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ANA (también a nosotros nos llevará el olvido) de Irma Correa © Irma Correa

(también a nosotros nos llevará el olvido)

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Page 1: (también a nosotros nos llevará el olvido)

ANA(también a nosotros

nos llevará el olvido)

de Irma Correa

© Irma Correa

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ANA(también a nosotros nos llevará el olvido)

de Irma Correa

Pero vinieron días en que su mente floreció de improviso,como planta vivaz a la que le llega un buen día de primavera,

y se llenó de ideas (…). Anhelos indescifrables apuntaron en su alma.

Se sentía inquieta, ambiciosa, sin saber de qué,de algo muy distante, muy alto, que no veían sus ojos por

parte alguna. (…)Notó en sí algo que se le había colado de rondón por las

puertas del alma,orgullo, conciencia de no ser una persona vulgar;

sorprendióse de los rebullicios, cada día más fuertes,de su inteligencia, que le decía:

«Aquí estoy. ¿No ves cómo pienso cosas grandes?».

Tristana. Benito Pérez Galdós

Hay un gran panel sobre el que se proyectan pai-sajes, fotografías. Se entremezclan tiempos, pasa-do, presente, quizá futuro. Tiene algo de memoria caprichosa, recuerdos que se superponen uno so-bre otro formando un cuadro de vida. Todo en esta obra, a excepción de los monólogos del HIJO, estará cubierto por un velo de olvido.

La acción se desarrolla a mediados de los años se-senta, en todo lo que tiene de convulso y regene-rador. Es la transformación del blanco y negro al color.

El HIJO sin embargo habla desde el presente, sin filtros, temor o bruma.

HIJO.—Todo lo que está ahora mismo ante nosotros, todo lo que alcanza a ver nuestra vista, este teatro, las butacas, las personas que se sientan en él, yo, los focos; también la calle ahora en silencio, los árboles, la gente paseando tranquila, el mar, todo lo que habita este planeta, todo, lo vivo y lo inerte, lo visible y lo invisible, todo, absolutamente todo, está cubierto de una fina capa de niebla. Una capa que respira y se mueve, lenta, imperturbable, que nos cubre y nos protege, que nos da aliento y nos libera. Es imperceptible, pero en ella palpita nuestra vida, nuestro infinito deseo de vivir. Ahora mismo en Oslo hace rato que es de noche, y es probable que un joven de veinte años se esté preguntando qué hará con su vida mientras fuma un ciga-rrillo y mira las estrellas; en Rusia una chica se hace una trenza mientras ve por la televisión la sonrisa plastificada de Putin; en Zambia un niño mama del pecho de su madre mientras imagi-na que no puede existir un lugar mejor en el mundo; en Buenos Aires algunos despertadores suenan; una profesora escribe una carta a Trump; en la Toscana huele a trigo. Hay un deseo de vivir que nos atraviesa y que habita cada célula de lo conocido y de lo desconocido. Y mientras tanto, nosotros respirando. No-sotros no hacemos otra cosa más que respirar.

ANA.—(Sorprendida.) ¿Tú aquí?

LOPE.—He salido antes, tenía ganas de llegar a casa…

ANA.—Se… me hace raro verte a estas horas. Ya estoy termi-nando con el horno.

LOPE.—(Abrazándola.) Estoy tan feliz.

ANA.—Lo sé. (Quitándose.) Yo también.

LOPE.—¿Qué te pasa?

ANA.—Nada, ¿por qué?

LOPE.—Hace días que te noto extraña.

ANA.—Estoy cansada, no paro de hacer cosas.

LOPE.—Anoche te levantaste de madrugada y ya no volviste a la cama.

ANA.—Tenía mucho calor.

LOPE.—Pero si estamos a seis grados.

ANA.—Será el radiador, que deja el calor suspendido por toda la casa…

LOPE.—Dormimos con tres mantas.

ANA.—Pues no sé, yo tengo calor. Me despierto con calambres en las piernas y ya no me puedo dormir.

LOPE.—Ana, Anita, ¿te preocupa algo? Dime qué es.

ANA.—No es nada.

PERSONAJES

ANALOPEVIVIANSATURHIJOSEÑOR ROMERA

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LOPE.—¿Es por lo del ascenso?

ANA.—No, no es eso.

LOPE.—Entonces qué es. No es la primera vez que te levantas de noche. Mujer, si va a ser para bien, y además nos lo mere-cemos, ¿no crees? Nos dará un respiro con las deudas. Esta mañana me reía solo en la oficina y todos me miraban.

ANA.—Tu oficina es una jaula de fieras.

LOPE.—¿Por qué dices eso? ¿Has visto mi carpeta de las facturas?

ANA.—Estará en su sitio, en el escritorio.

LOPE.—La verdad es que si me lo dicen cuando estudiaba en la universidad no me lo creo. ¡Yo en el ministerio! No encuen-tro la carpeta.

ANA.—A ver. Mira, aquí la tienes.

LOPE.—Tengo que tener todo en orden, en el ministerio re-gistran hasta tu respiración. (Guardando unos papeles.) ¿Ya sabes lo de Martínez?

ANA.—No, ¿el qué?

LOPE.—Le ha dejado su mujer.

ANA.—¿Qué?

LOPE.—Se ha enamorado de otro y se ha ido. Sin pensar en sus hijos, en su marido, sin pensar nada más que en ella mis-ma. Y a él le compromete públicamente, claro. Es un escánda-lo. Él no levanta cabeza. Es el fin de su carrera.

ANA.—Pero si Martínez vale mucho, seguro que…

LOPE.—Esto lo deciden los peces gordos, y a los peces gordos no les gustan los escándalos. Así que dejarán a Martínez apar-tado, y probablemente lo dejen allí para siempre.

ANA.—Es extraño, yo a ella la veía feliz…

LOPE.—A saber lo que entiende la gente por felicidad. Lo que pasa es que tú eres demasiado buena, y piensas que todo el mundo es como tú. Pero no. Mi bomboncito es lo mejor, lo más perfecto que hay en este bendito país, y todos te envidian, así que todos me envidian a mí.

ANA.—Qué tonterías dices.

LOPE.—Es verdad. A ver si te crees que me han ofrecido el ascenso por mérito propio.

ANA.—Y por qué si no.

LOPE.—Me lo ofrecen, entre otras cosas, por lo que tú y yo formamos. Eso es importante para ellos. Lo que tú y yo somos. Una fortaleza. Tú y yo somos una fortaleza y nada nos puede derribar, y ellos lo saben. Y nos envidian. Ya lo verás en la cena.

ANA.—¿Qué cena?

LOPE.—La cena que vamos a hacer aquí para los del minis-terio.

ANA.—¿Aquí?

LOPE.—Es una formalidad. Les gusta ver lo que se cuece en una casa por dentro. No le van a dar el puesto a cualquiera.

ANA.—¿Y no podemos ir a cenar a algún sitio?

LOPE.—No, mejor aquí. Que lo vean todo, que nos vean cómo somos. No tenemos nada que esconder. No hay otra cosa en la vida más importante que el respeto.

ANA.—¿Crees que el respeto se gana con una cena?

LOPE.—¿No hueles a quemado?

(En otro lado de la escena está SATUR en su pelu-quería. La peluquería de SATUR es un espacio para el ocio y el disfrute, también para la libertad. La at-mósfera es recargada, igual que sus clientas.)

SATUR.—¿Se te quemó el cordero?

ANA.—(Avanzando hacia ella.) No me había pasado nunca.

SATUR.—Chica, pero es que lo de Luisa es de traca. Yo tam-bién me quedé blanca, se me desparramó todo el tinte de An-tonia por el suelo.

ANA.—No sé, hay algo que no me encaja.

SATUR.—El qué no te encaja. Charo, ponte a hacerle los rulos a Manoli que se tiene que ir ya.

ANA.—Luisa no es de enamorarse.

SATUR.—Cómo que no es de enamorarse, ¿hay que tener un carné?

ANA.—No, no, quiero decir que estaba bien con el marido, con los hijos. Estaba bien en casa, yo la veía feliz.

SATUR.—De lo que uno ve a lo que hay por dentro…

ANA.—¿Tú crees?

SATUR.—Esa estaba amargada. (Enseñándole una revista.) ¿Te gusta este moño?

ANA.—¿Luisa amargada?

SATUR.—Los suspiros que daba aquí ni los devotos de Fáti-ma. Y tenía siempre la mirada perdida.

ANA.—Estaría pensando en sus cosas.

SATUR.—No, en sus cosas no, más bien en las de otros. Mira, es que me voy a presentar al concurso ese de la tele, el de los peinados.

ANA.—A mí Luisa me parecía una chica muy feliz.

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SATUR.—A ver Ana, por favor, que es que de inocente pa-reces el borrego del portal de Belén. Alguien que suspira es alguien que está con la cabeza en la luna.

ANA.—Yo suspiro todo el tiempo.

SATUR.—Es que tú eres igual.

ANA.—No, yo no.

SATUR.—Ahora, una cosa sí que te voy a decir. El Horacio ese con el que se fue estaba para hacerle un par de favores, siendo pintor y todo.

ANA.—¿Pintor?

SATUR.—De cuadros, no de brocha, y mira que a mí la bo-hemiada no, pero ese sí, ese tenía planta, tenía mirada, tenía andares, tenía de todo menos dinero. Dinero no, pero andares y planta la que quieras. Un día vino aquí a recoger a Luisa y no sabes cómo la miraba.

ANA.—¿Vino aquí?

SATUR.—Yo no lo sabía, claro, pensé que sería un pariente suyo o algo. Se quedó ahí mirando detrás del cristal, fumando como el Bogar…

ANA.—Como el Bogar…

SATUR.—Tú no digas nada que a ti el tuyo te mira igual.

ANA.—Qué dices.

SATUR.—¡Ay, el Lope con su Anita! ¡A su Anita que no se la toque nadie! Mira, yo quiero hacer un moño así. Te podías ve-nir conmigo y así sales en la tele.

ANA.—Sí claro, yo en la tele…

HIJO.—Todos sabemos, es un hecho constatable, que la luz viaja por el espacio. Cuando pensamos en luz pensamos en la estela de luz, que va de aquí a allí, y que se mueve a 300 mil ki-lómetros por segundo, es decir, imperceptible al ojo humano. Hemos crecido sabiendo que es así, que la luz va rápido, y se ha convertido en un parámetro de medición, como las millas o los grados centígrados.

Y sin embargo pocas veces nos paramos a pensar que la luz también viaja por el tiempo. No sabemos que si miramos el atardecer en realidad no estamos viendo el atardecer, sino un reflejo de él, porque el sol ya se ha escondido hace ocho minu-tos. Tenemos un retraso de ocho minutos con respecto a todo lo que vemos, lo cual podría llevarnos a pensar que todo lo que vemos es ilusión. Las estrellas, algunas, esas que vemos nítidas y brillantes, murieron hace tiempo, quizá miles de años, pero su luz sigue llegando hasta nosotros, iluminándonos. Vosotros podríais pensar que yo soy una ilusión. Y yo, a su vez, podría pensar que también lo fue mi madre.

Pero mi madre estuvo aquí. Vibrando, sintiendo, sufriendo,

riendo, amando. Y yo soy capaz de seguir sintiéndola a través del espacio. Y del tiempo.

(Se proyecta una imagen de ANA caminando des-pacio por las calles, mirando tranquila las cosas, respirando.)

SATUR.—¿Qué quiere decir que hoy no te vas a hacer nada?

ANA.—Que no, Satur, que quiero estar cómoda.

SATUR.—¿Y qué tiene que ver la comodidad con estar ideal?

ANA.—Yo no quiero estar ideal.

SATUR.—¿Pero a ti qué te pasa últimamente?

ANA.—Nada.

SATUR.—Cómo que nada.

ANA.—Que no me pasa nada, Satur.

SATUR.—A ver, ¿me lo dices o te tengo que quemar el pelo?

ANA.—A veces, mientras hago las camas, me quedo mirando por la ventana. Y veo el parque, y los niños, y las hojas de los árboles, y gente yendo y viniendo, y los abrigos que se mueven con los pasos rápidos, y la arena que se levanta. Y me pregunto si no me estaré perdiendo algo, si no habrá algo más que esto, ahí fuera.

SATUR.—¿Algo más que esto? No sé qué puede haber mejor que venir aquí y hacerte un moño. Y las uñas, tan monas que te las dejo siempre. Y la cháchara, que es gratis.

ANA.—Sí, pero yo siento que hay algo más.

SATUR.—Eso se te pasa en cuanto tengas al primer crío.

ANA.—No sé si quiero tener niños.

SATUR.—Ya estamos. Bueno, hoy es lunes, los lunes solo se dicen caralladas. ¿Te hago las uñas o no?

ANA.—Me gustan los niños. Pero no sé si los quiero para mí.

SATUR.—Pues claro que los querrás para ti. Para ti y para nadie más. En cuanto los tengas, que no te los toquen.

ANA.—Es que yo quiero viajar.

SATUR.—Anda y yo, mira esta. Venga, coge una revista. (Le da una revista.) Mira la Marisol qué mona sale otra vez. ¿Te hago eso que lleva ella en el pelo?

ANA.—(Mirando la revista.) Veo esto… todas estas fotogra-fías, y siento que me estoy perdiendo la vida.

SATUR.—¿Y qué es lo que haces todos los días desde por la mañana sino vivir? Te levantas, preparas el desayuno, haces las camas, te vistes, organizas la casa, de vez en cuando te vie-nes aquí a pasar la tarde, vas al cine con tu marido, al teatro,

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te lleva a cenar. Te puedes comprar los modelitos que quieras. Chica, si eso no es vivir me expliques lo que es.

ANA.—Pero vivir no es hacer lo de siempre, Satur. Para mí vivir es sorprenderte, es atravesar esa puerta y ver qué hay más allá.

SATUR.—Claro. Mira, te voy a decir una cosa. Cuando yo atravesé la puerta de mi casa y le di el portazo al sinverguenza del Manuel, me juré a mí misma que no volvería a hacer nada que no quisiera hacer, que sería la dueña de mi vida. Y me vine a la capital con una mano delante y otra detrás. Al principio no tenía donde caerme muerta, nadie te ayuda si eres madre sol-tera. Pasé muchas fatigas, viví en pensiones, a veces tenía que llevar a mi Santi a que le dieran de comer en donde las monjas, porque se me quedó en los huesos. Y lloraba por las noches y me tiraba de los pelos porque pensaba que todo había sido un egoísmo mío, que me había dejado llevar. Y me puse a fregar suelos. Pero con la barbilla parriba, esa nunca la bajé. Nunca, jamás, se me ha ido del cuerpo ese cansancio. Pero mírame aquí. Con mi peluquería. ¿Tú me ves mal?

ANA.—No.

SATUR.—¿Tú me ves triste?

ANA.—No.

SATUR.—¿Tú crees que yo tengo una vida buena?

ANA.—Sí.

SATUR.—Y tú también, que estás hoy aquí conmigo leyendo el Lecturas. Y luego te irás para casa dando un paseo y con el aire se te pasará todo.

ANA.—Satur, es que no es el aire, no es el aire…

(ANA y VIVIAN se miran desde sus respectivos lu-gares. Mantienen la mirada. Quizá se escucha el tiempo suspendido.)

ANA.—Me faltan algunas cosas para la cena.

LOPE.—Bueno, aún tienes unos días, no te preocupes.

ANA.—No sé cómo lo he hecho pero me he quedado sin di-nero.

LOPE.—¿Otra vez?

ANA.—Sí. He tenido que comprar muchas cosas.

LOPE.—Cariño, no andamos muy bien ahora. Hasta el primer sueldo, dentro de un mes más o menos, seguimos yendo ajus-tados, como siempre. El dinero nos hace esclavos para según qué cosas.

ANA.—Lo sé, lo sé, pero no puedo hacer una cena normal, tú mismo dices que tiene que ser algo que les deje impresionados.

Para mí esta cena es importante.

LOPE.—(Abrazándola.) Ana, Anita… Tienes razón, compra lo que tengas que comprar, digamos que es como una celebración del ascenso, ya nos recuperaremos a partir del mes que viene.

ANA.—Es una celebración de muchas cosas.

LOPE.—Te firmo el cheque.

ANA.—Todavía no sé cuánto voy a necesitar…

LOPE.—Da igual, yo te lo firmo y tú sacas lo que necesites. Acuérdate, vino y whisky del bueno.

(Silencio.)

LOPE.—Mírame. Para ellos, como para mí, serás perfecta. De hecho volverán a casa pensando qué hacen con los muermos de sus mujeres. Y sin embargo a mí me gustará verte ahí, entre todos. Bonita, delicada. Y pensaré, es mía.

VIVIAN.—Es un efecto de luz.

ANA.—¿Cómo?

VIVIAN.—Los objetos, cambian según la luz. Y es distinto su color, su forma, su rugosidad. Por eso no eres la misma aquí ahora, en la calle, que ahí dentro peinándote.

ANA.—Entiendo.

VIVIAN.—¿Siempre te peinan así?

ANA.— Más o menos.

VIVIAN.—Te queda muy bien.

ANA.—Gracias. ¿También tú eres clienta?

VIVIAN.—Más o menos. Suelo pasear por aquí por las tardes, y miro a través de la ventana. Me gusta ver el movimiento de la peluquería. Cómo una mujer entra siendo una, la mayoría de las veces apagada, distante, pequeña, y sale radiante, gran-diosa. Me fascina.

ANA.—Yo no estoy radiante ni grandiosa.

VIVIAN.—Por supuesto que sí. Me llamo Vivian.

ANA.—Yo, Ana.

VIVAN.—¿Vienes mucho?

ANA.—Cuando puedo.

VIVIAN.—¿Me dejas hacerte una foto?

ANA.—¿Una foto?

VIVIAN.—Sí. Fotografío gente. Y cosas.

ANA.—¿Y por qué me quieres fotografiar a mí?

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VIVIAN.—No te muevas.

(En el panel se proyecta una imagen de ANA, son-riendo tímidamente. Empiezan a sucederse imáge-nes de mendigos, de calles oscuras, de fiestas priva-das en casas, donde hombres se besan.

Ruidos de platos, vasos, gente que entra y sale. Mú-sica. Se escuchan brindis. VIVIAN escucha desde la cocina. Fuma.)

VOCES EN «OFF».—¡Felicidades al nuevo!

VOZ EN «OFF» DE LOPE.—Gracias, gracias, muchas gra-cias. Para mí es un honor y un privilegio entrar a formar parte de un momento que hará historia en nuestro país. Espero po-der contribuir a este gran desafío que se nos presenta. ¡Salud!

LOPE.—¿Estás fumando?

VIVIAN.—Sí, por qué.

LOPE.—Ah, perdone, pensaba que era mi mujer.

(Silencio.)

VIVIAN.—Me llamo Vivian.

LOPE.—Mucho gusto. Yo soy Lope, el marido de Ana.

VIVIAN.—Lo sé.

LOPE.—¿Quién es su marido?

VIVIAN.—Ninguno.

LOPE.—¿Ha venido usted sola?

VIVIAN.—Sí.

LOPE.—Ah. (Silencio.) ¿Lleva aquí toda la noche?

VIVIAN.—Sí.

LOPE.—Ah. Y, ¿en qué departamento trabaja?

VIVIAN.—¿Departamento?

LOPE.—Del ministerio.

VIVIAN.—Yo no trabajo en el ministerio.

LOPE.—No entiendo.

VIVIAN.—Me ha invitado Ana, me dijo que la ayudara en la cocina.

LOPE.—¡Ah! Qué raro, no me ha dicho nada… (Silencio.) ¿Y la ha ayudado usted con… la tarta?

VIVIAN.—Con los platos y las servilletas. (Silencio.) No sé cocinar.

LOPE.—Ah.

VIVIAN.—Es una casa muy bonita.

LOPE.—Muchas gracias.

VIVIAN.—¿Le gusta el arte?

LOPE.—Sí… el arte, sí.

VIVIAN.—Pero solo tienen una acuarela.

LOPE.—¿Una acuarela?

VIVIAN.—Un cuadro. En la entrada.

LOPE.—¡Ah! Sí, lo puso Ana hace poco. Yo la verdad no entiendo mucho, y eso es… abstracto, dicen.

VIVIAN.—Lo abstracto al final es lo más concreto. Se ciñe a lo que te transmite. Lo sientes o no lo sientes. No hay más.

LOPE.—Claro. Cariño, no me habías dicho que venía una ami-ga tuya a ayudarte.

ANA.—Ah, sí… es que… me vi desbordada en el último mo-mento y le pedí que viniera… Vivian, Lope.

LOPE.—Ya nos hemos presentado.

VIVIAN.—Me parece maravillosa la acuarela que tenéis en el pasillo.

ANA.—Sí…

LOPE.—Quiere… ¿Quieres tomar algo?

VIVIAN.—Estoy bebiendo whisky, gracias. Muy bueno.

LOPE.—¿Pasamos al salón?

VIVIAN.—No quiero molestar.

LOPE.—No molestas en absoluto.

VIVIAN.—Prefiero quedarme aquí. Además estoy acostum-brada a estar en la cocina, es donde paso la mayor parte del tiempo.

LOPE.—Pues hay que salir de la cocina de vez en cuando.

VIVIAN.—Es el sitio favorito de los niños.

LOPE.—¿Cuántos hijos tienes?

VIVIAN.—No son míos. Los cuido.

LOPE.—¿Los cuidas?

VIVIAN.—Sí. Soy niñera, vivo con una familia y cuido de los niños.

LOPE.—Ah. Y… ¿en qué casa trabajas?

VIVIAN.—En la de la familia Maier.

LOPE.—No los conozco.

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VIVIAN.—Son franceses. Yo soy francesa. Así los niños no su-fren tanto con el cambio de país.

LOPE.—Claro, claro. (Silencio.) Bueno, entonces… ¿entra-mos?

VIVIAN.—Prefiero quedarme aquí, gracias.

ANA.—Yo voy ahora.

LOPE.—(Abrazándola.) No tardes. Ya sabes cuánto te necesi-to ahí. (La besa y sale.)

(Silencio.)

VIVIAN.—No tienes por qué aguantar esto.

ANA.—Es importante.

VIVIAN.—Para quién.

ANA.—Para mí.

VIVIAN.—¿Para ti?

ANA.—Y para él.

VIVIAN.—Para él sí.

ANA.—Tampoco es para tanto, se trata de que se queden con-tentos.

VIVIAN.—Claro.

ANA.—En un mes las cosas habrán cambiado tanto…

VIVIAN.—Van a cambiar antes.

(Silencio.)

ANA.—Es una locura.

VIVIAN.—Locura es todo lo que hay en ese salón.

ANA.—¿Sabes la gente que hay ahí?

VIVIAN.—No. Ni me importa.

ANA.—Está el Jefe Superior de Policía del Estado.

VIVIAN.—Que ya estará fumándose un puro.

ANA.—No lo sé. Bueno sí, probablemente.

VIVIAN.—Una gran nube sobre todas las cabezas.

ANA.—Sí.

VIVIAN.—Vámonos, Ana.

ANA.—El corazón me va a explotar.

VIVIAN.—En cuanto salgamos a la calle se te pasará. Tienes que coger aire.

ANA.—No es el aire.

VIVIAN.—Aquí no se puede respirar.

VOZ EN «OFF » DE LOPE.—¡Anita!

VIVIAN.—Vámonos.

ANA.—Estoy muerta de miedo.

(El espacio en el que ANA y VIVIAN se encuentran es siempre luminoso. Puede ser una calle, o un parque, o una habitación, pero siempre con luz. En el panel se superponen fotografías hechas por VIVIAN, cap-turando personas y objetos con vida propia.)

VIVIAN.—Me gusta esta, la mujer absorta mirando el esca-parate. No se sabe bien qué hay detrás de él, pueden ser ves-tidos, o muebles, o perfumes caros. Quizá es una librería. O una agencia de viajes. Pero cuando una mujer mira así a un escaparate, cuando se queda absorta y sin aliento mirando así, es porque está mirando su futuro. Y desea llegar allí, estar allí, disfrutarlo ya. Pero aún está al otro lado del cristal. Y le toca decidir si entra a comprar o si se va a casa con el deseo a cues-tas, pensando en cuándo va a volver.

ANA.—Fotografías… Nunca había conocido a ningún fotógra-fo. En realidad a ningún artista. ¿Desde cuándo tienes cámara?

VIVIAN.—Desde que era pequeña.

ANA.—¿Desde pequeña?

VIVIAN.—La primera me la regaló una amiga de mi madre. También era fotógrafa.

ANA.—¿Podría ver tus fotos?

VIVIAN.—Nunca las ha visto nadie.

ANA.— ¿Nunca nadie ha visto tus fotografías?

VIVIAN.—No.

ANA.—¿Ni tu madre?

VIVIAN.—Mi madre murió hace mucho tiempo.

ANA.— Lo siento.

VIVIAN.—Le habría gustado verlas.

ANA.—¿Por qué fotografías?

VIVIAN.—¿Ves esas caras? ¿Ves esas manos, esos gestos, esas miradas? El vuelo de la falda, cómo se toca el pelo, ese niño hundiendo las manos en la arena, aquellos dos fumando y riéndose, cómo bailan, su alegría. Yo con la cámara les doy la vida eterna.

ANA.—La eternidad. No alcanzo a entender qué es.

HIJO.—No sabemos qué es estar aquí. Por estar aquí enten-demos que podemos ver, tocar, oler, acariciar. Podemos inclu-so cerrar los ojos y escuchar todo a nuestro alrededor. Pero

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si en una milésima de segundo nos dormimos todos nuestros sentidos se diluyen, se convierten en humo. ¿Y dónde estamos nosotros? Porque es en esa milésima de segundo donde se está librando la batalla, donde el aliento vence a la oscuridad y el átomo al vacío. Y nosotros, ¿dónde estamos nosotros durante la batalla?

(Ruido de platos y vasos. Hay más gente.)

SEÑOR ROMERA.—Es usted muy buena cocinera, Ana.

ANA.—Gracias, señor Romera.

SEÑOR ROMERA.—¿Siempre se le dio así de bien?

LOPE.—Bueno, al principio no atinaba con nada, pero con el tiempo ya va haciendo las cosas mejor, ¿verdad cariño?

SEÑOR ROMERA.—Es lo normal. Figúrese que cuando yo era joven tenía problemas con la escritura, al llegar a la univer-sidad todavía me costaba hacer la o con un canuto. Pero todo es cuestión de perseverancia, ¿no cree?

ANA.—¿Café?

SEÑOR ROMERA.—Por favor.

(ANA entra en la cocina.)

VIVIAN.—Me voy.

ANA.—(Deteniéndola.) Ya te he dicho que no puedo, Vivian.

VIVIAN.—Claro que puedes.

ANA.—¡Estoy asustada!

VIVIAN.—Está bien, lo entiendo. Pero qué podemos hacer si no.

ANA.—Esperar.

VIVIAN.—¿Esperar? ¿A qué?

ANA.—A que no sea tan peligroso, a que…

VIVIAN.—No existe, ese momento no va a llegar nunca.

ANA.— Sí, pero hoy… aquí…

VIVIAN.—Ana, esto va a ir a peor. Más cenas, más puros, más humo, más hombres gordos diciéndote estupideces, más mu-jeres de esos hombres diciéndote más estupideces.

ANA.—¡Por favor, Vivian, no me pongas más nerviosa!

VIVIAN.—Estás pensando como si en él empezara y acabara todo.

ANA.—Y acabará todo.

VIVIAN.— No, no acabará.

ANA.—Ahora mismo no sé si quieres que me vaya o que me quede. (Dejando la bandeja.)

VIVIAN.—Ana, mírame. Este no es tu lugar. No es esto…

ANA.—¡Esto es mi presente! ¡Y estoy luchando para atravesar todos los muros!

(Entra LOPE.)

LOPE.—¿Ya está el café?

(Los tres permanecen mirándose, en un tiempo ex-traño. ANA toma aliento.)

SATUR.—¿Me estás oyendo?

ANA.—Sí, Satur, te oigo.

SATUR.—Es que con tanto ruido de secador nos estamos que-dando todas sordas. Que qué hacías con la Vivian el otro día caminando por la calle.

ANA.—Dar un paseo, la acompaño a hacer fotos.

SATUR.—¿De qué la conoces?

ANA.—De aquí, me la encontré un día a la salida. O me en-contró ella a mí.

SATUR.—Es buena chica. Un poco rarita, pero buena. Le gus-tan los niños, pero es como tú, que dice que ella no. Chica, yo no sé qué os ha entrado a todas ahora. Pásame las pinzas, Charo. Yo lo único que sé es que hay que pensar en el futuro. Uno no puede estar aquí mirando a las musarañas y dejando que pase un día y otro y otro y otro. Hay que hacer cosas, y dejar todo bien plantado para los que vienen. Ana. Ana. ¿Me estás escuchando?

ANA.—Que sí, Satur.

SATUR.—Déjate de caralladas de fotos y vete con tu marido a darte un paseo por la sierra. Ahí la mente se despeja.

ANA.—Yo tengo mi mente muy bien.

SATUR.—No, tú te estás embarullando. Te estás embarullan-do. Y no me gusta nada.

(Se escuchan risas, quizá de patio de colegio. O de un parque.)

ANA.—Y un poco así embarullado te lo digo.

VIVIAN.—¿Eso es lo que haces un día normal?

ANA.—Es que depende. No tengo un día igual al otro.

VIVIAN.—Pero todo tiene que ver con tu casa.

ANA.—Con… con mi casa, sí. Con mi marido.

VIVIAN.—¿No queréis tener hijos?

ANA.—Sí. No.

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VIVIAN.—¿No?

ANA.—No sé. Sí, supongo.

VIVIAN.—¿Qué quiere decir, sí supongo?

ANA.—¿Podemos hablar de otra cosa?

VIVIAN.—Podemos incluso no hablar si quieres.

ANA.— Perfecto.

(Silencio.)

VIVIAN.—No te muevas. (Se acerca, le toca el pelo, le gira la cara, le saca una foto. La besa.)

ANA.—¿Qué haces?

VIVIAN.—Perdona.

ANA.—No… no sé a qué ha venido eso.

VIVIAN.—Perdona.

ANA.—Me… creo que me voy a ir a casa.

VIVIAN.—¿Es eso lo que quieres hacer?

ANA.—No lo sé.

VIVIAN.—Yo sí lo sé, igual que sé lo que te pasa.

ANA.—¿Y qué es lo que me pasa?

VIVIAN.—Que te ahogas. Te sientes como un animal encerra-do, y no sabes cómo correr.

ANA.—No me conoces de nada.

VIVIAN.—Estás aguantando, esperando a que suceda, a que las rejas se abran solas. Pero tienes que hacerlo tú.

ANA.—Esto es muy extraño. Todo esto es muy extraño.

VIVIAN.—Yo no he conocido una emoción más loca, más in-mensa, más llena de triunfo, que esta que se siente al ir apar-tando obstáculos para una huida.

ANA.—Yo no estoy huyendo.

VIVIAN.—Sí, Ana. Estás huyendo de ti.

(La cena sigue. Ruido de platos, vasos.)

LOPE.—Así que cuéntanos, Vivian. De qué edad son los niños a los que cuidas.

VIVIAN.—Ocho, cinco y dos.

SEÑOR ROMERA.—Unos pequeños monstruos.

LOPE.—A todos los que estamos aquí nos encantan los niños. Sobre todo a nosotros, ¿verdad, Ana? En breve ya tendremos alguno correteando por estos pasillos.

SEÑOR ROMERA.—¡Pero hombre, felicidades!

LOPE.—Bueno, aún no, pero pronto, ¿verdad, cariño? Y cuén-tanos, Vivian. ¿Adónde os queréis ir de viaje?

(Silencio.)

LOPE.—Se van de viaje. Mi mujer y ella.

ANA.—No, no…

LOPE.—¿Ah no?

ANA.—No…

LOPE.—¿No sería una sorpresa? (A los de la cena.) ¡Era una sorpresa!

ANA.—No, no…

VIVIAN.—Queremos ir a América.

(Silencio.)

SEÑOR ROMERA.—¿A América?

VIVIAN.—Sí.

SEÑOR ROMERA.—¿A qué? ¡Eso está muy lejos!

VIVIAN.—Es la tierra de la libertad.

LOPE.—Según se mire. Mira lo bien que lo están haciendo con Vietnam.

SEÑOR ROMERA.—El año pasado estuve en Nueva York. ¡Cuánto ruido, por Dios!

LOPE.—América está idealizada. No hay ningún país del mundo en el que se viva como aquí. América está llena de as-falto.

VIVIAN.—Y de oportunidades.

LOPE.—De qué.

VIVIAN.—De vivir.

LOPE.—¿De vivir? Qué concepto más vago.

VIVIAN.—Aquí no se puede respirar.

SEÑOR ROMERA.—¿A qué se refiere usted?

LOPE.—Cada cual elige ahogarse donde quiere.

VIVIAN.—Hay cárceles que no son elegidas.

SEÑOR ROMERA.—¡Ninguna lo es, querida! Pero, ¡ay! ¡La cárcel del alma!

LOPE.—Ahí lo tienes, la cárcel del alma.

VIVIAN.—Yo sueño con hacer grandes cosas.

SEÑOR ROMERA.—¿Grandes cosas?

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LOPE.—¿Grandes cosas?

VIVIAN.—Sí, grandes cosas. Y no pienso ser una mujer que sueña con hacer grandes cosas y termina haciendo pasteles.

(Risas.)

SEÑOR ROMERA.—Pues una buena tarta de Santiago no es tarea fácil, ¿eh, López?

LOPE.—No, no es fácil. ¿Y el café?

(En el panel se superponen imágenes del movimien-to «hippie», de Martin Luther King, de las manifes-taciones en Washington por Vietnam.)

HIJO.—Yo imagino aquellos años como un cometa que, en una noche breve y sin estrellas, deja un rastro ancho y lumino-so entre guerra y guerra. Las calles de París y Washington ru-gían con manifestaciones. Kennedy visitaba el muro de Berlín. Y ella era joven, y caminaba por las calles con el ansia de mirar a la gente a los ojos, de ver relumbrar los escaparates, de escu-char las risas, la música, de bailar. Ella decía que la ciudad se le quedaba pequeña, y caminaba y caminaba desnortada, como una luciérnaga a plena luz del día.

LOPE.—Me empezaron a temblar las manos y tuve que apre-tarlas fuerte para parar. Eran susurros. Susurros, como una conspiración. Me dijeron, «pero hombre, ¿qué te pasa, se te ha subido todo el whisky a la cabeza? ¡Qué mala cara tienes!». Y tuve que tomarme de un trago medio vaso. Tenía que haber entrado. Tenía que haber entrado y haber dicho, «¿qué es lo que está pasando aquí?». Pero me di la vuelta y fui a beber. Ahora quiero que me cuentes toda la conversación. Palabra por palabra.

ANA.—¿Qué conversación?

LOPE.—(Rompiendo un vaso en el suelo.) ¡No me vengas con estupideces! Qué significa eso del viaje.

(Silencio.)

ANA.—Nada.

LOPE.—Cómo que nada.

(Silencio.)

ANA.—Era un viaje que queríamos hacer.

LOPE.—¿Que queríais hacer? ¿Cómo que queríais hacer?

(Silencio.)

LOPE.—¿Y pensabas irte así, sin decirme nada?

(Silencio.)

ANA.— Pensaba ir pero me arrepentí.

LOPE.—¿Te arrepentiste? Qué quiere decir que te arrepentiste.

ANA.—No me pareció buena idea, no…

LOPE.—¡Pero tú estás loca! ¡Te volviste loca! (Silencio.) ¿Por qué querías irte? ¿Para qué?

ANA.—¡Porque me ahogo, me estoy ahogando aquí! ¡Mi mundo son estas cuatro paredes! No quiero hacer camas, café, no quiero cenas con puros, ni siquiera quiero vestirme con estos vestidos, ni peinarme así, no quiero decir las cosas que digo, ni quiero estar callada, yo quiero viajar, y ver, y oler, quie-ro leer todos los libros, visitar todos los museos, quiero ver par-ques, avenidas, extensiones inmensas de verde, desfiladeros, quiero ver amaneceres y atardeceres, ir por caminos de tierra y embelesarme con el cielo, ¡quiero no parar de reír! ¡No quiero estar todo el tiempo con estas infinitas ganas de gritar!

(Silencio. LOPE camina nervioso.)

LOPE.—Lo tienes todo, todo lo que cualquier mujer desearía tener, no te falta de nada, ¿y te quejas? ¿Entonces yo para qué trabajo? ¿Soy imbécil? (Pausa.) ¡Di! ¡Pero qué es eso de los atardeceres, acaso yo no te lo doy todo? ¡Yo te lo doy todo!

ANA.—No, tú me metes en una burbuja en la que no se puede respirar.

(Silencio.)

LOPE.—Ya está bien de estupideces. ¿Ahora eres poeta? Te diré lo que has hecho. Me has mentido, me has robado, porque para eso querías el cheque el otro día, ¿no? Mírame, te estoy hablando. ¿Y para qué? ¿Para irte unos días por ahí con una amiga? ¿No se os ocurrió un día mejor? No, claro, mejor así, para llamar más la atención. (Respira, intentando tranquili-zarse.) Ana, esa chica no está bien de la cabeza, mira las cosas que dice. Ella no tiene obligaciones y puede ir de aquí para allá y vivir como una niña, y quiere que tú hagas lo mismo. Pero tú no puedes hacer lo mismo, porque tu vida es otra.

ANA.—Yo tengo una vida que no es mía.

LOPE.—¿Pero qué dices ahora?

ANA.—Es la imagen, esa imagen que tienes de mí, la que tie-nen todos, la que me asfixia. Como una fotografía gastada.

(Pausa.)

LOPE.—Dónde está el dinero. (Pausa.) Dónde está el dinero, Ana.

ANA.—En el segundo cajón de mi mesilla.

LOPE.—¿Habías hecho la maleta?

ANA.—Sí.

(Silencio.)

LOPE.—(Avanza hacia ANA. Se para.) No sé quién es la mujer que tengo delante. A partir de ahora yo sacaré el dinero del banco y pagaré las cuentas. Y mañana le vas a decir a tu

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amiga que se vaya a América. Y le dices de mi parte que no vuelva.

(Volvemos a ese momento de risas de fondo, quizá de un colegio, quizá de un parque, quizá de una calle cualquiera...)

VIVIAN.—¿Por qué te casaste con él?

ANA.—Me hacía reír.

VIVIAN.—Te hacía reír.

ANA.—Y tenía esa clase de sonrisa, que lo ilumina todo.

VIVIAN.—Era un hombre decente.

ANA.—¿De qué te ríes?

VIVIAN.—Te casaste con él porque era lo más parecido a lo que tenía que ser.

ANA.—No, me gustaba. Me venía a buscar y me llevaba de paseo. Tenía un seiscientos. Y me llevaba a las afueras, y allí nos sentábamos en una roca, viendo el verde y el horizonte. Y me daba la mano sin hablar. Y me gustaba el aire que res-pirábamos.

VIVIAN.—Suena muy romántico.

ANA.—A ti te parece absurdo porque tu mundo siempre ha sido más ancho que el mío. Mi mundo era mi casa, ir a la fe-rretería a ayudar a mi padre, salir a pasear a la plaza los do-mingos, sentarme en un banco con amigas a elegir novio. Esa era mi vida.

VIVIAN.—Y llegó él y te prometió un futuro.

ANA.—Me trajo a la capital, y aquí las calles eran limpias y ha-bía gente por todas partes. Había luces en las marquesinas de los cines, en las cafeterías. Por las noches había salas de con-ciertos que cerraban tarde. Y yo ardía y ardía porque no quería otra cosa sino vivir. Ayer miraba por la ventana y pensaba que desde que te conocí me veo sorprendida por rachas de saber, lo mismo que el viento entra por una puerta mal cerrada. Quiero saberlo todo, de arte, de música, de historia. Quiero ir a los museos, quiero leer todos los libros, quiero aprender a tocar el piano. Y quiero estar contigo cuando hagas todas esas fotos. Quiero que me retrates. Porque aún soy joven, muy joven, y todavía puedo empezar a aprender, ¿no te parece?

(En el panel aparecen unas imágenes de la guerra de Vietnam y de las protestas en Washington DC.)

SEÑOR ROMERA.—Quería agradecerle de nuevo la cena del otro día. Extraordinaria.

LOPE.—Gracias, señor.

SEÑOR ROMERA.—Todo gracias a su mujer, por supuesto. A ver si cree que yo no soy consciente de la realidad de las cosas. Pero así están bien. Equilibradas. Usted aquí, ella allí.

LOPE.—Sí, señor.

(Pausa.)

SEÑOR ROMERA.—Bien. Señor López, según he podido ver estos días, y por lo que me habían comentado, es usted un hombre comprometido, un hombre de su tiempo. Y tam-bién su señora. Son tiempos escasos de compromiso, como usted sabe. Por todas partes prolifera la fiesta, la desgana, el desparrame. Esto sucede, como también usted muy bien sabe, porque en este país caminamos con los tiempos y no solo nos hemos convertido en un ejemplo para el mundo, sino que el mundo está viniendo a nosotros. Me sigue.

LOPE.—Sí, señor.

SEÑOR ROMERA.—Me han dicho que se conoce al dedillo la Ley del 54. Qué tiene usted que decirme de esa ley.

(Silencio.)

SEÑOR ROMERA.—¿Señor López?

LOPE.—Creo… creo que hay algo que hicieron bien Azaña y compañía, y fue ese proyecto de ley. Era un buen proyecto, para una buena ley. (Pausa.) Pero flojita.

SEÑOR ROMERA.—Estoy de acuerdo.

LOPE.—Yo creo que a un ladrón, a un proxeneta, a un ho-mosexual, no se le hace ningún favor metiéndolo en la cárcel.

SEÑOR ROMERA.—¿No cree que la pena por homosexua-lidad hay que endurecerla? Porque ya no se esconden. En todos lados veo risas, miradas. Hacen fiestas, se visten de mujer, y las mujeres de hombres. Es un esperpento. ¿Qué mundo le vamos a dejar a nuestros hijos, López?

LOPE.—Sí, señor. Aunque creo que es mejor enseñarles el buen juicio, los barrotes de las cárceles promueven la vagancia.

SEÑOR ROMERA.—Puede ser. (Pausa.) Pues precisamente le he hecho venir porque necesitamos una revisión urgente de esa ley. Debemos actualizarla, endurecerla. Por eso queremos que sea usted parte de este proceso, señor López. Queremos que nos ayude a legislar.

(Silencio.)

SEÑOR ROMERA.—¿Me ha oído?

LOPE.—Sí señor, por supuesto

SEÑOR ROMERA.—Y qué me dice.

LOPE.—Que será un honor, señor.

SEÑOR ROMERA.—El Ministro ya está informado. Mi se-cretaria le llamará. ¿Le parece bien?

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LOPE.—Muy bien, señor.

SEÑOR ROMERA.—(Estrechando la mano de LOPE.) Bienvenido, señor López.

SATUR.—Qué emoción. Es que tu marido impone. Seguro que se hizo valer. Si tenían dudas, él con su verborrea les con-venció.

ANA.—No me extrañaría.

SATUR.—Habría pagado por ver su cara. Él, tan recto, tan fino, tan que no se le mueve ni un pelo. Bueno, pero entonces qué te vas a hacer. Yo para hacerte un liso no te hago nada.

ANA.—Ya sabes que me gusta ir natural, Satur, nada muy ela-borado.

SATUR.—Chica, ¿los rulos elaborados? Pero si es lo más bá-sico que hay. O me dejas hacerte un par de rulos o te vas para casa tal cual con ese casco que llevas.

LOPE.—(Se acerca a ANA torpe, quizá bailando con la mú-sica.) Te he comprado esto. (Le da un ramo de flores, o un perfume, o un collar…)

ANA.—Gracias.

LOPE.—¿Sigues enfadada?

ANA.—No.

LOPE.—Mi amor, ven aquí. (La abraza.) Todo lo que hago es por nosotros. Sigo construyendo nuestra fortaleza. Y si veo que alguien puede hacerla peligrar, la aparto de nuestro camino. Sin más.

ANA.—(Apartándose.) Tengo que ir a por la carne que dejé encargada ayer.

LOPE.—(La vuelve a abrazar.) Ya sé que no quieres verme, pero los dos tenemos que hacer un pequeño esfuerzo por pasar página. Evidentemente yo tengo que hacer un esfuerzo más grande que el tuyo, pero no importa. No deja de ser una tra-vesura lo que has hecho. Mírame. Eres lo más maravilloso que me ha pasado en la vida. Pero aún eres una niña pequeña, y yo quiero protegerte. Yo te protegeré del mundo.

ANA.—(Apartándose.) Necesito salir.

LOPE.—Yo voy contigo.

ANA.—No, quiero ir sola.

LOPE.—(Contrariado.) Tienes razón. Sí, creo que está bien que tengas tus propias aficiones, tu propio espacio.

ANA.—No son aficiones. Voy a comprar carne.

LOPE.—¡Podrías apuntarte a algún curso!

ANA.—¿Un curso?, ¿de qué?

LOPE.—¡No sé! De costura, de gimnasia, de… ¡de idiomas! Sí, ¡un curso de inglés! Y vamos a América. Juntos.

ANA.—No sé por qué me hablas de cursos. Y no quiero pensar en viajes ahora.

LOPE.—Anita, yo sé que hablas así porque estás enfadada, pero piénsalo, ir a clase algunas mañanas, ¡aprender inglés!

ANA.—Me voy.

LOPE.—Esta mañana el señor Romera me ha incluido en el nuevo proceso de reforma de la Ley del 54. Tú no alcanzas a entenderlo, pero será una hazaña. Limpiaremos las calles. Se-remos una referencia mundial. Y tú yo iremos a América.

(Silencio.)

ANA.—Me voy. Igual tardo.

LOPE.—Podía haberla matado.

ANA.—¿Qué?

LOPE.—Martínez. Podía haber matado a su mujer. Se libró porque ya se había ido.

ANA.—Por qué me dices eso.

LOPE.—Porque esta mañana hablando con el señor Romera me he reafirmado.

ANA.—En qué.

LOPE.—En el poder de la ley.

ANA.—Es una salvajada lo que estás diciendo.

LOPE.—La ley nos une y nos ampara. Da luz a los que no sa-ben qué lugar tienen en el mundo.

ANA.—Citas las leyes como si tuvieran vida propia, como si estuvieran por encima de las personas.

LOPE.—Y lo están, Ana. Lo están.

(En el panel se puede leer: Artículo 146 del Código Penal. Comete adulterio la mujer casada que yace con varón que no sea su marido, y el que yace con ella, sabiendo que es casada, aunque después se de-clarase nulo el matrimonio.)

HIJO.—No pensamos en la muerte porque no queremos de-jar de existir. Nos imaginamos viviendo un presente eterno. Nunca desaparecemos. Albergamos la esperanza, una espe-ranza rotunda, de que eso jamás llegará a suceder. Como la involución del universo, o el fin del mundo. Y cuando desa-parezcamos en qué nos convertiremos. Quién, dentro de dos, tres, cuatro generaciones, hablará de nosotros. Seremos si aca-so unos nombres. Los tatarabuelos de los tatarabuelos, a los que nunca nadie conoció. No significaremos nada, para nadie. Porque nadie nos habrá visto llorar. Ni amar, ni reír, ni cantar,

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ni abrazarnos, ni preocuparnos por nuestros hijos, ni enfer-mar, ni mirar al cielo por las mañanas, ni acariciar una piel desnuda. Pero la realidad es que nosotros estamos aquí, ahora. Respirando. Y cómo dejar constancia de nuestro paso por este amable, feroz y esplendorosamente bello mundo.

(Quizá es un día de lluvia.)

ANA.—Te… he traído esto. (Le ofrece un regalo.)

VIVIAN.—Porque te sientes mal.

ANA.—Siento haberte decepcionado. Nunca pensé que fuera a ser cobarde. Contigo me sentía poderosa.

VIVIAN.—Igual necesitabas más tiempo y yo no supe verlo. (Se acerca a besarla.)

ANA.—(Apartándose.) No podemos, ya.

VIVIAN.—¿Qué? No es verdad.

ANA.—Es demasiado grande el fantasma.

VIVIAN.—Me da igual.

ANA.—Te da igual porque no sabes de lo que te estoy hablan-do.

VIVIAN.—Sé perfectamente de lo que estás hablando. De monstruos.

ANA.—Las matan.

VIVIAN.—A quiénes.

ANA.—A las mujeres. Los maridos matan a las mujeres, por ley.

VIVIAN.—De qué hablas.

ANA.— Hay un artículo, un… es un párrafo pero… un…

VIVIAN.—¡Ana!

ANA.—El hombre puede hacerlo. Puede matar a la mujer. Por adúltera. Y a su amante. Y no le pasa nada. Porque es delito. Y está protegido por la ley.

VIVIAN.—(Riendo.) ¡Pero Ana! ¡Te pones demasiado trágica!

ANA.—Y van a endurecerlas. Lo van a hacer. Y él va a estar ahí. Tú no los has escuchado hablar, no sabes qué es lo que piensan de los delincuentes y de, de…

VIVIAN.—De gente como nosotras. Eso es lo que ibas a decir.

ANA.—Sí.

VIVIAN.—De los homosexuales.

ANA.—Nosotras no somos homosexuales.

VIVIAN.—¿No?

ANA.—Nosotras no somos… no somos homosexuales, noso-tras.

VIVIAN.—Ana…

ANA.—Es lo que somos. ¿Es lo que somos?

VIVIAN.—No somos una etiqueta, ni un artículo de ninguna ley.

ANA.—Sí lo somos.

VIVIAN.—Somos tú y yo.

ANA.—Nos matarán. Nos llevarán primero a una colonia agrí-cola, allí nos torturarán, nos someterán a trabajos forzados, nos… ¡Dios! Somos delincuentes, seres putrefactos. O enfer-mas.

VIVIAN.—Estás pensando cosas espantosas, ¡no eres tú la que está hablando!

ANA.—Es espantoso lo que dicen.

VIVIAN.—Respira.

ANA.—Es como si existiera un poder que les guiara, como si, como si…

VIVIAN.—¡Ana, por favor, respira!

(En el panel se proyectan imágenes de la colonia agrícola de Tefía, en Fuerteventura.)

VIVIAN.—Hay algo en lo que todavía no has pensado, creo.

ANA.—El qué.

VIVIAN.—Cuando crucemos la frontera no podrán hacernos nada.

ANA.—¿Y ya está? Ojalá yo tuviera tu fortaleza.

VIVIAN.—Tengo amigos que falsifican documentos.

ANA.—Qué documentos.

VIVIAN.—En América podemos hacer lo que queramos. Y las calles son luminosas, y están llenas de vida. Y se puede respi-rar.

ANA.—Nos encontrará. Y nos matará.

VIVIAN.—No.

ANA.—Somos David contra Goliat.

VIVIAN.—No, somos Vivian y Ana contra Goliat. Yo sé cómo hacerlo.

ANA.—Dios…

VIVIAN.—¡Ana! ¡Salir de aquí! ¡Vivir tranquilas! ¡Respirar!

ANA.—Respirar…

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(En el panel se ve a Mike Jagger en un concierto, mirando a cámara, desafiante. Suenan los Rolling Stones y su irreverencia inunda el escenario.)

SATUR.—Pero que no, que no, que caras mustias en mi pelu-quería, ¡no! ¿Quieres que te ponga la radio a ver si están can-tando los ingleses? Mujer, pero si estás pálida como una pared.

ANA.—Es que… es que no puedo respirar, Satur.

SATUR.—Tú lo que estás es preñada.

ANA.—No, no…

SATUR.—¿No?

ANA.—No creo…

SATUR.—Yo te digo a ti, que yo entiendo mucho de estas co-sas.

ANA.—¡Aquí todo el mundo entiende de todo menos yo! ¡Dejadme en paz de una vez!

(Silencio.)

SATUR.—Charo, coge esto y encárgate un momentito de todo. (Levantando a ANA.) Cariño, ven, nos vamos a cambiar de sitio. Nos vamos a sentar allí tranquilas y nos vamos a re-lajar, ¿sí? Ven. Tengo limonada que hice esta mañana. Aquí. Siéntate. (La abanica.) Da igual, da igual todo. Porque todo pasará. ¿Entiendes? No, no entiendes, tú ahora no estás para nada pero yo sé lo que me digo. Todo pasa y todo vuelve a su sitio. Es por él, ¿no? Sí, claro que es tu marido, qué va a ser si no. Si al final todos son iguales. Pero cariño, déjame que te diga una cosa, como le pases una le vas a tener que pasar todas. Tú lo que tienes que hacer es sentarte y decirle, mira, como se te vuelva a ocurrir irte con otra te la corto. Y ya está. Eso ellos lo entienden a la primera. Claro que también te digo que no va a servir de nada, ellos son como son, y esto es así. Es así desde siempre, no te creas que es de ahora, algo nuevo, no. Es de toda la vida de dios. Pero tú tienes que dejarle las cosas claras. Que sepa que lo sabes, y que le dé verguenza. Les debería dar verguenza a todos…

ANA.—Satur, por favor cállate.

SATUR.—Sí, ya me callo. Pero porque estás mareada. Estás mareada, ¿no? Cariño perdóname, estoy nerviosa, me pongo nerviosa, qué le hago, que yo parezco muy echada palante pero a veces me pierdo. ¿Te traigo limonada?

ANA.—Satur.

SATUR.—Qué.

ANA.—Que no es él quien ha conocido a otra persona.

(Silencio.)

SATUR.—(Santiguándose.) La madre de dios que me caiga aquí muerta ahora mismo. Lo sabía. Lo sabía. Te miraba a la

cara y… pero no me lo quería creer.

(Silencio.)

SATUR.—Quién es. (Pausa.) Dime quién es.

ANA.—No.

SATUR.—Dime que yo te ayudo.

ANA.—No, Satur.

SATUR.—Pero cómo que no. Él lo sabe.

ANA.—Sí. Bueno, no exactamente.

SATUR.—Qué quiere decir no exactamente.

ANA.—Sabe que nos conocemos, nada más. Piensa que somos otra cosa.

SATUR.—Amigos.

ANA.— Amigas.

SATUR.—Amigas.

(Silencio.)

SATUR.—¿Amigas?

ANA.—Sí.

SATUR.—Quieres decir amigas.

ANA.—Sí.

(Silencio.)

SATUR.—¡Pero Ana…!

ANA.—¡Y qué quieres! ¡Qué quieres si cuando la veo no me entra el aire! ¡Si cuando estoy con ella me siento viva y puedo decir lo que me dé la gana, hacer lo que me dé la gana, puedo pisar los charcos y mojarme!

SATUR.—Ana, Anita, él no va a permitirlo, lo sabes muy bien. Y será duro, muy duro contigo. Todo lo duro que pueden ser aquí los hombres. Ay, y nosotras, qué poco podemos hacer. Hasta que ya todo es irremediable. Mírame, no hay cosa peor en este mundo que apegarse a un vicio de querer. Quítate ese amor de la cabeza. Quítatelo de un tirón. Vuelve a casa, quéda-te con lo que tienes seguro, un marido, un hogar, un futuro. En breve tendrás niños. No arriesgues tu vida por nada. No son más que sueños, fantasías, créeme. Pero detrás no hay nada. Luego las cosas vuelven a la calma y te verás sola, en la calle, sin nada. No pongas a este hombre a prueba. Créeme, yo se lo he visto en la mirada.

ANA.—Satur, siento que nada de lo que he hecho hasta ahora tiene que ver conmigo. Siento que yo soy otra cosa, y que llevo toda la vida mintiendo. ¿Entiendes lo que te digo?

SATUR.—Yo solo sé que como se te ocurra seguir con esto no habrá fuerza humana que detenga la ira de ese hombre.

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ANA.—¿Y qué puedo hacer yo, Satur?, ¿qué puedo hacer yo contra lo inevitable?

HIJO.—A veces, cuando la miro, cuando miro sus fotos, aque-llas fotos, veo a una mujer en el momento justo antes del gran salto, como si estuviera al borde de un precipicio y abrazara el aire. Ella se debatía entre la apatía y la euforia esperanzada, entre la sumisión y la rebelión. Y cuando la vida nos llama, cuando nuestro cuerpo camina, magnético, hacia la vida, qué podemos hacer nosotros. Porque es entonces cuando desafia-mos la eternidad, allí donde habita la perfección y se sacuden las almas el polvo de los mundos.

SEÑOR ROMERA.—Si yo entiendo perfectamente su pos-tura, pero no es algo que podamos tomarnos así a la ligera. El adulterio no podemos despenalizarlo porque es inmoral, va en contra de los dictámenes de Dios, no lo digo yo, léase la Biblia. En el sacramento sagrado del matrimonio los cónyuges están obligados a respetarse hasta el fin de sus días, es una alianza eterna. No existe posibilidad de que eso pueda romperse, al menos no con preceptos humanos. ¿De verdad va a decirme que quiere estar por encima de Dios?

(VIVIAN saca fotos. Hay alegría alrededor y quizá un grito mudo.)

ANA.—Ahora me fijo más en las cosas. Pongo atención en lo que veo y me pregunto, ¿será lo que ella ve? Dime, ¿es esto poesía?

VIVIAN.—La verdad es que no lo sé.

ANA.—(Se acerca a VIVIAN, que se retira.) ¿Qué pasa?

VIVIAN.—De pequeña me miraba todo el mundo. Por alta, por desgarbada, por cómo me vestía. A veces me tiraban del pelo. Me cogían entre varios y me tiraban al suelo, Y se reían. No lo soportaba. Llegué a pensar que había algo de mí que no estaba bien, que sobraba. Así que aprendí a ser una sombra. Inmortalizo a las personas y a las cosas para inmortalizarme a mí. Cuando te conocí pensaba que podía llegar a ser visible de vez en cuando. Pero qué locura más tonta. Tienes razón, qué es lo que nos espera a ti a mí. Que nos señalen con el dedo, las risas de todos. Volver a esconderme otra vez. Yo no quiero esto para mí.

ANA.—Pero Vivian… Vivian, es que yo nunca…

VIVIAN.—Yo tampoco. Nunca me había enamorado. Y nunca de una mujer.

ANA.—¿Y qué hacemos con esto? Dime, ¿qué hacemos con esto ahora?

VIVIAN.—A veces tengo ideas tristes. Por ejemplo que seré muy desgraciada, que todos mis sueños se convertirán en humo. Pero yo quiero salir ahí y mirar el mundo. Quiero

visitar lugares escondidos, quiero hartarme de reír, caminar por montañas llenas de verde, comer cosas que se derritan en mi boca, bailar hasta que me duelan los huesos. Y siento que nada de esto podré hacerlo si me quedo aquí. Contigo.

ANA.—Pero Vivian, ¡yo quiero lo mismo que tú!

VIVIAN.—No, Ana, tú tienes una idea de las cosas, está en tu cabeza, es una ilusión. Pero cuando lo tienes delante de ti, corres.

ANA.—Vivian… (VIVIAN se aparta.) Yo lo quiero todo, Vi-vian. Contigo.

(Silencio.)

Pero entonces… ¿esto es todo?, ¿esto era todo?

VIVIAN.—No lo sé. Supongo que sí.

(Silencio.)

ANA.—Yo creía, sentía, tenía la sensación de que solo servía para las cosas pequeñas. Hacer las camas, mirar por la venta-na, hacer café. Pero contigo vuelo y veo más allá. Y me siento mujer. Tú me haces sentir humana. Tú me ves.

VIVIAN.—Yo no quiero pasar por la vida de puntillas, como si hubiese venido aquí para arrastrar los pies. No sé cómo lo vamos a hacer, cómo voy a hacer para no sentir que hay al-guien en este mundo que hace temblar mi suelo, y yo estar le-jos. Pero yo quiero atravesar la puerta, ¿entiendes, Ana? Yo necesito vivir.

(En una calle concurrida. VIVIAN saca fotos.)

SATUR.—Hola,Vivian.

VIVIAN.—¡Satur!

SATUR.—Shhhh, no grites.

VIVIAN.—¿Por qué?

SATUR.—No quiero que me… (Pausa.) Niña, la vida es dema-siado dura como para que encima carguemos con más piedras a la espalda, ¿no te parece?

VIVIAN.—¿De qué hablas?

SATUR.—Hay una taberna allí, al final de esta calle, a la que solía ir cuando llegué. Las fatiguitas del querer. Vaya nom-bre… Parece de copla. Los hombres me miraban como… bue-no, ya sabes cómo me miraban. Me habían tratado peor que a un perro, y eso te pone en alerta. Crece como una semilla de malahierba, ya no hay manera de parar y arrancar el rencor. Pero miraba a mi hijo y pensaba, y esos ojos qué culpa tienen.

VIVIAN.—¿Por qué me dices todo esto?

SATUR.—Porque Ana tiene que estar tranquila, en su casa, con su marido.

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VIVIAN.—Ah, es eso.

SATUR.—Sí, es eso.

VIVIAN.—Claro.

SATUR.—Niña, esta gente no va de broma.

VIVIAN.—Ni yo tampoco.

SATUR.—A veces hay que ser generosos y pensar en el otro antes que en nosotros.

VIVIAN.—Vete, Satur.

SATUR.—No me pienso ir.

VIVIAN.—No sabes nada.

SATUR.—Sé lo suficiente, de la vida y de todo lo demás. ¿Te crees invencible? Yo también lo era. ¿Quieres dinero? Yo te puedo dejar. Dios sabe que lo tengo contado y no me sobra, pero te doy lo que haga falta.

VIVIAN.—No necesito dinero, Satur.

SATUR.—¿No lo entiendes? Esos hombres no tienen miedo de nada, tenemos que tenerlo nosotros de ellos. Niña, aléjate del camino, vete. Mira que el amor no es más que una carcasa luminosa que nos ciega pero que se rompe al suspirar. Vete.

VIVIAN.—No te preocupes, no hay nada de qué preocuparse ya.

SATUR.—Cómo que no. Hay que preocuparse y mucho, mira los sofocos que tengo.

VIVIAN.—Vete, Satur. No sé bien qué hacer con este dolor. Estoy desorientada.

SATUR.—No merece la pena, de verdad que no merece la pena. Ella es buena. Tú eres buena. Podéis ser felices cada una por su lado. Tener una vida digna.

(Pausa.)

Yo venía preparada… tengo más frases, las tengo apuntadas. (Busca un papel.) La de la carcasa luminosa era buena.

VIVIAN.—Satur, no hay nada de qué preocuparse. Se acabó. Yo me voy a ir. Ella se va a quedar. Fin.

(Silencio.)

SATUR.—¿Fin? Cómo que fin.

VIVIAN.—No va a pasar nada. Cada una seguirá con su vida. Y lo hará lo mejor que pueda.

SATUR.—¿Y ya está?

VIVIAN.—Sí, ya está.

(Silencio.)

SATUR.—Pero esto no está bien.

VIVIAN.—El qué.

SATUR.—Tú me tienes que decir algo.

VIVIAN.—Algo de qué.

SATUR.—Convencerme.

VIVIAN.—De qué.

SATUR.—De que el mundo está loco, de que no podemos vivir sin amor, de que todo esto que te estoy diciendo no son más que miedos de vieja loca, de que lo que sientes por ella no lo has sentido nunca, de que… ¡tienes que hablarme de amor!

VIVIAN.—Satur, mírame… Qué hago yo con esto ahora. No puedo parar de llorar, no puedo comer, me siento débil, ya no sé ni quién soy. No sé cómo atrapar lo que quiero, se me escapa entre los dedos. Qué hago yo con esto ahora, Satur.

SATUR.—Pues niña, agarrar al toro por los cuernos, correr con el ansia de un fugitivo, volar por encima del suelo, ¡ir hacia las estrellas! (Pausa.) Corred, niña, corred, lo único que podéis hacer ahora es correr…

(LOPE ve caminar a ANA, se acerca a ella, la obser-va, huele su cuello, comienza a acariciar su pelo.)

LOPE.—Estás preciosa.

ANA.—(Intentando escabullirse.) Gracias.

LOPE.—Esto, siempre es esto.

ANA.—El qué.

LOPE.—(Acercándose.) Tu olor.

ANA.—(Apartándose.) Por favor. Ahora no.

LOPE.—Me vuelves loco… esa es mi perdición.

ANA.—Por favor…

LOPE.—Loco…

(LOPE fuerza a ANA, que al principio se resiste y luego se deja hacer. Cuando terminan LOPE se in-corpora y le da un leve beso en la mejilla.)

LOPE.—Te quiero.

(ANA se incorpora. Se recompone. Se viste como puede. Camina tambaleante por la escena.)

ANA.—Vámonos.

VIVIAN.—¿Qué haces aquí?

ANA.—Vámonos, adonde sea. Por favor.

VIVIAN.—Shhhh, pero cómo has entrado en la casa, ¿estás loca?

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ANA.—No. O sí. Da igual.

VIVIAN.—¿Qué te ha pasado?

ANA.—Nada.

VIVIAN.—Cómo que nada.

ANA.—No lo soporto. Que me toque, que me mire, que me hable. Me da asco su olor, su forma de moverse, su voz.

VIVIAN.—¿Te ha hecho algo?

ANA.—No.

VIVIAN.—¿No?

(Silencio.)

ANA.—Localiza a tu amigo. Pídele los pasaportes. Yo consigo el dinero, robaré su reloj, su cartera, lo que sea.

VIVIAN.—No sé cómo podemos hacerlo.

ANA.—Ellos sabrán lo que hay que hacer.

VIVIAN.—Si lo hacemos no habrá vuelta atrás, no podrás du-dar.

ANA.—Tengo cualquier cosa ahora, menos duda.

(ANA camina como un fantasma. VIVIAN se acerca a ella. La abraza.)

VIVIAN.—Deja las cosas en un sitio donde él no pueda verlas.

ANA.—A veces te miro… te miro y pienso que estás encarama-da a las estrellas.

(LOPE fuma, pensativo. Ya es la mañana de maña-na, y por un ventanal palpita la luz.)

LOPE.—Buenos días.

ANA.—Buenos días.

LOPE.—Has descansado.

ANA.—Sí.

LOPE.—Bien.

(ANA no sabe si ir a por café, o arreglarse, o que-darse quieta como una estatua hasta que el tiempo pase por delante y se la lleve.)

LOPE.—Así que era eso.

ANA.—El qué.

LOPE.—Lo que escondías. La imagen de niña buena.

ANA.—No sé qué quieres decir.

LOPE.—Quiero decir que tu inocencia, verdadera o no, te ha

jugado una mala pasada. O bueno, quizá mejor que inocen-cia debería de decir ignorancia, ¿no? Porque hay que ser muy ignorante para dejar pasar el hecho de que tu marido es abo-gado, y trabaja en el Ministerio, y tiene a su cargo a gente que trabaja en distintos sitios. Gente que conoce a otra gente, y que se cuentan cosas. Y una de esas cosas que se cuentan es «la hazaña del día». Consiste en elegir quién ha hecho la fechoría más chapucera y repugnante. Y a que no adivinas cuál ha sido la hazaña de hoy.

ANA.—No.

LOPE.—Pues resulta que uno de nuestros infiltrados, que in-vestiga todas las imprentas clandestinas, ya sabes, estos que se dedican a repartir cuartillas que dicen estupideces sobre la libertad sin saber ni siquiera lo que es, pues resulta que hoy ha sabido que también tienen a gente falsificando documentos para salir del país. Se van a Francia, a México, a Argentina, a Inglaterra. ¡Ah! Y también a América, claro. Casualmente anoche llegó una chica pidiendo unos pasaportes falsos, y los pedía con cierta urgencia, para irse hoy. (Pausa.) ¿Ya has he-cho la maleta?

(Silencio.)

LOPE.—Es esto a lo que estamos jugando, ¿verdad, Ana? A las mentirijillas. A ahora me voy, ahora me quedo, ahora soy la esposa perfecta, ahora me voy a portar bien. Pero no. En reali-dad eres todo lo contrario y yo he estado conviviendo con una psicópata, y hasta quería tener hijos con ella. ¿Sabes lo que les pasa a los psicópatas en este país? (Silencio.) Te podría denun-ciar por abandono del hogar. Pero bueno, irte te vas a poder ir. Porque los pasaportes llegarán a tiempo, claro.

ANA.—Estoy enamorada de ella.

LOPE.—¿Cómo?

ANA.—Estoy enamorada de ella. No es otra cosa. Es amor.

(Silencio.)

LOPE.—(Riendo.) Mira que llevo escuchando estupideces es-tos últimos días, pero como esta, ninguna.

ANA.—No es ninguna estupidez.

LOPE.—Tú estás loca.

(Silencio.)

LOPE.—Haz café.

ANA.—Eres ridículo.

LOPE.—¿Qué has dicho?

(Silencio.)

LOPE.—(Se acerca y la agarra por el cuello.) ¿Por qué me pones a prueba? ¿No te das cuenta de que estoy siendo muy paciente contigo? ¿Que podría dejar de serlo?

(La suelta. ANA queda en el suelo.)

Page 18: (también a nosotros nos llevará el olvido)

ANA.—No vas a poder hacer nada. Nada.

(LOPE sale y ANA queda enjaulada.

LOPE camina furioso por las calles. En el panel se superponen fotografías de VIVIAN.)

LOPE.—(A VIVIAN.) Qué bien encontrarte. Me gusta llegar a los lugares correctos y encontrarme con las personas correc-tas. Me hace creer que el mundo funciona bien. Vengo a libe-rarte. Esta noche te irás a América, sola. No llamarás, no escri-birás, no intentarás ponerte en contacto con ella, jamás. Nadie te molestará, ni te vigilará. Sin embargo, si por alguna razón se te ocurre dar algún signo de vida, lo que sea, por pequeño que sea, haré que te traigan aquí, y que te encierren en un sitio que desearás que jamás hubiera existido. Y cuando todo eso haya pasado, después de muchos años, te volveremos a echar de aquí como a una perra.

VIVIAN.—No me asustas. No me das ningún miedo.

(Silencio.)

LOPE.—(Se acerca a VIVIAN, la agarra.) No sé qué parte de la conversación no has entendido, pero esto no es una petición. Te estoy diciendo que te tienes que ir, que desaparezcas, que te esfumes. Tranquila, no notarán tu ausencia. Ni siquiera ella. Con el tiempo te olvidará, créeme. Se ha encaprichado contigo. ¿Verdad que te ha dicho cosas bonitas? ¿Verdad que te ha ha-blado de las estrellas? Ella es así, se entusiasma con las cosas, pero enseguida se le pasa. Hay que quererla como es. Y yo la quiero. Y se va a quedar conmigo. No eres especial. Solo está confundida. Tú la has confundido. Pero volverá a la normali-dad. Y tú serás solo un recuerdo, o quizá ni siquiera eso. Rom-peré tus fotografías. Y ella no tendrá nada a lo que aferrarse. Y con el tiempo no serás ni siquiera un recuerdo lejano. No recordará tu cara, ni tu cuerpo, ni tu voz. Ni siquiera tu olor. Nada. (La suelta.) Te vas a ir. Y no vas a volver.

VIVIAN.—(Temblando.) No vas a poder hacer nada.

(Pausa.)

LOPE.—Podría matarla.

(Silencio.)

VIVIAN.—No serías capaz.

LOPE.—Yo haría eso por ella. Lo prefiero a que sea infeliz, contigo. La traición se paga con la sangre.

(Silencio.)

LOPE.—Apártate de ella. Desaparece.

(LOPE se va, dejando sola a VIVIAN. El viento se re-fleja en el panel, que arrastra fotos, imágenes que se

convierten en distorsionadas. Es un vendaval. Toda nitidez se esfuma y se convierte en humo. Y al final el vacío. Se escucha el silencio. Van apareciendo, de a poco, imágenes de niños. Niños felices, con la mirada brillante. Juegan, se embadurnan de barro, papel y chocolate, se escuchan sus risas. Quizá algu-na canción de cuna.

De lo alto aparece una cuerda, que baja lentamente y espera paciente mientras se balancea.

VIVIAN se acerca tranquila a la cuerda. La enro-lla. Escribe algo en el aire. Baila con la cuerda, se enreda con ella. La cuerda llega a su cuello y ella si-gue bailando. La cuerda se eleva mientras VIVIAN sigue bailando, cada vez más suave, cada vez más pequeña. Unos ligeros espasmos. El cuerpo de VI-VIAN se balancea en el aire, mientras se escuchan risas y juegos de niños.

El panel se llena de un cielo con estrellas.

Aparece ANA, ve el cuerpo de VIVIAN.

ANA cae al suelo. Llora. Silencio.

ANA se incorpora mientras va viendo cómo apare-cen fotografías de ella de pequeña, superpuestas a fotografías que le ha hecho VIVIAN. Las últimas fo-tografías de ANA muestran a una mujer radiante, segura.

ANA ve cómo la cuerda se eleva, hacia el infinito.)

ANA.—(A LOPE.) Siéntate. Necesito que me escuches. Creo que es la primera conversación seria que vamos a tener en diez años. ¿No te parece extraño? Hasta ahora solo has hablado tú…

(Pausa.)

Me voy a ir. Me voy a ir de aquí, y tú no vas a hacer nada. En realidad en eso consiste la vida. Uno respira y hace lo que quie-re con ese aire. Aunque hay quien cree que puede manejar el aire de los demás, y encerrarlo en un recipiente de cristal. Pero yo no necesito tu permiso para vivir.

LOPE.—Tú no tienes ni idea de/

ANA.—/Durante todos estos años he permitido que me trata-ras de una manera que yo pensaba que era la normal, pero no era la normal, sino la única que había conocido. Pero eso no le da valor. Que algo se haya hecho siempre no significa que tenga que perpetuarse en el tiempo.

Tú eras mi espejo. Yo me miraba en ti y la imagen que me de-volvías era lo que yo pensaba que era, una mujer complaciente, dispuesta, servil. Una mujer buena.

Pero yo no soy eso. En realidad nunca lo he sido.

Page 19: (también a nosotros nos llevará el olvido)

Me daba terror decepcionarte. Ahora lo veo absurdo.

Yo me rindo ante un amanecer y tú ante la ley.

Vivimos en mundos opuestos.

(Pausa.)

Me voy a ir. Y tú te vas a quedar ahí. Y no vas a hacer nada.

LOPE.—Ten mucho cuidado. A mí, óyelo bien, nadie me ha puesto nunca en ridículo. (Intentando recomponerse.) ¿Pien-sas que yendo a otro lado serás más libre? Allí también estarás en una prisión.

ANA.—Las prisiones se eligen. Y tú hace tiempo elegiste la tuya.

HIJO.—Yo imagino aquellos años como un cometa que, en una noche breve y sin estrellas, deja un rastro ancho y lumi-noso entre guerra y guerra. Y ella era joven, y caminaba por las calles con el ansia de mirar a la gente a los ojos, de ver relum-brar los escaparates, de escuchar las risas, la música, de bailar. Se fue, y adonde llegó las calles eran limpias y había gente por todas partes. Y ella ardía y ardía. Y es que mi madre no hizo otra cosa sino vivir.

VOZ EN «OFF» DE ANA.—Ayer miraba por la ventana y pensaba que desde que te conocí me veo sorprendida por ra-chas de saber, lo mismo que el viento entra por una puerta mal cerrada. Quiero saberlo todo, de arte, de música, de histo-ria. Quiero ir a los museos, quiero leer todos los libros, quiero aprender a tocar el piano. Porque aún soy joven, muy joven, y todavía puedo empezar a aprender, ¿no te parece a ti?

FIN

Y PRINCIPIO

La Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social fue aprobada en España en 1970. Con ella se endurecían las penas a la homose-xualidad, incluía penas de hasta cinco años de internamiento para los homosexuales en cárceles o manicomios.

La Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía (Fuerteventura) fue un campo de concentración para homosexuales, abierto de 1954 a 1966. En él se les obligaba a trabajos forzados, sin ape-nas comida y con condiciones de vida infrahumanas.

Hoy algunos de aquellos presos han sido indemnizados. Mu-chos murieron allí. La Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social continuó vigente en España hasta el año 1995.