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181 VERSIÓN 11 • UAM-X • MÉXICO • 2001 • PP. 181-223 Sobre la inutilidad y perjuicios de los fines de siglo, milenio y mundo* Con especial referencia al ejercicio de la literatura en América Latina y a algunos escritores mexicanos, en particular a Sergio Pitol Adolfo Castañón** Estamos cercanos, Señor, cercanos y asibles. Asidos, Señor, unos en otros con nuestras garras, como si el cuerpo de cada uno de nosotros fuese tu cuerpo. Ruega, Señor, ruega por nosotros, estamos cercanos. Ladeados por el viento caminamos, caminamos para inclinarnos allí, el cántaro, en el cráter. * Primera edición: Juan Pablos Editor, en coedición con el Instituto de México en España y la Universidad Veracruzana, México, D.F. 1999. Segunda edición, ampliada y enmendada: Instituto Veracruzano de Cultura, Xalapa, México, 2000. ** Autor prolífico, en 1995 obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura. Entre sus obras se encuentran: Cielos de Antigua y Recuerdos de Coyoacán (publicadas por Verdehalago), El pabellón de la límpida soledad, La gruta tiene dos entradas, El mito del editor, entre otras.

Sobre la inutilidad y perjuicios de los fines de siglo

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181VERSIÓN 11 • UAM-X • MÉXICO • 2001 • PP. 181-223

Sobre la inutilidad y perjuiciosde los fines de siglo, milenioy mundo*

Con especial referencia al ejercicio de la literatura enAmérica Latina y a algunos escritores mexicanos,

en particular a Sergio Pitol

Adolfo Castañón**

Estamos cercanos, Señor,cercanos y asibles.

Asidos, Señor,unos en otroscon nuestras garras,como si el cuerpo de cada unode nosotrosfuese tu cuerpo.

Ruega, Señor,ruega por nosotros,estamos cercanos.

Ladeados por el viento caminamos,caminamos para inclinarnos allí,el cántaro, en el cráter.

* Primera edición: Juan Pablos Editor, en coedición con el Instituto de México enEspaña y la Universidad Veracruzana, México, D.F. 1999. Segunda edición, ampliada yenmendada: Instituto Veracruzano de Cultura, Xalapa, México, 2000.

** Autor prolífico, en 1995 obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura. Entre sus obrasse encuentran: Cielos de Antigua y Recuerdos de Coyoacán (publicadas por Verdehalago), Elpabellón de la límpida soledad, La gruta tiene dos entradas, El mito del editor, entre otras.

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Fuimos a los abrevaderos, Señor.

Había sangre, había,lo que derramaste, Señor.

Resplandecía.

Nos arrojó a los ojos de tu imagen, SeñorOjos y boca están así, abiertos, vacíos, SeñorHemos bebido, Señor.La sangre y la imagen que la sangre contenía, Señor.

Ruega, Señor,estamos cercanos.

PAUL CELAN, “Tenebrae”1

A lo largo del siglo XX

A LO LARGO DEL SIGLO XX hemos oído repetirse expresiones como“la novela ha muerto” (Alain Robbe-Grillet), “el hombre ha muer-to” (Michel Foucault), “Europa agoniza después de suicidarse”(María Zambrano), “la galaxia de Gutenberg llega a su fin”(Marshall MacLuhan). Si bien en lo particular cada uno de estosaugurios es relativo, el conjunto no deja de traducir un leit-motiv:la decadencia de un Occidente que parece enfermo de su propiaexpansión, el eclipse inagotable de una Europa incesantemente rap-tada para evocar la voz de Luis Díez del Corral.

Este canto de cisne podría explicarse en términos de lo que unfilósofo usamericano —Jacques Barzun— ha denominado la cul-tura de la queja que degrada la crítica a un conjunto de aspavien-tos nostálgicos y contestatarios, a una expresión de la desazóninducida por los cambios tecnológicos. Uno de los blancos preferi-dos de esta corriente es la técnica, fatal causa causal de la aliena-ción. De Martin Heidegger a Ernst Jünger y de Lewis Mumford a

1 Paul Celan, Sin perdón ni olvido. Antología, edición bilingüe, versión en español, estu-dio, cronología y bibliografía de José María Pérez Gay, UAM, México, 1998, pp. 17 y 19.

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Marshall MacLuhan, el pensamiento de la técnica, la lectura de suhistoria, abre una ventana al diagnóstico de nuestro tiempo.

Otro rasgo estremecedor del imperio tecnológico es su poderpara transformar en materia prima a los reinos mineral, vegetal yanimal, y luego al mismo ser humano. La escuela del desencantoque es el proceso de modernización y secularización se transformaen el curso del siglo XX en una escuela del horror. No en balde loscampos de concentración nazis inspiran, al decir de Ernest Nolte,los campos de trabajo diseñados por Stalin. El rasgo que distingui-ría a la guerra del progreso, a la modernización de la exterminaciónno siempre es muy claro, (según advierten autores tan diversoscomo Ernst Jünger o Yvon Le Bott, un sociólogo francés —discí-pulo de Alain Touraine— que ha estudiado la guerrilla y los con-flictos armados en América Central). La transformación del serhumano en materia prima era algo en cierto modo familiar al pen-samiento de los eco-nomistas ingleses y europeos como Adam Smithy Malthus —para no hablar de Marx—, pero la interpretacióndemencial de esta partitura verificada durante el siglo XX por losauschwitz, los gulags, los progroms, las diversas guerras de exter-minio étnico o racial, las masacres en las selvas, la explotación entodas sus escalas, el tráfico de órganos, el comercio con seres hu-manos a lo largo de las fronteras, sin duda autoriza a seguir a GeorgeSteiner cuando dice que el umbral definitorio de la humanidad alconcluir el siglo XX es más bajo que cuando empezó.

La masificación, la mercantilización, la lectura cínica y devastadoraque nuestro tiempo hace de El hombre unidimensional de LudwigMarcuse, la expansión del progreso como una guerra civil planetaria,la intoxicación del planeta, la creación de grandes religiones del con-sumo, la merma de la biodiversidad en todas sus escalas —incluidala cultural— nos llevan a leer con una mirada nueva algunos de losescritos producidos por autores judíos durante la Segunda Guerra.Por ejemplo, en Iosl Rákover habla a Dios de Tzvi Rubin,2 elescritor —hombre religioso— más que hacer un catálogo de horro-res, se encara con Dios como un profeta de los tiempos antiguos y

2 Tzivi Rubin, Iosl Rákover habla a Dios, FCE, Buenos Aires, 1998, 91 pp.

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—esto es lo importante— lo deja Solo con su Conciencia, pero guardapor dignidad el respeto y el conocimiento de su Ley como la únicaforma de resistencia y esperanza. No en balde el respeto y el conoci-miento de la ley o de las leyes naturales son una de las primerasinstancias abolidas por la marea técnica y mercantil. No en balde sequisiera hacer pasar el derecho mercantil por un sucedáneo del dere-cho natural.

Paralelamente al proceso de conversión del mundo en materiaprima, se da un proceso de desintegración del conocimiento. Mien-tras para un niño del siglo XIX (o de la actualidad en un país atrasa-do) no hay duda —como apunta John Berger—3 de que existe uncontinuo entre el animal llamado vaca, los productos derivados deella —como la leche, la crema, la mantequilla, la carne y el cue-ro— el mugido y aun el olor del estiércol, en cambio para un des-arrapado párvulo de las grandes concentraciones urbanas esa cadenano siempre es evidente: la vaca no es una presencia —una compa-ñía y aun una amistad— sino una serie discontinua de significan-tes en una imagen impresa o proyectada. Este proceso dedesintegración del conocimiento por virtud de la industrializaciónse encuentra en el origen de ese nuevo ser creado por la culturaindustrial que primero Walter Rathenau y luego José Ortega yGasset llamaron el invasor vertical, el individuo que irrumpe re-pentinamente en la escena sin comprender el significado del uni-verso que lo rodea, como es el caso del emigrante de las masasrurales trasladadas a los grandes centros urbanos o de los hijos delos gerentes que se organizan para asesinar niños de la calle o paraacosar prostitutas en bandas de motocicletas en la tibia nochelatinoamericana. Esta nueva versión del bárbaro —si no es que delvándalo— encuentran un prototipo en el colonizador —perono en aquel que deriva del Cortés evocado por Salvador Mada-riaga (el conquistador conquistado), sino de aquel otro persona-je de la historia infame que pensaba que el mejor indio es el indiomuerto.

3 John, Berger, “¿Por qué miramos a los animales?” en Mirar [About looking, 1980],trad. de Pilar Vázquez Álvarez, Madrid, 1987, 176 pp.

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El proceso de la desintegración es, ante todo, cultural, arroja a lassociedades a un eclipse de la identidad pública, un movimiento dedesarraigo que empieza por hacer al individuo extranjero, primero,ante su propia cultura, luego para la cultura y la memoria sin más.La sociedad de la información es también la del olvido a escalaplanetaria. En América Latina las mitologías del nacionalismo y delmestizaje, de la cultura popular como ingrediente substantivodel cemento social retrasaron —a veces con alguna fortuna— estasecularización; iban a contra reloj de la anomia y la amnesia genera-lizada. Esos cimientos imaginarios han sido, en el orbe latinoameri-cano, el gran capital simbólico de las minorías ilustradas ygobernantes. Pero en última instancia —admitámoslo— estasélites en la América Española han sido incapaces de trascender elbestiario tropical y de sustraerse a la marea de la técnica, el olvido yla aculturación.

La desintegración simbólica se da ante todo como un procesode crisis educativa, es decir, de crisis de los modelos de reproduc-ción de las instituciones imaginarias que mantienen unida a lasociedad y a las culturas nacionales y regionales. La desintegraciónsimbólica es paralela al apogeo de las especializaciones, de lasprofesionalizaciones, del proceso que hace estallar la posibilidadde una imago mundi, de una gran cadena del ser histórico y cul-tural y la sustituye por el espectáculo de un mercado culturalmundializado. La literatura, la poesía, el arte, la religión, dejande ser un patrimonio compartido, un bien común de la ciudadpara orientarse hacia una práctica a la vez solipsista y especializa-da tironeada entre las prácticas del conformismo y la manipula-ción virtual de la buena conciencia. La mercantilización y lamovilización total de la sociedad hacia el espectáculo y el cultodel Trabajador (Cf. E. Jünger) sólo han pronunciado la dislocaciónentre la alta cultura y la cultura popular y cortado el hilo educa-tivo que pasa entre lo artístico y lo cultural y lo político y civil.

En ese sentido, en medio de la difusión de los saberes y de lasreligiones orientales, y de sus autores, portavoces, gurús y guías, esnatural la aparición en cascada de proyectos educativos alternati-vos que desde la Primera Guerra Mundial prosperan como islotes

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—tímidos intentos salvavidas— ante la marea de la desarticula-ción: Escuelas Montessori, Freinet, Summerhill, Waldorff, etc. Lagran preocupación de muchos de estos proyectos era la de intentarrearmar el rompecabezas del mundo, producir relatos plausibles yprácticos ante la quiebra de los grandes relatos por medio de unaeducación general, de currículos a la vez abiertos y multidiscipli-narios, inspirados en el arte y los valores humanísticos.

La crisis del canon occidental se da sobre todo como una crisis dela escritura y de la lectura, una crisis de las capacidades y destrezaspara leer y escribir la propia lengua que resulta cada día más difícil,extraña. La Babel global balbucea. Hace juego en este horizonte laadvertencia de Denis Donohue, el brillante crítico usamericano, enel sentido de que para enseñar hoy las obras clásicas de la literaturainglesa a los jóvenes estudiantes usamericanos hay que partir delsupuesto de que el inglés —por ejemplo el de Jane Austen— es paraellos un idioma extranjero. La llamada de Denis Donohue4 rimacon otra constatación: la de Jerome Kozol a propósito del tema delanalfabetismo funcional: menos de 1/3 de la población de los Esta-dos Unidos sería capaz de leer y entender el New York Times. BrunoBettelheim —psicoanalista de la Escuela de Frankfurt— ya veía ve-nir en el analfabetismo funcional una de las razones por las cuales lademocracia usamericana estaba fatalmente prometida al autoritaris-mo. Es verdad, sin embargo, que no sabemos a ciencia cierta cómofunciona el cerebro de los analfabetos en contraste con el de losletrados.

¿Cuál es en ese contexto el papel del escritor? ¿Cuáles sus hori-zontes y limitaciones? ¿Quién podría disociar estas preguntas delas relacionadas con la lectura? ¿Cómo se lee? ¿Quiénes y en quéforma leen?

Existe una ecología de la mente literaria, un medio ambiente, unradio de la recepción que el escritor ha de atender. Pero los públicosno son estáticos ni definitivos, y es precisa, para calibrarlos, unaverdadera meteorología de la recepción. En cierto modo —lo hanmostrado así las teorías de la recepción literaria— cada autor inven-

4 Denis Donohue, The practice of reading, Nueva York, 1998.

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ta su público, crea su posteridad. Quizá una de las primeras tareasdel escritor —aparte de las de saber leer y de saber escribir— seaprecisamente la de detectar quiénes son los lectores de su escrituraen medio del vasto mar humano que diría Fray Luis: averiguar cuáles su público, quiénes son sus lectores. Resalta aquí con fuerza elpapel de las pequeñas revistas y de las editoriales privadas, margina-les o independientes, como puentes tendidos entre literatura emer-gente y público virtual. En cierto modo la historia de la literaturamoderna es la historia de esos proyectos ineludibles: la Revista deOccidente de José Ortega y Gasset, Commerce y Le Navire d’ Argentque publicaron a Joyce, Svevo, Reyes y Perse; Black Sun, la revista deEugene Jolas que editó a F. S. Fitzgerald y a John Dos Passos; Horade España que abrió las puertas a Antonio Machado, Rosa Chacel,José Bergamín, Juan-Gil Albert y Rafael Dieste; Orígenes, Ciclón yEspuela de Plata que alumbraron a Lezama, Diego y Piñeira; Bottegliaoscura que hizo el puente entre Montale, Quasimodo y Ungaretti yVittorini, Moravia, Prattolini y los escritores europeos y latinoame-ricanos del medio siglo; Horizon de Cyril Connolly que dio a cono-cer a George Orwell, W. H. Auden y Christopher Isherwood; Critiquey Editions de Minuit donde afloran Maurice Blanchot y SamuelBeckett, Georges Bataille, Claude Simon y Marguerite Duras; Surdonde encontraron un ameno foro Jorge Luis Borges, Adolfo BioyCasares, José Bianco, Victoria y Silvina Ocampo; Octavio Paz y Vueltadonde se congregaron en torno de Octavio Paz algunos archipiéla-gos afortunados de las letras europeas, usa y latinoamericanas.

Miradas sobre Miradas al mundo actual de Paul Valéry

Inicia con fanfarrias y fuegos de artificio, temor y temblor, el año2000 de la era cristiana. Entramos a esta gran piscina incógnitacon ansias futuristas y buscando signos, augurios en la novedadporvenir de la misma manera que antes el hombre se refería a latradición y al pasado. La memoria ha sido, al parecer, sustituidapor la invención. Pero el 2000 es un año inexistente, una cifrahuérfana, pues si bien la aritmética más elemental avisa que es el

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último año del siglo XX, la realidad comercial y cultural atizada porla presencia del número 2 nos precipita en el nuevo siglo y su milenio2000 —como señala Bernard Pivot—5 . Además, no por nada es-tán ahí esos tres ceros alineados que dicen virtualidad y represen-tan limbo. 2000, entonces, no sólo aparece como un año huérfano—ni totalmente perteneciente a un siglo ni del todo adscrito alotro—, sino como un año hüero, vacío y preñado de esas posibili-dades que tan bien representa el triple cero. Desde luego, el 2 au-gura parejas, conjunciones y combinaciones, pero los tres ceros(000) hacen pensar en un túnel o en un pozo, en una familia deagujeros, en fin: en una cerradura. ¿Cuáles, cómo, serán las llavesque abran los próximos años? Ya están entre nosotros, hay quereconocerlo, las siluetas de sus dientes: asomarse al futuro es lanzarMiradas sobre el mundo actual, para citar el título con que PaulValéry6 tituló, primero en 1931 y luego en 1938, sus reflexionessobre la historia contemporánea.

Intentar definir la fisonomía, las tendencias de los tiempos quevienen; mirar el mundo de cierta manera, intensifica ciertos rasgosde su ojo intelectual, calibra y supera el presente desde la Cuentade la Larga Duración: no ve el episodio sino su forma y sólo reparaen el accidente en cuanto que va inscrito en la constelación de unciclo. Es cierto que el texto de Paul Valéry no es plenamente origi-nal, pues el XX ha sido un siglo consciente de la gran mutacióntécnica que ya se dibujaba desde antes de su inicio. Buena parte dela cultura vigesimosecular ha sido Diagnóstico de nuestro tiempo,prospectiva más o menos informada o aleatoria: estocástica, ensa-yo de futurología, celestinaje profético, cábala y albur de una ma-nera tanto más insólita cuanto ¿más o menos? fabulosa. Ya desde1918 el autor de Varieté —reunión de ensayos y artículos afines alos recogidos en Miradas sobre el mundo actual, había empezadoa hablar de la condición mortal de las civilizaciones. La idea de la

5 Bernard Pivot, “Une première dans l’histoire du monde: une année qui ne trouvepas sa place darns un siècle”, en Le Journal de Dimanche, París, Francia, 2 de enero de2000, p. 16.

6 Paul Valéry, Regards sur le monde actuel, “América, proyección del espíritu europeo”,en Oeuvres, t. II, Pleiade, París, 1960, p. 990.

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transformación en verdad abismal que caracteriza a nuestro tiem-po pasa por los diversos ensayos que Variedad recoge (cf. La políti-ca del espíritu, nuestro soberano bien, 1934), llega hasta Mi Fausto(Esbozos) escrita y publicada al final de su vida (1945): tan endia-blada es la condición del mundo contemporáneo que Mefistófelestermina por aceptar el pacto que le propone Fausto: consiste enque el diablo debe conocer mejor el mundo que le espera si noquiere ver malbaratada su antigua dignidad.

Las palabras preliminares a Miradas sobre el mundo actual desta-can algunas de las ideas trabajadas por Paul Valéry a lo largo dellibro. Subrayo algunas líneas rectoras: el mundo ha dejado de serilimitado, no hay nada ya por descubrir y ha desaparecido todatierra incógnita, lo cual significa que la idea de la historia —y de lapolítica— como un conjunto de procesos aislados y paralelos cedeel sitio a la realidad de una historia donde los acontecimientos delplaneta dependen cada vez más entre sí y son causa y efecto de unsolo proceso mundial mayor. Al mismo tiempo, la velocidad, pro-fundidad y exactitud de las comunicaciones han modificado la ideade poder y valor de la propiedad y del territorio que, si bien erandecisivas en el horizonte de las historias autónomas y paralelas ysiguen siendo determinantes en este nuevo orden donde el planetaes presa de una implosión comunicativa, lo son ahora mucho me-nos. El lugar que hasta hace poco ocupaban la propiedad y el terri-torio lo tienen ahora las relaciones, el entreveramiento e inteligenciade los espacios y territorios. La civilización y la técnica semundanizan y mundializan: no queda en el orden horizontal nin-gún territorio intacto. En lo vertical, la movilización integral—añadimos nosotros— no es menos incisiva: todas las edades, lasclases y formas sociales participan de esta transformación que noexcluye a los cuerpos nacidos o por nacer: la movilización de lamujer, del niño, la popularización de injertos y prótesis, el tráficode órganos, son signos de este proceso. Las fronteras tradicionalesentre naturaleza y cultura se diluyen en las biotecnologías, los cul-tivos transgénicos y las manipulaciones genéticas. Ninguno de es-tos movimientos puede ser ajeno a la filosofía como lo prueba, porejemplo, la informática, el mundo de los ordenadores y computa-

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doras que reclama a gritos una reflexión no mimética. El texto dePaul Valéry fue escrito antes de la aparición de las diversas modali-dades de la inteligencia artificial inventada por Turing y en conse-cuencia no toca toda las cuestiones apremiantes y complejas queeste asunto suscita. Sin embargo el texto de Paul Valéry puede su-gerirnos algunas vías de reflexión para mirar nuestro presentevertiginoso y sobre todo darnos ejemplo de formas y actitudes quepuede revestir un examen de conciencia a la hora de la transforma-ción de la conciencia: una política de la inteligencia en una épocaen que las formas tradicionales de creación y recreación de la inte-ligencia se ven sometidas a las pruebas de la transformación y poreso mismo su identidad padece una crisis. Asombrosamente, lasreflexiones del autor de M. Teste no han envejecido y las podríahaber citado alguno de los redactores anónimos de The Economisten el número extraordinario consagrado al Millenium.

Si bien puede ser cierto que las civilizaciones son mortales, tam-bién lo es que sobreviven en el injerto y resucitan en el rapto deque son objeto. A los ojos de Paul Valéry, América, en toda suextensión, suscita un horizonte consolador:

Cada vez que mi pensamiento se hace demasiado negro, y que de-sespero de Europa, sólo encuentro una esperanza pensando en elNuevo Continente. Europa envió a las dos Américas sus mensajes,las creaciones comunicables de su espíritu, lo que de más positivoha descubierto y en suma, lo que resultaba menos alterable median-te el transporte y el distanciamiento de las condiciones generales. Esuna verdadera “selección natural” la que ahí se ha operado y queextraído del espíritu europeo sus productos de valor universal… Noes posible que algunas reacciones importantes se manifiesten un día[en América] como consecuencia del contacto y de la penetraciónde los factores europeos. No me asombraría, por ejemplo, que pu-dieran resultar combinaciones muy felices de la acción de nuestrasideas estéticas al insertarse en la poderosa naturaleza del arteautóctono mexicano.

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Ésta no es la primera ni la última vez que se escribe en Méxicosobre Paul Valéry. Es ineludible recordar el ensayo de Alfonso Re-yes titulado “Paul Valéry contempla a América”,7 donde a propó-sito de las respuestas del poeta francés a una encuesta de la revistaSíntesis, el autor de Visión de Anáhuac además de repasar algunascoincidencias con su propio discurso, esboza una viñeta del autorde M. Teste: “Aun la volubilidad y fluidez de su habla revelan en élesta capacidad inmediata de pensamiento: cuando habla (mientrasfulguran los ojillos garzos desde donde Atenea, sin duda alguna,nos acecha), se desliza sobre las palabras —acuaplano o trineo acuá-tico— arrastrado por su velocidad mental.”

De la muerte considerada como unade las bellas artes

Pensar en la muerte —dicen— es perder el tiempo: testamentos,sucesiones, medallas, monumentos, formas de intentar aplacar laangustia, insaciables fantasías de la vanidad. Pensar en el futuro,¿no es algo parecido? ¿Se puede decir algo sobre lo que vendrá ysobrevendrá? ¿Hablar del porvenir es una forma de abrir —o decerrar— los ojos ante el presente? ¿Cómo escribir sobre el libro porvenir, para recordar a Maurice Blanchot? ¿Cuáles serán en un tiempofuturo las formas de escribir, leer y apreciar la obra de arte hechacon palabras?

Las preguntas son puentes que no acaban. Viajeros y paseantessaben que el oasis es el camino.

No es fácil en nuestros días ser escritor: ¡nunca lo ha sido! Tam-poco lo es ser lector. Ambos juegan al ir y venir, a encontrarse o no;ambos van buscándose por las ciudades, por las calles, por los mer-cados entre las bibliotecas abandonadas y los basureros. Cuando lohacen se da el milagro. No es sencillo tampoco escribir en espa-ñol en América en estos días. ¿Para qué escribir si hay tantos li-bros? ¿Para qué leer si hay tantos museos, tantas personas cuya

7 Alfonso Reyes, Obras Completas, t. XI, p. 103.

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historia podría interesarnos, tantas televisiones, tantos videos, tan-tas instalaciones, tantos happenings y performances? ¿Para qué escri-bir y leer además, en español, una lengua “atrasada”, la lengua deun ex imperio y de una serie de pueblos cuya única coartada pare-ce ser la extravagancia —la lengua de una sub-especie culturalque muy probablemente esté en extinción? ¿Para qué hacerse co-nocido en América y en España si ser célebre en nuestros pagossólo es una forma simulada de declinar el anonimato, según losamos del Universo?

Ya ha surgido, en nuestras sociedades iletradas, la figura dellector expiatorio. En un ámbito donde se prestigia y privilegia la lec-tura, la tarea de leer ha sido delegada, según todos los signos mani-fiestos, en un puñado de lectores profesionales que se encargan derumiar en público los textos. Los lectores expiatorios son traslada-dos de ciudad en ciudad, acomodados bajo las luces de los reflec-tores para deleite y murria de los ciudadanos que los escuchanhablar de lo que ellos mismos nunca leerán. Huelga decir que ladel lector expiatorio es una condición plenamente sacrificial. Deahí que sea tan preciada su (in)grata compañía.

Escribir es un acto mental, pero —cosa mental— la escrituraparticipa del orden material y físico. El escritor se mueve pero estáatrapado en el mundo. La imagen conmovedora de la torre demarfil es —si alguna vez tuvo existencia— una apuesta solipsista,un ícono a la larga fútil. Con todo, tras El castillo de Axel (el títulode Edmond Wilson inspirado en Villiers de l’Isle Adam) se trans-parenta una idea, transpira una fábula consubstancial al escritor: lade la escisión e independencia. La escritura es lo otro, encarna elallá lejos, representa el quizá y el cómo. Pero el escritor está en la histo-ria y en el mercado. Lo rodean los padres, los hermanos; lo vigilanlas patrias, lo acechan las burocracias para inscribirlo en su pa-drón electoral, lo buscan los premios, los cheques, las becas, elespectáculo de la comunicación y de la conciencia virtual. Las ser-vidumbres, las solicitaciones ya no de la escritura sino de la vidaliteraria envuelven en su telaraña al autor. Importa menos quién oqué es el escritor que la forma en que parece, aparece, perece ydesaparece. Debe inventar una danza y una coreografía. ¿Quién

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podría negar que el escritor ha de ser independiente? ¿Que el poetay el novelista sólo podrían cumplir su tarea prescindiendo de ma-pas y de calendarios, de pasaportes, banderas, convenciones, librosde texto, catecismos y de la ubicua servidumbre de las certidum-bres? Pero, ¿quién podría negar que el escritor no sólo debe comery tener abrigo sino que aun ha de sustentar su palabra en la mate-ria del mundo? Curiosa imagen la de Franz Kafka escribiendo aFelice Bauer que él no puede aceptar el matrimonio ya que estosería obligarla, a ella, a vivir una vida de asceta y, a él, a poner enriesgo el voto monástico de la escritura por medio del cual accedeal centro del mundo.

Al escribir, según Kafka, se afirma la soledad, la noche oscurade los místicos en la cual el hombre se desnuda de convencionesy carencias, de intereses, alianzas y compromisos. En esa dialécticade la soledad y de la comunión el fantasma del compromiso re-corrió las literaturas del siglo XX. ¿Qué es la literatura? se pregun-taba el obstinado Sartre —y respondía: compromiso con lahistoria y con la sociedad. Otros, por ejemplo Julien Benda, re-plicaron que reducir la literatura a un compromiso partidario erauna traición a la propia vocación crítica, inquisidora y maravilla-da, una forma en apariencia nueva pero bien conocida de darle aSócrates caldo de cicuta. Más allá de las voces que lo convocan aeste o aquel fasto sectario, el escritor ha de obedecer la causa y elapremio de su propia vocación. Obedecer no a las voces sino a laotra voz, como diría, resonando a Alfonso Reyes (el otro), OctavioPaz. ¿Hasta qué punto esa voz es la propia? El voto de obedienciaa la voz profunda, a la música hondamente propia no es en lapráctica nada sencillo. La distancia entre palabra oral y expresiónescrita que ha lastrado a las letras hispánicas con su sombracurialesca es quizá la mejor prueba. El laberinto más intrincado—dicen Deleuze y Guattari— es la línea recta. Por ejemplo, elcrítico literario que es en cierto modo, junto con el poeta y eltraductor, el último de los escritores, sabe que sus opiniones sedan en un mercado cuyas leyes no domina. No ignora que no essencillo sostener una opinión recta —ya sea positiva o corrosiva.Sabe que la aceptación ubicua de los valores del mundo —de la

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globalización o mundialización, si nos gustan esas palabras— hatraído como efecto una reducción, como si el mundo en realidadse empequeñeciera y fueran los valores municipales y parroquiales,los de los alcaldes y síndicos, los de los gerentes y jefes de piso,los que dominan. El poeta y el novelista saben también que exis-ten bogas y modas, actitudes y derivas bobas (o no) que privile-gia el mercado por encima de otras. Esto, en rigor, no deberíainquietar al que escribe solitario en lo hondo de una caverna o enuna terraza con vista a la montaña. Sin embargo, las cosas ad-quieren muy otro matiz si pensamos que todos estos son obstá-culos para llegar a esa habitación propia, a ese cuarto que nospreserva de todas las desgracias —según Pascal—, si sabemos que-darnos en él, que todas estas no son sino distracciones que nosalejan de la tarea de estar ante nosotros mismos desde el trampolínde la página en blanco.

Todo lo que no sea escribir una obra de arte —dice Cyril Connolly,alias Palinuro—, es pérdida de tiempo: “the more books we read, thesooner we perceive that the true function of a writer is to produce amasterpiece and that no other task is of any consequence” 8 : el periodis-mo, la difusión, la enseñanza, las conferencias y mesas redondas, lapolítica y la publicidad, los libros de ensayo y glosa como éste, sí,lo sabemos pero seguimos incurriendo en esa distracción —un pococomo las personas que ven programas sobre la promoción de la lec-tura en vez de leer o como los espectadores que pagan por asistir alespectáculo de los lectores expiatorios. A menos que sea posible ha-cer todo eso con una actitud básicamente literaria, artística, en clavemetafórica.

Hay ahora, además, otro pasatiempo que, por añadidura, lle-ga a pagarse bien y aun a ser moralmente rentable y material-mente lucrativa: el claustro universitario, el seminario académico,gozan de una condición ambigua. De un lado, representan losúnicos espacios accesibles de donde se puede examinar a la obrade arte con seriedad; del otro, esos espacios, pueden redundar en

8 Palinurus [Cyril Connolly], The Unquiet Grave. Harper and Brothers, Nueva York yLondres, 1945, p. 1.

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máquinas de corrección y de estupidez donde la materia prima—es decir: la obra— resulta, es en última instancia indiferente ylo que importa es más bien que el estudioso demuestre que escapaz de manejar los métodos en boga para mayor gloria de lamaquinaria académica o bien ser un obrero puntual en la indus-tria de la enseñanza.

Soy un lector

O.P.: La sensibilidad de los hombres podría embotarse. Esuna posibilidad remota porque la sensibilidad, como la ra-zón, es parte esencial de la naturaleza humana. Sin embar-go, ambas pueden degradarse, ya que no desaparecer. Unamayoría estaría atada —de hecho ya lo está— a la pantallade la televisión, mientras que una minoría seguiría leyendoy encontrando placer en la lectura. La sociedad se dividiríaen clases que distinguirían entre ellas por el saber. Extrañoaunque previsible resultado de la democracia. El siglo XXI

desmentiría, de nuevo, a la Ilustración. Es el tiro por la cu-lata de la modernidad en su fase última.

OCTAVIO PAZ / JULIÁN RÍOS, Sólo a dos voces

Soy un lector pero he tenido que pagar el precio de identificarmeen público. Para no hacerse demasiadas preguntas la gente prefieredecir: “es un escritor”. No me engaño. Lo que me interesa no es miexperiencia sino mis lecturas, eventualmente mi convivencia conotros lectores. Estamos rodeados de escritores. Todos escriben: eldiscípulo y el maestro, la secretaria y el contador. Las editorialesimprimen y encuadernan a ritmo industrial. Máquinas automáti-cas imprimen textos que han sido gestados, diagramados, corregi-dos por otras máquinas y que (casi) nadie lee. A su vez el triunfo delos Medios establecidos impone una medianía de los usos y losgustos. Los textos no son producto de una persona: equipos deredactores, laboratorios de opinión, centros de investigación, lí-neas de producción intelectual, el “trabajo en equipo” como unafuente de juventud y de inspiración: (el ciclón colectivo), la tor-

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menta cerebral (brain storm) como nueva musa de muchas cabezashan ido substituyendo al autor cuyo nombre, en muchos casos deproducción colectiva, pasa a ser el de una marca. Bibliotecas auto-matizadas, redes virtuales de información son alimentadas por tri-pulaciones y equipos de técnicos que serían en lo individualincapaces tanto de producir como de consumir un fragmento de laobra que ellos mismos producen.

El Lector alza los ojos y mira el horizonte: hay tanto que leer yhay, al mismo tiempo, tan poco. Se le ocurre una palabra: “epoque-ma”, quizá mejor “culturema”. Significa la unidad mínima de sig-nificado, la unidad mínima significante que concentra en una figurala producción literaria de una época. Dicho en prosa llana: los poe-mas, los cuentos, las novelas, los artículos de periódico de una épocay de una cultura se parecen entre sí. El lector está familiarizado coneste razonamiento. Ha trabajado durante décadas en diversas edito-riales de todo el mundo. Ha sido innumerables veces jurado de con-cursos de todo género. Sabe que la premiología, como la antología(la antojología) no es una ciencia exacta sino un arte aplicada quedepende de las circunstancias... y de los circunstantes. A la casa dellector han llegado cajas de manuscritos o de obras ya publicadas. Hapasado días y noches leyendo novelas, libros de cuentos, volúmenesde poemas, tomos de ensayos que nunca serán publicados y de loscuales no podrá hablar. El lector expiatorio es una especie de Bartlebyde la literatura. Ha convivido con otros autores. Ha escuchado in-numerables veces al ensayo o al poema salir de los labios de su autor.Ha comprado libros usados en países nuevos; libros nuevos en paísesviejos; libros antiguos en ciudades antiguas y modernas. Ha visitadola Casa del Escritor en ciudades donde nadie sabe leer otra cosa quelas etiquetas con los precios en los supermercados. Ha oído recitarde memoria poemas y narraciones a mujeres desdentadas, embria-gadas por el frenesí de la palabra recordada.

Ha recorrido los sótanos de las bibliotecas de las pequeñasciudades provincianas. Ha visto amontonarse en basureros loslibros de texto inservibles y ha mirado cómo titánicas impresorasreproducen por centenares de miles obras que muy pocos leeránporque ese papel pintado sólo está hecho para verse. Ha encendi-

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do la televisión en algún remoto y frío país europeo y ha vistogesticular, maquillado, al escritor de éxito de su país. Ha asistidouna y otra vez a las presentaciones de libros que nadie leerá ver-daderamente. Ha surcado los pasillos de las ferias de libro comoquien recorre los cimientos iluminados de la Torre de Babel. Haenamorado a algunas mujeres hablándoles de libros, y el únicorecuerdo que le queda de aquella desconocida de la que se ena-moró en un tren son las novelas de Anita Brookner. Alguna mu-jer le dio algo tan valioso como un hijo: un libro.

El número de lectores existente en el mundo no puede ser infi-nito. No sólo es limitado sino incluso invariable; ese número esinvariablemente proporcional. Dicho en prosa: en cada genera-ción sólo puede haber un número limitado de lectores, del mis-mo modo que el número de justos que pueden salvar al mundo esrestringido.

Los lectores verdaderos lo saben y se protegen unos a otros.Una vez que es descubierto, el lector se ve denunciado, expuesto ala luz pública; es invitado aquí y allá. El lector resulta a la largacomo un gladiador al que se pone en el centro de un estadio paraque se enfrente a uno o varios gladiadores-lectores mientras en lasgradas el público se divierte, apuesta por una u otra sombra. Ellector también puede verse reclutado para trabajar en un hormi-guero de la lectura copiando fichas, haciendo resúmenes y síntesisde textos que no le interesan. Pero quizá el mayor peligro del Lec-tor es el de verse llamado y seducido por las sirenas de la Creación:el peligro de querer convertirse en escritor y —eso es lo verdadera-mente grave— dejar de tener tiempo para leer. Este peligro es muycomún. Las estanterías de las librerías, las páginas de los diarios yrevistas están llenas de especímenes de lectores abortados que sonreconocibles a simple vista por la cantidad de “epoquemas” y de“culturemas” que incluyen. Esa es otra de las figuras que asume enel eclipse la figura del “lector expiatorio”.

Una especie curiosa —aunque típica de nuestro tiempo— es ladel entrevistador que ni siquiera necesita ser un lector abortado yaque el “oyente”, el sujeto auditorio, es algo anterior y más elemen-tal que lector.

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Obra dicha y dictada, el libro de entrevistas nos remite a lacondición oral de la palabra, al flujo de oralidad que subyace a la escri-tura. Quizá la boga de este género, la avidez con que se buscaencuadernar la animalidad locuaz de tantos sujetos haya que bus-carla en un instintivo anhelo de autenticidad “humana”, perso-nal, en el desconcertante concierto de la identidad que declina yde la producción industrial de la palabra. Producción industrialde la palabra —que paradójica expresión. Ahí va incrustada, comoen un caracol fósil, la situación de la escritura y de la lectura eneste interminable crepúsculo —¿o será aurora?— que es la épocadel interregno entre dos siglos, la edad de transición entre dosEdades.

La mecanización de la palabra se puede dar en diversos gradosy órdenes. De hecho, es un requisito previo de los sistemas mecá-nicos y electrónicos de producción y reproducción de la comuni-cación. Por otra parte, la producción colectiva de la palabra no esalgo nuevo. Los antiguos rituales de que surgió la tragedia griegaparticipaban de la comunidad y esa participación era comunal.Los textos religiosos —expresión quizá redundante pues no hayverdadero texto que no provenga de un orden sagrado, que noremita a una u otra forma de piedad— han sobrevivido gracias a ladecisión colectiva de una comunidad a lo largo de varias genera-ciones —y un mínimo de organización, un conjunto de fórmulas,un mecanismo de transmisión ha estado detrás de esa transmisión.La mecanización de la palabra a que quiero aquí referirme aquíestá asociada a otra cosa: a la condición mercantil del texto, a laidea de una literatura cuyas leyes de difusión son determinadaspor el (super) mercado, al concepto de profesionalización del es-critor, en fin, al concepto cultural que combina la visión de lapalabra como alimento espiritual (pan) y como espectáculo (cir-co). Los diversos grados de esta combinación, la dosificación mi-nuciosa y exacta de lo espectacular y de lo nutritivo sostiene elamplio abanico de opciones que informan la oferta editorial. Nocuento aquí, por supuesto, todos aquellos casos en que el verboescribir y el verbo leer asumen una condición decididamenteinstrumental —como puede ser el caso de los libros técnicos. Más

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bien me gustaría referirme a esa literatura escrita para divertir yproducir solaz y esparcimiento. Por lo pronto obsérvese hasta quépunto el mercado impone su idea de literatura en la medida enque numerosos lectores y escritores tienden a identificar excelen-cia literaria con éxito mercantil. Otro dato que suscita la atencióndel observador desinteresado es la condición del mercado que sóloparece capaz de elevar a los altares a los autores susceptibles derefrendar y apoyar con su cuerpo e imagen la operación mercado-técnica: un autor muerto, un paralítico o un parapléjico no son elmejor aperitivo para los intestinos del Leviatán audiovisual, aun-que es cierto que gracias al cine y la fotografía se han desencadena-do nuevas variedades de momificación. Sin embargo, quizá el datomás relevante de la nueva escritura mercenaria, la singularidad dela palabra como industria en nuestros días estribe en que, en mu-chos casos de novela y relatos narrativos comerciales, ni el escritorni el lector tengan en mente un modelo propiamente textual.Secretan o degluten su papilla verbal con los ojos puestos en elcine o en la televisión. Ahí una novela es buena si parece un guión,una biografía interesante si sus episodios se encadenan en una se-cuencia visceral. Aunque sean legión, estos escritores y lectores es-tán a la larga condenados a esa forma de fracaso que puede ser eléxito comercial. No sólo porque ningún libro, ningún periódicopuede competir en velocidad e intensidad visual con el cine y latelevisión, sino porque a los verdaderos lectores les basta con aso-marse en diagonal a un ejemplar de esa especie para saber quécontiene la biblioteca. No son esos los mayores peligros que ace-chan al lector y al escritor verdaderos. Las amenazas son más biende orden mental y moral. Oscilan entre la soberbia y la humildad;la abyección despiadada y esa forma de desesperanza que es la faltade caridad. De la lectura y de la escritura como formas de la cari-dad, se habla poco, y sin embargo el oficio piadoso de la palabra—leída o escrita— no sabría prescindir de esas cuestiones.

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El acto de escribir o la fábula cosmopolita

El acto de escribir se ha transformado con los siglos. No se puedesoslayar que, por ejemplo, las computadoras personales han trans-formado la práctica de la escritura. La revolución electrónica dela escritura —el correo electrónico, la ordenación de textos, lacorrección automatizada—, afecta no sólo las formas de ediciónsino aun la consistencia sintáctica, la densidad misma del acto deescribir. La sintaxis elemental, ¿permitirá escribir novelas, ensa-yos y poemas de gran complejidad? ¿Podrían un Miguel ÁngelAsturias o un José María Arguedas haber compuesto sus obras enMicrosoft?

Otro aspecto de esta cuestión es revelador. El debate sobre lamuerte o el eclipse del libro en el nuevo entorno de la comunica-ción parece haber concluido en una suerte de “empate técnico”donde cada contrincante tiene las virtudes de sus defectos y losdefectos de sus virtudes: subsiste el hecho de que el libro y la cultu-ra impresa no son ya el centro activo del intercambio de la comu-nicación, aunque la antigua costumbre de la tribu de sentarse aescuchar historias alrededor del fuego por boca de un cuentero sehaya continuado en la práctica familiar de reunirse a ver televisióno bien películas por video las noches después de cenar, incluso enlas costas más recónditas, digamos, por ejemplo, en el Sano Bananode Playa Moctezuma, en la costa pacífica de Costa Rica.

La palabra —dicha o entremezclada con imágenes— sigue enel centro de la comunicación humana. Refiriéndonos estrictamen-te al orden de lo escrito, es revelador que el uso de computadoraspersonales esté imponiendo la propagación de la cultura editorialcomo herramienta indispensable para cualquier formación. El queescribe ante una computadora está obligado a ser su propio editor,su personal tipógrafo propio. De no ser así tendrá que recurrir aalguien que sepa dominar estos instrumentos y destrezas. Asisti-mos así a una curiosa situación: la invención de la imprenta des-plazó a los amanuenses que iluminaban manuscritos y copiabantextos e inventó al tipógrafo. La cultura de la composición tipo-gráfica electrónica ha reinventado al amanuense que domina los pro-

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gramas y procesos, pero también a esa secretaria especializada quees prácticamente una editora. No es este el único empleo abiertopor la revolución tecnológica de la escritura. No hablaré de esafigura familiar y vergonzante que en nuestras sociedades latinoa-mericanas ha llegado a desempeñar un papel ominoso: el escritorfantasma, el escritor secreto, el speech writer que redacta los discur-sos y documentos de los poderosos —pues ya se sabe que el queestá en el poder está más allá de la gramática: El águila no cazamoscas: Cæsar est supra grammatica, le recordaba Federico el Gran-de a Voltaire cuando éste, que se consideraba su amigo, le repren-día sobre una falta. No hablo del escritor mercenario, del inspiradooculto que, como un sastre, viste, con los atuendos críticos a lamoda, el cuerpo forense del político o del empresario, y que—insisto— ha desempeñado un papel decisivo en las historias deAmérica y España. Me refiero más bien al re-escritor, al amanuenseque pone en español, en idioma inteligible las jergas y mojigangasque le pasan y le pagan. Las grabadoras, los procesadores capacesde transcribir lo dicho, han auspiciado la aparición de numerososlibros que originalmente fueron dictados y que, luego han sidoescritos. Los artistas y los deportistas, los políticos y sobre todo losescritores perezosos que hablan ante un micrófono en vez deescribir han colaborado activamente para que la nuestra puedaser considerada como una época de dictadores. Pero detrás de cadalibro dictado acecha el guardián a veces anónimo, a veces públicoy reconocido que lo redacta.

Hablando estrictamente de los escritores, podría trazarse una lí-nea fronteriza entre quienes re-escriben por sí mismos las entrevistasque les hacen y quienes delegan en otras manos la cirugía facial de supropia sintaxis parloteada. Un escritor como Borges, que sin dudaselló el pacto faústico con el demonio de la fama, produjo, al final desu vida, numerosas entrevistas a la vez memorables y espúreas (se-gún quién las transcribió) y, dada su condición de invidente, dictónumerosas conferencias que luego fueron mejor, o peor opasablemente transcritas. Desde luego sólo deben considerarse den-tro de su obra aquellas que él mismo revisó y pulió, como las entre-vistas con Oswaldo Ferrari y los Ensayos dantescos. Otra caso es el de

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los dos últimos libros de Juan José Arreola que fueron dictados: am-bos fueron re-escritos, pero no cabe duda de que el mejor es aquelque fue re-escrito por un escritor: Fernando del Paso, aunque el quepreparó su hijo Orso pueda ser más rico en ocurrencias y donaires,dichos y anécdotas.

Así que, si de un lado, alrededor de la palabra escrita prosperany se renuevan antiguos oficios —el amanuense, el copista, el re-escritor— y si paralelamente los medios han ido creando nuevosoficios —los guionistas, escritores profesionales de radio y televi-sión, los copy writer de la publicidad—, también la condición mis-ma del autor parece expuesta a la transformación. Ante las cámaras,los micrófonos y la pantalla es cada vez mayor la tentación de dejarde escribir para transformarse en hablador, en animador, locutor,charlista, merolico cultural.

Y esto que sea dicho sin ningún ánimo peyorativo: pues quizátiene más mérito un animador profesional y consciente de su pa-pel que un personaje que se dice escritor pero cuya escritura es enrealidad un ejercicio involuntario de anomia y una arrogante con-tribución al arte de encuadernar animal.

La globalización, el advenimiento de un planeta uniformadopor la técnica y los valores del intercambio mercantil no podríandejar de afectar a la escritura y a la lectura. La literatura, ella tam-bién, se mundializa, es decir, se masifica y mercantiliza, se inaugu-ra como un espacio de conocimiento y reconocimiento de losnuevos proletariados de cuello blanco. El best-seller, la literatura deentretenimiento, la novela light, ligera o efímera, el neocostum-brismo en todas sus variantes responden a un movimiento quelleva a las emergentes clases medias a buscar insaciablemente es-pejos baratos para reconocer su falta de rostro. Es la literatura delnewspeak, la nueva-habla, la novaparla robotizada que entreveíaGeorge Orwell en su antiutopía: 1984. Una de las característicasde esta literatura ya ubicua es su traducibilidad tanto vertical —dela literatura al cine o la televisión— como horizontal —de unalengua a otra. En muchos casos, no se sabe qué fue primero: lanovela, la adaptación teatral o la película; ahí la literatura aparece-rá en realidad como un soporte lateral, más o menos próximo y/o

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prescindible. La uniformización agresiva y rampante ha prestado apalabras como universal, regional, parroquial, municipal, mun-dial, inéditas inflexiones irónicas.

Durante los siglos XVIII, XIX y XX, los valores de la universalidadaparecían como algo positivo en la medida en que estaban asocia-dos al progreso de la Ilustración, al avance de la Razón secularizadoraque se suponía emancipadora pero que no podía dejar de estarasociada al nuevo civismo impuesto por la mercantilización libe-ral. Significativa y curiosamente, las vanguardias artísticas apare-cen instrumentando una revisión y una reinvención, primero, delas culturas primitivas, luego de las populares y nacionales. Laprehistoria es para nuestros tiempos modernos —como GuyDavenport ha señalado— lo que Grecia y Roma fueron para elRenacimiento.

Así llegamos al punto en que un discurso como el de la “creolité”acuñado por los escritores francófonos de las Antillas o, si se quie-re, por los escritores franceses nacidos en el Caribe de raza negravindicará como crítica no la transparencia —el valor típico de laIlustración y del intercambio— sino la opacidad, lo irreductible,lo intraducible, la particularidad intransferible del idioma y de lavoz local. De hecho ese nuevo apogeo del ingrediente racial esya un dato de la literatura general —como le gustaba llamarla aEtiemble— o mundial —como la llamó Goethe. Esa vueltavariopinta al regionalismo y al costumbrismo, al caudal abigarra-do de las expresiones y cuentos tribales, étnicos, regionales; esegiro edípico, esa vuelta racista a las raíces se cumple como un mo-vimiento de segundo grado, es decir, crítico, al calor de una ten-sión y de un contrapunto hacia lo global o mundial. Y ahí, cadagénero encara sus propios desafíos.

Dos grandes líneas de tensión pasan por la narrativa y por lapoesía. Sumariamente expuestas se declinan así: si la narrativa estáexpuesta a una traducibilidad radical y a una mercantilización in-mediata, es obvio que el desafío del escritor en este campo pasapor la fidelidad a la turbulencia y a la complejidad, a la opacidad ya lo no traducible de la experiencia: los ejemplos (constructivo) deesta tendencia serían Italo Calvino y (crítico) Carlos Fuentes. En

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poesía, el dilema es precisamente el inverso. El poeta no necesitaacentuar su rechazo; está en cierto modo predestinado a dar caucejaspeado a las voces intraducibles de la experiencia personal y/ocomunitaria. El desafío del poeta es la comunicación, por así decir,hacia “afuera” de su entorno crítico. Esa exterioridad la represen-tan los elementos narrativos y los ingredientes del discurso crítico.W. H. Auden, T. S. Eliot, Eugenio Montale, Jorge Luis Borges,Octavio Paz, hacen ver hasta qué punto resulta indisociable de supoesía, su ensayística, su discurso crítico. No necesitan protección,como diría María Zambrano. También es evidente que el poemaaspira hacia una “narratividad”, véase por ejemplo el Omerosde Walcott (tanto en su original como en la jugosa traducción deJosé Luis Rivas). La obra de este escritor de lengua inglesa del Ca-ribe —ese Mediterráneo de la edad que ya empieza— pone sobreel tapete de la discusión otro rasgo de las letras al filo del siglo: laescritura como re-escritura, la voz de la musa como la voz del museo.La opción del museo no es nueva: Pound, Eliot, hicieron de lahistoria la materia prima de su inspiración. Si el de Borges, fue unarte de la memoria, el de ellos es un arte de la historia, una técnicade “museificación” de lo imaginario. Los antiguos cauces inventa-dos por las mitologías nacionales parecen caducos. La historia aque lleva la mundialización es un relato que debe reinventarse. Yes que uno de los primeros efectos de lo global es la invención demicrocosmos en el seno del gran concierto general, la creaciónintempestiva de nuevos pequeños genios locales que son como unareacción al genio vacuo que habita en nuestras ciudades de des-lumbrante olvido. Si las particularidades nacionales se borran yrelativizan, si las memorias y narcisismos patrióticos se debilitan,también se ve perfilarse lo que un escritor contemporáneo ha lla-mado La fábula de las regiones. Cada geografía tiene no sólo uncuento sino que en cierto modo dicta un destino: las historias depatriarcas reacios a la vinculación de su tierra con el mundo y lahistoria no son de ninguna manera nuevas, pero Alejandro Rossinos enseña que esa resistencia está inscrita en un eterno retorno.En este contexto la biografía de este autor no es trivial: hijo depadre italiano, de madre venezolana, educado entre un país y otro,

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acostumbrado desde niño a los viajes y cambios de domicilio, ado-lescente y bachiller en Buenos Aires, universitario en los EstadosUnidos, México, Alemania e Inglaterra, termina residiendo en Mé-xico, guarda, durante más de treinta años, la ciudadanía venezola-na antes de hacerse mexicano sin sufrir en ningún momento unadislocación de su orden intelectual e imaginario. El destino perso-nal de Alejandro Rossi puede descifrarse a la luz multicultural dela época como una suma y multiplicación de raíces más que comouna resta y una división. Se diría que la suma de los desarraigosproduce una nueva raíz.

El lugar de la lengua…

México no sólo tiene frontera con los Estados Unidos. Él mismoes a lo largo y a lo ancho una frontera, un espacio territorial ycultural donde se van disolviendo, solucionando y matizandolas contradicciones: entre cultura hispánica y civilización usame-ricana, entre artesanías indígenas y mestizas y modos de produc-ción y tecnologías occidentales; entre catolicismo, religiosidadindígena y calvinismo cuáquero. Frontera, tierra de nadie y tierrade todos, México (que es en términos orográficos una pirámide) seencuentra sitiado por dos mares: el Pacífico y el Golfo de México.Ha sido tradicionalmente un puente comercial que permitió elintercambio entre Asia y Europa —un intercambio que supo dejarreminiscencias asiáticas en la mestiza memoria mexicana desde laépoca del Virreinato.

La América mexicana que decía Humboldt comparte con lasnaciones de ese país innombrable llamado Caribe la condición fron-teriza: a la vez dique y coladera. Tradicionalmente, el español ha-blado en México se ha conformado por una convivencia esmaltadaentre las voces castellanas y las voces indígenas, aztequismos,indigenismos y americanismos. Ese maridaje se expresaba hastahace muy poco en una expresión: lengua nacional. El castellanohíbrido del altiplano mexicano, jaspeado de chasquidos ysonoridades aborígenes, ha sido el vehículo verbal oficial de la ins-

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titución política, desde los tiempos de Felipe II pasando por losciclos de la república y los regímenes revolucionarios (el modelode las autonomías lingüísticas auspiciado por Carlos V y de laEvangelización en lenguas aborígenes pervivió solo unos cuantosaños). Como ha apuntado Ruth Benedict en su libro Comunidadesimaginadas, el uso de las lenguas nacionales, la práctica misma delmodelo civil llamado Estado-nación ha estado hermanado con lacultura impresa. El Estado nacional (federal o centralista) ha sidolibresco y periodístico, y su existencia misma presupone y es, encierto modo, subsidiaria del cultivo de las destrezas escritas. Go-bernar era escribir, y los líderes y adalides, los caudillos y los césares,los ciudadanos y los devotos de la República o eran escritores ellosmismos o buscaban la compañía o la frecuentación de los portado-res del saber y de la elocuencia, pues la conservación de las institu-ciones imaginarias y la organización de las prácticas de dominaciónpasaban por la criba de un poder de las bibliotecas y los escritorios.A tal punto la comunidad cristaliza su propia imagen en los espe-jos escritos que la creación de la nación y de una literatura nacio-nal son paralelos. Los escritores costumbristas copian la conductade, por ejemplo, los bandidos, pero a su vez una novela como Losbandidos de Río Frío se transforma en una referencia leída y vivida.

Hoy, México, el Caribe y en general América Latina, no pue-den dejar de pasar por una situación de cambio de los paradigmasy modelos: con la revolución de los medios de comunicación, ellibro y el diario han dejado de estar en el centro del sistema cultu-ral y simbólico para ser sólo un factor más en el espacio de la co-municación. El advenimiento, la verdadera explosión de los mediosde comunicación, promueve una intensa usamericanización, uncultivo del inglés como lengua privilegiada de los intercambios.Del otro promueve un deterioro de la lengua española. Hablamosy escribimos una lengua cada vez más deficitaria y mutilada. Peroesta situación no es privativa del idioma español: es la lengua escri-ta la que, en la emergencia de la nueva oralidad comunicativa, seve expuesta a una nueva inestabilidad, para evocar en otro contex-to al cubano Severo Sarduy. La lengua descuidada, empleada porlos usuarios del correo electrónico (emilio, dice José Kozer, otro

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cubano) es significativa de esa ebullición. El correo electrónico y ellibro electrónico participan de esa flexibilidad, y de hecho esa elas-ticidad es una de sus virtudes más significativas. Pero esa elastici-dad es un valor ambiguo, ya que la identidad de la lengua dependede la posibilidad de fijar palabras y textos. Quizá por ello precisa-mente la pregunta por el desarrollo del idioma pase por la cuestiónde la conservación del canon literario y del diagnóstico de la situa-ción en que se encuentran los textos clásicos, las autoridadesfundadoras o portadoras de la cultura nacional y, más allá, hispa-noamericana.

La distancia mayor o menor entre la calidad de la conserva-ción de estos textos y el uso de la lengua en la comunidad seríauno de los índices de la calidad de la sobrevivencia cultural, perono es en modo alguno el único. Otro indicador es, por supuesto,el mercado. Si el primer índice nos va a decir que se escribe y sehabla cada vez peor el idioma español, el segundo nos dirá quese habla y escribe, se hablaría y escribiría cada vez más en espa-ñol. La pregunta no es entonces a propósito de la sobrevivenciade la lengua sino acerca de la calidad. La riqueza de esa sobrevi-vencia, la calidad de su reproducción. Este punto nos lleva a re-flexionar no sólo sobre la cantidad de aparatos de comunicación—diarios, radio, televisión, video, internet— de que dispone unacomunidad, sino sobre la situación de la enseñanza, creación,investigación y publicación de los textos clásicos, de las fuentestanto de la literatura hispánica como hispanoamericana. La buenanoticia de la cantidad de hispanohablantes en el mundo debetemplarse con el diagnóstico crítico de la enseñanza de las huma-nidades hispánicas y aún portuguesas en los países hispanoame-ricanos. En ese sentido, es alarmante que entre los hispanistas ylos americanistas (personas e instituciones) sean mayoría losusamericanos y los europeos y que sean minoría los mexicanistasmexicanos, los americanistas nacidos y educados en América La-tina. La alarma nos lleva a tomar conciencia de que el españolcorre el riesgo de pasar a ser una lengua-pantufla, válida para laesfera doméstica y casera, una lengua familiar y privada —aptapara la fiesta y el relajo, como sentencia el escritor chicano Ri-

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chard Rodríguez—, pero no para la comunicación crítica o cien-tífica. En ese sentido, los agentes de las instituciones educativas yeditoriales tienen no poca responsabilidad.

Paul Valéry, en 1932, en su libro Miradas sobre el mundo actual,escribía que la guerra de Independencia de Cuba en 1898 marca elinicio de una nueva historia. Esa historia se caracteriza por ser una,unánime, hoy diríamos global. Somos, por fin, concluía OctavioPaz en El laberinto de la soledad contemporáneos de todos los hom-bres. Con esa historia que se inicia termina la historia de las comuni-dades imaginadas a través de la prensa y de la cultura escrita, peroempieza con una nueva historia donde las soberanías nacionales de-jan sitio a las identidades regionales. Estamos asistiendo al surgimientode un nuevo pacto comunicativo, al nacimiento de nuevas regionesdonde se inventa una humanidad a la vez más refinada y bárbara,más salvaje y, por supuesto, más llena de prejuicios.

¿Han pasado ya los tiempos?

¿Han pasado ya los tiempos en que se esperaba que las letras y lasartes salidas de México hacia Europa traían sabores y condimentosexóticos? Se podría pensar que sí, y que una literatura tan rica y tanconocida como la mexicana puede prescindir de las etiquetas legiti-madoras del color local. Sin embargo no es así, y al parecer, cuantomás se uniforma el mundo, más precisa la imaginación de diferen-cias y cromatismos específicos. Esa edad uniforme, que es la nuestra,nos ha inventado un neo-costumbrismo y una poética —a vecespostiza— del arraigo. No es nada sorprendente. Los mexicanos, enparticular, sabemos que uno de los rasgos definitivos de lo que antesse llamaba ser nacional es la imitación, la disposición miméticapara simular las apariencias previsibles o deseables de la culturanacional. Sí, los mexicanos somos unos grandes artistas de la imita-ción… de lo mexicano. Somos capaces de falsificar nuestras propiasapariencias al gusto del cliente o del turista. No en vano el legenda-rio Pancho Villa estaba dispuesto a modificar las horas de la batallaen función de las exigencias de las cámaras que lo inmortalizarían.

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México tiene, puede tener, fantasías para todos los gustos y ta-maños: la crueldad despiadada que fascinó a D. H. Lawrence o aGraham Greene; la homérica y sucia mitología del Far West quecomparten Zane Grey y Jorge Luis Borges; la idolatría indigenistade Antonin Artaud, el reconocimiento que André Breton yBenjamin Péret hicieron de México como un país-surrealista, esdecir, como un país-collage, un inmenso ready-made, donde todoes ruina y todo es monumento; en fin, la idea de México comouna tierra de nadie, de la civilización que vivieron tanto los escri-tores de la generación Beat (Jack Kerouac en particular) como otrosartistas usamericanos (Hopper, el pintor, vivió y pintó largas tem-poradas en la ciudad de Saltillo, al norte de México), de tantorepetirse en el exterior, ha terminado por interiorizarse y hacersenuestra: por ejemplo, a veces nos cuesta trabajo distinguir entre el“México profundo” entrevisto por D. H. Lawrence y el imaginadopor Octavio Paz, entre el sol despiadado de Malcom Lowry y laviolencia solar que devora a no pocos personajes mexicanos deCarlos Fuentes.

Pero la de México es una fantasía riesgosa para los propios mexi-canos. Escribir en México no es necesariamente escribir sobre Méxi-co. De hecho, esta ha sido una de las discusiones más asiduas yrecurrentes entre las que pautan el debate literario mexicano. Casipodría decirse que no ha habido escritor mexicano que se respeteque no haya sido acusado por los ideólogos del nacionalismo (mer-cenarios y espontáneos) de traición a la patria, desarraigo impío ypatológico descastamiento: Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, JoséGorostiza, Octavio Paz y aún Carlos Fuentes, han sido juzgados endiversas ocasiones (de mala fe y sin fundamentos) ya sea por noocuparse suficiente de México, o ya sea por no dar del país unaimagen edificante y políticamente correcta desde el punto de vistaoficial. Un escritor que se respete a sí mismo es un escritor —sesupone— que sabe escribir bien. Pero, ¿qué significa escribir bien enMéxico en el entresiglo que transita de fines del siglo XX a principiosdel XXI? ¿Qué significa escribir bien en un país como México que estodo él una frontera tanto política como social y cultural? ¿Qué sig-nifica escribir bien en un territorio impregnado de ese veneno lla-

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mado historia, sembrado de ruinas y monumentos, pero, sobre todo,marcado por intensos contrastes sociales?

Ese teatro del progreso y de la crueldad llamado México, visitadopor miles de turistas acalorados y eufóricos, deseosos de entendercómo se puede ser feliz sin ser materialmente rico, es también ellugar de alumbramiento de un arte y de una literatura compleja yexigente cuya tradición medular se vertebra desde hace siglos en tor-no a la lírica, si bien también sabe encauzarse con generosidad por lanarrativa y el ensayo.

Preocupada por escribir bien, la mexicana sería una literaturaexpuesta a los peligros de la ponderación cortesana y de la normacurialesca. Pero, ¿cómo escribir luminosa y lúcidamente bajo Lasombra del caudillo, para evocar el título de Martín Luis Guzmán?¿Cómo describir la pirámide nacional a la vez desde dentro y desdefuera? ¿Cómo dar cuenta de ese “tiempo nublado” —Octavio Paz—que es el “tiempo mexicano” —dixit Carlos Fuentes—?

La columna vertebral de la tradición literaria que en México harepresentado la expresión lírica continúa ordenando el panoramade las letras, pero ya no son sólo las voces y las obras de los poetas—de Ramón López Velarde, Xavier Villaurrutia y José Gorostiza aOctavio Paz, Gabriel Zaid y Eduardo Lizalde, José Luis Rivas, Jor-ge Hernández Campos, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis,Ulalume González de León, Elsa Cross— las que ordenan y orga-nizan el panorama. El ensayo —de Alfonso Reyes, Jorge Cuesta,Salvador Novo, Xavier Villaurrutia a Octavio Paz, Ramón Xirau,Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Alejandro Rossi, CarlosMonsiváis, Salvador Elizondo, Guillermo Sheridan—; la novela—de los novelistas de la Revolución como Mariano Azuela y MartínLuis Guzmán a Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Elena Garro, JuanGarcía Ponce, Salvador Elizondo, Fernando del Paso, JorgeIbargüengoitia y Carlos Montemayor—, el cuento —de RafaelJosé Muñoz y Alfonso Reyes a Juan José Arreola, José de la Colina,Juan Villoro, Francisco Hinojosa o Pablo Soler Frost— dan sínto-mas de que la literatura mexicana goza de buena salud al que no esacaso exagerado decir que el siglo XX ha sido para la mexicana unsiglo de oro.

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La expresión “siglo de oro” está preñada de connotaciones esco-lares; va embebida de oropeles, es equivalente a “edad de oro”.También arrastra una insinuación alquímica: un siglo de oro de laliteratura promete una edad que transmuta a la literatura en otracosa: que la saca del tiempo y la pone fuera de él. Durante esetiempo, el accidente se transforma en destino y algo cristaliza ycobra forma. Luego de la obra negra de años de gestación y demaduración, vendría un ciclo que todo lo resume y transfigura: loenuncia sub especie —ternitatis. Del mismo modo que los indivi-duos y las personas tienen una edad característica y definitiva, unmomento histórico bajo el cual siempre serán recordados, puesdurante él florecieron plenamente, ciertas épocas parecen con-centrar el espíritu del tiempo nacional peculiar, acrisolan (paraechar mano de una voz teñida de connotaciones ideológicas) elalma de un pueblo.

En tales épocas, los sobrevivientes de otro tiempo cohabitancon los precoces y los prematuros de los tiempos por venir; pare-cen coincidir en un mismo momento los trasnochados de la ve-lada anterior con los madrugadores de la jornada que empieza.Tal parece el paisaje de la actual literatura mexicana: un espaciode convergencias y cruces donde en el último cuarto de siglo hantransitado diversos géneros y generaciones. Se trata de un espa-cio demasiado vasto como para ser susceptible de una adecuadaminiaturización antológica.

Nadie lee dos veces la misma página. Cuando, don Jesús, mi pa-dre, vivía, yo entraba a su recámara y me ponía a ver los libros:“—¿Qué les ves?, si ya los conoces.” “—Sí, ellos son los mismos—le respondía—, pero yo he cambiado y tal vez lo que ayer mefue indiferente, hoy me dé curiosidad.” Esta sensación de que lasletras están expuestas a un movimiento vertiginoso es aguda ycasi dolorosa al leer el periódico, pero no es menos palpable alleer un libro.

Quizá sea ese precisamente el sentido de la creencia de una obra:instaurar un espacio mental donde el “simio gramático” que lleva-mos dentro vuelva a treparse con los mismos movimientos por las

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mismas ramas. Crear, construir una obra, sería entonces algo asícomo edificar un “déjà vu”, armar un trompe l’oeil, un trampantojomental que nos re-suscite aquella emoción primera. La narración sedaría como una maquinaria exacta y eficiente, una suerte de autó-mata mental capaz de inducir en el lector un cierto número de reac-ciones. En ese sentido, la obra literaria no tiene, no puede tener, másque un número limitado de lectores o, dicho con mayor exactitud,de funciones, y se levanta como una construcción desafiante quedice: esta página es la misma y su lectura y su lector sólo pueden serlos mismos. “Nadie —esa cifra cero que en la aritmética de la iden-tidad llamamos “yo”— lee dos veces la misma página.”

Dicen que el Tao de los Tiempos

Dicen que el Tao de los Tiempos que nada más se anunciaron y yanos están pasando es la Red o entrered llamada Internet. Este ins-tantáneo sistema de comunicación, tan poderoso en el orden hori-zontal como todavía incalculable en el vertical, es en realidad unnuevo cosmos implosivo cuyo descubrimiento apenas empieza. Al-gunos lo comparan al descubrimiento de América; otros adviertenque con este nuevo instrumento se transformarán las bibliotecas yel comercio —también sin duda el poder, como prueba la mágicaingeniería de ese David guerrillero llamado el Sub-comandanteMarcos quien, desde un sitio en la selva lacandona, supo organizarla primera revolución virtual —whatever that means—; otros, máscautelosos pero no menos incisivamente proféticos, como el reciéndesaparecido Jean Guitton, nos dicen que Internet es a la comuni-cación y al saber lo que el tractor al arado tradicional.

Ya hay numerosas revistas y publicaciones virtuales; proyectosde bibliotecas enteras y toda una e-mail-manía o emiliomaníaque nos lleva a preguntarnos con honestidad si la pantalla y susmagnéticos efluvios no son, más allá de la comunicación, causade adicción patológica: internet como el opio de los pueblos sinpueblo.

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El tema de la red va asociado al de los satélites y antenasparabólicas, radios y transmisiones como fuentes e instrumentosde una nueva política. Hace algunos años, Javier Echeverría en-trevió con nitidez la cuestión en Telépolis: ese título, antañoprofético, es hoy un guarismo ineludible en el álgebra de la nue-va política. Entre Telépolis e internet, la cultura del libro parecevacilar por un momento sólo para recobrar, en lo hondo y en loalto, sus más rancios fueros. Bien empuñada, la punta de unapluma sabría derrumbar imperios, y aun el tractor más sofisticadodepende del técnico que sepa descifrar su manual de operación.Pero si el escritor y el lector radicales están definitivamente asalvo gracias a la Red y al libro-E, las burocracias y las cortes, losintermediarios y traficantes de la información y del saber pare-cen amenazados en sus formas actuales y en los próximos añoslos veremos trabajar intensamente en la remodelación de susdisfraces...

Del libro electrónico

Estábamos acostumbrados a que el saber tuviese un peso material;se hablaba, no sin razón, del “peso de la cultura”. Esta expresiónevocaba mares de papel, el volumen de los volúmenes, las hileras olos montones de libros. El hombre de saber era un hombre literal-mente cargado de libros. La aparición de una textualidad virtualasentada en memorias electrónicas —libros, cartas, listas, docu-mentos— viene a transformar esta imagen, transitamos del libro ala irradiación electrónica libresca. Sin embargo, esto no significade ninguna manera que esté en peligro la existencia del hombre desaber o, más llanamente, del lector. La escritura, según Platón, esuna herramienta ambigua, pues al tiempo que ayuda a conservarmaterialmente la memoria, redunda en una disminución de la ca-pacidad individual de recordar y pensar por sí mismo. Obviamen-te, esta crítica platónica a la escritura es válida para la nueva escrituradigital que transforma, por así decir, químicamente al saber y lohace pasar de un estado sólido libresco a un estado fluido, virtual,

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electrónico. Un estado, por cierto, más próximo a la condiciónproteica del fuego que a la líquida del agua, como acaso señalan losvirus cibernéticos, esas patologías de las extensiones y mente-fac-turas humanas. Pero si bien la crítica platónica a la escritura nosólo sigue teniendo validez sino que parece todavía más vigente—la estupidez multiplicada por las redes puede llegar a ser ate-rradora—, el libro electrónico imprime al texto una condicióninmaterial, lo desarraiga de su estuche de papel y lo hace acceder aun orden espectral, algo similar al reino de las ideas y arquetiposplatónicos. ¿El libro-E aproxima o aleja al texto del reino de losarquetipos? En sí misma, la cuestión parece una travesura infantilo una pregunta fútil, pero llama la atención sobre los personajescentrales de este debate —el autor y el lector— a cuyo servicioestán, impresos o electrónicos, los libros y bibliotecas y si era posible—literalmente— perderse en los pasillos reservados de una bibliote-ca, si las estanterías sucesivas aparecían ante la mirada del lector comootras tantas paredes del laberinto, ¿con cuánta mayor facilidad no seperderá el lector en el universo en expansión de la red que se nosfigura como un laberinto pululante cuyos dédalos y deltas se re-plican y desdoblan incesantemente —un laberinto talmúdico—donde la digitalización, la conversión de las letras en números yde las frases en series numéricas hace de la lengua hebrea y de lagematría (la lectura numérica de las letras), por así decir, la lenguade ese futuro que ya sólo puede ser global, es decir, universal?

Pero si el lector y la biblioteca no desaparecen, sino que parecenestallar en una irradiación electrónica, en un big-bang, en un incon-mensurable Gran-Pun —para citar la voz acuñada por el poeta JorgeHernández Campos y citada por Octavio Paz—, sí parecen, en cam-bio, destinados a una severa transformación. En nuestros instru-mentos de navegación y “vuelo mental” se dibuja la necesidad de unnuevo sentido de orientación, es decir, de una educación, de unconjunto de ejercicios y disciplinas intelectuales que le permitan allector ya no acrecentar y afinar su saber sino incluso saber conservaren las mismas condiciones el saber adquirido.

El libro-E , provisional panespermia, no lleva desde luego a unaabolición de la lectura sino a una transformación de sus discipli-

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nas y métodos de trabajo, del mismo modo que el paso del viajemarítimo al viaje aéreo impuso la re-invención de las leyes de na-vegación y una re-definición de las figuras del piloto y de lo que seentiende como tripulación. Variará entonces sobre todo el papeldel autor y sobre todo del editor: el E- ditor, el arquitecto de lapublicación electrónica es una figura cuyos límites nos son todavíadesconocidos.

La sensación de la cualidad inmaterial de la información esuna sensación de vulnerabilidad. Esa sensación lleva también areflexionar sobre el poder, y la e-scritura: ¿quién verdaderamentepuede escribir entre las redes informáticas?, ¿quién puede re-escri-birlas? El fenómeno de los virus electrónicos nos habla de la posi-bilidad de guerras virtuales de incalculables consecuencias.

Uno de los aspectos del libro-E que definen la discusión es el dela flexibilidad de la tecnología: la palabra —en pantalla es muyfácil hacer interpolaciones y casi imposible no crear nuevos tex-tos— se vuelve fluida: queda en el aire el texto establecido —locual ¿es bueno?, ¿es malo? El libro, por definición, es más establepero sólo es la semilla de un proceso de difusión más amplio. Eltexto fluye, busca medios de reproducirse hasta el infinito. Asisti-mos, como lo anunciaba el poeta griego Gyorgos Seferis, al mo-mento en que el saber se desborda y estalla: explosión delconocimiento dentro y fuera del guión antropocéntrico. Hay algode Torre de Babel horizontal y conceptual en ese apogeo de losmedios de comunicación. Somos castigados al mismo tiempo queconstruimos la torre.

La flexibilidad del libro-E le asegura un futuro, pero sobre todole abre espacios, disponibilidad. Sin embargo, su elasticidad mis-ma es una virtud ambigua. El libro, incluso antes de la apariciónde la imprenta, ha luchado por establecer un texto. Fijar esa volátilentidad llamada palabra ha sido el objeto de insomnios y desvelos.¿Cómo retener las fluctuaciones del texto? ¿Cómo pasar, al mar-gen de la corriente del tiempo y del espacio, ese flujo tejido depalabras llamado texto? Mallarmé decía que el poeta era un pintorde ideas: un poema se hace con palabras, está hecho de letras y detipografía y se rige por un orden inmutable. La galaxia mutable del

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Libro-E, ¿no corre el riesgo de abolir el azar y de inventar un lectorcuyo semejante todavía no somos?

En particular... Sergio Pitol

He aquí algunas figuras mexicanas donde las del cosmopolita y delbibliopolita se entreveran creando de paso cauces para que fluyany se afirmen los valores de la cultura nacional o, si se prefiere,regional: Carlos Fuentes, Ramón Xirau, Juan García Ponce, Salva-dor Elizondo, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco,José María Pérez Gay, Elsa Cross, Eduardo Lizalde, Tomás Segovia,Juan Villoro, para citar un puñado de nombres.

Pero desde luego esa nómina no estaría completa sin el nombredel escritor y traductor Sergio Pitol quien ha sabido tejer, desde sumás temprana juventud, una tapicería encantada donde las vocesde la otra Europa —la polifónica y balcánica, la eslava y latina, labarroca, la sobreviviente, la múltiple y mestiza— van configuran-do, gracias a la lectura y tradición del mexicano, un espejo a la parexacto e imaginativo de la condición de la literatura americana, desu jurisdicción espiritual. Los otros derechos de la trama podría, enverdad, ser el título de un ensayo comprehensivo y generoso quefuese capaz de dibujar y dar cuenta de ese atlas lingüístico e imagi-nario —la expresión no es en modo alguno exagerada— que se hasido revelado paulatinamente y a lo largo de una obra que combi-na lectura y escritura, creación y traducción, curiosidad y res-ponsabilidad intelectual, y que aun sabe integrar en su fecundaarcilla las coordenadas culturales subyacentes en uno y otro conti-nentes —el europeo y el americano— como si presintiese que undelicado equilibrio entre microcosmos paralelos, una cronotopíamúltiple y versátil ensambla la escritura artística y crítica a travésde las lenguas y las literaturas. Este dédalo sólo sabría ser un labe-rinto ciego si no lo guiase un hilo entrañable; podría hablarse dealegría descifrada en el cuerpo de la literatura —o bien de placerdel texto—, pero acaso sería más atinado hablar de un arte de vi-vir, de una ciencia jubilosa y risueña capaz de resarcir Los otros

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derechos de la trama. La brújula sintáctica ajustada por Sergio Pitol—novísimo, posmoderno Ulises criollo— nos permite adentrarnoscon aplomo en el corazón supuestamente tenebroso de nostro-homo-americanus en los próximos ciclos.

Sergio Pitol: —recordémoslo— es un lector que escribe, un autorque lee. Esta definición, quizá vaga, apunta desde luego hacia lacondición de un escritor educado y cultivado, animado por la ten-sión de la crítica. Más allá, señala la tensión del lector/escritor quecristaliza en la figura del Traductor y postula a la traducción comouna vocación y un destino, una sombra indisociable de ese pere-grino, el escritor contemporáneo. Espejo inteligente, analogía ac-tiva, la traducción aparece en la obra de Sergio Pitol como unapasión en el sentido religioso, es decir una posesión y un deseo, unsueño de vida y muerte, un ídolo y un estilo, un crisol del queemanan las jerarquías y un laberinto. Pasión de la traducción o porla traducción: se trata de un movimiento radicalmente ético y crí-tico pues lo que en esa pasión está en juego es un incesante, inter-mitente movimiento que va de la desencarnación a la reencarnaciónde la palabra, de la disolución a la (re)creación. En la traducción lapalabra se eclipsa o ciega sólo para (re)suscitar. Es claro que este iry venir se da también y quizá ante todo en la historia. Delbibliopolita al cosmopolita estará en juego invariablemente unapolítica, en rigor una política del espíritu, un código de (des/re)composiciones que harán del traductor —ese hombre que hablapara callar; ese hombre que calla para decir— a la vez un ciudada-no del mundo y un peregrino en su patria, ciudadano visible de lasciudades invisibles, hijo de la sincronía y de la ubicuidad. Estavertiginosa condición extraterritorial, ¿no es, por cierto, la de nues-tro tiempo? ¿no es éste el pasaporte enigmático de una época-mundoque, por virtud del caldero faústico que es la olla embrujada de lainformación, hace estallar el aquí y el ahora, en un laberinto deaquís y un dédalo de ahoras?

Es en este punto donde la figura del Traductor —encarnadaentre nosotros soberanamente por Sergio Pitol— cobra toda suintensidad y trascendencia como guía para vivir —y vivir bien:ética y estéticamente saludables— en esta edad que transita entre

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edades y mundos. Vaya, por ejemplo, la inteligente apasionadaatracción que tiene Sergio Pitol por la literatura austriaca contem-poránea. Es cierto que no es el único mexicano que sufre con go-zosa intensidad la fuerza de ese imán —y ya ese hecho nos deberíahacer reflexionar—: pues Jaime García Terrés, Juan García Ponce,José María Pérez Gay, Juan Villoro, Héctor Orestes Aguilar, JavierGarcía Galiano, José Emilio Pacheco, son algunos de los escritoresde nuestro país que han sentido el campo magnético de la literaturaaustriaca y habsbúrguica, pero es quizá Sergio Pitol, el traductor yel ensayista y novelista, el que mejor ha expresado el sentido laten-te que impone paralelos y convergencias entre aquel imperio opu-lento y decadente y las repúblicas de mediaciones, negociaciones ycompromisos que son las hispanoamericanas: “...Todos percibie-ron de una u otra manera la descomposición y la precariedad de sumundo. Bajo el compromiso a menudo asomaba la brutalidad;una atroz pesadilla se larvaba tras las impecables fachadas de laadministración; la rutina convertía el placer en una mueca dema-siado parecida a la del dolor. Donde se escribía plenitud se alberga-ba el vacío...”9

Si en el campo del ensayo y la crítica la sombra de la traducción yla práctica de un arte de la lectura entre lenguas y culturas salta a lavista del lector como una presencia ineludible en la obra de SergioPitol —para no hablar de su oficio de trujamán en el sentido másestricto que es, nadie lo ignora, extenso y generoso—, los espectros ylos desafíos de Babel recorren su literatura misma. Y es que el uni-verso narrativo creado por el autor de El tañido de una flauta gravitacomo un sistema planetario en torno a un sol ineludible: la verdad,o mejor dicho, la dificultad, la imposibilidad, el eclipse, la traiciónde la verdad; el poder viscoso y pegajoso de la mentira, la fuerza delautoengaño, de las convenciones, ceremonias y rituales. De ahí esacondición corrosiva y perturbadora que, desde sus primeros hastasus más recientes textos, ostenta su narrativa. En una novela comoEl tañido de una flauta o en el tríptico compuesto por El desfile delamor, Amar a la divina garza o La vida conyugal la traducción deja

9 Sergio Pitol, Pasión por la trama, Ediciones Era, México, 1998, p. 100.

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de ser un oficio de letrados para transformarse en arte, imperativo dela sobrevivencia, pues ¿cómo sobrevivir a la comedia de enredos, a lacascada incesante de equívocos, al laberinto de los espejismos sinomediante un astuto arte de la traducción que sea capaz de traslucir yrestablecer el sentido? Acaso una de las lecciones de este autor estribeprecisamente en esa exigencia de verdad que no renuncia al riesgo deabismarse en el caos y que intermina resolviendo esas disyuntivas através del tono. Quizá por eso la obra de Sergio Pitol no resultesencilla de traducir y exija, para traducirla, artistas a su altura.

Escritor situado entre una cultura literaria y una cultura postli-teraria, entre una civilización urbana y una posturbana, Sergio Pitoldeambula entre bibliotecas y ciudades, aglutina literaturas que sonlugares. Dos fantasmas acompañan e impulsan al escritor: el fan-tasma de la literatura (en un mundo donde muy pocos leen) y elespectro de la ciudad (en un planeta altamente urbanizado, tanampliamente cubierto por una capa suburbana que ha hecho des-aparecer a la ciudad): la obra narrativa, ensayística y de traducciónde Sergio Pitol ha de leerse a la luz de una dialéctica de la dislocaciónque afirma, por encima de la ruina de las ciudades, de la deflagraciónde las bibliotecas y de la decadencia del alfabetismo, la creaciónintempestiva —como una fosforescente Fata Morgana— de unanfibio: la ciudad-libro, la página-calle, la playa de los callejones,más allá del árbol binario del conocimiento, entre el paseo y lalectura, el deambular y la traducción, las murallas y los dicciona-rios. El bibliopolita, ese “lector expiatorio”, salva de las llamas y dela niebla el misterio llamado conversación en que se funda la civi-lidad. En busca de la ciudad-libro: las ciudades que lo imantan sonmultilingües, cuna de culturas múltiples; ciudades mestizas:Praga o Viena, Trieste, Dublín. Ahí, la ciudad, como un castillo aorillas de un lago, espejea y se desdobla, y en ese desdoblamientoaparece el libro, esa otra ciudad. Si, los hombres del libro son loshombres de dos ciudades; en ellos el diccionario se ha hecho cuer-po. Maravillaría que escritores como Vladimir Nabokov, AntonioTabbucchi, Walter Benjamin, Álvaro Mutis o Carlos Monsiváis—ese políglota vertical que domina o quisiera dominar todas losidiomas hablados en una sola ciudad: la de México y sus anexas

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nacionales y continentales— no hubiesen sido objeto de la aten-ción de Sergio Pitol. Y es que con ellos trenza el hilo de Ariadna deese laberinto habitado por un autor/lector fabuloso que tiene cuerpode libro y cabeza de metrópoli, ése que no puede dar un paso sobrela Tierra sin dibujar una geografía y para el cual la escritura no essino la sombra del viaje y la palabra: el talismán que comprueba lasperipecias de la odisea interior.

Sobra decir que en el desolado universo de la dislocación uni-formada, la lección plural de Babel representa un signo de espe-ranza. Para el aquí y ahora de los espejismos virtuales no puedehaber mayor ni mejor guía que un habitante visible de las ciudadesinvisibles. Sergio Pitol es desde luego uno de los primeros.

La espacialización del calendario

La ciudad es la espacialización del calendario. Los nombres rurales opopulares se distinguen por ser más bien espaciales que temporales;los políticos y cívicos: históricos. La diferencia entre Cabo Blanco yCabo Colón. A su vez el calendario (el tiempo, la historia) es laespacialización de una ciudad a la par hecha y en constante cons-trucción. Hablar de cambiar el calendario, el uso del tiempo, y node cambiar la sociedad. Practicar, vivir, habitar y sembrar otro tiem-po: infundir a cada instante (o simplemente dejar venir, dejar ser ycorrer) un valor originario. Cuando se dice que no hay que vivir enel pasado, en realidad lo que se quiere decir es que se desconfíe de losdatos de la percepción inmediata en la medida en que el lenguaje, elsistema de percepción está alimentado por un aparato biológico ycultural. Se impone estar conscientes de que nuestra conciencia eslimitada a pesar de que a nosotros mismos nos puede parecer muyamplia. El sueño de transformar el calendario recorre la historia. Lassociedades salvan datos y nombres del olvido para reconocerse e iden-tificarse. En ese sentido la influencia histórica de un escritor es unacorde que resuena con la partitura pública y general.

La historia de la cultura como un autorretrato de la humanidadtal y como la va inventando la naturaleza de la cual la suya es parte.

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La historia como conocimiento de sí misma: no porque nos nece-sitemos identificar con sus personajes sino porque una parte delauto-conocimiento es la orientación: conocerte a ti mismo es sa-ber dónde estás. Ese sentimiento de una historia compartida abrelas puertas de la comunidad y también las del conocimiento de símismo. La espacialización de la Historia es el motor que mueve eldesarrollo de la Ciudad. Urbanización y sincronía: es esa, diríaCarlos Fuentes, la Edad del Tiempo.

Nuestro tiempo es de migraciones

Nuestro tiempo es de migraciones. Una alta proporción de la po-blación económicamente activa de la tierra se encuentra sometidaa los imperativos de la trashumancia y la migración forzada por eltrabajo. Y ese número se encuentra en crecimiento. En esa óptica,la (re) invención de la memoria, la fábula de los museos imagina-rios oscila entre los cosmopolitismos prefabricados, los imaginariosapátridas de la nueva civilización industrial y las almas regionalesintermitentes, los nuevos microcosmos discontinuos. En la verti-ginosa danza de estas mutaciones culturales y tecnológicas, la res-ponsabilidad del escritor ha de formularse como una apuesta porla lucidez de la experiencia en un contexto donde los sobornos ychantajes del mercado, de la conciencia y del conformismo, lascomodidades del narcisismo y del sueño privado, las tentacionesdel olvido de la cultura regional propia y la amnesia de la situaciónhistórica y tecnológica global invitan a una escritura política oculturalmente lucrativa. Las tentaciones, por ejemplo, de soslayarla propia memoria regional o, al contrario, la de hundirse acríticay edípicamente en la nueva ataraxia noticiosa son no pocas vecesirresistibles.

Salta a la vista que en esta circunstancia los modelos heredados o ala moda precisan ser re-inventados o desechados. Como siempre laslecciones vienen de la experiencia pero también de la memoria de laexperiencia. El siglo que está concluyendo ha sido un tiempo de gue-rras y devastaciones cuyos testimonios, espejos y documentos se han

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visto en la América Latina —incurablemente enamorada de su propiaextravagancia— soslayados, disminuidos, inhumados en la baraúndade la actualidad o simplemente enterrados por ignorancia: si las anti-guas ciudades eran ciudades de la memoria, las nuestras son capitalesdel olvido, metrópolis anónimas donde el lenguaje se disuelve en lasuperficie.

Quizá la primera tarea del artista latinoamericano (y aquí in-cluyo a España, el único país latinoamericano que no se reconocecomo tal) estribe justamente en poner al día su reloj y —claro—también su mapa. Este ponerse a la orden del día, este estar alcorriente y buscar la hora en que convergen la hora interior y el solde la historia —que es sol de la tierra y del destierro— es, no pode-mos olvidarlo, una tarea higiénica, un aprendizaje de la limpieza,un echar baldes de agua fría y un arrojar por la borda la basura, lacáscara de los prestigios mercantiles. Tiempo de crisis es decir: tiem-po de mudanza. ¿Qué nos estamos llevando a la casa nueva al nue-vo siglo?

Tendremos que llevar la crítica pero quizá no haya espacio parallevarnos todos los adornos profanos, los bártulos de la seculariza-ción. Quizá no podamos llevar ahí nada que no contribuya a darun sentido más puro a las palabras de la tribu. Pero —¡cuidado!—pues siempre corremos el riesgo de tirar al niño junto con el aguasucia, el riesgo nihilista de descreer del arte y de la literatura paraentregarnos a la paella de las vanidades en boga o a la cruz o almantram de éste u otro fundamentalismo. Corremos el riesgo decreer que el Contador de días y de historias —el Tusitala deStevenson— sólo es un sacerdote loco. Pero es algo mejor: es nues-tro espejo. Él es la puerta y el portero que nos conduce en el silen-cio hacia el reino de nuestra misteriosa, poética condición.

Nota editorial

El germen de este ensayo se dio en forma de conferencia duranteun Coloquio organizado por Álvaro Mata Guillé, Soledad, Natalia,Joan y Mario de la Asociación Bacco en San José de Costa Rica en

Page 43: Sobre la inutilidad y perjuicios de los fines de siglo

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1999. La primera edición de esta conferencia fue coeditada porJuan Pablo Editor, Instituto de México en España y la UniversidadVeracruzana, en 1999.

El texto “Miradas sobre Miradas sobre miradas de Paul Valéry” sepublicó como Presentación a la introducción de Paul Valéry a Regardssur le monde actuel en el núm. 1 de la revista Istor (México, junio de2000) dirigida por Jean Meyer.

El texto “¿Han pasado los tiempos?” ligeramente modificado,figura como presentación al Dossier de literatura mexicana publi-cado por la publicación francesa la Nouvelle Revue Française, enoctubre-noviembre, 2000.