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Siete Cuentos Japoneses Versiones de Fernando Barbosa

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Siete cuentos japoneses

Versiones de Fernando Barbosa

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CONTENIDO

Pag.

EL TATUAJE

de TANIZAKI Junichirô 1

EL FAROL MAGICO

de DAZAI Osamu 6

UN SUCESO

de SHIGA Naoya 10

LA CAMELIA

de SATOMI Ton 14

EN CONSTRUCCION

de MORI Oogai 17

APAREAMIENTO

de KAJII Motojirô 22

AMOR PLATONICO

de KANAI Mieko 27

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CUENTOS JAPONESES 1

EL TATUAJE

por Tanizaki Junichirô 1 Trad. Fernando Barbosa

Estas cosas sucedieron en un tiempo cuando la noble virtud de la frivolidad aún florecía, cuando la incansable lucha diaria por la existencia era todavía desconocida. Ninguna nube oscurecía los rostros de los jóvenes aristócratas y galanes en la corte. Las damas de honor y las grandes cortesanas siempre lucían sonrisas en sus labios. La ocupación de cómico y las habilidades profesionales de los entendidos en casas de té2, se mantenían en gran estima. La vida era pacífica y llena de alegría. En las piezas de teatro y en los escritos de la época, la belleza y el poder eran tratados como inseparables. La belleza física, especialmente, era la razón principal de la vida y para conseguirla la gente iba tan lejos como fuera para ser tatuados. Sobres sus cuerpos, brillantes líneas y colores se confundían en una suerte de danza. Cuando se visitaban los distritos del placer, escogerían como cargueros para sus literas a quienes tuvieran los cuerpos magistralmente tatuados, y las cortesanas de Yoshiwara y Tasumi entregarían su amor a hombres cuyas figuras ostentaran hermosos tatuajes. Quienes frecuentaban los escondrijos de los tahúres —bomberos, mercaderes y hasta samurais—, todos se valían del arte del grabador de tatuajes. Las exhibiciones de tatuajes eran arregladas con frecuencia y allí los participantes, señalando las marcas tatuadas en los cuerpos de cada uno de los otros, se enorgullecían del diseño original de algunos y criticaban los defectos de los demás. 1 Se conserva la costumbre japonesa de anteponer el apellido al nombre. 2 Casas de Geishas.

Había un joven grabador de tatuajes de talento sobresaliente. Estaba de moda y su reputación rivalizaba hasta con al de los grandes maestros de antaño, Charibun de Asakusa, Yakkohei de Matsushimachô y Konkonjirô. Sus trabajos eran muy apreciados en las exhibiciones de tatuajes y la mayoría de sus admiradores aspiraban a convertirse en clientes suyos. Mientras el artista Darumakin era reconocido por sus finos dibujos y Karakusa Gonta lo era como maestro del tatuaje bermellón, este hombre, Seikichi, era famoso por la originalidad de sus composiciones y por su voluptuosa calidad. Previamente había adquirido una cierta reputación como pintor. Había pertenecido a la escuela de Toyokuni y Kunisada3 y se había especializado en pintura. Al descender al rango de grabador de tatuajes, logró preservar el verdadero espíritu de un artista y una gran sensibilidad. Rechazó el realizar su trabajo en personas cuya piel o físico general no lo atrajera, y aquellos clientes a quienes decidía aceptar tenían que aprobar implícitamente el diseño que él seleccionara y el precio. Más aún, tenían que resistir durante uno o dos meses el doloroso tormento de sus agujas. En el corazón de este joven grabador de tatuajes se escondían insospechadas pasiones y placeres. Cuando el pinchazo de sus agujas hacía que la carne se hinchara y que brotara la sangre carmesí, sus pacientes, incapaces de soportar la agonía, dejaban escapar gemidos de dolor. Entre más gemían, mayor era el extraño placer del artista. Tomó particular deleite en los diseños bermellón que son reconocidos como los tatuajes más dolorosos. Cuando sus

3 Toyokuni (1769-1823). Famoso grabador, ilustrador de libros y pintor. Desarrolló un estilo particular para retratos de actores de Kabuki que se convirtió en modelo para sus seguidores. Kunisada (1786-1910), destacado discípulo de Toyokuni.

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clientes habían recibido quinientas o seiscientas punzadas con la aguja y tomaban entonces un baño de agua hirviente para avivar los colores, a menudo caían medio muertos a los pies de Seikichi. Mientras yacían incapaces de moverse, les preguntaba con una sonrisa de satisfacción: "¿así que de verdad duele?" Si tenía que vérselas con un interesado pusilánime, de los que hacen crujir los dientes o dan alaridos de dolor, Seikichi le diría: "realmente pensé que usted era de Kyoto donde se supone que la gente es corajuda. Por favor, trate de ser paciente. Mis agujas son extraordinariamente dolorosas." Y mirando de reojo a la cara de la víctima, ahora humedecida con lágrimas, continuaría su trabajo con total indiferencia. Al contrario, si el paciente aguantaba la agonía sin desfallecer, le diría: "¡ah!, usted es más valiente de lo que parece. Pero espere un poco. Pronto será incapaz de resistirlo en silencio. Trate hasta que pueda." Y reiría dejando ver sus blancos dientes.

* * * Desde hace ya muchos años, la gran ambición de Seikichi ha sido la de tener bajo su aguja la lustrosa piel de una joven hermosa, en la cual ha soñado tatuar, como si lo fuera, su propia alma. Esta imaginaria mujer debía llenar muchas condiciones tanto físicas como de carácter. Un lindo rostro y una piel fina por si solas no satisfarían a Seikichi. En vano había buscado entre las bien conocidas cortesanas a una mujer que alcanzara su ideal. Su imagen permanecía constante en su mente y aunque ya han pasado tres años desde cuando emprendió la búsqueda, su deseo solamente ha crecido con el tiempo. Fue en una noche de verano mientras caminaba por el distrito de Fukagawa cuando un pie femenino de

deslumbrante blancura, que desapareció tras las cortinas de un palanquín, le llamó la atención. Un pie puede transmitir tantas variedades de expresión como una cara y este pie blanco le pareció a Seikichi como la más singular de las joyas. Los dedos perfectamente torneados, las uñas iridiscentes, el redondeado talón, la piel tan lustrosa como si hubiera sido bañada por años en las límpidas aguas de alguna quebrada montañera. Todo se combinaba para hacer de ese un pie de absoluta perfección, diseñado para excitar el corazón de un hombre y dejar huella en su alma. Seikichi supo de inmediato que este era el pie de la mujer que había buscado durante estos largos años. Alegremente corrió detrás del palanquín con la esperanza de tener un atisbo de la ocupante. Pero después de seguirla por varias calles, lo perdió de vista en una esquina ... Desde entonces, lo que había sido un vago deseo se transformó en la más violenta de las pasiones. Una mañana, pasado un año, Seikichi recibió una visita en su casa del distrito de Fukagawa. Era una jovencita enviada en un viaje especial por una amiga suya, una geisha del barrio de Tatsumi. "Discúlpeme, señor," dijo la joven con timidez. "Mi dueña me ha pedido entregarle personalmente este abrigo y pedirle con amabilidad el favor de hacerle un dibujo en el forro." Le entregó una carta y un abrigo de mujer, este último envuelto en un papel que llevaba el retrato del actor Iwai Tojaku. En su misiva la geisha le informaba a Seikichi que la joven mensajera le acababa de ser dada en custodia y que pronto haría su debut como geisha en los restaurantes de la capital. Ella le pedía a él hacer lo que estuviera a su alcance para promover a la joven en su nueva carrera. Seikichi observó cuidadosamente a la visitante quien, con sólo dieciséis o diecisiete años, tenía en su rostro algo

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de una extraña madurez. En sus ojos se reflejaban los sueños de todos los hombres apuestos y de las mujeres bellas que habían vivido en esa ciudad, en la que convergían las virtudes y los vicios de todo el país. Entonces la mirada de Seikichi se dirigió al delicado pie que calzaba unas g e t a 4 con trenzas de paja. "¿Podría haber sido usted la que saliera del restaurante Hirasei en un palanquín el pasado mes de junio?" "Sí, señor, fui yo," dijo sonriendo ante tan inusitada pregunta. "Mi padre vivía aún y ocasionalmente me llevaba al restaurante Hirasei." "He estado esperándola a usted durante cinco años," dijo Seikichi. "Esta es la primera vez que veo su cara pero la reconozco por su pie ... Hay algo que quisiera ver. Por favor siga adentro y no tenga miedo." Al decirlo, tomó la renuente mano de la joven y la condujo escaleras arriba a una habitación que tenía vista sobre el gran río. Fue y trajo dos grandes kakemono 5 y desenrolló uno de ellos ante ella. Era una pintura de Mo Hsi, la princesa favorita del emperador Chou, el Cruel. Lánguidamente, permanecía inclinada sobre la balaustrada y el borde de su vestido de rico brocado reposaba sobre los descansos de la escalera que daba al jardín. Su pequeña cabeza parecía demasiado delicada para soportar el peso de su corona que estaba incrustada de lapislázuli y coral. En su mano derecha sostenía una copa ligeramente inclinada y con una expresión indolente observaba a un prisionero que iba a ser decapitado en el jardín inferior. Con mano firme y el pie plantado, él estaba allí esperando su último momento. Sus ojos estaban cerrados y su cabeza doblada hacia abajo. Las pinturas con tales escenas 4 Sandalias de madera. 5 Rollos con pinturas sobre papel o seda para colgar.

tienden a la vulgaridad. Pero el pintor había retratado las expresiones de la princesa y del condenado tan hábilmente que hacían de este kakemono una obra de arte consumado. Por un instante la joven muchacha fijó su mirada en la extraña pintura. Inconscientemente sus ojos comenzaron a brillar y sus labios temblaron. Gradualmente se rostro se asemejó al de la joven princesa china. "Tu espíritu está reflejado en esa pintura," dijo Seikichi, sonriendo con placer al contemplarla. "¿Por qué me ha mostrado esa pintura tan terrible?" preguntó la joven mientras pasaba su mano por la frente pálida. "La mujer pintada aquí eres tú misma. Su sangre fluye por tus venas." Seikichi, entonces, desenrolló otro kakemono cuyo título era «Las víctimas». En el centro de la pintura, una mujer joven recostada contra un cerezo miraba un grupo de cadáveres de hombres que yacían a sus pies. Orgullo y satisfacción era lo que dejaba ver su rostro lívido. Saltando entre los cadáveres, una manada de pequeños pájaros trinaba alegremente. ¡Imposible decir si la pintura representaba un campo de batalla o un jardín de primavera! "Esta pintura simboliza tu futuro," dijo Seikichi señalando el rostro de la joven mujer que, de nuevo y extrañamente, se parecía al de la visitante. "Los hombres caídos en el suelo son aquellos que perderán la vida por ti." "¡Oh! Perdóneme," gimió, "aleje esa pintura." Y como para escapar de su terrífica fascinación le dio la espalda al kakemono y se volteó sobre el tatami 6. Allí permaneció con los labios trémulos y con todo el cuerpo temblando horrorizado. "Maestro, le confesaré ... Como usted lo ha imaginado, tengo en

6 Piso de esterilla.

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mí la naturaleza de esa mujer. Tenga piedad de mí y oculte esa pintura." "¡No hables como una cobarde! Al contrario, deberías estudiar con más cuidado la pintura y pronto dejarías de ser atemorizada por ella." La muchacha no fue capaz de levantar la cabeza que mantenía oculta entre la manga de su kimono. Permanecía postrada en el piso diciendo una y otra vez: "Maestro, déjeme ir a casa. Me asusta estar con usted." "Te quedarás por un tiempo," dijo imperiosamente Seikichi. "Sólo yo tengo el poder para hacer de ti una hermosa mujer." De entre las botellas y agujas de su escaparate, Seikichi seleccionó un frasco que contenía un fuerte narcótico.

* * * El sol brillaba resplandeciente sobre el río. Los rayos reflejados proyectaban un esbozo como de ondas doradas sobre las fusuma 7 y sobre el rostro de la joven dormida. Seikichi cerró las puertas y se sentó al lado de ella. Ahora, por primera vez, pudo deleitarse plenamente con su singular belleza y pensó que podría haber durado años sentado allí contemplando esa perfecta e inmóvil faz. Pero la urgencia de terminar el diseño se sobrepuso a su divagar. Luego de traer del escaparate sus instrumentos para tatuar, Seikichi desnudó el cuerpo de la joven y empezó a aplicarle sobre la espalda la punta del lápiz que sostenía entre el pulgar, el dedo anular y el meñique de su mano izquierda. Con una aguja, sostenida en la derecha, punzaba sobre las líneas que había dibujado. Así como una vez el pueblo de Menfis embelleció con esfinges y pirámides la fina tierra de Egipto, así Seikichi adornaba ahora la virginal piel de esta joven muchacha. Era 7 Puertas corredizas que separan las habitaciones de la típica casa japonesa.

como si el mismo espíritu del grabador de tatuajes penetrara en el diseño, y cada gota de bermellón inyectada era como una gota de su propia sangre entrando en el cuerpo de la doncella. Estuvo totalmente inconsciente del paso del tiempo. El mediodía vino y se fue y el curso del calmado día de primavera fue llegando gradualmente a su fin. Infatigable, la mano de Seikichi continuó su trabajo sin despertar a la joven de su sueño. En un momento, la luna apareció en el cielo vertiendo su luz ensoñadora sobre los tejados al otro lado del río. El tatuaje aún no iba en la mitad. Seikichi interrumpió su tarea para encender la lámpara. Luego se sentó de nuevo y alcanzó la aguja. En este instante cada trazo demandaba esfuerzos y el artista dejaba escapar un suspiro, como si su propio corazón hubiera sentido el pinchazo. Poco a poco comenzó a aparecer el bosquejo de una enorme araña. Cuando la suave luz del amanecer entró en la habitación, este animal de aire diabólico extendía sus ocho patas sobre la espalda de la muchacha. La noche privameral casi había terminado. Ya se podía oír el chapotear de los remos cuando pasaban los botes hacia arriba y hacia abajo del río. Sobre las velas de los pesqueros, henchidas con la brisa matutina, se podía ver la niebla que subía. Y por fin, Seikichi se decidió a dejar la aguja. Parado a un lado, estudió la enorme araña hembra tatuada en la espalda de la joven y, observándola, entendió que en este trabajo había expresado la esencia de su vida entera. Ahora que estaba completa, el artista se encontró frente a un gran vacío. "Para darte la belleza he vertido toda mi alma en este tatuaje," murmuró Seikichi. "A partir de ahora, ¡no habrá en Japón mujer que rivalice contigo! Nunca más sentirás miedo. Todos los hombres, todos los hombres serán tus víctimas ...!"

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¿Oiría ella sus palabras? Un lamento emergió de sus labios, sus extremidades se movieron. Gradualmente empezó a volver en sí, y mientras respiraba fuerte, las patas de la araña se agitaban sobre su espalda como si fueran las de un animal vivo. "Debes estar sufriendo," dijo Seikichi. "Es porque la araña está abrazando estrechamente tu cuerpo." Ella entreabrió los ojos. Al principio tenían una mirada vacía, pero luego empezaron a resplandecer con un brillo que igualaba la luz del amanecer reflejada en la cara de Seikichi. "Maestro, ¡déjeme ver el tatuaje de mi espalda! Si usted me ha dado su alma, sin duda debo haberme vuelto bella." Ella habló como en un sueño y en su voz ya había una nueva nota de confianza, de poder. "Primero debes tomar un baño para avivar los colores," le respondió Seikichi. Y agregó con inusual solicitud: "será doloroso, lo más doloroso. ¡Ten valor!" "Soportaré cualquier cosa para volverme hermosa," dijo la joven. "Siguió a Seikichi escaleras abajo hasta el baño y cuando se sumergió en el agua caliente sus ojos brillaron de dolor. "¡Ay, ay! ¡Cómo quema!," gimió. "Maestro, déjeme sola y espéreme arriba. Lo alcanzaré cuando esté lista. No quiero que ningún hombre me vea sufrir." Pero cuando salió del baño, no tuvo fuerzas ni siquiera para secarse. Hizo a un lado la mano de Seikichi que le ofrecía ayuda y se desmayó sobre el piso. Quejándose, permaneció tendida con su largo cabello flotando sobre el suelo. El espejo que tenía detrás de ella reflejaba las plantas de dos pies iridiscentes como una madreperla. Seikichi subió las escaleras para esperarla y al final, cuando ella se le unió, estaba vestida con esmero. Su cabello húmedo, que había cepillado, caía

sobre sus hombros. Su delicada boca y sus delineadas cejas no revelaban ya la severa prueba y, mientras miraba fijamente el río, apareció una fría chispa en sus ojos. A pesar de su juventud, tenía el aire de una mujer que ha pasado años en las casas de té y ha adquirido el arte de manejar el corazón de los hombres. Maravillado, Seikichi pensaba en el cambio de la tímida joven de ayer. Pasó a la habitación contigua y trajo los dos kakemono que le había enseñado a ella. "Te obsequio estas pinturas," dijo él. "Y también, por supuesto, el tatuaje. Son tuyos y puedes llevártelos." "Maestro," contestó ella. "Mi corazón ahora está libre de todo temor. Y usted ... ¡usted será mi primera víctima!" Le lanzó una mirada punzante como la de una espada recién afilada. Era la mirada de la princesa china y la de la otra mujer reclinada contra el cerezo, rodeada de pájaros cantores y de cuerpos exánimes. Un sentimiento de triunfo invadió a Seikichi. "Déjame ver tu tatuaje," le dijo. "Muéstrame tu tatuaje." Sin una palabra, inclinó su cabeza y abrió su kimono. Los rayos del sol de la mañana cayeron sobre la espalda de la joven y sus dorados destellos parecieron encender en fuego a la araña.

Δ

Cuento publicado en 1910. Título original: "Irezumi". Texto en Morris, Ivan, Ed. "Modern Japanese Stories. An Anthology." Charles E. Tuttle Co., Tokio, 1962. El Espectador, MAGAZIN DOMINICAL No. 816, 3 de enero de 1999.

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EL FAROL MAGICO

por Dazai Osamu 8 Trad. Fernando Barbosa

Entre más hablo de ello, más suspicaz se pone la gente. Todo aquel que me encuentro está precavido contra mí. Hasta cuando voy a verlos por el simple placer de su compañía, me saludan con las caras más extrañas, como sorprendidos de porqué habré ido. Yo lo encuentro insoportable. Ya no quiero ir más a parte alguna. Hoy fui a un sentô 9cercano a mi casa pero había esperado hasta temprano en la noche para que nadie me viera. Otra vez en la mitad de verano, mi yukata 10 aún luce blanca, y yo me pregunto qué tan conspicua debo estar. Desde ayer ha hecho notablemente más fresco. No será muy lejos cuando ya estemos usando nuestro guardarropa de otoño y yo me esté cambiando a un kimono sin forro con un fondo negro. No puedo resistir el pensamiento de tener que consumir otro año entero con las cosas tal como van —tener de nuevo al frente gente que me mira fijamente en mi yukata blanca durante el próximo verano ... No, ¡eso sería impensable! El siguiente verano deberé haber alcanzado una posición social que me permita salir en público vestida así sea con ese llamativo kimono que tiene el diseño de dondiegos de día. Y quiero lucir un poco de maquillaje mientras camine por entre las multitudes en los festivales de los templos y santuarios. Mi corazón late con emoción cuando pienso en lo maravilloso que sería. Sí, cometí un robo. No voy a negarlo. Ciertamente no estoy orgullosa de lo que hice, pero bien ... déjenme comentarles cómo empezó todo. No es 8 Se conserva la costumbre japonesa de anteponer el apellido al nombre. 9 Baño público. 10 Kimono de algodón.

que me importe lo que piense la gente. Sus opiniones me tienen sin cuidado. Sin embargo, si ustedes pueden creer mi historia ... bueno, mucho mejor. Soy la hija de un pobre fabricante de getas 11, su única hija. Anoche, sentada en la cocina mientras cortaba una cebolla larga, oí afuera a uno de los niños de la vecindad que gritaba entre lágrimas "¡oye, hermana!. Dejé de cortar por un momento y me senté estática. Me di cuenta de que mi vida pudo no haberse vuelto tan miserable si hubiera tenido un hermano menor o una hermana que me necesitara de vez en cuando, alguien que me llamara como este chiquillo. Fluyeron más lágrimas tibias de mis ojos, que ya se precipitaban con el escozor producido por la cebolla, y cuando traté de limpiarlas con el dorso de la mano, la picazón empeoró. Las lágrimas cayeron sin parar y me sentí indefensa. Fue al final de la primavera, cuando a los cerezos les había pasado la floración y los lirios rosados y azulados empezaban a aparecer en las floristerías, que la murmuración comenzó a difundirse desde la peluquería: esa niña consentida al fin ha empezado a cazar hombres. Por entonces, aún era feliz. Mizuno-san12 venía a verme todos los días al anochecer. Antes de que cayera la noche, yo me cambiaba el kimono, me maquillaba un poco y lo esperaba, entrando y saliendo de la casa para ver se había llegado. Después me contaron que la gente del vecindario estaba bien al tanto de todo esto y que me señalaban secretamente y murmuraban entre ellos, "¡miren!, Sakiko, la de la tienda de getas está en celo," y se reían 11 Sandalias de madera. 12 San significa señor, señora, etc. y siempre se coloca después del nombre de las personas. Sin embargo, su uso es ordinario, e incluso familiar, por lo cual la traducción literal resultaría muy acartonada.

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de mí. Creo que mis padres estaban vagamente enterados de lo que sucedía pero no se atrevieron a hablar de ello conmigo. Cumplo veinticuatro años este año y aún estoy soltera. La razón de porqué no me he casado todavía —otra distinta a la de ser pobre— es, por supuesto y en gran medida, mi madre. Cuando era aún la amante de un importante hacendado del vecindario, tuvo una aventura con mi padre. Ella se escapó con él olvidándose de todo lo que le debía a su antiguo patrón, y pronto me dio a luz. Mi madre empezó a estar más y más aislada y durante un tiempo fue un paria social. Al ser la hija de una mujer así, tenía naturalmente pocas oportunidades de matrimonio. Pero con mi figura, mi destino habría sido el mismo aún si hubiera nacido de un aristócrata rico. No le guardo ningún rencor a mi padre ni tampoco a mi madre. Soy más decididamente la hija de mi padre. Creo en ello firmemente no importa lo que se diga. Mis padres se han ocupado bien de mi y yo los cuido de igual forma. Son gente vulnerable. Aún conmigo, su propia hija, se comportan con cierta moderación. Tengo el convencimiento de que debemos ser amables con la gente débil y tímida. Pensaba estar preparada para soportar por mis padres la soledad o cualquier dolor. Hasta cuando conocí a Mizuno-san, nunca desatendí mis obligaciones hacia ellos. Aunque resulta embarazoso, conviene explicar que él es cinco año menos que yo y que es estudiante de la escuela de comercio. Pero ustedes deben entender que no tenía alternativa. Lo conocí en primavera, en la sala de espera de un especialista cuando tuve un problema con mi ojo izquierdo. Soy el tipo de mujer que se enamora a primera vista. El tenía una venda blanca en su ojo izquierdo, exactamente como yo. El estaba ojeando un pequeño diccionario, frunciendo el entrecejo y mirando incómodamente. Me dio lástima. Yo

también estaba deprimida por mi ojo vendado. Las tiernas hojas que podía ver desde las ventanas de la habitación parecían como llamas azules revoloteando en el aire cargado y caluroso. Todo en el mundo exterior parecía desvanecerse de la realidad y su cara tenía una belleza sobrenatural y misteriosa. Estoy convencida de que todo esto fue producto de la hechicería de la venda en el ojo. Mizuno-san es huérfano. No tiene parientes de sangre que cuiden de él con amor. Sus padres eran de buena posición pero su madre murió cuando él era un bebé y tenía solamente doce año cuando falleció su padre. Después de eso, el negocio de la familia, una farmacia, decayó. Sus dos hermanos y una hermana, todos mayores que él, fueron tomados separadamente bajo el cuidado de parientes distantes. En el presente, como el menor de la familia, él es mantenido por el empleado cabeza de la farmacia de su padre, y va a la escuela de comercio. Tuve temor de que llevara una vida más bien restringida y solitaria pues una vez me confesó que sus momentos más agradables eran cuando salía a caminar conmigo. También sospeché que tendría muy pocas pertenencias personales. Me contó que había prometido ir a nadar con un amigo pero no pareció muy contento con el prospecto. De hecho, pareció bastante deprimido. Esa noche robé un traje de baño para hombre. Rápida y silenciosamente entré a Daimaru, la tienda más grande de mi vecindario. Pretendiendo mirar uno y otro de los vestidos comunes de algodón para mujer, furtivamente tomé un vestido de baño negro del mostrador, lo oculté bajo mi brazo y abandoné el lugar. No había caminado más de cinco metros cuando alguien me llamó: "¡allá, usted!" Sentí tanto miedo que casi doy alaridos, y corrí como una loca. Oí un agudo grito de "¡ladrona!, ¡ladrona!" detrás de mí, sentí un golpe en mi

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espalda y tropecé. Cuando me di vuelta, me golpeé la cara. Fui llevada a una pequeña estación de policía. Casi una multitud de caras familiares del vecindario se reunieron frente a ella. Me di cuenta de que mi cabello estaba desordenado y de que mis rodillas se veían por debajo del kimono de verano. Debía parecer terrible. Un policía me hizo sentar en una estrecha habitación de t a t a m i 13 en la parte interior de la oficina donde me interrogaron. Era un tipo vulgar de unos veintisiete a veintiocho años, de buena complexión, de cara angosta y usaba unos anteojos de marco dorado. Me preguntó mi nombre, mi dirección y edad y los escribió, uno por uno, en una libreta de notas. Entonces súbitamente empezó a sonreír socarronamente y me indagó, "¿cuántas veces ha hecho esto?" Sentí escalofríos al pensar lo que él tenía en mente. Simplemente no se me ocurría nada que decir. Pero si no contestaba, sin duda me enviaría a la cárcel y formularía graves cargos contra mi. Me di cuenta de que de cualquier manera tenía que disuadirlo de la situación. Con desespero busqué explicaciones pero me sentí como si estuviera perdida en una espesa niebla. Nunca antes había tenido una experiencia tan aterrorizante. Cuando finalmente me las arreglé para decir algo, pareció desatinado y abrupto aún para mi misma. Pero una vez que empecé, hablé con tal entusiasmo como si estuviera poseída: "Usted no debe ponerme en prisión. No soy mala. Tengo veinticuatro años. Me he dedicado a mis padres toda mi vida. He cuidado de ellos con todo el amor del mundo. ¿Hay algo malo en ello? Nunca he hecho nada que pueda hacer que la gente me señale y murmure de mi.

13 Piso de esterilla.

"Mizuno-san es un hombre bueno. Pronto adquirirá reputación por si mismo. Estoy segura de eso. No quiero que sea humillado. El le había prometido a alguien que iría a nadar y yo quería enviarlo allá vestido como todo el mundo. ¿Qué hay de malo en ello? Soy una tonta. ¡Una tonta! Pero haré de él un hombre elegante y se lo presentaré a usted para que lo inspeccione. El viene de una buena familia. El es diferente a otras personas. No me importa lo que me pase si él puede salir al mundo y hacerlo bien. Entonces yo seré feliz. Tengo que ayudarlo. "No me encierre en la cárcel. No había hecho ninguna cosa mala hasta ahora. Me he encargado de mis pobres padres lo mejor que he podido. ¡No! Usted no puede meterme en la cárcel. ¡Usted no puede! Durante veinticuatro años me he esforzado lo más que he podido, y sólo hasta ahora he cometido un estúpido error con una mano descarriada. Usted no puede arruinar estos veinticuatro años, toda mi vida, sólo por eso. No es correcto. ¿Por qué puede usted pensar que soy una ladrona simplemente porque una sola vez en mi vida mi mano derecha se deslizó treinta centímetros sin pensar? Es demasiado. ¡Es sencillamente demasiado! Un desliz, una cuestión de pocos segundos. "Aún soy joven. Tengo una vida por delante. Puedo verla proyectarse frente a mí, exactamente la misma clase de vida que he llevado hasta ahora. Justamente la misma. No he cambiado en nada. Soy la misma Sakiko que era ayer. ¿Qué problema le causé a Daimaru con este estúpido traje de baño? Hay ladrones por ahí que le arrancan uno o dos mil yenes a la gente —¡no!, más que eso, fortunas enteras— y hasta son admiradas por eso, ¿o no lo son? ¿Para quién son las prisiones? Sólo los pobres van a la cárcel. Siento lástima por los rateros. Los rateros son pequeñas personas inofensivas, demasiado débiles y honestas para salir y timar a la gente para poder vivir confortablemente. Por

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eso van a los rincones, roban algo de dos o tres yenes y terminan en la cárcel por cinco a diez años. ¡Dios! Es grotesco. ¡Loco! Quiero decir: ¡realmente loco! Creo que he debido estar loca en ese momento. El policía había palidecido y me miraba sin pronunciar palabra. De pronto sentí que me gustaba de verdad, y mucho. A través de mis lágrimas histéricas, hice un esfuerzo para sonreírle. El debió pensar que yo era una lunática. Me escoltó hasta la estación de policía con sumo cuidado, como si estuviera manipulando una bomba. Esa noche fui dejada en custodia en el patio de detenidos. A la mañana siguiente mi padre vino a recogerme y fui dejada libre. Todo lo que me preguntó de regreso a casa —y muy tímidamente— fue si había sido golpeada mientras estuve allí. No dijo nada más el resto del camino. Me ruboricé hasta las orejas cuando vi el periódico de la tarde. Yo estaba en los titulares: "ELOCUENTE DISCURSO DE JOVEN MUJER IZQUIERDISTA DEGENERADA." Ese no fue el fin de mi desgracia. Los vecinos merodeando cerca a la casa. Al principio no entendí lo que significaba, pero pronto me di cuenta de que estaban tratando de observarme y ver qué estaba haciendo. Eso me hizo estremecer. Gradualmente empecé a entender qué tan seria era mi pequeña afrenta. De haberlo tenido, habría tomado veneno, sin ningún titubeo. O me hubiera ido a ahorcar calladamente de haber habido un bosque de bambúes cerca. Cerramos por varios días la tienda. Al poco tiempo recibí una carta de Mizuno-san. Decía lo siguiente:

Yo creo en ti, Sakiko, más que nadie en el mundo. Pero te falta una adecuada educación. Eres una mujer honesta, pero en algunas cosas no eres muy recta. He tratado de corregir esa parte de

ti, pero he fallado. Las personas deben ser educadas. Fui a nadar con un amigo mío el otro día, y en la playa conversamos largo sobre la ambición. Estábamos seguros de que eventualmente tendríamos éxito. Compórtate bien desde ahora y trata, así sea de una manera modesta, de reparar tu crimen disculpándote con la sociedad. Nosotros condenamos el pecado pero no al pecador.

Mizuno Saburô P. S. Asegúrate de quemar esta carta y su sobre después de que la leas.

Ese era todo el contenido de la carta. Supongo que había olvidado que su familia alguna vez había sido rica. Pasaron los días. Me sentía recostada sobre una cama de agujas. Ya se aproxima el otoño. Mi padre dijo que estaba deprimido porque esa noche la luz en nuestra habitación de seis tatami 14 era débil por lo cual cambió la bombilla por una de cincuenta vatios. Bajo la nueva luz comimos los tres. Mi madre insistía en que estaba exageradamente iluminado. Con la mano que sostenía los hashi 15 le hacía sombra a su frente, pero estaba muy animada. También le serví sake 16 a mi padre. Mentalmente traté de convencerme a mí misma de que, después de todo, este era el tipo de cosas en las que encontramos la felicidad: colocar una bombilla más luminosa. De hecho, no me sentía miserable en nada. Por el contrario, pensaba que bajo la luz de esta humilde lámpara, mi familia era como un farol 14 El tamaño de cada esterilla, que viene montada sobre un bastidor, es una medida tradicional de superficie en Japón, pero varía según la región. En el área de Tokio equivale a 1.5 m2. 15 Palillos para comer. 16 Vino de arroz.

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mágico y me dieron ganas de decir: "bueno, mírennos, por favor. Somos una familia bastante atractiva, mis padres y yo." Una dulce alegría brotó de mi corazón y quise que lo supieran, así fueran únicamente los insectos que canturreaban en el jardín.

Δ

Texto en Gessel, Van C. & Tomone Matsumoto. "The Showa Anthology. Modern Japanese Short Stories". Kodansha International, Tokio, 1985.

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UN SUCESO17 por Shiga Naoya 18

Trad. Fernando Barbosa Era una sofocante tarde a finales de julio. No corría ni una brizna de aire. A lo largo de los rieles que destellaban como dos líneas gemelas de mercurio, el tranvía proseguía con un monótono tric-trac, tric-trac. Prácticamente no había nadie. Las únicas personas a la vista eran un vendedor de helados que había colocado su puesto frente a una alta pared de concreto, y un solitario comprador, sentado en cuclillas, que se abanicaba. Sobre los dos, un higo extendía sus ramas de apariencia débil desde el otro lado de la pared. Sus hojas, que empezaban a enroscarse como si estuvieran enfermas, cubiertas con una capa delgada de polvo, estaban completa y misteriosamente inmóviles. Al recostarme contra el marco de la ventanilla del frente donde por lo menos soplaba una leve brisa, mi mente estaba totalmente en blanco. En mi mano sudorosa tenía enrollada una revista medio leída cuyas páginas estaban aún dobladas. El tranvía se detuvo. Nadie se apeó ni se bajó. Como presa del aburrimiento, el tranvía se deslizó hasta la siguiente parada. Allí, una mujer rolliza de unos cuarenta años se subió. Tenía una pequeña sombrilla de satín en una mano, y en la otra un pañuelo empapado con el que continuamente se enjuagaba la garganta. Su rostro, sonrojado y sudoroso. Algunos de los pasajeros la miraron con ojos soñolientos pero la mayoría no abandonaron sus posturas fatigadas y aletargadas. Había ocho o nueve pasajeros. Frente a mí, adormilado y con una expresión nada risueña, estaba sentado 17 Escrito en 1913. Título original: Dekigoto. 18 Se conserva el uso japonés de escribir primero el apellido y luego el nombre.

un hombre joven vestido con el uniforme y la gorra que, por la insignia que portaba, pertenecía a una compañía de electricidad. A su lado, una pareja de estudiantes, arrellanados a pierna suelta, con las caras cubiertas con las alas de sus sombreros de paja, dormitaban en una pose grotesca. Sus pies descalzos dejaban ver tétricamente la suciedad de la transpiración y el mugre que se desvanecía en un polvo blanquecino sobre sus espinillas. Transmitían una sensación de calor opresivo y de inmundicia. Había un hombre de unos cincuenta años, en traje occidental, que parecía ser un empleado público de poco rango. Con una burda imitación de un sobrero panamá echado bien hacia atrás de la cabeza, descansando la barbilla sobre un bastón que sostenía entre las rodillas, su expresión era completamente vacía. Tenía los ojos abiertos pero la mirada perdida. Sin embargo, parecía darse cuenta de que yo lo miraba. Inclinándose hacia atrás, apretó los ojos y volvió a quedarse lelo. Entonces, abruptamente, con una servilleta de algodón apretujada en la palma de su mano, secó su amplia frente. Bajo la intensa luminosidad, tampoco yo podía mantener los ojos completamente abiertos. Aún mirando de soslayo, dolía fijarse en cualquier cosa. Empecé a resentirme con este desagradable calor que me presionaba como un injusto castigo corporal. Qué estúpido, pensé, usar impermeables en tiempo húmedo y prendas cálidas para el tiempo frío, sólo para tener que soportar todo el embate del tiempo caliente y ser postrado por él. De pronto, entró por la ventana una mariposa blanca. Campantemente, como una pequeña bola de caucho, revoloteó aquí y allí con una viveza solitaria que la hacía parecer feliz y locamente activa. El tranvía proseguía con el mismo monótono tric-trac. Drogados por el calor, como si hubieran olvidado a dónde se dirigían y con qué propósito, los

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pasajeros sentados se hundían en un letargo. La mariposa, sin darse cuenta de que había sido transportada varias cuadras, aleteaba juguetonamente. Mi cerebro recalentado, envuelto en un sopor, se distrajo algo con el zigzagueo aturdidor de esta pequeña bromista. Súbitamente, la mariposa chocó contra el techo dos, tres veces seguidas. No pudiendo encontrar en dónde pararse, se posó más abajo en una propaganda de teatro. Sus espesas y empolvadas alas de brillo poderoso y blanco puro, y los caracteres negro azabache escritos con los trazos gruesos de la caligrafía Kantei19, que anunciaban una presentación especial de Kabuki, hacían un hermoso contraste. Como tomando un descanso después de su agitado retozo, la mariposa, de repente, se quedó completamente quieta. El tranvía simplemente continuó con la misma monotonía de antes. Los pasajeros sentados siguieron hundidos en el mismo semi estupor. Mi mente, también, quedó de nuevo vacía. Pasaron varios lerdos momentos. Inesperadamente, con el peculiar grito del conductor, levanté la cabeza. Adelante, vi un niño que se aprestaba a cruzar los rieles. Sin mirar a nuestro lado, corría tan rápido como le era posible. Pero parecía más bien una escabullida juguetona. Aun no había corrido entre los rieles. Gritando, el conductor aplicó los frenos. El tranvía había disminuido bastante la velocidad. Pero al mismo tiempo, éste y el niño tenían la apariencia de dirigir sus líneas de intersección en una dirección que los haría encontrarse en una colisión sin sentido e inevitable. Ya parecía muy tarde para hacer algo. Cuando el niño se desvaneció debajo de la barra de la

19 Estilo de caligrafía creado en 1779 por Okazakiya Kanroku, utiliza trazos gruesos y curvos que crean caracteres compactos. En la actualidad todavía se usa en los carteles del teatro Kabuki y en los programas de Sumo.

plataforma del conductor, se oyó un nauseabundo golpe en seco. El tranvía se deslizó unos dos metros más. Respondiendo a un sentido instintivo que no pude controlar, rápidamente me escudé lejos, detrás del conductor. Tratando de controlar mis temblores, le di la espalda a todos. Entonces se escucharon los gemidos del niño. Sentí alivio. (Este alivio fue más un sentimiento egoísta que otra cosa. Pero aún después, me proporcionó placer.) Volviendo al frente, me hice paso por entre los pasajeros y me asomé por la ventana. Ya se estaba reuniendo una muchedumbre que venía de las casas vecinas. Soltando una maldición, el joven de la empresa eléctrica tomó al niño que gemía violentamente y le lanzó una mirada feroz y penetrante. Parecía enfurecido. El niño, con su kimono corto de verano subido hasta el pecho al ser agarrado por el hombre, dejaba al aire unas pequeñas y hermosas nalgas, las piernas dobladas, y chillaba a todo pulmón. Su cara rústica y sudorosa y su cabeza grande parecían lo más cómico de todo. "Todo está bien, todo está bien", dijo el conductor frotando consoladoramente el trasero del niño. "Déle otra mirada", dijo el hombre joven, como irritado. Colocando al niño de arriba para abajo, le levantó las nalgas. El hombre grande que parecía un empleado público se había acercado. "Debemos mirar más cuidadosamente", dijo con cierta preocupación. Y le echó una mirada al niño. "Está perfectamente bien. Sin un sólo rasguño" anunció el conductor después de un breve examen. A unos pasos, bajando la palanca de la trompa del tranvía, con cara completamente inexpresiva, dijo el conductor con voz fría: "Por fortuna la red lo atrapó." "¡Sí. Ciertamente fue una suerte! exclamó el burócrata dando una vuelta alrededor.

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"¡Oigan! gritó el hombre joven que sostenía al niño. "¿Dónde está su familia?" "Acaban de irse por ellos" respondió uno de los observadores. El niño, que hasta ese momento sólo había estado dando alaridos y quejándose, empezó a darse vuelta y a retorcerse para escaparse del hombre joven que lo tenía agarrado. A medida que el éste se enfurecía, aquél luchaba con más fuerza. Y empezó a golpearle la cara al hombre joven. "¡Maldito mocoso!" Con expresión decidida el hombre joven lo mantuvo a raya y lo miró con rabia. Con su viejo panamá todavía echado hacia atrás y manteniéndose con dificultad, el burócrata dijo en voz baja, como dirigiéndose a sí mismo: "Fue una suerte. Realmente fue una suerte." Entonces, acercándose al niño, dijo: "Ya puedes parar de llorar." Le dio unos golpecitos en la mejilla que estaba cubierta con una capa de lágrimas, sudor y polvo. Aunque había estado luchando fuertemente, el niño no trató de golpear al amable burócrata. Agachándose, el hombre examinó las nalgas y las piernas del pequeño. Ahora dócil, el niño se quedó tranquilo. "¡Aquí no!" exclamó el burócrata. La atención de los mirones que empezaban a marcharse rápidamente se concentró en él. "El muchachito está orinándose," exclamó el burócrata. Y todo el mundo estalló en risas. Silenciosamente, con los ojos aún rabiosos, el hombre joven se examinó. La parte baja de su camisa estaba empapada. Todos rieron de nuevo. Prensada entre sus muslos apretados, como un hermosa calabacita, la punta del pene del niño estaba todavía húmeda. "Maldición. La tuve con este mocoso." Manteniendo abrazado al niño, el hombre joven le golpeó con su

mentón un par de veces la cabeza. El muchachito de nuevo empezó a chillar. "Bueno, bueno. Un poco de pipí no es nada," dijo conciliadoramente el burócrata. De entre los mirones salió una voz: "¡ya viene ella!, ¡ya viene ella! A su lado y muy excitada, corría hacia ellos una mujer sencilla de piel oscura. Arrebatándole el niño al hombre joven, se quedó mirándolo con ojos firmes y duros. Y mientras le gritaba "¡tonto!" empezó a darle manotazos duros y seguidos en la cabeza. El niño lloró y gimió aún más fuerte. Agarrándolo, la madre dio vuelta y le propinó al hijo una par de buenos puntapiés. "¡Tonto!" El hombre joven que había estado contemplando la escena con enojo, interrumpió el castigo. "Después de todo, señora, es su culpa." Los dos empezaron a discutir. Un poco al lado, el burócrata daba vueltas y se hablaba a sí mismo de manera agitada. El conductor se aprestaba a regresar a su plataforma. Y otra vez, el burócrata lo llamó: "¡Oiga! Realmente fue una suerte." Casi sin ningún sentido golpeó con su bastón la defensa de seguridad. Entonces, de nuevo: "realmente fue una suerte. Esta cosa nunca debe haber funcionado tan bien." Sus palabras no parecían comunicar adecuadamente su alegre perturbación. Parecía querer decir algo más. Pero no podía encontrar las palabras para expresarlo. El conductor lo miró con cierta frialdad. La multitud ya se había dispersado. La mayoría de la gente se había quedado bajo los aleros de las casas y desde allí miraban. La madre le dio vivamente las gracias al conductor. El niño, con la boca y las narices sumergidas en los grandes y flácidos senos de ella, se mostraba ahora completamente sumiso. El hombre joven y el burócrata subieron de nuevo al tranvía. Tras recoger los zuecos del niño, la madre regresó a casa. El tranvía continuó su marcha.

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Quitándose con prisa la chaqueta del uniforme, el hombre joven se despojó de su camisa orinada. Aparecieron su piel blanca y su físico compacto. Enrollando la camisa, se refregó bien el vientre. Los músculos de los hombros, de los brazos y del pecho, accionaban agradablemente. Subió los ojos por un momento y se encontró con los míos al otro lado del pasillo. Me sonrió. "Esto es demasiado." El semblante feroz de antes, como si se le hubiera subido la sangre, había desaparecido. En su lugar había ahora una apariencia agradable, vívida, bondadosa. La mujer rolliza y el burócrata habían empezado a hablar. El burócrata gesticulaba y conversaba animadamente. Los dos estudiantes también empezaron a charlar. Estas personas, que antes sucumbiendo al calor habían quedado casi en coma, estaban todas de regreso a la vida. Yo también experimentaba ahora una excitación agradable. Cuando pensé en mirar las inocentes maniobras de la mariposa que se había posado sobre la propaganda del teatro, ya había volado y se había perdido de vista. ▲

Texto en "The Paper Door and Other Stories". North Point Press, San Francisco, 1987.

SHIGA NAOYA. 1883-1971. Este novelista y escritor de cuentos japonés, pertenece a la que se conoce como la generación de 1885. Antecedida por la de 1868 que vivió la modernización del país impulsada por el Emperador Meiji, y luego seguida por la de 1900 que enfrentaría —positiva o negativamente— al marxismo y a una manifiesta influencia occidental para auto educarse, la de 1885 estuvo marcada por una complacencia en lo individual, en lo estético y en lo vernáculo. La popularidad de Shiga en Japón, ha sido notoria. Sus primeros cuentos como La navaja de afeitar (1910), Para la abuela y La muerte de la madre y una nueva madre (1912), Seibei y las calabazas y Un suceso (1913), lo consagraron como escritor. En 1917 publica Kinosaki kite (En Kinisaki) con la cual perfecciona el subgénero de la ficción japonesa que se conoce como shinkyô shôsetsu , o novela de estados mentales, que hace parte del género de la novela individual (shishôsetsu). Esta última se caracteriza por depender de la narración en primera persona y por tener, generalmente, al autor mismo como eje central, con lo cual su contenido, además de autobiográfico, es decididamente confesional. Aquella, más breve, está más cerca de un esbozo que se construye sobre las emociones, las ideas y el estado espiritual del escritor. Su obra más importante es la novela An'ya Kôro (El paso de una noche oscura), que escribe básicamente entre 1921 y 1923, aunque sólo la termina en 1936. Y a partir de entonces deja de escribir. Lo que pudo ser un reconocimiento a su mejor obra o la incapacidad de mejorarla.

El Espectador, MAGAZIN DOMINICAL No. 638, 6 de agosto de 1995.

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LA CAMELIA

por Satomi Ton 20 Trad. Fernando Barbosa

Ella pasaba los treinta y aún permanecía soltera. Estaba recostada mirando a la izquierda y leía una novela en una revista bajo la luz débil de una lámpara que daba una sombra escarlata. La noche estaba quieta y fría. No había la más leve señal de viento. Cualquiera pensaría que no era medianoche aunque los sonidos de los últimos caminantes en la calle se habían desvanecido a medida que avanzaba la noche. La misma ausencia de sonido golpeaba el oído con especial agudeza. Al doblar la página, miraba a su sobrina de veinte años. Sus futon 21 estaban separados unos quince centímetros y la joven, reclinada, le daba la cara. El rostro dormido era singularmente hermoso. Sólo se veían la nariz y la frente, limpias, sobre el borde aterciopelado de la colcha. La tía observaba como si estuviera viendo ese semblante por primera vez. "No estás calmada, ¿verdad?" Quiso importunar a la joven para reír con ella. Pero ella estaba como una modelo posando, tan callada que ni siquiera se oían sus respiros. La tía sonrió silenciosamente. El tatami 22, que había sido cambiado por uno nuevo justo antes de que se pasaran, crujía un poco cuando ella cambiaba de posición, y una oleada de aire tibio rozaba su nuca y su cara. Por un momento no pensó en nada distinto al progreso de la historia. Desafortunadamente, no sentía sueño.

20 Se conserva la costumbre japonesa de anteponer el apellido al nombre. 21 Futón: tipo de colchón que se tiende sobre el piso. (Los sustantivos en japonés no tienen número). 22 Piso de esterilla típico de las casas japonesas.

A lo lejos, un pito de vapor dio un corto silbido. La noche estaba en realidad demasiado tranquila. Ella no podía recordar algo tan calmado. Pensó en despertar a la sirvienta y hacerla subir las escaleras para poder dormir las tres juntas. Pero era una incomodidad tener que levantarse. Continuó leyendo. Las relaciones entre el héroe y la heroína se aproximaban al clímax pero no sucedía lo más mínimo. Los hombres no eran excitantes y ella no quería recordar a ninguno de ellos. Su mente vagaba sin rumbo y ella leía. ¡Pum! Fue sobre su almohada. Nada antes ni después. Solamente un sonido. Algo había caído sobre el piso, era evidente. ¿Qué sería? No se atrevía a mirar. Colocó la revista suavemente sobre el tendido, recogió la mano izquierda y junto con la derecha las cruzó sobre el pecho. El frío helado de aquella mano penetró la otra. Su sobrina miraba fijamente con los ojos apretados. "¿Qué es eso?" Precipitadamente se levantó la tía. "Qué es eso, Setchan?" "¡No!" La joven saltó del futón y escondió su cabeza en las rodillas de la tía. "Te pedí que me dijeras qué es lo que pasa. ¿Qué es eso, Setchan?" Setchan levantó un poco la cabeza. "¡No!" La mujer madura, sobreponiéndose, miró resueltamente más allá, por encima del futón. En el tokonoma 23. algunos pasos más allá de lo que ella se había imaginado, un gran botón de una camelia había caído. Yacía sobre el tatami como un jarrón caído. A ambas les había parecido terrible dejar las camelias en su antiguo jardín y le habían pedido al agente inmobiliario que cortara la rama que trajeron con ellas. El florero de porcelana celedón del

23 Nicho en las habitaciones que usualmente se adorna con una pintura y un arreglo floral.

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tokonoma estaba lleno con las camelias que se habían cortado hacía una semana. "Compórtate, Setchan." Había alivio en su voz. La joven también se levantó del futón. "¿Cuál es el problema?" preguntó ella. "Soy yo quien debería preguntar eso." "Pero tu —" "No hice nada." "¡Nada hiciste! ¡Me das risa!" "La manera como mirabas fijamente. Y tus ojos medio cerrados." "Ya estabas aterrorizada," dijo la joven. "Detuviste la lectura y metiste las manos bajo la colcha. No lo niegues." "Tu me viste, ¿no es cierto?" "Creí que teníamos ladrones." "No seas tonta. Pero ¿qué te despertó?" "Tu me llamaste." "No, no lo hice. ¿Por qué habría de llamarte?" "¿No lo hiciste?" "No lo hice." "Entonces debo haber estado soñando." "Era una camelia. Una camelia caída." "¡No¡" De nuevo la joven se abalanzó sobre la tía. "No. no. No digas esas cosas." "Setchan, por favor. Me sorprendes." "Pero ¿por qué dices tales cosas?" "¿Qué dije para que estés tan molesta? Mírate a ti misma." "No, no, no." "No seas necia, niña. Una de las camelias cayó y eso fue lo que te despertó." "¿Ah?" Finalmente la joven retiró la cara con violencia y miró tímidamente sobre los hombros de la tía en dirección al tokonoma. "¿No es verdad que da susto? Roja brillante." "Roja o blanca, cae cuando le llega su tiempo. ¿Qué pasa si es roja brillante?"

"Es repulsiva." "Imagínate que, en ese caso, la tiras." "No podría. Tírala tu." "No hace daño. Podemos dejarla hasta mañana." "Está henchida de sangre." "Detente, Setchan." El ceño fruncido arrugó las hermosas cejas. La reprimenda fue en serio. "Estás hablando sin sentido. Yo me voy a dormir." Empujó bruscamente a la sobrina, dio la vuelta y subió la colcha hasta la cara. "Estás mintiendo." La joven se quedó en el sitio donde el empujón la había dejado. Envuelta en la colcha de pies a cabeza, contuvo la respiración y escuchó. Silencio. Permaneció quieta por un rato. Encontrando difícil respirar, tímidamente levantó la cabeza. La tía estaba recostada mirando a la izquierda con la colcha, como siempre, ajustada alrededor de los hombros. "¡Qué detestable es ella!" La joven se volteó. La pantalla de la lámpara iluminaba con una luz violeta los rincones más remotos de la habitación y daba un toque de muerte al rostro familiar de la belleza del siglo diecisiete que estaba pintada en el kakemono. "Qué tenebroso." La joven se dio vuelta otra vez. La tía, frente a ella, reía convulsivamente. Al contrario de ella, la sobrina apenas sonreía. Pero ahora reía, con la brillante colcha subida presurosamente hasta su nariz. El cuerpo le temblaba desde los hombros hasta las caderas, sus ojos se cerraron, y ella seguía riendo. Al principio la joven no veía. Luego vio, como en un espejo, y también empezó a reírse sin poder contenerse. Ella reía y reía. No podía decir ni una palabra, solamente se retorcía de la risa. La noche estaba profundamente callada. Las dos tuvieron que controlar sus voces y el esfuerzo para hacerlo lo hizo todavía más gracioso. Era tan gracioso, era tan

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gracioso. Entre más pensaba en ello, más gracioso resultaba. Qué podía hacer ella si era tan gracioso.

Δ

Cuento publicado en 1923. Título original: "Tsubaki". Texto en Morris, Ivan, Ed. "Modern Japanese Stories. An Anthology." Charles E. Tuttle Co., Tokio, 1962.

SATOMI TON

Satomi Ton (1.888- 1.983) fue el seudónimo de Yamauchi Hideo, quien entre 1910 y 1920 hizo parte del club o escuela Shirakaba (El abedul blanco), denominación que tomó de la revista mensual del mismo nombre dedicada a temas literarios y artísticos y en la cual los miembros del grupo fueron activos colaboradores. Si bien la revista no generó un estilo particular, su aporte fue el de servir de medio para la difusión e interpretación del impresionismo y el postimpresionismo y la defensa de escritores como Romain Rolland y Anatole France. Después de abandonar este grupo, marcado de elitista por el origen de sus miembros, quienes provenían de la Escuela de Pares, mantuvo durante su larga vida una posición independiente frente a escuelas y tendencias. Sus dos novelas más conocidas son Tajô busshin (La compasión del Buda) y Gokuraku tombo (El despreocupado compañero). El presente cuento, escrito poco tiempo después del terremoto de Kanto que destruyó a Tokio y a sus vecindades, tiene implícito un elemento de la estética del japonés frente a la vida, muy de origen samurai, según el cual aún en medio del fragor de la batalla debe haber espacio para escribir un poema. De igual manera, el protagonismo de la camelia puede entenderse mejor si se mira en el contexto de la superstición que rodea a aquella flor en Japón. En efecto, cuando la camelia muere no cae pétalo por pétalos sino toda la flor, como la cabeza del guerrero decapitado en la lucha. Resulta así más evidente el temor que puede suscitar la flor a un japonés.

El Espectador, MAGAZIN DOMINICAL No. 705, 17 de noviembre de 1996.

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EN CONSTRUCCION

por MORI Oogai 24 Trad. Fernando Barbosa

Había justamente acabado de llover cuando el Consejero Watanabe se apeó del tranvía frente al teatro de Kabuki. Evitando los charcos, se apresuró a través del distrito de Kobiki en dirección al Departamento de Comunicaciones. Con seguridad, pensó mientras caminaba rodeando el canal, el restaurante estará por aquí en alguna parte. Recordó haber visto el aviso en una de estas esquinas. Las calles estaban casi vacías. Pasó un grupo de jóvenes vestidos con trajes occidentales. Caminaban ruidosamente y parecía como si acabaran de salir de la oficina. Entonces, una muchacha en un kimono que sujetaba con un obi 25 de colores alegres, irrumpió presurosa casi estrellándose contra él. Era posiblemente —pensó— una camarera de alguna casa de té26 de la vecindad. Un jinrikisha 27 con su capota levantada, pasó detrás de él. Finalmente logró ver un pequeño aviso con una inscripción escrita horizontalmente al estilo occidental: "Hotel Seiyôen". El frente de la edificación, que daba sobre el canal, estaba cubierto con un andamio. La entrada lateral daba sobre una estrecha calle. Afuera del restaurante había dos escaleras con alas diagonales que formaban una suerte de triángulo trunco. En lo alto de cada escalera había una puerta de vidrio. Después de dudarlo un instante, Watanabe entró por la del 24 Se conserva la tradición japonesa de anteponer el apellido al nombre. 25 Cinturón muy ancho con que se ajusta el kimono. 26 Lo que comúnmente se conoce como Casa de Geishas. 27 Pequeño carruaje oriental tirado por uno o dos hombres.

lado izquierdo sobre la cual estaban escritos los kanji 28 de "Entrada". Adentro encontró un pasillo ancho. Al lado de la puerta había una pila de pequeños paños para limpiarse los zapatos y enseguida de éstos, un tapete occidental. Los zapatos de Watanabe estaban embarrados después de la lluvia por lo que cuidadosamente los limpió con ambos implementos. Aparentemente se suponía que en este restaurante se debían observar las costumbres occidentales y llevar los zapatos puestos en el interior. No había signos de vida en el pasillo pero de la distancia venía un gran ruido de martillos y serruchos. Watanabe pensó que el sitio se encontraba en reconstrucción. Esperó un poco pero como nadie salió a recibirlo, caminó hacia el fondo del pasillo. Allí se detuvo sin saber qué camino tomar. De pronto se encontró con un hombre que tenía una servilleta bajo su brazo y que estaba recostado contra la pared a pocos metros. Fue hacia él. "Ayer llamé por teléfono para hacer una reservación." El hombre se incorporó. "¡oh! sí, señor. Una mesa para dos, ¿verdad? Está en el segundo piso. Haga el favor de seguirme, señor." El camarero lo condujo hasta otras escaleras. El hombre debió haber sabido de inmediato quién era él, pensó Watanabe. Los clientes deben ser pocos y más aún con las reparaciones en marcha. A medida que subía los peldaños, los ruidos y el trajinar de los obreros se hacían casi ensordecedores. "Qué lugar tan activo," dijo Watanabe mirando hacia atrás al camarero. "¡Oh! no, señor. Los hombres regresan a casa a las cinco en punto. Usted no será molestado mientras cena, señor."

28 Ideogramas.

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Cuando llegaron al final de las escaleras, el camarero se apresuró, se adelantó a Watanabe y abrió la puerta de la izquierda. Era una gran habitación que miraba al canal. Parecía más bien grande para dos personas. Rodeando cada una de las tres mesas de la habitación, estaban colocadas todas las sillas que era posible acomodar. Bajo la ventana había un gran sofá y junto a él una matera con una enredadera de casi un metro y una planta de invernadero cargada con grandes racimos de uvas. El camarero atravesó la habitación y abrió otra puerta. "Este es su comedor, señor". Watanabe lo siguió. El sitio era pequeño. Realmente perfecto para una pareja. En el medio había una mesa arreglada elaboradamente con dos manteles y una canasta de azaleas y rododendros. Con sentimiento de satisfacción, Watanabe regresó a la habitación grande. El camarero se retiró y Watanabe de nuevo se sintió solo. Inesperadamente, el sonido del martilleo cesó. Miró el reloj: sí, eran exactamente las cinco de la tarde. Faltaba todavía media hora para la cita. Watanabe tomó un cigarro de la caja abierta sobre la mesa, le recortó la punta y lo encendió. Muy extrañamente, no tenía el más remoto sentido de anticipación. Parecía no importarle quién se le uniría en esta habitación, como si no le afectara en lo más mínimo de quién fuera la cara que pronto vería a través de la canasta de flores. Estaba sorprendido de su propia indiferencia. Fumando confortablemente su cigarro, se dirigió a la ventana y la abrió. Exactamente debajo había grandes pilas de madera arrumadas. Esta era la entrada principal. Al otro lado podía ver una fila de edificaciones de madera. Parecían ser casas de citas. Excepto una mujer con un niño a sus espaldas, que caminaba despacio para un lado y para el otro dentro de una de las casas, no había nadie a la vista. Al extremo derecho, la maciza estructura de ladrillo

rojo del Museo Naval, imponente, le tapaba la vista. Watanabe se sentó en el sofá y examinó la habitación. Las paredes estaban adornadas con una descuidada selección de pinturas: ruiseñores en un ciruelo, la ilustración de un cuento de hadas, un halcón. Los kakemono 29 eran pequeños y angostos y sobre las paredes altas parecían extrañamente cortos, como si las partes bajas hubieran sido dobladas y escondidas. Sobre la puerta, colgado, había un marco con un texto budista. ¡Y es esto lo que se dice ser la tierra del arte!, pensó Watanabe. Durante un rato estuvo sentado fumando su cigarro y disfrutando simplemente de una sensación de bienestar físico. Entonces escuchó el sonido de voces en el pasillo y la puerta se abrió. Allí estaba ella. Lucía un gran sombrero de paja, tipo Anne-Marie, decorado con borlas. Debajo de su largo abrigo gris advirtió una blusa blanca de holán, bordada. Su falda también era gris. Traía una pequeña sombrilla con un fleco. Watanabe forzó una sonrisa en su cara. Apagando el cigarro en un cenicero, se levantó del sofá. La mujer alemana se quitó el velo y dio una rápida mirada al camarero que la había guiado hasta la habitación y que se encontraba parado cerca a la puerta. Dirigió entonces sus ojos a Watanabe. Eran los grandes ojos pardos de una trigueña. Eran los ojos en los que tan a menudo se había ensimismado en el pasado. Sin embargo, no recordaba de sus días en Berlín aquellas ojeras color de malva ... "Lamento haberte hecho esperar," dijo ella abruptamente en alemán. Pasó la sombrilla a su mano izquierda y extendió rígidamente los dedos enguantados de su mano derecha.

29 Rollos de seda o papel con una pintura o una caligrafía que se cuelgan en las paredes.

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Sin duda todo esto era para el deleite del camarero, pensó Watanabe mientras cortésmente tomaba los dedos en su mano. "Déjeme saber cuando esté lista la cena," dijo mirando hacia la puerta. El camarero hizo una venia y abandonó la habitación. "Qué alegría verte," dijo él en alemán. La mujer, sin inmutarse, dejó caer la sombrilla en una silla y se sentó en el sofá con una ligera exhalación de cansancio. Colocando los codos sobre la mesa, contempló fija y silenciosamente a Watanabe. El acercó una silla a la mesa y se sentó. "Es muy tranquilo aquí, ¿verdad?" dijo ella después de un rato. "Está en reconstrucción," dijo Watanabe. "Estaban haciendo un ruido terrible cuando llegué." "¡Oh! Eso lo explica. El lugar da una sensación de desasosiego. Y no es que yo sea un tipo de persona particularmente calmada." "¿Cuándo llegaste a Japón?" "Antier. Y ayer fue cuando de golpe te vi en la calle." "Y ¿por qué viniste?" "Bueno, tu sabes, he estado en Vladivostock desde finales del año pasado." "Supongo que has estado cantando en ese hotel de allá, como se llame." "Si." "Obviamente no estarías sola. ¿Estabas acompañada?" "No, no estaba acompañada. Pero tampoco estaba sola ... Estaba con un hombre. De hecho tú lo conoces." Titubeó un momento. "He estado con Kosinsky." "Oh! Ese polaco. Entonces supongo que ahora te llamarás Kosinskaya." "¡No seas tonto! Es simplemente que yo canto y Kosinsky me acompaña." "¿Estás segura de que eso es todo?"

"¿Lo que quieres decir es que si hemos pasado unos buenos ratos juntos? Pues bien, no puedo decir que eso no haya pasado nunca." "Eso difícilmente sorprende. Supongo que él está en Tokio contigo." "Sí, ambos estamos en el Hotel Aikokusan." "Pero te dejó venir sola." "Mi querido amigo, yo sólo le permito que me acompañe cuando canto, tu sabes." Ella usó la palabra begleiten 30. Si él la acompañaba al piano, pensó Watanabe, también la acompañaría de otras formas. "Yo le conté que te había visto en Ginza 31," continuó ella, "y él está ansioso por conocerte." "Permíteme negarme tal placer." "No te preocupes. El no está corto de dinero ni de nada." "No, pero probablemente lo estará muy pronto si permanece aquí," dijo Watanabe con una sonrisa. "Y ¿a dónde piensas ir después?" "Voy a los Estados Unidos. Todo el mundo me dice que Japón no tiene esperanzas, y por ello no tengo previsto conseguir trabajo aquí." "Estás en lo cierto. Estados Unidos es un buen lugar para ir después de Rusia. Japón está atrasado ... Está todavía en reconstrucción, como ves." "¡Por Dios! Si no eres cuidadoso voy a contar en los Estados Unidos que un caballero japonés admitió que su país está atrasado. De hecho, diré que fue un funcionario público. Tu eres un empleado del gobierno, ¿verdad?" "Sí, estoy en el gobierno." "Y comportándote muy correctamente, sin duda." "¡Aterradoramente sí! Me he convertido en un real Fürst 32, tu sabes. Esta noche es la única excepción." "¡Me siento muy honrada!" Lentamente desabotonó sus guantes, se 30 Acompañante. 31 Muy famoso distrito central de Tokio. 32 Príncipe.

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los quitó y le estiró su mano derecha a Watanabe. Era una hermosa, deslumbrante mano blanca. El la apretó con firmeza, maravillado de su frialdad. Sin quitar su mano de la de Watanabe, lo miró fijamente. Sus grandes ojos pardos con sus oscuras ojeras parecían haber crecido al doble de su tamaño. "¿Te gustaría que te besara?" dijo ella. Watanabe hizo una mueca. "Estamos en Japón," dijo. Sin ningún aviso, la puerta se abrió de repente y apareció el camarero. "La cena está servida, señor." "Estamos en Japón," repitió Watanabe. Se levantó y condujo a la mujer al pequeño comedor. Súbitamente el camarero encendió las deslumbrantes luces del techo. La mujer se sentó al lado opuesto de Watanabe y miró de reojo alrededor de la habitación. "Nos han dado una chambre séparée," dijo riéndose. "¡Qué emocionante!" Enderezó su espalda y miró directamente a Watanabe como queriendo ver cómo reaccionaría. "Estoy seguro de que está tranquilo por pura casualidad, dijo él calmadamente. Tres camareros estaban pendientes de ellos dos. Uno servía jerez, otro tajadas de melón, y el tercero se movía inoficiosamente de un lado a otro. "El lugar está agitado con tanto camarero," dijo Watanabe. "Sí, y parecen muy torpes," dijo ella encuadrando los codos tan pronto empezó su melón. "Son tan malos como los de mi hotel." "Espero que tú y Kosinsky los encuentren familiares. Siempre entrando rudamente pero sin golpear ..." "Estás equivocado sobre todo eso, tu sabes. Bien, de todas formas el melón está bueno." "En los Estados Unidos tendrás montones de alimentos para comer

todas las mañanas tan pronto te levantes." La conversación se desvió hacia algo más ligero. Finalmente los camareros trajeron ensalada de frutas y sirvieron champaña. "¿No estás celoso, ni siquiera un poquito?" preguntó de pronto la mujer. Todo el tiempo habían estado comiendo y charlando. Ella había recordado cómo solían sentarse uno mirando al otro, como ahora, en el pequeño restaurante que quedaba arriba de las Blühr Steps, después del teatro. Algunas veces habían peleado pero al final siempre se habían contentado. Ella había querido que sonara como un chiste. Pero a pesar suyo su voz era seria y se sintió avergonzada. Watanabe levantó su copa de champaña sobre las flores y dijo con voz clara: "¡Kosinsky soll leben 33!" La mujer silenciosamente levantó su copa. Había una sonrisa helada en su cara. Bajo la mesa su mano temblaba incontrolablemente.

* * * Eran sólo las ocho y media cuando un solitario automóvil negro cruzó despaciosamente por Ginza, a través de un océano de luces centelleantes. En la parte de atrás, una mujer sentada con el rostro cubierto por un velo.

Δ

Cuento publicado en 1910. Título original: "Fushinchû". Texto en Morris, Ivan, Ed. "Modern Japanese Stories. An Anthology." Charles E. Tuttle Co., Tokio, 1962.

33 ¡Que viva Kosinsky!

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MORI OOGAI34 Novelista, crítico, médico y científico, nació en 1862, en Tsuwano, de una familia de médicos establecida a mediados del siglo XVII al servicio del señor feudal de la localidad. En 1872, a raíz de la abolición de los dominios, la familia se trasladó a Tokyo. Allí se graduó de médico en 1881. Junto con sus estudios de medicina occidental y china, tomó clases de composición de poesía china clásica y se entusiasmó con la literatura. Ya graduado y estando al servicio del ejército fue enviado a especializarse en Alemania por cuatro años. Durante este período tuvo contacto con las letras europeas. De regreso a su país, se convirtió en uno de los pioneros de la literatura moderna japonesa —muy particularmente en lo que se refiere a la introducción del cuento corto—, proceso en el cual debe destacarse su aporte como traductor al japonés de novelas, teatro y poesía. El cuento publicado aquí, escrito después de la guerra ruso japonesa en la que venció Japón y en la que el escritor sirvió como médico militar, refleja el estilo confesional de lo que se conoce como la "novela-yo" (watakushi-shosetsu), muy difundido dentro de la escuela naturalista de finales del siglo XIX. El cuento, aparte de lo que descubre de la experiencia personal del autor, también da buena cuenta del proceso de occidentalización que vivía el país en esa época. Sus novelas más conocidas son Gan (Los gansos salvajes) y Wita sekusuarisu (Vita sexualis).

34 Su nombre de pila fue Mori Rintarô. Curiosamente, al igual que Sôseki, en Japón no se le nombra por su apellido. Siempre se habla de Oogai.

El Espectador, MAGAZIN DOMINICAL No. 669, 10 de marzo de 1996.

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APAREAMIENTO

por Kajii Motojirô 35 Trad. Fernando Barbosa

Mientras miraba el cielo estrellado, los murciélagos volaban silenciosos alrededor. Aunque no podía vislumbrar su forma, cuando se interponían al resplandor de las estrellas podía sentir la presencia de una clase de criatura espectral. La gente se duerme rápido. Estoy parado en la deteriorada plataforma para secar las ropas de una casa. Desde aquí puedo ver hasta el callejón trasero. Como innumerables barcos amarrados en un puerto, las casas de este vecindario están construidas juntas y hay muchas otras plataformas averiadas como esta. Una vez vi la reproducción de la Lamentación de Cristo en la ciudad del artista alemán Pechtein. Mostraba a Cristo rezando de rodillas en las calles de atrás de una enorme área de fábricas. Asociando esa imagen, siento que donde estoy ahora se parece en algo a Getsemaní. No me siento como Cristo, sin embargo. Cuando llega la profundidad de la noche, mi cuerpo enfermizo empieza a arder y permanezco bien despierto. Pero es sólo para escapar de ese monstruo —la fantasía— que salgo aquí afuera y dejo que el rocío de la envenenada noche ataque mi cuerpo. En todas las casas la gente se duerme rápido. De vez en cuando oigo el sonido de una débil voz que rompe el silencio. En razón a que lo he oído en la tarde, se que es la tos de un vendedor de pescado que vive en el callejón de atrás. Su enfermedad le está haciendo más difícil seguir con su negocio. El hombre que tiene arrendado del él el apartamento del segundo piso le dijo que viera a un doctor, pero no le hizo

35 Se conserva la costumbre japonesa de anteponer el apellido al nombre.

caso a la sugerencia. Insistiendo en que no es ese tipo de tos, trata de ocultar la verdad. El hombre que vive arriba, no obstante, va por todo el barrio contándole a todo el mundo de la enfermedad de su vecino. En un pueblo como este, en donde sólo un inquilino excepcional puede pagar la cuenta regularmente todos los meses, la gente no puede cargar con los gastos de un doctor. La tuberculosis es una guerra de resistencia. Súbitamente, llega el coche fúnebre. El recuerdo del difunto está todavía fresco en la mente de todos, pero a él le toca trabajar como de costumbre. Parece que estuvo en cama por unos cuantos días y luego murió. Sin duda, en la vida todo el mundo trae desesperanza consigo mismo, todo el mundo atrae a su propia muerte. El vendedor de pescado está tosiendo. Pobre hombre. Oigo su tos y me preocupo si la mía sonará como esa. Hasta hace un instante, el callejón ha estado en movimiento con la actividad de animales inofensivos. A medida que entra la noche, aparecen no solamente en el callejón sino en las otras calles de atrás. Gatos. He pensado acerca de por qué sucede que en este vecindario los gatos paseen como si fueran los dueños de las calles. Primero, es porque casi no hay perros alrededor. Tener perros es un lujo. En cambio los comerciantes tienen muchos gatos para evitar que sus mercancías sean destruidas por las ratas. Sin perros, abundan los gatos, y estos merodean por las calles a su antojo. De todas formas, es curioso ver tantos gatos monopolizando las calles tarde en la noche. Pausadamente, caminan como damas en el bulevar. Se mueven indiferentes de una esquina a otra como un equipo de inspectores. Del rincón oscuro de la puerta aledaña a la plataforma de secado, se oye un crujido. Cuando en el vecindario era popular tener pájaros como mascotas, algunos llegaron a herirse tratando de rescatar a estas aves.

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Entonces, cuando la gente comenzó a preguntarse "¿quién inició esta idea loca?", manadas de estos insignificantes pájaros abandonados se unieron a las golondrinas para buscar mendrugos de comida. Pero no volvieron. Los únicos que quedan son los pocos pericos tiznados de la puerta siguiente. Durante el día nadie les pone atención. Pero cuando llega la noche se vuelven cosas vivientes y emiten este sonido. Entonces, para mi sorpresa, dos gatos blancos que habían estado persiguiéndose en el callejón, se detuvieron cerca a mí y empezaron a luchar y a dar gemidos. Pero no era una enfrentamiento en serio. Se cogían por los lados. Yo he visto gatos copulando pero no era como esto. También he visto gaticos jugando, y tampoco era como esto. No se qué están haciendo pero resulta cautivante y los miro con detenimiento. De lejos se oye venir el golpecito del bastón del vigilante nocturno. Excepto eso, no hay ningún sonido que provenga del vecindario. Todo está callado. Aunque absortos en su lucha, los gatos están tranquilos. Se abrazan uno con el otro. Se golpean suavemente. Se empujan con las garras delanteras. A medida que miro, gradualmente quedo fascinado con sus acciones. Al mirar la maliciosa forma como se pellizcan y viendo cómo empujan sus garras, me acuerdo de la dulce manera como ponen sobre el pecho de la gente sus patas y la tibia y gruesa piel de sus barrigas, tan suave al tacto. Ahora uno de ellos escarba su piel con las piernas escondidas. Nunca antes he visto gatos que parezcan tan encantadores, tan misteriosos, tan subyugantes. Pasado un rato, aún abrazados estrechamente, cesaron sus movimientos. Cuando miré, sentí una sensación sofocante. Justo entonces el sonido del bastón del vigilante nocturno hizo eco en el callejón. Cada vez que viene este hombre me oculto en mi casa para no ser visto rondando tarde en la noche por la

plataforma para secar la ropa. Por supuesto, si me arrimara bien a uno de los lados de la plataforma, difícilmente se me vería. Pero los postigos están abiertos y si llega a verme y me pide que salga, sería lo más embarazoso. Así que cuando el vigilante se aproxima, usualmente corro hacia la casa. Pero esta noche, deseando ver por mí mismo lo que pasará con los gatos, decido quedarme donde estoy en la plataforma. El vigilante se aproxima lentamente. Los gatos continúan abrazados como antes y parecen no hacer ningún esfuerzo por moverse. La vista de estos dos gatos blancos entrelazados me produce la ilusión de estar viendo a un hombre y a una mujer complaciéndose. Recibo un inmenso goce con esta escena. El vigilante gradualmente se ha acercado más. Durante el día administra una funeraria y tiene sobre sí un aura de indecible lobreguez. A medida que se aproxima me preocupo de cómo reaccionará al ver los gatos. Ahora, sólo a unos pocos pasos, parece haberlos visto por primera vez y se detiene. Los mira. Yo lo contemplo mientras observa los gatos y de alguna manera tengo la sensación de que estoy allí con él contemplando esta escena de media noche. Pero los gatos no se han movido nada. ¿Se habrán dado cuenta de él? Quizás. Pero no les importa. Están terminando su asunto. Este es uno de los aspectos de estos desvergonzados animales. Si ellos sienten que usted no los va a maltratar, no tienen miedo y se quedan perfectamente tranquilos cuando se quiere ahuyentarlos. Sin embargo, si después de mirarlo a uno cuidadosamente se percatan de que se tiene la intención de dañarlos, vuelan al instante. Viendo que aún no se han movido, el vigilante se acerca unos pasos adelante. Entonces, sin quebrantar su abrazo, voltean las cabezas a su alrededor. Desde mi punto de vista el vigilante es ahora el más interesado. Repentinamente, golpea con

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viveza su bastón nocturno contra el piso. Los gatos corren velozmente hacia el callejón, como dos rayos de luz. Al verlos escapar, el hombre recobra su acostumbrada expresión de aburrimiento y, dando un golpecito con su bastón, se aleja. En alguna ocasión fui a observar unos sapos que croaban. Para mirarlos, primero tiene uno que aventurarse con determinación hasta el borde de las charcas donde croan. Como se esconderán sin importar qué tan cautelosamente nos aproximemos, es mejor moverse rápido. Entonces uno se oculta y permanece perfectamente quieto. Haga de cuenta que usted es una roca. Nada se mueve, excepto sus ojos. Si no es cuidadoso resultará difícil distinguir los sapos de las piedras en la charca y no verá cosa alguna. Luego de un momento, del agua y de las sombras de las rocas, despaciosamente asoman sus cabezas. Mientras miraba, me pareció que emergían de todas partes. Todos a la vez, como si hubieran hecho un arreglo previo, aparecieron tímidamente. Todavía permanecía yo como una roca. Después de dejar que les pasara el miedo, todos saltaron a donde estaban antes. Frente a mí retomaron de nuevo su interrumpido canto de cortejo. A intervalos, me sentí superado por extraños sentimientos mientras observaba desde la proximidad. Akutagawa Ryûnosuke36 escribió una novela sobre un hombre que fue al mundo del mítico kappa 37. Pero frente 36 Destacado cuentista, poeta y ensayista. Nació en Tokio en 1892 en donde se suicidó en 1927, a la edad de 35 años. En su honor se creó el premio literario que lleva su nombre y que se entrega anualmente para destacar la obra de nuevos talentos. 37 Animal imaginario, anfibio, que vive en las aguas de Japón. Según la leyenda sería la trasformación de una deidad

a él, el de los sapos resulta, en verdad, mucho más accesible. Sólo con mirar una rana, de súbito entré a formar parte de su mundo. Esta rana se instaló sobre la ligera corriente que corre por entre las rocas del arroyo y, con algo de misterio en su apariencia, miró fijamente el torrente de agua. Su aspecto era exactamente como el de las figuras humanas de las clásicas pinturas literarias: un poco de pescador y de kappa. Mientras yo pensaba en esto, el pequeño arroyo se ensanchó de repente y se convirtió en una ensenada. Y, en ese instante, tuve la sensación de ser un solitario viajero por el universo. Es todo lo que tiene que ver con la historia. Y sin embargo, puede decirse que observé las ranas en condiciones más naturales. Aunque en una ocasión anterior tuve la siguiente experiencia. Fui a las charcas y cogí una rana para estudiarla cuidadosamente. La puse en una cubeta de las del baño llena de agua. Coloqué dentro algunas piedras del arroyo y con un pedazo de vidrio como tapa, la llevé a mi habitación. No obstante, la rana no actuaba con naturalidad. Cacé algunas moscas y las coloqué en la cubeta pero la rana simplemente las ignoraba. Aburrido con esto fui a tomar un baño. Me había olvidado de la rana y fue al regresar a mi habitación cuando de repente salió de la cubeta el sonido de un chapaleo. Diciéndome a mí mismo "¡por fin!," corrí a observar. Pero al igual que antes, la rana permanecía oculta y no salía. En seguida salí a caminar. De vuelta oí de nuevo el sonido de un chapoteo. Y mirando dentro me encontré exactamente con lo mismo de la última vez. Esa noche, dejando la cubeta a mi lado, me senté a leer algo. Me olvidé completamente de la rana. Pero cuado me moví, saltó en medio de un chapoteo. Había estado observándome en mi medio natural. Al día siguiente,

acuática. El título de la novela mencionada es precisamente Kappa.

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como todo lo que había aprendido de la rana es que ella salta de miedo, destapé la cubeta. Brincó hacia donde estaba el sonido de los rápidos fuera de mi ventana para limpiarse del polvo de mi habitación. Nunca más realicé este experimento. Con el fin de observarlas naturalmente, debía ir a las charcas. El día que fui, las ranas croaban ruidosamente. Sus voces podían oírse claramente desde el camino principal del pueblo. Desde este camino y a través de la arboleda de cedros, caminé hasta las charcas a donde siempre iba. En el matorral al lado opuesto del arroyo, un doral gorjeaba hermosamente. El doral es un pájaro que al igual que las ranas en este valle, me proporciona una sensación agradable. Los del pueblo decían que había sólo un pájaro de estos en todo el valle en donde el bosque era más espeso. Si hubiera otro doral allí, los dos pelearían y uno tendría que huir. Cuando quiera que oía su gorjeo, recordaba la historia de los lugareños y sentía que debía ser cierta, pues esta era la canción del que se gozaba escuchando su propia voz. La voz del pájaro se oía lejos haciendo eco en el valle cuando cambiaba la luz del sol. Dedicando mi tiempo al ocio en el valle, tarareaba este sonsonete:

Si vas al puente de Nishibira oirás el doral de Nishibira; y si vas al salto de Seko oirás el doral de Seko.

Uno de estos pájaros estaba cerca de las charcas. Justo como lo esperaba, las ranas estaban lamentándose. Rápidamente caminé por el borde de las charcas. Toda su música cesó. Siguiendo el plan que había ideado, me agazapé y esperé. Poco después empezaron a cantar como antes. Sus miles de voces resonaban en el agua y reverberaban con un viento venido de lejos. De entre las pequeñas ondas del arroyo cercano, se hicieron más fuertes y se movieron en masa hasta alcanzar la cúspide. Esta

difusión de sonidos se deslizaba con delicadeza, expandiéndose constantemente y envolviéndose como un fantasma frente a mí. Los científicos afirman que los primeros seres vivientes que tuvieron "voz" fueron las criaturas anfibias que aparecieron durante el período carbonífero. Pensando ahora en sus voces como el primer sonido vivo para cantarle en coro a la faz de la tierra, se me comunicó un sentimiento de sublimidad. Era la clase de música que toca el corazón de quien la escucha, lo hace palpitar y finalmente lo conduce a las lágrimas. Frente a mi estaba un sapo. Obviamente a la deriva entre las ondas del coro, su garganta temblaba intermitentemente. Miró a su alrededor pensando que la compañera debía estar cerca. A corta distancia del arroyo, bajo la sombra de las rocas, otra rana estaba sentada con gran cautela en el fondo. Pensé que sería la consorte. Cada vez que el macho croaba, noté que la hembra contestaba "¡geh! ¡geh! con un dejo de satisfacción. A medida que esto sucedía, la voz del macho se hizo más clara. Mi corazón respondió a sus honestos quejidos. Entonces, bruscamente se apartó del ritmo del coro. Los intervalos entre sus quejidos se hicieron más cortos y más cortos. La hembra continuó respondiendo. Y luego, tal vez debido a que su voz no se sostenía, ella sonaba un poco indiferente en comparación con esa otra llamada apasionada. Pero ahora algo debía suceder. Impaciente, esperé por el momento. Como lo preví, el macho abruptamente detuvo su ardiente croar, con suavidad se deslizó por la roca y empezó a atravesar el cauce. Nada me ha conmovido tanto como la ternura de ese lapso. Nadando entre el agua hacia la hembra, era como un crío que ha encontrado a su madre, gimiendo suplicante al tiempo que corría hacia ella. Mientras nadaba gritaba "¡gui-yo!,

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gui-yo!, gui-yo!" ¿Podría otro cortejo ser tan tierno y ferviente? Observé, y sentí una envidia desproporcionada. El macho arribó alegremente a los pies de su compañera y allí copularon en el lecho límpido y fresco. Sin embargo, el espectáculo de su desesperado apareamiento no logró acercarse en nada a la ternura de cuando cruzó el cauce. Sintiendo que había visto algo en el mundo que era verdaderamente hermoso, por un rato me sumergí en la cadencia de las voces de los sapos que vibraban en las charcas.

Δ

Cuento escrito en 1931. Título original: "Kôbi". Texto en Gessel, Van C. & Tomone Matsumoto. "The Showa Anthology. Modern Japanese Short Stories". Kodansha International, Tokio, 1985.

KAJII MOTOJIROO Escritor de cuentos cortos nacido en Osaka, tuvo una vida bastante corta, pues vivió sólo 31 años, y su talento debió esperar para ser reconocido hasta la década de los años 50, cuando se le rescata. Es posible que la explicación de este tardío éxito, resida en la sombra que pudieron proyectarle los triunfos y el renombre de contemporáneos suyos como Akutagawa Ryûnosuke, Tanizaki Jun'ichirô y Shiga Naoya. De igual manera debió influir el medio en que tuvo que desenvolverse y que estuvo marcado por el movimiento de la literatura proletaria, por un lado, y el avance del militarismo y la censura oficial, por el otro. Bajo el título de Remon (El limón), publicó en 1931 sus primeros 18 cuentos que fueron seguidos un año después por la novela Nonki na kanja (El paciente descomplicado) que apareció por entregas, poco antes de su muerte, en el magazín literario Chûô Kôron. Este sistema de entregar las obras al público ha sido bastante popular en Japón. De igual manera, para dar sólo un ejemplo, salió a la luz País de nieve de Kawabata Yasunari. Por enfermedad debió abandonar los estudios de literatura inglesa que empezó en la Universidad de Tokio. Pero sus mayores influencias fueron las que recibió de Tolstoi, Baudelaire y Poe. Murió en Osaka en 1932, víctima de la tuberculosis.

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AMOR PLATONICO

por KANAI Mieko 38 Trad. Fernando Barbosa

Si alguna vez tuviera que probarle a ella que yo soy "la autora", supongo que tendría que hacerlo escribiendo un ensayo o un libro. Me hice conocida de ella ... bueno, en este caso no se si "conocida" sea la palabra correcta ... de cualquier forma, nuestra extraña relación comenzó cuando escribí mi primer cuento. Recibí una carta que decía: "yo soy la persona que escribió el cuento publicado bajo su nombre". Se empezaron a acumular cartas con la misma frase inicial, en número igual al de las cosas que escribí, y mientras trataba de ignorarlas, la verdad es que me encontré completamente incapaz de hacerlo. A medida que continué escribiendo estos cuentos, ella estuvo siempre conmigo. Pero no había nombre ni dirección en las cartas por lo cual no había forma de comunicarme con este "autor real". La relación entre el "autor real" y yo misma era completamente unilateral. Por supuesto, era solamente "unilateral" desde mi punto de vista; si usted la mira desde el de ella, posiblemente no lo piense de esa manera. Pero todavía, no se aún si fue realmente una "ella" quien escribió las cartas. Los sobres de las primeras cartas se han amarilleado. Eran una variedad de sobres blancos cuadrados, de diferentes tamaños y texturas. Y la tinta era unas veces verde, otras sepia o púrpura. Las tintas verdes, sepias y púrpuras les daban un sabor Taishô 39 que las hacía detestables para mí. La caligrafía no tenía prácticamente un distintivo 38 Se conserva la costumbre japonesa de anteponer el apellido al nombre. 39 Período comprendido entre 1912 y 1926 en el que gobernó el Emperador de ese nombre.

individual. Al igual que la de casi todo el mundo después de la guerra, la escritura a mano no se parecía en nada al tipo de caligrafía hecha con pincel. Los caracteres eran del tipo que se aprende cuando se usa un libro impreso como modelo y que difícilmente pueden tacharse de poco elegantes. Honestamente, eran exactamente como los caracteres que yo escribo y que reflejan una calidad sin disciplina y que descuidadamente dicen: si se entienden, no tiene usted por qué quejarse. Quizás las cartas venían de alguien que había tratado de escribir un cuento similar —cualquiera podría imaginarse fácilmente que es sucediera. O alguna joven poeta de mi misma edad, hablando acerca de mi primer esfuerzo, pudo haber dicho "yo puedo escribir algo como eso en una sola noche", y cogerme totalmente por sorpresa. Cualquiera que haya leído una o dos cosas que puedan pasar como cuentos pudo hacer el mismo tipo de obra. Frente a ella parecería factible, supongo. Dejando a un lado el impensable caso de un cuento con exactamente el mismo contenido, era ciertamente imposible que alguien hubiera escrito algo muy similar. ¿No son todas las "obras literarias" esencialmente lo mismo? Al leer su primera carta —recuerdo el crujido, ese sonido táctil cuando abrí el grueso papel extranjero, perfectamente bien doblado— tengo que admitir el no haber podido suprimir un sentimiento incómodo producto de alguna prolongada sensación de orgullo, así sintiera que realmente no era importante quién hubiera sido el autor. La exagerada auto estima de "yo escribí eso", de hecho se volvió más rápidamente repulsiva que si yo la hubiera escrito. ¿Por qué no cederle la "autoría" del cuento a la persona desconocida y convertirme en el "autor" de un cuento diferente? Sí, me declaraba a mi misma la "autora" de una obra enteramente distinta ...

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Cada vez que publicaba un cuento, invariablemente me llegaba una carta y no podía hacer otra cosa que sentirme fastidiada. Todavía, sin duda, ella era mi más ardiente y esencial lectora, así me reclamara la autoría, cuya posibilidad podría hasta llegar a ser cierta. De cualquier forma, lo primero de lo que empecé a darme cuenta fue de que un cuento en particular había sido escrito (¿por ella?, ¿por mí?) como resultado de una carta enviada por ella. Guardé este secreto por un buen tiempo porque no sabía cómo explicarlo. Y porque debido a razones desconocidas me sentí renuente a contarle a alguien acerca de ella. Sin embargo, cualquier cosa que yo escribiera, sin duda insistiría en haberla escrito ella misma. Pude preguntar: "¿cuándo podría haber leído lo que escribiste?", y con una pequeña sonrisa —inconscientemente me inclinaba a imaginar que su sonrisa era hermosa— ella me diría: ¿ni siquiera recuerdas eso?" Naturalmente ni siquiera podría tratar de contestar sus preguntas sino simplemente leer lo que escribió, como si fuera un privilegio al que se me hubiera señalado entre muchos. Nuestra relación se limitaba exclusivamente a la escritura de los cuentos. En algún sentido estaba hecha para sufrir por su causa, pero gradualmente cierta curiosidad sobre ella me hizo desear conocer qué tipo de persona sería, qué clase de vida llevaría, qué suerte de cosas estarían unidas a ella, qué experiencias habría tenido, qué diablos pensaba. Traté de darle un cuerpo. Pero estaba llena de dudas, incluyendo, de hecho, la pregunta de si sería hombre o mujer. Francamente, yo despreciaba mi propio cuerpo y era doloroso pensar en el cuerpo del "autor real" como algo bello. Me cantaba a mí misma como un poeta enamorado. ¡Tienes un cuerpo! —¡oh, maravilla! Suspendida entre mis (tus) sueños ... Llegué a pensar si ella y no yo era quien había escrito aquellas ligeras, inadecuadas palabras (y ¿no era la

descripción misma un medio para desdeñar su existencia?), entonces hubiera tenido la satisfacción de saber que no tenía nada qué hacer con ellas. Llegué a pensar en preguntarle a otros escritores si ellos alguna vez habían recibido cartas de alguien que se llamara así misma el "autor real". Habría descubierto que yo no era la única víctima de alguien que jugaba trucos maliciosos, complicados y hasta bastante sofisticados. No había evidencia de que esto fuera una pieza viciosa y persistente de injuria. No quiero sugerir, por supuesto, que ella me molestara veinticuatro horas al día. Yo tenía mi propia vida y era capaz de disfrutarla. Era una vida común y ordinaria. Ocasionalmente me aburría pero no tanto como para que el aburrimiento me carcomiera, y no tenía interés en las experiencias que parecen hacer preciosa la realidad sólo en la medida en que la desgracia se hace tangible. En resumen, había posiblemente crecido acostumbrada a pasar desapercibida sin la patética confusión a la que las jóvenes y más inocentes sensibilidades son tan susceptibles. Las sensaciones que resultan de los encuentros con un mundo muy preciso y lúcidamente perfilado. Cuando me siento constreñida por un mundo dominante en el que no puedo escribir, ¿no estoy ya tratando de escribir? Así, como debe ser el caso de cualquier escritor, más que leer mis propios cuentos (pero ella no dice eso: dice los cuentos que yo escribo ), prefiero las obras de otros escritores que disfruto. Y esto a pesar de los celos que aparecen cuando los leo. Me decidí a ir a Yugawara y me llevé las notas para un nuevo cuento que tenía que empezar, junto con algunos trozos que quería revisar para una colección. También tomé algunos libros que no había leído todavía y un manuscrito que por alguna extraña tentación me había hecho comprometerme conmigo misma

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a escribir "discutiendo mi propia obra". Por supuesto había algunas dudas sobre qué tan calificada estaba para comentar "mi propio trabajo" pero, dejando esto a un lado, tenía suficiente dinero de mis regalías para permitirme permanecer en un hotel de aguas termales por un tiempo. Y debo admitir mi afección a la tradición de los escritores de ir a estos lugares a escribir. ¿Por qué será que al final, así se trate de evitar la discusión sobre nuestra propia obra. o la que pensamos escribir, terminamos contándolo todo? A pesar de gozar con el silencio, las palabras emergen ... Empezamos con el deseo de discutir la verdad y en la práctica llegamos a términos que encubren la verdad. ¿Qué está requerido y anticipado en el acto que llamamos "discutir la propia obra"? Quizás sea una forma de confesión. Y dentro de ese acto que pretende ser una confesión, sueño una forma en la cual, ocultos, permanezcan los libros que ingeniosamente se hayan vuelto ilusiones. Al final, no tuve nada que confesar. Lo único fue que al leer mis propios cuentos sentí una curiosa pasión. Sólo con suponer que el cuento fue realmente algo que ella había escrito, pudo haberlo convertido en realidad porque yo era ya su lectora y sentía muy fuertemente una pasión. Hasta entonces, no tenía más que un título para el cuento que planeaba escribir: "Amor platónico." ¿Y quién diablos lo escribiría? ¿Ella o yo? Tal como lo esperé, "Amor platónico" no progresó una sola línea. No hubo ni una palabra escrita en mi cuaderno de notas y así consumí cinco días caminando durante el día y leyendo o bebiendo sola de noche. Traté de dirigir "Discutiendo mi propia obra" hacia algunos cuentos cortos que había escrito tres años atrás, pero las palabras se convertían todas en las de ella, todas tomadas de sus cartas. En un esfuerzo por resistirme a ella, traté de escribir

acerca del cuero de conejo que estaba clavado en la puerta pardusca de madera de una tienda de granos en Hanamaki (dejando a la vista la parte de la piel en donde la sangre derramada se había vuelto costra), o sobre el sueño de los conejos que había tenido en el camarote de un tren, camino a Iwate. Traté de recordar el cielo de invierno asfixiando el pueblo de Hanamaki y las filas de calles, el translúcido cielo blanco y sin vida de aquellas arterias grises y pardas y levemente azuladas en un pueblo ordinario, sin carácter, provinciano. Pero como lo temía, no estaba completamente segura de si realmente habría estado allí. Los requisitos para vivir, la falta de vida que envuelve un pueblo, a veces hasta la confusión, fueron removidos casi totalmente del Hanamaki que creía conocer, y el pueblo desapareció en los laberintos de mi memoria. El pueblo en donde "el alma de la ciudad silenciosa me hace escoger el camino" había perdido su forma y hasta la piel de conejo sin curtir, que estaba segura de haber visto, había desaparecido completamente. ¿No eran cosas que ya había leído antes en algún cuento? No era yo quien las había visto o quien escribió sobre ellas. No, esa piel, con la sangre carmelita, roja y púrpura que parecía una costra y la grasa adherida a ella, estaba clavada en un cuento que yo había leído, ¿no es verdad? Estaba tan tranquilo el atardecer en ese destartalado hospedaje, administrado tan torpemente, que parecía que no hubiera otros huéspedes, y la vista de las montañas que formaban el paisaje desde las ventanas orientales estaba obstruida por los edificios grises de concreto de un gran hotel de turismo, por lo que las tarifas para los huéspedes eran lo suficientemente baratas como para permitir una estadía bastante larga. Una pintura desmañada de una cigüeña con una expresión disimulada estaba pintada sobre el

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fusuma40 amarilleado por el sol del atardecer durante el paso de los años, y un kakemono 41 con un poema sobre el pathos de un penacho en la nieve, colgado en el tokonoma 42. Justo al frente una televisión en blanco y negro, una mesa bajita de madera con marcas de los círculos dejados por vasos de cerveza, con un té servido, un espejo cubierto con una seda rosada descolorida y un ropero con tres ganchos era toda la dotación de la habitación. Todos los días tomaba un baño al anochecer, luego bebía tristemente un trago, en silencio, y comía los platos preparados caseramente por la dueña: cerdo agridulce, sashimi �43 y ensalada con mayonesa de frasco. Y si tuviera que decir cuál es la gran virtud de comer solo, diría simplemente que es la de no ofender a nadie si uno lee un libro mientras come. Hacerme sombra en este viaje (y ¡cuántos pequeños viajes he hecho sola!) fue el constante acopio que hube de traer con las notas para mi historia. Debería recordar haber tratado de escuchar la voz que me llamaba a empezar la historia que hasta ahora no he podido escribir, y en la mitad del baño, donde la superficie brillaba con un rosa metálico al atardecer, he debido ponerme a llorar. Pensaría que el ausente "él" o "ella", quien había abandonado al protagonista, era realmente la propia historia no escrita, y grité al ver expuestos mis sentimientos. Mi cuerpo derretido en el amplio baño, donde el cuerpo ya no era el cuerpo, ni lo era el 40 Puerta corrediza que divide las habitaciones. 41 Rollo de seda o papel con una pintura o una caligrafía que se cuelga generalmente en la pared del tokonoma. 42 Nicho en la tradicional habitación japonesa para huéspedes que usualmente se adorna con una kakemono y un ikebana (arreglo floral). 43 Pescados crudos que se sirven cortados en láminas delgadas.

agua caliente la que lo presionaba y cubría, envolviéndolo en una cálida gracia, sino algo distinto a mí misma que flotaba en el agua que me unía y fusionaba a toda la existencia. En la rosada luz del sol temblando en la lechosa bruma del vapor, en silencio, en medio de la calma, el tiempo se prolongaba y el baño se extendía como un sueño entre otro sueño, y yo no era la que soñaba sino era ella quien lo hacía, y yo me convertía en sólo un personaje del sueño. Y era entonces cuando esa pavorosa visión se diluía de nuevo en el agua. Suspendida en mis (nuestros) sueños ... Un día, después del almuerzo, mientras caminaba por un camino que bordeaba una quebrada que bajaba de la montaña y que atravesaba el parque, una mujer que no conocía se me dirigió. A pesar de sus maneras despreocupadas, empezó hablando con cierto recelo. Habló como si conociera todo de mí e intuitivamente me di cuenta de que precisamente esta mujer era e; "autor real". La imagen que en secreto había alimentado de ella reflejaba una vanidad y una esperanza inconscientes y, como lo había escrito antes, estaba asociada con la palabra "bella". Pero fue muy rudo para el "autor real" el que pareciera tan abatido cuando percibí que ello era realmente inapropiado. (No es sólo y simplemente que mi estilo no sea el de explicar en detalle de qué manera no era apropiado, sino que sería descortés). Y entonces ella me pidió que me le uniera para almorzar pues no lo había hecho, e incapaz de rechazarla le contenté que aunque ya había tomado el almuerzo la acompañaría con una taza de té o alguna otra cosa. Nos sentamos una enfrente a la otra en una mesa contra la ventana, en una cafetería cerca de la entrada del parque. Ella pidió el más caro sandwich de rost beef, una ensalada de jaibas y café. Yo pedí únicamente una taza de café. En verdad no recuerdo la

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mayoría de lo que hablamos, excepto que ella discutió sobre el cuento "Amor platónico" que aún no se había escrito, bajo el ruido crujiente de la lechuga y del apio que mordía. Sí, el "autor real" discutió sobre el "Amor platónico", haciendo pausas para chuparse con los dedos algunas gotas de jugo caídas de su sandwich de rost beef. No sólo perdí la oportunidad para preguntarle por los motivos que tuvo para enviarme aquellas cartas, sino que tuve que pagar la cuenta de su sandwich, la ensalada y tres tazas de café. Serían cerca de las tres cuando regresé al hotel. Se que debía haber escrito mi "Amor platónico" pero ahora no sentía ni el gran deseo ni la gran necesidad de hacerlo. Cuando regresé a casa, había una carta del "autor real", tal como lo esperaba, pero no contenía ningún agradecimiento por el almuerzo. Era sobre el manuscrito de "Amor platónico" de lo que ella hablaba entonces. He tratado y tratado de convencerme a mí misma de que puedo arreglármelas sin leerla. Sería extremadamente simple botarla a la basura o quemarla sin leerla. Sería fácil alcanzar con mi mano la carta sobre mi escritorio, con mi nombre escrito en tan terrible letra (que parece exactamente como escrita por mí) y deshacerme de ella tan completamente como para que nunca tuviera que pensar que algún día existió. Podría tirar las cartas (todas las cartas que me envió) al jardín, empaparlas con queroseno y encenderlas con un fósforo. Tendría que llenar un balde con agua y ser cuidadosa para controlar el fuego. En muy poco tiempo, las llamas envolverían aquellas cartas y las desaparecerían produciendo un humo púrpura pálido. Y sólo quedaría un pequeño montón de cenizas negras que serías mojadas con agua para ser luego enterradas en la tierra. Pero me dejé caer en mi silla con el desesperanzado sentimiento de que

nada habría sido destruido. Al final probablemente publicaré "Amor platónico". Y probablemente diré que es mi obra.

Δ

Cuento escrito en 1979. Título original: "Platon-teki ren'ai". Texto en Gessel, Van C. & Tomone Matsumoto. "The Showa Anthology. Modern Japanese Short Stories". Vol. 1 (1929-1961), pp. 262-368. Kodansha International, Tokio, 1985.

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KANAI Mieko

Nació en 1947 en Takasaki, prefectura de Gunma, Japón. Su primera colección de obras de ficción Ai no seikatsu (Las vidas del amor), fue publicada a sus diecinueve años, en 1968, y ese mismo año recibió un premio por su poesía. Sus siguientes publicaciones fueron dos poemarios: Madamu Juju no ei, 1971 (La casa de Madame Juju) y Haru no e no yakata ,1973 (La casa de las pinturas de primavera). Con posterioridad, dio a la luz otra colección de cuentos en 1979 en la que se incluye el publicado aquí y el cual le da el título al libro: Puraton-teki ren'ai (Amor platónico). En 1987 publicó la novela Tama-ya (Mausoleo). Según la crítica, su obra describe la soledad del amor en el mundo contemporáneo mediante el uso de un lenguaje rico y poético. Una de las características de su trabajo, de acuerdo con sus propios comentarios, es el de demandar una gran participación del lector. En otras palabras, es la referencia a la obra de arte en la cual quien la produce solamente aporta una parte del fenómeno estético. El resto es la elaboración que hace el público, o el lector en el caso de la literatura. Justamente es ello lo que quiere revelar la presencia del "autor real" en Amor platónico, como un intento por resolver los interrogantes que plantea el origen de la creación literaria.

El Espectador, MAGAZIN DOMINICAL No. 659, 31 de diciembre de 1995.