo me motivó a vivir en la Olla, me ofreció seguridad, me daba mi traguito, que tanto me gustaba. Empecé a vender mi amor, a hacer un rato. Trabajaba en un ‘putiadero’. Atendía a los hombres, pero ellos me maltrataban, me humillaban. Tenía que tapar los golpes con polvos para no ahuyentar a la clientela. De alguno de esos clientes quedé embarazada y apenas tuve a esa criatura se la regalé a una señora. Sabía que ella le daría una familia, y yo no era digna para tenerla. Esta fue mi vida por mucho tiempo, entre el vicio, el sexo, la delincuencia, el maltrato; esto no era lo que algún día había soñado, pero era lo que me tocaba. Un día intenté salir de este mundo frío y miserable: reuní mis ahorritos y compré una buena pinta y salí en busca de trabajo, pero nadie le va a dar un trabajo digno a una mujer sin haber terminado sus estudios y sin una experiencia laboral. La calle y su cultura… ¡ese era mi destino!”.

La muy conocida “Miriam Hernández” no se sentía a gusto con lo que hacía, y aunque fueron muchas las puertas que le cerraron en su cara, la esperanza por una mejor vida fue su mayor incentivo para cambiar. Empezó a trabajar como empleada de servicio en muchas casas de familia; lavaba, cocinaba, planchaba. Ya no vendía su cuerpo; tenía sus parejas por gusto y no por necesidad. Pero no dejaba sus traguitos. Su vida había cambiado

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pero no como ella deseaba. Aún habitaba la calle, aguantaba hambre y consumía, pero su dignidad de mujer no estaba siendo vulnerada por un hombre.

Empezó a frecuentar las misas de los martes en la iglesia de Santa Rosa, a conocer sobre el trabajo que hacía con el habitante de la calle la Fundación Samaritanos de la Calle. Una de aquellas noches Miriam conoció al padre José, quien le brindó agua de panela caliente y un pan y le habló sobre los servicios que ofrecía la Fundación. Miriam se estaba dando cuenta de que aún para alguien existía, de que había personas que pensaban en quienes habitan la calle y les brindaban un apoyo para mejorar y dignificar en algo su vida. Desde aquel día empezó a participar en los diferentes espacios de la Fundación y poco a poco ha ido reconociendo las debilidades que debe fortalecer, los derechos a los que puede acceder y ante todo a reconocerse como una persona con dignidad, autoestima y talentos por explorar.

“Ya en la calle habían hecho conmigo ochas y panochas, pero desde que acudo a Samaritanos le he dado sentido a mi vida. Gracias a Dios acá tengo dónde comer, dormir, echarme mi descanso. Ya me siento bien, con una nueva vida. Me he alejado del trago. Ya no consumo ninguna sustancia; ni la marihuana ni el bazuco. Tengo muchos amigos de la calle. Ellos me cuidan y me quieren. Los profesionales del Hogar son muy humanos. Ya no me siento sola. Hoy quiero ser otra, rejuvenecer mi vida. Desperdicié mi juventud. Quiero tener una vida en paz y armonía. No quiero ser nunca más la otra que fui: muy patana, agresiva, lo que me hacían me las cobraba. Acá en Samaritanos he aprendido que la vida en la calle es un estilo de vida, pero que tiene sus peligros y que es necesario decirles no a ellos; que todas las personas valemos; que debemos tener autoestima, dignidad, y que tenemos unos derechos y unos deberes que deben ser cumplidos; que no todos son mis enemigos y que se puede volver a creer en alguien y querer a alguien. Esta soy yo, y yo soy yo, quien le sonrió a las dificultades”.

Hoy en día Miriam Hernández ya tiene cincuenta y un años. Participa activamente en los procesos del Hogar de Paso Sembrando Esperanza; sigue habitando la calle, pero ha reducido sus consumos de psicoactivos; está más pendiente de su aspecto físico, de estar limpia, de su vestimenta y sus accesorios; ha establecido vínculos con sus hijos; trabaja honradamente en el día limpiando las calles de la ciudad; le gusta mucho escribir y le entusiasma participar en los diferentes espacios de formación que le brinda Samaritanos.

No se puede resumir toda una vida en unas cuantas hojas, pero sí se puede mostrar cómo una persona que para muchos ha sido invisibilizada, “una habitante de la calle”, una mujer, a pesar de “los tragos amargos” que ha tenido, aún nos muestra esperanza y aún les sonríe a la dificultades.

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Entre guantes

andrés Felipe cardona HurtadoDeportólogo

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Caminamos todos los días en la calle. Observamos todo a nuestro alrededor. Respiramos una y otra vez; algunas veces más lento, y otras, más rápido. A medida que caminamos escupimos en las aceras, que contienen todos los días el peso de nuestros cuerpos, algunos delgados, otros obesos. Nos encontramos con amigos, les alzamos la mano o una ceja o simplemente les sonreímos y decimos ¿qué hubo?, ¿qué más?, ¿bien?, o paramos y les extendemos nuestras manos y les damos un abrazo para saludarlos. Seguimos caminando y pensamos ¿qué bus me lleva a mi trabajo?,… ¿adonde mi novia?..., o el sitio que necesitemos en ese momento. Y si el bolsillo “está lucrativo”, pues abordamos un “amarillito”, un taxi jajaja… ¡Qué cosas!, ¿no? ¡Tantas actividades que realizamos al mismo tiempo y nunca pensamos en ellos! ¿Quiénes? Sí, los habitantes de la calle. Cada vez que los vemos nos generan repudio, asco, pesar, tristeza, o simplemente ni los determinamos. Los vemos todos los días en los semáforos, en las esquinas, en las avenidas, en las panaderías, cerca de nuestras casas, buscando en nuestra basura algo para poder comer, y lo que pensamos es “¡huy, no, gas, comiendo basura!”, o les decimos “¡vea, no me vaya a regar la basura!”, y jamás pensamos en que están con hambre; o puede que ellos nos pidan comida, y ¿que decimos? “No, señor, no tengo nada”, y mentiras… Jaja, tenemos la nevera repleta de comida. ¡Qué cosas tan extrañas nos pasan a nosotros los humanos! ¡Qué cosas le hacemos a nuestra misma especie!

Jamás pensamos en ellos, no pensamos en algo positivo; y puede ser que esa persona que se encuentra hoy en un estado vulnerable pudo ser un día alguien como yo: profesor, gerente, administrador, médico, psicólogo, deportista.

Así me pasó cuando comencé a trabajar en el Hogar de Paso, cuando me encontré con el señor de las muletas. Un morocho con manos de hierro llenas de callos y las venas brotadas, con una sonrisa inmensa en el rostro. ¡Vaya sorpresa la que me llevé cuando conocí a Manuel Armando Cruz, en plena clase, en el gimnasio! ¡Y pensar que en esas muletas se apoya quien algún día fue un gran boxeador! No muy famoso, pero que compitió y logró ser campeón.

En el gimnasio hay un sand back, o un saco lleno de algodón industrial con el que se pueden practicar algunos movimientos de boxeo. En esas estaba yo cuando Manuel me dijo “Profe, el movimiento que usted está realizando es incorrecto”. En ese momento pensé “¿Y este quién cree que es? ¿Está loco?”. Dejé que él me explicara los movimientos, mientras yo observaba cómo siempre sosteniéndose en sus muletas propinaba duros golpes al pobre saco de algodón industrial. No quería ni imaginarme las palizas que les dio a sus adversarios. Sus movimientos eran perfectos; cada golpe era efectivo para derribar al más fuerte.

Cuando terminé mi clase me acerqué a Manuel y charlamos casi durante una hora. Le pregunté: “Manuel, ¿tú dónde aprendiste todo eso?”. Me respondió con voz burlona: “¿Es que no sabés quién soy yo? jajaja… Profe, yo fui boxeador a nivel profesional. Pertenecí a la Liga Vallecaucana de Boxeo. Si no fuera por estas muletas, ¡mejor dicho!… A más de uno le daría su tunda si se porta mal jajajaja”.

Pues sí, señores; así como lo ven. Éste es don Manuel Armando Cruz, de sesenta y cuatro años de edad, nacido el 25 de abril de 1947 y procedente de Nóvita, Chocó. Una persona que no tuvo una buena educación escolar pues sólo hizo hasta segundo de primaria ya que sus padres no le exigían estudiar. En ese tiempo pensaban más en que desde niño debía trabajar para generar dinero para la familia. Hijo de Pastor Moreno y María Zenaida Cruz, Manuel es el cuarto de cinco hermanos que ya no pertenecen a esta vida y descansan en la gloria del Señor.

En 1961 una de sus hermanas, llamada Juana Bautista Moreno, lo trajo a Santiago de Cali buscando un futuro mejor. Desde niño vendía prensa. Era muy travieso en el colegio Santo Tomás de Aquino, donde hizo segundo de primaria.

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Manuel todos los días pasaba por las piscinas Alberto Galindo, donde también existía la Liga de Boxeo y observaba cómo esas personas con guantes y movimientos muy rápidos de sus piernas lanzaban y esquivaban los golpes de otros. Fue así como empezó ese gusto por el boxeo. En sus ratos libres leía los reportajes de los boxeadores famosos, como Bernardo Caraballo, que disputó el título mundial con Eder Jofre, del Brasil, en la década de los sesenta. Manuel quería ingresar a la liga de boxeo pero su hermana mayor y el esposo de ella no lo dejaban, pues estaba bajo la responsabilidad de ellos y además decían que el boxeo era un deporte de locos. Cuando Manuel se independizó tenía diecinueve años, e ingresó a la Liga Vallecaucana de Boxeo, pero no pudo practicar mucho tiempo pues las fuerzas militares lo reclutaron y le tocó irse a prestar servicio militar. Pero, ¡vaya sorpresa! En el Ejército siguió con su pasión por el boxeo y logró ejercitarlo participando en juegos interbrigadas, y fue campeón nacional por las Fuerzas Armadas en la categoría Walter. Tuvo una vida muy buena en el Ejército. Los superiores le tenían cariño por ser gran deportista y muchas veces no le exigían tanto como a los demás, le daban más comida y era el primero en comer, pues por su condición lo preparaban muy bien. Cuando salió del Ejército trabajó un tiempo como instructor de boxeo y luego regresó a la Liga Vallecaucana, donde empezó a entrenar con Luis Alfonzo Walco González, padre del gran futbolista Jerson González, actualmente jugador del club Deportivo América de Cali.

Manuel empezó entrenando en la Liga en la categoría Walter ligero 63.5 kilos y luego en la Walter de 67 kilos en adelante. Fue campeón departamental, y representó al Valle a nivel nacional y también fue campeón. Pero todo no fue alegría; también lo tiraron a la lona dos veces por Knock-out, dice él que “por mala preparación”, pues en las mañanas trabajaba en la construcción y en las tardes soltaba el palustre y se iba a entrenar, y el boxeo exige mucho preparación física y a veces el hambre lo vencía. A más de esto, el dinero que ganaba era muy poco.

Viajó por varios lugares: Pereira, Cartagena, San Andrés, Panamá, República Dominicana, Puerto Rico. En sus viajes tuvo una novia y un hijo, pero su mujer lo abandonó con su hijo y jamás volvió a saber de ellos. Le gustaba la rumbita pero era controlado. Lo nombraban jefe de disciplina en las concentraciones por su trayectoria como militar.

Se retiró del boxeo por la incomodidad, porque no tuvo patrocinio y no era muy bien remunerado. Además, en una de las construcciones en que trabajaba sufrió un accidente: cayó de un andamio y se descaderó. Iba a cumplir treinta años. Fue una etapa muy dura. Le tocó vender rifas; gracias a sus amistades lograba sostenerse. Atrás quedó el sueño de ser un gran boxeador como sus ídolos Mohamed Alí, Cloid Paterson y Rockie Marciano. Atrás quedaron esas pegadas con su mano derecha, los K.O. Sólo quedaron recuerdos como la pelea con Ediferiño Arias, periodista de la Universidad del Valle y locutor de Valle Estéreo; fue u mejor pelea, pero perdió “por rosca”, según Manuel.

Después del accidente llegó a un estado de crisis y un día recorriendo el centro de Cali en sus muletas pasó cerca del Hogar de Paso y arrimó. Le pregunto a doña Norma, la enfermera en aquel entonces: “¿Verdad que aquí regalan pan?”. Doña Norma le contestó que sí. Manuel no lo pensó dos veces y en treinta minutos ya estaba en el Hogar con sus cositas personales.

Lleva dos años y medio en el Hogar de Paso, que recorre con las muletas nuevas que le consiguió la gerontóloga Margarita. Está contento con las clases del Deportólogo, pues lo ejercita y le quita el estrés.

En esa charla tan amena con Manuel le pregunté por lo más hermoso y lo más triste de su vida. Sobre lo más feliz me contestó: “Cuando me dieron la noticia de ser profesional en el boxeo con pocas peleas de profesional”. Pero también ha sido hermosa su llegada al Hogar de Paso. Lo más triste en su vida es cuando le dio un infarto y quedó en coma.

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Estuvo en el otro mundo, pero gracias a Dios y a la gestión de Jorge Iván Ospina, en ese tiempo director del Hospital Departamental, lo atendieron muy bien y logró recuperarse.

“¡Vaya, vaya…! –decía yo–. ¡Qué historia de vida tan hermosa! Es Manuel una persona a quien desafortunadamente le faltó apoyo en su vida… Y saber que jamás robó, asesinó, o maltrató a alguien y ahora es un habitante de calle. ¡Pudo lograr tantas cosas interesantes y productivas en su vida! Sigo sin entender por qué vemos a los demás por encima del hombro, pues todos somos iguales y no debemos discriminar sólo porque el otro está viejo, anda en muletas o simplemente su apariencia no es la mejor. ¡Qué enseñanza me ha dado este señor!, pues a pesar de todo siempre tiene una sonrisa de lado a lado y vive la vida feliz con sus muletas.

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Yo siempre me creí un muchacho

nelson Fernando llanos i.Psicólogo

“O sea…, pues, haber llegado al Hogar de Paso no es el cuento; es permanecer, es llevar, es llevar el tiempo que llevo aquí…”.

óscar

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Había quedado de verme con Oscar1 ese jueves por la tarde. Sin inconveniente alguno él había accedido a que conversáramos. Cuando fui por él, veo un poco sorprendido que está sentado en el piso sosteniendo con una mano unos lentes que ya no se sostienen por sí solos y con la otra un libro abierto. Lo saludo y le pido que tomemos asiento en un lugar un poco más apartado, pues los demás compañeros se encuentran allí. Le comento sobre el motivo de nuestra reunión e inmediatamente veo en sus ojos un interés que hace que se vuelvan más grandes y brillen.

Óscar tiene cincuenta y cuatro años y es oriundo de Cali. Es el cuarto de siete hermanos y cuenta que de niño gozó del afecto y el amor de sus dos padres. Su madre era del Tolima, y su padre era caucano. A la edad de seis años su padre fue trasladado a un pueblo pequeño llamado La Paila (Valle) por su trabajo en el Ingenio Ríopaila. De este periodo de su niñez –que expresa como muy significativo en su vida– recuerda que recolectaba guayabas en el campo cerca del ingenio donde trabajaba su padre. Su abuela venía de los cabildos indígenas. De niño, en su curiosidad, Óscar se asomaba a la cocina donde ella preparaba dulce de mora, que más adelante aprendería a preparar.

A diferencia de lo que les ocurría a sus amigos, cuyos padres, según los niños contaban, les daban castigos severos, el padre de Óscar lo corregía por medio de parábolas y enseñanzas. Sus estudios primarios transcurrieron con normalidad y dice que fue allí donde obtuvo las bases que formaron su dedicación y el conocimiento que le permitirían sobrellevar, como él dice, sus “eclécticos estudios secundarios”.

Cuando Óscar contaba catorce años sus padres se separaron, y a partir de ese momento su vida empezó a ser diferente. Se fue de la casa a comenzar a labrar con sus propias manos su joven destino: “Desde tercero de bachillerato empecé a trabajar en construcción, pintando casas, mensajería, ¡qué no hice!… Y estudié de noche”. Este año lo estudió en el Liceo Valle del Cauca, uno de los colegios por los cuales transcurriría su vida de estudiante de bachillerato, al igual que el colegio Santa Librada (donde, dice, su validación fue con notas altas), y finalmente el colegio Panamericano, donde culminaría sus estudios secundarios. Dice que los motivos que le impidieron transcurrir su bachillerato como un joven promedio fueron, entre otros asuntos, sus ideales políticos socialistas, que iban en una vía distinta del pensamiento conservador de las instituciones educativas.

Óscar recuerda de esa época, los años setenta, que en Colombia “esos años fueron años de tropel” […] Eran unos años realmente de manifestaciones públicas a todo tiro. En los años setenta la expresión de los colegios Santa Librada, INEM, las universidades públicas era muy evidente”. Recuerda también que el colegio Panamericano se ubicaba cerca de la Universidad del Valle en San Fernando. Cuando los estudiantes salían a marchar, un lugar que se encontraban en su recorrido era el colegio Panamericano, el cual abría sus puertas y entonces Óscar y muchos otros compañeros salían a las manifestaciones al Parque Panamericano, donde realizaban actividades como la quemada de bandera de los Estados Unidos, la protesta por los muertos en las guerras, etc. Al respecto de las manifestaciones que se llevaban a cabo en ese tiempo Óscar expresa: “Bueno, yo no creo que haya ninguna droga ni nada más energizante que estar allá en el frente… En el pogo, pues, como se dice…”.

En los años ochenta Óscar se graduó del bachillerato. Expresa que entre este año y el ochenta y dos (cuando ingresó a la Universidad) hubo un vacío en su vida y estuvo dedicado a la calle, a trabajar pintando casas y a la vagancia, como él dice. Durante este periodo de su vida vivía entre la casa de sus abuelos y habitaciones de alquiler, que

1 Para referirse a la persona entrevistada se escogió el nombre de Oscar, pues en alguna conversación de pasillo me dijo que se encontraba leyendo en ese tiempo un libro del escritor inglés Óscar Wilde.

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pagaba con el dinero que ganaba. Recuerda que en los años setenta aprendió a conocer a Cali de noche, y que “la vida nocturna de Cali era una vaina bien particular”. Fue en los grilles del sur donde conoció el licor y la droga. Recuerda que para esa época el único movimiento2 que había en Cali era el del Grillo,3 quien era el dueño de todos los grilles del sector del Estadio en San Fernando.

Cuando Óscar estaba próximo a culminar sus estudios secundarios –a finales del año ochenta y uno y comienzos del año ochenta y dos– un profesor les habló acerca de las carreras universitarias que podrían elegir. Entre las que recuerda estaban Antropología, Geografía, Economía y Sociología. Óscar dice que sentía predilección por la Antropología, especialmente por la Antropología Social. Así que cuando su profesor le habló de Sociología no lo pensó dos veces y fue por el formulario de inscripción a la Universidad del Valle. Para el primer semestre de ese año había ingresado. Recuerda de ese primer año que estuvo dedicado y juicioso en su carrera. Recuerda también que en ese primer año un compañero suyo fue herido por un policía de un disparo en el omoplato. Óscar dice que para este tiempo, así como en la actualidad persiste esa voz activa de los estudiantes y de la sociedad civil, las manifestaciones públicas eran comunes en la Universidad del Valle.

Narra que en sus años universitarios los indios que venían de Corinto (Valle) llegaban a la Universidad del Valle a surtir marihuana a toda la ciudad. Antes de entrar a clases compraba aproximadamente cien pesos, lo que en esa época era una cantidad grande. Recuerda que cuando salía de clases ya se había vendido toda la mercancía. Así, su relación con los indios se fue volviendo más cercana y estrecha; tanto, que al paso del tiempo Óscar les colaboraba en la reventa de la mercancía: “Siendo quinientos setenta y cinco pesos lo que yo pagaba por semestre, y aproximadamente…, no estoy seguro…, aproximadamente de diez a doce mil pesos el salario mínimo, se podía uno ganar veinte a treinta mil pesos diarios… ¡Pues qué me iba a poner a trabajar!”. Óscar cuenta que el dinero que se ganaba se volvía nuevamente a los indios, pues lo gastaba en bazuco, en whiskey, en buenas nenas y en rumbear, como él dice. Él pensó que eso iba a durar toda la vida.

Óscar relata que en el ochenta y cuatro empezó a planear su monografía de grado, y pensando en el que iba a ser su tema para la tesis comenzó a entrevistar a los “duros de Cali”, quienes se surtían en la Universidad del Valle y a quienes les preguntaba sobre el movimiento de los barrios, de los parches, de la esquina.4 Para el ochenta y cinco en Cali se puso en marcha un proyecto que llevaba por nombre “Cali linda, Cali limpia”, en el cual las personas llamaban a una emisora de radio a reportar a los grupos de jóvenes que consumían droga y que se dedicaban a robar en las esquinas de los barrios. Al día siguiente eran ajusticiados por los grupos que trabajaban para ese proyecto. Óscar se encontró con la noticia de que algunas de las personas a quienes había entrevistado para su tesis habían muerto en ese periodo de la mal llamada limpieza social.

La desazón que sentía Óscar ante la realidad social y política que vivían Cali y el país entero en ese momento y otros factores de su vida personal poco a poco fueron atrapándolo, como él dice, en el consumo de droga: “Bueno… porque yo el consumo

2 Cuando se refiere al movimiento, Óscar hace alusión a los carteles de droga que estaban establecidos en aquel entonces en Cali.

3 El grillo era el seudónimo de la persona que manejaba en ese entonces el cartel de la droga en Cali. Óscar recuerda que en este tiempo aún no se encontraba establecido el Cartel de Los Rodríguez.

4 Recuerda que en este tiempo no existían lo que ahora se llaman bandas o pandillas, sino que antes a los grupos que se dedicaban a actividades delincuenciales en los barrios se les conocía como los combos, el parche, la esquina.

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lo empecé como un goce realmente desde, como te digo, los catorce años, que era la yerba, el consumo de hongos… […] Cuando me atrapó en el ochenta y siete, porque realmente me atrapó, y lo… y sí; se me volvió un vicio. Lo… volví yo un vicio de una u otra… Lo prostituí, digamos…”.

Para el primer semestre del siguiente año Óscar no estaba matriculado en la Universidad y recuerda, con cierta zozobra que hasta hoy resuena en su historia, que cometió el error de no haber reservado el cupo. Para esta época la Universidad se convirtió en un lugar de estadía para él y otros compañeros. Posteriormente, y debido al fenómeno de Toma de Residencias, él y sus compañeros se desplazaron hacia los Picos de Pance y La Buitrera, donde los hospedaron algunas de sus compañeras de la Universidad.

En los años noventa Óscar reingresó a la Universidad. Recuerda que cuando había ya cursado la mayoría de materias y se encontraba cursando la materia de proyecto de grado y estaba en sus planes graduarse como Sociólogo se encontró nuevamente con el fenómeno que lo había seguido paralelamente en su vida como estudiante universitario: la violencia. Un compañero cercano suyo murió en una manifestación pública en el interior de la Universidad. Ese semestre Óscar no entregó su trabajo de grado y su vida estuvo nuevamente influenciada por el consumo de drogas; todo ello desembocaría en un periodo que en la brevedad de sus palabras expresa como “un lapso muy bravo en mi vida”, palabras que permiten apenas vislumbrar un periodo de adversidades que quizás no se había siquiera imaginado.

Óscar recuerda que desde siempre sintió un rechazo hacia los centros de rehabilitación, ya que para él éstos se basan en el sentimiento de culpa de las personas por sus acciones. Óscar resalta que en este aspecto el Hogar de Paso Sembrando Esperanza de la Fundación Samaritanos de la Calle ha sido una experiencia distinta y significativa para él: “… Por eso el Hogar de Paso es una vaina que realmente para mí cumple una función más importante que cualquier centro de rehabilitación. Porque aquí te dan la oportunidad a vos de mitigar, y de vos tomar tu decisión…”. Óscar también resalta que el trato que ha recibido de las personas que trabajan en el Hogar de Paso ha sido un trato cálido y humano.

Recuerda que una tarde iba caminando por la calle cuando se encontró frente la fachada del Hogar. Vio que el guarda estaba allí, se acercó y le comentó que no tenía dónde pasar la noche. Le preguntó qué era ese lugar, a lo que el guarda respondió contándole que era un Hogar de Paso para habitantes de la calle y que si él gustaba podía ingresar.

En la actualidad Óscar asiste al Hogar de Paso y se dedica a repartir volantes para eventos culturales, como conciertos que se realizan en la ciudad. Realiza ocasionalmente trabajos en construcción. Ha retomado sus intereses en la escritura y actualmente se encuentra redactando lo que podrían ser –aspira él– las bases de su proyecto de grado, con el cual sueña retomar en un futuro no muy lejano ni imposible su carrera como Sociólogo. Su gesto es de alegría, de empuje y optimismo; gesto seguro, diferente del que solía tener en esos largos años en que habitaba ya no los Picos de Pance y La Buitrera, sino la intemperie de los recónditos lugares de la ciudad, que prefiere no recordar mucho.

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Una luz al final del túnel

MartHa ViViana GóMezOperadora

Crecí en una familia “normal”. Mi padre Ariel, mi madre Blanca, un medio hermano. Estudié parte de mi primaria en Palmira y Cali en los años setenta. De mi niñez tengo muchísimos gratos recuerdos. De mi padre lo que más recuerdo es que me consentía demasiado; era muy mimado por él, y quería tenerme a toda hora consentido. Los recuerdos más gratos que tengo de él es que tomé tetero hasta los siete años. Me gustaba mucho acostarme en medio de mi padre y mi madre; lo hacía porque mi padre me llevaba en brazos a la cama. Ellos eran muy permisivos. “Siempre lo fueron“. Otro de los recuerdos que nunca olvidaré es que cuando cumplí siete años me regalaron unas botas rojas peludas de cuero y una chaqueta negra. Mi madre aún guarda la chaqueta.

A mis ocho años recibí la primera paliza de mi padre. Me dio una “súper pela” porque me robaron una bicicleta que él me regaló por haber ganado el año. Me la compró con mucho esfuerzo y sacrificio. Estaba fuera de la casa montando bicicleta y apareció un tipo pidiendo que le dejara dar una vuelta. Le dije que no. Él me dijo: “Niño, yo lo llevo en la barra”. Ah, bueno, así sí. Nos fuimos, dimos la vuelta y al llegar a la casa me dijo: “¿Vio que no lo voy robar?… Venga yo me doy una vuelta. Préstemela”. Le dije: “Bueno, pues; sí”, y hasta ahora lo estoy esperando. A papá le dio mucha ira cuando llegó del trabajo y le conté lo sucedido. “La pela” fue brutal; aún recuerdo las marcas.

De mi señora madre no tengo muy gratos recuerdos, porque no sentía amor. La rechazaba porque no recibía una caricia; era muy fría, era seca. Ella fumaba muchísimo. A mí me molestaba que me cogiera, me acariciara; creo que por eso yo soy tan parco. Nunca fui apegado a mi mamá. Ella me obligaba a hacer cosas que a mí no me gustaban. Una de las tantas cosas que no me gustaban para nada era ir a misa, y ella me obligaba a ir a misa. Yo era un niño muy travieso y ella no tenía paciencia; quería que me estuviera quieto. ¡Era algo tan difícil estar en misa! No podía estarme quieto, y como no me quedaba quieto me metía unos pellizcos retorcidos que me dolían hasta el alma. No podía ni llorar porque había que hacer silencio.

Después de todo hoy en día, después de ser adulto y saber cosas que no sabía, la entiendo; ya sé el porqué de su comportamiento. Desde niña sufrió. Vivía en un pueblo en el cual había mucha violencia. Desde muy pequeña trabajó: cultivaba, hacía aseos en casas, lavaba ropa, y todo mundo abusaba de ella. Presenció la muerte de su padre: un día cualquiera entraron a su finca peleando por tierras y como el viejo, o sea mi abuelo, no les regalaba nada cuando ellos llegaban buscando alimentos o gallinas, pues ese día

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no se la perdonaron. Lo mataron a él y al resto de los trabajadores. A mi madre le tocó esconderse debajo de una cama; si no, también la hubieran matado. Salió de allí corriendo a esconderse y así se salvó. Pero ella me cuenta que vio cuando mataron a mi abuelo. Él era todo para ella, puesto que no conoció a su mamá ni a ninguno de la familia. Solo eran ella y mi abuelo; es lo que cuenta. Hoy en día la entiendo, y por qué su frialdad, su dureza, su silencio y el ser tan seca y fría conmigo.

Tuve un medio hermano a quien nunca quise. Mi papá siempre me enseñó que él era mi hermano y debía quererlo. No llegué a quererlo porque de él recibí también maltrato junto a mi madre; golpes, gritos, humillaciones, todo esto acompañado de mala palabras. Él era mayor que yo. Tenía siete años más que yo. Cuando yo tenía diez años, él tenía diecisiete. Jugaba con sus amigos en la cancha, y yo iba a jugar con ellos y él me decía “¡andate de aquí, gran hijo de puta!”; me encendía a patadas delante de todo mundo. Ahora en este momento viene a mi mente un solo recuerdo bonito que tengo de mi niñez: que fuimos a un río y la pasamos muy bien. Pero siempre me sometía porque me amenazaba que si le decía a mamá me pegaba más duro. En una o dos ocasiones le dije a mi mamá, pero ella como si nada pasara. No le importaba; no me paraba bolas, ¡ni cuidado ponía!

A mi hermano lo mataron en el planchón de Santa Elena el 30 de marzo del 2006. Era uno más de los personajes del planchón. Cayó en las drogas desde muy temprana edad y robaba y consumía. No sé por qué lo mataron pero él andaba muy mal. Lo que sabemos es que hizo una “cagada” muy grande, porque a mamá fueron a decirle a casa que lo habían matado pero que no fuéramos a aparecernos por allá porque corríamos mucho peligro. No pudimos reclamarlo, y lo enterraron como N.N. A mis diecinueve empecé por probar y me quedé probando. Me involucré en las drogas. Desafortunadamente las drogas cogieron ventaja sobre mi vida. Mi papá me dio la espalda. Él en el fondo sabía lo que yo estaba haciendo, y nunca me dijo “Fernando, en qué es qué andás; qué es lo que pasa; qué estás haciendo…”; sólo me dio la espalda. Allí quedó el niño mimado y consentido de papá. Creo que no me decía nada por temor de saber la verdad. Ya estaba prohibido ver la televisión, ya no compartíamos; pasé a ser un objeto más en casa, Mi padre le decía a mi mamá: “Para ese tipo no hay nada en casa; no le dé nada”. Yo estaba seguro de que podía salir de las drogas solo, pero no… Mentiras. Nadie puede solo. Esto es un monstruo gigante. Si uno supiera en qué es que se mete nunca la probaría. Cada día me hundía más en las drogas. Se dañaron todas mis relaciones: familiares, laborales y sentimentales. Todo se fue al traste. Mamá pasó a ser la alcahueta; me acolitaba todo, me prestaba, me daba, me abría la puerta a las tres o cuatro de la mañana y me decía: “Hijo, por favor, no te vayás más para la calle”. Se me arrodillaba y me suplicaba llorando: “Hijo, por el amor de Dios, no te vayás más”. Para que yo me quedara me daba lo que yo le pidiera, como era así… Yo aceptaba y le pedía, pero mentira; me iba a la calle. Yo todo “embalado” hacía caso omiso a sus súplicas. Me iba a la calle a seguir consumiendo. Perdí muchos empleos por mi adicción. El empleo más importante que perdí fue con una compañía italiana. Navegaba en un buque. Eso fue en 1990. Empecé en servicios varios y de allí fui ascendiendo. Conocí muchas partes del mundo, países, culturas, mujeres y drogas. Desafortunadamente todo eso se perdió por las drogas y la condición de vida que elegí.

En 1993 me echaron del buque en Génova, Italia, por una embarrada que hice. Menos mal yo tenía dinero para regresar; afortunadamente, porque me iba muy bien. De allí llegué a Colombia de nuevo a casa y empecé a malgastarme los ahorros, y lo poco que traje lo derroché; me lo tiré en rumba, viejas, amigos, trago y drogas. Hoy puedo decir que los tres años con la compañía italiana fueron los más maravillosos de mi vida adulta y laboral.

Después de un tiempo me vi solo, sin cinco en el bolsillo, sin amigos, sin madre ni padre, no había nada… Sin un puto peso. Una situación muy difícil. Se me cerraron las

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puertas de todo lado. Me quedé en la olla. Empecé a robar para sostenerme y sostener mi adición, la cual fue creciendo a grado tal que ya gobernaba mi vida.

En el año 2000 quedé en la calle. Consumía pepas, marihuana, bazuco y alcohol; dormía en los andenes; tenía una “mansión”, un cambuche al lado occidental del estadio, o me quedaba en el Parque de las Banderas, o en Kokorico. Eso sí, sólo en el sur. Cambiaba de sitio puesto que la policía “jodía”. La ruta del día en calle era para donde Palao, un hombre muy generoso con todos los de la calle. Tenía su botica abierta y la gente esperando consulta; estaba muy llena la tienda naturista pero él siempre sacaba el tiempo para atender a sus “locos”, o si no ponía al hermano, al viejo Jaime, Bigote’ e Brocha. Lo único es que todos recibíamos nuestros bonos. Nadie se quedaba sin él para ir a Ser Gente, una fundación que ayuda a gente como nosotros, otra casa más para los que no tienen nada, otra bendición más. Antes de pasar por Ser Gente arrimábamos a Samaritanos de la Calle. Siempre andábamos en manada o banda: más de tres, máximo cinco. Uno se vuelve nómada en la calle por protección, o llamémoslo solidaridad.

En Samaritanos nos encontrábamos a Evelio, con su ceño fruncido y recién levantado porque él vivía allí; era el que cuidaba la casa, que todo estuviera bajo control. Nos ponía a hacer una fila para tomar la colada y el pan… ¡Qué gran bendición! En la noche el recorrido era norte-sur. Llegábamos a nuestros cambuches. Otra noche más. Cansado, aburrido, desesperado por mi situación y condición de vida.

Un día me levanté e iba camino a Ser Gente a buscar comida, pero me quedé en el parque del populoso barrio Obrero, donde se encuentra mucha gente varada, indigencia, jíbaros, prostitutas, chirretes y chirrincheros. Y eso que a un costado del parque existe un centro de atención inmediata de la Policía. En el parque me encontré con muchos parceros. Era un día gris, muy lluvioso, hacía mucho frío. Las manecillas del reloj marcaban las ocho y media de la mañana y el parque estaba lleno de personajes raros. Unos tenían en una mano una tapita y en la otra un pedazo de lapicero; era la famosa “pipa” de bazuco. Otros tomaban alcohol. En ese momento me interrumpió el famoso Soplaya. Fue un gran soldador pero por su adicción al alcohol comenzó a perder la visión; por eso ninguna persona ya lo ocupaba para nada. Era uno de los tantos chirretes del parque Obrero. Me pasó el mensaje que existía un Hogar de Paso para habitantes de calle. Al día siguiente fui y, pues, el panorama que vi era muy desalentador. Eran las tres de la tarde. Había un sol recalcitrante, ¡tremendo! Había una cola la berraca. Manes que olían a todo menos a bueno se peleaban por la fila, se guerreaban la entrada al Hogar de Paso Sembrando Esperanza. Ese día me devolví de nuevo. Me dio mucho desconsuelo. Al otro día sí fui y me aguanté todo lo que pasaba en esta larga fila. Sentía muchos deseos de ingresar. Pasé todas estas situaciones de desconsuelo, malestar y rabia, pero ya gracias a Dios coroné; mi ficha estaba adentro. Creo que valió la pena. Mi ficha fue la número sesenta. Me registraron. Recuerdo que me la dio Iván, uno de los operadores de ese momento, un hombre muy serio y muy responsable con su trabajo y la fundación Samaritanos de la Calle.

¡Gracias a Olaya, que me invitó a conocer el Hogar de Paso y me pasó el mensaje! ¡Cuando estuve dentro de la casa sentí un alivio! Descansé. ¡Hace cuánto no dormía en una cama digna, con una cobija, seguro, sin temores…! ¡Qué tranquilidad! Estaba muy contento. Comencé a ser una nueva persona. Me entregaron mi toalla, jabón y pasé a tomar un buen baño. Sólo el sentirme limpio me agradó muchísimo. Pregunté qué más ofrecían aquí, o si podía ya ir a dormir. Me dijeron: “No, mira: ahora pasas a un taller y luego la cena; después irás al dormitorio”. ¿Taller? Nació mi curiosidad por saber de qué se trataba. Auditorio, comedor, alojamiento, excelente trato. Es como haberme ganado el Chontico, o mejor, la lotería. Así empezó mi camino de nuevo a la vida.

Comencé mi proceso: talleres pedagógicos, psicológicos, terapéuticos y de manualidades; deportes; mi inclusión social… Me enamoré de esto, de lo que estaba

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experimentando. Le metí todo mi esfuerzo y toda mi voluntad. Tenía muchas ganas de salir de este túnel tan oscuro en el que vivía. Comprendí que estaba en el lugar que necesitaba con personas idóneas, pero sobre todo con un corazón lleno de amor para conmigo y todos los que estábamos allí. El trato para todos es igual.

Le tomé mucho amor a mi proceso. Sí tuve altibajos y rabias conmigo, con mis terapeutas, con los psicólogos, con los operadores… Uno llega aquí lleno de odios por ser señalado, juzgado, estigmatizado por una sociedad; traemos muchas cargas y, claro, como todo al principio, uno choca con todo mundo. Es muy normal. Hasta entre los mismos parceros tiene uno problemas, discusiones… ¡Qué más se puede esperar! ¡La calle es tan dura! Pero no. Todo esto lo superé. Le tomé mucho amor a mi proceso. Cada día doy todo de mí. Me daba cuenta todos los días de la responsabilidad de tener que salir adelante de esa vida tan horrible que he llevado durante tantos años. ¡Cómo pude caer tan bajo! Empecé, reflexioné y cambié mucho mi pensamiento y mi actitud frente a la vida y a los demás. Hoy comparto con mi mamá, la visito, la llamo y fui con ella al séptimo Paseo de Habitantes de Calle; hacía rato no compartíamos juntos en un espacio de estos. La pasamos muy bien. Mi papá ya no está conmigo. Murió. Lo atropelló; un bus fue muy horrible. ¡Qué dolor tan grande sentí ese día! Pero sé que desde allí, al lado de Papito Dios, me está viendo y me acompaña y se siente muy orgulloso de mí, del Fernando que soy hoy en día. De nuevo estoy muy bien gracias a DIOS y a todos los que me han acompañado en este caminar. Es mentira que uno puede solo; se necesita de una compañía, un apoyo, alguien que te haga volver a entender que aún eres importante y tienes muchos valores, que eres una persona con cualidades.

Pero sí pude y sí se puede salir adelante. Yo vi esa luz al final del túnel, cuando ya nadie daba un peso por mí; pero con la ayuda de Dios y con todas mis fuerzas puedo decir “lo logré”, y aún debo seguir adelante, porque todavía no termino. Hasta ahora he tenido muchos logros en este proceso, pero el mayor y el que más disfruté fue poder haberme hecho todo un bachiller con todos los pinches: ceremonia, torta, regalos, toga y birrete. Eso fue maravilloso e inolvidable. ¡Qué alegría tan grande! Otros de mis logros son dos cursos en el Sena, uno de Emprendimiento y el otro de manejo de residuos sólidos; también un curso con la Policía Comunitaria, un taller de metal-madera, primeros auxilios, inyectología, farmacología, gerontología, sistemas, y estoy próximo a iniciar con sistemas avanzado y tecnología en construcción. Me siento muy orgulloso de mí. La alegría que yo siento es indescriptible.

No me queda más que agradecer a todos, uno a uno, del equipo del Hogar de Paso Sembrando Esperanza y encomendarlos a Dios, y cada día meterle más ganas a todo mi proceso y seguir adelante. Gracias, padre José Gonzales; usted es una bendición de Dios. ¡Qué sería de nosotros sin usted! Todo el equipo de trabajo del Hogar me devolvió la libertad. Los quiero mucho. Mil y mil gracias. Todos pusieron su granito de arena para que yo estuviera como estoy ahora. ¡Qué orgullo tan grande! Siempre los llevo en mi corazón.

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Mi esperanza, mi sueño, mi todo

joHan rubio GaViriaPracticante de Trabajo Social

Trascurría el año de 1966. La mañana del 8 de julio doña María Francisca Quiñones dio a luz a su primera hija, fruto de un embarazo no deseado que asumió más obligada que por el gusto que tener un hijo puede generar en la vida de una mujer, de una familia, entre otras cosas, porque nunca se supo con seguridad quién era el padre y porque por más que Martha Isabel Quiñones5 le preguntara a su madre quién fue su padre biológico siempre recibía como respuesta castigos y golpes.

Martha, hoy de cuarenta y cinco años, empieza así a contar su historia:Fui la mayor de tres hermanos: Carlos y Pilar, de tres y siete años. Todos hijos de

mi mamá pero de distinto papá. De ellos sé muy poco, sobre todo porque desde muy pequeña me separé de ellos. En realidad, de toda mi familia; familia que, pensándolo bien, nunca tuve, porque por más que busqué el calor, el amor y el afecto de mi madre y de mi familia nunca los tuve. Creo hoy que fue porque mi mamá en realidad no quería que yo naciera; además, para colmo de males, nací enferma de los pies, y cuando apenas tenía quince días de nacida tuvieron que operarme y hasta los seis años tuve varillas, hierros y yeso en todas mis piernas, o sea que, además de que mi madre no quería tenerme, fui una carga por muchos años para ella. Esto lo digo porque ella se encargaba de decírmelo: “Vos no servís para nada, siempre hay que hacer todo por vos, movete, hacé algo…”.

Vivíamos en Pasto. La casa era una casa grande de dos cuartos, cocina y un patio grandísimo en el que jugábamos y compartíamos, y aunque esto no era muy constante, los ratos en los que compartí con mis hermanos los disfruté. Y digo que no muy frecuente porque a mí me tocaba siempre estar en la cocina pelando papas y cocinando para todos en la casa. En realidad no sé por qué mi mama siempre fue así conmigo. Los castigos que recibía eran muy duros…, golpes. Incluso una vez mi mamá me chuzó con un cuchillo por pelar mal unas papas. Eso fue muy duro para mí. Yo era muy pequeña. Y chuzada y todo me tocó seguir pelando las papas y hacerlo como ella quería que lo hiciera. Como no podía salir ni con mis hermanos ni con mis amigos, tuve una niñez encerrada en la cocina y el cuarto donde dormía.

5 Los nombres que aparecen fueron cambiados con la intención de guardar la intimidad y la seguridad de la informante y por respeto a ella.

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Un día cualquiera, después de cumplir mis seis años, mi abuela, o sea la mamá de mi mamá, vino a Pasto y me llevó con ella. Vivía en Chaparral, Tolima. Eso fue lo mejor que me pasó en mi vida. Sentí el calor de una familia…, mis tíos, primos y abuelos. Y aunque me tocaba ayudar también con los oficios de la casa, no recibía malos tratos. Me metieron a estudiar. Alcancé a hacer hasta tercero de primaria; aprendí lo que conozco hoy de letras y números. Fue un tiempo muy bonito de mi vida, porque en realidad sentí el calor y el afecto que un niño, bueno, una niña, necesita para vivir y para crecer. Claro que eso no duró mucho, porque a los once años mi mamá vino por mí y me tocó volver con ella, y otra vez a sentir malos tratos, a cocinar, es decir, a ser la empleada de mi mamá y mi hermana.

Mi mamá siempre quiso más a mi hermana que a mí. No sé, pero yo veía cómo eran mejores los tratos para mi hermana, que si los regalos, que si las cosas, que mi hermana estudiaba y yo no. Mejor dicho, todo para ella y yo siempre en la cocina. Y si hacia algo mal ahí era el problema. Tal vez por eso yo crecí con tanta rabia hacia mi hermana. A veces pienso que ella ni tiene la culpa de tanta rabia con la que crecí.

Mi hermano menor, o sea Carlos, ya se había ido de la casa cuando regresé. Tenía nueve años cuando se fue y nunca volvimos a saber nada de él. Se fue un día que lo golpearon, lo castigaron o algo así. No recuerdo muy bien. Recuerdo mucho su cara, pero nunca lo volví a ver. Estábamos cansados de tantos malos tratos. Él se fue y ahí empecé yo también a planear cómo escaparme. Estando en esas conocí a una familia que no tenía hijos; vivía cerca de Pasto, en Túquerres, en una finca. Me invitaron a irme con ellos y ahí mismo cogí camino. Con lo aburrida que estaba me fui sin vacilar. Ya tenía yo doce años.

Aprendí con ellos muchas cosas del campo: que los animales, que la siembra. Muchas cosas que el campo tiene. Ellos me conquistaron con regalos y buenos tratos y eso nunca dejó de ser; siempre me trataron muy bien, me quisieron como la hija que nunca tuvieron y mientras estuve con ellos siempre fui respetada y muy querida. Con esta familia estuve hasta los veinte años, cuando ellos adoptaron un niño, mejor, un joven al que querían como hijo. A él también le dieron mucho cariño, cosas que a mí también me daban, pero yo empecé a sentirme amenazada. Yo creí que me iban a tratar igual que mi mamá, y que este muchacho iba a desplazar el cariño de ellos, y para evitar el dolor de ya no ser la primera empecé a planear cómo irme de la casa.

Yo tenía animales que eran míos. Busqué la forma de venderlos y con eso irme de casa. A veces pienso que fui desagradecida con todo lo que me dieron, pero tenía miedo de volver a vivir mi vida de niña. Ya no quería que eso pasara; ya yo era una mujer, y con plata por la venta de mis animales. Entonces me fui nuevamente para donde mi madre. Pensé que ahora sería distinto; ya era grande y podía valerme por mí misma. Me equivoqué. Los tratos en casa no cambiaron. Se intensificaron. Seguí siendo la de los oficios. No aguanté mucho y me fui a vivir sola. Trabajaba como empleada en una casa, donde doña Ernestina, una señora que conocía desde pequeña. Hacía los oficios y acompañaba a su hija en todo lo que hacía. Vivía cómodamente, con las necesidades normales, pero tranquila.

En ese tiempo conocí a una amiga que me invitó a venir a Cali; dijo que sería mejor, que había trabajo, que nos iría muy bien. Entonces decidí venirme. Tenía veintitrés años. Trascurría el año de 1989. Contaba con muchas ilusiones y ganas de salir adelante y, bueno, me vine cargada más de sueños y ganas que de otra cosa. Llegue a vivir al Calvario; de una llegue aquí, a la Olla. Era lo más barato y quedaba cerca a muchas cosas. Me hospedé donde Fortunato, el finado; allí tenía mi cuarto y las pocas cositas con las que llegué y las que pude ir consiguiendo. Y aunque había cosas muy duras a las que no estaba acostumbrada, como sicarios, drogas, prostitución, me acostumbré a ver todo eso, a vivirlo y a convivir con ello. Mi amiga terminó prostituyéndose, pero a mí nunca

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me gustó eso y nunca lo hice, aunque por la necesidad lo pensé muchas veces, sobre todo por mis hijos, para la pieza…, pero siempre busqué cosas para hacer menos eso.

En esos años las cosas no fueron fáciles. Mis miedos eran muy grandes, pero las ganas de salir adelante y olvidar mi vida familiar me mantenían lejos de Pasto. Iba de vez en cuando; de todas maneras no olvidaba que era mi mamá y siempre miraba la forma de ir a visitarla. En uno de esos viajes, en 1984, fue que quedé en embarazo. Fue un momento difícil para mí, pues había conocido yo a un hombre del que me había enamorado; soñaba y tenía muchas ilusiones con él y me había ido a vivir a Pasto nuevamente. Después de mucho ir y venir con Horacio David, así se llamaba, quedé embarazada y ahí sí fue, porque sólo fue que se diera cuenta de eso y me dejó tirada sin palabra alguna. No volvió. Pero eso sí, cuando nació Jhon Julio, que tiene hoy veintisiete años, querían quitármelo, y ahí sí me vine yo pitada para Cali, otra vez adonde Fortunato. La verdad allí viví siempre, desde que llegue hasta que caí presa.

Ya con la necesidad y la obligación de mantener a mi hijo tenía que hacer algo, trabajar más. Por mi hijo empecé a reciclar. Fue, ahora que lo recuerdo, una señora la que me invitó a hacerlo. Para mí era sucio y no me parecía, pero tenía que darle comida a mi hijo. No podía esperar a ver si me caían cosas del cielo. Estando en eso conocí a un político que me invitó a trabajar con él; le ayudé a liderar un trabajo con trabajadoras sexuales, y a pesar de que yo no lo hacía las conocía a todas y era como la líder de este proceso, y partir de allí me enganché a trabajar con este político, hasta que me ubiqué en Emsirva como escobita. Allí trabajé siete años. Fue muy bueno para mí; empecé barriendo y llegué hasta a ser supervisora y coordinadora de otras. Es que la verdad cuando me dedico hago las cosas bien; o si no, no las hago.

Era 1999. Ya no tenía sólo un hijo. Había nacido el otro y mi obligación era más dura, pero con mi trabajo en Emsirva, en el que me iba bien, tenía para la comida, la pieza y para darles las cosas a mis hijos. Mejor dicho, pobres pero contentos. Vivía en la Olla. Las cosas de allá eran normales para mí: los robos, los muertos, las cosas que uno tanto ve aquí. Pero había algo que me incomodaba: un man que me la tenía armada y cada vez que pasaba me robaba, que la plata, que las bolsas… Lo que trajera ahí mismo caía y me robaba, hasta que yo no me aguanté más y lo apuñalé. Tan de malas yo que se murió. Eso fue el 25 de diciembre de 1999. Yo me fui. No esperé a nadie. Arranqué y nadie dijo nada, pero yo me sentía mal y el 12 de febrero del 2000 me entregué a la policía. Tenía que pagar lo que había hecho y fui a hacerlo; claro, lo pensé mucho por mis hijos, pero no me sentía bien.

Mis hijos tenían ocho y quince años, y sin cómo pagar la pieza quedaron en la calle, desamparados, sin comida, sin techo, sin nada. A mí me condenaron a veinticinco años, y aunque sólo pague cuatro, fueron de los peores en mi vida; muy duros. Reglas para todo y filas para cada cosa que hacíamos. Pero, además de todo lo que uno vive allí adentro, perdí a mis hijos en la calle. Intenté muchas veces venir y llevarlos a Marcelino, a Bosconia, al hogar de Óscar Scarpetta… pero no; ellos se volaban. Cuando salí ellos estaban en la calle. Yo tenía muchos sueños: volver, iniciar otra vez, con mis hijos ya grandes; pero no. Los encontré en la calle a los dos, hechos una nada, y aunque se alegraron de verme, ya se habían acostumbrado a vivir en su calle, con sus cosas. Luché con ellos para que se vinieran otra vez conmigo, que cogieran juicio, que trabajaran. Pero sólo el menor se vino; tenía ya doce años y me lo llevaba a vender dulces, a reciclar. Se manejó bien y cambió. Juicioso, empezó a trabajar y vivíamos contentos en casa, aunque su hermano mayor nos hacía falta. Ya era mayor de edad y él había querido quedarse en su calle.

Yo en la cárcel había aprendido a consumir bazuco. Fue de lo más malo que aprendí, pero en esas una ya ni se acuerda y los problemas lo azaran. Uno consume a ver si se van los problemas, pero no; ellos solo se esconden un rato no se en dónde y vuelven a salir cuando la traba se va. Por mis hijos no volví a hacerlo cuando salí de allá, y a punta

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de esfuerzo y sacrificio logré tener otra vez a mis hijos junto a mí, en casa, trabajando y buscando ser una familia; con muchas necesidades pero juntos. Pero no todo fue alegría, pues mi hijo mayor había cogido la pipa y el bazuco lo tenía esclavo. Cuando mi hijo menor se enteró de esto y que además se estaba llevando las cosas lo sacó de la casa y ya no volvió a dejarlo entrar a la pieza.

Mi hijo menor, Fabio, empezó a trabajar en La 14, muy juicioso. Es que, pensándolo bien, yo no sé a qué hora me cogió por los lados que me lo llevaron en donde está hoy, pues él salía temprano a trabajar y llegaba a casa sin problemas. Resulta que conoció a unos amigos, lo invitaron a robar y él se fue por ese lado hasta que lo cogieron y hoy está en Villanueva, patio seis, pagando ocho años por hurto. Hace dieciocho meses está allá y eso hace que no lo veo. Al otro, a Jhon Julio, lo veo todos los días. Vive por la terminal. Allá duerme y cuida carros. Yo lo quiero mucho y cuando trabajo todo se lo doy; le digo que vea, que se cuide, que salga de aquí, que la pipa, pero no; él no me hace caso. Antes me roba y todo lo que me ve quiere llevárselo.

Mi vida siempre fue muy dura y lo sigue siendo. Los problemas no me llegan, sino que es como si vivieran conmigo; cuando no es una cosa es otra, no salgo de una y ya estoy en otra cosa más complicada, siempre algo peor. Chaparral y Túquerres fueron de las buenas cosas que me pasaron en la vida. El cariño, la tranquilidad y la aceptación fueron una constante allá. Mi familia ni para los pésames. Mi familia han sido la calle, las personas que uno conoce por acá, porque todos no son malos. Sí, hay cosas que no son las mejores, pero eso se vive en todas partes; hasta en las mejores familias uno encuentra vicios, matones y prostitutas; más escondidas, pero allí están.

Mi paso por la cárcel no sólo acabó con mi vida, sino que me cerró las puertas. Y lo que uno hace allá es ser cada día peor, pues allá no importa todo lo que uno sepa hacer, y cuando uno sale se encuentra con una ciudad como Cali, una ciudad tan dura como esta, llena de problemas, que discrimina por todo y a todos, que terminan acabando con todos los sueños y las ilusiones que uno pueda tener o todas las buenas cosas que uno quiera hacer.

Sin embargo, uno siempre ve al final una luz, una mano extendida dispuesta a ayudarla a una, ¡siempre! Dios no me ha desamparado. Hoy estoy aquí en Samaritanos, y no sólo me brindaron un lugar donde dormir, sino que me mostraron que es posible volver a soñar, salir adelante; es posible ver que se puede. Hoy quiero ver a mi hijo el de la cárcel, tenerlo afuera, abrazarlo y volver a estar con él. Tener a Jhon bien, sin consumo; ser una familia nuevamente. Samaritanos se ha convertido en esa esperanza, esa luz que uno al final ve como salida, esa mano que me coge con amor y no quiere soltarme sino sacarme del foso al que la vida y las malas decisiones me han llevado. Samaritanos es mi todo, es mi esperanza y mi sueño. Es mi posibilidad.

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Sobre las cuerdas de un abismo

oVidio ViVas braVoOperador

En 1969, siendo el septuagésimo segundo día del año en el calendario gregoriano, o 13 de marzo de 1969, en la comuna nueve, específicamente en el barrio Sucre, de la ciudad de Cali, en donde para la época ya se veía lo que a futuro iban a ser, “las llamas del más profundo y excesivo consumo de sustancias toxicas alucinógenas”, llegó al mundo Marcos, quien desde sus primeros años de vida se dio cuenta de que su padre biológico lo había abandonado.

Encariñado totalmente con su madre y siendo el consentido de su tío, quien era como su padre, Marcos vivió una infancia llena de lujos. A pesar de que poco a poco el barrio se iba convirtiendo en guarida de ladrones, expendedores de droga y consumidores compulsivos, esto no afectaba para nada su bienestar y en la primaria se destacaba como un gran estudiante.

Hacia 1982 Marcos ingresó a cursar su bachillerato y también se destacó; quedó entre los cinco mejores de su clase. Sin embargo, una nueva droga, el bazuco, empezó a llegar al sector y toda la ciudad. El auge de la marihuana de los años sesenta y setenta pasaba de moda, y las ganas de probar algo más fuerte había hecho que el bazuco entrara con mucha fuerza en la ciudad. Las campañas televisivas para controlar este desenfrenado consumo le producían a Marcos un odio total a esta sustancia, y sentir su olor cada vez más cerca le causaba más repugnancia.

Desplazados de diferentes comunas, pueblos y ciudades cercanas llegaban al sector, en donde el alquiler de habitaciones era la fuente más alta de ingreso para los dueños de casas en el populoso barrio. Poco a poco iba convirtiéndose en un lugar de exclusión en el cual se podía consumir durante muchas horas sin que la policía o alguien hiciera algo. Marcos, a pesar de las circunstancias, no consideraba siquiera que en algún momento pudiera llegar a consumir.

En su bachillerato, al igual que en su primaria, su avance cognitivo era notorio. Terminaba el cuarto o último periodo exonerado de exámenes y trabajos finales. Pero como la vida guarda secretamente situaciones absurdas, este tiempo libre que había ganado con esfuerzo y dedicación sería el comienzo del final de su prometedor futuro. El último grado y creer que ya era lo suficientemente maduro para manejar todas las situaciones lo hicieron empezar a viajar a un mundo que no tenía salida. Las salidas al río Pance eran en ese tiempo la diversión para quienes no estudiaban y por su buen desarrollo se las habían ganado. Empezaba a aparecer el oloroso humo de la marihuana, salida de cigarrillos de papel, convertidos en la diversión más grande de los jóvenes y

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estudiantes. Marcos, un niño convertido en adolescente, probó entonces por primera vez la sustancia, la cual poco le gustó, y solo siguió consumiéndola una o dos veces por semana, cuando el parche de sus amigos podía conseguirla.

Marcos, por ser el consentido de su tío, podía tener la mejor ropa de entre la que estuviera de moda, y zapatillas de buena marca. Esto permitía que tuviera un grupo de amigos de clase media alta a pesar de él vivir un sector que, para la época, empezaba a ser estigmatizado por la sociedad caleña. Las rumbas en video bar Haley y en Epsilon lo convertían en una persona muy popular. Pero como todo tiene un desenlace, al igual que en Pance decidió probar una segunda sustancia alucinógena: la cocaína. Envuelto en un mundo de diversión y de alcohol, la cocaína le proporcionaba la tranquilidad para seguir en el carnaval. Esta sustancia para él era algo temporal. Sólo la consumía en eventos o fiestas a las cuales asistía. Y como si el destino quisiera seguir probándolo, le quitó la oportunidad de irse a prestar servicio a la marina, que era donde desde pequeño había soñado estar. Un defecto de pie plano lo dejaría ante la batalla más feroz que una persona pueda tener en su vida: las adicciones.

El bazuco ya plagaba gran parte del sector. Era la sustancia perfecta para inventar y probar nuevas formas de consumo, como “el pistolo”, que es bazuco revuelto con cigarrillo. Esta mezcla también la probó Marcos junto a unos amigos en una rumba. Fumó dos veces y a la tercera cayó al piso. Como pudo se levantó, abordó un taxi y llegó a su casa, decía haber sentido la sensación más horrible de su vida. Al otro día, como un ave sin alas, se sentía con una depresión horrible. Aquel “pistolo” había causado una depresión que nunca había sentido. Pero como si alguien quisiera probarlo hasta lo más íntimo de su ser, fue invitado a la que sería su última rumba, su último encuentro con amigos de clase media alta. Vería por última vez brillar el sol.

La depresión, que todavía lo afectaba, lo ponía a pensar en la rumba, en qué consumirían ahora sus amigos, y como anticipándose a lo que sucedería intentó mentalizarse que ya no los seguiría.

Lentamente ingresó a la casa donde había sido invitado. Un olor extraño se sentía en todo el lugar. Un humo intenso se había apoderado de habitaciones y baños. Dos amigos salieron a saludarlo con las más extrañas miradas… “¿Ahora qué estarán consumiendo?” se preguntó Marcos. Pensando en todo lo que había sucedido, intentó tener un poco de voluntad y salir de esa casa… Pero muchas veces la voluntad de un hombre se ve quebrantada ante la belleza de una mujer. Marcos vio, bajo la cortina de humo que rodeaba la casa, salir a una linda y despampanante dama envuelta en una tela transparente que dejaba ver mucho de sus atributos. Sus dos amigos, como en éxtasis, tocaban y hacían el amor a la dama, quien, complaciente, accedía a todos los caprichos de los jóvenes mientras se fumaba algo que parecía ser un cigarrillo. Cosa extraña: Marcos veía la escena sexual, y sólo pensaba en qué momento podría irse de ese lugar. La mujer, que parecía excitada no por lo que vivía sino sólo por lo que consumía, preguntó de manera burlona: “El amigo de ustedes no consume nada…, ¿para qué lo trajeron?”.

Los jóvenes empezaron a incitar a Marcos para que probara esta nueva sustancia. Hasta allí le llegó la fuerza de voluntad. Ahora estaba ansioso por participar del acto sexual y probar esta nueva droga, la cual, pensaba, podría sacarlo de la tremenda depresión en la que estaba. Accedió a fumar. Hoy, a sus cuarenta y un años, Marcos dice: “Maldito ese momento… Fue amor a primera vista”. El bazuco revuelto con marihuana, mejor conocido como “maduro”, le generó lo que hasta ese entonces ninguna otra sustancia había producido: bienestar, placer, lujuria. Aquel día fumó y fumó toda la noche. Fue tanta la excitación que le produjo fumar que la dama desnuda ante sus ojos era solo una estatua en una fina mesa de madera.

A partir de este día su vida dio un giro inesperado. El afán de consumir lo hizo realizar actos antes impensados: hacer robos en su casa que fueron evidentes, tener relaciones

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homosexuales por el afán de conseguir dinero para el consumo, vender su ropa… Poco a poco se convirtió en una persona totalmente diferente.

A pesar de que día a día Marcos se transformaba en un consumidor compulsivo y su familia lo sabía, nunca lo sacaron de su hogar; al contrario, sumidos en la desesperación, hicieron lo inimaginable para que calmara en la calle su ansiedad por droga: le dieron dinero para que comprara sus dosis y las consumiera en su propia casa. Pero también tomaron medidas muy drásticas. Cierta vez su tío, en el afán de no verlo como otro ladrón más de la calle, lo dopó y lo amarró de una pilastra por varios días; pero ya poseído totalmente por el consumo, un buen día Marcos, como pudo, se desamarró y huyó a fumar y de una vez a vivir en lo que hoy es su hogar: la calle.

Sabía que no tendría ya más el dinero que su familia le proporcionaba y que debería hallar la forma de conseguirlo; la manera más fácil era el hurto, el “jalonazo”. Se volvió experto en robar dispositivos eléctricos de las casas. En una de esas aventuras dos hombres lo sorprendieron, lo capturaron y lo agredieron hasta más no poder. Un golpe partió una fracción del hueso del brazo izquierdo de Marcos, quien quedó tendido en el piso. Cuando despertó estaba en la sala de un hospital; se veía como en un sueño. Intentó salir de ese hospital, pero poco después fue atendido por un médico, quien se dio cuenta de que Marcos tenía servicio médico por parte del sistema de seguridad social. Fue atendido, y su brazo pudo ser salvado.

Todo lo que le había ocurrido, la rabia por su situación y el excesivo consumo lo hicieron una persona solitaria. No conformó grupos de sopladeros ni de delincuencia. “Soy un delincuente solitario”, se decía. A medida que pasaba el tiempo, veía cómo su cuerpo se iba degradando cada vez más. No quedaba ya nada de ese adolescente inteligente. “Ahora me veo más como un viejo indigente”, era su lamento.

Pero la poca fe que todavía tenía se renovaría cuando por las calles del centro de la ciudad un grupo de personas empezaron a repartir alimentos en barrios como Sucre, El Calvario y el Obrero. Una información llegó a Marcos: se abriría en una de las casas de la fundación Samaritanos de la Calle un programa llamado Acogida, el cual pretendía realizar algunas charlas y talleres y proporcionar alimentos para quienes en ese momento ya eran llamados habitantes de la calle. Poco a poco desaparecía ese rótulo de indigentes.

El sueño de un hogar de paso para alrededor de cuarenta habitantes de calle, entre ellos Marcos, aunque generaba otra visión para el futuro, era algo muy lejano. No obstante, las personas que dictaban los talleres siempre animaban a estas almas para que no perdieran la fe. Escuchar el taller, bañarse y comer era algo muy reconfortante para Marcos, pero saber que debería nuevamente salir a dormir en las inclemencias de excesivas lluvias y que estaría expuesto diariamente a la muerte era doloroso; pero más doloroso era saber que tenía que salir a fumar droga, la cual lo mantenía y lo hacía feliz todo el día y toda la noche.

Sabiendo que un hogar de paso disminuiría notablemente su consumo, anhelaba que el proyecto que tan lejano se veía se hiciera una realidad, trataba de no faltar nunca al programa de acogida para estar pendiente de cómo iba lo del proyecto, colaboraba en lo que más se podía. Hasta que por fin un buen día les dieron la información de que el proyecto del hogar de paso era una realidad. Estar nuevamente en una cama, en una casa y con una comida digna era algo fantástico para quienes ingresaron por primera vez al hogar, entre ellos Marcos.

En el Hogar de Paso Sembrando Esperanza ha encontrado nuevas formas de comunicarse, de ser más sociable, de bajar los niveles excesivos de consumo, de volver a aflorar sentimientos de alegría. Pero aún lucha al recordar cómo era antes y ver en un espejo el reflejo de cómo es hoy y saber lo que tenía y pensar que ya no tendrá tiempo de recuperarlo seguirá suendo un ser solitario de poca paciencia. Los sueños a Marcos se le han diluido en el vasto mundo del bazuco. Y si has dejado de soñar, ¿cómo poder afrontar los problemas que debes solucionar?

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Encontrando de nuevo el camino

elsa lorena Herrera cortés

Era una mañana cualquiera en la ciudad de Cali. Como siempre, empezaba el día con una taza de café y las actividades laborales y de hogar. Lo cotidiano. Pero esta vez habría algo diferente, una tinta, un encuentro, una historia, una crónica cuyo protagonista dejaría marcas imborrables.1

La cita ya estaba pactada. Sería en el espacio que ha albergado a Ricardo los últimos años. Él es de expresión inquieta, ojos curiosos, caminar pausado y cuerpo aparentemente sano, pero marcado por las “huellas de la calle”, que a simple vista son notorias, y a medida que avance la historia se harán más visibles.

Con timidez, empieza a narrar su vida con palabras cortadas, mirada gacha y con temor de abrir su corazón.

De su niñez recuerda que sus padres peleaban constantemente y era común escucharlos decir que no lo querían y que se había convertido en un encarte. Sus manos se entrelazan y sus frases evaden las preguntas de esta parte de su vida.

En los años setenta la vida de Ricardo sería marcada por una decisión tomada por su madre: había resuelto abandonarlo… ¡Sí, abandonarlo! Su voz se torna gruesa y con sus gestos representa el desdén con que su madre lo dejó, como quien olvida algo muy querido sin importar su suerte. Su madre, a quien dejaría de ver, era alta, delgada, de tez negra y muy joven. “No me quería, nunca me quiso”, murmura Ricardo con voz entrecortada. En cuanto a su padre, su imagen no le es tan clara; pero relata que era un hombre con gusto por el trago y las peleas.

Con evasiones cambió el norte de la conversación y mencionó: “Nunca tuve hermanos”. Recuerda también que en el barrio donde vivió este espacio de su vida, el Mariano Ramos, había una señora que les repetía a sus padres “yo lo crío”, “yo lo crío”. Sus padres se estaban separando y ninguno decidía quedarse con él. Los ojos de Ricardo se tiñen de dolor, que por sí solo se niega a salir. Las heridas aún están allí. Finalmente su madre se fue y su padre asumió su cuidado. Recuerda con risas que su padre se levantaba, le hacía desayuno y luego se lo llevaba a trabajar en los carros que manejaba. “Pero no se aguantó y también me regaló”, remata.

Fue difícil perder a sus padres y asumir un nuevo estilo de vida. Se encontraba en un espacio desconocido, con calor de hogar escaso; era la casa de una familia del barrio donde vivió con sus padres. La cabeza de aquella familia era la señora Piedad, de larga cabellera, contextura gruesa y voz fuerte al hablar. Ella, a lo menos con solidaridad en su

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corazón, adoptó a Ricardo. Así, doña Piedad y su esposo eran la nueva familia del niño. El tiempo en su nuevo hogar trascurría sin mayores acontecimientos. Era bien tratado, pero en su corazón el dolor no dejaba de preguntar por sus padres. Empuña sus manos y su mirada toma de nuevo esa sombra de rabia.

Su infancia pasaba como el viento entre sus manos. Su nueva familia le daba lo que económicamente lo hacía feliz. Pero su rostro refleja una tristeza infinita. Entre sus recuerdos permanecen latentes los castigos con que lo disciplinaban, por ejemplo, por comer sin ser autorizado o por cualquier otro motivo: obligarlo a comer papas cocinadas hirviendo y pasar tardes interminables arrodillado sobre granos de maíz y cargando ladrillos. Cualquier cosa era válida a la hora de castigarlo. Por otro lado, los momentos felices de Ricardo son los vividos con la hija de doña Piedad, con quien jugaba al papá y a la mamá e hizo sus primeros acercamientos afectivos, que aunque entonces eran prohibidos y los vivía con mucho temor, hoy son un agradable recuerdo. También recuerda gratamente la ropa nueva que le daban en diciembre.

Se acuerda también de los billetes de cinco y dos pesos que cogía desde muy pequeño de la cajita donde guardaba el dinero la dueña del granero de la esquina. Con ellos pagaba mecato a sus amigos el fin de semana sin que ella o su familia se dieran cuenta; no quería imaginarse qué sucedería si lo supieran.

Sin previo aviso cambió de nuevo el tema. Ahora empezó el siguiente relato: “Un día cualquiera se dañó la estufa de la señora Piedad. Ella madrugaba a trabajar como chef en un restaurante fino. Después de un fuerte aguacero se mojó la resistencia y no calentó más”… Abre un paréntesis y cuenta: “En esa cuadra yo tenía mucha familia de Tumaco; sin embargo no los busqué porque no quería vivir con ellos”. Luego retoma lo de la estufa, y dice que su tía le propuso volarse porque después de dañada la estufa no había mucho que hacer en aquel lugar.

En 1988 decidió irse de la casa de aquella familia con la que había convivido los últimos ocho años y buscar a un tío por parte de padre llamado Arturo. En esta época de su vida la libertad era total. Juegos, recocha, música a alto volumen eran constantes. En su cara se dibujan muecas de la picardía y sentimiento de alegría al evocar ese pasado, tiempo en el cual conoció a sus primos. Se para y con gestos de alboroto hace demostraciones de aquellos días. También recuerda que empezó a estudiar en primero de primaria; fue emocionante para él empezar a leer y a trabajar vendiendo chontaduros con la esposa de su tío, o pregonando el periódico El País, testigo fiel de las noticias del Cali de aquellos tiempos. Se enamoró por primera vez; fue de una de sus primas, a la cual recuerda muy especialmente porque continúa siendo su amor imposible.

A los catorce años, en 1990, Ricardo se embarcó en otra de sus aventuras; esta vez en compañía de uno de sus amigos de infancia. Deciden irse para Medellín. Con ese espíritu indomable y deseoso de salir adelante comenzó a trabajar en fincas. Allí vivió dos años y aprendió a cosechar, a cazar y a ser agricultor. Según Ricardo, el dueño de la finca se encariñó con él y lo acogió como un hijo más. Ricardo recibió por primera vez amor de familia y se sintió con un lugar en la sociedad. Se reprocha no haberse quedado en ese hogar. “Ehhhhh, ¿yo por qué no me quedé?”, dice con tristeza. Allí siempre tenía dinero, estaba juicioso, mantenía bien vestido y salía a comer constantemente. Pero como si su destino estuviera gravado y su suerte echada en otro lugar, un día el dueño de la finca habló de ir al Valle, a lo cual Ricardo no pudo resistirse y le pidió el favor de que lo llevara. El señor aceptó.

Llegó a Bugalagrande en 1992 e inicialmente se instaló en el hogar paralelo a la residencia del dueño de la finca. Fue en esta etapa de su vida cuando el caos apareció. Empezó su desenfreno con las drogas, el alcohol, las mujeres, las discotecas y los amigos. Aquellos principios de hombre trabajador fueron desapareciendo. En este punto del relato sale de su interior el hombre triste y decepcionado de la vida desde su niñez. Su

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Historias de Vida

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cuerpo se torna rígido; su mirada, fría, y sus ojos son envueltos por el llanto. A pesar de que Ricardo trabajaba en los grandes ingenios como recolector de millo y algodón, cuando el dueño de la finca armó viaje de nuevo para Medellín, no tenía un solo peso para viajar, y cuando le solicitó al señor un préstamo para hacerlo se dio cuenta de que ya todo estaba perdido, pues su vida desordenada lo había decepcionado y había tomado la decisión de no llevarlo de vuelta.

Esta fue la segunda decisión que marcaría a Ricardo. Nunca olvidará aquel día; día en que perdió lo que en su experiencia de vida había sido una idea de familia. Desorientado y triste, volvió a Cali en 1993, en busca de su tío Arturo, quien nuevamente lo recibió con los brazos abiertos y manifestó alegría por su regreso.

Este fue el inicio de la tempestad en su vida. Se estableció en el barrio La Gran Colombia, adonde se había trasladado su tío Arturo. En este lugar empezó a frecuentar las esquinas a fumar cigarrillo y sus primeros “cachos”, los cuales eran en un inicio un estimulador y potencializador de rendimiento para sus labores como constructor. Su vida estaba ya en una encrucijada. Su lenguaje no verbal trasluce melancolía, y entre susurros dice: “Todavía era útil…”. Todo cambió cuando por curiosidad con otro “parche” decidió consumir bazuco. Ahí comenzó el verdadero infierno. En ese momento vida giraba en torno a esa fiebre que causa la ansiedad de querer “tener más de esa cosa” en el cuerpo. Ya no comía, no dormía, no trabajaba; así, y como lo indica la lógica de la vida, la familia del tío Arturo empezó a rechazarlo por los robos pequeños que hacía en la casa. Al punto llegaron de querer sacarlo de su núcleo familiar. “Ya no les servía”, dice Ricardo con amargura y mirada tosca, empuña las manos y golpea la mesa frente a la cual está sentado.

Un día cualquiera de 1993 a Ricardo le cerraron las puertas de aquel hogar. Al no tener cómo conseguir su anhelado elipsis, resolvió robar y vender lo que fuera necesario para drogarse todo el día.

Por ese tiempo lo invitaron a Santa Elena, en donde inició su vida en la calle. El calendario marcaba 1995 y en la vida de Ricardo se sumaban dieciocho años. Optó por la vida “suave”, es decir, según Ricardo, la que gira en torno al consumo, la basura y el caminar mucho. Dormía en los andenes después de consumir por tres días seguidos, cuando el cuerpo no resistía más. “El reciclaje es una opción de trabajo muy buena, pues recogiendo basura se hace pa’l consumo y los tres golpes del día… Por eso –reafirma– es una vida ‘suave’. Cuando conseguí la carreta era todavía más relajado, pues en ella hice mi casa”. Ricardo reconoce que con la vida en la calle aprendió que, como dice la canción, la ciudad es una “selva de cemento” donde gana el que tire primero. Recuerda con melancolía en sus ojos las vicisitudes pasadas, e ilustra su relato mostrando las cicatrices en el cuerpo de las lesiones que sufrió en la calle.

La primera agresión la vivió cuando estaba en un andén dormido. Un ruido lo despertó y entre borroso logró ver que un hombre se le acerco corriendo y le apuntó con un arma. “¡Usted es una escoria en la sociedad!”, le dijo el tipo. Ricardo intentó reaccionar. Para cuando recobró la conciencia estaba ya en el hospital con una herida de bala ubicada en la parte inferior de sus costillas. Eso le hizo ver que su vida era realmente valiosa, y una vez recuperado buscó ayuda. Consiguió estar en tres centros de rehabilitación, pero en ninguno logró encontrar soluciones y respuestas para su agitada vida; por el contrario, no aguantó su abstinencia y salió por ansiedad a querer consumir más y de peor manera. “Lo que no me dejaban consumir por meses lo consumía en una semana… Eso es más conciencia de uno”.

En ese momento un nuevo recuerdo de la adolescencia entra en la mente de Ricardo, y añade: “Antes de coger la calle del todo yo volví a ver a mi mamá, quien vivía para ese tiempo en Puertas del Sol. Andaba en vueltas raras, porque vivía bien y con un mozo con el cual tuve muchos problemas. Esta vez las cosas no fueron diferentes. Mi mamá

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Voces de esperanza

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me dijo: ‘Si querés, metete de cura, pero conmigo no contés pa’ nada”. A Ricardo se le encharcan los ojos por un momento con ese recuerdo, pero pronto con su voz fuerte dice “ya no me importa”. Un día cualquiera le dijeron que su madre había fallecido. Corroboró los rumores: su madre había muerto a plomo. Y con ese hecho el abandono de Ricardo fue total.

Tras quince años en la calle conoció a otra persona en su misma situación, quien le mencionó el Hogar de Paso de la Fundación Samaritanos de la Calle. En julio del 2009 accedió de nuevo al baño, a una cama, a ropa limpia. El suyo ha sido un proceso lento pero con mucho sentido. Al inicio sólo venía de lunes a viernes, y los fines de semana eran de su amada Santa Elena y su reciclaje. Hasta que llegó un momento en el 2010, cuando se dijo a sí mismo: “Ya no quiero reciclar más, ya no quiero más esta vida; quiero cambiar, quiero poner de mi parte”, y así, un sábado de ese mismo año, tomó otra decisión que marcaría su vida, y esta vez en positivo: no volvería más a Santa Elena y a cambio buscaría de nuevo orientación a su vida. La mayor motivación de Ricardo para estar en el Hogar de Paso Sembrando Esperanza, de la Fundación Samaritanos de la Calle, eran sus talleres de metal - madera, recuperación de plásticos y sistemas, así como el trámite de sus documentos personales, cédula y carnet de salud.

Cuenta que en su lucha vio a muchos caer y se sentía desfallecer también; “pero lo he logrado gracias a Dios y a la Fundación”. Se ríe y su cara refleja felicidad. Al preguntarle a Ricardo qué es lo más duro de la calle, sin dudarlo y con una mirada penetrante dice “el rechazo”. Fueron años de miradas frías, de que buscaran cómo evadirlo; palabras destructivas y con odio lo hacían sentir como el más pequeño de todos los hombres. “Esto es lo que más me motivaba, a cambiar, a vestirme bien y oler a limpio”.

Y su historia sigue… Ricardo finaliza nuestra charla diciendo que después de dos años en el Hogar es una persona diferente, alegre; ha logrado vincularse otra vez con su familia; los fines de semana logra ir a Santa Elena sin otras pretensiones más que trabajar con una señora conocida en venta de carne; su consumo se redujo considerablemente, está sólo con cigarrillo y de vez en cuando una dosis de marihuana, para “cuando ataca la melancolía”.

Empieza a jugar con sus manos. Lo hace feliz cumplir un sueño que desde pequeño visionó “tocando con las ollas de las vecinas y jugando a la orquesta”: estar en un grupo musical. En ese momento con la orquesta todo es diferente; lo vivido en quince años de infierno parece un solo minuto. Asegura que es cuestión de empeño. “Cuando uno está en la calle piensa que no vale nada; pero quiero decirles que no piensen eso. Si hay voluntad, hay cambio; si es lo que uno quiere. Uno decide si se tira al percal… En resumen, el rechazo y la exclusión que experimenta un habitante de la calle hacen que quiera más estar allí y se apega más al vicio… La ciudad es la parte en donde tenemos que habitar: unos trabajando, otros estudiando, otros caminando… Otros, tal vez, como en mi caso: sin un norte, sin hacer nada, a la espera de una sana orientación, pero con un fin común todos no vemos las caras”.

Ricardo reflexiona a sus treinta y cinco años de edad: la calle le ha dejado buenas y malas experiencias. Ahora está solo, sin una relación amorosa y con sus padres muertos, con su cuerpo lleno de cicatrices por los castigos de su infancia y otros de su vida en la calle. Sin embargo, sigue su camino entre miles de ilusiones y sueños por cumplir, y con una enseñanza de vida que espera transmitir a través de esta, su historia.