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Stand Up Poetry: Verónica Cento

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Esta semana en el Stand Up Poetry de Inspirulina tenemos a la poeta argentina Verónica Cento, gracias a la colaboración de nuestra editora Gabriela Rosas.

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No sé medir con cuidado la intensidad con que la mano escribe o muerde al que ama. En el cuerpo crece una espesura con la que podría romper cabezas de ganado. Pero solo aprendí a cortar naranjas y a sacar gajo por gajo su dulzura. Dentro nace, noche tras noche, una redada en contra de mí misma. El cuerpo palpita cual si fuese un engranaje a punto de estallar, sin embargo, se acostumbra a su naturaleza salvaje. Algo se orquesta al momento en que cavo con las manos en el cuerpo para entender dónde se esconde la maleza. Dónde su vértice de acero y su voz de ventrílocua. No puedo demostrar que una selva es mucho más que un terreno oscuro. Sé muy bien que un pez podría morder la trampa que he erigido en el trabajo constante de besar diente con piedra, y ahogarme en mi propia red. Entonces miedo.

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¿Qué hace un cuerpo cuando el oído animal es más agudo que el del hombre que yace fantasma sobre la selva? Rojo miedo. Roja selva que resguarda al hombre, que arrastra su viscoso cuerpo por la penumbra. Roja la desorientación y la ceguera. En mis ojos crece una selva que no ven los otros. Roja boca que dará el giro más rabioso de su vida y tenderá lazos con lo salvaje. El aroma a árbol caído anticipa que es momento de esconder el cuerpo bajo tierra. Bajo el follaje, la carne. No importa si la selva mastica mi dedo índice. Puedo con mi mano izquierda hacer camino a punto de saliva. Hacer vestigio con la condición de escaparme. Rojo mar veo en los ojos del animal que me circunda.

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Se ingresa a la hojarasca aunque las piernas tiemblen. Para que no falle la estampida, el animal nunca dejará de rondarme. Su deseo crece a medida de que con mi boca toco la hoja reverdecida. Bajo tierra el cuerpo resiste, con intención de revestir el cuero seco para que no muera. Se ingresa a la hojarasca aunque los pies ardan y la llaga crezca. El insecto enaltece la belleza y pica al animal que se arrastra. Algo de bondad existe en cada herida. Sin embargo en la emboscada escondo mi cabeza en la maleza y duermo.

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No comprendo la huida del animal hacia la noche. Todo ser vivo esconde su cabeza en la coraza nocturna. Aquello que se mueve alrededor de mí me ve como carne fresca. Temo porque sus dientes hagan el corte lateral que deje al descubierto la costilla que me abraza. ¿Quién arropará al latido sigiloso cuando la fiera entre en la ensenada? Un mar límpido, con una sugerente oscuridad lo tomará desprevenido. Podrían sus patas encallar en mis senos y comenzar a dar brincos como añorando el perdón.

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Ser animal consiste en vivir con el cuerpo erecto. Selva en mi mano crece y alza el puñal. Noche tras noche el escenario es el mismo: duermo con el cuerpo abierto, cual si fuese una puerta sin llave. Entrá, tomá el mazo y matame. Soy un animal que veo carne donde la belleza hizo nacer un pájaro. El pájaro torvo que escondiste en el árbol lo devoré de una sentada. Antes de que mis garras diesen el primer manotazo, este daba signos de temer perder su vida. Era un ave que no supo decir palabra para detener su muerte. La plegaria nunca vino y yo sacié mi hambre con sus plumas. Perdoname.

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Dame una piedra que domine con mi mano izquierda. Quiero golpear con rudeza los límites de la memoria. Aquí nada florece y lo conocido ha sido devorado por la hojarasca. Hago el intento de levantar la mano en el desierto encendido que crearon mis manos pero ellas son solo parte de algo más grande. Nadie teje los hilos en esta selva roja. Dame una lámpara que mantenga encendido mi cuerpo toda la noche. Dame una lanza para disparar con soltura a través del animal. Cualquier arma que atraviese su piel tendrá el filo necesario para emprender la huida. Aquí nada florece y mi mano suelta semillas sobre la tierra. Añoro el mar para zambullirme con dulzura. Pero mis ojos solo ven una selva rojísima que tiene la costumbre de tornarse negra. Allí es cuando comienza, todas las noches, la muerte.

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Nadie dice miedo en la selva roja. Nadie dice tengo frío, quiero un cuerpo para amar. Nadie confunde la sombra del animal con su propia sombra. La piedra duele todo el tiempo y la sangre se confunde con la tierra. Nadie dice esto está crudo, encendé el fuego un rato más. De pronto la memoria recuerda que el sonido desgarrado es lo más cercano a un sentimiento de orfandad. Nadie te alcanzará un papel y un lápiz cuando quieras escribir. El animal más ensimismado se acuesta en el suelo de lodo. Ninguna bestia ha aprendido a decir palabra. Dejá en este límite tu lenguaje. No te hará falta.

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No hallar palabra para describir el cuerpo en estado de jungla. En el pecho late desmedida la palabra hambre. Los dientes escarban en lo profundo, y hallan piedras con apariencia de haber sido objetos para que el hombre conozca el fuego. El lenguaje que una vez aprendiste está tal vez olvidado, en tu garganta de loba joven. Vibra por primera vez en mucho tiempo y surge un rugido aislado. Tu memoria trae el recuerdo más transparente, para que intentes regresar a vos misma: un río donde una niña mira y se sonríe. Querés devolver tus pasos hacia el camino de asfalto, dejar de caminar por este colchón de tierra húmeda. ¿Existirá la casa paterna con el columpio y el caballo?

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En la infancia no hay miedo, predicen las gitanas. Buscan el relámpago que quiebre, y anuncian con voz rugosa: aquí vive una niña que le teme al cuarto oscuro. Que lee encerrada en el libro. Que teme al lobo, en el espejo. Que siente frío y no levanta la sábana por miedo a que el insecto sobrevuele su cuerpo tibio. En la infancia no hay miedo hasta que uno mira de cerca su propia espesura.

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Despierto y el cuerpo conduce al día: cortar la maleza que ha crecido en la noche. Llama mi madre. Quiere que vuelva, pide explicaciones que no tengo. Invento historias para calmar su sed. Me creo esas historias para calmar mi ansiedad.

Me enamoré de un hombre, con la intensidad de quien corta la maleza con las manos y busca el girasol entre la hierba. Siempre está el rincón del cardo que duerme a la sombra. Y el cuerpo intuye que hay que arañar allí donde el suelo se torna árido y con las manos cavar hasta encontrar piedra. La maleza no resiste la ternura. Continuar aunque en la oscuridad mis manos se confundan y tomen mi propio cuello. Me enamoré de un hombre con la misma intensidad de quien en medio de la noche despierta por un vaso de agua. Abrí los ojos, dice el cuerpo. Comprá limones para saciar la sed. Desmalezar se parece tanto a la palabra amor.

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