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Sophie Gee Sophie Gee EL ESCÁNDALO DE EL ESCÁNDALO DE LA TEMPORADA LA TEMPORADA

Sophie Gee - El escándalo de la temporada

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Sinopsis:En el glamuroso Londres del siglo XVIII, los bailes de máscaras, las óperas, las tabernas, los cortejos clandestinos, las maquinaciones políticas y los escándalos eran el epicentro de la vida social. En este ambiente cosmopolita confluirán los personajes más famosos del momento, como el escritor Jonathan Swift, el ilustrador Charles Jervas o Alexander Pope, el gran poeta que supo reflejar como nadie la interesante crónica de la época. El escándalo de la temporada cuenta la historia de la verídica seducción de la que fue objeto la hermosa Arabella Fermor por parte del encantador y enigmático noble Robert Petre. Una ingeniosa y moderna historia de amor, ambientada en 1711, que ha sido comparada con Las amistades peligrosas. El debut literario de Sophie Gee ha seducido ya a la crítica y al público de medio mundo y hará ahora las delicias de los lectores.

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EL ESCÁNDALO DEEL ESCÁNDALO DE LA TEMPORADALA TEMPORADA

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ÍNDICE

Nota histórica 3Prólogo 4Capítulo 1 7Capítulo 2 20Capítulo 3 33Capítulo 4 45Capítulo 5 58Capítulo 6 71Capítulo 7 84Capítulo 8 93Capítulo 9 106Capítulo 10 119Capítulo 11 130Capítulo 12 145Capítulo 13 157Capítulo 14 175Capítulo 15 188Capítulo 16 201Capítulo 17 216Capítulo 18 230Epílogo 243

Principales personajes históricos 247

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA 249

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Nota histórica

Cuando, en el siglo XVI, Enrique VIII disolvió los monasterios y despojó a la Iglesia católica de sus bienes, Inglaterra dejó de ser un país católico para convertirse en protestante. Aun así, el catolicismo no llegó a ser del todo eliminado. A pesar de que la religión oficial de Inglaterra era el protestantismo, fueron muchos los ingleses que se mantuvieron fieles a la fe católica. Los católicos sentían celos de los protestantes porque éstos les habían despojado de sus bienes y privilegios, y los protestantes temían una sublevación de los católicos que, antes o después, les llevara a desbancarlos del poder. Durante los dos siglos siguientes, Inglaterra se vería inmersa en una profunda confusión religiosa.

En 1711 el país por fin empezaba a sentirse seguro. Ocupaba el trono la reina Ana —protestante, aunque descendiente de los Estuardo— y, por primera vez en dos siglos, protestantes y católicos se sentían capacitados para vivir en relativa cordialidad. La persecución que habían padecido los católicos remitió. Inglaterra estaba a las puertas de conocer una prosperidad sin precedentes.

Pero aún quedaba una cuestión por resolver. ¿Quién sucedería a la reina cuando muriera sin dejar descendencia? Se había forjado una alianza clandestina entre los partidarios del regreso de un monarca Estuardo. Los aliados se autodenominaron jacobitas. En secreto, conspiraban para devolver a Inglaterra al rey Jaime III, que en ese entonces vivía exiliado en Francia. Aunque hasta el momento todos los complots pergeñados por los jacobitas habían sido descubiertos y abortados, los protestantes, que estaban en el poder, no podían saber nunca cuándo se produciría la siguiente rebelión, o si finalmente se saldaría con éxito.

«Qué calamitosas Ofensas de amorosas causas beben,qué poderosas Cuitas de meras trivialidades surgen.»

Alexander Pope, El rizo robado

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Prólogo

Londres, 1711

El bullicio podía oírse a varias calles de allí. Los estallidos de música y las oleadas de risas y conversaciones ganaban en volumen cuando los invitados salían en masa al patio. Cada pocos minutos, nuevos estallidos de júbilo reverberaban en el aire de la noche. Era el baile de máscaras del embajador francés.

La embajada, situada en el Strand, refulgía a la luz de las velas. Todas las ventanas de la fachada estaban iluminadas y cientos de antorchas encendidas se alineaban en los muros del patio. Más luces dibujaban un pasillo hasta el río, donde los barcos atracados en el desembarcadero descargaban en tierra a los grupos de recién llegados. Todos los presentes iban disfrazados: figuras del carnaval, príncipes rusos, mercaderes chinos, mariposas y osos, hadas, duendes y pastores con sus gaitas. Se abrían cajas de vino, la cena se servía en bandejas de plata y los enmascarados bailaban al ritmo de la noche. En el patio, dispersos grupos de invitados charlaban en inglés o en francés, a menudo en una mezcla de ambos. Más risas y también más conversaciones; un interminable vaivén de carruajes.

Un pequeño sacerdote emergió de la sede de la embajada y se dirigió hacia un hackney1 que esperaba al otro lado de los portones de acceso al recinto. A su paso, un par de damas con el rostro cubierto por sendas máscaras se volvieron a saludarle.

—Buenas noches, padre.El cura saludó con una inclinación de cabeza y subió al coche.Al otro lado del patio, dos figuras llamaron al cochero y corrieron

dificultosamente hacia el carruaje entre risas y tropezones. Vestían las largas túnicas de seda y capuchas negras de los disfraces de dominó tan frecuentes entre los invitados de los bailes de máscaras. Las túnicas oscurecían casi por completo las formas de los hombres bajo el perfil de sus pliegues. Uno de ellos empezó a perder la capucha durante la carrera, pero volvió a colocársela con un gesto torpe, gritándole a su amigo que no corriera tanto.

—¡Olvídate de tu condenada capucha! —le respondió el amigo también a voz en grito, con un inconfundible acento francés modulando sus palabras. Corrió hasta el coche del cura—. Padre, ¿sería usted tan amable…? —empezó—, mi amigo y yo…

Sin esperar una respuesta, el francés abrió la portezuela para subir al coche mientras el otro tipo dedicaba una profunda reverencia a una dama que pasaba en ese momento junto a él y propinaba un último tirón a

1 Carruaje de cuatro ruedas tirado por un caballo de raza hackney. Eran utilizados en las ciudades británicas como coches de alquiler. (N. del T.)

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su disfraz. Luego, también él corrió hasta el vehículo y saltó dentro justo cuando el hackney se alejaba.

Detrás de ellos, el bullicio y la luz de la fiesta continuaba sin cesar.El cura dedicó una sonrisa recelosa a los dos encapuchados. Vio que

ambos se reían, todavía faltos de aliento. Le tranquilizó distinguir que uno de los desconocidos hablaba con un ligero acento. Probablemente fueran católicos. El coche giró por una calle y avanzó con estrépito sobre los adoquines.

Tras un instante de silencio, el cura habló por fin.—¿Adonde se dirigen, caballeros?Ninguno de los dos desconocidos respondió.El carruaje giró entonces a la derecha. Estaban ahora en una calle

tapizada por una alfombra de paja que amortiguaba el chacoloteo de los cascos de los caballos, lo cual no hizo más que magnificar el silencio que reinaba en el coche. La calle estaba desierta y sumida en la más profunda oscuridad; los faroles se habían extinguido horas antes. Aunque el cura podía oír respirar a los dos hombres y percibir su aliento ronco y acelerado, no logró verles la cara. Habían dejado de reírse. La oscuridad le velaba los ojos como una venda y empezó a tener miedo. ¿Y si el francés conocía su identidad?

Intentó mantener la calma cuando repitió la pregunta y oyó su propia voz reverberando en la densa oscuridad que reinaba en el interior del coche:

—¿Adonde se dirigen?La respuesta siguió sin llegar. Sintió entonces que se le comprimía la

garganta. Quizás los dos desconocidos no hubieran subido al coche por casualidad. Qué fácil habría sido para dos figuras disfrazadas de dominó pasar desapercibidas entre el bullicio del patio mientras le esperaban. Esa noche había tenido poco cuidado en ocultar su visita.

—Por el amor de Dios, ¿quiénes son ustedes? —gritó por fin—. ¿Qué desean?

No salió el menor sonido de ninguno de los dos extraños. Tampoco adivinó en ellos ningún movimiento. De pronto, el cura oyó el crujir de la tela y creyó percibir el sonido de pies que se arrastraban. Se encogió sobre sí mismo, pero sintió la pared del carruaje contra la espalda. Cuando abrió la boca para gritar fue silenciado por una mano que emergió de pronto de la oscuridad.

Un violento golpe le hizo caer al suelo y sintió que la parte posterior del cráneo crujía contra el asiento. Le embargó una oleada de mareo. Uno de los hombres saltó entonces sobre él, inmovilizándole en el suelo. Luego oyó un repiqueteo sobre su cabeza cuando el otro hombre corrió las cortinas de las ventanillas. El cura sabía que aquélla era una medida del todo innecesaria; nadie les vería en esa calle desierta. El gesto le hizo sentir que una cortina había caído sobre su propia vida.

Logró liberarse del brazo que le inmovilizaba.—Han llegado demasiado tarde —gritó—. Hay otros que están ya al

corriente —era un riesgo que debía correr; una posibilidad entre un millón.

Se produjo la fracción de una pausa.

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—Miente —dijo por fin una nueva voz. Un acento inglés, de buena cuna.

Antes de que el cura pudiera volver a hablar sintió el frío filo de una hoja de acero contra la garganta.

Intentó con todas sus fuerzas ser en todo momento consciente de lo que ocurría. Abrió la boca una vez más, pero al instante notó el pinchazo del cuchillo hincándosele en la piel como una aguja. De pronto sintió que se le relajaba la garganta, tensa de puro terror hasta hacía apenas unos segundos, y sintió también cómo brotaba la sangre a borbotones, cálida y suave como la seda, y que la piel y la ropa se le tornaban pegajosas y calientes a medida que la sangre empapaba la tela. A su lado, los hombres seguían en silencio, esperando mientras la vida iba abandonándole lentamente. No pudo seguir forcejeando. Estaba débil y notaba los miembros pesados; ya apenas podía encadenar las ideas con un mínimo de claridad. La penumbra se abría paso en su mente. Intentó aferrarse a la vida, pero la oscuridad se cerró sobre él. Todo había terminado.

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Capítulo 1

Pocos son los Hombres que en tan audaces empresasembarcarse pueden

Lo peor de la vida en el campo era que las casas estaban siempre frías. Alexander se había sentado lo más cerca posible del fuego sin impedir con ello que sus padres tuvieran acceso al modesto calor del hogar. Sospechaba que su madre, al menos, sufría, pero que se había retirado un poco para permitirle disfrutar de la mayor parte del calor. Fuera llovía o nevaba; no estaba seguro de si lo uno o lo otro. La oscuridad era total desde las tres. Habían comido a mediodía; habían tomado el té a las cuatro y todavía deberían pasar unas cuantas horas hasta que llegara la hora de retirarse. Su padre no le había permitido subir a escribir a su habitación porque el fuego había sido desatendido durante la tarde y había terminado por extinguirse. Alexander no había sido capaz de escribir más de veinte versos desde la pasada Navidad.

Tenía las Geórgicas abierto sobre las rodillas y hacía dos horas que leía el mismo poema una y otra vez. Virgilio era ideal cuando Alexander sentía que también él podía escribir un poema tan bueno como la Eneida, pero esa noche los jóvenes versos del gran maestro parecían cubrirle de reproches. «¿Serán así siempre las cosas si obedezco a mi padre?», se preguntó. Oyó toser a su madre e intuyó que la mujer estaba a punto de interrumpir sus pensamientos.

—Sir Anthony Englefield quiere que pases a visitarle —dijo ella por fin, mostrándole la carta que tenía en las manos—. Se ha ofrecido a enviarte su coche. Creo que deberías ir, Alexander. ¿No están Teresa y Martha Blount en Whiteknights?

Aunque Alexander no respondió, el corazón le dio un vuelco al oír pronunciar el nombre de Teresa y alzó la mirada, consciente de que se había sonrojado. Las dos señoritas Blount tenían su edad. Mapledurham, la casa familiar de las jóvenes, se levantaba en la orilla opuesta del Támesis, pero las muchachas visitaban a su abuelo, sir Anthony Englefield, en Whiteknights, varias veces al año. Como Alexander y su familia, los Blount eran católicos.

—No estoy al corriente de los detalles de los planes de las señoritas Blount —dijo Alexander con el tono más despreocupado que supo encontrar.

—Pero no has vuelto a ver a sir Anthony desde principios de diciembre, Alexander —respondió su madre—. Y ya estás suficientemente repuesto. Debes mostrarte grato con las mujeres —añadió.

«Qué poco imagina ella cuánto me gustaría resultarle grato a Teresa», pensó Alexander. Sin embargo, se limitó a decir:

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—Me parece que sir Anthony podría haberme escrito a mí la carta.A pesar de que había empezado a ponerse nervioso, el humor de

Alexander se animó. También su entusiasmo. Así era siempre. Teresa disfrutaba burlándose de él, pero lo hacía con una sonrisa maliciosa con la que lograba magnificar aún más los sentimientos que Alexander albergaba hacia ella. En un intento por disimular sus ansias por responder a la invitación de sir Anthony, Alexander se volvió hacia su padre, que en ese momento leía el periódico.

—¿Qué noticias hay de la ciudad? —preguntó.—Han asesinado a un cura, y el cuerpo ha sido encontrado en

Shoreditch —fue la respuesta.Alexander sintió un arrebato de alarma. ¡En Shoreditch! Los

católicos más pobres todavía celebraban allí en secreto su culto, en capillas situadas sobre las tabernas.

—¿Asesinado? —repitió Alexander—. ¿Un cura?Su padre jamás le permitiría regresar a la ciudad. Desde que hacía

dieciocho meses había visitado Londres, y tras la publicación de sus primeros poemas, Alexander anhelaba volver. No obstante, la capital seguiría siempre acechada por las persecuciones que en su día su padre había vivido en ella. Los padres de Alexander habían sido expulsados de la ciudad cuando la aprobación de la llamada Ley de las Diez Millas había prohibido a los papistas vivir a menos de un día de viaje de sus calles. Si bien era cierto que habían pasado muchos años desde entonces y que los católicos estaban regresando a Londres, el padre de Alexander se mostraba inflexible. Su hijo no viviría en la ciudad. Alexander sabía que la capital había cambiado: durante tres gloriosas semanas él mismo lo había visto con sus propios ojos. Aun así, ¿qué ocurriría si desobedecía las restricciones de su padre y terminaba viéndose en peligro?

Cogió el periódico y empezó a leer la noticia.—¡Ese hombre no era sacerdote, señor! —exclamó—. De hecho,

quizás ni siquiera fuera católico. Aquí dice que llevaba puesto un disfraz de clérigo para asistir al baile de máscaras del embajador francés. Encontraron una entrada para la mascarada en su bolsillo —levantó los ojos con una sonrisa—. Así que ya lo ve —concluyó—. Los asesinos cometieron un error.

El padre de Alexander soltó una carcajada desprovista de cualquier sombra de alegría.

—Si esos hombres tomaron al tipo en cuestión por un cura católico, poco importa que lo fuera o no —replicó parcamente—. La ciudad es un lugar peligroso. No sabes cuánto lamenté verte tan ansioso por visitarla el año pasado.

Alexander sintió el primer fogonazo de un arrebato de protesta.—Tan sólo estuve allí tres semanas, señor —estalló—, ¡y me alojé en

Westminster con mi amigo Charles Jervas! —su padre sabía perfectamente que Jervas era protestante y que los contactos que Alexander había tenido con católicos se habían limitado a las pocas familias acaudaladas que tenían casa en Westminster y en St. James. No se habían celebrado misas secretas en las buhardillas de ninguna cervecería. De hecho, ni siquiera se había hablado de religión en una sola

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ocasión— ¡La reina Ana es una Estuardo! ¡Usted mismo ha dicho en repetidas ocasiones que no tenemos nada que temer mientras ella ocupe el trono!

El semblante del caballero mantuvo su gravedad.—No creas que me sentí demasiado optimista mientras estuviste allí,

Alexander —dijo—. Me decepcionaría sobremanera saber que piensas regresar.

Sus padres se levantaron para proceder con las plegarias y Alexander no tuvo más remedio que unirse a ellos. Su padre sumió la habitación en la oscuridad, un viejo hábito con el que buscaba asegurarse de que no pudieran ser vistos. Mientras contemplaba la cabeza gacha y el silencioso movimiento de los labios del anciano señor, Alexander sintió una punzada de remordimiento. ¿No habían sido expulsados sus padres de su antiguo hogar como simples vagabundos, obligados a abandonar la ciudad donde habían vivido respetablemente? Y ahora él, despreciando el sufrimiento de sus progenitores, exigía regresar a ese lugar de tanta desdicha. Bajó la cabeza, avergonzado, e intentó sentir la piedad que sabía adecuada para la ocasión.

Una vez concluida la plegaria, preguntó a su padre si dejaría encendidas las velas de la planta baja para que pudiera sentarse a leer junto al fuego.

—Trasnochar te enfermará —fue la respuesta que recibió su demanda. Su padre esperó a que recogiera sus libros y subió tras él hasta su cuarto.

Alexander deseó buenas noches a sus padres y se encerró en su habitación, apostando una alfombra contra la rendija de la puerta para ocultar la luz de la vela. Su padre estaba en lo cierto: hacía un frío espantoso, pero tenía que terminar de escribir diez versos antes de que la noche tocara a su fin. Se cubrió con una manta los hombros y con otra las rodillas y se puso a trabajar. Escribió durante una hora, haciendo caso omiso del dolor de cabeza y garganta que había empezado a molestarle. No le fue difícil. Con el paso de los años, veía los síntomas de su enfermedad como viejos y conocidos enemigos que le apremiaban a mayores esfuerzos, recordándole que no tenía mucho tiempo por delante.

Alexander tenía catorce años cuando cayó enfermo. La enfermedad se precipitó sobre su memoria como una cortina, velando primero las semanas y luego los meses de dolor que siguieron en una nube de sofocante oscuridad. Aunque al principio los médicos no confiaban en que saliera adelante, poco a poco su estado empezó a mejorar y la recuperación le resultó más agónica aún que los días y noches en blanco sumido en un coma febril que le habían precedido. El recuerdo más vívido que conservaba de esa época era el de la mañana en que por fin pudo levantarse de la cama y acercarse a la ventana. Fuera, las primeras pinceladas del otoño empezaban a oxidar el paisaje y le embargó una profunda tristeza al descubrir que se había perdido un verano entero. Sus padres habían entrado en la habitación seguidos por el médico. Le sentaron en la cama y el médico le comunicó la noticia. Aunque había sobrevivido a ella, la enfermedad mermaría su crecimiento. Poco a poco iría encorvándosele la espalda hasta que llegaría el día en que no podría

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moverse. El médico no supo decir cuándo ocurriría… quizás al cumplir los treinta años, o quizás, con suerte, más adelante.

Y resultó que la suerte estuvo de su parte. A los veintitrés años, Alexander tenía la espalda encorvada, aunque bien es cierto que si la estiraba bien su malformación pasaba prácticamente desapercibida. A pesar de no ser alto, sí se tenía por un joven apuesto. Y era ingenioso y divertido. Cuando gozaba de buena salud sabía que podía resultar encantador.

Le vino de pronto a la cabeza una imagen de Teresa corriendo por el césped una tarde de verano mucho tiempo atrás. Él estaba ya totalmente recuperado de su enfermedad y volvía a ser el muchacho de antaño, y ella tendría quince o dieciséis años. El padre de Teresa todavía no había fallecido. Ella le había tomado de las manos y había empezado a contarle una historia sobre la escuela parisina en la que había estado interna. Estaba preciosa ese día, y seguía siéndolo. En cuanto sus poemas hicieran de él un hombre famoso, Alexander la reclamaría, y estaba convencido de que ella volvería a recibirle con los brazos abiertos. Pero volvió a mirar las páginas que tenía sobre la mesa. Todavía le faltaba mucho para tener un poema completo. Necesitaba un nuevo foco de inspiración, algo que despertara su talento en todas sus posibilidades. En el fondo de su corazón sabía que jamás lo encontraría en Binfield. Fuera como fuese, tenía que irse a Londres.

Dos días más tarde, el carruaje de sir Anthony le llevó a Whiteknights. En cuanto el coche se detuvo ante el viejo caserón, Alexander vio que era Martha Blount, y no Teresa, la que le aguardaba para recibirle. Al bajar del coche ella se le acercó, sonriente y sonrojada.

—Mi querida Martha —la saludó, tomándola de las manos—. Estás radiante.

—¡Alexander! —exclamó ella—. Sabíamos que venías hoy a vernos, ¡pero llegas muy temprano! Mi abuelo ha salido a ver a un arrendatario —se apartó un mechón de cabello de la frente, que al instante volvió a caerle sobre los ojos, y repitió el gesto con una risilla. Era un gesto que Alexander le había visto hacer desde que era niña.

Martha le llevó por el gran vestíbulo de la entrada hacia el saloncito de costura donde había estado trabajando. Cuando tomó asiento junto a ella, Alexander casi se alegró de que la mayor de las dos hermanas estuviera ausente. El saloncito de Martha estaba cubierto de finos hilillos de labor que habían pasado desapercibidos a los ojos de la joven. Teresa los habría recogido al instante. Decidió no preguntar por el paradero de Teresa y arruinar con ello la magia de ese momento de intimidad entre Martha y él.

—Un día frío para que sir Anthony haya decidido salir —apuntó. Sin embargo, no fue capaz de contenerse y, tras una breve pausa, preguntó—: ¿Tu hermana también ha salido?

El rostro de Martha se ensombreció durante un segundo antes de dar su respuesta.

—Está escribiendo cartas en su estudio y probablemente no se haya

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enterado de tu llegada —antes de que él pudiera volver a hablar, la menor de las Blount recuperó la luz del semblante y sonrió—. ¿Quieres que vayamos a buscarla? —preguntó, dejando la labor a un lado.

Cuando entraron al salón del primer piso encontraron a Teresa sentada a su mesa leyendo una carta. La pálida luz del sol bañaba su rostro, perfilando los delicados pliegues de su vestido de seda. Sobre la mesa había un jarroncito con unos narcisos y unas anémonas, que, según creyó adivinar Alexander, procedían del invernadero. La curva del brazo de Teresa descansaba junto a las flores y los oscuros rizos de sus cabellos se derramaban ondulantes sobre su rostro inclinado sobre las páginas.

—¡Teresa! —exclamó Martha—. Alexander está aquí. Mira… ha venido a vernos.

Teresa no se volvió de inmediato y su sonrisa resultó mucho menos cálida que la de Martha. Era una sonrisa traviesa y burlona. ¡Pero qué hermosa estaba!

—Aquí le tenemos, en efecto —dijo Teresa a modo de respuesta—. Has de saber, querido Alexander, que no es de recibo visitar a una dama antes de las once. Si tu deseo es convertirte en un hombre de ciudad deberías estar al corriente de esa clase de cosas.

Alexander recibió encantado la provocación que supo leer en sus palabras.

—No soporto la idea de estar a un corto paseo en coche de los ojos más luminosos de Inglaterra y no acercarme a ellos —fue su respuesta, devolviéndole la mirada con una sonrisa juguetona.

Teresa arqueó una ceja.—Alexander se está mostrando profundamente encantador esta

mañana, Patty —respondió, apartando de él la mirada y dirigiéndose a su hermana por su diminutivo.

—Mi misión es ser encantador con quienes encantan al mundo —replicó Alexander. Acompañó sus palabras con una ligera inclinación de cabeza, aunque de inmediato se maldijo por ello. Estaba hablando como un auténtico idiota. Lo cierto es que Teresa le estaba incomodando.

Martha les observaba atentamente mientras tenía lugar la conversación. Intuía que Teresa estaba nerviosa al ver de nuevo a su antiguo admirador; siempre se mostraba totalmente opuesta a como era en realidad cuando se sentía incómoda. Martha se sonrojó por ella y también al ver el semblante ansioso y entusiasmado de Alexander. Qué poco entendía aquel muchacho a su hermana.

Pero Teresa y él habían vuelto al combate.—Al expresarte con semejante galantería —dijo Teresa—, entiendo

que intentas imitar a Charles Jervas, ese amigo tuyo de Londres del que tanto te gusta fanfarronear. Siempre imitas los modales de los que te rodean.

Alexander no se dejó impresionar por sus palabras.—En ese caso, espero no dejar de imitar los tuyos —respondió—. Hay

en tu ingenio una chispa que lo hace a mis ojos tan precioso como el oro.Teresa desvió la mirada.—Mucho me temo que, como el oro, sea igual de escaso —fue su

respuesta—. Mi hermana y yo nos vamos mañana a Londres.

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Alexander fue consciente de que su rostro no lograba disimular la terrible punzada de decepción que le embargó al recibir la noticia. ¡No había esperado algo así!

Martha se apresuró a unirse a la conversación.—Íbamos a decírtelo esta mañana, Alexander —anunció—.

Viajaremos a la ciudad en compañía de nuestra madre para el inicio de la temporada y abriremos casa en King Street.

—¿No teme vuestro padre que podáis correr algún peligro? —preguntó Alexander, volviéndose a mirarla con expresión solícita.

—Por supuesto que no —intervino Teresa—. ¿Qué imaginas que podría ocurrir? ¡Un incendio y las siete plagas! Ya nadie tiene miedo de Londres, Alexander —aunque aquélla era esa especie de inocencia impulsiva que Teresa siempre mostraba, Alexander no sonrió.

—Alexander se refiere al reciente asesinato ocurrido en Shoreditch —dijo Martha, interrumpiendo a su hermana—. Bien es cierto que en su momento nos planteamos posponer el viaje, pero Shoreditch está muy lejos de St. James. Y, a pesar de la brutalidad de los hechos, lo ocurrido nada puede tener que ver con nuestro propio círculo.

Teresa sacudió la cabeza ante la seriedad del giro que había dado la conversación y procedió a recoger sus cartas, al tiempo que sugería que salieran a dar un paseo.

El día había amanecido frío, pero las dos muchachas iban bien abrigadas con manguitos y cuellos de piel y se protegieron del viento tras los altos setos de tejo que rodeaban los parterres de césped. Alexander y Teresa iban delante. Cuando llevaban ya unos minutos de paseo, Alexander sonrió y dijo:

—Estoy convencido de que si fuera un hombre apuesto podría hacerte mucho bien, Teresa.

Teresa se rió y Martha supo al oírla que su hermana volvía a estar de buen humor.

—Si fueras un tipo apuesto —respondió Teresa con una sonrisa burlona—, te decoraría como lo he hecho con el resto de mis admiradores. Deberías agradecer la seguridad de la que disfrutas a la peculiaridad de la que tanto te lamentas. En cualquier caso, estás a salvo, y yo debo buscar en otro lugar a alguien de quien alimentarme.

Martha se preguntó si Alexander pretendía realmente dar a su respuesta la seriedad con la que ésta llegó en efecto a oídos de ambas.

—Cuidado, señora —le dijo a Teresa—. El hombre apuesto que la adore durante unos meses la ignorará durante muchos años. El sirviente obsequioso vuelve altanero al señor.

Teresa guardó unos segundos de silencio, ponderando, o al menos así lo sospechó Martha, los placeres que prometía estar casada con un señor, en caso de que éste fuera tan altanero como lo había invocado Alexander. Sin embargo, se limitó a responder:

—Me alegra sobremanera, Alexander, que tengas que escribirnos mientras estemos en la ciudad. Tienes un modo de expresarte que puede llegar a resultar en extremo interesante.

Antes de dar réplica a sus palabras, Alexander se volvió hacia Martha con una irónica sonrisa de disculpa ante su exceso de galantería.

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—Debo confesarte, Teresa —dijo por fin—, que cuando pienso en cuan a menudo y cuan abiertamente te he declarado mi amor, me ofende un poco que no hayas terminado por prohibirme tajantemente que siga escribiéndote.

Todos sonrieron al oír el comentario, coincidiendo en que había en él una buena dosis de razón.

Cuando accedieron al jardín delantero se encontraron con sir Anthony, que había vuelto de visitar a sus arrendatarios. El señor Blount saludó a Alexander y lo condujo a la biblioteca, dejando solas a las dos jóvenes durante la media hora que faltaba aún para el almuerzo.

—Hoy has sido con Alexander más severa de lo habitual, Teresa —dijo Martha en cuanto se quedaron solas.

—Pero si siempre lo soy —fue la respuesta de Teresa—. Así lo espera él, y estoy convencida de que le resultaría extraño que fuera de otro modo —apartó la mirada al hablar, fingiéndose ocupada en la labor de recolocarse la manga del vestido para evitar los ojos de su hermana.

—Siempre tengo la sensación de que Alexander se mostrará temeroso de ti… y, sin embargo, tu severidad no hace sino aumentar el afecto que te expresa —añadió Martha.

—La mayoría de los hombres sienten especial inclinación por las mujeres a las que temen —respondió Teresa evasivamente—. Es una de las paradojas del sexo. Al rechazarle como lo hago, me estoy preparando para los caballeros que conoceré en Londres.

Martha percibió cierta sombra de inseguridad en la voz de Teresa y la tomó de la mano.

—¿Te preocupa acaso nuestra llegada a la ciudad? —preguntó—. Creía que estabas entusiasmada por ir.

Teresa se adelantó apresuradamente a abrir la puerta del salón al tiempo que decía con una risilla:

—Bueno, me siento a la vez entusiasmada y preocupada… tal y como le ocurre a Alexander conmigo.

El sol se había retirado ya de la estancia, pero las velas todavía no estaban prendidas. Aunque eran sólo las dos, al otro lado de los ventanales los jardines dormían sumidos en las sombras. Tomaron asiento en el sofá donde Martha había dejado su labor y Teresa se inclinó para apartarla a un lado. Martha aprovechó la oportunidad para volver a tomar la mano de su hermana, y esta vez Teresa no la retiró. Martha esperaba que Teresa hablara más sobre Alexander.

Sin embargo, antes de que pudiera formularle una sola pregunta, Teresa rompió a hablar con voz grave y agitada.

—¿Y si la gente me encuentra pueblerina? —preguntó—. Me rodearé de los amigos de Arabella, a los que quizás mi compañía resulte poco elegante. Aquí todo el mundo me encuentra hermosa… pero me avergonzaría sobremanera no resultar atractiva en la ciudad.

Martha miró el rostro de su hermana, extremadamente vulnerable en la melancólica penumbra. ¡Así que era eso lo que la preocupaba! No Alexander, sino su prima, Arabella Fermor.

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—La gente te encontrará más encantadora cuanto más natural te muestres —respondió Martha.

—No la gente a la que me refiero —insistió Teresa, elevando abruptamente la voz—. Cuando los caballeros van a la ciudad, lo que desean es evitar la naturaleza, no rendirse a sus encantos. La simplicidad suscita un profundo recelo, y la sinceridad, un claro aborrecimiento.

Martha se rió ante semejante declaración. No era de extrañar que Alexander disfrutara con el ágil ingenio de su hermana; ésa era una parte de su carácter que ella no veía a menudo.

—Oh, Teresa, vas a tener muchísimos admiradores —respondió—. Apuesto a que tantos como Arabella —estaba sorprendida ante el descubrimiento que Teresa acababa de hacerle: las palabras de la mayor de las Blount dejaban entrever que se había estado escribiendo con Arabella. Siempre que las había visto juntas en el pasado era más que evidente que el afecto no había figurado en las interacciones de las dos primas. Al contrario, parecían inmersas en una silenciosa competición, intentando demostrar cuál de las dos era poseedora de mayor ingenio y belleza… y si Arabella se ofrecía ahora a acompañar a Teresa por la ciudad, debía sin duda de sentirse segura de su victoria en ambos terrenos. Fueron interrumpidas por una criada que entró al salón para encender las velas. El fuego de la chimenea, desolado minutos antes, volvió a chisporrotear alegremente.

—¿Así que Bell te ha estado escribiendo? —preguntó Martha cuando la criada las dejó de nuevo solas.

—Últimamente no —respondió Teresa tras una breve pausa—. Pero le dije que íbamos a la ciudad, de modo que espero pasar buena parte de mi tiempo con ella —Martha guardó silencio, conocedora como era de cuánto anhelaba Teresa disfrutar de una elegante compañera. Sería una crueldad ensombrecer las esperanzas de su hermana expresando el escepticismo que provocaba en ella su amistad con Arabella.

También Teresa, profundamente ensimismada, guardó silencio. Cuando esa mañana Alexander había entrado en su habitación, había sentido un estremecimiento que había reprimido de inmediato en un intento por no mostrar lo encantada que estaba de verle. Quería pensar en Alexander simplemente como en un amigo del pasado; demostrarle que las cosas habían cambiado. Estaba firmemente decidida a encontrar un espléndido partido en Londres. Pero ¡qué divertido había resultado Alexander cuando eran más jóvenes! Sus bromas, sus cartas, sus divertidas galanterías… todo tan encantador. Ojalá él tuviera más éxito, reflexionó. Era católico y también un caballero, y su abuelo, al menos, estaba convencido de que el talento del joven como poeta era considerable. Quizás llegara el día en que su cortejo fuera de un valor incalculable. Pero Teresa apartó la idea de su cabeza. Un hombre tan peculiar, sujeto a jaquecas y al malhumor, escribiendo sus poemas y hablando de Virgilio, sin una fortuna que le avalara. Entonces, ¿por qué sentía ese vuelco en el corazón cada vez que le veía?

Las cavilaciones de las jóvenes se vieron interrumpidas cuando las

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llamaron a almorzar. En cuanto estuvieron sentados a la mesa, sir Anthony propuso un brindis por su joven invitado.

—Felicidades por la publicación de tus versos, Alexander —dijo—. Y también por haber salido de la mano del gran Jacob Tonson, el mejor editor de Londres.

Alexander respondió con una inclinación de cabeza y dio las gracias a su anfitrión.

—Muy pronto publicarán otro poema mío —dijo—. Se trata de un amigo del colegio que ha entrado en el mundo de la edición. Lo he titulado Ensayo sobre la crítica.

Sir Anthony hizo una pausa y le miró.—Entonces no te lo publica Tonson —dijo.—El poema se sale un poco de lo común —se apresuró a responder

Alexander—. Temí que a Tonson no le gustara.Su anfitrión frunció el ceño.—Me pregunto si has pensado seriamente en dedicarte de manera

profesional a la poesía —dijo—. La mayoría de los poetas son tipos pobres y tristes que se dedican a merodear en la corte con la esperanza de recibir una pensión. No me gustaría verte convertido en uno de ellos.

Alexander sospechaba que sir Anthony había esperado contar con la presencia de Teresa para dar voz a sus comentarios y fue preso de un arrebato de timidez. Teresa le miró con una sonrisa burlona. No sin cierto esfuerzo, Alexander al hablar intentó fingir un aire despreocupado que no sentía.

—El principal problema de los poetas —dijo— es que son muy pocos los que escriben algún poema cuya lectura merezca la pena. Hay hombres con una mente perfectamente sólida que al escribir sus cartas se expresan en una prosa no sólo elocuente, sino contundente y alegre, pero que se convierten en afectados idiotas cuando emplean el verso. Sus poemas, o bien contrapuntean en ampulosos epítetos las alegrías de la primavera, o babean ante un simple atisbo del busto de una dama con un vestido de ajustado encaje. El verso hace de todos ellos un simple eunuco o un proxeneta.

—¿Te refieres acaso al éxito alcanzado por Thomas D'Urfey con su poema «Pagado por mirón»? —preguntó Teresa con tono casual—. Fue de lo más sorprendente. Aunque apostaría a que, a pesar de todo lo que has llegado a arengar contra él, Alexander, tienes desgastados los bordes de las páginas de tu ejemplar.

Alexander se iluminó al oír el comentario burlón de Teresa.—Tengo las mismas posibilidades de leer los versos de ese hombre

como de escribir como él —fue su respuesta—. Los versos de D'Urfey manan de él como una sucesión de escandalosas ventosidades —continuó—. Divertidos pero excesivamente desagradables.

Todos rieron el comentario y Alexander miró a Teresa con aire desaprobatorio, encantado con el éxito de su jocoso apunte. Añadió con renovada confianza:

—De todos modos, Jacob Tonson no necesita mi ayuda para hacer su fortuna. Ha ganado miles de libras desde que se hizo con los derechos de El paraíso perdido.

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—Debo admitir que no he sido capaz de leer ese libro —dijo sir Anthony—. Aunque sé que no está bien reconocerlo —añadió.

Martha recibió encantada una mirada cómplice de Alexander. A menudo habían hablado de El paraíso perdido. Era el poema más admirado por ambos.

—No puedo sino estar del todo de acuerdo con la opinión que le merece Grub Street, señor —le decía Alexander a sir Anthony—, pero Tonson y los editores de su calibre son mi mayor esperanza para hacer fortuna.

—Pero sin duda heredarás la casa que tus padres tienen en Binfield —respondió su anfitrión.

—Por supuesto —se apresuró a decir Alexander. Su padre había legado la casa a dos primos protestantes que la heredarían en nombre de Alexander. Eso debía de ser lo que sir Anthony estaba deseando oír; sin duda estaba al corriente de que Alexander no podía heredar nada directamente.

En ese preciso instante, Teresa se levantó para abandonar la mesa. Martha la imitó, aunque se volvió a mirar atrás con aire pesaroso al salir de la estancia; la conversación de los hombres había despertado su interés.

En cuanto se cercioró de que las dos jóvenes se habían ido, Alexander se volvió hacia sir Anthony y dijo:

—Al fin y al cabo, la situación de sus nietas no difiere mucho de la mía. ¡Estamos inmersos en un marasmo de especulaciones terriblemente arriesgadas! Las señoritas Blount confían en que su belleza y buena cuna les bastará para encontrar un par de maridos ricos… y yo no hago más que apostar mi talento como poeta en un mercado abierto. No es de extrañar que tanto ellas como yo anhelemos irnos a Londres, donde la especulación en el mercado de valores está de última moda.

Englefield pareció deliberar antes de dar su respuesta.—Te hablaré con toda sinceridad, Alexander —dijo—. Las muchachas

no tardarán en verse inmersas en una situación incómoda. Cuando el año pasado su hermano Michael heredó Mapledurham, la propiedad le llegó cargada con una deuda mucho mayor de lo que habíamos imaginado. Mucho me temo que cuando Michael se case no será capaz de mantener a las chicas ni a su madre. Yo ya se lo he dicho, naturalmente. No deben sentir que las enviamos a Londres para venderlas al mejor postor.

En cualquier otro momento Alexander quizás habría manifestado que nada habría hecho más feliz a la mayor de las señoritas Blount que saber que iban a venderla a un marido rico. Aun así, decidió contenerse y ponderar más a fondo las implicaciones que conllevaba la noticia. Sir Anthony debía saber que las perspectivas que pudieran albergar las jóvenes estaban condenadas al fracaso.

—No creo que Blount deje a las muchachas sin dote, ni a su madre sin una pensión adecuada —dijo.

—El gasto que requiere el mantenimiento de Mapledurham es enorme —respondió sir Anthony—. Como bien sabes, todos nosotros

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seguimos pagando impuestos por partida doble. Mapledurham exigirá prácticamente la totalidad de los ingresos de Michael.

Alexander sintió que una oleada de rabia se abría paso en su interior.—Pero todo hombre tiene siempre la posibilidad de poder obrar

correctamente —insistió.—Puede que no sea así en este caso —dijo sir Anthony—. Hoy en día,

un católico que se ve obligado a renunciar a sus tierras está en una situación realmente desesperada. No, la propiedad debe mantenerse a cualquier precio.

—Pero las señoritas Blount han sido educadas con hábitos costosos y extravagantes expectativas —protestó Alexander—. Han estudiado en París y han vivido en la mejor sociedad. Viajan a Londres confiadas en que conocerán el éxito con los primeros hombres del país. No es justo permitir que entren al mundo imbuidas de tan errónea creencia. Hay que hacer cualquier sacrificio para que eso no ocurra…

—Por eso precisamente espero que se casen pronto, Alexander. Sin duda es espantoso tener que hablar así, y jamás osaría compartir esta información con nadie más, pero confío en verlas vinculadas a personas de fortuna antes de que se descubra el alcance de sus circunstancias. Te hablo como hombre de mundo.

La respuesta de Alexander a sir Anthony fue fría.—Como hombre de mundo, señor —dijo—, sé que no hay un solo

barón con vida que desee desposar a una joven que carezca de dote, aunque estuviera más enamorado de ella que el mismísimo Romeo.

Cuando, al final del día, Alexander se despidió de las Blount, Martha se volvió hacia él con una expresión esperanzada en el rostro.

—Quizás podrías venir a visitarnos a la ciudad, Alexander —dijo.Alexander sintió por ella una oleada de simpatía y afecto, pero

respondió intentando mostrarse reservado, consciente como era de la atenta mirada de Teresa.

—No confío demasiado en que eso vaya a ser posible —dijo—. Mis obligaciones aquí, en el campo…

—Pamplinas, Alexander —le interrumpió Teresa—. La única obligación que alguien puede tener con el campo es la de abandonarlo en cuanto le sea posible. Nos has dicho que tu amigo John Caryll insiste una y otra vez en enviarte su coche para que vayas a verle. Son apenas cuarenta y cinco kilómetros los que te separan de la ciudad.

Alexander hubiera deseado no sentirse tan encantado como lo estaba con semejante muestra de despreocupado apremio por parte de Teresa, pero no pudo hacer nada por evitarlo. Saludó el comentario con una leve inclinación de cabeza, a la espera de más.

Pero fue Martha la que añadió:—Creo sinceramente que el señor Caryll se muestra muy cortés

contigo, Alexander, y que tiene a tu familia en gran estima. El aprecio de un hombre como él es de un inmenso valor.

John Caryll era, junto con sir Anthony, un terrateniente católico cuya propiedad, Ladyholt, estaba situada a escasa distancia de la casa familiar

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de Alexander en Binfield. Aun así, poco significaba esa tarde para Alexander el buen concepto que Caryll pudiera tener de él.

Intentó, sin embargo, expresarse con tono despreocupado.—Cierto es que no hay mejores lupas en el mundo que los ojos del

hombre cuando los fija en su propia persona —dijo—. Sin embargo, incluso desde ellos, no veo a ese gran Alexander con el que el señor Caryll se muestra tan cortés, sino al pequeño Alexander del que todas las mujeres se ríen.

Martha le dio un pequeño apretón en el brazo al tiempo que se despedía de él con un beso. Le habría gustado hacerle sonreír, y lamentó oír decir a Teresa:

—Ya veo que hoy has decidido adoptar tu papel de perro apaleado. Espero que eso haya cambiado cuando volvamos a verte. Desde luego, no soportaría tener que bailar con un Gran Danés sumido en un arrebato de melancolía.

Alexander irguió la espalda y subió al carruaje de sir Anthony.Durante el camino de regreso a casa reflexionó sobre la situación

que esperaba a las muchachas en la ciudad. A pesar de la fingida sofisticación de Teresa y del buen juicio de Martha, sabía que las dos muchachas jamás habían vivido en el mundo. La sociedad londinense no estaba dispuesta a apostar un solo penique por un par de bonitas y educadas jovencitas sin expectativas. El mundo elegante era ya un lugar bastante precario para las hijas de las grandes fortunas, que se convertían en presas de los designios de jóvenes y desalmados aventureros. Pero para mujeres encantadoras sin fortuna que se mezclaban con hombres criados en el convencimiento de estar en pleno derecho de obtener cualquier gratificación imaginable, el peligro sería sin duda harto más considerable.

Aunque había desestimado los temores que Londres provocaba en su padre, Alexander se estremeció al pensar en el invitado del baile de máscaras del embajador que había acudido al evento dispuesto a disfrutar de una noche de alegre placer: asesinado por hombres que creían haber asesinado a un cura. Un inocente espectador; quizás se hubiera cruzado con sus asaltantes en la oscuridad de la noche sin sentir la menor sombra de sospecha. ¿Habría sido consciente de lo que le estaba ocurriendo mientras el cuchillo se le hundía en el cuello? Aunque ¿había sido realmente la víctima casual de un crimen anticatólico o, por el contrario, había sido un hombre con un secreto?

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Capítulo 2

Vio, deseó y al premio aspiró

A su llegada, Alexander encontró la casa a oscuras, salvo por una vela que seguía prendida en la cocina, donde le habían dejado un plato de pan con queso. Se calentó sentándose junto al horno. El reloj dio las once y el joven escuchó con atención mientras las campanadas reverberaban en el hueco silencio de la casa vacía. Había esperado encontrar a su madre aguardándole, pero al parecer no había nadie despierto. La incierta llama de la vela dibujaba largas sombras en las paredes que se cernían sobre él como los grotescos dedos de una mano. Le vinieron a la memoria las noches vividas hacia el término de su enfermedad, cuando había permanecido acostado y despierto en el silencio de la casa, atrapado entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

Sin embargo, en cuanto estuvo en su pequeña habitación la vela ardió con firmeza, iluminando las conocidas formas de su cama, los libros y la chimenea. Se desvistió y se sentó envuelto en su camisón junto al débil fuego que ardía aún en la chimenea. A fin de cuentas, no se habían olvidado de él. No pasó mucho tiempo hasta que llevó la vela al escritorio y empezó a repasar los versos del poema que estaba escribiendo. Siguió sentado durante unos minutos, dándole vueltas a un pareado, tachando una palabra aquí, cambiando una rima allá y volviéndola a cambiar. Pero al cabo apartó el papel de su vista.

No podía quedarse allí. La casa y las viejas costumbres de sus padres, la sofocante rutina de su religión, incluso el propio campo, con aquel frío y la humedad calándole los huesos… poco a poco, aunque indefectiblemente, todo ello terminaría por matarle. Durante las semanas que el año anterior había pasado en Londres, se había sentido imbuido de más energía de la que imaginaba que su cuerpo era capaz de soportar. Sin embargo, al volver a casa, y con el paso de los meses, había empezado a sentirse cada vez más débil.

Aunque apenas lo había reconocido hasta entonces, era Whiteknights lo que le había mantenido allí: el placer de ver a Teresa y la esperanza de recuperar la vieja y feliz intimidad que ambos habían compartido durante la infancia. Pero ¿durante cuánto tiempo persistiría el placer a la vista de la nueva resistencia de Teresa? Y muy pronto ella se habría marchado, y Martha se iría con ella. Martha: tan paciente, y dotada de esa penetrante capacidad de comprensión. Le vino a la cabeza la imagen de sus padres y les vio renunciando a sus propias comodidades por su propio bien; año tras año sucumbiendo a las exigencias de su delicada salud. Aunque la idea le conmovió y las lágrimas no tardaron en velarle los ojos, sabía que no podían hacer nada más por él… y no creía equivocarse al creer que

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incluso ellos habían empezado a darse cuenta de ello.No importaba que fuera católico. No importaba que fuera un tullido.

Ni el temor ni la duda debían detenerle. Iría a Londres y buscaría allí su fortuna.

Cogió una hoja de papel en blanco y escribió a John Caryll, pidiéndole que le enviara su coche para poder viajar en él a la ciudad. Selló la carta y, volviendo a coger la pluma, empezó a escribir una segunda misiva dirigida a Charles Jervas, preguntándole si podía alojarse en la casa que éste tenía en la capital. Aunque le dijo a Jervas que la visita se alargaría unas tres semanas, en el fondo de su corazón sabía que la prolongaría mucho más tiempo.

Al día siguiente, no osó comunicar a sus padres lo que había hecho. Decidió esperar a que los preparativos estuvieran confirmados.

No tuvo que esperar mucho. Caryll se mostró encantado al recibir la carta y le escribió diciéndole que se marcharían en cuanto los caminos estuvieran secos. Y Jervas le apremió a reunirse con él en cuanto pudiera y a alojarse en su casa todo el tiempo que quisiera. Por fin, Alexander reunió el valor necesario para hacer partícipe de sus planes a su padre.

El señor Pope estaba sentado junto al fuego cuando Alexander le comunicó la noticia y, para asombro de éste, no se mostró enfadado. Cuando se volvió a mirarle, lo hizo con el rostro desolado por la tristeza.

—Mi querido muchacho —dijo—. ¿Cómo podría retenerte? Tienes razón. Sé que la tienes. Eres el hijo de un comerciante, de un católico. Aun así, vas a alojarte en la ciudad en casa de un hombre que no sólo es artista, sino que además es protestante. Sin duda, Londres debe de haber cambiado ostensiblemente, y mucho me temo que si volviera a la ciudad seguramente no la reconocería. El tuyo es un mundo del que jamás podré ser parte. Ve a la ciudad con John Caryll. Escribe tus poemas. Sé bien que sueñas con la fama y rezo para que la encuentres en tu camino y para que nada te ocurra.

Las palabras de su padre afectaron mucho más a Alexander que lo que podrían haberlo hecho su ira y su resentimiento. Profundamente conmovido, pensó por un instante en quedarse a salvo en Binfield con la gente a la que tanto amaba, pero sabía que tenía que seguir adelante con su vida. Para bien o para mal, su futuro le aguardaba en Londres; era allí donde debía poner a prueba su talento. Deseaba sentir en sus propias carnes el júbilo del éxito. Por fin había llegado la hora de enfrentarse a la aterradora posibilidad del fracaso.

Cuando Caryll llegó a recogerle varios días más tarde, Alexander estaba ansioso por partir. Caryll le estrechó la mano afectuosamente y le rodeó los hombros con el brazo, envolviéndole en un abrazo sentido y paternal.

—Hacen bien en dejarle marchar, señora, señor —dijo con una confidencial inclinación de cabeza, dirigiéndose a los padres de Alexander. En ese momento Alexander se acordó de que Caryll debía de tener aproximadamente la edad de su padre—. Aunque quién elegiría estar en Londres pudiendo estar aquí, ¿eh? Volverán a verle en menos

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que canta un gallo —Alexander se deshizo del abrazo protector de Caryll. Hasta entonces, era poco lo que había pensado en su mecenas, salvo como el medio por el que llegar a Londres, y le sorprendió caer en la cuenta de que Caryll era poseedor de una personalidad mucho más enérgica de lo que recordaba. Sabía que Caryll tenía reputación de ser políticamente experto. Muchos años atrás, su tío había sido acusado de traidor jacobita en un complot contra la corona y era él quien había salvado a la familia de perderlo todo.

—¿Ha leído usted la noticia sobre el sacerdote asesinado en Shoreditch, señor Caryll? —le preguntó el padre de Alexander.

Caryll pareció sombrío.—Los peligros de la ciudad no han desaparecido todavía, señor —

respondió.Alexander levantó abruptamente la mirada. De pronto le asaltó la

idea de que su mecenas sabía más sobre aquel asesinato de lo que había dejado entrever. Sin embargo, el rostro de Caryll nada reveló.

Cuando por fin las despedidas tocaron a su fin y Caryll y Alexander se alejaban con destino a la ciudad, Alexander se sintió embargado por un sentimiento de excitación. El paisaje se abría ante sus ojos luminosamente helado bajo el sol naciente: la blanca escarcha y las sombras violáceas se arropaban entre la nieve, que a su vez formaba pequeños huecos como vellones. El pequeño intervalo de clima seco había vuelto el camino suave y duro. El vapor del rocío se elevaba del suelo, espoleado por el calor de la mañana, caracoleando entre las patas de las frías ovejas, vueltas lúgubremente hacia la palidez mortecina del sol. Pasaron alegremente junto a un bosquecillo de robles y el sonido de las ruedas sobresaltó a un par de ciervos, que se alejaron a la carrera a campo abierto, dibujando un plateado sendero en la escarcha con sus calientes pezuñas. Lejos, lejos en la distancia, Alexander divisó las espiras de Londres, cuyos flancos resplandecían bajo los reflejos del primer sol de la mañana.

—Y dime, Alexander, ¿cómo estás? —preguntó Caryll—. Imagino que ansioso por llegar a la ciudad. Ha pasado mucho tiempo desde tu última visita. No hay prisa por volver a casa. No creo que tus padres vayan a echarte mucho de menos —y le propinó a Alexander un cariñoso golpe, más propio de un amigo que de un padre.

Alexander se preguntó por qué Caryll había hablado de forma tan distinta a sus padres sobre su estancia en Londres. No era tarea fácil adivinar cuándo estaba siendo realmente sincero el señor Caryll. Sin embargo, y dado lo deseoso que estaba de mantener su favor, dijo:

—A mi padre le preocupaba esta visita, pero usted ha calmado sus temores con gran habilidad.

Contrariamente a lo que habría cabido esperar, la respuesta de Caryll fue fría.

—No debes olvidar las cosas que tu padre y yo vimos en Londres, Alexander —dijo—. Tu generación no presenció las ejecuciones que tuvieron lugar tras el asesinato de sir Edmund Berry Godfrey. Vi con mis propios ojos cómo desgarraban en cuatro a hombres con los que me crié mientras todavía había aliento en sus cuerpos. Los protestantes no

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tuvieron el menor escrúpulo a la hora de enviar a cincuenta hombres al patíbulo, simplemente por decir que el primogénito del rey tenía pleno derecho a reclamar el trono.

Alexander se sonrojó.—Temo que me considere usted un impertinente, señor. Vi en una

ocasión arder en llamas a un papa y jamás lo olvidaré. Lamento su reprimenda.

La escena, que desde hacía tiempo había arrinconado en las profundidades de la memoria, se hizo de pronto presente. Todo había ocurrido antes de que su familia huyera de Londres. Alexander había ido en compañía de su padre al barrio portuario a ver unas telas recién importadas que el señor Pope quería comprar para la tienda. De regreso a casa se encontraron con una calle totalmente bloqueada por una multitud de hombres y mujeres que se empujaban y zarandeaban. Sin saber muy bien cómo, y en cuestión de segundos, Alexander y su padre se vieron de pronto inmersos en la muchedumbre, barridos por la estridente marea humana cuyo impulso sobrepasaba con mucho la frágil corpulencia de su padre.

El señor Pope había sentado a su pequeño sobre sus hombros. Desde allí, Alexander vio a un grupo de personas extrañamente disfrazadas al frente de la manada a las que en un primer momento tomó por un grupo de frailes, monjes y curas que le resultaban familiares por haberlos visto a menudo en las imágenes de los libros de su propia religión. Pero entonces vio que llevaban en la mano bocks de cerveza y que se fundían unos con otros en lujuriosos abrazos, riéndose y gritando con crueldad. El padre de Alexander intentó por todos los medios desembarazarse de la multitud, pero tropezó y se rindió al tirón de la muchedumbre, que les empujó hacia un pequeño parque comunal donde la gente cantaba y bailaba alrededor de una hoguera de lacerantes llamas. Una banda de músicos tocaba sus gigas y los bailarines se retorcían en una nube de ebrio y salvaje desenfreno.

Entonces Alexander vio un espectáculo absolutamente asombroso. Delante de él estaba el Papa.

El hombre estaba sentado en una silla y llevaba una sotana escarlata y una triple corona, igual que en los cuadros. A su lado, de pie, había una figura que Alexander no reconoció y que supuso debía de ser un rey. Se preguntó si se trataría del rey de Inglaterra o de Francia. Un tercer hombre subió al escenario, vestido de negro y con dos cuernos y un largo rabo negro que le colgaba de la cintura. Alexander contuvo el aliento. Era el Demonio. La muchedumbre estalló en vítores de entusiasmo.

Alexander siguió sentado inmóvil sobre los hombros de su padre, cautivado por la luz del fuego y los jubilosos rostros de la gente. De pronto, dos hombres se abrieron paso hasta el escenario cargando sacos que botaban de un lado a otro a su paso. La muchedumbre aulló y chilló, encantada —«Minino, minino», gritaban—, y Alexander cayó entonces en la cuenta de que los sacos estaban llenos de gatos vivos. Los hombres desgarraron el pecho del Papa y del rey para meter a los animales dentro, puesto que las figuras estaban hechas de tela. Alexander apartó la mirada, horrorizado. ¿Acaso iban a quemar a los gatos? Asesinados a

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sangre fría. Incapaz de contenerse, se volvió a mirar y vio al Demonio que empujaba a las llamas a los maniquíes, que no dejaban de agitarse.

—¡No queremos papas en Inglaterra! —gritó el Demonio, y desde la muchedumbre se elevó un nuevo vítor. Los ligeros papeles y telas de los que estaban hechos el rey y el Papa prendieron y Alexander oyó el sonido de los angustiados y agudos chillidos que parecían proceder de las mismísimas bocas de los dos hombres de tela en cuanto los gatos sintieron el espantoso calor de las llamas a su alrededor.

—Tampoco queremos católicos —siguió gritando la multitud—. ¡Aprobemos de una vez la Ley de las Diez Millas! —el padre de Alexander retrocedió tambaleándose, bajando a su hijo de sus hombros y abrazándolo con fuerza. Se había puesto pálido.

—Dios mío —jadeó, al tiempo que lograba salir de la multitud—. Aquí no estamos seguros. Creo que jamás volveremos a estarlo.

Aunque su padre nunca había vuelto a mencionar lo que habían visto ese día, unas semanas más tarde un terrible estruendo y la airada voz del señor Pope habían despertado a Alexander en mitad de la noche. Su madre había acudido a tranquilizarle y le había dicho que unos ladrones habían intentado entrar a la tienda y que su padre había logrado ahuyentarlos. Pero por la mañana el padre de Alexander se había quedado mirando helado las ventanas por donde habían entrado los ladrones y el mugriento estiércol que alguien había esparcido por el suelo de la tienda. Había unas palabras escritas en la pared: «No queremos papas», leyó Alexander. Los Pope abandonaron la casa en la que Alexander había pasado su infancia y su padre jamás regresó a la ciudad.

Resultaba difícil imaginar cómo habría sido su vida si su familia no se hubiera trasladado al campo. De no haber vivido en Binfield, jamás habría conocido a sir Anthony, y tampoco a Teresa. Qué extraño que ambos volvieran ahora a Londres, igualmente colmados —igualmente, como siempre— de esperanza y ambición. Aunque de suertes muy distintas. Alexander esperaba alcanzar la gloria. Ella anhelaba poder formar parte del distinguido círculo de su prima Arabella, que había sido descrita como la mayor belleza de su edad. Qué frase tan extravagante, pensó Alexander. Y qué poco probable. Aun así, sentía curiosidad por verla.

Vio de pronto que habían llegado a las afueras de la ciudad. Pasaron por delante de un huerto abandonado y dejaron también atrás un matadero en el que un grupo de niños rebuscaba en el patio restos de asaduras para tirárselas a los transeúntes. El camino estaba bordeado de profundas zanjas que ocultaban de las miradas un panorama poco agradable: salteadores y vagabundos, quizás incluso cadáveres, según especuló Alexander. A la vista de los dos viajeros apareció una taberna en la que un nutrido grupo de gente esperaba bajo el azote del frío para subir a un coche.

Alexander se esforzó por volver a hablar a Caryll.—Cuánto me alegra no estar entre ellos —dijo— Es usted muy

amable permitiéndome ocupar un asiento en su carruaje.—Serás siempre bienvenido, Alexander —fue la respuesta de Caryll

—. Me alegra sobremanera que no subas a ese coche, pues no tardarías en hallarte muy lejos de tu lugar de destino. Se dirige a Liverpool.

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—¡A Liverpool! —exclamó Alexander, asombrado—. Pero si eso está condenadamente lejos —añadió—. Tardarán varios días en llegar.

—Y es sólo el principio. Seguramente algunos viajarán desde allí en barco a África y al Nuevo Mundo.

—Hay quien dice que no tardarán en amasarse grandes fortunas con la venta de esclavos, aunque yo no participaría de eso por nada del mundo —dijo Alexander—. Me horroriza la idea de pasar tantos meses en un barco minúsculo y abarrotado de gente, constantemente enfermo y sin saber a ciencia cierta cuándo volvería a ver mi casa. No entiendo cómo hay quien puede ser capaz de algo semejante.

Caryll se rió.—Pues si tan espantoso es para los hombres, ¡imagina lo que debe de

ser para los esclavos! Estás mejor en Londres, Alexander. Me alegra haberte traído conmigo.

Justo en el momento en que Caryll terminó de hablar, dos tipos que estaban de pie juntos en el patio de un establo cercano llamaron la atención de Alexander. Uno de ellos tenía un aspecto descuidado: llevaba una barba de cinco días, vestía una vieja capa y calzaba unas botas cubiertas de barro. Sin embargo, el otro era a todas luces un caballero: alto al lado de su compañero, sujetaba las riendas de un caballo castaño. El caballo, de una belleza comparable a la de su jinete, alzó alerta la mirada cuando oyó acercarse el carruaje de Alexander, agitando una pezuña con un movimiento rápido y autoritario.

Alexander estudió con interés el atuendo del caballero. Llevaba las botas perfectamente lustradas y, por su corte, reconoció en seguida que era un calzado de última moda: le cubrían hasta media pantorrilla y terminaban en una elegante vuelta de la más fina piel. Alexander supuso que acababa de llegar de Londres. Iba demasiado elegante para venir del campo. El abrigo del hombre se adaptaba perfectamente a su figura, con una abertura para la espada y unos largos y hondos bolsillos que prácticamente le llegaban al dobladillo de la prenda. Fue entonces cuando, sin ocultar su preocupación, Alexander tomó conciencia de que el corte de la chaqueta y de los bolsillos de Caryll y de él respondía a un estilo que se alejaba mucho de la moda imperante.

Siguió observando al caballero con la esperanza de recordar todos los detalles de su atuendo hasta que los dos hombres desaparecieron de su vista. El abrigo tenía un cuello de piel densa y exuberante y, mientras Alexander seguía observando, el caballero se quitó un guante y levantó la mano para acariciar la piel que le cubría el cuello. Fue un gesto controlado aunque autoritario, como si estuviera tocando la piel de un animal que deseara dominar. Al verle, Alexander le imaginó acariciando el lustroso cuello de su caballo, mostrando así que el animal le pertenecía y que sabía muy bien cómo hacerle obedecer.

Siguieron adelante. Alexander decidió que le había gustado el modo en que el hombre había acariciado el cuello de su abrigo. Se imaginó durante un instante: rico y seguro de sí mismo, haciendo lo mismo delante de Teresa, aunque probablemente ella se reiría de él al verle actuar así.

Caryll interrumpió sus cavilaciones.

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—Creo que como mucho nos queda una hora de camino.—¿Dónde se aloja, señor? —preguntó Alexander, despertando de su

ensimismamiento.—En casa de lord Petre, en Arlington Street —fue la respuesta de

Caryll.Lord Petre, se repitió Alexander. El barón Petre de Ingatestone.

Heredero de una de las familias católicas de mayor peso de Inglaterra.—Creo, señor, que en su día fue usted tutor de lord Petre —dijo

Alexander.—Hasta hace dos años, cuando cumplió la mayoría de edad —

respondió Caryll.Alexander había conocido en una ocasión a lord Petre en casa de

John Caryll, en Ladyholt, cuando no tendría más de dieciocho o diecinueve años. No era fácil olvidarle. Petre iba camino de Londres y Alexander recordó que le había visto bajar del caballo de un salto, entregar descuidadamente las riendas a un mozo y acercarse con largas y confiadas zancadas hasta Caryll y su esposa. Era un joven muy alto. Alexander se había hecho tímidamente a un lado cuando por fin Petre reparó en él. Cuán vívidamente recordaba la expresión de su rostro. Había empezado con sorpresa, y el barón intentó al instante ocultar su incomodidad valiéndose de su animada charla. Alexander intentó colocarse de tal modo que su espalda encorvada quedara oculta, aunque fue tarea imposible. Pese a que en el campo la suya era una figura conocida, en la ciudad escenas como aquélla no tardarían en dar comienzo de nuevo. Otros le mirarían como Petre lo había hecho ese día.

—¿Está su señoría en la ciudad? —preguntó Alexander.—Sigue en el campo, disfrutando de la temporada de caza —

respondió Caryll.Alexander se alegró de no tener que volver a encontrarse con el

barón. Se preguntó si se habría casado… sin duda debía de ser todo un partido. Intentó imaginar la clase de mujer de la que el barón se enamoraría. Un hombre como él podía tener prácticamente a la que quisiera. Sin duda sería una mujer extraordinaria.

A punto estaba de preguntar a Caryll si lord Petre se había casado cuando el carruaje se zarandeó bruscamente al adentrarse en las calles de Londres. Con los ejes crujiendo como si fueran a partirse en dos, rodaron tambaleándose y zigzagueando sobre los adoquines. Las calles estaban abarrotadas de hackneys que avanzaban entre repentinas sacudidas, bamboleándose ligeros de lado a lado sobre sus muelles mal ajustados al tiempo que los pasajeros se retorcían en su interior, intentando mantener la compostura. El barro no tardó en salpicar los flancos y la ventanilla del carruaje. Alexander empezó a marearse.

Aunque era todo un detalle por parte de Caryll poner en peligro su carruaje al llevarlo a la ciudad, Alexander pensó que no deseaba estar siempre en deuda con uno u otro de sus amigos. Temía convertirse en esa clase de hombre que necesitaba favores constantemente; una persona podía llegar muy lejos siendo tan sólo un objeto de la caridad ajena. Provocar demasiada pena en los demás impedía que un hombre se granjeara enemigos y nadie se había hecho famoso jamás sin ser también

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profusamente envidiado y denostado.Cuando por fin el coche se detuvo delante de la casa que Jervas tenía

en la ciudad, y Hill, su mayordomo, corrió a ayudarle a bajar del coche, Alexander estuvo encantado al pensar en un buen fuego en el hogar y en el excelente almuerzo que a buen seguro le esperaban dentro. Sospechaba que parte del placer que su anfitrión encontraba en tener invitados radicaba en que disfrutaba así de la excusa perfecta para tener siempre un poco más de bebida y de comida al abasto.

—Buenas tardes, Hill —dijo Alexander, dejando una moneda de plata en la mano del criado cuando éste le tomó del brazo. Caryll se alejó de inmediato en su carruaje y Alexander dejó que Hill le ayudara a entrar al vestíbulo.

—Bienvenido de nuevo a la ciudad, señor —dijo el mayordomo—. Un día frío.

Qué lugar tan civilizado era la casa de Charles Jervas, pensó Alexander al entrar. Elegantemente amueblada, todo en ella denotaba un gusto sólidamente masculino: excelentes cuadros en el vestíbulo y en los salones, una gran cocinera, criados envidiables y un luminoso estudio en lo alto de la casa donde Jervas pintaba. Era exactamente el parangón de lo que debía ser la morada de un caballero. Cuando Charles bajó la hermosa escalera para darle la bienvenida, Alexander sintió una punzada de envidia. Jervas, con su batín, sus zapatillas de terciopelo y desprovisto de peluca, tendió la mano a su amigo con esa especie de seguridad relajada e inconsciente que bebía de una buena cuna y de una vida feliz.

—¡Mi querido Pope! —exclamó—. ¿Qué tal ha ido el viaje? Llevo toda la mañana dando vueltas por la casa, caldeándola hasta el punto de que esto parecen las Indias, imaginando que llegarías medio muerto de frío y de cansancio.

—Nunca me he encontrado mejor, Jervas —mintió Alexander. No podía evitar la sensación de que Jervas tenía cierta tendencia a exagerar un poco la puesta en escena de su papel de anfitrión. Tanto él como sus amigos se manejaban siempre dando muestras de un seductor encanto con el que lograban que sus invitados comprendieran hasta qué punto eran menos encantadores que ellos.

—Oh, vamos, pero si no hace ni dos semanas eras hombre muerto —insistió Jervas.

Alexander a punto estuvo de replicarle que exageraba, pero se contuvo. Su anfitrión empleaba al hablar un tono agradable, aunque en ningún momento desprovisto de esa pátina tan propia de las personas de la ciudad. Eso decidió a Alexander poner a prueba su propia sofisticación.

—En ese caso, mi querido Jervas, debo de ser el Mesías —dijo—. Pues he resucitado totalmente en cuerpo y alma.

—No te creo, Pope… aun así, te lo perdono —concedió Charles por fin, dedicando a su amigo una sonrisa de buena voluntad.

Alexander retiró el cojín de seda contra el que Charles le había instalado en su pequeña tumbona.

—Buen fuego el que arde en tu chimenea, Jervas —dijo.—¿Y por qué no, mi querido Pope? —respondió su amigo,

recolocando su propio cojín para estar más cómodo—. No soy hombre que

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disfrute de los placeres del campo. Mi concepto de vida tiene tanto en común con los hombres ingleses y tan poco con el clima inglés como lo permite los tiempos en que vivimos. Una buena mesa, vino excelente, teatro de primer orden y la mejor conversación: es todo lo que pido. La rusticidad es la peor de las afectaciones. Pudiendo pasar la semana con medias de seda y calzado de baile, comiendo espárragos, ¿quién elegiría el barro y la escarcha que cubre de miseria nuestros campos… o quién pensaría en las miserables almas que vagabundean en semejante suelo?

—Lo cierto, Jervas, es que como invitado en tu casa, no negaré que tienes más sentido común que cualquier hombre que se precie —respondió Alexander.

Jervas reparó con una sonrisa en el tono estudiado de Alexander, consciente de que a su joven amigo debían de haberle dicho que las frases elegantes estaban de moda en la conversación de la capital. Decidió no burlarse de él por ello, pues intuyó que no tardaría en aprender a modificar su lenguaje.

—Me halagas, y lo sabes —dijo—. Pero reconocerás, Pope, que el lujo moderno bien merece su buena reputación. Sin ir más lejos, acabo de adquirir un grifo. ¡Ahora tengo agua corriente en casa, garantizada salvo en las peores heladas! ¿Qué dices a eso?

—Que tus lujosos hábitos sufrirán el gasto de un invitado que no se irá jamás de aquí —respondió Alexander con una sonrisa.

—Ven, te vendrá bien una copa de mi vino —decía ya Jervas—. He mandado traerlo especialmente para celebrar tu llegada. Tu visita me ha dado la oportunidad de abrirlo, pero no quiero beberlo solo.

Sin esperar a su criado, Jervas cogió con una sola mano dos copas del aparador y sirvió el borgoña con la otra. El vino bañó la pared de cristal de los recipientes, atrapando la luz del fuego al caer. Jervas dio una copa a Alexander y alzó la suya.

—Por los placeres de la temporada —dijo, y bebieron juntos.El almuerzo consistió en pescado, una generosa ración de excelente

carne de res y un queso no menos delicioso. Alexander pidió a Jervas si podía enseñarle sus cuadros del estudio cuando hubieran terminado de almorzar.

Los criados se preparaban ya para retirar los platos y Jervas se levantaba para subir con Alexander al piso superior de la casa cuando oyeron llegar a un visitante al vestíbulo. Jervas se apresuró ante la posibilidad de ofrecer de nuevo sus servicios como anfitrión.

—¡Douglass! —gritó al apuesto caballero que acababa de entrar al comedor—. ¿Qué haces tú por aquí? ¿Cómo excusarás haber llegado demasiado tarde para el almuerzo y demasiado pronto para el té?

—Muy fácil, Jervas —respondió el amigo—. He almorzado en Westminster a mediodía y voy a tomar el té a Picadilly. No podía pasar por delante de tu casa sin hacerte una visita.

Jervas se volvió a mirar a Alexander, que también se había levantado de su silla.

—Permite que te presente a mi amigo Alexander Pope. Acaba de llegar de Binfield —dijo Jervas—. Douglass acaba de regresar del extranjero —añadió.

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Aunque pareció sobresaltado al ver a Alexander, Douglass se apresuró a decir:

—¡Binfield! Supongo que habrá venido por el camino de Windsor.Alexander asintió.—Pope —repitió Douglass—. Un buen apellido católico, señor.2

El comentario provocó un vuelco en el corazón de Alexander. La primera persona que conocía en Londres había sacado a colación el tema de su religión. Aun así, había algo en el tono de Douglass que le llevó a estudiarle más atentamente. ¿Sería posible que aquel hombre tuviera algún otro motivo para preguntarle por su apellido?

Como si hubiera percibido la curiosidad que había despertado en Alexander, Douglass habló de nuevo, dirigiéndose a Jervas.

—He venido a traerte una invitación para el baile de máscaras que se celebrará el martes por la noche en el Spring Garden —dijo con una sonrisa—. No hace falta que te diga, Jervas, cómo son esas noches, y dejo a la libre fantasía del señor Pope lo que puede resultar de un evento en el que hombres y mujeres se imaginan disfrazados más allá de cualquier posibilidad de ser reconocidos.

Jervas se rió y respondió que estaba ansioso por asistir al baile.Alexander murmuró que haría lo que estuviera en su mano para

recrear el espectáculo.—No necesitará imaginarlo, Douglass, pues muy pronto lo verá con

sus propios ojos —exclamó Jervas, encubriendo con sus palabras el retraimiento de Alexander—. ¡Pero pasa! Iba a enseñarle mis cuadros al señor Pope. ¿Te apetece subir con nosotros?

Douglass respondió que sí y tiró sus guantes sobre una de las sillas del vestíbulo donde ya había dejado la chaqueta. Cuando subían las escaleras, Douglass se volvió hacia Alexander.

—¿Cómo ha encontrado el camino? —preguntó—. Supongo que empapado, teniendo en cuenta la época del año.

—Al contrario —respondió Alexander, volviendo a mirarle con atención—. Estaba seco y prácticamente desierto. La abundante escarcha ha mantenido los caminos en un estado excelente, y a los cazadores en el campo.

Jervas intervino entonces, encantado y totalmente ajeno al tono receloso de Alexander.

—No le hables a Douglass de las abundantes escarchas ni de los cazadores —dijo—. No creo que este hombre haya salido de la ciudad desde que estábamos en el colegio. Ni la escarcha ni el deshielo cuentan para él, como tampoco creo que haya perseguido a un ciervo ni haya disparado a un solo pájaro en toda su vida.

—Charles está en lo cierto —dijo Douglass, echando un vistazo al interior de una habitación en la que un enorme espejo colgaba justo al otro lado de la puerta. Alexander le vio reajustarse los puños de la camisa. Luego, como incapaz de reprimir un pequeño gesto de arrogancia, levantó la mano y se alisó el cuello. Al verle, Alexander contuvo violentamente el aliento y las miradas de ambos se encontraron en el espejo. Aunque, en un primer momento, la expresión de Douglass

2 * Juego de palabras. «Pope», en inglés, significa «Papa», de ahí la observación. (N. del T.)

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nada reveló, mientras Alexander seguía observándole, una sombra de reconocimiento asomó a sus rasgos. Se recobró al instante.

—Nada podría convencerme para que abandonara la ciudad en esta época del año —dijo Douglass con firmeza—. No soporto la humedad de las casas de campo inglesas. Siempre imagino el camino que lleva a Londres mojado en invierno, y como no tengo otra forma de verlo aparte de mi imaginación, mojado sigue.

Y así llegaron a la puerta del estudio, y la visión de los cuadros de Jervas distrajo a Alexander de sus incipientes cavilaciones sobre Douglass.

La habitación era tal y como Alexander la recordaba: una deliciosa mezcolanza de bocetos y cuadros procedentes del continente, lienzos a medio terminar, un par de bustos romanos y una figura que Jervas había encontrado en Grecia. Había un número considerablemente mayor de cuadros pintados por el propio Jervas que en la última visita de Alexander, todos ellos retratos de magníficos personajes que, según supuso el joven Pope, debían de ser los mecenas del pintor. A su amigo las cosas parecían irle bien.

—¡Esto no son retratos, Jervas! —exclamó Alexander—. Ninguna mujer de carne y hueso se parece a estas divinas criaturas. ¡Tus mecenas deben de estar pagándote generosamente!

Pero Douglass le interrumpió.—He aquí un retrato de mi lord Petre, y el parecido es

extraordinario. ¿Conoces bien a esa familia, Jervas?Alexander miró el cuadro que Douglass había señalado y reconoció al

joven que había visitado a Caryll varios años antes. Sin embargo, el muchacho se había convertido a todas luces en un hombre y cualquier sombra de disparidad entre la frescura de su rostro y el autoritario atuendo cortesano que lucía para el retrato había desaparecido. Era un buen cuadro. La expresión del rostro de lord Petre lo convertía en una pieza memorable, pensó Alexander… ajeno al entorno en que Jervas lo había colocado, al parecer burlándose del rico brocado que vestía. Petre miraba desde el lienzo con una expresión irónica y confiada que Alexander tan sólo pudo admirar.

Jervas dio respuesta a la pregunta de Douglass.—Conocí a su señoría en St. James y me ha comprado ya varios

cuadros —dijo—. Aun así, no me parece que los pintores más prosaicos, por muy poderosos que resulten ser sus mecenas, suelan granjearse la confianza de las grandes familias del reino. Todo resulta muy alegre cuando me encuentro con mi señor Petre, y él me cubre de halagos e intenta hacerme creer que soy el pintor más inteligente del mundo. Pero mentiría si dijera que tengo la menor idea sobre el carácter personal del hombre. Huelga decir que a los Petre les han ido bien las cosas. Han seguido siendo papistas y a la vez han conservado sus títulos y también sus tierras. No son muchas las familias que pueden presumir de un logro semejante.

—Han mantenido todas sus propiedades, ¿no es cierto? —preguntó de pronto Douglass—. Lord Petre debe de haber heredado una inmensa fortuna.

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—Eso creo —respondió Jervas—. Y, sin embargo, no está comprometido… lo cual me parece muy egoísta de su parte. Hasta el día que lord Petre no renuncie a su soltería, no tenemos la menor posibilidad de que haya una sola mujer en Londres que nos dedique una mirada.

De modo que Petre no se había casado. Pero todo el mundo estaba enamorado de él. Alexander frunció el ceño, pensando en Teresa.

Douglass anunció que llegaba tarde a la cita que tenía en Picadilly y Alexander se quedó en el estudio mientras Jervas bajaba a despedir a su amigo.

Alexander contempló ensimismado el cuadro. Pensaba que la incomodidad que había revelado Douglass durante su encuentro no había respondido a la visión de su cuerpo tullido, sino al hecho de oírle mencionar que había viajado a Londres por el camino de Windsor. En un primer momento, cuando estaban en el comedor, no le había dado ninguna importancia, pero en cuanto vio a Douglass llevarse la mano al cuello empezó a dudar. Al entrar al estudio, Alexander se había vuelto a mirar escaleras abajo, a la silla donde Douglass había dejado la chaqueta. Vio sobre la silla un cuello de piel, enrollado como un ser vivo bajo los pliegues de la tela.

Pero ¿qué pensar de todo ello? Douglass les había explicado desde un principio dónde había estado esa mañana, y había dejado muy claro que no tenía la menor noción de cómo podía ser un camino de campo en un gélido día de enero. Jervas tomaría a Alexander por loco si éste le decía que creía haber visto a Douglass desde el carruaje. ¿Y haberle visto haciendo qué? Hablando con otro hombre. ¿Qué podía importarle a Alexander que alguien a quien no conocía mintiera sobre dónde había estado?

Jervas regresó a la habitación muy entusiasmado con el baile del martes por la noche.

—No me he divertido tanto en mi vida como en el último baile de máscaras —dijo, dejándose caer en una butaca e indicando a Alexander con un gesto que le imitara—. Música, baile, vino… y mujeres como las que no has visto jamás —parloteó, sacudiendo un brazo en un gesto con el que abarcó sus cuadros—. Las damas se muestran mucho más dispuestas cuando van disfrazadas —dijo con una sonrisa.

—Háblame de esas gloriosas criaturas que congregas a tu alrededor —dijo Alexander, dejando a un lado sus cavilaciones sobre Douglass y acercándose a uno de los lienzos inconclusos. Era el retrato de una joven de quizás diecinueve o veinte años, y muy hermosa. Aunque no era la belleza de la muchacha lo que impresionaba realmente del retrato, sino la frescura y la vitalidad que transmitía, mirando al mundo desde el lienzo con sus ojos brillantes y una mueca pícara en los labios.

—Ahí tienes a lady Mary Pierrepont —respondió Jervas—. Hija del barón de Kingston.

«Una dama noble y protestante», pensó Alexander.—Está destinada a heredar una enorme fortuna —prosiguió Jervas—,

aunque hay quien dice que es una fierecilla indomable. Desde luego, no

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hay duda de que tiene demasiado genio para su padre. El pobre hombre no logra que su hija acceda a conocer a los hombres con los que quiere casarla —se encogió de hombros y añadió—: ¡Así que encargó el retrato para enseñársela a sus pretendientes!

Alexander sonrió. Se acercó entonces a un lienzo colocado en el caballete que estaba prácticamente terminado, salvo por algunos retoques en la peana y en el pilar forrados de tela en los que una joven se apoyaba en una escena bastante improbable. La mujer era excepcionalmente hermosa; tanto que resultaba casi imposible despegar los ojos de ella.

—He aquí una de las muchachas más hermosas que jamás he pintado —dijo Jervas, mirando fijamente el cuadro—. Durante los dos últimos años la prensa popular la ha nombrado una de las «Bellezas Reinantes» de Londres. Su nombre es Arabella Fermor.

—¡Ah! —dijo Alexander, retrocediendo para mirar a su amigo—. Así que ésta es la célebre señorita Fermor. Es prima de las señoritas Blount, que viven en Mapledurham. Las he oído mencionar a menudo a la señorita Fermor, pero no salgo de mi asombro al ver que las descripciones de su belleza no han hecho justicia a la verdad.

—Eso suele ocurrir cuando la descripción es obra de una dama —dijo Jervas.

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Capítulo 3

Un Joven más brillante que un Galán de noche

Arabella Fermor se miraba en el espejo intentando decidir en qué parte del pómulo debía aplicarse la compresa embellecedora de las mañanas. Se retiró un poco para que Betty, la criada, pudiera ajustarle las tiras del corsé. Shock, su perro faldero, se levantó de la cesta, se sacudió para despertarse y se acercó trotando al otro lado de la cama. Cuando Betty terminó de ajustarle el vestido, Arabella cogió al perro en brazos y bajó con él las escaleras, dejando la habitación totalmente desordenada tras ella. Un lacayo le hizo entrega de su capa con capucha en el vestíbulo y ella le entregó a Shock a cambio. Inmediatamente, el criado pasó el perro a un segundo sirviente y corrió a ayudar a la señorita Fermor a subir al carruaje.

Arabella, conocida como Bell entre sus amistades, había sido bendecida con un rostro y una figura casi perfectos… y, desde su más tierna infancia, así se le había repetido hasta la saciedad. A pesar de eso, no había permitido que su hermosura le estropeara el carácter. Aunque hacía tiempo que era consciente de su belleza, tal conocimiento no había distorsionado su capacidad de percepción ni de comprensión, y a sus veintidós años combinaba hermosura e inteligencia a partes casi iguales.

Era una joven culta. Durante la infancia había estado al cuidado de los servicios de una institutriz, y más adelante había pasado unos años de costosa educación en un internado religioso para señoritas de París. No obstante, no era su educación formal lo que hacía de ella una joven notable. De hecho, lo que la distinguía era su capacidad de observación y de juicio, capacidad para la que no confiaba en los libros ni en el aprendizaje, sino en la vida misma. También en eso Arabella había tenido suerte. Sus padres se habían instalado en una casa situada en la elegante parroquia londinense de St. James, facilitándole todo el acceso a la vida (al menos tal y como ésta se entendía en ese pequeño rincón del mundo) que hubiera podido desear. Arabella era una joven de buenos modales, excelente conversación y un sentido altamente desarrollado de observación social. Gozaba, por tanto, de una posición de privilegio para poner su talento al servicio de aquello para lo que había sido educado: la adquisición de un marido rico.

Arabella estaba en Londres cuando recibió la carta en la que su prima Teresa le anunciaba que Martha y ella viajaban a la ciudad. Teresa y Arabella habían coincidido en París y la mayor de las Blount había admirado enormemente la sofisticación y el aire mundano de su prima. Ya de regreso en Inglaterra, habían seguido viéndose periódicamente, unidas por el vínculo de la familia y de la religión, aunque nunca habían

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llegado a ser amigas íntimas. Teresa pasaba la mayor parte del tiempo con su hermana Martha; Arabella era varios años mayor que sus propias hermanas y no las veía con frecuencia, y tampoco pasaba mucho tiempo en compañía de sus padres, ocupados como estaban con sus propios asuntos. Disfrutaba de su libertad y llevaba en Londres una vida marcadamente independiente de su familia y de las amistades de la infancia. Hacía tiempo que su deseo era lograr hacer un esplendoroso matrimonio y convertirse así en la envidia de los cerrados círculos católicos, que tan castradores le habían resultado siempre. Aun así, después de dos temporadas en la ciudad, no había conocido a nadie que inspirara en ella la clase de pasión que anhelaba sentir y se había visto evitando intimidades románticas que la mayoría de las jóvenes habrían estado encantadas de poder cultivar. Había conocido a hombres ricos y también apuestos. Pero no se había enamorado.

Cuando llegó la carta de Teresa, Arabella apenas le prestó atención. Sin embargo, a medida que fueron pasando los días, se encontró esperando cada vez más ansiosa la llegada de su prima. A pesar de la gran variedad de diversiones con las que contaba, y a pesar también de su envidiable independencia, había terminado por aburrirse. Y aunque no imaginaba que Teresa traería con ella la variedad y el cambio que tanto anhelaba, sí se le ocurrió que, mientras le enseñaba la ciudad a su prima, quizás encontrara nuevos escenarios en los que refrescar su aburrida mirada.

Y así, un viernes por la mañana, cuando las hermanas Blount llevaban ya unos días en la ciudad, Arabella se había vestido temprano y subía ya a su carruaje, dispuesta a recoger a Teresa para disfrutar de un paseo por las tiendas del Royal Exchange.

El coche se detuvo delante de la casa de King Street donde se hospedaban las Blount y, tras un par de minutos, Teresa salió del edificio.

Arabella la saludó con sendos besos en las mejillas.—Hola, Bell —respondió Teresa—. Qué alegría verte —miró a su

prima de arriba abajo y le disgustó tener que reconocer que Arabella estaba tan hermosa como siempre.

Arabella percibió el brillo de envidia en la mirada de Teresa y lamentó sentirse tan gratificada por ella.

—¿Dónde está Martha? —preguntó.—Ha salido con mamá y con la tía. Han ido a visitar a la señora

Chesterton, justo esa actividad cansina que tanto le gusta a Martha. Llevas un vestido precioso, Bell —añadió—. ¿Es el mismo que llevabas en Mapledurham la última vez que nos vimos?

Arabella ya había comprobado en ocasiones anteriores que su prima se volvía competitiva siempre que se sentía incómoda.

—Hace tiempo que me deshice de ese vestido —fue su respuesta—. Este es otro, con un corte más novedoso. Sin volantes —se alisó el borde de encaje de la manga. Mejor devolverle un cumplido a Teresa—. Tu pelo tiene buen aspecto. Supongo que la criada de tu tía te habrá ayudado a peinarlo.

—En absoluto —dijo Teresa—. Martha y yo hemos viajado acompañadas de nuestra criada.

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—¡Ah! —Arabella alzó el mentón en señal de asentimiento. Eso explicaba que llevara un peinado tan anticuado. Se preguntó si debía comentárselo. Delicadamente, por supuesto.

Sin embargo, el carruaje giró desde Cheapside por Cornhill y las dos jóvenes se distrajeron en cuanto el Exchange apareció ante sus ojos. Teresa olvidó la envidia y la incomodidad que minutos antes la habían embargado y contuvo un grito de entusiasmo.

—¡Qué edificio tan magnífico! —exclamó—. Lo había olvidado.El coche quedó empequeñecido ante el inmenso frontal de piedra de

la fachada principal, cuyas altas arcadas y columnas se elevaban hacia el cielo junto a un imponente arco formal. Las enormes ventanas de la primera planta se extendían hacia una noble balaustrada y en lo alto del edificio se erigían los diversos pisos de la torre del reloj, perforando el cielo como la cúpula de una catedral y dando la hora del mediodía por toda la City.

Cuando Teresa abrió de par en par la portezuela del carruaje, el sonido y el olor de la calle la asaltaron con toda su energía. «¡Por fin aquí!» La vista se abría ante sus ojos en una gloriosa mañana londinense. Hasta ella llegó el tintineo de la campana del pastelero abriéndose paso entre la muchedumbre con una bandeja de panecillos calientes, el sordo impacto de las balas de tela que alguien descargaba de un carro, el chacoloteo de cascos sobre la paja embarrada cuando los carruajes se detenían mientras el vapor se elevaba de los lomos de los caballos entre siseos, la incansable estridencia de los silbatos de los mensajeros. Hasta ella llegó el olor de las castañas asándose y el humo acre de los braseros, el aroma especiado de la sidra caliente, el fuerte hedor del estiércol fresco. Se quedó de pie en el estribo del carruaje al tiempo que su aliento empañaba el aire frío de la mañana y ella asimilaba la escena que tenía ante sí. Luego bajó de un salto a la acera, encantada de estar en la ciudad y decidida a hacer de su salida todo un éxito.

Arabella se quedó en el coche durante unos instantes, volviendo a atarse la capucha de la capa y recolocándose los pliegues del manto. Un hombre vestido con un uniforme militar cruzó hasta el carruaje y le ofreció la mano, y ella la aceptó con una sonrisa, bajando hasta los adoquines. El hombre saludó con una inclinación de cabeza y siguió su camino a toda prisa.

—¿Quién era ese caballero, Arabella? —preguntó Teresa cuando cruzaban el arco para entrar al patio.

—No tengo la menor idea —fue su respuesta—. Pero era muy guapo, ¿no te parece? —ya estaba de mucho mejor humor. Tomó a Teresa del brazo y dijo—: Las tiendas del primer piso son siempre las mejores, aunque creo que también te gustarán los pequeños puestos del patio. La última vez que vine compré un metro de cinta de seda. Me pregunto si encontraremos hoy a la mujer que me la vendió.

La plaza porticada del Exchange se abrió ante ellas abarrotada de comerciantes, mercaderes y vendedores de todo tipo de objetos, mezclados con gente de toda clase de oficios y posición. Las damas y los caballeros caminaban del brazo con amigos o hacían nuevas amistades a lo largo y ancho del patio. Un par de hombres con sombreros de piel de

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castor se inclinaron cuando Arabella señaló y exclamó:—¡Sí, mira! Ahí está de nuevo la vendedora de sedas.Teresa se volvió a mirar y vio a una diminuta anciana agitando un

trozo de tela que ondeó en la brisa como el rápido curso de un arroyo. El sol invernal, prendiéndose en sus pliegues, lo hizo brillar.

—¡Qué preciosidad! —murmuró, encantada, y se habría detenido si Arabella no hubiera seguido avanzando por el patio. Corrió a reunirse con ella.

—Probablemente no te hayas enterado de que Maria Granville va a casarse con Tommy Hawkins —dijo Arabella, y sus palabras recordaron a Teresa las pocas noticias que recibía en el campo.

—¿Maria Granville? —repitió—. No he vuelto a saber de ella desde que estuvimos en París.

—Protagonizó un gran escándalo el año pasado. Se descubrió que Edward Fairfax y ella estaban envueltos en una intriga.

—¿Una intriga? —volvió a repetir Teresa—. ¿Te refieres a que eran… amantes?

Arabella asintió.—Pero Fairfax se casó con la hija de lord Chester y Maria se quedó

compuesta y sin novio.—Así que ha decidido casarse con Tommy Hawkins —dijo Teresa

pensativa—. No creo que nadie pueda encontrar mucha excitación al capturar una presa tan manoseada por todas las jóvenes de Londres. Pero si ya parecía haber sido mordisqueado por doquier cuando le conocí en el campo hace dos años. No me cabe duda de que estará medio carcomido cuando Maria logre llevarlo hasta la puerta de la iglesia.

Arabella sonrió.—La verdad es que me sorprende que Maria consiguiera casarse. No

quiero saber cuántas mujeres deben de haberle advertido que Fairfaix es un canalla. ¡Pero es que la chiquilla estaba convencida de que se había enamorado!

Esquivaron a un mendigo que había levantado la muleta para impedirles el paso y Arabella apartó sus faldas a un lado con experto ademán.

—Me llegaron rumores de que Tommy Hawkins te había presentado sus respetos, Teresa. Naturalmente, le habrás enviado con viento fresco… —no era intención de Arabella burlarse de su prima, y sin embargo se vio de pronto inmersa en la clase de conversaciones propias de los corrillos de moda. Para su sorpresa, Teresa captó el tono rápidamente.

—Alguien oyó decir a Charles Stafford que se pegaría un tiro si no te casabas con él, Bell —dijo—. Menuda pluma para tu sombrero. Dicen que tiene una renta de cinco mil al año.

—En ese caso, me temo que debemos estar preparadas para que en cualquier momento nos llegue la noticia de la muerte de Charles Stafford —las dos jóvenes se rieron. Estaban empezando a disfrutar de la mañana.

—¡Vaya! —exclamó Arabella—. Ahí está mi amable frutera. ¿Te parece que le compremos un poco de regaliz?

Echaron un vistazo al rebosante puesto de la frutera, con sus cajas y cestas llenas de manzanas de Kent, manzanas rojas, limones y granadas.

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Sabían que juntas formaban una hermosa visión, admirando la fruta y riéndose de las pequeñas bromas de la vendedora. Arabella pidió un penique de jengibre confitado que jamás consumiría, consciente de que estaba sumamente atractiva buscando una moneda en su bolsito de seda. Se percató, encantada, de que dos caballeros elegantemente vestidos las observaban al abrigo de la galería.

Uno de los dos caballeros se acercó mientras Arabella seguía buscando el penique. El hombre dio una moneda a la dueña del puesto, cogió el cartucho de jengibre y se lo entregó a Arabella. Ella alzó sorprendida la mirada al tiempo que tomaba nota de que el caballero llevaba unos guantes caros y el cuello del abrigo adornado con abundante pelo. Cuando le dio las gracias, él ladeó la cabeza en señal de respuesta pero no dijo nada. Al verle más interesado en ellas de lo que había esperado, Arabella se volvió a mirar a su compañero.

En cuanto las miradas de ambos se encontraron, la joven tembló presa de un involuntario arrebato de excitación. ¡Le conocía! Era un hombre alto, de frente prominente y nariz y boca proporcionadas y refinadas. No utilizaba peluca y llevaba los rizos oscuros recogidos sobre el cuello con una cinta negra. A su rostro había asomado una expresión calmada y controlada —obviamente se trataba de un hombre acostumbrado a ser el centro de las miradas—, pero cuando sonrió a Arabella lo hizo con la sonrisa franca y abierta de un niño.

—¡Robert! —exclamó Arabella—. Eres tú, ¿verdad?El caballero se sobresaltó. Sin embargo, al adentrarse aún más en el

patio, un brillo de reconocimiento le iluminó los ojos.—¿Cómo está, señorita Fermor? —dijo—. Se ha convertido usted en

una dama muy hermosa.—Se me olvida que ya no debemos llamarnos Robert y Bell —

respondió Arabella, ya más calmada—. ¿Cómo está, mi señor?—Muchísimo mejor cuando me llama Robert —fue la respuesta de

lord Petre.Arabella se llevó la mano al cuello.—Estábamos en el parvulario la última vez que nos vimos —dijo.Lord Petre dio un nuevo paso adelante, al tiempo que decía:—En el parvulario… ¡Imposible! Yo era ya todo un hombre de

dieciocho años, recién llegado del colegio con la más absoluta certeza de que el mundo nada tenía que enseñarme. ¿No se acuerda usted de cómo me pavoneaba con mi espada y mi caja de rapé?

Arabella le lanzó una mirada burlona.—Pues diría que eso, al menos, lo ha conservado —observó.—No haga que me avergüence del hombre en el que me he

convertido —protestó Robert, y Arabella pensó entonces en lo atractivo que estaba, de pie con su espada brillando bajo la luz del sol invernal—. Cuando la conocí, era usted la ninfa más luminosa que había pisado el parque, el objeto de suspiro de todos los hombres. Y, aunque se ha convertido en una gran dama, sospecho que muy poco ha cambiado desde entonces.

Arabella frunció el ceño.—Tiene usted razón. He cambiado muy poco —respondió.

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—He estado la mayor parte del tiempo en el campo desde que murió mi padre —dijo lord Petre pensativo, como intentando entender por qué no se habían visto antes.

Teresa se mantuvo incómodamente a un lado mientras lord Petre y Arabella hablaban, empujada a retirarse cada vez más hasta que sintió el puesto de la frutera contra el aro del vestido. Se sentía estúpida y deseosa de marcharse, e intentó rodear a Arabella para alejarse de la pareja, de modo que al menos pudiera esperar en compañía del amigo de lord Petre. Pero el caballero se había esfumado y en su lugar había un menudo acróbata gitano con un mono en el hombro que observaba al grupo con una imborrable sonrisa en los labios. Teresa retrocedió violentamente de un salto, golpeándose contra el puesto de manzanas.

—¡Un poco más de cuidado! —gritó la frutera, y una docena de damas y caballeros se volvieron a mirar a Teresa, cuyo rostro se tiñó en el acto de escarlata al tiempo que señalaba en silencio al mono. Lord Petre alejó al hombre con un simple gesto de la mano mientras mantenía la otra cerrada sobre la empuñadura de su espada.

El semblante hasta entonces divertido de lord Petre se tiñó de ira al ver que su amigo había desaparecido.

—¿Dónde está Douglass? —preguntó. Arabella vio que donde antes había visto un aire de vaga diversión había ahora una expresión de vigilante concentración—. No llevábamos ni cinco minutos juntos cuando la he visto —añadió. Miró a su alrededor, pero su compañero había desaparecido.

—¿Ha visto dónde ha ido mi amigo Douglass, señorita Fermor? —volvió a preguntar. Arabella negó fríamente con la cabeza, molesta con el cambio que había visto operarse en la actitud de lord Petre. Robert se quedó mirando al suelo en silencio y luego volvió a mirar a su alrededor. Durante un instante pareció a punto de marcharse.

De pronto, se tranquilizó.—En fin, supongo que se habrá encontrado con algún conocido —

dijo, e hizo un esfuerzo por sonreír. Sin embargo, Arabella tuvo la sensación de que Robert no había logrado olvidar del todo a su amigo.

—¿Me haría el honor de presentarme a su acompañante?Arabella se sintió decepcionada. Quizás, después de todo, Robert no

la hubiera escogido a ella. ¿Y si le veía sonreír a su prima como lo había hecho con ella? Dijo entonces con voz forzada:

—Le presento a mi prima, la señorita Teresa Blount, de Mapledurham.

Lord Petre alzó la mirada, realmente interesado, y exclamó:—¡Mapledurham! Un lugar encantador, ubicado en el recodo más

hermoso del río. No sabe cuánto la envidio por haberse criado en semejante entorno, señora.

Arabella frunció el ceño. Se había olvidado de Mapledurham. Por supuesto que lord Petre conocía la propiedad. De pronto tuvo ganas de decirle que Mapledurham pertenecía al hermano de Teresa y que ella no tenía dinero propio, y le sorprendió sentir un inmediato arrebato de celos

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como ése.Teresa, por su parte, sintió que por fin había llegado su momento.Se rió animadamente, pero, como llevaba tanto tiempo callada, su

risa sonó mucho más fuerte de lo que hubiera deseado.—Pero usted se crió en Ingatestone, mi señor —dijo—, un lugar del

que el mundo entero ha oído hablar sobradamente. Qué parque tan hermoso tienen ustedes allí.

Lord Petre asintió ante el comentario y dijo:—Su hermano ha venido a visitar a mi familia a Ingatestone, ¿no es

cierto? ¿Me equivoco o es un gran deportista?—¡Oh, ya lo creo! Un jinete maravilloso.—Ya veo que es usted una hermana afectuosa —respondió Robert

con amabilidad—. ¿Y a usted? ¿Le gusta montar?—Solía hacerlo a menudo con Michael en Mapledurham.—Teresa es demasiado modesta —intervino Arabella, interrumpiendo

la conversación—. Es una amazona excelente. Espero que podamos verte montar en la ciudad, Teresa.

La intervención había sido claramente premeditada, pues Arabella sabía muy bien que Teresa no disponía de caballo en Londres.

—¿Monta usted, señorita Fermor? —preguntó por fin lord Petre.—Cuando estoy en el campo, pero en la ciudad me limito a ocupar el

asiento trasero del caballo —dijo—. Si una mujer monta sola en Londres, está declarando al mundo que desea, o bien un carruaje, o bien un caballero. Pero ocupar el asiento trasero es algo muy distinto. Es una auténtica delicia salir a montar bajo la verde sombra del parque al atardecer, cómodamente sentada tras nuestro acompañante, como si estuviéramos a punto de tomar una taza de té chino en el sofá de casa.

Petre asintió.—Describe usted una escena tentadora, la misma que me tienta a

ofrecerme a ser su caballero. Aunque, puesto que dudo mucho que admirara usted a un hombre que cayera en la trampa que le ha visto tenderle, me batiré en retirada, dejándola lista y preparada para otro caballero.

El ánimo de Arabella se elevó gloriosamente una vez más.—Si el mundo alguna vez llega a verle caer víctima de una trampa,

mi señor, yo, al menos, sabré que el mecanismo de la misma deberá haber sido perfectamente disimulado —respondió, mordiéndose el labio para disimular una sonrisa—. Aunque sospecho que Teresa tiene prisa por marcharse —añadió, volviéndose hacia su prima—. Sólo hemos venido a comprar unos guantes. ¿Quieres que subamos a Fowler's, Teresa?

—No tenemos ninguna necesidad de quedarnos en el Exchange —respondió Teresa maliciosamente, molesta con ella al ver que la convertía en el complemento de su flirteo con lord Petre—. ¿Por qué no vamos a esa tienda de Cheapside donde mi madre se compra los guantes?

Pero Teresa no era contrincante de altura para su prima.—Oh, me gusta mucho más Fowler's —dijo—. Los guantes son más

elegantes, y tienen modelos más novedosos. La otra tienda me parece muy anticuada, ¿no crees?

Lord Petre dijo que las acompañaría y ofreció un brazo a cada una de

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las muchachas, pero miró distraídamente a su alrededor mientras subían las escaleras que llevaban a las tiendas situadas en las galerías superiores.

—Te veo enloquecedoramente discreta, Teresa —dijo Arabella, mirando a lord Petre al hablar—. Estoy ansiosa por saber qué jóvenes de la ciudad son a día de hoy tus pretendientes. Sería justo que me avisaras a cuáles de esos admiradores en particular deseas evitar.

Teresa respondió a su prima con contundencia.—Deseo evitarlos a todos, Arabella —dijo.—Celebro tu discreción —respondió Arabella—. Pero no olvides que

si una dama es demasiado discreta la gente empieza a sospechar que nada tiene que ocultar.

—Tengo un conocido recién llegado a la ciudad con el que probablemente haría una excepción —dijo Teresa, y Arabella vio que miraba a lord Petre para asegurarse de que la estaba escuchando—. Un viejo amigo que está en camino de hacerse famoso. Es poeta —concluyó, sonrojándose.

—¡Vaya! —exclamó Arabella—. Estaba segura de que tenías algún secreto. ¡Un poeta! Quizás te inmortalice.

—Estoy convencida de que tiene sobradas posibilidades de triunfar en su profesión —prosiguió Teresa—. Tonson ya le ha publicado, y muy pronto se publicará un poema suyo mucho más largo. El Tatler le ha bautizado como el nuevo Denham.

—¿Cuál es el nombre del caballero? —preguntó Arabella.—Alexander Pope —respondió Teresa, ganando en confianza.—¿Pope? —dijo Arabella con una voz inmediatamente teñida de

diversión—. ¿Te refieres a ese extraño hombrecillo al que conoces del campo?

Teresa recibió el comentario con una mirada ceñuda. Naturalmente, Arabella recordaba la espalda tullida del joven.

—Sí… supongo que debe de ser él —respondió.—Creía haberte oído decir que era un hombre enfermizo —dijo

Arabella.—El señor Pope no es pretendiente mío, Arabella. Le menciono en

calidad de viejo amigo de la familia.—El señor Alexander Pope es un joven poeta de cierto renombre —

dijo lord Petre.Pero Arabella no le escuchaba.—Sería muy divertido ser la heroína de un poema de un apuesto

poeta —dijo—. Suckling, o Lovelace… o Rochester, a pesar de ser tan malévolo. «Pope» suena a poco saludable.

—No haga caso a la señorita Fermor —intervino lord Petre—. Haría bien en no censurar a un hombre cuya única falta es la desgracia que padeció durante su infancia. Recuerde este excelente adagio, señorita Fermor: «Los encantos encandilan la mirada, pero es el mérito el que se gana al alma».

—Ésa es una de las falsedades más absurdas que suelen oírse de vez en cuando, pero en las que realmente nadie cree —respondió Arabella—. ¡Hay que ver cuan mojigata suena en sus labios! Cuesta creer que un

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hombre de su posición, mi señor, desee descubrir que el mérito es la verdadera fuente de la felicidad humana.

Lord Petre pareció tener a punto una respuesta a semejante observación, pero no llegó a formularla porque acababan de llegar a la tienda de guantes de Fowler's. Las dos jóvenes se acercaron al mostrador y la dependienta, de nombre Molly, les dedicó una mirada resentida. Arabella vio, no sin cierto interés, que la muchacha saludaba con una descarada reverencia y con una sonrisa casi familiar a lord Petre, que no respondió a ninguna de las propuestas y que tampoco dio señal de haberla visto. Arabella sintió curiosidad de inmediato. Por mucho que lord Petre intentara disimularlo resultaba obvio que la dependienta y él se conocían.

Molly, por su parte, había suspirado al ver entrar a Arabella. Era una gran observadora de su clientela y conocía perfectamente la clase de muchachas que tenía delante. Intuyó que Arabella daría vueltas por la tienda conversando con su amiga, cogiendo los guantes de piel y dejándolos de cualquier manera encima de las mesas. Pediría que le llevaran una caja y luego otra, no dudaría en manosear la mercancía para luego pedir con frialdad otro color que no tendrían. Cogería el abanico más caro y lo abriría y lo cerraría, sabedora de que, si el abanico llegaba a romperse, a Molly se le descontaría del sueldo. Y luego se marcharía, después de haber comprado como mucho una cinta para capucha de seis peniques que jamás se pondría.

Pero esa mañana Arabella no tenía el menor deseo de pasar mucho tiempo en la tienda. Eligió rápidamente tres pares de guantes de piel de cabritilla, encargó plumas de avestruz para su manguito de primavera y esperó a que Teresa se comprara dos pares de guantes del mismo modelo. Cuando las chicas ya salían, lord Petre se volvió discretamente para darle a Molly un chelín. Sin embargo, consciente de que el hombre estaba tan poco dispuesto a la distracción como Arabella, la joven dependienta no lo recibió con su habitual pestañeo halagado ni con sus excesivas muestras de agradecimiento. Se limitó simplemente a inclinar la cabeza con esmero mientras lord Petre se reunía con las dos muchachas.

Al salir de la tienda, el trío se quedó en la galería formando un indeciso grupillo, sin mirarse entre sí y concentrados en una corpulenta señora que sostenía en alto una manga de una delicada tela de rayas.

—Sedas cultivadas, señoras. Sedas italianas, brocados, hilo de plata y oro, exquisitas sedas de Mantua, terciopelo de Ginebra, terciopelo inglés, terciopelos repujados… —gritaba.

Sin molestarse en ocultar su irritación, Arabella dijo:—Qué griterío más espantoso. El problema de este lugar es que es

prácticamente imposible salir de él. Supongo que en eso, al menos, debemos darles la razón a los clérigos que desearían ver arder Londres en el fuego del infierno.

—A pesar de lo infernal que pueda resultar el Royal Exchange, señorita Fermor —respondió lord Petre—, cuenta con una ventaja sobre el infierno: podemos salir de aquí rápidamente a caballo o en coche. ¿Me permiten que les pida un carruaje?

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Las condujo hasta la parte trasera del edificio, donde podían encontrarse hackneys.

Había allí una aglomeración de hombres sudorosos y malolientes: franceses haciendo negocios con judíos; comerciantes gritando a los mercaderes holandeses sobre la carga procedente de las Indias y prostitutas afanándose por ganarse la clientela de los caballeros.

Las damas iban delante y lord Petre detrás.Cuando estaban ya casi en la calle, oyeron exclamar a lord Petre:—¡Douglass! ¡Estabas aquí!Arabella se volvió para ver al hombre con el cuello de martas que

sonreía mientras se separaba de un tipo que le gritó un comentario en francés coloquial que Arabella no alcanzó a entender. Sin embargo, en cuanto Douglass vio a lord Petre y a su compañía, su rostro recuperó el desparpajo habitual en él que, tal y como Arabella se vio obligada a reconocer, dotaba a sus rasgos de una belleza más acusada. Douglass se digirió rápidamente a lord Petre y Arabella le vio acercarse a él al tiempo que murmuraba:

—Ese era nuestro hombre…Sin embargo, lord Petre señaló a las mujeres con un gesto.—¿Dónde has estado todo este tiempo, Douglass? —preguntó.Douglass se percató de la presencia de Arabella y de Teresa y, con

una sonrisa que anunciaba a gritos su intención provocadora, dijo:—¡Me he visto atrapado entre una muchedumbre de insoportables

italianos! Seguro que usted estaba en la galería de las dependientas del primer piso. Ahí arriba hay un auténtico harén de negociantas. Por cinco chelines están dispuestas a obedecer las leyes de la naturaleza. Y, lo que es mejor aún: por una guinea, a desobedecerlas.

El labio de Arabella se contrajo, pero Teresa desvió la mirada.Lord Petre pareció irritado. Cuando se apartó un mechón de pelo de

la cara, Arabella reparó en su semblante marcadamente infantil en comparación con los rasgos más duros del otro hombre.

El barón cambió entonces de tema.—Me voy a Pontack's —anunció—. Tengo tanto apetito que podría

comerme un par de ocas. ¿Qué te parece si compartimos cena, Douglass, y pedimos un estofado de cabeza de ternera y un buen ragú?

—¿Cenarán las damas con usted, mi señor? —preguntó Douglass.Para sorpresa de la propia Arabella, lord Petre no se volvió hacia

ellas con una inmediata invitación, sino que vaciló antes de decir:—Espero poder responder afirmativamente a la pregunta de

Douglass.Arabella respondió a su mirada con tono altivo.—Jamás ceno mientras fuera luce la luz del día —dijo—. Y, en

cualquier caso, no podría ni siquiera pensar en volver a comer al menos hasta después de las cuatro… estaba tomando chocolate en camisón a las once.

—Con sus cabellos sumidos en un hermoso desorden y el camisón dispuesto en cuidadosos pliegues, sin duda —dijo Douglass con una mirada juguetona—. La señorita Fermor desea hacernos saber que recibe a sus admiradores en su habitación, como lo hacen todas las damas

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elegantes. Si la práctica de recibir a los visitantes matutinos no permitiera a una mujer aparecer tan tentadoramente desvestida, nadie podría soportar la incomodidad de tener que sentarse en una cama deshecha hasta mediodía.

Lord Petre captó la mirada de Arabella y esbozó una sonrisa de disculpa.

—Felizmente para los dos, el ojo de la mente puede visitar a la señorita Fermor en camisón a cualquier hora del día o de la noche —dijo—. Pues es ése un lujo que debe compensar por la absoluta improbabilidad de volver a ver a cualquiera de estas damas en nada que no sea su atuendo de paseo, y a considerable distancia. Incluso aunque la señorita Fermor y la señorita Blount sucumbieran a la notable costumbre de recibir visitas en la cama, tan sólo accederían a ver a sus más íntimas amistades. Después de hoy, estoy seguro de que ninguna de ellas volverá a recibirnos a ninguno de los dos.

Sabedora de que resultaba harto improbable que un hombre con la experiencia de lord Petre diera semejante discurso sin ser plenamente consciente del efecto que provocaría con él, Arabella llegó a la conclusión de que la excursión al Exchange había sido todo un éxito.

Tras rechazar la invitación a cenar de lord Petre, los dos caballeros dejaron a las muchachas en un carruaje con destino a St. James. A esas alturas estaban ya cansadas, especialmente la una de la otra, y agradecieron las distracciones que ofrecían las calles a primera hora de la tarde y que les ahorraron tener que entablar una conversación que ninguna de las dos deseaba.

Un vendedor ambulante se detuvo junto a la ventanilla abierta del carruaje.

—Doce peniques por un buen puñado de ostras —gritó, sobresaltando a Teresa, que recibió el grito con un respingo.

—¡Cómprenme mis cuatro ristras de cebollas! —gritó otro, esta vez del lado del carruaje donde iba sentada Arabella.

—No les hagas caso —instruyó Arabella a Teresa, intentando desatascar la manecilla que mantenía abierta la ventanilla y cayendo torpemente de espaldas en su asiento al ver que no podía moverla—. ¿Es que no saldremos nunca de esta muchedumbre? —preguntó, volviendo a forcejear sin éxito con la ventanilla. Finalmente volvió a acomodarse en su rincón del coche y se dedicó a darle vueltas a su encuentro con lord Petre. ¿Qué podía estar haciendo con un hombre como Douglass? Qué curioso que le hubiera invitado a cenar. Todo hacía suponer que eran amigos, y aun así lord Petre era un hombre de categoría infinitamente superior. Arabella siguió pensando en la pregunta unos instantes. La explicación probablemente fuera que lord Petre estaba aburrido de sus viejas amistades… y aburrido también consigo mismo, tal como lo había estado ella antes de la llegada de Teresa. Se acordó con una sonrisa de las altas botas militares que llevaba el barón (qué bien lucían sus piernas en ellas) y del modo en que balanceaba la espada cuando se excitaba. La profunda impresión que Arabella se había llevado de él era la de un hombre deseoso de aventura.

Teresa interrumpió sus cavilaciones.

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—Lord Petre tiene un pelo precioso, ¿no te parece? —preguntó.Arabella anhelaba mostrarse de acuerdo con su prima, reírse de lo

apuesto que estaba Robert y confesar lo mucho que deseaba volver a verle. Pero era una mujer orgullosa.

—Debe de pasarse las horas atusándoselo en el espejo del baño como una dama —se limitó a responder—. Me resulta demasiado vanidoso.

—Pero es extremadamente apuesto, Arabella. Hasta tú debes de haberte dado cuenta —Teresa, que seguía dolida después de haberse visto menospreciada por Arabella delante de lord Petre, deseaba al menos lograr que su prima admitiera que le admiraba.

—Ya se encarga lord Petre de que todo el mundo se dé cuenta de ello —respondió Arabella con indiferencia—. Es curioso que cuide tanto su apariencia cuando todas las jóvenes de Londres esperan casarse con él.

—¿Todas las jóvenes? —repitió Teresa, lanzándole una mirada incisiva.

—Bueno, es una forma de hablar. Me refería a «todas las jóvenes» excepto la que habla —respondió, y ambas guardaron silencio.

Cuando llegaron a casa de las Blount, Teresa bajó del coche con rapidez pero se volvió de pronto, temerosa de que Arabella fuera a excluirla de futuras expediciones.

—¿Te veré en el baile de máscaras el martes por la noche? —preguntó.

Su prima sonrió.—Puedes estar segura, pues mi disfraz es fácilmente reconocible.

Seré la única mujer que no acudirá disfrazada de pastorcilla.—Oh, estoy convencida de que habrá suficientes granjeras y criadas

como para mantener a los asistentes confundidos —respondió Teresa, animada al descubrir que también Arabella parecía deseosa de mantener su amistad.

—¿Y cómo te reconoceré, Teresa? —preguntó Arabella, apoyando una mano en la portezuela del carruaje, dispuesta a cerrarla.

—Iré disfrazada de la Viola de Shakespeare, cuando se disfrazó del paje de Orsino —fue la respuesta de Teresa—. Mi hermana irá disfrazada de Orsino. Le hemos pedido prestadas algunas prendas a Alexander —a pesar de sus denodados esfuerzos por mostrarse indiferente ante su prima, Teresa no logró contener una chispa de entusiasmo al tocar el tema de los disfraces. Arabella, por su parte, pareció totalmente indiferente ante la noticia.

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Capítulo 4

Tan sólo por avezados y poéticos ojos contemplada

Naturalmente, Arabella estaba en lo cierto. Lord Petre había reconocido a Molly de inmediato. Había existido un período de intimidad entre ambos —dos o tres meses como mucho, y de eso hacía casi un año— que él recordaba con afecto. Lo cierto es que Molly era una jovencita de lo más común, una dependienta siempre dispuesta a levantarse las faldas por cualquiera que estuviera dispuesto a pagarle. Aun así, lord Petre debía reconocer que había sentido por ella una fuerte atracción. Molly era hermosa; tenía un rostro anguloso y de pronunciados rasgos y unos pómulos altos que le daban una expresión salvaje. Y había habido algo más… algo en el modo en que ella le había mirado la primera vez que Robert le había pedido que subiera a su carruaje. Molly no se mostró en ningún momento apabullada por la riqueza de sus ropajes ni por sus ampulosos modales. Cuando la besó, ella se había reído de él y él se había sentido como un escolar flirteando a una duquesa.

Qué curioso haberse encontrado con Molly justo ese día. Hacía tiempo que no sentía ese arrebato de intensa atracción física, pero había vuelto a sentirlo en cuanto Arabella Fermor había aparecido ante sus ojos en el patio. Cuando Douglass se adelantó para dar a Arabella el penique para que pagara su cartucho de jengibre, poco le había faltado a lord Petre para apartarlo de un empujón.

Vio aliviado como las dos muchachas se alejaban en su carruaje. Douglass había conseguido avergonzarle y temía que Arabella le considerara un estúpido. Con el ceño fruncido, levantó la mano para llamar a un carruaje que esperaba junto a la acera.

—¡A Pontack's! —ordenó, subiendo al vehículo. Douglass subió tras él y cerró la puerta con un chasquido.

Douglass ya le había dado instrucciones de antemano para que cogieran un carruaje tras su encuentro; sólo a bordo de uno de ellos podrían estar seguros de que su conversación no llegaba a oídos de nadie. Lord Petre se volvió hacia él, esperando noticias. A pesar de sus intentos por mostrarse taciturno, era entusiasmo así como idealismo lo que corría por sus venas en ese instante. Sospechaba que la sensación tenía algo que ver con el hecho de haber vuelto a ver a Arabella, pero de inmediato apartó la idea de su cabeza.

Abrió la boca para hablar, pero Douglass se le adelantó.—Una joven de espléndida hermosura, Arabella Fermor —dijo.El comentario sorprendió a Petre. No era eso lo que había esperado

oír. Aunque, naturalmente, a esas alturas tendría que haber sabido que Douglass encontraba un placer especial en mostrarse perverso. Petre se

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acordó entonces de la noche en que se habían conocido. A pesar de que hacía de ello unas semanas, parecían haber pasado unos cuantos meses. Petre había abordado discretamente a Douglass con la esperanza de que éste le condujera a un encuentro privado. Douglass, por su parte, le había saludado en mitad del salón de baile mientras fanfarroneaba de que acababa de bailar con una condesa. El encuentro había tenido lugar en el baile de disfraces del embajador francés… la misma noche en que un invitado había sido asesinado. Lord Petre sintió un escalofrío al recordarlo. Douglass y él no eran los únicos invitados al baile que tenían un secreto. Qué macabro resultaba pensar que los asesinos habían acechado en algún lugar de la oscuridad a la espera de ver al cura abandonar la fiesta. La víctima podría haber sido cualquier invitado, cualquiera que los asesinos pudieran haber tomado por un papista.

Esa noche, Douglass le había explicado que se encontrarían regularmente durante las semanas y meses siguientes a medida que él fuera recibiendo los pormenores del plan. El ánimo burlón que mostraba ese día debía de ser sinónimo de que la información secreta todavía no obraba en su poder. Douglass le tomaba el pelo porque disfrutaba haciéndolo a fin de poner a prueba su buen talante.

A Petre poco le importaba. En lo que a las mujeres hacía referencia, se sentía muy seguro de sí mismo.

—La señorita Fermor es la joven más hermosa que he visto en Londres —respondió—. Fuimos compañeros de juegos cuando éramos niños. Nuestras familias se juntaban a menudo. Pero no había vuelto a verla desde la muerte de mi padre.

—En ese caso, afortunado usted por haber retomado su amistad —dijo Douglass—, pues algo me dice que está más que dispuesta a volver a ser su compañera de juegos. ¿Y quién no desearía jugar a cualquier juego que la señorita Fermor pudiera inventar? —añadió—. No hay más que pensar en hacerle una visita a su habitación por las mañanas: el camisón apenas cubriéndole el hombro, un atisbo a su níveo seno… una mano sobre su muslo…

Lord Petre fue preso de un arrebato de celos.—¡Basta, Douglass! —le interrumpió.—¡Qué tímido es usted, mi señor! —exclamó Douglass—. Jamás lo

hubiera imaginado. Tampoco, si se me permite decirlo, Arabella Fermor.—En el último punto, Douglass, creo que no podrías estar más

equivocado. Las mujeres como la señorita Fermor no son víctimas de hombres como yo. Ha vivido en la ciudad el tiempo suficiente como para saber que la reputación es el valor más volátil; incalculablemente alto en un momento dado e inexistente en el momento siguiente. La señorita Fermor no invertirá la suya en un mercado tan tempestuoso como el mío.

—Habla usted con la frivolidad de un joven amante —respondió Douglass—. Ya veo que no es de los que se dejan arrastrar fácilmente por la fuerza de la emoción.

—Como séptimo barón Petre, no soy lo bastante rico como para permitirme el lujo de dejarme arrastrar por las emociones —respondió lord Petre muy serio. Se preguntó a cuánto podía ascender la dote de Arabella. Supuso que a unas cuatro o cinco mil libras, sabiendo como

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sabía que la joven tenía varias hermanas menores que requerirían aportaciones matrimoniales. Por ser la mayor, la suya sería la más cuantiosa, pero si lo que Petre pensaba de la fortuna familiar de los Fermor era cierto, su madre jamás daría su aprobación a una unión semejante.

Aunque Douglass se había vuelto a mirar por la ventanilla, al oír el comentario de Petre se volvió abruptamente.

—¿Que no es lo bastante rico? ¿De qué demonios está hablando?A lord Petre no se le escapó el timbre de alarma que asomó en la voz

de Douglass. Así que, después de todo, la inocente broma no había sido tan inocente. Douglass intentaba determinar hasta qué punto era un hombre realmente acaudalado. La intervención de su acompañante fue un saludable recordatorio de que el joven estaba tan deseoso de contar con lord Petre y con su dinero como éste de desempeñar un papel en el plan de Douglass.

—Cuando me case, tendrá que ser con una mujer cuya dote sirva para aumentar el valor de nuestro patrimonio —respondió con aristocrática contundencia—. Esa es la obligación que impone sobre mí el título que ostento. He vivido veintitrés años inmerso en un pródigo lujo… y he terminado convertido en su esclavo.

Douglass sacudió la cabeza con una sonrisa en los labios.—Su situación es desesperada, mi señor. No sabe cuánto le

compadezco.—Simplemente me limito a puntualizar que sólo tengo la libertad de

enamorarme de muchachas como Molly Walker, con las que no existe la menor posibilidad de matrimonio —fue la respuesta de lord Petre. Lamentó sus palabras en cuanto las hubo formulado. ¿Por qué había tenido que mencionar a Molly? Qué gesto tan poco caballeroso. Todavía tenía mucho que aprender sobre el trato con un hombre como Douglass.

—¿Se refiere a Molly, la de la guantería de Fowler's? —replicó Douglass—. No hay en Londres un solo hombre que no le haya entregado el corazón a Molly Walker. Es asombroso que haya en el día horas suficientes para que Molly pueda albergar tanto sentimiento elevado. Aunque supongo que, como ninguno de sus pretendientes intentará jamás hacer de ella su esposa, siempre estará abierta a recibir nuevas declaraciones.

A pesar de los recelos que acababan de despertar en él, lord Petre no pudo menos de encontrar divertido el discurso de Douglass.

—Muy cierto —respondió con una sonrisa—. La pobre Molly vive a merced de un sinnúmero de embobados y jóvenes caballeros.

Douglass soltó una carcajada.—Ay, si Arabella Fermor pudiera oírle. Daría lo que fuera por poder

hablarle de esta conversación y provocar el brillo en esa calmada sonrisa suya. Aun así, no hay que olvidar el dicho, mi señor: sonrisa fría, caliente…

Lord Petre se rió y le propinó una palmada en el hombro.—Tu compañía me hace bien, Douglass —dijo al tiempo que los

caballos se detenían con un repiqueteo y ambos salían despedidos hacia delante en el asiento, levantando una bota para evitar ir a dar al suelo.

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Antes de bajar del coche Douglass se volvió hacia él. Se había puesto serio.

—Todavía no hay noticias, mi señor —dijo—. Pero debemos esperar y no bajar la guardia.

—Esperar y no bajar la guardia —repitió lord Petre, y Douglass abrió la portezuela, dispuesto a bajar del carruaje.

La entrada a Pontack's, en Abchurch Lane, estaba abarrotada de caballeros como lord Petre y su acompañante: bien vestidos y dispuestos al disfrute. Dentro, las mesas estaban colocadas en filas a lo largo de una amplia sala de paredes revestidas de madera que reverberaban con el tintineo de los platos y los cubiertos y con la algarabía de las voces.

Lord Petre se dirigió por delante de Douglass hacia dos asientos situados en la mesa central. Entre el bullicio de las conversaciones, las sillas chirriaban sobre el suelo cuando sus ocupantes se levantaban para saludarle. Hubo un murmullo general de «Buenos días, mi señor», seguido ocasionalmente por el saludo que el barón dedicaba a algún conocido en particular. Petre estaba encantado de que Douglass fuera testigo de la escena, y de pronto lamentó que Arabella Fermor no estuviera también allí para verlo.

—Veo que Richard Steele está sentado en el otro extremo de la sala —dijo—. Qué tipo tan listo. Su Tatler era lo más agudo que he leído jamás, y dicen que el Spectator es aún más divertido.

Douglass miró perezosamente por encima de las mesas y dijo:—Su hombre, Steele, está sentado con un caballero al que he

conocido recientemente. Un joven poeta llamado Alexander Pope.Lord Petre se mostró sorprendido. No había esperado que Douglass

fuera un lector de los periódicos literarios de Steele, y estaba convencido de que no había leído los poemas de Pope. ¿Podría haber tenido algún motivo en particular para reparar en él?

Era la primera vez que Alexander comía en Pontack's y también la primera que cenaba con el célebre periodista Richard Steele. Estaba sentado muy tieso en la silla y sonreía con la típica sonrisa de quien piensa en mil cosas a la vez además de prestar atención a las que le cuenta su compañero de mesa. La mitad del restaurante se había puesto en pie cuando habían hecho su entrada al establecimiento, acercándose para felicitar a Steele por los primeros números de su periódico, el Spectator. Alexander se preguntó durante un instante si debería ofrecerse a pagar la cena, decidió que no, y a continuación dudó de si haría bien en participar a la hora de pedir la comida o fingir, con aire ausente, que el asunto no despertaba en él ningún interés. Sus ojos recorrían de un extremo al otro la sala, que a buen seguro debía de estar abarrotada de figuras de renombre. ¿Era ése Robert Harley, el primer ministro de la reina Ana, sentado justo delante de ellos? Y su acompañante… estaba seguro de que era… tenía que serlo… no fue capaz de reprimir una exclamación:

—¡Es el doctor Swift! ¡El doctor Jonathan Swift! Sentado con el primer ministro.

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Steele sonrió.—Sí, sí. Cenan juntos aquí a menudo. Incomprensible. Swift es mi

mejor amigo… escribía para el Tatler. Pero Harley, intratable conservador donde los haya, es el peor primer ministro de la historia de este país. No alcanzo a imaginar qué hace Swift sentado en su compañía. Aunque quizás podríamos invitarles a que se unieran a nosotros…

Steele se interrumpió para pedir la cena. Eligió una selección de platos que daban buena prueba de su preferencia por la carne, profusamente cocinada.

—Sus «Pastorales» han sido todo un éxito, Pope. Espero que pronto salgan de su pluma más versos que vuelvan a cautivar Londres —dijo, agitando la servilleta a su alrededor como si homenajeara la experta versificación de Alexander—. Si lo hace, le publicaremos en el Spectator. Son muchos los apoyos con los que cuenta en la ciudad. He oído hablar de usted en una docena de cenas… —pero Steele se distrajo de pronto y dijo—: Vaya, veo que está aquí el barón de Kingston, cenando con ese bruto de Clotworthy Skeffington. Probablemente Kingston albergue la esperanza de cambiar a su hija, lady Mary Pierrepont, por la fortuna de Skeffington. Qué curioso. El egoísmo lleva a los hombres a cometer los actos más peculiares —se rió, olvidando de pronto que se había interrumpido en mitad de una pródiga alabanza a la obra de Alexander.

Pero a Alexander no le importó, pues en ese momento sentía que tenía todas sus estrellas alineadas en su favor. Ahí estaba él, en el restaurante Pontack's, invitado por Richard Steele, escritor y fundador del periódico más famoso del mundo. Steele había mencionado a lady Mary Pierrepont, la dama cuyo retrato él había visto en el estudio de Jervas. ¡Todo el mundo parecía conocerla! Aunque le picaba la curiosidad, la llegada a la mesa de un pollo a la manteca, en compañía de otra ave de corral bañada en una generosa capa de nata, le impidió preguntar por la joven. Steele miró sendas bandejas con ávido entusiasmo y, agarrando la pata del ave que tenía más próxima, se embarcó en una nueva historia mientras Alexander seguía sonriendo y asintiendo, algo nervioso ante la perspectiva de proceder con su propio intento con las aves.

Steele estaba diciendo:—Y le encantará especialmente esta parte de la historia, Pope,

porque resulta que me dijo… —de repente, se interrumpió para comentar—: ¡Vaya! Veo que también ha venido mi señor Petre.

Alexander levantó los ojos y vio caminar hacia él al hombre que había visto en el retrato de Jervas. Steele se había levantado y le decía ya a Petre:

—Estamos aquí con mi joven amigo, el señor Pope, que es poeta. Quizás ya se conocen ustedes, mi señor.

Alexander irguió la espalda tanto como le fue posible.Lord Petre empezó a negar con la cabeza y ya las palabras «Me temo

que no…» empezaban a dibujarse en sus labios cuando la expresión de su rostro cambió de repente.

—Sí, a decir verdad, creo que nos hemos conocido antes —se apresuró a decir. Alexander se estremeció ante la expresión de desconcierto que asomó al rostro del recién llegado. Lord Petre acababa

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de acordarse del día en Ladyholt—. Pero el día que le conocí, señor, no sabía que era usted un poeta que residía en el campo —añadió con una elegante sonrisa que en nada comprometió su aire de confiada superioridad. Alexander reparó de inmediato en que era un experto en lidiar con situaciones de esa naturaleza.

Se volvió entonces a mirar al acompañante de lord Petre, en el que hasta ese momento tan sólo había reparado indirectamente. Su asombro fue mayúsculo cuando vio que se trataba de James Douglass.

—También yo le conozco, señor Pope —dijo Douglass, y Alexander clavó en él una mirada perpleja en la que Douglass no pareció reparar. ¿Era acaso posible que estuviera equivocado acerca de la identidad de Douglass?

—¿Asistirá al baile de máscaras mañana por la noche, señor Steele? —preguntó Petre afablemente—. Espero que escriba sobre él en el Spectator y nos haga famosos a todos.

—Podría escribir sobre el baile, mi señor, pero no creo que con ello les hiciera famosos —respondió Steele con tono jovial—. Todos los invitados acudirán enmascarados, de modo que no podré saber quién está presente y quién no.

—¡Poco importa eso, señor! —intervino Douglass—. A todos nos gusta que se nos recuerde, incluso cuando nos disfrazamos. ¿No es cierto acaso que apenas dejamos ver nuestro verdadero yo, incluso en la vida ordinaria? —se llevó una mano al cuello al hablar y al ver el gesto Alexander supo que no se había equivocado.

Dedicó a lord Petre una mirada involuntaria, pero éste se reía de buena gana al oír responder a Steele:

—Usted y yo compartimos la misma opinión, señor. ¿A quién le importa realmente cuál es el carácter de una persona? ¡Lo único que nos interesa es el modo en que se muestra ante el mundo! —Alexander apartó la mirada. Nadie más que él parecía albergar la menor duda sobre el intrigante personaje de Douglass.

Cuando la conversación con Steele tocó a su fin, lord Petre se dirigió a su mesa con Douglass tras sus pasos. Robert Harley se levantó a saludarle.

—¿Cómo está, Harley? —preguntó lord Petre—. Felicidades, señor, por la aprobación de la ley sobre las importaciones. Una gran victoria para el partido.

En cuanto tomaron asiento, Douglass exclamó:—¡Ese era el primer ministro, Robert Harley! ¿Le conoce usted bien,

mi señor?Lord Petre le miró. ¿Acaso albergaba Douglass alguna duda sobre la

posición que ocupaba en la sociedad?—Conozco un poco a Harley —respondió—. Le veo en la corte, en

Westminster… y aquí, naturalmente. Pero no hace falta que finjas estar sorprendido por mis contactos, ni que me halagues con la admiración que les profesas. Lo que tú deseas es utilizarlos, cosa harto comprensible.

Aunque Douglass asintió con la cabeza, lord Petre no pareció haber

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dado el asunto por concluido.—Cuando una persona es rica y poderosa, acostumbra a ser de

indispensable importancia para quienes la rodean —añadió, bajando la voz—. Me sentiría tan ofendido si no valoraras la posición que ocupo en la sociedad como una mujer hermosa que ha sido elogiada por su excelente carácter.

»El doctor Swift, por ejemplo. No hay más que ver con qué empeño ha logrado convertirse en un respetado clérigo. Aunque, dentro de cincuenta años, ¿quién se acordará de la dignidad de sus sermones o de la sabiduría de su teología? Se le recordará simplemente por haber sido el amigo de Robert Harley, el hombre que tomaba clarete y comía cordero en Pontack's con el primer ministro de la reina Ana —Douglass se limitó a encogerse de hombros.

Lord Petre llamó al camarero y poco después llegaron las ostras y el vino. Douglass alzó su copa y brindó:

—Por la gloriosa causa, mi señor.Su voz provocó en lord Petre un entusiasmo renovado.—La más gloriosa del mundo —respondió, y bebieron.Douglass se zampó un par de ostras.—¡Una cena excelente! Pidamos una botella de Ho Bryan para

acompañar la oca. Es un vino nuevo francés. Vamos. Yo me encargo de pedirlo.

Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, se unieron a ellos los hombres de los que habían estado hablando. Lord Petre se levantó al instante.

—Justo estábamos elogiando la excelencia de sus sátiras, doctor Swift —dijo—. ¡Ojalá su avezado ingenio mantenga a los liberales alejados del poder durante muchos años!

—Gracias, mi señor —respondió Swift con una ligera inclinación de cabeza—. Aunque sin duda es deseable la desaparición de los liberales, debo confesar que mis esfuerzos como humorista han apuntado a un objeto mucho más elevado. Siempre que se me emplea en Londres como periodista, mis parroquianos en Irlanda se libran de oír mis sermones… y yo de oír a mis parroquianos.

—¿Quiere decir eso que no disfruta usted de sus sermones, doctor Swift? —preguntó lord Petre, intentando ocultar su sorpresa.

—No cuando tocan temas religiosos, mi señor —respondió Swift con una sonrisa—. Mis habilidades no encajan con el tema de la fe… sobre todo si se trata de la variedad que impera en Irlanda. Si un hombre quiere creer que la carne de nuestro Salvador es un producto comestible que se sirve a la nación para desayunar el domingo por la mañana, está más allá del poder de mi razonamiento retórico convencerle de lo contrario.

Lord Petre recibió el comentario con una semisonrisa, pasando por alto que Swift había olvidado que era católico. A fin de cuentas, Swift hablaba de Irlanda.

—Pero me sorprende que sus escritos sean de naturaleza política —insistió—. Siempre he creído que el clero estaba obligado a escribir sobre asuntos teológicos, si lo que deseaba era procurar el progreso de la

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Iglesia.—Y así es, mi señor. Los jóvenes clérigos están siempre intentando

ver publicada su filosofía —dijo Swift—. Sin embargo, una parte de mí duda que un ensayo titulado Breve exposición de la Plegaria del Señor y del Decálogo, a la que se ha añadido la doctrina de los sacramentos llegue a convertirse en un éxito editorial —añadió, dedicando al grupo una sonrisa fatigada.

»Y es que resulta harto difícil describir el absurdo de la vida clerical a los hombres que viven en el mundo —prosiguió—. Podría trabajar sin descanso y publicar un mediocre tratado titulado Sobre el ser y los atributos de Dios. Se publicaría a escondidas… con una tirada de, como mucho, cincuenta ejemplares. Pero mis colegas de la Iglesia caerían sobre él como una banda de gourmets sobre una salchicha de Bolonia. Durante los meses siguientes, dedicarían las noches a repartirse una botella de vino entre ocho, escucharían a uno de ellos tocar alguna pieza con la viola y se concentrarían en rumiar mis raídas consideraciones sobre la esencia de Dios, robadas todas ellas de un tratado de idéntico título datado en 1684. Aproximadamente un año más tarde, uno de ellos publicaría un panfleto en respuesta a mi escrito: Algunas reflexiones o quizás Observaciones temporales sobre esos últimos comentarios, por el doctor S…, y la ridícula representación volvería a empezar: el vino, la viola y la interminable charla.

Harley y lord Petre se rieron, pero Douglass estaba inquieto, obviamente aburrido con la conversación.

—Debo confesar que me resulta difícil seguir las disputas teológicas —observó lord Petre.

—¡Difícil de seguir, dice usted! —intervino Swift mordaz—. Los clérigos se dedican a perder el tiempo, lloriqueando y ladrándose unos a otros en un extraño y torpe lenguaje que ninguna persona en su sano juicio es capaz de comprender, y aun así se espera que todo el mundo siga la disputa con semblante solemne, fingiendo que comprenden cada palabra.

—Al menos en Londres, debe usted de tener más relación con los hombres de letras que con el clero —dijo Petre. Swift asintió, reconociendo que ése era ciertamente el caso con una nueva inclinación de cabeza.

—En este preciso instante estamos entre hombres de letras —dijo Douglass—. Tenemos a un joven poeta sentado en el otro extremo del salón en compañía de Richard Steele.

Swift se volvió a mirar a Alexander.—No conozco al joven —respondió Swift—. ¿Es humorista?—Nada más lejos —fue la réplica de lord Petre—. Escribe églogas,

como el joven Virgilio. Quizás llegue el día en que nos dé una epopeya.—¡Vaya! Bueno, debo reconocer que no tengo la cabeza que se

necesita para el disfrute de la épica, y todo parece indicar que el caballero en cuestión tampoco compartirá mi inclinación por la ridiculización —respondió Swift—. Me temo que estamos condenados a no conocernos.

La conversación concluyó poco después. Cuando Swift y Harley se

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marcharon, lord Petre dijo:—Swift no ha mostrado demasiado interés por el señor Pope.—Creo que Pope escribe sobre el campo —dijo Douglass—, donde

pasa la mayor parte de su tiempo. Conoce a la perfección el estado de los caminos y de las partidas de caza. Me atrevería a decir que mejor hará en montar a caballo siempre que pueda, porque pasará mucho tiempo hasta que consiga sentarse sobre una mujer. Tendría que hacerlo a horcajadas sobre una furcia como si fuera su yegua… con un escabel para ayudarse a subir desde el suelo.

Petre soltó una risotada y, al ver que Douglass no tenía intención de pedir el Ho Bryan, indicó al camarero con un gesto que les sirviera más vino.

A la mañana siguiente, Alexander fue al encuentro de Jacob Tonson en su librería de Bow Street para conocer su opinión sobre los versos que había compuesto para su nuevo libro de poemas. Se enfrentaba a la entrevista con aprensión, y no sólo por lo que el viejo editor pudiera opinar sobre sus versos, sino porque no le había dicho a Tonson que había dado su Ensayo sobre la crítica a un viejo compañero de colegio para que lo publicara. Había procedido así movido por la inseguridad, pero al entrar en la tienda se dio cuenta de que podía parecer una muestra de arrogancia o de indiferencia ante la buena opinión que Tonson pudiera tener de él.

Un joven con anteojos levantó la mirada de las sumas y papeles que tenía sobre la mesa y que estudiaba con gran seriedad para saludarle. «Asegurándose de que Tonson no paga demasiado a sus autores por sus derechos de autor», reflexionó Alexander. El joven sonrió amablemente y Alexander correspondió a la sonrisa con una inclinación de cabeza. ¿Por qué le saludaba el muchacho con tan cortés altivez? Sin duda era conocedor de las desagradables noticias que Tonson le tenía preparadas. Reparó en que la Miscelánea que contenía sus poemas estaba prominentemente colocada encima de la mesa y no le cupo duda de que había sido puesta allí justo antes de su llegada.

El ayudante de Tonson captó su mirada.—Hemos vendido muchos ejemplares, señor Pope, desde que el

Tatler elogió el volumen —dijo—. El señor Tonson no deja de mostrar el libro a toda nuestra clientela.

Alexander asintió pero no dijo nada, temeroso de haber captado un ligero timbre de burla en la voz del muchacho. Su mirada recelosa quedó de pronto prendida en una elegante edición nueva de El paraíso perdido, apilada en montones mucho mayores sobre la mesa con una nota que la anunciaba como la novena edición del poema que Tonson había publicado hacía veinte años. Nueve ediciones. Ni siquiera Dryden había logrado tantas. Había también ilustraciones, suntuosamente grabadas.

Por fin apareció el mismísimo Tonson en persona con un libro que Alexander no había visto antes.

—¿Cómo está, señor? —gritó, tomando asiento y dejando el libro de modo que quedara fuera de la vista de Alexander—. ¿Le apetece un

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refrigerio? Justo estábamos tomando el té.Alexander dijo que tan sólo tomaría una copa de vino e intentó por

todos los medios ver el ejemplar que Tonson mantenía oculto.—He leído los nuevos versos que me envió —empezó Tonson—, pero

antes de que los comentemos, tengo grandes elogios que comunicarle… de parte de un caballero que se refiere a usted como «El pequeño ruiseñor».

Pope intentó esbozar una sonrisa al tiempo que maldecía a Tonson entre dientes.

—¡Ah, sí! —dijo—. Mi amigo, el señor Wycherley. Espero que esté bien, señor. Me bautizó con el nombre de «ruiseñor» en broma porque canto… ya sabe, como los poetas clásicos. Y porque soy menudo —añadió tras un instante de pausa.

—Wycherley —respondió Tonson—. Una pena que haya perdido la memoria desde su enfermedad, pues fue el más grande dramaturgo de su generación.

—Solía seguir al señor Wycherley por la ciudad con la misma constancia que mi perro corre tras de mí en el campo —respondió Alexander.

Tonson volvió la mirada hacia el librito y tomó un sorbo de vino.—¿Le gustan los perros, señor Pope?—Así es —dijo Alexander, viendo alimentada su vanidad—. Mi perro

favorito es uno pequeño y flaco que poco tiene en común con los ejemplares de razas más elegantes. Y es que es el parecido lo que despierta el afecto. El animal se sienta cuando yo lo hago y camina por donde yo camino… lo cual es más de lo que muchos buenos amigos son capaces de fingir —Jacob Tonson observaba hablar a Alexander con una mirada firme y atenta, sin sonreír aunque tampoco ceñudo, pero evaluándole detenidamente.

—Concentrémonos en sus versos, señor Pope —le interrumpió—. Ha dado usted el título de El bosque de Windsor a esta nueva pieza y todo me lleva a suponer que la ha escrito durante su estancia en el campo.

—En Binfield, sí.—Entiendo. Bien, creo que contiene demasiados elementos

campestres. Todo en sus poemas se estremece y tiembla con la aprensión de la muerte: los campesinos, las liebres, las palomas, la trucha, el ciervo… No es más que una muestra de rústica carnicería de principio a fin.

—El primer objeto de la vida en el campo es matar tan frecuente y pródigamente como sea posible —respondió Alexander con una sonrisa irónica.

—Ese es un sentimiento demasiado crudo para mis lectores, señor Pope —respondió Tonson—. A quienes vivimos encerrados en una gran ciudad nos gusta imaginar las delicias rurales: la tribu emplumada, las especies escamosas, las lanudas, etc. No tenemos el menor deseo de que nos cuenten que todos ellos mueren acribillados durante su infancia por hombres armados con escopetas y cañas de pescar. En doscientos versos ha borrado usted del mapa a la mitad de Berkshire.

—Eso era básicamente lo que pretendía, señor Tonson.

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—La vida en el campo es demasiado anticuada para los tiempos que corren, Pope. ¿Y el comercio? ¿Y el intercambio? El botín del imperio, llegando a raudales a Londres desde las cuatro esquinas de la Tierra. ¡Londres! Una gran ciudad, levantada de las cenizas del fuego como el ave fénix… Dejo en sus manos los detalles de la composición. ¡Sí! Lo que ha escrito usted debería ser el principio de un poema mucho más largo. Procedemos del campo, llenos de… ¿cómo lo dice usted?, «clamorosas avefrías y percas de ojos brillantes». Llegamos a la ciudad, rica con los frutos de los vientos del comercio. Los deslumbrantes rubíes, el oro maduro, el picante ámbar… usted conoce mejor que yo el estilo.

A pesar de que Alexander se estremeció al oír la mezcla de metáforas empleada por Tonson, respondió tan diplomáticamente como pudo.

—Señor, en un poema tiene que haber algún vehículo que lleve al lector desde la… la «lanuda tribu» (como usted la llama) a la… ejem… la «picante ciudad» —dijo—. Es absurdo cambiar de pronto del campo a la ciudad sin un conducto que facilite la transición. Las reglas de la poesía no lo permiten.

—Muy bien, en ese caso cambie usted las reglas de la poesía —dijo Tonson—. Si Londres no aguarda a mis lectores en el otro extremo de estos versos, no se molestarán en hacer el viaje por El bosque de Windsor con usted.

Alexander siguió inmóvil en la silla, mirando a su editor. Entre una cosa y la otra había invertido cuatro años en la escritura de El bosque de Windsor. Era una imitación exquisitamente ingeniosa del joven estilo de Virgilio, cosa que Tonson comprendía a la perfección.

—Debe dar a mis lectores algo nuevo —prosiguió Tonson—. Sus primeros poemas resultaban sorprendentes en alguien tan joven, pero ha llegado la hora de mostrar un talento más ingenioso.

Pope se vio obligado a tragarse la decepción que le embargaba.—Pero es que siento por los versos de mi juventud un afecto que

nada puede reemplazar —dijo, intentando tranquilizarse. Temía que le temblara la mano si intentaba tomar un sorbo de vino de su copa—. Las visiones de mi niñez se han desvanecido para siempre, como los delicados colores que solía ver entonces cuando cerraba los ojos. En esa época, cada colina y cada arroyo tenían… ¿cómo describirlo?… la gloria y la frescura de un sueño. Creo que ésa es una noción que compondría un exquisito poema.

—Los lectores de hoy en día no se interesan por las visiones de la infancia —se apresuró a responder Tonson—. Viven en un mundo en el que todo es nuevo. Déjeles avanzar, Pope. Otro poeta, en otro tiempo, les llevará de regreso a lo que fueron. Y asegúrese de no dar sus nuevos versos al rufián de Lintot para que se los publique —Alexander se rió ligeramente ante esta última observación, y por fin Tonson le mostró el libro que hasta entonces había mantenido oculto.

—Ensayo sobre la crítica, impreso para W. Lewis en Russell Street, Covent Carden —leyó en la cubierta—. ¿Es esto suyo, señor? El escritor es anónimo, pero todo me hace suponer que el estilo es el suyo.

¡Su propio libro! No un simple poema en un volumen colectivo. Alexander deseó más que nada en el mundo tomarlo en sus manos, pero

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estaba atenazado por la vergüenza que provocaba en él no haberle dicho nada a Tonson. De pronto entendió que el comentario jocoso sobre Lintot había sido en realidad un reproche.

—Ni siquiera yo lo había visto todavía impreso —masculló.Tonson no sonrió.—Cierto, las páginas están aún calientes. Recién salidas de la

imprenta —respondió—. Mi hombre, el señor Watt, las imprimió para su amigo editor, el señor Lewis, así que me las mostró. El nuestro es un mundo muy pequeño —Tonson volvió a hacer una pausa, todavía severo—. He leído el poema de principio a fin, señor, y me parece extremadamente bueno.

Alexander sonrió.—Oh, señor Tonson, no sabe cuánto valoro su opinión —dijo.—Aunque no está libre de errores, entiéndame.—Creo que le entiendo, sí —respondió Alexander, recuperando la

confianza gracias a las palabras de ánimo de Tonson.—Errores que bien podrían corregirse en la segunda edición —

añadió Tonson con un centelleo en su anciana mirada.Alexander respondió con una modesta inclinación de cabeza.—No osaría albergar la esperanza de que un tratado de esta índole,

que sólo un caballero de sesenta años puede comprender, pudiera ser reimpreso —dijo, con la esperanza de que Tonson le corrigiera.

Y Tonson, por una vez, se mostró servicial con él.—Me parece muy probable que alcance una segunda edición —dijo—,

pues sin duda creará un gran revuelo en Grub Street. Imagino que cuando el señor Dennis, por mencionar a alguien, descubra que ha desairado usted la escuela de crítica que él considera suya, no descansará hasta que no vea la luz una de sus habituales réplicas —el señor Dennis era un famoso crítico de la ciudad conocido por sus ataques contra los escritores que no eran de su agrado.

—El estilo de réplica que caracteriza al señor Dennis es de los que sólo pueden responderse adecuadamente con un arma de madera —dijo Alexander—. Podría haberle enviado un ejemplar de El bosque de Windsor en una de las maderas mejores y más resistentes, el roble inglés.

Tonson se rió, aunque Alexander se dio cuenta de que intentaba mantener un semblante severo.

—Ya veo que siente usted especial afición por meterse en problemas. Al señor Dennis le trae sin cuidado que sea usted joven y brillante, y que él esté viejo y cansado como yo.

Alexander no pudo reprimir la risa al responder:—Si la ira del señor Dennis procede tan sólo de su celo por

desanimar a los escritores jóvenes e inexpertos para que no escriban, debería atemorizarnos con sus versos, no con su prosa.

Tonson le sonrió y luego replicó con tono severo:—Debería aprender usted a no reírse tan alto de sus propios chistes,

señor Pope.—Me río en voz alta sólo porque estoy firmemente decidido a reír el

último —respondió Alexander al tiempo que se levantaba para marcharse.A pesar de que Tonson a punto estuvo de reprobar a Alexander por

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esta última muestra de insolencia, se limitó a encogerse de hombros. El joven estaba convencido de que a medida que avanzara en su carrera se vería inmerso en no pocos conflictos. Y Tonson había amasado su fortuna sabiendo que, en el mundo de Grub Street, eso significaba tener ganada la mitad de la batalla.

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Capítulo 5

Manchar su Honor, o su nuevo Brocado,olvidar sus Plegarias, o perderse una Mascarada,

o perder el corazón, o un collar, en un baile

Arabella estaba tan habituada a despertar la admiración en los hombres que en un primer momento no fue consciente de hasta qué punto la había afectado su encuentro con lord Petre. Se dijo que no había nada en las atenciones del barón que no hubiera visto antes, pero luego pasaron los días y no volvió a saber nada de él. Otros hombres le habrían escrito a esas alturas: notas galantes y suplicantes implorando su indulgencia. La habrían buscado y habrían fijado en ella una mirada entregada, para confesar después sus sentimientos de desamparo. Con lord Petre resultaba más que evidente que cualquier mirada implorante iba a brillar por su ausencia.

Arabella intentó quitarse el encuentro de la cabeza. Había ocurrido por casualidad y lo mejor era fingir que no había sucedido. Sin embargo, antes de que pudiera olvidarlo, reconoció que había sido el encuentro más agradable de los que había vivido hasta el momento. Nunca antes había mirado a un hombre a los ojos y había visto en ellos la mirada de un igual. Recordaba la confianza con la que, en el momento de la despedida, lord Petre había formulado el comentario sobre visitar su dormitorio. No había ni un ápice de cortesano en su carácter; no era un adulador. Si algún día Robert llegaba a desear algo de ella, estaba segura de que jamás le oiría suplicar por ello.

Se estremeció al reconocer el lugar que lord Petre ocupaba desde entonces en su corazón. La emocionaba pensar en él, aunque también la atemorizaba. A pesar de su orgulloso discurso, Arabella comprendía perfectamente que su situación era cuando menos incierta. Ella era católica. En contrapartida, era hermosa y rica… aunque sabía que no lo suficiente como para que su belleza y su patrimonio vencieran todos los obstáculos que tenía ante sí. A pesar de que durante dos años había sido considerada el trofeo más codiciado de Londres, en ese momento tan sólo podía pensar en lo mucho que anhelaba que fuera lord Petre quien la ganara. El anhelo amenazaba con abrumarla, y sabía que debía oponerle resistencia. No podía permitirse dejarse gobernar por el poder de la pasión… sobre todo la pasión por un hombre al que, según sus sospechas, gobernaban sus propias emociones, ya de por sí harto complejas y contradictorias.

La noche del martes en que iba a celebrarse el baile de máscaras, Arabella estaba sentada delante de su ventana mirando a la calle. Hacía varias horas que había oscurecido y las farolas que habían iluminado

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anteriormente las aceras y los escaparates de las tiendas ardían ya con menor intensidad. Cuando se marchara, casi se habrían extinguido por completo. Delante de la puerta principal James le preparaba el carruaje y un lacayo le hizo entrega de la manta de piel que la familia llevaba en el coche las noches de invierno. Un leve temblor sacudió la ventana de Arabella bajo el embate del viento, recordándole que debía decirle a Betty que la ajustara un poco más en la jamba. Se hacía tarde y volvió a adentrarse en la habitación para tirar de la campanilla.

En cuanto lo hizo, vislumbró su rostro reflejado en la nítida luz del espejo del tocador. Su mirada estuvo del todo desprovista de cualquier sombra de timidez y volvió a mirarse sobresaltada, sorprendida ante su belleza, como si durante un instante el rostro que tenía ante sí no fuera el suyo. No obstante, recuperó de nuevo la conciencia y empezó a tomar nota de las particularidades que la hacían parecer tan encantadora. Llevaba tan sólo un blusón, pues hacía poco que se había quitado el vestido que había llevado durante el día. Se había desprendido de las horquillas que le sujetaban el pelo y que le pinzaban la piel de la cabeza y sus rizos ligeramente desordenados caían con naturalidad sobre sus hombros. Su único adorno, además de las perlas que colgaban de sus orejas, era una única compresa embellecedora que se había aplicado en la mejilla.

Arabella pensaba que ésa era exactamente la actitud con la que le gustaría que la viera lord Petre cuando Betty entró a la habitación con el disfraz que su señora se pondría para la velada de esa noche. Había decidido disfrazarse de cisne. Se había hecho un vestido gris bordado con cientos de plumas de un blanco luminoso y un tocado dispuesto a modo de capucha de plumón, suave como un cuello de cisne, con un pequeño torreón de plumas grises tras la coronilla. La máscara, de estilo veneciano, estaba lacada en negro azabache y amarillo yema de huevo para sugerir con ella el pico de un cisne.

En la elección de su disfraz Arabella había pretendido mostrarse imperiosa, magnífica. Sin embargo, algo en ella había cambiado y dudó al contemplar el vestido. Era un disfraz demasiado astuto para el ánimo con el que se enfrentaba a la noche. Resultaría fría y orgullosa envuelta en esa nube de inmaculado plumaje; demasiado prístina para el placer embriagador de la velada. Lo que ella deseaba era un disfraz con el que capturar la misma agradable confusión y el mismo desconcierto que había sentido al vislumbrar su rostro en el espejo.

No se permitió ser del todo sincera sobre el cambio de disfraz. En un primer momento se le ocurrió que haría demasiado calor en el salón de baile para tanta pluma y que le resultaría imposible bailar. También se le ocurrió que no quería eclipsar exageradamente a sus primas Teresa y Martha, para quienes aquél era el primer baile de la temporada. Por fin, decidió que el disfraz resultaría demasiado espléndido para una mascarada pública y que sería mejor reservar el vestido hasta que pudiera dar con él un mayor espectáculo en un baile privado. Pero en ningún momento se formuló la consideración de que lord Petre sin duda estaría presente y de que tenía muchas más posibilidades de que él reparara en ella con un disfraz distinto. No era capaz de admitir

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semejante concesión.Se sentó en el tocador, en el que seguía aún desperdigado el infantil

desorden de sus labores matinales: pequeños frascos de perfume con tapas de plata, una caja con incrustaciones y profusamente forrada en seda, joyas y baratijas de la India y de los lejanos confines de Asia que brillaban con el reflejo de la luz de las velas. Delante de su espejo había un ramo de las primeras flores de la estación, adquiridas esa mañana en Covent Garden y enviadas por un admirador. Había cajas de horquillas, una nueva polvera y una capelina3 que había dejado de cualquier manera encima de la mesa al llegar apresuradamente a su habitación antes de la hora del té. Aun así, cuando volvió a mirarse en el espejo vio, en lugar de una espontánea belleza, una sombra de incertidumbre. La visión la conmocionó y se acercó aún más al espejo. Estaba plenamente decidida a que el mundo no viera insegura a la señorita Fermor.

Se volvió entonces hacia Betty:—He decidido ponerme el disfraz que encargamos para el baile de

lady Seaforth a principio de temporada. Iré disfrazada de la diosa Diana, con un arco de caza en el brazo. Mi padre tiene uno en los establos. Quiero que me recojas el pelo al estilo rústico; manda subir paja limpia para que podamos intercalarla entre las trenzas.

Betty, que esa mañana se había pasado tres horas planchando al vapor la pelusa del disfraz de cisne hasta dejarla en un estado de perfecta suavidad, recibió la noticia del cambio de planes con cierta contrariedad.

—¡Pero si ordenó que le hicieran el cisne justo para esta noche! —protestó—. Su madre se pondrá furiosa con usted. Tendremos problemas en la casa durante semanas.

—Apenas puedo explicármelo a mí misma, Betty —respondió Arabella con altivez, evitando la mirada de la criada—. Pero el cisne no es para esta noche. Me lo pondré para algún otro baile más adelante y mi madre no se opondrá en absoluto al cambio. Yo misma se lo diré —sabía que a su madre no le importaría. Prácticamente no mostraba el menor interés por las disposiciones de su hija.

—Algo me dice que espera usted ver a algún caballero en el baile al que, según cree, le gustará más vestida de diosa, señora —dijo Betty.

Arabella no respondió.La criada se rió y tiró bruscamente de los rizos de Arabella hasta que

ésta protestó.—Te rogaría que me cepillaras más suavemente, Betty. ¡No me

quedará pelo si sigues haciéndolo así!

En el camino de Charing Cross, a las diez en punto de esa misma noche, el paso era imposible debido al atasco de coches de caballos, monturas y carruajes de todo tipo que abarrotaban la calzada delante de los salones donde se celebraba la fiesta. Arabella había invitado a Teresa y a Martha a que compartieran su coche, confiando en que sería más apropiado llegar a la fiesta en grupo. Si para las dos hermanas era una novedad salir de noche sin contar con la escolta de su madre o de su tía,

3 Capelina: pequeña estola de piel. (N. del T.)

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para Arabella, en cambio, que desde hacía tiempo se había acostumbrado a moverse a su antojo sin la supervisión de sus padres, la ocasión resultaba poco novedosa. Las escoltaba a caballo sir George Brown, un primo lejano de Arabella: un individuo rotundo y taciturno cuya persona iba cubierta esa noche, como solía ocurrir siempre que se dejaba ver en público, de una fina película de rapé.

—A Dios gracias que no he venido disfrazada de cisne. De lo contrario se me habrían alborotado las plumas entre la muchedumbre —dijo Arabella al descender del carruaje.

—Pájaro condenadamente emplumado es el cisne —puntualizó sir George dando un golpecito en la tapa de su caja de rapé. Arabella decidió ignorar el comentario.

Sin embargo, Martha se volvió hacia él con una amable sonrisa.—¡Oh, sí! —exclamó—. Los cisnes tienen muchas… muchas plumas.Teresa miró a su alrededor, abrumada durante un instante por el

esplendor de la escena que tenía ante sus ojos.—¡Mirad el oso bailarín que baja de ese carruaje! —exclamó.—¡Sir Paul Methuen, sin duda! —respondió Arabella al instante.Un grupo de carboneros y de pasteleros pasaron apresuradamente a

su lado, riéndose a voz en grito, de camino al encuentro de un monje y un fraile.

—¿No se enfriará vestida de pastora, señorita Fermor? —preguntó sir George.

—No voy vestida de pastora —replicó Arabella—. Soy Diana, la diosa de la caza. ¿O es que no ha visto mi arco?

Las muchachas formaban un pequeño grupo. Teresa y Martha miraban instintivamente a Arabella en busca de guía, aunque Teresa intentaba parecer despreocupada y miraba a su alrededor, estudiando a los demás invitados a medida que éstos llegaban al baile como si esperara ver en cualquier momento a algún conocido.

Tras una breve pausa, Arabella señaló la entrada de los salones.—¿No es aquel tipo que está allí tu amigo, el señor Pope, Teresa?

Lleva una gola.Teresa y Martha alzaron la mirada a la vez. Alexander estaba de pie

con la tarjeta de entrada para el baile en una mano, hablando con Jervas, que iba vestido de senador romano. Martha echó a andar hacia ellos.

Al ver que Teresa no la seguía, se volvió y dijo:—¡Qué distinto está! Me pregunto quién se supone que es —al no

recibir respuesta de Teresa, añadió—: ¡Iré a preguntárselo!Pero Teresa dijo:—Será mejor que no te acerques a él, Patty. Está mal visto reconocer

a los amigos en esta clase de eventos.Aunque Martha supuso que la perspectiva de pasar una noche con

Arabella ponía ansiosa a su hermana, no tenía ninguna intención de desairar a Alexander por culpa de la vanidad de Teresa.

—Pero si apenas hemos visto a Alexander desde hace tres semanas, salvo para pedirle prestado su espadín —dijo.

Mientras Martha echaba a andar apresuradamente, Arabella miró a Teresa, esperando que fuera tras su hermana menor. Sin embargo,

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Teresa no se movió.—Después de todo, tienes razón sobre el señor Pope, Bell —dijo—. Su

aspecto es extraordinariamente estúpido. A Dios gracias que llevamos máscara y no tendré que saludarle.

Arabella le dedicó una mirada afilada a modo de respuesta y las dos primas se dirigieron hacia la escalinata tomadas del brazo.

Alexander esbozó una amplia sonrisa en cuanto vio a Martha y tendió hacia ella las manos entre la multitud.

—¡Patty! —exclamó—. Tu disfraz… es delicioso. Pero deberías ponerte la máscara. Se supone que no debo reconocerte.

—¿Qué personaje representa tu disfraz, Alexander? —preguntó la joven.

—Me sorprende que no lo reconozcas —respondió él con aire alegre—. Soy el célebre poeta Alexander Pope, recién llegado a Londres sin un disfraz con el que asistir a una mascarada. Le he pedido prestada la gola a Jervas. Un excelente detalle, ¿no te parece?

Martha reparó en que los ojos de Alexander abandonaron su rostro mientras hablaba. Al verle estirar la espalda y ajustarse la chaqueta, Martha supuso que habría visto a Teresa.

Jervas apareció en ese instante tras Alexander.—Deberías contar ese chiste siempre que te sea posible, Pope, pues

si algún día tus poemas llegan a ser célebres tendrás que pensar en algo nuevo sobre lo que bromear.

Justo cuando Alexander estaba a punto de responder, se dio cuenta de que Jervas estaba mirando a Martha.

—Qué lástima que supuestamente estemos aquí de incógnito —dijo Jervas—, pues no puedo pedirte que me presentes a tu amiga. Es el joven caballero más apuesto que he visto jamás, y anhelo conocerle. Debería advertirle que habrá en el baile un emperador romano que está firmemente decidido a flirtear sin parar.

Para sorpresa de Alexander, Martha se sonrojó y dedicó a ambos una mirada tímida.

—Estoy convencido de que cuento con el ingenio y la virtud necesarios para defenderme contra un ataque semejante —respondió Martha con una pequeña sonrisa—. Y si con eso no bastara, recurriré a mi espada, que recibí en préstamo de manos de un queridísimo amigo —concluyó poniéndose la máscara.

Alexander puso la mano en el hombro de Jervas y le hizo dar media vuelta hacia la entrada. Al entrar al salón tras él, se volvió a mirar de nuevo a Martha, que ya había desaparecido entre la muchedumbre.

Mientras la menor de las Blount hablaba con Alexander, Arabella mantenía una conversación bastante distinta. Cerca de ella, un hombre subió apresuradamente la escalinata con un tocado de príncipe otomano. Arabella reconoció en él de inmediato a lord Petre y, aunque justo en ese instante se estaba colocando la máscara, decidió esperar un poco más. Vio como lord Petre saludaba a un amigo y se volvía luego de espaldas a estudiar la multitud. Tuvo la impresión de que al hacerlo reparó en ella, aunque no la miró y ella fingió no reconocerle. No obstante, satisfecha tras haber descubierto cuál era el disfraz del barón, se cubrió el rostro.

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Un instante después lord Petre hizo lo propio y desapareció entre la maraña de invitados.

Cuando los hombres entraron, Martha regresó junto a su hermana y a Arabella.

—Qué extraño que hayan venido tantas mujeres solas al baile —comentó—. Mirad esa elegante dama disfrazada de española. Aunque parezca mentira, no tiene pareja.

Teresa no se había dado cuenta. De hecho, también ella había estado embelesada observando a lord Petre, cuyo tocado de otomano le otorgaba un aire todavía más distinguido del que le daban su traje y su chaleco de paseo. Teresa le había visto otear la muchedumbre y habría jurado que había intentado llamar su atención. Sin duda le había impresionado su encuentro con la señorita Blount de Mapledurham… no había esperado menos. Se volvió hacia Martha con una expresión confiada.

—Probablemente no sea más que una mujer de pueblo que ha venido en busca de pareja, Patty —explicó—. En cualquier caso, es una práctica aceptable que las mujeres acudan solas a los bailes de máscaras. Una vez dentro, los amigos se separan y deben entregarse a la conversación con todo aquel que se dirija a ellos. Ahí está la gracia. Hay salones a los que las parejas pueden retirarse si así lo desean, y donde les está permitido mostrar sus rostros previo consentimiento mutuo.

En ese preciso instante cruzaron las puertas empujadas por la fuerza de la muchedumbre y se adentraron en los salones.

Habría resultado tarea imposible prepararse para el infernal estallido de ruido y de fulgor que las golpeó. Cientos de velas de cera… un deslumbrante resplandor… refulgentes joyas, suntuosas máscaras, brillantes sonrisas… aunque una ausencia absoluta de rostros. El rugido de las conversaciones ondeando a lo largo y ancho del salón sobre oleadas de música; dos orquestas situadas sobre elevadas plataformas a ambos extremos. Los tocados se elevaban entre la muchedumbre como pájaros: plumas de pavo real y de avestruz. Pelucas empolvadas y torres de cabello como montañas de dulces; relucientes diamantes. Un alegre tintineo de tacones surcando la tarima del suelo, el crujido de las enaguas, el restallido de los abanicos agitándose en el aire: el calor, la luz, nubes de sonido. Venecianos, turcos, españoles, deshollinadores, carboneros, pasteleros, aprendices de carnicero, cocheros, almirantes, jueces, cortesanos y reyes. Una inmensa confusión de desconocidos con sus disfraces de desconocidos. Y, entre ellos, desperdigados por doquier, las figuras vestidas de blanco y negro de los dóminos, con la cabeza totalmente oculta bajo las voluminosas capuchas de seda.

En cuanto hizo su entrada en el salón, Arabella se dio cuenta de que no era la única figura presente disfrazada de un personaje de la Antigüedad clásica. Fue recibida por un apuesto y atento caballero disfrazado de Apolo, en quien reconoció a Charles Luxton, un viejo amigo. Luxton inmediatamente la invitó a bailar y ella aceptó, consciente de que probablemente su disfraz luciría mejor en movimiento. Hacía varios años que conocía a Charles Luxton y alimentaba las atenciones públicas del joven debido a sus encantos personales, unos encantos que encajaban con los de ella a la perfección. Aun así, sabía que Charles heredaría tan sólo

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una pequeña propiedad en una mediocre parte del país y que su esposa sería por lo tanto una dama de fortuna mucho menos considerable y de aspecto menos elevado que ella.

Poco después de que la pieza que había bailado con el señor Luxton tocara a su fin, lord Petre se acercó a ella. Arabella fue de pronto consciente de todos y cada uno de sus movimientos y volvió hacia él la cabeza con un gesto pícaro, a la vez invitación y rechazo.

Él se dirigió a ella con una inclinación de cabeza.—Mas ¡oh, cómo se apodera de mis sentidos semejante resplandor!

—declaró.Arabella estuvo encantada con el cumplido. Aunque temblando de

excitación, respondió con voz mesurada:—La observación no es obra suya, señor. Acaba de citar a Robert

Herrick, aunque creía que yo no lo sabría.Lord Petre arqueó las cejas.—Apenas conocía los versos de Herrick hasta que la he visto vestida

así —respondió—. Al menos, no los comprendía. Pero desde que la he visto no puedo pensar en otra cosa: «Y desde entonces, desde entonces pienso tan sólo en la suave ondulación / que licua su ropa».

A pesar de que Arabella había oído los versos antes, nunca le habían complacido tanto como en ese momento. Pero optó por cambiar de tema.

—Dado que procede usted del mundo otomano, no es de esperar que adivine a cuál de las diosas romanas represento —fue su comentario.

—¿Usted, una diosa? La había tomado por sirena.—¿Acaso no ve el arco que llevo? Soy Diana, reina de la caza y diosa

de la castidad.—Creía que le había robado el arco al cupido que está de pie junto al

bufé —respondió Petre—. Cualquiera diría que anda muy necesitado de uno y que sin él no vaya a ser capaz de perforar un corazón en toda la noche. Quizás pueda ofrecerle usted el suyo, pues es indudable que no precisa ningún instrumento para conseguir su presa —por muy apuesto que Arabella encontrara a Petre al hablar, por muy alto y poderoso que le pareciera, estaba plenamente decidida a no reconocerlo.

—La experiencia me dice que la presa goza de una maravillosa capacidad de huida justo cuando parece haberse rendido —respondió. Aunque sabía que estaba poniendo a Petre a prueba, no supo con exactitud qué era exactamente lo que esperaba oírle decir.

—Es usted una gran conocedora del deporte, señora.—Naturalmente. Imagino que usted también.—Conozco bien el arte que lo rige, pero raras son las veces que he

visto un objeto que mereciera la pena perseguir —dijo.—Aun así, se dice que el mayor de los placeres se encuentra en la

caza en sí, y no en el valor de las presas —fue la réplica de Arabella—. Quizás debería intentarlo, simplemente como objeto de investigación.

—Creo que lo haré. Y cuando lo haga, señora, tenga por seguro que tendré esta conversación en mente.

Y, tras una nueva inclinación de cabeza, se marchó. Arabella se sintió decepcionada al ver que lord Petre no le pedía que bailara con él y, en su arrebato de descontento, tiró sin pensarlo de la cuerda del arco,

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haciéndola vibrar. Lord Petre la oyó tañer, aun a pesar del ruido que imperaba en el salón, y se volvió a mirar a Arabella con una sonrisa pícara. Estaba jugando con ella, su sonrisa mostraba claramente que también él se había alejado a regañadientes. Recuperado el ánimo, Arabella se abrió paso entre la multitud.

Alexander, mientras tanto, recorría el salón en compañía de Jervas, que había cogido una copa de vino y una ración de tarta para cada uno y observaba en ese momento el ir y venir de los invitados con la relajación que le caracterizaba.

—Esa ninfa estaría mucho mejor si dejara de hablar como el colmo de la vulgaridad —dijo—. Y fíjate en el cuáquero que está instalado contra el bufé, bebiéndose dos botellas de vino a la vez. Los participantes en las mascaradas deberían mostrarse un poco más fieles a sus personajes, al menos hasta la medianoche.

La conversación llegó a oídos de un hombre disfrazado de bufón, algo sobrecargado de contenidos, que mostraba un ligero parecido con Richard Steele.

—Estaría de acuerdo con usted, señor, si recientemente no hubiera entregado mi corazón a una dama que bailaba con tamaña elegancia que la he tomado por una condesa —dijo Steele—. Sin embargo, minutos después la he observado en las mesas de la cena y la he visto metiéndose comestibles entre los senos y en los bolsillos y huyendo furtivamente por una puerta lateral. Sospecho que mi «elegante dama» vive muy cerca de Covent Garden y que se ha colado en la mascarada para hacerse con un arsenal de cenas frías para toda una semana.

Jervas se rió y respondió a Steele, pero la atención de Alexander quedó prendida en un joven paje que pasaba cerca de ellos y en quien reconoció a Teresa. Qué hermosa estaba con su traje de muchacho. Teresa hablaba en ese momento con un caballero turco… ¡Lord Petre! Guardó silencio. Estaba lo bastante cerca de la pareja como para oírles hablar, aunque habría podido jurar que ella no le había visto.

—Su disfraz le sienta estupendamente, señora —decía lord Petre—. Espero que le saque buen provecho.

—Ya lo he hecho, señor —respondió Teresa en un intento por emplear el mismo tono pícaro del barón aunque quizás con demasiada deferencia. Alexander fue preso de una punzada de dolor por ella.

Lord Petre respondió alegremente:—Su elección es sobradamente acertada —dijo—. Siento una enorme

admiración por la Noche de reyes. Tras unos instantes de cavilación, declamó: «Si la música es el alimento del amor, tocad / Dádmela en exceso hasta que, saciado / el apetito enferme y muera».

—¿No es usted un hombre inclinado a amar, señor? —preguntó Teresa.

—Es algo que me trae sin cuidado. Pocas veces desea el ciervo caer en una trampa cuando se siente perseguido.

De pronto, Alexander reparó en que no era la única persona que estaba pendiente de la conversación de lord Petre y la señorita Blount. Una figura disfrazada de dominó se había apostado también cerca de la pareja justo en el momento en que Teresa decía:

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—Mucho me temo que el hombre vestido de negro nos ha oído. ¿Le conoce?

Lord Petre se volvió a mirar al dominó.—Oh, no es ningún caballero —dijo con una sonrisa—. No hay más

que observar los lazos que lleva sobre las chinelas… ¿no le dicen a usted nada? Apuesto a que se trata de Charlotte Bromleigh, la esposa de lord Castlecomber. Se las he visto en ocasiones anteriores.

Alexander se volvió de espaldas, temeroso de que Teresa le viera allí de pie. ¡Así que lord Petre iba a ser el objeto de las atenciones de Teresa en la ciudad! Sin duda sus expectativas iban a sufrir una amarga decepción, reflexionó Alexander con amargura… sin embargo, casi al instante sintió que se le encogía el corazón. Era lord Petre quien había iniciado la conversación. Y con qué entusiasmo Teresa la había continuado. Jamás la había visto tan dispuesta a complacer, ni tan halagada por las atenciones de un hombre.

No obstante, no habían pasado ni cinco minutos cuando a Alexander le sorprendió ver a lord Petre de pie junto a la mujer disfrazada de dominó. La pareja estaba situada justo al otro lado de la entrada del salón principal y la naturaleza de su conversación era fácilmente adivinable, pues estaban muy juntos, como dos figuras íntimas. Sin embargo, cuando la figura vestida de negro volvió a reunirse con el grueso del grupo de invitados, Alexander se fijó en que sus zapatos no tenían cinta alguna. No, no era Charlotte Bromleigh. ¡Lord Petre había estado hablando con un hombre! Alexander siguió atento a la escena, pero la figura no tardó en perderse entre la multitud.

Cuando intentó volver a dar con él ya era tarde. Los invitados deambulaban por el salón envueltos en una embravecida oleada de movimiento. Mientras seguía observando, Alexander vio por vez primera que la gran mayoría de los presentes iban disfrazados con las sotanas de la Iglesia católica. No le pasó por alto que varios se habían vestido dando muestra de un más que obvio ánimo de burla hacia sus personajes: monjes con botellas de vino en la mano; un cura paseándose por el salón del brazo de una furcia estridentemente vestida. Sin embargo, había otros que podían pasar perfectamente por auténticos clérigos. En cuanto se acordó del invitado de la mascarada que había sido asesinado en Shoreditch, dedicó una mirada aprensiva al torbellino de rostros ocultos tras las inexpresivas máscaras.

Cerca de Alexander, Arabella había llegado al final de un minueto con el oso bailarín que había visto bajar anteriormente de un carruaje. Sin que fuera consciente de ello, estaba siendo observada por uno de los numerosos dominós presentes, cuyo rostro se ocultaba bajo los oscuros pliegues de su disfraz.

De pronto, pareció adivinar la presencia de la figura a su espalda y se dio la vuelta. Al ver la capucha sin rostro que se cernía sobre ella, contuvo un grito.

—¡No le conozco! —chilló por fin—. ¡Me ha asustado!Durante un instante el dominó no dijo nada. Luego se quitó la

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capucha y también la máscara. Era James Douglass.—¡Vaya! —exclamó Arabella—. El amigo que acompañaba a lord

Petre en el Exchange.—Así es, señora —respondió Douglass con una inclinación de cabeza

—. Acabo de oírla hablar sobre el tema del disfraz —Arabella le miró con atención, a la espera de que siguiera hablando. Había algo en él que le daba escalofríos, pero estaba intrigada y deseosa de oír lo que el hombre pudiera contarle sobre su extraña relación con lord Petre.

—Una mujer enmascarada es como un plato cubierto —dijo Douglass—. Provoca en un hombre curiosidad y apetito, cuando lo más probable es que, al descubierto, le revuelva el estómago.

Arabella dio un paso atrás. Qué comentario más cruel.—Tiene usted a la mujer en muy baja estima, señor —fue su

respuesta.—Al contrario. Soy de la opinión de que la mujer es poseedora de un

valor inestimable —respondió Douglass, y a sus ojos asomó la arruga de una sonrisa provocadora.

Arabella casi deseó que se marchara, aunque no podía resistirse al apremiante deseo de saber más sobre el barón.

—Sin embargo, valora usted tan sólo las partes de la persona que alcanzan la mirada —insistió, decidida a no permitir que Douglass la desconcertara.

—Y es ahí donde radica precisamente el valor, señora —respondió Douglass—. El valor del oro no es más que el precio que puede obtenerse por él. Ocurre lo mismo con las mujeres.

Arabella intentó reírse y decidió darse una última oportunidad.—No creo que piense usted lo mismo de los hombres —dijo—. Sin

duda, no juzga a sus amigos solamente por su aspecto. Apuesto a que desea penetrar en la profundidad de sus caracteres.

—La profundidad de los caracteres no me interesa lo más mínimo —respondió Douglass, mirándola con atención—. Son sus actos los que definen a un hombre.

—Pero muy a menudo la gente encubre sus verdaderos motivos y sus auténticas intenciones —replicó Arabella. Miró en derredor, sorprendida ante la repentina seriedad de Douglass, y deseosa de escapar de su presencia.

Pero él siguió mirándola fijamente, como apremiándola a que le escuchara con atención.

—Se equivoca, señora —dijo—. Si un hombre tiene algo que ocultar jamás cometerá la estupidez de aparecer disfrazado. Las mujeres son vanidosas y creen poder penetrar en los secretos del hombre valiéndose únicamente del poder de su intuición. Pero eso es siempre un error.

—¡Bobadas! —exclamó Arabella, apartándose de él—. Cualquier mujer perspicaz entenderá perfectamente el verdadero carácter de un hombre.

Douglass se encogió de hombros y señaló con la cabeza a un grupo de bailarines que estaban de pie delante de ambos. Lord Petre estaba entre ellos, bailando con una mujer magníficamente disfrazada de noble veneciana. Arabella se volvió de espaldas para que Douglass no pudiera

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verle la cara, decidida a no permitir bajo ningún concepto que percibiera su desilusión.

Alexander, mientras tanto, seguía dándole vueltas al encuentro entre lord Petre y el desconocido cuando Jervas se reunió con él. El joven pintor se quedó expectante a su lado, a la espera de oírle decir algo. Fue entonces cuando Alexander cayó en la cuenta de que su desaparición de la conversación con Jervas y Steele debía de haber resultado cuando menos abrupta.

—Me alegra volver a verte, Jervas —dijo. Y, al ver pasar al otomano con su pareja de baile, preguntó—: ¿Quién es la dama que baila con lord Petre? Es muy elegante.

—Si tuviera que aventurarme a dar un nombre diría que es lady Mary Pierrepont —fue la respuesta de Jervas—. Veo a un caballero llamado Edward Wortley que no les quita ojo, y diría que está tan celoso como el mismísimo Otelo. Lleva años intentando casarse con ella, pero al parecer el padre de lady Mary no está dispuesto a dar su brazo a torcer.

—Oh… ¡Así que ésa es Mary Pierrepont! —dijo Alexander—. Es tan hermosa como aparece en tu retrato.

—El ingenio más rápido, la lengua más afilada y la mujer más coqueta de todo Londres —respondió Jervas con una carcajada.

—A lady Mary le está permitido tomarse licencias que otras mujeres tienen prohibidas —dijo Alexander—. Es protestante e hija de barón.

—Bueno, desde luego que se toma ciertas licencias, de eso puedes estar seguro. He oído decir a Wortley que lady Mary conoce a todos los hombres elegantes de Londres… y a algunos demasiado bien.

Aunque Alexander deseaba seguir haciendo preguntas, una deliciosa y nueva visión captó su atención. Entre el grupo de bailarines del salón estaban Martha y Teresa, la una de cara a la otra, asumiendo el papel del caballero en la gavota que sonaba en ese momento. Ambas estaban encantadas con la novedad que les proporcionaba su disfraz de hombre. Teresa, como era de esperar, bailaba mejor que Martha; era toda una experta a la hora de adaptar los pasos propios de un caballero a sus alegres andares. Martha intentaba a duras penas moverse alrededor del obstáculo de su espadín, y cada vez que se volvía o se inclinaba tropezaba con las cintas del bulto del arma, que golpeteaba repetidamente contra ella, haciéndola parecer torpe e incómoda a cada paso como un adolescente que aprendiera a bailar por primera vez.

Aun así, absorta como estaba en el disfrute de la danza, Martha se movía sumida en la más pura inconsciencia de estar siendo observada; había en ella el aire feliz de una niña cuyos deleites nada tienen de mundanos todavía. La visión impactó de tal modo a Alexander que amenazó con nublarle los ojos con lágrimas de afecto, pero se vio obligado a recobrar la compostura porque el baile había tocado a su fin, las hermanas se saludaron con una reverencia y Martha corrió hacia él. Teresa estuvo a punto de echar a andar también hacia ellos y Alexander se sintió preso de una oleada de impaciencia, pero fue abordada por el hombre que acababa de revelarse como James Douglass y se detuvo a hablar con él.

Puesto que ya era pasada la medianoche, Alexander se quitó la

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máscara y Martha le imitó.—Qué agradable espectáculo veros bailar juntas a Teresa y a ti, Patty

—dijo.Ella le dio las gracias.—Nos ha animado sobremanera haber vuelto a la ciudad, aunque

estoy segura de que Teresa piensa a menudo que las diversiones que ofrece la capital son en mi caso un desperdicio.

—Ah, pero quizás no volváis al campo, pues dependo de vosotras para que elogiéis mis chanzas —dijo Alexander.

Martha sonrió.—Ya sé que hace unos días fuiste a ver al señor Tonson. ¿Le gustaron

tus nuevos versos?—Me temo que no —fue la respuesta de Alexander—. Pero elogió mi

Ensayo sobre la crítica.—¡Oh! Felicidades, Alexander —exclamó Martha—. Sabía que

causaría admiración.En ese instante fueron interrumpidos por Teresa, a quien Alexander

miró con expresión grave.—Te veo extrañamente animada esta noche —dijo.—¿Es eso un cumplido, Alexander? —preguntó ella alegremente—.

Tienes la costumbre de prodigar tan débiles cumplidos que casi me aliviaría más que te atrevieras a maldecirme directamente.

—Excelente paradoja. La recordaré. A la señorita Blount no le agrada que la condenen a débiles cumplidos.

La pareja se rió al unísono y Martha pareció sentirse excluida.Ajena a los sentimientos de su hermana, Teresa exclamó:—Qué noche tan divertida. La compañía es excelente… Y todo el

mundo está feliz. He disfrutado más en una sola salida en Londres que durante meses viviendo en el campo.

—Eso es porque los placeres de la ciudad son nuevos para ti —dijo Alexander, de nuevo con un severo tono de voz.

—No estoy de acuerdo contigo, Alexander. Arabella está disfrutando en exceso y está muy acostumbrada a la ciudad.

—Es prácticamente imposible ver a la señorita Arabella Fermor con una cara larga incluso aunque estuviera pasando las tres horas más desagradables de su vida —replicó Alexander.

Jervas se unió a la conversación.—¿Debo entender que has conocido ya a la señorita Arabella

Fermor? —preguntó.—No, no he conocido a la señorita Fermor, pero la he estado

observando… lo cual a buen seguro proporciona la parte más feliz de tenerla como amiga —respondió Alexander.

—¿No te había dicho que era la criatura más hermosa sobre la capa de la tierra? —exclamó Jervas, olvidando en su arrebato de entusiasmo que tenía a las señoritas Blount al lado—. Es radiante como el sol.

—Has dado con una excelente comparación, Jervas —intervino Alexander, que seguía con ánimo censor y profundamente decepcionado al ver que Teresa mostraba escaso interés en él—. Existe, sí, una uniformidad en la belleza de la señorita Fermor sin duda muy semejante a

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la del sol. Sus sonrisas carecen por completo de variedad; brilla sobre todos con idéntica intensidad.

—No eres del todo justo, Pope, pues diría que brilla con mayor intensidad sobre mi señor Petre que sobre cualquier otra persona —fue la réplica de Jervas, que les había visto conversando poco antes.

—Si eso es cierto —respondió Alexander— se debe a que lord Petre es lo suficientemente estúpido como para aventurarse al exterior cuando los rayos de la dama brillan con toda su luz. Otros hombres preferirían no salir por temor a una insolación.

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Capítulo 6

Cuando a la Picardía los mortales doblegansu Voluntad…

Casualmente, lord Petre estaba bajo de ánimo. Se había cansado de sonreír y de hablar con mujeres cuyos rostros no podía ver. No le había importado bailar con lady Mary, mujer de gran belleza y cuya compañía le resultaba divertida, pero aunque la conocía desde hacía muchos años jamás había sentido por ella una seria atracción… tanto mejor, sobre todo teniendo en cuenta que la familia de lady Mary era protestante y liberal, y la suya, católica y conservadora. Lady Mary era la mujer más inteligente que conocía, y dado que él también lo era, la unión de ambos podría haber estado teñida de un intenso atractivo. Sin embargo, Petre no compartía la atracción de algunos hombres por las mujeres intelectuales, por muy hermosas que fueran. Había en la mente de Mary Pierrepont demasiada agitación; daba muestras de un constante deseo de provocación que a Petre se le antojaba agotador.

Esas no eran más que vanas reflexiones, un intento de desviar la atención de su nueva preocupación: Arabella Fermor. Petre estaba desconcertado ante el modo en que la joven le había cautivado. Revivió los momentos que había pasado en su compañía: el brillante y holgado vestido de Arabella; la mirada de absoluta concentración cuando se había atado la máscara; la conversación sobre ciervos y caza; su deslumbradora sonrisa.

Conocía a Arabella desde que era una niña, e incluso entonces ya era de todos sabido que se convertiría en una hermosa mujer. Pero Petre ya había conocido antes a mujeres hermosas. La atracción que sentía por Arabella provocaba en él un hambre casi física. De pie junto a ella apenas había sido capaz de reprimir un deseo urgente y abrumador de tomar entre sus brazos la exquisita figura de la joven y desgarrarla como un animal. Jamás había experimentado nada semejante. Estaba a la vez enojado y excitado; le embargaba algo parecido a la desesperación. Y, sin embargo, no le quedaba más remedio que seguir donde estaba y repartir galanterías como se esperaba de él, luchando denodadamente por reprimir el abrumador impulso de tomarla entre sus brazos.

Petre se marchó del salón de baile y se instaló junto a las mesas de juego, observando mecánicamente la actividad que tenía lugar en ellas. El ojo de su mente estaba totalmente perdido en el recuerdo del rostro y de la figura de Arabella; la punta de su lengua tocándole los dientes al hablar; el pelo desordenado alrededor del rostro: inocente como el de una niña y aun así astuta y cómplicemente implicada en la conversación. Aunque era del todo imposible, Petre deseaba con toda su alma estrechar

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entre sus brazos ese ágil, cálido y jadeante cuerpo y aplastarlo bajo el suyo.

Robert debía volver a la reunión. Tenía conocidos allí; estaban los amigos de su familia; debía dejarse ver. No podía permitir que nadie viera nada extraño ni sorprendente en su conducta, especialmente cuando el verdadero móvil de la noche era la reunión que había organizado con Douglass más tarde. Se palpó los bolsillos. Allí seguían los billetes.

Sin embargo, ya había reparado en la presencia de sir George Brown a su lado. Aunque pesado y aburrido, era un amigo al que debía consideración. Sir George se inclinó sobre la mesa de juego, respirando tan pesadamente sobre la cabeza de uno de los jugadores que llegó incluso a moverle los cabellos de la peluca. Lord Petre se habría reído, pero de pronto se acordó de que sir George era el primo de Arabella y experimentó un nuevo arrebato de deseo y de pasión.

Se vio obligado a hablar.—¿Cómo está? —preguntó, y sir George volvió a ponerse en pie de un

salto, con lo que a punto estuvo de tirar al suelo la peluca del jugador.—Tremendo, tremendo —fanfarroneó sir George con su estilo

habitual al tiempo que el ligero polvo del rapé se desplazaba suavemente sobre su persona—. Nunca he estado mejor, mi querido compañero. Demonios, qué hermosura de turbante. Quizás debería haber hecho algo parecido con mi disfraz. Ah, ahí está mi amigo Dicconson… hola, señor, ¡hola, William!

Dicconson era otro católico conocido que hacía poco había contraído matrimonio con la hija de un baronet. Había visitado Ingatestone cuando el padre de lord Petre estaba aún con vida, pero lord Petre siempre había sentido hacia él una clara animadversión. Dicconson respondió a regañadientes al saludo de sir George y se acercó hasta ellos.

—Felicidades por su boda —dijo sir George afablemente—. Lady Margaret es una mujer encantadora.

Dicconson respondió al comentario con un indiferente encogimiento de hombros.

—Nos casamos hace un mes —reconoció—. Aunque probablemente haya oído por ahí que ella intentó librarse de mí antes de que se celebrara el enlace. Le dijo a su padre que yo bebía demasiado. Cuando él me vino con el cuento, le miré y le dije: «Señor, su hija también zorrea demasiado y yo nunca he dicho nada». Se rió, por supuesto. Sabía tan bien como yo que era cierto, y me dio mil libras más. A partir de ahí todo salió a pedir de boca. En general ha sido un buen arreglo.

Dicconson, que no había hecho el menor intento por saludar a lord Petre al unirse al grupo, se volvió a preguntarle con tono acusador:

—¿Y cuándo piensa usted elegir esposa, mi señor? Hay muchas jóvenes por aquí, y algunas de ellas ricas.

Lord Petre no respondió. Dicconson, sin embargo, prosiguió con aire resuelto:

—Mi prima, sin ir más lejos: la señorita Catherine Walmesley. Soy su tutor, por si no lo sabía. Sus padres murieron el año pasado y no hay más hijos en la familia. Debe de tener quince años. Pía como la mismísima Madonna, y si la mira muy de cerca es fea de enfermar… pero está

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valorada en cincuenta mil libras. De todos modos, Dunkenhalgh, la casa de Nottinghamshire, es tan oscura que tampoco la vería. Debería casarse con ella.

—De momento no tengo intención de casarme —dijo lord Petre, dándole la espalda y saliendo de la estancia. Sir George corrió a su lado con los faldones de la chaqueta aleteando alrededor del pronunciado barril de su estómago. Con una ironía que, como bien sabía, pasaría totalmente desapercibida para su acompañante, lord Petre comentó—: Qué familia tan encantadora son los Dicconson. Sobre todo me gusta el padre.

Sir George se mostró de acuerdo.De regreso al salón donde se servía la cena pasaron por delante de

pequeñas cámaras que comunicaban con el salón de baile principal. La puerta de una de ellas estaba abierta de par en par y sir George y lord Petre echaron una mirada dentro al pasar. Un par de invitados fornicaban en un sofá con las máscaras, los zapatos y las medias desperdigadas por el suelo en un reguero que llegaba hasta la entrada. Las faldas de la mujer se inflamaban a su alrededor mientras su amante presionaba sobre ella desde arriba, envolviéndola en un lujurioso abrazo; la pareja gimoteaba y jadeaba sin tener la menor conciencia de que la gente podía estar observándoles. La escena era una clara muestra de jubiloso exceso. Cuando lord Petre siguió caminando, el cuadro viviente quedó fijado en su mente: una confusión de muslos blancos, un amasijo de ropajes, y las sonrisas transportadas del más puro placer. Todo ello no hizo más que provocar un doloroso reavivamiento de las emociones que había sentido poco antes, aunque teñidas ahora por la complicada sensación adicional de la vergüenza.

El comedor estaba prácticamente lleno. En el extremo más alejado, un pequeño grupo de hombres se había congregado alrededor de alguien a quien lord Petre no lograba ver. Sin embargo, y a juzgar por la actitud que observó en los hombres, sí pudo intuir que debía de tratarse de una mujer… y una mujer profundamente admirada por todos ellos. Dejándose llevar por la curiosidad, se acercó a ver.

Sonrió al verla. Era una mujer alta, de oscuros y lustrosos cabellos como la crin de un caballo y unos pómulos elevados y magros que daban a su porte una reserva orgullosa y equina. Escuchaba a los hombres con expresión aburrida y distante, pero no movía ni un solo músculo. Llevaba un disfraz de dominó de seda y se había quitado la capucha, dejando la cabeza a la vista, y tanto el corte de la mandíbula como los hombros habían quedado enmarcados por la luminosa negrura de la tela. Sujetaba una máscara en la mano.

Lord Petre se adelantó hasta colocarse directamente en la línea de visión de la mujer, justo al otro lado del círculo de caballeros que la rodeaban. La dama no reparó en él de inmediato, pues sus acompañantes se arracimaban impacientes contra ella entre el repiqueteo de sus claros tonos masculinos. Pasado un instante, sin embargo, la mujer levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de lord Petre. De inmediato inclinó gradualmente la cabeza, dando así una señal de reconocimiento apenas perceptible y con las aletas de la nariz ligeramente ahuecadas en

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lugar de una sonrisa. Y entonces, deliberadamente, sin que su actitud registrase la menor alteración, se abrió paso entre la barrera de admiradores, desperdigándolos como a un puñado de campesinos, y, haciendo caso omiso de sus gritos de consternación, siguió avanzando envuelta en su túnica azabache, atrapando la luz en las cintas de sus chinelas. Lord Petre la saludó con una inclinación de cabeza.

—Mi señora Castlecomber —dijo.—Mi señor Petre.En el momento en que lady Castlecomber se dirigía a él, lord Petre

vio entrar a Arabella a la habitación. Arabella reparó en él al instante y se quedó inmóvil en la entrada, alerta como un fuego de artificio.

El barón continuó, sin embargo, hablando con su nueva compañera.—¿Cómo está su marido, lord Castlecomber? —preguntó.Lady Castlecomber levantó una mano para apartar los pliegues de la

capucha de su elegante cuello y respondió:—Mi marido está en Irlanda.Petre arqueó las cejas y repitió:—¿En Irlanda?Ella le devolvió la mirada con una sonrisa y dijo con absoluta

placidez:—Sí, estará en el extranjero durante un tiempo.Mientras hablaban, Petre podía sentir la mirada de Arabella sobre

ellos. Era como si la tuviera lo bastante cerca como para que pudiera sentir su aliento. Notó de pronto que se encendía como un puñado de astillas al imaginarlo. La sensación provocó en él un temerario arrebato de deseo:

—¿Recibe visitas mi señora Castlecomber en ausencia de su marido?—Tan sólo aquellas que son de su agrado —respondió ella bajando la

voz. Lord Petre se acercó un paso más y tendió la mano para tocar con ella la pequeña muesca dibujada por la punta del hueso de su muñeca, apenas rozándola con el dorso. Lady Castlecomber bajó la mirada y siguió con los ojos el avance de los dedos de Petre.

—¿Piensa venir a verme, lord Petre? —preguntó.—Siempre que usted me lo permita —fue la réplica del barón. Ella

volvió a sonreírle y, tras despedirse con una leve inclinación de cabeza, Petre se marchó, poniendo mucho cuidado en no mirar a Arabella y perplejo a la vez de haberse visto impulsado a concertar un encuentro con Charlotte a pesar de lo violentamente que deseaba a Arabella.

Lady Castlecomber y el barón habían sido compañeros de cama de forma más o menos frecuente desde hacía años, concretamente desde que Charlotte se había casado y él la había conocido en compañía de su esposo durante una velada celebrada en la ciudad. No eran amantes en el sentido literal del término; de hecho, Petre dudaba de que Charlotte se hubiera enamorado alguna vez en su vida. No era de esa clase de muchachas, y precisamente por eso le gustaba. Lady Castlecomber follaba con él como lo hacía todo… por el disfrute del momento, y se aplicaba a ello con perfecta ejecución y abandono. Lord Petre cogió una copa de vino del bufé y la vació de un trago, volviendo a dejarla en su sitio con demasiado ímpetu.

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Arabella, mientras tanto, se forzó a acomodarse junto a sir George. Una vez sentada, se volvió y le sonrió con la esperanza de oírle decir algo que la hiciera reír e inclinar así la cabeza hacia donde estaba lord Petre. Por lo menos, esperaba que él la mirara con admiración… y así confirmar ante todos los que en ese momento la estuvieran mirando que Arabella Fermor resultaba irresistible incluso para el poco avezado sir George Brown. Sin embargo, y para su desconsuelo, lord Petre se volvió súbitamente de espaldas desde el bufé de la cena y salió del salón.

Arabella se había descompuesto totalmente al ver a lord Petre flirteando con Charlotte Bromleigh… convertida ya en lady Castlecomber, según tuvo a bien recordarse. Conocía a Charlotte, o sabía de su existencia, desde siempre. Aunque los hombres siempre la habían encontrado hermosa, según la opinión de Arabella, lady Castlecomber tenía todo el aspecto de un caballo. Pero lo cierto era que lord Petre había llegado a tocarle la mano, mientras que no había mostrado el menor interés por tocar la suya. Ni siquiera le había pedido que bailara con él.

Alexander reparó en la falta de atención de Arabella y adivinó el motivo que la causaba. De entre todos los detalles en los que había reparado en el curso de la noche, fue ése el que más despertó su interés. Se le ocurrió entonces que si Arabella se había propuesto conquistar el corazón de lord Petre seguramente no precisaría en su cometido del apoyo de tropas auxiliares, y menos que ninguno del de su hermosa y joven prima.

En el preciso instante en que pensaba en ella, Teresa hizo su entrada en el salón del brazo de Douglass y ambos avanzaron a paso desigual mientras ella regalaba a su acompañante una mirada coqueta. Luego se sentaron juntos y Alexander vio por el rabillo del ojo los presurosos y animados movimientos de las manos y del rostro de la mayor de las Blount. Douglass la miraba como si tuviera ante sus ojos una tentadora exquisitez… un bocado que ansiaba probar, aun a pesar de sospechar que no le sentaría bien. Al otro lado de Alexander, Martha hablaba con Jervas. La joven seguía con el rostro encendido a causa de la danza y el pelo había empezado a caerle alrededor del cuello. Cada pocos minutos, Jervas cogía una botella de vino de la mesa, se servía un poco de líquido en su copa y se lo ofrecía a Martha con una mirada interrogante. Y cada vez que Martha aceptaba otra copa, miraba inconscientemente a Alexander. Alexander se levantó, impaciente.

De pronto su atención se vio atraída hacia James Douglass, que se había puesto repentinamente en pie y que, tras dedicar a Teresa una ligera y apresurada inclinación de cabeza y balbucear una despedida, salió a toda prisa del salón.

Teresa se concentró entonces en alisar la parte delantera del vestido con la cabeza gacha para ocultar su rostro, que había palidecido. Sus dedos se movían agitadamente, intentando deshacer un nudo en el lazo de la máscara.

Alexander se volvió a mirar a Martha y a Jervas y dijo en voz alta:—Desde luego, el señor Douglass tenía mucha prisa por marcharse.Dolida y cohibida, Teresa percibió el tono triunfal en la voz de

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Alexander.—Así es él. Suele hacerlo a menudo —recordó el día en el Exchange,

cuando Douglass había desaparecido sin ninguna explicación de la conversación con lord Petre.

A punto estaba Alexander de responderle cuando se le ocurrió una idea. Estudió el salón con atención en busca de lord Petre, pero no dio con él. El barón había dejado de conversar con Charlotte Castlecomber, que en ese momento estaba de pie junto al bufé en compañía del oso danzarín. Tampoco estaba con Arabella. No… se había marchado poco antes que Douglass. Alexander abandonó el salón tan repentinamente como lo había hecho Douglass, y aunque Jervas le siguió con una mirada interrogante, Alexander no se volvió a mirarle.

Cruzó el salón de baile, que para entonces estaba vacío y cavernoso. Sólo tocaba la orquesta, cuyas notas reverberaban envaradas y sin convicción contra las paredes. La estancia estaba tenuemente iluminada por los restos de las velas que todavía no se habían extinguido, pero Alexander estaba prácticamente seguro de que lord Petre no estaba allí. En la penumbra, vio a cuatro o cinco dominós encapuchados, altos y oscuros como sombras.

Bajó corriendo las escaleras de las salas de baile y salió donde esperaban los carruajes y los cocheros. De nuevo, ni rastro del Turco. Aunque no tenía la menor idea de lo que esperaba ver, fue preso de un vago temor. Quizás Douglass le hubiera sorprendido y le había golpeado en la oscuridad. ¿Y si Douglass le descubría también a él? Vaciló durante un segundo, acordándose de las advertencias de su padre. Aun así, pudo más la curiosidad. Rodeó el lateral del edificio, donde tan sólo unos pocos carruajes seguían aparcados entre las sombras de la noche oscura, abandonados por sus cocheros. Los aburridos caballos pateaban ocasionalmente el suelo y tironeaban de sus morrales, lanzando su vaporoso aliento en el aire de la madrugada. Pero no había nadie a la vista y Alexander dio media vuelta, dispuesto a entrar de nuevo. Los hombres se habían marchado.

Una vez dentro, vio destellar algo por el rabillo del ojo. Se volvió de nuevo: un farol acababa de apagarse y en ese momento vio que alguien abría la portezuela de un carruaje desde el interior del vehículo. Se quedó inmóvil donde estaba. Sabía que su respiración podía resultar ensordecedora; estaba seguro de que podía ser visto a pesar de la oscuridad existente. Transcurrió un largo instante. Luego vio bajar a dos figuras enmascaradas aunque inconfundibles: los siniestros pliegues del dominó y el turbante del tocado del Turco. Alexander se estremeció y se balanceó ligeramente para mantener el equilibrio. Estaba seguro de que le descubrirían.

Pero la oscuridad de la noche era total. Intuyó que los dos hombres se separaban; les oyó moverse en direcciones opuestas, lord Petre hacia los salones de baile y Douglass por una estrecha callejuela. Alexander tragó saliva y notó que le flaqueaban las piernas. Esperó un minuto, luego otro, consciente de su respiración acelerada y entrecortada sobre el tamborileo que retumbaba en su pecho. Pero el callejón estaba en silencio. Volvió a adentrarse despacio en el patio. De pronto vio el tocado

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turco directamente delante de él y se detuvo en seco, pero un instante después oyó a lord Petre hablar con su lacayo, dándole indicaciones para que efectuara otra parada con el carruaje. Alexander se deslizó sin ser visto tras las ruedas del coche y subió las escaleras del edificio.

Mientras se alejaba de la mascarada en su coche, lord Petre tan sólo podía pensar en la reunión que acababa de tener con Douglass. El encuentro le había trastornado, y también excitado, más de lo que se había atrevido a imaginar.

—Le doy las gracias, mi señor —le había dicho Douglass mientras cogía los billetes que él le ofrecía—. Hemos llegado justo a tiempo. Me encontraré esta misma noche con nuestro agente.

—He tenido algunos problemas para obtenerlos —había sido la respuesta de Petre.

Douglass vaciló.—¿Están todos? —preguntó.—Eso creo.—Cuando el rey ocupe el trono sabrá que ha desempeñado usted su

papel, mi señor —dijo—. Son pocos los hombres que podrán decir lo mismo.

—Pocos son los hombres que tienen la posibilidad de hacerlo —respondió Petre—. Muchos han dado sus vidas por la causa. Yo simplemente he dado unos cientos de libras.

—Si triunfa nuestra revuelta nos esperan tiempos difíciles —dijo Douglass.

—Nada que mis hermanos católicos no hayan padecido ya —fue la réplica de Petre—. Tú te rebelas en nombre de los Estuardo, Douglass; yo, en nombre de los mártires católicos. Llevamos sufriendo doscientos años —guardó unos instantes de silencio y luego preguntó—: ¿Era un agente la persona con la que te encontraste en el Exchange el otro día?

Durante un instante Douglass pareció confundido. Luego se despejó la expresión de su rostro y respondió:

—Ese hombre se llama Dupont y es un amigo. Comercia con un bien tan precioso como el ébano, y mucho más útil para la mayoría de los ingleses.

La respuesta dejó confundido a lord Petre. ¿De qué podía estar hablando Douglass? Pero entonces comprendió.

—Supongo que te refieres a que es un tratante de esclavos —replicó—. Pero ¿qué relación tiene él con la empresa que nos ocupa? ¿Qué tenemos que ver nosotros con el tráfico de humanos o con un hombre que se dedica a ello? —preguntó.

—Me temo que en cierto modo el asunto que nos ocupa se asemeja enormemente al de Dupont, mi señor —dijo Douglass—. Como él, también nosotros estamos dispuestos a pagar un alto precio por la entrega en condiciones de nuestro cargamento humano.

Ambos guardaron un instante de silencio.—¿Teme usted seguir adelante? —preguntó Douglass.—Por supuesto que no —fue la respuesta de lord Petre.

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—Me alivia saberlo —confesó Douglass—, pues el papel que desempeña en este drama está destinado a ser mayor, y considerablemente más heroico que el de Dupont o que el de cualquier otro de los implicados. Será usted nuestro contacto en la corte.

Lord Petre se rió sin ganas.—¡La corte! —exclamó—. Bueno… no podríais haber escogido a un

hombre que conozca mejor que yo ese mundo, ni que lo admire menos.—Me alegra saberlo.—Nada hay en ese mundo de falsedad, hipocresía y traición contra lo

que no esté dispuesto a atentar. Para mí será un placer.—¿Nada en absoluto, mi señor?—Nada.—¿Y si le dijera que algunos hombres de nuestro partido desearían

ver muerta a la reina? —preguntó Douglass.Lord Petre contuvo repentinamente el aliento. Tendría que haber

imaginado que algo de esa naturaleza terminaría por planearse: ¿cómo iba a recuperar el trono Jaime III si seguía ocupado por la reina Ana? Aun así, no supo reaccionar ante las palabras de Douglass. Había dado por hecho que sería la coacción diplomática la que apartaría del trono a la reina.

—Pero la reina Ana también es una Estuardo —protestó—. Y no tiene descendencia. Ni heredero.

—Está en manos de consejeros que no apoyan la causa de los Estuardo —respondió Douglass con voz gélida.

Así que ése era el plan, pensó lord Petre. Matar a la reina antes de que se hubiera designado a su sucesor. Durante un instante sintió en su interior una oleada de pánico. Jamás podría tomar parte en una acción semejante. Pero no: estaba ante la primera prueba real de su determinación. Los protestantes habían asesinado a sus compañeros a sangre fría. Habían expulsado al rey legítimo del trono inglés. Las generaciones futuras recordarían a los jacobitas no como asesinos, sino como héroes… como hombres de honor. La senda del héroe le aguardaba.

Respondió con voz firme:—Si quedo plenamente convencido de que semejante camino llevará

al resultado que pretendemos, nada hay que no esté dispuesto a hacer por la causa de Su Majestad Jaime Estuardo.

Abrió a continuación las portezuelas del carruaje de un empujón, en un gesto de claro descuido; el gesto llegó una fracción de segundo demasiado pronto: Douglass estaba aún contando los billetes. Esa noche no había nadie cerca que pudiera observarles. Incluso aunque les hubieran visto, nadie habría imaginado cuál era el motivo de su encuentro pues la gente hacía lo que le venía en gana en los bailes de máscaras. Pero en ese momento las cavilaciones de lord Petre quedaron interrumpidas bruscamente. Acababa de llegar a la casa de lady Castlecomber.

Cuando Alexander salió del salón siguiendo el rastro de Douglass y Petre, ninguna de las hermanas Blount le prestó demasiada atención.

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Teresa se unió a Jervas y a Martha tras la partida de Douglass y Jervas seguía hablando, volviéndose ahora hacia una dama y ahora hacia la otra, halagándolas y encantándolas con su conversación. Sin embargo, las muchachas se habían vuelto silenciosas y apáticas y había desaparecido de ellas todo rastro de la alegría que hasta entonces habían mostrado.

Cuando el salón donde se servía la cena empezó a vaciarse, Teresa le dijo a su hermana:

—¿Te parece si le pedimos a Arabella que mande llamar al coche para que nos lleve a casa?

Y Martha respondió:—Quizás el señor Jervas tenga la amabilidad de acompañarnos hasta

él.Las muchachas fueron en busca de Arabella. En cuanto dieron con

ella, Jervas las acompañó hasta la calle.Cuando el carruaje de las señoras partió por fin, Jervas volvió a

entrar en la casa en busca de Alexander con la esperanza de que al menos él no hubiera decidido también acostarse.

En el coche, Arabella sacudió la manta de piel para desplegarla y cubrir con ella las rodillas de las tres pasajeras. Sin embargo, como no era lo bastante grande, Arabella viajó con las rodillas bien protegidas, mientras que las otras dos se conformaban con permanecer rígidamente sentadas y levemente ateridas.

Fue Arabella quien rompió el silencio.—Me han dicho que el padre de lady Mary Pierrepont tiene planeado

casarla con Clotworthy Skeffington, heredero del vizconde Massereene, aunque se rumorea que lady Mary le ha dicho a su padre que antes que darle a él su mano se dejaría devorar por las llamas.

—He oído decir que se ha prometido en secreto con Edward Wortley —dijo Teresa—. Pero si se casa con él el barón la dejará sin nada. Se dice que Wortley está perdidamente enamorado de ella, aunque ya sabéis que lady Mary va a heredar una gran fortuna.

El carruaje pasó sobre un profundo bache y las tres salieron despedidas hacia delante. Teresa levantó al instante un pie para evitar la caída. Era plenamente consciente de que se manejaba con comodidad en el interior del carruaje, como una amazona sobre un caballo bien adiestrado… mucho mejor que Arabella, que en ese mismo instante intentaba sin demasiado éxito volver a su sitio.

—Sólo Edward Wortley es capaz de imaginarse valedor de semejante sacrificio —añadió Teresa—. Qué hombre más malhumorado y engreído.

—Oh, es la clase de hombre al que las mujeres como Mary Pierrepont encuentran fascinante —dijo Arabella, que había vuelto a recobrar la seguridad en sí misma—. Carece por completo de encanto, viste sin gusto… y lleva la peluca descuidada; y habla a voz en grito de lo malvados que son los conservadores y de lo nobles que son los liberales, como si eso fuera una verdad universal que todo el mundo debiera acatar. Carece de conversación trivial y de charla social y jamás felicita a ninguna mujer por su vestido ni se ofrece a llevarle algún refresco. En suma, es el tipo de hombre inteligente que está convencido de que su inteligencia compensa el resto de sus defectos… y presumiblemente Mary

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Pierrepont esté tan envanecida de sus propios poderes como para creerle.

—Estoy segura de que lady Mary sabe muy bien que es más difícil renunciar a una vida de lujo y abundancia de lo que pretende hacer creer al mundo —intervino Martha, cansada de oír a Teresa y a Arabella hacer alarde de sus infundados chismes—. No creo que, llegado el momento, se case con Wortley.

Teresa se volvió hacia ella con una expresión ligeramente cómplice:—Si yo estuviera prometida con Clotworthy Skeffington, el segundo

hijo de cualquier lacayo me parecería un maravilloso trofeo comparado con él —declaró.

—Wortley no es un hombre carente de atractivos —respondió Martha con firmeza—. Probablemente le destinen al extranjero en calidad de embajador inglés si los liberales llegan algún día al gobierno. Quizás a Francia, a Alemania o a Turquía… una novedad incluso para lady Mary. Estoy segura de que ella lo tiene en mente cuando valora el cortejo de Wortley.

Cuando el carruaje llegó por fin a la residencia de las Blount, las tres muchachas se movían ya inquietas en sus asientos, diciéndose lo cansadas que estaban, lo mucho que deseaban acostarse y lo fría que estaba la noche. Arabella se despidió de Teresa y de Martha dedicándoles apenas una mirada y se concentró en reacomodar la manta de piel alrededor de su cuerpo helado.

En cuanto llegó a casa, temblorosa y entre bostezos, entregó su capa al sirviente de ojos nublados que abrió la puerta y corrió escaleras arriba. Decidió no llamar a su camarera, pues deseaba evitar las impertinentes preguntas a las que Betty la sometía siempre que la despertaba a altas horas de la noche. Abrió de un empujón la puerta de su habitación, donde fue recibida por la imagen de Shock dormido en la cestita que ocupaba junto a su cama y por un fuego que parpadeaba bajo aunque agradablemente en la chimenea, como un amigo que hubiera aguardado medio despierto su llegada. Sin embargo, más que calmarla, la visión que percibió en su habitación no hizo sino reavivar en ella el espíritu de encendida determinación que había quedado apagado al ver a lord Petre acariciando la mano de lady Castlecomber.

Les había visto hablar muy íntimamente, aunque sólo durante unos breves instantes. Arabella se había quedado conmocionada ante la escena, si bien es cierto que la conmoción había llegado acompañada por la sacudida de algo inesperado. Mezclada con las punzadas de celos y con el orgullo herido se había abierto paso una ilícita atracción. De hecho, se descubrió deseosa de actuar como ellos; anhelaba el desprecio que la pareja había mostrado por el decoro; su descuidada sofisticación; las despreocupadas libertades que apenas ocultaban una antigua familiaridad. Charlotte Bromleigh era la hija mayor de una acaudalada familia católica, pero su padre, cuya sensibilidad religiosa era decididamente mundana, había optado por alejarla del pequeño y cerrado círculo de caballeros papistas elegibles al cual, según la opinión general, ella pertenecía. El padre de Charlotte había concertado la unión de su hija con el protestante lord Castlecomber, que hacía poco había heredado

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el título de par irlandés y que necesitaba dinero para restaurar su patrimonio. Lord Castlecomber, al que poco le importaban las menudencias de la religión, se había mostrado deseoso de desposar a la hermosa y acaudalada hija de una de las familias más antiguas de Inglaterra, y así Charlotte Bromleigh se había convertido en la esposa de un par.

Por mucho que Arabella disfrutara creyéndose insensible a la daga de los celos, no podía menos de reconocer que sentía envidia de lady Castlecomber. En parte envidiaba la seguridad que el matrimonio le había concedido; el hecho de saber que tanto su fortuna como su posición estaban aseguradas. Sin embargo, si realmente sentía envidia por Charlotte era porque lord Petre la había tocado. La intimidad que existía en su relación era palpable. Cuando esta noche había visto a Petre tendiendo su mano a lady Castlecomber, había sabido de pronto que deseaba que hiciera lo mismo con ella.

Aun así, lady Castlecomber estaba casada y Arabella no. Una mujer soltera que no fuera de noble cuna carecía de libertad real. Pero ¿cómo conseguir hacer suyo un partido como Robert Petre? Arabella conocía a la madre del barón y sabía que era una mujer fría y decidida. Aunque se había mostrado encantadora con ella cuando Arabella era apenas una niña, sería despiadada a la hora de proteger la posición de la familia y ninguna consideración sentimental la convencería para que su hijo se casara con una joven cuya dote no alcanzara las diez mil libras.

Por otro lado, lord Petre ya era un hombre de cierta edad. Si decidiera desobedecer a su familia ésta no podría en ningún momento impedir que llevara a cabo un matrimonio de su elección. Arabella se examinó a sí misma de nuevo. Ya había visto que lord Petre tenía acceso a cualquier placer y gratificación que pudiera desear. ¿Qué podía llevarle a casarse con Arabella Fermor?

A lord Petre le gustaba el modo en que Charlotte Bromleigh le mordía el hombro cuando alcanzaba el orgasmo. No hacía mucho ruido, pero cuando él le ponía las manos en los muslos, que ella había cerrado con fuerza alrededor de su torso, podía sentir el temblor en sus músculos. Charlotte tenía los costados todavía calientes a causa del corsé de encaje. Petre se incorporó y se derramó sobre su estómago.

Charlotte se rió de él.—Si mi marido estuviera en la ciudad podrías haberte derramado

dentro de mí —dijo—. Preferiría mil veces que un hijo tuyo heredara el título a que lo herede un hijo de él. Aunque es un redomado desconfiado y seguro que terminaría por descubrirnos.

—Oh, me basta con hacerlo sobre tu vientre —fue la respuesta de Petre—. Si tuviéramos que cambiar ahora las cosas, seguro que echaría de menos los viejos tiempos —dejó descansar todo el peso de su cuerpo sobre el de ella y se quedó así durante un instante. Cuando a Charlotte empezó a faltarle el aliento, Petre rodó con una sonrisa hasta quedar boca arriba sobre la cama.

—¿Y te gusta mi boca? —preguntó Charlotte, continuando con la

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conversación.Al besarla, Petre notó los dientes de la joven contra su lengua.—Es deliciosa —murmuró, volviendo a besarla. Charlotte se deshizo

de su abrazo y empezó a moverse para bajar de la cama. Petre sintió un cosquilleo de excitación cuando ella le rodeó el miembro primero con una mano y luego con los labios. Oh, y es que eso era lo que más le gustaba, pensó, mientras la veía alzar los ojos hacia él.

Después se quedaron juntos, Charlotte acostada boca arriba mientras él recorría con los dedos el contorno de su nariz, los párpados y los pómulos.

—¿Sabes?, no creo que odies a tu marido tanto como dices.Ella se sentó sobre la cama, sorprendida por el comentario.—Oh, no es que le odie —respondió con voz indiferente,

recostándose de nuevo sobre sus brazos—. Lo que siento por él no es más que indiferencia. Ni que decir tiene que cuando viene a disfrutar de mí lo que realmente me preocupa es que pueda pegarme las ladillas de alguna de sus furcias, pero por lo demás mi matrimonio no es algo que me moleste. Nunca tuve la esperanza de casarme con un hombre tan divino como tú —añadió, captando su atención.

Él la miró e intentó imaginar cómo sería la vida de casado con Charlotte. Se le ocurrió que no habrían sido demasiado exigentes el uno con el otro, aunque sabía que la relajación que existía entre ambos se debía a que no sentían un deseo urgente por el otro. A pesar de que las suyas eran relaciones prohibidas, y por lo tanto deliciosamente agradables, Petre jamás había sentido un enfermizo arrebato de tentación ni una estimulante descarga de abandono cuando estaba con ella.

—Creo que habría sido muy agradable —dijo por fin—. Me temo que ninguna de las mujeres que mi familia ha escogido para mí durará demasiado. ¿Qué puedo hacer, Charlotte?

Ella se apartó el pelo de la cara y esbozó una sonrisa franca.—Harás exactamente lo que todos esperamos de ti, Robert —fue la

respuesta de Charlotte—. Casarte con la persona que ellos elijan y buscar tus placeres en otra parte. Es un sistema excelente, en vigor exitosamente desde hace siglos.

—Pero ¿y si deseo obtener mis placeres dentro del matrimonio?Charlotte se rió.—En ese caso deberás esperar una existencia mucho menos

placentera que la que llevas en la actualidad. Pero todo eso va muy en contra de tu carácter —añadió—. Cualquier dama que te oyera diría que te estás enamorando. ¿Me equivoco?

—Tendría que ser un auténtico estúpido para enamorarme, como tú bien sabes —dijo lord Petre tras una breve pausa.

La respuesta de Charlotte no se hizo esperar.—Sé muy bien que no eres ningún estúpido, pero te he visto mirar

con ojos embobados a esa pastora en el baile de esta noche. ¿Por qué llevaba un arco?

—No era una pastora —respondió Robert, encajando el comentario—. Era Diana, la diosa de la castidad.

—En ese caso, he ahí un disfraz cuyo significado harías bien en

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recordar —remató Charlotte—, porque me ha resultado muy parecida a Arabella Fermor… una mujer a la que debes cierto respeto.

Petre se incorporó también sobre la cama y le lanzó una mirada de reproche.

—Jamás hubiera esperado que te pusieras de parte de la dama en un caso como éste, Charlotte —dijo.

—Me pongo de parte de la señorita Fermor porque veo en ella el reflejo de lo que mis propias circunstancias podrían haber sido —respondió con más severidad en la voz que hasta entonces—. Arabella no cuenta con la seguridad que proporcionan una gran fortuna o una noble cuna.

—Oh, Arabella puede cuidar perfectamente de sí misma —fue la presurosa réplica de Robert—. No tengo que preocuparme por eso.

Charlotte frunció el ceño, y aunque Petre tuvo la impresión de que estaba a punto de discutir con él, el rostro de ella se despejó y la vio encogerse de hombros.

—A fin de conservar el buen humor que media entre nosotros —dijo Charlotte—, aceptaré que tienes razón. Admitiré por tanto que el hermoso rostro y los reposados modales de Arabella bastan para ahuyentar a los pretendientes menos determinados.

—A pesar de tu alegría y de tu sentido del humor eres una mujer de gran ingenio y sentido común, Charlotte. El señor Castlecomber tiene suerte de tenerte por esposa.

—No olvides que también yo soy afortunada al tenerle a él por marido —respondió Charlotte muy seria—. No podría tenerte en mi cama si no estuviera casada. Tendría que dedicarme en cuerpo y alma a salvaguardar mi reputación de cualquier posible amenaza.

Robert se estiró junto a ella y le rodeó la cintura con los brazos, besándole la cara externa del muslo.

—Nunca estarás a salvo de las amenazas, Charlotte —dijo Petre—. Tu rostro, tus pechos y tus muslos son una tentación demasiado insoportable para cualquier hombre.

Charlotte estiró las piernas y también se tumbó, volviendo el rostro hacia el techo para dejarse besar.

—Ponme la mano en el coño, Rob —dijo—. Quiero que me hagas correrme antes de irte.

Robert deslizó la mano entre sus muslos y ella masculló contra su cuello:

—Ya lo ves. Estoy húmeda y a punto para ti.

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Capítulo 7

Y pasiones Secretas albergaba su pecho

En los días que siguieron al baile de máscaras las heladas tocaron a su fin y la lluvia empezó a caer sin cesar sobre la ciudad. Jervas bajó a desayunar mientras se ataba el cinturón del batín y arrastraba las zapatillas por los escalones de la escalera. Más arriba, un chorro de agua caía a plomo contra los adoquines desde el canalón, pero Jervas estaba completamente decidido a salir y a no permitir que la lluvia le entristeciera el ánimo. Oyó un crujido procedente del estudio. En cuanto abrió la puerta de la estancia y se asomó a mirar vio que Alexander ya estaba allí, inclinado sobre un libro con un montón de papeles sobre una mesa colocada a su lado. Eran sólo las nueve y media. Jervas se sintió indolente al ver que su invitado había saltado de la cama antes que él.

Alexander levantó la mirada al verle entrar, pero no dijo nada. Jervas se dirigió hacia el espléndido fuego que ardía en la chimenea y lo atizó con fuerza y generosidad. Luego se volvió y estudió a su invitado con las manos entrelazadas tras la espalda. No daba crédito al modo en que, a pesar de su precaria salud, Alexander podía permanecer sentado con tanta tenacidad en un lugar, leyendo un verso de Homero tras otro y apenas echando una mirada al diccionario que tenía a su lado. En seguida cayó en la cuenta de que Alexander no le sonreía. No podía ser que siguiera enojado con él por el asunto de Martha y el vino. Ya habían pasado casi dos días de eso.

Lo cierto es que Alexander no se había sentido cómodo con Jervas desde el baile, irritado como estaba por sus modales eternamente relajados y por su alegre temperamento. Todo ello le llevaba a sentirse aún más marginado, avergonzado por la seriedad de su trabajo y la premura de sus ambiciones. Jervas jamás podría entender lo que era vivir dependiente de la generosidad de los amigos. Pero Alexander se sonrojó al descubrirse pensando así: si estaba allí sentado en ese momento era precisamente gracias a la generosidad de Jervas. Aun así, era consciente de que no podía evitar la tentación de aguijonear a su anfitrión haciendo alarde de su propia diligencia y autodisciplina. Al oír al pintor bajar las escaleras, se había enfrascado en su libro con mayor concentración, complacido al pensar que Jervas le encontraría levantado y trabajando. Había golpeado el pequeño taburete con los pies a la espera de ver aparecer por la puerta a su anfitrión. Y ahí estaba Jervas, sonriente como de costumbre. La misma sonrisa que le había prodigado a Martha mientras llenaba su copa. A Alexander le traían sin cuidado los galanteos de Jervas con las mujeres, así como sus jocosas descripciones de lo encantador que había sido con las criadas y las camareras de sus amigos.

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Pero Martha Blount era distinta. ¿Cómo iba a saber ella que Jervas flirteaba constantemente con las mujeres sin enamorarse jamás de ninguna? ¿Y si llegaba a sentir por él algún cariño y descubría después que el sentimiento no era recíproco?

Alexander se sonó ruidosamente la nariz. La mañana siguiente al baile se había despertado con un tremendo resfriado que amenazaba con atenazarle durante varios días. Cuánto se había enojado Jervas cuando Alexander le había pedido retirarse al término de la mascarada. En el coche que les llevaba de regreso a casa el pintor se había sentado en un rincón como un niño malcriado, aun a pesar de que el salón de baile estaba para entonces prácticamente vacío. Alexander no había hecho el menor intento para alegrar los ánimos de su anfitrión, sino que se había dedicado a reflexionar sobre lo que había visto en el patio donde aguardaban los carruajes. Douglass y lord Petre habían cenado a la vista de todos en Pontack's hacía menos de una semana; ¿por qué, entonces, habían decidido encontrarse furtivamente esa noche en la oscuridad? Por mucho que se empeñó, no logró dar con una respuesta satisfactoria a sus cavilaciones.

El tintineo de la jarra de chocolate y de las tazas de porcelana en manos de un sirviente procedente de la habitación contigua sobresaltó a los dos jóvenes. Con la espalda caldeada por el fuego, Jervas dejó escapar un suspiro de alegría. Volvió a mirar a su invitado, que seguía encorvado en su silla y con la mirada en el libro, pero vio que hasta Alexander vacilaba; su dedo se había encallado en uno de los versos del texto.

—¡Aja! Ya sabía yo que no podías estar tan absorto en tu lectura como pretendías —exclamó. Y en su rostro asomó al instante una sonrisa—. Reconócelo, Alexander… a pesar de todas sus virtudes, Homero es malévolamente pesado.

Alexander alzó la vista y vio a Jervas mirándole con los ojos entrecerrados como un enorme y hambriento tejón golpeándose con las pezuñas los costados del batín. No pudo contener la risa y terminó por dejar el libro a un lado.

—Ah, muy bien. Pues sí, lo es —dijo—. Pero es tanto el placer que me produce haberlo leído que la lectura no puede ser sino un mal necesario.

Los dos amigos se levantaron y cruzaron el pasillo hacia la estancia donde les habían servido el desayuno.

—Pero tú no eres un hombre ajeno a los males necesarios, Alexander —respondió Jervas—. A estas alturas cuentas a tus espaldas con más práctica en fortaleza que muchos conocidos que te doblan la edad —se dejó caer en una silla, cogió un panecillo caliente del plato cubierto y lo empujó por encima de la mesa hacia Alexander—. Hace mucho que padeces tu enfermedad y aun así la soportas pacientemente —prosiguió—. ¿No temes los efectos de su prolongación?

Alexander le sonrió a su vez.—Una jaqueca, fiebre, un dolor de espalda —dijo—. A veces terribles,

aunque a menudo ni siquiera los noto. Esos síntomas no son más que la expresión externa de una larga enfermedad que todos sufrimos pacientemente… la enfermedad que a menudo responde al nombre de vida.

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—Excelente noción, Pope —respondió afablemente Jervas—. Tus lecturas te conceden un envidiable modo de expresar las cosas. Yo me equivoco una y otra vez. Sólo en contadas ocasiones doy con la frase adecuada, y la mayoría de las veces apenas recuerdo lo que he leído.

Se levantó de la mesa y volvió al estudio, desde donde Alexander le oyó gritar:

—Esta charla sobre la lectura me ha recordado un periódico que quería enseñarte —Jervas irrumpió de nuevo en la estancia agitando un viejo ejemplar del Tatler—. Te lo he estado guardando —dijo—. Es realmente divertido… una sátira sobre las enaguas de varilla. Joseph Addison ha escrito el artículo adoptando la voz de un juez que decide dictar sentencia sobre lo absurdo de la prenda.

—Lo conozco bien, Jervas —dijo Alexander—. Un ensayo célebre donde los haya.

—Pero probablemente no recuerdes todos los detalles —fue la réplica de Jervas—. ¿Reparaste en que es extremadamente picante? ¡Escucha esto! —recorrió la página con el dedo hasta encontrar los versos que buscaba—: «… Inmediatamente» —estoy omitiendo algunas frases—, «inmediatamente se llevó la Enagua al Juzgado. Ordené que colocaran la Máquina sobre la Mesa, dilatándola de modo que la Prenda quedara a la vista en su mayor circunferencia, pero mi magnífica Sala resultó ser demasiado estrecha para el Experimento…». ¿No te parece divertido, Pope? Addison se burla de las partes íntimas de las damas.

—Ya lo veo, Jervas —respondió Alexander—. Es un artículo divertido.—Deberías emplear un estilo similar en tus escritos.—En todo lo que escribe el señor Addison hay cierta ligereza que da

a su prosa un aire claramente optimista —fue la réplica de Alexander—. Pero su estilo nada tiene que ver con el mío.

—Menudo cenizo estás hecho, Alexander —dijo Jervas—. Y yo estoy decidido a animarte. Hay un artículo en el Daily Courant sobre el baile de máscaras del jueves. Qué noche tan esplendida. Diversión en estado puro.

A Alexander le maravilló ver que Jervas parecía haber olvidado la insatisfacción y el enojo de los que había hecho gala al final de la velada. Cuando él se enfadaba, solía estarlo hasta que el asunto se resolvía.

Pero se limitó a responder diciendo:—Disfruté muchísimo. James Douglass es un caballero realmente

divertido. ¿Qué sabes de su carácter?—¿De su carácter? Poco puedo decirte. Le conocí en el colegio y era

uno de los niños más brillantes e inteligentes de la clase. Hizo su fortuna infantil dibujando círculos en el barro en los que nos moríamos por jugar a las canicas. Luego ideó un sistema de venta para la tienda de golosinas del pueblo: una especie de servicio de mensajería que iba y venía de la tienda a la escuela. En aquel momento el asunto se nos antojó una gran diversión. Es un tipo curioso. Ha estado muchos años en el extranjero, en Francia y en las Indias Occidentales, y quién sabe dónde más.

—¿No te resulta extraña su amistad con lord Petre?—A decir verdad, no —respondió Jervas—. Apuesto a que lord Petre

quiere a Douglass para que se encargue de algún negocio en el que anda metido. Alguna sociedad anónima, si quieres saber mi opinión. A

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Douglass se le ve continuamente en el Exchange. Aun así, espero que no se deje engatusar demasiado por los amables modales de lord Petre. Esos nobles son muy gratos, pero jamás olvidan que no somos uno de ellos.

—Tengo la sensación de que Douglass es un hombre perfectamente capaz de cuidar de sí mismo.

—Y no te equivocas, Pope.Jervas volvió a concentrarse en el periódico.—Otra esclava que ha huido en Londres —anunció al pasar a la

sección de los clasificados—. «Una criada negra, de unos dieciséis años de edad, con el rostro profusamente salpicado de viruela, que habla bien inglés y que perdió parte de su oreja izquierda por el mordisco de un perro.» Los criados negros nunca desaparecen durante mucho tiempo, y siempre hay alguien que termina por apresarlos rápidamente, así que la recompensa es una nadería.

Cogió su taza y volvió a dejarla en el plato con gesto impaciente.—Me pregunto qué puede estar haciendo Hill con nuestro chocolate.

Di a mi lacayo Andrew y a su hermana unos días de permiso porque el padre de ambos falleció el viernes, pero al parecer su ausencia ha sumido la casa en el más absoluto estancamiento —se levantó de un salto—. ¿Es que no va a parar nunca de llover? —exclamó—. ¡No soporto la lluvia!

Dicho esto, salió de la habitación en busca de su sirviente.—Ha despejado de nuevo —gritó segundos después desde el pasillo.

Alexander miró por la ventana y vio que había dejado de llover brevemente, aunque el cielo estaba cubierto de gruesos nubarrones. Soplaba un fuerte viento que hacía crujir con violencia los carteles colgantes de la calle y que sacudía ruidosamente las tejas sueltas de los tejados—. He pensado en salir a dar un paseo hasta la cafetería a mediodía. Mi abrigo de lana y mi paraguas, Hill —concluyó Jervas—. Estaré vestido en seguida.

Apenas hacía media hora que Jervas había salido cuando volvió a despejar de nuevo y las calles, que seguían mojadas a causa del último chaparrón, se llenaron al instante de barro y de suciedad que se arremolinaba alrededor de los tobillos de los desventurados peatones. Alexander miró a la calle y vio a un basurero que, con el barro hasta las espinillas, limpiaba un desagüe apartando un gato en descomposición de la alcantarilla y tirándolo a un lado. Jervas apareció al fin por la esquina con el abrigo empapado, la peluca aplastada e inclinada a un lado y las medias cubiertas totalmente de fango.

—¡Santo Dios! —gritó Jervas, entrando en la casa—. ¡No había visto nada semejante! Un borracho ha vomitado por toda la ciudad y luego se nos ha orinado encima. Las calles están cubiertas de aguas residuales y el agua cubre los tobillos. Juraría que he pisado los excrementos de un perro mientras cruzaba Albemarle Street.

—Llevas barro hasta en la parte de atrás del pañuelo del cuello, Jervas —exclamó Pope mientras su amigo se quitaba el abrigo empapado.

—Uno de esos dandis idiotas que intentaba en vano salvar sus zapatos me ha embestido con la punta de un bastón enfangado que llevaba bajo su delicado brazo. ¡Un buen chorro de mugre helada directamente sobre mi espalda!

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Jervas se deshizo de las prendas mojadas y subió las escaleras que llevaban a su cuarto sin dejar de hablar. Alexander le siguió y Hill, el lacayo, subió detrás. Entraron en el despacho de Jervas, una acogedora estancia en la que se sentaba a leer cuando deseaba librarse de sus invitados y del servicio. En una de las paredes colgaba su pequeña colección de pinturas eróticas, que Alexander recordaba haber visto en el curso de su anterior visita. Se preguntó dónde las habría comprado su anfitrión y al instante se imaginó el gran revuelo que provocaría en Binfield intentar una iniciativa semejante en las paredes de su propia habitación.

—La cafetería Will's ya no es lo que era —dijo Jervas, volviéndole la espalda a su invitado mientras libraba su particular batalla con la peluca en el espejo—. El café es infernal. Hasta el propio Belcebú lo vomitaría. Sugiero que vayamos primero a White's, donde podremos disfrutar de una taza sin temer por nuestras vidas.

Mientras Jervas y Alexander se preparaban para salir, Arabella seguía lánguidamente sentada en su habitación. Esa mañana había recibido la habitual ronda de notas de amor de sus admiradores, hombres cuya costumbre era mandar cartas a diestro y siniestro con la esperanza de que un día la estrategia les reportara una pareja. Arabella generalmente disfrutaba de esas pequeñas muestras como quien disfruta de una halagadora distracción de la auténtica preocupación que suponía asegurarse su propio pretendiente, pero esa semana las cartas se le habían antojado casi malévolas: meras burlas de su condición de mujer no comprometida.

Por enésima vez volvió a revisar los detalles de la conversación que había tenido con lord Petre. Había resultado exquisita aunque desesperadamente breve, y no le había dado ningún elemento sustancial. Aunque anhelaba tramar un encuentro privado con él, era consciente de que poco podía hacer para conseguirlo. Actuando así sólo conseguiría parecer una auténtica insensata. Mientras no dejaba de dar vueltas a esas ideas en su cabeza, se abrió la puerta de su habitación y Betty entró con una carta.

Arabella reconoció al instante el escudo de armas que figuraba en el sello y el corazón le dio un vuelco. Betty la observó con curiosidad, obviamente a la espera de que su señora abriera la carta allí mismo y sin demora. Sin embargo, Arabella estaba decidida a no dejar que nadie conociera sus sentimientos. Irguiéndose con gesto orgulloso, se volvió de espaldas a la criada al tiempo que le decía que dejara la nota encima del tocador y que la ayudara a dar los últimos retoques a su peinado. Cuando Betty terminó, Arabella le pidió que se llevara a Shock a dar un paseo por la casa, dándole asimismo instrucciones para que prestara especial atención al uso que el perro hacía de las escaleras. Betty por fin se retiró, y Arabella cogió la carta del tocador y desgarró el sobre con mayor presteza de la que había mostrado en cualquier otra labor que la hubiera ocupado en los dos últimos días.

«Mi querida señorita Fermor», empezaba lord Petre. El barón

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recordaba el encuentro de ambos en el Exchange y aprovechaba para felicitar a Arabella por su extraordinaria belleza. Asimismo, lamentaba que no hubiera adornado con ella ningún otro espacio público desde la noche de la mascarada y esperaba por tanto que asistiera a la representación de la nueva ópera del señor Händel en el Queen's Theatre de Haymarket la noche siguiente. A todo ello añadía, sin mayor lustre, un par de versos de Rochester.

Con la llegada de la nota de lord Petre, el paisaje dibujado por el universo sentimental y social de Arabella cambió por completo en un instante. Había sido invitada al Rinaldo del señor Händel por Martha y Teresa, que asistirían con su aburrida tía y su insufrible amigo, Henry Moore… y hasta ese preciso instante no tenía intención de asistir a la representación. Sin embargo, no dudó en dejar a un lado el descontento de los últimos días y se vio de pronto embargada por sentimientos de excitación y expectación. De todos modos, por primera vez en su vida, no sabía a ciencia cierta lo que se esperaba de ella ni cómo debía comportarse. Estaba a punto de embarcarse en algo que le era del todo novedoso y que provocaba en ella una sensación de deliciosa inquietud.

Aunque no soportaba la idea de quedarse en casa, lo cierto es que nada tenía que hacer fuera de ella. Podía salir a comprarse algo nuevo que ponerse para cuando viera a lord Petre, pero temía no ser capaz de provocar la impresión deseada. Podía prepararse para el encuentro de la noche siguiente y aun así verse pillada por sorpresa. Pero no lograba estarse quieta. Al rato, hizo sonar la campanilla para llamar a Betty y cuando la criada apareció por fin, le anunció:

—¡Me he quedado sin medias de seda! Tenemos que salir a comprar unas nuevas en cuanto deje de llover.

A pesar de que Betty sabía que la señorita Fermor estaba bien surtida de medias, pues se había puesto un par de sus mejores prendas para acudir a la taberna y al teatro a principios de esa misma semana, se cuidó mucho de contradecir a su señora en cuestiones relativas a su vestuario.

Arabella llevaba un vestido de color azul celeste. Había previsto pasar el día en casa, recibiendo la visita de unos viejos amigos de su madre, y el vestido resultaba a todas luces inapropiado para la ocasión. No obstante, y aunque amenazaba lluvia, decidió no cambiarse de ropa; de pronto nada parecía más importante que estar intachablemente vestida en sus apariciones en público. Le pidió a Betty que le llevara la nueva capelina de friso y el manguito. Sabía muy bien que era una espantosa elección para un día de lluvia y que el agua a buen seguro estropearía la suavidad de la piel, pero eran prendas nuevas y le sentaban estupendamente, y no supo resistirse a la tentación que ofrecían a su ánimo renovádamente entusiasta.

Cogió el paraguas que su criada le ofreció al tiempo que le abría la puerta y ya se preparaba para salir a la calle cuando, para su desconsuelo, vio que los adoquines estaban cubiertos por unos cuantos centímetros de agua enfangada y se dio cuenta de que tendría que cambiarse de zapatos y ponerse unos zuecos. A pesar de que la suela de madera de los zuecos le daría al andar un aspecto de caballo, era harto

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improbable que se encontrara con algún conocido en las calles de St. James esa mañana. Aun así, y por si acaso, se empeñó en llevar consigo la capelina de friso.

Cuando por fin logró llegar a Picadilly y abrió la puerta de la tienda de medias su aspecto era mucho menos presentable que cuando había salido de casa. Para su desconsuelo, descubrió que lady Castlecomber acababa de llegar a la tienda instantes antes que ella en compañía de dos criados: uno de ellos sostenía en alto un paraguas sobre la cabeza de la dama y el otro le levantaba las faldas para evitar su contacto con el suelo. Como Arabella, lady Castlecomber llevaba una capelina de friso, aunque la suya resultaba mucho más hermosa porque no había sufrido los efectos de la lluvia. Arabella recorrió desesperadamente la tienda con los ojos en un intento por evitar una posible conversación. Se sorprendió deseando que lady Castlecomber no se acordara de ella antes de tomar conciencia de que eso se traduciría en un giro de los acontecimientos aún más humillante. Entonces reprimió su excitación: nada tenía que temer. Si alguien debía de mostrarse ansiosa por el encuentro, ésa debería ser Charlotte: ¿y si, en un arrebato de rencor, Arabella hacía partícipe a lord Castlecomber del romance que su esposa mantenía con lord Petre? Se volvió a saludar a su rival con una sonrisa.

—Buenos días, señorita Fermor —respondió lady Castlecomber—. Qué hermosa capelina lleva. Y qué lástima que se le haya mojado. No hay nada peor que el friso en un día de lluvia, aunque tampoco yo he podido resistirme a llevarlo. ¿Va usted a la recepción de lady Salisbury? Espero que podamos ir juntas.

—Desgraciadamente, sólo llevo estos zapatos —dijo Arabella—. Y aunque estaría encantada de aceptar su invitación, no debo —volvió la espalda a Charlotte para ocultar su expresión. No había sido invitada a la recepción y sabía que los Salisbury eran amigos de lord Petre. Había visto a Robert hablando con lady Salisbury en el baile de disfraces.

—He sentido envidia de sus zuecos en cuanto ha entrado en la tienda —respondió lady Castlecomber amablemente—. Son la elección más acertada para un día como éste.

Arabella bajó la mirada hacia los pies de lady Castlecomber y se encontró con un par de zapatos de piel de tacón, tan inmaculados como su abrigo. Se mordió el labio, molesta con la mirada fija y constante que Betty le dirigía desde la entrada. La criada mostraba una sincera curiosidad por conocer el motivo que causaba su vergüenza.

Arabella se dirigió al mostrador donde estaban dispuestas las medias más caras, pero optó por poner freno a sus impulsos. Debía esperar a que lady Castlecomber se marchara. Se sintió como una estúpida examinando distraídamente los diversos modelos, como si no supiera qué comprar, pero no estaba dispuesta a que la vieran haciendo una compra extravagante el día antes de una ocasión tan aparentemente trascendente como la ópera, pues con ello daría la impresión de que buscaba ganarse la atención de algún caballero. Por fin, lady Castlecomber se despidió y se marchó.

En el momento en que Arabella y Betty salían con su paquete de medias nuevas, la lluvia se había convertido en una suave llovizna.

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Apenas habían andado diez metros por Picadilly cuando Charles Luxton, el caballero de modesto legado con el que había bailado Arabella en la mascarada, pasó junto a ellas en su carruaje. Al ver a Arabella, Luxton detuvo el coche y bajó a la calle mojada, insistiendo en llevarlas a casa. Acompañó a Betty a la parte trasera del carruaje y saltó luego dentro, al tiempo que declaraba su intención de dejar sana y salva a la señorita en casa. En cuanto se cerró la portezuela, Charles se inclinó sobre Arabella con sonrojado entusiasmo, encantado de verla y manifestando su deseo de hablar con ella en privado. Arabella, cansada del ajetreo de la mañana, se apartó un poco de él, al tiempo que la jaqueca empezaba a martillearle las sienes, y se pegó al lateral del carruaje. No había esperado algo así. A decir verdad, jamás había considerado a Charles Luxton como un pretendiente a tener en cuenta… y mucho menos como un hombre deseoso de declarársele. Había bailado con él una sola pieza en el baile y antes de eso hacía meses que no le había visto. No soportó ser testigo de su ardor cuando acababan de recordarle la intimidad habida entre lord Petre y Charlotte Castlecomber, pero Charles se empeñó en hablar. Se acercó a ella y, entre un ligero torrente de balbuceos y una sincera muestra de timidez, le confesó que era el hombre más feliz sobre la faz de la tierra.

—Señorita Fermor… casi no sé cómo decirlo… pero ¡ardo en deseos de hacerlo! —jadeó—. No puedo pensar en otra cosa. Esta mañana he pedido la mano de la señorita Emily Eccles, mi prima lejana, de la que soy un ferviente admirador desde hace meses. ¡Y su mano me ha sido concedida! —su frente, húmeda a causa de la lluvia, ardía en sinceridad y efusión al hablar, casi empañando las ventanillas del carruaje con su calor.

Muy a su pesar, Arabella se quedó estupefacta al oír la noticia. Por supuesto que no tenía la menor intención de casarse con Charles, ¡pero de ahí a que ni siquiera se lo pidiera! Cuan errada había estado al imaginar los motivos que habían llevado a Luxton a detenerse al verla. Intentó tranquilizarse y responder adecuadamente a la noticia.

—La dama que se case con usted, señor Luxton, deberá en todo caso ser consciente de su incomparable fortuna —dijo. Se acordó entonces de que el año anterior había visto a la señorita Eccles en un par de ocasiones en el campo. Le pareció gracioso que Charles hubiera puesto en duda por un instante que su petición pudiera ser rechazada.

Pero Charles, mucho más afable y generoso de lo que Arabella le recordaba, dijo:

—Cuando conozca a la dama en cuestión, señorita Fermor, entenderá que en este caso la buena fortuna es únicamente mía.

El carruaje llegó a Albermarle Street y se detuvo delante de la casa de Arabella. Luxton bajó de un salto a la calle y acompañó a la joven hasta la puerta de entrada. Cuando se despidió de ella con una inclinación de cabeza y volvió sonriente a su carruaje, Arabella fue presa de una inesperada punzada de pesar. Qué mañana tan extraña. La euforia provocada por la nota de lord Petre… y la humillación de ver a Charlotte Castlecomber de camino a la recepción de lady Salisbury. Todo ello había servido para recordarle la precariedad de su posición y, durante un

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instante, deseó que el bondadoso y amable Charles Luxton hubiera sido suyo. Y encontrar así la estabilidad; la seguridad. Pero sabía que no habría podido ser; mientras le observaba volver a su carruaje, sintió un divertido cosquilleo viéndole caminar con los pies hacia fuera y balancear la cabeza con entusiasmo al andar. Y cuando le entregó la engorrosa capelina de friso a un lacayo y le ordenó que intentara ver qué podía hacerse con ella, Arabella decidió que a fin de cuentas estaba encantada con la noticia del compromiso entre Luxton y Emily Eccles. Si Charles hubiera heredado una fortuna mayor podría sin duda haber hecho un buen matrimonio. Pero le reconfortó saber que a pesar de ser más pobre de lo que pudiera parecer, había encontrado a una mujer con la que creía que sería feliz.

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Capítulo 8

La Pasión del Sabio y el Brindis del Vanidoso

La chocolatería White's, situada en el extremo de St. James Street, junto al palacio, no era un lugar que Alexander frecuentara por motivos literarios. Sus conocidos del mundo de las letras veían en St. James un antro de perdición de aristocrática indulgencia que provocaría la devastación de cualquier viajero que osara cruzar sus límites. A menudo se referían a la zona y a sus habitantes con un desprecio moralista: «Sus poemas son triviales y su prosa, vulgar. Naturalmente, vive en St. James». La afectación de sus compañeros de pluma despertaba en Alexander un sentimiento muy cercano a la ira. ¿Por qué eran incapaces de reconocer que envidiaban a los ricos y a los poderosos, tal y como admitían el resto de los mortales sin el menor recato?

Jervas y Alexander entraron juntos y fueron recibidos por Harry Chambers y Tom Breach, ambos compañeros de estudios del pintor. Harry les invitó a sentarse en un par de sillas vacías al tiempo que retiraba su manguito de una de ellas con una amplia sonrisa de bienvenida. Tom preguntó si podía llevar a Jervas y a Pope una taza de chocolate mientras dedicaba a Alexander una mirada dubitativa, como preguntándose si el joven habría oído hablar de semejante bebida. Jervas dijo que tomaría chocolate; Alexander, té chino.

Justo cuando acababan de sentarse, Harry comentó:—Pero Charles, llevas la peluca perfectamente rizada a pesar de este

tiempo espantoso. ¡No puedo creer que se la hayas comprado a monsieur Duvillier, maldito traidor!

Jervas lo negó.—Yo ni siquiera viajo a París a comprarme las pelucas. Aunque

reconozco que es la segunda que me pongo hoy —confesó—. Esta mañana me he empapado.

—¡Pues ésta es mi segunda camisa! —dijo Harry, solidarizándose con él—. La semana pasada utilicé quince y no me sorprendería que esta vez llegaran a veinte —sacó su cajita de rapé y le dio un golpecito distraído. Luego levantó la tapa. Tom, que acababa de regresar con las bebidas, le miró sin ocultar su sorpresa.

—Está de última moda darle un golpecito a la caja de rapé antes de abrirla, Tom —dijo Harry con una perezosa sonrisa—. No puedo demostrártelo aquí, pero si decidiera hacer lo mismo en el teatro veinte mujeres se volverían a mirarme al oírme.

—Oh, Harry —fue la réplica de Tom—. Eres un fiel seguidor de la moda. Pero el caballero que está apoyado en el mostrador se te ha adelantado, pues lleva ya tacones rojos aunque todavía no sea de noche.

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Harry soltó un gruñido de incredulidad y giró la cabeza para echar un vistazo a los ofensivos zapatos del hombre en cuestión.

—Pero te habrás dado cuenta de que también lleva dragona —añadió, lanzando a Tom una mirada significativa. Se trataba al fin y al cabo de un tipo rematadamente vulgar.

Alexander estaba encantado de que Jervas le hubiera llevado a White's, dándole así la oportunidad de observar el grado de absurdo que alcanzaba la conversación de Tom y Harry. Se preguntó si podría convertir la conversación entre ambos en un nuevo poema. Hasta Tonson tendría que reconocer que los lectores se divertirían con la pieza, pues era bien sabido que a todo el mundo le gustaba leer sobre personajes fácilmente reconocibles. Pero ¿cómo hacerlo? Cuando la gente hablaba en los poemas nunca empleaban el lenguaje coloquial del discurso diario. Alexander no conocía ningún poema que centrara sus versos en la vida cotidiana, y menos que se riera de ella. Miró a Jervas y le vio sentado y sonriendo a la despreocupada charla del par de amigos, sin duda preso de un deleite carente de la menor sombra de ironía. Obviamente, a Jervas jamás se le pasaría por la cabeza burlarse de hombres como Tom y Harry. Sus cuadros nada tenían de satíricos. Profesaba una admiración demasiado reverente por el mundo elegante como para mofarse de sus irracionalidades. Jervas pidió a Tom que le pusiera al día de las últimas novedades de la ciudad.

—Fui el miércoles a visitar a lady Purchase, pero había salido —dijo Tom con un bostezo—. Sin embargo, la vi en la ventana del salón mirándome sin ocultarse mientras la criada hablaba conmigo.

—Lady Purchase sólo recibe los martes y los jueves, así que no me sorprende en absoluto que no te atendiera —respondió perezosamente Harry, bajando la mirada para alisarse las medias—. Es una regla de estricto cumplimiento. La señora Sandwich la considera una muestra tal de buena educación que los días que no se encuentra oficialmente «en casa» se niega a recibir a sus visitas personalmente —terminó de ajustarse las medias y se recostó contra el respaldo del asiento.

—Pues me cuesta trabajo creer que la señora Sandwich pueda todavía mover la boca —intervino Tom—, especialmente teniendo en cuenta cómo se embadurna últimamente de maquillaje y de pintura.

—No intentes hacernos creer que desconoces las tretas utilizadas por las mujeres, Tom —le ladró Harry como respuesta—. Eres pintor, Charles, y seguro que sabes muy bien cómo se hace… ¿O acaso las mujeres no se pintan el rostro por la mañana y vuelven a despintárselo al llegar la noche?

Jervas optó por no proferir su propia observación y se limitó a decir:—Preferiría que nos contaras tus aventuras con los retratos

femeninos, Harry.—Las mías no son nada en comparación con las de mi amigo

Dicconson —respondió Harry todavía con el mismo tono indiferente—. ¿Le conoces, Charles? Es un tipo excelente; siempre dispuesto a invitarte a una copa. Jura que jamás vio el rostro de su mujer hasta el día que se casó con ella. Su esposa tiene la tez en tan mal estado por culpa del maquillaje que cuando se despierta por la mañana a duras penas parece

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lo bastante joven como para ser la madre de la mujer que Dicconson se llevó a la cama la noche anterior.

—¡Bobadas, bobadas! —exclamó Tom—. Conocí a una mujer con el rostro tan delicadamente maquillado que corría el peligro de ver desvanecerse sus rasgos si se suspiraba sobre ellos con demasiado ardor. Estar en la cama con ella era como entrar en una habitación recién pintada. El olor era intolerable.

Alexander escuchaba la conversación profundamente divertido cuando de pronto Tom cambió de tema.

—Harry —exclamó—, veo acercarse a un anciano caballero con un chaleco que debe de tener por lo menos medio siglo. Diría que se trata de sir William Wycherley.

—¿Te refieres a Wycherley el dramaturgo? —fue la respuesta de Harry—. No seas idiota, Tom. The Country Wife se estrenó en los teatros hace cuarenta años. Debe de llevar muerto casi tanto tiempo como Shakespeare.

—No, creo que es él —respondió Tom—. De todos modos, si no está muerto debe de estar ciego, porque ha estado sentado en el extremo del salón reservado para el servicio sin darse cuenta.

Alexander se volvió a mirar, consternado. Sin duda era William Wycherley el caballero que se acercaba a su mesa: de porte inconfundible, alto, corpulento y formalmente vestido con un estilo de hacía treinta años. Se movía con una evidente cojera causada por la gota que sin duda él empeoraba moviéndose pesadamente por la ciudad bajo el peso de semejante corpulencia. Afortunadamente, Alexander acababa de escribirle para hacerle saber de su llegada a Londres… aunque insinuando que a causa de su débil salud resultaría difícil concertar un encuentro con él. Se sentía particularmente avergonzado por haber utilizado su débil estado de salud como excusa, sabiendo como sabía que la salud del anciano dramaturgo era también precaria. Tonson había dicho que el hombre estaba perdiendo la memoria. Alexander corrigió el descuidado relajamiento de hombros al que se había abandonado siguiendo el ejemplo de sus compañeros de mesa.

Cuando, tres o cuatro años antes, sir Anthony Englefield lo había dispuesto todo para presentarle a sir William Wycherley, Alexander se había entusiasmado más que ante cualquier otro encuentro anterior. Sin embargo, casi de inmediato se había dado cuenta de que la amistad con Wycherley no respondería a sus expectativas. Wycherley había sido el más grande dramaturgo de su época, pero ya entonces se encontraba en un estado de evidente debilidad y se mostró abiertamente deseoso de ganarse la admiración de un joven poeta con talento. El anciano había pedido a Alexander que le ayudara a preparar un libro con sus poemas para su publicación, y aunque Alexander era consciente de que la calidad de los versos del dramaturgo dejaba mucho que desear, había puesto todo de su parte para convertirlos en una obra respetable, diciéndose que era todo un honor ayudar a un escritor tan respetable. Lo cierto es que se había visto tan sorprendido por el precario estado de Wycherley que no había osado reconocerlo francamente.

—¡Señor Wycherley! —exclamó, levantándose en cuanto el

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dramaturgo se acercó a la mesa.El anciano había engordado aún más desde la última vez que se

habían visto, y de eso hacía ya un año; su enorme corpulencia empequeñeció a Alexander y la pequeña inclinación de cabeza con la que saludó al caballero. Wycherley le observó en silencio. La peluca, de considerable altura y profusamente ornamentada, se le había torcido ligeramente sobre la cabeza. Iba acompañado por su ayudante, un hombre de mediana edad al que Alexander había conocido en un encuentro anterior. Alexander se sonrojó. Sabía que eran el centro de todas las miradas del salón y de pronto temió que Wycherley fuera a hacerle un desplante. Pero en ese momento, el ayudante se acercó a su señor y le dijo bajando la voz:

—Es el señor Pope, señor. Su joven amigo.—Ah, el señor Pope —se apresuró a decir Wycherley—. Mi vista ya no

es la que era. ¿Está usted de visita en la ciudad con el señor Caryll?—No, señor. Me alojo en casa de mi amigo Charles Jervas, al que

creo que ya conoce —Jervas saludó al anciano con una inclinación de cabeza, aunque se mantuvo al margen de la conversación.

Wycherley pareció no reparar en él.—¿Y cómo sigue el señor Caryll? —preguntó.Alexander se preguntó entonces si debía corregir al señor Wycherley

y decirle que hacía tres semanas que no veía a Caryll. Apenas se sentía con ánimos para mirar al anciano, horrorizado como estaba ante la evidencia de su imparable deterioro. Hacía sólo unos años había sido una figura de primer orden. En ese momento era simplemente un motivo de diversión… a decir verdad, resultaba poco digno de su parte dejarse ver en público. Cuan amargamente efímera era la fama, pensó Alexander.

—Está bien, señor —respondió, y añadió—: Este año se ha quedado en el campo —se produjo una pausa y Alexander miró a Jervas, abriendo cuanto pudo los ojos en un gesto de muda súplica.

De pronto la niebla que había envuelto la confusión de Wycherley se desvaneció. El anciano dijo entonces, seguro de sí:

—Me alegra ver que ha recuperado la salud, señor Pope. Temí que no pudiera usted disfrutar de los placeres de la temporada. El señor Tonson me dice que su Ensayo sobre la crítica está a punto de ver la luz —era un hombre totalmente distinto al que se había presentado ante Alexander dos minutos antes. Alexander estaba estupefacto.

—Ensayo sobre la crítica, eso es. Estoy encantado con él, aunque me preocupa cómo será acogido, señor —respondió sin la menor aprensión, sino aliviado al ver que Wycherley había recobrado un estado muy próximo al de la normalidad.

—Cuando tenga el placer de leer su nuevo poema, señor Pope —dijo Wycherley con voz afectada—, lo elogiaré sin moderación.

—Si encuentra usted deleite en mis inmaduros versos, señor —respondió Alexander con toda la deferencia que fue capaz de reunir—, debe de ser el mismo que siente el hombre que observa los primeros brotes en un árbol que él mismo ha cultivado. Sus elogios me avergonzarán.

—Si le causo malestar al elogiar su obra, el placer será entonces mío

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—fue la exaltada respuesta del viejo escritor—. Recuerde que el incienso es más dulce para el que lo ofrenda que para la deidad a la que se le ofrece, pues ésta está muy por encima de todas las cosas como para encontrar en la ofrenda un motivo de deleite.

Intuyendo la incomodidad de Alexander y deseando poner fin al encuentro, Jervas intervino entonces para preguntar a Wycherley hacia dónde se dirigía y ofrecerse a llevarle en su carruaje. Wycherley aceptó de buena gana la oferta, al tiempo que respondía que se dirigía a la cafetería Will's. Jervas se despidió de sus dos compañeros de mesa y los tres hombres se pusieron en camino sin más dilación.

Alexander a duras penas pudo contener la risa al ver a tres hombres tan enormemente distintos apiñados en un pequeño coche de caballos londinense, esforzándose por aparentar una comodidad que no sentían mientras sus dispares formas se compactaban aún más en el interior del vehículo. Alexander y Jervas quedaron estrujados a ambos lados de Wycherley como si intentaran velar por la seguridad del hombre cuya corpulencia les superaba con creces. Siendo como era, según las sospechas del propio Alexander, la única persona del carruaje que seguía teniendo libre acceso a su sistema respiratorio, fue Wycherley quien inició la conversación.

—¿Por qué nuestro amigo John Caryll se prodiga tan poco en la ciudad? —preguntó a Alexander.

—La familia de Caryll disfruta del retiro del campo, señor —respondió Alexander, que pensaba que Caryll visitaba la ciudad más a menudo de lo que Wycherley probablemente sabía—. No sienten demasiada simpatía por el bullicio de Londres, y a Caryll no se le ocurriría venir solo.

Wycherley dejó escapar un bufido burlón, con el que apretujó aún más a los otros dos hombres contra sus rincones del carruaje, y respondió:

—Supongo que eso es porque la fortuna familiar todavía no se ha recuperado de las recientes y alocadas extravagancias de su tío. Caryll no puede permitirse venir a la ciudad.

Aunque Alexander era de la opinión de que las suposiciones del anciano no andaban tan mal encaminadas, no tenía la menor intención de satisfacer el apetito de Wycherley por los chismorreos dándole la razón.

—No me atrevería a describir como extravagancias los infortunios del anciano lord Caryll, señor —dijo con la voz más remilgada que le permitía su posición—. Fue injustamente encarcelado por el Complot Papista, aunque es manifiesto que no tomó parte en él y que se pilló los dedos por culpa de un intento de asesinato del que nada sabía.

—¡Del que nada sabía! ¡Bobadas! Lord Caryll era jacobita. Lo confesó abiertamente. Más que eso: vivió en Francia cuando la corte de Jaime II se exilió allí. Pero si me han dicho que fue secretario de Estado del rey en el exilio. No hay duda de que estuvo implicado en la conspiración que pretendía devolver a Jaime al trono.

Con un tono mucho más piadoso del que habría utilizado

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normalmente, Alexander dijo:—Independientemente de lo que pueda haber hecho su tío, John

Caryll ha sufrido injustamente en manos de todos los que desean perjudicar a la Iglesia católica.

—Jamás hubiera dicho que era usted defensor de los jacobitas, señor Pope.

—Soy defensor de mis amigos los Caryll, señor.—Y apuesto a que también de los católicos. En fin, supongo que no

puede usted evitarlo. Pero ¿por qué no se mantuvo John Caryll al margen del asunto? Según me han contado, terminó en prisión por ello… y ahora todos los miembros de su familia son considerados traidores.

—Caryll pasó en prisión sólo dos semanas y fue injustamente condenado —arguyó con apasionamiento Alexander.

—En fin, de tratarse de mi fortuna o de mi familia, me habría convertido al protestantismo hace tiempo —dijo Wycherley condescendiente—. Caryll podría haber evitado así todos sus problemas.

—No me parece que Caryll deba ser censurado por proteger a su familia —insistió Alexander—. Ni tampoco el anciano lord Caryll por haber sido jacobita. La generación de católicos a la que pertenece fue víctima de una gran crueldad. Si los católicos están hoy a salvo es únicamente porque aprendieron —aprendimos— a guardar silencio.

A Alexander le sorprendió comprobar hasta qué punto le había enfadado el ataque de Wycherley. Por supuesto, nunca se había considerado defensor de los jacobitas, ni siquiera de su propia religión, pero Wycherley había descubierto en él una lealtad que hasta entonces le era desconocida. A fin de cuentas, Alexander había tenido prohibido el acceso a la universidad, además de habérsele negado todo derecho a ser dueño de propiedades y a acceder a cualquier cargo oficial. Si bien era cierto que resultaba fácil olvidarse de todo ello mientras se alojaba en casa de Jervas, en Westminster, apenas unas semanas antes parecía abocado a su mala suerte. Sintió un perverso placer al ver tropezar a Wycherley cuando descendía del carruaje delante de Will's. Apenas mascullado un simple adiós, Alexander dio la espalda a su viejo amigo y cerró bruscamente la portezuela del coche.

Jervas estuvo de muy buen humor durante el trayecto de regreso a casa.

—¡Qué lujosa comodidad es no tener que soportar la inmensa corpulencia de Wycherley! —dijo. Pero Alexander se mantuvo ceñudo y en silencio, con la mirada fija en la ventanilla y golpeando con el pie en el asiento. Pasado un rato, el taconeo de Alexander empezó a poner nervioso a Jervas, que se propuso sacar a su amigo de su meditabundo silencio.

—¿Eran ciertos los comentarios de Wycherley sobre tu amigo Caryll, Pope? —preguntó.

Alexander respondió sin apartar los ojos de la ventanilla:—Oh, ciertos e inciertos a la par. El anciano lord Caryll era jacobita,

pero no creo que su sobrino tenga nada que ver con eso. E incluso aunque sintiera ciertas simpatías por la causa de los jacobitas resultaría demasiado peligroso, pues su familia ya está bajo sospecha.

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—Qué mundo tan extraño y tan anticuado —dijo Jervas—. Tramas, contratramas, encarcelamientos, traiciones. El anciano lord Caryll, Wycherley e incluso tu amigo John Caryll se me antojan hombres de otra época.

Alexander le respondió sin ocultar su crispación:—Me alegro por ti si puedes verlo así, Jervas. Pero la lacra del

papismo sigue también pendiente sobre mí y probablemente jamás llegue a verme libre de sus cansinos tentáculos.

—Por más que lo intento no logro entender cuáles son los atractivos de la causa jacobita —fue la respuesta de Jervas—. Convierte en pobres a los ricos y vuelve locos a los cuerdos. No cabe duda de que Jaime III jamás accederá al trono, y aun así, año tras año, hay hombres que lanzan sus fortunas y las de sus familias al Canal, convencidos de que las verán emerger en la orilla francesa para convencerle de que regrese.

—No es precisamente así como los jacobitas resuelven sus asuntos —dijo Alexander con cierto tono de censura en la voz—. A tu entender, los jacobitas no son más que un puñado de lunáticos porque nada tienes que temer a causa de tus actos. Pero supón que volvieran a empezar las persecuciones. Quizás nadie accedería a publicar mis poemas.

Jervas estuvo a punto de reírse ante el decidido pesimismo de Alexander, pero reprimió su sonrisa y se limitó a decir:

—Piensas así porque llueve y todavía no hemos comido nada.Pero Alexander no iba a dejarse consolar tan fácilmente.—Cuando estoy en compañía de hombres como Wycherley siento que

mis deseos de dedicarme a la poesía me abandonan por completo. Sus versos y sus obras de teatro son tan vacuos como la leche de burra. Pero ¿cómo triunfar si no puedo ser como ellos?

Jervas le miró alarmado. Nunca sabía qué decir ante esos arrebatos de su amigo, y con su silencio no hizo más que alimentar la indignación que ya embargaba a Alexander.

—La mayoría de los escritores son insufribles y no paran de quejarse de sus fracasos: que el estilo de sus versos no está de moda; que no cuentan con el mecenazgo necesario para triunfar; que no son lo bastante ricos, o lo bastante pobres; que no tienen una voz lo suficientemente potente como para hacerse oír. En suma, cualquier cosa excepto que su talento es insignificante y su escritura, de la calaña más innoble.

—Pero tus versos no son innobles, Pope —dijo Jervas con ánimo consolador—. ¿Acaso no te ha dedicado Jacob Tonson unos cuantos cumplidos?

—¡No tengo la menor intención de dejarme encandilar por los cumplidos de nadie! —respondió Alexander furioso, silenciando a tiempo las palabras «como sueles hacer tú».

Vio a Jervas encogerse a su lado y, aunque sabía que se estaba comportando mal, la visión del rostro ansioso y conciliador de su acompañante no hizo sino aumentar su sensación de frustración. No era culpa suya que no pudiera sentirse cómodo con todo el mundo ni tampoco que el mundo no le resultara un lugar encantador, como le ocurría a su amigo.

—¿Acaso no anhelas mostrar al mundo su vanidad y su hipocresía? —

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dijo furioso Alexander—. Cuando estás pintando el retrato de alguno de esos vanidosos y perezosos quejicas, ¿no desearías aplastarlo a brochazos? ¡No! Claro que no. Jamás te he oído juzgar a quienes posan para ti, Jervas.

—Pero es que yo no soy juez, Alexander, sino pintor. ¡Y a Dios gracias! —soltó una risilla y miró receloso a Alexander temiendo su reacción—. Nunca quise ser juez por mucho que mi padre pensara que las leyes eran lo más adecuado para mí. ¿Qué derecho tengo yo a evaluar los méritos de mis clientes? Ellos me pagan para que los muestre como quieren que les vea el mundo… ¡y no como pueda sentirme yo una mañana de lluvia después de haberme atiborrado de ostras la noche anterior!

—Pero yo soy poeta —respondió Alexander con tal combinación de orgullo e incertidumbre que Jervas a punto estuvo de volver a reírse—. Nadie me paga para que cante sus alabanzas —guardó silencio durante unos segundos y luego, incapaz de contenerse, añadió—: El problema de los hombres como tú es que no osáis hablar abiertamente. Os limitáis a insinuar los defectos de la gente; y vaciláis a la hora de insinuar una emoción tan directa como puede ser la enemistad. ¡Lo que os pasa es que os da miedo obrar con contundencia! —exclamó, lanzando a Jervas una mirada desafiante con la que esperaba y temía haber provocado por fin en él la ira. Pero Jervas se volvió y le miró con gesto tranquilo.

—No tiene nada que ver con el temor, Alexander. Es simplemente que no tengo el menor deseo de herir a nadie.

Alexander se recostó en el respaldo de su asiento, de pronto avergonzado por su arrebato y deseando, aunque demasiado tarde, haber tenido una mayor dosis de autocontrol.

Sin embargo, un par de minutos después, Jervas puso su mano sobre la suya y dijo:

—En casa nos espera una buena ternera, cordero, queso y budín, y un buen fuego con el que calentarnos durante la tarde. Basta de discusiones, Pope. ¡Te ordeno que te animes!

Alexander sonrió agradecido y le dio un apretón de disculpa en el brazo.

Unos días antes, Martha y Teresa Blount habían invitado a Alexander a que las visitara, pero entre su resfriado y el mal tiempo Alexander no había podido ir a verlas. El día después de su discusión con Jervas, cuando de nuevo salió el sol, Alexander decidió que iría a visitar a las muchachas.

—Así que por fin has venido —dijo Teresa cuando entró acompañado de la criada al saloncito que ocupaban las hermanas—. Patty creía que habías iniciado un romance con esa pequeña lechera con la que te vimos hablando en el baile —añadió, levantándose para besarle en ambas mejillas.

Alexander se preguntó por qué estaría Teresa de tan buen humor. ¿Sería a causa del efecto que Londres tenía sobre ella o quizás que había vuelto a ver a lord Petre?

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—Seguro que has estado enfermo, Alexander… —dijo Martha, mirando el rostro compungido del joven.

Pero Alexander, que seguía pensando en lord Petre, quiso demostrar a Teresa que él también podía ser galante cuando se lo proponía.

—Sí, he sido víctima de un constante pesar por haberme visto apartado de vosotras y de una espantosa fiebre causada por el anhelo de volver a veros —dijo—. Aunque, por ser yo el único causante de mi pobre estado, no puedo permitirme andar por ahí suplicando compasión.

—¿Has estado ocupado escribiendo poesía, Alexander? —preguntó Martha.

—Tan sólo los poemas más innobles y vulgares que imaginarse pueda, pues no he tenido junto a mí a ninguna musa que me inspirara sentimientos más elevados —respondió.

—Pues sería una pena privar a la posteridad de semejante ingenio —dijo Teresa, empleando su antiguo tono burlón.

Alexander picó el anzuelo.—Si en efecto tengo algún ingenio —respondió—, será preferible que

escriba para ponerlo de manifiesto a que me resista a hacerlo, pues, como podrá afirmar cualquier dama que me haya visto, no tengo nada mejor que mostrar.

—Si pasas la bandeja demasiado a menudo en espera de elogios, Alexander, recogerás menos de los que mereces —fue la respuesta de Teresa—. Me alegra elogiar tus versos, y Patty está más que dispuesta a elogiar tu persona, pero sólo cuando dejes de pedirlo a gritos.

En ese momento se abrió la puerta y un criado anunció que la señorita Arabella Fermor esperaba a las señoras en su carruaje. El buen ambiente que imperaba en el salón cambió de inmediato.

—Cielos, había olvidado que Bell venía esta mañana —dijo Teresa, levantándose de pronto para mirarse al espejo—. Tengo que comprarme un tocado para ir esta noche a la ópera. Ayer dijiste que vendrías, Patty —se volvió desde la ventana y dedicó a su hermana una mirada imperativa.

—Pero está aquí Alexander y todavía no hemos terminado la costura de la mañana —respondió Martha, enfrentándose no sin cierta cautela a la mirada fija de Teresa—. Creo que me quedaré.

Teresa giró en redondo y dijo con tono acusador:—No, no empieces a hablarme en ese tono, invocando a Alexander y

a la costura como si dejarse ver con un tocado de encaje fuera un desacato a la religión.

Alexander también se había levantado y se había quedado rígido entre las dos muchachas, sin saber a cuál prestar su apoyo.

Pero deseaba que Teresa saliera de casa sintiéndose en buena disposición con él.

—Señora, aunque pueda existir cierta vanidad y orgullo en el hecho de llevar un tocado de encaje, sus amigos verán en ello uno de los más elevados actos de caridad que pueda ejercer —dijo.

Teresa dedicó a Martha una sonrisa triunfal y cogió sus cosas dispuesta a salir.

Movido por un deseo de complacer a ambas hermanas por igual, Alexander se volvió hacia Martha:

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—Pero no debería preocuparte que Teresa se acostumbre demasiado a los placeres, Patty —dijo—. Muy pronto regresará al campo, con sus fríos y anticuados salones, los paseos matinales y las tres horas de plegarias diarias.

—¡Ni hablar! —replicó desafiante Teresa—. Pero no vamos a estar en Londres bordando aquí dentro todo el día. De ser así, preferiría que volviéramos directamente a casa. ¿Para qué venimos a la ciudad si no es para asistir a bailes, obras de teatro y recepciones? ¿Y qué objeto tiene asistir a esas veladas si no es para estar hermosas?

—Deberías tener más cuidado, Teresa —apuntó Martha cortante—. Dentro de unos pocos inviernos tu rostro será en la ciudad como una de esas lujosas y anticuadas sedas de las tiendas que todo el mundo ha visto y que nadie quiere comprar —Alexander contuvo una sonrisa y Teresa le lanzó una mirada resentida.

—Oh, ¡qué ingeniosa, Patty! —fue su respuesta—. Pero en tu símil creo que yo debería ser más un brocado ricamente admirado… demasiado bueno para que lo corten y lo adapten al gusto de cualquiera.

Dicho esto, salió del salón a toda prisa, dejando a Martha y a Alexander incómodamente de pie, uno al lado del otro. Martha miró a Alexander y él tendió el brazo como para tomarle la mano, pero de improviso cambió de idea.

Martha dejó escapar un suspiro y se sentó.—Teresa está imitando la costumbre que tiene Bell de creer que

puede convencer a cualquier hombre para que la admire —dijo— Al parecer, no entiende que donde no hay fortuna no puede haber admiración.

Alexander le sonrió.—Lo único que puedo responder a eso es que si alguien valorara en

diez mil libras la testaruda naturaleza de tu hermana, se me antojaría una valoración de lo más ajustada. Si hay algún hombre al que no pueda atraer con sus argumentaciones, a buen seguro lo atraerá con sus encantos.

Martha se puso seria.—¿No supondrás que Teresa pueda ser tan estúpida como para tener

una aventura, Alexander?Él estuvo a punto de responderle con un comentario distendido

cuando de repente se dio cuenta de que estaba disfrutando de la charla; el discurso de Martha tenía un fundamento del que carecía el de Teresa y se le ocurrió que bien podía fiarse del buen juicio y del consejo de la joven. Se preguntó desde cuándo había sido así.

—Espero que hasta tu hermana tenga el suficiente sentido común como para evitar semejante destino —dijo—. En cualquier caso, si no lo hace, nuestra constante cercanía en todas sus situaciones de deleite bastará para ahuyentar cualquier riesgo indeseado —añadió con una sonrisa tranquilizadora.

—Sólo desearía que Teresa fuera más feliz —respondió Martha bajando la voz—. Siempre parece estar intentado conseguir lo que nunca puede tener.

—Si fuera un hombre de temperamento eclesiástico, os daría a tu

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hermana y a ti, y a mí mismo, un consejo —dijo Alexander—: Dejar de pretender la alegría y conformarnos con la paz de espíritu.

Exasperada, Martha levantó los ojos.—Siempre das consejos en los que no crees, Alexander —respondió,

aunque sin dejar de sonreír.—Bueno… quizás sería mejor buscar sólo la alegría —concedió—.

Pero es que tengo en gran estima la paz de espíritu. Tendría que haber nacido barón, pues no parece haber sobre la capa de la tierra hombres más relajados que ellos. Lord Petre no tiene nada que hacer y aun así parece estar constantemente ocupado —añadió—. Tu hermano conoce a los Petre, ¿verdad, Patty?

Martha se apresuró a contestar, como si ya antes hubiera pensado en ello varias veces.

—En su día se dijo que iba a participar en negocios con el padre de lord Petre, pero Michael no disponía del capital necesario para ello —dijo.

—¿Y qué negocio podían traerse entre manos un barón y tu hermano?

—Inversiones en bolsa —fue la respuesta de Martha—. Hay una empresa llamada South Sea Company que al parecer hará ricos a todos sus socios y el padre de lord Petre esperaba poder crear una empresa parecida. Pero a los inversores no les gusta hacer negocios con católicos, de modo que la empresa no prosperó. Supongo que lord Petre quería contar con Michael por el buen nombre de la familia.

A Alexander le sorprendió que Martha estuviera tan al corriente de los intereses de su hermano. Hasta el momento nunca habían hablado del tema. ¿Cómo podía tener tantos conocimientos sobre asuntos financieros? Estaba seguro de que no podía decirse lo mismo de Teresa.

—¿Y por qué iba el padre de lord Petre a tener algún interés en el buen nombre de Michael? —preguntó, consciente de su ingenuidad.

—Porque los Blount nunca han sido jacobitas.Alexander se sintió confundido.—Tampoco los Petre.Ella vaciló un instante en una obvia muestra de cautela, y una vez

más Alexander se quedó asombrado ante la nueva cara de Martha que estaba descubriendo. Lamentó no haber escuchado con más atención a su padre en el pasado cuando le había intentado explicar las complejidades de los jacobitas y de su política.

—¿Recuerdas que el antiguo tutor de lord Petre, tu amigo John Caryll, intentó recuperar una herencia que le había sido confiscada a su tío? —preguntó Martha.

—Ayer mismo le hablé de ello a Jervas —respondió Alexander—. Pero eso no tuvo nada que ver con los Petre.

—No es cierto —respondió ella—. El anciano lord Caryll había estado en prisión por intentar defender a cinco lores católicos que habían sido arrestados a causa del Complot Papista. Iban a juzgarlos juntos y había muchas probabilidades de que fueran decapitados. ¿Recuerdas los nombres de los otros lores encarcelados?

Alexander negó con la cabeza. ¡Esta Martha le era totalmente desconocida!

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—Lord Stafford, Powis, Arundell, Bellasyse y Petre —dijo.—¡Petre! —repitió Alexander—. ¿Lord Petre?—El abuelo del actual barón. Famoso traidor donde los hubiera,

murió en la Torre. Como los Caryll, también los Petre cargan con esa lacra en su apellido.

—Entonces, los Petre son jacobitas.—Eran jacobitas, Alexander —le corrigió Martha.Alexander se sintió envuelto en una maraña de cavilaciones.—Ahora empiezo a entender… Lord Petre está siempre en compañía

de ese hombre, James Douglass, aunque no creo que sean amigos. Son de modales demasiado distintos, y muy diferentes sus familias. Pero les vi reunirse en secreto después del baile. Se habían ocultado en un carruaje vacío.

Martha se rió.—No entiendo una sola palabra de lo que dices, Alexander.—Tampoco yo, Patty. Siempre que veo a Douglass tengo la impresión

de que es un tipo turbio, de que oculta algo. Pero hasta ahora no había podido imaginar cuál podía ser el papel de lord Petre en todo esto.

—No te sigo.—¿Y si la amistad de ambos estuviera fundada en algo parecido al

interés personal? Supón que se tratara de un asunto de traición. De un secreto —dijo.

—¡No seas ridículo, Alexander! —exclamó Martha—. Estás dejando que tus celos hacia lord Petre alimenten en ti las más ridículas fantasías —guardó unos segundos de silencio, lamentando en el acto sus palabras. Luego recobró la compostura y añadió con voz más calmada—: Aun suponiendo que lo que me has contado sobre esos encuentros secretos fuera cierto, cosa que no creo, piensa en lo que ocurriría si le descubrieran. La familia lo perdería todo. Lord Petre iría a prisión y probablemente le ejecutarían. ¡Es imposible!

Martha se interrumpió y ambos se mantuvieron en silencio durante un instante.

—¿Le has contado a Teresa lo que acabas de decirme? —preguntó—. Quizás deberías hacerlo.

Mientras le observaba, Martha sintió una oleada de compasión hacia Alexander. Qué bien comprendía sus sentimientos… el deseo de desalentar el afecto que Teresa parecía otorgar tan injustamente a lord Petre. ¿Acaso no había sido ése el motivo principal de la conversación que acababa de tener lugar entre ambos? ¡Debía de resultar muy tentador revelar que Douglass, el admirador de Teresa, era un canalla, y su favorito, el barón, un traidor!

Martha acompañó sus palabras con un suspiro:—Estoy convencida de que tus sospechas son infundadas. Lord Petre

no es un traidor. En cualquier caso, no creo que con tu advertencia logres disuadir a Teresa. Incluso puede que ella decida contárselo a Petre para ganarse así su atención. Te aconsejo que mantengas tus especulaciones en secreto.

Alexander parecía abatido. Quizás Martha estuviera en lo cierto, pensó entristecido. Quizás eran los celos los que habían despertado en él

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tanta curiosidad por lo que lord Petre y Douglass se traían entre manos. Se avergonzó en cuanto comparó sus descabelladas especulaciones con la solidez de la perspicacia y la percepción de Martha.

—Entiendes bien a tu hermana, Patty —dijo—. Y sospecho que me comprendes a mí a la perfección. No le diré nada. Sin embargo, te prometo que la vigilaré como un silfo guardián en pleno Idilio, protegiéndola de todo mal mientras ella se enfrenta a las tribulaciones del mundo moderno.

—En ese caso, deberás ponerte manos a la obra muy pronto —respondió Martha con cierto tono de ironía en la voz—. Teresa irá esta noche a la ópera, un evento al que asiste el grueso de la sociedad a la que te refieres, magníficamente vestida de encaje, chalecos de brocado y charreteras. No me parece que mi hermana vaya a aparecer adecuadamente fortalecida en comparación con lo que allí ha de encontrar.

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Capítulo 9

La mirada de día, el susurro en la oscuridad

Esa noche, cientos de personas se agolpaban delante del teatro en el Haymarket, avanzando entre empellones para acceder al interior. A ambos lados de la calle se había formado un embotellamiento de carruajes y de palanquines y las damas sorteaban con sus chinelas los excrementos y la paja del suelo para llegar al edificio. Un manguito de piel cayó al suelo y el lacayo de una dama se las vio con el mugriento pilluelo que se abalanzó sobre la pieza para llevársela. Los porteadores batallaban en su afán por depositar a sus pasajeros bajo la arcada del recinto, embistiendo con las barras de las sillas las espaldas de los desprevenidos asistentes. Un criador de cerdos, que al parecer o no sabía o le traía sin cuidado que fuera noche de ópera, se adentró en la calle con una piara que, entre ronquidos y embestidas, frotaba sus flancos contra las piernas de las damas, destrozando medias de seda con cada pisotón de sus embarradas pezuñas.

A las puertas del edificio, los vigilantes, engalanados con libreas escarlatas, pues se trataba del Queen's Theatre, se topaban contra la multitud entrante sin dejar de gritar que no se permitía la entrada de comida o bebida al recinto. A su lado se habían apostado los vendedores de naranjas, pregonando a voz en grito la venta de fruta podrida para que el gallinero la lanzara al escenario cuando la obra empezara a flaquear. A su vez, dos hombres situados delante de las puertas gritaban: «¡Prohibido entrar con armas al teatro! ¡Los caballeros deben dejar sus espadas fuera!», aunque nadie les hacía el menor caso. Entre el ensordecedor campanilleo y el fragor de los gritos llegó el carro de los bomberos con los tanques llenos de agua por si las luces prendían fuego al escenario durante la representación.

Alexander y Jervas habían llegado al teatro en un hackney. Jervas no sólo había perdonado a Alexander por su arranque de mal humor del día anterior, sino que parecía haberlo olvidado por completo y caminaban juntos afablemente, llevándose como nunca desde que Alexander había llegado a la ciudad. Coincidieron en el momento de su llegada con Richard Steele, al que Alexander saludó efusivamente con la esperanza de que estuviera con ánimo de charlar.

—No soporto la ópera italiana —empezó Steele mientras conducía a Alexander escaleras arriba hacia el palco de los hombres—. ¿Por qué será que acude tanta gente a una velada en cuyo disfrute la comprensión no desempeña papel alguno?

Alexander se rió. Obviamente, su amigo estaba de buen humor.—La primera regla que debe respetar toda ópera es que nadie pueda

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encontrarle el menor sentido —fue su irónica respuesta—. Eso libera al público de cualquier sombra de coacción. Tanto para quien haya asistido al espectáculo como para quien no, las conversaciones al término del mismo serán las mismas. Por supuesto, esto es aplicable a todo espectáculo público, pero la ópera italiana, que como sabe bebe del más absoluto sinsentido, es la que mejor encaja con el mundo elegante.

—Sin el mundo elegante no existiría la ópera —concluyó Steele, poniendo la mano sobre el hombro de Alexander y volviéndose a saludar con la otra a un conocido que subía tras ellos por la escalera—. Si la nobleza no pidiera a gritos pagar una guinea por cabeza para lucir sus galas bajo la superior iluminación de las luces de los teatros, a buen seguro el señor Händel seguiría dando clases de órgano en Alemania.

Alexander volvió a reírse y preguntó:—Si tanto le fastidia la ópera, señor Steele, ¿por qué viene?—Por nuestros lectores, Pope, por nuestros lectores —dijo con un

suspiro—. Debemos hablarles de ello para que incluso los que nunca hayan asistido puedan participar en la posterior conversación con absoluta confianza.

Alexander había comprado un ejemplar del libreto ese mismo día en Covent Garden y lo hojeó mientras Steele y él se instalaban en sus asientos. Se preguntó dónde se habría metido Jervas… siempre se encontraba con alguien en esas salidas. Debía de estar aún al pie de la escalera.

—Aunque la representación sea en inglés —observó Alexander, dirigiéndose a Steele— no resultará por ello más comprensible pues veo que el autor del libreto es Aaron Hill.

—Sí. Hill no tiene el menor talento para hacerse entender —asintió Steele—. Una lástima, porque podría escribir bien. ¿Me permite? —Alexander le dio el libreto y Steele lo hojeó.

Tras un par de minutos rompió a reír, divertido.—El señor Hill nos informa en su prefacio que pretende que un

drama exponga la excelencia de la música y «colme la mirada de un mayor número de deliciosas Perspectivas, para así proporcionar idéntico placer a Dos Sentidos a la vez» —dijo—. ¿A qué dos sentidos cree usted que se refiere?

—Creo que no a los mismos que tengo yo en mente —respondió Alexander—. Aunque, siendo el director del teatro, se me ocurre una única y deliciosa perspectiva que debe de estimularle para seguir esforzándose como lo hace: la de atribuirse algún día el mérito del talento dramático ajeno.

—Pero el señor Hill ha dejado la dirección de la sala —dijo Steele con gran deleite, encantado de tener a alguien a quien desvelar la noticia del despido del director del teatro—. ¿No lo sabía? Le han destituido desde primeros de mes… no pagaba a los tramoyistas y hubo muchas protestas tras el episodio de los pájaros.

—¿Los pájaros? —repitió Alexander—. No sabía nada —se preguntó cómo habría llegado esa información a oídos de Steele. Quizás la gente acudiera a él con habladurías para que escribiera sobre ellas en su periódico.

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—Fue un episodio de lo más divertido para los que desearíamos que la ópera italiana viviera un retorno triunfal a su país natal —explicó Steele—. Hace unas semanas, estando en Covent Garden con Joseph Addison, vi pasar a un chiquillo cargado con una enorme jaula de gorriones. Addison, al que pronto conocerá, quiso saber adónde iba con los pájaros y el niño nos informó que eran para la ópera. «¿Para la ópera?», le pregunté. «¿Acaso van a asarlos?», pensando que quizás a Hill por fin se le habría ocurrido una idea con la que ganarse algún dinero. ¡Pero no! El muchacho nos dijo que los gorriones iban a aparecer en escena al término del primer acto.

Alexander se inclinó, presintiendo que la historia de Steele estaba a punto de llegar a su clímax.

—Imaginará usted mi asombro al oír semejante noticia. Pero mi sorpresa no fue nada en comparación con la de las señoras del público cuando descubrieron durante el tercer acto que los pájaros estaban anidando en sus sombreros. La confusión fue aún mayor la noche siguiente, pues los gorriones no parecían comprender las indicaciones del señor Hill cuando éste les dijo que la obra en cuestión era otra. Siguieron entrando a escena en los momentos menos adecuados, apagando las velas con sus aleteos y provocando graves inconvenientes en las cabezas del público. Al final, no me equivocaría al concluir que fueron los gorriones los que ofrecieron una deliciosa perspectiva y el señor Hill quien terminó desplumado.

Cuando Steele concluyó su relato el palco estaba casi lleno de público, que estalló en una gran carcajada. Entre el bullicio de la gente que seguía llegando y ocupando sus asientos, Alexander vio aparecer a Jervas en compañía de un numeroso grupo de amigos y conocidos. Lord Petre, Robert Hartley y Jonathan Swift se habían congregado a su alrededor, así como un amigo de Swift al que Alexander conocía sólo de vista de los salones de café. Steele se acercó directamente al primer ministro Harley y se presentó. Lord Petre se adelantó presuroso hacia la parte delantera del palco y empezó a estudiar desde allí al público, prestando escasa atención a lo que ocurría entre sus amigos.

Para entonces ya había dado comienzo la representación, aunque fue poco el impacto que eso tuvo en la mayor parte de los asistentes, que continuaban todavía hablando y paseándose. Jervas se reunió con Alexander y ocupó el asiento que había ocupado Steele.

—Dios santo —dijo, asomándose a mirar por el borde del palco—. Menudo bullicio hay ahí abajo. Cuesta adivinar qué ruidos han sido escritos por el señor Händel para sus tambores y timbales y cuáles por los ayudantes del señor Hill cuando sueltan de cualquier modo los decorados entre bastidores.

—Mientras puedan seguir tomando rapé, fumando y mirando hacia los palcos de las damas, al público eso le trae sin cuidado —respondió Alexander—. Aunque supongo que sí le importará al señor Händel. Espero que no esté presente para ser testigo de la escena.

—La verdad es que ahora lamento haber tenido acceso al libreto del señor Hill —dijo Steele, retomando su lectura de la representación—. Según dice aquí, el rey de Jerusalén debe entrar en un carro triunfal

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tirado por caballos blancos. Aun así, la escena que tiene lugar en este momento deja claro que el rey entrará a pie.

Alexander se levantó para mirar al escenario y decidió intentar abrirse paso hasta donde estaba el doctor Swift con la esperanza de tener al menos la oportunidad de conocer al famoso clérigo. Estaba deseoso de decirle cuánto había admirado su El cuento del tonel, pero temía que Swift le tomara por torpe. Quizás debiera hablarle de ópera. El renombrado castrato italiano Nicolini cruzaba lentamente el escenario en ese instante a bordo de un bote hecho de pasta de papel, cantando con todo su empeño sobre violentas tempestades. Swift miraba desde el lateral del palco con una inconfundible expresión de desprecio, y Alexander se acercó hasta quedar de pie a su lado durante unos minutos, fingiendo seguir con atención la representación. Cuando la música del señor Händel alcanzó un crescendo, el doctor Swift soltó un grito de irritación, y Alexander vio llegada su oportunidad.

—¿No disfruta usted del espectáculo? —preguntó.Swift le respondió sin vacilar y sin parecer importarle —e incluso sin

parecer recordar— que no habían sido presentados.—Mi deleite queda frustrado al ver a mis colegas de la Iglesia

sentados en primera fila del teatro con la música sobre las rodillas —dijo, señalando con desdén a un pequeño grupo de clérigos sentados debajo—. Mírelos, adoptando poses de hombres refinados y de buen juicio. Contemplan el espectáculo con absoluta seriedad, como asintiendo y siguiendo el ritmo con los dedos para demostrar que somos capaces de apreciar la música. Me resultarían divertidos si no mostraran su vanidad de forma tan espantosa. Tan sólo consiguen provocar en mí la más encarnizada indignación.

Alexander se sorprendió ante el repentino arrebato de Swift, que olvidó ser precavido en su respuesta:

—Pero ¿por qué lo indigno de su actitud despierta en usted semejante arrebato? —preguntó.

Swift se volvió de pronto a mirar atentamente al joven que estaba de pie a su lado.

—Me parece que no conozco su nombre, señor —dijo.Alexander vaciló y miró ansioso a su alrededor para cerciorarse de

que nadie le había visto hablar con el doctor Swift sin haber sido invitado a ello.

—Mi nombre es Alexander Pope, señor —respondió.—Oí hablar de usted hace algún tiempo, señor Pope —dijo Swift—, y

lo cierto es que sentí curiosidad. Me han dicho que escribe poesía.Pope se sonrojó y balbuceó:—¡Casi nada! Apenas unos versos; y sólo tengo un libro de poemas

publicado —bajó los ojos y, maldiciéndose por haber estado a punto de desaprovechar una oportunidad como la que tenía ante sí, añadió—: Tengo un nuevo poema a punto de publicarse, señor. El mes que viene, espero —volvió a vacilar, temeroso de dar la impresión de estar fanfarroneando o suplicando algún favor del famoso escritor. Supuso que debía de haber sido Steele quien le había hablado de él a Swift.

Pero Swift retomó la conversación sobre los clérigos que estaban

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sentados abajo.—Pregunta excelente donde las haya —dijo caviloso—. ¿Por qué me

afectan tanto esos hombres? Supongo que porque lo indigno de su actitud me recuerda una pérdida aún mayor de dignidad en mi propia persona. Me rebajo a mezclarme con ellos; igual que esos míseros párrocos con su música, también yo adulo, me inclino y me comporto de manera servil, buscando una promoción que en realidad no anhelo. Y, en vez de apartarme de la Iglesia, me dedico a despreciar a mis colegas. Me ofusca la ira, señor, cuando veo que no soy capaz de evitar mi perversa naturaleza.

Alexander escuchó al clérigo con una expresión de asombro e incluso de deleite. Las palabras de Swift le recordaron su propia ofuscación con Jervas.

—Creo que le entiendo, doctor Swift —exclamó, mirando al clérigo a los ojos—. También yo estoy empezando a percibir las consecuencias de formar parte de una profesión en la que uno se siente totalmente reñido con sus colegas.

Swift respondió a su confesión con idéntica energía.—Todos somos un puñado de vanidosos… aunque me gustaría que si

un hombre es orgulloso, fuera por ahí fanfarroneando como si tuviera diez veces la corpulencia de sus colegas y los mirara con lupa. Al menos eso representaría justamente sus sentimientos de superioridad. Pero estos hombres muestran su vanidad en los esfuerzos que invierten en la lectura y el estudio. Resulta de un pretencioso intolerable.

Con la esperanza de no parecer ridículo, Alexander dijo:—Debemos recordar a diario, doctor Swift, cuan distinto es nuestro

camino del de nuestros compañeros de viaje. Aunque también así es como la ortodoxia provoca la herejía.

—Dígame, señor: ¿es usted conformista en lo que concierne a la religión?

A Alexander le sorprendió la pregunta. No esperaba que Swift tocara el tema de la religión cuando debía de saber que era católico. Steele sin duda no habría pasado por alto ese detalle. Pero decidió responder con franqueza.

—Provengo de una familia piadosa —respondió—, y cuando estoy con ellos, son tantas sus plegarias que a duras penas puedo escribir unos pocos poemas. Me considero un conformista ocasional. Del mismo modo que doy la bienvenida a la bebida y al escándalo a fin de estar a la altura de las compañías que frecuento en la ciudad, por la misma razón me muestro serio y reverente en casa —a pesar de sus intentos por no reírse de su propio chiste, no logró salirse con la suya.

Swift también se reía y no se dio cuenta del desliz.—Es usted un hombre ingenioso, Pope. Mi señor Petre me dijo que

no es usted humorista, pero me temo que se equivocó.—No seré yo quien le corrija —respondió Alexander, interesado en

saber qué había podido decir de él lord Petre. Así que no había sido Steele. Entonces se percató de que alguien más les estaba escuchando. Se trataba del amigo de Swift, un tipo bajo y rechoncho al que el clérigo presentó como John Gay.

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—Sé que es usted escritor, señor Pope —dijo Gay—. He leído sus versos y los admiro profundamente.

—Sería más acertado calificar al señor Pope como poeta que como escritor —le corrigió Swift—. Es poseedor de un gran saber y algún día escribirá un poema épico al modo de Virgilio.

Alexander recibió el cumplido con un encogimiento de hombros.—Su recomendación me convierte en un triste y aburrido erudito —

dijo entre risas—. La clase de hombre cuya única ambición es escribir un tratado para Las obras de los sabios.

Gay sonrió.—¡Las obras de los sabios! ¿De verdad es eso un periódico?—Por supuesto. Ilegible de principio a fin.—Me encanta el título —apuntó Gay entusiasmado—. Totalmente

absurdo y exagerado. Se me ocurre una propuesta. Propongo que creemos una sociedad en vehemente oposición a los periódicos y a los hombres aburridos. Llamaremos a nuestra publicación Las obras de los ignorantes. Lo publicaremos con la menor frecuencia posible.

—Un plan excelente —dijo Alexander, exaltado por el placer que provocaba en él su éxito con Swift—. Se nos recordará como los grandes ingenios ignorantes de nuestro tiempo.

—¡Eso es mucho mejor que pasar al olvido como sus sabios más eruditos! —intervino Swift.

La música de la ópera irrumpió de pronto con un estallido particularmente estridente y la atención de los tres hombres se dirigió momentáneamente a lo que ocurría en el escenario.

Gay, que había estado siguiendo el drama preso de una diversión aún mayor que la de Steele, exclamó a voz alta:

—Santo cielo. Me temo que los encargados han olvidado cambiar los decorados laterales. Ahora mismo contamos con una perspectiva del océano en mitad de una preciosa arboleda. Debo confesar mi perplejidad ante la aparición del elegante joven de profusa peluca en mitad del mar y tomando rapé sin el menor reparo.

Lord Petre se mostró extrañamente silencioso durante el jolgorio y la algarabía provocados por la representación. Se mantuvo en el rincón de su palco, intentando concentrarse en la función, aunque toda su atención estaba depositada en los palcos de las señoras mientras no dejaba de juguetear con los botones de su chaqueta. Aunque había sorprendido a Robert Harley mirando hacia donde él estaba, probablemente preguntándose qué podría ocurrirle, no le prestó la menor atención ni a él ni a su más que evidente falta de atención por lo que ocurría en el escenario. Lo único que le importaba era saber si Arabella estaba presente y, sobre todo, si había acudido porque él se lo había pedido.

Se dijo que faltaban apenas unos minutos para la conclusión del primer acto. Saldría del palco en compañía de los demás hombres… ni adelantándose a ellos ni quedándose rezagado como quien tiene algún motivo del que avergonzarse. Saludaría a algunos conocidos y luego se acercaría a ella. La perspectiva de tener a Arabella Fermor al alcance de

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la mano le comprimió ligeramente la garganta. Se le permitiría saludarla con un par de besos, primero en una mejilla y luego en la otra. Era la última moda.

Pero ¿y si ella no estaba? Se le antojaba un auténtico tormento soportar su ausencia y tener además que entablar conversación. No habría nadie más con quien flirtear, nadie con quien soportar tener que fingir hacerlo. Si Arabella no había asistido a la ópera tendría que marcharse.

No prestó la menor atención a Richard Steele, que en ese momento exclamaba a gritos, totalmente eufórico:

—¡Los pájaros! ¡Los pájaros! ¡Creo que ya se han posado en el sombrero de lady Sandwich! —aunque el grupo entero se reía ya mientras los observaba desde el palco, lord Petre siguió impacientemente metido en su oscuro rincón deseoso de que el acto tocara a su fin.

Arabella estaba sentada junto a la tía de las hermanas Blount. Desde su lugar en el palco de las damas podía ver claramente a lord Petre al otro lado del teatro, de pie junto con los hombres de su grupo. «¿Por qué los hombres se quedaban siempre de pie?», se preguntó. Probablemente, para parecer insensibles a los encantos de la ópera italiana. Lo cierto es que estaban logrando ese efecto sin ninguna dificultad.

Vio a lord Petre alejarse de sus amigos y volverse a mirar al público. Estaba segura de que la buscaba a ella. Qué delicia. Había puesto especial cuidado en ocupar uno de los asientos situados en la parte posterior del palco, donde no pudieran distinguirla fácilmente.

De pronto se abrió la puerta del palco para dejar paso a dos mujeres elegantemente vestidas: lady Salisbury y su elegante amiga, Henrietta Oldmixon. Arabella alzó la mirada y sonrió al verlas acercarse, con la esperanza de que hicieran un alto para saludarla. Las dos amigas respondieron a su gesto con una leve inclinación de cabeza y, cuando parecía que iban a detenerse a conversar con ella, vieron a unas amigas entre el pequeño grupo de mujeres sentadas en la parte delantera del palco. Arabella no tardó en ver que el elegante grupo incluía a Charlotte Castlecomber y a lady Mary Pierrepont, y su decepción fue mayúscula cuando lady Salisbury y Henrietta Oldmixon siguieron adelante para saludarlas, obviando su presencia.

A su izquierda, oyó a las señoritas Blount armar un pequeño alboroto a cuenta de su amigo Alexander Pope. Martha decía en ese momento:

—Me parece que está pasándolo bien, por mucho que intente aparentar lo contrario. Me pregunto quién será el clérigo que está a su lado. Alexander no deja de mirarle entusiasmado.

—La expresión de entusiasmo de Alexander resulta un poco forzada, ¿no te parece? —respondió Teresa—. Si aprendiera a ver el mundo de forma más distanciada, estoy segura de que gozaría de mayor aceptación.

La intervención de la tía Blount impidió que Arabella siguiera prestando oídos a la conversación de sus primas.

—¿Qué opinión le merece lady Tewkesbury, señorita Fermor? —preguntó—. ¿De qué color cree que es el encaje que le cubre el escote?

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¿Dorado o amarillo? Le sienta bien el abundante maquillaje que luce esta noche, ¿no cree? ¿Qué edad le calcula, señorita Fermor?

Arabella se volvió hacia la anciana señora Blount con una sonrisa paciente. Naturalmente, debía aparentar un interés que no sentía. Respondió que el encaje le parecía más dorado que amarillo, que el efecto del maquillaje era excelente y (reprimiendo la tentación de comentar que no podía tener un día menos de ciento veinte años) se aventuró a decir que lady Tewkesbury seguramente no había cumplido todavía los cuarenta y cinco.

Cuando terminó de hablar, la señora Blount sonrió y dijo:—Tengo la ligera impresión de que la estoy aburriendo, querida.Arabella se sobresaltó, aunque mantuvo la esperanza de que su

sorpresa pasara desapercibida al menos a los ojos de su astuta acompañante. Jamás habría imaginado que la señora Blount pudiera ser tan observadora.

—Sin embargo, es tanto su encanto y su gentileza, señorita Fermor —prosiguió la anciana, haciendo caso omiso de la evidente confusión de la joven—, que no me atrevería a poner en duda su futura felicidad. Sin ir más lejos, apenas la he visto mirar a los palcos de los hombres en la última media hora… cosa que no puede decirse de mi pobre sobrina Teresa.

Arabella no supo qué responder. La señora Blount sonrió y añadió:—Mire. Veo que los cantantes por fin se han tomado un respiro.

Cuando se trata de hacer ruido no hay duda de que el aguante del público supera con creces al de los intérpretes.

Arabella no tuvo tiempo de plantearse hasta qué punto había juzgado erróneamente la conversación con la señora Blount, pues el acto había tocado a su fin y el palco estaba en plena ebullición. Entonces se produjo una generalizada corriente de movimiento: pudo ver a Mary Pierrepont, Charlotte Castlecomber, la señorita Oldmixon y a lady Salisbury dirigiéndose al salón donde se servía la cena mientras que, a su lado, las dos jóvenes Blount se ponían en pie en ese mismo instante para ir tras ellas. Estaba a punto de ver a lord Petre. Durante un instante Arabella se quedó inmóvil. Luego, muy despacio, y fingiendo concentrar toda su atención en la labor de ajustarse la estola de piel sobre los hombros, se dirigió sola al salón donde los asistentes habían empezado a congregarse.

Lord Petre se había apostado junto al bufé en compañía de Robert Harley, que describía en ese momento una ley referente a las importaciones de ganado procedente de Irlanda que no tardaría en presentarse en el Parlamento. Apenas consciente de sus actos, lord Petre cogió dos copas de vino de la bandeja que le ofrecía el camarero y le ofreció una a Harley… para descubrir que éste ya tenía una.

—¡Tanto mejor para usted, señor mío! —exclamó el primer ministro entre risas. Lord Petre le devolvió una sonrisa forzada y se volvió a mirar a los presentes. Se preguntó si debía intentar explicar el porqué de su falta de atención.

Entonces la vio.En su cabeza había imaginado una y otra vez a Arabella tal y como la

había visto en el Exchange y con el disfraz de diosa que había llevado en

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el baile de máscaras. De día la recordaba con guantes y sombrero; y de noche la imaginaba vestida de Diana: con el cabello recogido con cierta laxitud sobre los hombros y algunos mechones surcándole el rostro. Aun así, Arabella era una nebulosa figura en la reconstrucción que hacía de ella, hermosa aunque carente de rasgos fácilmente imaginados; encantadora y aun así dotada de una forma que Robert no recordaba con precisión. En cuanto fijó la mirada en el otro extremo del salón sus ojos contemplaron al Auténtico Ser, que acababa de aparecer por la puerta de entrada.

La belleza de Arabella resultaba escandalosa. Nada había de banal en el vestuario que la joven había elegido para la ocasión: llevaba una mantua4 exquisitamente confeccionada y perfectamente ajustada a su figura, la falda de brocado hasta el suelo, las mangas adornadas con fantásticos volantes de piel y el décolletage deliciosamente generoso. Era una mujer alta, aunque no demasiado. Su porte desprendía una seguridad y un poder a los que jamás renunciaría, aunque la curva de su rostro y el frescor de su piel prometían un dulce consuelo.

Tanto Arabella como lord Petre se habían hecho de antemano el firme propósito de que no se mirarían directamente cuando se encontraran. Arabella volvió a recordárselo incluso en el momento de hacer su entrada en el salón. Pero se vieron exactamente a la vez; ninguno de los dos tuvo tiempo de volverse para no ser visto por el otro… y, en cuanto sus miradas se encontraron, el impulso que habría logrado separarles se desvaneció. A Arabella se le iluminaron los ojos; entreabrió los labios… para sonreír, para hablar (aunque no hubiera nadie con quien hacerlo)… pero se encontró con que no pudo seguir. Se quedó inmóvil en la entrada, esperando a que él se acercara.

Por fin, Robert estuvo a su lado. Arabella se encontró con una de las dos copas del barón en la mano, aunque ninguno de los dos se llevó el vino a los labios por temor a que el otro viera el temblor que sacudía su mano.

Fue lord Petre quien rompió el silencio.—¿Le ha gustado el primer acto a la señorita Fermor? —preguntó.—Apenas he podido apartar los ojos del escenario —respondió

Arabella—. El drama entre los amantes era muy intenso. Estoy ansiosa por saber cuál será el final.

—Los amantes son irresistibles, ¿verdad? —admitió él.—Terriblemente, mi señor —Arabella sonrió, pero fue incapaz de

decir nada más.—Esta noche somos un grupo numeroso —apuntó Petre.Ella inclinó la cabeza, pero de nuevo se encontró falta de palabras.Pero Robert ya tenía a punto una nueva pregunta.—¿Ha venido con las señoritas Blount? —preguntó—. Las he visto en

el palco.—He venido en el carruaje de su tía —respondió Arabella.Preso de la novedosa sensación de incomodidad que le embargaba,

Petre fue de pronto consciente de que había olvidado saludar a Arabella 4 Mantua: prenda femenina utilizada habitualmente en los siglos XVII y XVIII. Normalmente estaba compuesta por un ajustado corpiño y una falda larga ancha. Se empleada en ocasiones formales. (N. del T.)

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con dos besos. Sin embargo, ya era tarde y había perdido su oportunidad. Se sumió en un caviloso silencio mientras ella recorría el salón con los ojos fingiendo una actitud de marcada indiferencia.

La pareja fue rescatada por Richard Steele y Robert Harley, que se acercaron dispuestos a divertirse más aún a costa de los intérpretes y del público. Luego Teresa se unió al grupo en compañía de su amiga Margaret y preguntó a Arabella si conocía el nombre del caballero que estaba de pie junto a sir George Brown. Con un inmenso esfuerzo Arabella volvió la mirada hacia la persona que acababan de describirle.

—Sí —respondió brevemente—, es Francis Perkins.—¿Le conoces, Arabella? —preguntó Teresa, decidida a que Arabella

apartara su atención de lord Petre.—He coincidido con él en un par de ocasiones —sin embargo, en vez

de oír la voz de Teresa como respuesta, oyó la de lord Petre.—Bailó usted con el señor Perkins en la mascarada, ¿verdad? —

preguntó bajando la voz. Arabella se contuvo justo a tiempo para no volverse hacia él.

—Mi señor Petre tiene una memoria excelente —comentó a Teresa con una risilla.

Hubo más charla y más risas. Si en un momento Arabella creía que Petre se alejaría con el resto de los hombres, al instante siguiente era él quien temía que ella regresara al palco en compañía de la señorita Blount y haber perdido así su oportunidad. Aunque no habría sabido decir exactamente para qué podía servir esa oportunidad. Ninguno de los dos oía una sola palabra de la conversación, y tanto Arabella como Robert buscaban continuamente algún motivo para dirigirse al otro. Ambos deseaban, en vano, que los demás les dejaran a solas. Por fin, cuando el público empezó a regresar a sus asientos, se encontraron cara a cara. Lord Petre se quedó mudo, fijando en Arabella una intensa mirada. Ella intentó encontrar un cumplido para romper el silencio que se había instalado entre los dos.

—Ardo en deseos de ver el próximo acto —dijo por fin, quizás alzando un poco la voz.

Lord Petre siguió observándola y de pronto, cuando ella empezaba a sentir hacia él una instantánea oleada de ira por no haber pasado a la acción, Robert dijo, bajando de nuevo la voz:

—Tengo que verla.Ahora fue Arabella quien guardó silencio.—¿Me permitirá buscarla?Arabella bien podría haber contestado: «¿Volvemos a nuestros

asientos? Ha sido una velada maravillosa». Y si así lo hubiera hecho, lord Petre se habría tranquilizado. Si ella ponía freno a lo que estaba ocurriendo entre ambos, se dijo Robert, se retiraría al instante. Pero cuál fue la sorpresa, y en cierto modo también la de Arabella, al ver que ella no lo hacía.

—No me estoy ocultando, mi señor —respondió la joven antes de dar media vuelta e ir a reunirse con la señora Blount, que en ese momento regresaba a su palco.

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En cuanto volvió a ocupar su asiento, Arabella repasó todos y cada uno de los detalles de la conversación. La charla había resultado deliciosamente intensa, dirigida por dos personas que conocían a la perfección las costumbres y los pequeños matices del flirteo. Nada de todo lo dicho había resultado exagerado… con la única excepción de la emocionante y alarmada petición que Robert no había sabido contener: «Tengo que verla». Qué lejos estaban esas palabras de los plañideros pretendientes que había soportado hasta entonces, con sus vacilantes acercamientos y sus débiles cumplidos. Una voz de alarma le advirtió de que no debía ver a Robert a solas, pero en el fondo de su corazón sabía que ya había ido demasiado lejos para dar marcha atrás.

Los músicos habían empezado a tocar de nuevo y su música sonaba ahora deliciosamente dulce. Por fin el público guardó silencio, cautivado por la trama. En el sector ocupado por los hombres, hasta las protestas de Steele quedaron silenciadas cuando el héroe juró hacer frente a cualquier peligro para salvar a su amada. Aun así, su bravuconería resultó muy poco consistente y, como era de esperar, el héroe no tardó en verse tentado. En cuanto una Sirena le cantó, fue incapaz de resistirse a su llamada. Haciendo caso omiso de los gritos de sus compañeros, Rinaldo abandonó su heroico viaje. La amada quedó en el olvido; el héroe había sucumbido.

Muy en contra de sus deseos, Alexander se sorprendió al verse cautivado por el drama. Hasta entonces no había reparado en que el compositor y el autor del libreto habían dado con una historia que encajaba a la perfección con la situación actual de Inglaterra. Se trataba de un episodio de Tasso: el cerco de Jerusalén a manos de los cristianos. Una elección acertada, pues la historia estaba impregnada del drama provocado por la enemistad religiosa. No tardó en apreciar la inteligencia que respiraba la puesta en escena y fue preso de la espinosa agitación de los celos. Qué soberbia era el aria que cantaba la Sirena: qué simple y qué sorprendente… aunque a la vez amenazadora, con su ritmo firme e implacable. Embargado por una sensación de empequeñecimiento, reconoció que el espectáculo que tenía ante sus ojos era muy superior a cualquiera de sus escritos. Alemán o no, el tal señor Händel debía de ser un tipo inteligente.

En su palco, Arabella se inclinó sobre la tía de las Blount y le dijo:—Necesito un poco de aire. No tardaré.La señora, dando por hecho que Arabella necesitaba hacer uso de un

orinal, asintió con la cabeza y volvió a concentrarse en la representación.Arabella se levantó, salió del palco y apoyó la espalda contra la pared

del oscuro pasillo. ¿Cómo iba a soportar lo que quedaba de noche? La pregunta de lord Petre había llegado acompañada de un exquisito alivio, pero ahí estaba ella una vez más, encajonada entre Martha Blount y su tía, soportando nuevas conversaciones sin sentido y tediosas cortesías y obligada a continuar allí sin propósito alguno. Robert se marcharía con los hombres y ella haría lo propio con las mujeres. Y volverían a verse al cabo de un par de semanas, convertidos de nuevo en dos desconocidos.

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Viendo que los hombres estaban atentos al drama que tenía lugar en el escenario, lord Petre abandonó su asiento. Aunque sabía que lo correcto era salir a aliviarse y volver a la representación, ¿cómo sacudirse de encima esa sensación de expectación? No podía esperar más. Entró en una pequeña estancia junto al pasillo. Tendría que haber sabido que encontraría allí a una multitud esperando un orinal donde hacer sus necesidades, pero sintió que no podía soportar la idea de tener que esperar veinte minutos viendo cómo la gente orinaba ruidosamente ante sus ojos. Salió entonces a la calle y se desabrochó los pantalones en el callejón situado junto al teatro. Cuando volvió a entrar en el recinto se le ocurrió que quizás no había sido demasiado cabal haber salido así.

Se detuvo en lo alto de las escaleras antes de girar hacia el lado del teatro ocupado por los hombres. Quizás podría acercarse al lugar donde estaba sentada Arabella y echar una mirada dentro. Nadie tenía por qué verle. Simplemente asomaría la cabeza por la puerta y se marcharía de inmediato.

Pero ella estaba de pie en el pasillo.—¡Mi señor! —exclamó Arabella cuando le vio acercarse.—Bell —dijo Robert, dándole el beso que había olvidado en su primer

encuentro de la noche. Había posado su mano en la nuca de la muchacha y con el pulgar le presionaba la mandíbula. Con la otra mano la tomó del hombro para que ella no pudiera volverse de espaldas. El beso fue breve. Si hubieran estado rodeados de público, probablemente nadie habría reparado en él salvo por la fuerza con que sujetaba a Arabella.

—Le ruego que me disculpe si antes me he mostrado grosero con usted. He venido a saldar mi deuda.

—No fue más que un descuido, mi señor. Había un exceso de distracciones.

—No había más que una.Arabella sonrió.—¿Vendrás conmigo ahora, Bell?Arabella se quedó helada. Incluso llegados a ese punto todavía podía

batirse en retirada con dignidad. Nadie tenía por qué saber lo que había sentido esa noche… lo que sentía desde la primera vez que había visto a lord Petre. Pero era imposible. Sabía que tenía que rechazarle, pero se sentía incapaz.

—Mis cosas —balbuceó— están dentro… las señoritas Blount…Petre se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio:—Yo me ocuparé de ellas —dijo, y entró en el palco.Inclinándose sobre la tía de las jóvenes, lord Petre susurró:—Me he encontrado fuera con la señorita Fermor. Está indispuesta…

mareada a causa del calor. La enviaré a casa en compañía de mi lacayo. Ha sido una suerte haberla visto, pero no se alarme, señora. Y no me dé las gracias. Estaré de vuelta antes de que concluya el acto. ¿Sería tan amable de darme sus cosas?

Teresa, que había oído la conversación, se inclinó hacia delante para

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hablar.—¡Mi pobre prima! —susurró—. Me preguntaba por qué tardaba

tanto en volver a su asiento. Voy a… debo acompañarla, mi señor, y asegurarme de que llegue a casa sana y salva.

Su tía le puso una mano en el brazo cuando la joven se ponía ya de pie.

—Te quedarás aquí conmigo, querida. La señorita Fermor no podría estar en mejores manos —miró a lord Petre con una sonrisa que él no supo cómo interpretar—. Es usted muy amable, mi señor —añadió.

—Es un placer, señora.Petre volvió donde había dejado a Arabella y le ofreció su brazo.

Gracias a Dios que Teresa no había obtenido permiso para salir con él del palco, pues la alegría que mostraba Arabella hablaba a las claras no sólo de su excelente salud, sino también de un ánimo inmejorable.

—Vamos, señora —dijo lord Petre.Arabella le respondió con una de sus orgullosas e impenetrables

sonrisas:—Por supuesto, mi señor.

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Capítulo 10

Cuidado con todo, pero sobre todo¡cuidado con el Hombre!

Arabella ya había viajado en ocasiones anteriores en el carruaje de un caballero a altas horas de la noche. Era costumbre que las jóvenes volvieran a casa acompañadas por sus admiradores, y mientras bajaba las escaleras del teatro en compañía de lord Petre recordó otros viajes en coche, que generalmente tenían lugar después de que el caballero que la acompañaba hubiera bebido en demasía. Ni que decir tiene que los viajes habían llegado tras una predecible escena de ardor apresuradamente confesado y de una seducción ejecutada con urgencia. Sin embargo, lord Petre no subió tras ella al carruaje y durante un instante Arabella creyó que realmente iba a enviarla a casa con la única compañía de su lacayo. Pero el barón simplemente se había acercado a dar indicaciones a su cochero y Arabella se sentó con la espalda erguida y dedicándole una luminosa sonrisa cuando le vio por fin subir al coche y ocupar el asiento situado delante de ella, aunque no mostró ninguna intención de correr las cortinas de las ventanillas, permitiendo así que pudieran ser vistos alejándose juntos en dirección a la casa de Arabella en St. James.

Dificultada la conversación por el zarandeo que provocaba el traqueteo del carruaje, lord Petre miraba despreocupadamente por la ventana los edificios iluminados que iban dejando atrás. Arabella intentaba cruzar con él la mirada para mostrarle que tampoco ella estaba asustada. Viéndose a solas allí con él era plenamente consciente de haber traspasado la órbita de lo conocido. En anteriores encuentros nocturnos ése habría sido el momento en que su admirador se acercaba amorosamente a ella desde el otro extremo del carruaje sin dejar de murmurar con voz espesa que jamás había tenido ante sus ojos una belleza ni un encanto tan exquisitos como los suyos. Tomando entre sus manos cualquier parte de su persona a la que consiguiera tener acceso, pegaría sus labios a los de ella y, con irregular destreza en la ejecución, la manosearía todo el tiempo que estuviera dispuesta a soportarlo. En realidad, la escena apenas se prolongaba unos segundos, y el episodio concluía con un silencio resentido que se alargaba hasta que el carruaje llegaba ante la puerta principal de la residencia de los Fermor.

Lord Petre, sin embargo, no se inclinó fervientemente sobre ella, sino que siguió sentado en su sitio, balanceándose al ritmo del carruaje y mirándola con aire reposado.

—Confío en que la señorita Fermor no se sienta realmente indispuesta —dijo por fin.

Arabella esbozó una sonrisa a pesar de que el corazón le palpitaba

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aceleradamente contra el corsé. Qué extraña sensación la de sentirse mucho más afectada por la firme mirada de lord Petre que por los torpes intentos de sus anteriores pretendientes.

—La predisposición de la señorita Fermor depende de las circunstancias —respondió aún sonriente, con la esperanza de que él no hubiera reparado en la rapidez con que la sonrisa se había borrado de sus labios—. Confieso sentirme un poco mareada —añadió—. El carruaje quizás está demasiado cerrado.

—Permítame abrir la ventanilla, señora. Eso la aliviará —y así lo hizo, con una nueva sonrisa. Arabella temió que se estuviera riendo de ella.

Pasados unos minutos reparó en que las luces de las tiendas y de los edificios habían dejado de ser visibles en el exterior; habían girado por un callejón estrecho y oscuro. Sintió unos repentinos pinchazos en los dedos y notó que la alarma le comprimía la garganta.

Intentó controlar la voz al hablar.—Me temo que su cochero debe de haberse extraviado. Estamos en

una callejuela, lejos de la residencia de mi familia.Entonces creyó adivinar de nuevo una sonrisa en el rostro de lord

Petre, aunque en las oscuras sombras del carruaje bien podía tratarse de una mueca sarcástica. El barón no hizo el menor intento de detener el coche, sino que se limitó a decir:

—Creo que tiene usted razón. Si el cochero no retoma pronto la dirección correcta le ordenaré que se detenga.

Arabella sintió una sensación de pánico cada vez más acusada. ¿Qué podía hacer? Nadie conocía ahora su paradero.

El carruaje se detuvo con un chirrido. Estaban en un callejón desierto. El lacayo de lord Petre saltó a la calle desde la parte trasera del vehículo y abrió la portezuela. Arabella volvió a dar un respingo al oír el fuerte y repentino chasquido del pestillo al abrirse. Lord Petre se asomó por la portezuela al tiempo que decía en voz baja:

—¿Podría acompañarla dentro, Jenkins?Cuando el lacayo tendió una mano para ayudarla a bajar el farol que

sostenía en alto dibujó un charco de luz en el suelo húmedo bajo la portezuela. Arabella intentó saltar al suelo con ligereza, pero perdió pie en el escalón y tropezó, dejando escapar un pequeño chillido. La mano del lacayo se cerró con fuerza sobre su brazo para sujetarla. Al sentir el dolor que provocó la mano del sirviente sobre su piel alzó la mirada hacia él con una expresión de temor que no logró disimular. Sin embargo, el sirviente no pareció reparar en ella. Con la mano todavía cerrada sobre su brazo rodearon el carruaje por detrás y se dirigieron a una entrada abierta en el muro del callejón. Arabella entrecerró los ojos, intentando distinguir las difusas formas oscurecidas por el resplandor del farol.

En cuanto cruzaron la entrada de techo bajo Arabella vio sorprendida que acababan de entrar en un patio de establos. Jenkins caminaba ahora delante de ella y la cambiante posición de la luz le facilitaba la visión. Había una entrada mayor para carruajes y Jenkins ayudaba ya al cochero a abrir las puertas de madera que la franqueaban. Sola y de pie en mitad del patio Arabella se echó a temblar, pero por fin Jenkins regresó y la condujo hacia la parte posterior de la casa. Colgó el

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farol, sustituyéndolo por una vela, y se adentró con ella en la oscuridad de las cocinas.

Arabella sintió un gran alivio en cuanto estuvo dentro. La habitación de techo bajo estaba caldeada por los hornos y sus finos tacones se movían con mayor seguridad sobre las lisas losas de piedra del suelo. Jenkins señaló hacia una puerta situada a un lado de la cocina donde se adivinaba una escalera. Iniciaron el ascenso al tiempo que la vela de Jenkins dibujaba huecas sombras en las blancas paredes, obligando a Arabella a mirar atrás continuamente. Debían de encontrarse en unas escaleras de servicio, cosa harto sorprendente, pues, salvo en las mansiones construidas en el siglo anterior, no habían vuelto a construirse desde el gran incendio de Londres. Los Petre eran aún más distinguidos de lo que ella había creído.

Naturalmente, no encontraron a nadie durante el ascenso, pero al pasar a la planta baja de la casa oyeron ruido de pasos. Jenkins se tensó y se pegó contra la pared oscura junto a la puerta. Arabella se quedó inmóvil, temiendo que el criado decidiera apagar la vela y les dejara a oscuras. La pequeña llama se le antojaba la única visión conocida en mitad de aquel lugar extraño. Finalmente, los pasos se desvanecieron y volvió a reinar el silencio.

Subieron al segundo piso y Jenkins se volvió hacia una puerta situada a la izquierda que llevaba a una diminuta estancia espartanamente amueblada. Arabella supuso que se trataba de la habitación del criado y la cruzó con rapidez. Una puerta visible en el extremo opuesto de la estancia comunicaba con una habitación mucho más espaciosa y hermosamente decorada. Perpleja, Arabella cayó en la cuenta de que debía de tratarse del dormitorio de lord Petre. Miró rápidamente a su alrededor y fijó los ojos en un alto techo de vigas y en los oscuros paneles de madera que revestían las paredes —la casa era antigua—, adustos bajo la mortecina luz que iluminaba la habitación. Había una cama amplia y alta rodeada de cortinajes —de hecho, era igual que la de Arabella, aunque ésta estaba cubierta de un oscuro brocado—. Pero apartó rápidamente la mirada pues no deseaba que Jenkins advirtiera la curiosidad que despertaba en ella. Aunque en la chimenea ardía un buen fuego, estaba lejos de la cama y también parecía muy alejado de Arabella. La habitación estaba helada y corrió tras Jenkins con sus tacones repiqueteando sobre la vieja tarima de madera.

Jenkins abrió otra puerta y entraron en un salón adyacente. Un soplo de aire caliente la envolvió entonces y vio arder en la chimenea un gran fuego luminoso. El fuego despedía intensas llamaradas, chisporroteando sin duda gracias a una reciente atención. La habitación estaba iluminada por velas de cera cuyas llamas parpadeaban contra las vetas de nogal de los muebles: un escritorio delicadamente labrado, un par de mesas, un largo sofá y dos sillones tapizados siguiendo los dictámenes de la última moda. Pero allí no había nadie.

El criado se retiró y Arabella tomó asiento en uno de los sillones, tiesa y demasiado incómoda como para recostarse contra el respaldo. Oyó el tictac de un reloj y el crepitar del fuego, pero nada más. No sabía qué hacer… el alegre ánimo combativo que en su momento la había

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embargado había desaparecido del todo. Estar sola en el dormitorio de un hombre tenía muy poco que ver con los inocentes paseos en coche que había conocido hasta entonces, y los flirteos que había sostenido en el salón de baile parecían allí totalmente fuera de lugar. De nuevo la sorprendió la magnitud de lo que había hecho y lo estúpida que había sido al imaginar que podía mantener el control de la situación. Conocía el caso de jóvenes solteras cuyo honor había quedado mancillado por actuar exactamente como lo estaba haciendo ella. Pensó en Maria Granville, a la que había ridiculizado delante de Teresa en el Exchange. Siguió sentada con las manos entrelazadas con firmeza y los nudillos blancos de tanto apretarlos.

Sin embargo, y para su alivio, la chispa de rebeldía que la había impulsado a llegar hasta allí no la había abandonado del todo. Separó sus manos, se apoyó en los brazos del sillón. Uno o dos instantes después se levantó y se acercó a contemplar su reflejo en el gran espejo que colgaba encima de la chimenea.

El calor del fuego empezó a relajarla. Se llevó las manos a la cara y se pellizcó las mejillas para devolverles el color, frotándose y mordisqueándose los labios para que recuperaran el brillo. Se acarició el cabello, recolocando los dos rizos a ambos lados del cuello, y sonrió a su reflejo en el espejo, débilmente primero y luego con mayor seguridad mientras volvía a sentarse a esperar. De nuevo se preguntó qué la había llevado hasta allí. ¿Acaso un antojo momentáneo, un instante de locura? No lo creía. Había corrido un gran riesgo, y a pesar de eso no lamentaba haber actuado como lo había hecho. Por primera vez en su vida sentía que había encontrado su vía de acceso a la aventura y el descubrimiento la había hecho ser consciente de lo mucho que había soñado con ello y del tiempo que llevaba haciéndolo.

De pronto se abrió la puerta que comunicaba con el pasillo y lord Petre hizo su entrada en la estancia para dirigirse al sofá situado junto al sillón de Arabella y sentarse en el borde con una pierna doblada debajo y la otra estirada delante de él para mantener el equilibrio. Luego apartó la espada a un lado con gesto pulcro y se inclinó hacia Arabella.

—No puedo creer que te tenga aquí —dijo, sonriendo. Para su alivio, Arabella reconoció en su rostro la misma sonrisa juvenil que tanto la había atraído en el Exchange. Robert volvió a ponerse de pie y sirvió dos copas de vino, una para ella.

—¿Cómo estás? —preguntó.—Bastante recuperada —respondió Arabella, tomando un sorbo de su

copa. El vino fluyó agradablemente por sus venas, tranquilizándola y haciendo que sus premoniciones parecieran una estupidez. Lord Petre no mostraba la menor sombra de agitación.

—Me alegra saberlo —dijo— Si hubieras estado mareada, habría sugerido que te aflojaras el corpiño.

Arabella no dijo nada, pero sintió que la embargaba un temblor renovado. Al tomar un nuevo sorbo de vino se preguntó si quizás la sensación no era de impaciencia. Petre captó su atención. Volvía a sonreír, aunque maliciosamente, y ella temió que le hubiera leído el pensamiento. El barón le tomó la copa de la mano y la dejó sobre la

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repisa de la chimenea.—Me pregunto si no deberíamos hacerlo en cualquier caso.«¿Hacer qué?», pensó Arabella. «¡Oh! Aflojarme el corpiño.» De

modo que era así como se hacía, reflexionó al tiempo que veía parpadear la palabra seductor en su cabeza. Sintió una nueva y creciente expectación y reconoció que la sensación, lejos de resultarle alarmante, era placentera.

—Me causaría una inconsolable desilusión que te desmayaras ahora que te tengo aquí conmigo —dijo Petre tomándola de las manos y tirando de ella para ayudarla a ponerse en pie y tenerla junto a él.

Arabella sonrió, esta vez socarronamente, y respondió:—Me temo que no tengo la menor experiencia en desabrocharme el

corpiño. Betty es la que siempre lo hace por mí.Petre estaba ya muy cerca de ella. Pudo sentir su aliento en el

hombro. Creyó que la besaría y levantó el rostro hacia él, pero Robert, acariciándole el cuello, dijo:

—¿Y qué es lo que hace Betty normalmente? ¿Lo recuerdas?—Como norma, me siento en un taburete —fue su respuesta.Robert la tomó de la mano y la llevó hasta una silla de respaldo

recto.Arabella tiritó… sin duda de excitación.—Sí, un taburete parecido a esta silla —dijo—. Luego me desabrocha

el vestido… —sintió entonces los dedos de él en la espalda. Se movían rápidamente y supo que no era la primera vez que se aplicaban a semejante tarea. Sin embargo, en vez de ser presa de los celos, sintió una punzada de gratificación, quizás hasta de orgullo, al ver la destreza con la que se manejaba.

—Luego Betty me desabrocha la enagua —prosiguió— y me ayuda a aflojarme el corpiño. Es una tarea harto delicada, aunque todo me hace sospechar que estarás a la altura de las circunstancias.

Robert se colocó tras ella y las palmas de sus manos se arquearon sobre los hombros de Arabella al tiempo que sus dedos le acariciaban la blanca piel del cuello. Presionó con los pulgares el hueco de la clavícula y Arabella sintió que se inclinaba sobre ella para perfilar muy suavemente con sus manos la curva de sus pechos, ensalzada por la presión del corpiño. Le oyó respirar entonces apresuradamente y sintió latir su propio corazón. Deseó tocarle las manos y el rostro, pero siguió sentada sin moverse, dejando que el barón se ocupara de ella.

Por fin, Robert alzó el rostro de ella hacia el suyo y empezó a besarla. No con el húmedo contacto que Arabella había conocido hasta entonces, sino ávidamente, sin freno. Supo al instante que la destreza mostrada por Petre debía de ser fruto de la práctica y eso hizo aumentar el placer que provocaba en ella. La fuerza que había percibido en el barón al verle moverse y hablar estaba en ese momento totalmente concentrada en ella y, aunque su forma de hacerle el amor se le antojaba impulsiva, también admiraba la deliberada fogosidad que revelaba. Robert estaba al mando de la situación y Arabella se arqueó hacia él, contagiada por su deseo y por su determinación. Petre la puso de pie.

—Eres la joven más hermosa que he visto en mi vida, Bell —dijo—.

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Ojalá pudiera conservarte siempre como estás en este instante —Arabella sintió las manos de Robert sobre la piel oculta bajo el corpiño, mientras él exploraba la curva de su cintura y sus dedos se apretaban contra el minúsculo espacio que se abría bajo sus costillas—. Dios no permita que cambies nunca —masculló.

Tiró de ella hacia él y el vestido y la enagua se deslizaron hasta el suelo alrededor de su cuerpo. Luego la rodeó con sus brazos y volvió a besarla, y ella sintió, perpleja, el contorno de su pene contra su cuerpo. Lo notó duro y eso la sobresaltó, pues nunca antes había sentido el miembro de un hombre. Pero se dio cuenta de que Robert no sentía la menor vergüenza mientras la empujaba con suavidad hacia atrás en dirección a su habitación. Arabella sorteó la pequeña barrera levantada por sus vestiduras.

La habitación de Petre parecía ahora más agradable. El fuego ardía ya alegremente y una vela parpadeaba junto a la cama. Jenkins debía de haberla puesto ahí antes de retirarse, pensó Arabella sorprendida. Lord Petre la tomó en sus brazos para subirla al lecho. La caverna formada por las cortinas que lo rodeaban era un espacio cálido y confortable. Robert se quitó los zapatos con los pies y se arrodilló junto a ella, sin apartar las manos de sus piernas.

—Qué delicada es la seda de tus ligueros, Arabella —dijo tirando de los lazos que los sujetaban a las medias—. Y qué fácil desabrocharlos —añadió, mirándola para asegurarse de que ella no deseaba que parara. Arabella sintió que los lazos se deslizaban por sus muslos y el calor de las manos de Robert sobre su piel bajándole las medias—. Son deliciosamente hermosas —dijo él—. Diría que están hilvanadas con hilo de oro —Arabella sintió un cosquilleo en las piernas a medida que los dedos de él las tocaban. Con una sonrisa traviesa, Robert dijo entonces—: Será mejor que te las quitemos. De lo contrario me temo que me veré terriblemente distraído por ellas.

Arabella pensó que jamás había sentido nada más exquisito, íntimo e intensamente placentero.

Lord Petre hundió la cara en los pliegues de su blusón.—Tu camisola resulta muy tentadora —prosiguió—, de modo que por

ahora no la tocaremos —se había arrodillado delante de ella, riéndose al ver su rostro sonrojado y ansioso—. Y ahora, este condenado, condenado corpiño —murmuró, fingiendo que lo examinaba—, ¡Santo Dios! ¿Cómo podéis soportar vivir el día entero atrapadas en él? Déjame ver… pero es que no puedo desatar los lazos porque estás acostada encima —besó el espacio entre sus pechos y también el cuello—. Qué hermosura de camisola. A juego con tu vestido. Eres una criatura preciosa, Bell.

Casi convencida de que Robert no lograría desatarle los lazos del corsé, Arabella se sentó en la cama y empezó a desatarse las ballenas que le constreñían el torso. Su rostro adoptó una expresión de profunda concentración ante la que Robert no pudo evitar una sonrisa. Con un encantador arqueo de cejas ella alzó la mirada y dijo:

—Bien. Creo que ya puedes terminar tú.—Sí, creo que podré.Cuando Arabella se quedó en camisola, una prenda que no llevaba

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puesta «encima» en el sentido literal del término, dijo a lord Petre sin rodeos:

—¿Me enseñarías a desabrocharte los pantalones? —se sonrojó al hablar, presa de una timidez repentina. Levantó los ojos y vio por primera vez en el rostro de Robert una expresión de preocupación. Se preguntó si sería por ella o por él mismo.

Petre sonrió y preguntó:—¿Has desnudado alguna vez a un hombre?Arabella negó con la cabeza, muy seria.Robert le tomó las manos y se las llevó a la cintura. Ella las introdujo

por debajo de los faldones de su camisa, acariciándole la piel con los pulgares. Sintió que él se estremecía… le había hecho cosquillas.

—Yo te enseñaré —dijo Robert—. Pero después tendremos que tener mucho cuidado.

—¿Cuidado con qué?Él la miró como deseando poder clavarle los colmillos en el cuello y

devorarla. Incapaz ya de seguir empleando el mismo tono cándido que había utilizado hasta entonces, respondió:

—Cuidado de que no te meta la polla hasta el fondo, que es lo que desearía hacer, y te deje embarazada.

Lord Petre se mantuvo fiel a su palabra y cuando Arabella se marchó de su casa al final de la noche la castidad de la joven seguía intacta. El carruaje de Petre la depositó en la residencia de sus padres y Arabella se deslizó dentro, alborozada por lo ocurrido. Subió corriendo a su habitación y le sorprendió encontrar el fuego apagado en la chimenea y ver que el cielo empezaba a clarear en la pequeña esquina de la ventana situada más al este.

Mientras recordaba la noche embargada por una mezcla de sentimientos de gratificación y de perplejidad, lord Petre se hallaba sumido en otras cavilaciones. Cuando había entrado y la había encontrado sentada en el sillón junto al fuego, la expresión de nervioso temor que había ensombrecido el semblante de Arabella le había dejado perplejo. Cuan distinta le había parecido de pronto de la Arabella Fermor que había visto en el baile y en la ópera: esa orgullosa y controlada criatura cuya belleza y serenidad habían despertado en él un irresistible deseo. Al principio no había sabido identificar lo que ocurría. Aunque creyó que quizás Arabella estaba enferma… pero en seguida, perplejo, cayó en la cuenta de que en realidad estaba asustada. Decidido a que ella no viera que se había dado cuenta, había ido a servirse una copa de vino con la esperanza de que Arabella se tranquilizara, cosa que, naturalmente, ella había hecho.

Sin embargo, aunque la seguridad y la confianza de Arabella le habían excitado, ese atisbo de vulnerabilidad había despertado en él emociones desconocidas. Sintió el deseo de protegerla, de salvaguardarla de todo peligro; se imaginó como su defensor, portando en secreto sus colores entre su corazón y su armadura. Dejó entonces vía libre a la fantasía y se vio regresando a casa después de haber bregado contra las

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injusticias y los males del mundo y encontrándola junto al fuego de la chimenea, con la orgullosa sonrisa que mostraba en público convertida en la intimidad en un dulce e implorante semblante de súplica. Esa nueva imagen de Arabella —la de la sirena que cantaba para él y la de la solícita doncella— fue ganando rápidamente enteros en la imaginación de lord Petre, provocándole punzadas de deseo aún más vehementes y exquisitamente conmovedoras.

Sin embargo no tardó en verse obligado a aparcar las punzadas a un lado. Jenkins le despertó a las once de la mañana siguiente con la noticia de que John Caryll, su antiguo tutor, había llegado a la ciudad. Había llamado al timbre de los Petre a las diez, pero tenía prisa por marcharse y había dado instrucciones a Jenkins para que le dijera a su señor que se reuniera con él en la cafetería White's a mediodía. Agotado, Robert se sentó en la cama, aceptó a regañadientes el batín de terciopelo que Jenkins le ofrecía y deslizó los pies en las zapatillas que le había dejado junto a la cama.

—Supongo que no tengo más remedio que ir —dijo, deduciendo, a juzgar por el silencio de Jenkins, que su criado estaba de acuerdo con él—. Pero no puedo salir de casa sin haber desayunado antes —añadió—. ¿Podrías traerme unas tostadas con beicon, Jenkins? Y no creo que pueda tomar chocolate esta mañana. Mejor tomaré una jarra de cerveza.

Se puso unas medias y unos pantalones, al tiempo que decidía qué chaqueta llevar. Quizás simplemente la azul. El señor Caryll no repararía en ella y tampoco había demasiadas posibilidades de encontrarse con Arabella esa mañana. Pensó en los rizos de Arabella cayéndole sobre el rostro mientras se desabrochaba el corpiño y al instante sintió una erección en el interior de los pantalones. Pero Jenkins apareció con el beicon y Petre recuperó la calma.

Cuando lord Petre llegó a White's descubrió aliviado que el amigo de Caryll, el señor Pope, también estaba presente. Se le ocurrió que tendría que haberlo imaginado, recordando con cierta vergüenza el día en que había hecho el infeliz descubrimiento del tullido cuerpo del señor Pope en Ladyholt. Gracias a Dios que el señor Pope no parecía acordarse. En cualquier caso, mientras le diera conversación a Caryll poco le importaba que Pope tuviera orejas de burro y una cola de mono.

Caryll se levantó y le saludó con unas palmadas en la espalda.—¿Cómo está, mi señor? ¿Bien? Espléndido… tiene usted un aspecto

inmejorable.Robert había olvidado el entusiasmo que caracterizaba a Caryll.

Estaba más acostumbrado a la irritable rigidez que le había caracterizado cuando era su tutor.

—Se acuerda de mi joven amigo Pope, ¿verdad, mi señor? —decía Caryll—. Alexander Pope, el célebre poeta.

—Nada de célebre —masculló Pope, aparentemente incómodo. Lord Petre le dedicó una mirada compasiva, reviviendo de pronto cómo habían sido los años anteriores a que heredara su título, cuando la gente le presentaba como el futuro barón de Ingatestone mientras él protestaba,

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furioso. Naturalmente, sus protestas caían siempre en saco roto.—Bobadas, Pope —decía Caryll—, Su Ensayo sobre la crítica sale a la

venta el mes que viene… y, según me ha dicho, Tonson cree que habrá una segunda edición.

Alexander frunció el ceño, avergonzado. Lord Petre estuvo a punto de echarse a reír al verle así.

—¿Qué le trae a la ciudad? —preguntó Alexander a Caryll. El rostro del caballero se tornó grave de inmediato.

—He venido a buscarle esposa a mi hijo —respondió.—¿No iba a casarse con la hija de lord Arundell? —preguntó lord

Petre sin pensar.—Al final no di mi consentimiento al enlace —fue la envarada

respuesta de Caryll. Lord Petre retrocedió, observando con curiosidad a su antiguo tutor. Qué hombre más extraño: tan pronto se mostraba efusivamente amigable como frío como el hielo. Pensó que no le gustaría perder su favor… ni tampoco tener que depender de él para nada. Deseó, por el bien del señor Pope, que el joven poeta no estuviera en manos de su viejo tutor para ver prosperar sus actividades en la ciudad.

Pero Caryll ya había empezado a explicar:—Lord Arundell no estaba de acuerdo con las condiciones del enlace.

Se mostraba demasiado avaricioso en beneficio de su hija. Aunque las condiciones que yo proponía eran más que justas, él no opinaba lo mismo. Decidí romper las negociaciones con él. En cualquier caso, creo que he encontrado otra dama más apropiada para mi hijo. La hija de lord Throgmorton. ¿La conoce, mi señor?

Lord Petre negó con la cabeza al tiempo que captaba la atención del camarero. John Caryll era un tipo malvado y a Robert no le costó imaginar al anciano lord Arundell palideciendo ante las condiciones del acuerdo. Aun así, no deseaba ningún mal a Caryll; tenía demasiados hijos de los que ocuparse.

Respiró aliviado cuando Caryll se volvió hacia Pope y dijo:—Le he traído una carta de su padre, señor. Espero que en ella le

manifieste su bendición para que pueda seguir en la ciudad.Con una sonrisa nerviosa Alexander tomó rápidamente la carta que

Caryll le ofrecía.—Aunque confieso que me sorprendería sobremanera que así fuera,

espero al menos que sea capaz de comprender mi deseo de seguir aquí —dijo, con una expresión de inconfundible aprensión mientras rompía el sello.

Lord Petre estuvo a punto de formular una pregunta sobre la esposa e hijos de Caryll cuando Pope exclamó:

—Es justo lo que imaginaba. No le gusta, pero me da su permiso. Creo que debo darle las gracias por ello, señor —sonrió a Caryll, que pareció tocado por una expresión de cortés condescendencia. Lord Petre lanzó a Caryll una mirada cargada de escepticismo. No podía imaginar a su viejo tutor intercediendo por nadie, y menos aún por el menudo Alexander Pope.

Pero Alexander volvía a exclamar:—¡Santo Dios! —gritó mientras recorría la página con los ojos—. ¡El

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hombre era cura! —los otros dos se volvieron a mirarle, sorprendidos.—¿A qué se refiere, Pope? —preguntó Caryll. A lord Petre no le pasó

desapercibido que Caryll se tensó en cuanto oyó mencionar a los católicos.

—¡Al invitado de la mascarada! El tipo al que asesinaron en Shoreditch —dijo Alexander.

Lord Petre se quedó de una pieza.—Su nombre era Francis Gerrard —dijo Pope—. Un católico de

Lancashire. Apareció una noticia sobre lo ocurrido en el Daily Courant. Mi padre es un ávido lector del periódico —explicó a lord Petre.

—Francis Gerrard —repitió John Caryll recorriendo la habitación con una rápida mirada—. Le conocía. Era sacerdote, efectivamente, y solía visitar la embajada por motivos clericales. Esa noche esperaba que le confundieran con un invitado al baile de máscaras y pasaran por alto su presencia.

Alexander y lord Petre fijaron en él la mirada. ¿Quién le había contado todo eso a Caryll?

Caryll continuó:—Gerrard había sido un fiel y ardiente defensor de la causa jacobita,

muy activo en la época en que mi tío fue arrestado. Creo que hace un tiempo descubrió que había traidores entre los agentes jacobitas de Londres. Según me dijeron, fue a la embajada esa noche para contarle lo que sabía al secretario del embajador.

—¿Según le dijeron, señor? —preguntó Alexander—. ¡Usted ya estaba al corriente! ¿Sabía que fue víctima de un asesinato? —Alexander sintió que la sangre se le helaba en las venas. Se había permitido olvidar los temores que le habían perseguido durante sus primeros días de estancia en Londres. Martha también le había calmado, desestimando con su tranquilizador buen juicio las sospechas que lord Petre provocaba en él. Pero le bastó con una mirada al rostro de lord Petre para darse cuenta de que sus sospechas eran totalmente fundadas.

—Nadie lo sabe —respondió Caryll—. No se ha descubierto nada más sobre el asesinato.

Lord Petre era consciente de que había palidecido.—Pero ¿cómo se ha enterado, señor? —preguntó.Caryll volvió a recorrer el salón con la mirada.—Me lo ha dicho un viejo amigo —dijo, bajando la voz—. Los

jacobitas de la generación de mi tío siguen manteniendo una estrecha relación.

Lord Petre jugueteó con los botones de su chaqueta, fingiendo estar distraído por algo que decía el camarero. La noticia de Caryll le había dejado atónito. ¿Qué significaba eso? ¿Estaría Caryll advirtiéndole de algo? Se preguntó si Douglass estaba al corriente de la historia. Tenía que contársela de inmediato. Quizás incluso Caryll hubiera maquinado el encuentro para hablarle de Gerrard. Aunque había sido el señor Pope quien había mencionado el asunto.

¿Podía Caryll seguir unido a los jacobitas? Lord Petre le miró a través de la mesa, buscando en él algún signo de complicidad, pero su mirada no encontró eco alguno en la de su antiguo tutor. Aunque Caryll

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ya había sido encarcelado por presunta traición, recordó lord Petre. No podía arriesgarse a una nueva implicación. De nuevo intentó captar la mirada de Caryll, pero éste se había vuelto a saludar a un viejo conocido que acababa de hacer su entrada en la cafetería.

Esa tarde, aliviado tras haberse librado de la compañía de lord Petre y de John Caryll, Alexander regresaba a casa de Jervas. No quería tener nada que ver con los jacobitas, y aunque no creía que Caryll pudiera estar implicado en ningún tipo de actividad que implicara traición, el fugaz atisbo de comunicaciones secretas y reuniones clandestinas que había percibido le había repugnado. Jervas estaba en lo cierto… era otro mundo, un mundo del que supuestamente tendría que haberse alejado hacía ya tiempo.

Naturalmente, durante el tiempo que estuviera viviendo con Charles Jervas estaría a salvo. Se rió ante la mera idea de que Jervas permitiera que alguien husmeara por allí vestido con una sotana. Aun así, le había sorprendido la expresión de lord Petre al oír mencionar el asunto de Gerrard. A pesar de que había intentado ocultar su confusión —y al parecer Caryll no había notado nada—, había palidecido al enterarse de la noticia. Alexander sonrió, gratificado por haber visto por una vez al barón en desventaja. Petre había entrado pavoneándose a White's, balanceando su espada como el caballero que regresa para disfrutar del banquete tras un duro día de justas. Pero había terminado marchándose con el rabo entre las piernas, sin duda pensando en que pocas eran las justas que le esperaban si su cuerpo terminaba atado a un carro y desmembrado en cuatro ensangrentadas piezas.

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Capítulo 11

Con varias Vanidades, por Doquier,zarandean la precaria Juguetería de su corazón

—La enagua de Arabella no tenía volantes —anunció Teresa a su hermana una semana después de la ópera. Martha estaba concentrada en su labor de costura. Teresa tenía una carta en la mano.

—¿De quién es la carta? —preguntó Martha, pasando por alto un comentario que ya había oído en reiteradas ocasiones.

—De nuestro abuelo —respondió Teresa—. Pero no dice nada importante… sólo pregunta cómo estamos, si nuestra tía está mejor de su catarro y si Alexander ha venido a visitarnos. Probablemente a estas alturas Alexander ya le habrá escrito. Le encanta escribir largas cartas fanfarroneando sobre algún autor cuya obra acaba de leer.

Se acercó al espejo para estudiar su rostro en él. Martha la miró mientras su hermana inclinaba la cabeza a un lado y a otro.

—¿Sabes? Creo que mi perfil es tan hermoso como el de Bell —apuntó Teresa, dirigiéndose tanto a su hermana como a ella misma. El día anterior había vuelto claramente decaída de una velada matinal en casa de Arabella y había pasado casi una hora encerrada en su habitación. Cuando Martha le había preguntado por lo ocurrido durante la velada, Teresa había dicho: «Arabella estaba en compañía de nuevos amigos a los que yo no conocía. Debe de haber estado saliendo de visitas sin mí». Martha supuso entonces que ése era el motivo de que su hermana se preocupara tanto por el vestido que iba a llevar ese día.

Teresa volvió a mirarse al espejo.—Ayer estuve observando a Arabella mientras hablaba con lady

Salisbury —insistió—, y vi que tiene la punta de la nariz demasiado respingona. En cualquier caso, siempre se las ingenia para colocarse de modo que nadie lo note.

—¿Qué hay en el paquete que está encima de tu escritorio, Teresa? —preguntó Martha.

—Oh, creo que es algo que me envía Alexander —respondió, sin volverse a mirarlo.

Martha miró con acritud a su hermana. Teresa debía de haber decidido que Alexander no era un amigo lo bastante elegante como para compartirlo con Arabella y con su nuevo círculo. De todos modos, jamás habría soñado que Arabella pudiera sentir el menor interés por un joven poeta. Qué deliberadamente simple podía llegar a ser, pensó Martha.

—¿De Alexander? —repitió—. ¿Qué es? —se acercó al escritorio para mirar el paquete.

—No lo sé… diría que es un libro —dijo Teresa—. Probablemente nos

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haya enviado a ese francés, el tal Boileau, para que lo leamos. Alexander bromeó sobre él el otro día, aunque si he de serte sincera ni siquiera me molesté en fingir que entendía la broma. Dijo que nos regalaría un ejemplar.

Martha cogió el paquete y lo giró en sus manos.—¿Boileau? Me parece que no. Creo que es su nuevo libro de

poemas. Dijo que nos lo enviaría, aunque todavía no haya llegado a las librerías.

—¡Vaya, pues bien podría haber esperado a que todo el mundo lo estuviera leyendo! ¿Qué sentido tiene vérselas y deseárselas con cincuenta páginas de poesía si no hay nadie más que lo haga?

Martha se rió, exasperada.—¡Haz el favor de apartarte del espejo, Teresa!Teresa no lo hizo, sino que se limitó a mirar el reflejo de Martha que

podía ver en el espejo situado delante del suyo.—Y si tan ansiosa estás por ver lo que es ¿por qué no lo abres? —dijo.Pero Martha ya se había sentado y había empezado a abrirlo.

Encontró el mismo ejemplar de pequeñas dimensiones que Jacob Tonson le había mostrado a Alexander un par de semanas antes. Levantó la cubierta.

—Ensayo sobre la crítica —leyó—. Qué preciosidad. Aunque no aparece el nombre de Alexander en la portada… qué lástima.

—Probablemente porque sabe lo desesperadamente aburrido que es —replicó Teresa, volviéndose para mirar a su hermana. En seguida lamentó sus palabras. Era el tipo de comentario que en otro momento habría provocado una sonrisa compartida entre ambas, cuando Martha estaba encantada oyéndola burlarse de Alexander y de sus manías, pero últimamente, sin embargo, su hermana y ella no compartían ya las bromas del pasado. De repente miró sorprendida a Martha. ¿No imaginaría Martha que existía alguna posibilidad de emparejarla con Alexander? Inconscientemente negó con la cabeza sin dejar de mirarse en el espejo.

Martha frunció el ceño al tiempo que devolvía la mirada a su hermana.

—Es el primer libro que Alexander publica solo. Las «Pastorales» aparecieron en la colección de Tonson, pero si el Ensayo logra una buena acogida, habrá conseguido por fin hacerse un nombre. ¿No te gustaría verle convertido en un poeta famoso?

Teresa se dio cuenta de que Martha sabía mucho más de Alexander que ella. Debían de haber pasado juntos más tiempo de lo que creía.

—Alexander lleva años hablando de ese Ensayo sobre la crítica y estoy más que harta de oírle —dijo—. ¿Por qué nunca escribe ningún poema ingenioso y divertido?

—El Ensayo es una obra nueva y ambiciosa, y muy seria —respondió Martha—. Este poema podría ser su consagración. Aun así, si cae en manos de John Dennis, lo más probable es que intente echar por tierra la reputación de Alexander. Sé que es un tipo muy aprensivo.

A Teresa no le gustó que Martha saliera en defensa de Pope.—¿Quién es John Dennis? —preguntó al tiempo que examinaba el

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dobladillo de su vestido.—¡Teresa! —exclamó Martha—. No pretenderás hacerme creer que

no sabes quién es John Dennis. Es el crítico más famoso de Londres.Lo cierto es que Teresa no sabía quién era John Dennis, pero no dijo

nada, optando por dejar que Martha creyera que había intentado provocarla. Hasta esa conversación no había sido consciente de hasta qué punto se había distanciado de Alexander. Había olvidado que tenía un nuevo poema a punto de salir… y de pronto lamentó no haberlo recordado. Guardó silencio, consciente de que su enfado con Martha era totalmente injusto. Debería haber sabido que Alexander y su hermana pasarían tiempo juntos mientras ella estaba con Arabella… y aun así sentía celos de su amistad.

Martha cogió la nota que Alexander había enviado con el libro y la leyó.

—Alexander nos ha enviado una nota. Es un encanto —dijo con una sonrisa.

Teresa se acercó a ella sin dudarlo y le arrebató la nota de las manos.

—¡Déjame verla! —exclamó—. Era para mí, Patty. ¡No deberías haberla leído!

—Pero Alexander nos la ha enviado a las dos, Teresa —respondió Martha con un hilo de voz.

En ese momento se abrió la puerta y Teresa se distrajo al ver entrar a un criado con un ramo de flores. Apenas tardó un instante en llegar hasta él.

—¡Oh! —exclamó en cuanto vio que las flores eran para ella—. ¡Qué preciosidad! Y de invernadero, pues es demasiado pronto para tener jacintos de jardín. ¿Venía alguna nota con el ramo, Jones? —preguntó, pero el criado negó con la cabeza y se retiró, dando un portazo al salir.

Martha se desinfló. Le había dicho a Alexander que a Teresa le gustaban los jacintos blancos y sospechaba que los había enviado para acompañar al poema. Naturalmente, Alexander conocía a Teresa lo suficiente como para esperar que ésta le admirara sólo por sus versos. Martha sacudió la cabeza, arrepentida. Los afectos de Alexander seguían intactos.

—¿Quién crees que las envía? —le preguntó a Teresa.Para su sorpresa, Teresa se mostró evasiva. La vio guardar un

instante de silencio, considerando las posibilidades.—No lo sé —dijo por fin—. En un primer momento he pensando en

James Douglass. Cuando bailó conmigo en la mascarada le dije que nuestra casa estaba junto a la de lord Salisbury, en King Street —una pequeña chispa de excitación asomó a su mirada y añadió—: Aunque ahora me pregunto si el señor Douglass no se lo habrá mencionado a lord Petre. Ayer me sonrió dulcemente cuando me marché de la recepción que dio Arabella y me dijo que lamentaba que me fuera tan pronto.

—Quienquiera que las haya enviado debe de saber la clase de flores que te gustan, Teresa —dijo Martha. Y tras unos segundos de silencio, añadió—: Quizás las mande Alexander.

—¿Alexander? Oh, no lo creo —el rostro de Teresa se apagó al

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tiempo que desviaba la mirada. Al verla, Martha contuvo el deseo de regañarla por su desmesurada reacción a causa de la nota. Las esperanzas que atesoraba por Alexander se diferenciaban poco de las que alimentaba su hermana por lord Petre. ¿Acaso la alegría que la había invadido al recibir el libro de Alexander no era tan deliberadamente engañosa como la reacción de Teresa con las flores? Se dijo entonces que quizás Alexander les había enviado la nota a las dos simplemente en un alarde de buena educación. No era la primera vez desde que había llegado a Londres que el silencio reinaba entre ambas hermanas y que ninguna de las dos expresaba los sentimientos de esperanza frustrada que las embargaban.

Los encuentros íntimos entre lord Petre y Arabella no tardaron en producirse. Lord Petre había asistido en compañía de un grupo de amigos —el duque de Beaufort, Henrietta Oldmixon y lady Salisbury— a la velada matinal organizada por Arabella, la misma de la que Teresa había regresado profundamente desanimada. Petre albergaba la esperanza de que empezaran a incluir a Arabella como parte de su círculo íntimo y facilitar con ello sus encuentros clandestinos. Arabella estuvo encantada con la iniciativa. Cuando el grupo de lord Petre llegó a la velada un criado les condujo a su habitación. Arabella estaba sentada en la cama tomando chocolate. Llevaba un holgado camisón y un salto de cama y el pelo todavía suelto. Teresa ya estaba allí junto con otras dos jóvenes a las que lord Petre conocía de vista. La madre de Arabella había aparecido brevemente para saludar a Teresa, pero en cuanto aparecieron lord Petre y sus elegantes acompañantes dejó que su hija cultivara libremente sus amistades.

La jarra de chocolate estaba sobre una bandeja de plata, las tazas, sobre una mesita tachonada de incrustaciones y había flores frescas en la repisa de la chimenea enviadas esa misma mañana desde Covent Garden por lord Petre. Se dispusieron sillas para los recién llegados, se sirvió el chocolate y estuvieron sentados charlando durante casi una hora.

Justo después de mediodía la puerta se abrió y Betty anunció que el carruaje de la señorita Blount acababa de llegar a recogerla. Teresa se marchó dando muestras de una reticencia más que evidente. Lord Petre supuso que habría pedido el carruaje antes de saber que habría más visitas. Sintió una ligera punzada de remordimiento: quizás Arabella y él no debían hacer uso de la pobre Teresa como una inconsciente coartada para sus encuentros secretos.

Sin embargo, aproximadamente diez minutos más tarde, Henrietta Oldmixon suspiró y dijo:

—Tengo hora con mi peluquero. Ojalá no me hubiera dado hora tan temprano. Entretenida velada, señorita Fermor. Estaré encantada de volver si así lo desea.

Lady Salisbury también se levantó.—Por supuesto, señorita Fermor. Cuánto me alegra que lord Petre la

haya presentado a nuestro pequeño grupo.Arabella sonrió, inclinándose sobre la cama para despedirlas con un

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par de besos. Luego dijo:—No soporto la idea de seguir sentada mientras Betty me peina sin

tener a nadie con quien hablar. Lord Petre… espero que usted y Su Ilustrísima se queden conmigo unos minutos más.

Aunque el duque de Beaufort pareció a punto de aceptar la invitación, tras lanzar una temerosa mirada a Henrietta, dijo:

—Lamento tener que irme yo también, señorita Fermor. Tengo una reunión en el club… Espero que la próxima vez… Lord Petre inclinó la cabeza.

—No almorzaré en Locket's hasta dentro de una hora, señorita Fermor. Será un placer quedarme y hacerle compañía —declaró con una secreta sonrisa cómplice.

Los demás se marcharon y lord Petre cerró tras ellos la puerta de la habitación de Arabella.

—Betty no volverá hasta por lo menos dentro de veinte minutos —dijo Arabella—. Me alegro de que te hayas quedado —se sentó delante del espejo del tocador; llevaba un vestido holgado que permitía que las manos de lord Petre tuvieran libre acceso a su cuerpo, pero que también le permitía retirarlas en cuanto Betty abriera la puerta de la habitación.

Un par de días más tarde fue lord Petre el encargado de organizar el encuentro de la pareja.

—Creo que precisaré tus servicios esta tarde, Jenkins —le dijo por la mañana a su criado mientras se vestía. Sabía que Jenkins lo entendería. Había sido discreto durante los días de su relación con Molly Walker y, más recientemente, con Charlotte Castlecomber.

Jenkins respondió con una leve reverencia y guardó silencio.—Traeré más tarde a mis habitaciones a la señorita Fermor —dijo

lord Petre—, pero no quiero que mi familia sepa que estoy en casa. ¿Avisarás a los criados de que saldré esta tarde?

—Por supuesto, señor —dijo Jenkins, y esperó a que lord Petre se llevara la mano al bolsillo.

Lord Petre le dio una guinea. Cuando se volvió para marcharse, Jenkins sacó una carta de su chaqueta y preguntó a lord Petre si debía entregarla.

—Ah, ahí está —dijo lord Petre—. Me alegra que la hayas encontrado, pues creía que la había perdido —buscó más monedas en su abrigo—. Compra unas flores en el mercado cuando te vayas y llévale la carta a la señorita Fermor con mis mejores deseos —le dio el dinero a Jenkins.

—Gracias, mi señor —respondió Jenkins, guardándoselo en el bolsillo.

Lord Petre se marchó y Jenkins compró obedientemente el hermoso ramo que lord Petre acostumbraba a enviar muchos días a Arabella. Sin embargo, no pagó las flores con el dinero que le había dado su señor, sino que las cargó a la cuenta que lord Petre tenía abierta con la florista. Prefirió guardarse las monedas para su uso personal… como lo hacía con casi todo el dinero que le daban y que debía destinar a las pequeñas

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compras diarias. Para él era una de las pocas ventajas que un criado podía atribuirse sobre su señor en esa era del crédito.

Una tarde, semanas después, Arabella visitaba a lord Petre en sus habitaciones. Estaba sentada en un sillón junto a la chimenea y él se había repantingado delante de ella en el largo sofá. El barón la miró cuando se levantó para reavivar el fuego. Ella leía un ejemplar de poemas franceses y el arco de su cuello se curvaba elegantemente sobre las páginas del libro. A su lado, en el suelo, estaban sus zapatitos de tacón, uno de ellos caído sobre un lado. Lord Petre los miró al volver al sofá, observando que el damasco de seda que los cubría hacía juego con la chaqueta de Arabella. «El color del mar en invierno», pensó, agachándose para coger uno. Cuántas horas debía de dedicar Arabella a acicalarse, asegurándose de que todas sus prendas estuvieran perfectamente conjuntadas.

—Son preciosos, Bell —dijo, y ella alzó la mirada con una sonrisa.Lord Petre llevaba la camisa por fuera de los pantalones. Las mangas

desabrochadas le cubrían las manos. Volvió a dejar el zapato en el suelo y Arabella reprimió el impulso de inclinarse hacia delante para colocarlo bien. Optó en cambio por tomar una de las manos de Petre y deslizar los dedos bajo la tela del puño.

—¿Qué hace un barón durante el día? —preguntó. Robert se sentó perezosamente en el sofá y tiró de ella hacia él.

—Excelente pregunta, Bell, y de fácil respuesta —respondió—. Un barón no hace nada —se puso las manos detrás de la cabeza y se tumbó. Arabella sabía que aunque Petre disfrutaba censurándose así le gustaba que le contradijeran. Se rió antes de hablar.

—Pero ¿qué haces cuando estás en Ingatestone? —preguntó—. Seguro que tienes muchas ocupaciones.

—¡Ah! En el campo… allí todo es muy distinto. Creía que te referías a la ciudad. En verano, pesco; en otoño, cazo con escopeta, y en invierno salgo de cacería con los perros. Con frecuencia almuerzo con más tranquilidad e incluso más copiosamente que aquí y no es práctica poco habitual viajar una hora para ir a comer a casa de un vecino. Ahora que me oigo describirlo, me extraña que me quede tiempo para jugar y beber.

Arabella frunció el ceño ante semejante muestra de frivolidad convencida de que Robert no daba crédito a sus propias palabras.

—No puedo creer que seas tan vago —dijo.—Tienes toda la razón. El lunes comí con James Douglass y el martes

con Robert Harley. La semana pasada fui a ver una ejecución en Tyburn. Es casi un milagro que no esté totalmente exhausto.

—¿Fuiste a ver una ejecución?—Por supuesto —fue la respuesta de lord Petre, que había vuelto a

recostarse en el sofá e intentaba fingir la más absoluta despreocupación—. Para muchos es el espectáculo más divertido de Londres. Aunque no disfruté tanto como me habían prometido —añadió con una carcajada que sonó hueca—. El tipo al que colgaban no murió inmediatamente… su mujer y sus hijos tuvieron que tirarle de las piernas para ahorrarle la

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agonía de una muerte lenta. No me pareció tan divertido como para justificar la asistencia de casi toda la metrópoli.

Arabella no alcanzó a entender por qué había sacado a colación el tema de la ejecución si tanto le había disgustado. Supuso que Robert no deseaba ser considerado un cobarde, aunque por su forma de contar la historia no resultara imposible acusarle de ser un bruto. Optó por no decir nada, confundida como estaba ante las contradicciones que revelaba el carácter de Petre.

—Vamos, Bell, no quiero verte abatida —dijo lord Petre, dándole a su silencio una lectura errónea—. Los canallas mueren en la horca mientras los miembros del jurado almuerzan. Así funciona el mundo.

Arabella alzó los ojos y clavó en él la mirada.—Oh, ya lo sé —respondió. Tras unos instantes de silencio, estalló—:

Pero ¿por qué te muestras tan extraño y reservado sobre lo que haces durante el día?

Lord Petre se incorporó en el sofá y le devolvió la mirada sin sonreír.—Ah… veo que te has puesto seria —volvió a acercarse a la chimenea

y avivó el fuego con el atizador. Luego se aproximó repentinamente al lateral del sofá, se arrodilló y alzó la mirada hacia ella con expresión seria y ardiente. Arabella sintió que el corazón empezaba a palpitarle en el pecho.

—En este momento estoy ocupado con un asunto del que no puedo hablar —dijo, esquivo—. Mis almuerzos con el señor Douglass no son lo que imaginas.

Arabella tardó un instante en entender que a fin de cuentas Robert no le estaba proponiendo matrimonio. Cuando procesó la información, le miró con incredulidad. ¿De qué diantre podía estar hablando? Aquello nada tenía que ver con lo que había esperado oír.

—Estoy implicado en… llevo meses implicado en… un asunto que vela por… por el bien general de nuestro país —concluyó el barón.

Arabella no dijo nada. A pesar de que Robert hablaba con absoluta sinceridad no conseguía entenderle.

—Es un plan que afecta a nuestra reina —aclaró él—. Si logramos nuestro objetivo haremos de Inglaterra la nación más fuerte de la tierra. Y yo me habré hecho un nombre. Y no por ser el decimoséptimo barón de Ingatestone, sino por ser Robert Petre, un inglés —había entusiasmo en su voz—. Pero se trata de un asunto de estado absolutamente confidencial. No puedo decir más y tampoco debería haber dicho lo que he dicho. ¿Me guardarás el secreto?

Arabella seguía sin entender lo que él le decía, pero escuchaba con más interés del que había esperado sentir. No era la información implícita en sus comentarios lo que llamaba su atención, sino la imagen de Robert inflamado con el fuego de apasionados ideales. Bajo su actitud encantadora lord Petre soñaba con ser un rebelde, un héroe. Esa era pues la esencia de su amistad con Douglass. Eran revolucionarios. Robert la tomó de las manos, apretándolas con fuerza.

Por fin Arabella sintió que había abierto las puertas que daban acceso a la verdadera naturaleza de Robert. Se inclinó hacia él, presa de idéntico ardor y admirando su coraje y su idealismo.

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El entusiasmo y la excitación que percibió en él no tardó en sentirlos ella también. La pasión de Robert era contagiosa… y la colmaba de audacia. Inclinándose aún más hacia delante hasta que el aliento de sus susurradas palabras acarició la mejilla de Petre, dijo:

—¿Me llevas a la cama, Robert?Lord Petre se sintió embargado por una oleada de júbilo. ¡No había

asustado a Arabella con su confesión! La vio encendida de pura excitación.

El aliento de Arabella seguía todavía sobre su piel y sintió los latidos del corazón en el pecho. Aunque deseaba más que nada en el mundo ceder a la petición de ella, vaciló. Protegerla y mantenerla a salvo. Hasta entonces había creído que lo que sentía por Arabella era un violento deseo físico, pero se equivocaba. Estaba empezando a amarla.

Arabella le vio vacilar y pareció retirar sus palabras.—No me cabe ninguna duda de que has disfrutado de todas las

mujeres casadas con las que te has acostado —dijo.Robert sintió un estremecimiento al oírla hablar así. ¡Protegerla!

Arabella era una mujer valiente. Sin contener la risa, respondió:—Las mujeres casadas son distintas. En Londres son muy pocos los

hombres cuyo padre es el mismo hombre con el que su madre se casó. Nadie espera castidad de una mujer casada.

Pero Arabella no respondió. Se levantó, rodeó a Robert y se dirigió hacia el dormitorio.

En cualquier otro momento, y de no haber estado tan inflamado por el espíritu de rebelión y de aventura, quizás podría haberse reprimido, por mucho que para ello hubiera tenido que hacer acopio de un esfuerzo colosal. Pero se vio superado por las circunstancias.

Después, se sintió feliz como no recordaba haberlo sido nunca. Fue enormemente fácil, y se preguntó por qué había tenido tantos escrúpulos… tantos temores… a la hora de convertir a Arabella en su amante. Aquello no tenía nada que ver con la relación que mantenía con Charlotte, un romance en el que ambos se mostraban perfectamente naturales porque no existía entre ellos una desbocada pasión; ni tampoco con la que había mantenido con Molly, en la que el deseo había sido puramente físico. Lo que sentía por Arabella se acercaba más a una compleja fascinación. A pesar de que acababa de estar con ella todavía la deseaba; sentía una constante impaciencia que le llevaba a desear disfrutar siempre de su compañía.

Arabella parecía haberse impregnado de un ánimo pícaro. Sus ojos destellaban triunfalmente y su sonrisa brillaba más que nunca.

—Aunque me encanta tu cama me apetecería un poco de variedad —dijo, incorporándose—. Te propongo un cambio de escenario. ¿Adónde lleva esa puerta de la derecha? No, no la que comunica con la habitación de Jenkins. La otra.

—Es mi gabinete —respondió Robert con una sonrisa.—¡Eso me había parecido! ¿Podemos entrar?—Supongo que sí —y añadió con fingida severidad—: Pero no olvides

que el gabinete de un caballero es su santuario. No debes mover mis cosas de sitio ni pedirme que lo tenga más ordenado.

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—¡Por supuesto! —exclamó Arabella, saltando de la cama.El despacho de lord Petre tenía una ventana en un extremo y dos

espejos con marcos de madera lacada que dotaban a la estancia de una alegre luminosidad durante la mañana y de una sensación de acogedor confort por la tarde. Había dos sillones de respaldo alto, una otomana y un pequeño escritorio. Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías de roble que contenían su biblioteca y la cuarta estaba tapizada de cuadros, caricaturas y grabados. La ventana estaba cubierta de sedas con ricos brocados.

Arabella recorrió los estantes con los ojos.—Veo que tienes muy bien colocados a Shakespeare y a Milton para

dar la impresión de que sólo lees literatura de calidad —dijo, acariciando con los dedos los lomos de los libros mientras estudiaba sus títulos—. Pero a mí no me engañas. ¿Dónde guardas los panfletos franceses y los poemas de lord Rochester?

Lord Petre no respondió, sino que se limitó a sentarse en uno de los sillones mientras la observaba con aire indulgente.

—¡Aja! ¿Qué es esto? —exclamó Arabella— L'Académie des dames y L'École des filies. Se habla de ellos con veneración en todos los internados femeninos de París, aunque jamás había visto un ejemplar. Estoy loca por leerlos —abrió el libro y lo examinó, apoyando el hombro contra la estantería.

Robert pudo apreciar la silueta de su figura bajo la fina tela de la camisa.

—¡Santo Dios! —exclamó Arabella, mirándole con audacia—. El clérigo fornica con dos mujeres a la vez.

Petre se rió.—Puesto que ya lo has descubierto, será mejor que lo sepas todo —

dijo—. Los Poemas de lord Rochester están en el estante de la izquierda.—Sabía que los tenías porque me mandaste sus versos en tu carta.

Pero no me parecieron lascivos, aunque Rochester es el poeta más notable del mundo. Supongo que pretendías que te creyera un hombre delicado…

Robert pasó los pies por encima del brazo del sillón y dijo con una risilla:

—Esperaba que algún día me hicieras una visita e inspeccionaras sus versos más detenidamente. Pero no imaginé que sería un acontecimiento tan hermoso como éste. Verte sentada en mi sillón de seda con tu camisa y con El imperfecto disfrute sobre las rodillas es un espectáculo merecedor de los versos más ardientes de mi señor Rochester. ¿Por qué no me lees algunos?

—Muy bien —respondió Arabella, y empezó a recitar los primeros versos del poema de Rochester—. «Desnuda yacía, envuelta en mis anhelantes brazos / Yo colmado de amor y ella un mar de encantos.»

Levantó los ojos hacia Robert.—Hay una parte mucho mejor unos versos más adelante —dijo Petre,

acercándose y apoyándose en el respaldo del sillón de Arabella.—¿Dónde? —preguntó ella.Robert agachó la cabeza hasta colocarla junto a la suya y señaló con

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el dedo.—¡Ah! —exclamó Arabella, y leyó en voz alta—: «En líquidos

arrebatos me disuelvo, / Fundido en esperma y exhaustos mis poros entiendo. / El contacto con cualquier parte de ella pudo hacerlo: / Su mano, su pie, una simple mirada a su femenino miembro…»

Desde donde estaba Robert vislumbró la abertura del blusón de Arabella. Le rodeó el cuello con el brazo y sintió la redondez de sus pechos y de su vientre.

—Estás empezando a inflamarme de nuevo —susurró. Frotó las manos contra la piel de su vientre, excitado ante la visión de la desinhibida expresión de placer que ella ni siquiera intentó ocultar y el modo en que la notó temblar al tocarla.

También Arabella se maravilló ante la potencia de la excitación que notó en él. Cuando la gente de la ciudad chismorreaba sobre los escándalos protagonizados por sus conocidos jamás se hacía mención alguna del placer. Aun así, no había disfrutado tanto en toda su vida. Estar con lord Petre la había transformado… se abandonaba al disfrute de la vida con un júbilo instintivo y puro. Era como el licor. No, era incluso mejor: hacía soportable el aburrimiento de la existencia cotidiana. Podía soportar los largos días de educada conversación pensando en las deliciosas horas que había pasado y que volvería a pasar con él. Y no se trataba sólo del placer físico, sino también del placer de la compañía, de un carácter que encajaba a la perfección con el suyo. Aunque hubiera pensado en algún momento que poner freno a sus deseos era la decisión más apropiada, ya no se sentía capaz de hacerlo.

Ya había oscurecido y las farolas de la calle estaban profusamente iluminadas cuando Arabella preguntó:

—¿Tienes algo de comer en tus habitaciones? Estoy hambrienta.—No, no tengo nada. Pero se me ocurre una idea. Te llevaré a un

lugar en el que no has estado nunca y que te dará algo nuevo de lo que hablar con tus amigas durante el té. Pero tenemos que pasar por los establos.

—Resulta muy molesto tener que entrar y salir siempre por detrás —dijo Arabella—. Sería agradable poder entrar alguna vez por el lugar adecuado.

—Vamos, Bell. ¿Acaso no hemos pasado un gran número de divertidos minutos aprendiendo de las palabras de lord Rochester que estás totalmente equivocada?

Ella se rió, fue hasta donde había dejado su ropa y metió los brazos por la camisola del corpiño. Robert se acercó a ella por detrás y le besó en la nuca.

—No tendremos más quejas de la señorita Fermor —dijo el barón, ajustándole las cintas del corpiño y atándole los lazos. Tiró con gesto experto del corsé, colocándoselo a Arabella sobre las caderas—. Nos vamos —anunció, recogiendo sus pantalones del suelo.

La pareja bajó por la escalera trasera al tiempo que lord Petre advertía a Arabella que guardara silencio por si su madre y su hermana estaban en el salón. No había un solo criado en la cocina, aunque sí vieron un farol encendido encima de la mesa. El farol iluminaba un retazo

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de yeso del techo en cuyo encalado un criado había escrito su nombre con el humo de una vela junto a las iniciales de su amada.

Lord Petre alzó la mirada hacia la inscripción con semblante irritado.—Es el criado más joven —dijo—. Da rienda suelta a su gran pasión,

normalmente aquí, en la cocina, cuando cree que nos hemos ido.Al salir al patio de los establos llegó a sus oídos un altercado que

tenía lugar entre el mayordomo y el encargado de saneamiento que acababa de llegar para vaciar la fosa séptica de la casa.

—Bueno, tenía que pasar primero por el mercado, ¿no? —decía el hombre.

—¡Por el mercado! Me gustaría saber por qué —respondió el mayordomo.

—Pues para poder descargar del carro sus ensaladas y sus tubérculos antes de cargar en él su mierda —respondió el hombre con contundencia.

—A nuestro mayordomo le ha dado por hablar de un modo espantosamente afectado —comentó lord Petre según pasaban—. El otro día le pedí que les dijera a los criados que no bajaran los orinales por la escalera principal cuando tenemos invitados en casa y casi creí que iba a corregir mi gramática. Los lacayos y él se contagian en las cafeterías de costumbres francamente absurdas.

Lord Petre ayudó a Arabella a subir al carruaje y dio instrucciones al cochero para que se dirigiera a la taberna de Chancery Lane.

—Espero poder llevarte algún día a un restaurante lujoso —dijo—, pero te aseguro que jamás encontrarás un sitio donde sirvan una comida más suculenta.

A pesar de que tenía entendido que había muchachas que cenaban con jóvenes caballeros con los que no estaban comprometidas, Arabella supuso que lord Petre había elegido un lugar donde no fueran a encontrarse con ningún conocido. Aunque normalmente en pequeños grupos, pensó, y en establecimientos más reputados. Pero en cuanto vio la taberna se dio cuenta de que lord Petre había elegido un final perfecto para su día de aventura.

Una pequeña multitud se apiñaba delante de la puerta cuando llegaron, charlando mientras degustaban sus platos baratos. Los faroles colgaban de unos ganchos de acero y el calor emergía a oleadas desde los hornos de la taberna para dar la bienvenida a los transeúntes. El mostrador delantero, situado en plena calle, estaba abarrotado de una variopinta colección de hombres y mujeres que hablaban entre sí a gritos entre bocado y bocado. Los comensales eran en su mayoría tenderos y comerciantes, o criados con toscas servilletas anudadas al cuello para salvaguardar sus uniformes. Cuando lord Petre y Arabella bajaron del carruaje la multitud se hizo a un lado. Hubo una o dos personas que saludaron con una inclinación de cabeza. Se oyeron murmullos de «Mi señor», «Mi señora», y se oyó también un descarado y perfectamente audible: «Mira. Acaba de llegar la calidad».

En una de las paredes del local una chimenea contenía cinco asadores de carne reluciente y había un mostrador de madera en donde el propietario y su esposa, el señor y la señora Thomas, trabajaban

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vigorosamente con cuchillos calientes, mostaza y panecillos. Un chiquillo con la rosada y joven frente perlada de sudor estaba apostado junto al fuego para dar vuelta a los trozos de carne asada. Entre vuelta y vuelta jugaba con el perro de la taberna, cuyo trabajo consistía en asegurarse de mantener limpia la tarima del suelo. Arabella imaginó que ésa debía de ser la única superficie de la que podía decirse eso. La hija del propietario estaba de pie, evidentemente enfurruñada, a un lado del mostrador mientras el señor Thomas le ordenaba que retirara las jarras de cerveza y los platos de madera de las mesas, pero ella parecía volver a la vida cada vez que algún cliente masculino pasaba por su lado y la saludaba con un guiño amistoso y con un «¡Hola, Poll!».

Arabella sonrió a lord Petre mientras él la llevaba hasta el mostrador.

—¡Qué lugar tan delicioso! —dijo.—Elige la carne que más te apetezca y Thomas te trinchará la parte

elegida —dijo lord Petre. El señor Thomas se plantó delante de Arabella con la peluca pegada a la frente y las rojas mejillas bañadas en sudor como la red de un colador. Frotó lentamente su reluciente cuchillo sobre un acero afilador. Instintivamente Arabella dio un paso atrás, pero al ver que lord Petre estrechaba la mano del propietario y le daba un chelín volvió a adelantarse, un poco avergonzada.

—¿Qué carnes tiene hoy, Thomas? —preguntó el barón.El señor Thomas dejó el cuchillo sobre la mesa y se enjugó

vigorosamente la frente con un trapo que llevaba colgado del delantal.—Buey, cordero y una ternera deliciosa, mi señor —anunció

orgulloso—. Cerdo de la casa, muy tierno. Y eso del final vuelve a ser buey —la carne giraba en la chimenea, goteando en las sartenes colocadas debajo que chisporroteaban alegremente sobre las llamas. La carne resplandecía, regada con su propia grasa, crujiente allí donde estaba ya asada.

—Tomaré cerdo, Thomas —dijo lord Petre—, y ternera para la señora —añadió cuando Arabella hubo elegido. Se oyó entonces gritar a un cliente desde el fondo de la tienda: «¡Dos botellas más de cerveza, Poll, y un poco más acidas!».

Lord Petre se volvió a mirar al hombre.—¿Un cliente habitual, Thomas? —preguntó afablemente al ver que

el anfitrión se disponía a cortar la carne.—Viene todas las semanas, mi señor, y siempre con un gabán nuevo

—lord Petre estiró un poco el cuello y se volvió a estudiar la vestimenta del caballero—. Ha hecho su fortuna con los esclavos, o eso dicen —prosiguió el tabernero—. Pero siempre trae consigo algún desagradable extranjero para que escupa en el suelo limpio de mi humilde casa. Esta noche es un gabacho… la semana pasada fue un gordo holandés que apestaba a queso.

La señora Thomas propinó a su esposo un empujón para hacerle callar y gritó:

—¡Ya has oído al caballero, Polly! Peter, ocúpate de vigilar el fuego y no le des al perro carne de la buena —se volvió a mirar a un cliente—. Sí, señor Watkins, ¿qué le apetece comer hoy? —preguntó con una sonrisa.

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Thomas trinchó con destreza una generosa ración de carne que colocó en una bandeja de madera, la espolvoreó con un poco de sal y añadió una cucharada de mostaza de un bote grande. Luego puso en otro plato cuatro o cinco panecillos recién salidos del horno acompañados de una porción de mantequilla.

Polly se apoyó contra la pared junto a un barril de cerveza y se puso a hablar con una muchacha, que Arabella reconoció: Molly, la mujerzuela de Fowler's, la tienda de guantes. La señora Thomas miró a la muchacha con resentimiento y Arabella supuso que Molly debía de ser una clienta habitual, aunque intuyó que su compañía no era demasiado bienvenida. Las dos muchachas se reían locuazmente y cada vez que un cliente pedía un refresco estallaban en carcajadas. Cuando la muchacha se volvió a mirar a un joven que había gritado desde el otro extremo del salón el vestido de Molly se abrió, dejando a la vista su enagua y revelando que estaba embarazada.

Arabella pensó entonces que ése era el motivo por el que la señora Thomas no veía con buenos ojos la amistad entre las dos jóvenes. Naturalmente, los Thomas no debían de querer que su hija corriera la misma suerte. Resultaba extraño pensar que muchachas como Polly Thomas tenían padres que veían en Molly Walker una mala influencia o que querían asegurarse de que su hija no se quedara despierta hasta tarde. Eso era más de lo que sus propios padres esperaban de ella. Supuso que se daba por hecho que las jóvenes de su clase sabían comportarse. Durante un instante pensó en cómo sería la madre de su criada Betty, aunque sus cavilaciones se vieron interrumpidas cuando lord Petre la tomó del brazo para llevarla a una mesa.

Polly se acercó contoneándose hasta ellos en cuanto estuvieron sentados y depositó descuidadamente dos jarras de cerveza sobre la mesa. Lord Petre le dio un penique y ella lanzó una mirada descarada en dirección a Arabella, que la ignoró.

—Comer con los dedos… qué novedad —dijo—. Es un lugar encantador.

—Encantador porque tú estás aquí, Arabella —respondió lord Petre, mirándola con renovada admiración—. Es un lugar muy miserable cuando uno almuerza en él en compañía de la gente del Exchange. Pero ahora pensaré siempre en ti sentada aquí con tu vestido de seda azul, comiendo ternera asada con los dedos y tomando una jarra de cerveza. A partir de ahora me sentiré más feliz en este pequeño rincón que en cualquier otra parte de Londres porque aquí he sido feliz contigo.

En ese momento Arabella tuvo la sensación de no haber comido una carne más deliciosa en su vida, ni de haber tomado una cerveza más dulce, pues al oír hablar así a Robert supo que debía de estar enamorado de ella.

Más tarde, cuando se marchaban de la taberna, dos figuras conocidas entraron por la puerta: Charles Jervas y Alexander Pope. Estaban sumidos en una profunda conversación. Arabella le oyó decir a Alexander: «… pero si sale una segunda edición tendré que ocuparme de que otros libreros, aparte de Tonson, lo tengan», y en un primer momento pareció que no se detendrían a saludarles.

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Pero Jervas la vio y exclamó alegremente:—¡Buenas noches, señorita Fermor! Alabo su valentía al visitar un

lugar como éste. No creo que una mujer entre mil lo intentara, aunque apuesto a que su valentía ha tenido su recompensa.

Arabella le saludó con una ligera reverencia al tiempo que él se dirigía a lord Petre.

—¿Cómo está, mi señor? —saludó con una profunda inclinación de cabeza—. Ya veo que la señorita Fermor ha estado bien escoltada en su aventura.

Alexander, que hasta entonces se había mantenido un poco aparte, se adelantó y saludó a lord Petre con una inclinación de cabeza.

—Buenas noches, mi señor —dijo.—Es una pena que nos vayamos ya, pues podríamos haber cenado

juntos —respondió lord Petre. Pero, puesto que la taberna estaba abarrotada y los hambrientos clientes les empujaban por todos lados, Arabella y lord Petre se marcharon.

Ya en el carruaje, Arabella le dijo:—Me alegra que, de todos los conocidos con los que podíamos

habernos encontrado, hayan sido precisamente ellos. Creo que el señor Jervas será discreto y Alexander Pope no tiene a nadie a quien contarle nada excepto a mis primas.

—Personalmente, me trae sin cuidado que el mundo entero sepa que he estado cenando en la taberna del señor Thomas con la señorita Arabella Fermor —dijo lord Petre con una sonrisa complaciente—. Todo el que te ve se medio enamora de ti… de modo que si yo soy el hombre que te lleva a cenar, mejor que mejor. Puedes estar segura de que el pequeño Alexander Pope te encuentra hermosa. ¡Probablemente estaba celoso!

Arabella se rió al pensarlo.Más tarde, mientras volvía solo a casa y reflexionaba sobre los

incidentes del día, lord Petre aprovechó para fijar más firmemente en su memoria el momento realmente trascendental de la velada: la gloriosa seducción de Arabella. La escena con el mayordomo y el mozo de letrinas, el hombre pidiendo a gritos una cerveza en la casa de comidas y el comentario del señor Thomas sobre su acompañante, «el gabacho». El gabacho le había resultado extrañamente familiar, aunque no había logrado situarle. Y también le había resultado extraño ver juntas de nuevo a Molly Walker y a Arabella. De repente sentía por Arabella un orgullo posesivo y Molly le había parecido poco menos que una desconocida. No había sentido nada de la antigua frisson cuando Molly había captado su mirada. Había pasado mucho tiempo desde el affaire entre ambos… ¡a Dios gracias! Molly parecía a punto de estallar; debía de faltarle muy poco para salir de cuentas. Pensó en quién podía ser el padre de la criatura. Inmediatamente después de terminar su relación con Petre, Molly había compartido cama con un hombre llamado Fitzjames. Probablemente fuera él. Se preguntó sin demasiadas ganas si también Douglass estaría entre los recientes compañeros de cama de la muchacha.

Douglass… ¡Claro! De ahí conocía al francés. Era Dupont, el amigo de Douglass, el tratante de esclavos, el hombre del Exchange. «Trata con

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un cargamento negro como la ceniza», había dicho Douglass, o algo parecido. Y esa noche estaba cenando con otro tratante de esclavos, el hombre de los mil y un abrigos. Lord Petre se maldijo por no haberlo pensando hasta entonces, aunque de todos modos tampoco importaba demasiado. Si bien jamás habría presentado a Arabella y a Dupont, no pudo contener una carcajada al pensar en la conversación que habría tenido lugar de haberlo hecho. La imagen despertó en él unas ganas renovadas de ver a Arabella lo antes posible.

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Capítulo 12

Todas las miradas estaban puestas sólo en ella

Transcurrieron varias semanas. Marzo dejó paso a abril, y abril cedió su lugar a los primeros días de mayo. El cielo vio retirarse la empapada lona que lo cubría, dejando a la vista el azul celeste de la primavera y una delicada red de nubes altas que despeinaba la brisa. La hierba volvió una vez más a respirar; los pájaros revoloteaban de rama en rama; el río bajaba fluido y con fuerza. En los bordes de las magníficas plazas, en los parques, en los campos y en las praderas, los árboles mostraban sus primeras hojas: diminutos y arracimados manojos de tiernas pinceladas verdes. Los narcisos inclinaban sus cabezas mientras el aire primaveral mecía hacia atrás sus orejas. Los brotes envolvían los árboles como la nieve nocturna, suspendidos de sus ramas como lágrimas de cristal para derramarse luego en oleadas de celestiales aromas que blanqueaban la tierra. Las ventanas se abrían; los cuerpos se desprendían precipitadamente de sus abrigos. Los ciervos brincaban, las vacas hacían repicar sus cencerros. El verano anunciaba ya su llegada.

Una gloriosa mañana de fines de mayo, cuando la espléndida luz del sol desprendía todo su calor, los árboles del parque de St. James se mostraban por fin en todo su verde esplendor. Los caballeros y las damas de la corte llenaban los senderos en grupos de tres y de cuatro. Los corros de mujeres refulgían como tulipanes con sus brillantes vestidos de seda, los perros falderos corrían de un lado a otro como mariposas y los caballeros se comportaban como jardineros que observaran, presos de entusiasta admiración, los brotes a los que sus generosas atenciones habían logrado dar vida.

Arabella había quedado esa mañana en dar un paseo con las hermanas Blount. Había sugerido el parque de St. James porque Henrietta Oldmixon y lord y lady Salisbury iban a pasear allí con lord Petre, y Martha anunció que Teresa y ella se encontrarían también en el parque con Alexander y con Jervas.

Cuando las muchachas llevaban unos veinte minutos de paseo, Alexander y Jervas aparecieron tras un grupo de árboles. Alexander hablaba animadamente, ajeno al hecho de que pasaban en ese instante junto a las ramas bajas de un imponente olmo. Jervas se volvió para evitarlas, pero Alexander siguió caminando, deslizándose fácilmente bajo los nuevos brotes mientras seguía charlando alegremente con el para entonces ausente Jervas. Arabella se rió al verles.

Sin embargo dejó de sonreír casi de inmediato, pues Alexander se había topado de frente con lord Petre, que se acercaba a ellas desde la dirección opuesta con lord y lady Castlecomber. Lord Petre llevaba un

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traje de seda de color crema, con un diseño de tulipanes carmesíes bordados. «Qué magnífico contraste con el abrigo del señor Pope», pensó Arabella, volviendo la mirada hacia la prenda de tela azul que había estado brevemente de moda hacía ya dos años. Los dos hombres se saludaron con una inclinación de cabeza: lord Petre con una elegante reverencia y Pope con un extraño cabeceo. Arabella vio entonces, desilusionada, que ni Henrietta ni los Salisbury estaban a la vista.

Cuando se acercó, oyó que lord Petre le decía a Pope: «Veo que sigue usted en la ciudad, señor, con o sin la bendición de su padre».

—Pero dígame, señor Pope —prosiguió lord Petre—, ¿cuándo escribirá algún poema sobre sus amigos? ¡Estamos deseosos de leer espléndidos versos que hablen de nosotros!

Pope sonrió y se contoneó ligeramente, obviamente encantado ante la idea de ser considerado amigo de lord Petre. Balbuceó un cumplido como respuesta y Arabella casi sintió lástima por él. Esperaba que el joven poeta fuera consciente de que el barón sólo intentaba mostrarse encantador; por supuesto, jamás pasarían de ser meros conocidos.

En ese preciso instante cruzó una mirada con lady Castlecomber, que no dudó en acercarse a saludarla. No obstante, cuando Arabella preguntó a lady Castlecomber cómo estaba, creyó detectar en su respuesta cierto tono de superioridad y sintió unas ganas repentinas de decir algo malintencionado.

—No la vi en la recepción que dio lady Salisbury la semana pasada —dijo Arabella—. ¿No era una gran amiga suya?

—Y sigue siéndolo —respondió lady Castlecomber con una reserva más que evidente—. Pero estaba en Irlanda con mi esposo. Lord Castlecomber viaja mucho —añadió. Y luego—: ¿Viaja usted a menudo, señorita Fermor?

—Estudié en París muchos años —fue la respuesta de Arabella.—Ah, en ese caso no ha estado allí recientemente —contraatacó

Charlotte, sonriendo al tiempo que lord Petre se unía al grupo.Petre lanzó a Charlotte una mirada de advertencia y ofreció su brazo

a Arabella.—¿Para qué necesitamos París teniendo el parque de St. James en

primavera? —preguntó, llevándose a Arabella con él.Alexander observó la breve conversación con profundo interés. Le

había extrañado que lord Petre se hubiera excusado tan rápidamente, poniendo fin a la charla que había iniciado con él. De pronto entendió lo ocurrido y admiró al barón por la premura de su acción. Por primera vez sintió un arrebato de solidaridad con Arabella; hasta ella necesitaba a veces que alguien acudiera a su rescate. Recordó la expresión del rostro de la joven cuando se habían encontrado en la taberna: hasta ese momento jamás hubiera imaginado que Arabella Fermor era capaz de parecer descompuesta.

Arabella parecía haber suplantado la política como centro de interés de lord Petre. Cuando Alexander saludó a lord Petre, no había visto en él el menor rastro de la ansiedad ni de la timidez que le habían traicionado en la cafetería con John Caryll. Y aunque Douglass estaba también esa mañana en el parque, lord Petre pareció no reparar en él. Alexander

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sintió un instante de agradecimiento hacia Martha por haberle sugerido que no dijera nada a Teresa del pasado jacobita de la familia Petre.

Teresa se había colocado al borde del círculo de lord Petre, obviamente esperando verse incluida en la conversación del barón con Arabella. Sin embargo, quedó totalmente apartada del grupo y Alexander la vio mirar a su alrededor en un intento por descubrir si su exclusión había pasado desapercibida.

—¿Te apetece dar una vuelta conmigo por el Paseo de las Limas? —le preguntó, captando su mirada.

Teresa le sonrió agradecida.—¡Alexander! —exclamó—. Qué alegría verte —y estaba a punto de

tomarle del brazo cuando oyeron a sus espaldas la voz de un caballero. Alexander se volvió y se encontró con Douglass a menos de un metro de él.

—¡Venga a dar un paseo conmigo por el Paseo de las Limas! —ordenó Douglass a Teresa.

Teresa vaciló, intentando decidirse por uno de los dos hombres. Entonces vio que Arabella la miraba desde la posición que ocupaba junto a lord Petre. Fue esa mirada la que terminó de decidirla.

—Se lo agradezco, señor Douglass —dijo, tomando el brazo que éste le ofrecía. Se volvió y puso una mano en el brazo de Alexander—. Lo siento —dijo—. Quería que vinieras, pero…

Douglass tamborileó con los dedos sobre su muslo.—¿Te importa? —preguntó Teresa a Alexander, aunque su expresión

pareció despejarse de pronto—. ¡Aquí llega Martha! —dijo—. ¿Por qué no paseas con ella?

Martha pareció herida.—No he venido a pedir… —empezó, pero Alexander la interrumpió.—Basta, Patty —dijo, ofreciéndole el brazo—. La mañana es

demasiado gloriosa como para desperdiciarla en naderías. ¿Vendrías conmigo al jardín acuático?

Martha aceptó su brazo con una sonrisa entre resignada y complacida.

Entre lord Petre y Arabella, mientras tanto, la expectación había ido en aumento como una nube de calor. Arabella ya había reparado en que otras mujeres les miraban con una mezcla de curiosidad y de envidia estampada en el rostro. Al rescatarla de la conversación con lady Castlecomber lord Petre se había erigido públicamente en su defensor.

—Veo que nuestros amigos nos han abandonado —apuntó él con una sonrisa irónica en cuanto se aseguró de que nadie pudiera oírles—. Resulta difícil saber si tal abandono responde a sentimientos de maldad o de amabilidad. Aunque, conociéndoles como les conozco, me aventuraría a apostar por lo primero.

—¿Paseamos por el parque como lo hacen en el poema de lord Rochester? —preguntó Arabella.

—No creo que fuera pasear lo que hacían, literalmente hablando —respondió Petre.

—Tampoco creo que sea eso lo que vayamos a hacer nosotros, literalmente hablando.

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Robert arqueó una ceja sin apartar los ojos de ella.—¿Te parece que caminemos por la sombra de la avenida?—Hay demasiada gente. Parece Covent Garden un lunes por la

mañana. Los prados son más… rústicos.—Si nos aislamos, mi imaginación se perderá en los placeres del

campo —dijo el barón.—Jamás he encontrado el menor placer en el campo —respondió

Arabella—. Aun así, intuyo en tus palabras una tímida referencia a los rústicos caprichos de las ninfas y los pastores… y no a las mañanas desperdiciadas visitando a un par de primas católicas.

—No creo que tus primas católicas aprueben tus paseos por los prados de St. James —fue la réplica del barón—. Es más: conocemos al menos a dos que en este momento pasean cerca de aquí que harían todo lo que estuviera en su mano por impedir que te alejaras de estos frecuentados senderos. Si yo fuera un caballero, te dejaría a salvo en sus manos antes de que cualquier otra mención de los pasatiempos rurales me lleve a tumbarte en el suelo a la vista de todos.

Los amplios prados que rodeaban el parque de St. James se utilizaban como pastos para las vacas. Se extendían más allá de Buckingham House hacia la villa de Chelsea, y al norte más allá de Picadilly, donde los campos de Hyde Park se unían a las tierras de pastoreo situadas por encima de St. James. Por la mañana y por la tarde, rebaños de vacas llegaban hasta allí para ser ordeñadas en los establos que salpicaban las praderías, donde durante el día las lecheras, con sus delantales y gorros blancos, se ocupaban de elaborar cubos de leche, paquetes de mantequilla, nata y queso fresco.

Caminaron durante unos quince minutos hasta llegar a un lugar situado al abrigo de un olmo de grandes ramas.

—Ah, aquí estamos por fin —dijo lord Petre—. La señorita Fermor tomará asiento en este pequeño taburete de ordeñar y se preparará para disfrutar de los placeres del campo —se quitó el abrigo, quedándose en camisa, chaleco y pantalones. Arabella miró a su alrededor para ver si alguien les observaba.

—La perspectiva resulta exageradamente abierta aquí, mi señor. No me parece el lugar más adecuado para instalarnos.

—Oh, pero si es perfecto —dijo el barón—. Un feliz enclave rural. ¡Y mira! Acaba de aparecer una lechera. Voy a pedirle que se una a nosotros.

Robert sonrió al ver la expresión de alarma de Arabella y se acercó a la muchacha. Habló con ella en voz baja y la joven sonrió y asintió con la cabeza mientras él le daba algo de dinero. Luego ella desapareció tras un pequeño establo. Un instante después volvió a salir con un pequeño cubo de latón en las manos que entregó al barón. El cubo estaba lleno de leche fresca.

Arabella se rió y lord Petre le sonrió.—No pensarías que tenía en mente propósitos más oscuros, ¿verdad?—¡Por supuesto que sí! —respondió Arabella—. Ten por seguro que

siempre pienso lo peor de ti.La nata daba a la leche una textura densa y esponjosa. Se sentaron

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juntos a beberla hasta que la muchacha volvió para recuperar el cubo y el taburete. Luego reemprendieron el paseo hasta llegar a un pequeño pajar. Lord Petre asomó la cabeza por la puerta y Arabella entró junto a él, elevando la mirada hacia los montones de balas de paja. Sin previo aviso, lord Petre la tomó por la cintura, volviéndola de espaldas hasta que ambos quedaron cara a cara y cayeron de manera teatral sobre los cojines de heno, entre las risas y los chillidos de Arabella, que perdió en la caída el gorro de tela, lo mismo que le ocurrió a lord Petre con su sombrero. Robert se inclinó hacia ella para besarla, pero justo antes de que pudiera hacerlo Arabella le lanzó un puñado de heno a la cara.

—¡Medida de precaución contra la cópula en St. James Park!Dejando escapar un sonoro murmullo, Robert cogió a su vez un

puñado de heno e hizo exactamente lo que Arabella esperaba, con el resultado de que ambas partes estaban totalmente despeinadas y transformadas antes de que cualquier asomo de cópula hubiera dado comienzo. Sin embargo, cuando segundos más tarde ésta por fin llegó, lo hizo con impaciencia.

Robert la besó en la boca, deteniéndose a mirarla durante un instante y disfrutando de la eléctrica atracción que les unía. Puso la mano entre sus muslos y ella separó las piernas para que él las acariciara. La absoluta falta de resistencia por parte de la joven provocó en el barón un placer aún mayor. Arabella intentó acercar más aún las manos de Robert, mordisqueándole los labios. Él la aplastó contra la alfombra de heno, levantándole las piernas para dejar así a la vista la redonda curva de sus glúteos, introdujo sin más demora su miembro y se dejó caer sobre sus muslos, inmovilizándole los brazos contra el suelo con las manos.

Lamió la salada hendidura que separaba sus pechos, la besó en la boca y masculló:

—No debo vaciarme dentro de ti.—Si paras ahora gritaré —susurró Arabella, y al oírla hablar así se

hundió en ella aún con más fuerza. Los jadeos de Arabella se aceleraron hasta alcanzar el clímax y un instante después él la imitó, besándole los labios y el rostro en pleno frenesí.

Se quedaron tumbados contemplando los rayos de polvo dibujados por la luz del sol que se colaba entre los tablones de madera de la pared. Fuera reinaba el silencio. Lord Petre fue quitando pequeñas briznas de heno del pelo de Arabella, soltándolas después de sus dedos.

—Tienes un cabello precioso, Arabella. Es uno de tus rasgos más hermosos.

—Betty ha tardado una hora en peinarlo esta mañana. Da un trabajo terrible.

—Pues merece la pena. ¿Alguna vez te he dicho que eres una criatura deliciosa?

—Eso está mejor. Últimamente has empleado demasiado a menudo el lenguaje de lord Rochester.

—¿Y no resulta Rochester siempre de tu agrado? —preguntó él con una sonrisa, besándole la frente—. ¿Te gustaría algo más adecuado a nuestro ánimo actual? Podría ofrecerte algo de Donne. «Y buenos días ahora a nuestras almas que despiertan —recitó—, que se observan no sin

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miedo. / Por amor todo amor sobre otras miradas prevalece / Y construye un pequeño refugio en cualquier parte.»

Al escuchar los versos en boca del joven y apuesto noble con quien yacía en el heno Arabella sintió una oleada de júbilo, sin duda en parte debida a que «Los buenos días» era una de las mejores piezas líricas de la poesía inglesa y ella era capaz de apreciar instintivamente su virtuosismo, pero también porque —como bien había adivinado Alexander poco antes—, sentía que el Triunfo, cabalgando en un carruaje dorado llevado por un tiro de caballos blancos, estaba al alcance de su mano.

El regreso al carruaje de lord Petre resultó en cambio parco en expectativas. La pareja avanzó apresuradamente por los prados, acalorados, sin aliento y víctimas de múltiples picores que Teresa habría deseado desde lo más íntimo haber sentido en su piel. Ansiosos por evitar el encuentro con algún conocido bordearon la avenida, intentando mantenerse lejos de cualquier mirada tras los árboles. Cuando por fin llegaron al coche, Jenkins, el paciente lacayo, los encerró dentro al instante, no sin antes embolsarse la guinea que lord Petre le dio, y dio instrucciones al cochero de que se dirigiera directamente a casa de la señorita Fermor.

Cuando Alexander y Martha echaron a andar hacia el jardín acuático para su paseo, vieron alejarse a lord Petre y a Arabella en dirección a los prados. Alexander contempló celoso el porte fuerte y la confiada sonrisa del barón deseando poder también él llevar del brazo a alguna joven damisela a los campos de heno entre sonrisas y excitada expectación bajo las anhelantes miradas de sus rivales. Entonces se dio cuenta, arrepentido, de que no habría sabido qué hacer después. Su cuerpo tullido le avergonzaba. Aunque ¿le habría importado menos si hubiera sido él el barón y lord Petre el hijo del pañero? ¿Por qué cuando la diosa Fortuna repartía sus cartas mostraba siempre semejante crueldad? Miró a Martha, que también parecía abatida.

—Vayan donde vayan, estoy seguro de que disfrutarán tanto como nosotros —dijo, y el semblante de Martha se iluminó.

Alexander pensó en las sugerencias que lord Petre le había dado para su siguiente poema. Sin duda, el escenario que tenía ante sus ojos sería fuente de una excelente sátira. Un jorobado caballero de armas con una damisela del brazo… ambos siguiendo envidiosos con la mirada al heroico señor y la heroica dama que se alejaban apresuradamente en busca de una cita en los prados. Sonrió y anotó en su mente la imagen. Luego frunció el ceño al recordar qué hacía dos días que no había escrito un solo verso. Las semanas pasaban volando… ya era casi junio. Se preguntó si la gente habría empezado a comprar el Ensayo sobre la crítica. Probablemente Tonson lo tendría escondido en la trastienda. Tendría que pasar por la librería y urgirle para que lo colocara a la vista.

—No tengas prisa por hacerte un nombre, Alexander —dijo Martha de pronto. Alexander se volvió a mirarla. ¿Cómo había sabido lo que estaba pensando?—. Deberías recordar que lo que la gente parece ser en público nada tiene que ver con sus vidas en la intimidad. Creo que lord

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Petre es un hombre serio, capacitado para la reflexión y el buen juicio, independientemente de su modo de comportarse con Arabella. Y el resto de tus conocidos son también así. Estoy segura.

—Mi querida Patty —respondió Alexander—. Tienes razón. Me temo que mi reputación dependerá en última instancia de la opinión de hombres como lord Petre. El mundo elegante busca el juicio de los ricos; están más que dispuestos a olvidar que el barón de Ingatestone es católico.

—El mundo está dispuesto a pasar por alto cualquier defecto de todo aquel que posee fortuna —fue la respuesta de Martha.

—Bueno, si algún día llego a escribir un poema sobre el círculo de lord Petre todos deberán aparecer como auténticos héroes. Obviamente, éste no es un buen momento para el candor.

—Quizás no lo sea en la poesía —respondió ella entre risas—, pero en la vida no creo que encuentres un momento mejor. Algunas palabras firmes con mi hermana, quizás, aconsejándole que no pasee a solas con hombres como James Douglass.

—¡Douglass! Tiene todo el aspecto de ser un auténtico rufián.—¡Cuidado, Alexander! —le advirtió Martha—. Podría estar más

cerca de lo que crees. Acabamos de llegar al Paseo de las Limas.Alexander estaba a punto de volver a hablar cuando de pronto Marta

exclamó:—¡Allí está Teresa! Sentada en el banco de ahí delante. Y creo que

está llorando. ¿Qué puede haberle ocurrido? —se separó de él y corrió hacia su hermana.

Alexander miró a Teresa. Estaba sentada bajo la veteada sombra de las limas, cuyas relucientes hojas dibujaban sombras semitransparentes a su alrededor. La luz tintaba su vestido con una delicada pátina de verde. Sus manos jugueteaban inquietas con el lazo de su bergére de paja de ala ancha y la actitud con la que estaba sentada le hizo pensar en el día que habían pasado en el jardín de Whiteknights tiempo atrás. Sabía que no tendría una mirada de bienvenida para él.

Martha estaba sentada en el banco junto a su hermana, con su mano sobre la de ella.

—¿Qué tienes, querida? —preguntó—. ¿Qué ha ocurrido?—Os hacía en el jardín acuático —dijo Teresa con un sorbido.—¿Dónde está Douglass? —preguntó Martha.—Se ha ido. Hace apenas un instante. Le he dicho que me quedaría a

descansar aquí… estoy muy fatigada.—Pero, Teresa, si sólo has estado media hora paseando a la sombra

—dijo Martha—. No puedes estar cansada. ¿Por qué no te ha esperado el señor Douglass?

—En cuanto nos hemos alejado me ha dicho: «Apuesto a que en este momento preferiría ser la señorita Fermor que la señorita Blount». Ya sabes cómo habla. Le respondí una estupidez. Luego empezó a abrumarme con cumplidos sobre la superioridad de mi persona sobre la de la señorita Fermor… y empecé a disfrutar de la conversación. No me parece justo que Arabella sea la única que reciba lisonjas de los hombres. Aunque algunos de los comentarios del señor Douglass resultaban muy

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osados y naturalmente he tenido que rogarle que dejara de hacerlos.Alexander sintió que la aflicción de Teresa volvía a provocar en él la

mayoría de sus sentimientos de antaño: ternura, afecto y esperanzas truncadas. Si bien era cierto que ya hacía mucho tiempo que le perturbaban, últimamente se habían convertido más en una costumbre que en una compulsión real. Pero de pronto los sintió en toda su intensidad, recordándole que el amor que sentía por ella era tan parte de él como su espalda tullida y su cuerpo frágil.

—El señor Douglass me ha hecho un sinfín de promesas, Patty —decía Teresa—. Había en él algo realmente encantador… y cuando me ha suplicado que me fuera con él en un carruaje he creído que podía tratarse de una aventura. Y entonces me ha dicho que Bell es la querida de lord Petre.

Su voz alcanzó en ese instante un agudo crescendo.—Ha dicho… —tragó saliva en un intento por contener el llanto—,

¡ha dicho que debería olvidarme de lord Petre hasta que se canse de Bell! Luego ha añadido algo realmente lascivo sobre un paseo juntos en coche… y, cuando me he negado a acompañarle, se ha marchado.

Alexander despertó de pronto de su ensueño. ¡Lord Petre y Arabella! Cuánto daño podían llegar a causar ese par antes de que la temporada tocara a su fin.

Se adelantó y tendió la mano a Teresa.—Deberías felicitarte por haberte mostrado firme con las

proposiciones de Douglass —dijo—. Has dado muestra de una gran entereza. Mucha más, diría yo, que la de tu prima, la señorita Fermor.

Martha le dedicó una mirada de agradecimiento.—Si fuera Arabella —dijo Teresa, levantándose—, jamás me habría

convertido en la querida de lord Petre. Habría preferido salvaguardar mi castidad —sin embargo, rompió a llorar de nuevo—. Así que Alexander cree que es cierto, Patty —gimoteó—. Realmente cree que son amantes. ¿Y si lord Petre se casa con ella? Se convertirá en la esposa de un barón.

—Si él le ha prometido matrimonio, Teresa —intervino Alexander—, me temo que tu prima Bell no tiene en cuenta las objeciones que pueda expresar la familia de lord Petre. Y hasta que ese obstáculo se haya superado sigue siendo la misma señorita Fermor de siempre.

—Si Arabella se ha convertido en la querida de lord Petre, es el corazón de Bell lo que debería preocuparnos, no el del barón —añadió Martha.

Teresa no dijo nada, pero Martha prosiguió.—Debemos volver a casa de inmediato. ¿Serías tan amable de

acompañarnos al coche, Alexander?Alexander así lo hizo y luego volvió al parque, confuso aún por las

emociones del día. Durante las últimas semanas había estado pensando menos en Teresa y había encontrado más solaz en la compañía de Martha, pero cuando había visto llorar a la mayor sus sentimientos hacia ella habían sido tan intensos y vívidos como cuando era niño. Quizás debía simplemente aceptar que jamás le abandonarían… Y es que incluso cuando la miraba con ira, siempre era con la ira del amor. El afecto que sentía por Martha estaba fundado en el respeto y en la comprensión

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mutua. Aun así, después de aceptar haber sentido todo lo que había sentido por Teresa, ¿cómo podía pensar siquiera en preferir a su hermana? Sería desleal con las dos a la vez.

Cuando avanzaba por la avenida principal que se perdía al oeste hacia las tierras de pastoreo, vio a lord Petre y a Arabella regresando a escondidas de su escapada. Parecían faltos de aliento e incómodos y Arabella llevaba en el pelo y en el vestido una cantidad importante de heno. Lord Petre la ayudó a subir a su carruaje y, mientras Alexander los observaba, todas las sutilezas de sus reflexiones quedaron aparcadas a un lado, sustituidas por una oleada de envidia y del más puro anhelo.

Hasta que estuvo en el carruaje de lord Petre Arabella no se acordó de que su madre le había pedido que estuviera de regreso en casa hacía media hora. Estaba tan poco acostumbrada a que sus padres le prestaran atención que apenas había retenido la petición de su madre en el momento en que ésta la había formulado, aunque de pronto se acordó de que su madre le había organizado una lección de trinchado de carne. A pesar de que aprender a trinchar un trozo de carne era un imponderable de toda niñez inglesa bien reglamentada, Arabella se las había ingeniado para librarse de semejante práctica cuando a los doce años la habían enviado a estudiar a París. Sólo de forma tardía, por tanto, iba a adquirir ese arte ancestral. Se preguntó qué podía haber llevado a su madre a decidirse de pronto por semejante curso, y se le ocurrió que por fin habría caído en la cuenta de que su hija llevaba tres años viviendo en Londres sin haber encontrado marido. Sonrió al pensar que la conveniencia de la lección de trinchado era ya del todo innecesaria. En cualquier caso, supuso que no le haría ningún daño; como esposa de barón debería trinchar la carne durante las cenas.

Cuando entró a la residencia de los Fermor, su madre la llamó desde el salón.

—Arabella, ¿eres tú? Llegas tarde a tu lección y tu padre desea verte inmediatamente.

Sin mediar respuesta, Arabella dedicó una sonrisa descarada al criado y se llevó el dedo a los labios. Mientras subía la escalera entre alegres brincos, su madre volvió a gritar:

—¿Arabella? ¡Arabella! —en seguida se oyeron sus pasos en el vestíbulo cuando salió en busca de su hija, aunque no tardó en regresar al salón.

Arabella llegó al salón diez minutos después, con una toca y un vestido limpios, y sorprendió a su madre acabando en ese preciso instante una diatriba contra el mayordomo:

—Y ya sé que los lacayos se limitan a sacudir en la bodega la sal derramada sobre el mantel al término de la cena para volver a utilizarlo al día siguiente —decía—. Está lleno de migas y no servirá. Y hay que quitar los cuchillos y los tenedores del mantel antes de guardarlo. Os he visto sacudirlo en la calle para que los mendigos puedan aprovechar nuestra carne y nuestro pan. Me parece bien, ¡pero tampoco es necesario que les deis también los cubiertos para que coman!

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—Aunque para los mendigos sería más cómodo —intervino el padre de Arabella, y su madre le lanzó una dura mirada. Siempre se comportaban así delante del servicio: su madre gritando órdenes y su padre soltando comentarios burlones. Arabella sintió un poco de lástima por su madre al ver que el mayordomo bostezaba en un intento por reprimir una carcajada.

Pero la señora Fermor no se percató de ello y empezó a dar instrucciones para la cena que iba a celebrar al día siguiente.

—Serviremos primero filete de ternera —dijo—, un fricasé de cordero, un plato de guisantes y una ensalada de hierbas. Luego tomaremos pastel de caza y bistecs con espárragos…

—Querida, no creo que a los invitados les apetezca comer guisantes y espárragos —interrumpió lord Fermor—. Les parecerá una combinación cuando menos poco digerible. Un buen asado de buey sería una alternativa más adecuada.

Su esposa le ignoró.—Habrá guisantes y espárragos que compraremos mañana en el

mercado —dijo—. Y asegúrate de que haya tres palomas enteras en cada tarta, de lo contrario resultará un plato ridículo. De postre tendremos syllabub batido, crema de naranja y fresas.

Cuando el mayordomo se marchó, la señora Fermor le dijo a su marido con tono acusador:

—Te «frotaste» los dientes el martes durante la cena en casa de mi señor Leicester —el señor Fermor se limitó a fruncir el ceño en señal de respuesta—. La señora Molyneaux te vio y me lo comentó —prosiguió la señora Fermor—. Y no es de recibo repetir plato. Me fijé en que el duque de Beaufort repitió ragú, pero eso no debería servirte como excusa. Arabella, no te rasques.

—No me he rascado, señora —respondió Arabella, sintiendo el picor de diminutas briznas de paja en la espalda. Se acordó del rostro de lord Petre cuando ella le había lanzado el puñado de paja y sonrió. Su padre se volvió y le habló con tono severo:

—Arabella, me ha dicho el mayordomo que has estado encargando botellas de agua de Islington —dijo—. ¿Qué te propones hacer con ella?

—Beberla, señor.—¿Beberla? Qué idea tan absurda.Arabella pensó que era de esperar que sus padres se opusieran a su

nuevo plan. Volvió a rascarse.—Deja de rascarte, Arabella —insistió su madre.Arabella dirigió a sus padres una mirada ceñuda. ¿Cómo hacerles

entender que necesitaba beber agua si quería que la consideraran una joven elegante?

—Lady Salisbury toma agua mineral a diario y dice que jamás se ha encontrado mejor —dijo.

—Pero ¿qué necesidad tienes tú de beber agua cuando tenemos la despensa llena de cerveza? —preguntó el señor Fermor con tono burlón.

—Por cierto, hablando de la bebida, señor Fermor —le interrumpió su esposa—: La costumbre que has adquirido últimamente de consumir tu licor como si lo echaras en un embudo es un acto más propio de un juglar

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que de un caballero.Una vez más, el señor Fermor guardó silencio. Se volvió de nuevo

hacia su hija y dijo con un tono de voz que no dejaba lugar a discusiones:—Si lady Salisbury cree que el consumo de agua mejorará su

constitución, la felicito —declaró—. Y cuando te cases con un barón y tengas tu propia casa podrás beber tanta agua como gustes. Pero, hasta entonces, seguirás fiel a la dieta que nos ha mantenido saludables a tu madre y a mí durante estos veinticinco años.

Arabella esbozó una indulgente sonrisa como respuesta. Poco sabía su padre que su situación se parecería a la de lady Salisbury mucho antes de lo que imaginaba.

—Me gustaría que prestaras más atención a tus habilidades con el cuchillo de trinchar, Arabella —dijo su madre—. Cuando tenía tu edad, trinchaba la carne para numerosos comensales durante la cena dos o tres veces a la semana.

—Las jóvenes ya no siguen esas costumbres tanto como antes —dijo Arabella obstinadamente—. Se consideran anticuadas, señora.

—Independientemente de lo que tú creas, Arabella, las costumbres de la vida matrimonial no están sujetas a los avatares de la moda. Si una joven desea hacer un buen matrimonio, deberá ser hermosa, gentil, casta… y bien dispuesta a gobernar un hogar. A los hombres no les gustan las esposas perezosas, ni siquiera en mil setecientos once.

Arabella no se sintió afectada por la reprimenda, pues sabía que su madre estaba equivocada. Partió a su lección de trinchado, convencida de que la vida marital de sus padres y de sus conocidos era mucho menos afectuosa y liberal de lo que iba a serlo la suya.

A la mañana siguiente, cuando Alexander acudió a visitar a las hermanas Blount para ver cómo estaban, le sorprendió no encontrarlas en casa. Le dijo al criado que aguardaría su regreso y se sentó en el salón con una hoja de papel. Quería anotar una nueva idea que se le había ocurrido durante el camino hasta allí y que temía olvidar. El lacayo le dirigió una mirada de sorpresa, obviamente considerándole un excéntrico, pero Alexander no le prestó mayor atención.

Pasado un tiempo, oyó el sonido de un carruaje procedente del exterior y el eco de voces en el vestíbulo. Al poco, la puerta se abrió de par en par y Teresa con paso alegre entró en el salón.

—Hola, Alexander… esperábamos encontrarte aquí. Ah, estás escribiendo. Siempre estás escribiendo… es una costumbre espantosamente afectada —dejó los paquetes en el suelo y entregó su gorro al lacayo—. ¿Sabes que hemos visto a tu amigo Jervas saliendo del bagnio que está junto a Covent Garden hace media hora? Como iba solo, hemos supuesto que, o bien te habías ahogado en los baños, o bien habías venido a visitarnos esta mañana.

—Ya veo que está mucho más animada, señorita Blount —dijo Alexander con tono reprobador, lamentando la desaparición de la mustia Teresa del día anterior.

—Oh, ya lo creo —replicó Teresa, dejándose caer en un sillón y

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empezando a abanicarse enérgicamente—. Hemos pasado una mañana deliciosa —añadió con un tono mucho más próximo a los lánguidos manierismos de Arabella de lo que Alexander había oído hasta entonces—. Martha se ha comprado unos guantes —prosiguió— yo, encaje, y hemos visto a muchos amigos. Ya he olvidado el episodio con el señor Douglass. Hay demasiadas cosas con las que entretenerse. En realidad, he tenido la fortuna de haber descubierto que es un rufián… pues, aunque cuando nos hemos visto se ha mostrado tan atento conmigo como siempre, no he caído en sus redes. Iba acompañado de Henry Moore, del señor Chettwin y del duque de Beaufort. Mi señor Petre estaba también presente, y ha estado ciertamente encantador. Mañana vamos a ir de picnic con ellos a Hyde Park.

—Oyéndote hablar cualquiera diría que el picnic se ha organizado en nuestro honor —dijo Martha—. Pero la verdad es que estaban planeando la salida cuando nos hemos encontrado con ellos y lord Petre nos ha invitado a unirnos a la fiesta —le explicó a Alexander—. Ha sido muy cortés de su parte. Quizás haya invitado también al señor Jervas —añadió.

—Lord Petre llevará champán —dijo Teresa.Alexander regresó a casa tras su breve visita a las Blount,

lamentando que la experiencia sufrida por Teresa en St. James Park no hubiera servido para poner coto a su ilimitada capacidad para albergar un optimismo a todas luces equivocado. «La esperanza brota sin fin del pecho de Teresa», pensó sardónicamente. «Nunca está, siempre recibir espera.» Soltó una carcajada y lo anotó. A falta de algo más, la visita le había proporcionado un buen pareado.

Unas horas más tarde Jervas volvió a casa e irrumpió en la habitación donde Pope se había sentado a escribir y anunció:

—Mañana habrá un picnic en St. James Park, Pope. Mi señor Petre me ha pedido que te lleve conmigo. La verdad —añadió con una sonrisa cordial— es que casi diría que me ha invitado para asegurarse de que tú asistirías. Es un gran admirador de tu poesía y está decidido a poner todo de su parte para hacer de ti un hombre famoso —se dirigió al aparador y se sirvió una copa de vino—. Permite que te diga, Pope —prosiguió—, que a los nobles les encanta declarar que forjarán la reputación de esta o esa otra persona, así que no daría demasiada relevancia a sus palabras. En cualquier caso, puedes estar seguro de que tiene intención de halagarte.

Alexander le dio las gracias por sus palabras de ánimo con una sonrisa irónica y volvió a concentrarse en sus versos.

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Capítulo 13

Cuando los ofrecimientos se desprecian y se niega el amoralegres son las Ideas que coronan la mente desierta

El picnic en Hyde Parle resultó muy animado. Lord Petre llegó temprano en compañía de Jenkins y recorrió los prados durante media hora, enviando a su criado a que colocara las cestas primero en un lugar y luego en otro hasta decidirse finalmente por un pequeño montículo. Jenkins había llevado consigo a dos lacayos, a un mozo de cuadras y al pinche de cocina, y los cinco se habían puesto manos a la obra con martillos y estacas de madera para levantar un toldo bajo el cual pudieran sentarse los invitados de lord Petre. Luego colocaron mesas de caballete con sus sillas, cubrieron las mesas con manteles de damasco y colocaron vasos, servilletas, platos y cubiertos. El propio lord Petre llevó la cesta con el champán desde el carruaje, dejando las botellas sobre la paja que las había protegido durante el viaje desde Francia. Jenkins había estado en el mercado de Covent Garden esa misma mañana y había comprado cestas de fresas: pequeñas fraises rojas asomaban desde un nido de hojas y flores. Había platos con nata cuajada, pastel de ciruela y pan con mantequilla para las señoras, solomillo asado para los hombres y dos pirámides de fruta.

Alexander llegó a la fiesta con Jervas, Martha y Teresa. Fueron de los primeros invitados de lord Petre en aparecer; pudieron ver a su anfitrión hablando con el duque de Beaufort, aunque se apresuró a salir de debajo del toldo para saludarles en cuanto vio llegar el carruaje de Jervas. La ropa del barón ya estaba un poco arrugada por la actividad de la mañana y se le habían soltado los rizos castaños de la cinta que los recogía sobre la nuca. Su aspecto, pensó Alexander, era el de un noble que hubiera estado recorriendo a grandes zancadas sus campos con un puñado de urogallos, aunque felizmente no llevaba ni un solo pájaro en la mano. Lord Petre les saludó con una inclinación de cabeza, ofreció sus brazos a Martha y a Teresa y les llevó hacia la carpa.

—Como verán, no es una fiesta formal —dijo, agitando la mano y recorriendo con el gesto el paisaje que se abría ante él—. El confort y el placer son nuestros principios básicos. ¿Le apetece una copa de vino, señorita Blount? Hay montones de fresas… he oído decir que a las señoras les encantan… y también cerezas. ¡Cerezas para la señorita Blount!

Teresa se mostró extremadamente agradecida por sus atenciones y miró a su alrededor con una sonrisa amplia y complaciente, tal y como había visto hacerlo a Arabella en St. James Park.

—Pocas son las damas que pueden atribuirse la distinción de ser

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amigas íntimas no sólo del pintor más destacado de la ciudad, ¡sino también de su más destacado poeta! —exclamó lord Petre, dedicándole un guiño que Alexander observó divertido. Teresa pareció menos encantada con el comentario que con sus previas muestras de atención, aunque seguía sonriendo gentilmente, satisfecha al menos de saberse la favorita del poeta más destacado. El pintor más destacado, mientras tanto, se había acercado al solomillo y se estaba sirviendo una generosa ración mientras charlaba con el duque de Beaufort, cuyo retrato había pintado unos meses antes.

Lord Petre apartó los ojos de las muchachas y se volvió a mirar a Alexander.

—Para mí es un honor tenerle aquí, señor. Sé por fuentes muy fidedignas que su Ensayo es superior al de Dryden sobre poesía dramática.

Alexander se preguntó en qué fuente habría basado el barón su declaración: sonaba a esa clase de comentario exagerado que él mismo le haría a Martha en son de broma. Aun así, agradeció el cumplido con una cordial inclinación de cabeza. Lord Petre le acercó una silla para que se sentara al tiempo que decía:

—¿Tomará un poco de vino, señor, y quizás una tajada de carne? O fresas. Se lo ruego, coja una —Alexander así lo hizo y tomó asiento, recostándose contra el respaldo de la silla. Había empezado a disfrutar mucho más de lo que había imaginado.

—¡Qué dulces están estas cerezas! —exclamó Teresa—. Jamás había probado unas cerezas más sabrosas. Espero que aceptes una, Alexander.

Alexander sonrió al oírla y se volvió a coger una, pero como Martha estaba sentada entre los dos Teresa se inclinó directamente sobre su hermana para ofrecerle el plato a Alexander.

Alexander la detuvo.—No tomaré cerezas, Teresa, pero espero que Martha sí lo haga.

Vamos, Patty… no te he visto comer nada. Deja que te ofrezca también un poco de tarta.

Martha le sonrió y empezó a comer un poco de fruta.—¿Por qué crees que lord Petre se muestra hoy tan encantador? —le

preguntó a Alexander en tono irónico.Antes de que Alexander tuviera tiempo de responder oyó una nueva

voz a sus espaldas. Pertenecía a una dama a la que no reconoció, aunque le resultó familiar, como si la hubiera visto antes.

—Mi señor Petre le describe como el poeta más destacado de la ciudad, señor Pope —dijo la dama—. ¿Escribe usted sátiras? Espero que no sea uno de esos graciosos que se ríen de todo el mundo excepto de sí mismos.

Alexander alzó sorprendido la mirada y se puso de pie al instante. La dama era joven y hermosa e iba elegantemente vestida, aunque desplegaba un encanto y una animación que borraba el aire imponente que de otro modo podría haber transmitido. Observándola más atentamente, vio que era más que hermosa: era una auténtica belleza. Lamentó no saber su nombre.

—No tema, mi señora —dijo—. La necesidad forzará mi mano. A

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menos que me ría de mí mismo, no tendré nada de lo que escribir… lo cual haría de mí un ser ciertamente ridículo. Diez mil hombres no pueden merecer tanta sátira como diez minutos de reflexión sobre las propias locuras.

—¡Ah! Pero diez mil mujeres a buen seguro que sí —respondió ella entre risas.

—Entonces, ¿usted se dedica a la sátira, señora? —preguntó. Absortos como estaban en la conversación, se habían alejado inconscientemente de los demás. Alexander esperaba que el tête à tête continuara, al menos hasta que hubiera podido descubrir la identidad de la dama—. Veo que el ingenio acude a usted con mayor prontitud que a las dos terceras partes de los hombres que viven de él —dijo.

—Soy una mujer moderna… lo cual quiere decir básicamente lo mismo —respondió la dama, que también disfrutaba de la conversación.

—¿Se refiere a que vive usted de su ingenio?—Naturalmente… y, como en el caso de muchos escritores satíricos,

vivo por encima de mis posibilidades —la dama le miró a los ojos y sonrió, llenándole de alborozo con su sonrisa.

—En ese caso debe de vivir usted de forma más extravagante que cualquiera de las personas que he conocido hasta ahora —fue la réplica de Alexander—. Su agudeza es prodigiosa.

—Todo un cumplido viniendo del famoso señor Alexander Pope —respondió ella con una inclinación de cabeza más propia de un hombre que de una mujer.

—Ya que mi nombre le es conocido, señora, le suplico que también yo pueda conocer el suyo —dijo.

—Soy Mary Pierrepont.¡Mary Pierrepont! La hija del barón de Kingston. Alexander dio un

paso atrás y dijo:—Me alivia no haberlo sabido antes, mi señora, pues de lo contrario

habría temido demasiado responderle.Ella se rió.—No me parece usted un hombre tímido, señor Pope.—Mantengo bien oculta mi timidez. Bajo toda esta fanfarronería soy

muy tímido.—En ese caso no hay nada de timidez en usted —respondió

alegremente Mary Pierrepont—, puesto que la timidez es una cuestión de actitud, no de carácter.

Alexander agradeció el comentario con una leve reverencia. Estaba maravillado con la agilidad con la que ella manejaba la conversación.

Mary Pierrepont se paró un instante a pensar antes de añadir:—Aunque reconozco que quizás sea usted reservado. ¿Es eso lo que

quería decir, señor Pope?—Su corrección es acertada, mi señora.Lady Mary fue animándose a medida que transcurría la

conversación. Se le habían encendido las mejillas y sus ojos desvelaban una mirada cada vez más intensa. Sus modales eran de una exquisitez sin parangón. Era una mujer segura de sí misma, no sólo convencida de su propia inteligencia, cosa que a Alexander podría haberle resultado

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cuando menos repelente, sino del deleite que provocaba con ella. Alexander sabía que lady Mary tenía cierta fama de «intelectual», aunque semejante descripción no hacía justicia a su naturaleza. Era una mujer animada a la vez por su belleza, su energía y su intelecto.

La conversación se vio interrumpida por la llegada de un carruaje con el escudo de armas de los Salisbury. El coche se detuvo no muy lejos de donde se había situado el grupo, y lord Salisbury, que iba a caballo junto al carruaje, saltó a tierra y se quedó de pie junto a la portezuela, esperando a que su señora y sus amigos descendieran. Un par de lacayos abrieron de par en par las portezuelas y las cabezas de todos los invitados se volvieron para contemplar a los recién llegados.

Lady Salisbury fue la primera en bajar. Un penacho de plumas de avestruz coronaba su tocado cuando tomó el brazo de su esposo. Tras ella apareció Henrietta Oldmixon con un vestido de seda de color verde manzana, ricamente bordado con hojas doradas. Entregó un pequeño perro faldero a uno de los lacayos para que lo llevara a la carpa. Por fin apareció el tercer miembro del grupo, que sonreía mientras esperaba a que la ayudaran a descender del coche: era Arabella.

Lord Petre, que lo había dispuesto todo para que Arabella llegara a la fiesta en el coche de los Salisbury, cruzó el césped a grandes zancadas en compañía del duque de Beaufort, y cuando Arabella apareció en la portezuela del vehículo ambos estaban ya con las manos extendidas para ayudarla. Arabella saltó al suelo, besando a ambos caballeros por turno. Las tres jóvenes se alejaron juntas por la hierba y lord Petre, lord Salisbury y el duque fueron tras ellas a toda prisa, con los lacayos siguiéndoles a una distancia respetable.

Henrietta estaba describiendo la dificultad que habían tenido para encontrar la fiesta. Su voz cristalina se extendió sobre la hierba. Ni siquiera se molestó en dirigirse a alguien en particular.

—Su Ilustrísima dijo «bajo un par de olmos» —trinó— ¡Desde luego no es la indicación más útil teniendo en cuenta que debíamos encontrarnos en un parque! —las tres jóvenes se rieron y los hombres las imitaron.

—Me asombra verla levantada a esta hora tan inhumanamente temprana, señora —le respondió el duque de Beaufort—. La he dejado jugando a las cartas cuando me he retirado a las cuatro de esta mañana.

Henrietta puso los ojos en blanco y replicó, arrastrando las palabras:—No me ha supuesto el menor esfuerzo, Su Ilustrísima, se lo

aseguro. Me muero por una tostada y una taza de café… aunque me atrevería a decir que esta mañana estamos demasiado rústicos para eso —más risas. Alexander se volvió para mirar a lady Mary pero vio que ésta se había alejado, distanciándose de los recién llegados. Lamentó que Teresa no hubiera mostrado un desdén similar. En vez de eso, la vio inclinarse ansiosa hacia delante con la esperanza de que repararan en ella.

—¡Oh, muy rústicos, sin duda! —dijo lord Salisbury—. Ya veo que tan sólo hay un par de docenas de botellas de champán, treinta metros de damasco y la mitad de la cubertería de todo Londres.

—¿Le apetece una copa de champán, señorita Oldmixon? —preguntó

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lord Petre.—Al parecer, no hay nada más que beber —fue la respuesta de

Henrietta, al tiempo que arqueaba las cejas y se dejaba caer en la silla que le sostenía uno de los criados.

Martha observaba a los recién llegados, maravillada ante el espectáculo ofrecido por Arabella y sus nuevos amigos. Pensó que debía de tratarse de la gente a la que Teresa había visto en la velada matinal, cayendo en la cuenta de que el rasgo definitorio de todas las jóvenes de éxito parecía ser su rechazo a mostrar el menor asomo de sorpresa o de deleite ante las circunstancias que las rodeaban, por muy extraordinarias que éstas les resultaran. Mientras se instalaban en el esplendor del lujoso marco creado por lord Petre, las tres muchachas siguieron con su conversación como si no hubieran hecho más que trasladarse del sofá a la mesa del té en su propia casa. Hablaban de fiestas a las que habían asistido, bromas compartidas, comentarios hechos, todos ellos enormemente divertidos… y de cuyo disfrute el resto de los invitados había quedado sutil aunque decididamente excluido. Aunque lady Salisbury y Henrietta Oldmixon se habían educado en la cortés indiferencia desde su más tierna infancia, Martha reconocía estar impresionada por la actuación de Arabella. La risa hueca, la sonrisa mundana, ese aire desdeñoso: los había hecho suyos.

Tres de los principales hombres que habían asistido a la fiesta revoloteaban alrededor de Arabella.

—¿Le apetece tomar algo, señorita Fermor? —preguntó lord Salisbury.

—¿Le puedo ofrecer un refresco? —se ofreció el duque de Beaufort.—Temo que la señorita Fermor lleve demasiado tiempo expuesta al

sol —dijo lord Petre con una sonrisa irónica—. ¿Hay algo que podamos hacer por aliviarla?

Mientras les veía revolotear alrededor de Arabella, Alexander jugueteó durante un exquisito instante con la fantasía de oír a la joven pedir a los hombres que desplazaran la carpa para que pudiera disfrutar mejor de la vista. Estaba convencido de que si lo hubiera hecho, en ese instante su petición habría sido satisfecha.

Sin embargo, se limitó a decir:—Se lo agradezco, Su Ilustrísima. Tomaré una copa de vino. Y una

fresa o dos, mi señor —añadió mirando no a lord Petre, sino a lord Salisbury—, pero sin nata —remató, justo cuando le veía poner una cucharada sobre la fruta.

Martha los veía corretear alrededor de Arabella como ratoncillos asustados con una mezcla de diversión y desconsuelo. La de Arabella era ese tipo de belleza que a los hombres les resultaba particularmente atractiva, aunque Martha nunca había llegado a entender del todo esa atracción. Esa mañana, sin embargo, entendió lo que significaba describir a una mujer como aterradoramente hermosa. Era literalmente cierto. Los caballeros estaban hipnotizados por la mera presencia de Arabella, y al mismo tiempo se sentían aterrados por ella. Parecían intuir que podía pedirles que hicieran cualquier cosa, y que si lo hacía, no serían capaces de negarse.

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Sentado junto a Martha, Alexander se preguntaba lo que debía de estar pensando lady Mary del trío. Era evidente que no tenía el menor deseo de que la consideraran parte de su grupo. Estaba sentada en el otro extremo del toldo, hablando con un hombre al que Alexander no había visto antes. Al volverse a mirar a Arabella, vio que la incertidumbre que la prima de las Blount había mostrado durante la conversación que había mantenido con lady Castlecomber en St. James Park había desaparecido, reemplazada ahora por una seguridad en sí misma aún más acerada. Sin embargo, la opinión de Alexander sobre cuál podía ser la causa del magnetismo de la joven difería de la de Martha. Según Alexander, semejante cambio no era debido únicamente a la extraordinaria belleza de Arabella, sino que, a su entender, nacía de la conciencia de que llegaría el día en que su belleza dejaría de primar como lo hacía en ese momento… y de que su poder, aunque formidable, no duraría mucho. Eso era lo que infundía a sus actos esa extraordinaria fuerza, otorgándoles una perentoriedad contenida que ni la languidez ni la indiferencia mejor fingidas podían borrar del todo.

Sin embargo, si bien Martha y Alexander percibieron sin demasiado esfuerzo esas sutilezas, no podía decirse lo mismo de Teresa, que intentaba no tambalearse bajo el impacto de dos dolorosos descubrimientos. El primero era que Arabella la había excluido de sus nuevas amistades con lady Salisbury y Henrietta Oldmixon. Y el segundo, aparentemente insignificante, aunque de mayúscula importancia para ella, era que las tres jóvenes habían llegado a la fiesta vestidas con traje de montar. ¡No daba crédito a lo que veían sus ojos! Arabella había insistido en que sólo montaba acompañada cuando estaba en la ciudad, mientras que ella, Teresa Blount, había sido claramente calificada en el curso de la misma conversación como una excelente amazona. Aquélla podía ser la única oportunidad de eclipsar a su prima y nadie se había molestado en informarla de que iban a poder montar. Lo injusto de la situación le resultó intolerable y, mientras Arabella seguía sentada con su nuevo atuendo, rodeada de los concéntricos círculos de sus aristocráticos admiradores, Teresa pensaba que jamás había saboreado una bilis tan amarga.

Mientras las Blount y Alexander seguían ocupados en sus cavilaciones, lord Petre conversaba con lord Salisbury. Se habían visto apartados de las damas por el duque de Beaufort, que estaba claramente decidido a reclamar su cuota de atención.

—Tiene usted tierras en las Barbados, ¿verdad? —preguntó lord Petre.

—Azúcar —respondió lord Salisbury con una sonrisa complacida, tendiendo la mano para coger un puñado de cerezas. Se metió un par en la boca y les quitó el hueso, lanzándolos descuidadamente sobre el mantel cerca de donde estaba sentada Martha. Pasó por alto la mirada que la menor de las Blount alzó hacia él y siguió hablando—. He hecho una fortuna, y con un esfuerzo mínimo.

—¡Diantre! —exclamó lord Petre—. ¿Cómo es eso, mi señor? —dedicó a Martha una mirada cómplice y retiró los huesos de cereza de la mesa.

—No necesito ir hasta allí —balbuceó lord Salisbury entre un bocado

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y otro de fruta—. Mis esclavos proceden de un reputado tratante que viaja a África personalmente. Siempre me consigue hombres excelentes; y creo que también mujeres. La plantación no me produce ninguna preocupación y, comparado con lo que me cuesta mantener mis posesiones en Inglaterra, me sale por nada.

—Pero tengo entendido que los esclavos son muy caros —respondió lord Petre con despreocupada seguridad—. «Marfil negro» les llaman, ¿no es así? —se felicitó por haber recordado la frase que había utilizado Douglass.

Lord Salisbury pareció recelar del tono retador que adivinó en la pregunta de lord Petre.

—El secreto está en contar con el tratante adecuado —respondió, aparentemente molesto—. He llegado a un acuerdo con Edward Fairfax. Pagamos al tratante y éste nos entrega a los esclavos directamente, sin intermediarios que nos estafen. Según me dice Fairfax, ése es el secreto.

Lady Mary Pierrepont, que hasta el momento se había mantenido alejada del grupo, pero atenta a la conversación, preguntó:

—Pero ¿y si algo le ocurriera a su cargamento? —lord Salisbury le lanzó una mirada hostil, pero lady Mary la ignoró, risueñamente indiferente a cuál pudiera ser su opinión.

—Al cargamento nunca le ocurre nada —respondió lord Salisbury, visiblemente irritado—. Le pagamos por trescientos esclavos y él nos los entrega. Bueno, entrega alrededor de unos doscientos cincuenta. Solemos perder algunos por el camino.

—¿Que suelen perder algunos esclavos? —repitió lady Mary entre risas—. ¿Y dónde se pierden? ¿Entre África y las Barbados?

—Algunos mueren durante el viaje —respondió Salisbury. A lord Petre su respuesta le resultó un poco vaga. Se preguntó si alguien le habría preguntado antes a lord Salisbury algo sobre su arreglo—. Me atrevería a decir que están ya enfermos antes de que el barco zarpe de África —añadió—. Pero el capitán lanza por la borda a los esclavos muertos para evitar que la enfermedad se propague.

Lord Petre y lady Mary asintieron con la cabeza.—Me parece un plan fantástico —dijo lord Petre—. Pero hay un

detalle en lo que dice que me tiene un poco confundido. ¿Cómo caben trescientos hombres en un navío del tamaño de un barco negrero? No me parece posible.

—Oh, los colocan de pie en filas, como se colocan los libros en una estantería —replicó alegremente lord Salisbury—. No necesitan mucho espacio. Naturalmente, van encadenados entre sí, pues de lo contrario intentarían causar problemas. Supongo que habrá camas para la tripulación, aunque imagino que las colgarán de las vigas o algo parecido.

—Santo Dios —dijo lady Mary—. Trescientos hombres de pie espalda con espalda, con cincuenta de ellos al borde de la muerte. El olor debe de ser infernal.

—Bueno, los tratantes les sacan un buen jugo —dijo lord Salisbury a la defensiva—. Les pagamos sobradamente por los inconvenientes.

Lord Petre estaba a punto de preguntarle cómo podía decir entonces que la gestión de la plantación no le costaba prácticamente nada cuando

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la conversación fue interrumpida por Henrietta Oldmixon, que se levantó llena de energía y se volvió hacia el duque.

—El champán me está alterando un poco —anunció—, y Su Ilustrísima me ha prometido que saldría a montar conmigo. ¿Me lleva usted al Ring?

—Por supuesto, mi señora —respondió el duque con una reverencia—. He venido expresamente equipado para ello con un segundo caballo ensillado para una dama —y se la llevó con él.

Lord Salisbury ofreció al instante el brazo a su esposa y ambos se alejaron para montar a lomos de sus propios caballos; naturalmente habían llegado acompañados de un caballo adicional para lady Salisbury. Eso dejó solos a lord Petre y a Arabella, en quienes estaban puestos todos los ojos de la fiesta. Alexander vio que lady Mary ya se había retirado a su cercano carruaje.

—No cometeré el error de ofrecerle un caballo, señorita Fermor —declamó lord Petre—. Es de sobra conocido su rechazo a montar cuando está en la ciudad. Aun así, me gustaría ofrecerme a ser su caballero e invitarla a montar conmigo.

Incluso en ese momento Teresa aún albergaba la esperanza de que lord Petre recordara que, en la misma conversación a la que acababa de aludir, su propia excelencia como amazona también había sido mencionada. Pero lord Petre, o bien no lo recordaba, o bien no deseaba reconocer sus habilidades.

Las tres parejas se alejaron a caballo en dirección al Ring, y Jervas, Alexander, Martha y Teresa se quedaron bajo los árboles entre media docena de botellas de champán vacías y una exigua colección de invitados. Jervas hizo lo que pudo por animar a las muchachas, pero los placeres matinales habían perdido fuelle. Teresa propuso dar un paseo por la avenida que unía Hyde Park con el palacio de Kensington Village y los demás se mostraron de acuerdo. Alexander le ofreció su brazo y fue feliz al ver que ella lo aceptaba con una sonrisa agradecida.

Cuando Arabella y lord Petre llegaron al Ring el recinto estaba abarrotado de todo tipo de carruajes y monturas. Los escudos de armas refulgían en los lustrosos paneles laterales de las portezuelas; lacayos con libreas se erguían, atentos, y saludaban con altivas inclinaciones de cabeza a los criados de los demás carruajes. Las portezuelas se abrían para descargar a sus elegantes ocupantes en un brillante resplandor de plumas y sedas.

En mitad de todo ese esplendor aparecieron Arabella y su caballero a lomos del caballo de lord Petre. Entraron en el recinto dando muestras de una seguridad que rezumaba el absoluto convencimiento de ser los más apuestos y envidiables de todos los presentes. Lord Petre se volvió para susurrar un cumplido al oído de Arabella, inclinando hacia ella la cabeza lo justo para no dejar lugar a dudas sobre la intimidad que existía entre ambos. Arabella fue exquisitamente consciente del gesto. Sin embargo, mostró exactamente el grado de confianza en sí misma requerido para sugerir que aunque sabía que era blanco de una continua observación, la

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atención pública le resultaba del todo indiferente.Después de dar un par de vueltas al Ring desmontaron para saludar

a sus amigos. Lady Salisbury y Henrietta Oldmixon les recibieron con un torrente de carcajadas desde lo alto de sus lustrosos caballos, y el duque de Beaufort y lord Salisbury se acercaron a pie en compañía de otros conocidos con los que se habían encontrado mientras paseaban sobre sus monturas. Mientras todos hablaban alegremente, lord Petre tocó a Arabella en el codo.

—¿Me disculpas un momento? —preguntó—. He visto a mi amigo James Douglass en el otro lado del Ring.

Arabella siguió la dirección de su mirada hacia el lugar donde estaba Douglass y observó que éste les miraba atentamente.

—¡Por supuesto! —dijo, aunque era plenamente consciente de hasta qué punto le desagradaba la mirada penetrante y firme de aquel hombre. Supuso que el encuentro debía de guardar alguna relación con el plan al que se había referido lord Petre durante el memorable día que ambos habían compartido en las habitaciones del barón, y miró cohibida a los demás, esperando que le preguntaran por qué se marchaba lord Petre. Sin embargo, el resto del grupo estaba distraído con los amigos del duque de Beaufort y no se habían dado cuenta de lo ocurrido.

Lord Petre ya sabía que Douglass estaría en el Ring esa tarde. Habían acordado encontrarse allí. Siempre que se había vuelto para mirarle mientras paseaba a caballo con Arabella, Douglass le había devuelto la mirada, asintiendo discretamente con la cabeza para que sólo lord Petre lo observara. Por primera vez, el barón sintió que no tenía ganas de verle. Odiaba tener que separarse de Arabella, y de pronto se había dado cuenta de que involucrándola en el encuentro secreto la había puesto inconscientemente en peligro. Aun así, sabía que debía escuchar las noticias que Douglass tenía para él.

Cuando lord Petre se acercó a lomos de su caballo, Douglass le dijo:—Hermosa montura la que luce hoy, mi señor.Lord Petre pasó por alto su jovial tono de voz.—¿Hace mucho que esperas?—Desde la hora acordada —fue la respuesta de Douglass—. He

pasado el rato flirteando con lady Sandwich. Como jamás ha recibido más de diez minutos de atención por parte de un hombre, mucho me temo que haya dudado de la sinceridad de mis atenciones —se rió. Sus palabras sonaron crueles—. Pensaba que la señorita Fermor no iba a cansarse nunca del trasero de su caballo ni de sonreír a la multitud —concluyó.

Pero su humor cambió de forma repentina.—Hoy he recibido un mensaje de Lancashire —dijo en voz baja.El barón se puso serio al instante.—¿Alguna noticia de Francia?Douglass estaba a punto de responder cuando su rostro se

ensombreció. Había reparado en alguien que apareció de pronto por encima del hombro de lord Petre.

—Le veré esta noche —se apresuró a decir—. En el Pen and Hand de Shoreditch. A las nueve —dicho esto, se marchó.

Cuando lord Petre se dio la vuelta vio que lady Castlecomber

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esperaba a que le ofreciera su brazo.—Parecía estar de un humor excelente hace poco, mi señor —dijo.—Hola, Charlotte —respondió Petre, desconcertado ante su

repentina aparición—. No sabía que estabas aquí —se preguntó si habría oído su conversación con Douglass.

—Atribuyo tu buen humor a la influencia de la señorita Fermor más que a la de tu acompañante del caballo castaño —dijo—. Pues supongo que es a Arabella a quien has venido a ver… no a él.

Lord Petre se sintió aliviado y decidió no responderle directamente.—James Douglass es mejor compañía de la que puedas suponer —fue

su respuesta.—Ah, de modo que ese caballero es James Douglass —dijo—. Según

mi marido, sigue aún en África. Siento escalofríos al imaginar lo que estará haciendo aquí.

—Volvió a Inglaterra hace unos meses. Las noticias corren despacio.—Unas más que otras, como bien sabes. En cualquier caso, debo

censurarte por dejarte ver en compañía del señor Douglass. No imaginaba que tuvieras amigos tan indeseables.

Petre la miró con dureza, pero vio en el rostro de Charlotte que su observación no tenía mayor importancia.

—Como bien sabes, no ha sido ésa mi costumbre en el pasado —dijo.—Y espero que no lo sea tampoco en el futuro —respondió Charlotte

—. Refirámonos pues a tu situación presente como a un desafortunado interludio.

—¿Me permites preguntarte si te refieres solamente a mi relación con el señor Douglass?

—No, si lo que esperas recibir de mí es una respuesta sincera, Robert.

El barón sonrió.—Es un placer verte, Charlotte.—Lo mismo digo. Pero no seguiré halagándote diciendo que te echo

de menos, pues la que nos une es una amistad sujeta a soportar la tortura de las interrupciones periódicas.

—Siempre se ha expresado usted admirablemente, lady Castlecomber —respondió Robert al tiempo que se reunían con el grupo en el que estaba Arabella.

Cuando Teresa y Martha se alejaron en compañía de Alexander y de Jervas del lugar donde se celebraba el picnic, se habían dividido en parejas: Teresa y Alexander iban delante y Martha y Jervas detrás. Martha no andaba tan deprisa como su hermana y estaba mucho menos impaciente por alejarse de la carpa, de modo que Jervas y ella avanzaban despacio tras ellos.

Teresa estaba aliviada por haberse marchado de la fiesta y contenta de poder ir del brazo de Alexander. La visión de lord Petre y Arabella juntos a caballo la había dejado muy afligida. Aunque no sabía con exactitud cuál era el alcance de su relación, era más que evidente que entre ambos existía cierta intimidad. Ya no podía seguir engañándose por

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más tiempo: ella no era el objeto de las atenciones de lord Petre. La verdad resultó aún más amarga cuando admitió que debía haberla reconocido mucho antes.

Dando muestra de un ánimo muy apagado, empezó a repasar mentalmente la historia reciente de su amistad con Alexander. Recordó el fatídico día en St. James Park en que él la había rescatado cuando más sola se sentía, tras sufrir el desaire de Arabella y lord Petre. Se sintió avergonzada al recordarlo. No debería haberse marchado con James Douglass como lo hizo. Cuando Alexander la encontró llorando en el Paseo de las Limas se había sentido aún más humillada al ver lo cruel que había sido anteriormente con él. Había visto aliviada cómo lord Petre prestaba atención a Alexander durante la fiesta; su explícita admiración debía de ser auténtica. Era lo mínimo que Alexander se merecía.

¿Dónde habían quedado los viejos y felices días de su amistad? Teresa se vio obligada a reconocer que se había comportado mal con Alexander casi en todas las ocasiones en que habían estado juntos desde que habían llegado a la ciudad. Cuando él la había visitado el día después del episodio con Douglass ella le había desairado, vanagloriándose porque lord Petre, en un arrebato de superficial hospitalidad, la había invitado a su picnic. Estaba segura de que Pope se había sentido dolido, y aun a pesar de eso él había seguido prestándole sus atenciones, caminando a su lado con poco más que una mirada reprobadora.

Alexander interrumpió sus desconsoladas reflexiones.—Creo que lord Petre no ha podido disfrutar del placer de verte

montar.—Así es —respondió Teresa, sorprendida al oírle hablar—. Pero

¿cómo lo has sabido?—Porque de haberlo hecho —respondió Alexander— no habría dejado

pasar semejante oportunidad sin suplicarte que volvieras a montar para él.

—Eres muy amable, Alexander —respondió ella con sinceridad. Guardó unos segundos de silencio antes de añadir con una modestia muy distinta de la que le tenía acostumbrado—: Aunque monto bien y me complace oírte decirlo, siento que es del todo imposible disfrutar de un mínimo de notoriedad cuando mi prima Bell está cerca. Simplemente no lo permite —volvió a vacilar—. En cualquier caso, Arabella es muy hermosa y se muestra siempre muy alegre. Es una excelente compañía.

Alexander comprendió el esfuerzo que había supuesto hablar así y respondió alegremente, respetando en todo momento sus sentimientos.

—El fuego de la hermosura de la señorita Fermor arde con demasiada fuerza para mi frágil constitución —dijo—. Si me acercara más a ella correría el riesgo de morir incinerado. Además, para mi gusto, tiene demasiado pelo —añadió.

Teresa sonrió por fin.—En general, la gente suele opinar que tiene un pelo precioso.—Ni el pelo de la señorita Fermor ni ningún otro de sus rasgos

tienen para mí la hermosura de su persona, mi señora —respondió Alexander.

Teresa casi pudo oírle contener el aliento. No exenta de cierta

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incomodidad, respondió:—Te agradezco el comentario, Alexander.—No es más que un parco cumplido —dijo, mirándola atentamente—.

Soy como el pobre tipo que le hace a su rico patrón un miserable y despreciable presente con la esperanza de recibir a cambio otro de infinito valor.

Teresa vaciló, sin saber qué decir, y por fin respondió: —Tu presente es para mí de un enorme valor. Se habían detenido mientras hablaban y se volvieron para ver a qué distancia habían dejado a Martha y a Jervas tras ellos. De hecho era una distancia considerable, pues la pareja se había sentado en un banco situado a la entrada del paseo. Teresa miró a Alexander. La visión de su familiar figura a su lado, cuando tanta era su necesidad de sentirse admirada, le provocó un repentino nudo en la garganta. Pero qué complejas y contradictorias eran las emociones que acompañaban las lágrimas que habían asomado a sus ojos.

No dudó en reconocer que eran lágrimas de gratitud por el hecho de que él no la hubiera abandonado a pesar de todas las provocaciones a las que le había sometido. Pero eran también lágrimas de lástima. ¿No tenía acaso algo de lastimoso una criatura que, como Alexander, persistía en su empeño después de haber sido apaleado y maltratado? Alexander estaba ahora a su lado, humillantemente dependiente pero con aguerrido orgullo, como un niño precoz. Y ella lloraba de pura desilusión: desilusionada tanto con él como consigo misma. Sabía que debería haberle querido a pesar de su fragilidad; de hecho, debería haberle querido por ella. Pero se apartó de él. Apenas se atrevía a pensarlo: el cuerpo tullido de Alexander le repelía y la mera idea de verse envuelta en su abrazo la dejaba fría.

—Oh… los demás se han quedado muy rezagados —exclamó consternada.

Alexander la miraba sin inmutarse. Casi en contra de su voluntad, las llamas de la esperanza se habían avivado en su interior al presenciar el cambio que se había operado en Teresa. Y aunque temía que, como siempre, se tratara de una esperanza infundada, no podía evitar sentir lo que sentía.

—Ya veo que no piensas preguntarme qué regalo podrías hacerme a cambio —dijo.

Teresa se sonrojó, de pronto arrepentida por haber permitido que la conversación llegara tan lejos. Adoptó el viejo estilo burlón que tantas veces habían compartido.

—Hace mucho tiempo que aprendí que tu ingenio no debe ser respondido, Alexander —dijo—. Lo presentas como un coleccionista exhibiría una mariposa, o un insecto prendido en ámbar. Como si fuera una maravilla, exigiendo admiración. Estropearía tu exposición si aportara un espécimen propio a la muestra.

Para alivio de Teresa, su respuesta pareció desviar la atención de Alexander de sus pretensiones románticas. Reflexionó durante un instante en lo que ella acababa de decir y respondió:

—Me parece muy inteligente esa noción del insecto capturado en ámbar. Y tienes razón, es exacto a mi ingenio. Ni excelente ni

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excepcional… simplemente es algo que provoca confusión cuando intentamos entender cómo ha surgido —una nueva pausa. Y luego—: Eres una mujer excepcional, Teresa.

El zalamero final de su intervención provocó una renovada agitación en el pecho de Teresa.

—Oh, vamos, Alexander —dijo con tono severo—. Te ruego que pongas fin de inmediato a esa fingida modestia. Resulta muy desagradable y al oírla me dan ganas de regresar junto a mi hermana.

—En ese caso, sigamos andando un poco más y me limitaré a fanfarronear sobre mis habilidades —fue su respuesta.

La réplica de Alexander alivió a Teresa; esperaba que la apasionada conversación hubiera sido provocada por una emoción extrema que por fin había pasado. Siguieron andando más relajados, pero pasados unos minutos Alexander le preguntó si estaba cansada y ella respondió que deberían volver al lado de Martha. Cuando dieron media vuelta, Teresa respiró aliviada al pensar que el momento de crisis había quedado atrás.

—Qué hermoso está Londres en verano —comentó—. Aun así, me colma de un espantoso temor. En agosto Martha y yo debemos regresar a la casa de mi abuelo en Whiteknights.

—La ciudad quedará desolada sin vosotras —respondió Alexander, utilizando su antiguo tono de pícaro galanteo—. Pero ¿por qué os marcháis en agosto?

—La recepción que da la reina en verano en Hampton Court es a finales de julio, y Martha y yo tenemos planeado asistir. Luego nos iremos —dijo—. Aunque si tuviera los medios para vivir en Londres todo el año no dudaría en hacerlo —añadió.

—Cuando sea rico —respondió Alexander—, viviré en algún bucólico rincón junto al río desde el que pueda estar en la ciudad o en el campo, depende de lo que me apetezca realmente.

—Pareces muy seguro del éxito, Alexander.—El éxito tiene más que ver con estar seguro de nuestro talento que

con tenerlo —fue su respuesta—. Aunque prefiero que seas tú quien me diga si eso jugará o no a mi favor.

Teresa sonrió y siguieron paseando amigablemente.Poco después, Alexander volvió a hablar.—Tu hermana nos está haciendo señales con la mano. Nos

reuniremos con ella en pocos minutos —dijo—. Qué placentera me resulta tu compañía, Teresa. Mi único deseo es ayudarte a encontrar la tranquilidad que mereces.

A pesar de que su corazón volvió a latir aceleradamente, Teresa respondió con voz firme:

—Haces todo lo que está en tu mano por ayudarnos, Alexander.—Podría hacer más —respondió él apremiante—. Podría ofrecerte un

hogar. Podría prometerte la posibilidad de venir a Londres cuando gustases. Podría facilitarte la vida y asegurar la de Patty.

—¿Y cómo piensas hacer realidad esos milagros? —preguntó ella sin mirarle a los ojos. Rezó entonces para que Alexander no dijera nada de lo que fuera a arrepentirse.

—Declarándome sinceramente como tu amante —estalló él—, y

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proponiéndote matrimonio.No se atrevió a mirarle. Hincando el tacón de su zapato en el

sendero de grava, dijo con voz queda:—En ese caso, yo tenía razón cuando he dicho que haría falta un

milagro.Alexander la miró horrorizado.—¿Dudas acaso de mi sinceridad? —preguntó.—En absoluto —fue la respuesta de Teresa—. Pero soy un poco

escéptica respecto a tus habilidades como amante —nerviosa como estaba, no pudo reprimir una risilla.

Alexander no cejó en su empeño.—En ese caso, pones en duda todo mi ser —exclamó—, pues sólo me

has conocido como alguien que te ama.Precisamente el hecho de saber que la declaración de Alexander era

del todo cierta, despertó su enojo.—Si no te conociera desde hace años —dijo con frialdad—, me

tomaría tu último comentario como una afrenta. De haber sospechado en algún momento tus intenciones, ciertamente no habría consentido las atenciones que me has dedicado.

Por fin Alexander dejó de mostrarse galante. La miró a los ojos y dijo sin miramientos:

—No me insultes fingiendo que no me has entendido, Teresa.Ella se volvió, sin saber qué responder. La imprudente intensidad de

Alexander la había enojado más aún.—Le ruego, señor —respondió—, que no sea usted quien me insulte

sugiriendo que hay entre nosotros la menor sombra de entendimiento.—¿Insultarte? —dijo él, incrédulo—. ¿Me llamas presuntuoso por

declararte la mujer más hermosa que he conocido?—Es ésa una distinción que hubiera preferido evitar —respondió

Teresa, incapaz ya de controlar su vejación—. Vine a Londres sin intenciones de compromiso: totalmente libre para poder elegir y también libre para ser elegida. Me consideraba una mujer sin obligaciones y suponía que ésa era la luz bajo la que se me contemplaba.

Alexander clavó en ella los ojos con la incomprensión grabada en el rostro. Su mirada no hizo sino espolearla.

—Pero ahora veo que me has marcado como si fuera de tu propiedad —dijo, sintiendo que un sollozo le comprimía la garganta—. Quizás incluso hayas presumido de ello ante los demás… y hayas ido diciendo por ahí que estoy ya comprometida. ¿Debo pues entender que te has jactado de ser mi defensor cuando jamás lo he consentido? —aunque era consciente de que no había ni una sola palabra de verdad en lo que decía, siguió hablando—: Nunca te he dado la menor esperanza. Odio la mera idea de acordar un matrimonio, un compromiso, con una persona que… con…

El rostro de Alexander apenas se inmutó cuando concluyó la frase:—Conmigo, supongo que es lo que quieres decir.Su intervención desató en ella una lluvia de remordimientos.—Sé que te parezco cruel, desconsiderada y egoísta, y mil cosas más

—estalló. Sabía que debía morderse la lengua y no incluir a Martha en su

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arrebato, pero ya era demasiado tarde—. ¿Por qué no te casas con Martha? —gritó, desesperada—. Harías con ella un buen matrimonio. Pero no menoscabes mis esperanzas erigiéndote en mi amante, y menos aún cuando estemos entre personas como éstas.

—Supongo que te refieres a lord Petre —respondió Alexander—. Eres una insensata si no te das cuenta de que el barón sólo sentirá desprecio por una mujer como tú —calló para medir sus palabras. Incluso entonces se mostró generoso—. Y no porque seas despreciable, Teresa, sino porque lo es él —añadió.

—¡Él! Cómo osas presumir que sabes lo que él, o cualquier otro caballero, piensa o siente por mí —estalló de nuevo—. No sabes nada de los hombres ni del mundo. Eres un tullido, ¡tan pequeño de mente como de porte! Tan sólo eres capaz de ver y de oír lo que más cerca está del suelo, Alexander.

Alexander retrocedió con una expresión de incredulidad en el rostro.—En ese caso, no puede usted culparme, señora, por haber prestado

tan prolongada y devota atención a su persona.Casi habían alcanzado a Martha y a Jervas, y Alexander no tardó en

ver que habían sido oídos por ambos. La pareja se había levantado ya para unirse a ellos. Jervas tenía las piernas extrañamente apuntaladas para enfrentarse a él y Martha estaba pálida de pura ansiedad. Los cuatro siguieron donde estaban durante varios instantes, envueltos en un silencio espantoso.

Fue Martha quien por fin habló, poniendo fin a la pausa.—El sol me ha fatigado y la luz me ha provocado dolor de cabeza —

dijo—. Aunque el señor Jervas ha estado amablemente sentado conmigo, debo volver a casa.

—Hace ya un rato que deberíamos habernos ido —añadió con brusquedad Teresa—. Dame tu brazo, Patty… regresemos rápidamente al coche.

—Las acompañaré —dijo Jervas, antes de que Alexander pudiera decir nada.

—Preferiríamos ir solas —replicó cortante Teresa, empujando a su hermana hacia delante sin mediar palabra. Alexander retuvo a Jervas a su lado, dejando que se marcharan.

Ira, tristeza y decepción fueron las emociones que primaron esa tarde. Alexander no estaba preparado para tan amargas sensaciones, en gran medida porque no se había preparado en absoluto para la conversación. Sabía perfectamente que Teresa no tenía ninguna intención de prestar atención a su declaración. Ni siquiera había pretendido hacerla. Apenas un rato antes había estado pensando que Teresa ocupaba menos su mente que en el pasado. ¿Qué le había impulsado entonces a declararse? Estaba convencido de que ella le rechazaría, y aun así sabía que si Teresa hubiera aceptado su proposición, habría provocado en él un alud de sentimientos encontrados. Había hablado movido por una extraña y perversa vanidad: una paradójica suerte de orgullo. Justo cuando sentía amainar su fatal debilidad por Teresa, había cedido a la tentación de

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formular una declaración de la que hasta entonces le había mantenido alejado la intensidad de los sentimientos que ya no albergaba.

Y había sido castigado con creces por ello. ¡Qué crueldad la de la respuesta de Teresa! Era como si le odiara. Pero Alexander no creía que fuera odio lo que sentía por él. ¿Cómo podía serlo? Tenía que haber una parte de ella que correspondiera a su afecto. En cualquier caso, esa clase de cavilaciones había terminado. No volvería ya a preguntarse si Teresa le amaba. Teresa no se casaría con él. Alexander la había visto cruel, fría, egoísta y furiosa. No podía seguir admirándola. También él debía mostrarse frío.

Teresa jamás había imaginado que el dolor figuraría entre la estela de secuelas dejadas por una declaración de Alexander. Aun así, también ella sentía sus espinas. El sentimiento la sorprendió. Lamentaba que Alexander hubiera hablado, provocando con sus palabras una escena como la que le había tocado vivir. Lamentaba haberse enfadado tanto y también haberse oído decir cosas que no sentía. Pero no pensaba disculparse y correr el riesgo de reavivar la conversación. Estaba triste e irritada… pero en ningún caso cedería al arrepentimiento.

Y aun así, a pesar de todo, se sentía decepcionada por el hecho de que la declaración de Alexander fuera ya parte del pasado. Llevaba mucho tiempo planeando que si Alexander se declaraba, le rechazaría. Pero la certeza de que él la admiraba había sido un precioso consuelo… aunque fuera un consuelo que ella jamás había reconocido. Ahora que su negativa por fin había sido formulada, debía enfrentarse al hecho de que la de él era la única oferta que había recibido. Era pues normal que Alexander, que la había forzado a una reflexión tan inoportuna sobre sí misma, se convirtiera aún más en blanco de su resentimiento.

Pasó una semana sin que hubiera ningún contacto entre Alexander y las hermanas Blount. Durante ese período, Martha, que carecía de sentimientos de indignación con los que tamizar su desolación, sucumbió a una desconsolada tristeza. De pronto se vio apartada de sus dos amigos más queridos, ninguno de los cuales hizo el menor intento por incluirla en sus confidencias. Puesto que no terminaba de entender lo ocurrido, se temía lo peor: que Teresa y Alexander se negaran a volver a estar en la misma habitación y que ella tuviera que decantarse por uno de los dos.

Sola en su habitación, reflexionando sobre el triste estado de las cosas, Martha suspiró con amargura. Naturalmente, no habría una auténtica elección. Tendría que ponerse de parte de su hermana. ¿Por qué tenían que ser las cosas siempre así? ¿No habría en su vida un momento en que pudiera obrar —o tan sólo hablar— siguiendo realmente los dictados de su corazón? Aunque estaba enfadada con Teresa por haberle hablado severamente a Alexander, también era consciente de un secreto deleite. Alexander no podría ya seguir convenciéndose de que Teresa era la superior de las dos. Enfrentado a semejante muestra de amargura y de egoísmo, debía por fin ver a Teresa tal como era. Desgraciada quizás —y también merecedora de compasión y de cariño—, pero especialmente cruel con aquellos que más la querían.

Martha se sorprendió analizando el papel que Alexander había desempeñado en lo ocurrido. Descubrió que también estaba resentida con

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él. Si Alexander lo hubiera pensado un poco, habría sabido que una ruptura entre Teresa y él significaría también el fin de su amistad con Martha. Y aun así, era obvio que no le había importado. En el pasado, una situación semejante le habría causado un daño indescriptible. Pero ahora estaba enfadada. Por muy inteligente que fuera Alexander, se había comportado como un auténtico idiota.

A las nueve de la noche del día del picnic, lord Petre fue al encuentro de James Douglass al Pen and Hand. La taberna estaba situada en una calle oscura y sucia de Shoreditch, a cierta distancia del lugar donde Jenkins le había dejado en su carruaje.

—¿Cómo se te ocurre traerme a esta parte de la ciudad? —preguntó lord Petre. No pudo disimular su recelo mientras andaba por las calles desoladas, temeroso de que alguien pudiera estar observándole desde los callejones adyacentes.

—Sus compañeros papistas celebran misa en esta buhardilla al caer la noche. Me sorprende que no lo sepa, mi señor.

—Ningún católico de pro viene a rezar aquí —fue su respuesta—. Probablemente moriría degollado. No deberías haberme pedido que viniera.

—Voy a encontrarme con un agente más tarde.Lord Petre guardó silencio.—Dentro de siete u ocho días nuestros hombres entrarán en Londres

por el norte —dijo entonces Douglass, bajando la voz—. Un quinto hombre llegará por agua, solo. Se presentará en su casa entre las dos y las tres de la mañana. ¿Estará preparado?

Lord Petre aguzó su atención, olvidando su ira.—Lo estaré —respondió.—El agente llevará encima documentos de Francia. Usted deberá

ofrecerle protección durante dos días hasta que vuelva a zarpar.—No podré tenerle en mi casa, pero mi criado le llevará a un lugar

seguro.Douglass asintió brevemente con la cabeza.—¿Y qué hay del otro asunto? —preguntó, bajando aún más la voz.Lord Petre sacó un paquete de su abrigo y se lo dio. Contenía

trescientas libras. Douglass recorrió apresuradamente la habitación con los ojos y se metió el paquete en la chaqueta.

—Debo pedirte que tengas cuidado con ese dinero, Douglass —dijo lord Petre—. Ya sabes que hemos descubierto que hay traidores entre nosotros.

—¿Acaso sus amigos ricos han estado otra vez llenándole la cabeza de habladurías, mi señor? —preguntó Douglass burlón.

Lord Petre sabía que la indiferencia del otro hombre era pura pretensión. Cuando, meses atrás, le había contado la noticia del asesinato de Francis Gerrard, Douglass había palidecido.

—¡Traidores en nuestras filas! —recordaba haberle oído exclamar—. Gerrard debe de habérselo contado a Caryll antes de morir.

—No directamente —le había corregido lord Petre—. Se lo contó a

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uno de los líderes. La noche en que le asesinaron, en la embajada —recordaba claramente la expresión horrorizada de Douglass.

Pero esa noche, Douglass se tomó la advertencia de lord Petre a la ligera.

—Gerrard fue asesinado hace meses —dijo Douglass—. Desde entonces no ha ocurrido nada. Su amigo Caryll entendió mal la información. No tenemos nada que temer de ningún traidor.

Lord Petre apartó la silla de la mesa, de nuevo enojado.—Estoy convencido de que Caryll no se equivocó —siseó. Douglass

podía mostrarse todo lo despreocupado que quisiera con su propia seguridad, pero el dinero era de lord Petre. Estaba decidido a asegurarse de que no se perdiera.

—Cálmese, mi señor —le apremió Douglass con voz queda, recorriendo la habitación con la mirada—. Recuerde quién es. Lamento haberle provocado justo ahora —añadió al tiempo que lord Petre recobraba la tranquilidad—. Como bien dice, la palabra de Caryll es de fiar y sus contactos son indispensables. No podríamos seguir sin usted.

Ya más tranquilo, lord Petre tendió la mano para estrechar la de Douglass antes de abandonar la taberna.

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Capítulo 14

Tréboles, Diamantes y Corazones, en salvajedesorden vistos

Henrietta Oldmixon había organizado una velada nocturna con baile, cartas y cena. Las fiestas de los Oldmixon eran de sobra conocidas: el año anterior habían dado un banquete romano al que los invitados habían asistido disfrazados de senadores y de emperadores y habían cenado reclinados en sofás bajos. En invierno, Henrietta había organizado un festín medieval en el que habían soltado una bandada de estorninos de una tarta justo cuando servían la cena, mientras que un montón de acróbatas y de juglares hacían trucos entre las parejas durante el baile. La velada que nos ocupa, que tuvo lugar nueve días después del picnic de lord Petre en Hyde Park, iba a ser un baile de disfraces. Sin embargo, dado que todos los invitados se conocerían, la cautela que solía acompañar los encuentros durante las mascaradas públicas podía dejarse de lado.

Arabella Fermor, la nueva incorporación al encantado grupo de amigos de Henrietta, iba a ser la invitada de honor. Se había convocado para la ocasión a los grandes ingenios e intelectos del momento, entre ellos a Charles Jervas y a Alexander Pope. Las hermanas Blount habían sido invitadas gracias a su relación con Arabella.

Antes del picnic, Teresa y Martha aguardaban ilusionadas el día de la fiesta de Henrietta. Sin embargo, la indeseada declaración de Alexander, las atenciones de lord Petre a Arabella y el descubrimiento por parte de Teresa de las elegantes y nuevas amistades de su prima provocaron que las dos jóvenes se estuvieran preparando ahora para la velada con más temor que entusiasmo. Aun así, habían decidido asistir. Era impensable perderse un acontecimiento semejante. La noche de la fiesta, el carruaje de Jervas las recogió poco después de las nueve. Arabella no se había ofrecido a llevarlas. El viaje en coche con Jervas y Alexander resultó incómodo y hasta Martha, que normalmente intentaba suavizar esa clase de situaciones, se mantuvo encerrada en un orgulloso mutismo.

Puesto que era una fiesta privada, más que disfrazados, los invitados acudieron vestidos de noche. Teresa y Martha lucían vestidos de seda bordada y máscaras venecianas, y cuando llegaron a la casa se encontraron con que el resto de la concurrencia había hecho lo mismo. Algunas máscaras imitaban elaborados animales y personajes típicos del carnaval; y por doquier abundaban las joyas y los tocados de plumas de laboriosa confección. Sin embargo, tres de las asistentes iban completamente disfrazadas, y todas aparecieron envueltas en plumajes de distintas aves: un halcón, un pavo real y un cisne. Sus disfraces eran

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magníficos, y lo eran aún más porque de hecho no llegaban a ocultar la identidad de sus dueñas. No había duda de que el halcón era Henrietta Oldmixon y lady Salisbury el pavo real. El cisne, obviamente, era Arabella.

Durante las tres noches previas a la fiesta lord Petre había pasado incontables horas en el oscuro patio de establos de su casa de Arlington Street esperando la llegada del agente, pero éste no había aparecido y no había noticia de ningún arresto ni ningún otro signo de que el plan hubiera fallado. Por tanto, lord Petre estaba seguro de que debía mantenerse a la espera. A pesar de ello, había empezado a cansarse de esas solitarias vigilias y anhelaba volver a ver a Arabella, de modo que decidió asistir a la fiesta de los Oldmixon y volver a casa justo antes de la medianoche. Fingiría que regresaba a casa a acostarse, como lo había hecho ya en noches anteriores, y luego saldría a hurtadillas a esperar a su visitante nocturno. Cuando el asunto hubiera concluido, planeaba ordenar a Jenkins que acomodara al agente en casa de su propia familia. Y es que los Jenkins eran fieles católicos en los que el barón sabía que podía confiar.

Cuando los invitados de Henrietta estuvieron presentes se lanzaron fuegos artificiales desde el patio inferior, y los enmascarados se congregaron en los salones delanteros para disfrutar del espectáculo. Cuando éste tocó a su fin Teresa descubrió que Arabella se había colocado a su lado, e instantes más tarde Henrietta se unió a ellas.

—Por supuesto, conoces a la señorita Oldmixon —dijo Arabella a Teresa.

A Teresa le sorprendió el cálido saludo que le dispensó Henrietta. Hasta ese momento ni siquiera se había molestado en admitir que la conocía.

—Una velada encantadora, señorita Oldmixon —respondió Teresa, haciendo un decidido esfuerzo por imitar la despreocupación de la anfitriona.

—Me alegra que haya venido —dijo Henrietta—. Espero que tanto usted como su hermana pasen una agradable velada. ¿No nos vimos el otro día en el picnic que dio lord Petre en el parque? No sabía que le conocían.

—Es amigo de la familia. Nuestro hermano visita Ingatestone a menudo —mintió Teresa. Se congratuló, sin embargo, al ver que Henrietta le respondía con una sonrisa.

—Supongo que nadie se quedaría mucho tiempo en el parque después de que lord Petre y yo nos marcháramos —dijo Arabella—, Ah, aunque vosotras os quedasteis en compañía del señor Pope y del señor Jervas, Teresa, Quizás no os marcharais en seguida.

Henrietta las interrumpió antes de que Teresa pudiera responder.—Debo decir, Arabella, que te fuiste de la fiesta a toda prisa —dijo—.

Y al verte actuar con semejante impaciencia no nos resta sino concluir que la prontitud se ha puesto de moda y que la indiferencia se ha convertido en un hábito del pasado. ¿Sabía que su prima es famosa por ser la joven más moderna de todo Londres, señorita Blount?

Teresa estaba convencida de haber percibido cierta nota de

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sarcasmo en la voz de Henrietta, un sarcasmo que incluyó en su propia respuesta.

—La reputación de Arabella es de sobra conocida —dijo—. Tanto que incluso en el campo somos sabedores de ella.

Arabella se alejó de ambas con una expresión de inconfundible irritación y dirigió una mirada de reproche a Henrietta al pasar por su lado. Teresa volvió a sorprenderse. Qué gratificante resultaba descubrir que los celos que sentía hacia Arabella existían también entre el exclusivo grupo de las bellezas de Londres. Circuló entonces por el salón con seguridad renovada y con el convencimiento de que su suerte había mejorado. Lord Petre, de pie en un extremo del salón con el rostro cubierto por una máscara y un sombrero inclinado sobre sus largos rizos, había dejado de parecerle una figura ante la que pasaría avergonzadamente. Quizás hasta sonriera al pensar en la manifiesta debilidad del barón por Arabella, pues ésta parecía haberle reportado a su prima menos amistades de las que en un principio podía parecer.

Teresa se aproximó a Martha con la intención de compensarla por sus recientes muestras de desconsideración, pero Martha, acostumbrada como estaba a que su hermana se acercara a ella cuando necesitaba consuelo, dijo:

—¿Ha sido desagradable contigo Henrietta Oldmixon?—¡Por supuesto que no! —exclamó Teresa—. No debes preocuparte

por mí, Patty.—Oh, ya lo sé —respondió Martha, reconociendo al instante el humor

de su hermana—. Iba de camino al comedor. ¿Me acompañas?—Si ése es tu deseo —dijo Teresa, encantada de contar con la

presencia de Martha en la fiesta. Abandonaron el salón de baile para cruzar el vestíbulo de entrada, y al hacerlo, Martha vio desaparecer rápidamente escaleras arriba el plumaje de un cisne. Sus ojos siguieron el ascenso de la figura, y Teresa lo vio también. Se produjo un breve silencio entre las dos hermanas.

—Debe de conocer la casa —dijo Teresa.Sin embargo, un instante más tarde, un hombre alto con el rostro

oculto tras una máscara negra y un sombrero inclinado en la cabeza siguió los pasos del cisne. El hombre no hizo el menor esfuerzo por saludarlas, pues había alzado la mirada, siguiendo con ella el vuelo del ave emplumada. Martha miró a su hermana. Era obvio que Arabella y lord Petre habían acordado un encuentro.

En el salón principal, Alexander había sido testigo de la breve conversación entre Teresa y Henrietta y también de la que habían tenido las dos hermanas. Las siguió al comedor, intentando captar su mirada. Teresa le miró con frialdad; a Alexander no le sorprendió su actitud. Sin embargo, vio con consternación que Martha apartaba los ojos y sintió como si acabaran de abofetearle. ¡Jamás habría imaginado algo así! Su primer impulso fue correr hasta ella, pero Martha se había puesto a hablar con Jervas y estaba al parecer absorta en las palabras del pintor. Alexander se sintió totalmente abatido.

Sin embargo, Richard Steele y John Gay estaban de pie delante de él: Gay le preguntó cómo estaba y Steele se llenó el plato de jamón y le

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animó a que se sirviera un poco. Alexander apenas les oía, pues no dejaba de pensar en el desplante de Martha. En cualquier caso, sabía que debía recobrar la compostura. Steele y Gay comentaban en ese instante el espectáculo dramático titulado Dick Whittington y su gato que acababan de ver en Drury Lane.

—Excelente, ¿no le parece? Un tipo enardecedor y con brío —concluyó Steele.

—La verdad es que el gato no me pareció demasiado distinguido la noche que vi el espectáculo —respondió Gay—. Estaba demasiado interesado en las ratas que correteaban entre bastidores, y apenas aparecía cuando Whittington deseaba su compañía.

—Me han dicho que el director del teatro estuvo encantado con la obra —respondió Steele—, ¡aunque no hay nada que hacer, Pope! —exclamó de pronto—. Debería usted escribir algo así para la ciudad. Le daríamos un tremendo eco en el Spectator.

Alexander trató de mantenerse imperturbable.—Se lo agradezco, señor —respondió Alexander—, pero no se me

ocurre ninguna historia que pueda propiciar la aparición de gatos o de ratas. Prefiero los dramas que se centran en las personas, aunque soy consciente de que a sus lectores esa clase de creación les resultará demasiado cercana para su diversión.

El comentario de Alexander provocó la risa de sus compañeros de conversación, más incluso de la que había esperado. Reparó en que muchas de las personas presentes en la sala le observaban sonriendo y murmurando por lo bajo y se preguntó por qué. Creyó adivinar cierta sombra de admiración en sus miradas. ¿Se habrían enterado acaso del éxito de su Ensayo sobre la crítica? Al mirar a su alrededor vio que Henrietta Oldmixon se acercaba a él en compañía del duque de Beaufort, con el que había estado hablando.

El duque se había quitado la máscara y la expresión de su rostro llevó a Alexander a pensar en algún peludo animal, sorprendido de pronto por un ave predadora a la que no había visto acercarse. Naturalmente, Henrietta no transportaba al duque en su pico. Aun así, la actitud debilucha y desmadejada del duque explicaba con claridad los matices de su relación.

—¡Señor Pope! —exclamó Henrietta—. No hemos parado de hablar de su Ensayo sobre la crítica. Es usted el escritor más célebre de Londres.

Alexander sospechó que el cumplido no era estrictamente real, pero lo aceptó por el ánimo con el que fue formulado.

—Se lo agradezco, señora —respondió con una inclinación de cabeza—. Dado que es usted la más célebre anfitriona de la ciudad, me congratula recibir un halago de alguien que entiende tan bien la naturaleza de la diversión.

El duque de Beaufort, que por su aspecto magullado parecía haberse caído inesperadamente de una altura considerable, respiró hondo y dijo:

—También yo deseo felicitarle por su éxito, señor Pope. Sin duda está usted destinado a alcanzar una gran notoriedad.

Alexander agradeció el comentario con una nueva inclinación de

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cabeza.—Su Ilustrísima está en lo cierto, Pope —intervino Steele—. Su

escritura marcha viento en popa. ¿Se habla ya de una segunda edición?—No me atrevería a decir tanto —respondió Alexander con una

amplia sonrisa. Un numeroso grupo se había congregado a su alrededor, deseando oírle—. He recibido hasta ahora grandes cumplidos sobre la excelencia del poema, aunque nunca de boca de nadie de quien albergue la razonable sospecha de que lo haya leído… y menos aún de que haya comprado un ejemplar —sus palabras provocaron una gran carcajada general—. Bien es sabido que hablar es una costumbre que sale barata —prosiguió Alexander—, y felizmente para mi fama, que no para mi bolsillo, esa circunstancia anima a la gente a darse el gusto con toda libertad —por un instante creyó que el salón estallaría en aplausos. No había recibido tanta atención en su vida. Qué amargamente irónico resultaba que justo esa noche, cuando por fin el éxito que Martha había anunciado se convertía en una deliciosa realidad, ella no compartiera su euforia.

—Hay sin embargo una persona que ha leído su poema… y que está haciendo todo lo posible por impedirle que escriba otro —intervino Richard Steele.

Alexander supo de inmediato a quién se refería. Tal como se había temido, John Dennis había escrito un cruel ataque, y aunque no había esperado sentirse herido por él sí estaba dolido. Lamentó que Steele lo hubiera mencionado.

—Imagino que se refiere usted al señor Dennis —dijo—. Su ensayo fue exageradamente malévolo, aunque confieso que lo esperaba —y un instante después, y a fin de dejar claro que se había tomado a la ligera la crítica de Dennis, añadió—: Pero la del señor Dennis es una de esas difamaciones que más que minimizar nuestra reputación la magnifican.

—Me sorprende oírle decir que el ataque del señor Dennis no le ha afectado, señor Pope —dijo Teresa, que se había situado muy cerca del grupo—. La descripción que ha hecho de usted estaba perfectamente calculada para ser recordada. ¿Cómo empezaba su ensayo? «Del mismo modo que no hay criatura más venenosa, no hay tampoco nada tan estúpido e impotente como un sapo jorobado…» ¿Me equivoco?

Alexander no estaba seguro de cuánta gente de la que estaba en el salón les había oído, pero se apartó de ella, avergonzado. ¿Por qué se había dirigido Teresa a él buscando hurgar en la herida de su pesar y su desconcierto? Sabía que no debía culparla del todo, pero al recordar la frialdad que Martha le había mostrado sintió un arrebato de ira que no pudo controlar.

—No necesito decirle a usted, señora, que al menos en ese punto el señor Dennis se equivocaba —respondió—. Ninguna criatura puede ser a la vez venenosa e impotente. El animal venenoso debe ser temido precisamente porque no vacila a la hora de morder.

Steele se apresuró a interrumpirles, obviamente lamentando la reacción provocada por su comentario.

—Dennis es un idiota y todo el mundo lo sabe. No debería preocuparse por él, Pope.

—Estamos ansiosos por saber qué piensa escribir a continuación,

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señor Pope —intervino Henrietta—. ¿Será acaso una tragedia? ¿O quizás una epopeya?

—Creo que lo próximo será una sátira —respondió Alexander, considerando de pronto que la escena que tenía ante sus ojos sin duda ofrecía un punto de inicio tan óptimo como cualquier otro.

Para su alivio, observó que los invitados habían retomado sus conversaciones y que el salón estaba tornándose rápidamente tan ruidoso como lo había estado antes de que tuviera lugar su interludio con Teresa. La mayor de las Blount se había visto empujada al borde del círculo al tiempo que los invitados de Henrietta intentaban abrirse paso para conocer al hombre al que su anfitriona había halagado y definido como el ingenio más despierto de todo Londres. Alexander no alcanzó a entender cómo había podido ocurrir de forma tan repentina, pero al parecer todo el mundo sabía quién era. Sintió una oleada de gratitud seguida de una sensación de eufórica seguridad en sí mismo.

Al alzar la mirada, vio que lady Mary Pierrepont estaba de pie a su lado.

—El señor Steele me ha dicho que se está planteando llevar a término una traducción de la Ilíada —dijo—. ¡Qué ardua tarea! El poema más extraordinario jamás escrito. Estoy deseosa de saberlo todo sobre ello: sus prolegómenos, sus métodos, su forma de proceder. ¿Le da usted vueltas a cada párrafo o traduce libremente, fiel al espíritu del verso de Homero?

Alexander sintió un estremecimiento de entusiasmo.—Nada me congratularía más que hacerle justicia a Homero —

respondió—. Aunque lo cierto es que temo no ser capaz de lograrlo.—¡Bobadas, señor Pope! —respondió ella—. No puedo creer que

albergue usted ningún temor al respecto. Se mide usted con el propio Homero… ¿y por qué no? ¡Nadie realmente excelente sintió temor de los grandes hombres que le precedieron!

Alexander estaba encantado. A fin de cuentas, si lady Mary se había acercado a él durante el picnic no había sido impulsada por un instante de precipitación. ¡Lady Mary deseaba cultivar su amistad! La ira que sentía aún hacia Teresa e incluso el pesar causado por Martha empezaron a desvanecerse. Una mujer de noble cuna, ¡la mujer más inteligente de Londres!, había buscado su compañía.

—Estoy ansiosa por saber qué fragmentos de Homero son sus favoritos —dijo lady Mary—. El mío es cuando…

Pero antes de que pudiera concluir la frase fue interrumpida por un hombre en el que Alexander hasta entonces no había reparado. El recién llegado se situó directamente delante de lady Mary, apartando a Alexander con un empujón propinado por su cuerpo fuerte y corpulento y dirigiéndose a ella perentoriamente.

—Cuando haya terminado de hablar con el caballero, señora, le ruego que me acompañe un momento —dijo.

Alexander percibió entonces en la voz de lady Mary un temblor que no encajaba con ella.

—¿No conoce al señor Pope, señor Wortley? —respondió.Así que aquél era Edward Wortley, el caballero con el que, según se

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decía, lady Mary estaba secretamente comprometida. Wortley dedicó a Alexander una sonrisa sarcástica y maliciosa.

—Le felicito por su Ensayo, señor Pope. Espero que sus lectores lean el poema antes de consultar los comentarios del señor Dennis sobre sus defectos personales.

—El propio Dennis haría bien en seguir su consejo —respondió Alexander, intentando dar un toque de humor a su réplica—. Su ataque está tan plagado de comentarios sobre mi persona que prácticamente no dispone de espacio para censurar mi Ensayo.

Wortley replicó lanzándole una exagerada mirada de desprecio, como deseoso de mostrarle que era demasiado insignificante como para resultar apenas visible.

—Dispuso del espacio suficiente como para llamarle jacobita —fue su grosera réplica.

Su descortesía provocó que Alexander se esforzara más aún por ser encantador, deseoso como estaba de mostrar al pretendiente de lady Mary como el petulante bárbaro que era.

—Con ello, el señor Dennis da clara prueba de su talento no sólo como crítico, sino también como narrador —dijo—. Ni yo ni mis escritos podemos darle ningún motivo que justifique su inquina.

Pero Wortley estaba decidido a hacer sufrir a Alexander.—Las acusaciones de Dennis le perjudicarán en el clima que se

respira en estos tiempos —dijo.—Eso no me asusta, señor —respondió Alexander, deseando poner

punto final a la conversación.—Me reuniré con usted en el sofá que está junto a la ventana, señor

Wortley —dijo lady Mary. Alexander se quedó perplejo al oír su tono de voz. Había esperado verla comportarse con su pretendiente como lo había hecho con él. Wortley dedicó a la dama una mirada glacial, pero ella no dijo nada más. Tampoco Alexander. Tras una nueva pausa, Wortley se retiró y tomó asiento en el pequeño sofá, desde donde miró fijamente a lady Mary.

—Le ruego que disculpe los modales del señor Wortley, señor —dijo lady Mary en voz baja, temerosa de ser oída—. Hay un asunto… es decir, habíamos acordado hablar esta noche… y ha creído que lo había olvidado. Él no es así. Cuando vuelva a verle le aseguro que estará de mucho mejor humor.

—Debería ir a reunirse con él, señora —respondió Alexander, confundido ante la inesperada sumisión que había descubierto en ella.

Lady Mary se marchó por fin. Cuando se alejaba se volvió para mirar a Alexander, que percibió en la dama parte de la chispa que en un primer momento había observado en ella.

—La próxima vez que hablemos, señor Pope, espero que tenga ya traducidos algunos pasajes de la Ilíada —dijo sonriente.

—Estaré preparado, señora —respondió él.En cuanto se dirigió a la mesa del bufé, vio encantado que algunas

personas a las que hasta entonces no había visto se acercaron a felicitarle. Hasta entonces había esperado que sus escritos le reportaran una fama invisible para que nadie conociera su deformidad. Sin embargo,

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de pronto se dio cuenta de que después de todo disfrutaba de la atención. Y todo ello gracias al ataque de Dennis. Las palabras que Teresa le había dedicado esa noche le habían proporcionado la celebridad. El Sapo de Grub Street. Sería precisamente encarnando a semejante figura como el destino haría de él un hombre famoso.

Después de la cena los presentes pasaron a otro amplio salón situado en el primer piso de la casa para jugar a las cartas y conversar. Cuando Alexander llegó al salón, encontró la estancia muy concurrida. La luz blanca refulgía en los portavelas de las paredes y en los rincones de la habitación majestuosas urnas llenas de flores frescas —tulipanes a rayas, amapolas plisadas, jacintos de las Indias y jazmín dulce— colmaban la estancia con su aroma intenso y pretencioso. Las ventanas de ambos extremos de la casa estaban abiertas, pero no soplaba la brisa. El ambiente era sofocante.

Todos se habían congregado alrededor de una partida de cartas que jugaban Henrietta Oldmixon, el duque de Beaufort, Arabella, lord Petre y, para sorpresa de Alexander, la propia lady Mary. Pudo ver a Martha de pie en el extremo opuesto del salón y esta vez, cuando los ojos de ambos se encontraron, ella no desvió la mirada. El primer impulso de Alexander fue acercarse apresuradamente a ella, pero algo le retuvo. Estaba avergonzado por su comportamiento en el parque y temía que si se plantaba delante de ella sólo vería su decepción y su falta de afecto. Decidió concentrarse en la partida de cartas.

Jugaban al ombre. Cada una de las tres damas que participaban en la partida tenía una mano de cartas; los dos caballeros se habían situado de pie junto a Arabella y Henrietta, prestos a apostar por ellas. A juzgar por las notas manuscritas depositadas en el centro de la mesa, resultaba evidente que se habían apostado ya sumas considerables. Se repartieron las cartas y Henrietta, situada a la izquierda de la ombre, llevó la voz cantante en las apuestas.

—Apuesto cien libras por la victoria de la señorita Oldmixon —anunció el duque, recorriendo la estancia con la mirada y con una amplia sonrisa, y asegurándose de que la ostentación de su desembolso no pasara desapercibida.

—Respondo a Su Ilustrísima apostando doscientas libras por la señorita Fermor —respondió de inmediato lord Petre.

Hubo un revuelo en el salón. Los invitados empezaron a susurrar entre sí, arracimándose aún más alrededor de la mesa para ver lo que ocurriría. El silencio pareció intensificarse, aunque hubo quien intentó sin demasiado entusiasmo continuar con su conversación.

Se hizo un silencio expectante cuando los jugadores se volvieron a mirar a lady Mary, la última en hacer su apuesta. Alexander reparó en que Edward Wortley había desaparecido, probablemente, según supuso, para evitar tener que efectuar algún desembolso.

—El barón y el duque apuestan con gran arrojo en nombre de las damas —dijo lady Mary con su voz clara—. Y yo les respondo apostando trescientas libras a que seré yo quien gane la partida.

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Dicho esto, lanzó una nota manuscrita al centro de la mesa sin el menor asomo de agitación ni de emoción extrema. Alexander se quedó mudo de asombro y de admiración.

Cuando se mostraron por fin las manos, lady Mary fue declarada ganadora, aunque no mostró la menor expresión de entusiasmo ni de alegría por el resultado de la partida, sino que se limitó a decir:

—Algo me decía que tenía mejores cartas.Al término de la partida, el encargado de repartir las cartas despejó

la mesa y lady Mary añadió, dirigiéndose a lord Petre:—Temeraria apuesta la suya, mi señor.—No es más que una partida de cartas —respondió él, con un

forzado derroche de indiferencia—. Lo que se pierde en una noche se gana fácilmente en otra. Eso es lo mejor de la señora Fortuna. Por muy caprichosa que sea, está con nosotros tan a menudo como nos abandona —sin embargo, al volverse de espaldas, se enjugó la frente.

Henrietta Oldmixon no parecía en absoluto afectada por el hecho de haber visto apostar seiscientas libras en una sola mano de cartas y retomó una conversación en el punto exacto donde la había dejado momentos antes.

—Qué extraordinaria noticia la de la muerte del duque de Newcastle —le dijo a Arabella—. Su fortuna ha pasado a manos de su hija, lady Henrietta Cavendish Holies. Naturalmente, su esposa ha tenido que conformarse con una menudencia.

Alexander había observado que Arabella había palidecido al término de la partida de cartas, horrorizada al ver que lord Petre despilfarraba en ella una suma de dinero tan cuantiosa. Pero se recompuso rápidamente y se volvió hacia Henrietta con apenas una leve sombra de ansiedad en los ojos.

—El otro día oí a dos hombres ensalzando a lady Henrietta por su gran belleza y por su chispeante ingenio —dijo con una sonrisa apagada—. Cuando les oí describirla así, supe que el duque debía de estar gravemente enfermo. Aunque no se me ocurrió que pudiera haber muerto —Alexander admiró su serenidad, aunque la ausencia de emoción que observó en ella le resultara escalofriante.

—Se cayó del caballo y murió en el acto —respondió con despreocupación la señorita Oldmixon— Su hija es una muchacha agradable, aunque no hermosa. Espero que el matrimonio que han dispuesto para ella no le resulte demasiado fastidioso.

Cuando lady Mary Pierrepont se levantó de la mesa y se alejó, tras dar instrucciones a los hombres para que le llevaran sus ganancias a casa por la mañana, Alexander se adelantó para felicitarla por la audacia que había demostrado en la mesa.

Para su gran disgusto, la respuesta de lady Mary fue distante.—Me alegro de que haya disfrutado de la velada de esta noche, señor

Pope —dijo antes de volverse fríamente de espaldas.Alexander se maldijo por sus palabras. De nuevo había pecado de

inocente al pensar que podía presumir de una amistad tan poco sólida. Con todo su ingenio e inteligencia, Mary Pierrepont le había hecho olvidar que era la hija de un barón. Tenía plena libertad para hablar con

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él y se deleitaba haciéndolo, disfrutando así de su habilidad para despreciar las convenciones. Sin duda, cuando se había dirigido a él anteriormente, había sido en parte respondiendo a su deseo de poner celoso a Wortley. Y él había sido un estúpido por no darse cuenta… y por no ver que por muy insatisfactorio que Wortley pudiera resultar como pretendiente, la intimidad que existía entre lady Mary y él era un vínculo a todas luces firme que difícilmente podía poner en jaque el hijo de un importador de telas católico. La noche había dejado tras de sí —a él y también a otros— un buen número de lecciones sobre la insensatez. Pero, aunque Alexander era plenamente consciente de que tendría que haber estado preparado para ello, el desaire de lady Mary le había ofendido, pues las atenciones de las que había sido objeto esa noche habían espoleado sus ambiciones. Ahora que por fin le había llegado la notoriedad no podía soportar la idea de volver a conformarse con la insignificancia.

Martha observaba con interés el desarrollo de esos acontecimientos. Vio palidecer a Arabella cuando lady Mary ganó a las cartas; a lady Mary recoger el dinero de manos de lord Petre sin un mínimo asomo de disculpa. Las reacciones de las dos mujeres la llevaron a reflexionar que aunque Petre se hubiera enamorado de Arabella, el abismo que separaba al noble del plebeyo era ciertamente profundo, quizás incluso más que el que separaba a católicos y protestantes. Y aunque dudaba de que Arabella tuviera la templanza requerida para triunfar en el mundo de lord Petre, en ese momento la vio alejarse de las mesas de juego entre risas, mientras lady Salisbury le ponía la mano en el brazo, sin mirar a derecha ni a izquierda. Quizás, a fin de cuentas, sí tuviera lo que se necesitaba.

Mientras Martha seguía observando las escenas que tenían lugar en el salón, Alexander se acercó a Mary Pierrepont para hablar con ella. Para sorpresa de la menor de las Blount lady Mary desairó a Alexander, que retrocedió con semblante avergonzado y confuso. Instintivamente, Martha se compadeció de él: el rostro de Alexander se arrugó en una feroz mueca de remordimiento, y Martha supuso que debía de estar maldiciéndose por haber hablado.

Hubo algo en la expresión de Pope que la llevó a darse cuenta de que no podía estar enfadada con él. Alexander podía ser un insensato, y también orgulloso y egoísta, pero siempre sería su crítico más severo. A fin de cuentas, esa noche había intentado captar su atención para mostrarle que sentía lo ocurrido. Había sido ella quien había apartado la mirada. Pero decidió que no podía abordarle para restablecer la amistad con él. Estaba decidida a empezar desde cero en su trato con Alexander. Esperaría a que fuera él quien la buscara.

Hacía mucho calor en el salón y había empezado a dolerle la cabeza. Para remediarlo, se instaló en un asiento situado junto a una ventana abierta. El aire de la noche era refrescante y, dado que el salón ofrecía un animado espectáculo, se sintió feliz de poder apartarse de él durante un rato. Sólo llevaba unos minutos sentada cuando Alexander fijó su mirada en la expresión acongojada de la joven. Creyéndola a punto del desmayo, corrió al bufé para llevarle una copa de vino. Al acercarse al sillón de Martha ésta se volvió hacia él con un poco más de color en el rostro.

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Alexander sonrió tímidamente al descubrir que también él estaba incómodo.

Se sentó al instante, aun a pesar de no haberle pedido permiso a Martha para hacerlo. Luego le dio la copa y ella se la llevó a los labios. Durante un instante permanecieron en silencio.

—Gracias, Alexander —dijo.—¿Cómo te encuentras ahora?—Mucho mejor —respondió Martha, que no deseaba realmente

decirle lo encantada que estaba de tenerle con ella—. Pero me gustaría seguir sentada unos minutos más.

—Por supuesto. Espero que podamos al menos seguir sentados durante algún rato.

Aunque Martha vaciló, consciente como era de que con ello marcaría un cambio en su relación con Alexander, se vio obligada a mencionar el tema de Teresa.

—Esta noche mi hermana ha estado muy agitada, ¿no crees? —empezó, tras una breve pausa.

—Cierto —respondió Alexander—. Quizás en el fondo Teresa no sea una persona capaz de sentirse sinceramente feliz. No logra encontrar el modo de estar tranquila.

Recelosa ante la reacción de Alexander, Martha optó por hablar con sinceridad.

—Aun así, es más feliz de lo que a ti te gustaría —respondió—. A veces pareces empeñado en no aceptar que su disfrute adopta una forma muy distinta del tuyo.

La miró sorprendido. No era ése el comentario que esperaba de ella. Su primer impulso fue desestimarlo airadamente, pero se forzó a contenerse.

—Hay un aspecto en el que creo que nos parecemos —respondió—. Como yo, también ella sería más feliz si no tuviera que preocuparse tanto por granjearse la admiración de aquellos por los que no siente un auténtico respeto… gente incapaz de albergar un mínimo sentimiento desinteresado.

Desde hacía tiempo Martha albergaba la sospecha de que Alexander tenía esa visión de su hermana. Sabía que no podía perder la oportunidad de declararle sus sentimientos más sinceros.

—Para Teresa es muy importante sentirse parte del mundo elegante. Aunque pueda resultar curioso, me parece un signo de valentía —dijo—. No se conformará con ser menos que nuestra prima Bell ni que ninguna otra muchacha. Y no se lo reprocho, porque ésa es una faceta de su carácter que admiro.

—Sin embargo, es también una forma de valor que nace del temor —insistió Alexander.

Martha no dio su brazo a torcer.—¿Y no te parece una muestra de valentía intentar superar el miedo?

—preguntó con una mirada sincera.Alexander respondió con un tono de voz que la llevó a pensar que

entendía a qué se refería.—Por fin estoy empezando a entender que, en los asuntos del

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corazón, Teresa está decidida a ser ella la que elija. Jamás permitirá ser la elegida.

—Pues espero que sea elegida, pues para ella eso es de vital trascendencia.

—Tú jamás te tambaleas a merced de tercas inclinaciones ni de pasiones transitorias, Patty —dijo Alexander, tras un caviloso silencio—, ¿Por qué esas cosas parecen haber caído exclusivamente del lado de tu hermana? ¿No podríais ambas haber entrado en un reparto más equitativo de sentido común y de insensatez?

—Teresa no es tan insensata como crees —respondió Martha con voz severa—. Yo no tengo ningún interés en elegir. Prefiero ser elegida —era consciente de que respiraba aceleradamente. El silencio que se hizo entre ambos antes de que llegara la respuesta de Alexander fue espantoso.

Por fin, él dijo:—¡Ah! En ese caso sólo necesitas ser infinitamente paciente e

infinitamente sabia.Martha temió que se estuviera burlando de ella, aunque el rostro de

Pope mostraba una expresión de inconfundible solemnidad cuando añadió:

—Recuerda que un hombre sólo valora el trofeo que le ha costado gran esfuerzo obtener. Nada de lo que se consigue con facilidad es merecedor de demasiada atención. Y tu desgracia, Patty, es precisamente ser ese trofeo. Así pues, deberás ser paciente hasta que tu héroe, un hombre vanidoso, perezoso y mal informado, al que te verás obligada a observar mientras él pierde mil veces su valor y su norte, encuentre el camino que le llevará a ti con infinita lentitud. Son muy pocas las mujeres que tienen las agallas necesarias para semejante indolencia y que no terminan tomando las riendas de la situación. Aunque sé que tú eres distinta.

A pesar de que sintió un estremecimiento al oír las palabras de Alexander, Martha se desinfló de inmediato.

—Ese es un galante modo de decirme que si decido esperar a ser elegida debo también aceptar que seré la última en serlo —dijo. Sin embargo, estaba decidida a no dejarse abatir—. Pero no te considero ni un holgazán ni tampoco un adulador, Alexander —prosiguió—. Me sorprende saber que has perdido tu tiempo buscando la admiración de aquellos a los que no admiras. No estoy segura de creerte.

—Cuando estoy en la ciudad, Patty, no me queda más remedio que convertirme en esa persona —dijo, encogiéndose de hombros—. En Londres, un hombre está en todas partes salvo en su casa; debe preocuparse por todo salvo por sus propios asuntos; besar a todo el mundo salvo a su esposa. Así es la vida elegante. Dedico mi tiempo a todo excepto a lo que debería y me paso días enteros hablando con hombres para los que carezco de importancia.

Martha se relajó y la conversación continuó en esa línea durante unos minutos más. Hacia el final de la misma, ella dijo:

—¿Sabías que Teresa y yo volvemos al campo a finales del mes que viene?

Alexander asintió.

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—Me lo ha dicho ella —respondió—. Y le he advertido que os seguiré muy pronto.

Aunque pretendía mostrarse encantador, Martha sabía que esperaba escribir un nuevo poema antes de regresar al campo.

—Aun así, la ciudad te sienta mejor que el campo en muchos sentidos —respondió ella—. Son muy pocas las diversiones rurales de las que tú disfrutas.

—Cierto es que no soy cazador —respondió—, pero soy un gran aficionado al deporte. Por desgracia, mi precaria constitución no me permite practicarlo… como tampoco me permite disfrutar de la bebida, naturalmente.

—¡Pero si ésos son los principales placeres que ofrece el campo! Es una lástima que seas tan enfermizo.

—Y una lástima que todo el mundo goce de tan buena salud.Martha se rió.—Al oírte hablar de cacerías me entristece pensar que el verano no

tardará en quedar atrás. Ahora las noches son largas y pronto empezará a amanecer casi antes de acostarnos. Pero los días pronto volverán a acortarse.

—En ese caso, debemos alargar el tiempo un poco más —fue la respuesta de Alexander—. Se me ha ocurrido una idea, Patty. A ver qué te parece. ¿Has visto alguna vez a los jardineros de Lambeth navegar río abajo al romper la mañana llevando sus productos al mercado?

—No.—Dicen que es un espectáculo precioso; el río lleno de barcazas

colmadas de frutas y de flores. Si la mañana está despejada, el agua estará iluminada por el sol del amanecer cuando aparezcan. ¿Qué te parecería una pequeña excursión hasta el río al amanecer?

El rostro de Martha se iluminó.—Oh, hace muchas semanas que sueño con ver las barcazas llegando

al mercado desde Lambeth —dijo, entusiasmada. Luego guardó silencio y preguntó—: Pero ¿y tu salud? Estás delicado, y te enfriarás. No me parece una decisión muy prudente.

—Quizás no lo sea, pero estoy reservando toda mi prudencia para cuando esté tan tullido que ni siquiera pueda salir de casa. ¡No estamos en edad de ser prudentes! Es medianoche. Pasaré a buscarte a las cinco. Cuatro horas de sueño son suficientes para cualquier persona menor de veinticinco años.

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Capítulo 15

¡Es dejarte lo único que temo!

Las Blount se marcharon de la fiesta en compañía de Jervas y de Alexander y lord Petre les imitó poco después. Los únicos invitados que se quedaron fueron los jugadores más avezados, amigos del hermano de la señorita Oldmixon que habían acordado jugar hasta el amanecer. Henrietta, Arabella y lady Salisbury seguían sentadas alrededor de los restos de la mesa del té, felicitando a su anfitriona por el gran éxito de la fiesta. Henrietta había invitado de antemano a Arabella a pasar la noche, de modo que allí seguía todavía, pero la conversación transcurría sin demasiada fluidez y los bostezos eran cada vez más frecuentes.

—¿Sabes, Henrietta?, creo que finalmente me iré a casa y me acostaré —dijo Arabella—. Sería muy divertido quedarme aquí, pero mi disfraz va a ser un problema por la mañana y es demasiado engorro mandar ahora a un criado a que me traiga ropa de día. Pediré a uno de los lacayos que me busque un coche.

—Pero tus padres creen que pasarás aquí la noche —protestó Henrietta, que era una de esas jóvenes a las que no les hacía ni pizca de gracia que alguien cambiara un plan que ellas mismas habían diseñado—. Encontrarás la casa cerrada. Es casi la una.

Arabella insistió.—Siempre se queda un criado haciendo el turno de noche —dijo—.

No tendré ningún problema para entrar. Al menos mi prima Teresa no me despertará a primera hora de la mañana si cree que estoy aquí contigo. A menudo me pide que la acompañe en sus visitas matinales y a la peluquería. Resulta terriblemente agotador. Tanto que casi llego a echar de menos el campo, donde no hay nada que hacer —ordenó a un lacayo que saliera en busca de un palanquín y se dispuso a recomponer su plumaje, que había perdido su lustre durante el tiempo que había estado sentada. El carruaje llegó por fin y el lacayo la ayudó a subir.

Los cocheros arrancaron en dirección a la calle de St. James, donde vivía Arabella, pero poco antes de llegar a la residencia de los Fermor Arabella dio unos golpecitos en el techo del vehículo y pidió que la llevaran a casa de los Petre en Arlington Street. A su llegada, la silla del palanquín fue transportada hasta los establos. La parte trasera de la casa estaba sumida en la oscuridad, pero al oír los pasos de los porteadores el criado de lord Petre emergió del edificio con una vela en la mano.

—¡Señorita Fermor! —suspiró, aparentemente sorprendido. Arabella se preguntó a quién si no podía estar esperando a esas horas y decidió que el bueno de Jenkins debía de estar aguardando ansioso un encuentro con su propia amante. Jenkins la acompañó dentro y ella le siguió por las

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escaleras traseras, que para entonces le resultaban tan familiares que casi no necesitaba la ayuda de ninguna iluminación para subir por ellas. Avanzaron en silencio. Arabella había aprendido a apoyar los pies en el lugar exacto donde los escalones no crujían. Jenkins empujó la puerta de la habitación de su señor y Arabella vio al barón abalanzarse hacia ella con una sombra de alarma en el semblante.

—¡Arabella! —exclamó al tiempo que la expresión de su rostro pasaba al instante de la alarma al entusiasmo.

Encantada con el cambio, Arabella no sintió el menor deseo de preguntar con demasiado detalle sobre los motivos que habían provocado la aprensión original.

—¡Estás aquí! Mi querida niña —dijo lord Petre—. Creía que no vendrías nunca —y casi antes de que el criado se retirara, tomó el rostro de Arabella en sus manos y la besó apasionadamente.

—No sabes cuánto he deseado vaciarme dentro de ti en la fiesta de esta noche —murmuró—. Con mis brazos alrededor de tu cuerpo en la oscura galería, apenas he podido contener mi pasión. Viéndote envuelta en todas esas plumas…

Arabella retrocedió y tomó entre sus manos el rostro del barón, apartándole los rizos de los ojos.

—De haberte dejado seguir un instante más —respondió con una sonrisa—, sir Anthony Vandyke se nos habría caído encima. Tenía el marco del cuadro directamente contra mi espalda cuando me empujaste contra la pared. No está bien ir por ahí dando traspiés en la oscuridad en las casas ajenas.

—No, no está bien, pero no puedo contenerme cuando te tengo delante.

—Eso no es del todo cierto, mi señor… pues no podías verme.—Pero puedo verte ahora, de modo que te tomaré por las buenas o

por las malas, cualquiera que sea la opción más rápida —tiró de ella hasta la cama, intentando mientras tanto quitarle el vestido—. Si debemos hacer justicia a los personajes de la mitología, yo debería ser el cisne y tú una doncella desnuda. Zeus se le apareció a Leda disfrazado así antes de forzarla —la tiró sobre la colcha—. Corrijamos al menos una parte del cuadro —dijo, mordiéndole el cuello— ¡Besemos pues al cisne!

Entre risas, Arabella se quejó de que lord Petre la estaba desvistiendo sin poner en ello ningún cuidado.

—Me estás tirando de las plumas —dijo, poniéndose en pie para ayudar al barón—. No, así —se volvió de espaldas—. Ten cuidado con la seda o la romperás. Eso es —el vestido por fin cayó al suelo y se quedó solamente con el blusón.

—Ahora encarnas al personaje que te corresponde —dijo lord Petre mientras le quitaba también el blusón por encima de la cabeza—. Aunque estabas tan arrebatadora con el disfraz que Zeus te habría tomado con plumas y todo.

—¿Quieres que vuelva a ponérmelo? —preguntó Arabella con una sonrisa al tiempo que él se tumbaba sobre ella.

—Por supuesto que no —masculló, enroscándose las piernas de ella a la cintura.

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Más tarde, acostados juntos en la oscuridad, con Arabella acurrucada, quieta y suave, en sus brazos, Petre le susurró cariñosamente que volvería en un instante y ella murmuró a su vez una respuesta incoherente.

El barón se dirigió a la habitación de su criado, donde se vistió a la luz de una vela que seguía allí prendida y se reunió con Jenkins en el patio de los establos.

Jenkins, que vigilaba adormecido, se sobresaltó al ver entrar a lord Petre y se levantó como buenamente pudo.

—Todavía nada, mi señor.—Son casi las tres. Me quedaré aquí contigo —decidió con un

escalofrío.—¿Tiene usted frío, mi señor? —preguntó Jenkins.—Hace un poco, ¿no? —soltó una risa apenas audible y no demasiado

cordial. Minutos más tarde se oyó un fuerte estruendo en la oscuridad. Los dos hombres se pusieron de pie al instante. Hasta ellos llegó entonces el eco de una risa distante y de apagadas voces recriminatorias.

—Es el patio de al lado —dijo el criado—. El mozo de cuadras, que está borracho y se le ha caído un farol.

De nuevo se hizo el silencio.Por fin oyeron el torpe avance de unos pasos poco acostumbrados a

caminar sobre los toscos adoquines del callejón. Lord Petre se quedó inmóvil, indicándole a su criado que se mantuviera detrás de él en el momento en que un hombre hacía su entrada en el patio en sombras.

—¿Quién va? —preguntó sin más preámbulos.—Mensajero para el barón —respondió el desconocido.—¿Quién es usted y de dónde viene? —preguntó de nuevo Petre,

acercando el farol al rostro del hombre y obligándole así a protegerse los ojos entre deslumbrados parpadeos.

—Menzies, mi señor —dijo el hombre, intentado apartarse del farol—. Acabo de llegar de Escocia.

—Yo soy el barón —dijo lord Petre.Menzies le hizo entrega de un paquete de documentos.—Dentro encontrará la identidad del resto de los hombres y los

detalles de la misión. Las tropas del rey están preparadas en la costa y las bandas del norte en posición. ¿Está asegurada la presencia de la reina?

—Lo está.—Dentro encontrará descrito el papel que se le ha encomendado.Lord Petre asintió.—Pronto se enterará de que esta noche han sido arrestados otros

agentes procedentes del norte. Ninguno de ellos portaba documentos de valor. Estas son las instrucciones correctas. He venido por agua para mayor seguridad. ¿Debo permanecer en esta casa?

—Mi criado le llevará a un lugar seguro —dijo lord Petre—. Allí disfrutará de dos días de protección.

—Muy bien. Buena suerte, mi señor. En el nombre del rey.—En el nombre del rey.Un instante más tarde, Menzies desapareció con Jenkins. Lord Petre

volvió a entrar y regresó a hurtadillas a sus habitaciones, guardando el

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paquete en su escritorio bajo llave. Le parecía increíble que la rebelión por fin fuera a tener lugar. De pronto, le asombró que eso le estuviera ocurriendo a él; que fuera él precisamente quien estuviera destinado a desempeñar un papel tan crucial. Estaba ansioso por conocer los detalles del plan, pero los documentos debían de estar codificados y sabía además que no podía dejar sola a Arabella durante todo el tiempo que le llevaría leerlos. Se desvistió hasta quedarse en camisón, y se deslizó en la cama junto a ella, que dormía desnuda y relajada. Ya eran casi las cuatro.

Justo antes de las cinco, incapaz de conciliar el sueño, lord Petre sacudió a Arabella hasta despertarla y prendió una vela.

—No… no puede ser ya la hora —murmuró Arabella—. Todavía es de noche. Mis padres creen que estoy en casa de Henrietta.

—Tengo una sorpresa para ti —dijo él, incapaz de soportar un minuto más la soledad previa al amanecer y deseando encontrar algún motivo para distraer su mente de la acción inminente.

Un ojo se abrió receloso a su lado.—¿Qué clase de sorpresa?—Una que no te obligará a moverte de tu postura actual —dijo,

atrayéndola hacia él.—No puedo —respondió Arabella, apartándole, aunque no con

demasiado entusiasmo.—Pronto amanecerá —insistió Petre—. Iremos a navegar en barco

por el Támesis para ver salir el sol. Es uno de los espectáculos más maravillosos de Londres. Pero tenemos que salir antes de que la casa despierte.

—Pero si sólo tengo el disfraz de cisne —protestó ella, incorporándose y frotándose los ojos.

—Vuelve a ponértelo —le pidió el barón—. Te daré una capa para que puedas taparte cuando estemos en el barco.

Mientras lord Petre regresaba a la cama tras el encuentro en los establos, Jenkins dejaba a Menzies en la pequeña casa que sus padres tenían en las afueras de la ciudad. Cuando volvió a la residencia de los Petre ya era hora de empezar con las labores del nuevo día. Jenkins no había dormido nada. Al entrar como todas las mañanas al dormitorio de lord Petre para encender las chimeneas se encontró con que la pareja ya se había marchado. Sin embargo, reparó, irritado, en que habían dejado el suelo junto a la chimenea salpicado de pequeñas plumas blancas. Le llevaría al menos media hora recogerlas, y se retrasaría en las ocupaciones que le esperaban en la planta baja. El mayordomo, que envidiaba su posición de criado personal del barón, utilizaría sin duda la oportunidad para darle una buena reprimenda. Enfadado, Jenkins se acercó al fuego y empezó a echar pequeños puñados de plumas a las llamas, pero justo en el preciso instante en que recogía el último puñado cambió de idea y decidió metérselo en el bolsillo de la chaqueta. Luego bajó con una leve sonrisa en los labios.

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Cuando llegaron a casa desde la fiesta, Alexander preguntó a Jervas si podía pedirle prestado el carruaje para la excursión matinal con Martha. El anfitrión protestó, asegurándole que la expedición resultaría desastrosa para su salud.

—No sé por qué os empeñáis todos en tratarme como a un inválido —arguyó Alexander—, pero no pienso rendirme hasta que me llegue la hora. Quizás tú, que nada tienes que temer en ese sentido, desees jugar al enfermizo como novedad. Yo, en cambio, para quien todo achaque y malestar está a la orden del día, no tengo la necesidad de fingirme enfermo en los escasos momentos en que me siento bien.

Jervas se acercó vacilante al aparador y se sirvió una copa.—Muy bien, mi querido Pope —dijo—. Pero debes descansar un poco

y de inmediato. Yo me quedaré y tomaré otra copa de vino.Alexander volvió a bajar antes del amanecer y encontró a Jervas

roncando en la silla. El fuego se había apagado y tenía la botella vacía en la alfombra junto a él.

A las cinco menos cuarto, tras poco menos de cuatro horas de sueño, Martha no recibió con buen talante a la criada que le anunciaba que el señor Alexander Pope la aguardaba fuera. Aun así, bajó más deprisa de lo que Alexander esperaba y subió al coche con un aire somnoliento y melancólico. Alexander le dio una manta para que se arrebujara en ella, pues la mañana había amanecido fría, y emprendieron la marcha por las calles sumidas en la semioscuridad.

—Confieso que no poseo sobre mí esta mañana el delicado rocío de la juventud —dijo Martha tras un par de bostezos—. A decir verdad, lo que siento se parece más a una nube de neblina.

Alexander estuvo de acuerdo.—A primera hora de la mañana uno tiene la sensación de que la

juventud está sobrevalorada por los poetas —dijo, pasándose la mano por la cara—. La juventud es traidora con la vida humana… aunque lo sea de un modo mucho más amable que la edad.

El carruaje giró en ese momento en una esquina y ante ellos se abrió una amplia panorámica del río Támesis. A pesar del cansancio que ambos sentían, no pudieron reprimir un «¡Oh! ¡Qué maravilla!».

Y así era, en efecto. El brazo del río, con sus lustrosas y relucientes orillas bajo la luz de la mañana, dibujaba una curva que se perdía en dirección a la ciudad. El primer sol sobre el agua perfilaba pequeñas sombras que, entretejidas entre las olas, parecían dotarlas de un constante y resplandeciente vaivén. A lo largo de los diques, los flancos de los edificios brillaban como espejos. Filas de árboles estivales, plantados a pares y podados para saludar al sol formando una línea de uniforme verdor, suavizaban la vista, transformando el paisaje en un placentero jardín que resplandecía con la fuerza de una nueva vida. El cielo estaba limpio y despejado, brillantemente lustroso bajo el primer calor del sol en su cúpula. Refrescado por un delicioso y lúcido vapor, diríase recién lavado. Nada interrumpía su azul salvo unas pocas nubes dulces y desperdigadas que flotaban ligeras y delicadas sobre el lienzo de la escena.

Fue una auténtica delicia emerger de las frías y sombrías calles para

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contemplar semejante espectáculo. El carruaje no tardó en detenerse con un tintineo y la pareja saltó al suelo, ansiosos por subir a una de las pequeñas barcazas destinadas al transporte de pasajeros atracadas en las orillas, y por estar en el agua. Alexander ayudó a subir a Martha y luego la imitó.

—¡A Greenwich! —le dijo al barquero, y se alejaron sobre la chispeante corriente.

Alrededor de ellos el aire se movía tan leve y dulcemente que apenas podía calificarse de brisa. Aun así, jugueteaba con las manos y con el rostro de la pareja como el aliento del mismísimo verano, frío y caliente a la vez y envuelto en susurros que hablaban del deleite y del paso del tiempo. La barcaza se deslizaba sobre un agua que no era ni áspera ni suave, sino rizada en una lisura de perfecta animación.

¡Y el río bajaba henchido de vida! Era como si las verdes orillas del Támesis, que por fin rebosaban con la recompensa del verano, hubieran ido vertiendo poco a poco su profusión de esplendor en las barcazas a su paso. Cajas de lechugas, puerros, pepinos y espárragos; cebollas, zanahorias, hierbas y habas; cerezas, fresas y melones maduros, cuyo aroma casi inundaba el balsámico aire como el incienso. Había también flores que inclinaban sus brillantes y erectas cabezas al sol: rosas y guisantes de olor; berros, clavelinas y delfinios; peonías en flor y salpicadas de carmesí o prietamente rizadas en globos de suaves y blancos pétalos.

Los jardineros se gritaban al pasar, saludando a sus amigos e insultando alegremente a otros proveedores del ramo, aunque no se percibía resentimiento en sus voces. La mañana afectaba a todos por igual con la sensación de haber entrado en un Paraíso y de que el día, con sus delicias, era un segundo Edén.

Absolutamente deslumbrados, Alexander y Martha siguieron sumidos durante unos minutos en un jubiloso silencio.

Pasaron al lado de una barcaza llena de rosas junto a la que se había apostado una embarcación más ligera. Un caballero compraba un ramo para su dama, y cuando el jardinero levantó las flores en el aire, lanzó con su gesto una lluvia de rocío que se tornó vapor al sol.

—¡Oh, Alexander! Gracias por haberme traído —exclamó Martha.—Jamás hubiera imaginado que existía un lugar semejante —le

respondió él, embelesado—, sobre todo en la ciudad. El aire resplandece como si estuviéramos rodeados por un millón de espíritus invisibles que aletearan en la luz.

—Diríase que estás dándole vueltas a algún verso, Alexander.—Mi imaginación atesora codiciosa cada una de las imágenes que

ofrece la mañana, casi pletórica y aun así deseosa de seguir disfrutando de lo que ve. Compongo rápidos versos ante cada descubrimiento como el pintor que se afana por bosquejar una fugaz impresión al tiempo que le asalta ya una nueva imagen. Cada visión desaparece en un instante y sólo dispongo del ojo de mi mente para conservar una pobre copia del glorioso original.

Volvieron a guardar silencio. Entonces Alexander estalló.—Hace tiempo que tengo en mente escribir un poema sobre un

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Paraíso terrestre y dudo mucho que ni siquiera la imaginación sin igual del mismísimo Milton pudiera conjurar la escena que tengo ante mis ojos. De pronto se me ocurre una idea sobre quién podría habitar este lugar. Como en el poema de Milton, habrá criaturas mortales, pero también seres divinos. Los ángeles son demasiado excelsos para mis versos… de modo que contaré con espíritus menores; ninfas que vivan en el aire. Delicadas y mágicas como la mañana. Ya verás —añadió, presuntuosamente—: Ni siquiera Milton me superará.

Martha le observó en silencio. Sabía que si Teresa hubiera estado allí se habría reído de él viéndole tan entusiasmado. Y es que ciertamente este Alexander de ojos brillantes y nerviosos y exaltados movimientos tenía algo de cómico. Pero cuando alardeó de que no se vería superado por Milton, Martha cayó en la cuenta de que hablaba en serio. El mundo estaba lleno de hombres que ambicionaban escribir un poema tan magnífico como El paraíso perdido, pero quizás, y sólo quizás, Alexander llegara a conseguirlo. Era una idea extraordinaria y Martha se estremeció, como si de pronto hubiera tenido una visión.

Alexander interrumpió sus cavilaciones, inclinándose hacia delante y hablando apresuradamente:

—¿Qué opinión te merece esto, Patty? Es una descripción de los espíritus invisibles que moran en el Támesis: «Algunas sus alas de insecto despliegan bajo el sol; boquean en la brisa o se sumergen en nubes de oro. Formas transparentes, demasiado excelsas para el ojo humano… sus cuerpos fluidos semidisueltos en luz. Al viento sus etéreos ropajes ondean; finas y relumbrantes texturas del delicado rocío, sumergidas en la más profusa tintura del cielo, donde la luz entreteje un mar de matices. Mientras los rayos nuevos y fugaces colores lanzan; colores que cambian en cuanto ellas sus alas en el aire agitan».

Al oírle hablar así, Martha tuvo la sensación de que el aire se llenaba de sonidos mágicos: la etérea música de la poesía que no es del todo de este mundo. Miró a Alexander, maravillada. Embargada por un tranquilo distanciamiento que nada tenía que ver con el hecho de conocerle personalmente, sabía que el joven sentado delante de ella estaba destinado a ser un gran poeta. No era simplemente un hombre con talento; era… —e incluso al pensarlo la recorrió un escalofrío de emoción—, era un genio. Volvió su mirada a los ojos brillantes y distantes de Alexander y vio en ellos que también él lo sabía y que era eso lo que le daba ese aire etéreo que percibía en él.

Intentó poner voz a sus cavilaciones.—Alexander, siento… no sé qué decir —dijo, impotente—. Siento

como si me hubieras hecho un regalo que anhelo mostrar al mundo, y a la vez sé que es una preciosa joya que sólo yo veré. Tu genio te hará famoso; ya nada puede detenerte —algo la empujó a seguir hablando—. Pero sé que siempre conservaremos el cariño que existe entre nosotros.

La descripción que Alexander había hecho de las hadas le había soltado la lengua y ahora hablaba con mayor libertad de la que jamás se había imaginado capaz. Le rebosaba el corazón y acababa de reconocer sus más secretas esperanzas. Sin embargo, temía que ese encantamiento no lograra prolongarse en el tiempo.

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—¡El cariño que nos profesamos, dices! —exclamó Alexander—. Patty, ahora sé que la tuya es la amistad más querida que jamás he tenido. No podría vivir sin ella. Espero que no lo pongas en duda jamás; especialmente tú, con tu inigualable capacidad de comprensión.

Martha bajó la mirada. No se sentía capaz de mirar a Alexander a los ojos. En cientos de ocasiones había imaginado esa conversación, o una versión de la misma, y de pronto la veía desarrollarse ante sus ojos. Se sentía abrumada por la vergüenza.

—Me temo que no puedo ser demasiado clara cuando se trata de comprenderte, Alexander —dijo con voz queda.

Estudió su rostro con atención y de pronto se sorprendió ante lo que vio. Por primera vez, fue consciente de lo que Martha sentía por él. Ella le vio abrir la boca para hablar al tiempo que sentía que el corazón le latía desbocadamente en el pecho, pero cuando de pronto Alexander guardó silencio supo que estaba intentando encontrar las palabras adecuadas para formular con ellas su respuesta. El silencio fue implacable.

—Como sabes, siempre tengo un retrato de Milton a mi lado cuando escribo —habló por fin Alexander—, con la esperanza de que me ayude a conservar mi humildad, pues de lo contrario temo henchirme de placer ante el espectáculo de mi propia inteligencia.

Martha sintió que el corazón se le encogía. Alexander se negaba a darle una respuesta directa. ¿Por qué se empeñaba una vez más en hablar de poesía —de Milton— precisamente en el más desgarrador de los instantes? ¿Pretendía acaso mostrarse cruel con ella? Se negó a creerlo.

—Lo sé, Alexander —respondió lentamente—, pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros?

—De repente me he acordado de un fragmento de El paraíso perdido —respondió Alexander—. Cuando Eva recibe la noticia de que debe abandonar el Jardín. A pesar de que el error ha sido suyo, su lamento es amargo.

—No lo recuerdo.Alexander citó los versos.—«¿Cómo partir y vagar a partir de ahora en un mundo inferior? /

¿Cómo respirar en un aire Menos Puro, acostumbrados como estamos al sabor de los inmortales frutos?»

Martha contuvo el aliento mientras Alexander terminaba de recitar el lastimero llanto de Eva. Guardó un minuto de silencio; se sentía embargada por una indescriptible tristeza. Siempre había creído que si él no la amaba sería a causa de Teresa, y sabía que había aprendido a encontrar consuelo, e incluso placer, en el hecho de vivir recogiendo las migajas del afecto que Alexander profesaba a su hermana. Pero al final no sería Teresa la que le mantendría alejado de ella, sino la escritura.

El descubrimiento resultó más amargo de lo que había imaginado; se sintió totalmente sola. Revivió la mañana que habían pasado juntos y contuvo las lágrimas. El glorioso encantamiento; la plena conciencia de que el genio de Alexander podía transformar el mundo cotidiano; el inconmensurable regocijo que provocaba en ella haber oído sus versos mientras él los componía… ¿serviría todo ello simplemente para dejarla

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abandonada, desconsolada y sola, mientras Alexander encontraba nuevos bosques y pastos frescos?

—¿Estás diciendo que te has acostumbrado a comer frutos inmortales, Alexander? —preguntó tan suavemente como pudo, consciente de la tensión que desvelaba su voz.

Alexander la miró fijamente. Martha entendió que deseaba hablarle con franqueza y también ella le miró, aunque no exenta de dolor.

—Estoy empezando a comprender que si deseo seguir los dictados de la poesía como es de rigor debo olvidarme de mi padre y de mi madre y también de cualquier otro amor mortal, y aferrarme a ella solo —dijo—. Si pretendo triunfar como poeta, no puedo vagar libremente por este mundo, por muchas que sean las delicias terrenales que lo colmen y aunque pueda encontrar en él una fuente de gran felicidad. ¿Me creerás si te digo que me desconsuela sobremanera hablarte así?

—Te creo, Alexander —respondió Martha, tragándose las lágrimas—. Pero no dejes de visitarme con frecuencia pues no puedo vivir sin tu amistad.

Alexander le tomó la mano.—No necesitarás hacerlo —dijo cariñosamente. Y añadió con voz más

firme—: En cualquier caso, Patty, mi experiencia secreta del mundo me ha convertido en un hombre escéptico en lo que se refiere a las relaciones pasionales. Es el auténtico cariño el que perdura hasta el final, pues es poco lo que espera de la naturaleza humana. Las amistades románticas, en cambio, como los amores violentos, empiezan con disputas, continúan con los celos y concluyen con el rencor.

Martha se rió valientemente, reprimiendo entre parpadeos una última lágrima. Habían llegado a un desembarcadero situado justo un poco más allá del lugar donde paraban las barcazas con destino a los mercados de Covent Garden. Eran las ocho y media.

Alexander le soltó la mano y recorrió el muelle con los ojos.—¿Te apetece que desembarquemos y vayamos a desayunar al

mercado? —preguntó. Dedicó a Martha una sonrisa recelosa y añadió con su tono burlón de costumbre—: Me encantaría seguir cultivando elevados pensamientos sobre hexámetros al modo de Virgilio y de homéricos símiles, pero heme aquí, preso de bajas pasiones como un buen chocolate y unos panecillos calientes, y un café con huevos y beicon.

Martha asintió, mostrando la expresión más luminosa y animada que supo encontrar. Cuando estaban ya a punto de saltar al muelle, exclamó, sorprendida:

—Mira, Alexander. ¡No somos los únicos a los que se les ha ocurrido este plan! Es mi prima Bell… ¡y en compañía de lord Petre!

Alexander se volvió para mirar. Justo en ese momento, la otra pareja se disponía a desembarcar. Arabella llevaba un ramo de rosas sobre las rodillas y sonreía alegremente a su acompañante. A pesar de que ella parecía no haber reparado en su presencia, lord Petre sí parecía haberles visto. Martha bajó la mirada, horrorizada al haber sorprendido a Bell protagonizando una expedición a todas luces prohibida. «Quizás estén prometidos», pensó perpleja, aunque ni los Fermor ni los Petre eran proclives a guardar secretos relacionados con sus actividades nupciales.

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Miró con recelo a Alexander, que observaba a la pareja con una sonrisa tranquila e irónica en los labios.

La casualidad dictó que los dos barcos llegaran al desembarcadero casi a la vez. Para asombro de Martha —y no tanto para el de Alexander—, lord Petre les saludó antes incluso de atracar en el muelle.

—Señorita Martha Blount… ¡señor Alexander Pope! ¿No les parece una mañana magnífica? La señorita Fermor y yo estábamos en el río antes del amanecer, de modo que hemos podido contemplar el glorioso desfile desde sus inicios. Hemos venido directamente de la fiesta de la señorita Oldmixon. Fui yo quien insistí… La señorita Fermor no había visto a los jardineros de Lambeth desde el agua.

Alexander se dio la vuelta para mirarle y dijo:—No tenemos tanto aguante como usted y la señorita Fermor, mi

señor. Hemos necesitado de un breve sueño a fin de reunir fuerzas suficientes para disfrutar del espectáculo. He pasado a buscar a la señorita Blount a las cinco.

—En ese caso, ¡lamento decirles que se han perdido lo mejor de la mañana! Ese intervalo entre la oscuridad y el amanecer en que el sol hace su aparición sobre el río.

—¿No ha pasado frío la señorita Fermor con su traje de plumas? —preguntó Alexander—. Hasta el cisne, que tan bien se adapta a los climas acuáticos, busca el calor de sus iguales durante las horas que preceden al amanecer.

—Ni una pizca —respondió lord Petre—. La señorita Fermor es de constitución robusta, y he tenido la feliz precaución de traer con nosotros una capa adicional… una precaución de la que pocos cisnes pueden presumir.

Arabella escuchó disgustada el frívolo discurso de lord Petre. El barón parecía decidido a llamar aún más la atención sobre lo absurdo de su vestido —en el que el espantoso y condenado Pope con tanta impertinencia había reparado— y sobre lo improbable de que hubieran bajado al río directamente desde la fiesta. ¿En qué estaba pensando lord Petre cuando había cogido la capa? ¡Por supuesto que no habían estado surcando las aguas antes del amanecer! Observó disgustada la complicidad que creyó adivinar en la mirada de Alexander, como si el poeta comprendiera la situación mejor que ella misma. Aunque, ¿acaso no había salido también él en compañía de otra mujer? ¡Y de la hermana de Teresa, nada más y nada menos! Se le ocurrió que si Martha Blount había salido sola con un hombre, ella no podía haber obrado tan mal.

Arabella se sintió desnuda y expuesta a causa del desgraciado encuentro. ¿Y si Martha empezaba a sospechar que lord Petre y ella compartían cama? Tampoco es que le importara, por supuesto, pues sabía que el barón pensaba casarse con ella. Al ver el rostro perplejo de Martha, pálido y retraído bajo la capucha de su capa, se vio de pronto embargada por un arrebato de timidez. No, era más que eso, se dijo por fin. La actitud de su prima la había hecho sentirse humillada.

Cuando lord Petre habló, Alexander y Martha miraron a Arabella, que se negó a devolverles la mirada y que, a pesar de haberse estado riendo encantada hacía apenas unos instantes, parecía tener mucha prisa

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por marcharse.—De hecho, creo que me he enfriado, mi señor —dijo envaradamente

—. Desearía volver a casa de inmediato. El sol no tardará en ascender y mis padres estarán ansiosos por saber de mí. No imaginaba que nuestra excursión iba a durar tanto.

Dicho esto, saludó a Martha con una apresurada inclinación de cabeza, ignoró por completo a Alexander y corrió al carruaje que esperaba junto al desembarcadero. Lord Petre se despidió de la pareja con una reverencia mucho más ceremoniosa y fue tras ella.

Lord Petre dejó a una silenciosa y malhumorada Arabella en casa de sus padres. Aunque lamentaba el modo en que había terminado el encuentro, sobre todo después de tan espléndida excursión por el río, sabía que no era el momento de preocuparse de un malentendido sin importancia. Ya tendría tiempo para disculparse más tarde. Se fue directamente a la cama al llegar a casa y durmió hasta bien entrada la tarde. Se levantó, disfrutó de un almuerzo tardío a base de tarta y de espárragos en sus habitaciones y se preparó para leer los documentos de Menzies. Había llegado el momento de prestar atención a asuntos serios. Justo cuando había empezado con la labor que le ocupaba, Jenkins entró en la habitación. Se movió discretamente por la estancia, prendiendo las velas y corriendo las cortinas, pero no se retiró al terminar, sino que se plantó junto al escritorio de lord Petre.

—¿Puedo hablar, señor? —preguntó.—Por supuesto, Jenkins —respondió lord Petre, sin levantar la vista

—. ¿Qué ocurre?El criado no dijo nada.Lord Petre le dedicó una fugaz mirada y vio que Jenkins estaba serio,

tironeando nervioso del borde de encaje de los bolsillos de su librea.—¿Ocurre algo, Jenkins? —preguntó de nuevo, dejando la pluma

sobre la mesa y retirando ligeramente la silla del escritorio. De pronto se le ocurrió que quizás algo hubiera salido mal con Menzies y sintió una punzada de temor.

Jenkins se aclaró la garganta.—Desearía hablar sobre mi hermana, mi señor.—¡Tu hermana! —respondió lord Petre, casi soltando una carcajada.

«A Dios gracias», pensó—. ¿Acaso necesita trabajo, Jenkins? —preguntó amablemente—. Lamento decirte que no tenemos ninguna vacante en este momento.

—No, señor —se apresuró a responder Jenkins—. No busca trabajo —vaciló, tomándose las manos primero tras la espalda y después sobre el estómago—. Está… ya me entiende… —volvió a interrumpirse, profundamente sonrojado.

—Vamos, Jenkins. ¿Qué ocurre? —preguntó lord Petre, empezando a impacientarse.

—Mi hermana está en estado —dijo por fin—. Muy pronto deberá guardar cama.

Lord Petre se recostó contra el respaldo de la silla y miró a Jenkins

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con lo que esperó fuera interpretado como un paternal sentimiento de preocupación.

—¿Está casada tu hermana? —preguntó. Se sintió de pronto como uno de esos regidores rurales que están al cuidado de sus caprichosos parroquianos.

—No, no lo está, mi señor —respondió Jenkins. «Por supuesto que no», pensó lord Petre, reprimiendo una sonrisa.

—Tengo la certeza de que mi hermana es conocida aquí —añadió Jenkins, visiblemente enojado.

Lord Petre soltó un gemido sordo. Aquello estaba empezando a ser demasiado. ¿Acaso iba también a convertirse en el mecenas de la familia de Jenkins?

—¿Conocida? —repitió con desgana—, ¿Quién es tu hermana, Jenkins?

—Su nombre es Molly Walker, señor —respondió.¡Molly Walker! Santo cielo. De pronto se vio asaltado por un

nubarrón de confusos pensamientos. ¿Acaso Jenkins no había estado al corriente del affaire? Por supuesto que sí. Había visto a lord Petre con Molly en numerosas ocasiones. Pero si hasta había ayudado a organizar los encuentros. ¿Por qué ni Molly ni él le habían dicho nada entonces? Quizás Jenkins estaba avergonzado al ver la clase de mujer en la que se había convertido su hermana. La revelación provocó el horror en lord Petre, que preguntó, mientras pensaba a toda prisa:

—¿Por qué no es Jenkins el apellido de Molly?—El primer marido de mi madre se apellidaba Walker —fue la

explicación del criado.Pero lord Petre apenas le oyó. Se acordó de que Molly estaba

visiblemente preñada el día que se habían visto en la taberna. ¿Iba Jenkins a pedirle que se batiera en duelo con el hombre que había seducido a Molly? Qué ocurrencia más absurda. Entonces le asaltó una espantosa idea. ¿Podía ser suyo el bebé? Aunque no, eso era imposible. Estaban a finales de junio y su relación con Molly había terminado en agosto.

Sin embargo, y como si hubiera leído la mente de lord Petre, Jenkins dijo:

—Mi hermana dice que es usted el padre del niño, mi señor.Petre se levantó en el acto.—¡Pero tú bien sabes que no es así, Jenkins! Nuestras relaciones

concluyeron hace demasiado tiempo. ¿Por qué no me habías dicho nada hasta ahora? Tú lo sabes mejor que nadie… tienes que defenderme.

—Estoy aquí para defender a mi hermana, mi señor —respondió Jenkins.

—Pero tu hermana miente —exclamó el barón al tiempo que adivinaba una mirada de posesiva rabia en los ojos del criado. Dijo entonces con un tono de voz más cuidadoso—: No he vuelto a ver a la señorita Walker desde el pasado agosto —dicho esto, volvió a sentarse.

—Molly dice que el hijo es suyo, mi señor —repitió fríamente el criado—. Pide que se haga cargo de él.

Escuchando a Jenkins hablar así, una sospecha empezó a dibujarse

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en la mente del barón. ¿Habrían estado Molly y su hermano planeándolo todo desde el principio para tenderle una trampa?

Aun así, estaba decidido a mantener el control de la entrevista.—Me temo que eso es imposible, Jenkins —dijo con firmeza—.

Lamento la situación en que se encuentra tu hermana, pero el niño no es mío.

Aunque conocía situaciones semejantes —desgraciadas que reclamaban padres de noble cuna para sus hijos—, jamás había imaginado que algo así podía ocurrirle a él.

—Siento tener que decir que tanto tú como tu hermana os estáis aprovechando de la posición que ocupas en esta casa —era terrible que Jenkins le acusara de semejante ofensa sabiendo hasta qué punto podía perjudicarle con ello.

—Mi hermana no es ninguna mentirosa, mi señor —insistió Jenkins.Lord Petre levantó hacia él una fría mirada.—Y yo no soy ningún estúpido.Sin embargo, al observar el rostro del criado, lord Petre se dio

cuenta de que con esa actitud no conseguiría nada. Supuso que era Molly la que había obligado a su hermano a actuar como lo hacía. Jenkins era una persona decente, el tipo de hombre que cuidaría siempre de su familia. De pronto recuperó en su memoria la imagen de Molly: su porte orgulloso y desafiante. Debía de estar desesperada para llevar las cosas hasta ese extremo.

Empezó a lamentar sus palabras.—Espera un momento, Jenkins —dijo, cuando el criado estaba a

punto de salir de la habitación—. Te daré cien libras para tu hermana —prosiguió—, pero no puedo asumir la responsabilidad de un niño que no es mío —vaciló y añadió—: Es muy probable que contraiga matrimonio en breve.

Jenkins tenía el rostro encendido cuando volvió hasta el escritorio de lord Petre a coger el dinero.

—Se lo agradezco, mi señor.—No debes temer por tu posición en esta casa, Jenkins —añadió lord

Petre—. No volveré a mencionar este asunto.Jenkins respondió con una inclinación de cabeza, aunque su rostro

seguía endurecido por la ira que no alcanzaba a disimular. Lord Petre siguió sentado unos minutos después de que el criado saliera de la estancia, pensando en lo que acababa de ocurrir. El asunto era ciertamente fastidioso, pero al menos le había empujado a formular su deseo de tomar por esposa a Arabella. La idea le colmó de alborozo, aunque la apartó a regañadientes de su cabeza y volvió a concentrarse en los documentos que tenía sobre la mesa.

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Capítulo 16

¡Oh, insensatos mortales! Al destino eternamente ciegos

Al día siguiente, Alexander y Jervas estaban sentados a la mesa del desayuno. Conversaban un poco de todo y un poco de nada. Jervas se atiborraba de comida y Alexander leía sus cartas.

—A Dios gracias que he recuperado el apetito —dijo Jervas, dando un mordisco a una tostada generosamente untada de mantequilla—. Estuve enfermo como un perro después de la fiesta de los Oldmixon. El ponche debió de estar más cargado de lo que creía.

—Lamento no haberme dado cuenta de ello, Jervas —respondió Alexander, partiendo la parte superior de un huevo duro que llevaba ya un rato protegida con una pequeña servilleta en el portahuevos para evitar que se enfriara—. Me he pasado el día en la cama.

—Ya te dije que era una locura ir de excursión al río, Pope —dijo Jervas—. Esa clase de vigoroso ejercicio matinal está reservada a los hombres de constitución fuerte.

Alexander mojó un trozo de tostada en el huevo y cambió de tema.—Estoy leyendo una carta de John Caryll —dijo—. Su hijo mayor se

casa por fin con una dama llamada Mary Mackenzie, hija de Kenneth Mackenzie, primer marqués de Seaforth.

Jervas tragó sin dejar de asentir con la cabeza y dijo:—Caryll debe de estar aliviado quitándose de encima a uno de sus

hijos —tomó un sorbo de café—. Tiene un número prodigioso de ellos: ni las hijas son hermosas ni los hijos ricos. Qué curioso. Aunque tenía entendido que el joven Caryll iba a casarse con una de las hijas de los Throgmorton.

—Las Throgmorton sentían una inclinación demasiado acusada a hacerse monjas —respondió Alexander—. Caryll no confiaba en que la dama en cuestión estuviera dispuesta a compartir la cama de su hijo y temía además que deseara vivir en Francia.

Jervas se rió.—No es lo ideal en una esposa —respondió—. Aunque, por muy

espantosa que pueda ser la vida de casada, sin duda es preferible a un convento francés —concluyó, metiéndose en la boca una tira de beicon.

—Bueno, por fin se ha concretado un enlace —dijo Alexander—, y Caryll vendrá en breve a Londres para concertar los preparativos. Por lo que veo, la carta ha sido enviada a una dirección equivocada, de modo que puede que Caryll esté ya en la ciudad.

—Kenneth Mackenzie, marqués de Seaforth —dijo Jervas—. Suena muy distinguido. Me pregunto si la feliz pareja necesitará que un pintor les haga su retrato.

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Alexander sonrió.—No esperaría un encargo de Mackenzie —respondió—. Son una

familia noble, aunque venida a menos. El marqués es jacobita.—¡Un jacobita! Santo Dios… pero ¿en qué está pensando Caryll?

Creía que por fin acababa de librarse de la lacra de traidor a la que le había condenado el asunto de su tío.

—Según Caryll, los Mackenzie no son espías ni conspiradores, Jervas, sino simples simpatizantes de la causa jacobita. Aunque, si quieres que te sea sincero, tampoco yo lo entiendo. Supongo que pensó que no podría concertar un matrimonio mejor —terminó de comerse el huevo con la mirada concentrada en las profundidades del portahuevos—. Espero que al menos no sean espías ni conspiradores, porque Caryll me ha pedido que acompañe a la joven pareja desde Londres a Ladyholt a finales de julio. No desearía que me arrestaran de camino a casa —se rió—. A mi padre no le haría ninguna gracia.

Jervas también se rió.—Sí, sus peores miedos se harían realidad y ya no le quedaría nada

que desear.Alexander pensó entonces en el viaje. A fin de cuentas, quizás fuera

una buena idea volver a pasar una temporada en Binfield. Casi no había escrito nada desde que estaba en Londres y el poema que había empezado a componer en el río pedía ser escrito. Se preguntó si debía sorprender a su padre y a su madre llegando sin avisar.

Jervas, que había empezado a pasearse por el salón del desayuno, reclamó en ese instante su atención.

—No creo que te estés haciendo ningún favor empeñándote en viajar por el campo en compañía del joven John Caryll y de su esposa jacobita.

—Los Caryll son viejos amigos de infancia. No puedo abandonarles simplemente por razones políticas —respondió Alexander, aunque pensando que quizás Jervas estaba en lo cierto.

—A mí me parece una razón tan válida como cualquier otra para abandonar a tus amigos —respondió Jervas, acercándose a la mesa—. Aunque ya ves que me inquieto, Pope, y que empiezo a burlarme de ti. Vayamos a Will's a enterarnos de las noticias de la ciudad.

No fueron los primeros en llegar a la cafetería. Al entrar por la puerta, Alexander fue saludado por Tonson, su editor, que tomaba café con Jonathan Swift y John Gay. En el otro extremo del salón, Tom Breach y Harry Chambers, ambos amigos de Jervas, se levantaron al instante y le instaron a que se sentara con ellos. El murmullo de las conversaciones era más ensordecedor que nunca —la excitación se palpaba en el ambiente— y Alexander tuvo la certeza de que algo importante había ocurrido. Mientras veía a Jervas dirigirse hacia el lugar donde estaban sentados Tom y Harry, reparó en que también Douglass estaba presente. Las miradas de ambos se cruzaron y Douglass arqueó una ceja, pero Alexander apartó la vista.

Sin embargo, fue Tonson, que acababa de ponerse en pie, quien reclamó su atención.

—¿Se ha enterado de la noticia, Pope? —exclamó, poniéndole un ejemplar del Daily Courant en las manos—. Han arrestado a un grupo de

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jacobitas. Anoche intentaban entrar en la ciudad.En un gesto involuntario, Alexander se volvió a mirar a Douglass,

que seguía con los ojos fijos en él. ¿Acaso conocía Douglass sus sospechas? Quizás Petre y él le habían visto la noche del baile de máscaras. Caryll le había contado a lord Petre la verdad sobre Francis Gerrard y el barón debía de habérsela repetido a Douglass. ¿Y si Petre había mencionado que Alexander estaba también esa mañana en la cafetería? Pero dejó a un lado sus especulaciones y respondió a Tonson despreocupadamente, deseoso de cambiar de tema.

—Qué empresa tan curiosa en la que verse envuelto —dijo, echando una ojeada al periódico—. Si una persona desea morir en la horca hay maneras más fáciles de conseguirlo que cometiendo traición. Un simple hurto, por ejemplo, nos llevaría al patíbulo en el acto y causando muchas menos molestias al criminal.

—Ah —dijo John Gay—, en los tiempos que corren, todos los nobles y políticos de Inglaterra se ganan la vida robando. A eso se le llama «endeudarse» y se considera un distintivo de buena cuna. No, para un hombre de buena cuna y de buen carácter la traición es la única vía posible hacia la horca.

Pero Tonson no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.—Los jacobitas han vuelto por sus fueros —dijo—. Perder a todos

esos hombres en el curso de una sola noche será un duro golpe para ellos.

Alexander se preguntó cuál podía ser la visión de Tonson sobre la posibilidad de una rebelión. El anciano editor era muy proclive a no compartir con nadie sus opiniones políticas.

Tonson interrumpió sus reflexiones.—¿Por qué no escribe una sátira sobre el escándalo, Pope? —

preguntó.A juzgar por su expresión, Alexander supo que hablaba en serio. Sin

embargo, el editor sabía que no escribía poesía política. Quizás estuviera intentando decirle, una vez más, que no creía que El bosque de Windsor fuera merecedor de ver la luz. ¿O quizás seguía resentido porque Alexander había llevado su Ensayo a otro editor?

—La sátira se estructura a partir de ingeniosas comparaciones —respondió bruscamente Alexander—. Acaban de descubrir que una banda de traidores desesperados pretendía traer a Jaime Estuardo de Francia. Han sido detenidos, pero todo el mundo se pregunta si serán los únicos. Este es un asunto más propio de la tragedia que de la sátira.

—Es un asunto de gran interés público… precisamente por eso haría usted bien en escribir un poema sobre ello —respondió Tonson cortante.

—Son los escándalos relacionados con la corte y con el mundo elegante los que atraen a los lectores —dijo Alexander—. A nadie le interesan las aventuras de un puñado de oscuros escoceses que muy pronto perderán la cabeza.

—Acuérdese de lo que le digo, Pope —dijo Tonson—. Ése es el camino que le llevará a la fama y a la fortuna.

—¿Qué piensa usted de todas estas habladurías sobre tramas y contratramas, doctor Swift? —preguntó Alexander.

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—Creo que encajan mucho mejor con los clientes de Will's que sus temas de conversación habituales —respondió Swift—. Generalmente charlan sobre literatura, un tema poco adecuado para hombres tan poco y mal informados. En cualquier caso, nadie sabe nada cuando se habla de espías y de traidores. ¿Se le ocurre algo mejor que eso?

Alexander sonrió.—Pero los que frecuentan la cafetería Will's tienen fama de ser los

hombres más cultos y literarios de la ciudad.Una chispa iluminó la mirada de Swift al responder.—Eso, señor, no es sino otro modo de expresar mi propio parecer, o

lo que es lo mismo, que Will's es el lugar donde he tenido que soportar las peores conversaciones de toda mi vida.

En el otro extremo del salón, Jervas seguía sentado en compañía de Douglass, de Tom y de Harry. Alexander se preguntó si estarían comentando las detenciones. No podía confiar en que Jervas se acordara de la conversación y sentía curiosidad por saber lo que diría Douglass, de modo que abandonó impulsivamente la conversación con Tonson y los demás y se unió al grupo de Jervas.

—Les detuvieron anoche, Charles —decía Harry en ese momento, al parecer menos preocupado por la noticia que por la negativa expresada por lady Purchase a recibirle hacía unas semanas. Tomó un sorbo de café con gesto perezoso—.Volverá a emplearse el árbol fatídico, pues no hay duda de que les colgarán.

Douglass observó atentamente a Alexander mientras éste se sentaba.—Menudo pedazo de crédulo estás hecho, Harry —intervino

Douglass—. Apuesto cien libras a que estos tres hombres han sido arrestados para dar un escarmiento general. El gobierno está intentando hacer creer a la gente que tiene controlados a los jacobitas, pero no es así. Se anuncia una rebelión.

—Bah, los jacobitas tienen los días contados —respondió Tom lacónicamente—. No disponen de suficiente dinero ni de suficientes hombres.

—No hay duda de que su eventual fracaso está más que anunciado —dijo Douglass—. Cuando la gente es capaz de darlo todo por sus convicciones, están condenados a que se aprovechen de ellos.

Tom soltó una risotada.—Si tuvieras el valor de mostrarte tan falto de escrúpulos en tus

actos como lo eres en la conversación, Douglass, hace tiempo que te habrías hecho rico —dijo—. ¡Conozco bien a los hombres como tú! Al final, los principios siempre terminan traicionándote.

—Si carecer de escrúpulos fuera lo único que se necesita para hacerse rico —respondió Douglass, burlándose del comentario—, Will's estaría lleno de los lores más importantes de Inglaterra. Pero el éxito financiero necesita algo más. Llamémosle buena suerte.

Después de esta conversación Alexander se quedó más confuso que antes. ¡Douglass había profetizado alegremente una rebelión! Este hombre, cada vez que aparecía en escena resultaba menos claro. Aunque había sido compañero de colegio de Jervas, y era un hombre de buena familia y aparentemente de buena fortuna, no había en él nada en él que

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le resultara familiar, nada certero. ¿Cómo podía ser que un hombre de tan poderosa presencia no dejara a su paso ni una sola huella de su carácter?

También lord Petre estaba especialmente atento a la noticia de las detenciones. Sabía que había sido concertado para ocultar la misión. Había terminado de leer los documentos que Menzies le había dado, sabía que las tropas jacobitas habían empezado a congregarse al sur y al norte de Londres y que a finales de la semana debía hacer entrega de otras quinientas libras a Douglass, cantidad destinada a financiar un batallón que debía escoltar al rey desde la costa a la capital. El momento estaba próximo. Las instrucciones eran claras. Debía encontrarse con los demás conjurados en Greenwich en el plazo de una semana. Sólo entonces se daría la orden de movilizar a los hombres armados. Se le pedía que se cerciorara del paradero de la reina durante el resto de la temporada. Aun así, todavía no sabía a ciencia cierta cuál iba a ser su papel en el asesinato propiamente dicho. Esa parte del plan continuaba inquietándole. Incluso a esas alturas seguía estando poco claro y Douglass no se había mostrado más específico que durante la primera conversación, y de eso hacía ya mucho tiempo. Cada vez que lord Petre le presionaba para obtener de él alguna información, Douglass respondía con evasivas, arguyendo que él simplemente se limitaba a comunicar las instrucciones que recibía de los líderes de la misión. Pero Petre estaba cansado de estar siempre en la oscuridad. Decidió que en cuanto le viera volvería a presionarle para que le facilitara más detalles.

La noche antes de hacer entrega del dinero a Douglass, el barón regresó temprano a casa tras una velada de cartas en el club, Estaba cansado, había bebido demasiado y subió apresuradamente a su habitación con la esperanza de no encontrarse con nadie de la familia con ganas de conversación

Sin embargo, al entrar en sus aposentos encontró a un hombre sentado junto al fuego. Se detuvo en seco.

—¿Quién es usted? —gritó desde la puerta.El hombre se dio la vuelta para mirarle. Petre descubrió asombrado

que se trataba de John Caryll.—¡Caryll! —exclamó. Su viejo tutor no se había levantado para

saludarle y le miraba fijamente y en silencio desde la silla. El aire despreocupado que había adoptado durante su último encuentro había desaparecido—. ¿Cómo ha entrado? —preguntó, repentinamente incómodo.

—He llegado esta misma tarde del campo —respondió Caryll con voz no muy tranquila—. He pasado la noche con tu madre.

—Me sorprende verle —dijo de forma innecesaria lord Petre.—He venido a hablar de negocios —dijo Caryll. Sentado en la silla y

vigilante como un gato, resultaba siniestro en la penumbra de la habitación. Lord Petre se acercó a la chimenea en un evidente estado de nervios.

—Te ruego que cierres la puerta —dijo Caryll.

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Petre así lo hizo y luego se dirigió a tomar asiento, pero Caryll empezó a hablar antes de que lo hiciera.

—En tu escritorio guardas quinientas libras en billetes —dijo de forma alta y clara.

Lord Petre se había quedado helado. Pero no estaba dispuesto a revelar nada.

—¿Puedo preguntarle por qué ha estado registrando mi escritorio, señor? —preguntó—. Está cerrado con llave.

—He estado con tu madre —respondió Caryll—. Ella me lo ha pedido. Tu hombre, Jenkins, nos ha abierto el escritorio. Parecía saber que guardabas dinero dentro.

Lord Petre se esforzó por intentar comprender lo que estaba ocurriendo. ¿Acaso John Caryll era uno de los conjurados implicados en el plan? Aunque si estaba allí para dar fe de ello, ¿por qué le hablaba con tanta frialdad? ¿Y por qué no había dicho nada hasta entonces? ¿Y su madre? Era del todo inconcebible que ella también fuera cómplice. Sentía horror por los jacobitas. Lord Petre se encogió de hombros. ¿Qué estaba ocurriendo?

—No es habitual estar en posesión de semejante suma, mi señor —dijo Caryll. Su tranquilidad resultaba amenazadora.

—No sabía que mis asuntos privados estuvieran sujetos a escrutinio —respondió el barón—. El dinero es para pagar una deuda de juego.

—¿A quién debes esa suma? —preguntó Caryll con una fría sonrisa—. Quizás pueda ayudarte a entregarla cuanto antes.

—Saldo personalmente mis deudas —respondió lord Petre. Luego guardó silencio, vacilante, mientras se preguntaba cómo obligar a Caryll a que mostrara sus cartas—. Se la debo a James Douglass, un caballero al que usted no conoce.

—¡A Douglass! —exclamó John Caryll con tono burlón—. Veo que no tienes tan buen gusto en el terreno de las amistades como en otros ámbitos. ¿Por qué debes quinientas libras a James Douglass?

Así que Caryll conocía a Douglass.—Como ya le he dicho, es una deuda de juego —dijo, intentando

ganar tiempo. Caryll seguía mirándole fijamente. Parecía incluso estar disfrutando con la conversación. Sonreía mientras ponía a prueba los nervios de lord Petre.

—Debo pedirte que no me mientas, mi señor —dijo Caryll—, Te hablaré con la mayor franqueza. Estamos al corriente de tus contactos con los jacobitas.

Lord Petre notó que el alma se le caía a los pies. Su madre lo sabía. ¿Cómo le había descubierto?

—Te sorprende la noticia. Y no me extraña —dijo Caryll—. Huelga decir que es un plan que no tiene ni pies ni cabeza. Pero lo peor no es eso. Hemos sabido que estás involucrado en un complot para matar a la reina. No imaginas cuánto me cuesta creerlo.

—¿Puedo preguntarle cómo consiguió esa información, señor? —preguntó lord Petre, haciendo esfuerzos por mantener la calma—. ¿Sigue estando con los jacobitas?

—Naturalmente que no —respondió Caryll—. Me lo ha dicho tu

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criado.¡Jenkins! Le había traicionado. Pero Jenkins también era jacobita… y

no abandonaría la causa, especialmente en un momento así. Lord Petre empezó a tartamudear.

—¡Mi criado! Entonces es partidario de la reina. ¡No puedo creerlo! Y ese día en la cafetería White's… —siguió murmurando lord Petre. Debía de tener relación con lo ocurrido con Molly. Pero ya le había dado dinero a Jenkins—. Usted sabía lo que le había ocurrido a Francis Gerrard. Lo entendí como una advertencia a nuestros hombres. ¿Pero usted no es un conjurado, señor?

La ira encendió la mirada de Caryll.—¿Un conjurado? ¿Yo? —escupió—. Tú mismo has sido testigo de la

desgracia que cayó sobre mi familia a causa de las sospechas, y digo sospechas, de traición que recayeron sobre mi tío. Esa circunstancia ha mancillado l as vidas de mis hijos, por no hablar de la mía. Estaría loco si decidiera asociarme con ellos. Y, aun así, tú lo has hecho con tu propia familia. Has expuesto a tu madre y a tu hermana al peor de los peligros.

—Entonces, ¿cómo supo lo de Gerrard?—Has sido siempre demasiado inocente, Robert. Mis contactos con

los jacobitas son cosa del pasado. Son hombres de la generación de mi tío. Viejos conocidos… y amigos. No soy ningún traidor.

Lord Petre no dijo nada.—Has puesto en peligro el patrimonio de los Petre —prosiguió Caryll

—. Y has sido un idiota al confiar en tu hombre, Jenkins.Lord Petre, todavía demasiado afectado por el reciente

descubrimiento, dijo:—No termino de entender qué puede haber impulsado a mi criado a

traicionarme —dijo.—Jenkins es considerablemente más astuto que tú —respondió Caryll

—. Temía que de haberte chantajeado solo a ti fueras capaz de hacer cualquier cosa para silenciarle. Acudiendo a mí ha apostado no sólo por su propia seguridad, sino también por la protección de su hermana.

—Pero destruirá nuestras esperanzas de rebelión.—Jenkins antepone los intereses de la familia a la ambición política

—respondió Caryll—. Supondrás que nos ha contado todo lo relativo a su hermana.

—¡El niño no es mío! —estalló lord Petre—. ¡Eso es una condenada mentira!

—Ése es el único aspecto de todo este asunto en el que estoy de tu parte —dijo Caryll—. Pero, tal como bien lo ha percibido Molly Walker, la auténtica paternidad de ese niño es lo de menos. Jenkins desvelará el complot y tu papel en él si no asumes la responsabilidad económica que supone la crianza del pequeño.

—La misión ya está en marcha, señor —dijo lord Petre—. No pienso traicionar a mis hombres —tenía la voz ronca de emoción.

Caryll se mostró impasible.—Lamento decirte que no tienes opción —respondió con sequedad—

No dudaré en denunciarte si con ello salvo el nombre de tu familia.Lord Petre guardó silencio. Empezaba a darse cuenta de que Caryll

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le había superado con su estrategia.Se produjo entonces una pausa y, como quien recuerda algo en el

último momento, Caryll dijo:—Tu madre tiene una petición que hacerte.A lord Petre le dio un vuelco el corazón.—Ha escogido esposa para ti —dijo Caryll.Lord Petre reaccionó con sincera incredulidad.—¿Esposa?En ese instante su madre entró en la habitación. En sus años de

juventud había sido una mujer hermosa y con el tiempo se había convertido en una señora con el porte distinguido e imponente de las personas acostumbradas a ejercer el poder. Siempre se había mostrado distante con su hijo, al contrario que con su hija Mary, a la que estaba muy unida, y lord Petre sabía que el riesgo que pudiera correr la reputación y el matrimonio de su hermana sería siempre prioritario en la mente de lady Petre.

Los dos hombres, que se habían levantado cuando lady Petre había hecho su entrada, volvieron a sentarse y Caryll prosiguió.

—Hemos decidido casarte con una persona cuyos vínculos familiares superen el examen más escrupuloso —dijo.

—¿Y cómo imagináis posible concertar un compromiso de esas características? —preguntó lord Petre.

—Lo hemos hecho ya, Robert —respondió su madre— El compromiso es un hecho.

Lord Petre palideció.—¿Puedo preguntar quién es la dama en cuestión?—La señorita Catherine Walmesley —respondió—. Tiene quince años

y es muy devota. Cuenta además con una fortuna de cincuenta mil libras.—¡Catherine Walmesley! No podéis hablar en serio —exclamo el

barón con sincera desesperación.—No he hablado más en serio en toda mi vida —replicó su madre.Hasta que no había oído mencionar su futuro, a lord Petre no se le

había ocurrido que su relación con Arabella pudiera verse afectada por lo sucedido. Caryll y su madre estaban decididos a arrebatárselo todo. Se estremeció en cuanto tuvo conciencia de la gravedad de la situación.

—¡Ese matrimonio es inadecuado en todos los sentidos! —dijo—. Es una familia protestante. La propia señorita Catherine no es más que una niña… y carece de la mínima educación, cultura y encanto personal.

—Cierto es que no posee un físico demasiado afortunado —dijo su madre—. Pero eso no ha hecho más que jugar a nuestro favor a la hora de negociar el compromiso con su tutor.

—¡William Dicconson! —gruñó lord Petre—. Todo el mundo sabe la clase de hombre que es. Señora, usted y el señor Caryll me han hecho una mala jugada esta noche. Habían pergeñado de antemano este compromiso para tener acceso a la fortuna de Catherine Walmesley y están utilizando mi indefensa situación para obligarme a un matrimonio al que de otro modo jamás habría dado mi consentimiento.

Su madre le miró en silencio. No había necesidad alguna de confirmar la descripción de sus actos.

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—Esto es intolerable —gimió lord Petre.No obtuvo ninguna respuesta.—Corre el rumor —empezó Caryll en cambio—, aunque confieso que

no lo he oído personalmente, de que últimamente ha existido cierta proximidad entre la señorita Arabella Fermor y tú.

Lord Petre se sonrojó.—No ha habido nada inadecuado en la relación que la señorita

Arabella Fermor ha mantenido conmigo —dijo—. Eso no son más que maliciosas calumnias propagadas por quienes la envidian.

—Naturalmente, eso fue lo que imaginamos desde un principio —dijo lady Petre—. Pero el señor Dicconson ha exigido que se tome alguna medida pública para asegurarse de que la relación no continuará después de que se celebre el enlace.

—¡Una medida pública! —exclamó lord Petre—. ¿Qué significa eso? ¿Pretende acaso que avergüence a la señorita Fermor? —recordó la voz potente y lasciva de Dicconson en el baile de máscaras. «Su hija también zorrea demasiado, le dije.» Había estado describiendo a su propia esposa. Lord Petre estaba seguro de que era la maldad lo que le había movido a actuar como lo había hecho… estaba celoso de los éxitos del barón.

Pero a pesar de ello estaba profundamente afectado.—¿Y qué es lo que propone que debo hacer? —preguntó.—¡Una nadería! —exclamó su madre, con una carcajada que rechinó

en su oído como el acero—. Un simple gesto que muestre que entre la señorita Fermor y tú no existe ninguna intimidad y que tampoco la habrá en el futuro. Algo jocoso. Un pequeño gesto al que la señorita Fermor no dará ninguna importancia si es cierto que no sois amantes —sonrió a su hijo.

—Me niego a comprometer de ese modo a la señorita Fermor.—Mucho me temo que ya lo has hecho —dijo Caryll—. Hay una

circunstancia… una desafortunada circunstancia. Tu criado ha reconocido estar en posesión de ciertos objetos que te colocarían en una difícil situación en el caso de que decidiera mostrárselos a Dicconson.

—¿De qué demonios me habla? —estalló lord Petre.—No tengo la menor idea de cuál pueda ser su significado —

respondió Caryll con suavidad—, pero tu hombre me ha mostrado un paquete de plumas que, según dice, encontró en tu cama y en el suelo de tu habitación. No sé cómo interpretar semejante hallazgo. Se trata de un puñado de plumas de cisne.

Lord Petre hundió el rostro entre sus manos. Jenkins había abandonado la causa jacobita y se había puesto al servicio de Caryll movido por un afán claramente económico. Pensó en las cien libras y en la ira que había visto en su criado al aceptarlas. ¿Cuánto tiempo llevaba Jenkins planeándolo todo?

—Maldito sea —siseó lord Petre—. Malditos seáis todos —se levantó—. No haré nada que pueda perjudicar a la señorita Fermor —declaró.

—No te pedimos que la perjudiques —dijo su madre—. Un acto público no mancillará su reputación si entre ambos no existe ningún compromiso.

Robert estampó la mano contra la repisa de la chimenea y gritó:

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—¡Renunciaré ahora mismo a los compromisos que haya podido adquirir con los jacobitas! Pero no puedo casarme con la señorita Walmesley. He comprometido mi honor a Arabella. Tan sólo nos falta prometernos. Si le fallo, le arruinaré la vida.

Su madre se mostró manifiestamente inconmovible.—No es momento para consideraciones sentimentales de esa

naturaleza —apuntó.—Pero me debo a Arabella, señora. ¡La amo! —se lamentó el barón.—¿Cómo que la amas? —respondió su madre con una voz que

delataba la sinceridad de su sorpresa—. Eso nada tiene que ver con lo que estamos tratando aquí. Como bien sabes, un barón no se casa movido por el afecto. Tu padre y yo no soportábamos vernos y aun así nos casamos —y con esta declaración dio por concluida la conversación, dejando a lord Petre a solas con sus cavilaciones.

Hacia las diez de la mañana del día siguiente, lord Petre solicitó a su madre y a John Caryll hablar con ellos.

—He estado considerando mi situación —empezó en un intento por mostrarse digno— y soy consciente de que no tengo otra elección que someterme a vuestras exigencias. Romperé mis vínculos con los jacobitas y me casaré con Catherine Walmesley. A cambio, ¿me permitiréis que trate a mi modo la cuestión que concierne a la señorita Fermor?

—No hemos sido nosotros quienes hemos provocado esta situación, Robert —respondió su madre—. Hasta el momento, tu modo de obrar no ha sido precisamente efectivo.

Ahora intervino John Caryll:—Hay otro asunto en el que quisiera ofrecerte mi consejo —dijo—.

Después, mi labor como tutor habrá tocado a su fin. ¿Cuánto dinero le has dado hasta ahora al señor Douglass?

Lord Petre palideció, pero respondió con voz queda:—Unas… le he dado setecientas libras.—Debo decirte que no es aconsejable que le des una sola libra más —

dijo Caryll—. Es harto improbable que te sean devueltas.Lord Petre soltó una risotada burlona.—Jamás esperé que lo fueran —dijo—. El dinero debe utilizarse para

pagar a un ejército permanente que sirva de apoyo al rey.Caryll pareció no haberle oído.—Como te dije, Francis Gerrard conocía la existencia de traidores

entre los jacobitas. Se había enterado de que estaban perdiendo dinero a manos de un grupo de hombres suyos que se fingían leales al rey. Naturalmente, esos robos no pueden perseguirse porque las operaciones de los jacobitas son clandestinas. Es una ingeniosa argucia. Permíteme sugerirte que James Douglass está implicado en algo parecido a eso. Lord Petre lo negó:

—¡James Douglass no es ningún ladrón, señor! Le sorprendió tanto como a mí la información sobre Gerrard.

Caryll se limitó a rodearle paternalmente los hombros y se marchó en compañía de lady Petre.

En cuanto se quedó solo, lord Petre estuvo varios minutos dando vueltas por la habitación embargado de una oleada de justificada

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indignación que le abrasaba el pecho. Sus sueños de heroica distinción se habían ido al traste. A pesar de lo terrible que eso era para él, cuando pensó en la posibilidad de perder a Arabella los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Por qué debía condenarse a añadir al resto de sus desgracias la pérdida de la mujer que amaba? Recordó la feliz imagen que había alimentado al pensar en las batallas que le aguardaban: la visión de Arabella junto al fuego de la chimenea, alzando los ojos de su labor para darle la bienvenida a casa. Lo había perdido todo, pero sabía que no se equivocaba defendiendo a Douglass de la acusación de Caryll.

Cogió los billetes que guardaba en el escritorio y los hizo girar una y otra vez en sus manos. Estaba firmemente decidido a llevar a cabo esa última misión. Al menos eso sí podía hacerlo. Mientras contemplaba los billetes, repasó mentalmente la noche del baile de máscaras cuando se había encontrado con Douglass para darle las primeras quinientas libras. Le había dicho a Douglass que apagara el farol, pero éste no había terminado de contar el dinero. Lord Petre se había maldecido desde entonces por haber abierto la portezuela del carruaje demasiado pronto; alguien podría haber visto la luz.

Vaciló. Volvió a pensar en esa noche, en el rostro de Douglass mientras contaba el dinero, y sintió un destello de duda. ¿Por qué había contado Douglass los billetes dentro del coche? ¿Por qué no se había fiado de lord Petre? Trabajaban juntos para salvar al hombre que, según ambos creían, debía ser proclamado rey. En aquel momento había estado tan preocupado por ocultar la luz que no había pensado en ello. ¿Y si Caryll estaba en lo cierto? «Perdiendo dinero a manos de un grupo de hombres suyos.» Se dio cuenta de que apenas sabía lo que Douglass hacía con el dinero que le daba ni por qué lo había necesitado con tanta urgencia la noche del baile.

Cuanto más pensaba en lo ocurrido mayor era su recelo. Recordó la expresión que había visto en el rostro de Douglass al decirle que Gerrard había descubierto a los traidores. Había creído que su reacción era de preocupación por la causa, pero de pronto sospechaba que en realidad estaba preocupado por su propia suerte. ¿Y quién era el tal Dupont? ¿Qué necesidad tenían los jacobitas de contar con la ayuda de un tratante de esclavos francés? Según la versión de Douglass, Dupont ayudaría a regresar al rey por vía marítima… pero los documentos de Menzies no mencionaban a nadie con ese nombre. De repente tuvo miedo de encontrarse esa tarde con Douglass y cambió de opinión sobre los billetes.

Escribió a Douglass para decirle que sus asuntos financieros habían sufrido un inesperado revés y que no podría conseguir el dinero ni desempeñar el papel que le habían asignado en la inminente misión. La carta se envió a una cafetería de Leadenhall Street donde Douglass recibía toda su correspondencia, pero lord Petre no obtuvo respuesta. Un par de días más tarde John Caryll le organizó una cita con William Dicconson y Catherine Walmesley y empezaron a concertar los planes para el enlace.

Para sorpresa del propio barón, durante los días siguientes prácticamente no se acordó de los jacobitas ni del heroico papel que

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debía llevar a cabo en la misión. Pensó muy poco en Jenkins y en Molly Walker. Pero Arabella estaba constantemente en su cabeza. No sabía qué hacer. Sólo cuando había visto cerrarse sobre él de un modo tan espantoso la posibilidad de perderla había tomado conciencia de hasta qué punto estaba enamorado de ella. Pero nada podía hacer. Estaba atrapado en un pacto diabólico y no veía la forma de escapar de él.

Deseaba más que nada en el mundo verla, pero temía que si lo hacía algún criado informara a su madre del encuentro. Por fin, organizó una cita una tarde en que Jenkins le había dejado en el club. Se escabulló y salió a la calle, detuvo un hackney y se dirigió a casa de Arabella.

—Me ha parecido que resultaría una divertida novedad —le dijo cuando ella le preguntó por qué no había pasado a buscarla en su propio coche—. Iremos a Hackney-Hole como si fuéramos a dar un paseo dominical.

—Pero hoy no es domingo —protestó Arabella.—Eso lo hará más agradable todavía —la tranquilizó—. Los caminos

estarán vacíos.En cuanto se quedaron a solas, lord Petre no pudo mantener las

manos alejadas de ella. Tomó su cara entre las manos y la besó ávidamente, acariciándole el pelo, el cuello, el pecho y los hombros, tocándole la curva de los brazos, las níveas manos. Volvió a tomar su rostro y le besó los ojos y la boca. Luego la sentó sobre sus rodillas, deslizando las manos bajo sus faldas.

—Mi preciosa Arabella. Mi inmensa felicidad.La perentoriedad y la fuerza física de la emoción que Arabella

percibió en él mientras le hacía el amor eran poco menos que abrumadoras. Se le ocurrió que jamás habían sido tan intensas.

Después Robert recuperó la calma y volvió a ser el hombre al que ella estaba acostumbrada, el Robert que tan bien conocía.

Petre le tocó el cuello.—¿Puedo pedirte una prenda como eterno recordatorio de tus

encantos? —preguntó.Ella le apartó de su lado.—Apártate de mí —respondió, aunque su sonrisa desmentía sus

palabras—. Una dama no desea que se recuerden sus encantos, sino sentirlos activamente admirados —dijo.

Petre sonrió e intentó besarla de nuevo, pero ella volvió a rechazarle. Arabella no sabía con seguridad si hablaba o no en broma.

—Si no me concedes un favor tan insignificante como ése, me veré obligado a robarte una —dijo él, entrelazando sus dedos entre los rizos de ella— ¿No te parecería un gesto romántico de tu parte darme un mechón de tus cabellos?

—¡Qué costumbre tan ridícula! —fue la respuesta de Arabella. Habló con voz fría—. ¿Por qué una mujer iba a sacrificar su toilette para conceder tan inútil presente?

Lo cierto es que estaba perpleja. Qué favor tan extraño le había pedido lord Petre. Bien debía de saber él que un gesto tan absurdo estaría totalmente fuera de lugar. Los mechones de cabello se intercambiaban sólo en los rituales de cortejo entre los más castos o los

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muy jóvenes.Recordó una ocasión, cuando tenía quince años, en que había

enviado un mechón de sus cabellos a un joven al que había conocido en un baile celebrado en el campo. Había recibido a cambio del favor un tierno soneto compuesto por él, y se había considerado enormemente sofisticada por ello. El joven tenía dieciocho años, y después se casó con la tercera hija de un marqués. Hacía tiempo que lord Petre y ella habían dejado atrás el momento de intercambiar una prenda semejante. A esas alturas esperaba de él un acto mucho más radical. No lo entendió.

Lord Petre no volvió a mencionar el mechón de cabellos y cuando, pasado un rato, volvió a tomarla en sus brazos, ella no opuso resistencia.

—¡Me tienes hechizado, Arabella! —susurró mientras la besaba, y el paseo terminó tal como había empezado: en silencio.

Mientras lord Petre seguía así ocupado, James Douglass aparecía en la puerta de la taberna que la pareja de enamorados había visitado unos meses antes. Los fuegos en los que se asaban las tiras de carne, que habían resultado alegres en las tardes de invierno, vomitaban un calor y un hedor infernales en la noche estival y el señor Thomas y su familia crujían y refulgían bajo un sudor tal que apenas se les distinguía de los perniles. Douglass echó un vistazo en la parte trasera de la tienda y reconoció a monsieur Dupont, el tratante de esclavos, que estaba esperándole.

Se sentó y pidió a gritos a la inexpresiva Polly Thomas una jarra de cerveza.

En cuanto la joven le sirvió la jarra, Dupont empezó a hablar.—Así que su hombre se ha echado atrás —dijo—. ¿Qué ha sido del

dinero?—Perdido —respondió Douglass visiblemente enfadado—. Y el barón

con él. Creo que deben de haber descubierto que formaba parte de la conspiración. Debemos cancelar la misión —Dupont, sin embargo, sentía poco interés por los asuntos de los jacobitas.

—Debo entender entonces que no tiene ningún dinero para mí —dijo.—No, no lo tengo —repitió Douglass, tomando un buen trago de

cerveza—. Ni tampoco perspectivas de conseguirlo. Mi consejo es que se olvide de las quinientas libras y que abandone Inglaterra de inmediato.

—Cuando me encontré con usted en la parada de carruajes cuando me dirigía a Liverpool, me dijo que le sacaría dos mil libras. ¿Qué demonios ha ocurrido?

—No sabría decirle. El plan era perfecto. El barón apoyaba fervientemente la causa y no albergaba la menor sospecha sobre mí.

Dupont se rió al oírle.—Así que su hombre era un imbécil —dijo, burlón—. Aunque ¿quién

sino un imbécil iba a dar dos mil libras a un grupo de locos a los que no conoce para salvar a un rey al que jamás ha visto?

—Usted no sabe nada sobre los asuntos de los jacobitas —replicó cortante Douglass.

—Usted tampoco, si me permite decirlo.

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—Usted no habría obtenido ni una sola libra del barón si él no me hubiera creído fiel a la causa —dijo Douglass en un feroz susurro—. Pero ándese con cuidado, Dupont. Me han dicho que Francis Gerrard contó su secreto antes de morir.

Dupont se encogió de hombros.—Nuestro plan ha fracasado. El frailecillo no nos mintió esa noche

cuando nos advirtió que habíamos llegado demasiado tarde. Le mató en vano.

—Usted mató a Gerrard, Dupont —dijo Douglass.—Pero fue usted quien me dio el cuchillo —se apresuró a responder

el francés.Douglass se levantó.—Tiene que abandonar Inglaterra. Yo salgo para Liverpool esta

misma noche.—¿Se embarca hacia Jamaica? —preguntó Dupont.Douglass asintió con la cabeza.Cuando salía de la taberna pensó que ésa no era la última vez que

vería a su amigo francés. A fin de cuentas, el plan era innegablemente ingenioso. La idea había sido suya, desde luego, pero el plan no podía llevarlo a la práctica sin la ayuda de Dupont. Él carecía de los contactos para sacarlo adelante solo. Y Dupont era un hombre implacable. Volvió a pensar en la noche en que había matado a Gerrard. Dupont le había degollado como quien rasga un saco de harina.

El problema de Dupont era su falta de inteligencia. Lo de la entrada para el baile había sido idea de Douglass. Recordó haber regresado corriendo por el callejón en busca del cuerpo de Gerrard después de que Dupont se hubiera escabullido en dirección opuesta. Se había sacado la entrada del bolsillo y la había metido en el de Gerrard con la mayor pulcritud de la que había sido capaz. Y no había sido tarea fácil, sobre todo teniendo en cuenta que había tenido que soportar el peso muerto del cadáver sobre las piernas. Pero la treta les había hecho ganar un tiempo precioso. Gerrard seguía siendo considerado por la mayoría como el pobre diablo de la mascarada.

Mientras se perdía en la oscuridad de la noche, Douglass se encogió de hombros. No le importaba demasiado que el plan con lord Petre se hubiera ido al traste. Estaba harto de Inglaterra y ansiaba huir al extranjero.

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Capítulo 17

La fuerza conquistadora del implacable acero

Menos de una semana después llegó el día de la recepción que la reina Ana ofrecía en Hampton Palace. Iba a ser el acontecimiento cumbre de la temporada de verano, el mismo que Teresa había estado esperando con entusiasmo y por el que, tanto ella como Martha, seguían aún en la ciudad. Pasarían el día tomando el té, jugando a las cartas y conversando sobre los placeres de la temporada. Su Majestad efectuaría una breve aparición durante la tarde, rodeada de los cortesanos con los que mantenía relaciones más favorables. La ocasión había despertado en los asistentes un interés primordial por las galas. Teresa y Martha se habían hecho vestidos nuevos de seda en tonos rosa y verde pálido: los colores de la magnolia en el arrebato de su esplendor primaveral. El vestido de Arabella era de damasco blanco, con bordados de aves y flores de hilo de oro en la falda. Llevaba unos zapatos forrados de un delicado entramado de hilo de oro y el manguito de plumas de avestruz que había encargado a Molly Walker hacía unos meses.

Los invitados llegarían a palacio en barco. Arabella viajó por el Támesis en compañía de Henrietta Oldmixon y de lady Salisbury, con las que se había encontrado en la orilla del Strand a primera hora de la mañana. Lucía el sol, aunque todavía no hacía calor, y las tres damas se habían protegido los hombros con finos chales de verano. Los asientos del barco estaban cubiertos con cojines de seda que salvaguardaban los vestidos de las damas, que además disponían a su espalda de almohadones y mantas de viaje adicionales. Una delicada sombrilla a modo de toldo protegía de la luz del día la pálida tez de las señoras.

En cuanto estuvieron instaladas, Henrietta preguntó:—¿Cómo conseguiremos que mi lord Petre se decida por fin? Lleva

ya demasiado tiempo vacilando.—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó con languidez lady

Salisbury.—Debe pedir a Arabella matrimonio —declaró Henrietta—. Y me

parecería adecuado que lo hiciera hoy.Arabella no deseaba verse envuelta en ese tipo de conversación.

Seguía confusa tras la extraña petición que lord Petre le había hecho en el carruaje.

—Resulta demasiado agradable el flirteo como para empezar a pensar en matrimonio —intervino—. El barón sería un hombre de mal gusto si decidiera declararse justo en el momento en que por fin hemos conseguido una relajada intimidad.

Lady Salisbury abrió su abanico con un gesto impetuoso.

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—¡Ahí De modo que esperas tener noticias de él —dijo.Henrietta la interrumpió rápidamente.—Naturalmente. Están siempre juntos.Arabella, que estaba sentada tan adelante como el ángulo del barco

se lo permitía, la corrigió.—Tan sólo disfrutamos de la compañía del otro una vez cada quince

días.—Pero eso es en público, querida mía —dijo dulcemente lady

Salisbury—. Henrietta se refiere a vuestras horas de intimidad.Arabella guardó silencio, sin saber a ciencia cierta qué respuesta se

esperaba de ella. Lady Salisbury, leyendo en su silencio una tácita admisión, siguió hablando.

—Bueno, Arabella —prosiguió, agitando su abanico—. Me alegra saber que sigues esperando una oferta de matrimonio, pues acabo de enterarme de que lord Petre va a casarse con Catherine Walmesley… y ninguna de nosotras desearía tenerla como amiga.

—¿Te refieres a la pupila de William Dicconson? —intervino Henrietta incapaz de ocultar su perplejidad—. ¡Pero si no puede tener más de dieciséis años! Lord Petre debe de quererla por su fortuna —se volvió para mirar a Arabella, que había palidecido—. No te alarmes, Arabella —dijo—. Puede que la señorita Walmesley tenga una dote de siete mil libras anuales, pero en todo lo demás eres superior a ella.

Arabella no encontró respuesta para semejante comentario y se alegró cuando oyó hablar de nuevo a lady Salisbury.

—Espero que se case contigo, Arabella —dijo—. Este año has sido un miembro encantador de nuestro grupo y lamentaríamos mucho perderte.

Arabella respondió con una sonrisa que, como el sol, fue más brillante que cálida. Vio que lady Salisbury y Henrietta intercambiaban una mirada cómplice. Decidida a demostrar que lo que ocurriera le traía sin cuidado, acercó perezosamente la mano a la borda del barco para acariciar el agua con los dedos, pero la superficie del río estaba más lejos de lo que había imaginado y se vio obligada a retirarla con un gesto rápido y brusco. Se aferró entonces a los laterales de su asiento adoptando una pose digna, consciente de que las otras dos mujeres sonreían desdeñosamente a pesar de que fingían concentrar la mirada en el paisaje.

La noticia de lady Salisbury la había dejado atónita. No podía ser cierto. Lord Petre le habría dicho algo durante su último encuentro. Sin duda, Catherine Walmesley tenía una dote de varios miles de libras anuales y la suya ascendía tan sólo a un total de cuatro mil. Aun así, aunque no conocía a la señorita Walmesley personalmente, sabía que era una joven sin ningún encanto y exenta de cualquier belleza. Y por mucho que a lord Petre le gustara fingir que la belleza física no gozaba de alta estima en su catálogo de virtudes, Arabella sabía que no era así. Eso era simplemente la postura que adoptaba cuando estaba en compañía de mujeres muy hermosas. Además, le había dicho que la amaba. No era pues descabellado pensar en una más que posible propuesta de matrimonio por su parte.

Cuando el grupo de Arabella llegó a palacio, los jardines estaban

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bien nutridos de los caballeros y de las damas de la corte. Andaban pavoneándose entre flecos, encajes de oro y plumas, con tanta profusión de polvos para las pelucas y maquillaje como podían soportar sus portadores sin que por ello quedara oculta su identidad. Los pavos reales parecían haberse apagado a su lado.

Arabella avanzó por el camino que desde el río llevaba a palacio con sus dos acompañantes hasta encontrarse cara a cara con lord Petre.

Lord Petre la saludó con una gran reverencia mientras decía a viva voz:

—¡Señorita Fermor! Su belleza es como el zafiro que en un día luminoso regala alivio y frescura exquisitos al fatigado viajero.

A Arabella no le gustó el ánimo con el que encontró al barón. La conversación que había tenido lugar en el barco la había puesto nerviosa.

—¿Cuál es el motivo de su fatiga, mi señor? —preguntó secamente—. ¿Acaso su remero ha expirado en el río obligándole a remar hasta Hampton Court? —percibió un familiar destello de risa en los ojos de lord Petre que él reprimió para volver a inclinar formalmente la cabeza.

El barón se dirigió hacia Henrietta.—Veo muy animada a la señorita Fermor, ¿no lo cree usted así,

señorita Oldmixon? —dijo. Henrietta le miró sorprendida, y a punto estaba de responder cuando él la interrumpió—. La señorita Oldmixon parece disgustada —dijo—. Debo apresurarme a garantizarle que la veo tan animada y que su belleza refulge con tanta intensidad como la de su acompañante.

Dicho eso, Petre se marchó y se dirigió presuroso al encuentro de lady Mary Pierrepont y de su hermana, que se acercaban por el camino tras ellas.

En un primer momento, Arabella intentó ver en la conducta de lord Petre una simple muestra de cortesía, recordándose que había observado en ocasiones anteriores su preocupación por la opinión que su comportamiento pudiera despertar en los demás; no era pues sorprendente que, durante esas ocasiones de marcada relevancia pública, decidiera abandonar las licencias que se permitía cuando estaba sólo en compañía de los amigos más íntimos. Arabella sabía que entre los rasgos que caracterizaban a su amante no figuraba una personalidad indomable. Sin embargo, mientras le observaba, percibió en los movimientos de lord Petre cierta vacilación nerviosa que contrastaba claramente con la autoridad y el control que definían a su habitual actitud. Normalmente, cuando él la veía en público, buscaba su mirada, compartiendo así el secreto de su intimidad con ella. Deseó poder encontrar el modo de hablar con él lejos de los demás.

Le extrañó ver por el rabillo del ojo acercarse a Teresa y Martha Blount. El barón apenas había prestado atención a las hermanas en el pasado, salvo cuando su amigo, el señor Pope, estaba con ellas, lo cual, como pudo ver encantada, no era el caso. Lord Petre saludó a Teresa con una inclinación de cabeza. Sin duda ella estaría encantada con semejante muestra de atención. Arabella tan sólo pudo conjeturar que Robert deseaba alardear de su relación con una familia tan antigua como la de los Blount, aunque de todos fuera sabido que estaban terriblemente

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endeudados.—Qué delicia verla a usted y a su hermana —dijo lord Petre a Teresa,

mientras besaba por turno a las dos Blount— Justo el otro día estaba hablando de ustedes cuando un caballero ensalzó la belleza de Mapledurham. Le dije que incluso una propiedad tan hermosa como ésa tiene una ínfima porción del encanto de las damas a las que pertenece: las señoritas Martha y Teresa Blount.

Martha dirigió una mirada recelosa a su hermana, esperando que Teresa recibiera esa renovada muestra de atención con zalamero entusiasmo. Sin embargo, y para su sorpresa, Teresa saludó al barón con una sonrisa de desconfianza.

—Difícilmente puede decirse que la casa nos pertenezca ya, mi señor —respondió—. Mapledurham es propiedad de mi hermano.

Martha notó en la respuesta de Teresa un signo de que por fin su hermana había aceptado que su interés por el barón jamás sería correspondido. Lamentó que Alexander no estuviera presente para contemplar el espectáculo y se preguntó cómo lo interpretaría. Alexander siempre había comprendido muy bien a lord Petre.

Teresa no esperó a que lord Petre respondiera a su última intervención.

—Estoy tan poco habituada a verle sin la compañía de la señorita Fermor, mi señor, que temía que se hubiera puesto enferma hasta que la he visto a pocos metros de aquí —comentó, dejando escapar una tintineante risilla, no muy distinta de la de Arabella.

Lord Petre pareció nervioso.—¡Oh! La señorita Fermor y yo somos tan buenos amigos que me

resultaría cansino revolotear a su alrededor en una ocasión como ésta —dijo—. A nadie le gusta verse estorbado por un viejo conocido cuando está en busca de nuevas amistades —al oírle hablar así, las muchachas clavaron en él la mirada, presas de la más absoluta perplejidad.

Cuando las vio tan absolutamente confundidas, lord Petre siguió adelante con su discurso.

—Veo que no han venido con su amigo, el señor Pope —dijo—. Una lástima… me habría gustado cultivar su amistad. Supongo que lamentará haberse perdido una ocasión que podría haberle proporcionado gran diversión a su pluma —se rió entre dientes, al parecer sin importarle que las muchachas siguieran sin decir nada. Martha se preguntó si estaría borracho.

Cuando Petre se alejó por fin, Martha lanzó una fugaz mirada a Arabella, que giró la cabeza en cuanto la vio. Aun así, sorprendió en ella una mirada de alarma.

La atención de las jóvenes volvió de nuevo a concentrarse en lord Petre, al que se dirigían los claros e inconfundibles acentos de lady Mary Pierrepont.

—Me sorprende oírle describir a la señorita Fermor como a una amiga, mi señor —decía—. La opinión general es que su relación con ella es de una naturaleza totalmente distinta.

Teresa sonrió al ver el semblante de lord Petre cuando Mary Pierrepont formuló su observación y deseó, y no por vez primera, haber

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sido también ella hija de un barón. Petre se volvió para ver si alguien les había oído y se tranquilizó al tiempo que respondía dando muestras de una seguridad en sí mismo muy similar a la que había mostrado hasta el momento:

—La señorita Fermor estaría horrorizada si supiera que ha circulado un rumor tan escandaloso —dijo— Una dama de belleza y encanto sin par como los de ella jamás permitiría que la asociaran con una persona tan inconstante y vacilante como yo.

Lady Mary le miró atentamente.—Pero todo el mundo espera la inminente noticia de un compromiso

entre ustedes —dijo. Una vez más, Petre pareció visiblemente asustado.—La persona que se case con la señorita Fermor debe ser un

caballero mucho más meritorio que yo —concluyó antes de liberarse apresuradamente de la conversación.

Petre se unió entonces a un grupo de muchachas engalanadas con sedas celestes y lilas a las que Teresa no conocía. Eran varios años más jóvenes que ella y que Arabella. De hecho, había visto a una de ellas en una recepción a la que había asistido en compañía de su madre. Le había dado la impresión de ser una tontuela. Poco después de que lord Petre se uniera al grupo se oyó reír a las muchachas con estridentes y excitadas carcajadas y tras ellas resonó la inconfundible voz de barítono del barón.

—Los comentarios de lord Petre me han dejado muy confundida —le dijo Martha a Teresa mientras las dos hermanas seguían con la mirada los movimientos de Petre—. Arabella parecía estar totalmente convencida del enlace, y no creo que se equivoque. Quizás sea así como ella le ha aconsejado actuar hasta que el compromiso se haga público.

—¡No lo creo! —respondió Teresa—. Ni siquiera Arabella desearía ser considerada tan hermosa como para que lord Petre no fuera merecedor de ella.

Se vieron interrumpidas por la apresurada aparición de Margaret Brownlow. Llegaba con una importante noticia.

—¡Eliza Chambers dice que Catherine Walmesley va a casarse con lord Petre! —exclamó jadeante—. Aunque le he dicho que no podía ser cierto. ¿No estaba el barón comprometido con vuestra prima?

Martha se quedó boquiabierta. Teresa también, aunque recobró con rapidez la serenidad.

—Al parecer, depende de a quién de los dos se le pregunte —dijo con una sonrisa ácida.

—Creíamos que muy pronto nos anunciarían su compromiso —se apresuró a contestar Martha en un intento de suavizar la acidez de su hermana—. La familia Fermor lo está esperando… y también la nuestra, por supuesto. Pero si mi señor Petre ha decidido casarse con otra dama, espero que nadie considere que la señorita Fermor ha sido injustamente tratada.

—¡Ah! A Arabella Fermor no le importará —dijo Margaret—. Todos los hombres de Londres están locos por ella. ¡Pero la señorita Walmesley! ¿Quién iba a imaginar su buena suerte?

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Arabella, a quien todo el asunto estaba empezando a afectarle mucho más de lo que Margaret podía suponer, paseaba por el jardín escoltada por lady Salisbury y Henrietta.

Sabía que había sido blanco de comentarios y deseaba encontrar el modo de que lady Salisbury dejara de una vez por todas de hablar de lord Petre.

Lady Salisbury ni siquiera se molestó en bajar la voz al hablar:—Si lord Petre no puede obtener el permiso de su familia para

concertar el enlace, todavía podéis casaros en secreto. Lo del dinero siempre se puede arreglar más adelante.

Habría sido inútil hacerla callar, de modo que Arabella respondió con voz igualmente estridente.

—Jamás daría mi beneplácito a un matrimonio secreto —declaró—. Esa suerte de enlaces da a entender que la dama tiene algo que ocultar. Sólo hay una situación en la que es permisible un acuerdo semejante, y es cuando una mujer desea evitar casarse con un marido que han elegido para ella casándose antes con otro hombre.

Pero sus amigas no tenían la menor intención de hablar sobre la cuestión del matrimonio en general. Su interés estaba centrado en los detalles de la relación entre Arabella y lord Petre, y estaban decididas a debatir el tema lo menos discretamente posible.

—Lord Petre se muestra hoy prodigiosamente caballeroso —apuntó Henrietta—. Mirad cómo flirtea con Clarissa Williamson y sus amigas. Las adula… y cómo se sonroja la señorita Williamson —pero Arabella, que ya había observado la escena, no se volvió a mirar en esa dirección—. Creía que sería más galante contigo, Arabella —añadió Henrietta.

Arabella hizo acopio de sus más fuertes reservas de autodisciplina.—Prefiero que mi señor lord Petre haga sonrojarse a la señorita

Williamson que a mí —respondió al tiempo que otro estallido de carcajadas salía del grupo de lord Petre—. Qué escándalo están armando esas muchachas. No sabía que el barón pudiera ser tan divertido.

A pesar de que la risa de lord Petre era ciertamente escandalosa, no era, como él mismo reflexionó con amargura, mucho más sincera que la de Arabella. Durante toda la mañana, cada vez que la miraba, había sentido una cruel punzada de angustia. Mientras hablaba arrogantemente con otras mujeres sentía una oleada de vergüenza. Cuando Arabella había alzado los ojos buscando los suyos, Petre había sentido una ternura abrumadora. Arabella era a sus ojos un ciervo herido que se muestra orgulloso y ágil incluso mientras intenta entre resuellos esquivar el golpe que ha de poner fin a su vida. Anhelaba hablar con ella y contarle la verdad, pero temía que si lo hacía, Arabella abandonaría la recepción y el compromiso al que había llegado con Caryll y con su madre quedaría incumplido.

Se decía que, no advirtiendo a Arabella de cuál iba a ser su destino, estaba siendo fuerte… y, después de un tiempo, había empezado a sentir que era verdad. Aunque el suyo no era el convencimiento de un hombre que sabe que debe luchar por defender a la mujer que ama, era sin

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embargo igual de poderoso, un convencimiento nacido del instinto de supervivencia. Y en el noble pecho de lord Petre ese instinto ancestral había echado firmes raíces. Estaba convencido de que terminaría sus días en la horca si desobedecía a su familia, y el desagrado que provocaba en él semejante final se traducía en que no dedicaba demasiado tiempo a deliberaciones. Su modo de actuar era claro. No tenía más elección que renunciar a Arabella. De ahí que esa mañana, cada vez que la miraba, lo hiciera con los ojos de un moderno Eneas que abandona a su Dido —su verdadero amor— para enfrentarse solo a las peligrosas aguas del azar. Sabía muy bien cuál era su deber.

Naturalmente, cuando lord Petre se planteaba la cuestión, lo hacía sin el menor asomo de ironía. Creía que por el bien de su familia y de sus camaradas jacobitas estaba obligado a afrontar una ruptura pública con Arabella Fermor y en ningún momento se detuvo a pensar que al hacerlo elegía una forma de traición en detrimento de la otra. Pero también estaba empezando a sentir que merecía una recompensa por su sacrificio. Puesto que se había visto forzado a renunciar a todas sus esperanzas de protagonizar una empresa cuando menos heroica, y puesto que había accedido a casarse con Catherine Walmesley, ¿no debía a cambio conservar a Arabella como su tesoro? Era la víctima de un pacto diabólico. Arabella era una mujer audaz y mundana que disfrutaba riéndose de las convenciones sociales del momento. ¿Por qué no podía seguir siendo su amante después de la boda? ¿Por qué no podía él conservar ese consuelo?

Sus cavilaciones fueron interrumpidas por sir George Brown, uno de los miembros del grupo en el que se encontraba.

—La señorita Fermor y sus amigas miran hacia aquí, mi señor —decía sir George—. Si flirtea usted con demasiado descaro con estas jóvenes damas, la señorita Fermor empezará a sospechar que ha perdido a su admirador.

Lord Petre vio en la intervención de sir George la oportunidad perfecta para dirigir la conversación en la dirección que deseaba.

—La señorita Fermor no pierde jamás admiradores; tan sólo los gana —respondió—. Si estoy siempre a su lado, se me verá como uno de esos tipos orgullosos y vanidosos que se creen los únicos hombres merecedores de las atenciones de una dama. Aunque si desea verme flirtear con la señorita Fermor lo haré encantado.

Clarissa Williamson, que obviamente no quería algo así, se sacudió en ese instante el pelo con coquetería y dijo:

—¿Entonces, el rumor de que la señorita Fermor y usted están comprometidos es falso, mi señor?

Petre le sonrió desde las alturas.—¡No soy más que un simple mortal! —respondió, sacudiendo

histriónicamente sus propios rizos—. Es impensable pedir la mano de una diosa. Se reiría de mí.

—No puedo creer que le tenga usted tanto miedo, mi señor —respondió la señorita Williamson con una risilla encantadora—. Le he visto con ella en numerosas ocasiones. Aunque se me ocurre una forma de poner a prueba su entereza. ¡Sir George! ¿Qué ardua tarea podríamos

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encomendarle a mi señor lord Petre para que demuestre su fortaleza?Sir George dejó escapar una tosecilla de excitación nerviosa al

tiempo que se preguntaba si en realidad no estaría Clarissa Williamson flirteando con él.

—¡Diantre! —exclamó, dándole un golpecito a su caja de rapé—. Le mandaremos a que cumpla alguna misión —prosiguió sir George, sintiendo por vez primera lo que significaba tomar parte en una batalla de ingenios por muy parco que fuera su papel—. ¡Maldita sea, mi señor! ¿Cómo voy a flirtear con la señorita Williamson y sus encantadoras amigas teniéndole a usted cerca? —preguntó—. Por Dios, debería hacerle la corte a alguna otra mujer mientras yo pruebo suerte con estas damas.

—Flirtearé con la mujer de su elección —dijo el barón con una sonrisa.

—¡En ese caso, que sea con la señorita Fermor! —dijo sir George—. ¡Muéstrele a la señorita Williamson que no le tiene miedo!

A pesar de que la señorita Williamson pareció ligeramente decepcionada por el resultado de la conversación, después de haberse mostrado como una joven de gran arrojo y energía ya no podía volverse atrás.

—¡Bien dicho, mi señor! —exclamó—. Deberá mostrarse audaz… le ordeno pues que desafíe a la diosa Arabella Fermor antes de que concluya la tarde —lord Petre sabía que ésa era exactamente la excusa que necesitaba para ejecutar la misión que tenía pendiente con Arabella. Temeroso de que Clarissa retirara su petición, y aprovechando que lady Mary Pierrepont pasaba en ese momento por allí, se apartó del grupo.

—¡Mi señora! —exclamó—. Llevo deseando felicitarla por la valentía que mostró en la mesa de juego desde la velada en casa de la señorita Oldmixon.

Lady Mary miró al barón, sorprendida ante su brusca declaración.—Muestro un gran valor en todo momento, mi señor —respondió.Petre le expresó su reconocimiento con una reverencia.—Aun así, me sorprendió muchísimo el arrojo de su apuesta —añadió

—. No es frecuente encontrar semejante talento en una dama… especialmente si la dama en cuestión juega sola.

—Siempre es mejor jugar sola cuando se apuesta fuerte —respondió—. He descubierto que raras veces puede confiarse en algún compañero. ¿No le parece?

Lord Petre no respondió.

Durante la tarde, los invitados empezaron a trasladarse al interior del palacio. Algunos jugaban a las cartas mientras el resto charlaban sentados en pequeños grupos. Clarissa Williamson se acercó a lord Petre, que estaba de pie junto a uno de los ventanales, un poco apartado de sus conocidos.

—¿Qué mira con tanta melancolía, mi señor? —preguntó la joven, siguiendo la mirada del barón—. ¡Ah! ¡La diosa Fermor, jugando en el jardín! Espero que no haya olvidado nuestro compromiso.

Lord Petre no dijo nada durante un instante. Se quedó en silencio,

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perdido en sus cavilaciones. Luego volvió en sí y respondió:—Por supuesto que no, señora. Simplemente estoy calculando cuál

puede ser la mejor forma de abordarla.William Dicconson, que estaba de pie junto a la pareja, oyó el último

comentario del barón. Se unió a ellos y lord Petre percibió en su aliento una bocanada del fuerte y dulzón olor del licor.

—¿Le asustan las mujeres? —preguntó con una mirada maliciosa. Lord Petre retrocedió un paso y miró a Clarissa, preguntándose si la joven habría advertido que el comentario de Dicconson intentaba ser una provocación.

—La señorita Williamson y yo bromeábamos, señor —respondió—. Antes he dicho que me daría miedo flirtear con una dama tan hermosa como la señorita Arabella Fermor.

—Y yo he dicho que debe poner a prueba su valor… flirteando abiertamente con ella —intervino la señorita Williamson.

—¿Se ha planteado en algún momento cómo dar semejante paso? —preguntó Dicconson, dando la espalda a la señorita Williamson y dirigiéndose a lord Petre con una voz cargada de agresividad.

—Creo que tengo un plan en mente —respondió el barón.—En ese caso, debería ejecutarlo con la mayor brevedad —dijo

Dicconson, empleando el mismo tono desagradable—. O el día habrá tocado a su fin… y será demasiado tarde.

Arabella entró sola desde los jardines, pues lady Salisbury y Henrietta se habían quedado fuera deseosas de disfrutar de un paseo entre los arriates de flores. No la habían invitado a unirse a ellas. Al entrar en el salón varias personas se volvieron a mirarla, aunque en cuanto ella las miró giraron la cabeza. Martha y Teresa estaban sentadas en un sofá junto a la entrada, y Martha la invitó a sentarse con ellas. Arabella aceptó y tomó asiento en silencio. Le pareció que había aumentado el volumen de las risas en el grupo de lord Petre desde que ella había llegado, pero optó por apartar la idea de su cabeza diciéndose que debían de ser imaginaciones suyas provocadas por los nervios.

Oyó que Martha hablaba de Alexander y se sintió aliviada al ver que se trataba de un tema del que, como bien sabían las Blount, ella nada tenía que decir. No tenía fuerzas para participar en ninguna conversación. Lady Mary Pierrepont estaba sentada justo en el otro extremo del salón en compañía de lady Castlecomber hablando confidencialmente. Al parecer, también ellas habían vuelto la cabeza para evitar su mirada.

—Lord Petre estaba en lo cierto —oyó decir a Martha. Giró instintivamente la cabeza al oír mencionar el nombre del barón. En seguida vio que Teresa se había dado cuenta y lamentó no haber tenido más cuidado a la hora de disimular su interés— cuando dijo que Alexander disfrutaría de este espectáculo —concluyó. Arabella volvió a bajar desganada la mirada—. Ojalá le hubieran invitado —añadió Martha—. Debemos recordar todos los detalles para contárselos.

Cuando Teresa estaba a punto de responder a su hermana, estalló una carcajada bastante ruidosa en el sector del salón ocupado por Clarissa Williamson y las tres muchachas se volvieron a mirar en esa

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dirección. Vieron que, con gran fanfarria y teatral movimiento, lord Petre había empezado a alejarse del grupo. El barón se detuvo y volvió la cabeza deseoso de asegurarse de que todas las miradas estaban puestas en él. Arabella vio a Clarissa Williamson levantar la mano para señalar en su dirección, pero la dejó caer de pronto en cuanto sus ojos se encontraron con los de Arabella. La algarabía de la risa del grupo había interrumpido durante un instante las conversaciones del salón y los presentes se volvieron para identificar la fuente de su diversión. Se produjo una pausa y de nuevo llegó el bullicio, cada vez más intenso.

Martha y Teresa habían cesado de hablar cuando Arabella vio que lord Petre se acercaba al sofá. Aunque los ojos del barón estaban fijos en ella, se esforzó en no volverse ni a mirar. Sentía que el avance de Petre era observado por todos sus acompañantes y que Mary Pierrepont y lady Castlecomber también le miraban.

Durante un segundo creyó que lord Petre se acercaba para hablar con ella en privado, pero al instante cayó en la cuenta de que no podía ser así. Robert caminaba con aire decidido y ya estaba casi delante de ella. Teresa y Martha, que hasta entonces hablaban con voz queda, callaron inconscientemente.

A pesar de que tenía la mirada en sus rodillas, Arabella vio por debajo de sus pestañas que tenía a Petre delante de ella. Con esfuerzo, alzó los ojos hacia él y vio que Robert le sonreía, que le sonreía a ella. Era la vieja y conocida sonrisa que encerraba la secreta intimidad que ambos compartían. Arabella espiró sonoramente y sintió un estremecimiento de alivio. Se volvió a mirar a Martha y a Teresa y vio que también sus primas sonreían. El salón había quedado en silencio. Los segundos parecían pasar despacio y deliberadamente mientras ella seguía sentada junto a sus primas, esperando. Entonces, Petre se agachó y flexionó una rodilla delante de él. Arabella alcanzó a ver entrar en ese momento a lady Salisbury y a Henrietta, que también la observaban entre sonrisas. Se sentía gloriosa y exultante: sus temores habían sido del todo innecesarios. Tenía a lord Petre arrodillado ante ella. No pareció importarle que todas las miradas se hubieran posado sobre su persona.

«De modo que es así como se siente la esposa de un barón», pensó, triunfal.

Petre se metió la mano en el bolsillo y sacó algo de él. Había cerrado la mano sobre el objeto, aunque Arabella alcanzó a ver el destello y la punta de una hoja. Luego él acercó su mano y Arabella sintió el contacto de sus dedos en el cuello… tan familiar. De pronto, se asustó, conmocionada. Había notado algo frío en la mano del barón.

Frío como el acero. Durante un instante aterrador, pensó que Petre llevaba un cuchillo y que iba a matarla. No pudo reprimir un grito que, en el estado de pánico en que se encontraba, apenas llegó a entender que procedía de su propia boca. Oyó entonces el chasquido de dos afiladas hojas al unirse y sintió luego caer un mechón de sus cabellos. Lord Petre lo cogió entre los dedos.

—¡Mi trofeo! —exclamó en voz alta— Un trofeo de la señorita Arabella Fermor. He robado un mechón de pelo de la diosa Diana.

Perpleja, Arabella vio como el salón empezaba a aplaudir. El sonido

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fue tremendo y llegó mezclado con risas, vacilantes primero y desenfrenadas después. Confundida, clavó la mirada en sus manos. Presa de un espantoso dolor provocado por la tensión que le agarrotaba los músculos, hizo un esfuerzo para mirar a Petre, que en ese momento blandía el mechón en el aire, sonriendo estúpidamente a la señorita Williamson, que aplaudía y chillaba a la vez. A su alrededor el salón era una borrosa imagen de rostros burlones. La alarma, la vergüenza y la deshonra tiñeron sus rasgos. Arabella no pudo hacer nada por evitarlo.

Se produjo un breve receso en la risa generalizada que inundaba el salón y en ese instante se oyó trinar claramente la voz de Clarissa:

—¡Ni siquiera la diosa de la castidad puede resistirse al acero conquistador del barón!

Arabella se encogió ante la vulgar crueldad del comentario. «Santo Dios», pensó. El maldito disfraz de Diana. Cuan vanidosamente había fanfarroneado de ser la diosa de la castidad. En ese momento lo lamentó amargamente.

En voz baja, aunque no tanto como para que Arabella no pudiera oírla, Henrietta bromeó:

—A saber qué habría ocurrido si hubiera pretendido arrancarle el pelo que no tiene tan a la vista.

Más risas, seguidas por una dispersa lluvia de aplausos. Arabella también intentó reírse, pero estaba helada. Aunque sabía que no debía llorar, las lágrimas habían empezado a asomar a sus ojos. Levantó la mano para tocar el punto exacto donde lord Petre le había cortado el mechón y notó un vacío donde antes habían estado sus cabellos: un hueco coronado por un puñado de puntas cortas y erizadas, punzantes al tacto. Martha y Teresa la observaban con rostros angustiados.

—Una nadería, una nadería —murmuró—. No es más que una nadería.

Durante unos minutos, que a Arabella se le antojaron una hora, siguió soportando el sonido de las risas. Por fin, el salón volvió a recomponerse en pequeños grupos que se concentraban una vez más en nuevas historias narradas con despreocupada alegría. ¿Era posible que le hubieran dado tan poca importancia a lo ocurrido? Arabella jamás había tenido que soportar semejante agonía. Pero los invitados ya habían empezado a olvidarla. El propio lord Petre volvía a hablar con Clarissa Williamson y no buscó su mirada. Por fin se sintió capaz de levantarse. Se puso en pie.

Cuando salía del salón, la gente se volvió de nuevo a mirarla. Aunque le sonreían sin malicia, a ella no se lo pareció. A su vez, sonrió débilmente al tiempo que el músculo del labio se le encogía inconscientemente. Relajó el semblante durante un instante, pero las lágrimas acudieron a sus ojos y supo entonces que debía esforzarse en sonreír de nuevo.

Por fin salió a la galería. Martha y su amiga Margaret Brownlow no tardaron en reunirse con ella.

—¿Te encuentras bien, Arabella? —preguntó Martha. Su rostro, muy próximo al de su prima, mostraba una sincera y profunda preocupación. Arabella buscó un asiento a su espalda y Martha la tomó del brazo para ayudarla a sentarse en un mullido banco bajo. Se acomodó a un lado de

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ella y Margaret Brownlow al otro.—¡Vamos, señorita Fermor! —dijo Margaret—. Lord Petre tiene

intención de convertirla en su esposa. No puede haber prueba más clara. Robar un mechón de cabello… es, sin lugar a dudas, el preludio de un paso mucho mayor.

Aunque Arabella se sintió agradecida a Margaret por comprender tan poco, notó que le temblaba el rostro cuando por fin habló.

—Lord Petre no tiene intención de convertirme en su esposa. De lo contrario no habría dejado que todos supieran que soy su amante.

Las muchachas se quedaron perplejas, pero en ese momento a Arabella no le importó. Lo lamentaría más adelante, pero ahora lo único que le preocupaba era que siguieran sentadas a su lado en el banco. No podía volver a entrar al salón.

Efectivamente, Martha miraba a Arabella sin salir de su asombro. Hasta entonces no había estado segura de que los rumores que Teresa había oído de boca de James Douglass y de las muchachas de la ciudad fueran ciertos. Cuando había visto a la pareja en el río, sabía que su prima debía de haber pasado más tiempo a solas del que debía con lord Petre; había supuesto que entre ambos existía cierta intimidad inocente que, como ella bien sabía, se permitían la mayoría de las mujeres. Pero el descubrimiento de que Arabella había sido realmente la amante del barón cuando el compromiso entre ambos no era seguro la había dejado de piedra. Y no es que la censurara por ello, pero no podía evitar pensar que había sido una insensata. Arabella había demostrado tener aún menos sentido común que su hermana.

Aun así, no le pareció que la actitud de lord Petre pudiera ser demasiado perjudicial. El asunto no tardaría en olvidarse y no representaría un daño duradero para su prima. Arabella se había tomado el gesto como una cruel muestra de rechazo, pero Martha no creía que los demás lo hubieran visto así. Durante los casi quince minutos que siguieron sentadas juntas, Arabella prácticamente no dijo nada. Por fin, Martha se ofreció a acompañarla a casa.

Arabella asintió. Luego, haciendo acopio de su habitual entereza, dijo:

—Tengo que volver al salón. No puedo permitir que crean que lord Petre me ha destruido.

Cuando Arabella se marchó, lady Castlecomber, que seguía sentada en compañía de lady Mary Pierrepont, comentó:

—Si yo fuera la señorita Fermor, exigiría que me devolviera el mechón de cabellos.

—¡Ah! ¡La triste verdad sobre el cabello! —respondió lady Mary—. Un rizo cortado jamás puede volver a ocupar su lugar.

En el otro extremo del salón lady Salisbury tomó confidencialmente a Henrietta de la mano y la sentó con ella en el sofá que Arabella había dejado vacío al salir.

—Si yo fuera la señorita Fermor, estaría hecha una furia —dijo—. Pero ¿en qué estaría pensando el barón? Ahora todos sabrán que son amantes. Es una mancha en su honor.

Henrietta, que repasaba ansiosa la falda de su vestido, apenas le

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prestaba atención.—¡Ten cuidado! Has estado a punto de hacerme derramar el té —dijo

—. Podría haberme manchado mi nuevo brocado.Entonces pareció reparar en parte del último comentario de lady

Salisbury.—¿Qué decías del honor de Arabella?—Que quedará mancillado para siempre —dijo lady Salisbury. Hizo

una dramática pausa antes de continuar hablando y luego, alzando la voz, preguntó—: ¿Sabes de lo que acabo de enterarme, Henrietta?

Como era su intención, su voz resultó audible para el salón entero.—Lord Petre no tiene ninguna intención de casarse con Arabella —

exclamó—. William Dicconson acaba de decirme —confidencialmente, por supuesto— que el rumor sobre su pupila es cierto.

Arabella regresó al salón justo cuando la voz de lady Salisbury todavía resonaba en él:

—Hace ya varias semanas que lord Petre está prometido con la señorita Catherine Walmesley.

Lady Salisbury y Henrietta observaron con frialdad a Arabella mientras ésta, terriblemente pálida, se acercaba a ellas. No mostraron la menor intención de hacerle un sitio en su sofá.

—Oh, no sabía que pensaba volver a reunirse con nosotras, señorita Fermor —dijo altiva lady Salisbury.

Arabella abrió la boca para hablar, pero no fue capaz de decir nada. Se quedó inmóvil durante unos instantes e intentó volver a salir del salón, pero en cuanto empezó a alejarse se desmayó.

Todos los hombres presentes en el salón corrieron hacia ella y las mujeres se congregaron a su espalda. Henrietta y lady Salisbury siguieron sentadas, contemplando desdeñosas la escena. Lord Petre fue el primero en llegar hasta Arabella. Cayó de rodillas a su lado y la tomó en sus brazos. La multitud contuvo el aliento. Petre levantó su cuerpo inconsciente y lo depositó en un sofá mientras una de las damas le ponía su abanico en las manos. Petre lo agitó ante Arabella. Le apartó con suavidad el cabello del rostro e instintivamente tendió la mano hacia el lazo que le sujetaba el corpiño, pero se contuvo. Levantó la mirada y vio que William Dicconson le observaba.

Alguien se apresuró a ofrecer rapé, otro invitado ofreció una copa de vino y alguien más hizo lo propio con una taza de té. Pero los ojos de Arabella seguían cerrados.

Por fin, empezó a volver en sí y abrió los ojos entre débiles parpadeos. Reparó entonces en el murmullo sordo de susurros que la rodeaban y en la barrera de gente que se arracimaba a su alrededor. Se dio cuenta de que se había desmayado y se aferró alarmada a los brazos del sofá. ¿Habría caído en una posición indigna? Se preguntó cómo habría llegado al sofá. Volvió a abrir los ojos entre parpadeos y vio a lord Petre de rodillas a su lado. Imaginó entonces lo ocurrido: él la había tomado en brazos, inconsciente como estaba, para acomodarla en el sofá como si la estuviera abrazando. Pero entonces las palabras de lady Salisbury resonaron en su cabeza: «Hace ya varias semanas que lord Petre está prometido con la señorita Catherine Walmesley». Sintió que la vergüenza

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estaba a punto de sofocarla. Cómo se atrevía el barón a tocarla en semejantes circunstancias… y cómo agravaba así su humillación.

Intentó incorporarse al tiempo que rechazaba la ayuda que le ofrecía lord Petre.

—Le ruego que me deje, señor —dijo con voz clara—. No tengo el menor deseo de recibir sus atenciones.

Entonces fue lord Petre quien palideció. Intentó parecer ofendido, como si simplemente hubiera pretendido mostrarse cortés con la dama. Se levantó al instante, mirando ansioso a su alrededor para ver cuántos de los presentes habían oído a Arabella.

Martha se arrodilló junto a su prima.—Te llevaremos a casa —susurró—. Una embarcación nos espera en

el río —tomó a Arabella del brazo y empezó a cruzar con ella el salón.Teresa, sin embargo, no dio señales de querer acompañarlas.Hay personas que, por mucho que hayan deseado ser testigos

directos de la humillación de un rival, se estremecen si el espectáculo llega realmente a tener lugar. Teresa Blount no estaba entre ellas. La aflicción de Arabella no la conmovió. En el pasado, Arabella la había visto infeliz e indecisa, pero eso no había ablandado su temperamento ni la había movido a comportarse de manera más generosa con ella. Teresa no albergaba la fantasía de que, de no haber existido Arabella, lord Petre se habría casado con ella. A esas alturas no podía cambiar el destino de Arabella sintiendo compasión por ella. Tanto la una como la otra comprendían que pertenecían a un mundo que no tenía en gran estima virtudes como la fortaleza, la caridad y la humildad. Sin embargo, ninguna de las dos había estado jamás tentada de cambiarlo por otro.

Y así, cuando Martha se volvió hacia su hermana y le dijo en voz baja que debían acompañar a Arabella a casa en barco, Teresa respondió:

—No es necesario que vayamos las dos, ¿no te parece? Van a presentarme a Su Majestad.

Martha le reconvino diciéndole que debían de compadecerse de la desgracia de Arabella, pero Teresa negó decididamente con la cabeza y respondió:

—No tengo la menor intención de sacrificar el disfrute de mi último día porque Arabella no se haya salido con la suya con lord Petre. Cualquiera le habría dicho que las cosas terminarían así. Atiéndela tú si ése es tu deseo, pero no esperes que nadie te lo agradezca después.

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Capítulo 18

El amor en estos Laberintos a sus Esclavos condena,y a los Corazones fuertes sujetan ligeras Cadenas

Al día siguiente Martha le contó a Alexander lo ocurrido.—Menuda historia, Patty —fue la respuesta de Alexander cuando ella

terminó de hablar—. Lo que habría dado por ver la cara de la señorita Fermor cuando el barón le arrebató el mechón de cabellos. O la de tu hermana cuando la señorita Fermor se desmayó. Debe de haber sido todo un espectáculo.

—Teresa hizo mal negándose a acompañar a la prima Bell a casa —dijo Martha, asegurándose de que él reparara en esa parte de la historia.

—Quizás no tanto como crees, Patty. Probablemente Arabella tampoco deseara tenerla allí con ella. No es esa clase de persona a la que le gusta que sus rivales la vean languidecer en la Cueva de la Cólera.

—¿La Cueva de la Cólera? —repitió Martha—. Qué lenguaje tan extravagante utilizas a veces. Cierto es que vi a Arabella muy abatida durante el viaje de regreso a casa. Si no te conociera bien, casi me atrevería a pensar que sientes lástima por nuestra prima Bell.

—Sería un hipócrita si de pronto sintiera compasión por ella —respondió Alexander—. Pero no es deseable ver a la señorita Fermor en semejante situación, sobre todo porque dista mucho del personaje que se empeña en enseñar al resto del mundo.

—Jamás te había oído defender a Arabella —dijo Martha, mirándole recelosa—. ¿Cuál puede ser la razón de un cambio así?

Alexander se volvió a mirarla con expresión cauta.—No… no ha habido ningún cambio —dijo—. Pero es que el aplomo

de la señorita Fermor tenía algo de impecable —prosiguió—. Portaba su hermosura como el caballero porta su armadura. Jamás habría imaginado que podrían mellarla tan fácilmente.

Martha se rió, sintiéndose más próxima a Teresa al sentir deseos de burlarse de él.

—¡Ángeles, mujeres caídas en desgracia y caballeros armados! Dios del cielo, Alexander —dijo—. Hay que ver qué confusión de ideas ha provocado en ti lo ocurrido. ¡Ya sólo te queda añadir una batalla épica a tu relato y podrías compararte con Homero, con Spenser y con Milton en tan sólo una mañana!

En la mirada de Alexander brilló un pequeño destello y Martha se preguntó si iría en busca de papel y de pluma y se pondría a escribir de inmediato.

—Ten cuidado en no darme más crédito del que merezco —añadió Martha con una mirada burlona. Estaba empezando a disfrutar del nuevo

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estatus que había adquirido su relación con él. Una vez más, se preguntó qué tenía el carácter de Alexander que despertaba en los demás un ánimo burlón. Se le ocurrió que quizás todos los ambiciosos fueran iguales. O, mejor, toda la gente que conocía el éxito, se corrigió, al tiempo que caía en la cuenta de que por muy gratificante que pudiera resultar burlarse de Alexander o de Arabella, no ocurría lo mismo con las esperanzas truncadas de Teresa.

Dos días después, Martha y Teresa dejaron Londres para regresar a Mapledurham. Alexander las siguió una semana más tarde. Se despidió de Jervas con una mezcla de alivio y de pesar a la que el pintor respondió como era habitual en él:

—No soy hombre dado a la melancolía, Pope. No me gusta estar triste, de modo que no te diré que voy a echarte de menos, sino que espero ansioso tu regreso.

Alexander le estrechó la mano y le agradeció sinceramente todo lo que había hecho por él.

—Volveré en cuanto tenga un poema que vender —añadió.Jervas le dijo adiós agitando alegremente la mano.

Tras los acontecimientos de Hampton Palace, Arabella creyó que no se vería capaz de volver a mostrar su rostro en público. Y no era sólo el hecho de que lord Petre la hubiera abandonado lo que le resultaba tan vergonzante. El riesgo que entrañaba su romance había sido un constante y claro recordatorio de que existía la posibilidad de que no alcanzara su meta. Pero si en algún momento había imaginado que lord Petre y ella terminarían separándose, había visualizado el desenlace como algo íntimo, motivado por la negativa expresada por parte de la familia de él a dar su consentimiento al enlace. Había imaginado la separación tan lacrimógena y angustiada por parte de él como apesadumbrada y digna por la de ella. En cualquier caso, estaba segura de que Petre desafiaría la prohibición impuesta por su familia y terminaría casándose con ella.

Al pensar en lo ocurrido, no le costó convencerse de que la familia de lord Petre le había exigido una separación pública, deseando asegurarse que la relación jamás volvería a retomarse. Arabella se preguntó qué tipo de presión habrían empleado para obligarle a capitular. El motivo debía de ser muy poderoso. Creía firmemente que las pasiones que habían movido a Petre en el pasado estaban alimentadas por un impulso más emocional que moral, lo cual no encajaba con la resolución y la fría determinación con las que había actuado. Ese Robert nada tenía en común con el que ella había conocido.

Con el devenir de los días, el sentimiento de vergüenza y de traición dejó paso a una inesperada sensación de alivio. Arabella se dio cuenta de que todo el mundo estaba al corriente de su affaire con el barón. Incluso aunque hubieran roto en privado ella habría sido objeto de compasión, convertida para los restos en la patética chiquilla inocente que había sucumbido a manos de un acaudalado y encantador caballero de noble

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cuna. Sin embargo, según habían ido las cosas, era él quien había salido mal parado al aprovecharse de la protección que le ofrecía un evento público para llevar a cabo un acto del todo deshonroso. Si hubiera decidido casarse con Arabella habría confirmado con ello su auténtica nobleza, mostrando que era lo bastante rico como para casarse por amor y que estaba lo suficientemente seguro de sí mismo como para casarse con una criatura tan magnífica como Arabella Fermor. Arabella esperaba que la sociedad viera en su enlace con Catherine Walmesley una cobarde retirada, un intento más que evidente por llenar las arcas de la familia mediante un matrimonio con una mujer que a nadie caía en gracia.

Si sabía manejar bien la situación, Arabella podría convertirse en un trofeo aún más codiciado. Decidió abandonar Londres durante una temporada, instalarse en Bath y regresar a la capital el año siguiente. Para entonces, lord Petre y la señorita Walmesley llevarían ya casados el tiempo suficiente como para haber empezado a dedicarse al anodino mundo de los hijos.

Aunque Arabella se había abandonado al estímulo de esas reflexiones y de su propia determinación, no podía evitar sentir una amarga decepción subyacente que afligía sus horas de soledad. La naturaleza de su pesar la sorprendió. Se había repetido hasta la saciedad que si había ido en pos de lord Petre era porque deseaba convertirse en la esposa de un barón… y también movida por la aventura que ello conllevaba, una aventura que la entusiasmaba. Desde la distancia, sin embargo, se dio cuenta de que el affaire había sido una experiencia exquisita no sólo debido a la posición y la fortuna del barón; la ambición primera de Arabella se había visto desplazada por emociones más complejas. La estima entre ambos había sido mutua. Arabella no había tenido ninguna necesidad de dejarse llevar por sueños de fantasías románticas cuando lo cierto era que desde un principio una comprensión y una atracción reales la habían unido a Robert.

Sin embargo, en cuanto reconoció los sentimientos de afecto que albergaba hacia él, fue presa de un repentino alivio. Se quedó maravillada. ¿Cómo podía ser que simplemente admitiendo que había llegado a amar a lord Petre hubiera dado la espalda a los coletazos de remordimiento y de deseo por los que había esperado verse abrumada? Por primera vez en su vida los misterios del corazón humano la asombraron. Aun así, en vez de ceder a esos recientes descubrimientos sobre sí misma, se mantuvo fundamentalmente fiel a su antigua personalidad. Jamás hablaría del episodio, ni de los sentimientos que éste había despertado en ella, con ninguna de sus amigas, que observaban extrañadas su ánimo incansablemente alegre y que la habían visto reanudar sin mayor dilación su decidida actividad social. Puesto que no alcanzaban a ver los entresijos de su corazón, concluyeron que se había recuperado tan deprisa porque era una mujer incapaz de albergar sentimientos profundos por nada ni por nadie.

Arabella abandonó aliviada la ciudad en compañía de sus padres, que habían decidido que las mejores oportunidades de éxito para su hija durante la temporada siguiente dependían de que la alejaran de inmediato de la actual.

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Las emociones de lord Petre eran totalmente distintas. Echaba aún más de menos a Arabella ahora que la separación era completa y, al pensar en lo vivido, se le ocurría que era muy irónico que él, la más envidiable de las criaturas, tuviera que sufrir la injusticia de perder a su único amor. Aun así, y a pesar del deseo que había formulado en un principio de convertirla en su amante, decidió que no la buscaría después del enlace con la señorita Walmesley. Se dijo que dejaría que fuera ella quien moviera ficha y que, si no lo hacía, tendría que someterse a su triste destino.

Con el tiempo, se enteraría de que Arabella había regresado a la vida social más hermosa y triunfal que nunca, y la noticia no hizo más que intensificar su sensación de heroico exilio: tan sólo él se había visto condenado a un amor no correspondido. La pasión de Arabella había sido obviamente superficial en su naturaleza. Pensó entonces que si la vida volvía a unirles no sería como a un dios y a una diosa, sino como a simples mortales, y temía sobremanera las demandas que la mortalidad pudiera esperar de él. Al sentir que la perdía definitivamente, más magníficamente dueña de sí misma que nunca, se juró que siempre la honraría como el gran amor de su vida, incluso si algún día se encontraba en brazos de otra amante.

Pero de momento, lord Petre y su familia regresaron a Ingatestone para preparar la boda.

El día que se marchó de Londres Alexander hizo un alto en la residencia de John Caryll en Ladyholt. El pequeño carruaje de su padre pasaría a buscarle allí a la mañana siguiente. Después del desayuno Caryll le invitó a dar un paseo por los jardines. Al pasar entre los arriates perfectamente cuidados y perder la mirada en el agradable panorama estival de los pastos con sus vacas, Alexander sintió una oleada de alivio. Había pasado demasiado tiempo encerrado en la ciudad. La vista le recordó también su poema El bosque de Windsor y los versos que aguardaban su atención a su regreso a casa, y se acordó entonces de las escasas semanas de verano que todavía tenía por delante. Había pensado enviar a Tonson un nuevo poema en otoño. Se sintió impaciente mientras contemplaba el paso cansino y vacilante de Caryll. Se sorprendió pensando que quizás trabajaría tan poco en el campo como lo había hecho en la ciudad.

Por fin, Caryll rompió el silencio.—Hace poco me he enterado de un asunto muy penoso —dijo.

Alexander pensó que quizás su anfitrión le había llevado hasta allí expresamente para hablarle de ello. Se volvió para mirarle con expresión interesada, pero no dijo nada.

—El asunto concierne a dos familias que me son muy queridas —prosiguió Caryll—. Los Petre y los Fermor. Dos de nuestras estirpes más antiguas. Devotas, naturalmente.

Alexander estaba muy intrigado. Anhelaba oír la versión que Caryll

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pudiera darle de lo acontecido. No confesó estar ya al corriente de la historia, esperando que Caryll le contara su visión del asunto sin interrupción. Quizás Caryll tuviera más información sobre por qué las cosas habían terminado como lo habían hecho. Sentía curiosidad.

Caryll sabía que su joven amigo tenía en perspectiva escribir un nuevo poema y esperaba poder utilizarle para que compusiera un registro público de los acontecimientos.

—Hace tiempo que los Petre y los Fermor se conocen bien —empezó Caryll—. De hecho, se habló en su día de un enlace entre la mayor de las hijas de los Fermor y mi pupilo, el barón. La fortuna de la señorita Fermor no es importante, y quedan aún siete hermanas menores a las que dotar, pero siempre me pareció una idea excelente unir dos linajes tan antiguos. Por desgracia, últimamente cierta frialdad se ha instalado entre las dos familias.

Hizo una pausa, que aprovechó para corregirse.—De hecho, es más que simple frialdad. Es ira. Los Fermor están

enfadados con los Petre, y quizás implacablemente. ¡Y por semejante nadería! Lord Petre, en un arrebato de pasión animal, le cortó un mechón de cabello a la señorita Arabella Fermor. La broma se ha tomado demasiado en serio y ha provocado el distanciamiento entre las familias, a pesar de que siempre habían vivido en amistad.

—Lamento oírlo, señor —dijo Alexander—. Como usted mismo ha dicho, resulta extraño que una nadería como ésa sea la causante de semejante ofensa —seguía sospechando que Caryll sabía más de lo que daba a entender y a punto estuvo de insistir para que le contara los detalles, pero se contuvo.

—Me temo que demasiado a menudo las cuitas amorosas provocan grandes disputas —dijo Caryll—. Aunque creo que quizás puedas ser de alguna ayuda para encontrar una solución, Pope.

—¿Yo, señor? ¿Cómo? —Alexander temió oír lo que Caryll iba a pedirle.

—Deseo que escribas un poema bromeando sobre lo ocurrido con el que logremos que las dos familias vuelvan a reírse juntas.

A Alexander le dio un vuelco el corazón. ¡Qué idea más brillante!—Un poema sobre el rizo robado de la señorita Fermor —respondió

lentamente, intentando no parecer demasiado entusiasmado para que a Caryll no le extrañara ver que la idea le gustaba tanto—. Un tema poco profundo.

—Quizás descubras que puedes sacarle más provecho de lo que pueda parecer a simple vista —sugirió Caryll, ladino.

Alexander le agradeció la insinuación y, una vez más, decidió no inquirir con demasiado ahínco sobre el motivo de la petición. ¿Qué importaba si Caryll sabía algo más sobre el hermoso cabello de Arabella? Sería él, y no Caryll, quien llevaría el episodio a la palabra escrita.

—Siento un gran afecto por la señorita Fermor y su familia —prosiguió Caryll—, y desearía volver a verles felices. Sobre todo, dado que la ofensa responde a un episodio tan insignificante.

—Como bien ha dicho, señor, eso es precisamente lo que confiere al asunto su encanto particular —respondió Alexander.

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Ya de regreso hacia la casa, Alexander le dio las gracias a John Caryll por su sugerencia y prometió darle vueltas a la idea. Pero entonces sintió una punzada de remordimiento. Pensó que Caryll vivía apartado de la corte y de la ciudad; a pesar de la bravuconería que mostraba viajando a Londres, disfrutaba de una vida retirada, rodeado del cariño de su familia y de sus viejos amigos. Probablemente hubiera formulado su proposición movido por la afectuosa solicitud que sentía hacia gente que, como bien sabía, eran devotos católicos y respetables terratenientes. ¿Debía Alexander decirle a su amigo que sabía que había habido entre las dos partes una implicación emocional mucho más íntima de la que imaginaba? ¿Cómo se sentiría Caryll si llegaba a conocer todos los detalles? En cualquier caso, decidió mantener su silencio. No quería que Caryll cambiara de opinión sobre la idea de que escribiera el poema, como sin duda ocurriría si llegaba a enterarse de todos los hechos. Resolvió que su viejo amigo no tenía por qué saber la verdad de lo ocurrido.

Caryll observaba atentamente a Alexander. Aunque durante un instante había llegado a pensar que el joven le miraba de forma extraña, casi como si intuyera el secreto que ocultaba, el rostro de Alexander se despejó y Caryll dedujo que no sospechaba nada. Decidió no contarle lo ocurrido. A fin de cuentas, a los poetas no se les podía confiar la verdad. Sabía que Alexander anhelaba la fama y que le resultaría demasiado tentador convertir la historia en un escándalo, cosa que era justo lo que Caryll intentaba evitar. Volvió a mirar a Alexander, aunque esta vez con benevolencia. Sus temores carecían de fundamento. Probablemente el joven poeta no sospechaba nada.

Alexander tardó tres semanas en terminar la primera versión del poema. Pasó largas horas encerrado en su habitación, alejado de todos los ruidos que constantemente amenazaban con distraerle: la criada subiendo y bajando las escaleras con la fregona y las escobas, la cocinera y el pinche gritándose en el patio, su madre hablando con su padre desde una habitación a otra. Interrumpía su labor para comer, agradecido de tener un motivo para dar tregua a la pluma y a la vez ansioso por volver a sentarse a su mesa en cuanto se alejaba de ella. Los peores momentos de la composición resultaron ser el principio de cada pareado, cuando lo único que tenía eran dos palabras o el simple fragmento de una frase que deseaba convertir en rima. Se esforzó sobremanera por recordar lo que había pensado sobre el episodio cuando Martha se lo describió por primera vez. Daba vueltas por la habitación, pasaba largos períodos tumbado, leía sus versos una y otra vez hasta que dejaban de tener sentido. Cuando terminó el primer canto del poema y había empezado a trabajar en el segundo, se dio cuenta de que ya no lograba recordar cuál de los versos había sido gracioso en el momento en que se le había ocurrido y lamentó no haber marcado de algún modo las palabras que le habían resultado en su momento particularmente inspiradas.

A diario daba largos paseos con su padre, aunque mientras duraban las caminatas no dejaba de pensar en nuevas ideas y de intentar

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encontrar el modo de recordarlas.Una mañana, su padre le preguntó cuál era el tema de su nuevo

poema.—Oh, es una sátira, señor —respondió Alexander, temiendo su

reacción ante la noticia—. Sobre la corte y los hombres y las mujeres elegantes —añadió con la esperanza de que su descripción pudiera modificar lo que sabía que iba a llegar.

—¡Una sátira! —respondió su padre sin ocultar su sorpresa y con cierta sombra de desaprobación en sus palabras—. Me habías dicho que ibas a escribir un himno sagrado titulado El mesías.

Pope vaciló. Recordaba haber mencionado ese poema cuando le había escrito para preguntarle si podía quedarse más tiempo en la ciudad. Jamás hubiera imaginado que su padre prestara la menor atención a lo que hacía. Aunque debería haber supuesto que un detalle de esa clase habría sido recordado.

—He estado escribiendo El mesías, señor —dijo, intentando no parecer culpable—. Pero el señor Caryll me ha pedido que interrumpa esa obra y me dedique a componer los versos que actualmente me ocupan. Su escritura pretende ayudar a que dos familias católicas recuperen la amistad perdida.

—¡El señor Caryll! —exclamó el señor Pope. Guardó unos instantes de silencio y añadió con un tono de voz más apaciguado—: No te animaría a hacer nada que mereciera mi desaprobación —tras una nueva pausa, preguntó—: ¿Quiénes son las dos familias?

Alexander sabía que ahí tenía su baza.—Los Petre y los Fermor —respondió. Su padre asintió, saboreando

los nombres, y él sonrió para sus adentros, aunque con una pizca de mala conciencia.

Como vía de expiación decidió divulgar algo que había planeado no compartir con nadie:

—He estado pensando, señor —empezó—, después de reflexionar sobre todo lo que hice y vi en Londres, que no encajo en el mundo de la ciudad. Me pregunto si algún día lo lograré. Soy demasiado distinto de Charles Jervas y de Richard Steele… por no mencionar a lord Petre, naturalmente.

—Bueno, no eres el hijo de un barón, de eso no hay duda —respondió su padre.

Alexander le miró y vio que su padre se sentía avergonzado y que se negaba a mirarle a los ojos. Hasta entonces no se le había ocurrido que quizás fuera su falta de rango social el motivo que explicaba la férrea reticencia mostrada por su padre a que se uniera al mundo elegante. Sintió un poco de remordimiento por haber sido incapaz de comprenderlo.

—Tampoco desearía serlo, señor —respondió.El señor Pope guardó silencio un instante y Alexander creyó que iba

a reprenderle por haber despreciado el privilegio social tan a la ligera. Sin embargo, en una inusual revelación de sus cavilaciones, le oyó decir:

—Espero que algún día tengas tu propia casa, Alexander. Cuando así sea, estoy convencido de que será magnífica.

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Sorprendido por esa inesperada revelación de las reflexiones íntimas de su padre, Alexander no supo qué responder.

—No tengas prisa por desprenderte de lo que te diferencia de tus congéneres —continuó el señor Pope—. Si piensas, vistes y muestras exactamente el mismo aspecto que ellos, nadie se acordará de ti. Siempre he sabido que eras excepcional, Alexander —añadió, poniendo punto y final a la conversación—. Espero que también tú llegues a aceptarlo.

Cuando Alexander estaba a punto de dar por concluido su nuevo poema recibió una carta de Bernard Lintot, famoso editor londinense y gran rival de Jacob Tonson. Lintot le decía en su carta que había admirado sus Pastorales y también su Ensayo sobre la crítica. Lamentaba no haber sido él quien los publicara y se preguntaba si tenía material nuevo que deseara mostrarle. Alexander sabía que Lintot pagaba más que cualquier otro editor de Londres, pero prácticamente le había prometido su siguiente composición a Tonson y concluyó que no debía cambiar de editor en ese momento; no tenía el menor deseo de ser considerado un autor problemático. Aunque no tardó en reconsiderar su decisión. Quizás eso era justamente lo que quería que la gente pensara de él. Y Lintot le ofrecía incluir su composición en un nuevo libro que estaba preparando y que gozaría de una difusión mucho mayor de la que había imaginado en su día.

En cualquier caso, seguía sin tener un título. Desde el principio había estado dándole vueltas a Versos sobre una joven dama recientemente privada de su más preciado bien, pero sabía que no funcionaría. Demasiado absurdo y verborreico. Decidió que debía titularlo El_________de_________. Así era como se estructuraban los mejores títulos. El mercader de Venecia, El judío de Malta, Así va el mundo. Aunque quizás sonaban tan bien simplemente porque eran obras de sobra conocidas.

También le resultaba atractiva la idea de poner en jaque a los lentos escolares que quizás leyeran su obra un siglo más tarde. ¿El barón y la doncella? A buen seguro que sentiría la necesidad de disculparse por un título semejante cada vez que se oyera pronunciarlo en voz alta. Ningún escolar dedicaría dos minutos a leer un documento semejante.

Durante un par de semanas el poema siguió, sin título y sin haber sido enviado, en la mesa de Alexander, pero los días pasaban y Alexander empezó a temer que si no lo mandaba, Lintot imprimiría su Miscelánea sin él. Aunque buscó la inspiración en sus libros, ésta no llegaba. Pidió consejo a su familia, pero naturalmente no recibió de ellos ninguna sugerencia.

Por fin, en mitad de la noche, se le ocurrió una idea. A pesar de que le pareció brillante y saltó de la cama para anotarla, en la claridad de la mañana se le antojó una auténtica estupidez. Sobreexcitado e histérico… su poema sonaría tan pomposo como cualquiera de las piezas que pudiera haber escrito Dennis. Pero pasaron los días y no se le ocurrió nada mejor. Garabateó su insensato título y envió por fin el poema con la esperanza de que Lintot le ayudara a mejorarlo.

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Unos días más tarde, cuando Bernard Lintot salía por la puerta de su tienda en dirección a la cafetería Will's, vio llegar el correo de la mañana. Había recibido una docena de cartas y varios paquetes de mayor tamaño —supuso que manuscritos—, todos ellos dirigidos al señor Bernard Lintot, Cross Keys, entre las Temple Gates de Fleet Street. Cogió el montón de correspondencia y salió a la calle. Mientras tomaba el café en Will's, revisó el correo y encontró por fin un paquete que contenía quince o veinte páginas manuscritas y copiadas con meticulosa mano y una carta de presentación firmada «A. Pope». Se acordó del jorobado cliente de Tonson al que le había enviado una tarjeta hacía algunas semanas. Cogió entusiasmado el poema y empezó a leerlo.

Instantes más tarde, saltó de la silla con las páginas en la mano.«¡Santo Dios! —pensó—. ¡Este poema va a hacerme rico!» Los

clientes de Will's alzaron simultáneamente la mirada, sonriendo y asintiendo con la cabeza al ver al gran señor Lintot. Imaginaron, enfervorizados, que el editor habría recalado en sus pobres rimas y había percibido su brillantez.

—Alexander Pope me ha enviado su nueva sátira —exclamó victorioso Lintot. Alicaídos, los poetas volvieron a bajar la mirada. «Alexander Pope —pensaron amargamente—. Ese sapo venenoso y jorobado.» Ya podían mostrarse corteses la próxima vez que se cruzaran con él.

Charles Jervas estaba esa mañana entre los presentes en la cafetería. Había estado holgazaneando desde que Alexander había vuelto al campo y esa mañana había ido a encontrarse con Harry Chambers y con Tom Breach, que últimamente habían hecho de Will's el lugar donde disfrutar de su holgazanería matinal. En cuanto fue testigo del entusiasmo de Lintot, Jervas se acercó a él para comunicarle que Alexander era un viejo y gran amigo suyo, y Tom y Harry le siguieron poco después.

Lintot estrechó la mano de Jervas como si fuera el propio Alexander.—Es la primera vez que se escribe un poema como éste —exclamó,

dándole vigorosas palmadas en la espalda y volviéndose también a saludar a Tom y a Harry—. A Dios gracias que Tonson no le ha puesto aún la mano encima —dijo—. Hay que felicitar a su amigo Pope por haber tenido el buen tino de habérmelo enviado a mí. ¡Y el título es espléndido! El rizo robado. Sólo con ese título venderé mil ejemplares.

Lintot corrió a escribir a Alexander y Jervas se quedó en Will's charlando con sus viejos compañeros de colegio. Volvieron a sentarse y Harry inició un nuevo tema de conversación.

—¿Qué opinión te merece el problema de las Barbados, Tom? —preguntó.

—¿Las Barbados? —repitió Tom, sorprendido—. No sé a qué te refieres. Bastante tengo con mantenerme al corriente de los chismes que oí la semana pasada en la recepción que dio lady Sandwich. El día no tiene tantas horas para tener que pensar encima en los problemas de los demás.

—Pero esto te divertirá porque afecta a lord Salisbury… quien tanto

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te desagrada.—Qué hombre más espantoso —concedió Tom—. Recuerdo cómo me

aburrió una noche con una brutal historia sobre sus esclavos. Háblame de sus desgracias.

—Oh, de hecho tiene que ver con sus esclavos —dijo Harry, ligeramente molesto por el hecho de que Tom ya hubiera oído hablar de ellos—. El otro día apareció una noticia en el Daily Courant. Lord Salisbury ha sido objeto de una desaprensiva intriga.

—Perfecto. ¿De qué tipo? —preguntó Tom con una sonrisa.—Ha estado comprando esclavos a un tratante conocido de Edward

Fairfaix —empezó Harry.—Ah, sí —respondió Tom—. Recuerdo haberle oído presumir de ello.—Pues bien, resulta que el tratante de Fairfax les cobraba por la

carga completa de esclavos que traía de África, aunque de hecho robaba alrededor de cincuenta cabezas para venderlas a otro tipo. Les decía a Fairfax y a Salisbury que los esclavos habían muerto durante el viaje.

—A juzgar por la descripción que hacía Salisbury del barco, lo menos que cabía esperar era que los esclavos murieran como moscas. Me pareció infernal.

—Por supuesto, algunos morían —respondió Harry—, aunque no tantos como decía el tratante. Se los vendía a un segundo tratante, que los sacaba del barco antes de que éste atracara. De modo que Salisbury ha estado pagando para que otro disfrute de esclavos baratos. Como imaginaréis, está furioso.

—Me alegro. Pero ¿cómo descubrió el fraude Salisbury? Sabe Dios que jamás pisa Barbados.

—Ah, el segundo tratante, el hombre que compraba los esclavos «muertos», tenía un buen negocio montado. Su nombre es Dupont. Francés. Al parecer, en su día estuvo a cargo de una de las plantaciones, hasta que le despidieron por robar azúcar.

—Francés —dijo Tom—. Lord Salisbury tendría que haber imaginado que le traería problemas.

—El plan de Dupont era muy inteligente —dijo Harry tras una breve pausa—. Tenía un socio en Londres que se encargaba de disponerlo todo, conseguía el capital para que él lo empleara y encontraba a los dueños de plantaciones que querían comprar esclavos en las Indias Occidentales. Pero alguien se enteró del plan y se lo contó a Fairfax.

—Me pregunto cómo habrá salido a la luz —dijo Tom—. Es un plan demasiado inteligente como para que lord Salisbury lo haya averiguado solo.

—El tal Dupont es sin duda un hombre con talento —asintió Harry con una sonrisa—. O al menos lo es el socio que tiene en Londres. A punto he estado de ponerme en contacto con Dupont para ofrecerle mis servicios. Lástima que no tenga energía para trabajar. Te aseguro que si la tuviera, me haría rico.

—Es una pena que James Douglass no esté presente para oír tu historia —dijo Jervas con voz aflautada—. Nada le divertiría más.

—¡Divertirle, dices! —intervino Harry—. Estaría rabiando por haber perdido la ocasión de haberlo hecho él. Es la clase de asunto que le va.

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¿No estuvo una vez en África?—¡Quizás Douglass sea el hombre de Dupont en Londres! —dijo Tom

con evidente regocijo—. ¡A fin de cuentas, también él ha desaparecido!—Douglass desaparece y reaparece constantemente. Siempre con

buen aspecto y dando muestras de un alegre optimismo, convencido de que su próxima aventura le convertirá en un hombre rico. Un tipo extraño pero genial.

—Sí —concedió Jervas—. La ciudad parece aburrida sin él.

Pasaron los meses. El verano cedió su lugar al otoño y el otoño, al invierno. Por fin, volvió a llegar la primavera y El rizo robado llegó a las librerías. Alexander fue a Whiteknights a llevarle un ejemplar del poema a Martha. Sabía que estaba sola en casa. Martha le había dicho en una carta que Teresa se había ido a Bath a pasar la nueva temporada con Arabella. A Alexander le sorprendió que la amistad entre las primas siguiera vigente, pero llegó a la conclusión de que Arabella debía de haber encontrado en Teresa una compañía que no había necesitado en el pasado y que un invierno en el campo había dado a Teresa la perspectiva necesaria para pasar por alto las ofensas a las que Arabella la había sometido durante la temporada anterior.

—De hecho, eres la última persona a la que tendría que regalarle El rizo robado —dijo Alexander a Martha, entregándole el ejemplar mientras paseaban por el jardín—, pues es mucho lo que tú sabes sobre la historia de la señorita Fermor y sobre su mechón robado. Pero el año pasado te lo prometí y temí que me consideraras negligente si no te lo traía en seguida —sonrió y añadió—: Ha tardado tanto en salir el libro que la mitad de los encantos de la señorita Fermor se habrán marchitado mientras el poeta los esté celebrando aún y el editor esté todavía editándolos. Quizás será mejor que no comentes esta última observación con la señorita Fermor —concluyó.

—Estoy encantada de que me hayas traído el libro —respondió Martha—. Aunque tu visita a Whiteknights es para mí casi tan preciosa como los propios versos.

—Pues debería serlo aún más, Patty —contestó Alexander—. Me habría gastado el doble en el envío de lo que me ha costado el del libro. Puede que Lintot esté amasando una fortuna con esta operación, pero te aseguro que no amasará la mía. En cualquier caso, aunque El rizo robado te resulte aburrido, te gustarán los demás poemas incluidos en la Recopilación, que, según tengo entendido, contiene algunos fragmentos que ninguna dama podrá leer sin sonrojarse.

—Sabes que me sonrojo con facilidad, Alexander —respondió ella, confirmando al instante sus palabras con el rubor que tiñó su rostro.

Alexander respondió con voz grave, aunque con una sonrisa que demostraba que no hablaba en serio.

—Teniendo en cuenta que no hay dama en toda Inglaterra a la que sonrojarse le favorezca tanto como a ti —dijo—, correré en parte un peligro mayor simplemente al mirarte. Ya lo ves: ahora he hecho que te sonrojes aún más y nuestros problemas vuelven a empezar.

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Martha se rió.—¡Alexander! —exclamó—. Tendré que prohibirte que vengas a

visitarme si sólo vienes a halagarme y a flirtear conmigo. Si tanto me complace estar en casa, jamás encontraré motivo alguno para salir… ¿y qué será entonces de mis posibilidades de futuro?

Alexander disfrutaba sobremanera de esa nueva Martha, tan mejorada tanto de ánimo como de aspecto, y la observó afectuosamente.

—Cierto, ¿qué será entonces de tus posibilidades de futuro? —repitió—. ¡Muy bien! En el futuro me esforzaré por resultarte tan desagradable cuando te visite que desearás salir de casa inmediatamente. Y te visitaré tan a menudo que siempre te encontraré fuera cuando venga. El arreglo funcionará admirablemente —vaciló ligeramente antes de continuar, pero luego sonrió y dijo—: La gente nos tomará sin duda por marido y mujer.

Martha bajó la mirada.El rostro de Alexander se tornó grave.—Volveré a visitarte muy pronto, mi querida Patty. ¿Le darás mis

más afectuosos recuerdos a tu hermana? Espero que se encuentre bien.Martha percibió la ansiedad en su voz y se detuvo de pronto,

invitándole con un gesto a tomar asiento en un banco cercano. Hacía ya un rato que esperaba oír a Alexander preguntar por Teresa, aunque le había complacido que no lo hiciera. Pero había decidido que respondería a todas las preguntas sobre su hermana sin parecer incómoda ni decepcionada.

—Pocas veces la he visto mejor —dijo. Luego, con cierta sombra de ironía, añadió—: Por primera vez en su vida goza de cierta ventaja sobre Arabella. Estoy convencida de que Teresa está encantada de haberse visto tan despreciada por lord Petre. Ahora puede afirmar que vio la verdadera naturaleza del barón desde el principio y que entendió exactamente la clase de hombre que era —guardó unos segundos de silencio y soltó una risilla—. Cosa que, en cierto modo, no deja de ser verdad —añadió.

Durante un instante ninguno de los dos dijo nada. Fue Alexander quien rompió el silencio.

—Espero que le digas que le mando mi cariño la próxima vez que le escribas, y que ella reaccione sin indignarse.

Martha volvió a fijar la mirada en su regazo y no dijo nada. Alexander reparó en su expresión confusa y se levantó del banco, quedándose de pie delante de ella.

—Patty, quiero que sepas que por fin te has alzado con la victoria sobre tu hermosa hermana —dijo con una sonrisa—. Es cierto: quizás no se te pueda considerar tan bella —prosiguió—, pero sólo porque eres una mujer que no cree serlo. Tu buen humor y tu buen juicio tienen para mí un encanto al que me es imposible resistirme. ¡Mírate! ¡Te has puesto escarlata y también yo corro un enorme peligro de sonrojarme!

Alexander le ofreció la mano y Martha se levantó para tomarle del brazo. Se volvieron de nuevo hacia la casa y ambos saludaron con la mano a sir Anthony, que estaba de pie en la terraza de tejo, observándoles mientras se acercaban.

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Epílogo

El poema de Alexander fue todo un éxito. En las cafeterías, en los salones y en los bailes de todo Londres, sólo se hablaba de El rizo robado y de su brillante autor. Pero Alexander no estaba satisfecho. Cuanto más pensaba en el poema y en su tema, más lamentaba no haber escrito una pieza más larga y no haber ido más allá de los meros hechos de la historia para satisfacer así el verdadero alcance de sus ambiciones. La primera edición resultó tan popular que creyó que Lintot imprimiría una segunda y decidió que debería ser el doble de largo y aparecer por separado en un volumen independiente. Se puso a trabajar en ello y casi dos años después del día en que habían ocurrido los acontecimientos en Hampton Palace llegó a la cafetería Button's de Londres para leer sus versos en voz alta. Button's era propiedad de Joseph Addison, colaborador de Steele, y Alexander esperaba que la presencia de un numeroso público en la lectura recordara a Addison su promesa de reseñar su nuevo poema en las páginas del Spectator.

Al llegar a la cafetería la tarde de la lectura, ya se había congregado una numerosa multitud. Entre los asistentes, Alexander reconoció a Richard Steele sentado en compañía de John Gay y de Jonathan Swift. De repente se dio cuenta de que reconocía prácticamente a casi todos los hombres que habían acudido al acto y fue consciente de que se hablaba de él con reverencia. Con un sentimiento de orgullo y una timidez que no logró disimular del todo, se dirigió directamente a su grupo de amigos.

John Gay le saludó en voz alta.—¡Ha venido! ¡Pope ha venido!Richard Steele se levantó también de un salto, gritando:—Mi querido compañero, ya veo que goza de una salud excelente.

Vuelvo a tener gota y no imagina lo que sufro, ¡aunque sé que esto pasará muy pronto!

Swift también se había puesto de pie y le estrechaba la mano al tiempo que tiraba de él hacia una silla. Addison corrió a ofrecerle un refresco. Reconoció a los poetas Ambrose Philips y a Thomas Tickell al otro lado de la cafetería, sentados con su antiguo mentor, William Wycherley. Alexander cruzó el salón para saludarles y vio que Wycherley tenía un semblante adusto, aunque Philips y Tickell se ponían en pie para estrecharle la mano.

—Dicen que es el genio de nuestros días —le saludó Philips con pródigo afecto—. La idea que utilizó para su poema fue sin duda brillante y no hay día en que no me maldiga por no habérseme ocurrido a mí, aunque apuesto a que no hay ningún hombre en esta sala al que no se le haya pasado ese deseo por la cabeza.

Alexander se volvió hacia Wycherley y le estrechó la mano.—Una animada sátira, señor —le dijo Wycherley—. Y muy acertada

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para los tiempos que vivimos. Hace veinte años no habría sido comprendida, pero le hemos allanado el camino —a Alexander no le sorprendió el mal talante de la respuesta de Wycherley, pero se dio cuenta de que los otros dos hombres parecían avergonzados. Cuando estaba a punto de separarse del grupo, un nuevo caballero, de edad similar a la suya, se le acercó con una amigable sonrisa. Alexander le reconoció: era Edward Young, un hombre de buen corazón, aunque de temple nervioso. Había oído decir de él que era proclive a sufrir frenéticos arrebatos de júbilo seguidos de interludios de impenetrable tristeza. Alexander sabía que Young deseaba ser poeta más que nada en el mundo. Le estrechó la mano.

—Ha escrito usted un poema sobradamente alegre y animado —exclamó Young—. Y de una gran sencillez: una venerable muestra de ingenio y de mérito. Le admiro y le envidio, señor… en idéntica medida —se rió tan generosamente que Alexander no pudo sentirse ofendido.

—Le doy las gracias, señor —respondió—. Espero que sus poemas progresen adecuadamente.

—Hace poco he escrito una obra sobre la muerte de lady Jane Grey —respondió Young—. Es muy ambiciosa y melancólica, pero me temo que no gustará. Algo con un poco de humor me haría un mejor servicio. Quizás lo intente con una sátira. Aunque parezco más dado a composiciones más sombrías.

—A los lectores les gusta tanto que les entristezcan como que les hagan reír —respondió Pope—. Si esta semana sonríen, querrán llorar la que viene. Conserve sus inclinaciones melancólicas, Young. Les llegará su momento.

Cuando Alexander regresó a su mesa, Swift le invitó a sentarse a su lado.

—La nueva versión es una obra maestra —dijo, inflamando el corazón de Alexander—. Como sabrá, soy famoso por sentir una profunda aversión por la condición humana. Pero en su caso, mi fama jugará en mi favor: si le digo que es usted un hombre de genio, tengo más posibilidades de que me crea —hizo una pausa mientras veía a Alexander reírse de su alabanza y preguntó—: ¿Por qué llamó en el poema Belinda a la señorita Fermor?

—Me pareció oportuno ocultar su identidad —respondió Alexander—, aunque no me he afanado demasiado en ello, pues los amigos de la señorita Fermor la llaman Bell. El nombre es invención mía, aunque espero que se haga popular —dijo, con un gesto de disculpa.

—Sólo he visto en una ocasión a la auténtica señorita Fermor, y no recuerdo si era tan hermosa como su Belinda.

—Es excepcionalmente hermosa —respondió Alexander—. Aunque debo confesar que siempre pensé que su cabello, por el que ha sido envidiada, era demasiado exuberante.

—En ese caso, la posteridad se encargará de darle la razón corrigiendo con un buen corte de pelo el único defecto que llegó a tener la señorita Fermor —respondió Swift—. ¿Quién hubiera imaginado que un mechón de cabellos podía encerrar semejante sátira?

»Hay sólo una objeción que quizás tendrá que oír en algún momento sobre sus nuevos versos. El público deseará saber cómo se enteró de los

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detalles de la historia. Insinúa usted un romance entre su héroe y su heroína. Sugiere que el conflicto jacobita estaba implicado en la intriga. Los lectores se preguntarán cómo puede estar tan seguro de esos hechos. Siempre he pensado que es peligroso para un escritor entretenerse con la verdad, pues da a la gente una excusa para decirle que se equivoca.

Alexander había pensado largamente en esa cuestión y tenía una respuesta a punto para su amigo.

—¡Oh! Espero que nadie crea a pies juntillas que mi poema es verídico —dijo alegremente—. La verdad no es más que una frágil y enfermiza criatura que olvidamos fácilmente. A fin de cuentas, la hermosura de Arabella Fermor se marchitará y el actual lord Petre será barón tan sólo durante un tiempo. Los jacobitas seguirán con sus planes de rebelión, y quién sabe quién sucederá a la actual reina. Aunque quizás mi poema no sea estrictamente verídico, espero que se convierta en un testigo mucho más… cómo decirlo… mucho más perdurable. Después de todo, a nadie le interesa la verdad, ¿no cree, señor Swift?

—Sabe, señor Pope. Creo que tiene razón —dijo Swift, negando con la cabeza—. El problema de la verdad es que siempre provoca amargas decepciones.

Cuando Alexander y Swift llegaban al final de la conversación, se oyó recitar a un caballero sentado muy cerca de ellos el pareado final de El rizo robado, seguido de un ¡hurra! en voz alta de sus amigos y de él mismo.

«¡Este rizo, a la musa consagrará a la fama, / y entre las estrellas inscribirá el nombre de Belinda!»

Al instante, otro grupo de clientes propuso un brindis por «Belinda y el barón… los héroes románticos de la edad moderna».

Alexander vio a Richard Steele inclinarse de forma confidencial sobre uno de ellos al tiempo que le oía decir:

—Mejor sería que brindarais por la señorita Arabella Fermor que por Belinda.

Aunque Alexander intentó acallar la indiscreción cometida por Steele, el joven se volvió hacia su amigo.

—¿Arabella Fermor? —repitió—. ¿Quién es?—¿Y cómo iba yo a saberlo? —respondió el amigo—. Supongo que

otra dama.Entonces, también él se volvió a mirar a su compañero.—¿Quién es Arabella Fermor? —preguntó.—No tengo la menor idea —respondió cruelmente el joven, tomando

un sorbo de su jarra de cerveza—. ¿Conoces a una dama llamada Arabella Fermor? —preguntó a otro de los hombres del grupo.

—¿Farmer? —preguntó el otro—. No. ¿Es una persona real?—¿Quién sabe? —respondió con una carcajada—. En cualquier caso,

un brindis por Belinda, la joven más hermosa de Londres. Y por el poeta que la creó.

Steele a punto estuvo de corregirle, pero Alexander le indicó que guardara silencio.

—Arabella no podía ser eternamente la belleza reinante de Londres —dijo alegremente, riéndose entre dientes—. Dejemos disfrutar a Belinda

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de su día.Cuando Alexander se levantó para empezar a leer, sintió que una

oleada de entusiasmo recorría la sala. Todos le miraban: algunos con admiración, otros con envidia; algunos afectuosamente, otros con frialdad. Pensó de pronto en la gran variedad de hombres que llenaban el local y también en lo cruel que era el mundo y en la brevedad del instante de celebridad de que disfrutan los hombres. Y no pudo evitar preguntarse cuál, de entre todos los hombres que se habían reunido en la variopinta velada, pasaría a la posteridad.

De pronto fue preso de un estremecimiento de excitación. Por mucho que despreciara Grub Street, la vio durante un instante como un mundo nuevo todavía por explorar. La gente que la habitaba —los editores, los redactores, los impresores— eran hombres nuevos, y las actividades que les ocupaban también: la compra y venta de libros, la impresión de periódicos, el ensalzamiento y la denostación de escritores, críticos y ensayistas. A pesar de que era consciente de que se necesitaba una cabeza bien amueblada y nervios de acero para triunfar en él, la perspectiva era cuando menos tentadora.

A su alrededor remitieron las conversaciones y los presentes guardaron silencio y prestaron atención. Alexander empezó a leer los primeros versos del poema:

Qué calamitosas Ofensas de amorosas causas beben,qué poderosas Cuitas de meras trivialidades surgen.Cántolo así.

Alexander alzó los ojos y encontró todas las miradas fijas en él, estaban encantados. Aparte de su propia voz, no se oía ni una mosca. Los asistentes a la lectura estaban hechizados. Sintió un estremecimiento de regocijo. «Lo he conseguido», pensó. Había escrito un poema que le convertiría en el poeta más famoso de Inglaterra.

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Principales personajes históricos

Alexander Pope se convirtió en efecto en el poeta más famoso de Inglaterra. La versión de El rizo robado publicada en 1714 vendió 3000 ejemplares en la primera semana de su publicación y hasta hoy es un texto obligado en el programa universitario actual de filología inglesa. Fue el primer autor de la historia de Inglaterra que se enriqueció sobradamente con la venta de sus libros. En 1719 se construyó una gran casa a las afueras de Londres (en Twickenham, a orillas del Támesis), para la que diseñó uno de los jardines más elegantes de Inglaterra.

Arabella Fermor vio eclipsada su fama como belleza de la ciudad por la fama aún mayor de Belinda, el personaje creado a partir de ella. Tenía veinticinco años cuando se casó con Francis Perkins, dueño de Ufton Court, una mediana propiedad ubicada en Berkshire. Para entonces, y según los estándares del siglo XVIII, era ya una vieja solterona.

Robert, lord Petre, se casó con Catherine Walmesley en 1712 pero murió de viruela casi dos años después, justo antes de la publicación de la segunda versión de El rizo robado. Diez semanas después de la muerte del barón, Catherine Walmesley dio a luz al heredero de Petre. Catherine volvió a casarse años más tarde y se convirtió en una célebre filántropa educativa.

Martha Blount siguió siendo la mejor amiga y gran compañera de Pope. Siempre abundaron los rumores que apuntaban a que se habían casado en secreto, pero nadie lo sabe a ciencia cierta. En 1743 Pope, que desde hacía tiempo deseaba que Martha se independizara, le compró una casa en Berkeley Street, en Londres. Al morir, dejó a Martha todos sus bienes muebles e inmuebles y los beneficios resultantes de su obra de por vida.

Teresa Blount mantuvo con Pope una amistad intermitente, la misma que mantuvo con los miembros de su propia familia, durante la mayor parte de su vida adulta. Pope siempre cuidó de ella económicamente, asignándole una anualidad de por vida en 1718. Aunque su relación con Martha fue siempre tensa, jamás perdieron el vínculo que las unía. Teresa no se casó, pero cumplidos los cuarenta años mantuvo una larga relación con un hombre casado llamado capitán Bagnall, relación a la que Martha y Alexander jamás dieron su aprobación.

John Caryll por fin logró liberarse de la responsabilidad sobre los

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miembros de su numerosa progenie al verlos ingresar en solventes conventos y monasterios franceses. Su hijo mayor, el único que llegó a contraer matrimonio, se convirtió en un hombre de gran prosperidad. Caryll logró alejar de él cualquier sospecha de asociación con los jacobitas y terminó sus días feliz y en paz en Berkshire, en compañía de su amada esposa.

Charles Jervas siguió siendo el retratista más famoso de la época, ganándose el mecenazgo del primer ministro, sir Robert Walpole, y convirtiéndose después en el retratista oficial del rey Jorge I en 1723. En 1726 se casó con una acaudalada heredera, cuyo capital le permitió mantener una casa en el campo, aunque siempre conservó en la ciudad la casa en la que Pope se había alojado en sus días de juventud.

Mary Pierrepont se casó con Edward Wortley Montagu en 1714, renunciando así a la fortuna que había de heredar. En 1716 viajó a Turquía, donde Wortley había sido destinado como embajador, y publicó una memoria de ese viaje en su famosa colección titulada Cartas de la embajada turca. Resultado de sus observaciones y experiencias en Turquía fue la importación de la inoculación contra la viruela a Inglaterra en 1721. Pope y ella se hicieron buenos amigos, aunque finalmente tuvieron una amarga discusión que les convirtió en implacables enemigos. En la década de 1730 lady Mary dejó a su marido y se fue a vivir a Italia y a Francia, convertida en una excéntrica, extravagante y célebre mujer de letras.

Jonathan Swift escribió Los viajes de Gulliver, uno de los libros más famosos —y probablemente la más célebre sátira— jamás escrita. Trabajó como escritor y consejero político para el gobierno conservador en Londres hasta 1714, con la esperanza de que su trabajo le asegurara un alto cargo eclesiástico en el seno de la Iglesia de Inglaterra. Sin embargo, tras la muerte de la reina Ana, los conservadores fueron reemplazados por un poderoso gobierno laborista y Swift se vio obligado a regresar a Irlanda, donde fue nombrado diácono de la iglesia de San Patricio de Dublín. Vivió allí el resto de sus días convertido en un célebre defensor de Irlanda, un papel que siempre vivió con marcada ambivalencia. Pope y él siguieron siendo muy buenos amigos.

Richard Steele será siempre recordado como coescritor y editor (junto con Joseph Addison) del Tatler y del Spectator, publicaciones pioneras y precursoras del New Yorker, el Harper's Magazine, el The New Statesman y The Spectator (creado a partir del propio periódico de Steele).

John Gay escribió años más tarde La ópera del mendigo, otra de las obras más importantes e inventivas de la literatura inglesa. La obra obtuvo un éxito abrumador. Estuvo en cartel más que cualquier otro drama representado hasta el momento, inspiró un aluvión de merchandising de objetos relacionados con la representación y reportó a

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su autor una considerable fortuna.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

SOPHIE GEE

Sophie Gee nació en Sidney en 1974 y creció en Paddington. Asistió a la Universidad de Sidney, donde se graduó en 1995 con matrícula de honor y obtuvo su licenciatura en

inglés. Escribió su tesis sobre Evelyn Waugh, que sigue siendo uno de sus escritores favoritos.

Después de la universidad, Sophie ganó una beca de Harvard, donde hizo un doctorado en literatura inglesa. Escribió su tesis doctoral acerca de la suciedad, la contaminación y la sátira en el siglo XVIII. Se graduó en Harvard en 2002 y en el otoño de ese año fue nombrada profesora adjunta en el departamento de inglés en Princeton. Es profesora de estudiantes universitarios y de posgrado en literatura del siglo XVIII, de

Jane Austen a Milton, así como sobre la historia de la sátira. Ella da conferencias sobre temas que van desde Los Cuentos de Canterbury a South Park y Catch-22. En 2006 fue nombrada "John E. Annan Bicentennial Preceptor" (una de las mayores distinciones que puede recibir un profesor junior), en reconocimiento a su extraordinaria labor docente y de investigación como miembro junior de la facultar de Princeton, y va a publicar su primer libro erudito con Princeton University Press.

Antes de escribir El escándalo de la temporada Sophie publicó ensayos académicos sobre Alexander Pope, Jonathan Swift y otros, así como artículos y reseñas de libros de interés general, tanto en Australia como en América. Sophie ha sido galardonada con becas académicas en UCLA, Yale y la Biblioteca de Huntington y ha sido profesora visitante en el University College de Londres.

Sofía vive en Brooklyn y regresa frecuentemente a Australia para pasar tiempo con su familia.

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En el glamuroso Londres del siglo XVIII, los bailes de máscaras, las óperas, las tabernas, los cortejos clandestinos, las maquinaciones políticas y los escándalos eran el epicentro de la vida social. En este ambiente cosmopolita confluirán los personajes más famosos del momento, como el escritor Jonathan Swift, el ilustrador Charles Jervas o Alexander Pope, el gran poeta que supo reflejar como nadie la interesante crónica de la época.

El escándalo de la temporada cuenta la historia de la verídica seducción de la que fue objeto la hermosa Arabella Fermor por parte del encantador y enigmático noble Robert Petre. Una ingeniosa y moderna historia de amor, ambientada en 1711, que ha sido comparada con Las amistades peligrosas. El debut literario de Sophie Gee ha seducido ya a la crítica y al público de medio mundo y hará ahora las delicias de los lectores españoles.

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© Gee, Sophie © Alejandro Palomas, traducción

Título original: The scandal of the seasonISBN: 978-84-270-3532-4

Edición: 1ª ed. 2009

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