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1 TEMA 3 LA IGLESIA, SACRAMENTO UNIVERSAL DE SALVACIÓN Una de las preguntas que sigue interpelando al cristiano que vive en medio del mundo es la siguiente: ¿Cómo puede ser la Iglesia y la actividad humana la forma de la presencia del amor salvador de Dios en este mundo? Para responder a este interrogante, no queda más remedio que referirse a la Iglesia como misterio de fe, poniendo en juego una serie de relaciones básicas: Cristo y la Iglesia, salvación e Iglesia, Iglesia y mundo, acción humana y reino de Dios. El concilio Vaticano II, en su propósito de ofrecer una descripción esencial de la Iglesia ad intra y ad extra, respondió a este interrogante definiéndola como «sacramento universal de salvación». Se trata, sin duda alguna, de una descripción muy rica y profunda que necesita de un estudio específico. 1. La sacramentalidad de la Iglesia 1.1 Historia de la expresión Si tomamos como referencia básica el término griego «mysterion», la idea de que la Iglesia es un sacramento puede remontarse a la Escritura. En los LXX, mysterion es el designio de salvación que existe en el corazón del Padre desde antes de la creación del mundo (cf. Ef 1,2-14). Más adelante se especifica concretamente: «Este misterio es grande: lo digo con referencia a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,32). En efecto, la revelación del proyecto salvífico eterno de Dios, se cumple en la plenitud de los tiempos en Jesucristo y se hace presente en la comunidad (cf. Co 1,26-28). De otra manera, la Iglesia es el despliegue del mysterion paulino. Dado que en las antiguas versiones latinas el vocablo griego mysterion se traducía por sacramentum, resulta consecuente denominar a Cristo y a la Iglesia sacramento. En la antigüedad cristiana, el vocablo mysterion tomó un amplio espectro de significados sin límites precisos y fijos, terminando por significar, en la

Tema 4 - La Iglesia, Sacramento Universal de Salvac

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Apuntes de eclesiología

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TEMA 3

LA IGLESIA, SACRAMENTO UNIVERSAL DE SALVACIÓN

Una de las preguntas que sigue interpelando al cristiano que vive en

medio del mundo es la siguiente: ¿Cómo puede ser la Iglesia y la actividad

humana la forma de la presencia del amor salvador de Dios en este mundo?

Para responder a este interrogante, no queda más remedio que referirse a la

Iglesia como misterio de fe, poniendo en juego una serie de relaciones

básicas: Cristo y la Iglesia, salvación e Iglesia, Iglesia y mundo, acción

humana y reino de Dios. El concilio Vaticano II, en su propósito de ofrecer

una descripción esencial de la Iglesia ad intra y ad extra, respondió a este

interrogante definiéndola como «sacramento universal de salvación». Se

trata, sin duda alguna, de una descripción muy rica y profunda que necesita

de un estudio específico.

1. La sacramentalidad de la Iglesia

1.1 Historia de la expresión

Si tomamos como referencia básica el término griego «mysterion», la

idea de que la Iglesia es un sacramento puede remontarse a la Escritura. En

los LXX, mysterion es el designio de salvación que existe en el corazón del

Padre desde antes de la creación del mundo (cf. Ef 1,2-14). Más adelante se

especifica concretamente: «Este misterio es grande: lo digo con referencia

a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,32). En efecto, la revelación del proyecto

salvífico eterno de Dios, se cumple en la plenitud de los tiempos en

Jesucristo y se hace presente en la comunidad (cf. Co 1,26-28). De otra

manera, la Iglesia es el despliegue del mysterion paulino. Dado que en las

antiguas versiones latinas el vocablo griego mysterion se traducía por

sacramentum, resulta consecuente denominar a Cristo y a la Iglesia

sacramento.

En la antigüedad cristiana, el vocablo mysterion tomó un amplio espectro

de significados sin límites precisos y fijos, terminando por significar, en la

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patrística, la economía salvífica en conjunto y la coherencia entre sus

diversas partes y elementos. Finalmente, cada una de las concretas

realidades de la fe se denominó así, porque el mysterion/sacramentum

necesita de los acontecimientos singulares para existir como tal; cada

realidad humanamente experimentable brinda al hombre el misterio

salvífico de Dios. Dentro de esta estructura, la Iglesia se presenta como un

acontecimiento estructurante del mysterion: ni lo absorbe ni lo monopoliza,

pero contribuye esencialmente a su prosecución, porque en ella y por ella

Dios sigue manifestando su voluntad amorosa y su proyecto salvífico; en la

Iglesia se expresa y actualiza el mysterion global de Dios y, por ello, queda

constituida como sacramento.

Hasta el siglo XII perdurará esta mentalidad. Con el interés

sistematizador de la Escolástica, surgieron los primeros tratados de

sacramentología y, con ellos, una definición del concepto sacramentum

cada vez más técnica y restrictiva. Dado que los concilios de Florencia (DS

1310) y Trento (DS 1601) fijaron la existencia de siete (y sólo siete)

sacramentos definidos como «forma visible de la gracia invisible», el

considerar a la Iglesia como sacramento era un elemento de confusión. La

precisión técnica clásica se convirtió así en obstáculo para percibir el sabor

tradicional de la concepción sacramental de la Iglesia, de manera que pasó

a un segundo plano.

No será hasta el siglo XIX que esta idea se vuelva a abrir camino en la

teología, no sin ciertas dificultades. Matías J. Scheeben (1835-1888)

introdujo en la reflexión teológica la convicción de que todo el cristianismo

está penetrado por la idea de un «misterio sacramental». Quiere ello decir

que estamos ante un misterio sobrenatural, que en sí mismo no es

perceptible por los sentidos y por la razón, pero que se manifiesta

externamente por medio de una realidad visible con la que mantiene una

unión real, no puramente ideal. El misterio sacramental sigue siendo un

misterio, aun cuando se manifiesta visible e históricamente, y alcanza su

mayor significado cuando obra y se comunica a nosotros aprovechando lo

visible como vehículo e instrumento.

Por otra parte, dos elementos de reflexión teológica favorecieron la

formulación progresiva de la Iglesia como sacramento:

a) Aparece la analogía entre Cristo como Verbo encarnado y la Iglesia,

que también en cierto modo es divina y humana, y tiene semejanza a la

función de la humanidad de Cristo como instrumento de la divinidad.

Möhler apuntó al «elemento humano» como «órgano manifestativo» del

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divino. En sentido pleno, Jesucristo, el Hombre-Dios, es un misterio

sacramental. Así León XIII habla de la conveniencia de que la salvación se

atenga a la lógica de la encarnación (cf. DH 3300s).

b) Se consolida la afirmación de la Iglesia como mediadora de la

salvación, dirigida en concreto a la revalorización de la institución visible.

Ya el concilio Vaticano I (1870), al tratar de la credibilidad de la Iglesia,

descarta las teorías que recurrían esencialmente a la experiencia interior,

afirmando por su parte el valor duradero de los signos externos. Más tarde,

la encíclica de Pio XII Mystici corporis (1943) retoma la palabra

«instrumento» para describir a la Iglesia.

En el ámbito teológico, dicho concepto reaparece de nuevo a partir de los

años treinta del siglo XX. La teología, con su vuelta a las fuentes

patrísticas, fue ampliando la comprensión de lo sacramental convirtiéndolo

en clave de lectura de la historia de la salvación y de la realidad. Desde

esos presupuestos podía ser aplicada a la eclesiología. En 1952 escribía De

Lubac estas palabras, sintéticas y programáticas: si Cristo puede ser

llamado «sacramento de Dios», del mismo modo la Iglesia es para nosotros

sacramento de Cristo, ya que lo representa en toda la fuerza originaria de la

palabra, nos regala su actualidad verdadera y lo prolonga a Él mismo.

Esta sugerencia sería desarrollada de modo más sistemático por O.

Semmelroth y K. Rahner. Ambos aplicaron a la Iglesia la expresión

«protosacramento» para diferenciarla de los siete sacramentos, o sea,

«sacramento radical». Después se fue reservando el término «sacramento

radical» para Jesucristo, mientras que a la Iglesia se le comenzó a llamar

«sacramento universal de salvación» (Y. Congar).

La idea estaba, por tanto, madura en el momento de la celebración del

Vaticano II, donde es asumida para explicar la realidad de la Iglesia (10

veces: SC 5,26; LG 1,9,48,59; GS 42,45; AG 1,5), como sacramento

universal de salvación, sacramento de la unidad del género humano y

sacramento de la unión íntima con Dios. Enraizada en la tradición

patrística, la expresión se convirtió en una de las claves de la eclesiología

conciliar, casi en su impostación general: la apertura de la Constitución

dogmática sobre la Iglesia presenta como «luz de los pueblos» a Cristo que

resplandece en el rostro de la Iglesia. Además, su novedad radicaba en que,

por primera vez en un concilio, se aplicaba la palabra «sacramento» a una

realidad no litúrgico-ritual, ligando dicha realidad a la cristología en lugar

de a la sacramentología. Por esta razón, LG 1, para poner de manifiesto el

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sentido analógico de su uso, añadió el adverbio «como» (veluti) a la palabra

«sacramento», indicando que la Iglesia es sólo como una especie de

sacramento, ya que se aplica a una comunidad de personas. De este modo

se precisa que el uso de esta expresión nada tiene que ver con el dado por el

concilio de Trento, para quien sólo existen siete sacramentos instituidos por

Cristo (DH 1601).

El Vaticano II sitúa la sacramentalidad de la Iglesia en el plano litúrgico,

una de las dimensiones donde más se nota. La Iglesia es el cuerpo místico

que ejerce el culto al Señor. SC 5 afirma que «del costado de Cristo

dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia». La

liturgia de la Iglesia, que es signo o instrumento de la salvación, continúa la

redención que ha sido completada por Cristo en la Pascua.

LG 1 afirma que la Iglesia es «signo e instrumento de la unión íntima

con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). El uso de las

palabras «signo e instrumento» puede acoger dos acentos teológicos en la

comprensión del sacramento: el que subraya el carácter de signo

manifestativo (Möhler, Rahner) y el que acentúa su dimensión de

instrumento eficaz o signo mediador del don de Dios (Semmelroth,

Congar).

Más adelante el mismo documento afirma que Jesús, «el autor de la

salvación y el principio de la unidad y de la paz», constituyó la Iglesia «a

fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad

salutífera» (LG 9). En una nota a pie de página se remite a Cipriano, que

fue el primero de los Padres que llamó explícitamente a la Iglesia

«sacramento».

En LG 48 encontramos la afirmación de que Cristo, una vez resucitado

de entre los muertos, envió al Espíritu y «por Él hizo a su cuerpo, que es la

Iglesia, sacramento universal de salvación». La idea del sacramento

universal de salvación se encuentra también en GS 45 y en AG 1, textos en

los que se trata de un aspecto de la catolicidad de la Iglesia. Por tanto, la

gracia de la salvación no sólo está ordenada a la Iglesia, sino que en cierto

modo procede de ella y pasa a través de ella; la Iglesia es el canal o medio

a través del cual se da la gracia. Por eso, teniendo presente la doctrina del

Concilio se puede afirmar que la Iglesia es «el sacramento de la salvación

integral».

En el periodo postconciliar esta perspectiva adquirió cierto relieve.

Posteriormente experimentó un cierto agotamiento, que intenta ser

superado por algunas aportaciones recientes.

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1.2 Significado teológico

La descripción de la Iglesia como sacramento representó, frente a la

doctrina de la Iglesia como societas perfecta, un intento de profundización

en las dimensiones más hondas de su realidad, en la relación de Cristo con

la Iglesia y su función en el mundo como medio de salvación. Suponía el

paso de eclesiología estática — dominante durante los siglos anteriores al

Vaticano II — a una eclesiología relacional en clave cristológica y

escatológica: la Iglesia se encuentra bajo el signo de la salvación ya

manifestada, pero todavía no consumada. Esto supuso un giro copernicano

en la comprensión de la eclesiología.

Dos fueron los presupuestos que están a la base de esta interpretación,

uno ontológico y otro teológico:

1. Toda la realidad, especialmente la humana, tiene un significado

sacramental. Todo elemento de la realidad esconde un componente

simbólico que remite a otra realidad; en el ámbito humano ello resulta más

manifiesto por su estructura corpóreo-espiritual. Aplicado a la Iglesia,

significa que su realidad remite a la acción del Dios trinitario que la ha

hecho nacer.

2. La gracia posee una tendencia encarnatoria. En cuanto dirigida a seres

corpóreos, no puede quedar reducida a lo abstracto o invisible, sino que

debe tomar cuerpo y figura en la historia. Aplicado a la Iglesia significa

que ella es la manifestación social de la encarnación de la gracia: la acoge

como regalo (porque no puede producirla) y la sigue ofreciendo y

regalando.

Sobre estos ricos presupuestos, la sacramentalidad de la Iglesia recibe su

sentido teológico y su ubicación dentro del misterio salvífico de Dios. Lo

indicamos con tres tesis:

1. Jesucristo es el sacramento por antonomasia. El misterio de Dios no es

nada más que Jesucristo. Él revela y hace presente de un modo singular e

irrepetible al Dios invisible, porque en Él no se da distancia alguna entre el

signo y lo significado: en Él lo humano y lo divino están unidos de modo

personal: Jesús es el sacramento radical.

2. La Iglesia es el sacramento universal de la salvación de Jesucristo. De

la sacramentalidad de Cristo vive la Iglesia. Realiza su sacramentalidad en

cuanto hace presente a Cristo y en virtud de la gracia del mismo Cristo.

Sólo centrándose en Él puede realizar la Iglesia de modo adecuado su

sacramentalidad. Es lo que expresa la bella imagen patrística del

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«mysterium lunae»: así como la luna refleja la luz del sol — no la suya

propia —, la Iglesia debe proyectar sobre los hombres el fulgor de Cristo,

el sol que la ilumina.

3. Los distintos sacramentos son despliegue de la estructura sacramental

de la Iglesia. La Iglesia es el sacramento fundamental, en cuanto que es

signo de la gracia y remite a algo distinto de ella. K. Rahner fue quien puso

de manifiesto que esta visión de la Iglesia podía ser válida para tratar el

problema de la institución de los sacramentos. De esta manera se abren

nuevas posibilidades a la sacramentología. Su tesis es que bastaría con

demostrar que Jesucristo quiso la Iglesia como signo sacramental histórico

de la salvación escatológica; los sacramentos vienen entonces dados ya

siempre allí donde la Iglesia se compromete de modo último y definitivo.

Esto ayuda a mostrar que los distintos sacramentos se fundan en el

sacramento primigenio Jesucristo, en su acción salvadora, por medio de la

Iglesia. Ella posee la fidelidad y la garantía de esa gracia, su carácter

duradero, porque en ella Dios hace veraz y eficaz el ofrecimiento hecho al

mundo. A la luz del mysterion que la Iglesia actualiza, los sacramentos

pueden ser presentados como la celebración por la Iglesia y en la Iglesia de

los eventos fundadores y estructurantes de la historia de la salvación. Y a

su vez la Iglesia se verá no como la que celebra o «hace» los sacramentos,

sino como la que, en virtud de esa celebración, se sabe recibida: la Iglesia

efectivamente bautiza a los catecúmenos haciéndolos partícipes del

misterio pascual, pero en ese mismo acto se descubre como intrínsecamente

bautismal, es decir, permanentemente convertida y regenarada por el

misterio pascual.

4. La Iglesia es sacramento en la historia y el mundo. Algunos autores

han sugerido considerar a la Iglesia como «sacramento del mundo»

(Sxhillebeeckx, Rahner), en cuanto que en ella se produce la toma de

conciencia de una gracia que engloba la realidad mundana. Con esta

perspectiva, es evidente que la relación de la Iglesia con el mundo es íntima

y profunda. La Iglesia no es una suerte de ámbito sacro especial,

yuxtapuesto al mundo profano. Su palabra y su liturgia afectan a la vida

real y al mundo. La gracia de la que la Iglesia es signo es doble: la gracia

de la «unión íntima con Dios» (dimensión vertical) y la gracia de la

«unidad de todo el género humano» y la reconciliación entre los pueblos

(dimensión horizontal). Ya en Pentecostés aparece como Iglesia que habla

todas las lenguas y realiza en cada eucaristía una unidad que supera las

divisiones de los hombres. Además su inserción en los distintos lugares

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(plantatio Ecclesiae) es realización de su sacramentalidad de cara a la

salvación llegue a todas las razas.

1.3 La sacramentalidad como principio hermenéutico de la eclesiología

La definición de la Iglesia como sacramento universal de salvación es en

el concilio Vaticano II una entre muchas. Junto a esta, propone otras

adicionales. Sería erróneo querer encerrar todo el misterio de la Iglesia en

un solo término. Ahora bien, dicho esto, es obvio que este Concilio

desarrolla una eclesiología sacramental en puntos clave de su

configuración. ¿Qué es, entonces el «pensamiento sacramental» y que

función cumple en la eclesiología conciliar?

El pensamiento sacramental es una forma de comprensión típicamente

cristiana que quiere expresar que una realidad o un acontecimiento encierra

algo más profundo de lo que aparece en la superficie. La palabra

«sacramentalidad», pues, se convierte en categoría teológico-hermenéutica,

puesto que expresa cómo la realidad interior y más profunda del Dios

trascendente se sirve como de medio de la realidad exterior. Por eso, la

historia de Dios con la humanidad tiene una estructura sacramental en el

sentido de que el movimiento que parte de Dios y retorna a Dios, a lo largo

y ancho de toda la historia humana, va adquiriendo rasgos sacramentales

cada vez más precisos que no se apoyan sólo en la comprensión e

interpretación humana, sino que están vinculados a la promesa explícita y

eficaz de Dios. Se articulan así la dimensión fenomenológica, la reveladora,

la antropológica, la ontológica y la profética. De esta forma, la

sacramentalidad se manifiesta como el modo por excelencia para expresar

la economía de salvación centrada en Cristo a través de su Iglesia y de cada

uno de los sacramentos concretos.

Así pues, en el Vaticano II la utilización de la categoría «sacramento»

parece indicar una especie de «ontología» en clave relacional sobre la cual

se pueden insertar otras afirmaciones teológicas referidas a la Iglesia. En

esta «ontología de la Iglesia» encontramos la categoría hermenéutica

apropiada para unir sus diversos aspectos.

1.4 Ventajas e inconvenientes del modelo «Iglesia como sacramento»

La adecuada comprensión de la sacramentalidad plantea una serie de

ventajas en orden a afrontar diversos problemas eclesiológicos. Tiene la

virtud de integrar muchos aspectos parciales acerca de la Iglesia:

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a) Manifiesta que la Iglesia, por una parte procede por entero de Cristo

y está permanentemente referida a Él, pero por otra, como signo e

instrumento, existe también por entero para servir al ser humano y al

mundo.

b) Sirve para explicar de forma matizada la conexión que existe entre su

realidad espiritual, divina y meta-empírica, y su realidad histórica, humana

y sociológica, diferenciándolas al mismo tiempo. LG 8 indica que no son

dos realidades distintas, sino una única realidad humano-divina compleja.

Así pues, con ayuda del término «sacramento» se desea prevenir tanto una

visión espiritualista como una visión naturalista y puramente sociológica de

la Iglesia.

c) Por otro lado, ofrece un buen fundamento para la renovación de la

Iglesia con vistas a convertirse en un signo e instrumento más perfecto y

da un mayor valor comunitario y social al cristianismo en detrimento de

concepciones individualistas o institucionalistas. Permite, de consecuencia,

estar mayormente atentos a la responsabilidad concreta de la comunidad

cristiana. De hecho, a través de la vida, el testimonio y la acción cotidiana

de los discípulos de Cristo, los hombres son guiados hacia su Salvador.

Algunos, por medio del conocimiento de la Iglesia, descubren cual es la

grandeza del amor de Dios y la verdad del Evangelio, de modo que para

ellos la Iglesia es explícitamente «signo e instrumento» de salvación.

d) Coloca a la Iglesia en el interior del mundo como «fermento»,

«levadura», «invitación», superando la visión que con frecuencia se tiene

de ella como un ámbito sagrado sin relación con el mundo que la rodea,

colocado de forma yuxtapuesta y externa a él. Pero, por otra parte, la

Iglesia no viene desacralizada.

e) Facilita una comprensión teológica de la Iglesia en clave

antropológica, conectando con las expectativas del hombre contemporáneo,

en clave comunicativa, procurando la comunión, y en clave escatológica,

poniendo de relieve el carácter peregrinante de la Iglesia.

Pero presenta también algunos inconvenientes:

a) Es demasiado técnica y sofisticada para ser usada en la predicación,

porque requiere de un bagaje teológico para su comprensión.

b) Podría servir para subrayar excesivamente los aspectos externos o

estimular un esteticismo narcisista difícilmente reconciliable con un pleno

compromiso cristiano con los valores sociales y éticos. Con todo, hemos de

recordar que el concepto «sacramento» no limita al elemento visible toda la

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riqueza invisible del don y de la acción de Dios, ya que lo visible es tan

sólo «signo» de la presencia de Dios. Con la afirmación de que en Cristo la

Iglesia es como sacramento, la Iglesia no es ni mucho menos ideologizada.

Al contrario, resulta desdivinizada y, entendiéndolo debidamente, incluso

relativizada. En su forma externa es solo signo e instrumento, no la cosa

misma.

c) Teológicamente, siempre existe la dificultad de aplicar el término

«sacramento» a la Iglesia y hay que hacerlo con matizaciones. En primer

lugar, la diferencia entre Cristo y la Iglesia, a pesar de la analogía

expresada en LG 8, hace que en la Iglesia no exista la unión hipostática. En

segundo lugar, no pretende en ningún sentido añadir otro sacramento a los

clásicos siete.

d) Ecuménicamente, la idea de la Iglesia como sacramento no ha sido

bien recibida en los círculos protestantes. Una razón importante de ello es

la debilidad de la teoría sacramental general en estas Iglesias; en ellas se

acentúa más la palabra de Dios y la predicación que mueve a la fe

salvadora que la realidad de los sacramentos como signos que contienen la

gracia que significan. Otra razón es el miedo a que parezca que la Iglesia,

el sacramento básico, sustituye a Cristo, que es el sacramento primordial.

Por otro lado está el rechazo usual de los protestantes a reconocer cualquier

mediación distinta a la de Cristo, y la idea de sacramento implica la

participación de la Iglesia en la mediación de Cristo, al menos como causa

instrumental. Estas concepciones protestantes y el énfasis en la Escritura y

en la recta predicación son importantes, pero la respuesta fundamental hay

que buscarla en la misma naturaleza de la economía divina. Por eso,

tenemos que afirmar tres ideas: la Iglesia es evangelizada por Dios, pero

también evangeliza en nombre de Dios (cf. Rom 10, 14-18); la Iglesia es

reconciliado por Dios, pero es también la Iglesia la que reconcilia en

nombre de Dios (cf. 2Co 5,18-20); la Iglesia es reunida por Dios, pero

también reúne en nombre de Dios: la koinonia es un don recibido y al

mismo tiempo un don que es necesario compartir.

e) 2. La universalidad y eclesialidad de la salvación

2.1 La necesidad de la Iglesia para la salvación

Lo tratado anteriormente nos puede llevar al siguiente razonamiento.

Que la Iglesia siga siendo en todos los tiempos y para todas las épocas

sacramento universal de salvación significa que todos los hombres son

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llamados a ella, pues sólo hay un Mediador de la salvación, Jesucristo (cf.

Hech 4,12; 1Tim 2,5). Únicamente el que cree en Él y es bautizado en su

nombre puede alcanzar la salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,5). Así, en estas

palabras se afirma, indirectamente y a un mismo tiempo, la necesidad de la

Iglesia para la salvación, porque la fe y el bautismo son la puerta por la que

entramos en la Iglesia. «Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres

que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de

Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o perseverar en

ella» (LG 14).

La afirmación positiva según la cual la salvación sólo es posible en y por

Jesucristo y que a Cristo se le encuentra en la Iglesia, se expresó con

frecuencia mediante esta fórmula negativa: «Fuera de la Iglesia no hay

salvación». Esta frase es equívoca e incluso poco comprensible para

nuestra mentalidad contemporánea. Nos preguntamos, en efecto: ¿Debemos

creer realmente que todos los hombres de buena voluntad, que nunca han

oído hablar de Cristo y de la Iglesia, pero que son rectos, justos y piadosos,

quedan excluidos de la salvación? ¿No se puede decir lo mismo de los

cristianos que no pertenecen a la Iglesia católica? ¿Cómo se puede conciliar

esta doctrina con la justicia y el amor de Dios hacia todos los hombres?

¿Cómo se puede conciliar con la solidaridad de todos los cristianos con

todos los hombres?

Todo lo anterior, nos obliga a pensar que, a la hora de plantear el

problema de la salvación más allá de los límites de la Iglesia, hay que

conjugar la universalidad de la gracia divina con la afirmación de la

necesaria comunidad a la salvación que presta la Iglesia histórica y visible.

El axioma «extra Ecclesiam nulla salus», acuñado por Cipriano y

Orígenes, inicialmente era una llamada a la unidad contra todos aquellos

que la ponían en peligro (cismas, herejías…). Por tanto, va dirigida

originalmente como advertencia a aquellos cristianos que forman parte de

la Iglesia y que, por consiguiente, la conocen, pero están a punto de

abandonarla; su intención primera era exhortar a la fidelidad. En este

contexto, la frase quiere decir que aquellos que salen de la Iglesia pierden

también la salvación. Más tarde recibe un sentido más general, refiriéndose

a todos los que de hecho no pertenecen a la Iglesia católico-romana. Se han

conservado varias formulaciones muy restrictivas de la nueva expresión;

recordemos sobre todo la bula Unam sanctam de Bonifacio VIII (1302) (cf.

DH 792) y el decreto del concilio de Florencia para los jacobitas (1442) (cf.

DH 1351). Estas formulaciones rigurosas han de considerarse teniendo

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presente la perspectiva de la concepción del mundo propia de aquel tiempo.

En esta época se partía de la idea de que el Evangelio se había predicado ya

en todo el mundo y, en consecuencia, se daba por supuesto que si alguien

no se hallaba en el seno de la única Iglesia católico-romana se debía a su

propia culpa.

Con todo, nunca tuvo una aplicación unilateral y exclusiva, ya que en

diversos documentos eclesiásticos se aportaron elementos para una

interpretación más matizada. Así, en negativo, se condena que Cristo no

haya muerto «por todos» (1653, contra el jansenismo, DH 2005) o que

«fuera de la Iglesia no se conceda gracia alguna» (1713, contra Quesnel,

DH 2429). Pio IX enseñó con toda claridad que Dios no niega su gracia a

quienes viven según su conciencia y, sin culpa voluntaria, no conocen la

Iglesia de Cristo, sino que cumplen la voluntad de Dios tal como alcanzan a

conocerla en su situación (cf. DS 3869).

El Vaticano II confirma, amplia y profundiza esta doctrina. Basándose

en las afirmaciones de la Escritura, recuerda que Dios quiere la salvación

de todos los hombres (cf. 1 Tim 2,4), pero también que el hombre tiene que

hacer suya la voluntad salvadora de Dios (cf. LG 16). Por otra parte,

precisa que «los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y de

su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida,

con la ayuda de la gracia hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo

que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (LG 16).

Por consiguiente, la frase «fuera de la Iglesia no hay salvación»

integrada en la más general extra Christum nulla salus, significa en su

reverso positivo: la Iglesia es el «sacramento universal de salvación» (LG

48; GS 45; AG 1). Esta reformulación manifiesta el carácter

verdaderamente universal de la salvación de Cristo ofrecida por la Iglesia,

y no se encuentra en contradicción con la llamada de todos los hombres a la

salvación. La Iglesia, al ejemplo de Cristo, ha de ser entendida como una

realidad «concreta» que, a su manera, debe ser fuente de salvación

universal. En palabras técnicas, la sacramentalidad salvífica universal de la

Iglesia es expresión de su ser «universale concretum sacramentale» (Pié-

Ninot) dependiente del «universale concretum personale» (Balthasar) que

es Jesucristo. Si la gracia siempre se expresa en la historia, esta expresión

visible apunta a la presencia visible que es la Iglesia. Ella tiene un papel

mediador en la salvación de los no cristianos. De hecho, toda gracia, en

cualquier lugar donde se conceda, tiene una cierta índole comunitaria y se

refiere a la Iglesia.

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2.2 Modos y grados de pertenencia a la Iglesia

El Vaticano II nos recuerda que, si Cristo murió por todos los hombres y,

por tanto, fueron objetivamente redimidos, Dios llama y dirige a todos a su

reino con el envío de su Espíritu: «Todos los hombres están invitados al

pueblo de Dios; a él pertenecen de diversas maneras o están destinados los

católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general

llamados a la salvación por la gracia de Dios» (LG 13). De esta forma, la

afirmación de que la Iglesia es sacramento universal de salvación

manifiesta el ofrecimiento de la gracia de Cristo por la Iglesia a toda la

humanidad, «aun por caminos sólo conocidos por Dios» (GS 22).

En efecto, como son muchos los hombres que se encuentran fuera de la

Iglesia sin culpa propia, hay diversos modos y grados de pertenecer a ella.

Están incorporados plenamente aquellos que, poseyendo el espíritu de

Cristo, se unen a ella «por vínculos de la profesión de fe, de los

sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica». Los catecúmenos que,

«movidos por el Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser

incorporados a la Iglesia, por este mismo deseo ya están vinculados a ella»

(LG 14). «La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes,

estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no

profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el

sucesor de Pedro» (LG 15); con estos cristianos se une la Iglesia por la

Escritura, por la fe de la Iglesia antigua, por algunos sacramentos y,

parcialmente, por el episcopado y la eucaristía. Añádase a esto la comunión

en la oración y en otros beneficios espirituales, e incluso en dones y gracias

del Espíritu Santo (cf. LG 15). Aquellos que todavía no recibieron el

Evangelio están ordenados a la Iglesia de diversas maneras. Esto se puede

afirmar, en primer lugar, del pueblo del Antiguo Testamento, pero también

de los musulmanes, que confiesan la fe de Abrahán, y, finalmente, de los

que buscan entre sombras e imágenes al Dios desconocido, e incluso de los

que no han llegado a un reconocimiento expreso de Dios, pero se esfuerzan

por llevar una vida recta con la ayuda de la gracia (cf. LG 16). En este

sentido, la afirmación de que la Iglesia empezó ya con el justo Abel tiene

una función decisiva: señalar que también para quienes no han oído ni

recibido el Evangelio de Jesucristo hay una forma de pertenencia a la

Iglesia. No se trata de un puro universalismo salvífico, sino de una

posibilidad límite para los que como Abel viven justamente hasta la entrega

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de la propia vida. Es el potencial salvífico del amor, pues quien ama lo

tiene todo.

La pertenencia a una sola Iglesia de Jesucristo se realiza, pues, de un

modo gradual. Ahora bien, el signo irrevocable de esta oferta de salvación

ya dada en Cristo, es la Iglesia, lo que opera una interpretación correcta de

la teoría del «cristianismo anónimo» (K. Rahner). Y esto teniendo además

presente que sólo «por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio

general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de

salvación» (UR 3).