Sangre en La Pared

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    NARCISO PIÑERONARCISO PIÑERONARCISO PIÑERONARCISO PIÑERO

    SANGRE EN LASANGRE EN LASANGRE EN LASANGRE EN LAPAREDPAREDPAREDPARED

    Fotografía de portada: Albert Carmona

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    Índice

    La nueva realidad de Ismael Santalla (pag. 3 )

    Dinero sangriento para Farrow (pag. 40 )

    Mundo muerto (pag. 55 )

    Cinofobia (pag. 65 )

    Caos fecal (pag. 68 )

    Online (pag. 75 )

    Laura (pag. 88 )

    Cara de rata (pag. 94 )

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    La nueva realidad de Ismael Santalla

    Hace cinco meses estaba trabajando en unahamburguesería cutre, de esas que no tienen presupuestopara bombardear a la población con toda clase de publicidad,ya sea en televisión, radio, carteles en la calle, o todo a lavez. Burgerland   se llamaba aquel cuchitril. Pagaban mal yme veía rodeado de paletos ignorantes sin un tema deconversación que me interesara, ni el menor atisbo de buengusto. Podría haberme puesto a intercambiar opinionessobre temas intrascendentes y vulgares con alguno de miscompañeros, chicas y chicos de barrio que antes de cumplirlos veinte ya habían tenido que hacer frente a algúnembarazo no deseado perpetrado en alguna turbia y confusanoche de botellón.

    Seamos sinceros, ¿qué coño iban a aportarme unaspersonas así? ¿Podrían contarme algo que me importara unamierda? No, la verdad es que no. Me harían perder el tiempocon sus conversaciones desinformadas, vacías y carentes de

    interés. Hacer amistad con mis compañeros me era tannecesario como tener un erizo clavado en el culo.

    Y luego estaba mi jefe, Roberto, que era un intento de pijofracasado. Alguien que pensaba que por jugar al padel,pertenecer a una cofradía y toquetear a todas horas su jodidoIpad   iba a dejar de ser lo que era: un garrulo criado en uncortijo. Posiblemente había crecido mamando directamentede las ubres de una vaca, y ahora que había conseguido salirdel campo y convertirse en un falso urbanita de pacotilla,

    creía que iba a comerse el mundo. Vale, era el encargado dealgo, pero ese algo no dejaba de ser una empresa queofrecía una comida repugnante, y francamente, tampocorecibía demasiados ingresos mensuales. A veces lo justopara salir adelante.

    El sueldo era de risa, olvidaba mencionarlo. Con esedinero había que elegir entre pagar el alquiler, satisfacer lasactividades de ocio o comer, nada más.

    Como puede comprobarse, aquella fue una época

    lamentable, y quizá los zoquetes que tenía por compañeros

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    se conformaban con esa miseria, pero yo aspiraba a más.Me asfixiaba y me sentía sucio y humillado cada vez que meveía con aquel patético uniforme y atendía a los clientes conuna falsa sonrisa, vendiendo productos con nombres

    ridículos.

    Era lunes, y hasta el miércoles no tenía que volver altrabajo, de modo que cuando sonó el despertador aquellamañana me levanté de la cama con ánimos, dispuesto adisfrutar de esos dos días alejado de aquel agujeropestilente. Me sentía con fuerzas, incluso más que otros díasen los que tampoco tenía que ir al trabajo.

    Desayuné abundantemente y leí el periódico. Tan sóloeran las nueve y media de la mañana, y era raro que yomadrugase tanto. Normalmente me despertaba tandesganado que me apoltronaba en la cama hasta las docedel mediodía o más, pero en esa ocasión madrugué paraaprovechar el día hasta los últimos minutos.

    Mientras me terminaba la tostada con mantequilla ymermelada recordé la pila de curriculums que teníaacumulando polvo en algún cajón del piso, y consideré laposibilidad de emplear la mañana en dejar uno de aquellos

    documentos en la redacción de la revista de cine PrimerPlano , que gozaba de muy buena reputación entre lacomunidad cinéfila.

    Yo había estudiado la carrera de periodismo, perolamentablemente no era fácil encontrar un trabajo decente enestos tiempos. De hecho, nada más acabar la carrera intentéunirme a la plantilla de Primer Plano , pero fue imposible, nonecesitaban a nadie. De todas formas ya habían pasado dosaños de aquello, y no perdía nada por volver a intentarlo

    pese a que las posibilidades de encontrar trabajo en aquellarevista eran remotas. No solía tener tanta suerte, y ganarmela vida escribiendo sobre cine hubiese sido un sueño hechorealidad. Huelga decir que me apasiona el cine, escribir y,por supuesto, escribir sobre cine.

    Mientras tanto seguí con mi vida y mi trabajo, soportandolas excentricidades de mi jefe y escuchando lasconversaciones banales e insignificantes de miscompañeros, a la vez que trataba de ignorar a Beatriz, una

    compañera que no hacía más que tirarme los tejos y

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    acosarme discretamente, llegando incluso a dejarme en unaocasión una notita perfumada en mi taquilla. Y no es que lachica fuese fea ni nada por el estilo, pero tenía el mismodefecto que el resto de la plantilla: no teníamos nada en

    común. No me gustaba su forma de ser, tan simple y pocointeresante.Semanas después, un jueves, ocurrió algo que no

    esperaba ni remotamente. Algo que no estaba ni en misplanes de futuro. A las diez de la mañana me llamaron desdela redacción de Primer Plano  para hacerme una entrevista detrabajo, a la que acudí entusiasmado al día siguiente, y dosdías después me volvieron a telefonear para decirme que eltrabajo era mío. No podía pedir más; mil quinientos eurosmensuales, trabajar desde un cómodo sillón de cuero conruedas frente a una mesa impecable y, por supuesto,dedicarme a algo que realmente me hacía sentir realizado.Escribía artículos sobre películas, que eran publicados enPrimer Plano , mi revista de cine favorita y la de muchos otrosaficionados al séptimo arte. Una revista que llevaba leyendocon avidez desde hacía años. Tirada nacional y anunciadaen televisión, ¡y yo trabajaba en ella!

    El primer artículo que escribí trataba el tema de lacorrupción policial en el cine. Tres páginas reseñando varias

    películas protagonizadas por policías corruptos, y lasprimeras que se me vinieron a la cabeza fueron TenienteCorrupto  y Training Day , de modo que el artículo empezabacon una reseña de ambas películas.

    Me pasé toda la noche escribiendo, porque aunque sólofuesen tres páginas debía contrastar datos, buscarinformación. Hacerlo bien, en definitiva, y me daba igual nodormir. La ilusión y las ganas con las que trabajabasuperaban todo el cansancio y el sueño del mundo, así que

    me preparé un café bien cargando y continué mi trabajo. Yadormiría en otro momento.

    Cuando llegué a mi viejo trabajo, aquella repugnantehamburguesería grasienta, me fui derecho al despacho deRoberto, mi jefe, y llamé a la puerta con los nudillos.

    -Adelante –respondió desde el otro lado.Pasé y le dí los buenos días con más alegría de lo normal.

    Al principio le resultó extraño que no llevase el uniforme

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    puesto, y posó la mirada sobre el calendario, donde teníaapuntado los turnos de cada empleado.

    -Ismael, hoy tienes el día libre ¿lo sabias?-Si, lo sé. He venido a pedir la baja.

    -¿Estás enfermo? –me preguntó con una falsa expresiónde preocupación.-No, he encontrado otro trabajo.

    No podía contener la alegría y la satisfacción personalque sentí cuando abrí el ejemplar de noviembre de PrimerPlano  y vi mi artículo publicado. Mi nombre al final de éste.Mi primer sueldo decente. Leí todo el artículo sonriendocomo un bobo, y cuando terminé se me escapó una pequeñacarcajada.

    Era feliz y no lo disimulaba, alardeando de mi comodidadeconómica y hablando sin parar sobre mis nuevasadquisiciones, ya fuese el último modelo de reproductor blu- ray   o el home cinema   con tropecientos altavoces que nisabía instalar ni necesitaba. Era un joven soltero, sincompromisos de ningún tipo y ganando un sueldo muydecente que acababa gastándose en caprichos, porque elalquiler del piso me lo pagaban mis padres, y de ése dinero

    que me daban también sacaba un pico. Les había dicho quecostaba más de lo que realmente valía, así que la diferenciame la gastaba en acudir a fiestas y discotecas caras que enmi vida me habían interesado, pero ahora que podíapermitírmelas no iba a quedarme en casa pudiendo comermeel mundo, y os aseguro que después de un par de copas melo comía. Una noche me gasté mis primeros ochenta eurosen cocaína, y bastantes euros más en una botella dechampán que compartí con dos modelos a las que había

    invitado a uno de los reservados de Xplots , la discoteca dediseño a la que acudían celebridades del cine y la televisión,así como modelos, cantantes y otros famosos con bastantemás dinero que yo, aunque por suerte tenía la habilidad dehacer creer a todos que estábamos al mismo nivel. Digamosque sabía desenvolverme con soltura en aquel mundillo frío ysuperficial, que encajaba perfectamente en la nueva vida queestaba intentando construirme.

    Empecé a levantarme con resaca casi todos los días, pero

    eso no afectaba a mí trabajo en lo más mínimo. Seguía

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    escribiendo sobre gángsters, monstruos, anécdotas del viejoHollywood, reseñas de sagas cinematográficas completas y,en ocasiones, cada vez que un crítico les fallaba por motivosde salud o porque se habían corrido una juerga demasiado

    salvaje, me encargaban escribir la crítica de algún últimoestreno. Era ahí cuando daba rienda suelta a mi mala leche,porque debo admitir que el cine comercial actual me da grimay me aburre, y rara vez salgo de la sala satisfecho y sin lasensación de haber perdido el tiempo. Al contrario, sueloterminar cagándome en la madre que parió al guionista, aldirector, y al capullo que decidió poner efectos digitales hastaen la meada del protagonista.

    Aquel frío lunes de enero, cuando salía de la redacción dePrimer Plano , pasé por el Dunkin coffee  que había allí cercay pedí un cappuccino con dos sobres de azúcar. Salí delestablecimiento agarrando el vaso con las dos manos,tratando de calentarme un poco y pensando en los nombrestan ridículos que tenían algunos de los cafés disponibles,como ¿dunkalatte ? Por el amor de Dios, ser dependiente deesta empresa debía ser vergonzoso, o al menos a mí, comocliente, me costaría tomarme en serio a una persona que me

    ofrece algo llamado dunkalatte . Y el dependiente, que sabelo ridículo que resulta mencionar esos nombres, esconsciente de su función casi bufonesca, por lo quecolocarse detrás del mostrador implica perder una parterazonable de la dignidad, y pensando en eso, caí en lacuenta de que yo también había estado detrás de unmostrador, ofreciendo nuggets  de pollo, fingers  de queso, lahamburguesa chili-obsession , y otros productos de nombresridículos compuestos por innecesarias palabras en inglés,

    pero dí un buen sorbo al café y aparté de mi mente todasestas ideas que me estaban empezando a poner de malahostia.

    Continué caminando en dirección a mi piso,despreocupado, seguro de mí mismo y recreándome en miaspecto cada vez que pasaba por delante de un escaparte;abrigo largo que me llegaba hasta las rodillas, jersey demanga larga, pantalón de pana, bufanda de color marrón,zapatillas deportivas y una de esas gorras de lana tan de

    moda entre los bohemios. También me estaba dejando

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    bigote y un poco de melena, pero sólo hasta la mitad delcogote. Nada de horteradas hippies .

    Llevaba un tiempo, casi desde que empecé a trabajar enla revista, dándome cuenta de que poco a poco estabarompiendo con mi imagen anterior, cambiando radicalmentede aspecto para que todos pudiesen ver que ahora era untipo con clase, no el camarero de un local de comida rápida,apestando todo el día a aceite refrito y humo. Iba pensando

     justamente en eso un día que decidí tomar el camino largohasta mi domicilio, callejear un poco para que me diese elaire y poder pensar, ver chicas guapas y pasarme un rato porla fnac . Tras echar un largo vistazo a la sección de cine deterror, me decidí a comprar la edición especial de Carreteraal infierno , esa película en la que Rutger Hauer hacía decabrón psicópata misterioso. Fue entonces, justo al salir de lafnac , cuando caí en la cuenta de lo cerca que estaba de miantiguo trabajo, Burgerland . Me había prometido a mí mismono volver por aquel lugar, pero dado mi nuevo estatus social,mi nuevo modo de vida y lo fácil que lo tenía para dejarleclaro a mis excompañeros que yo no era un ignoranteembrutecido como ellos, pensé que quizá podía romper dicha

    promesa y regalarle a mi ego aquella golosina que me pedíaa gritos.

    Unos minutos después llegué a Burgerland , y todo seguíaigual; las mismas caras, el mismo ambiente, el mismo trabajomecánico y aburrido. Había elegido un buen día para haceraquella visita, pues entre semana, a mediodía, casi nuncahabía gran cosa que hacer, de modo que podíanconcentrarse en mi presencia y en el éxito al que olía desdelejos.

    Me apoyé en el mostrador y miré hacia la cocina; Anaestaba recostada junto a la freidora, hablando con Gustavodesganadamente. La chica había estado tirándome los tejoscasi desde que me uní a la plantilla, pero evidentementenunca le seguí el rollo. La muy inútil, con sólo veinte años yase había preñado, y cada nuevo novio que se buscaba eramás chulo, más drogadicto y más zoquete que el anterior.

    Gustavo era el típico malote con aires de rapero. Unimbécil en toda regla que alardeaba de haberse criado en la

    calle, rodeado de drogas y gitanos locos, y que, por

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    supuesto, a él no se la podían jugar porque ya tenía muchospalos dados, pero a mí, todo lo que decía este niñato meparecían gilipolleces y fantasmadas. Mucha fachada ydemasiadas películas de pandilleros de Los Ángeles en el

    coco.Luego estaba Manuel, que aún estando concentrado enbarrer el suelo fue el primero en percatarse de mi presencia.Era un peruano bastante despistado y torpe que no habíasido despedido por eso de la discriminación positiva, porquede ser español le habrían dado la patada hace muchotiempo. Pero claro, a esta gente parece que hay queaguantárselo todo, porque de lo contrario te tachan de racistay luego vienen los problemas.

    -¡Ismael! ¿Cómo estás, hombre? –preguntó Manuel conentusiasmo mientras se acercaba a mí para estrecharme lamano.

    -Bien, bien, no me quejo –respondí con una sonrisa deoreja a oreja.

    Ana y Gustavo se acercaron también para saludarme ysaber cómo me iba en mi nuevo trabajo, y yo, gustosamente,les informé de todo. De cómo ahora ganaba el triple queantes. De cómo ahora tenía el trabajo que yo quería, y no elque me había tocado.

    -Entonces ahora te tienes que estar hartando de verpelículas, ¿verdad? –preguntó Ana con su habitual vozchillona, tratando de interesarse por algo que le quedabagrande y además no le importaba. Lo suyo eran losprogramas del corazón y ser madre soltera, poco más.

    -Sí, claro. Tengo que ver todas las películas sobre las queescribo, asistir a preestrenos y tal.

    -¿Asistir a qué? –volvió a preguntar extrañada y torciendola cara para dejar claro que aquello le sonaba a chino, como

    si yo hubiese dicho algo relacionado con la física cuántica ola composición química del sol.Eduardo, mi exjefe, salió de la oficina justo a tiempo para

    evitar que le soltase una bordería a Ana, y al igual que losotros se acercó para estrecharme la mano y decirme que sealegraba mucho por mi inesperada visita. El cabrón erasimpático a la cara, pero en cuanto te dabas la espalda teponía a parir.

    Entonces ocurrió. Los vi a todos allí reunidos junto a mí,

    con sus miradas vacías y aburridas, sus vidas monótonas y

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    sin inquietudes, la ignorancia que escupían cada vez queabrían la boca, y recordé nuevamente que yo había trabajadoallí. Que yo había llevado exactamente el mismo uniformeridículo y sucio que llevaban ellos. Que yo, mientras estuve

    trabajando en ese lugar, a los ojos del resto era otro imbéciligual que ellos. Para los clientes que me pedían sus menúsde hamburguesas con patatas y refresco yo era otro garrulocarente de interés. Un tipejo vacío sin cultura ni tema deconversación. No pude evitarlo, pero me vi a mí mismo entreellos otra vez, hablando de las mismas bobadas y riéndomesin ganas de los mismos chistes para tontos con los que ellosse partían el culo, porque jamás entenderían una bromamínimamente inteligente.

    Tuve que contener una arcada. Me estaba poniendoenfermo.

    -¿Te pasa algo? Te has puesto blanco, macho –me dijoGustavo con esa media sonrisa chulesca que jamás seborraba de su cara, como si quisiese informar en todomomento sobre su desmesurada seguridad en sí mismo.

    -Estoy… estoy bien –respondí apresuradamente y salícorriendo, dejándolos a todos allí plantados, atónitos, hastacruzar una esquina para poder perderme de vista y vomitar agusto en una papelera mientras todo me daba vueltas.

    Después de aquel lamentable numerito, imaginé quepensarían que estaba drogado, loco de atar, o ambas cosas.Incluso pensé en volver y disculparme por mi actitud, pero adecir verdad no me apetecía regresar. Estar otra vez en miviejo trabajo, rodeado de mis antiguos compañeros, habíaprovocado en mí una desagradable sensación de suciedad yasco, trayendo a mí memoria recuerdos que prefería olvidar,y haciendo que volviese a verme a mí mismo como elfracasado que una vez trabajó junto a semejante escoria

    humana.Después de llenar de vómitos un cuarto de la papelera,me incorporé y tomé aire. Saqué un pañuelo de papel y melimpié la boca mientras miraba a mí alrededor,asegurándome de que nadie me había visto.Lamentablemente, un muchacho vestido con un chándal ycon pintas de pandillero cutre me observaba desde laesquina.

    -¿Está bien? –me preguntó con una sonrisa boba en la

    cara que no sé a qué coño venía, de modo que le ignoré y

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    me fui de allí a paso ligero, pasando justo a su lado, sinmirarle a la cara.

    Cuando llegué a casa, me lavé la cara con agua fría y metumbé en el sofá a oscuras, con los ojos cerrados. No teníahambre, y la idea de llevarme algo a la boca me producíanáuseas. No podía evitar sentirme sucio y humillado; la ideade haber trabajado en Burgerland   durante cinco años metaladraba la cabeza. Aquello era una mancha en mi vida dela que jamás podría librarme, porque eran hechos, era real, ypor muy atrás que haya quedado, la realidad siempre estáahí para bien o para mal. Era como un asunto pendiente queno puedes ignorar. No puedes pasar página, y si bien escierto que la vida que llevaba ahora no tenía nada que vercon aquel decadente trabajo, y que yo me sentía másrealizado que nunca, me resultaba repugnante compartir elaire con aquellos paletos, así como saber que la gente mepodría relacionar con ellos y que cada vez que me losencontrase por la calle sentiría el mismo asco, y otra vezterminaría vomitando en una papelera.

    Al final me quedé dormido, absorto en mis pensamientosnegativos, y desperté con la nuca empapada en sudor.

    Caí en la cuenta de que tenía que ponerme a trabajar enun especial sobre las mejores películas del pasado año,pero, a decir verdad, me encontraba deprimido y desganado.Pensé que dormir un rato me despejaría la mente y alejaríami vergüenza, pero nada más lejos de la realidad. No estabamejor, al contrario. Las caras de aquellos imbéciles seaparecían en mi mente como una sucesión de diapositivas

    pasadas a velocidad rápida, y la cabeza me zumbaba, comosi mi cerebro vibrase dentro del cráneo.Otra arcada.Me levanté del sofá y fui corriendo al baño para vomitar

    de nuevo, pero no me dio tiempo a llegar y dejé en el suelo yen mi jersey un reguero de bilis.

    Llamé a la redacción de Primer Plano   para decir queestaba enfermo, que al día siguiente no podría ir a trabajar yque tardaría un par de días más en entregar el especial que

    debía escribir. La inspiración y las ganas de trabajar se

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    habían esfumado, y sólo podía pensar en mi lamentablepasado y en la repugnante mancha en mi vida que suponíahaber trabajado en Burgerland , y es que me costaba creerque yo hubiese aceptado un empleo tan denigrante, aburrido

    y barriobajero.Poco antes de anochecer, salí a dar una vuelta con laesperanza de que la brisa fría que corría me despejase lasideas y me bajase de la tormentosa nube en la que estabasumido desde mi visita a mi antiguo lugar de trabajo. Pasé

     junto a un escaparate y vi mi reflejo deformado. Me observéa fondo y me sentí patético y sucio, y a punto estuve dereventar el cristal de una patada, pero no quería tocar fondo.Por el amor de Dios, tampoco era para tanto. Vale, habíaestado trabajando en un lugar detestable junto a genteestándar y aburrida, sin alicientes, pero yo no era así. Teníaque quedarme claro y sentirme orgulloso de ello; yo no eraasí. Empezaba a sospechar que mi paranoia no era más queuna leve crisis de identidad mezclada con un absurdosentimiento de vergüenza, y debía quitármelo de la cabezapor varios motivos; el primero de ellos era que dicha paranoiano me dejaba desempeñar mi trabajo, al que tanto amaba ypor el que tanto había luchado. Ese trabajo me convertía enel tipo de persona que me gusta ser, y no podía meter la pata

    por culpa de una estupidez irracional.Volví a casa, cené una ensalada, apagué la luz y me

    tumbé en el sofá con un vaso de bourbon. Me eché unamanta por encima y bebí, abstraído en mis terroríficospensamientos, hasta que los ojos se me cerraron por fin.

    Pasé toda la noche soñando con la jodidahamburguesería y con mis antiguos compañeros. Soñé queera despedido de Primer Plano  y me veía obligado a volver aBurgerland , llorando y siendo arrastrado por Eduardo, como

    un niño que no quiere ir a clase tras las vacaciones deverano. En la pesadilla, Eduardo era mucho más alto que yo,se reía a grotescas carcajadas y, por alguna ley absurda delmundo onírico, lucía una larga melena que contrastaba conla visible calvicie que sufría en la realidad.

    Desperté bruscamente, con la cara empapada enlágrimas y muerto de frío. Eran las ocho y cuarto de lamañana, y después de aquella perra noche, tomé la decisiónde asesinar a mis viejos compañeros y eliminar de mi vida su

    molesta presencia de una vez por todas, antes de que me

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    volviesen loco. Quizá así podría hacer borrón y cuentanueva, continuar mi vida tranquilamente, disfrutando del éxitoy, de paso, vengarme por haber tenido que soportar sucompañía durante tanto tiempo. A fin de cuentas, ellos eran

    gente bruta, simple, ignorante, común, del montón. Y yo unartista. Creo que podía permitirme el lujo de matarlos atodos, aunque era consciente de que cabía la posibilidad dearruinar mi vida para siempre, ya que es fácil cometer errorescuando se lleva a cabo un crimen como ése, pero debíacorrer el riesgo. Era eso o pasar el resto de mi existenciahaciendo el capullo, lloriqueando como un yonqui y siendodespedido del trabajo por no rendir. Por tener la cabezatotalmente ida.

    No nos engañemos, si tu pasado no te gusta, ¿acaso estámal intentar destruirlo?

    Al día siguiente volví a la aséptica redacción de PrimerPlano   con el especial fin de año perfectamente redactado,sonriendo a todo el mundo y saludando con especial énfasisa mis compañeras. Recorría los pasillos de la redaccióncomo si aquello fuese mío, muy seguro de mí mismo, llenode energía, viéndolo todo a cámara lenta y recreándome en

    cada detalle que pasaba ante mis narices; un vaso de caféque acababa estampándose contra la moqueta azul, unredactor que aporreaba su monitor porque el ordenador sehabía quedado colgado sin guardar lo que estabaescribiendo, uno de los críticos que pasaba junto a mí y mesaludaba orgulloso de sí mismo con un movimiento decabeza.

    Todo volvía a estar en su sitio.

    El microondas pitó y yo supe que mis canelonesprecocinados estaban listos. Abrí la puerta delelectrodoméstico y el olor de aquel manjar se paseó delantede mi cara; el queso gratinado crepitaba, y a punto estuve dehundir el dedo para probarlo, pero sabía que aquelloabrasaba, así que llevé la bandejita a la mesa y me serví unagenerosa copa de vino tinto, y mientras dejaba que loscanelones se enfriasen, marqué en el móvil el número de

    Ana.

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    Un toque. Dos. Tres.-¡Hola Ismael! –respondió ella al otro lado del aparato.-¿Qué tal estás?-Bien, terminando de preparar la comida del niño.

    -Ah, estupendo. Verás, esta noche tenía pensado ir atomar una copa…Ana se quedó en silencio durante unos segundos.-Vale, pero... –dijo ella, algo confusa.-No, bueno, estaba pensando en que te vinieses conmigo.

    Me alegró volver a verte y… ya sabes, tengo mal sabor deboca por cómo me fui el otro día. No sé que me pasó. Unaindigestión, supongo.

    -Sí, lo imaginé. Salgo de trabajar a las diez. ¿Me recogesen la puerta?

    -Claro, sin problema.-Pues a esa hora nos vemos. ¡Hasta luego!-Hasta luego, Ana.Sabía que quedar con Ana iba a ser especialmente fácil,

    pero no tanto. No conozco el modus operandi de estaschonis o payas agitanadas, como yo las llamo, pero noimaginaba que llevarse a una de ellas al huerto fuese tanvergonzosamente fácil. Tampoco lo había intentando, ya queésta clase de tías me dan asco, pero ahora entiendo por qué

    se preñan con tanta facilidad.

    Después de ducharme, afeitarme y vestirme –jersey,chaqueta de cuero marrón, pantalón de pana y unos zapatosde cordones-, conduje mi coche hasta Burgerland , y aunquellegué con unos minutos de antelación, casi diez, Ana yaestaba en la puerta esperándome. Tal y como suponía, ibavestida como una verdadera puta, pero no una puta común;

    una puta hortera y con mal gusto. Llevaba uno de esospantalones ajustados que lo marcan todo, una camiseta demanga larga con estampado de leopardo, unas horriblesbotas peludas y un cinturón tan ancho que casi podría hacerlas veces de minifalda.

    Al ver aparecer mi coche, se acercó a paso ligero y montódentro, luego me dio dos besos, risueña como siempre, y yole pregunté qué tal le ha ido en el trabajo. Mientras merespondía, puse algo de buena música para que supiese que

    yo no escucho esa mierda de flamenco-pop que tanto gusta

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    a los barriobajeros como Ana. De hecho, puse I´m losing you ,de los Rare Earth . Por supuesto ella no sabía quien coñoeran los Rare Earth , y enseguida catalogó lo que estabasonando como música rara .

    Hasta que conseguí encontrar un sitio para aparcar, meestuvo calentando la cabeza con los chismorreos del trabajoy con las gilipolleces que hacía su hijo de tres años, al que,por cierto, dejó en casa de sus padres mientras ella eludíasus tareas de madre joven e irresponsable para salir conmigoy emborracharse.

    Cuando nos bajamos del coche, noté que ella empezabaa acercarse demasiado a mí, y eso que aún no se habíatomado ni una copa. Caminamos hacia un pub llamadoEsfera , en el que, según ella, los precios eran bastantedecentes. En la calle no había demasiada gente, lo que mehacía sospechar que todos estaban metidos en algún local,bebiendo hasta duplicar la tasa de estupidez que ya de por sítraían de fábrica.

    Ana me señaló con el dedo la localización del pub al quenos dirigíamos, sin dejar de soltar risitas y saludar a lasamigas que se encontraba por la calle. El pub en cuestión noparecía destacar en nada, salvo por unas luces de neón conla palabra Esfera , lo que hacía que aquello pareciese más un

    puticlub que un pub normal. Entramos y, como sospechaba,aquello estaba a rebosar de gente, y además sonaba unaatronadora música electrónica que por poco no me reventólos tímpanos, así que tomé la rápida y acertada decisión dealejarme de Ana e ir a la barra a beber algo con la intenciónde anestesiarme y hacer aquello más llevadero. Me sirvieronel ron con hielo que había pedido y le di un largo trago,deleitándome con el fuerte sabor de la caña de azúcar, ypermanecí apoyado en la barra, tratando de ignorar la

    horrorosa música y mirando a mí alrededor, observando lasudorosa fauna que me rodeaba. Entonces vi a Ana, queestaba en mitad de la pista de baile hablando entre risitascon unas amigas mientras me miraba, y aunque no escuchéabsolutamente nada de lo que decía, no había que ser muylisto para darse cuenta de que estaba alardeando de suligue. Nuestras miradas se cruzaron durante un segundo,pero yo me hice el tonto y di otro trago al ron.

    Antes de que pudiese darme cuenta, Ana estaba a dos

    centímetros de mí; me agarró por la solapa de la chaqueta

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    sin darme tiempo a soltar la bebida, y me arrastró hasta lapequeña pista de baile, repleta de gente que se movía al sonde una música que para mí no era música, sino ruido. Ella semovía con seguridad, sin atisbo alguno de vergüenza,

    moviendo los brazos y frotándose conmigo. Yo, en cambio,era incapaz de moverme sin parecer un robot. Sí, bailaba,pero no de forma natural y espontánea, porque me sentíaridículo y la música era penosa. Lo cierto es que al cabo deunos minutos, aquello se me empezaba a hacer insoportabley muy incómodo, así que acerqué mis labios al oído de Ana yle propuse salir fuera a dar una vuelta. Obviamente, con lasganas de macho que tenía la muy guarra, aceptó sin dudar.Igual quería darle un hermanito a su hijo, o quizá quisierallegar a los treinta con toda una cuadrilla de pequeñosvendedores de droga –que es el futuro que les espera a loshijos de la gente como Ana- para que la quitasen de fregarescaleras.

    Nos abrimos paso entre la jungla de personas, y despuésde unos cuantos interminables y calurosos minutos,conseguimos llegar a la salida del pub, y el golpe de airefresco que se estrelló en mi cara al abrir la puerta medevolvió la vida y parte de la consciencia.

    -¿Adónde vamos ahora? –me preguntó Ana, rematando

    sus palabras con un forzado e inapropiado guiño de ojo.Yo tragué saliva y fruncí el ceño, como si estuviese

    pensando en un plan maestro para convertir la noche en unaexperiencia inolvidable, pero al momento decidí dejar demarear la perdiz: tomé a Ana de una mano y me la llevé a uncallejón, mientras ella no dejaba de soltar esas risitastraviesas que ya me tenían cansado.

    -Ismael, ¿no sería más cómodo en el asiento trasero delcoche? –me preguntó otra vez entre risitas, como si

    estuviese medio borracha y caliente.-No, hazme caso.Finalmente entramos en un callejón considerablemente

    oscuro y sucio, y ella se soltó de mi mano y apoyó la espaldacontra la pared, junto a un contenedor que nos ocultaba de lagente que pudiese pasar por delante del callejón, y sinmediar palabra se empezó a desabrochar el cinturón, comosi aquello fuese algo cotidiano para ella; una costumbre más,como salir a tomarse un café. Yo le pedí que parase, y me

    miró sorprendida con los ojos abiertos de par en par.

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    -¿Eres maricón o qué? –volvió a soltar su odiosa risita.-No, verás, dudo que tu intelecto te permita entender lo

    que voy a decirte, pero trataré de ser clarito.Ella puso cara de asco, la misma que ponía cada vez que

    no sabía de qué se le estaba hablando. Era una cara quesolía poner muy a menudo.-Todo esto se resume en que te odio, Ana. Te odio a ti y a

    todos los paletos que he tenido por compañeros durantetantos años en esa hamburguesería de mierda. Y siento queesto tenga que ser así, pero sois la clase de personas quedetesto.

    Ana se abrochó el cinturón con una rapidez extraordinariamientras murmuraba algo, y yo seguí hablándole con laesperanza de que me escuchase durante un momento;quería explicar, aunque fuese de forma apresurada, lo quepasaba por mi cabeza y hacer que aquello no pareciese elsinsentido de un chiflado.

    -Habéis conseguido que me sienta como una basura altrabajar con vosotros, y ahora soy feliz con mi nueva vida,pero el recuerdo de vuestra existencia está obstaculizandomi felicidad, y no puedo permitirlo. Ya he tragado bastantemierda, y ahora me toca estar de puta madre. Tengo quelimpiar las manchas que hay en mi pasado.

    Ana me interrumpió.-Mira, estás loco, ¿vale? Estás loco, tío. Aléjate de mí o te

    reviento, porque tú no sabes de lo que soy capaz, y si mellamas otra vez o me miras por la calle, te busco una ruina.

    Me mantuve sereno y en silencio, y Ana pasó junto a mí,chocando su hombro contra el mío de forma brusca, y sedirigió a paso ligero hacia la salida del callejón; yo aprovechéque me estaba dando la espalda para acercarmerápidamente a ella, agarrarla por el cuello mientras la giraba

    y estamparle la cabeza contra el borde del contenedor,haciéndolo vibrar y provocando un desagradable y húmedosonido que retumbó brevemente a lo largo del callejón. Elcuerpo de Ana cayó al suelo como un peso muerto,inconsciente y con una brecha sanguinolenta que recorríahorizontalmente toda su frente. Yo me aseguré de que nohabía nadie que pudiese vernos y procedí a levantar a Anadel suelo; primero pasé uno de mis brazos bajo su cabeza, yel otro bajo sus rodillas. Luego la levanté y, haciendo un

    esfuerzo desmesurado, la tiré dentro del contenedor. Me

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    apoyé con las manos en el borde del depósito, con laspiernas temblorosas, mientras jadeaba y trataba de recuperarel aliento, pero no por mucho tiempo, porque sabía que Anaseguía viva y aquello había que acabarlo lo antes posible.

    Una de las cosas que más me costó decidir fue la formaen que la mataría, porque no quería cometer un asesinatosucio y sangriento, sino algo limpio y rápido, y lo último quedeseaba era tener que apuñalar, desgarrar carne o verchorros de sangre. No era un sádico, sólo un tipo que paraser plenamente feliz necesitaba quitar de en medio a unascuantas personas, pero eso no significaba que las tuvieseque torturar y mutilar.

    Ana empezaba a recuperar el conocimiento, y conmovimientos muy lentos y torpes trataba de incorporarsepara salir del contenedor, pero estaba demasiado aturdida yno conseguía levantarse ni articular palabra, sólo gemidoscasi inaudibles. Del bolsillo interior de mi chaqueta saqué unapetaca que había llenado de gasolina antes de acudir a micita con Ana. Era poca cantidad, pero las llamas no tardaríanen prender la basura que rodeaba a Ana, y en poco tiempotodo el interior del contenedor sería un horno crematorio, asíque no me entretuve más y desenrosqué el tapón y vacié elcontenido sobre el cuerpo de la zorra, que usaba su mano

    inútilmente para protegerse, y acto seguido saqué unpaquete de cerillas, encendí una y la lancé. Todo el interiordel contenedor se inundó de llamas en cuestión desegundos, y entre el crepitar del fuego pude escuchar losdébiles gritos de Ana, cuyo cuerpo se retorcía de formagrotesca mientras la piel se le rajaba y ennegrecía conformese iba achicharrando.

    Me alejé de allí con rapidez buscando la salida delcallejón, que estaba iluminado, proyectando extrañas

    sombras en los muros.Llegué al coche, subí, puse el motor en marcha y me fui acasa a dormir.

    A la mañana siguiente me sentía extrañamente liberado.No todo lo que quisiera, pero sí más que el día anterior, demodo que no pude evitar estar de buen humor.

    En la cafetería de la redacción de Primer Plano  hablé con

    Ricardo Casanueva, un crítico de cine bastante sinvergüenza

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    y mujeriego que combatió en Bosnia, lo que le provocó unpar de trastornos que se negaba a reconocer, pero esos ticsnerviosos y los sobresaltos que tenía sin venir a cuento ledelataban.

    Yo estaba tomándome un café de la máquina que habíaen el pasillo, y Ricardo un té con muchísimo azúcar. Nodejaba de colocarse bien la corbata; la apretaba y la aflojabaconstantemente.

    -El cine de ahora –hizo una pausa y miró su té sonriendo.Luego me miró a mí otra vez- no tiene personalidad. Creoque ése es el mayor problema, Ismael.

    -¿Y la calidad?-¿Qué importa la calidad si no hay personalidad ni

    carisma?-Bueno, yo creo que la calidad es lo primero.-La calidad es relativa, porque para cada persona es

    diferente. La calidad varía según el espectador, ya que lo quepara mí es una mierda, para ti puede ser la mayor obramaestra del siglo, –me quedé en silencio, esperando a queprosiguiese, porque sabía que iba a seguir. Cuando Ricardose lanzaba a hablar de cine no había Cristo que lo detuviese

     –pero la personalidad y el carisma es algo indiscutible. Esalgo que, nos guste o no, tenemos que reconocer cuando

    está ante nuestras narices.-Y ahora vas a hablar de remakes , ¿verdad? –le espeté

    riéndome.-No, te voy a hablar de los homenajes. Verás, hoy en día,

    en lo que llevamos de siglo, se han hecho infinidad dehomenajes al cine de los 80, de los 70, de los 60, de los 50…

    -Lo pillo.-Lo que te quiero decir –dio un trago al té, pero se quemó

    la lengua y maldijo- es que en aquellos años no había

    necesidad de homenajear nada, ¿y por qué? Porque habíacarisma a puñados. Les sobraba.Yo removía mi café y asentía con la cabeza,

    comprendiendo perfectamente adónde quería ir a parar.-Ismael, dime una cosa: dentro de treinta años, ¿se harán

    películas que homenajeen al cine de esta época, un cine quea su vez está homenajeando constantemente a otrasdécadas?

    -Sería extraño, la verdad –admití.

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    -Sería absurdo. El cine actual no tiene carisma, y nuncapodrá ser homenajeado en el futuro. Ahí tienes la prueba quedemuestra su mediocridad.

    Estaba tumbado en el sofá, viendo Fargo   en dvd yapurando un vaso de bourbon para servirme otro, perocuando di el último trago llamaron a la puerta. Le quité elvolumen a la tele y me planteé la idea de no abrir y hacercomo si no estuviese en casa, pero seguro que ya habríanescuchado el sonido de la televisión y sabrían que estabaaquí, de modo que a mi pesar me levanté y abrí. Al otro ladome encontré con dos agentes de policía considerablemente

     jóvenes y afeitados; uno de ellos estaba rellenito, y el otroparecía un espárrago, largo y delgado.

    -Buenas tardes, ¿es usted el señor Ismael Santalla? –mepreguntó el gordito.

    -Sí, ¿ocurre algo? –pregunté falsamente sorprendido.Sabía perfectamente por qué estaban aquí.

    -Si es tan amable de dejarnos pasar, nos gustaría hacerleunas preguntas. Rutina, vamos.

    El más delgaducho parecía que estaba de adorno, y porno hablar ni saludó. Con mis impuestos le pago el sueldo al

    muy gilipollas, y encima se atrevía a ser maleducado.-Oh, claro, sin problema.Les dejé pasar y les puse un par de sillas alrededor de la

    mesita de la sala de estar. También les ofrecí algo de beber,pero no querían nada. No llegaban a ser antipáticos, pero senotaba esa arrogancia que provoca ser joven y llevaruniforme y pistola.

    -Señor Santalla, ¿conoce usted a Ana Lebrón?-Sí, fuimos compañeros en mi anterior empleo, la

    hamburguesería Burgerland , no sé si la conoce. Lo que pasaes que después encontré trabajo en la revista de cine PrimerPlano  y…

    -Vale, vale. Verá, no sé si sabe que Ana Lebrón ha sidoasesinada.

    -¿Qué dice? –volví a poner mi cara de falsa sorpresa,pero esta vez la aderecé con una pizca de conmoción.

    -Sí, bueno…, la han encontrado quemada dentro de uncontenedor. Lo siento.

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    -No, verá, yo no tenía amistad con ella. Sólo la conocía deltrabajo y tal, pero joder, saber que una persona con la que hetrabajado durante años ha muerto así es…

    Me apreté la parte superior de la nariz con los dedos y

    cerré los ojos fuertemente, como reprimiendo unas lágrimas.Luego miré a ambos policías con los ojos enrojecidos.-¿Saben quien ha hecho esa barbaridad?-De momento no sabemos nada, pero nos han dicho que

    la última vez que la vieron con vida estaba con usted. Si nospuede facilitar alguna información, sea la que sea, leestaríamos agradecidos.

    -Verá, es cierto que quedé con ella y nos tomamos unascopas. Ella bastantes más que yo. De hecho, se emborrachó.

    El policía gordito me miró con atención, asintiendoconstantemente.

    -La cuestión es que, llegados a un punto de la noche,intentó enrollarse conmigo. Se me lanzó y… aquello meempezó a incomodar, así que le dije que me iba a casa.Cuando me llevo a una tía al huerto me gusta que sea porméritos propios, no porque el alcohol esté haciendo efecto, yperdone si soy brusco.

    -Me ha dicho que ella estaba bebida, ¿cierto? –mepreguntó el gordito mientras tomaba nota en una libreta.

    Todo muy peliculero.-Sí, bastante, y accedí a acompañarla a casa, pero se

    negó. Le había sentado mal que la rechazara, supongo. Ellase fue por un lado y yo por otro –hice una pausa, como si nome atreviese a decir lo que iba a decir-. Si me permitedecirlo, creo que esa chica no iba por buen camino. Veintiúnaños y ya tenía un crío, por no hablar de la clase de niñatoscon la que solía salir. Era demasiado… ya sabe. Se acostabacon no sé cuántos tíos al mes, así que tarde o temprano le

    tocaría compartir lecho con un chiflado.El policía seguía asintiendo con cara de interés y tomandonotas en su cuaderno. Por un momento imaginé que enrealidad estuviese dibujando penes mientras yo le contabatodo aquello, y tuve que aguantarme las ganas de reír.

    -¿Cree que puede contarnos algo más que nos puedaservir de ayuda?

    -Me parece que no, pero ahora me siento como unabasura. Si hubiese insistido en acompañarla a casa quizá no

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    hubiese terminado así. Pero, ¿qué clase de gente hay sueltaen las calles?

    -No se preocupe, estas cosas son inevitables –apuntó unaúltima cosa en su cuaderno y lo cerró por fin.

    Los dos policías se pusieron de pie y me dieron lasgracias por la colaboración. Yo les dije que no había de qué ylos acompañé a la puerta. Cuando por fin se fueron, mepregunté cómo demonios no me había visto venir aquello.Era obvio que la policía vendría a hablar conmigo tarde otemprano, ya que los compañeros de Ana la vieron subirseen mi coche justo antes de aparecer muerta al día siguiente.Resultaba extraño, y el asunto olía mal, pero la cuestión eraque nadie tenía pruebas contra mí, y teniendo en cuenta laclase de tipejos con los que Ana se acostaba, dudaba muchoque precisamente yo resultase sospechoso. Por el amor deDios, yo debía ser el único tío con estudios al que Ana sehabía zumbado.

    En cualquier caso, me había planteado en serio asesinara toda la plantilla de Burgerland , aunque no volvería a quedarcon ninguno de ellos para tenderle una trampa como hicecon Ana. Así no volverían a relacionarme de ninguna forma.

    Estuve vigilando a Gustavo durante unos días paraaveriguar el mejor momento para atacar, pero descubrí quelo tenía difícil; siempre que salía del trabajo lo estabaesperando en la puerta un coche en el que se montaba y seiba. Seguramente serían sus colegas, que se pasaban arecogerlo para irse a algún lugar tranquilo y fumarse unosporros. Porque Gustavo era de esos; un chulo que iba depandillero, creyéndose el rey del mambo por fumarse cincoporros diarios y llevar gorra de noche; un malote de todo a

    cien. Detesto a los pandilleros, pero hay algo que odio aúnmás: los inútiles que se creen pandilleros y no llegan ni acatetos de pueblo, y Gustavo era uno de esos.

    Al quinto día de vigilancia, Gustavo salió del trabajo y,como era de esperar, se montó en ese coche lleno decapullos y se fue. Ya estaba harto de esperar a que un día,en vez de subirse en el coche, se fuese a casa de pie,dándome la oportunidad de emboscarlo en un callejón yabrirle la cabeza con una piedra, así que aquel día los seguí

    desde mi vehículo, manteniendo una distancia prudencial

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    para que no se diesen cuenta de que alguien les seguía.Pensé en ello la noche antes, así que metí en el maletero unpar de guantes de látex, un pasamontañas y un cuchillo decocina que, por cierto, trataría de no usar, porque la idea de

    cortar la carne de una persona viva y sentir como la hoja delcuchillo se abre paso entre los tejidos me repugnaba.El coche de los capullos paró en un descampado lleno de

    basura que los jóvenes usaban como picadero y rápidamentese apearon del vehículo; eran cinco, incluyendo al que meinteresaba.

    Había otros coches allí aparcados, así que pude ponermecerca de ellos sin levantar sospechas; yo sólo era uno más.Me quedé dentro del coche, puse algo de música –Eleanor ,de The turtles - y esperé pacientemente a que terminaran defumar y hacer el tonto. También pensé en la mejor forma dematarlo, pero al no saber cómo iba a proseguir la noche nicuál sería el próximo movimiento de Gustavo, era inútilplanificar nada con exactitud, así que tendría que improvisarcomo un profesional.

    Pasada una hora y media, se metieron en el coche perono se fueron. Imaginé que siguieron fumando allí dentro, peroquince minutos después arrancaron por fin y salieron deldescampado. Yo esperé un momento para disimular, y luego

    puse el motor en marcha y volví a seguirlos. Rezaba por queno se fuesen a un pub para seguir la juerga, y es que de serasí desistiría y me volvería a casa. Por suerte, tras dar variasvueltas absurdas por la calle, el coche dejó a Gustavo en elportal del bloque de pisos en el que vivía, se despidió de susamigotes y se dirigió hacia la entrada torpemente,zigzagueando a causa del mareo que los porros le habíanprovocado.

    Cuando el coche de sus amigos había desaparecido de

    vista, aparqué a unos cinco metros del portal mientrasGustavo trataba de abrir la puerta sin atinar con la llave,saqué el pasamontañas del maletero y me lo puse. Luego memetí el cuchillo entre el cinturón y el pantalón, y me puse losguantes de látex. Me encaminé hacía el portal dandograndes zancadas, y llegué justo cuando Gustavo acababade entrar, evitando con mi brazo que la puerta se cerrase.

    Entré.Gustavo estaba subiendo los primeros escalones que

    llevaban al primer piso, y antes de que pudiese percatarse de

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    mi presencia lo agarré por los hombros y le propiné un fuertegolpe en la cabeza con la pared. Cayó al suelo y me miró alos ojos con expresión de pánico, temblando y llevándose lasmanos a los bolsillos, supuse, que para ofrecerme todo el

    dinero que llevaba encima y salvar la vida. Pero yo no queríadinero.-Tío, tío… cálmate, ¿qué quieres? –me preguntó con la voz

    rota y sangre en los labios. No respondí, obviamente. Melimité a sacar el cuchillo y hacerle un gesto para que secallase, y después le propiné una patada en la cabeza que lodejó completamente aturdido. Lo puse boca abajo, dejando elcuchillo en el suelo, y empecé a golpearle la cabeza contra elfilo de un escalón, y aquello no tardó en llenarse desalpicones de sangre y dientes, pero los golpes en la cara nolo matarían, sino que lo dejarían inservible para cualquiermujer, nada más. Cada vez que le estampaba la cara contrael escalón se oía el crujido de la nariz y los dientes alromperse más y más, y multitud de brechas en su frente ymejillas manaban sangre a borbotones. Hubiese sido másefectivo golpearle la nuca, pero los nervios no me permitíanpensar con claridad, así que durante unos segundos más leseguí destrozando la cara con la esperanza de matarlo, peroseguía moviéndose, y yo no tenía más tiempo. Debía irme de

    allí inmediatamente, así que paré de golpear y cogí elcuchillo, esa herramienta que no quería usar, y lo hundí conambas manos y mucha fuerza en la parte posterior delcráneo, que crujió como la cáscara de una nuez al seratravesado. La punta del cuchillo salió por un pómulo deGustavo, haciendo un ruido metálico al impactar contra labaldosa del escalón.

    Aquello era una carnicería: sangre en todas partes,dientes rotos en el suelo, pequeños jirones de carne que

    habían sido arrancados de la cara de Gustavo a causa de losgolpes, y, para colmo, me pareció que uno de los ojos sehabía salido de la órbita. Saqué el cuchillo de la cabeza delcadáver y me fui de allí porque, además del riesgo de serpillado con las manos en la masa, el olor a sangre estaba apunto de hacerme vomitar.

    Conduje durante largo rato sin rumbo y con las ventanillasabiertas para que el aire frío me despejara, y al día siguientequemé en la chimenea toda la ropa que llevé durante el

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    asesinato, así como los guantes de látex, el pasamontañas yel cuchillo, cuya hoja chamuscada tiré a una alcantarilla.

    Estaba con Ricardo Casanueva en una cafetería céntrica

    de aires bohemios, luz tenue y un acogedor y cálidomobiliario de madera. El rico olor a buen café y bolleríaartesanal nos rodeaba. Allí se reunían escritores, guionistas ymultitud de artistas que buscaban la tranquilidad parainspirarse y tomar un café mientras escribían o charlaban consus compañeros de profesión. Nosotros no éramos niescritores ni guionistas, pero el ambiente era muy agradabley la clientela de sobra interesante.

    Ricardo removía su café con la cucharilla mientras echabaotro sobre de azúcar, lanzando alguna mirada ocasional a sualrededor.

    -¿Cómo llevas el artículo que te encargaron? –mepreguntó sin quitarle el ojo a una chica que charlaba con sunovio en la barra.

    -Ahí lo llevo. Me estoy teniendo que documentar muchoporque el cine de Seijun Suzuki no es lo mío, pero…

    -Ya, la gente no suele quedar para ver películas deSuzuki.

    Levanté la mano para avisar al camarero y le pedí otro

    café con leche y unas galletitas de canela que ellos mismoshacían.

    -¿Ves? Esto es lo que me gusta a mí –le dije a Ricardo.-El qué.-Coño, pedir un café y punto, sin adornos raros.-Un café es un café ¿no? –se rió.-Vete a un Dunkin Coffee , Ricardo. Luego me cuentas.-Pero eso está pensado para la juventud. No es lo mismo.El camarero llegó con el café en una mano y la bandejita

    metálica con las galletas en la otra. Lo dejó todo frente a mí.-Ricardo, lo que no puede ser es que para pedirme unacafé tenga que llevar un diccionario de inglés encima. ¿Quées eso de un dunkaccino  o un smoothie ?

    -¿Un qué?-Un smoothie . Vamos a ver, yo me presento en un sitio de

    esos y lo que quiero es que me pongan un café con leche detoda la vida o un batido, sin ostias de nombres raros quehasta da vergüenza pronunciar.

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    -Bueno, pero ya sabes cómo son los chavales. Seentienden mejor así, van de otro rollo.

    -Pues no –di un golpecito en la mesa que hizo temblar micafé-, los chavales tienen que decir las cosas como se dicen

    aquí, en España, en su tierra –me comí una galleta de canelade un único mordisco-. Así están todos, atontados con lasmierdas de fuera. ¿No valoran lo que les ofrece su país?Pues que se larguen.

    Ricardo se estaba partiendo de risa. Solía hacerlo cadavez que yo cogía un cabreo a causa de mis propias palabras.

    -Entonces a ti los cupcakes  no te gustan ¿verdad? –medijo, con visibles ganas de mosquearme más aún.

    -¿Qué es eso?-Una magdalena de toda la vida.-Pero alguna diferencia habrá para que la llamen así…-Que va, lo único que cambia es el consumidor. Los que

    comen magdalenas son normales, y los que comen cupcakes  son modernitos de mierda –me respondió mientras seguíamirando a la chica de la barra.

    Mientras daba vueltas por aquella calle del extrarradio,observando la fachada de la casa donde vivía Manuel, saqué

    la petaca y di un trago muy largo, tanto que la vacié debourbon hasta casi la mitad, pero la guardé y me prometí amí mismo no tomar ni una gota más. Necesitaba estar fresco.

    Con Manuel había seguido exactamente el mismoproceso de espionaje cutre que con Gustavo, sólo que eneste caso fue infinitamente más sencillo; los tres días que leestuve siguiendo fue directamente de casa al trabajo y deltrabajo a casa.

    Necesitaba saber dos cosas: primero, si vivía solo o

    acompañado; y segundo, si era complicado entrar en su casamientras dormía por la noche. Afortunadamente vivía solo, yentrar en su casa era un juego de niños porque tenía undiminuto y descuidado jardín rodeado por una valla demadera bastante fácil de saltar, y una vez al otro lado podríaentrar por la ventana. Era una casa pequeña, antigua ycochambrosa, con la pintura de la fachada descascarillada yllena de humedades. Estaba a un paso de convertirse en unachabola. Pero cambié de opinión acerca de entrar en la casa

    mientras dormía, ya que me era imposible hacerlo de forma

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    silenciosa y sin despertarlo. Yo no era un profesional, y notenía ni la más remota idea de cómo abrir una cerraduralimpiamente con una ganzúa, así que decidí esperar a que lacasa se quedase sola y abrir la puerta de una patada. El

    problema era que la cerradura reventase con el golpe,porque, de ser así, Manuel vería los destrozos al llegar acasa, y dudo mucho que se atreviese a entrar; llamaría a lapolicía y yo me quedaría atrapado dentro, esperando concara de tonto a ser detenido. Lo que haría sería tratar deabrir la puerta de una patada sin romper la cerradura, queera vieja y no me extrañaría que cediese sin hacerse añicos,y luego entrar y esperar a Manuel, y en el caso de que losdestrozos fuesen demasiado obvios, me iría de allí yesperaría otra ocasión mejor para matar a ese pobre imbécil.

    A las seis de la tarde del día siguiente aparqué cerca de lacasa de Manuel, y una hora después le vi salir con eluniforme del trabajo puesto. Como mínimo no volvería hastadentro de tres horas, lo que me daba tiempo de sobra paraentrar en la casa con relativa tranquilidad, porque aquellazona era muy solitaria. Todo el extrarradio de la ciudad eradesolador y triste: calles largas, grises y vacías, repletas debasura y escombros. Naves industriales silenciosas, como

    abandonadas, y a pocos pasos que dieras te metías encampo abierto.

    Esperé a que Manuel desapareciese de vista, y entoncesme bajé del coche y me coloqué unos guantes negros decuero que llevaba en el bolsillo interior de la cazadora. Saltéla ridícula valla de madera y me aseguré de que nadiepasase por allí en aquel momento. Luego inspeccioné decerca la cerradura, que estaba oxidada y gastada, por lo queposiblemente se haría añicos al menor golpe brusco. Primero

    di a la puerta un golpecito con el hombro, pero no surtióningún efecto, así que volví a repetir la operación variasveces, sin éxito. La cerradura estaba intacta, y no parecíaque fuese a ceder pese a su demacrado y oxidado aspecto.

    Sabía que no podía estar allí mucho tiempo, pues alguienpodría pasar y verme, así que fui a por todas, me separé unpoco de la puerta y le asesté una patada con fuerza, pero nodemasiada; oí un clanc seco y la puerta quedó abierta. Meapresuré a entrar y cerrar, colocándome el pasamontañas y

    examinando de nuevo la cerradura que milagrosamente no

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    se había roto, aunque sí se había desclavado un poco de lamadera, pero nada importante. Nada que se notase a simplevista.

    Cerré desde dentro y me dispuse a buscar un lugar en el

    que esconderme hasta que Manuel regresara. Me paseé portoda la casa, que por dentro tenía el mismo mal aspecto quepor fuera: humedades, pintura desconchada y suciedad ypolvo por todas partes. También olía raro, como a tierrahúmeda y cemento. En el salón había un viejo televisor, unsofá lleno de mantas sucias, cuadros de payasos llorando yuna mesa repleta de papeles, cajas de medicamentos ybotellas vacías. Era difícil caminar por aquella deprimentecasa sin tropezarse con algún cacharro o una bolsa llena detrapos roñosos que no sé qué pintaba allí.

    La cocina estaba hasta arriba de platos sucios con restosde comida reseca y multitud de ollas y sartenesamontonadas sobre la hornilla. El suelo estaba pegajoso porla grasa, y el techo amarillento por el humo. Vi variascucarachas paseándose por encima de las sartenes, ycagadas de rata por todas partes. Mi atención se centrómomentáneamente en el fregadero, porque entre losmontones de platos sucios se podían ver unas grandesmanchas de ¿sangre? No estaba seguro, pero tampoco iba a

    acercarme para comprobarlo. Sin duda, la cocina era el lugarde la casa que peor olía.

    Pensé en esconderme en algún armario, pero viendo elpanorama no me atrevía a meterme en un lugar estrecho yoscuro por miedo a encontrar Dios sabe qué allí dentro, asíque mejor me quedaba en el salón, detrás del sofá o algoasí.

    Entonces se me disparó la adrenalina de golpe y di unsobresalto tan grande que por poco no me revienta el

    corazón; alguien estaba abriendo la puerta, y tenía que serManuel, así que ¿por qué me asusté? Sabía que tenía quevolver, y yo estaba allí precisamente porque sabía que iba avolver. Fue algo contradictorio, pero no esperaba su regresotan pronto, ya que hacía sólo diez minutos que se había ido atrabajar. Entonces vi la gorra del uniforme de Burgerland  sobre una silla, y lo entendí todo: al muy capullo se le habíaolvidado la dichosa gorra y había vuelto a por ella. Me dabaigual. Incluso era mejor para mí, porque así acabaría con

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    aquello antes de lo esperado, pudiendo liquidar a Manuel ysalir de aquella pocilga lo antes posible.

    Me escondí tras la puerta abierta del salón y esperé a queManuel entrase para abordarlo por detrás. Cuando entró,

    agitado porque se le hacía tarde, se fue directo a por lagorra, y yo me lancé encima de él como un depredador, perose asustó tanto que me hundió el codo en la cara y me tiró deespaldas. No esperaba esa reacción, francamente, por esoacabé tirado en el suelo, medio noqueado y con la boca llenade sangre.

    -¡¿Qué coño hace en mi casa?! –me preguntó a voces,muy nervioso, mientras cogía un bate de béisbol que habíasobre la mesa, oculto entre los papeles.

    Yo no hacía más que colocarme bien el pasamontañas ytragar sangre mientras trataba de incorporarme, pero todome daba vueltas y los ojos me lloraban. Cuando Manuel vioque me estaba intentando poner de pie, me asestó un fuertegolpe con el bate en la espalda, lo que me hizo caer yquitarme de un plumazo todas las ganas de volver a intentarlevantarme.

    Estaba allí tirado, temblando de dolor y miedo, sabiendoque aquello se me había ido de las manos por completo.

    -Quítate el pasamontañas, hijo de puta. –me ordenó,

    amenazando con volver a estrellarme el bate contra lascostillas o lo que más doliese.

    No obedecí, y eso me costó un buen golpe en el costado.-Que te lo quites, coño.No quería recibir otro golpe porque sabía que acabaría

    con algún órgano reventado, así que me quité aquel trapo dela cara y la sorpresa de Manuel fue mayúscula. No podíacreer que su viejo compañero de trabajo fuese el indeseableque se había colado en su casa.

    -Manuel, cálmate tío –dije amablemente, tratando desalvar el pellejo de forma patética-, pensé que esta casaestaba abandonada y quería echar un vistazo –tragué salivay sangre-. Joder, yo no sabía que vivías aquí… esto es unaterrible coincidencia.

    -¿Un vistazo para qué?-Para hacer fotos. Buscaba un buen lugar para hacer

    fotos –era increíble que aquella excusa tan lamentable ypoco verosímil hubiese salido de mi boca.

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    Manuel no se dignó ni a contestarme. En vez de eso, semetió la mano en el bolsillo y sacó el móvil, por lo quesupuse que iba a llamar a la policía y a buscarme la ruina.Ojalá hubiese podido levantarme y machacarle esa cabeza

    de indio, pero no podía; estaba demasiado apaleado paraponerme en pie, así que mi única opción era quedarme en elsuelo y esperar a que llegase la policía.

    Empezaba a arrepentirme de todo lo que había hecho, yno por las muertes, sino por cómo acababa de destrozarmela vida. La vida que siempre había soñado, y que por culpade una maldita paranoia había tirado por la borda.

    Manuel empezó a hablar, pero por su forma de saludar noparecía que estuviese hablando con la pasma. No, ni muchomenos; estaba hablando con Eduardo, el dueño deBurgerland . Había llamado para avisar que estaba enfermo yno podría ir a trabajar, algo que obviamente era mentira.¿Cuáles eran entonces sus planes? ¿Por qué habíamentido? Imaginé que pretendía pasarse toda la nochetorturándome o algo así. Algo jodido, como para mentir en eltrabajo con la intención de no ir y así tener toda la noche librepara dedicármela. ¿Qué coño se le estaba pasando por lamente a aquel panchito que, al menos cuando lo tuve decompañero, era un pedazo de pan?

    Se despidió de Eduardo, colgó y marcó otro número.-Alejandro, pásate por mi casa ahora mismo –hizo una

    pausa-. Sí, tengo uno que puede servir. Seguro, vamos –otrapausa-. Venga, aquí te espero.

    Colgó.Mi incertidumbre aumentaba por segundos, igual que el

    pánico, y el no saber qué diablos tramaba ese animal meestaba atacando de los nervios, así que volví a intentarponerme de pie para defenderme o dar pena, pero lo único

    que conseguí fue otro golpe con el bate y comerme el suelonuevamente.-Si vuelves a moverte te abro la cabeza –me dijo alzando

    la voz.-¿Qué… qué coño… vas a hacer? –pregunté sin fuerzas,

    escupiendo sangre y tosiendo mucho nada más acabar lapregunta.

    -Tú estate calladito y no te volveré a pegar.Manuel dejó el teléfono móvil sobre la mesa y se acercó a

    un mueble bar que había en una esquina del salón. Abrió la

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    vitrina y sacó una botella de anís, o eso me pareció. Le dioun trago muy largo, hasta apurar lo poco que quedaba.Luego se acercó a mí, y sin mediar palabra me asestó unapatada en la cabeza que me hizo perder el conocimiento. No

    sé a qué vino aquello, incluso obedecí y me quedé callado,tal y como me mandó, pero igualmente me pateó la cabeza.Jodida rata sin palabra.Cuando me desperté seguía en el suelo, pero ahora

    estaba maniatado, y en la habitación había dos personasmás además de Manuel; uno de los tipos nuevos llevabatraje y corbata, algo de melena y un prominente bigote demotero, de esos que caen por las comisuras de los labioshasta el mentón. El otro hombre estaba totalmente calvo,incluso sin cejas, y llevaba puesto un pantalón vaquero y unacamisa blanca remangada.

    Manuel y el tipo del traje estaban sentados en el sofácharlando, aunque no alcanzaba a entender nada. Sólo séque en un momento de la conversación, el del traje se sacóun fajo de billetes bastante gordo y se lo dio a Manuel, quecon una sonrisa pícara lo cogió sin rechistar.

    El calvo estaba muy serio, de pie junto a la mesa,buscando algo dentro de un maletín negro. Primero sacó unbisturí, luego una especie de bandeja de acero inoxidable, y

    finalmente unos guantes de látex.En el suelo, muy cerca de mí, había una pequeña nevera

    roja de playa, y eso me trajo a la memoria algo inquietante:cuando tenía diecinueve años escribí un relato sobre tráficode órganos; gente que despertaba en una bañera llena dehielo, con dos cicatrices que indicaban que sus riñoneshabían sido extraídos, muy probablemente con la intenciónde ser vendidos en el mercado negro o Dios sabe dónde, yque la vida de ese pobre imbécil estaba a punto de terminar.

    En ese preciso momento, mientras recordaba aquel relatoprimerizo y contemplaba el panorama que había allí dentro,podía intuir que yo no acabaría en una bañera llena de hielo,sino en la cuneta de alguna carretera solitaria, degollado ycon varios órganos menos. Quería hablar, quería insultar atodos aquellos hijos de puta con las palabras másdesagradables que se me ocurriesen, pero estabademasiado machacado y, para qué engañarnos, asustado.Sabía que estaba muy jodido, y que aquello había tomado un

    rumbo absolutamente rocambolesco y surrealista. Quién iba

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    a decirme que aquella mañana cuando me levanté, mientrastomaba el primer café del día, acabaría metido en un lío asíantes del anochecer, en manos de unos traficantes deórganos sin escrúpulos.

    -Venga, acaba ya que tenemos que irnos –le dijo el tipodel traje al calvo, al mismo tiempo que se encendía uncigarro con un zippo  dorado. El calvo asintió y se acercó a mícon el bisturí en la mano y los guantes de látex puestos. Meagarró del pie y empezó a arrastrarme en dirección al cuartode baño, pero pataleé y grité, a punto de llorar. No se lo iba aponer fácil a nadie.

    El tipo del traje, con el cigarro en la boca, se levantó delsofá y me dio una buena patada en el costado. Eso hizo queme estuviese quieto mientras trataba de recuperar larespiración, pero el calvo aprovechó mi tregua para continuararrastrándome hacia el cuarto de baño. El hombre trajeadose volvió a sentar mientras reía la gracia –esa patada- conManuel.

    Una vez dentro del cuarto de baño, el calvo me soltó elpie y se ajustó los guantes. Luego me cogió de la partetrasera de la chaqueta y me colocó sobre el borde de labañera, apoyándome en el pecho. Suponía que me iba acortar el cuello y a dejar que la sangre se fuese por el

    desagüe, para que no manchase nada y todo fuese lo máslimpio posible. Trataba de serenarme, pero obviamente eraimposible. Ya podía sentir como la cuchilla del bisturí mecortaba el cuello y la tráquea, mientras una cascada desangre caliente inundaba aquella mugrienta y oxidadabañera. No podía hacer otra cosa que pensar en si medolería o no. Si tardaría mucho en morir o, por el contrario, larápida pérdida de sangre me anestesiaría de algún modohasta palmarla.

    Justo cuando ya tenía los ojos cerrados y los labiosapretados hasta ponerse blancos, esperando el fatalmomento, escuché que los pasos del calvo se alejaban hastasalir de la habitación. Hubo un momento de silencio, pero elcabrón no tardó en regresar, y lo hizo con la nevera de playaen una mano y una pistola pequeña con silenciador en laotra. En aquella postura me costaba mucho mirar hacíaatrás, ya que debía girar demasiado el cuello, pero queríasaber lo que estaba ocurriendo a mis espaldas. Cuando vi la

    pistola me alegré, porque prefería mil veces un disparo en la

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    cabeza que la agonía de pasar mis últimos instantes de vidacon el cuello abierto y notando como se me escapaba el airepor la garganta. El calvo, inexpresivo, estaba revisando elarma, enroscando con fuerza el silenciador y asegurándose

    de que el seguro estaba quitado.Tal y como me había colocado aquel hijo de puta podríalevantarme perfectamente, pero él confiaba en que la palizaque me habían dado me mantuviese quietecito y aturdido, loque ocurre es que cuando sabes que van a matarte usashasta el último aliento para intentar salvar el pellejo, inclusosi te han apaleado con un bate de béisbol. Era evidente queaquel tipo no se había visto jamás en mi situación, y por esome subestimó. Yo no tenía expectativas de salir de allí convida, pero al menos trataría de sacarle un ojo antes de queme acribillase a tiros. Así me iría contento al otro lado.

    Me levanté muy rápido, aprovechando que el desgraciadoestaba más pendiente de la pistola que de mí, y cuandoquiso darse cuenta de que el pobre capullo ensangrentadose había puesto en pie con un cabreo considerable, ya mehabía lanzado sobre él, tirándolo al suelo y poniéndomeencima. Antes de que pudiese pedir ayuda, le puse lasmanos en el cuello –los muy inútiles me habían atado con lasmanos por delante- y apreté con fuerza. Le hundí los

    pulgares en la garganta hasta aplastarle la tráquea, y pudever como le explotaban todas las venas de los ojos, a la vezque la cara se le ponía roja y morada -tuve suerte de que lapistola se le cayera al tirarlo al suelo, así no tuvo laoportunidad de usarla-. Apreté aquel cuello delgaducho hastaque todo el cuerpo se dejó de mover, y sentí ganas dereventarle su cabeza calva y brillante a patadas, pero noquería hacer ruido. Todo había sido silencioso y rápido, y eso

     jugaba en mi favor porque los dos cabrones del salón

    pensaban que aquello estaba saliendo según lo planeado:que yo debía estar ya bien muerto, y que el matasanos delDiablo estaría sacándome los riñones, el hígado, o lo quecoño quisieran de mí.

    Me incorporé como pude, muy dolorido, y recogí la pistoladel suelo. Comprobé que estaba cargada y que el seguroestaba quitado, porque aunque jamás había tenido un armade verdad en mis manos, sabía cómo hacerla funcionar.Permanecí en silencio, tratando de escuchar lo que se cocía

    fuera del cuarto de baño; Manuel y el tío del traje estaban

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    hablando de fútbol entre risas y bromas, muy tranquilos, sinpercatarse de nada.

    Planeé mi salida triunfal pegándole un tiro a cada uno ylargándome de allí, pero en realidad quería recrearme…

    Vengarme, para ser claros. Contaba con la ventaja del factorsorpresa, porque sabía que lo último que esperaban eraverme salir de aquella infecta habitación encañonándolos, asíque no me lo pensé dos veces y salí de allí. Cuando mevieron aparecer, ambos hicieron ademán de levantarse; eldel traje incluso se sacó una navaja con una rapidezasombrosa, pero enseguida le apunté con la pistola y leordené que la tirara. Obedeció, pero la cara de arrogancia nose le iba, así que le propiné un puñetazo tan fuerte que sedesplomó de costado sobre una mesita de cristal que habíadelante del sofá, haciéndola añicos y esparciendo miles detrocitos de vidrio por toda la habitación. Me puse en cuclillaspara cachearlo y asegurarme de que no llevaba otra arma.Mientras lo hacía miré a Manuel, que estaba blanco demiedo, y le guiñé un ojo. Luego me volví a incorporar sindejar de apuntarles con la pistola.

    -¿Se puede saber qué coño os pasa? –Pregunté irritadopero jocoso. Ya no sentía miedo, y el saber que tenía lasituación bajo control me hacía sentir seguro y tranquilo.

    El tipo del traje abrió la boca para hablar, pero antes deque tuviese tiempo de articular palabra le interrumpí con un ati no te quiero escuchar , e inmediatamente después ledisparé en la cara. Pude ver perfectamente como la balaentraba justo al lado de la nariz y salía por la parte traseradel cráneo, impactando en el suelo y haciendo un agujero. Elcuerpo se desplomó bruscamente, y la cabeza del muertoempezó a ser rodeada por un charco de sangre que crecíapor segundos.

    Manuel, al ver que mis intenciones no eran nada buenas,se puso de rodillas mientras sollozaba y suplicaba piedad.-Ahora tienes miedo ¿eh? –en mi cara había dibujada una

    media sonrisa de maldad y satisfacción.-Dios mío, Ismael… Dios mío, perdóname. Esto… esto no

    tenía nada que ver contigo. En Burgerland  pagan poco y…-Y te ganas un sueldo extra robando órganos –acabé la

    frase por él.-Ismael, esto ha sido un error… un error muy grande, Dios

    mío, haré lo que quieras… –lloriqueó patéticamente, mientras

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    se le caía la baba y la cara se le llenaba de lágrimas ymocos.

    -No, no quiero que hagas nada. Iba a matarte de todasformas. ¿Qué pensabas que estaba haciendo en tu casa?

    ¿Creías que estaba aquí para robarle a un muerto de hambrecomo tú?Manuel cambió su cara de pánico por una de perplejidad

    absoluta. Los ojos abiertos como platos.-Sólo he venido a matarte, zorra.El disparo salpicó la pared de sangre y Manuel cayó al

    suelo, junto al otro cadáver, con un orificio de salida en lanuca del tamaño de una nuez.

    Salí de la casa de los horrores cojeando, goteando sangrepropia y ajena, sin mirar atrás y asegurándome de que nadiese percataba de mi lamentable estado. Lo cierto es que nohabía nadie por allí cerca. Todo estaba desierto, en silencio yen penumbras, y las pocas farolas que había dispersas por ellugar iluminaban tenuemente entre parpadeos. Un ambientesórdido y siniestro que reflejaba las barbaridades que sehabían cometido allí sin que nadie supiese nada. Se podíanrespirar el terror y la muerte. Sí, ahora entendía las razonespor las que aquellos malnacidos habían elegido llevar a cabosus fechorías en aquella casa; el lugar no podía ser más

    adecuado.Subí al coche y me recosté en el asiento mientras trataba

    de tranquilizarme y despejar mi mente, respirando hondo,con los ojos cerrados.

    -He salido, he salido… –me repetía a mí mismo en vozmuy baja, casi susurrando, con la intención detranquilizarme, porque aunque, efectivamente, hubiese salidode allí, el miedo seguía metido en mis huesos.

    Eduardo era la única persona que quedaba para

    completar mi cruzada. Era la última pieza del puzzle, y ya nohabía forma de dar marcha atrás, aunque es cierto quetampoco quería darla. No podía evitar pensar que todo lo queestaba haciendo era absurdo, porque el problema estaba enmi cabeza. El problema era mío, no de aquella panda dedesgraciados que trabajaban en Burgerland . Era mi trauma ymi tormento, no el de ellos; ellos eran felices con sus vidasmiserables y rutinarias, y yo era el desgraciado quenecesitaba asesinarlos y romper con un pasado bochornoso

    que me pesaba como una gigantesca losa sobre el pecho,

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    oprimiéndome la caja torácica. Definitivamente, ni Ana, niGustavo, ni Manuel tenían la culpa de que yo, un putochiflado, no pudiese vivir con esa mancha en mi vida, pero,¿acaso no tenía derecho a ser feliz y sentirme realizado por

    una vez en mi maldita existencia? Y si para lograr esoconsideraba necesario asesinar a mis antiguos compañerosde trabajo, cuya presencia en el mundo no hacía más quevincularme a un pasado humillante y mediocre, ¿no tenía elderecho de matarlos a todos? No, lo cierto es que no, peroya era hora de pensar en mí.

    Mi cruzada estaba a punto de llegar a su final, y queríaque todo acabase esa noche, pese a estar machacado yagotado como nunca. Un último y sobrehumano esfuerzopara poder quedarme tranquilo de una vez por todas,olvidándome para siempre de las vigilancias, la sangre, laspuñaladas y los guantes de látex. Borrón y cuenta nueva, yuno cuantos días de reposo en casa.

    Puse en marcha el coche y me fui directamente aBurgerland , pensando en hacerlo todo lo más rápido posible.Aparqué en la acera de en frente y observé, porque Eduardodebía de estar a punto de salir. Quedaban diez minutos paracerrar.

    Eduardo se había visto obligado a contratar personal

    nuevo debido a que todos sus antiguos trabajadores estabanmuertos, y, como es lógico, él solo no podía sacar elrestaurante adelante. ¿Qué pensaría el pobre desgraciadoacerca de que todos sus trabajadores estuviesen muriendosucesivamente? Debía ser desconcertante y aterrador.

    Las luces del establecimiento se apagaron, salieron doschavales –imaginé que serían parte de la nueva plantilla-, yse alejaron juntos calle abajo. Esos no me interesaban; yoquería a Eduardo, pero supuse que estaría cuadrando la caja

    y por eso tardaba en salir.Mi plan era esperar a que saliese, seguirlo con el coche, yal primer momento propicio pegarle dos tiros desde laventanilla, pero ¿por qué hacerlo en plena calle, pudiendoser visto, si podía meterme en Burgerland  y matarlo allí? Esaotra idea me gustó mucho más, así que no tardé en apearmedel vehículo, colocarme otra vez el pasamontañas y entrar enel local a paso ligero, aunque cojeando. Eduardo salió de suoficina diciendo con desgana que ya habían cerrado, pero

    cuando se asomó a la barra y vio a un tipo con

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    pasamontañas y armado, cerró la boca súbitamente y sequedó inmóvil. Nos miramos durante unos segundos, y porun momento llegué a pensar que me había reconocido consólo verme los ojos, pero lo cierto es que no me importaba.

    De hecho, me importaba tan poco que pensé en confesarlemi identidad antes de matarlo, pero no quería alargar aquellomás de lo necesario, así que le apunté a la cabeza y disparéuna sola vez.

    Habiéndome ensuciado tanto y teniendo a mis espaldasvarios asesinatos, sospechaba que las cosas no saldríanbien y que la policía me terminaría cogiendo en cuestión dedías, pero me quedaba un as en la manga, y es que despuésde descubrir el pastel que ocultaba Manuel, consideré que latrama se había complicado bastante para la policía, y yo sela iba a complicar algo más.

    Dejé el cuerpo de Eduardo tirado en el suelo, tras la barra,y salí del local para meterme en el coche y volver a la casade los ladrones de órganos. El lugar seguía desierto, con laúnica presencia de los grillos, que no paraban de cantar, y elinterior de la casa estaba tal y como lo dejé, con un ligeroolor a sangre en el aire.

    Se me estaba poniendo muy mal cuerpo porque, pese a loque estaba haciendo, yo no era un psicópata, sino una

    persona normal y corriente, tratando de enmendar su pasadopara disfrutar del presente, y por lo tanto no me sentíacómodo estando entre cadáveres, sangre y mutilaciones.

    Dejé la pistola –que pertenecía al ladrón de órganoscalvo- tirada en el suelo, de esa forma cuando la policíadescubriese lo que había ocurrido allí, pensaría que setrataba de un ajuste de cuentas, un mal entendido, o vete túa saber qué. Era la misma pistola que había acabado con lavida de Eduardo, algo que confundiría aún más a la policía,

    pues deduciría que él también estaba metido en el ajo y poreso le mataron.¿Los empleados de Burgerland   muertos? Cuando

    averiguasen que uno de ellos estaba relacionado con el robode órganos, quizá atasen cabos y llegaran a la conclusión –errónea, obviamente- de que todos estaban vinculados, yque quizá los habían matado para silenciar testigos.Carpetazo, fin del tema y a otra cosa. Habiendo de por mediouna banda de ladrones de órganos, yo era la última persona

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    de la que sospecharían, incluso habiendo sido el únicosuperviviente de la masacre.

    Registré el cadáver del tipo del traje en busca de su zippo  dorado, y en el bolsillo interior lo encontré. Lo encendí y lo

    dejé en el suelo, de pie, con su llama bailarina. Entré en lacocina y volví a fijarme en las manchas de sangre que habíaen el fregadero, pero después de saber lo que se cocía enesa casa no me costaba imaginar cuál era la procedencia deesas manchas. Dejé el gas de la hornilla abierto y salí de lacasa mientras me limpiaba con un trozo de papel higiénico lasangre reseca que aún tenía en la cara.

    A mis espaldas, y poco antes de llegar al coche, la casaexplotó. No fue una explosión como las de las películas, yeso era lo que esperaba; primero se oyó un estruendo, ymilésimas de segundo después las ventanas y la puertareventaron, dejando paso a unas grandes lenguas de humonegro que ascendían hacia el cielo nocturno. Para cuandome empecé a alejar con el coche, las llamas inundaban todala casa.

    Intentaron asesinarme y yo los maté a todos. Dejé a mipaso un reguero de muerte y destrucción, y eso me haciasentir enorme, como un ángel vengador. Mientras me alejabay miraba por el espejo retrovisor como la casa era pasto del

    fuego, me sentía capaz de cualquier cosa, pero ya nada deeso sería necesario. Las personas que debían morir estabanmuertas, así que mi trabajo había terminado por fin.

    Esa noche llegué a casa sobre las dos de la madrugada yme fui directo a la cama. Dormí –o perdí el conocimiento, noestoy seguro-con la ropa puesta, y jamás disfruté tanto deunas horas de sueño. Dormí en paz, tranquilo y liberado.

    A la mañana siguiente las sábanas estaban manchadasde sangre.

    Cuando volví del trabajo, con un pendrive que contenía unartículo a medio acabar sobre la película Deliverance  metidoen el bolsillo, no esperaba volver a tener contacto con lapolicía, y mucho menos ese día. Sobre las cinco de la tarde,mientras merendaba una copa de bourbon con hielo, sentadofrente al portátil y tecleando las últimas líneas del artículo,llamaron a la puerta; era otra vez la misma pareja de policías

    que habían venido días atrás para preguntarme sobre la

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    muerte de Ana. De nuevo, la rutina de siempre: me dijeronque querían hacerme unas preguntas porque en Burgerland  había ocurrido una tragedia total y absoluta, un crimen tangrotesco y absurdo que a nadie le entraba en la cabeza, y

    que como yo era, casualmente, el único que había salvado elpellejo, resultaba bastante sospechoso, así que me iban hahacer otro puñado de preguntas. No me acusarondirectamente, pero me dieron a entender que algo olía malconmigo, aunque me extrañó mucho que no me preguntaranpor los moratones de mi cara, porque en el trabajo sí que sehabían fijado, y a todos les dije que tuve un tropiezo con labicicleta. Lo de caerse por las escaleras era demasiadotópico.

    Invité a los policías a tomar algo, aunque daba por hechoque no iban a querer nada. Me equivoqué; el gordito me dijoque estaba seco, y que encantado se tomaría un vaso deagua. Los dejé sentados junto a la mesa de la sala de estar.Yo fui a la cocina a por un par de vasos de agua, y mientrasllenaba del grifo el primero de ellos, mi mirada se posó sobreel cajón entreabierto de la encimera, el cual dejaba a la vistaun buen montón de cuchillos, algunos de ellos muy grandes.

    No podía creer lo fácil que había sido matar a toda esagente.

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    Dinero sangriento para Farrow

    John y Cogan, hermanos, habían perdido a su familia alos once años a manos de los indios apaches, que atacaronsu granja durante una tormentosa noche de otoño. Lossalvajes llevaron el infierno a aquel hogar, sin piedad, sin elmás mínimo atisbo de humanidad en sus actos. Mientras lospadres de John y Cogan dormían, dos indios entraronsilenciosamente en la habitación y aplastaron el cráneo del

    padre con un mazo de madera. La madre despertó entregritos, con el rostro salpicado de sangre, pero su pánicodesapareció cuando fue decapitada con dos fuertes golpesde hacha. Los niños despertaron al escuchar los alaridos y elalboroto, se levantaron de la cama y John se asomó al pasillocon cuidado para ver qué estaba ocurriendo. Vio a uno de losindios salir del cuarto de sus padres bañado en sangre, conlas cabezas cortadas de ambos en una mano, sujetándolaspor el pelo. Al ver semejante escena, los niños salieron por laventana antes de que los salvajes entraran en su cuarto paraejecutarlos también y cobrarse otro par de trofeos. Huyeron através del bosque, sin mirar atrás. Tropezando, cayendo alsuelo y volviéndose a levantar para continuar corriendo hacianinguna parte, lo más lejos posible de aquella matanza. Nitiempo tuvieron de llorar por la muerte de sus padres.Mientras, los indios saquearon la granja y luego laincendiaron hasta los cimientos.

    Aquellos muchachos vivieron durante años mendigando,robando, tratando de salir adelante en aquella miseria que

    les había tocado vivir. Un día robaban pan, otro la comidaque algún granjero daba a los cerdos, y de vez en cuando seaventuraban a atracar a alguien, con el riesgo que estoconllevaba. Incluso intentaron trabajar como peones a lasórdenes de un furioso y obeso capataz, pero finalmenteabandonaron. Su orgullo y el hecho de haberse vistoobligados a ganarse la vida a tan temprana edad, sindisfrutar de nada parecido a una infancia, los convirtió en

     jóvenes rebeldes problemáticos. Delincuentes.

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    Luego se unieron a las filas de trabajadores que sedejaban la salud construyendo ferrocarriles, pero tampocoestaban interesados en ese mundo, y no tardaron en buscarun medio más fácil y rápido con el que ganarse el sustento.

    A los veintidós años descubrieron un negocio rentablecomo pocos: el robo de caballos. Pasaron años dedicándosea ésta ilícita actividad, aún sabiendo que estaba penada conla muerte, pero ellos siempre habían tenido suerte.Sobrevivieron a los apaches y a la pobreza, ¿por qué iban apreocuparse por la ley? Sólo los cobardes y los torpes sonatrapados y colgados en la horca, y ellos no eran ni una cosani otra, pero la realidad era bien distinta. La realidad era queestaban a punto de morir, y no tenían ni idea.

    Los pobres desgraciados no podían imaginar que uncazarrecompensas llamado Jack Farrow les seguía la pistadesde hacía un par de días. La recompensa por atrapar vivoso muertos a aquellos dos malhechores era de ochocientosdólares, una suma nada desdeñable que Farrow no dejaríaescapar. Tan sólo esperaba el momento oportuno paraasaltarlos por sorpresa.

    Dicho momento no tardó en ser propicio, pues ambosladrones, tras pasar todo el día cabalgando, y ante la

    inminente caída de la noche, decidieron alojarse en unaacogedora cabaña en mitad de bosque, aparentemente sindueño.

    Se apearon de los caballos y los amarraron a un poste demadera clavado en la tierra. Luego, entraron en la cabañarevólver en mano, pero al ver que no había nadie dentro lovolvieron a enfundar. El lugar no parecía llevar mucho tiempoabandonado, y su aspecto era realmente cálido. Había uncolchón tirado en el suelo con un par de mantas desdobladas

    encima, una pequeña chimenea y una mesa de madera algodesgastada y llena de muescas, acompañada de un tabureteendeble. Aquello era perfecto para resguardarse del frío y dela tormenta que se aproximaba, cuyos rayos ya podíanvislumbrarse en la lejanía, iluminando el horizonte. Los dosmuchachos se acomodaron allí dentro, esperando pasar unanoche tranquila y reconfortante. A la mañana siguientecontinuarían su camino hacia Méjic