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TERNAND LAID 11/41MATIN E111 SIT TEM» CUADERNOS DE LA CATEDRA FEIJO0 INSTITITIDA POR EL EXCMO.AYTINTAMIENTO DE OVIEDO EN LA UNIVER SIDAD

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TERNAND LAID

11/41MATINE111 SIT TEM»

CUADERNOS DE LA CATEDRA FEIJO0INSTITITIDA POR EL EXCMO.AYTINTAMIENTO DE OVIEDO

EN LA UNIVER SIDAD

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FERNANDO LÁZARO CARRETER

MOR A TINEN SU TEATRO

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CUADERNOS DE LA CATEDRAFEIJO0 N.° 9

FACULTAD DE FILOSOFIA Y LETRASUNIVERSIDAD DE OVIEDO

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MORATINEN SU TEATRO

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Moratín, en su teatro

�0�(���U�H�V�X�O�W�D���P�X�\���J�U�D�W�R���Y�R�O�Y�H�U���D���2�Y�L�H�G�R�����D���H�ã�W�D���F�i��tedra Feijoo, la cual representa la permanencia de

Aáturias en el culto a la época de la Ilugtración, quetanto contribuyó a edificar. Entre Oviedo y Gijón, en-tre Feijoo y jovellanos, puede trazarse un eje, en tornoal cual gira el siglo de las luces. Para quienes amamosegta centuria, nada hay más egtimulante que el contaetofísico con el Principado.

Se me ha invitado a hablar del teatro de don Lean-dro Fernández de Moratín; pero me ha parecido másatraetivo modificar el tema, y dar forma a ciertos pro-blemas que plantea la relación entre las comedias mo-ratinianas y su autor.

Modernidad de Moratín

La primera cuegtión que merece nuegtro interéses la de la fama que rodeó al teatro moratiniano. ¿Có-mo, por qué las cinco obras dramáticas que escribió

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Inarco Celenio granjearon para él el título de «Moliéreespafiol» que le otorgaron sus contemporáneos? Hoy,aun reconociendo su amable tono, su discreta ejecucióny hašta el sabio planteamiento de ciertas situacionesescénicas, no acabamos de descubrir las calidadesabsolutas que las élites dieciochescas encontraron enellas. Y, sin embargo, el entusiasmo por la figura deMoratín ha ido aumentando, en los últimos decenios,como una marea. Este centenario que conmemoramosha promovido hacia él, en las reviltas literarias, en loscentros culturales, hasta en la prensa diaria, una aten-ción Ilena de curiosidad, que apenas se apoya en laadmiración por sus obras, sino en la seducción que ejer-ce su calidad humana, extrafia y difícil. De sus escritos,los más abundantemente aludidos no son las comedias,los poemas o los trabajos de erudición, sino las cartasprivadas, es decir, los teltimonios más inmediatos de sucarkter.

¿Ocurriría algo parecido en su época? El preátigioingente que adquirió entonces su obra, ¿no se colaríaal pairo de un atra¿tivo personal capaz de romper cual-quier resiltencia? Eviden temente, no. La fama de Mo-ratín se asentó en sus obras, precisamente en sus obrasteatrales. El propio don Leandro se tuvo siempre pormediocre lírico o épico, y excelso comediógrafo. Enuna ocasión, presenta a la «musa de Menandro» arre-batándole la flauta pastoril y el clarín de Marte, y seria-lándole el camino del teatro. La intrépida musa le dice:

Ya con feltiva aclamación sonandola patria escena, en su alabanza juglatu gloria afirma. '

A1 PrIncipe de la Paz, dedicandole la comedia de Le mojigata», enObres de Morattn, Blbl., Aut. Esp , 11, 582 b (Citaré Obres).

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Y en un prólogo que escribió para sus poesías 2,dice de sí mismo que es «demasiado célebre ya por susobras dramáticas». No olvidemos los térrninos del pro-blema: dernasiado célebre por tan sólo cinco obras tea-trales, en niguna de las cuales alcanzamos hoy a reco-nocer calidades absolutas.

Sus contemporáneos, sí. Godoy lo protegerá con-vencido de que Moratín sólo admitía parangón con elautor del Tartufo. Y egto era unánime, si se descuen-ta el coro de resentidos acaudillados por Cladera, queparecían ladrar a la luna. Los buenos literatos, los polí-ticos, la arigtocracia se habían rendido; aun sus enemi-gos de mayor entidad —Q.Ltintana y su grupo— no po-dían menos de reconocer su talento. En 18o6, El sí dede las niíias fue representada en un palacio zaragozano,por caballeros y damas de la más escogida estirpe, conun éxito extraordinario que se apresuraron a notificaral autor. Egte escribió dando las gracias; uno de los im-provisados cómicos le comunicó enseguida que todos,aftores y ptíblico, le habían arrebatado la carta paracopiarla, como reliquia portentosa: «Y todos desean con-migo que el talento de Vd. produzca sin cesar igualesprodigios» 4.

En el terreno personal, don Leandro gozaba demuy pocas simpatías, si se descuenta un eátrecho círcu-lo de amigos. La verdad es que rehusó continuamen-te vivir la vida literaria madrilefia, y que su situaciónde protegido oficial con Ensenada, con Godoy, conBonaparte, no constituía patente favorable entre lospretendientes fracasados ni entre los independientes uhostiles. Alcalá Galiano trazó ešte retrato del poeta,

2 Obras póslumas, III, 211 (Citaré O. p.).3 Cfr. sus Memorias, 131131. Aut. Esp., LXXXVIII, 222 b.4 O. p., II. 199.

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valioso por cuento presenta la imagen exterior que donLeandro ofrecía a un contemporáneo; refiriéndose a losescritores adiaos a Godoy, puntualiza: ,Era el princi-pal de él-tos don Leandro Fernández de Moratín, poetacómico aventajaclo, si bien falto de imaginación creado-ra y de pasión viva o intensa; rico en ingenio y doari-na; clásico en su guáto, eáto es, a la latina o a la fran-cesa; nada amante cle la libertad política, y muy bienavenido con la autorídad, aun la de entonces, a cuyasombra medraba y también dominaba; en punto a ideasreligiosas, laxo por demás, si hemos de tomar por tes-timonio sus obras, donde se complace en satirizar nosólo la superstición sino la devoción, como dejandotraslucir lo que calla; de condición desabrida e impe-riosa, aunque burlón; de vanidul no encubierta, y contodo esto, no careciendo de algunas buenas dotes priva-das, que le granjeaban amigos, aunque buenos, en escasonúrnero

En verdad que resulta muy curioso contraátareáta opinión —muy acorde, por ejemplo, con las mani-feátadas por Manuel J. Qtlintana—, con la atracción ine-quívoca que ejerce en nueátros días. Y es que la frial-dad, la aulteridad espiritual, la suficiencia, notas todasque parecían convenir a aquel neoclásico afrancesado,adquieren nuevo sentido si se miran a la luz de un do-cumento hecho público en 1867: el epiátolario privadode Moratín. Un alma insospechada, llena de matices,surge de él, y atrae por su singularidad. Si el comedió-grafo deslumbró y el hombre desencantó en su siglo,hoy se invierten los términos: las obras moratinianas

5 Recuerdos de un anciano. Bibl. Aut. Esp. LXXXIII, 27 a. Alcali Galia-no rnostró también su hostllidad a Moratin, en su estudio Juicio críticosobre el diebre poeto cómico D. L. F. de �M �. �, � �g �l �o �s �a �d �o � �p �o �r � �• � �A �z �o �r �t �n �. � �e �n � �O �a �s �i �s � �d �elos clésicos, Obras completas. Agullar, IX, 1954,1061-1072.

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no han atravesado la aduana del tiempo, pero su autorcapta la atención de los críticos. En nueširos días, loque fundamentalmente nos interesa es la intimidad, elcaso humano de egte espariol contradaorio, fervorosopatriota y afrancesado; que edificaba el primer granmonumento crítico de la hiftoria literaria espariola,desde una conciencia nacionaligia purísima, y era per-seguido en nombre de la nación; que no amaba laslibertades políticas y era víúima del seftarismo reac-cionario.

El teatro, a mediados del siglo XVIII

A egto se debe el que me haya parecido más inte-resante hablar del teatro en función de Moratín, quede Moratín en función de su teatro; don Leandro es elprotagonigta de eftas líneas, en las que intentamos acer-carnos algo a su intimidad a través de las comedias.Pero tenemos todavía en el aire una pregunta: la delporqué de su fama. Formulérnonos antes otra: ¿cómo esel teatro en Esparia, cuando irrumpe en él, en 1790,Fernández de Moratín? El mismo ha descrito aquel pa-norama 6, lo cual nos permite contemplarlo con susojos, y experimentar la invencible repugnancia quesentía por el teatro de mediados de siglo. Frente a lasescogidas representaciones, de ópera italiana sobre todo,que tenían lugar en los Reales Sitios, el público madri-lerio vivía feliz con la bazofia que se le brindaba en sustres salas de los Carios del Peral, de la Cruz y delPríncipe: la hiftoria es muy conocida, y me lirnitaré aevidenciar algunos hechos.

6 Ofr. Obras, 307 325,

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En las citadas salas, se representaba, junto con algu-nas obras traducidas, lo más seleao del período áureo y elrecuelo del teatro poátcalderoniano, en escalofriantepromiseuidad. Las representaciones eran muy pintores-cas; los clientes de aquellos locales se llamaban, res-peetivamente, panduros, polacos y 6borizos, y los eáire-nos conitituían excelente ocasión para que todos ellosobrasen prodigios de incivilidad. La clientela del teatrode la Cruz era capitaneada por un fraile trinitarioque le daba nombre, el P. Polaco, debelador temiblede los poetas que no egtrenaban en su predio. Habíaotro fraile neutral, el franciscano Marco Ocaria, queocupaba un puegto próximo al escenario para, desdeallí, hacer ¿hiátes y juegos de palabras con las réplicasde la comedia, que eran celebradísimos por el público,mientras elaba confites a los aaores o remedaba susgeátos.

La interpretación de los autos sacramentales eraocasión de escarnio y de irreverencia; cuando la a¿trizMariquita Ladvenant, en el papel de María, contegtabaal mensaje del ángel: ¿Cómo ocurre eíto, si yo...?, elpúblico no dejaba oir el final, con sus carcajadas e im-properios; la diátancia entre el personaje y la personadebía de parecerle abismal.

Las comedias de los ingenios contemporáneos te-nían eátos títulos: La mujer más penitente y espanto decaridad, la venerable bermana Mariana de Yesás, hijade la venerable orden tercera de penitencia de NueítroPadre San Franciseo de la ciudad de Toledo.— Sin el oropierde amor, imperio, luítre y valor.— Riesgo, esclavi-tud, disfraz, ventura, acaso y deidad.— El hombre bus-ca su eítrago,I anuncia el caítigo el cielo,I y pierde vida

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e imperio,I Focas y Mauricio. Eftos títulos alternaban,repito, con La esclava de su galán o El alcalde de Za-lamea, sin que el público discriminase entre unas cali-dades y otras. El teatro era un desahogo de violencias,chocarrerías y hedores, y Lope compartía el éxito conel saftre Salvo o el caballerizo Scoti.

Reformadores

No es mulo que una minoría sensible y avergon-zada—Montiano, Nasarre, Clavijo, Moratín padre, Ca-dalso, García de la Huerta, Aranda— tratase de ponerremedio. La primera viaoria sonada del buen gugtofue la prohibición de los autos sacramentales, en 1765.

Menéndez Pelayo nos ha enseriado a ver, en laresigtencia que el público opuso a las innovaciones,una especie de viaoria nacionaligta contra los «filóso-fos»; y a considerar la prohibición de los autos comoun acontecimiento atentatorio contra las esencias de lapatria. De egte rnodo, la imagen hiftórico-literaria vi-gente consigte en la oposición entre un pueblo entu-siagta de los grandes maegtros del XVII y una éliteantipática y extranjerizante, entre un público galvani-zado por los migterios religiosos del Corpus y unosreformadores impíos. Sin embargo, los hefflos parecenmás cornplejos; no se enfrentaban intereses tan «puros».Ya hernos dicho que idéntico fervor producían Calde-rón que Laviano, Tirso que Latre; que el teatro sete-centigta era un símbolo bochornoso de barbarie; al higto-riar exclusivamente los aspeaos egléticos del litigio delos autos, don Marcelino parece olvidar el clima en que

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é§tos se producían, a la Ladvenant recibiendo el men-saje angélico, entre insultos chocarreros del público.

Ocurrió, sí, que algunos reforrnadores eran másvehementes que sagaces, y que, en el furor de las polé-micas sobre el teatro nacional, arremetían, no sólo con-tra lo circunštancial, sino contra el arte mismo de susgrandes creadores. Mas, de su falta de talento crítico,no puede seguirse una condenación sin atenuantes. Nose equivocaban en su finalidad sino en sus bases departida, ajugtadas al modelo cultural y social francés.Pero su supuegto error ni era exclusivo ni injugtificado:lo mismo ocurría en toda Europa; al vacío que la ex-trema degradación del arte barroco había produci-do en los diversos países, se respondía con una deman-da a Francia, y a la tradición clásica italiana. Los Mo-ratines nada tenían contra Lope; le censuraban jugta-mente su extravíos; injugtamente, cuando le recrimina-ban el no haberse sornetido a las reglas; pero lo leíancon avidez. Don Nicolás alcanzará sus mejores momen-tos líricos cuando sigue de cerca el vuelo del Fénix.Y de don Leandro, dirá su amigo Silvela que tributabaa Lope de Vega «una especie de culto en su corazón». 8

No cabe, por tanto, confundirlo en la masa de los es-parioles que intentaban hacer dimitir al país de sus glorias.

El contexto higiórico en que surge y se desarrollala obra de Moratín era, pues, sumamente abigarrado ydeleznable. Los reformadores que le precedieron ha-bían fracasado porque el vacío de tradición que produ-cían intentaban llenarlo con obras mediocres, encorse-

7 La historia bteraria será manca mientras no caree las obras con eloblico y las ctrcunstancias soctales en que aquéllas se producen. El proble-ma de los autos sacramentales debe ser planteado desde estós supuestos,aun en su apogeo del siglo anterior.

8 D. P.,1,23 Vid. Joaquin de Entrambasaguas, El lopismo de. Moratín,�R �, � �F �. � �E �. � �X �X �V �, � �1 �9 �4 �1 �, � �p �a �g �s �. � �1 � �— � �4 �5 �.

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tadas en las reglas, pero sin garra. Como única excep-ción, como precedente que marcaba el futuro camino,eátaba sólo La Raquel, de García de la Huerta, en laque un lenguaje nuevo y una eátruaura drarnática «mo-derna », se ponían al servicio de un tema de raigambrenacional. La proeza de Huerta no tendrá continuadorhaára Moratín, si bien en género y con ademán muydiversos.

A pesar del breve encuadramiento que la limita-ción de tiempo me impone, creo que eáramos en con-diciones de comprender la causa de que las minoríasdieciochescas colocasen a don Leandro a la par del pri-mer escritor teatral de Francia. Nueárro autor venía aasumir, en el género cómico, casi medio siglo de tan-teos poco felices, helos en busca de una fórmula dra-mática que eftuviera a la altura de los tiempos, es decir,de los ideales de vida y de los niveles de conciencia quese habían desarrollado en Esparia en la época de CarlosIII. Era el escritor que, alcanzando una talla europeaen cuanto a su «manera» y a su eátética, se incardinabaen la sociedad espariola de su tiernpo, como un resul-tado. Mutois mutandis, es algo parecido a lo que, unsiglo más tarde, acontecerá con Benavente, dramaturgoque da forma a la materia espiritual que resulta de laReltauración.

Por lo demas, el triunfo de Moratín fue efímero,porque el preátigio popular en nueátra patria ha demantenerse en conátantes escaramuzas con el público,y don Leandro abandonó el quehacer teatral con pocasviaorias y demasiado pronto. Ni siquiera pudo conáti-tuir escuela; en su discípulo inmediato, Martínez de laRosa, luchará viaoriosamente, contra la asimilación delmódulo moratiniano, el empuje incontenible del Ro-manticismo.

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Neoclasicismo a ultranza

Del rápido eštudio de las obras de Inarco Celenio,de su motivación y de su sentido, vamos a ocuparnosen la segunda parte de egta lección. Digamos, comocarafterización general, que todas se ajuálan estreffia-mente al patrón neoclásico, tal como había sido com-pendiado por Boileau. Encontraremos, pues, en sus co-medias, deleite e ingtrucción, juego e ilugtración moral;hallaremos también imitación verosímil de la realidad.Don Leandro no fue tentado por la tragedia; no he en-contrado, en sus numerosas confesiones, ninguna rela-tiva a egta aftitud suya, tan singular entre los neoclá-sicos europeos; sin duda, hay que buscarla en razones desu carkter, que le aproximaba a Moliére y a Goldonimás que a Voltaire y Metagtasio. «La comedia —nosdice Moratín— pinta a los hombres como son, imitalas cogtumbres nacionales y exigtentes, los vicios yerrores comunes, los incidentes de la vida domégtica; yde egtos acaecimientos, de egtos privados intereses, for-ma una fábula verisímil, ingtru¿tiva y agradable». 9 Lasociedad descrita pertenecerá a lo que él llama la «cla-se media», y sus fábulas y problemas no serán nuncasublimes, horribles, maravillosos ni bajos.

Ante la expresión lingííltica, observamos la mis-ma moderación, condicionada también por la verosi-militud; en prosa, un diálogo sin excesivo embelle-cimiento ni caídas en lo trivial; en verso, el empleopreponderante del romance, que permite la máximasencillez.

Y como es natural, además de todas egtas condi-ciones, don Leandro observará devotamente las tres

9 Obras, 320.

r6

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unidades: ‹‹una aecián sola, en un lugar y 1111 dia »

mo había enseriado Nicolás Boileau.La convicción neoclásica de Moratín fue maciza

e insobornable. Ya en su vejez, su fiel amigo D. Ma-nuel Silvela le acusaba de haber procedido en eá.ta ma-teria con escrúpulos de monja, y le argumentaba conque no debía concederse a una comedia la irnportanciade un congreso. Pero Moratín no era atacable por eseflanco; había ocupado buena parte de su vida en me-ditar y egtudiar las normas clásicas, en sus modelos emi-nentes y en los preceptigtas, y para él la comedia poseíamu¿ha, mudiísirna rnás gravedad que un congreso. Erala clave central, la piedra maeftra de la regeneraciónmoral del país; y en la observancia de las reglas, víaúnica de la perfecciem, no podía permitirse el más levepecado. El se sabía algo más que un mero artigta; erael símbulo de un arte que congtituyó la razón de suexigtencia. Jamás se extinguirá en él el amor al teatro;cuando ya había renunciado a los amargos placeres dela creación dramática, lo veremos ir, sin haber cenadoa veces más que un vaso de agua, a ocupar su lunetaen una sala de espe¿táculos.

Escasez de obras

Egto nos lleva de la mano a considerar un intere-sante problema ya aludido: el de la escasísima produc-ción de Moratín. Silvela alaca efta limitación a losrigores de su fe neoclásica, que congelaron su fértil in-genio. C),Liizá no ande descaminado el ilugtrado pedagogo,pero no nos parece razón suficiente. En otro lugar desu apasionada biografía, cuenta cómo solía llamar pere-

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zoso al viejo don Leandro, «diciéndole que se engariabasi creía que cinco rniserables comedias y dos malastraducciones bagtaban ni aun para obtener el grado de

en la carrera cómica». Moratín contegiaba enbroma, hagla que un día se puso serio, y le replicó a suamigo: «El teatro espariol tendría, por lo menos, cincoo seis comedias más, si no me hubiesen hogiigado tanto».Se refería a las denuncias al Santo Oficio de que fuevíaima, con ocasión del egtreno de El sí de las ni1as,y a otras mil insidias. Asqueado, rompió Moratín elplan de cuatro o cinco comedias que tenía trazado, yno volvió a ocupar la pluma en más obras originales.Tenía entonces cuarenta y seis arios, y egtaba en la cum-bre del talento y de la fama.

Poco después, sobre Esparia y sobre él se abatic-ron todas las calamidades. A su inaáividad como pro-tegta, se sumó otra razón inhibidora: el temor. Desdesu refugio barcelonés rogará que no se airee su nombre,que nadie lo recuerde, porque ello puede traerle másdesgracias.

Sin embargo, pienso que su temprano y definitivosilencio debe atribuirse a razones más hondas. En unescrito reciente, he serialado un rasgo que parece ver-tebrar el espíritu de Moratín 10; es el que los caraáe-rólogos llaman resignación presuntiva,consigtente en unrendirse por anticipado a la adversidad. El extremo dra-mático de egta aaitud lo hallamos en mufflos suicidas, quese entregan a la muerte antes de ver zarandeada, humi-llada, su delicada intimidad por acontecimientos quejuzgan fatales. El propio Moratín fue suicida frugtrado,en tres ocasiones, por lo menos.

10 �0�R�U�D�W�t �Q���U�H�V�L�J�Q�D�G�D�����D�O�Q�V�X�O�D���‡���Q���ƒ���������������D�E�U�L�O��������������

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Pues bien, con egta nota cle su carUter, que Co-rresponde al tipo de sentimental introvertido en la ter-minología de Le Senne, podemos interpretar aquellaruptura de Moratín con el arte dramático, en la madu-rez y en la gloria de sus cuarenta y seis años, como untípico gefto de resignación presuntiva. Cuando consi-deró que Espafia era irreditnible, cuando ante sus ojosilušlrados se desplegaron la barbarie, el fanatismo, laignorancia, la crueldad de aquellos días de la guerray de la viaoria, se entregó voluntariamente al silen-cio, matando en sí mismo al poeta. El revegtirá luegoelte silencio con dos nombres jugtificadores: miedoy repugnancia. Ocurría, ni más ni menos, que, antevientos adversos, él mismo había apagado, presuntiva-mente, la llama creadora.

Clasificación de las comedias

Las comedias de Moratín pueden ser diftribuidasen tres apartados, correspondientes a tres máximas pre-ocupaciones del poeta. En el primero, figura un grupode tres: El viejo y la nit1a, su primera obra, escrita alos veintiséis arios; El sí de las niiias, eftrenada, segúnse ha dicho, a los cuarenta y seis; y El barón. El segun-do y el tercer apartados e§tán congtituidos por una obra:La comedia nueva y La mojigata, respeEtivamente.

En todas ellas, encontramos un mismo motorcreador, semejante técnica—que no es ocasión de anali-zar—, idéntica intención docente, la misma sátira con-tra la hipocresía, un mismo ideal humano: el de la cor-dura, el de la prudencia, en don Pedro, en don Diego,en don Luis, en Murioz, que son curiosas encarnacio-nes del honnéte—bomme a la caftellana. Sobre algunas

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de eátas comedias,« vemos proyeaarse, más o menosatenuada, la sombra de Moliére. Pero la carga de inte-reses que ha volcado Moratín en cada una de eštasobras, júštifica la anterior ordenación, según vamos aexaminar con rapidez.

El viejo y la nffia

Las tres obras del grupo primero resuelven escé-nicamente una obsesión moratiniana: la de que la con-ciencia de una muchacha no debe ser violentada a lahora de aceptar marido. La cueftión, planteada desdenueftro aftuales supueftos, resulta de una gran triviali-dad; pero hay que situarla en su contexto hiátórico, enel seno de una conciencia social que concebía el matri-monio como transacción y pa¿to de intereses, para quecobre su rango verdadero. Creo sin embargo, que elaliciente mayor de eftas tres comedias, o, si se prefiere,de El viejo y la naía y de El sí de las naías —ya queEl barón, hafta al propio autor le parecía obra delez-nable— reside en el teátimonio que dan sobre el carác-ter, sobre el «caso humano» de don Leandro. Aun nosiendo insensibles a las delicias eátéticas, al garbo y a lagracia de eftas tres comedias, no podemos evitar el sen-tirnos preferentemente atraídos por su teftimonio acercade la persona del autor.

El viejo y la niiía, nos describe la hiftoria de unamulala, Isabel, a quien su maligno tutor ha casadocon un viejo muy viejo, don Roque, celoso, impertinen-te y cruel. Pero la nifía eftuvo tiernamente enamorada,antes de su matrimonio, de un joven apuefto, Juan, elcual llega a Cádiz, y se inštala, por razones de negocios,en casa de la desigual pareja. Entre Isabel y juan, brotan

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primero los reproles y des pués las protellas de un amorrenovado. Don Roque sospela, y trata de complicar ensus ridículas vigilancias a su criado Murioz, anciano re-garión y arnable. Sin proponérselo, Moratín cae en ladoble acción. Porque tan interesados corno en la solu-ción del irresoluble triángulo —un marido legítimo,una mujer cagta y un amante honrado— egramos anteel proceso dialéaico entre amo y criado, entre el dine-ro y una conciencia reaa que resi§te al soborno. Haylarvada en e§ta comedia una protelia, dieštramente con-ducida por Moratín; el pobre Murioz no tiene más queingenio y a§tucia para defenderse, y al fin saldrá digna-mente de la prueba. Otro más apocado, se habría some-tido, y el dinero habría curnplido su más atroz objetivo:doblegar conciencias.

Pero volvarnos a la acción principal; ni Isabel niJuan egtán dispuegros al adulterio. Y cuando Roque, enuna de las más crueles y violentas escenas del teatroespariol, obliga a su esposa a fingir desamor a Juan,élte se marcha para siempre. La niria, que ha triunfadode sí misma pero ha sucurnbido a la malicia del viejo,decide irrevocablemente ingresar en un convento.

Según vernos, el desenlace es perfeaamente decen-te. Al ser representada la obra en Italia, el público lohalló demasiado «auftero y melancólico, y poco análogoa aquel flexible y cómoda moralidad que es ya peculiarde ciertas clases en los pueblos civilizados de Europa»,comenta Moratín. El traduaor, Signorelli, mudó, envigta de ello, el desenlace; hemos de suponer que deci-dió o planteó al menos el adulterio. Con lo cual, ase-gura D. Leandro, «incurrió en una contradicción deprincipios tan manifiešta, que no tiene disculpa»

Obras, 336.

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Comedia sin amor

Moratín operaba siempre desde unos principiosmorales re¿tos y honegtos. Pero ello era fruto de unaconvicción racional, tanto como de una contextura aní-mica sumamente peculiar, que determina en él una ten-dencia inequívoca hacia la templanza. El mismo lo pro-clama mudias veces: «Mi carafter es la moderación»,decía en 1821 a Silvela. En todo era D. Leandro mo-derado y hafta cobarde: se había congtituido en prisio-nero de sí mismo, y necesitaba de un orden egtablepara que su intimidad pudiera sentirse segura. Cualquiersituación que la enajenara, que le expusiera a no sercompleto duerio de su espíritu, fue siempre siftemáti-camente evitada por él.

En El viejo y la nilia, si hemos de creer —y me-rece entero crédito— al confidente de Moratín, juanAntonio Melón, el poeta ha transuftanciado un episo-dio que vivió realmente. Melón, en efefto, en las Desor-denadas apuntuaciones que escribió sobre su amigo,inserta efta noticia: «Cuando hacía El viejo y la niiia,nos enseriaba a Eftela y a mí cartas de una seriorita quele quería, y a quien él llamaba Licoris...; efta serioritase casó con un viejo; y a D. Leandro le sucedió aquellaescena El viejo y la niña, en que dice el viejo:

Entro, y la encuentro poniendounas cintas a mi bata,y a él, entretenido en verlas pinturas y los mapas» 12,

Se trata del momento en que don Roque ha oídohablar acaloradamente a su huésped y a su esposa, en

12 a p., III, 386.

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una habitación; el burlado amante está pidiendo expli-caciones a su amada, pero, al entrar el viejo, ambosfingen normalidad.

No caeremos en el ingenuo error de atribuir ver-dad objetiva a lo que nos cuenta la comedia, ni siquie-ra en su planteamiento. Juan no es Moratín, pero es laimagen exada que éfte se formaba del amante pueáloen aquel difícil trance de ver irremediablernente perdidaa la mujer amada. juan ni siquiera insinúa a Isabel el logrooculto de su amor: se litnita a resignarse. Egte sí que esdon Leandro, viviera o no la situación de la farsa. DonLeandro no altera un orden legal y socialmente ešia-blecido; sufre y huye. Todo antes que adquirir un com-promiso, que elar una cadena a su espíritu. Por eso leparecía intolerable la adaptación de la comedia que ha-bía helo Signorelli para el público italiano.

Se rne objetará que no estaba realmente enamora-do de Licoris, y que, al crear a Juan, no ha podidocomunicarle un ardor que efeCtivamente no sentía. Na-da más exa¿to: ni siquiera pudo inventar un galán ar-diente, por absoluta incapacidad de imaginar cualquiertipo de enajenarniento. Juan es fidelísinno trasunto dedon Leandro, puesto éste en el extremo hipotético deamar cuanto podía. Pero es que podía poco. Obsérvenselas palabras de Melón: «nos enseriaba... cartas de una se-riorita que le quería»; era, pues, ella quien ponía lospuntos a don Leandro. El se sentía halagado, y hastaparticipaba en el juego; no podemos imaginar otra cosa,dada su incapacidad para el amor. Su erotismo no pare-ce haber remontado nunca la fase estriaamente bioló.gica; no le era posible rebasar los límites del afeao o dela ternura, confusamente mezclados con un legítimo or-gullo varonil, si obtenía respuesta.

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, Moratín es un ejemplo insigne de poeta desamo-rado. En su lírica no hay un solo poema estrielamenteamoroso. Cuando tenía veintisiete arios, es decir, cuan-do acaba de terminar su «flirt» con la niria que casócon un viejo, visita Valclusa, escenario de ilustres amo-res poéticos. Y escribe enseguida a otro gran desamo-rado, jovellanos, estas reflexiones: [ Los imitadores dePetrarca ] «se olvidaron de que nadie pinta bien la pa-sión de amor, si no está muy enamorado. El que no lasienta, no trate de fingirla, porque será enfadoso y ri-dículo». 13

En sus comedias, abundan los enamorados fingidosmás que los verdaderos. Así, el barón simulando unamor que no siente por Isabel, para asegurar su dote;don Claudio, repitiendo con Inés ese mismo juego, enLa mojigata; el pedante don Hermógenes, confiado enlas posibles ganancias de su futuro curiado, mientrasentretiene con palabras de amor a Mariquita, en Lacomedia nueva. Si además de egtos simulados amantes,los hay verdaderos (don Carlos, Leonardo...), su triun-fo no resulta de una pasión arrebatadora, sino quees un fruto secundario: de una generosa renuncia, enEl sí de las niñas, o de la conjuración de un engario,en El barón.

Y , sin embargo, salvo en La comedia nueva, enque el tema erótico apunta sin desarrollo, el amor ocu-pa extenso espacio en las obras moratinianas; carece deempuje y nervio, pero es prolijarnente considerado. Locual significa a las claras, que Moratín no siente el amorcomo pasión, sino como preocupación. Podía amar has-ta el lírnite en que el sentimiento se transforma en arre-bato, hasta el instante en que la intimidad del alma debe

13 Ibid„ II, 92.

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abrirse. En ese punto justo se detenía don Leandro.Alude varias veces, en su correspondencia, a enamo-ramientos fugaces; nos falta el testimonio de un granamor que, evidentemente, no sintió nunca. En general,los sentimentales, es decir, los ocupantes exclusivos desu alma, son malos enamorados.

El sí de las nirias

A pesar de lo cual, por los manuales anda la es-pecie de que experimentó una gran pasión por la famo-sa Francisca Muiíoz. Vamos a asomarnos, con pudor ycuriosidad, a estos pretendidos sentimientos, de los quepasa como trasunto literario El sí de las nirias, a partir,�V�R�E�U�H���W�R�G�R�����G�H���‡un meticuloso trabajo de Escosura 14.

Según D. Patricio, la citada comedia narraría, bajo tras-parentes velos, el amor que Moratín sintió por Paquita,favorecido por la madre de ésta, María Ortiz. Moratínsería don Diego, Paquita habría conservado el nombre,y la indiscreta dofia María se habría convertido en dofíaIrene. Da por válidas todas las circunstancias argumen-tales, y supone que la nifia no correspondía a D. Lean-dro, porque el desnivel de edades era notable, y espe-raba o vislumbraba más gallarda proporción. El poetahabría descubierto, al fin, la imposibilidad de sus preten-siones, y se habría retirado con el corazón lacerado ylágrimas en los ojos.

14 Moratín en su vida íntima, «La ilustración espahola y americana ., XXI,1877, pgs. 47, 207, 230, 305 y 370. Véase también, para esta cuestión,F. Rulz Morcuende, prólogo al teatro de Morattn, .Clasicos Castellanos»,1924, pgs. 61 y 66.; J. L. Cano, Amores de Moratín, InsuLa, n,' 161, abril,1960,

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Pero a eáta interpretación se opone una importan-te dificultad cronológica. Y es que, cuando El sí de lasnirias se direna, en 18o6, Moratín no ha suspendidosu «flirteo» con la dama. El buen don Patricio tienesoluciones para todo: es, viene a decirnos, que donLeandro había barruntado lo que iba a ocurrir, e ima-ginó un desenlace para su comedia que, luego, desdi-ladamente, se repitió en la realidad.

Asombra y cautiva el candor de egte tipo de in-terpretaciones, una más entre las mulas de que hansido víEtimas tantas obras literarias. Eátas, salvo en rarí-simas ocasiones, aunque se apoyen en realidades circuns-tanciales, no dan testimonio de tales realidades, sinodel temple espiritual del artiáta que las evoca. Comoantes hicimos con la hiátoria del viejo e Isabel, intente-mos ahora descubrir algunas facetas del alrna complica-da de Moratín, a propósito de El sí de las nirias.

Francisca Murioz y Moratín

Conocemos la fela en que Inarco Celenio conocióa la mulala; su diario, el día 2 2 de mayo de 1798,puntualiza: «A casa de Conde, donde vi a Paquita».El helo de que el nombre de égta no aparezca antes,es indicio, aunque no motivo concluyente, para la an-terior afirmación. Tenía don Leandro treinta y oéhoafíos. Por plausibles computos conjeturales, sabemosque la mulaélia debía de andar por los diez y o¿ho.La diferencia de edades era, pues, grande, pero no es-candalosa, en aquella época de matrimonios entre nifiasy viejos. En la cuenta de valores eátimables de Moratín

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debe cotnputarse su ingenio deslumbrante y su preštigiode escritor máximo, bienquiáto del poder.

Pero hay más: la Murioz no tenía pretendiente ala viáta. Cuando se rompan sus relaciones con el poeta,habrá de aguardar mulos arios haála contraer matri-monio. Tenía ya treinta y cinco, como mínimo, cuandose dirigió por carta a su amigo don Leandro, pidiéndo-le consejo para casarse con un militar gordo y

negación viva del don Carlos de la comedia.Las visitas a la familia Murioz menudearon a par-

tir de aquel día de primavera. Al lIegar el otorio, donLeandro anota en el diario: «Chanzas con Paquita».Es el momento de apogeo máximo de Moratín, el delgoce de su casa de recreo en Paátrana, el del puntualcobro de los beneficios eclesiáálicos, el del respeto uná-nime, con odios que honran. El escritor lleva a Paquitay a su madre al corral de la Cruz. Y ya en pleno ve-rano de 1799, Moratín apunta: «Chanzas con Paquita,a quien di un beso».

Contimían las visitas sin interrupción; en el eátíode aoo, don Leandro hace a la Murioz un regalo muypropio: un abanico. Y en septiembre se lleva a la ma-dre y a la hija a su finca de PaStrana. Por aquellaépoca eátá escribiendo El sí de las nifías; la primeraalusión a ešìa obra, ya terminada, corresponde a juliode aot. Pero el idilio con Francisca continúa, ya queéáta, en oaubre, le acepta «agradecida» unos pendien-tes. La familiaridad con los Murioz es total; en agoltode 1802, don Leandro anota: «Gran disputa con lamadre [de Paquita] sobre viaje»; pero vuelve por latarde a verlas. Así, entre paseos, visitas, representacio-nes teatrales, comidas, finezas y disguálos, va pasandoel tiempo para don Leandro y la niria. Transcurren

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oého arios de relación frecuente y, a todas luces, amo-rosa. A fines de 1806, el ario del egtreno de la comedia,el asunto parece precipitarse. El día 3 de diciembre,Moratín va a casa de su amigo Melón; de la entrevišta,sólo poseemos la noticia: «consulta acerca de Paquita».Seis días después, egia nueva anotación: «Aquí Paquitay su madre: consulta sobre casamiento de Paquita: yotegtamento, ternezas».

Egtas rápidas apuntaciones permiten entrever unaespecie de ultimátum presentado por las Murioz aMoratín. ¿Qué casamiento era ese? ¿Había surgido unnuevo pretendiente? Carecemos de noticias, pero, co-mo ya se ha diého, la mula¿ha no contraerá matrimo-nio hagia nueve ailos más tarde. Resulta obvio pensaren el aludido ultimátum. Y don Leandro, acorralado,sabe escaparse con Dios sabe qué promesas y habili-des emotivas, en que era tan diegtro.

Con todo, algún pretendiente, con pretensión máso menos inmediata, debía de haber entrado en el hori-zonte de Francisca, lo cual pudo congtituir el pretextopara obligár a don Leandro a que se aclarara. La situa-ción entre poeta y dama quizá se hizo difícil durantealgún tiempo. Moratín pasa los meses de julio y agogtode 1807 en Pagtrana; el 4 de septiembre, regresa aMalrid y visita inmediatamente a los Murioz; Paquitallora. ¿Cuál fue el motivo de su llanto? Podremos ima-ginarlo tres días más tarde; Melón y él salen de paseoen cole, y Juan Antonio le da la noticia de que Fran-cisca se casa. Escuetamente, don Leandro anota: «Llo-ramos; yo trigte». La noticia—lo sabemos—era falsa.¿Fue la última finta de las mujeres para atraer al eva-sivo escritor? Nos tememos que sí. A no ser que elmatrimonio se celebrara realmente—cosa casi impro-bable—y no haya aparecido rastro documental.

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La huída

El diario de Moratín acaba juftamente a principiosde i8o8, y nada podemos saber acerca de cómo con-tinuaron eftas relaciones por aquellos arios decisivos.Cuatro arios más tarde, en 1812, don Leandro aban-dona para siempre Madrid, y comienza su odiseauncido al ejército francés en retirada. Nunca más vol-verá a ver a Francisca, pero mantendrá con ella unalarga correspondencia hafta su muerte. Más de dos-cientas cartas le escribió, a lo largo de trece arios deseparación; las pocas que se han dado a la publicidad,no dejan traslucir el menor veftigio de sentimientosamorosos.

Paquita se había quedado con el retrato de Mora-tín pintado por Goya; y urgía a don Lcandro para quele escribiese a menudo. Efte parece con frecuenciacansado, aburrido, pero acude a darle satisfacción.En 1826, Moratín ha cumplido sesenta y seis aflos, yFrancisca cuarenta y seis; ata tiene las piernas hinha-das y las rodillas tumefaaas. Sin embargo, planea unviaje a Burdeos para encontrarse con don Leandro, quele eha un jarro de agua fría: no vale la pena tantoesfuerzo—viene a decirle—«sólo por ver efta malacara que Dios me dio».

Por fin, cuando Moratín muere, Paquita, doriaPaca ya, hace extremos de dolor. Un buen día, enseptiembre de 1828, se presenta en su casa don Ma-nuel García de la Prada, a ejecutar la última voluntadde Moratín, a arrancarle el retrato pintado por Goya,que debía pasar a la Academia de Bellas Artes. LaMurioz saca una carta de don Leandro, en que la nom-bra depositaria perpetua de su vera efigie. El poeta,

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implacable con lo que no fuera el culto más ren-dido de sí mismo, lo ha olvidado en su última vo-luntad. Y el ejecutor tegtamentario se siente conmo-vido, dice, «por el singular caririo que [la dama] tieneal difunto»; por lo cual, ordena que se le entregue unacopia del retrato, para evitar «un terrible pesar a lahonrada doria Francisca Murioz» ".

Estos son los datos fundamentales de eltas relacio-nes que, insigtimos, pasan por ser la gran pasión defrau-dada de Moratín. Nos preguntamos si no serán la granpasión frugtrada de Paquita. Y entonces, ¿qué nexo exigteentre los sucesos higtóricos y la anécdota de El sí de las

Absolutarnente ninguno. La idea de que talconexión es determinante de la comedia viene rodandotodavía por manuales y aun por rnonografías, cuandoha pasado más de un cuarto de siglo desde el descubri-miento de que la famosa comedia moratiniana es adap-tación cercana de una obrita en un acto de Marivaux,titulada L école des méres (1732)16. José Francisco Gatti,que ha estudiado minuciosamente los detalles de taladaptación17, seriala que el esqueleto argunnental de am-bas comedias es el mismo. Y allí aparecen el futuro ma-rido con sesenta afios y la infeliz doncella con diez ysiete; en la obra espariola, ambos tendrán un ario menos,lo que no corresponde ni de lejos a las edades de Mo-ratín y de Paquita. La diferencia anecdótica más notableentre las dos comedias, motivada por un «escrupulillomadrilerio», consigte en que el joven rival del caballero,su hijo en Marivaux, se convierte en sobrino suyo enMoratín.

15 O. p., III, 372 -3.16 Ismael Sánchez Estevan, Mariano José de Larra (Fígoro), Madrld, 1934,

pg. 54.17 En su artículo Moratín y Marivaux, RFI-I, III, 1941, pgs. 140-149,

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El sí cle las niczs no traduce, pues, al escenariouna parcela biográfica de Moratín; todos los intentosde explicarla mediante las correspondencias literalesFrancisca=Paquita Muíioz, don Diego= don Leandro,deben ser desterradas de una vez ". Y, sin embargo,quizá ni Escosura ni cuantos, tras él, han establecido unarelación entre lo que acontece en la comedia y lo que,en la vida, acontecía al poeta, andaban descaminados. Loque ocurre es que esa relación debe plantearse desdeotros supuestos.

Moratín, con toda probabilidad, quiso a la mula-�K�D�ã�W�D���H�O���O�t�P�L�W�H���T�X�H���O�H���L�P�S�R�Q�t�D���V�X���H�[�L�J�X�D���F�D�S�D�F�L�G�D�G

de amar. Pero, por razones de carkier ya explicadas,�Q�R���V�H���G�H�F�L�G�L�y���²�p�O�����H�Q�W�H�Q�G�i�P�R�V�O�R���E�L�H�Q�²���D���R�W�R�U�J�D�U�V�Hcomo esposo, porque le era imposible otorgar, compar-tir, conceder la más pequeria porción de su intimidad.

18 Reclentemente, se ha intentado otra explicación más original. Efecti-vamente Joaquin de Entrambasaguas, en su monografta El Madrid de Moratín,Madrid, Instituto de Estudius Madrileños, 1960, afirma, basándose en hipóte-sis, que don Leandro sufrió un grave quebranto sentimental cuando, en susaños mozos, su amada doña Sabina Conti, "de la noche a la mafiana y anteel espanto del joven Moratin se casó con su tio don Juan Francisco Conti,que le doblaría la edad y algo más, resultando a su lado un viejo". Este"arnargo dolor" y "desencanto angustioso" se habrian plasmado, medianteuna trasmutación literaria, en El viejo y la niña. Y añade el citado crftico: "Peromucho más tarde, para escribir su última comedia [El sí de las nifias], Mo-radn aún vuelve sobre el tema extrafiamente -para quienes ignoren sus cau-sas-, con esa obsesión del recuerdo juvenil en la vejez; con el deseo de revivirla juventud, que, en el escritor -como en Lope de Vega, en La Ilarotea-, se con-vierte en obra literaria, llevando de nuevo a la escena su inolvidable tragedia,transformada ya en comedia verdadera, porque, al drama, le ha encontradootra solución. Ni lo que sucedió en la vida ni el deseo vindicativo de susprimeras comedias [alude a la desconocida El tutor y a la conservada El viejoy la niñal sino lo que debiera haber sucedido, y de ese modo vivir la ficcióny evadirse de la realidad, merced al perfeccionamiento de su arte dramático,en toda su plenitud, y a la necesidad optimista de su alma que han moldeado�l �o �s � �a �ñ �o �s � �y � �l �a �s � �p �e �n �a �s �" � �( �p �g �• � �2 �2 �) �. � �L �u �e �g �o � �n �o �s � �p �r �e �v �i �e �n �e � �p �a �r �a � �q �u �e � �" �n �o � �i �n �c �u �r �r �a �m �o �sen el frecuente error -acaso buscado por Moratin, si no fue capricho suyo lacoincidencia de nombres- de identificar a esta Paqulta [Muñoz] con la pro-tagonista de El sí de lasnifias, doña Francisca también" (pgs. 24-25).

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En 1795, exclamaba: «¿Qué sé yo adónde iré? Y eštaincertidumbre me anuncia a cada paso la libertad quegozo». Mulos arios después, en 1823, seguirá exhibien-do su soledad con orgullo: «Yo soy un pajarraco huér-fano, sin pollos y sin nido; me mantengo con poco; ya pesar de mis cortos haberes, antes rne sobra que mefalta».

Los mecanismos de la mente son muy complejos,y es muy probable, seguro casi, que la dificultad levan-tada por Moratín como obltáculo para una boda queen modo alguno deseaba, fuese la diferencia de edades,real pero no impediente, entre Paquita y él. En aquelámbito social, ya lo decíamos, eran frecuentes las bodasdesniveladas, y sus consecuencias. Moratín se atrinle-ró en eštas aprensiones, y no se rindió. En sus manoshabía caído la obrita de Marivaux, la historia del hom-bre viejo que fracasó en amor. Como he dicho, no eratanta la diferencia de edades entre él y Paquita; Angé-lique tenía diez arios menos que Francisca, y M. Damistrece más que Moratín. Pero no importaba: la fábulaprueba más y mejor cuanto más polares son sus términos.De que Moratín pensaba en su propia situación, nopuede cabernos duda: ahí egtá la protagonigta, con sunombre alusivo; y ahí egtán esas docenas de detallesserialados por los comentarigtas en la comedia, queapuntan inequívocamente a la familia Murioz, a susamigos y a él misrno. Nueštra hipótesis conduce a su-poner que El sí de las niiias es la resolución literariadel confliao que preocupaba al escritor, la formaliza-ción de sus aprensiones y recelos, los cuales eran, a suvez, produao de la irreduaibilidad amorosa o senti-mental de don Leandro. L'école des méres le vino como

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anillo al dedo; como un anillo que no servía, precisa-mente, de alianza.

Era lógico que doria Francisca no quisiera casarsecon don Diego; pero Paquita Mufíoz, que acepta rega-los, que llora, que va forjando un sentimiento del quedará más tarde conmovedoras seriales, es seguro quesí quería a su don Diego, a su don Leanclro

El sí de las nilas depone, pues, como tegrigo desu autor. El maduro pretendiente se retira, como Juanen El viejo y la nifía, para no crear una situación lí-mite, para que el buen orden no sufra alteraciones.Sólo que aquí, en el suceso real que, injertado en unaobrita de Marivaux, se vislumbra en la escena, el buenorden habría requerido, si mi interpretación es exaEta,la boda del caballero rnaduro y de la dama. Entendá-monos: el orden vigto desde fuera de Moratín. Desdedentro, consigría en lo que de veras ocurrió: en que elpoeta no abatiese el menor reducto de su espíritu. Enél, libertad se identifica con intimidad intaEra. El sí delas niiías no es una crónica sino una mixtificación, unafragante excusa. Con egra obra, concluye don Leandro,como dijimos, su quehacer dramático; y echa el cierretambién, preconcebidamente, al curso de sus amorescon aquella fiel y encantadora Francisca Mufíoz, a laque un día, ¿hanceando, le había robado un beso.

19 Ya hemos señalado como, en las cartas de Moratín a Paquita, no hayhuellas de sentimientos amorosos. Esto confirma el carácter de huída que tu-vo el cese de sus relaciones. El poeta, que habta chanceado con la muchachay la había besado, se convierte de pronto en amigo forrnal y distante, fastidia-do, incluso, por la asíduidad en la correspondencia que le exigta la Muñoz.Si él hubiera sido el rechazado, ¿no se habría filtrado, entre tanto testimoniode afecto familiar, un reproche, una insinuación, un indicio mínimo de des-pecho o de amor? A partir de 1806, Moratín abre una cuenta nueva en sus re-laciones con Paquita, en que lo eróttco se evita con sumo cuidado.

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La comedia nueva

�0�X�\�� �G�L�Y�H�U�V�D���� �K�D�ã�W �D���H�O���S�X�Q�W �R���G�H���S�R�G�H�U���F�R�Q�ã �W �L�W�X�L�Ucon ella un apartado, es La comedia nueva, elirenadaen 1792. No voy a entretenerme en el examen de egtaobra, que situó definitivamente Menéndez Pelayo en elcontexto de la eáiética diecioffiesca. Me interesa sóloadivinar por ella el temple de su autor al crearla, lossupueátos psicológicos desde los cuales se ha atrevidoa escribirla. Porque, ¿de dónde ha sacado fuerzas, él queera la moderación misma, para plantear combate al ejér-cito malhumorado de legos que se enserioreaban delteatro?

Pocos arios antes, en 1787, escribía desde París aaquel desaforado y generoso peleón que fue Forner: «Tucarta del 21 del pasado me ha pueáto de muy mal humor,querido Juan, porque veo que no desiátes del emperioimposible de aplagtar y confundir a los pedantes vocin-gleros, a los poetas y a los escritorcillos de panelucrando... Déjalos que garlen y disputen y traduzcany compilen y empuerquen papel y fatiguen los tórcu-los. A ti, ¿qué te va en ello?... Nadie irrita en Espariaimpunemente a los bi¿hos ponzoriosos; porque, si nopueden con la pluma, te herirán con la lengua... Créeme:no son los otros los que deben ni pueden enmendarse:eres tú» 2°. Dos arios después de enviar eáta carta, Mo-ratín comete una insigne imprudencia, si la medimosdesde las afirmaciones de la epígtola: publica La derrotade los pedantes, contra los escritores éhirles, y, no con-tento con egto, otros dos arios más tarde, insigte conLa comedia nueva. Es difícil resolver eáte cambio deaftitud.

20 0. p., II, 96-97

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La derrota parece el fruto de una renuncia. Comoes sabido, Moratín modešto oficial de joyería, decididoa librarse del taller y a hacer carrera en las letras, obtu-vo por intermedio de Jovellanos la plaza de secretariode Cabarrús, con el que viajó por Francia. Era un co-mienzo brillante, esperanzador; en París, en egte inci-piente amanecer de su bienegtar, fue donde escribióaquella carta a Forner. Pero, de pronto, todo se vinoabajo con la caída de Cabarrús. El joven secretarioquedó de nue vo disponible, y no tuvo más remedioque reintegrarse a su artesanía. A egte momento dedesilusión y desánirno, aumentado con el fracaso de suintento para eftrenar El viejo y la niñ:a, corresponde lafamosa sátira, género para el que egtaba bien dotado,y en el que había conquiltado un lauro académico, en1782, con su Lección poética. Don Leandro juzga, qui-zá, que nada tiene que perder, y arremete contra elrebario de infarnes copleros.

Pero a aquel accidente sucede un rápido carnbiode fortuna, con la protección del die-tador Godoy. Pordecisión de élte, la censura abate sus armas, y anteellas pasa viEtoriosa la comedia antes proscrita. El favo-rito real apuntala sólidamente la flaca economía deMoratín, mediante un beneficio en Montoro y unapensión con cargo a la mitra de Oviedo. Es comedió-grafo aplaudido, y goza de bieneltar. Don Leandro, sindudarlo un inItante, compone La comedia nueva paraescarnio público de los malos autores drarnáticos, ycomo apología de la fe neoclásica que profesa.

La obra, pese a la agitación que produjo en el¿harco de ranas poéticas, triunfó; su autor se sientedesignado para más altos fines, y solicita y obtiene unapensión, con el fin de viajar por el extranjero y empa-parse de luces. Marla a Francia, pero sale huyendo

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del terror. Pasa el Canal, y se ingtala en Londres. Des-de allí, su degtino de oráculo del teatro espariol se lemueltra como evidente, y dirige a Godoy un memorial,pidiéndole la plaza de direEtor de los teatros, con elpropósito de proceder a una reforma radical de losmismos. Su memorial, sometido a informe del corregi-dor de Madrid, naufraga 21. Pero lo que nos interesa delhelo es que nos permite vislumbrar el optimismo ple-tórico y agresivo que posee a Moratín efte ario de1792, en que egtrena La comedia nueva y escribe elmemorial.

La comedia nueva es el tegtimonio más claro deaquel 'absolutismo que Alcalá Galiano denunciaba enInarco Celenio. Con ánimo generoso e ingenuo, Mora-tín se emperia en la revolución desde arriba: desea co-rregir con el poder. Su comedia solicita tanto comoataca; pide al favorito que le allane el camino con lafuerza, para que él pueda sembrar las semillas de unaregeneración cívica. Desea vencer sin ldhar: es típicodel carkter sentimental. Moratín sólo hubiera egtrena-do egta comedia cuando lo hace, egto es, sabiéndosesólidamente respaldado; o bien, en un período de defi-nitivo abatimiento. Porque ambas cosas, el sumo podero la suma renuncia, son las que le hacían sentirse segu-ro, egto es, libre.

Un nuevo ataque: La Mojigata

Terminemos con un breve examen de La mojiga-ta, desde egte punto de vigta que nos ha servido para

21 vid, P. Cabañas, Morstín y la reforma del testra rle su tiempo, Revisra deBlbllografía Naclonal, 1944, V, 63-102.

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observar las regiantes comedias, egto es, tomándola co-mo posible vía de acceso a la intimidad de Moratín.En ella vuelve a plantear el autor su vieja defensa delos derelos de la mujer a no aceptar marido por ajenaimposición; pero, si no la hemos incorporado al primergrupo de comedias, es porque aquel tema queda práai-camente ahogado por el desarrollo de otro rnuy espe-cial, a saber, el de la crítica de ciertas formas de hipo-cresía religiosa.

Argumentalmente, La mojigata es la más comple-ja de las obras moratinianas. Además de influjos nacio-nales, puede observarse el de Adelfos, a través deL'école des maris, obra que, como es sabido, adaptó alcaftellano Moratín. Efte cuadro argumental se enrique-ce con evidentes deftellos del jartuffe y del Dom guanmolierescos.

Aunque egtrenada en 1804, diha comedia fuecompuefta hacia 1791; es, pues, rigurosamente contem-poránea de La comedia nueva; en ambas, según parece,se ocupó don Leandro durante una larga estancia enPastrana, a poco de conseguir la protección de Godoy.Como la comedia de los pedantes, la de Clara la piado-sa parece fruto de aquel espíritu en plétora antes des-crito. Desde el postulado de que el teatro es escuela decoltumbres, Moratín se mete a reformador; lleva entreceja y ceja el mismo aborrecimiento que sentía Moliérecontra los falsos devotos.

Es muy difícil y muy aventurado recongtruir unaimagen, siquiera sea aproximada, de la religiosidad deMoratín. No hay pruebas concluyentes de que seacierto aquel diaamen de Alcalá Galiano, según el cual,era «laxo por demás, si hemos de tener por teltimoniosus obras, donde se complace en satirizar no sólo la su-perftición, sino la devoción, como dejando traslucir lo

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que calla». Pero tampoco hay razones definitivas queoponer a don Antonio. De nifío, fue educado Moratínen principios criátianos; a sus veintitantos afios, lo ve-mos asištir a ceremonias religiosas, oyendo misa y con-f esando. En Inglaterra, no abandona egtas prkticas.Pero nada nos dice Silvela, teátigo de su agonía, de quehubiera reclamado en tal trance los auxilios de la reli-gión; y tampoco en su tegtamento figura ninguna profe-sión de fe 22

En su Viaje a Italia, realizado con la pensión quele concedió Godoy por la época en que compuso Lamojigata, se leen eltas palabras reveladoras: «Habiendohablado de los espeftáculos de Roma, no es posible pa-sar en silencio el de la bendición del Papa... La inmen-sa plaza de S. Pedro, lánica en el mundo, se llena depueblo; la tropa de infantería y caballería forma uncuadro a la entrada del gran templo Vaticano; se apa-rece en una ventana, sobre la puerta principal de laiglesia, el Papa, cubierto de preciosas vegtiduras, coninitra episcopal en la cabeza, levantado en unas andas,rodeado de prelados de las religiones, obispos, arzobis-pos, cardenales, cortesanos, criados y guardias: su pre-sencia suspende el rumor popular. Todo es silencioreverente; se levanta en pie, y alzando el roátro y losbrazos al cielo, bendice desde aquel trono de majegtada todo el orbe católico, redimido con la sangre de J. C.,de quien es Vicario y Pontífice en la tierra; al eiShar labendición, se poátra humilde aquella inmensa multitud,y al acabarla, suenan inftrumentos militares, campanas,voces de alegría, y retumban a lo lejos los cailonesde la mole Adriana. En Asia podrá haber algo que se

22 Cfr. Menéndez Pelayo, Historie de los heterodoxos espeñoles, Ed. Nac.V, 332.

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parezca a egto; pero en lo reftante del mundo, no haysoberano que se presente a su pueblo con tal grandeza,ni que, reuniendo el imperio y el sacerdocio, aparezcaa sus ojos como padre, como príncipe, como intérpretede las voluntades de Dios, y dispensador en la tierra desu perdón y sus beneficios». Y concluye con eftas sig-nificativas frases: «Así es que, por más que reflexionela filosofía, no es posible asiftir a egta función sin sentiruna conmoción irresiftible de maravilla y entusiasmo»

No dispongo de espacio para interpretar porme-norizadarnente eáte texto. Pero resulta claro que en éllate un sentimiento emocionado. Sin embargo, seríaosado atribuirle fundamento religioso; rnás bien pareceobedecer a motivaciones eftéticas; y hafta se percibe unintento de refrenarlo, en aquella explícita comparacióndel Papa con los soberanos de Asia. Con todo, hay unmomento de rendición final: «por más que reflexionela filosofía...».

Moratín, en todas sus obras, parece vivir en elvaivén que refleja el pasaje anterior: las luces, por unlado, y una religiosidad heredada y familiar, de la queintenta liberarse mediante la ironía o su conversión enmateria eltética. Pero, además de un sentimiento perso-nal, la religiosidad conftituye un problema social, quematiza muy peculiarmente la convivencia en la tierrahispana. En general, los iluftrados claman por una re-generación del espíritu crigtiano, por una reftitucióndel mismo a una pureza incontaminada de supergricio-nes y creencias pararreligiosas ". En la exigencia, unensus fuerzas hombres fervientes, y sospelosos de laxi-tud como Moratín. La mojigata, no tiene otro sentido.

23 0. p., III, 587.24 efr. J. Sarradh, L'Espagne éclairée de la seconde jnoitié du X vIII e siècle,

Parls, 1954, pgs. 613 y ss.

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Desde aquel sólido baluarte que ocupa en 1792, el afioadmirable de su vida, dispara sus armas contra los ene-migos del progreso literario y contra la impureza reli-giosa. La razón de que un crey ente a medias exija delos demás creencias robuátas y sinceras, me parece ob-via: una religiosidad vivida desde la caridad y las mássólidas virtudes criátianas, piensa Moratín, y con él losiluátrados piadosos o impíos, deja de conátituir un obs-táculo para la vida civil, pueáto que éáia no se verá en-turbiada por la hipocresía y otras formas seudoespiri-tuales, que tantas veces medran a la sombra de lareligión. Es cierto que hubo mulos esparioles en aqueltiempo que ironizaban y atacaban con los designios deVoltaire. No creo que Moratín, cantor de la Virgendel Pilar o de Lendinara fuese uno de ellos. Sus cantoseran purarnente eátéticos: evidente; pero ahí eátán comosíntorna de que su irreligiosidad no era combativa. El,lo sabernos ya, no eátaba dotado para combatir, si delhostigamiento podía seguírsele réplica. QL.rería paz,ilustración y concordia; deseaba en los demás unas for-mas espirituales sinceras y honradas, que dejaran intaaossus secretos del corazón. En suma, una religiosidad queno fuera ni agresiva ni inculta.

Insisto en que éste me parece el significado deLa mojigata: un ataque contra la hipocresía, como me-dio de autodefensa. Algo singularmente parecido a laaditud de Moliére, prornovido por causas semejantes.

Conclusión: Un fugitivo

Hemos pasado revista a las principales obras deMoratín, con la intención de acercarnos un poco a

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aquella alma difícil y eminente. Lo hemos visto ata-car, desde sólidas posiciones, con La comedia nuevay La mojigata. Pero el ataque no era el fuerte de donLeandro; necesitaba tener previamente rendido al ene-migo, con el poder y con la fuerza, en caso preciso.Su objetivo era imponer las luces en y con la comedia.Tipifica así exaaamente al ilustrado despótico de sutiempo. Pero lo hemos visto defendiendo lo que más leimportaba: su intimidad. Retirándose, con el don juande El viejo y la nila y el don Diego de El sí de lasniiias; escapando de todo posible compromiso de suespíritu, para que nada ni nadie pudiera compartirlo odesmantelarlo.

Escapa siempre. Huye del amor, cuando a él pare-cía tener derefflo Francisca Murioz. Huye de la corte yde la patria, cuando los vendavales políticos le hubie-ran desnudado el alma, y le hubieran arrebatado suseriorío, dejándole a merced de los demás. Y así, noslega la imagen falsa de un afrancesado por convicción,él que era sólo un espariol fugitivo. Y, llegado a situa-ciones límite, en que su intimidad podía quedar desar-bolada, a merced de los hotnbres o del destino, cuandoqueda al pie del muro sin escape posible, intenta fugar-se de sí mismo con el suicidio.

Un hombre que huye: éste fue siempre Moratín,el comediógrafo de las luces.

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