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Apuntes de eclesiología
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TEMA 3
LA IGLESIA, SACRAMENTO UNIVERSAL DE SALVACIÓN
Una de las preguntas que sigue interpelando al cristiano que vive en
medio del mundo es la siguiente: ¿Cómo puede ser la Iglesia y la actividad
humana la forma de la presencia del amor salvador de Dios en este mundo?
Para responder a este interrogante, no queda más remedio que referirse a la
Iglesia como misterio de fe, poniendo en juego una serie de relaciones
básicas: Cristo y la Iglesia, salvación e Iglesia, Iglesia y mundo, acción
humana y reino de Dios. El concilio Vaticano II, en su propósito de ofrecer
una descripción esencial de la Iglesia ad intra y ad extra, respondió a este
interrogante definiéndola como «sacramento universal de salvación». Se
trata, sin duda alguna, de una descripción muy rica y profunda que necesita
de un estudio específico.
1. La sacramentalidad de la Iglesia
1.1 Historia de la expresión
Si tomamos como referencia básica el término griego «mysterion», la
idea de que la Iglesia es un sacramento puede remontarse a la Escritura. En
los LXX, mysterion es el designio de salvación que existe en el corazón del
Padre desde antes de la creación del mundo (cf. Ef 1,2-14). Más adelante se
especifica concretamente: «Este misterio es grande: lo digo con referencia
a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,32). En efecto, la revelación del proyecto
salvífico eterno de Dios, se cumple en la plenitud de los tiempos en
Jesucristo y se hace presente en la comunidad (cf. Co 1,26-28). De otra
manera, la Iglesia es el despliegue del mysterion paulino. Dado que en las
antiguas versiones latinas el vocablo griego mysterion se traducía por
sacramentum, resulta consecuente denominar a Cristo y a la Iglesia
sacramento.
En la antigüedad cristiana, el vocablo mysterion tomó un amplio espectro
de significados sin límites precisos y fijos, terminando por significar, en la
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patrística, la economía salvífica en conjunto y la coherencia entre sus
diversas partes y elementos. Finalmente, cada una de las concretas
realidades de la fe se denominó así, porque el mysterion/sacramentum
necesita de los acontecimientos singulares para existir como tal; cada
realidad humanamente experimentable brinda al hombre el misterio
salvífico de Dios. Dentro de esta estructura, la Iglesia se presenta como un
acontecimiento estructurante del mysterion: ni lo absorbe ni lo monopoliza,
pero contribuye esencialmente a su prosecución, porque en ella y por ella
Dios sigue manifestando su voluntad amorosa y su proyecto salvífico; en la
Iglesia se expresa y actualiza el mysterion global de Dios y, por ello, queda
constituida como sacramento.
Hasta el siglo XII perdurará esta mentalidad. Con el interés
sistematizador de la Escolástica, surgieron los primeros tratados de
sacramentología y, con ellos, una definición del concepto sacramentum
cada vez más técnica y restrictiva. Dado que los concilios de Florencia (DS
1310) y Trento (DS 1601) fijaron la existencia de siete (y sólo siete)
sacramentos definidos como «forma visible de la gracia invisible», el
considerar a la Iglesia como sacramento era un elemento de confusión. La
precisión técnica clásica se convirtió así en obstáculo para percibir el sabor
tradicional de la concepción sacramental de la Iglesia, de manera que pasó
a un segundo plano.
No será hasta el siglo XIX que esta idea se vuelva a abrir camino en la
teología, no sin ciertas dificultades. Matías J. Scheeben (1835-1888)
introdujo en la reflexión teológica la convicción de que todo el cristianismo
está penetrado por la idea de un «misterio sacramental». Quiere ello decir
que estamos ante un misterio sobrenatural, que en sí mismo no es
perceptible por los sentidos y por la razón, pero que se manifiesta
externamente por medio de una realidad visible con la que mantiene una
unión real, no puramente ideal. El misterio sacramental sigue siendo un
misterio, aun cuando se manifiesta visible e históricamente, y alcanza su
mayor significado cuando obra y se comunica a nosotros aprovechando lo
visible como vehículo e instrumento.
Por otra parte, dos elementos de reflexión teológica favorecieron la
formulación progresiva de la Iglesia como sacramento:
a) Aparece la analogía entre Cristo como Verbo encarnado y la Iglesia,
que también en cierto modo es divina y humana, y tiene semejanza a la
función de la humanidad de Cristo como instrumento de la divinidad.
Möhler apuntó al «elemento humano» como «órgano manifestativo» del
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divino. En sentido pleno, Jesucristo, el Hombre-Dios, es un misterio
sacramental. Así León XIII habla de la conveniencia de que la salvación se
atenga a la lógica de la encarnación (cf. DH 3300s).
b) Se consolida la afirmación de la Iglesia como mediadora de la
salvación, dirigida en concreto a la revalorización de la institución visible.
Ya el concilio Vaticano I (1870), al tratar de la credibilidad de la Iglesia,
descarta las teorías que recurrían esencialmente a la experiencia interior,
afirmando por su parte el valor duradero de los signos externos. Más tarde,
la encíclica de Pio XII Mystici corporis (1943) retoma la palabra
«instrumento» para describir a la Iglesia.
En el ámbito teológico, dicho concepto reaparece de nuevo a partir de los
años treinta del siglo XX. La teología, con su vuelta a las fuentes
patrísticas, fue ampliando la comprensión de lo sacramental convirtiéndolo
en clave de lectura de la historia de la salvación y de la realidad. Desde
esos presupuestos podía ser aplicada a la eclesiología. En 1952 escribía De
Lubac estas palabras, sintéticas y programáticas: si Cristo puede ser
llamado «sacramento de Dios», del mismo modo la Iglesia es para nosotros
sacramento de Cristo, ya que lo representa en toda la fuerza originaria de la
palabra, nos regala su actualidad verdadera y lo prolonga a Él mismo.
Esta sugerencia sería desarrollada de modo más sistemático por O.
Semmelroth y K. Rahner. Ambos aplicaron a la Iglesia la expresión
«protosacramento» para diferenciarla de los siete sacramentos, o sea,
«sacramento radical». Después se fue reservando el término «sacramento
radical» para Jesucristo, mientras que a la Iglesia se le comenzó a llamar
«sacramento universal de salvación» (Y. Congar).
La idea estaba, por tanto, madura en el momento de la celebración del
Vaticano II, donde es asumida para explicar la realidad de la Iglesia (10
veces: SC 5,26; LG 1,9,48,59; GS 42,45; AG 1,5), como sacramento
universal de salvación, sacramento de la unidad del género humano y
sacramento de la unión íntima con Dios. Enraizada en la tradición
patrística, la expresión se convirtió en una de las claves de la eclesiología
conciliar, casi en su impostación general: la apertura de la Constitución
dogmática sobre la Iglesia presenta como «luz de los pueblos» a Cristo que
resplandece en el rostro de la Iglesia. Además, su novedad radicaba en que,
por primera vez en un concilio, se aplicaba la palabra «sacramento» a una
realidad no litúrgico-ritual, ligando dicha realidad a la cristología en lugar
de a la sacramentología. Por esta razón, LG 1, para poner de manifiesto el
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sentido analógico de su uso, añadió el adverbio «como» (veluti) a la palabra
«sacramento», indicando que la Iglesia es sólo como una especie de
sacramento, ya que se aplica a una comunidad de personas. De este modo
se precisa que el uso de esta expresión nada tiene que ver con el dado por el
concilio de Trento, para quien sólo existen siete sacramentos instituidos por
Cristo (DH 1601).
El Vaticano II sitúa la sacramentalidad de la Iglesia en el plano litúrgico,
una de las dimensiones donde más se nota. La Iglesia es el cuerpo místico
que ejerce el culto al Señor. SC 5 afirma que «del costado de Cristo
dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia». La
liturgia de la Iglesia, que es signo o instrumento de la salvación, continúa la
redención que ha sido completada por Cristo en la Pascua.
LG 1 afirma que la Iglesia es «signo e instrumento de la unión íntima
con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). El uso de las
palabras «signo e instrumento» puede acoger dos acentos teológicos en la
comprensión del sacramento: el que subraya el carácter de signo
manifestativo (Möhler, Rahner) y el que acentúa su dimensión de
instrumento eficaz o signo mediador del don de Dios (Semmelroth,
Congar).
Más adelante el mismo documento afirma que Jesús, «el autor de la
salvación y el principio de la unidad y de la paz», constituyó la Iglesia «a
fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad
salutífera» (LG 9). En una nota a pie de página se remite a Cipriano, que
fue el primero de los Padres que llamó explícitamente a la Iglesia
«sacramento».
En LG 48 encontramos la afirmación de que Cristo, una vez resucitado
de entre los muertos, envió al Espíritu y «por Él hizo a su cuerpo, que es la
Iglesia, sacramento universal de salvación». La idea del sacramento
universal de salvación se encuentra también en GS 45 y en AG 1, textos en
los que se trata de un aspecto de la catolicidad de la Iglesia. Por tanto, la
gracia de la salvación no sólo está ordenada a la Iglesia, sino que en cierto
modo procede de ella y pasa a través de ella; la Iglesia es el canal o medio
a través del cual se da la gracia. Por eso, teniendo presente la doctrina del
Concilio se puede afirmar que la Iglesia es «el sacramento de la salvación
integral».
En el periodo postconciliar esta perspectiva adquirió cierto relieve.
Posteriormente experimentó un cierto agotamiento, que intenta ser
superado por algunas aportaciones recientes.
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1.2 Significado teológico
La descripción de la Iglesia como sacramento representó, frente a la
doctrina de la Iglesia como societas perfecta, un intento de profundización
en las dimensiones más hondas de su realidad, en la relación de Cristo con
la Iglesia y su función en el mundo como medio de salvación. Suponía el
paso de eclesiología estática — dominante durante los siglos anteriores al
Vaticano II — a una eclesiología relacional en clave cristológica y
escatológica: la Iglesia se encuentra bajo el signo de la salvación ya
manifestada, pero todavía no consumada. Esto supuso un giro copernicano
en la comprensión de la eclesiología.
Dos fueron los presupuestos que están a la base de esta interpretación,
uno ontológico y otro teológico:
1. Toda la realidad, especialmente la humana, tiene un significado
sacramental. Todo elemento de la realidad esconde un componente
simbólico que remite a otra realidad; en el ámbito humano ello resulta más
manifiesto por su estructura corpóreo-espiritual. Aplicado a la Iglesia,
significa que su realidad remite a la acción del Dios trinitario que la ha
hecho nacer.
2. La gracia posee una tendencia encarnatoria. En cuanto dirigida a seres
corpóreos, no puede quedar reducida a lo abstracto o invisible, sino que
debe tomar cuerpo y figura en la historia. Aplicado a la Iglesia significa
que ella es la manifestación social de la encarnación de la gracia: la acoge
como regalo (porque no puede producirla) y la sigue ofreciendo y
regalando.
Sobre estos ricos presupuestos, la sacramentalidad de la Iglesia recibe su
sentido teológico y su ubicación dentro del misterio salvífico de Dios. Lo
indicamos con tres tesis:
1. Jesucristo es el sacramento por antonomasia. El misterio de Dios no es
nada más que Jesucristo. Él revela y hace presente de un modo singular e
irrepetible al Dios invisible, porque en Él no se da distancia alguna entre el
signo y lo significado: en Él lo humano y lo divino están unidos de modo
personal: Jesús es el sacramento radical.
2. La Iglesia es el sacramento universal de la salvación de Jesucristo. De
la sacramentalidad de Cristo vive la Iglesia. Realiza su sacramentalidad en
cuanto hace presente a Cristo y en virtud de la gracia del mismo Cristo.
Sólo centrándose en Él puede realizar la Iglesia de modo adecuado su
sacramentalidad. Es lo que expresa la bella imagen patrística del
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«mysterium lunae»: así como la luna refleja la luz del sol — no la suya
propia —, la Iglesia debe proyectar sobre los hombres el fulgor de Cristo,
el sol que la ilumina.
3. Los distintos sacramentos son despliegue de la estructura sacramental
de la Iglesia. La Iglesia es el sacramento fundamental, en cuanto que es
signo de la gracia y remite a algo distinto de ella. K. Rahner fue quien puso
de manifiesto que esta visión de la Iglesia podía ser válida para tratar el
problema de la institución de los sacramentos. De esta manera se abren
nuevas posibilidades a la sacramentología. Su tesis es que bastaría con
demostrar que Jesucristo quiso la Iglesia como signo sacramental histórico
de la salvación escatológica; los sacramentos vienen entonces dados ya
siempre allí donde la Iglesia se compromete de modo último y definitivo.
Esto ayuda a mostrar que los distintos sacramentos se fundan en el
sacramento primigenio Jesucristo, en su acción salvadora, por medio de la
Iglesia. Ella posee la fidelidad y la garantía de esa gracia, su carácter
duradero, porque en ella Dios hace veraz y eficaz el ofrecimiento hecho al
mundo. A la luz del mysterion que la Iglesia actualiza, los sacramentos
pueden ser presentados como la celebración por la Iglesia y en la Iglesia de
los eventos fundadores y estructurantes de la historia de la salvación. Y a
su vez la Iglesia se verá no como la que celebra o «hace» los sacramentos,
sino como la que, en virtud de esa celebración, se sabe recibida: la Iglesia
efectivamente bautiza a los catecúmenos haciéndolos partícipes del
misterio pascual, pero en ese mismo acto se descubre como intrínsecamente
bautismal, es decir, permanentemente convertida y regenarada por el
misterio pascual.
4. La Iglesia es sacramento en la historia y el mundo. Algunos autores
han sugerido considerar a la Iglesia como «sacramento del mundo»
(Sxhillebeeckx, Rahner), en cuanto que en ella se produce la toma de
conciencia de una gracia que engloba la realidad mundana. Con esta
perspectiva, es evidente que la relación de la Iglesia con el mundo es íntima
y profunda. La Iglesia no es una suerte de ámbito sacro especial,
yuxtapuesto al mundo profano. Su palabra y su liturgia afectan a la vida
real y al mundo. La gracia de la que la Iglesia es signo es doble: la gracia
de la «unión íntima con Dios» (dimensión vertical) y la gracia de la
«unidad de todo el género humano» y la reconciliación entre los pueblos
(dimensión horizontal). Ya en Pentecostés aparece como Iglesia que habla
todas las lenguas y realiza en cada eucaristía una unidad que supera las
divisiones de los hombres. Además su inserción en los distintos lugares
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(plantatio Ecclesiae) es realización de su sacramentalidad de cara a la
salvación llegue a todas las razas.
1.3 La sacramentalidad como principio hermenéutico de la eclesiología
La definición de la Iglesia como sacramento universal de salvación es en
el concilio Vaticano II una entre muchas. Junto a esta, propone otras
adicionales. Sería erróneo querer encerrar todo el misterio de la Iglesia en
un solo término. Ahora bien, dicho esto, es obvio que este Concilio
desarrolla una eclesiología sacramental en puntos clave de su
configuración. ¿Qué es, entonces el «pensamiento sacramental» y que
función cumple en la eclesiología conciliar?
El pensamiento sacramental es una forma de comprensión típicamente
cristiana que quiere expresar que una realidad o un acontecimiento encierra
algo más profundo de lo que aparece en la superficie. La palabra
«sacramentalidad», pues, se convierte en categoría teológico-hermenéutica,
puesto que expresa cómo la realidad interior y más profunda del Dios
trascendente se sirve como de medio de la realidad exterior. Por eso, la
historia de Dios con la humanidad tiene una estructura sacramental en el
sentido de que el movimiento que parte de Dios y retorna a Dios, a lo largo
y ancho de toda la historia humana, va adquiriendo rasgos sacramentales
cada vez más precisos que no se apoyan sólo en la comprensión e
interpretación humana, sino que están vinculados a la promesa explícita y
eficaz de Dios. Se articulan así la dimensión fenomenológica, la reveladora,
la antropológica, la ontológica y la profética. De esta forma, la
sacramentalidad se manifiesta como el modo por excelencia para expresar
la economía de salvación centrada en Cristo a través de su Iglesia y de cada
uno de los sacramentos concretos.
Así pues, en el Vaticano II la utilización de la categoría «sacramento»
parece indicar una especie de «ontología» en clave relacional sobre la cual
se pueden insertar otras afirmaciones teológicas referidas a la Iglesia. En
esta «ontología de la Iglesia» encontramos la categoría hermenéutica
apropiada para unir sus diversos aspectos.
1.4 Ventajas e inconvenientes del modelo «Iglesia como sacramento»
La adecuada comprensión de la sacramentalidad plantea una serie de
ventajas en orden a afrontar diversos problemas eclesiológicos. Tiene la
virtud de integrar muchos aspectos parciales acerca de la Iglesia:
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a) Manifiesta que la Iglesia, por una parte procede por entero de Cristo
y está permanentemente referida a Él, pero por otra, como signo e
instrumento, existe también por entero para servir al ser humano y al
mundo.
b) Sirve para explicar de forma matizada la conexión que existe entre su
realidad espiritual, divina y meta-empírica, y su realidad histórica, humana
y sociológica, diferenciándolas al mismo tiempo. LG 8 indica que no son
dos realidades distintas, sino una única realidad humano-divina compleja.
Así pues, con ayuda del término «sacramento» se desea prevenir tanto una
visión espiritualista como una visión naturalista y puramente sociológica de
la Iglesia.
c) Por otro lado, ofrece un buen fundamento para la renovación de la
Iglesia con vistas a convertirse en un signo e instrumento más perfecto y
da un mayor valor comunitario y social al cristianismo en detrimento de
concepciones individualistas o institucionalistas. Permite, de consecuencia,
estar mayormente atentos a la responsabilidad concreta de la comunidad
cristiana. De hecho, a través de la vida, el testimonio y la acción cotidiana
de los discípulos de Cristo, los hombres son guiados hacia su Salvador.
Algunos, por medio del conocimiento de la Iglesia, descubren cual es la
grandeza del amor de Dios y la verdad del Evangelio, de modo que para
ellos la Iglesia es explícitamente «signo e instrumento» de salvación.
d) Coloca a la Iglesia en el interior del mundo como «fermento»,
«levadura», «invitación», superando la visión que con frecuencia se tiene
de ella como un ámbito sagrado sin relación con el mundo que la rodea,
colocado de forma yuxtapuesta y externa a él. Pero, por otra parte, la
Iglesia no viene desacralizada.
e) Facilita una comprensión teológica de la Iglesia en clave
antropológica, conectando con las expectativas del hombre contemporáneo,
en clave comunicativa, procurando la comunión, y en clave escatológica,
poniendo de relieve el carácter peregrinante de la Iglesia.
Pero presenta también algunos inconvenientes:
a) Es demasiado técnica y sofisticada para ser usada en la predicación,
porque requiere de un bagaje teológico para su comprensión.
b) Podría servir para subrayar excesivamente los aspectos externos o
estimular un esteticismo narcisista difícilmente reconciliable con un pleno
compromiso cristiano con los valores sociales y éticos. Con todo, hemos de
recordar que el concepto «sacramento» no limita al elemento visible toda la
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riqueza invisible del don y de la acción de Dios, ya que lo visible es tan
sólo «signo» de la presencia de Dios. Con la afirmación de que en Cristo la
Iglesia es como sacramento, la Iglesia no es ni mucho menos ideologizada.
Al contrario, resulta desdivinizada y, entendiéndolo debidamente, incluso
relativizada. En su forma externa es solo signo e instrumento, no la cosa
misma.
c) Teológicamente, siempre existe la dificultad de aplicar el término
«sacramento» a la Iglesia y hay que hacerlo con matizaciones. En primer
lugar, la diferencia entre Cristo y la Iglesia, a pesar de la analogía
expresada en LG 8, hace que en la Iglesia no exista la unión hipostática. En
segundo lugar, no pretende en ningún sentido añadir otro sacramento a los
clásicos siete.
d) Ecuménicamente, la idea de la Iglesia como sacramento no ha sido
bien recibida en los círculos protestantes. Una razón importante de ello es
la debilidad de la teoría sacramental general en estas Iglesias; en ellas se
acentúa más la palabra de Dios y la predicación que mueve a la fe
salvadora que la realidad de los sacramentos como signos que contienen la
gracia que significan. Otra razón es el miedo a que parezca que la Iglesia,
el sacramento básico, sustituye a Cristo, que es el sacramento primordial.
Por otro lado está el rechazo usual de los protestantes a reconocer cualquier
mediación distinta a la de Cristo, y la idea de sacramento implica la
participación de la Iglesia en la mediación de Cristo, al menos como causa
instrumental. Estas concepciones protestantes y el énfasis en la Escritura y
en la recta predicación son importantes, pero la respuesta fundamental hay
que buscarla en la misma naturaleza de la economía divina. Por eso,
tenemos que afirmar tres ideas: la Iglesia es evangelizada por Dios, pero
también evangeliza en nombre de Dios (cf. Rom 10, 14-18); la Iglesia es
reconciliado por Dios, pero es también la Iglesia la que reconcilia en
nombre de Dios (cf. 2Co 5,18-20); la Iglesia es reunida por Dios, pero
también reúne en nombre de Dios: la koinonia es un don recibido y al
mismo tiempo un don que es necesario compartir.
e) 2. La universalidad y eclesialidad de la salvación
2.1 La necesidad de la Iglesia para la salvación
Lo tratado anteriormente nos puede llevar al siguiente razonamiento.
Que la Iglesia siga siendo en todos los tiempos y para todas las épocas
sacramento universal de salvación significa que todos los hombres son
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llamados a ella, pues sólo hay un Mediador de la salvación, Jesucristo (cf.
Hech 4,12; 1Tim 2,5). Únicamente el que cree en Él y es bautizado en su
nombre puede alcanzar la salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,5). Así, en estas
palabras se afirma, indirectamente y a un mismo tiempo, la necesidad de la
Iglesia para la salvación, porque la fe y el bautismo son la puerta por la que
entramos en la Iglesia. «Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres
que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de
Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o perseverar en
ella» (LG 14).
La afirmación positiva según la cual la salvación sólo es posible en y por
Jesucristo y que a Cristo se le encuentra en la Iglesia, se expresó con
frecuencia mediante esta fórmula negativa: «Fuera de la Iglesia no hay
salvación». Esta frase es equívoca e incluso poco comprensible para
nuestra mentalidad contemporánea. Nos preguntamos, en efecto: ¿Debemos
creer realmente que todos los hombres de buena voluntad, que nunca han
oído hablar de Cristo y de la Iglesia, pero que son rectos, justos y piadosos,
quedan excluidos de la salvación? ¿No se puede decir lo mismo de los
cristianos que no pertenecen a la Iglesia católica? ¿Cómo se puede conciliar
esta doctrina con la justicia y el amor de Dios hacia todos los hombres?
¿Cómo se puede conciliar con la solidaridad de todos los cristianos con
todos los hombres?
Todo lo anterior, nos obliga a pensar que, a la hora de plantear el
problema de la salvación más allá de los límites de la Iglesia, hay que
conjugar la universalidad de la gracia divina con la afirmación de la
necesaria comunidad a la salvación que presta la Iglesia histórica y visible.
El axioma «extra Ecclesiam nulla salus», acuñado por Cipriano y
Orígenes, inicialmente era una llamada a la unidad contra todos aquellos
que la ponían en peligro (cismas, herejías…). Por tanto, va dirigida
originalmente como advertencia a aquellos cristianos que forman parte de
la Iglesia y que, por consiguiente, la conocen, pero están a punto de
abandonarla; su intención primera era exhortar a la fidelidad. En este
contexto, la frase quiere decir que aquellos que salen de la Iglesia pierden
también la salvación. Más tarde recibe un sentido más general, refiriéndose
a todos los que de hecho no pertenecen a la Iglesia católico-romana. Se han
conservado varias formulaciones muy restrictivas de la nueva expresión;
recordemos sobre todo la bula Unam sanctam de Bonifacio VIII (1302) (cf.
DH 792) y el decreto del concilio de Florencia para los jacobitas (1442) (cf.
DH 1351). Estas formulaciones rigurosas han de considerarse teniendo
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presente la perspectiva de la concepción del mundo propia de aquel tiempo.
En esta época se partía de la idea de que el Evangelio se había predicado ya
en todo el mundo y, en consecuencia, se daba por supuesto que si alguien
no se hallaba en el seno de la única Iglesia católico-romana se debía a su
propia culpa.
Con todo, nunca tuvo una aplicación unilateral y exclusiva, ya que en
diversos documentos eclesiásticos se aportaron elementos para una
interpretación más matizada. Así, en negativo, se condena que Cristo no
haya muerto «por todos» (1653, contra el jansenismo, DH 2005) o que
«fuera de la Iglesia no se conceda gracia alguna» (1713, contra Quesnel,
DH 2429). Pio IX enseñó con toda claridad que Dios no niega su gracia a
quienes viven según su conciencia y, sin culpa voluntaria, no conocen la
Iglesia de Cristo, sino que cumplen la voluntad de Dios tal como alcanzan a
conocerla en su situación (cf. DS 3869).
El Vaticano II confirma, amplia y profundiza esta doctrina. Basándose
en las afirmaciones de la Escritura, recuerda que Dios quiere la salvación
de todos los hombres (cf. 1 Tim 2,4), pero también que el hombre tiene que
hacer suya la voluntad salvadora de Dios (cf. LG 16). Por otra parte,
precisa que «los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y de
su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida,
con la ayuda de la gracia hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo
que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (LG 16).
Por consiguiente, la frase «fuera de la Iglesia no hay salvación»
integrada en la más general extra Christum nulla salus, significa en su
reverso positivo: la Iglesia es el «sacramento universal de salvación» (LG
48; GS 45; AG 1). Esta reformulación manifiesta el carácter
verdaderamente universal de la salvación de Cristo ofrecida por la Iglesia,
y no se encuentra en contradicción con la llamada de todos los hombres a la
salvación. La Iglesia, al ejemplo de Cristo, ha de ser entendida como una
realidad «concreta» que, a su manera, debe ser fuente de salvación
universal. En palabras técnicas, la sacramentalidad salvífica universal de la
Iglesia es expresión de su ser «universale concretum sacramentale» (Pié-
Ninot) dependiente del «universale concretum personale» (Balthasar) que
es Jesucristo. Si la gracia siempre se expresa en la historia, esta expresión
visible apunta a la presencia visible que es la Iglesia. Ella tiene un papel
mediador en la salvación de los no cristianos. De hecho, toda gracia, en
cualquier lugar donde se conceda, tiene una cierta índole comunitaria y se
refiere a la Iglesia.
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2.2 Modos y grados de pertenencia a la Iglesia
El Vaticano II nos recuerda que, si Cristo murió por todos los hombres y,
por tanto, fueron objetivamente redimidos, Dios llama y dirige a todos a su
reino con el envío de su Espíritu: «Todos los hombres están invitados al
pueblo de Dios; a él pertenecen de diversas maneras o están destinados los
católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general
llamados a la salvación por la gracia de Dios» (LG 13). De esta forma, la
afirmación de que la Iglesia es sacramento universal de salvación
manifiesta el ofrecimiento de la gracia de Cristo por la Iglesia a toda la
humanidad, «aun por caminos sólo conocidos por Dios» (GS 22).
En efecto, como son muchos los hombres que se encuentran fuera de la
Iglesia sin culpa propia, hay diversos modos y grados de pertenecer a ella.
Están incorporados plenamente aquellos que, poseyendo el espíritu de
Cristo, se unen a ella «por vínculos de la profesión de fe, de los
sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica». Los catecúmenos que,
«movidos por el Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser
incorporados a la Iglesia, por este mismo deseo ya están vinculados a ella»
(LG 14). «La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes,
estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no
profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el
sucesor de Pedro» (LG 15); con estos cristianos se une la Iglesia por la
Escritura, por la fe de la Iglesia antigua, por algunos sacramentos y,
parcialmente, por el episcopado y la eucaristía. Añádase a esto la comunión
en la oración y en otros beneficios espirituales, e incluso en dones y gracias
del Espíritu Santo (cf. LG 15). Aquellos que todavía no recibieron el
Evangelio están ordenados a la Iglesia de diversas maneras. Esto se puede
afirmar, en primer lugar, del pueblo del Antiguo Testamento, pero también
de los musulmanes, que confiesan la fe de Abrahán, y, finalmente, de los
que buscan entre sombras e imágenes al Dios desconocido, e incluso de los
que no han llegado a un reconocimiento expreso de Dios, pero se esfuerzan
por llevar una vida recta con la ayuda de la gracia (cf. LG 16). En este
sentido, la afirmación de que la Iglesia empezó ya con el justo Abel tiene
una función decisiva: señalar que también para quienes no han oído ni
recibido el Evangelio de Jesucristo hay una forma de pertenencia a la
Iglesia. No se trata de un puro universalismo salvífico, sino de una
posibilidad límite para los que como Abel viven justamente hasta la entrega
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de la propia vida. Es el potencial salvífico del amor, pues quien ama lo
tiene todo.
La pertenencia a una sola Iglesia de Jesucristo se realiza, pues, de un
modo gradual. Ahora bien, el signo irrevocable de esta oferta de salvación
ya dada en Cristo, es la Iglesia, lo que opera una interpretación correcta de
la teoría del «cristianismo anónimo» (K. Rahner). Y esto teniendo además
presente que sólo «por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio
general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de
salvación» (UR 3).